Etiqueta negra noviembre 2014

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Revista de temas variados muy interesantes, redactada por los mejores periodistas, peruanos e internacionales, una de las mejores revistas hechas en Peru.

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DIRECTOR FUNDADORJulio Villanueva Chang

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EDITOR ADJUNTOEliezer Budasoff

[email protected]

EDITORES ASOCIADOSSan Francisco / Daniel Alarcón

[email protected] / Diego Salazar

[email protected] / Leonardo Faccio

[email protected] D.C. / Diego Fonseca

[email protected]

COMITÉ CONSULTIVOJon Lee Anderson

Juan Villoro

EDITOR DE PORTAFOLIOFrank Kalero

[email protected]

EDITORES ASISTENTESStefanie Pareja

[email protected] Francisco Ugarte

[email protected]

DIAGRAMACIÓNRoger Ramirez

ASISTENTES DE EDICIÓNLucía Chuquillanqui

[email protected]

ASISTENTESOscar Alcarraz

David HimelfarbNatalia Sánchez

CORRECTORJosé de la Cruz

CORRESPONSALESMadrid / Gabriela Wiener

Los Ángeles / Marco RiveraMéxico D.F. / Wilbert Torre

122DIRECTOR GERENTEHuberth [email protected]

DIRECTOR COMERCIALGerson [email protected]

GERENTE DE VENTASHenry [email protected]

PUBLICIDADDaniel Del Águila / Ejecutivo de cuentas [email protected]

MÁRKETINGHuberth Jara [email protected]

ARTE FINALHéctor Huamán

PRENSA Y RR.PP.Laura Cáceres

[email protected]

DISTRIBUCIÓN Y PUNTOS DE VENTAPerú / Distribuidora BolivarianaSantiago de Chile / Metales PesadosNueva York / McNally Jackson Books

PREPRENSA E IMPRESIÓNIso Print(+511) 441-3693 / 440-1404 / 998-441268Marcas & Patentes332-2211 / 431-5698

ETIQUETA NEGRAwww.etiquetanegra.com.peEs una publicación mensual de Pool Editores S.A.C.Av. Los Conquistadores 396 Of. 305.San Isidro. Lima 27, Perú.Telefax (+511) 440-1404 / 441-3693Hecho el depósito legal 2002-2502

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Hecho en el PerúEtiqueta Negra no se responsabiliza por el contenido de los textos

que son de entera responsabilidad de sus autores.

AÑO 13 NOVIEMBRE 2014

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CARTA

Hay demasiadas cosas más sugestivas que el dinero y pocas tan vulgares como un fajo de billetes. Hace unos años, sobre una mesa frente a mí, tuve decenas de miles de dólares en fajos de billetes de cincuenta y de cien. Estaba en una notaría acompañando a mi familia en la compra de un de-partamento cuyos dueños exigían que se les pagara en efectivo. La operación era perfectamente

legal, pero ante el espectáculo de los fajos de billetes resultaba difícil eludir la sensación de estar haciendo algo ilícito. Mientras el notario leía el contrato, todos evitábamos mirar los billetes, aunque era imposible no hacerlo. Esquivábamos nuestras miradas porque era vergonzoso que otro nos descubriera con los ojos fi jos en esos dólares. Uno tenía la impresión de que, en cualquier momento, alguien sacaría un arma, apuntaría al resto y se fugaría con el dinero. La abundancia de dólares encima de la mesa nos ponía nerviosos y su sola presencia nos volvía sospechosos. En un mundo de tarjetas de débito y transferencias virtuales los fajos de billetes son criaturas fósiles. Pertenecen a la cultura del cine y a la de la corrupción. Para nuestra imaginación modelada por Hollywood, sólo los narcos, los ladrones de bancos, los sicarios y los apostadores hacen negocios con grandes cantidades de efectivo. Solemos asociar el dinero con tener clase y poder, pero exhibir montones de billetes es la forma más burda de ostentar riqueza y la más vulgar de darse importancia. La lista de exhibiciones con dinero en efectivo merecería un capítulo en una historia universal del mal gusto: el rapero 50 Cent se fi lmó cargando dos millones de dólares en fajos en el maletero de su Lamborghini. El jugador de la NBA Lance Stephenson subió a Instagram una imagen donde aparece rodeado de un millón de dólares. El boxeador Floyd Mayweather compartió una foto en la que aparece en la cama de su jet privado contando fajos de dólares después de una pe-lea. El jugador de póker Dan Bilzerian se ganó el apodo de «Rey de Instagram» a fuerza de subir a esa red social imágenes con fajos de dólares y mujeres en bikini, dólares y armas de fuego, dólares y autos de lujo, dólares y su gato. Vladimiro Montesinos, el asesor del ex presidente del Perú Alberto Fujimori, se grababa entregando fajos de miles de dólares a políticos, empresarios y comunicadores para comprar su apoyo y ensuciar a los opositores. Esas imágenes nos producen una fascinación morbosa que pronto se vuelven aburrimiento y anécdota. Si cual-quier moneda es, como escribió Borges, un repertorio de futuros posibles, los fajos de billetes son el equivalente monetario de la pornografía. El poder de sugestión del dinero tal vez sólo sobreviva en la sorpresa infantil que nos asalta al encontrar un inesperado billete en el bolsillo de un pantalón que no usamos hace tiempo. Encon-trar un billete de adultos actualiza esa sorpresa que toma la forma de un regalo por elegir. Hace algunos meses, un exitoso empresario inmobiliario de San Francisco comenzó a repartir dinero en forma de tesoros ocultos en ciudades de Estados Unidos. Después en Madrid, Berlín, Tel Aviv y México. A través de una cuenta en Twitter bautizada como @hiddencash —dinero escondido— el empresario ofrece pistas para que cualquiera pueda encontrar sobres con cincuenta, cien y hasta doscientos cincuenta dólares. A los que encuentran el dinero les pide que envíen su foto con los billetes para publicar en su cuenta. Los medios lo han llamado «fi lántropo» o «Robin Hood moderno» y han dado crédito a las palabras del empresario cuando dice que busca «devolver a la sociedad» parte de la fortuna que logró como agente inmobiliario. Su juego parece alejado de la fi lantropía: allí donde otros ven altruismo, otros vemos a un manipulador que pretende comprar a bajo precio tal vez la cuali-dad infantil que nos provoca el dinero accidental: la sorpresa de encontrarnos un billete en la calle

[email protected]

El dinero escondidoEliezer Budasoff

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CÓMPLICES

JORGE EDUARDO EIELSON[1924-2006] Perú. Poeta y pintor. Escribió los libros

Noche oscura del cuerpo, Habitación en Roma y la novela El cuerpo de Giulia-no, entre otros. Fue becado por el gobierno francés, la Unesco y la

Fundación Guggenheim de Nueva York.Murió en Milán.

SERGIO VILELA Perú. Escritor y periodista. Fue editor adjunto de

Etiqueta Negra. Es director editorial de Grupo Planeta para el Área Andina. Ha escrito para El País, The

Paris Review y Soho. Ha publicado los libros El cadete Vargas Llosa y El último secreto de Machu Picchu.

Vive en Bogotá.

HÉCTOR HUAMÁNPerú. Artista plástico. Trabaja como ilustrador digital en Etiqueta Negra. Estudió en la Escuela Superior Autónoma de Bellas Artes.Vive en Lima.

MILTON RÍOS Perú. Ilustrador y diseñador gráfico. Estudió en Pontificia Universidad Católica del Perú. Se especializa en historieta y novela gráfica. Realizó una adaptación de la novela de Georges Simenon, El hombre en la calle. Vive en Lima.

KURT TUCHOLSKY [1890-1935] Alemania. Periodista y escritor. Escribió los libros El cielo de los prusianos, Prensa y realidad, El castillo de Gripsholm, entre otros.Murió desterrado en Suecia.

DAVID WOLMAN Estados Unidos. Periodista y ensayista. Ha escrito para Wired, The New York Times, Forbes y New Scientist. Ha publicado los libros A left-hand turn around the world, Righting the mother tongue y The end of money. Vive en Portland.

JOSÉ LUIS PARDO VEIRAS España. Periodista. Es fundador del colectivo

Dromómanos, una productora de proyectos que ha ganado el Premio Ortega y Gasset de Periodismo Impreso. Prepara un libro sobre el narcotráfico en

América. Vive en Ciudad de México.

IVAN KASHINSKY Estados Unidos. Fotógrafo freelance. Ha expuesto su trabajo en National Geographic, Time, Smithsonian, The New York Times, entre otros.Ha publicado el libro Historias mínimas.Vive en Quito.

SUSAN ORLEAN Estados Unidos. Escritora. Es parte del staff deThe New Yorker. Ha colaborado con las revistas Vogue, Outside, Rolling Stone y Esquire. Su libroEl ladrón de orquídeas fue llevado al cine.Vive en Los Ángeles.

BILGER BURKHARD Estados Unidos. Escritor. Es parte del staff de The New Yorker. Ha escrito para Harper’s, The New York Times, The Atlantic Monthly, entre otros. Su libro Noodling for flatheads fue finalista del premio PEN/Martha Albrand Award.Vive en Nueva York.

JAVIER GONZALES PÉREZPerú. Diseñador gráfico e ilustrador freelance. Ha publicado para la empresa OX. Expone sus

proyectos en Behance.Vive en Lima.

OMAR XIANCAS Perú. Artista gráfico. Fue diagramador en The New

York Times. Ganó el Premio Nacional de Diseño de la Asociación de Diseñadores Gráficos del Perú.

Vive en Arequipa.

GERARDO SAMANIEGO Perú. Diseñador gráfico. Estudió en la Pontificia

Universidad Católica del Perú. Ha trabajado en JWT, Garwich BBDO y Circus. Actualmente es director de

arte en Quorum Saatchi & Saatchi.Vive en Lima.

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ÍNDICE

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DOSSIER AUTOMÓVILES

DOSSIER DINERO

PORTAFOLIO

Susan Orlean

Ivan Kashinksy

Burkhard Bilger

Jorge Eduardo Eielson

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ENTRETENIMIENTO

NUEVOS RICOS

SEGURIDAD

BELLEZA

Eliezer Budasoff 6 CARTA

Kurt Tusholsky 96 ÚLTIMAS NOTICIAS

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Sergio Vilela

David Wolman

José Luis Pardo Veiras

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MONOPOLIO

BILLETES

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DOSSIER

DINERO

José Luis Pardo Veiras[VENDE CAMISAS]

UN MULTIMILLONARIO

Sergio Vilela[JUEGA AL MONOPOLIO]UN ECONOMISTA

David Wolman[DESCUBRE EL BILLETE]

UN EXPLORADOR

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Zara se ha convertido en la más exitosa firma de moda, y Amancio Ortega, su propietario, en el tercer hombre más rico del mundo sólo por vestirnos.

Es un señor de pueblo cuya reputación de multimillonario discreto convive con acusaciones contra su empresa de esclavizar

a trabajadores de talleres ilegales de confección.Y, sin embargo, cuando entramos con su ropa en un probador,

nos olvidamos incluso de nuestros defectos. ¿Es democratizar la elegancia un modo

de acabar con los elegantes?

Un perfil de José Luis Pardo VeirasIlustraciones de Omar Xiancas

NO ES MUY

EL SEÑORQUE NOS VISTE

ELEGANTE

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a las amas de casa de los tiempos del dictador Francis-co Franco, mujeres que salían de compras en batas de dormir con un corte y confección parecidos a los de un saco de cemento que ocultaba sus formas femeninas. Había tomado un tren hasta la capital de Francia para asistir durante cuatro días a una convención de lence-ría, pero al segundo día se regresó a A Coruña porque echaba de menos su fábrica. Javier Cañás Caramelo, un empresario de moda que lo había acompañado en ese viaje, recuerda al futuro dueño de Zara metido en un taller de unos cien metros cuadrados y no más máqui-nas de coser de las que podemos contar con los dedos de una mano. Desde esa década de los sesenta, Aman-cio Ortega apostó por la necesidad de vestirnos con estilo sin gastar mucho dinero. Viajar por primera vez a París fue confirmar su idea. En los noventa, ya conver-tido en un cincuentón millonario, Amancio Ortega fue otra vez a París. Acababa de inaugurar su primera tien-da en la capital mundial de la moda, cerca de la Plaza de la Ópera, y cuando intentó entrar en su estableci-miento un gran número de clientes que guardaban cola le impidió cruzar la puerta. Querían comprar la ropa que les vendía un español de pueblo, más bien bajito y calvo, que vestía una camisa simple sobre una barriga generosa. El dueño de Zara ha dicho que cuando vio a toda esa gente de París en fila buscando su ropa hecha en A Coruña, se puso a llorar.

Con estilo pero sin ostentación, la marca Zara ha ido transformando a parte de la clase media del mundo en gente que se siente menos vulgar y más distinguida al vestirse. La idea de qué es ser elegante suele ser un malentendido. Balzac decía que «la elegancia es la cien-cia de no hacer nada igual que los demás, pareciendo que se hace todo de la misma manera» y creía que un efecto esencial de la elegancia era ocultar los miedos. Yves Saint Laurent, uno de los grandes diseñadores del

siglo XX, se preguntaba: «¿La elegancia no consiste en olvidarse de lo que uno lleva?». Leonardo Da Vinci de-fendía que la simplicidad era la máxima expresión de la sofisticación. Incluso en matemáticas, la elegancia consiste en hacer un gran esfuerzo mental para hallar la solución más directa y sencilla. «Lo nuestro es el pú-blico real, no los sueños», dice Amancio Ortega, y no le va mal con las matemáticas.

Cuando entramos en una de las tiendas de Zara, con su lujo fingido a precios asequibles, se difumina la dis-tancia entre las fantasías de los diseñadores y nosotros. El corte de una buena camisa tendría que favorecer una buena forma del tronco. Un pantalón debería resaltar un trasero macizo, y las monedas no deberían caerse de sus bolsillos. El tejido debería ser cómodo y resistente por tratarse de una prenda de uso frecuente. Si uno no tiene unas medidas parecidas a las de un maniquí, no halla-rá estos atributos en la ropa de Amancio Ortega, quien casi nunca viste de Zara: la ropa que vende en todo el mundo no le sienta bien a su cuerpo al borde de los se-tenta y nueve años. La democratización de la elegancia, entendida como la rutina de comprar ropa de marca a precios más baratos, supone que todos nos sintamos más elegantes sin que seamos expertos en moda. «Antes com-prabas en Zara porque no tenías dinero para comprar marcas —dice un viejo amigo de la familia Ortega—. Ahora compras en Zara porque de otro modo parecerías un derrochador». Desde que Zara y otras cadenas, como H&M, Benetton o GAP se extendieron por el mundo, sabemos que las camisetas interiores de algodón son sólo para el interior, que debemos descoser las hombreras de nuestras chaquetas, que un pantalón negro jamás se debe combinar con una camisa azul marino, que los pantalo-nes blancos son exclusivamente para el verano, que no se deben llevar escotes dos tallas menores, que si tienes cuarenta años tienes que vestirte como una persona de

Cuando viajó por primera vez a París, Amancio Ortega, el futuro dueño de Zara, no fue a visitar la Torre Eiffel. Se comió un bocadillo en un puesto callejero y paseó durante horas para ver caminar a los parisinos. Desde los ojos de un veinteañero

pueblerino que nunca había salido de España, le parecían tan elegantes y sofisticados que convertían la calle en un desfile al que él asistía absorto, como embobado. Abrigos de corte recto, botas altas, vestidos de formas geométricas, overoles inspirados en los viajes espaciales, las primeras minifaldas. Amancio Ortega acababa de fundar una empresa familiar para vestir

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cuarenta años, que el ombligo sólo debe mostrarse en la playa. Zara ha ido más allá de sacar a la clase media de los hipermercados para que compren su ropa en boutiques de precios a su alcance: nos quiere convencer de que la elegancia no debería ser un lujo.

Cuando nos desvestimos en un probador, en esos mi-nutos que posamos bajo luces pálidas y solos frente al espejo, tendemos a descubrir un defecto tras otro. En una tienda de Amancio Ortega, al lado de una camiseta ceñida habrá otra holgada, al lado de una prenda blanca habrá otra negra, al lado de un jean estrecho habrá un pantalón para ir a una boda. Como la buena publicidad, más que decirnos lo que tenemos que hacer, Zara capta necesidades e inseguridades y nos las devuelve en for-ma de ropa para ocultarlas. Un cliente de Zara visita en promedio la tienda unas diecisiete veces al año. Cada dos semanas encontrará novedades en los escaparates que se adapten a los cambios de su cuerpo y de su esta-do de ánimo. Es poco probable que compremos nues-tra camiseta favorita en Zara, pero, si pasáramos media hora en una de sus tiendas, aunque fuéramos hombres con poco gusto o indiferentes a vestirnos bien, podría-mos salir de allí con apariencia de elegantes. Se trata de una elegancia que tiene que ver más con la alegría y seguridad que nos proporciona, por ejemplo, una lisa y recta camisa blanca sin bolsillos.

La explicación más frecuente sobre el origen del nombre ‘Zara’ es que Amancio Ortega fue a un cine de A Coruña y se quedó prendado del personaje de Anthony Queen en Zorba el GrieGo. Aquel campesino que mantenía una actitud vital en medio de las miserias y la crueldad en su isla le pareció un espejo de sí mis-mo. Como ‘Zorba’ ya estaba registrado, empezó a ju-gar con sus letras. Sin poder usar su nombre, pero con la misma determinación que el personaje de Anthony Queen, Amancio Ortega creó una empresa desde un pequeño rincón del mundo hasta colonizar el mercado internacional. «No soy un gran cliente de Zara —dice Carlos Primo, coautor del libro ProdiGiosos mirmido-nes. antoloGía y aPoloGía del dandismo—. Pero es di-fícil decir que no te gusta. Lo tiene todo». La estrategia de Inditex, el grupo empresarial que aglutina Zara y a otras siete cadenas de ropa y complementos de su pro-piedad, es olvidar al individuo para seducir a una masa distinguida y ávida de una elegancia sin derroches. Diseña un mismo modelo para cerca de cien países.

Aunque sus prendas no estén hechas a la medida, cada mañana, cuando uno decide cómo va a vestirse, Zara apunta a crearnos la ilusión de que con ellas nos vemos bien. «Yo voy a fabricar —dice Amancio Ortega— lo que van a querer los clientes». No ha descubierto cómo nos queremos ver en el espejo de un probador, sino cómo nos podemos gustar con lo que vemos.

Hace unos años Amancio Ortega caminaba por el al-macén central de Zara, en Arteixo, un pueblo de Ga-licia a media hora de A Coruña, cuando regañó a un trabajador que descansaba junto a unos camiones que transportan la ropa. «Si tiene algún problema, hable con mi jefe», le respondió el empleado. Cinco minu-tos después se presentó el jefe. Y el jefe del jefe. Y el jefe del jefe del jefe. El empleado se puso pálido: no se había dado cuenta de que el hombre al que había desairado era el patrón de Zara. Hoy, según la revista Forbes, Amancio Ortega es el tercer hombre más rico del mundo, después de Bill Gates y Carlos Slim. Es ca-paz de comprar en sólo un mes un edificio de cinco plantas en el corazón de Manhattan, más una antigua y majestuosa residencia de unos duques en Londres, más la ex sede principal de casi nueve mil metros cua-drados de un banco en Barcelona. Es propietario de un Bombardier, uno de los tres jets privados más caros que existen, también elegido por celebridades como Oprah Winfrey o Steven Spielberg. Es el niño que había em-pezado como chico de los recados en una camisería de A Coruña y que cuatro décadas después ascendió a Patrón de la Moda. Una consecuencia posible después de ese desaire del trabajador de Zara sería un despido fulminante. Al estilo de la leyenda de que cuando Steve Jobs estaba de mal humor podía echar a la calle a un empleado si se lo cruzaba en un ascensor. El empleado de Zara, sin embargo, conservó su trabajo.

Desde hace años, esta escena se cuenta entre los nuevos empleados del almacén central de Zara como una historia de iniciación para perfilar a un hombre de apariencia invisible que controla cada detalle de su trabajo. Una mañana de agosto, el mes en que todos los españoles se mudan a la playa, un auditor de KPMG, la empresa que durante años revisó las cuentas de Zara, visitó el almacén de Arteixo y vio a Amancio Ortega

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doblando camisas. Hacía años que, de tanto en tanto, el mismo millonario cargaba camiones en el mismo alma-cén y se sentaba en un pupitre para asistir a los cursos de formación de sus empleados. En otra ocasión, un trabajador del departamento de auditoría interna lo re-cuerda midiendo en pasos la longitud de un cuarto, ca-minando con las manos cruzadas detrás de la espalda, como si fuera un viejo carpintero preparándose para construir un mueble. Era habitual ver a Amancio Or-tega paseando por todo el almacén con una libreta en la mano donde anotaba las necesidades de cada depar-tamento de su tienda. Aunque oficialmente ya no es el presidente de Inditex, es un hombre mayor que regresa a trabajar todos los días a su cuartel general.

El señor que cada año lanza al mercado unos mil mi-llones de prendas para vestir a hombres y mujeres de cuatro continentes llegó casi a la edad de jubilarse sin que se hubiera publicado más de una foto de él. Es una imagen tamaño carnet del joven Ortega que tampoco sirvió para acabar con su anonimato. El trabajador que confundió a su jefe con un don nadie no tuvo cómo sa-berlo: a fines de la década de los noventa, Amancio Or-tega era una figura tan misteriosa que el periódico por-tugués Dário De noticias publicó un artículo, en el que dudaba de su existencia. Otro rumor que se extendió por esos años fue que su fortuna procedía del tráfico de drogas, una explicación fácil para justificar que alguien se hubiera hecho rico en Galicia, la punta noroeste de España, donde se encuentra Fisterra, el lugar donde en el siglo I los romanos pensaban que se acababa el mundo. En una región siempre pobre, de agricultores y pescadores, a finales de los ochenta y principios de los noventa, se solía atribuir la bonanza a algo que prove-nía del mar: o conservas de pescado y marisco; o fardos de cocaína de los cárteles colombianos. Incluso su lugar de nacimiento era un enigma: se decía que había naci-do en A Coruña, la ciudad costera de un cuarto de mi-llón de habitantes donde él había residido desde niño, o en un pueblo de Valladolid, el lugar de nacimientode su madre. Amancio Ortega nació en Busdongo, un pueblo de pocos habitantes conocido únicamente por su estación de tren, donde él vino al mundo porque allí habían trasladado a su padre, un empleado ferroviario, el mismo año en que estallaba la Guerra Civil Españo-la. Una de las costumbres de Amancio Ortega era pa-sear por la plaza del ayuntamiento de A Coruña o por

su paseo marítimo, los dos puntos neurálgicos de esta ciudad, sin guardaespaldas, sin miradas indiscretas, sin paparazzi ansiosos de poner cara al señor que ordenaba coser los hilos de sus pantalones desde la sombra. Una anécdota que circula entre coruñeses es que un día un hombre presumía en una cafetería la gran amistad que le unía al fundador de Zara sin saber que se lo estaba contando a Amancio Ortega.

El primer retrato de Amancio Ortega posando se di-fundió en el informe anual de 1999 de la empresa Indi-tex. En él viste una chaqueta azul marino y una camisa blanca, tiene los labios contraídos y mira a la cámara con una mezcla de inexpresividad y dureza. Inditex es-taba preparando su salida a bolsa, una decisión con la que en principio Amancio Ortega estuvo en desacuer-do. Los futuros inversionistas necesitaban un rostro vi-sible en quien confiar. Un ex ejecutivo de JP Morgan de la época en la que esta firma trataba de convencerlo para que Inditex saliera a bolsa recuerda que no acep-tó acompañar a los negociadores a ver las carreras de Fórmula 1, un acontecimiento televisado a miles de mi-llones de televidentes, pero que accedió a ir con ellos de cacería a países de Europa del Este. Las cacerías hacían posible estar tiempo con él y, a diferencia del escenario de las carreras, desaparecer los testimonios gráficos. Inditex se lanzó a la bolsa en 2001. Amancio Ortega tampoco fue a la ceremonia.

El anonimato de décadas se acabó casi al mismo tiem-po en que saltó de ser millonario a uno de esos archi-millonarios que equiparan sus fortunas con el PIB de algunos países. Hoy Amancio Ortega es tan millonario que los siguientes quince españoles en la lista de los más pudientes deberían juntar sus posesiones para alcanzar el poderío económico del fundador de Zara. A sus divi-dendos como Patrón de la Moda, Ortega ha sumado ne-gocios inmobiliarios con propiedades en las calles más exclusivas de Londres, París, Barcelona o Nueva York. De 2013 a 2014 su fortuna fue la que más creció entre los grandes millonarios del planeta. En el último medio siglo, Amancio Ortega pasó de pedir un préstamo a un banco español para iniciar un modesto negocio familiar a poseer una riqueza —más de sesenta mil millones de dólares— que serviría para pagar la deuda externa de Perú, Ecuador y Bolivia, y le sobraría dinero para que sus hijos y nietos vivieran como millonarios toda la vida. El dueño de Zara vio cómo su fortuna ascendía a me-

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dida que su compañía —de la que posee el cincuenta y nueve por ciento— se convertía en un concepto mun-dial de elegancia para la clase media. Cuando estalló la crisis económica en España, las ventas de Inditex baja-ron en su país durante tres años, pero Amancio Ortega seguiría escalando en la lista de Forbes de los más ricos del mundo. Sólo una quinta parte de las ventas de In-ditex proviene de España. El resto de Europa, Asia y América, en ese orden, son su mercado global. En algún lugar del mundo, siempre hay alguien comprando en una tienda de Amancio Ortega.

El dueño de Zara pasa la mayor parte de su tiem-po en Galicia. Vive muy cerca del ayuntamiento de A Coruña, en un edificio remodelado. Tiene una fachada inferior de piedra en cuya parte superior hay una ga-lería de grandes ventanales con vistas a la dársena del puerto. Una mañana reciente vi al dueño de Zara sa-liendo por su cochera: luego de que un guardaespaldas se asomara a la calle, apareció un Mercedes conducido por otro guardaespaldas. Amancio Ortega estaba sen-tado en el asiento del copiloto. Vestía una camisa azul cielo y de su bolsillo asomaba la funda de sus gafas. Se dirigía a La Fábrica, como llama su familia al almacén central de la empresa. Un bus de pasajeros pasaba a unos metros de la entrada de su cochera y unos transeún-tes señalaban su casa con todas las ven-tanas cerradas.

Los hábitos de Amancio Ortega dela-tan a un multimillonario discreto, pero en absoluto austero. Ha comprado un segundo avión después de la insistencia de los ejecutivos de su empresa, quienes tenían que conciliar sus viajes de traba-jo con las necesidades de la familia del jefe. Su primer avión está en un hangar en Santiago de Compostela, a setenta kilómetros de A Coruña, oculto a la vis-ta de los curiosos. Cuando en A Coruña construyeron un nuevo puerto, le pidie-ron que llevara su barco, pero Ortega se negó y ningún coruñés pudo comen-tar más de sus lujos. Según una persona cercana a la familia, en las navidades de 2013, el piloto de su avión viajó hasta

una tienda Nike de Nueva York para recoger un regalo para Ortega, una pulsera inteligente que mide sus ca-pacidades cuando él se ejercita sobre la cinta corredora antes de salir a trabajar, parte de su rutina de todas las mañanas. Su flota de coches —un Mercedes Clase E, un Mercedes GL y el Mini Cooper S de su segunda es-posa— es discreta para tratarse del tercer hombre más rico del mundo. Se sabe que a Marta Ortega, la última de sus tres hijos, gran aficionada a los caballos, le rega-ló Casas Novas, un hipódromo que mandó a construir cerca de la sede de Inditex.

El sobrenombre familiar de La Fábrica recuerda la creación modesta de la empresa. Amancio Ortega se ha casado dos veces. La primera con Rosalía Mera, a la que conoció cuando era una adolescente que tra-bajaba como dependienta en una tienda de ropa de A Coruña, con quien tuvo dos hijos: Sandra, quien se dedica a la fundación Paideia para colectivos desfavo-recidos que creó su madre; y Marcos, quien nació con una parálisis cerebral severa. Cuando ya era millona-

rio, se casó por segunda vez con Flora Pérez, Flori, que trabajaba en la prime-ra tienda de Zara que abrió en Vigo, una ciudad al sur de Galicia. Marta Ortega es hija de ambos. Bajo el abri-go de El Patrón de la Moda, todos han tratado de conservar un perfil discreto. La familia es un acorazado. Si Amancio Ortega es un obseso con su intimidad, todavía lo es más con la de los suyos.

En agosto de 2013, su sobrina favori-ta, María Dolores Ortega, Loli, estaba en un yate con su marido y unos amigos cuando Amancio Ortega la llamó desde el extranjero para avisarle que Rosalía Mera, su ex esposa, había sufrido un derrame cerebral en Menorca. Uno de los presentes en el yate recuerda que el mensaje fue inequívoco: «Las vacacio-nes se acabaron para todo el mundo». Rosalía Mera, la mujer más rica de Es-paña, fue trasladada a un hospital priva-do y moriría al día siguiente. Desde su divorcio, Amancio Ortega no tenía rela-ción con su ex mujer, pero su sentido de la familia y el temor a que un paparazzi

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captara una tópica foto de ricos en yate mientras Ro-salía Mera agonizaba lejos de ellos lo obligó a actuar como el jefe de familia para protegerlos. En el entierro, cuando era inevitable la exposición pública, Amancio Ortega volvió a colocarse en la segunda fila.

