Entrevista

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"ENTREVISTA" VIRTUAL AL PAPA FRANCISCO CUANDO TODAVÍA ERA CARDENAL DE BUENOS AIRES, ARGENTINA

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ENTREVISTA VIRTUAL AL CARDENAL JORGE MARIO BERGOGLIO

De entrada tengo que confesar dos cosas: una, que esto sucedió hace dos años aproximadamente, y otra, que todo aconteció en un abrir y cerrar de ojos. Yo estaba sumergido en la lectura de “El verdugo” de Lagerkvist y por eso no me percaté que, junto a mí se había sentado el cardenal Jorge Mario Bergoglio. Sabía que le gustaba utilizar el metro para desplazarse en Buenos Aires, pero nunca habíamos coincidido…

Le dije que me sentía muy honrado al compartir con él el mismo asiento del vagón, cosa que, obviamente, no me lo tomó muy en serio, pero que correspondió amablemente con una sonrisa de esas que son muy suyas.

Persona sencilla y cálida, su pensamiento suele ser muy agudo. Gracias a su abuela paterna, de la que guarda sus mejores y más cálidos recuerdos, desde pequeño aprendió el piamontés, un dialecto del noreste italiano. Al principio luché por no preguntarle, pero terminé vencido por la ocasión ya que no sabía si Dios me iba a regalar otra oportunidad como esta.

Eminencia, le dije (y él me corrigió: “Dime padre Jorge Mario”), usted comenzó a trabajar desde los 13 años; si tuviera que definir el amplio mundo del trabajo, ¿qué me diría?

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- Mirá, el trabajo unge de dignidad a la persona. Esta ‘unción de dignidad’ no la otorga ni el apellido ni el dinero. Tal ‘dignidad’ sólo viene por el trabajo. Podemos tener una fortuna, pero si no trabajamos, la dignidad se viene abajo. Ahora bien, una persona que trabaja debe tomarse un tiempo para descansar, para estar en familia, para disfrutar jugando con los hijos, para leer, practicar el deporte… Si el trabajo no da paso al descanso reparador y al sano ocio, entonces esclaviza y queda viciada la intención por la cual se trabaja.

Oiga, mucha gente sufre por diferentes motivos. ¿Qué piensa acerca del dolor?

- El dolor no es una virtud, pero sí puede ser virtuoso el modo en que se le asume. Tanto el dolor físico como el espiritual comportan una dosis de soledad. Lo que la gente necesita es saber que alguien la acompaña, la quiere, y reza para que Dios entre en ese espacio que es pura soledad.

¿Le fue muy difícil entrar al Seminario?

- Rondaba los 17 años cuando pensé por primera vez que podría ser misionero. Fue a los 21 que ingresé al Seminario y, posteriormente, a la Compañía de Jesús. Lo único que puedo decirte es que la vocación religiosa es una llamada de Dios ante un corazón que está esperando esa llamada consciente o inconscientemente.

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En algún lugar he leído, no recuerdo en dónde, que en cuestión de educación usted propone “la cultura del naufragio”. ¿Qué es eso?

- Un náufrago se enfrenta al desafío de sobrevivir con creatividad. O espera que lo vengan a rescatar o él mismo empieza su propio rescate. Cuando se quiere educar solamente con principios teóricos, sin pensar en que lo importante es quién tenemos enfrente, se cae en un fundamentalismo que a los alumnos no les sirve de nada ya que ellos no asimilan las enseñanzas que no están acompañadas con un testimonio de vida.

Esto, obviamente, requerirá de mucha paciencia…

- Si, de eso que yo llamo “transitar la paciencia”, o sea, dejar que el tiempo paute o amase nuestras vidas, aceptar que la vida es un continuo aprendizaje, claudicar de la pretensión de querer solucionarlo todo.

A propósito de esto, las estadísticas señalan que la Iglesia Católica está perdiendo feligreses cada día. ¿Cómo ve esta situación? ¿Cuánto le preocupa?

- Mucho. Para mí es clave que los católicos salgamos al encuentro de la gente. Yo estoy seguro que la opción básica de la Iglesia en la actualidad es salir a la calle a buscar a la gente, conocer a las personas por su nombre, ir hasta los más alejados. Escucha esto y apúntalo muy bien: a una Iglesia autorreferencial le sucede lo mismo que a una persona autorreferencial: se vuelve autista. Es cierto que, si uno sale a la calle, se puede accidentar; pero

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prefiero mil veces una Iglesia ‘accidentada’ a una Iglesia enferma.

Sí. Tiene toda la razón.

- Es más –continuó- salir al encuentro de la gente es también salir un poco de nosotros mismos, de nuestros propios pareceres si éstos son un obstáculo y cierran el horizonte que es Dios, y ponernos en actitud de escucha… Los laicos tienen una potencialidad no siempre bien aprovechada. La conversión pastoral nos llama a pasar de una Iglesia ‘reguladora de la fe’ a una Iglesia ‘transmisora y facilitadora de la fe’. Un pastor siempre sale al encuentro de la gente.

Argentina, y México también, necesitan vivir eso que usted llama “la cultura del encuentro”. ¿Qué entiende por ello?

- Observo que solemos sucumbir víctimas de la prepotencia, no saber escuchar, la crispación del lenguaje comunicativo, la descalificación previa. La ‘cultura del encuentro’ exige el diálogo auténtico, que nace de una actitud de respeto hacia otra persona, de un convencimiento de que el otro tiene algo bueno que decir; supone hacer lugar a su punto de vista, a su opinión. Dialogar entraña una acogida cordial y no una condena previa. Hay que saber bajar las defensas, abrir las puertas y ofrecer calidez humana.

Muchos saben que usted disfruta el tango y, en cuestión de arte, admira ‘La Crucifixión Blanca’ de

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Marc Chagall. Además de leer, ¿qué otra cosa le gusta?

- El cine lo disfruto mucho. Hay tres películas que te recomiendo, entre otras tantas: ‘Los isleros’, dirigida por Lucas Demare; ‘El festín de Babette’ y, la que más me divierte cada vez que la veo: ‘Esperando la carroza’.

El metro estaba a punto de llegar a la estación en la que descendería el Cardenal. Me apresuré a decirle: Padre Jorge Mario: ¿Qué me obsequiaría del baúl de su abuela paterna?

- Metió la mano en la chaqueta y del bolsillo sacó una estampa del Cristo de Chagall en cuyo reverso dice: “Si algún día el dolor, la enfermedad o la pérdida de una persona amada te llena de desconsuelo, recuerda que un suspiro al Sagrario, donde está el Mártir más grande y augusto, y una mirada a María al pie de la Cruz, pueden hacer caer una gota de bálsamo sobre las heridas más profundas y dolorosas”. Es un párrafo del testamento de mi abuela, me dijo.

¡Ah, pero disculpe, no me presenté al principio! Soy Manuel Ceballos García, mexicano, y ayer terminé la lectura de “Conversaciones con Jorge Bergoglio”, de Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti. Me incliné para buscar en el portafolios el libro y enseñárselo, y pedirle que me lo autografíe pero, ya no me escuchó…

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¡ya estaba caminando en el andén, de prisa, rumbo a Catedral!