!Enemigo a La Vista! - Alexander Kent

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Plymouth 1794, Inglaterra ha estadoen guerra con Francia desde hacecasi dos años. A bordo delHyperion, Richard Bolitho y suinexperta dotación se hacen a la marcon la misión de unirse al bloqueofrente a las costas francesas.

Desafortunadamente, su superior, elcomodoro Pelham-Martin, es unegoísta incompetente cuyasmezquinas enemistades hacenpeligrar el éxito de toda una flota.Bolitho se ve forzado a adoptarmedidas drásticas en una

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persecución de la flota enemiga através del Atlántico que pone aprueba tanto su temple como susdotes marineras.

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Alexander Kent

¡Enemigo a lavista!

Richard Bolitho - 10

ePUB r1.2

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Titivillus 28.12.2014

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Título original: Enemy in sight!Alexander Kent, 1970Traducción: Luis Rocha RosalISBN: 84-7486-122-5

Editor digital: TitivillusePub base r1.0

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Ningún comandante puede hacerlomuy mal si coloca su barco al

costado del barco enemigo.

HORACIONELSON

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I

TIEMPO DE DESPEDIDAS

La gran ventana de la posada TheGolden Lion, orientada al sur, hacia elestrecho de Plymouth, retumbóviolentamente sobre el marco cuandootra fuerte racha moteó el cristal conpequeñas gotas de lluvia y agua de mar.

El capitán Richard Bolitho estaba deespaldas al vivo fuego de la chimenea,con las manos detrás de la espalda y lamirada perdida en la alfombra de lahabitación. La repentina ráfaga le hizo

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levantar la cabeza, mientras su mentedaba vueltas a una extraña mezcla deemociones: además de la urgencia, unanueva y extraña sensación de aprensiónpor dejar tierra firme.

Cruzó rápidamente la habitaciónhasta la ventana y se quedó mirandohacia abajo, a lo largo de la calledesierta, con sus adoquines brillantes, yal agua gris que rompía más allá. Eranlas ocho de la mañana del primer día denoviembre y estaba aún demasiadooscuro para poder ver mucho más que unpanorama borroso y gris del mar através del cristal mojado. Oía voces másallá de la puerta de su habitación, así

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como ruido de caballos y de ruedas enel patio de abajo, y se dio cuenta de queya casi era el momento de partir. Seencorvó sobre el largo catalejo debronce, montado sobre un trípode ante laventana, sin duda para el disfrute de loshuéspedes de la posada o paraentretenimiento de aquéllos que veíanpasar los buques de guerra sólo comosimples objetos bellos o como unadistracción pasajera. Era extraño pensarque 1794 llegaba a su fin, que Inglaterrahabía estado en guerra con la Franciarevolucionaria desde hacía casi dosaños, y que aún había mucha gente queera indiferente o nada consciente del

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peligro que corría. Quizá las noticiashabían sido demasiado buenas —pensóvagamente—, ya que realmente ese añoles había ido bien en el mar. La victoriade Howe, conocida ahora como elGlorioso Primero de Junio, la toma deJarvis de las islas de las IndiasOccidentales francesas, e incluso latoma de Córcega en el Mediterráneo,debían significar que el camino se abríaya para la victoria total. Pero Bolithosabía muy bien que no se podían haceresos juicios tan rápidos. La guerra seextendía en todas direcciones y daba laimpresión de que, al final, iba ainvolucrar al mundo entero. E Inglaterra,

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a pesar de sus barcos, se veía forzadacada vez más a depender de sus propiosrecursos.

Movió cuidadosamente el catalejohacia un lado, y pudo ver las cabrillasque cruzaban a través del estrecho, lapunta del cabo y las veloces nubesplomizas. El viento del noroesteaumentaba y en el aire se presentía lanieve.

Aguantó la respiración y apuntó elcatalejo hacia un barco solitariofondeado a lo lejos, al parecer inmóvil,que proporcionaba la única mancha decolor en aquel mar inhóspito.

El Hyperion, su barco, le estaba

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esperando. Era difícil, aunque noimposible, imaginárselo como elmaltrecho y castigado dos cubiertas quehabía llevado a Plymouth seis mesesantes, tras su lucha desesperada en elMediterráneo después del fracasadointento de Hood de retener y ocuparTolón. Seis meses de súplicas ysobornos, de acoso a los trabajadoresdel astillero y de vigilancia de cada fasede las reparaciones y del carenado delviejo buque. Y era viejo. Veintidós añoshabían pasado desde que su buen roblede Kent paladeara por primera vez elagua salada, y casi siempre había estadoen servicio continuo. Del helado

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suplicio del Atlántico a lasenloquecedoras calmas de las Indias. Delas andanadas del Mediterráneo alpaciente bloqueo de cualquier puertoenemigo.

Al meterlo en el dique, Bolithohabía visto cómo arrancaban las algasde casi dos metros de longitud queestaban adheridas al casco. No era deextrañar que hubiera sido tan lento.Ahora, por lo menos en apariencia,parecía un barco nuevo.

Observó la extraña luz plateada quejugueteaba sobre su elevado costadomientras borneaba pesadamente. Inclusoa aquella distancia podía distinguir el

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trazado negro y tenso de la jarcia, ladoble línea de portas de los cañones y elpequeño rectángulo rojo de la enseñaque flameaba al viento creciente.

En cierto momento había parecidocomo si el carenado, el trabajo y losretrasos nunca fueran a acabarse.Entonces, en las últimas semanas, habíavuelto al mar, se había tesado alaparejo, se habían sustituido los setentay cuatro cañones, y se había llenado elpanzudo casco de pertrechos,provisiones, pólvora y munición. Y dehombres.

Bolitho enderezó la espalda. Seismeses eran, para el barco, un largo

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período de tiempo apartado de suelemento natural. Esta vez no volveríacon la experimentada y disciplinadadotación que había tomado bajo sumando dieciséis meses atrás, la mayorparte de la cual habían estado a bordodurante cuatro años. En ese tiempo seesperaba que hasta el más torpecampesino pudiera acoplarseperfectamente. Pero aquellos hombreshabían sido desenrolados, no paratomarse un bien merecido descanso, sinopara desperdigarse ante las demandas deuna flota siempre creciente, que le dejótan solo algunos de los marinerosveteranos, que debían ocuparse de las

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reparaciones más delicadas del barco.Durante varias semanas, su nueva

dotación había sido reclutada de entretodas las fuentes disponibles: de otrosbarcos, del capitán de puerto e inclusode los juzgados del condado. A susexpensas, pero con pocas esperanzas,Bolitho había enviado volantes y dospartidas de leva en busca de nuevoshombres, y se había quedadosorprendido cuando unos cuarentahombres de Cornualles llegaron a bordo.La mayoría eran campesinos, granjeroso mineros, y todos eran voluntarios.

El teniente que les había llevado abordo les había felicitado y, de alguna

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manera, les admiraba, puesto que eraverdaderamente muy raro alistarsevoluntariamente y cambiar la tierra porla severa disciplina y los peligros de lavida en un buque del Rey.

Bolitho aún no podía creer queaquellos hombres quisieran realmenteservir con él, un tipo de Cornualles cuyonombre era bien conocido y admirado alo largo de su condado natal. Estabacompletamente desconcertado por ello ytambién bastante conmovido.

Ahora todo aquello quedaba en elpasado. Alojada en el casco decincuenta y cinco metros de eslora, sunueva dotación le estaba esperando.

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Esperaba al hombre que, después deDios, tendría sus vidas en sus manos,aquel cuyos conocimientos y destreza,cuya valentía o cobardía decidirían siiban a vivir o morir. Al Hyperion aún lefaltaban unos cincuenta hombres dedotación, pero eso tenía pocaimportancia en aquellos tiempos duros.Su verdadera debilidad estaba en elfuturo inmediato, en los días en quetendría que dirigir a todos aquelloshombres para que funcionaran como ungrupo cohesionado y entrenado.

Salió de su ensimismamiento alabrirse la puerta, y cuando se volvió vioa su mujer enmarcada en la entrada de la

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habitación. Vestía una larga capa deterciopelo verde, y la capucha haciaatrás dejaba a la vista su relucientecabello castaño. Los ojos le brillaban,por lo que sospechó que contenía aduras penas las lágrimas.

Bolitho cruzó la habitación y lecogió las manos. Aún le resultaba difícilcomprender la buena suerte que habíatenido al tomarla por esposa. Erahermosa y diez años menor que él, ymientras la miraba pensó que enaquellos momentos dejarla era lo másdifícil que había hecho nunca. Bolithotenía treinta y siete años, y había estadoen el mar desde los doce. Durante ese

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tiempo, mientras sobrevivía a lasprivaciones y los peligros, a menudohabía sentido cierto desprecio hacia loshombres que preferían la seguridad desus hogares a navegar en un barco delRey. Hacía cinco meses que se habíacasado con Cheney, y ahora comprendíalo dolorosas que podían ser lasdespedidas.

Durante las prolongadasreparaciones ella nunca se habíaseparado de su lado. Había sido unperíodo de tiempo tremendamente feliz ynuevo para él, a pesar de lasnecesidades del barco y del trabajodiario en el astillero. En general, había

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pasado las noches en tierra con ella, enla posada, dando a veces largos paseosa pie junto al mar o cabalgando hastaDartmoor. Eso fue hasta que ella le dijoque iba a tener un hijo, y se rió ante lapreocupación y el desconciertoprotector con que reaccionó.

—Tus manos parecen de hielo,querida —dijo él.

Ella sonrió.—He estado abajo en el astillero

diciéndole a Allday cómo debíadesempaquetar algunas de las cosas quete he preparado. —De nuevo, el ligerotemblor del labio y la barbilla—.Recuerda, Richard, que ahora estás

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casado. Yo no voy a tener a micomandante flaco como un palo por faltade buena comida.

Bolitho oyó el discreto carraspeo deAllday desde la escalera. Al menos élestaría a su lado. Su patrón, el hombreque después de su viejo amigo Herrickle conocía posiblemente mejor quenadie.

—Ahora te cuidarás, ¿verdad,Cheney? —dijo rápidamente. Le apretócon fuerza las manos—. Cuando vuelvasa Falmouth tendrás muchos amigos porsi necesitas algo.

Ella asintió; entonces alargó lamano, le tocó su casaca con solapas

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blancas y apoyó los dedos sobre laempuñadura de su sable.

—Te estaré esperando, queridoRichard. —Bajó la mirada.

—Y si estás en el mar cuandonuestro hijo nazca, será como siestuvieras a mi lado.

La fornida figura de Allday apareciópor la puerta.

—La lancha está esperando,comandante. He estibado todo elequipaje tal como ordenó la señora. —La miró con admiración—. Y no sepreocupe por nada, señora, le cuidarébien.

Ella agarró el brazo de Bolitho con

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fuerza y susurró:—Asegúrese de ello. ¡Ruego a Dios

que no os ocurra nada!Bolitho le apartó la mano y la besó

dulcemente. Se sentía muy mal ydeseaba encontrar palabras para hacermás fácil la despedida. Al instante supoque no existían esas palabras, que nuncahabían existido.

Cogió el sombrero de galonesdorados y se lo puso. La retuvo en sumirada durante unos segundos más,compartiendo su dolor y la sensación devacío, y entonces, sin decir nada más, sevolvió y caminó decidido hacia lasescaleras.

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El dueño de la posada se inclinómientras Bolitho cruzaba la habitaciónhacia las puertas de la entrada principal,y con su rostro redondo y solemneentonó:

—¡Buena suerte, capitán! ¡Mate unoscuantos gabachos por nosotros!

Bolitho asintió levemente y dejó queAllday le pusiera el capote alrededor delos hombros. Las palabras del posaderosignificaban poco. Probablemente decíaexactamente lo mismo a la interminableprocesión de oficiales de Marina que sealojaban unos días bajo su techo antesde volver a sus barcos, algunos porúltima vez.

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Se vio a sí mismo reflejado en elespejo que había en la pared junto a lacampana del mozo de cuadra y se diocuenta de que tenía el ceño fruncido.Pero qué diferencia tras aquellos seismeses. Las profundas arrugas dealrededor de la boca habíandesaparecido y su alta figura parecíamás relajada de lo que él podíarecordar. El cabello negro no tenía ni unsolo rastro de gris a pesar de la fiebreque casi le había matado entre las dosguerras, y el mechón que aún colgabacon rebeldía sobre su ojo derecho lehacía parecer más joven. Vio que Alldayle observaba y forzó una sonrisa.

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Allday abrió las puertas y se llevó lamano al sombrero.

—Parece que ha pasado muchotiempo desde la última vez queestuvimos embarcados, comandante —sonrió—. No sentiré marcharme. Lasmozas de Plymouth ya no son lo queeran.

Bolitho pasó junto a él y le parecióque la lluvia que le caía en la cara eraaguanieve. Aceleró el paso mientrasAllday le seguía cómodamente detrás. Elbarco estaba a unas buenas dos millasde la costa, tanto para aprovechar elviento y la marea como para disuadir aalgún posible desertor. La dotación de la

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lancha tendría que bogar duro parallegar hasta allí.

Se detuvo ante las escaleras delmalecón y sintió el viento que searremolinaba a su alrededor y la tierrabajo sus pies, y supo como siempre quepodría no volver a poner un pie en ellanunca más. O, peor aún, podría ser quevolviera como algunos pobres tullidos,manco o tuerto, como tantos hombresque abarrotaban las tabernas de losmuelles, recordatorios de una guerra queproseguía, pese a que no siempre sehiciera notar.

Se volvió hacia la posada e imaginóque podía verla en la ventana.

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Entonces dijo:—Muy bien, Allday, llame a la

lancha para que atraque al costado.

* * *

Tras separarse del muro del muelle,el movimiento de los remos hacíaavanzar el bote como si rozara lasuperficie del agua a través de lascabrillas que avanzaban lentamente; ymientras tanto, Bolitho, sentado yacurrucado en su capote, deseó que todala dotación del barco fuera comoaquellos hombres. Porque ellos eran la

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dotación original de su lancha, y con suspantalones blancos y sus camisas arayas, sus coletas y sus rostros morenos,parecían la encarnación perfecta de laimagen de los marineros británicos quetenía la gente de tierra.

El movimiento de la lancha aumentóal alejarse de tierra, y Bolitho afianzó suposición para observar cómo su barcose iba dibujando lentamente entre labruma de los rociones del mar y de lallovizna, hasta que los elevados mástilesy vergas y las velas perfectamenteaferradas parecieron ocupar todo elhorizonte. Era una visión normal, peronunca dejaba de impresionarle. Una vez,

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cuando era aún un niño, se habíaacercado a un barco del mismo tamañoque el Hyperion, a su primer barco,pero a aquella tierna edad le habíaparecido aún más grande y bastanteaterrador; como este barco debía deparecerles ahora a los nuevos hombresenrolados —pensó—, tanto a losvoluntarios como a los que habían sidoforzados a dejar una vida más segura entierra.

Allday movió la caña y condujo lalancha bajo la elevada tajamar, demanera que el dorado mascarón de proa,Hyperion, el dios del sol, pareció quellegaba con su tridente hasta justo

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encima de sus cabezas.Bolitho oyó las silbidos llevados

por el viento y vio a los infantes demarina con sus casacas rojo escarlata yaformados en el portalón de entrada, asícomo el azul y el blanco de los oficialesy la masa anónima de figuras de detrás.

Se preguntó qué estaría pensandoInch, su primer teniente, del momento dela partida. Se preguntó, también, qué eralo que le había hecho retener al joventeniente cuando había tantos oficialesveteranos dispuestos a cubrir un puestotan codiciado. Al ser el siguiente en lalínea de mando tras el comandante delbarco, siempre existía la oportunidad e

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incluso la esperanza de que llegara lapromoción por la muerte repentina deaquél o el ascenso al rango de jefe deescuadra.

Cuando tomó el mando del viejosetenta y cuatro cañones, Bolitho sehabía encontrado a Inch como el quintoteniente, el más joven. El servicio lejosde tierra, y a menudo lejos de la flota,había conducido los pasos del jovenoficial hacia arriba en la escala deascensos al morir un oficial tras otro.Cuando el primer teniente se quitó lavida, Thomas Herrick, amigo deBolitho, estuvo a mano para relevarle,pero ahora incluso él había dejado el

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barco con el rango de capitán y un barcopropio. Y así, el teniente Francis Inch,larguirucho, con cara de caballo ysiempre entusiasta, tuvo su oportunidad.Por alguna razón, no comprendida deltodo ni por el mismo Bolitho, se lepermitía seguir en el puesto. Pero laidea de hacerse a la mar como segundoen la cadena de mando, por primera vez,podía hacerle ver su nuevo estatus conrecelo y con no poca ansiedad.

—¡Ah del bote! —La acostumbradallamada flotó por el costado del barco.

Allday abocinó sus manos y gritó:—¡Hyperion!Mientras se alzaban los remos y el

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proel se enganchaba en los cadenotes,Bolitho se quitó el capote, y apretandoel sable contra la cadera saltórápidamente al portalón de entrada. Y nole faltaba el aliento. Encontró tiempopara maravillarse ante lo que la buenacomida y el ejercicio regular en tierrapodían hacer por alguien que habíaestado tanto tiempo apretujado yacostumbrado a la vida a bordo de unbarco.

Cuando su cabeza asomó sobre labrazola de la escala, los silbatosrompieron en un estridente trino y vio elbrusco movimiento de los mosquetescuando la guardia de infantes, de marina

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presentó armas.Inch estaba allí, inclinándose

inquieto en su saludo, con el uniformeempapado por la lluvia, por lo queBolitho dedujo que no había dejado elalcázar desde las primeras luces.

El ruido cesó e Inch dijo:—Bienvenido a bordo, señor.Bolitho sonrió.—Gracias, señor Inch. —Miró

alrededor a los hombres que leobservaban—. Veo que ha estadoocupado.

Inch se asomó hacia la lancha yestaba a punto de llamar a su dotacióncuando Bolitho dijo en voz baja:

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—No, señor Inch, este ya no es sutrabajo. —Vio que Inch le miraba—.Déjelo a sus subordinados. Si confía enellos, ellos llegarán a confiar en usted.

Oyó unas fuertes pisadas en lahúmeda tablazón y se volvió para ver aGossett, el piloto, que caminaba lenta ypesadamente para saludarle. Gracias aDios, al menos él había estado a bordodel barco durante varios años.

Gossett era enorme y corpulentocomo un tonel, con los ojos másvivarachos que Bolitho había vistojamás, aunque normalmente estabanmedio ocultos en su marcado yestropeado rostro.

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—¿Ninguna, queja, señor Gossett?El piloto negó con la cabeza.—Ninguna señor. Siempre dije que

este viejo barco volaría una vez sedeshiciera de sus algas. —Se frotó lasenormes y enrojecidas manos—. Y esoes lo que hará, si quiere mi opinión.

La dotación formada se agolpabaaún en los pasamanos y en la cubiertaprincipal, con sus caras pálidas encomparación con las de Gossett yAllday.

Aquél debería haber sido elmomento para un discurso encendido, unmomento para arrancar una aclamaciónde aquellos hombres que aún eran

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extraños para él y entre ellos mismos.Alzó la voz por encima del ruido del

viento:—No vamos a perder tiempo.

Nuestras órdenes son unirnos sindilación a la escuadra de bloqueo frentea Lorient. Tenemos un buen barco, unbarco con un magnífico historial y grantradición, y juntos lo haremos lo mejorque podamos para encerrar al enemigoen sus puertos, ¡o para destruirle si fueralo bastante insensato como paraaventurarse a salir!

Se inclinó hacia delante apoyandolas manos en la batayola del alcázarmientras el barco se elevaba

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pesadamente bajo sus pies. Erasorprendente, pero algunos de aquelloshombres se daban pequeños golpes conel codo entre sí y sonreían ante suspalabras vacías. En pocos mesesconocerían la verdadera desdicha delservicio de bloqueo, y aguantarían todaclase de inclemencias sin abrigo nicomida fresca, mientras los francesesdescansaban en sus puertos y esperabanconfortablemente a que se hiciera unhueco en la cadena de barcos británicapara salir disparados, atacar con fuerzay volver a puerto antes de que pudieraemprenderse ninguna acción ofensivacontra ellos.

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Ocasionalmente, un barco seríarelevado para reaprovisionarse o hacerreparaciones importantes y otro tomaríasu puesto, como iba a hacer ahora elHyperion.

Añadió con tono enérgico:—Tenemos mucho que hacer, y

espero que cada uno de ustedes lo hagalo mejor posible en todo momento paraser eficientes en cualquier tarea que seles encomiende. —En aquel momento,algunos de los más veteranos hicieronuna mueca. Sabían que eso significabaejercicios de artillería y navegación anteun oficial con el reloj de bolsillo en lamano hasta que su comandante estuviera

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satisfecho. Con ese tiempo no sería untrabajo agradable, especialmente paralos hombres que jamás habían estado aflote.

Bolitho dirigió la mirada hacia ellado opuesto del alcázar donde Inch ylos otros cuatro tenientes estabanformados junto a la borda. En loscaóticos días que precedieron yprosiguieron a la vuelta al servicio delHyperion había tenido menos tiempo delque hubiera querido para conocer a susoficiales nuevos. Los tres últimostenientes parecían bastante competentespero eran muy jóvenes y tenían pocaexperiencia. Sus uniformes nuevos

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estaban relucientes y sus caras tanrosadas como las de cualquierguardiamarina. El segundo teniente, unhombre llamado Stepkyne, se habíaformado como segundo piloto a bordode un barco de la ruta de las IndiasOrientales y había pasado al serviciodel Rey al ser destinado a un pesadobuque de transporte de pertrechos.Alcanzar el rango de oficial de guerradebía haberle supuesto un duro trabajo yamargas experiencias, y mientras estabaallí de pie, tambaleándose suavementeen la cubierta del Hyperion, Bolithopudo apreciar unas tensas arrugas juntoa la boca en una expresión que rayaba en

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el resentimiento, mientras miraba desoslayo al joven Inch.

Más allá de los tenientes estaban losseis guardiamarinas del barco, de nuevomuy jóvenes, pero obviamente excitadosante la perspectiva de lo que, para lamayor parte de ellos, era su primerviaje.

El capitán Dawson permanecía consus infantes de marina, circunspecto yserio, y con su teniente, Hicks, un jovenincreíblemente elegante pero conexpresión distraída. Bolitho se mordióel labio. Los infantes de marina eranexcelentes para las incursiones en tierrao para el cuerpo a cuerpo en el

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abordaje, pero ofrecían poca ayuda enlo concerniente a llevar un navío delínea a toda vela.

Sintió el viento húmedo que searremolinaba alrededor de sus piernas yañadió con brevedad:

—Esto será todo por ahora. —Asintió con la cabeza mirando a Inch:

—Prepárese para hacerse a la vela,si es tan amable.

Bolitho vio a Joshua Tomlin, elcontramaestre, junto al portalón deentrada, con su penetrante miradaposándose rápidamente sobre loshombres que tenía más cerca. Tomlinformaba parte también de la dotación

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original; un hombre rechoncho, bajo yenormemente robusto, casi tan anchocomo alto y extremadamente peludo.Cuando sonreía, cosa que hacía amenudo, mostraba una sonrisa de locoaterradora, ya que había perdido los dosdientes de arriba por culpa de un motónque le cayó encima muchos años atrás.Era conocido por su paciencia y sutosco buen humor, y Bolitho no le habíavisto aún golpear enfadado a un hombre,algo inusual en los de su oficio. Pero ibaa necesitar algo más que su dosis detolerancia para mantener la calma con sunueva colección de marineros —pensóresignado.

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Los silbatos sonaron de nuevo y lascubiertas cobraron vida con laestampida de pies de los hombres quecorrían a sus puestos, espoleados porlas patadas y las maldiciones de losatareados oficiales de mar que aún nohabían tenido tiempo para memorizarsus nombres.

Bolitho asió del brazo a Inch y lellevó a un lado.

—El viento ha rolado una cuarta. —Echó una mirada sin demasiada atenciónal gallardete del tope—. Leve el anclaenseguida y envíe a la gente a laarboladura. —Vio que sus palabrascausaban confusión en la cara de caballo

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de Inch y añadió en voz baja:—Será mejor que los hombres

nuevos suban ahora a la arboladura y secoloquen en las vergas antes de que paseusted las órdenes. No queremos que lamitad de ellos caigan sobre la cubiertacon el catalejo del capitán de puertoapuntándonos, ¿eh? —Sonrió y vio queInch asentía sin mucha convicción.

Se dió la vuelta mientras Inch seapresuraba hacia la batayola del alcázarcon la bocina preparada. Queríaayudarle, pero sabía que si Inch no eracapaz de hacerse a la vela desde aquelconfortable y amplio fondeadero, nuncatendría la confianza suficiente para

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hacerlo solo de nuevo.—¡Preparados en el cabrestante!Gossett cruzó hasta donde estaba

Bolitho y dijo impasible:—Tendremos nieve antes de acabar

la semana, señor. —Hizo una mueca dedolor cuando uno de los hombres de lasbarras del cabrestante patinó y se cayóentre un lío de piernas y brazos. Unoficial de mar les azotaba con su caña yBolitho vio cómo el teniente que estabaa cargo del cabrestante se daba lavuelta, incomodado ante la situación.

Bolitho abocinó sus manos y gritó:—¡Señor Beauclerk! ¡Esos hombres

trabajarán todos a una si tienen una

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saloma a la que ceñirse!—Pobres tipos, deben de

encontrarlo extraño, señor —dijoGossett ocultando una sonrisa.

Bolitho suspiró con fuerza. Inchdebería haberlo visto antes. Con lasseiscientas y pico toneladas delHyperion tirando del cable senecesitaba algo más que músculos paramover el cabrestante. Las notasquejumbrosas del violín casi se perdíanen el viento, pero cuando el primerlinguete tintineó en su encaje Tomlinbramó:

—¡Ahora, corazoncitos míos!¡Demos a esos cerdos barrigones de

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Plymouth una vista y un sonido querecordar, eh!

Echó la cabeza hacia atrás y abrió laboca, e hizo que uno de losguardiamarinas profiriera unaexclamación de asombro; entoncesrompió a cantar una bien ensayadasaloma.

Bolitho miró hacia arriba para vercómo se desplegaban los hombres a lolargo de las enormes vergas, unasfiguras insignificantes y oscuras que serecortaban contra el cielo como monos.

Tomó entonces un catalejo deGascoigne, el guardiamarina de señales,y lo apuntó hacia tierra. Se le hizo un

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nudo en la garganta al ver la capa verdeenmarcada en la lejana ventana, y unamancha blanca moviéndose en señal dedespedida. En su mente podíaimaginarse lo que ella estaba viendo: eldos cubiertas balanceándose mientrasacortaban el cable, las figuras aferradasa las vergas y la actividad alrededor delcastillo de proa, donde otros hombresestaban preparando ya las velas de proa.

—¡Cable del ancla corto, señor!Bolitho buscó la mirada de Inch y

asintió. Inch levantó la bocina.—¡Largad velas de proa!Echó una rápida mirada a Gossett,

pero no había ahí nada de que

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preocuparse. El piloto estaba junto a lagran rueda doble alternando su miradaentre los timoneles y las primeras lonasque ya flameaban y daban latigazos alviento.

—Trace un rumbo para dejar el caboa barlovento, señor Gossett. Ceñiremostanto como podamos por si vuelve arolar.

—¡Ancla a pique, señor! —El gritocasi se desvaneció en el viento.

Inch asentía con la cabeza ymusitaba para sí mismo mientras semovía nerviosamente por el alcázar.

—¡Larguen gavias!Las grandes velas tomaron viento

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con un violento estallido mientrasllegaba el grito de proa:

—¡El ancla ha zarpado, señor!Bolitho se sujetó a un cañón

giratorio, cuando el Hyperion, liberadode lo que le ataba al fondo, se balanceóvertiginosamente en el profundo seno deuna ola. Hubo unos pocos gritosnerviosos entre un grupo de hombres,pero nadie se cayó.

—¡Brazas de sotavento! —Era lavoz de Stepkyne que se elevaba sinesfuerzo por encima del estruendo delviento y las velas—. ¡Inmediatamente,hombre! —señalaba enojado—. ¡Tomesu nombre!

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El cabrestante siguió con sutraqueteo, mientras el ancla oculta sebalanceaba bajo la superficie como unpéndulo. Pero el Hyperion parecía nodarle ninguna importancia a la confusióny la actividad frenética de sus cubiertasy vergas. Mostró una franja de cobrebrillante al escorar fuertemente en lamar picada, mientras lanzaba rocionespor encima del saltillo de proa, demanera que el reluciente Titán parecíasalir del mismísimo mar.

Inch volvió atrás enjugándose elrostro.

—¿Señor?Bolitho le miró seriamente.

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—Dé las velas mayores. —Levantóla mirada hacia el gallardete del tope,que ondeaba casi por el través tan tiesocomo una lanza—. Daremos los juanetesinmediatamente después de haberrebasado Rame Head.