Ahora Amancio Ortega ya no se ocupa en persona de los detalles nimios como en los primeros tiempos de Zara, cuando acudía a felicitar las navidades a sus em-pleados y les regalaba un vale para que gastaran en la tienda. Aunque, según una de las empleadas más vete-ranas de la empresa, todavía él tiene la última palabra. Cuando se sienta en una reunión, Amancio Ortega es-cucha a todo el mundo. Quiere que todos participen, le gusta la competencia entre trabajadores, pero ninguna decisión importante se tomará sin su aprobación. Suele ser un hombre afable pero, aunque muy esporádicas, sus broncas son legendarias. Hace un tiempo se enojó porque los diseñadores le enseñaron una chaqueta con un precio de venta de cuatrocientos euros. No habían entendido nada: jamás un cliente de Zara se debe es-candalizar por el precio de la ropa. Decidió bajar el precio antes de ir en contra de la filosofía de la marca. Su despacho en Arteixo está casi siempre vacío porque prefiere sentarse con sus empleados en una mesa en el departamento comercial del almacén. Al mediodía almuerza en el comedor de la empresa y le llevan la bandeja a la mesa. Su comida favorita son los huevos fritos con patatas y chorizo.

Los más antiguos empleados de Amancio Ortega tie-nen una idea familiar de él, pero también, con el tiem-po, de lejanía. «Hay gente que lo ve como una especie de padre», dice una miembro del sindicato UGT, uno de los dos principales sindicatos de trabajadores de España, que lleva veintiún años en las tiendas. La de-voción crece entre las empleadas más veteranas, a las que Ortega llama «churriñas», una expresión típica en-tre los gallegos. Otras dos empleadas, que iniciaron su carrera en la primera tienda Zara, en 1975, recuerdan las doce horas al día que dedicaban a la empresa. En ocasiones Amancio Ortega exige a sus empleados un esfuerzo mayor a los límites de los convenios de ocho horas laborales al día, pero él mismo se ha ganado el respeto y la tolerancia a su exigencia por trabajar más

de la cuenta. Las trabajadoras recuerdan a un joven Ortega barriendo las tiendas después del cierre o preo-cupándose por la salud de sus familiares. Le agradecen que, siendo unas chicas sin estudios, les diera trabajo remunerado para toda la vida. No es tan simple repetir años de la misma rutina. Una de sus empleadas se acaba de operar el codo por una dolencia producida por car-gar ropa desde que era una adolescente. Su compañera sufre de molestias en su espalda, que a veces la obligan a dejar de trabajar. «El final del camino —dice una de ellas— es que nos hemos convertido en números». Des-de 2013 ambas empleadas han pedido cita a la secreta-ria del «señor Ortega» para comentarle sus problemas y siguen esperando. «Sigue siendo tan humano como siempre —dicen justificándolo—. Él no se entera de esto. No permitiría nuestra situación». Amancio Orte-ga emplea a ciento treinta mil trabajadores en todo el mundo, y a unos mil trabajadores sólo en A Coruña, una ciudad de un cuarto de millón de habitantes donde han cerrado sus principales industrias.

El círculo de confianza de Amancio Ortega se reduce a su familia, amigos de toda la vida y algunos trabaja-dores. Pero en A Coruña casi todo el mundo tiene algo que decir sobre el fundador de Zara, a quien ven como un abuelo bonachón y benefactor. Se ha extendido una familiaridad imaginaria que deriva en que todos los co-ruñeses se refieran a él como «Amancio», así, sólo por su nombre de pila, aunque apenas lo hayan visto obser-vando obras en construcción o esperando en el coche mientras su mujer hace unas compras rápidas o en un restaurante rural comiendo un cocido, un típico plato gallego con carne de cerdo, ternera y pollo acompaña-do con patatas, chorizo y verdura. Cuando uno se acer-ca a la gente que realmente lo conoce, los comentarios son escasos y la exigencia de anonimato una regla.

El encanto de Amancio Ortega y el espíritu familiar de Zara siguen impregnando A Coruña y la sede de Arteixo, pero aún no alcanzan los cinco continentes. Hoy Zara se debate entre conservar los buenos modales de la empresa familiar de sus orígenes y la multinacio-nal en la que se ha convertido, con todos los tics de las grandes empresas: la frialdad en el trato, la falta de contacto con el jefe, las decisiones de ejecutivos jóve-nes sin apego a los modestos inicios de la empresa, la producción en cadena en vez de la artesanía, más la dudosa estela moral que su meteórico ascenso ha de-

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jado: en varios países del mundo, Zara tiene emplea-dos trabajando en condiciones miserables. Hoy Aman-cio Ortega vive caminando sobre una cuerda floja: en un extremo descansa su reputación de discreto; en el otro, las acusaciones de ser un esclavizador de quienes trabajan en sus talleres de confección. Las denuncias sobre trabajo esclavo contra su firma se multiplican a medida que crece su fortuna.

Una auditora del Ministerio de Trabajo de Brasil, donde se acusa a Zara de tener unos treinta y tres talle-res clandestinos, dijo: «Si nosotros podemos rastrear la cadena de producción, Inditex también puede hacerlo. Y si In-ditex controla la calidad de sus productos ¿por qué no hace lo mismo con la mano de obra?». Lo mismo denunciaba un infor-me de dos ONG españolas para una campaña llamada «ropa limpia»: por doscientos dólares mensuales, las trabajadoras de Inditex de Tánger, Marruecos, estaban detrás de máquinas de coser hasta setenta y cinco horas a la semana. Inditex tiene un có-digo de Responsabilidad Social, que en teoría garantiza los de-rechos de cualquier trabajador de la empresa en cualquier país, pero su respuesta oficial ha sido culpar a sus proveedores, que son quienes contratan los talle-res clandestinos. Una empresa donde se controla al milímetro la importancia de un cajón se excusa de no tener la capacidad de controlar la dignidad de decenas de personas.

La mano de obra indigna que utilizan los gigantes textiles es una práctica cotidiana que sólo suele salir a la luz con la tragedia. El año pasado, en Bangladesh, se derrumbó un edificio de ocho plantas dedicado a la fabricación textil y murieron más de mil personas que trabajaban en él confeccionando prendas para El Cor-te Inglés —el principal almacén textil de España—, Mango, Primark o The Children’s Shop. El día anterior habían aparecido grietas en las paredes. Al día siguien-

te, cientos de trabajadores se agolparon en la puerta y se negaron a entrar. Los patrones, algunos con palos en la mano, les aseguraron que el edificio se mantendría en pie otros cien años y amenazaron con dejarlos sin su paga. Fue entonces cuando los trabajadores entraron. Horas después la construcción se vino abajo como en un gran terremoto. «Se llama esclavismo», dijo, refi-riéndose a ellos, el Papa Francisco en su última homilía por el Día del Trabajador. En Argentina, el país del Papa, también funcionan redes de trata de personas para conseguir mano de obra muy barata. Dos traba-

jadores bolivianos llegaron un día a denunciar sus condicio-nes inhumanas al escritorio de La Alameda, una organiza-ción contra el trabajo esclavo, y le mostraron una etiqueta de Zara. A cada marca le co-rresponde un número de serie que se imprime en la etique-ta, donde también se indican la región y el taller en el que se fabrica la prenda. Dijeron que trabajaban en un taller de Buenos Aires. Pero la de-manda de la ONG Alameda no prosperó. «Nosotros ponemos un abogado, y ellos quince», dijo un colaborador de la or-ganización. En Argentina, se lamentaba, la pena por robar una vaca es mayor que por de-nigrar a una persona.

En Inditex se jactan de ser una gran familia. Pero los fa-miliares del tercer hombre más

rico del mundo, a diferencia de su ropa, sí conocen fronteras. Una de las explicaciones es que el negocio de Zara ha crecido más que la capacidad de sus provee-dores para producir ropa, y que estos se ven obligados a subcontratar talleres ilegales. Hay quien dice que el hombre que lo controlaba todo ya no tiene capacidad para hacerlo y que la nueva generación, encabezada por Pablo Isla —el abogado que Amancio Ortega eli-gió para presidir Inditex—, no tiene el toque ‘humano’ de Ortega del que hablan sus empleados. La falta de

Zara ha ido más allá de sacar

a la clase media de los hiper-

mercados para que compren

su ropa en boutiques de pre-

cios a su alcance: nos quiere

convencer de que la elegancia

no debería ser un lujo. Aunque

sus prendas no estén hechas a

la medida, Zara apunta

a crearnos la ilusión de que con

ellas nos vemos bien. No ha

descubierto cómo nos quere-

mos ver en el espejo de un pro-

bador, sino cómo nos podemos

gustar con lo que vemos

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humanidad, de todos modos, no resiente el negocio. Delante del espejo nos preguntamos si una prenda nos sienta bien y si podemos pagarla, no cuál es su historia. La estética nos importa más que la ética. El señor de la moda, mientras tanto, practica el mismo método a sus triunfos que a sus miserias: la invisibilidad.

En una de sus columnas, el escritor Manuel Vincent comparaba a Amancio Ortega con Prometeo. «Todo lo que ha hecho Amancio Ortega ha sido robarles el fue-go a estos dioses [los grandes diseñadores] y ponerlo en los escaparates convertido en ropa asequible de úl-tima moda». Acusarlo de falta de creatividad ha sido una constante en el ascenso a la cima de Zara. Falta de creatividad es a veces un eufemismo para copia, plagio, imitación, usurpación, robo. La empresa nunca ha per-dido en los tribunales, pero las denuncias por plagio se han suc¬edido. Meses atrás, por ejemplo, la diseña-dora e ilustradora española Verónica de Arriba denunció a Inditex en las redes sociales por plagiar uno de sus dibujos en unas camisetas de Lefties, una mar-ca propiedad de Amancio Ortega. De Arriba colgó una fotografía en su muro de Facebook comparando su diseño y la prenda. El caso más comentado en los últimos años fue el de la apropiación de imágenes de Louise Eibel, Betty Auti y Michèle Krüsi, blogueras de moda que se autorretratan con looks que después marcan tendencias. Stradivarius, una de las cadenas de Inditex para el público más joven, puso a la venta unas camise-tas con dibujos calcados de algunas de esas fotografías. La copia era innegable y, después de las quejas públicas de las diseñadoras, Inditex retiró las prendas del mercado.

No sólo se trata de Zara: la misma es-trategia entre la inspiración y el plagio como vehículo para buscar novedades también la usan otras marcas. H&M, la gran competidora de Zara, causó un revuelo cuando sacó unos cojines

y felpudos con el diseño de Tory LaConsay, una des-conocida artista estadounidense que había escrito en una pancarta de su vecindario de Atlanta la frase Have a nice day con un corazón dibujado al lado para alegrarle el día a sus vecinos antes de ir al trabajo. Mango lanzó una camiseta con la reproducción de una foto de una chica de pelo largo en medio de un campo que el fotógrafo iraquí Tuana Aziz había su-bido a su Instagram. Zara crea entre sus clientes más fieles la ilusión de elegir algo único, un acto en el que se mezclan las ordenanzas de la élite y la creación de la calle, aunque los autores se diluyan entre la mul-titud. La calle e internet se han convertido en una enorme pasarela para robar ideas. En esa búsqueda, Zara es el explorador más veloz.

Una prenda de Zara tarda un promedio de tres sema-nas en pasar del dibujo al escaparate. Cada semana o cada dos semanas se introducen novedades en las tien-das, y este año incorporaron chips a la ropa para saber qué tallas y modelos hay que reponer de inmediato.

Mientras la cadena H&M hace dos o tres apuestas masivas al año, la firma de Amancio Ortega es capaz de renovar el setenta y cinco por ciento del stock de sus tiendas en unos días. Un coolhunter de Zara puede captar un vestuario en un club exclusivo de Nueva York como el Marquee, al lado del Empire State Building; en una boutique de la exclusi-va avenida Montaigne de París o en las galerías Vittorio Emanuele de Milán, y en menos de un mes podríamos estar en la tienda de la caja pagando un modelo similar. Las subculturas urbanas que re-claman autenticidad se comercializan y se uniforman a una velocidad contra el aburrimiento. En Zara lo hacen en un tiempo récord y con poca mercadería en sus tiendas para crear una sensación de urgencia a la hora de comprar. Si ves una prenda que te gusta y esperas a la semana siguiente para comprarla, es probable que ya no la encuentres.

Cortar a todo el planeta por el mismo patrón y a velocidad de crucero tiene sus riesgos. Zara ha tenido que pedir

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disculpas y retirar del mercado una camiseta infantil que en teoría estaba inspirada en los sheriffs, pero que se parecía más a la indumentaria que los judíos lleva-ban en los campos de concentración nazis. La prenda, a rayas blancas y azules horizontales, llevaba bordada en el pecho una gran estrella amarilla de David, que recordaba la marca que debían llevar los judíos duran-te el Holocausto. «¿Pretendéis provocar un trauma a alguien? Yo me pregunto: ¿va acompañado con un nú-mero tatuado temporal en el brazo? ¿Tenéis chaquetas pequeñas de las SS?», decía uno de los centenares de comentarios que surgieron en las redes. No era la primera vez que Zara, una de las firmas de moda más exitosas en Israel, hería sensibilidades. En 2007 también había tenido que re-tirar una colección de bolsos después de que una clienta del Reino Unido devolviera el artí-culo porque incluía una esvás-tica que sobresalía en un dise-ño primaveral, de tonos claros y motivos florales. La única excusa que ofrecieron fue que en el diseño original no apare-cía la esvástica y que había sido elaborada por un proveedor de la India. El símbolo más odiado por los judíos significa bienestar y felicidad para los hinduistas.

Pero quienes comandan el ejército de Zara poseen tam-bién un gran instinto comer-cial. El 11 de septiembre de 2001, en los días posteriores a que Al Qaeda estrellara dos aviones contra las to-rres del World Trade Center, se derribaron también las ideas primaverales de los diseñadores de Nueva York. Sin embargo, las marcas de ropa continuaban mostrando alegría en una ciudad devastada, excepto Zara, que ya vendía prendas oscuras para guardar el debido luto. Mientras el mundo miraba aterrorizado las imágenes televisadas de las dos torres derrumbán-dose, en sólo unas horas, desde la central de Arteixo, se decidió que la ropa estampada se guardaría en el

almacén y otra colección más sobria sería la que lu-ciría en los escaparates. El mundo se tambaleaba y Amancio Ortega seguía facturando.

El diseño es una de la grandes pasiones de Amancio Ortega, pero la gran obsesión del tendero más exitoso del mundo siguen siendo sus tiendas. En el cuartel gene-ral de Inditex se montan prototipos de las boutiques que siempre cuentan con la autorización del jefe. En abril de

2011, Amancio Ortega visitó un centro comercial en las afueras de A Coruña para ver la tienda de Zara que se había inaugura-do, un establecimiento que ser-vía de preámbulo para la boutique que abriría después en la Quinta Avenida de Nueva York. La pren-sa local cubrió el acontecimien-to. Por la mañana, el dueño de Zara dio consejos sobre la mejor localización para el mobiliario y opinó sobre las prendas por ex-hibirse. A la hora de la comida pidió un sándwich vegetal, una cerveza y un café con sacarina en un establecimiento del cen-tro comercial. Por la tarde visitó el resto de tiendas de Inditex en el complejo. Antes de marcharse entró también en Blanco y Pri-mark, dos marcas de la compe-tencia que venden ropa de diseño barata. Si Amancio Ortega piensa que un cajón debe medir vein-

te centímetros en vez de diez, ordena de inmediato que se cambie. «Levantábamos un garaje —dijo Ortega a su amiga periodista Covadonga O’Shea— y en seguida nos preguntábamos por qué no levantábamos dos plantas más». Una de sus últimas preocupaciones fueron las largas colas que se producen delante de las cajas registradoras de Zara.

El Patrón de la Moda se ha colado en nuestros arma-rios no porque sea un artista, sino por ser un excelente tendero. Su primer trabajo fue de chico de los recados en Gala, una camisería de A Coruña. Tenía doce años

Hoy Zara se debate entre

conservar los buenos modales

de la empresa familiar de sus

orígenes y la multinacional

en la que se ha convertido,

con todos los tics de las gran-

des empresas: la frialdad en el

trato, la producción en cadena

en vez de la artesanía, y la du-

dosa estela moral que su me-

teórico ascenso ha dejado. Las

denuncias sobre trabajo escla-

vo contra la firma de Amancio

Ortega se multiplican a medi-

da que crece su fortuna

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dad pero abundantes ventas. Las virtudes que marcarían el futuro éxito de Zara habían aparecido temprano en la modesta empresa familiar.

Hoy las universidades más prestigiosas del mundo han estudiado el modelo de negocio que ideó aquel hombre sin estudios. Los dos términos que siempre aparecen en-tre los expertos es integración vertical (la empresa controla todo el proceso desde la producción hasta la venta mi-norista), y fast fashion, estructuras ligeras y ágiles, poco stock en la tienda y velocidad de reacción para que una prenda esté lista lo antes posible. Inditex comparte este modelo con sus competidores GAP, H&M o Bennetton, pero, mientras estas externalizan alguna fase de produc-ción, en Zara todo acaba en el cuartel general de Ar-teixo. En tiempos en que el significado del azul cambia de una semana a otra, en el que los pantalones anchos y estrechos se llevan a un tiempo, en el que nadie puede responder con claridad a la pregunta sobre qué está de moda, Amancio Ortega parece saber cómo nos vestire-mos y cómo nos desvestiremos. Ha declarado que cuando

ha visto en la calle una prenda que le gus-taba ha llamado por teléfono a la central de Zara y en dos semanas tuvo un modelo similar repartido en sus más de seis mil tiendas de todo el mundo. «Yo voy a fa-bricar lo que van a querer los clientes», dice Amancio Ortega. Lo importante no es marcar tendencias sino reproducirlas lo antes posible.

Una noche, hace unos meses, en A Co-ruña, Cañás Caramelo se encontró con Amancio Ortega en un semáforo cerca del almacén central de Inditex. El Patrón de la Moda le había prometido que estaba vol-viendo temprano a su casa, y, como un ex adicto al tabaco al que sorprenden fumán-dose un cigarrillo, sonrió. Le dijo que esa noche era una excepción. Caramelo —un hombre que a diferencia de su amigo viste pantalones burdeos, americana entallada y un peinado hacia atrás— cree que Aman-cio Ortega sigue siendo el mismo hombre con el que viajó a París. El mismo que allí se asombró con el glamour de sus habitan-tes para después llorar al verlos comprar la discreta elegancia que les vendía

cuando dejó los estudios de secundaria. Amancio Or-tega recuerda que un día fue con su madre a comprar comida y que escuchó al tendero decirle que no podía fiarle más dinero. «Aquello me dejó destrozado», le dijo a Covadonga O’Shea en el libro Así es AmAncio ortegA, la única publicación que ha consentido sobre su vida. Sin estudios y sin experiencia, por su obsesión al tra-bajo, el chico que repartía camisas en bicicleta se ganó el favor de sus jefes. Pronto se cambió a otra tienda, donde trabajaban su hermano y una de sus hermanas, y ascendió hasta convertirse en encargado del local. Su hermano y él pidieron un crédito, y junto a su cuñada, Primitiva Renedo, y la que se convertiría en su primera mujer, Rosalía Mera, crearon la empresa GOA. Las ini-ciales invertidas de Amancio y Antonio Ortega Gaona. Zara lo esperaba a la vuelta de la esquina.

Las tres mayores fortunas del mundo se forjaron alrede-dor de una mesa. El imperio de Bill Gates nació sobre la mesa de un garaje. El de Carlos Slim en una cena en la que el entonces presidente de México, Carlos Salinas de Gor-tari, pidió a los millonarios que insuflaran billetes a la economía de un país en crisis y que él se los devolvería con poder. El rei-no de Amancio Ortega se gestó en el bar Sarrión de A Coruña. Allí los pioneros de la moda gallega se reunían para beber un vino y conversar. En esas conversaciones apareció GOA y su primer éxito: una bata de dormir. «Es como si a un bistec, que es necesario comerlo, le pones dos hojas solo para decorar. Las hojas te han costa-do diez céntimos, pero el bistec ya es otra cosa», dijo Javier Cañás Caramelo, hijo de los dueños de ese bar, gerente comercial de la primera época de GOA y amigo del dueño de Zara. La bata de dormir era más cara que esos «sacos de patatas» que evo-ca Caramelo, pero más barata que las de las exclusivas tiendas de moda de la ciu-dad. El tejido de aquella bata de dormir, según Caramelo, era de buena calidad. A pesar de la leyenda dice que algunos ten-deros las rechazaron porque se desteñían. Era un Amancio Ortega estilo temprano: precios asequibles, velocidad de produc-ción, escaso margen de ganancia por uni-

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MARX Y ENGELS

CÓMO JUGAR

MONOPOLIOCON EL DUEÑO DE

Una crónica de Sergio Vilela | Ilustración de Gerardo Samaniego

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ANTES DE CUMPLIR CUARENTA AÑOS, HER-NANDO DE SOTO, UNO DE LOS ECONOMISTAS MÁS RECONOCIDOS DEL MUNDO, HABÍA GA-NADO SUFICIENTE PARA NO VOLVER A TRA-BAJAR. ALGUIEN COMO ÉL SABRÍA CÓMO INVERTIR SU DINERO PARA GANAR MÁS. PERO A HERNANDO DE SOTO NO LE INTERE-SAN LA ESPECULACIÓN FINANCIERA NI LAS APUESTAS NI LAS OFERTAS NI LOS REMATES.¿EN QUÉ GASTA SU DINERO UN ECONOMISTA?

Archivo: Etiqueta Negra N ̊15 / 2004

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convertirse en una sala de baile para cincuenta personas. Her-nando de Soto contempla los billetes con una enorme calma. Hoy le pertenece casi la mitad de ese dinero que espero poder robarle con un par de dados. Pienso que él también quiere ganar, pero levanta la mirada con una cara de niño difícil de imaginar y, antes de empezar, me pide que de una vez le explique las reglas del Monopolio. Las ha olvidado. No lo puedo creer. Dice que la última vez que lo jugó tenía diez años y que entonces llegó a ser un gran jugador. Bah. Ahora sé que será sencillo dejar sin un centavo a quien acaba de ganar medio millón de dólares con el premio Milton Friedman y dicta conferencias magistrales en universidades como Yale y Oxford. Le explico: un tablero, dos dados, veintiocho propiedades. Se trata de llevar al oponente a la bancarrota obligándolo a pagar alquileres. Sí. Creo que se parece a su propio evangelio, el que profesa en almuerzos con funcionarios del Banco Mundial: quien más propiedades tiene, más dinero consigue. Empecemos. He venido a su casa a ganarle.

Escogemos fichas. Las diminutas piezas de metal caen sobre la mesa de vidrio y hacen un sonido agudo como el de las monedas nuevas. De Soto las empuja con un dedo y luego las pone de pie una por una. Las observa y no se decide. Las reconoce y nombra sin apuro: el barco, el auto, la plancha, la carretilla. Al final se ani-ma por una. Él es el jinete sobre el caballo. Yo soy el perro. Tira-mos los dados. Gané, empiezo. Seis: la compro, Oriental Avenue. En la primera vuelta no se compra, dirán los entendidos, pero sé que el juego más largo de la historia duró setenta días, y no tenemos tiempo para perder. Estiro la mano para depositar el dinero en el banco y veo cómo él ha caído en Reading Railroad, el ferrocarril. Mientras de Soto paga, tiro los dados y compro mi segunda propiedad sin dejarlo parpadear. Se queja:

—Éste es sólo un juego de azar.—De azar y estrategia—le respondo.—¿Dónde está la estrategia si está comprando todo?—Uno compra y sobre eso decide dónde pone casas y ho-

teles —le explico tibiamente, y me mira como si yo fuera el gerente de una multinacional que lo quiere tomar por idiota.

Lanza los dados y le toca el cinco. En uno de los extremos del salón hay una pizarra de diez metros de largo que deja leer, en inglés, algo que parece ser el plan de crecimiento de alguno de los gobiernos a los que asesora. En un vértice al-guien ha escrito un listado de quince países de todo el mun-do, tan distintos como Tanzania, Guatemala y Egipto, en los que tiene un proyecto rodando. Me toca jugar. Veo dos telé-fonos antiguos, una lámpara de escritorio y una silla principal desde la que de Soto imagina, planea y decide qué fórmulas usar para que sus países-clientes salgan de la pobreza. Supon-go que sentado en esa silla también conversa con su amigo Bill Clinton, cuando alguno de los dos llama. Al lado hay una fotocopiadora y un aparato de aire acondicionado que sopla un viento fresco, pero por ningún lado se ve una computado-ra porque de Soto no las necesita. O, mejor dicho, no las sabe usar. Caigo en Park Place, una de las más caras. La compro. Ahora él tira los dados.

De Soto viste un saco oscuro y una camisa color sangre, que le resta solemnidad a su cara redonda y grave de cantante de ópera. Cruzo Go y cobro doscientos. En el salón hay tam-bién una amplia sala de sofás cremas, y ahí estamos sentados. Desde aquí se ve cómo todas las paredes del ambiente están repletas de cuadros. Hay uno con una primera plana de un diario de Etiopía en la que aparecen él y Clinton al lado del presidente de ese país. De Soto hace rodar los dados: la com-pra. Hay otro con la edición de TiMe en que lo eligieron como uno de los cinco innovadores latinoamericanos del siglo XX, y otro en el que aparece la foto de su camioneta cuando fue atacada por terroristas de Sendero Luminoso a mediados de los ochenta, y varios en los que se le ve recibiendo premios y condecoraciones, y muchos con las portadas de sus dos libros traducidos a más de quince idiomas. Pero nada de eso inti-mida. Igual pienso ganarle. Tiro los dados, y voy a la cárcel. «¿Está preso?», me pregunta. Sólo de visita. Le toca de nuevo a él. Cae en Electric Company, la compra y mientras tanto da una clase de economía elemental.

Sobre la mesa hay miles de dólares. Es de noche. Estamos en la oficina que Hernando de Soto tiene en su casa, al lado del jardín de entrada, donde Marx y Engels se muerden las colas, corren y ladran. Así se llaman los pastores alemanes que uno de

los economistas más celebrados del mundo compró tras la muerte de Mao, su perro chino. La casa está ubicada en un elegante barrio de Lima en el que no hay aceras. Todos van en automóvil. El salón parece un cálido hangar con luz amarilla y piso de madera del tamaño de dos departamentos del centro de Manhattan. Si quitáramos los muebles podría

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—Claro, infraestructura, eso es bueno para el país. Y sobre todo si se trata de un monopolio, porque si no tengo com-petencia puedo cobrar las tarifas que me convienen. Por otro lado siempre hay necesidad de infraestructura. Hasta ahora, todos los que han invertido en eso nunca han perdido.

De Soto toma dos billetes de sus arcas y le paga al banco con la misma cara que hemos puesto alguna vez los doscientos millones de jugadores de Monopolio que somos en el mundo: cara de inversionista de juguete.

—¿Y cuál es su primer recuerdo del dinero? —le pregunto mientras muevo a mi perro ocho casillas.

Él recuerda que cuando era niño vivió en Canadá. Entonces tenía cinco años y sus padres le empezaron a dar veinte centa-vos de propina. Cuando llegaba el sábado, iba con esa fortuna en los bolsillos a comprar tiras cómicas. Sabía que con lo que le daban sólo le alcanzaría para dos. Allí, monedas en mano, frente a las historietas que no podía comprar, se dio cuenta de lo que dijo Aristóteles alguna vez: la riqueza consiste más en el disfrute que en la posesión.

—No era el dinero en sí lo que me importaba, sino lo que éste permitía comprar. Descubrí que mientras más dinero, evidentemente, más cosas.

De Soto deja caer los dados. Ahora que lo oigo imagi-no que un economista como él sabe dónde poner su dinero para ganar más. Qué fácil. Supongo que podría ser un es-tupendo corredor de bolsa, que podría saber muy bien en qué países invertir, y decidir qué terrenos comprar porque subirán pronto de precio, e incluso darme algunos conse-jos. Caigo sobre el signo de interrogación, saco una tarjeta rosada, me voy hasta Go. Pero a Hernando de Soto nunca le ha gustado la especulación, que en los negocios significa tratar de predecir el futuro. Ni llamar a un banquero de in-versión para que le diga qué hacer con su dinero. Ni cargar efectivo. Ni las apuestas. Ni la alcancía que tuvo cuando era niño porque no ahorró nada. Ni los remates. Ni las ofer-tas. Ni los millonarios que heredan su fortuna. Dice que no mira los precios en sus compras cotidianas. No le interesa el dinero por el dinero. Para él no hay nada mejor que tener suficiente como para olvidarse de que existe. Para olvidar el suyo me cuenta que compra bonos de tesoro de Estados Unidos, que le pagan una renta fija que cada cierto tiempo ingresa en su cuenta bancaria. Por ahora es un ahorrista co-mún con cuenta corriente. Luego entenderé el por qué de su tranquilidad, de su budismo monetario. Por ahora lo veo echar los dados. Le toca el once. Mueve a su jinete casilla por casilla mientras cuenta en voz alta. Kentucky Avenue,

la compra. A estas alturas él tiene dos propiedades más que yo. Pero aún no hay ni casas ni hoteles. De todos modos, va ganando por poco. Me toca tirar. No lo hago porque me distraigo escuchando lo que dice sobre los ricos.

—Si algún amigo me dice «fulano es muy rico», no me im-presiona. Pero si me dicen que esa persona es rica porque inventó algo que a nadie se le había ocurrido y resolvió un problema, entonces sí me interesa muchísimo.

Interrumpe su relato de golpe. He caído en North Carolina. Está feliz. Levanta las cejas y apunta el dedo al tablero. Me dice que le pague, que es suya, que son trescientos. Pero le explico que sin casas ni hoteles son sólo veintiséis. Se lamenta. Mientras le alcanzo los billetes, me dice que por eso siempre ha preferido ganar dinero haciendo aquello que le divierte en vez de invertir sus ahorros en los negocios. Prefiere vivir de sus ideas. Por eso a él le interesan más quienes hicieron una fortuna que quienes la poseen. Estos últimos dice que son siempre más aburridos que quienes la construyeron. Cuando le pregunto a quién admira no me habla de ningún economista. Se queda callado. Luego me habla de Pavarotti y de Picasso. Cuando lo oigo se me ocurre que su voz tiene la cara que merece: grave y amable.

