Ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea

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PASIÓN CRÍTICA: Ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea Colección La Tejedora Escuela de Estudios Literarios

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PASIÓN CRÍTICA:

Ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea

Colección La Tejedora

Escuela de Estudios Literarios

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PASIÓN CRÍTICA:

Ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea

Alejandro José López Cáceres

Trabajos de investigaciónEscuela de Estudios Literarios

Universidad del Valle Colombia

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Santiago de Cali, noviembre de 2010

Rector Universidad del ValleIván Enrique Ramos CalderónDecano Facultad de HumanidadesDarío Henao RestrepoDirector Escuela de Estudios LiterariosJuan Julián Jiménez PimentelCoordinador Maestría en Literatura Colombiana y LatinoamericanaÁlvaro Bautista CabreraDirector Programa Licenciatura en LiteraturaHéctor Fabio Martínez

Pasión crítica:

Ensayos sobre literatura latinoamericana contemporánea

Alejandro José López Cáceres

Edición: noviembre de 2010

ISBN: [email protected] Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquiermedio o con cualquier propósito, sin la autorizaciónescrita del autor.

Ilustración de carátula: Wassily KandinskyDiseño y diagramación: Unidad de Artes GráicasFacultad de HumanidadesUniversidad del ValleCali - Colombia

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A César Tulio

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AGRADECIMIENTOS

A la Universidad del Valle por su respaldo institucional durante toda mi trayectoria intelectual y académica; al decano de la Facultad de Humanidades, Darío Henao; al director de la Escuela de Estudios Literarios, Julián Malatesta; a mis colegas y a todo el personal de esta misma Unidad Académica a la cual pertenezco.

A todos los editores que han acogido estos ensayos previamente en sus publicaciones impresas y/o digitales: Joaquín María Aguirre, de la Revista Espéculo, en la Universidad Complutense de Madrid; Jorge Gómez Jiménez, de la revista Letralia, Tierra de Letras, en Venezuela; Sandra Licona, de la revista Prensa Fondo, del Fondo de Cultura Eco-nómica, en México; Diógenes Fajardo y Patricia Trujillo, de la revista Literatura: Teoría, Historia y Crítica, de la Universidad Nacional de Colombia; Darío Henao, de la Revista Poligramas, de la Universidad del Valle, en Colombia; Gabriel Ruiz, del portal Nos Topamos Con…, en Colombia; Guillermo Camacho, de la revista Aurora Boreal, en Di-namarca; Andrés Aldao, de la revista Artesanías Literarias, en Israel; Manuel Tiberio Bermúdez, de la revista Red y Acción, en Colombia; y José Antonio Carbonell, de la Biblioteca de Literatura Afrocolombia-na, del Ministerio de Cultura, en Colombia.

A mis profesores y maestras del doctorado La Lengua y la Litera-tura en Relación con los Medios de Comunicación, en la Universidad Complutense de Madrid: Guadalupe Arbona, Ana María Vigara, María José Alonso Seoane, Carmen Aguirre, Pilar María Vega y Joaquín Ma-ría Aguirre, por sus cátedras gratas y valiosas.

A mis amigos del Taller Literario Botella y Luna: Óscar Osorio, Diego Gil, James Valderrama, José Alirio Bedoya, Gilberto Rangel, José Jesús Osorio y Gustavo Aragón, por esa maravillosa complicidad literaria sostenida durante dos décadas.

A mi esposa Soranlly Gómez y a mis hijos Laura Sofía, Carmen Lu-cía y José Jacobo, cuyo afecto ha sido mi principal soporte durante el tiempo en que he estado dedicado a la escritura de estos ensayos.

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ÍNDICE

Prefacio

Onetti tan memorable: una semblanza de sus cuentos

Carlos Fuentes en el umbral de las certezas: los “Cuentos sobrenaturales”

Cuando la crítica enseña

El don de la linterna: los cuentos de Harold Kremer

Poesía y modernidad Antonio Skármeta: la ruta hacia “El cartero”

Experiencia y huella: los cuentos de Óscar Collazos

Bibliografía

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PREFACIO

Los siete ensayos recogidos en este libro han sido escritos en momentos y lugares diferentes, especialmente durante mi periplo entre Cali y Madrid. Cinco de ellos están dedicados a narradores latinoamericanos; los otros dos, a sendos libros que tuve ocasión de reseñar y presentar durante sus respectivos lan-zamientos. Todos ellos obedecen a dos propósitos que me he trazado al aventurarme en la estimulante y grata labor de hacer crítica literaria. El primero tiene que ver con la pasión —de allí el título de este volumen—: escribir solamente sobre obras y au-tores que me hayan calado de manera profunda, que me hayan encantado como lector. Bien sé que también es necesaria la otra crítica, la que reprueba y desautoriza; pero a mí se me da muy mal la diatriba o la descaliicación, así que preiero reservarme el gusto de compartir las lecturas que me han hecho feliz.

El otro propósito está ligado a una pregunta: ¿se puede prac-ticar la crítica literaria tratando de guardar el rigor que se estila en la academia, pero procurando una vocación decididamente divulgativa? Seguramente no hay una contestación única a este interrogante, que es también una provocación. En cualquier caso, debo admitir que he mantenido esta pregunta como de-rrotero durante los trabajos de investigación y escritura que die-ron lugar a estos ensayos. Y resulta bastante probable que haya fracasado en ambos lancos; es decir, que el lector académico halle estos textos ligeros para su gusto y, por otra parte, que el lector común los encuentre un tanto densos. Con todo, sigo pen-sando que hay riesgos que vale la pena correr. Porque si bien es verdad que la crítica literaria necesita estar bien fundamentada, no es menos cierto que ésta tiene un ministerio social insoslaya-ble, ligado a la cualiicación intelectual del público lector. Sobre dichos puntos reposa mi aspiración con este libro.

Cronológicamente, el ensayo de más vieja data incluido en este volumen es el dedicado a la cuentística de Harold Kremer. Su escritura obedeció a una invitación que me cursara el Banco

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de la República, en Cali, para un evento sobre autores vallecau-canos, en agosto de 2005. Luego vino la crónica-ensayo titulada “Cuando la crítica enseña”, la cual realicé en febrero de 2008 como presentación de un libro —justamente de crítica litera-ria— escrito por mi maestra Aleyda Roldán de Micolta. En mar-zo de aquel mismo año presenté, con el texto titulado “Poesía y modernidad”, un interesante libro que Julián Malatesta dedicó a la imagen poética. Después vino el viaje a España, adonde me trasladé para cursar estudios doctorales en la Universidad Com-plutense.

El primer ensayo que escribí en Madrid fue sobre los cuentos del maestro uruguayo Juan Carlos Onetti, en julio de 2009, y lo hice en ocasión de su centenario. Pocos meses después leí que en Puerto Rico habían prohibido la nouvelle “Aura”, de Carlos Fuentes, por considerarla inmoral. Yo la había leído dos décadas atrás y la recordaba como una obra extraordinaria, así que salí a buscarla porque quería releerla. La encontré en las librerías madrileñas, al inal de un volumen recién editado, compuesto por una selección de cuentos fantásticos del maestro mexicano. Se trataba de un libro precioso, de manera que decidí escribir el ensayo que terminé en septiembre de 2009. En diciembre de ese año recibí un encargo: el Ministerio de Cultura de Colombia realizaría una colección dedicada a la literatura afro-colombia-na. Me propusieron prologar el volumen destinado a los cuentos de Óscar Collazos. Como ya conocía algunos de sus excelentes relatos, acepté de inmediato y en febrero de 2010 entregué el texto. Finalmente, el más reciente de estos trabajos tiene su ori-gen en un evento que organiza la Casa de América, en Madrid: la Semana del Autor. Durante la edición celebrada entre el 20 y el 25 de abril de 2009, el escritor homenajeado fue Antonio Skármeta. Esta programación me despertó mucho interés por la obra del chileno, creador de aquel famoso cartero de Neru-da. Sin embargo, aunque estuve repasando su narrativa durante todo el año, sólo en el verano de 2010 —el cual pasé instalado en la ciudad de Valdemoro— me senté a redactar el manuscrito que concluí en septiembre pasado.

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Pues bien, en líneas generales éste es el origen de los siete ensayos recogidos aquí y las circunstancias en que fueron com-puestos. En lo que toca a los propósitos que uno se traza al escri-bir, nunca se sabe: cada lector hace suyos los textos a su parti-cular manera, por fortuna. La lectura es un acto soberanamente libre.

El autor

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ONETTI TAN MEMORABLE: UNA SEMBLANZA DE SUS CUENTOS

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Hay algunas obras maestras de la literatura que lo son por-que llegan a dar cuenta —sin explicarlos— de fenómenos pro-fundos, complejos, arquetípicos, de la condición humana. Esto hace que dichas obras resulten inolvidables para el lector, quien siente que una parte de su ser pasa por ahí de modo eviden-te o recóndito. Al mismo tiempo, esa capacidad para penetrar agudamente en los arduos aspectos que constituyen nuestra naturaleza hace que estas obras permanezcan siempre abiertas a nuevos sentidos y razonamientos; es decir, que no se dejen apresar en una sola línea de interpretación. Tal es lo que suce-de, por ejemplo, con un relato como “Bartleby el escribiente” de Herman Melville, en el cual se indaga de forma exquisita el fenómeno de la desidia. Otro tanto hace Chéjov, con relación al desamparo, en su perdurable “Vanka”; o Hoffmann respecto de lo siniestro en su famosa historia “El hombre de arena”; o Maupassant en lo que toca al oportunismo con su célebre “Bola de Sebo”; o Poe con la culpa en su “Corazón delator”. También la crueldad ha sido condensada singular y memorablemente en un cuento magistral: “El inierno tan temido”, de Juan Carlos Onetti.

Pero aunque éste es seguramente su mayor logro en el géne-ro cuentístico, no es el único. De los cuarenta y siete excelen-tes cuentos que escribió el maestro uruguayo a lo largo de su vida (1909-1995), en su periplo por Montevideo, Buenos Aires y Madrid, hay por lo menos cinco que merecerían estar en una hipotética antología de cuentos inolvidables de todos los tiem-pos: “Un sueño realizado” (1941), “Bienvenido, Bob” (1944), “Esbjerg, en la costa” (1946), “El inierno tan temido” (1957), y “Jacob y el otro” (1961). Todos comparten la fortuna de haber amalgamado de manera sorprendente ese mundo en descompo-sición, desolado y oscuro —que está en la base de la cosmovisión

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onettiana—, con un lenguaje y una técnica narrativa de impeca-ble factura. La icción ha sido tejida en ellos con tanta eicacia que el lector habita la ilusión sin percatarse de las costuras que la sostienen ni de los hilos que la constituyen; en otras palabras, éstos son cuentos orgánicos, sin isuras, o, como suelen decir los cuentistas, redondos.

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El de Juan Carlos Onetti es un mundo a la vez complejo y apasionante. Su universo está en las antípodas de la simpliica-ción, pues estamos ante un narrador que ha elegido rastrear sin tregua las contradicciones del alma y sus sorprendentes inters-ticios. Detengámonos un momento en sus personajes para ilus-trar algo de lo dicho. Hay un rasgo que muchos de ellos compar-ten, una especie de vocación o conducta recurrente. Dado que suelen sobrellevar existencias grises, anodinas, o que viven ase-diados por el fracaso de todas sus empresas, llega un momento en el cual una encrucijada de hastío o derrota los obliga a buscar una salida. Sí, la vida que llevan se les revela de pronto insufri-ble, tal vez sólo insustancial; entonces, dan un salto de vértigo. Quizá las cosas podrían ser de otra manera si habitaran un lu-gar distinto; así que transitan hacia allá, pasan a un entorno de fantasía, de icción. Muy temprano aparece en la obra de Onetti este arbitrio que no solamente atravesará su producción ulte-rior sino que llegará a ser uno de los rasgos más característicos de toda su narrativa: la construcción de mundos sucedáneos. Pero es en su tercer cuento —el primero en el cual aparece una factura literaria ya consolidada—, que tituló “El posible Baldi” y que fue publicado en La Nación de Buenos Aires (1936), donde nos introduce de fondo en esta alternancia.

De Baldi sabemos que es un abogado, un hombre corriente que va por la calle. Tiene una novia, a quien llama Nené —jus-tamente esta noche se verá con ella—, y posee en su bolsillo, lo puede palpar, el dinero necesario para cubrir los gastos de los preparativos y de la cita misma. Se siente completamente feliz,

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pleno. Entretanto, una pequeña mujer, ingenua y de grandes ojos azules, camina muy cerca suyo. Viene asustada porque un hombre de largos bigotes la asedia, la persigue. Baldi, percatado de la situación, en un gesto casi fortuito de automatismo soli-dario, se les acerca, con lo cual el bigotudo huye. La muchacha, prendada y agradecida, prosigue su camino junto al salvador, quien sólo desea continuar adelante con los planes de su cita. Pero ella quiere saber algo acerca de este hombre tan distinto de los otros y le pide referencias de su vida extraordinaria. Él accede —con la intención de deshacerse rápidamente de la mu-jer—, así que inventa una extravagante historia sobre un Baldi que vigilaba esclavos negros en las minas de diamantes, en Su-dáfrica. Le cuenta cómo asesinaba a sangre fría a quienes inten-taban escaparse; sin embargo, ella no experimenta repugnancia sino que se compadece del victimario y lo justiica. El embus-tero carga aún más las tintas e ingenia situaciones de pasmosa atrocidad, pero todo resulta inútil al in propuesto. Habiéndole tomado gusto al juego, él renuncia a sus planes y, “con un estilo nervioso e intenso, siguió creando al Baldi de las mil caras fe-roces que la admiración de la mujer hacía posible”.1 Hasta que algo inopinado ocurre: al compararse con su personaje, el autor de aquellas invenciones cae en la cuenta de lo insulsa que es su existencia, “porque no se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres ieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oicinas”.2 Al despedirse de la muchacha, Baldi le pasa unos billetes, le dice que los ha ganado traicando cocaína y se marcha, ensombrecido.

Buena parte de los elementos más caros a la obra de Onetti se preiguran ya aquí, en especial éste al cual podríamos referirnos como una cierta vocación por la mentira. La icción es una nece-

1 ONETTI, Juan Carlos (prólogo de Antonio Muñoz Molina). “El posible Baldi”. En: Cuentos completos. Editorial Alfaguara. Madrid, 2007 (1994). Pág. 53. Todas las citas de los cuentos provendrán de esta edición.

2 Ídem. Págs. 53, 54.

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sidad esencial de sus personajes. En el bello prólogo que escri-bió para la edición de los “Cuentos completos”, Antonio Muñoz Molina lo plantea de esta manera:

Aparte del amor, la tarea preferida por un número considerable de personajes de Onetti es la de inventar, la de contar mentiras y oírlas, la de dotarse de vidas falsas a través de la credulidad del que escucha, pero en ocasiones el propósito de la narración es otro, exactamente el inverso: contando puede alcanzarse una verdad que de otro modo sería inaccesible, una identidad más cierta o más honda que la establecida por las apariencias, incluso una forma amarga de absolución.3

Y es que para Onetti, antes que un proceder indeseable, la invención constituye una categoría humana de rango esencial. Sin ella la vida misma se haría insufrible —más de lo que ya es—, lo cual nos pone sobre un aspecto central de su cosmovisión. Para el maestro uruguayo, al igual que para sus contemporá-neos europeos Sartre y Camus, la existencia es una dura carga; y, en su caso, una experiencia imposible de sobrellevar si no se apela a alguna suerte de suplantación. Detengámonos todavía un poco más en la mentira, esa conducta de la cual derivaba el origen de su escritura. En la entrevista televisiva que le conce-dió a Joaquín Soler Serrano, en 1977, Onetti decía:

Me preguntan ¿cuándo empezó usted a escribir? Y yo no puedo saber. Recuerdo sí que en mi infancia empecé a mentir; es decir, yo volvía a mi casa contando aventuras que nunca habían ocurrido, ni ocurrirán, ¿no? Y a los chicos del barrio también, los amigos míos, les contaba mentiras; así que, para mí, el escritor empezó ahí, mintiendo. Después sigue mintiendo ahí en todos los libros, seguro.4

3 MUÑOZ MOLINA, Antonio. “Sueños realizados: invitación a los relatos de Juan Carlos Onetti” (Prólogo). En: ONETTI, Juan Carlos. Op. cit. Pág. 23.

4 SOLER SERRANO, Joaquín. “A fondo”. Radiotelevisión Española. Madrid, 1977.

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Tal vez sea lícito rastrear algunas fuentes de esta proclividad al embuste en la propia biografía de Onetti, cuya vida estuvo signada por fuertes experiencias de estrechez y derrota. Hubo uno, crucial, del que nos ha quedado un curioso registro. Recor-demos que, habiéndose casado muy joven, cuando tenía vein-tiún años, el maestro uruguayo se vio muy pronto obligado a sustentar una familia —su primer hijo nacería un año después, en 1931. Pero lo que hizo especialmente dramática su situación fue que, al no disponer de un respaldo económico patrimonial, ni de una formación profesional, ni de título académico alguno, Onetti tuvo que desempeñar oicios arduos, y mal remunera-dos. En Buenos Aires, adonde se habían trasladado, los suyos conocieron tenaces privaciones. Sin embargo, poco o nada se reirió a esto en las entrevistas que concedió, la mayoría de ellas en su deinitivo exilio español. Cuando Luis Harss habló con él durante la preparación de su ya clásico libro titulado “Los nues-tros” —que habría de ser, desde la perspectiva de la crítica, el lanzamiento del llamado Boom latinoamericano—, el maestro uruguayo fantaseó sobre su pasado escolar. En el capítulo que Harss le dedicó, aparece dicho así: “Nuestra historia comienza en Montevideo, en 1909. Allí pasó Onetti su juventud y cursó la escuela secundaria. Habla de todo eso con una voz sorda,

malhumorado, como si estuviera tratando de recordar una

versión perdida de un cuento desagradable. Actitud ésta que deine tanto al hombre como al escritor.” Y más adelante com-plementa el crítico: “Poco descubrimos de los primeros años de Onetti. Bachiller, cuando tenía aproximadamente veinte años de edad, se fue a vivir a Buenos Aires, la tierra prometida, donde merodeó por la Universidad, sin caer en sus redes (…)”.5

Hoy sabemos que las cosas sucedieron de otro modo, y que la realidad fue mucho más cruel con Onetti durante sus primeros años. En el grato y amoroso estudio que Vargas Llosa le dedica

5 HARSS, Luís. “Juan Carlos Onetti, o las sombras en la pared”. En: Los nuestros. Editorial Suramericana. Buenos Aires, 1977 (1966). Págs. 223, 224. (El subrayado no es del original.)

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—un libro en que recorre cronológicamente la vida y obra del maestro uruguayo, haciendo una especie de biografía crítica— encontramos la referencia a este episodio de su vida, ocurrido cuando él tenía trece años, en estos términos:

Onetti abandonó el colegio apenas había empezado el liceo, es decir, la secundaria. Había ingresado a él a duras penas, con una caliicación pobrísima —“Regular Deiciente”—, y la explicación de su deserción escolar que dio más tarde, que se debió a “que nunca pudo aprobar el curso de dibujo”, no parece muy convincente. Sus biógrafos dan otras razones, no menos extrañas —según una de ellas fue a causa de la depresión que le produjo que un compañero le robara su impermeable en ese primer año del liceo y según otra el terror que le causaban los exámenes—, aunque probablemente la de más peso sean las diicultades económicas de la familia. El abono del ferrocarril para ir de Colón a la ciudad donde estaba el liceo Vásquez Acevedo resultaba una carga y tal vez eso contribuyera a aquella deserción y a que los padres se resignaran a ella.6

No debería sorprendernos que haya tantas versiones —unas más disparatadas que otras—, o que el hecho mismo se hubiera ocultado. Tengamos en cuenta que el origen principal de estas explicaciones fue el propio Onetti, quien parece haberse diver-tido jugando a ser Orsini, o Brausen, o Baldi, o cualquiera de sus embusteros. Lo que se vuelve profundamente revelador es la forma en que tramitó consigo mismo y frente a los demás este episodio tan deinitivo de su vida.

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Desde temprana edad, Onetti leyó de modo voraz e impe-nitente; así llegó a hacerse con una vastísima cultura. Fue un autodidacta. Con todo, entre los muchos autores que recorrió y que le entusiasmaron, ninguno marcó su literatura tan pro-funda y diversamente como lo hizo William Faulkner. Esta fue

6 VARGAS LLOSA, Mario. El viaje a la icción. El mundo de Juan Carlos Onetti. Editorial Alfaguara. Madrid, 2008. Pág. 39.

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una deuda que siempre reconoció y a la cual tributó diversos homenajes a lo largo de su vida. En ocasión del fallecimiento del gran narrador norteamericano, ocurrido el 6 de julio de 1962, Onetti escribió un par de obituarios muy recordados. En uno de ellos airma: “Era, literariamente, uno de los más grandes artis-tas del siglo”; enseguida añade que, en un futuro cercano, todo el mundo “estará de acuerdo con una simple perogrullada: la riqueza, el dominio del inglés de William Faulkner equivalen a lo que buscó y obtuvo William Shakespeare”.7 En el otro celebra su capacidad de consagrarse, más allá del ruido externo, de los conciliábulos y de la fama, a la ejecución de su obra: “Obtenía en la noche y la soledad, sólo para sí mismo, sus triunfos y sus fra-casos. Sabía que lo que llamamos éxito no pasa de una vanidad amañada: amigos críticos, editores, modas”.8

Pero hay un recurso literario, un principio iccional que Onetti heredaría del maestro norteamericano —tal como le su-cedió a García Márquez y a Juan Rulfo— y que habría de ser cardinal en toda su obra: la fundación de un mundo mítico. Faulkner inventó el condado de Yoknapatawpha y allí insta-ló sus personajes. En este universo también cifró las claves de aquellos dramas vividos por el Sur de su país tras ser vencido en la Guerra de Secesión. Justo es decir que al mismo tiempo estaba creando una de las más profundas y bellas metáforas de la derrota humana que hayan sido escritas en la historia de la literatura. De dicho proceder narrativo descienden otras geo-grafías míticas, como Macondo o Comala. Y en lo que toca a Juan Carlos Onetti, Santa María, en cuyo territorio discurre la mayor parte de sus cuentos y novelas. Aunque apareció por pri-mera vez en el cuento titulado “La casa de arena” (1949), sería en la cuarta novela publicada por el maestro uruguayo, “La vida breve” (1950), donde se construiría de un modo ya más profuso esta ciudad imaginaria. Allí condensó las contingencias deriva-

7 ONETTI, Juan Carlos. “Réquiem por Faulkner, padre y maestro mágico” (Marcha, Montevideo, julio 13 de 1962). En: Obras completas III: Cuentos, artículos y miscelánea (edición de Hortensia Campanella). Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2009. Pág. 494.

8 ONETTI, Juan Carlos. “William Faulkner”. (Acción, Montevideo, julio 15 de 1962). Ídem. Pág. 497.

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das del ingreso a la modernidad, de la vida citadina y sus avata-res de incomunicación, corrupción y desencanto. Si bien acogió un recurso iccional de Faulkner, es claro que lo aplicó a una cosmovisión propia: sus insumos imaginarios y geográicos son otros. En tal sentido, el crítico Emir Rodríguez Monegal anotó: “Juan Carlos Onetti ha incrustado en la realidad del mundo rio-platense un territorio artístico que tiene coordenadas claras y se compone de fragmentos argentinos y uruguayos”.9

Esta característica, la de construir un escenario común para sus narraciones —cuentos y novelas—, potencia a su vez la sig-niicación de ellas. El lector, aunque comprende a plenitud cada relato en las páginas que lo conforman, accede a una dimensión de mayor trascendencia si va de uno a otro. Esto equivale a de-cir que así, gracias a los vasos comunicantes que se establecen entre las historias, es posible ensanchar el conocimiento de los personajes y sus dramas, de sus relaciones y sus antecedentes, como en una saga. Una de las muchas ilustraciones de este he-cho se evidencia en el cuento “Tan triste como ella” (1963). No se nos dice dónde suceden los hechos, ni conocemos los nom-bres de esta pareja, de estos protagonistas cuyo matrimonio se haya carcomido por las inidelidades y el tedio. Con esa contun-dencia que posee el maestro uruguayo para capturar estados del alma, nos cuenta: “Durante aquellas mañanas él no trataba, en realidad, de mirarla; se limitaba a mostrarle los ojos, como un mendigo casi desinteresado, sin fe, que exhibiera una llaga, un muñón”.10 Muy de a poco —tal como acostumbra en todos sus relatos—, Onetti nos va entregando más información; así llega-mos a averiguar que este marido se había casado con ella sa-biendo que esperaba un hijo de otro, un tal Mendel. Asistimos a la destrucción del jardín, único solaz de la mujer, por orden del esposo, quien avasalla de cemento lo que habría podido ser una fronda vegetal. Y escuchamos el llanto del niño como una señal recurrente que anticipa aquel fatídico desenlace, el mismo que

9 RODRÍGUEZ MONEGAL, Emir. Literatura uruguaya del medio siglo. Editorial Alfa. Montevideo, 1966. Pág. 258.

10 ONETTI, Juan Carlos. “Tan triste como ella”. En: Cuentos completos. Op. cit. Pág. 296.

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da las claves para comprender ese inicio del cuento, entre va-poroso y onírico. Pero la identidad de los personajes nos viene dada por los vínculos narrativos que mencionábamos atrás. En un momento dado, como de paso, nos dice el narrador:

Aunque ella había nacido allí, en la casa vieja alejada del agua de las playas que había bautizado, con cualquier pretexto, el viejo Petrus. Había nacido, se había criado allí. Y cuando el mundo vino a buscarla, no lo comprendió del todo, protegida y engañada por los arbustos caprichosos y mal criados, por el misterio —a luz y sombra— de los viejos árboles torcidos e intactos, por el pasto inocente, alto, grosero. 11

Al toparnos con esta información, nos damos cuenta de que ella es la hija de Jeremías Petrus, el dueño de aquella derruida fábrica de barcos en torno al cual gravita la historia de otra no-vela: “El astillero” (1961). Nos ubicamos claramente en Santa María, así que la mujer es Angélica Inés, la misma que desde niña ha vivido interna en la amurallada casa de su padre. Y esto nos permite captar más profundamente sus desgracias.

