Euritmia 2
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Transcript of Euritmia 2
Eur
itmia
| 1
Editores
Dara Rivera@Cocainelil
Raul Ramos@Raultheworst
Colaboradores
Alejandro Burgos
Diana R. Chargoy
N.
Dara Rivera
Álvaro Romelí
Aleida Belem Salazar
Alejandra Vergara
Arte en portada
Ericka Coello
Euritmia, es una publicación trimestral,
electrónica e independiente, de
creación literaria. El contenido de
las colaboraciones no representan
el punto de vista de los editores
y no reflejan necesariamente la
política editorial de Euritmia. Todos
los derechos son propiedad de sus
autores, se permite la reproducción
parcial o total del material de esta
publicación siempre que se cite la
fuente.
Contacto
@RevistaEuritmia
C
P l u i e1 9 5 9
A n t a n a s S u t k u s
Editorial
Truman Capote d i jo a lguna vez que On The Road no era escr i tura
s ino pura mecanograf ía . Se lea como ta l , como un s imple d iar io ,
o como la novela que def in ió a una generac ión, Kerouac logró
p lasmar e l mundo –e l suyo, a l menos–, en c ientos de párrafos .
As í durante toda su v ida. Entre aventones, fogatas , y borracheras
sup l icó que escr ib iéramos para que e l mundo leyera y se ref le jara
en nuestras páginas. La idea de Eur i tmia es la misma: poner la
imagen de l mundo en texto .
En éste , nuestro segundo número, s ie te textos t ra tan de
lograr lo que e l vagabundo anhelaba. Mi les de le t ras , como gotas
de l luv ia sobre sue lo seco, le dan forma a un mundo extraño;
personal , qu izá , pero a la vez compart ido.
Ni Capote n i e l a lcohol podrán jamás matar tu f i losof ía . A tu
sa lud, Jack.
ContEnido
6| Co m o l a l l u v i a
8 |tú, C a l l E
11| tE s t i g o s
16| Pl i CPl i C
20| no C t u r n o
23| El g r a n o b s E r va d o r
32| ma r t E s
Alejandro Burgos
Diana Chargoy
Dara Rivera
Betty Navarro
Álvaro Romelí
Alejandra Vergara
Aleida Belem Salazar
Every creator painfully
experiences the chasm between
his inner vision and its ultimate
expression.
I s a a c B a s h e v i s
Eur
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l l u v i aComo la
Pude haberla esperado
más tiempo pero llovía a
cántaros. Tenía los zapatos
mojados y la chaqueta goteaba
rebosada de agua. Hacia frío y hacía
viento. Un auto que esperaba en la
otra acera era víctima de las gotas
casi congeladas que lo golpeaban
como herreros en miniatura. No
había nadie en la calle y la lluvia
parecía haber espantado hasta al
tiempo; el mundo estaba aislado en
una tormenta edénica, paralizado
como por un veneno. Los charcos
reflejaban a un mundo hecho
añicos, los árboles soportaban
estoicamente lo embates del agua
helada y las ráfagas destructivas
de brisas desbocadas. En mi refugio
temporal —el toldo de un negocio
abandonado— tenía asiento
en primera fila y presenciaba,
maravillado, el estruendo del
trueno luego de la centella.
Sonó mi celular. Era ella.
Como pude, saqué el teléfono bajo
el aguacero haciendo maniobras
para que le cayera la menor
cantidad de agua posible. Le dije
que estaba abajo, esperándola,
que por qué se tardabatanto si
habíamos cuadrado para esta hora,
que por qué no podía subir yo y
esperarla bajo techo. Dije que era
ella pero por un momento pensé
que era otra persona. Su voz. Su
A l e j a n d r o B u r g o s
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voz era distinta. Nunca la había
escuchado así. Era como si el aire
no pasara por las cuerdas vocales
sino que naciera en sus entrañas
y que para salir, tuviera que
cruzarlas. Y que también tuviera
que cruzar al estómago, pulmones,
corazón y garganta para poder
llegar a la boca. Y su voz no era en
realidad una voz sino un cuerpo,
otro cuerpo, con sus vísceras, su
sangre y sus huesos. Un cuerpo
cuya piel no es piel sino una voz,
otra voz que no es la de ella. Quedé
atónito. Me dijo que tenía asma,
que apenas podía hablar. Le dije
que su voz sonaba extraña. Rió.
Me dijo que no olvidara que ella
es muchas mujeres en una sola,
multitudes dijo, como la lluvia
que es muchas gotas de agua a la
misma vez.
Alejandro Burgos (Caracas, Venezuela. 1988). Escritor, poeta y desvelado.
Profesa el arte de la inmovilidad y el quietismo incendiario. Ensayista mínimo, cuentista
breve y autor de aforismos nimios.
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Tú, Calle
Me dijeron que les
diera tu acta, que me
fijara entre todos los
papeles que guardaba en el sobre
amarillo. Sí, ese en el que siempre
guardamos los papeles importantes
para cualquier emergencia,
¿te acuerdas? La busqué como
diez veces; eran tantos y todos
amarillos. ¿Has visto cómo pasa el
tiempo sobre las hojas de papel?
Se las come. Lo que rescatamos
días, meses, años después, es el
alma de las hojas de papel. Ese
fólder era pura alma. Tu alma.
Pasé los dedos cuidadosamente
entre las hojas, como cuidando
no hacerte daño. Mis manos,
siempre calientes, ahora estaban
frías: me era difícil moverlas.
Hacía frío, hace frío. Me duelen
los dedos. Y los huesos, no sabes
cómo me duelen los huesos.
La señorita del banco dijo
que si no llevaba completa la
información no podría hacer
nada, que tendría que regresar
más tarde. ¿Con esta lluvia? —
repliqué. Con esta lluvia, contestó
entre harta y hambrienta. Bueno,
lo hambrienta lo supuse. Cuando
llego con alguien que se dedica a
servicio a cliente pienso que tiene
hambre. O sueño. O sueños que el
escritorio y el teléfono no les dejan
cumplir. Quizá por eso no te ven
D i a n a R . C h a r g o y
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a los ojos, han de temer que se
les vean los deseos. ¿Has visto lo
poco que le importan a la gente los
ojos tristes? A esa señorita no le
importaban, sabes. ¿Me escuchó,
señor? Pregunté si no habría otra
cosa por hacer, dijo que una vez
que llevara todo lo que me pedía
el trámite tardaría diez días. ¿Y
qué son diez días? ¿Y cuánto duran
diez días? Como sabía que no me
contestaría, me limité a asentir
con la cabeza. Dije gracias como
tú lo hacías, sonriendo. Pero no
me creyó.