Este economista estudió en Suiza, se graduó en Suiza, fue gerente en Suiza, y a los treinta y nueve años logró ahorrar di-nero suficiente como para irse de ese país perfecto y mudarse a una isla del Caribe y no volver a trabajar nunca más.

Pero no lo hizo. Me lo dice con naturalidad, como si no me lo dijera. O como si a mí me hubiera pasado lo mismo. Aunque él sigue trabajando. Hace casi dos décadas fundó el Institu-to Libertad y Democracia (ILD), que según la revista inglesa The econoMisT, es uno de los dos centros de investigación de políticas públicas más notables del mundo. Y por eso hay se-manas en que pasa más horas en el aire que en la tierra, yendo de un país a otro y entrevistándose con presidentes de Améri-ca Latina como Vicente Fox, o de Asia como el filipino Joseph Estrada. Todos lo llaman porque quieren saber más del miste-rio que él descubrió: el misterio del capital.

A de Soto se le ocurrió explicarle al mundo por qué el capita-lismo triunfa en los países desarrollados y fracasa con tanta con-tundencia en los países pobres. Lo escribió en su segundo libro y todos se voltearon a mirarlo. Y lo elogiaron los de derecha y los de izquierda. La respuesta parecía sencilla. Los pobres tienen bienes, un trozo de terreno por ejemplo, pero no tienen un títu-lo de propiedad que los acredite. Entonces no pueden utilizar sus bienes como garantía de nada. Nadie les prestará dinero, no podrán empezar negocio alguno y no podrán salir de la pobre-za. La solución: darles títulos, formalizar la propiedad informal.

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A eso se dedican el ILD y Hernan-do de Soto, su líder ideológico. A crear derechos de propiedad para los pobres. Pero por ahora la única propiedad que le interesa es la que acaba de comprar, Baltic Avenue, una de las moradas.

—¿Y en qué gasta su dinero? —le pregunto.

Me cuenta que compra cosas para la gente que quiere. Hace un tiempo descubrió que poder ha-cerlo le daba mucho placer. Gasta en viajes de vacaciones, en obje-tos para su sala, en regalos para su mujer. Pero si una compra lo llena de orgullo es la de su casa porque, según dice, es el primero de su familia que lo pudo hacer. Quizá por eso es sólo un amateur en el deporte de salir de compras, pero un profesional en el de dar propi-nas. Jura que es famoso entre los meseros porque le gusta dejarles varios billetes.

Me habla de su guardarropa. De Soto tiene cuatro pares de zapatos iguales. Siempre usa sa-cos negros para que hagan juego con sus camisas de cualquier co-lor. Acepta que no es muy hábil combinando su ropa. También me dice que alguien le hace las compras del supermercado por-que nunca tiene tiempo, aunque le encanta su jardín y siempre or-dena la disposición de las plantas y flores. Sí, en televisión se le ve tan serio que uno jamás se lo ima-ginaría como el cuidadoso dueño de casa que es. Aunque su rutina parece el itinerario de un primer ministro. Todos sus planes se los dicta a su asistente personal que apunta y luego transcribe. Su últi-mo libro se lo dictó por completo.

Todas las mañanas ella le pasa un reporte con los mensajes recibi-dos el día anterior. No suele con-testar el teléfono pero sí devuelve las llamadas. Me pide que suspen-damos el juego porque se le ha hecho muy tarde para la cena que tiene esta noche. Se entretuvo y se le fue la hora. Él siempre está condenado a irse a una cita. Por más que esté ahora mismo en una. Se pone de pie y camina hacia el teléfono con un balanceo ligero de monarca. Pide que alisten el auto, que deberá salir volando.

Sobre la mesa están las prue-bas. De Soto ha logrado tener más propiedades que yo pero no más dinero. El juego ha sido in-terrumpido a la mitad y veo que mis planes de llevarlo a la banca-rrota se desvanecen. Esta noche ha habido un empate técnico. Me agradece por la partida, y estira la mano como un jugador hono-rable. Vuelve al teléfono y llama al restaurante a avisar que está demorado. Son las nueve y media de la noche de un sábado, y su casa parece deshabitada. Aunque sé que de Soto vive con su mujer, el hijo de ella, la lavandera, la co-cinera, el chofer, el mayordomo, y con Marx y Engels, por supues-to. De Soto se disculpa otra vez por su falta de tiempo, se despide y desaparece tras la puerta. Do-blo el tablero, recojo las fichas y guardo las propiedades. Mien-tras cuento en silencio los bille-tes que le quité, sé que pasarán años antes de que Hernando de Soto se detenga de nuevo a jugar Monopolio. O quizás nunca más lo haga. Igual, prometo volver, por la revancha

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Un texto de David WolmanIlustraciones de Héctor Huamám

Desde que apareció, el dinero fue un símbolo: representabauna cantidad de oro que el gobierno guardaba en sus reservas.

Pero nunca nadie verificaba cuánto oro había, y pronto hubo más dinero que metal. Hoy el dinero ya no representa oro,

sino más y más billetes almacenados en el banco. Billetes que en realidad son un consenso de papel.

¿Qué nos seduce de un billete de cien dólares?

EL DINEROES DE MENTIRA

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equivalente de monedas guardadas en un lugar seguro. No era dinero de verdad, como lo entendía la gente hasta enton-ces. Pero funcionaba.

Este papel especial, adornado con marcas y sellos oficia-les, fabricado con corteza de árbol de morera, circulaba li-bremente, enriquecía al reino e impulsaba el comercio. Si las personas de lugares distantes aceptaban de buena gana un mismo medio de cambio, las oportunidades comerciales crecían en forma exponencial. El emperador había ordenado que los billetes fueran intercambiables y canjeables por mo-nedas, así que uno podía convertir su billete en monedas en el momento en que lo deseara.

En un capítulo del diario de Marco Polo modestamente ti-tulado «De cómo el Gran Khan entrega como moneda corte-zas de árbol, por todo su país» describió esta extraña conven-ción, este truco de prestidigitación que, en realidad, no lo era. Pero el explorador sabía bien que para sus lectores europeos esta explicación no sería suficiente. «¡Pues, lo diga como lo diga, nunca estarán satisfechos de que me mantenía dentro de la verdad y la razón!». No es broma, decía Marco Polo. El papel moneda es algo fuera de este mundo.

El sistema funcionaba gracias a que las reglas se aplicaban de manera estricta —quien se rehusara a aceptar el papel moneda era condenado a muerte— y a la facilidad del can-je. Para reforzar un poco más la fe en los billetes y en la autoridad emisora, el texto impreso en ellos declaraba que serían válidos por toda la eternidad. En una entrevista re-ciente con la BBC, el gobernador del Banco de Inglaterra, Mervyn Ring, intentó explicar el significado de ‘valor eter-no’. El papel moneda —dijo— es «un contrato implícito entre la gente y las decisiones que esta cree que se tomarán en los años y las décadas futuros para preservar el valor de ese dinero. Sólo es un pedazo de papel. No hay nada intrín-secamente valioso en él». Su valor —dijo— se determina

por la estabilidad que se percibe en las instituciones que lo respaldan. Si el público tiene confianza en esas instituciones emisoras, la gente aceptará y usará el papel moneda. Si esa confianza se acaba, la moneda y la economía colapsarán.

Hoy no es extraño encontrar billetes en los que se impri-men frases nobles y elevadas. Pensándolo bien sería extraño encontrar dinero material que no aprovechara para echar al-gunos vítores patrióticos. Pero para la gente que vivía bajo la dinastía Yuan, los billetes eran una tecnología de punta. Que las personas creyeran en esta promesa (y, en efecto, si no creían las ejecutaban) permitió que el novedoso sistema monetario del emperador se usara «universalmente en todos sus reinos, y provincias y territorios».

Pensamos en el dinero todo el tiempo, y nunca. Siempre: el empleo, el retiro, el estado de la economía, las colegiaturas de la universidad, el financiamiento al terrorismo, la balanza comercial con China, Goldman Sachs y una rápida escapada al cajero automático. Nunca: cómo funciona en realidad. En esta era de descarados rescates bancarios y de creación de nuevo dinero en la Reserva Federal (¡abracadabra!), los meca-nismos del dinero se han vuelto tan abstractos que se escapan a cualquiera que no sea un especialista en política monetaria.

Pero el efectivo, ese sí creemos conocerlo. Es real, al menos lo suficiente como para sostenerlo, olerlo y querer lavarse las manos después. Los billetes y las monedas son nuestros tesoros de infancia, lo que el ratón ponía bajo nuestra almohada, lo que nos entregaban en secreto nuestras abuelitas consentidoras y lo que ahorrábamos celosamente en nuestras alcancías de colo-res para poder comprarnos un nuevo juguete. Sin importar las aburridas definiciones de los libros de texto —medio de inter-cambio, unidad contable, depósito de valor, método diferido de pago—, el efectivo es lo que primero nos permite entender o relacionarnos con este poderoso invento civilizatorio. Cuando la palabra ‘dinero’ llega a nuestros oídos, hasta los ‘wallstreete-ros’ que andan vendiendo obligaciones de deudas garantizadas visualizan, de algún modo, una pila de billetes verdes.

Marco Polo creía que los chinos estaban locos. El papel moneda nació en China, tal vez en una época tan remota como el año 800 a.C., pero fue durante la dinastía Yuan, a comienzos del siglo XIII, cuando el soberano reemplazó, por

primera vez, las monedas por papel. Cuando Marco Polo conoció este sistema monetario, unos cien años después, se quedó estupefacto. La ceca del emperador «posee el secreto del alquimista más avezado», escribió. En vez de hacer circular monedas, la autoridad reinante entregaba tiras de papel estampadas con un número, una cifra que correspondía a un puñado

Texto publicado en el libro El fin dEl dinEro, de David Wolman.México: Editorial Océano, 2013.

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Nuestros cerebros adultos pueden preocuparse por la in-justa distribución del dinero, por su tendencia a la inflación y por su propensión a provocar conflictos, pero hay un rincón en nuestra mente reservado para las ideas más simples, donde subsiste una añoranza infantil por tener efectivo en la mano. Tal vez esto explique por qué encontrarnos un centavo en el piso puede desencadenar una pequeña avalancha subcons-ciente que de inmediato es aplacada por nuestra parte racio-nal, que sabe muy bien que una moneda de un centavo —y también una de diez centavos— es, esencialmente, y cada vez con mayor frecuencia, inútil. Un economista te diría que ni vale la pena el tiempo y el riesgo financiero que entraña agacharse a recogerlo, y, en una de esas, lastimarse la espalda.

Podemos quejarnos de los banqueros imprudentes o del presupuesto federal, pero creemos en el efectivo. Lo vene-ramos. Tal vez en tu vida no haya un dios o un buda, pero seguro tienes fe en el dinero. No estoy diciendo que seas un idiota que sólo quiere tener dinero... a menos que sí lo seas. No; lo que digo es que tienes fe en el valor del dinero. Crees en el dinero porque todos los demás también creen en él, lo que significa que nuestra fe es, al mismo tiempo, una confianza mutua, la creencia en un propósito com-partido, o al menos una alucinación colectiva. Pero en el acto mismo de usar la divisa nacional todos participamos en esta forma particular de religión.

A los economistas, esta idea les parece prosaica, porque están ocupados calculando el índice Herfindahl-Hirschman y el teorema del punto fijo de Kaku-tani, o viéndoselas ne-gras para descubrir cómo reducir el desempleo y mantener a raya la inflación al mismo tiempo. Pero pon el dinero bajo el microscopio y se te revelará un secreto a la vez maravillo-so y paralizante: su valor vive y muere en nuestras cabezas. Como dijo una vez el escritor satírico Kurt Tucholsky: «El dinero tiene valor porque se acepta universalmente, y se acepta universalmente porque tiene valor». Claro, hasta que alguien rompe el hechizo.

Resulta irónico que el éxito de Kublai Khan con el papel moneda fuera precisamente lo que lo condujera a la catástro-fe económica. Los gobernantes de la dinastía Yuan cedieron a una tentación que ha perseguido a los emisores de mone-da y a los alumnos de primer grado a lo largo de la historia: ¿si nadie quiere cambiar sus billetes por monedas, por qué no imprimimos más? Uno casi se puede imaginar las conver-saciones en el equipo de asesores del gran Khan: Señor, sus súbditos tienen tanta confianza en la canjeabilidad del papel que ya nunca se molestan en canjearlo. El valor percibido del

papel significa que ya no tiene que conservar una correspon-dencia uno a uno entre sus reservas de monedas y la cantidad de papel que se produce. Vamos, que no tiene que tener una correspondencia ni de uno a diez.

Pero la fe es una cosa frágil. Hay muchos eventos que pueden sembrar dudas: la guerra, los desastres naturales, la falsificación y la quiebra de los bancos son algunos de los culpables más comunes. Para el gran Khan, el vene-no fue una inundación de dinero nuevo en la economía; si puedes enriquecerte así de fácil, imprimiendo pagarés que nunca se cobran, es difícil evitar que esto suceda. Sin embargo, los sistemas monetarios requieren que exista cierta escasez de moneda, o, al menos, que se crea que existe. Cuando la moneda del gran Khan perdió esa cua-lidad, el valor —el poder de compra— del dinero de la gente se desplomó, y el sistema del papel moneda colapso con él. Tendrían que pasar siglos para que volviera a ha-cer su aparición, esta vez en Europa.

Durante la mayor parte de la historia humana, el dinero no existió. Los jefes de las tribus o los pueblos decían a sus súbdi-tos qué hacer, quién comía qué y quién podía tener qué cosas. Si la gente quería o necesitaba más lanzas, más mujeres o más propiedades se peleaban con otro pueblo, con la esperanza de obtener en la refriega más valor neto del que invertían. Si no, sólo tenían que hacer más lanzas y tener más hijos.

A estas comunidades sin comercio les fue bastante bien, con todo y los recientes fracasos del comunismo. Desde el Círculo Polar Ártico hasta lo profundo de Australia, los indí-genas distribuyeron con bastante éxito los bienes, el trabajo y la riqueza. No digo que la vida fuera fácil. Para que estas sociedades funcionaran, con frecuencia dependían de go-bernantes con mano de hierro, de la esclavitud y, en general, de molestas actividades como recoger leña, cazar alimentos, construir refugios y defenderse contra los merodeadores que querían robar sus provisiones, siempre escasas.

La tecnología que se conoce como dinero surgió porque el comercio nos mueve. Algunos científicos especulan que la motivación para el intercambio, incluso, es parte de nuestro programa evolutivo. Si estás sentado sobre una montaña de vegetales pero tienes frío, y yo no tengo dinero pero poseo más pieles de animales de las que puedo usar, ¿no sería casi instintivo que nos imagináramos al mismo tiempo un acuerdo mutuamente beneficioso? ¡Hagamos un trato!

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Si intercambiamos tu comida por mis pieles estamos ha-ciendo un buen trato, pero esta forma de comercio se basa en lo que el economista inglés William Stanley Jevons llamó la famosa «coincidencia recíproca de necesidades». Si no quie-res intercambiar tus papas por mis pieles porque estamos en verano, mala suerte. A menos, claro, que se nos ocurra que hay algo más que yo pueda darte, algo que sabes que un ter-cero también aceptará alegremente dentro de cuatro horas o en cuatro meses. Lo que necesitamos es dinero.

Nunca habrá un delfín o un chimpancé que pinte un Pi-casso, que componga una sinfonía o que redacte un soneto. Con frecuencia la música y el arte se citan como ejemplo de las cosas que nos distinguen de otros animales. El dinero también nos distingue, pero suele dejarse fuera de las dis-cusiones sobre el ingenio humano, y se considera más bien un primo segundo algo tonto. Hay que mantenerlo a una distancia prudente, ocuparnos de él sólo cuando sea nece-sario, y mejor dedicarnos a reflexionar sobre propósitos más espirituales y enriquecedores.

Una idea tan pobre sobre el dinero contradice su magia y su poder civilizatorio. Aquí los economistas pueden enseñarnos un par de cosas: ellos sí pueden ver lo ingenioso y descon-certante que es el dinero y lo creativos, tontos y apasionados que somos al usarlo. Tal vez los economistas, más que nadie, entienden que el dinero es una ficción, y que todo el sistema financiero descansa en la cabeza de ese alfiler construido en forma social. Puede resultar aterrador, pero al mismo tiempo significa que el dinero puede ser lo que nosotros queramos. Pon «una pelota» en un billete de dólar y se convierte en una pelota de verdad, siempre que sigamos el juego.

Durante milenios el dinero asumió la forma de objetos di-versos: cosas que podían sostenerse en la mano o colgar de un poste. Plumas, conchas, cocos, mantequilla, sal, dientes de ballena, troncos, semillas de cacao, tabaco, pescado seco, ganado y losas de piedra tan grandes como un auto. En la isla Yap de Micronesia se usaron, y hasta cierto punto se si-guen usando, monumentos de piedra que parecen erizos de mar aplanados del tamaño de una mesita de café. Hoy su uso principal es el ejemplo favorito de los economistas de que el dinero puede asumir formas alocadas y, a fin de cuentas, arbi-trarias, y para ilustrar la noción de que los objetos ni siquiera tienen que moverse para funcionar como dinero.

Lo único que tiene que moverse es la idea de propiedad. El valor puede transferirse sin que el objeto viaje, porque la gente involucrada en el intercambio está de acuerdo. Si algo puede cumplir esta función, puede ser el dinero. «El dinero

representa interacciones puras», escribió el filósofo alemán Georg Simmel en FilosoFía del dinero. «Es una cosa indivi-dual cuyo significado esencial consiste en extenderse fuera de lo individual». Money is what money does. El dinero es lo que el dinero hace.

Parte de la genialidad del dinero es que nos permite espe-cializarnos. Si crees que ahora estás muy ocupado, imagínate si también tuvieras que cultivar y preparar todas tus comi-das, calentar tu casa, coser toda tu ropa, educar a tus hijos, realizar tus propias cirugías, armar tus propias computadoras, hacer tus propias películas y escribir tus propios libros. El di-nero te salva de todas estas tareas porque permite que exista el comercio. Como dijo una vez Adam Smith, el padrino del capitalismo: «El hombre necesita a cada paso de la ayuda de sus semejantes, y [...] le será más fácil obtenerla si puede inte-resar en su favor el amor propio de aquellos a quienes recurre y hacerles ver que lo que se les pide es en beneficio de ellos». Gracias al dinero, lo que ganemos al ejercer nuestros oficios individuales será, o debería ser, canjeable por los bienes que necesitamos y —para quienes tenemos la suerte de tener más— por aquellos que queremos.

Pero incluso con las formas tempranas del dinero, antes de la llegada de las monedas hace unos cuantos miles de años, se gestaba un cisma entre los medios de cambio que eran útiles en sí mismos y los que sólo eran simbólicos. Es fácil contar va-cas y también beberse su leche o comerse su carne. En cam-bio, las plumas rojas no tienen valor intrínseco a menos que seas un pájaro rojo. En monedas como las plumas o los mo-numentos de piedra tenemos los precursores del efectivo mo-derno: sin una creencia colectiva en su valor, no valen nada.

Conforme las economías crecieron se evidenciaron más las deficiencias de las monedas primitivas. Para empezar, no todas las plumas, los caracoles o los dientes de ballena son iguales. Incluso si te limitas a comerciar con las más similares, pronto enfrentas el problema de las unidades no estandariza-das. Estos objetos tampoco tenían un suministro limitado: una sobreabundancia repentina podía socavar el valor de todas las piezas existentes, mientras que una escasez de dinero impul-saría a algunos a encontrar formas nuevas y más violentas de hacerse de bienes y servicios.

Otro problema de estos sistemas de cambio rudimentarios era el deterioro. ¿Qué pasaba si las plumas empezaban a rom-perse, o a las cinco vacas que se habían entregado como dote les daba un patatús? El dinero tenía que ser un depósito de valor estable a lo largo del tiempo. Conforme se expandió el comercio —no sólo al pueblo de al lado sino al reino, al

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país o al continente vecino—, la necesidad de tener un valor consistente se intensificó. La invención de las monedas, hace unos 2,600 años, en el antiguo reino griego de Lidia, ayudó a sortear muchas de las limitaciones de los sistemas de pago anteriores. El poder reinante estimaba que las monedas de cierta forma, peso y tamaño valían una cantidad X de trabajo, tierras, ganado o lecciones de danza del vientre; así, no ne-cesitabas una billetera llena de ganado para hacer negocios, y no tenías el problema del deterioro, como ocurría con las hojas de tabaco o los sacos llenos de cabezas de pescado.

Con las monedas de metal, el comercio podía extenderse tan lejos como se propagara la creencia en su valor. Aunque suena algo inconveniente andar cargando un cofre lleno de plata, las transacciones nunca habían sido tan claras y compactas. Con algunas excepciones, el dinero en forma de monedas se volvió aceptable en todo el mundo, una característica del efectivo que es esencial para su éxito. Tus monedas y billetes son perfecta-mente populistas: tu habilidad para poseer esta forma de dinero no tiene nada que ver con tu ciudadanía, tu educación, tu edad, tu capacidad crediticia, tus habilidades como cazador o tu afi-liación política o religiosa. Tu efectivo es asunto tuyo.

Las monedas también resultaron ser muy canjeables o fun-gibles, una de esas molestas palabras de los economistas que significa que todas las formas de efectivo se pueden inter-cambiar para diversos usos. Por ejemplo, digamos que te doy cincuenta dólares para que mantengas a tu familia, y estipu-lo que no puedes comprar comida chatarra con ese dinero. ¿Qué quiere decir? Incluso si sigues mis instrucciones puedes comprar, indirectamente, comida chatarra, porque al usar mi dinero para adquirir leche o zapatos de fútbol se libera el dinero que has obtenido por otras fuentes, que entonces sí puedes gastar en una bolsa de Doritos. Esto es lo que signi-fica fungibilidad, y esta situación ayuda a explicar por qué el efectivo ha perdurado a lo largo de las épocas y es casi univer-salmente aceptable: puede usarse para casi todo.

Pero la fungibilidad fue apenas uno de los grandes triunfos de la moneda: también sirvió para sellar el matrimonio entre las megaabstracciones del Estado y el dinero. Al plasmar la cara de un soberano u otro símbolo político en las monedas, y al obligar a las personas a aceptarlas como pago de las transac-ciones comerciales, los gobernantes literalmente estamparon su autoridad en el mundo real. La palabra ‘acuñar’, después de todo, también significa inventar. Uno de los mecanismos fundamentales para que los reinos y los Estados establezcan su poder es acuñar moneda, controlar su forma y suministro dentro de sus territorios, y usarla para cobrar impuestos.

Hacia los siglos XVII y XVIII, las cecas gubernamentales de Europa y de partes de Asia emitían grandes cantidades de monedas. El hierro, el bronce, el cobre y el plomo disfrutaron sus temporadas en el candelero de la moneda, pero palide-cían en comparación con la plata y, por supuesto, el oro.

Se puede decir que la historia del sistema monetario que hoy se conoce como el «patrón oro» nació con nuestro amor por el oropel. Nadie puede indicar con precisión cuándo sucedió o quién encabezó esta revolución en nuestra forma de pensar, pero un día, hace muchos años, una persona muy bien alimentada e influyente decidió, en algún lado, que este material tan brillante es especial y que vale. Seguramente su parecido con el sol le dio alguna ventaja. En cuanto nuestros ancestros comenzaron a convencerse mutuamente de que sus respectivos dioses preferían este material se volvieron locos por él: lo usaron para pintarse la cara, para enterrarlo junto a los faraones muertos, para usar trozos como joyería y para inyectar vida a las ceremonias y rituales. Su escasez no hizo más que aumentar su atractivo.

Nuestro amor por el oro (y la plata, pero quedémonos con el oro por el momento) le infundió valor y vinculó más que nunca la idea del dinero a una sustancia particular. Resulta que nuestros ancestros tomaron una sabia decisión. Si quieres tener dinero físico, no hay como el oro: es durable y maleable, no te envenenas al tocarlo, es fácil confirmar su autenticidad y no es reactivo, es decir que no se degrada ni se incendia; y, además, es lo suficientemente escaso. Todas las minas de oro del mundo albergan un poco más de 165,000 toneladas, que es más o menos el peso de un portaaviones y medio de la marina de Estados Unidos.

El hechizo psicológico que nos hace valorar algo que no podemos comer o quemar para calentar nuestra casa, y con lo que presumiblemente tampoco queremos acurrucarnos en la cama, es inmensamente poderoso. La gente tiende a pensar, por ejemplo, que el oro, la plata, los diamantes y hasta los dólares tienen un valor inherente, como si ese valor emanara de los átomos con los que están formados, o del imprimatur del Departamento del Tesoro de EstadosUnidos. Los diamantes son el ejemplo estelar de este fe-nómeno, porque la industria, es decir una única compañía monopólica, De Berrs, nos ha convencido, con éxito, de que los diamantes son raros y, por lo tanto, caros. En realidad no valen nada, a menos que quieras cortar algo muy duro o quieras usarlos para algunos aparatos electrónicos high-tech. Pero dile eso a una futura novia que tiene el corazón puesto en un anillo de compromiso.

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Para el siglo XIX, el oro se había convertido en el cimiento del sistema monetario mundial; las divisas nacionales se estam-paban en pesos fijos de oro, así como en sus correspondientes monedas de plata. Las economías crecieron en forma impresio-nante bajo este nuevo régimen... excepto cuando no crecieron, que fue con frecuencia a causa de las revoluciones y las de-presiones. Poco a poco muchos gobiernos y economistas co-menzaron a ver al oro como una medida precaria e inflexible. ¿Cómo estimulas el suministro de moneda en una economía si dependes de que la Madre Tierra, en alguna mina perdida, esté dispuesta a soltar un poco del material para fabricarla?

Otro problema con las monedas de oro era que las condiciones económicas reinantes hacían pensar a ciertas personas que sus intereses estaban más seguros si no gastaban ni invertían. Este acaparamiento limitó aún más la disponibilidad de dinero. La

plata creó problemas similares, pero, por otro lado, hubo una sobreabundancia. El Imperio español aprendió esta lección de la peor manera: tras volverse inconmensurablemente rico con el saqueo de las minas de plata de América del Sur en el siglo XVI, terminó reinando con una saturación de plata que produjo un agudo aumento de precios y un más agudo descenso en el poder de compra del dinero, algo similar al colapso en el valor de los bi-lletes de la dinastía Yuan. Cuando el dinero crece en los árboles, la gente no le concede más valor que a las hojas.

Las monedas fueron un invento revolucionario, pero con el tiempo resultaron ser una forma del dinero menos que ideal.

El papel moneda renació en Europa en el siglo XVII. Las monedas y los metales preciosos de pesos determinados se-guían siendo la forma popular del dinero, pero algunos orfe-

bres estaban por cambiarlo. La gente iba con su orfebre lo-cal para que convirtiera su oro o plata en joyería o, si tenían mala suerte, para que convirtiera su joyería en monedas o barras de oro, un augurio de los deprimentes anuncios de «¡Compramos oro!» que aparecen en la TV por cable, muy de noche, y del popular reality show de History Channel, Pawn Stars (Estrellas prestamistas).

Cuando das a un orfebre tus objetos de oro o plata, te da a cambio un recibo que demuestra que tiene tu dinero y que pronto te lo devolverá. Esta tira de papel repre-senta una cierta cantidad de oro. Siempre que le tengas una gran confianza al orfebre, y al carnicero también, no hay razón para que no intercambies «billetes del orfe-bre» por unas chuletas de cordero. Los orfebres pronto se dieron cuenta de que si la gente no verificaba todos los

días cuánto oro tenían depositado, ellos podían entregar —emitir— más papeles de los que correspondían numé-ricamente a la cantidad de oro a su cargo. Voilà: la banca moderna acababa de nacer.

El siguiente salto en la evolución del efectivo ocurrió en la Norteamérica colonial, cuando el papel moneda pasó de estar respaldado por monedas o lingotes a estarlo por la pro-mesa del gobierno de eventualmente pagar en monedas o de pagar en algo. Hasta cierto punto, este invento marcó la segunda venida de los billetes Yuan, pero con una diferencia crucial: en China la autoridad reinante, el emisor, ocultó el hecho de que el papel había dejado de representar una re-serva correspondiente en monedas o lingotes. Con el dinero moderno, a nadie le interesa fingir.

Antes de la independencia, las disímiles economías de las colonias tuvieron que lidiar con un inconveniente muy ma-terial: no había suficiente dinero para todos. Los colonos

Nunca habrá un delfín o un chimpancé que pinte un Picasso, que componga una sinfonía o que

redacte un soneto. Con frecuencia la música y el arte se citan como ejemplo de las cosas que nos

distinguen de otros animales. El dinero también nos distingue, pero suele dejarse fuera de las

discusiones sobre el ingenio humano, y se considera más bien un primo segundo algo tonto.

Hay que mantenerlo a una distancia prudente, ocuparnos de él sólo cuando sea necesario

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importaban muchas de sus mercancías de Europa, así que los centavos y los chelines que llegaban a sus bolsas pron-to viajaban de regreso a través del Atlántico. Los gobier-nos coloniales intentaron solucionar este problema usando como efectivo tabaco, clavos y pieles de animales a los que les asignaban una cantidad fija de chelines o centavos para que pudieran coexistir con el sistema vigente.

La moneda más exitosa y ad hoc fueron las wampum —un tipo particular de cuenta hecha de conchas de animales marinos—, pero eventualmente el valor de esta moneda, como el de otras monedas alternativas del momento, se fue debilitando a causa de la sobreoferta y la falsificación. (Oh, sí, wampum falsificadas. Se hacían pintando conchas de formas parecidas con jugo de mora para imitar el tono púrpura de las piezas genuinas).

