Episodios Nacionales. El equipaje del rey José - ataun.net¡sicos en Español/Benito...lamos...

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Episodios Nacionales El equipaje del rey José Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Episodios NacionalesEl equipaje del rey José

Benito Pérez Galdós

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-I-El 17 de Marzo de 1813 salieron de palacio

algunos coches, seguidos de numerosa escolta,y bajando por Caballerizas a la puerta de SanVicente, tomaron el camino de la puerta deHierro.

-Su Majestad intrusa va al Pardo -dijo donLino Paniagua en uno de los corrillos que seformaron al pasar los carruajes y la tropa.

-Todavía no es el tiempo de la bellota, seño-res -repuso otro, que se preciaba de no abrir laboca sin regalar al mundo alguna frutecilla pi-cante y sabrosa del árbol de su ingenio.

-Su Majestad se ha convencido de que noengordará en España, y por ese camino adelan-te no parará hasta Francia -indicó un tercero,hombre forzudo y ordinario que respondía alnombre de Mauro Requejo.

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-¡A Francia! Todas las mañanas nos saluda lagente con el estribillo de que se marchan losfranceses aburridos y cansados, y por las no-ches nos acostamos con la certidumbre de quelos franceses no se aburren, ni se cansan, nitampoco se van.

-¡Tiene razón el Sr. D. Lino Paniagua! -exclamó otro personaje que se distinguía de losdemás individuos del grupo por el deslum-brante verdor de sus anteojos y un extraño mo-do de reír, más propiamente comparable a visa-jes de cuadrumano que a muecas de racional-.¡Tiene razón! Hace cinco años no se oye másque esto: «Se van sin remedio: ya no puedensostenerse un día más: el lord dará buena cuen-ta de todos ellos dentro del mes que viene...». Yasí corren los meses y los años: la gente muere,el pan sube, los pleitos merman, el dinero seacaba y los franceses no se van sino para vol-ver. Cuatro veces hemos visto salir al Sr. Pepe ycuatro veces le hemos visto entrar con más

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bríos. ¿Se acuerdan Vds. de la batalla de Bailén?Pues todos decían: «Gracias a Dios que se acabóesto. No ha quedado un francés para simientede rábanos». ¡Ay! no pasaron muchos meses,sin que les viéramos otra vez mandados por elEmperador en persona. Al cabo de cinco añosse ha repetido la fiesta. Diose una batalla enSalamanca y aquí de mis bocas de oro: «¡Ya seacabó todo!... ¡Gracias a Dios!... Viva el lord...».Los franceses salen por un lado y los inglesesentran por otro. Pero esto parece escenario deun teatro: el lord se va por la derecha y José senos cuela por la izquierda... Señores, no puedoolvidar las acotaciones de las comedias, quedicen hace que se va y se queda... A mí que soyperro viejo y tengo sobre mi alma cristiana cua-tro dedos de enjundia de marrullería, no se meemboba con estas entradas y salidas.

-El Sr. licenciado Lobo -dijo D. Narciso Plu-ma que a la sazón se encontraba también allí-,se halla tan bien en su escribanía de cámara,

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que no quisiera le molestase el ruido de las tro-pas, ni el estrépito de la guerra. Al fin y al cabo,los destinos dados por Murat no han de sereternos.

-Ya os veo venir, embrollones; os entiendofarsantes; os conozco, trapisondistas -repusoLobo disimulando su enojo-. ¿Quieren hacermepasar por afrancesado?... Parece que correnvientos anglicanos y wellingtonianos...

-Puede ser.

-Señores, demos una vuelta por los Pozos deNieve a ver si clarean las casacas rojas del ladode Fuencarral y Alcobendas.

-¿Por qué no? El ejército aliado parece queviene hacia acá. Pero en suma, señores ¿adónde va esta gente? ¿Qué tinajas atraen con suolorcillo a nuestro intruso mosquito?

-Yo digo que no pasa del Pardo.

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-Y yo que antes dejará de catarlo que quitar-se el polvo de los zapatos mientras no llegue ala raya de Francia.

-Por allí viene el reverendo Salmón que nosdirá la verdad, pues este fraile de la Mercedgusta de cucharetear con todo el mundo, y aquícojo un vocablo, allá pesco una sílaba, ello esque todo lo sabe.

-Bien venido sea el padre Salmón -dijo Re-quejo adelantándose a saludar al venerablemercenario que en la noble compañía del mar-qués de Porreño tomaba de la Virgen del Puer-to.

-¿Y qué nuevas tienen Vds., señores míos? -preguntó el buen fraile limpiando el sudor desu rostro, pues según se fatigaba al subir la em-pinada cuesta de San Vicente, parecía que sedejaba la mitad de sus rollizas carnes en el ca-mino.

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-Como vuestra Paternidad no nos diga al-go...

-El aparato de fuerza que lleva el Rey, y lamuchedumbre de coches en que le acompañatoda su servidumbre francesa y española -dijocon gravedad el marqués de Porreño- pruebanque el viaje será largo.

-Estamos a 17 de Marzo... pasado mañanason los días de D. Pepito -indicó el frailefrotándose las manos-. Quiere celebrarlo en elEscorial.

-¿En Marzo? Eso es hablar en mojigato -dijoPluma señalando con picaresca malignidad aun anciano astroso y taciturno que hasta enton-ces no había desplegado sus sibilíticos labios-.El Sr. Canencia que está presente le enseñará aVd. a hablar en jacobino. No se dice Marzo,sino Ventoso, víspera de Germinal y antevísperade Floreal.

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Todos se rieron a costa del abatido D. Barto-lomé Canencia, que habló de esta manera:

-En mi escuela se atiende a los hechos no alas palabras, factis non verbis.

-Estamos en Marzo -afirmó Lobo-, pero aho-ra nos ocupamos de nuestro Rey postizo, y yase sabe que está siempre en Vendimiario.

-Veo que será preciso buscar las noticias enotra parte -dijo con impaciencia Paniagua-. Elpadre Salmón no está hoy de vena para contar,y D. Bartolomé Canencia, que conoce todos lospasos de los franceses como los saltos de laspulgas dentro de su camisa, no nos quiere decirnada, sin duda por no vender a sus amigos.

-¡Mis amigos, los franceses! -exclamó Canen-cia turbándose como jovenzuelo tímido, aquien se descubre un secreto amoroso-. ¿Soyacaso hombre que se entusiasma con las victo-rias militares de Juan y de Pedro? ¡Batallas!

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¡Ejércitos! ¡Napoleón! ¡Lord Wellington! ¡Québasura! Soy partidario del género humano, se-ñores. Odio las guerras, destructoras de la con-vención social, y aguardo el día de la emancipa-ción de los pueblos. Sé que me calumnian; séque algunos se atreven a sostener que estuve enSalamanca en una sociedad masónica... ¿Porventura estas mis venerables canas y esta ente-reza filosófica que debo a mis estudios son apropósito para degradarse en logias y aquela-rres...? Pero basta que me hayan dado ese mise-rable destinillo en la contaduría del Novenopara que se me crea ligado en cuerpo y alma alos Bonapartes, señores, a los hijos de doña Le-ticia, que hoy dominan el mundo con la espa-da... ¡Como si la espada fuera otra cosa que unpedazo de acero, una herramienta brutal, unalanceta inerte y punzante que sólo sirve parasangrar a los pueblos!... Y entre tanto las ideas...Volved los ojos a todos lados y decidme,¿dónde están las ideas?

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Las risas impidieron a Canencia seguir ade-lante en su comenzado discurso. Salmón lequitó la palabra de la boca, para decir:

-Mala pascua me dé Dios y sea la primeraque viniere, si a este D. Bartolomé no le cam-bian pronto su plaza de la contaduría del No-veno por una jaulita en el Nuncio de Toledo...En suma nada nos ha dicho del viaje del rey. Loque yo aseguro es que ayer nada se sabía enpalacio de tal viaje...

-Por allí viene quien nos ha de sacar de du-das -dijo Pluma señalando hacia Caballerizas.

Todos los del corrillo fijaron la atención enun joven bien parecido, de rostro alegre y fran-co que precipitadamente bajaba en dirección aSan Gil. Vestía el uniforme de la guardia espa-ñola creada por José en Enero de 1809, y a lacual pertenecían buen número de compatriotasnuestros con todos o casi todos los suizos yvalones de los antiguos cuerpos extranjeros.

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-¡Eh, Salvadorcillo Monsalud, SalvadorcilloMonsalud! -gritó el licenciado Lobo, llamandoal mozo del uniforme.

-Es sobrino de Andrés Monsalud, el queapalearon en Salamanca -indicó con maliciaRequejo-. El Sr. Canencia puede dar noticia dela batalla de los Arapiles y de los palos de Babi-lafuente.

-Señores patriotas, buenos días -dijo el jovenguardia acercándose al corrillo y saludando atodos con festivo semblante.

-¿Qué ocurre, discreto amigo, aunque jura-do? -le preguntó Salmón posando su manto enel hombro del mancebo-. ¿A dónde va por esoscaminos el Emperador de las Tinajas?

-A Valladolid -repuso el militar.

-¡A Valladolid! -exclamaron todos-. ¡Ya lopresumía yo!

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-Por allí están la Nava, Rueda, la Seca, Mo-jados y demás cepas...

-¿Con que a Valladolid?

-No faltarán batallas... -indicó el joven conénfasis-. Napoleón ha mandado un recado a suhermano, diciéndole que salga a campaña.

-¿Un recadito?

-Y nosotros salimos también... Y con noso-tros los ministros, y con los ministros los em-pleados, y con los empleados...

-Con los empleados los empleos -añadió Lo-bo-. Eso será bueno.

-En palacio están empaquetando a toda prisacuadros y alhajas -prosiguió Salvador con albo-rozo y orgullo, propios de la juventud al verseportadora de nuevas estupendas-. Ayer embau-lamos juntamente con la batería de cocina unatabla pintorreada que llaman el Pasmo de Sici-

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lia... Nos llevamos hasta los clavos... Dentro depocos días se van a embargar todos los coches ycarros de la villa, y aún no bastará.

-¡Todos los carros! Pero esta gente nos va adejar sin un alfiler para atrabarnos las chorre-ras.

-¿Acaso vinieron a otra cosa? Pues qué-afirmó Salmón-, ¿cree Vd. que esa gente hasabido lo que es pan antes de venir a España?

-Y ahora, señores -dijo el militarejo-, haránVds. bien en marcharse cada uno a su casa dedos en dos, porque la policía no gusta de vergrupos en los alrededores de palacio.

Esta advertencia produjo rápidos efectos:deshízose el grupo, y por parejas se alejaron endirecciones diversas los esclarecidos varones,marchando cuál a su oficina, cuál a su tienda,este a la escribanía, aquel al convento, quién ala tertulia de la botica, quién a los estrados de

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las damas y a las reuniones de la gente tónica,afanosos todos de transmitir las noticias recibi-das, que de calle en calle, de sala en sala, y deboca en boca iban desfigurándose y abultándo-se hasta el punto de que no las conocería elmismo que las lanzó a los vaivenes y agitacio-nes del mundo.

¡Y entonces no había periódicos!

José Bonaparte había salido en efecto paraValladolid, obedeciendo a su amo y hermanoque le mandaba ponerse al frente del ejército,mientras él, no escarmentado con la desastrosacampaña de la Moscowa, se disponía a em-prender otra nueva en Alemania contra la sextacoalición.

Cuando el coche, pasado el arco de San Vi-cente, torció a la derecha en dirección a la Puer-ta de Hierro, Su Majestad, que hablaba con el

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general Jourdan, dejó a este con la palabra ensuspenso, y se asomó por la portezuela paracontemplar el real palacio que quedaba detrás,sentado en los bordes de la villa, con un piearriba y otro abajo, destacando su enormecuerpo blanco sobre las rampas de ladrillo quele sirven de trono y sobre la verdura de losárboles que le sirven de alfombra. José Bona-parte dirigió al edificio una mirada en la cualdifícilmente podrían conocerse los sentimientosde su corazón. Aquel abandonado albergue queveía Su Majestad tras sí, ¿era una mansión ri-sueña, de la cual no podía alejarse sin pena, opor el contrario, cueva horrorosa en cuyo recin-to no había sino cautiverio y tristeza? ¿Era grataal intruso la idea del regreso, o se complacía suánimo con el pensamiento de perder de vistapara siempre la enorme casa blanca y las rojasmurallas y el jardín rastrero entre cuyo follajelevanta el abollado sombrerete de su techo, laermita de la Virgen del Puerto?...

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Napoleón el Chico, después del triste mirar,recostose taciturno en el fondo del coche, masno oyeron sus cortesanos ningún suspiro comoel que en parecido caso regaló a la historia Bo-abdil el de Granada. Reanudose la conversa-ción entre José y el mariscal Jourdan. Madrid ysu palacio y su polvo y su claro cielo y su airesutil no fueron ya para el hermano de Bonapar-te más que un recuerdo.

-II-Salvadorcillo Monsalud era un joven de

veintiún años, de estatura mediana y cuerpoairoso y flexible. Su rostro moreno asemejábaseun poco al semblante convencional con que lospintores representan la interesante persona deSan Juan Evangelista, barbilampiño y un pococalenturiento, con singular expresión de ansie-dad inmensa o de aspiración insaciable en losgrandes ojos negros. Grave seriedad sentimen-

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tal se desprendía de su persona, de su voz y desu porte; cautivaba a todos por su bondad, y alas muchachas por sus modales corteses y suagraciada delicadeza no adquirida con la edu-cación, pues había nacido en cuna muy humil-de. Era como el Evangelista, algo tímido y muycircunspecto, lo cual no resultaba útil en estesiglo, ni aun cuando principiaba. Con su trajede guardia española, Monsalud estaba muygallardo; pero sin aquel espantable continentemarcial que caracteriza a los militares de afi-ción: era su figura la de un soldado en yema ocampeón verde que aún no se había endurecidoal sol de los combates, ni acorazado con la pro-vocativa soberbia y fanfarronería de una largavida de cuarteles.

Este joven tenía por tío a Andrés Monsalud,que vivía en la Cava Baja, y por amigo íntimo yconfidente a un compatriota llamado Juan Bra-gas, que con él viniera poco antes de la Pueblade Arganzón a buscar fortuna. Había emigrado

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Salvador por razones que se conocerán en eltranscurso de esta historia, y que no eran cier-tamente alegres. Indeciso primero sobre la ca-rrera a que debía dedicarse, y no sintiéndosecon vocación para el comercio ni para la curiani para la Iglesia, entrose de rondón por lapuerta del militarismo, ancha y abierta siempre,y que tiene la ventaja sobre las demás puertas,incluso la Otomana, de llevar rápidamente atodas partes. Diérale su buena madre al partiruna cantidad que podía parecer considerable enel condado de Treviño, pero que en Madrid erade esas que se disuelven pronto en la inmensi-dad de la vida, como grano de sal en tinaja deagua. Viéndose pues, el joven sin nada blanconi amarillo en sus arcas, y no teniendo más te-soro que los sabios consejos de su insigne tío D.Andrés Monsalud, resolvió aprovecharse deeste caudal, que a todas horas se le vertía en losoídos, ya en forma de reprimenda, ya con colorde amonestación. No por entusiasmo, no porfalta de patriotismo, no por bélico ardor, sino

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por necesidad, entró Salvador en uno de losregimientos españoles que servían malamente aJosé, y a los cuales llamábamos entonces jura-dos. Bien pronto le dieron las charreteras desargento.

Eran los individuos de estos cuerpos muyaborrecidos y escarnecidos en Madrid, por ser-vir al enemigo intruso, tirano y ladrón de lapatria; pero Monsalud no se preocupaba deesta falta de estimación, que al recaer sobre lainfame bandera, alcanzaba también a suhumilde persona. Aunque el joven tenía ideas yno pocas, si bien revueltas y confusas y desor-denadas, aún no poseía las que comúnmente sellaman ideas políticas, es decir, no había llega-do, a pesar del vehemente ardor de la genera-ción de entonces, al convencimiento profundode que la solución nacional fuese mejor o peorque la extranjera. No faltaba ciertamente en sucorazón el sentimiento de la patria; pero estabaahogado por el precoz desarrollo de otro sen-

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timiento más concreto, más individual, máspropio de su edad y de su temple, el amor. Estáescrito, que en ciertos casos, tal vez siempre, elrostro de una mujer tenga mayores dimensio-nes y ocupe dentro del universo más grandeespacio que las inmensidades materiales y mo-rales de la patria. Por esta causa, por este apa-rente absurdo, Fernando el Deseado y José Bo-naparte eran a los ojos de Monsalud dos figuraslejanas y pequeñitas, que apenas se parecían enlas nieblas del cerrado horizonte.

Quién era la persona que así llenaba la fan-tasía y ocupaba las potencias todas del alma deeste joven, sabralo el lector más adelante, cuan-do con sus propios ojos la vea y oiga su voceci-ta y conozca su historia. Monsalud estaba soloen Madrid, porque realmente, para él los cienmil habitantes de la capital, no eran nadie, ni suamigo y su tío eran tampoco gran cosa. La so-ledad y la distancia habían ahondado el hoyode su pensamiento, dentro del cual tristemente

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se revolvía, escarbando con ardor por todoslados sin hallar salida, ni respiro, ni luz.

Hemos dicho que tenía un amigo, sí, JuanBragas, joven nacido como Monsalud en el lu-gar de Pipaón, y que poseedor de mayores re-cursos y valimiento había resistido a las prime-ras escaseces de la vida cortesana, pescando alfin por lo muy pedigüeño y sumiso, una plumade ganso en las covachuelas. Juan Bragas era,pues, covachuelista, es decir, palote árido yenteco en el cual debía injertarse después lavigorosa rama del funcionario público. Sucarácter difería mucho del de Monsalud, y, sinembargo se juntaban ambos jóvenes con sumogusto para charlar y referirse sus respectivasdesventuradas aventuras.

Juan Bragas carecía por completo de imagi-nación y de sensibilidad fina: pero sabía ponerlas cosas en su sitio, y tenía el mejor ojo delmundo para ver todos los objetos en su tamañoreal: poseía, en suma, aquel poderoso instinto

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aritmético que a ciertas organizaciones, quizáslas más influyentes hoy, les sirve para reducir acantidad o a tamaño, mejor dicho, a una formavisible y fácilmente apreciable todos los hechosde la vida en lo moral y en lo físico. Bragas nose equivocaba nunca: tenía en sus juicios la in-falibilidad de las matemáticas. Monsalud erauna equivocación perpetua: llevaba infiltradoen su naturaleza el error constante y todas lasdeslumbradoras mentiras de la poesía.

A pesar de esto, no reñían nunca y se quer-ían de veras. Quizás ha dispuesto Dios que elmundo se componga de un Monsalud y de unBragas. ¡Oh admirable armonía y concordiasublime! Las cuerdas del arpa no exhalarían,no, su armoniosa voz, si no existiera una cajavacía y seca, una especie de ataúd oscuro queretumbase bajo ellas, y vibrase agrandando lossones en su desnuda concavidad que podríaservir de despensa.

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Cuando Monsalud estaba libre del servicioiba a buscar a Bragas, el cual limpiaba una trasotra las amarillentas plumas, guardándolas enel cajón con tanto cuidado como guarda uncirujano sus instrumentos, se quitaba despuéslos manguitos negros, se desperezaba, y to-mando con la diestra mano el sombrero, y des-pidiéndose con la zurda de D. Gil Carrascosa,jefe de la oficina, salía a la calle. Ambos jóvenesdirigían sus pasos por lugares no muy concu-rridos, bajando frecuentemente al campo delMoro, a la Virgen del Puerto, o bien se lanza-ban intrépidos a las ondas de polvo del cerrillode San Blas o de la vuelta exterior del Retiro.

Un día, que debió de ser allá por los últimosde Mayo de 1813, Bragas y Monsalud hablaronde esta manera.

-Amigo Juan Bragas, estoy de enhorabuenaporque al fin voy a dejar este maldito puebloque aborrezco. Los franceses se retiran mañanay yo con ellos.

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-¿A Francia?

-O por el camino de Francia, al menos -añadió Monsalud-, con lo cual dicho se está quepasaré por la Puebla de Arganzón, nuestra que-rida villa. Anímate, Juan... Ya me parece queestoy entrando por la calle real; que me acerco ami casa sin que mi madre lo sospeche; ya meparece que llego, empujo la puerta, y me pre-sento dando gritos y porrazos. A mi madre sele cae la calceta de la mano, corre a echarse enmis brazos, y la aguja de media que lleva sobrela oreja, se me clava en la frente... El corazónme baila en el pecho, amigo Bragas, cuandotales cosas pienso.

-De veras te digo que pareces cómico -dijoBragas riendo-. ¡Qué bien sabes fingir y repre-sentar una cosa que no es verdad!

-Y luego -añadió Monsalud- saldré de mi ca-sa, y paso a paso iré junto a Nuestra Señora dela Asunción, a cuya plazoleta caen las ventanas

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de Generosa, y arrojaré una chinita a los vi-drios...

-Para que se asome Genara con su pañueloencarnado sobre los hombros... ¡La pícara quéguapa es! -afirmó Bragas-. Me parece que laestoy mirando, cuando bailaba contigo en casadel maestro Rondaña. Salvador, ¿te acuerdas deaquel lunarcito que tiene sobre el rincón dere-cho de la boca? ¡Santa Virgen, que rinconcito!

-Para retirarse a él y decir: «ya no quieromás mundo».

-¿Pues y aquel modo de mirar, y aquel re-concomio de ángeles divinos, cuando se menea,o alza los hombros, o le da a uno las buenastardes? Paréceme que la oigo: «Buenas tardes,Braguitas, ¿has visto en las eras a SalvadorMonsalud?».

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-¡Ay, amigo! -exclamó el joven soldado dan-do un suspiro-. ¡Cuando uno piensa que hatenido todo eso y todo eso ha perdido!...

-¡Miren el Juan Lanas! Valiente hombre te-nemos aquí -dijo el de la covachuela mofándosede la sensibilidad un tanto exagerada de suamigo-. Échate a llorar y ponte flaco y amarilloy echa suspiritos al aire, por una mujer, por unlunar bien puesto encima de una boquirrita.Mira, Monsalud, si tú eres necio, yo no lo soy.Ya te lo he dicho varias veces: las mujeres paraun rato y nada más. Mucho de que te quiero yte adoro; pero después... puntapié. Eso de llorary entristecerse y decir palabrotas y querersemorir por una de tantas es propio de bobos.

-Tú no sabes lo que es el amor, Juan Bragas -dijo el soldado-; o mejor dicho, crees que vienea ser algo semejante a un plato de estofado.

-Ni más ni menos. Un plato de estofado re-pugna después de haber comido... Por consi-

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guiente, no te acuerdes más de la Generosa, quea buen seguro ella se acuerda de ti como de lasnubes de antaño. Los paisanos que llegaron elotro día me dijeron que se iba a casar con el hijode D. Fernando Garrote, el cual tiene más dine-ro que pesáis tú y Generosa juntos.

-¡Con el hijo de D. Fernando Garrote, conCarlitos Garrote! -murmuró Monsalud palide-ciendo-. Juan Bragas, si vuelves a decir eso de-lante de mí, te cojo y... vamos, te cojo y te ahor-co de un árbol.

-¡Piedad, señor mío! -dijo Bragas detenién-dose ante su amigo y haciendo grotescos ges-tos-. Está Vd. enamorado o lo que es lo mismo,imbécil, y los imbéciles suelen ser graciosos.

-Bragas, eres una bestia -dijo el soldado-. Pa-ra ti no hay más vida que el forraje que te echantodos los días en casa de tu patrón D. MauroRequejo. Siento tener por amigo una bestia;

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pero en fin eres un buen muchacho: tu solodefecto es que coceas de vez en cuando.

-Pero jamás he llevado sobre mí la albardadel enamoramiento. Ven acá, hombre sin seso,¿de quién estás enamorado? De Generosa. ¿Laves acaso? ¿No está a cien leguas de donde túestás? ¿No te dijo su abuelo que jamás casaríascon ella por ser tú un triste pelón y tener tusarcas rasas, lisas y mondas como fondo de mor-tero de piedra? De modo que estás queriendo auna sombra, a un imposible, a una ilusión, auna telaraña; justo, esa es la palabra, a una tela-raña.

-Juan -repuso Monsalud-, al oírte me con-firmo en que eres un saco de carne, con dosagujeros que llaman ojos, para ver lo que se lepone delante, y boca y barriga para comer yllenarse de bazofia todos los días. Cada hombretiene su destino en el mundo: el tuyo ya sabe-mos cuál es.

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-Y el tuyo lo veo yo clarito también: holga-zanear, mirar a las estrellas cuando las hay,taconear por las calles para llamar la atenciónde las costureras que pasan, no tener qué comery ser toda la vida un señoritico cañihueco yhambrón.

-Pues mira, a veces se me ha ocurrido, amigoBragas, que yo sería mucho más feliz si fuesecomo tú, es decir, un saco con sentidos. Piensomuchas veces en mi porvenir y digo: «Quiénsabe, ¡vive Dios! si esto que pienso será unamentira, una cosa vana y disparatada». Todoslos jóvenes hacemos nuestros cálculos para loporvenir, Juan, y los míos son un poco extrañosy fuera de lo común. A mí se me ha puesto enla cabeza que para levantarse todos los días,comer, dormir la siesta, pasear, cenar y meterseen la cama, no valía la pena de que hubiésemosnacido. Más vale ser un puñado de polvo quelos vientos se llevan y desparraman por todaspartes. O yo no he de valer nada o he de vivir

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de otra manera. Soy un ignorante; sé poco delas cosas del mundo; mas por lo poco que sé,comprendo que hay muchos trabajos admira-bles en que el hombre se puede emplear. Diganlo que quieran, el mundo no marcha bien.

-Pues yo creo que marcha admirablemente -dijo Bragas riendo -. ¿También quieres enmen-dar la obra de Dios?

-No digo tal: quiero decir que esto no vabien; no sé si me explico. Si tú tuvieras siquieraun pedazo de alma, tendrías las inquietudes ylos deseos que yo tengo, y estarías enamoradocomo yo lo estoy. Es un padecimiento; pero nopuedes formarte idea de que se te quita estepadecimiento, sino haciéndote cargo de queestás muerto. Vivir curado del mal de amoreses cosa que la mente no puede concebir, Bragui-tas.

-Dime, Salvador -indicó el covachuelo conademán festivo-, ¿piensas seguir así?... Te juro

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que vas a hacer bonitísima carrera. Por ese ca-mino de los amorosos sufrimientos y del suspi-rar y escupir sangre se va a general en pocotiempo.

-¿Y quién te ha dicho que yo quiero ser ge-neral en dos palotadas?... Lo que digo es que yoseré alguna cosa que meta ruido.

-Siendo militar y tambor, en efecto puedesmeter mucho ruido.

-Allá lo veremos... ¿Y tú qué piensas ser?

-¿Yo? Dificilillo es anunciarlo desde ahora,Sr. Monsalud; pero no me quedaré de monago.Sepa usía que en el fondo de mi baúl tengo sie-te duros.

-¿Y qué haces que no pones un buen comer-cio o un segundo Banco de San Carlos?

-Por poco se empieza. Yo sacaré el pie dellodo, Sr. Monsalud. Y no me pidas prestados

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los siete duros, porque más fácil será que sa-ques un alma del Infierno que sacar mis solesdel fondo del arca donde los guardo. Como nome he de enamorar, ni siento comezón deecharme vinagrillo de los Siete Ladrones en elpañuelo, allí se estarán hasta que vayan otrostantos a hacerles compañía. Conque perdonepor Dios, hermano, que no tenemos suelto.

-Bien sabes que nunca te he pedido nada.

-Pero pudiera ocurrírsete cualquier día, Sal-vador. Tú vas sacando malas mañas... Ahoraque te vas al Norte, asistirás a alguna batalla...Como no faltará algún pueblo que entrar a sa-co, mucho ojo, amiguito, y mete mano.

-Descuida, soy buen amigo: si después deuna batalla, se reparte botín y me toca algo, telo mandaré.

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-Hombre, no es mala idea... Pero si te tocasealguna herida o descalabradura, puedes que-darte con ella.

-Oye, Juanillo - replicó vivamente Monsa-lud-,¿no dices que tu mayor gusto consistiría enser ministro del Rey para tener mucho dinero yhacer mucho bien y llenarte de gloria y morirhonrado y bendecido?

-Sí.

-Pues te guardas el dinero, ¿eh?... y la gloria,la honra y las bendiciones me las mandas.

-III-Así pensando y discutiendo, a veces riñendo

y regalándose el uno al otro palabras un pocofuertes; haciendo luego las paces para prome-terse amistad invariable, dieron nuestros dosamigos la vuelta del Retiro, y cuando tornaban

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a Madrid por la calle de Alcalá, vieron que dis-curría de arriba abajo mucha gente, y que con-traviniendo las disposiciones de la policía fran-cesa, en todas partes se formaban grupos. Ped-íanse las personas unas a otras las noticias arre-batándoselas de la boca y comentándolas parasoltarlas luego desfiguradas. Cuál asegurabasaber mucho, cuál ignorándolo todo se hacíarepetir hasta tres veces la misma noticia. Todoslos madrileños parecían sorprendidos, y losmás, alegres.

Al punto pararon mientes Monsalud y Bra-gas en aquella estupenda novedad de los corri-llos y de la animación que se repetía, a pesardel gobierno, siempre que llegaban noticias dealguna batalla. Deseosos de conocer la verdadde lo que ocurría, husmearon en varios grupos,mas no viendo caras conocidas en ninguno deellos, no se atrevieron a meter su cucharada yse contentaron con algunas palabras sueltas.Pero hacia las Baronesas, creyó Bragas oír la

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voz de D. Gil Carrascosa, abate antaño, y porentonces covachuelista en la misma covachueladel covachuelo mancebo. Acercáronse y vieronque el licenciado Lobo venía a su encuentro,juntamente con D. Mauro Requejo y el Sr. D.Bartolomé Canencia. Fundiéronse todos en elgrupo, a punto que Carrascosa decía:

-Mañana salen de Madrid los franceses. Pa-rece que ahora va de veras, señores patriotas, yque no volverán más. El Rey José está muyapretado y no puede pasar, según dicen, de lalínea del Ebro. Aquí no quedará un solofrancés, ni un solo jurado, ni un solo polizonte,ni un solo jacobino. Respira, ¡oh patria!

-La verdad -dijo D. Lino Paniagua, que tam-bién era de los presentes- es que Wellington seha movido.

-Y como también se ha movido el cuartoejército que manda Castaños... Parece que quie-

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ren cerrar a los franceses el paso de Burgos yVitoria.

-¡Admirable plan! -exclamó Lobo-. ¡Cerrar elpaso! nada más claro. El cuarto ejército estabaen todas partes como perejil mal sembrado.Castaños en Extremadura con una división,Porlier y Losada en Galicia con otra, Morillo enAsturias, Mina en Vizcaya. Lord Wellingtonque desde Fregeneda ponía su lente en todo, lesha mandado adelantarse. Uno viene por aquí,otro por allá, con tan admirable concierto y artecomo las piezas de un reloj que ordenadamentevan caminando sin estorbarse una a otra. Elfrancés que con la cholla cargada de vaporesviníferos, se duerme en Valladolid, en Segovia,en Madrid y en Zaragoza, no ve el nublado,hasta que le cae encima. Se asusta, llama a Far-fulla I en su ayuda, pero Farfulla I después de lacampaña de Rusia no está para fiestas, y héte-me al rey José en campaña. Él había dicho comolos castellanos: «Vino puro y ajo crudo, hacen al

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hombre agudo...» pero en buena se ha metido...¡Grandes batallas se preparan! Todo esto, ami-gos míos, lo barruntaba yo; se necesita no tenerun solo grano de sal en la mollera para com-prender que hallándose el lord en Fregeneda,Longa y Mina en el Norte, Morillo en Asturias,y Carlos España en el Bierzo, pues... yo lo veoclaro como el agua.

-Y yo turbio como el cieno -dijo Canencia,con filosófico desdén-. ¡Una batalla más! Rous-seau ha dicho que las verdaderas batallas sonlas que ganan la sabiduría contra la ignoranciade la corrompida humanidad.

No tardó en pasar el padre Salmón, que conel padre Ximénez de Azofra y el marqués dePorreño, regresaba a su convento, y pegándoseal grupo hizo varias preguntas.

-Eso ya lo sabíamos... que se va toda la cana-lla mañana temprano... ¿Pero y de los ejércitos,qué se dice?

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-A mí se me figura -dijo con gravedad elmarqués de Porreño- se me figura... es ideamía... puede que me equivoque, pero juraría...

-¿Qué?

-Que el lord se ha movido.

-Eso no tiene duda -repuso Lobo dignándoserepetir el plan de campaña con que poco anteshabía demostrado su perspicacia estratégica.

Y al poco rato partieron en distintas direc-ciones. Acompañaron al señor marqués los dosreverendos, y recibidos por la interesante fami-lia de este, Salmón exclamó:

-¡Gran bomba, señores! El lord se ha movido.

-¡Y mañana salen de aquí todos los france-ses!

-¡Benditos sean los designios de la divinaProvidencia! -dijo la hermana del marqués.

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-¡Wellington se ha movido! -repitió el mer-cenario, mirando a diestra y siniestra por ver sise vislumbraban en el horizonte lejanos signosde soconusco-, y juntamente con Mina y Mori-llo viene sobre Madrid.

-¡Jesús! ¡Sobre Madrid!

-Así lo han dicho. Parece que da la vueltapor el Duero, que está como Vd. sabe en Torde-sillas. Y como Castaños pasa de Extremadura aAsturias, con el sétimo cuerpo, digo, con el oc-tavo o con el duodécimo... en junto unos cua-trocientos mil hombres.

Poco después la hija del marqués de Porreñoiba a casa de Sanahúja, donde ya sabían la noti-cia, gracias a don Lino Paniagua, y decía:

-Lo menos setecientos mil hombres dicenque trae Vellinton.

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Conviene advertir que casi todos los españo-les pronunciaban el nombre del general ingléscomo acabamos de escribirlo. Algunos lo modi-ficaban diciendo Velliztón, acentuando la últimasílaba, lo mismo que decían Stapletón Cotón;pero esto no hace al caso, y siga nuestro cuento.El conde de Rumblar, que a la sazón hallábaseen casa de Sanahúja, partió como un rayo, y enla Puerta del Sol topó con José Marchena, aquien dijo que José iba sobre Fregeneda y queel duque de Ciudad Rodrigo estaba en Vallado-lid... Poco después D. Narciso Pluma, que estooyera y otras muchas estupendas cosas quehabía oído poco antes, las revolvió todas,haciendo la más chistosa ensalada que puedeimaginarse, y entró en casa de Porreño, dondesostuvo que se estaba dando una batalla juntoal Duero entre D. Pablo Morillo con doce milhombres, y el rey José con setecientos mil...

Repitámoslo, sí. ¡Entonces no había periódi-cos!

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-IV-Cuando se disolvió el grupo los dos jóvenes

siguieron su camino.

-Vamos a casa de mi tío -dijo Monsalud-, aver qué piensa de estas cosas. Ya anochece;apretemos el paso... ¿No te parece que los habi-tantes de la villa están un poco alborotados?

-¡Salen los franceses!... ¡Un cambio de go-bierno! -murmuró Bragas intranquilo-. Ahoratodos los que han sido empleados durante elgobierno intruso...

-A la calle, amigo. ¡Pues no es poca afrenta laque tienen encima. Haber servido al intruso!...¡Oh, vilipendio!

-Pero yo soy español, muy español. Detestoa los franceses.

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-Ahora que se van es muy cómodo decir eso.Yo, Sr. Juan, no les tengo rencor. Con ellos heservido, con ellos voy.

-Entonces dirás: «¡Viva Napoleón!».

-No diré ni que viva ni que muera, porqueyo no he de matar ni he de resucitar a nadie.Me alegraré de que sea rey de España FernandoVII... Ya sabes por qué he servido a José: memoría de hambre y acepté sus banderas. Tal vezhice mal, pero las juré y tras ellas voy a dondeme lleven. Eso de gritar hoy Bonaparte y maña-na Fernando, como hacen muchos, no entra enmi sistema. Sirvo a José sin entusiasmo; perocon lealtad.

-¡José, José -exclamó Bragas alzando la voz-,es un borracho! No se tiene lealtad con los bo-rrachos.

-A ti y a mí nos ha dado de comer. Los dosnos encontrábamos en Madrid bastante perdi-

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dos y derrotados. Mi tío me colocó en el regi-miento de jurados, lo que fue muy fácil, porquenadie quería entrar en él. Tu colocación parecíamás difícil; pero tanto lloraste y gimoteaste anteel conde de Cabarrús, que el buen señor, consi-derando que eres hijo de su criado, diote a roerese hueso de la covachuela. Para conseguirlo, tefingiste entusiasmado con el fraternal gobiernode Bonaparte, ¡y qué memoriales le echabas!...¡cuántas resmas embadurnaste con lamentos ysuspiros!... Para que todo no fuera música ypalabrillas vanas, te aplicaste el oficio de darvítores y palmadas en la calle siempre que elRey pasaba, y gritar «¡Mueran los madripápa-ros!».

-¡Mentira, mentira! -exclamó Juan Bragas,cuyo rubor no podía distinguirse a causa de laoscuridad de la noche-. ¿De dónde has sacadotales invenciones?

-Verdad, verdad pura, digo yo -continuóMonsalud-, como también lo es que te daban

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obra de tres reales por función, quiero decir porcada carrera detrás del coche de Pepe Botellas,gritando y vitoreándole. Ello es que si te desga-ñitaste, ganando aquella ronquera que te pusoen peligro de callar para siempre en la sepultu-ra, en cambio recibiste el destino que tienes, elcual verdaderamente no es mucho premio paratanto batir palmas y asordar a la gente con losvivas.

-Salvador, Salvador, mira que me incomodo-dijo Bragas con voz balbuciente, señal de quele ponía colérico el verídico retrato que su ami-go diestramente trazaba-. Cualquiera que teoiga ¿qué pensará de mí?

-Ahora quieres pasar por hombre formal.Vas muy serio y finchado por la calle, entras enla covachuela dando taconazos, y cualquierasupondría que dentro de ese casacón que com-praste en el Rastro, va un Consejero de Indias.

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-Si no va todavía, irá con el tiempo, señormío.

-Y como parece que el Rey José y los france-ses y los jurados se marchan para siempre,quieres hacer olvidar que te colocó el condeCabarrús... Ahora es preciso empecinarse, señorJuan Bragas, como se empecinó su merced du-rante el tiempo en que evacuaron la villa losfranceses y la ocuparon los aliados después dela batalla de los Arapiles.

-Amigo Monsalud -gruñó el otro-, yo soydueño de hacer mi santa voluntad ahora ysiempre. Sé donde me aprieta el zapato, y cadauno tiene su alma en su almario. Tú mismo queahora te la echas de hombre recto y puntillosoestás esperando a que los franceses salgan deaquí para desertar de sus filas y pasarte a losespañoles, lo cual es muy meritorio y por ex-tremo patriótico; que no hay gloria más envi-diable que servir a la patria, ni deshonra que secompare a la de ayudar al enemigo contra

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nuestros hermanos. Y ahora que los francesesvan de capa caída y parece que huyen venci-dos, el heroísmo consiste en volverles la espal-da.

-Eso no lo haré yo -dijo con energía Monsa-lud-, que cuando entré a servirles lo hice por mivoluntad.

-Pues no te podrás quitar de encima la notade traidor -indicó con energía Bragas-, que trai-dores son los que sirven al enemigo de la pa-tria. ¿No te da vergüenza de vestir ese unifor-me?

Cuando esto decía, habían entrado en la ca-lle de Toledo y tomaban por la derecha la em-bocadura de la Cava-Baja, donde tenía su resi-dencia el Sr. Monsalud senior, tío de nuestrohéroe. Por las noches Salvador solía hacer pa-rada en casa de su tío, antes de encerrarse en elcuartel, y acompañábale generalmente Bragas,atraído por un olorcillo de una regular cena que

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allí se aderezaba y el reclamo de una animadatertulia.

-Veremos qué piensa mi tío de estas cosas-dijo Monsalud-. Él es un afrancesado rabioso,y desde que el conde de España le mandó darde palos en Salamanca, no cesa de decir queahorcaría a todos los empecinados si estuviere ensu mano.

No había concluido Monsalud de decir loantecedente, atravesando la plazoleta que lla-man Puerta Cerrada, aunque no hay allí puertaalguna abierta ni entornada, como no sean lasde las casas, cuando muchas de las gentes re-unidas junto a las tiendas, y el gran número demajos, chulillos y muchachos desvergonzadosque por allí discurrían, fijaron su atención enlos dos jóvenes, y principalmente en el sargentode la guardia, cuyo uniforme a cien leguas ledenunciara como servidor del rey entrometido.

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-Parece que nos miran -dijo Monsalud-, ynos señalan. ¿Llevamos algo de particular?

-Es que la gente está alborotada... -balbucióBragas, temblando de miedo-. Llevas uniformede la guardia jurada... Ese traje es muy aborre-cido en Madrid, y con razón, con muchísimarazón... No creas que te van a defender tusamigos. Ocupados de su viaje, no se cuidan deniñerías, y lo mismo les importará que te insul-ten o que no. Los franceses desprecian a lostraidores que les sirven, como los despreciamoslos españoles.

Iba a contestar Monsalud, cuando de ungrupo de holgazanes que sostenía la esquina dela Cava-Baja salieron voces de a ese, a ese, y lue-go un murmullo de risas insolentes. Monsaludse paró en medio de la calle, y volviéndose a losdel grupo les miró cara a cara, esperando quealguno pasase de las palabras a las obras. En elmismo instante, varias pelotas de lodo, arroja-

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das por los chiquillos, se aplastaron en su pe-cho, salpicándole la cara.

El populacho es algunas veces sublime, nopuede negarse. Tiene horas de heroísmo, envirtud de extraordinaria y súbita inspiraciónque de lo alto recibe; pero fuera de estas horas,muy raras en la historia, el populacho es bajo,soez, envidioso, cruel y sobre todo cobarde.Todos los vencidos sufren más o menos la cóle-ra de esta deidad harapienta que por lo comúnno sale de sus madrigueras sino cuando el tira-no ha caído. Si no le supo exterminar con suiniciativa y su fuerza, casi siempre se da el gus-tazo de rociarle con su fango; y a todas las insti-tuciones o personas que caen por el esfuerzo decampeones de otra esfera más alta, el popula-cho les pone su ignominioso sello de inmundi-cia. La libertad y las caenas, a quienes alternati-vamente aduló, han visto sobre sí en el momen-to terrible a la furia inmunda que les escupía.Como la hiena, es intrépida con los muertos.

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Casi desguarnecida Madrid de tropas fran-cesas, pues muchas habían ido saliendo desdemediados de Mayo; dispuesto todo para mar-char las últimas en la madrugada del siguientedía 27, el enemigo, puesto un pie en el estribo,no se cuidaba ya de hacer cumplir las reglas depolicía. El estado de la guerra y la comprometi-da situación de José junto al Ebro, confirmabana aquel en su idea de que la ocupación de Es-paña iba a tener fin; mas si estaban indiferentesy aun alegres los franceses, los españoles com-prometidos con ellos, no cabían en su pellejo depuro azorados y medrosos. A muchos de estosinsultó la plebe en diversos puntos, y algunosaterrados algunos al ver el desamparo en quequedaban, desertaron para acogerse de nuevo alas banderas de la patria.

Se comprenderá, pues, que la situación deMonsalud frente a los respetables varones delpopulacho matritense, no era muy lisonjera.Ciego de enojo, con el rostro encendido y la voz

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balbuciente, echó mano a la empuñadura delsable gritando:

-Al que se me acerque, lo atravieso.

Y capaz era de hacerlo como lo decía, lo cualfue sin duda conocido por el egregio concursode la esquina, no habiendo entre todos ellosuno solo que se destacase del grupo para hacerfrente al irritado mancebo. Viendo este que conser tantos, no pasaban a vías de hecho, siguiósu camino; pero los disparos de lodo se repitie-ron de tal modo por la cohorte infantil, queMonsalud sin hacer uso del arma, corrió trasuno de aquellos angelitos de arroyo para casti-gar su desvergüenza. Antes que llegara a atra-parle, lo que no osaron tantos hombres, atre-viose a hacerlo una mujer, la cual cuadrándosemarcialmente ante Salvador y desafiándolo delmodo más varonil con ojos, gestos, manos y lacortante y ponzoñosa lengua, le dijo:

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-¡Eh! so estandarte, si toca Vd. al muchachono tendrá tiempo de encomendarse a Dios. Si elangelito le roció, es porque puede hacerlo, ypara eso y mucho más le he parido... Conquesiga adelante; y punto en boca y manos quietas.

Dada la señal por la matrona, acercáronsevalerosos algunos de los chulos y tomadoresque antes dispararan sobre el soldado burlas ypalabrotas; enracimáronse los chiquillos y mu-jeres en derredor suyo, y una tempestad deinsultos tronó en sus oídos. Aturdido al princi-pio el mozo, defendiose con empellones y gol-pes muy bien dirigidos.

-¡Matarle! -gritó una arpía, al sentirse abofe-teada por la mano vigorosa de la víctima.

Y también a su compañero el del casacón.

-A mí, señores ¿pues qué he hecho yo? -dijoBragas, procurando echarse fuera del volcán-.Yo no conozco a ese hombre.

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-¡Mueran los jurados!

-¿Acaso visto yo ese vergonzoso uniforme? -repitió casi llorando Braguitas-. Soy un jovenhonrado, español puro y neto, y jamás he ser-vido a la basura.

Monsalud, a quien no hostigaba ningúnhombre de buenos puños, sino tan sólo mujer-zuelas, chicos y algún cobarde zarramplín, deesos que van a todas las pendencias a meterruido, pudo echar mano al sable y apartar unpoco de su persona al indigno enjambre. Repar-tió de plano con seguro puño algunos golpes, ysin ser Papa creó gran número de cardenales enmenos que canta un gallo. Algunas personasgraves y varios majos decentes intervinieron enel asunto, aplacando la furia de todos, y propu-sieron que se dejase en libertad al guardia, contal que allí mismo se quitase el uniforme. Enfu-recido y fuera de sí Monsalud, iba a arremetercontra los amigables componedores, cuandoapareció su tío D. Andrés saliendo de la casa

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cercana que era donde vivía, y con razones y talcual empellón, él y otros que le acompañabancortaron la pendencia, obligando al joven ameterse en el portal que cerraron al instante.

Puesto en salvo su sobrino, a quien acabaronde aplacar las personas de ambos sexos quehabía en la casa, el Sr. Monsalud creyó oportu-no dirigir la palabra a los del pueblo, un tantomohíno por no haber podido vengar en el re-negado las contusiones recibidas.

