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¿ERAN CAMPESl/VoS LOS INDIOS? EL VIAJE DE UN NORTEAMERICANO POR LA HISTORIA COLONIAL MESOAMERICANA RELACIONES 78, PRIMAVERA 19 9 9, V O L . XX William B . Taylor UNIVERSIDAD DE CALIFORNIA, BERKELEY

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¿ERAN CAMPESl/VoS LOS INDIOS?

EL VIAJE DE UN NORTEAMERICANO POR

LA HISTORIA COLONIAL MESOAMERICANA

R E L A C I O N E S 7 8 , P R I M A V E R A 1 9 9 9 , V O L . X X

W i l l i a m B . T a y l o rU N I V E R S I D A D D E C A L I F O R N I A , B E R K E L E Y

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Eran campesinos los indios? Los historiadores que in­vestigan los densamente poblados altiplanos de la América española durante el periodo colonial entre los siglos xvi y xvm no se han puesto de acuerdo sobre lla­mar campesinos a los vecinos de los pueblos de indios,1

así que la interrogante no es sólo retórica. Hablemos o no de campesi­nos, el concepto subyacente a la palabra merece buscar un vocabulario que resulte adecuado para los lugares y experiencias estudiados. Es éste al mismo tiempo para mí un ejercicio de autorreflexión. Empecé a ha­blar de los vecinos indios coloniales del centro y sur de México como campesinos hace casi treinta años en un estudio sobre la tenencia de la tierra (aunque pretendí darle un toque de ironía al título: Landlord and Peasant In Colonial Oaxaca [Terratenientes y campesinos en Oaxaca colonial] porque los hacendados y vecinos indios que encontré no se asemejaban a los terratenientes y campesinos que había estudiado en mis lecturas relativas a la Europa medieval durante la licenciatura).

El plan inicial del presente ensayo -examinar las maneras en que los antropólogos norteamericanos han empleado el concepto de campesino en el estudio de los indios de México e influido sobre una parte de los historiadores- no me pareció muy estimulante una vez que empecé a escribir. Ciertamente, los estudios sobre el campesinado de los antropó­logos que trabajaron en México antecedieron unos veinte años o más a la primera investigación consistente de los historiadores sobre los pue­blos de indios bajo el dominio español. Es cierto asimismo que los cam­pesinos se hallaron muy presentes a las mentes de los estudiantes lati­noamericanos de posgrado en la Universidad de Michigan cuando estuve allí en la década de 1960, gracias a Eric Wolf del departamento de Antropología y a Sylvia Thrupp, la emprendedora medievalista del departamento de historia y editora de la revista Comparative Studies in Society and H istory [Estudios Comparativos de Sociedad e Historia]. Re­cuerdo a los alumnos de antropología de Wolf sumergidos en su edición de bolsillo de La sociedad feudal de Marc Bloch. Está claro que todo ello

1 El vocablo "indio" fue un término tanto jurídico como social aplicado durante el

periodo colonial en la América española a los súbditos reales descendientes de los gru­

pos indígenas.

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era más que simples monólogos, aun cuando los antropólogos y los medievalistas se sentían más cómodos al hablar de campesinos. Con todo, Sydel Silverman, William Roseberry y Cynthia Hewitt de Alcán­tara me han ahorrado el trabajo de rastrear la genealogía de las mane­ras en que los antropólogos han concebido a los campesinos en México.2 Estos autores distinguen dos principales corrientes que empezaron a tomar forma antes de la Segunda Guerra Mundial en los trabajos de Ro- bert Redfield, por un lado, y de Julián Steward por el otro. La corriente de Redfield se relaciona con los estudios de comunidades locales que han enfatizado la integridad, la naturaleza propia de las culturas y el aislamiento de los pueblos y que, por otra parte, se interesan menos por los conceptos científicos sociales como la secularización y la desorga­nización. La corriente relacionada con Steward (quizá mejor ejemplifi­cada por los académicos de la siguiente generación, como Wolf y Sidney Mintz), se ha dedicado más bien a las interrogantes y a los contextos históricos de los estudios de comunidad, al comparar las comunidades y prestar mayor atención a las relaciones políticas y económicas más amplias. Esta corriente concibió el aislamiento de los campesinos más bien en términos sociales que geográficos (Los campesinos, escribió Mintz, pueden describirse como "una clase aparte," aunque muy pre­sente en el mundo moderno).3 Sin embargo, encuentro que la influencia directa sobre los historiadores de estas dos principales corrientes de la antropología norteamericana no puede separarse claramente de las divisiones similares y continuas en el estudio de los campesinos en la historia europea ni del estudio del Estado y de la sociedad de los histo­riadores de Latinoamérica.4 Además, la fructífera convergencia de inte­

2 William Roseberry, "Latin American Peasant Studies in a Tostcolonial' Era", en

Journal o f Latin A m erica n A n th ro p o lo g y 1:1 (otoño de 1995), pp. 150-176; Sydel Silverman,

"The Peasant Concept in Anthropology", en Journal o f Peasan t S tu d ies 7 (1979), pp. 49-69;

Cynthia Hewitt de Alcántara, A nthropo log ica l Perspec tives on R u ra l M ex ic o , Londres: 1984.

3 "Clio Rediviva", en John S. Henderson y Patricia ]. Netherly, eds., C onfigu ra tions o f Power: H olis tic A n th ro p o lo g y in Theory an d Practice, Ithaca y Londres: 1993, p. 331.

4 Los equivalentes de estas dos tradiciones yuxtapuestas en la historiografía de la

Mesoamérica colonial empezaron a surgir en las décadas de 1930 y 1940 con los escritos

indigenistas y marxistas que descubrieron y celebraron la supervivencia y resistencia de

los indígenas americanos frente a los españoles y así impugnaban una tradición en la his­

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reses entre ciertos historiadores y antropólogos, en un espíritu interdis­ciplinario y mediante marcos de referencia regionales, hace ahora difícil distinguir entre ambos como voces procedentes de diferentes litorales.

Intentos de definición e implicaciones exuberantes

Este no es el lugar para una extensa discusión de lo que los antropólo­gos e historiadores han querido expresar mediante el término "campe­sino". Sin embargo, una evaluación de las aplicaciones de este término hace necesario prestar cierta atención al problema de definición. Como el segundo objeto de estudio en importancia -después de las sociedades "primitivas"- en la antropología de hace cincuenta años, los "campesi­nos" han sido tratados a menudo como productores agrícolas relativa­mente aislados, conservadores, carentes de capital, analfabetos y de

toria política que consideraba a los españoles como los forjadores de la historia colonial

y a los indios como sus víctimas pasivas. Esta distinción entre las tradiciones historiográ-

ficas se agudizó y la balanza se inclinó en los años de 1970 y 1980, conforme los histo­

riadores sociales declararon su independencia respecto de este tipo de versión que la his­

toria política tiene de la historia en general. En esa época "la historia que deja de lado a

la política" y "la historia desde abajo" llegaron a constituirse en lemas de honor entre los

historiadores sociales. En cuanto a Latinoamérica colonial, este cambio en la literatura ha

significado una cosecha de estudios ricamente documentados sobre los indios coloniales

que encuentran importantes continuidades y cambios graduales entre las historias pre-

colonial y colonial de las comunidades indígenas y de los pequeños Estados, así como un

tipo de autonomía cultural que fue posible en parte debido a la debilidad del gobierno

colonial. James Lockhart, entre otros, ha hecho contribuciones significativas a estas líneas

de investigación. Véanse especialmente el libro de Lockhart, The N a hua s A f te r the C on- cjuest: A Social a n d C u ltu ra l H is to r y o f the Ind ians o f C en tra l M éx ico , S ix teen th through Eigh- teenth C en tu r ies , Stanford, 1992. Ciertos historiadores identificados con la historia social

-incluido yo mismo en mi libro de 1979, D rin k in g , H o m ic id e a n d R ebellion in Colonial M e- xican V il la g e s- propusieron una capacidad de adaptación y de sobrevivencia en los pue­

blos coloniales que tenía menos que ver con las grandes continuidades desde los tiem­

pos prehispánicos o con la debilidad del gobierno colonial. Un grupo más percibe prin­

cipalmente el poder predominante de los gobernantes españoles y descarta la historia de

los indios durante la colonia sólo como la subordinación de "las masas," o bien analiza

esa historia en términos patológicos, como el relato de una victimización y destrucción

ininterrumpida.

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orientación comunitaria, que aplican una tecnología rudimentaria a sus propias tierras marginales y a las de otros. Aquí el término "relativa­mente" es clave. Prácticamente todas las definiciones de los campesi­nos, incluidas las de los escritos del siglo xix concernientes a la econo­mía política, reconocen que ninguno de estos rasgos distintivos es absoluto ni necesariamente fijo. Más bien el aislamiento, el control de la tierra, las actividades agrícolas, la orientación comunitaria y los demás resultan condicionados y contingentes. Los campesinos existen siempre en sistemas de producción, intercambio, consumo y poder más amplios; no son sólo agricultores (pues realizan al menos algunas otras activi­dades a fin de satisfacer sus necesidades básicas), y rara vez existe una clara distinción entre quienes se mantienen independientes y los asala­riados. Además, es de esperar cierta flexibilidad en los papeles del cam­pesino. Finalmente, los campesinos se hallan subordinados a forasteros poderosos, pero en formas y en grados diferentes. Por definición nunca se les deja en paz, pues deben pagar impuestos de varios tipos, acaso pagan renta; y el mercado, los gobernantes, sus propias comunidades y otros productores influyen a menudo en sus decisiones concernientes a la producción.