Los primeros que le tuvieron fe al papel fue un grupo de puritanos de Boston. Originalmente la colonia de la bahía de Massachusetts trató de emitir moneda colonial. Estas piezas, acuñadas en 1652, se hicieron con una mezcolanza de plata de mala calidad, y pronto fueron prohibidas por los británicos. Menos de una década después, los colonos lo intentaron otra vez. Más bien se vieron obligados, porque tenían que dar a la Corona dinero para financiar la guerra británica contra Fran-cia, pero no tenían ninguna moneda para pagar. Llamaron a ese papel «notas de crédito». Lo que esencialmente el gobier-no local le dijo a la gente fue: Aquí tienen, úsenlo. Es dinero de verdad. Luego vemos cómo lo canjeamos. Gracias a una combinación de confianza en el gobierno y falta de una mejor opción, la gente empezó a usar la nueva moneda.

Finalmente había llegado el efectivo como lo cono-cemos nosotros. Claro que cambiaba de un país a otro: algunas emisiones eran de bancos privados y otras de

bancos subvencionados por el Estado; algunos eran cer-tificados de depósito, notas de crédito o pagarés del go-bierno, como si dijeran: Les prometemos que esto tendrá valor algún día, siempre y cuando no pregunten si ese día es hoy. Se debatió interminablemente, desde las granjas de las praderas hasta el Congreso, sobre si este papel era dinero de verdad o sólo un espejismo que estaba conde-nado a tener un mal fin. En Estados Unidos esa discusión, entre el miedo al papel y las ventajas de la divisa nacio-nal, se mantuvo durante más de un siglo, y hasta aparece por todos lados en la Constitución.

Durante el Congreso Continental, los padres fundadores prohibieron a propósito que el naciente gobierno federal emitiera «notas de crédito». Como comentó un delegado, el papel moneda «era tan alarmante como la Marca de la Bes-

tia». Sin embargo, al gobierno federal sí se le concedió au-toridad para «acuñar moneda, regular su valor... y ajustar el estándar de pesos y medidas».

Pero el papel emitido por el gobierno federal tuvo su opor-tunidad gracias a la Guerra Civil y la crisis económica resul-tante. Para pagar la cuenta de la campaña del ejército de la Unión, el gobierno tuvo que emitir 450 millones de dólares (unos 8,100 millones de dólares de 2011). Tal vez parecían an-ticonstitucionales, pero funcionaron y permitieron comprar equipo y pagar a los soldados. La guerra acostumbra a acallar cualquier preocupación sobre el respaldo del dinero.

Sin embargo, el fin de la guerra trajo consigo inflación y una atención renovada sobre la constitucionalidad del papel moneda. Salmón P. Chase (‘P’ de Portland, no de papel) fue quien, primero como secretario del Departamento del Teso-ro, hizo posible que circularan billetes. Luego, como juez de la Suprema Corte, menos de una década después, dio un giro

En China, a comienzos del siglo XIII, se reemplazaron por primera vez las monedas por

papel. Cuando Marco Polo conoció este sistema monetario, unos cien años después, se quedó

estupefacto. En vez de hacer circular monedas, el emperador chino entregaba tiras de papel

estampadas con una cifra que correspondía a un puñado equivalente de monedas guardadas

en un lugar seguro. Marco Polo describió esta extraña convención en un capítulo de su diario

titulado «De cómo el Gran Khan entrega como moneda cortezas de árbol por todo su país»

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de 180 grados y declaró que el papel moneda era ilegal. Llegó a esta conclusión a pesar de que la cara impresa en esos bille-tes no era otra que la suya.

Pronto vendría a revocar ese fallo una Corte Suprema reno-vada, con dos jueces que el presidente Ulysses Grant nombró el mismo día en que se pasó ese veredicto inicial contra el papel moneda. Se tomaron dos decisiones posteriores que llegarían a conocerse como los Casos de la Moneda de Curso Legal y que cerraron el trato: tal vez la Constitución no otorgaba explíci-tamente la capacidad de emitir notas de crédito al gobierno federal, pero este tenía el derecho implícito a hacerlo, porque gobernar un país, o al menos este, sería imposible sin ellas.

Sin embargo, antes de la llegada de una divisa nacional úni-ca hubo miles de bancos privados que emitieron sus propios billetes, a veces respaldados por lingotes o monedas que se encontraban en una caja fuerte, pero frecuentemente sin nin-gún respaldo. Era un todos contra todos monetario, y de he-cho, si pensamos en que hoy los dólares son universalmente aceptados, resulta extraño que hace apenas siglo y medio el dinero en Estados Unidos fuera una especie de bufet mone-tario. Por el territorio circulaba una cantidad innumerable de billetes, la mayor parte emitidos por bancos ilegales e impro-visados, de autenticidad dudosa y de valor inestable.

Y a pesar de que los tiempos eran muy caóticos, el valor del papel siempre dependió, al menos en teoría, de la idea de que podías cambiarlo por una determinada cantidad de oro o pla-ta. La certidumbre de que los metales preciosos son el valor encarnado aún era tan fuerte como durante los últimos dos mil años. Resultaba inconcebible que la moneda tuviera valor sin este vínculo con los metales: que pudiera ser fluida. Eso también cambiaría pronto, durante la que fue la etapa final en la metamorfosis del dinero antiguo al dinero de tu billetera.

El primer paso fue en 1933, cuando el presidente Franklin Roosevelt echó mano de la reserva pública de oro como parte de un esfuerzo radical por reconstruir la economía durante la Gran Depresión. Luego, en 1944, los representantes de las mayores economías del mundo libre consagraron el dó-lar estadounidense como la divisa mundial de facto, un poco en sustitución del oro; el dólar seguiría teniendo un valor de cambio fijo de 35 unidades por onza (28.34 g). Aunque suene raro, un grupito de hombres sentados en una mesa determinó que una pepita de oro de una onza valdría no 34 o 36.75, sino 35 dólares. Otras monedas internacionales fijarían su valor de acuerdo con el dólar, y no en relación con el oro, y no ten-drían permitido cambiar sus tipos de cambio sin el permiso especial del flamante Fondo Monetario Internacional.

El problema fue que este acuerdo de posguerra dio a otros países el derecho a cambiar sus reservas de dólares por oro. Hacia principios de 1970, esta política, aunque rara vez se pusiera en práctica, se había convertido en un absurdo cada vez más evidente, pues los bancos extranjeros tenían una cantidad de dólares equivalente a tres veces la reserva de oro de Estados Unidos. La situación exasperaba a los gobiernos extranjeros, porque la economía de Estados Unidos, debi-litada por la guerra y el déficit, también afectaba al dólar y arrastraba consigo a las monedas y las economías de otros paí-ses. Francia era el más prominente de los países agraviados; convirtió miles de millones de dólares en oro y esperaba que otros países hicieran lo propio y obligaran a Estados Unidos a ordenar sus asuntos financieros.

Pero los otros países no hicieron lo propio. Por el contrario, el 15 de agosto de 1971 el presidente Richard Nixon cortó lo que quedaba de tejido conectivo entre una sustancia material y las divisas nacionales. Ya nadie podía cambiar dólares por oro. De aquí en adelante la cantidad de dólares que se nece-sitaban para comprar una onza de oro sería determinada por los mercados, igual que sucedía para el petróleo, el carbón, el equipo dental y los tulipanes. Las divisas se medirían unas contra otras, como globos que lleva la brisa.

Mientras tanto, el dólar siguió siendo la divisa base del mundo: algo así como un anillo para dominarlos a todos. Otros gobiernos conservan los dólares y los usan para pagar deudas; en los pasillos del supermercado global de bienes casi todos los productos tienen precios en dólares estadounidenses.

Por eso es tan raro que los comentaristas de Estados Uni-dos declaren orgullosamente que el dólar es la moneda más estable del mundo, como si fuera mérito de la política esta-dounidense actual, cuando en realidad se debe únicamente a negociaciones que se realizaron hace un par de generaciones y que lo convirtieron en la columna vertebral de todo el sis-tema. El dólar es estable porque la economía de Estados Uni-dos es inmensa y es un gran país, sí. Pero también es estable porque el bienestar de todos los demás depende de que así sea, y de que exista confianza en su estabilidad. Claro que eso puede estar cambiando.

En cuanto al papel moneda, la desaparición del patrón oro significó que el efectivo se convirtiera en una abstrac-ción total. Su valor hoy proviene del fiat, un decreto gu-bernamental. Es una palabra latina que significa hágase. Más nos vale confiar en Dios1

1Nota de la traductora: Referencia irónica a la leyenda que aparece en los billetes estadounidenses: «In God we trust»: «En Dios confiamos».

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DOSSIER

ENTRETENIMIENTOSusan Orlean

SEGURIDADBurkhard Bilger

BELLEZAJorge Eduardo Eielson

AUTOMÓVILES

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EN AUTOQUE SALEN A PASEAR

Hace unas décadas, el pasatiempo favorito de un pueblo en Estados Unidos era salir a dar vueltasen automóvil los sábados por la noche. Le llamaban cruising y consistía en subir a sus coches

para conducir junto a los de sus amigos, alzar el volumen de la radio,tocarles el claxon y saludarse de ventana a ventana.

¿Es ser amigo sobre ruedas más divertidoque serlo a pie?

Un texto de Susan OrleanIlustraciones de Milton Ríos

LOS AMIGOS

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El alcalde Perron es de tamaño mediano y tiene un corte de pelo castaño en forma de tazón, amplias mejillas, una tibia y genuina sonrisa llena de dientes y un mentón poco agresivo. Su piel luce tan suave y sin arrugas como la de un niño, pero se conduce con la gravedad de quien no vestiría un traje de baño con desparpajo. Muchas de las personas que conocieron a Jim Perron mientras crecía en Elkhart recuerdan que ese aire de madurez, el aire de un hombre que conduciría un Buick, siempre ha sido abundante a su alrededor. Nadie, incluido el propio alcalde, lo recuerda experimentando espasmos adolescentes de locura por las chicas, o de locura por los autos, o de autodestrucción ex-perimental. En el momento adecuado de la historia —la suya y la del mundo— coqueteó con el concepto del hip-pismo, pero el coqueteo se agotó con su lectura de The whole earTh caTalogue y con algunas discusiones sobre la conservación de los hidrocarburos. Siempre ha preferido la música clásica ligera a los claxons que suenan con el tema musical de el Padrino. Postuló al concejo munici-pal antes de terminar la universidad. Su seriedad sobre los asuntos cívicos y su absoluta solidez volvieron irrelevante el asunto de su madurez o falta de ella. De hecho, cual-quiera que anticipó que un alcalde joven inclinaría el tem-peramento cívico de Elkhart hacia la frivolidad tendría que admitir que Jim Perron lo ha dejado perplejo.

Yo había ido a pasar la noche del sábado en Elkhart, In-diana, por un motivo que no era del agrado de Jim Perron: sabía que Elkhart era una de las capitales nacionales del cruising, el paseo en auto. Me parecía que el paseo en auto es de lo que se trata la noche del sábado en Estados Unidos. Dar vueltas en un vehículo motorizado es el equivalente contemporáneo a salir a caminar, lo que solía ser el sábado en la noche. El cruising se hace más o menos a la velocidad

del paseo a pie, de tal manera que quienes pasean pueden mirarse unos a otros e insultar con ternura el auto de los demás mientras conducen alrededor de una gran trayecto-ria circular. El propósito del cruising es lento y social: es más espectáculo que deporte. Es una oportunidad para juntarse y no hacer nada, pero de una manera un tanto organiza-da. Se siente tonto y derrochador e independiente, todo muy adecuado para la noche del sábado cuando a la gente le gusta hacer algo que no reproduzca la productividad y las obligaciones de un día de semana. Si te imaginas algo que se hace a más de cincuenta kilómetros por hora, estás confundiendo el cruising con los piques. Si te imaginas algo como una procesión de autos antiguos, estás confundien-do el cruising con una reunión de coleccionistas de autos. Algunas personas sí dan la vuelta en autos fabulosos, pero bastantes lo hacen en station wagons viejos con parachoques destartalados y mala pintura. El auto no importa en rea-lidad. Lo que importa es estar en la calle, con amigos, en algún vehículo, con tiempo de sobra, sin ningún sitio en particular al cual ir. Todo ello una noche de sábado, lo que hace que cosas tan simples parezcan espectaculares.

El folklore del cruising sugiere que empezó en los años cincuenta, cuando muchas familias tenían por primera vez autos o segundos autos y las plazas de pueblo diseña-das para caminar empezaron a ser reemplazadas por cen-tros comerciales alrededor de los que había que condu-cir. Entonces se alcanzó una masa crítica de personas en busca de algo barato y fácil que hacer los fines de semana. Fue una solución elegante. El cruising resolvió el mayor desafío del sábado por la noche, es decir, cómo divertir-te cuando no tienes tanto que hacer. Es especialmente apropiado para ciudades minúsculas. En Indiana, un Es-tado hecho de ciudades pequeñas, el cruising floreció.

Elkhart, la mayor ciudad de Indiana sin transporte pú-blico, es la mayor ciudad en la región y el imán natural durante los fines de semana para gente de pueblos veci-

James Patrick Perron, quien tiene veintisiete años y es el alcalde más joven en la historia de Elkhart, Indiana, y el alcalde más joven de cualquier ciudad de tamaño decente en este Estado, conduce un Buick sedán azul marino de cuatro puertas, asientos afelpados,

frenos de poder y una gran suspensión blanda que alisa los baches en el camino. El auto está equipado con accesorios de lujo y harto vigor. Tiene un trabajo de pintura espléndido. Aun así, no es el tipo de vehículo que la gente de Elkhart que se considera capaz de juzgar a alguien llamaría una máquina de cruising ni tiene la perfección de los autos de gran potencia1.

1Nota de la traductora: Autos musculosos. Son bajitos, tienen gran potencia y hacen mucho ruido. Se fabricaron a principios de los sesenta y aún los hay. Son autos deportivos americanos de ocho cilindros y dos puertas que se usan en los piques.

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nos como Goshen y White Pigeon y Sturgis y Mishawaka. En el centro de la ciudad está el amplio y apetecible ba-lasto de la calle Main, y no hay mucha competencia por la clientela local de entretenimiento. También es una ciudad que tiene el placer de conducir para agradecer su economía: Elkhart es el centro de la industria de los vehículos recreativos2 y más de la mitad de sus habitan-tes tienen empleos construyendo, reparando, vendiendo o arreglando casas rodantes y vans elegantes. En 1930,cuando Elkhart era apenas un pueblo mequetrefe entre vacas y granjas en la esquina noreste de este gran y pla-no estado, un residente local fundó la empresa Skyline Motor Homes. Pronto lo alcanzaron las compañías Ho-liday Rambler y Coachman y Schult y otros fabrican-tes de remolques y convertidores de vans y tiendas de polarización de lunas y talleres de pintura automotriz y almacenes de vehículos recreativos y en breve Elkhart empezó a ser conocida como la Detroit de la Industria de los Vehículos Recreativos. El único otro negocio de importancia en el pueblo es una fábrica de Alka-Seltzer. Todo esto parece haber inclinado a los lugareños a tener un aprecio sobredimensionado de los autos entendidos como unidades de entretenimiento.

Cada sábado en la noche, durante muchos años, cien-tos de personas provenientes de kilómetros a la redonda se encontraban en la calle Main de Elkhart y viajaban en un círculo que partía de las vías del tren, atravesaba el es-tacionamiento del McDonalds y volvía a las vías del tren. En algunos sitios del país, quienes hacen cruising son so-bre todo adolescentes. En Elkhart se trataba de un grupo diverso, compuesto tanto de adolescentes que acababan de descubrir el pasatiempo como de adultos con mejores autos y buenos recuerdos del cruising de su adolescen-cia. Los sábados en la noche, los cruisers de la calle Main formaban una considerable e interesante procesión. Car Craft, una revista de autos de exhibición, ha incluido a Elkhart en su lista de las diez mejores ciudades para el cruising en Estados Unidos. Esto, comprensiblemente, llena de orgullo a los asiduos de la calle Main, dado que Elkhart no aparece con frecuencia en las listas de los me-jores diez de nada en el país, y dado que muchas otras ciudades en la lista se encuentran en California y tienen una ventaja injusta porque la temporada de cruising allá es más larga y abundan los autos convertibles.

La ecuación se mantuvo intacta durante años: una ciudad pequeña, agradecida y dependiente de su industria de ve-hículos recreativos, donde no existen demasiadas opciones para ocupar el tiempo libre, eleva a un ideal casi platónico el cruising, deporte clásico estadounidense del sábado por la noche. A esto se le añade James Perron, una suerte de pro-fesional urbano joven que conduce un Buick y usa siempre las luces direccionales y que imagina para Elkhart un futuro con una economía creciente, boutiques más atractivas, en-tretenimiento de mejor gusto y menos personas que gusten de usar gorras hechas con latas de cerveza.

—Dependemos demasiado de la industria de los ve-hículos de entretenimiento —ha dicho el alcalde mayor Perron—. Es hora de que Elkhart se diversifique. De-beríamos convertirnos en el centro banquero y de alta tecnología de la región.

Sobre el cruising, el alcalde ha declarado: —En lo personal no me interesa el cruising, pero causa

demasiado ruido y genera basura, y evita que los vehícu-los de emergencia y quienes no estén paseando usen la calle Main. Personas de todos los estratos deberían visitar la calle Main para disfrutar de distintas opciones cultura-les y de entretenimiento. Teatro. Sinfonía. Yo suelo pasar mis sábados por la noche en casa con mi esposa o salimos con amigos. Durante la temporada electoral, por supuesto, paso la mayor parte de los sábados por la noche en com-promisos políticos. Elkhart tiene un área metropolitana en crecimiento. La tendencia aquí es el orgullo comunitario. Eso es lo importante. No más autos y cruising.

Justo antes de que yo llegara a Elkhart, el alcalde se ocupó de su disgusto con la típica noche de sábado en Elkhart: firmó una orden ejecutiva que prohibía el tráfico en los dos carriles centrales de la calle Main después de las ocho de la noche. Por supuesto, el tráfico seguía como de costumbre en los dos carriles exteriores de la Main. Pero sin los carriles centrales, los cruisers —quienes pien-san que saludar, vociferar y asomarse al auto de los otros son parte de experiencia material del cruising— tenían que pasear a cuatro metros y medio de distancia unos de otros. Eso tuvo un efecto que los juristas calificarían como espeluznante. De pronto, la noche del sábado, que hasta entonces no había sido motivo de preocupación municipal, se convirtió en un asunto de gran debate emo-cional en la ciudad. Cuando le dije a algunas personas en Elkhart que iría a pasar tiempo en la capital del cruising del Medio Oeste, me advirtieron que la ordenanza del

2Nota de la traductora: Casas rodantes, remolques, vans y todo vehículo con una función que va más allá de transportarse.

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alcalde significaba que estaría paseando bajo condiciones restringidas. También me advirtieron que algunos cruisers se habían unido y le hacían la guerra al alcalde Perron.

Cuando llegué a Elkhart, el alcalde Perron me recibió en el hotel y sugirió que condujéramos por la calle Main. Supe que se trataba de un gesto simbólico: no es posible ir casi a ningún sitio en Elkhart sin pasar por la Main. La calle es tan recta como una herida causada por una hoja de papel y la ciudad se despega de sus bordes. Antes de llegar al centro de la ciudad, la Main es un camino rural que corre junto a cam-pos sembrados, y luego junto a campos que parecen haber sido dejados en barbecho anticipando algún futuro parque industrial, y luego junto a algunos vecindarios dispersos, y luego junto a zonas de minúsculos negocios con inmensos parqueaderos decorados con guirnaldas de banderas plás-ticas y cacharrientos avisos luminosos sobre remolques de tres ruedas. En el centro, la Main está bordeada por aceras estrechas, parquímetros y edificios bajos de fachadas pla-nas y molduras de ornato modesto y dimensiones robustas. Algunos escaparates del centro han sido remodelados con un estilo que posiblemente hace veinte años fuera vistoso y moderno. Las construcciones son de materiales recios y ordinarios, del tipo que uno encuentra en pueblos antiguos y solventes del medio oeste —ladrillo, granito, algo de ma-dera y de revestimientos de aluminio— en tonos neutros que parecen haberse decolorado y congelado en las últimas décadas. Después de las vías del tren, la calle Main se apaga rápidamente, y un kilómetro y medio después del centro uno se siente como si estuviera otra vez en un camino rural.

El alcalde Perron conduce con las manos en el volante en la posición de las once y las dos del reloj. Espoleaba el ace-lerador de manera errática, como si su pie tuviera hipo. En la primera luz roja, pisoteó los frenos y se volvió hacia mí.

—Quiero aclarar algo —dijo—. A pesar de todo lo que ha sucedido, creo que la gente debe saber algunas cosas so-bre mí. Deberían saber que me gusta conducir. De verdad. Pero tanto como me gusta manejar, simplemente no me parece que hacerlo sea un entretenimiento. Creo que es transporte. Me doy cuenta de que algunas personas creen que los autos y conducir e incluso, supongo, el cruising son un pasatiempo. Imagino que para ellos es un hobby. Tal vez lo vean como el modo en que otras personas ven la pesca o coleccionar timbres postales. Pero en lo que a mí concierne, simplemente no le veo el atractivo. Un carro como este Buick es todo lo que yo podría querer.

El alcalde sonrió y palmeó el tablero.

—Este auto me lleva a donde yo quiera ir y eso es sufi-ciente para mí —dijo—. No pienso en el automóvil como una herramienta de placer.

Alrededor de las nueve de las noche de ese sábado, me reuní en un estacionamiento en la calle Main con algu-nas de las personas que sí piensan en el automóvil como herramienta de placer. Bucklen Lot es el mayor estacio-namiento en el centro de Elkhart. La Casa de la Ópe-ra Bucklen, una imponente estructura rococó de piedra construida en 1884, solía estar en este sitio. En su día, la casa de la ópera era probablemente el local de entreteni-miento más de moda del pueblo. Después que el vodevil y el burlesque pasaron de moda, el Bucklen proyecta-ba películas, y luego las películas se mudaron al centro comercial. No apareció ningún otro uso para el edificio. Cayó en un deterioro completo y todos desistieron de él, así que fue derribado. Algunas personas en Elkhart con-sideran que aquel incidente fue penoso, pero, como es de esperarse en un pueblo de ávidos conductores, muchos otros creen que el estacionamiento es algo positivo.

Las personas que ahora vienen a pasear a Elkhart ven Bucklen como la zona cero del cruising y para las nueve aquella noche, incluso bajo esas circunstancias limitadas, estaba atareado. Tres monstertrucks —camionetas sobre neumáticos gigantes— estaban aparcadas en la orilla norte del estacionamiento. Adentro había alineados un Mustang convertible, un Dodge clásico bólido con len-guas de fuego adheridas en el capó, variospotentes autos de distintas marcas, un Pinto azul con un peluche col-gando del retrovisor, un Camaro ‘69, un Impala ‘63, una andrajosa furgoneta. Nadie se había dirigido a la calle aún: se trataba del periodo de reunión y la mayoría esta-ban parados conversando y fumando cigarrillos.

Los pusilánimes, por supuesto, se habían ido hace rato. Las multas por violar el carril central llegaban a cincuenta dólares por cabeza, y como recordatorio, el alcalde había enviado a una falange de policías con libretas y lápices a la calle Main las primeras noches de sábado desde que la ordenanza había entrado en vigor. «Es demasiado caro pa-sear ahora», me dijo un hombre a quien habían multado. «No puedo darme el lujo de salir ahí y conducir un par de horas si me va a costar cincuenta dólares». Algunos cruisers habían cambiado su centro de operaciones a Mishawaka, un pueblo cercano con un sitio de cruising cercano al lí-mite municipal. A muchos de los cruisers de Elkhart no les gusta la pista de cruising de Mishawaka porque es oscura,

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lúgubre, pasa entre campos y estacionamientos (un abu-rrido telón de fondo) y tiene bastante tráfico incidental de alta velocidad que vuelve un poco peligroso el ritmo hol-gazán del cruising. Por otro lado, hasta ahora, a nadie en el gobierno municipal de Mishawaka parece importarle que haya cruisers ahí. Tal vez sea sólo una cuestión de tiempo antes de que Mishawaka imite a Elkhart, ya que las pro-hibiciones como las del alcalde Perron se están volviendo cada vez más populares en el país. En Goshen, Indiana, un pueblito unos kilómetros al este de Elkhart, el alcalde Max Chiddester emitió una prohibición de cruising como uno de sus últimos actos antes de retirarse. En Portland, Oregon, los padres de la ciudad han impuesto una multa de ciento cincuenta dólares a cualquiera que pase sin motivo por el

mismo sitio dos veces en una hora. A la tercera, el auto es requisado. Los funcionarios de Allentown, Pennsylvania, están considerando una legislación similar. Las quejas típi-cas son basura, ruido, el surgimiento de una molestia poco atractiva y, por inferencia, exceso de mecánicos.

—¿Para qué alentar este tipo de actividad? —se quejó un concejal de Oregon—. ¿Por qué esta gente no puede encontrar otra cosa que hacer con su fin de semana que no involucre autos?

Durante algún tiempo, daba la impresión que el crui-sing sería asesinado por causas distintas a las legislativas. Cuando el precio de la gasolina aumentó en los años se-tenta, desbancó al cruising como una de las cosas baratas y divertidas que se pueden hacer la noche del sábado. La moda de los automóviles subcompactos, sin aletas, sin cromo, con motores diminutos, hizo parecer al cruising como una bobería. Más como un cortejo de carritos cho-cones que una gran exhibición. Tenía mucho más onda

pasar la noche del sábado yendo a bares o bailando en discotecas o cenando en estridentes y frondosos restau-rantes Tex-Mex que conducir de un lado a otro de una calle en un ritual anacrónico y cursi que gastaba gasolina.

En Elkhart, la tendencia descendente del manejo por pla-cer fue como si lloviera sobre mojado. Las consideraciones financieras que arruinaron el cruising hicieron lo mismo con la economía del pueblo: una vez que la gasolina costó un dólar o más por galón, los estadounidenses reconsideraron la sabiduría de los vehículos recreativos. Lo que sucedió en Elkhart fue un bajón poderoso. Los ingresos de un acaudala-do hombre del pueblo que era dueño de algunas de las com-pañías de vehículos recreativos descendieron tanto en un solo día que llegaron al Libro Guinness de Los récords. El

desempleo en Elkhart se convirtió en una condición común y corriente. Por algún tiempo, según algunos del pueblo, pareció que el negocio de los vehículos recreativos jamás se recuperaría, y que Elkhart quedaría tan inútil y debilitado como un pueblo matón en un pozo petrolero agotado.

—Afortunadamente, la gente al final se acostumbró a los precios elevados del petróleo —me dijo un residen-te—. Volvieron a darse cuenta de que las casas rodantes son una cosa maravillosa.

Al mismo tiempo que Elkhart volvió a recuperarse, la calle Main fue reasfaltada y cada noche de sábado más y más cruisers volvieron al camino.

—Volvieron justo después de que arreglamos la calle Main —recuerda el alcalde Perron con desaliento—. Antes de eso, durante algún tiempo, fue muy bonito.

Peter Russell, el hombre a quien se le atribuye el li-derazgo de la resistencia cruiser de Elkhart, estaba entre un grupo de personas junto a su monster truck cuando

Dar vueltas en un vehículo motorizado es el equivalente contemporáneo a salir a caminar,lo que solía ser el sábado por la noche. El cruising se hace más o menos a la velocidad del paseo a pie,

de tal manera que quienes pasean pueden mirarse unos a otros e insultar con ternura el autode los demás mientras conducen. El propósito del cruising es lento y social: es más un espectáculo

que un deporte. Lo que importa es estar en la calle, con amigos, en algún vehículo,con tiempo de sobra, sin ningún sitio en particular al cual ir

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llegué al estacionamiento Bucklen. Su vehículo es una camioneta Chevy de media tonelada, blanca como la le-che, llamada Intruder. Bautizar a los autos es tan común en Elkhart como ponerles nombres a las propiedades en la región de cacería de la Virginia rural. Pete es un hom-bre delgado y curtido, un cuarentón de ojos estrechos y quijada firme. Tiene el aspecto de alguien que pasa mu-cho tiempo acostado con medio cuerpo bajo el chasis de un auto en el rayo del sol. Lleva el pelo, que es o rubio platinado o blanco prematuro, con un peinado de paje largo y levemente esculpido. Charley Rich, la estrella de música country a quien a veces apodan el Zorro Pla-teado, solía llevar el pelo del mismo modo. Sucede que a Pete Russell le gusta la música country y no le importa la comparación. También es fan de Elvis Presley y tiene un busto suyo de tamaño real en la ventana de la sala de su casa. Es menos fan del alcalde Perron, a quien consi-dera un jovenzuelo nervioso con aspiraciones de yuppie y un desdén secreto de lo que a veces se describe en estos pagos con crueldad como «basura de tráiler». Es decir, las personas que trabajan en el negocio de los vehículos de recreación. Pete se gana la vida vendiendo remolques para autos de carreras. Esa noche, llevaba una chompa de vinil plateado decorada con insignias de la marca de aceite de auto Valvoline que crujía leve-mente cuando se movía y destellaba cuando la luz de la calle caía sobre ella en cierto ángulo. Dice que es un fan de los autos de carrera. Cuando lo entrevistan en tele-visión sobre la controversia del cruising, lo identifican como «Pete Russell—defensor del cruising».

—Es una noche muy tranquila —me dijo. Pete Russell señaló el estacionamiento. Algunos que

estaban cerca lo escucharon y murmuraron en señal de acuerdo.

—De hecho, desde las nuevas reglas, no hemos teni-do una gran noche aquí desde que cincuenta estudiantes alemanes que estaban de tour por Estados Unidos termi-naron en Elkhart —recordó Pete—. No sé cómo supie-ron del cruising, pero querían hacerlo. Los subimos de diez en diez en una camioneta y los llevamos de cruising por toda la Main. Cantaron en alemán canciones obsce-nas de borrachos y se lo pasaron bárbaro. Nos dijeron que el cruising fue lo que más les gustó de todo lo que habían hecho en Estados Unidos. Pasaron dos días atur-didos dando vueltas diciendo «¡bigtruck! ¡bigtruck!».

Pete meneó la cabeza.

—Excepto por aquella noche, nada ha vuelto a ser lo que era antes.

