Ensayo Sobre La Interioridad en Las Confesiones de San Agustín

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San Agustín

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Lo exterior y lo interior como caminos hacia Dios en las

Confesiones de San Agustín de Hipona

Seminario: Filosofía MedievalProfesor: Alfredo Andrés Abad

Presentado por: Juan Camilo Restrepo Narváez

26 de marzo de 2015

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Desde los albores del de la civilización humana, los hombres han contemplado el mundo y se han preguntado: “¿qué es todo esto que se presenta ante mis ojos? ¿Qué es lo que se insinúa a mi entendimiento?”. Sin duda nadie se preguntó de esta manera, pero, es claro que todo hombre, en todo siglo y en todo lugar se ha cuestionado a sí mismo, y así fuera a tientas y en la oscuridad ha indagado por la verdad. Ya en el siglo IV después de Jesucristo, menguadas las persecuciones y puestas algunas bases provisionales para el posterior desarrollo teológico de la Iglesia Cristiana, aparece un hombre santo y auténtico que con sencillez, humildad y pasión se hizo esta misma pregunta y consagró su vida a encontrar la respuesta: San Agustín de Hipona.

Antes que nada, previo al abordaje del tema de nuestra actual investigación, me suscribo a las palabras de Johannes Hirschberger para referirme un poco a los aspectos de la vida de San Agustín que para nosotros son más relevantes para el presente ensayo: “como en ningún otro caso, es importante en San Agustín conocer lo natural y humano del autor para penetrar en la plena inteligencia de su pensamiento” (Hirschberger, 2003, pg. 292). Este hombre, nacido en Tagaste cerca del año 354, fue criado desde pequeño en una familia de madre cristiana y padre pagano. Pese a ser instruido por la primera en la doctrina de la Iglesia de Cristo, al crecer, se dejaría llevar por la sangre de su padre y, aún sin despreciar en su corazón su instrucción original, buscaría en el mundo y en la ciencia que éste ofrecía todo lo que él buscaba. Empero, ¿qué buscaba? Nos narra Étienne Gilson el casual encuentro, durante la educación que en Cartago recibió siendo adolescente, con la obra de Cicerón, Hortensius (ahora perdida) que despertó en él un gran deseo de conocimiento (cfr. Gilson, 1976, pg. 118). Desde ese día, su objetivo sería la sabiduría de la verdad.

Sin embargo, largo fue su vagar tras esa tan añorada sabiduría. En 373 conoce Agustín a los maniqueos, probablemente en Madaura, y embelesado con su promesa de un conocimiento preciso y verdadero del mundo, del hombre y de Dios, ingresa a la secta, con lo cual se marca la segunda etapa de su búsqueda. Ya la lectura de Cicerón le había dejado un insatisfactorio escepticismo, como fue el de la Academia tardía (según la cual el hombre, incapaz de alcanzar la verdad plena, debía contentarse con la sola noción de las opiniones más verosímiles) (cfr. Hirschberger, 2003, pg. 294), y que puede verse aún en sus reflexiones y demás confrontaciones espirituales con Dios, como dejo de un antiguo vicio (cfr. San Agustín, 1974, pg. 287); y ahora el maniqueísmo lo haría caer en un dualismo materialista, ante lo cual opondrá la fuerza de las verdades que habrá de encontrar más adelante en su vida (cfr. Ibid., pg. 267 y siguientes).

Tiempo después, ya cansado de las promesas incumplidas de los discípulos de Manes, en 383 viaja a Roma y allí, por influencia de su amigo el prefecto Símaco, obtiene la catedra para enseñar retórica y letras en Milán (cfr. Hirschberger, 2003, pg. 292). Aquí suceden dos cosas en trascendental importancia, tanto para la vida de la Iglesia, como para la de Agustín y, por supuesto, para su filosofía. Por una parte, y tal como lo refiere en el capítulo noveno del libro VII de sus Confesiones (cfr. San Agustín, 1974, pg. 283), conocería las Enéadas de Plotino en la traducción de Mario Victorino y por su medio toda la tradición metafísica de Platón, eso sí, pasada por el filtro del Neoplatonismo, la cual le daría el impulso intelectual necesario para querer librarse de los errores del maniqueísmo definitivamente y

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le impelería a buscar una verdad más limpia. Por otro lado, comenzaría a asistir, al principio sólo como oyente, a las predicaciones del obispo de Milán, San Ambrosio, por efecto de las cuales reviviría el fuego de la instrucción cristiana de su infancia y, dispuesto a cambiar de vida, se haría catecúmeno en 386, para posteriormente bautizarse y ordenarse sacerdote unos años después.

