Ensayo de Deontologia.

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DEONTOLOGIA. MTRO. JUAN RUBEN GARCIA LASTIRI. ENSAYO. ALUMNA: GABRIELA OLIVIA MEDINA GONZÁLEZ. 9NO. CUATRIMESTRE.

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DEONTOLOGIA.

MTRO. JUAN RUBEN GARCIA LASTIRI.

ENSAYO.

ALUMNA: GABRIELA OLIVIA MEDINA GONZÁLEZ.

9NO. CUATRIMESTRE.

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INTRODUCCIÓN.

Función de la ética

Con esta publicación no se pretende proporcionar definiciones de términos complejos como moralidad y ética. Los párrafos que siguen se presentan simplemente como un medio para orientar al lector y facilitar la comprensión del resto de la exposición.

Moralidad y ética

La moralidad se refiere a las normas y valores sociales que guían a las personas y su interacción con el prójimo, las comunidades, y su entorno. En todos estos tipos de interacción hay valores importantes en juego; reglas y normas para proteger estos valores; deberes implícitos en las funciones y posiciones sociales que pueden fomentar estos valores y promover estas reglas; y virtudes humanas o capacidad que nos permiten actuar en consecuencia. Estos factores morales están normalmente relacionados con prácticas religiosas y estructuras de poder social.

La ética es un análisis sistemático y crítico de la moralidad, de los factores morales que guían la conducta humana en una determinada práctica o sociedad. Como la pesca representa una interacción entre personas y el ecosistema acuático, la ética de la pesca se refiere a los valores, reglas, deberes y virtudes pertinentes al bienestar de las personas y el ecosistema, proporcionando un análisis normativo crítico de las cuestiones morales en juego en ese sector de las actividades humanas.

Cuando los valores, reglas y deberes morales están sujetos a un análisis ético, es particularmente importante su relación con los intereses humanos básicos compartidos por la población, independientemente de su entorno cultural. Los valores morales pueden cambiar y el razonamiento moral se pregunta si las actividades legitimadas tradicionalmente y en la práctica por la religión, el derecho o la política merecen ser reconocidas. En efecto, la evolución de la ética en el siglo pasado se ha caracterizado por la tendencia a cambiar los valores y derrocar las convenciones morales que han guiado las relaciones entre los sexos, entre los seres humanos y los animales y entre los seres humanos y su entorno. Una tarea más reciente de la ética consiste en ofrecer resistencia a esas tendencias a la mundialización, la comercialización y el dominio de la tecnología que erosionan la biodiversidad y aspectos valiosos de la identidad cultural y que incluso podrían llegar a amenazar los derechos humanos. Aunque estas tendencias se presentan a menudo como neutrales en relación con los valores, conllevan hipótesis ocultas que son posibles fuentes de desigualdad y abuso.

Intereses humanos básicos

Bienestar, que implica un bienestar material, además de la conservación de un ecosistema productivo, y está relacionado con la pesca como suministro de alimentos y medio de subsistencia.

Libertad, o autodeterminación humana, que está relacionada con el acceso a

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los recursos pesqueros, el autocontrol de los pescadores y otras elecciones de vida relativas a la pesca.

Justicia, que está relacionada con la distribución de los beneficios de la pesca y la propiedad de los escasos recursos.

Al intentar identificar qué prácticas tradicionales e innovadoras merecen ser reconocidas, un argumento moral lleva a preguntarse si los factores morales favorecen el bienestar de las personas y otras criaturas y de qué manera lo hacen. El razonamiento moral siempre está relacionado con los intereses básicos de las personas y otras criaturas sensibles y con el valor del entorno que sustenta la vida humana y no humana.

Un análisis ético puede tener una gran importancia para la identificación de los intereses humanos y no humanos y el valor del ecosistema en su totalidad. También se pregunta cómo pueden verse amenazados o socavados estos valores e intereses y cómo se pueden impulsar o proteger. El bienestar del ecosistema tiene una importancia decisiva tanto por sí mismo como para los intereses humanos básicos y los beneficios sociales a largo plazo. La atención principal de este estudio se concentra en la manera en que las políticas y prácticas pesqueras afectan a las condiciones de vida, los intereses y el bienestar de los pescadores y las comunidades pesqueras, así como al bienestar del ecosistema. Esto está en consonancia con el desarrollo sostenible, concepto predominante de la ética ecológica, englobado en el concepto de la FAO de pesca responsable.

Intereses humanos básicos

Un aspecto importante del análisis ético de la pesca debe consistir en aclarar los intereses humanos y las ventajas sociales que se pueden considerar necesarios para llevar una vida humana aceptable. Los intereses humanos básicos están relacionados con las principales tareas que tienen que llevar a cabo las personas para satisfacer sus necesidades y vivir coexistiendo con otros. De acuerdo con el pensamiento ético clásico, estos intereses se pueden dividir en tres categorías principales: i) Bienestar: las personas necesitan bienes básicos para sobrevivir y atender a su descendencia; ii) Libertad: las personas intentan organizar sus propios asuntos y realizar sus deseos según valores propios o definidos culturalmente; iii) Justicia: las personas necesitan encontrar la manera de compartir los beneficios y las cargas sociales y facilitar una coexistencia pacífica.

En este contexto, el objetivo del análisis moral es demostrar, por ejemplo, la pertinencia de los intereses humanos para el bienestar, la libertad y la justicia y su relación con los beneficios sociales en la ordenación de la pesca.

Estos intereses básicos tienen una relación intrínseca con la capacidad necesaria para llevar una vida aceptable y, en consecuencia, con la vulnerabilidad de la que hay que proteger a las personas. Constituyen los valores morales que intenta defender el razonamiento moral, por ejemplo enmarcando los principios fundamentales que sirven para guiar nuestra interacción moral y proteger los intereses morales básicos.

En el plano más general, las vulnerabilidades correspondientes de las que hay que proteger a las personas son: pobreza, dominación e injusticia.

Principios fundamentales de la bioética

Aunque las distintas teorías éticas puedan tener principios prioritarios y razonamientos diferentes, se ha ido llegando a un consenso sobre los principales principios de la bioética[1]:

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Dignidad humana, derechos humanos y justicia, que se refieren a la obligación de promover el respeto universal hacia las personas. En el contexto de la pesca, este principio se refiere, por ejemplo, a la autodeterminación de los pescadores, el acceso a los recursos pesqueros y el derecho a los alimentos. Donde está mejor representado esto es en un enfoque de la ética basado en los derechos, poniendo de relieve la protección del ámbito personal de cada individuo. No obstante, esto podría requerir el establecimiento de derechos individuales o comunitarios, cuyo carácter exacto dependerá de las condiciones locales.

Efectos beneficiosos, que se refiere al bienestar de las personas, reduciendo los daños y aprovechando al máximo los beneficios de las prácticas sociales. En el contexto de la pesca, hay que observar este principio cuando se evalúan los efectos de las políticas y prácticas en los medios de subsistencia de las comunidades pesqueras. El principio está relacionado con las condiciones laborales (seguridad a bordo), así como con la calidad y la inocuidad de los alimentos. La cuestión de los organismos modificados genéticamente también se debe abordar en este contexto (FAO, 2001b). Este principio invita a utilizar un enfoque ético en relación con la pesca que se concentre en las consecuencias para el bienestar general.

