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Distribución y Consumo 108 Julio-Agosto 2010 as dos personas de rasgos esla- vos esperaban al mismo hom- bre que debía regresar aquella noche a su propia casa. Una, la mujer que era a la vez esposa del deseado, previendo que la situación se prolongaría y qui- zás para menguar en lo posible el hastío de la misma y no oír el sonido monótono de la lluvia en el exterior, no tuvo más remedio que romper el silencio que los separaba como un telón e ini- ciar con cierta pereza una incómoda conversa- ción. “Tú sabes que en aquellos tiempos la gente de aquí nos llamaba sin distinción “comunistas” a todos los pueblos de nuestro continente o tam- bién “rojos” en un tono peyorativo sin relación al- guna con el color bermejo ni su calidez, mientras que nosotros de ellos desconocíamos casi todo. La barrera infranqueable que nos separó, y que nosotros en nuestra forzada inocencia descono- cíamos, en este país la llamaban “muro”, incluso algunos se atrevieron a llegar más lejos en su imaginación al denominarla “telón” y para des- vincular esa palabra de la candidez que le otorga su cercanía al teatro y a las artes, y despojarla así del tono fabril y vulnerable que pudiera aparen- tar, alguien con su particular osadía la bautizó Esperanzas del Este, mercados del Oeste Vicente Benéitez L

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Distribución y Consumo 108 Julio-Agosto 2010

as dos personas de rasgos esla-vos esperaban al mismo hom-bre que debía regresar aquellanoche a su propia casa. Una, lamujer que era a la vez esposadel deseado, previendo que lasituación se prolongaría y qui-

zás para menguar en lo posible el hastío de lamisma y no oír el sonido monótono de la lluviaen el exterior, no tuvo más remedio que romperel silencio que los separaba como un telón e ini-ciar con cierta pereza una incómoda conversa-ción.“Tú sabes que en aquellos tiempos la gente de

aquí nos llamaba sin distinción “comunistas” atodos los pueblos de nuestro continente o tam-bién “rojos” en un tono peyorativo sin relación al-guna con el color bermejo ni su calidez, mientrasque nosotros de ellos desconocíamos casi todo.La barrera infranqueable que nos separó, y quenosotros en nuestra forzada inocencia descono-cíamos, en este país la llamaban “muro”, inclusoalgunos se atrevieron a llegar más lejos en suimaginación al denominarla “telón” y para des-vincular esa palabra de la candidez que le otorgasu cercanía al teatro y a las artes, y despojarla asídel tono fabril y vulnerable que pudiera aparen-tar, alguien con su particular osadía la bautizó

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como “telón de acero” y así quedó para siempreunida como una aleación a nuestros pueblos,una maldición bíblica que nos iba a perseguircon la perseverancia del metal hasta el fin de lostiempos. Aquella misma construcción, sin quevariara un ápice su consistencia o altura, ni sugrosor, ni tan siquiera el alambre espinoso que lacoronaba y que ambos lados compartíamos ensilencio y de mal grado como el que arrastra unapena enorme y larga, muy pesada y larga, kilomé-trica, aquel mismo parapeto militar fue tambiénpara nosotros metálico, del mismo acero heladocon que se fabrican las guillotinas que cercenanlos cuellos y la libertad”.Afuera seguía lloviendo, las nubes grises de losúltimos días trajeron una lluvia fina y persistenteque lo adensaba todo. Arreció la lluvia por mo-mentos mientras el cambio en la dirección delviento hizo que el agua racheada fuera a estrellarcon violencia contra los cristales de la fachada. Elhombre no se movió del ventanal, mientras ellalo percibía en su terca inmovilidad como una dé-bil silueta que pretendiera fundirse con el colorcrudo de las cortinas, evitando recibir sobre sugabardina Burberry beige el chorro débil de luzamarillenta que venía de una farola cercana alotro lado de la calle, para envolver la estancia ycrear una atmósfera tétrica. Sólo cuando el hom-bre daba una calada al cigarrillo, una brasa lumi-nosa de color anaranjado fijaba su posición enmedio de la oscuridad como fija el destello la po-sición del faro. La mujer permaneció sentada ensu butacón orejero, apoyados sus codos en el re-posabrazos, los hincó con fuerza en el tapete deganchillo para juntar sus manos por las palmas yllevarlas hasta tocar con los dedos la base de sunariz recta, eslava, en un acto que podía oscilarentre el susurro de una oración religiosa o la ínti-ma reflexión acerca de un tema vital, pero que noiba a ser ni lo uno ni lo otro, sino más bien signi-ficaba un respiro, el necesario en este punto pararetomar su explicación, que a ella a estas alturasle estaba sabiendo amargamente a soliloquio.“Tú sabes que nosotros éramos pobres, bueno, sibien no de solemnidad, al menos de una pobreza–la mujer hizo una pausa, miró al techo con los