Con referencia a la Europa medieval, Barbara Hanawalt aprovechó los escritos de R. H. Hilton para presentar una definición de los campe­sinos nutrida por esa literatura antropológica y que se acerca a lo que los historiadores entienden a últimas fechas por "campesino" en el con­texto de la Mesoamérica colonial. A continuación, con ciertos ajustes en­tre paréntesis y corchetes, se presenta la definición de Hanawalt:

Los campesinos son moradores rurales que poseen (aunque tal vez no como

propietarios) [algo de tierra y de tiempo], los principales medios de la pro­

ducción agrícola. La unidad básica del trabajo de su tierra es la familia, pero

ésta está integrada a unidades mayores (villas o aldeas) que tienen en cier­

ta medida intereses y reglamentos colectivos y comunitarios. No todos los

campesinos están involucrados continuamente en las actividades agrícolas

y pueden complementar esas actividades mediante el trabajo asalariado, la

participación en el mercado o al ofrecer a otros campesinos algún servicio

especializado como la carpintería, la sastrería o la elaboración de bebidas

alcohólicas. Crucial para la definición del campesinado es que por medio

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de su producción agrícola se sostiene no sólo a sí mismo sino además a las clases e instituciones sobreimpuestas, incluidos los terratenientes [gober­nadores], iglesias y pueblos que lo dominan políticamente [y que se apro­pian parte de su producción].5

Esta definición tiene la ventaja de corregir el enfoque de las activida­des agrícolas en las comunidades no diferenciadas, armoniosas y corpo­rativas implícitas en muchas etnografías de campesinos. Además, se aparta del viejo concepto de los estudios de la Europa medieval que concibió a los campesinos mayormente como jornaleros agrícolas caren­tes de tierras (trabajadores entorpecidos, según pensaba Henri Pirenne), residentes en comunidades en latifundios aislados.6 Según esta concep- tualización más antigua los campesinos eran, por encima de cualquier otra cosa, jornaleros agrícolas que dependían de su amo y que realiza­ban las tareas colectivas que este último les exigía. En esta noción había poco espacio para la producción doméstica, el trabajo asalariado, los mercados, los impuestos y las otras contracorrientes de la definición de Hanawalt. Esa perspectiva más vieja es importante para mí porque in­formó los estudios de las haciendas y de la sociedad rural sobre el Mé­xico colonial hasta bien entrada la década de 19607 Se pensaba asimis­mo que las haciendas eran muy parecidas a los feudos aislados y auto-

5 Hanawalt, The Ties that Bound: P easan t Families in M ed ie v a l E ngland , Nueva York,

1986, p. 5. Para Latinoamérica colonial es preciso añadir el Estado a la lista de institucio­

nes y clases superimpuestas y la frase "se apropian parte de su producción" es preferi­

ble a la de Hanawalt, "extraen los excedentes", ya que evita el supuesto del móvil de la

ganancia en el sentido capitalista. Además, los vecinos indios normalmente poseyeron

algo de tierra cultivable, si bien no necesariamente toda la necesaria para su subsistencia

a largo plazo (que es lo que parecería sugerir Hanawalt al decir "poseer los medios de la

producción agrícola").

6 Pirenne, "Aspects of Medieval European Economy", en George Dalton (éd.), Tribal and Peasan t Economies: R ead ings in Econom ic A n th ro p o lo g y , Garden City, n y , 1967, pp. 418-

437.

7 Una tendencia manifiesta en el estudio magistral Land an d Soc ie ty in Colonial M e x ic o : the G reat H acienda , de François Chevalier, Berkeley, 1963 [1952]; o, más recientemente, en

la generalización hecha de paso por Michael Johns en su The C i t y of M ex ico in the A g e of D ía z , Austin, 1997, p. 1, cuando afirma que los hacendados coloniales "llevaron los cam­pesinos a las haciendas".

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suficientes. En tanto campesinos se consideró a los vecinos indios del periodo colonial prácticamente como peones que pagaban el tributo a la Corona, pero que en realidad fueron totalmente dependientes de los hacendados y prácticamente indistinguibles entre sí como jornaleros agrícolas. Desde luego que en el periodo colonial ciertas áreas de Méxi­co estuvieron dominadas por grandes latifundios, pero la mayoría de éstos quedó situada a gran distancia de las concentraciones de los pue­blos de indios mesoamericanos en las tierras altas del centro y sur. Po­cos de ellos constituyeron economías y sociedades encapsuladas como el ideal del feudo medieval.

Cualquier definición del vocablo campesino precisa inevitablemente de condicionamientos y de una mayor precisión en cuanto a lugares y épocas específicos. ¿Qué quiere decir que los campesinos sean pobres en recursos pero no estén totalmente separados del control de los medios de producción? ¿En qué grado? ¿Qué quiere decir que el aislamiento del campesinado era relativo y que los campesinos se hallaban inevitable­mente en relación con forasteros poderosos? ¿De qué nivel de "intereses y reglamentos colectivos y comunitarios" se precisa para la definición? ¿No es posible que diferentes grados representen diferencias cualitati­vas que subvierten la definición general? ¿Qué tan importante es la per­tenencia a una villa o aldea para que uno sea campesino? (¿En compa­ración con la pertenencia a una familia y su espacio físico -el domus de Le Roy Ladurie- donde se concentra buena parte de la producción?)

Además, ¿qué es un pueblo? Esta pregunta, por sí sola, hace surgir dificultades. Jean-Marie Pesez y Le Roy Ladurie contestaron una vez con precisión cartesiana que un pueblo "genuino" contaba con más de 50 unidades domésticas, un pueblo "pequeño" con 21 a 49 unidades y una aldea con 5 a 20. Es cierto que en la Mesoamérica del siglo xviii el número de residentes en las comunidades rurales correspondió aproxi­madamente a importantes distinciones en la clasificación de las locali­dades. Sin embargo esos umbrales de población se borran o desapare­cen bajo un examen más detallado de regiones y, aún más, de sociedades enteras. Resulta que las diferencias entre dichos umbrales tienen menos que ver con el tamaño de las comunidades como una variable indepen­diente que con la gama de actividades realizadas en su interior y las concentraciones de riqueza y poder que varían entre asentamiento y

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asentamiento en un mismo distrito administrativo o zona de produc­ción, así como entre distintos distritos y zonas. Por ejemplo, es signifi­cativo si un asentamiento era o no sede parroquial o contaba con un subdelegado residente. A menudo esos centros administrativos fueron asimismo los sitios en que se concentraba el comercio, el trabajo no agrícola y la población no indígena y donde se prestaban los servicios personales no remunerados.

Sin embargo, el término "campesino" en sus múltiples usos entre antropólogos e historiadores no es sólo una sucesión sin fin de borrosas ambigüedades, aunque sí se refiere más bien a tendencias, a relaciones y a contracorrientes caracterizadas por ciertos patrones, que a rasgos universales o a definiciones pulidas. Pienso que la más sobresaliente de esas tendencias en el concepto de campesino es que el vocablo identifi­ca a un estrato de la sociedad rural en relación con otros estratos, más que a un cierto tipo de comunidad definido estrictamente en términos de su ubicación física, sus requerimientos y actividades colectivos y dedicado a la preservación de un nivel de vida de subsistencia y a la continuidad de la propia comunidad en sí.

