ESPERANDO A DIOS EN LA HABANA LEONARDO PADURA...

1
FIAT LUX 81 QUE NO DESCANSE de fijar una entrevista con una profesora mexicana que realizaba una investigación sobre “el abasto de alimentos en los mercados habaneros”, o sea, algo así como un misterio capaz de desbordar las habilidades indagatorias de Pepe Carvalho. Aquella fue otra noche memorable. Manolo llevó esta vez dos botellas de vino y la anfi- triona, por su condición de extranjera y poseedora de divisas, preparó una cena que, en mi memoria cubana de los años 1990, recuerdo como pantagruélica, y sobre la cual Manolo emi- tió incontables elogios. La conversación sobre cómo se alimentaban los cubanos de 1997 y de los años previos -los más complejos y hambreados de la crisis post-soviética-, fue digna de un concilio de surrealistas. La profesora explicaba científicamente, Manolo preguntaba periodís- ticamente y los cubanos presentes comentábamos visceralmente, desde nuestras experiencias sufridas. Al final de la noche creo que Vázquez Montalbán entendió algo más: que ni siquiera la ciencia podía explicar el milagro de la supervivencia de los cubanos en unos años durante los cuales, para engañar nuestras papilas y calmar los estómagos, convertimos las cortezas de naranja agria en sucedáneos de carne de res, mientras pedaleábamos sobre bicicletas chinas por un país paralizado y oscuro. De aquellos entendimientos y otros muchos más a los que lo llevó su exhaustiva curiosidad, salió el largo reportaje Y Dios entró en La Habana, que Manolo publicaría en 1998, luego de la estancia de Wojtyla en Cuba. El libro, considerado excesivamente crítico por la ortodoxia interna y complaciente por la ortodoxia externa, es, por ello mismo, un equilibrado y lúcido recorrido por la vida cubana del momento, una de esas extrañas piezas en las que un forastero logra captar esencias de un país visitado. En la dedicatoria del ejemplar que me regaló, si mal no recuerdo –porque cometí el error de prestarlo y ya nunca regresó a mis estanterías- Ma- nolo me decía algo así como: “Para Leonardo, que me ayudó a entender lo ininteligible, con la gratitud y el afecto de” y lo firmaba con su nombre completo, como si fuera preciso evitar confusiones. Cinco años después, cuando recibimos la noticia de su muerte y me dispuse a escribir unas palabras para evocar su memoria, recordé mucho aquella necesidad de entender que obse- sionaba a Manuel Vázquez Montalbán, quizás porque yo no entendía como era posible que muriera aquel hombre que, tratando de entender, nos ayudaba, a todos, a comprender, y más ahora, cuando nadie entiende nada. Mantilla, agosto de 2013. FIAT LUX 80 Me llamó desde su habitación del Hotel Nacional de Cuba. Como siempre, habló poco, solo lo ne- cesario. Estaba en La Habana para comenzar a preparar un libro sobre la vida en Cuba en los meses previos a la llegada a la isla del entonces Papa Juan Pablo II, anunciada para enero de 1998. Y como Cuba es un enigma incluso para los que vivimos en el país, él necesitaba todas las ayudas posibles, y contaba con la mía. Quería conocer, saber, sobre todo entender. A Manuel Vázquez Montalbán lo había conocido diez años antes, durante la I Semana Negra de Gijón, en 1988. En aquel momento, aunque solo me había leído dos de sus novelas de Carvalho, me arriesgué a pedirle una entrevista y, gentil con los colegas periodistas, aceptó. A partir de entonces me leí casi toda su obra, y nos encontramos varias veces, en España o en Cuba. Diez años después de aquel primer encuentro, justo unos meses antes de que llegara a La Habana para entender el país peculiar al que “entraría Dios” de la mano de su máximo representante en la tierra, incluso me atreví a pedirle que presentara en Barcelona mi primera novela publicada en España, Máscaras y, generoso con los colegas novelistas, Manolo accedió, en una noche que, luego de la presentación formal de mi libro, terminó en la madrugada del día siguiente, con más comida comida y