—¡Sudoeste cuarta al sur, señor! ¡Enviento!

Bolitho notó que la cubierta seinclinaba considerablemente cuando elviejo barco tomó viento en su velamendesplegado. Debía de ofrecer unamagnífica estampa ahora —pensóvagamente—, con sus gavias y mayoresdadas y henchidas con firmeza,resaltando en la pálida mañana con sus

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vergas braceadas a tope paraaprovechar al máximo el viento junto alya borroso cabo.

El ancla estaba ahora fuera del aguay estaba siendo izada ya hacia laserviola.

Y los hombres todavía cantaban,algunos mirando por encima de sushombros mientras el verde cabo semovía rápidamente entre la bruma de lalluvia y los rociones.

«Conocí a una moza enPortsmouth, ¡virad, bravucones,virad!».

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¿Cuántos marinos habían cantadomientras sus barcos se adentraban en elCanal? ¿Cuántas personas en tierrahabían contemplado agradecidos o conlos ojos llorosos, o simplementeemocionados al ver aquella entrega?

Cuando Bolitho volvió a levantar sucatalejo, la tierra había perdido toda suindividualidad. Como sus recuerdos yesperanzas, estaba ahora tan lejos queresultaba inalcanzable. Vio a algunos delos hombres más jóvenes que mirabandesde el pasamano, y uno de ellosincluso saludaba, aunque el barco debíade ser del todo invisible por aquelentonces.

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De repente, pensó en Herrick,cuando era su primer teniente en lapequeña fragata Phalarope. Bolithofrunció el ceño. ¿Cuándo fue aquello?Hacía diez, no, ¡doce años! Empezó apasear lentamente a lo largo de la bandade barlovento, mientras su menteretrocedía varios años. Thomas Herrick,el mejor subordinado que había tenidonunca, y su mejor amigo. En aquelloslejanos tiempos decía que deseaba tenerel mando de su propio barco más quecualquier otra cosa. Hasta que se hizoalgo alcanzable. Sonrió ante el recuerdo,y dos guardiamarinas que le estabanmirando intercambiaron miradas,

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impresionados al ver a su comandantepasear arriba y abajo aparentementeajeno o indiferente a los gritos y a lasfiguras que correteaban a su alrededor.

Ahora Herrick tenía su propio barco.Mejor tarde que nunca, un barco másque merecido, aunque fuera el viejosesenta y cuatro cañones Impulsive.Herrick se uniría a la escuadra tambiéncuando su barco terminara de serreparado en Portsmouth.

Oyó a Inch farfullar airado cuandoun hombre tropezó con la brazola de unaescotilla y chocó con un ayudante delpiloto, y le tiró con estrépito sobre lacubierta inclinada.

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Era difícil hacerse a la idea de quecuando volviera a encontrarse conHerrick todo sería diferente. Doscomandantes, cada uno con sus propiosproblemas y sin el vínculo común demantener vivo un solo barco. Herricksiempre había tenido una mentalidadcrítica y comprendía perfectamente loque Bolitho necesitaba.

Bolitho barrió aquellospensamientos de su cabeza. Era puroegoísmo desear que Herrick estuvieraallí con él. Miró a Inch y le preguntósuavemente:

—¿Está usted satisfecho?Inch miró con preocupación a su

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alrededor.—C-Creo que sí, señor.—Bien. Ahora ponga a los hombres

a trincar los botes con más amarras. Esoimpedirá que se suban a la batayolahasta que Inglaterra quede fuera de lavista.

Inch asintió y sonrió con ciertoembarazo.

—No ha salido demasiado mal, ¿no,señor? —Bajó sus ojos ante la miradade Bolitho—. Q-Quiero decir si…

—¿Desea saber qué es lo que piensode su labor, señor Inch? —Bolitho vioque Gossett mantenía su rostro hierático—. Creo que considerando que sólo la

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mitad de los hombres de las vergashacían algo más que agarrarse paraconservar sus vidas y tomando enconsideración que ha habido unintervalo de cinco minutos entre cadamástil, yo diría que ha sido un comienzobastante bueno. —Frunció el ceño—.¿Lo ve usted así, señor Inch?

—Sí, señor —asintió Inch conhumildad.

—¡Bien, eso ya es algo, señor Inch!—dijo sonriendo Bolitho.

—¡Preparados para cambiar elrumbo, señor! —gritó Gossett.

El cabo, y desde luego la mayorparte de la línea de la costa, había

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desaparecido entre las grises tinieblas,pero el viento era tan fuerte como antes,y azotaba las crestas de las olas ylevantaba rociones por encima de laregala de barlovento como si fuera unalluvia tropical.

—Orce una cuarta, señor Gossett.Viraremos dentro de cuatro horas ynavegaremos con el viento en popa¡levantando los faldones de nuestrascasacas! —Vio que Gossett asentíadivertido—. Puede que tengamos quetomar rizos dentro de no mucho, aunqueme imagino que quiere ver cómo secomporta con todo el paño desplegado,¿no?

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Miró hacia Inch y dijo:—Me voy a mi cámara. Estoy seguro

de que no me necesitará por el momento,¿no es así? —Se dio la vuelta y caminórápidamente hacia popa antes de queaquél le pudiera contestar. Inch habíasuperado la primera parte bastante bien.Le parecía justo darle carta blanca enmar abierto sin tener a su comandanteobservando cada acción y cadadecisión. Y Gossett vería rápidamente siestaba a punto de ocurrir algoverdaderamente serio.

Vio a algunos marinerosdesocupados que le observaban mientrasagachaba la cabeza bajo la toldilla y se

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dirigía hacia su cámara. Las primerasimpresiones eran muy importantes, ytenía que aparentar cierta indiferenciaaunque aguzara el oído para escuchar elchirrido y el gemido de los obenques yestays, mientras el barco metía la proaindiferente en su avance ciñendo casi arabiar. Oyó levemente a Tomlin abajo.

—¡No con esta mano! ¡Tu manoderecha, te he dicho! ¡Con la que teatiborras de comida! —Hubo una pausa—. ¡Mira, deja que te enseñe, torpegusano! —Bolitho esbozó mediasonrisa. Pobre Tomlin, tenía queempezar de nuevo.

Un centinela de la tropa de infantería

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de marina se cuadró junto a la cámara depopa, sin mover una sola pestaña bajosu shako. Bolitho cerró la puerta yapoyó su espalda en ella, dando graciaspor poder estar a solas unos preciososmomentos.

* * *

Durante el resto de la guardia demañana y hasta bien entrada la guardiade tarde, el Hyperion siguió navegandosin pausa bajando el Canal, con susvergas curvadas como arcos mientrasescoraba ante el rugiente viento de

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tierra. Bolitho pasó más tiempo en elalcázar del que pretendía en unprincipio, avisado para que atendierauna crisis tras otra. Inch habíaconseguido dar los juanetes, y bajo lasgrandes pirámides de lonas en tensión elbarco navegaba escorado en un ánguloconstante, por lo que el trabajo en laarboladura parecía aún más arriesgadoque antes para los hombres que estabanen la parte de sotavento. El barco,contemplado desde las elevadas vergas,parecía haber encogido de tamaño,mientras las airadas crestas de las olasbatían contra el esforzado casco queescupía el agua de vuelta al mar. Había

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un hombre aferrado a la verga deljuanete de proa y parecía no querermoverse para nada. O más bien nopodía, pues su miedo era mayor que lafuria del ayudante del contramaestreque, agarrado al mástil, le maldecía y leamenazaba, así como su colega del palomayor, que le insultaba a gritos paradeleite de sus ágiles gavieros.

Al final, Inch mandó arriba a unguardiamarina que ya había mostradogran agilidad para que cogiera a aqueldesgraciado y lo bajara; Bolitho salió acubierta justo cuando ambos llegaban ala misma sin aliento y jadeandoexhaustos.

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El teniente Stepkyne gritó:—¡Serás azotado por esto, imbécil

sin agallas!—¡Traigan a ese hombre a popa! —

gritó Bolitho. Entonces, añadiódirigiéndose a Inch:

—No quiero tener un hombreaterrorizado sin una buena razón. Coja auno de los marineros veteranos para quesuba con él a la arboladura ahoramismo.

Mientras el hombre en cuestióntemblaba bajo la escala de toldilla,Bolitho le preguntó:

—¿Cómo te llamas?—Good, señor —había mascullado

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el hombre con voz sorda.Stepkyne se quitó el cinturón con

impaciencia y dijo rápidamente:—¡Es un imbécil, señor!—Bien, Good, debes volver a esa

verga ahora, ¿entendido? —continuó concalma Bolitho. Vio que el hombrelevantaba la vista de nuevo hacia eltrinquete. La verga estaba a más detreinta metros de altura sobre la cubierta—. No hay que avergonzarse por tenermiedo, muchacho, pero es peligrosodemostrarlo. —Observó las emocionesmezcladas en sus rasgos facialescontraídos—. Ahora, fuera de aquí.

El hombre se marchó e Inch dijo con

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admiración:—Bueno, ya es algo, señor.Bolitho miró a lo lejos mientras el

asustado marinero empezaba a treparpor los vibrantes flechastes.

—Usted dirige hombres, señor Inch.No vale la pena martirizarles. —Yañadió dirigiéndose a Stepkyne:

—Todavía andamos cortos de gentey necesitamos hasta al último hombresano que podamos conseguir. Azotar aéste hasta dejarlo inconsciente no pareceque tenga mucho sentido, ¿no está deacuerdo?

Stepkyne se llevó la mano alsombrero y se alejó a grandes zancadas

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para seguir supervisando a sus hombres.—No hay un camino fácil. Nunca lo

ha habido —continuó Bolithodirigiéndose a Inch.

A las seis campanadas era ya elmomento de virar y todo volvió aempezar de nuevo. Aturdidos ymagullados, con los dedos llenos desangre y los rostros tirantes por latensión, los hombres nuevos fueronconducidos o empujados hastadesplegarse a lo largo de las vergaspara acortar velas, puesto que el vientoaumentaba por momentos, y aunque lacosta estaba solamente a diez millas porel través, quedaba oculta por la bruma y

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los rociones que levantaba el viento.Bolitho hizo un esfuerzo por

quedarse en silencio mientras observabalos denodados intentos de los hombrespara cumplir sus órdenes. Una y otra veztenían que enseñarles a algunos lo quedebían hacer, incluso tenían queponerles en las manos las drizas o lasbrazas mientras Tomlin y sus ayudantescorreteaban de un punto de confusión aotro.

Al final, hasta Gossett parecíasatisfecho, y con los hombres halando yresbalando en las brazas el Hyperionviró hacia el sur mientras el vientoazotaba con incesante fuerza en su aleta,

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por lo que tuvieron que enviar a doshombres más a la rueda.

Y el barco disfrutaba de aquello —pensó Bolitho. Incluso después dereducir paño hasta sólo llevar lasgavias, se inclinaba hacia delante yhacia abajo, lanzando el bauprés contrael horizonte invisible con grandes yamplias estocadas a medida que las olasalcanzaban su grueso costado, paraluego romper bastante arriba de laentrada de obra muerta y levantar uninmenso roción.

Se agarró a las redes de la batayolay miró hacia popa, a sabiendas de queno había nada que ver. Pero en alguna

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parte de allí atrás estaba la accidentadacosta de Cornualles, con su Falmouthnatal apenas a veinte millas hacia eloeste. La gran casa bajo la mole delcastillo de Pendennis estaría aguardandoel regreso de Cheney para el nacimientode su hijo, a quien él no vería hastapasado un tiempo.

Otra ola rugió silbando sobre elpasamano de barlovento, y oyó a Gossettmurmurar:

—Estoy pensando que dentro depoco será necesario un segundo rizo.

Sonaron los pitos mientras laguardia de abajo era relevada al fin, yBolitho dijo:

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—Manténganme informado. —Entonces se dirigió una vez más haciapopa.

La gran cámara de popa parecíacálida y acogedora después de estar enel alcázar azotado por el viento. Losfaroles del techo de la cámara sebalanceaban fuertemente al unísono yproyectaban extrañas sombras sobre lassillas de cuero verde y el banco quehabía bajo los ventanales de popa, elviejo y lustrado escritorio y la mesa decolor castaño que relucía bajo la luz dela lámpara. Estaba de pie junto a losamplios ventanales mirando fijamente eldistorsionado panorama de las grandes

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olas y los espectros voladores de losrociones. Entonces suspiró, se sentó ensu escritorio y miró la pila de papelesque su secretario le había dejado pararevisar. Pero, por una vez, sintió que notenía estómago para ello, y aquello leinquietó.

La puerta se abrió silenciosamente yAllday entró en la cámara sin hacerruido, con su cuerpo fornido inclinadoen un ángulo grotesco sobre la escoradacubierta.

Allday le observó con tristeza.—Disculpe, comandante, pero Petch,

su repostero, dice que no ha comidousted desde que llegó a bordo esta

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mañana. —Ignoró el ceño fruncido deBolitho—. Por eso me he tomado lalibertad de traerle un poco de pastel decaza. —Le mostró un plato cubierto conuna tapa de plata—. Su buena mujer melo dio especialmente para usted,comandante.

Bolitho no protestó mientras Alldaydejaba el plato en el inclinado escritorioy se ocupaba de la cubertería. Pastel decaza. Ella debía haberlo empaquetadoaquella misma mañana mientras él sevestía.

Allday pretendió ignorar laexpresión de la cara de Bolitho yaprovechó la oportunidad para coger el

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sable de una de las sillas y colgarlo ensu sitio en el mamparo. Brillabadébilmente bajo la caracoleante luz delas lámparas y dijo en voz baja:

—No sería lo mismo sin él.Pero Bolitho no respondió. Aquel

sable, de su padre y anteriormente de suabuelo, era como un talismán, así comoun tema clásico de las conversacionesde la cubierta inferior cuando se hablabade las hazañas de Bolitho. Era parte deél, parte de sus orígenes y su tradición,pero en aquellos momentos no podíapensar en nada más que en lo que estabadejando atrás. En ese mismo momento,los caballos estarían trotando por el

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camino de Plymouth. Ochenta kilómetroshasta Falmouth, donde su ama de llavesy su mayordomo, Ferguson, que habíaperdido un brazo en la batalla de lasSaintes, le estarían esperando pararecibirle. Pero él no estaría allí. Porencima del silbido de los rocionescontra los ventanales, del crujido de lamadera y del estruendo de las lonas altomar las rachas de viento, imaginó quepodía oír su risa. Imaginó quizá quepodía sentir sus abrazos y el sabor de sulozanía en los labios.

Ajeno a Allday, se abrió la camisa ymiró el pequeño guardapelo que llevabacolgado del cuello. En él había un

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mechón de su cabello, un talismán mejorque cualquier sable.

Se abrió la puerta y unguardiamarina empapado dijoentrecortadamente:

—Con los respetos del señor Inch,señor, pide su permiso para tomar unsegundo rizo.

—Ahora voy —dijo mientras selevantaba, con su cuerpo mecido por elfuerte balanceo. Entonces miró a Alldayy mostró una pequeña sonrisa—. Haypoco tiempo para soñar, parece. —Siguió la envidiosa mirada delguardiamarina y añadió:

—¡Ni tampoco para el pastel de

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caza!Allday observó cómo se marchaba y

entonces cubrió el plato con la tapa deplata.

Jamás le había visto así y eso lepreocupaba. Fijó su mirada en el sable,que oscilaba en su soporte, y vio otravez en él aquel resplandor bajo la luzdel sol que había visto en la toma de labatería francesa de Cozar por Bolitho,en la carga a través de la tablazónbañada en sangre de un barco enemigo;tantas cosas y tantas veces. Y ahoraBolitho parecía cambiado, y maldijo lamente que había destinado al Hyperional servicio de bloqueo y no a algún lugar

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para combatir.Pensó también en la joven con la que

se había casado Bolitho. Incluso sehabían visto por primera vez a bordo deeste barco. Miró a su alrededor, y leresultaba difícil de creer. Quizá era esolo que faltaba. Ella había sido parte delbarco, había vivido el peligro y elhorror cuando el viejo casco se habíaestremecido bajo las andanadas delenemigo y los implacables aires de lamuerte. Bolitho estaría pensandotambién en eso —pensó. Pensando yrecordando, y eso era malo.

Allday meneó la cabeza y caminóhacia la puerta. Sencillamente, era malo

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porque todos ellos dependían de él másque nunca. Un comandante no tenía anadie con quien compartir su tristeza nia nadie con quien compartir suresponsabilidad si fracasaba.

Pasó junto al centinela y se introdujopor una pequeña escotilla. Una buenahistoria y un trago con el maestro velerole apartaría de sus tribulaciones —pensó. Aunque tenía sus dudas.

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II

INSIGNIA DE COMODORO

Richard Bolitho acabó de escribir ensu diario personal de navegación y serecostó hacia atrás pesadamente en suasiento. Incluso en la cámara cerrada elaire era helado y húmedo, y el cuero dela silla de su escritorio estaba pegajosoal tacto. A su alrededor, el barco seelevaba, se paraba y luego setambaleaba hacia delante en un salvajemovimiento de tirabuzón que inclusohacía pensar en un esfuerzo

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voluntarioso, aunque sabía que si volvíaal ventoso alcázar no estaría tranquilo nitan sólo unos minutos. Miró a través delgrueso cristal de los ventanales de popa,aunque estaban tan recubiertos de sal ygotas de agua de mar que sólo se podíadistinguir si era de día o de noche. Eracerca del mediodía, pero podía habersido cualquier otra hora. El cielo estabanegro y sin estrellas o, como en aquellosmomentos, de un color gris pizarra. Yasí había sido un día tras otro, mientrasel Hyperion se alejaba cada vez máshacia el sudeste, adentrándose en elgolfo de Vizcaya.

Se había preparado para la

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incomodidad y el aburrimiento delservicio de bloqueo, y cuando alsegundo día de su salida de Plymouth elvigía del tope avistó los barcos de laescuadra, él ya había decidido sacar elmáximo partido de aquello. Pero comomuy bien sabía tras veinticinco años enel mar, en la Marina nada podía darsepor sentado.

Sus órdenes decían que tenía queunirse a la insignia del vicealmirante SirManley Cavendish, Caballero de laOrden de Bath, y colocarse en su puestocon todos los demás barcos aguantandolos embates del mar y el viento. Suconstante vigilancia podía decidir el

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destino de Inglaterra y, por lo tanto, delmundo entero. Frente a cada uno de lospuertos franceses, aquellos mismosbarcos capeaban temporales o hacíanbordos arriba y abajo en un patrullar sinfin, mientras más cerca de la costa, y enocasiones bajo el alcance de las bateríasdel enemigo, las estilizadas fragatas, queeran los ojos de la flota, informaban detodos los movimientos de barcos.Recogían información de lasembarcaciones costeras que capturaban,o navegaban con descaro hasta casiintroducirse en los mismísimos puertosfranceses en su incesante búsqueda deinformación.

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Desde la victoria de Howe en elGlorioso Primero de Junio, losfranceses habían mostrado pocainclinación por tener otra confrontaciónimportante, pero Bolitho, comocualquier otro oficial inteligente, eraconsciente de que aquella inquietantecalma no podía durar. Sólo el Canalseparaba al enemigo de una invasión deInglaterra a gran escala, aunque hastaque los franceses pudieran reunir unaflota poderosa aquella franja de aguasería igual que un océano.

En las grandes bases navales deBrest y Lorient, los navíos de líneafranceses eran incapaces de salir sin ser

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vistos por las fragatas que patrullaban,mientras en todos los puertos de la costaoccidental, incluso tan al sur comoBurdeos, otros barcos esperaban ybuscaban una oportunidad paraescabullirse y apresurarse hacia el nortey unirse a sus compatriotas. Algún díano muy lejano conseguirían romper elcerco. Cuando eso ocurriera eraesencial que la información sobre losmovimientos del enemigo llegararápidamente a las grandes escuadras, ymás importante aún, que fuerainterpretada correctamente de maneraque pudieran iniciarse las accionespertinentes para entablar combate y

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destruirlos.A sotavento del buque insignia,

Bolitho había esperado en silencioobservando cómo las banderas seelevaban hacia las vergas del gran trescubiertas, mientras el guardiamarinaGascoigne y su equipo de señales seesforzaban frenéticamente para noperder el ritmo de las mismas. Fueentonces cuando tuvo su primerpresentimiento de que aquello no era loque él esperaba.

—¡Insignia a Hyperion, «prepárensepara recibir órdenes y despachos»! —aulló Gascoigne.

Inch miró como si estuviera a punto

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de hacer una pregunta pero se mordió lalengua. Los dos días que habían pasadodesde su salida de Plymouth habían sidodifíciles para él. A las pocas horas devirar hacia el sur el viento habíaaumentado hasta llegar a viento duro, ycon las gavias totalmente arrizadas y unfuerte oleaje por la aleta que le hacíacabecear y balancearse violentamentedesde el seno de una ola al siguiente,Inch se había visto acuciado pormúltiples preguntas y caos por todaspartes. Muchos de los hombres nuevosestaban totalmente incapacitados por elmareo, y la mayor parte de los otrostenían que trabajar continuamente

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reparando la jarcia, que, como todos loscordajes nuevos, no resistía muy bien suprimera prueba de verdadera tensión; elresto eran conducidos arriba y abajopara orientar las velas o hacer relevosen el agotador trabajo del bombeo de lasentina.

En más de una ocasión Bolitho habíahecho todo lo posible para abstenerse deinterferir en los esfuerzos de Inch,aunque al mismo tiempo era conscientede que él era el único responsable. Inchcarecía de la suficiente experiencia pararealizar su trabajo, ahora se veíaclaramente, pero si Bolitho mostraba sudesagrado acabaría con Inch para

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siempre. No era necesario que Bolithodijera nada. Era bastante evidente,viendo la cara insatisfecha de Inch, queera muy consciente de sus propiosdefectos.

La siguiente señal del buque insigniafue escueta.

—«Prepárense para recibir alcomandante del buque insignia».

Era habitual que los comandantes sepresentaran en persona para recibir lasnuevas órdenes al unirse a una escuadra,aunque en casos de tiempoverdaderamente malo se pasaba de unbarco a otro un saco sellado con lasórdenes mediante un cabo flotante. Pero

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esta vez parecía que el vicealmiranteenviaba a su propio comandante.

La lancha que llevaba al comandantedel buque insignia a través del marpicado casi se había anegado antes deengancharse finalmente en los cadenotesdel palo mayor, y el fornido oficial pasócon su capote empapado sin apenasmirar a la guardia del costado y a losinfantes de marina para estrechar lamano de Bolitho y gruñir:

—¡Por el amor de Dios, vamosabajo!

Una vez dentro de la gran cámara, elcomandante fue directo al asunto.

—Le he traído nuevas órdenes,

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Bolitho. Tiene que seguir hacia elsudeste y unirse a la escuadra costeradel comodoro Mathias Pelham-Martin.Mi almirante le destacó a él y a susbarcos unas semanas atrás para elservicio frente al estuario de la Gironde.Encontrará una lista completa de losbarcos y sus instrucciones en sus nuevasórdenes.

Hablaba con rapidez, casi conbrusquedad, y Bolitho notó unaadvertencia que le llegaba desde elfondo de su mente. Pelham-Martin. Elnombre le había resultado familiar almomento, aunque al mismo tiempo eraincapaz de recordar a ningún oficial,

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comodoro que se hubiera distinguido opuesto en evidencia lo suficiente comopara justificar una visita especial delcomandante del buque insignia.

El otro hombre dijo abruptamente:—No me gusta engañar a nadie y

menos a otro comandante. Las cosas hanido muy mal entre mi almirante y elcomodoro. Pelham-Martin, comodescubrirá usted, es, de alguna manera,un hombre difícil con el que servir.

—Y ese resentimiento, ¿cómosurgió?

—En realidad, todo ocurrió hacemucho tiempo. Durante la revoluciónamericana…

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La mente de Bolitho se aclaró derepente.

—Ahora recuerdo. Un coronel deinfantería británico se rindió a losamericanos con todos sus hombres, ycuando llegaron algunos de nuestrosbarcos con refuerzos cayerondirectamente en sus manos.

El comandante del buque insigniahizo una mueca de asco.

—El coronel era el hermano dePelham-Martin. No es necesario que lediga quién era el oficial que estaba almando de los barcos, ¿no?

En aquel momento apareció unguardiamarina.

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—¡Señal del buque insignia, señor:«Comandante, regrese a bordoinmediatamente»!

Bolitho entendió en ese momento elverdadero significado de aquella visitapara él y su barco. Ningún almirantepodía expresar su falta de confianza enalguien a un comandante recién llegadoa su escuadra. Pero a través de otrocomandante sí podía mostrar sudesagrado y sus dudas.

El comandante del buque insignia sedetuvo junto a la puerta de la cámaracon mirada inquisitiva.

—Conozco su trayectoria, Bolitho, ytambién Sir Manley Cavendish. Cuando

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se recibieron noticias de que iba usted aunirse a la escuadra, me dijo que le ibaa mandar al sector de Pelham-Martin, alsudeste. Se le recuerda bien por supapel en la invasión de St. Ciar del añopasado, aunque no se le reconocieranlos méritos debidamente. La escuadradel comodoro es pequeña, pero sutrabajo y su vigilancia podría resultarvital. Su presencia aquí y su punto devista podría ayudar a romper estaestúpida enemistad. —Se encogiófuertemente de hombros—.Naturalmente, esto queda entre nosotros.Si me llegan rumores de que le he hechoalguna insinuación sobre desconfianza o

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incompetencia, ¡por supuesto lo negaré!—Entonces, con otro rápido apretón demanos, se marchó del barco.

Sentado ante su desordenadoescritorio, a Bolitho se le hacía difícilcreer que pudiera haberse permitido queel resentimiento pusiera en peligro laeficiencia de aquellos barcos en apurosy de sus hastiadas dotaciones. Elencuentro con el buque insignia se habíaproducido cuatro días atrás, y mientrasel Hyperion seguía cabeceando hacia elsudeste y su dotación luchaba con pocoentusiasmo contra el mareo y el maltiempo por igual, Bolitho estudiaba susórdenes detenidamente, y durante sus

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paseos solitarios por el alcázarintentaba adivinar su verdaderosignificado.

Parecía ser que Pelham-Martin teníatres navíos de línea y tres fragatas bajosu mando, así como dos pequeñascorbetas. Uno de los primeros seríaenviado a Inglaterra para ser reparado ypuesto a punto tan pronto como fuerareemplazado por el Hyperion, por loque, realmente, era una fuerza muypequeña, pero debidamente desplegadapodía gozar de una buena posición paravigilar cualquier súbito movimiento delos buques enemigos.

Se sabía que varios grandes barcos

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franceses habían conseguido pasar porGibraltar y que ya habían llegado algolfo de Vizcaya. Igualmente, era biensabido que aunque España era ahoraaliada de Inglaterra, era más pornecesidad que por una verdaderaamistad o voluntad de cooperación.Muchos de aquellos barcos francesesdebían de haber navegado muy cerca dela costa, alrededor de la península, yalgunos podrían incluso haberseescondido en puertos españoles paraevitar ser atacados por las patrullasbritánicas. Para unirse al grueso de laflota francesa, cualquiera de esos barcosse dirigiría, probablemente, en primer

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lugar, a la Gironde o a La Rochelle pararecibir órdenes desde tierra, y luegoaprovecharía la primera oportunidadpara seguir por la costa hasta Lorient oBrest.

Hubo un golpeteo en la puerta y elguardiamarina Gascoigne pasó sobre labrazola.

—Con los respetos del señorStepkyne, señor, acabamos de avistaruna vela al este.

—Muy bien. Subiré.Bolitho observó cómo se cerraba la

puerta y se frotó la barbilla pensativo.Estuviera o no equivocado sobreaquellas suposiciones, ahora ya no

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tendría que esperar mucho.Se levantó lentamente y alargó la

mano hacia su sombrero. Notó elguardapelo rozándole en el pecho y alinstante pensó en Cheney. Él le habíaescrito una carta y se la había mandadoa través del comandante del buqueinsignia, para que se la diera a laprimera corbeta que fuera haciaInglaterra. No había tenido tiempo decambiar nada en ella, por lo que Cheneycreería que aún estaba frente a Lorient.Pensó vagamente que otras doscientasmillas no supondrían una grandiferencia.

Mientras caminaba hacia el alcázar

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vio que los oficiales se ponían rígidos,en actitudes más bien forzadas deatención, y dedujo que antes de suaparición probablemente habríanmantenido una buena discusión sobre loslejanos barcos.

Bolitho levantó la vista hacia lashenchidas velas y la azotada lengua delgallardete del tope. Las lonas estabanrígidas por la lluvia y la sal, y sintió unapena momentánea por algunos de loshombres que estaban trabajando allá enlo alto del balanceante casco. El vientovenía casi directamente por popa y elmar se había convertido en unembravecido panorama de crestas cortas

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y abruptas que brillaban como colmillosamarillos bajo la intensa luz. No habíahorizonte alguno, y aunque calculaba queestaban a menos de veinte millas de lacosta, no había nada que ver.

