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Hernán Brienza

El caso Von Wernich

Maldito tú eresIglesia y represión ilegal

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CAPÍTULO PRIMERO

Luis

Los condenados se duelen de haber pecado, no porque el pecado les desagrade, porque aunentonces quieren más bien pecar, si pudieran,que poseer a Dios, sino porque no pueden poseer lo que habían elegido, y podrían tener lo que habían desechado. Su voluntad, pues, estará firmemente obstinada en el mal, y, sinembargo, sentirán vivamente haber pecado yhaber perdido la gloria...

—Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica

I

Luis Velasco se arrinconó en la celda sucia yoscura, y se quedó quieto, inmóvil como unanimal herido de muerte. Estaba consciente

de que mover un pie, aunque fuera moverlo apenasun poco, le granjeaba dolores hasta ese momentodesconocidos. Respiraba con dificultad, como sipadeciera un ataque de asma agudo. Para que el ai-re llegara a sus pulmones, boqueaba como un pes-cado fuera del agua. Y cada vez que hinchaba elpecho, sentía que sus costillas se convertían enpunzones filosos que desgarraban su carne macera-

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da por los golpes, chamuscada por la electricidad,húmeda de tres días y tres noches de sudar y sudar.Al menear la cabeza, su cráneo se le astillaba comoun cristal lanzado con furia contra una piedra. Nopodía más. Eso sentía Luis.

En el aire, esa atmósfera de purgatorio devolvíaun olor ácido. Se dijo a sí mismo: “Éste es el olordel cautiverio y del miedo, el brumoso olor de lashabitaciones muertas”.

La ropa se adhería a su cuerpo después de tresdías de uso y abuso. Tenía las manos atadas conuna soga y los ojos vendados con lo que los carce-leros llamaban “tabique”, el trágico antifaz del Pro-ceso de Reorganización Nacional.

Oía de lejos el rumor de las voces de sus compa-ñeros de celda mientras puteaba en silencio y roga-ba que acabara de una vez tanto suplicio. De pron-to, lo sorprendió el chillido de las bisagras de lapuerta de chapa. Alcanzó a percibir el frío de julioy que unos pasos extraños se acercaban hacia él ysu cuerpo.

“¡Pero cómo te va, viejo!”, escuchó que le pregun-taba el desconocido. Y Velasco no contestó. Por mie-do y por cansancio. El hombre se colocó en cuclillasfrente a él y apoyó su mano sobre una de las rodillasdel prisionero. “Sacate la venda y mirame, daleche”, ofreció. Velasco, rápido de reflejos, recordó elprimer consejo del guardia apenas cayó detenido,un consejo de oro si es que uno tenía la decisión desobrevivir: “Gordo, ni se te ocurra sacarte la venda,porque si llegás a ver mi cara te pego tres tiros aho-ra mismo. No es que me guste, pero es mi deber”.

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Luis se negó a quitarse el “tabique” con un lige-ro movimiento de cabeza. Y el visitante, de vozprofunda, clara e histriónica, soltó una carcajadaamable, como estudiada por un actor durante añosfrente al espejo. Parecía Vincent Price interpretan-do un cuento siniestro de Edgar Allan Poe.

–Pero, dale, no seas boludo. Si te estoy diciendoque te saques la venda y me mires. No seas boludo,viejo. Entonces te la quito yo... –dijo y sonó jocoso.

Velasco sintió las manos ajenas sobre su rostro, yla venda deslizándose por su nariz y su boca hastaalojarse en el cuello. Cerró instintivamente los ojosy el visitante volvió a reír. “Abrí los ojos, te digo,no seas boludo. No pasa nada”, insistió. La voz so-naba cariñosa, pero Velasco estaba aterrado. En-treabrió los párpados pegados, lo hizo muy lenta-mente.

Lo primero que vio después de tres días de cau-tiverio fue una sonrisa. Una mueca que a veces pa-recía amable y otras veces burlona, y que le hizorecordar a la sonrisa seductora de un galán del ci-ne en blanco y negro. Después, unos ojos saltones,una frente amplia, unos cabellos rubios cortitos yuna sotana bien oscura. Velasco, que en ese mo-mento tenía 21 años, calculó que el tipo vestido decura tendría unos 40.

–¿Viste que no pasó nada? ¿Cómo te llamás?–Luis... Luis Velasco.–Un gusto, viejo, y, ¿cómo caíste, che?–Me fueron a buscar a casa hace dos o tres días

–contestó dubitativo.–Y bueh... Qué cagada, che. Yo soy sacerdote y

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tengo la parroquia en la ciudad de Nueve de Julio.Bueno, además soy capellán policial...

–¿Y usted cómo se llama?–¿Quién? ¿Yo? Christian... Christian Von Wer-

nich. Velasco miró confundido a sus compañeros de

prisión y Ricardo San Martín, un pibe de la Uniónde Estudiantes Secundarios, una especie de pero-nista biológico cuyo nombre de guerra era Jeróni-mo y creía en la “patria socialista”, terció legiti-mando la conversación:

–¿Cómo va padre? ¿Cómo anda hoy? ¿Sabe quéme quedé pensando el otro día? Para mí que ustedcoge de lo lindo, ¿no? Usted se la debe dar de lolindo a las minas, ¿no? No me va a decir que con lapinta que tiene no se las coge a todas...