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No cabe ninguna duda sobre la autenticidad literaria de Onetti; de hecho, es uno de los narradores más originales de la lengua española. No obstante, su extraordinaria admiración por Faulkner lo llevó a hacer airmaciones radicales, como ésta que leemos en un diálogo sostenido con el crítico Jorge Rufi-nelli: “Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto. Por otra parte, he comprobado que esta clasiicación es cómoda y alivia”.12 Entramos, en realidad, al te-rreno de las inluencias, al modo como un autor se relaciona con aquellos que le han antecedido en su arte. Todo escritor se ins-

11 Ídem. Págs. 297, 298.

12 RUFFINELLI, Jorge. Palabras en orden. Universidad Veracruzana. México, 1985 (1974). Pág. 108.

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tala en la tradición; es decir, dialoga, voluntaria o inconscien-temente, con quienes siente una profunda empatía espiritual. Rodríguez Monegal señalaba dos presencias más, igualmente determinantes, en la narrativa del maestro uruguayo: Borges y Louis Ferdinand Céline.13 El primero le aportó ese vértigo ima-ginativo que se expresa construyendo una icción dentro de otra —y en el tránsito permanente que los personajes hacen a través de ellas—, al estilo de ese inolvidable relato borgeseano llamado “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1941). Con el segundo tenía Onetti ainidades de fondo en lo que respecta a la visión del mundo, el cual percibían, en su oscuro pesimismo, como algo irredimible y catastróico; también, y muy especialmente, en su relación con el lenguaje. Vargas Llosa lo llama estilo crapuloso y nos regala una precisa y oportuna deinición:

El de Onetti es un estilo que podríamos llamar crapuloso, pues parece la carta de presentación de un escritor que, frente a sus personajes y a sus lectores, se comporta como un crápula. Ni más ni menos. Las características más saltantes de este estilo son casi todas negativas. Lo frecuente es que el narrador narre insultando a los personajes —llamándolos cretinos, bestias, animales, abortos, estúpidos, monos, hotentotes, etcétera— y provoque al lector, utilizando con frecuencia metáforas e imágenes sucias, relacionadas con las formas más vulgares de lo humano, como la menstruación y el excremento.14

La eicacia expresiva con la cual logra el maestro uruguayo involucrarnos en su cosmovisión melancólica y sombría pasa por ese lenguaje en el cual, sin embargo, jamás se incurre en la procacidad. Sabemos, por otra parte, que muy tempranamen-te y de modo asiduo Onetti frecuentó las páginas de Céline, en especial las de aquella novela titulada “Viaje al in de la noche” (1932). También le rindió tributo desde su trabajo periodístico. Pero hay todavía una inluencia más que haría falta reseñar de su estilo y que no es posible circunscribir a un autor concreto;

13 Cfr. RODRÍGUEZ MONEGAL, Emir. “Onetti o el descubrimiento de la ciudad”. En: Revista Capítulo Oriental Nº 28. Montevideo, 1968.

14 VARGAS LLOSA, Mario. Op. cit. Pág. 116.

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no obstante, es tan deinitiva para su obra como las que se han planteado hasta aquí.

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Juan Carlos Onetti es un narrador que no se deja adivinar. Con él nos sucede lo mismo que ante esos conversadores inge-niosos e impredecibles que nos obligan a estar siempre atentos, pues van tejiendo, a lo largo del diálogo, una seguidilla de repa-ros, de considerables o menudas salvedades frente a cada air-mación que se les hace. Esto podría resultar fatigante —incluso antipático— si no fuera porque cada una de esas objeciones nos sorprende y, al mismo tiempo, nos irradia una comprensión nueva de las cosas. Onetti siempre nos entrega una manera dis-tinta de mirar y un modo más profundo de decir. Y podemos constatar que dicho distintivo atraviesa los diferentes niveles de su escritura, lo que la inmuniza contra el lugar común. Si nos instalamos en el nivel de la prosa, por ejemplo, hallamos que sus frases son inusitadas —desde sus adjetivaciones hasta su sintaxis. Leamos esta ilustración, proveniente de ese extraordi-nario cuento que es “Esbjerg en la costa”. Nos dice el narrador, reiriéndose al personaje llamado Montes, apenas habiendo co-menzado el relato: “Me lo imagino pasándose los dientes por el bigote mientras pesa sus ganas de empujar el cuerpo campesino de la mujer, engordado en la ciudad y el ocio, y hacerlo caer en esa faja de agua, entre la piedra mojada y el hierro negro de los buques donde hay ruido de hervor y escasea el espacio para que uno pueda sostenerse a lote”.15 Si nos detuviéramos en cual-quier momento de la frase, nos resultaría imposible anticipar hacia donde nos conducirá su ritmo serpenteante en la palabra que sigue.

Este rasgo se replica si nos cambiamos de esfera. Una de las mayores obsesiones de Onetti es cómo entregar la información de la historia que está narrando. Y suele hacerlo con un seve-ro cuentagotas. Esta disposición para contar es la característi-

15 ONETTI, Juan Carlos. “Esbjerg en la costa”. En: Cuentos completos. Op. cit. Pág. 155.

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ca más representativa de la novela policíaca, género por el cual tenía el maestro uruguayo especial debilidad. Si bien leyó a los autores mayores del relato negro —Hammett y Chandler—, no discriminaba demasiado a la hora de pillar estas novelitas que devoraba con el apetito de un bebé glotón, las mismas que ya en sus años postreros le proporcionaba su esposa Dolly como si fueran golosinas. Cuando le pasaron el famoso cuestionario Proust, al que suelen recurrir los magazines literarios, respon-dió así a una de las preguntas:

—¿Su sueño de dicha?—Whisky y una buena novela policial que todavía no he leído.Aunque no practicó el género, a la hora de escribir sí incor-

poró muy deliberadamente el recurso del suspenso. Éste habría de ser determinante en la ejecución de sus mejores relatos; pero también repercutió de forma negativa en algunas de sus narra-ciones que, debido al exceso de información implicada, se oscu-recieron hasta un punto innecesario, como sucede en “La cara de la desgracia” (1960). En el primer caso podríamos referir esa exquisita obra maestra del cuento titulada “Jacob y el otro”. A través de la rotación del punto de vista —otra de las técnicas en las que Onetti es un verdadero experto—, vamos conociendo los pormenores de la historia, del combate entre Jacob van Oppen y el turco Mario. La identidad de los contrincantes se nos revela mediante una dosiicación de los datos ejercitada con la preci-sión de un relojero suizo. Sabemos desde el comienzo que hay un gigante malherido. ¿Qué ha pasado? Luego nos enteramos de que ambos luchadores poseen rasgos físicos parecidos. ¿Cuál de los gigantes está moribundo? Será necesario recorrer cada página de esta memorable narración para saciar la curiosidad que su autor ha sabido exacerbar en nosotros de principio a in. Hay, por supuesto, muchas otras cosas inolvidables en este cuento —como el príncipe Orsini, manager de Jacob, o Adriana, la novia del turco—; por eso, transcurridas tantas décadas, los lectores de hoy nos preguntamos por qué razón no le concedie-ron el primer premio en el concurso de cuento que organizó la revista Life, en 1960. Quizá por ese vicio que tenía Onetti de

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quedar segundo en todos los certámenes literarios a que se pre-sentaba.

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Si bien es cierto que entre sus relatos hay unos mejor logra-dos que otros, todos desarrollan en profundidad esa mirada tan particular que el autor tenía sobre la vida y la literatura. No hay claudicación en ninguno de ellos —ni ante modas, ni ante edi-tores, ni ante el éxito. La suya fue una búsqueda incesante en el fondo de su alma y una indagación permanente en su relación con el lenguaje. Alguna vez hizo, en tal sentido, esta declaración de principios: “Nunca me ha importado la crítica ni ha inluido en mi obra. Creo que ésta es el producto de mí mismo, y aunque reconociera que el crítico tiene razón no podría cambiarla. Los errores, en este sentido, son como la cara que tengo. No se pue-den cambiar”.16 De modo que en sus narraciones hallamos una y otra vez las obsesiones habituales, aunque desplegadas siempre en admirables y proteicos anecdotarios. En repetidas oportu-nidades habló Onetti sobre el origen de sus relatos, como en el caso del que habría de ser, probablemente, su cuento más im-pecable: “El inierno tan temido”. A Jorge Rufinelli y a Joaquín Soler Serrano les reirió, en momentos distantes, la génesis del mismo. Se trata de una historia sucedida realmente en Monte-video y que le fue contada al maestro uruguayo por su amigo Luis Batlle Berres, quien fue presidente de la República —a él le dedicó “El astillero”. Un empleado de la radio Ariel, casado con una actriz de radioteatro, abandonó a su esposa al enterarse de que ella le había sido iniel durante una gira. La mujer, en retaliación, le empezó a mandar fotografías obscenas en las que aparecía ella acostándose con amantes ocasionales. Para incre-mentar el martirio, envió las fotos a los amigos de su ex-marido. Hasta que llegaron también a su círculo familiar. Éste no pudo resistirlo y se suicidó.

16 ONETTI, Juan Carlos. “Unas citas de Onetti”. En: Cuadernos Hispanoamericanos Nº 292. Madrid, 1974. Pág. 27.

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Onetti pone al servicio de la insólita situación su extraordi-naria pericia narrativa y, de modo estratégico, destaca en todo ello una dinámica de ambigüedad. Dota a sus personajes, por supuesto, de unas particularidades signiicativas. El hombre, llamado Risso, es un periodista que cubre la sección Carreras Hípicas en un periódico. Viudo y con una hija en edad escolar ha contraído nuevas nupcias con Gracia César, una joven actriz a quien dobla en edad. Nos cuenta la devoción con que ella se ha entregado a su esposo y a la hija de éste. Y, sobre todo, nos presenta la promesa de amor incondicional que él le ha hecho a su mujer, más allá de cualquier consideración. Por eso cuando Gracia César le coniesa una aventura sin importancia y Risso reacciona rompiendo el matrimonio, se granjea el odio más vis-ceral que pueda ella ejercer. En esto se reproducen las coorde-nadas principales de la historia original, incluida la gradación de la represalia —las fotografías son remitidas a instancias cada vez más entrañables en los afectos del protagonista. Pero Onetti sabe la importancia de subrayar en esta historia los elemen-tos más oscuros; así desborda las explicaciones simplistas y se adentra en la exploración de la crueldad. Porque si bien es cierto que hay aquí una venganza, también la mujer está llevando a cabo una inmolación. Sí, la mueve el odio; pero es innegable que ese hombre le importa hasta un grado supremo: algo muy pare-cido al amor. Por eso nos dice el narrador que Risso, al recibir la segunda foto, “midió su desproporción, se sintió indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir”.17

En lo que respecta al marido, saltan igualmente a la vista sus contradicciones. De una actitud posesiva y condenatoria hacia Gracia César —la misma que generó la separación— se va mo-viendo de a poco; es decir, a medida que acumula fotografías. Con la cuarta de éstas, la cual llega a su casa y es interceptada por la abuela de su hija, el protagonista toma la decisión de bus-car a su esposa e intentar el regreso. Ha ingresado a un estadio excepcional: “Volteado en su cama, Risso creyó que empezaba

17 ONETTI, Juan Carlos. “El inierno tan temido”. En: Cuentos completos. Op. cit. Pág. 216.

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a comprender, que como una enfermedad, como un bienes-tar, la comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y la inteligencia”.18 Desafortunadamente, las cosas no terminan ahí para el periodista. La parte inal de esta historia nos la cuenta el viejo Lanza, un compañero del periódico a quien le había lle-gado una de las fotos previas. Por su testimonio sabemos que Gracia César envió una última fotografía a la niña, al Colegio de Hermanas donde estudiaba. Éste fue el puntillazo deiniti-vo para Risso, quien toma entonces la opción del suicidio. Así se conigura una dimensión intangible en este relato, un más allá que no puede ser explicado y que está en la base de su ex-celsitud, de su hondura para inquirir algo tan complejo como la crueldad. Al comentar los cuentos de Onetti, Rosario Hiriart airmaba: “La fatalidad rige la vida de todos sus personajes, quienes parecen arrastrar siempre un cansancio atávico, mien-tras que la forzosa incomunicación en que viven les impide mez-clarse con la vida”.19 Resulta a la vez curioso y revelador el rótulo escogido para este cuento, el cual proviene del célebre soneto anónimo que se titula “A Cristo cruciicado”, esa joya de la mís-tica española: “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido; / ni me mueve el inierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte”.20 También de este modo quiso el maestro uruguayo cifrar las claves del misterio que se oculta detrás de la maldad humana.

18 Ídem. Pág. 225.

19 HIRIART, Rosario. “Apuntes sobre los cuentos de Juan Carlos Onetti”. En: Cuadernos Hispanoamericanos Nº 292. Op. cit. Pág. 309.

20 ANÓNIMO. “Soneto a Cristo cruciicado”. En: MORALES, María Luz (selección). Libro de oro de la poesía en lengua Castellana: España y América, siglos XII-XX. Editorial Juventud. Barcelona, 2006. Pág. 169.

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* * * * *Leer los relatos de Onetti es recorrer una de las obras más

inquietantes y exquisitas de la literatura escrita en español. En-tre los años 60 y 80 del siglo pasado hubo una fuerte acogida crítica acompañando su producción narrativa. Dos momentos tuvieron particular notoriedad. El primero, a raíz de su exilio en España —cuando le fue dedicado un número especial de los Cuadernos Hispanoamericanos, en 1974—; y el otro en 1980, en ocasión de la entrega del Premio Cervantes de Literatura. Sin embargo, en lustros más recientes ha habido una especie de marea baja en su recepción. Pero este año han vuelto a lorecer signos que muestran una renovación del interés editorial y crí-tico. Acaba de aparecer el tercer volumen de sus Obras Comple-tas, editado por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, bajo el cuidado de Hortensia Capanella. Las celebraciones de su cente-nario han tenido gran acogida en las dos orillas del Atlántico y de la lengua. Mario Vargas Llosa ha lanzado un afectuoso libro sobre la obra de Onetti. Diversas publicaciones le han dedica-do separatas y números monográicos, como la Revista Ínsula Nº 750 y la Revista Turia Nº 91, recién impresas en España.21 En in, podemos decirle al lector, con toda certeza: adelante, el banquete está servido.

Madrid, julio 1 de 2009,

en el centenario de Juan Carlos Onetti.

21 Cfr. Revista Ínsula Nº 750. Año LXIV. Espasa Calpe. Madrid, junio de 2009. Cfr. Revista cultural Turia Nº 91. Zaragoza, junio-octubre de 2009.

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CARLOS FUENTES EN EL UMBRAL DE LAS CERTEZAS:

LOS “CUENTOS SOBRENATURALES”

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¿Y qué hacer con lo fantástico? Por lo pronto, prolongarlo; o sea, diluir las certezas todo el tiempo que sea posible. Porque, conviene decirlo explícitamente, tanto las seguridades, como las convicciones, lo anulan. En las artes narrativas, el sentido de lo fantástico está ligado a la necesidad de tomar distancia frente a las certidumbres. Pero, ¿respecto de qué? De los acontecimien-tos, de lo ocurrido; es decir, de lo constitutivo del relato. Sin embargo, antes ha de pasar algo que ponga todo en entredicho: un evento sobrenatural, un hecho que desafíe las lógicas que rigen la verosimilitud realista. Frente a un suceso de esta suerte, los personajes —y con éstos, el lector— incursionarán en la per-plejidad: ¿cómo asimilar aquello que escapa al funcionamiento natural del mundo? Esta duda, justamente, es lo fantástico. De allí que cualquier tentativa por salir de ella tienda a suprimirlo. Y son dos las opciones. Si se acepta que el universo narrado está regido por lógicas alternas, por leyes que distan del modo en que funciona la realidad que conocemos, ingresamos al mundo de lo maravilloso, al mejor estilo de los cuentos de hadas, por ejemplo, donde los ratones se vuelven corceles y la calabaza, ca-rroza. El otro camino para derogar lo fantástico es explicar el evento en cuestión. Resulta que no era tan insólito como pare-cía, sino que obedecía a ciertos procedimientos que no tuvimos en cuenta: la imagen en la pared estaba siendo proyectada por un rayo de sol relejado en un cuarzo que no habíamos echado de ver; entonces, lo que conjeturamos sobrenatural no es más que un caso extraño. Tales son las orillas congnitivas que cir-cunscriben lo fantástico. En su excelente estudio sobre el tema, Tzvetan Todorov nos dice:

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(...) lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre. En cuanto se elige una de las dos respuestas, se deja el terreno de lo fantástico para entrar en un género vecino: lo extraño o lo maravilloso (...) lo fantástico no dura más que el tiempo de una vacilación: vacilación común al lector y al personaje, que deben decidir si lo que perciben proviene o no de la ‘realidad’ tal como existe para la opinión corriente.22

Esta caracterización de un género literario está inserta, por supuesto, en un momento histórico; y obedece a dinámicas cul-turales complejas. Inevitablemente, la literatura dialoga —deba-te— con la sociedad y el tiempo en que se produce. En este caso, lo fantástico es fruto del siglo XIX, una época fascinada con la idea del progreso, obnubilada por los desarrollos industriales a que fue llevando el proyecto racionalista. Así como la expresión más característica de esta actitud podemos hallarla en el positi-vismo de Comte —a través de su maniiesta fe en la ciencia como único medio válido para alcanzar el conocimiento—, también desde el ámbito de la literatura hubo una respuesta en sentido contrario: hay fenómenos que no se dejan captar de este modo, eventualidades de difícil deinición que obligarían a reconside-rar los alcances absolutos del método cientíico. El género fan-tástico corresponde, precisamente, a este tipo de reacción. Un ejemplo narrativo muy preciso de esto podemos hallarlo en “El horla” (1883), de Maupassant. En este relato, tanto la peripecia de su protagonista, como el desenlace, están ligados a la incom-prensión surgida de un fenómeno que reclama explicaciones: el vaso de agua que el personaje deja en su nochero amanece cada vez vacío; pero él no tiene consciencia de habérselo bebido. ¿Qué ocurre entonces? Mediante sucesivos experimentos, este hombre procurará esclarecer los hechos. La incertidumbre que proviene del desconcierto constituye la esencia de lo fantástico, del modo como nos ha sido explicado por Todorov.

22 TODOROV, Tzvetan. Introducción a la Literatura Fantástica. Editorial Tiempo Contemporáneo. Buenos Aires, 1972. Págs. 34, 53.

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Los alcances de la literatura fantástica se han prolongado también a los siglos posteriores, incorporando las inquietudes de nuevos tiempos y autores. Detengámonos a comentar un libro de aparición más bien reciente, del escritor Carlos Fuentes (1928), muy apropiadamente titulado “Cuentos sobrenaturales”.23 En este volumen se presenta un buen muestrario de las narracio-nes fantásticas escritas por el mexicano a lo largo de su vida. Los nueve relatos que lo integran tienen procedencias diferentes, que podríamos señalar en cuatro grupos. El primero de ellos lo conformarían los cuentos que fueron publicados en el libro inicial de Fuentes: “Los días enmascarados” (1954). Correspon-den a dicho origen cuatro cuentos: “Chac Mool” —sin duda, el mejor logrado de aquella colección—, “Tlactocatzine, del jardín de Flandes”, “Por boca de los dioses” y “Letanía de la orquídea”. La segunda raíz la constituye el libro “Cantar de ciegos” (1964), del cual proviene “La muñeca reina”. El tercer orden correspon-de a las historias que habían permanecido inéditas hasta aho-ra: “Pantera de jazz”, “El robot sacramentado” y “Un fantasma tropical”. Finalmente, cierra el tomo una novela corta o nouve-

lle, considerada ya un clásico de la literatura latinoamericana: “Aura” (1962).

Mirada en la perspectiva de las décadas, resulta curiosa la primera recepción que tuvo el libro de 1954 en México. Aquellos eran años en que la crítica latinoamericana se hallaba inmersa en los dictámenes obtusos del llamado “Realismo socialista”, desde el cual se exigía una postura consecuente de parte de los autores; es decir, el drama del escritor comprometido con las grandes transformaciones revolucionarias estaba a la orden del día, así que se exigía de las obras una retórica de denuncia fren-te a las injusticias sociales —como hoy sabemos, esto derivó en arrumes de libros panletarios repletos de buenas intenciones y magros en calidad literaria. Un argumento peregrino tomó

23 FUENTES, Carlos. Cuentos sobrenaturales. Editorial Alfaguara. Madrid, 2007. Todas las citas de los relatos provendrán de esta edición.

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fuerza en tal contexto: la literatura fantástica es una escritura de evasión. En el puntual estudio que hizo Rafael Olea Franco sobre este tema, aplicado concretamente al caso mexicano de aquellos años, aparecen citados varios de los más enconados de-tractores de Carlos Fuentes, quienes se ensañaron con su opera

prima.24 Retomemos ilustrativamente a uno de ellos, José Luís González, quien escribió un ensayo —publicado en el suplemen-to de “México en la Cultura”, el 28 de agosto de 1955— en el cual se lee lo siguiente:

La “literatura fantástica” artepurista de que venimos hablando ha surgido en los momentos en que la intelligentzia burguesa ya no puede darse el lujo de mirar de frente a la realidad, porque la realidad sólo puede revelarle que sus días están contados. No se trata, pues, de una manera “distinta” y “superior” de expresar la realidad; se trata lisa y llanamente de no expresar la realidad. La “literatura fantástica” de nuestros días es la literatura del avestruz.25

Estas diatribas simplistas muestran una extraña tergiversa-ción respecto del género, aun en caso de que alguien aceptara hoy el requerimiento aquel que formulan a la literatura. Porque lo fantástico puede proveer un efecto demoledor sobre realida-des sociales injustas o anómalas, y esto sí que podía veriicarse en el México de la época. Recordemos que la primera edición del “Confabulario” de Juan José Arreola se publicó en 1952 —en ella se incorporaba ya, por ejemplo, esa obra maestra de la iro-nía y la parodia titulada “El guardagujas”. Pero incluso referidas al libro de Fuentes, dichas invectivas evidencian, como mínimo, incomprensión. Difícilmente habría podido él sustraerse a las grandes preocupaciones que regían a los escritores de su país en aquel entonces, cuya principal obsesión estaba referida al tema de la identidad mexicana. De hecho, éste es el asunto que se ha-lla en el fondo de los seis relatos que integran “Los días enmas-

24 Cfr. OLEA FRANCO, Rafael. “Literatura fantástica y nacionalismo: de Los días

enmascarados a Aura”. En: Revista Literatura Mexicana, vol. XVII, Núm. 1. Universidad Nacional Autónoma de México. México, 2006.

25 Ídem. Pág. 114.

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carados”. Podríamos decir, sí, que la factura de estos cuentos es desigual; sin embargo, acusarlos de evasivos constituye una calumnia, pues, como anotaba Luís Harss, en ellos hay “una pri-mera reverencia a los mitos perdurables del pasado mexicano que siguen vigentes en la vida moderna”.26 Hechas estas clari-dades, procedamos a ocuparnos de los cuatro relatos que dicho libro le aporta a la colección “Cuentos sobrenaturales”.

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Habíamos destacado ya la calidad literaria de “Chac Mool”. Esta narración debe su título a aquella igura mítica que apa-rece en las culturas precolombinas mesoamericanas asociada a Tláloc, dios de la lluvia. Se han hallado muchas de estas escul-turas con forma de hombre. Su disposición —se le ve acostado, apoyado en los codos y, con las manos, sosteniendo sobre su vientre una especie de plato— ha dado lugar a que se le tome por piedra de sacriicio o por recipiente para los corazones de las víctimas rituales. El cuento de Fuentes nos trae la historia de Filiberto, un burócrata que aparece ahogado en Acapulco, cerca de la pensión alemana donde acostumbraba alojarse en las vacaciones de Semana Santa. El narrador, un compañero de oicina, se dispone a llevar el cadáver de regreso a la ciudad de México. Al recoger sus pertenencias da con un cuaderno en que el difunto llevaba una especie de diario, de modo que durante el viaje acomete la lectura —intenta averiguar, dice, por qué ha-bía cambiado Filiberto su conducta y las razones para que fuera despedido recientemente de su trabajo. Así, mediante citas di-rectas del manuscrito, nos damos cuenta de lo ocurrido duran-te los días anteriores al deceso. Nos enteramos de que, siendo aicionado a coleccionar arte indígena mexicano, este personaje había conseguido un Chac Mool de piedra, en tamaño natural. Una serie de eventos insólitos empiezan a sucederle tras llevar la escultura al sótano de su casa: la tubería se descompone va-

26 HARSS, Luís. “Carlos Fuentes, o la nueva herejía”. En: Los nuestros. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1973 (1966). Pág. 348.

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rias veces, con lo cual se inunda el depósito; las aguas lluvias cambian su rumbo habitual y se desvían hacia el subterráneo; se escuchan quejidos en la vivienda; en in, la paz cotidiana de Filiberto se ha esfumado y su desempeño laboral, desmejora-do. Entonces descubre que, al contacto con el agua, la textu-ra del ídolo se ha transformado hasta personiicarse: “Tendré que ver a un médico, saber si es imaginación, o delirio, o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool”.27 Hasta que, poco des-pués, tenemos a la deidad integrada por completo a la vida del protagonista, aunque no armónicamente. Apoderado ahora de la residencia, ejerce una tiranía implacable sobre el anitrión, quien escribe: “Debo reconocerlo: soy su prisionero”.28 Filiber-to es obligado a acarrear agua permanentemente —al quedarse sin trabajo, no pudo pagar más los servicios; así que le fueron cortados. Cansado de atender las demandas inagotables del intruso, consigue huir a su acostumbrada estancia vacacional. Finalmente, cuando el narrador llega a la casa con el cadáver, alguien abre la puerta: “Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo (…)”29 La criatura lo exime de cualquier explicación y le indica dejar el féretro en el sótano.

Además de su entretenida estructura de inversión —los ro-les de Filiberto y el ídolo terminan trocándose—, este cuento desarrolla, a su manera, el mítico tema del creador y su cria-tura, cuyo paradigma se encuentra en la historia de Pigmalión y Galatea. En la literatura fantástica del siglo XIX éste fue un motivo recurrente, incluyendo sus variables, y dio lugar a obras maestras como “Frankenstein o el moderno Prometeo” (1818, 1831), de Mary Shelley. Hemos de aclarar, eso sí, que la igura del creador ha sido reemplazada en el relato de Fuentes —aquí tenemos a un personaje que es coleccionista de obras del pa-sado. Pero los elementos que nos da el arquetipo pueden ser muy dicientes para efectos de interpretación. Recordemos que

27 FUENTES, Carlos. “Chac Mool”. Op. cit. Pág. 17.

28 Ídem. Pág. 21.

29 Ídem. Pág. 24.

