Enredados en El Enjambre III
-
Upload
carl-vaughn -
Category
Documents
-
view
12 -
download
0
description
Transcript of Enredados en El Enjambre III
Enredados en el enjambrede Byung-Chul Han (III)Hablan los alumnos… y comenta elprofesorpor Juan Pablo Serra
“Nos relacionamos con el exterior mediante el conocimiento, pero nos
vinculamos mediante la afectividad y la libertad-voluntad”, se puede leer en
un conocido manual de Antropología personalista. Comenzar el análisis de
un libro desde su recepción afectiva supone tener información de primera
sobre si la obra en cuestión interesa o no. La afectividad — leemos en el
mismo manual — “determina en buena medida lo que nos interesa o no nos
interesa, lo que aceptamos o rechazamos, lo que consideramos nuestro y lo
que queda fuera del centro de nuestros intereses” (Juan Manuel Burgos,
Antropología: una guía para la existencia, Palabra, Madrid, 2003, 131).
Los sentimientos son tan confusos como complejos, pero tienen la
virtualidad de introducirnos en un tipo de relación distinta con el mundo,
que no pasa por la rigidez de la lógica. Si fuera así, no se entendería cómo ni
por qué un alumno tecnófilo puede interesarse por un libro crítico con la
tecnología digital: no sería “lógico”. Pero el mundo de los sentimientos,
dice Julián Marías (La educación sentimental, Alianza, Madrid, 1993, 25), es el
<<lugar>> en que se vive, un lugar que puede ser más o menos tupido, más
o menos refinado. Por eso, trabajar desde los sentimientos nos dice mucho
acerca de la madurez biográfica y situación existencial de los
alumnos/lectores y, con ello, nos proporciona una pauta inmejorable para
modular o adaptar el tono del discurso cuando se trata de analizar un texto,
algo esencial en una tutoría.
Ahora bien, una cosa es partir de las emociones y de la respuesta afectiva de
los alumnos ante la lectura de un texto — por decirlo de alguna manera —
anti-tecnológico y otra muy distinta es pensar — como muchos jóvenes (y
no tan jóvenes) sostienen — que sólo importan los sentimientos. Las
emociones son respuesta a algo que está fuera de ellas (en este caso, el
propio texto de Han). Sin olvidarlo ni marginarlo, ¿se puede trascender la
esfera sentimental e íntima hacia la fuente que origina esos sentimientos?
Se trata de un ejercicio delicado, que no se puede llevar a cabo sólo con
razonamientos, pues, como ha visto con mucha agudeza Pérez Ransanz, las
emociones nos indican lo importante y contribuyen a establecer los
objetivos y los límites de toda deliberación. Pero es que, además,
sentimientos epistémicos como la duda, la convicción, la curiosidad o el
asombro operan como motores de la investigación, en tanto fracturan
nuestras suposiciones, suscitan preguntas y obligan a buscar respuestas.
Por este motivo, creo que un
camino muy fecundo para
alcanzar una relativa
trascendencia respecto de
nuestra esfera sentimental pasa
por el trabajo de la imaginación,
el centro de la vida moral, como
ya vieron los medievales , y el
lugar donde no sólo se ven
posibilidades y se espesan las cosas sino también donde se pueden generar
nuevos hábitos de conducta y pensamiento, si el principio activo (aquello que
los causa) tuviese gran intensidad, parafraseando libremente a Tomás de
Aquino (S. Th., I-II, q51, a3). Un modo de hacer trabajar la imaginación, que
adelanté en la segunda parte de este artículo, es mediante los ejemplos y
contraejemplos, de cualquier tipo: noticias, escenas de películas, pasajes de
novelas y cómics, experiencias personales, juegos… Si el alumno se toma en
serio esos ejemplos, se puede dar esa fractura de las creencias previas a la que
aludía Pérez Ransanz en su artículo. El riesgo, de sobra conocido por
cualquier docente, es que el alumno no salga de ahí, del ejemplo, pues el
particular concreto tiene un inmenso valor cognitivo, pero la pretensión
científica original — y también la vocación universitaria, que recoge la
aspiración humana a saber — es más atrevida: quiere ir de lo particular
conocido a la formulación de explicaciones generales que ayuden a conocer
mejor aquello que creíamos que ya conocíamos sobradamente.