E l h o m o r u s t i c u s y l o s in d ios c o lo n ia le s :

"Inclin an los indios al natural"8

La palabra "campesino" corre el riesgo de convertirse en un término "cargado" así como en un concepto resbaloso. La antropóloga británica Olivia Harris advirtió recientemente a los latinoamericanistas coloniales sobre el bagaje modernista que se adhiere a los términos "campesino" y "primitivo". Observa que la palabra "campesino" empezó a usarse más ampliamente en el siglo xix para distinguir a los europeos, "modernos y emprendedores", de sus propios ancestros, así como de sitios atrasa­dos en otros lugares en la actualidad. Así, los "campesinos" fueron con­cebidos como el contrario de todo lo moderno. Constituyeron la cara de un pasado no pulido y retrograda; una concepción que dice más sobre

8 Tulane University, Viceregal a n d Ecclesiastical M ex ica n Collection, legajo 62, exp. 1.

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la propia imagen de los gobernantes y escritores europeos que de la gente, el lugar y el tiempo que el término pretende abarcar.9

Sin embargo, añadiría que ese bagaje cultural del término campesi­no no es sólo una fuente de confusión y de anacronismo que vicia su va­lor para pensar en los "indios"; esa otra y más formal etiqueta europea que incluye a la mayoría de los "campesinos" en la Mesoamérica colo­nial. El concepto del campesinado de que nos advierte Harris cala mu­cho más en el fondo del pensamiento europeo que los valores ilustrados de los siglos xvm y xix, aun en sus presupuestos evolucionistas. En ese sentido el concepto de campesino, si bien no la palabra en sí, puede con­siderarse como un rasgo integral de la larga historia del poder en el México colonial y no sólo como una categoría externa de tardía aplica­ción. Los vecinos de los pueblos de indios en México fueron tratados ru­tinariamente en los registros judiciales y administrativos coloniales de manera muy semejante al trato que los escritores dieron a los aldeanos de la Europa occidental de la temprana Edad Media y mucho tiempo después. El ensayo de Jacques Le Goff concerniente a los "campesinos" en la literatura de la temprana Edad Media abre el camino hacia esa conexión. Le Goff observó que el agrícola -el pequeño propietario y ve­cino libre- fue un personaje importante en la literatura clásica latina, pero que desapareció en buena medida de los registros escritos durante los siglos v y vi. En lugar del agrícola apareció el rusticus; es decir, el cam­pesino europeo esencial que muestra una notable semejanza con el con­cepto común que tuvieron los españoles de los tributarios indígenas de la colonia en el siglo xvi tardío; es decir, serviles, desvalidos, miserables, pobres, humildes o viciosos, ignorantes, supersticiosos, apenas huma­nos o, al menos, muy abajo en la escala del desarrollo humano; peca­dores de primer orden y especialmente propensos a la embriaguez y la lujuria.10 Esta semejanza se convierte en más que una entretenida excur­sión por la historia intelectual europea cuando se reconoce que la idea

9 "The Coming of the White Man'. Reflections on the Mythologisation of History in

Latin America", en B ulletin o f Latin A m erica n Research 14:1 (1995), pp. 1-24.

10 "Peasants and the Rural World in the Literature of the Early Middle Ages (Fifth

and Sixth Centuries)", en Tim e, W ork an d C u ltu re in the M id d le A g es , Chicago, 1980, pp. 87-

97. Encontré que las expresiones de los curas párrocos, los alcaldes mayores, los fiscales

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del rusticus llega al corazón mismo del concepto jurídico de los indios de los pueblos de la Nueva España, el grupo más numeroso en una sociedad fundamentalmente rural, y ocupantes de una situación que co­rresponde bastante bien a la del "campesino", tal y como los antropólo­gos y los historiadores lo han descrito con todo y sus variantes.11

Una particular virtud de algunos de los trabajos más recientes en el género del "campesinado" relativo a los pueblos de indios durante el periodo colonial ha sido la de complicar nuestro entendimiento de los pueblos al romper con el énfasis en la cohesión de las comunidades para enfocar la atención en los conflictos y las divisiones que provocaban rupturas en su interior.12 Esta tendencia refleja el espíritu de estudios recientes de campesinos en la temprana Europa moderna, tales como el Power in the Blood de David Sabean y la "nueva historia cultural" en que

de la audiencia y los testigos en los litigios civiles y criminales describieron a los pueblos

de indios en el México del siglo xviii en los mismos términos ("'De corazón pequeño y

ánimo apocado': conceptos de los curas párrocos sobre los indios en la Nueva España del

siglo xviii", Relaciones 39 [1989], pp. 5-68). Esta equivalencia no es tan sencilla. En Euro­

pa especialmente, el uso de estos términos no se limitaba sólo a las personas que recono­

ceríamos como campesinos. Se usaron rutinariamente con referencia asimismo a los sir­

vientes y a las clases bajas en general. Véase, por ejemplo, Cissie Fairchilds, D om estic Ene- mies: Seruants a n d Their M a s te r s in O íd R eg im e France, Baltimore, 1986, p. 148.

11 Estoy pensando especialmente en el consenso oficial relativo a los indios sedenta­

rios que emergió hacia fines del siglo xvi, acaso de manera más influyente en los escritos

de José de Acosta, S. J. El libro The A m erica s in the Span ish W orld O rder: The Justification for Conc¡uest in the S even teen th C e n tu r y del medievalista James Muldoon (Filadelfia, 1994), re­

laciona esta perspectiva de los indios sedentarios como análoga a la de los vecinos de

pueblos españoles en los escritos del jurista español del siglo xvii Juan de Solórzano y Pe-

reyra, quien sirvió en la audiencia de Lima. Muldoon muestra que Solórzano estuvo hon­

damente influido en su concepto legal sobre los indios por Acosta y por las formulacio­

nes papales del siglo xm acerca del d o m in iu m y encuentra que ese autor incluye una

explícita comparación entre los indios y los aldeanos españoles: "según Solórzano, las

cualidades que los indios exhibieron fueron aquellas 'que vemos diariamente entre nues­

tros paisanos españoles rurales y agrícolas', cualidades encontradas generalmente [y] de

hecho en aquellos 'que residen en los campos y la provincia'", p. 59.

12 Ejemplos incluyen Bernardo García Martínez, Los pueblos de la sierra: el poder y el es ­pacio en tre los indios del norte de Puebla hasta 1 700 , México, 1987; Margarita Menegus Bor-

nemann, D el señorío indígena a la república de indios: el caso de Toluca, 1 50 0 -1 6 0 0 , México,

1991; y Rebecca Horn, P ostco n q u es t Coyoacan: N a hua -Spa n ish R elations in C en tra l M éx ico , 1 5 1 9 -1 65 0 , Stanford, 1997.

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es prominente la voz de Roger Chartier.13 Sin embargo, este entusiasmo por el conflicto interno como el hecho fundamental de la vida en los pueblos de indios y la conceptualización de la 'cultura' de la nueva his­toria cultural que la reduce a los individuos, corre el riesgo de perder de vista el hecho de la persistencia de dichas comunidades. Ciertamente las vidas de los vecinos eran precarias y estaban repletas de conflictos y de desigualdades locales, pero sus comunidades fueron de larga dura­ción y se dedicó mucha actividad a mantenerlas y a demostrar que su supervivencia siguió siendo vital para la mayoría de sus miembros.

Charles Gibson, quien se abstuvo de hablar de los indios como cam­pesinos en su estudio pionero de 1964, The Aztecs Under Spanish Rule, ex­presó otro tipo de advertencia respecto de exagerar el entusiasmo por la idea de concebir a los vecinos indios coloniales como campesinos. Dijo que lo que se gana con el concepto de campesinado en términos de po­der analítico y de una perspectiva comparativa, podría perderse al subestimar las particularidades locales de la experiencia colonial ameri­cana.14 Más allá de los problemas de definición, ya mencionados, Gibson habría hecho la advertencia de que el término "campesino" surge de una experiencia particular en Europa y de una tradición historiográfica que no es idéntica a la de la América española y así aquél podría alen­tar un análisis de clases reduccionista.15 Además, el estatus legal tan ela­

13 P o w e r in the Blood: Po p u la r C u ltu re and Village D iscou rse in E arly M o d ern G e rm an y, Cambridge, Inglaterra, 1984; Lynn Hunt (ed.), The N e w C u ltu ra l H is to r y , Berkeley, 1989,

introducción y ensayo de Chartier, "Text, Printing, Readings".

14 El antropólogo andino John Murra pronunció una advertencia semejante acerca

del excesivo énfasis en las características universales de los campesinos que impedía al

investigador "aprender el lenguaje o la historia local, llevar a cabo un trabajo de campo

extendido y repetido, o de alguna otra manera descubrir la especificidad de la organiza­

ción andina", "Andean Studies", en A n n u a l R ev ie w of A n th ro p o lo g y 13 (1984): pp. 119-141.

15 Daniel Nugent presentó una advertencia parecida, aunque desde una posición que

hacía un llamado a un análisis más explícitamente clasista que el que normalmente se en­

cuentra en los estudios del campesinado. Argüyó que el término "campesino" está de­

masiado envuelto en "alguna esencia primordial" y "demasiado cargado de la problemá­

tica de la transición del feudalismo al capitalismo y de la formación de una sociedad

industrial en un lugar y tiempo particulares"; es decir Europa entre los siglos xv y xix,

Sp en t C artr idges of the R evo lu tion: A n A n thropo log ica l H is to r y o fN a m iq u ip a , Chihuahua, Chi­

cago, 1993.

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boradamente definido de los indios en la América española no fue exac­tamente igual al de los campesinos europeos, según cualquiera de las definiciones aceptadas. Yo entiendo esto más bien como una adverten­cia respecto del uso acrítico [de los términos], de un saludable escepti­cismo respecto de las categorías universales, y de una preferencia por la terminología contemporánea del lugar estudiado enfocada en la gente y en grupos de gente y en cosas inmediatamente identificables, que como un rechazo de la empresa del refinamiento conceptual, la generalización y la comparación histórica.