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la preocupación temática referente a la identidad mexicana está en el trasfondo de “Chac Mool”. Por otra parte, en el entrama-do del mito, la naturaleza de la criatura siempre obedece a las obsesiones del creador: Galatea, a la búsqueda de la perfección femenina que orientaba a Pigmalión; el monstruo, al empeño del doctor Frankenstein por originar vida. Pues bien, la ilia-ción a los ritos de sacriicio que tiene el ídolo en la narración de Fuentes resulta muy reveladora. El propio autor, al hablar de “Los días enmascarados”, le dijo a Luís Harss:

(…) el pasado pesa terriblemente, porque aunque triunfaron los conquistadores, los españoles, México es el único país que por su secuela política e histórica ha dado el triunfo a los vencidos (…) En México un héroe sólo es héroe si está muerto. Si el señor Francisco Madero, el señor Emiliano Zapata o el señor Pancho Villa viviera hoy y estuviera metido en la mordida haciendo negocios, ya no sería héroe, ¿verdad? Son héroes porque fueron sacriicados. En México el único destino que salva es el destino del sacriicio…30

Hacia el comienzo del diario que lleva el protagonista se lee el resumen de una conversación que éste sostuvo con un amigo suyo, el “teórico” Pepe, la cual concluye precisamente así: “Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos”.31 Esta airmación calamitosa preiguraba ya el destino literario del pobre Filiberto. En lo que toca al tema de la incertidumbre en tanto elemento constitutivo de lo fantás-tico —como estilaban los escritores decimonónicos—, el relato de Carlos Fuentes toma sus previsiones. Como hemos indicado atrás, el coleccionista no da crédito inicialmente a la personii-cación paulatina de su Chac Mool. Pero incluso cuando ésta ya es un hecho dado en la historia, estamos insertos todavía en una estrategia que relativiza cualquier certeza: dicho fenómeno está siendo contado en un diario; es decir, aún se puede atribuir tal despropósito a un desvarío del personaje. En efecto, así lo hace

30 HARSS, Luís. Op. cit. Pág. 348.

31 FUENTES, Carlos. “Chac Mool”. Op. cit. Pág. 13.

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el narrador hasta último momento: “De ahí a México preten-dí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo psicológico. Cuando a las nueve de la noche llegamos a la Terminal, aún no podía concebir la locura de mi amigo”.32 Con todo, hay que anotar que la indagación de lo fan-tástico llevada a cabo por Fuentes a lo largo de sus obras dialoga con diferentes paradigmas y modalidades —tanto de la antigüe-dad como de los siglos XIX y XX—, lo cual puede advertirse en los otros cuentos de este volumen. Por lo pronto, permitámonos destacar dos características de esta icción que son, al mismo tiempo, constantes en la escritura de su autor. De una parte, el recurso al mito; de otra, la asunción plena de esa doble matriz que constituye la identidad cultural mexicana: la tradición indí-gena y la europea.

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Reseñemos lo que sucede con las demás historias proce-dentes de “Los días enmascarados”. La narración que se titula “Tlactocatzine, del jardín de Flandes” posee muchos elemen-tos del relato gótico, a la manera como fue adoptado durante el Romanticismo; de hecho, transcurre en una “vieja mansión del Puente de Alvarado, suntuosa pero inservible, construida en tiempos de la Intervención Francesa”.33 En esta icción, también escrita en forma de diario, se presentan otros rasgos de dicho modelo: la aparición de una igura de naturaleza incierta, una anciana espectral; o la fábula de un amor enfermizo, ruinoso, entre la misteriosa mujer y el joven protagonista, quien ha que-dado prisionero en aquel caserón.34 Vale la pena apuntar que el argumento aquí contado preigura claramente el que se desa-rrollará de modo más profuso y excepcional en “Aura”, que es la

32 Ídem. Pág. 24.

33 FUENTES, Carlos. “Talctocatzine, del jardín de Flandes”. Op. cit. Pág. 39.

34 Cfr. LOVECRAFT, Howard Phillips. El horror en la literatura. Alianza Editorial. Madrid, 1998 (1927). Una meticulosa y erudita caracterización del género gótico puede leerse en los capítulos 3, 4 y 5.

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obra maestra de Carlos Fuentes en el género fantástico. Y no es ésta una simple coincidencia. Ambas historias están inspiradas en la trágica igura de Carlota, la esposa de Maximiliano de Ha-bsburgo, cabeza del Segundo Imperio Mexicano (1863-1867), quien fuera fusilado tras el triunfo de Benito Juárez. En este relato, como indicara José Emilio Pacheco, “comienza la fasci-nación de Fuentes con Carlota de Bélgica, que ya ha durado cer-ca de medio siglo y todavía está lejos de agotarse. El problema más serio a que se enfrenta el novelista mexicano es tener una historia que la realidad ha dispuesto de la manera más literaria y con una construcción dramática digna de Sófocles”.35

“Por boca de los dioses” es un cuento demasiado experimen-tal; es decir, hasta el punto de diicultarle al lector, en exceso, la reconstrucción de la trama. Quizás podríamos airmar que se trata de un relato onírico, pues el derrotero que rige su ima-gen del mundo es la sintaxis del sueño o del delirio. Hay aquí un hálito surrealista muy fuerte, que se evidencia en el discurso y que se anuncia desde el inicio, con la referencia a las obras de Chirico y Dalí. Sara Poot Herrera lo plantea de este modo: “El surrealismo de la pintura ha contagiado la técnica de la na-rración de este cuento. La representación artística, la pintura, absurdamente, invade la realidad, invadida a su vez por otras presencias”.36 En este cuento se recrea uno de los temas tradi-cionales de lo fantástico: la autonomía de las partes del cuerpo —la boca, en este caso— hasta la disolución de la identidad del sujeto. Pero es un texto difícil de seguir debido a que la historia, prácticamente, ha sido escamoteada; por eso nos atrevemos a airmar que es el menos logrado de la colección.

También la veta del realismo mágico ha sido explorada por Fuentes. Nos referimos, en este caso, a lo que sucede en “Le-tanía de la orquídea”, el último relato que el libro de 1954 le

35 PACHECO, José Emilio. “Vieja modernidad, nuevos fantasmas”. En: GARCÍA-GUTIÉRREZ, Georgina (compiladora). Carlos Fuentes. Relectura de su obra: Los días

enmascarados y Cantar de ciegos. Universidad de Guanajuato, El Colegio Nacional, Instituto Nacional de Bellas Artes. México, 1995. Pág. 46.

36 POOT HERRERA, Sara. “Tres cuentos de Los días enmascarados de Carlos Fuentes”. Ídem. Págs. 155, 156.

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aporta al volumen que nos ocupa. Las trazas de este modo de representación literaria —tan cara a la narrativa latinoameri-cana de mediados del siglo XX— están ligadas a la convivencia, en la realidad, de lo fabuloso y lo natural. Y hablamos de una avenencia plenamente armónica, destinada a poner en entredi-cho los criterios de verdad con que se ha regido la modernidad occidental, orientada a ensanchar los espectros de lo cierto y lo posible. Para decirlo en palabras del crítico norteamericano Seymour Menton: “El realismo mágico consiste en la introduc-ción en la realidad cotidiana de un toque mágico mediante la aceptación sin emociones de parte de los protagonistas de un suceso extraordinario”.37 En este cuento, Fuentes nos trae las vicisitudes que le sobrevienen a Muriel, un personaje que acaba de despertarse en una Panamá fustigada por la lluvia. Le ha em-pezado una fuerte comezón en la rabadilla: “Rascarla, la acre-centaba. Era algo más… una bola que parecía cobrar autonomía del resto del cuerpo”.38 Poco después, cuando se asoma al espe-jo, descubre algo inaudito en su propia anatomía, un fenómeno que le cambiará la vida y determinará sus peripecias ulteriores. Nos dice el narrador: “Ya no era posible rascar sin ultrajes, y al minuto, sin quebrar: los pétalos de amarillo y violeta, el metal informe del polen, el tallo bulboso: había nacido una orquídea, perfecta, de abandonada simetría, lánguida en su indiferencia al terreno de su germinación”.39

5 Después de una década sin retornar al género cuentístico y

luego de incursionar exitosamente en la novela, Carlos Fuentes publicó en 1964 una colección de siete relatos titulada “Cantar de ciegos”. De allí proviene un texto de excepcional calidad lite-raria que ha sido integrado a los “Cuentos sobrenaturales”. Se

37 MENTON, Seymour. Historia verdadera del Realismo Mágico. Fondo de Cultura Económica. México, 1998. Pág. 114.

38 FUENTES, Carlos. “Letanía de la orquídea”. Op. cit. Págs. 74, 75.

39 Ídem. Pág. 75.

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trata de “La muñeca reina”. Curiosamente, no hay en éste nin-gún elemento sobrenatural, lo cual haría que su consideración en el género fantástico fuese puesta en entredicho, si seguimos los planteamientos de Todorov al respecto. Aquí estamos más precisamente frente a la historia de una remembranza imagina-tiva. El narrador, Carlos, a partir de un pequeño papel que halla inserto en un libro, decide revisitar el jardín al cual acudía a leer cuando tenía catorce años, el mismo en que solía presentarse Amilamia, una niña de siete —la autora de la nota infantil—: “Amilamia no olbida a su amiguito y me buscas aquí como te lo divujo”.40 En el presente Carlos tiene ya veintinueve y ha con-cluido una carrera universitaria. Este detonante de la memoria lo llevará a buscar aquella estancia de su pasado y a descubrir el modo en que no coinciden las cosas cuando se compara lo que se añora con las evidencias que muestra el presente.

Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación.41

El protagonista decide acatar las instrucciones del papel y, pasados tantos años, buscar a Amilamia. A partir de ese mo-mento, la anécdota adoptará los ingenios de una icción policial, pues los dos ancianos que custodian la casa que corresponde a las indicaciones se comportan de modo hostil con Carlos. Resul-ta tan amena como notoria la pericia narrativa que despliega el autor en este relato. Con razón Luís Harss, al comentar “Cantar de ciegos”, dijo que “contiene algunas de las mejores páginas de Fuentes”; y agregó: “El cuento además se presta idealmente a la pirueta brillante que siempre tienta a Fuentes. Es el arte de la baraja y del torniquete, y nadie lo sabe mejor que él, que ma-

40 FUENTES, Carlos. “La muñeca reina”. Op. cit. Pág. 82.

41 Ídem. Págs. 86, 87. El subrayado no es del original.

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neja la forma como si la hubiera inventado”.42 Este es un aserto que aplica muy especialmente para “La muñeca reina”, donde el lector se verá gratiicado por la fusión plena del ingenio y la imaginación, donde podrá seguir las pesquisas y ingimientos de Carlos para dar con Amilamia, donde incluso el inal —do-ble— lo sorprenderá una vez y otra. Como si dijéramos: sin re-nunciar a sus búsquedas más entrañables —el tema de la iden-tidad mexicana, los avatares del tiempo y la aventura formal del lenguaje—, Fuentes opta aquí por divertir, por entretener al lector. Seguramente fue por esto que, en su momento, el nove-lista chileno José Donoso —a quien le fuera dedicado, junto con su esposa María Pilar, este relato— se reirió a la aparición de aquel volumen en estos términos:

Hasta ahora, Carlos Fuentes había trabajado dentro de las más puras tradiciones novelísticas latinoamericanas: barroquismo de estilo y de estructura, ambiciones de deinición y de generalización, movimientos épicos y cierta encubierta pedagogía, todo esto en una versión nueva y brillantísima de lo tradicional expresado a través de una interpretación de las enseñanzas formales de los grandes novelistas experimentales contemporáneos. Pero en “Cantar de ciegos”, su nuevo libro de relatos, Fuentes corta amarras con la tradición en que se injertaba y se revela contra su prisión en lo histórico y en lo “serio”.43

Nos quedaría aún por resolver el interrogante sobre la inclu-sión de esta narración en una antología de cuentos fantásticos. La verdad es que, aun cuando todas las acciones contadas co-rresponden a situaciones perfectamente probables en la reali-dad, “La muñeca reina” nos introduce en un mundo oscuro y decadente, en un domicilio enfermizo, poblado de personajes más bien repulsivos; es decir, la atmósfera asixiante nos vincu-la con los decimonónicos relatos de misterio. También es cierto

42 HARSS, Luís. Op. cit. Pág. 371.

43 DONOSO, José. “¿Por qué Carlos Fuentes en su último libro se suelta el pelo y no se atiene a la vasolina académica tradicional?”. En: La cultura en México Nº 153. México, enero 20 de 1965. Pág. 14.

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que la historia está conigurada con giros inesperados y hechos extravagantes. En otras palabras, si bien no se dispone aquí de lo sobrenatural, el entorno propicia la sensación de lo tenebro-so, al mejor estilo del relato gótico.

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Hay motivos universales —de carácter mítico— que se rei-teran en las diversas tradiciones de lo fantástico, como la me-

tamorfosis. En él se sintetizan las contradicciones de la identi-dad, ese conlicto que se cifra entre el cambio y la permanencia. Pero entre las muchas direcciones posibles de este tránsito, de esta mudanza, quedémonos por lo pronto con aquella que im-plica degeneración, perversión. En su fascinante estudio sobre el tema, José Jiménez comenta los planteamientos de Hegel en sus “Lecciones sobre estética” y nos recuerda que, para el ilóso-fo alemán, el modo como los modernos conciben la metamor-fosis está ligado a una degradación. Y ésta procede, justamente, de la culpa, de la imposibilidad de evitar la culpa; es decir, de la caída, en el sentido cristiano. Nos dice Jiménez que se trata de una “degradación que lleva a perder ‘la libertad de la vida espi-ritual’ y a la transformación en el ser ‘sólo natural’: animal, roca, lor, fuente…, pero no sin motivo: ‘por una falta, una pasión, un crimen han incurrido en culpa ininita o en dolor ininito’”.44 Entonces, sobreviene la metamorfosis. Exactamente esto es lo que le sucede al protagonista de “Pantera en jazz”, el primero de los tres inéditos que aparecen en el libro “Cuentos sobrena-turales”. Se trata de un hombre que vive solo en un pequeño apartamento, quien “lee el diario al mismo tiempo que escucha un gruñido tras la puerta del baño. Los encabezados anuncian atrevidamente, con tintas oscuras: una pantera negra se ha es-capado del zoológico”.45 Los ruidos del animal acompañarán el periplo del personaje, pero él ni se asomará a esa puerta ni le co-

44 JIMÉNEZ, José. Cuerpo y tiempo: la imagen de la metamorfosis. Ediciones destino. Barcelona, 1993. Pág. 165.

45 FUENTES, Carlos. “Pantera en jazz”. En: Op. cit. Pág. 27.

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municará a nadie aquella insólita presencia que se hará cada vez más fuerte en su vida. Simultáneamente, el protagonista saltará de una trasgresión a otra; o sea, se irá degradando en sus accio-nes hasta llegar a la comisión de un crimen atroz: “Nada podía ocurrir, sólo que él, el hombre, se tornara en bestia también, bestia capaz de cohabitar con la otra, siempre invisible, bestia en el baño”.46 Ahora bien, aunque en ningún momento esto se diga de manera explícita en el relato de Fuentes, el delito inal tiene indudables alusiones simbólicas de carácter sexual.

El registro de la ciencia icción aparece también en la obra cuentística del maestro mexicano. Pero lo encontramos mati-zado por un tono acusadamente paródico. Así puede leerse en el segundo relato inédito del libro que estamos considerando, el cual se titula “El robot sacramentado”. Aquí una cohorte de estas perfeccionadas máquinas, llamada la generación “Crati-lo”, entra en rebelión contra Dios Padre, quien, a todas éstas, ha pasado a ser el administrador de una lucrativa empresa tu-rística cuya razón social es Paraíso Inc. ¿El motivo? Ninguno tiene nombre: la multinacional que los fabricó se ha limitado a rotularlos con un número de serie —el asunto nuclear de la his-toria está aludido igualmente desde el texto de Platón dispuesto como epígrafe: “¿Qué es primero? ¿El nombre, o la cosa?”. La cuestión se complica, pues estas desarrolladas inteligencias ar-tiiciales empiezan a captar diversas sensaciones, especialmente ante estímulos de carácter culinario; de tal suerte, a través del gusto, terminan estableciendo iliaciones de carácter nacional. “De este modo surgió la duda: ¿Tenía la nueva generación, pro-ducto de la tecnología supranacional anónima, gustos naciona-les atávicos?”.47 En esta pintoresca sátira en la que incluso Adán y Eva han sido involucrados, nos topamos además con una di-vertida y continua caricaturización de las diversas idiosincra-sias que participaron en la fabricación de los robots:

46 Ídem. Pág. 35.

47 FUENTES, Carlos. “El Robot sacramentado”. En: Op. cit. Pág. 112.

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A los japoneses les interesó sobremanera que esta asimilación del robot a las funciones cerebrales humanas no signiicase una pérdida de las virtudes propias de las anteriores generaciones de robots; a saber: la exactitud y la velocidad, la repetibilidad y, sobre todo, la resistencia a la fatiga. A los franceses, en cambio, les bastó con asegurar que los nuevos robots cerebrales tuviesen coherencia lógica en el acto racional de reconocer, manipular y clasiicar objetos. Fueron los alemanes quienes, al cabo, exigieron y obtuvieron que, además de estas funciones tradicionales, la generación de robots, para serlo, obedeciese a impulsos metafísicos.48

Y como suele suceder en la narrativa de Carlos Fuentes, los distintos elementos del relato contienen referencias, más o me-nos evidentes, orientadas a ensanchar la signiicación de lo que se cuenta. Ilustrémoslo: los números de serie no sólo sirven para diferenciar a los robots sino que, además, destacan fechas cru-ciales en la historia de la nación con la cual se identiican. Así, el francés corresponde a la cifra 04961789 —si la descompone-mos, tendremos 0496: año en que el rey Clodoveo se convirtió al catolicismo, con lo cual se transformó el devenir de Francia; y 1789: año de la Revolución Francesa. El alemán tiene el núme-ro15171871 —de una parte, 1517: año en que Martín Lutero clavó en el Castillo de Wittenberg el pergamino con sus 95 declara-ciones contra las indulgencias y los gobernantes de la Iglesia Católica Romana, lo que dio lugar a la Reforma Protestante; de otra, 1871: año de la uniicación de Alemania como un moderno estado-nación, con Prusia en calidad de constituyente principal. El inglés posee la cifra 10661215 —1066: año en que Guillermo I, normando, conquista Inglaterra; 1215: año en que el rey Juan sin Tierra irma la Carta Magna, con lo cual se establece el prin-cipio de legalidad que limita el poder absoluto del gobernan-te. Finalmente, el robot que hace las veces de líder natural está marcado con el número 14921992 —tenemos, entonces, 1492: Descubrimiento de América; y 1992: quinto centenario del Des-cubrimiento. Resulta emblemática la función de este personaje,

48 Ídem. Págs. 110, 111.

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lo que subrayaría la preponderancia histórica de los hechos a que remite.

“Un fantasma tropical” es el tercero y último de los inéditos. En este breve cuento reproduce Fuentes las señas del lenguaje oral, estrategia que le coniere al relato mucha agilidad y fres-cura. Los elementos centrales son caros al imaginario narrati-vo de su autor: un fantasma, una lujosa casa abandonada, un misterio —el paradero de la anciana propietaria, con todo y sus joyas. El narrador se remontará a los años de su primera adoles-cencia para contar lo que descubrió cuando entró furtivamente en aquella casa: “Y yo que era un muchachito curioso, pero así, reventando de curiosidad, decidí aclarar el misterio de una vez por todas. Iba a cumplir los trece y pronto mi cuerpo ya no iba a caber entre las rejas que protegían la casa de la madama esta”.49 Además de hacer un explícito homenaje a Poe y a Cortázar, esta deliciosa trama se resolverá con una revelación inal propia de la malicia mestiza, tropical. Cabe registrar que aquí —como su-cedía en “La muñeca reina”— tampoco se presentan factores sobrenaturales y, por otra parte, que la narración se ha confec-cionado con ajustada maestría: nada sobra, nada falta.

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Al igual que ocurrió con el libro inicial de Fuentes, la apa-rición de la nouvelle “Aura” estuvo signada, en un principio, por reparos e incomprensiones. Ya hemos señalado atrás una de las dinámicas culturales relacionadas con esta circunstancia: el tema del compromiso político que se exigía al escritor y la mirada despectiva que esto solía derivar hacia el género fantás-tico. Pero hubo también otras variables de época que incidieron en ello. Dado que la experimentación radical, heredera de las vanguardias, estaba en boga todavía —de hecho, Fuentes había realizado ya un extraordinario despliegue de esta actitud poé-tica en la escritura de “La región más transparente” (1958)—, la claridad de la narración era vista como un desliz, como una

49 FUENTES, Carlos. “Un fantasma tropical”. En: Op. cit. Pág. 125.

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concesión excesiva hacia el lector. Por eso, incluso críticos tan serios como Luís Harss valoraron negativamente esta obra:

La frágil “Aura”, con todos sus sortilegios, no embruja nunca al lector. El mal es estructural. Para que haya revelación, primero tiene que haber disimulo. Aquí, en cambio, todo el sentido de la pieza es evidente desde el comienzo (…) Hasta el estilo de Fuentes se ha relajado en “Aura”, volviéndose ameno hasta la banalidad. Todo está demasiado bien hilvanado.50

No dejan de parecer curiosas estas airmaciones, pues va-lores literarios que hoy son recibidos positivamente, como la amenidad y la buena construcción del entramado, aparecen estigmatizados con mucha irmeza por el gran crítico chileno-argentino. Y es cierto que la escritura de “Aura” propone una forma particular de relacionarse con el lector: la prosa es impe-cablemente clara —muy poética pero sin oscurecer la compren-sión de lo dicho—, con lo cual puede seguirse, sin diicultades, el recorrido del protagonista. No obstante, en las percepciones es donde se halla introducido todo el extrañamiento; en otras palabras, la atmósfera cargada de simbolismos impone un rit-mo lento de lectura. Diríamos: lo que se halla enrarecido no es el lenguaje sino la percepción del mundo narrado, y esto resulta muy conveniente para producir el efecto de lo fantástico. Pues bien, hacia 1976, transcurridos catorce años desde su publica-ción, la recepción de “Aura” seguía siendo menos festiva que la de otras obras de su autor. Así lo registra Gloria Durán, quien atribuye esto a una especie de desconcierto entre la crítica por la obsesión que manifestaba Fuentes ante los temas míticos y fantasmagóricos: “La bibliografía relativa a ‘La región más transparente’, ‘La muerte de Artemio Cruz’, y ‘Las buenas con-ciencias’, es ya muy considerable; en cambio es relativamente mucho menor el número de estudios dedicados a ‘Aura’, la pri-mera novela de Fuentes en que la magia desempeña un papel esencial”.51 Durante los primeros años, pocos críticos de presti-

50 HARSS, Luís. Op. cit. Pág. 370.

51 DURÁN, Gloria. La magia y las brujas en la obra de Carlos Fuentes. Facultad de Filosofía

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gio consideraron seriamente esta narración y le reconocieron su verdadero valor literario —entre los que sí lo hicieron aparece la igura de Emir Rodríguez Monegal, quien se destacó siempre por su atinado criterio.52 Hoy, a más de cuatro décadas, el pa-norama ha cambiado radicalmente. La profusión y variedad de estudios sobre “Aura” es enorme. Y no sólo es considerada una de las obras más importantes de Carlos Fuentes, sino una de las mejores nouvelles escritas en lengua española.

En esta icción, con la cual se cierra el volumen de los “Cuen-tos sobrenaturales”, conluyen las diferentes variantes de lo fantástico que han apasionado siempre al maestro mexicano. Aquí se cuenta lo sucedido a Felipe Montero, antiguo becario de la Sorbona, quien, al leer un anuncio del periódico, acude a aquella vieja mansión donde la anciana Consuelo solicita un secretario bilingüe para que organice las memorias de su difun-to esposo, el general Llorente. Una vez más nos topamos con el escenario gótico, con el recurso a la metamorfosis, con el tono paródico, con la imagen de la hechicera, con la igura del doble. Aunque en un comienzo el protagonista propone hacer el tra-bajo desde su casa —no se encuentra a gusto en ese entorno—, muy pronto la aparición de la joven y bella Aura, sobrina de la anitriona, lo persuadirá de quedarse. Allí comenzará una ex-

traña, luego fantástica y, inalmente, maravillosa historia de amor. Pero el tema central volverá a ser la irrupción del pasado en el presente. Sí, en esa búsqueda permanente de la identidad mexicana, Fuentes hallará una vez más el peso inexorable de la Historia. Desde el comienzo del relato, cuando Felipe Montero busca la dirección de la casa, se nos plantea el asunto:

Caminas con lentitud, tratando de distinguir el número 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, confundidas. El 13 junto al

y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. México, 1976. Pág. 11.

52 Cfr. RODÍGUEZ MONEGAL, Emir. “El mundo mágico de Carlos Fuentes” (1963). En: Obra selecta. Editorial Biblioteca Ayacucho. Caracas, 2003.

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200, el antiguo azulejo numerado —47— encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924.53

Podemos advertir cómo los distintos componentes de la na-rración han sido dispuestos con esmero para subrayar el senti-do de lo irrevocable: la utilización de la segunda persona o esa permanente oscilación entre el presente y el futuro. Nos encon-tramos con este tipo de construcción: “Lograrás verla cuando des la espalda a ese irmamento de luces devotas. Tropiezas al pie de la cama; debes rodearla para acercarte a la cabecera”.54 La atmósfera así conseguida preigura un destino ineludible que se cierne sobre el protagonista. Como bien lo ha anotado Gloria Durán, el narrador “sabe con precisión lo que va a hacer Felipe porque él ya lo hizo en una existencia anterior. Así, aunque el narrador hable frecuentemente en tiempo futuro, cuenta con un sólido elemento del pasado; es un futuro inevitable”.55 Estamos, de este modo, ante aquello que Freud denominó lo siniestro.56 Este sentimiento se genera —explicaba el maestro vienés en su agudo estudio sobre los cuentos de Hoffmann, especialmente sobre “El hombre de arena”— con la irrupción de un elemento familiar que había sido olvidado por obra de la represión psi-cológica. Y más aún: con la repetición de ese factor inesperado, aparece la sensación de que hay algo ineludible y ante lo cual se está inerme. Carlos Fuentes ha logrado concentrar aquí todos los factores necesarios para crear en el lector, desde el arte de la icción, esta entrañable vivencia descrita por Freud. Entonces, nos encontramos con la omnipotencia de las ideas, que se ma-niiesta, por ejemplo, en la aparición permanente de la coneja llamada Saga —el nombre nos lleva a recordar la imposibilidad de Carlota de Bélgica, modelo primigenio de la viuda Consuelo, para procrear—; o con la inmediata realización de los deseos,

53 FUENTES, Carlos. “Aura”. En: Op. cit. Pág. 133.

54 Ídem. Pág. 135.