-No hagan Vds. caso, señores -les dijo convoz oratoria, que en su vana sonoridad gustabade oírse a sí misma-. Ese joven es mi sobrino,un mala cabeza, un insensato que se afilió en elcuerpo de guardias jurados, sin saber lo que sehacía. Pero en el fondo de su alma, señores, misobrino es español por los cuatro costados yaborrece a los pérfidos enemigos de la patria.Comprendo, señores, que el pueblo se ensañecontra los afrancesados: esos viles merecenpronto y ejemplar castigo. (Señales de aproba-

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ción). Pero respetemos la desgracia, señores yseñoras; que demasiado castigo tienen esosviles en su propio remordimiento y vergüenza.Esta noche es noche de gran regocijo para losbuenos españoles, porque mañana se marchanlos pocos borrachos que quedan en Madrid.España es libre, señoras, caballeros y niños.¡Viva España! (Ruidosos aplausos, y tal cual re-buzno y no pocas patadas, berridos y coces). Yorespondo de que mi sobrino dejará las traidorasbanderas en que ha servido; él es buen patriota,tan buen patriota como yo, que estoy dispuestoa derramar la última gota de mi sangre, sí, laúltima y postrera gota en defensa del Rey y dela Constitución. ¡Viva la Constitución! (Ibí-dem)... Y si alguna vez he vivido entre france-ses, no lo hice por amistad hacia ellos, comodicen mis enemigos, sino que les seguí y memetí industriosamente entre sus filas para ave-riguar sus planes y espiar sus acciones e infor-mar de todo a nuestros queridos, a nuestrosqueridísimos generales... ¡Ah! ¿Queréis más

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pruebas? Pues allá van las pruebas. Os ruegoque contestéis a mis preguntas. ¿Quién soy yo,señores? Yo soy un mártir del patriotismo.Consagré mi vida al servicio de la patria, yhallándome cerca de Salamanca, en un pueblode cuyo nombre no quiero acordarme, los fran-ceses me apalearon. ¿Y por qué, señores? Por-que con mi espionaje puse todos sus secretosestratégicos al servicio de lord Wellington. Puesqué, ¿creéis que sin mí se hubiera ganado labatalla de los Arapiles? (Estupor). Aún tengosobre mi cuerpo cien cardenales que con sunoble púrpura manifiestan mi heroísmo. Luegovine a Madrid a gozar del espectáculo de estegran pueblo, ebrio de gozo por su libertad, y enAgosto del año pasado juramos la Constituciónen presencia del general inglés. ¡Oh día solem-ne! ¡Oh época feliz! Si se empañó tan diáfanaclaridad con el regreso de los franceses, maña-na se desgarrará el velo tenebroso de la inva-sión, mañana se marcharán otra vez para siem-pre, para siempre, señores, con su séquito in-

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mundo de traidores y jurados y afrancesados.Ved cómo tiemblan, cómo se esconden de vues-tras patrióticas miradas, cómo su vergüenza leshace bajar la cabeza ante la majestad de nuestropuro españolismo sin mancha. Enorgullezcá-monos, señores, de no haber servido jamás a losfranceses, de no habernos contaminado jamáscon viles masones y filosofastros, y digamos conel ángel: Ave María... Cada cual a su casa que eshora de acostarse. ¡Viva la Constitución y el lordy Fernando VII! (Tumulto y extraordinaria sensa-ción, acompañada de sonoros bramidos y vocablosque no lleva en sus blancas páginas el Diccionariopor miedo a ruborizarse).

-V-Salvador subió tristemente la escalera de la

casa acompañado de varias personas que atraí-das del ruido y del temor bajaron, y en la mese-ta donde se abría la puerta del domicilio de su

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señor tío, recibiole, candil en mano, la esposade este, que le dijo así:

-No podía ser otra cosa que una barrabasadadel sobrino de mi marido. ¡Todo sea por Dios!Este chico tiene la cabeza a las once y está po-drido de ella. ¿Te han herido?

-El pueblo de Madrid aborrece este uniforme-gritó Bragas que detrás a poca distancia subía-y no le falta razón.

-Sólo a este loco se le ocurre sacar el sableporque le echaron un poco de fango -dijo laseñora de Monsalud alumbrando para que pa-sasen todos a la sala.

Componían aquella noche la tertulia, doñaAmbrosia de los Linos y sus dos hijas, una delas cuales, casada poco antes, vivía en el pisotercero del mismo edificio. Ambas eran bastan-te lindas, principalmente la soltera, que cauti-vaba por su frescura, por sus vivarachos ojos,

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por sus rosados carrillos, marcados aquí y allícon vagabundos lunares, y por su gracia en elmirar y la flexible ligereza de su cuerpo, tantomás admirable, cuanto que la muchacha eraalgo más que medianamente gordita, prome-tiendo en diversos parajes de su persona, queigualaría con los años a su enorme mamá.También estaba allí D. Mauro Requejo que solíair todas las noches, por ser pariente de la señorade Monsalud, y no tardó en presentarse don GilCarrascosa.

La señora de Monsalud era una mujer depresencia no vulgar ni desagradable, pero muygastada y decaída por causas que ignoramos.Durante un matrimonio estéril, que ya contabatrece años, marido y mujer no habían ofrecidoal mundo un modelo perfecto de concordia.Repetidas veces se separaron para volverse ajuntar; repetidas veces crujieron los palos de lasinválidas sillas, y volaron por el aire los platosdesportillados, instrumentos unas y otros de la

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ciega cólera homicida de ambos consortes.Andrés Monsalud era hombre de mala conduc-ta, fatuo, desarreglado, trapisondista, em-brollón, aventurero. Serafinita pecaba de capri-chosa, holgazana, embustera, y tenía más vani-dad que una princesa, gustando mucho de em-perifollarse, y sobre todo de aparentar posicióny suponer posibles muy superiores a lo que enrealidad tenían ella y su marido, pues reunidala fortuna inmueble de entrambos, allá se ibacon la nada.

Por último, después de la tragedia de Babila-fuente, Serafinita logró atraer a su marido yponer casa en Madrid, y de la noche a la maña-na por mediación generosa de un caballerofrancés dieron a Andrés un regular destino enla Visita de Propios, con lo cual uno y otro es-taban tan huecos, que de allí, a tratar a Dios detú, apenas había el canto de una peseta. Su mo-rada, no obstante, era humildísima, porque elsueldo no rayaba, ciertamente, en Potosí; mas

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Serafinita se esmeraba en aumentar con milartificiosas combinaciones el lustre y aparato desu casa.

-Puedes respirar tranquilo, sobrino -dijo laseñora con bondad-. Descansa y se te dará unvaso de agua para matar el susto.

-No quiero agua -repuso bruscamente el jo-ven, paseándose de largo a largo por la sala-.Tengo que marcharme.

-¡Marcharse! -exclamaron a dúo y con des-consuelo las dos niñas de doña Ambrosia.

-Este joven gusta de pendencias y de derra-mar sangre -añadió esta-. ¡Cómo se conoce quelos franceses le crían a sus pechos!

-Pero al menos -dijo Serafinita-, ¿te quitarásel uniforme?

-Sí, hablad de eso a este babieca -indicó JuanBragas, que había ido a fondear junto a la más

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pequeña de las fragatitas de doña Ambrosia-.Es muy gabacho este caballero. Los pocos es-pañoles extraviados que sirven en las banderasde José, están a estas horas con los ojos y el co-razón vueltos hacia la madre patria afligida;pero este mi D. Quijote botellesco, dice que suhonor le obliga a no abandonar a la canalla.

-Hace cosa de seis meses -afirmó Serafinita-habría sido gran locura mostrar siquiera unadarme de españolismo; pero hoy es distinto.Los franceses van de capa caída y buen tontoserá quien se embarque con ellos.

-¡Oh, sí, será un idiota! -dijo doña Ambrosia-, aunque lo mejor habría sido no servirles nun-ca.

-Las circunstancias -añadió Serafinita- obli-gan a los hombres a sofocar algunas veces sunatural impulso y fogosidad patriótica. Ahí estámi marido, que no le hay más español en todala tierra del garbanzo, y sin embargo viose

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arrastrado a cierto compadrazgo con los france-ses, y aun anduvo con masones y revoltosos,malquisto de todo el mundo. Pero de algo va-len los consejos de una mujer prudente. Yo letraje al buen camino, y como mi familia, que noes ninguna familia de tres por un cuarto, hatenido siempre relaciones con altos personajes,fácil me fue amarrar a mi esposo al pesebre dela Visita de Propios. Diole la plaza un ministrofrancés; ¿pero tenemos la culpa de que hayasido francés quien primero echó de ver nues-tros méritos, o si se quiere, los de mi marido,para todo lo que sea cosa de aritmética en cual-quiera oficina?

-Si recibimos un pequeño favor de esa cana-lla -gritó con vehemencia Bragas-, diéronnos lonuestro y nada tenemos que agradecerles. Es-pañoles somos, y ahora váyanse con dos mildemonios.

-Lo que hay en esto -dijo D. Mauro Requejo,que sombríamente había permanecido en un

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rincón de la sala, sin hablar hasta entonces-, esque para dar sus destinos a los señores Monsa-lud y Bragas, fue preciso quitárselos a otros,que pecando de empecinados, mortificaban concuchufletas y versitos a los franceses.

-¡Nadie hay más empecinado que yo!-exclamó con furioso arranque de entusiasmoJuan Bragas, saltando en medio de la sala, congran regocijo de las niñas de doña Ambrosia-.¡Viva D. Juan Martín Díez!

-¡Viva, viva mil años! -repitió Andrés Mon-salud, presentándose en la sala, con semblantereposado y satisfecho, sin duda por la vanaglo-ria que el reciente discurso callejero había deja-do en su ánimo-. ¡De buena has escapado, so-brinillo! ¡Exponerse a las iras del pueblo espa-ñol!... Vamos, te perdono; yo también he sidocalavera, yo también he sido revoltoso y provo-cativo y...

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-Afrancesado -indicó con malicia doña Am-brosia-. No hay que echársela ahora de apóstolSantiago.

-Un poquillo -repuso Monsalud con turba-ción-. Pero de arrepentidos se hacen los santos.La prueba de mi sinceridad la tengo hoy en laconfianza de mis amigos. Hanme comisionadoesta tarde para preparar los festejos...

-¿Para cuando entre D. Carlos España?-preguntó la de los Linos.

-Para cuando entre D. Juan Martín o lordWellington... Un arco de triunfo, ¿qué les pare-ce a Vds.? En mi oficina hemos resuelto com-poner unos versos, y ver si se hace un carrito.

-Ya nos cayó que hacer, amigas mías -dijocon júbilo Serafinita-. Desde mañana pondre-mos manos a la obra, porque las guirnaldas derabo de cometa no son cosa que se despache entres días.

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-Y luego mucho de banderitas y escarapelas-dijo una de las muchachas.

-Y será preciso que doce o catorce doncellastiernas se vistan de ninfas para ir delante delcarro cantando el Velintón.

-Y como haya alegoría vestiremos a mi so-brino de dios Marte -indicó Monsalud.

El joven soldado dirigió a su tío una miradade desprecio.

-Estará saladísimo -dijo doña Ambrosia-. Miesposo y padre de estas dos niñas hizo de Mar-te cuando la jura del otro Rey, y era una gloriael verle con todo su hermoso cuerpo mediodesnudo y un chafarote en la mano... ¡Oh! uste-des no alcanzaron a ver tanta preciosidad.

D. Gil Carrascosa, entrando apresurado en laestancia, saludó a todos con amable cortesanía,especialmente a las niñas.

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-¿Pues qué -dijo- todavía está nuestro mo-zalbete metido dentro de la indigna librea fran-cesa? A estas horas casi todos los españoles queservían a José han desertado. Acabo de ver ados que se escondieron esta mañana.

-¡Han desertado! -repitió el coro de mujeres.

-Fuera esa casaca, sobrino -gritó Monsaluddirigiendo al hijo de su hermana imperiosamirada-. ¡Ay! acuérdate de tu madre, a quienno nos atrevimos a dar parte de tu afrancesa-miento... Si lo llega a saber, se morirá de pena.

-Te esconderemos aquí -dijo Serafinita- aun-que no habrá peligro, pues ellos tienen bastanteque hacer para ocuparse de ti.

-En esta casa no -afirmó con aplomo el tío-.Los vándalos conocen el rabioso españolismomío, y de seguro vendrían a buscarle aquí,acusándome de haberle impulsado a la deser-ción.

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-Pues se puede esconder en mi casa -dijo lamayor de las Linas, que era la casada y tenía sunido en el tercer piso.

-Eso es, que se esconda arriba -repitió conextraordinaria vehemencia la soltera, contem-plando al joven Monsalud de tal modo queparecía envolverle con su mirada como enamorosa y blanda nube protectora.

-Sí, en el tercero.

-Yo le cederé mi cuarto y mi cama, y dor-miré con mi hermana -añadió la doncella en unsegundo arranque de generosidad.

-Francamente, Dominguita, tu esposo estáfuera y no me gusta ver a dos muchachas solasen la casa con el dios Marte -objetó doña Am-brosia.

-Pues al sotabanco. Hablaremos al Sr. Pujitospara que le ceda un rincón.

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-Conque, sobrino, vete despojando de tuuniforme.

El soldado, a quien tal proposición ofendíaen lo más delicado de su alma, y que estaba a lasazón irritado por la escena de la calle, yademás por el impertinente charlar de su tía,contestó con ardor:

-Antes me quitaré el pellejo que el uniforme.Me lo puse por mi voluntad, lo tendré mientrasexista el ejército a que pertenezco y la banderaque juramos.

-¿Eres francés?

-No sé lo que soy -repuso con desdén.

-¿Harás armas contra tus paisanos?

-No; pero tampoco abandonaré cobardemen-te a los que me han dado de comer.

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Monsalud tío rompió en estrepitosas risas,acompañado por Bragas, Requejo y Carrascosa.

-Pero, sobrino de todos los demonios, ¿notienes en mí la norma de tu conducta?

-Si yo le imitara a Vd. en esto -dijo el joventemblando de indignación- no tendría idea delhonor, ni una chispa de vergüenza en mi alma,ni en mi corazón el sentimiento del deber, nisería digno de que me mirasen los hombres.Adiós. Me voy para siempre de esta casa y deMadrid.

El soldado salió resueltamente. Un pocoatontado el tío, bastante aturdida su esposa, nopronunciaron una sola palabra para detenerle.

-Ese muchacho es un insolente -dijo al fin laseñora de la casa.

-¡Pobrecito! -murmuró el oficial de la Visitade Propios.

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-¡Él se lo pierde! -indicó majestuosamenteSerafinita-. Ahora que mandan los españoles hede conseguir para ti una buena vara, Andresito.Serás corregidor de Alcalá, de Ocaña o de Ta-rancón. Yo había calculado que Salvadorcillonos acompañaría con un buen momio.

-No se puede sacar partido de ese mucha-cho.

La niña soltera de doña Ambrosia había lle-vado el pañuelo a sus picarescos ojos, de súbitohumedecidos por ignorada causa.

-¡Pobrecito! -exclamó con zozobra-. Se hamarchado solo. Está expuesto a que le insultenotra vez en la calle. Le darán golpes, le arro-jarán lodo, manchándole la frente, el cabello, laboca, los ojos, ¡ay! los ojos, el uniforme...

-Esto parte el corazón. ¡Pobre muchacho!-exclamó la casada-. Alguien debía salir con él.

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-¡Qué falta de caridad dejarle salir solito! Siyo fuera hombre...

-La verdad es que puede sucederle algunacosa mala -dijo Serafinita dando un suspiro.

-Usted que es su amigo -exclamó con ira ladoncella volviéndose a Juan Bragas que a sulado estaba- ¿por qué no salió con él para am-pararle en caso de un atropello?

-¿Amigo? -dijo con desdén el covachuelo-.No tanto. Conocido y nada más... Nos habla-mos alguna vez, paseamos juntos, pero...

-Es Vd. un mal amigo -gritó la muchachacon voz temblorosa-. ¡Dejarle partir sin com-pañía!... Esto se llama deslealtad, cobardía.

Juan Bragas se echó a reír.

-Pero...

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-Haga Vd. el favor de no volver a dirigirmela palabra en toda la noche, ni volver a mirarmeen su vida, ni estar donde yo esté, ni respirardonde yo respiro, ni ponerse donde yo le vea,ni...

La tertulia fue triste, tristísima. Los hombresviendo que no podían alegrar el ánimo de lasdos muchachas, ni el de la señora de la casa, nisacarles palabras que no fuesen lúgubres comoun funeral, pegaron la hebra con doña Ambro-sia, y dándole a la lengua sin descanso por es-pacio de dos horas, azotaron a medio mundocon la piel arrancada al otro medio.

-VI-En la mañana del día que siguió a estos su-

cesos salieron los pocos franceses que queda-ban en Madrid. Les mandaba el general Hugo yllevaban consigo convoy tan inmenso, que al

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verlo creeríase que en la capital de la monarqu-ía no quedaba un alfiler. Desde muchos díasantes habían sido embargados cuantos coches ycarros y calesas rodaban por las calles de lavilla, y casi toda la servidumbre se ocupaba enel embalaje de las diversas riquezas que José ylos suyos se habían apropiado. Estos señoreshacían buena presa donde quiera que ponían lamano y no eran nada melindrosos ni encogidospara esto del incautarse. Murat despojó la casade Godoy y el real palacio, y José mandó traerde Toledo, de Valladolid y del Escorial cuantopudiese ser transportado; esta última circuns-tancia salvó las piedras del edificio.

Luego que estuvo reunida cantidad fabulosade cuadros, estatuas, joyas de camarín y sacrist-ía, dejando a las Vírgenes y Santas sin un anilloque ponerse, establecieron cuatro depósitos enMadrid, los cuales fueron el Rosario, San Feli-pe, doña María de Aragón y San Francisco. Unacomisión separó lo sublime de lo bueno, y no

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siendo fácil llevarlo todo, dispusieron atrope-lladamente lo primero en cajas, mezclando losagrado con lo profano, es decir, las bellas artescon los enseres de la casa y cocina del Rey Joséy diversos adminículos que este para diferentesfines usaba. Muebles, porcelanas, vajillas, ar-mas, añadiéronse al botín. Considerando queaun después de tanto despojo quedaba en Es-paña alguna cosa de todo punto inútil, segúnellos, a la ignorancia castellana, echaron mano alas colecciones mineralógicas del gabinete deHistoria Natural y embaularon también losdepósitos de ingenieros y de artillería y elhidrográfico. De Simancas cargaron con lo máscurioso que allí había. Aquella gente, hasta lahistoria nos quiso quitar.

Una caja en que holgaba un poco el tocadorde José (así lo cuenta un testigo ocular) fue re-llena con los pedruscos y los minerales de laHistoria Natural. Entre una masa enorme decartas geográficas iba Nuestra Señora del Pez; y

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la Perla anidó con una montura fina recamadade plata y oro. Se gastó un monte de claros, ypor algunos días las iglesias que servían dedepósitos y las galerías del real palacio resona-ban cual si en ellas trabajase un regimiento decíclopes. La tabla del Pasmo, que ya se hallabaen pésimo estado, acabose de rajar, y la pinturacon las sacudidas y golpes se cuarteaba que erauna bendición. ¡Oh divino Jesús! ¡No padecistemás en el Gólgota!

Completaban el convoy las cajas de guerrallenas de dinero en buen oro y buena plata an-tigua, de aquello que ya no se ve, y seducíaentonces con su brillo los ojos de los extranjerosy con su noble son los oídos de todos. No sehabían descuidado los franceses en reunir dine-ro, como gente allegadora y económica, ni me-nos en llevárselo; que si para limpiar de vicios ala capital hubieran usado de tanta diligenciacomo para limpiarla de onzas, fuera esta villaun paraíso en la tierra. Con el ejército iban los

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muchos particulares comprometidos que qui-sieron seguirles, y entre los carros de oficio,gran número de vehículos con equipajes deempleados altos y bajos. Ofrecían estos desgra-ciados individuos espectáculo lastimoso. Sialgunos llevaban consigo buen acopio de víve-res y ropa, otros no cargaban más que lo pues-to, y todos lloraban el hogar abandonado, lapaz perdida, el honor en duda, lamentándosedel gran compromiso en que se veían. Algunoshacían de tripas corazón, prometiéndoselasmuy felices en las próximas batallas; pero losmás miraban sin engañarse la realidad del mo-lesto viaje y después la emigración, el generaldesprecio y la pérdida de la hacienda.

Desfilaron los carros por el camino de Sego-via, pues Hugo quería pasar la sierra por Gua-darrama, y aquella culebra rastrera formadapor interminable fila de vehículos, que de lejosparecían vértebras articuladas, desapareció enla noche del 27 de Mayo, dejando a Madrid en

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poder de los guerrilleros que al instante lo ocu-paron y tras ellos las autoridades españolas. Deesta manera y con este despojo la capital deEspaña dejó para siempre de ser francesa.

No seguiremos al general Hugo y su convoyen todo su viaje hasta que en los campos deVitoria perdieron los franceses gran parte de lomucho que habían cogido. Bastantes apurillospasó en Cuéllar y en Tudela de Duero; pero alfin logró unirse al grueso del ejército francés enValladolid.

Reunidos todos, la continua amenaza de lasdivisiones aliadas les hizo muy penoso el cami-no desde Valladolid a Burgos. Aquí no pudie-ron resistir mucho tiempo, y sin gran prisa sedirigieron a Vitoria por Miranda confiados enque Wellington no les molestaría del lado alládel Ebro; pero tan admirable combinación demovimientos había hecho el inglés que cuandolos franceses pasaron el gran río, lo pasabantambién los aliados por diferentes puntos, y

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ambos enemigos se encontraban frente a frenteen las montañas de Álava y Vizcaya. ApretóBonaparte el paso juntando a los suyos paraque desperdigados aquí y allí no fueran batidosal pormenor, y el 19 de Junio llegó a la Pueblade Arganzón, donde es fuerza que quitemos lavista del Rey y de su ejército para fijarla en unasola persona, que por ahora y mientras vengansucesos estupendos en la esfera de la historia,ha de llevar en estas líneas la preferencia.

¡Y por qué no! ¡Por qué hemos de ver la his-toria en los bárbaros fusilazos de algunos milla-res de hombres que se mueven como máquinasa impulsos de una ambición superior, y nohemos de verla en las ideas y en los sentimien-tos de ese joven oscuro! ¡Si en la historia nohubiera más que batallas; si sus únicos actoresfueran las celebridades personales, cuán pe-queña sería! Está en el vivir lento y casi siempredoloroso de la sociedad, en lo que hacen todosy en lo que hace cada uno. En ella nada es in-

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digno de la narración, así como en la naturalezano es menos digno de estudio el olvidado insec-to que la inconmensurable arquitectura de losmundos.

Los libros que forman la capa papirácea deeste siglo, como dijo un sabio, nos vuelven lo-cos con su mucho hablar de los grandes hom-bres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal ocual cosa. Sabemos por ellos las acciones cul-minantes, que siempre son batallas, carniceríashorrendas, o empalagosos cuentos de reyes ydinastías, que preocupan al mundo con susriñas o con sus casamientos; y entretanto lavida interna permanece oscura, olvidada, se-pultada. Reposa la sociedad en el inmenso osa-rio sin letreros ni cruces ni signo alguno: de laspersonas no hay memoria, y sólo tienen esta-tuas y cenotafios los vanos personajes... Pero laposteridad quiere registrarlo todo; excava, re-vuelve, escudriña, interroga los olvidados hue-sos sin nombre; no se contenta con saber de

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memoria todas las picardías de los inmortalesdesde César hasta Napoleón; y deseando ahon-dar lo pasado quiere hacer revivir ante sí aotros grandes actores del drama de la vida, aaquellos para quienes todas las lenguas tienenun vago nombre, y la nuestra llama Fulano yMengano.

-VII-Olvídese la importuna digresión, y sepan los

que en ello tuvieren interés, que antes que elejército de José pasase el Ebro, llegaron a laPuebla de Arganzón las tropas de una divisiónque custodiaba parte del convoy. Fue esto, si nomienten las noticias que con pretensiones deverídicas se me han dado, hacia el 16 ó 18 deJunio. El gran convoy venía detrás. Los carrosdel pequeño detuviéronse en el camino a lasinmediaciones del pueblo, y las tropas repartié-ronse por las casas y caseríos para allegar víve-

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res. En las inmediaciones de la villa veíansegrandes masas de soldados: aquí artillería, allácolumnas que iban de un lado para otro; en lomás apartado la impedimenta, y largas filas devehículos, que después de breve descansodebían seguir adelante.

La Puebla de Arganzón, como lugar campes-tre, había dejado las ociosas plumas, y aunquede por sí no fuese aquella villa madrugadora,despertola el rumor de tanta tropa y de lostambores sin cesar batidos, confundiendo suronco son con el cantar de los gallos que entodos los corrales entonaban su alegre grito dealerta. Veíase a los honrados habitantes salir desus casas y juntarse en corrillos. Los ancianospreguntaban si se había ganado ya la batalla yadvertidos de que no, quejábanse de la muchatardanza en arremeter, propia de los tiemposnuevos, asegurando que en otra ocasión ya es-taría todo despachado y el asunto resuelto. Lasmujeres corrían de casa en casa pidiéndose

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provisiones para esconderlas, pues los france-ses que en número tan considerable rodeabanel pueblo reclamarían pronto lo que no sehabían llevado los guerrilleros el día anterior.

En las tabernas los taberneros no tenían ma-nos para tanto despacho y muy alborozadosescanciaban a los franceses, pues en esto delvender y ganar dinero no hay naciones: ellosquisieran tener un Océano de aguardiente yvino, que junto con algunas pipas de linfa delZadorra les hubiera hecho millonarios en unpar de años de guerra.

Un joven sargento avanzaba solo por las ca-lles de la Puebla, evitando al parecer la com-pañía de sus camaradas franceses, y más aún lavista de los habitantes de la villa. Así es quecuando veía un grupo en la puerta de una casase apartaba tomando distinto camino.

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-¿No es aquella la cara de SalvadorcilloMonsalud, el hijo de la señora Fermina la dePipaón? -decía una mujer viéndole pasar.

-Parece que es aquélla su cara; pero no sucuerpo; que es cuerpo y uniforme de francés elque ha pasado.

-Adelantadas estáis -decía un tercero-. ¿Perono sabéis que Salvadorcillo Monsalud, engañi-fado por su tío, ha sentado plaza en la guardiadel rey José?

-Cierto es, aunque no lo participó a su ma-dre por vergüenza; y cuando la señora Ferminalo supo, estuvo llorando tres días, y aún no loquería creer, siendo tal su pesadumbre por estatraición de Salvador, que la buena mujer diceque más quería verlo muerto que sirviendo alos franceses.

-Y tiene razón. ¿Mas para qué dejó que elmuchacho fuese a Madrid donde todo es co-

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rruptela y picardía? -dijo un personaje a quientodos oían con respeto, y que era, si nuestrasnoticias no son falsas, el boticario del lugar-.Pero esto pasa a todos los muchachos que notienen padre, o mejor, a aquellos que han naci-do del pecado y de unión nefanda, como esediablillo de Salvador Monsalud, que no se sabede qué tronco vino, ni de cuál cepa sacó doñaFermina este mal sarmiento.

El jurado se detuvo ante una casa de aspectohumilde, en cuya puerta no se veía personaalguna. Miró a las ventanas, y las vio cerradas.Un gallo cantaba dentro, y dos o tres gallinassalieron a la calle sacudiendo sus plumas y pi-coteando el suelo, no tardando en aparecer trasellas el gallardo esposo. Poco después un gatoasomó por la puerta entreabierta y se detuvosobre el umbral, relamiéndose con placenterasatisfacción los largos bigotes. El joven con-templó un instante con interés profundo aaquellos seres, y se acercó para entrar, desalo-

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jando al gato, que asustado corrió hacia dentro.Las gallinas y el gallo, sobresaltándose tambiény cambiando algunas cacareadas frases, huye-ron por la calle adelante.

Monsalud se asomó por el hueco de la en-tornada puerta. La emoción de su alma era tanviva que le temblaban las manos al ponerlassobre las viejas tablas y los mohosos clavos;apenas podía sostenerse en pie a causa deldesmayo de su cuerpo y de la flojedad nerviosaque experimentaba. Miró hacia dentro: veíaseun patio pequeño y en el fondo una habitaciónoscura dentro de la cual se distinguían los ma-deros de un telar. Monsalud contempló duranteun rato aquel humilde interior, y copiosaslágrimas se agolparon a sus ojos.

De repente una mujer de edad madura apa-reció en la habitación del telar, moviendo lostrastos de un lado para otro y barriendo des-pués. Volvíase de vez en cuando hacia un sitiodonde debía de estar otra persona con quien

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hablaba, a juzgar por sus gestos expresivos.Junto a la mujer apareció luego un perro, quesaltando y enredando entre sus pies la estorba-ba en su faena, recibiendo un ligero escobazoque lo decidió a salir al patio.

Salvador, que se había detenido en la puertapara gozar en silencio y a solas por un instantedel inefable sentimiento que llenaba su alma ypara regocijar su imaginación con la idea delcontento que su madre recibiría al verle, nopudo por más tiempo refrenar su impaciencia yempujó suavemente la puerta.

-No me espera -dijo para sí oprimiéndose elcorazón que parecía querer saltársele del pe-cho-. ¡La pobrecita se sorprenderá y se alegrarátanto...! Este momento vale por todas las pesa-dumbres que ha padecido durante mi ausencia.

La puerta rechinó, y el perro fue saltando ygruñendo amorosamente al encuentro de Sal-vador. Este se precipitó en el interior de la casa.

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Doña Fermina mirando hacia el patio muy so-bresaltada, vio al joven que hacia ella corría conlos brazos abiertos, diciendo: «¡Madre, madre,aquí estoy!». La buena mujer abalanzose a reci-birle con expresión de frenético contento; masal tocarle con sus manos y al verle casi en susbrazos, su semblante se alteró de súbito, lanzóuna exclamación de espanto, y cerrando losojos y echando la cabeza atrás, cual si descarga-se sobre ella el rayo de instantánea muerte,cayó sin sentido al suelo. Sus labios contraídosapenas pronunciaron esta frase, empezada conardiente cariño y concluida con terror:

-¡Hijo mío!... ¡¡francés!!

-VIII-El militar, aturdido por tan inesperado como

funesto accidente y no comprendiendo bien loque había oído, creyó que la excesiva alegría la

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había desconcertado; mas antes de acudir a losremedios que el paroxismo reclamaba, hincoseen tierra, y besando y abrazando a su madre, lallamó con los nombres más tiernos y afectuo-sos, seguro de que su voz la despertaría. Salva-dor no había visto aún a otra mujer que en laestancia estaba: era una vieja flaca y amarillen-ta, de ojos ardientes y vivos como ascuas, des-carnadas y picudas manos, una de las cualesoprimía el puño de un bastón negro, mientrasla otra se alzaba acompasadamente a la alturade la cara, para servir de signo visible y movi-ble a su extraño lenguaje. No la vio Monsaludhasta que se acercó a él, y poniéndole los cincoamarillos palitroques de su mano sobre la pe-chera del uniforme, le dijo con terrible ironía:

-Acábala de matar, verdugo, acaba de matara tu santa y buena madre.

Salvador miró a la vieja, y aunque de anti-guo la conocía, su triste aspecto y la áspera ydesapacible voz produjéronle impresión muy

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extraña, especie de frío intenso y doloroso en elcorazón, cual si con una aguja se lo atravesasen,erizamiento nervioso y acritud en los dientes,como lo que se siente al contacto de las cosasagrias y heladas.

-Por Dios, doña Perpetua, dígame Vd. ¿quétiene mi madre? -exclamó el joven-. ¿Está mala?

-¿Eres tú la causa y lo preguntas? -añadió lavieja, poniendo su mano sobre la frente de ladesmayada.

Luego paseando sus dedos por la pecheradel levitón de Salvador, y tentando la botona-dura adornada con águilas, y metiéndolos des-pués entre la lana del sombrero y deslizándolospor las carrilleras de cobre, dijo:

-¡Traes sobre ti esta infernal vestimenta fran-cesa, y preguntas lo que tiene tu madre! ¡PobreFerminita! ¡Se resistía a creer tan grande infa-mia en el hijo que llevó en sus entrañas y crió a

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sus pechos! ¡Pedía a Dios fervorosamente queno fuese verdad lo que le habían dicho; su almase consumía en hondas tristezas, y sin consuelopasaba las noches llorando tanta afrenta! Lamuerte del hijo que perece en los campos debatalla destroza el corazón, pero no afrenta; latraición del hijo desvergonzado que comete lainfamia de pasarse al enemigo, es el más vivode los dolores de una madre española.

-Usted está loca, madre Perpetua -dijo Mon-salud rechazando a la vieja con desdén-. Mimadre es una mujer sencilla: ya comprendotodo. Vd. y el cura le han trastornado el juiciocon eso de traiciones y afrentas. Honrado soy.Mi buena madre no me aborrecerá por lo quehe hecho.

-¡Monstruo! -gritó la vieja agitando el palo-.Huye de aquí. Vete con esos herejes que te hancatequizado: vete con Satanás que es tu amo;vete al negro infierno que es tu casa. Deja a estasanta mártir que ya te ha llorado como perdido

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para siempre. No eres su hijo: tú no puedeshaber nacido en esta casa, ni en este honradopaís... Vete, vete, hereje, judío; mas ¿qué digo?¡francés!

El apostrofado miró a la vieja; mas sin aco-bardarse siguió esta vituperándole con la fir-meza y el aplomo de quien tiene la seguridadde ser respetada. Vestía doña Perpetua el trajede las antiguas dueñas, con toca blanca rizada ylimpia, manto y saya negros, pendiente de lacintura un luengo rosario y del pecho cruz demadera sencilla. A pesar de los muchos años,su talle era derecho y apenas se encorvaba unpoco al andar. Indudablemente había en elaquilino perfil de la vieja cierta energía majes-tuosa que hacía recordar, a quien las hubiesevisto, las rigurosas y ceñudas sibilas creadaspor la inspiración artística. Acartonada y secano tenía la repugnante escualidez con que nospintan a las brujas. Expresábase con vigor yhasta con elocuencia, y su voz retumbaba en los

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oídos como una campana de mucho uso, masno rota todavía.

Para que nuestros lectores no carezcan detodas las noticias necesarias respecto a tan sin-gular tipo, les diremos que la madre doña Per-petua tenía cien años cabales, no hallándoseciertamente en proporción su acabamiento consu mucha edad, que a la vista no parecía exce-der de los setenta. Era una doncella secularnacida en la Puebla de Arganzón a poco deestablecerse en España Felipe V, y que nuncahabía salido de aquel pueblo. Dedicose desdesu juventud a obras piadosas, mas sin aficio-narse al claustro: gustaba de la independencia yde andar de casa en casa comadreando, y tra-yendo y llevando noticias, dichos e ideas, li-bando aquí y melificando allá cual las abejas.Así creció y fue echando días y años como elsiglo, y pasaron ante ella tres generaciones depueblos y tres generaciones de reyes y veinteguerras, y ella pasó de un siglo a otro como

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quien atraviesa una puerta para pasar de la salaa la alcoba.

Su vida austera y los buenos consejos quedaba para reconciliar matrimonios y dirimircontiendas y transigir desavenencias y acomo-dar caracteres, juntamente con su buena man-derecha para establecer la concordia en todaspartes, diéronle gran reputación en la villa.Respetábanla mucho, y cuando abría la boca,conticuere omnes. Como era tan larga su vida yhabía visto tanto bueno y tanto malo y teníamucha experiencia de las cosas físicas y mora-les, tomábanla todos por consejera. Sabía curarmales de varias clases, y conocía mil salutíferashierbas y untos, además de toda la farmacopeacasera, mezclando en hórrido caos la medicinay la religión, lo terapéutico y lo supersticioso.Enciclopedia del alma y del cuerpo, reunía todoel saber y todo el sentir de su país en aquellaépoca.

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Rezaba por todos los muertos y reía por to-dos los nacidos. No había bautizo, ni duelo, niboda a que no asistiese, disfrutando de lo mejordel festín, cuando lo había. Sabía contar espe-cies diversas de cuentos interesantes, algunosheroicos, muchos de pícaros tahúres y guapos,y los más de devoción o de brujerías, males deojo, miedos y otras cosas divertidas que embo-baban a los chicos y a las mujeres. Ningúnasunto doméstico o social o religioso tenía paraella secretos, y era la ciencia suma en teologíade aldea, en economía al pormenor, en culina-ria y en filosofía burda.

Doña Fermina a los pocos minutos, comenzóa querer volver de su síncope. La vieja habíatraído agua en una escudilla y le rociaba el ros-tro diciendo:

-Ya vuelve en sí; aunque para ver lo que tie-ne delante, más valiera que sus ojos no se abrie-ran jamás a la luz. Vete, te digo, tu madre te

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llora muerto; no turbes la paz de su alma po-niéndotele delante en esa forma aborrecible.

Monsalud sin escuchar a doña Perpetua, al-zaba a su madre del suelo y cuidadosamente lasentó en su sillón. Sosteniendo con sus manosla cabeza de la infeliz mujer, le decía:

-Madre, soy yo, soy Salvador, el mismo desiempre, el hijo querido. ¿Por qué se ha asusta-do Vd. al verme? El vestido no hace al hombre.

Doña Fermina, viendo el rostro de su hijocerca de sí, le dio mil besos amorosos; mas des-pués apartó la cara y extendió los brazos pararechazar al joven.

-¡Mi hijo... francés!... -repitió con el mismotono de angustia y terror...- ¡Ese traje!... ¡Eraverdad!

-¡Y el muy bribón se empeña en seguir aquíatormentándote, Ferminita! -exclamó con des-

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abrimiento la vieja-. ¿Hase visto desvergüenzasemejante?

-¿Qué delito he cometido? -dijo Monsaludcon viva congoja estrechando entre las suyaslas heladas manos de su madre, y de rodillasante ella-. ¿Qué habré yo hecho para que Vd. sedesmaye, madre, cuando me ve, y esta buenamujer me manda huir?

-¿Qué has hecho? -repitió la madre con es-tupor-. ¡Te has pasado a los franceses, estásmaldito de Dios y de los hombres, tocado deherejía y perdida para siempre tu alma y con-taminada yo también por haberte parido ycriado!

-¡Qué horribles palabras y qué espantosaidea! -exclamó el joven procurando reír, perocon el alma destrozada de vergüenza y dolor-.¿Tantos males ocasiona este capote que llevo?¡Oh! madre querida, yo conocí que hacía mal,yo resistí, conociendo que era una falta servir a

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los enemigos de mi patria; pero me moría dehambre, y además mi tío tenía mucho empeñoen que yo sirviera a los franceses. Una vez dadoeste paso, ya no puedo volver atrás, porque elhonor me prohíbe vender a los que me han da-do un pedazo de pan para vivir y una espadapara que los defienda. Si por esto he perdido elamor de mi madre, de la única persona que enel mundo me ha querido, de la que me dio lavida, de aquella a quien he consagrado siemprela mía, será porque algunos malintencionadoshabrán emponzoñado su alma con bajos senti-mientos.

-No, yo te amo siempre -dijo doña Fermina,no pudiendo resistir el ansia vivísima de besara su hijo y regar con ardientes lágrimas susmejillas, aunque doña Perpetua extendía a me-nudo entre los dos sus manos de cartón-; yosiempre te quiero, pero he hecho juramentoante Dios de no admitirte bajo este techo nidarte mi bendición, ni llamarte hijo, si no abju-

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ras tus errores y maldices tus banderas inferna-les y reniegas de ese vil Rey y tornas a la patriay al deber... Mi conciencia me exigió este jura-mento y lo he prestado por consejo de respeta-bles personas a quienes debo consuelos tierní-simos en esta última y tan amarga desventuraque ha caído sobre mí.

El joven, cubriendo con ambas manos surostro, lloró; mas de súbito estalló una violentaindignación en su alma, y apartándose de lasdos mujeres, púsose en el centro de la pieza.

-Mi honor -gritó con voz alterada y resuelta-me impide desertar; pero si pierdo el amor demi madre, y se me arroja de mi casa porque noquiero ser desleal y perjuro, no quiero vivir.Aquí tengo una espada -añadió desenvainán-dola-, y no me falta valor para atravesarme conella el corazón.

Doña Fermina se arrojó llorando en brazosde su hijo. La mujer secular permanecía silen-

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ciosa, fría, clavada en su silla, contemplando lapatética escena como una estatua de cartón quedentro de su pasta encolada tuviera un almaobservadora. Sus ojos negros clavábanse en eljoven con fijeza aterradora.

En aquel instante entró un nuevo personaje.Era un anciano fornido y alto, de rostro sanguí-neo, duro y tosco, mas no desagradable porcierto, mirar franco y campechano que le ani-maba y hasta le embellecía. Su cabeza calva,apenas se exornaba económicamente con uncerquillo de blancos pelos esporádicos sobre lassienes y en el occipucio y en cuanto a su cuerpoera bravío, imponente, recio, como de varónhecho a las intemperies, a las luchas con hom-bres y elementos. Vestía negro traje talar, lleva-do con desenvoltura y abierto por delante parapoder introducir fácilmente las manos en elbolsillo o cuadrarlas en la cintura, como fre-cuentemente lo hacía aquel hombre, dueño dedos manos enormes, velludas, que sabían llevar

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el arado, la espada y la hostia. Era D. AparicioRespaldiza, cura de la Puebla de Arganzón.

Mirando al mancebo, más bien con lástimaque con rencor, le dijo:

-Ya sabía que estabas aquí, desgraciado. Tehacíamos muerto, muerto con la muerte de ladeshonra que deja el cuerpo vivo. El alma se vay queda la vergüenza.

Luego acercándose a doña Fermina, quedeshecha en lágrimas, recibía consuelos y cari-cias de la beata, le dijo:

-¡Señora Fermina, valor!... El sentimientomaterno es el más fuerte de todos. No trate us-ted de vencerlo: al contrario, desahogue su pe-cho, llore hasta mañana. Este hijo muerto no esquizás perdido para siempre, y puede resucitar,si se abraza a la cruz de la patria. Yo seré elprimero que le reciba en mis brazos.

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-Y yo -repitió la beata sin que se mostrase enla engrudada máscara de su rostro, compasión,ni alegría, ni sentimiento alguno-. Yo tambiénle abriré mis brazos.

-Hijo mío -dijo doña Fermina poniéndose derodillas ante Salvador y cruzando las manos-,vuelve en ti; deja esos hábitos infernales, aban-dona a los que te han seducido, torna a la patriay recibirás la bendición de tu madre y el amorque siempre te he tenido y te tengo a pesar detu horrible pecado. Hazlo por Jesucristo crucifi-cado, por la religión que te enseñé, por el aguaque en el bautismo recibiste, por el pan eucarís-tico que has recibido en tu cuerpo; hazlo, pormí, por mi honor y buen nombre, que parasiempre he perdido en este pueblo, por mitranquilidad que no recobraré sin ti; hazlo porel señor cura de nuestra aldea que te enseñó losmandamientos y la doctrina y la lectura y laescritura y el latín, con lo poco que sabes; hazlopor la santa doña Perpetua que nos da tan bue-

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nos consejos y más de una vez te ha entretenidocontándote tan bellas historias; hazlo, en fin,por todos los que te aman en esta villa y en ellugar de Pipaón, donde no sé si por ventura oeterna desdicha mía naciste.

Monsalud, enternecido por voz tan elocuen-te que agitaba hasta lo más hondo su alma, co-mo la tempestad el Océano, se había sentado enun escabel y con los codos en las rodillas y lacabeza encajada entre las palmas de las manos,lloraba en silencio. El témpano colosal y endu-recido de su entereza se desleía poco a poco.

-Y lo que es ahora -dijo el cura para favore-cer el deshielo- los franceses van a ser destro-zados. ¡Pobrecitos de los que se unan a ellos!

-Bueno -dijo Salvador alzando de repente lacabeza-; déjenme que lo piense. Eso no se pue-de decidir en un momento: los que estamosacostumbrados a cumplir con nuestro deber, ya obedecer a nuestros superiores...

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-No hay ningún superior que tenga sobre timás autoridad que tu madre -dijo el cura pa-seándose por la habitación, con las manos a laespalda-; tu madre, personificación viva de lapatria, que a todos sus hijos gobierna y dirige.

Doña Fermina corrió a abrazar a su hijo,besándole cariñosamente en la frente y en lasmejillas.

-Querido niño mío -le dijo-, veo que estosdos excelentes amigos te van convenciendo.Dejarás a esos perros franceses, devolviéndomela tranquilidad y poniéndome en paz con miconciencia y con Dios. Siéntate, descansa; teesconderemos para que no puedan verte losvecinos con ese endiablado uniforme...

-Es una imprudencia que le tengas en tu casamientras de todo en todo no se convierta -dijola santa con severidad.

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-¿Y qué importa? -repuso doña Ferminaofendida de la intolerancia de su consejera-. Mihijo está arrepentido. El pobrecito estará ham-briento y fatigado. Lo primero es que tengasalud.

-Puede quedarse -afirmó el cura, menos ce-loso que la beata-. Salvador es un buen mucha-cho... ha dicho que lo pensaría... Tiene buennatural y mucha inteligencia... y sobre todo, eldeber le ordena servir a la patria. Aquí dondeme ves -añadió deteniéndose en medio de laestancia en actitud marcial-, estoy disponién-dome para salir por ahí con otros amigos... Yasabes que mi puntería es la mejor de toda latierra de Álava. Hemos decidido organizar unapartidilla, para auxiliar a las de Longa. ¿Qué teparece mi proyecto? ¡Oh, admirable! Los hom-bres se deben a su patria, y es preciso que noso-tros, los que estamos en cierta jerarquía demosel ejemplo a los demás... La ocasión es solemne,y ningún español puede permanecer en su casa:

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Wellington está cerca y es preciso ayudarle.¿Qué tal? ¿Te animas? Yo no espero sino a quevenga de Peñacerrada D. Fernando Garrote,que es hombre muy entendido en guerras, parapartir con él... Serás un buen escopetero, Salva-dor.

-Siéntate, hijo -indicó la madre, observandoque el joven no se entusiasmaba excesivamentecon el bélico ardor de Respaldiza-. Voy a ade-rezar algo de comida. Estarás muerto.

-No tengo ganas de comer -respondió el mo-zo, profundamente abstraído.

La madre le miró con desconsuelo, viendosin duda en su abatimiento pensativo la señalde nuevas vacilaciones.

-He dicho que lo pensaría, ¿no es eso? -murmuró Monsalud sin pensar en comer-. Puesbien, lo pensaré... déjenme pensarlo todo eldía... Es cosa grave... El convoy que he custo-

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diado y que lleva el general Maucune, sale aho-ra mismo; pero yo no saldré hasta mañana conel convoy grande.

La madre y los dos amigos permanecieronmudos, y sin pestañear le observaron. Luegoabrazó el hijo a la madre, y sonriendo dijo:

-Volveré más tarde.

Cuando salió de la habitación, la vieja se ex-presó así:

-¡Perdido, perdido para siempre!

Más optimista y generoso el cura, tranqui-lizó a la afligida madre, diciendo:

-Es nuestro.

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-IX-Para mayor claridad de sucesos que han de

venir, Dios mediante, no estará de más referiralgunos antecedentes relativos a las principalespersonas de esta historia. Era doña Ferminanatural de Pipaón y rama del tronco de unahonradísima e hidalga familia; mas Dios quisoque en ella y su hermano tuviese fin el lustre desu casa, pues quedando huérfanos en edadtemprana, mientras él derrochaba en Madridtoda la fortuna paterna, sufrió ella una desgra-cia irreparable que por siempre la condenó a laoscuridad y a la vergüenza, con lo cual acabópara el mundo, y en el olvido quedaron las no-bles prendas de su alma y superior mérito.