De este cambio fundamental de vida, San Agustín sacaría el mayor provecho: la verdad que ahora buscaba era ese Dios que siempre tuvo cerca, y la biblia sería para él su modelo de búsqueda. En efecto: “San Agustín se propondrá desde ahora alcanzar, por la fe en las escrituras, la inteligencia de lo que éstas enseñan” (Gilson, 1976, pg. 119). La verdad y la sabiduría que buscaba antes, ahora tiene nombre: Dios.

Podríamos tomar como lema de la filosofía agustiniana desde ese momento lo siguiente: “intellige ut credas, crede ut intelligas1” (Ibid.). Ahora, ya sobre la base de las Sagradas Escrituras, de la cual tenía particular predilección por los escritos de San Pablo, San Agustín, del modo en que lo desarrolla en su obra que venimos citando2, comienza a buscar ardientemente a Dios de varios modos. Básicamente, como propone Étienne Gilson, el itinerario filosófico-teológico de San Agustín podría ser sintetizado así: de lo exterior a lo interior; y de lo interior a lo superior. Es decir, de la Creatio al Anima, y de ella hasta Dios mismo (cfr. Ibid., pg. 122).

De esta manera, sirviéndonos, principalmente, de algunos argumentos contenidos en los libros VII, X y XI de las Confesiones, además de ciertas consideraciones necesarias de la filosofía agustiniana (pues es bastante difícil entender cualquier autor de manera fragmentaria), observaremos cómo San Agustín busca a Dios en su creación externa, en primera instancia, auxiliado por la consideración del principio de la corrupción y de la posibilidad del mal. De ahí, incapaz de encontrarle adecuadamente, procede a revisar el interior de su alma (partiendo de ciertas tesis antropológicas de origen platónico y teológico-cristiano) para así, después de encontrarlo en su memoria, junto con otras verdades, poder acercarse, en tanto el entendimiento puede, a la verdad de Dios; pues sólo el alma es capaz de aprehender la verdad (lo cual observaremos con sus reflexiones acerca de la naturaleza del tiempo).

Parte San Agustín la reflexión del libro VII enfrentándose contra sus residuos maniqueos. Tal era la doctrina de los seguidores de Manes, para los cuales los hombres habitan éste mundo material estando irrevocablemente atados a él, que el mismo Agustín reconoce que su ceguera lo llevaba hasta “no poder concebir una sustancia que no fuera tal cual la que se puede percibir por los ojos” (San Agustín, 1974, pg. 267). No obstante, y pese a que buscaba su verdad en lo tangible, su altanería no lo llevaría hasta concebir a Dios como un cuerpo ordinario o antropomórfico: para él Dios debía ser un tipo de materia muy fina y diáfana, como la luz. Sin embargo, esto no solucionaba el problema; antes, lo empeoraba, ya que el principal fundamento de San Agustín para iniciar esta búsqueda de Dios radica en

1 “Comprende para creer, cree para comprender”2 Recordemos, las Confesiones.

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sus soberanos atributos, los cuales indican su incorruptibilidad, su inviolabilidad y su inmutabilidad.