Diversidad cultural, pluralismo y tolerancia, que están relacionados con la necesidad de tener en cuenta diferentes escalas de valores dentro de los límites de otros principios morales. Las apremiantes cuestiones morales de pesca tienen modalidades diferentes en las distintas culturas, y es una exigencia moral importante que sean las propias personas quienes definan cómo están mejor atendidos sus intereses en un entorno cultural particular. Este principio encaja bien con la ética del diálogo, que pone de relieve la participación directa de las personas interesadas.

Solidaridad, igualdad y cooperación, que se refieren a la importancia de la acción en colaboración, el intercambio de conocimientos científicos y de otro tipo y la no discriminación. En el contexto de la pesca, este principio subraya el imperativo moral de erradicar la pobreza en los países en desarrollo y asegurar la equidad en las pesquerías y entre diferentes sectores. También exige políticas transparentes y subraya la necesidad de reducir el vacío que hay entre los productores y los consumidores. Este principio es pertinente en el plano normativo, así como en el individual de las ventajas y las obligaciones profesionales para fomentar la confianza y la tolerancia entre las partes interesadas.

Responsabilidad para con la biosfera, que concierne a las interconexiones entre todas las formas de vida y la protección de la biodiversidad. Este principio pone de relieve que el bienestar del ecosistema es una condición sine qua non de la pesca sostenible teniendo en cuenta las necesidades de las generaciones futuras, así como la vida de las personas que dependen ahora del medio ambiente natural y son responsables de su uso. Este principio combina el razonamiento ético basado en los derechos y en las consecuencias para el bienestar humano, así como en las ventajas individuales y la obligación de respetar el medio ambiente.

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Ética y persona

Sobre la existencia de la ética

Sin libertad la ética es imposible. La libertad humana abre la actividad práctica humana a la ética . De ahí que negar la libertad conlleve negar la ética. En esa apertura el hombre mejora o empeora. Sin ello, no habría ética. Pero mejorar o empeorar algo suyo indica que la persona puede sacar partido de su naturaleza, y que, en consecuencia, es superior a ella, a la par que irreductible a la misma. O si se quiere, si cada hombre es irreductible a la humanidad, es capaz de ser cada vez más hombre.

Sólo eleva su naturaleza (ética) quien la trata como naturaleza de la persona y para la persona. La naturaleza crece cuando entra en contacto con lo superior a ella. Lo superior a ella es la persona. Por eso la naturaleza humana crece especialmente cuando en el trato con los demás no perdemos de vista que son personas y que también nosotros lo somos.

¿Y si no se crece humanamente? Se pierde el tiempo , se pierden

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las capacidades de la naturaleza humana, y se pierde uno mismo. Se pierde el tiempo, porque crecer no es sólo ahorrar tiempo sino ganarlo cada vez más. Se pierden las capacidades de la naturaleza humana, porque éstas quedan inéditas, es decir, no se saca de ellas el partido que puede sacarse en orden a su fin. Se pierde, en fin, uno mismo, porque la naturaleza humana está hecha para actuar, siendo la omisión corrosiva para ella. Pero perder culpablemente la naturaleza es responsable y, por ello, personal. Esa culpa personal recae sobre uno. Por eso es uno el que se pierde. Crecer en humanidad: en esto consiste precisamente la ética.

Pero ¿es el hombre un ser ético? La cuestión es actual hoy, y lo es desde hace tiempo, porque ya en el siglo pasado fue puesta en duda la índole de la ética. Para autores contemporáneos (filosóficamente hablando) como NIETZSCHE, la ética no es nada natural del hombre sino un invento, algo artificial creado por los débiles para atemorizar a los fuertes y evitar que estos opriman a aquellos.A lo primero que hay que hacer frente, por tanto, es a aquellas doctrinas fundamentalmente modernas y contemporáneas que niegan la existencia de la ética. La crítica de estas teorías no es difícil, pues no se puede negar la ética sin suponerla. En efecto, defender que “la ética no buena” ya es una valoración, y por tanto, ética. En el caso del autor arriba citado, sostener que la moral tradicional es mala implica una valoración previa acerca del bien y del mal que no se ha cuestionado temáticamente.

Negar la ética es decir, también, que el comportamiento humano es meramente positivo o empírico. Esta opinión desconoce que el hombre es un sistema abierto, que ninguna de las alternativas es necesaria, que ninguna de ellas determina al hombre, y el

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decidirse por una u otra, de un modo u otro, es libre, y por tanto, responsable, ético. Lo ordinario, sin embargo, no es una crítica tan radical a la ética, a su existencia, sino una crítica a alguna de sus bases. Los errores teóricos en esta materia (los prácticos lamentablemente los cometemos todos diariamente) también se dan por defecto. Estos reduccionismos hacen girar el peso de toda la ética sobre uno de sus componentes o partes integrantes. Para poder rebatirlos necesitamos saber qué sea la ética -otros la llaman moral- y cuáles sus componentes.

¿Qué es la ética?

La vida humana nos la han dado, pero no hecha. El hacerla conlleva una tarea. Pues bien, la ética se deduce de tomar la vida humana como tarea. Tarea indica esfuerzo. No es ético, pues, el pasivo, el que se duerme en los laureles, el que no saca partido de su vida, el que, en lenguaje aristotélico, se queda en potencia y no se actualiza, el que es como el hombre dormido. Tarea implica asimismo meta, fin. La tarea de la vida sin tener como fin la felicidad sería absurda.

El motor de la ética, por tanto, es la felicidad. Pero sin bienes mediales, que precisamente por ello lo son en orden al fin, sin normas de actuación, que iluminen el camino que acerca progresivamente al fin, y sin virtudes que fortalezcan la tendencia de la voluntad en orden al fin, la felicidad es inalcanzable. De ahí el papel central de éstas bases. Por eso, el que sólo busca posesiones prácticas, o pasarlo bien (sociedad del bienestar) se castiga a la infelicidad.

Vista desde la antropología, la ética es el modo de conducirse del hombre; el estudio del crecimiento del hombre como hombre; el

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modo según el cual lo personal se manifiesta en lo natural. Pero dado que lo natural humano es lo humano abierto por la libertad humana, “la ética es la ciencia que considera al hombre como sistema libre”. Sólo la persona humana eleva su naturaleza, su humanidad, siempre abierta a crecimiento irrestricto. Por eso, no cabe ética al margen de antropología. A la par, la ética que se fragua depende del hombre que se es.