–No, qué va –respondió el sacerdote mordiendouna sonrisa.

–Ah, ¿no? Dele, ¿y cómo aguanta? –Lo que pasa muchachos es que ustedes no en-

tienden el poder de la oración –proclamó ahoracon una mueca irónica.

Von Wernich giró la cabeza y volvió hacia Velas-co. Con las dos manos le abrió la camisa y dejó supecho al descubierto. “¡Uff, cómo te dieron, mu-chacho! –se burló– Miráaaa… Te quemaron todoslos pelitos con la picana… ¡Ja, ja, ja!” Velasco son-rió apenas, sin entender por qué esa broma estúpi-da, dicha en un lugar y con un tono tan siniestros,le había provocado cierta sensación de alivio. Des-pués de todo, esa burla fue el primer trato humanoque había recibido tras la marea de insultos, trom-

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padas, patadas y torturas con picana que sufríadesde el día que había caído prisionero.

El capellán se paró y llevó sus manos a los bolsi-llos. Mientras jugaba con su pie derecho a patearsu otro pie, miró a Jerónimo y le preguntó: “Che, ¿yvos cómo te metiste en esta joda?”. San Martín lomiró tanteándolo y contestó: “Colaboraba en unaparroquia de General Roca y después me fui conec-tando con los muchachos”. Von Wernich sonrió:“Sí, yo lo conozco al curita ése, es de los tercer-mundistas, participó de un par de encuentros, ve-nía del sur de la provincia de Buenos Aires. Ya séquién es, es un tipo macanudo”, apuntó.

–Oiga, padre, ¿y usted no tiene miedo de que sela pongan? –preguntó Jerónimo–. Porque está bas-tante expuesto, ¿no?

–Para nada. Hace poco hicimos un operativo enuna casa del Ejército Revolucionario del Pueblo yencontramos un informe de inteligencia en el quetenían todos mis pasos registrados, sabían quiénera y todo. Pero no tengo miedo, eso está en manosde Dios y no de los hombres.

Súbitamente, la amena conversación se inte-rrumpió con el llanto de otro de los detenidos. Lle-vaba meses de cautiverio, había sufrido tres simu-lacros de fusilamiento y decenas de sesiones de pi-cana. Horas antes, un guardia le había advertido:“Vos, flaco, ya sos boleta”. Von Wernich se le acer-có y de pie le tendió su mano izquierda. El prisio-nero la tomó con sus dos manos y se aferró a ellasuplicando: “Padre, Padre, por favor, no quieromorir, no quiero morir”, rogó. El sacerdote lo miró

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con algo de piedad y bastante desdén, y luego sen-tenció:

–Hijo, vos bien sabés que las vidas de los hom-bres que están aquí adentro dependen de la volun-tad de Dios y de la colaboración que puedan ofre-cer. Si querés seguir viviendo, ya sabés lo que te-nés que hacer.

El detenido le soltó la mano de un tirón, con des-precio, dio vuelta la cara, la apoyó contra la paredgris del calabozo y siguió llorando en silencio has-ta que la puerta se cerró con un ruido seco, devo-rando la silueta sombría de Von Wernich.

II

Velasco miró a sus compañeros de celda: SanMartín, Néstor Bozzi, oficial montonero, y JorgeAndreani, dirigente del Partido Comunista Revolu-cionario (PCR), la facción maoísta liderada por Ot-to Vargas y escindida del PC prosoviético a media-dos de la década del 60. Tras un breve silencio al-guien lanzó la primera frase con la que todos coin-cidieron: “Éste no debe ser cura ni mierda, debeser un cana que nos viene a sacar información porlas buenas”. Los tres detenidos más antiguos se en-redaron en la discusión, mientras Velasco intenta-ba dormir un poco.

Había caído el 7 de julio de 1977 a la mediano-che. Una patota entró como un malón, como un es-tallido, como una incontenible invasión de cruel-dad, en la casa que compartía con su madre en la

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calle 56, número 530 de La Plata. La patota decíaque era del Ejército, pero no había uniformes niidentificaciones. Sólo gritos y fusiles. Lo hicieronvestir: “Ponete medias de lana porque donde va-mos vas a tener mucho frío”, le advirtió uno de lossecuestradores. Él tomó su DNI y su billetera yguardó ingenuamente cien mil pesos para podertomar un taxi cuando lo liberaran.

Estudiante de tercer año de Medicina, había de-jado de militar en 1975 por disidencias con laagrupación en la que trabajaba: el PCR. El día quelo secuestraron fue irregular desde el principiohasta el final. Estudió toda la noche hasta las ochode la mañana. Durmió cuatro horas hasta el medio-día, y se despertó para rendir el examen en la fa-cultad. Regresó tarde a su casa, tomó apenas unareparadora sopa para combatir el frío y se fue adormir a las nueve de la noche. Tres horas des-pués, la madre lo despertó porque lo buscaban“unos señores del Ejército”.