Una manera muy efectiva de probar que no conocemos del todo las cosas
que decimos conocer es ejercitar la observación atenta. Me gusta mucho
usar en clase un fragmento de El palacio de la Luna, de Paul Auster, en que
un ciego pide a su ayudante que le describa los objetos que señala con el
bastón cuando pasean por la calle y estalla en cólera cuando este es incapaz
de hacer una descripción precisa de lo que ve.
Me di cuenta — dirá el ayudante— de que nunca había adquirido el hábito de
mirar las cosas con atención, y ahora que me pedían que lo hiciera, los resultados
eran muy deficientes. Hasta entonces, yo había tenido tendencia a generalizar, a
ver las semejanzas más que las diferencias entre las cosas. […] [Pero] el esfuerzo
de describir las cosas con exactitud era precisamente la clase de disciplina que
podía enseñarme lo que más deseaba aprender: humildad, paciencia y rigor. En
lugar de hacerlo simplemente para cumplir con una obligación, empecé a
considerarlo como un ejercicio espiritual, un método para acostumbrarme a
mirar el mundo como si lo descubriera por primera vez.
La observación atenta, en efecto, pide humildad para admitir que el objeto
está más allá de mis ideas hechas, paciencia para volver una y otra vez sobre
el objeto y rigor en el uso del lenguaje con el que lo expresamos. Se trata, en
definitiva, de no dar nada por sentado y de aprender algo tan elemental
como que, en el mundo, hay relieves y matices y que no-todo-es-lo-mismo.
Sabiendo, eso sí, que la humildad, la paciencia y el rigor son hábitos que —
aunque, de entrada, no asociamos con sentimientos alegres — nos
posibilitan una mejor comprensión de las cosas que nos importan y,
también, un mejor gobierno y entendimiento de nuestras propias
emociones.
Pues bien, a continuación
querría mostrar lo que
observamos y discutimos en un
análisis más detenido de las
ocho primeras entradas de En el
enjambre. Acompaño el
comentario de cada entrada con
una imagen de alguno de los
ejemplos de emplea Han pues,
de hecho, En el enjambre entero
podría contarse con unas veinte
imágenes, una explicación más
(si bien algo simplista) del
enorme éxito que ha cosechado
este autor, que no sólo resulta
actual en su forma mentis sino
también en su forma de escribir.
3. Comentar algún aspecto de
las primeras ocho entradas.
a. ¿Por qué, en la primera entrada,
Han afirma que la comunicación
digital es una comunicación “sin
respeto”?
Los alumnos no tienen dificultad
en contestar esta pregunta, pues
lo ven a diario en los
comentarios de los usuarios (en
periódicos, en blogs, en tiendas
online, en redes sociales). Así,
dicen, la comunicación digital es
“sin respeto” por la virulencia y
procacidad que abunda en
internet, cosa que Han explica al
escribir que “la comunicación digital hace posible un transporte inmediato
del afecto” y, en ese aspecto, “el medio digital es un medio del afecto” (p. 16).
Han juega con el ejemplo de las shitstorms o linchamientos digitales, que
son irrespetuosos no sólo por su tono fervoroso sino por su anonimato, en
La repercusión de la obra de Han se
advierte no sólo en el número de ediciones
de cada libro suyo sino, más aún, en las
traducciones a otras lenguas (La sociedad
del cansancio, por ejemplo, pronto estará
disponible hasta en quince idiomas
distintos). Muchos de los temas que Han
aborda en En el enjambre los había
desarrollado en respuesta a la obra The
Filter Bubble: What the Internet Is
Hiding from You (2011), de Eli Pariser,
en un librito anterior titulado
Racionalidad digital: el fin de la acción
comunicativa, recientemente traducido al
italiano en formato ebook.
tanto el medio digital separa el
mensaje del mensajero y lo
desnominaliza.
Pero Han va más allá. La
comunicación digital es “sin
respeto” porque es una
comunicación sin distancias ni
reservas, sin secreto, que olvida
que “es precisamente la técnica
del aislamiento y de la
separación, como en el Ádyton, la
que genera veneración y
admiración” (p. 14).
