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EXPERIENCIAS DRAMATICAS Y PUBLICOS TEATRALES: LA TRAGEDIA ESPAÑOLA DEL RENACIMIENTO El teatro español renacentista da sus primeros pasos con la serie de escritores llamados primitivos y que podría identificarse como la generación de los Reyes Católicos. Se trata de Juan del Encina, Lucas Fernández, Gil Vicente, Diego de Avila, Torres Naharro, etc... En los momentos iniciales de ese gran esfuerzo creador, surge una precisa voluntad de "no hacer tragedia". La Egloga de Plácida y Victoriano, de Juan del Encina, incluye un final feliz en el que dos divinidades intervienen para evitar la definitiva catástrofe. Venus detiene la mano de Victoriano que, despechado por la muerte de su amada, quiere quitarse la vida. Mercurio resucita a Plácida y soluciona, divina gratia, la terrible situación de los amantes. "Esta no voluntad de final trágico, que aquí inaugura Encina, volverá a repetirse innumerables veces, con distintos personajes y situaciones, en el teatro español del Siglo de Oro. Sociedad e ideología se aúnan para hacer fuerza al oficio del dramaturgo. Encina es el precursor de tal actitud. Esta obra es casi un testamento que Encina deja al teatro español. Testamento que se preferirá al de Fernando de Rojas" 1 . Las palabras de Ruiz Ramón 2 identifican un espacio de reflexión que va a condicionar el contenido de estas páginas. En ese espacio se ha discutido la existencia o no existencia de tragedia en el teatro español, la imposibilidad de hacer tragedia en la cultura española, el fracaso de las experiencias trágicas en la historia dramática de aquel país, etc... Varias de las afirmaciones registradas carecen de fundamento y, sin embargo, han estado en la base de numerosas afirmaciones y análisis hechos en el 1 .- Francisco Ruiz Ramón, Historia del teatro español, 1 (Madrid: Alianza Editorial, 1971), p. 45. 2 .- Ruiz Ramón no niega, ni aquí ni en el resto de su obra, la existencia de tragedia en España. Lo que está afirmando es la tendencia española a no tomar en consideración las matrices trágicas de la tradición aristotélica como líneas conformadoras de su propia tradición teatral. [La paginación no coincide con la publicación]

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EXPERIENCIAS DRAMATICAS Y PUBLICOS TEATRALES:

LA TRAGEDIA ESPAÑOLA DEL RENACIMIENTO

El teatro español renacentista da sus primeros pasos con la serie

de escritores llamados primitivos y que podría identificarse como la

generación de los Reyes Católicos. Se trata de Juan del Encina, Lucas

Fernández, Gil Vicente, Diego de Avila, Torres Naharro, etc... En los

momentos iniciales de ese gran esfuerzo creador, surge una precisa

voluntad de "no hacer tragedia". La Egloga de Plácida y Victoriano, de

Juan del Encina, incluye un final feliz en el que dos divinidades

intervienen para evitar la definitiva catástrofe. Venus detiene la mano de

Victoriano que, despechado por la muerte de su amada, quiere quitarse

la vida. Mercurio resucita a Plácida y soluciona, divina gratia, la terrible

situación de los amantes. "Esta no voluntad de final trágico, que aquí

inaugura Encina, volverá a repetirse innumerables veces, con distintos

personajes y situaciones, en el teatro español del Siglo de Oro. Sociedad

e ideología se aúnan para hacer fuerza al oficio del dramaturgo. Encina

es el precursor de tal actitud. Esta obra es casi un testamento que

Encina deja al teatro español. Testamento que se preferirá al de

Fernando de Rojas"1.

Las palabras de Ruiz Ramón2 identifican un espacio de reflexión

que va a condicionar el contenido de estas páginas. En ese espacio se ha

discutido la existencia o no existencia de tragedia en el teatro español, la

imposibilidad de hacer tragedia en la cultura española, el fracaso de las

experiencias trágicas en la historia dramática de aquel país, etc... Varias

de las afirmaciones registradas carecen de fundamento y, sin embargo,

han estado en la base de numerosas afirmaciones y análisis hechos en el

1.- Francisco Ruiz Ramón, Historia del teatro español, 1 (Madrid: Alianza

Editorial, 1971), p. 45. 2.- Ruiz Ramón no niega, ni aquí ni en el resto de su obra, la existencia

de tragedia en España. Lo que está afirmando es la tendencia española a no tomar en consideración las matrices trágicas de la tradición aristotélica como líneas conformadoras de su propia tradición teatral.

[La paginación no coincide con la publicación]

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pasado. En nuestro trabajo nos limitaremos a presentar un balance de la

experiencia teatral que realizó la España del siglo XVI por medio de un

corpus identificado, de una u otra manera, con el apelativo de tragedia.

Sólo podemos recurrir a los textos conservados -textos literarios, no

teatrales- y a algunas noticias indirectas sobre experiencias y prácticas

escénicas cuyos fundamentos "literarios" no han llegado a nuestras

manos. Y a través de ese balance, introduciremos una serie de

constataciones con las que pretendemos caracterizar la tragedia española

del Renacimiento3 y sus diversas y multiformes manifestaciones.

Una primera constatación se impone. Hay una notable ausencia de

tragedia concebida al modo grecolatino -a los modos grecolatinos, mejor

dicho- en el teatro español de todos los tiempos, pero sobre todo en los

siglos XVI y XVII. Dejemos de lado ahora la inútil afirmación de la

imposible tragedia española. Antonio Buero Vallejo, Federico García

Lorca, Miguel de Unamuno, los terribles dramas románticos, etc... son

hitos de la producción teatral hispana que sirven de réplica contundente.

Pero si en el siglo XVIII existe la llamada tragedia neoclásica, en la

que los modelos clásicos son tomados en consideración y filtrados a

través de las preceptivas del italiano Muratori o del francés Boileau, el

siglo XVII, con el llamado teatro barroco, el de Lope de Vega y Calderón,

entre otros, prescinde de la tragedia en su versión aristotélica o

senequista. Hay grandes tragedias en el teatro clásico español (los

dramas calderonianos de la honra, El caballero de Olmedo de Lope de

Vega, Reinar después de morir de Vélez de Guevara, ciertas obras de

Rojas Zorrilla estudiadas por Raymond MacCurdy4 etc..., etc...), pero son

raras las ocasiones en que el apelativo [tragedia] (Tragedia famosa de

doña Inés de Castro, de Mexía de la Cerda) es usado por los escritores y

aún más raras aquellas en que el modelo aristotélico o el senequista son

utilizados. La tragedia triunfa en el siglo de oro español justamente

cuando renuncia al apelativo [tragedia] y usa casi exclusivamente el

genérico [comedia].