Una herencia de poquísimo valor y un pleitoenfadoso la obligaron a establecerse en la Pue-bla en 1811. Vivía allí con modestia y muy reti-rada; pero la trataban algunas personas, y entreellas asiduamente doña Perpetua y el cura, que

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bien pronto ejercieron en su ánimo grande in-fluencia, convidándoles a ello la gran sencillezy bondad de la piadosa mujer. Doña Ferminano era vieja aún; pero habíala desfigurado lanegra tristeza que en todos tiempos llenaba sualma, y finalmente el pesar por la ausencia desu hijo. Los amores de este con cierta joven dela villa, y sus cuestiones y disputas con otromuchacho, hijo de acomodados padres, obliga-ron a doña Fermina a enviarle a Madrid, dondehizo lo que ya sabemos, y se entregó en cuerpoy alma a los franceses.

Después de la conferencia antes referida, sa-lió Monsalud a la calle, y vagó por las principa-les del lugar, tan ocupado por sus pensamien-tos que a nada atendía, ni paró la atención en lamucha gente que le miraba. Su entereza habíasido muy quebrantada por la lastimosa escenade la mañana, y la deserción que antes le pa-recía un hecho deshonroso, contra el cual a vo-ces protestara su pura conciencia, se le repre-

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sentaba al fin no sólo como natural, sino comoen alto grado laudable y meritorio. El grandeamor que a su madre tenía, y el prestigio de lasdos religiosísimas personas de que se ha hechomención, habían trastornado sus ideas, abiertonuevas vías a su pensamiento, y cambiado elmodo de ver las cosas de la vida y especialmen-te de la guerra.

-Es indudable -dijo para sí- que el deber quehacia mi patria tengo anula todos los demásdeberes... Al nacer contraje con mi patria elcompromiso tácito de defenderla, y este com-promiso anula también todos los juramentosposteriores... Váyanse los franceses con dos-cientos mil demonios... Pero una concienciahonrada ¿puede consentir el abandono traidorde los que nos han hecho un beneficio, y elhacer armas contra ellos, aunque sea en las filasde la patria? No, en caso de desertar renunciaréa mis grados militares, romperé mis charreterasy dejando a los franceses, me retiraré a mi casa

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resuelto a no volver a tomar un fusil en la ma-no.

Así discurría, balanceando su voluntad deun lado para otro, pero inclinándose más dellado de la deserción. Al fin sus pensamientostomaron vuelo por distintos espacios, y puso enolvido a franceses y españoles: en aquel maragitado de sus ideas sobrenadó lo que sobrena-da siempre, y todo lo demás se fue al fondo.Mirando las verdes copas de unos árboles quese elevaban sobre los tapiales viejos de unahuerta entre irregulares tejados, dijo hablandoconsigo mismo:

-¿Estás ahí, Genara? Todo sigue lo mismo,árboles, casa, cielo y tierra, el aire y el sol, y lomismo también mi corazón, que antes dejará delatir que de quererte.

Los redobles de tambor que sonaron en lasinmediaciones del pueblo le obligaron a seguiradelante.

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-Como la división no se pone en marcha has-ta mañana temprano -dijo- tengo tiempo depensar lo que debo hacer; vamos al campamen-to y esta noche... Esta noche veré a Genara aun-que me sea preciso degollar a su madrastra yahorcar a su abuelo.

Pensándolo así, fue al campamento llamadopor su obligación; mas nada le ocurrió en éldigno de contarse, por lo cual apresuramos lanarración, acortando el día y transportando anuestros lectores a la apacible y oscura noche,cuando Monsalud dirigiose solo y con el almallena de ansiedades entre dulces y dolorosas, aaquellos mismos tapiales de tierra que por lamañana vimos, descollando sobre ellos la fron-dosa arboleda de una huerta. Llegó el joven yreconocidos los contornos para ver si alguien leobservaba, cerciorado al fin de que en las calle-jas contiguas no había curiosos ni rondadores,tomó una piedrecilla y la arrojó contra la únicaventana de la casa que a la huerta daba. Luego

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articuló hábilmente unos silbidos que parecíanel canto de un pájaro nocturno; mas ningunaseñal de la casa contestó a su extraña músicahasta la tercera repetición.

Abriose al fin la ventana, pero no conocien-do Salvador la persona que en el oscuro huecoapareciera y receloso de que fuera el suspicazabuelo o la vigilante madrastra, calló y ocultoseen las densas sombras que proyectaban las cer-canas paredes. Poco después creyó sentir pasosen la huerta y el tenue ruido de las matas quese rozaban unas con otras, apartándose paradar paso a un vestido. Acercose entonces muyquedito a la empalizada que tapaba la entradade la huerta, y que en sus tablas carcomidastenía grietas, agujeros y hendiduras suficientespara dar paso libre a la palabra durante la no-che y aun a la vista durante el día. El joven co-nocía aquellos viejos maderos, la disposición desus huequecillos y claros como se conoce eltraje que se ha usado muchos años. Al pegarse

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a ellos su corazón más que su oído le dio a en-tender que por dentro suspiraba una persona.

-Generosa -dijo aplicando los labios a unajuntura por donde difícilmente podía pasar undedo.

-Salvador -repuso desde el contrario ladouna dulce y conmovida voz como gemido delviento entre las hojas-. ¿Eres tú?

-Aquí estoy, siempre tuyo, siempre querién-dote, muriéndome, Genara, por ti -dijo Monsa-lud oprimiendo su cuerpo contra las frías yduras tablas-. Dime si me has olvidado, si quie-res a otro. Genara, estás aquí y no puedo verte.¡Maldita noche!... ¿Me has olvidado? ¿Me quie-res todavía?

-Sí -repuso desde dentro la dulce voz-, tequiero. ¿Por qué has estado tanto tiempo sinescribirme? ¡Cuánto me has hecho llorar!

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-Genara -exclamó el joven apoyando su fren-te abrasada sobre la madera-, mete tus deditospor esta rendija de la derecha.

Dos blancos dedos aparecieron por la rendi-ja, moviéndose como dos culebritas. Monsalud,después de imprimir en ellos amorosos besoslos estrujó entre sus manos, hasta que la mu-chacha los retiró diciendo:

-Me lastimas, Salvador.

-Genara, soy muy desgraciado, soy el másinfeliz de los hombres. Déjame que te vea, puesviéndote, aunque sea un momento, me serámenos penosa la vida.

-¿Por qué eres desgraciado?

-¿Por qué...? -repuso el joven vacilando-,porque no te veo, porque tu abuelo y tu ma-drastra no quieren que seas para mí... Genara,por Dios, rompamos estas tablas.

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-¿Estás loco? Deja las tablas como están yhablemos. Aún no sé si podré estar aquí muchotiempo.

-¿Los de tu casa duermen?

-Sí; pero mi abuelo tiene el sueño muy lige-ro, y como todos hemos de madrugar mañanapara ir a Vitoria, se ha acostado vestido, y almenor ruido, Salvador, saldría como un león.

-¿Te vas a Vitoria?

-Sí, el abuelo teme que los franceses destru-yan esta villa. Allá estamos más seguros... ¿Irástú por allá?

-Tal vez.

-Pero no me has dicho las causas de tu des-gracia. Yo también soy desgraciada. Tengo unpesar que me destroza el alma. ¿Sabes por qué?Porque te quiero, Salvador -dijo la muchachacon acento quejumbroso-, porque te quiero mu-

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cho, porque desde hace dos años, desde que túy tu madre vinisteis a estableceros en esta villa,te estoy queriendo.

-¿Lloras, Genara? -preguntó Monsalud,oyendo los sollozos de su amiga.

-Sí, lloro... Pero de ti depende que me muerade dolor o que sea muy feliz. Respóndeme.

-¿A qué?

-Salvador, Salvador de mi alma, en la Pueblase ha dicho que te habías pasado a los france-ses. Hoy mismo dijo mi abuelo que estabas en-tre los vándalos que llegaron anoche. Yo no hequerido creerlo, se me ha resistido creerlo: di-me si es verdad, dime si te has pasado a losfranceses; y si es cierto, Salvador, no volverás aoír una palabra de mi boca, ni me verás. Genaraha muerto para ti. Genara te aborrece.

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Monsalud se quedó yerto y frío y sin habla.Helado sudor corría por su frente.

-Genara -dijo haciendo un esfuerzo para tra-er la palabra de su agitado corazón a sus trému-los labios-, ¿por qué has de tomar tan a pe-chos...?

-Contéstame pronto -repitió la voz.

El joven vaciló un momento y después dijo:

-Pues bien; es mentira.

-¡Salvador, has dicho que es mentira!-exclamó Genara alzando la voz-. ¡Bendita seatu boca! ¡Bendita sea tu alma! Todo mentira;invenciones de la gente, envidia también de tusbuenas prendas.

-Invenciones, envidia -repitió sordamenteSalvador.

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-Pues tú me lo dices, lo creo -dijo la mucha-cha-. Nunca me has dicho sino la verdad. No séde dónde ha sacado la gente tal noticiota. Dije-ron que te habían visto hoy por el pueblo, ves-tido con un uniforme verde y un sombrero depiel.

Monsalud calló.

-Hace un momento, Salvador mío, me quedédormida; soñé primero con tu uniforme verde ytu sombrero de piel, adornado con un águiladorada. ¡Me causabas horror! A pesar de tantocomo te he querido, viéndote de aquel modome parecías el más horrible, el más espantosode los hombres.

Salvador sentía en su garganta un cerco dehierro que le ahogaba. Era la gola con la insig-nia imperial. Bajando hasta su pecho le mordíael corazón, y el águila majestuosa que exornabasu frente no le hubiera quemado el cerebro conmás violencia, si fuera una llama. El desgracia-

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do joven sentía en su interior una ansiedad se-mejante a la agonía que precede a la muerte.

-Pero después -prosiguió la joven- tuve otrosueño mejor. Soñé que lo de pasarte a los fran-ceses era mentira, como has dicho, soñé quevolvías a la Puebla vestido de paisano, pobre,pero con honra; que volvías después de haberestado combatiendo con los franceses en lasfilas de Longa, de Pastor o de Mina... ¿Estás depaisano? Cuéntame lo que has hecho duranteausencia tan larga.

-Todo te lo contaré. Pero dime; si yo hubieracometido la infamia, la deslealtad, la alevosíade servir a los franceses, ¿es cierto que habríasaborrecido al pobre Salvador que lo mismo tequiere hoy que ayer?

-No me lo digas -contestó la joven-. ¿Por quése quiere a las personas? ¿Por el rostro? No locreas. Se quiere a las personas por las prendasdel alma, por el valor, por la honradez, por la

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generosidad, por la lealtad, por la dignidad,por la nobleza.

Monsalud no oía estas palabras. Sentíalas ensu corazón como saetas que se lo atravesabande parte a parte.

-El que en una guerra como esta -continuó lajoven- da de lado a sus hermanos que estánmatándose por echar a los franceses; el queayuda a los enemigos, a esa caterva de herejes,ladrones y borrachos, es un traidor cobarde, unser despreciable, un Judas. Los perros de Espa-ña merecen más consideración que el que talvileza comete. Si tú la cometieras, Salvador, nosólo te aborrecería, sino que me mataría la ver-güenza de haberte querido.

Monsalud apuró con resignación este cálizde amargura. Las palabras de la vehementemuchacha, juntamente con el recuerdo de laescena ocurrida en la casa materna, le hicieroncomprender la inmensidad del sentimiento

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patrio. Todo lo que en él había de violentamen-te salvaje desaparecía ante la grandeza de sulógica. Contra aquello ¿qué podían José ni Na-poleón con todos sus ejércitos? Sobre aquelsentimiento, sobre aquel odio de las muchachasa todo el que no fuera patriota, descansaba lainmortalidad nacional, como una montaña so-bre sus bases de granito. Monsalud lo vio todo,vio aquel gigante cruel y sublime, salvaje perograndioso, y se inclinó ante él abrumado, ven-cido, resignado, comprendiendo su propia mi-seria y la magnitud aterradora de lo que teníadelante.

-Genara -dijo con voz conmovida-, mete tusdeditos por esta rendija. Me muero de dolor;soy el más desgraciado de los hombres.

-¿Por qué? -dijo Genara poniendo su alma enlas yemas de los dedos y echándola a la calle-.Yo estoy contenta... ¿Pero Salvador, qué es estoque toco? Un botón de metal, y otro, y otro.¿Tienes uniforme?

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-Me compré un chaquetón en Valladolid,cuando venía para acá -repuso turbado el mili-tar-. Así se usan hoy.

-Salvador, ahora que te has movido, ha so-nado contra el suelo una cosa de hierro. Pareceun sable.

-¿Pues no te dije que lo tenía? Sí, me lo die-ron unos guerrilleros en Nájera.

-¿Has estado con los guerrilleros? -preguntóla joven con entusiasmo-. ¡Y no me lo habíasdicho! ¡Oh, con los guerrilleros! ¡BendígalosDios!... Salvador, entra tu mano por este aguje-ro grande que hay más arriba... ¿Con que hasestado con los guerrilleros?

La mano de Monsalud pasó de la calle aljardín, y el joven sintió sobre ella los labios dela joven, quemándole como ascuas, que se lemetían por las venas adentro hasta el mismocorazón.

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-Salvadorcillo -dijo la joven, acariciando lamano de su amigo-, ¿esta mano ha matado mu-chos franceses?

A Monsalud, después del anterior fuego, sele heló la sangre en las venas, al oír esto.

-Siempre que oigo contar hazañas de guerri-lleros -prosiguió Genara- me acuerdo de ti. Atodos me los figuro como tú, y me parece quenadie puede ganarte en valentía. Sueño con lassangrientas batallas en que perecen muchosfranceses. ¡Ay! si yo fuera hombre, no quedaríacon vida ni uno solo de esos perros. Cuandovoy a la iglesia y oigo al cura contarnos en elpúlpito las ventajas de los guerrilleros; cuandovienen a casa los amigos de mi abuelo y hablande las batallas ganadas por Longa y Mina, nopuedo apartar de ti mi pensamiento. Me morir-ía de felicidad si oyera tu nombre entre tantasmaravillas de valor. Los buenos soldados deEspaña se me representan como San Miguel,ángeles armados y hermosos que destrozan al

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dragón. ¿Eres tú de esos, Salvador; eres tú unSan Miguel? -añadía con exaltación admirable-.Dime que sí, y te querré más todavía. Dime quehas matado muchos enemigos, que has defen-dido a España contra esos borrachos del infier-no, dime que te has bañado en su sangre maldi-ta y machacado sus horribles cabezas, y tequerré más que a mi vida, te querré como aDios... Nosotros somos Dios, Salvador; nosotroslos españoles somos Dios y ellos el demonio,nosotros el Cielo y ellos el Infierno. Así lo dicenel cura y mi abuelo, y tienen mucha razón.

-¡Mucha razón! -repitió Monsalud por deciralgo-. Genara, tu exaltación me conmueve.Ahora veo que hay otra religión además de laque está en el catecismo, la religión de la patria.Los hombres la practican y las mujeres la sien-ten. Si la fe en Dios mueve las montañas, la fede esa otra religión también las mueve. Con ellael heroísmo y el martirio son cosas fáciles...Genara, yo te juro ante Dios que nos está mi-

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rando desde lo más alto del Cielo, que harétodo lo posible para elevarme como tú hasta elúltimo grado en la fe de la madre España. Misproezas no han sido hasta ahora muy grandes;pero aún hay franceses en la tierra. Soy joven,fuerte, robusto: soy soldado de la patria. Morirpor ella y morir por tu amor me parece lo mis-mo. Genara de mi alma, quiereme mucho.

-Salvador mío, ese es el lenguaje que megusta oírte -dijo la muchacha-. Estamos en gue-rra. Todo hombre que no sea guerrero hoy nomerece más que desprecio. ¿Te gusta a ti laguerra, Salvador? Di por Dios que sí, dímelo.

-Extraordinariamente, Genara. El corazónque no palpita por estas tres cosas, Dios, la mu-jer amada y la victoria, no es corazón de espa-ñol ni de hombre.

Sintiose el suave estallido de algunas tablas.Genara sacudía la empalizada.

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-¿Qué haces? -le preguntó Monsalud-. Estose mueve.

-Salvador, amigo querido de toda mi vida-dijo con pasión la muchacha- ¡Malditas seanestas tablas que nos separan! Empuja un pocode ese lado.

-Se romperán, Genara. Esto no es tan fuertecomo parece -indicó el joven con terror.

-Quiero verte -añadió Genara con voz que seahogaba entre sollozos y suspiros-. Hace tantotiempo que no te veo... y si ahora te vuelves conlos guerrilleros, y tu arrojo te causa la muerteen una acción... no te veré más... ¡Ay! estas con-denadas tablas no ceden.

-No -repuso el mancebo tranquilizándose.

-Oye -dijo la doncella con exaltación-, si estan grande tu empeño por entrar y verme, no esmenor el mío. Nada más triste que hablar y no

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poderse ver las caras. ¿Estás pálido, Salvador,estás tostado del sol?... Oye lo que me ocurre.Mi abuelo tiene la llave de esta puerta sobre lamesa de su cuarto. Ahora duerme... puedo en-trar de puntillas y cogerla. No sentirá nada...Aquí está el candado, hijito... Se abrirá fácil-mente... ¿Conque voy por la llave?

-X--Detente -dijo Monsalud, a quien causaba

rubor y angustia la idea de que al abrirse lapuerta, descubriera Genara por su traje el en-gaño de su patriotismo y la verdad de su afran-cesamiento-. Detente, Generosa, y reflexiona unmomento sobre lo que vas a hacer... Te quieromás que a mi vida; te quiero no por egoísmo,sino con verdadero amor que pone por encimade todo el bien de la persona amada. No necesi-to llave para abrir esta puerta del cielo, Genara:basta un esfuerzo para echarla a tierra; pero no

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la romperé, no, porque mi propia estimación ysobre todo la tuya me lo prohíbe.

-Dices bien, yo estoy loca -murmuró la mu-chacha-. Acércate; que sienta yo tu respiraciónpasando por estas rendijas, Salvador mío. ¿Note marcharás todavía?

Monsalud, fatigado de la farsa que estabarepresentando y que repugnaba a la dignidad ylealtad de su alma generosa, mas sin deseos deponerle fin alejándose de la dulce criaturaamada, quiso variar de conversación, entablán-dola sobre un asunto que no tuviera relacióncon la guerra, ni con los franceses, ni con losguerrilleros.

-Niña mía -dijo-, se me había olvidado unasunto del cual pensé hablarte.

-¿Cuál?

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-Durante este tiempo en que no nos hemosvisto, he tenido celos, muchos celos. En Madridme dijeron que querías al hijo de D. FernandoGarrote. Recordarás, que cuando éramos no-vios, él te hacía la corte, que Garrote y yo nosmirábamos con muy malos ojos, que por haberreñido primero de palabra y después de obra,tuve que salir de la Puebla jurándole enemistadeterna. Si después de esto, has tenido la debili-dad, no digo de quererle, porque esto me pare-ce imposible, sino de admitir sus galanteos,buscaré a ese fatuo y donde quiera que le en-cuentre, le mataré.

Contra lo que Monsalud esperaba, Genarano se escandalizó de lo que acababa de oír nimenos contestó a los agravios del mancebo conmimos y lloros, según costumbre tan antiguacomo el mundo. Oyó él tras los maderos unarisita que no le hizo feliz, y después estas pala-bras.

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-¡Qué tonto eres! No hagas caso de eso. Cier-to es que Carlos Garrote me hace la corte yquiere casarse conmigo. Me envía regalitos,ramos de flores, va a misa a la misma hora queyo, y algunas veces viene con sus amigos adesgañitarse bajo las rejas de esta casa, acom-pañado de guitarras y bandurrias.

-Genara, Genara, me estás destrozando elcorazón -exclamó el mancebo con fuego-. ¿Porqué te ríes?

-Me río de él. Y no es mal muchacho, Salva-dor -continuó Genara-. Tiene buen porte, muybueno, sí, y también excelentes cualidades, sóloque no es amable ni delicado como tú, sinobrusco, serio, y...

-Y fatuo y vanidoso y soplado -interrumpióMonsalud-. Veo que no te disgusta mi enemigo.

-Ni me gusta, ni me disgusta -dijo la donce-lla, aplicando su boquita a las hendiduras para

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que se oyese mejor lo que decía-. Si no le quie-ro, tampoco desconozco sus buenas cualidades,especialmente el valor grande y temerario queha mostrado en esta guerra. ¿Qué crees tú? Car-los Navarro, el hijo de D. Fernando Garrote, esla admiración de esta villa y el honor de todo elpaís de Álava. Ha corrido por esos mundos conLonga y Pastor, y todos dicen que no han vistomozo de más arrojo y bravura. ¿Pues y su tinopara la guerra? ¿Y su ciencia militar que nadiele ha enseñado? Todo lo sabe, y es al modo delos grandes capitanes, que en un abrir y cerrarde ojos aprenden por completo el arte de pele-ar. Mi abuelo asegura, que de Carlos Navarro aAlejandro el Grande va menos que el canto deun duro. Hace meses, cuando entró en la Pue-bla después de haber derrotado a los franceses,todos los habitantes de esta villa salimos, comoen procesión, a vitorearle. ¡Qué día, Salvador!Yo me acordaba de ti y hubiera querido queestuvieses aquí para ver tanto entusiasmo. Yono cabía en mí de puro confusa y exaltada y

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alegre. No sé lo que pasaba en mi alma cuandovi a Carlos Navarro en su caballo blanco entrartriunfalmente cubierto de guirnaldas de flores,con la espada en la mano y el orgullo de la vic-toria en los ojos; ¡ay, Salvador! me eché a llorar.

-¡Te echaste a llorar! -dijo Monsalud con unvolcán de celos dentro del pecho-. No lo digasdelante de mí. Eso es un insulto, Genara... meestás matando.

Sin añadir más palabras, golpeó con tantaviolencia las tablas, que la débil empalizadavaciló. Ocupado por el dolor y los celos, queentre confusiones mil agitaban su alma. Monsa-lud no advirtió que en el extremo de la callejadonde tan descuidadamente departía con sutormento, había aparecido un hombre; queaquel hombre se había acercado con cautela ypuéstose inmóvil y vigilante como a dos varasde la amorosa conferencia. Cuando la empali-zada crujió al recibir los golpes de fuera, dioalgunos pasos más hacia adelante el que parec-

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ía fantasma, y entonces le vio nuestro celosojoven.

Ambos se miraron sin hablar nada, hastaque el desconocido rompió el silencio, diciendocon voz grave:

-¿Qué hace Vd. aquí?

-Lo que quiero -repuso Monsalud recono-ciendo al instante la voz de Carlos Navarro,hijo único del célebre y hasta ahora no conocidoD. Fernando Garrote-. Siga Vd. su camino, queno me creo obligado a informarle de mi con-ducta, señor entrometido.

-Ahora veremos quién desfila -dijo el otrosin perder la calma-. Me parece que tengo en-frente a Salvadorcillo Monsalud, el cual marchóa Madrid a servir a los franceses.

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-El mismo soy -exclamó el militar con brío-¿qué quieres de mí, Carlos Navarro?... Supongoque traerás una espada.

-No.

-¿Navaja?

-Tampoco. Vengo sin armas. Si las trajera, nolas deshonraría midiéndolas con las de un mi-serable traidor, con las de un vendido a losfranceses.

-¡Navarro! Llevo un uniforme que no es eltuyo -exclamó Salvador con violento coraje-.No lo desprecies. El corazón que va dentro deél no ha cometido ninguna acción villana. Lomismo puedo matarte con una espada españolaque con un sable francés.

-¡Vendido!... deja libre la calle. No reñirécontigo. Cuando me encuentro con un traidor,escupo y paso.

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-¡Miserable, cobarde, salteador de caminos!-gritó Monsalud sintiendo culebrear el rayodentro de sus venas-. Defiéndete, si no quieresque aquí mismo te atraviese y envíe al infiernotu alma perversa.

Monsalud desenvainó el sable. Navarro nohizo movimiento alguno hostil, pero echandoatrás el embozo de su capa negra, alargó la ma-no sin otra arma que una linterna. El espacioque separaba a los dos enemigos se inundó deluz.

En el mismo instante la empalizada, que po-co antes se estremecía sacudida con violenciapor un hombre, cedió por completo a los es-fuerzos de una mujer, y abierta al fin, dio pasoa Genara, que pálida como la muerte, fue dere-cha a ponerse entre los dos jóvenes. Alargandosus brazos podía tocar el pecho del uno y delotro. Lo primero en que se fijaron sus ojos fueen la gallarda persona del renegado, cuyo bri-llante uniforme reflejaba la luz de la linterna en

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los relucientes botones de cobre, en el águila,carrilleras, gola y cartera. Genara dio un gritoagudísimo, miró a uno y otro galán alternati-vamente toda acongojada y confusa, comoquien no cree lo que ven sus ojos y tocan laspropias manos. Monsalud que resuelta y cie-gamente iba ya contra su enemigo, detúvose alver interpuesta a la hermosa joven.

-Este es Monsalud -exclamó ella con perple-jidad indescriptible-. Navarro, ¿es este Monsa-lud?

-Por el uniforme francés se le conoce-respondió el guerrillero.

-¡Francés, francés! -gritó la doncella-. ¡Túfrancés... embustero además de traidor!

-Sí, francés, francés -rugió Salvador-; francés,traidor y embustero y todo lo que quieras; perovete de aquí y déjame solo con ese hombre.

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-¡Virgen María! ¡Señor mío Jesucristo! Asís-teme en este trance -murmuró la joven.

Después entró corriendo en el jardín, y des-de la empalizada y con voz clara, argentina,sonora, penetrante y exaltada, con voz que nopuede definirse, como no puede definirse lapasión extraña que la inspiraba, gritó:

-¡Navarro, mátale, mátale sin piedad!

-XI--Mátale -repitió alejándose la voz, al mismo

tiempo dulce y guerrera- mátale por traidor yembustero.

Monsalud al oírla, sintió en su corazón fríode muerte; sintiose cobarde, zumbó en su cere-bro la sangre inflamada; su brazo era un estro-pajo inerte que apenas podía mover el sable,aquel hierro, trocado en caña inútil por la súbi-

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ta congoja del alma... El universo entero se lehabía caído encima.

-No tengo armas -dijo Navarro sin dar unpaso hacia adelante ni hacia atrás y soltando lalinterna-. Puesto que no puedo ni quiero batir-me contigo en lid de caballeros, asesíname,francés; ese es tu oficio. Asesina al guerrillerode Andía y la Borunda.

La serenidad grave y un poco petulante deaquel hombre, el mirar fijo de sus ojos, su her-mosa estatura, la capa que de los hombros lecaía hasta los pies, dándole el aspecto de unaestatua negra, trastornaron a Monsalud más delo que estaba. ¿Por qué no decirlo? Tenía mie-do, un pavor, semejante al que infunde la su-perstición. Todo cuanto veía parecíale sobrena-tural, obra del demonio, obra de Dios tal vez.Sobreponiéndose a su espanto, dijo:

-Es mentira, la traes bajo tu capa. ¿Tienesmiedo?

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Con esta pregunta pensó sacarle de su fríaimpasibilidad; mas el otro sonriendo condesdén, replicó:

-Salvador, guarda ese chisme y vete con lostuyos.

-Mátale, mátale por traidor y embustero -gritó más lejos, desde la casa y junto a la puertaque daba al jardín la voz divina y furiosa deGenara.

Un hecho es este cuyo tenebroso misterio nopenetrará jamás con exactitud el observador;pero es indudable que la pasión amorosa con-fundida con el arrebatado sentimiento patrióti-co que en el alma de la mujer produce fenóme-nos extraordinarios, durante las grandes gue-rras de raza, está sujeta a veleidades casi increí-bles. El fanatismo de Genara hizo de ella en laocasión crítica que narramos un ser espantoso;pero ¿es posible pronunciar la última palabrasobre la vengativa saña de su alma exaltada, sin

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deslindar lo que de sublime y de perverso hab-ía en los sentimientos que precedieron a la ex-plosión tremenda? La pavorosa figura bella yterrible, que pedía la muerte de un hombre,pocos minutos antes amado, encaja muy biendentro del tétrico cuadro de la época, en la cuallas pasiones humanas exacerbadas y desatadasarrastraban a los hechos más heroicos y a losmayores delirios. Había en Genara una entere-za romana que de ningún modo podía sercompletamente odiosa, y en sus odios lo mismoque en sus amores no se quedaba nunca a me-dias.

-Tiene razón -dijo de súbito Monsalud arro-jando el arma-. Yo soy el que debe morir. ¡Na-varro, ahí tienes mi sable! Haz el gusto a Gena-ra.

Navarro recogió el sable y entregándolo a surival le habló así:

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-Te he dicho que te marches a tu campamen-to. Ni una palabra más. No gusto de conversa-ción.

En el mismo instante sonaron dentro de lacasa voces de alarma.

-¡A ese!, ¡al francés!... ¡al renegado! -gritabanvoces distintas.

Y viéronse luces y abriéronse puertas y apa-recieron algunos hombres y mujeres con palosy escopetas.

-¡Al pozo con él! -gritó uno.

-¡Ahorcarle!... venga la cuerda -gritó otro.

-Meterle en el horno -vociferó un tercero.

De las casas vecinas salieron algunas perso-nas más, y otros aparecieron por la calleja, detal modo y con tanta presteza que Monsalud se

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vio amenazado por una ruidosa caterva de per-sonas de todas clases.

-¡Muerte al francés! -gritaban.

Recobrando su ánimo se apercibió para de-fenderse.

La voz de Genara repitió a lo lejos con estri-dente aullido que parecía proceder de la gar-ganta de un ángel de exterminio, flotante en elnegro espacio sobre el lugar de la escena, lassiguientes palabras:

-¡Por traidor y embustero!

Hubiéralo pasado muy mal, perdiendo se-guramente la vida el pobre jurado, si su propiorival no le defendiese de aquella turba rabiosa,apartando a unos, haciendo callar a otros y re-partiendo a diestra y siniestra gran cantidad deporrazos.

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-Nosotros no asesinamos -gritó-. Dejen librea este pobre hombre que se va a su campamen-to.

Pero ya que no podían acabar con él, siguie-ron azuzándole con la soez valentía del núme-ro. Protector y protegido, sin dejar por eso deser encarnizados enemigos, caminaron largotrecho, abriéndose paso con dificultad. Graciasa la hora tardía y oscuridad de aquellos luga-res, no acudió más gente al alboroto, que siacudiera, mal lo habría pasado el del uniformefrancés a pesar de hallarse tan cerca sus amigos.Felizmente para Salvador, a medida que avan-zaban, disminuía la molesta chusma, hasta queal fin y después de andar largo trecho hacia unade las puertas de la villa, donde se distinguíanlas fogatas y se escuchaba el rumor de las fuer-zas acampadas, la ruin turba quedó reducida amedia docena de hombres. Navarro les aplaca-ba y despedía uno por uno, logrando al caboquedarse solo con la víctima. Más abrumaba a

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Monsalud la nobleza que demostrara en la refe-rida ocasión su enemigo que los insultos conque le vituperó poco antes.

-Estamos solos -dijo cuando llegaron a laplazoleta inmediata a la puerta que da paso alpuente del Zadorra-. Navarro, agradezco tugenerosidad. Quieres matarme en buena lid, yno has permitido que me asesinen esos bárba-ros. Solos estamos. ¿Es cierto que no traes ar-mas?

-Ya lo he dicho- replicó el otro.

-Lo creo; eres valiente y sé que no las ocul-tarías por cobardía. ¿Insistes en no batirte con-migo? No me he pasado a los franceses: antesde servirles, yo no había tomado las armas porninguna causa. Mi destino lo ha querido así;pero no estoy deshonrado. Mi desgracia, miabandono, mi pobreza lleváronme a las filas delenemigo, y la deshonra consistiría en abando-

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narlas durante el peligro... Ve, pues, en buscade tus armas; aquí te espero.

-No quiero -repuso Navarro, con sequedad-.Ya te he dicho que sigas tu camino.

Y luego con expresión de orgullo que Mon-salud no acertaba a explicarse, añadió:

-Soy guerrillero.

Dijo esto, como si dijera: «Soy Dios».

-Bien, ¿y qué más da que seas guerrillero?Eso prueba que eres valiente -repuso el otro conaflicción.

-¿Sabes lo que haré si te vuelvo a encontrarjunto a las tapias de la casa de Genara, o si lamiras, o si hablas de ella en público, siquieradigas solamente que la has conocido?

-¿Qué?

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-Cortarte las orejas... Conque adiós.

Dicho esto volvió la espalda y se alejó tran-quilamente, dejando a Salvador perplejo y du-doso entre aceptar aquel inopinado desenlacede la contienda o arremeter tras su enemigopara herirle. Una ira loca sucedió a las doloro-sas dudas, y siguiendo a Carlos gritó con todala fuerza de sus pulmones:

-¡Navarro, eres un cobarde!

El guerrillero volvió atrás y con provocativaflema le dijo:

-Como están cerca tus amigos; como se lesve desde aquí y podrían venir al menor ruido,te has vuelto tan bravo, que si te vieran los ga-tos de la vecindad, temblarían de miedo.

-Navarro -exclamó Monsalud con frenéticocoraje-, toma mi sable. Espérame un instante,un instante no más, mientas voy a que un ami-

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go me preste el suyo. Entonces me podrás decirlo que te acomode y yo morir o cerrarte parasiempre esa boca insolente.

-Salvador -gritó Navarro comenzando aperder la enfática serenidad que mostraba- nome provoques con tus ladridos... Te he perdo-nado y me insultas, te desprecio y me sigues.Tanto me buscarás, que al fin has de encon-trarme.

Con rápido movimiento se desembozó, de-jando en tierra la linterna.

-No tienes tú la culpa -dijo-, sino quien sa-biendo lo que eres, baja de noche a hablar con-tigo por la reja de la huerta. Genara no te co-nocía sin duda o la engañaste con torpes em-bustes e infames artes.

-Dime todo eso con una espada, con una pis-tola, con tu sangre, malvado -clamó Monsaludrugiendo de ira-, y te contestaré lo que mereces.

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-Pues sea -gritó Carlos, y en el mismo mo-mento oyose sonar el chasquido del resorte deuna navaja, cuya larga hoja brilló en la oscuri-dad.

-Yo también traigo la mía -exclamó con júbi-lo Monsalud, arrojando el sable-. Navarro, de-fiéndete.

Envolvían en el siniestro brazo el uno su ca-pote y el otro su capa, cuando se oyeron pisa-das y luego voces alegres que por un callejóncercano se acercaban.

-Son franceses -dijo Navarro, pateando confuria.

-¿Franceses? ¿Y qué importa? -exclamó Sal-vador-. Seguirán su camino. Adelante pues.

-Traidor -gritó el guerrillero-, me has traídoa donde están tus amigos.

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-Vamos adonde quieras, elige sitio -repuso eljurado apresurándose a partir.

Apenas dieron algunos pasos en la direcciónque indicara Navarro marchando delante,cuando se vieron detenidos por media docenade franceses, borrachos todos como cubas, loscuales reconociendo al punto a Monsalud, lerodearon, y con gritos y vociferaciones del peorgusto le saludaron.

-Dejadme, dejadme solo, amigos -dijo este.

-¿Quién es este bravo mozo? -gritó unfrancés dirigiéndose a Navarro.

-¡Ah! ¿tenéis pendencia?

-Echad mano al paisano y llevémosle alcuerpo de guardia -dijo un francés.

-Al que le toque -vociferó Monsalud res-guardando con su cuerpo el de su enemigo-, lemataré como a un perro.

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-¡Oh! ¡qué bríos! -gruñó otro francés.

-Vaya, basta de disputas -chilló un tercero-,y vénganse los dos a la taberna con nosotros.

-Tenemos que hacer en otra parte... Sigan us-tedes adelante...

-Están desafiados... Ved las navajas.

Ambos contendientes cerraron y guardaronlas armas.

-¿Desafío? -dijo uno que tenía la charreterade sargento-. Ahora mismo van a ir los dos alcuerpo de guardia. ¿Con que desafío? A fe deJean-Jean que no consiento tal cosa.

-¡A la taberna, a la taberna!

Apareció entonces otro grupo de francesesque se unió al primero.

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-Vamos, ven acá farsante -gritó Jean-Jeanasiendo a Monsalud por el brazo y tratando dellevárselo consigo.

-Señor espantajo -indicó un jurado amena-zando a Navarro-, o toca Vd. tablas ahora mis-mo, o le pondremos a la sombra.

Navarro callaba, sofocando su coraje; peroacariciaba la navaja, dispuesto a atravesar alprimero que osase ponerle la mano encima.

Salvador, desasiéndose con gran trabajo delos que entorpecían sus movimientos, se acercóa Navarro, y comprendiendo que la situaciónde este no era muy satisfactoria, dijo en vozalta:

-Señores, déjenme hablar dos palabras a so-las con este amigo, y después nos iremos juntosa la taberna.

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-Si me dan tiempo para ir a buscar a dos demis amigos, a dos nada más -le dijo Navarro envoz baja-, daré cuenta de ti y de esos borrachos.

-Carlos -repuso Monsalud-, ponte en salvo.Nada podemos hacer por esta noche. Estos ma-jaderos no nos dejarán solos.

Trémulo de coraje, el guerrillero no contestónada.

-Señala sitio y hora para mañana, para pasa-do mañana, para cuando quieras.

-El sitio y la hora en que nos volvamos a en-contrar -respondió Carlos echando fuego porlos negros ojos.

-El sitio y la hora en que nos volvamos a en-contrar -repitió Monsalud con febril resolución-. Por la noche y por Dios que la hizo juro queasí será.

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-Me voy -dijo Navarro con sarcasmo-. Tusamigos te han salvado esta noche... Ahora,cuando yo vuelva la espalda, azúzalos contramí.

Sin más palabras ni hechos, Navarro se in-ternó a buen paso por una oscura y solitariacalle, y como algunos de los franceses allí pre-sentes, quisieran ir tras él, púsose Monsaludentre ambas esquinas de la angosta vía y condeterminación firmísima dijo a sus camaradas:

-El que quiera seguirle tiene que pasar sobremi cuerpo.

-XII-Cuando Jean-Jean y comparsa se empeñaban

en llevar a Salvador a la taberna, este iba en talestado de sombrío estupor y excitación mentalque a las palabras de sus amigos, respondía tansólo:

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-¡Él guerrillero, yo francés!... ¡Yo francés, élguerrillero!... ¡Él blanco, yo negro!... ¡Él cielo, yotierra! ¡Si ese hombre fuera Dios, yo quisiera serel demonio!

A poco de entrar en la taberna, y antes quelograran hacerle tomar nada, escapose fuera yse dirigió a su casa en lastimoso estado moral yfísico, con la razón delirante, el cuerpo flojo ydesmayado como el de un beodo, hablandosordamente consigo mismo a veces, y a ratosprofiriendo gritos que alarmaban al vecindario.Cuando entró en su casa, hallábanse en ella, apesar de lo avanzado de la noche, doña Perpe-tua y el cura, acompañando ambos a doñaFermina. En el centro de la pieza había unamesa puesta con no poco aparato de vasos yplatos, desplegándose allí gallardamente todoel lujo de la casa como para una fiesta. Lasviandas que sobre ella estaban, habían dejandode humear, enfriadas ya por el largo plazo de

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espera, y las quijadas de la santa como las delcura se abrían bostezando de apetito y sueño.

-Hijo mío, ¡cuánto nos has hecho esperar!Son las once dadas -dijo doña Fermina,abrazándole-. Pero tú tienes algo, estás amarillocomo un muerto. ¿Qué dices ahí entre dientes?

-¡Guerrillero él! ¡francés yo! -murmuró Sal-vador dejándose caer en una silla.

-Espera, te ayudaré a que te quites el uni-forme -dijo la madre-. ¿Se han marchado ya losfranceses?

-Salvador -dijo en tono agrio el cura, obser-vando al sargento con severidad-. Un joven detus cualidades no debe estar en las tabernashasta hora tan avanzada.

Y como Monsalud no contestase a la adver-tencia, sino riendo a la manera que ríen los lo-

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cos, el presbítero añadió, levantándose de suasiento:

-¡Salvador, estás borracho! ¡Qué terribleshábitos se adquieren en el ejército!

-¡Y entre franceses! -añadió la beata-. El Reyles da buen ejemplo para que sean un modelode sobriedad.

-Ya se te pasará -dijo doña Fermina con ma-ternal benevolencia-. Hijo, ¿quieres dormir?

-Sí, dormir; quiero dormir -repuso con gozorecostándose en un arca.

-Toma primero un bocado, muchacho.

-Sí, tengo hambre -exclamó el jurado aba-lanzándose a la comida y engullendo des-cortésmente sin consideración a los demás con-vidados.

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Mas al instante apartó el plato con repug-nancia.

-No tengo gana -dijo entre dientes.

El cura se paseaba por la habitación agitadoy colérico.

-Los malos hábitos adquiridos no se olvidanen un día -afirmó doña Perpetua, echando alviento la voz por el registro más agridulce-.Esta mañana lo dije y ahora lo repito. Fermina,haz cuenta que no tienes hijo.

Doña Fermina rompió a llorar, y como inter-rogase cariñosamente al desgraciado jovenacerca de sus propósitos y de la enmienda quepor la mañana prometiera, este dijo:

-¡Guerrillero él, yo francés, francés toda lavida!

-Salvador -gritó el cura con enojo y fiereza-.Te creí traidor por inexperiencia, mas no vicio-

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so ni degradado... Esta mañana me causabaslástima, ahora me causas horror.

-El pobrecito no sabe lo que se dice, señorcura -añadió la atribulada madre-. Esos pícaroslo han llevado a la cantina, y... por fuerza le hanobligado a beber. Pero es un alma de Dios mihijo. Esta mañana nos prometió dejar parasiempre esas aborrecidas banderas, y lo hará,¿pues no lo ha de hacer...? ¿Te quedarás aquíesta noche? Suelta el uniforme y duerme.

Oyéronse entonces lejanos toques de clarín.Callaron todos sobrecogidos por el son guerre-ro que parecía venir del campamento francés yMonsalud escuchaba con aparente júbilo. Depronto levantose y gesticulando como un in-sensato, y con desesperados gritos, gritó de estamanera:

-¡Viva Napoleón! ¡Viva el amo del mundo!¡Viva Francia! ¡Mueran los guerrilleros!

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-Esto no se puede tolerar -exclamó el curabramando de ira y echando mano al respaldode la silla que más cerca tenía-. Traidor infamey deslenguado blasfemo, sal de aquí al momen-to.

-¿Qué has dicho, hijo? -balbució entre angus-tiosos sollozos doña Fermina temblando comoun niño-. Tú, tú, ¿pues no eres...?

-¡Afrancesado, francés hasta morir! -repusoel joven con enérgico brío-. ¡Francés hasta mo-rir!

-Señor cura, señor cura -dijo la madre contanto espanto como dolor-, ríñalo Vd.

-Buen caso hago yo de los curas -repuso Sal-vador mirando con desprecio al venerable Res-paldiza-. Son los corruptores del linaje humano,como dicen Jean-Jean y Plobertin, que presen-ciaron la revolución francesa.

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Doña Fermina ocultó el rostro entre las ma-nos.

-Señor cura guerrillero -añadió el joven coninsolente sarcasmo-, cuidado no le cojamos aVd. por esos trigos... En mi regimiento no haypiedad para los clérigos armados... ¡Se les coge,se les desnuda, se les ahorca!...

Doña Perpetua se levantó de su asiento co-mo una estatua que de súbito cobra vida paraaterrar a los hombres.

-¡Miren la embaucadora! -gritó Monsaludremedando de un modo grotesco los ademanesde la santa mujer-. Vendré a rescatar a mi ma-dre de las garras del demonio, para llevármelaa Francia.

La beata y el cura le señalaron la puerta sinproferir una palabra.

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-¡Guerrillero él, yo francés! -repitió el joven,no con palabras, sino con aullidos-. Madre,adiós, adiós... Escribiré desde Francia.

Tropezando, haciendo gestos amenazadoresy articulando gritos y bravatas poco inteligi-bles, pero horripilantes como la risa de los lo-cos, salió de la estancia y de la casa, mientrascura y beata auxiliaban a la infeliz madre, quehabía perdido el conocimiento.

-XIII-El buen orden de esta historia pide que aho-

ra dejemos a Monsalud para que vaya solo oacompañado a donde mejor le plazca y su tristedestino le lleve, y que volvamos los ojos y diri-jamos nuestros pasos hacia Carlos Navarro,quien por lo que hasta ahora de él vimos, pare-ce ha de ser personaje de historia y digno de serconocido más de cerca.

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Singular era este hombre, y más singularaún su padre D. Fernando Navarro, vulgar-mente conocido en la Puebla con el remoquetede D. Fernando Garrote, que de sus mayorespasó a él sin que se pueda saber por qué. Ase-guraban los ancianos de la villa, que siendotodos los Navarros, desde las generaciones másremotas, hombres muy fuertes, y a más de fuer-tes, algo pegones y amigos de dominar a losdébiles y de machacar sobre los humildes, de-bieron de recibir por estas cualidades el sobre-nombre citado, que les caía a maravilla. Losúltimos vástagos de esta dinastía garrotil, sonlos que presentaremos ahora, eligiendo paraello el momento en que, desocupada momentá-neamente la Puebla por los franceses, quiso D.Fernando poner en efecto su pensamiento de ira las partidas con Respaldiza, apretándole aello la falta que él pensaba hacía en el ejércitosu tardanza, según eran los agravios que pen-saba vengar, proezas que acometer, y cabezasque descalabrar.

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D. Fernando vivía desde algún tiempo enuna casa de campo hacia Peñacerrada, dondehabía puesto fin a sus viajes y correrías, porquelos achaques y dolores en la trabajada osamentaeran ya obstáculo a su fantasía siempre ardien-te y a su corazón valeroso. Triste y solitario yaburrido dejaba pasar sus días en la vasta vi-vienda, aun en lo más crudo de la guerra, hastaque por capricho o voluntariedad impropia yade sus años, resolvió variar de conducta. Parahacer los preparativos de marcha, trasladose el18 de Junio a la Puebla, donde tenía la casa so-lar, residencia habitual de su juventud y edadmadura hasta los últimos años. Allí vivía deordinario su hijo, y un pariente pobre que leadministraba el mayorazgo, consistente en tie-rras de pan, algunas viñas y mucho monte en eltérmino de Treviño.

Allí le tenemos, allí está nuestro gran donFernando en una sala baja, sentado en anchosillón de vaqueta con las piernas extendidas

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sobre un banquillo. Ocúpase en limpiar la hojade una luenga espada de taza, hoja toledana ygrandes gavilanes retorcidos. Frente a él, acu-rrucada en una silla baja está la que ya conoce-mos, incomparable y seráfica doña Perpetua,observando con atención prolija al insignevarón.