ojos entornados como intentando atrapar la pa-labra necesitada que la hubiera estado esperan-do allí largo tiempo suspendida entre los brazosde la lámpara de araña–, menesterosos, eso –ydio un giro de alivio con su cabeza a la vez queprolongaba la “o” final haciendo un piñón con suboca–, como aquellas familias desgraciadas quedan comienzo a Anna Karenina. En nuestra aldease cultivaba todo tipo de productos del camposobre una tierra fértil, tantas veces esquilmada,entonces por una agricultura dirigida, interveni-da y de resultados inciertos. Comíamos, eso sí,de comer no nos faltaba, pero nada más, no ha-bía hueco para caprichos ni tan siquiera para de-sahogos. Pero salimos adelante, sufriendo unaaperreada e insignificante vida como siempre lohabíamos hecho, todos unidos para formar el al-ma rusa de un pueblo sufriente, a veces inclusosuperando peores condiciones de vida”. “Sin asomo de futuro ni esperanzas conocí a Di-mitri cuando aún era una jovencita de eleganterodete rubio y pañuelo rojo de pionera en la ca-beza, él era dos años mayor que yo y entre noso-tros se inició una relación a fuerza de coincidir enel autobús que nos llevaba al instituto de San Pe-tersburgo donde estudiábamos. Bien sabes queno hubiera sido de otra forma para una mujercitarusa como yo, educada a la antigua, con deberesen el hogar y en la misma aldea, donde veía a loshombres jóvenes tan lejanos, afanados en las ta-reas del campo durante el día y rendidos por lanoche a los estragos del vodka. Nos enamora-mos, pues, y juntos disfrutamos de nuestra ju-ventud en la ciudad de los canales. Creo que eneste país no hay una ciudad tan hermosa comoSan Petersburgo. En primavera o en verano losdos recorríamos juntos las anchas avenidas rec-tilíneas y sombreadas y en los troncos de los ár-boles con un punzón, también de acero, escribía-mos nuestros nombres –Dimitri y Nadia– dentrode un corazón hinchado de amor y traspasadopor una flecha o disfrutábamos abrazados miran-do la apertura y cierre de los puentes sobre el ríoNeva al paso de los grandes barcos, estremeci-dos por el pitido de sus sirenas, o tomando el solrecostados en los muros de la fortaleza de Pedro

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Distribución y Consumo 110 Julio-Agosto 2010

y Pablo y pasear más tarde anillados por la pers-pectiva Nevski y entrar para rebuscar en los alma-cenes Dbor o bien ojear algo en la Casa del Libro.Y en invierno, cuando la ciudad imperial tomabauna coloración grisácea y desvaída, como deacuarela, una niebla espesa, de cine, la penetra-ba recorriendo sin descanso los canales, enton-ces qué bien estábamos en los cafés y buistrosdel canal Fontanka”.“Sabes bien que a Dimitri no le colmaba aquellagenerosa felicidad que nos regalaba a diarionuestra metrópoli, pues él la consideraba insanapor húmeda, tampoco gustaba de recorrer engrupo nuestro vasto país de fuertes contrastes,para él atrasado y enfermo…, y cuando Dimitrime visitaba en la casa de mis padres buscaba an-te ellos los momentos favorables o convertía losinoportunos en los más idóneos para soltarles laperorata de rigor, siempre sobre el mismo temahasta el fastidio. Su versión memorizada de queen el otro lado de la “granitsa”, nuestra fronteraacerada, se vivía un tiempo de ensueño, dondelos ciudadanos elegían democráticamente a susrepresentantes, los mismos que más tarde iban apromulgar unas leyes justas para garantizar losderechos de todo el pueblo, que había muchotrabajo y bien pagado con poco esfuerzo, un ver-dadero país de Jauja compuesto a su vez de gran-des ciudades de avenidas resplandecientes conletreros de neón, gas de cuya nobleza jamás oye-ron hablar mis padres, tan inexistente para elloscomo para el propio Dimitri que para su desgra-cia sólo podía imaginarlo por los relatos, fanta-seados en la mayoría de los casos, que le traíanaquellos pocos afortunados que disfrutaban delprivilegio de viajar al extranjero, como su amigoYuri, aquel ucraniano jugador de baloncesto quellegó a disputar dos finales de la Copa de Europa,una de ellas aquí en Madrid; jugadores perma-nentemente vigilados en sus cortos desplaza-mientos entre los hoteles, escoltados por comi-sarios políticos siempre al acecho ante algúnmovimiento sospechoso, valorando cualquiermirada extraña, evitando la fuga aunque fuera alcostoso precio de la vida del pobre incauto atre-vido”.