3.- Tal es el título de nuestro trabajo (Barcelona: Planeta, 1973), al que

nos referiremos con frecuencia. 4.- Francisco de Rojas and the Tragedy, Albuquerque, New México:

University of New México Press, 1958.

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Remontando el curso de los tiempos, entramos en el siglo XVI, al

que por extensión vamos a cubrir con el adjetivo renacentista. Los

modelos teatrales seguidos por una larga serie de escritores a la que me

referiré más adelante, son variados; muchos de ellos responden a una

preocupación común, la de situarse frente al género trágico tal como

queda definido en sus dos variantes, la aristotélica y la senequista. Una

buena parte de nuestros trágicos parte de modelos grecolatinos y

construye su teatro situándose en una relación dialéctica con dichos

modelos. Toda la aventura teatral del siglo XVI se realiza tomando como

objetivo, de forma consciente o inconsciente, la formación de un público.

El teatro renacentista español puede definirse como la acumulación de

experiencias tendentes a la construcción y al descubrimiento del

espectador en el sentido moderno del término. En consecuencia, toda la

utilización de modelos antiguos y de sus versiones italianas estará

condicionada por la toma de conciencia de la presencia de un público en

gestación, de un espectador en potencia, al que era necesario aprehender

y con quien era imperativo pactar. Tal aprehensión y tal pacto se

realizaron a partir de la experiencia de Lope de Vega. Los ejercicios

anteriores, aunque dieron productos sazonados y elementos utilizados

más tarde, no fueron sino un claro fracaso, ya que no consiguieron crear

ese público al que me refería líneas arriba. Después volveremos sobre

este aspecto del problema.

En 1961 se publicó mi trabajo Los trágicos españoles del siglo XVI5,

obra que sufrió una profunda revisión cuando apareció La tragedia en el

Renacimiento español, ya citada. En ambas versiones pretendí recoger

algunos de los intentos de hacer tragedia realizados en España. Y si en el

trabajo de 1961 traté de alinear una serie de manifestaciones trágicas

surgidas a lo largo del siglo XVI, en la obra de 1973 me propuse mostrar

cómo durante dicho período surge el único momento de la historia de las

letras españolas, junto con el siglo XVIII, en que se manifiesta el deseo

evidente de crear una o unas tragedias, apoyándose frecuentemente en

modelos clásicos como punto de partida y prescindiendo de ellos de

modo casi irremediable y general. Muchos de estos dramaturgos

demuestran una decidida voluntad de hacer tragedia y de llamarla así;

5.- Madrid: Fundación Universitaria Española, 1961.

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algunos de ellos hacen una reflexión teórica sobre el ejercicio literario en

general y sobre su propia producción trágica en particular. Este conjunto

de realizaciones es seguido por la publicación de preceptivas que vienen

a confirmar, desde un punto de vista teórico, la existencia de unos

modelos clásicos y su correspondiente desarticulación en la práctica

dramática contemporánea.

Entre la aparición de mis Trágicos y de mi Tragedia, Rinaldo Froldi

publicó en castellano un excelente estudio titulado Lope de Vega y la

formación de la comedia6. Mi colega y amigo Froldi no aceptaba la

posiblidad avanzada por mí de "reunir bajo la etiqueta de trágicos

españoles a autores tan distintos como Artieda, Virués, Cueva,

Argensola, Cervantes, Lobo Lasso de la Vega."7 En mi segunda obra creo

haber justificado la etiqueta e, incluso, haber cimentado las bases para

la descripción de una tragedia española renacentista dispersa,

semiperdida y multiforme.

Me parece pertinente repetir tres observaciones sobre otros tantos

aspectos señalados por Froldi como no aceptables. En primer lugar, no

es necesario, ni posible, explicar la existencia práctica de la tragedia

española del siglo XVI como derivación de las ideas de Pinciano, Cascales

y otros humanistas y preceptistas españoles. Unos y otros escriben

cuando ya se ha llevado a cabo la experiencia dramática. Sus teorías son

explicaciones eruditas con las que se intenta adaptar las normas clásicas

a las realidades dramáticas inmediatamente anteriores. Cuando Pinciano

y Cascales escriben sus obras, ajustan las normas salidas de la tradición

clásica a los usos y necesidades contemporáneos, es decir a la práctica

de los autores trágicos. He de añadir que las reflexiones de los mismos

autores trágicos (Rey de Artieda, Virués, Cueva, Lupercio Leonardo de

Argensola, etc..) descubren una preocupación teórica común por el arte

trágico. Esta preocupación será una de las líneas de fuerza que aglutinen

los distintos componentes de la tragedia española de fin de siglo.

6.- Salamanca, etc..: Anaya, 1968. El libro es una segunda edición

revisada y ampliada de Il teatro valenzano e l'origine della commedia barocca (Pisa: Istituto di Letteratura Spagnola e Ispano-Americana dell'Università di Pisa, 1962).

7.- Froldi, p. 95.

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En segundo lugar, entre la serie de experiencias dramáticas

realizadas en el siglo XVI, es preciso destacar las que se llevaron a cabo

en los ambientes universitarios y colegiales. Más tarde haremos

referencia a ellas. Froldi señala que "los ejercicios humanísticos en latín,

típicos de los ambientes académicos, tienen una escasa y menospreciable

influencia sobre el teatro representado en lengua vulgar". Y añade que

"los intentos de tragedias en castellano de Bermúdez están

estrechamente ligados al ambiente humanista de la Universidad de

Coimbra"8. Es impensable que las experiencias teatrales universitarias o

colegiales fueran ejercicios vanos y no influyeran de algún modo entre los

estudiantes que, más tarde, serían los autores del llamado teatro na-

cional. Muchos dramaturgos tuvieron que pasar indefectiblemente por

los ejercicios pedagógico-artísticos que tenían lugar en la universidad de

Salamanca o en los colegios de jesuitas. Por otra parte, el ambiente

humanista conimbricense -tan cercano a los ambientes universitarios

castellanos, a pesar de las distancias políticas- con el que evidentemente

estaba relacionado Bermúdez, no impidió que sus dos tragedias fueran

conocidas y citadas por Rey de Artieda, un autor perteneciente al teatro

no universitario ni colegial.