¿Cómo, pues, conciliar estos divinos elementos con la naturaleza misma de los seres materiales? La materia, como sustrato de todo ser creado, es lo que posibilita a los seres que de ella están compuestas para el cambio. Y este cambio debe entenderse más allá de la sola mutación de la extensión (es decir, de los seres corpóreos que sufren cambios en tanto que cuerpo, como la variación de tamaño, color, peso y, en fin, cualquiera de las categorías accidentales), pues también los ángeles poseen una materia, la cual es informada por su propia esencia. Esta materia, que es para Agustín un prope nihil3, pues fue creada de la nada y a la nada tiende, en tanto que mudable, es susceptible a la corrupción y al cambio por ser, en un lenguaje aristotélico, potencialidad pura; por lo cual todo lo que es creado no puede por su naturaleza permanecer de una misma forma (cfr. Hirschberger, 2003, pg. 302).

Así, si Dios es inmutable e incorruptible, no puede ser en ningún sentido materia; tampoco podría serlo porque todo aquello que comparta con la materia tiende al no-ser, y Dios es, en sí mismo, el Ser, ya que “sólo es verdaderamente lo que permanece inconmutable” (San Agustín, 1974, pg. 287); y, finalmente, Dios no sería la verdad si fuese material, ya que, por la propia mutabilidad de la materia no se puede tener un conocimiento seguro de ella ni de nada que de ella dependa, ya que “conocer es aprehender por el pensamiento un objeto que no cambia y cuya misma estabilidad permite retenerlo bajo la mirada del espíritu” (Gilson, 1976, pg. 121). Por lo tanto, ya que, en esencia, la verdad es siempre la misma, Dios no puede ser material en ningún sentido ni en ningún grado.

Sin embargo, San Agustín procede a buscar a Dios en la creación; si bien ya no buscándolo en ella, como su parte integral, pero sí tratando de ver en ella un indicio de la Verdad (cfr. San Agustín, 1974, pg. 274). Ahora, considerando la existencia del mal en relación a la bondad de Dios, imaginó toda la creación como delante de sí y concluyó que Dios “como bueno, hizo todas las cosas buenas” (Ibid.). Por lo tanto, no puede haber mal en las cosas materiales, pues por venir de Dios su esencia es buena. Sin embargo, es claro que se corrompen, y la corrupción es un tipo de mal. De esta manera, ¿de dónde procede dicha corrupción? Precisamente, gracias a ella nos damos cuenta, no del mal, sino del bien.

La corrupción, en tanto degradación de los elementos que constituyen un objeto, representa con respecto a la perfección original del mismo una pérdida. Es claro que Dios no puede estar sujeto a la corrupción porque, si lo fuera, no sería Dios, pues por definición es incorruptible. Asimismo, todo lo que es susceptible de corromperse es bueno per se, ya que, si no lo fuera, no tendría nada de que degenerarse (cfr. Ibid., pg. 288). Por lo tanto, la corrupción, antes que descubrirse como un mal absolutamente hablando, muestra claramente que tiene su origen en el bien, pues aquello que es privado de todo bien no por eso es malo: simplemente se reduciría a la nada. En efecto dice el santo obispo: “ciertamente para ti, Señor, no existe absolutamente el mal; y no solo para ti, pero ni aun para la universidad de tu creación, porque nada hay de fuera que irrumpa y corrompa el

3 Casi nada.

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orden que tú le impusiste” (Ibid., pg. 289). La maldad no tiene existencia alguna como substancia y, por lo tanto, si hay un mal, este no viene de Dios4 (cfr. Ibid., pg. 291).

Si bien es cierto que, en principio, fue en el exterior por donde quiso acercarse Agustín a Dios, pues ciertamente expresó que pudo observar las “cosas invisibles [de Dios] por la inteligencia de las cosas creadas” (Ibid., pg. 293), pronto reconoció que no era esto suficiente, ya que es precisamente la razón del alma aquello que le permite al hombre realizar esta intelección (cfr. Ibid., pg. 398). La creación, en virtud de su naturaleza mutable, no puede ofrecer una seguridad absoluta para la verdad. La obra de Dios, como la de un artista, lo revela sólo parcialmente, en la medida que en su orden y belleza podemos percibir la mano prodigiosa de un Ser Superior (cfr. Ibid., pg. 287). No obstante, esta semblanza se queda sólo en lo aparente, pues entre quien da la forma y lo que la recibe hay solamente una cierta comunidad de voluntad e inteligencia (pues en la obra puede verse la huella de ambas cosas), mientras que la relación entre el generador y el engendrado hay una comunidad de esencia: por eso de toda la creación divina sólo el alma es imagen del Dios Único, pues, utilizando [yo] un lenguaje platónico para expresarlo, lo cual es aquí pertinente, sólo el hombre participa propiamente de la esencia divina. Así reconoce San Agustín su yerro: “pero no estaba contigo la lumbre de mis ojos, porque ella estaba dentro y yo fuera” (Ibid., pg. 281). Se vuelca ahora, pues, el Santo Obispo al interior de su alma.