El respeto, por último, se basa
en una relación simétrica de
reconocimiento. Por eso,
concluye Han esta primera
entrada, allí donde se
descompone el poder político y
se debilita la autoridad personal,
es normal que prolifere la
shitstorm, la comunicación
ruidosa y sin respeto…
… y, sin embargo, todo en esta
primera entrada del libro suena
tan lógico que a uno le entra la
duda de si no es sólo eso, lógico.
Es cierto que, hoy en día, el político carece del aura que antaño infundía
respeto y que tampoco puede hacer un uso del poder que engendrara un
silencio absoluto y eliminara todo ruido. Algo parecido ha sucedido con las
figuras de autoridad tradicionales (maestros, políticos, periodistas,
intelectuales, jueces, policías, médicos, científicos… y padres), que ya no
determinan una relación asimétrica con el otro, salvo por la fuerza.
También es cierto que este barullo — en donde se mezclan sin distinción
opiniones, insultos, argumentos, descalificaciones, elogios, críticas
desmedidas y declaraciones oficiales — es algo que preocupa a muchos
especialistas en comunicación, uno de cuyos empeños más activos hoy en
día consiste, justamente, en detectar datos relevantes — gustos,
preferencias, estados de opinión — en medio del anárquico parloteo digital,
En la web alemana Fanpage Karma
anuncian una aplicación que avisa a los
administradores de una página de
Facebook en caso de que reciba un número
inusual de reacciones.
Como puede observarse en el plano de un
templo griego, el ádyton es un espacio
reservado y cerrado hacia fuera.
para lo cual se siguen perfeccionando potentes herramientas de lenguaje
artificial y data mining.
¿Cómo hacer, entonces, para
recuperar la consideración
distanciada de una
comunicación genuina con el
otro? Ha habido quien, como
Alain de Botton, han optado por
eliminar los comentarios en su
periódico The Philosopher’s Mail
como medida para evitar la
comunicación sin respeto. Es una opción legítima, pero quizá estéril si se
quiere llegar al gran público de hoy, cuyo carácter específico quizá exija una
cierta adaptación a las formas modernas de comunicación (mensajes
fragmentados en numerosas unidades discretas, formas y tonos amigables,
canales sociales, bidireccionalidad) más que la crítica y denuncia de esos
modos de comunicarse. Esta última, siendo necesaria para detectar excesos
verbales perjudiciales para el diálogo, sin embargo no creo que sea capaz,
por sí sola, de restaurar la autoridad a quienes la merecen ni de revitalizar
la idea de que pueden existir estándares objetivos sobre lo que está bien y
lo que está mal. Dado que el sujeto posmoderno quiere criterios y
orientaciones para la vida y el pensamiento pero también desea autonomía
para descubrirlos por sí solo, está claro que habrá que pensar en nuevos
caminos para que las guías de autoridad recobren su papel.
b. ¿Cómo es la “sociedad de la indignación” que Han describe en la segunda
entrada?
Esta entrada tiene como trasfondo en el imaginario social las revueltas y
movimientos ciudadanos que se dan en el mundo desde 2008 y que,
genéricamente, podríamos denominar “olas de indignados”. La conexión
con la entrada anterior es inmediata: una de las reacciones o estados
afectivos típicos de una sociedad donde abunda la comunicación sin
respecto es, justamente, la indignación y el enfado (p. 22). Que no es lo
mismo que la ira o la cólera clásicas, reacciones afectivas que producen
acciones y que pueden narrarse pero que, fundamentalmente, son capaces
de interrumpir un estado existente — algo que ya había dicho Han en La
sociedad del cansancio refiriéndose entonces a la rabia.
La idea que deja caer Han, entonces, es demoledora: las olas de indignados
son incapaces de interrumpir lo que hay o de generar algo nuevo. ¿Por qué?
Porque se trata de movimientos incapaces de acción común, distraídos, sin
firmeza ni estabilidad (p. 22).
