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“Mateo no es espectro austa, el objeto de hielo se derrite en la escena” Mateo es un niño de siete años, lo que más llama la atención es que siempre está con un objeto sobre su oreja, generalmente un hielo o una botella fría, helada. La cabeza se inclina hacia ese lu- gar, que manipula, insistentemente, hasta enrojecer y lasmar ambas orejas. ¿Qué sendo ene este objeto?, ¿Mateo juega con él?. ¿Puede prescindir de su presencia?, ¿Representa otra esce- na?, ¿Es un ritual estereopado?. Los dos padres afirman: “Mateo no puede hacer nada sin tener ese objeto en la mano, apoyado en las orejas. Ese contacto lo hiela. Lo necesita todo el empo” La primera vez que me encuentro con Mateo, veo la tristeza de un niño cabizbajo, sosene un rectángulo plásco de color celeste, que no deja de mover entre sus dedos, muy cerca de sus oídos. Las orejas coloradas denotan el roce áspero con ese objeto de hielo. La mamá aclara: “Le duele siempre el oído, el frío lo calma, juguetea con ese hielo todo el empo…tuvo os, lo ope- ramos, hicimos muchos arreglos en los oídos…ahora está un poco mejor. Igual el diagnósco de él es espectro austa, vinimos con usted desde muy lejos, casi 700 kilómetros, para ver si ene ese síndrome, esa discapacidad, estamos desorientados y no sabemos qué hacer”…Mientras que la mamá me lo decía, Mateo no deja de pasarse rápidamente el hielo por la cabeza, en dirección de una oreja a la otra. La escena que acabamos de describir dramaza el sufrimiento, la angusa inmóvil, gozosa. El goce deja huellas de presencias congeladas, frías, encristadas en incubadoras de hielo. La ex- periencia que realiza Mateo fue diagnoscada en breves minutos como trastorno del espectro austa. Apenas llega al consultorio, Mateo, sin ningún po de mediación, se arroja a una colchoneta, se enrosca en ella y queda semienvuelto sostenido en esa posición, se deene unos minutos. Inten- to mirarlo, me presento, le muestro algunos juguetes. Él, desinteresado, perece no registrarme, pero en un momento comienza a decir, con una cierta musicalidad que alcanzo a intuir: “Que ojos tan grandes enes…(silencio, pausa)…que dientes tan grandes enes…(silencio, pausa)…que orejas tan grandes enes…(silencio, pausa)….” Sorprendido, sin dejar de mirarlo, sonrío y presiento que en ese desempo rítmico, en esa sín- copa melódica, compone un interrogante. Rápidamente, ante la repeción (que se corresponde con el cuento de caperucita roja, cuando ella se da cuenta que en la cama de la abuela, en realdad está el lobo), de la misma letra y el mismo ritmo, respondo de este modo. Mateo dice cantando: “Que ojos tan grandes enes”…silencio, pausa….en ese espacio-puente, respondo: “Para mirarte y ayudarte mejor”…él sonríe y connúa: “Que grande boca enes”…respondo: “Para hablarte y entenderte mejor”…Mateo: “Que grandes orejas enes”…afirmo: “Para escucharte y comunicar - me mejor”. Mateo, ante la contestación, no deja de reírse, se pone en juego la complicidad y la connuidad de la musicalidad.

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“Mateo no es espectro autista, el objeto de hielo se derrite en la escena”

Mateo es un niño de siete años, lo que más llama la atención es que siempre está con un objeto sobre su oreja, generalmente un hielo o una botella fría, helada. La cabeza se inclina hacia ese lu-gar, que manipula, insistentemente, hasta enrojecer y lastimar ambas orejas. ¿Qué sentido tiene este objeto?, ¿Mateo juega con él?. ¿Puede prescindir de su presencia?, ¿Representa otra esce-na?, ¿Es un ritual estereotipado?. Los dos padres afirman: “Mateo no puede hacer nada sin tener ese objeto en la mano, apoyado en las orejas. Ese contacto lo hiela. Lo necesita todo el tiempo”