Era D. Fernando Navarro, o si se quiere donFernando Garrote un hombre de más de sesen-ta años, de elevada estatura y bien proporcio-nadas carnes, ni gordo ni flaco, arrogante a pe-sar de su avanzada edad, de frente despejada,ojos vivos, los brazos y las piernas vigorosas,aunque ya nada listos a causa del mucho can-sancio, ancha la espalda, curva y airosa la nariz,blancas y pobladas las cejas, así como el cabello,la piel rugosa y con largos bigotes retorcidosentrecanos, que eran singular adorno de sufisonomía en aquellos tiempos en que todo elmundo se rapaba el rostro. Tenía este hombrela apariencia de un veterano de los antiguos

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tercios, héroe de las batallas de San Quintín yde las Gravelinas, conquistador de mediomundo y saqueador del otro medio desde Ro-ma hasta Maestrich. Uníase a su belleza varonily majestuosa cierta expresioncilla insolente y deperdona-vidas, y parecía satisfecho de la supe-rioridad que Dios le había dado sobre el restode los mortales. Observando su vanagloriosoademán y porte guerrero, viéndole tan conven-cido de que la humanidad existía para que élprobara sobre ella la fuerza de sus puños, secomprendía bien el apodo de Garrote que reci-biera del vulgo. Lleváronlo sin ofenderse susantepasados, que también fueron tremebundos,y el D. Fernando respondía al mote y a vecesfirmaba con él.

Durante su juventud Navarro había gue-rreado bastantes años, primero en la campañacontra Portugal hacia 1762, después en el blo-queo de Gibraltar en 1779, y aún se asegura quepor dar desahogo a su grande afición militar

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tuvo sus amagos y vislumbres de bandoleris-mo, en tiempo de paz, lo cual es muy propio deespañoles; pero esto debe acogerse con pruden-te desconfianza, y la honra de tan insigne varónnos obliga a no asegurar de un modo terminan-te lo del latrocinio, consignándolo tan sólo co-mo un simple rumor.

Lo que sí no deja duda, por constar en papelsellado dentro de los mismos archivos de laaudiencia de Pamplona, es que el gran Navarroentretuvo sus ocios y dio alimento a su arreba-tada actividad y ardiente fantasía, introducien-do por los Alduides tejidos de hilo y algodón,en lo que según su entender no se ofendía aDios, siendo claro como el agua que ni en elDecálogo, ni en el Nuevo Testamento, ni enningún catecismo se dice nada contra el contra-bando. Hacía esto nuestro adalid más que porpropio lucro, por ayudar a los amigos, por fa-vorecer a unos cuantos pobrecitos que vivíande ello, por armar camorra con los empleados

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del fisco y por dar palos. Esto era para Garrotefuente de delicias físicas y morales sin término.

Al llegar aquí, y cuando después de enume-rar casi todas las cualidades de hombre taneminente, me encuentro enfrente de la más im-portante, no puedo menos de alzar los ojos alcielo, cruzar las manos y decir: «¡Bendito seaDios, que en una sola pieza puso tantas y tanadmirables prendas del alma y del cuerpo!».Ello era que D. Fernando Navarro, luego queheredó el mayorazguillo, y además algunospingües dineros que le dejaron dos tíos suyosvenidos de las Indias, retirose a la Puebla y allíse hizo un D. Juan Tenorio. Su arrogante figura,su garbo para vestir y su mucho gracejo parahablar, su gran experiencia del mundo y diestrahabilidad para engañar, proporcionáronle ade-lantamientos fabulosos en la carrera.

Siendo al mismo tiempo muy liberal y dadi-voso, así de dinero como de palos, encontrabaabiertos casi todos los caminos, y bien pronto

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todo el condado de Treviño, toda Álava y aunparte de la Rioja, llenáronse de víctimas en dis-tintas edades y estados. Algunos disgustos ex-perimentó en diversas ocasiones; mas como eraGarrote la persona más poderosa en la villa, ycasi casi en la comarca, como tenía la llave do-rada, y aun se habló de que iba a recibir la mer-ced de un título de Castilla, todo se quedó enpalabras y en dos o tres porrazos. Un frailefrancisco quiso con amonestaciones convertirle,librando de azote tan fiero a los habitantes de labaja Álava y Rioja alavesa, mas por una singu-laridad digna de ser mencionada en la historia,los villanos todos, especialmente los máshumildes se pusieron de parte de D. Fernando,hasta que el bendito fraile se cansó, y resolvióque lo mejor era rezar por las agraviadas.

Lo que no puede pasarse en silencio, es quehacia el fin de su carrera D. Fernando se casó,animándole a ello su propio interés y el de unafamilia de Navarra que con la suya estaba ge-

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nealógicamente entroncada. Antes, mucho an-tes del matrimonio, había nacido un varón, quefue reconocido con solemnidad. Sacó Carlitos,con el cariz y la figura de su padre, muchas delas prendas de su alma, y singularmente el va-lor y la generosidad, y creció el niño en la hol-ganza, dedicándose a ejercicios de fuerza, condescuido de la inteligencia, aunque la teníaprivilegiada. No mostró como el progenitor,afición al galanteo frívolo, y durante algunosaños huía de las faldas como del demonio: tan-to que creyeron iba derechito por el camino dela iglesia, mas de pronto resultó muy apasiona-do y tierno, y verificose radical transformaciónen sus hábitos, y más que todo en su pensa-miento. En el transcurso de esta fiel historiairán saliendo muchas cosas que ahora no con-viene anticipar, y que completarán el conoci-miento de este benemérito joven, primero moji-gato, guerrillero después, y adornado siemprede estupendas cualidades.

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Ahora lo que importa referir, es que en 1812tomó el gusto Carlitos a las partidas, ena-morándose de tal modo de aquella errante, glo-riosa y popular vida, que a vuelta de pocosmeses era uno de los más bravos e inteligentessoldados del bravísimo Longa, siendo tantassus hazañas que en la Puebla de Arganzón go-zaba de más fama que en Macedonia el GrandeAlejandro. No está de más decir, que entre lascausas que determinaron a D. Fernando a me-ter su cucharada en el negocio de la guerra, nofue la menor cierta comenzoncilla, o por poner-lo más claro, cierta envidia del gran renombrede su hijo, y tenía la certidumbre de que consólo echarse al campo eclipsaría con un soloarranque las proezas de todos los fusileros deLonga, Mina y Pastor.

Conocidas así las personas, refiramos ahoralo que hablaron doña Perpetua y el Sr. Garrote,mientras este, esperando a su hijo, al cura Res-paldiza y demás personas que debían acompa-

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ñarle, se ocupaba en limpiar el moho a variostrebejos, resto de su alborotada mocedad.

-Reflexione Vd., Sr. Garrote -dijo la vieja,apoyando las manos en el palo y la barba en lasmanos-, sobre lo que tantas veces le he dicho yahora le repito. Un hombre lleno de pecados,que ha sido el escándalo de un siglo y el Sa-tanás de esta honrada villa, debe ocuparse enarreglar sus largas cuentas con Dios para nopresentarse a él desprevenido, con el libro delas deudas de su conciencia tan embrollado ylleno de borrones.

-Cuando vuelva de la guerra, viejecita-repuso D. Fernando cariñosamente y con cier-to respeto-, te prometo reconciliarme y poner elmayor arreglo en mi libro.

-¡De la guerra! -exclamó la vieja moviendo lacabeza- ¡y quién sabe si esos pobres huesosmolidos volverán como salen! ¡Semejante esta-fermo no puede mantenerse sobre el caballo, y

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habla de matar franceses y de ganar batallas!¡Alabado sea el Señor! ¿No vale más que el Sr.Garrote se esté quietecito en su casa? Yo levendré a hacer compañía, y nos regocijaremoshablando de los benditos tiempos pasados y dela ruindad de los presentes, así como de la su-pina perversidad de los que han de venir, tra-yendo seguramente el fin y ruina total delmundo.

-Viejecita -repuso D. Fernando-, en sesentaaños que he vivido no he sentido gusto seme-jante al que ahora llena mi alma por la empresaque voy a acometer... Ya, ya verán una manopesada para el sable... Seguramente los france-ses tienen ya noticia de que me preparo...

-Si se preparara Vd. para una buena, larga ydevota confesión que fuera una limpia generalde su alma, mejor sería... -dijo la santa mujer.

-Hay muchos medios de limpiar el alma ydejarla como un espejo -afirmó triunfante Ga-

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rrote, esgrimiendo la espada y dando dos o trestajos en el aire-, muchas maneras, y de estohablan los Santos Padres, según creo, madrita;y si no hablan es porque se les quedó en el tin-tero.

-No conozco más medio que el arrepenti-miento.

-Verdad es que yo he pecado bastante -dijoel héroe-; pero ha sido sin mala intención. Re-conozco que he ofendido a Dios; pero si des-pués de la ofensa, le sirvo, ¿el servicio no quitala ofensa?

La mujer del siglo miró con estupor al an-ciano, sin contestarle.

-Yo pequé -continuó este-, pero he aquí quela gran contienda entre Dios y el demonio esllevada a los campos de batalla; he aquí que yo,hombre un poco ligero de cascos, pero cristianoviejo y con una fe como un templo, saco la es-

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pada y digo: «Señor, si mucho te ofendí, ahorate consagro mi vida y voy a morir en defensade tu Iglesia o a matar a todos tus enemigos».Este acto, señora doña Perpetua, esta abnega-ción mía por la causa de Dios, ¿no bastan alimpiarme, cual si echaran mi alma en lejía?

-Según y cómo -respondió la anciana, confu-sa ante un problema nuevo para ella, cuya so-lución no podía dar en definitiva-. Ejemploshay de guerreros insignes que han ido a ocuparlugar preferente en el Cielo, sólo por una buenabatallita ganada contra herejes; pero no se diceque tuvieran muchos pecados, ni que estuvie-sen impenitentes.

-¿Y qué más penitencia que la muerte en de-fensa de Cristo? -exclamó el guerrero sintién-dose con más fuerza que su antagonista-. ¡Mo-rir, derramar uno su sangre por una causa, poruna idea, por la religión, por Dios...!

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-¡Oh! sí, es verdad, sí, sí -dijo la vieja abru-mada por esta lógica.

-¿Nuestro Señor Jesucristo no nos dio elejemplo? ¿No redimió a todo el género huma-no, y muriendo nos limpió la gran mancha ori-ginal, sin dejar rastro de ella?

Al decir esto, el Sr. Garrote frotaba con ver-dadero frenesí la hoja de acero, como si laherrumbre que tenía fuera la de su propia alma,y aquel orín el inveterado orín de su propiaconciencia.

-Es verdad -gruñó la vieja-. Vaya el señor D.Fernando a la guerra, si bien no estaría de másuna confesión general y algún acto de repara-ción para tranquilizar el alma de quien yo mesé, de un ángel de Dios, Sr. D. Fernando...

La beata fijó en Garrote sus penetrantes ojosnegros, y Navarro frunció ligeramente el ceño,demostrando que aquel tratado de los ángeles

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de Dios no era muy de su agrado. Pero la santamujer, hecha de muy antiguo a reprender sinrebozo las faltas ajenas y a sentenciar en mate-ria de pecados con tanto aplomo como el Papadesde la silla del Pescador, no hizo caso delavinagrado gesto de D. Fernando, y dijo:

-Sr. Lucifer, de todas las excelentes mucha-chas que Vd. perdió para siempre, una solaexiste en la Puebla de Arganzón; mas tan que-brantada por los disgustos y la vergüenza de sudesgracia, que es difícil conocer en su abatido yya viejo rostro a la hermosa hija de don Pablo elRiojano.

-Bueno, bueno -dijo Garrote frotando conmás fuerza-: ¿y qué tengo yo que ver con esamujer?

-¡Conciencia empedernida! ¡Hombre sin en-trañas! ¿No la perdió Vd. para siempre? EnPipaón hace veintidós años todo el mundo sab-ía que D. Fernando Garrote tenía amores con la

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niña del Riojano y se corrió la voz de que seiban a casar. Desde entonces ha pasado muchotiempo. Vino doña Fermina a la Puebla hacedos años traída por su mezquina herencia, y elenfadoso pleito que la dejara sin camisa queponerse. Pocos la tratan aquí, y en cuanto a sustristes antecedentes, sólo yo, por confidenciaque me ha hecho correspondiendo a mis cris-tianos consejos, sé que esta venerable y modes-ta mujer es la doncella engañada hace más deveinte años en Pipaón, y que SalvadorcilloMonsalud es de la propia carne, de la mismasangre y de los mismísimos huesos de este te-nebrario que tengo delante.

-¡Cuánto sabe la madre! -dijo D. Fernando,frotando el arma hasta desollarse los dedos-.Supe que Ferminilla había venido a la Pueblahace dos años trayendo consigo a un muchachorevoltoso; pero como casi todo el tiempo vivoen Peñacerrada, a ninguno de ellos he visto... ya la verdad, no son muchas las ganas...

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-Pues yo la veo todos los días. Yo la acom-paño y consuelo de la amarga tristeza que aúnhoy sus desdichas y su atroz pecado le causan.Cuando llegó aquí, picome la curiosidad. Vién-dola tan piadosa, tan santa y ejemplar, pues esmujer que no sale de su casa más que para ir ala iglesia, solicité su amistad; conocí que era unalma abatida y que necesitaba de mí. ¿Quéhabría sido de ella sin mis consejos? Se los di,pues; mi conversación le agradó en extremo, yabriome su corazón confiándome todo y espe-cialmente la tristeza de su desgracia, cuyo autorfue este señoritico precioso.

-Bien: ¿y qué? -dijo Navarro esforzándose enaparecer risueño, y dejando a un lado la espadaque estaba más limpia que alma de bienaventu-rado-. Yo, la verdad, lo hice sin mala intención.

-¡Sin mala intención! -exclamó la beata conenojado semblante-. Sin mala intención dicenque se rebeló Luzbel contra Dios. Esa buenamujer es la criatura más desgraciada que existe

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en el mundo, y aunque seguramente Dios la haperdonado por su grande arrepentimiento ycontinuo llorar, ella jamás se consuela, y ahoracon la reciente desgracia del hijo que idolatra-ba, parece que va a entregar su alma al Señor.

-Pues qué, ¿ha muerto su hijo? -preguntóGarrote con vivo interés.

-Se ha pasado a los franceses, lo cual es peorque morir. Se ha pasado a los franceses, que escomo morir el alma y seguir viviendo el cuerpopara afrenta de la familia y de la nación... Ano-che mismo...

-¡Y dices que es hijo mío! -exclamó don Fer-nando con rabia, dando fuerte patada en el sue-lo-. No, madrita: ese muchacho no tiene misangre... Es mentira, ¡viven los cielos!

Iba a seguir protestando, cuando le inte-rrumpió de súbito la presencia de su hijo Car-los, que acababa de entrar.

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-XIV-Carlitos era bastante parecido a su padre,

salvo algunas diferencias; se le asemejaba en latez morena, en los cabellos asimismo negros, enla arrogancia del cuerpo y talle y en cierta ex-presión de nobleza que en toda su persona ga-llardamente se mostraba. Diferenciábase en laestructura de las cejas que en el mozo eran jun-tas, y en la seriedad invariable y algo torva quetenía en los grandes ojos. Con respeto adelanto-se el joven hacia su padre, cuya mano besó,repitiendo la misma señal de veneración y cor-tesía en las arrugadas extremidades de la vieja.D. Fernando contemplaba a su hijo con el arro-bamiento de un artista satisfecho y enfatuadoante la belleza de su obra maestra.

-¿Nos vamos ya? -le preguntó.

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-Dentro de una hora -repuso el joven-. Difíciles que nos unamos a la partida de Longa queestá en Munguía con los ingleses; pero nos uni-remos a los que están hacia Miranda con el ge-neral Morillo. Para no tropezar con los france-ses daremos la vuelta por Uralde y Burgueta,tomando el camino real en Armiñón. No haynada que temer por ese lado.

D. Fernando se levantó para desperezarse, locual hizo como un león viejo, no sin que crujie-ran sus choquezuelas y sus articulaciones to-das. Después dio algunos pasos por la habita-ción como para probar la elasticidad de susmiembros.

-Esta máquina sirve todavía -dijo.

Y luego dio fuertes voces llamando a suscriados.

-¡El caballo!... ¡ensillar el caballo!

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Doña Perpetua, firme siempre en la perpe-tuidad de su desaprobación, movía la cabeza enseñal de duda respecto a la eficacia de aquellamáquina para hacer algo de provecho, y si nocon la boca, con los ojos reprendió a don Fer-nando por su atrevida aventura.

Al punto comenzó Garrote su atavío mar-cial, sepultando sus pies en antiguas botas decuero fino. Forrose después en un chaleco grue-so y se fajó con una interminable banda de sedaque le dio muchas vueltas en torno a la cintura,y sobre esto se puso un uniforme blanco de losantiguos regimientos distinguidos, el cual aun-que viejo y fuera de moda, estaba servible. Lacabeza la adornó con un deforme sombreroprocedente de las campañas del décimo octavosiglo y que recordaba al general O'Reilly. Apesar de la notoria ancianidad de dichas pren-das, tal era la histórica figura del insigne Nava-rro, que con ellas no resultaba ridículo.

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Al vestirse parecía que se remozaba; laalegría brillaba en sus ojos; decía mil bufonadasgraciosas, y con fatuidad chispeante se presen-taba a sí mismo como modelo de apuestos mili-tares, deprimiendo a la afeminada juventud deldía. En mitad de esta escena entró el cura hechoun arsenal ambulante, según venía de armadoy municionado, y celebró con palmadas y víto-res los preparativos de su amigo, mostrando lossuyos y volviéndose de todos lados para que levieran.

-¡A matar franceses! -gritó el presbítero-. ¡Amatar franceses y afrancesados, para gloria dela nación y triunfo de la fe!

-Señores -dijo Garrote con hueca voz y unpoco del tonillo pedantesco de los oradoresmodernos-, toda mi vida la he consagrado alservicio del Rey, de la patria, de la religión...

La beata frunciendo el ceño, miró a don Fer-nando con expresión de burla.

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-No, de la religión no -añadió Navarro conmodestia- quiero decir que no he prestado a lareligión servicios directos; pero siempre he sidopiadoso, buen cristiano y temeroso de Dios...Alguno que otro pecadillo que anda suelto porahí no es para darse de cabezadas, ¿no es ver-dad, señor cura?

-Sí hombre, sí -exclamó el padre de almascon risa campechana-. Contra una juventudalgo ligera viene una vejez heroica en serviciode Dios.

¡En servicio de Dios! A eso iba -prosiguióGarrote acompañando sus palabras con unaenérgica acción del dedo índice-. Quería decirque siempre fui ferviente cristiano y una vezreventé a palos a dos contrabandistas porquehablaron mal de la santidad de Pío VI. Señores,en mis campañas gloriosas, o por mejor decir,en toda mi vida, he tenido por norte la honradel Rey, la honra de la nación y sobre todos los

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nortes y sures, el norte de la religión que es miguía, mi faro, mi luz del cielo.

-Si este D. Fernando no hace ahora un par deheroicidades estupendas que dejen atrás la an-tigüedad de Aníbales y Césares -exclamó conentusiasmo el cura-, me dejo quitar el hábitoque visto y las licencias del sagrado orden quepractico.

-Pues bien, señores -siguió el héroe-, ¿a quéhan venido aquí los franceses? A quitarnosnuestro Rey, a quitarnos nuestra patria y a qui-tarnos, ¡oh crimen nefando! nuestra santa reli-gión. Ved a España entera cómo se levanta encontra de esa canalla y en pro de tan caros obje-tos. Ved a España, vedme a mí, que un pocotarde, pero a tiempo todavía, me decido a echaruna cana al aire.

-¡Una cana al aire! -repitió doña Perpetuarascándose-. Si D. Fernando no las deja todasen el campo de batalla, será milagro del Cielo.

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-Hay un mal grave, señores, un mal terrible,al cual es preciso combatir -continuó Garrotesin hacer caso de la vieja-. ¿Qué mal es este?Que los franceses han traído acá la idea decambiar nuestras costumbres, de echar por tie-rra todas las prácticas del gobierno de estosreinos, de mudar nuestra vida, haciéndonos atodos franceses, descreídos, afeminados, badu-laques, tontos de capirote y eunucos. ¿Y qué hasucedido? que mientras la mayor parte de losespañoles se echaban al campo para extirpartoda la maleza galaica y sahumarcon el vaporde la guerra el país infestado de franceses, unospocos de los nuestros han admitido aquellamudanza. ¡Abominables tiempos, señores! Vedcómo hay en Madrid una casta de miserablessabandijos a quien llaman afrancesados, queson los que visten a la francesa, comen a lafrancesa y piensan a la francesa. Para ellos nohay España, y todos los que guerreamos por lapatria somos necios y locos. Pero todavía existeuna canalla peor que la canalla afrancesada,

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pues éstos al menos son malvados descubiertosy los otros hipócritas infames. ¿Sabéis a quiénme refiero? pues os lo diré. Hablo de los que enCádiz han hecho lo que llaman la Constitucióny los que no se ocupan sino de nuevas leyes ynuevos principios y otras gansadas de que yome reiría, si no viera que este torrente constitu-cional trae mucha agua turbia y hace espantosoruido, por arrastrar en su seno piedras y cadá-veres y fango. ¿Queréis pruebas? Pues oídlas.Estos hombres se fingen muy patriotas y apa-rentan odiar al francés, pero en realidad leaman. ¡Ah! Pasad la vista por sus abominablesgacetas. ¿Las habéis leído? Decís que no. Puesyo las he leído y sé que respiran odio a los pa-triotas, al Rey y a la sacrosanta religión. Son losdiscípulos de Voltaire, que van por el mundopredicando la nueva de Satanás.

El cura al oír esto sintió que las lagrimas seagolpaban a sus ojos. Eran lágrimas de admira-ción. Estaba pálido, mas no de envidia, aunque

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reconocía que él jamás había dicho en sus ser-mones cosas tan bellas.

-Pues bien, señores -añadió Navarro-, hoyvoy a combatir contra los franceses y mañanacontra los afrancesados que son peores, y des-pués contra los llamados liberales que sonpésimos; y si yo no pudiere o si Dios se sirvellamarme a sí sobre el campo de batalla, aquíestá mi hijo, a quien entregaré mi espada y queya tiene mi espíritu.

-Dios que vela por España -dijo el cura conacento solemne-, nos conservará a nuestro buenamigo y volveremos todos cubiertos de laure-les.

-Los laureles -dijo la beata- no caen mal so-bre una frente serena que puede alzarse ante eltribunal de Dios sin los rubores del pecado. Sr.D. Fernando, ponga sus cinco sentidos en loque le he dicho, y no entregue su cuerpo alplomo enemigo sin descargar su alma del peso

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de tantas y tan negras culpas. El cuerpo quesirve de vaso a un alma limpia es respetado porla muerte; no así el que es saco de inmundicias.No hay contra el plomo y las bayonetas mejorcoraza que una buena y general confesión.

-Viejecita -repuso D. Fernando sonriendo-,como el cura va conmigo a la guerra, echare-mos un párrafo por esos caminos y entre batallay batalla me iré descargando de todos mis pe-cados y él absolviéndome, todo esto al compásde nuestras caballerías.

-Cabal, cabal -exclamó el presbítero-. Pormucha que sea la faena, no falta un ratito parameter la mano en la conciencia y sacar algunospuñados de maleza.

-Y para los soldados, voto al chápiro -dijo D.Fernando golpeando el suelo con la contera dela espada-, ha de haber un poquito de mangaancha. Ya se ve: siempre en campaña al sol y alfrío, comiendo poco y bebiendo menos, sin otro

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regalo que mil trabajos, y teniendo por cama elsuelo, por descanso la fatiga, por almuerzo lapólvora y por cena la metralla... ¡Oh! los que asívivimos no podemos ser mirados como los de-más, ¿no es verdad, señor cura?

-Verdad, verdad... ¡Con que en marcha!...¿No se te olvida nada Respaldiza? -dijo el curapreguntándose a sí mismo y tentándose elcuerpo-. No, nada se te olvida, curita... lapólvora, las balas, el frasquito de aguardiente,las lonjas de jamón... el chocolate crudo... eltabaco...

A todas estas iba llegando gente, amigos delinsigne Garrote.

Llegó la hora de la partida y los expedicio-narios oprimían los lomos de sus respectivascaballerías. La salida de la casa fue una verda-dera ovación. D. Fernando, seguido de su hijo,del cura y de los demás guerrilleros, rompiópor entre la multitud que le vitoreaba aclamán-

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dole padre de la patria y héroe de la Puebla. Enaquel instante nadie se acordaba de las fechor-ías de D. Fernando Garrote, que había sidosiempre popular, muy popular, lo mismo porsus generosidades que por sus atrevimientos.En España los audaces de buena cepa, aunquesean bandidos o Tenorios, son siempre queri-dos y admirados del pueblo, que lo perdonatodo, a excepción de la cobardía y la avaricia.

Luego que se encontró fuera de la villa y enpleno campo la pequeña partida, compuesta deuna docena de hombres, Carlos, indicando ladirección de Treviño, que debían tomar por lasmontañas, se puso a vanguardia con otro ami-go, para explorar el camino y ver si se distingu-ían fuerzas francesas. En tanto D. Fernando y elcura, quedándose solos atrás emparejaron suscabalgaduras, que perezosamente iban al paso,y entablaron el curiosísimo diálogo, que se veráa continuación.

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-XV--Señor cura -dijo Garrote-, ahora que nos en-

contramos solos, quiero que conversemos unpoco sobre un asunto que me está escociendopor dentro.

-Ya le entiendo a Vd. amigo mío, Vd. es deparecer que en vez de unirnos a la partida deLonga, marchemos solos al encuentro de losfranceses.

-No es nada de eso, Sr. D. Aparicio, lo queme preocupa.

-Ese fusil que lleva Vd. -añadió el cura-, esun arma de príncipes; en cambio esa espada nosirve sino para degollar palominos. Por el con-trario, mi sable vale un imperio, y esta escopetano lo es más que en el nombre. Hagamos, pues,un cambalache: darele a usted el sable, pues laprincipal habilidad de Vd. consiste en el tajo,

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mientras que siendo mi fuerte la puntería, co-geré por lo tanto su fusil.

-No es eso tampoco lo que tenía que hablar.

-Usted tiene muy cansada la vista y no pue-de hacer la puntería.

-Que no es eso -repitió Garrote con enfado.

-¿Pues qué, hombre de Dios?

-Un caso de conciencia.

-¿Esas tenemos? -dijo el cura riendo-. Estamañana estuve una hora en el confesonario sinque nadie se me acercara, y ahora que monto acaballo...

-No pierde el sacerdote el Sacramento por ira horcajadas.

-Jamás he visto que el ilustre Garrote se con-fesara; ¿y ahora que va a la guerra le entran

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esos escrúpulos? ¿Hay algún pecado nuevo?Pero no sé por qué recuerdo ahora... Esa maldi-ta Perpetua...

No, los antiguos. Por lo mismo que voy a laguerra, siento un vivo deseo de reconciliarmecon Dios... Aunque hombres como yo no mue-ren a dos tirones, quién sabe si por artes delenemigo me cogerá una bala...

-Y adiós alma... Nada, nada -dijo el cura-,aun los hombres más bravos deben venir a es-tas fiestas con el alma preparada... Aquí dondeVd. me ve, voy como un angelito de Dios... Mepodrían enterrar con corona de rosas como alos niños.

-Vamos a ver. Si los pecados se perdonancon el arrepentimiento y la penitencia, los míosya los puedo dar por idos. Estoy arrepentido delos males que he causado, y ahora que soy viejoy nada puedo, he caído en la cuenta de que hicemal, muy mal. En cuanto a la penitencia, ¿no es

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suficiente esta que yo mismo me impongo dedejar la tranquilidad y bienestar que disfrutabaen mi casa de Peñacerrada, para echarme alcampo en busca de las privaciones, de las ham-bres, de las heridas, de los fríos, de los calores yquizás quizás de la muerte? Y todo esto no poruna causa cualquiera, sino por la causa de Dios,de la religión y su santa Iglesia primero, y delRey y de España después.

-Mi parecer es -dijo el cura sonriendo y ten-tando de nuevo sus bolsillos y la alforja paraver si se le olvidaba algo-, que con lo hecho porVd., con su arrepentimiento primero y el sacri-ficio de su bienestar después, hay para irse de-recho al cielo.

D. Fernando respiró con desahogo, y muyvivamente añadió:

-Si ofendí a Dios con mis calaveradas, ahorale sirvo con mi heroísmo: ¿no es verdad? Váya-se lo uno por lo otro. Jamás cometí acción nin-

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guna indigna de un caballero... pues... ya meentiende Vd... porque hay pecados de pecados.

-Es evidente... Pero si el arrepentimiento y lapenitencia limpian el alma, no está de más unpoco de palique con el cura...

-Ya, la confesión.

-La humillación del alma ante Dios, y aque-llo de reconocer verbalmente sus faltas y aver-gonzarse de ellas delante del sacerdote...

-Por hablar no quedará -dijo Garrote-, peroes lástima que esto no lo hiciéramos despacitoen el pueblo en vez de hacerlo a caballo porestos andurriales.

El cura rompió a reír.

-¡Qué singulares cosas tiene D. FernandoGarrote! -exclamó avivando el paso de la cabal-gadura-. Esta noche cuando lleguemos a cual-quier mesón... ¿Pero está Vd. triste, señor Na-

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varro; a qué viene tanto mirar al suelo y esegesto de ajusticiado?

-Amigo D. Aparicio -repuso el guerrero-, nopuedo apartar de mi pensamiento la idea deque me coja una bala.

-Los bravos no mueren...

-Si el caso llega -añadió el guerrillero muypreocupado y entristecido- no moriré sin decirantes a voz en grito ante Dios y los hombresque siempre fuí católico, apostólico, romano ydefensor de la santa Iglesia, cuyos dogmas creodesde el primero hasta el último.

-Bien, eso es lo principal... Ahora señor Ga-rrote, déme Vd. su fusil -dijo el cura con viví-simo interés, mirando a un punto lejano haciala izquierda-. ¿No le parece que se distinguepor allí el morrión de un francés?

-No puede ser, hombre.

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-Será algún rezagado. Anoche pasó por aquíel ejército enemigo.

-Pues como iba diciendo -prosiguió Garroteensimismado y algo sombrío-, toda mi vida hesido católico, apostólico, romano... Jamás herobado a nadie el valor de un real. No he levan-tado falsos testimonios, y si dije alguna mentiri-lla leve, fue sin hacer daño a nadie, o por galan-teo, pues... cosas de mujeres. Si he jurado enfalso ha sido en asunto de amores. Honré a mispadres mientras vivieron; no he matado a na-die, ni...

-Ni deseado la mujer ajena -dijo el cura inte-rrumpiéndole con risas.

-¡Alto, alto! que ahí está el busilis -gritó D.Fernando.

-¿Qué, qué es lo que está? -dijo Respaldizamirando con zozobra a un lado y otro.

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-Nada, hombre, no hay que asustarse, loprincipal de mis pecados, digo...

-Creí que había divisado Vd. algún destaca-mento enemigo. Pero ¿por dónde vamos, amigoGarrote?

-Vamos bien; adelante -dijo Navarro, tansólo preocupado de su conciencia.

Iban por un terreno bastante solitario ycompuesto de cerros que se sucedían unos aotros, elevándose cada vez más. De trecho entrecho, hallábanse pequeñas llanadas.

-Ya se sabe qué clase de pecados son losmíos -continuó Garrote sin poder apartar elpensamiento de aquella idea-. No son en ver-dad de los que más afean al hombre; y en elmundo vemos que mientras se niega el agua yel fuego al asesino, al galanteador no sólo no sele niega nada, sino que todo el mundo le admi-

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ra, le señala, y con su amistad se honran tontosy discretos, buenos y malos.

-Así es en efecto -dijo Respaldiza-, lo cual noquita que el galantear sea pecado, porque es eldesenfreno del más feo y torpe vicio, y con él seinjuria a la familia, al mundo y a Dios.

-Por más que me diga el señor cura, no pue-do creer que el galanteo sea vicio tan inmundocomo el robar, el calumniar y blasfemar. Alhacer cocos a una doncella o mujer casada, pa-rece como que se tributa cierto holocausto alSeñor por las maravillas que puso en el alma yen el cuerpo. El espíritu pone de manifiesto loque encierra de más noble, y la materia...

-Tate, tate, Sr. D. Fernando -dijo entre risasRespaldiza-. Al querer confesarse está ustedhaciendo la apología de sus pecados, y revis-tiéndolos con las mentirosas formas de unafantasía voluptuosa. Es una singularísima ma-

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nera e arrepentirse... Vaya un polvito -añadiósacando la tabaquera.

-No, no, ya estoy arrepentido, Sr. D. Apari-cio. Ya estoy arrepentido de todo -afirmó Ga-rrote con decisión-. No sirvo ya para maldita lacosa. ¡Quién me había de decir en aquellostiempos, cuando todo el mundo me parecíapequeño para mis aventuras, que se me habíade acabar la vigorosa energía...!

-Punto, punto final, amigo mío -dijo el curamirando a la izquierda.

-Iba a decir que ahora aborrezco todo aque-llo, y que lo deploro... Pero me pasa una cosasingular, amigo, y es que me arrepiento, perono estoy tranquilo. El corazón me baila en elpecho, y siento en mí no sé qué comezón y zo-zobra.

El bravo cura se irguió de repente alzándosesobre los estribos, y gritó con ansiedad:

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-Sr. D. Fernando, el fusil, venga el fusil, ¡portodos los santos!

-¿Qué hay? ¿Viene algún destacamentofrancés? -preguntó el guerrero mirando almismo punto hacia el cual se dirigían los atóni-tos ojos del presbítero.

-¡Un morrión! Por allí va el morrión de unfrancés.

-¿El morrión solo?

-Bajo el morrión ha de ir una cabeza, y bajola cabeza un cuerpo, sólo que va por aquel ca-mino hondo y no se ve más que el cimborrio...Ese fusil, Sr. D. Fernando ¡por amor de Dios!

-Ya, ya lo veo -dijo Garrote, poniéndose lapalma de la mano sobre los ojos en forma devisera-. Pero es un hombre solo, un pobre sol-dado rezagado, quizás un prisionero fugitivo.¿Qué hacemos?

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-¡Bonita pregunta! Matarle. Un enemigo me-nos tendrá España.

-Pero si no me engaño -dijo D. Fernando mi-rando a todos lados con cierta inquietud-, noshemos perdido. ¿En dónde están mi hijo y losdemás amigos?

-Delante van. Ese fusil, Sr. D. Fernando: ve-remos si el cura de la Puebla desmiente la famade ser el mejor tirador de todo el condado, yaun de toda Álava.

-Amigo, ¿por dónde vamos? -repitió Nava-rro deteniendo el caballo-. Con esta conversa-ción de mis pecados y de la bondad de Dios,que todos me los perdona, nos hemos distraídoy sin saber cómo, nos hallamos separados delos demás de la partida.

-¿Cómo es eso? ¡Gran geógrafo tenemosaquí! -exclamó el cura-. ¿Pues no es este el ca-mino de Uralde?

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-No, con mil demonios; aquellas casas que alo lejos se parecen son las primeras de Añastro.Carlos y la compañía se han ido camino dere-cho a Uralde, y nosotros ¡ahora caigo en ello,con cien mil pares de Satanases! nos equivoca-mos en la encrucijada donde está la venta deMartín.

-Adelante -dijo el cura con resolución-. Bus-caremos un atajo por aquí a la izquierda... ¿Haymiedo, Sr. D. Fernando? Lo mismo da ir porUralde que por Añastro. Usted tiene la culpa,pues charla que charla...

-No hagamos calaveradas -dijo Garrote bas-tante intranquilo-. Casi estamos en país enemi-go. A lo mejor saldrá de detrás de una mata unpuñado de franceses.

-Aquel que allí está no se me escapa -dijo elcura, observando siempre el morrión que por elcamino hondo se movía-. ¿Nos vamos a por él?

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-¡Dos contra uno! -exclamó con desdén D.Fernando-. Esta heroicidad no es de las mías.

-¿Pero si ese uno se convierte en seis dentrode un rato? ¿Quién sabe lo que habrá detrás deaquella colina?

-Pues vamos a él -dijo D. Fernando dirigien-do su caballo por un sembrado y hacia el puntodonde el formidable morrión aparecía-. Estaguerra en detalle es la que a mí me enamora, yla verdad es que hecha con inteligencia, no hayejército invasor que a ella resista.

-¡El fusil, ese fusilito, por amor de Dios y deMaría Santísima!

-¡Ahí va!... ¡que Dios esté en la chispa, en lapólvora y en la bala!

Galoparon buen trecho por el sembrado, yde pronto, como liebre que levantan perros,viose salir del camino hondo un soldado

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francés, el cual azorado y temeroso al ver sobresí dos tan disformes jinetes echó a correr conligerísimos pies, mirando hacia atrás a cadainstante para ver si era perseguido.

-Alto ahí, amiguito -gritó el cura- que no tesalvarás aunque tengas mejores piernas queMercurio, el de los alados talones... ¡Alto!

-Ríndete y nada te haremos por ser dos con-tra uno -gritó D. Fernando llevándose la manoal sombrero, que con el fuerte viento se le tam-baleaba sobre el cráneo-. Date, tunantuelo, quesomos generosos y caballeros.

-¡Borracho, ladrón! Ríndete o te tiendo...

Aunque muy velozmente corría el francés, alpoco rato pusiéronse los caballos a medio tiro;disparó D. Aparicio su fusil, hiriendo al fugiti-vo con tan fatal acierto en mitad de la espalda,que después de dar algunos pasos vacilantescayó al suelo.

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-¡Qué ojo! ¡Sr. Garrote! Por Santa Lucía ben-dita. ¡Qué puntería! -exclamó con júbilo Res-paldiza-. Yo mismo me admiro, yo mismo mealabo, yo mismo me hago mi apoteosis, porquesoy en esto del tirar una de las más grandesmaravillas de la Creación.

-La verdad es que como cacería esto ha sidoadmirable -repuso Garrote-, pero como acciónde guerra no se puede poner al lado de las deWellington. Ese pobre muchacho lo pasa mal.

Llegaron al sitio donde el francés se revolvíaen su sangre profiriendo injurias y blasfemiascontra sus perseguidores.

-Arriba muchacho, eso no es nada -dijo Na-varro, cuya generosidad, como hemos dicho, semostraba en todas ocasiones -. Dinos dóndeestá el destacamento a que perteneces y te per-donamos la vida.

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-El destacamento -repitió el cura-. Sí; parahuir de él.

-O para atacarle si es poca gente. Usted consu puntería y yo con mis puños...

A esta bravata siguió un rato de silencio,porque el pobre francés herido, se había des-mayado. Mirábanse Garrote y D. Aparicio sinsaber qué partido tomar, cuando sintiose a lolejos ruido de caballos, y como alzaran a unmismo tiempo la vista cura y seglar, vieron quehacia ellos se dirigía por el camino hondo hastauna docena de franchutes a caballo. Púsose máspálido que la cera de su iglesia el buen Respal-diza, y D. Fernando, a pesar de su garrotescabravura, frunció el majestuoso ceño. El primerimpulso del tirador fue huir, más detúvole suamigo, bien porque creyera imposible la fuga,bien porque la impavidez de su alma atrevidagozase en la temerosa aproximación del peli-gro.

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-¡El sable, el sable! -gritó tomando el arma desu amigo, a quien entregó la espada vieja.

La mano del cura temblaba.

-Hemos cometido una acción villana asesi-nando a un hombre -exclamó con solemneacento Garrote-; Dios nos castiga. Ahora... pele-ar como buenos españoles y morir como caba-lleros cristianos.

-¿Qué hacemos?

-¿Qué hemos de hacer? ¡A ellos! Dios sea connosotros.

No hubo muchos ni variados lances en aquelsuceso, porque en el espacio de pocos minutos,los enemigos se acercaron a nuestros dos héro-es, diciéndoles en castellano que se rindieran.

-Son españoles.

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-Afrancesados... mala gente... -murmuró D.Aparicio.

-¡Que me rinda yo! -gritó Navarro esgri-miendo el sable-. Ahora sabréis, canallas, trai-dores, cómo acostumbra a hacer sus rendicio-nes D. Fernando Garrote el de la Puebla. Si hede morir, moriré matando.

Y sin más dimes ni diretes, comenzó a des-cargar sablazos sobre los que más cerca tenía.En tanto Respaldiza, viendo a su amigó enre-dado con los franceses, quiso ponerse en salvo,pero se lo impidieron, y en un santiamén fue-ron ambos desarmados. Garrote había descala-brado a uno y herido levemente a otro, reci-biendo en cambio dos pistoletazos, que porfortuna sólo hicieron estragos en el alto som-brero. Gritó, vociferó, injurió en nombre deDios, del Rey y de España; pero al cabo, ambosfueron conducidos prisioneros sobre sus mis-mas cabalgaduras, y muy bien vigilados por los

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doce dragones, que se pusieron en marcha des-pués de recoger al herido.

Así acabó la grande, la memorable expedi-ción de D. Fernando Garrote y el reverendobeneficiado de la Puebla. Mientras esto sucedía,Carlos Navarro y la compañía buscaban in-útilmente a los dos viejos guerreros en el cami-no de Uralde.

-XVI-Silenciosamente, y abrumados de amargura

y desesperación, marchaban los dos prisionerosel uno tras el otro: los caballos que montabanno parecían menos tristes que sus amos, a juz-gar por la lentitud de su paso y la inclinaciónde la cabeza. Los españoles y franceses que leshabían cogido y les custodiaban iban, charlan-do en una y otra lengua mezcladamente, y unode ellos dijo:

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-A estos tunantes no les perdonará el generalGazan... han asesinado a un francés, y ya sabe-mos con qué moneda se pagan estas deudas.

-El uno de ellos parece cura.

-Y el otro parece sacristán.

D. Fernando Garrote se puso lívido al oírque se le llamaba sacristán, y después se le en-cendió hasta la raíz del cabello el pálido rostro.Si hubiera tenido armas, habría castigado en elacto tanta insolencia en menos que se dicencastañas. Respaldiza, durante el camino, sin-tiéndose sediento, pidió que le dejaran beber deun arroyo cercano.

-Tiempo hay de beber. En Aríñez no faltaagua, padrito. Y si no, tome un buche de la delbautismo, que como cura debe de tener tan a lamano... Beberá antes que le despachen.

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-¡Despacharme! -exclamó D. Aparicio conacento compungido-. ¿Qué es eso de despa-char?

Garrote, colérico por la cobardía que mos-traba su amigo, le miro con ojos fieros.

-¡Que nos despachen! -dijo-. ¿Qué mayorgloria para buenos españoles que morir a ma-nos de estos tunantes?

-Cierre el pico el vejete sacristán -gritó un ju-rado- o no aguardamos a llegar al cuartel gene-ral.

-¡Traidor! Tu persona es para mí tan despre-ciable como la de un vil esclavo, y tus palabrascomo los ladridos de un perro -exclamó conadmirable entereza Navarro-. Si quieres darmela muerte aquí mismo, dámela. Ni porque memates he de aborrecerte más, ni porque me de-jes vivo he de estimarte. Soy un hombre leal

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que sirve a su patria, y tú un cobarde deslealque sirve al enemigo.

En aquel mismo instante se acabara la vida ycon la vida las hazañas de D. Fernando Garrote,si el sargento que mandaba la tropa no impu-siera silencio a todos, mandándoles seguir ade-lante.

Después de tres horas largas y penosas decamino, llegaron a Aríñez, y los dos prisionerosfueron presentados a un coronel. Las tropasfrancesas entre las cuales se encontraban, per-tenecían a la división del general Gazan. Caía latarde y los soldados se preparaban a pasar lanoche lo mejor posible: encendíanse las cocinasde campaña, y en torno a las casas de labor seveían alegres corrillos. Los caballos bebían enuna gran acequia que de un punto a otro atra-vesaba el pueblo, y los oficiales organizabansus meriendas al aire libre.

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D. Fernando Garrote se quedó sin almacuando se vio entre aquella gente. Deseaba mo-rirse, o que la tierra se abriese para tragársele, oque reventase a su lado el más poderoso de loscañones franceses. Lleváronle de Herodes aPilatos durante largo rato de la tardecita, cual sino supiesen qué hacer de él, y unos le teníanlástima, otros le miraban con desdén o con ira.Pero el que excitaba más sentimientos de enojoera D. Aparicio, por ser muy aborrecidos entrelos extranjeros los curas armados; así es quedespués que le concedieron el apagar la rabiosased en la misma acequia donde hociqueabanlos caballos, echáronle una cuerda al cuello, sinmiramiento alguno a las órdenes sacerdotales.

No fueron tan crueles con Garrote, quizásporque mostraba mucha dignidad en su infor-tunio y no hacía aspaviento ni exhalaba femeni-les quejas como su compañero. Lleváronles alos dos a un gran patio, contiguo a una casagrande y vieja, el cual parecía servir de taller de

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herrería y carretería, porque en él había variossoldados artífices trabajando, y allí podían dis-currir libremente los dos prisioneros; mas noescaparse, porque un centinela guardaba lapuerta.

Respaldiza, despavorido y medio muerto deterror, echose al suelo para llorar su desventu-ra. Navarro se paseaba de largo a largo, sinhablar a su amigo ni a nadie. En las bardas deaquel corral que caían a poniente había unasrejas por donde se veía la carretera de Vitoria.No cesaban de pasar por ella carros cargadosde cajas y arcones de diversos tamaños, los cua-les venían del lado de la Puebla, y se detenían,acomodándose en el estrecho camino para dardescanso a las caballerías. También había mul-titud de galeras y sillas de posta, donde iban lasfamilias españolas que abandonaban la cortecon los franceses. El ruido y el tumulto deaquella parte del camino donde se habían re-unido y amalgamaban tantos vehículos y caba-

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llos, eran espantosos. Unida esta algazara conlos martillazos de los que trabajaban sobre elyunque dentro del patio, formábase una músicainfernal que hubiera vuelto loco a D. FernandoGarrote si el cerebro de este pudiera descom-ponerse por otra causa que por el espantosohervir de las ideas.

Paseábase el esclarecido varón con la barbaclavada en el pecho y las manos dentro de losbolsillos: su espíritu después de vagar un buenespacio por las dulces regiones del pensamien-to religioso, se irritó de repente y la idea delsuicidio se le puso delante siniestra y halagüe-ña a la vez, aterrándole y consolándole. MiróNavarro a los que machacaban hierro sobre elyunque y consideró que le harían merced endejarle poner su vieja cabeza entre ambos hie-rros. Después fijó su atención en las diversasherramientas que pendían del techo de un tin-gladillo donde estaban la fragua y el fuelle;pero no creyó posible apoderarse de ellas, ni

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menos usarlas contra su vida sin ser inmedia-tamente visto y atajado. Volviendo al inquietopasear, puso la atención en un pozo que enmitad del patio había, y al punto hizo resolu-ción de arrojarse en él de cabeza; pero tardabamucho en decidirse a ello, y observaba de sos-layo la soga y polea. Acercose al brocal paramirar al fondo y vio allá abajo su imagen tem-blorosa y desfigurada dentro de un círculo lu-minoso. En esta contemplación se detenía,cuando un francés le arrancó de allí, señalándo-le la fragua.

-Camarada -le dijo en mal español con sonri-sa burlona-, allí hacen falta vuestros servicios.

Un español joven, moreno y agraciado acer-cose en tanto al cura, que no se apartaba de surincón y con acento de chacota le dijo:

-¿Qué bueno por aquí, Sr. Respaldiza? Pare-ce que la expedición no ha salido bien.

