Extracto a La Sombra

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IV Hugo siempre un poco más lejos

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un pocomás lejos

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h.p. y hugo pratt

Me ha impresionado a lo largo de estas conversaciones su gran pudor en lo que respecta a su trabajo, a su obra. Me ha sorprendido, pues cuando leí su libro de confidencias autobiográficas Avant Corto, me encontré con un Pratt que no se cortaba contando pasajes muy crudos de su vida. Por ejemplo, la historia de aquel hombre que, cuando la liberación de Venecia, le pidió que para vengar a su hijo violara a una mujer.

Ese libro, Le pulci penetranti, o, como se titula ahora, Aspettando Corto, es resultado de varios días de charlas con el dibujante Antonio De Rosa, al que le conté mis recuerdos de juventud. Estábamos en un viejo Fiat, e íbamos de Italia a Marruecos. Me apetecía ese libro porque Alberto Ongaro acababa de publicar su novela Un romanzo d’avventura, en la que yo era el personaje principal, y no estaba muy de acuerdo con la imagen que daba de mí. Su libro está bien escrito, pero yo no acababa de reconocerme en el personaje. Entonces quise dar mi versión, hablando sobre todo de mis amigos: los del hostal Von der None, en Argentina, el alemán Vincent Vie-gener, superviviente de la batalla de Stalingrado, Duchan, que perteneció a la guardia personal de Perón, Viszinsky, la poeta Cristina Peary, nieta del famoso almirante, su compañera Renée Cueddar, que era también la amante de Guerrino, cuya mujer, Olga, paraba los relojes y estropeaba los teléfonos, los Valenzuela, que conocí cerca de la frontera chilena, y tantos otros que fueron importantes para mí y a los que quise rendir homenaje: fracasados, criminales, tipos formidables, putas, poetas. El libro acaba cuando dejo Argentina, y podría hacer la continuación: ¡he conocido a tanta gente en mi vida! Y gente tan diferente como Haile Selassie y Eichmann, pasando por el trompetista Dizzy Gillespie, la actriz Louise Brooks o el escritor Ezra Pound, al que de niño veía pasearse por el barrio judío de Venecia. Podría hacer una enciclopedia con todos aquellos que conocí, pero no tengo tiempo, así que en mis historias incluyo a veces personajes que se inspiran en ellos.

Sí, ya hablamos de esto a propósito de Corto: Siempre un poco más lejos.

Me dice que Avant Corto es un libro con anécdotas bastante crudas. Es cierto, pero hay que comprender que mi juventud se desarrolló en un con-

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texto excepcional y que tuve que afrontar momentos muy duros: la Segunda Guerra mundial, en la que participé en África y en Europa, un campo de prisioneros en Dire Dawa, Etiopía, la cárcel en Venecia, la guerra civil en Italia con, evidentemente, un clima de odios y venganzas, y después, con mi estancia en Argentina, revoluciones y golpes de Estado. Me encontré en medio de todo tipo de situaciones y conocí a toda clase de personas. Por ejemplo, en Argentina conocí a Eichmann, el responsable del exterminio judío, aunque entonces no sabía su verdadera identidad, y conocí también a antiguos usta-chis, terroristas croatas que servían de guardia personal al presidente Perón. En ese libro quise hablar de esas situaciones y de esa gente, más que de mí. En Los Escorpiones del Desierto podría hablar de mí, pero prefiero deslizar en el discurso mi experiencia etíope, que queda mejor en historietas que mis vivencias argentinas.

Pero es usted extraordinariamente pudoroso tanto en su obra como en lo que dice.

Es cierto, pero no me corresponde a mí comentar mi obra, juzgarla. En cuanto al pudor en mi obra, no olvide que debo mantenerme en unas ciertas coordenadas, mis lectores esperan cierto tipo de producto.

Sin embargo, no da la impresión de hacer muchas concesiones. En cierto modo, puede decirse que Las helvéticas, por ejemplo, es un álbum atrevido.

Me gustaría hacer una historia en la que un individuo hablara de indivi-duos que ha conocido. Las helvéticas va un poco en esa dirección. Vemos a un pequeño grupo de personas que tienen en común el gusto por la investigación esotérica. Me gusta lo que hago, me encuentro a gusto con ello, pero también me gustaría tener la posibilidad de hacer otras cosas.