Guiada por un chasquido, Nadia miró en la direc-ción donde presumía se encontraba el hombrede la Burberry, a punto de prender un nuevo ciga-rrillo. Lo encendió y la llama descubrió en su fazunas mandíbulas robustas, las quijadas con loshuesos sobresalientes, cuadradas, más pertene-cientes a la anatomía de un animal de presa quea la de un humano, pero Nadia no le dio impor-tancia a aquella trágica y efímera visión para se-guir relatando: “También a mí, como a cualquier muchachita in-genua sin importar el lugar del mundo donde re-sida, me fue calando en la cabeza aquella locahistoria de fugas desesperadas hacia nuevos lu-gares incógnitos, como cala ahora esta lluvia queaquí los españoles por algo llaman “boba”. Conel paso del tiempo el discurso en la boca de Di-mitri llegó a ser una quimera trufada de libremercado del oeste y de obsesión por hacerse ri-co sin esfuerzo, pero a mis oídos aquella letaníallegaba transformada en milagro, la prioritaria yúnica posibilidad de salir de la miseria que nosenvolvía. En aquellas condiciones no fue difícilconvencer a mis padres. Nos casamos y al pocotiempo llegó tu consejo y la correspondienteoferta de “tus a-mi-gos”(lo dijo silabeando la últi-ma palabra): entrar en el mercado de trabajo del“Mundo del Oeste”. El pacto de sangre lo firma-ron Dimitri y tus amigos. Yo desconozco las cláu-sulas, los fundamentos de hecho o de derecho deese contrato, y por eso mismo yo no me conside-ro vinculada a ese convenio”.“Mi error fue no considerar que las preocupacio-nes viajan siempre con una y pensar que al cruzarel muro, nuestra “granitsa”, desaparecerían co-mo desaparece por arte de magia un conejo en lachistera de su mago y creer que al traspasar lafrontera las cosas cambiarían a mejor. Dimitri to-davía sueña, ¡es tan fácil verlo todo conseguidoen el sueño!”En el exterior, la lluvia ahora caía más despacio yel viento amainaba. Las gotas de agua dejabansobre el cristal varios chorretones que resbala-ban paralelos a distintas velocidades. Al pasar uncoche con los faros encendidos los cristales mo-jados del ventanal se comportaban como lentes

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Distribución y Consumo 111 Julio-Agosto 2010