El frío de la noche le pegó en la cara como una toa-lla mojada. Y comenzó a sentir los síntomas delmiedo, que son curiosamente similares a los del có-lera: las entrañas se retuercen, las rodillas flaqueany unas gotas de sudor helado bajan por la espalda.Ya en la calle, observó una veintena de coches ycomprobó que con él habían caído al menos otrostreinta ex militantes del PCR. Tras un breve paseopor la ciudad, lo llevaron a la Brigada de Investiga-ciones de La Plata, ubicada en la calle 55, número930, donde después de sacarle las pertenencias enuna oficina comenzaron los interrogatorios blandos.

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Velasco estaba vestido con un vaquero y unacampera de corderoy con falsa piel de cordero pordentro. De pie, ya tabicado y frente a uno de losguardias, escuchó una voz que le preguntó:

–¿Vos cuánta plata trajiste?–¿Yo? Cien mil pesos –contestó y recibió una

trompada en la cabeza.–A ver de nuevo, ¿vos qué trajiste?–Cien mil pesos –volvió a contestar y arreciaron

las patadas. –A ver, papá, la última vez que te lo pregunto:

¿vos qué trajiste?–No sé, dígame usted lo que quiera que diga y yo

se lo digo –atinó a decir.–Vos no trajiste nada de nada y cuando el coro-

nel te lo pregunte allá adelante, vos le decís eso,¿entendiste?

Velasco entendió. Y cuando estuvo en la guardia,frente al que llamaban el coronel, Luis cumpliócon lo exigido. Cuando el hombre de inconfundi-ble voz militar le preguntó cuánto dinero traía, élle respondió: “Nada, señor”. Y se sorprendió cuan-do la voz militar retrucó: “¡Pero no seas boludo!,decime cuánto tenés así lo ponemos en una bolsi-ta y cuando te largamos, te lo devolvemos. Sos undetenido ilegal, no tendrás derecho a la defensa,pero, eso sí, cuando te vayas, te vamos a devolvertodo. Porque chorros no somos”. Velasco dudó ydijo: “Sabe lo que pasa, es que nos están pegando”,y al instante de decirlo comprendió que había co-metido una gran estupidez y que le iba a costarmuy cara. A través de las vendas logró ver cómo

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un par de cabezas se dieron vuelta para mirarlo. Elcoronel, a grito pelado, exigió que le trajeran al ofi-cial de guardia, mientras que a Velasco lo llevarona empujones hasta la galería del patio de la Briga-da donde lo dejaron tirado.

Unos minutos después, que a él le parecieron in-terminables, llegó un policía y comenzó a gritarenajenado: “¿Quién es el pelotudo que hizo enca-nar a uno de mis hombres?”. Velasco supo que el pe-lotudo no era otro que él mismo y escondió la cabe-za entre sus hombros. Pero el policía lo reconoció ycomenzó a molerlo a patadas. Finalmente, cuandose cansó de patearlo, se calmó y acercó su rostro aldetenido. Con voz entrecortada por la agitación yun aliento a ajo capaz de matar mil microbios, leadvirtió: “Vos no te vas a poder olvidar jamás demí. Te voy a torturar como nunca torturé a nadie”.

Esa noche, los detenidos en la madrugada del 7fueron trasladados a un campo de concentración(que el glosario de la dictadura comenzaba a lla-mar “centro clandestino de detención”) conocidocomo Arana, ubicado en la afueras de La Plata, enla calle 137, número 640.

Velasco sintió terror apenas cruzó el umbral deese destacamento, como se siente terror cuando unmonstruo está a punto de soltarse. Todo el tiempo,como macabro telón de fondo, se escuchaban losgritos de los torturados y en el aire se olía, como enun matadero, el desesperante olor de la sangre se-ca mezclada con barro. De inmediato intuyó queallí iban a transcurrir las peores horas de su cauti-verio. No se equivocó.

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A las pocas horas de estar encerrado en la celda,lo sacaron y lo llevaron a la sala de torturas. Loarrojaron sobre un elástico de metal sin colchón yle tiraron agua varias veces por el cuerpo. Luegoescuchó la voz del hombre que le había anunciadolos peores tormentos y se estremeció de pánico.Unos segundos más tarde, estaba retorciéndose so-bre los alambres de la cama por el dolor que le pro-ducía la corriente eléctrica en los genitales, en lastetillas, en las encías. De música funcional, una ra-dio transmitía una versión afónica de la Obertura1812, de Tchaikovsky.