No importó, a fin de cuentas
yo tampoco me creía. Me senté
en una de las sillas del banco,
recordé cuando me contaste que
ese acomodo estaba patentado.
Reí. Siempre lo contabas, cada
que entrábamos a un banco o a un
lugar con sillas contabas la historia
de la patente. Una jovencita que
estaba a mi lado me vio sonreír,
en un arrebato quise contarle pero
desvío la mirada, me quedé con tu
historia en la boca. Tenía ganas de
hablar, Dios, no sabes las ganas
que tenía de hablar. Apreté con
fuerza el sobre y mis dientes, ya
no había más que hacer ahí pero
no podía levantarme. No quería.
Miré hacia afuera, no paraba
de llover. Pensé que desde adentro
podría ver cuando un taxi pasara
vacío, podría irme bajo uno de los
árboles para no mojarme, o podría
simplemente caminar y mojarme.
Pero pensé en ti, pensé en lo
preocupada que estarías si me
vieras esperando un taxi bajo los
árboles o caminando empapado
bajo la lluvia. La señorita que
me había atendido se acercó y
preguntó si pasaba algo. Pasa la
vida, le respondí. Me miró con
la misma poca importancia de
hace un momento, sólo que ahora
parecía molestarle mi presencia,
sentí pena por ella. Miré la calle
otra vez, se parecía a ti: no dejaba
de llover pero era tan hermosa.
Le quedaban bien las gotas en el
pavimento, así como te quedaba el
agua sobre la piel. La adornaban
majestuosamente los árboles en
la banqueta, así como te adornaba
el pelo largo. Y el cielo, ay, el
cielo gris derrumbándose sobre
ella como queriendo cubrirla toda,
como yo queriendo cubrirte toda.
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| 10Vi unas luces encendidas,
supuse que era un taxi. Dejé la
cómoda y patentada silla, guardé
el sobre bajo mi suéter y salí. Qué
bien le quedaban mis pasos a esa
calle mojada, qué bien le quedaban
mis pasos a tu vida.
Diana R. Chargoy Le gustan las emociones fuertes; escribir, por ejemplo. Aunque
nunca sepa qué decir.
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TesTigos
El jardinero
Arreglaba los arbustos
de la señora Pherson.
Estaba soleado, tuve
que usar un trapo dentro del
sombrero para no quemarme el
cuel lo. Le estoy diciendo que
fue una tarde soleada, no tendría
por qué ser diferente, ¿qué caso
tendría mentir en un detal le como
ése, eh? Llevo más de treinta
años trabajando los jardines de
este vecindario y creo poder
predecir cuándo l loverá, le digo
que no sucedió en todo el día.
Me senté en las escaleras del
pórt ico, un descanso rápido para
poder terminar los arbustos.
Estaba sacándome la t ierra de
las uñas cuando escuché ruido.
Me levanté de inmediato y entré
a la casa. Pues claro que sé que
el ruido venía de ese lado, no
soy imbéci l ; quería saber si la
señora Pherson se encontraba
bien, le pasa algo en los nervios
¿sabe? La encontré en la cocina,
había t irado el plato en que me
l levaba un guisado. Me quedé
a l impiar con el la, después
comimos juntos y antes de que
anocheciera terminé de arreglar
el jardín.
§
D a r a R i ve r a
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El anciano
Siempre tomo una siesta después
de comer y para eso necesito
quitarme el aparato. Y a usted
qué le importa cómo quedé
sordo, no es su asunto. En fin,
estaba acostado en el sofá de la
sala. Supongo que fue una tarde
soleada porque dejé las ventanas
abiertas y las cortinas cerradas,
¿a qué viene esa pregunta?,
¿a quién le importa? Cuando
mi padre estaba en el ejército
nos decía que tenía autoridad
suficiente para mandar fusilar a
cualquiera que hiciera preguntas
imbéciles, ¿es usted huérfano?
No me intimida su placa, al f inal
yo le estoy haciendo un favor a
usted. Le decía, tomaba la siesta
en el si l lón y me desperté luego
de una hora. Fui a la cocina para
calentar agua. Luego me puse
el aparato. No, nada extraño.
Nada, solo ese ruido ¿sabe?, ese
sonido de tapón, siempre que
vuelvo a colocarme esa cosa en
el oído suena como si destapara
el inodoro. Cerré la ventana, fui
a la cocina y me preparé un café.
No, no había nadie en la calle. Le
digo que no vi a nadie, soy sordo,
no ciego.
§
La amiga de Joana Atwood
Estuve en casa de Joana Atwood
toda la tarde, la próxima semana
tendremos un examen de química
difici l ísimo y ella es muy buena
en eso. No, el señor Atwood es
abogado. Llegué a eso de las
tres. A las cinco su madre salió
al supermercado y nos quedamos
solas en la casa. Estudiamos
por horas, luego subimos a
la habitación de Arthur para
escuchar sus discos. Es su
hermano mayor. No, él tampoco
es químico, ¿por qué me pregunta
eso?, estudia Historia en otra
ciudad. Como sea, estábamos en
eso cuando su madre entró a la
habitación para preguntarnos si
comeríamos, aunque creo que
quería asegurarse de que no nos
metiéramos con las cosas de
Arthur. Nos pidió que bajáramos
el volumen porque el anciano de
enfrente solía dormir por las tardes.
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Le recordamos que era sordo y nos
echó una mirada horrible. A final
me levanté para cerrar la ventana y
Joana bajó un poco el volumen. No
escuché nada. No vi a nadie. Muy
segura. No sé por qué tendría que
haber visto a un hombre, le digo que
no vi a nadie; supongo que el calor
mantuvo a todos en sus casas.
§
El vagabundo
No puedo confiarle nada porque
temo que me encierre. No maté a
nadie, pero pareciera que echarse
a dormir bajo el sol es un delito
tan grave como ése porque me han
encerrado tres o cuatro veces por
ello. Sé que no está permitido, pero
a menos que le sobre una cama en
su casa no me moleste, que no le
estoy haciendo nada. Tal vez debería
matar a alguien para que me dieran
pan, sopa y una litera en prisión, ¿no?