Finalmente, el concepto de tragedia neoaristotélica del que no supe

desasirme, según Froldi9, no debe dejarse de lado al analizar las

experiencias teatrales de la época. La razón es bien sencilla. Fueron los

mismos escritores, en su praxis dramática y en su propia reflexión

teórica -no hablo ahora de los preceptistas que escriben a posteriori,

como Pinciano o Cascales- quienes tomaron el concepto neoaristotélico

de tragedia como punto de partida para huir y alejarse paulatinamente

de él. Nuestros trágicos fueron suprimiendo acompasada y

paulatinamente las reglas clásicas. El resultado fue su propio fracaso y

la consiguiente preparación del triunfo del teatro nacional. Si las diver-

sas experiencias dieron frutos inmediatos de dudosa calidad, sirvieron,

sin embargo, para mostrar la ineficacia de ciertos recursos estéticos, la

inexistencia de un código compartido con el público destinatario y, sobre

8.- Froldi, p. 95. 9.- Froldi, p. 95.

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todo, la falta de un espectador abierto y libre que fuera capaz de asumir

un papel activo en la fiesta teatral.

Vengamos ahora a la historia de los textos. En principio aparecen

como una serie inconexa de producciones literarias, cuya puesta en

escena, cuya transformación en producto teatral nos es relativamente

desconocida. Pero a medida que vamos acercando el corpus a la luz que

le da su verdadero destino, la representación, la serie inconexa parece

agruparse en torno a unos ejes que explican la existencia de sucesivos

intentos de hacer tragedia o de aclimatar a la práctica teatral peninsular

unos modelos cultivados con éxito en la Grecia y la Roma clásicas y en la

Italia renacentista.

Antes del período que nos ocupa, la tragedia es un género casi

inusitado en España. La españolidad del romano Séneca carece de

sentido. Es en el reino de Aragón donde se encuentran algunos ejemplos

de esta práctica teatral. L'hom enamorat y la fembra satisfeta, de mosén

Domingo Mascó, consejero del rey Juan I de Aragón, fue representada en

Valencia el mes de abril de 1394. El mayordomo de la misma corte real,

mosén Antonio Vilaragut, traduce en 1396 el Hércules y la Medea

senequianas. Ambas experiencias no tuvieron más alcance ni provocaron

la aparición de otras obras de semejante inspiración.

El Renacimiento supone el comienzo de la ya aludida serie de

experiencias. Se trata, para nosotros, de aislar el conjunto de

realizaciones identificables de una u otra manera como tragedias y de

explicar su multiformidad y su evidente y sucesiva eliminación. Tenemos

que romper con la idea de que sólo es tragedia aquella producción teatral

que vive atada, arreglada o ajustada según la teoría clásica pura. Nuestro

corpus esta compuesto por distintas encarnaciones de uno o varios

intertextos, de una o varias estructuras modelantes, que viven inmersos

en una nueva discursividad, en un nuevo contexto. Es preciso

desprenderse del fetichismo que acompaña al sintagma [tragedia clásica]

para intentar identificar y descubrir el modelo o los modelos de tragedia

vigentes a lo largo de la experiencia dramática española del siglo XVI,

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experiencia variada y multiforme, pero agrupada, toda ella, bajo el

imperativo de la lexía [tragedia], no del sintagma fijo [tragedia clásica]10.

La tragedia española del siglo XVI es una sucesión de proyectos y

experiencias que se llevan a cabo diacrónicamente a partir de la

dialéctica [tragedia clásica/vs/tragedia]. Los trágicos grecolatinos son

una referencia constante, pero referencia válida como término a quo,

como pretexto para la consecución de un ejercicio de modernidad

marcado por la negación del modelo inicial -o de varios de los elementos

constituyentes de dicho modelo-, que resulta abandonado en todo o en

parte. A todos los escritores les ata la misma voluntad de hacer tragedia -

frente al ejemplo de Juan del Encina señalado al principio de estas pá-

ginas-. En general, los títulos de sus obras dramáticas así lo manifiestan.

La realización de los diversos contenidos a partir de la existencia de

varios modelos es lo que caracteriza la multiformidad de la tragedia

renacentista española11.

El siglo XVI rechaza, en nombre de la modernidad, el modelo

descrito por Aristóteles, Horacio o Séneca. El tiempo actual justifica las

necesarias evolución y ruptura. Para Lupercio Leonardo de Argensola,

según consta en la Loa de su Alejandra, las lecciones de Aristóteles están

presentes en la mente del tragediógrafo, pero "la edad se ha puesto de

por medio / rompiendo los preceptos por él puestos"12. La ley del tiempo,

de la "edad", justifica cambios estructurales (reducción a cuatro actos,

supresión de los coros, etc..). En otra de sus tragedias, la Isabela,

Argensola justifica la destrucción del modelo, el implícito en "contra la

ley de las tragedias", invocando un "agora" que obliga a la realización de

una nueva forma de relación [escritor/espectador]13. Juan de la Cueva,

en su Ejemplar poético, se refiere al teatro en general -y en consecuencia,

10.- Sobre estas consideraciones, véase nuestro trabajo "Hacia una

descripción del modelo trágico vigente en la práctica dramática del siglo XVI español" (Crítica Hispánica, Miami, Florida, USA, VII, 1985, n° 1, pp. 43-55). Volvemos a tomar aquí muchas de las ideas desarrolladas en él.

11.- Podría aplicarse semejante reflexión al caso de la comedia. 12.- Apud Federico Sánchez Escribano y Alberto Porqueras Mayo,

Preceptiva dramática española, Madrid, Gredos, 1965, p. 64. 13.- Id., p. 67.

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a la tragedia- cuando afirma que los autores han ido mejorando las artes

y "eligiendo las propias y decentes / que fuesen más al [tiempo] nuestro

conformando"14. Cueva señala la necesidad de vestir las figuras

dramáticas "conforme al tiempo, a la edad y al arte"15, con lo que está

reclamando la norma de la modernidad junto con la de la verosimilitud.