Velasco no sabe cuánto duró la sesión de tortura.Cree que fueron horas, las horas más largas de suvida. Empezó con poco voltaje y él, con los brazosabiertos en cruz, pensó que la picana no era tan te-rrible, que se podía soportar. Hasta que escuchóuna voz que decía: “Ah… ¿sos durito? Subile elvoltaje a éste”. Fue cuando Velasco aprehendió eldolor en toda su dimensión. Aterrado, abrió lasmanos en señal de que quería hablar. “Ah, mirá co-mo abre las manitos. Tan durito no eras, entonces”,bramó burlón el omnipotente torturador. El prisio-nero pensó en ganar tiempo y dijo cualquier cosapara entretenerlos y sólo consiguió enfurecer a losverdugos. Su boca comenzó a empastarse y a secar-se a medida que el dolor lo flagelaba y lo asomabaa la balaustrada de la traición. Desesperado, optópor dar los nombres de compañeros caídos y de ca-sas que ya habían sido reventadas para protegernombres y domicilios verdaderos.

Cuando volvió a su celda no podía moverse del

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dolor. Sus músculos estaban entumecidos y susmiembros acalambrados. Durmió toda la noche ysoñó con que la muerte llegaba para rescatarlo. Pe-ro por la mañana despertó en esa habitación cho-rreada por las defecaciones y la sangre. Al medio-día, lo trasladaron de nuevo a una celda de la Bri-gada, donde estaban alojados Bozzi, Andreani ySan Martín. Mientras lo llevaban, un guardia le ex-plicó que lo habían torturado mal a propósito paramarcarlo, para dejarle de por vida esas heridas. “Lapicana debe levantarse del cuerpo y de esa formano deja lastimaduras”, explicó como si se tratarade un secreto de la profesión médica. Velasco teníallagas y cortes en varias partes del cuerpo, y su pe-ne era, según sus propias palabras, “una sola cos-tra de sangre”. Fue esa misma tarde cuando vio porprimera vez a Christian Von Wernich.

III

El 9 de julio los carceleros, en un gesto insólito,entendido como de confraternidad patriótica, aun-que no eran hermanos ni para la ley ni para laConstitución ni siquiera ante la vista de Dios, re-partieron entre todos los detenidos una taza de técaliente. Y en ese festejo dantesco, Velasco escu-chó unas voces femeninas que le llamaron la aten-ción. Una de ellas, dulce y aflautada, hablaba porteléfono y anunciaba: “Mamá, mamá, soy Ceci,¿cómo estás, mamita? Yo ahora bien, sí, ahora es-toy bien, pero pasaron tantas cosas... ¿Vos cómo es-

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tás? Te quiero y te extraño, mami. Quedate tranqui-la que parece que nos van a largar, ya te voy a con-tar. Chau, mamita, chau, yo te llamo. Sí, sí... Estoybien. Chau”. Luego, escuchó unos gritos de festejosy voces de hombres y mujeres que celebraban algomás que el Día de la Independencia. Le llamó laatención, pero no preguntó nada. Esas eran histo-rias ajenas a su dolor. Y las horas de Velasco en laBrigada estaban contadas.

Esa misma noche lo trasladaron al Pozo de Ban-field, en Vernet y Siciliano, donde le permitierondarse la única ducha reparadora en todo el mesque duró su cautiverio. Como contrapartida no pu-do comer en más de 24 horas porque el menú eraun engrudo de harina y agua imposible de digerir.Fue allí donde Velasco recibió una confesión quelo dejó sin palabras y sin certezas. Entre lágrimas,un ex dirigente del Partido Comunista Revolucio-nario, le rogó: “Gordo, perdoname, por favor per-doname, me dieron máquina durante días y días yno aguanté más. Entonces, preferí dar los nombresde ex militantes para salvaguardar al partido. Pen-sé que la organización estaba encima de nuestrodolor. ¿Podrás perdonarme algún día?”. Velasco re-conoció los rasgos de la tortura en su propio cuer-po y calculó con honestidad cuántas sesiones másde tormentos podría haber soportado él sin cantarni quebrarse: ¿un día, dos, más? No dijo nada, noera necesario hablar, había comprendido que enesos vericuetos del infierno, las lealtades y las trai-ciones tienen límites demasiado imprecisos y quenadie puede garantizar a nadie que la desespera-

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ción no lo convierta en un “quebrado”, en un cola-borador de los represores, en cuestión de minutos.

En eso pensaba cuando pronunciaron su nombrey el de Rodolfo Malbrán. Los sacaron, una vez más,del calabozo y los condujeron hasta un auto. Lue-go de media hora de viaje por la ciudad, los depo-sitaron en una celda amplia, de seis metros porseis y techos altos que guardaban con obedienciael frío del invierno. Se quedaron parados frente ala puerta, esperando que terminara de cerrarse. Sedieron vuelta unos minutos después, cuando oye-ron el ruido de pasos que llegaba desde el fondo dela habitación. De las sombras emergieron tres es-pectros enjutos, sucios, barbudos, pelilargos y ma-lolientes, vestidos apenas con las remeras que lle-vaban puestas el día de febrero en que fueron se-cuestrados.