Las cofradías y el Estado en A lahuistlan

A fin de adentrarse más en la cuestión de los indios coloniales como campesinos y de ubicarme en la discusión, me permito volver sobre un rasgo compartido por todas las definiciones del campesinado: a saber, la subordinación de los vecinos a forasteros poderosos. Al aprovechar una serie de disputas judiciales en un lugar específico durante el siglo xvm tardío, pretendo identificar algunas de las complejidades de las re­laciones entre los vecinos indígenas y el Estado colonial y sugerir cómo dichas relaciones políticas se hallan vinculadas a un rango más amplio de experiencias de desigualdad y de explotación que dan al concepto del campesino algo de su potencial.

Las cofradías organizadas para promover las devociones específicas en las comunidades indígenas coloniales pueden parecer un lugar poco prometedor para la búsqueda de la subordinación a la autoridad del Es­tado, de los terratenientes, de los comerciantes y de los mineros. A menudo las cofradías han sido consideradas como la pieza central de la autonomía y de la participación de los pueblos, como las instituciones que expresaban la independencia de la comunidad y la lealtad indivi­dual y que regulaban el consumo local de excedentes. En vista de que la conexión con los forasteros poderosos no es evidente, las cofradías cons­tituyen un lugar especialmente atractivo para examinar la cuestión de la subordinación.

Las cofradías a menudo tuvieron su origen cuando un grupo de feli­greses acordó donar unas cabezas de ganado o unos borregos como un

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recurso para costear los gastos del culto público o de alguna devoción en particular tal como el Santísimo Sacramento, un santo predilecto o las ánimas del purgatorio. Ocasionalmente el benefactor era un piadoso alcalde mayor o algún comerciante residente, pero los feligreses indíge­nas normalmente proporcionaron el ganado y las tierras que sostenían las devociones propias de la cofradía. Aun cuando la piedad popular fue fundamental a lo largo de la historia de las cofradías y de la venera­ción de los santos en la Mesoamérica rural, las cofradías del periodo co­lonial tardío y sus bienes rara vez comenzaron sólo como una expresión espontánea de la piedad colectiva o como un eslabón inquebrantable con las instituciones y los valores prehispánicos. Numerosas cofradías fueron establecidas o activamente promovidas un siglo o más después de la colonización española por curas párrocos interesados en ellas como uno de los principales medios de la promoción del culto y de la manutención de sus sacerdotes. Las cofradías proveyeron los donativos que a menudo mantuvieron la fábrica y aseguraron el ingreso del cura a partir de las misas regulares y las celebraciones de los días festivos. Los curas alentaron el establecimiento de las cofradías en los pueblos de indios y presionaron a los feligreses para establecer nuevas corporacio­nes de este tipo o para reanimar las antiguas al ver reducir su riqueza corporativa. Desde antiguo los curas párrocos intervinieron para con­servar los bienes de las cofradías y a menudo administraron dichos bie­nes ellos mismos y trataron a los oficiales elegidos de ellas como sus agentes, responsables de promover el culto público de las maneras que el cura consideraba más convenientes.

Cuál debía ser el papel de los curas párrocos en la administración de las actividades de las cofradías y cómo distinguir entre los bienes de co­munidad y los de la Iglesia fueron asuntos que permanecieron en gran medida sin definirse en la ley hasta fines del siglo xviii. Bajo los Aus- trias, los curas párrocos tuvieron la iniciativa, si bien su influencia se limitó principalmente a los aspectos financieros y políticos de las cofra­días. Tenían menos poder y acaso menos deseos de controlar las festivi­dades y los rituales patrocinados por las cofradías, que podían conver­tirse en una expresión religiosa más o menos independiente. Durante el siglo xviii los administradores borbónicos quitaron a los curas párrocos la iniciativa en los asuntos de las cofradías a fin de promover las cajas

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de comunidad supervisadas por el Estado y de otras maneras reforzar la autoridad real y su acceso a la riqueza de la comunidad. Los bienes sagrados y profanos se convirtieron en competidores en vez de socios en una confusa relación que había permitido que el ganado de la cofra­día pastara en las tierras del municipio. Los subdelegados, apoyados por la política real y las audiencias, pretendieron desterrar a los curas párrocos de los asuntos de las cofradías.

Aun cuando la influencia de los sacerdotes y de los alcaldes mayores sobre las cofradías fue mayor en las dos zonas que he estudiado duran­te el periodo colonial tardío -la arquidiócesis de México y la diócesis de Guadalajara- que en algunas otras (Yucatán, por ejemplo), aun ahí la historia de las cofradías no es mayormente la de los curas y los alcaldes mayores. En varios aspectos las cofradías y las obras piadosas menos formales constituyeron instituciones locales mantenidas por la gente de la localidad. Incluso a fines del siglo xvm la creación de nuevas cofra­días, la acumulación de donaciones a lo largo del tiempo, el crecimien­to en el patrocinio individual y la línea jamás quebrada del servicio de los mayordomos en muchos pueblos dependieron en última instancia de la devoción popular y de la voluntad de servir; es decir, de las lealta­des que un cura podía quizá aprovechar pero que jamás podía esperar simplemente crear y controlar. Esas reservas de activa piedad dejaron el camino bastante libre para que las cofradías hicieran lo que quisieran. Ahí donde los curas párrocos dependieron del apoyo financiero de las cofradías para su manutención fue poco probable que interfieran con la devoción del grupo.

Las cofradías se hicieron especialmente controvertidas hacia fines del siglo xvm. El capital de muchas de estas importantes fuentes de in­greso parroquial se agotaba y los curas y feligreses se enfrentaron por el control de lo que quedaba. Los contornos cronológicos de la controver­sia siguieron asimismo las iniciativas de los Borbones para la consolida­ción del Estado. La mayoría de las cofradías estuvo administrada más por la costumbre local y por acuerdos informales que por la ley formal hasta que los reformadores españoles decidieron expandir la autoridad real a expensas del clero, controlar más plenamente la riqueza colonial y promover empresas generadoras de ingresos. El aumento en los plei­tos por cofradías y la presión en favor del patrocinio individual de las

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prácticas de la devoción, después de fines de la década de 1780, suce­dieron al cambio en la política real y al asalto generalizado en contra de la autoridad de los clérigos en los asuntos públicos. Sin embargo los orí­genes de esos cambios y conflictos locales no fueron simplemente exter­nos. La política de la Corona y las acciones de los subdelegados alenta­ron iniciativas locales ya conocidas y aprovecharon ciertas presiones que iban en aumento: el crecimiento demográfico, la pugna entre los la­tifundios privados y las comunidades vecinas por las tierras agrícolas, la creciente desigual distribución de las tierras comunales, los mayores costos del culto, los cada vez más altos impuestos reales y un clima ge­neral de cambio.

La resistencia al involucramiento de los curas párrocos en los asun­tos de las cofradías hacia fines del periodo colonial alcanzó una inusita­da intensidad en la parroquia de San Juan Bautista Alahuistlan en el centro de México, ubicada sobre los cauces que se extienden a través de los calurosos y yermos cerros y empinados barrancos de la región norte- centro del actual Guerrero.16 La gran mayoría de los vecinos de la sede parroquial y de las comunidades aledañas de San Miguel Totominalo- yan, San Pedro, San Francisco Metlatepeque, San Sebastián Axuchitlan- cillo y el Rancho San Antonio fue clasificada como de agricultores indí­genas de habla náhuatl. En 1789 el cura párroco, Germán José Sánchez, contó 760 familias indígenas y 26 familias no indígenas ("familias de españoles cuya casta no se sabe de cierto [...] por ser foráneos y tras­puestos a esta jurisdicción").17 Los pocos no indios estaban concentrados en el Rancho San Antonio y en la sede parroquial y, al igual que los na­turales de San Miguel y algunos de Alahuistlan, hablaban ambos el cas­tellano y el náhuatl.

La economía de la zona se centraba en la producción de maíz, frutas y ganado para el consumo local y en cierto comercio de sales minerales

16 Algunas de las disputas de cofradías aquí discutidas son tratadas en un contexto

distinto en mi libro M a g is tra te s o f the Sacred: P r ie s ts a n d Parish ioners in E ig h teen th -C en tu ry M exico , Stanford, 1996, pp. 316-321 [M in is tro s de lo sagrado, sacerdotes y fe ligreses en el M é ­xico del s ig lo xviii , trad, de Óscar Mazín y Paul Kersey, Zamora, El Colegio de Michoacán,

El Colegio de México, Secretaría de Gobernación, 1999].

17 "La descripción de Alahuiztlan, 1789", Tlalocan 2: 2 (1946): pp. 106-109.

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y tela de algodón. A fines de la década de 1780 los indios de la parro­quia se vieron presionados para proveer más sal para el procesamiento de la plata en el centro minero de Zacualpan, que era a la vez la capital del distrito, a cambio de muías y otros bienes controlados por el alcalde mayor mediante su repartimiento de mercancías en esta última pobla­ción. Al parecer los tenientes de Zacualpan obligaban a los indios a ven­der su sal allí en vez de tratar con sus clientes preferidos en el centro mi­nero de Sultepec. Entonces los indios se quejaron ante la audiencia de México por medio de un abogado de que perdían su control de esa ac­tividad redituable: es decir, cuándo producir, dónde vender y a qué pre­cio.18 Ya que las salinas distaban más de una legua de Alahuistlan, la cre­ciente demanda y el endeudamiento mantenían a los hombres alejados de sus casas durante largos periodos.