No me estoy haciendo el listo y ya le
dije que no le voy a decir nada. Y no
tengo nada que decirle, seguramente
estaba durmiendo en alguna banca
como hago entre semana, cuando
no hay niños gritando por todas
partes. Gracias por la moneda, pero
le digo que no sé nada, cuando no
se tiene qué hacer poco importa el
calendario, no estoy seguro de qué
día me está hablando. Ahora quítese
de mi camino, necesito un poco de
dinero para comer algo antes de que
este calor infernal ahuyente a los
paseantes, permiso.
§
La chica de la cafetería
A las cinco y media comienzo a
meter las mesas, a las seis pongo el
letrero y me voy a comer. Aquella
tarde solo había una mujer, me pidió
el teléfono para hacer una llamada,
después compró café y se sentó
cerca del baño. Me desesperé, iban a
dar las seis y si la mujer no se iba no
podría salir a comer, pero no podía
negarme a venderle un café. Solo
estábamos nosotras dos. Se fue a
las seis y cuarto, quince minutos
después le di vuelta al letrero y
salí hacia el restaurante. No, había
sido una tarde soleada, cuando
llueve dejo las mesas dentro.
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Regresé a las siete y cerré a las
diez. No escuché ningún estallido.
No, no vi nada extraño. Siempre
son los mismos clientes, poca
gente cae en este vecindario por
accidente, no es un lugar divertido.
§
El fotógrafo
Estaba parado aquí, justo aquí,
para proteger el equipo de la
l luvia. Era una tormenta, había
sido una tarde soleada y de pronto
escampó. Estaba aquí, luego vi
un auto detenerse, de él bajó
un sujeto: pantalones, zapatos,
gabardina, sin sombrero, algo
calvo; bajó del auto pero dejó las
luces encendidas. Del otro lado
se acercaba un auto idéntico, así
que preparé la cámara. No sé,
me pareció curioso, dos autos
idénticos, además pocas personas
tienen un auto, son cacharros
caros, ¿no cree? Pero es algo
lento, ¿sabe?, uno debe enfocar
y hacerlo todo, la cámara sólo
guarda la película. La l luvia lo
hacía complicado. Cuando logré
la fotografía los autos parecían
encontrarse y el sujeto del primer
auto ya había cruzado la calle,
estaba casi frente a mí. Me sonrió
y sentí miedo. No había nada raro
en su rostro, no era deforme, si
es lo que quiere saber. Parecía
triste y resignado, eso fue lo
que me preocupó. De pronto el
auto estalló, el primero, ése del
que bajó el sujeto resignado. El
otro auto ya no estaba, supongo
que siguió su camino. Y del
auto salieron un montón de
papeles achicharrándose, como
cartas, o recibos, o qué sé yo,
confeti, si quiere. Quise sacar
otra fotografía, pero ya no tenía
película. Cuando me di cuenta el
sujeto ya no estaba. Mire, le digo
que l lovió, que había dos autos,
un sujeto extraño y un auto que
hizo ka-boom, y casi todo ello
está en la fotografía que l levé
a la estación de policía y de la
que todos se rieron. La l levé
al diario local y me trataron
como a un loco. Le digo que
esa tarde l lovió, un auto estal ló
y un hombre estaba tr iste,
¿por qué no puede creerme?
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¡Está en la fotografía, la cámara no
puede mentir. ¿Y qué si el rostro
no salió? Ahí están los autos, la
lluvia y el calvo. Ya le dije que
me quedé sin película y no pude
retratar la explosión. Hay cinco
casas y una cafetería en esta calle
y nadie vio nada, ¿no le parece
raro? Es como si todo el mundo
estuviera esperándolo y ahora se
negara a hablar de ello. Llovía. Un
auto explotó. Pero si lo creen o no
ya me da igual, mañana me voy a
otro sitio. ¡Me cago en este pueblo
soleado y en sus habitantes con
las ventanas cerradas!
Dara Rivera (Ciudad de México, 1990). Estudió Ciencias de la Comunicación y
producción audiovisual en la UNAM. Escribe mucho en Twitter y poco en sus libretas. No
conoce el mar. Se queja de todo en Por la línea punteada.
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| 16
plicplic
plicplic
plic plac plicplic
¡no!
nostalgia
¡no no!
nostalgia
no me tires la mirada
no me encorves la postura
no me frunzas el ceño
que no
nostalgia
no
no
pshhh vruuum pshhh
vruuum vruuuuuuum vruuuuuuum
pssssshhhhhh
PliCPliCN.
Eur
itmia
| 17
nostalg ia de un vruuum
sin portafol ios
antes del
nueveasiete s ieteanueve punchin punchout
nostalg ia del vruuum vruuum
fiestamarihuanalcohol
del vruuum vruuum
autocinema
del vruuum vruuum
malteadaescotebésameya
del vruuum
vruuum
vruuuum sexodrogasyrockandrol l
¡ay! sexo
nostalg ia
¡ay! drogas
nostalg ia
¡ay! música de d ioses
nosta lg ia
rock
and ro l l
Eur
itmia
| 18
plicplic
plicplic
plic plac plicplic
llueve
al concreto cae agua
como han caído nuestras miradas
llueve
al concreto cae agua
como cayeron ese día
sus entrañas
con el placbumbamplac del hastío
cayó cayó
cayó como el inconveniente plicplacplicplic
de esta lluvia urbana
Eur
itmia
| 19N. Ene es.
C
plicplic
plicplic
plic plac plicplic
¡no!
nostalgia
¡no no!
nostalgia
no quiero
no quiero recordar
nostalgia
no quiero recordar
que vivo no vivo
no quiero recordar
no qui e ro
¡plac!
¡bum!
¡bam!
¡plac!
Eur
itmia
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NoCTurNo
Desde aquí la ciudad parece
subterránea, como vista
desde abajo o hacia abajo.
Es una ciudad erguida sobre una
niebla que no desciende, sino sube
hasta que empaña las estrellas.
Todos los puentes tiemblan encima
de los automóviles que pasan
como tiburones. Y toda la gente
se secretea con la mirada como si
en cualquier momento estuvieran
dispuestos a cazarme. Junto al
auto, logro encontrar en el bolsillo
mi billetera y hallo tu imagen,
pero no la miro. No te miro. Me
pregunto en qué gesto terminarás
la noche. En qué mueca detendrás
la mirada. Te lanzo, condenándote
al asfalto, para que te humillen
las llantas o la recojan y te miren,
sin que tú, desde allí o desde
ninguna parte puedas mirarlos.