partiendo el haz de luz y proyectando sobre la pa-red del fondo unos garabatos luminosos muy fi-nos y extraños que recorrían rápidos el salón co-mo un relámpago. Alguien cubierto con un im-permeable azul cruzó la calle a paso rápido cobi-jado bajo su paraguas con una bolsa de basuraen la mano camino del contenedor. Impermea-ble, paraguas y bolsa se veían escarchados y lige-ramente separados a través del ventanal, como siestos objetos no formaran parte inseparable deun mismo bulto. El hombre apuró el cigarrillo, se alejó del venta-nal y vino hacia donde se encontraba la mujerpara, sin mirarla, aplastar la colilla retorciéndola,como si del pescuezo de un pollo se tratase, con-tra el fondo del cenicero de cristal que estaba so-bre la mesa. Desde el patio de luces vecinal llega-ban voces de madres que regañaban a sus hijos,melodías de las radiofórmulas, machaconascanciones que salían repetidas una y otra vezhasta la indigestión, la voz alta y metálica de al-gún televisor dando las noticias en algún teledia-rio de la noche, el chirriar de los huevos o las pa-tatas al freírse en la sartén, unos olores fuertes afrituras de distintos pescados navegaban por lasgalerías impregnándolo todo con su persisten-cia, también subían sabores a sopa rancia y ce-nas con gusto a tortilla francesa, salchichas y pa-tatas…, el día laboral tocaba a su fin y con él laparte proporcional de vida, computada en plazoslaborales, para cada uno de los urbanitas quecompartían aquel mismo bloque de viviendas enla cervantina y monumental ciudad de Alcalá deHenares, a siete leguas cortas de Madrid.Aquellas voces, olores y sabores diferentes queascendían livianos como globos cargados de hi-drógeno por el hueco del patio de la comunidadvecinal, le trajeron a Nadia el recuerdo de su lle-gada a este país, y sin poder contenerse prosi-guió su relato:“Dimitri y yo llegamos a Alcalá de Henares unaño y trece días antes de la caída de aquel inefa-ble muro. Un día, armados los dos de valor deci-dimos traspasar la raya, aquel límite de todos loslímites que una vez traspasado la vuelta atrás sehace literalmente imposible. Bien es verdad que

sin tu inestimable ayuda y la de “tus a-mi-gos”–aquí la mujer volvió a separar las sílabas al pro-nunciar la palabra– a lo largo de toda la singla-dura, nosotros nunca hubiéramos arribado abuen puerto; en especial antes de salvar la línearoja donde los puertos carecen por completo deabrigo, a diferencia de este país, maravillosa gen-te buena que nos ha acogido con cariño y respe-to en su seno sin hacernos ninguna distincióncon ellos mismos”.“Con una alegría desbordante supe de la caídadel muro en las noticias que daba la televisióndel bar donde trabajo. La misma televisión quecada mañana es el segundo aparato que enchufoen el bar del Mercado Municipal de Alcalá de He-nares. Porque a diario lo primero que prendodespués de subir la persiana metálica es la cafe-tera, y la purgo hasta dos veces antes de comen-zar a servir el primer café, incluso con frecuenciadejo la persiana metálica de la entrada subida so-lamente hasta la mitad para darle tiempo a la ca-fetera. Después de la tele enchufo la plancha delas tostadas, de los filetes y carnes que entreve-ran los bocadillos. Como el bar está dentro delmercado, los primeros halagos me llegan de loscarniceros antes de las siete de la mañana cuan-do descargan las piezas grandes de carne desdelos camioncitos refrigerados que aparcan en elexterior para entrarlas y colgarlas dentro de lascámaras frigoríficas que, con las puertas de aceroinoxidable y un alicatado gracioso, decoran elfondo de cada puesto. Los hombres lo hacensonrientes a estas horas de la mañana, a vecescon muchísimo frío en el exterior que ellos inad-vertidamente aumentan por acumulación cadavez que están dentro de las cámaras. Pues conese frio polar, la pieza de carne grande y sin des-piezar sellada con varios tampones de color azu-lete indeleble sobre la piel ya desollada y blanca,sangrante todavía en el envés, convenientementerepartido el peso sobre el hombro, algo sofoca-dos me sonríen y me piropean sanamente al pa-sar. Nunca he entendido por qué me sonríen. Sícomprendo lo del piropo, tan español, tan alegrey atrevido, saciado de una varonil vergüenza den-tro de su picardía inocente, pero sonreirse al ver-