Suele describirse la ética como “la parte de la filosofía que estudia la moralidad del obrar humano”, esto es, el estudio de los actos humanos en cuanto que son buenos o malos. A lo largo de la historia se vincula la ética o sólo a bienes, o sólo a normas o sólo a virtudes. En síntesis, se la reduce o sólo a la búsqueda de algún bien real, o sólo al conocimiento del mismo, o sólo a la inclinación de voluntad hacia éste, a quererlo. En ningún caso, y es la denuncia clave de K. Wojtyla, se relaciona la acción humana con la persona (Persona y acción). Por lo demás, la ética no se puede desvincular de los bienes, de las normas y de las virtudes, siendo la acción humana el engarce de esas dimensiones. Por tanto, la ética es ese saber humano, vivido, acerca del hombre mismo que hace referencia a la acción humana en tanto que en ésta se entretejen los bienes reales, las normas presentadas por el conocimiento y las virtudes de la voluntad. Como ese saber a ese nivel no es sólo teórico sino connatural a la propia vida del hombre, la ética es la expresión del núcleo íntimo de la vida personal en la esencia humana.

El bien

El término «bien» está cargado de toda la historia de la reflexión humana. Por consiguiente, su uso encierra dificultades, sobre todo porque es más fácil despertar con él emociones que mover a

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argumentaciones. Se refiere a una cosa, acción, o a un estado de cosas (situaciones) de carácter positivo en el mundo; "positivo" se refiere a la persona afectada, a la que el observador quiere designar, a todas las personas en situaciones semejantes; “en el mundo” no indica necesariamente el cosmos, sino lo objetivo, lo real, lo no fantástico. Incluso algunos cambios internos al sujeto humano pueden ser objetivos: por ejemplo, perder una cierta actitud para con una persona, aprender inglés, etc. Así pues, este término indica algo que tiene que ver con un posible cambio, tanto si éste acontece al agente como si es provocado por él. En este último caso hablamos de obrar entendiendo con ello la capacidad de introducir cambios en el mundo contrapuesto al sujeto agente, incluso cuando él actúa sobre sí mismo.

En el obrar general del hombre es preciso introducir una nueva división; el hacer (poiesis, facere) y el obrar en sentido estricto (praxis, agere). El primero se refiere esencialmente a la acción que se dirige a objetos no humanos (o no considerados como tales), mientras que el segundo tiene como objetivo del cambio a una persona humana o sus capacidades. Así, para Aristóteles, el obrar consistía sólo en la acción política y comunicativa del ciudadano libre, diferenciándose del hacer, es decir, de la actividad del esclavo.

El bien moral es, por consiguiente, el que puede desear un hombre, considerando su naturaleza en absoluto; es el bien que se refiere al desarrollo de la persona como persona, a la búsqueda de la felicidad a largo plazo, a la expresión plena de todas las capacidades humanas. Por eso, los bienes morales son sólo una serie en el conjunto de bienes humanos, la serie que contribuye a la autodeterminación hacia el fin del hombre, al despliegue de su estructura más profunda. El bien moral se

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realiza en el espacio y en el tiempo, pero es una realización absoluta ligada a la dignidad de la persona. El bien es lo primero que se capta Y lo último que se realiza.

El mal

El mal es la situación que experimenta el hombre como contraria a una positividad concreta (el bien), que resulta ausente, a pesar de que podría y debería resultar presente. Como tal, el mal es desde siempre el problema del hombre. Las culturas han intentado durante siglos ofrecer diversas explicaciones de la presencia del mal en el mundo del hombre: teológicas, mitológicas, filosóficas, cósmicas, antropológicas, sociales o sociológicas, científicas, etc" hasta llegar a pensar en la presencia simultánea del bien y del mal como divinidades, como realidades presentes en el hombre debido a un acontecimiento primordial (los dualismos de las filosofías y de las visiones religiosas); se ha intentado conciliar la presencia del mal con la afirmación opuesta de la existencia de Dios; o bien se ha atribuido el mal a la condición oscura y misteriosa del alma humana, viendo en la búsqueda del bien la finitud angustiosa del hombre que vive una vida inauténtica y absurda, cuya única perspectiva verdadera es

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morir a esa existencia (existencialismo).

La Biblia sigue un recorrido alternativo : excluye a priori que el mal pueda tener origen en Dios, que es un Dios de amor y de bien: Dios ha creado el mundo y - al hombre sin el mal; la razón de ser de este mal se encuentra, por el contrario, en la condición creada, pero degenerada, del hombre que ejerció de manera profundamente equivocada su condición de criatura libre. La etiología de Gn 2-3 afirma que todo el mal del hombre y su misma inclinación a obrar el mal tiene su fuente en el pecado del hombre; a partir de aquí se difundió en todos los hombres, haciéndolos destructibles y presa mortal del pecado (Rom 5,12), es decir, suscitando la situación universal y objetiva del mal.

La responsabilidad primaria de todo esto no recae tanto sobre el hombre, sino sobre otro personaje, persuasivo y maligno, del drama de los orígenes, que la misma Biblia interpretará como responsable principal: es Satanás, adversario de Dios y del hombre. Por eso es juzgado severamente por el poder de Dios, a quien está totalmente sujeto (Gn 3,14ss; Sab 2,24). Y mientras que para el hombre el mal se transforma, por obra de Dios, en ocasión de salvación, para aquel otro sujeto del drama, misteriosamente, no se manifiesta en la revelación ninguna posibilidad de redención y de perdón. Si ésta es la situación del hombre, a Dios se le ve, por el contrario, como Aquel que a disgusto permite (el misterio de la permisión del mal) que se dé lugar a esta degeneración de su creación (un riesgo que, por otra parte, es intrínseco en la creación del hombre libre), pero que con su intervención produce en el hombre la conciencia del mal (Gn 3,7-12) (y consiguientemente la nostalgia del bien perdido); finalmente Dios se pone en obra enseguida para cambiar la situación en sentido original, ya que el hombre se ve en la

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imposibilidad absoluta de hacerlo.

En este sentido el mal en la Biblia es la oposición radical al programa creativo y elevador de Dios; pero, paradójicamente, es también el elemento que desencadena la dimensión de la salvación que Dios quiere dar al hombre, prisionero del mal. La historia de la salvación comienza concretamente por el hombre pecador (Gn 3,15), que, como tal, precisamente por estar privado de la gracia, se convierte en el destinatario de la autocomunicación cognoscitiva, salvadora y elevadora de Dios.

Esta revelación avanza por etapas históricas sucesivas hasta culminar en la encarnación misma de Dios. Aquí es donde se sitúa la solución del problema del mal: Dios viene a eliminarlo personalmente, desde dentro de la naturaleza humana, puesto que también el mal había nacido dentro de ella. El modo de realizarse este acto salvífico resulta paradójico y desconcertante: Dios toma sobre sí e1 mal y el pecado del hombre (Jn 1,29) para expresar en este acto su caridad omnipotente con el hombre (Lc 15,1 ss) y la capacidad de transformarlo en salvación, sanándolo en su propia raíz. Acaba con la dimensión destructiva del mal en una muerte en la cruz y en una sepultura real, la del Hijo encamado: Cristo muere por, a causa y en favor de los hombres prisioneros del mal (Rom 5,8).