Debo empezar a liberar los pasos
por las veredas extrañas, como un
astronauta, y descender a la ciudad
que está dormida y que no debo
despertar. Todos aquí caminan con
pasos extraños, son lentos y perdidos:
van pateando su mirada como a latas
vacías. No confían en ningún horizonte,
no los espera nadie. En cambio a mí
me esperas tú. Por eso arriesgo con
la cabeza levantada, para mirar un
destino que nos aguarda desde antes de
encontrarnos. Desde ese día nos vemos
mucho y hasta creemos conocernos.
Á l va r o R o m e l í
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Crees reconocerme porque yo ya
te conozco. Sé de tus ojos, de tu
boca, de esa sonrisa. Me contaron
de ti tantas cosas que de oírlas
suspirarías. Te quedarías callada.
Después de unos segundos me
mirarías entre enfurecida y
miedosa. Porque sé de tus lugares,
sé del cafecito al que vas a pensar
en él. En donde despistas a la
rutina. Ese rinconcito de la ciudad
en que sólo perteneces al arrebato
y en el que, sin que te vean, sonríes.
Hasta allí he podido seguirte,
en aquel sitio en el que bajas y
al que has bajado como se baja
al infierno, a tientas, aunque
conozcas sus nueve escalones y su
oscuridad y su luz de diamante en
el final. Allí he ido descubriendo tu
imagen completa. Desde esa mesa
que siempre buscas, que nunca
puedes evitar. No puedes evitar
mirarme, nunca lo has hecho. Ese
momento es instantáneo, pero allí
te he dicho muchas cosas que no
logro comprender completamente,
porque se quedan en mi cabeza
atrapadas, sin ninguna opción
de escapar y tocarte. A veces
pienso que me escuchas de algún
modo, pero nunca entiendo lo
que callas. Nunca entiendo la
tristeza en la que caes, como
si presintieras un desenlace
fatal, guardado en mi mirada,
como un puñal o como una bala.
Tu memoria me asalta en
cada esquina. Tu imagen que se
va quedando atrás, pertenece a
otro tiempo y, sin embargo, se
agranda en mi cabeza. Cómo me
duele pensar en tu rostro mañana.
Imaginar tus ojos cerrados, tu boca
cerrada y tus manos abiertas. Tu
hermosura duele, duele en algún
órgano que no sabía que tenía o
que me nació últimamente. Tengo
miedo. Pero tengo mucho más
miedo de encontrarte que de
perderme en estas calles tristes y
vacías. Pocos se dan cuenta, pero
todas las calles tienen nombres
de muertos; más que ciudades,
son cementerios. Por eso es
que debo encontrar un último
aliento, templar el pulso. Hoy no
puedo darme el lujo del titubeo.
Estas horas ambiguas debemos
convertirlas en definitorias. Es
mi deber ser este que soy, esta
tumba que cargo y que camina
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hacia a ti sin que lo sepas, sin que
siquiera lo sospeches. Por eso no me
escuchas entrar en tu habitación,
en tu cama para dos. Me acostaría
a lado tuyo para mirarte toda la
noche. Para ver como la noche se
apodera de ti y tú de mí. Y luego
me quedaría dormido esperando
que al despertar esto que va a
suceder no hubiera sucedido. Pero
sucede y no me duele tu cuerpo
de papel. Tus ojos cerrados no me
asustan. Y por fin puedo tocarte,
puedo mirarte de cerca sin tener
ganas de meterme dentro de ti. Te
arranco el tiempo, me despido de
ti, me alejo. Abro el tercer cajón
del velador que está a la izquierda
de tu cama y que evidentemente
no es el tuyo, porque no se parece
en nada. Encuentro el dinero
prometido y me levanto. Camino la
distancia hasta la puerta y te miro
desde allí, y te recuerdo y no me
estremezco.
Álvaro Romelí (...) Me gusta Bach y que me la chupen.
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| 23
observadorel graN
Le ardían las manos que había
apretado fuerte, primero
en las hendiduras del ficus,
luego en el borde del plafón y,
finalmente en los remates del
balcón. Por el cristal solo podía
ver oscuridad. Sabía abrir esas
puertas. Se utiliza una vara o un
alambre y se desliza con cuidado
el seguro mientras se ejerce la
presión suficiente; se corre la
puerta y listo. Inhaló con la boca
bien abierta y mantuvo el aire
dentro, inflándole el estómago
que ya sentía apretado contra los
dientes. Exhaló y volvió a inhalar
un par de veces más hasta que el
calor regresó a sus manos y sintió
que los nervios se aminoraban.
Corrió la puerta despacio y
se quedó parado en el marco
mientras su vista, incendiada
por el calor de la luz eléctrica,
se comenzaba a acostumbrar a
la oscuridad. Pronto comenzó a
distinguir siluetas: un sillón, un
escritorio, un armario —de nuevo
el estómago contra los dientes—
un bulto erguido sobre la cama.
Se mantuvo quieto, petrificado.
Pensaba que no había visto
ningún auto estacionado cuando,
sobre el plafón, se asomó al
garaje y que, según le había dicho
Georgina, la familia pasaría toda
la semana fuera de la ciudad.
A l e j a n d r a Ve r g a r a
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| 24
Pero aun así; con la casi certeza
de que la casa estaría vacía, ahora
que sus ojos habían terminado de
acostumbrarse a la oscuridad era
clarísimo que ese bulto era una
persona que lo miraba estática
desde la cama. Pudo sentir cómo
una cadena delgadísima e invisible
le iba bajando, helándole primero
el cuello y luego toda la espina.
Por el tamaño de la silueta asumió
que sería un niño, tal vez alguna
muchacha con el cabello corto o
recogido. Poco a poco se le fueron
revelando los rasgos del chico
entre las penumbras. Le pareció
que lo miraba con los ojos muy
abiertos y que, además de eso, no
podía hallar otro gesto de alarma
en él.
Sintió cómo un temblor
constante le nacía en los brazos los
cuales le pesaban tanto que, estaba
seguro, se alargaban hasta rascar
el suelo. Inventó rápidamente
posibilidades en su cabeza: se vio
envuelto en una pelea, rodeado de
personas legañosas y alarmadas,
vio las luces rojas y azules de las
patrullas, el destello blanquísimo
de las esposas reflejando la luz del
candil, presintió los golpes bien
acomodados con las macanas, con
las botas gruesas de los policías,
vio su cara reventada, los labios
hinchados, los ojos inyectados de
sangre, la nariz rota, se vio preso
y en los titulares de la sección
policiaca del diario. Vio a su madre
llorando de rodillas y pidiéndole a
Dios que lo ayudara y vio a Martín,
su hijo, avergonzado y negando su
apellido.