Velasco los reconoció a pesar de los cambios.Eran Héctor Baratti, Humberto Fraccarolli y Eduar-do Bonín, tres dirigentes del Partido ComunistaMarxista Leninista, un grupo maoísta de La Plata.Se miraron, se tantearon, se reconocieron hastaque uno de los “viejos” solicitó con urgencia: “Com-pañeros, ustedes hace sólo cuatro o cinco días quecayeron, necesitamos que nos hagan un informedetallado de la situación política en el exterior pa-ra poder evaluar el estado de nuestras fuerzas y lasdel enemigo y así poder actuar en consecuencia”.Velasco echó su cabeza hacia atrás, sonrió con des-gano y contestó secamente: “Ustedes están en pe-do, no tienen idea de lo que está pasando afuera.Es un desastre”. Obviamente, a los tres militantes

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del PCML el optimismo revolucionario les impidiódar crédito a las palabras del nuevo habitante de lacelda, y con las migajas de realidad arrancadas alos recién llegados, comenzaron a estudiar los pró-ximos pasos a seguir desde el calabozo.

Dos o tres días pasaron hasta el momento en quese abrió la puerta de la celda y apareció otra vez elcura Von Wernich. No llevaba sotana, ni siquieraun cuello clerical que lo identificara como sacer-dote, nada. Vestía como un galán de novela de latarde, de sport, con una campera de color crema yun pañuelo de seda anudado al cuello. Von Wer-nich se acercó y confirmó los datos que tenía:“Che, vos sos Velasco, ¿no?”. Luego continuó coninformación muy precisa, como por ejemplo: tenésdos hermanas, tu madre se llama tal, tu tía vive ental lado, tu novia en tal otro. Velasco se sintió des-nudado, turbado, confuso. ¿Cómo podía ser queese hombre supiera tantos detalles que él no habíadicho en el interrogatorio? Sintió miedo y el sustole trepó a la cara endureciéndole la mandíbula. Elsacerdote sonrió y le aclaró:

–Tranquilo, pibe, soy primo de Monona, tu tía.–¿Cómo dice? ¿Mi mamá está bien?–Sí, no te hagas problemas. Pero esto guardalo, es

un secreto entre vos y yo, eh. A tus compañeros,nada.

–¿Le puede avisar a mi vieja que estoy bien?–Veo –contestó el sacerdote mientras encendía

un cigarrillo. Después se dirigió a los demás: –¿Y,muchachos? Parece que sale campeón River esteaño, eh...

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La conversación fue del fútbol a la política; en-tonces el capellán defendió el liberalismo econó-mico del flamante ministro de la dictadura, JoséAlfredo Martínez de Hoz, expuso largamente sobrelos errores que había cometido la juventud duran-te el gobierno peronista y ponderó la lucha que lle-vaban adelante las Fuerzas Armadas: “¿Saben quépasa, muchachos? Ustedes le hicieron muy mal alpaís con tanto terrorismo, con tantas bombas.Atentaron contra la patria, contra Dios, y con esono se juega”, pronunció antes de retirarse con unasonrisa enigmática.

IV

La vida en la comisaría Quinta era un tanto me-nos tempestuosa que en la Brigada o en el Pozo deBanfield. Ni qué decir de Arana, que era el lugardonde se torturaba a los alojados en otros centrosclandestinos de detención. Durante los días queVelasco estuvo “depositado” allí, como él mismolo define, no sufrió interrogatorios ni tormentos,excepto algún que otro golpe regalado como dudo-sa diversión de los carceleros, que de no hacerlohabrían entrado a padecer cierta crisis de identi-dad. Porque los carceleros, brutos e ignorantes, es-tán para eso, para dañar, para humillar. Sin embar-go, y según la guardia que les tocara, los detenidosallí podían repetir tantas veces como quisieran losplatos de guiso, de pastas o de sopa, dependiendodel menú del día. Así, un mediodía lograron darse

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una bacanal de dieciséis platos de arroz. Claro quela comida apenas alcanzaba para saciar el hambreferoz. Velasco, que por aquellos años era un pesopesado, bajó quince kilos durante su mes como de-tenido desaparecido.

Si comer era una tarea titánica, ir al baño era unacondena literalmente prometeica. Los guardias sa-caban a los prisioneros cuando se les daba la realgana y éstos estaban obligados a hacer sus necesi-dades a la hora que se les ocurriera a los carcele-ros. Los formaban en trencito, atados, bajo medi-das de extrema seguridad como si esos cuerpos su-cios, famélicos, atados y vendados pudieran urdiruna conspiración precisa para escaparse. La mayo-ría de las veces debían orinar en la celda y luegoescurrir el pis con sus calzoncillos en la rejilla quehabía debajo de la puerta. E incluso alguno deellos, a causa de un estreñimiento que le impedíadefecar a discreción de los carceleros, lo hacía so-bre su ropa interior, que luego lavaba a escondidas,cuando lo trasladaban al baño, para que los guar-dias no se enteraran y evitar de esa manera una re-primenda ejemplar.