Cogió el catalejo de unguardiamarina y lo apuntó lentamente através de las redes de la batayola. Sabíaque los demás estaban mirándole paracalibrar sus reacciones, y quizá supropio destino, pero mantuvo su rostroimpasible cuando localizó la primera ydifusa pirámide de velas. Levantó muyligeramente el catalejo y esperómientras el Hyperion se deslizaba por elprofundo seno de una ola y luego

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aplastaba con indiferencia otro grupo decrestas. Había un segundo barco, yposiblemente un tercero.

Cerró el catalejo de golpe.—Navegaremos amurados a babor, y

prepárese para reducir paño, señorStepkyne.

—A la orden, señor —dijo Stepkynellevándose la mano al sombrero. Apenasdecía gran cosa, excepto cuando tratabacon algún marinero torpe o descuidado.Parecía no querer o no ser capaz decompartir confidencia ni clase alguna deconversación intrascendente con suscolegas oficiales, y Bolitho sabía tanpoco de él como el primer día que le

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conoció. Aparte de eso, era un marinomuy capacitado, y Bolitho no habíapodido encontrarle ningún fallo en lastareas que había llevado a cabo.

En aquel mismo momento estabavociferando órdenes, con los brazos enjarra, mientras observaba cómo loshombres eran llamados una vez más paramanejar brazas y drizas.

Bolitho apartó de su mente la fríaeficiencia de Stepkyne y los torpesesfuerzos de Inch. Si el tiempo secalmaba sólo por unos pocos días,incluso Inch tendría una oportunidadpara ejercitar a los hombres y obtenermejores resultados.

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—Rumbo este cuarta al sudeste,señor Gossett —dijo de modo tajante.

La voz del vigía del tope llegódébilmente entre las ruidosas velas.

—¡Tres navíos de línea, señor! —Hizo una pausa mientras todas lasmiradas desocupadas levantaban la vistaa la arboladura, hacia la diminuta figuraque se perfilaba contra las velocesnubes—. ¡El primero lleva gallardetón,señor!

Un zapato crujió sobre la cubierta yBolitho vio a Inch que se apresurabahacia él, con algunas migas de galletapegadas en la casaca.

—Siento llegar tarde a cubierta,

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señor —dijo mientras saludaballevándose la mano al sombrero ymirando a su alrededor con ansiedad—.Debo de haberme quedado dormido unmomento.

Bolitho le escudriñó con expresióngrave. Tendría que hacer algo con Inch—pensó. Parecía sumamente cansado ytenía oscuras ojeras bajo los ojos.

—Puede avisar ya a la gente, señorInch. Estaremos enseguida con laescuadra y puede que tengamos quevirar o fachear —dijo en voz baja ysonrió—. Los comodoros no sondiferentes de los almirantes en lo querespecta a la inmediatez de sus

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demandas.Pero Inch simplemente asintió con

desánimo:—A la orden, señor.Lenta pero decididamente, los otros

barcos fueron aumentando de tamaño ysalieron de las tinieblas que losenvolvían hasta quedar en línea, con loscascos brillantes por los rociones y lasgavias arrizadas tensas y relucientescomo puro metal bajo el incesanteviento.

Eran todos de setenta y cuatrocañones como el Hyperion, y para unhombre de tierra adentro podríanparecer iguales unos a otros como gotas

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de agua. Pero Bolitho sabía porexperiencia propia que incluso losbarcos botados uno al lado del otro en elmismo astillero podían ser tan pocoparecidos como el agua y el vino,exactamente como sus diferentescomandantes quisieran que fueran.

Gossett, que había estadoobservando detenidamente al primer doscubiertas, dijo con aire distraído:

—Conozco bien el barco delcomodoro, señor. Es el Indomitable delcap’n Winstanley. Luché a su lado en el81.

Lanzó una severa mirada alguardiamarina Gascoigne.

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—¡Debería haberlo visto einformado antes, joven caballero!

Bolitho escudriñó el primer barcoaguzando la vista mientras las banderasse desplegaban en sus vergas, y despuésde lo que pareció sólo unos segundos,toda la línea hizo un bordo lentamentehasta que el Indomitable quedó casiparalelo al Hyperion y apenas a doscables de distancia. Incluso sin uncatalejo era posible ver las grandesmarcas de sal y limo endurecidasalrededor de la tajamar y de la amura,mientras cabeceaba pesadamente en elexiguo seno de una ola y se sumergíanmomentáneamente las portas inferiores

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de los cañones. Pero el manejo de lasvelas y su maniobra eran impecables, ydetrás de él Bolitho oyó murmurar aGossett:

—El cap’n Winstanley le ha tomadobien el pulso al viejo barco. —Viniendode él era un elogio de primer orden.

Esta vez Gascoigne estabapreparado. Cuando subieron disparadasmás señales hacia las vergas delIndomitable y se abrieron rígidas alviento, aulló:

—¡Insignia a Hyperion:«Comandante, preséntese a bordoinmediatamente»!

Bolitho sonrió discretamente. Sin

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duda, el comodoro estaba impacientepor oír qué había dicho de él su viejoenemigo.

—Fachee, si es tan amable. Llame ala dotación de mi lancha.

Observó las encabritadas crestas delas olas e imaginó a los hombres de sulancha maldiciendo al comodoro por supronta citación.

Con los marineros braceando y lasvelas dando estallidos como cañonazos,el Hyperion se puso lentamente y aregañadientes proa al viento, mientrasTomlin bramaba con ganas a la partidade hombres que arriaban su lancha paraque la izaran bien alto y pasara lejos de

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la batayola. Uno de los cabos tensosenganchó a un joven marinero por lagarganta y éste cayó con fuerza contraalgunos de los hombres de la braza de lagavia de mayor. Por un momento hubouna gran confusión; se escapóruidosamente el empapado cabo por sumotón y cayeron los cuerpos, esparcidoscomo marionetas, hasta que un ayudantedel contramaestre se abalanzó sobre lamasa de hombres que gritaban ymaldecían y agarró el cabo él mismo.

Stepkyne, que estaba a cargo de lacubierta principal, agarró aldesafortunado marinero y le gritó, con lacara a sólo unos centímetros de la suya:

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—¡Mentecato estúpido y llorón! ¡Teenseñaré a comportarte!

El marinero se llevó la mano a lagarganta, que el cabo había dejado encarne viva.

—¡Pero, señor, no he podidoevitarlo! —Estaba casi sollozando—.¡No ha sido mi culpa, señor!

Stepkyne parecía fuera de sí. Si elayudante del contramaestre no hubieraintervenido, la confusión podía habercausado un desastre, especialmente a loshombres que estaban trabajando en loalto de la verga de la gavia; con el pesode la lancha por un extremo del cabo yla fuerza de varios hombres por el otro,

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el hombre había tenido suerte de que nole arrancase la cabeza.

Inch se agarró a la batayola delalcázar y gritó por encima del viento:

—¡Arríen ese bote! ¡Y envíe a esehombre abajo al cirujano, señorStepkyne!

El desdichado marinero se escurrióhacia la escotilla, pero Stepkyne sequedó allí clavado, dirigiendo unaenfurecida mirada hacia el alcázar.

—¡Esto no tendría que haberocurrido nunca! ¡Si estos hombreshubieran sido adecuadamente instruidos,ese imbécil habría visto el peligro atiempo!

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—¡La lancha está al costado,comandante! —gritó Allday con los ojosclavados en Inch y Stepkyne.

Bolitho bajó corriendo la escala delalcázar y dijo fríamente:

—Cuando vuelva quiero verle en micámara, señor Stepkyne. Cuando se déuna orden hará usted bien en cumplirlasin discusión, ¿entendido?

Habló en voz baja, pero sabía que eldaño estaba hecho. Stepkyne se habíaequivocado al cuestionar a Inch, y seagravó todo al criticar sus acciones.Pero Bolitho sabía también que suenfado estaba justificado. Inch deberíahaber examinado bien a todos los

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hombres antes de asignarles a un puesto.Y especialmente a los nuevos, que aúnno habían sido puestos a prueba.

Y más que nada, se maldecía a símismo por permitirle a Inch que hubieraseguido como primer teniente.

Llevándose la mano al sombrero conun breve movimiento, bajó hacia elportalón de entrada y, tras esperar unossegundos, saltó sobre la cabeceantelancha. Cuando el bote se abrió delcostado, Bolitho no miró hacia atrás.Todo aquello le estaría esperandocuando volviera, y entonces tendría quedecidir qué iba a hacer.

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* * *

El capitán de navío AmeliusWinstanley, comandante delIndomitable, estaba esperando a Bolithoen el portalón de entrada, e incluso antesde que los trinos de las pitadas seapagaran se adelantó a estrecharle lamano y se la estrujó calurosamente conevidente alivio.

—¡Un hombre con el que meidentifico, Bolitho! —dijo sonriendomientras Bolitho se esforzaba enenderezarse el sombrero y reajustarse el

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sable—. ¡Yo tampoco podría usar nuncala guindola para subir por el costado deun barco ajeno!

Bolitho recobró el aliento y trató deignorar los goterones de agua que lecaían por el pecho y las piernas. Lalancha había recorrido un incómodotrayecto hasta el buque insignia, pero laúltima parte había sido, con diferencia,la peor. Mientras el colosal costado delIndomitable se elevaba y balanceabasobre ellos, él se tambaleaba en la popade la lancha apretando los dientes paracontrolar su impaciencia mientras elproel hacía un frenético intento tras otropara engancharse en los cadenotes del

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mayor y amarrar el enloquecido ycabeceante bote. En cierto momento,cuando un ansioso Allday le habíatendido el brazo para ayudarle, él lehabía gruñido un «¡Puedo arreglármelas,maldita sea!». Y quizá fuera la evidentefalta de confianza de su patrón respectoa su capacidad para saltar el ampliohueco hasta el costado del barco lo quele había hecho decidirse finalmente adeclinar el ofrecimiento de unaguindola. Era mucho más segura, peroBolitho, en las ocasiones en que habíavisto a otros comandantes cómo sebalanceaban por el costado del barcocon las piernas enroscadas, mientras los

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marineros manipulaban los cabos comosi manejaran una pesada carga, lo habíajuzgado como algo poco digno.

Pero esta vez había estado cerca. Elsable se le había metido entre laspiernas, y, por un breve momento,mientras la lancha descendía a sus pies,había visto el agua que se arremolinabapara arrancarle del costado del barco yhabía oído gritar alarmado a Allday.Empapado y molesto, Bolitho habíaconseguido encaramarse hasta laseguridad del portalón de entrada, ymientras trinaban las pitadas de saludo yla guardia del costado se estiraba enposición de firmes, echó un rápido

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vistazo a sus rígidas expresiones con laesperanza de ver cierta diversión odesilusión porque no se había caído,aunque sólo fuera para tener un temafácil de conversación en las cubiertasinferiores.

Winstanley le condujo al alcázar,conteniendo su resonante voz conevidente esfuerzo. Era un hombreenorme, ágil y de aparienciadesgarbada, pero daba una impresióninmediata de ser muy competente. Surostro se había endurecido y estabamarcado por incontables viajes, perounos pequeños y vivos ojos y la grancantidad de arrugas alrededor de los

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mismos daban a la vez la impresión detener un agudo sentido del humor.

El comandante de un buque insignia,incluso el de un rango no muy alto comoel de comodoro, necesitaba de todo esoy más —pensó Bolitho con desánimomientras chapoteaba por la escala yentraba bajo la toldilla.

Winstanley dijo con voz ronca:—Estaba observando su barco con

el catalejo. Parece un tanto diferentedesde la última vez que lo vi. Está comonuevo. —Miró arriba, hacia elgallardetón del comodoro, que flameabacon rigidez en el tope—. El Vectissaldrá rumbo a Plymouth ahora que

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usted ha llegado para relevarle, ydespués me llegará el turno a mí. —Asióel brazo de Bolitho mientras seacercaban a la cámara de popa—.Después de mí es usted el capitán demás antigüedad, por lo que no tengoninguna duda de que el Hyperion llevarásu gallardetón a su debido tiempo.

Debió de ver el semblantesorprendido de Bolitho, puesto queañadió rápidamente:

—Hablaré con usted más tarde.Pelham-Martin no es un hombre al quese le pueda hacer esperar.

Abrió la puerta y Bolitho le siguió alinterior de la cámara, con el sombrero

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bajo el brazo y consciente de las pisadasmojadas que dejaba en la lujosa y pálidaalfombra, mientras se acercaba a unamesa iluminada colocada a un lado delos ventanales de popa.

El comodoro estaba sentadocómodamente en una silla de respaldoalto, al parecer relajado, a pesar dellento y mareante movimiento del barco.Era increíblemente ancho, pero cuandose puso lentamente en pie, Bolitho sintióuna fuerte impresión al darse cuenta deque Pelham-Martin era extremadamentebajo y sus esfuerzos por no parecerlo nocambiaban nada. Toda su anchura estabaen el torso, igual que Tomlin, el

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contramaestre del Hyperion, pero aquíacababa el parecido. Tenía un rostroredondo y pálido y el pelo rubio cortadoen un estilo corto muy a la moda. Peromientras podía ser adecuado para losmás jóvenes de la Marina, simplementehacía que la cabeza del comodoropareciera aún más pequeña alcompararla con la gran mole que teníadebajo.

—Bienvenido, comandante. —Suvoz era suave, incluso tierna—. Debe dehaber tenido una rápida travesía. —Susojos recorrieron con calma ladesaliñada apariencia de Bolitho, perono hizo ningún comentario al respecto.

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Entonces gesticuló mostrando unas sillasy señaló hacia un pequeño cofre de plataque se balanceaba suavemente colgadodel techo—. ¿Una bebida, quizá?

Por encima de su fornido hombroWinstanley hizo un leve movimientonegando con la cabeza y Bolitho dijo:

—No, gracias, señor. No por elmomento.

Vio que Winstanley se relajabaligeramente y se dio cuenta de quePelham-Martin sonreía. Estabaagradecido a Winstanley por su aviso,aunque al mismo tiempo estaba irritadopor verse sometido a una prueba así porparte del comodoro.

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—Bien, espero que haya leído todoslos informes disponibles, Bolitho.Nuestra misión aquí es patrullar losalrededores del estuario de la Gironde ydetener cualquier embarcación que entreo salga. He hecho una señal al Vectispara que salga hacia Plymouth para serreparado. Perdió su mesana en unviolento temporal unas dos semanasatrás, y los mástiles de respeto estánmuy buscados por aquí. En el plazo deunos pocos meses se nos unirán otrosdos navíos de línea, y para entonces yadeberíamos saber cuáles son lasintenciones de los gabachos, ¿eh? —Serecostó hacia atrás cómodamente y

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sonrió.Parecía un comerciante rico más que

un oficial de la Marina, pensóvagamente Bolitho.

—Los franceses saldrán antes deeso, señor —se oyó decir a sí mismo.

La sonrisa de Pelham-Martin sepetrificó en su pequeña boca.

—¿Opina usted así? ¿Dónde haobtenido esa información? —Se inclinóligeramente hacia delante—. ¿Me haestado ocultando algo el almirante,entonces?

Bolitho sonrió.—No, señor. Pero he estado leyendo

todos los informes disponibles y

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considero que los franceses tendrán queromper pronto el bloqueo si quieren serde alguna utilidad para su causa.

—Esto es una obra maestra deautoengaño —dijo Pelham-Martinasintiendo lentamente. Movió un brazoen dirección a los ventanales, y a travésde los cristales manchados de salBolitho pudo ver el siguiente barco apopa que levantaba rociones por lasamuras, aunque daba una impresión derobusta indestructibilidad.

El comodoro añadió con calma:—Estos barcos impedirán una

estupidez así. —Pareció impacientarse ysacó una carta de debajo de unos libros

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encuadernados en piel—. Estamos aquí—dijo clavando su dedo rosado en lacarta—, y he colocado las dos fragatas,la Spartan y la Abdiel, en la zona sur dela entrada al estuario para prevenircualquier intento enemigo de cruzarhasta esta zona desde aguas españolas.—El dedo se movió hacia la intrincadacosta que había encima de la Gironde—.Aquí he colocado mi tercera fragata, laIthuriel, en el punto exacto para poderver e informar de cualquier intento delos franceses de salir de Burdeos por elnorte.

—¿Y las corbetas, señor? —preguntó Bolitho levantando la mirada

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de la carta. De nuevo, un rápido gestocon la cabeza del comandanteWinstanley intentaba advertirle, pero elenfado de Bolitho ante la ligereza conque Pelham-Martin había desestimadosus ideas había dejado a un lado laprudencia.

—¿Las corbetas? Desde luego, haleído usted los informes, Bolitho. —Lasonrisa se desvaneció—. Las he enviadoa Vigo para, ehh, coger más provisiones.

Bolitho miró a lo lejos. Eraincreíble. Vigo, en la costa noroeste deEspaña, estaba a más de cuatrocientasmillas de allí. ¡Más lejos del estuario dela Gironde que el mismo Plymouth!

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Las manos del comodoro empezarona tamborilear lentamente en el borde dela mesa. Como dos tersos y rosadoscangrejos. Dijo con tono tranquilo:

—Parece desaprobarlo.Bolitho habló en un tono

desapasionado:—La fragata Ithuriel está totalmente

sola demasiado cerca de la costa, señor.Y las otras dos fragatas están demasiadolejos al sur para ayudarla si es atacada.

Pelham-Martin le observó durantevarios segundos.

—El comandante de la Ithuriel tieneórdenes mías, ¿comprende?, órdenesmías, de unirse a la escuadra en el

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momento en que detecte alguna señal deactividad. —La sonrisa reaparecióligeramente—. Tengo entendido queusted ha sido capitán de una fragata,¿verdad Bolitho? Seguramente, nonegará usted al comandante de laIthuriel la oportunidad de probar suvalía, ¿no?

—Creo que no tendría ningunaoportunidad, señor —dijo Bolitho convoz monótona.

—Lo que quiere decir el capitánBolitho es que… —dijo Winstanleymientras se incorporaba en su asiento.

Pelham-Martin levantó una mano.—¡Sé lo que quiere decir,

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Winstanley! ¡Con él no va el asunto delbloqueo, vaya por Dios, no! ¡Quierelanzarse precipitadamente hacia la costay capturar algún desdichado barco paraobtener la prima de presa, sin duda!

—No, señor. —Bolitho asió losbrazos de su asiento. Había tenido unmal comienzo. Preocupado por Inch yStepkyne, su casi caída en el agua desdela lancha bajo la mirada de la escuadrahabía dejado a un lado su habitualcautela en el trato con oficialessuperiores—. Pero creo firmemente quea menos que sepamos exactamente quées lo que estamos bloqueando, nuncapodremos dar los pasos adecuados para

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responder a cualquier estratagema queutilicen los franceses.

El comodoro le miró fijamente.—Mis órdenes son patrullar esta

zona. Eso es lo que estoy haciendo.Realmente, Bolitho, no sé lo que ledijeron a bordo del buque insignia delvicealmirante Cavendish, pero puedoasegurarle que estamos muy al corrientede la tarea que nos han encomendadoaquí.

—No subí a bordo del buqueinsignia, señor. —Bolitho vio un brevedestello de sorpresa en los ojos del otrohombre antes de que parpadeara denuevo. Añadió con calma:

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—Las órdenes me fueron enviadas.—Era mentira, pero sólo una mentira amedias.

Pero el efecto fue instantáneo y másque sorprendente. Pelham-Martin sacóun reloj de oro de su apretado chaleco ydijo:

—Hágame el favor de subir acubierta, Winstanley. Asegúrese de quese enviaron todos mis despachos alVectis antes de que dejara la escuadra,¿eh? —Tan pronto como se cerró lapuerta tras el otro comandante, prosiguiósin alterarse—. Siento haberle podidoparecer poco dispuesto a escuchar suvaloración de nuestra situación aquí,

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Bolitho. —Sonrió y cogió una jarra decristal del cofre de plata—. Un poco debrandy, ¿no? Lo cogí de unaembarcación costera francesa la semanapasada. —No esperó respuesta y losirvió generosamente en dos copas quetenía escondidas bajo la mesa.

—El hecho es que yo no siempreestoy de acuerdo con Sir Manley, yasabe. —Miró a Bolitho por encima delborde de su copa—. Es una cuestiónfamiliar, una disputa muy arraigadadesde hace tiempo. —Meneó la copa—.Algo, creo, no desconocido en sufamilia, también, ¿no?

Bolitho sintió cómo el brandy ardía

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en sus labios. Parecía como si elrecuerdo de su hermano y la desgraciaque había proporcionado al apellidofamiliar nunca pudieran desvanecerse. Yahora, Pelham-Martin estabautilizándolo como comparación a unaestúpida enemistad causada por lacobardía de su propio hermano, o lo quequiera que fuera que provocara surendición sin avisar primero a losbarcos que venían a ayudar y a apoyar asus soldados.

El comodoro asintió con gravedad.—Por supuesto, mi hermano no

acabó desertando de su país, pero elresultado final es el mismo. Intentó

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salvar a sus hombres de una matanzainútil. —Suspiró profundamente—. Perola historia sólo juzga los resultados, nolas intenciones.

—Estoy seguro de que ni elvicealmirante ni usted pondrán enpeligro la eficiencia de nuestrasacciones, señor —dijo Bolitho en untono monótono.

—Sin duda. —Pelham-Martin estabasonriendo de nuevo—. Pero como susubordinado inmediato tengo que serdoblemente cauteloso, ¿comprende? —Su tono se endureció—. Por esto y pornada más obedezco sus órdenes,¿comprende? —Hizo una pausa antes de

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añadir:—¡Y usted hará lo mismo!La entrevista había terminado, y

cuando Bolitho se puso en pie, Pelham-Martin dijo con tranquilidad:

—En cualquier caso, este tediosotrabajo le proporcionará sobradasoportunidades para adiestrar mejor a sugente. —Meneó la cabeza—. Lamaniobra de las velas ha sido, pordecirlo suavemente, muy pobre, desdeluego.

Bolitho salió de la cámara y expirómuy lentamente. Así que las cosas iban air de esta manera. Aparentemente, todoperfecto, pero en lo que se refería a

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iniciativa y a acercarse al enemigo, susmanos iban a estar bien atadas.

En el alcázar, Winstanley le recibiócon una sonrisa de alivio.

—Lo siento por el aviso, Bolitho.Debería habérselo dicho antes. Alcomodoro le gusta emborrachar a losoficiales antes de empezar susentrevistas. Un pequeño y repugnantehábito que a más de uno de ellos le hasupuesto una rápida vuelta a casa. —Sonrió—. No a mí, por supuesto.Necesita un viejo lobo de mar para quele lleve el barco. —Asió del brazo aBolitho—. ¡Igual que le necesitará austed cuando se vea perdido!

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—Me temo que no me ha hecho faltabeber para irritarle —dijo Bolithosonriendo.

Winstanley le siguió hasta labatayola del alcázar y se quedaronmirando juntos al Hyperion, que sebalanceaba pesadamente en aquel fuerteoleaje lejos de la costa.

—Estoy de acuerdo con usted sobretodo lo que dijo acerca de las fragatas.Le he dado mi opinión repetidamente, yél sigue pensando que la verdaderaamenaza está al sur —dijo Winstanleymeneando la cabeza—. Y, por supuesto,si está equivocado, tendrá entonces a unalmirante más que furioso con quien

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enfrentarse. —Y añadió con pesar—: ¡Ynosotros también!

El viento había amainadoligeramente durante la entrevista yBolitho no tuvo grandes dificultadespara subirse a la lancha. En el caminode vuelta hasta su barco recordó cadauna de las palabras que Pelham-Martinhabía pronunciado y también pensó en loque no había dicho.

Cuando saltó al portalón de entrada,se encontró a Inch que le esperaba y sedio cuenta con sobresalto de quemientras él estaba meditando sobre laestrategia del comodoro, el pequeñodrama del choque de Inch con Stepkyne

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se había borrado de su mente.—Ice a bordo la lancha y prepárese

para virar, señor Inch —dijo de maneratajante mientras se desabrochaba elcinto del sable y se lo daba a Petch, surepostero. Entonces, bajó la voz yañadió—: Le sugiero que esté más en lacubierta superior cuando disponga detiempo. —Le sostuvo la mirada—.Mejor asegurarse ahora que lamentarsedespués.

Inch asintió con la cara tan llena degratitud que Bolitho se sintióavergonzado por él y por sí mismo. Sehabía propuesto firmemente darle a Inchla mayor reprimenda de que fuera capaz,

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y en el fondo sabía que probablementele estaba haciendo un flaco favor al nohacerlo. Pero tras ver la actitud delcomodoro hacia su superior y el peligroque podría implicar para todos ellos, nopodía destrozar la poca confianza en símismo que le quedaba a Inch.

Justo cuando la lancha se balanceabafuertemente sobre el pasamano de babor,Gascoigne gritó:

—¡Insignia a Hyperion: «Colóquesea popa de la columna»!

—¡Den el recibido!Bolitho se puso las manos a la

espalda. A popa de la columna, pensócon amargura. El Vectis ya se había

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desvanecido en la llovizna y la bruma, yahora había sólo tres barcos, ydemasiado alejados del enemigo comopara hacer nada bueno. En alguna parte,mucho más allá del insignia, había unafragata solitaria. Compadecía a sucomandante.

Las pitadas sonaron y los hombresrevolotearon rápidamente hacia suspuestos, como si todos ellos fuerantotalmente conscientes de la cercanía delbuque insignia, y más aún por el posibledesagrado de su propio comandante.

Pero en vez de la torpeza y laesperada confusión entre algunos de losmarineros, la maniobra se llevó a cabo

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sin ningún incidente. El Hyperion virópor avante, y, mostrando su forro decobre entre el fuerte oleaje, se dirigió asu puesto a popa de otro setenta y cuatrocañones, el Hermes, de manera que paraun espectador, si hubiera habido alguno,no había nada que mostrara que habíallegado un nuevo centinela ni que otrobarco estaba ya navegando a toda velahacia Inglaterra para un descansotemporal del bloqueo.

Al final, Inch cruzó el alcázar y sellevó la mano al sombrero.

—Solicito permiso para relevar laguardia, señor.

Bolitho asintió.

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Entonces dijo:—En el futuro, señor Inch, sea firme

cuando dé las órdenes. Aunque seanpara los que saben más o los que creensaber más. Entonces tendrán confianzaen usted. —Las palabras se leatravesaron en la garganta al añadir:

—Igual que yo tengo confianza enusted. —Giró sobre sus talones ycaminó hacia la banda de barlovento,incapaz de mirar el patético airedecidido de Inch.

Inch se agarró a la batayola delalcázar y clavó su mirada sobre losmarineros que se arremolinabanalrededor del pie del trinquete mientras

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eran relevados del servicio. Habíaestado temiendo la vuelta de Bolitho, noporque fuera a indicarle sus fallos, yaque él era más consciente de los mismosque nadie, sino porque había provocadosu descontento y decepción, y eso no lopodía soportar. Para la ingenua mente deInch, Bolitho era más como un dios queun comandante. Si la idolatría era unafuerza impulsora, Inch la poseía enmayor medida que el deseo de vivir.

De repente, señaló a un marinero ygritó:

—¡Ese hombre! ¡Vamos, puedehacerlo mejor que eso!

El marinero en cuestión levantó la

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vista con aire de culpabilidad y entoncesvolvió a su trabajo. No sabía qué habíahecho mal, y, en cualquier caso, estabahaciendo su trabajo de la única maneraque sabía. Tampoco le era posible darsecuenta de que para su primer teniente élno era más que algo borroso y difuso, unperfil que se dibujaba entre otrosmuchos mientras Inch dirigía su mirada alo largo del atareado barco y veíarevivir su futuro una vez más.

Gossett, que escribía en la pizarrade su tablilla de bitácora junto altimonel, echó una mirada, y luego otra,al comandante mientras caminaba arribay abajo, cavilando cabizbajo con las

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manos detrás, e hizo un lento gestocomprensivo. Pobre Inch, pensó.Algunos de los comandantes que habíaconocido nunca se hubieran ocupado deun oficial como él. Pero Bolitho parecíapreocuparse por todos. Cuando lossuyos cometían errores parecía culparsea sí mismo, y cuando él hacía algo biensiempre compartía el éxito con ellos. Elviejo piloto sonrió para sí mismo.Igualdad, ésa era la palabra. Le pegabamuy bien a Bolitho. Dick Igualdad. Susrasgos esbozaron una amplia sonrisa.

Bolitho se detuvo y dijo conbrusquedad:

—Señor Gossett, hay seis

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guardiamarinas a bordo de este barcocuya instrucción en el arte de lanavegación tenía que haber empezadohace unos quince minutos, según miscálculos.

Gossett se llevó la mano a suestropeado sombrero pero no pudo dejarde sonreír.

—¡A la orden, señor! ¡Me ocuparéde ello inmediatamente!