Alguien rió y dijo:—Ya no es lo que era antes, ¿cierto, Pete? ¿Pero qué

cosa es igual que antes?—El otro día mi esposa buscó la definición de cruising

en el diccionario —contó Pete—. ¿Sabe lo que decía? La definición de ‘cruise’ es ‘encontrarse’. Como ‘conocer gente’. Eso es lo que estamos tratando de hacer aquí y en lo que a mí respecta, ese es un derecho muy básico. Por eso hemos creado la Asociación de Cruising de Elkhart.

Pete Rusell señaló una calcomanía en su camioneta que decía Asociación de Cruising de Elkhart, Cruisin’ USA, Elkhart, Indiana.

—Somos nosotros contra el alcalde —dijo.El hecho es que hasta entonces JimPerron había sido un

alcalde muy popular. Había atraído la atención a un proble-ma local de aguas subterráneas y había presidido el regreso de Elkhart desde las profundidades de la crisis del petróleo y la recesión. Propuso rehabilitar la calle Main y los vecin-darios circundantes y nadie, incluso los cruisers, negaba que la calle Main necesitaba rehabilitación. Algunos de los escaparates estaban vacíos y ruinosos, lucían decaídos y fue-ra de moda mientras todo lo vigoroso y nuevo estaba en el centro comercial. Lo más emocionante que había sucedido en la Main en el pasado reciente era el asesinato del dueño del cine frente al Bucklen. Uno de sus empleados le disparó mientras estaba de pie junto a la máquina de palomitas.

Como parecía que el alcalde tenía permiso para limpiar el centro, él consideró que la ordenanza contra el cruising era la base de su esfuerzo. Creyó que las únicas vícti-mas de la prohibición serían algunos chicos obsesionados con los motores. No había contado con la Asociación de Cruising de Elkhart, una coalición de cruisers adolescen-tes y adultos que pronto alimentó un espectáculo polí-tico y sociológico donde el alcalde era marginado por gente quince años mayor y menor que él.

La asociación era dirigida por Pete Russell, y una pa-reja llamada Judy y Mark Cooke, otros dos oriundos de Elkhart cuyo noviazgo había tenido lugar décadas antes, mientras paseaban en auto por la Main. Judy y Mark tie-nen un negocio de vidrio hecho a medida para autos. Su hijo de diecisiete años también es un cruiser.

—No conocía a Pete antes, pero vi que lo entrevista-ban en televisión sobre la ordenanza y sentí que debía hacer algo al respecto —me dijo JudyCooke—. Para mí,

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el cruising es la noche del sábado. Lo he sentido así desde mi adolescencia. Sentí que el alcalde estaba rechazando mi adolescencia. No me sentí muy bien. Sentí como que ¡oye! es mi juventud de la que estás hablando.

Algunos autos enfilaron a la calle Main. Una patrulla de policía pasó, bajó la velocidad frente al estacionamiento y luego se marchó. Un Camaro ‘69 ingresó al Bucklen, dio vuelta junto a la Intruder y aparcó. «Hola a todos», dijo Steve, el conductor.

—Se ve bien —comentó Pete sobre el Camaro.—Siempre se ve bien, hombre —dijo Steve.—¡Qué carro!—¿Sabes? —recordó Steve— Una vez tuve un Fire-

bird ‘69. Hace años tuve un Firebird ‘69 y lo dejé ir. No iba a permitir que sucediera de nuevo. Mi esposa lo entiende. Cuando estábamos a punto de casarnos, le dije: «Cielo, en algún sitio allá afuera hay un Camaro ‘69 y voy a comprarlo».

Le pregunté desde cuándo hacía cruising en Elkhart. —Crecí aquí e hice cruising aquí cuando era niño —

dijo—. Cuando volví de Vietnam no pasaba nada. Des-pués volvió el cruising. Me animé cuando volví a ver a to-dos de vuelta en la calle. No sé qué diablos pretende el alcalde. Lo que es seguro es que voy a seguir haciéndolo. No estoy en esto para alardear. Ok, es cierto que me he hecho de una reputación, pero no he hecho nada. Este es un motor pequeño 350, pero supongo que es un auto sexy y por ello la gente asume cosas sobre mí. Algunas de ellas no son ciertas. Oye, si no salgo a andar en auto lo único que hago es quedarme en casa y mirar tele con mi mujer. Cuando hago cruising, siento que es Navidad.

—Tienes suerte de tener a una esposa que esté dis-puesta a quedarse en casa sola los sábados por la noche.

Steve me miró sorprendido y me dijo:—De lo contrario, no me hubiera casado con ella.Pete Russell golpeó el capó de la Intruder. —Salgamos a la calle de una vez —dijo—. No puedes

perder un minuto cuando estás de cruising con el tiempo prestado.

Me despacharon al auto de uno de los jóvenes, un lo-cuaz muchacho de pelo largo llamado Scott Longacre. Su auto se llamaba Bad in Blue. En ese momento, Scott cursaba el último año de colegio en Elkhart y me dijo que luego de graduarse quería ir a la universidad y luego trabajar para ser vicepresidente o gerente general de una filial de Fox Network. Bad in Blue era un Pinto de suelo

bajo, excéntrico y destartalado, que había sido resanado sin pericia con resina, y mostraba las líneas de pintura como un traje barato deja ver las líneas de un calzón.

—No sé qué haría si algo le sucediera a este carro —dijo Scott mientras sacaba el auto de Bucklen—. No, no es cierto. Sí que sé lo que haría si algo le sucediera a este carro. Me enfermaría.

Cuando tomamos la Main, estábamos detrás de Pete. —Me encanta la Intruder —dijo Scott señalándola—.

Es tan grandiosa.Pete Russell había animado a casi todos en Bucklen

a que salieran a la Main, así que al cabo de unos mi-nutos varias docenas de personas estaban paseando por la calle. Todos conducían con las ventanas abajo y los radios a todo volumen, así que cada vez que pasába-mos junto a otro auto escuchaba un abrupto escape de música que sonaba como un accidente industrial. Nadie conducía por los carriles del centro, excepto de manera ocasional. El asiento de Scott estaba reclinado lejos del volante. Sus brazos estaban hiperextendidos y su cabeza recostada en el cabezal, una postura que lo hacía ver ex-tremadamente relajado. Las luces de la calle Main cen-telleaban. Había apenas suficiente viento para hacerte volar el cabello como en un comercial de autos.

—Espero que Judy y Mark lleguen pronto —dijo Scott—. Son muy cool.

Sonó la bocina para saludar a alguien que pasaba. Ba-jamos la velocidad en el semáforo. Al final de la calle vi-mos a un auto que iba en reversa. Algunas personas que estaban en la acera aplaudían. Scott Longacre tenía un comentario sobre cada uno de los autos que pasábamos. Favorecía los autos del tamaño de una lancha por encima de los enanos autos deportivos, y a cualquier cosa croma-da por encima de cualquier cosa que no estuviera cro-mada. Cuando pasamos junto a un brillante Chevy con doble acanalado de cromo, suspiró y golpeó su tablero.

—Ok. Sé que Bad in Blue sólo es un Pinto, pero de verdad que lo he arreglado. Algunos pueden pensar ay, sólo es un Pinto. Pero tengo un montón de formi-dables accesorios deportivos que realmente no nece-sito y tengo un parachoques que es tres pulgadas más alto que el límite legal. En serio. Amo este auto. Gasto todo mi dinero en él. Aunque me encantaría tener un auto clásico. Tengo una amiga que tiene un Chevy ‘57 color turquesa de interiores blancos. Además tiene un Bel Air. ¿No es increíble?

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Scott Longacre encendió el radio y giró el dial hasta que encontró una estación que tocaba una canción de los Platters. «¡Oh, qué bien! ¡Los Platters!». Golpeó el vo-lante con el puño al ritmo de la melodía. Después de un momento de expresión musical, dijo:

—¿Sabes? Soy de la opinión de que nací treinta años tarde. Todos los autos fantásticos y toda la música fantás-tica se hicieron en los años cincuenta. El cruising era la gran moda en ese entonces. Mi mamá me dijo que cuan-do ella estaba creciendo aquí iba de cruising en un Mus-tang ‘64 y medio color rojo manzana acaramelada. No es que mi mamá sea cool ni nada por el estilo, pero eso me suena bastante cool.

Scott se rascó la barbilla.

—Cuando ví que había cruising aquí, en mi generación, en mi calle Main, pensé que era lo más fabuloso que ha-bía visto. Dicen que Elkhart se está convirtiendo en una metrópolis o una cosa así, pero en realidad aquí no hay nada que hacer. Si se deshacen del cruising, no habrá de verdad nada que hacer. Nada.

Nos acercábamos al giro del McDonald’s al final de la Main, pasando una tienda de globos, varias zapaterías, una tienda de tejidos y el Flytrap’s Bar and Grill, el único negocio abierto a esta hora. La calle lucía gris y vacía a excepción del flujo de autos que paseaban. Scott bajó la velocidad. Hablamos un minuto sobre lo poco que le gus-tan las fiestas y las películas en comparación con el cruising.

—Tengo una novia o algo así —dijo—. No paso el rato con ella, exactamente. Me siento fuera de lugar en cualquier lado que no sea aquí. Es decir, siento que aquí es donde encajo. Los cruisers son un grupo raro de gen-te, pero funciona. Están los mayores, que creo que son

geniales; y luego están los chicos más ricos, con sus bo-nitos autos deportivos; y los chicos más rudos con autos como los Novas trucados; y algunos chicos cool y listos que casi siempre conducen el auto de sus padres, y un nerd o dos; y los pobres chicos de calle, que solo pa-san el rato en la acera. Todos son bienvenidos aquí. La idea de no pasear, hombre, simplemente no la entiendo. Vivo para ello. La semana es sólo algo que sobrevivo hasta que llega la noche del sábado.

Mientras entramos al estacionamiento del McDonald’s, Scott creyó ver el auto que había mencionado antes, así que quiso detenerse. Un Bel Air ‘56 color azul cielo con neumáticos de cara blanca, tapacubos cromados y asien-tos revestidos en azul con ribete blanco estaba estacio-

nado cerca de la ventanilla de venta al paso. El auto era brillante y abultado y parecía una tostadora. Una chica regordeta con rostro malhumorado estaba sentada en el auto cardandosu cabello con un peine y comiendo un pastel de chocolate. Tan pronto vio a Scott, terminó de cardar su pelo, acabó su pastel y salió del Bel Air.

—Supuse que eras tú —le dijo ella—. ¿Sabes qué? Fue tan fabuloso, alguna gente que no conoce mi auto acaba de venir a saludarme. Creo que es grandioso cuando di-cen hola a la persona y no sólo al auto.

Scott Longacre se había bajado del Pinto y tocaba el cromo del Bel Air con los dedos. Estaba totalmente absorto, como si no la escuchara. Ella se quedó callada. Luego él alzó la mirada y preguntó: «¿Dónde está el Che-vy?». Ella dijo que lo estaban reparando. Scott masculló algo y empezó a alejarse.

—¿Acaso no es fabuloso? —dijo ella—. Es decir, ¿que la gente me diga hola a mí y no al auto?

Cuando el precio de la gasolina aumentó en los años setenta, la costumbre de dar vueltasen auto dejó de ser una de las cosas baratas y divertidas que se pueden hacer la noche del sábado.

La moda de los automóviles subcompactos, sin aletas, sin cromo, con motores diminutos,hizo parecer al cruising como una bobería. Más como un cortejo de carritos chocones

que una gran exhibición. Tenía mucho más onda pasar la noche del sábado bailando en discotecas que conducir de un lado a otro de una calle en un ritual anacrónico y cursi que gastaba gasolina

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Volvimos a subirnos a Bad in Blue, dimos dos vueltas a la Main, escuchamos el radio, evitamos los carriles cen-trales, saludamos a muchos autos, sonamos la bocina a grupos de gente parados en la acera, tratamos de encon-trar a una chica llamada Candy Rodríguez en el radio de banda corta de los ciudadanos, saludamos a más autos, discutimos en la banda corta con alguien que creímos que había insultado a Candy Rodríguez, gritamos ¡auch! al ver un Pontiac Grand Prix con aros de alambre, vi-mos a alguien estrellar una botella de cerveza contra la pared, sonamos la bocina a una chica con una camiseta sin tirantes en una patineta, dimos otra vuelta, pasamos a Pete en la Intruder, paramos y compramos una Coca-Cola y papas fritas en McDonald’s, volvimos al auto, gri-tamos «¿Estás escuchando la radio Super Gold?» a varios coches que pasamos y luego regresamos a Bucklen para descansar. Scott me había mostrado muchos autos por su nombre: Ruedas de Acero, La Mancha Naranja, Smog, Celos, Sombra de la Noche.

—Me encanta nombrar autos. Lo mejor del cruising es que podemos hacer lo que queramos —dijo Scott—. Es el único momento en la semana en que puedes hacer lo que quieras. En parte de eso se trata. En Elkhart la gente trabaja toda la semana y quiere tener algo de libertad el fin de semana. Por eso todo ese asunto con el alcalde está jodido. De hecho, yo tengo bastantes reglas cuando voy de cruising. La primera es: sé tú mismo. Eso es muy im-portante. Segundo: no estés en el trasero de alguien más todo el tiempo. Con eso quiero decir, conducir pegado detrás de otro. Tres: Sé cool frente al asilo de ancianos en la calle Main. Cuatro: cuando haya gente caminando ha-cia un restaurante caro, cuidado con las palabrotas. Cin-co: ve a Bob Evans’s Farm Restaurant para el desayuno cuando termine el cruising. Creo que esa no es realmente una regla, pero, como lo hago todos los fines de semana, se ha convertido en una regla.

Cuando volvimos, Steve estaba parado con el motor encendido de su Camaro en el estacionamiento. Dijo que iba a irse a casa un poco temprano pero que volvería la semana siguiente. «Mi señora», dijo poniendo los ojos en blanco. Luego aceleró el motor y se alejó. Judy y Mark Cooke habían llegado y se acercaron al auto de Scott. Judy es menuda como un hada, y Mark es alto y analíti-co. Habían ido en su van y pasaban la mayor parte de la noche charlando con amigos y observando la acción en la calle Main. Judy le contaba a alguien que organizaba el

reencuentro de su promoción del colegio cuando habían entrado en vigor las reglas del carril central. Uno de los eventos del reencuentro debía ser un paseo nostálgico por la calle Main. En lugar de ello, Judy y Pete habían pasado las siguientes semanas imprimiendo calcomanías para los parachoques, camisetas y organizando un boicot a los comerciantes del centro, de quienes sospechaban habían presionado al alcalde para la prohibición. El con-senso en el pueblo era que el boicot no sería gran cosa en términos económicos, pero demostraba seriedad. Judy, Mark y Pete salían en el noticiero casi cada noche.

—No estaba buscando salir en la tele —dijo Judy—. Sólo sentí que alguien debía decir algo. Es una cuestión de clase. Perron está tratando de deshacerse de las per-sonas como nosotros en Elkhart.

El alcalde había respondido con reuniones abiertas en la alcaldía y designando un nuevo consejo consultivo. Las reuniones abiertas tomaron un giro inusual cuando asis-tieron docenas de estudiantes de colegio y se marcharon en señal de protesta en el momento en que Pete y Judy les hicieron una señal previamente acordada. Luego la Asociación de Cruising de Elkhart volvió a ser noticia al apoyar al opositor del alcalde, un hombre de apariencia sombría que era el director de la oficina local de matrí-culas de auto. Las frases que antes se iniciaban dicien-do «James Perron, el alcalde más joven en la historia de Elkhart» ahora a menudo se iniciaban diciendo «James Perron, el alcalde que quiere desterrar el cruising de este pueblo». Luego Judy Cooke escribió a cien negocios lo-cales de vehículos de recreación pidiéndoles apoyo.

—Recibí ciento sesenta cartas de gente de esas empre-sas —dijo—. Todos escribieron para decir que habían he-cho cruising de jóvenes y cuánto había significado para ellos cuando eran chicos y cómo esperaban que sobreviviera.

Para entonces era cerca a la medianoche. El flujo de autos en la calle Main empezaba a menguar. Bastantes de los autos en el estacionamiento Bucklen estaban saliendo a la calle y se alejaban con rumbo fijo. Los pocos que quedaban estaban alrededor de la van de los Cooke. Scott Longrace estaba de vuelta en su auto mirando su pintura. «¿Terminamos la noche?», preguntó Mark. Judy asintió. «No es una mala afluencia a pesar de todo». Entonces Pete llegó a Bucklen y se estacionó cerca. Saludó a Judy y Mark, y dijo: «¿Listos para el desayuno, bandidos?». Pete pidió que lo encontraran en donde Bob Evans’s en diez minutos. Volví a subir a Bad in Blue con Scott, y fuimos

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de la Main a la calle Cassapolis. No estábamos pasean-do. Íbamos a un sitio. Pasamos frente a Vans & RV Stuff, RV America, Jack’s Mobile Homes, Bob’s Mobile Home World, Tom’sRVs, Holiday World RV Country, and Mi-chiana Easy Livin’ Country RVs. Al fin llegamos a Bob Evans’s. Éramos nueve. Scott, Judy, Mark, Pete y algu-nos de sus amigos. El resto del restaurante estaba vacío. Todos pidieron desayuno y Scott pidió desayuno y una malteada. La mesera no se mostró sorprendida.

—Esto es lo que yo llamo diversión —dijo Scott—. Aunque debiste verlo el verano pasado.

—Cientos de personas —dijo Judy—. Literalmente cientos. Era realmente divertido. Relajante. Era un buen modo de reunirse sin un plan elaborado. Es exactamente lo grandioso del cruising.

Pete se inclinó y dijo: —Cualquiera que sepa cómo pasarla bien vería que

este es un modo sano y legal de divertirse. Por Dios, ¡no hay nada más que hacer en este sitio! ¡En especial para los chicos! Te hace desconfiar de quienes no entienden eso ¿sabes?

Scott empezó a tamborilear con sus cubiertos. —¿Sabes? Ese es el problema real —continuó Pete—.

El problema es que el alcalde nunca lo hizo. Cuando él creció pasó todo el tiempo preocupándose por Vietnam y eso. Nunca supo cómo pasarla bien.

De hecho, el alcalde Perron admitió que una vez hizo cruising.

Me dijo que su primer auto fue un Plymouth ‘69 y que una vez pasó un sábado conduciéndolo.

—Me gustaba ese auto —recordó—. Me gustaba un montón. Pero nunca paseé de verdad en él.

Luego se detuvo.—Bueno, tal vez lo hice una vez con amigos, pero nos

pareció raro —dijo Perron—. En ese entonces el cruising estaba muy de moda en Elkhart, a fines de los sesenta y en los setenta, pero no era lo mío. No lo entendí. En ese en-tonces yo tenía los pies muy puestos sobre la tierra. Estaba empezando a escuchar Mother earth news y a preocupar-me por los hidrocarburos y a leer los libros FoxFire3. No vi cuál era el atractivo de hacerlo. No sé ni siquiera por qué lo intenté aquella vez. Supongo que tenía curiosidad.

Algunos meses después de mi visita a Elkhart, el alcal-de Perron volvió a su puesto con un amplio margen en las elecciones. Prometió dedicarse a resolver el problema de las aguas subterráneas y a atraer nuevas empresas banqueras y

de computación a Elkhart. Me dijo que «no estaba insatis-fecho» con la situación actual del cruising. Unos meses des-pués de eso, el estacionamiento Bucklen fue cerrado por las noches a pedido del alcalde. Se había reportado que las mañanas de domingo amanecía repleto de basura y estaba creando molestias. Poco después se descubrió que la orden ejecutiva original que restringía el uso de los carriles cen-trales no se había promulgado de forma correcta. Todos los que recibieron multas por violar el carril central recibieron un reembolso por sus cincuenta dólares.

Las siguientes semanas, antes de que la Oficina de Obras Públicas recibiera la nueva ordenanza, se restau-ró el cruising en la calle Main. Fue como si se hubiera desmantelado la presa Hoover. Cientos de autos y gen-te de toda la región llegaron a Elkhart para hacer el circuito nocturno. En un mes, la ordenanza del carril central, ahora bien promulgada, estaba de vuelta en el código. El alcalde, eso sí, hizo una concesión: en lugar de empezar a las ocho de la noche, la restricción empe-zaba a las nueve. Incluso así la mayoría de los cruisers se desanimaron y al fin se dispersaron a White Pigeon o a Mishawaka o se fueron a casa.

Judy, Mark y Pete, que se creían los delegados del le-gado del cruising en Elkhart así como los folkloristas se consideran responsables de alguna rama de la cultura indígena como la pesca con lanzas o los tatuajes, me dije-ron que planeaban seguir con ello.

—Seguiremos haciéndolo y seguiremos con la cam-paña para devolverle la calle Main a la gente —me dijo Judy—. Si no, nunca más seré capaz de sentir lo mismo por el pueblo.

Nuestra conversación me recordó un aviso que vi cuando me marchaba de Elkhart. Conducía por el pueblo en mi auto rentado, de la calle Main a la Cassapolis y a la autopista de Indiana. A un lado de la rampa, un grupo de avisos daba la bienvenida a los visitantes e invitaba los compradores a visitar los distintos mundos, pueblos e universos de los vehículos recreativos. Otro anuncio he-cho a mano sobresalía por sí solo. Ninguno de los cruisers mencionó haberlo hecho, pero me pareció que era algo que cualquiera de ellos se hubiera jactado de decir:

Los días son para lo que tienes que hacer.Las noches son para lo que quieres hacer

3Nota de la traductora: Serie de libros tutoriales para vivir en el campo. Enseñaban desde cómo construir una cabaña hasta cómo matar a un jabalí y las propiedades curativas de la saliva de un perro.

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MÁS BELLODEL MUNDO 1999

EL AUTOMÓVIL

Un poeta y pintor hereda su primer auto, tiene dos accidentes y jamás vuelve a conducir.Décadas después lo nombran jurado de un concurso de belleza de automóviles.

¿Es un artista sin licencia de conducir el más indicado para juzgar un auto?

Un testimonio de Jorge Eduardo Eielson

© Martha L. Canfi eld

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al mar, me embistió en pleno, me rompió las rodillas y me lesionó la columna para siempre. Desde entonces, o sea desde 1980, mi pasión por la velocidad no ha disminuido, sino que se ha transformado en otra cosa, aún sigo amando los carros ingleses de los años 50 y 60, los viejos coches de carrera y los autos de juguete graciosamente esmaltados y de cuerda. Pero los carros modernos ya no me entusiasman mucho. Y no por una cuestión de edad, o de recuerdo trau-mático, como podría pensarse, sino porque las férreas leyes del mercado mundial los han homologado, y al design creati-vo ha sucedido un aburrido styling, que muy rara vez produ-ce reales innovaciones y, por ende, muy pocas emociones.

He creído necesario aclarar, aunque sea brevemente, mi particular experiencia con los automóviles, ya que, por segundo año consecutivo, me ha sido renovada la invita-ción a formar parte del jurado internacional del concurso El automóvil más bello del mundo, que se realiza anual-mente en Milán. Digamos que, además de las personales «calidades profesionales», la presidencia del jurado toma en cuenta la específica relación de cada uno de los inte-grantes con dicho «medio de transporte». A pesar de mi resistencia inicial, decidí aceptar esta ulterior invitación por dos razones: porque siempre es mi deseo contribuir, cuando me lo solicitan, al mejoramiento de la calidad de la vida cotidiana, y porque, en resumidas cuentas, el mucha-cho que todavía hay en mí se divierte jugando con los au-tomóviles, a condición de que se trate de bellos juguetes, para grandes o chicos. Como es el caso de otro miembro del jurado, Gillo Dorfles, el lúcido crítico de arte, arqui-tectura y «design», quien a los 90 años sonados confiesa divertirse un mundo con su trabajo. Ante un ejemplo tan ilustre y longevo, no podía hacerme atrás, claro está.

Pero, en mi caso, hay además otra faceta, y es que, aun-que vivo en Europa desde hace medio siglo, no formo parte de la brillante dinastía del design local, no soy un experto automovilístico sino un artista, y mis orígenes se afincan en

el llamado Tercer Mundo, aunque mi status italiano actual no lo demuestre. No hay que olvidar que los otros artistas del jurado, Dorazio, Consagra, Noland y Mack, represen-tan nada menos que a Italia, Estados Unidos y Alemania, aunque aquí no se trate de banderas. Además, a esto habría que agregar mi personal parti pris en defensa del ambiente y de las minorías planetarias. Todos ellos factores que me impiden aceptar pasivamente los imperativos comerciales de este u otro producto.

Estas consideraciones quedan, sin embargo, como sus-pendidas cuando uno se encuentra delante de las actuales realizaciones del design internacional, sea en los automóviles de gran tradición estilística europea, que en las marcas nor-teamericanas y japonesas que evolucionan, sobre todo estas últimas, notablemente. Decía antes que los carros actuales ya no tienen, para mí, el poder de seducción de sus antepa-sados. Debo agregar ahora que ello sucede igualmente en todos los productos de la sociedad posindustrial, computa-rizada y globalizada. Sucede con los televisores, teléfonos celulares y videoteléfonos, aspiradoras, planchas eléctricas, botellas de leche, cámaras fotográficas, cinematográficas y videocámaras, máquinas de lavar, equipos audiovisuales, efectos especiales (todos iguales), cartoons, videojuegos y, probablemente, las vacas transgénicas de McDonald’s y las uvas y los tomates de California. Nada escapa a los estra-gos de la «bomba informática» que se difunden en todos los rincones del globo. Dios o demonio —y sus profetas Alvin Toffler, Nicholas Negroponte o Bill Gates, para no hablar de otros— el verbo de la religión Internet lo transforma todo en una suerte de aséptico paraíso sin manzana, sin serpiente y sobre todo sin Adán ni Eva, pero donde todo se puede comprar y vender, incluso la manzana, la serpiente, Adán y Eva, y todo a bajo precio y rápidamente, como preconiza la new economy en las finanzas y la bolsa. Como decía Ernst Jün-ger: «La velocidad creciente es un síntoma de la paulatina transmutación del mundo en cifras». Frase que explica tam-

La primera vez que tuve un automóvil —un bellísimo MG color marfil de 1950, heredado de un amigo norteamericano— fue en Roma. Fue la primera y última vez, ya que en el curso de algunos meses tuve dos accidentes: en uno fui a parar

sobre la vereda, y en el segundo terminé contra un árbol. Naturalmente, me quitaron el brevete. En ninguna de esas ocasiones causé daños a las personas, ni a mí mismo. Bastante tiempo más tarde, en la isla de Cerdeña, aunque esta vez en moto, sufrí un accidente más grave: un automóvil que venía en sentido opuesto, por la estrecha carretera que lleva

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bién mi vieja, juvenil pasión por la velocidad terrestre del automóvil o la moto, heredada quizás del ya venerable Fu-turismo, o «siglo de las máquinas», que ya no sólo no prac-tico, sino que se ha convertido en una suerte de velocidad interior, o visión casi estática de la realidad. Justamente por esto, mi amor platónico por los bellos juguetes, para grandes y chicos, se ha vuelto más exigente en cualquier juicio o criterio estético relacionado con el automóvil, y este factor, fuertemente personalizado, ha sido quizás determinante para los organizadores del concurso.

Pero, volviendo a éste, hay una buena razón por la cual el automóvil, en parte, se salva todavía: porque requiere un encuentro programado entre la más alta tecnología elec-tromecánica y las más refinadas proezas de la estética y la aerodinámica de nuestro tiempo. Todo ello perfectamente fusionado y concebido para satisfacer las mejores «perfor-mances» en cuanto a velocidad y confort, al mismo tiempo que el más exigente gusto estético contemporáneo. Así, las sofisticadas simulaciones matemáticas del computer se casan con el técnico manual especializado de Maranello (la sede operativa de la Ferrari), cuya alta capacidad artesanal es indiscutible e insustituible. Por lo menos hasta ahora. Na-cen así coches como la Ferrari 360 Moderna, milagro de elegancia y austero dinamismo; la Mercedes-Benz SLR, de innovador y audaz perfil, así como de extraordinaria habitabilidad; la Audi TT Roadster, de armoniosas líneas retro, destinadas a desafiar el tiempo. Pero estos son carros de gran linaje, de producción limitada y costos altísimos. Es en los demás automóviles, en las pequeñas city cars, me-dias berlinas, utilitarias italianas y japonesas, o las diversas station wagons, que el design decae y aparece un manido y repetitivo styling deseoso de conquistar mercados cada vez mayores, con una producción en serie que, obviamente, excluye toda, o casi toda intervención manual. Es en este nivel que se hace sentir la vieja dicotomía socio-económi-ca —ya superada según los citados nuevos profetas— pero que, en realidad, sigue royendo la conciencia de tantas personas dignas y para nada retrógradas. Es imposible, en ésta y otras ocasiones, no tener en cuenta los crueles des-equilibrios que sacuden al planeta, y que hoy, gracias a la misma informática, tenemos ante nuestros ojos.

Y lo que es peor, este foso aumenta en proporción in-versa a una desenfrenada, diría malsana, necesidad de lujo que se difunde en los países desarrollados, y en parte de los otros, que miman a los primeros. Esto se puede apre-ciar en la millonaria, y siempre más potente, «industria de

lo superfluo». Pero es el automóvil, claro está, el supremo status symbol, el que encarna todas las aspiraciones de los señores Rossi, Dupont, Pérez o Smith, diseminados en el mundo. Es el automóvil, aun más que la casa (por lo me-nos en los países latinos), el galardón de una vida. Hasta el punto de que la indudable función práctica que le dio origen tiende a pasar a un segundo plano, como se deduce de algunas sorprendentes encuestas. Se dirá que siempre fue así, que el automóvil de lujo ha existido siempre y que la separación entre ricos y pobres era aun peor antes. Todo esto es cierto, pero la inmensidad de la miseria planetaria no estaba ante nuestros ojos, puesto que no existía la in-formación veloz, y mucho menos en tiempo real. Lo cual significa que nuestra conciencia histórica se encuentra in-volucrada en el actual proceso de mundialización —cua-lesquiera que sean sus maravillas y sus lacras— puesto que no estamos hablando aquí del Imperio Romano ni de las viejas monarquías europeas, sino de las sociedades demo-cráticas modernas, a las cuales pertenecemos todos.