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-¡Ay Salvadorcillo de mi alma! -exclamó elcura con mucha congoja-. Al verte, me pareceque veo un ángel del cielo... Dime ¿nos ma-tarán?... ¿Intercederás por nosotros? Yo te rue-go que olvides las palabrillas coléricas que secruzaron entre nosotros anoche en casa de tumadre. Yo suelo gastar esas bromitas...

-Olvidadas están, señor cura; pero me pareceque nada puedo hacer por Vds. ¿Quién es elcompañero?

-Allí lo tienes junto al pozo, D. Fernando Ga-rrote, el primer caballero de toda la comarca.

-Le hubiera conocido -dijo Monsalud ob-servándole-, nada más que por la semejanzaque tiene con su hijo Carlos.

Y acercándose a Navarro, que en aquel ins-tante disputaba con el francés, tomó nuestrojoven una expresioncilla bastante insolente, yhabló de este modo al infeliz anciano:

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-Sr. D. Fernando, aquí dicen que vaya Vd. amenear el fuelle, y yo creo que este honrosooficio nadie puede desempeñarlo donde hay unseñor de la llave dorada.

Miró Garrote al atrevido soldado con tantaira, que los ojos parecían saltársele del casco.

-Mozuelo sin honor ni vergüenza -exclamócon dignidad y altanería-, ¿piensas que unhombre como yo ha venido aquí para oír tusnecedades ni menos para obedecerte? Estosmiserables exterminarán a la gente honrada;pero no la deshonrarán.

-¡Al fuelle! ¡al fuelle! -gritaron varias voces, ycon más fuerza que ninguna la del mozo quehasta entonces había movido sin descanso laenfadosa máquina.

-¡Soplad vosotros, canallas! -gritó Navarro,echando inmediatamente mano al lugar dondedebía estar el puño de la espada.

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-No hay que apurarse por tan poca cosa -dijode improviso el cura levantándose del suelo yacudiendo oficiosamente al lugar de la disputa-. Si es preciso que alguien sople, yo soplaré, quelo haré muy bien, caballeritos, y bueno es unpoco de ejercicio a estas horas.

Deseando congraciarse con sus verdugos,Respaldiza cuya poquedad de ánimo y corazónpequeño se habían mostrado ya, se prestaba atodo.

-¿Qué más da? -decía entre dientes-. Máspadeció Jesús por nosotros. A él le pusieronatado a una columna y le abofetearon y escu-pieron. Movamos el fuelle, herreros de Satanás.Si vuestros cuerpos estuvieran dentro del fue-go, ¡con qué ganas soplaría!

Metió la mano en la argolla y tirando de lacadena infló el depósito de viento. El caño de lafragua resonó con ardiente resoplido, como larespiración de un cíclope, y las moribundas

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ascuas revivieron lanzando llamas rojizas. Alcompás del canto de los herreros, tiraba de lacadena el cura, afectando en su semblante cris-tiano humildad; pero lleno de cólera y más quede cólera de miedo.

La noche sin luna oscurecía el cielo y la tie-rra; pero no cesaba el espantoso ruido dentro yfuera del patio.

La roja claridad de la fragua iluminó los di-versos grupos, y D. Fernando, que tenía en sualma todas las oscuridades de la tristeza y to-das las llamas de la desesperación, no pudopensar en echarse al pozo, porque los franceseslo cerraron.

A ratos le causaba profunda pena ver la de-gradación y falta de dignidad de su compañerode desgracia, el cual seguía en su tarea, y aunsonreía ante los soeces herreros con mengua desu honor y de la jerarquía sacerdotal. Por fincesó el trabajo; entraron varios soldados espa-

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ñoles y dos o tres renegados, trayendo un parde zaques de vino, a cuya vista se regocijarontodos, disponiéndose a dejarlos vacíos. En elmismo instante llegó Monsalud con algunossoldados, y ordenando a los prisioneros que lesiguiesen entró con ellos en el piso bajo de lacasa contigua, que lo era de labor y estaba des-tinada en su parte alta a alojamiento de oficia-les. Sin decirles cosa alguna, encerró a cada unoen una pieza baja, separadas ambas por un ta-bique ruinoso, y sin puerta que las comunicara.Luego que D. Fernando entró en lo que parecíamazmorra, echose en el desnudo piso sin miraral que le había encerrado. Este arrojó un pan enel suelo, y como cayese a regular distancia delprisionero, el sargento empujó la hogaza con lapunta del pie, diciendo:

-Ahí tiene Vd. para pasar la noche. Estoy deguardia hasta las doce y me han encargado lacustodia de los dos prisioneros. Traeré tambiénagua y algo de carne, si hay.

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-No necesito nada -dijo Garrote sin mirarle-.Yo no como tu pan.

Incorporándose, dio tan fuerte puntapié a lalibreta que la lanzó al otro extremo de la pieza.

-Mal genio tiene Vd. -dijo el joven con lásti-ma-. Hay que llevarlo con paciencia. El coronelme ha mandado que después de encerrar e in-comunicar a Vd. y a su compañero les notifi-que...

-Ya lo sé... que seremos arcabuceados...

-A la madrugada. El general no quiere carni-cerías; pero el jueves cogió Mina a diez france-ses y a todos los degolló.

-Hizo bien -dijo D. Fernando-; y es lástimaque no te cogiera también a ti, español renega-do a lo que pareces... Si Dios me sacara de estacárcel y recobrase yo mi libertad y mis armas aningún afrancesado perdonaría.

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-Amigo -dijo el joven-, la situación en queVd. se halla no es la más propia para vituperarla conducta de los demás y poner cual no digandueñas a los que, por razones que Vd. ignora,servimos a los franceses.

-Mi situación no me espanta -repuso el viejocon gravedad-. Moriré por la patria, por la reli-gión, y Dios me acogerá en su seno. La muerteque me espera no la cambiaría por cien vidascomo la tuya, infeliz joven, por esa vida des-honrada en flor.

El mozo guardó silencio.

-¿Quién te engañó? ¿Quién te sedujo? ¿Sabeslo que es servir al enemigo y hacer causacomún con los verdugos de la patria?

-Hablador es el viejo -dijo Salvador un pocoenojado-. Hará Vd. bien en descansar y entranquilizarse, Sr. Navarro. Adiós.

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-¿Cómo sabes mi nombre?

-Me lo dijo Respaldiza. Conozco mucho alcura de la Puebla de Arganzón, donde he vivi-do dos años.

-¿Cómo te llamas?

-Salvador Monsalud... yo soy de Pipaón.

El anciano dio un suspiro profundo echandohacia atrás la cabeza, que al chocar bruscamen-te contra el tabique produjo un triste y huecosonido como el de un cántaro que está a puntode romperse.

-Adiós -dijo el joven con la mayor indiferen-cia-. Volveré después a traer a Vds. alguna co-sa. Me da lástima de los que van a morir aun-que se lo tengan muy merecido... ¿Conqueagua? Si hubiera carne... Veremos.

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-XVII-El estado moral de D. Fernando Garrote fue,

desde que se quedó solo, el más espantoso queimaginarse puede. La imagen y la idea de lamuerte que poco antes ocuparan por completosu espíritu, huyeron como accidentes fútiles ypasajeros, indignos del pensamiento. Toda suvida pasada, sus culpas, sus glorias se le pusie-ron delante juntamente con el infeliz joven cu-yo nombre acababa de saber. Veía tan claro eldesignio de Dios, que hasta con los ojos delcuerpo estaba viendo al mismo Dios delante desí, grave, ceñudo, majestuoso y admirablemen-te sobrenatural y divino. D. Fernando sintió elterror más vivo que un alma humana puedesentir, miedo semejante tan sólo a los terroresbíblicos que sobrecogían al pueblo elegido,cuando entre rayos y truenos sonaba la voz quehabía mandado a la luz que se hiciera, y a latierra separarse de las aguas.

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El anciano se prosternó en tierra y apoyandocontra las frías baldosas su ardiente cabeza, dijoen voz alta:

-¡Señor, Señor, lo merezco! ¡He sido un mal-vado! ¡Cúmplase tu voluntad! ¡Justicia terrible,pero justicia al fin! ¡Digna de mi vida es estaúltima hora que has dispuesto para mí!

Después siguió balbuciendo en voz baja ora-ciones piadosas y vehementes hasta que su al-ma se fue tranquilizando poco a poco y las te-rribles majestuosas facciones del semblante deDios, que delante creía ver, se amansaron. Elpobre anciano respiró y levantándose del suelofue tentando las paredes hasta el rincón máspróximo, donde se acurrucó, cruzando las pier-nas y los brazos, y entre estos escondiendo lacabeza, de tal modo que parecía un ovillo. Ental postura, solo, sin movimiento, profunda-mente abstraído y encerrado dentro de sí mis-mo, como el gusano en su capullo, dijo el soli-

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loquio siguiente, examen sincero de sus mu-chas culpas:

-«Consagré mi juventud al vicio. Obedientea la ley de Dios tan sólo en lo superficial y ex-terno, falté a todos los deberes cristianos. Ibatodos los días a misa y rezaba el rosario, ambosactos sin devoción y por pura rutina, pues enmisa no atendía más que a las mujeres que po-blaban la iglesia. Llamándome buen católico, ydefendiendo de palabra y aun de obra la reli-gión siempre que se ofrecía, mi conducta nodejaba de ser execrable. ¿De qué valía a mi al-ma el ser presidente por derecho hereditario dela sagrada congregación de Esclavos de Cristo, nihermano mayor de la Virgen de la Asunción, yguardián de su camarín, cuyas llaves se hanconservado siempre en las arcas de mi familia,con el derecho de vestir la imagen en las gran-des fiestas?... ¡Ay! He sido un perverso que seha burlado de todas las leyes divinas y huma-nas. Amonestome un buen religioso francisco;

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pero me burlé de sus palabras atendiendo másque a él a los que me adulaban fomentando conviles alabanzas mi disolución.

»Diome el cielo fortuna, sin duda por pro-barme en el empleo que de ella haría, y másvaliera que me criara Dios pobre y desnudo,para que así mi natural vicioso se encaminase ala virtud, y con las abstinencias se educara fir-me y valerosa mi alma. Mas yo empleé mihacienda en deslumbrar con engañosos orope-les la inocencia, en seducir con mentidas pro-mesas a honradas familias, en corromper due-ñas y criadas. Hice del honor mercadería quecon el oro se compra y se vende, y de la paz ybuena fama de las familias, un juego capricho-so. El demonio, mi aliado y en realidad miDios, sugeríame a cada instante artificios nue-vos para derrocar la honestidad y vencer laresistencia, que la templanza y el recato ofrec-ían a mis abominables apetitos. Todo lo atro-pellé; pisoteé los sentimientos más puros como

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pisotean los cerdos las flores de un jardín, sincomprender su belleza.

»Dios me tocaba a veces el corazón, dándo-me ratos de profunda tristeza en los cuales miconciencia aclarándose ante mí con prodigiosaluz, me ponía delante la fealdad horrenda demi conducta; mas estos momentos que coincid-ían siempre con mi cansancio, eran breves co-mo los relámpagos en la noche oscura, y mialma envilecida dejaba el arrepentimiento parala vejez. Mi memoria con ser portentosa, nopuede recordar uno por uno todos los desafue-ros que cometí, los planes execrables que rea-licé, ni las víctimas todas de mi salvaje desco-medimiento. Pero en estos momentos terriblesen que mi conciencia a la vista de un hombre seha abierto de súbito como una sima llena dehorrores, y se me ha presentado Dios con elsemblante de la justicia, aprestándose a juz-garme sin misericordia porque no la merezco,uno solo de mis crímenes se me ofrece visible y

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claro entre los demás, porque a todos los com-pendia, y con su magnitud oscurece a los otros.

»La ejemplar persona sacrificada vive, al pa-recer para mi castigo. ¡Ay! A muchas seduje, amuchas atropellé; pero con ninguna fue el en-gaño tan torpe y miserable como con esta.Cuanto puede hacer un hombre para disimularsu vil intención, yo lo hice; cuanto puede inven-tarse para aparecer bueno sin serlo y apasiona-do sin estarlo, mi entendimiento, fecundosiempre para el mal, lo inventó con pasmosoingenio. Burleme después de la desgraciadajoven a quien sacrifiqué y yo mismo aplaudí sudeshonra en reunión de inicuos amigos y cala-veras. Llevado de no sé qué perversos instintos,que desde entonces han sido causa en mí deespantosos remordimientos, llegué hasta a su-poner en aquella infeliz faltas que no había co-metido, y torpezas y tratos con otros hombresque jamás se acercaron a ella. ¡Escupir el cadá-ver de la víctima que se acaba de inmolar, no es

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tan vil como lo que yo hice! ¡Ay! ¿Por qué notaladró mi lengua un hierro encendido comoesos que he visto esta tarde en la fragua delpatio? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no quedé paralí-tico, ciego y mudo, sin sentido para la maldad,y sólo con pensamiento para meditar en mimerecida ruina y pensar en mi salvación?

»Nació un niño a quien pusieron por nom-bre Salvador. Me lo dijeron y lo oí como si oye-ra decir: 'La vaca del vecino ha parido un terne-ro'. Ya no volví a Pipaón desde que proyectécasarme con otra mujer. Olvidado de mí aven-tura, llegué sin embargo a entender que lahermosa hija de D. Pablo el Riojano había que-dado en la miseria. Nada hice por ella; poco apoco fue envolviéndose en nubes de misterio losucedido y la madre y el hijo no existieron paramí. Hace tres años dijéronme que un joven lla-mado Salvador Monsalud había aparecido en laPuebla en compañía de su madre, mujer me-lancólica, piadosa y enferma. Sentí cierta aflic-

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ción inexplicable, pero nada hice. El amor de mihijo legítimo me ocupaba por entero. Hace po-co, y aún hoy mismo, doña Perpetua me harecordado la antigua y casi olvidada deuda;mas preocupado con mis preparativos de gue-rra y soñando con gloriosas hazañas, apenasdetuve el pensamiento en los dos desgraciadosseres que tan cerca estaban de mí...

»Ha tiempo, sin embargo, que el arrepenti-miento trabaja en mi alma, labrándose en ellaun hueco con lentitud, pero con constancia. Hevuelto los ojos a Dios aunque de soslayo, y afuerza de pensar en mis culpas y en la justiciadivina, he llegado a considerar que el mejordesagravio que a Dios podía ofrecer era sacrifi-carle los últimos días de mi vida, combatiendopor la fe verdadera contra los herejes y renega-dos. En mi necio orgullo no he comprendidohasta ahora que Dios no podía aceptarme comodiligente servidor, ni menos premiar mi arrojo.Clara, como la luz del sol al medio del día, veo

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ahora su mano llevándome al destino y fin de-plorable que merecía; veo su lógico designio,obra de la perpetua justicia, en los sucesos deesta tarde, y más que en otra cosa alguna, en lapresencia de ese joven, de ese ejemplo vivo demis crímenes, de esa venganza humana y celes-te, de ese malaventurado hijo mío, que con lafrialdad de los verdugos y la crueldad de unenemigo vencedor se me ha puesto delantepara anunciar la muerte que merezco. ¡Oh! me-rezco más, mucho más, Señor, merezco vivirdespués de lo que he visto.

»Las facciones de este muchacho han produ-cido en mí incomprensible turbación; su nom-bre, pronunciado por él mismo, ha caído sobremí como un rayo celeste. Ya sé cómo suenan lastrompetas del Juicio. Dios mío, estoy humilla-do, vencido y me arrastro por el suelo como uninsecto miserable, buscando tu pie soberanopara que me aplaste. Me creo indigno hasta demirar la luz del día que criaste lo mismo para

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los buenos que para los malos. Señor, la muerteque me aguarda no será bastante cruel para loque yo merezco. Un hombre que lleva mi san-gre y debiera llevar mi nombre, me custodia enesta mazmorra hasta que llegue el instante de lamuerte; y él mismo, si se lo mandan...».

D. Fernando no se atrevió a continuar la fra-se, que no era dicha sino pensada, y aun así lasofocó cortando el vuelo de su pensamiento,suspendiendo la fórmula oscura del lenguajecon que discurrimos a solas y en silencio; perono pudo cortar, ni atajar, ni detener la idea quesurcó por su cerebro como un relámpago. Es-pantado de ella, se afirmó con ambas manos lasabrasadas sienes, sacudiéndose a un lado y otrola cabeza. Si quisiera arrancársela y arrojarlalejos de sí, como un despojo inútil, no lo hicierade otra manera.

Oyó una voz alegre que cantaba y al mismotiempo abrieron la puerta. Monsalud entró

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alumbrándose con una linterna, y traía ademásuna botella de vino.

-Sr. D. Fernando -dijo desde la puerta-, aquíle traigo esto para que entone el cuerpo y leayude a pasar los malos ratos de esta noche.

-XVIII-Salvador adelantó con paso inseguro, diri-

giendo la luz de la linterna a todos los lados dela estancia.

-¿En dónde se ha metido Vd.? -dijo riendo acarcajadas como quien ha perdido el equilibriode sus facultades-. ¡Ah! Está Vd. en el rincón...¡qué postura! De ese modo piden los ciegos enlos caminos.

D. Fernando Garrote, ante aquellas burlas,sintió que su sangre se trocaba en hielo.

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-Entre esta gente -dijo con mucha aflicción-¿es costumbre burlarse de los desgraciados quevan a morir?

-Perdóneme Vd. -añadió el joven luchandocon el extravío de sus sentidos-. No sé lo quedigo... esos pícaros hicieron propósito de em-briagarme, y si no me levanto pronto...

-Vicio muy feo es el de la embriaguez-afirmó Garrote-. Un joven valiente y noblecomo tú, ¿será capaz de degradarse, abusandodel vino?...

-No, no señor -repuso Salvador, en quien lavergüenza pudo por un momento más que laturbación de su mente-. Nunca he sido borra-cho, pero de poco tiempo a esta parte me dantales tristezas y se me acongoja el alma de talmodo a consecuencia de mis desgracias, quealgunas veces...

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-¡Pobre muchacho! -dijo el guerrero,acercándose a Monsalud, que, puesta en el sue-lo la linterna y la botella, se había sentado juntoa ellas-. Me parece que como joven inexperto ysin fundamento, no te vendría mal recibir algu-nos consejos, y voy a dártelos.

-Pues toca la casualidad de que yo no he ve-nido a recibir consejos, sino a acompañar a Vd.un tantico y traerle algo confortativo, porquesiempre me da mucha compasión de ver a unhombre condenado a morir por cosas de gue-rra, y aunque este hombre sea mi enemigo, sí,mi enemigo por varias causas, siempre procuroque sus últimas horas no sean muy tristes.Conque guárdese Vd. los consejos y beba vino,si gusta.

-No beberé -repuso D. Femando-; pero puesdices que vienes a hacerme compañía, acepto elobsequio de un poco de conversación.

-¿De qué vamos a hablar?

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-De ti.

-¡De mí! -exclamó Salvador, otra vez atacadode la nerviosa hilaridad que tanto disgustara aGarrote-. ¡Bonito asunto! Tanto vale hablar delinfierno.

-Al verte entre franceses, joven, apuesto, ycon esa expresión de nobleza que tiene tu per-sona...

-¡Oh qué lisonjero está el buen hombre! -dijoMonsalud-. Amiguito, no me adule Vd., puesaunque compasivo no me vendo por alabanzas.

-Al verte así -continuó Garrote- he pensadoque sólo seducido y engañado ha podido unjoven de tanto mérito entrar al servicio del ReyJosé y de los enemigos de la patria y de la reli-gión.

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-Ni seducido, ni engañado, sino por mi pro-pio gusto y libre voluntad -respondió el man-cebo con firmeza.

-¡Y por tus venas corre sangre española! ¿Noaborreces a esos herejes, asesinos y ladrones, decuyos crímenes horrendos eres cómplice, sinduda, por inocencia?

-No les aborrezco, sino que les estimo.

D. Femando cruzó las manos y elevó los ojosal cielo.

-Les estimo -prosiguió Monsalud- porqueellos me ampararon cuando de todos era aban-donado; diéronme de comer cuando me moríade hambre, y me pusieron este uniforme quehan llevado los primeros soldados del mundo ylos vencedores de toda Europa.

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Garrote se estremeció de espanto, y un aba-timiento angustioso sucedió a su anterior exci-tación.

-¿Pero tan pobre estabas y tan desamparadode todo el mundo, que necesitases venderte alos franceses para vivir?

-Pobre y desamparado, sí, porque mi madrehabía perdido la poca hacienda heredada, y noteníamos sobre qué caernos muertos. Yo fui aMadrid, y un tío que allí tengo, me metió en unregimiento de la guardia jurada.

-Pero tu deber es pelear por la patria. ¿Noves a toda la nación en masa sublevada contraesos viles? ¿No ves el desprecio y el odio queinspiran? Observa bien que entre los pocos es-pañoles que sirven en las filas francesas, no hayuno solo que sea persona honrada.

-¡Calumnia! Los hay muy buenos y yo no metengo por ladrón, Sr. Garrote -dijo Monsalud

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enojándose un poco-. Y punto en boca sobre esamateria.

-Poco a poco, joven, no he querido ofenderte-repuso Navarro con tanta humildad y timidezcomo un chico de escuela-. Te diré cuál ha sidomi intento. Al verte, sentí profundas simpatíashacia ti, y tanto me entristeció ver a un joven demérito en la vil condición de afrancesado y enla torpe esclavitud de esa canalla, que me atrevía esperar que los consejos y la autoridad de esteinfeliz anciano, próximo a morir, tendrían al-guna fuerza para desviarte de ese infame cami-no, ¿Me equivocaré, Salvador? -añadió con ex-presión muy afectuosa-. ¿Será posible que tubuen corazón y clara inteligencia no respondana esta cariñosa súplica mía, a este deseo de quete conviertas y dejes a tus viles amos y vuelvasa la santa fe de la patria en que todos los bue-nos españoles vivimos y morimos?

Monsalud miró a D. Fernando por breve es-pacio, de hito en hito, y después rompió a reír

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con estrépito y descaro. El insigne Garrote nopudo contemplar por mucho tiempo aquellafaz burlona, porque tuvo que esconder la suyaentre las palmas de la mano, para ocultar elllanto.

-No ha sido malo el sermón, padrito -dijo elmozo-. ¿Y Vd. qué pedazo de pan se lleva a laboca con que yo sea afrancesado o deje de ser-lo? A fe que me divierto oyéndole. ¡Buen modode disponerse a una buena muerte! A ver, pa-drito -añadió llenando un vaso de los dos quehabía traído-, echemos un trago a la salud delgran Napoleón I, Emperador de los franceses yseñor de todo el mundo.

-No -dijo D. Fernando rechazando el vaso-,no puedo creer que digas tales disparates for-malmente. Eres joven, has bebido más de loregular, y no sabes lo que sale de tu boca...Comprendo bien la causa principal de tu falta.Te sentías con ardor guerrero, heredado, sinduda, del que te dio el ser y la vida, y como los

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franceses tienen buena labia para deslumbrar alos jóvenes hablándoles de las grandezas delImperio y de sus fabulosas batallas de Italia yAlemania, caíste en la trampa. ¡Qué necedad!La más arrebatada fantasía no puede soñartriunfos tan grandes como los que hemos al-canzado nosotros en esta guerra contra los de-cantados ejércitos de Napoleón. Nuestras bata-llas de Bailén, de la Albuera, de Tamames, deTalavera, y las defensas gloriosísimas de Zara-goza, Gerona y Tarragona, no tienen igual niaun en los fastos de la antigüedad heroica. Y siestos hechos no fuesen aún de suficiente mag-nitud para lo que ambiciona tu grande espíritu,ahí tienes diseminadas por toda la redondez deEspaña, esas inimitables partidas de guerrille-ros, los más bravos, los más atrevidos, los másgenerosos y leales hombres de la tierra, los ver-daderos libertadores de la patria, los que al finrescatarán a nuestro adorado Fernando, los quedevolverán a la sagrada religión su esplendor ya Dios su reino predilecto.

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Antes que concluyera, Monsalud había em-pezado a reír. Tomó las elocuentes amonesta-ciones del anciano como materia de placenterasburlas, y resuelto a contrariarle en todo porconvicción, le dijo:

-No me hable Vd. de los guerrilleros, que sihay en la tierra plebe inmunda digna del presi-dio, ellos son. Compónense las partidas de losasesinos, ladrones y contrabandistas de cadalugar, con más los holgazanes, que son casitodos. Hacen la guerra, por robar, no por echarde aquí a los franceses, y si algún día se acaba-ran estas misas, el Rey Fernando tendría quecolgarlos a todos para poder reinar en paz.

D. Fernando exhaló hondísimo suspiro; masno desesperanzado todavía de tocar algunafibra sensible en el corazón del mancebo, lehabló así:

-Aunque los guerrilleros fueran como dices,que no son sino lo contrario, no podrías justifi-

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car tu conducta. A todos has hecho traición,Salvador, a lo divino y a lo humano; has hechotraición a la patria, a los españoles que son tushermanos; has hecho traición a tu madre, quesin duda es española también y enemiga denuestros enemigos; has hecho traición al Rey,bajo cuyo amparo nacimos y en cuya veneran-da persona se representa nuestro hogar y el solque nos alumbra, y principalmente has hechotraición a Dios, cuya fe, más pura y fuerte en lanación española que en ninguna otra, han ve-nido a destruir los franceses, introduciendoaquí, con la herejía, mil costumbres y prácticasnuevas que no conducen sino al pecado.

-Dios... ¡Buen caso hago yo de Dios!-exclamó el mancebo con un cinismo que llevóa su último extremo los temores de D. Fernan-do-. ¡Qué atrasada está la gente por aquí!... Nohay ninguno que haya leído a Voltaire, como lohe leído yo en todas las paradas del viaje desdeque salí de Madrid.

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-¡Desgraciado! -exclamó el anciano poniendosus manos sobre los hombros del joven-. ¿Quéestás diciendo?

-¡Dios! Una palabrota y nada más. Si lo hay,que lo dudo mucho, estará allá arriba acari-ciándose la barba blanca y sin meterse en nues-tros asuntos. Dígolo, porque muchas veces lollamé y... ¿me oyó Vd.? Pues él tampoco.

-¡Desgraciado! -repitió el anciano-. ¡Mil ve-ces más desgraciado que si cayeras para siem-pre traspasado por las bayonetas de tus vilesamigos! ¿No crees en Dios omnipotente, justo ymisericordioso? ¿No crees en la Santísima Tri-nidad? ¿No crees en la Encarnación del hijo deDios, ni en su pasión y muerte por redimirnosdel pecado?

-¡Oh cuánta monserga y cuánto embrollo! -repuso Monsalud riendo-. ¡La Trinidad! Tresque son uno y uno que viene a ser tres. Bonitolío han armado... Jesucristo no era más que un

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buen predicador y tan hombre como yo. Y de lallamada Virgen María ¿qué puedo decir sinoque...?

-Calla, calla, blasfemo infame -gritó con en-cendida cólera D. Fernando, poniendo su manoen la boca del descomedido muchacho-. Tú noeres, no puedes ser lo que yo creí.

-¿Qué hombre ilustrado cree hoy semejantespaparruchas? Todo eso lo han inventado losfrailes para engañar y dominar al pueblo, em-bobándolo con pantomimas ridículas y prácti-cas necias. ¡Los frailes! -añadió con cierta petu-lancia-. ¿Hay casta de cerdos más inmunda entodo el orbe? Yo digo que hasta que no ahor-quen al último Papa con las tripas del últimofraile, no habrá paz en el mundo. Ellos son losque promueven las guerras, los que hacenestúpidos a los Reyes; ellos son los que hanlevantado a la nación española, no por religio-sidad, sino porque saben que el deseo de Napo-

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león es quitarles sus inmensas y mal empleadasriquezas para dárselas a los pobres.

-No, no -repetía D. Fernando con vehemen-cia, contemplando a Salvador con atónita aten-ción-; no eres tú lo que yo creí, no eres tú quienyo creí, no, mil veces no, voto a... Afrancesado,traidor a la patria, desleal con el Rey, irreligio-so, blasfemo, no te falta sino ser mal hijo paraque eternamente estés separado de mí.

-¡Mal hijo! Si lo soy no es culpa mía -dijo elmancebo bebiendo el vino que había escancia-do para el Sr. Garrote-. Mi madre es una exce-lente mujer; pero muy sencilla e inocente, y seha dejado dominar por D.ª Perpetua y por losfrailes de la Puebla. Empeñose en que abando-nara mis banderas; negueme a ello, echome desu casa, yo salí, se desmayó... Las mujeres noatienden más que a su capricho; son vanas,frívolas, superficiales, mojigatas, y le aburren auno con sus rezos... No hagamos caso de tales

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simplezas y bebamos, Sr. D. Fernando. Otrotraguito.

-Tu madre -dijo D. Fernando- es, según ten-go entendido, una santa y honrada mujer, desanos principios.

-Pues sus principios no son los míos, ni loserán nunca. Ella adora las atrocidades de lossalvajes guerrilleros, y yo las aborrezco; ella semira en Fernando VII, y yo lo tengo por unprincipillo corrompido y voluntarioso; ella de-testa a los afrancesados, y yo les tengo por muybuenos patriotas, porque quieren regenerar aEspaña con las ideas de Napoleón; ella no pue-de ver a los que han hecho la Constitución deCádiz ni a los que se llaman liberales, y yo lesadmiro por creerlos inclinados a echarse ennuestros brazos...

-¡Perdido, perdido para siempre! -exclamóD. Fernando con inmensa angustia-. ¡Sin honor,sin principios, sin patriotismo, sin religión, sin

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lazo alguno con la sociedad, ni con España, nicon la familia, ni con Dios...! ¡Oh qué aflicción,qué castigo, Dios mío!

-Puesto que Vd. no quiere probarlo -dijo elsargento, echando otro medio cuartillo-, me lobeberé yo. Luego dormiré seis horas y así seolvidan ciertas cosas, cosas terribles Sr. D. Fer-nando, que atormentan noche y día.

-Dios te tocará en el corazón, infeliz joven-dijo Navarro- y hará penetrar un rayo de sudivina luz en tu oscuro entendimiento, y te re-conciliarás con España, con Dios, con tu madrey... conmigo.

-¿Reconciliarme yo? -dijo el joven severa-mente dejando a un lado el vaso vacío-. Yo nome reconciliaré jamás; eché los dados. Me voy aFrancia; consagraré mi vida a trabajar contraesta fementida patria que aborrezco.

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-Justamente despreciado por los hombres ymaldecido por Dios, tu vida será un infierno ytu muerte horrorosa y desesperada como lamía. Mírame, en mí tienes un ejemplo de cómocastiga Dios en la última hora a los que hanolvidado su doctrina. Sin ser blasfemo ni trai-dor, como tú, yo he sido muy pecador. He vivi-do largo tiempo con vida placentera y feliz;pero en esta postrera noche de mi vida, meconsidero el más desgraciado de los hombres,no seguramente por la muerte que me amenazay que merezco y deseo, pues los españoles de-bemos morir como caballeros y como cristianos.Uno de los más amargos motivos de pena paramí, es verte insensible a mis ruegos, degradado,envilecido, verte en el camino de tu total men-gua y perdición, sin poder remediarlo; verte enese estado de locura y embriaguez, aferrado ala maldad. Si respondieras, aunque sólo fuesecon eco muy débil, a mis sentimientos y a misideas, si no me parecieses, como me pareces, unverdadero monstruo, esta pasajera amistad que

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nos une podría ser un sentimiento más grande,Salvador, mucho más grande y hermoso para tiy para mí.

Monsalud le miró con sorpresa.

-He sentido vivísima inclinación hacia ti -continuó el anciano-. En esta soledad en que meencuentro, ausente de los míos, con un pie de-ntro del sepulcro y la eternidad llamando a mialma, tú podrías ser consuelo inefable de esteanciano moribundo, recibiendo en cambio demí lo que jamás has tenido, ni esperas tener.

Monsalud se levantó y con súbita cóleraapostrofó al anciano en estos términos.

-Viejo astuto, ¿quieres engañarme con lison-jas y gatuperios para que te deje escapar? Yo nosoy como los guerrilleros, que se venden pordinero. Su señoría de la llave dorada no conocecon qué clase de personas está tratando. ¡Puesno es poco sabihondo el viejecito!...

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-¡Miserable! -exclamó D. Fernando, sin po-der contener su cólera y levantándose también-.Veo que en ti no puede caber ningún senti-miento generoso. ¡Mereces la abyección en quevives! Márchate, quiero estar solo.

-¡Si será preciso ponerle algunas arrobas dehierro en los pies al D. Quijote de la Puebla! -dijo Monsalud dando algunos pasos, con escasaseguridad...- Parece que se tambalea el piso...Adiós, hasta después. Tengo que hacer.

D. Fernando fue de aquí para allí con in-mensa agitación. Hizo por último el espantolugar en él una violenta y súbita cólera, que semanifestara en sus gestos y voces de un modoque asombró más a Salvador.

-¡No eres tú, tú no eres, no! -exclamó conatronadora voz-. ¡Me he equivocado! Dios seestá burlando de mí... es un castigo; ¡pero quécastigo, Dios mío!

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Sin comprender aquellas palabras, Salvadorse detuvo ante el agitado anciano. La generosi-dad de su noble corazón eclipsada por falsasideas, y la turbación física en que se hallaba,inspirole algunas palabras consoladoras para elanciano; mas un hecho trivial le desvió deaquel buen camino, separando a uno y otropersonaje más de lo que estaban. En la versati-lidad de sus juicios, Salvador achacó las inco-herentes palabras de Garrote a extenuación ydebilidad mental ocasionada por la falta desustento y el pavor de la próxima muerte.Pensándolo así, echó en el vaso cuanto en labotella restaba, y con intención compasiva, ledijo:

-¡Vaya, pelillos a la mar! Sr. Garrote... bebaVd. y le caerá bien... Luego llevaré otro gau-deamos al señor cura.

-Quita allá -contestó D. Fernando, apartán-dose con horror del joven-. Tú no eres quien yocreí... Tú eres de casta de borrachos y traidores.

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Recibió Salvador con paciencia el insulto, yempinando el codo, dijo:

-Puesto que Vd. no lo quiere, no se desper-diciará tan buen vino. Se lo quitamos a unosarrieros que venían de la Nava.

La cabeza de Monsalud, que era de muy po-ca resistencia para la bebida, a causa de su an-tigua sobriedad, luego que su cuerpo recibióaquel trasiego, se desorganizó completamente;se oscurecieron sus facultades, desmayose sucuerpo, entrole de improviso la innoble estupi-dez y el repugnante cinismo de que había dadoya algunas pruebas en la conferencia con supadre, y perdió su carácter, su generosidad, subuen juicio, su discreción, perdiolo todo, parano ser más que un vulgar soldado.

-Sr. Garrote... -dijo tambaleándose-, adiós...Parece que se mueve el piso... ¿por qué bailaVd.?...

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-Vete, vete, déjame solo -replicó D. Fernandosin mirarle.

-¡Bonito fin han tenido las campañas del pa-dre Respaldiza y del Sr. Navarro! -exclamó lan-zando una carcajada de imbecilidad que re-tumbó en la estancia como un eco infernal-.¡Bonito fin!... ¡Échese su merced a guerrillero!...¡Quién lo había de decir... aquí está el primercaballero del condado, el de la llave dorada, elgran D. Fernando Garrote, que quiso derrotarél solo los ejércitos de Napoleón!... ¿Por qué notrajo consigo a Carlitos para que le sacara delpaso?... Me hubiera gustado ver a todo el hatode salteadores de caminos, distribuidos en estascámaras reales, esperando la orden del coro-nel... ¡Adiós, señor D. Fernando Quijote, adiós...buen viaje!...

D. Fernando se acercó a Salvador, y asiéndo-le el brazo y apretándole con tanta fuerza comosi su mano fuese una tenaza de hierro, le dijosombríamente:

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-Salvador, cuando me saquen de este cala-bozo haz fuego sobre mí: mi destino es ese, micastigo no será el castigo que merezco, si nosucede así. ¡Dios lo quiere!

-¿Fuego yo? -repuso el joven con sonrisa dedemente-. Yo me voy... Salgo de guardia aho-ra... Entrará otro... No quiero matar... me damucho temblor y me pongo malo.

Lucharon por breve rato en la acongojadaalma del guerrero sentimientos diversos. Luegosintió que las lágrimas brotaban de sus ojos;una aflicción horrible le abrumaba. Apartosedel joven, corrió luego hacia él, mas su aspecto,su habla, su embriaguez le llenaron de espanto.

-Mi muerte -exclamó- por las circunstanciasespantosas que la rodean, no se parece a nin-guna otra muerte. Creo que toda la naturalezase desquicia en derredor mío y que en mediodel cataclismo general, vivo muriendo. Me pa-rece que la muerte del malvado, como la del

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justo entre los justos, no puede verificarse sinoentre tinieblas horrorosas y confusión del cielocon la tierra. ¿Es de noche? ¿Es de día? ¿Eres unángel o un demonio?... Huye de aquí, monstruomío... No sé lo que siente mi alma al verte y aloírte... ¿Esto es vida o qué es esto? ¡Dios pode-roso, acoge mi alma,... y basta, basta ya de su-plicio!

El Sr. Garrote se arrojó al suelo. Monsalud acausa del vino, no vio en todo aquello más quedemencia y miedo. Hasta que no se halló fueray recibió en el rostro el fresco de la noche no seaclararon sus juicios, ni pudo conocer que habíaestado inconveniente, cruel y... grosero.

-XIX-Cuando se quedó solo, elevó D. Fernando de

nuevo su pensamiento a Dios. Adquirió conesto cierta tranquilidad, cierto reposo emanado

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de la profunda convicción de su inmensa des-gracia, y aceptando aquella amargura se en-grandecía a sus propios ojos. La fogosidad desu imaginación llevábale a compararse con loscolosos de infortunio, pero superándolos a to-dos: tan pronto recordaba a Job de la antigüe-dad hebraica, como a Edipo, de los tiemposheroicos, y hasta en sus coloquios, en sus alega-tos ora tiernos, ora coléricos con la divinidad seles parecía.

Después de un instante de estupor contem-plativo sintió anhelo vivísimo de comunicar aalguien la congoja de su alma, y se acordó de suamigo Respaldiza, cuya voz había oído pocoantes al través del tabique sin hacerle caso. Laendeble pared consistía en un armazón de ma-deras y adobes, cubierta a trechos de viejísimoyeso, que formaba en sus irregulares claros yfajas al modo de un fantástico mapa. Por diver-sas partes, y principalmente junto al suelo, hab-ía muchos agujeros por donde podían pasar el

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ruido y la claridad, pero no objeto alguno demás grueso que un dedo. Golpeó don Fernandoel tabique, diciendo:

-Sr. D. Aparicio, Sr. Respaldiza, ¿está ustedahí?

El cura contestó desde la otra parte:

-Sí, Sr. D. Fernando, aquí estoy más muertoque vivo. ¿Con quién hablaba Vd.?... ¿Hay es-peranzas de salvación? Me parece que tratabaVd. con Salvadorcillo Monsalud... Es mal suje-to, no hay que fiarse mucho de él.

-Amigo Respaldiza -dijo Garrote sentándoseen el suelo y apoyando su rostro en la pared,junto a un sitio donde menudeaban las grietas-.Acérquese Vd. a este sitio donde me encuentro,y óigame. Tengo que hablarle.

-Ya estoy... ¿Hay esperanzas de escapatoria?

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-No hay que pensar en escaparse, señor cu-ra. Nuestra muerte es inevitable.

-¡Oh! ¡Dios mío Jesucristo! -exclamó Respal-diza con voz desfigurada por la aflicción y elllanto-. ¿Qué hemos hecho para tan triste fin?...¿Pero no será posible intentar?... Echemos abajoeste tabique; juntémonos, y entre los dos ejecu-taremos algo ingenioso para salir de aquí.

-Es difícil. Por mi parte no intentaré nadapara salvar esta miserable vida, que es para míel más horroroso peso. ¡Somos muy pecadores!

-Yo no tanto... ¿pero es posible que no lo-gremos...? ¡Oh! Desde aquí siento los aullidosde esos lobos carniceros, de esos demonios delinfierno que nos guardan. Están borrachos, yparece como que bailan y juegan.

-No nos ocupemos de nuestros enemigos, ypensemos en la salvación de nuestras almas

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-dijo con unción D. Fernando-. Sr. Respaldiza,Vd. es sacerdote.

-Sí, sacerdote soy -repuso con desesperaciónel clérigo-, y como sacerdote, digo que esto esuna gran picardía, una gran infamia, un asesi-nato horrendo. ¡Ya se las verán con Dios!

-Vd. es sacerdote -añadió D. Fernando- y unbuen sacerdote, piadoso, instruido, aunqueahora caigo en que no cuadraba muy bien a suestado tener tan buena puntería; pero sea loque quiera, Vd. es un hombre de bien, y unsacerdote cristiano, a cuyas manos baja Dios enel santo oficio de la Misa.

-Sí, sí.

-Pues bien, siendo Vd. sacerdote y yo peca-dor, quiero confesarme en esta hora suprema;quiero confesarme, sí, después de treinta y tan-tos años de impenitencia.

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Prolongado silencio anunció el estupor delsacerdote.

-¿No me contesta Vd.? -preguntó impacienteNavarro.

-¡Confesarse!... Linda ocasión ha escogidousted... Sobre que todavía puede ser que nosindulten.

-No hay que esperar tal cosa. Seamos dignosde nosotros mismos, y muramos como caballe-ros cristianos.

-¡Morir, morir! -repitió angustiosamente elcura.

Retembló el tabique con sordo estampido.La cabeza de Respaldiza había chocado violen-tamente contra él.

-Sr. D. Aparicio -dijo D. Fernando despuésde una pausa-, he visto a Dios.

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-¿A Dios?... ¿Dónde, amigo mío, dónde?

-Aquí, aquí mismo en este oscuro calabozo.He visto pasar ante mí también mi vida entera,y me han ocurrido cosas que espantarán a Vd.en cuanto se las refiera.

-¡Es singular! ¡Ver a Dios y no pedirle quenos sacara de aquí!... ¡Ah! Vd. tiene razón, sea-mos piadosos y buenos cristianos en esta horasuprema, único medio de que Dios nos favo-rezca. Chillar y jurar con desesperación en estostrances no es propio del espíritu cristiano. Re-cemos, Sr. D. Fernando, oremos humildementecon toda la compostura y devoción posibles.No se me olvidó el rosario; aquí está. Pidamos aDios de todo corazón que...

-Antes conferenciemos un poco -dijo Garro-te- pues no sólo tengo que revelar a Vd. secre-tos muy graves, sino pedirle consejo y parecersobre algún punto delicado de mi conciencia.

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-Ya soy todo oídos.

-Bien sabe Vd., venerable amigo, que he sidogran pecador, un hombre disoluto, despreocu-pado, vicioso, un libertino. Verdad es quejamás me separé de la Iglesia; pero esto noatenúa mis grandes faltas, ¿no es verdad?

-Verdad. Respecto a sus escándalos, amigoGarrote, muchos y grandes han sido en la Pue-bla. He oído contar horrores; mas nunca meatreví a reprenderle, por ser Vd. un excelentesujeto y haber tenido conmigo delicadas defe-rencias. Tratándose de los más humildes feli-greses de mi parroquia, sí me atrevía yo a re-prenderles sus vicios; pero a un señorón comousted...

-La ley de Dios es igual para todos... Perovamos adelante. Muchos desafueros cometí,muchas honras atropellé, muchas desdichascausé, y no hubo casa donde yo pusiese miplanta maldita, que al instante no se inficionase

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con la corrupción y deshonra que llevaba con-migo.

En este tono y con verdadera humildad cris-tiana prosiguió D. Fernando refiriendo sus cul-pas, sin detenerse en los casos particulares, has-ta que llegando al punto capital de su confe-sión, dijo lo que sigue:

-Pero la más grave de mis faltas, por elcúmulo de circunstancias denigrantes que enella hubo, fue la deshonra de una doncella dePipaón, a quien engañé valiéndome de pérfidasastucias impropias de un caballero, sí, pérfidasastucias y torpísimas artes que voy a enumeraruna por una, aunque al referirlas, la lenguaparece que se me abrasa y el rubor que encien-de mi cara es como si una llama la envolvieratoda.

Respiró con ansia, y luego refirió lamenta-bles escenas y acontecimientos que omitiremospor no ser de indudable interés para esta histo-

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ria. Con los ojos cerrados, apoyada la calentu-rienta sien contra el tabique, entreabierta laboca, la mano izquierda en el suelo para apo-yarse y la derecha sobre el corazón, iba contan-do D. Fernando sus execrables ardides, y solta-ba las palabras una a una, cual si su arrepentidaconciencia se recrease en las torpezas que echa-ba afuera, para quedarse pura y limpia. Cuan-do concluyó aquel capítulo bochornoso, oyosela débil voz de Respaldiza que decía:

-Horroroso, infame, execrable es todo eso;pero el arrepentimiento es sincero, y si grandesson las culpas de los hombres, mucho mayor esla misericordia de Dios.

-Nació un niño -dijo D. Fernando, cuya almase iba sublimando a medida que adelantaba laconfesión- y aquí vienen nuevas infamias mías,pues sabiendo que la madre y el hijo estaban enla miseria, no me cuidé de socorrerlos. Un díapasé por Pipaón y enseñáronme al muchachoque estaba jugando en las eras. Tenía los zapa-

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tos rotos y todo su vestido hecho pedazos. Cau-some su vista cierta aflicción pasajera; peronada más: salí de Pipaón aquella misma tarde,y no me volví a acordar de ellos. Por último,después de más de veinte años de olvido, heaquí lo que sucede... Salgo en busca de fabulo-sas hazañas, y a los pocos pasos mis ilusionesse disipan como el humo... ¡la mano de Dios!...Me traen aquí prisionero, y sin más lances medestinan a morir y me encierran en este calabo-zo... ¡la mano de Dios!... Luego se presenta unjoven, le hago algunas preguntas, me dice sunombre que es el de Salvador Monsalud, y en élreconozco a mi hijo... ¡por tercera vez la manode Dios!...

-¡Salvador Monsalud! -exclamó el cura al-zando las manos-. ¡Ese perdido, ese afrancesa-do, ese traidorcillo borracho!...

-El mismo, el mismo -dijo Garrote-: es unmonstruo, es como el crimen que le engendró, yDios me lo ha puesto delante para hacerme

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conocer la horrible magnitud de mis culpas,como un ejemplar vivo del pecado que en-gendró el pecado.

-Conozco a la pobre doña Fermina, y ahorame explico algunas frases oscuras que sor-prendí algunas veces... ya... Es una excelentemujer; pero Salvador es un muchacho arreba-tado y sin discreción, ni prudencia, ni honor, nirespeto a los mayores, sin amor a la patria, nireligiosidad, ni sentimiento alguno que le re-comiende. ¡Bendito sea Dios, y que cosas hace!¡Descender, salir de un caballero tan cumplidocomo Vd., de un noble señor, algo libertino, sí,pero ilustre y generoso, esa bestiezuela desleal,ese muchacho sin pudor ni honor!... ¡Bien diceVd. que ha sido para castigo!... ¿Está Vd. segurode...?

-Hijo mío es: mi vida abominable no podíadar otro fruto. Es hermoso de cuerpo; pero sualma es horrible. Si por favor especial del Cieloyo viviera, la idea de haber dado el ser a criatu-

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ra tan execrable, sería para mí causa de cons-tante horror.