Bolitho se quedó mirándole mientrasse alejaba. No era típico de Gossettfantasear.

Retomó su paso y volvió a suspensamientos. Sin duda, todos ellostendrían tiempo para fantasear bajo el

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gallardetón de Pelham-Martin, pensó.

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III

DECEPCIÓN

A medida que los días se convertíanen semanas a Bolitho le parecía que nohubiera límites para la despiadadacrueldad del viento y el mar, y el mundoentero parecía haberse reducido a losconfines del casco del barco y de lacubierta superior azotada por las olas.Tampoco había interrupción en lasórdenes del comodoro. Día tras día, lostres barcos hacían bordos arriba y abajocon todos los estados del tiempo

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concebibles que ofrecía el golfo deVizcaya. Vientos flojos y racheadosadquirían la fuerza de una tempestad delAtlántico en cuestión de minutos, ymientras los marineros se esforzabanuna y otra vez en la arboladura paravencer a las lonas heladas y endurecidaspor la escarcha; mantenerse en el puestose convirtió en una pesadilla. Durantedías y días, los tres barcos podíancapear un temporal con las gaviasarrizadas y cuando de nuevo habíavisibilidad eran recibidos con unauténtico torrente de señales urgentesdel Indomitable para recabarinformación y volver a empezar todo

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otra vez.Ya no había ninguna clase de mareos

a bordo del Hyperion, y cuando se lesliberaba por breves períodos de tiempodel trabajo en cubierta, los marineros sedesplomaban en sus amontonados coyscomo muertos, agradeciendo el calorque proporcionaban los otros cuerposque se balanceaban a su alrededormientras el barco era hostigado por lascorrientes marinas y los vientosaullantes.

Pero apenas parecía pasar una horay las pitadas resonaban de nuevo, asícomo la orden «¡Todos a cubierta!¡Todos a cubierta! ¡A la arboladura,

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arrizad las gavias!», que pasaba deescotilla en escotilla.

Para evitar que la dotación del barcosucumbiera totalmente a ladesesperación, Bolitho aprovechabacualquier oportunidad para mantenerlosocupados. Siempre que era posible serealizaban ejercicios de tiro, y competíael costado de estribor contra el debabor. Los artilleros de la bateríainferior tenían que hacer turnos en lacubierta principal porque hasta entoncesel tiempo había sido demasiado malocomo para abrir las portas inferiores.

Cuando Bolitho pasaba revista cadasemana regularmente por todo el barco,

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se conmovía ante las míserascondiciones en que vivían los hombresde la cubierta de la batería inferior,hacinados entre los treinta cañones deveinticuatro libras a los que iban aservir al entrar en acción. Con las portasselladas y el barco que se balanceabapesadamente, era como una escena delinfierno. Unos trescientos hombresvivían, comían y dormían allí, y aunteniendo en cuenta que una guardiaestaba en cubierta, la atmósfera eranauseabunda. El repugnante hedor de lasentina mezclado con el tufo de loshombres y de las ropas que nuncallegaban a secarse era demasiado hasta

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para el más curtido marinero.Tres semanas después de estar bajo

el mando de Pelham-Martin perdieron aun hombre por la borda, un jovenmarinero que había sido reclutado enDevon. Estaba trabajando en el castillode proa con la gente del contramaestrecuando una ola enorme se alzó muy porencima del botalón de foque y le lanzólimpiamente por encima de la regalacomo si fuera un pedazo de lona. Porunos instantes se agarró a las redespataleando, antes de que otra olatremenda le arrancara del costado delbarco entre alaridos.

En aquellos momentos les sacudía un

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fuerte temporal y era imposible fachearsin correr el peligro de desarbolar elbarco. Tampoco es que fueran a ganargran cosa con ello. Para cuando un botepudiera haberse abierto del costado notendrían ya posibilidades de encontrar alhombre en aquellas aguas revueltas.Pero causó una gran impresión a lo largodel barco, algo que no pudo disipar nisiquiera la resignada aceptación de losmarineros más curtidos.

Había sido la primera muerte abordo tras salir de Plymouth, y eltiempo, que obligaba al barco a valersepor sus propios medios, parecía cernirsesobre la abarrotada y desordenada

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cubierta como una amenaza. También serespiraba una atmósfera parecida acausa de los primeros azotes. De algunamanera, un marinero había conseguidoforzar la puerta del pañol de licores, ysin decir nada a sus compañeros habíaencontrado un rincón tranquilo en lo másprofundo del casco del barco y se habíaemborrachado. Había salido de allídurante la guardia de prima totalmentedesnudo y se había puesto a correrdando saltos por la oscura cubiertacomo un fantasma demente, insultando ymaldiciendo a gritos a cualquiera queintentaba detenerle. Incluso habíalogrado derribar a un oficial antes de

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que otros hombres consiguieraninmovilizarle sobre la cubierta.

Al día siguiente, mientras el barcose balanceaba pronunciadamente bajo unchubasco, Bolitho hizo llamar a losmarineros a popa para que fuerantestigos del castigo, y después de leerlos artículos pertinentes de lasordenanzas, dispuso que los ayudantesdel contramaestre cumplieran la pena detreinta azotes. Desde cualquier punto devista era un castigo poco severoateniéndose al duro código de disciplinade la Marina. Forzar la puerta del pañolde licores estaba mal, pero golpear a unoficial era motivo para acabar en un

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consejo de guerra y ser ahorcado, comotodos sabían muy bien.

A Bolitho no le servía de consueloel haberle aplicado el mínimo castigo.Incluso el hecho de que el oficialhubiera aceptado que en realidad no lehabía golpeado no le evitaría los azotes.El castigo en cualquier otro momentohubiera sido necesario, pero mientrasestaba de pie junto a la regala con susoficiales, y las baquetas del joventambor de infantería de marinaempezaban a ejecutar un lento redobleentre cada silbido y chasquido del gatode nueve colas que golpeaba la espaldadesnuda del hombre, a él le había

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parecido que aquellos hombres ya teníanbastante que soportar sin que necesitaransumar mayores sufrimientos. De algunamanera, aquello había empeorado acausa de la lluvia, con la atenta dotacióndel barco apiñada para darse calor, lafila de color escarlata de los infantes demarina tambaleándose en el irregularbalance de la cubierta, y la figura que seretorcía con los brazos y piernasextendidas sobre el enjaretado, jadeandoy sollozando mientras el látigo seelevaba y bajaba al ritmo de losredobles de tambor.

En ocasiones, una corbeta seacercaba a la pequeña escuadra con

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despachos de la flota o provisionestraídas de Vigo, y cuando el tiempo lopermitía, el comodoro reunía a suscomandantes a bordo del insignia paraleer en voz alta en su presencia supropio informe oficial antes de firmarlo,y después, para asombro de Bolitho,pedía a cada uno de los trescomandantes que lo firmaran también.

No había oído nada parecido hastaentonces, pero podía deducir, por lasrígidas expresiones de sus doscompañeros, que estaban bastanteacostumbrados a aquel extraño caprichode Pelham-Martin. Estaba cada vez másclaro que el comodoro no tenía intención

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de dejar ningún cabo suelto en su planpara mantener a raya las críticas o laposible contrariedad del vicealmirante,y hacía que sus tres comandantes sevieran implicados en todo lo que éldecidía. Hasta entonces, por supuesto,no había hecho nada de nada, exceptocumplir las órdenes al pie de la letra.Patrulla y bloqueo, y nada más.

Cada vez que Bolitho era llamado abordo del Indomitable, comprobaba quePelham-Martin era un generosoanfitrión. Las corbetas que iban y veníande Vigo le mantenían aparentemente bienaprovisionado, con vinos selectos y, loque era más importante para Bolitho,

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con un pequeño contacto con el mundoexterior.

La última vez que Bolitho visitó elbuque insignia fue el día de Navidad.Curiosamente, el tiempo se habíacalmado, soplaba un viento flojo delnoroeste y el mar había convertido supanorama de veloces crestas en unintenso y hosco mar de fondo. Lacubierta superior del Hyperion se vioabarrotada de figuras que contemplabanel agua ondulada y gris y los otrosbarcos como si lo hicieran por primeravez. Y bien podía ser, puesto quedurante las ocho semanas que habíanpasado desde que se unieron a la

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escuadra de Pelham-Martin, el tiempono había aflojado nunca más de una horaseguida.

Bolitho estaba irritado por tener queir de visita al insignia. Las Navidadesbajo aquellas condiciones ya seríanbastante tristes para su dotación sin sumarcha como para irse a disfrutar de laespléndida mesa del comodoro. Losalimentos frescos del Hyperion habíandesaparecido hacía tiempo, y la comidade Navidad para las cubiertas inferioresera un extraño mejunje cocido de carneseca picada de buey remojada en ron yuna masa de dudoso sabor con la queGilpin, el cocinero tuerto y de aspecto

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infame, había asegurado al comandanteque «les iba a encender los corazones».

Pero Bolitho sabía que su visita alinsignia no era simplemente paralevantar el ánimo. Con las primerasluces había aparecido una corbeta, queaprovechó el ligero viento para alcanzara los lentos dos cubiertas como unterrier tras tres pesados bueyes. No eraninguna de las corbetas de Pelham-Martin, sino de la escuadra principal deLorient, y cuando Bolitho se hubo puestola casaca y llamado a la dotación de sulancha, vio que la yola de la corbetaestaba ya al costado del insignia.

A su llegada a bordo del

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Indomitable, encontró a Pelham-Martinde un talante muy jovial. En la grancámara, Winstanley se mostrabainexpresivo y el capitán Fitzmaurice,comandante del Hermes, parecía estarabiertamente consternado.

Las noticias de Lorient eraninquietantes. El vicealmirante Cavendishhabía enviado dos fragatas a patrullarcerca de la costa para que investigarancualquier señal de cambio o demovimiento entre la masa deembarcaciones fondeadas dentro delpuerto. Era una misión rutinaria a la quelos comandantes de las dos fragatasestaban muy acostumbrados. Pero

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cuando se acercaron a tierra, los vigíasde los topes transmitieron la alarmantenoticia de que en lugar de estardesarmado el aparejo como siempre, losnavíos de línea franceses tenían lasvergas izadas y, por lo que parecía, sunúmero era menor. Así pues, algunosdebían haberse escabullido a través delbloqueo.

El comandante de la corbeta noestaba en disposición de añadir grancosa a esas noticias hasta que Pelham-Martin insistió en que debía beber unpoco de su brandy. Tras tirar de lalengua al joven oficial, éste le contó alcomodoro que, además, las dos fragatas

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estuvieron a punto de ser arrolladas porcuatro barcos franceses queaparentemente habían salido disparadosde Bellelie y casi atraparon a los dosexploradores al abrigo de la costa.

Los ojos de Pelham-Martin brillabancon lágrimas mientras se reía.

—¡Ya ve, Bolitho! ¡Le dije queocurriría esto! Esto de las incursionesno es de utilidad en los bloqueos.Paciencia y demostración de fuerza estodo lo que necesitamos.

—¿Ha traído nuevas órdenes lacorbeta, señor? —preguntó Bolithocalmadamente.

Pelham-Martin todavía estaba

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riéndose. Parecía estar más contento quesi la flota hubiera obtenido una granvictoria; en vez de eso, su viejo enemigohabía permitido a los francesesprepararse para salir a mar abierto sinser descubiertos.

Riéndose entre clientes, dijo:—Sir Manley Cavendish quiere un

informe completo de los buques deguerra franceses que hay en esta zona,sobre su estado de preparación y todoeso. —Hizo que sonara tan trivial queBolitho se imaginó por un instante quese había perdido algo. Pero la sombríaexpresión de Fitzmaurice le decía queno era así.

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Pelham-Martin puso una mano sobreel brazo de Bolitho.

—No tema, mandaremos un informea su debido tiempo. —Ladeó su pequeñacabeza sobre el hombro y sonrióligeramente—. Puede usted acercarse ala costa mañana, Bolitho, y contactarcon la Ithuriel. Eso es lo que le gusta,¿no?

El comodoro hizo preparar una grancomida en su propia cámara para sustres comandantes, después de escribirprimero un breve acuse de recibo de lasórdenes para que la corbeta lo llevarade vuelta al vicealmirante Cavendish.Había estado obviamente muy tentado de

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añadir algo del estilo de una sarcásticacondolencia, pero sabía perfectamenteque una frase así sería interpretadacomo lo que era, una burla abiertaacerca del infortunio de Cavendish.

Durante toda la comida, Bolithoestuvo inquieto y nervioso por partir.Podía haber algunos barcos cerca delestuario de la Gironde, y de nuevotendría la posibilidad de emprenderalguna acción contra ellos. Si no habíanada que valiera la pena, podría inclusoaprovechar la pequeña libertad que lehabía dado Pelham-Martin para hacer unrepaso a lo largo de la costa en busca deinformación, si es que no había nada

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mejor a mano.Evidentemente, Pelham-Martin

estaba bien relacionado, pensó. Durantela comida, aireó nombres y títulos degente que conocía, asuntos de la Corte ydel Parlamento, y si la mitad de lo quecontaba era verdad, a Bolitho no lesorprendía que hubiera sido capaz desobrevivir a la hostilidad de sualmirante.

Su manera de simplificar e ignorarcualquier clase de peligro de los barcosfranceses allí reunidos era exasperante,pero al mismo tiempo había algo casiagradable en él. Había puesto dinero desu propio bolsillo para que desde Vigo

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le enviaran fruta fresca, la suficientepara que alcanzara para todos loshombres de los tres barcos y bajo sudirecta supervisión.

Mientras pelaba una naranja yescuchaba a Fitzmaurice volver a relatarcon detalle los momentos finales de lavictoria de Howe en el Primero deJunio, Bolitho pensó en Falmouth y sepreguntó si Cheney estaría pensando enél, si la vieja casa gris estaría cubiertade nieve y si su hijo sería un niño o unaniña. No le importaba lo que fueramientras ella fuera feliz.

Finalmente, y gracias a Dios, lacomida acabó, y Bolitho volvió a su

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barco sin más dilación.Sorprendentemente, parecía muytranquilo, y exceptuando a la guardia deservicio, la cubierta principal estabatotalmente desierta. Sólo se escuchabaalgún sonido de alegría procedente de lacámara de oficiales, y tan sólo una vozprofunda de abajo se elevaba entonandouna canción sentimental de las quegustaban a los marinos, una voz que,evidentemente, era la de Gossett.

Inch estaba esperándole pararecibirle, y dijo como respuesta a lapregunta de Bolitho:

—La mayor parte de nuestroshombres se han metido en sus coys,

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señor.Bolitho asintió. Tras tantas semanas

de penurias y sufrimientos, siempremojados, la buena comida caliente y lasraciones extra de vino y ron les habíandejado pocas ganas para máscelebraciones.

—Bien. Les dejaremos en paz, señorInch, hasta que sea el momento de llamara cubierta a la guardia. —De repente,miró el demacrado rostro de Inch:

—¿Ha comido bien hoy?—He tenido mucho que hacer, señor

—dijo mientras movía los pies conincomodidad.

Bolitho le observó con gran

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comprensión. Por supuesto, Inch nuncase uniría a los demás mientras sucomandante estuviera fuera en el buqueinsignia. De pronto se imaginó a Inchcorreteando arriba y abajo de cubiertaen cubierta, asegurándose de que todoestuviera bien, haciéndolo lo mejorposible.

—Venga a popa, señor Inch —dijobruscamente.

Caminó hacia allá y añadió:—Abandonaremos la escuadra

mañana con las primeras luces yestableceremos contacto visual con laIthuriel. —Saludó con un brevemovimiento de cabeza al centinela de

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infantería de marina y entró en sucámara, donde Petch estaba acurrucadojunto al mamparo, profundamentedormido.

—Beba conmigo, señor Inch —dijosonriendo mientras se desabrochaba elsable.

Inch se quitó el sombrero y lo sujetócon firmeza entre sus manos mientrasmiraba por toda la cámara,probablemente recordando aquellos díasen que era un simple quinto teniente yllegó Bolitho a bordo para tomar elmando y conducirles a un combate trasotro.

—M-Me prometí en matrimonio,

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señor, cuando estábamos en Plymouth —soltó de repente.

Bolitho sirvió dos copas bien llenasde clarete.

—Entonces será un placer brindarpor usted, señor Inch.

Inch se frotó los labios y levantó lacopa hacia la lámpara.

—Es la hija de un médico, señor.Una chica estupenda —asintió—.Espero casarme con ella cuandovolvamos a Inglaterra. —Bolitho miró alo lejos, recordando de repente lomucho que había tenido que ver Inch ensu vida desde que él se puso al mandodel Hyperion. Incluso había estado en la

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iglesia en el día de su boda con Cheney.Se dio la vuelta y dijo

tranquilamente:—Le deseo lo mejor. Es otra buena

razón para hacerlo bien y conseguir unascenso. —Sonrió—. Un barco propio,¿eh?

—E-Eso espero, señor —dijo Inchbajando la mirada.

Bolitho ya había bebido y comidobastante a bordo del insignia, pero, almismo tiempo, la idea de estar solo,aislado del resto del barco por elmamparo y el centinela de infantería demarina, era más de lo que podíasoportar. No aquella noche, sino todas

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las noches. Cruzó la cámara y sacudió alrepostero por el hombro. Cuando Petchse levantó tambaleante, Bolitho dijo:

—Tomaremos un poco más declarete. Y creo que también un poco deaquel excelente queso que mi esposaenvió a bordo.

—Ella estará pensando en nosotrosesta noche, señor —dijo Inch.

Bolitho se quedó mirándole variossegundos sin decir nada. En nosotros.Eso era lo que Inch había dicho, y teníarazón. Precisamente él debía deacordarse de lo que ella habíasignificado para el Hyperion cuando seembarcó en él. De cómo había atendido

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a los heridos mientras la madera seestremecía bajo las andanadas quedescargaban sobre sus cabezas.

—Estoy seguro de que lo hará —contestó con tono pausado.

Mientras Petch se entretenía en lamesa, Inch observaba a Bolitho, sinatreverse apenas a pestañear por si seperdía algo. No podía recordar haberlevisto así anteriormente. Estaba sentadoen el banco bajo los ventanales de popatirando con aire ausente del mechón denegro cabello que, como Inch sabía,cubría la pálida cicatriz de algunaacción pasada, y aunque sus ojosestaban fijos en Petch, miraban sin ver y

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parecían distantes, y de alguna manera,indefensos. Era como un descubrimientoo una intrusión. Inch sabía que siemprelo recordaría, y que se lo guardaría parasí mismo.

* * *

Incluso antes de que asomaran lasprimeras luces del alba en el cielo,todos los hombres fueron llamados a suspuestos y, con las gavias y juanetestomando viento entre estallidos bajo elviento moderado, el Hyperion se alejóde sus dos compañeros aún envueltos en

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la oscuridad. Mientras los marineroshalaban con brío de drizas y brazas,Bolitho estaba de pie junto a la batayoladel alcázar, consciente del cambio quese respiraba en el ambiente gracias albreve tiempo de libertad que lesproporcionaría la misión encomendadapor Pelham-Martin. Desde que salierondel estrecho de Plymouth, por primeravez en dos meses oyó a los gavierosgritar y charlar mientras trabajabanafanosamente en las vibrantes vergas, ypudo oír también las estridentes vocesde los guardiamarinas que espoleaban asus hombres en una competición nooficial y peligrosa, y que podían

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esconder aquel comportamiento a sussuperiores gracias al cielo oscuro y lasvelas que se desplegaban sobre ellos y asu alrededor.

Sólo unos pocos parecían algoapáticos y con poco que decir, y Bolithosupuso que el gélido aire del amanecer,combinado con la comida bañada en rondel día anterior, eran los culpables deello más que cualquier resentimientopersistente.

Se estremeció y caminó rápidamentehacia la aguja. Bajo la débil luz de lalantía de bitácora pudo ver la rosa,oscilante pero firme a la vez. Norestecuarta al norte. Con suerte alcanzarían a

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la solitaria Ithuriel al mediodía. Si nohabía ninguna información importantepodrían tener tiempo para aprovechar suextraña libertad en navegar más hacia elnorte y más allá del estuario. Porque apesar de la confianza del comodoro y desu obcecada convicción de quecualquier posible presa o buque queintentara forzar el bloqueo apareceríapor el sur, donde él había colocado susotras dos fragatas, Bolitho sabía porexperiencia que los franceses eran pococomplacientes cuando se trataba decontribuir a su propia derrota.

Inch cruzó la cubierta y se llevó lamano al sombrero.

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—¿Doy los sobrejuanetes, señor? —Él también sonaba más fresco y denuevo más animado.

Bolitho negó con la cabeza.—Puede enviar a los marineros a

desayunar, señor Inch. Han trabajadoduro y deben de tener buen apetito coneste aire cortante. —Por un momento sepreguntó si el cerdo salado y las galletasduras como el acero provocarían una olade náuseas a la mitad de los marineros yañadió:

—Daremos más velas tan prontocomo se haga de día. —Dirigió un brevesaludo con la cabeza a Inch y se fuehacia popa en dirección a su cámara.

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Tiró su raído chaquetón de marsobre una silla y se sentó en suescritorio. Petch había dejado preparadoun plato y un café humeante, y estabaocupado con el desayuno de su amo enla despensa contigua. Incluso Petchparecía haberse acostumbrado al hábitode Bolitho de comer en su escritorio envez de en la mesa del comedor.

Y Bolitho disfrutaba sentándose sinnada más que los grandes ventanales decristal de popa entre él y el mar abierto.A veces podía apartar de suspensamientos el barco y su ingentedotación y quedarse tan sólo mirandoafuera y a lo lejos, hacia la nada. Era sin

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duda una falsa ilusión, pero leproporcionaba cierto consuelo cuandomás lo necesitaba.

Estaba aún demasiado oscuro paraver gran cosa más allá de la burbujeanteestela blanca del barco que surgía deltimón. Pero se sentía momentáneamentecontento. El barco estaba otra vez vivo,y cualquier cosa, cualquiera, era mejorque no hacer nada. Aguzó el oído paraescuchar los sonidos a su alrededor: elvibrante ruido sordo del aparato degobierno, el correr y chocar del aguacontra el casco y, sobre todo, el grangemido del viento a través de laarboladura y los obenques, viento del

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que el barco hacía acopio para supropio provecho en su camino hacia latierra invisible.

Petch dejó el desayuno sobre elescritorio y se apartó para observar lareacción de Bolitho: un buen pedazo decerdo frito bien tostado con migas degalleta, dos galletas marineras bienuntadas con una melaza espesa y oscuray el café. Era un plato bastante sobriopara el comandante de un barco del Rey,pero tras la generosa comida de Pelham-Martin, de alguna manera era bienrecibido a la vez que reconfortante.

Pero todo iba demasiado bien paraque durara. Más tarde, mientras

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caminaba lentamente por el alcázarobservando a los marineros atareadoscon las piedras de rascar y loslampazos, y a los infantes de marina consus misteriosos ceremoniales deinstrucción con los mosquetes y lapertinente revista, Bolitho tuvo lasensación de que las cosas habíancambiado.

—¡El viento está rolando, señor! —gritó de repente Gossett.

Bolitho entrecerró los ojos mirandohacia el gallardete del tope. Perversocomo siempre, el tiempo del golfoestaba cambiando en su contra, y lasgavias ya se revolvían entre estallidos

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en inquieta confusión.—Cambiaremos el rumbo dos

cuartas. Rumbo noreste cuarta al este —dijo.

Stepkyne era el oficial de guardia yparecía como si hubiera bebido más dela cuenta el día anterior.

—¡Guardiamarina de guardia! ¡Dé elsilbido de hombres a las brazas, y conbrío!

Incluso mientras el barco sebalanceaba en su nuevo rumbo, Bolithoera consciente de que aquello no iba aser suficiente. El viento aún seguíarolando y tenía menos fuerza, y elgallardete del tope, en vez de aguantar

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rígido, coleaba y se enroscaba como ellátigo de un cochero.

Gossett se le acercó caminandolentamente y murmuró:

—Tendremos que hacer un bordo,señor. —Con la palma de la mano seraspó la mandíbula—. A mi modo dever, el viento soplará justo desde tierraantes del cambio de guardia.

Bolitho le miró con aire grave.Gossett casi nunca se equivocaba acercade los elementos.

—Muy bien. Póngalo amurado ababor. Tendremos que barloventearbastante hacia el norte del estuario siqueremos encontrar hoy a la Ithuriel.

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Sonrió a Gossett, pero en su interiorestaba contrariado y decepcionado. Ycuando el viento siguió rolando, supoque no podrían hacer gran cosa. A lasdos campanadas de la guardia demañana el viento del noreste ya se habíaafianzado, a unos noventa grados de sudirección original. Así que, en vez denavegar cómodamente hasta algún puntodesde el que pudieran divisar y hacerseñales a la fragata, deberíanbarloventear durante un buen trechohacia el norte del estuario para sacar elmáximo provecho a la decrecientefuerza del viento.

Inch cruzó la cubierta y dijo:

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—Pasarán horas antes de quepodamos virar de nuevo, señor. —Éltambién parecía decepcionado.

Bolitho observó cómo las vergaseran braceadas al máximo y notó que elbarco escoraba fuertemente al pasar laproa por el viento, con las velasflameando y dando latigazos antes detomar viento y seguir avanzando por elinacabable panorama de cabrillas que seabría ante ellos.

—Lo recuperaremos más tarde. —Controló su propia irritación y añadiócon sequedad:

—Ésta es una excelente oportunidadpara hacer ejercicios con la batería

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inferior, señor Inch.Caminó hacia popa y miró

detenidamente la aguja. Norte, noroeste.Bueno, al menos eso permitiría que lacubierta de la batería inferior seejercitara sin empaparse a través de lasportas abiertas. Un poco de ventilaciónno vendría mal para quitar tanto lahumedad como el aire viciado de laparte más profunda del casco.

Les llevó otras seis horas el poderaprovechar el forzado cambio de rumbo,y para cuando el Hyperion volvió anavegar hacia el sur otra vez, con todaslas lonas desplegadas para captar elcaprichoso viento de tierra, la luz del

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día empezaba ya a desvanecerse.Bolitho caminaba arriba y abajo por

la banda de barlovento cuando el vigíadel tope irrumpió de repente en suscavilaciones.

—¡Ah de cubierta! ¡Vela justo por laamura de babor!

Bolitho lanzó una mirada algallardete del tope. No tenía sentidocambiar el rumbo. Les llevaría untiempo precioso y en una hora habríacaído la noche. Pasarían a la fragata aunas dos millas por su través, y esobastaría para interpretar sus señales.

Alzó el catalejo y miródetenidamente a través de las redes de

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la batayola. No podía ver el lejanobarco, puesto que su forma se confundíacon la apagada masa gris de la costafrancesa. Miró a la arboladura de nuevoy se mordió el labio. Allá arriba,meciéndose cómodamente en suvertiginoso puesto, el vigía sería capazde verla bastante bien, y, lo que era másimportante, de ver el trazado de la costade allá detrás. Tomó una decisión.

—Voy a subir a la arboladura, señorInch. —Ignoró el rápido intercambio demiradas y concentró toda su voluntad enencaramarse a los obenques debarlovento y, paso a paso, lentamente,subir por los temblorosos flechastes.

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Desde siempre, desde que eraguardiamarina, Bolitho había tenidovértigo, y cada vez que se había vistoforzado a hacer aquella ascensión,albergaba la esperanza de habersuperado un miedo tan estúpido. Pero noera así, y apretando los dientes y fijandola vista firmemente en el tambaleantemastelero, continuó subiendo más y más,hasta llegar a la cofa de mayor, dondedos sorprendidos infantes de marinaestaban limpiando un cañón giratorio;apretó aún más fuerte los dientes paracontrolar la creciente náusea al sentirtodo su peso aguantado por sus manos,mientras su cuerpo colgaba hacia fuera

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en las arraigadas de los obenques. Perocomo había más miradas puestas en élque en la fragata avistada, no podíacoger el camino más fácil de la boca dellobo de la cofa.

Cuando por fin alcanzó la cruceta, seencontró a un marinero de peloentrecano y coleta que se apartaba a unlado para hacerle sitio. Bolitho se loagradeció con un gesto, puesto que aúnno había recobrado el aliento. Por unosmomentos se sentó con la espaldaapoyada en el tembloroso mástil,mientras buscaba a tientas el catalejoque llevaba colgado del hombro ytrataba de no mirar abajo, a la tan

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alejada cubierta.Oyó aullar al guardiamarina

Gascoigne:—¡Ha hecho la señal de recibido,

señor! —Inch debió de decirle algo,puesto que, segundos después, la señalconvenida se abrió en forma derectángulo en la verga de gavia delHyperion.