bebida bebida de la que aconseja la mesura. Nuestros encuentros siempre fueron agradables y bien conversados, repletos de preguntas. Ma- nolo era un hombre al que uno podía preguntarle muchas cosas y era, a la vez, un hombre siempre interesado en preguntar muchas cosas. Y tanto nos preguntamos y nos respondimos en esos años de relación, que debió pensar en mí como uno de sus guías posibles cuando llegó a La Habana de 1997 y andaba más cargado de preguntas que en otras ocasiones, pues quería conocer, saber, sobre todo entender… y como todas las cosas en Cuba, aquel propósito no era fácil. Una de las zambullidas en la realidad cubana que le propicié en aquellos viajes que realizó a La Habana fue una reunión alcohólica con un grupo de amigos escritores y periodistas, cinco o seis. Lo organizamos en el apartamento donde entonces vivía mi amigo, el poeta Alex Fleites. Manolo llegó con dos botellas de Havana Club que, sumadas a las de ron barato que habíamos comprado mis cole- gas y yo, alcanzaron la proporción de una botella por persona. Sin nada para picar. La ingente cantidad de ron ayudó a romper el hielo. Mis amigos, al principio retraídos por la personalidad silenciosa de aquella “vaca sagrada” de la literatura contemporánea, empezaron a sentirse cómodos a la altura del tercer, cuarto trago y se volvieron locuaces y simpáticos a la altura del sexto, imparables a la altura del noveno, en una especie de ejercicio de liberación en el que hablamos de nuestras frustraciones, pérdi- das, inconformidades, desencantos potenciados durante aquellos durísimos años de crisis (el llamado “período especial”) que habíamos vivido, o, más bien, sobrevivido, en la primera mitad de los años 1990… Y Manolo nos dejó hablar. Esta vez ni siquiera preguntó: solo escuchó.Y tanto, que al salir a la calle unas horas después, repletos de alcohol y muertos de hambre, luego de agradecerme aquella zambullida a profundidad en la manera de expresar su relación con el país de un grupo de escritores cubanos, consiguió decirme, con su vocación por los enigmas: “Empiezo a entender…”. Pero lo que más quería entender Manolo no era, por supuesto, la forma de pensar de otros escri- tores, que él podía imaginar. Lo obsesionaba, por ejemplo, saber de dónde los cubanos sacaban la co- mida con que se alimentaban, la comida que no estaba en los mercados o estaba a precios prohibitivos para el 90% de la población. “¿Si no comen, si no alcanza la comida… cómo es que no se mueren de hambre?”, se preguntaba, y una interrogación sobre la comida no era una cuestión cualquiera para alguien como Manuel Vázquez Montalbán. Aunque traté de explicarle las estrategias de supervivencia aplicadas por los cubanos, los platos y productos inventados –bistec de cáscaras de naranja, por ejemplo, o el “picadillo extendido con soya”, una mezcla terrible de alguna carne con soya triturada-, Manolo no entendía. Entonces tuve la idea ESPERANDO A DIOS EN LA HABANA LEONARDO PADURA EL ESCRITOR CUBANO RECUERDA A SU AMIGO MANUEL VÁZQUEZ MONTALBAN A DIEZ AÑOS DE SU MUERTE QUE NO DESCANSE HEREJES. LEONARDO PADURA. EDITORIAL TUSQUETS. 520 PÁGINAS. 21 €. EDMUND CRISPIN TRABAJOS DE AMOR SANGRANTES En las novelas policíacas de Edmund Crispin (pseudónimo de Robert Bruce Montgomery) la resolución del misterio es importante, pero no es lo primordial. De lo que se trata es de ver en acción a su sabueso protagonista, Gervase Fen, profesor de Literatura Inglesa en Oxford y de- tective aficionado, un tipo con tendencia al despiste y raro como él solo, pero con buen olfato. Este es su quinto caso, en el que el hallazgo de un valioso manuscrito perdido de Shakespeare en un instituto privado desencadena una cascada de asesinatos. Como en la deliciosa La juguetería errante, Crispin se burla de las convenciones del género, despliega una galería de secundarios descacharrante y trufa las pesquisas con bromas privadas sobre literatura. Una mezcla explosiva de farsa y crimen de campus.

