¿ES ESTO LA NAVIDAD?
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¿ES ESTO LA NAVIDAD?
Gabriel acabó de recoger todas sus cosas,
dejando el pupitre completamente vacío. Era
viernes por la tarde, y además empezaban las
vacaciones navideñas, motivo por el cual
debería estar alegre, como lo estaban todos
sus compañeros de escuela. Sin embargo para
él la Navidad no representaba nada especial,
nada por lo que mereciera la pena distinguirla
de las demás fiestas que hay a lo largo del
año.
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Porque, ¿Qué se hacía en la Navidad que
no se hiciera el resto del año? Sus amigos y
compañeros de escuela le contaban que en
estas fechas, sus padres iban a visitar a los
parientes, hermanos, tios y demás parentela,
que comían más y mejor y que había más
alegría y jolgorio que el resto del año, ¡donde
iba a parar!
Sin ir más lejos, ahí tenía a su amigo y
compañero de pupitre, Miguel. Éste le contaba
que durante las vacaciones navideñas sus
padres iban a visitar a su tia Joaquina, que
trabajaba de criada desde hacía muchos,
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muchos años en casa de unos señores muy
ricos, condes o duques, no recordaba bien. La
tia vivía en un cortijo muy grande, propiedad
de éstos, donde era casi el ama, pues los
dueños iban muy poco por allí y ella estaba de
responsable máxima en ausencia de los
señores.
Cuando llegaba la Navidad, la tia Joaquina
recibía en el cortijo a sus cuatro hermanos con
sus hijos correspondientes cada uno. Miguel
se lo pasaba bomba jugando con sus primos
por los alrededores. Cuando regresaba al
pueblo, acabadas las navidades, siempre traía
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alguna prenda que le había dado su tia
procedente de los hijos de los señores, de la
ropa que ellos iban desechando pero que
estaba prácticamente nueva; una vez trajo
unos pantalones de skay bastante nuevos, que
era la envidia de todos los chicos de la
escuela. ¡Poco ufano que andaba Miguel con
sus relucientes pantalones! Lástima que se los
cargara, haciéndoles un gran “siete”,
justamente a la altura del glúteo izquierdo un
día que estaban jugando a policías y ladrones.
Fue un caso de verdadera mala suerte:
Miguel era “ladrón” y un chico “policía” se le
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echó encima para reducirlo, con tan mala
fortuna que la puntera del zapato del chico
rozó la parte trasera de Miguel, produciéndole
el “siete”. Esto se explica porque antes, para
evitar que las puntas de los zapatos se
gastaran demasiado pronto, había costumbre
de poner unas pequeñas herraduras en la parte
delantera de las suelas, y seguramente el
borde de la mini-herradura se encargó de
provocar el “desaguisado”.
Al ver el desastre producido en sus
flamantes pantalones, Miguel se puso a llorar
con gran desconsuelo, pues a la desgracia de
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haberlos roto se unía el temor a la más que
previsible reprimenda de su madre por ser tan
descuidado, tan “adán”, como llamaban las
madres a sus hijos cuando éstos, despues de
estar jugando un par de horas “al pillar” con
los amigos en la calle, regresaban a casa con
el pantalón roto y la camisa con algunos
botones menos.
Pero a Gabriel no lo llevaban a ningún
sitio en Navidad. Tanto su padre como su
madre tenían hermanos, pero vivían muy lejos
de allí, y solo una vez, cuando él tenía cinco
años, fueron a visitarlos. Se acordaba
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perfectamente porque lo pasó muy bien
jugando con sus primos.
Vivía solo con su madre en una casa
bastante humilde, al final de una calle con
profundos baches que en invierno se llenaban
de agua y barro, haciendo muy complicado
transitar por ella. El muchacho cuando iba o
venia de la escuela, tenía que ir dando saltos
para no pisar los charcos, y procurar no
mancharse los zapatos de barro, cosa casi
imposible dado el lamentable estado de la
calle. Por la noche tenía que tener aún más
cuidado, pues la iluminación era muy pobre,
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con una bombilla de mala muerte en cada
esquina, que no era suficiente para disipar las
tinieblas que se apoderaban de la calle cuando
oscurecía. Sin contar que a veces, los
gamberros que nunca faltaban, hacían la
“gracia” de romper alguna con el tirachinas.
El padre de Gabriel era jornalero, pero
como cada vez escaseaba más el trabajo se
había visto obligado a salir del pueblo para
ganarse la vida, y poder sacar a su familia
adelante. De modo que se marchó a Suiza,
donde encontró un empleo que le permitía
cobrar un sueldo más o menos decente y así
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poder mandarle a su familia algo de dinero,
eso sí, trabajando muchas horas al día y
privándose casi de todo.
De modo que la Navidad para Gabriel
solo representaba un paréntesis en la cotidiana
tarea de la escuela, donde se esforzaba por
prestar mucha atención a las explicaciones del
maestro, y aprenderse bien las lecciones para
que su madre estuviera orgullosa de él.
Cuando le escribía a su padre procuraba
esmerarse lo más posible, para que viera lo
mucho que había progresado; de hecho era
uno de los más aplicados de la escuela.