Han utiliza aquí el ejemplo de las
smart mobs — una evolución de
aquellos coreografiados
encuentros “casuales” de gente
en espacios públicos — , a las que
falta la continuidad necesaria en
el tiempo para ofrecer un
discurso público sólido. Al igual
que los indignados, se supone
que las smart mobs son
“inteligentes” porque han
discutido online las causas por
las que se reunen — tienen
conocimiento previo del asunto
— y también lo son porque están
interconectadas vía teléfonos inteligentes que permiten agilizar la
movilización. A los alumnos todo esto les suena, como mínimo, ingenuo. Al
fin y al cabo, se preguntan escépticos, ¿dónde están ahora los indignados?
¿Qué han cambiado realmente?
c. ¿Cuál es la peculiaridad que distingue al “enjambre digital” frente a la masa,
según Han?
La tercera entrada del libro — de
título homónimo — contiene la
aportación más importante de
Han como observador de
nuestra época, pues ofrece un
descriptor novedoso de nuestra
situación social, que ya no sería
la de la sociedad de masas (Le
Bon, Ortega), pero tampoco la
de las sociedades red (Castells,
Innerarity) ni las sociedades
líquidas (Bauman). Según Han,
hoy vivimos en sociedades de
enjambre. “El enjambre digital no
es ninguna masa porque no es
inherente a ninguna alma, a
ningún espíritu. El alma es
congregadora y unificante. El
enjambre digital consta de individuos aislados” (p. 26).
Si los flash mobs han quedado hoy como
patrimonio de artistas y grupos étnicos, las
smart mobs o multitudes inteligentes se
caracterizan por reunir mediantes las redes
sociales a individuos que apoyan una causa
o se oponen a alguna injusticia.
Las abejas se agrupan en “colonias” que
viven en “colmenas” donde producen miel.
Cuando ya no queda más espacio para
continuar la producción, la “colonia” se
divide en “enjambres” que van a otra rama
para empezar una nueva “colmena”. Es
importante saber a qué se refiere cada
término para captar las metáforas.
Es importante, no obstante,
destacar que el aislamiento
contemporáneo no es algo que
se advierta mirando lo que hace
la gente. La imagen de
“enjambre”, además, puede
llevar a confusión, pues
“enjambre” no es lo mismo que
“colmena”, una estructura más o
menos firme donde cada
habitante vive en su celda, sí,
pero donde las relaciones de
parentesco están claras. Podría pensarse que, en tanto metáforas, ambas
transmiten lo mismo: la idea de individuos que sólo viven para sí, sin
relación con el otro. Pero la fuerza de la intuición de Han reside en la
liviandad de la estructura que agrupa a los individuos del enjambre — según
él, lo característico de nuestra época — frente a la rigidez de la estructura —
social, económica, política, familiar — que reuniría a los individuos de una
colmena.
Aunque mentalmente piensan en “colmena” más que en “enjambre”, los
alumnos captan muy bien lo peculiar del enjambre digital, que es el empeño
de sus habitantes por tener y optimizar su perfil y no ser anónimos, aunque
se manifiesten como tales. “El homo digitalis — dirá Han — es cualquier cosa
menos nadie. Él mantiene su identidad privada, aun cuando se presente
como parte del enjambre. En efecto, se manifiesta de manera anónima, pero
por lo regular tiene un perfil y trabaja incesantemente para optimizarlo” (p.
28). Cualquiera que haya oído alguna vez hablar de personal branding,
posicionamiento en la red o actualización de perfiles dará la razón sin
dudarlo a Han. “En lugar de ser nadie”, el sujeto de la era digital “es un
alguien penetrante, que se expone y solicita la atención”. El sujeto de la
sociedad de masas, en cambio, “no exige para sí ninguna atención. Su
identidad privada está disuelta. Se disuelve en la masa” (p. 28). De ahí el
genial juego de palabras que sigue a continuación y que a más de un alumno
le sumía en la perplejidad: el hombre de la sociedad de masas no puede ser
anónimo porque ya es un nadie; el hombre de la sociedad digital, aunque se
presente o manifieste desde el anonimato, no es ningún nadie, sino un
alguien anónimo, esto es, un sujeto muy interesado en construirse un yo
específico (la mayoría de las veces, ideal) aunque luego no sea capaz de
responder en la vida real a lo que su perfil en la red dice y, por eso, prefiera
navegar desde el anonimato, que permite la “libertad” de identidad que el
perfil optimizado y la memoria imborrable de la red cada vez restringe más.