55 DURÁN, Gloria. Op. cit. Págs. 68, 69.

56 Cfr. FREUD, Sigmund. “Lo siniestro” (1919). En: Obras Completas, Tomo III. Editorial Biblioteca Nueva. Madrid, 1973.

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que se expresa en la posibilidad, por parte de la viuda, de alcan-zar la eterna juventud, así sea en intervalos transitorios; o con el regreso de los muertos —en este caso, del general Llorente—; en in, la coherencia simbólica y psicológica de esta obra es sor-prendente. Y es necesario destacar, por otra parte, la pluralidad de formas que conluyen en ella y la manera como se implican orgánicamente. Tal como lo ha señalado Julio Ortega, “‘Aura’ es también un pequeño tratado de la forma incierta: cada signo re-mite a otro, menos veriicable, y en ese proceso la novela posee el arrebato de un tableau que se desplegara como una hipótesis barroca, esto es, indemostrable fuera de su arabesco, pliegue y reverberación”.57 Junto a Felipe Montero, habremos de recibir una pasmosa revelación: estamos hechos de tiempo. Con “Aura” nos ha regalado el maestro mexicano, verdaderamente, un clá-sico de la literatura fantástica.

* * * * *

En la obra de Carlos Fuentes hallamos una permanente bús-queda del mito —como principio de elaboración cultural que rige la literatura y, muy especialmente, el arte de la icción. No se trata, por supuesto, de una concepción peyorativa de éste, como algo que se oponga a lo racional, sino todo lo contrario: el mito entendido como una racionalidad otra, distinta y dis-tante del método cientíico; pero no por ello menos rigurosa, ni menos comprensiva, ni menos iluminadora en el ámbito del co-nocimiento. Ahora bien, su relación con el género fantástico es muy particular. No acude a él como un in en sí mismo; es decir, no apela a éste como un modelo que oriente de modo unívoco su poética. Por eso nos topamos en sus historias con modalida-des diversas, tanto en los temas como en los registros narrati-vos. En los “Cuentos sobrenaturales” podemos encontrar dioses precolombinos, personajes metamóricos, fantasmas, robots, mansiones abandonadas, órganos emancipados de su cuerpo,

57 ORTEGA, Julio. Retrato de Carlos Fuentes. Galaxia Gutenberg - Círculo de Lectores. Barcelona, 1995. Pág. 43.

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hechiceras. Y aunque sus obsesiones se mantienen —la identi-dad, el tiempo, el lenguaje—, sus icciones se juegan en tonos tan disímiles como el surrealismo, el relato gótico, o el realismo mágico. La suya es una disposición siempre abierta a la inini-dad de posibilidades que la tradición ofrece. En una carta que le dirigió a Gloria Durán, fechada en París el 8 de diciembre de 1968, el propio Fuentes lo expresaba de esta manera: “Bueno: no hay literatura huérfana, por más que los malos críticos de nuestros países así lo exijan (‘el que lee a Proust se prostituye’, decía un beato chovinista literario en México). Y quizás no hay más novedad que las nuevas y a veces escandalosas combinacio-nes de la tradición”.58

Madrid, septiembre 21 de 2009.

58 FUENTES, Carlos. “Apéndice”. En: DURÁN, Gloria. Op. cit. Pág. 210.

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CUANDO LA CRÍTICA ENSEÑA

Hará poco más de tres años desde aquello. Llamé a Aleyda Roldán de Micolta a su casa:

—Nos encantaría que regresara —le dije amablemente. —Y a mí; pero es que Álvaro, mi esposo, está muy enfermo. Llevaba una década sin verla, pero conservaba intacta en mi

memoria la grata impresión de su enseñanza. De manera que deseaba compartir con los alumnos jóvenes de nuestra Escuela esa reveladora experiencia. Me reiero a la fascinación que re-presenta para alguien que comienza a cultivar las letras escu-char las palabras apasionadas de una maestra que ama y conoce la literatura. Para mí —me alegra poderlo decir hoy pública-mente— se trató de algo inolvidable.

—Piénselo —insistí. —Tendría que consultarlo con mi familia —me respondió con

esa voz suya atiplada y generosa. Al cabo de tres días marqué su número de nuevo, esperanza-

do; pero las razones de Aleyda fueron contundentes y la salud de su esposo, delicada. No tuve alternativa: me tocó resignar al fracaso una de mis primeras iniciativas como director de la Escuela de Estudios Literarios, pues comprendí que Aleyda no podía regresar a nuestras aulas.

* * * * *

Nunca he sido afecto al estilo de erudición que consiste en acumular lecturas en solitario. Profeso, muy por el contrario, una suerte de culto por el imprescindible arte de la conversa-ción. Sospecho que un lector sólo completa el ciclo de su es-fuerzo al compartir con otros las páginas transitadas. Dicho de otro modo, leer es para mí un verbo que necesita conjugarse en plural. Allí radica su mayor semejanza con la palabra felicidad. Y es precisamente eso lo que siempre ha sabido realizar Aleyda; por eso mismo es que tanto la he admirado y querido. El suyo ha

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sido un trabajo infatigable en el cual, a través de los años, la en-señanza se expresa como una proyección de la crítica literaria. También habría que decirlo del modo inverso: el trabajo de Ale-yda ha mostrado que el mayor alcance de la crítica literaria se logra cuando ilumina el camino de los lectores; es decir, cuando enseña a leer.

* * * * *

La crítica literaria hecha en Colombia durante las últimas décadas ha realizado un movimiento pendular. Hemos asisti-do a esa oscilación. En un extremo aparece utilizando discursos altamente especializados, incorporando aparatos conceptuales y terminologías de difícil comprensión; me reiero a aquella crí-tica que se dirige sólo a expertos, a ese núcleo muy restringido de lectores que normalmente habitan en la academia o muy cer-ca de ella. En la orilla opuesta encontramos una crítica blan-da cuya mayor desventura consiste en confundir la divulgación con la banalidad; y, entonces, la vemos utilizando lenguajes sin densidad, tratando de disimular su ausencia de argumentos a fuerza de acumular adjetivos.

No abunda entre nosotros una crítica literaria capaz de acompañar al lector corriente en el descubrimiento de las obras. Y que le permita cualiicar su lectura; esto es, que lo oriente en ese tránsito indispensable que va de la epidermis del texto a sus implicaciones más profundas. En eso consiste la extraordinaria labor realizada por Aleyda Roldán de Micolta, de allí deriva el gran valor de estos ensayos que son el producto de su acucioso trabajo. Como bien lo dijo en su momento el maestro Héctor Rojas Herazo al celebrar el trabajo crítico de Aleyda Roldán de Micolta:

(...) la crítica es, tiene que ser, en principio y inal, un sostenido acto de amor. No podemos desvelar sino lo que amamos. Por eso la crítica es cocreadora. Sin ella —sin su paciencia, sin su escuchar aquilatado, sin su hambre de hallazgos— de nada le valdría la arrogancia, y casi el deslumbramiento, de sus métodos

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inquisitivos. Se necesita la misma humildad de corazón para crear que para juzgar. Son, en el fondo, dos instantes de una misma conducta.59

* * * * *

El año pasado, por estas mismas fechas, recibí una llama-da telefónica de Ramiro Arbeláez. Me contó que Aleyda quería hablar conmigo —supuse que había reconsiderado su decisión respecto de volver a nuestra Escuela de Estudios Literarios. Hi-cimos una cita y acudimos a ella un lunes por la noche. Al llegar, me encontré a Aleyda tan amable y lúcida como siempre. A su lado se hallaba su esposo, Álvaro, y, aunque su cordialidad se-guía incólume, su salud no estaba del todo bien. Supe entonces que el motivo del llamado habría de ser otro, pero no se me ocu-rría cuál.

Aquella fue la primera de una larga serie de veladas inolvi-dables. La hospitalidad de la familia Micolta Roldán, hay que decirlo, es extraordinaria; tanto que parece dictada por los códi-gos de la antigüedad griega, cuando en las casas se atendía a los invitados como si fueran dioses, pues se creía que los habitan-tes del Olimpo tenían por costumbre transigurarse en personas para bajar de su reino y visitar a los mortales. De manera que, al no haber certeza sobre quién estaba enfrente, lo mejor era mantener el rasero de las atenciones bien alto. Lo curioso es que hoy esa creencia ha desaparecido por completo y, sin embargo, hay quienes conservan un profundo sentido de la hospitalidad, regidos por la generosidad de su espíritu.

Al cabo de un buen rato de grata conversación, Aleyda nos reveló su inquietud. Trajo varias carpetas y nos las entregó:

—Yo he escrito estos textos a lo largo de muchos años —nos dijo—; algunos fueron publicados en revistas, otros son inédi-tos. Se trata de críticas que he hecho sobre diversos libros y au-tores que me han marcado como lectora.

59 ROLDÁN DE MICOLTA, Aleyda. La crítica literaria: un sostenido acto de amor. Lectura de nueve narradores contemporáneos. Programa Editorial, Universidad del Valle. Cali, 2001. Pág. 208.

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Empezamos a mirar aquellos textos con gran curiosidad. La mayoría de ellos estaban escritos a máquina, en hojas que ya acusaban el paso del tiempo. Su escritura era cuidadosa, densa pero con intenciones claras de comunicarse con el lector. Me topé con un ensayo que llamó especialmente mi atención: “El artista en Thomas Mann”. En esa primera mirada descubrí que allí estaban recogidos y sintetizados los planteamientos que le había escuchado a Aleyda en un curso que tomé con ella hace casi dos décadas. Me sentí maravillado al recordar sus relexio-nes sobre Hans Castorp, sobre Tonio Kröger y sobre el periplo de Gustav Asehenbach por Venecia, así que seguí leyendo: “Para Thomas Mann estaba también en juego su vida, y aunque el arte era para él lo que da sentido a la existencia, su expresión ética más alta, no la entendía como la forma de conseguir un ideal de perfección estética”.60 Y, seguidamente, una cita del propio Thomas Mann: “El arte es una obra constructiva humana como otra cualquiera, un medio de vivir en la verdad o de acercarse a ella”.61 Continué aquella mirada rápida. Allí aparecían conside-raciones en torno a Kundera, Juan Rulfo, Héctor Rojas Herazo, Kafka, García Márquez, Cortázar, Gardeazábal, Borges. Había también un par de trabajos sobre teoría literaria y literatura comparada. Una voz conocida me sacó repentinamente de mi embeleso. Era Aleyda:

—Es que me gustaría saber si se podría hacer un libro con todo esto.

—Por supuesto —respondí de inmediato—, pero hay mucho trabajo por hacer. Lo primero es que necesitamos mandar a transcribir todos los textos y nos va a hacer falta un buen co-rrector.

Esa misma noche convinimos con Ramiro y con Aleyda que incorporaríamos al equipo de trabajo a Diego Gil para que nos ayudara en las labores de corrección. Acordamos una nueva cita para la siguiente semana, y, sin saberlo, fundamos una tertulia literaria que nos iba a llenar de alegría durante muchos lunes sucesivos.

60 Ídem. Págs. 34, 35.

61 Ídem.

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En los días que siguieron al encuentro que he relatado, me di a leer con mayor detenimiento. Me había llevado a casa las carpetas de Aleyda. Conforme transitaba de un ensayo a otro, mi alegría se iba haciendo mayor, pues comprendí rápidamente que sus escritos estaban gobernados por la irme voluntad de in-quirir y compartir. ¿Qué hay más allá de los elementos que una icción evidencia? ¿De qué manera dichos elementos nos permi-ten adentrarnos en las complejidades de la condición humana? ¿Cómo comunicar los hallazgos de esta indagación en forma ei-caz? Pareciera que el proyecto de crítica literaria emprendido por Aleyda Roldán de Micolta estuviera animado esencialmente por estos interrogantes. Permítaseme una ilustración de lo di-cho.

En la lectura de “La insoportable levedad del ser”, de Kun-dera, nos encontramos con un personaje apasionante: Sabina. Y hay un gesto que ella repite, que la identiica en su transitar erótico, en su airmación hedonista. Se trata de su danza ante el espejo, desnuda; se trata de su juego con ese elegante sobrero hongo, en el preámbulo de la cópula. La escena es muy cinema-tográica, muy visual; pero, ¿a qué apunta? Nos dice Aleyda:

Sabina es uno de sus personajes más excitantes. En su afán de vivir en el presente, el elusivo instante actual, ella responde al goce de la vivencia inmediata, despojando de su vida toda expresión lírica o romántica. Huye de todo lo que la ate: lo convencional, las tradiciones, los afectos. Libre de toda carga que la obligue a no ser ella misma, junto a Tomás ha logrado el clímax de su liberación, al aceptar su relación sin ataduras; sabe que él está enamorado de Teresa, pero esto no le impide disfrutar de su sexualidad. Junto a Frank, otro amante, Sabina mantiene el reto de airmarse en la discrepancia. Frank es perfeccionista y su rigidez moral diiere de la libertad de ella; con él nunca pudo participar en el juego erótico que seducía a Sabina, quien permanece de pie, desnuda ante el espejo, con sólo un pequeño sombrero hongo, mientras él se siente extraño, callado, sin entender qué busca ella en ese gesto. No

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así Tomás, quien conoce el signiicado de ese pequeño objeto que mantiene viva la presencia del padre y de la vieja Praga. Ambos comparten las diferentes connotaciones que surgen con su contacto; los dos conocen los símbolos que se condensan en el pequeño objeto; viven escenas de rito, de teatro, en donde ellos mismos son actores y espectadores. El pequeño sombrero negro se convierte mágicamente en un objeto erótico. En un acto de mimesis, que pasa de lo ridículo a lo excitante, se ven a sí mismos delante del espejo con el sombrero puesto intentando acercarse al abismo narcisista de su nostalgia. Evocar la imagen de los viejos alcaldes de los pueblos checos, que para Sabina es también la imagen del padre —vulnerable talón sentimental— que quiere rescatar de la voracidad del tiempo, de la voracidad del exilio, y que ahora ambos intentan transgredir con la excitante violencia de profanarlo.62

Este tipo de problematización y esta manera de hablar sobre

sus desvelamientos son actitudes críticas que el lector agrade-ce. No hay en ellas ni la subestimación de su capacidad com-prensiva, ni tampoco la apelación a códigos de interpretación incomprensibles u oscuros. En otras palabras, no se renuncia a la agudeza relexiva que se espera del trabajo crítico; pero no se va hacia el uso de terminologías, de aparatos conceptuales que exigen el antecedente de una larga preparación académica. Como lo he planteado anteriormente, estamos ante una crítica literaria con vocación de iluminar y, al mismo tiempo, de en-señar; estamos ante una crítica literaria que asume como tarea primordial la de contribuir a una cualiicación de la lectura.

* * * * *

Desde la siguiente reunión, nos acompañó Diego Gil. Resuel-tos los inconvenientes relacionados con la trascripción y correc-ción de los textos, nos faltaba afrontar uno más: ¿Cómo darle a este libro —cuyos textos fueron escritos a lo largo de tantos años— una presentación orgánica? ¿Cómo integrarlo de tal ma-nera que fuera, en efecto, un volumen? Lo discutimos durante

62 Ídem. Pág. 204.

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aquella velada y tomamos la opción más sencilla. Agruparíamos los ensayos en cuatro apartados. Primera parte: Literatura de Europa occidental, segunda parte: Literatura latinoamericana, tercera parte: Literatura colombiana, y cuarta parte: Literatu-ra comparada y teoría literaria. Recuerdo que aquella misma noche le formulamos a Aleyda un par de preguntas en relación con su trabajo crítico: ¿Qué tienen en común los textos que has escrito? ¿Hay algún procedimiento particular que te oriente en tus análisis? No hubo una contestación inmediata. Sospecho que la mejor respuesta a estas dos preguntas está en una única airmación: Todo el trabajo crítico de Aleyda Roldán de Micola-ta está regentado desde su ininita pasión por la literatura.

Sin embargo, desde el punto de vista técnico; quiero decir, atendiendo a requerimientos de carácter editorial, se hacía ne-cesario solicitarle un texto que sirviera como introducción al libro, una especie de presentación que recibiera al lector y lo convidara hacia su contenido. Tal era el sentido de las dos pre-guntas formuladas. Tres semanas después, ella nos entregó el primer borrador de la presentación y nos dio su respuesta:

—Me parece que en todos los autores que he trabajado, de un modo u otro, aparece el tema de la identidad. Y a mí siempre me ha interesado indagar cuáles son esos modos.

* * * * *

Hay un carácter inherente a ese maravilloso género de escri-tura que ha dado en llamarse ensayo. Me reiero a la vocación de indagar, a la costumbre de examinar, a la manía de averiguar. El ensayo vive de la duda. Aquella persona que se instale en la certeza podría dedicarse a escribir tratados, pero el ensayo le re-sultará impracticable. Y es precisamente la capacidad para du-dar uno de los rasgos más gratos en la escritura de Aleyda Rol-dán de Micolta: la suya es una crítica desprovista de cualquier fanatismo. Su actitud frente al lector no es la de quien desea pontiicar, decir la palabra inal; muy por el contrario, su gesto es de permanente invitación hacia los posibles sentidos de los

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libros que aborda. No se derrota ante los desafíos de la interpre-tación, pero matiza sus airmaciones porque su extraordinaria erudición le permite saber que en el arte no hay verdades úni-cas. En su ensayo titulado “El oicio de escritor en Kafka” tiene la osadía de cerrar con una interrogación. Luego de comentar la famosa orden del maestro para que sus escritos fueran que-mados, nos dice Aleyda: “¿Creyó imposible resolver en el arte el encuentro entre su yo escindido y un mundo compulsivamente fraccionado?”.63 Por supuesto, la pregunta contiene una hipóte-sis; pero la manera de decirla elude cualquier garantía e insta al lector para que haga sus propios recorridos.

En otro breve ensayo dedicado a Borges, elige la cita indi-cada, precisa, y concluye con una invitación. La referencia que hace de Borges nos recuerda la fragilidad inherente a toda air-mación, la cual deriva de la fragilidad misma de la existencia. Leamos al maestro argentino:

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.64

Al cabo de semejante provocación, Aleyda cierra este texto —con el cual a su vez estaba concluyendo un curso que dictaba sobre Borges— de un modo exquisitamente paradójico; es decir, cierra con un nuevo comienzo: “Espero que este encuentro con Borges sea una apertura para continuar leyéndolo”.65 Ése es su estilo, el de la provocación; ésa es su escritura, la de la invita-ción; ése es su carácter, el de una verdadera ensayista.

63 Ídem. Pág. 29.

64 Ídem. Págs. 78, 79.

65 Ídem.

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63Pasión crítica: Ensayos sobre literatura latinoamericana

* * * * *

Una vez tuvimos el libro armado, invitamos a Gustavo Álva-rez Gardeazábal para que escribiera el prólogo. Aceptó encan-tado, pues Aleyda había sido su alumna más querida cuando estudiaba letras en la Universidad del Valle; de hecho, él había oiciado incluso como su director de tesis y, con los años, termi-nó convertido en uno de sus más entrañables amigos. Fue pre-cisamente durante una de esas conversaciones sobre la amistad cuando Aleyda nos contó lo que le había ocurrido con Héctor Rojas Herazo, el maestro colombiano sobre el cual elaboró su tesis de grado hace ya varias décadas. Luego de enviarle su tra-bajo por indicación de Gustavo, pasaron los meses sin que Aleyda recibiera respuesta alguna.

—¡No le gustó, seguro fue eso, tal vez le pareció que era un mal trabajo! —Pensó ella en aquel momento y hoy lo cuenta en-tre carcajadas.

Pero al poco tiempo recibió una carta de Rojas Herazo en la cual le explicaba los bretes que había vivido con la corres-pondencia tras su cambio de domicilio en Cartagena. Aleyda ha guardado aquella carta de 1978 como una joya. Y verdadera-mente lo es. En ella no solamente el maestro agradece el tra-bajo de Aleyda, sino que aprovecha la ocasión para elaborar un bellísimo ensayo sobre el signiicado de la crítica literaria. Decidimos incluir el texto de la carta, a manera de epílogo. De esta hermosa y lúcida carta proviene el título que inalmente le pusimos al libro. El trabajo de diagramación e impresión estuvo a cargo del director del Programa Editorial de la Universidad del Valle, el profesor Víctor Hugo Dueñas, y de su equipo: María Genith Cortés, Jorge Enrique Soto y Claudia García.

* * * * *

Permítanme cerrar estas palabras al estilo de Aleyda; esto es, cerrar con un nuevo comienzo: El libro titulado “La crítica literaria: un sostenido acto de amor. Lectura de nueve autores

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contemporáneos” es la recopilación de los ensayos escritos por Aleyda Roldán de Micolta a lo largo de varias décadas. Para el lector es la oportunidad de reencontrarse con una crítica lite-raria que convoca e ilumina, para las nuevas generaciones de críticos es una buena muestra de lo que sucede cuando se hacen coincidir intelectualmente la agudeza y la generosidad, y para la Universidad del Valle es motivo de regocijo haber podido llevar a cabo la edición de esta obra.

Cali, febrero 21 de 2008.

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EL DON DE LA LINTERNA:LOS CUENTOS DE HAROLD KREMER

1

He escuchado aquello muchas veces y siempre me causa el mismo desconcierto. Me reiero a esa concepción según la cual todo el que aspire a ser novelista debe iniciarse escribiendo cuentos. Y como los ejemplos abundan en la historia literaria, se da por sentado que es ésta una verdad incuestionable. Las implicaciones de semejante idea no se han hecho esperar: tal es el origen de ese escalafón ilusorio que ubica en el nivel superior del relato a la novela y que deriva una consideración del cuento como el oicio de los principiantes. Pero, justo es puntualizarlo, estamos ante una presunción que tiene tanto de extendida como de falaz.66 Suele olvidarse, premeditada o cándidamente, que muchos de los grandes maestros de la narrativa universal han sido cuentistas. De hecho, hay entre ellos quienes jamás em-prendieron la escritura de novelas o que, habiéndolo intentado, no llevaron dichos proyectos a buen término —estoy pensan-do en nombres como Poe, Chéjov, Calvino, Ribeyro, Katherine Mansield o Jorge Luis Borges. El asombroso aporte literario de autores como éstos debería ser razón suiciente para revisar el dejo peyorativo que ha recaído sobre el cuento en estos tiempos.

Aunque muchos aspectos característicos de este género permiten veriicar la extraordinaria diicultad que entraña su práctica, quisiera señalar inicialmente aquel que constituye su rasgo más visible: la brevedad. Ésta implica para el escritor un

66 En el Estudio preliminar incluido en el volumen XXXIX de aquellos Clásicos Jackson, el cual fue dedicado al cuento, el autor planteaba una diferenciación entre cuento y novela corta en los siguientes términos: “Se distinguen también en cuanto al público al que van dirigidos, pues el cuento corresponde antes que todo a lectores u oyentes más ingenuos y pueriles, que sólo buscan en él un entretenimiento pasajero o la fácil ejempliicación de ideas morales sencillas. El cuento corresponde más bien a una etapa en el desenvolvimiento cultural de una nación”. Si bien esta airmación puede resultar aplicable al cuento tradicional de ascendencia popular, en todo caso no lo es para el cuento moderno surgido a mediados del siglo XIX y cuyo primer gran cultor fue Edgar Allan Poe.

TORRI, Julio (compilador). Grandes cuentistas. Clásicos Jackson, vol. XXXIX. México, 1968 (1963). Pág. IX.

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notable poder de síntesis y formidable destreza comunicativa. La historia ha de estar contada en pocas páginas, todo debe ser resuelto con eicacia; en otras palabras, un buen cuento tiene que estar exento de cascajo. Pero la capacidad de discriminar lo que es esencial y lo que no reclama del autor un criterio conso-lidado. Diríamos: dado que el cuento es un escrito corto hecho para fascinar y sorprender a través de la icción, su lectura ha de cumplirse, obligadamente, de modo luido y grato; de allí la sin-gular precisión que demanda su escritura. En tal sentido, Mario Lancelotti, ese gran estudioso del cuento, nos dice:

Una novela puede reposar en las manos. Un cuento es una

operación estricta del ojo: atención al estado puro. La menor desviación pone en peligro el incidente, que es el suceso y el efecto: en rigor, toda la historia. Más que a conmovernos, el cuento tiende a asombrarnos y, estilísticamente, el cuentista es un virtuoso. Su “tour de force” consiste en convertir el acontecimiento en lenguaje.67

Resulta claro, a esta parte, por qué es engañoso aquel pa-recer que ve en el cuento un trabajo propio de neóitos. Mo-dernamente vemos, sin embargo, cómo se ciernen sobre él todo tipo de aprensiones: los editores cada vez lo publican menos, el público desconoce su tradición espléndida, los académicos lo miran con desprecio.68 Uno de los efectos más nocivos de dicho prejuicio está ligado a la poca difusión que hallan quienes se de-

67 LANCELOTTI, Mario. De Poe a Kafka, para una teoría del cuento. Editorial Universidad de Buenos Aires. Buenos Aires, 1974 (1965). Págs. 11, 12.

68 Reiriéndose a la diicultad que hoy tiene el cuento para hallar su ámbito, Mempo Giardinelli ha airmado: “Siempre sostengo que el cuento es el género literario más moderno y el que mayor vitalidad tiene. Por la sencilla razón de que la gente jamás dejará de contar lo que le pasa, ni de interesarse por lo que le cuentan, bien contado. Y esto es así —y lo seguirá siendo— a pesar de la miopía de muchos editores. Y digo miopía porque es evidente que el cuento es un género que no interesa a la mayoría de las editoriales. Y no sólo a las de lengua castellana. En general, los editores suponen conocer los gustos del público, que, dicen, no compra libros de cuentos. El público lector —sostienen— sólo se interesa por obras de largo aliento y/o por los géneros que marcan las modas. De modo tal que como el cuento no le gusta a la gente, por lo tanto no editan libros de cuentos, con lo cual el cuento no se vende y ellos conirman que el cuento no gusta.”

GIARDINELLI, Mempo. Así se escribe un cuento. Suma de letras. Madrid, 2003 (1992). Pág. 62.

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dican principalmente a éste —y es notorio el contraste frente a los que cultivan la novela. En las páginas que siguen me ocuparé de un excelente cuentista cuya obra, pese a ser una de las más interesantes de la literatura colombiana actual, ha recibido poca atención de la crítica.

