Esmeralda en el jardin de las fantasias

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José Acevedo Jiménez Ilustración: Ruth Esther Acevedo Jiménez Esmeralda en el Jardín de las Fantasías

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José Acevedo Jiménez Ilustración: Ruth Esther Acevedo Jiménez

Esmeralda en el Jardín de las Fantasías

José Acevedo Jiménez Ilustración: Ruth Esther Acevedo Jiménez

Esmeralda en el Jardín de las Fantasías

Dedicado a: Shirley Idhalina, Laura Modesta y

Christian Alexander. Con cariño y afecto.

No estés triste niña mía que el Sol pronto saldrá y si no sale y aplaca la

lluvia para que puedas jugar, poco has de preocuparte pues mil historias te he de contar. En una tierra lejana o erase una vez, no importa como inicie pues al final un mundo nuevo conocerás. Uno que jamás querrás dejar; ahora cierra los ojos y sueña niña mía, come las moras de Alicia y, cuando despiertes en el jardín de las fantasías la aventura encontrarás.

– ¡Desearía que no estuviera lloviendo, no podré jugar con mis amigos si sigue la lluvia!- Exclamó Samanta desde su ventana mientras veía como la lluvia mojaba las flores del jardín.

- ¡Ves esas flores tan lindas! – expresó Marta, la madre de Samanta - No serían tan hermosas de no ser por la lluvia.

- ¡Madre, no había notado tu presencia! - ¡Perdón, debí avisar antes de entrar!- se disculpó cortésmente – Vine a

traerte postre…no estés triste mi niña, la lluvia pronto pasará. – Asintió. - Eso espero madre; deseo salir a jugar un rato antes de la puesta del Sol.

Pero la lluvia no paró aquella tarde. Pronto llegó la noche y se acercaba la hora de Samanta ir a la cama. No podía dormir, su temor a los relámpagos le dificultaban el sueño.

- ¡Sólo son relámpagos Samanta!- exclamó Marta. - Lo sé madre, pero me asustan muchos los relámpagos. – Dijo la jovencita. - Cuando era niña, también le temía a los relámpagos. Al igual que tu, tenía

problemas para conciliar el sueño; luego llegaba tu abuela y me contaba cientos de aventuras maravillosas, sólo entonces podía dormir.

- ¡Cientos de historias! – dijo Samanta asombrada – ¡cómo desearía escuchar aunque fuera sólo una!

- Pues, no soy muy buena contando historias, pero te prometo que me voy a esforzar para contarte una buena. Es sobre un jardín mágico, lleno de fantasías… así lo relataba tu abuela: - Dijo la madre de Samanta, dando inicio al relato.

- No te alejes demasiado. – Le dijo la madre a la niña que se encontraba en el jardín. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí y a su regreso fue lo primero que quiso visitar.

- Está bien madre, permaneceré aquí cerca. – Respondió la niña y así lo hizo. Esmeralda, se paseaba fascinada oliendo las flores del jardín cuando al acercarse a una hermosa rosa roja, que se encontraba al lado de una planta de mora, escuchó una tenue voz grave que le preguntó: - ¿quieres venir a jugar?

- ¡Quién ha dicho eso! – exclamó sorprendida. - Aquí, sobre la hoja. – Indicó la voz – ¡acaso no me vez! – exclamó con

altanería.

- ¡Sí, ya te he visto! – exclamó la niña con cara de asombro.

- Y, ¿por qué esa cara? – preguntó la pequeña criatura – ¡acaso no has visto a una oruga antes! – agregó.

- ¡Sí!, pero nunca antes conocí alguna que pueda hablar. - ¡Qué raro! – expresó la oruga – todas las orugas puede hablar. – Dijo

colocándose unos anteojos para observar mejor a la niña. - Ji, ji, ji – rió la niña, cubriéndose la boca con la mano derecha. - ¿De qué te ríes chiquilla insolente? – preguntó la oruga. - Perdone usted, – se disculpó la niña conteniendo la risa – pero es que se ve

muy gracioso con esos lentes. - No, me digas. Ahora me vas a saltar con que no has visto a una oruga

llevar espejuelos y sombrero. – Indicó la oruga que ahora llevaba puesto un enorme sombrero hecho de hojas seca y seda. – Por cierto, mi nombre es Edgar, Edgar Oruga. – Añadió con grandilocuencia.