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Distribución y Consumo 112 Julio-Agosto 2010

me…; vienen de haber comprado y cargado enlos puestos de Mercamadrid ¡a las cinco de lamañana! Pero aún es más incomprensible que sualegría sea compartida por la casi totalidad de lospescaderos y fruteros que también llevan esemismo destemplado y extravagante horario. A ve-ces pienso a qué horas han de levantarse de sucama para llegar a Mercamadrid en torno a lascinco de la mañana. ¿Y cuándo y cuántas horasduermen? Yo en comparación con ellos soy unaprivilegiada al tener que abrir el bar a las siete dela mañana. Pero esos madrugones curten y her-manan a los buenos trabajadores que son los car-niceros, los pescaderos y los fruteros que sin esetemple serían gremios más desavenidos, segura-mente. A veces, alguno más reservado, se queja yacodado en la barra del bar viene a contarme condesinterés y natural modestia su aperreada vida,yo le sirvo otra copa de coñac tempranero y élagarra fuertemente la botella de brandy con sumano ahuecada como la de un mono al coger unpalo, y mira la botella de Terry extasiado, sorpren-dido recorre suavemente su malla dorada que laenvuelve, la masajea como si fuera la primera vezque se topara con ella, en la etiqueta una mujerrubia vestida solamente con una camisola que seintuye transparente cabalga montada a horcaja-das sobre un caballo blanco y en su imaginaciónel hombre adusto va transformando la red doradade la botella en una media de seda también dora-da que cubre los muslos de una cabaretera anti-gua que le será complaciente”. “Colocadas en los mostradores las piezas menu-das de carne convenientemente envueltas en ce-folán transparente, el pescado encallado en lafrescura del hielo, con mejor criterio la disposi-ción colorista de la fruta, y llenas las cámaras fri-goríficas de reserva, los trabajadores se dan unmerecido respiro antes de la venta y van llegandoa la barra del bar perfectamente uniformados, loscarniceros con sus trajes blancos o rojos al igualque los polleros, los pescaderos de azul y botasaltas de goma, con verdes y azules guardapolvoslos fruteros. Churros y porras, croissantes y napo-litanas, alguna tostada de pan untada con aceitey tomate…, café solo, cortado, con leche, man-

chado, cortos y largos…, anises, cazalla o coñacpara combatir el frío, montados y bocadillos parasaciar el hambre, para calmar la sed cañas y bote-llines, todo formando parte de un rito diario an-tes de abrir al público las puertas del mercadomunicipal, compradores y clientes que cuandoentran se hallan con un bar solitario y limpio denuevo, virgen e inmaculado como si nadie lo hu-biera aún profanado. Y de nuevo se vuelve a repe-tir en mi presencia el mismo ceremonial de loscafés y desayunos. Así hasta el cierre de los pues-tos al mediodía, que es el momento de cambiarel tercio para la comida, y vuelven a aproximarsesedientos los mismos carniceros, pescaderos yfruteros, aumentados ahora por el acompaña-miento de otros que han iniciado su labor mástarde por no tener que andar mudando el génerotan de continuo. Llueven las cañas de barril bientiradas, los quintos, botellines y tercios de cerve-za, poco vino y vermut, y cada consumición consu correspondiente aperitivo acompañándole co-mo está mandado, tapas y raciones consumidasen solitario o compartidas en mancomunidad, al-gún plato combinado, con alegría el juego de chi-nos a la hora de pagar, la propina discrecional, elgrito de ¡BOTE! que la acompaña…, el sonido dela campana y el diario del acordeón de Petru elzíngaro rumano con los dientes embalsamadosde plata y oro que desde la esquina suena comouna gramola tocando las canciones de su tierra...,el grito doloroso, pedigüeño e indescifrable, casiun aullido animal de Masha, sentada en el sueloa la puerta del mercado, las piernas encogidas, lamano derecha extendida con la palma hacia arri-ba sosteniendo un vaso de plástico translúcido,a sus pies un capazo de tela pobre como ella, aveces a medio llenar, otras medio vacío…” “Recoger y comenzar de nuevo para la tarde, sincerrar el bar, más cafés y vuelta al ciclo rítmico dela mañana, que se repite frenéticamente. Así ho-ras y horas, sirviendo y limpiando, escuchando ycallando, cabeza y piernas doloridas y los pies apunto de estallar. Y la esperanza de Dimitri depoco esfuerzo y mucho dinero que no se cumplesegún lo previsto, mientras tenemos que seguirpagando religiosamente”.