-¡Oh, sí... le conozco!... Diré a Vd. amigo mío.Antes de marchar a Madrid, Salvadorcillo noera mal muchacho, aunque muy casquivano ydistraído; pero después que se juntó con su tíoy renegó, hase vuelto el más despreciable mu-ñeco que puede verse.

-La vergüenza que me causa el ser padre deun renegado envilecido -dijo D. Fernando- deun joven, cuyas absurdas ideas son tales queparece que habla Satanás por su boca, es uno delos mayores tormentos de esta última noche demi vida... Varias veces tuve las palabras en lalengua para revelarle los lazos que a mí le un-ían; pero enmudecí, porque todo lo que de no-ble y honrado existe en mi alma se sublevabacontra el fatal parentesco, y aquí, Sr. D. Apari-cio de mi alma, entra el grave punto de con-ciencia que quería consultar con Vd. despuésde mi confesión.

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-Sepámoslo... pero se me figura que aumentala algazara de esos borrachos. Parece que seacercan a las puertas de este edificio, y aúllanjunto a ellas como una manada de lobos carni-ceros.

-La cuestión es ésta -dijo Garrote sin hacercaso del terror de su amigo-. Dadas las deplo-rables circunstancias del carácter de Salvador,sus infames ideas, su irreligiosidad, su traición,su envilecimiento, ¿debo revelarle que es mihijo?

Calló Respaldiza largo rato, y al fin, repetidala pregunta por D. Fernando, contestó:

-Según y conforme... Perverso es el niño, eindigno por todos conceptos de tener por padrea un caballero ilustre y tan patriota como el Sr.D. Fernando, en quien algunas faltas, hijas de laflaca condición humana, no disminuyen susaltas prendas: despreciable es el muchacho,digo; pero por malo que le supongamos, y aun-

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que su herejía y envilecimiento hayan secadoen él el manantial de todos los sentimientosgenerosos, es imposible que al ver a su padreen esta mazmorra, acompañado de un infelizamigo, no imagine alguna bellaquería o trave-sura para ponerlos a ambos en libertad.

Garrote dio un suspiro, cambiando de pos-tura, por serle insoportable la que desde elprincipio del diálogo tenía.

-Yo pregunto con mi conciencia y Vd. con-testa con su egoísmo... Monsalud no puedesalvarnos... además, yo no quiero salvarme, ¡no,mil veces! yo deseo la muerte.

-¿No puede salvarnos? -preguntó el cura condesconsuelo.

-No, porque sus compañeros no se lo con-sentirían, y además ha dejado hace un rato deser nuestro carcelero, y en este momento,

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quizás esté con su regimiento camino de Vito-ria.

-¡Oh qué desgraciada suerte!... ¡Me pareceque esos condenados nos quieren asesinar!...¿Oye Vd. sus infames carcajadas?

-Las oigo, sí, pero no las escucho... El parecerde Vd. es lo que me preocupa y lo aguardo conimpaciencia.

-Por todos los santos, si no ha de ver más aSalvador, ¿para qué ha de quebrarse los cascospor saber lo que más conviene decirle?

-Únicamente pido a Vd. consejo -dijo Nava-rro con impaciencia- sobre mi conducta pasada.Es decir, ¿hice bien o hice mal en callar el secre-to dejando a ese desgraciado en la orfandadlastimosa que a mi juicio merece?

-Bien, bien, admirablemente hecho -repusoel clérigo con cansancio-. El infame mozuelo

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que se ha vendido a nuestros enemigos, queabandonó a su madre, que se burló descarada-mente de mí, amenazándome con ahorcarme,no tiene derecho a ser hijo de alguien, no, nimenos a enfatuarse con descender del nobilísi-mo tronco de los Navarros.

-Pero revelarle todo habría sido grandehumillación, habría sido ponerme al nivel de subajeza, de su herejía, de su villanía, y por tantohabría sido también expiación de mis culpas, ynuevo purgatorio añadido al que merezco ynecesito.

-No tanto, no tanto -afirmó el cura-. Bastanteha padecido Vd. en descargo de sus pecados.Revelar a Salvador la nobleza de la sangre quepor sus venas corre, sería en cierto modo santi-ficar sus errores, y conviene que siga abando-nado a su triste destino. Allá se las entenderácon Dios. El deber de Vd. consiste en perdonar-le y pedir a Dios que ilumine al perverso man-cebo.

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-Pecador fuí, pecador soy -dijo D. Fernandoelevando al cielo los ojos y cruzando las manos-, pero he conservado los sentimientos funda-mentales, el amor de Dios y el honor... Abo-rrezco todo lo que Dios aborrece, y amo todo loque Él ama... ¡Oh señor mío Jesucristo, tú queme ves en esta última hora renegado por elarrepentimiento y la penitencia, no quieres, nopuedes querer que ese miserable lleve mi nom-bre; tú no puedes querer que en su detestablevida asocie su infamia a mi apellido, y ya queno me deshonró en vida con su traición, medeshonre muerto! ¡La traición! Sólo al pronun-ciar esta palabra, tiemblan mis carnes, y mialma entrevé un infierno de vergüenza, másespantoso que el de las llamas que abrasan elcuerpo. ¡La traición! ¡Pasarse al enemigo, serbandido como él, ateo como él, ladrón como él,borracho como él! ¡Ah! Todos los crímenes,incluso los que yo he cometido, me parecenfaltas veniales comparadas con esta. Quédese,pues, ese malaventurado hijo mío en la oscuri-

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dad de su nacimiento, que será perpetua y pro-funda, como las tinieblas que envuelven sualma. Él ha querido ser espúreo, espúreo será.Si la naturaleza nos hizo proceder el uno delotro, entre un renegado por convicción y uncaballero español, entre un insensato ateo y uncristiano piadoso, entre un jacobino de estanueva raza execrable, condenada por Dios, y unhombre recto, vasallo humilde de su Rey, nodebe, no puede haber parentesco.

Dijo esto D. Fernando Garrote en alta voz, almodo de oración, y tan creído estaba de queDios, a quien tal discurso dirigía, aprobaba sussentimientos y su rigurosa intolerancia, que sequedó muy tranquilo, meditando sobre las pro-fundidades del ancho abismo abierto entre él ysu abandonado hijo.

-¿No les oye Vd.? -gritó de pronto Respaldi-za, golpeando el tabique-. Han vuelto a acercar-se a la puerta de este cuarto y gritan y juran.

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¡Parece que se alejan! ¿Oye Vd., señor D. Fer-nando?

-Y si por favor especial de Dios -repuso Ga-rrote, indiferente al pánico de su compañero dedesgracia, y mortificado por punzantes dudas-,ese infeliz muchacho al verse honrado por ninombre, se enmendara de sus extravíos...

-¡Enmendarse! -exclamó el cura-. Haríalohipócritamente por engañarle a Vd. si vivía...

-Es verdad, es verdad, no puede ser -añadióD. Fernando-. Los que nos han puesto el infamemote de serviles, los que insultan a los valientesguerrilleros, llamándoles ladrones de caminos yasesinos, los que en sus inmundas gacetashacen befa de las cosas santas y de los ministrosde Dios, y parodian a los franceses, imitando sulenguaje, sus costumbres, sus ideas, esos nopueden ser nuestros hijos, ni nuestros herma-nos, ni nuestros primos, ni nada que con noso-tros se roce y enlace, no pueden de ningún mo-

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do nacer de nosotros... Esa gente no es gente,esos españoles no son españoles. Entre ellos ynosotros, lucha eterna.

-Para poner motes se pintan solos -dijo el cu-ra, dejando caer una gota de humor festivo enla amarga copa del aflictivo diálogo que uno yotro bebían-. A nosotros nos llaman lechuzos, ya la Santa Inquisición la llaman Chicharronismo.No puede darse desvergüenza igual. Por eso escosa corriente en el país, que a los guerrillerosde estas montañas les queda mucho que hacer,después de acabar con los vándalos de fuera.

No lo oyó D. Fernando, porque se habíaarrastrado a gatas hasta el centro de la pieza yallí puesto de hinojos, con los brazos alzados yla mirada fija en el techo, entabló nuevo colo-quio con la Divinidad, en estos términos:

-Señor que me has criado, que me has con-ducido a este fatal término, mi castigo ha sidogrande, pero merecido... ¡Oh! si volviera a na-

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cer, no saldría jamás del camino de la justicia ydel deber... Me has puesto delante el monstruoengendrado por mis pecados, me lo has puestodelante para que vea qué horribles frutos dejaen el mundo la depravación. Para tormento yhorrorosa penitencia mía, el dulce regocijo quela naturaleza debía infundirme en presencia deeste joven, se ha trocado en vergüenza, en abo-rrecimiento, en horror. ¿No es bastante pena,Dios mío?... Cumplo con mis deberes de cris-tiano resignándome a morir, y sufriendo el bo-chorno que mi parentesco con tal monstruo meproduce; cumplo con mis deberes de caballeroy de español, repudiando a ese hijo precito yapartándole de mí y de mi memoria para siem-pre. ¿Es de tu agrado esta conducta, Dios mío?Mi conciencia está tranquila, y muero en ti,fiando en que mis pecados serán perdonados, ymi conducta como cristiano, como caballero ycomo español aprobada en tu supremo tribu-nal.

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¿Qué respondió Dios a esto? Pronto lo sa-bremos.

D. Fernando se humilló en el suelo y dijo pa-ra sí:

-¡Virgen santa! ¿por qué me empeño en estartranquilo y no lo estoy?

Respaldiza le llamó, diciéndole con voz an-gustiosa:

-Sr. D. Fernando de mi alma, ¿no les oye us-ted? Parece que quieren echar abajo la puertade este cuarto. Chillan, chillan y vociferan... Sinduda quieren asesinarme; Sr. D. Fernando, poramor de Dios, ampáreme Vd.

En efecto, oíase violento rumor de golpes yporrazos. D. Fernando, que hasta entonces nohabía tenido miedo a la muerte, sintió escalofr-íos en todo su cuerpo, y el corazón le palpitócon vivísima inquietud.

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-No, no estoy tranquilo -dijo para sí-. ¡Sipermitirá Dios que tenga miedo en esta horatremenda!... Conciencia mía, ¿estás tranquila?

-Esos salvajes quieren penetrar aquí para en-sañarse en mi cuerpo miserable -gritó entresollozos el cura-. ¡Señor mío Jesucristo, piedad!¡Piedad, santa Virgen de la Asunción, señora ypatrona mía!

-Esto es horroroso -exclamó D. Fernando co-rriendo de un lado para otro en la oscura pieza-. Que nos fusilen... pero que no nos arrastren, ninos destrocen, ni nos escupan, ni nos insulten...¡Piedad, misericordia!

Los gritos de la salvaje turba que graznabaen la puerta del calabozo, donde viviendo aúnmoría de terror el desgraciado D. Aparicio Res-paldiza, aumentaban de rato en rato, y al fin eratanto el ruido que D. Fernando no pudo oír loslamentos de su infeliz amigo. Oyó sí que lapuerta se rompía; conoció que multitud de sol-

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dados franceses y algunos españoles entrabanen tropel, rugiendo como bestias coléricas;comprendió que se abalanzaban sobre el pobresacerdote y oyó estas palabras en claro y soezcastellano:

-Cortarle las orejas.

Después llegaron a sus oídos agudísimosayes y clamores de la infeliz víctima; sintió quela llevaban fuera atropelladamente y la fúnebrey horrenda procesión se, presentó a su fantasíacon formas tan espantosas, que tuvo miedo, unmiedo indescriptible, inmenso, y cayó de rodi-llas, clamando:

-Señor mío Jesucristo, ¿todavía más?

Parecía que una voz contestaba desde lo al-to:

-Sí, más todavía.

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-XX-Luego que Monsalud saliera de la prisión, se

serenó un tanto; mas por algún tiempo estuvie-ron aún sus entendederas en lastimoso eclipse.No era de aquellos a quienes la bebida impulsaa desaforados disparates de palabra y obra,sino que por el contrario en aquella su embria-guez primera, después de algunos minutos deestúpida animación, sintiose amodorrado y contristeza tan congojosa, que el cielo parecíahabérsele puesto sobre los hombros. Sus ami-gos españoles renegados y franceses bebían yjugaban a los naipes, reunidos en alegres gru-pos dentro de la sala que servía de cuerpo deguardia y también en el patio. Los del convoy,paisanos y militares, habían ido allí atraídospor el olor de los riojanos pellejos; pero como seacercara la hora de partir y el descanso de bes-tias y hombres había sido grande, se disponíana seguir adelante.

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Salvador advirtió que algunos jurados y ca-zadores franceses, soliviantados por el vino,hacían tan infernal ruido como si todo el ejérci-to de José estuviese bailando dentro de una solapieza. Mareado y aturdido, anhelando silencioy reposo, Monsalud huyó de su compañía y fueal patio, donde algunos paisanos graves y sar-gentos con ínfulas de coroneles, dirigiendo enpomposas espirales hacia el limpio cielo, cual siquisieran empañarlo, el humo de sus pipas,hacían cálculos sobre la campaña emprendida ylos acontecimientos que se aguardaban para eldía siguiente.

-Salvador -dijo un francés, asiendo a nuestroamigo por un botón de su uniforme-, ¿has oídoalgo?

-¿De qué? -preguntó Monsalud dejándosecaer sobre un banco y cerrando los ojos.

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-De la campaña. Toda la división está enmovimiento. ¿No oyes las cajas al otro lado delZadorra?

-Sí, ya las oigo.

-Buena hora has escogido para dormir -añadió el francés intentando poner en pie alaturdido joven-. Arriba, muchacho, que nosvamos.

-¿A dónde?

-A Vitoria con el convoy grande.

-¡Con el convoy grande! -repitió Salvadoralargando los brazos cual si quisiera alcanzar elcielo con ellos-. ¿Pues no ha salido ya?

-¡Bestia! El vino te ha puesto el entendimien-to del revés. Salieron los carros que llevó consi-go el general Maucune.

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-¿Y nosotros salimos ya o estamos aún aquí?-preguntó Salvador-. Juro a Vd. Sr. Jean-Jean,que no lo sé.

-Te lo explicaré a puñetazos -repuso el for-midable dragón.

Zumbido lejano atrajo entonces la atenciónde todos.

-¡Un tiro de cañón! -exclamaron unos.

-¿Hacia qué parte?

-Juro que es hacia Subijana.

-Hacia la Puebla.

Monsalud participando de la general curio-sidad, trató de sacudir el pesado sopor que em-bargaba sus sentidos.

¡Una batalla!... ¿pues qué hora es?

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-Quizás las avanzadas estén reconociendoalguna posición... Señores, mañana 22 será undía de sangre, lo dice Plobertin, que ha visto elsol de muchos días de batalla.

-Es desgracia que nosotros no podamos asis-tir a la gran acción que se prepara, Sr. Jean-Jean-dijo Salvador- y que a hombres de tal templeles destinen a custodiar cofres y estuches.

-¡Oh, joven Epaminondas! -repuso con soca-rronería el astuto dragón-. No envidies a losque se han de cubrir de gloria en el día de ma-ñana. Soldado viejo soy, y te juro que mientrasmás cruces gano para mí y más tierras conquis-to para nuestro Emperador, más anhelo la paz.Marchemos tras los cofres y por el camino.Seamos galantes con las señoras que van en elconvoy, recomendándonos a ellas como solda-dos de Friedland y de Essling, y glorifiquemosa la Francia y bendigamos a Napoleón... por nohabernos llevado a la campaña de Rusia.

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Reinaba cierta inquietud entre la tropa queno había perdido el sentido con la embriaguez.Por otra parte, varios paisanos y bagajeros yunos cuantos soldados franceses de la peor es-pecie, se habían cogido del brazo y recorríanparte del camino en burlesca procesión, gritan-do y cantando: algunos de ellos, que apenaspodían tenerse en pie, eran llevados en vilo porsus compañeros. Luego que berrearon a susanchas, insultando a las infelices señoras queaguardaban junto a sus coches la partida delconvoy, tomaron al patio, y acercándose a lapuerta que daba entrada a las habitaciones delos presos, la golpearon de tal modo con pata-das y puñetazos, que a ser débil se quebrantaraal instante hecha menudas piezas. La turba em-briagada quería que le entregaran a los dosinfelices prisioneros para anticipar el castigoimpuesto por la superioridad militar.

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-¿Pero aquí no manda nadie? -dijo el francésque respondía al nombre de Plobertin-. Estacanalla hará una atrocidad si la dejan.

-¡Que nos entreguen al cura, al cura! -gritabala turba furiosa-. Al cura y al sacristán.

Y golpeaba la puerta, que a fuerza de porra-zos comenzaba a resentirse.

-Aquí viene el capitán -dijo Jean-Jean-. Man-dará dar veinte palos a los borrachos, y harácumplir la sentencia.

Un capitán francés reprendió a los revolto-sos su estúpida crueldad, amenazándoles confuerte castigo; pero aquel, como los demás ofi-ciales alojados allí, estaba en gran zozobra porcausa más grave que las travesuras de algunossoldados ebrios, y regresó al lado de sus com-pañeros, dejando tras sí el tumulto el tumultoque de nuevo estallara con más fuerza.

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-Vámonos por no ver esto -dijo Plobertin-.Parece que algunos carros se han puesto ya enmarcha...

-Nosotros formamos a retaguardia -dijoMonsalud- hay tiempo todavía.

-La gentuza vuelve a las andadas -indicó Je-an-Jean-. La puerta no resistirá mucho tiempomás: no es esa la Zaragoza de las puertas.

-¡Que las paguen todas juntas! -afirmó otroindividuo del respetable cuerpo de dragones-.Ese cura y ese sacristán son guerrilleros, que escomo decir salteadores de caminos. Pues qué¿les hemos de tratar con mimo, después queellos han asesinado a centenares de hombrespertenecientes, como quien no dice nada, a lanación francesa?

-¡A la nación francesa! -repitió el zapadorPlobertin encendiendo su pipa-. La nación fran-

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cesa pide venganza... La verdad es que el cura yel sacristán no merecen mis simpatías.

-Pues yo -dijo Monsalud con resolución- siencontrase quien se decidiera, arremetería con-tra esa chusma y les haría entrar en razón.

-Joven Temístocles -exclamó Jean-Jean- me-nos fuego. ¿Pueden tus paisanos colgar de losárboles racimos de franceses, descuartizarlos,meterlos en los pozos y asarlos en los hornos, ynosotros no podemos ni siquiera desorejar auno de tus desalmados curas y monagos?

-El honor de la Francia -dijo Plobertin- pideque se les fusile al momento.

-Pero sin martirizarlos vergonzosamente -añadió con viveza Monsalud-. Si el Rey lo sabe,castigará a los que le están deshonrando conesta algarada salvaje.

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-En esto de mortificar a los guerrilleros y cu-ras con pistolas -afirmó Jean-Jean- yo digo co-mo nuestro glorioso rey Luis XV de la antiguadinastía: Laissez faire, laissez passer. Con que acaballo, Sr. Monsalud, que marcha el convoy.

La confusión y el alboroto iban en aumento,y no había autoridad que mandase, ni voz al-guna que contuviese a los desalmados. Fuerony vinieron algunos oficiales, pero sin desplegarla energía que el caso requería, porque acos-tumbrados a considerar a los guerrilleros comobestias malignas, toleraban los desmanes de laembriagada soldadesca, o al menos no se cui-daban de atajar una brutalidad que creían justi-ficada por la salvaje fiereza de los partidarios.

La puerta cedió al fin, y los gritadores seprecipitaron por ella dentro del edificio. En-contrábase primero frente a la puerta principalotra más pequeña que era la que daba ingreso ala celda del cura, y que por ser endeble, fuebrevemente echada al suelo de una patada.

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Pocos momentos después, el infeliz D. AparicioRespaldiza salía empujado y arrastrado por lasoldadesca, mutilado el rostro, cubierto de san-gre, abofeteado, injuriado, escupido. Mediomuerto de espanto, encomendaba el desgracia-do su alma al Señor, y en aquel momento an-gustioso, aquel hombre no exento de faltas,aunque tampoco perverso, mal sacerdote, sinduda, pero antes por error y falsas ideas quepor maldad, si tuvo la flaqueza de pedir miseri-cordia a sus viles verdugos, luego que se vioarrastrado irremisiblemente al suplicio sin vis-lumbrar remedio, les perdonó a todos y supomorir como cristiano.

Llevole la turba a un campo cercano dondealgunos robustos árboles convidaban a aquelloscafres a colgar del alto ramaje el cuerpo delinfeliz enemigo vencido e indefenso, y mientrasse consumaba el sacrificio, se regocijaban con laidea de repetir la función en la persona de

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aquel a quien llamaban el sacristán, a pesar deque su aspecto no indicaba tan humilde oficio.

Monsalud, que desde el patio presenciaba laferoz escena, baldón del humano linaje, mas nopor eso rara en aquella guerra que tanto teníade heroica como de salvaje, sentía en su almaviolentísimo coraje y vergüenza. Al ver quellevaban al suplicio, ya mutilado y moribundo,al infeliz Respaldiza, acordose del otro preso;un vago sentimiento agitó su pecho, sintió algosemejante a dulce recuerdo o a esos misteriososrumores del corazón, que a veces gimen en losoídos de nuestra alma, sin que entendamosclaramente lo que quieren decirnos. Inquieto ydominado por profunda aflicción, que no acer-taba a explicarse, dirigiose a la rota puerta deledificio. Allí estaba el sargento poco antes en-cargado de la custodia de los prisioneros, y encompañía de dos o tres bárbaros como él con-templaba estúpidamente, con las manos juntas

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atrás y su pipa en la boca, el fúnebre via crucisdel cura hacia el monte cercano.

-¡Bestia! -le dijo enérgicamente Monsalud-.¿De ese modo guardas a los prisioneros?

El sargento soltó la carcajada de la insensibi-lidad aumentada por el vino, y alzando loshombros, repuso:

-¿Y qué?... ¿No les habían de matar de ma-drugada?... ¿Dónde están los oficiales? Si ellosno cumplen con su deber, ¿qué puedo haceryo?

-¡Miserable! -gritó el joven con furia-. Si esosverdugos se hubieran empeñado en romper esapuerta antes de las doce, hora en que salí deguardia, me habrían cortado a mí las orejasantes de tocar el pelo de la ropa a los prisione-ros... Déjame entrar; queda ahí dentro un infe-liz, que no morirá como mueren los cerdos.

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El sargento y los suyos hicieron como quequerían defender la puerta.

-¡Atrás! -gritó Monsalud-. Dame la llave dela prisión del sacristán.

Briosamente arrebató la llave de manos delcarcelero.

-Monsalud -dijo el sargento fingiendo la en-tereza de un hombre de bien- ¿quieres salvar aese hombre? Está más loco que D. Quijote, y atodos los que entran a verle les llama hijos paraque le pongan en libertad.

-¡Estúpido farsante! -repuso el joven-. ¿Teatreves a darme lecciones de disciplina, dehonor y de obediencia, tú que has faltado atodas las leyes de la Ordenanza y de la huma-nidad?

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-Lo digo -añadió el carcelero echándosela debravo-, porque para sacar de aquí al sacristán,pasarás sobre mi cadáver.

-¡Y sobre el mío! -repitieron los otros, algu-nos de los cuales no se podían tener de borra-chos.

-¡Atrás, a un lado! -vociferó Monsaludabriéndose paso y tomando la linterna que es-taba en el suelo-. No puedo salvar a ese hom-bre, porque el general le ha condenado a morir;pero mientras yo aliente, canallas cobardes, uncaballero honrado y decente no morirá, ya lo hedicho, como mueren los cerdos. Los infamesvuelven; no hay tiempo que perder. Adentro.

Abrió con mano firme la puerta del aposentoen que gemía D. Fernando Garrote. El infelizanciano, al sentir que sacaban arrastrado a sucompañero, después de mutilarle, había sentidocomo antes dijimos, un terror violentísimo quedio al traste con toda su entereza y varonil

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grandeza de ánimo. Extraviose su razón, diovoces, y cuando entró el sargento le habló comosi fuera Salvador. Levantose del suelo en queyacía y como un loco corrió de un muro a otrobuscando salida, y se aporreó las manos contraellos, cual si a puñetazos pudiese horadarlos.La unción religiosa huyó de su mente; huyeronla resignación, la paciencia, la cristiana humil-dad, dejando tan sólo el impetuoso instinto.Gritaba con desesperación:

-Jesús divino; ¡sólo tú sabes padecer, sólo túsabes morir! Soy hombre y acepto la muerte;pero no el tormento, no la vergüenza, no elmartirio, no las manos ni la saliva de la soezplebe en mi rostro, ni la ignominiosa cuerda enmi cuello, ni el vil filo de sus navajas en mipiel... ¡Piedad, misericordia, Dios mío! ¡No ten-go valor! Soy una mujer, un pobre niño...

Con febril ansiedad, y aunque sabía queninguna arma llevaba sobre sí, registró todossus bolsillos y ropas, buscando un corta-

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plumas, una aguja, un alfiler con que darse lamuerte.

-¡Nada, nada! -exclamó con desesperación-.Dios poderoso, ¿tan malo, tan perverso he si-do?...

En aquel instante una claridad rojiza des-lumbró sus ojos, y en medio de ella, como elángel de una aparición divina, vio D. FernandoGarrote a Salvador Monsalud. Sorprendido poraquella imagen que en el momento de la másabrumadora angustia se le presentaba, donFernando cayó de rodillas.

-¡Eres tú, Salvador, hijo mío querido, eres tú!-exclamó desahogando con efusión su alma-.Vienes a salvarme... sí, sí. Tengo miedo, Diosme abandona y no me permite morir con ladulce y tranquila muerte del buen cristiano.

-He tenido lástima -dijo Salvador con vozbalbuciente- y he venido...

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-¡A salvarme!... ¡Oh, justicia! ¡oh, lección di-vina! -gritó vertiendo amargas lágrimas donFernando Garrote-. ¡Has sido tú más generosoque yo! Sí, más generoso, querido hijo mío...Bien me decía el corazón, que mi conducta eraegoísta y mezquina. Salvador, por orgullo, porpreocupaciones más fuertes para mí que larazón, por egoísmo, te oculté un secreto, cuyaconfesión debía ser para mí una deuda sagrada.

Salvador no comprendía nada, y pensandotan sólo en el objeto de su visita, dijo:

-Pronto llegarán: aún puede Vd...

-He sido un miserable, he sido un egoísta,las ideas adquiridas en las disputas de loshombres, las he sobrepuesto a los sentimientosmás dulces de mi corazón, a mi conciencia y amis deberes. Salvador, este miserable que vesaquí a tus pies, humillado y envilecido, es elque te ha dado la vida, es tu propio padre, que

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por su mala suerte y su indisculpable apatía, noha tenido hasta ahora la dicha de conocerte.

El semblante de Salvador, atónito primero,expresó después la más desconsoladora incre-dulidad. Una sonrisa, impropia ciertamente dellugar y de la ocasión, vagó por sus labios; perorecobrando al punto su seriedad, y movido agran compasión por el triste estado mental queen el anciano suponía, le dijo con frialdad:

-Sr. Garrote, yo no tengo padre.

Estas palabras atravesaron como una espadade hielo el corazón del desgraciado Navarro.

-En nombre de tu santa y buena madre, ennombre de Dios -dijo- en nombre de Dios, nome desmientas... He sido un infame egoísta, hesido un necio lleno de orgullo hasta en estaocasión tristísima, pues hace un momento mehorrorizaba la idea de llamar hijo a un traidorrenegado. Dios me ha castigado por esto; pero

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siempre misericordioso conmigo, te me hapuesto delante en mi última hora, para que miconfesión sea completa. ¡Bendito sea Dios!

-Desgraciado loco -dijo Monsalud, contem-plando al reo con impasible calma y profundalástima, tan extraño a los sentimientos que esteexpresaba, como si fueran de otro mundo-.Comprendo que en situación tan aflictiva, tratede seducir a sus carceleros, llamándoles sushijos. Todo es inútil conmigo, porque no hevenido aquí a librarle a Vd. de la muerte.

-¡No me cree! -rugió D. Fernando arrojándo-se en el suelo-. Dios mío, Dios justiciero que asíprolongas mi castigo, ¿más todavía?

Una voz del cielo pareció responder:

-Sí, todavía más.

-Viendo que era inevitable para Vd. un fintan horrible como el del pobre Respaldiza -dijo

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Salvador llevando la mano al cinto donde teníalas pistolas- y suponiéndole hombre de valor,he creído que era caritativo proporcionarle unmedio de evitar la ignominia de martirio tanbárbaro.

D. Fernando se levantó de súbito. Parecía unesqueleto con vida y con toda la vida en losojos. En aquel instante oyéronse los desafora-dos gritos de la turba que volvía. Estremecioseel anciano; dominado nuevamente por un te-rror congojoso, aparentó luego serenidad heroi-ca, y contemplando al mancebo con altanería,exclamó:

-Un hombre de honor, un caballero como yo,no morirá a manos de viles sicarios; un hombrecomo yo, no será sacrificado salvajemente portus bárbaros amigos. He cumplido contigo ycon mi conciencia. No contaba con mi desgra-ciado destino ni con tu incredulidad... Que Diosme perdone lo que voy a hacer. Salvador, dameun arma cualquiera, y adiós.

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Con la seguridad de quien ve realizado supensamiento, Monsalud entregó una pistola aD. Fernando Garrote, diciéndole:

-Eso mismo pensaba yo... Un hombre dehonor, un caballero decente... Que Dios le am-pare a Vd.

D. Fernando irguió con altivez la majestuosafrente, miró a su hijo con calma desdeñosa, lemiró mucho durante un rato relativamente lar-go, y luego con voz trémula y solemne en lacual había cierto sensible acento de pesadum-bre mezclado de sarcasmo, habló de esta mane-ra:

-Salvador, gracias, gracias... Que Dios teampare y te perdone. Adiós.

-Adiós -dijo Monsalud desde la puerta sa-liendo rápidamente.

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Cuando la brutal soldadesca entró atrope-lladamente en donde estaba el bravo guerrero,halló su cadáver caliente y tembloroso sobre elsuelo, la sien partida y destrozado el cráneo. Sumano palpitante asía con rabioso vigor el arma.

-XXI-¡Cuántos habrá que al leer estas escenas que

acabo de referir, las hallarán excesivamentetrágicas y tal vez exagerada la terrible pugnaque en ella aparece entre los lazos de la natura-leza y las especiales condiciones en que los su-cesos históricos y las ideas políticas ponen a loshombres! Yo aseguro a los que tal piensen, quecuanto he contado es ciertísimo y que en el la-mentable fin de D. Fernando Garrote no hequitado ni puesto cosa alguna que se aparte dela rigurosa verdad de los acontecimientos. Vi-vió el citado Garrote en los mismos años que lepresento, y fueron su carácter y sus costumbres

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y sus ideas tales como he tenido el honor depintarlas, salvo la diferencia que entre el artifi-cio de la narración y la verdad misma existe yexistirá siempre mientras haya letras en elmundo. Cierta fue también su malograda ex-pedición con el cura Respaldiza, y evidente sudesastroso cautiverio y fin horrendo, aunqueno le cupo peor suerte que a otros muchos,quier españoles, quier franceses, víctimas en-tonces del furor de las desenfrenadas pasiones.

En cuanto a las circunstancias verdadera-mente terribles que acompañaron al últimoaliento de aquel desgraciado varón, no son talesque deban causar espanto a la gente de estosdías, la cual viviendo como vive en el fragor deguerra civil, ha presenciado en los tiempos pre-sentes todos los furores del odio humano entreseres de una misma sangre y de una mismafamilia; ha visto rotos todos los vínculos en queprincipalmente apoya su conjunto admirable lasociedad cristiana. ¡Oh! si en el santo polvo a

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que se reducen la carne y los huesos de tantoshombres arrastrados a la muerte por el fana-tismo y las pasiones políticas, quedase un restode vida, ¡cuántas íntimas reconciliaciones,cuántos tiernos reconocimientos, cuántos per-dones no calentarían el seno helado de la hondafosa, donde el insensato cuerpo nacional haarrojado parte de sus miembros, como si le es-torbasen para vivir! Y si la eterna vida disipalas nieblas que oscurecen aquí el pensar de loshombres, ¡cuántos seres habrá que en la desola-ción de la impenitencia y en su solitario vagarpor la desconocida esfera, maldecirán la manocorporal con que hirieron el uno al hijo, el otroal hermano! La actual guerra civil, por suscruentos horrores, por los terribles casos delucha entre parientes que ha ofrecido, y aun porel fanatismo de las mujeres, que en algunoslugares han afilado sonriendo el puñal de loshombres, presenta cuadros, cuyas encendidas ycercanas tintas palidecerán, tal vez, los que re-produce los narradores de cosas de antaño. El

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primer lance de este gran drama español, quetodavía se está representando a tiros, es lo queme ha tocado referir en este, que más que libro,es el prefacio de un libro. Sí; al mismo tiempoque expiraba la gran lucha internacional, dabasus primeros vagidos la guerra civil; del majes-tuoso seno ensangrentado y destrozado de launa, salió la otra, cual si de él naciera. ComoHércules, empezó a hacer atrocidades desde lacuna.

Púsose en marcha el largo convoy bastantedespués de media noche. Todo el camino real,desde las últimas casas de Aríñez hasta Gome-cha, estaba ocupado. ¡Con cuánta ansiedad ve-ían que España se iba quedando atrás, las infor-tunadas familias que buscaban un refugio enFrancia!

-Si podemos llegar a Vitoria -decía Jean-Jeanque iba a caballo junto a Monsalud en la reta-guardia- estamos en salvo. Allá se las entiendan

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el Rey y el mariscal Jourdan con Wellington yHill. ¡Gran batalla tendremos hoy!... Pero crée-me: daría una de mis manos por no verla.

-Han dado orden de marchar más a prisa,señor Jean-Jean -dijo Salvador-. La cosa apre-mia. Vd. da una mano por no ver esta batalla yyo daría las dos por verla.

-¡Oh, joven Bayardo, caballero sin miedo ysin mancilla! ¿Sabes lo que es una batalla? Unengaño, chico, una farsa. Los generales embau-can a los pobres soldados, les hablan de la glo-ria, les arrastran a la barbarie, les hacen morir yluego la gloria es para ellos. Pónense a mirar labatalla desde una altura lejana a donde no lle-guen las balas, y echando el anteojo a un lado yotro, hacen creer a los tontos que están obser-vando distancias y calculando movimientos.Así como los nigromantes hablan de estrellas,ciclos, conjuros para engañar a los necios, losgenerales hablan de paralelas, ángulos, cuñas,etc... y hacen garabatos en un papel... ¡Oh, yo

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he medido la Europa con el compás de mispiernas; yo he escupido mi saliva en el Austriay en la Rusia, y sé lo que es una batalla! Des-pués que los unos han destrozado a los otros afuerza de brazo, porque aquí todo se hace afuerza de brazo, el general recorre a caballo elcampo de batalla, y con sonrisa hipócrita dagracias a los soldados; manda que se asista a losheridos, y los cirujanos empiezan a trabajar enla carne como los ebanistas en madera. Ente-rramos a los muertos, damos una muleta a loscojos y una venda a los ciegos: Nuestros nom-bres no se escriben en ningún monumento ninadie los sabe, ni los pronuncia más boca que lade nuestros compañeros. No así el general quese pone un calvario en el pecho, y se echa acuestas un título como una casa, de tal modoque si hoy derrotásemos a los ingleses y espa-ñoles en cualquiera de estos sitios que atrásdejamos, no faltaría un general que se llamasemañana duque de Subijana de Álava, o Príncipe delZadorra. Luego viene la historia, con sus pala-

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brotas retumbantes y entre tanta farsa caenunos reyes para subir otros sin que el pueblosepa por qué, y los políticos hacen su agostochupándose la sangre de la nación, que es loque a la postre resulta de todo esto.

Iba a contestarle Salvador, cuando una sono-ra y fresca voz de mujer gritó:

-Sr. Monsalud, Sr. Monsalud, ¡gracias a Diosque se le ve a Vd.! ¡Qué prisa tiene el caballeritopara dar cuenta de los encargos que recibe!...¡Oh, qué prisa, sí!

Monsalud, a pesar de la oscuridad, distin-guió perfectamente un rostro femenino que porla portezuela de un coche asomaba, acompaña-do de una mano con quiroteca, cuyos dedospajizos se movían saludando de una maneraapremiante y afectuosa.

-Perdone Vd. señora doña Pepita -dijo el mi-litar acercando su caballo al vehículo-. Hace

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dos días que no la veo a Vd. por ninguna parte.¿Y el señor oidor cómo sigue?

Un rostro acartonado y marchito, en cuyasuperficie brillaban con chispa mortecina dostristes y ya muy viejos ojuelos, apareció unmomento en la portezuela, y una voz fatigadaresonó diciendo estas palabras, que parecíanuna especie de limosna oral:

-Buenos días tenga el señor sargento Monsa-lud.

Y desapareció luego dentro del coche.

-¿Apostamos -dijo la dama sonriendo- a queno me compró Vd. en la Puebla los polvos a lamarichala que le encargué, ni las pastillas demalvavisco?

-Señora, ya sospechaba yo -repuso el joven-que en la Puebla no habría cosas tan finas.

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-¡Ah, tunante! -exclamó ella, amenazandofestivamente al joven con su descomunal aba-nico cerrado, que esgrimía como si fuese unaespada-. Disculpas... Y hablando de otra cosa,¿cuándo llegaremos a Francia?

-Pronto, señora. Si hay batalla al romper eldía, como dicen, nosotros habremos ganado deaquí a esa hora mucho terreno, y nadie nos es-torbará el paso.

El oidor dejose ver de nuevo. Era un varónde años, flaco e indolente, enfermo tal vez, yparecía muy aburrido del largo viaje.

-¡Batalla al romper el día! -dijo frunciendo elceño-. Me parece que principia a despuntar laaurora. ¿Y hacia dónde es esa batalla?

-Hacia ninguna parte, hombre -repuso condesdén y superioridad doña Pepita-. Tu granmiedo te hace ver batallas en las puntas de losdedos. ¡Qué aburrimiento! No se puede ir con-

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tigo a ninguna parte... Recuéstate en el coche ycalla, o me enojaré.

-¡Todo sea por Dios! -murmuró el oidor se-pultándose en el coche.

-No se descuide Vd. en avisarme todo lo queocurra -dijo la dama alzando la voz, cuandopor uno de los movimientos tan propios de unamarcha, el coche se alejó bastante de los jinetes.

Monsalud la saludó con una sonrisa, mien-tras Jean-Jean le decía:

-Si esa señora doña Pepita tan garbosa, consu grueso lunar velludo en la barba, sus buenascarnes, sus ojos negros, su cara un tanto arrebo-lada y sus quirotecas amarillas, me hubiesemirado a mí desde la portezuela, apuntándomecon su abanico y haciéndome preguntas diver-sas desde que salimos de Valladolid, a estashoras, joven guerrero, ya nos trataríamos de tú,y todos mis compañeros envidiarían al sargen-

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to Jean-Jean. Verdad que yo soy hombre muycircunspecto y no he querido decirle una solapalabra, además de que no es de caballerosquitarle su conquista a un camarada; que sillego a hablar con ella y echo mis visuales ydisparo los tiros de mi galantería, y trazo misparalelas, y lanzo los escuadrones, y enfilo laspiezas, y pongo el sitio en regla, Monsalud, endos horas es mía la plaza; en dos horas hago yolo que a ti te costará dos meses... ¿pero en quépiensas? ¿estás mirando las estrellas que des-aparecen?... Salvador, Salvador, despierta, queestoy hablando, está hablándote todo un Jean-Jean.

Profundamente abstraído y meditabundo,Monsalud había olvidado a doña Pepita, al oi-dor y a Jean-Jean. Poco después de este ligeroincidente, la claridad del día empezó a derra-marse por tierra y cielo, bañándolo todo con lasdulces y frescas tintas de la mañana. El serenofirmamento parecía suspendido sobre la frente

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del mortal para presidir y proteger su alegrevida, sublimada por el trabajo, por la virtud,por inocentes y castos amores. El campo estabaimpregnado de la grata y placentera atmósferaque por el aliento penetra hasta nuestro co-razón inundándolo de felicidad, o si se puededecir, aromatizándolo, pues parece que balsá-micas esencias penetran hasta lo más hondo denuestro ser, sacudiendo los sentidos y desper-tando el alma con el estímulo de vagas emocio-nes. Las altas montañas y los verdes prados seaclaraban, disipada la niebla que los cubría,mostrando su lozano verdor, compuesto de mily mil hojuelas húmedas, que tiritaban al rocedel pasajero viento. Poco después los rayos delsol se introducían por todas partes, en el senode las nubes, entre el follaje de los árboles, enlos infinitos huequecillos de los arbustos y laspiedras, en la profunda masa cristalina de lasaguas del río. Todo tomó color, y con el color lagrandiosa existencia del día. ¡Ah! si queréisconservar la dulce paz en vuestra alma cerrad

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los oídos... Estrepitosos cañonazos resonaron alo lejos y el convoy entero, como si obedecierauna orden, se detuvo.

Por algún tiempo no se oyó en todo el espa-cio ocupado por tantos carros y hombres, elmás ligero rumor; pero no tardó en producirsede un extremo a otro discordante algarabía.

-Dicen que no se puede pasar de Gomarra...Los ingleses están atacando a la Puebla... Tam-bién hay batalla por Subijana... y en Avechuco...y en Crispiniana.

Estas frases, se repetían, pasando de boca enboca y dando ocasión a multitud de preguntasque no eran nunca bien contestadas. Las res-puestas aumentaban la confusión.

-¡Patarata! -exclamaba un jurado de los másvehementes el cual había aprendido pronto lafanfarronería francesa-; el general Clausel, queestá en la Puebla, les enseñará lo que pueden

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tres ingleses contra un solo francés. ¿Y qué nospuede importar la Puebla si queda atrás? Ade-lante.

Pero los carros y coches no obedecieron laenfática orden del bravo dragón, permanecien-do tan quietos cual si los clavaran en el suelo.El día había aclarado completamente, permi-tiendo ver la palidez y la extrema ansiedad detodos los semblantes... De pronto una voz pa-vorosa recorrió de un extremo a otro la líneadel convoy, repitiendo:

-No se puede pasar. Crispiniana ha sido ata-cada, y los ingleses y los guerrilleros han apa-recido por Gomarra...

La configuración del camino por donde in-tentaba marchar el convoy era la más a propósi-to para infundir miedo a los viajeros. Altos ce-rros a un lado y otro formaban un estrecho ca-llejón tortuoso, por cuyo fondo el camino y elZadorra culebreaban estorbándose a cada paso.

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Frecuentemente pasaba el uno por encima delotro, cediéndole ora la derecha ora la izquierda.Aunque en la noche antes se habían tomadotodas las precauciones para el paso del convoyocupando las alturas, aquel repetido cañoneoque se oía más arriba, ponía en gran inquietuda todos, y recelaban que las fuerzas destacadasse hubieran visto en la necesidad de acudir ensocorro de los de Crispiniana o Gomecha... Porfin, después de una hora de ansiedad, moviosela larga procesión entre gritos de alegría. Losmulos, los caballos, los bueyes y los hombresdieron algunos pasos; después se volvieron aparar. Parecía una comitiva de entierro cuandoel carro fúnebre se atasca.

Pero transcurrido otro rato de ansiedades,de angustiosas preguntas y de mal humoradasrespuestas, el dragón de mil patas marchó denuevo con bastante prisa.

-¿Qué hay?... Sr. Monsalud, una palabra poramor de Dios -dijo la oidora echando fuera del

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coche su ostentoso lunar, su franca sonrisa, surostro todo, no pequeño ni falto de gracias porcierto, su abanico y sus quirotecas-. CuéntemeVd. lo que ocurre.

-Cuéntenoslo Vd. - añadió el oidor asomán-dose también tras de su consorte.

-No hay nada que temer -dijo deteniéndoseel jinete, que regresaba de la vanguardia delconvoy-. Camino franco hasta Vitoria.

-Nos hemos detenido, señora -indicó Jean-Jean, metiéndose donde no le llamaban- porquela vanguardia ha estado reconociendo el cami-no.

-La batalla está empeñada por aquí, a manoizquierda -dijo Monsalud extendiendo el brazoen la dirección indicada- y se ha roto el fuegopor tres puntos distintos.

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-Por tres puntos distintos, señora -añadió elintruso Jean-Jean-. Quizás pasemos por sitiospeligrosos. Si gusta la señora oidora, la acom-pañaré a la portezuela para preservarla decualquier accidente.

-No, gracias, retírese Vd. -repuso la damacon desdén-. Sr. Monsalud, ¿se marcha Vd. tanpronto? ¿Perderán esa batalla? ¿La perdere-mos? ¡Ay, no me diga Vd. que sí!... EngáñemeVd. por favor.

-¡Qué se ha de perder! -vociferó el francés.

-Señor sargento -dijo el oidor- no se separeVd. de nosotros. Mi mujer tiene un miedo es-pantoso.

-¡Oh, sí! -murmuró la dama.

-Si por desgracia nuestra nos viésemos enpeligro...

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-No, no se separe Vd. de nosotros, señorMonsalud -dijo doña Pepita-. Mi marido cobraalientos viéndole a Vd. tan cerca... podría ocu-rrir algún accidente funesto; que nos viésemosenvueltos, comprometidos... ¡Cómo retumbanlos cañonazos en estas montañas!... Por Dios,Sr. Monsalud, distráigame Vd., cuénteme cosasagradables para que con la conversación entre-tengamos y engañemos el miedo; hablemos deasuntos risueños, placenteros, tiernos y dulces,de esos que regocijan el espíritu y matan elhastío. Hágame Vd. olvidar que a dos pasos denosotros se está dando una batalla... quieroestar alegre y reír... quiero olvidar y engañar-me. Engáñeme Vd... ¡Oh, sí! dígame Vd. que notema, tranquilíceme... Pero no oigo lo que ustedme dice Vd. ¡Oh! no tema usted alzar la voz. Mimarido no oirá nada: es un poco sordo.

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-XXII-La batalla en que doña Pepita no quería pen-

sar y en la cual nosotros no fijaremos tampocomucho la atención, fue del modo siguiente.

Ya sabemos la dirección y traza del caminoreal de Miranda a Vitoria, que va a orillas delZadorra, rozando al pasar los lindes del conda-do de Treviño. Hállanse en este camino los lu-gares de la Puebla, Aríñez, Crispiniana y Go-mecha, y después de deslizarse entre altos ris-cos, penetra holgadamente en el llano de Vito-ria. Ocupaban los franceses la orilla izquierdadel Zadorra. Otro afluente del Ebro, el Bayas, yotro camino, el de Vitoria a Bilbao, servía debase al ejército aliado, que se extendía desdeMurguía hasta cerca de Subijana de Álava.Dueños los franceses del camino de Burgos aVitoria, tenían segura la retirada, así como lospasos del río, y una posición excelente en lasalturas que rodean a la Puebla. Este camino,

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estos puentes y estas alturas, eran lo que en lamañana del 21 empezaron a disputarles lastropas inglesas, portuguesas y españolas pordiversos puntos y con rapidez y energía extra-ordinarias. El inglés Hill y el bravo español D.Pedro Morillo, atacaron la Puebla y sus riscoseminentes, coronados por una fortaleza feudalde antiguo llamada El Castillo; el general Gra-ham, con el guerrillero Longa, atacaron la dere-cha enemiga en el camino de Bilbao por Ave-chuco, y después por Gomarra menor. Con-quistados felizmente estos puntos extremos yaltos, fueron atacados todos los pasos interme-dios del Zadorra, el llamado Tres Puentes,Crispiniana y Gomecha. Hubo en estos ataquesalternativas sangrientas de fortuna y adversi-dad, porque los franceses los reconquistaban amedias después de perderlos, hasta que defini-tivamente los poseían los aliados. Mientras es-tas luchas horribles ensangrentaban el Zadorra,hacia el Norte se daba la verdadera estocada demuerte, con el movimiento de avance del gene-

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ral Graham y del guerrillero Longa que corta-ron al enemigo el camino de Francia. Sin otrasalida que el de Pamplona, precipitose por éltodo el ejército, con José a la cabeza; mas si loshombres que aún tenían piernas pudieron es-capar, no gozaron igual suerte la artillería ni laimpedimenta que se atascaron en el camino,como los ratones con morrión al querer huirdespués de la batalla con las comadrejas.