Bolitho apuntó su catalejo y vio laestilizada fragata que cabeceaba a travésde la lente, y levantaba rociones por susamuras en forma de cortina compacta.Se olvidó de su desasosiego al recordarsu servicio en otras fragatas. Siempre deun lado para otro, con el brío y la

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agitación que sólo aquellos grácilesbarcos podían proporcionar. Se apiadóde la solitaria tarea de vigilancia quetenía encomendada su comandante.Arriba y abajo, día tras día, sin nada dequé informar. Un navío de línea ya erabastante malo en aquellas condiciones,pero en su fino casco aquello sería unaauténtica pesadilla.

Apartó el catalejo del otro barco ehizo un barrido pasando por la oscurapunta del cabo hasta la parte norte delestuario. Unas pocas manchas,probablemente casas de guardacostas —pensó. Encima de la lejana y fuertecorriente de la costa, las casas parecían

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moverse sobre el mar en calma. Bajó elcatalejo y se frotó el ojo con la manga.

Oyó la voz de Inch llevada por elviento.

—¡Comandante, señor! ¡La Ithurielno tiene nada de qué informar!

Si esperaba a que la sobremesanaflameara momentáneamente, Bolithopodía ver las acortadas figuras delalcázar, con sus rostros como manchaspálidas resaltando contra la gastadatablazón. Podía ver a Gascoigne, con lashojas de su libro de señalesrevoloteando bajo la suave brisa, y aStepkyne, con su catalejo apuntado haciala fragata que cruzaba en el rumbo

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opuesto. Incluso el barco parecíapequeño y compacto, por lo queresultaba difícil aceptar que seiscientasalmas vivieran dentro de su gran casco.

Pensó, también, en las pobrescondiciones de la fragata. Uno más entreuna cadena de barcos, sufriendo lasinclemencias del tiempo y dependiendosólo de sus propios recursos, aunquecon un papel esencial para contener alenemigo en sus puertos.

Bolitho tragó fuerte y se agarró a unaburda. No podía emprender otro largotrayecto, aunque fuera de bajada, por loque, bajo la reverencial mirada delvigía, saltó de la cruceta y conteniendo

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el aliento empezó a bajar hacia elalcázar con un método más rápido sibien menos digno. Llegó a cubiertajadeando, consciente de los sonrientesmarineros que había a su alrededor y deldolor de sus piernas, quemadas por elroce de la gruesa burda en el rápido yvertiginoso descenso.

—Antes de que se vaya la luz haréuna señal a la Ithuriel —dijo con tonoformal. Hizo una seña a Gascoigne—.He olvidado el nombre de sucomandante.

Gascoigne estaba aún boquiabiertocomo si no se creyera que uncomandante pudiera comportarse de una

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manera tan extraña. Entonces abrió sulibro y balbuceó:

—¡Ithuriel, 32 cañones, capitánCurry, señor!

Parecería algo muy manido desearleun buen Año Nuevo —pensó Bolitho—,pero sería mejor eso que nada.

—Bueno, se conservan muy bien apesar del maldito mal tiempo —exclamóStepkyne.

Bolitho cogió el gran catalejo deseñales de Gascoigne y lo alzó porencima de las redes de la batayola. Lafragata estaba ahora en la aleta de babordel Hyperion y podía ver las figuras quese agolpaban en su alcázar bajo los

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jirones de su insignia. Pestañeórápidamente para deshacerse de latensión. Estaba en un error. Tenía queestarlo.

Su tono era aún tranquilo cuandoespetó:

—Haga esta señal, señor Gascoigne:«Hermes a Ithuriel. Buena suerte».

Ignoró la mirada de sobresalto en lapálida cara del guardiamarina y bramó:

—¡Ha oído bien! ¡He dicho Hermes!—Entonces añadió:

—Gracias, señor Stepkyne.Nadie dijo nada. Los que estaban

junto a Bolitho incluso apartaban lamirada como si fueran incapaces de

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contemplar su locura.—Ha recibido la señal, señor —dijo

Gascoigne con un hilo de voz.—Póngalo amurado a estribor, señor

Gossett. Pondremos rumbo derecho aloeste —dijo Bolitho mirando a lalejanía. Entonces, cuando sonaron laspitadas y los hombres corrieron a lasbrazas, añadió bruscamente:

—La Ithuriel es una fragata detreinta y dos cañones, caballeros. ¡Esebarco es un treinta y seis! ¡Y sólo unbuque de guerra francés no vería quenosotros no somos el Hermes!

Todos se quedaron mirándole.—El señor Stepkyne lo vio primero,

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aunque no acabó de reconocer lo quehabía descubierto. ¡Está demasiado bienconservada, demasiado limpia trassemanas de servicio de bloqueo!

—¿Qué significa eso, señor? —preguntó Inch con aspecto de estaraturdido.

Bolitho miró las vergas que semovían y las velas que tomaban vientootra vez.

—Significa, caballeros, que laIthuriel ha sido tomada. Eso explica queaquella gente entendiera nuestrasseñales. —Era sorprendente lo calmadoque parecía. No podía comprenderlo, yaque todo su ser estaba clamando para

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que lo entendieran como él lo hacía. Vioa Allday inclinado sobre un nuevelibras, clavando la mirada hacia popasobre la fragata, mientras éstacabeceaba furtivamente una vez másentre la bruma de los rociones y lacreciente oscuridad. Él sabía cómo sesentía Bolitho. Había estado a bordo desu fragata, la Phalarope, cuando fueronatacados por un corsario americano.Aquel barco también había resultado seruna fragata británica capturada.

—¿Por qué se iban a molestar losfranceses en llevar a cabo un engañoasí? Han capturado una buena fragata,así que, ¿por qué mantenerlo en secreto?

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—preguntó Bolitho lentamente.—A mí me parece, señor, que tienen

algo que esconder —dijo Gossett.—Así lo creo, señor Gossett —dijo

mostrando los dientes en una sonrisa.Levantó la mirada hacia el gallardeteflameante—. No hay tiempo parainformar a la escuadra, aunquepudiéramos encontrarles. —Su tono seendureció—. Tan pronto comooscurezca, viraremos y volveremos otravez a tomar una posición al norte delestuario. No tengo ninguna duda de queel comandante de la fragata, quienquiera que sea, fondeará durante lanoche. Sabrá que es poco probable que

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venga otro barco de la escuadra enmuchos días, tal vez incluso en semanas.—Intentó evitar la amargura en su voz.Si Pelham-Martin hubiera concentrado asus tres fragatas, y si fuera posible,también a las corbetas, en un arcoapretado en la zona de patrulla con unadistancia entre barcos que permitiera elcontacto visual, esto no podría haberocurrido nunca. Continuó en el mismotono monótono:

—Nos acercaremos a tierra todo loque podamos. Cuando lleguen lasprimeras luces del día quiero tener elbarlovento. —Lanzó una fría mirada alos cañones más cercanos—. Esta vez

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hablaré yo primero. ¡Y con autoridad!Mientras la masa de nubes cruzaba

por el horizonte y sumergía el mar enuna total oscuridad, Bolitho seguíapaseando aún por el alcázar. Estabaempapado hasta los huesos por losrociones pero ni siquiera se daba cuenta.Retenía la imagen de la fragata, y sentíala arrogancia de su comandante mientrashacía señales al dos cubiertas. Y habíaido por los pelos. Sentía la furiarevolverse en su estómago como fuego.Unos minutos más y se hubieranmarchado. El Hyperion hubierainformado al comodoro que no habíanada fuera de lo normal y éste lo hubiera

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aceptado de muy buen grado.¿Y la fragata? Detuvo sus pasos y

los ojos del timonel parpadearon conansiedad a la luz de la lantía de labitácora cuando Bolitho le mirófijamente, aunque sin verle. Podríandecir a sus superiores que los ingleseshabían sido engañados. Frunció el ceño.Pero, ¿con qué propósito? Continuócaminando, ajeno a todo excepto a suspensamientos y a lo que éstosimplicarían para él y para su barco.

El Hyperion podría haberdesarbolado a la fragata con una buenaandanada mientras pasaban. Suponiendoque la fragata abandonara su puesto al

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caer la noche, Pelham-Martin ni siquieratendría la satisfacción de explicar quehabía sido destruido un barco enemigocuando escribiera a Cavendishcomunicándole la captura de la Ithuriel.

Y Pelham-Martin no estaría paranada dispuesto a cargar con la culpa élsolo —pensó Bolitho con ciertodesaliento.

Pero debía existir una razón para laacción del buque de guerra francés.Tenía que haberla.

Finalmente, agotado y de repentecongelado, dijo cansinamente:

—Voy a mi cámara, señor Stepkyne.Llámeme media hora antes de la guardia

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de alba, si es tan amable. —Cogió aInch por el brazo—. Pase la voz de quequiero a todos los hombres levantados aesa hora. Que estén alimentados ypreparados para cualquier cosa quetengamos que hacer cuando vuelva ahaber luz.

Mientras entraba en la oscuridad quereinaba bajo la toldilla oyó una voz quesusurraba con admiración:

—¡Éste es frío como el estómago deun tiburón! ¡Ve a un maldito gabachoante sus cañones y no se le mueve unpelo!

Y luego se sumó la profunda voz deGossett:

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—¡Muérdete la lengua, maldita sea!¡Tendrás un montón de tiempo parahacer ruido cuando los cañonesempiecen a tronar junto a tus orejas!

Bolitho entró en su cámara y dio unportazo. Por unos momentos, se quedóde pie, con los hombros apoyados contrael mamparo, mientras clavaba su miradavacía sobre las oscilantes lámparas.

Gossett lo sabía muy bien. Más delas tres cuartas partes de la dotación nohabían puesto jamás un pie en un barco ymenos aún conocían el horror de unaandanada enemiga.

Cerró con fuerza los ojos e intentódespejar las dudas de su mente. No

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había elección, ni la había habido desdeel momento en que descubrió eltranquilo engaño de la fragata.

Y casi había funcionado; eso era lopeor, en cierto modo. A pesar de toda suexperiencia y sus conocimientos, sólohabía visto lo que él esperaba ver. Elcomandante de la fragata había jugadocon esto, pero debía de haber previstolas consecuencias del fracaso, y cuandoel Hyperion apareció a dos millas dedistancia cada minuto debía deparecerle una hora.

Fuera lo que fuera lo queescondieran los franceses, debía valer lapena. Sorprendentemente, se tranquilizó

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al verlo con tanta claridad, y más tarde,cuando Petch entró en la cámara conalgo de café, encontró a Bolithotumbado en el banco de popa durmiendocon expresión relajada.

Petch era un hombre ingenuo, y,exagerando en su relato, les dijo aalgunos de sus amigos que sucomandante estaba tan seguro de símismo que ya se había quedadodormido.

Allday oyó la historia y no dijonada. Conocía a Bolitho mejor queninguno de ellos, y supuso que, igual queél, probablemente habría estadopensando en aquellos tiempos, muchos

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años atrás, en que una treta parecidacasi le había costado la vida y el barco.

Allday observó detenidamente supesado alfanje bajo la luz mortecina deuna lámpara tapada. Si iba a haberlucha, la poco experimentada dotacióndel Hyperion necesitaría algo más queconfianza. ¡Mucho más!

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IV

UN NOMBRE PARARECORDAR

—¡Comandante, señor!Bolitho abrió los ojos y se quedó

mirando unos segundos la ansiosa carade Inch. Había estado soñando. Estabaen un campo verde con un interminableseto florido, y Cheney bajaba por elcamino para encontrarse con él. Élcorría y ella también, aunque parecíaque nunca se acercaban el uno al otro.

—¿Y bien? —vio que Inch se

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apartaba nervioso y añadió:—Lo siento. ¿Es la hora?Inch asintió, mientras la lámpara

colocada encima del banco le dejaba ensombras medio rostro.

—Hay una bruma que viene detierra, señor. No hay mucha, pero elseñor Gossett dice que podría hacer másdifícil la aproximación final. —Saltó aun lado cuando Bolitho bajó las piernasdel banco y empezó a ponerse la casaca.

La cabeza de Bolitho ya estaba lobastante clara.

—¿Cuál es nuestra posiciónaproximada?

—Diez millas al nornoroeste del

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cabo, señor —dijo Inch haciendo unamueca.

—Estoy listo. —Bolitho echó unaúltima mirada alrededor de la cámara yentonces apagó la lámpara.

En el alcázar estaba muy oscuro, ysólo cuando Bolitho alzó la vista se diocuenta del alcance de la bruma. Semovía bastante rápido, por lo que lasvelas aún se perfilaban bien, pero porencima de la verga de mayor no se veíaabsolutamente nada, como si la mano deun gigante hubiera arrancado el resto develas y aparejos.

—El fuego de la cocina ha sidoapagado, señor —dijo Stepkyne desde

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la oscuridad.Había un aire de expectación

nerviosa por ambas partes, pero Bolithose forzó a sí mismo a ignorar a losdemás mientras caminaba hacia popaotra vez hasta la aguja.

—¡Cambie el rumbo dos cuartas!¡Rumbo sureste! —Levantó la mano—.¡Haga el menor ruido posible!

Cruzó hasta la banda de barlovento ymiró las velas que tenía más cerca. Erauna lástima que no pudiera reducir eldespliegue de paño —pensó. ElHyperion se movía muy lentamentebajando junto a la costa enemiga. Conlas primeras luces cualquier centinela

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atento podría ver rápidamente losjuanetes del barco y dar la alarma antesde que Bolitho pudiera cruzar la últimafranja de agua y colocarse en la mejorposición para encontrar la fragata. Perosi quería tener suficiente velocidad ymaniobrabilidad para atrapar la fragataantes de que le pudiera mostrar su popa,tenía que estar preparado.

Tomó la decisión.—Hombres a sus puestos, señor

Inch. Nada de silbidos ni excitación.Pase simplemente la voz y luego ordenezafarrancho de combate.

En cualquier caso, hacer que elbarco estuviera preparado para entrar en

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combate era muy enervante. Las sombrasrevoloteaban arriba y abajo, mientrasque de las cubiertas inferiores llegabanlos ruidos apagados y los golpes sordosde los mamparos que eran retirados y delos cañones destrincados, y los oficialeshablaban con feroces susurros mientrasbuscaban a sus hombres y comprobabanque todo estuviera listo. Y, mientrastanto, el Hyperion se deslizaba a travésde los largos tentáculos de la brumacomo un barco fantasma, con sus velasmojadas por el rocío y la llovizna, y suspalos y jarcias crujiendo mientras elcasco avanzaba contra la suave corrientey los vigías aguzaban la vista hacia la

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tupida oscuridad que les rodeaba.Bolitho se asió a las redes de la

batayola y observó cómo la brumapasaba a través de los obenques delmayor como un líquido claro, antes deque viniera otra pegajosa ráfaga deviento por la aleta del barco y la elevaray arremolinara hacia mar abierto. Trasde sí podía oír al capitán Dawson, quehablaba con sus infantes de marina, asícomo el ocasional tintineo metálico o elcrujido de su equipo mientras setambaleaban en una formación cuadradaprieta y ordenada en el alcázar. Entre labruma sus uniformes parecían negros ysus cartucheras blancas cruzadas

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resaltaban con asombrosa claridad.De pronto, apareció Inch,

resoplando y sudando.—El barco está en zafarrancho de

combate, señor.Bolitho gruñó. ¿Qué clase de idiota

parecería si el Hyperion se encontrarael mar vacío cuando se hiciera de día?Cualquier clase de confianza quehubiera conseguido ganarse entreaquellos marineros apenas entrenados seperdería rápidamente cuando corriera lavoz de que el comandante se asustaba desu propia sombra.

En cualquier otro momento podríahaber esperado. Los hombres con

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experiencia podrían cargar y sacar loscañones, recargar y seguir disparandomientras a su alrededor se vivía unapesadilla de ensordecedorasexplosiones y hombres gritando, y si eranecesario podían hacerlo totalmente aoscuras. Pensó en todos aquelloshombres, agachados tras las portascerradas, con los oídos atentos a todoslos ruidos, los corazones latiendofuertemente y agradecidos por laoscuridad, aunque sólo fuera paraocultar su miedo a los compañeros. Elriesgo no valía la pena. Si tuviera queelegir, preferiría que sus hombres serieran a sus espaldas a que murieran por

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su engreimiento.—Muy bien, señor Inch. Puede pasar

la orden de cargar.Mientras Inch hacía un gesto urgente

a un guardiamarina, Bolitho recordó lasocasiones en que había entrado enacción: todos los cañones disponían dedoble carga y algo de metralla de regalopara la primera descarga devastadora.Pero con aquellos hombres sólo medioentrenados, moviéndose a tientas en lapenumbra de las dos cubiertas, seríallamar al desastre. Se necesitabaexperiencia para utilizar esos métodos.Una carga mal hecha, y el cañón haríaexplosión, y mataría como mínimo a

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toda la dotación del mismo.El viento bajó ligeramente, y en la

súbita quietud oyó el corretear de lospies de los pequeños pajes por lascubiertas llenas de arena húmeda queiban de cañón en cañón con las cargasrecién sacadas de la santabárbara. Allíestaría Johns, el condestable, con suszapatillas de fieltro para no hacerchispas, en el único lugar del cual nohabía escapatoria si el barco seincendiaba en combate. Gracias a Dios,era un viejo marinero, poco dado aconfiar demasiado en la habilidad deaquellos a quienes suministraba desdesu pañol.

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Gossett dijo en voz alta:—Según mis cálculos, estamos a

unas tres millas frente al cabo, señor —carraspeó—. Por supuesto, con estacorriente y la bruma es un poco difícilestar seguro.

—¡Todos los cañones cargados,señor!

Bolitho miró su reloj bajo la luz dela lantía de la bitácora. Debía amanecerenseguida. Echó una rápida ojeada a sualrededor. ¿Estaba realmente empezandoa aclarar ligeramente o era que sus ojosestaban tan acostumbrados a laoscuridad que los nueve libras de labanda de sotavento se veían negros y

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contrastaban contra la amurada?Deseó poder echar otro vistazo a la

carta, pero no quedaba más tiempo.Intentó imaginársela exactamente talcomo la había visto por última vez, paramemorizar y recordar el cabo y el aguaque quedaba al abrigo detrás, las sondasy los bajos, las aguas profundas y lasfuertes corrientes, que podían convertircualquier aproximación imprudente enun fracaso absoluto.

—¡Un poco a estribor! —Estaba depie junto a Inch, en la batayola delalcázar, con el catalejo apuntando por elcostado de barlovento mientras la ruedachirriaba.

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—¡Así! —Podía oír a Inchrespirando ruidosamente, y a la altura desu cintura vio a uno de los artilleros delalcázar arrodillado junto al braguero deun nueve libras, con el torso desnudo apesar del aire gélido, y un machetedescuidadamente cruzado en el cinto,con la empuñadura negra dibujada sobresu espalda. La longitud de la coleta delhombre reveló a Bolitho que no era unnovato; albergaba la esperanza de queen todas las dotaciones de los cañoneshubiera algunos hombres, además de loscabos a cuyo cargo estaban, que dieranserenidad y pusieran orden cuandollegara la hora.

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A alguien se le cayó un atacador enla cubierta principal, y cuando le lanzóuna mirada furibunda se dio cuenta consobresalto de que podía ver el castillode proa y la red del aparejo alrededordel bauprés y del botalón de foque. Peromientras el barco recobraba supersonalidad en la oscuridaddesvaneciente, la bruma se hizo másespesa y blanca, hasta que, a ciertadistancia, el Hyperion pareció flotarimpotente en ella: una visión irrealdonde la bruma húmeda atravesabavelozmente los obenques y los rodeaba.

Bolitho exclamó de repente:—Suba a la arboladura, señor

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Gascoigne. Tiene usted una vista muyaguda.

Mientras el guardiamarina trepabapor los flechastes, Inch dijo:

—Puede que no veamos la fragata,señor.

Bolitho vio que la gavia se agitabaen un torbellino descendente, y enaquellos breves segundos pudo ver unatenue mancha azul. Por encima de labruma, el cielo se había aclarado.Brillante y frío, lo que aún era mejor.

Los motones y las drizas golpetearonnerviosamente y Gossett murmuró:

—El viento está arreciando, señor.Lo hacía de forma poco perceptible,

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pero suficiente. De pronto, la brumaempezó a abrirse y a verse reducida a unvapor a baja altura, y al mismo tiempoque el estridente grito de Gascoignellegaba a los hombres que esperabanabajo, Bolitho vio el perfil del otrobarco.

—¡Fragata justo por la amura deestribor! —Gascoigne aullaba deexcitación—. ¡Al ancla, señor!

Inch desvió la mirada del otro barcoy la clavó en Bolitho, como si no fueracapaz de creer lo que estaba viendo.

Bolitho contemplaba impasible lafragata mientras se perfilaba cada vezmás contra la bruma que dejaba atrás

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para dirigirse hacia mar abierto. Allíestaba el cabo, de un color gris azuladobajo la luz del amanecer, y aunque aúnera imposible ver el otro lado delestuario, sabía que había calculadocorrectamente, y casi pudo sentir ciertalástima por el primer hombre a bordo dela fragata que viera el lento avance delHyperion. Colocado entre ellos y lacosta, parecería un enviado del infierno—pensó—, con sus gavias y juanetesflameando suavemente, las mayorescargadas y el mascarón de proa derostro dorado y mirada fiera apuntandosu tridente como si guiara el barcodirecto hacia su víctima.

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A través de la franja de aguaarremolinada, Bolitho oyó el bramido deuna trompeta. Todavía quedaba unamilla entre la fragata y el dos cubiertas,pero aunque cortara el cable del ancla,le llevaría tiempo tener a los hombres ensus puestos y largar el paño suficientepara escapar. Sobre su cabeza, Bolithooyó el ruido apagado de la gaviatomando viento, parecido a un truenolejano, al quedar el barco libre delabrigo del cabo. La fragata nodispondría de ese tiempo.

Se asió a la barandilla del alcázar ygritó:

—¡Escuchadme! —Los hombres de

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los cañones y de las brazas desviaronlas miradas de la fragata y miraron haciapopa al unísono—. Allá hay un barcofrancés, y tengo intención de entablarcombate con él. —Alguien jaleó algo,pero se calló enseguida ante la severamirada de su comandante—. ¡Sipodemos capturarla como presa, mejorque mejor! ¡Pero si no, la destruiremos!—Dejó que sus palabras sedesvanecieran y entonces añadió:

—Pero no os engañéis por suapariencia. Aún puede presentar batalla,¡y he visto morir a tantos hombres porexceso de confianza como por lapuntería del enemigo! —Entonces

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sonrió, a pesar de la tensión dura comoel acero que notaba en su estómago—.¡Dad lo mejor de vosotros, muchachos!¡Por el barco, y por Inglaterra!

Se dio la vuelta hacia la batayola deestribor mientras brotaba una ovación alo largo de las baterías, a la que sesumaron los hombres de la siguientecubierta, hasta que el barco entero cobróvida entre aullidos y gritos deexcitación.

Bolitho dijo sin levantar la voz:—Dejemos que griten, señor Inch.

Así los gabachos se pondrán másnerviosos, ¿eh?

Se aproximaban más y más, y en

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todo ese tiempo Bolitho observó laconfusión que reinaba a bordo de lafragata bruscamente despertada.Aparecía primero un foque flameante yluego el velacho, y un vigía gritó desdelo alto:

—¡Han cortado el cable, señor! —Otro gritó:

—¡Está izando su bandera!Bolitho contempló cómo se

desplegaba la tricolor del pico decangreja de la fragata. Esta vez era subandera legítima. En cualquier caso, erabastante evidente que no iba a rendirsesin luchar.

—¡Asome los cañones, señor Inch!

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Sonó un silbato, y mientras selevantaban las portas, las bocasimpacientes de los cañones seabalanzaron por la cubierta inclinadahasta que el Hyperion mostró al barcofrancés todo su costado como en unadoble línea de dientes negros.

Stepkyne estaba al pie del trinquete,con el sable desenvainado y la miradapuesta en el alcázar.

En el castillo de proa, el teniente deinfantería de marina Hicks esperabajunto a dos enormes carroñadas,mientras el grueso de los casacas rojashabía deshecho su nítida formación encuadro para desplegarse a lo largo de la

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toldilla y de la batayola del alcázar, consus largos mosquetes ya apuntados haciael barco cada vez más cercano.

—¡Timón a estribor! —Bolitho alzóla mano como para controlar su barco—. ¡Así, muchachos! —Observó cómoel botalón de foque se alineaba con eltrinquete de la fragata, hasta que dio laimpresión de que el otro barco estabasiendo inmovilizado como por uncolmillo gigante.

—¡Así! —El corazón le latía confuerza contra las costillas, y podía sentirla sequedad de sus labios como situviera sal en ellos—. ¡Preparado, señorGossett!

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Probablemente el comandanteenemigo había intentado salir huyendo.No iba a ser capaz de salir indemne delrepaso del abundante armamento delHyperion, pero una vez en mar abierto,podría dejarles atrás en cuestión deminutos.

Bolitho sabía que, para todocomandante, los enemigos eran los«síes» y los «porqués». ¿Por qué elvigía no ha visto antes al Hyperion? Obien, si la bruma no hubiera impedidoque lo avistáramos, si Bolitho hubieracalculado mal en su ciega aproximación,y si la vela hubiera podido ser largadaun poco más rápido. Todo esto y más

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estaría pasando a la velocidad del rayopor la mente del francés mientrasclavaba su mirada en el reluciente doscubiertas que avanzaba directo alcorazón de su barco.

No había tiempo para escapar.Exponer su desprotegida popa aaquellos veinticuatro libras sería el fin,sin ni tan sólo disparar una bala comorespuesta.

Casi con desaliento, las vergas de lafragata fueron braceadas, mientras loscañones de babor asomaban yapreparándose para aceptar el desafío.

—¡Ahora! —espetó Bolitho.—¡Orza todo! —bramó Gossett.

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Cuando la doble rueda giró, lasvergas ya crujían, y sujetándose a labarandilla del alcázar, Bolitho vio cómoel bauprés pasaba velozmente mientrasel ímpetu del viento y el timóncolocaban el viejo barco a la altura delenemigo.

—¡Fuego a discreción!Miró cómo Stepkyne corría hacia el

doce libras del extremo de proa y seagachaba junto al cabo de cañón, y cómomiraba por la porta abierta mientras elbarco viraba pesadamente bajo sus piesy la fragata francesa aparecía ante laboca del cañón.

—¡Fuego! —Cortó el aire con el

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sable, y a lo largo de la cubiertaprincipal un cabo de cañón tras otrodieron un tirón al tirafrictor y el marquedó oculto tras un gran muro de brumamarrón producido por las detonacionesque desgarraban el aire.

—¡Otra, muchachos! —aullóBolitho. Se secó los ojos lacrimosos ynotó que la cubierta se estremecía bajoel chirrido y el traqueteo de las cureñas,mientras los primeros cañones eranrefrescados, cargados y asomados unavez más.

—¡Fuego! —Las atronadorasexplosiones sacudían el casco como sifueran temblores de tierra, y cuando los

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nueve libras del alcázar retrocedieronsobre sus palanquines, Bolitho vio queel trinquete de la fragata se estremecía yluego se hundía tambaleante entre elhumo.

—¡Recarguen, maldita sea! —gritó.Algunos de los hombres habían dejadosus puestos y estaban saltando yvitoreando entre el humo asfixiantemientras intentaban ver el alcance de susandanadas.

—¡Timón a estribor! —Vio el chorrode humo que se retorcía entre largaslenguas amarillas cuando el buquefrancés disparó por primera vez.

En comparación, las balas eran

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insignificantes, pero Bolitho notó cómogolpeaban con fuerza en el casco de subarco y gritó:

—¡Cierre distancias, señor Gossett!Los artilleros de la cubierta

principal habían dejado de vitorear,mientras Stepkyne bajaba su sable y loscañones retrocedían de nuevo. Muchosdebían de haberse sorprendido de queuna simple fragata pudiera devolverlesel golpe tras sobrevivir al castigorecibido.

Una bala se estrelló contra elpasamano de estribor y un hombre cayógritando, con una astilla de maderairregular clavada en la espalda como si

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fuera una flecha. Algunos de suscompañeros dejaron el cañón paraayudar a llevar aquella figura que seretorcía de dolor hacia la escotilla, peroBolitho aulló:

—¡Vuelvan a sus puestos! —Otrabala se abrió camino por una portaabierta y destrozó a los vacilantesmarineros como un hacha. Y otra másalcanzó a un grupo de aturdidos yconfusos hombres. Al cabo de uninstante había un revoltijo de miembrosy sangre que parecía embadurnarlo todoentre los destrozados restos.

Bolitho apartó la mirada y advirtióque el mastelero de gavia de la fragata

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también había desaparecido, y cuandoun inesperado viento dispersó el humo,vio lo que sus andanadas habían hecho.

Las velas estaban hechas jirones y elalargado casco destrozado, lo que lohacía casi irreconocible. Algún cañónaún abría fuego de vez en cuando, perocuando la batería inferior del Hyperionrugió a lo largo de la estrecha franja deagua, Bolitho vio escurrirse la sangrepor los imbornales de la fragata, ycontempló helado cómo los cadáverescaían de las astilladas cofas y vergaspara unirse a los restos que flotabanignorados entre los dos barcos.