La primera vez que me encuentro con Mateo, veo la tristeza de un niño cabizbajo, sostiene un rectángulo plástico de color celeste, que no deja de mover entre sus dedos, muy cerca de sus oídos. Las orejas coloradas denotan el roce áspero con ese objeto de hielo. La mamá aclara: “Le duele siempre el oído, el frío lo calma, juguetea con ese hielo todo el tiempo…tuvo otitis, lo ope-ramos, hicimos muchos arreglos en los oídos…ahora está un poco mejor. Igual el diagnóstico de él es espectro autista, vinimos con usted desde muy lejos, casi 700 kilómetros, para ver si tiene ese síndrome, esa discapacidad, estamos desorientados y no sabemos qué hacer”…Mientras que la mamá me lo decía, Mateo no deja de pasarse rápidamente el hielo por la cabeza, en dirección de una oreja a la otra.

La escena que acabamos de describir dramatiza el sufrimiento, la angustia inmóvil, gozosa. El goce deja huellas de presencias congeladas, frías, encristadas en incubadoras de hielo. La ex-periencia que realiza Mateo fue diagnosticada en breves minutos como trastorno del espectro autista.

Apenas llega al consultorio, Mateo, sin ningún tipo de mediación, se arroja a una colchoneta, se enrosca en ella y queda semienvuelto sostenido en esa posición, se detiene unos minutos. Inten-to mirarlo, me presento, le muestro algunos juguetes. Él, desinteresado, perece no registrarme, pero en un momento comienza a decir, con una cierta musicalidad que alcanzo a intuir: “Que ojos tan grandes tienes…(silencio, pausa)…que dientes tan grandes tienes…(silencio, pausa)…que orejas tan grandes tienes…(silencio, pausa)….”

Sorprendido, sin dejar de mirarlo, sonrío y presiento que en ese destiempo rítmico, en esa sín-copa melódica, compone un interrogante. Rápidamente, ante la repetición (que se corresponde con el cuento de caperucita roja, cuando ella se da cuenta que en la cama de la abuela, en realdad está el lobo), de la misma letra y el mismo ritmo, respondo de este modo. Mateo dice cantando: “Que ojos tan grandes tienes”…silencio, pausa….en ese espacio-puente, respondo: “Para mirarte y ayudarte mejor”…él sonríe y continúa: “Que grande boca tienes”…respondo: “Para hablarte y entenderte mejor”…Mateo: “Que grandes orejas tienes”…afirmo: “Para escucharte y comunicar-me mejor”. Mateo, ante la contestación, no deja de reírse, se pone en juego la complicidad y la continuidad de la musicalidad.

Luego, se acuesta y desparrama en la colchoneta. E cuerpo extendido, relajado, en una posi-ción de cúbito dorsal, gira y me mira, es una mirada demandante, gestual, silenciosa, ante ello respondo: “Querés que te lleve a pasear en esta alfombra mágica?...Sonriente, Mateo exclama: “Siii, a pasear”….”Bueno-respondo-Contá hasta diez y salimos”. Sin pausa, a toda velocidad, cuenta hasta diez. En este instante, tomo el extremos de la colchoneta, realizo un sonido, como si estuviera volando y lo llevo a pasear por el consultorio…Damos una vuelta, rápido, luego len-to y seguimos un poco más el imaginario viaje-paseo.

Esta experiencia escénica se repite de diferentes maneras, en una viajamos “por una tormen-ta” y la alfombra-colchoneta se mueve repentinamente para uno y otro lado. En otra, el paseo, trascurre por un lago, un río o el mar, de acuerdo a ello, va más rápido o más lento. En toda esta escena, Mateo no para de sonreír, se aferra fuerte de la alfombra-colchoneta y se prepara para la aventura. Acomoda la postura, la actitud corporal se adecúa y está atento a lo que pue-de suceder (tormenta, viento, catarata, río, mar, barro, lago).