- Mucho gusto Edgar Oruga – dijo la pequeña – a mí me llaman Esmeralda. – Indicó cortésmente…

- ¡Esmeralda! – exclamó con asombro Samanta interrumpiendo la historia - ¡cómo la abuela! – agregó.

- Así es, la niña de esta historia también se llama Esmeralda. – Indicó Marta.

– A ver, ¡dónde quedé! – expresó – ¡ah! ya lo recordé. – Añadió

continuando el relato.

- …¡Esmeralda! – expresó la oruga con admiración – es un bonito nombre. - Gracias, señor Edgar Oruga. – Dijo Esmeralda recogiéndose el vestido, rosa

de bordes blancos, con reverencia. También llevaba zapatos azules. – Y dígame señor Edgar, ¿qué se siente ser tan pequeño?; me refiero a que debe ser maravilloso ver el mundo desde allí abajo. – Terminó por explicar Esmeralda para evitar confusiones.

- ¿Por qué no lo pruebas tu misma? – respondió reacio la oruga, con otra pregunta.

- ¡Es imposible, soy muy grande! – dijo Esmeralda confundida. - No es imposible, nada lo es en el jardín de las fantasías. – Señaló la oruga. –

Ves esas moras que están a tu izquierda, se llaman… - ¡Claro que las veo! – indicó Esmeralda interrumpiendo a la oruga. - No te enseñaron que es malo interrumpir a alguien cuando habla. - Mis perdones. – Se disculpó la niña. - ¡Dónde me quedé! ¡ah, claro!; antes de tu intromisión, iba a decir que los

frutos se llaman moras de Alicia. – Dijo la oruga muy galante. - Y, ¿por qué le llaman mora de Alicia? – preguntó Esmeralda sintiendo

gran curiosidad. - Aparte de mal educada, ingenua. – Susurró la oruga. - ¡Qué has dicho! - ¡En serio no has escuchado hablar de las moras de Alicia! – expresó la

oruga, como queriendo reparar el comentario anterior. - Pues, la verdad es la primera vez que escucho el nombre de tales moras. Y

la única Alicia que conozco es la del país de las maravillas del libro escrito por Lewis Carroll. – Indicó Esmeralda tratando de alardear su conocimiento.

- Precisamente, es en honor a la Alicia de Carroll que las moras llevan su nombre.

- Y, ¿qué tiene que ver la Alicia del libro con todo esto? – preguntó intrigada la niña.

- Pues todo, – respondió la oruga sin dar detalles – come una mora y lo verás. – Indicó la oruga ofreciéndole la pequeña fruta.

- Muchas gracias, pero tengo rotundamente prohibido comer cosas que me ofrezcan extraños y, apenas nos hemos conocido. – Reveló la niña.

- ¡Dudas de una oruga! – exclamó la larva claramente molesta. - No es que dude de usted, es que… – dijo la niña sin completar la oración. - ¡Entonces! – exclamó la oruga tratando de convencerla.

- ¡Está bien! – expresó Samanta no muy conforme – que daño puede causar una simple mora. – Añadió.

Esmeralda tomó la mora y sin demora la comió. Al principio no notó nada, pero, luego de unos segundos encogió y encogió hasta alcanzar el tamaño de un frijol.

- ¡Qué me has dado! – Le reprochó la niña a la oruga. Edgar bajó a ofrecerle un vestido hecho de hojas verdes y tejido con seda. Y es que Esmeralda encogió tanto que el vestido, rosa, que llevaba le quedó inmensamente grande.

– ¡No lo captas! – Expresó la oruga sonriente – ahora podrás ver el mundo desde otra perspectiva. – ¡A jugar! – gritó. Y, ¡vaya que tenía razón la oruga! Esmeralda empezaba a descubrir las ventajas de ser tan pequeña; su diminuto jardín ahora era todo un mundo lleno de cosas por descubrir. La oruga que antes le parecía un tanto pesada, ahora se veía más alegre y juguetona; las flores y el cielo, distante, tenían hermosos y llamativos colores brillantes; en resumen todo, lo que antes le era tan familiar, ahora era diferente para ella. Oruga y niña jugaron hasta el cansancio, pero no todo en aquel lugar era bueno y Esmeralda estaba a punto de descubrirlo.