2

Harold Kremer (Buga, 1955) empezó a escribir desde los ocho años, cuando un hecho brutal asaltó a su familia: “Fue, quizás, la época más difícil de mi vida por el suicidio de mi her-mano José. En ese momento descubrí que la vida no era rosa, que la felicidad no era eterna y que la muerte se agazapaba en cualquier lugar de mi casa.”69 Este acontecimiento trágico vino a cambiar su destino, pues la ascendencia judía y la tradición familiar le deparaban el camino del comercio. Pero ahora se le imponía la necesidad de transformar la realidad, de rectiicarla: “Entonces, desde el mismo día del velorio empecé a fantasear, a soñar, a negar la muerte de mi hermano. Me metí obsesivamen-te en la cabeza la historia de que mi hermano no estaba muerto: se había ido de viaje y algún día volvería. Mis sueños y fantasías empezaron a reforzar esta historia (…) Y la escribí.”70

No obstante, tuvieron que pasar ocho años más antes de que lograra concluir el borrador inicial de “La noche más larga”, su primer cuento. Con ello, dos tentativas vinieron a cumplirse: por un lado, el retorno a casa del hermano que ya había sido sepul-tado —tal es el asunto que allí se narra—; por otro, la decisión irrevocable de convertirse en escritor. Estas dos circunstancias van a permanecer ligadas a lo largo de toda su obra. Y Kremer procura dejar constancia de ello, pues sus libros de cuentos siempre comienzan con una dedicatoria a José K…, lo que, a un tiempo, suscita evocaciones kafkianas y nos recuerda la historia

69 SPITALETTA, Reinaldo y ESCOBAR VELÁSQUEZ, Mario. “Harold Kremer: mi destino es escribir”. En: Reportajes a la literatura colombiana. Biblioteca Pública Piloto de Medellín - Universidad de Antioquia. Medellín, 1991. Pág. 100.

70 Ídem.

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personal del autor: “(…) me volví escritor por culpa de José, por el suicidio, porque en la vida hay circunstancias que uno debe afrontar con esa cosa que algunos llaman sensibilidad…”71 El tema del hermano muerto reaparecerá posteriormente en otro cuento suyo titulado “Se ha roto un cristal”, el cual, junto con “Gelatina”, “El prisionero de papá” y “Una de las mujeres le sos-tenía la cabeza entre las piernas”, considero entre lo más excel-so de su admirable producción cuentística.

Desde los dieciséis años abandonó su Buga natal con inten-ciones de no regresar. De hecho, en los primeros cuentos trató de eludir su geografía; sin embargo, pronto descubrió que no es posible sustraerse a los lugares que nos han moldeado la iden-tidad, pues de ellos está hecho nuestro imaginario. A partir de “La boca del tornavoz” vemos aparecer referencias puntuales a los sitios y escenarios por donde el autor ha pasado. En dicho relato se nos muestra esa Buga habitada por aquella aristocracia decadente que se negó al progreso, la de antiguos terratenientes con mentalidad feudal y paternalista que celebraban matrimo-nios entre familiares para mantener concentradas sus fortunas. En narraciones ulteriores, Kremer continuará ampliando el re-gistro de su obra e incorporando nuevos mundos y miradas di-versas. Ya en las décadas de los 80’s y los 90’s su carrera como escritor se consolidaría, pues sus cuentos irían conquistando varios de los concursos literarios más importantes del país y aparecerían en algunas de las revistas más prestigiosas.72

71 Ídem. Pág. 101.

72 Entre los certámenes literarios ganados por Harold Kremer se encuentran: Concurso Nacional de Cuento, Casa de la Cultura de San Andrés, 1983; Concurso de Libro de Cuentos, de la Universidad de Medellín, 1984; Concurso Nacional de Cuento “Jorge Zalamea”, Medellín, 1989; XI Concurso Nacional de Cuento, ciudad de Barrancabermeja, 1996; Décimo Concurso Nacional de Cuento Breve, municipio de Samaná, 1999.

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69Pasión crítica: Ensayos sobre literatura latinoamericana

3

Dentro de las muchas catalogaciones que podrían ensayarse para examinar el trabajo de los cuentistas, me interesa sugerir la que advierte dos grandes tendencias deinidas así: hay escri-tores cuyos cuentos preiguran un estilo único e inconfundible. En dichas obras llegan a observarse diversas variaciones que, en todo caso, no hacen más que desarrollar en diferentes acordes una misma melodía. Dado que a este tipo pertenece la mayoría, podríamos apelar a muchos autores para efectos de ejemplii-cación. Pero escojamos uno suicientemente representativo, ya considerado clásico: Jorge Luis Borges. En su caso tenemos la recurrencia de unos temas predilectos que terminan siempre emparentándose con uno principal: la condición provisional de todo conocimiento. Este derrotero poético genera la necesidad de emplearse a fondo en el uso de la alusión y la conjetura como categorías narrativas y, a partir de éstas, abordar las acciones principales del relato. Sus historias, por otra parte, admiten siempre una lectura que trasciende el espectro anecdótico y que se encamina a construir metáforas de alcance ilosóico. Final-mente, dado que su prosa acude a unos hábitos de naturaleza retórica que le son característicos —cierto uso de la puntuación, la adjetivación, los tropos, etc.—, su escritura resulta distintiva.

El segundo tipo de escritor es aquel cuya obra se deine en la búsqueda. Esto signiica que no resulta fácil rastrear sus parti-cularidades de un cuento a otro, o de un libro al siguiente. Por lo general se trata de autores con una fuerte tendencia hacia la ex-perimentación, así que los rasgos de su estilo varían tanto como sus escenarios, la caracterización de sus personajes, o el registro de su voz. Un cuentista emblemático de esta orientación es Ju-lio Cortázar. Este maestro del juego —en el sentido ontológico del término— puede llevarnos de un texto puntuado del modo más castizo y prestigioso a otro gobernado por la audacia y la exploración. A este mismo arquetipo responde la cuentística de Harold Kremer. Tal es el motivo por el cual no comparto las airmaciones que sobre su obra he leído en varias antologías que

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lo incluyen. En la de Luz Mary Giraldo, por ejemplo, se lee lo siguiente:

El tema de la violencia adquiere nuevos matices y, si bien las marcas de la actual están presentes, se relaciona con el anonimato y otras realidades, aprovechando escrituras aines a lo fragmentario (como en el caso de Parra Sandoval o Cano Gaviria), a la sugestión dramática de Jorge Eliécer Pardo, a la crudeza de Harold Kremer, Ricardo Silva y Julio Paredes (…) 73

Resulta innegable que la referida crudeza es un rasgo deini-tivo en el cuento “Gelatina” —contenido en dicha selección—; no obstante, se trata de un atributo ajeno a muchos otros textos suyos, como “Una de las mujeres le sostenía la cabeza entre las piernas” o esa otra bella narración titulada “Estampas”. Y hay algo más que vale la pena anotar: la aparición de Kremer en colecciones con temáticas tan disímiles —fantasmas, erotismo, violencia— es un hecho que conirma la gran diversidad de su escritura.

4

¿Pero cuál es esa variedad de tonos que desilan por los cuen-tos de Kremer? Señalemos algunos de los más destacados, em-pezando por el que se compone en el cuento “El prisionero de papá”. Aquí se nos muestra esa estrategia que ha dado en lla-marse “narrador incompetente”, y que fuera utilizada de modo sorprendente por William Faulkner en su inolvidable monólogo de Benjy, con el cual inicia “El sonido y la furia”. Se trata de una voz infantil que cuenta, desde la perspectiva originada en su inocencia, hechos atroces o existencias terribles; sin embar-go, dado que no logra tener consciencia ética frente al contexto que la rodea, la naturalidad con que relata incrementa, en el lector, la percepción de la crueldad que anida en su mundo. En el cuento aludido se nos muestra la degradación moral que llega

73 GIRALDO, Luz Mary. Cuentos y relatos de la literatura colombiana, tomo II. Fondo de

Cultura Económica. Bogotá, 2005. Págs. XXIV, XXV. (El subrayado no es del original.)

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a engendrar la pobreza y la realidad despiadada del secuestro. “Gelatina” es un relato negro. La historia transcurre en esce-

narios urbanos, en el bajo mundo —el autor menciona explíci-tamente la ciudad de Cali y algunas de sus locaciones: San Nico-lás, las calles once y quince, La casona, la Galería Santa Elena. La anécdota está ligada al asesinato y el punto de vista asumido es el del criminal; de hecho, se trata de un relato en primera per-sona, lo cual hace que esté exento de cualquier matiz moralizan-te. En otras palabras, su construcción nos recuerda la tradición del relato negro y lo emparienta con autores como Raymond Chandler o Dashiell Hammett. Ahora bien, dado que no apare-ce aquí ningún investigador y que, en cambio, se hace hincapié en la hipocresía social y en la brutalidad del hecho delictivo, este cuento nos actualiza ecos provenientes de Rubem Fonseca —es-toy pensando en narraciones como “Feliz año nuevo” o “Paseo nocturno”.

“Una de las mujeres le sostenía la cabeza entre las piernas” es un texto cuyo encanto está soportado en la eicacia de los si-lencios. La historia indaga una relación de pareja, una que está a punto de romperse; es decir, nos encontramos inmersos en el espectro de la intimidad. Este relato apela a la técnica del diálo-go con una precisión asombrosa. Los personajes conversan todo el tiempo; pero, como suele ocurrir en la realidad, nunca llegan a decirse abiertamente lo fundamental, aquello que los carco-me. Adriana, la esposa, no comprende qué ha puesto en crisis a Esteban, su marido. Entonces se hace una hipótesis que la lleva-rá a contratar los servicios de una prostituta. Este universo de la vida privada y las anodinas tragedias que tejen su cotidianidad nos ponen sobre la pista de Raymond Carver, ese extraordinario mago de la información implicada.

También hay lugar en la obra de Kremer para la representa-ción de lo provinciano. En el caso de “Sueño de amor”, una mu-jer humilde que se ve implicada en un grave delito le cuenta a un comisario su versión de los hechos. Como les habría ocurrido a los personajes de Juan Rulfo, su voz exhala dejos campesinos y su visión del mundo se ve regida por esa extraña mezcla de re-

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ligiosidad y superstición. De manera que en este cuento lo rural no sólo aparece en lo concerniente a los escenarios, o a los as-pectos más externos de los usos y costumbres, sino que, al otor-garle a este personaje el dominio de la narración, el autor asume el reto de penetrar en lo más profundo de sus convicciones. En esta historia signada por la incomprensión y la marginalidad, el lector asiste a un doloroso ritual en el que la protagonista va revelando las miserias de su paupérrima condición.

Como puede observarse, cuesta creer que todos estos relatos sean producto de una misma pluma. Y no sólo por el dominio que en ellos se muestra de técnicas tan variadas, sino porque efectivamente corresponden a tonos y cosmovisiones muy disí-miles —esto sin mencionar otras inclinaciones temáticas, tales como los juegos fantásticos o la lucha generacional.74 Tal parece que la cuentística de Kremer funcionara a modo de linterna en un bosque nocturno: donde quiera que dirija su rayo iluminará un tramo diferente de la realidad, develándonos, en cada lance, un aspecto nuevo e insospechado.

5

No podría cerrar el recorrido por esta interesante obra sin hacer mención de un asunto que daría, él solo, para una re-lexión aparte. Me reiero a la relación de Harold Kremer con el minicuento. Dicho género le debe a la revista “Ekuóreo” su carta de ciudadanía en Colombia, como lo ha mostrado el tra-bajo de José Fernando Sánchez.75 Este ejercicio editorial no se planteaba inicialmente mayores aspiraciones en términos de circulación. Lo que animaba a sus realizadores era más bien la búsqueda de modos diferentes para comunicarse con el lector

74 Para observar el tratamiento que este autor hace de lo fantástico, recomiendo el cuento titulado “La loca escondida en un sueño”; para el caso de la lucha generacional, remito al siguiente análisis realizado desde la perspectiva semiológica:

ACOSTA, Gladys Lucía. “El precio de los años, análisis del cuento: ‘Muerte al inal de la avenida 125’ de Harold Kremer”. En: Contextos, revista de semiótica literaria N° 28. Medellín, octubre de 2001. Págs. 7-29.

75 SÁNCHEZ, José Fernando. El minicuento en la obra de Harold Kremer. Universidad del Valle, monografía de grado, Escuela de Estudios Literarios. Cali, 2002.

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en una época caracterizada por los panletos y las publicaciones cargadas ideológicamente. No obstante, gracias a la excelente calidad de los textos que allí circularon, y a la adopción de un género único, dicha revista llegó a convertirse en referencia na-cional, particularmente entre el público universitario. Nos dice Sánchez:

Antes de Ekuóreo, algunas publicaciones nacionales y extranjeras difundían minicuentos, sin embargo será solo a partir de la aparición de esta revista que el relato breve cobre vigencia y reconocimiento localmente, aspecto de gran mérito si se tiene en cuenta el poco valor que se le había atribuido, hasta entonces, en el panorama literario nacional al relato corto (…) Ekuóreo nace en febrero de 1980 como un proyecto de Harol Kremer y Guillermo Bustamente que, por ese entonces, estudiaban letras e idiomas en la Universidad Santiago de Cali. La publicación estaba compuesta por una hoja suelta escrita a mano y diagramada muy artesanalmente. A diferencia de otras publicaciones literarias de la época, Ekuóreo no tenía editorial ni tampoco responsables directos pues los textos estaban irmados con pseudónimos.76

El trabajo en la publicación de “Ekuóreo” implicó para sus editores diversas dinámicas, las cuales pasaron por labores de investigación, selección, debate, edición y escritura propiamen-te dicha —como lo ha anotado Sánchez—, y esto resultó funda-mental en su formación literaria. Por otra parte, como producto de estos menesteres llegaron a hacerse posteriormente varias antologías.77 Y es preciso señalarlo: con todo y las críticas que a veces se les han formulado, estas selecciones de relatos han sido cruciales en la perspectiva de aclimatar el cuento corto en nues-

76 Ídem. Págs. 9, 10, 11.

77 Quizás las más importantes de estas antologías, para la divulgación del género, han sido las siguientes:

KREMER, Harold y BUSTAMENTE, Guillermo (compiladores). Antología del cuento corto colombiano. Centro Editorial Universidad del Valle. Cali, 1994.

KREMER, Harold y BUSTAMENTE, Guillermo (compiladores). Los minicuentos de Ekuóreo. Editorial Deriva. Cali, 2003.

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74 Alejandro José López Cáceres

tro país.78 Pero seguramente lo más destacable de la relación entre Kremer y el minicuento es que, con los años, el propio autor ha llegado a convertirse en uno de los mayores exponen-tes del género en Latinoamérica, como lo atestigua su inclusión en importantes antologías y en revistas de altísimo prestigio.79 En otras palabras, esta otra faceta viene a corroborar lo que he sostenido a lo largo de este ensayo. Estamos ante una obra cons-truida bajo el don de la linterna.

Cali, agosto 20 de 2005.

78 El investigador colombiano Pineda-Botero, por ejemplo, manifestó fuertes objeciones metodológicas frente a la “Antología del cuento vallecaucano”, hecha por Kremer, en los siguientes términos: “Las biografías no explican, pues, la selección. Tampoco la explican los textos mismos; el de Salazar tiene que ver con Estados Unidos; el de Garramuño es una fábula que sucede en un lugar sin nombre. El de Romero caería posiblemente en la categoría de lo fantástico (…) El mosaico de temas y de ambientes es tan amplio que no sirve de criterio de clasiicación (…) Tampoco podríamos hablar de generaciones. El primero es Germán Cardona Cruz (Tuluá, 1903) y el último Alberto Esquivel (Cali, 1958). Están organizados secuencialmente, de acuerdo con su fecha de nacimiento; pero no se agrupan, no hay separación de épocas ni de estilos.”

PINEDA-BOTERO, Álvaro. “Relexiones en torno a una antología”. En: Boletín cultural y bibliográico del Banco de la República N° 31. Bogotá, 1991.

79 Recientemente, una de las más importantes publicaciones literarias en el ámbito iberoamericano ha incorporado un conjunto de minicuentos de Harold Kremer.

Cfr. ROTGER, Neus (selección). “El microrrelato hoy (XXIII): Harold Kremer”. En: Revista Quimera Nº 254. Barcelona, marzo de 2005.

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POESÍA Y MODERNIDAD

No se afrontan los problemas de fondo haciendo concesio-nes fáciles. En lo que toca a la deinición de la poesía, el cami-no más cómodo consiste en aceptar su carácter insondable, esa cierta acepción arquetípica que la liga al misterio, a lo arcano. Por esta vía se le declara muy pronto como algo ininteligible y se acepta, sin más, el fracaso de la razón para dar cuenta de ella. Semejante tentativa resulta inaceptable. Incluso a sabiendas de que el periplo relexivo jamás habrá de ser satisfactorio de modo completo, sus hallazgos nos sobrevienen como algo im-prescindible por más parciales o provisionales que sean. Porque transitamos hacia el ejercicio poético de acuerdo con ellos, nos disponemos al acto creativo regidos por esos logros frágiles y tornadizos. Es verdad que luego llegará a nuestra estancia esa invitada enigmática, también es cierto que terminará imponién-donos sus emergencias; sin embargo, para que pueda ingresar será necesario abrirle la puerta. Y abrir la puerta es un acto tan deliberado como el de sentarse a escribir.

La propuesta conceptual hecha por Julián Malatesta en el ensayo del cual vamos a ocuparnos ahora comienza con la no-ción romántica del hecho poético y rastrea las transformaciones que dicha concepción ha experimentado hasta instalarse en la contemporaneidad, cargada de nuevos sentidos e interpelando de un modo diferente el acto creativo.80 En el libro “La imagen poética” se recoge el debate que las diversas vanguardias artísti-cas del siglo XX hicieron ante los postulados del Romanticismo. Y, dado que las coordenadas históricas lo permiten, se realiza el balance de una polémica cuyas aristas no han perdido el ilo completamente. De esta manera, se nos detallan las objeciones que los vanguardistas pusieron de maniiesto —o, más exacta-mente, en maniiestos— frente a los románticos; así como tam-bién los aportes que unos y otros hicieron en esta controversia, una de las más fecundas que se han dado en la historia reciente de nuestro ámbito cultural.

80 MALATESTA, Julián. La imagen poética. Universidad del Valle. Cali, 2007.

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¿En torno a qué gravita aquella noción romántica de la poe-sía? ¿A qué realidad responde o qué la propicia? Quizás el fe-nómeno más determinante de la modernidad es lo que se ha llamado la muerte de Dios, cuya primera manifestación fue el famoso texto que Jean Paul Ritcher incluyó en su novela “Sie-benkäs”, de 1796, ese su célebre “Sueño” titulado: “Discurso de Cristo muerto en lo alto del ediicio del mundo: no hay Dios”. Ese sentimiento de la inexistencia o retirada de Dios va a pro-vocar una crisis profunda en las diversas instancias de la vida social y en el corazón mismo de la cultura occidental. Y es el detonante de lo que ha dado en denominarse Secularización.81 Ahora bien, dicho fenómeno, que tuvo múltiples incidencias y manifestaciones en los diferentes espectros de la sociedad, ge-nera una demanda muy particular en el ámbito de los poetas: los va a abrumar con una carga insoportable, con una responsa-bilidad que no habían tenido o percibido antes y frente a la cual estaban derrotados de antemano. Ante el declive del discurso cohesionador, ellos, los humanos demasiado humanos, asumi-rán el imperativo de restituir la Divinidad; de allí que en lo su-cesivo la palabra poética sea entendida como verbo primigenio, fundante, instaurador. La relexión de Heidegger, “Hölderlin y la esencia de la poesía”, desarrolla agudamente esta noción. Nos dice el poeta:

81 Cfr. GUTIÉRREZ GIRARDOT, Rafael. Modernismo, supuestos históricos y culturales. Fondo de Cultura Económica. Bogotá, 1987 (1983). Págs. 51 y sgtes.

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Es derecho de nosotros los poetasEstar en pie ante las tormentas de Dios,Con la cabeza desnuda,Para apresar con nuestras propias manosEl rayo del padre, a él mismo.Y hacer llegar al pueblo envuelto en cantosEl don celeste.82

Esta concepción romántica percibe que al ámbito de la poesía es la verdad, entendida ésta como aquello que se opone a lo con-tingente; es decir, a los avatares del acontecer, de lo anodino. Entonces, la palabra poética viene a ser aquella que funda lo que permanece; y, de ello, la condición derivada hacia los poetas los convierte en seres singulares. En el ensayo “La imagen poética” aparece dicho así: “Son ellos los elegidos para llevar a cabo la más generosa de todas las tareas, mantener viva la memoria de los hombres, es decir, su diálogo permanente con los dioses”.83

* * * * *

Pero lo trivial acecha y, en la modernidad, se impone. Cual-quier heroísmo, o grandeza, o distinción se diluye en la época del vértigo. La contingencia radical que signa estos tiempos moder-nos es incompatible con el estatuto del lenguaje arquetípico o de la lengua primigenia. Julián Malatesta denomina este fenómeno la ruina del aura y se acompaña de Baudelaire, quien primero la percibió, y de Benjamin, quien la indagó con insistencia, para desplegar su relexión a este respecto. La mudanza recurrente y sus ritmos precipitados reclaman una palabra igualmente cam-biante, capaz de habituarse a la agitación; entonces, la poesía se vuelve búsqueda y no instauración. Nos dice Malatesta: “Allí se instala el obrar poético, no tras la verdad, ese aliento perma-nente que el poeta romántico contribuye a hacer eterno, sino al compás de lo que acaece, en el movimiento de las cosas, en la

82 HEIDEGGER, Martin. Arte y poesía. Fondo de Cultura Económica. México, 1995 (1958).

83 MALATESTA, Julián. Op. cit. Pág. 25.

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fragmentación del mundo”.84 Esta poderosa transformación en la percepción del tiempo, eso que Octavio Paz llamó aceleración

de la historia, va a transmutar el ámbito de la poesía; de manera que, en lo sucesivo, no será la verdad aquello que la determine, sino la verosimilitud. El poema, por su parte, dejará de ser reve-lación; sin embargo, no será esto propiamente una degradación, pues a cambio habrá de recibir un esmero nuevo, un ímpetu de elaboración y una avidez de confección impensables en el para-digma romántico. Sí: el poema ya no será más la instauración de lo permanente; pero habrá ganado la condición de mundo posible, de lugar. Por este mismo camino, la mitología del poe-ta como elegido habrá quedado igualmente derruida. Estamos, pues, ante una radical ruptura con la tradición. Se ha abierto la puerta para el advenimiento de las vanguardias y su ímpetu de novedad.

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El anti-trascendentalismo del acto poético signiicado en las vanguardias, con sus diferentes apuestas por lo efímero, reser-va también para el lector un nuevo rol. Pero antes de anotarlo, permítaseme una observación relacionada con la estructura del libro “La imagen poética”. Dedicados los tres primeros capítulos a la concepción romántica de la poesía y a las circunstancias que generaron su crisis, Julián Malatesta se encarga en adelante de señalar y analizar los principales hitos de las vanguardias. Sabe bien que una historia de la poesía moderna no tendría por qué afrontar la tarea, por demás irrealizable, de inventariar todos los poemas escritos; de lo que se trata, más bien, es de rastrear los más grandes hallazgos y las aportaciones cruciales. Y en esto sí que ha sido afortunado el ensayo que ahora reseñamos. Hay que decir, además, que el lector agradece el buen tino que su autor ha mostrado en la selección de los poemas y de los frag-mentos de aquellos maniiestos, ensayos y cartas con los cuales ilustra el recorrido del análisis, pues, a más de aclaratorios, re-

84 Ídem. Pág. 32.

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sultan gratos, muy gratos de leer. Decía, entonces, que la estruc-tura del libro consta de dieciséis capítulos. Me faltaría anotar, en este sentido, que los dos últimos han sido reservados por el autor para sintetizar sus razonamientos y concretar una pro-puesta analítica en relación con el asunto de la imagen poética.

* * * * *

Regresemos al lector. Dado que las vanguardias conciben el poema como mundo posible, dotan la palabra en él de un fun-cionamiento particular. No hay lugar para signiicados ni gra-máticas preexistentes; así, la nueva manera en que las palabras se relacionan, su sintaxis naciente, hará que el lector deba dis-ponerse a una actitud de permanente desciframiento. Estos in-esperados modos de ser del poema provocarán en el lector “la necesidad de habitar este mundo que ahora se le ofrece, apren-diendo nuevos modales de lectura y transformando sus modos de ver”.85 Esto equivale a decir que la lectura se entenderá en adelante como un acto forzosamente creativo para que el poe-ma alcance su plena realización. En tal sentido, airma Mala-testa: “Aquí termina ese tipo de poesía en donde el lector es so-lamente un receptor melancólico de una profecía que está por cumplirse”.86

Pero seguramente la mayor conquista realizada por las van-guardias es el establecimiento de la imagen como razón de ser del devenir poético. Y, aunque pueda valerse del gran repertorio de recursos expresivos que la tradición ofrece, la imagen se si-túa en una dimensión que trasciende la retórica, que desborda lo preestablecido. Dicho de otro modo, el carácter de la imagen, su ámbito, es la construcción, o, mejor aún, la incesante instala-ción. En este ensayo se nos recuerdan las palabras de Pierre Ré-verdy, a manera de deinición: “La imagen es una creación pura del espíritu. La imagen no puede nacer de una comparación,

85 Ídem. Pág. 35.

86 Ídem. Pág. 67.

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sino del acercamiento de dos realidades más o menos lejanas”.87 Al aproximarse, dichas realidades anulan sus signiicados preli-minares y, al hacerlo, transitan hacia un nivel distinto; esto es, hacia una realidad poética. Veámoslo en algunos fragmentos de “Unión Libre”, aquel preciado poema de André de Breton:

Mi mujer de cabellera de llamas de leñaDe pensamientos de relámpagos de calorDe talle de reloj de arenaMi mujer de talle de nutria entre los dientes del tigre(…)Mi mujer de pestañas de palotes de escritura de niñoDe cejas de borde de nido de golondrinaMi mujer de sienes de pizarra de tejado de invernaderoY vaho de cristales (…)Mi mujer de muslos de greda y de amiantoMi mujer de muslos de lomo de cisneMi mujer de muslos de primaveraDe sexo de gladioloMi mujer de sexo de placer y de ornitorrincoMi mujer de sexo de alga y de bombones antiguosMi mujer de sexo de espejo (…)88

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La vertiginosa sucesión de propuestas radicales, de movi-mientos incluso programáticos —con todo y maniiesto— que premeditan operar cada uno a su manera la ruptura con la tra-dición, dará lugar, en sí misma, a una nueva tradición hecha de rupturas, a una “tradición de la ruptura”. Afortunada es esta formulación que hace Octavio Paz en su inolvidable ensayo “Los hijos del limo”.89 Nos permite comprender que el fenómeno de las vanguardias artísticas del siglo XX es heterogéneo y está re-pleto de contradicciones, de divergencias, de retracciones. En el

87 Ídem.