La siguiente sesión, con diferentes variantes, recrea la escena con la alfombra mágica (persona-je-colchoneta). Lo más difícil se presenta cuando termina su turno. En ese momento, no quiere y se genera otra escena en la que estoy triste y enojado, porque quiero volar, es mi turno y él no quiere. Sin embargo, comienza a pedir ayuda, para sacarse las zapatillas, para volar en la alfombra o para que le saque una etiqueta en la remera. Al poco tiempo, algunas veces, cede el turno y con ayuda, me lleva a pasear.

En otra sesión diagnostica se detiene en una gran pelota de colores, la mira y se acuesta sobre ella. Acomoda la postura, el tono muscular se relaja y comienza a balancearse sin parar. Luego de un tiempo, le propongo compartirla, tirarla, patearla o jugar juntos con ella. Él se balancea solitario, me mira de soslayo, sonríe y continúa. De repente, en un balanceo se le escapa la pe-lota entre las piernas y logro agarrarla, él se sienta en el suelo. Aprovecho esta nueva situación y digo: Ahora voy a esconder la pelota…”. En ese instante, salgo corriendo con ella…al hacerlo, exclamo: “A buscarla…”. En ese ritmo, logro esconderla en otro cuarto. Mateo sonríe y afirma: “Siii”, y va a buscarla, lo acompaño. Lentamente, la buscamos por la cocina, tras la heladera, en el baño y finalmente la encuentra en el balcón. Al verla, se acerca, la agarra y vuelve a intentar balancearse, esta vez, la pelota rebota y se desliza hacia mí y salgo con ella al pasillo y luego a las escaleras del edificio. Al volver, le pregunto a Mateo: ¿Dónde está?, no la veo, pelota, pelo-ta, vamos a buscarla”. Al no encontrarla, se genera el silencio.

Aprovecho la pausa, el silencio como un puente y transformo la pelota en un personaje (cam-bio de voz, para producir esa ficcional personificación), ella, la pelota, dice: “Acá estoy, vengan a buscarme, me escondí en el cuarto piso” (vale aclarar que estamos en el quinto piso). Mateo corre hasta el ascensor, lo llamamos, subimos y descendemos un piso, contentos, vamos a bus-carla. Vamos por el pasillo, pero al pelota no estaba ahí. En el ritmo escénico, vuelvo a modificar la voz y afirmo: “Estoy en otro piso, me cambié, tienen que buscarme”. A continuación, por las escaleras, nos lanzamos entusiasmados a la aventura y finalmente la encontramos en el segun-do piso, al lado de una puerta. Con ella, sonriendo y alegre, subimos al consultorio.

Aprovecho ese momento y afirmo: “Ahora yo cuento y vos escondé la pelota…Hasta diez hay que contar y lento”. Mateo expresa el sí con todo el cuerpo, la postura y la alegría dada ver en el sonriente rostro, abierto al otro y a lo otro, que puede suceder al jugar sin saber a ciencia cierta que iba a pasar al realizarlo. Sin darnos cuenta, en la experiencia compartida, en el “en-tredós” transferencial construimos, creamos un saber ficcional para seguir jugando.

A continuación, se le ocurre esconder otros juguetes, por ejemplo, vió un muñeco de Mickey pequeño y lo esconde atrás de la puerta del baño, se ríe. Voy a buscarlo, lo busco por diferen-tes lugares, atrás de la heladera, en el freezer, en la biblioteca, en unos cajones. Él muy cerca, a mi lado, sonríe y me acompaña, disfruta de la escena. Cuando por fin lo encuentro, sonríe y quiere volver a esconderlo, pero ahora es mi turno y tiene que esperar a que pueda esconderlo. Lo hago y comienza a buscarlo, para ello le pregunta a la secretaria: “¿Dónde está el Mickey, lo viste?”...ella responde: “No sé, puede estar en la otra sala”. Corre hacia allí, preguntándo-se: “¿Dónde estará escondido?”. En la intensa búsqueda, se detiene a mirar otros juguetes, se olvida del Mickey. Y al recordárselo, vuelve a intentar encontrarlo. De este modo, escondemos y buscamos diferentes objetos. El juego adquiere intensidad, intriga y por momentos, enigmas a descifrar en cada búsqueda.