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UNA INDAGACIÓN EN TORNO A LA REALIDAD DE LA PERSONA HUMANA

Carlos García Andrade*

Todos los seres humanos somos personas. Seres personales, dotados de autoconciencia, de libertad, de capacidad para conocer y amar (todas estas características, dadas en mayor o menor grado según las peculiaridades o la situación físico-psíquico-biológica de cada uno).

Y, sin embargo, la persona es un misterio. Lo que constituye en cada ser humano ese rasgo que lo convierte en ser personal resulta ser algo sumamente escurridizo y difícil de atrapar conceptualmente. La dificultad para captar lo que encierra la palabra ‘persona’ radica en que nuestro conocimiento es por abstracción. La naturaleza humana, aquello que todos los hombres tenemos en común, aquello por lo que somos seres humanos y no otra realidad, puede ser objetivada al abstraerla de los hombres comunes existentes: es lo que suele denominarse como la ‘esencia humana’.

Pero la persona es precisamente aquello que no es común, que es único e irrepetible en cada uno. ¿Cómo objetivar y abstraer pues a la persona? La persona se define como sujeto, no como objeto, no hay ciencia de las personas, ya que la ciencia se ocupa de objetos. Esto ya nos da una pista de que nos encontramos ante una realidad especial: ¿Cómo es posible que, siendo algo común a todos los hombres, sea tan único en cada uno que no permita establecer generalizaciones aparte del hecho común de que somos personas? ¿Habrá que negar todo posible discurso universal sobre la persona? No parece que sea lo ideal, porque, por otra parte, nuestra experiencia diaria nos habla de la existencia de nuestro "yo" como el fondo de nuestra subjetividad, algo distinto y peculiar. Aunque no podamos captar, de entrada, su núcleo, algo podremos decir de ella.

El intento que guía estas páginas es tratar de apuntar, tanto desde la ontología como desde la teología, hacia una clarificación del concepto de persona. Tendremos en cuenta la visión clásica que habla del alma como sustancia espiritual, dentro de una concepción más bien estática, como la visión personalista, que introduce la clave de la dinámica relacional como clave explicativa del misterio de la persona humana. Evidentemente, no se pretende resolver un dilema secular, sino enriquecer un debate, central para la comprensión del hombre, con el apoyo explícito de la reflexión teológica. Intento, sin duda, atrevido pero que pretende justificarse ante el hecho de que, hasta el presente, no conocemos otro tipo diverso de personas más que las personas divinas.

A. Claves ontológicas de la persona humana

1. Algunos datos básicos de la fenomenología.

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La persona se caracteriza por su 'singularidad' irreductible a cualquier otra realidad. Dicha 'singularidad' nos remite a otra singularidad, la del individuo. El individuo es el existente concreto singular. Sólo en él la naturaleza humana existe no ya como concepto lógico, sino como realidad existente. En el individuo la naturaleza se contrae, se concreta, se limita. El individuo se define, por ello, por los límites precisos que impone a la naturaleza. Por la limitación.

Ahora bien, cuando hablo así de naturaleza y de individuo, y tato de precisar y definir ambas realidades, lo que estoy haciendo, precisamente, es trascender los límites que me constituyen como individuo. Puedo pensar y hablar como estoy pensando y hablando de la naturaleza y del individuo porque me transciendo como individuo. En este acto de trascendencia asumo mi situación propia como individuo y mi naturaleza, mediante el individuo, pero yendo más allá de mi individualidad, gracias a algo diverso del individuo, algo que también soy. Por tanto, de entrada, aparecen dos polos: la singularidad específica de cada ser personal y la capacidad de trascender. Ambos datos requieren una explanación aunque sea elemental.

La capacidad de trascender no se limita al terreno intelectual. Una simple fenomenología del ser humano nos indica que la característica más común del ser humano en sus manifestaciones consiste en su capacidad de trascender.

El hombre es ser en el mundo, pero trascendiendo el mundo. El hombre, que está en continuidad con el mundo en el que vive, lo supera. No tiene "su" mundo, como le pasa al animal, sino que está situado frente al mundo como totalidad. Su modo de implantarse ante lo real es estar desligado, capacidad de cobrar distancia. De ahí su capacidad de tender a todo el bien y toda la verdad. El hombre está desajustado con respecto a su medio, por eso lo puede modificar.

El hombre es ser temporal, pero trascendiendo el tiempo. De ahí la diferencia que experimenta el ser humano entre tiempo real y tiempo vivido (o se esfuma, cuando se disfruta; o se alarga cuando se está aburrido). El hombre tiene capacidad para acuñar creativamente el tiempo, rescatando la fugacidad del presente en la coagulación de la memoria (pasado), o anticipándolo en el proyecto (futuro). Esta trascendencia hace que el tiempo del hombre sea historia, no mera duración como en el caso del animal (el animal no tiene historia). Aunque el hombre no puede escapar al tiempo.

El ser humano es limitado, pero capaz de trascender, en parte, sus propios límites: físicos (mediante el entrenamiento), intelectuales (mediante la educación), instintivos (mediante la voluntad: el hombre es capaz de hacer huelga de hambre hasta la muerte), incluso es capaz de transcenderse a sí mismo (mediante en don de sí).

También es ser mortal pero con un deseo colectivo, sospecha o premonición de trascender la muerte. Este rasgo se debe a que el hombre tiene capacidad y deseo de infinito: En el conocer, en el aspirar, en el amar. Ninguna de estas cualidades del hombre se sacia nunca como impulso.

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Es un ser social, pero transcendiéndose unos en otros dentro de la mutua relación. Quiero decir que en la relación interpersonal nos vamos edificando –o desedificando– los unos a los otros, porque hay una influencia mutua que va más allá de la relación física.

Si tenemos en cuenta estos datos de la fenomenología se subraya su capacidad de trascender. Esta capacidad de trascendencia parece ser la característica más típica del ser humano. Este es el primer dato básico que debemos explicar.

Pero también se debe dar razón del dato de la singularidad personal, que podemos precisar como autoconciencia. Todos gozamos de la experiencia y de la intuición directa de ser un “yo”, único e irrepetible, diverso de los demás; realidad que pervive a lo largo de las distintas etapas de la vida y más allá de los muchos cambios accidentales que podamos sufrir. ¿Cuál es el origen de nuestra condición autoconsciente?

Conviene señalar que el hecho de que el ser humano sea autoconsciente es una paradoja lógica. Según el teorema de Gödel, ningún sistema lógico finito puede ser autoconsistente, es decir contener en sí mismo la certeza de las propias afirmaciones. Esta paradoja se produce en el caso del ser humano. Nuestro cerebro es un sistema lógico supercomplejo, pero, al fin y al cabo finito. Y, sin embargo, es consistente: en cada afirmación que realiza, percibe al mismo tiempo la coherencia lógica de la misma, su verdad o falsedad. Este dato postula la presencia en la mente del hombre de una posición de conciencia de origen no-finito.

La antropología del sujeto humano, del ‘quién’ que el hombre es, requiere dar un fundamento y una explicación a estas dimensiones del hombre cuyos rasgos más característicos podemos resumir en la autoconciencia y en la capacidad de trascender.