88 Ídem. Pág. 65, 66.

89 PAZ, Octavio. Los hijos del limo. Seix-Barral. Barcelona, 1987 (1974).

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libro “La imagen poética”, Julián Malatesta nos conduce en un gratiicante viaje por las más signiicativas. De esta suerte, dis-currimos por las exploraciones metafóricas y tipográicas que hace Apollinaire en sus caligramas, los cuales nos convidan a trazar nuestros propios recorridos de lectura. O por el culto a la velocidad y a la guerra expresado por Marinetti y los Futuristas italianos. O por el hechizo que producía en los dadaístas la inde-inición y el anti-belicismo:

Fiel emisario del cañónLlevas la muerte en el aire que vibraVuelves fríos y rígidos como vigasa los que acuestas bajo su beso inmundoVíbora alada de vuelo ardiente.90

O por los dispositivos oníricos de los surrealistas y esas ra-dicales tecnologías de creación que reclamaban darle cauce al luir del inconsciente, como la escritura automática. O por el ímpetu anti-mimético de Huidobro y los creacionistas, quienes a fuerza de convocar la razón y el sentimiento buscaban conse-guir eso que llamaron superconciencia, eso mismo que les per-mitía airmar: “El pájaro anida en el arco iris”, o “El océano se deshace agitado por el viento de los pescadores que silban”. O por el rechazo que maniiesta César Vallejo en relación con el “fervor por la novedad”, que juzga esnobista y vacío. O por ese reverso del hai kú que son los microgramas de Jorge Carrera Andrade:

Gaviota: ceja de espumaDe la ola del silencio.Pañuelo de los naufragios.Jeroglíico del cielo.91

90 Ídem. Pág. 57.

91 Ídem. Pág. 125.

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Hacia el inal del recorrido, Julián Malatesta nos propone su propia concepción de la imagen poética. Extrapola algunos términos del lenguaje de la biología, acogiendo la propuesta de Ernest Gombrich, quien introdujo el concepto de ecología de la

imagen. Nos dice Malatesta, auspiciado por Gombrich:

La imagen poética posee esta dimensión ecológica, es decir acontece en condiciones históricas y sociales, en vínculos especiales con corrientes del pensamiento, con tendencias estéticas y prácticas culturales, todas posibles de ser leídas a través de su propio cuerpo visible. Sin embargo, esta lectura requiere de condiciones de verdad contingentes o situacionales, que hagan de la imagen una construcción convincente —léase verosímil—, al interior de la obra poética, no en ningún otro lugar.92

Y más adelante ensancha esta idea con una nueva extrapola-ción. Esta vez nos habla del ecotono, que en la biología remite a ciertos “ámbitos singulares en los cuales es posible hacer con-vivir e interactuar especies y organismos cuyo origen y hábitat son abiertamente incompatibles”.93 ¿Sería una suerte de loca-ción en la cual logran cohabitar armónicamente un pingüino y un león? Algo así. La imagen poética, tal como la concibieron las vanguardias en su avidez, opera de un modo similar; es de-cir, teje puentes insospechados, caminos imprevistos para que materiales expresivos de procedencias disímiles, e incluso anta-gónicas, convivan y produzcan signiicaciones nuevas.

Julián Malatesta nos expresa, desde la introducción de su en-sayo, la aspiración que tiene en el sentido de que su trabajo sea un instrumento para la discusión, un insumo para la polémica. No me cabe duda de que así será, y hay dos razones que me permiten presagiarlo. Por una parte, es éste un escrito que logra hacer un intenso recorrido por las controversias más álgidas en

92 Ídem. Pág. 137.

93 Ídem. Pág. 138.

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relación con el asunto de la creación poética en la modernidad; es decir, es éste un trabajo riguroso. Por otra, su lenguaje no solamente es claro, sino que muchas veces es provocador. Per-mítaseme, a manera de ejemplo, un par de citas. Éste es el título del capítulo VIII: “La conspiración de la imagen y la asonada latinoamericana”. Ahora, el primer párrafo de dicho apartado:

Esta agitada insurrección europea y americana, suscita un gran alboroto en la casa latinoamericana en donde dos iguras singulares ya se habían anticipado a los acontecimientos. Se trata de los poetas Juan José Tablada y Vicente Huidobro, quienes aún comprometidos en muchos aspectos con la escuela modernista, inician el proceso de rebelión en América Latina.94

Voy a decirlo sin ambages, y aprovecho que ya estoy cerran-do esta presentación. Sí, “La imagen poética” es un estupendo libro del algo que propongo denominar, a partir de este momen-to, erudición belicosa. ¡Que venga, pues, el debate!

Cali, marzo 13 de 2008.

94 Ídem. Pág. 76.

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ANTONIO SKÁRMETA: LA RUTA HACIA “EL CARTERO”

1

Juventud y rebeldía no han sido siempre ideas aines. Una panorámica mirada a la historia nos permitiría avizorar que durante los periodos políticamente más convulsos ろsobre todo durante las guerrasろ, quienes ejercen el poder preieren diluir la noción de juventud en beneicio de otros motivos que favorezcan la manipulación de sus gentes. En estos casos, los conceptos socorridos por excelencia suelen ser los de Patria y Nación. Y la verdad es que pocas ideas como éstas ろexcep-tuando la de Dios y la de Libertadろ han arrojado tan evidentes réditos a los gobernantes cuando se trata de provocar la inmo-lación de generaciones enteras. El transcurso de los siglos nos muestra que, paradójicamente, la mayor acumulación de poder se produce cuando más se llega a despreciar la vida humana; y esto con prescindencia de cuál sea el ideal utilizado en favor de semejante despropósito. Por contrapartida, los momentos de relativa calma entre países ろo de tendencia al equilibrioろ sue-len propiciar la asociación de los dos conceptos que mencionaba atrás. Cuando los jóvenes tienen la ocasión de volcar su extraor-dinaria energía hacia la búsqueda del bienestar, hacia el deleite vital, la rebeldía alora como síntoma y a la vez como camino. La última vez que esto ocurrió de modo ostensible en la historia de nuestra cultura fue en mayo de 1968.

En el campo literario, muchas obras se ocuparon de lo suce-dido en aquel momento y dieron cuenta de las transformaciones que se produjeron entonces en el imaginario social. Y en lo que toca a la narrativa latinoamericana, hubo una generación de au-tores que se volcó a vivir este fenómeno y a indagarlo desde su escritura. Me estoy reiriendo a novelistas como Manuel Puig, Osvaldo Soriano, Mempo Giardinelli, Óscar Collazos, Andrés Caicedo, Bryce Echenique, Sergio Ramírez, Severo Sarduy, Nor-berto Fuentes, Isabel Allende, Antonio Skármeta, entre otros

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muchos; es decir, estoy hablando de ese conjunto de voces juve-niles que por aquellas calendas iniciaban sus carreras literarias y que algunos críticos han dado en llamar Posboom.95 Ahora bien, casi todos estos narradores transitaron posteriormente hacia una gran diversidad de motivos. Pero uno de ellos ha he-cho de la juventud el tema por excelencia de toda su literatura: el chileno Antonio Skármeta. Sobre este punto precisamente ろa propósito de la reedición que en 2004 hiciera Random House de sus dos libros inauguralesろ, Camilo Marks escribía:

Y aunque aún produzca placer la lectura de estos notables trabajos juveniles, a más de 30 años desde que vieron la luz, se advierten en ellos rasgos que después predominarían en el Skármeta maduro: un narcisismo galopante, un culto hacia la juventud, casi una ijación obsesiva por lo adolescente, un experimentalismo a ratos gratuito (…) Cuando se tienen 26 ó 28 años, eso carece de importancia y ésta es una de las razones, aparte de las artísticas, gracias a las cuales “El entusiasmo” y “Desnudo en el tejado” se han convertido en clásicos y siguen perviviendo como recurrentes ejemplos de lo mejor que la prosa nacional generó durante la segunda mitad del siglo pasado.96

Pues bien, de este narrador quisiera ocuparme en las páginas que siguen. O más exactamente, de la manera como ha elabora-do su tema central hasta llegar a legarnos al más famoso y qui-zás el más entrañable de todos sus personajes: Mario, el cartero de Pablo Neruda.

2

La prolíica trayectoria literaria de Skármeta (Antofagasta, 1940) se inicia con dos volúmenes de cuentos: “El entusiasmo” (1967) y “Desnudo en el tejado” (1969). Con este último obtu-vo el Premio Casa de las Américas, en Cuba, circunstancia que

95 Cfr. SHAW, Donald. Nueva narrativa hispanoamericana. Boom, posboom, posmodernismo. Editorial Cátedra. Madrid, 1999.

96 MARKS, Camilo. “Antonio Skármeta: El adolescente perpetuo”. En: Revista de Libros de El Mercurio. Santiago de Chile, junio 11 de 2004. (El subrayado no es del original.)

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signiicó su proyección internacional y el primer gran impulso a su carrera. Los relatos que integran dichos libros están impreg-nados, efectivamente, del ímpetu vitalista característico de ese fenómeno social y cultural que fue mayo del 68. Cabría recordar que las coordenadas más notorias en aquella corriente de época estuvieron ligadas a la exaltación del amor libre ろtras el descu-brimiento de la pastilla anticonceptivaろ, a la popularización del movimiento hippie, al consumo de marihuana, a la adopción de estilos de vida más citadinos e itinerantes; en in, a la rebeldía contra las tradiciones familiares y todo lo que pudiese represen-tar un espíritu conservador u oicial. Tal como lo indica el título del primer libro publicado por el chileno, el entusiasmo se con-virtió en la impronta del momento y se propagó por todas las grandes urbes del mundo, incluyendo, desde luego, las caóticas ciudades de Latinoamérica. Valdría la pena subrayar que una cierta actitud contestataria impregnó las narraciones de aquel período y que la apertura en el lenguaje propició la incorpora-ción del coloquialismo, especialmente en lo que se reiere a las jergas más urbanas y juveniles. Una década más tarde, el propio Skármeta escribiría una especie de maniiesto personal y gene-racional. En éste regresa detalladamente sobre las peculiarida-des de aquella literatura escrita por sus contemporáneos y por él mismo; allí nos dice:

La narrativa más joven, pese a toda la estridencia de su complejo aparato verbal, es vocacionalmente antipretenciosa, programáticamente anticultural, sensible a lo banal, y más que reordenadora del mundo en un sistema estético congruente de amplia perspectiva, es simplemente presentadora de él. Sus héroes no se reclutan en la excepcionalidad que busca desde allí mirar lo común, sino en los carnales transeúntes de las urbes latinoamericanas.97

97 Éste texto procede de una conferencia que Skármeta dictó en The Wilson Center, Washington, en octubre de 1979. Inicialmente circuló en formato mimeograiado y luego se publicó en diversas revistas. Citamos aquí por el volumen de Raúl Silva Cáceres, en el cual se recopilan diversos estudios dedicados a la obra del chileno.

SKÁRMETA, Antonio. “Al in y al cabo, es su propia vida la cosa más cercana que cada escritor tiene para echar mano”. En: SILVA CÁCERES, Raúl (y otros). Del cuerpo a las palabras:

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Sin embargo, esta insumisión que viene a convertirse en el signo distintivo de la época no parece tener ante sí enemigos de-masiado visibles o evidentes. La rebeldía juvenil que expresan los protagonistas inaugurales de Skármeta ろo los de autores como el colombiano Andrés Caicedo, por ejemploろ se debe más a una airmación radical de la individualidad que a algún tipo de lucha programática, al menos en un primer momento. La crítica Soledad Bianchi lo ha plateado con bastante fortuna cuando nos dice: “Si algo llamó la atención en ‘El entusiasmo’ fue la vitali-dad de sus personajes. Vida, energía, impulso, entusiasmo, que los llevaban a asombrarse frente al mundo, a interrogarse y a intentar apropiarse de él en conductas cotidianas que los hacían reconocerse y sentirse partícipes e integrantes de la naturaleza y de los otros seres”; seguidamente, Bianchi complementa su análisis haciendo una precisión más: “Estos seres que viven tan intensamente sus cuerpos, sus quehaceres, sus preocupaciones e intereses, se superan sólo porque se enfrentan, oponiéndose, a una sociedad que quieren diferente, aunque no sepan cuál sea la salida apropiada ni se comprometan en experiencias colectivas que podrían variarla.”98 Ahora bien, dicho deseo de integración al mundo circundante pasa de modo sensible por el tema eróti-co; esto es, por el despertar amoroso y la iniciación sexual. Por eso el sensualismo de estas narraciones nos involucra de ma-nera permanente en anecdotarios de conquista y seducción, los cuales suelen ser contados por Skármeta apelando a un lenguaje que mezcla la poetización y la rudeza de la explicitación.

3

Entre el amplio mosaico de personajes disponibles en aque-lla época de furores juveniles, hay uno que aparecerá de for-ma recurrente en los cuentos y novelas de Antonio Skármeta; a saber: el aprendiz de escritor. Habremos de encontrarlo pro-

La narrativa de Antonio Skármeta. Literatura Americana Reunida. Madrid, 1983. Pág. 139.

98 BIANCHI, Soledad. “El entusiasmo: la carcajada abierta y la emoción de lo verdadero”. En: SILVA CÁCERES, Raúl (y otros). Ídem. Págs. 24, 25.

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tagonizando algunos relatos iniciales, como “La Cenicienta en San Francisco”, “Basketball”, “Giro incesante”, “Una vuelta en el aire” y “El joven con un cuento”; pero también lo veremos atravesando la novelística del chileno, desde sus primeros títu-los: Arturo en “Soñé que la nieve ardía” (1975), Lucho en “No pasó nada” (1980) y, cómo no, el cartero Mario Jiménez en “Ar-diente paciencia” (1985). Dicha igura emblemática del joven que se inicia ろy que se indaga, y que se confronta, y que intenta fundarse como sujeto en el ejercicio de alguna vocaciónろ nos instala en una tipología narrativa muy bien caracterizada his-tóricamente. Me reiero a la que ha dado en llamarse novela de

aprendizaje, o Bildungsroman. Éste es un tipo de relato que empezó a escribirse en Europa entre los siglos XVIII y XIX, cuyos protagonistas ろpor lo regular adolescentesろ pasan por diversos itinerarios de iniciación. Tal recorrido habrá de llevar a estos jóvenes o bien a su consolidación como personas acep-tadas en el espectro social o bien al fracaso, el cual se maniiesta en forma de muerte o de exclusión.

La línea de continuidad que podemos observar en este senti-do, de una obra a otra, nos muestra cómo la pasión de Skármeta por este tema desborda el fenómeno de época al cual hacíamos referencia anteriormente. Dicho de otra manera, la predilección del chileno por los asuntos juveniles no sólo obedece a las incli-naciones literarias del momento. Sería más acertado airmar que aquí se cifra uno de los factores más caros a su poética narrativa, a su cosmovisión. El crítico Juan Armando Epple comenta en un excelente trabajo lo sucedido a Arturo ろel joven futbolista pro-vinciano que llega a Santiago con deseos de triunfar, en “Soñé que la nieve ardía”ろ y nos habla, por ejemplo, de la necesaria integración que tanto urge a los jóvenes: “Aquí se maniiesta una vez más el motivo preferido de Skármeta: la búsqueda de la airmación personal a través del encuentro dialogante con el otro, búsqueda que no reconoce patrones (en el sentido literario e ideológico) sino que los va creando en el contacto inmediato, sensorial, con la colectividad a que se integra”.99 Como se ad-

99 EPPLE, Juan Armando. “El contexto histórico-generacional de la literatura de Antonio

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vierte, esta anotación podría aplicarse con puntualidad a todos los aprendices de escritor que pueblan las icciones del chileno, incluido nuestro Mario Jiménez.

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Dado que las obras iniciales de esta generación empezaron a publicarse en pleno apogeo del llamado Boom latinoamericano ろinales de los años 60 y principios de los 70 del siglo pasadoろ, muchos de estos jóvenes escritores hicieron hincapié en la ne-cesidad de diferenciarse; y esto especialmente porque, en efec-to, sus sensibilidades y opciones estéticas transitaban por otros rumbos. No es que la suya haya sido una respuesta de desafío o negación. Más apropiado sería hablar en términos de un distan-ciamiento que era vivido por ellos como una necesidad imperio-sa; entre otras razones, para no ser eclipsados por las lumina-rias que la literatura latinoamericana acababa de producir y que no tenían precedentes en estas geografías ろcon excepción de la generación modernista, hacia inales del siglo XIX. Skármeta se ha referido a esta circunstancia:

Frente a la actitud macrocósmica, abarcadora, perspectiva de la generación del Boom, creo que hemos bajado en tono y nuestra perspectiva es fragmentaria, sensualmente apegada a la realidad y buscamos acotar, fragmentar, sin ir más allá en la interpretación de la realidad. Y por último, diría que es el auge de la cultura pop, el infrarrealismo, la aceptación de que las cosas banales tienen un rango estético, el sentimiento de la hermosura de vivir entramados en lo cotidiano. Y todo esto, no en un contexto frívolo o superluo, sino metido en el centro de la historia100.

En la tesis doctoral que Lee Seong Hun dedica a la obra na-rrativa de Antonio Skármeta, en la que se ocupa particularmen-te de su evolución en el marco del llamado Posboom, se detalla Skármeta”. En: SILVA CÁCERES, Raúl (y otros). Ídem. Pág. 113.

100 MASCARÓ, Roberto (entrevista). “Asedio moderado a Antonio Skármeta”. En: Zona Franca Nº 29. Caracas, 1982. Pág. 37.

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el contexto histórico y social que determinó muchas de las op-ciones estéticas e ideológicas de la generación a la cual pertene-ce el chileno. Son diversos los factores señalados allí, e incluyen los avances en el transporte y las telecomunicaciones, la mayor movilidad social, el advenimiento de la urbe como escenario privilegiado de la representación colectiva, el auge de la música rock y, por supuesto, la consolidación que el desarrollo de los medios de comunicación propició a la cultura de masas.101

Sobre este último aspecto, resulta importante destacar que el cine y la televisión terminaron generando una democratiza-ción de bienes culturales y simbólicos sin precedentes en la his-toria ろel advenimiento de la Internet y las nuevas tecnologías de nuestros días viene a ser la culminación de este proceso. La extraordinaria capacidad de penetración social y difusión de es-tos medios comportó, igualmente, la popularización de nuevos referentes en el imaginario colectivo y la renovación de los len-guajes con los cuales se expresan las nuevas sensibilidades esté-ticas. En la perspectiva de los autores, estos fenómenos fueron decantando la opción por un tipo de escritura que busca comu-nicarse con el lector de forma directa, apelando a la construc-ción de una cierta complicidad; igualmente, los mismos dispo-sitivos de redacción adoptados evitan aquellos enrevesamientos de la prosa que puedan entorpecer dicha comunicación. Tal vez podría denominarse esta elección como una cierta estética de la

comunicación. En una entrevista que le concedió a uno de los más famosos escritores de su propia generación ろel argentino Mempo Giardinelliろ, Antonio Skármeta le manifestó en tono desenfadado esta disposición: “Bueno, Mempo, tú sabes que a mí lo que más me interesa en la literatura es la comunicación”; y más adelante airmaba que su invocación al lector posee más o menos estos términos: “¡El mundo es una aventura maravi-llosa; soy joven y tú también; tenemos que hacer un mundo juntos. Quiero vivir, quiero amar, y la clave es tener abierta

101 Cfr. LEE, Seong Hun. La narrativa de Antonio Skármeta: la evolución de su literatura dentro del marco del Postboom. Tesis doctoral. Universidad Complutense de Madrid. Madrid, 2000.

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la cabeza, abierto el corazón y tenemos que comunicarnos, huevón!”.102

5

Hay un punto de inlexión en la literatura de Antonio Skár-meta, un momento a partir del cual la Gran Historia se inserta abruptamente en su vida y en la de todos sus contemporáneos; esto, por supuesto, con incidencias directas en su cosmovisión y, con ellas, en su literatura. Después del triunfo de la Unidad Popular ろuna organización formada por el asocio de varios partidos de izquierdaろ, que llevó a Salvador Allende a la presi-dencia de la República el 4 de noviembre de 1970, la dinámica chilena inició un proceso de agitación política sin precedentes en América Latina, como quiera que se trató del primer gobier-no marxista elegido democráticamente en el mundo. La fuerza de contagio optimista que se generó ろreferida a las posibilida-des de transformación social que se abríanろ sólo es comparable con la brutalidad contundente de la reacción, como lo muestran los episodios ulteriores que todos recordamos. El 11 de septiem-bre de 1973 la ultraderecha de Chile da un Golpe de Estado al gobierno electo, depone al presidente Salvador Allende y le da muerte. Un régimen militar encabezado por el general Augusto Pinochet toma el poder y da inicio a una cruenta y larga dic-tadura que se extendió en el país austral durante los siguien-tes 17 años. Una parte de la intelectualidad de izquierda caería abatida en la feroz represión que se desata, y la otra no tendría más opción que la del exilio. El propio Skármeta se integra a la diáspora producida por el Golpe de Estado. Primero pasa un año en Argentina y posteriormente se instala en Berlín Occi-dental durante catorce años, entre 1975 y 1989. De las cuatro novelas que escribió allí ろ“Soñé que la nieve ardía” (1975), “No pasó nada” (1980), “La insurrección” (1982) y “Ardiente pacien-cia” (1985)ろ es en la segunda donde aborda de modo especíi-co el tema del exilio. En ésta aparecen los dramas propios del

102 GIARDINELLI, Mempo (entrevista). “Antonio Skármeta: ver el océano en un pez”. En: Así se escribe un cuento. Beas Ediciones. Buenos Aires, 1992. Págs. 88, 90.

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destierro, con sus dinámicas de acomodo y desadaptación a las nuevas realidades. En este orden de ideas, José Cardona-López apunta dos manifestaciones que considera características de los escritores latinoamericanos que en aquel momento vivieron esta situación:

Estos escritores en el exilio enfrentaban en su creación las resultantes de dos desafíos que en aquel momento coincidían: el romper con la forma de escribir y aun de leer que había establecido el Boom de la literatura latinoamericana que los antecedió, y enfrentar las dictaduras de sus países con la denuncia mediante sus posturas civiles y aun literarias.103

Pero es precisamente a partir de la tercera colección de cuen-tos publicada por Antonio Skármeta, “Tiro Libre” (1973), cuando aparece el registro narrativo de esta transformación a la que he hecho referencia. La realidad política se presenta aquí ろespecí-icamente en los cuentos del tercer apartado, titulado “En el área chica”ろ como un elemento constitutivo del universo que habitan sus personajes, cuya actitud contestataria incorpora en lo suce-sivo rasgos de una conciencia social mucho más precisa que la rebeldía generalizada característica de los protagonistas iniciales. Sin embargo, no estoy hablando de un proselitismo concreto, ni mucho menos de una actitud esquemática o panletaria. El co-lombiano Óscar Collazos lo plantea en estos términos:

Las posibilidades de otra perspectiva se han abierto, una nueva visión del mundo ha hecho posible esta inequívoca politización de sus nuevos relatos. Politicidad (entendámonos), no discursividad (…) Se trataría, en este caso, de una cuidadosa selección de aquellos “gestos sociales” más aincados en la movilidad colectiva de un país, gestos que en la dinámica de un proceso como el chileno, permiten una más clara delimitación de valores y expresiones sociales.104

103 CARDONA-LÓPEZ, José. La nouvelle hispanoamericana reciente. Tesis doctoral. Universidad de Kentucky. Kentucky, 1996. Pág. 73.

104 COLLAZOS, Óscar. “Del entusiasmo al tiro libre”. En: SILVA CÁCERES, Raúl (y

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Con todo, me parece importante aclarar que los cambios que vengo señalando no signiican en modo alguno el abandono ra-dical de las coordenadas estéticas anteriores, particularmente de aquellas que vienen de lo contestatario. Podría hablarse de una soisticación en la manera de mirar el mundo que habitan sus personajes; al mismo tiempo, de una cierta evolución en la rebeldía que éstos profesaban inicialmente. Diría, en este se-gundo caso, que hay un tránsito que va desde aquel individua-lismo más bien gratuito hacia dinámicas de carácter más colec-tivo. Pero tampoco hay ingenuidad en la cosmovisión del autor: la realidad misma ha vacunado al chileno contra las miradas simplistas. Skármeta también se permite rastrear con agude-za las diferentes contradicciones que se presentan en el propio corazón de los procesos progresistas o revolucionarios. En el excelente estudio que Ariel Dorfman dedica a la narrativa de Skármeta publicada hasta 1984 se indican varios aspectos que permiten seguir las líneas de continuidad y transformación en la obra de su compatriota. Así, cuando se ocupa de lo sucedido a esos personajes laterales respecto de la Gran Historia, en el caso concreto de “La insurrección” (1982) ろcuyo escenario es la Nicaragua de la Revolución Sandinistaろ, airma:

Skármeta puede ijarse en este tipo de personajes porque no son un descubrimiento suyo reciente. No es que él se haya propuesto narrar las peripecias de las vidas mínimas alteradas por la máxima historia. Mucho antes de que el Frente Nacional de Liberación Sandinista pasmara al mundo con la rebelión generalizada contra la tiranía más vieja de América, y aún antes de que Salvador Allende ganara la presidencia en Chile, Antonio Skármeta estaba narrando el delirante transcurrir de seres que, sin la menor pretensión o aspiración política, preiguraban una potencial liberación en el modo en que iban organizando sus vidas.105

otros). Óp. cit. Págs. 34, 35.

105 DORFMAN, Ariel. “Antonio Skármeta: la derrota de la distancia”. En: Hacia la liberación del lector latinoamericano. Ediciones del Norte. Hanover, 1984. Pág. 155.