Lo que acabo de exponer podría parecer una crítica so-cial espuria, y fuera de sitio, en este contexto. Pero no es así (y de la misma manera lo expuse en los debates prelimi-nares para la asignación de los premios). Mi deseo es sólo recordar, a quienes proyectan el objeto automóvil, que el amor por las bellas cosas es patrimonio y derecho de toda la humanidad, y que el afán de lucro no debería rebajar tan-to la calidad del design y de los materiales en los vehículos económicos. Estoy seguro de que con un mínimo esfuerzo empresarial sería posible una producción cualitativamente superior, con el relativo éxito de ventas en proporción con la calidad ofrecida. La actual crisis del mercado automovi-lístico mundial debería sostener esta urgencia.

Bienvenidos, pues, los concursos, si ellos podrán ser útiles para mejorar el estándar estético de la locomoción planetaria, con el consiguiente mejoramiento de la cali-dad de vida para todos. Los señores Rossi, Dupont, Pérez y Smith quedarían muy agradecidos, y el sultán de Bru-nei, Michael Jackson y el príncipe Carlos de Inglaterra podrían viajar más tranquilamente en sus suntuosos co-ches. ¿Pura utopía? Quién lo sabe. Una tendencia de este tipo avanza ya entre algunas grandes marcas, y la próxi-ma generación de carros eléctricos se anuncia favorable a este concepto. Gracias también al inmenso desarrollo de la cibernética que, en casos como éste —y al margen de toda discutible manipulación mental— puede ser una potente aliada. Ojalá sea así

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Decir Cuba es decir chá chá chá y guaguancón. Cohiba y Montecristo. Alejo Carpentier y José Martí. Cuba fue la noche del Tropicana, y aquí aprendemos a distinguir las diferencias entre el

ron blanco y el negro. Hablar de Cuba es imitar (mal) el acento de los cubanos. Pensamos en los coches viejos y co-loridos de la Habana, y también en sus fachadas raídas. Solo el malecón habanero es un nombre propio. Al acordarnos de Cuba rebobinamos la segunda parte de El Padrino, vemos Habana Blues, y bailamos con Beny Moré, Pablo Milanés, Celia Cruz, y Compay Segundo.

Cuba es todo esto y más, pero Cuba también es sus playas. La música es el legado cultural de la isla, y la costa su tesoro más preciado. Las playas aturden con su perfección. En un litoral de arboledas frondosas y agua color vidrio, la joya de la corona es el archipiélago de los Jardines del Rey. En su silueta alargada se concentran las mejores playas de Cuba, bañadas por un mar templado y calmo que acoge la segunda barrera de coral más grande del mundo.

Hasta ahora los Jardines del Rey solo tenían un proble-ma: su lejanía de La Habana. A 6 horas de viaje por carre-tera, la mayoría de los viajeros quedaban obligados a pasar una noche en la capital cubana.

Por suerte, este contratiempo ya ha encontrado solución. Copa Airlines, una aerolínea con más de medio siglo de his-toria, ha inaugurado una línea que conecta Panamá con el aeropuerto de Santa Clara, a apenas una hora del Cayo Santa María. Una conexión que lleva directamente al lugar de la isla donde el lujo y la naturaleza mejor se complementan.

El viaje ideal ha tomado forma. Tras aterrizar, un auto-bús nos lleva hacia la costa. No es necesario descender del vehículo para llegar a los cayos. Un impresionante puente de 48 kilómetros sobrevuela el océano desde el litoral hasta las playas del archipiélago.

El lema del turismo en este paraíso es “Lujo natural”. La biodiversidad se cuida con esmero y los 11 kilómetros de litoral no han sido agredidos por las construcciones. En los resorts, la comodidad del turista es el primer ob-jetivo. Bailes, música y ron acompañan la llegada hasta nuestras habitaciones. Es fácil que nuestros cuartos se encuentren rodeados de vegetación tupida. Para llegar al

mar desde nuestras camas habrá que seguir los caminos de arena suave, que nos conducen como en un laberinto hasta el horizonte despejado de la playa.

Disfrutar del sol y del mar transparente es una opción evi-dente, pero Cayo Santa María ofrece una variedad de atrac-ciones turísticas que agradarán a todos. Las familias han de saber que existe un servicio de guardería para los niños, que ofrece actividades diarias para que los padres puedan dis-frutar tranquilos. Por otra parte, las parejas que se acaban de casar, o las que planean hacerlo, han encontrado aquí su lugar. Una pérgola blanca domina la playa y nos deja disfru-tar de un precioso atardecer. Una cena idílica coronará la celebración del romance.

Al día siguiente, la mañana es para divertirse. Hay es-pectáculos con delfines y almuerzos con langosta. Otra opción es ir a bucear en busca de corales, o alquilar lan-chas a motor para conducir a toda velocidad por las aguas del Atlántico.

La tarde es el tiempo del relax. La brisa invita a pasear por los pueblos de Cayo Santa María, que recuerdan a un asentamiento colonial. En sus calles encontraremos una torre del reloj coro-nando una plaza porticada, y la majestuosa reproducción de una carabela. Los bares, los mercadillos de artesanía y la música amenizarán la estancia. Por la noche se encienden las luces de la discoteca para que la diversión sea completa. La gastronomía también está cuidada al milímetro. Restaurantes italianos, crio-llos y japoneses, formales e informales. En Cayo Santa María toda nuestra estancia ha sido cuidadosamente pensada.

Todavía no hemos alquilado un coche para recorrer los cayos, ni hemos visto el carnaval de Las Dunas. No nos hemos dejado cuidar en el spa, ni hemos visitado el buque San Pascual, un barco construido en cemento que transportaba miel cuando encalló cerca de la costa de los cayos a principios del siglo XX. En Cayo Santa María aún no hemos ido a pescar, ni hemos disfrutado del fondo ma-rino con el snorkel. No hemos navegado a vela, ni hemos tomado clases de salsa. No hemos jugado a voley en la playa. No hemos gozado lo suficiente del sol. Por suerte, hay tiempo. La Cuba de hoy ofrece la belleza y el placer de su increíble naturaleza a todo el que quiera acercarse, y Cayo Santa María es el mejor lugar para disfrutarlo.

Los Cayos de Santa María, el nuevo tesoro que Cuba regala al mundo

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No se emborracha. No se distrae con el teléfono. No se queda dormido.De diez millones de accidentes de tránsito anuales en Estados Unidos,

más de nueve millones ocurren por una falla humana.Hoy, para salvarnos la vida, los ingenieros de Google

diseñan un automóvil que se conduce solo.¿Qué haremos cuando un auto sin chofer

atropelle a un perro?

Un texto de Burkhard Bilger Ilustraciones de Javier Gonzáles Pérez

Traducción de Soledad Marambio

QUE SE CONDUCEEL AUTO

SOLO

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toman la curva muy brusco, se derraman el café encima y vuelcan sus autos. De los diez millones de accidentes que protagonizan los estadounidenses cada año, nueve millones y medio son por su maldita culpa.

Un buen ejemplo: el conductor que está en la pista a mi derecha. Está volteado en su asiento tratando de tomar una foto al auto Lexus en el que viajo junto a un ingenie-ro llamado Anthony Levandowski. Los dos carros corren hacia el sur por la carretera 880, en Oakland, a más decien kilómetros por hora, sin embargo el hombre se toma su tiempo. Sostiene su teléfono contra la ventana, con las dos manos, hasta que el auto queda bien enmarcado. Entonces toma la foto, la revisa, y tipea con sus pulgares un mensaje de texto bastante largo. Para cuando vuelve a mirar el camino y a poner sus manos sobre el volante ha pasado medio minuto.

Levandowski sacude la cabeza, molesto. Está acos-tumbrado a este tipo de cosas. Su Lexus es lo que uno podría llamar un modelo a medida. Está coronado con una torrecilla láser giratoria y lleno de cámaras, radares, antenas y GPS. Parece un camión de helados moderada-mente armado y blindado para cumplir un trabajo urba-no. Levandowski solía decir a la gente que el auto estaba diseñado para cazar tornados o para rastrear mosquitos, o que él era parte de un grupo de élite de cazafantasmas.Pero en estos días, el vehículo está claramente marcado: «Auto sin conductor».

Cada semana, desde hace un año y medio, Levandows-ki lleva al Lexus por el mismo recorrido ligeramente surreal. Sale de su casa en Berkeley cerca de las ocho de la mañana, se despide de su novia y de su hijo, y ma-neja hasta su oficina en Mountain View, a unos setenta kilómetros de distancia. El circuito lo lleva por calles, autopistas, salinas añosas, colinas llenas de pinos, lo hace atravesar las aguas tormentosas de la bahía de San Fran-cisco y lo deja en el corazón de Silicon Valley. En hora

punta, el viaje puede durar dos horas, pero a Levandows-ki no le importa. Lo ve como parte de la investigación. Mientras otros conductores lo miran embobados, él los observa: registra sus maniobras en los archivos de los sensores de su auto, analiza el flujo del tráfico y destaca cualquier problema que haya que revisar en el futuro. La única parte fastidiosa es cuando hay obras de construc-ción en la ruta o un accidente más adelante y el Lexus insiste para que Levandowski tome el volante. Suena una campanada, agradable pero insistente, luego aparece una advertencia en la pantalla del tablero: «En un kilómetro prepárese para retomar el control manual».

Levandowski es uno de los ingenieros del semisecreto Google X, el laboratorio para tecnología experimental de Google. Levandowski cumplió treinta y tres años en marzo, pero todavía tiene el cuerpo larguirucho y el buen carácter medio nerd de los chicos del club de ciencias de mi secundaria. Usa anteojos de marco negro y unas enormes zapatillas fosforescentes, tiene el paso largo, fá-cil —mide dos metros y unos pocos centímetros más— y le encanta tener conversaciones excitantes sobre temas fantásticos: ¡Delfines cibernéticos! ¡Granjas que se cose-chan solas! Como muchos de sus colegas en Mountain View, Levandowski es por partes iguales un idealista y un capitalista voraz. Quiere arreglar el mundo y hacer una fortuna mientras lo hace. Estos impulsos le nacen de manera natural: su madre es una diplomática francesa y su padre un empresario estadounidense. Aunque Levan-dowski pasó la mayor parte de su infancia en Bruselas no hay nada en su inglés que lo delate, excepto una leve au-sencia de inflexión en la voz: la charla brillante, eléctrica, de un procesador en overdrive. «Mi novia es, en el alma, una bailarina», me dijo. «Yo soy un robot».

Lo que separa a Levandowski de los nerds que yo co-nocía es que sus ideas desquiciadas suelen concretarse. «Solo hago cosas que son cool», dice. Cuando recién co-

Los seres humanos son conductores terribles. Hablan por teléfono y se pasan semáforos en rojo, señalan que van a doblar a la izquierda y doblan a la derecha. Toman mucha cerveza y se estrellan contra árboles o pierden el control del volante mientras dan

coscorrones a sus hijos. Tienen puntos ciegos, calambres en las piernas, ataques e infartos. Son chismosos, se pavonean, muestran compasión por las tortugas, causan accidentes menores, choques múltiples y colisiones frontales. Cabecean al volante, luchan con los mapas, enredan los dedos en la palanca de cambio, tienen peleas matrimoniales, toman la curva muy tarde,

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menzaba en Berkeley lanzó desde su sótano un servicio de intranet que le reportó cincuenta mil dólares al año. Cuando terminaba la carrera, ganó un concurso nacional de robótica con una máquina hecha de Legos que podía ordenar dinero del Monopoly: una analogía justa para el trabajo que ha estado haciendo últimamente para Goo-gle. Él fue uno de los principales arquitectos de Street View y de la base de datos de Google Maps, pero esos proyectos solo fueron para calentar. «La era de los her-manos Wright llegó a su fin», me aseguró Levandowski mientras el Lexus cruzaba el puente Dumbarton. «Esto se parece más al avión de Charles Lindberg. Y estamos tratando de hacerlo tan firme y confiable como un 747».

No todo el mundo encuentra atractivo este proyecto. Así lo describió un comercial para el Dodge Charger, dos años atrás: «¿Conducción sin manos, autos que se esta-cionan solos, un auto sin tripulación manejado por una compañía de softwares? Hemos visto esta película. Termi-na con robots que cosechan nuestros cuerpos para sacar energía». Levandowski entiende el sentimiento. Solo que él tiene más fe en los robots que la mayoría de nosotros. «La gente cree que les vamos a arrancar el volante de sus manos frías y muertas», me dijo, pero es exactamente lo contrario. Un día, muy pronto —asegura— un auto que se maneja solo va a salvarte la vida.

El auto de Google es una especie de ciencia ficción anti-cuada: el modelo del año pero hecho en el siglo pasado. Es parte de la deslumbrante era plateada de las mochilas-jet y de los cohetes espaciales, de la teletransportación y de las ciudades bajo el mar, de la predicción de un futuro aún muy lejano para el estado actual de nuestra tecnología. En 1939, en la Feria Mundial de Nueva York, la gente hizo tres kilómetros de fila para ver la exhibición Futurama, de la General Motors. Adentro una cinta transportadora los llevaba muy alto, sobre un paisaje en miniatura que se extendía bajo un vidrio. Sus suburbios y sus rascacielos se conectaban por medio de supercarreteras llenas de autos guiados por radio. «¿Parece extraño? ¿Increíble?», pregun-taba una voz en off. «Recuerde, este es el mundo de 1960».

No fue tan así. Los rascacielos y las supercarreteras cumplieron el plazo, pero los autos sin conductor aún dan vueltas en versión prototipo. Resulta que los seres huma-nos son difíciles de superar. Por cada accidente que cau-

san, evitan otros miles. Pueden navegar en el tráfico más denso y anticipar peligro, evaluar distancias, dirección, velocidades y momentum. Los estadounidenses manejan cerca de cinco trillones de kilómetros al año, según Ron Medford, un ex administrador adjunto de la Administra-ción Nacional para la Seguridad del Tráfico en las Carre-teras que ahora trabaja para Google. No es sorprendente que tengamos treinta y dos mil muertes al año, me dijo. Lo sorprendente es que el número sea tan bajo.

Levandowski tiene en su laptop una colección de ilus-traciones vintage y de noticieros viejos de todos los planes fallidos y las desaparecidas tecnologías del pasado. Cuando me la mostró una noche, en su casa, su cara lucía una sonrisa torcida, como la de un padre que ve a su hijo errar todas las pelotas en la liga infantil de béisbol. De 1957: un sedán corre suavemente carretera abajo guiado por una serie de circui-tos en el camino mientras adentro una familia juega domi-nó. «Sin embotellamientos. Sin choques. Sin conductores cansados». De 1977: un grupo de ingenieros se amontona alrededor de un Ford que se maneja solo. «¡Autos como este pueden estar en los caminos del país para 2000!». Levan-dowski sacude la cabeza. «Nosotros no fuimos los que apa-recimos con la idea», dijo. «Solo tuvimos la suerte de que las computadoras y los sensores estaban listos para nosotros».

Casi desde el comienzo, el campo se dividió en dos áreas rivales: caminos inteligentes y autos inteligentes. General Motors fue el pionero del primer enfoque a fina-les de los cincuenta. El prototipo Firebird III —un auto con forma de jet de combate, con aletas y cola de titanio, y una cabina de vidrio azul— fue diseñado para correr en una pista que tenía inserto un cable eléctrico, como en una ranura de una autopista de juguete. Cuando el auto pasaba sobre el cable un recibidor ubicado al fren-te del vehículo se conectaba con una señal de radio que luego seguía a lo largo de la curva. Después un grupo de ingenieros de Berkeley fue un paso más allá: salpicaron la pista con magnetos alternando su polaridad en patro-nes binarios para mandar mensajes al auto: «disminuye la velocidad, curva peligrosa a la derecha». Sistemas de este estilo eran simples y confiables pero tenían un pro-blema tipo qué-vino-primero-el-huevo-o-la-gallina: para ser útiles tenían que ser construidos a gran escala, para ser construidos a gran escala tenían que ser útiles. «No tenemos el dinero para arreglar los hoyos de las calles», dice Levandowski. «¿Por qué invertiríamos en poner ca-bles bajo el pavimento?».

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Los autos inteligentes permitían más flexibilidad, pero también eran más complejos. Necesitaban senso-res para guiarlos, computadoras para manejarlos, ma-pas digitales que seguir. En los ochenta, un ingeniero alemán llamando Ernst Dickmanns, de la Bundeswehr University en Múnich, equipó a una van Mercedes con cámaras y procesadores, y la programó para seguir las líneas de una pista. Muy pronto la van se manejaba sola alrededor de una pista. Para 1995 el auto de Dickmanns era capaz de manejarse sin ayuda a ciento sesenta kiló-metros por hora por la Autobahn desde Múnich hasta Odense, en Dinamarca. ¡Seguro que la era del auto sin conductor estaba a la vuelta de la esquina! No toda-vía. Los autos inteligentes eran apenas suficientemente astutos como para meter en problemas a los choferes. Las carreteras y las pistas de pruebas que solían circular eran ambientes totalmente controlados. En el instan-te en que más variables se agregaban —un peatón, un policía de ruta—, la programación comenzaba a fallar. Noventa y ocho por ciento del manejo es seguir la línea punteada. El otro dos por ciento es el que importa.

«Antes de 2000 no había manera de hacer algo intere-sante», me dijo el experto en robótica Sebastian Thrun. «Los sensores no servían, las computadoras no servían y los mapas tampoco servían. Un radar era un aparato desplegado en una colina que costaba doscientos mi-llones de dólares. No era algo que uno pudiera com-prar en RadioShack». Thrun, que tiene cuarenta y dos años, es el fundador del proyecto Google Car. Un niño prodigio de la occidental ciudad alemana de Solingen programó su primer simulador de manejo cuando tenía doce años. Delgado y bronceado, de ojos azules y porte liviano, ingrávido casi, parece recién salido de una pista de baile de Ibiza. Y, sin embargo, como Levandowski, tiene el don para ver las cosas a través de los ojos de una máquina, para intuir la lógica con la cual esta podría comprender el mundo.

Cuando Thrun recién llegó a Estados Unidos, en 1995, aceptó un trabajo en el principal centro de investigación sobre autos sin conductor: Carnegie Mellon Universi-ty. Se dedicó a construir robots que exploraban minas en Virginia, guiaban a los visitantes del Smithsonian y charlaban con los pacientes de un hogar de ancianos. Lo que no hizo fue construir autos que se manejaran solos. Para entonces se había acabado el financiamiento para la investigación privada en el campo de los autos sin con-

ductor. Y aunque el Congreso había puesto por meta que para 2015 un tercio de todos los vehículos de combate terrestre se manejaran solos, poco se había hecho al res-pecto. De vez en cuando —recuerda Thrun— contra-tistas militares financiados por la Agencia de Defensa para Proyectos de Investigación Avanzada (Darpa, por sus siglas en inglés), probaban sus últimos prototipos. «La mayoría de las demostraciones que vi terminaban en cho-ques o averías en el primer kilómetro», me dijo. «Darpa financiaba a gente que no solucionaba el problema, pero no lograban darse cuenta si era por causa de la gente o de la tecnología. Entonces hicieron esta locura, que fue realmente visionaria».

Convocaron a una carrera.

El primer Darpa Grand Challenge se hizo en el desierto

de Mojave el 13 de marzo de 2004. El premio era un millón de dólares por lograr una tarea que parecía sencilla: cons-truir un auto capaz de manejar docientos treinta kilóme-tros sin intervención humana. El auto de Ernst Dickmanns había recorrido una distancia similar en la Autobahn, pero con un conductor en el asiento del piloto para encargarse de las partes complicadas del camino. En el Grand Cha-llenge, los autos irían vacíos y la ruta iba a ser ruda: desde Barstow, en California, hasta Primm, en Nevada. En vez de caminos rectos y curvas suaves, habría cuestas rocosas y curvas cerradísimas; en vez de señales de tránsito y pistas demarcadas, coordenadas de GPS. «Hoy podríamos hacer-lo en unas horas», me dijo Thrun. «Pero en ese momento era como ir a la luna en zapatillas en vez de cohetes».

Levandowski supo de la carrera por su madre. Ella ha-bía visto un anuncio online en 2002, y recordó que su hijo solía jugar con autos a control remoto cuando era niño y los estrellaba contra las cosas del dormitorio. ¿Qué tan distinto podía ser esto? Levandowski era ahora un es-tudiante en Berkeley, en el Departamento de Ingenie-ría Industrial. Cuando no estudiaba o practicaba con el equipo de remo o ganaba competencias de Lego, se la pasaba buscando nuevas tonterías cool que construir, y que ojalá que le dieran ganancias. «Si está ganando plata, tiene su confirmación de que está creando algo de valor», me dijo su amigo Randy Miller. «Me acuerdo de un día en su casa, cuando aún estudiábamos en la universidad, en que me contó que había arrendado su cuarto. Había

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El defecto del plan era evidente: una moto no puede pararse sola. Necesita un conductor que le dé balance o un complejo sistema de ejes y motores controlados por computadora que ajuste su posición cada centésima de segundo. «Antes de recorrer tres metros tienes que hacer un año de ingeniería», dice Levandowski. Los otros com-petidores no tenían ese problema. Y también tenían un respaldo sustancial de la academia y de distintas corpo-raciones: el equipo de la Carnegie Mellon trabajaba con General Motors; Caltech, con Northrop Group; Ohio State con los fabricantes de camiones Oshkosh. Cuando Levandowski se acercó al profesorado de Berkeley para contar su idea, la reacción fue, en el mejor de los ca-

sos, un desconcierto incrédulo. Su tutor, Ken Goldberg, le dijo francamente que no tenía posibilidad de ganar. «Anthony es probablemente el estudiante más creativo que he conocido en veinte años», me dijo. «Pero esto de la moto era demasiado».

Levandowski no se inmutó. En los dos años que si-guieron hizo más de doscientas presentaciones para po-sibles auspiciadores. Poco a poco logró juntar treinta mil dólares de Raytheon, Advanced Micro Devices y otras compañías (ninguna compañía de motocicletas quería involucrar su nombre en el proyecto). Luego puso cien mil dólares de su propio bolsillo. Mientras tanto cazaba furtivamente a los estudiantes de posgrado de su facul-tad. «Nos pagaba en burritos», me contó Charles Smart, quien ahora es profesor de matemáticas en el MIT. «Siempre los mismos burritos. Aun así me acuerdo que pensaba que ‘ojalá le guste lo que hago y me deje trabajar con él’». Levandowski lograba ese efecto en la gente. Su

puesto una muralla en su living y dormía en un sofá, en una de las mitades de la sala, junto a una torre de com-putadora que acababa de construir. Yo le dije: «Anthony, ¿qué demonios estás haciendo? Tienes un montón de di-nero. ¿Por qué no tienes un lugar para ti solo?» Y él me respondió: “No, hasta que no me pueda mudar a la suite presidencial de un 747, quiero vivir así”».

Las reglas de la Darpa eran vagas en cuanto a los ve-hículos a usar: podía ser cualquier cosa que se manejara sola. Levandowski tomó una decisión arriesgada. Iba a construir la primera motocicleta autónoma. En el mo-mento pareció una movida genial (Miller dice que se les ocurrió la idea en una tina caliente en Tahoe, lo que

suena coherente). Al final la buena ingeniería es saber sortear el sistema —dice Levandowski—, evadir obstá-culos más que tratar de pasarlos por encima. Su ejemplo favorito lo sacó de un concurso de robótica que el MIT hizo en 1991. Con la tarea de construir una máquina que lograse meter la mayor cantidad de pelotas de ping-pong en un tubo, los estudiantes terminaron diseñando doce-nas de artilugios ingeniosos. Pero el diseño ganador era tan simple que daba rabia: tenía un brazo mecánico que se levantaba, ponía una pelota en el tubo y luego lo tapa-ba para que ninguna otra pelota pudiera entrar. Ganó el concurso con un solo movimiento. La motocicleta podía ser así, pensó Levandowski: con una partida más rápida que la del auto y más fácil de maniobrar. Podía pasar en-tre barreras angostas y ser tan veloz como un carro. Tam-bién era una buena manera de vengarse de su madre, que nunca lo dejó andar en moto cuando era niño. «Perfecto —pensó—. Voy a hacer una que se maneje sola».

El auto de Google no puede distinguir entre pista mojada y pista seca. No pue-

de oír el silbato de un policía y tampoco puede entender señales hechas con las

manos. Pero, por cada una de sus fallas, tiene sus fortalezas. Nunca se adorme-

ce ni se distrae, nunca se pregunta si tiene el derecho al paso. Conoce cada es-

quina, cada árbol, cada semáforo al detalle y en 3D. El auto ya ha maneja-

do más de ochocientos mil kilómetros sin causar ningún accidente: casi el

doble de kilómetros que un estadounidense logra manejar antes de chocar

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entusiasmo desquiciado por el proyecto solo se corres-pondía con su dominio de los desafíos técnicos que se le imponían y con la voluntad de ir hasta cualquier extremo con tal de vencerlos. En un momento ofreció a la novia y futura esposa de Smart cinco mil dólares para que termi-nara con él hasta que el proyecto estuviera acabado. «Era una oferta totalmente seria», me dijo Smart. «Ella odiaba el proyecto de la moto».

Llegó el día cuando Goldberg se dio cuenta de que la mi-tad de sus estudiantes de doctorado habían estado trabajan-do con Levandowski. Empezaron con una sucia moto Yama-ha, hecha para un niño, a la que desarmaron hasta dejar solo el esqueleto. Le pusieron cámaras, giroscopios, GPS, com-putadoras, barras estabilizadoras y un motor eléctrico para dirigir el volante. Escribieron decenas de miles de líneas de código. Si se editan y se ponen todos juntos, los videos de las primeras pruebas parecen una versión nerviosa de El show dE bEnny hill: la moto arranca sola, los ingenieros sal-tan felices, la moto se cae más de seiscientas veces seguidas. «Construimos la moto y la reconstruimos como tanteando en la oscuridad», me contó Smart. «Es como me dijo una vez uno de mis colegas: ‘No entiendes, Charlie, esto es robótica. En realidad nada funciona’».

Finalmente un año después de comenzado el proyec-to un ingeniero ruso llamado Alex Krasnov descifró el código. Todos pensaban que la estabilidad era un pro-blema complejo, no lineal; pero resultó ser bastante simple. Cuando la moto se iba hacia un lado, Krasnov la dejaba inclinarse apenas un poco más en la misma di-rección. Esto creaba la aceleración centrífuga que em-pujaba a la moto hacia la posición correcta del inicio. Haciendo esto mismo una y otra vez, dibujando peque-ñas curvas en S a medida que avanzaba, la motocicleta logró seguir una línea recta. En el videoclip de ese día la moto se tambalea un poco al comienzo, como una jirafa bebé que prueba sus piernas, hasta que de pronto sale confiadamente a dar vueltas por la pista, como guiada por una mano invisible. La llamaron The Ghost Rider.

El Grand Challenge resultó ser una de las experiencias más humillantes de la historia automovilística. Su único consuelo fue el de la miseria compartida. Ninguno de los quince finalistas logró pasar los primeros diesciséis ki-lómetros . Siete se arruinaron en el kilómetro y medio

inicial. El TerraMax de seis ruedas y trece toneladas de la Universidad de Ohio State fue vencido por unos arbus-tos: el Chevy Tahoe de la Caltech chocó contra una reja. Incluso el equipo ganador, de Carnegie Mellon, no logró más que una victoria pírrica: su Sandstorm, un Humvee robótico, recorrió solo doce kilómetros antes de salirse del circuito. Un helicóptero lo encontró varado en un banco de arena, envuelto en humo, las ruedas traseras giraban tan furiosamente que habían estallado en llamas.

En cuanto a The Ghost Rider, se las arregló para derrotar a más de noventa autos en la ronda clasificatoria: casi dos kilómetros y medio de obstáculos en la carretera de Fonta-na, California. Pero ese fue su punto alto. El día del Grand Challenge, en la línea de partida, Levandowski, delirante de adrenalina y cansancio, se olvidó de encender el programa de estabilidad. Cuando sonó el disparo de partida, la moto dio un salto adelante, rodó por menos de un metro y se cayó.

«Fue un día negro», dijo Levandowski. Le costó un tiempo superarlo, por lo menos en lo que se refiere a sus estándares hiperactivos. «Creo que me tomé unos cuatro días libres», me dijo. «Y entonces pensé: ¡Hey, esto no se acaba aquí! ¡Tengo que arreglarlo». Aparentemente la Darpa pensaba igual. Tres meses después la agencia convocó a un segundo Grand Challenge, para el siguien-te octubre, y dobló el premio a dos millones de dólares. Para ganar los equipos tenían que enfrentar un número enorme de fallas y carencias, desde discos duros que se habían derretido hasta sistemas satelitales defectuosos. Pero el problema de fondo era siempre el mismo: como escribió Joshua Davis en wirEd: los robots no eran lo suficientemente inteligentes. Con cierta luz no podían distinguir entre un arbusto y una roca, entre una sombra y un objeto sólido. Reducían el mundo a un laberinto de piedra y luego se perdían en la espesura más allá de los caminos. Era necesario que aumentaran su IQ.

A comienzo de los noventa, Dean Pomerlau, un ex-perto en robótica de la Carnegie Mellon, había llegado a una solución muy eficiente para el problema: dejaba que su auto se enseñara a sí mismo. Pomerlau equipó a la computadora de su miniván con una serie de circuitos neurológicos artificiales, copiados de los circuitos cere-brales. Mientras manejaba por Pittsburgh, estas neuronas artificiales registraban las decisiones de manejo que él tomaba, creaban estadísticas y formulaban sus propias reglas de conducción. «Cuando empezamos el auto an-daba entre tres y seis kilómetros por hora. Un triciclo

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puede ir más rápido que eso», me dijo Pomerlau. «Para el final del proyecto, el auto andaba a noventa kilóme-tros por hora en carretera». En 1996 la miniván se ma-nejó sola, con mínima intervención, desde Washington DC hasta San Diego, casi cuatro veces más lejos que la distancia recorrida apenas un año antes por el auto de Ernst Dickmanns. «Sin manos a través de América», bau-tizó Pomerlau a su iniciativa.