Dormir, en cambio, sí era fácil, aunque incómodoya que no había colchón ni frazadas. Se acostabanjuntos, uno al lado del otro. Los que habían caídoen verano iban al medio y los que tenían camperasse acostaban en las puntas para tapar el viento. Sinhacer nada, las horas pasaban y pasaban cansinas.Para matar el rato, los compañeros de celda se con-taban anécdotas de la vida o se discutía de políticaen la medida de lo posible. Pero algunos también

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recurrían a artilugios lúdicos. Velasco, por ejem-plo, como antídoto para pasar las horas eternas,proyectaba en silencio y solo en su cabeza una pe-lícula bien detallada, escena por escena y siemprecon un mismo final: su liberación. Con el paso delos días, el grupo fue perfeccionando la forma deentretenerse; los detenidos comenzaron a inter-cambiar conocimientos adquiridos fuera de la mi-litancia revolucionaria, aunque emparentada conella. Velasco comenzó a dar clases de canto y res-piración. “Volver a los 17, después de vivir un si-glo es como descifrar signos sin ser sabio compe-tente”, de Violeta Parra, o “Para la libertad sangro,lucho y pervivo”, de Joan Manuel Serrat, eran lostemas preferidos del quinteto vocal que estaba na-ciendo, a pesar de las constantes desafinaciones deHéctor Baratti.

En esas tonteras se entretenían los cinco militan-tes detenidos cuando un día reapareció Von Wer-nich vestido esta vez con sotana negra. Tras los sa-ludos de rigor, las bromas, los comentarios pasaje-ros, el capellán notó que Velasco estaba cruzado,de muy mal humor, excesivamente arisco. Se acer-có y le preguntó:

–¿Cómo andás? ¿Qué te anda pasando?–Nada.–Dale, contame, ya nos conocemos.–Es que ya tengo las bolas llenas de estar acá

–contestó lacónico y fastidiado Velasco.–Bueno, pero ustedes no tienen que sentir odio

por lo que están viviendo –atinó a argumentar elcura y Velasco lo cortó en seco levantando la voz.

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–Te quiero ver a vos, si te están torturando… aver si vos podés sentir otra cosa que no sea odio.Yo te odio a vos y a todos los que están con vos.

–Bueno... –dudó Von Wernich y sonrió malicio-samente al mismo tiempo que se rascaba la frentecon una mano–. Es que ustedes tienen que pagarpor sus actos contra la patria. Ustedes le han hechomucho daño al país con sus bombas, sus atenta-dos...

–¿Por eso tenemos que pagar con torturas? –seexaltó Velasco.

–Sí, obviamente. El dolor es una forma de redi-mir el mal que hay en uno. Ustedes tienen queabrazar su cruz, así como Jesús, por otros motivos,aceptó su castigo. Porque el mal se cura con el cas-tigo...

Baratti, que hasta ese momento se había manteni-do ausente de la charla, alzó la mirada y clavó susojos en el sacerdote. Von Wernich notó cierta fiere-za en sus ojos y buscó santuario en el silencio. Ba-ratti arremetió enardecido: “Póngale que usted tie-ne razón, que nosotros tenemos que pagar por loque hicimos. ¿Pero qué culpa tiene mi bebita queacaba de nacer en cautiverio de lo que hicimos no-sotros?”.

Von Wernich se acercó a la puerta dando casi porconcluida la charla. La abrió y debajo del marco di-jo con una mueca amarga:

–La culpa es de ustedes. Y los hijos pagarán lasculpas de sus padres...

Baratti puteó y lloró hasta el cansancio. Los de-más le reprocharon a Velasco: “¿Cómo mierda se te

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ocurre ponerte a pelear con el cura? ¿Vos querésque nos maten a todos, pelotudo?”. Velasco pidióperdón e hizo silencio. Baratti supo así que su hijaAna Libertad (con su esposa Elena de la Cuadra,también detenida desaparecida, le pusieron denombre el bien más preciado para un prisionero)estaba, al menos, viva. Y también supo que VonWernich estaba al tanto del destino de los bebésnacidos en cautiverio. Es decir, tenía conocimien-to de que los centros clandestinos de detenciónque dependían de la Policía de la provincia deBuenos Aires, liderada por el coronel RamónCamps, funcionaban no sólo como antesalas delinfierno sino como una gran maquinaria de sus-tracción y apropiación de hijos de desaparecidos.

El 8 de agosto, finalmente, una voz volvió a gri-tar el nombre de Velasco. “Te vas, Gordo, dejame lacampera”, le pidió Baratti. Velasco, que desconfia-ba de esa posibilidad, antes de salir del calabozo lecontestó: “Estás en pedo, Héctor, ni soñando te ladoy”. Nunca más volvió a ver a sus compañeros decelda, quienes continúan desaparecidos. Y aúnhoy se arrepiente de no haberle dejado esa desteñi-da y gastada campera de corderoy.