2. La doble hipótesis explicativa

Lo que resulta difícil delimitar es si tal autoconciencia y tal dinámica de trascendencia proceden de nuestra naturaleza espiritual y sus facultades (hipótesis A), o de nuestra supuesta condición de seres personales (hipótesis B). En todo caso, cabe decir que la dinámica de trascendencia representa algo diverso de la autoconciencia, aunque esté posibilitada por la autoconciencia. Es decir: la autoconciencia, presente siempre en todo acto de conocer o de querer, nos permite distinguir lo que conozco o deseo, de mi ‘yo’ y esta distancia que se establece es lo que posibilita la acción de trascender (ir más allá del objeto de mi conocimiento o mi deseo).

2.1 Hipótesis A: Elementos a favor y en contra.

Respecto de la autoconciencia, la hipótesis más clásica, sostiene que Dios infunde en cada hombre una ‘sustancia espiritual’, el alma, creada directamente por Él, y explicaría sin dificultad el origen no humano del fenómeno de la autoconciencia. La dificultad inherente a esta concepción es que establece un dualismo antropológico insalvable (entre dimensión corporal y espiritual) y que no ayuda a entender cómo el

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hombre puede ser imagen de Dios, pues si Dios es Amor y el amor es la clave para entender las personas divinas, en el caso del hombre, el amor sería, simplemente, una opción moral de una de sus facultades: la voluntad. No tendría la misma centralidad que en las personas divinas.

Respecto de la capacidad de trascender, es un dato común a todos los seres humanos, aunque lo realicen de forma bien diversa y, por tanto, se puede adscribir perfectamente a la naturaleza humana. Además, no se puede negar que, en la dinámica del trascender, el hombre está poniendo en juego sus facultades (inteligencia, voluntad libre). La fenomenología parece, pues, apuntar a sostener esta hipótesis A: La raíz de la capacidad de trascender es la existencia en cada sujeto humano de un alma como naturaleza espiritual, que, por el uso de sus facultades intelectivas y volitivas y apoyándose en la autoconciencia, le permitirían al hombre la acción de trascender y, al mismo tiempo, daría razón del fenómeno paradójico de la autoconciencia.

Aun así, podemos proponernos una serie de preguntas:

- ¿La capacidad de trascendencia es simple manifestación del uso de las facultades espirituales? ¿O hay algo más?

- ¿Cómo se puede compaginar esa ‘naturaleza espiritual que en todos está’ (esencia humana) con la singularidad y unicidad típica de la persona? Al hablar de ‘alma’, estoy hablando, más que de la persona singular, de una naturaleza espiritual, rasgo común a todos los hombres. Santo Tomás percibió esta dificultad y trató de solventarla, diciendo que el alma, como forma sustancial del hombre, es única en cada uno. No así en las demás realidades (en el resto de las realidades creadas la forma sustancial es común, lo que distingue a los individuos no humanos serían sólo los accidentes). El hombre sería, pues, un caso especial. Cada hombre tiene una forma sustancial única. Esto le permitía vincular el alma con la singularidad de la persona. ¿Qué aportaría, dentro de esta hipótesis la idea de persona? Bien poco en cuanto tal, sólo expresaría la unicidad del alma en cada hombre.

En cuanto al elemento clave de esta hipótesis, la creación e infusión de un alma directamente por Dios en cada hombre, la ontología no puede pronunciarse.

2.2: Hipótesis B: Elementos a favor y en contra.

Según esta segunda hipótesis, la dinámica de trascendencia que caracteriza el uso de las facultades humanas, no procedería simplemente de la existencia en el hombre de una naturaleza espiritual y del ejercicio de sus facultades. Ciertamente se expresa a través de ellas, y las presupone (no podría ser persona un ser inanimado o carente de las posibilidades síquicas necesarias). Pero tal dinámica no procede de ellas. La raíz de este rasgo sería la persona. Pero la persona no se entendería aquí como un núcleo sustancial autónomo. La persona se entendería en clave dinámica, relacional, como acto de apertura, como dinámica de trascendencia que abre de par en

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par las facultades del hombre y les otorga un horizonte infinito y una dinámica , dinámica y horizonte que estas facultades no tendrían de por sí, sino que lo habría recibido. ¿De quién?

Para intentar explicar el origen de esta dinámica hay que ver como se explicaría desde la hipótesis B el problema de la autoconciencia. La autoconciencia no sería para esta hipótesis un dato sustancial sino relacional: En el hombre existiría esa posición de conciencia de origen no finito, a causa de una relación personal con Dios, que nos llama personalmente a la existencia y que, en esa llamada, habría modificado estructuralmente la conciencia humana, concediéndonos autoconciencia, libertad, capacidad de amar: dándonos la condición de personas.

En realidad ese salir fuera de sí mismo, ese estar abierto a un horizonte infinito, ese trascender todo lo que nos rodea inmediatamente, no sería sino un acto de respuesta de la persona, que, constituida por la llamada personal de Dios, intenta responder dialogalmente a dicha llamada en reciprocidad.

Se trataría, pues, de una hipótesis relacional, en lugar de sustancial (como en la hipótesis A). Pero con consecuencias ontológicas, pues la llamada de Dios dejaría en el hombre un ‘eco’ creado: la persona (autoconsciente) y su dinamismo de trascendencia.

La persona, así concebida, como dinámica de trascendencia, como acto de apertura, no establece ningún dualismo antropológico, es perfectamente compatible con la persona y su unicidad, y explica el dinamismo de trascendencia típico del hombre, que no procedería tanto de su naturaleza –aunque la suponga–, cuanto de la relación que Dios establece conmigo, abriendo las facultades a horizontes infinitos, permitiéndome abrirme al mundo y a los otros hombres. Los actos de trascendencia que realizo expresarían el dinamismo frontal de la persona que busca inconscientemente la respuesta al Tú absoluto. Así sería en el plano del ser.

Mas en el plano del conocer sería a la inversa, pues el camino por el que yo me iré haciendo consciente y accederé a conocer mi relación estructural con Dios, será mediante la apertura al mundo y, sobre todo mediante la apertura y la relación con las otras personas humanas. Para esta hipótesis, pues, la naturaleza humana y sus facultades serían sólo la condición necesaria, pero no suficiente, para explicar la dinámica de trascendencia.

Para entender mejor lo que diferencia esta hipótesis de la anterior, sería importante distinguir entre persona y naturaleza. ¿Es posible tal distinción? Para la escolástica no habría problema. La persona procedería de ese rasgo peculiar de la naturaleza humana por el que la forma sustancial es única en cada individuo, mientras que las facultades serían inherentes a toda naturaleza espiritual.

Para la visión relacional, en verdad es bien difícil distinguir persona de esencia humanas, ya que se da una circularidad e indisociabilidad entre ambas realidades: El hombre es lo que es por su naturaleza, pero la manera en que se realizan y se experimentan los rasgos de su naturaleza (autoconciencia, infinito de capacidad,

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trascendencia, etc.), dependería radicalmente de su ser persona, de su dinámica de trascendencia. Para poder entender mejor lo que esta hipótesis presupone habría que decir que, una naturaleza espiritual que no fuese persona, si tal supuesto es posible, no sería probablemente autoconsciente, ni abierta a la universalidad, estaría probablemente colapsada sobre sí misma.