- ¿De dónde proviene esa hermosa melodía? – preguntó la niña fascinada por la música.

- ¡No la escuches! – gritó con todas sus fuerzas la oruga. Era demasiado tarde, la niña había sido hechizada por el sonido vibratorio que parecía ser producido por alguna clase de instrumento de cuerdas y, le conducía a una trampa mortal. Edgar Oruga intentó detenerla, pero los movimientos involuntarios de la niña resultaron demasiado para él.

- ¡No vayas Esmeralda, es una trampa! – gritaba la oruga, pero Samanta, que

se alejaba cada vez más, no parecía escuchar.

Esmeralda caminó hasta un precipicio, al llegar al borde se detuvo por un breve

instante y luego se lanzó al vacío; pero no llegó a caer, pues una enorme red, hecha

de pegajosos y finos hilos, detuvo la caída. Orfelia la araña la había tejido; con sus

ocho patas hacía vibrar, produciendo una hechizante melodía, la mortífera trama

que conducía a los incautos a las mismísimas puertas de la muerte.

- ¡Auxilio, auxilio! – gritaba Esmeralda pegada a la telaraña y, libre del

hechizo.

- Gritar no sirve de nada pequeña. – Dijo Orfelia de forma maliciosa.

- ¡Claro que sirve! – vociferó con valentía Aldo que, al escuchar los gritos,

acudió al rescate de Esmeralda, volando en su libélula. – ¡Ataquen mis

aeroandantes! – le indicó a sus compañeros que sobrevolaban el lugar, todos

montados en libélulas.

Sin piedad, arrojaron enormes piedras, a escala de libélula por supuesto, sobre

la araña que se marchó adolorida.

Aldo amarró una cuerda, en realidad una hebra de hilo, a la silla de montar y se

deslizó por ella hasta alcanzar a la pequeña. Con un suave silbido, ordenó a su

libélula que, se encontraba aleteando fija en aire, descendiera. Segundos más

tardes se encontraban ambos, salvos, en tierra.

– Menos mal que pasamos por el lugar. – Dijo el valiente jovencito. – Por

cierto, me llamo Aldo; líder de los aeroandantes, ellos son: Trébol, Giro y

Max. – Agregó.

– ¡Muchas gracias por salvarme! – Expresó la pequeña conmocionada. – El

mío es Esmeralda. – Adicionó.

– ¡Conozco los habitantes de este lugar y jamás te había visto! – expresó Aldo

con extrañeza – ¿de dónde vienes? – preguntó.

Ya más calmada, Esmeralda le contó toda su historia; de cómo conoció a la

oruga y lo que le sucedió al comer las moras.

– ¡Ah! ese Edgar, sólo piensa en jugar. – Comentó Aldo al escuchar la historia.

– ¡Fui engañada por la oruga, pensé que sería divertido ser tan pequeña! –

expresó angustiada Esmeralda. – Me equivoqué, este mundo está lleno de

peligros.

– ¡Ven conmigo! – indicó Aldo.

El joven aerojinete subió a la niña de risos color miel en su libélula, Pegaso, y

volaron por los alrededores del jardín de las fantasías. Samanta no lo podía creer,

estaba volando y, no en cualquier cosa, sobre una libélula. La vista era

simplemente maravillosa; el viento soplaba suavemente en su cara, mientras

disfrutaba del pintoresco paisaje primaveral.

– ¡Esto, es simplemente maravilloso! – expresó Esmeralda sumamente feliz.

Después de mostrarle un sin número de maravillas que sólo pueden ser apreciadas

a tan diminuta escala, Aldo llevó a Esmeralda al gran roble; un lugar donde

convivían los serfodos, criaturas mágicas que habitan en los jardines.

– Amigos pueden salir, es una amiga. – Vociferó Aldo, como si estuviera hablando

con el viento.