Alahuistlan estaba situado en una de las dos grandes agrupaciones de parroquias de la arquidiócesis de México en que los sacerdotes re­portaron ingresos particularmente exiguos y de donde salían a la prime­ra oportunidad. Clasificada en 1746 como una parroquia de tercera cla­se, a principios de la década de 1770 Alahuistlan generaba un ingreso anual de sólo 750 pesos. Al igual que muchas de las parroquias tardío- coloniales en el moderno estado de Guerrero, se consideraba de difícil administración ya que contaba con una población reducida y esparcida en un extenso territorio, malos caminos y un clima arduo. Por otra par­te, sin embargo, carecía de la reputación de indiferencia de los indios o de hostilidad para con los curas párrocos característica de las parro­quias vecinas del actual Morelos.19 Según informes, como consecuencia del crecimiento de los mercados de la sal y la tela de algodón, el ingre­so del cura aumentó a 950 pesos en 1793 y a 2 616 en 1805. Calificada por ese entonces como una parroquia de segunda clase, Alahuistlan ya no era una de las más pobres; si bien gracias a su clima caluroso, a su

18 a g n , R am o Clero R egu la r y Secular, 75 exp. 6, fol. 371, julio de 1787.

19 De acuerdo con el visitador pastoral en 1780, Alahuistlan era una parroquia "de

mui fácil administración y los yndios están quietos y viven arreglados," donde "van tan­

tos niños y niñas a las esquelas y a rezar la doctrina que por la tarde se juntan más de 300

muchachas y por la noche más de otros tantos muchachos", Archivo Histórico de la Mi­tra, vol. L10B/21,1779-1780, fols. 269r, 271 v, 273, 274r.

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aislamiento y a sus feligreses indígenas cada vez más contenciosos, los curas de fines del periodo colonial que contaron con otros prospectos no estuvieron más dispuestos a permanecer ahí que los anteriores.

Durante casi veinte años los curas y los feligreses de Alahuistlan tu­vieron disputas particularmente enconadas, prolongadas e irresueltas ante la audiencia de México. Seis oficiales indígenas, unos antiguos y otros en funciones, iniciaron las luchas ante el tribunal en abril de 1786 al contratar a un abogado en la capital para representarlos en todos sus futuros litigios.20 En noviembre el abogado presentó una extensa queja en representación del pueblo en contra del cura José Antonio de Zúñiga. El padre Zúñiga fue acusado de exigir servicios personales no remune­rados en los campos y en las salinas para su propio provecho, de permi­tir a su ganado destruir las siembras de los indios, de urgir las primicias, de exceder el arancel publicado que estipulaba sus derechos eclesiásti­cos, de ordenar crueles azotes para algunos de los feligreses y de humi­llar a otros. Las cofradías tuvieron importancia secundaria en la queja inicial, pues se alegó que el cura exigía que los feligreses cuidaran del ganado de la cofradía sin remuneración.

Por indicaciones de la audiencia, el subdelegado de Zacualpan fijó una copia del arancel oficial en la puerta de la iglesia y tomó declaracio­nes. Entre los testigos estuvo el maestro de escuela Carlos Rodrigo de Castro, dos castizos y un español de Sultepec, quienes habían vivido en Alahuistlan durante tres, doce y treinta años respectivamente. Castro juró que las demandas del cura concernientes a sus derechos y a los ser­vicios personales se conformaban con la práctica acostumbrada en la parroquia. Dijo que tal vez los indios habían cultivado una parcela adi­cional bajo la supervisión del fiscal en terrenos puestos a su disposición por el cabildo (en vez de proveer forrajes para los caballos del cura), pero que lo habían hecho sin quejarse. Afirmó asimismo que algunos in­dios habían sido azotados, pero que los castigos no fueron ni excesivos ni injustificados.21 Por lo que hace a la queja concerniente a los servicios

20 Los hechos de 1786-1788 se hallan documentados en a g n , Clero R egu la r y Secular, 75 exp. 6.

21 Castro tenía 27 años en el momento de su declaración. Durante sus cuatro años en

Alahuistlan habían servido dos curas.

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de la cofradía, adujo que los gobernadores indios nombraban a los mayordomos y vaqueros al final del año y que era costumbre que esos hombres sirvieran sin provisiones ni sueldo. El amplio testimonio de los otros testigos apoyó a Castro: Zúñiga, al igual que sus predecesores, no tenía nada que ver con la gestión de la cofradía, salvo durante el conteo anual del ganado cuando le pagaban cuatro pesos por su asistencia (y, presumiblemente, por su certificación del conteo). Era evidente que Zú­ñiga intentaba aumentar sus ingresos a partir de fuentes parroquiales, a veces aprovechando los servicios personales acostumbrados aunque se­gún nuevas modalidades, y al proponer el cobro del diezmo en propor­ción a los granos. Era, además, muy dado a emplear el látigo, aunque los testigos consideraron que era moderado en sus exigencias y que ac­tuaba dentro de los límites habituales. Del archivo parroquial Zúñiga extrajo un acuerdo de 1775, según el cual los indios habían aceptado los derechos y tarifas acostumbrados en vez del arancel de derechos publi­cado y quedaban exentos del pago de primicias. El alcalde mayor con­cluyó su indagación en febrero de 1787 con un informe en que indicó que los servicios personales exigidos a los indios se conformaban con el acuerdo de 1775; que la queja en contra del cura en relación al servicio de la cofradía carecía de fundamento y que los azotes no fueron ni espe­cialmente frecuentes ni crueles. Observó asimismo que el padre Zúñiga ciertamente había intentado cobrar el diezmo en proporción al grano y en ocasiones ordenado azotes injustificados, pero consideró que las de­más acusaciones eran falsas o inconsecuentes.

El alcalde mayor informó también que habían surgido problemas ese mismo año cuando el día de los Santos Reyes el cura arrestó a Pas­cual Hipólito, el alcalde indio de segundo voto, por sus frecuentes fal­tas a misa. Ese hecho, tal y como quedó plasmado en los documentos de la indagación del subdelegado, revela la creciente tensión que surgía en tomo a la autoridad del cura en la parroquia. El gobernador y otros ofi­ciales elegidos de Alahuistlan liberaron a Pascual Hipólito sin el permi­so del padre Zúñiga. Este escribió al subdelegado para denunciar esa desobediencia y pedir la intervención de la Corona. Más tarde confron­tó a los oficiales para pedirles una explicación. El gobernador contestó que Pascual Hipólito había sido liberado por "el pueblo". Cuando el cura exigió saber "¿Quién del pueblo?", uno de los oficiales elegidos,

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Agustín de Santiago, levantó la voz ("insolentemente," dijo el cura) para repetir "el pueblo," y amenazó al cura con su bastón de mando. El cura se retiró y cabalgó hasta Zacualpan (un duro viaje de dos días desde Alahuistlan) a fin de solicitar la intervención del alcalde mayor. El gobernador Agustín Pedro atestiguó posteriormente que después de que el oficial Santiago le había hablado y amenazado, el cura le arrojó sus tijeras y lo hirió en la cabeza antes de que el testigo interviniera para calmar al cura. Los oficiales indios se retiraron y más tarde Santiago se marchó a la ciudad de México.

El maestro de escuela Castro había presenciado esos hechos y atesti­guó al detalle que después de que el padre hirió a Santiago con las tijeras, los dos hombres forcejearon y el cura le pegó al indio y lo tiró del cabello. Entonces Santiago se zafó, intentó coger al cura y le arañó las manos. El gobernador indio y otro alcalde rogaron al párroco que se cal­mara. En ese momento este último pidió auxilio a gritos y Castro y otros tres hombres no indios intentaron apresar a Santiago, aunque ensegui­da se volvieron a retirar cuando éste amenazó al sujeto que traía los gri­lletes. El cura siguió gritando por auxilio -"diziendo que si no havía quien auxiliase a Nuestra Santa Madre Yglesia"- pero los indios reuni­dos se quedaron atrás. Entonces el cura echó mano del fiscal y le ordenó reunir al pueblo para averiguar quién había liberado al prisionero. Cuando se reunió una multitud encolerizada, el maestro de escuela im­ploró al cura liberar al alcalde a fin de evitar un alboroto. El cura acep­tó entregar a Santiago al gobernador para su encarcelamiento (otro tes­tigo añadió que el cura le advirtió al gobernador no hablar con Santiago porque estaba ya excomulgado), y luego partió a lomo de muía rumbo a San Miguel. Los indios permanecieron el resto del día en grupos nu­merosos pero no sucedió nada más salvo la salida de Santiago para Mé­xico al día siguiente.