Es válido aclarar un punto acerca de la cualidad intelectiva del alma antes de proseguir con ella propiamente. Hasta este momento la investigación de Agustín no había mirado más allá del exterior, y los medios interiores, es decir, la variedad de reflexiones racionales, sólo se habían utilizado de manera instrumental y no en sí. Es decir, la inteligencia se había reducido, como un telescopio, a observar con detenimiento los objetos fuera de sí misma, reflexionando en torno a ellos considerándolos como los objetos por medio de los cuales llegaría él a la verdad que buscaba, pero, no se había ella considerado a sí misma como la fuente del conocimiento querido. Sin embargo, podemos notar, incluso desde este temprano estadio, la cualidad eminente activa del alma.

En efecto, en la sustancia humana, escindida en San Agustín, como en Platón (lo cual observaremos con algo más de detenimiento en seguida), en cuerpo y alma, es esta segunda el principio activo. Es ella la que realmente vive, y por su vida autónoma vivifica el cuerpo, que es como su habitáculo. Cuando el cuerpo recibe información de la sensación y es herido por ella, no es el alma la que sufre la impresión de sus imágenes, sino que ella, magníficamente, actúa como el amo de su propia casa y que conoce todo lo que pasa en ella, ya que, instantáneamente luego de recibida la sensación, aquella se adelanta y crea por esa información fantasmas para su propia intelección. “Las sensaciones son, pues, acciones que al alma ejerce y no pasiones que sufre” (Gilson, 1976, pg. 121). Es así como podemos decir que sólo en el alma, propiamente hablando, se encuentra la fuente del conocimiento.

4 Dirá San Agustín, más adelante, en el capítulo XVI del libro séptimo, que el mal está en la voluntad humana. Sin embargo, este es un asunto que no tocaremos en el curso de nuestra actual investigación, pues nos basta con haber expuesto la insubstancialidad del mal.

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Es claro, pues, por deducción, que si en lo exterior no se encuentra la Verdad buscada, ésta debe residir en el interior del hombre. No obstante, ¿cuál es la razón por la cual Dios se encuentra en esa parte de la substancia humana, que es el alma, y no en otra parte de la misma? La respuesta se halla en la íntima relación, más íntima que cualquier otra relación entre todo lo existente, excepto entre Dios y sí mismo, que existe entre Dios y el alma humana. Para comprender la posición de San Agustín al respecto, conviene encararlo desde sus dos fuentes: la antropología platónica y la antropología teológica.

Por un lado, parece ser que San Agustín conocía lo que Platón5 pensaba acerca del alma. En el diálogo llamado Primer Alcibíades, considerado por muchos como espurio, aunque válido por la verosimilitud de su contenido, se encuentran conversando Sócrates y Alcibíades sobre aquello que sea necesario para poder gobernar y, al llegar a la conclusión de que se necesita de un cierto cuidado de sí mismo para poder cuidar de los conciudadanos (pues de eso se trata todo buen gobierno), salta la pregunta: ¿qué es ese sí mismo que debe ser cuidado? Sócrates responderá, fundamentado en que entre el cuerpo y el alma es la segunda la que parece mandar, ya que, por una parte, el cuerpo no puede dirigir al alma, pues ésta es superior, y tampoco pueden gobernar los dos a la vez, pues en todo imperio es requerido, por definición, un gobernante y un gobernado, el hombre sería, entonces, o nada en absoluto o sólo el alma (cfr. Platón, Primer Alcibíades, 130b).