– ¡Pero si no hay nadie! – exclamó Esmeralda.

– ¡Ah no! – expresó Aldo sonriente. Acto seguido, aparecieron cientos de mariposas

y otros tipos de insectos, de todos los colores del arcoíris.

– ¡Es increíble! – exclamó Esmeralda sorprendida – pero, ¿de dónde han salido

tantos insectos? – preguntó.

– No son insectos, son serfodos. – Indicó Aldo sin dar detalles.

– ¿Serfodos? – preguntó extrañada – ¿qué son?

– A diferencia de nosotros, que procedemos del mundo de los humanos, los serfodos

han habitado este mundo desde siempre. Con ojos de humanos se ven como

simples mariposas, arañas, hormiga o cualquier otra criatura viviente, pero es sólo

un camuflaje para ocultar su verdadera naturaleza.

– Reveló Aldo mientras uno de los serfodos se acercaba a Esmeralda.

– Hola Esmeralda, mi nombre es Ceferina. – Dijo el ser mágico mostrando su real

apariencia; era una hermosa ninfa, como un hada, tenía alas de mariposa de un

bello color violeta, como lumínico.

– ¡Cómo sabes mi nombre! – Dijo Esmeralda incrédula. Aquello era sólo un sueño;

tales criaturas no existen, tan sólo en los cuentos de hadas. Pero, no era un sueño,

era algo muy real y allí estaba una de ellas llamándole por su nombre.

– Te conozco desde que eras una niña muy pequeña. Solía asomarme a la ventana de

tu habitación, me gustaba ver como jugabas y reías; luego te dirigías al jardín a

oler las rosas, las rojas eran tus favoritas. Has crecido mucho y apenas pude

reconocerte; pero tus ojos, esos grandes ojos alegres te delatan. – Le confesó

Ceferina a la niña de ojos grandes y risos color miel.

– Este era, mejor dicho es, mi lugar preferido en todo el mundo. Lo extrañé mucho

en mis años de ausencia. – Dijo Esmeralda pensativa, recordando lo mucho que

disfrutaba estar en el jardín. Su reflexión no duró mucho, pues fue interrumpida

por Max, uno de los aeroandantes, que llegó con malas noticias.

– ¡Aldo, Aldo! – gritó Max desesperado – ¡la alfarera, la alfarera ha capturado a

Edgar! – agregó sobresaltado.

Las alfareras vivían más allá de los límites del jardín, en un reino prohibido para

los serfodos.

– ¡No hay tiempo que perder, debemos rescatar a Edgar! – indicó Aldo – Max,

reúne a todos los aeroandantes, ¡vamos por Edgar!

– ¡Yo también iré! – Expresó Esmeralda con valentía.

– Las alfareras son muy malvadas y peligrosas, es mejor que te quedes. – Dijo

Aldo.

– Pero, puedo ser de gran ayuda. – Indicó insistente la niña.

– Lo siento, no puedo poner en riesgo tu vida. No pongo en duda tu valentía,

pero, realmente hay muchos peligros, mismos que desconoces. – Expuso

Aldo mientras montaba su libélula, Pegaso.

– ¡Aldo tiene razón joven Esmeralda! – expresó Ceferina, mientras observaban

a los valientes que se desvanecían en el horizonte.

Peligros inimaginados les aguardaban a nuestros héroes que se acercaban al Valle

de las Sombras, el lugar donde habitan los sémiros creaturas mágicas con forma

humana de la cintura hacia arriba y con las patas y abdomen de insecto.

– ¡Precaución mis valientes aeroandantes! – expresó Aldo al penetrar el Valle

de las Sombras. Sabía que los sémiros observaban y sólo era cuestión de

tiempo para que aparecieran.

– ¡Uaarrr! – se escuchó gruñir a uno de los sémiros – ¿quién osa invadir mis

dominios? – Preguntó Ésfero amo del Valle de las Sombras.

– Soy Aldo mi señor, líder de los aeroandantes que me acompañan. –

Respondió.

– ¿Sabes cuál es el precio que debes pagar por tu osadía? – preguntó el sémiro,

era enorme en comparación con Aldo y el resto de los aeroandantes.