El aprendizaje de las máquinas es una idea tan vie-ja como la misma ciencia de la computación. Alan Tu-ring, uno de los padres de la disciplina, lo consideraba como la esencia de la inteligencia artificial. A menudo es la forma más rápida como una computadora puede

aprender un comportamiento complejo, pero tiene sus inconvenientes. Un auto que se maneja solo puede sacar conclusiones extrañas. Puede confundir la sombra de un árbol con el borde de un camino o el reflejo de unos focos con la línea entre las pistas. Puede decidir que una bolsa que flota sobre el pavimento es en realidad un objeto sólido, y entonces hacer una maniobra brusca para esquivarla. Es como un bebé en un cochecito que adivina el mundo a través de las caras y fachadas de edi-ficios que ojea en el camino. Es difícil saber qué sabe. «Las redes neuronales son como cajas negras», dice Po-merlau. «Ponen nerviosa a la gente, sobre todo cuando conducen un vehículo de dos toneladas».

Las computadoras, como los niños, suelen aprender de memoria y por repetición. Se les da miles de reglas y datos que memorizar —si pasa X haz Y: evita las rocas— para después probarlas a través de ensayo y error. Es un trabajo lento, minucioso; pero más fácil de predecir y re-finar que el aprendizaje de las máquinas. El truco, como

en cualquier sistema educacional, es combinar las dos en su medida justa. Mucho aprendizaje de memoria pue-de resultar en una máquina lenta y predecible. Mucho aprendizaje experiencial puede dar pie para puntos cie-gos y caprichos. Los caminos con más baches del Grand Challenge fueron en su mayoría los más fáciles de nave-gar porque estaban bien demarcados. Fue en los caminos abiertos, más arenosos, que los autos tendían a perder el control. «Dale demasiada inteligencia a un auto y se vuelve creativo», me dijo Sebastian Thrun.

El Segundo Grand Challenge puso a prueba estas dos estrategias. Cerca de doscientos equipos se inscribie-ron para la carrera, pero desde el principio estuvo cla-

ro quiénes eran los rivales principales: Carnegie Mellon University y Stanford. El equipo de la CMU estaba lide-rado por el legendario experto en robótica William (Red) Whittaker. (Para la fecha, Pomerlau había dejado la uni-versidad para lanzar su propia empresa). Un ex marine de porte impresionante y cabeza de proyectil, Whittaker, se especializaba en máquinas construidas para zonas re-motas y peligrosas. Sus robots han gateado sobre hielos antárticos y volcanes activos y han inspeccionado los re-actores nucleares dañados de Three Mile Island y Cher-nobyl. Secundado por un ingeniero joven y brillante lla-mado Chris Urmson, Whittaker encaró la carrera como si fuera una operación militar, que habría de ganarse con el uso de una fuerza aplastante. Su equipo pasó 28 días escaneando a láser el Mojave para crear un modelo computacional de su topografía. Luego combinaron esas imágenes con información satelital para poder identificar obstáculos. «La gente no recuerda después quiénes mu-rieron intentando», me diría después.

Tarde o temprano, un auto sin conductor puede matar a alguien. Hay un horror

peculiar ligado a la idea de una muerte por culpa de una computadora. La pantalla

se congela o falla la fuente de poder. Los sensores se atoran o leen mal un cartel.

El auto se detiene en seco o se lanza contra el tráfico. Un circuito va a fallar, y ese

único defecto en trescientos mil aciertos va a sacar a un auto de su pista o lo va

a estrellar contra un árbol. Y al final, ¿quién es el responsable si algo sale mal?

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El equipo de Stanford lo lideraba Thrun, quien no ha-bía participado en la primera competencia, hecha cuan-do él era un recién llegado al cuerpo de académicos de la CMU. Para el verano siguiente había aceptado una cátedra en Palo Alto. Supo por uno de sus estudiantes, Mike Montemerlo, que la Darpa había anunciado una segunda carrera. «El resultado de su evaluación era que no debíamos participar, pero sus ojos, su cuerpo, todo el resto de él, decía que sí», recuerda Thrun. «Y me arrastró con él». La competencia se convertiría en un estudio de opuestos: Thurn el cosmopolita encantador; Whittaker el petulante mariscal de campo. Carnegie Mellon con sus vehículos militares: Sandstorm y Highlander; Stanford

con su enclenque Volkswagen Touareg, llamado Stanley. Era un encuentro parejo. Los dos equipos tenían

sensores y softwares similares, pero Thrun y Montemer-lo se concentraron mucho más en el aprendizaje de la máquina. «Era nuestra arma secreta», me contó Thrun. En vez de programar al auto con modelos de las rocas y arbustos que debía evitar, Thrun y Montemerlo simple-mente lo manejaron hasta el corazón de un camino del desierto. Los láseres del techo escanearon el área alre-dedor del auto, mientras la cámara miraba más adelante. Analizando esa información, la computadora aprendió a identificar las partes planas como rutas y las más irre-gulares como bordes del camino. También comparó las imágenes de la cámara con las del láser para poder dis-tinguir terreno plano con cierta anticipación, y así poder manejar mucho más rápido. «Todos los días era lo mis-mo», se acuerda Thrun. «Salíamos, manejábamos veinte minutos, nos dábamos cuenta de que había algún bicho en el software y pasábamos cuatro horas reprogramando

y volviendo a intentar. Hicimos eso durante cuatro me-ses». Cuando empezaron, uno de cada ocho píxeles que la computadora marcaba como obstáculo, no lo era. Para cuando el proyecto estuvo listo, el porcentaje de error había caído a uno de cada cincuenta mil.

El día de la carrera, dos horas antes de que comenzara, la Darpa dio las coordenadas de GPS del circuito. Era in-cluso más difícil que la primera vez: más giros, pistas más delgadas, tres túneles y el paso por una montaña. Car-negie Mellon, con dos autos en vez del único de Stan-ford, decidió apostar por lo seguro. Pusieron a Highlan-der a correr más rápido —más de treinta kilómetros por hora de promedio—, mientras Sandstorm se quedaba

más atrás. La diferencia fue la necesaria para costarles la competencia. Cuando Highlander comenzó a perder velocidad por culpa de un pinchazo en una manguera de combustible, Stanley pasó adelante. Para cuando cruzó la meta, seis horas y cincuenta y tres minutos después de haber comenzado, le llevaba más de diez minutos de ventaja a Sandstorm y más de veinte a Highlander.

Fue el triunfo del más débil, la victoria del cerebro por encima de los músculos. Pero menos para Stanford que para todo el campo. Cinco autos terminaron el recorrido de dos-cientos doce kilómetros, más de veinte fueron más allá de lo logrado por el ganador de 2004. En un año habían progre-sado más que los contratistas de la Darpa en dos décadas. «Tenías a este montón de desquiciados que no sabían lo di-fícil que iba a ser», me dijo Thrun. «Pensaron: “a ver, tengo un auto, tengo una computadora y necesito un millón de dólares”. Y se lanzaron a inventar en sus garajes, haciendo cosas que nunca antes se habían hecho en robótica, muchas locamente impresionantes». Un grupo de estudiantes de se-

Una noche Dimitri Dolgov, el programador en jefe del equipo de Google, es-

taba yendo por una zona boscosa en el auto sin chofer cuando, de repente,

el carro disminuyó la velocidad a lo mínimo. «Pensé: ¿qué demonios? Debe ser

un virus», me contó. «Y entonces vimos a los ciervos al borde del camino». El

auto, a diferencia de sus pasajeros, puede ver en la noche. Sus sensores recono-

cen un objeto de treinta y cinco centímetros a cincuenta metros de distancia

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cundaria de la escuela de Palos Verdes, California, liderado por un chico de diecisiete años llamado Chris Seide, inven-tó un ‘Doom Buggy’ que se manejaba solo. Thrun recuerda que podía cambiar de pista y parar en los signos ‘Pare’. Una Ford SUV programada por unos empleados de una asegu-radora en Luisiana llegó a la meta solo 37 minutos después de Stanley. Su programador principal había sacado los algo-ritmos preliminares de libros sobre diseño de videojuegos.

«Si miras atrás, al primer Grand Challenge, te das cuen-ta de que estábamos en la edad de piedra comparado con ahora», me dijo Levandowski. Su moticicleta encarna esa evolución. Aunque no pasó de las semifinales de la segun-da carrera —se tropezó con unas tablas de madera—, The Ghost Rider se convirtió a su manera en una maravilla de la ingeniería, pues venció a 78 vehículos de cuatro ruedas. Dos años después, el Smithsonian sumó a la moto a su colección; un año después de eso, agregó también a Stanley. Para en-tonces Thrun y Levandowski trabajaban para Google.

El proyecto del auto sin conductor ocupa un espacio enorme, parecido a un garaje, en los suburbios de Mou-ntain View. Es parte de la extensión de un campus cons-truido a principio de los noventa por Silicon Graphics y reocupado por Google, el ejército conquistador, una dé-cada después. Como muchas oficinas de alta tecnología es una mezcla de capricho con adicción al trabajo: hojas de metal coloreadas como caramelos sobre un chasis de resortes acerados. Hay una mesa de fútbol de mano en el lobby, pelotas de ejercicio en la sala de estar y una hilera llena de lo que parecen bicicletas de payaso estacionadas afuera del edificio, y que se pueden usar gratis. Cuando entras, lo primero que notas son las figuritas excéntri-cas en los escritorios: pitufos, juguetes de la Guerra de las Galaxias, artefactos creados por Rube Goldberg. Lo siguiente que llama la atención son los escritorios en sí mismos: fila tras fila tras fila, cada uno con alguien que mira absorto una pantalla.

Me llevó dos años acceder a este lugar, y me lo permi-tieron solo con un miembro del equipo que seguía cada uno de mis pasos. Google guarda sus secretos con más celo que la mayoría. En las cafeterías gourmet instaladas a lo largo del campus hay signos que les advierten contra los tailgaters: espías corporativos que pueden colarse de-trás de un empleado antes de que las puertas automáticas

se cierren. Una vez adentro, la atmósfera pasa desde el estado de vigilancia a uno de casi fervor misionero. «Fun-damentalmente queremos cambiar el mundo con esto», me dijo Sergey Brin, cofundador de Google.

Brin estaba vestido con una sudadera de color carbón, pantalones sueltos y zapatillas. Su barba dispareja y su mirada plana y penetrante le daban un aire a Raspu-tín, un aire deslavado por los anteojos Google Glass que usaba. En un momento me preguntó si quería probar los lentes. Cuando ajusté el proyector en miniatura sobre mi ojo derecho, una sola línea de texto flotó ante mis ojos: «3.51 PM. Está todo bien». «Cuando miras afuera y caminas por estacionamientos o calles de muchas pistas, te das cuenta de que la infraestructura para transporte domina todo», dijo Brin. «Eso tiene un gran costo para la tierra». La mayoría de los autos se usan una o dos horas por día, siguió. El resto del tiempo están esta-cionados en la calle o en garajes. Pero si los autos se manejaran solos, la mayoría de la gente no necesitaría ser dueño de uno. Una flota de vehículos funcionaría como un sistema de transporte público personalizado; recogería y dejaría gente independientemente una de la otra, esperaría en estacionamientos entre las llamadas. Serían más baratos y eficientes que los taxis. Según al-gunos cálculos ocuparían la mitad del combustible y el quinto del espacio que un auto normal, y serían mucho más flexibles que trenes y buses. Las calles se descon-gestionarían, las carreteras se podrían achicar, los esta-cionamientos se volverían parques. «No estamos tratan-do de ajustarnos a un modelo de negocios existente», dijo Brin. «Estamos en otro planeta».

Cuando Thrun y Levandowski recién llegaron a Goo-gle, en 2007, les fue dada una tarea más simple: crear un mapa virtual del país. La idea fue de Larry Page, el otro cofundador de la compañía. Cinco años antes, Page había amarrado una cámara de video a su auto y había filmado varias horas por los alrededores de la ba-hía. Le mandó el material a Marc Levoy, un experto en gráficos computacionales de Stanford que había creado un programa que podía pegar ese tipo de imágenes y recrear todo un paisaje urbano. Un grupo de ingenie-ros de Google improvisó sobre varias van, puso GPS y cámaras que podían grabar todos los ángulos posibles. Eventualmente fueron capaces de lanzar un sistema que podía mostrar panorámicas de 360 grados de cualquier dirección dada. Pero la tecnología usada no era con-

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fiable. Cuando Thrun y Levandowski llegaron a bordo ayudaron al grupo a cambiar de herramientas y a re-programar. Después de eso equiparon cien autos y los mandaron a recorrer todo Estados Unidos.

Desde entonces Google Street View se ha expandi-do a más de cien países. Es, al mismo tiempo, una he-rramienta práctica y una especie de truco mágico, una mirada hacia mundos distantes. Sin embargo, para Le-vandowski era solo el comienzo. La misma información —aseguraba— podía usarse para hacer mapas digitales más precisos que los basados en datos de GPS, los que Google había estado arrendando a compañías como Na-vteq. Por ejemplo, los nombres de las calles y de las sali-das de las autopistas podían sacarse directo de las foto-grafías en vez de usar registros gubernamentales llenos de errores. Esto sonaba fácil, pero terminó siendo terri-blemente complicado. Street View cubría mayormen-te áreas urbanas, pero Google Maps tenía que abarcar más: cada camino cubierto de barro debía estar asen-tado, cada ruta de ripio, registrada en la computadora. Durante los dos años que siguieron, Levandowski fue y volvió de Hyderabad, India, para entrenar a más de dos mil procesadores de información para crear mapas nue-vos y arreglar los viejos. Cuando el nuevo software para mapas de Apple falló tan espectacularmente en 2012, Levandowski supo exactamente el porqué del fracaso. Para ese entonces, su equipo había pasado cinco años introduciendo varios millones de correcciones al día.

Street View y Maps eran extensiones lógicas de una búsqueda en Google. Te mostraban dónde localizar las cosas que habías encontrado. Lo que faltaba era una forma de llegar ahí. Thrun, a pesar de su victoria en el Segundo Grand Challenge, no creía que un auto sin conductor podía funcionar en calles de uso cotidia-no, las variables eran demasiadas. «En ese momento te hubiera dicho que no había ninguna manera de que podamos conducir totalmente a salvo», dice. «Estába-mos bloqueados, no podíamos pensar que esto fuera posible». Entonces, en febrero de 2008, Levandows-ki recibió una llamada de un productor de PrototyPe this!, una serie del Discovery Channel. ¿Le interesaría construir un auto que se manejara solo e hiciera deli-very de pizzas? Cinco semanas más tarde, Levandowski y un grupo de colegas graduados de Berkeley y otros ingenieros habían readaptado un Prius para estos fi-nes. Improvisaron un sistema de navegación y conven-

cieron a la Policía de Carreteras de California para que permitiera al auto cruzar el Bay Bridge, desde San Francisco hasta Treasure Island. Iba a ser la primera vez que un auto sin tripulación manejara legalmente en calles estadounidenses.

El día del rodaje, la ciudad parecía estar bajo ley marcial. El nivel inferior del puente estaba cerrado para tráfico regular y ocho patrullas, y otras ocho motocicletas policiales tenían la misión de acompa-ñar al Prius por el nivel superior. «Obama estuvo allí una semana antes que nosotros y tuvo una escolta más pequeña», recuerda Levandowski. El auto atravesó el centro y cruzó el puente en buena forma, solo para empotrarse en un muro de concreto cuando llegaba al final. De todas maneras, la aventura dio a Google el impulso que necesitaba. Unos meses después, Page y Brin habían hablado con Thrun para que este diera luz verde a un proyecto sobre autos sin conductor. «Ni siquiera hablaron de presupuesto», dice Thrun. «Solo me preguntaron cuánta gente necesitaba y cómo po-díamos encontrar a esas personas. Yo les dije: sé exac-tamente quiénes son».

Todos los lunes, a las 11:30, los ingenieros jefes del proyecto automovilístico de Google se reúnen para po-nerse al día. La mayoría se ajusta a un perfil demográ-fico familiar para Silicon Valley: son hombres, blancos, de treinta a cuarenta años, pero vienen de todas par-tes del mundo. En una reunión había gente de Bélgi-ca, Holanda, Canadá, Nueva Zelanda, Francia, Alema-nia, China y Rusia. Thrun comenzó por ir a buscar las guindas de la torta de los dos Grand Challenge: Chris Urmson fue contratado para desarrollar el software, Levandowski, el hardware, Mike Montemerlo los mapas digitales. (Urmson dirige ahora el proyecto, luego de que Thrun pusiera toda su atención en Udacity, una compañía de educación online que cofundó hace dos años). Después comenzaron a buscar prodigios en dis-tintas áreas: abogados, diseñadores láser, gurús de la interfaz; todos menos ingenieros automotores. «Con-tratamos una nueva raza», me dijo Thrun. La gente de Google X tiene la costumbre de decir que X persona del equipo es la más inteligente que han conocido en la vida, así hasta que el círculo se cierra y casi todos hayan sido nombrados por alguien más. Como Levan-dowski que dijo de Thrun: «Él piensa a cien kilómetros por hora. A mí me gusta pensar a noventa».

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Una mañana llegué y todos los del equipo estaban encorvados alrededor de una mesa de conferencias, en jeans y poleras; discutían la diferencia entre el calen-dario gregoriano y el juliano. El trasfondo, como siem-pre, era el tiempo. La meta de Google no es crear un prototipo de auto esplendoroso, una idea espectacular que nunca llegue a las calles, sino un producto comer-cial listo para usarse. Eso significa plazos reales, redise-ños y pruebas continuas. Esa mañana el tema principal fue la interfaz del usuario. ¿Cuán agresivos tienen que ser los sonidos de las señales de advertencia? ¿Cuán-tos peatones deberían mostrarse en la pantalla? En una versión, un peatón imprudente aparecía como un punto rojo delineado de blanco. «No me gusta para nada», dijo Urmson. «Parece un cartel de una inmobiliaria». El di-señador holandés asintió con la cabeza y prometió una alternativa para la siguiente ronda. Cada semana varias docenas de voluntarios de Google manejan los autos para hacer pruebas y llenar encuestas de usuarios. «En Dios confiamos», les gusta decir a los creyentes de la compañía. «El resto, traiga data».

Al comienzo Brin y Page pusieron al equipo de Thurn una serie de desafíos parecidos a los del Grand Challenge de la Darpa. Lograron vencer el primero en menos de un año: conducir ciento sesenta mil kilómetros por caminos públicos. Después la cosa se puso más difícil. Como niños que planean una búsqueda del tesoro, Brin y Page juntaron diez itinerarios de ciento sesenta kilómetros cada uno. Los caminos serpenteaban a través de toda el área de la bahía: desde los frondosos bordes del Menlo Park hasta los cami-nos en zigzag de Lombard Street. Si el conductor tomaba el volante o frenaba aunque fuera una sola vez, el viaje quedaba invalidado. «Me acuerdo haber pensado, ¿cómo es posible hacer eso?», me dijo Urmson. «Es difícil jugar al manejo automático por el medio de San Francisco».

Comenzaron el proyecto con el auto repartidor de piz-za de Levandowski y con el software de código abierto de Stanford. Pero muy pronto se dieron cuenta de que te-nían que comenzar de nuevo desde cero: los sensores del auto ya estaban obsoletos y el software tenía tantas fallas menores que no servía para nada. Los autos de la Dar-pa no contemplaban la comodidad de los pasajeros. Solo iban de un punto A hasta un punto B de la forma más efi-ciente posible. Para hacer la experiencia más placentera, Thrun y Urmson tenían que estudiar a fondo la física del manejo. ¿Cómo cambia el plano de una ruta cuando do-

bla en una curva? ¿Cómo afectan al control del volante el arrastre y la deformación de un neumático? Frenar ante una luz roja suena simple, pero los buenos conductores no aplican una presión constante en el freno, como lo haría una computadora. Ponen la presión poco a poco, la sostienen por un momento, luego la sueltan otra vez.

Para movimientos complicados como este, el equipo de Thurn solía empezar con la estrategia del aprendi-zaje de máquinas, la que luego reforzaban con progra-mación basada en reglas: un superego para controlar al ello. Por ejemplo hacían que el auto se enseñara a sí mismo a leer las señales urbanas y luego fortalecían ese conocimiento con instrucciones específicas: ‘PARE’ significa ‘pare’. Si el auto seguía teniendo problemas, bajaban la información del sensor, la hacían correr en la computadora y afinaban la respuesta. Otras veces pre-paraban simulaciones basadas en accidentes documen-tados por la Administración Nacional para la Seguridad del Tráfico en las Carreteras. Un colchón se cae de la parte trasera de un camión. ¿El auto debería maniobrar y esquivarlo o debería ganar más fuerza y seguir ade-lante? ¿Cuánto tiempo necesita para reaccionar? ¿Qué pasa si se le cruza un gato? ¿Un ciervo? ¿Un niño? Estas eran preguntas tanto éticas como técnicas que nunca antes los ingenieros habían tenido que contestar. Los autos de la Darpa ni siquiera se tomaban la molestia de distinguir entre señales de tránsito y peatones, u ‘orgá-nicos’, como a veces los llaman los ingenieros. Todavía pensaban como máquinas.

Una intersección con cuatro signos PARE es un buen ejemplo. La mayoría de los conductores no se quedan sen-tados esperando su turno. Asoman la punta del auto, y co-mienzan a andar cuando el auto con preferencia aún cruza la intersección. El auto de Google no hacía eso. Siendo un robot muy respetuoso de la ley, esperaba hasta que la in-tersección estuviera completamente despejada, por lo que perdía su turno muy rápido. «Asomar la punta del auto es una forma de comunicación», me dijo Thrun. «Le dice a la gente que es tu turno. Lo mismo pasa con el cambio de pista: si comienzas a tratar de meterte en un espacio y el conductor que va un poco más atrás en esa pista acelera, te está diciendo claramente que no te da el paso. Si se queda atrás, es un sí. El auto tiene que aprender ese lenguaje».

El equipo se tardó un año y medio en dominar las diez rutas de ciento sesenta kilómetros de Page y Brin. La primera iba de Monterey a Cambria bordeando los acan-

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tilados de la Highway 1. «Yo iba en el asiento de atrás, gritando como una niñita», me dijo Levandowski. Una de las últimas rutas comenzaba en Mountain View, cruzaba Dumbarton Bridge hasta llegar a Union City, se devol-vía hacia el oeste por la bahía de San Mateo, giraba al norte en 101, al este sobre el Bay Bridge hasta Oakland, norte a través de Berkeley y Richmond, de vuelta al oes-te a través de la bahía de San Rafael, sur por las calles laberínticas de la península Tiburón, tan estrechas que tuvieron que plegar los espejos retrovisores, y sobre el Golden Gate Bridge hasta el centro de San Francisco. Cuando finalmente llegaron, pasada la medianoche, ce-lebraron con una botella de champaña. Ahora solo tenían

que diseñar un sistema que pudiera hacer lo mismo en cualquier ciudad, en todo tipo de climas, sin ninguna posibilidad de repetir algo que saliera mal. En realidad recién habían comenzado.

En estos días, Levandowski y los otros ingenieros divi-den su tiempo entre dos modelos: el Prius, que se usa para probar nuevos sensores y software, y el Lexus, que ofrece un paseo más depurado pero también con más limitacio-nes (el Prius puede andar en calles de una ciudad, el Lexus solo en carreteras). A medida que los autos han ido evo-lucionando, han desarrollado apéndices que han perdido después, como si fueran criaturas criadas en los tanques de una película de ciencia ficción. Cámaras y radares aho-ra están debajo de capas de metal y vidrio, la torrecilla

láser pasó de ser algo así como un cono de tránsito a un montoncito de arena. Todo es más pequeño, elegante, y más poderoso que antes, pero todavía los autos no pasan inadvertidos. Cuando Levandowski me dejaba o me reco-gía cerca del campus en Berkeley, los estudiantes sacaban los ojos de sus laptops, daban gritos agudos y luego corrían a fotografiar el auto con sus teléfonos. Era su versión del Wienermobile, el auto-hotdog de Oscar Mayer.

Aun así lo primero que pensé al acomodarme en el Le-xus fue lo normal que se veía por dentro. Los experimen-tos de Google no han dejado cicatrices, ninguna señal de alteraciones cibernéticas. El interior era como el de cual-quier auto de lujo: burlwood y cuero, acabado metálico y

parlantes Bose. En el centro del tablero había una pantalla para mapas digitales, sobre esta, otra para los mensajes de la computadora. El volante tenía un botón de encendido a la izquierda y uno de apagado a la derecha, los que pren-dían o apagaban una tenue fibra óptica, roja y verde. Pero no había nada que acusara su exótico cometido. El único elemento discordante era la enorme perilla roja en medio de los asientos. «Ese es el interruptor maestro, que termina con todo», dijo Levandowski. «No lo hemos usado nunca».

Mientras viajábamos, Levandowski mantenía a su lado una laptop abierta. La pantalla mostraba una imagen gráfica de toda la data que los sensores iban captando: un mundo de objetos de neón flotaba a la deriva en un paisaje de bosques virtuales. Cada sensor mostraba una perspectiva diferente del mundo. El láser proveía profundidad tridimensional: sus se-senta y cuatro fuentes de luz giraban diez veces por segundo; escaneaban 1.3 millones de puntos en olas concéntricas que

A los ingenieros de Google les gusta comparar el auto sin chofer con los avio-

nes en piloto automático. Pero los pilotos aéreos están entrenados para perma-

necer alertas y tomar el control si la máquina falla. ¿Qué conductor de auto ha-

ría algo así? Los choferes alertas, totalmente comprometidos, están quedando

en el pasado. Más de la mitad de los conductores de entre dieciocho y veinticua-

tro años admite mandar mensajes de texto mientras conduce, y más del ochen-

ta por ciento maneja mientras habla por teléfono. Para estas personas condu-

cir sin manos debería parecer algo natural: han estado haciéndolo todo el tiempo

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empezaban a dos metros y medio del auto. Podía detectar un objeto de treinta y cinco centímetros a cincuenta metros de distancia. El radar tenía el doble de alcance, pero estaba muy lejos de ofrecer esa precisión. La cámara era buena identifi-cando señales del camino, flechas para doblar, colores y luces. Las tres vistas eran combinadas y dotadas de códigos de color por una computadora instalada en la maleta del auto, luego eran superpuestas con los mapas y Street Views que Goo-gle ya había recolectado. El resultado fue un atlas caminero como ningún otro: un simulacro del mundo.

Yo iba pensando en todo esto mientras el Lexus se di-rigía desde Berkeley al sur, por la Highway 24. En lo que no pensaba era en mi seguridad. Al principio era un poco alarmante ver que el timón doblaba por sí solo. Pero esa sensación pasó pronto. Era evidente que el auto sabía lo que hacía. Cuando el conductor del costado se acercaba distraído a nuestra pista, el Lexus se alejaba, manteniendo la distancia. El Lexus disminuía la velocidad antes de que el conductor de adelante frenara. Sus sensores podían ver tan lejos, y en todas direcciones, que detectaban patrones del movimiento del tráfico mucho antes que nosotros. Se tenía la sensación de que el Lexus era un caballero: se que-daba atrás para dejar que los demás pasaran, mantenía la velocidad sin esfuerzo, como un bailarín en una cuadrilla.

El Prius era aún más capaz, pero también era más bruto. Cuando di una vuelta en él con Dimitri Dolgov, el progra-mador en jefe del equipo, el auto tuvo un par de errores de juicio: se pegó demasiado a un camión en una salida de una carretera, aceleró y pasó tarde una luz amarilla que ya cam-biaba a roja. Dolgov tomó notas en su laptop en cada ocasión. Esa noche ya había ajustado los algoritmos e hizo simulacio-nes hasta que la computadora logró hacer todo bien.

El auto de Google ya ha manejado más de ochocientos mil kilómetros sin causar ningún accidente, casi el doble del promedio de kilómetros que un estadounidense logra manejar antes de chocar. Por supuesto la computadora siempre ha viajado con un humano que toma el volante en las situaciones más complicadas. Solo con sus dispositivos —dice Thrun— no podría recorrer más de ochenta mil kilómetros sin cometer un error de consecuencias graves. Google llama a esta etapa ‘comida para perros’: no ade-cuada del todo para consumo humano. «El riesgo es muy alto», dice Thrun. «No podemos aceptarlo». Por ejemplo, el auto tiene problemas en la lluvia, cuando sus láseres rebotan sobre las superficies brillantes (las primeras gotas hacen que se encienda en la pantalla un ícono con una pe-

queña nube y que suene una voz que advierte que el piloto automático se desconectará pronto). No puede distinguir entre pista mojada y pista seca o entre asfalto movedizo y asfalto firme. No puede oír el pitido de un policía de trán-sito y tampoco puede seguir señales hechas con las manos.

De todos modos, por cada una de sus fallas el auto tiene sus correspondientes fortalezas. Nunca se adormece ni se distrae, nunca se pregunta quién tendrá el derecho al paso. Conoce cada esquina, cada árbol, cada semáforo al detalle y en 3D. Dolgov estaba manejando por una zona boscosa una noche, cuando de repente el auto disminuyó la velo-cidad a lo mínimo. «Pensé, ¿qué demonios? Debe ser un virus», me contó. «Y entonces vimos a los ciervos al borde del camino». El auto, a diferencia de sus pasajeros, puede ver en la noche. Dentro de un año —agregó Thrun— de-bería ser seguro para recorrer cien mil kilómetros.