Tal fue en breves términos la de los aliadoscon los franceses en las inmediaciones de Vito-ria, acción que tuvo, como todas las obras ma-estras, una gran sencillez. Si la he descrito agrandes rasgos, no ha sido porque en ella en-contrase menos interés ni menos elementospara la narración que en otras funciones deguerra, a cuyo relato di anteriormente, si nogran interés, atención considerable. Me muevea hacerlo así, el propósito de variar la materiade estos libros, dando en el presente la prefe-rencia a una curiosa fase de aquella campaña y

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de aquella guerra, cual fue la suerte del másrico botín que un ejército invasor se ha llevadoconsigo al abandonar el país expoliado.

En todas las batallas hay un interés subal-terno que apenas menciona con desdén la his-toria, y que consiste en las vicisitudes de aquelfondo positivo de toda contienda entre loshombres; en todas ofrece gran interés el dramaoscuro que se desarrolla dentro de la alforjagrande o pequeña que los ejércitos llevan a lagrupa. Mientras los generales se calientan lossesos haciendo cálculos tácticos, y mientrastruena la artillería y se destrozan las falanges,allá en la cola del ejército, una ciudad portátil,llevada por mercaderes ambulantes, tiemblapor su destino. Las tiendas, los bagajes, las co-cinas, las cantinas, los equipajes, los coches, losbotiquines, las camillas representan la vida y lamuerte. Son la suprema necesidad y el supremopeligro de la batalla. Sin esto no se puede ven-cer, y con esto no se puede huir.

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Todo el interés de la batalla de Vitoria estu-vo en la impedimenta. Hacia aquellos cofrestendiéronse anhelantes las manos crispadas devencedores y vencidos. Podía decirse que aquelconvoy era el resumen de la guerra, y que losfranceses al perderlo, perdían la tierra trabajo-samente conquistada; al verlo tan grande, tancustodiado, creerían también, que no pudiendodominar a España, se la llevaban en cajas, de-jando el mapa vacío.

Y a pesar de la ruda batalla empeñada a laizquierda, el pesado equipaje seguía adelante,avivando el paso todo lo posible. Era una tor-tuga impaciente y azorada que ansiaba resbalarcomo culebra, y parecía que la zozobra y an-helo de los que en ella llevaban sus intereses,impulsaban la pesada armazón. Durante cuatrohoras largas, no ocurrió detención alguna; peroa medida que se acercaban a Vitoria arreciabael tiroteo, hasta que llegaron a un punto en quedivisaron claramente y a corta distancia las

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columnas en movimiento y las baterías escu-piendo fuego. Allí dieron las ruedas su últimavuelta, y los caballos su último paso, y los co-cheros su último grito, y el afligido corazón delos viajeros el último latido de esperanza. Todoacabó: había sonado la terrible sentencia. No sepodía pasar.

-Sr. Monsalud, eso que me contaba Vd. -dijopoco antes de la detención la oidora- es tan in-verosímil, que si Vd. no lo afirmara como loafirma, lo dudaría... ¿Ella misma gritaba que lematasen a Vd.?... ¿Pero qué es esto? Nos para-mos otra vez.

-Otra vez, señora...

-Y ahora será para siempre -vociferó Jean-Jean-. ¡La batalla está perdida!

-¡Perdida! -exclamó doña Pepita, a puntoque el oidor sacaba la cabeza pidiendo infor-mes.

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-¿Dicen que se gana la batalla?

-No; que se pierde -repuso la dama-. No seasimpertinente, ni me estrujes el cabriolé... PorDios, Sr. Monsalud, ¿nos abandona Vd...? ¡Quéinsoportable ruido! Parece que suenan miltruenos a la vez... Salvador, deme Vd. la mano,a ver si me infunde valor... ¡Por Dios, la mano!

-Una dama valerosa como Vd. no se asustaráporque perdamos una batalla -replicó el joven,alargando su mano-. Ya ganaremos otra.

-La ganaremos, sí, ganaremos una hermosabatalla -dijo Pepita recobrando sus frescos colo-res-. ¡Cuán cansada estoy de la estrechez delcoche!... Quisiera salir un momento, un mo-mentito. ¿Nos detendremos mucho aquí?

-Per secula seculorum -gruñó detrás del cocheJean-Jean...- Esto se acabó.

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-¡Qué confusión por todas partes! -exclamóPepita-. Mi marido llora, Sr. Monsalud; es de-masiado pusilánime. Supongo que no nosharán nada... ¿Será preciso huir?... ¡Oh! huir, y¿cómo?

-En el coche no es posible.

-Pero sí en un caballo, ¡ay! en la grupa de uncaballo... ¡Dios mío, cómo gritan! Pues qué, ¿seha perdido toda esperanza?

El oidor exhibió nuevamente su fisonomía,en la cual una palidez cadavérica anunciaba elmiedo causado por la peor noticia que un oidorha podido oír en el mundo.

-¡Pie a tierra todo el mundo! -gritó una vozestentórea-. Las ruedas no pueden seguir...

-Aún hay zapatos y herraduras -clamó Jean-Jean...

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Casi todos los jinetes echaron pie a tierra, ymuchos viajeros arrojáronse fuera de los co-ches, despavoridos y aterrados. El concierto deimprecaciones y lastimosas quejas, excedía atodo encarecimiento.

-Salgamos también -dijo Pepita, llevando elpañuelo a sus ojos para enjugar una lágrima-.Pero me es imposible andar... Sr. Monsalud, medesmayaré sin remedio... No se separe Vd. niun momento de mí.

El oidor salió del coche y perezosamente es-tiró el acecinado y árido cuerpo para devolverlesu posición y forma prístina, semejante a la quetienen los mortales, cuando no han pasadoocho horas dentro de un coche. No lo consiguiófácilmente el respetable varón, cuya figura,después que a sus anchas se desperezó y dejócaer los brazos y echó sobre las piernas el livia-no peso del cuerpo, se asemejaba mucho a ungran paraguas cerrado.

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-¡Esto es horrible, espantoso! -clamaba ladama-. ¿Y a dónde vamos? ¿Qué se hace? ¿Quénos pasa? ¿Hay esperanza de seguir? ¿Nosquedamos aquí?... ¿Retrocedemos?... ¿Tomare-mos un bocado?... ¿Nos cogerán los ingleses?...¿Pues y nuestro dinero?... ¡Oh, Sr. Monsalud demi alma, Vd. que es tan bueno y tan generoso,sálveme Vd.!

-No es tan desesperada nuestra situación-repuso el joven, notando que el cuerpo de do-ña Pepita, al buscar en su brazo indolente apo-yo, no era un cuerpo de sílfide, de fantásticaforma e imaginaria pesadumbre.

-¡Qué espantoso es esto!... -añadió la dama-.¡Los hombres gritan y blasfeman!... ¡Las muje-res lloran!... ¡Qué desolación!... Sr. Monsalud,andemos un poquito para desentumecernos...Todos lloran la hacienda perdida... ¿pues y no-sotros? ¡traemos tanta plata, tantas alhajas!...¡Yo también lloro, Dios mío!... ¿Será posible quenos cojan esos perros ingleses?... Adelante; va-

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mos por aquí... Busquemos a alguien que nosde buenas noticias... no pueden ir las cosas tanmal como dicen... ¡Oh, los ingleses! ¡Cogerla auna los ingleses!... pero no, mil veces no, escla-recido joven, Vd. me defenderá hasta morir...Me horripilo de pensar que un inglés pondrá lamano sobre mí... Sigamos más allá... ¿No habránadie que diga: «la batalla se ha ganado»?...¿Pero dónde estamos? ¿Dónde está mi marido?¡Se ha perdido!...¡Lo hemos dejado atrás! ¡Ur-banito, Urbanito!

-El señor oidor habrá ido en busca del jefepara saber la verdad de todo.

-¡Oh, qué horroroso aspecto ofrecen estaspobres gentes!... Vea Vd. en aquella pobre mu-jer que abraza llorando a sus niños... Estos otrosno hablan más que de huir... ¡Jesús crucificado!¿a dónde iremos nosotros?... Será preciso aban-donarlo todo... ¡Aquí están diciendo que no hayesperanza!... Allí gritan «sálvese el que pueda».Mire Vd. a esos sacando atropelladamente su

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ropa de las arcas. Será preciso llevarlo todo acuestas... ¡Oh! ¿aquellos que por allí vienen, noson los heridos de la batalla?... ¡Malditos ingle-ses!... Por piedad, Monsalud, no me abandoneVd... Es imposible huir en coche... yo no sémontar a caballo... ¿podré ir a la grupa?... ¡Quédesolación!... Vamos por aquí... los gritos, lasblasfemias, los juramentos de esos hombresdesesperados que parecen demonios, me hacentemblar, y me pongo mala... Por aquí... Québullicio, qué algarabía... ¿Y mis alhajas, y misencajes, y mis ropas?... Corramos allá, corra-mos... Mas no veo a mi marido por ningunaparte. ¡Urbanito, Urbanito!

-Vamos por aquí... En estos casos es tristellevar consigo el valor de un alfiler. Pobre ydesvalido yo, lo mismo tengo vencedor quevencido.

-¡Qué felicidad! -continuó la dama, que porno encontrarse bien en ninguna parte, queríaestar al mismo tiempo en todas-. Así quisiera

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ser yo; libre como el aire, y con la galana pobre-za de los pájaros que no tienen más que un ves-tido, y a donde quiera que van, llevan todo suajuar consigo... Huyamos de este sitio. Los llan-tos de esas mujeres me hacen llorar también amí... Aquéllos dicen que los ingleses nos sor-prenderán aquí... ¡esto es espantoso! ¡Los ingle-ses, los guerrilleros!... Me parece que muchaspersonas han emprendido la fuga por el llanoadelante... ¿No ve Vd.? Llevan un lío a las es-paldas, y los zapatos en la mano para corrermejor... Observe Vd. a aquel infeliz que se dade cabezadas contra un cañón... estos de aquíhablan de quitarse ellos mismos la vida... PorDios, si forman Vds. de nuevo, no me abando-ne Vd... deserte Vd. si es preciso, deserte Vd.. Sime veo sola, me moriré de pavor... ¡Yo quepensaba ir a Francia y regresar a Madrid para elotoño!... En medio de mis desgracias, he tenidola sin igual ventura de conocerle a Vd., de en-contrar a un joven tan leal como modesto queestá dispuesto a ampararme contra esos vánda-

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los de ingleses... Estos pobres jurados y míseroslacayos del Rey José, hablan de morir matandoo abrirse paso por entre los vencedores... Lesserá imposible, ¿no es verdad? Por Dios, no seabra Vd. paso, no se abra usted paso y quédeseaquí... más vale rendirse... ríndase Vd.; nosrendiremos los dos... vamos, vamos pronto... nopuedo ver tanta desolación... escondámonos enalgún sitio... ¿Ve usted a mi esposo?... Busqué-mosle... es capaz de dejarse dominar por la de-sesperación, y hará alguna locura... ¿En dóndedejamos nuestro coche?... A prisa, a prisa, Sr.Monsalud, sosténgame Vd. si me caigo; creoque me caeré, sí... me caigo sin remedio... ¡Diosmío! ¿No le parece a Vd. que me voy a caer?

-XXIII-Pero no se cayó. Corrieron Monsalud y Pepi-

ta por entre la revuelta masa de gente y vehícu-los, espantados una y otro del triste espectáculo

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que el detenido convoy ofrecía, y antes querefiramos lo que resultó de su improvisadaamistad y de las extrañas vicisitudes del viaje,es de todo punto indispensable advertir, queesta gallarda dama del lunar, cuyas quirotecastendremos ocasión de ver más adelante en elescenario de otras historias, pertenecía a la fa-milia de Sanahúja, no siendo ella misma desco-nocida para nuestros lectores, pues algún inci-dente de sus verdes abriles tuvo cabida en otrolibro. Enteramente nuevo para mí y para losque me leen, es el oidor; pero recientementehan llegado a estas manos documentos y apun-tes, cuyo interés me mueve a asegurar una po-derosa intervención de este personaje en laspáginas que leerá el que las leyere. Por ahora,sólo corresponde decir, que en aquel tumultode lágrimas y blasfemias, de desesperación yhondo desaliento, el jurado y doña Pepa busca-ban a Urbanito por todas partes, sin que Urba-nito pareciese.

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Entretanto un suceso importante y decisivollevó al último extremo el terror de los infelicesempleados, bagajeros y conductores; y fue quepor el llano adelante aparecieron varias colum-nas francesas marchando en desorden y conprecipitación. Aparecieron luego caballos aescape, cubiertos de espumoso sudor, anhelan-tes y como poseídos de insensata cólera, y des-pués muchos heridos transportados en camillaso en palanquines, o simplemente cargados en-tre dos por los hombros y los pies. Tras estosintiose el rodar estrepitoso de algunos caño-nes.

-¡Paso, paso a la artillería! -gritó una voz queparecía un huracán.

Los carros que obstruían el camino procura-ron abrir calle; pero si lo consiguieron en unpequeño trecho, después los cañones tuvieronque hacer alto. Juraban los artilleros y votabanlos carreteros. Los de infantería, desparramán-dose a un lado y otro del camino, siguieron

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adelante. La velocidad adquirida en los prime-ros momentos de la retirada, era tal, que nopodían contenerse, y miraban hacia atrás cre-yendo sentir en sus espaldas las herraduras dela caballería inglesa.

Los heridos fueron depositados en tierra ycuando el furor de las armas había cesado paraellos, sacaron las suyas los cirujanos. Con lapresteza inconcebible que ponen en sus opera-ciones los médicos de los ejércitos, se atendió atodos ellos. Vendajes, emplastos, amputaciones,cuantos remiendos se aplican a la personahumana después de una batalla, fueron aplica-dos sobre el suelo y al aire libre. Corría la san-gre sobre las camillas y por la tierra; pero loslastimeros ayes de los infelices que habían sidomutilados por el cañón y la fusilería, no eranmás que un accidente superficial en aquel tu-multo de tan diversos ruidos compuesto, enaquella atmósfera de pánico que se extendíapor todo el camino hasta más alla de Vitoria.

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Era de ver la frialdad de los cirujanos dispo-niendo se cortase un brazo o pierna, haciendobrillar a la luz del sol el fúnebre esplendor desus instrumentos, para no dar tiempo a lavíctima ni aun a quejarse de su malhadadasuerte. En aquella carpintería de carne humana,no había consuelos morales ni físicos para elinfeliz paciente, ni narcóticos, ni atenuantes,sino la crueldad fría, desnuda, impasible de laciencia quirúrgica, que como su parienta laciencia militar, no repara en la carne y sangrede los hombres para ir a su fin.

Conforme los curaban mal o bien, les ibantransportando a otro lugar o a los carros quehabían de llevarlos a paraje más seguro; perollegaron tantos, que los cirujanos no pudieronatenderles, aunque tenían las mejores manosdel mundo. Arrojados de aquí para allí, clama-ban al cielo; pero el cielo debía de estar ocupa-do en otra cosa, porque no les hacía caso.

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Por otro lado ocurrían parecidas escenas,porque si el ejército de Gazan emprendió suretirada por el lado de Berrosteguieta, cerca dedonde estaba el convoy, los de Erlon y Reille lohicieron más allá de Vitoria; así es que en unaextensión de más de dos leguas se ofrecía elespectáculo de los soldados furiosos abriéndosecamino por entre un dédalo de carros y cureñasy furgones y ambulancias y coches de viaje, ycirujanos ocupados, y heridos que no podíanmoverse.

Aunque en todo el camino reinaba gran con-fusión, pudo oírse y generalizarse la orden deque la retirada no se emprendiera por el cami-no de Francia, sino por el de Salvatierra y Pam-plona. Esto parecía una salvación, y muchosvehículos y casi toda la artillería se dirigieronallá; pero la mala estrella de los franceses enaquel día quiso que el camino de Salvatierraestuviese lleno de zanjas y cortaduras hechaspor los guerrilleros de Mina y Longa poco antes

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para molestar a Foy y L'Abbé, por cuyo motivoninguna rueda pudo pasar más allá de Harra-zo. En el camino de Francia seis o siete cochesde lujo seguidos de otros carros con equipajes ygran repuesto de víveres finos, pugnaban porretroceder hacia Vitoria para tomar la vía deSalvatierra; pero no les fue posible abrirse paso.Eran los carruajes de José y su comitiva, quedispuestos a la cabecera del convoy para em-prender la retirada hacia el Norte, habían tro-pezado con las tropas de Graham y Longa.

Hacia las tres de la tarde la irrupción de sol-dados en retirada aumentó de una manerahorrorosa. Hambrientos y abrasados de sed, seabalanzaban a las cajas de víveres y a las canti-nas arrebatando entre aullidos siniestros todolo que hallaban al alcance de sus manos. Ago-tado todo, las tropas se apoderaban de los víve-res de los particulares, penetrando brutalmenteen los coches para arrancar el pedazo de pan delas manos de un niño o de una mujer. No pu-

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diendo seguir el camino saltaban los setos y seesparcían por los sembrados en varias direccio-nes, siguiendo todas las veredas con tal quellegasen a parajes lejos del malhadado Zadorra.

Pero cuando el tumulto y el delirante estré-pito y el barullo llegaron a su colmo, fue cuan-do aparecieron, procedentes del campo de bata-lla, veinte o treinta piezas de artillería, furiosas,ardientes, impetuosas, no hallando ante sí bas-tante camino para volar; arrastradas por caba-llos locos, verdaderos dragones, cuyo resoplidoquemaba y que parecían llevar en sus venastodo el fuego que inflamara los aires durante labatalla. Aquellas máquinas, simulacro de lasignotas fuerzas que en el cielo producen eltrueno y el rayo, huían para no caer en manosdel enemigo. Los artilleros, semejantes a fabu-losos aurigas, herían los caballos con el látigoprimero, y después con los sables, para precipi-tarlos en delirante carrera. Todo lo atropellabanante sí por salvarse. Si un grupo de heridos o

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de familias desvalidas se interponía en su ca-mino, las ciegas máquinas compuestas de cure-ña, cañón, artilleros y caballos, pasaban porencima de los cuerpos humanos, como el brutaldios de la India. Las ruedas, lanzadas en furio-so torbellino exterminador, dejaban hondossurcos en el suelo aplastando todo lo que se lesponía por delante, la yerba y el hombre.

Un chirrido de metales que juegan y chocanentre sí, de cadenas que se rozan, de ejes quevibran, de llantas que trepidan, de clavos quesaltan, de tornillos que se aflojan, de cacharrosde metralla que suenan unos contra otros comolos cascabeles de un bufón, se mezclaba a losindescriptibles rumores de las balas que ibanmoviéndose dentro de las cajas, tocando infer-nal música al compás de la marcha; se mezcla-ba el golpear de los escobillones, cuyos mangosbatían contra el maderaje de la cureña; al chas-quido de cien látigos que culebreaban en el aireestallando como cohetes; a los gritos de los que

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querían imprimir a aquellas máquinas fugitivasel rencor, la angustia y el pánico de sus infla-mados corazones.

Tras aquellas piezas vinieron otras. Calientesaún sus bocas vueltas hacia atrás, parecía queexhalaban con los últimos vapores de la pólvo-ra y el último mugido del disparo, sorda im-precación. Treinta, sesenta, cien cañones huíandesesperados: al verlos y al oírlos, creeríase queel trueno, tomando la odiosa forma de gigan-tesco pólipo de hierro, se arrastraba por la tie-rra. Las peñas de los montes desgajándose ycayendo sobre el llano y saltando en desespe-rado juego y carrera infernal por arte del de-monio, no hubieran causado más espanto.Mientras la infantería continuaba en el fuego,dando tiempo a que el cuartel general y loscañones se pusiesen en salvo, estos ocuparontodos los huecos que quedaban en el camino yalgunos destrozando cuanto hallaron al paso,pudieron ponerse en primera línea. Los demás,

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aprisionados al fin entre millares de ruedas depesados bagajes y enormes fardos, se atascaronen el camino, agolpándose unos contra otros.

Entre esta aglomeración de obstáculos pro-ducida por tanta maquinaria inútil, las infortu-nadas familias afrancesadas y los conductoresdel convoy formaban grupos aflictivos, parte enel camino, parte en los sembrados, y entrelágrimas y lamentos se consultaban sobre ladeterminación que debían tomar en tan extre-mado conflicto. Unos creían conveniente aban-donarlo todo y huir para salvar lo más impor-tante, que era entonces, como siempre, la vida;otros aseguraban que por nada del mundoabandonarían su fortuna. Muchos, encontrandouna solución salvadora en medio del generalazoramiento, habían echado a tierra los baúlesy abriéndolos sacaban de ellos lo más valioso,llenándose los bolsillos y haciendo líos con lode poco peso. Hombres y mujeres, soldados ypaisanos se consultaban, se movían de aquí

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para allí, repartiéndose lo que habían de llevar,aconsejándose unos a otros, animando los vale-rosos a los débiles, ayudándose en lo que pod-ían. De pronto se oyeron en la parte del camino,más allá de Vitoria, las tremendas voces de«¡paso, paso!».

Algunos caballos de la guardia se esforzabanen cortar el apretado gentío, y se precipitabanrechinando aguijoneados por la espuela. Vien-do los jinetes que era imposible abrir paso, es-grimieron los sables y descargando furibundostajos a diestro y siniestro sobre soldados, paisa-nos y mujeres, gritaron:

-¡Paso, paso al Rey!... ¡Paso al Rey!

La multitud gimió azotada con látigo de ace-ro, y prorrumpió en imprecaciones contra José.

-¡Paso al Rey! -repetían los de la guardia.

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Exasperados por la resistencia, redoblaronsu furor, y cargando sin piedad, aquí machaca-ban una cabeza, allí hundían un pecho. Arre-molinándose a un lado y otro y aplastándosecontra los coches, la turba se desgajó y en suangustioso seno pudo abrirse un surco; por unacalle de maldiciones y de odio y de sed de ven-ganza, pasó a caballo un hombre pálido, con elnegro y abundante cabello en desorden, frunci-do el ceño, trémulas las manos. Era José que nohabía podido salvar sus coches, y huía a uña decaballo por donde Dios le encaminase, llevandoen su alma todas las congojas de sus cinco añosde fúnebre reinado.

Los que le abrían paso, lograron encontrarsalida al campo libre a la derecha del camino.Seguido del general Jourdan, que se había olvi-dado el bastón, y de otros generales que olvida-ron el sombrero, y aun de otros que no se acor-daban del honor, corrió por allí José lanzandosu caballo a todo escape, aterrado, jadeante, sin

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serenidad, como el asesino que acaba de come-ter un gran crimen y huye de su perseguidor aconciencia.

Poco después de este suceso, llegó el mo-mento supremo de aflicción para los del con-voy, para los artilleros, los infantes y todos losque no podían ponerse en salvo.

Una voz, cien voces gritaron con ronca de-sesperación:

-¡Los ingleses... los guerrilleros!

Allá lejos, hacia Vitoria, entre las columnasde infantería que se acercaban con el mayororden posible, viose una multitud de jinetes.Brillaban en alto los sables, y los veloces caba-llos avanzaban con rapidez extraordinaria. Yano quedaba más recurso que huir abandonán-dolo todo. ¡Horrible determinación! Viose a losartilleros desenganchar los atalajes; viose a loscarreteros disponiéndose a salvar sus caballer-

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ías. Las cureñas y cajas y los furgones y las am-bulancias y los coches y carromatos quedaronen un instante libres de correajes y cuerdas.Todo lo que tenía pies se puso en marcha.Aquello era un río de gente y caballos, atro-pellándose unos a otros en violenta confusión ala desbandada. Ciento cincuenta cañones, dos-cientos carros de municiones y los innumera-bles equipajes y vehículos particulares queda-ron abandonados. Sobre un solo caballo se en-racimaban hombres y mujeres, empujándosepara descargar el peso de aquellas tablas desalvación. El que lograba apoderarse de un ca-ballo defendía la grupa a puñetazos y a tiros.No había piedad, no había prójimo: reinaba elegoísmo en su brutalidad instintiva, y se lucha-ba por el caballo como en los naufragios por elbote. El que caía, caía.

Apartados del camino, junto a un montón decajas y bagajes, se encontraban tres personasque ya conocemos.

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-No, no puede Vd. huir -decía la dama dete-niendo enérgicamente al joven y haciendo vio-lenta presa en sus dos brazos-. ¡Qué felonía!¡dejarme sola!... ¡mi pobre marido no podrádefenderme!... ¡Oh! llora como una mujer y searrastra por el suelo, pidiendo a Dios miseri-cordia, sin poner nada de su parte para conju-rar este gran peligro.

-¡Señora, señora!... ¡los ingleses! ¡los guerri-lleros!

-Sí... ya los veo... es preciso huir... ¿perocómo? No hay un solo caballo.

-Corramos en busca del mío -exclamó el jo-ven-. Lo rescataré a sablazos... Aún es tiempo.

-No... mi esposo no puede moverse... ¿Adónde va Vd.?... Me quedo sola, Virgen de lasAngustias, enteramente sola... Quédese Vd.,por Dios...

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-Mi uniforme de jurado me pierde. No viviréni un segundo después que me vean.

Con febril presteza e iluminada por súbitaidea, abalanzose la dama hacia el joven; arrojóen tierra el sombrero de este, desabotonó sulevita con dedos más ligeros que el pensamien-to, arrancó el uniforme como si fuera un pañue-lo puesto sobre los hombros, arrancó el tahalí,la gola, el cinturón, la cartera y en un instanteno quedó sobre el cuerpo del infeliz renegadoni una sola prenda que indicara su filiación. Élla ayudaba con igual rapidez. Aquellas cuatromanos trabajaban en el desnudar y en el vestir,cual si fueran cuarenta, y sin descansar arroja-ban en tierra las prendas quitadas, sacandootras de los cofres para cubrir el transformadocuerpo; ataban las cintas, prendían los botones,abrían un hoyo en el suelo para sepultar lasnefandas insignias, y lo cubrían con tierra. Lascuatro manos realizaron su obra en pocos mi-nutos, y el renegado desapareció, dejando en su

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lugar a un joven que podía pasar por oidor enla sala de Mil y Quinientas. Luego las mismascuatro manos trataron de levantar del suelo alinfeliz Urbanito, que ya se creía comido por losingleses.

-XXIV-Los ingleses llegaron despiadados, horribles,

hambrientos de matanza y de botín, comohombres que habían estado luchando todo eldía por ambas cosas. Precipitáronse entre lamultitud, mas como no podían avanzar a causade los entorpecimientos del camino, les fuedifícil perseguir a los fugitivos, y toda la sañarecayó sobre los que no habían podido escapar.

El botín era el más magnífico, el más rico ygrande sin duda que en batalla alguna ha podi-do quedar a merced de vencedor furioso. Com-poníase de todo: en él había armas, material de

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guerra, víveres, alhajas, dinero y hermosura.No puede formarse idea de la apasionada codi-cia, de la brutal concupiscencia, del vengativoardor con que los ingleses primero y los guerri-lleros después cayeron sobre el magnífico teso-ro abandonado. La menor resistencia producíala muerte. En poco tiempo todas las cajas fue-ron abiertas, todos los tesoros aprehendidos,muchas riquezas holladas.

Joyas, ropas, telas finísimas, muebles, cua-dros, plata labrada, monedas, víveres de lujoque constituían la despensa ambulante de José,fueron esparcidos por tierra, y mil manos febri-les arrebataban de un lado para otro los precio-sos objetos. Según el genio de cada cual así seiban derechos los unos al oro, otros a las muje-res, y algunos a destrozar por puro instintodañino cuanto veían delante. Entre las desgra-ciadas familias que se vieron en tan tremendahora, hubo algún individuo que se dio la muer-te antes que le pusieran la mano encima los

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feroces partidarios. Las señoras imploraban derodillas piedad para sí y sus tiernos hijos, sien-do muy contadas las que la alcanzaron. El ven-cedor es la más brutal e insensata bestia queengendra el mal en las tempestades humanas.Para esta electricidad furibunda que sabe elegirel sitio donde cae, no existe pararrayos.

En los primeros momentos, tanto salvajeatropello y brutal codicia produjeron un tumul-to horroroso, en el cual los lamentos de mil ymil víctimas no permitían oír las voces y man-dos militares. En la vasta extensión del camino,los soldados cometieron todo linaje de excesos,robando y asesinando. En vano algunos oficia-les quisieron proteger a las infelices familias depaisanos: la soldadesca, aparentando obedecer,tan sólo cambiaba la escena de sus infames tro-pelías. Por aquí un soldado avanzaba en irriso-ria apoteosis esgrimiendo el bastón de mandodel general Jourdan, jefe de Estado Mayor delejército fugitivo; otro cubríase acullá con el

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sombrero de José Bonaparte, y un tercero re-partía a sus camaradas las pelucas que en visto-sa y variada colección llevaba en su equipajeotro familiar del pobre Rey intruso.

Atreviose un sujeto de mal genio a descala-brar a cierto inglés, porque quiso posesionarsede la menor y más hermosa de sus hijas, y esterasgo de entereza costole la vida, salvándose suesposa, una de sus hijas y dos niños de cortaedad, por milagro del cielo y la intervencióncompasiva de otros soldados. En lo de metermano a los cofres de dinero, a los bolsones decuero y a las cajas de guerra que contenían in-mensos caudales, distinguíanse principalmentelos aldeanos de los alrededores de Vitoria ymultitud de individuos de equívoca conducta,que de la misma ciudad habían acudido.

Cuando la tristísima noche empezó a cubrirde oscuridad la fatal escena, mercaderes al me-nudeo, trajineros y gentezuela de esa que acudea todos los desastres para pescar algo, se re-

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unieron allí en gran número. Como ellos loquerían todo para sí, hubo dimes y diretes yaun porrazos con los guerrilleros y los ingleses.Sin pedir permiso a Dios ni al diablo, los aldea-nos cargaban sus caballerías de objetos precio-sos, como si todo cuanto allí yacía hubiera sidosiempre de su exclusiva propiedad; y mientrastanto no cesaban de aclamar a Fernando VIIcomo el más grande de los Reyes, al lord comoel más insigne de los generales nacidos y pornacer y a los guerrilleros como lo más selectoentre las hechuras de Dios.

Cuando la noche se oscureció más y la ver-güenza de tales hechos tuvo un manto negrocon que cubrirse, otros individuos de la peorcalaña, se ocupaban en desnudar a los muertosy en buscar anillos y relojes y dijes en el cuerpode los heridos... Mil farolitos temblorosos seme-jantes a las vagabundas claridades de un ce-menterio, rebuscaban con su luz siniestra poraquí y por allí, iluminando semblantes lívidos y

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destrozados cuerpos. Por otro lado los que hab-ían recogido gran cantidad de dinero en durosespañoles, se ocupaban en cambiarlos por oro alos ingleses, los cuales, como buenos mercade-res en toda la extensión del globo terráqueo, sehacían pagar la guinea a ocho pesos. Habíaquien acaparaba todas las ropas, ora sacándolasde los cofres, ora arrancándolas del cuerpo devivos y muertos. Porque nada faltase, hastahubo quien hizo acopio de la pólvora de losfurgones, para venderla después a los guerrille-ros de la Montaña y el Páramo. El vino obteníapreferencia y primas escandalosas, y toda lacarretería y recuas de Vitoria tuvieron en quéocuparse. Muchos aldeanos se enriquecieroncon la rapiña de aquella noche, y en Álava y laRioja existen todavía familias ricas cuya fortunaproviene de la batalla de Vitoria.

En cambio, si gran parte del gentío de Vito-ria y de sus inmediaciones había acudido allípara recoger los restos del naufragio, muchas

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personas llegaban impulsadas por la simplevehemencia personal de la guerra, para con-templar el odioso imperio derrotado y sus ar-mas perdidas; para gozar en el mísero castigode los malos patriotas, y escupir los avergon-zados semblantes de los traidores. Cuentan quealgunos renegados a quienes no fue posible nihuir, ni cambiar de vestido, recibieron rápidamuerte todos juntos en fiera hecatombe, sin queles valiese la ardiente protesta de abjurar y vol-ver a los amores de la patria. Una mujer furiosacayó sobre el grupo que formaban aquellosinfelices al implorar piedad y alzó en su manovigorosa un puñado de cabellos. Rugiendo losenseñó a la muchedumbre. Aquella y otras mu-jeres de las cercanías que acudieron a vociferarsobre el cadáver de la Francia vencida, habíanmandado a sus hijos a las guerrillas, y algunasde ellas los habían perdido. Bravas como gue-rreras y resentidas como leonas, cobraban de talmanera sus deudas de sangre.

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En la oscuridad de la noche los chillidos delas mujeres semejaban la algazara de pájarosrapaces picoteando aquí y allá, batiendo lasfúnebres alas, destrozando con la inquieta ga-rra. Sin callar un momento, algunas ayudaban alos hombres en el despojo, examinaban unatela, ponderando su finura, recogían herra-mientas abandonadas, sin dejar de respondercon agudos vivas a todo lo que berreaban sushermanos, sus padres o sus hijos.

Dos o tres de estas matronas discutían elmodo de conducir cierta cantina ambulante quese habían apropiado, cuando se les acercó unaafligida dama que parecía ser de las del con-voy. Era hermosa aunque la palidez y susto ledisimulaban su belleza. En su cabellera abun-dante y en su vestido no había más que desor-den, un desorden de naufragio que daba másinterés a su abatida persona; y con sus manossin quirotecas se apretaba contra el pecho un

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chal, no bien puesto y sin duda arrebujado conprecipitación al salir de su escondite.

-Señoras -dijo acercándose con timidez a lasque tomaban el tiento al tonelete de la cantina-,si tienen Vds. corazón, si son Vds. mujeres, ytienen hijos, padres, esposos, denme un pocode agua para unos pobrecitos que se mueren desed allí donde están los arcones grandes.

-Miren la pazpuerca -gritó una de las delgrupo, que era tabernera en el barrio de Villa-suso en Vitoria-. Teniendo, como tendrá, todolo que ha robado, viene a pedirnos limosna.

-Yo no he robado nada, señora -repuso ladolorida envolviéndose en el chal con todo elempeño que el pudor y el fresco de la nocheexigían de consuno-. A mí sí que me han quita-do cuantas alhajas y dinero tenía; pero no mequejo, ni acuso a nadie.

-Ladrón que roba a ladrón...

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-Por una casualidad nos hemos encontradomi marido, mi hermano y yo en este funestolance -prosiguió la dama-, porque ninguno delos tres somos, ni hemos sido jamás, afrancesa-dos. Españoles rancios somos los tres; íbamos aFrancia (adonde mi marido llevaba una comu-nicación secreta de la Regencia para el rey Fer-nando) y quiso nuestra infeliz suerte que nosjuntásemos aquí con el malhadado convoy queayer pereció... y nos tomaron por familia deempleados traidores... Pero no he sido yo tam-poco de las peor tratadas (porque al punto meconocieron los oficiales ingleses, muchos de loscuales han frecuentado mi casa en Madrid) y hepodido conservar alguna ropa... Otras pobreci-tas señoras están allí envueltas en una sábana.¿No les da a Vds. lástima? ¿No me favoreceráncon un poco de agua y si es posible un poco decomida para mi esposo, secretario del virrey delPerú, y para mi hermano el veedor que era enZaragoza cuando la célebre defensa?

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Las tres alavesas se miraron como con-sultándose sobre lo que habían de hacer.

-La verdad es -dijo una con ínfulas de auto-ridad sobre las otras- que si no miente la señoraen lo que ha dicho y hubo casualidad, bien se lepuede dar lo que pide.

-¿La vamos a creer por lo que diga? -exclamó otra.

-No pido más que agua, señoras caritativas,agua por amor de Dios.

-Él la ampare.

-Bien poco es lo que pide -dijo la tercera quehasta entonces callara-. Y pues pasó ya el labe-rinto, hagamos una obra de misericordia. Aquídonde me veis, yo, que tuve alma para arrastrara un jurado desde el camino hasta el árbol don-de le ahorcaron, me muero de pena oyendo aesta señora... Allá va el agua... y aguardiente...

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y estas cortezas de pan... y estas sardinas ran-cias... y tres pares de guindas... y una pata degallina fiambre, que estaba en el botiquín delRey.

La dolorida iba recogiendo lo que la mujerindicaba al tiempo de dárselo, y corrió a dondeaguardaban muertos de hambre y de sed elsecretario del virrey del Perú y el veedor deZaragoza.

-XXV-Tras la triste noche, apareció el día triste

también, y empañado con densas neblinas.Mientras gran parte del ejército victorioso per-seguía al francés por el camino de Salvatierra,el lugar donde pereció el convoy se trocaba enun campo de feria. En todas partes se hacíantratos y cambios, según los negocios de cadauno. Los ingleses concretaban todas sus opera-

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ciones al numerario, despreciando las especies.La joyería había desaparecido como por encan-to, sin que se supiese quiénes fueron los acapa-radores de tan estimable artículo. En plata la-brada aún quedaban algunas existencias por lamañana, y como entre ellas no escaseaban lasobras de arte ni en el ejército inglés los anticua-rios, hubo pieza que valió a sus primitivos to-madores guinea sobre guinea.

Pero la gran mayoría de los objetos, espe-cialmente los que eran de fácil transporte, des-aparecieron en la noche. No se han visto manosmás listas, ni mayor diligencia en hombres ymujeres para hacer la mudanza. Por fortunapara las artes, la parte del convoy que conteníalos grandes cuadros, pudo ser salvada porhaber salido de la Puebla con el general Mau-cune doce horas antes que los demás. Perdié-ronse por entonces para España tan incompa-rables tesoros; mas no se perdieron para el arte,siendo en verdad providencial que se salvasen,

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y que restaurado alguno de ellos, volviesentodos acá tres años después.

Ya entrado el día, muchos vecinos acomo-dados en Vitoria salieron para ver el campo debatalla y el lugar del convoy, que principalmen-te despertaba la curiosidad. Viéronse llegarfrailes de distintas órdenes, canónigos de lacolegiata, señores muy graves acompañados dedamiselas sensibles, jóvenes currutacos, viejosverdes y maduras matronas, todos medio locosde entusiasmo por la gran victoria alcanzada.Iban de ceca en meca sonriendo ante los estra-gos y haciéndose señalar por los aldeanos loslugares que fueron teatro de acontecimientosmás trágicos durante la batalla. El campo delconvoy, ya convertido en feria, fue por suproximidad a Vitoria más visitado, y a cadamomento llegaban a él alegres parejas, familias,tríos de canónigo, fraile y regidor, con más al-gunas damas sueltas, es decir, que no iban connadie. Ninguno se retiraba sin llevar algún re-

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cuerdo, pareciéndose en esto a los modernosingleses, o a los que llaman touristas, y los cas-cos de granada, las balas de fusil y hasta losbotones de los uniformes de renegado pasarona ser joyas históricas, destinadas a vincularse enel patrimonio de las familias. Aún existen enVitoria muchos de estos pedacitos del gran de-sastre.

Diose orden de enterrar los cadáveres que enel llano del convoy había, no siendo tan fácil losdel vasto campo de batalla por ser en númerode cuatro mil, juntas las pérdidas de unos yotros, pasando de diez mil los heridos. Morti-ficó a los curiosos el espectáculo de tanto hom-bre muerto, siquier fueran franceses y renega-dos; y muchos ofrecieron la cooperación de susmanos para echar tierra dentro de los hoyosque se tragaban tanta juventud desgraciada envida y en muerte, los amores de innumerablesmadres, tanta y tan robusta vida nutrida en lospacíficos hogares para la paz y la felicidad.

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Entre los curiosos que de Vitoria habían ve-nido era de notar un anciano de mucha edad ypoca andadura, con el cuerpo inclinado haciaadelante, la cabeza temblorosa, verdes espejue-los ante los ojos y apoyada la una mano engrueso bastón de nudos, mientras con la otracogía el brazo de una linda joven rubia. Iban losdos por el camino adelante observando todocon curiosidad suma, siendo ella la que prime-ramente con sus vivísimos volubles ojos veíalos objetos y los señalaba después a la tardíaatención del viejo. Él se regocijaba con la vistade tanto cañón tomado, de tanta riqueza resca-tada, y a cada nueva sorpresa se desvanecía enapologéticos comentarios de la destreza de lordWellington, encomiando, sobre todo el provi-dente designio del Altísimo, que como padre yordenador de las victorias, nos había dadoaquella tan completa y admirable.

-La causa de Dios triunfa y triunfará mien-tras haya soldados cristianos en el mundo

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-decía el abuelo a su linda nieta-. A estos desas-tres horrorosos son conducidos los que hanintentado alevemente apropiarse nuestro suelo,y mudar nuestras costumbres, haciéndonos defieles piadosos, herejes corrompidos, de leales ypacíficos, revolucionarios y jacobinos.

-¡Ah, pobres muchachos! -exclamó la nieta yapartando con horror la vista de unos infelicescuerpos de jurados que eran conducidos a lasepultura-. Son renegados, papaíto, tienen uni-forme verde, sombrero de piel con águila dora-da, una cartera en la cintura con águila, y mu-chos botoncitos... también con águila.

-Sí, verás águilas por todas partes. Esoshoyos se llenarán de ellas, y la honda tierra nopodrá guardar en su seno tantas insignias im-periales. A eso está destinado el poder de Bo-naparte. Europa no tiene bastante tierra parasepultar el inmenso cadáver... En cuanto a losinfelices jurados, son los que menos lástima meinspiran. Oye bien lo que te digo, hija mía, oye

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la voz de un anciano patriota, español y cristia-no: además del infierno que existe para todaclase de pecadores, ha de haber uno con tor-mentos extraordinarios de inapreciable horrorpara los que hacen traición a su patria y a susbanderas.

-¡Otro infierno! -exclamó la muchacha conespanto, a pesar de que diariamente oía pareci-dos conceptos.

-¡Otro! Allá en lo profundo los condenadosordinarios no han de querer habitar con losrenegados y traidores -dijo el hombre decrépi-to, silabeando enérgicamente con sus gruesoslabios-. Los renegados venden a sus hermanos,entregan la patria al enemigo para que este ladespoje y la deshonre a su antojo extirpando enella la fe religiosa, faro del mundo y único con-suelo de las buenas almas. El traidor en estaguerra, donde se discuten las dos cosas mássagradas, es decir, el Rey y la religión; el traidoren esta guerra, digo, es el más vil instrumento

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de Satanás. Sólo le igualan en maldad los queyo llamo traidores y renegados en el campo dela ley, o para que me entiendas mejor, los quepor favorecer hipócritamente a Bonaparte, in-troducen en España caprichosas leyes a estilojacobino, y constituciones que son lazos tendi-dos a los pueblos por la herejía, por la licencia,por el democratismo, por la soberbia de lospequeños que quieren parecerse a los grandes,gritando y metiendo bulla... Pero Dios está connosotros, hija mía. Dios es español.

-¡Dios es español!

Dios, sí -añadió el viejo golpeando violen-tamente el suelo con su nudoso bastón-, y yaves ahí los golpes de su mano protectora. Creoque mediante la bondad divina y la espada delarcángel guerrero, el mal que aparece en nues-tra leal y sumisa España no tomará grandesproporciones. Abriranse muchos hoyos comoese, y esas bocas de la tierra española se tra-garán a sus perversos hijos.

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-¡Ay! -gritó la muchacha, temblando yagarrándose fuertemente al brazo de su abuelo-. Pero no es nada... nada, papaíto.

-¿Tienes miedo?

-No... -dijo la joven, reponiéndose de su so-bresalto y turbación- es que... no sé por qué mehe estremecido toda y he sentido frío en el co-razón al ver...

-¿Qué has visto? -preguntó el viejo dete-niéndose.

-Todavía no han enterrado aquellas águilas,papaíto, aquellas águilas que brillan en lossombreros peludos, en las golas, y en las carte-ras, y en los botones... Sus alas abiertas, suspicos corvos, sus garras que aprietan un haz derayos...

-¿Qué?

-Me dan miedo.

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-¡Eres tonta! Adelante... Pero si no me enga-ño, ese que hacia aquí viene es nuestro amigoCarlos Navarro, el hijo de D. Fernando Garro-te... Mira tú, a ver si me engaño...

Miraba hacia atrás la damita con la fijeza deuna curiosidad vivísima. Su rostro había adqui-rido marmórea blancura.

-¿Por qué te detienes y miras hacia atrás? -gruñó el viejo sacudiendo el brazo-. ¿Dices quetienes miedo y miras, Genara?... Te digo queobserves si ese que se ha detenido junto a aquelcañón es Carlos Navarro, el hijo del desgracia-do D. Fernando Garrote.

-El mismo es -repuso Genara observando.

-Vamos hacia él... ¡Pobre muchacho! Quizásno sepa todavía el desgraciado fin de su padre,asesinado en Aríñez por los vándalos.

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Antes que nieta y abuelo llegasen junto a él,Carlos Navarro, que los vio, corrió a su encuen-tro. Su semblante estaba alterado por viva aflic-ción y algunas lágrimas humedecieron sus ojoscuando tomó para besarla la mano del decrépi-to anciano, su amigo.

Vestía Navarro un traje que no era comple-tamente militar, ni tampoco de paisano. Com-poníase de una blusa en cuyas mangas, a faltade charreteras, mostraban la arbitraria gradua-ción del guerrillero, galones diversos de plata yoro, puestos con arte y aun con cierta elegancia.Botas y espuelas muy finas eran distintivo deque guerreaba a caballo, y cubría la cabeza nocon los empinados morriones de la época, sinocon una sencilla gorra verde de cuartel, primo-rosamente bordada de oro. La sofocación deldía anterior y la pesadumbre recientementerecibida habían dado a su rostro un tinte violá-ceo y como enfermizo que parecía aumentar elnegror de sus fieros ojos y afilarle la nariz y

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hacerle más grande la vasta frente. Había en sucuerpo la indolencia de la victoria un poco en-fatuada; pero aun así, por su alta estatura yairoso porte y grave semblante era una de lasfiguras de más atractivo que podían verse.

-Señor D. Miguel de Baraona -dijo con vozconmovida-, ¿ha venido Vd. desde Vitoria a verel campo de batalla y el gran convoy ganado?