En su defensa Agustín de Santiago, de cincuenta años de edad, des­cribió más bien las acciones del cura que las propias. Declaró que cuan­do se enfrentó a aquél por la liberación de Pascual Hipólito, simple­mente repitió lo que el gobernador había dicho, que todo el pueblo lo había hecho. El cura lo hirió con las tijeras, le pegó con sus puños, le tiró del cabello e intentó echarlo al suelo. Dijo que se resistió naturalmente y que volvió a resistir cuando el cura ordenó a otro español ponerle los

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grilletes, porque no había cometido ningún crimen. Al día siguiente se fue a México para presentar su queja contra el cura ante el arzobispo.

Al principio parecía seguro que el caso se decidiría a favor del cura. En una muestra de solidaridad poco frecuente, el alcalde mayor escribió a la audiencia el día 24 de febrero de 1787 en el sentido de que el alcalde indio Santiago tuvo la culpa, ya que su respuesta intemperante había provocado la violencia del cura y, además, que la herida no era de gra­vedad. Para entonces era evidente, añadió, por qué durante algún tiem­po el cura había precisado de un teniente de planta para vigilar los vi­cios de los indios y mantener el orden y el respeto para "los muchos es­pañoles entrantes al comercio de sales y repartimiento de efectos". La principal preocupación del alcalde mayor era resolver lo que llamó las "graves escaseses" de sal para las minas de su jurisdicción y Alahuistlan era uno de los principales proveedores. Un teniente de planta serviría muy bien a sus propósitos, así como a los del cura.

A pesar de todo el apoyo entusiasta del alcalde mayor, el caso se desvaneció más tarde ese mismo año sin ninguna reivindicación sonan­te del cura. De hecho, este último sufrió dos derrotas parciales. El 25 de octubre de 1787 los indios obtuvieron una orden para que el cura respe­tara el arancel de derechos eclesiásticos y con ella pusieron fin a su obli­gación de prestar servicios personales extraordinarios. Asimismo se es­caparon, al menos por el momento, del nombramiento de un teniente de planta para su pueblo. El cura tomó medidas para continuar con el liti­gio en febrero y abril de 1788, pero la documentación no consigna nin­gún resultado, si es que lo hubo. Posiblemente el padre abandonó la pa­rroquia poco después.

Las disputas por la administración parroquial en Alahuistlan amen­guaron por algunos años durante la gestión del sucesor de Zúñiga, José Ygnacio Azcárate, pero los hechos de 1786 y 1787 no fueron olvidados y las políticas reales sobre las cofradías posteriores a 1789 dieron lugar a litigios adicionales. El padre Azcárate fue conocido durante su gestión ahí en la década de 1790 por su celo profesional y su patrocinio de la construcción de una "magnífica"22 iglesia parroquial, aunque acaso fue

22 a g n , H is to r ia , 578A, informe de Sultepec de 1793.

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demasiado activo y fervoroso en sus intervenciones públicas. Su llega­da coincidió con la época en que el litigio constituía un hábito que los ancianos de Alahuistlan podían costear. El padre Azcárate no ayudó a su propia situación en la comunidad cuando en 1795 puso mucho énfa­sis en la defensa del maestro de escuela del pueblo contra denuncias por negligencia en sus deberes y por una excesiva atención a su monopolio lucrativo (y sin lugar a dudas molesto) de la venta local de productos de tabaco.23 Los partidarios indígenas en el litigio se quejaron de la "prepo­tencia" del cura y de su amistad con el subdelegado y el maestro de es­cuela que, según alegaron, militaban en contra de la justicia en los asun­tos judiciales locales. Azcárate respondió que los indios de Alahuistlan eran desobedientes, que sólo 25 de los 200 niños en edad escolar asistían a la escuela y que esa resistencia explicaba el analfabetismo y la igno­rancia generalizados en la comunidad. Los ancianos del pueblo perdie­ron esa ronda de litigios cuando el principal quejoso, un alcalde indio, fue desacreditado ante los ojos del tribunal por ser "pleitista". ¡El desen­lace fue una orden para que el maestro de escuela recibiera un aumen­to de sueldo!

En 1798 Azcárate apeló a la audiencia para que reformara la prácti­ca en San Miguel Totomaloyan de contar con un patrocinador para cada uno de los distintos santos venerados en esa comunidad. Argüyó que el dinero derrochado en dicha práctica podía ser dedicado a un mejor uso devocional y que las comidas anuales en honor de los santos daban lugar a mucha embriaguez pública y a faltas de respeto. Habiendo fra­casado en sus esfuerzos por lograr el cambio mediante la persuasión, la exhortación, el castigo y una orden del subdelegado, Azcárate apeló a la audiencia para que eliminara los mayordomos de los santos y dejara el cuidado de las imágenes al sacristán y al fiscal para que ordenara que nadie se viera obligado a proveer velas o cera para ser encendidas ante la imagen, y para que se prohibieran las vigilias y los banquetes en ho­nor a los santos sin el permiso del cura.24 El abogado de la audiencia simpatizaba con la apelación del cura, pero vaciló antes de actuar en

23 a g n , C rim ina l, 166 fols. 354bis.

24 a g n , C lero R eg u la r y Secular, 206 exp. 3.

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contra de las costumbres religiosas locales sin una indagación comple­ta. En 1799 la audiencia accedió a las peticiones del cura, aunque advir­tió que "como en materia de constumbres en los pueblos, no deve pro- cederse para removerlas sin perfecto conocimiento de la causa".

La documentación judicial no revela cómo reaccionaron los patroci­nadores indígenas, pero tres años más tarde los conflictos por las cofra­días suscitados por el cambio en la política real y las intervenciones re­lativas al comercio de la sal llegaron con toda su fuerza a Alahuistlan, gracias a unos agresivos líderes indígenas que entendían sus derechos y contaban con los recursos financieros necesarios para proseguirlos en la corte, y a un cura decidido que llegó para quedarse. Este cura, Mariano Dionicio Alarcón, presentó su versión de los conflictos en una carta al vicario general del arzobispado en diciembre de 1802.25 Dijo haber llega­do al pueblo para encontrar que seis cofradías que debieron haber pro­veído la mayor parte del sustento de las misas y celebraciones del día festivo, derrochaban su riqueza en gastos extravagantes y pagos a los subdelegados. Tales pagos violaban los términos de las constituciones de las cofradías de principios del siglo xviii, que limitaban sus desem­bolsos a las actividades religiosas prescritas: es decir, a las misas, a los diversos gastos de los días festivos, a las cuotas para los cantores, a la cera de Castilla, a los ornamentos y misales para la iglesia local y a la fá­brica. Dijo haber llamado la atención a los indios tocante a esas violacio­nes y haberles advertido que no mataran o vendieran el ganado de los ranchos de la cofradía sin su permiso. Durante cinco meses, dijo enton­ces, los indios se habían desquitado con "mil inconsequencias y faltas de respeto" y obtenido una orden judicial del virrey para que se les de­jara administrar las cofradías como les placiera. El cura consideró que dicha orden iba en contra de los cánones y concluyó que sólo había sido emitida porque los indios presentaron evidencia falsa y engañosa.

A partir de su carta, pareciera que el padre Alarcón no se dio cuen­ta de que el gobierno real en la ciudad de México no sólo reconocía la sustancia de su orden como un principio general, sino que había con­templado la idea de disolver los bienes corporativos de las cofradías de

25 Tulane University, Viceregal a n d Ecclesiastical M ex ica n C ollection , legajo 36 exp. 17.

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una vez por todas. En un intento por restablecer el control de la Iglesia sobre las cofradías de Alahuistlan por ser "bienes espirituales", el pro­motor fiscal del arzobispo envió un informe al virrey en que resumió la versión de Alarcón. El abogado de la audiencia respondió el 31 de di­ciembre de 1803 que el asunto sería evaluado. El archivo no presenta más evidencia respecto de la apelación o del fallo pero, dada la postura de la audiencia en otros casos similares posteriores a 1800, el cura tenía poca razón para esperar de los tribunales reales una reivindicación de sus reclamos.

La aparente carencia de un fallo definitivo en 1803 fue ventajosa para el cura, ya que cuando la disputa aún sin resolver llegó ante la au­diencia nuevamente en agosto de 1804, el padre Alarcón reclamaba que siempre había estado a cargo de

El cuidado heconómico de sus productos, la invercion de estos, hierra,

cuenta de ganado y su existencia de tal manera que nada tocante a ellas se

puede hacer sin mi intervención, como ni mudar o alterar alguna de sus

constituciones sin la del ordinario, corrovorado todo por autos repetidos y

uniformes de visita para este curato desde el arzobispo Aguiar hasta Haro

y Peralta.