Un murmullo que era casi
un resoplido rompió la retahíla:
“Mátame”. Pensó que había
escuchado mal, que lo que el
muchacho decía desde la cama era
otra cosa; una advertencia antes
de iluminar las penumbras con un
grito de alarma. Quiso irse pero
sentía las piernas inmóviles, como
cosidas a las baldosas.
—Ya mátame—. Esta vez
las palabras eran claras. Se sintió
un cazador accidental frente a un
cervatillo. “No, no, no”, trató de
responder mientras, despegando
con fuerza los pies del suelo, salía de
nuevo al balcón. Pero no dijo nada,
la lengua se le había vuelto un barro
seco amontonado en la garganta.
Eur
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S e p r e c i p i t ó á g i l h a c i a
l a c a l l e y s e e c h ó a c o r r e r.
S e s u b i ó a l a c a m i o n e t a q u e
l e h a b í a p r e s t a d o Á l va r o
y m a n e j ó h a s t a s u c a s a .
D u r a n t e e l t r a ye c t o t r a t ó d e
n o p e n s a r e n l o o c u r r i d o , d e
c o n c e n t r a r s e e n e l c a m i n o ,
e n l o s s e ñ a l a m i e n t o s y e n s u s
m a n o s s o b r e e l vo l a n t e . D e s d e
e l a c c i d e n t e s e n t í a m i e d o a l
m a n e j a r. Te n í a l a s e n s a c i ó n
d e q u e a h o r a , c a d a ve z q u e
c o n d u j e r a t e r m i n a r í a c o n e l
c o c h e d e s t r o z a d o y d e b i e n d o
h a s t a l o q u e l l e va b a p u e s t o .
P e n s ó e n l a d e u d a , e n l a
p é r d i d a t o t a l d e l t a x i y, d e
m a n e r a i n e v i t a b l e , vo l v i ó a
p e n s a r e n e l r o b o f r u s t r a d o y
e n e l m u c h a c h o e n p i j a m a q u e
l e p e d í a q u e l o m a t a r a .
C u a n d o l l e g ó a s u c a s a l e
t e m b l a b a n l a s m a n o s . N o t ó
t a m b i é n q u e u n t o b i l l o l e d o l í a :
s e h a b í a l a s t i m a d o d u r a n t e l a
h u i d a . Ya n o t e n í a l a m i s m a
e l a s t i c i d a d n i l a d e s t r e z a d e
h a c í a q u i n c e a ñ o s , c u a n d o
b r i n c a b a d e s d e c u a l q u i e r
ve n t a n a d e l a c i u d a d h a s t a s u
c a s a c o n t o d o u n c a r g a m e n t o
d e o b j e t o s va l i o s o s a c u e s t a s .
S e h a b í a p r o m e t i d o n o r o b a r
n u n c a m á s . N o l e g u s t a b a .
L e r e c o r d a b a a a q u e l l a é p o c a
e n l a q u e e r a u n v i c i o s o , u n
b u e n o p a r a n a d a . N o m á s
p e n s a n d o e n c u á n t o va l d r í a e l
b o t í n y e n q u é c a n t i n a s e l o
i b a a c h u p a r. P e r o a h o r a e r a
n e c e s a r i o . Te n í a q u e p a g a r e l
t a x i . S i n o l o p a g a b a , e n t o n c e s
l a d e u d a i b a c r e c e r c o m o e s o s
d i n o s a u r i o s d e g o m a c o n l o s
q u e j u g a b a M a r t í n c u a n d o e r a
n i ñ o : p r i m e r o p e q u e ñ o s p e r o
a g i g a n t a d o s a l d e j a r l o s e n u n a
c u b e t a c o n a g u a . L a d e u d a ya
e s t a b a e n l a c u b e t a . Ad e m á s ,
s i n o p a g a b a , ¿ c ó m o l e i b a n
a p r e s t a r o t r o t a x i ? , ¿ e n q u é
m á s p o d r í a t r a b a j a r a s u e d a d ?
C o n l a s l u c e s a p a g a d a s ,
r e c o n o c i e n d o s i n d a r s e c u e n t a
l a s s i l u e t a s d e s u s p r o p i o s
m u e b l e s , s e d i r i g i ó a l c u a r t o
d e M a r t í n . Ad i v i n ó e n l a
o s c u r i d a d a s u h i j o e n l a c a m a
y a r r o d i l l á n d o s e j u n t o a é l
l e s a c u d i ó c o n d e l i c a d e z a u n
h o m b r o .
Eur
itmia
| 26—Martín, ¿estás dormido?
—No, no. ¿Qué pasó papá?
—La voz todavía tenía pegados
restos del sueño profundo y
espeso del muchacho—. ¿Todo
está bien?
—¿Eres fel iz?
—¿Qué?
—Que si eres fel iz.
—Sí, ¿por qué? ¿Están todos
bien?
—Sí mijo, duérmete.
Sint ió ternura por su hi jo
que preguntaba por todos.
“¿Cuál todos, Martín?” pensó,
“Si ya nomás quedamos tú y
yo. Si la abuela se fue a vivir
hace tres meses a Veracruz con
la t ía Si lvana, si tu hermana ya
se casó, si tu madre quién sabe
dónde ande. ¿Cuál todos, Martín?
Nos dejaron como náufragos en
nuestra is la de cafés aguados y
huevos revueltos. Todos somos
solo nosotros dos”.
Solo pudo dormir un par de
horas. La si lueta del muchacho
lo perseguía: “Mátame. Ya
mátame”. No era un mal hombre,
nunca había matado a nadie. Lo
más que había hecho era robar
algunas casas hace años y tratar
de robar ésta esa noche. ¿Por
qué le pidió que lo matara? Él
no mataría a nadie; sólo quería
entrar a la casa, tomar la
televisión, alguna computadora,
joyas, dinero, tal vez un traje
elegante e irse. Planeó un robo
seguro, con la casa vacía, para
no asustar a nadie, para no tener
que amagar a la famil ia y gritar
obscenidades. Pero el muchacho
le pidió que lo matara, no le pidió
que se fuera, no le preguntó
quién era ni qué hacía ahí parado
con torpeza en el marco de la
puerta; le pidió que lo matara.