3. Para intentar resolver el dilema

¿Tenemos alguna vía ontológica para solucionar el dilema? Dado que la hipótesis B es decididamente relacional, quizá podamos preguntarnos si en esa fenomenología del hombre como ser que transciende, la dimensión relacional tiene un peso importante o no. Y más bien habría que decir que no. Los datos presentados parecerían apoyar más la hipótesis A: un alma, como sustancia espiritual única e incomunicable y una dinámica de trascendencia que no representaría sino el ejercicio de las facultades de nuestra naturaleza racional. Parece que no hay nada que nos hable de relación.

Sin embargo, un análisis más detallado nos hace ver que esto no es tan simple. Al menos en el plano de la relación interhumana, la influencia de los demás en nuestra vida es decisiva en tantos aspectos: lenguaje, educación, visión de la realidad, hábitos de conducta, autoimagen... en fin, todo lo que se engloba bajo el concepto de herencia cultural. Y una simple verificación nos hace percibir que las diferencias en el ejercicio de la trascendencia, el que unos actúen sus posibilidades de trascendencia y otros no, depende, en buena parte, de su contexto relacional.

Por otra parte, algunas experiencias particulares (niños criados por lobos en la India, Kaspar Hauser, Hellen Keller), nos hablan de hasta qué punto la relación con otros seres personales es decisiva para el desarrollo de nuestro propio yo. En el caso de los niños-lobo, su persona apenas había despuntado, estaba como hundida en la animalidad por la falta de relación con otros seres personales. Y algo similar hay que decir de Hellen Keller, las barreras de sus sentidos bloqueados habían impedido el desarrollo de la persona y sólo la obstinación y el amor de Anna Sullivan, luchando meses por superar esas barreras, permitió el despliegue de la persona.

No sólo. El desarrollo de la psicología social y evolutiva ha puesto de relieve el valor y la influencia de las relaciones interhumanas. Siendo cada uno seres únicos e irrepetibles, estamos configurados directamente por el universo de relaciones que establecemos con quienes nos rodean desde que nacemos, e incluso antes. Y el proceso de identificación o des-identificación con los demás, la imagen que los demás nos dan de nosotros mismos, especialmente en nuestra primera infancia, resultan decisivas en nuestro proceso de formación y maduración como personas. Buena parte de lo que somos, pensamos y deseamos no es resultado de nuestra herencia genética, sino de nuestra herencia cultural.

Incluso, como afirman los psicólogos, en la base de algunas formas de locura (esquizofrenia, catatónicos...) se encuentra el fracaso total en el intento por establecer relaciones valiosas con quienes nos rodean. La dimensión social y relacional es

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constitutiva de nuestra existencia a todos los niveles: biológico, psíquico, cognoscitivo. Como afirma Joseph Gevaert: “Se hace evidente una primera certeza en relación con el hombre: el sujeto (ego, persona) no sólo alcanza en el encuentro con los otros la evidente certeza de sí mismo como sujeto originario, sino también un rasgo fundamental del ser humano. El ser con y para los otros pertenece al núcleo de la existencia humana: la relación con los otros es constitutiva y forma parte de la definición del hombre” (1).

Por lo tanto no cabe concebir al sujeto humano al margen de su mundo de relaciones, y si esto es así, presentar al hombre como imagen de Dios sin tener en cuenta su mundo relacional no parece hacer justicia a la estructura humana.

Sin embargo, estos datos no bastan. Queda sin explicar el origen del yo. Aunque la relación con los demás sea determinante para el desarrollo del yo no es capaz de explicar su origen. La unicidad e irrepetibilidad del propio yo, se nos muestra como un dato irreductible a la influencia de las relaciones interhumanas. Postular que el “yo” sea el resultado de las relaciones de los otros conmigo resulta netamente insuficiente, por muchos datos que el personalismo o la psicología puedan aportar.

En cuanto al origen de la autoconciencia postulado por la hipótesis B, la ontología tampoco puede pronunciarse, sólo puede decir que salvaría mejor la unidad del hombre.

4. Conclusiones

De lo dicho hasta el presente, concluimos que la forma de existir de la esencia humana no sólo es la limitación (propia de la individualidad), sino que mediante el acto de trascendencia, es restituida a una universalidad. Lo que aún no sabemos es si esa capacidad de trascender que caracteriza a los seres humanos se debe a la presencia en ellos de una sustancia espiritual llamada alma que implica el uso de facultades o a una dinámica de apertura como acto de trascendencia.

Se constata la presencia del yo autoconsciente, ese núcleo duro que permite hablar del sujeto humano, cuyo origen no puede explicar desde la ontología, y ante el que se experimenta una notable perplejidad: para el desarrollo de ese yo, la relación con los demás es decisiva, pero no puede originar el yo; a la vez, el carácter de incomunicabilidad característico del yo, parece sustentar mejor la idea de alma. Pero esto nos lleva a un dualismo antropológico que no resulta compatible con la fenomenología unitaria de las experiencias humanas. Éstas serían las claves ontológicas de la persona. Que, como acaba de verse, resultan bastante pobres en cuanto a capacidad explicativa.

B. Claves teológicas de la persona

(1) La comparación con la Trinidad: la trascendencia, la relación, la donación.

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Es ahora donde damos ese ‘salto teológico’ un poco atrevido. Intentamos iluminar desde las características de las personas divinas y desde la dinámica de trinitarización, la comprensión del hombre como persona. Puede parecer una propuesta poco razonable intentar iluminar lo más conocido a partir de lo menos conocido, pero no está exenta de lógica. Al fin y al cabo, el único ser personal que conocemos distinto del hombre, es Dios, aunque somos conscientes de lo atrevido de esta analogía.

Pero el intento de comparación se justifica, sobre todo, porque, desde el horizonte de la fe, creemos que Dios mismo se ha hecho hombre en Cristo, tendiendo así un puente indestructible entre la persona humana y la divina y porque creemos que el hombre está llamado personalmente a la comunión con Dios -nuestra divinización- como su verdadero horizonte de plenitud, y, siendo Dios personas en comunión, la única conclusión posible es que el hombre está llamado a madurar como persona en comunión, tanto en su relación con Dios como en sus relaciones con los demás seres humanos.

Recordemos que se trata de dilucidar si los rasgos típicos del ser humano: autoconciencia y capacidad de trascender proceden de la naturaleza espiritual o del dinamismo de la persona.

Desde el modelo trinitario, se puede proyectar una luz sobre las relaciones entre naturaleza y persona que tan difícil resultaba en el plano humano.

En primer lugar, para hablar de esa dinámica de trascendencia, en el mismo ser de la Trinidad se da una trascendencia relativa de las personas respecto de su naturaleza que se vincula directamente con las personas y para cuya comprensión es clave el concepto de relación como don de amor.