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El niño, aunque tenía solo nueve años, se
hacía cargo de la situación económica en que
se encontraba su familia, y era muy
responsable y cuidadoso con sus cosas:
cuando se desnudaba para acostarse, doblaba
con cuidado los pantalones y los colgaba junto
con la chaquetilla en una percha para que no
se le arrugaran, y los zapatos los limpiaba y le
sacaba brillo para ahorrarle trabajo a su madre
y tenerla contenta, que ella bastante tenia la
pobrecilla teniendo que trabajar en lo que le
iban dando, para ayudar a sostener los gastos
de la casa, pues aunque su padre les mandaba
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dinero con regularidad, ella siempre estaba
dispuesta a sacar unas pesetas trabajando en lo
que hiciera falta.
El próximo verano haría dos años que su
padre no iba al pueblo, y en su última carta les
decía que estas navidades tampoco podría ser,
porque eran unas fechas muy apropiadas para
ganar un dinero extra, ya que la mayoría de
los trabajadores de la fábrica en la que estaba,
se iban de vacaciones y hacían falta unos
cuantos obreros para acabar de fabricar las
piezas de un pedido muy urgente que tenia la
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empresa, y que no se podía atrasar de ningún
modo.
De manera que Gabriel y su madre ya se
habían hecho a la idea de pasar otro año solos,
sin su padre, y con ese convencimiento llegó
el día veinticuatro. Por la noche estuvieron en
la misa del Gallo, y después se fueron a
acostar, mientras en las casas la gente
celebraba la Navidad con la familia, en las
calles se oian los villancicos y las
zambombas, y en las caras de la gente se
veían la alegría y las ganas de diversión.
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Al día siguiente, Navidad, su madre le
sacó la ropa más nueva que tenia, y él lustró
los zapatos, tanto que parecían casi nuevos.
Ella también se puso su mejor vestido, y a eso
de las doce de la mañana se encaminaron los
dos a casa de una tia ya mayor que vivía sola,
y que como cada año los invitaba a comer ese
día tan señalado.
Fueron pasando los días y llegó la
Nochevieja y Año Nuevo. Madre e hijo
pasaban el tiempo juntos. Gabriel prefería
hacerle compañía a su madre para que no se
sintiera tan sola, antes que ir a jugar con sus
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amigos a las eras, o a patinar en las
improvisadas pistas de hielo que se formaban
en los charcos de las calles, que tenían
bastante peligro, porque a veces los niños
perdían el equilibrio y se pegaban sus buenos
porrazos, con alguna que otra fractura sobre
todo en brazos y rodillas.
Y así llegó el día cinco, vísperas de Reyes.
Gabriel se preguntaba si le traerían algo este
año. Aunque él ya conocía el “misterio” de los
Magos, y se daba cuenta de la situación
económica en su casa, todos los años
albergaba la esperanza de que los Reyes se
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portaran bien con él, ya que él se había
portado bien todo el año…
Estaba anocheciendo, y caía una más que
regular nevada sobre el pueblo. Las calles y
los tejados se hallaban cubiertos con un
grueso manto blanco, y en los árboles la nieve
había formado caprichosas y curiosas figuras.
Las calles estaban vacías, pues la gente
prefería el calor de la lumbre que tenían en
casa, que andar vagabundeando por el pueblo
pisando nieve y pasmados de frío. Y sobre
todo los niños, que esa noche se acostaban
pronto para que los Reyes los pillaran
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dormidos, y así poder recibir los regalos que
les habían pedido.
Arrimados al calor de la lumbre estaban la
madre y el hijo. Una bombilla de escasos
vatios proyectaba su triste luz en la cocina,
cuando llamaron a la puerta. Se miraron los
dos bastante extrañados de que alguien fuera a
visitarlos a esas horas y con la que estaba
cayendo, así que Gabriel se levantó, fue hasta
la puerta y la abrió. La sorpresa del muchacho
fue enorme: allí, parado en la entrada, con la
cabeza cubierta de nieve, una maleta y varios
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paquetes en el suelo y una sonrisa de oreja a
oreja, estaba su padre.
Despues de darse todos innumerables
abrazos y besos, y de que el padre se
sacudiera de encima la nieve que llevaba
acumulada por todo el cuerpo, éste empezó a
responder a la avalancha de preguntas que
tanto su mujer como su hijo le iban haciendo.
Contó que en la fábrica habían trabajado
duro estos días de fiesta, y que habían
acabado los pedidos que tenían pendientes
antes de lo que esperaban. El director, muy
satisfecho con el trabajo realizado, les había
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dado una sustanciosa gratificación a cada uno
de los que se habían quedado a trabajar esos
días. De modo que él no se lo pensó dos veces
y salió corriendo hasta la pensión en la que
vivía, hizo la maleta y se presentó en el
aeropuerto después de pasar por un gran
almacén para comprar algunas cosas. Tuvo
suerte y encontró un pasaje de avión que lo
dejó a las dos horas en Madrid, después el tren
y finalmente el autocar de línea que acababa
de dejarlo en la parada.
Despues de asearse el padre y de cenar los
tres juntos por primera vez desde hacía mucho
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tiempo, empezaron a abrir los regalos que el
hombre había traído con tanta ilusión para su
familia. Gabriel estaba entusiasmado con los
suyos: una hermosa cartera de piel marrón ,
estuches de lapiceros y rotuladores de colores,
una pluma estilográfica , un balón de
reglamento…en fin, todo lo que los Reyes
Magos se habían ahorrado los años anteriores
se lo traían ahora, como si quisieran resarcirle
por los años de sequía de regalos que había
sufrido el niño. Y aunque las fiestas ya
estaban a punto de terminarse, a Gabriel no le
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importaba, pues ahora era cuando empezaban
sus autenticas Navidades.
FIN