La gran pregunta es quién construirá este auto. Google es una compañía de softwares, no una fábrica de autos. Vendería sus programas y sensores a Ford o GM antes que construir sus propios autos. Las compañías podrían entonces reenvasar los programas y pasarlos por propios, como hacen con las unida-des de GPS de Navteq o TomTom. La diferencia es que las firmas de autos nunca se han preocupado de hacer sus pro-pios mapas digitales, pero sí han pasado décadas trabajando en automóviles que se manejen solos. General Motors patro-cinó las participaciones de la Carnegie Mellon en las carreras de la Darpa y afuera de Detroit tiene instalaciones enormes destinadas solo a la prueba de autos sin conductor. Toyota inauguró en el pasado noviembre un laboratorio de tres hec-táreas y media a los pies del monte Fuji. Allí construyó un «ambiente urbano simulado» para autos que se manejan solos. Pero aparte de Nissan, que anunció que para 2020 venderá autos totalmente autónomos, los fabricantes de vehículos son mucho más pesimistas acerca de esta tecnología. «Va a suceder, pero queda un largo camino por delante», me dijo John Capp, director de eléctrica, controles e investigación de seguridad activa de General Motors. «Una cosa es hacer una demostración del tipo, ¡mira mamá, sin manos! Pero yo estoy hablando acerca de variaciones reales de producción y de sis-temas que sean confiables, no de un vehículo circo».

Cuando visité el más reciente International Auto Show en Nueva York vi que las exhibiciones guardaban un no-torio silencio en torno al manejo autónomo. Lo que no

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EDITORIAL

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quiere decir que no se mostrara. Afuera del centro de convenciones Jeep había preparado un circuito con obs-táculos para su nuevo Wrangler que incluía una hilera de troncos, que había que pasar manejando, y una colina en miniatura para subir. Cuando bajé la colina con un vendedor de Jeep, este no paraba de decirme que sacara el pie del freno. El auto estaba equipado con un ‘control de descenso’ —me explicó—, pero, como los otros ex-positores, evadió términos como ‘manejo sin conductor’. «Ni siquiera está incluido en nuestro vocabulario», me dijo Alan Hall, el mánager de comunicaciones de la Ford. «Nuestra visión de futuro es que el conductor sigue a cargo del vehículo. Él es el capitán de la nave».

Eso fue un poco deshonesto: hacer pasar la falta por principio. Las compañías de auto por ahora no pueden lograr autonomía total, así que avanzan poco a poco. Cada década agregan otro poco de automaticidad, una tarea más que le sacan de entre las manos al capitán: di-rección hidráulica en los cincuenta, control de velocidad crucero estándar para los setenta, frenos antibloqueo en los ochenta, control de estabilidad electrónica en los no-venta, los primeros autos que se estacionan solos en los 2000. Los últimos modelos pueden detectar una pista y maniobrar por sí solos para quedarse allí. Pueden mante-ner una distancia constante con el auto que va adelante, frenando hasta parar si es necesario. Tienen visión noc-turna, detectores de puntos ciegos y cámaras estéreo que pueden identificar peatones. Pero el enfoque no ha cam-biado. Como dice Levandowski: «Quieren hacer autos que produzcan mejores conductores. Nosotros queremos hacer autos que sean mejores que los conductores».

Junto con Nissan, Toyota y Mercedes son los que es-tán más cerca de desarrollar sistemas como el de Goo-gle. Pero dudan acerca de sacarlos a la luz por distintas razones. Los clientes de Toyota son un grupo conser-vador, menos preocupados por el estilo que por la co-modidad. «Tienden a tener una curva de adaptación extremadamente larga», me dijo Jim Pisz, el mánager corporativo de la sección de estrategia de negocios de Toyota en Estados Unidos. «Fue solo hace cinco años que logramos eliminar los tocacasetes». Otras veces la compañía se ha adelantado mucho a la curva. En 2005 Toyota presentó el primer auto del mundo que podía es-tacionarse solo, pero era complicado y lento de manio-brar, además de caro. «Necesitamos construir niveles de confianza graduales», dijo Pisz.

Mercedes tiene un problema más enredado. Se ha he-cho una reputación con sus lujosos instrumentos electró-nicos y con su larga historia de innovación. Su auto ex-perimental más reciente puede maniobrar en medio del tráfico, manejar en calles regulares y detectar obstáculos con cámaras y radares tal como hace Google. Pero Mer-cedes hace autos para gente que ama manejar y que paga grandes sumas por el privilegio. Sacarles el volante de las manos sería un despropósito, como poner una torrecilla láser encima de un chasis hermoso. «Aparte del problema de la precisión, que fácilmente puede volverse una pesa-dilla, no es agradable de ver», me dijo Ralf Herrtwich, di-rector de asistencia de manejo y sistemas de chasís de la Mercedes. «Uno de mis diseñadores dijo: Ralf, si alguna vez llegas a sugerir que pongamos una cosa así sobre uno de nuestro autos, te saco de la compañía».

Aunque los componentes pudieran hacerse invisibles, dice Herrtwich que le preocupa la idea de apartar a las personas del proceso de conducción. A los ingenieros de Google les gusta comparar a los autos sin conductores con los aviones en piloto automático, pero los pilotos están en-trenados para permanecer alertas y tomar el control en caso de que la computadora falle. ¿Quién haría algo similar con los conductores? «Tal vez no es sabia esta idea de la oportu-nidad única, este enfoque de el-ganador-se-lo-lleva-todo», dice Herrtwich. Pero, de nuevo, los conductores alertas, totalmente comprometidos, están quedando en el pasado. Más de la mitad de los conductores de dieciocho a vein-ticuatro años admiten mandar mensajes de texto mientras manejan, y más del ochenta por ciento manejan mientras hablan por teléfono. Conducir sin manos debería parecerles a ellos algo natural: han estado haciéndolo todo el tiempo.

Una tarde, no mucho después de la exhibición de au-tos en Nueva York, un grupo de ingenieros de la Volvo me dio una inquietante demostración. Yo estaba sentado detrás del volante de unos de sus sedanes S60 en el esta-cionamiento del cuartel general de la compañía en Roc-kleigh, Nueva Jersey. Unos cien metros más adelante, los ingenieros habían puesto una figura tamaño real de un niño. Vestía pantalones caqui y una polera blanca. Pare-cía de unos seis años. Mi misión era tratar de atropellarlo.

Volvo tiene menos fe en los conductores que la mayoría de las compañías. Desde los setenta tiene de guardia perma-nente en sus cuarteles suizos de Gotemburgo a un equipo forense. Cada vez que un Volvo participa en un accidente ocurrido dentro de un radio de cien kilómetros, el equipo

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corre a la escena junto con la policía local para hacer un ba-lance del daño material y de los heridos. Cuatro décadas de ese tipo de investigación ha dado a los ingenieros de la Vol-vo una idea visceral de todo lo que puede salir mal con un auto y una base de datos con más de cuarenta mil accidentes de la que sacar información para sus propios diseños. Como resultado, las posibilidades de salir herido de un Volvo han bajado de por sobre un diez por ciento a menos de un tres por ciento durante la vida útil de un auto. La compañía dice que ese es solo el comienzo. «Nuestra apuesta es que para 2020 nadie muera o salga herido de un Volvo», declaró hace tres años en un comunicado. «En última instancia, eso sig-nifica diseñar un auto que no choque».

La mayoría de los accidentes son causados por dis-tracción, adormilamiento, borrachera o error del con-ductor. El sistema de seguridad más reciente de la Volvo trata de atacar cada una de estas variables. Para mantener al conductor alerta usan cámaras, radares y láser para monitorear el progreso del auto. Si el auto se cambia de pista sin antes señalar que lo va a hacer, suena una alarma. Si se transforma en un patrón, el ta-blero comienza a hacer parpadear una pequeña taza de café humeante junto con la frase ‘tiempo de tomarse un descanso’. Para incentivar mejores hábitos mientras el conductor maneja, el auto evalúa con barras como las de la señal de un celular la atención del conductor mientras maneja (Mercedes va aún más lejos: su con-trol de velocidad crucero no funciona a menos que una de las manos del chofer esté en el volante). En Europa algunos Volvo vienen incluso con un sistema personal para medir el nivel de alcohol en la sangre, para disua-dir el deseo de manejar en medio de una borrachera.

Cuando todo esto falla, el auto toma medidas preven-tivas: ajusta más los cinturones de seguridad, carga los frenos con la máxima tracción posible y, como último recurso, se detiene.

Este es el sistema que yo tenía que probar en el es-tacionamiento. Adam Kopstein, el mánager de la Volvo en el área de seguridad y obediencia a las normas, es un hombre de estadísticas claras y de escrúpulos casi escan-dinavos, por lo que era un poco enervante escucharlo pe-dirme que fuera más rápido. Había pasado los primeros quince minutos tratando de chocar contra un auto infla-ble a unos aletargados treinta y dos kilómetros por hora. Tres cuartos de los accidentes ocurren a esta velocidad,

y el Volvo pasó por el trance con facilidad. Pero Kopstein estaba buscando un desafío más serio. «Dale, pisa el ace-lerador», me dijo. «No vas a lastimar a nadie».

Hice lo que me dijo. Después de todo, el niño era solo un muñeco, relleno con material pensado para simular el agua del cuerpo humano. Primero, una cámara ubicada detrás del parabrisas lo identificaría como un peatón. Acto seguido un radar escondido detrás de la rejilla de ventilación haría rebotar sus ondas sobre sus entrañas de mentira para calcu-lar la distancia hasta el impacto. «Alguna gente grita», dijo Kopstein. «Otros simplemente no pueden hacerlo. Es muy antinatura». Mientras el auto aceleraba —veinte, treinta, sesenta kilómetros por hora—, la alarma sonó, pero no fre-né. De pronto el auto se detuvo corcoveando hacia el niño con dos pequeños impulsos más hacia adelante. Finalmente se detuvo a unos doce centímetros de la figura.

Desde 2010 los Volvo equipados con sistema de seguri-dad han tenido veintisiete por ciento menos reclamos de daño a la propiedad que los autos sin el sistema, según un

Al principio, era un poco alarmante ver al timón doblar por sí solo. Pero esa sensación

pasó pronto: el carro sin chofer sabía lo que hacía. Cuando el conductor del costa-

do se acercaba distraído, el auto se alejaba, manteniendo la distancia. El carro que se

maneja solo disminuía la velocidad antes de que el conductor de adelante frenara. La

sensación era de que el auto era un caballero: se quedaba atrás para dejar que los de-

más pasen primero y luego mantenía la velocidad, como un bailarín en una cuadrilla

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estudio del Instituto de Seguros de Carretera. El sistema, que deja el camino libre para que el conductor esté a car-go, frena solo en situaciones extremas y cede el control al recibir un golpecito en el pedal o un giro del volan-te. De todas maneras, el auto a veces se confunde. Esa misma tarde saqué el auto para probarlo en la Palisades Parkway. Me dediqué a maniobrar el volante mientras el auto se encargaba de frenar y acelerar. Como el Lexus de Levandowski, el auto se ganó mi confianza muy pronto: se mantuvo a la par con el tráfico de la carretera, frenó suavemente en los semáforos. Entonces pasó algo extra-ño. Había dado la vuelta hacia los cuarteles de la Volvo y estaba por entrar a los estacionamientos, cuando el auto se lanzó hacia adelante, acelerando para tomar la curva.

El incidente duró solo un momento, en cuanto frené el sistema se desactivó, pero causó un poco de alarma. Kopstein sugirió que el auto debe haber ‘pensado’ que aún estaba en la carretera, en control de velocidad cru-cero. La mayor parte del camino yo fui siguiendo al Volvo de Kopstein, pero cuando el auto dobló en el estaciona-miento mi auto vio un camino libre al frente de nosotros. Ahí es cuando aceleró a lo que ‘pensó’ era el límite de velocidad: 80 kilómetros por hora.

Para algunos conductores, esto puede sonar peor que el distraerse o adormilarse frente al volante, que de al-guna manera se pueden controlar. Pero hay un horror peculiar ligado a la idea de una muerte por computado-ra. La pantalla se congela o falla la fuente de poder. Los sensores se atoran o leen mal un cartel. El auto para en seco en medio de la carretera o se lanza contra el tráfi-co. «Somos bastante tolerantes con las fallas de laptops y celulares», me dijo John Capp de GM. «Pero no estamos confiando nuestras vidas ni al teléfono ni al laptop».

Toyota probó un poco del desastre en 2009, cuando algunos conductores comenzaron a quejarse de que sus autos aceleraban solos, a veces hasta ciento sesen-ta kilómetros por hora. Los anuncios causaron pánico entre los dueños de Toyota: los autos fueron acusados de causar treinta y nueve muertes. Luego se comprobó que eso era casi pura ficción. Un estudio de diez me-ses de la NASA y de la Administración Nacional para la Seguridad del Tráfico en las Carreteras determinó que la mayoría de los accidentes se debieron a errores del conductor o a obstáculos en el camino, y solo unos pocos a pedales que se quedaron atascados. Para ese momento, Toyota había retirado más de diez millones

de autos del mercado y pagado más de un billón de dólares en acuerdos legales. «Francamente ese fue un indicador de que teníamos que ir lento», me dijo Pisz. «Deliberadamente lento».

Una carretera automatizada también podría ser un ob-jetivo perfecto para el ciberterrorismo. El año pasado, la Darpa financió a un conocido par de hackers, Charlie Mi-ller y Chris Valasek, para ver cuán vulnerables eran los autos automatizados existentes. En agosto Miller presen-tó parte de sus descubrimientos en la conferencia anual de hackers, Defcon, en Las Vegas. Mandando órdenes desde su computadora, los hackers habían sido capaces de tocar la bocina, de arrebatar el volante de las manos del conductor y de frenar en seco a ciento treinta kilómetros por hora. Es cierto que Miller y Valasek habían tenido que usar un cable para entrar en el sistema de mante-nimiento del auto, pero un equipo de la Universidad de California, San Diego, liderado por el científico en com-putación Stefan Savage, ha demostrado que es posible mandar instrucciones similares sin necesidad de ningún cable, a través de sistemas tan inocentes como Bluetooth. «La tecnología existente no es tan sólida como pensamos que es», me dijo Levandowski.

Google dice que tiene respuesta para todas estas ame-nazas. Sus ingenieros saben que un auto sin conductor tiene que ser casi perfecto para que sea admitido en la ruta. «Hay que llegar a lo que la industria llama el nivel six sigma: tres defectos por millón», me dijo Ken Goldberg, el ingeniero industrial de Berkeley. «Noventa y cinco por ciento no es lo suficientemente bueno». Más allá de sus pruebas de manejo y sus simulaciones, Google ha rodeado a sus softwares con firewalls, respaldos y fuentes de poder de apoyo. Su programa de diagnóstico lanza miles de test internos cada segundo, para buscar errores en el sistema o anomalías, monitorear el motor y los frenos, y recalcu-lar continuamente el camino y la posición en la pista. Las computadoras, a diferencia de las personas, nunca se can-san de autoevaluarse. «Queremos que falle con dignidad», me dijo Dolgov. «Queremos que haga algo razonable al colapsar, como disminuir la velocidad, irse a la berma del camino y prender las luces de emergencia».

Aun así, tarde o temprano, un auto sin conductor pue-de matar a alguien. Un circuito va a fallar o va a colapsar un firewall, y ese único defecto en trescientos mil aciertos sacará a un auto de su pista o lo estrellará contra un ár-bol. «Va a haber choques y demandas», dice Dean Pomer-

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lau. «Y como las compañías automotoras tienen billeteras enormes van a ir detrás de ellas, tengan o no la culpa. No necesitas muchas indemnizaciones de cincuenta o cien mil dólares para disminuir el desarrollo de esta tecnolo-gía». Incluso un invento tan beneficioso como el airbag se demoró décadas en llegar a los autos estadounidenses, según Pomerlau. «Yo solía decir que faltaban quince o veinte años para la llegada de los autos sin conductor. Eso fue hace veinte años. Todavía no los tenemos y yo todavía pienso que van a llegar en diez».

Si en un principio los autos sin conductor se vieron retrasados por su propia tecnología, y luego por ideas, ahora el factor limitante es la ley. Técnicamente el auto

de Google ya es legal: los conductores deben tener li-cencia, nadie ha dicho nada sobre computadoras. Pero la compañía sabe que ese alegato no pasa una corte y quiere que los autos sean regulados de igual modo que conductores de carne y hueso. En los últimos dos años, Levandowski ha pasado bastante tiempo viajando a lo largo del país para que los legisladores apoyen esta tecnología. Nevada, Florida, California y el Distrito de Columbia ya han legalizado los autos sin conductores a cambio de que sean fiables y estén asegurados, pero otros Estados ven el tema con más recelo. Por ejemplo, las propuestas de ley de Michigan y Wisconsin clasifi-can a los autos sin conductores como tecnología expe-rimental, legal solo bajo límites estrictos.

Queda mucho por definir. ¿Cómo se deben probar es-tos autos? ¿Cuál es una velocidad adecuada para ellos y cuánta distancia deben mantener con otros vehículos? ¿Quién es responsable si algo sale mal? Google quiere

dejar estas materias específicas en manos de los departa-mentos de vehículos y motores, y de aseguradoras (como las primas están basadas en estadísticas de riesgo, debe-rían bajar para un auto sin conductor). Pero las compa-ñías de autos dicen que esto las pone en una posición muy vulnerable. «Su postura original fue: no deberíamos apurarnos con esto. No está listo para el debut, no debe-ría legalizarse», me dijo Álex Padilla, el senador estatal que patrocinó el proyecto en California. Él cree que el objetivo real de las compañías automotoras era comprar tiempo para ponerse al día. «Me quedó claro que lo que había aquí es una carrera hacia el mercado. Y todos están en esa carrera». La pregunta es cuán rápido deberían ir.

En la reunión técnica a la que fui, Levandowski mostró al equipo un video del más reciente láser de Google, agendado para instalarse durante el año. Con mucho más alcance que el anterior —trescientos treinta y cinco kilómetros en vez de ochenta— y treinta veces la resolución. A una distancia de treinta metros es capaz de detectar una placa de metal de cinco centímetros de espesor. El láser tendrá el tamaño de una taza de café y costará alrededor de diez mil dólares, setenta mil menos que el modelo actual.

«El costo es la menor de las preocupaciones», me ha-bía dicho Sergey Brin un poco antes. «Bajar el precio de una tecnología es como…», dijo, e hizo tronar los dedos. «Espera un mes. No es esencialmente cara». Brin y sus ingenieros están motivados por preocupaciones más per-sonales. Los padres de Brin tienen setenta y tantos, y es-tán comenzando a sentirse inestables detrás del volante. Thrun perdió a su mejor amigo en un accidente de auto y Urmson tiene hijos que en pocos años podrán manejar.

Algunos carros Volvo tienen un sistema para disuadir el deseo de manejar en una

persona ebria. Cuando esto falla, el auto toma medidas preventivas: ajusta más

los cinturones, carga los frenos con la máxima tracción o se detiene. Una tarde, un

grupo de ingenieros de la Volvo me dio una demostración. Habían puesto una figu-

ra tamaño real de un niño a unos cien metros. Mi misión era atropellarlo. Mientras

el auto aceleraba —veinte, treinta, sesenta kilómetros por hora— una alarma sonó,

pero no frené. De pronto, el auto se detuvo: frenó a unos doce centímetros del niño

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Como todos en Google conocen las estadísticas: los acci-dentes de auto matan a 1.24 millones de personas al año y lastiman a otros cincuenta millones.

Levandowski comprendió lo que estaba en juego hace tres años. Su novia, Stefanie Olsen, tenía nueve meses de embarazo entonces. Una tarde ella terminaba de cruzar el Golden Gate Bridge para ir a visitar a una amiga en Marin County cuando el auto que iba adelante se detuvo abruptamente. Olsen frenó en seco y el auto patinó hasta parar, pero el conductor detrás de ella no fue tan rápido y chocó contra el Prius de Olsen a cincuenta kilómetros por hora, y la hizo chocar también con el auto de adelan-te. «Era como una lata de sardinas», me dijo Olsen. «El auto estaba destruido y yo estaba adentro, como en me-dio de un acordeón». Gracias al cinturón de seguridad, ni a ella ni al bebé les pasó nada, pero cuando Álex nació traía un pequeño mechón de pelo blanco en la nuca.

«Ese accidente no debería haber ocurrido», me dijo Levandowski. Si el auto que viajaba detrás de Olsen se hubiera manejado solo habría visto la obstrucción tres autos más adelante. Habría calculado la distancia hasta el impacto, habría escaneado las pistas vecinas, se habría dado cuenta de que estaba encajonado y habría frenado, todo en menos de una décima de segundo. El auto de Google maneja más a la defensiva que la gente: se acerca cinco veces menos a los autos que van adelante, muy ra-ras veces permite que haya menos de dos segundos entre el otro auto y él. Dadas las circunstancias —dice Levan-dowski—, nuestro miedo a los autos que se manejan solos es irracional. «Una vez que logras que el auto sea mejor que el conductor, es casi irresponsable dejarlo estar ahí», dice. «Cada año que demoramos el tema, muere gente».

Después de un largo día en Mountain View, la vuelta a casa hasta Berkeley puede ser un desafío. La mente de Levandowski, acostumbrada a dar vueltas en todas di-recciones, puede tener problemas concentrándose en la masa de dos toneladas de metal en la que se mueve. «La gente debería estar feliz de que pueda poner el modo au-tomático», me dijo mientras volvíamos a casa una noche. Se reclinó en el asiento y puso las manos detrás de la ca-beza, como si tomara sol. Se veía como uno de los dibujos de su colección de ilustraciones vintage de autos sin con-ductores: «¡Carreteras seguras gracias a la electricidad!».

Parecía estar todo tan cerca que podía imaginarse cada paso: los primeros autos entrando al mercado en cinco o diez años. Serían pocos al principio —bestias exóticas en un nuevo continente— confiando en sus sensores para conocer el territorio, haciendo mapas calle tras calle. Luego se propagarían, se multiplicarían, compartirían mapas y condiciones de ruta, alertas de accidentes y con-diciones de tráfico. Se moverían en manadas, unos rom-piendo el viento de los otros para ahorrar combustible, recogiendo y llevando pasajeros, como había imaginado Brin. Por una vez no parecía una fantasía. «Si observas mi historial, verás que usualmente hago algo por dos años y después me quiero ir», dijo Levandowski. «Soy un tipo que corre el primer kilómetro, el que corre hacia la playa en Normandía y luego deja que otra gente la fortifique. Pero quiero ver esto llegar al otro lado. Lo que hemos hecho hasta ahora es genial, científicamente interesante, pero no ha cambiado la vida de la gente».

Cuando llegamos a su casa, su familia esperaba. «¡Soy un toro!», gritó Álex, su hijo de tres años, mientras corría a saludarnos. Actuamos adecuadamente impre-sionados y luego preguntamos por qué un toro tendría bigotes y nariz roja. «Era un gatito hasta hace poco», susurró la madre. La ex reportera freelance para el Times y para CNET Olsen estaba escribiendo un tecno-thriller ambientado en Silicon Valley. Ahora trabajaba desde casa y se había vuelto muy cautelosa acerca de manejar después del accidente. De todas maneras, dos semanas antes Levandowski la había llevado junto con Álex a dar su primera vuelta en el auto de Google. Ella admi-tió que estaba nerviosa al comienzo, pero Álex se había preguntado el porqué de tanto escándalo. «Él piensa que todo es un robot», dijo Levandowski.

Mientras Olsen ponía la mesa, Levandowski me daba un breve tour por su hogar: una casa de 1909, del mo-vimiento Arts and Crafts, que alguna vez albergó a una comunidad de hippies liderados por Tom Hayden. «To-davía puedes ver los circulitos quemados en el piso del living», dijo. La casa es una elección rara y modesta para un republicano registrado y multimillonario. Probable-mente Levandowski podría pagar ahora la habitación presidencial del 747 y darle un buen uso. Solo el año pasado voló más de cien mil kilómetros por trabajo. Pero había un problema, me dijo. Era irracional, lo sa-bía. Iba contra todas las estadísticas y el sentido común, pero no podía evitarlo. Tenía miedo de volar

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Tras una vida de pobres al sur de Rumania, unos gitanos se pasean con joyas doradas por los salones vacíos de sus mansiones. Viven en Buzescu, hicieron su fortuna con el comercio de metales después de la caída del comunismo, y son una excepción de esta nación nómada y sin posesiones. Sus palacetes con adornos en forma de signo de dólar, los autos Mercedez Benz y collares de oro los distinguen de la austeridad habitual del pueblo gitano, pero los une a la vez a una comunidad de nuevos ricos dispersos por el mundo: un afroamericano de Queens se vuelve un rapero famoso y exhibe una cadena de oro con diamantes, una joven china consigue un puesto de ejecutiva y se compra un Iphone dorado incrustado de perlas, un prestamista hindú reúne un cuarto millón de dólares y se hace fabricar una camisa de oro. Un gitano de Buzescu se construye una mansión de tres pisos y, mientras sus caballos descansan adentro, él duerme en una carpa afuera de ella. Gente con dinero súbito que de pronto no sabe cómo portarse con él. La ostentación del nuevo rico a quien hacer pornografía del dinero excita tanto como aburre

¿Es ostentar el dinero una forma superior del aburrimiento?

Un portafolio de Ivan Kashinsky

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NUEVOS RICOSDE PUEBLO POBRE

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Uno de los nuevos ricos del clan Kalderash, parte del pueblo gitano que vive en Buzescu, al sur de Rumania.

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Armani Maih, Canti Maih, Amalia Scare, Zaharia

Ghita juegan frentea las mansiones

de sus padres.

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Vandana Ispilante con su hija Ederaen su habitación.

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Pobladores de Buzescu celebran Pascua en la casa

de Florin Iancu.

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Los gemelos Petrache, de seis años, en la escalera

de su mansión.

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Cuando Dios, el sexto día de la creación, contempló todo lo que había hecho, estaba todo muy bien, pero todavía faltaba la familia. El optimismo prematuro se vio compensado y el anhelo del paraíso que tiene la humanidad debe entenderse fundamentalmente como el deseo ferviente de poder vivir el día a día por una vez, aunque sólo fuera una vez, tranquilamente sin familia. ¿Qué es la familia? La familia (familia domestica

communis, la familia doméstica común) se encuentra en Europa central en estado silvestre y usualmente persiste en este estado. Se compone de un grupo de muchas personas de diferentes sexos, que consideran su tarea principal meter las narices en tus asuntos. Cuando la familia ha alcanzado unas proporciones considerables, se llama «parentela» (véase en el diccionario bajo la letra P). La familia aparece normalmente agrupada en una horrible masa y en caso de rebelión correría constantemente peligro de ser alcanzada por las balas, porque por principio no se separa nunca. La familia, por regla general, es impetuosamente propensa a la aversión mutua. La pertenencia a la familia desarrolla un agente patógeno muy extendido: todos los miembros del gremio siempre se lo toman todo mal. Aquella tía sentada en el famoso sofá es una falsifi cación histórica: ya que, en primer lugar, una tía nunca está sentada sola, y, en segundo lugar, siempre se lo toma todo mal; no sólo en el sofá, tanto si está sentada como de pie, tumbada o en el metro.

La familia lo sabe todo de todos: cuándo tuvo el sarampión Karlchen, lo contenta que está Inge con su modisto, cuán-do se va a casar Erna con el electricista y que Jenny, después de la última pelea con su marido, está dispuesta defi nitiva-mente a quedarse con él. Noticias de este tipo se van transmitiendo todas las mañanas entre las once y la una a través del indefenso teléfono. La familia lo sabe todo, pero lo desaprueba todo por principio. Otras tribus de indios salvajes viven o en pie de guerra o fumando el cigarro de la paz: la familia puede hacer ambas cosas al mismo tiempo.

La familia es muy exclusiva. Sabe lo que hace el sobrino más joven en sus horas libres, ¡pero pobre de él, si al jo-vencito se le ocurriera casarse con una extraña! Veinte monóculos se fi jarían en la pobre víctima, cuarenta ojos se ce-rrarían a medias, escrutadores, veinte narices olisquearían desconfi adas: «¿Quién es? ¿Es merecedora de tal honor?». En el otro bando pasa lo mismo. En estos casos normalmente ambas partes están absolutamente convencidas de que se rebajan a un nivel muy inferior al propio.

Así, la «tertulia social» de la familia acostumbra a terminar con un altercado. En sus formas habituales predomina aquel tono agridulce que se puede comparar perfectamente con la atmósfera de una tarde de verano poco después de una tempestad. Lo cual, sin embargo, no impide que todos se sientan a gusto. Los bienaventurados Herrnfeld represen-taron en una de sus obras una escena en la que la familia horrorosamente dividida celebraba una boda y después de que todos se hubieran tirado los platos por la cabeza, se levantaba uno de los miembros prominentes de la familia y en el tono más amable del mundo decía: «¡Ahora llega la hora de cantar la canción!». Siempre llega la hora de cantar la canción.

Ya en la gran Sociología de Georg Simmel se puede leer que nadie puede hacer tanto daño como el miembro más próximo de la casta, ya que conoce exactamente los puntos más débiles de la víctima. Se conocen demasiado para amar-se entrañablemente y no sufi cientemente bien para agradarse mutuamente.

Se está muy próximo. Jamás se atrevería una persona extraña a acercársete tanto como la prima de tu cuñada a cuenta del parentesco. ¿Llamaban los antiguos griegos a sus parientes los «más amados»? Toda la juventud de hoy los llama de otra manera. Y sufre bajo la férula de la familia. Y luego cada uno funda una y hace exactamente lo mismo.

No hay posibilidad alguna de librarse de la familia. Y si todo el mundo se fuera al garete, todavía existiría el peligro de que en el otro mundo se te acercara un angelito blandiendo suavemente su palma y te dijera: «Perdone, ¿no somos parien-tes usted y yo?». Y huirías corriendo, asustado y con el corazón roto. Al infi erno.

Pero no te serviría de nada. Ya que allí están todos, todos los otros

Kurt Tucholsky

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© De ENTRE EL AYER Y EL MAÑANA. Editorial Acantilado, España, 2003.

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Tu peor enemigo es la familia

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