Tras su queja judicial ante el vicario general y el virrey, el padre Alarcón debió haberse hecho cargo de la gestión de las cofradías y declarado a sus feligreses que su administración le correspondía por de­recho canónico. Su ignorancia de la política real parece haber sido fingi­da. Una anotación marginal hecha por el Juez Real de Propiedades en la exaltada carta del párroco de agosto de 1804, indicó que era falso el ale­gato del cura de que las cofradías constituían bienes espirituales. En la nota se cita una orden del 25 de noviembre de 1802 -justo antes de que Alarcón presentara su apelación inicial ante el vicario general- para que el alcalde mayor de Zacualpan informara al cura que "los ranchos son profanos" y que debían ser administrados por el gobierno del pueblo y el mayordomo que éste nombrara, bajo la supervisión del Juez Real de la Contaduría General de Propiedades.26

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Después de ese intercambio el padre Alarcón envió otra carta al ar­zobispo el día 12 de octubre de 1804 -redactada "con harto dolor de mi corazón"- en que reiteró sus quejas de que la iglesia estaba quedándose sin nada y declaró su compromiso para con "la defenza de mi potes­tad". Los indios, dijo, consideraron que era suficiente pagar las misas de la cofradía y ya no le permitieron revisar las cuentas anuales. Observó que el dispendio de los bienes de la cofradía por los indios violaba las órdenes de las visitas pastorales (como si dichas órdenes rebasaran las recientes indicaciones de las reales cédulas y los fallos de la audiencia).

En febrero de 1805 el padre Alarcón se vio directamente involucra­do en un intercambio de correspondencia con la audiencia. Al subrayar sus "derechos incontrovertibles", apeló el 14 de febrero para que se aca­bara con la venta no autorizada del ganado de la cofradía y con los exce­sivos gastos en banquetes, celebraciones embriagantes, y lo que llamó "regalos a México". Los indios más prósperos, dijo, derrochaban la ri­queza de las arcas de la cofradía, no practicaban la caridad y soborna­ban a los oficiales para que borraran de los registros sus múltiples fe­chorías. Adujo no haber recibido sino hasta el 18 de mayo de 1804 una orden de la audiencia solicitada por el gobernador de Alahuistlan y en­viada al alcalde mayor de Zacualpan el 6 de noviembre de 1802. Una se­gunda orden de la audiencia referente a la propiedad eclesiástica fue en­viada al alcalde mayor el 8 de septiembre de 1804 pero, al parecer, no fue entregada al sacerdote. De ser así, sería más que simplemente una clara indicación de que el alcalde mayor fue sobornado.para voltearse contra aquél.27 Al intentar rescatar lo que se pudiera desuna situación que iba de mal en peor, el padre Alarcón propuso a la audiencia que se compraran cajas fuertes con doble chapa para guardar las cuentas y las reservas en efectivo de cada cofradía y así asegurar que el uso de esa riqueza corporativa se conformara con las constituciones establecidas. Se precisaría de dos llaves para abrir la caja; una la tendrían los oficiales de la cofradía, la otra el mismo cura.

Sin embargo, eventualmente los recursos legales del cura se agota­ron y el 5 de junio de 1805 un nuevo alcalde mayor, Mariano del Pozo,

27 Una anotación marginal en a g n , Clero R eg u la r y Secular, 137 exp. 8, fol. 279 ordenó

al alcalde mayor enviar el documento del 8 de septiembre de 1804 sin más demora.

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prometió al virrey que pronto informaría de la petición del cura en que pedía que no se permitiera a los indios administrar los ranchos de las cofradías por cuenta propia:

Por ahora lo que puedo informar a v e es que dhos bienes son radicados por

los mismos naturales con el nombre de cofradías, pero no son de Yglecia, ni

bienes espirituales, como dho cura representa, pues es público y notorio

que son puramente profanos sin que ninguno de los demás curas tenga ta­

les pretenciones pues todos están bien impuestos de su verdadero funda­

mento.28

El 17 de agosto el fiscal protector de indios de la audiencia ratificó la evaluación preliminar del alcalde mayor: las cofradías eran "puramente bienes profanos; [...] Esta es la práctica legal". Aconsejó a la audiencia determinar que sólo los mayordomos y los oficiales del pueblo podrían administrar dichas propiedades; que los curas no deberían tener una llave para las arcas de las cofradías, ya que no contenían propiedad ecle­siástica alguna; y que los alcaldes mayores deberían recibir indicaciones para dedicarse a conservar y acrecentar la riqueza de las cofradías. La audiencia concurrió el 22 de agosto. Al parecer ese fallo fue lo suficien­temente contundente aun para el persistente padre Alarcón, ya que no aparecen en los registros más apelaciones o reclamos.

Esa larga disputa en Alahuistlan entre 1786 y 1805 -durante los vein­te años en que los enfrentamientos por la administración de las cofra­días en la Nueva España alcanzaron su mayor intensidad- no giró sola­mente en torno al control de una institución religiosa generadora de ingresos. Alahuistlan había gozado de una considerable independencia en sus instituciones y prácticas religiosas locales hasta antes de 1786, con una red de devociones a santos no regulada y la administración de los bienes de cofradía en manos de sus miembros, prácticamente libres de supervisión. Las tensiones provocadas por la demanda de las sales minerales provenientes de Alahuistlan de parte de los mineros de Za­cualpan y los alcaldes mayores antes de la década de 1780 aún no ha­

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bían vinculado los conflictos y las negociaciones económicas con las de carácter eclesiástico. Un "alboroto" -para usar el término del alcalde mayor al referirse a los siguientes hechos- en Alahuistlan en 1711 se centró en asuntos económicos y políticos notablemente semejantes a los de los años de 1780 y 1790, aunque no alcanzó a las instituciones ecle­siásticas ni a los curas párrocos. A petición de los mineros de Zacualpan, el alcalde mayor intentó colocar un teniente de planta en Alahuistlan, a fin de garantizar un suministro adecuado de las sales minerales.29 Para entonces, al igual que más tarde, los indios de Alahuistlan preferían vender sus sales a los comerciantes de las minas de plata de Sultepec, quienes pagaban más de tres pesos por carga y por anticipado (dinero que los indios dijeron dedicar al pago del tributo) en vez de los dos pe­sos y medio que ofrecían los mineros de Zacualpan quienes, además, es­taban atrasados varios meses en sus pagos de entregas anteriores. El "alboroto" ocurrió cuando el recién nombrado teniente intentó arrestar a uno de los alcaldes indios por no haberle ayudado a localizar las reser­vas de sal ocultas por algunos de los productores de Alahuistlan. Según informes, los indios que atacaron las oficinas municipales y enfrentaron al teniente gritaron que no querían a ningún teniente y amenazaron con matarlo o llevarlo a la cárcel de la audiencia en la ciudad de México.

Paradójicamente, la inconformidad popular con los curas en Ala­huistlan hacia fines del siglo xviii se centró en las cofradías, aun cuando fue probable que éstas constituyeran la institución y los recursos de la comunidad estuvieron menos amenazados. Es posible que las cofradías se hallaran en el centro de los conflictos precisamente porque los indios de la localidad las habían controlado durante tanto tiempo y contaban con bases legales cada vez más firmes frente a ellas. Los alahuistleños no querían perder ese control, no sólo porque las cofradías representa­ron una fuente de riqueza y una práctica local, sino también porque jus­tamente en ese momento los indios estaban perdiendo el control sobre una parte importante de la economía local, al tiempo que el mercado de la sal y su mano de obra fueron exigidos cada vez más por los subdele­gados en provecho de las minas de Zacualpan. La campaña de la Coro­

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na en contra de la supervisión de las cofradías por parte de los curas (que fue parte de una más amplia redefinición de la propiedad religiosa y del lugar de los sacerdotes en la vida pública) dio a los representantes de Alahuistlan un argumento legal más fuerte respecto de esa faceta de la vida de la comunidad y sirvió como una medida para reducir la au­toridad local del cura y protestar a la vez, de manera indirecta, contra el nombramiento de un teniente de planta y la demanda de la sal. El es­fuerzo de parte del cura por apoderarse del manejo de las cuentas de las cofradías fue demasiado parecido a la intervención del alcalde mayor en el comercio de la sal como para quedar sin respuesta; y la idea de un teniente de planta resultaba ventajosa, evidentemente, sólo para el al­calde mayor, el cura y los mineros de Zacualpan. Sin embargo esa resis­tencia ante los cambios que los curas supuestamente pretendían en el manejo de las cofradías no constituyó un movimiento anticatólico, y ni siquiera profundamente anticlerical por parte de los vecinos de Ala­huistlan (de hecho, pudo haber sido aun menos conservador de lo que parece, ya que los oficiales de las cofradías de Alahuistlan quizá hayan ejercido menos control sobre las elecciones y las cuentas que podrían haber reclamado legalmente en esa época). Bien sabían que estaba en su propio interés apelar a ambas, la costumbre y la nueva legislación, al mismo tiempo. Los alahuistleños objetaron la interferencia del cura, aunque cumplieron fielmente con el pago de sus derechos por las misas que las cofradías patrocinaban desde antiguo. No hay indicios de que esos vecinos se hayan visto a sí mismos como agentes de un renacimien­to prehispánico o como enemigos del Estado colonial y de su religión.30