Grandes pedazos de la amurada y

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del pasamano del barco francés volaronpor los aires, e incluso sin un catalejoBolitho podía ver la carniceríadesparramada por la caótica cubierta,como el interior de un matadero.

—¡Alto el fuego! —espetó. Cuandose hizo el silencio en la atroz escena,Bolitho se quedó mirando la fragata concierta consternación. Entonces, abocinósus manos y aulló:

—¡Arríen su bandera! ¡Arríenla!La fragata aún podría ser reparada y

utilizada para sustituir a la Ithuriel. Sepodría marinar la presa y llevarla aPlymouth o a Cádiz, donde sus papeles ydocumentos arrojarían más información

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sobre ella.Notó el murmullo de la cubierta bajo

sus pies a causa del estruendo de lascureñas de los cañones, mientras loshombres finalizaban la recarga antes deasomarlos una vez más para encarar alenemigo a través de menos de sesentametros de agua.

Ningún cañón disparaba ya desde lafragata, pero una súbita descarga demosquetes salió de su toldilla, y uninfante de marina que estaba junto a Inchse llevó las manos a la cara y soltó unalarido como el de un animal mientras lasangre manaba entre sus dedos. Todavíachillaba de dolor cuando fue agarrado y

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arrastrado abajo para que el cirujano seocupara de él.

Gossett se quitó el sombrero y sequedó mirando la mancha de sangre quelo había salpicado, que había quedadocomo si fuera una escarapela.

—El comandante gabacho aún creeque puede escapar de nosotros, señor —dijo.

Bolitho miró escrutadoramente haciadelante por encima de los cabos decañón que estaban agachados. Eraverdad. Siguiendo a la fragata en unamplio arco, el Hyperion estaba ahoraapuntando con su proa al lado opuesto,hacia el cabo. Tendría que virar pronto y

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eso permitiría que escapara el buquefrancés.

La bandera tricolor todavíaflameaba desde el pico de cangreja, ylas descargas de los mosquetes eran unaclara respuesta a su petición de dar final desigual combate.

Pero no podía dar la orden de abrirfuego. Sin asomarse sobre la batayolapodía imaginar aquella línea doble decañones, con todas sus portas llenas demiradas expectantes y una boca enormeapuntando. Todos los cañones de aquelcostado de la fragata estaban bocaarriba o destrozados, y ésta estaba tanbaja en el agua que no podría durar

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mucho más sin la ayuda de otroshombres. No podía dejarla escapar, nipodía arriesgar la vida de sus propioshombres en un intento de abordaje. Elcomandante francés debía de ser unfanático. Esbozó una media sonrisa parasí mismo y el marinero de torso desnudode su lado, al ver la curvatura de suslabios, movió su cabeza asombrado.Pero la sonrisa de Bolitho era unasonrisa de lástima y tristeza. Serecordaba a sí mismo como el jovencomandante de una fragata enfrentado aun navío de línea. Los «síes» y«porqués» habían estado de su ladoaquel lejano día, o quizá simplemente

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había sido afortunado —pensó condesánimo.

Dos pies aterrizaron con un sonorogolpe sobre la cubierta, y por unmomento creyeron que un hombre heridose había caído de las vergas. Pero eraGascoigne. Bolitho se había olvidadototalmente del joven guardiamarina hastaese momento.

—Bien, muchacho, ¿por qué hadejado el tope del mástil? —Era unapregunta estúpida, pero le estaba dandounos pocos segundos más para pensar ydecidir qué hacer.

Gascoigne se frotó las doloridasmanos.

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—No podía hacerme oír, señor. —Movió sus brazos hacia el estuario. Másallá de las barras de arena y de losrestos de la bruma de la costa, Bolithovio el oscuro perfil de la línea de tierray la antaño concurrida vía fluvial haciaBurdeos.

—¡Mástiles, señor! —soltó—. Labruma es tan espesa allí arriba que nopodía ver mucho, pero hay mástiles ¡ymuchos! —Se recuperó y se puso rojo—. ¡Tres o cuatro barcos, señor, yvienen hacia aquí!

Bolitho vio la cara de Inch a travésdel hombro del chico.

—¡Ahora ya sabemos qué hay que

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hacer, señor Inch! —Caminó hasta labatayola del alcázar y apuntó con elbrazo hacia el teniente Stepkyne—. Vayade cañón en cañón por turno. ¡Quieroque acierten todas las balas! —Miróimpasible a la fragata que se movíalentamente. Detrás de ella había barrasde arena, y el Hyperion estaba cerca delcentro del canal principal—. Quiero quese hunda donde está ahora, señorStepkyne. —Se quitó el sombrero y nisiquiera se estremeció cuando una balade mosquete dio en un nueve libras ysalió silbando por encima de la toldilla.

Stepkyne se acercó al primer cañón.Un guardiamarina se colocó junto a la

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escotilla principal preparado para pasarla voz a la batería inferior, de maneraque las armas actuaran en pareja en elúltimo acto.

—¡Fuego! —Bolitho miró a lo lejoscómo el mesana de la fragata caía en ungran revoltijo de perchas rotas yaparejos enmarañados.

—¡Fuego! —Una sección entera dela cubierta principal saltó en unaerupción de astillas lanzando por losaires cadáveres y hombres agonizantescomo muñecos de trapo ensangrentados.

Entre cada implacable par deexplosiones podía oír a los hombreschillar y sollozar, como si el mismo

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barco estuviera implorando piedad. Seagarró a la borda, deseando que lafragata se fuera a pique y finalizaraaquella matanza.

—¡Fuego!Las burbujas borboteaban ya

alrededor del barco en el agua teñida desangre entre diminutos remolinos, y portodas partes los desesperadossupervivientes saltaban por la bordapara verse arrastrados por la fuertecorriente.

—¡Se va a pique, señor! —dijoGossett con voz profunda mientrasmiraba a Bolitho como si viera a unextraño.

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Dos disparos finales rugieron porlas portas del Hyperion, y mientras laorden de alto el fuego llegaba a labatería inferior, Bolitho dijo conbrusquedad:

—¡Vamos a virar, señor Gossett!Apartó la vista del destrozado y

escorado casco y miró a Gascoigne, queestaba a su lado.

—Lo ha hecho usted bien, muchacho.Trató de sonreír, pero sus labios

parecían helados. Hasta Gossett pensabaque había llevado a cabo una matanza dehombres indefensos para nada.

—¡Procedan! —espetó.Con las velas dando estruendosos

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latigazos bajo el fresco viento, el barcopasó lentamente su popa por el viento.Bolitho esperó, contando los segundos, yentonces dijo:

—Rumbo nornoroeste.Gossett titubeó bajo la mirada de

Bolitho:—Disculpe, señor, pero será

necesario ir más hacia el oeste pararebasar el cabo.

Bolitho le ignoró.—Quite paño, señor Inch. Vamos a

fondear inmediatamente.Si hubiera proferido una terrible

obscenidad no habría causado mayorconsternación.

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No esperó a que nadie hablara.—El señor Gascoigne ha visto lo

que esa fragata escondía. Y por qué eranecesario capturar a la Ithuriel antes deque pudiera avisarnos. —Señaló por laaleta de estribor—. ¡Hay barcoshaciéndose a la mar, caballeros! Notenemos ninguna fragata que enviar alcomodoro para pedir ayuda, y nosotrosno tenemos la velocidad para hacerlo.—Miró los tensos y horrorizados rostrosque tenía alrededor—. Fondearemos enel centro del canal. —Volvió la cabezapara contemplar cómo se hundía lafragata y se tumbaba entre un gran marde burbujas y de restos del naufragio—.

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Ningún barco grande debe pasar. El otrocanal estará bloqueado por la fragatahundida.

—¡Pero estamos solos, señor! —dijo Inch en un hilo de voz.

—¡Lo sé! —Suavizó ligeramente sutono—. Puede que Pelham-Martin envíea alguien para ver qué estamoshaciendo. —Miró a lo lejos—.¡Mientras tanto tenemos que hacer todolo que podamos para detener o inutilizartantos barcos como nos sea posible!

Entonces se acercó a la borda ypermaneció en silencio mientras elbarco se deslizaba con determinaciónhacia el primer cabo. No podía sentir ira

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por el estúpido optimismo de Pelham-Martin o por la desesperanza de laspróximas horas. Bajo cubierta, algunosde los hombres vitoreaban de nuevo,como si acabaran de obtener una granvictoria. El barco prácticamente nohabía sufrido daños, y si no fuera por labrillante mancha de sangre junto a laborda, bien podría parecer que estabanhaciendo maniobras.

—¿Hago que dejen de vitorear,señor? —preguntó Inch en tono cansino.

Bolitho se enderezó cuando un vigíaavisó:

—¡Dos barcos por la aleta deestribor, señor!

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Inch se quedó mirando fijamente lasgavias del primero de los barcos. Semovían sobre el bajo banco de bruma,indiferentes e impersonales, lo que lashacía aún más amenazadoras.

Bolitho respondió a distancia:—Déjeles vitorear. —Elevó la voz

por encima del estruendo—. ¡Orza todo!Lentamente, el Hyperion se aproó al

viento.—¡Chafaldetes de gavia!El bauprés buscaba de nuevo la

tierra. Bolitho se cogió las manos a laespalda para controlar su crecientedesesperación.

—¡Fondo!

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Mientras un rayo de sol deslavazadoiluminaba el mastelero del primer barcocomo un crucifijo dorado, las últimasbrumas se disiparon en el mar como sial fin se hubiera levantado un telón.

Cesaron todas las aclamaciones abordo del Hyperion, y en todo el barcose hizo un tenso silencio.

Bolitho alzó su catalejo y estudió losbarcos que se aproximaban. El primeroera un dos cubiertas, igual que elsegundo.

Rodeando una lengua de tierrasaliente venía el tercero, con el cascobrillante mientras se balanceabaligeramente en la corriente: un tres

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cubiertas con insignia de vicealmiranteen el trinquete. Bolitho trató de nomojarse los labios. No había esperanza.No, era incluso peor que eso.

Se preguntó por unos momentos quédebía de estar pensando el comandantedel primero de los barcos a aquellasalturas. Por fin se había dado la ordende salir. La fragata vigía inglesa habíasido atacada antes de que pudiera dar lavoz de alarma, y, tras meses de espera,los franceses estaban otra vez enmovimiento.

Allí estaba el mar abierto, con unbrillante aunque borroso horizonte comorecompensa.

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Y solitario, en el centro del canal,había un solo barco, fondeado ydispuesto a luchar hasta el final.

Allday cruzó la cubierta y le tendióel sable a Bolitho. Mientras leabrochaba el cinto alrededor de lacintura dijo en voz baja:

—Es un hermoso día para ello,comandante. —Sus miradas seencontraron y añadió:

—¡El primero realmente hermosodesde que dejamos Inglaterra!

* * *

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Allí estaban, tal como habíaindicado Gascoigne. Cuatro barcosfranceses en total, y a medida que losminutos pasaban, a los expectantesmarineros británicos les pareció quetodo el canal estaba lleno de velas ymástiles.

Bolitho se forzó a sí mismo acaminar hacia la escala de la todilla,donde Roth, el cuarto teniente delHyperion, permanecía como hipnotizadojunto a sus nueve libras. Roth habíademostrado ser un oficial competente,que aprendió rápidamente lo queimplicaba su primer destino en un navíode línea. Pero mientras clavaba su

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mirada en los buques que se acercaban,su rostro tenía el color de un pergamino.

Bolitho dijo sin alzar la voz:—Si caigo, señor Roth, ayudará

usted al primer teniente en el alcázar lomejor que pueda, ¿entendido? —Losojos del hombre se movieron y seposaron en su cara—. Quédese con suscañones y dé a sus hombres el máximoaliento, incluso si…

Se volvió en redondo cuando Inchgritó con la voz algo quebrada:

—¡El primer barco ha fondeado,señor! ¡Dios bendito, también elsegundo!

Bolitho pasó a su lado y se subió a

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los obenques del mesana. Era increíble,pero verdad. Mientras miraba, vio unamancha de espuma blanca bajo la amuradel majestuoso tres cubiertas, y supo quehabía seguido su ejemplo. El últimobarco quedaba muy escondido tras susacompañantes, pero pudo distinguir laoleada de actividad en sus vergasmientras, una detrás de otra, sus velas sedesvanecían como por arte de magia.Los franceses habían elegido el último yúnico sitio para fondear seguros. En laparte más ancha del canal, antes de lastraicioneras barras de arena quecustodiaban el último paso hacia marabierto.

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Saltó a la cubierta, y oía tan sólo amedias los gritos de excitación y lasvoces incrédulas de la batería inferior,que llegaban tras correr por todo elbarco la voz de que los franceses habíanfondeado en vez de luchar.

—¿Qué le parece, señor? —preguntó Inch mientras escrutaba aBolitho buscando una respuestainmediata—. No puede ser que tenganmiedo a un barco, ¿no?

—Creo que no, señor Inch.Bolitho lanzó una mirada hacia

arriba, a los hombres de las vergas delHyperion, que minutos antes habíanestado recogiendo las velas y

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preparándose para enfrentarse a lamuerte en un último y desesperadocombate. Ahora estaban vitoreando yalgunos hacían aspavientos con losbrazos en dirección a los barcosfranceses fondeados; vociferabaninsultos y burlas, con tonos rebosantesde desdén y alivio ante el inesperadoaplazamiento.

Pero resultaba extraño. Bolitho sealejó de los parloteantes oficiales ymiró hacia el cabo más cercano. Eraposible que los franceses hubieran ido abuscar ayuda a otro sitio. ¿Quizá laartillería pesada de Tochefort? Descartóla idea al instante. Estaba a unos

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cincuenta kilómetros de camino, y paracuando los cañones hubieran sidoemplazados apropiadamente dondepudieran tener una mínima oportunidadpara alcanzar al fondeado Hyperion,podría haber pasado ya cualquier cosa.El viento podía volver a soplar enmenos de una hora, y el almirantefrancés no tenía idea de que no habíaninguna ayuda en camino para aquelsolitario barco que bloqueaba su salida.Intentara lo que intentara, tenía quehacerlo rápidamente.

—Envíe más vigías a la arboladura,señor Inch. Puede que avisten algunavela por el mar, y sea suya o nuestra,

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quiero saberlo inmediatamente —dijoBolitho. Observó cómo se alejaba congrandes zancadas—. ¡Y diga a nuestroshombres que guarden silencio! Es másque suficiente, ¡y quiero que esténpreparados para luchar de un momento aotro!

Pasó lentamente media hora,mientras los barcos que se balanceabansuavemente al ancla, separados por unasdos millas de agua plagada de diminutasondulaciones que bajo la severa luztenía el aspecto de la seda arrugada.

—¡Ah de cubierta! —La voz delvigía hizo que más de un hombre sesobresaltara alarmado—. ¡Bote

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abriéndose del buque insignia francés!Bolitho observó el bote a través de

su catalejo y dijo:—Bandera parlamentaria, señor

Inch. Preparados para recibirles por elcostado, ¡pero vigile que no sea unardid!

Era sólo una pequeña yola, ymientras se acercaba con brío a la amuradel Hyperion, Bolitho oyó varios gritosde sorpresa de la dotación del ancla yde algunos infantes de marina que habíanestado cubriendo su veloz aproximacióncon un cañón giratorio cargado conmetralla.

Inch se acercó a popa a la carrera.

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—¡Señor! ¡Hay un oficial británico abordo! ¡Los remeros también sonalgunos de los nuestros!

Bolitho tensó la mandíbula paraocultar su repentina ansiedad.

—Muy bien. ¡Estén alerta!La yola se enganchó en los

cadenotes del mayor y los marineros delportalón de entrada callaron mientras unteniente con el uniforme desgarrado ycon manchas de humo saltaba a través delas redes de abordaje y se dirigía haciapopa, sin mirar ni a izquierda ni aderecha hasta que llegó al alcázar. Vio aBolitho y cruzó los últimos metros decubierta arrastrando los pies como si no

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pudiera aguantar más el peso de susextremidades.

Cuando habló, su voz sonó vacía ycarente de vida:

—Teniente Roberts, señor. —Intentósacar el pecho mientras añadía:

—¡Del buque de Su MajestadBritánica Ithuriel!

—Venga a mi cámara, señorRoberts, si es que tiene algún mensajepara mí —dijo Bolitho calmadamente.

Pero el teniente negó con la cabeza.—Lo siento, señor. No hay tiempo.

Me han soltado para que hablara conusted y luego volviera sin dilación. —Setambaleó hasta casi caerse—. La

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Ithuriel fue capturada por la fragata queusted acaba de destruir, señor.Estábamos investigando algunos lugarescuando aparecieron desde mar abierto.Fue una trampa inteligente, hasta loslugres estaban llenos de hombresarmados. Fuimos desarbolados y luegoabordados en menos de una hora, y micomandante murió. —Se encogió dehombros—. Di la orden de rendirnos.No parecía haber ninguna oportunidad nielección posible. —Sus ojos seempañaron de desesperación e ira—. Sihubiera sabido lo que iba a pasar,¡habría dejado que todos mis hombresmurieran luchando! —Temblaba

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violentamente y las lágrimas le caíanpor las mejillas mugrientas mientrasdecía con voz entrecortada:

—El almirante francés desea que lediga que a menos que leve anclas y salgaenseguida —hizo una pausa, súbitamenteconsciente de los rostros expectantesque había a su alrededor— ¡colgará atodos los hombres de la Ithurielinmediatamente!

—¡Dios mío, eso no es posible! —dijo Inch entrecortadamente.

El teniente le miró fijamente, con lamirada vacía por la fatiga y el horror.

—Lo es, señor. El nombre delalmirante es Lequiller, y cumple lo que

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dice, ¡créame!Se oyó el estallido sordo de un

cañón a través de la ensenada, y cuandodos pequeñas figuras se elevaroncontorsionándose y pataleando entresacudidas a la verga mayor del navíoinsignia francés, el casco del Hyperionpareció estremecerse bajo el gemido dehorror proveniente de los marineros y latropa que estaban viendo la ejecución.

—¡Colgarán a dos hombres cadadiez minutos, señor! —dijodesesperadamente el teniente. Agarródel brazo a Bolitho y dijo entresollozos:

—¡Por el amor de Dios, hay

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doscientos prisioneros británicos enmanos de Lequiller!

Bolitho se soltó el brazo y trató unavez más de ocultar sus sentimientos aaquellos que tenía a su alrededor. La fríacrueldad, la extrema atrocidad delultimátum del almirante francés habíaconfundido su mente, que se revolvíaentre la furia y la total desesperación.Cuando lanzó una mirada a lo largo dela abarrotada cubierta principal, pudover a sus propios hombres detrás de suscañones, mirándole a él ocontemplándose los unos a los otros,como si estuvieran demasiadoimpresionados para moverse. Se les

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había preparado para luchar y morir,pero el estar allí de pie contemplandouna lenta y despiadada ejecución deprisioneros indefensos había quebradosu espíritu mucho más que la mayorandanada jamás disparada.

—¿Y si hago lo que me pide? —Bolitho se obligó a sí mismo a mirar alatormentado teniente.

—Desembarcará a los hombres de laIthuriel y los enviará escoltados aBurdeos, señor.

Otra vez el cañonazo retumbó en elagua sin que su eco se apagara, yBolitho se volvió para captar y retenerla imagen en su mente, de manera que

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nunca se olvidara de ella. Dos pequeñasfiguras que se retorcían. ¿Qué debían dehaber pensado aquellos hombresmientras esperaban con la sogaalrededor del cuello? Lo último quedebieron de ver en este mundo fue elHyperion.

Bolitho agarró del brazo al tenientey le empujó hacia la escala del alcázar.

—¡Vuelva al insignia, señorRoberts!

El hombre le miró fijamente, con losojos envueltos en lágrimas.

—¿Significa eso que va a marcharse,señor? —Pareció que pensaba que no lehabía oído puesto que intentó cogerle la

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mano mientras proseguía con el mismotono quebrado:

—¿Se retirará por el bien denuestros hombres?

Bolitho se dio la vuelta.—¡Métale en su yola, señor Inch, y

luego envíe gente al cabrestante yprepárese para hacerse a la mar!

Vio que Gossett le observaba, con lacara llena de preocupación ycomprensión.

—¡Trace un rumbo para rebasar elcabo, si es tan amable! —Bolitho nopudo mirarle, ni pudo hacer lo propiocon Inch cuando se apresuró a su sitiojunto a la batayola del alcázar.

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Los hombres tuvieron que serempujados y conducidos a sus puestos,aturdidos ante lo que estaba pasando.Los más veteranos y experimentados nopodían dejar de mirar hacia popa, endirección a la esbelta figura de sucomandante, rodeada de gente peroenvuelta en un halo de soledad mientrasseguía contemplando los barcosfranceses, puesto que ellos comprendíanla enormidad de su decisión y lo quepodía significar.

Pero Bolitho no veía a nadie, yapenas era consciente de la confusión yde las órdenes vociferadas a loshombres que corrían a coger las barras

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del cabrestante y a los gavieros quetrepaban por los flechastes; algunosllevaban aún los alfanjes con los quehabían estado dispuestos a luchar y amorir.

La yola volvía hacia los barcosfranceses tan rápida como podía encontra de la fuerte corriente, y Bolithocerró los puños hasta que sus uñas seclavaron en la carne cuando el cañóndisparó de nuevo y dos cuerpos más sebalancearon mientras eran elevadoshacia la verga del insignia.

El almirante francés ni siquierahabía esperado a que volviera la yola.Se había ceñido al tiempo fijado. Había

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cumplido su palabra.La yola desapareció más allá de los

barcos fondeados y entonces Gossettmurmuró:

—¡Uno de ellos ya está acortando elcable, señor!

—¡Cable del ancla corto, señor! —El grito les llegó de proa.

Inch se adelantó para pedir permisopara hacerse a la vela, pero vio lasombría expresión de Gossett y surápido gesto con la cabeza. Se diomedia vuelta y aulló:

—¡Procedan! ¡Largad las gavias! —Cuando bajó la bocina, miró a Bolitho,que seguía sin mostrar signos de oír

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nada o de querer apartar la vista de losbarcos enemigos.

—¡Hombres a las brazas! ¡Rápidoahí! —Una caña soltó un chasquidosobre la espalda de un hombre, y se oyógritar en proa:

—¡Ancla a pique!Lentamente, incluso a regañadientes,

el Hyperion viró y cogió arrancada, conla difusa luz del sol que daba un tonoplateado a sus desplegadas y henchidaslonas mientras escoraba al viento detierra.

Bolitho caminó hasta la banda debarlovento, con la mirada clavada enaquel barco. Lequiller. Recordaría ese

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nombre. Lequiller.Un ayudante de piloto se llevó los

nudillos a la frente.—¿Disculpe, señor?Bolitho le miró. Debía de haber

pensado en voz alta. Dijo:—Algún día volveremos a

encontrarnos. ¡Esté bien seguro de ello!Entonces subió por la escala de la

toldilla y dijo bruscamente:—¡Puede romper filas, capitán

Dawson!Cuando el último de los infantes de

marina pasó ruidosamente a su lado,empezó a pasear por la pequeña ydesierta cubierta, con la mente

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totalmente vacía, con la excepción deaquel único nombre.

Era todo lo que tenía. Pero un día leencontraría y le reconocería, y cuandollegara ese momento no habría piedad nicuartel hasta que la memoria de aquellospequeños y desdichados cadáveres fueravengada.

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V

EMPIEZA LA CAZA

Cinco días después de que elHyperion se hubiera reunido de nuevocon sus dos acompañantes, Bolithoestaba sentado en su cámara, con eldesayuno intacto y el café frío en la taza,mientras miraba lánguidamente a travésde los ventanales de popa hacia elhorizonte vacío. No podía acordarse dedías tan largos ni tan carentes depropósito, y sabía que su incertidumbreera compartida por todo el barco, como

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un mal presagio.Cuando subió a bordo del

Indomitable, a los pocos minutos deretomar su puesto a popa de los otrosbarcos, no había tenido en su mente másque una sensación de fracaso, y tras seracompañado a la gran cámara delcomodoro había escuchado su propiavoz mientras hacía su informe, máscomo un espectador distante que comoalguien que no sólo estaba directamenteinvolucrado, sino que era el posibleculpable de los acontecimientos que sehabían desencadenado tras su retiradadel estuario.

Pelham-Martin le había escuchado

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sin decir una sola palabra y sininterrumpirle. De hecho, mirando haciaatrás, Bolitho no podía recordar ningunaexpresión ni reacción de ninguna claseque él pudiera considerar como de enojoo prejuicio. Simplemente había dicho:«Vuelva a su barco, Bolitho. Redactaréinmediatamente un informe para SirManley Cavendish».

De nuevo, como un espectador,Bolitho había paseado por el alcázar desu barco mientras se desplegaban lasseñales desde las vergas del comodoro,y al menos durante unas pocas horashabía habido signos de urgencia y dedeterminación. Afortunadamente, las dos

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corbetas habían vuelto a la pequeñaescuadra durante la breve ausencia delHyperion, y mientras una se habíaalejado rápidamente hacia el norte enbusca del barco del vicealmirante, laotra había virado y se había ido en ladirección opuesta para avisar a las dosfragatas restantes de que volvieran a laescuadra.

Pero mientras se sucedía un día trasotro sin que nada rompiera la espera y laincertidumbre, Bolitho sabía que unanueva demostración de fuerza sería pocomenos que inútil. La puerta del establoestaba todavía abierta, pero era pocoprobable que hubiera allí más barcos

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grandes esperando para poner a pruebala efectividad de la vigilancia delcomodoro.

Una y otra vez se preguntaba a símismo qué podía haber hecho. Quédebería haber hecho. Si se hubieraquedado a cierta distancia de la costapara seguir de cerca a los barcosfranceses que salían, Pelham-Martinhubiera permanecido en la ignorancia.Pero al volver inmediatamente a laescuadra había permitido que elenemigo escapara. Para esfumarse sindejar rastro como si nunca hubieraexistido.

Había rechazado sin dudar la tercera

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posibilidad, pero en su impuestoaislamiento le daba vueltas y másvueltas, y ni siquiera podía ya valoraraquella acción con objetividad. Lahumanidad y el honor se veían bastantediferentes en la fría y austera atmósferade un consejo de guerra. Era un malpresagio que, por una vez, Pelham-Martin no hubiera pedido a nadie quefirmara su informe o que conociera sucontenido.

Había empezado varias veces aescribirle otra carta a Cheney paraprepararla para unas noticias que encualquier momento no podrían traerleotra cosa que desesperación. Si Pelham-

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Martin había redactado su informe yhabía cargado toda la responsabilidadsobre el comandante del Hyperion,entonces no pasaría mucho tiempo sinque Falmouth supiera de la deshonra deBolitho, con las terribles consecuenciasque aquello acarrearía.

Se incorporó en su asiento cuandouna voz gritó:

—¡Ah de cubierta! ¡Vela por laamura de barlovento!

Se obligó a sí mismo a permanecersentado en su escritorio hasta que unguardiamarina trajo formalmente lanoticia de que se había avistado unbarco al noroeste. Entonces, a pesar de

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su creciente ansiedad, Bolitho se puso lacasaca y se dirigió lentamente hacia elalcázar.

Inch se le acercó de prisa.—¡Es una fragata, señor! —Miró el

semblante de Bolitho con airepreocupado—. ¿Traerá despachos,señor?

—Quizá. —Bolitho captó lapreocupación de Inch y añadió en vozbaja:

—No tenga miedo. Su parte en todoel asunto se refleja de forma muy claraen mi diario.

Inch dio un paso hacia delante.—¡No estoy preocupado por eso,

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señor! Es sólo que, que…—¿De qué se trata? —Bolitho le

miró con tranquilidad.—¡Es tan condenadamente injusto,

señor! ¡Todos pensamos lo mismo!Bolitho observaba a las gaviotas que

se elevaban y desaparecían tras elpasamano de sotavento. Eran lo bastanteinsensatas como para hacer aquel largovuelo desde tierra. Apenas habíasuficiente comida para la dotación delbarco.

Entonces dijo:—No haga conjeturas en la sala de

oficiales, señor Inch. Puede que searequerido para asumir el mando en

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cualquier momento por cientos derazones. Abrir demasiado su corazónpodría hacerle vulnerable en algúnmomento delicado. —Vio la alicaídaexpresión de Inch y prosiguió:

—Pero gracias, de todas maneras.Cuando la fragata estuvo más cerca,

pronto se hizo patente que llevaba másque simples despachos. Al recoger pañoy virar por avante para dirigirse hacialos lentos dos cubiertas, Bolitho vio quellevaba insignia de vicealmirante en eltrinquete, y supo por el súbito aluviónde señales que Sir Manley Cavendishhabía venido en persona para pronunciarun veredicto y un castigo con la menor

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dilación posible.—¡Señal general: «Fachear»! —

aulló el guardiamarina Gascoigne.Mientras los oficiales y marineros

correteaban hacia sus puestos, añadióentrecortadamente:

—¡Insignia a Hyperion:«Comandante, preséntese a bordo entreinta minutos»!