-Sí -replicó con entusiasmo el anciano en-cendido su corazón con fuego juvenil-, he veni-do a ver vuestros triunfos, vuestra gloria, jóve-nes sublimes, jóvenes admirables, ¡hijos queri-dos de España y de Dios! Ven acá -añadióechándole los brazos al cuello-, ven acá y déja-me que te estreche contra mi corazón: abrazán-dote, creo abrazar a toda la España valerosa ycristiana. Me rejuvenezco, hijo mío. Que Dios tebendiga, que Dios te conserve. Tú y los tuyossois instrumentos de su bondad divina, sois laimagen humana de su brazo omnipotente. Se-guid en vuestra gloriosa, en vuestra santa tarea

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de limpiar esta cizaña, que no os faltará quehacer en algún tiempo, porque el mal se hadesatado en España y vendrán días de sangre...Ya sé por qué estás tan afligido, hijo mío, ya hesabido por unos jurados prisioneros que fueronanoche a Vitoria, la inmensa desgracia...

-¡Mi padre!... -exclamó Carlos cubriéndose elrostro con las manos.

-Tu padre, tu excelente padre -dijo Baraona-.D. Fernando Garrote, el gran caballero cristianode Treviño, el hombre de ideas sólidas, el espa-ñol puro ha sido asesinado por los traidores...Lo sé, y he llorado al patriota y al amigo. Tam-bién sé que murió el pobre Respaldiza.

-¡No esperaba esta desgracia! -murmuró condesaliento Navarro secando sus lágrimas-. Con-fiaba en Dios; me sentía protegido por la divinamano, y al ver el heroísmo de mi padre, su fir-me propósito de pelear por la patria y por la

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Iglesia, creía yo que el Señor no podía abando-narle en manos de los facinerosos.

-¡Oh! ¿Sabemos acaso sus designios profun-dos? -dijo con buena entonación Baraona, seña-lando con su palo el firmamento inundado deluz-. Hijo mío, oye bien lo que te digo, que es lavoz de un patriota y de un español puro, sinmancha de afrancesamiento. Además del paraí-so que Dios destina a los elegidos, ha de haberotro paraíso mejor para estos mártires de lapatria, para estos defensores de los grandesprincipios, para estos que en primera línea hanpeleado por la esposa de Jesucristo, para estos aquienes debe la sociedad su fundamento, paratu virtuoso y santo padre, en fin.

-¡Otro cielo! -murmuró Genara pensativa.

-¡Has perdido a tu padre! -prosiguió Barao-na con efusión estrechando de nuevo al jovenentre sus brazos-. En mí tendrás otro desdehoy.

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Carlos Navarro se arrojó en los brazos delanciano ocultando en el hombro de este su ros-tro inundado de llanto.

-Hace tiempo que tu buen padre me hablóde un dulce proyecto que me agradaba en ex-tremo, Carlos -dijo el viejo mirando alternati-vamente a su nieta y al joven guerrillero-. ¿Sa-bes lo que quiero decir? Tú mismo me has ma-nifestado de una manera indirecta la noble afi-ción que te inclina hacia mi familia. Carlos, hijomío, que este día de gloria, aunque triste parati, lo sea también de contento para los tres queaquí estamos.

Genara se puso como una amapola.

Contra lo que Baraona esperaba, Carlos nohizo demostración alguna de contento. Miran-do a Genara con tristes ojos, dijo:

-Genara no me quiere.

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-¡Que no! ¡Mal pecado! -gruñó el viejo mi-rando con asombro a su nieta que callaba-. Ge-nara, recuerda lo que me dijiste la noche en quesalimos de la Puebla... Pero, hijos míos, voso-tros os entenderéis. No es propio de mis canasintervenir como mediador de galanteos. Carlos,ven con nosotros. Tú tienes cara de no habercomido en tres días; yo y mi nieta no hemostomado cosa alguna después del chocolate;pero como pensamos pasar aquí gran parte deldía, trajimos una no despreciable refacción.Vamos allá... ¿En dónde dejamos el coche, Ge-narilla? Ya... ahí; hacia aquellos olmos. VenCarlos; allí nos espera el señor canónigo de lacolegiata, D. Blas Arriaga, el capellán de lasmonjas de Santa Brígida y mi primo el secreta-rio de la Inquisición. Despáchate, si tienes algoque decir a tus amigos, acaba pronto, pero noconvides a ninguno, porque nos quedaríamos amedia ración... La merienda no es mala; vienealguna carne fiambre y lengua y una pavita.Las monjas añadieron bollos y limoncillos, y el

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canónigo trajo lo mejor de su bodega... Puesparece que no y tengo hambre. Este aire delcampo, el regocijo de este día... En marcha, enmarcha, pues.

Dirigiéronse los tres hacia el lugar dondeesperaba el cochecito. En los lugares más apa-cibles del vasto campo, veíanse algunas me-riendas sobre la verde yerba, pues los vitoria-nos hicieron festivo aquel día, tomando la visitaal campo de batalla como una especie de ro-mería, en la cual no podían faltar ni el buenvino, ni las buenas tajadas, ni la noble expan-sión éuskara.

Genara y Carlitos marchaban silenciosos,pero por los tres hablaba D. Miguel de Baraona,siendo tal su alborozo, que desde lejos empezóa agitar el palo, llamando con su cascada voz alos tres personajes que antes mencionara y quevagaban por aquellos contornos. Antes de quetodos los comensales se reunieran, pasaronBaraona y la nieta por el mismo paraje donde

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poco antes infundieran a ésta tanto miedo laságuilas de los insepultos jurados.

-¿Otra vez tiemblas? -le dijo el abuelo obser-vando que la muchacha palidecía-. ¡Qué me-drosa eres!

-Genara no puede tener miedo a los muertos-afirmó Carlos con aplomo-. Genara es una mu-jer valerosa.

-¡Ay, no vayamos por aquí! -exclamó la jo-ven soltando bruscamente el brazo de su abue-lo-: he visto, he visto...

-¿Qué has, visto?

-Ya están dentro del hoyo -dijo Baraonaacercándose al grupo de gente que rodeaba laancha sepultura-, pero falta echar tierra, muchatierra encima.

Genara, a pesar de su agitación, en vez dehuir, acercose resueltamente al hoyo, y allí

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permaneció fija, inmóvil, con la vista clavadaen aquella hondura donde yacían revueltos yen extrañas posturas los cuerpos arrojados de-ntro. Observolos a todos y a cada uno con aten-ción profunda: ni lloraron sus ojos, ni perdió susemblante aquel grave ceño estatuario que laasemejaba en tal escena a una diosa antiguarecibiendo la ofrenda de sangre humana verti-da en aras de su orgullo.

-Abuelo, ya ves cómo no tengo miedo a losmuertos -dijo al fin-: ¿y tú?

-Ven, ven acá, tonta, tontísima -gritó el abue-lo.

Los que contemplaban el fúnebre espectácu-lo se descubrieron, y empezó a caer tierra de-ntro.

-Dios manda que se rece a los muertos y seperdone a los que nos han ofendido -dijo gra-vemente Navarro descubriéndose también al

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pasar junto al hoyo y mirando los fúnebresdespojos que dentro había-; pero no puedo mi-rar sin encono vuestro uniforme. Si tuvisteisparte en la muerte del mejor de los padres,¡malditos! que Dios os condene eternamente, ysean vuestros tormentos superiores a todo loque puede idear la imaginación más exaltada.

Dicha esta imprecación, que denotaba lasviolentas pasiones del alma de Carlos Garrote,hizo la señal de la cruz y se unió a Baraona queya estaba algo distante, junto a su nieta. Cuan-do llegaron bajo los olmos, ya el canónigo de lacolegiata, el capellán de las monjas y el secreta-rio de la Inquisición revolvían la cesta de losfiambres.

-XXVI-Aquella a quien oímos primero junto a la

empalizada de una huerta de la Puebla de Ar-

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ganzón, y acabamos de ver y oír ahora mismoal borde de una sepultura, era una muchachue-la bonita, de apariencia delicada y casi infantil.Recordaba normalmente su fisonomía la deaquellas vírgenes a quienes figuran los pintorestocando el laúd y a veces el violín en los místi-cos conciertos del cielo, entre aperladas nubesque hacen resaltar el oro de sus cabellos y labeatífica seriedad de sus labios sin sonrisa,pues el arrobamiento y el canto las ponen gra-ves como doctores. Genarita o Generosa, a pe-sar de su belleza original, tenía en ocasiones unceño bastante sombrío y un modo de mirar queno indicaba la diafanidad, o mejor, el perfectoequilibrio de espíritu de un ángel celeste. Erasolemnemente meditabunda, y aunque su sem-blante era de esos que en otros caracteres y enla misma edad están siempre mirando a todoslados, aunque no vean más que el vuelo de lasmoscas, ella parecía estar dispuesta a no ocu-parse nunca de cosas pequeñas. Las moscas queella miraba, no las veían los demás.

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La fisonomía engaña casi siempre, y bajoaquel semblante que recordaba a la espigadoraRuth o a la organista Cecilia, se escondía unaculebrita graciosa que halagaba enroscándose,un carácter vehemente que a la edad de diez ysiete años vivía atormentándose a sí mismo conaspiraciones locas, con entusiasmos delirantes,con deseos no bien definidos o que variaban acada hora. El reptil se mordía a sí propio, porno haber encontrado todavía en quien cebarse,y con la cola se azotaba la cabeza. Impresiona-ble hasta un extremo casi inverosímil, lo que aotras entristecía, a ella la ponía furiosa, lo que aotras daba alegría, infundía en aquesta unafiebre de júbilo, que necesitaba un pesar paracalmarse. Sus sentimientos siempre en lucha, semanifestaban de improviso y de una maneratorrencial y borrascosa. Cualquier accidenteexterno, impresionándola como impresiona elrayo, podía hacerlos cambiar en un instante.

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Sus ideas eran, sin embargo, exclusivas y fi-jas, ideas asimismo oscuras y extravagantessobre la vida y la sociedad, pero arraigadas contenacidad extraordinaria. Tenía la terquedad desu abuelo, hombre de granito, una especie demontaña humana, formada con los secularesyacimientos del ideal de la autoridad, y que nopodía henderse ni desmoronarse, ni dejar deser montaña. Carecía Generosa de la fácil ter-nura que parece propia de una complexióndelicada, y cuando este dulce sentimiento apa-recía en ella, era enteramente superficial y si-mulado. Finalmente, no le faltaban dotes deinteligencia, siempre que no se tocase a las pre-ocupaciones o a las ideas que en su consistenciageológica eran base de la familia.

Todo esto lo vemos más adelante, porque es-ta hermosa bestiecita, esta mujer linda y pro-funda, este hermoso vaso lleno de tempestades,y que conteniendo el Océano parece una redo-ma de peces, ocupará lugar muy importante en

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las historias que van a leerse, y a las cuales sir-ve de prefacio la siguiente.

Sentados todos, y tendido el mantel, la cestadio de sí todo lo que tenía, y empezó la comida.

-Es preciso sobreponerse a la tristeza queesos desagradables sucesos hayan podido oca-sionar a alguno de los presentes -dijo el viejoBaraona, descuartizando la pava, mientras elcapellán de las monjas de Santa Brígida aplica-ba su nariz a la boca de las botellas para ver siera justa la fama de las bodegas del señor canó-nigo.

-Basta de melancolías, Carlitos -indicó el se-cretario de la Inquisición-. A lo hecho, pecho, ycuando las cosas no tienen remedio...

-Dejadle que se desahogue y llore la muertedel más insigne caballero de este país -ordenócon énfasis Baraona, partiendo en lonjas la len-gua de vaca, sin dar ni por un momento reposo

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a la suya-, de aquel modelo de patricios, deaquel hombre cuyos sanos principios en todo lorelativo al gobierno de estos reinos, eran admi-ración y enseñanza de cuantos le oían.

-Grande y ejemplar varón ha perdido Espa-ña, no puede dudarse -añadió, elevando losojos al cielo, el capellán de Santa Brígida, tran-quilizado ya respecto a los títulos de celebridadde las bodegas de su amigo-. Le lloraremostoda la vida los que conocimos su caballerosi-dad y aquella noble entereza de principios.

-Su muerte -dijo Baraona llenando los platosde los demás- debe quedar en la memoria delos buenos hijos de España como un recuerdosanto. Ha sido el mártir de esta gloriosa fe delpatriotismo cristiano, del patriotismo cristiano,señores, entiéndase bien. Siempre habrá distan-cia inconmensurable entre lo que yo llamo elpatriotismo cristiano y esa gárrula palabrería delos que se llaman patriotas en Cádiz y en Ma-drid.

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-Los que nos llaman serviles, Sr. D. Miguel -indicó el capellán.

-Tan infame mote -afirmó Baraona fruncien-do el ceño y apretando el puño- será escrito consangre en la frente de los que lo inventaron.¿No es verdad, Carlitos?

Carlos, profundamente abstraído, ni comíani contestaba sino con ligeras inclinaciones decabeza.

-¿Saben cómo les llamo yo? -dijo Baraonacon violenta cólera y dando fuerte golpe en latierra con la botella que en su mano tenía-.¡Pues les llamo negros!

-¿Negros? -dijo Genara con súbito arranquede jovialidad que contrastaba con su anteriortristeza-. Pues sea: beba Vd. señor capellán,beba Vd. señor canónigo, y Vd. señor secreta-rio.

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Y tomando la botella de manos de su abuelo,a todos repartió porción bastante a humedecerlos secos paladares.

-¿Y Vd. no bebe, Generosita?

-¿Yo?... Una miaja... menos, mucho menos,señor capellán, con medio dedo me basta -repuso la muchacha levantando el vaso paraimpedir que el capellán lo llenase todo comoquería.

-Y aún me parece mucho -indicó Baraona-. Aver, Carlos, tu vaso.

-Ahora -dijo la doncella con animado sem-blante- alcen Vds. los vasos y beban a la saludde toda la gente blanca.

Tan entusiástica proposición, dicha conarrebatadora voz, con gran viveza en los ojos,con una sonrisa celestial que descubrió losblancos dientecitos de la víbora entre el coral de

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sus frescos labios, y acompañada de un gracio-so gesto con brazo y mano derechos, produjomágico efecto entre los comensales. Gritarontodos, y una aclamación recorrió aquellos cam-pos de tristeza.

-Las mujeres -dijo Baraona- tienen el don deexpresar las ideas con gracia incomparable y enforma que las hace inteligibles a todo el mundo.A la salud de toda la gente blanca, a la salud dela patria libre de franceses y de ideas francesas,de la religión de nuestros padres, de nuestrassantas y morigeradas costumbres, de nuestrainmutable y siempre gloriosa España, que de-safía a los siglos y sobre la cual pasan y pasaránlos negros innovadores, como hojas de otoñoque se lleva el viento.

-Amén -murmuró el capellán.

-El pobre Carlitos no come -dijo el canónigo-. No debe uno dejarse dominar por el dolor.Hay que hacer un esfuerzo... no debe ser des-

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atendido el cuerpo. Aquí donde me ven, aun-que parece que tengo apetito no es verdad, ynecesito vencerme y luchar conmigo mismopara pasar cada bocado... Me ha ordenado eldoctor que coma, y aunque es para mí un supli-cio, lo acepto, porque Dios manda que se con-serve la salud del cuerpo.

-Vamos, otro esfuercito -dijo el capellán demonjas, poniendo un pedazo de pechuga en elplato, ya dos veces vacío del inapetente canóni-go.

-Carlos, hay que ser juicioso -indicó Barao-na-. Genara, te encargo que no dejes morir dehambre a nuestro heroico guerrillero.

Genara empezó a poner en práctica el encar-go, y Carlos dejábase seducir poco a poco.

-Yo me hago cargo de su tristeza -dijo el se-cretario de la Inquisición, a quien los médicosno habían recomendado que hiciese esfuerzos

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para comer-. El recuerdo del noble mártir queha subido al cielo...

-¡Oh, sí! -exclamó Baraona, acudiendo enauxilio del capellán de monjas, que se habíaquedado ya sin pechuga y sin lengua-. La ima-gen funesta no se apartará de su mente en mu-cho tiempo, y más vale que sea así, señores,para que no pierda los bríos ni el indomablefuror de venganza que le impulsa a combatir...

-¡Es verdad!

-La muerte de nuestro valiente y caballerosoamigo -continuó el anciano-, me ha inspiradouna idea que voy a comunicar a Vds.

A excepción del capellán de monjas que hac-ía estudios anatómicos en el esqueleto de lapava, todos los presentes dieron reposo a losdientes, para escuchar al respetable patriarca delas montañas alavesas.

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-En lo sucesivo, señores -dijo este con gravey profético tono-, y atendidos los síntomas dediscordia civil que presenta España por el inso-lente jacobinismo de los negros, los buenos es-pañoles debemos adorar fervorosamente doscruces.

-¡Dos cruces! -exclamó Genara.

-¡Dos cruces, sí! La cruz religiosa, aquella enque Dios se dignó morir para redimirnos delpecado; aquella que desde niños adoramos;aquella que nos hicieron besar nuestras madresen la cuna, y además esta otra cruz del senti-miento patrio en la cual ha muerto nuestrobuen amigo, el incomparable, el santo entre lossantos guerreros, D. Fernando Garrote, acom-pañado del buen cura de la Puebla. Esta cruzque como instrumento de ignominia han alza-do los franceses, los renegados y los traidores,será para nosotros como la otra, lábaro sagradoque llevará a la juventud a la gloria. Murió D.Fernando en ella: clavole un clavo la traición,

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otro la deslealtad, otro la herejía. Expiró en ellacoronado con las espinas del democratismo, ypusiéronle el Inri de las ideas jacobinas, quedespués de todo son las ideas que han traídoaquí el escándalo, y las que aceptaron los afran-cesados, y quieren imponernos los llamadosliberales... Señores, donde hay mártires, hayreligión; desde que hay cruz, hay fe. Adoremosesa cruz, llevémosla en nuestro corazón junta-mente con la otra, de la cual es como un reflejo;adorémoslas a las dos, pues las dos deben sernuestro norte y nuestra luz. ¡Religión! ¡Patria! -añadió con majestuoso acento, en el cual vibra-ba la grave armonía de la inspiración-. ¡Sois dosnombres y sin embargo no sois más que unasola idea, una idea inmutable, eterna, fija comoel mundo, como Dios, del cual todo se deriva!¡Religión! ¡Patria!... ¡Sois dos luces espléndidas,cuyo fulgor no puede apagarse, ni tampococambiar como las chispas de una fiesta depólvora! ¡Una y otra fe tenéis dogmas eminen-tes, que la arrogante ciencia del hombre no

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puede variar; una y otra fe tenéis la inmutable ypermanente condición del pensamiento divinoque os ha creado! Sois lo que sois, y no podéisser otra cosa. En vuestro sagrado catecismo lamano audaz del filósofo no puede hacer la me-nor variación ni mudar una sola letra. ¡Sois co-mo el firmamento inmenso a donde no puedellegar la mano del hombre para quitar o poneruna sola estrella!

-Bendito sea el insigne patriarca que talescosas piensa y tales maravillas dice -exclamócon efusión de sensibilidad y entusiasmo Car-los Garrote, besando las manos del viejo Barao-na-. ¡Esas dos cruces, grabadas están en mi co-razón, la una sobre la otra! Me preservaroncontra las armas de los traidores y de losvándalos, y me preservarán contra toda clasede enemigos.

El capellán de monjas, no pudiendo contenersu entusiasmo, abrazó tiernísimamente a Ba-raona, y el secretario de la Inquisición abrazó a

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Garrote. Aquello era una manifestación generalde sentimientos patrióticos.

-Carlos -dijo Genara al joven guerrillerocuando la borrasca de los abrazos pasó-, enVitoria nos dijeron que habías hecho cosas ad-mirables en la batalla de ayer. Cuéntanos algode eso.

-Sí, que nos cuente sus heroicidades. Tam-bién he oído hablar de ellas -indicó el canónigo.

-Al instante... ¡fuera modestia! -exclamó Ba-raona.

Carlos, por tan distintos ruegos apremiado,trató de vencer su amarga tristeza, y cediendoprincipalmente a las súplicas de Genara, que lecautivaban el alma, empezó a contar variossucesos del día anterior, dando la preferencia alos que había presenciado, siendo actor en ellos;pero al nombrarse a sí propio, lo hacía con gra-vedad y modestia, no ensalzando sus propias

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acciones, sino antes bien rebajándolas para noaparecer vanidoso. En la relación ponía granarte, para que se revelara su mérito sin dejar deser modesto, y siéndolo, su persona, aparecíaen ellos rodeada de brillante aureola.

Oíanle todos con atención profunda, y Ge-nara con arrobamiento. Fijos sus ojos en el ros-tro del guerrillero, parecía que anhelaba leer enél sus ideas, antes que fueran expuestas por lapalabra. El relato fue muy largo, pero intere-sante y conmovedor, siendo muy del gusto detodos los allí presentes, que no perdieron niuna sílaba. El único que no se mostró excesi-vamente interesado por las glorias nacionales,fue el capellán de monjas, que cerrando los ojoscon beatífica tranquilidad, se quedó dormido.

Concluida la patética narración, Baraonahabló de retirarse a Vitoria; pero los demás fue-ron de opinión que se durmiera la siesta al am-paro de aquella hermosa olmeda, y así lo hicie-ron los cuatro personajes, quedándose en vela

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Genara y Carlos. Largo tiempo transcurrió enconversación muy íntima y cordial, en la cualparecía haber confidencias, declaraciones, riñas,arrepentimientos, promesas, y qué sé yo... to-dos los dulces amargores de un amoroso diálo-go. Al fin despertaron los durmientes, siendo elcapellán de monjas el más pesado para volveren su acuerdo. Caía la tarde y empezaron arecoger todo; mas aún no se habían levantado,cuando apareció ante ellos una señora de buenapresencia, vestida con heterogéneas ropas, deuna manera tan singular que más parecía tapa-da que vestida. Su semblante indicaba zozobra,inanición y reciente llanto. Parecía persona decalidad, y al punto comprendieron Baraona ysus amigos que era una víctima del día ante-rior.

-Señores -dijo- siendo españoles, no puedendejar de ser caritativos...

-Así es, en efecto, señora -repuso Baraona.

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Y siendo caritativos, ¿tendrán la bondad dedarme algo de lo que de su merienda les hasobrado?... Soy una infeliz víctima del saqueo yrapiña de anoche, a pesar de no ser afrancesaday encontrarme en el convoy por casualidad...

-Ello podrá ser cierto -dijo el secretario de laInquisición con malicia- pero también podrá noserlo.

-Por casualidad, sí... He sufrido el despojosin culpa -continuó la afligida dama, llorando-.Soy una persona principal que se ve en la tristenecesidad de pedir limosna para vivir. Allí, trasaquellas cajas vacías, con las cuales hemoshecho una especie de barraca, está mi esposo,alcalde de la ciudad de Bailén, cuando la bata-lla, y mi amadísimo hermano, seminarista hastahace poco, y después guerrillero en las guerri-llas del Fraile, hasta que una enfermedad leobligó a dirigirse a Francia...

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-¡Oh, señora! -dijo el canónigo-, no es precisoque Vd. nos cuente la historia completa de susparientes. Persona principal y decente pareceVd. Deploramos la casualidad que la ha hechotan desgracia. Caritativos somos, y no restos denuestra comida, sino algo entero que debe dequedar en la cesta le daremos... Genarita, lléve-selo Vd.

La dolorida sin poder contener sus lágrimasno cesaba de repetir:

-Gracias, gracias, generoso señor.

-Ya podía esta señora vestirse de otra mane-ra -dijo sonriendo el capellán al oído del canó-nigo-. ¿No es verdad que tal traje no es propiopara ponerse delante de eclesiásticos?

Genara se levantó para dar a la desconocidacuanto quedaba en la cesta.

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-Hija, ve con ella y mira si tienen necesidadde algo de ropa -dijo Baraona-. Juraría que esaseñora ha dicho verdad, y que no es afrancesa-da, sino una rancia española... Carlos, acompa-ña a mi hija.

-XXVII-Indudablemente el guerrillero y Genara de-

seaban pretexto cualquiera para alejarse untrechito y perder de vista por breve momento alabuelo y compañeros de mesa. Disimulando sugozo marcharon tras la desconocida; pero comono tenían prisa de llegar a donde ella iba, ladejaron ir delante y que se alejase todo lo quequisiera. Principiaba a oscurecer. Viéndose so-los, reanudaron su coloquio con mayor ve-hemencia al pie de los olmos, siendo Genara laque con más calor se expresaba. Tomándose lasmanos, dejáronse ir vagabundos, abandonados

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a la dulce corriente que de sus mismas palabrasy de sus propios movimientos se derivaba.

-Genara de mi vida -decía el guerrillerocuando ya llevaban algunos minutos de paseo,de conversación, de miradas tiernas y de apre-tones de manos- si es cierto lo que me dices, teperdono, y seré para ti lo que siempre he sido,un esclavo. Día de luto es este para mí, pero sialgún consuelo debo recibir, consistirá en pala-bras de tu boca, Genara de mi corazón; mi viday mi persona te pertenecen. Te adoro desde quete conocí y te idolatraré hasta la muerte.

-Carlos -repuso la joven con ardor-, si no mecrees lo que te he dicho, me enojaré, me pondréenferma, me consumiré de tristeza, me moriréde pesadumbre. Carlos, no lo dudes ni un mo-mento. Si bajé aquella noche a la empalizada dela huerta, fue porque confundí a Salvador con-tigo... hizo la misma señal... No había dicho dospalabras el traidor, cuando llegaste tú... ¿Locrees, Carlos? Dime que lo crees, dime que no

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queda en tu alma una chispa de recelo, y seré lamujer más feliz de la tierra.

-Bien, Genara -dijo Navarro-. Aunque nofuera verdad, debería creerlo. ¿Oíste lo que dijotu abuelo cuando nos encontramos hace poco?Su deseo era el mismo de mi desgraciado pa-dre, y también el mismo que ha sido por muchotiempo y es hoy la más cara, la más dulce, lamás risueña ilusión de mi vida. Dime una pala-bra y nuestro destino quedará fijado parasiempre, y la noble pasión de mi alma satisfe-cha, y la elección suprema de la vida santifica-da por un leal juramento, ante las miradas deDios que desde el cielo nos está mirando y nosbendice. ¿Genara, quieres ser mi mujer?

Genara contestó arrojándose en los brazosdel guerrillero, que la estrechó en ellos amoro-samente. Casi en el mismo instante, ambosjóvenes hicieron un movimiento de sorpresa ytemor. Alguien les miraba; frente a ellos y adistancia como de cuatro varas estaba una figu-

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ra delgada y sombría, un hombre completa-mente vestido de negro, con la cabeza descu-bierta. Después de dar algunos pasos, se detu-vo. Tras él veíase una especie de choza formadapor cajas vacías, y en el angosto recinto, de talmanera formado, clareaba la llama de un hogary se oían algunas voces.

-Aquí es -dijo Navarro viendo la barraca-.Entra y da a esas pobres gentes lo que les traes.

Genara después de dar algunos pasos, lanzóun grito de espanto.

-Navarro, Navarro, defiéndeme -exclamócon angustiosa voz, corriendo a arrojarse en losbrazos del guerrillero y dejando caer en el suelolas viandas que llevaba.

-¿Quién es, quién va? -dijo Navarro con tur-bación en el breve momento que tardó en cono-cer a la sombría figura que tenía delante.

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-Defiéndeme -gritó Genara dando diente condiente-; ese hombre me quiere matar.

El aparecido no había hecho movimiento al-guno. Llegose a él Navarro, dejando atrás y aregular trecho a la atemorizada joven y le ob-servó con calma.

-¡Ah!... es Monsalud... poca cosa, poca cosa...No temas, Genara... Esto ni pincha ni corta... Afe que no esperaba verte, Salvador. Creí quehabías muerto.

-Hubiera hecho muy mal en morirme -dijoMonsalud- sin cobrar una deuda que tengocontigo.

-¿Conmigo?... ¡ah, ya! -añadió Navarroflemáticamente-. Cuando quieras... ¿Era para tipara quien pedía esa mujer, llamándote semi-narista y guerrillero del Fraile?

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-¿Qué dices? -preguntó Monsalud, ajeno alas jerarquías inventadas por doña Pepita.

-¡Que eres un farsante, un embustero!-exclamó Navarro perdiendo la serenidad.

-Sí, un embustero, un farsante -repitió Gena-ra alejándose más.

-Pero observo aquí la mano de Dios -añadióCarlos con petulancia-. Con tu disfraz y tucambio de nombre te has ocultado de todo elejército, pero no te has ocultado de mí.

-Es verdad -dijo Monsalud con enérgica ira-.Pues aquí me tienes. Puedes delatarme, denun-ciarme, llevarme arrastrado por los cabellos adonde tus salvajes jefes están haciendo cuentaspor ver si algún jurado se escapó de la carnicer-ía de anoche. Yo me salvé; pero ahora te pro-porciono ocasión de ganar un elogio, quizás ungrado... Anda, llévame; di que me has descu-

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bierto, que me has cogido, y quizás te den uncigarro.

-Si yo fuera tú, te delataría... -dijo Navarrodando un paso hacia adelante-. Puedes vivir yengañar hasta dentro de un rato... Pero me ol-vidaba de que te hemos traído de comer.

Navarro, recogiendo del suelo lo que habíacaído, lo arrojó a los pies de Monsalud, que nohizo ademán alguno, dando a entender que norecibía limosna.

-¿Hasta dentro de un rato? -dijo Salvador-.¿Por qué no ahora mismo?

Doña Pepita atraída por las voces, presen-ciaba la singular escena sin comprender unapalabra; mas no se le ocultaba que allí habíapeligro para Monsalud, y llegándose al otro, ledijo con amargura:

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-Señor militar, no delate Vd. a mi pobrehermano... No, ¿para qué mentir? no es mihermano, es mi amigo... Es un muchacho hon-rado y leal. Ya que escapó, déjele Vd. vivir.

Una figura macilenta y oscura se arrastrabaa cuatro pies por el suelo, semejándose por laoscuridad de la noche a un gran perro de Te-rranova. Era el oidor que recogía los restos dela comida.

-¡Yo delatar! -exclamó Navarro-. Señora, estéVd. tranquila. No haremos ningún daño a su...

-A su amigo -murmuró Genara acercándoseal grupo y clavando sus ojos con ansiedad pro-funda en el semblante de la desconocida seño-ra.

-No le haremos ningún daño -añadió conironía Navarro, tomando la mano de Genara,como para retirarse con ella-, pero el amiguitose muere de hambre y de miedo: cuídele Vd.

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Volvieron la espalda Navarro y Genara.Después de una breve disputa con doña Pepita,Salvador se separó de esta para seguir a losprometidos esposos.

-Detengámonos -dijo Navarro a su presuntaconsorte-. Viene detrás, y puede herirnos por laespalda.

-¡Pero aquella mujer, aquella mujer! -exclamó Genara apretando los puños y tem-blando de ira-. ¿La viste? ¿Has oído insolenciaigual? ¿Pues no dijo que era su?...

-Su cortejo... Salvador es muchacho de muymalas costumbres.

-¡Cuando tal dijo...! -añadió Genara con laexaltación propia de su carácter en determina-das ocasiones -. ¡Oh! Navarro, no tienes alma...¿por qué no abofeteaste a esa infame mujer?

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Baraona y los tres amigos, viendo la tardan-za de los dos jóvenes, se adelantaban a su en-cuentro.

-Vamos, que es muy tarde. Aprisa, niños...¿qué habláis ahí?... Hombre, ¡como si no tuvie-ran tiempo de charlar hasta que se les seque lalengua!...

-Aprisita, aprisita -dijo el capellán, arropán-dose con su manteo-. La noche está fresca.

-Ya se ve... Como ellos están en la flor de suedad y conservan todo el calor de la vida -murmuró el canónigo con cierta expresión en-vidiosa.

Genara y Navarro llegaron al fin.

-¿Qué tienes, hijita? -dijo Baraona advirtien-do mucha palidez y trastorno en el semblantede su nieta.

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-No es nada -replicó Carlos-. Hemos vistoescenas muy lastimosas en la barraca. ¡Cuántadesgracia y miseria en este triste campo, señorBaraona!

-Sí, lo comprendo; pero la guerra es guerra.

-La guerra tiene que ser guerra, es claro -repitió el capellán.

-Pues claro: ¿qué ha de ser la guerra sinoguerra? -murmuró el canónigo.

-Evidentemente la guerra es y será siempreguerra -añadió el secretario de la Inquisición.

-Al coche, pronto al coche.

Un vehículo, del cual no se podía decir fija-mente si era coche o catedral, se acercó al sitiodonde estaban los amigos.

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-Carlos, supongo que no podrás venir connosotros -indicó Baraona, subiendo penosa-mente con el auxilio de un criado.

-Me es imposible.

-¡Ah! no había visto a esa persona que teacompaña, buenas noches, Sr... -dijo D. Miguelsaludando a Monsalud, el cual siguiendo a Car-los, había quedado a cierta distancia.

-Es un amigo a quien casualmente acabo deencontrar.

-¡Ah! muy señor mío... -dijo Baraona.

-Por muchos años... -gruñó el capellán.

-¡En marcha, en marcha! -exclamó el canóni-go.

-Hasta mañana -dijo Navarro a Genaracuando subía y se internaba dentro de lamáquina-. Hasta mañana.

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Genara miraba hacia fuera con estupor.

-¿No me contestas? Te he dicho que hastamañana -añadió Navarro ofendido de la pro-funda abstracción de su futura esposa.

-¡Si Dios quiere! - repuso al fin Genara.

Y el monumental coche partió arrastradopor poderosas mulas.

-XXVIII--Ya estamos solos -dijo Navarro a Monsalud.

-Ya estamos solos, y en lugar a propósito -repuso Salvador-. Podemos alejarnos del cami-no. La noche está oscura...

-¿Qué armas tienes?

-Ninguna. Dame la que quieras.

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-Renegado -exclamó Navarro-, estamos en elcampo del convoy. Aquí dejaste tu vestido paraponerte el que llevas, aquí han de estar tus ar-mas.

-Escondidas bajo tierra -repuso Salvador condesaliento-, pero si me fuera en ello la vida, nosabría encontrar entre tanta confusión el sitiodonde las pusimos.

-Salvador -gritó el guerrillero con ira-, si deesa manera piensas evadirte de tu compromi-so...

-No me insultes, no eches más ignominia so-bre mí -dijo Monsalud con emoción profunda, yantes que colérico, conmovido y sin aliento-.Soy un desgraciado, el más desgraciado de loshombres. Si no tienes lástima de mí, guárdameal menos la consideración que merece el infor-tunio... ¿Me aborreces? ¿Te estorbo? ¿Te soyodioso? ¿Te molesta que viva? ¿Te mortificaque respire el aire que Dios hizo para todos?

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Pues delátame, denúnciame... Marcha delante yte seguiré.

-¡Qué miserable cobardía! -exclamó Navarroacompañando sus palabras de un enérgico ges-to-. Si tienes miedo, si quieres renunciar a tucompromiso, dilo, y no me llames delator.

-Vamos a donde quieras -murmuró Monsa-lud dando algunos pasos-. Nada te costará bus-carme el arma que más te guste.

-Vamos -repitió Garrote.

Ambos dieron algunos pasos: Navarro, de-cidido, impetuoso, resuelto; Salvador, indolen-te, desmayado... Pasaban junto a un árbolpróximo a la cerca del camino, cuando el infelizrenegado apoyó sus brazos en el tronco y echóla cabeza hacia atrás, diciendo:

-No puedo más... me muero...

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Sus piernas se aflojaron y cayó de rodillas.Ni la energía de su alma, ni la emoción que enaquel momento sentía, ni la presencia de suenemigo que renovaba en él odios implacables,podían vencer el desmayo de su cuerpo, en elcual apenas había entrado algún mezquinoalimento durante cuarenta y ocho horas.

-¿Qué mimos son esos? -preguntó Navarro.

Me muero... -murmuró Salvador-. Si tienesprisa y quieres acabar pronto, saca tu espada yatraviésame. No puedo vivir; no tengo ánimopara defenderme.

La extremada palidez y extenuación deldesgraciado joven, no se ocultaron a su enemi-go. Navarro comprendió cuán indigno seríaprovocar a duelo a un moribundo. Compasivoy generoso, acercose al joven y, echándole am-bos brazos al cuerpo, le levantó.

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-Vamos, no has comido hoy -dijo-. Debí em-pezar por lo primero.., pues para todo haytiempo. Ven conmigo.

Monsalud se dejó levantar y conducir ma-quinalmente, apoyado en el brazo de su rival.Así anduvieron largo trecho, despaciosamentey sin hablar palabra. Parecían dos tiernos ami-gos, dos cariñosos hermanos, de los cuales elfuerte sostenía y amparaba al débil. Nadie alverlos hubiera dicho que entre ellos y en tornoa ellos, envolviendo sus hermosas cabezas confúnebre celaje, flotaba el fantasma horroroso dela guerra civil. Caía la frente del uno sobre elpecho del otro, se enlazaban sus manos, se con-fundían sus alientos; pero no había ni la másmínima porción de afecto en aquel abrazo demuerte. Quizás el aborrecimiento mismo im-pulsaba al fuerte a ser generoso; quizás la pro-pia causa impulsaba al débil a ser condescen-diente.

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Llegaron a una gran barraca improvisadacon cajas y lienzos, de la cual salía humo, mu-cha bulla, y un olor fuertísimo a aceite frito y aguisotes de campaña. Los dos jóvenes entraron.Soldados y guerrilleros bebían y comían allí, sindar reposo a la lengua un solo momento. En-traban o salían atropelladamente trayendo yllevando víveres y pellejos de vino.

Monsalud se dejó caer en el suelo, mientrasNavarro decía, dirigiéndose a uno de los másalborotadores:

-Roque, da de comer y de beber a este ami-go.

Todos se fijaron en la abatida persona deMonsalud, que parecía moribundo.

-¿Es jurado? -preguntó uno.

-Es un hermano del cura de Nájera; es miamigo -repuso Navarro-. Iba a Francia, cuando

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tropezó con el convoy y me lo dejaron como loveis... ¡Eh, Sr. Soldevilla! -añadió sacudiendo aSalvador por el brazo-, ahora se pondrá Vd.como nuevo... Désele primero un buen vaso devino.

-Mejor es un par de tajadas... -indicó un gue-rrillero que era riojano y conocía al señor curade Nájera-. ¡Por vida de...! conozco a todos losSoldevillas de Nájera y de Cameros, y juro queesa cara no es de ningún Soldevilla de aquellatierra... Como que yo conozco esa cara.

-Y yo también - añadió otro del mismo es-tambre.

-Y yo.

-Despachaos, pedazos de plomo -gritó Na-varro, sentándose resueltamente al lado de suenemigo, con objeto de evitar cualquier ofensaque pudiera hacérsele...

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Para disipar las sospechas de sus camaradaso hacerles entender que estaba decidido a de-fender al infeliz jurado, entabló con él familiardiálogo en esta forma:

-Eso pasará pronto, Sr. Soldevilla. Buenasuerte fue para Vd. tropezar con un amigo co-mo yo, que le asistiré en cuanto sea menester, yle protegeré aun a riesgo de mi vida contra to-do aquel que intentara hacerle daño.

-Gracias, muchas gracias -dijo Monsalud,bebiendo con febril ansiedad en una taza que lepresentaron.

-Tengo que comunicar a Vd. una triste noti-cia, y es que mi excelente padre, el señor D.Fernando Navarro, amigo de su familia de us-ted, ha sido asesinado por los infames renega-dos.

-¡Asesinado! -repitió sordamente Monsalud,engullendo el pan y las magras que le dieron-.

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¡Infeliz suerte!... Quizás no moriría de esa ma-nera.

-Sí; pero los viles que pusieron la mano enaquel hombre insigne no vivirán mucho tiempo-dijo foscamente Navarro ofreciendo a Monsa-lud un vaso de vino-. Revolveré la tierra porencontrarlos, y uno a uno caerán en mis manos,de las cuales pasarán al infierno.

-¡Al infierno! -balbució Monsalud-. Gracias,gracias, Sr. Navarro; voy recobrando la vida.¡Ah! pero ahora recuerdo... oí hablar de su pa-dre de Vd... Sí, antes que cayésemos en poderde los ingleses, trabé conversación con un jovenjurado. Díjome que el Sr. D. Fernando se habíadado a sí mismo la muerte, por no caer en ma-nos de la vil canalla que después de sacrificarignominiosamente a cierto clérigo, le iban amartirizar a él de la misma manera.

-También me lo han dicho así.

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-Y el joven que me habló de este asunto,amigo Navarro, añadió que él mismo, despuésde prestar varios servicios al desgraciado donFernando, le había suministrado el medio deeximirse, por un acto enérgico, de la bochorno-sa muerte que le tenían preparada. Dijo tam-bién que el ilustre señor, vencido de la extenua-ción y del pánico, perdió en sus últimos mo-mentos el juicio, cayendo en singulares locurasy manías.

-Tantos detalles no habían llegado a mi noti-cia -dijo el guerrillero-, y en cuanto a las pala-bras de ese renegado que con Vd. habló, no lesdoy fe.

-¿Por qué?

-Porque no.

-Es uno que dijo llamarse... ¿a ver cómo?¡Ah! Salvador no sé cuántos.

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-Me lo figuraba... -contestó Navarro condiabólica risa-. Uno de los que busco... y de losque no se me escaparán, a fe mía... Es un reptilque ha querido morderme y que he de aplastarsin remedio. Traidor renegado, ha hecho migascon los franceses y es uno de los más cruelessayones que tiene la canalla para atemorizar alas gentes inofensivas de este país. Embrollón,embustero, farsante y lleno de fatuidad, atre-viose a poner sus ojos en un ángel del cielo aquien idolatro y que no puede ser sino paramí... ¡Oh! nuestra rivalidad es ya un poco anti-gua... pero se ha recrudecido recientemente, Sr.Soldevilla de mi alma, desde que ese miserableratoncillo que no merece roer la suela de miszapatos, se ha atrevido a manchar la buena fa-ma de la mujer que adoro, engañándola conmiserables artes y obteniendo de ella ciertosfavores por el más vil y repugnante medio...Tome Vd. más carne, Sr. Soldevilla -añadió pre-sentándosela- tal vez necesite Vd. recobrar to-

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das sus fuerzas para esta noche... Pues sí, comodecía, empleando infames medios...

-Gracias, gracias, Sr. Navarro -dijo Salvadorrechazando la carne-. Debe de ser un gran tu-nante ese joven.

-Como que para hablar con Genara y arran-carle algún honesto favor, remedaba mi perso-na y mi voz en la oscuridad de la noche...

-No quiero nada más -dijo Monsalud seca-mente-. Me encuentro bien.

-Poco ha comido Vd...

-Lo necesario para afrontar cualquier peli-gro.

-Pues sí, amigo Soldevilla -añadió Navarro-,perdone Vd. que me haya exaltado al oírlenombrar persona tan aborrecida para mí. Hejurado matarle, matarle sin piedad, y me pareceque mientras él viva me está robando con su

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aliento la existencia que Dios me dio para vivir,y el aire para respirar.

Monsalud, sacudido por viva excitaciónnerviosa, se levantó del suelo en que yacía.

-¡Oh! no se levante Vd... descanse Vd. más,Sr. Soldevilla -dijo Navarro con ironía semejan-te a la del diablo cuando sonríe a las almas en elmomento de cargar con ellas-. Tome Vd. fuer-zas, amigo mío, que quizás las necesite pronto,sí, muy pronto... Si quiere Vd. dormir, duermasin cuidado; y por si tuviese recelo de que miscompañeros le hagan algún daño, esté tranqui-lo; que no me moveré de su lado hasta que abralos ojos.

-No quiero dormir -repuso Salvador po-niéndose en pie-. Agradezco a Vd. lo que hahecho por mí... Y ahora que recuerdo, cuandoese jurado, que antes mencioné, hablaba deltrágico fin del Sr. D. Fernando Garrote y de sufunesta locura, lo hacía con tanta compasión,

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que parecía haberse interesado vivamente porél.

-Buen caso haría yo de las hipócritas pala-bras de ese necio -dijo Navarro sin disimular suira-. ¡Oh! sólo el oír en su boca el sagrado nom-bre de mi padre, me parece un insulto... A ver,Sr. Soldevilla -añadió tomando el sable de unguerrillero que dormía- ¿qué le parece a Vd. esesable?

-Admirable -respondió el jurado pasando eldedo por el filo y apoyando la punta en el suelopara probar la flexibilidad de la hoja.

-Si no recuerdo mal, me rogó Vd. que leproporcionase un sable. Quédese Vd. con elque tiene en la mano. Este borracho de Roquees de mi compañía, y mañana me entenderécon él.

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-¡Gracias, gracias! -dijo Monsalud con extra-ordinaria animación-. ¡Cuántos favores debo aVd.!

-¿No duerme Vd. un ratito?

-No.

-Es verdad. Tiempo tiene Vd. de dormir -dijo Navarro levantándose-, sí, de dormir mu-cho, muchísimo.

Casi todos los guerrilleros que antes habíaen la barraca, o habían salido a tocar la guitarrasobre el campo o dormían como troncos. Mon-salud y Navarro salieron. Cuando se hallaban abuen trecho de la tienda, el renegado dijo a suenemigo.

-¡Navarro, Navarro!... Dios que nos mira sa-be que no te tengo miedo... Acabas de hacermeun beneficio; mi corazón se oprime al pensarque puedo darte la muerte... Aguarda por Dios,

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a que te ofenda de nuevo, aguarda a que estagratitud se disipe... Te aborrezco; pero un secre-to respeto enfría mis rencores, cuando piensoque nos vamos a batir. A pesar de los horriblesinsultos que hace poco me has dirigido, te rue-go que esperes, que esperes hasta mañana si-quiera. Creo que debemos esperar.

-Adelante -repuso Navarro con enérgicoacento-. No tienes que agradecerme nada. No tehe perdonado, no te perdonaré, si no me con-fiesas que fingiste mi persona y mi voz paraengañar a Genara.

-¡No lo confesaré porque es mentira!-exclamó Salvador inflamándose.

¡Pues te mataré porque es verdad! -rugióNavarro-. Miserable, ¿piensas que el hombreque ha hablado a solas con esa mujer puedeinsultarme respirando el aire que yo respiro yviendo la luz que yo veo?

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-No una, sino muchas veces he hablado conella -dijo Salvador.

-¡Mientes, bellaco! -gritó Navarro aba-lanzándose hacia él con el sable desnudo-. De-fiéndete, hijo de nadie, miserable espúreo.

Monsalud sintió que por sus venas corríafuego, que su cerebro era un volcán. Ciego, locode ira, se puso en guardia, gritando:

-Defiéndete, salvaje. Mátame; pero antes dehacerlo, sabe que eres un bandido, y tu Genarauna vil mujerzuela.

-Canalla, toma el camino del infierno... ¡co-rre... anda... allá vas!

No hablaron ni una palabra más y los aceroschocaron.

Estaban en un sitio solitario, y la noche eraoscurísima. Durante breve rato las dos hojas deacero se rozaron con discorde sonido. De pron-

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to Navarro dio un grito terrible y cayó al sueloinundado de sangre.

-¡Dios mío!... ¡muero!... -exclamó con un ru-gido en el cual parecía que echaba el alma.

Y luego con voz expirante añadió:

-¡Padre!...

Monsalud hincó una rodilla en tierra y lemiró el rostro, sin advertir que algunos hom-bres se acercaban.

MADRID

Junio-Julio de 1875.

FIN DE EL EQUIPAJE DEL REY JOSÉ.