30 Esa contenciosa negociación en el contexto de una relación política hegemónica

quizá explique otra asombrosa inconsistencia en los registros: en 1780 el visitador pasto­

ral informó que cientos de niños asistieron asiduamente a la escuela para sus lecciones

espirituales. Quince años más tarde el cura lamentó que sólo 25 de los más de 200 poten­

ciales jóvenes estudiantes asistían a clases. ¿Cómo debemos entender esa aparente trans­

formación de "ovejas" complacientes en resistentes empedernidos? Proponer que los ni­

ños de Alahuistlan eran básicamente haraganes o fundamentalmente estudiosos hace

preciso comprobar la falsedad de una de estas dos evaluaciones. Si ambas representan

descripciones más o menos exactas de la época, como yo lo supongo, el cambio entre

1780 y 1795 no se debió a una repentina perdida de fe ni a una abrupta desilusión que in­

dicara el repudio de la autoridad colonial. A la luz del resto de la voluminosa documen­

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Conclusión

Al final de este ejercicio sigo pensando que el término "campesino" es un buen concepto para reflexionar sobre los indios sedentarios del Mé­xico colonial, especialmente debido a la manera en que su uso actual va más allá de la unidad doméstica y del pueblo para invitar a la conside­ración de las contracorrientes de la agencia local y las influencias más amplias; es decir, "las múltiples maneras mediante las cuales los campe­sinos han participado continuamente en sus mundos políticos", según expresa el antropólogo e historiador William Roseberry. El concepto de campesino puede representar una manera útil y compleja de plantear interrogantes acerca de las relaciones y el poder en la sociedad colonial y en la historia de México; aunque cuando presupone las respuestas o los medios para darlas, amenaza con cambiar la complejidad por crudas simplificaciones, independientemente de qué tan sutiles sean las pre­guntas.

Tal y como advirtió Gibson, los indios coloniales no fueron simple­mente campesinos. Sin embargo hablar de campesinos se acerca menos al anacronismo de lo que Gibson quizá imaginó. Considerar a los indios sedentarios como homo rusticus sugiere cómo un concepto legal, moral y social europeo de la subordinación se halló enraizado en la experien­cia colonial de los pueblos del México central. Me intereso menos en la palabra o en la categoría campesino que en la variedad de contingencias y relaciones que puede representar. Fue, en primer lugar, el prospecto de un diálogo a través de los campos geográficos y temporales de la his­toria así como de reflexiones adicionales referentes a un vocabulario adecuado lo que me llevó a preparar este ensayo. Sin embargo la tarea de localizar los aspectos comunes en los procesos históricos requiere más que sólo precisiones terminológicas.

Considero la invitación ecuménica a la historia de Edward P. Thompson como "la inquieta disciplina del contexto" como la mejor es­

tación de los litigios en Alahuistlan en el siglo xv iii , es más sensato considerar ese cam­

bio en la asistencia a la escuela como un retiro del apoyo al cura y a su mensaje de obe­

diencia, que fue estratégico y temporal, así como una protesta algo dramática contra las

nuevas imposiciones coloniales respecto del tiempo, la mano de obra y la política locales.

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trategia analítica y fuente de comprensión mutua, si bien distante, entre los estudiosos de la Latinoamérica rural durante el periodo colonial y los historiadores de la Europa medieval y moderna. Mediante el ejem­plo de Alahuistlan he intentado responder a su invitación por la vía de algunas ramificaciones respecto de un sitio en particular que me indi­can por qué el concepto del campesino resulta apropiado, sin quedarme en la simple narración de cómo los moradores de esa localidad parecen haber estado subordinados y oprimidos, o bien unidos y autónomos. Los detalles de cada caso cuentan, como cuenta asimismo un sentido de las tendencias regionales y de las diferencias entre región y región. Se­gún la invitación de Thompson las relaciones causales siguen siendo profundamente inciertas, aunque uno puede acercarse a ellas recono­ciendo con modestia lo más que se puede captar de una imagen general de vida según lo permiten los testimonios materiales y la inferencia fac­tual. Se trata de una invitación a contemplar las relaciones más que las esencias. En su propia obra, Thompson preguntó una y otra vez "¿Cuál es el contexto adecuado para entender este hecho, esta afirmación?" La respuesta bien podría variar de caso en caso.

¿Cuál es el contexto adecuado para entender las persistentes dispu­tas entre el cura y la feligresía por las cofradías en Alahuistlan hacia fi­nes del periodo colonial? ¿Cuál es el contexto apropiado para entender la gestión de las cofradías como una manera de evaluar más general­mente el concepto de campesino?31 Esas disputas en particular pueden

31 En tres aspectos el rico registro de las disputas en Alahuistlan a fines del periodo

colonial es de poca ayuda en mi intento de contextualizar plenamente la problemática

del campesino. En primer lugar, la apariencia de acción colectiva y solidaria de parte de

Alahuistlan y sus aldeas aledañas en las disputas seguramente es una representación in­

completa de los intereses y la acción locales. Ahí, como en otros lugares, la documenta­

ción judicial a menudo trata las afirmaciones e iniciativas de los líderes elegidos como la

voz colectiva de la comunidad. Silencia las divisiones al interior de los pueblos así como

entre pueblo y pueblo, lo referente a la relación entre la producción doméstica y la de­

manda de sal, así como otros aspectos de la vida al interior de los límites de las comuni­

dades políticas. Segundo, la experiencia de Alahuistlan con las cofradías no es simple­

mente representativa. La gestión de las cofradías estuvo ahí inusitadamente libre de la

influencia de los curas párrocos. En muchas parroquias del centro de México los curas

supervisaron las cuentas de las cofradías así como las actividades de veneración, además

de nombrar los oficiales de esas corporaciones. En esos lugares fue menos probable que

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entenderse mejor una vez ubicadas en el contexto de las estrategias eco­nómicas y políticas de los vecinos frente a las exigencias, repetidas aun­que relativamente remotas, de la economía minera y de la política de fines de la colonia tocante a la minería y a la religión que se difundió desde Sevilla y la ciudad de México hasta sitios como Alahuistlan, con consecuencias sólo pobremente entendidas por los mismos forjadores del Estado. Se hizo cada vez más difícil satisfacer los aumentos en la de­manda de sales minerales y así creció la presión sobre los vecinos para que entraran en el mercado de mano de obra; circunstancia que hizo más probable la hambruna y agudizó las desigualdades sociales al inte­rior de los pueblos. No es de sorprender que la mayoría de los alahuis- tleños pugnara por limitar su dependencia del comercio de la sal y que tomara el camino abierto y más seguro de sus pastizales y ahorros en efectivo. Las reformas borbónicas abrían esa posibilidad respecto de los bienes de comunidad que desde antiguo suponían la observancia reli­giosa. Esas disputas por las cofradías no fueron principalmente de­sacuerdos religiosos, aunque tampoco sólo luchas locales con los curas párrocos como en un principio hace parecer la documentación judicial. En ese contexto la experiencia de los vecinos indígenas de Alahuistlan cabe en un concepto del campesino como el de Hanawalt, aunque con giros que se adentran en las circunstancias locales y en la gama de op­ciones que una definición universal sólo puede empezar a sugerir. Aca­rrear el contexto de las disputas con los curas en Alahuistlan más allá de las cofradías, como un asunto religioso o económico, presta poco apoyo a aquellas interpretaciones de los indios coloniales que los conciben ya sea como autogestores o en gran parte autosuficientes, o bien desnatu­ralizados e impotentes. Amerita considerar seriamente las relaciones del Estado, tan importantes en la historia de los pobladores europeos en la época moderna.32 Está claro que los indios de Alahuistlan se hallaron

las cofradías fuesen los sitios de las expresiones de la autonomía política de los pueblos

que con tanta frecuencia aparecen en los registros administrativos y judiciales de fines de

la colonia. Tercero, dichos registros judiciales dan un sentido bastante claro de las asocia­

ciones con los mineros de Zacualpan y Sultepec, mas no de las relaciones con los comer­

ciantes y los hacendados.

32 Véase, por ejemplo, Thomas Robisheaux, R ural So c ie ty an d the Search for O rd e r in E arly M o d ern G e rm a n y , Cambridge, Inglaterra, 1989.

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en una asociación sostenida y subordinada, aunque negociada, con los gobernadores y jueces reales, con los curas párrocos y con los mineros.

Los testimonios escritos de las disputas en Alahuistlan sugieren la repetida aserción y frustración del poder del Estado. Los mismos asun­tos vuelven una y otra vez, especialmente con relación a la supervisión imperial de las instituciones locales y a la demanda de sales minerales. Evidentemente no hubo soluciones fáciles para tales disputas y a menu­do ninguna solución más allá de la expresión de un respeto forzado respecto al acuerdo colonial, un continuo antagonismo entre las partes y una determinación de seguir pleiteando a costa de más gastos ante los tribunales. Independientemente de sus resultados, los pleitos negocia­dos constituyeron una parte esencial de lo que significaba ser indio -y campesino- en el Alahuistlan de fines del periodo colonial.

Traducción de Paul Kersey y Óscar Mazín

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