—Conteste: «Recibido». —Bolitholanzó una mirada a Inch—. Fachee yreúna a la dotación de mi lancha. —Trató de parecer relajado ante lasmiradas de su alrededor—. Me darátiempo a ponerme la casaca de uniforme.

Mientras el barco se balanceaba y

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cabeceaba bajo el ligero viento y Petchestaba ocupado preparándole unacamisa limpia y su mejor uniforme,Bolitho echó un vistazo alrededor de lacámara, pensando durante unosmomentos en todos los dramas yesperanzas de los que habría sido testigola estancia, y los que vería en el futuro.De allí habían salido comandantes paramorir en combate o triunfar contra unode los muchos enemigos de Inglaterra.Habían salido para ser ascendidos opara ser testigos de unos azotes, paraofrecer ayuda a un barco en apuros, osimplemente para contemplar el paso dealguna nube espectacular o un paisaje

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marino. Era extraño que el mismo barcoque podía dar fama y fortuna a algunospudiera traer a otros la ignominia y ladeshonra.

Se apretó el pañuelo del cuello y vioque Petch le observaba conpreocupación. Probablemente estaría yapreguntándose si a la misma hora del díasiguiente estaría sirviendo a un nuevoamo.

Inch entró en la cámara.—La lancha está al costado, señor.

—Hizo una pausa antes de añadir:—El comodoro ha salido ya hacia la

fragata, señor.Bolitho extendió los brazos para

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ponerse su pesada y engalanada casacacon solapas blancas, la que tantoadmiraba Cheney. Era lo que élesperaba. Los dos oficiales superioresnecesitarían cierta intimidad para suparticular confrontación —pensó consemblante adusto.

—Muy bien, señor Inch. Estoy listo.Se detuvo mientras Petch intentaba

abrocharle con poca destreza el cinturónde su sable alrededor de la cintura yentonces caminó rápidamente hacia lapuerta.

Pareció que se cernía un gransilencio sobre la cubierta superiormientras andaba a grandes zancadas

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hacia el portalón de entrada. Resultabaextraño darse cuenta de que todavíahabía muchas caras que no conocía o noreconocía. Con tiempo, eso lo habríacambiado. Alzó la vista hacia la grantelaraña de aparejos y miró las velas,que flameaban suavemente al viento.Con tiempo, muchas cosas podrían habersido diferentes.

Trinaron los pitos y los infantes demarina presentaron armas mientras élsaltaba a la cabeceante lancha que leesperaba al costado.

Se sentó bien rígido en popamientras los remos daban una estrepaday hacían que el bote se deslizara hacia la

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alejada fragata. Fue entonces cuandoadvirtió que toda la dotación de sulancha iba vestida con su mejor camisa arayas y Allday llevaba un sobretodo conbotones dorados que no había vistoantes.

Allday, con la vista puesta en lafragata, dijo suavemente:

—Es sólo para demostrarles cómonos sentimos, comandante, ¡para quetodos lo sepan!

Bolitho cogió la empuñadura de susable y miró fijamente por encima de lascabezas de los marineros. Ni siquierapodía encontrar palabras para decirnada. No confiaba en que pudiera

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corresponder a la sencilla lealtad deAllday.

El proel se enganchó rápidamente enlos cadenotes, y sin esperar a queAllday se pusiera en pie, Bolitho seencaramó por el costado de la fragata yse quitó el sombrero en dirección alalcázar.

Por unos momentos, miró hacia elbuque que acababa de dejar. Entonces,enderezó su espalda y dirigió un brevesaludo con la cabeza al jovencomandante de la fragata.

—Muéstreme el camino, si es tanamable.

La cámara de popa de la fragata

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tenía poca altura y era espartana encomparación con la de un navío delínea, pero a Bolitho se le hizo familiarenseguida. Cuando tomó el mando deuna fragata por primera vez, susaposentos le habían parecido palaciegosal lado de los de una pequeña corbeta,pero ahora, mientras agachaba la cabezabajo los baos de cubierta, eraigualmente consciente de la falta deespacio, aún más acentuado por las tresfiguras allí reunidas.

El vicealmirante Sir ManleyCavendish era delgado y tenía el pelogris, y aunque de rostro bronceado ycurtido, sus mejillas estaban hundidas, y

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bajo la reluciente casaca del uniforme surespiración parecía rápida y superficial.Bolitho sabía que tenía sesenta y tantosaños, y el hecho de que no hubierapuesto un pie en tierra en los últimosdos no había ayudado mucho a suevidentemente pobre estado de salud.Pero no había nada de debilidad en suvoz, y sus ojos, situados sobre unamajestuosa nariz, eran tan brillantes yvivos como los de cualquier teniente.

—¡Al menos es puntual, Bolitho! —se relajó con dolor en su silla—. Haríamejor en sentarse. Esto puede llevaralgún tiempo, ¡y no tengo la costumbrede repetir las cosas!

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Bolitho buscó una silla, conscientetodo el tiempo de la abultada masa dePelham-Martin sentada en el ladoopuesto, con sus manos rosadascruzadas sobre el chaleco como paramantenerse inmóvil en presencia de suenemigo. El otro ocupante era elayudante del vicealmirante, un joveninexpresivo que miraba fijamente undiario abierto, con la pluma preparadacomo un sable sobre una página vacía.

—He leído los informes, y heconsiderado lo que se puede hacer. Loque debe hacerse.

Bolitho miró la pluma. Estabatodavía inmóvil.

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—He hablado con su comodoro y heescuchado todo lo que ha ocurrido, tantoantes como después de la pérdida de laIthuriel. —Se recostó hacia atrás y miróa Bolitho fríamente—. Todo junto,resulta tan triste como peligroso, peroantes de tomar mi decisión final megustaría saber si tiene algo que añadir asu, eh, valoración de la situación.

Bolitho sabía que Pelham-Martin leestaba mirando, pero miró directamentea Cavendish.

—Nada, señor.El ayudante del vicealmirante le

miró por primera vez con ojosescrutadores. Entonces Cavendish

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preguntó calmadamente:—¿No hay excusas? ¿No echa la

culpa a algo o a alguien?Bolitho apretó la espalda contra el

respaldo de la silla, aguantando lasúbita oleada de ira y resentimiento.

—Actué de la manera que creí másapropiada, señor. Era miresponsabilidad y elegí lo que yo creí…—levantó ligeramente la barbilla—, loque creo que era la única opción que seme presentaba.

La pluma garabateó afanosamentesobre el papel. El almirante asintiólentamente:

—Si se hubiera quedado para luchar,

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hubiera perdido su barco, y quizáseiscientos hombres. ¿Dice usted queestaba dispuesto a hacer eso? —Cruzólos dedos y observó la expresión deBolitho durante unos segundos—. Perono estaba dispuesto a arriesgar la vidade otros que para nosotros ya estabanperdidos a causa de su propia culpa onegligencia, ¿eh?

—No lo estaba, señor —respondióBolitho. Oyó el rasgar veloz de la plumay notó que su cuerpo se relajaba porprimera vez. Se estaba condenando a símismo, pero no podía hacer nada paraevitarlo. No a menos que estuvieradispuesto a cargar contra Pelham-

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Martin, o a criticar una acción que élaún creía que era correcta.

Cavendish suspiró.—Entonces, esto es todo lo que hay

que decir sobre el asunto. —Su cabezase movió bruscamente hacia Pelham-Martin—. ¿Desea hacer algúncomentario?

—El capitán Bolitho estaba lejos demi supervisión, señor. —El comodorohablaba con rapidez, y bajo la severa luzque entraba por los ventanales de popa,su redondeado rostro brillaba con elsudor—. Pero estoy seguro, es decir,creo que dadas las circunstancias actuócomo creyó más apropiado.

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Cavendish lanzó una mirada a suayudante. Sólo fue durante un breveinstante, pero Bolitho creyó ver unachispa de desprecio en aquellos fríosojos.

Entonces dijo:—Ya le he dicho a su comodoro cuál

es mi intención, pero como le conciernea usted directamente, le explicaré agrandes rasgos mis conclusiones. —Seinclinó sobre algunos papeles que teníaen el escritorio y añadió conbrusquedad:

—Cuatro barcos evitaron a miescuadra frente a Lorient, como sin dudausted bien sabe. Ahora, otros han

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escapado a través de sus patrullas.¿Piensan, quizá, que no hay conexiónentre ambos hechos? —Dio unosgolpecitos a los papeles con suspequeñas y arrugadas manos—. Todaslas fragatas han sido alertadas, se hapreguntado a todas las fuentesdisponibles, ¡y aún así no hay ni unasola señal de esos barcos! —Dio unafuerte palmada con ambas manos sobreel escritorio—. ¡Ni rastro!

Bolitho le miró con tranquilidad. Eradifícil ver a dónde iba a parar aquello.¿Intentaba Cavendish echar todas lasculpas a Pelham-Martin, y, por tanto, aél?

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El vicealmirante espetó:—Dígame, Bolitho, durante los días

posteriores al desgraciadoacontecimiento del estuario, ¿se hasorprendido en algún momento por labrutalidad del almirante francés?

Bolitho respondió:—Podía haber luchado contra mi

barco, señor. Lo hubiéramos dado todopor nuestra parte, pero el final hubierasido inevitable. Eran cuatro contra uno,y la mayoría de mis hombres no sabenaún lo que es la guerra.

La cabeza gris de Cavendish semovió impaciente.

—Bueno, no se quede ahí sentado

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hablando entre dientes, ¡diga de una vezlo que está pensando, caramba!

—Él no podía temer salir derrotado,señor. —Bolitho tomó aire—. Por lotanto, debía temer sufrir daños enaparejos y velas. —Miró directamente alos ojos del hombre—. Creo que debíade tener la intención de hacer un largoviaje y no sólo un ataque rápido contranuestros barcos.

Cavendish le miró.—Gracias. La única información de

utilidad que hemos podido obtener detodo esto es que descubrió usted elnombre del almirante francés. Lequillerno es un torpe campesino aupado por la

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revolución. Tiene un excelente historialde combate. Estaba al mando de unafragata en las Indias Occidentales yluchó contra nosotros una y otra vez. —Su mirada se clavó en Bolitho—. Ayudóa reunir e instruir a los corsariosamericanos que, como muy bien sabeusted, fueron más que efectivos contranosotros allá.

Bolitho se sentía confuso. Todavíano había acusaciones nirecriminaciones, y era evidente por laexpresión de Pelham-Martin que él yahabía sufrido bajo la lengua deCavendish.

Cavendish continuó:

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—Antes era suficiente con ver lainsignia para conocer al enemigo. Peroésta es una nueva forma de hacer laguerra, y tenemos que guiarnos según losnuevos métodos. Hoy día tenemos queenterarnos de quién es el hombre quehay detrás de esa insignia, estudiar suhistorial y sus motivaciones si queremossobrevivir, y no digamos si queremosobtener una victoria duradera. Elalmirante de Villaret Joyeuse está almando de la flota de Brest. En estosmomentos está reuniendo barcos yhombres para lanzar una ofensiva final yderrotar a nuestra flota y a nuestro país.Es un hombre entregado a su tarea e

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inteligente, y si ha encomendado a esteLequiller una misión especial, entoncesdebe tratarse de algo importante, ¡ydigno de Lequiller!

Bolitho pensó de repente en la salvade señal, en aquellos hombres quemorían ante sus ojos como reos en unahorca.

Cavendish le miró sinapasionamiento.

—Puede que Lequiller utilicetambién métodos nuevos —se encogióde hombros con súbita impaciencia—,pero estoy más preocupado por susintenciones. Creo que a estas alturas sehabrá reunido ya con los otros barcos y

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estará navegando hacia el oeste a travésdel Atlántico. Ésta sería la únicaexplicación al hecho de que mispatrullas no le avistaran.

—¿El Caribe, señor? —preguntóBolitho.

—Creo que es el destino másprobable. —El vicealmirante se volvióhacia Pelham-Martin—. ¿Y cuál es suopinión, si es que tiene alguna?

Pelham-Martin salió de suspensamientos sobresaltado.

—¿Intenta quizá atacar las islastomadas a los franceses por Sir JohnJarvis, señor? —Bajó los ojos ante laferoz mirada de Cavendish.

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—¡Necesitaría una fuerza tres vecesmayor para llevarlo a cabo!

Cavendish se recostó en su silla ycerró los ojos.

—Durante la revolución americana,Lequiller fue visto a menudo en el surdel Caribe. Debió de aprovechar sutiempo allí para trabar amistades yacumular experiencia para más adelante.

—La mayor parte de las islas de allíson españolas u holandesas, señor —dijo pausadamente Bolitho—. Desdeluego, son nuestros aliados, pero cuestamuy poco cambiar de bando tal como sedesarrolla la guerra.

Cavendish abrió los ojos y le miró

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sombríamente.—Cierto. Hay pocas probabilidades

de que los holandeses permanezcan anuestro lado si su propio territorio esfinalmente invadido por nuestro enemigocomún. —Se encogió de hombros—. Ypor lo que se refiere a los españoles,bueno, son de poca ayuda para nuestracausa, tal como están las cosas. Quizáestán todavía dándole vueltas a lo deGibraltar, o soñando con gloriaspasadas.

—Entonces, señor, me atrevería asugerir que Lequiller tiene otro motivo.—Bolitho trató de imaginarse la extensalínea de islas que corrían de este a oeste

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por encima de la enorme masa del sur delas Américas. Era casi como si pensaraen voz alta—. Para seguir como aliadanuestra, España necesita seguir siendorica. Gran parte de su riqueza provienede las Américas. Un convoy de planchasde oro y plata es suficiente parasustentarla durante un año, puede quemás.

Los fríos ojos de Cavendishbrillaron.

—¡Exacto! Además, si cayera enmanos del enemigo sería de más utilidadque diez regimientos, ¡como muy biendebe de saber Lequiller!

—Puede llevar meses encontrar a

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Lequiller y conseguir entablar combatecon él, señor… —dijo Pelham-Martincon desasosiego.

No llegó más lejos. Por una vez,Cavendish pareció incapaz de contenersu aversión ante sus subordinados.

—¿No ve usted nunca más allá de sualcázar? Si Lequiller consigue sembrarel caos en las rutas comerciales y deabastecimiento españolas y holandesas,muchos lo verán como una amenaza parael futuro. Dios sabe que nuestro enormedespliegue no tiene la consistenciadeseable. ¿Cuánto tiempo cree queduraría nuestra supremacía naval contodo el mundo contra nosotros?

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El enfado pareció agotarle y añadiócon aire cansado:

—El suyo es el barco más rápido deque disponemos, Bolitho, hasta que losotros vuelvan de su puesta a punto. Le hedicho a su comodoro que ice sugallardetón en el Hyperion deinmediato. Junto con las dos fragatas,navegarán hacia el Caribe a toda prisa.El Indomitable y el Hermes, con lascorbetas, les seguirán, pero les quieroallí cuanto antes, ¿está claro?

Pelham-Martin se levantó con ciertoesfuerzo.

—Me gustaría volver a mi barco,señor. Tengo que ocuparme de algunas

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cosas.Cavendish permaneció sentado.—La flota francesa estará fuera

pronto, y no puedo proporcionarle otrafragata. —Añadió en un tono másbrusco:

—Ni tampoco puedo ir yo mismocon usted por la misma razón. Quieroque encuentre a Lequiller y que susbarcos sean capturados o destruidos.Haré enviar mis órdenes escritas alHyperion en menos de una hora, y paraentonces espero que esté preparado parasalir. En primer lugar, navegará hasta laisla holandesa de St. Kruis. Tiene unbuen puerto y está bien situada para

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vigilar las islas vecinas. Está a menosde cien millas del continente y deCaracas, donde se cargan la mayor partede planchas y lingotes para su envío aEspaña.

Se despidió con un bruscomovimiento de cabeza cuando elcomodoro salió de la cámara. Entonces,casi para sí mismo, dijo:

—No es una misión fácil la que le heencomendado al comodoro, Bolitho. Enella, es necesario que cada uno de loscomandantes piensen por sí mismos,aunque trabajen en equipo. El bloqueosólo es una media respuesta. Posponemás que decide, a la vez que castiga al

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débil y al inocente además de alculpable. ¡La única manera de ganar estaguerra es enfrentarse al enemigo barco abarco, cañón a cañón y hombre ahombre!

Suspiró y pareció relajarseligeramente.

—¿Está listo su barco, Bolitho?Dios sabe que debería estarlo tras unareparación de seis meses.

—Faltaban cincuenta hombres paracompletar la dotación cuando volví ahacerme cargo de él, señor, y perdí adiez más que murieron en el combatecon la fragata.

Los ojos del vicealmirante brillaron.

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—Ah, sí, la fragata. Me alegro deque pudiera vengar a la Ithuriel. —Sutono se endureció—. Bueno, no puedoproporcionarle más hombres. Debeusted conseguirlos como pueda. —Entonces se puso en pie dificultosamentey se quedó mirando a Bolithoinquisitivamente—. Conocía a su padre,y conozco su historial, Bolitho. Si nofuera por eso, y por el hecho de queechó el ancla antes del ultimátum deLequiller, le podría haber halladoculpable de cobardía. —Se encogiópesadamente de hombros—. En todocaso, no importa lo que yo pudiera habercreído; los consejos de guerra no tienen

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en cuenta los logros del pasado ni lasrelaciones personales. Hace cuarentaaños fusilaron al almirante Byng porcometer un error. ¡Se pensarían muypoco el colgar a un simple capitán si elejemplo pudiera servir para alentar aotros a esforzarse más!

Sorprendentemente, sonrió y letendió la mano.

—Vaya a su barco, y buena suerte.Ahora estamos en 1795. Podría ser unaño provechoso para nuestra causa. Opodría ser un desastre. Usted pertenecea una generación de oficiales de Marinaque tiene la edad adecuada en elmomento apropiado para evitar esto

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último.—Gracias, señor. —Bolitho no pudo

encontrar otra respuesta más que ésa.De repente, Cavendish adoptó un

tono grave y severo.—He oído que se ha casado, ¿no? —

echó una mirada al viejo sable quellevaba Bolitho en la cintura—.Recuerdo a su padre llevándolo. Quizásu hijo lo lleve algún día. —Le siguióhasta la puerta, y añadió en voz baja—:Asegúrese de que le llegue a él con elmismo honor con que le llegó a usted,¿eh?

Bolitho salió al alcázar con lacabeza dándole vueltas. Era la misma

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escena que había visto al llegar a bordo,aunque muy diferente. Hasta el aireparecía más limpio, e hizo todo lo quepudo para no salir corriendo hacia sulancha.

El comandante de la fragata estabaesperándole junto al portalón de entraday le miró con curiosidad.

—¿Tiene correo para enviar, señor?Bolitho le miró.—Sí. Se lo mandaré inmediatamente.La repentina pregunta le devolvió a

la realidad. Había estado preocupadopor estar tan lejos de Cheney. Ahora seiba a ir al otro lado del Atlántico. Habíacerca de cinco mil millas hasta aquella

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parte del Caribe. Podrían pasar meses,incluso años, antes de que volviese. Sivolvía.

Se llevó la mano al sombrero y bajóa la lancha.

Allday se fijó en su semblante grave.—¿De vuelta al barco, señor?Bolitho le miró y entonces sonrió.—No hay otro sitio a donde ir.Mientras el bote avanzaba

rápidamente hacia el Hyperion, intentóconcentrar su mente en los incontablesdetalles y cambios que tendría querealizar en sus planes y su rutina diaria.Había problemas y también escasez, y eltener a Pelham-Martin como compañía

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constante no era la menor de suspreocupaciones.

Pero una y otra vez sus pensamientosvolvían a la casa de Falmouth, y crecíacada vez más la sensación dealejamiento, hasta parecerle parte deotro mundo.

Allday, al timón, miraba vigilante elgolpe de los remos. Durante la visita deBolitho al vicealmirante, Allday no sehabía quedado con las manos cruzadas.Una fragata era demasiado pequeña yestaban todos demasiado amontonadoscomo para poder guardar un secretoimportante, y la cubierta inferiorsiempre se enteraba de los cambios de

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planes casi a la vez que la cámara deoficiales.

De nuevo el Caribe. Y todo porculpa de aquel endemoniado almirantefrancés que había colgado a losindefensos prisioneros. Significaría soly sudor, agua rancia y la constanteamenaza de la enfermedad. Y podíasignificar algo mucho peor antes deacabar con la misión —pensó.

Entonces, se fijó en los hombros deBolitho y sonrió ligeramente. Pero, almenos, aún tenían al comandante conellos. Y para Allday eso era loverdaderamente importante de todoaquello.

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* * *

El teniente Inch estaba sentado algotenso en el borde de una silla, con elsombrero apretado entre las rodillasmientras escuchaba atentamente lasnoticias de Bolitho.

Bolitho dijo:—Así que ya ve, parece que su boda

tendrá que posponerse durante algúntiempo, ¿no?

Inch asintió, con el rostro en un gestode concentración como si estuvieramemorizando cada una de las palabras.

—Puede informar a los oficiales de

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nuestro destino y nuestro posibleobjetivo, pero yo se lo diré a nuestroshombres tan pronto como tenga unmomento.

Bolitho oyó el vocerío de lasórdenes y el ruido de pisadas en elpasamano, y supuso que estaban siendoizadas a bordo las últimas posesionespersonales del comodoro.

Y añadió:—Pelham-Martin está acostumbrado

a tener un barco bien arreglado, señorInch. Incluso con tan poca antelaciónesperará con razón recibir los honoresapropiados.

Inch salió de sus pensamientos con

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un pequeño sobresalto.—Ya se lo he dicho al capitán

Dawson, señor. La guardia y la bandaestán ya formadas.

—Bien. —Bolitho lanzó una miradaalrededor de la cámara. Suspertenencias habían sido llevadas ya alcuarto de derrota, y Pelham-Martindisfrutaría de la comodidad de aquellosaposentos. Y de la vista de losventanales de popa, también, pensó contristeza.

Prosiguió:—Tan pronto como nos hagamos a la

vela quiero ver al contador. Tambiénnecesitaré un recuento completo y

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detallado del agua potable y del zumo delima. Puede que pasen meses antes deque podamos reabastecernos de comidafresca y fruta, y algunos de nuestroshombres ya lo encontrarán bastante durocomo para tener que sufrir el acoso delescorbuto o de algo peor.

Inch se puso en pie, con su cuerpodelgado tambaleándose suavemente bajoel incómodo movimiento.

—Lo siento mucho, señor, pero mehe olvidado decirle algo. Tenemos unnuevo guardiamarina a bordo.

Bolitho dejó de hojear sus órdenestan cuidadosamente escritas y le miró.

—¿Ha caído del cielo, señor Inch?

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El primer teniente se puso rojo.—Bueno, señor, llegó cuando usted

estaba a bordo de la fragata delalmirante y yo estaba tan ocupado queme olvidé de ello. Le mandaron de lafragata con algo de correo ymedicamentos. Viene directamente dePlymouth y nunca ha estado en un barcodel Rey.

Bolitho se recostó en su escritorio.—Bueno, un guardiamarina más nos

será muy útil más adelante, sin importarla experiencia que tenga.

Llegó un ruido sordo desde lacubierta principal y la voz de Tomlininundó el aire con una sarta de

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maldiciones.—Muy bien, señor Inch. Envíeme al

joven caballero y luego vaya a vigilarlas pertenencias del comodoro, ¿eh? —Sonrió con sequedad—. Sería aún unpeor inicio si sufrieran algún daño.

Volvió a leer las órdenes otra vez,pensando en lo que se les presentaba, yen los comentarios que el vicealmiranteCavendish le había expresado enprivado.

Nuevos métodos, un nuevo tipo deoficial. Era extraño que hombres comoRodney y Howe, nombres antesvenerados en toda la Marina, fueranahora abiertamente criticados por

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oficiales más jóvenes y más entusiastas.Como el joven capitán Nelson, al queBolitho había visto cerca de un año atrásfrente a Tolón, cuya audacia e iniciativapersonal le habían llevado a tomarBastía ante las mismas narices delejército francés.

A la edad adecuada y en el momentoapropiado, había dicho Cavendish.Bolitho cerró el cajón del escritorio confirmeza. Ya veremos —pensó.

Sonó un golpeteo dubitativo en lapuerta, y cuando se dio la vuelta en susilla, Bolitho vio al nuevoguardiamarina de pie y con airevacilante al otro extremo de la cámara.

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—Acérquese aquí para que puedaverle. —Bolitho apenas disponía detiempo para conocer al recién llegado,pero sabía por su propia y amargaexperiencia lo que era incorporarse a unbarco que ya estaba en una misión, soloy sin caras familiares para aliviar losprimeros tropezones y golpes.

El muchacho se adelantó y se detuvoa poca distancia del escritorio. Era altopara su edad, delgado y de ojos oscuros,con el pelo tan negro como el deBolitho. Había cierto aspecto salvaje einquieto en él, que a Bolitho le recordóa un potro sin amaestrar.

Tomó el pesado sobre de las manos

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del guardiamarina y lo abrió. Era delcapitán de puerto de Plymouth, ycontenía la simple asignación aprobadaal Hyperion. El nombre del chico era, alparecer, Adam Pascoe.

Bolitho levantó la vista y sonrió.—Un paisano de Cornualles, ¿eh?

¿Qué edad tiene, señor Pascoe?—Catorce, señor. —Sonaba tenso y

a la defensiva.Bolitho le observó detenidamente.

Había algo extraño en Pascoe, aunqueno podía decir qué era. Se percató de labaja calidad de la casaca del uniformedel chico y del dorado barato de sudaga.

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Pascoe no titubeó bajo el escrutinio,metió una mano dentro de su casaca ysacó otra carta. Rápidamente, dijo:

—Esto es para usted, señor. Medijeron que no se la diera a nadie másque a usted.

Bolitho abrió el arrugado sobre y sedio ligeramente la vuelta. Era bastantehabitual llevar una carta particular bajoesas circunstancias. Un hijo no deseadoque era enviado lejos, la petición de unprivilegio especial, o simplemente elruego de una madre temerosa para quecuidarán de él en un mundo que ellanunca podría compartir.

El papel tembló en sus manos al

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cogerlo con súbita fuerza. La carta erade su propio cuñado, Lewis Roxby, unterrateniente y juez de Falmouth casadocon su hermana menor. La desgarbadaescritura parecía dar vueltas cuandoleyó por segunda vez el párrafo central.

«Cuando el muchacho vino a mí paraponerse bajo mi protección, fue porsupuesto necesario hacer algunasinvestigaciones sobre el valor de losdocumentos que traía consigo. No hayduda de que las pruebas que aporta a sufavor son auténticas. Él es el hijo de tudifunto hermano Hugh. Hay unas cartassuyas a la madre del muchacho, en lasque parece que muestra su intención de

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casarse con ella antes de abandonar elpaís. El nunca conoció a su padre, desdeluego, y vivió hasta hace poco con sumadre, que era poco más que una vulgarputa, por lo que dicen, en el pueblo dePenzance».

Había más, bastante más, y todo ellolleno de excusas y razones para alejar alchico de Falmouth sin dilación.

Bolitho tragó saliva. Podíaimaginarse muy bien la consternaciónque debía de haber causado la repentinaaparición del chico. En realidad, Roxbyno le gustaba, y no podía entender paraqué lo había elegido su hermana comomarido. Roxby amaba la buena vida y la

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opulencia, y se dedicaba todo lo quepodía a la caza y otras aficionessangrientas para llenar sus días conotros hombres del condado a quienes élpodía considerar como sus iguales. Laidea de verse envuelto en un escándalolocal habría sido más que suficientepara animarle a escribir esa carta yenviar al chico a la mar.

Se volvió y miró de nuevo al jovenguardiamarina. Cartas como prueba,había dicho Roxby. Pero sólo conmirarle habría sido suficiente. No leextrañaba que le hubiera parecido raro.¡Era como mirarse a él mismo cuandoera un chico!

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Pascoe le miró a la cara, con unaexpresión que estaba entre el desafío yla ansiedad.

—Muchacho, ¿qué es lo que sabe desu padre? —preguntó Bolitho con calma.

—Era un oficial del Rey, señor, ymurió por culpa de un caballodesbocado en América. Mi madre mehablaba de él a menudo. —Titubeó antesde añadir:

—Cuando ella se estaba muriendome dijo que fuera a Falmouth y buscaraa la familia de usted, señor. S-Sé que mimadre nunca se llegó a casar con él,señor. —Su voz se fue apagando—.Siempre lo he sabido, pero…

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—Entiendo —asintió Bolitho.Cuántas cosas habían quedado porcontar. Cómo se las había arreglado lamadre del muchacho para cuidarle yvestirle, para protegerle de la verdad deque su padre había desertado de laMarina y había luchado contra su país,decía mucho de ella, y Bolitho dijo:

—Como usted debe saber, su padreera mi hermano. —Miró a lo lejos y seapresuró a proseguir:

—¿Y vivían en Penzance, diceusted?