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Distribución y Consumo 113 Julio-Agosto 2010

La lluvia amainaba, ahora solamente caían, co-mo con desgana, algunas gotas, muy pocas y dis-persas, eso sí, muy gordas, que se disolvían es-trepitosamente, como globos hinchados al rom-perse contra el suelo o bien al caer como pompassobre la superficie de los charcos ya existentes.Del patio llegaban las risas aumentadas de algúnprograma de televisión de cotilleo, una jaula degrillos que aumentaba cada vez más y parecíaque nunca iba a detenerse en su “crescendo”. Es-tos gritos agudos, broncos, de gallinero se mez-claban con otros más graves y suaves que salíande alguna película, quizá antigua, quizá en blan-co y negro. Nadia se levantó de la butaca y fue aocupar el antiguo lugar que el hombre había de-jado libre justo al lado de las cortinas del venta-nal que el hombre de la Burberry había cerrado alpaso de la noche. Nadia, con sus manos blancasy delicadas de eslava hermosa, los dedos largos yestilizados, descorrió por su parte las cortinas yen ese momento entró un listón amarillento deluz que le arrancó dos destellos: una brizna decolor rosado de su mejilla que contrastaba con elcentelleo triguero de su pelo.El hombre se acercó a la televisión para inclinar-se y enchufarla, buscó con el mando a distanciaun canal digital de música rock y subió el volu-men, mientras Nadia no tenía más opciones a es-tas alturas que seguir narrando su propio monó-logo de forma cada vez menos entusiasta, o ca-llar manteniendo la tensión hasta la llegada deDimitri. Ella optó por seguir hablando, aunquefuera para el aire:“También aquí y a esta ciudad de Alcalá de Hena-res llegaron durante los años sesenta y setentamiles y miles de inmigrantes de las tierras cerca-nas de la Alcarria, de Guadalajara y de Castilla,pero también de las lejanas Extremadura y Anda-lucía; eso sí, a diferencia de nosotros y nuestroinpracticable “muro”, cruzaban solamente acci-dentes geográficos naturales como sierras opuertos de montaña o vadeaban ríos para llegarigualmente al buen puerto deseado, en este casocomo nosotros ellos venían a ver cumplido susueño: una vida mejor, la esperanza de cualquierser humano”.

En este punto el hombre, como si de súbito sehubiera irritado, arrojó por la ventana el ceniceroy mientras la débil lluvia transformó en barrillo elincienso gris, y el circular recipiente de cristalplaneaba, las colillas salían revoloteando en to-das direcciones jaleadas por un tímido viento.Subió más el volumen de la televisión, dondeahora tocaba un grupo musical que aun siendodiferente de la actuación anterior en nada modi-ficó el estruendo de su música. El de la Burberryse palpó por cima de la gabardina para constatarque la herramienta seguía allí, en su nido, aloja-da dentro de la sobaquera. Sonó el teléfono mó-vil del hombre con una melodía hortera. El hom-bre estaba atento a las consignas que salían delauricular y daba las sucesivas respuestas a su le-jano interlocutor: OK, da, da, OK. Ella lo presu-mió todo. En la mirada doliente de Nadia latía ladesolación, la certeza de que Dimitri no volveríaa aquella casa, de que nunca acudiría a la llama-da de la mafia. Pero siguió narrando protegida enla penumbra, sentada de nuevo en su sillón ore-jero abismada en su propio discurso. Los dos sonidos coincidieron en un mismo ins-tante: el golpe final de percusión del grupo derock en la tele y el sonido seco y achampanado,inaudible en aquel auditorio, del disparo que sa-líó del silenciador de la pistola Makaroff de 6.35.Nadia quedó petrificada recostada en el sillón,los brazos caídos colgando a lo largo del asientocomo un títere descoyuntado, fijos sus bellosojos azules en el techo del salón, parecía real-mente la estampa de una santa barroca en el mo-mento de su éxtasis místico. En su blanca frente,entre ceja y ceja, el orificio limpio de entrada delproyectil parecía el tercer ojo de un Buda, el mis-mo que todo ser humano anhela y que no es másque la misma esperanza, el mismo sueño igual-mente irrealizable.

Ilustración: Pablo Moncloa

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El mercado de referencia utilizado por el autor de es-te cuento es el Mercado Municipal de Alcalá deHenares, Madrid.

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