Y al referirse al maestro Malara y su experiencia en el cultivo de la

tragedia, justifica las alabanzas de que fue objeto "porque en alguna cosa

alteró el uso / antiguo, con el nuestro conformado"16. Los trágicos de fin

del siglo XVI se sirven de Aristóteles para desarticular el aristotelismo en

la ordenación del edificio trágico. La necesidad de adaptar la experiencia

dramática al público y gustos contemporáneos llevó a estos escritores a

renegar de Aristóteles partiendo del modelo aristotélico.

Pero tenemos que volver a las primeras experiencias trágicas del

siglo. En los finales, cuando ya se perfila el tipo de público que hay que

conquistar, el razonamiento de Argensola y Cueva -y otros que no

invocamos ahora- adquiere todo su sentido. En esos momentos ya ha

surgido un público abierto, que asiste a las representaciones de los

corrales y exige un producto determinado a cambio de su contribución

en dinero. En los decenios que cubren los tres primeros cuartos de siglo

la existencia de ese público no se ha concretado. Existen otros públicos

que condicionan de otras maneras el ejercicio teatral.

Si el teatro es teatro, lo es solamente cuando se realiza como

ceremonia dramática ante el espectador y con el espectador. Por esta

razón hemos intentado ordenar y alinear la producción trágica del siglo

XVI español según la coordenadas que definen la consistencia social del

público.

Se perfilan dos tipos de público en esta España renacentista. Hay

un público selecto, cerrado, cautivo, que asiste a las representaciones

dentro del marco que condiciona su inserción social. En el sistema

comunicativo que rige la fiesta teatral, el espectador cautivo tiene un rol

relativamente ritualizado; tiene un papel previsto por la convención que

rige el espectáculo. El mensaje le llega condicionado por una finalidad

14.- Id., p. 117. 15.- Id., p. 119. 16.- Id., p. 121.

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predeterminada. Al espectador cautivo, colectivamente considerado, no

se le permite la desviación, la divergencia ideológica. El espectador

cautivo es parte del mecanismo que mueve la representación. El público

cerrado, selecto y cautivo que asiste a las representaciones de tragedias

en las universidades, en los colegios jesuíticos, en la empresa

evangelizadora del arzobispo valenciano Juan de Rivera, o en los palacios

reales, nobles y eclesiásticos -según la tradición elitista de Encina,

Fernández, Avila, Vicente o Torres Naharro-, condiciona

irremediablemente las tragedias clasicistas de Pérez de Oliva, las obras

del padre Acevedo, el Auto de Caín y Abel de Jaime Ferruz y la Tragedia

de los amores de Eneas y de la reina Dido, de Juan Cirne, la Tragedia de

la castidad de Lucrecia, la Farsa a manera de tragedia, o la producción

teatral del escritor/representante Alonso de la Vega.

Las experiencias ejemplicadas rápidamente en las líneas que

preceden, siendo muy variadas, hallan su base común en la necesidad de

tener en cuenta la presencia de ese espectador selecto y predeterminado.

Dentro de dicho marco, se pueden definir tres tendencias fundamentales:

una tragedia clasicista, de inspiración grecolatina; una tragedia de

finalidad didáctica, pedagógica o catequística; y una tragedia inscrita en

la tradición del teatro cortesano.

En la evolución de la sociedad española, surge una nueva forma de

utilizar el arte dramático. Aunque no fuera el único agente que provocó el

fenómeno -las compañias de teatro italianas son una causa inequívoca

de tal cambio-, Lope de Rueda es la piedra angular del nuevo edificio en

el que se darán la mano unas experiencias teatrales nuevas y un público

abierto, crítico y exigente.

En Lope de Rueda se juntan dos modelos de actividad teatral.

Conservamos datos que permiten suponer la existencia de alguna

representación llevada a cabo ocasionalmente en los palacios reales o

nobles - el de Cogolludo, del duque de Medinaceli, por ejemplo17-,

modelo en que se perpetúa el tipo de teatro restringido practicado por los

autores primitivos Encina, Fernández, Avila, Vicente y Torres Naharro. Al

mismo tiempo hay noticias de ciertos contratos del direc-

17.- Narciso Alonso Cortés, Un pleito de Lope de Rueda. Nuevas noticias

para su biografía. Valladolid, 1903.

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tor/representante Rueda con diversas ciudades (Valladolid, entre otras)

para representar en varias ocasiones y fiestas públicas. No nos han

quedado huellas documentales de la actividad menos oficializada, más

espontánea, llevada a cabo en los pueblos peninsulares, tema este del

que se ha hablado mucho al calificar las bases populares de su teatro.

En todo caso Lope de Rueda aparece así como el eslabón indispensable

en la cadena que va de las primeras farsas castellanas, presentadas ante

un público cautivo y cerrado, y la práctica teatral del teatro llamado

nacional que triunfaría con Lope de Vega y que está condicionado por la

presencia de un público abierto y exigente, al que hay que convencer y

con cuya complicidad no se puede contar de antemano.

En el último tercio del siglo XVI aparece un cuarto modelo de expe-

riencia trágica -los tres primeros han quedado señalados- a través del

que se trata de identificar ese público abierto, general, no definido a

priori sino en su condición de imprevisible. Es el público que más tarde

llenaría los corrales, el espectador del teatro comercial triunfante en

tiempos de Lope de Vega y de Calderón de la Barca. El ejercicio de

acercamiento a un público en vías de formación es el que aglutina y

reúne las obras que hemos llamado tragedias del horror18. Se trata de las

tragedias escritas por Jerónimo Bermúdez, Andrés Rey de Artieda,

Lupercio Leonardo de Argensola, Cristóbal de Virués, Juan de la Cueva,

Diego López de Castro, Miguel de Cervantes, Gabriel Lobo Lasso de la

Vega, etc... Es necesario tener en cuenta la existencia de variantes

notables en la producción dramática que va de Bermúdez a Lasso, pero

se puede perfilar, dentro de la multiplicidad de signos y tendencias, un

cuarto tipo de tragedia, la llamada tragedia del horror19.

Las cuatro tendencias identificadas (clasicista, didáctica,

cortesana, del horror) están marcadas por cuatro diferentes maneras de

acercarse a los respectivos públicos, maneras que suponen otros tantos

modelos subyacentes en su elaboración. Vamos a tratar de describir las

cuatro formas de "imitar la naturaleza", de modelar el material recibido

de la tradición textual.