¿Qué me dice de todos esos periodistas que vienen a verle, o que al menos lo intentan? Me da la impresión de que lo considera una pérdida de tiempo.

Usted lo ha dicho. Casi siempre son banalidades: las mismas preguntas, las mismas historias... ¡Y esos fotógrafos que me piden que me ponga en tal o cual sitio, o que haga esto o lo otro para hacerme foto! ¡Un buen fotógrafo

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nunca te pide que poses! Toda esa gente parece no darse cuenta de que me están robando el tiempo, ese tiempo del que cada vez estoy más necesitado. Cada vez me escabullo más de todo eso. A veces, cuando el artículo sale, lo leo, y lo encuentro bien, pero cuando estoy con el periodista, siempre me da la impresión de que estoy perdiendo el tiempo. Y no se trata sólo del tiempo robado a mi trabajo, sino también a mis sueños, y a mi preparación para ese sueño del que un día he de despertar... Con un periodista, siempre acabo por cabrearme. A veces me siento fatigado, cosas de la edad, pero hay todavía cosas que me gustaría decir y hacer. Cada vez tengo menos posibilidades de degustar los placeres carnales, los placeres de la mesa, de las mujeres. Dis-cúlpeme, Dominique, estamos haciendo un buen trabajo juntos, pero antes que pasar todos estos días con usted, hubiera preferido estar con una mujer hermosa y picarona. Una buena música, la sonrisa irónica de una bella mujer que, cuando cruza y descruza las piernas deja entrever su lencería..., ¡es una cosa bien distinta a estar con usted!

Comprendo perfectamente ese punto de vista... A veces les da a los periodistas respuestas un tanto extravagantes.

A veces me pasa, sí. Estoy pensando en otra cosa, y digo lo primero que me viene a la cabeza.

¿Qué quería decir cuando declaró en 1986 a una periodista de L’Événement du Jeudi: “Soy un tipo crepuscular”?

Quería decir que me gusta el frío, la noche, la luna, el romanticismo, el otoño, la tranquilidad de los cementerios. Voy a veces a visitar tumbas, como la del Barón Corvo, del que hablé en Fábula de Venecia, o la tumba de Diaghilev, que también está en Venecia. Me gusta ver los lugares donde ha vivido la gente que admiro. Me siento ligado a la patria de todos aquellos que me han hecho soñar, a todo lo que me ha emocionado, desde un buen vaso de vino de Burdeos, a los ojos violeta de la bella irlandesa que me sirvió una pinta de Guinness y le toqué el culo.

¿Se puede hacer eso sin saber si ella está de acuerdo?

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Hugo Pratt, 1989 (foto de Julia Donoso).

Se puede intentar. Puedes recibir una bo-fetada, pero vale la pena correr el riesgo. Al fin y al cabo, soy un aventurero, ¿no?

O sea, que tocar un culo puede ser ya el prin-cipio de una aventura.

La ‘aventura’ es lo que nos llega, lo que nos sobreviene. En el origen de la palabra está el verbo advenire, llegar, o, si se quiere, adventus, llegada. Por supuesto, eran cosas de la juven-tud. Cuando uno es joven puede permitirse cosas así; con la edad, hay que ser más reser-vado. Si ahora la chica me pidiera que le tocara el culo, me mostraría muy circunspecto al respecto. Por mis relaciones con ciertas mujeres, me hice enemigos, algunos inteligentes: ¡si tiene enemigos, procure que sean inteligentes! Pero las mujeres tuvieron tanta importancia en mi vida... Tenía 13 años cuando tuve mis primeras relaciones amorosas, cuando empecé a gastar dinero en mujeres. Tengo tantos recuerdos ligados a las mujeres, que habría para un libro aparte. Conocí a mujeres de todas clases, algunas muy intelectuales, aunque me gustaban también las cria-ditas. ¡Pero en la vida uno comienza siendo onanista, para al final acabar reenganchándose!

Como en muchas de sus historias, la vida sexual también se muerde la cola... Paso a otra cosa: ¿qué responde a los que le reprochan que viva en un mundo de mitos?

Me encanta vivir en un mundo de mitos. Los mitos hablan de las cosas esenciales, y se remontan a los orígenes de la humanidad. Los mitos tienen que ver con los orígenes.