Así, en el plano de las misiones divinas, la Encarnación supone una real trascendencia de la persona divina del Hijo respecto de su naturaleza, ya que puede hacerse hombre, asumiendo una naturaleza humana, dejando en kénosis su naturaleza divina, pero sin dejar de ser Dios. Y algo similar podemos afirmar del Espíritu Santo, que se une a nuestro espíritu, adaptándose a las condiciones y los ritmos de nuestra libertad para santificarnos, lo que supone una kénosis de su persona.

Pero esto no sólo se predica de las acciones salvíficas de Dios, sino que es evidente en el mismo ser de Dios. En las procesiones del Hijo y del Espíritu se da una comunicación de la naturaleza divina por parte de la persona del Padre; luego, en Dios, la naturaleza es distinta de la persona pues puede ser comunicada. Además esta transcendencia relativa de la persona respecto de la naturaleza es la que establece la distinción entre las personas divinas, que se define, justamente, como relación.

Pero lo más significativo es que dicha trascendencia no procede de la naturaleza divina, sino de las personas. El acto eterno por el cual el Padre engendra al Hijo significa una total expropiación, por amor, de sí mismo y de su divinidad, que es entregada al Hijo. Lo mismo ha de decirse para la segunda procesión. En la dinámica

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del don total que los especifica como personas, al darse por amor a sí mismos, comunican la naturaleza divina. Y este don de amor es la relación divina que establece la distinción.

Con lo cual emerge con claridad un dinamismo específico de las personas: la capacidad de darse completamente y kenóticamente (negándose por amor) a sí mismos, como clave para entender, tanto la comunicación de la naturaleza divina, cuanto la relación de distinción entre las personas.

Y el carácter recíproco de esta donación kenótica es lo que conduce a la comunión trinitaria, que permite a las tres personas divinas ser una única naturaleza divina, (la unidad) porque este movimiento de entrega de sí, de ser unos para otros, de transcenderse unos en otros, anulándose por amor, les permite a las personas divinas estar mutuamente la una en la otra, sin confusión ni separación (perijóresis). Todos estos modelos nos hablan de una distinción, de una cierta trascendencia relativa de la persona respecto de la naturaleza, al menos en el caso de Dios. Y la clave parece estar en la kénosis amorosa.

Sin embargo, lo decisivo de esta dinámica es comprender que en esta dinámica de donación recíproca, las personas divinas expresan y realizan su ser: son Dios-Amor. Es decir, el darse, el entregarse, el anularse por amor para que el Otro sea, no es para ellos una ‘renuncia’, una ‘ascética’, una cruz. Al contrario, es la realización del su ser divino.

En conclusión, la aportación de las personas divinas es ‘desvelar el acto de ser como amor’, como dinámica de donación relacional, que manifiesta el ser, no como una inmóvil lámpara de luz (los griegos), ni como una inmóvil lámpara de oscuridad (los orientales), sino como la dinámica del infinito darse recíproco por amor.

(2) La ‘traducción’ en el plano humano.

Si intentamos una aplicación de lo dicho sobre la trinidad a las personas humanas, podremos perfilar mejor la aportación específica de la persona a la naturaleza que tanto cuesta delimitar. No es que tengamos muchas experiencias humanas que nos hablen de una trascendencia relativa de la persona humana respecto de su naturaleza. Pero quizá algo sí podemos decir. Ciertamente algo de esto hay en las relaciones intersubjetivas. Si gracias a la apertura al amor y la capacidad de ‘entrar en el otro’que hay en una persona madura se logra abrir y desarrollar la capacidad de trascendencia de otras personas, que está en ellos sólo como una semilla sin desarrollar (como se prueba en el caso de Hellen Keller) , algo de esta trascendencia se manifiesta.

Por otra parte, también conviene citar aquí la divinización que se nos ha prometido para el más allá, en la que nuestra naturaleza humana no se hará naturaleza divina (sería panteísmo), pero donde la persona humana participará, gracias

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a la comunión de amor con las personas divinas, de algo de su naturaleza. También esto nos habla de una cierta trascendencia.

También es posible mencionar la experiencia humana del encuentro interpersonal auténtico, en la que se da una cierta analogía creada de la perijóresis divina. La experiencia humana del "nosotros", tan bien descrita por los filósofos personalistas, en el que las personas se encuentran unidas profundamente, casi la una en la otra, sin perder nada de lo que son, mediante el don recíproco amoroso, hay como una analogía creada de la comunión divina.

El punto decisivo parece estar en la capacidad exclusiva de la persona de la kénosis amorosa. Me refiero a que en la persona, su específica capacidad de amar, de donación, le permite realizar determinadas acciones que le estarían vedadas a su naturaleza en cuanto tal.

Me refiero a la capacidad de autonegarse a sí mismo por amor. Si lo aplicamos a las facultades humanas se podrá entender. En el caso del hombre, la facultad de conocer puede elegir no conocer algo, pero no puede elegir dejar de conocer, no puede negarse a sí misma. La voluntad puede no querer algo, pero no puede elegir dejar de querer.

En cambio, la persona sí es capaz de negarse a sí misma y sus tendencias, derechos o apetitos, por amor, para afirmar al otro. Esto sería lo típico de la persona, que no se puede explicar sólo desde la naturaleza, por muy naturaleza espiritual o alma que sea. Tampoco quedaría explicado por el carácter único que se predica tradicionalmente del alma de cada hombre. Hablamos, pues, de una dinámica de relación, de amor de donación, que implica la negación de sí mismo por amor, que contradice nuestras tendencias naturales (tanto del cuerpo como del alma), pero que parece constituir la ley del transcenderse que caracteriza a las personas. Esta interpretación profundizaría el transcenderse característico de la persona, como dinámica de donación de amor, de la que el hombre debe apropiarse para poder realizarse como persona.

(3) Las dos dinámicas: trascendencia y donación

Tenemos, pues, dos rasgos característicos. Uno la dinámica de la trascendencia (apertura) del hombre, que podemos atribuir, bien a la persona, bien a la naturaleza espiritual. Otro, la capacidad de donación (negación por amor), que parece que sólo se puede atribuir a la persona.

¿Se pueden vincular ambas dinámicas? Yo creo que sí. Que una procede de la otra. En concreto, la hipótesis B explicaría esta conexión: lo que explica la dinámica de trascendencia que caracteriza al hombre es consecuencia de esa relación personal primigenia con Dios (llamada a la existencia como don de amor), que constituiría el hombre en persona (autoconciencia, libertad, capacidad de amar) y suscitaría en el hombre esa dinámica de trascendencia, abriendo hasta el infinito sus facultades

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creadas, de modo que la trascendencia que el hombre manifiesta en su vida, no sería sino un intento de responder a la llamada personal originaria de Dios, respuesta que tendría la forma de una donación total, aunque esto no lo descubre el hombre inmediatamente. Lo va descubriendo a lo largo de su vida. ¿Qué elementos confirmarían esta hipótesis?