18.- Hermenegildo, La tragedia en el Renacimiento español, 1973, p. 155. 19.- Véase nuestro trabajo "Cristóbal de Virués y los signos teatrales del

horror" (Criticón, Toulouse, XXIII, 1983, pp. 89-115).

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Nuestro acercamiento al corpus toma cuatro vías distintas20: 1) la

formal, que describe la organización y utilización de los elementos

componentes del tejido dramático, sus partes y su estructura; 2) la

referencial, que estudia la modelación de referentes tomados de una

tradición textual, escrita u oral, de la historia humana, y su

transformación en material dramático condicionada por la oposición

[verosimilitud/inverosimilitud]; 3) la actuacional, que analiza la

encarnación de los actantes básicos en una serie de actores, roles y

personajes21 de la superficie textual; y 4) la funcional, con la que se

descubre el fin catártico o el fin moralizador de la tragedia.

Desde el punto de vista formal, la práctica trágica española del

siglo XVI varía. Las obras clasicistas y cortesanas -con excepciones como

la Farsa a manera de tragedia o el Auto de Caín y Abel, de Jaime Ferruz-

no segmentan el texto en unidades marcadas. El teatro de colegio y las

tragedias del horror dividen las obras en 5, 4 ó 3 actos, escenas, partes o

jornadas, aunque la tendencia dominante es reducir a tres el número de

unidades a medida que las obras se alejan del uso clásico y se acercan a

la comedia lopesca.

Los autores suelen anteponer a las tragedias un elemento

introductor, identificado como introito, prólogo, loa o argumento, cuya

evidente función conativa se despliega de modos diversos según las

distintas formas trágicas. En todos los ejemplos se trata de un caso ajeno

a la diégesis trágica. De modo general, estos textos introductorios

reclaman la atención del espectador y le piden que supla con su

prudencia la falta de elocuencia de la representación. Por lo común

anuncian el contenido de la tragedia o, al menos, los antecedentes que

explican y justifican el segmento de historia que la tragedia ofrece. Si en

algunos casos de obra cortesana -la Farsa a manera de tragedia- o de tra-

gedia del horror -la obra de Lasso de la Vega- se señala la presencia de

un bobo salido de la tradición pastoril de Encina, Fernández o Torres

Naharro, la mayor parte de los trágicos de fin de siglo tratan de convertir

20.- Véase nuestra trabajo "Hacia una descripción del modelo trágico...",

ya citado en la nota 10. 21.- Sobre estas tres nociones, véase Anne Ubersfeld, Lire le théâtre,

París, Editions sociales, 1978.

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el texto introductorio en escaparate ideológico y en vehículo de sus

preocupaciones teóricas.

En el otro extremo, el epílogo que cierra las tragedias, sobre todo

las del horror (Casandra, de Virués, y Alejandra, de Argensola), pone de

relieve la ejemplaridad de la fábula y trata de justificar y atenuar los

excesos introducidos en ella. Los autores de la tragedia del horror,

conscientes de la hiperutilización de recursos productores de terror como

instrumento dramático, tratan de reducir su alcance ocultándolo tras el

enunciado de la finalidad moral de las tragedias. Es necesario señalar

aquí que, tan pronto como el teatro se abre a un público heterogéneo, el

autor se ve obligado a justificar sus modos teatrales, frente a los

primeros momentos del siglo, cuando el espectador es cautivo, en que los

escritores no sienten en general la necesidad de explicar sus compor-

tamientos creadores y mucho menos de justificarlos.

El coro es un elemento fundamental de la tragedia clásica. La

práctica española renacentista rompe definitivamente con la tradición. Si

el coro vive en las obras clasicistas y didácticas (no en Jaime Ferruz),

desaparece en las cortesanas y en las del horror, excepción hecha de las

Nises de Bermúdez y de la Dido viruesina. Cuando el coro es conservado,

sirve de confidente y consolador del héroe caído y, en ocasiones

(Bermúdez es un buen caso), para pregonar la relatividad de la justicia

humana tomando como pretexto la falta de rigor y el carácter

negativamente ejemplar del monarca protagonista. Hay persistencia del

elemento coral en las intervenciones colectivas de los hermanos de Jose -

Josefina, de Carvajal, del grupo didáctico- o de las dos cortesanas de la

viruesina Elisa Dido.

El teatro renacentista español se sitúa más allá de los límites

impuestos por la norma de las tres unidades dramáticas. La adaptación

del modelo aristotélico y la imposición del triple rigor en la aplicación de

las unidades de lugar, tiempo y acción fueron superadas o abiertamente

contradichas en la práctica teatral que nos ocupa. Los preceptistas como

Pinciano aceptan el principio que gobierna las realizaciones trágicas de

su época y dejan de lado la preservación rigurosa de la norma de las tres

unidades, siguiendo en esto, dicho sea de paso, al mismo Aristóteles,

quien nunca afirmó lo que los neoaristotélicos le hicieron decir. Alonso

López Pinciano deja abierta la puerta a la pluralidad de tiempo y lugar.

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Hermenegildo 13

El umbral de dicha puerta ya lo habían traspasado los dramaturgos de

mil maneras.

Así por ejemplo, el molde de las tres unidades queda roto en los

modelos de tragedia cortesana y del horror, con alguna excepción, como

las Elisa Dido y La infelice Marcela de Cristóbal de Virués. Pero no se

trata sólo de una mera transgresión inconsciente o mecánica de la norma

aludida. Algunos escritores exhiben abiertamente dicha transgresión y

destacan sus implicaciones en el desarrollo de la fábula. La gran

Semíramis viruesina, en su prólogo, hace notar los distintos lugares en

que se despliega la acción dramática de las tres jornadas:

"en el sitio de Batra la primera,

en Nínive famosa la segunda,

la tercera y final en Babilonia."22

La tragedia también pone de relieve la ruptura de la unidad de

tiempo:

"que ha ya diez i seis años que en mí reina

con título de Reina sin ser Reina."23

La unidad de acción, alterada repetidas veces con la introducción

de variadas y no siempre justificadas peripecias o intrigas secundarias,

queda destruida de modo ejemplar en dicha Semíramis, cuyo prólogo

identifica las tres jornadas de la tragedia como otras tantas unidades

autónomas:

"formando en cada cual una tragedia

con que podrá toda la de hoi tenerse

por tres tragedias, no sin arte escritas."24

22.- Poetas dramáticos valencianos. Observaciones preliminares y edición

de Eduardo Juliá Martínez. Madrid, Real Academia Española, 1929, t. I, p. 26.