Transcript of ESPERANDO A DIOS EN LA HABANA LEONARDO PADURA...

Page 1: ESPERANDO A DIOS EN LA HABANA LEONARDO PADURA …revistafiatlux.com/wp-content/uploads/2015/06/ESPERANDO-A-DIOS-EN... · aquella “vaca sagrada” de la literatura contemporánea,

FIAT LUX 81

QUE NO DESCANSE

de fijar una entrevista con una profesora mexicana que realizaba una investigación sobre “el abasto de alimentos en los mercados habaneros”, o sea, algo así como un misterio capaz de desbordar las habilidades indagatorias de Pepe Carvalho.

Aquella fue otra noche memorable. Manolo llevó esta vez dos botellas de vino y la anfi-triona, por su condición de extranjera y poseedora de divisas, preparó una cena que, en mi memoria cubana de los años 1990, recuerdo como pantagruélica, y sobre la cual Manolo emi-tió incontables elogios. La conversación sobre cómo se alimentaban los cubanos de 1997 y de los años previos -los más complejos y hambreados de la crisis post-soviética-, fue digna de un concilio de surrealistas. La profesora explicaba científicamente, Manolo preguntaba periodís-ticamente y los cubanos presentes comentábamos visceralmente, desde nuestras experiencias sufridas. Al final de la noche creo que Vázquez Montalbán entendió algo más: que ni siquiera la ciencia podía explicar el milagro de la supervivencia de los cubanos en unos años durante los cuales, para engañar nuestras papilas y calmar los estómagos, convertimos las cortezas de naranja agria en sucedáneos de carne de res, mientras pedaleábamos sobre bicicletas chinas por un país paralizado y oscuro.

De aquellos entendimientos y otros muchos más a los que lo llevó su exhaustiva curiosidad, salió el largo reportaje Y Dios entró en La Habana, que Manolo publicaría en 1998, luego de la estancia de Wojtyla en Cuba. El libro, considerado excesivamente crítico por la ortodoxia interna y complaciente por la ortodoxia externa, es, por ello mismo, un equilibrado y lúcido recorrido por la vida cubana del momento, una de esas extrañas piezas en las que un forastero logra captar esencias de un país visitado. En la dedicatoria del ejemplar que me regaló, si mal no recuerdo –porque cometí el error de prestarlo y ya nunca regresó a mis estanterías- Ma-nolo me decía algo así como: “Para Leonardo, que me ayudó a entender lo ininteligible, con la gratitud y el afecto de” y lo firmaba con su nombre completo, como si fuera preciso evitar confusiones.

Cinco años después, cuando recibimos la noticia de su muerte y me dispuse a escribir unas palabras para evocar su memoria, recordé mucho aquella necesidad de entender que obse-sionaba a Manuel Vázquez Montalbán, quizás porque yo no entendía como era posible que muriera aquel hombre que, tratando de entender, nos ayudaba, a todos, a comprender, y más ahora, cuando nadie entiende nada.

Mantilla, agosto de 2013.

FIAT LUX 80

Me llamó desde su habitación del Hotel Nacional de Cuba. Como siempre, habló poco, solo lo ne-cesario. Estaba en La Habana para comenzar a preparar un libro sobre la vida en Cuba en los meses previos a la llegada a la isla del entonces Papa Juan Pablo II, anunciada para enero de 1998. Y como Cuba es un enigma incluso para los que vivimos en el país, él necesitaba todas las ayudas posibles, y contaba con la mía. Quería conocer, saber, sobre todo entender.

A Manuel Vázquez Montalbán lo había conocido diez años antes, durante la I Semana Negra de Gijón, en 1988. En aquel momento, aunque solo me había leído dos de sus novelas de Carvalho, me arriesgué a pedirle una entrevista y, gentil con los colegas periodistas, aceptó. A partir de entonces me leí casi toda su obra, y nos encontramos varias veces, en España o en Cuba. Diez años después de aquel primer encuentro, justo unos meses antes de que llegara a La Habana para entender el país peculiar al que “entraría Dios” de la mano de su máximo representante en la tierra, incluso me atreví a pedirle que presentara en Barcelona mi primera novela publicada en España, Máscaras y, generoso con los colegas novelistas, Manolo accedió, en una noche que, luego de la presentación formal de mi libro, terminó en la madrugada del día siguiente, con más comida comida y bebida bebida de la que aconseja la mesura.