“Enjambre” no es lo mismo que “colmena”
pues, de hecho, puede referirse a cualquier
agrupación de insectos similares (y, por
extensión, a cualquier agrupación de
individuos parecidos).
Por último, según Han, la figura
psiquiátrica que mejor describe a
este habitante del enjambra
digital es la del hikikomori (p.
28), palabra que denomina a
aquellos que sufren un síndrome
de aislamiento social completo.
Pero cuidado con esta imagen,
apuntaba un alumno: el hikikomori es una enfermedad real y muy seria.
¿Está sugiriendo Han que los habitantes del enjambre digital somos
enfermos?
d. ¿Qué relación hay entre “mediación” y “representación”, tal como lo expone
Han?
Esta pregunta, que hice a algunos de los grupos de alumnos, no supieron
contestarla, seguramente porque toca un tema de comunicación y de
política que suena muy teórico y, por tanto, alejado de sus intereses. La
clave de esta entrada es la idea de que el medio digital es un medio de
presencia — no hay actores que “representen” al conjunto, cada uno quiere
aparecer individualizado — que desmediatiza la comunicación. Carlos
Scolari ha criticado con mucha inteligencia esta interpretación de Han:
¿Cómo se puede sostener que Twitter o Facebook no mediatizan la comunicación?
¿Acaso son interfaces neutras que no afectan las formas que asumen los
intercambios entre los usuarios? Las plataformas digitales — desde Facebook hasta
Amazon — generan un “efecto de desintermediación”, cuando en realidad son sus
algoritmos los que modelan el consumo y las interacciones de los usuarios.
Es decir que, aunque se anuncien como medios para que cada cual se
exprese sin barreras, en realidad los medios digitales desarrollan nuevas
instancias de (ciber)intermediación. Algo análogo ocurre en política
cuando se pide a los políticos que dejen de defender sus intereses, que sean
más transparentes y hasta lógicos o que haya democracia directa, sin
representación.
Pero los nuevos partidos —
también los populistas y hasta
los anti-políticos — no
desmediatizan la política ni
dejan de asumir un papel
representativo de cierto
electorado, por más que se
esfuercen por no adscribirse a tendencia ideológica alguna (Podemos,
Ciudadanos). Lo que proponen, más bien, son nuevas formas de
mediatización, como apunta Scolari.
e. ¿Qué quiere explicar Han con la anécdota del caballo apodado El Listo Hans?
Fundamentalmente — responden
los alumnos con acierto — los
aspectos no verbales de la
comunicación y, añado yo, del
pensamiento. El Listo Hans, se
decía, podía realizar operaciones
aritméticas o decir la hora, pero,
en realidad, lo que “hacía” no era
responder a la pregunta de su
dueño (“¿cuánto es 2+2?”) sino
que se guiaba por la reacción de sus observadores humanos, tal como
dictaminó la comisión científica que se formó para investigar el caso. La
anécdota aparece también en la Introducción a la psicología, de George A.
Miller (Alianza, Madrid, 3ª ed., 1972) y en distintas historias de la disciplina,
de donde es posible que lo haya conocido el propio Han.
En todo caso, es tan cierto que los aspectos no verbales sobrepasan la
capacidad comunicativa de la verbalidad — al menos, para transmitir cosas
fundamentales — que ha habido quien ha llegado a pensar en si podrían
llegar a constituir una auténtica lengua universal, Grammelot, formada por
signos gestuales, articulación corporal y sonidos onomatopéyicos. Un
ejemplo genial:
Ahora bien, aunque quizá tenga menor amplitud, ¿realmente es tan inferior
la comunicación digital? ¿Es tan drástico el trasvase entre la relación
personal online y la relación offline? A falta del carácter “táctil” y “corporal”
de la comunicación offline (p. 42), es cierto, como escribe Han, que la
comunicación digital multiplica las pantallas e interfaces entre persona y
persona (ahí reside, por cierto, la legitimidad de la pregunta de Scolari: ¿no
son esos “filtros” un tipo de mediación no neutral?). También es verdad
que, en Skype, las miradas de los interlocutores nunca pueden coincidir
(pp. 44–45). Pero, visto desde otro ángulo, ¿desde cuando la comunicación
interpersonal offline depende exclusivamente de la mirada para ser
auténtica? Haced la prueba: cuando hablamos cara a cara, en muy pocas
ocasiones cruzamos las miradas, ¿será porque miramos más al conjunto de
la persona que específicamente a sus ojos (por más incisiva que pueda ser la
mirada)?