En un momento, Mateo se detiene y mira la pelota más grande, se acerca y comienza a balan-cearse. Claramente, es un movimiento sensoriomotor, se recuesta sobre ella y rebota sin parar. Tomo este momento como un gesto y lo acentúo moviéndolo para arriba y para abajo. Se ríe y reacciona a carcajadas, balanceándose en un ritmo periódico decido incluir una melodía rítmica y al mismo tiempo que acompaño el balanceo, canto: “Paparapapapapa…papapa…papapa… paparapapapapa…papapa”. Al terminar de moverlo demanda a los gritos: “Otra vez, otra vez…es mi turno, es mi turno…siempre mi turno”. Ante esta demanda, respondo: “Muy bien…pero antes de volver a jugar a moverte para un lado y para el otro con la pelota y el Paparapapapa-pa…papapa…papapa… paparapapapapa…papapa, juguemos a la escondida, tenés que contar hasta diez, lento, despacio y encontrarme”. Inmediatamente, comienza a contar, se tapa los ojos y voy a esconderme.

El juego de la escondida se rearma, Mateo va a mi encuentro, me busca en un cuarto, en el baño, en otro lado, pero no me encuentra, comienza a exclamar: “Esteban…Esteban…¿Dónde estás?...Esteban”. Desde mi escondite, registro un tono de angustia y decido orientarlo, sin que me vea, comienzo a repetir la melodía: “Paparapapapapa…papapa…papapa… paparapapapa-pa…papapa”. Lo escucho sonreír, se orienta y me encuentra. Sonríe, me mira y luego se lanza a la pelota para balancearse, me acerco y otra vez el ritmo adquiere cada vez más consistencia de código, como si fuera un guiño de ojo, arma la complicidad y la intensidad, el ritmo, deviene personaje. Es decir, el ritmo de la escena se transforma en un personaje que unifica, anuda y hace de puente entre la realidad sensoriomotriz (del balanceo) y la imagen del cuerpo que la escena genera en el placer del deseo de un encuentro con otro. De algún modo, nos balancea-mos juntos en el horizonte de la experiencia compartida, donde, Mateo existe como sujeto y su aparto neuromotriz, lo sensoriomotor se repite en un espejo que lo unifica, ósea en la imagen corporal que lo sostiene más allá de la organicidad y de cualquier diagnóstico. En todas estas entrevistas diagnósticas, Mateo no usa el objeto de hielo en sus orejas, se “olvida” de usarlo por el placer del juego en la escena.

Al jugar a la escondida con Mateo, al esconder un objeto, esconderse y buscar al otro, a lo otro, creamos la ausencia sostenida en una presencia que en tanto tal, se pierde en un nuevo escon-dite para esconder secretos y atraer a otros. El escondite (como espacio-refugio) funciona como una huella vacía que se ocupa con otra ausencia, la de aquel que está buscando. La búsqueda, en este caso, de Mateo, de Esteban, marca el trayecto de la ausencia a la presencia, y de ella otra vez a la ausencia y así sucesivamente.

Entre una escondida y otra, entre la presencia y la ausencia se juega la intensidad de una expe-riencia que no se puede anticipar, ni calcular previamente. Vivirla es transitarla y al hacerlo se la inventa sin un porque, ni para qué, por el placer de gozar con otro de un encuentro ficcional (que es un como sí, un hacer de cuenta) y simbólico (enlaza el afecto libidinal a la escena) cuya plasticidad potencia el deseo de desear a jugar con otro.