Y no sólo eso. El alma, por sí misma, no tendría valor si no fuera por el intelecto, ya que, en efecto: “esta parte de ella [del alma] es la que más se parece a Dios, y cualquiera que la mire y reconozca todo lo que allí es divino, ganará por ello el mejor conocimiento de sí mismo” (Ibid., 133c). Nada más cercano a la idea cristiana de que el alma es imagen de Dios, lo cual parece Agustín reconocer cuando se expresa así:

Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: “¿Tú quién eres?”, y respondí: “un hombre”. He aquí, pues, que tengo en mi prestos un cuerpo y un alma; la una, interior; el otro, exterior. ¿Por cuál de estos es por donde debí yo buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar los mensajeros rayos de mis ojos? Mejor, sin duda, es el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales, como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos se encierran (….). El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio

5 En este punto quiero permitirme emitir una opinión. A veces cuando se relaciona a San Agustín con Platón salta de inmediato el prejuicio (verdadero sólo parcialmente) de que aquel no conoció a Platón, sino solo a Plotino. Sin embargo, el término que usa Agustín de platonicorum (cfr. San Agustín, 1979, pg. 283) no sólo designaba en aquellos tiempos a los ahora llamados Neoplatónicos, sino también a los conocidos como Platónicos medios (entre los que contamos figuras como Apuleyo, Plutarco, Numenio o Eudoro de Alejandría), que precedieron filosóficamente a los primeros mencionados y entre ambos aportaron en demasía a los desarrollos doctrinales de la Iglesia Católica. Así, pues en ellos la tradición platónica original se movía aún fresca (cfr. http://apuntesdefilosofía.blogspot.com/2013/03/Plutarco-y-el-platonismo-medio.html), particularmente hablando de un tema tan fundamental para toda la metafísica platónica como es el alma, sería injusto para con Agustín considerarle como bebiendo, al menos en este punto, de una fuente de segunda mano, siendo el sentido de su acepción tan fiel a la original.

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del exterior; yo interior conozco estas cosas; yo, Yo Alma, por medio del sentido de mi cuerpo (San Agustín, 1974, pg. 397).

Por otro lado, San Agustín se esforzó en concebir el alma humana, en concordancia con su suelo Platónico, como la imagen más perfecta que hizo el Creador de sí mismo en toda su obra, conciliando así sus convicciones filosóficas con su fe cristiana. Principalmente en su obra De Trinitate, muy cercana en el tiempo a sus Confesiones (cfr. Gilson, 1976, pg. 120), pensaba el obispo de Hipona a Dios no a la manera de los griegos y demás paganos, quienes creyendo en la pluralidad de la personalidad divina (dados sus varios atributos) fragmentaron también su naturaleza; sino que, manteniendo siempre la unidad de la divinidad, pensó en aquella comunidad de personas distintas participando de una misma naturaleza, no teniendo ninguna anterioridad esencial o temporal el uno sobre el otro, sino una anterioridad según la generación; pues, el Padre engendra al Hijo, y de entre ambos procede el Santo Espíritu, que los colige en su amor. Claramente y en repetidas ocasiones dijo el Señor Jesús: “Yo y el Padre somos uno” (Evangelio según San Juan, 10,30).

Asimismo, las Sagradas Escrituras proveen el argumento que enlaza esta consideración trinitaria de Dios con la suya del Alma. Consigna el rico (filosófica y teológicamente) prólogo del Evangelio de San Juan: “En el principio era la palabra6, y la palabra estaba ante Dios, y la palabra era Dios. Ella estaba ante Dios en el principio. Por Ella se hizo todo, y nada llegó a ser sin Ella. Lo que fue hecho tenía vida en Ella, y para los hombres la vida era la luz” (Ibid., 1, 1-4). Y algo más dirá San Pablo: “él7 es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas (…), todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo y todo se mantiene en él (…). Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo” (Carta de San Pablo a los Colosenses, 1, 15-18).