23.- Id., p. 39. 24.- Id., p. 26. Tal vez haya que pensar en la presión que la fábula misma

ejerce sobre el escritor condicionando las normas internas de

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Hermenegildo 14

La multiplicación de peripecias y de intrigas secundarias, de los

episodios, complica de modo evidente la presentación de la acción

principal. La premeditada hiperactivación funcional de los episodios

llega, en ocasiones, a ocultar el hilo conductor de la fábula. Ya propuse

en otro lugar -véase la nota 10- que estas tragedias del horror se

identificaran como tragedias de enredo, usando como referencia la

comedia de enredo del siglo XVII.

En el caso de las experiencias trágicas identificadas como

clasicistas, el respeto de las unidades dramáticas es riguroso. Las

tragedias didácticas, gobernadas por su propia finalidad pedagógica más

que por la tensión interna de la diégesis, rompen con frecuencia los

moldes aristotélicos, aunque en ningún caso de los que yo he examinado

surge abiertamente la decisión de principio según la cual es necesaria,

por su eficacia significativa, la ruptura de dichos moldes. La Tragedia de

San Hermenegildo es un ejemplo bien explícito de lo que acabamos de

señalar.

La segunda vía de análisis es la que hemos identificado como

referencial. La transformación en materia teatral, la modelación de los

referentes tomados de una tradición textual escrita u oral, se realiza en

el período que nos ocupa en torno a la oposición dialéctica

[verosimilitud/inverosimilitud]. Pinciano, en su Filosofía antigua

poética25, no hizo más que señalar las brechas que la práctica teatral

había abierto en el edificio aristotélico.

construcción de la tragedia. Pero también es lícito imaginar que un escritor elige los temas en función de sus convicciones íntimas y de sus propios criterios de escritura. En todo caso, no deja de ser significativo que Calderón de la Barca eligiera a Semíramis como heroína de su La hija del aire y que construyera una tragedia en dos partes. Sobre los dos acercamientos dramáticos al tema de la reina de Babilonia, véase nuestro estudio "La responsabilidad del tirano. Virués y Calderón frente a la leyenda de Semíramis." (Actas del Congreso Internacional sobre Calderón de la Barca y el teatro del siglo de oro, Madrid, C.S.I.C., 1983, pages 897-911).

25.- Alonso López Pinciano, Philosophía antigua poética. Edición de Alfredo Carballo Picazo. Madrid, C.S.I.C., 1953. 3 vols.

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La tragedia clasicista de los círculos universitarios se apoya en la

verosimilitud siguiendo la norma tradicional. La misma constatación se

puede hacer al analizar las obras de tipo didáctico, pero es necesario

señalar que la presencia de figuras morales y alegóricas pone en tela de

juicio el respeto a la tradición clásica. Por otra parte, y es es esta una

condición que caracteriza de modo particular las tragedias del teatro

representado en los colegios jesuíticos, el tipo de público a que se dirigía

la representación y el tipo de actor que tomaba parte en ella obligaba al

escritor a hacer gala de una relativa inverosimilitud.

Un caso ejemplar es el siguiente. El 10 de setiembre de 1580 se

representa en Sevilla la Tragedia de San Hermenegildo con motivo de la

inauguración del colegio jesuítico del mismo nombre. La representación

es un acontecimiento social al que asisten invitados el Arzobispo, las au-

toridades del Cabildo, de la Audiencia, de la Inquisición, del Tribunal de

Contratación, así como miembros de la nobleza y de los otros grupos

dominantes de la sociedad sevillana. Los hijos de buena parte de los

grandes de la ciudad eran alumnos de los jesuitas. Y lógico era que en

tales circunstancias la dirección del colegio sintiera la tentación de sacar

a escena el mayor número posible de colegiales actuando como

personajes de la tragedia. Era una manera muy sutil de atraer los

favores de los poderosos padres de tales estudiantes. La consecuencia de

todo ello es que la obra utiliza 32 personajes, además de los

correspondientes e ilimitados soldados, pajes, etc... Algún estudiante

aislado (Don Baltasar de Porras) asume dos personajes, pero la norma

dominante, en esta y en otras tragedias de colegio, es sacar a escena

muchos personajes para poder integrar abundantes alumnos, hijos de

los numerosos padres que asisten a la representación. Es evidente que la

presión del público influye, condiciona y organiza en parte la

construcción dramática, provocando así la aparición de ciertos signos de

inverosimilitud difícilmente evitables. No tomo en cuenta como rasgo de

inverosimilitud la asunción por alumnos varones de personajes fe-

meninos, situación que se repite aquí y en otras prácticas teatrales no

hispanas sin alterar para nada el funcionamiento de la tragedia.

Algunas tragedias de tipo cortesano rompen de modo evidente la

aludida oposición [verosimilitud / inverosimilitud]. La Egloga de Fileno,

Zambardo y Cardonio, de Encina, primera muestra trágica del

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Renacimiento español, se mantiene dentro de los límites que impone la

verosimilitud, aunque la sabiduría y los conocimientos de que hace gala

el pastor puedan poner en tela de juicio la anterior afirmación. Pero los

casos de La farsa de Lucrecia o de la Farsa a manera de tragedia son

reveladores de la ruptura del molde clásico.

Las tragedias del horror, con variantes y excepciones (la Elisa Dido

de Virués), utilizan la inverosimilitud como eje ordenador de la materia

dramática. Lo inverosímil es un signo estructurante. Lo exagerado, lo

monstruoso se manifiesta a través de marcas en las que anida la

connotación de la ironía con que las obras presentan el problema de la

vida cortesana, de la organización política, del sistema de poder. Hay una

obra de Virués, La cruel Casandra, en la que se viola continuamente y de

modo flagrante la verosimilitud. Y sin embargo, el texto del prólogo, es

decir, el segmento en que el autor se manifiesta sin ningún

intermediario, nos señala que la realidad cotidiana es todavía peor, es

más dura, más inverosímil que lo representado en el teatro. Los

referentes históricos son más brutales que su figuración dramática. La

realidad va más allá que la ficción. A la luz de la información que el

prólogo facilita, una lectura irónica de la inverosimilitud de la fábula se

impone por derecho propio.