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Quizás podría trazarse un esbozo de mayor cobertura ろen relación con esto que he denominado la irrupción de la Gran

Historia en la obra de Skármeta y sus contemporáneosろ se-ñalando dos fenómenos políticos que fueron determinantes en América Latina durante la década de los años 60 y comienzo de los 70. Por una parte, el poderoso inlujo que se originó tras el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 y que hizo sentir entre los más jóvenes un optimismo militante ligado a las posibilida-des de expandir las grandes transformaciones sociales hacia el resto del continente. Por otra, las reacciones implacables de las fuerzas más conservadoras que dieron lugar a la aparición de dictaduras militares de signo sangriento, especialmente en los países del cono sur. Estos fenómenos determinarían de modo crucial no sólo la creación literaria del momento, sino tam-bién la recepción de las obras y, en general, la circulación de todo producto cultural. La crítica literaria también se impreg-nó fuertemente de categorías analíticas derivadas de toda esta confrontación ideológica. En el caso de Skármeta, muchos de los estudios que se produjeron durante aquellos años ろo que se ocuparon de sus narraciones escritas en ese momentoろ mues-tran la tendencia a que me reiero. Menciono ahora dos que tu-vieron gran importancia y circulación: el estudio de Grínor Rojo sobre la novela titulada “Soñé que la nieve ardía” (1975)106 y la tesis doctoral escrita por Constanza Lira, de tono mucho menos tajante, en la cual se ocupa de toda la obra de Skármeta escrita hasta 1982.107 Sin embargo, quisiera insistir en que el chileno no sucumbe a algunas corrientes del momento que suponían sólo dos actitudes posibles en el escritor: la de ser consecuente o la de ser reaccionario. Por el contario, preiere instalarse en me-dio de las contradicciones propias de su momento, como bien lo plantea Lira: “La práctica del proceso revolucionario abierto en Chile a ines del setenta, conmina a los intelectuales a reformu-

106 ROJO, Grínor. “Una novela del proceso chileno: ‘Soñé que la nieve ardía’ de A. Skármeta”. En: Cuadernos Americanos. Volumen 36, Nº 3. México, 1979.

107 LIRA, Constanza. Skármeta: la inteligencia de los sentidos. Editorial Dante, Colección tesis y estudios literarios. Santiago de Chile, 1985.

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larse los problemas culturales de la relación vanguardia política y estética, tradicionalmente separados.”108

6

Hay otros dos elementos caros a la poética narrativa de An-tonio Skármeta que quisiera destacar: el humor y la poesía. És-tos se encuentran presentes de forma determinante en la novela “Ardiente paciencia”, en la cual habita el cartero Mario Jiménez. En principio quisiera decir que la poesía ろel lenguaje poéticoろ constituye una preocupación central en la literatura del chileno. Y tal vez podría decirse que la suya es una narrativa contada siempre bajo el inlujo de las metáforas; así, por más cotidianos o comunes que sean sus personajes y situaciones, vistos al am-paro de dicha lupa se enaltecen, se iluminan. Seguramente es éste uno de los hallazgos más valiosos en su narrativa: la fusión plena de lo cotidiano y lo poético. Se trata de un acierto que vale la pena resaltar, pues fácilmente una búsqueda literaria de esta índole puede malograrse en dos direcciones: por el lado poético, hacia la grandilocuencia o hacia la superabundancia retórica; por el lado de lo cotidiano, hacia lo intrascendente o hacia lo ramplón. No hay tales yerros en la obra de Skármeta. Aquí se logra mantener un difícil equilibrio cuyo resultado es una litera-tura hecha de matices inesperados y gratiicantes para el lector, como si estos dos vectores se protegieran uno al otro de cual-quier posible desliz.

Entre el 20 y el 25 de abril del año 2009, la Casa de América de Madrid le dedicó a Antonio Skármeta el ciclo que anualmen-te allí se programa bajo el emblema “Semana de Autor”. Entre las ponencias que entonces se leyeron ろy que luego han sido publicadas en diversas revistasろ, hubo una escrita por Juan Vi-lloro en la que el escritor mexicano destaca, precisamente, esta cualidad que vengo comentando en la obra del chileno. Lo hace en los siguientes términos, a propósito del cuento titulado “El ciclista de San Cristóbal”:

108 Ídem. Pág. 119.

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El mundo de Skármeta era el mío, el mundo de las calles, las bicicletas, el rock, las pizzas, los locutores de radio, las adorables chicas imposibles, pero tenía algo más: llegaba poetizado con un sentido lúdico. En ese territorio, las metáforas eran la forma natural de la expresión. El escritor chileno inventaba imágenes con la espontánea gracia con que un centro delantero inventa goles. En sus cuentos, el cielo valía la pena porque se llenaba de pájaros y la noche porque permitía delirar bajo la galaxia.109

Esta particularidad en la obra de Antonio Skármeta tiene unos ascendientes muy puntuales, provenientes del entorno ar-tístico y cultural chileno. En los años de formación del escritor, aparecieron iguras tutelares que tuvieron una presencia deter-minante en la literatura del país austral y en la de todo el ámbito hispanoamericano. Y aunque el camino de nuestro autor habría de ser el de la narrativa, el fuerte inlujo poético de aquéllas resulta prácticamente inevitable y viene a enriquecer de modo afortunado la factura de su prosa. Nos dice el propio escritor: “Otro factor vino a inluir en nuestra actitud hacia la literatura: la intuición de que eran los recursos de la lírica, antes que los de la narrativa, los que mejor convenían a nuestra intencionalidad expresiva”.110 Las presencias protagónicas a que hago referencia son, desde luego, Pablo Neruda, por una parte y Nicanor Parra, por la otra. La obra del primero señala un camino en dirección de lo concreto y lo popular; la del segundo, una búsqueda de ca-rácter irónico, ajena a toda afectación o prosopopeya. Skármeta complementa la airmación anterior reconociendo su deuda lite-raria: “Con estos hombres y ese estilo, podíamos entablar el más estimulante diálogo. De allí, más que de cualquier otra parte, habíamos llegado a la coloquialidad-poética en los años en que comenzamos a leer los nuevos narradores latinoamericanos”.111

109 VILLORO, Juan. “Elogio familiar de Antonio Skármeta”. En: Estudios Públicos Nº 115. Santiago de Chile, invierno de 2009. Pág. 311, 312.

110 SKÁRMETA, Antonio. “Al in y al cabo es su propia vida la cosa más cercana que cada escritor tiene para echar mano”. Op. cit. Pág. 137.

111 Ídem. Pág. 138.

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Paso ahora a comentar el segundo de los elementos que he planteado en este apartado: el humor. Pese a la importancia que tienen en su obra algunos dispositivos culturales provenientes de la cultura de masas, como el melodrama mismo; o los impe-rativos de época procedentes del compromiso político, el chile-no logra salvar su narrativa de rutas estéticas empobrecedoras ろcomo el relato lacrimoso en el primer caso; o el panleto, en el segundoろ gracias a un recurso que se impone reiteradamente y que podría denominarse la catarsis cómica. La manera en que lo formula el escritor colombiano Óscar Collazos resulta muy afortunada: “Cuando el drama, en estos relatos, amenaza con la retórica compasiva de la miseria, Skármeta sube la guardia: el humor corta el paso al sollozo”.112 Quisiera agregar que sucede lo propio con el fanatismo político, así que me gustaría com-plementar la airmación de Collazos: “el humor corta el paso al sollozo y la carcajada salta para atajar la consigna”.

Como se ha venido presentando, la visión de mundo expre-sada por el chileno está todo el tiempo alerta frente a las sim-pliicaciones que provienen de las miradas obtusas. También se podría airmar que procura vacunar su obra de aquellas solem-nidades que se originan en la certeza dogmática. La búsqueda de una comunicación directa con el lector lleva a Skármeta por caminos de escritura que saben evitar cualquier código de ex-clusión. Y para ello, justamente, apela a la risa. Nos dice Niall Binns que advierte “ligado a este espíritu lúdico y desacraliza-dor, el humor que recogen sus novelas, la desaiante insistencia en no tomar las cosas o, sobre todo, en no tomarse uno mismo

demasiado en serio”; y a continuación añade que se percibe en esta narrativa “la conciencia, quizá —como ha dicho uno de los poetas más queridos por Skármeta, Nicanor Parra—, de que ‘la verdadera seriedad es cómica’”.113

Son muchos los procedimientos a través de los cuales se in-troduce la risa en esta obra. Y estos incluyen el gag, entendido

112 COLLAZOS, Óscar. Óp. cit. Pág. 30.

113 BINNS, Niall. “Skármeta el novelista y la moneda cotidiana de la poesía”. En: Estudios Públicos Nº 115. Santiago de Chile, invierno de 2009. Pág. 326.

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como el humor de situación; o el juego de palabras, que implica la redeinición de términos; o la anotación burlesca, realizada desde la voz del narrador; o la incorporación de refranero po-pular, que suele aparecer en los parlamentos de los personajes; entre otros. Pero lo que quisiera destacar ahora es el carácter amable de este humor. No estamos frente al sarcasmo, ni ante la agresividad velada que siempre está en la base del llamado humor negro. Todo lo contrario, el recurso por excelencia del espíritu cómico desplegado por Skármeta es la auto-ironía. Vale la pena anotar cómo esta disposición consigue granjearse, muy eicazmente, la complicidad del lector. Voy a ilustrar lo dicho a través del análisis de un elemento que aparece con frecuencia en las novelas del chileno; a saber: los prólogos. La informa-ción que encontramos en éstos no suele ofrecer iabilidad desde el punto de vista histórico; en otras palabras, los datos con los cuales se han elaborado no pueden corroborarse en la realidad. De modo que aquello que se dice en dichos prólogos hace parte de la icción que los sucede. El propio Skármeta se lo ha mani-festado a Reyna Guadalupe Hernández —en una entrevista que ella retoma en su tesis universitaria—:

No, el sentido de mis prólogos no es evidenciarme yo como autor, sino introducir un elemento de icción que sea una pre-icción; es decir, ninguno de mis prólogos puede ser medido con el criterio de verdad o realidad, o con criterio autobiográico (…) lo que precede a la novela es un prólogo y un prólogo es un trozo de literatura tan icticio como la novela misma.114

A pesar de esta evidencia y de la airmación hecha por el au-tor, cabría la formulación de esta pregunta: ¿a qué propósito general obedece este recurso? Y quizás podría analizarse con-cretamente lo que ocurre en “Ardiente paciencia” para construir alguna respuesta. Veamos lo que nos dice el narrador de esta novela, en el prólogo: “(…) a pesar de que varios escritores chile-

114 HERNÁNDEZ HARO, Reyna Guadalupe. “Entrevista inédita a Skármeta (enero 7 de 2005, Santiago de Chile)”. En: Tres novelas de Antonio Skármeta: del libro a la lectura. Tesis. Universidad de Chile. Santiago de Chile, 2007. Pág. 19.

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nos siguieron libando en la copa del éxito (entre otras cosas por frases como éstas, me dijo un editor) yo permanecí —y perma-nezco— rigurosamente inédito”.115 Claramente, esta airmación es iccional. Sabemos que, a la fecha en que se edita la novela en cuestión, Skármeta ha publicado varios volúmenes de cuentos, varias novelas, y ha obtenido diversos premios internacionales. Pero el autor icticio que nos habla es, sin lugar a dudas, un fra-casado capaz de burlarse de su propia incompetencia, como se advierte a continuación:

Sé que más de un lector impaciente se estará preguntando cómo un lojo rematado como yo pudo terminar este libro, por pequeño que sea. Una explicación plausible es que tardé catorce años en escribirlo. Si se piensa que en este lapso, Vargas Llosa, por ejemplo, publicó “Conversación en la Catedral”, “La tía Julia y el Escribidor”, “Pantaleón y las visitadoras” y “La guerra del in del mundo”, es francamente un récord del cual no me enorgullezco.116

En este punto, el objetivo general del prólogo se revela pa-ródico; pero, esencialmente, nos permite captar la intención de construir un puente de simpatía con el lector. Y esto porque el desparpajo de quien se mofa de sus propias derrotas suele con-seguir una mirada indulgente. Ahora bien, este rasgo de auto-ironía viene a deinir a mayor escala el tipo de humor que arro-pa la totalidad del relato. Lo que quiero decir es que el lector llega a construir un vínculo muy especial con este narrador. Tal vez podría entenderse dicho vínculo como un distanciamien-

to empático; esto es: se ríe de él, pero lo hace cariñosamente. De idéntica manera surgirá la relación con los personajes de la historia. Me gustaría proponer la denominación de picaresca

blanca para referir el tipo de relato que nos entrega Skármeta en obras como “Ardiente paciencia” y el humor que en éstas se dispensa. Hay en el autor —en su cosmovisión— una disposi-

115 SKÁRMETA, Antonio. El cartero de Neruda (Ardiente paciencia). Editorial Debolsillo. Barcelona, 2009 (1985). Pág. 11.

116 Ídem. Pág. 12.

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ción contraria a la solemnidad; y esto procura decírselo todo el tiempo a su lector, para que lo acompañe en su confabulación humorística. Pareciera decir: si es preciso burlarse de alguien, vale, empecemos por mí mismo; veamos:

Mis cuentos arrancan de la cotidianidad, despegan de ella, vuelan a distintas alturas para verla mejor y comunicar la emoción de ella, y retornan humildes al punto de partida con humor, dolor, ironía, tristeza, según como les haya ido en la peripecia. Son —para parodiarme antes de que lo haga otro— cuentos aviones: despegan, vuelan y aterrizan.117

7

Haber desarrollado su carrera literaria durante la época en que los medios de comunicación han alcanzado su mayor auge histórico, determina, como ya he anotado, gran parte de las elecciones estéticas de Antonio Skármeta. Una de ellas, que qui-siera glosar antes del cierre de estas relexiones, se reiere a su condición de polígrafo, a la diversiicación de su escritura en lo relativo a géneros literarios; pero, muy especialmente, en lo tocante a los formatos de publicación y difusión de sus traba-jos. Lo que estoy señalando es que el chileno ha construido una obra que se expresa no solamente a través de cuentos, novelas y ensayos —cuyo cometido inal es la edición impresa—, sino tam-bién mediante textos destinados a la representación escénica, o radiofónica, o cinematográica, o televisiva. De manera que el suyo es un trabajo que bien podríamos denominar de escritura

anibia. Y lo más sorprendente en este orden de ideas es que en todas estas expresiones ha logrado Skármeta realizar obras desatacadas, como lo prueba la cantidad y heterogeneidad de premios internacionales que ha obtenido a lo largo de su prolí-ica trayectoria.

Mencionemos sólo algunos de estos numerosos reconoci-mientos, logrados en épocas distintas y en modalidades de es-

117 SKÁRMETA, Antonio. “Al in y al cabo es su propia vida la cosa más cercana que cada escritor tiene para echar mano”. Op. cit. Pág. 144.

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critura muy diferentes. Para empezar, en cuento obtuvo el Pre-mio Casa de las Américas, en 1969, con el libro “Desnudo en el tejado”. Su drama radiofónico “La búsqueda” representó a la República Federal Alemana en 1976 y mereció el Premio de la Unión de Emisoras Europeas en 1976 —en esta misma variante, su trabajo titulado “La composición” fue premiado como Mejor Obra del Año en la RFA, en 1980. La película “La insurrección”, dirigida por Peter Lilienthal y guionizada por Skármeta, ganó el Premio Federal de Cine Alemán en 1982. El ilme “Ardiente paciencia”, cuyo guión y dirección fueron realizados por Skár-meta, se hizo con el Premio del Público en el Festival de Huelva, en 1983 —entre otros varios galardones ganados en festivales europeos. Su programa televisivo “El show de los libros” logró en España el Premio Ondas como mejor Programa Cultural His-panoamericano, en 1996. Su novela “La boda del poeta” obtuvo en Premio Grinzane Cavour como mejor novela extranjera pu-blicada en Italia en el año 2000, y el Premio Medicis a mejor novela extranjera publicada en Francia en el año 2001. Con su novela “El baile de la Victoria” consiguió el Premio Planeta en el 2003. Éstos, como hemos dicho, entre los más importantes en el dilatado palmarés del escritor chileno.

Y hay una práctica de escritura que viene a ser una constante en su condición de polígrafo; a saber: el trasvase.118 Podría air-marse que el chileno tiene una especial inclinación a elaborar entramados que pueden ajustarse sin demasiadas diicultades a las particularidades y requerimientos de diferentes soportes ex-presivos. Así, por ejemplo, su cuento “Reina la tranquilidad en el país” fue transformado en guión cinematográico por el pro-pio Skármeta y dirigido por Peter Lilienthal en 1975 —en este

118 En su estudio sobre la adaptación cinematográica, José Luís Sánchez Noriega deine este concepto en los siguientes términos: “Las adaptaciones, trasposiciones, recreaciones, versiones, comentarios, variaciones o como quiera que se denominen los procesos por los que una forma artística deviene en otra, la inspira, desarrolla, comenta, etc. tienen una tradición nada despreciable en la historia de la cultura, particularmente en el siglo XX. En general, hablamos de trasvases para referirnos al hecho de que hay creaciones pictóricas, operísticas, fílmicas, novelísticas, teatrales o musicales que hunden sus raíces en textos previos”.

SÁNCHEZ NORIEGA, José Luís. De la literatura al cine: teoría y análisis de la adaptación cinematográica. Editorial Paidós. Barcelona, 2000. Pág. 23.

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mismo año, la película obtuvo el Premio Federal del Cine Ale-mán. Lo propio sucedió con su novela “La insurrección” (1982), de la cual elaboró Skármeta una doble versión: literaria y fílmi-ca —esta última, como ya comenté atrás, fue también dirigida por Lilienthal. Entre sus muchos trabajos que han pasado de un formato a otro se encuentra, precisamente, “Ardiente pacien-cia”. En su versión inicial, éste fue un drama radial hecho para una emisora alemana, en 1982. Luego, como es sabido, se trans-formó en un ilme escrito y dirigido por Skármeta, en 1983. Esta producción germano-portuguesa, de bajo presupuesto, ilmada en Portugal, contó en su reparto con los actores chilenos Rober-to Parada, Óscar Castro y Marcela Osorio. Pero incluso antes de convertirse en novela, en 1985, “Ardiente paciencia” fue obra de teatro —luego lo ha seguido siendo, con más de doscientos mon-tajes que fueron presentados en diversos escenarios del mundo y en variadas traducciones. Además de las puestas en escena que se han hecho en ciudades de gran impacto cultural, como Washington (1991, dirigida por Jorge Huerta), o Londres (1991, dirigida por Tessa Schneiderman), o San Diego (1990, dirigida por Douglas Jacobs), o Cerdeña (1989, dirigido por Rosalía Po-lizzi), quizás para el autor resulta particularmente importante la primera presentación que se hizo en Santiago de Chile (1987, dirigida por Héctor Noguera). Esto porque en su país de origen y por circunstancias ligadas a la censura del gobierno, Skármeta no había conseguido a esa fecha ni presentar su versión fílmi-ca ni publicar allí la novela. De modo que con mucho alborozo acompañó el estreno de este montaje realizado por la compañía El Nuevo Grupo.119

Cabe señalar que los diversos trasvases han impreso, desde el punto de vista formal, huellas muy interesantes en la nove-la. Dado que fue dramaturgia en sus inicios, la versión literaria conserva especialmente dos recursos procedentes de aquel for-mato: el papel preponderante del diálogo como procedimiento

119 Así consta en el artículo publicado en el periódico La Época, edición del día 20 de marzo de 1987, y que fuera titulado así: “Skármeta se emocionó al compartir con el público chileno el montaje de ‘Ardiente paciencia’”.

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que hace avanzar la acción y la estructuración por escenas del argumento —de hecho, algunos capítulos, como el tercero, fun-cionan y se desarrollan exactamente al modo de una escena tea-tral—; en este mismo orden de ideas, la versión cinematográica ha dejado su impronta en el título de la novela, la cual ha ter-minado transformado su nombre para adoptar el de la película. En in, como he venido indicando, la extraordinaria versatilidad de esta historia sigue multiplicando sus frutos: en la actualidad, hay una versión musical próxima a estrenarse en Los Ángeles, en formato de ópera, compuesta por el músico mexicano Daniel Catán, la cual contará con la participación del tenor español Plá-cido Domingo en el rol de Neruda. Sin embargo, la adaptación que ha logrado mayor repercusión mundial es la película fran-co-ítalo-belga que dirigiera Michael Radford en 1994 y que re-cibiera cinco nominaciones al Premio Óscar en 1996, incluidos mejor actor, mejor director, mejor película, mejor guión adap-tado y mejor banda sonora —esta última recayó efectivamente en el compositor Luís Enrique Bacalov—; todo esto sin contar los veintiún premios y las diez nominaciones que recibió en im-portantes festivales del cine mundial. Así que la extraordinaria repercusión de esta película vino a signiicar para Antonio Skár-meta, indiscutiblemente, su mayor consagración internacional.

Valdemoro, septiembre 30 de 2010.

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EXPERIENCIA Y HUELLA: LOS CUENTOS DE ÓSCAR COLLAZOS

1

Aunque a todos nos ocurre, muy pocos tienen consciencia plena de ello. La vida nos propicia una multitud de experien-cias, nuestra existencia transcurre en escenarios diversos, el mundo se nos aparece repleto de objetos y de eventos. Todo esto deja rastros profundos en nosotros. Sin embargo, la posibilidad de expresar estéticamente dichas huellas exige una sensibilidad especial. En el caso de los escritores, abundan aquellos que sa-ben referir una anécdota de manera divertida —gracias a esta habilidad, sus libros suelen venderse a granel—; pero el arte del relato no se agota allí. La entretención, por el contrario, es un mecanismo que está al servicio de algo mucho más entrañable. Porque, esencialmente, la narración es una forma de conoci-miento. Por fortuna, incluso en estos tiempos —tan proclives a la banalización— perviven autores que mantienen su arraigo respecto de la tradición literaria. Contar es el modo privilegiado que siempre hemos tenido para comunicarnos el resultado de las experiencias vitales. Hoy nos repiten hasta el cansancio que un libro es más importante cuanto más se venda, pero los al-cances artísticos no se dejan medir toscamente: una obra se tor-na valiosa en la medida en que nos permite ensanchar nuestra comprensión de la vida. Esto no signiica que haya de tener una moraleja o algún tipo de enseñanza explícita; al contrario, un relato capaz de penetrar en las complejidades de la condición humana se resiste a cualquier tipo de simpliicación.

Cuando uno se asoma a la obra cuentística de Óscar Collazos (Bahía Solano, Colombia, 1942), se pregunta de dónde proviene la tremenda fuerza que emanan sus relatos. Y, si leemos despa-cio, muy pronto hallamos respuesta: de la experiencia; es decir, de la vivencia o del testimonio. Sus icciones están compuestas a partir de lo sabido, por eso respiran sinceridad; sus historias están contadas desde adentro, por eso transmiten conocimien-

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to. A lo largo de su extendida carrera literaria, Óscar Collazos ha escrito cinco libros de cuentos.120 Ahora bien, las narraciones pertenecientes a estas colecciones han sido reeditadas en diver-sos momentos y países, especialmente aquellas que conforma-ron los dos primeros volúmenes. Resulta importante destacar al menos tres de estas publicaciones. La primera tuvo lugar en Cuba y fue realizada por Casa de las Américas, en su colección La Honda, en 1970. Dicha selección fue repetida el mismo año por la editorial Arca, de Montevideo, pero con la incorporación de un cuento inédito: “Esta mañana del mundo” —a solicitud de Marta Traba, el volumen adoptó precisamente este título. Dos décadas más tarde, en 1993, la Universidad del Valle publicó en Colombia una edición titulada “Primeros cuentos (1964 – 1968)”.

Detengámonos un momento más en los relatos que integran las dos colecciones iniciales. El libro de 1966 fue escrito por Co-llazos durante su periplo entre Buenaventura y Cali, cuando su vocación de escritor sorteaba aún todo tipo de escollos. De he-cho, debió trabajar en máquinas de escribir que le prestaban; al principio, en la oicina de su padre, quien gerenciaba en el puerto una empresa de autobuses. Ya en Cali fue Enrique Bue-naventura quien le facilitó las del TEC y lo vinculó como asesor de dramaturgia, en 1964. Por aquel entonces, Manuel Mejía Va-llejo auspició en Medellín una aventura llamada Editorial Papel Sobrante. Allí fue acogido “El verano también moja las espal-das”, el debut de Collazos como narrador. Las cosas cambiaron para él a partir de entonces. Por una parte, el maestro antioque-ño le regaló una portátil Lettera 22 Olivetti; por otra, este libro le dio al joven autor inmediata notoriedad nacional.121 Gracias a

120 Collazos, Óscar. El verano también moja las espaldas. Editorial Papel Sobrante. Medellín, 1966.

_______. Son de máquina. Editorial Testimonio. Bogotá, 1967._______. Biografía del desarraigo. Editorial Siglo XXI. Buenos Aires, 1974._______. A golpes. Editorial Lumen. Barcelona, 1974._______. Adiós Europa, adiós. Seix-Barral. Bogotá, 2000.

121 Así consta en la apostilla que Marta Traba redactaría cuatro años más tarde, para la contratapa de la edición uruguaya mencionada atrás: “El libro sorprendió a los expertos y recibió el espaldarazo de los dos mejores escritores contemporáneos, Gabriel García Márquez y Álvaro

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ello le sucedió algo inesperado: David Consuegra —el legenda-rio pionero del diseño gráico en Colombia— le solicitó nuevos cuentos inéditos y le pagó 200 dólares por ellos. Así fue como al año siguiente, en 1967, se publicó “Son de máquina”. Un mes después emprendería Óscar Collazos su primer viaje a Europa.

Una lectura hecha al cabo de los años nos permitiría airmar que, a la postre, estos dos volúmenes son uno solo. Me expli-co: los personajes que abordan y los dramas que indagan per-tenecen al mismo universo; de igual modo, las elaboraciones en su lenguaje y en su narrativa corresponden a un horizonte análogo de exploración. Procuremos adentrarnos un poco más en esta apreciación. Y empecemos señalando un par de rasgos característicos, generales, de dichos relatos: su iliación realista y sus entornos urbanos. El primero lo corrobora el crítico Óscar López cuando airma que “Collazos no se sale del marco rea-lista desde el que examina con voluntad crítica los escenarios y los individuos, y su papel activo o pasivo en la permanencia de un caos del que no se avizoran salidas promisorias”.122 Sería importante precisar, eso sí, que no estamos reiriéndonos a un realismo como el que se estilaba en los cánones tradicionales del cuento colombiano, de corte costumbrista. Collazos se ha in-teresado aquí en explorar ciertos ámbitos vitales —sensaciones, sueños, pensamientos— procurando acercarse a sus propias dinámicas de proyección, a aquella sintaxis anómala; por eso incorpora recursos novedosos, técnicas de la narrativa contem-poránea, como el luir de la consciencia. Podemos hallar entre-verados, en algunos de estos relatos, fragmentos muy cercanos al monólogo interior. Así sucede en el cuento titulado “Nuevas para la familia”, en el cual se narran los aspavientos generados por un hecho frívolo en una familia del puerto: tras ser elegida

Cepeda Samudio. Óscar Collazos, chocoano (o sea, proveniente de las más pobres, abandonadas y selváticas provincias de Colombia), silencioso, torpe, insurrecto, se volvió la nueva igura de la literatura nacional”.