Por Cristo fue hecho todo lo que existe, y entre todo ello el alma humana ha sido lo más semejante a él: por él está moldeada la constitución interna del hombre; y a él está indefectiblemente ella unida, pues su esencia de él proviene. El alma, que existe por él y en él se conoce verdaderamente, así como en ella puede vislumbrarse Dios, tiene en sí misma idéntica relación a la que la Trinidad tiene entre sus miembros: el alma engendra al entendimiento y, aun siendo distinta, es inseparable y substancial a él. El alma se expresa y se comprende en el entendimiento; y el entendimiento contempla y escruta al alma. Entre ambos, como fruto de esta relación, nace el conocimiento, por lo cual están perennemente unidos (cfr. Gilson, 1976, pg.124). Por esta razón, sólo en el alma, si es que se puede encontrar en lugar alguno, donde se puede conocer a Dios, pues sólo ella es imagen de él.

Comienza pues, de nuevo en clave platónica, San Agustín a examinar las potencias de su alma. Reconoce, al primero, las cualidades nutritiva e irascible del alma (es decir, por la cual su cuerpo tiene vida en sí mismo y por la que tiene movimiento local autónomo, además de pasiones y sensaciones); mas las abandona rápidamente y sin ahondar en ellas ya que, pues éstas también las tiene los animales irreflexivos, no puede ser por su medio que

6 En el latín que usa San Agustín, Verbum.7 Jesucristo.

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se pueda encontrar a Dios, pues, si así fuera, también “el caballo y el mulo” podrían hallar a Dios en ellos (cfr. San Agustín, 1974, pg. 399).

Así, prosigue el Santo Obispo, a la evaluación de otra parte de su alma, como es la memoria. Por una parte, en su primer acercamiento, encuentra una variedad de imágenes acerca de los objetos sensibles. Estos, que viene y se identifican según el conducto sensorial del cual procedan, se encuentran como en desorden, algunos casi perdidos y otros frescos en la superficie, y es el alma misma, al llamar a la reminiscencia de algún objeto, organiza en forma de imagen aquello que por sus sentidos ha podido abstraer. En aquel lugar, o mejor, en aquella facultad no están, no obstante, las cosas mismas a las que se refieren sus pensamientos, sino sólo las imágenes que de ellas se forma el alma (cfr. Ibid., pg. 400-402).

Por otra parte, encuentra también San Agustín en su memoria los pensamientos que son fruto de las artes liberales. Ellas, a diferencia de las imágenes de lo sensible, se encuentran en sí mismas dentro del alma, ya que, pese a que las opiniones, alocuciones o lecturas por las cuales se aprendió determinada ciencia, es el alma, en sí mismo y gracias a su cualidad deliberativa, la que señala la falsedad o la veracidad de todas ellas (cfr. Ibid., pg. 402). Por lo tanto, y ya que esta ciencia en sí misma no entró por ningún conducto corpóreo (pues, por ejemplo, la verdad de que 1+1= 2 no la indican los ojos, o los oídos, o el tacto, sino el alma que reflexiona), es el alma misma la que contiene estas verdades, como inherentes a sí mismas (cfr. Ibid., pg. 406).

Así, pues, luego de examinar otras cualidades del alma (que no abordaremos nosotros), como son la capacidad de recordar las pasiones o el olvido mismo; y aun habiendo, preliminarmente, descartado el alma como fuente del conocimiento divino, pues, similarmente a como antes había expresado, también las bestias recuerdan, llega San Agustín a un problema que, entre otras cosas, ya había vislumbrado antes Platón8: “ni decimos haber hallado lo que había perecido si no lo reconocemos, ni lo podemos reconocer si no lo recordamos” (Ibid., pg. 415). El problema del africano es, en este caso, idéntica al del ateniense. En efecto, ¿cómo podemos buscar algo que no conocemos, sino únicamente porque ya se encuentra oculta en el alma?