Lo inverosímil latente en las tragedias del horror no es una simple

transgresión de las normas establecidas, sino que suele formar parte del

esquema organizador, del modelo subyacente bajo la anécdota. Artieda,

Virués, Cueva, Argensola, etc... fuerzan los límites de lo verosímil y lo

utilizan en beneficio de la construccion de sus tragedias. Si el moderno

teatro del absurdo o los dramas de la honra de Calderón de la Barca se

leen o se representan como figuraciones de la realidad en primer grado,

quedan aplastados y neutralizados por la presión interna de la

inverosimilitud con que sus signos han quedado organizados. Si lo

monstruoso se disfraza con la "virtud de la verosimilitud" pierde eficacia.

Pero si lo monstruoso, lo gigantesco, lo absurdo surge como figuración de

una realidad ya deformada, ya inverosímil en su íntima entidad -los

esperpentos de Valle Inclán son una buena muestra-, la obra resultante

adquiere una nueva envergadura y se alza como signo y espejo verosímil

de la inverosímil realidad. Vistas desde esa perspectiva, las tragedias del

horror del siglo XVI español se convierten en documentos fieles del

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Hermenegildo 17

estado de la conciencia política con que un grupo de intelectuales

españoles, desde lugares distintos y con armas diferentes, pretendió

hacer frente a la realidad pública que le rodeaba.

La tercera vía utilizada para ordenar los distintos modelos trágicos

es la que he llamado actuacional. Trata de identificar la encarnación de

las funciones actanciales ocultas bajo la anécdota superficial en los

diferentes caracteres. Con ella he querido aislar la actuación escénica de

los personajes investidos de una función actoral o de un rol codificado en

la tradición dramática, y que se alternan en la asunción de las diversas

funciones actanciales que la estructura impone.

Aún queda pendiente el establecimiento de una tipología que

ordene y clasifique la variedad de personajes, actores y roles de la

superficie textual de las tragedias renacentistas españolas. Pero es

posible acercarse al corpus y tratar de fijar, en una primera etapa,

algunos de los modelos más frecuentes.

Las tragedias clasicistas, didácticas y cortesanas no utilizan de

modo significativo los mismos actores ni los mismos roles. El pastor

enamorado (Fileno), el marido burlado (Gazardo), el esclavo embrutecido

(el negro de la Farsa de Lucrecia), etc... no son factores recurrentes que

delimitan y definen los distintos modelos trágicos. En cambio, cuando

observamos la tragedia del horror, vemos surgir una proliferación de

personajes que vienen marcados por una función actoral insistentemente

utilizada. Los actores [rey injusto], [príncipe tirano], [cortesano

intrigante], [confidente real] se encarnan en el rey de Portugal y el infante

don Pedro (Bermúdez), Semíramis, Atila, Casandra, Flaminia (Virués),

Acoreo (Argensola), etc.. etc.. Pero la función actoral con que se dotan

estos personajes se convierte, en el caso del monarca, en un rol

codificado por unas características recurrentes que van de la crueldad a

la injusticia, de la cobardía al salvajismo, de la incompetencia a la

agresión de los seres humanos del sexo opuesto. El rol [rey tirano] es el

signo que mejor caracteriza el modelo subyacente en la tragedia del

horror.

En la cadena de experiencias dramáticas que termina en Lope y

Calderón, es la representación del soberano, del rol que conlleva la

imitación del ejercicio de la autoridad política, lo que separa de modo

más radical la tragedia renacentista del teatro llamado nacional. Frente

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al feroz y repetido rol asumido por los personajes reales en la tragedia del

horror, la monarquía, en manos de Lope, se convierte en objeto

dramático tratado con el respeto que el sistema vigente imponía.

Sírvannos de ejemplo algunos casos tomados del teatro lopesco, casos

que no son excepción, sino norma casi universal.

El monarca es percibido como una imagen de la divinidad. El

teatro barroco ofrece un abanico de posibilidades que va desde la simple

idea de que el rey tiene el poder como delegado de Dios hasta la

deificación del soberano, aunque haya matices no siempre fáciles de

aislar26.

El rey es imagen de los cielos (El mejor mozo de Espana, de Lope);

"fegura a mueso Señor" o es "generosa imagen del mismo Dios" (La mayor

virtud de un rey, de Lope); el rey se parece a Dios (Querer la propia

desdicha, de Lope); la imagen de Dios resplandece en el rey (El mejor

alcalde el rey, de Lope); el rey es vice-Dios, puede verlo todo y estar

presente con su poder en todo lugar (Ser prudente y ser sufrido, de Pérez

de Montalbán), etc...

Es tal vez en El mejor alcalde el rey donde de modo más

espectacular se atribuye al monarca uno de los rasgos más específicos de

Dios, según la tradición bíblica. El misterio insondable de Dios se

manifiesta sobre todo en la imposibilidad de definirlo. Y, lo que es más,

la imposibilidad de definirse que el mismo Dios tiene, ya que, en su

infinitud, su propia definición alcanzaría el grado de persona divina. La

aparición o generación de toda persona divina va en contra de los

fundamentos del monoteísmo judío. Por eso los textos sagrados bíblicos -

y también la tradición coránica- muestran a Dios autopresentándose y

autoidentificándose como "Yo", como "El que soy", que es la expresión

misma de la inefabilidad divina. Dios no puede ser definido.

En el acto segundo de la citada comedia, el noble don Tello, que ha

usurpado la autoridad real, expresa así la fuerza de su poder sobre sus

propios súbditos:

"Villanos, si os he quitado

26.- Véase nuestro trabajo "La imagen del rey y el teatro de la España

clásica" (Segismundo, XII, 1976, nos. 1-2, pages 53-86).

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esa mujer, soy quien soy,

y aquí reino en lo que mando

como el rey en su castillo." (vv. 1580-1584)

La réplica real para neutralizar tal desafuero se produce cuando el

monarca, que ha llegado de incógnito al lugar donde don Tello impera, va

a buscar al noble a su propia casa. Y habla con Celio, el criado del señor.

El paralelo [rey/Dios] se textualiza por medio de la identificación del

soberano como "yo":

"Rey: [...........] Advertid

a don Tello que he llegado

de Castilla, y quiero hablarle.

Celio: Y ¿quién diré que sois?