¿No vive en un universo paralelo? En la novela de la que es protagonista, Alberto Ongaro escribía en 1970: “La renuncia al empleo de agente marítimo que había conseguido poco después de su vuelta de África había sido el punto de partida de otras muchas renuncias, en primer lugar al mundo del trabajo

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ordinario, y una especie de emigración a un universo exclusivamente fantástico e intangible donde estaba quizá destinado a perderse”.

Tolkien dijo que es formidable poder, como los niños, vivir a voluntad en un mundo mítico, entrar y salir de él cuando se quiera. Para un adulto es más difícil. A veces me ocurre que ya no tengo ganas de salir de ese mundo de mitos, o que no distingo muy bien dónde está el mundo real.

Declaró al magazine suizo Voir: “Corto no nació de mí. Estoy seguro de que es un fenómeno de generación espontánea. Vive. Por otro lado, nunca sé quién sueña a quién, si yo a él, o él a mí”.

Sí. Yo también podría —podríamos, Corto y yo— ser un producto de la imaginación fantasmática del lector, o el ectoplasma de un personaje de historieta... Y alguien puede haber inventado al lector... ¿Dónde está el sue-ño, dónde la realidad? Podríamos empezar de nuevo estas charlas, y le daría respuestas completamente diferentes.

¿Podría llegar a decirme, por ejemplo, que As de picas, su primer cómic, fue dibujado aquí, en Grandvaux?

Sí, si ponemos a Venecia en el mundo de los sueños.

Un sueño colectivo entonces... ¿No vive hoy día al otro lado del espejo?

Si me encuentro bien en lo que se llama el mundo real, puedo considerar que estoy soñando algo bonito, y cuando todo me va mal, puedo decirme que estoy en plena pesadilla. Por eso pienso que mi muerte en este mundo será quizá mi despertar en otro mundo.

Ongaro ha escrito que el marajá de Hiderabad le invitó a que fuera a morirse a su palacio.

Es cierto. Cuando estaba en Argentina, le envié a ese marajá un libro en el que Enrique Lipszyc había escrito sobre mí y publicado algunos dibujos míos. Yo había leído que ese hombre era el más rico del mundo, y le puse

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como dedicatoria: “Con gran simpatía y admiración”. Cinco meses después, recibo por medio del consulado indio en Argentina una invitación del marajá para una estancia sin fecha límite en su palacio. Cuando murió, le envié una carta a su hijo y sucesor, en la que le comentaba la invitación y le decía: “Yo admiraba mucho a su padre” (cosa muy comprensible: ¡era el hombre más rico del mundo!). El nuevo marajá me respondió con otra carta en la que decía: “Invitación de Rey sigue siendo invitación de Rey”. Si un día las cosas vienen mal dadas, siempre me quedará la posibilidad de irme allá a acabar mis días. Podría estar muriéndome en un taxi —ya ha podido comprobar que gran parte de mi vida la paso en los taxis—, muriéndome en un taxi, digo, y que mis últimas palabras fueran: “¡Rápido, al palacio del marajá de Hiderabad!” También tenía una invitación permanente para ir al palacio del emperador de Etiopía, Haile Selassie, al que conocí en la guerra.

En una de sus últimas obras, Las helvéticas, la muerte está muy presente.

No la presento de forma dramática. Está en una especie de sueño y, cuando Corto Maltés se cruza con la Muerte, o con esqueletos, hay siempre una gran ironía. Si ahora alguien me dice: “Pratt, se está haciendo viejo, piensa en la muerte más que antes”, le respondería: “Sí, pero ya hace mucho que pienso en la muerte”. En la juventud no se piensa nunca en la muerte, y, más adelante, cuando se tienen responsabilidades familiares, profesionales, hay que plantar cara a la vida, y tampoco hay mucho tiempo de pensar en la muerte. Pero a mi edad, cuando se es sexagenario, la muerte es una camarada: se sienta a la mesa contigo, y uno no sabe si acabará de comer, o si se despertará mañana. Y uno hace balance de su vida, y me digo que he vivido bien, que he hecho cosas. Cosas buenas o cosas malas, pero si uno ha trabajado, es que algo ha hecho. Y en este momento me siento bien pagado con haber llegado a viejo, con poder contar mis vivencias, y contarlas de una manera entretenida, para que no caigan en el olvido, pensando sobre todo en quienes me han acompañado. Tengo una deuda hacia ellos y tengo una deuda con la Muerte. No la contem-plo como algo terrible, sino como a una camarada, pues me ha perdonado la vida hasta hoy, y a mi edad aún me deja moverme por ahí, irme a África o a América... Es como una partida de ajedrez con la Muerte: ¿recuerda aquella maravillosa película de Ingmar Bergman, El séptimo sello? Pues un poco así.