Sin embargo, esta verdad, que, como es evidente, no viene del cuerpo, tampoco puede venir del alma; esto en virtud de la manera en que actúa su inteligencia. Dice el obispo de Hipona que el trabajo del entendimiento (que, en todo caso, es la principal facultad del alma) se trata, básicamente, de un recogimiento y organización (pues la palabra latina para entendimiento es cogito, lo que viene de la raíz cogo, que significa recoger) de las cosas que, ocultas y confusas en la memoria, constituyen luego la unidad de una verdad (cfr. Ibid., pg. 405). Pero estos elementos de los cuales se forma el pensamiento no son producto del alma misma, en todos los casos (pues, en efecto, el alma se conoce en la memoria a sí misma, así como a su propia memoria), sino que, siendo algunos pensamientos

8 Recordemos la aporía que, desde Gorgias de Leontino, traía Menón ante Sócrates: “¿y de qué manera buscarás, Sócrates, aquello que ignoras totalmente qué es? ¿Cuál de las cosas que ignoras vas a proponerte como objeto de tu búsqueda? Porque si dieras efectiva y ciertamente con ella, ¿cómo advertirías, en efecto, que es ésa que buscas, desde el momento que no la conocías?” (Menón, 80d).

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trascendentes al hombre es imposible que estos se produzcan por él mismo ya que, como en Platón, lo perfecto no puede tener como principio lo imperfecto (cfr. Hirschberger, 2003, pg. 295).

Precisamente, como no se puede recordar algo de lo cual no se ha tenido un conocimiento, pues la memoria sólo muestra lo que de uno u otro modo está en ella, ¿cómo explicar que los hombres añoren la bienaventuranza (por ejemplo), sin excepción alguna, siendo que la mayoría de ellos son desgraciados? (cfr. Ibid., pg. 417). Si dicho deseo (y se desea lo que se conoce en cierta medida) no les ha venido del cuerpo, pues nunca lo han experimentado; ni tampoco del alma, ya que el principio de una felicidad imperecedera no puede venir de ella, que sólo puede en sí misma disfrutar de goces temporales, por su naturaleza finita en relación a la verdad, que es eterna, es evidente que tuvo que ser puesta por algo superior a ella misma: Dios.

De este modo, San Agustín halló en esta verdad a la Verdad por antonomasia. Así como todo conocimiento y toda imagen reside en la memoria, toda verdad que se encuentra en ella participa del Dios Verdadero que, siendo en sí mismo el único que realmente es (ya que es verdadero todo aquello que sea; pues el Ser es bueno y la bondad, verdadera) (cfr. Gilson, 1976, pg. 121), y el alma su imagen más propia, se hace él presente al hombre en el momento en que éste reflexiona la verdad que está contenida en su más íntimo seno. Encontrar verdad no es otra cosa que encontrar a Dios: “allí donde hallé la verdad, allí hallé a mi Dios” (San Agustín, 1974, pg. 422).

De esta manera, se ha podido hallar a Dios en el alma en tanto hay verdad en ella. El alma, que es imagen de Dios Uno y Trino, constituye el único medio que tiene el hombre para conocer verdaderamente, ya que el cuerpo siente e informa; pero es el alma la que abstrae y conoce. Asimismo, si en el hombre hay algo de eterno e inmutable sólo puede estar en ella, y sólo por ella se puede llegar a la contemplación de lo que está más allá de lo puramente natural. Y no sólo eso, sino que, absolutamente, es el alma la que siempre actúa, lo que ya vimos en el proceso de la sensación, y que podemos observar en la aprehensión que se tiene del tiempo.

En efecto, inmediatamente después de las anteriores reflexiones, se pregunta San Agustín por la creación de Dios. ¿Cómo fue hecha? Por medio del Verbo, que es la palabra de Dios por medio de quien todo fue creado (cfr. Ibid., pg. 472). Y esta palabra creadora, ¿en qué tiempo fue dicha, si antes de ella nada existía? En ningún tiempo, responderá el Obispo, pues la creación de Dios, como su voluntad, es eterna: Dios vive en un eterno presente, y el tiempo sólo existe desde la creación misma (cfr. Ibid., pg. 472). Empero, y esta es la pregunta crucial, si este tiempo no puede ser coeterno con Dios, porque, si no fuera pasado, presente y futuro no sería tiempo, y la eternidad de Dios es invariable, “¿qué es, pues, el tiempo?” (Ibid., pg. 478).