Rey: Yo.

Celio: ¿No tenéis más nombre?

Rey: No." (vv. 2199-2203)

Cuando Celio vuelve, después de hablar con don Tello, dice así:

"A don Tello, mi señor,

dije cómo Yo os llamáis,

y me dice que os volváis,

que él sólo es Yo por rigor.

Que quien dijo Yo por ley

justa del cielo y del suelo,

es sólo Dios en el cielo

y en el suelo sólo el Rey." (vv. 2213-2220)

Don Tello está apropiándose una función divinizada que sólo

pertenece al monarca. Y será castigado por ello. Lope de Vega hace en

estos pasajes de su comedia una evidente alusión a los momentos

biblicos en que se afirma la inefabilidad divina (Exodo, 3, 13-14;

Deuteronomio, 32,39, etc...). El público aceptaba tal convención, puesto

que aplaudía y hacía triunfar al autor de la dramatización de una visión

divinizadora del rey, que no era más que una transposición del monarca

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que presidía los destinos de la nación. El discurso dominante en la

España barroca proyecta una imagen divinizada del rey, que tiene sus

evidentes reflejos y apoyos en la máquina teatral que le sirve de sostén.

Frente al general, aunque no universal, compromiso vigente en las

relaciones [poder/teatro] de la España barroca, se alza la separación, la

oposición existente entre el discurso político dominante en la segunda

mitad del siglo XVI y el que cimenta la tragedia del horror, la tragedia de

la España filipina, manifestación de una serie de intelectuales que

parecen expresar muchas reticencias sobre la manera de ejercer el poder

político.

La tragedia del horror fue un ejercicio de minorías, de grupo

elitista, que no consiguió establecer el contacto con la conciencia

colectiva, dominada y controlada desde el poder, dirigida y condicionada

por el discurso político dominante. Por eso fracasó. Los esfuerzos

"técnicos" llevados a cabo por los diferentes autores no dieron los

resultados buscados, la catarsis no llegó a producirse -de ello trataremos

a continuación- y el ejercicio teatral fue un gigantesco palo de ciego que

no logró establecer contacto con el público, cuyo código ideológico era

algo radicalmente distinto del que gobernaba las tragedias.

La cuarta vía de acercamiento al estudio de la tragedia

renacentista es la que he llamado funcional. Está determinada por la

finalidad buscada a través de la catarsis. ¿Cuál es el fin de las distintas

clases de tragedia?

Horror, temor y compasión son tres realidades que, manejadas por

el autor y por la maquinaria teatral, están encaminadas a producir el

efecto catártico identificado por Aristóteles y, en consecuencia, la

purificación del espectador. El Renacimiento insistió mucho en el

carácter docente de la literatura, en su función instrumental para

corregir y guiar a la sociedad. La literatura, para los teóricos de la época,

está cargada de la responsabilidad de reformar el comportamiento social

e individual. La catarsis aristotélica, el desahogo emocional derivado de

la excitación de la misericordia y el miedo con el que se crea un efecto

estético, no conlleva influencia moral alguna. Por eso fue modificada por

los renacentistas, tan preocupados con el fin docente del ejercicio

literario. Cintio, Scaligero, Pinciano, etc.. vieron en la catarsis una palan-

ca de gran eficacia moralizadora, un instrumento para enseñar a evitar el

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mal y a imitar el bien, para hacer mejores a los miembros de cualquier

sociedad. Así se supera o, mejor, se modifica radicalmente a Aristóteles.

Para aumentar la eficacia catártica, los autores intensifican los medios

de producir miedo y lástima. Y las tragedias se modifican, dando más

importancia al lance patético que a la peripecia y a la agnición, al

espectáculo más transcendencia que a la fábula misma.

Pinciano hace una distinción entre la tragedia patética -subgénero

que busca la catarsis al modo aristotélico- y la tragedia morata -que

intenta moralizar al modo renacentista-. La primera lleva asociado un

placer de orden estético, mientras que la segunda, la morata, satisface la

sensibilidad ética.

La tragedia renacentista española se enfrenta con esta doble vía,

identificada por el Pinciano cuando ya habían tenido lugar todas las

experiencias imaginables. Los cuatro modelos de nuestra hipótesis

quedan reducidos a dos, si tenemos en cuenta esta perspectiva

funcional. La tragedia clasicista de ambiente universitario y la que vive

en los palacios de las clases privilegiadas, mantienen la catarsis al modo

aristotélico con ligeras variantes. La tragedia didáctica, cuya finalidad es

pedagógica y/o catequística, y la del horror constituyen un teatro de

profunda implicación moral, un teatro que busca la orientación del

espectador. La tragedia del horror, en concreto, "puede leerse como una

espectacular puesta en guardia del público contra ciertas maneras de

vida cortesana"27 y contra ciertos modos despóticos de ejercer el poder

político. Unas y otras entran dentro de la categoría que Pinciano

identificó como tragedia morata.

En resumen, a lo largo del siglo XVI español aparece una serie de

obras dramáticas calificadas de una u otra manera como tragedias. No

puede verse en dicha manifestación la presencia de un modelo único, el

de la imposible tragedia renacentista. Se trata más bien de una sucesión

de experiencias que, con finalidades bien distintas, pueblan los

escenarios de las universidades, los colegios, los lugares anejos a las

iglesias, los palacios de las cortes reales o nobles y, al final, los corrales.

Todos esos públicos tan heterogéneos pueden reducirse a dos modelos

27.- Alfredo Hermenegildo, "Cristóbal de Virués y los signos teatrales del

horror" (Criticón, l983, p. 93)

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muy generales, el público cerrado, cautivo, y el abierto. Uno y otro, con

sus características particulares y su distinto grado de implicación en el

desarrollo de la representación, condicionan irremediablemente la

organización de los cuatro grupos de tragedias que hemos fijado, como

intento taxonómico. El resultado de la presión del variopinto espectador

es la variedad de soluciones que los autores van dando a los problemas

que plantea la construcción de su respectiva tragedia. Esas distintas

soluciones aparecen clasificadas por medio de los cuatro caminos

estudiados en el presente trabajo. No se trata, pues, de una experiencia

teatral más o menos repetida, sino de una serie de experiencias teatrales

cuyo hilo conductor está determinado por los varios tipos de público a

que fueron destinadas.

Alfredo Hermenegildo

Université de Montréal

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