En la guardia, Velasco recibió el sermón que másdisfrutó en su vida: “Bueno, muchachos, ustedesse mandaron flor de cagada, pero ya está. Si ven aalguien del partido o a alguno de nosotros por lacalle, bajan la vista y no hacen nada. Si nos equi-vocamos con alguno de ustedes no le vamos a pe-dir perdón. ¿Está claro?”, pronunció solemne unavoz con inconfundibles señales de vino tinto. Lue-

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go unos brazos lo tomaron por los hombros, lo tras-ladaron hasta un auto y lo sentaron en la parte deatrás de un coche. Tras un par de vueltas por laciudad, minutos interminables en los que Velascocreyó que lo fusilarían, lo liberaron en la esquinade la calle 32. Eran las ocho de la noche y cuandose sacó las vendas, vio en cada una de las otras tresesquinas a tres de sus compañeros. Se miraron bre-vemente, comenzaron a abrazarse y a saltar de feli-cidad en el medio de la calle, ante la mirada des-concertada de los vecinos. Luego tomaron un taxique los fue depositando uno a uno en sus casas.

V

La libertad recibió a Velasco con un ataque deapendicitis. Convaleciente de la enfermedad, deci-dió hacer reposo en la casa de un tío suyo, en Car-los Casares, a 50 kilómetros de Nueve de Julio y lu-gar donde Von Wernich oficiaba misa casi todoslos domingos.

Veinte días después de su liberación, una tarde,pocos minutos antes de las 16, oyó el timbre de la casa donde estaba alojado. Corrió la cortina de lapuerta y vio la sonrisa apacible de Christian VonWernich, que estaba vestido de sacerdote. Abrió lapuerta aterrado y miró hacía todos los costados pa-ra comprobar que no viniera acompañado de unpatrullero para devolverlo al infierno. Pero el ca-pellán estaba solo. “Vengo a hablar con vos –leanunció– vamos a tomar un café.” Velasco aceptó

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y lo llevó al bar del pueblo que daba a la plazaprincipal. Se sentaron frente a una ventana y mien-tras Velasco sentía que el diablo le mordía nueva-mente los talones, el cura comenzó a hablar:

–¿Cómo estás? –tanteó.–He tenido días peores –respondió meneando la

cabeza–. Encantado de la vida con la experienciaque tuve...

–Bueno, eso ya pasó –intentó argumentar el curamientras revolvía el café con la cucharita.

–Para vos habrá pasado, para mí no. A vos por-que no te torturaron, porque vos estuviste del otrolado. Ahora yo te pregunto: ¿qué se siente cuandose ve torturar a alguien?

–Nada –Von Wernich dudó un instante y reafir-mó–, absolutamente nada.

Se hizo un silencio espeso como si alguien hu-biera pronunciado una herejía en medio de unconcilio de obispos. Ambos se miraron fijo, mi-diéndose, estudiándose como dos animales enjau-lados, eligiendo las palabras, oliendo uno y otrolos peligros que los acechaban mutuamente. Final-mente, Von Wernich rompió la tregua:

–Ustedes no tienen que hacerse problema por loque dicen bajo los efectos de la tortura, porque noson ustedes. La tortura produce un debilitamientode la personalidad que los hace cometer locuras oquebrarse, pero es entendible –recitó el capellán.

–Te equivocás... y mucho –repuso Velasco–. Us-tedes están muy ensoberbecidos por los resultadosde la tortura, pero no es por eso que la gente canta.La gente está cayendo muy mal, cae echa mierda,

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destruida políticamente. Por eso canta. Porque lagente que hoy canta, en el 72 se hacía matar...

–Mirá vos, eso no lo había pensado –dijo VonWernich y esbozó una sonrisa blanca, de oreja aoreja–. Es una explicación coherente, che. Ade-más, aún hoy queda gente que no canta, ¿no?

Velasco retrocedió en la silla instintivamente, ba-jó la mirada y supo que se estaba metiendo en unterreno peligroso. Demasiado peligroso para él. Le-vantó la vista y clavó sus ojos en los de Von Wer-nich:

–No, hermano, yo les dije todo lo que sabía...–Vos sos un boludo –lo cortó en seco el cura.–¿Por qué?–Porque te dejaste hacer mierda en la parrilla y

después charlando con tus compañeros en la celdahablaste y cayó un montón de gente por tu culpa–explicó entre ademanes el cura, entrecerrando losojos y pitando el cigarrillo que sostenía con su ma-no izquierda.

–¡No! ¡No puede ser! –aulló Velasco golpeándosela frente con la palma de la mano derecha.

–¿Ah no? –preguntó sobrador el capellán comoquien sabe que tiene ganada la partida.

Velasco calló. Una gota gélida recorrió su espal-da y los cabellos de la nuca se le erizaron por elmiedo. Reconoció con su silencio que había perdi-do el duelo y comprendió que decir cualquier cosahubiera sido un insulto a la inteligencia de su ad-versario que, evidentemente, era superior a la su-ya. Sabía que había caído en una trampa y no que-ría hablar para no desgarrar aún más su situación.

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Miró a través de las ventanas del bar, temiendo quelo vinieran a buscar, esperando que otra vez le co-locaran sobre sus ojos las vendas que le habían ro-bado el mundo exterior y que había recuperado enlos últimos días. Y se aterró pensando una vez másen el lacerante dolor que produce la picana sobrelos genitales. Tras unos minutos interminables,Von Wernich apagó el cigarrillo contra el cenicerode aluminio y retomó la conversación:

–Quedate tranquilo, no es a eso a lo que vengo–dijo el sacerdote y guardó silencio para dar lugara que su presa se desahogara.