f. ¿En qué consiste el síndrome de París? ¿Qué revela sobre nuestra actual
veneración de la imagen?
Charlie Chaplin - Modern Times (lyrics)
El síndrome de París consiste en el shock que experimentan los turistas
japoneses al ver el contraste entre el París real (sucio, viejo, roto, como la
foto que encabeza este artículo) y el ideal de su memoria (bonito,
reluciente, como la foto que acompaña estas líneas) (p. 50). Se trata de una
enfermedad descrita ya en 1986 y recientemente confirmada en sus
síntomas, que afecta a una media de veinte turistas al año.
Para Han, lo que este síndrome
revela es el miedo a lo otro y la
imagen como blindaje frente a lo
otro real. Por eso resulta tan
oportuna la mención a la
resolución de La ventana
indiscreta (Alfred Hitchcock,
1956), cuando Jeff — el fotógrafo
convaleciente que observa a sus
vecinos sin que estos lo sepan —
cruza la mirada con quien
sospecha que ha cometido un
asesinato. “Finalmente el sospechoso, lo terrible real, irrumpe en la
vivienda de Jeff” y este, en una reacción muy elocuente, “intenta cegarlo
con el fogonazo de la cámara, es decir, intenta desterrarlo de nuevo a la
imagen” (p. 51).
Pero hay más. Esa veneración contemporánea de la imagen tiene, para Han,
mucho que ver con el miedo al envejecimiento y al deterioro — propio de la
cosas — , que no se da las imágenes de la memoria. Análogamente, el medio
digital no envejece, pues “carece de edad, destino y muerte” (p. 52) y, de
hecho — escribirá más adelante — , lo digital tiene una capacidad de
reproducción “infecciosa” que va muy unida a su linaje emocional o
afectivo y también a la ligereza de sentido (p. 84).
Y, sin embargo, ¿como interpretar que lo digital no envejece? Al principio,
me costaba aceptar el ejemplo de Han, pues ¿no hay diferencia entre una
foto digital de 1995 y una de 2015? Uno tendería a pensar que sí, pues la de
2015 con toda seguridad será más nítida y tendrá más calidad. Pero, en
cierta manera, a la foto de 1995 se la puede optimizar y renderizar para que
luzca como una de 2015. “Envejece” lo que deja ver, la realidad captada,
pero la imagen no pierde calidad con el tiempo. Su “temporalidad” es
prestada, prestada por aquello que aparece en la imagen.
Ahora bien, ¿qué ocurre con las imágenes digitales cuya referencia a lo real
es sólo un punto de partida? En el ejemplo que acompaña estas líneas se
La ventana indiscreta (The Rear
Window) es, para quien escribe, la mejor
película de Hitchcock, en tanto condensa si
no todo, sí lo mejor de su cine.
advierte lo que digo, pues se
trata de una composición hecha
a partir de una imagen de una
mujer real (suponemos) y , a
continuación, tratada y retocada
para crear el efecto de
descomposición que la imagen
quiere transmitir. En un futuro
lejano, sólo seremos capaces de
intuir la localización en el
tiempo de esta imagen por
referencia a otras imágenes y a ciertas modas, pero no por los “materiales”
de los cuales está hecha la imagen… ¿o sí? Dos dudas. Primero, ¿estamos
seguros de que tendremos dispositivos para visualizar dicha imagen? La
temporalidad de lo digital, a lo mejor, también va vinculada al medio. Y,
segundo, esa imagen ahora se compone de ceros y unos, pero ¿no cabe
pensar que en el futuro organizaremos la información de un modo distinto?
g. ¿Por qué, según Han, el hombre que teclea no actúa?