3.1. Desde el punto de vista de Dios:

- Sabemos que la creación no se explica según el modelo “Harry Potter” (varita mágica) sino que es acto de amor: Dios que se da. Ciertamente Dios puede crear almas inmortales o formas sustanciales, si así bien le parece, pero lo lógico es que el acto creador se sitúe en la misma lógica del ser de Dios. Con más fundamento si sabemos que la creación es para la salvación. Y mientras que la hipótesis A no pone de relieve esta dimensión de don de amor, de relación personal, sí lo hace la hipótesis B.

- Hemos dicho que la trinidad nos revela el amor de donación como clave interpretativa del ser, al menos para los seres humanos. El ‘esse’ que Dios comunica a su creatura está marcado por la dinámica del don, del amor, de la entrega. El problema de la creación de ‘almas’ es que, aunque aparezca el carácter sustancial, no aparece por ningún lado el amor ni puede explicar la capacidad de autonegarse por amor. Esto es más nítido en el modelo B.

- Sabemos desde la Biblia que Dios crea por la Palabra (llamada a la existencia). Esto es coherente con la interpretación que presenta la persona humana como eco creado de la llamada divina.

- Sabemos que, siendo Dios comunión de amor, el hombre, creado a imagen de Dios y llamado a participar de Dios, debe realizarse humanamente como comunión de amor (con Dios y los hermanos). Y la carencia de la dimensión relacional en el modelo A no es coherente con esto.

3.2. Desde el punto de vista del hombre:

- La dinámica de trascendencia humana no se agota en la realidad creada, sino que tiene como horizonte, el Infinito, Dios, la divinidad. Esto sería coherente con la hipótesis de que habría sido Dios el que habría establecido el ser personal del hombre y el que abría abierto el horizonte de su trascendencia como intento de responder a la llamada del Eterno.

- Lo que apuntamos sobre la presencia en la mente humana de una posición de conciencia de origen no finito, como única forma de explicar lógicamente el paradójico rasgo humano de la autoconciencia, nos orienta más hacia la clave relacional que hacia la clave del alma autoconsistente. Esta explicación resolvería el problema que antes planteábamos a propósito de que las relaciones humanas no pueden dar razón del origen del yo. Sería la relación originaria de Dios hacia mí, la que me constituye en un “Tú” para Dios, la que explicaría el origen de la persona, daría razón de la dinámica

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humana del trascender y, sobre todo, de la capacidad para negarse por amor, que no concuerda con las tendencias de la naturaleza espiritual. Esto no excluiría que esa relación originaria después necesite estructuralmente de las relaciones interhumanas para desarrollarse y llegar a ser plena.

- La experiencia de los místicos, aquellos que han desarrollado hasta el extremo la relación con Dios, tiene un rasgo común: Aprender a hacerse ‘nada’ por amor, ante Dios y ante los hermanos. Y recibirlo todo de Él. Esta experiencia histórica confirma lo que venimos diciendo acerca de que el don de Dios que nos constituye en personas es un don de amor que se debe expresar como entrega total: hacerse nada por amor de Dios. En perfecta coherencia con el modelo trinitario.

- Sólo el Ser Personal por excelencia puede conferir personeidad a la creatura al llamarla a la relación con él. El hombre es persona como dinámica de relación que modela su naturaleza espiritual porque es llamado por Dios a la comunión personal con El, es el "tú" de Dios, es imagen de Dios. Es, pues, la relación con Dios lo que define al hombre como persona, pues le constituye en autoconciencia y da razón de la dinámica de trascendencia y de la dinámica de la donación.

(4) Conclusiones: Ser imagen de Dios: el valor absoluto de la persona

Así pues, desde el modelo trinitario entendemos la persona humana, como sujeto autoconsciente, y su dinámica de trascendencia como fruto de una relación estructural con Dios.

* Es una relación ontológica, es decir, se sitúa en el plano del ser, y se explicita así: Esta relación con Dios constituye al hombre en persona, da razón de su capacidad de autoconciencia, garantiza su libertad como capacidad de autode-terminarse, y explica su capacidad de amar como autonegación. A la vez, proporciona a la naturaleza humana la dinámica del transcenderse que fundamenta su apertura cognoscitiva ilimitada y su vocación a la comunión, que es el fundamento de la sociabilidad humana. Así pues, todas las dimensiones fundamentales del hombre encuentran allí su raíz.

* Es una relación que debe expresarse al nivel existencial. Aquí es donde aparecen las dificultades, porque la sombra del pecado ha oscurecido la verdadera vocación humana y porque al tratarse de una vocación de donación total, excede nues-tras posibilidades creaturales y encuentra dinamismos creados que generan resis-tencia. Para entenderlo con claridad, hemos de mirar pues al hombre realizado, cristia-namente hablando, a Jesucristo.

Cristo, Dios hecho hombre, "en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor manifiesta plenamente al hombre lo que es el mismo hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). Cristo es el hombre por excelencia en cuanto expresa mejor que nadie en qué consiste el ser imagen de Dios "es imagen del Dios

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invisible" (Col 1,15) y, además, Dios “nos ha destinado a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29).

En segundo lugar el hombre, injertado en Cristo, está llamado a participar en su relación con el Padre y con el Espíritu, no a vivir su relación con Dios 'desde fuera', sino 'desde dentro': queda injertado en la vida de la Trinidad. Desde aquí podemos afirmar que, desde el punto de vista cristiano, el hombre-persona se define por una doble referencia: Cristológica y Trinitaria.

En consecuencia, la llamada divina a la existencia constituye de alguna forma la persona, de manera que negarse a esta vocación es negarse como persona o, mejor, construir el ser personal a la inversa. De igual manera, siendo la clave del ser personal divino el darse por amor, el recibirse a sí mismo como don de amor, la realización de ese ser habrá de desplegarse en la línea del don de sí. Incluso la razón de ser de la inmortalidad del alma radicaría aquí.

De todo ello se deduce la absoluta dignidad del hombre como persona, su unicidad e irrepetibilidad que le confieren el valor de lo insustituible. Pero es su estructural referirse a Dios lo que le otorga el primado axiológico. Sin esta vocación a ser el tú de Dios que implica que Dios lo quiere por sí mismo, como fin, el postulado de la dignidad absoluta del hombre sería difícilmente sostenible, habida cuenta de su evidente contingencia y finitud. Sólo por ser relación al absoluto aparece el hombre como absoluto relativo.

¿Implica esta tesis negar la existencia de la tesis tradicional del alma? De alguna manera sí, al menos en lo que dicha tesis tiene de ‘herencia griega’, lo que no se pondría en cuestión, al contrario se reforzaría exponencialmente, es el vínculo con la realidad divina. Aunque esta visión plantea dificultades a la hora de entender el proceso de la muerte, eliminaría todo dualismo antropológico y recuperaría lo mejor de la antropología bíblica: visión unitaria y relacional del ser humano, cuyo eje debe consistir, como en el caso de Dios del cual el hombre es imagen y semejanza, en el amor. En mi opinión, esta visión relacional sabe situar mucho mejor el amor en el centro de la antropología, que no la visión clásica sustancialista, aunque ésta garantice mejor la inmortalidad.

CONCLUSIÓN.

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BIBLIOGRAFIA.

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