– Conozco el precio y también su debilidad por los acertijos. No tenemos

ninguna oportunidad de salir victoriosos en caso de luchar en contra de

ustedes, pero le aseguro mi señor que podemos dar respuesta a cualquier

acertijo. – Indicó Aldo esperando que el sémiro accediera a la tácita petición.

– Muy bien, entonces será a su manera. No quiero que piensen que somos unos

salvajes, incapaces de sentir compasión. Aunque les advierto, sólo están

retrasando una muerte inevitable. – Indicó el sémiro desafiante.

– No nos resistiremos a ser comidos si fallamos. En caso contrario, cruzaremos

el Valle de las Sombras sin ninguna oposición por parte de los sémiros. –

Expresó Aldo, consciente de que aquella era la única oportunidad que tenían

para poder salir airosos.

– Entonces no se diga más… – dijo Ésfero con voz pasible –… suerte la de

ustedes que estoy de humor; un acertijo fácil les pondré: Ilumina la noche y

no es una estrella, titila a voluntad sin importar si está lejos o muy cerca.

Busca en su nombre y encontrarás la Luna aunque te sobren letras.

– Ilumina la noche y no es una estrella… – repitió Aldo el acertijo, en voz baja y

pensativo –… encontrarás la Luna aunque te sobren letras.

– ¡Ja! y pensar que es algo tan fácil. Si fallan o tardan en contestar morirán; el

tiempo corre, cuándo la gota de agua, que se desliza por la hoja, toque el suelo se

les habrá agotado el tiempo. – Dijo Ésfero, confiado en que Aldo y los

aeroandantes fallarían.

– Ilumina la noche y no es una estrella… – repitió Aldo una vez más, en un tono voz

más subido –… encontrarás la Luna aunque te sobren letras.

– Es la luciérnaga. Ellas iluminan la noche, titilan a voluntad y con su nombre

podemos formar la palabra: Luna, sobrándonos seis letras. – Vociferó Esmeralda

que llegó al lugar montada en un saltamontes.

– ¿Quién es la pequeña, es una de ustedes? – preguntó Ésfero sorprendido.

– Mi nombre es Esmeralda y soy una aeroandate. – Respondió la niña de risos color

miel muy segura de sí misma. – Perdón por la demora. – Agregó.

– Entonces, pueden cruzar… los sémiros no les haremos ningún daño. – Expresó

Ésfero dándole su palabra. – Suerte que tienen a la pequeña de su parte, habrían

sido mi cena de no ser por ella. – Añadió.

– ¡Tenemos mucha suerte, mucha suerte!... – dijo Aldo volviendo su mirada a

Esmeralda y guiñándole un ojo. –… adelante mis aeroandantes, al castillo de las

alfareras. – Gritó Aldo en son de guerra.

– ¡Alfareras has dicho! – expresó el amo de los sémiros – no tienen ninguna

oportunidad contra las alfareras, descifrar acertijos no les servirá de mucho. –

Agregó.

– Ellas tienen a uno de nuestros amigos y, no lo abandonaremos a su suerte. – Indicó

Aldo.

– Admiro su valentía y entrega. Están dispuestos a sacrificar su vida por salvar la de

un amigo; sería un honor acompañarlos. – Dijo Ésfero poniéndose al servicio de

los aeroandantes.

Con la ayuda de Ésfero, Esmeralda y los aeroandantes lograron penetrar el castillo

de barro de las alfareras y pudieron rescatar a Edgar; para sorpresa de nuestros

héroes, Orfelia la araña también había sido raptada y, aunque se había portado mal

con Esmeralda, no dudaron en ayudarla. Aquella fue una gran aventura, una de

tantas que vivió Esmeralda en el jardín de las fantasías.

– No puede ser el fin, debes seguir…no me has contado como Esmeralda

recuperó su tamaño ó cómo regresó a casa, madre debes continuar.

– Ya es tarde y debes dormir, sueña mi dulce niña y cuando despiertes una

nueva aventura conocerás. – Dijo la madre de Samanta mientras una

pequeña niña, no más grande que un frijol y risos color miel, las observaba a

través de la ventana.

Fin