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No es nada dramático, pero me gustaría terminar mis historias, poder ponerles punto final antes de que ella me diga: punto final.

Uno de los redactores de la revista de estudios sobre la historieta Fumo di China, Spiri, ha escrito: “Una conversación con Pratt se desarrolla como si cada minuto fuera el último, y cada pregunta la última también”. Aunque me haya concedido el privilegio de interrogarle sobre su obra mucho más tiempo y mucho más en detalle que nunca, yo he tenido esa misma impresión.

Pues debe ser verdad. Sabe usted, las mejores respuestas son cuando no hay preguntas. Respondo mejor cuando no hay preguntas.

¿Le preocupa lo que dirán de usted? Ya figura en algunas enciclopedias y diccionarios.

La posteridad no me preocupa. Lo que me gustaría es, simplemente, haber hecho una obra útil. Si mi obra puede ayudar a algunos o darles un punto de partida para sus propias obras, si mis álbumes entran en las bibliotecas, eso será buena cosa, aunque se llenen de polvo, o de telarañas, o que los ratones se los coman..., ¡al menos les habré hecho un servicio a los ratones! Cuando un libro es leído, su autor revive en el lector. Es como una reencarnación. Ya le enseñé la carta de aquel profesor de alemán que a petición de sus alumnos, que habían leído Las helvéticas, incluyó en el programa de su curso la novela de Hermann Hesse El último verano de Klingsor. Me dijo que sus alumnos estaban interesados en esa obra, en la que él nunca habría pensado. Gracias a mi historia, Hugo Pratt y Hermann Hesse van a vivir en la memoria de ese profesor y de esos alumnos. Eso es lo que me colma de satisfacción. Me gusta hacer que la gente descubra cosas. No me hubiera gustado tener una existencia inútil, como esos que lo critican todo y no hacen nada. El sabio y poeta persa Omar Jayyam dijo que los sabios han dejado una cosa, y después se han ido. Para él lo más importante eran los ojos de una mujer y una copa de vino. Era un poeta formidable. Cualquier cuarteto suyo me transporta. El Irán de nuestro tiempo ha dado a Jomeini, pero no hay que olvidar que en el siglo xi dio a Omar Jayyam, cuya compañía prefiero, ni que decir tiene, a la de los integristas. Espero reencontrarme un día con Omar Jayyam y contem-plar con él los ojos hechiceros de una oriental. Pero ¿a qué esperar? ¡Invitaré

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a Omar Jayyam a uno de mis sueños! Lo buscaré. Seguramente está en otro sueño, en un sueño de Rasputín.

¿Hay preguntas que habría debido hacerle, que le hubiera gustado que le hiciera?

Ya me ha hecho no pocas preguntas de ese tipo...

Entonces, mi última pregunta...

...Y esta vez nuestra conversación sí que ha de desarrollarse como si ver-daderamente cada pregunta fuera la última.

Una última cita de Alberto Ongaro: “Él había sido siempre, y lo admitía sin reservas, lo que se llama un hombre afortunado”. Lo que decía Ongaro sobre el Hugo Pratt protagonista de su novela ¿puede aplicarse al Hugo Pratt que está sentado frente a mí?

Tal cual. He sido un hombre afortunado. Pertenezco a una generación que buscó la belleza, la felicidad. Todavía hoy me da por salir de viaje para encontrarme con compañeros con los que he sido feliz. Volvemos a divertirnos juntos, a hacer bromas... De vez en cuando hay alguno al que no encuentro, porque ha pasado a otra vida o a otro sueño. Pero no por ello pierdo la certeza de volverlo a ver, y, por otra parte, puedo encontrármelo rápidamente en sue-ños. Tengo posturas propicias para los sueños, y puedo, si quiero, encontrarme esta noche con alguno que ya no está, o puede incluso revivir en mí, sólo con que abra un libro o lea una carta relacionada con él. Mis amigos nunca están muertos. La vida ha sido pródiga conmigo, y me ha colmado de emociones, de belleza, de dicha, de felicidad.

Hugo Pratt, hombre afortunado, en nombre de todos sus lectores, quisiera agradecerle que nos haya hecho, con su obra, sentirnos afortunados.