A la mañana s igu iente , en
e l desayuno, apenas hab ló . Ve ía
a Mart ín comiendo con pr isa y
e l un i forme puesto . Trataba de
ad iv inar s i en rea l idad era fe l i z ,
s i no l levar ía una pena ocu l ta ,
como acurrucada en a lgún lugar
entre sus cost i l las , esperando a
que cua lqu ier ins ign i f i canc ia la
despertara y la h ic iera rasguñar
e l cuerpo de su h i jo desde
adentro , t repándole despac io
por la garganta y vo lv iéndose
u n n u d o c i e g o e n l a e s p a l d a .
Eur
itmia
| 27
Martín, ¿eres feliz? Se le ocurrió
que los dos muchachos que había
visto entre penumbras la noche
anterior eran el mismo. Que aquel
chico rico, abrigado en su cuarto
l leno de muebles, era Martín en
su cama individual con sus cobijas
luidas. ¿Qué los volvía infelices?,
¿cuál era el secreto que los
rondaba, agazapado, como un
fantasma o una enfermedad?
Cerca del mediodía salió
a caminar. Quería volver a la
casa del muchacho, quería verlo
ahora bajo la luz natural, sin
tener que forzar la vista, sin
enloquecer a los bastones de la
retina. Iría caminando, no había
prisa. Calculó que volvería de la
escuela entre las dos y las tres
y media de la tarde. El t iempo
alcanzaba perfectamente para ir
a pie, incluso distrayéndose en el
camino. El cielo estaba nublado y
con seguridad, de un momento a
otro, reventaría en l luvia. Pensó
que le vendría bien, que hacía
demasiado calor y que la l luvia
le ayudaría no sólo a refrescarse
sino también a ocultarse de los
ojos abiertos que la noche anterior
habían pedido ser sacrificados.
La tormenta lo sorprendió
cruzando una avenida, ya muy
cerca del barrio donde se
encontraba la casa. Observaba
a un grupo de adolescentes que
se perseguían del otro lado de
la calle, riendo como gall inas
trastornadas por la l luvia. Buscó
sus caras, tratando de reconocer
a su chico; pero se dio cuenta
que no recordaba su rostro, que
podría ser cualquiera de esos
muchachos y que no habría modo
de distinguirlo. En la oscuridad
sólo había adivinado pocos
rasgos, de ningún modo los
suficientes para poder separarlo
de un grupo y afirmar que fuera
él. El chico no sólo era Martín:
era todos los chicos del mundo.
Se sint ió de pronto con la
obl igación de custodiarlos, de
mirar con atención cada uno de
sus gestos, de sus movimientos
torpes y apresurados, tratar de
notar si entre una mueca y una
carcajada no se veía el rostro
compungido, el dolor secreto
que esos seres cargaban a
escondidas.
Eur
itmia
| 28Era el gran observador. Una
silueta que se movía camuflada
en la tormenta. Se vio a sí mismo
como la sombra del hombre que
serían todos aquellos chiquillos.
Debía vigilarlos, no perderse uno
solo de los movimientos de cada
muchacho del mundo. Debería
encontrar el momento exacto
en que les brotaba, como una
muela del juicio, ese desasosiego
desbordado que rompería
sus pieles cual cascarones y
formaría una nueva piel, un
segundo cuerpo no visible pero
que ellos sentirían pesado en
las extremidades. A él mismo le
había ocurrido en la adolescencia:
de pronto lo embargó una pena
que era un súcubo y que ya nunca
logró exorcizar. Si bien a ratos
su primer cuerpo, el original,
volvía a ponerse contento y a
sobreponerse al segundo, éste
siempre se imponía de nuevo.
Pensó otra vez en el chico de la
noche anterior, se preguntó si ya
le había ocurrido, si esa tristeza
lenta ya se le había posado sobre
el pecho o si había sido algo
más lo que le hizo pedir que lo
matara. Podría haber sido solo
un destello, el primer brote de
lo que vendría después. También
pensó en Martín. “A esa edad
son vulnerables”, se dijo y sintió
miedo por su hijo, por el otro
muchacho y por la cuadrilla que
correteaba bajo la lluvia. Se echó
a correr.
Corrió siguiendo el flujo
de la avenida, levantando los
hombros en ese reflejo imbécil
de quién está bajo una tormenta.
Cuando llegó frente a la casa no
soportaba el dolor en el tobillo y
las sienes le pulsaban. La calle
estaba tranquila. Dentro de la
casa no logró ver movimiento
alguno. Dejó caer su cuerpo,
pesado, sobre la banqueta. Así,
sentado, aguardó casi una hora.
Vio un automóvil detenerse
frente a la casa. La ansiedad le
dormía las manos y temió que
dentro del carro estuviera el
muchacho y, reconociéndole, lo
señalara. Trató de distinguir por
las ventanillas, empañadas por la
lluvia, a las personas que estaban
a bordo. No logró ver nada.
Siluetas. De nuevo siluetas.
Eur
itmia
| 29
El conductor tocó la boc ina un
par de veces y t ras unos minutos
e l por tón de la entrada se abr ió ,
de jando ver a Georg ina en su
un i forme azu l y a lmidonado
resguardada ba jo un paraguas .
É l desv ió la mirada para no
encontrarse con los o jos de su
comadre qu ien , seguramente ,
es tar ía muy apenada por la
confus ión sobre la ausenc ia de
la fami l ia . Después de escuchar
e l ru ido de l por tón a l cerrarse
esperó un cuar to de hora , se
puso de p ie y caminó buscando
una parada de autobús .
Se sentó en la par te
t rasera de l camión. Tras un par
de paradas sub ió una pare ja de
ch icos , t rece o catorce años .
Ve ía sus nucas ; como e l la se
recargaba en e l hombro de é l
y como é l inc l inaba un poco la
cabeza. Dec id ió cambiarse de
as iento para observar los mejor.
Los ve ía jugueteando, como
cachorros . R iéndose a l to y
besándose a cada rato . Trataba
de escuchar su p lá t ica pero
só lo l legaban pa labras sue l tas
e inút i les .
Una anc iana sub ió a l
autobús . E l muchacho se
levantó y le ced ió e l lugar.