–Yo todavía no entiendo cómo ni por qué me lar-garon –atinó a decir Velasco para romper un mutis-mo que le resultaba incómodo.

–Yo tampoco –contestó el cura y se echó a reírcomo sólo sería capaz de hacerlo Mefistófeles.

–¿Fuiste vos el que me sacaste?–No. Yo no intervengo por nadie. Lo único que

les dije fue: “A este chico lárguenlo o mátenlo ya.No lo tengan tres meses para largarlo después por-que nos va a venir a matar a todos”. Noté que voste ibas radicalizando y casi al final de tu cautiveriotuviste esa discusión conmigo, ¿te acordás cuandohablamos del odio? Bueno... de esto vengo a hablarcon vos. Imagino que no se te ocurrirá hacer ningu-na cagada, ¿no?

–No, no... quedate tranquilo –dijo con voz trému-la Velasco–. Está todo bien, mi historia ya termi-nó...

–Sé, además, que te querés ir del país. Te vengoa decir que no hace falta. Vos tenés la “L” de libe-

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rado. Si te hubieran querido matar, ya lo hubieranhecho.

–Mirá, yo estoy cagado en las patas –confesó Ve-lasco–. En este país hay diez servicios de inteligen-cia distintos y yo no voy a esperar a que el segun-do venga por mí...

–Pero no te van a dar el pasaporte –lo desanimóel cura.

–Me importa un huevo, me refugio en una emba-jada, me voy a nado... no me importa... yo me voy.

–Bueno. Si no hay más remedio, te voy a dar unarecomendación para mi prima que es la secretariadel coronel Morelli, jefe de la Superintendencia deSeguridad de la Policía Federal, para que te haganel pasaporte sin problemas.

Velasco agradeció por educación. Salieron delbar, estrecharon sus manos y vio cómo Von Wer-nich se perdía en la oscuridad de ese atardecer.Respiró hondo y sintió que volvía a nacer. Pensóque nunca más iba a volver a ver a ese sacerdoteque él creía no era otra cosa que el portero del in-fierno. Pero se equivocó. Aún faltaba un último ybreve capítulo de esta historia.

Von Wernich continuó dando vueltas por CarlosCasares. Un día se encontró de casualidad con suprimo –el tío de Velasco– y éste, enterado a mediasde la historia, le preguntó: “¿Christian, usted quees sacerdote, cómo puede soportar la situación esaque vive con los detenidos?”. El cura lo miró y ba-jando la voz hasta un nivel apropiado para la con-fesión, contestó: “Mire, es durísimo. Yo sólo doyasistencia espiritual a los detenidos, nada más. Pe-

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ro hay noches que caigo de rodillas frente a Dios yle pido fortaleza para soportar tanto dolor ajeno”.El marido de Monona le creyó, lo trató de santo ylo invitó a su casa a compartir el típico asado delos sábados con motivo de la despedida de Luis,que viajaba rumbo a su exilio madrileño.

Ese almuerzo sería el último encuentro de Velas-co con Von Wernich. El sacerdote llegó acompaña-do por un grupo de chicos que demostraban por éluna devoción ilimitada y se sentó en un sector pri-vilegiado: la cabecera de una oscura mesa de alga-rrobo. En la otra punta se ubicó Velasco. Durantetoda la reunión, el capellán buscó los ojos de supresa y éste intentó esquivar esa mirada. Aún hoy,Velasco asegura que Von Wernich disfrutó de esepoder que le daba estar sentado a la misma mesa yser homenajeado por la familia de su víctima sa-biendo que sólo ellos dos podían describir los co-lores del infierno.

Poco se habló en esa mesa de lo que había ocurri-do en los campos de concentración que dependíande la Policía de la provincia de Buenos Aires. Po-co se habló de los cuerpos flagelados, de los tor-mentos a dos veinte, del dolor, de la parrilla, de losllantos y de los muertos. Poco se habló de los dis-tintos y variados recursos para extraer informaciónu obtener la colaboración de los detenidos desapa-recidos. Cuando terminó el almuerzo y al sacerdo-te le llegó la hora de retirarse, le pidió a Velascoque lo acompañara hasta la puerta. Sublime hastaen las despedidas, Christian Federico Von Wernichacercó su pecho al de Luis, lo abrazó fuerte y le su-

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surró al oído: “Que tengas suerte, hijo, en tu próxi-mo viaje y en tu próxima vida. Yo voy a estar re-zando siempre por tu alma. Que Dios te bendiga.Yo ya lo hice”.

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ÍNDICE GENERAL

1. Luis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

2. El Queque . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

3. Los jinetes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71

4. Los hijos de Pedro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99

5. El capellán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129

6. Cecilia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163

7. El declarante. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217

8. El adversario. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251

9. Christian González . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285

10. Judas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 313

Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 325

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327

Archivos y fuentes documentales . . . . . . . . . . . . . . 331