Al jugar a la escondida, se pone en juego el asombro, la intriga y la curiosidad de los secretos. Esconderse es sostener un secreto en la intimidad del espacio-tiempo, en tanto y en cuanto, el otro está interesado en encontrarlo, si pierde el interés, el enigma, la intensidad, no se puede seguir jugando y la escondida, no esconde nada. No hay juego.

La experiencia de la escondida supone siempre otro que lo busca y potencialmente lo puede encontrar (he allí el enigma significante). En este sentido, el que se esconde está en su escon-dite y fuera de él, en el trayecto que el otro recorre para encontrarlo y volver a esconderse en otro lado, donde se repite nuevamente, un secreto posible y enigmático. Es una repetición en la diferencia, cada recorrido es otro y origina otro camino, y por supuesto, otra experiencia escé-nica. Al inventar la escondida, en este caso con Mateo, la sonoridad corporal, gestual del “Papa-rapapapapa…papapa…papapa… paparapapapapa…papapa”, amplía el horizonte de la experien-cia. A través de ese ritmo afectivo, se trasmite el don, que habilita la apertura, el impulso y la fuerza de nuevas redes neuronales y simbólicas.

Si se juega la repetición de la diferencia, el secreto-escondite genera un vacío, lo oculto (por develar) que causa deseo de encuentro. Se juega para descubrir en el otro el propio escondite, que después tendrá que jugarlo, compartirlo, recrearlo e inventarlo. Al hacerlo, todo niño se re-crea y re-inventa un destino a construir en la relación con el otro, que le permite constituir su propia experiencia, la propia herencia simbólica y los espejos que a lo largo de la infancia, culminaran representándolo en un espacio ciertamente infantil, y al mismo tiempo, simbólico.

Separamos la experiencia como realización del producto realizado, a diferencia como lo enun-ciaba Marx, quien consideraba: “El producto inseparable del acto de producir”. En la realización escénica de la infancia, en el entredós, se juega lo central del acto de jugar a la escondida. Es en el trayecto, en el recorrido por el juego, donde la intensidad escénica deviene potencia. Esconderse, producir un escondite, realizar el espesor implica una mascarada para estar en la ausencia, sostenido en el movimiento pendular entre la representación y lo representado, entre el secreto y lo encontrado, entre la búsqueda y lo deseado.

El placer del deseo, impulsa el descubrimiento y la aventura, donde se pliegan los trazos, las huellas de la realización infantil, no como producto sino como producción, efecto de la plasti-cidad simbólica. Recordemos que en la plasticidad neuronal se producen cambios a nivel eléc-trico y bioquímico que necesariamente implican trasferencia de información en cada sinapsis. Este proceso, está delineado en tres dimensiones: a. La transmisión, b. La transcripción y c. La transducción. Esta última implica un cambio de legalidad, una transformación en la función y el funcionamiento neuronal. Justamente, planteamos, que ella es efecto de la intensidad de la experiencia que llamamos plasticidad simbólica.

Al comienzo del artículo, nos interrogamos acerca del objeto de hielo que Mateo tenía y que usaba todo el tiempo, sin pausa, y de modo constante, con los estragos que él mismo producía en las orejas llenas de dolor. Luego de estas entrevistas diagnósticas, y tras la devolución a los padres, ellos notan muchos cambios, tanto en la relación con los otros niños, como en los jue-gos y el lenguaje. Finalmente, la madre me envía un whatsapp, con los distintos logros de estos últimos días. Textualmente afirma: “Y la frutilla del postre, ¡Desapareció mágicamente el dolor de oídos y ya no usa hielo, tenemos un hijo sin dolor, que no sufre!!!. Parece increíble. Todo esto paso en un solo mes”.

Esteban [email protected]

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