Quedó a unos metros de é l ,
dándo le la espa lda . En e l c r i s ta l
de la ventana pod ía ver su cara
ref le jada: ahora , separado de
la muchacha, es taba ser io . Su
cara no le parec ió más la de
un ado lescente , s ino la de un
hombre. Supo entonces que a
este ch ico ya le hab ía ocurr ido ;
la sombra se hab ía posado no
só lo sobre sus lab ios en forma
de b igote pr imer izo , s ino en
todo su cuerpo. Ya estaba b ien
gestado e l monstruo en sus
entrañas . ¿Cómo era que no
pod ía reconocer s i ya le hab ía
ocurr ido a su prop io h i jo s i con
este ch ico hab ía resu l tado tan
fác i l ? “Mart ín es una roca” ,
pensó. Se le ocurr ió que ta l vez
Mart ín ya estaba dentro de l
segundo cuerpo pero que, por
pudor , lo ocu l taba con s ig i lo en
los gestos in fant i les que aún le
sobrev iv ían . Tarde o temprano
perder ía su hab i l idad de
ocu l tarse y entonces e l segundo
c u e r p o q u e d a r í a d e s c u b i e r t o .
Eur
itmia
| 30
P e n s ó q u e t a l ve z s e r í a l o
m e j o r : q u e l a s c o s a s s e r í a n
m á s f á c i l e s p a r a a m b o s s i
M a r t í n p e r d í a e s e p u d o r ,
c o m o d e s e ñ o r i t a d e f a m i l i a
y e x h i b í a a n t e é l , s o b r e l a
m e s a d e l d e s a y u n a d o r , l a
h e c a t o m b e q u e c o n t e n í a .
R e c o r d ó a s u m u j e r. E l
m i e d o c o n s t a n t e q u e l o i n va d í a
c a d a ve z q u e e l l a s a c a b a l a
m a l e t a p o l vo s a d e a b a j o d e l a
c a m a y a m e n a z a b a c o n i r s e .
E l t e r r o r q u e l e c o n s t r e ñ í a
l a g a r g a n t a c a d a ve z q u e ,
t o m a n d o s u b o l s o , a v i s a b a
q u e s a l d r í a a c o m p r a r p a n o a
t o m a r u n c a f é c o n s u s a m i g a s .
F i n a l m e n t e u n d í a s e f u e , s i n
s a c a r a p a r a t o s a m e n t e n i n g u n a
m a l e t a y s i n a v i s a r a d o n d e
i b a . E n t o n c e s é l ya n o t u vo
m i e d o . L a e s p e r ó u n p a r d e
m e s e s , l l a m ó a s u s f a m i l i a r e s
y, c a s i s i n d a r s e c u e n t a , s e
h i z o a l a i d e a d e q u e ya n o
vo l ve r í a . S i n t i ó u n a r a b i a
e s p e s a q u e l e h a c í a a p r e t a r
l a m a n d í b u l a y d e s p u é s u n a
t r i s t e z a s e c a y c o n t e n i d a ,
p e r o n u n c a m i e d o . “ C u a n d o
l l e g a l o q u e n o s a t e r r a , d e j a
d e p a r e c e r n o s a t e r r a d o r ” ,
r e f l e x i o n ó .
L l e g ó a s u c a s a c u a n d o
e s t a b a a n o c h e c i e n d o . S e
m e t i ó a b a ñ a r y l u e g o s e
a c o s t ó . E s t a b a e x h a u s t o . A l a
m a ñ a n a s i g u i e n t e s e d e s p e r t ó
c o n u n a o p r e s i ó n e n e l p e c h o .
P e n s ó e n l a d e u d a y e n e l
p o c o d i n e r o q u e l e q u e d a b a .
E s c u c h ó l o s r u i d o s d e M a r t í n
e n l a h a b i t a c i ó n c o n t i g u a .
F u e a l a c o c i n a a p r e p a r a r l o s
h u e vo s r e v u e l t o s y e l c a f é .
S e n t a d o f r e n t e a é l v i o a
s u h i j o . E r a c o m o u n e s p e j o
j u ve n i l d o n d e s e ve í a a s í
m i s m o h a c í a m u c h o s a ñ o s .
P e n s ó e n t o n c e s q u e l a s
t r a g e d i a s e r a n i n e v i t a b l e s ,
q u e n o i m p o r t a b a c u á n t o
e s c a r b a r a y p r e g u n t a r a y s e
m o j a r a e n l a c a l l e , e l s e g u n d o
c u e r p o c r e c e r í a s i n q u e
p u d i e r a d a r s e c u e n t a . C u a n d o
M a r t í n , d e s p u é s d e l a va r
l o s t r a s t e s , d e a c e r c ó a é l
p a r a d e s p e d i r s e y p e d i r l e l a
b e n d i c i ó n ; é l , s o s t e n i é n d o l e
e l b r a z o l e d i j o :
Eur
itmia
| 31
—Mijo, mejor ve buscando
un trabajo. Ya casi no hay
dinero.
E l muchacho bajó la cabeza
as int iendo y entonces é l se s int ió
tr iunfante porque pudo ver, con
c lar idad y muy de cerca como
brotaba de su h i jo , a chorros, a
borbotones, inundando toda la
cocina y la casa y la cuadra, la
sombra funesta de su segundo
cuerpo.
Alejandra Vergara (1987) Editora. Hace libros de cartón en La Cleta Cartonera.
Le gusta hacerle al cuento. Espera ansiosamente un mecenas y cree que hablar de ella en
tercera persona es una cosa más bien ridícula.
C
Eur
itmia
| 32
marTes
Lo había encontrado un
martes l luvioso mientras
cruzaba la cal le para
l legar a mi departamento.
Parecía un poco desor ientado.
No sabía cómo acercarme a
é l para que no me temiera o
sal iera huyendo, o s implemente
me ignorara.
— ¿Estás bien? —pregunté.
No respondió. Solo me observó
con unos ojos angustiados que
no pude evitar ofrecerle comida y
un techo.
—Vendrás conmigo. Debes
estar muriendo de hambre.
Caminamos apresurados y
en s i lencio. La l luvia arreciaba
cada vez más. Pensaba para
mis adentros cosas como: “es
muy guapo”, “¿qué le habrá
ocurr ido?”, “espero no crea que
soy fác i l por ofrecer le mi casa”.
Reí con lo ú l t imo. Pero tampoco
podía dejar lo desamparado.
Tan pronto como llegamos le
pedí que se pusiera cómodo.