Esta pregunta quedó “enterrada” en la discusión de las anteriores, pero es
uno de los asuntos más importantes del libro, pues contiene una de las tesis
nucleares para comprender el pensamiento de Han sobre el sujeto en la era
digital. Y, sin embargo, es una tesis que requiere de una síntesis apretada
pues, literalmente, Han da muchos motivos por los que el hombre que
teclea no actúa. Tengo para mí, no obstante, que si es así es porque el
hombre que teclea es incapaz de comprender el contexto que rodea lo que
hace — y, por tanto, el sentido — en tanto carece de un contacto real con el
mundo, carece de lo único que introduce la otreidad, que es la experiencia.
“El hombre del futuro ya no necesitará manos. No tendrá que tratar y
elaborar porque ya no tendrá que habérselas con cosas materiales, sino solo
con informaciones ajenas a la condición de cosas”. Por eso, escribe Han en
esta entrada, el nuevo hombre teclea (con los dedos) en lugar de actuar (con
las manos).
“Tanto el tratamiento como la elaboración presuponen una resistencia.
También la acción tiene que superar una resistencia. Presupone lo otro, lo
nuevo frente a lo que predomina […]. De lo digital no sale ninguna
resistencia material que hubiera de superarse por medio del trabajo” (p.
57). Con la envoltura digital nos liberamos del peso de la materia, pero
entonces toda actividad se convierte en trabajo, que puede ser optimizada y
sometida a parámetros de rendimiento, generando nuevas esclavitudes y
coacciones: “la libertad de la movilidad se trueca en la coacción fatal de
tener que trabajar en todas partes” y en la obligación de tener que estar
permanentemente comunicado (p. 59).
Esta entrada, además, entronca
muy bien con la segunda, la de la
sociedad de la indignación, en un
punto básico para Han, a saber,
que en las sociedades red de hoy
— como las llama el sociólogo
Manuel Castells — la capacidad
para pasar del tecleo a la acción
es efímera, vaporosa y poco
meditada: le falta un relato. “La
palabra <<digital>> refiere al
dedo (digitas), que ante todo
cuenta. La cultura digital
descansa en los dedos que
cuentan. Historia, en cambio, es narración. Ella no cuenta. Contar es una
categoría poshistórica”. Esta observación es interesante por la profundidad
antropológica que porta. Pues, si hacemos caso de Alasdair MacIntyre y
Charles Taylor, los seres humanos somos criaturas narrativas, que nos
educamos escuchando historias y buscamos sentido a la vida encuadrando
nuestra vida en algún tipo de relato del que no somos autores exclusivos.
En cambio, “lo digital absolutiza el número y el contar. También los amigos
de Facebook son, ante todo, contados. La amistad, por el contrario, es una
narración”, es decir, no reductible a número alguno (p. 60). Aunque,
lógicamente, esto requeriría de matización y mayor análisis crítico, suena
razonable pensar que la incapacidad contemporánea de pasar a la acción
quizá tenga mucho que ver con el afán de dominio y el lenguaje del
rendimiento y la eficiencia que se potencia en la época digital.
h. ¿Qué diferencia hay entre el labrador y el cazador? ¿Qué quiere expresar Han
con esta metáfora?
Esta octava entrada es de las más difíciles del libro, porque en un sentido
muy preciso (heideggeriano), es la más “metafísica”: literalmente, viene a
decir que la figura del labrador está más cercana al ser que la del cazador,
sólo atenta al ser en cuanto información, eficiencia y disponibilidad para
usarse (p. 62).
Por esta razón, en la discusión con los alumnos, nos dejamos llevar por la
fuerza evocadora de las imágenes del labrador y el cazador. Así, por
ejemplo, parece que el labrador se las tiene que ver con la tierra, que se le
puede resistir a sus planes. A
partir de esa resistencia aprende,
se convierte en persona
razonable, pues aprende a
someter su razón a la
experiencia. En el cazador, en
cambio, la iniciativa no es
“compartida” con lo otro que se
ofrece, sino más bien solitaria e
interesada, y su inteligencia es
más “instintiva” y calculadora,
que oyente y obediente como en
el labrador. Además, esta
metáfora bien podría referirse a
la escasa capacidad productiva o
generativa del sujeto actual: el
labrador produce o es co-
generador de nuevo alimento
con su esfuerzo, pero, en el
mundo digital, apenas
“generamos” cosas con nuestro esfuerzo (hacemos mash-ups con canciones
de otros, somos prosumers a partir de contenido ajeno).