Por una parte, la misma naturaleza del tiempo, dividida en tres momentos (que como mencionamos, son: pasado, presente y futuro), no puede ser algo en sí mismo por su definición. Si hablamos de pasado estamos refiriéndonos, necesariamente, a algo ya pretérito y, por lo tanto, inexistente, pues todo lo pasado ya no es. En tanto al futuro, como

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acción que aún no ha acontecido, también entra en el campo de lo inexistente, quedando solamente en la potencialidad. Y, asimismo, el presente, del cual podríamos albergar esperanzas de encontrar en él existencia, es tan fugaz que sólo podemos reconocerlo cuando ya no es: es tan fugaz como el viento de una tormenta o el agua de un río caudaloso. En todo caso, aquellas tres acepciones que forman el todo del tiempo, por su naturaleza, tienden a no ser (cfr. Ibid., pg. 479), pues el pasado ya no es, y tanto el presente como el futuro tienden indefectiblemente a ser pasados.

Por otra parte, y sin embargo, “sentimos los intervalos de los tiempos y los comparamos entre sí” (Ibid., pg. 482). ¿Cómo podemos, si ya dijimos que el tiempo es insubstancial, conocer y medir algo que no existe? Podemos encontrar, en efecto, adivinos que ven al futuro, y poetas que cuentan el pasado, así como hombres que otorgan una medida de largo o corto a lo que llamamos tiempos; y sería necio decir que no cuentan y miden algo que ven de alguna manera; pero, si es así, ¿cómo lo ven? Nos dría San Agustín: lo ven en su alma (cfr. Ibid., pg. 483).

El tiempo existe, pues, de alguna manera en el alma; más exactamente en la memoria. Allí se encuentran las imágenes de aquello que ya es pretérito, así como también las imágenes que el alma es capaz de producir como conjetura de los hechos futuros. De igual manera, el presente existe como una mezcla de ambas: parte recuerdo y parte expectación. Así, pues, no es el tiempo nada sino es por el alma: aquel no es más que una distención de la misma (cfr. Ibid., pg. 490).

De esta forma, el tiempo existe sólo en el interior del hombre; no como cosa independiente, pues, si así fuera, sería un atributo de Dios (y así lo es el eterno presente en el que él vive), sino sólo como una extensión (o distensión) del alma: un repliegue de ella sobre sí misma. No conviene, por lo tanto, llamar a los tiempos como pasados, presentes o futuros, así como tampoco nombrarlos como largos o cortos. Todo tiempo es, más bien, respectivamente, una corta o larga memoria; una corta o larga visión (o percepción); y una corta o larga expectación (cfr. Ibid., pg. 486).

Así, en conclusión, retomando lo dicho antes de esta pequeña exposición paradigmática del ser del tiempo, es el alma aquello que revela la verdad, que es Dios, al hombre, pues sólo ella es imagen del Dios invisible e inefable. En la memoria, donde hallamos las verdades eternas y trascendentales, tales como la bienaventuranza, es donde se encuentra a Dios, pues él es la Verdad por la que estas verdades son tales. En alma, en fin, es el hombre; el Yo alma (cfr. Ibid., pg. 397) que conoce verdaderamente por lo contenidos que Dios ha dispuesto en su interioridad y que sólo usa su cuerpo, así como de lo exterior que éste comunica, de manera accidental para este fin.

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Referencias

- San Agustín de Hipona; Las Confesiones; Biblioteca de Autores Cristianos; Madrid; 1974.

- Gilson, Étienne; La filosofía en la edad media; Editorial Gredos; Madrid; 1976.

- Hirschberger, Johannes; Historia de la filosofía, tomo I; Editorial Herder; Barcelona; 2003.