—Ten. Espero no vayas a
coger un resfr iado. Ahora mismo
te tra igo a lgo cal iente para que
lo bebas —le di je , acercándole
las mantas. É l seguía en s i lencio.
La cocina estaba hecha un
desastre, la comida escaseaba
por no haber hecho las compras
d ías an tes . Lo ún i co que pod ía
A l e i d a B e l e m S a l a z a r
Eur
itmia
| 33
dar le era un poco de leche y
pan. Mientras buscaba trastos
l impios, me vino a la cabeza que
ta l vez é l podr ía estar escapando
de a lgo. Luego pensé en un
cr imen, que cuando durmiera
me asesinar ía y robaría las
pocas cosas de valor que tenía.
Me reí bajito de lo a b s u r d o q u e
s e r í a e s o . M e a s o m é d e s d e l a
c o c i n a p a r a ve r s i s e g u í a ahí.
É l no se d io cuenta de que lo
observaba.
Le arrimé la leche y el pan.
Los vio con hambre y a la vez
con pena. Quizá no quería que lo
viera comer y le propuse dejarlo
solo.
—Puedes dormir en el si l lón.
Te dejaré aquí unas colchas.
Estaré en la habitación, si
necesitas algo toca la puerta —
reí—. Si necesitas ir al baño, ve
al fondo a la derecha. Siéntete
en tu casa. Descansa.
Por un largo rato no pude
pegar ojo. Supuse que se tomó la
leche y se comió el pan por los
ruidos que hacía al ingerirlos.
Eran como las diez de la
mañana cuando desperté. Ya
n o r e c o r d a b a q u e t e n í a u n
i n v i t a d o . F u i a l a s a l a y p a r a
m i s o r p r e s a é l ya n o e s t a b a : n i
e n l a c o c i n a , n i e n e l b a ñ o , n i
f u e r a d e l d e p a r t a m e n t o . S e o yó
a l g o q u e b r a r s e y l o e n c o n t r é
e n e l b a l c ó n , a u n l a d o d e l a
m a c e t a r o t a . D e b í i m a g i n a r
q u e a h í e s t a r í a . H i z o u n r u i d o
e x t r a ñ o a m o d o d e d i s c u l p a
y m e vo l v i ó a ve r c o n e s o s
o j o s d e p r e c i p i c i o . N o p u d e
r e s i s t i r m e , l o t o m é e n b r a z o s ,
l o a b r a c é f u e r t e , l o b e s é y l e
d i j e q u e n o s e p r e o c u p a r a m á s ,
q u e l o c u i d a r í a s i e m p r e .
D e s d e e s e d í a f u i m o s
i n s e p a r a b l e s . M e a c o m p a ñ a b a
a t o d o s l o s l u g a r e s p o s i b l e s :
ve í a m o s p e l í c u l a s , l e í a m o s
l i b r o s , b a i l á b a m o s , l e c a n t a b a
y é l e r a f e l i z . O e s o e r a l o
q u e yo c r e í a . S u s o j o s m e l o
d e c í a n y l a s l a m i d a s q u e m e
d a b a e n l a s m a n o s y p i e r n a s .
N o s g u s t a b a a c a r i c i a r n o s .
P a s á b a m o s h o r a s t i r a d o s e n e l
p i s o h a b l a n d o d e t a n t a s c o s a s :
u n a s i n t e r e s a n t e s , o t r a s s i n
s i g n i f i c a d o y h a s t a a l g u n a s
vergonzosas . Le conté de la ve z
Eur
itmia
| 34
que me había caído de un poste
de luz cuando era niña porque me
creía invencible con mi vestido
verde, que escalé casi hasta
la punta y que uno de mis pies
perdió fuerza, pisó mal y me fui
de nalgas contra el cemento.
¡Cómo nos reímos! ¡Cuánto lo
amaba!
Pero así como todo empieza
también termina. Unos días
antes del trágico suceso del cual
yo no volvería a ser la misma,
lo noté un poco distante. Triste.
Mal humorado. No me dejaba
abrazarlo. Algo le pasaba. A
alguien o a algo extrañaba. Cómo
no me di cuenta antes. Cómo
no pude ser capaz de prever
todo. Tan ciega. Tan nublada
que una se vuelve cuando ama
demasiado. Una noche antes de
que él me dejara no pude dormir.
A la mañana siguiente nunca más
lo volví a ver.
Ése gato me había roto
el corazón y se había largado.
Después de todo lo que le di,
de mis cuidados, de ofrecerle
mi casa, de amarlo sin medida.
Pinche gato malagradecido. En
mi vida vuelvo a darle techo y
comida a un gato. Tenía que ser
como todos, un día se van y al
otro y otro y otros tantos días
semanas meses vuelven. Ojalá
vuelva.
Rabié, l loré, rabié, l loré
hasta que mis ojos no pudieron
más. Le l loré como a nadie nunca
le había l lorado. Y como a nadie
nunca le iba a l lorar.
Luego de varias semanas
de duelo incontable empecé
a recuperarme un poco del
abandono gatuno que había
sufrido. Decidí salir a comer
por la tarde, pasar a la l ibrería
y tomarme un café mientras me
acostumbraba a estar sin él.
Al regresar a casa, de la nada
comenzó a l lover a cántaros.
Era martes. De nuevo un martes
l luvioso como cuando lo encontré.
Se me salieron a borbotones las
lágrimas de sólo recordar. Sentí
una opresión en el pecho. Crucé
la calle cual loca desesperada y
me volví a topar con el abandono.
Otro gato con ojos angustiados.
No supe qué hacer. Me quedé
inmóvil varios minutos y dije:
Eur
itmia
| 35
—Me va a pagar como
aquel cabrón… —mi corazón se
encogió de ver lo ahí sol i to—
Bueno… sólo porque este es de
color negro y está l lorando.
Lo cogí en brazos. Nos
d ir ig imos a casa. Y me volv í a
enamorar.
Aleida Belem Salazar (Torreón, Coahuila, 1989). Estudió un diplomado de Creación
Literaria en la Escuela de Escritores de la Laguna y está por egresar de la Licenciatura en
Administración. Ha publicado en revistas locales, una colombiana y en un libro llamado “Antología
Compartida” (Amanuenses Editorial, 2011). Le da miedo escribir. Es muchas mujeres; una de
ellas con ojos de mar que nació en el desierto. Aún no sabe qué hacer con su vida pero tal
parece que nunca lo sabrá. Le tiemblan los dedos en Hubo un día
C
C