Nuestros encuentros siempre fueron agradables y bien conversados, repletos de preguntas. Ma-nolo era un hombre al que uno podía preguntarle muchas cosas y era, a la vez, un hombre siempre interesado en preguntar muchas cosas. Y tanto nos preguntamos y nos respondimos en esos años de relación, que debió pensar en mí como uno de sus guías posibles cuando llegó a La Habana de 1997 y andaba más cargado de preguntas que en otras ocasiones, pues quería conocer, saber, sobre todo entender… y como todas las cosas en Cuba, aquel propósito no era fácil.

Una de las zambullidas en la realidad cubana que le propicié en aquellos viajes que realizó a La Habana fue una reunión alcohólica con un grupo de amigos escritores y periodistas, cinco o seis. Lo organizamos en el apartamento donde entonces vivía mi amigo, el poeta Alex Fleites. Manolo llegó con dos botellas de Havana Club que, sumadas a las de ron barato que habíamos comprado mis cole-gas y yo, alcanzaron la proporción de una botella por persona. Sin nada para picar. La ingente cantidad de ron ayudó a romper el hielo. Mis amigos, al principio retraídos por la personalidad silenciosa de aquella “vaca sagrada” de la literatura contemporánea, empezaron a sentirse cómodos a la altura del tercer, cuarto trago y se volvieron locuaces y simpáticos a la altura del sexto, imparables a la altura del noveno, en una especie de ejercicio de liberación en el que hablamos de nuestras frustraciones, pérdi-das, inconformidades, desencantos potenciados durante aquellos durísimos años de crisis (el llamado “período especial”) que habíamos vivido, o, más bien, sobrevivido, en la primera mitad de los años 1990… Y Manolo nos dejó hablar. Esta vez ni siquiera preguntó: solo escuchó. Y tanto, que al salir a la calle unas horas después, repletos de alcohol y muertos de hambre, luego de agradecerme aquella zambullida a profundidad en la manera de expresar su relación con el país de un grupo de escritores cubanos, consiguió decirme, con su vocación por los enigmas: “Empiezo a entender…”.

Pero lo que más quería entender Manolo no era, por supuesto, la forma de pensar de otros escri-tores, que él podía imaginar. Lo obsesionaba, por ejemplo, saber de dónde los cubanos sacaban la co-mida con que se alimentaban, la comida que no estaba en los mercados o estaba a precios prohibitivos para el 90% de la población. “¿Si no comen, si no alcanza la comida… cómo es que no se mueren de hambre?”, se preguntaba, y una interrogación sobre la comida no era una cuestión cualquiera para alguien como Manuel Vázquez Montalbán.

Aunque traté de explicarle las estrategias de supervivencia aplicadas por los cubanos, los platos y productos inventados –bistec de cáscaras de naranja, por ejemplo, o el “picadillo extendido con soya”, una mezcla terrible de alguna carne con soya triturada-, Manolo no entendía. Entonces tuve la idea

ESPERANDO A DIOS EN LA HABANALEONARDO PADURA

EL ESCRITOR CUBANO RECUERDA A SU AMIGO MANUEL VÁZQUEZ MONTALBAN

A DIEZ AÑOS DE SU MUERTE

QUE NO DESCANSE

▶ herejes. leonardo padura. editorial tusquets. 520 páginas. 21 €.

EDMUND CRISPINTRABAJOS DE AMOR SANGRANTESEn las novelas policíacas de Edmund Crispin (pseudónimo de Robert Bruce Montgomery) la resolución del misterio es importante, pero no es lo primordial. De lo que se trata es de ver en acción a su sabueso protagonista, Gervase Fen, profesor de Literatura Inglesa en Oxford y de-tective aficionado, un tipo con tendencia al despiste y raro como él solo, pero con buen olfato. Este es su quinto caso, en el que el hallazgo de un valioso manuscrito perdido de Shakespeare en un instituto privado desencadena una cascada de asesinatos. Como en la deliciosa La juguetería errante, Crispin se burla de las convenciones del género, despliega una galería de secundarios descacharrante y trufa las pesquisas con bromas privadas sobre literatura. Una mezcla explosiva de farsa y crimen de campus.