Cfr. Collazos, Óscar. Esta mañana del mundo. Arca. Montevideo, 1970.

122 López, Óscar. “Óscar Collazos: del compromiso político al disenso, su narrativa”. En: XXVIII International Congress of the Latin American Studies Association. Actas electrónicas. Río de Janeiro, junio de 2009. Pág. 7.

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reina de la universidad, una de las hijas ha salido fotograiada en el periódico más importante del país. Los deliquios de la ma-dre son narrados en primera persona, caóticamente, con lo cual se resalta la estulticia que rige toda aquella situación. Este mis-mo recurso aparece en “El lento olvido de tus sueños”, sólo que esta vez se encuentra al servicio de subrayar la angustia que le genera a un blanquito de doce años su inserción en una ciudad repleta de negros y, de otro lado, la tiranía patriarcal, hecha de prohibiciones absurdas y castigos brutales.

En lo que toca a los escenarios de estos cuentos iniciales, nos encontramos todavía en ciudades pequeñas de la costa pacíica colombiana: Bahía Solano y Buenaventura. Allí subsisten vín-culos con los imaginarios parroquiales; pero, al mismo tiempo, se vislumbran ya conlictos propios de la modernidad. Reirién-dose a sus primeras narraciones, Luz Mery Giraldo ha anota-do que, “en Collazos, los espacios y situaciones urbanas se te-jen en dimensiones humanas y existenciales contemporáneas; como Ruiz [Darío], Collazos penetra en las nuevas modalida-des del pensamiento, sentimiento y acción de la vida actual”.123 De esta suerte, podemos toparnos con historias como la que se nos cuenta en “Son de máquina” —título que rememora aquella guaracha que se hiciera famosa en la voz de Rolando Laserie. En ella Ernesto, el joven inmigrante que se ha desplazado a Nueva York, epicentro del sueño americano, está de regreso al puerto de Buenaventura. Pero el entorno que halla no se corresponde con la ciudad de sus recuerdos y sus amigos, ni es lugar propicio para sus ambiciones actuales; así que la vida está jugándole una mala pasada, pues ya ha empezado a añorar la ciudad del otro lado, la discoteca Paladium y el esplendor de su rumba. Ni aquí ni allá: tendrá que viajar nuevamente y, en lo sucesivo, la nos-talgia se le impondrá como destino. También encontramos en estos dos libros inaugurales, decíamos, relatos que dan cuenta de mentalidades más aldeanas, características de urbes peque-ñas, en formación; entonces vemos aparecer esa religiosidad

123 Giraldo, Luz Mery (selección y prólogo). Nuevo Cuento Colombiano 1975 – 1995. Fondo de Cultura Económica. México, 1997. Pág. 12.

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fanática, por ejemplo, propia de horizontes espirituales intran-sigentes y retardatarios. Tal vez el cuento que mejor ilustra lo dicho es “El eclipse”, donde el Padre Maldonado ha profetizado, en tono a la vez supersticioso y apocalíptico, un fenómeno natu-ral que habrá de acabar con el pecaminoso puerto. Y es que, en general, las iguras de autoridad que operan en este universo —donde los personajes transitan de una historia a otra— se maniiestan de modo enfermizo. Otra muestra de ello se nos presenta en el drama que vive Alberto, el chico de once años que protagoniza “Las causas perdidas”. Su madre lo mandó a confe-sarse y el Padre Gómez lo ha atendido en el solitario silencio de la iglesia. Pero su hermano mayor, quien narra lo sucedido, se percata de que el muchacho ha vuelto a casa demasiado pronto, presa de un mutismo particularmente signiicativo.

Buena parte del anecdotario que se desarrolla en estas iccio-nes gravita en torno a contextos familiares, vistos desde pers-pectivas adolescentes. De allí la recurrencia de temas como la iniciación sexual, la inserción al grupo, la rebeldía frente a la autoridad patriarcal; todo lo cual nos pone sobre una cuestión de particular interés cuando nos aproximamos a esta escritura: sus inluencias. Collazos no oculta, asume; no alardea, airma; no especula, revela. Si bien su carrera se inició en pleno auge del llamado Boom latinoamericano —asunto sobre el cual haré un par de anotaciones más adelante—, sus primeros cuentos es-tán marcados por una presencia muy particular, como el mismo autor se lo dijo recientemente en una entrevista al periodista Carlos Ernesto García:

Para mí fue una gran revelación haber leído a los dieciocho años a John D. Salinger, y en especial su libro “El guardián en el centeno” (…) me di cuenta que hablar desde la autobiografía de un adolescente, o desde la niñez, era perfectamente lícito. Y éste pertenecía a un mundo que no era el mundo rural y mítico de Faulkner, ni siquiera el de García Márquez. Mi infancia y adolescencia transcurrieron en un puerto. Los puertos, por pequeños que sean, son el mayor de los símbolos del cosmopolitismo. Entonces, con Salinger descubrí que era posible

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hablar de la adolescencia y del disgusto y del encabronamiento que todo adolescente tiene sobre las estructuras familiares inmediatas: sobre el principio de autoridad, sobre la moral, sobre el sexo. Así, fue como una apertura y una legitimación de aquello que yo quería hacer.124

Desde luego, aquellos relatos de Collazos dialogan con mu-chos otros autores, lo cual se evidencia, sobre todo, al observar sus técnicas narrativas. En este orden de ideas, se destaca su clara disposición para acoger las particularidades del lenguaje oral y sus registros más populares, de suerte que se vuelve no-toria en su escritura una actitud abierta a la experimentación. Esto nos pone sobre la pista del Boom y, muy especialmente, de Vargas Llosa y Cortázar. En su momento, Alberto Duque Ló-pez señaló además otros dos ascendientes estilísticos —Cepeda Samudio y Cabrera Infante— y describió su experiencia como lector de Collazos en los siguientes términos: “Las manos del autor van moldeando las supericies y los contornos de las i-guras, las amplía, las recorta, las empequeñece a su antojo y de todo ese ruido de jergas y palabras de la calle, de tecnicismos de la nueva ola y expresiones diarias, sale la prosa estupenda de sus cuentos”.125

Además del entramado familiar, también aparecen otros ámbitos en estas historias. En “Jueves, viernes, sábado y este sagrado respeto” recorremos detalladamente la vida en un pros-tíbulo. Y las relaciones de pareja —con sus dinámicas de pasión, reproche o abandono— constituyen el núcleo de narraciones como “Puertas abiertas, distancias cerradas”, “Kodac 120” y “Esta mañana del mundo”. En lo que respecta al modo como Collazos nos introduce en este universo para entregarnos su testimonio o su vivencia, tal vez podríamos aventurar la metá-fora de una cámara invertida. Como si dijéramos: en el cine vemos siempre los escenarios, las acciones, los cuerpos; ahora

124 García, Carlos Ernesto. “Óscar Collazos, una rueda suelta de la literatura en el carnaval de la muerte”. En: Contrapunto Nº 45, El Salvador, enero 14 – 20 de 2008.

125 Duque López, Alberto. “Los cuentos de Óscar Collazos”. En: El Heraldo, Barranquilla, enero 30 de 1968.

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bien, si queremos acceder al mundo interior de los personajes, habremos de hacerlo iniriéndolo a partir de lo que percibimos en la pantalla. En estos relatos, Collazos apela al procedimiento inverso. Nos muestra la intimidad de sus protagonistas —pen-samientos, sensaciones, sentimientos—; entonces, durante el recorrido que vamos haciendo por el relato, el mundo de afuera irá ganando nitidez, paulatinamente, hasta llegar a hacerse cla-ro. Dicha manera de narrar le otorga a estas historias tanta or-ganicidad como poder persuasivo. Con razón el crítico Ernesto Volkening saludó tempranamente los primeros libros de Colla-zos, así: “Su visión del mundo se distingue por la intuición de la coherencia e inseparabilidad de todas las cosas, la ausencia de barreras infranqueables, sea entre un acontecimiento y otro, sea entre la experiencia íntima del individuo y su medio”.126

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Hubo un momento en el cual la igura de Óscar Collazos tomó un fuerte protagonismo en la escena literaria de Latinoamérica. A inales de 1969, el gran crítico uruguayo Ángel Rama le soli-citó un escrito para el semanario Marcha, de Montevideo; así fue como, atendiendo este requerimiento, el colombiano le en-tregó un ensayo titulado “La encrucijada del lenguaje”. El tema tratado era la relación entre escritura y compromiso político. Inesperadamente, dos de las grandes irmas del Boom —Vargas Llosa y Cortázar— respondieron al ensayo en cuestión, con lo cual se generó un gran debate de réplicas sucesivas que fueron seguidas en todo el continente. Meses más tarde se publicó en México un libro con la recopilación completa de la polémica.127

126 El texto del cual procede esta referencia se cierra haciendo mención a una expectativa. Y ésta consiste en si Collazos podrá expandir su talento narrativo más allá del género cuentístico; es decir, hacia la novela. Dicho texto aparece a manera de prólogo, sin fecha ni otros datos, en la edición de los cuentos que hizo la Universidad del Valle. La expectativa mencionada implica que este artículo fue escrito antes de 1975, año en que se publicó “Crónica de un tiempo muerto”, la primera novela del autor.

Volkening, Ernesto. “Óscar Collazos, un cuentista de la costa del Pacíico”. En: Collazos, Óscar. Primeros cuentos (1964 – 1968). Universidad del Valle. Cali, 1993. Pág. 9.

127 Varios autores. Literatura y revolución y revolución en la literatura. Siglo XXI. México, 1970.

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Collazos se desempeñaba entonces como director del Centro de Investigaciones Literarias adscrito a la Casa de las Américas, en Cuba, cargo en el que había reemplazado a Mario Benedetti desde enero de 1969 y en el cual permanecería hasta diciembre de 1970. Durante aquellos años trabajó en la mayor parte de las historias que integrarían su tercer libro de relatos: “Biografía del desarraigo”; después regresó a Europa. Dichas circunstan-cias personales dejaron un rastro palpable en esta nueva obra. Además de las características que ya conocíamos en sus iccio-nes anteriores, las de ahora dejaban ver en menor o mayor me-dida el espíritu del compromiso. Comentemos un poco más las particularidades de esta colección.

Lo primero que llama la atención del libro en referencia es su condición miscelánea. Mezclados con los cuentos, se leen en estas páginas algunos poemas y crónicas. Curioso: los tres tex-tos en verso integrados aquí son quizás los únicos de este géne-ro publicados por el autor: “Bahía Solano” —que en la primera edición aparecía sin título—, “Los Snobs” y “Literatura e impo-tencia”. Esto signiica que la conocida disposición de Collazos para experimentar se ha hecho extensiva esta vez a la estructura misma del volumen. Por otra parte, el espectro de los escenarios en los cuales suceden estas historias también se ha ensanchado. El “Prólogo” —que es un relato y no un ensayo, como podría suponerse a juzgar por el rótulo que lo anuncia— transcurre en la Buenaventura de los libros iniciales. Se trata de un regreso al entorno familiar que ya conocíamos; pero, como a continuación nos desplazamos hacia la Bogotá de “Fortuna en el sótano”, el Pacíico hace las veces de punto de partida.128 Lo que sigue es un periplo del autor y sus criaturas por ciudades nuevas, como Me-

128 A propósito de la reedición que la Universidad del Valle hizo en el año 2006 de la novela “Los días de la paciencia” (1976), Hernando Urriago escribió una reseña en la cual destacaba el papel que juega Buenaventura como origen de todo el itinerario vital y literario de Collazos: “Si es cierto que un escritor está hecho de las lecturas que dan sustento a su memoria, también es verdad que su cuerpo simbólico le debe mucho a sus vivencias, en las que pueden agolparse los amores, los triunfos y las frustraciones, los sueños y las desesperanzas, y también los viajes por el mundo o por el interior de sí mismo (…) Todas las lecturas y todos los viajes primigenios pero fundacionales de Óscar Collazos fueron emprendidos desde Buenaventura”.

Urriago, Hernando. “Óscar Collazos y su primera patria literaria”. En: Revista Entrelibros Nº 2. Programa Editorial de la Universidad del Valle. Cali, 2006. Pág. 5.

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dellín, Cartagena o París; es decir, su inserción en experiencias vitales inesperadas. La extensión de estas narraciones varía; de hecho, muchas de ellas son relatos cortos. Y en lo que respecta a los temas, las dos mayores obsesiones que atraviesan la obra de Collazos vuelven a estar en el núcleo: la marginalidad, como en “Prólogo” o en “Biografía del desarraigo”; y el erotismo, como en “Ceremonias del fuego” o en “Nosotros los incurables”. Sin embargo, decíamos atrás, hay en este libro un asunto que no aparecía en los anteriores: el compromiso maniiesto. Éste pue-de advertirse unas veces en la trama argumental y otras en la perspectiva desde la cual se cuenta.

Si bien es cierto que en alguno de los primeros cuentos de Collazos se veían ya alusiones a grandes episodios políticos de la vida nacional, esto no cobraba peso protagónico en la historia contada. Pero en la nueva colección podemos leer relatos como “Noticias”, en el cual se narra la manifestación de una turba en-furecida tras la muerte del sacerdote Camilo Torres, cuyo deceso se produjo en un combate con tropas del ejército. Todo ello visto desde la representación de una escena doméstica en la casa del Capitán Arturo Gutiérrez y su esposa Margarita. La situación de este militar, habilidoso jinete, no puede ser más infame: casi inmóvil, ahora cabalga sobre la silla de porcelana del retrete adonde lo ha mandado un brutal daño de estómago; entretan-to, su mujer lo trata con desdén, motivada por la impericia que lastra a su marido en las lides amatorias. También los avatares de la militancia aparecen en algunos de estos relatos, como en “Los vecinos nunca sospechan la verdad”. Gracias al ino mane-jo del punto de vista, esta icción logra transmitirnos de modo convincente el drama de un joven que vive en la clandestinidad y que es muerto a balazos por “tres hombres sin uniforme”. Pero no ocurre lo propio en otros cuentos de este libro: hay veces que el compromiso del escritor ha obrado en detrimento de la narración, como sucede con “Historia y colonialismo”. Aquí se nos relata lo sucedido a Rosa, una mesera; tras vivir una larga y degradante prostitución, esta mujer termina suicidándose. El narrador asume una actitud de compasión hacia su protagonis-

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ta y el texto adquiere tintes de denuncia, con lo cual se desdi-buja su personaje para terminar convertido en un caso social. El volumen se cierra con la crónica que le da título al conjunto: “Biografía del desarraigo”. Se trata de una espléndida pieza de literatura testimonial que nos transporta a una París marginal, añorada, a una ciudad repleta de sueños rotos y realidades im-placables. En este relato —acaso el mejor del libro—, Collazos nos entrega las propiedades más entrañables de su escritura: sinceridad y experiencia.

“A golpes”, su cuarto volumen de cuentos, también se edi-tó en 1974. Collazos había arribado a Barcelona en 1972, justa-mente el año en que la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi llegó a la ciudad en condición de exiliada. La editorial Lumen le encargó a ella dirigir la colección Palabra Menor, en la que aparecieron títulos de autores como Ana María Moix, Alejo Car-pentier, Max Aub, Julio Cortázar, Felisberto Hernández y Bea-triz de Maura; también numerosas traducciones. En dicha serie, precisamente, fue acogido el nuevo libro de Óscar Collazos, el cual incluía seis relatos. A propósito del hecho de que este autor colombiano haya publicado dos libros el mismo año —en dos de las editoriales más importantes de la lengua española: Siglo XXI, Buenos Aires y Lumen, Barcelona—, valdría la pena men-cionar una circunstancia que ha sido muy discutida y bastante polémica. Me reiero al efecto eclipse que operaron los escrito-res del Boom sobre la generación siguiente en lo que toca al vín-culo con editores y lectores. En el caso de Colombia, además de Collazos, la cohorte en cuestión incluiría a Germán Espinosa, R. H. Moreno-Durán, Fernando Cruz Kronly, Fanny Buitrago, Ri-cardo Cano Gaviria, Marvel Moreno, Luís Fayad, entre otros na-rradores de notable calidad literaria.129 En efecto, resulta inne-

129 El escritor y crítico Eduardo García Aguilar, quien realizó una excelente antología de relatos escritos por estos autores, airmaba en el prólogo: “Catalizador desde diferentes estilos y temas de esa modernidad subyacente desde los años cincuenta, el vendaval del Boom narrativo latinoamericano centró de repente la mirada en los grandes mandarines del movimiento durante tres décadas y dejó a esta nueva generación de narradores en una especie de purgatorio del que aún no salen”.

García Aguilar, Eduardo (selección, prólogo y notas). Veinte ante el milenio: cuento colombiano del siglo XX. Universidad Nacional Autónoma de México. México, 1994. Pág. 10.

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gable que se presentó en los años 60 y 70 un despliegue editorial y publicitario sin precedentes en nuestra lengua. Y su epicentro fue la ciudad de Barcelona y el llamado Boom latinoamerica-no; sin embargo, no es del todo cierto que los escritores de la generación posterior hayan sido invisibilizados por completo, pues, en mayor o menor medida, sus obras han sido publicadas en editoriales de prestigio y han conseguido forjar sus propios nichos de lectores.

Pero volvamos a los relatos integrados en “A golpes”. En és-tos encontramos a un escritor mucho más maduro; es decir, con un dominio pleno del arte narrativo. Porque sorprende la tremenda precisión en el manejo que Collazos despliega aquí de técnicas muy complejas, sobre todo el punto de vista. Una buena ilustración podemos hallarla en el texto titulado “Testigo presencial”, donde se aborda la historia de Martín Llanos, per-sonaje que ha presenciado un crimen callejero cuya víctima es un joven muchacho. El hombre se debate moralmente entre la culpa que le genera su silencio y el coraje que requeriría para llevar a cabo el acto de denuncia —las características de los res-ponsables apuntan, en ese contexto de violentas represiones, a un crimen de Estado. La narración nos transporta a través del dilema ético y el testimonio ilusorio de Llanos frente a las au-toridades. Aparece, entonces, un tema que ya había esbozado Collazos en relatos anteriores; pero que, en este libro, toma una mayor resonancia: la verdad. No como entidad unívoca y cons-tatable sino como aquella versión de los hechos que termina im-poniéndose socialmente; de allí que el modo como se cuentan resulte crucial. Esto se lo repite a sí mismo Martín Llanos, como nos lo repite el narrador de “Circulación de la verdad” al abor-dar el caso de Margarita Sánchez Gutiérrez, una mujer que ha aparecido muerta en el cuarto de su pensión. Diríamos: Colla-zos regresa así sobre un asunto que ya lo había interesado antes, aunque esta vez lo hace con mayor énfasis. Por otra parte, hay un elemento novedoso en este volumen, un rasgo narrativo que no conocíamos en los tres anteriores. Me reiero a lo que sucede con el tono del cuento inal: “Cortejando al Este”. Estamos ante

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una parodia sobre la política y el arte de la seducción. João, un brasilero asentado transitoriamente en La Habana, pretende a dos mujeres: Eva, de Bratislava y Marina, de Praga. La narra-ción está impregnada de un fuerte aire humorístico, algo que se incrementará con la llegada de la rusa Elena, joven bella y desinhibida. No, no habíamos percibido antes en el Collazos cuentista este registro de naturaleza cómica.

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La fecha llama la atención, y mucho: 2000. Este fue el año en que se publicó la quinta colección: “Adiós Europa, adiós”. ¿Quiere decir que durante más de veinticinco años dejó de es-cribir cuentos Óscar Collazos? No exactamente. Si bien centró su atención especialmente en otros terrenos —la novela, el en-sayo, el periodismo—, hay un hecho signiicativo, en relación con este género, que podríamos rememorar. En 1982, Collazos ganó el Premio de Cuentos Ciudad de León, en España, con un libro titulado “De un amor a otro mar”. Al parecer, la edición que realizó el Ayuntamiento fue muy deiciente y este volumen nunca llegó a las librerías. El autor no lo menciona cuando se reiere a su propia bibliografía. Resulta bastante probable que algunos relatos integrados en la colección que se publicó en el 2000 hayan sido reelaboraciones provenientes de aquel libro. Otros habrían sido escritos posteriormente, como por ejemplo “Alguien llama a mi puerta”, en el que se advierten aspectos de una Cartagena más reciente y, sobre todo, referencias cultura-les nuevas —recordemos que Óscar Collazos regresó a Colombia y que, a partir de 1989, se radicó deinitivamente en la ciudad heroica—. “Adiós Europa, adiós” no sólo incluye cuentos com-puestos aquí y allá sino que recrea contextos europeos y colom-bianos. Cuando Marcos Fabián Herrera le preguntó por las pe-culiaridades de esta obra, Collazos respondió:

En este libro de cuentos hay dos topografías culturales: la provinciana de mis orígenes, incluso el escenario de la

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Bogotá actual (en el último cuento) y el desarraigo de aquellos personajes que viven en Europa. No hay desarraigo sin la evocación obsesiva de las raíces, que es lo que hace el pintor Ernesto [en el relato que da título al volumen], muriéndose en París.130

Sin embargo, la variedad de entornos y las obsesiones te-máticas del autor son quizás las únicas trazas que este nuevo libro comparte con los anteriores. Me explico: la formalidad na-rrativa y la textura de la prosa han cambiado ostensiblemente. Mencionemos algunas de estas transformaciones, y empecemos señalando que Óscar Collazos ha sido siempre un escritor fuer-temente vinculado con la tradición literaria, un gran lector. El diálogo que ha sostenido con ésta se expresa no sólo en sus di-versas inluencias sino también a través de recursos alusivos, como aquellos epígrafes que suelen anteceder los relatos de sus tres primeros libros. En ellos podemos leer citas de Saul Bellow, Enrique Lihn, Álvaro Mutis, Karl Marx, Cesare Pavese, Allen Ginsberg, Saint-Exupéry, Aimé Cesaire, Thomas Mann, Carlos Monsiváis, Juan Carlos Onetti, o Louis-Ferdinand Céline. Pues bien, en este quinto libro ha cambiado el lugar del diálogo en cuestión. Tenemos que algunos de sus personajes son lectores en ejercicio, de manera que en el interior de la narración apare-cen observaciones puntuales a diversos autores y obras. Y más aún: leemos en éstas verdaderas pinceladas de crítica literaria que pasan por el homenaje, el sumario, la anticipación, el aná-lisis, o la detracción. Así, por ejemplo, en “Adiós Europa, adiós” se nos habla de Faulkner y su “Luz de agosto”, de Maupassant y su “Bel ami”, de Neruda y su “Tango del viudo”, entre otros. O en “Soledad al inal del coche cama”, de la fuerza que tiene la intriga en “Extraños en un tren”, de Patricia Highsmith. O en “Invitada del tiempo”, de la famosa revista “Selecciones” y de Vargas Vila. O en “Alguien llama a mi puerta”, del Pereira de Tabucchi y el Gaviero de Mutis. Todas estas anotaciones se

130 Herrera, Marcos Fabián. “Ni héroe ni villano: simplemente un escritor con conciencia de época. Entrevista con Óscar Collazos”. En: Revista Espéculo Nº 33. Universidad Complutense de Madrid. Madrid, julio – octubre de 2006.

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implican simbólicamente con la trama que se nos está contan-do cada vez: estamos frente a relatos de una admirable factura literaria. Ahora bien, entre las ocho narraciones que componen esta colección, hay por lo menos dos que considero magistrales, absolutamente memorables. Una es “Soledad al inal del coche cama”, en la cual se nos cuenta la historia del señor Hernández y su esposa, quienes viajan por primera vez de Madrid a Barce-lona, en un moderno tren. Se trata de una alegoría entrañable sobre la soledad y la culpa. La otra, “Mariposa sin alas”, suce-de en Bogotá y nos habla de Nicolás Herrera Ríos, un bellísimo travesti que ha llegado a la capital buscando realizar sus sueños. Aquí se dan cita la crueldad y la desilusión.

Pero decíamos atrás que es en la narración y en la prosa don-de más se notan los cambios. La escritura de Collazos en este nuevo volumen ha dejado atrás el experimentalismo que carac-terizaba los anteriores. Éste se correspondía con aquel registro estético que estaba en boga durante los años 60 y 70 —heredero de las dinámicas propiciadas por las vanguardias artísticas du-rante la primera mitad del siglo XX. Ahora, en estos cuentos más recientes, encontramos que la sencillez de las frases favore-ce una sintonía expedita con el lector de hoy. El uso de una pun-tuación más ortodoxa, así como las fórmulas tradicionales para referir los parlamentos de los personajes, nos ponen sobre la pista de un autor que busca claridad y comunicabilidad, dos va-lores literarios sumamente apetecidos en la narrativa actual. Ya en lo que toca a las inluencias que se advierten en esta última etapa de su obra, quisiera destacar dos fuentes generales. Por una parte, la novelística contemporánea de suspenso —como las narraciones de los ya mencionados Tabucchi y Highsmth—; por otra, el cuento clásico del siglo XIX. La primera se nota en el esmero con que han sido dispuestos los entramados; es decir, el modo como se encadenan las acciones en función de que el lec-tor vaya hasta el inal de cada historia buscando despejar alguna incógnita concreta —o, para referir un caso puntual, en la for-ma como está narrado el relato “Mariposa sin alas”, la cual nos recuerda aquellas anáforas del lenguaje oral utilizadas por Ta-

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bucchi en “Sostiene Pereira”. La segunda inluencia podríamos ilustrarla indicando los ecos que se perciben de un relato como “La obra maestra desconocida”, de Balzac, en el cuento titulado “Adiós Europa, adiós”; o las resonancias de aquellas apariciones misteriosas que tanto apasionaban a Poe y Maupassant, en “Al-guien llama a mi puerta”.

Bien sea metido en los avatares de la experimentación, o sor-teando las particularidades del compromiso político, o lidiando con los requerimientos que en la actualidad plantea la cultura de masas, Óscar Collazos nos entrega siempre la experiencia de un escritor que ha estado atento al pulso de su tiempo. Sus cuentos son el testimonio y la vivencia de un viajero infatigable que ha trasegado geografías diversas, que ha empleado a fondo su pluma desde una sinceridad a veces descarnada pero siempre reveladora. La suya es sin duda una de las obras narrativas más sólidas de la literatura colombiana contemporánea. Y recorrerla es una gran fortuna para cualquier lector.

Madrid, febrero 19 de 2010.

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Este libro se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2010en la Unidad de Artes Gráicas

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