De forma indirecta, esta entrada conecta muy bien con la anterior, en el
sentido de que no parece descabellado pensar que el labrador actúa (entra
en contacto con lo otro, con el ser) mientras que el cazador teclea (cuenta,
digita, calcula). Pero Han profundiza aún más en la metáfora, pues —
siguiendo al Heidegger de ¿Qué significa pensar? — la mano del labrador, más
que actuar en el sentido de una vida activa, es co-lectora, una lectura que
re-envía poderosamente al Julián Marías de “Pensar y escribir” (1998)
cuando sostiene que
La intelección es lo más parecido a la aprehensión física con las manos: se puede
tomar algo con dos dedos, con la mano entera, con las dos a la vez, que estrechan
lo real. No se entienden más cosas, sino más aquello que se había empezado a
entender, que se entendía ya.
Igualmente, dice Heidegger, “sin este reunir, sin esta recolección” — sin esta
intelección en el sentido de Marías — “no seríamos capaces de leer una
palabra”. Y entra el comentario de Han: “el Logos aparece en Heidegger
como hábito del labrador, que cultiva el lenguaje como tierra laborable, ara
y cultiva, en medio de lo cual comunica con la tierra que se esconde, que se
cierra, y se expone a su carácter incalculable y oculto” (pp. 62–63). Frente al
En El origen de la obra de arte (1958),
Heidegger lee los zapatos campesinos de
Van Gogh como botas de labrador y el
“mundo” que revelan: el interior gastado
habla de la fatiga de los pasos laboriosos,
por el zapato cruza el mudo temor por el
pan cotidiano, la callada alegría de una
buena cosecha, la esperanza ante la llegada
del hijo y la angustia ante la llamada de la
muerte.
hombre-labrador que comprende en la medida que escucha la tierra y la
escucha obedeciéndola, “los cazadores de la información, a la búsqueda de
la presa, pasean la mirada por la red como si se tratara de un campo de caza
digital. En contraposición a los labradores, ellos son móviles. Ningún suelo
los obliga a establecerse. No habitan” (p. 66). Si bien el cazador de la era
digital sigue atado a algo, a la máquina, que sin embargo no ofrece ninguna
verdad ni sentido (¿será por frases como estas que algunos tildan a ciertas
filosofías existenciales, dialógicas y personalistas de animistas?) pero sí la
obligación de cargar con el trabajo a todas partes.
“Modos de comportamiento como <<paciencia>>, <<renuncia>>,
<<desasimiento>>, <<recelo>>, <<cuidado>>, que caracterizan al labrador de
Heidegger, no pertenecen al hábito del cazador. Los cazadores de la
información son impacientes y ajenos a la timidez. Están al acecho en lugar
de <<esperar>>. Echan la zarpa en lugar de dejar que las cosas maduren. Se
trata de apresar con cada clic” (p. 68). Y, con ello — podríamos concluir
conectando con La sociedad del cansancio, la primera obra de Han traducida
al castellano — , aparecen nuevas formas de ansiedad y cansancio, derivadas
de este modo de mirar al mundo en busca de utilidad y eficiencia, cuyo
emblema, para Han, serían las Google Glass, un artilugio que destroza la
dicha de ver, que justamente consiste en la mirada larga “que se demora en
las cosas sin explotarlas” (p. 69).
Una serie de consideraciones, como se ve, muy serias, que es fácil soslayar
en una lectura rápida de esta entrada pero que no debieran ignorarse en el
tipo de análisis atento que esta parte del seguimiento tutorizado del libro
proponía. Y que aquí termina, tras un largo y menucioso repaso.
En la cuarta y última parte de este artículo, ofreceré unas últimas (y breves)
reflexiones sobre antropología, sentimientos y contemplación.