—Sí, señor. Mi madre fue durante untiempo ama de llaves del señor dellugar. Cuando ella murió me fui andando

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a Falmouth.Bolitho escudriñó su rostro

pensativamente. Treinta y dos kilómetrosa pie, solo y sin saber qué es lo que leesperaba en aquel lugar extraño para él.

El chico dijo de repente:—Tía Nancy fue de lo más generosa,

señor. Ella se hizo cargo de mí —bajóla mirada—, mientras investigaban elasunto.

—Sí, lo es. —Bolitho se acordó desu hermana con claridad, de cómo lehabía cuidado y mimado cuando estuvomedio moribundo con fiebre tras suretorno de los Mares del Sur—. Elladebió de cuidar del chico mejor que

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nadie —pensó.Resultaba extraño pensar que todos

aquellos años había estado viviendo asólo unos treinta kilómetros deFalmouth, y de la casa que, si no fuerapor aquel cruel giro del destino, hubierasido de su propiedad algún día.

Pascoe dijo con calma:—Cuando estaba en Falmouth,

señor, fui a la iglesia y vi la placaconmemorativa de mi padre allí. Al ladode todas aquellas otras… —Tragósaliva—. Aquello me gustó, señor.

Sonó un golpeteo en la puerta y entrócuidadosamente en la cámara elguardiamarina Gascoigne. Gascoigne, de

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diecisiete años, era el guardiamarinamás antiguo del barco y tenía elcodiciado puesto de responsable deseñales del Hyperion. Él era el siguienteen la línea de mando para el ascenso ateniente en funciones. Además, era elúnico guardiamarina que había estadoembarcado antes en un barco del Rey.

Dijo en tono formal:—Con los respetos del señor Inch,

la lancha está saliendo del Indomitablecon el comodoro a bordo. —Su miradase desvió hacia el guardiamarina nuevo,pero ni siquiera pestañeó.

Bolitho se puso en pie para coger susable.

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—Muy bien, saldré inmediatamente.—Añadió con aspereza—: SeñorGascoigne, pongo al señor Pascoe a sucargo. Asegúrese de que se le asigne unpuesto y esté al tanto de sus progresos.

—¿Señor? —Gascoigne parecíainescrutable.

Bolitho odiaba los favoritismos decualquier clase, y despreciabaprofundamente a aquellos que otorgabano recibían ascensos o tratos especiales.Pero eso parecía poco importante ahora.Aquel pobre y desdichado chicoagradecido de que se le brindara unaoportunidad para hacer carrera, sin tenerculpa alguna de su suerte, que le había

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dejado sin padre y sin su verdaderonombre, estaba ahora en su barco, y, porlo que pudo interpretar en la carta deRoxby, posiblemente no tenía ningúnsitio más en el mundo a donde ir.

Dijo calmadamente:—El señor Pascoe es mi, eh,

sobrino.Cuando volvió a mirar el rostro del

chico supo que había hecho bien.Incapaz de ver el tormento en sus

ojos oscuros ni un momento más, añadiócon aspereza:

—¡Ahora fuera de aquí! ¡Hay trabajomás que suficiente por hacer!

Unos minutos más tarde, mientras

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estaba esperando en el portalón deentrada para recibir al comodoro,Bolitho se encontró a sí mismo pensandoen lo que la llegada del chico podríallegar a implicar. Mientras lanzaba unamirada indiferente a los otros oficiales,se preguntó cuánto sabrían ellos o quépensarían acerca de los antecedentes desu comandante y de la única mancha quehabía en la historia de su familia.

Pero sus expresiones eran variadas:excitación ante el viaje que iban aemprender, preocupación ante la idea dedejar a algún ser querido aún más lejos;los semblantes eran tan diferentes comosus dueños. Quizá sólo les aliviara ser

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relevados del aburrimiento del bloqueo,sin comprender aún totalmente elalcance de la verdadera misión delbarco. El súbito cambio de órdenesparecía haber alejado de sus mentes elhorror de los ahorcamientos y delintenso y feroz enfrentamiento con lafragata. Incluso el puñado de marinerosmuertos en el desigual combate, quehabían sido enterrados en el mar casiantes de que su sangre fuera limpiada dela tablazón, parecían habersedesvanecido en la memoria, lo cual eramejor para todos, pensó con tristeza.

Cuando el sombrero de galonesdorados de Pelham-Martin apareció por

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encima del costado, los silbatos trinarony los tambores y pífanos de los infantesde marina iniciaron los compases deHeart of Oak[1], Bolitho apartó al fondode su mente sus esperanzas y dudaspersonales.

Dio un paso adelante quitándose elsombrero, y supo por los ojos de unpequeño grumete que miraba hacia loalto que el gallardetón se habíadesplegado en el tope justo en elmomento exacto, dijo con formalidad:

—¡Bienvenido a bordo, señor!Pelham-Martin saludó llevándose la

mano al sombrero y echó un vistazo a sualrededor, hacia las expectantes figuras.

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Transpiraba copiosamente, y Bolithocasi podía saborear el brandy de sualiento. Fuera lo que fuera lo que lehabía dicho Cavendish en privado,claramente había tenido su efecto sobrePelham-Martin y le había movido areconfortarse antes de salir hacia sunuevo buque insignia.

—Prosiga, Bolitho —farfullóbruscamente. Entonces, seguido porPetch, se dirigió caminando torpementehacia la escala del alcázar.

—Ponga el barco a la vela, si es tanamable —dijo Bolitho mirando a Inch.Lanzó una mirada hacia el nuevogallardetón—. El viento ha bajado un

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poco, creo. Haga señales a las fragatasSpartan y Abdiel para que se coloquenen sus puestos tal como se les ordenó.—Observó a Gascoigne, quegarabateaba en su pizarra mientras lasbanderas subían veloces hasta lasvergas. Vio, también, que Pascoe estabajunto a Gascoigne, con la cabezainclinada para oír lo que le decía sucompañero de más antigüedad. En esemomento, el chico levantó la vista y, através de los apresurados marineros ylos tirones de las drizas, sus miradas seencontraron.

Bolitho movió levemente la cabeza ymostró una breve sonrisa. Cuando

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volvió a mirar otra vez, el muchachoquedaba oculto por los marineros de laguardia de popa que se amontonaban enlas brazas del mesana.

—Navegaremos con rumbo oeste-sudoeste, señor Gossett —dijo.

Más tarde, cuando el Hyperionescoraba fuertemente y unas lonas trasotras se desplegaban ruidosamente desus vergas braceadas, Bolitho caminó endirección a la toldilla y miró haciapopa. Los otros dos cubiertas y lafragata del vicealmirante se habíanperdido ya entre la difusa bruma, y deFrancia no quedaba ni rastro.

Inch se acercó a popa y saludó

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llevándose la mano al sombrero:—Será una larga caza, señor.

Bolitho asintió.—Esperemos que sea también

fructífera. Entonces, cruzó hasta labanda de barlovento y se refugió denuevo en sus pensamientos.

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VI

UN OFICIAL DEL REY

Durante tres semanas tras dejar alresto de la escuadra, el Hyperion y lasdos fragatas se dirigieron hacia elsudoeste, y más adelante, cuando elviento roló inesperadamente y se desatóun temporal, navegaron derecho al surbajo todas las velas que podían llevarcon seguridad.

Luego, cuando enero llegaba a su fin,tomaron los vientos alisios del noreste yenfilaron la última y más larga etapa de

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su viaje; tres mil millas de océano, sinnada más que sus propios y magrosrecursos para mantenerles.

Pero por lo que se refería a Bolitho,el tiempo de la primera parte del viajehabía sido un aliado bienvenido. Apenaspasaba una hora sin que los marinerosfueran llamados para tomar rizos uorientar las velas, y la dotación delbarco había encontrado poco tiempopara darle vueltas a su inesperadoaislamiento y a la gran extensión deocéano que se presentaba ante suscansados ojos cada amanecer.

Y a pesar de la dureza y lasprivaciones, o puede que a causa de

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ellas, los marineros estaban mejorandoconsiderablemente, lo cual complacíaenormemente a Bolitho. Mientras estabaallí junto a la barandilla del alcázar yobservaba cómo los marinerostrabajaban duramente frotando latablazón con piedras y lampazos, sedaba cuenta de los evidentes cambiosque se habían dado.

Habían desaparecido las pielespálidas y las caras demacradas. Loscuerpos aún estaban delgados, pero erauna delgadez fuerte, nacida del trabajoduro y de la brisa marina, y llevaban acabo sus tareas diarias sin necesitar dela constante guía y el acoso de sus

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superiores. Todos los colores erandiferentes: azul en vez de gris apagado,y las escasas nubes, algodonosas einalcanzables mientras se deslizaban através del cielo despejado hacia unhorizonte tan firme y brillante como lahoja de un sable.

Mientras el Hyperion sacaba buenprovecho de los amistosos alisios, suapariencia también había cambiado.Ahora, con un despliegue completo develas ligeras para sustituir a las gruesaslonas para el mal tiempo, parecíaavanzar a través del interminablepanorama de relucientes cabrillas comosi estuviera contento de dejar atrás la

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sombría monotonía del servicio debloqueo, y ansioso por alcanzar la líneadel horizonte y llegar más allá.

Alzó su catalejo y lo moviólentamente por encima de la batayolahasta que encontró la diminuta pirámidede velas a lo lejos, por la amura deestribor, un leve trazo en el horizontepara confirmar que la fragata Abdielestaba en el puesto adecuado. La otrafragata, la Spartan, se situaba a unasveinte millas a proa de ella, casiinvisible. Cerró el catalejo y se lo dio alguardiamarina de guardia.

En momentos como aquél era difícilpensar que ya no estaba él solo al

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mando. Pelham-Martin raramenteaparecía en cubierta, y permanecíadistante e inalcanzable en la cámara depopa la mayor parte del tiempo.Concedía a Bolitho una audiencia brevecada mañana, escuchaba sus ideas ocomentarios y limitaba los suyos a un«parece un plan bastante bueno» o «si loconsidera usted de interés, Bolitho». Eracomo si se estuviera reservando para laverdadera misión que tenían aún pordelante y se contentara con dejar losasuntos menores al comandante.

Hasta cierto punto aquello leconvenía a Bolitho, pero en lo que serefería al verdadero alcance y

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significado de las órdenes de Pelham-Martin, permanecía en la más completaignorancia.

El comodoro parecía no querer darleaún mucha importancia a la asignaciónde ciertas tareas a los comandantes, y lodejaba totalmente en manos de Bolitho,aun cuando éste era un extraño para laescuadra. Bolitho pensó en la alejadaSpartan y en cómo Pelham-Martinpareció casi sorprendido al saber que yaconocía a su joven comandante. Pero erasólo una leve sorpresa, y nada más.Parecía guardar las distancias en lasrelaciones personales, como si notuvieran la más mínima importancia.

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Bolitho empezó a pasear lentamentearriba y abajo; recordaba a través de losaños todas las caras y los recuerdos queconformaban su servicio en la mar. Elcomandante de la Spartan, por ejemplo.Charles Farquhar había sido un díaguardiamarina bajo su mando, y él habíasido el primero en ver su valía yascenderle a teniente en funciones.Ahora, a los veintinueve años, era uncapitán, y con sus orígenes familiaresaristocráticos y un gran número deconexiones navales, era probable queacabara su carrera como almirante, ymuy rico. Curiosamente, a Bolitho nuncale había gustado realmente, pero al

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mismo tiempo había reconocido desdeel primer momento que era inteligente ycon recursos, aunque un tirano al mandode su propio barco.

Y la Spartan era el barco situado encabeza, y de su primera valoración delas situaciones podía depender el éxito oel fracaso de cualquier cosa queintentara Pelham-Martin.

Cuando le mencionó a Pelham-Martin que Farquhar y él habían sido enuna ocasión prisioneros a bordo de uncorsario americano, el comodoro sehabía limitado a decir: «muy interesante;debería contármelo algún día». Mientraspaseaba afanosamente arriba y abajo,

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Bolitho tuvo tiempo de preguntarse cuálsería la reacción de Pelham-Martin sialgún día descubriera que quien leshabía capturado ¡había sido su propiohermano!

Inch se acercó indeciso e intentabacaptar su mirada.

—¿Y bien? —Bolitho le miróseveramente, alejando de su mente laextraña actitud del comodoro—. ¿Quépuedo hacer por usted?

—¿Hacemos ejercicios de tiro,señor? —preguntó Inch. Sacó su reloj—.Espero que hoy podamos hacerlo mejor.

Bolitho disimuló una sonrisa. Inchestaba muy serio aquellos días, pero

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había experimentado una gran mejoríacomo primer teniente.

Contestó:—Muy bien. Todavía tardan

demasiado en hacer zafarrancho decombate. Quiero que se haga en diezminutos, ni un segundo más. Y haytambién demasiados retrasos al cargar yasomar los cañones.

—Lo sé, señor —asintió Inch condesánimo.

Bolitho se dio media vuelta cuandose oyeron unas carcajadas desde losobenques de mayor. Vio a tresguardiamarinas haciendo carreras haciael tope, y reconoció a uno de ellos como

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su sobrino. Resultaba extraño que en unbarco abarrotado apenas se encontrarannunca. Y aún era más difícil interesarsepor su situación sin que pareciera quemostraba favoritismo o, aún peor,desconfianza.

Dijo con tono distante:—Usted conoce mis normas.

Zafarrancho de combate en diez minutoso menos. Luego, tres andanadas cadados minutos. —Le miró con tranquilidad—. Usted lo sabe. ¡Asegúrese de queellos lo sepan también! —Se fuecaminando otra vez hacia la banda debarlovento y añadió como porcasualidad:

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—Le sugiero que les dé un cañón alos guardiamarinas esta mañana. Evitaráque cometan diabluras, y, lo que es más,hará que los hombres pongan másinterés. Les hará bien saber que puedenganar a una dotación de oficiales tantoen tiempo como en eficiencia.

—Me ocuparé de ello enseguida…—asintió Inch. Se sonrojó avergonzado—. ¡Q-Quiero decir ahora mismo,señor!

Bolitho continuó caminando, con lamandíbula dolorida en un intento deevitar que asomara a su cara aquellasonrisa. Era como si Inch estuvieraintentando imitar a su comandante,

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incluso hasta en la manera de hablar.A las dos en punto, abandonó el

alcázar y se dirigió hacia la cámara.Como era habitual, encontró a Pelham-Martin sentado a la mesa, con unaservilleta de seda bajo la barbilla,mientras consumía una última taza decafé tras su tardío desayuno.

—He ordenado a los hombres quehagan ejercicios de tiro con la artillería,señor —dijo.

Pelham-Martin secó su pequeñaboca con una punta de la servilleta yfrunció el ceño cuando la cubiertatembló bajo el traqueteo de las cureñasde los cañones y la estampida de

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pisadas.—¡Eso parece! —Enderezó

dificultosamente su abultado cuerpo enla silla—. ¿Hay algo más de queinformar?

Bolitho le miró impasible. Siempreera lo mismo.

—Estamos navegando con rumbooeste-sudoeste, señor, y el viento semantiene constante. He dado lossobrejuanetes, y con suerte deberíamosllegar a St. Kruis en tres semanas.

Pelham-Martin hizo una mueca.—Parece estar usted muy confiado.

Pero, por supuesto, conoce bien estasaguas. —Lanzó una mirada hacia los

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papeles y cartas desparramados por elescritorio—. Dios quiera que hayaalguna noticia esperándonos en St.Kruis. —Frunció el ceño—. Es algo quenunca se puede saber con losholandeses, desde luego.

—No debe de ser fácil cuando sabesque tu propio país está siendoconquistado, señor —dijo mirando a lalejanía.

—Eso no me preocupa. La cuestiónes si nos van a ayudar o no —gruñó elcomodoro.

—Yo creo que sí, señor. Losholandeses han sido siempre buenosamigos, así como valientes y honorables

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enemigos.—Puede ser. —Pelham-Martin se

levantó sobre sus cortas piernas y subiólentamente por la inclinada cubierta.Toqueteó algunos papeles en suescritorio, y espetó con amargura:

—Mis órdenes no me indicanrealmente lo que me voy a encontrar.Ninguna clase de orientación… —Secalló y se dio la vuelta como esperandoalguna crítica—. ¿Y bien? ¿Qué piensausted?

Bolitho dijo con lentitud:—Creo que deberíamos tener e

inspirar confianza, señor. Ir siempre unpaso por delante de los barcos de

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Lequiller y prever lo que pretende hacer.Usará su fuerza allá donde pueda paraforzar a los otros a ayudarle y aaprovisionarle. Pero, al mismo tiempo,tiene que darse cuenta de que suescuadra es vulnerable y querráutilizarla sin dilación y con la mayorefectividad. —Cruzó hasta dondeestaban las cartas—. Sabrá que estásiendo perseguido, y por tanto, tieneventaja.

Pelham-Martin se inclinópesadamente sobre el escritorio.

—¡Lo sé, maldita sea!—Será necesario buscarle y evitar

que lleve a cabo lo que pretende, antes

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de que pueda actuar.—¡Pero, en el nombre de Dios,

hombre! ¿Sabe lo que está diciendo? —Sonaba consternado—. ¿Está sugiriendoque debería navegar hasta una marca enla carta y simplemente sentarme aesperar?

Bolitho respondió con calma:—Una caza es siempre una caza,

señor. Casi nunca he oído que un grupode barcos atrapase a otro sin un grangolpe de suerte. Para coger un tiburóndebes tener un cebo adecuado, uno tanapetitoso que ni el más astuto puedaresistirse.

Pelham-Martin se frotó la barbilla.

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—Barcos cargados de oro y plata.¿Está hablando de ellos? —Caminó demodo inseguro por la cámara—. Es unriesgo terrible, Bolitho. Si Lequillertuviera intención de atacar en cualquierotro sitio y nosotros estuviéramoscuidando de otros al otro extremo delCaribe —se encogió de hombros—,¡sería responsabilidad mía!

Quizá el comodoro estaba ahoraempezando a darse cuenta del alcancecompleto de su misión —pensó Bolitho.Llegar a St. Kruis sin dilación no eramás que el principio. Había incontablesislas, algunas casi desconocidas,excepto para piratas y renegados de

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cualquier clase. Y las experienciaspasadas de Lequiller le habríanenseñado mucho sobre ello, sobrelugares donde esconder sus barcos yhacer aguada, donde pudiera recogerinformación y sembrar agitación, ysiempre tendría las vastas áreas de mara su disposición para desaparecer en unmomento de peligro.

Bolitho casi podía sentir pena porPelham-Martin ante el dilema que se lepresentaba. Era muy probable queCavendish hubiera sido ya reprendidopor su fracaso en contener a los barcosfranceses en puerto. Y aún era másprobable que utilizara pronto a Pelham-

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Martin como cabeza de turco si algo másfuera mal.

Y, además, las órdenes pulidamenteescritas dejaban igualmente una granlibertad de acción. Si se le hubiera dadola misma oportunidad, Bolitho sabía quese habría alegrado ante la posibilidad devencer a Lequiller y derrotarle con suspropias armas.

Hubo un golpeteo en la puerta e Inchentró levantando los pies por encima dela brazola, con el sombrero bajo elbrazo.

—¿Y bien? —Bolitho sonabairritado. Otro minuto más y habría sidoposible, incluso probable que Pelham-

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Martin le hubiera otorgado su confianza.Inch tragó con esfuerzo.—Siento molestarle, señor. —Miró

a Pelham-Martin.El comodoro se dejó caer en una

silla y movió una mano.—Por favor, siga, señor Inch. —

Sonaba casi aliviado por lainterrupción.

—El señor Stepkyne desea aplicarun castigo, señor, pero vistas lascircunstancias… —Inch se miró los pies—. Se trata del señor Pascoe, señor.

Pelham-Martin dijo con tono suave:—Casi había pensado que no era

asunto del comandante.

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Bolitho sabía que había mucho mástras las palabras de Inch.

—Haga venir al señor Stepkyne, sies tan amable.

Pelham-Martin murmuró:—Si prefiere usted dictar sentencia

en cualquier otra parte, Bolitho, porsupuesto lo entenderé. Es difícil cuandouno tiene un pariente, sin que importe suinocencia o no, a bordo del propiobarco. A veces es necesario mostrarcierta parcialidad ¿eh?

Bolitho bajó la vista hacia elcomodoro, pero la mirada de éste eraopaca y carente de expresividad.

—No tengo nada que esconder.

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Gracias, señor.Stepkyne entró en la cámara, con su

oscuro semblante adusto pero sereno.—En realidad no fue nada, señor —

dijo Inch. Y añadió con firmeza:—Durante el ejercicio de tiro, a uno

de los marineros le aplastaron el pie alasomar uno de los doce libras. Todoslos guardiamarinas habían hecho porturnos de cabo de cañón, y el señorPascoe rehusó asomar su cañón hastaque el hombre del otro equipo fuerasustituido. Dijo que sería una ventajadesleal, señor.

Stepkyne fijó su mirada en un puntoalgo por encima del hombro de Bolitho.

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—Le ordené que siguiera con elejercicio, señor. No hay lugar parajuegos infantiles en las cuestiones deartillería. —Se encogió de hombros,como si fuera demasiado trivial comopara hablar de ello—. No estabadispuesto a cumplir mi orden y le saquédel cañón. —Apretó los labios—.Tendrá que ser castigado, señor.

Bolitho podía sentir la mirada delcomodoro puesta en él, e incluso notabasu regocijo.

—¿Es esto todo lo que ha pasado?Stepkyne asintió.—Sí, señor. Inch se adelantó.—El chico fue provocado, señor.

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Estoy seguro de que en realidad no teníamala intención. Stepkyne no pestañeó.

—No es un chico, señor. Es, a todoslos efectos, un oficial, ¡y no toleraréninguna insolencia de él ni de ningúninferior!

Bolitho miró hacia Inch.—En su opinión, ¿cometió el señor

Pascoe alguna insubordinación? —Sutono se endureció—. ¡La verdad, señorInch! Inch parecía compungido.

—Bueno, señor, llamó al segundoteniente «maldito mentiroso».

—Ya veo. —Bolitho apretó lospuños a su espalda—. ¿Quién oyó esaspalabras, aparte de ustedes?

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—El señor Gascoigne y creo que supatrón, señor —respondió Inch.

Bolitho asintió fríamente.—Muy bien, señor Inch, puede

aplicar el castigo.La puerta se cerró tras ellos y

Pelham-Martin dijo con buen humor:—Bueno, esto no era una amenaza

de motín, ¿eh? De todos modos, unoscuantos cortes con una caña nuncamalhirieron a nadie, ¿no? Apuesto a queen su juventud usted besó a la hija delcondestable sobre la boca del cañón.

—Varias veces, señor. —Bolitho lemiró con frialdad—. ¡Pero tampocorecuerdo que me hiciera ningún bien!

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Pelham-Martin se encogió dehombros y se puso en pie.

—Puede ser. Ahora, voy a echarmeun rato. Tengo que pensar en muchascosas.

Bolitho observó cómo se marchaba,irritado consigo mismo por habermostrado su preocupación y por la faltade comprensión de Pelham-Martin.

Más tarde, mientras estaba sentadoen el pequeño cuarto de derrotajugueteando con su almuerzo, intentóconcentrar sus pensamientos en losbarcos franceses, repasar lo que habíapodido sacar de las breves confidenciasdel comodoro y ponerse luego en el

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lugar del comandante enemigo.Se oyeron unos golpes en el

mamparo y oyó gritar al centinela deinfantería de marina:

—¡Guardiamarina de guardia, señor!—¡Entre! —Sin darse la vuelta,

Bolitho supo que era Pascoe. En elpequeño cuarto de derrota podía oír surespiración acelerada, y cuando habló,también el dolor en su voz.

—Con los respetos del señor Roth,señor, ¿puede hacer ejercicios con losnueve libras del alcázar?

Bolitho se volvió en su silla yobservó detenida y seriamente al chico.Seis golpes de la caña del contramaestre

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no era tan poca cosa. El brazo de Tomlinera como la rama de un árbol, y eldelgado cuerpo de Pascoe era máshuesos que carne. A pesar de que sabíaque era un error, Bolitho había sidoincapaz de alejarse de la lumbrera de lacámara cuando se aplicó el brevecastigo, y entre cada silbido de la cañahacia el trasero del chico había apretadolos dientes, y había descubierto unaextraña sensación de orgullo al no oírningún grito de dolor o de queja.

Estaba pálido y tenía la boca tensa, ycuando sus miradas se encontraron porencima de la mesa de cartas, Bolithocasi pudo sentir el dolor como si fuera

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suyo.Como comandante tenía que guardar

las distancias con sus oficiales, pero seesperaba de él que controlara y supieratodo de ellos. Ellos debían confiar en ély seguirle, pero de ninguna manera debíainterferir en sus obligaciones respecto acuestiones de disciplina. A menos que…La frase pendía sobre su mente como unreproche.

—Tiene usted que comprender,señor Pascoe, que la disciplina es deuna gran importancia en un buque deguerra. Sin ella no hay orden ni controlcuando realmente hace falta. En estemomento está usted en el último peldaño

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de una larga y precaria escalera. Un día,quizá antes de que pueda darse cuenta,le llegará el turno de aplicar castigos eincluso de decidir sobre la vida de unhombre.

Pascoe permanecía en silencio, consus ojos oscuros fijos en la boca deBolitho.

—El señor Stepkyne tenía razón. Losejercicios de tiro son una competición,pero no un juego. La supervivencia deeste barco y de todos sus hombresdependerá de sus cañones. Puede ustednavegar con un barco desde Plymouth alos confines de la tierra, y algunos diránque lo ha hecho bien. Pero hasta que no

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lo haya puesto al costado de un barcoenemigo y los cañones no lleven la vozcantante, no sabrá qué estrecho es elmargen entre el éxito y el fracaso.

Pascoe dijo con calma:—Dijo que mi padre era un traidor y

un rebelde, señor. Que no toleraríadiscusiones de nadie en su propio barco.—Su boca tembló y sus ojos se llenaronde lágrimas de ira—. L-Le dije que mipadre era un oficial del Rey, señor. Y-Yse rió de mí —bajó la mirada—. ¡Asíque le llamé mentiroso!

Bolitho se agarró al borde de lamesa. Había ocurrido, y era culpa suya.Tendría que haber supuesto, haber

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recordado que Stepkyne también era deFalmouth y que seguro que habría oídocosas de su hermano. Pero utilizar loque sabía para provocar a un muchachodemasiado joven y demasiado ignoranteacerca de la vida en el mar como paracomprender lo importante que eran losejercicios, era algo despreciable.

—Soportó bien su castigo, señorPascoe —dijo lentamente.

—¿Puedo hacerle una pregunta,señor? —Pascoe le miraba fijamenteotra vez con los ojos bien abiertos—.¿Era verdad lo que dijo?

Bolitho se levantó y caminó hasta elarmario de las cartas náuticas.

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—Sólo en parte. —Oyó sollozar alchico detrás de él y añadió—: Tenía suspropias razones para actuar como lohizo, pero una cosa sí puedoasegurársela: era un hombre valiente. Unhombre al que le enorgullecería conocer.—Se volvió y añadió—: Y sé que élhubiera estado orgulloso de ustedtambién.

Pascoe cerró los puños junto a lacintura.

—Me habían dicho… —dijo convoz entrecortada, sin encontrar palabras—. Siempre me habían dicho que… —no pudo decir nada.

—Cuando somos niños nos cuentan

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muchas cosas. Como dijo el señorStepkyne, ahora es usted un oficial ytiene que aprender a afrontar la realidad,sin importar la forma en que venga.

Como desde la lejanía Pascoe dijocon voz descompuesta:

—¡Un traidor! ¡Era un traidor!Bolitho le observó con tristeza.

—Algún día aprenderá acomprenderlo, como yo lo hice. Lecontaré más cosas de él más adelante, yentonces quizá no sienta tanta amargura.

Pascoe negó fuertemente con lacabeza, de manera que el cabello lecayó sobre los ojos.

—No, señor, gracias. No quiero

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saber nada en absoluto. No quierovolver a oír nada de él nunca más.

Bolitho miró a lo lejos.—Proceda, señor Pascoe. Mis

respetos al señor Roth. Puede hacerejercicios con los cañones durante unahora.

Tras salir el guardiamarinarápidamente de la cámara, Bolitho sequedó mirando fijamente la puertacerrada. Se había equivocado. Contiempo podría haber reparado algo deldaño. Se sentó enfadado. ¿Podría? Eraimprobable, y resultaba estúpidohacerse ilusiones. Y tras reflexionarsobre las frías acusaciones de Stepkyne

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y el semblante atormentado del chico,llegó a la conclusión de que tenía quehacer algo.

Cuando salió a cubierta paraobservar los ejercicios vio queGascoigne se acercaba a Pascoe y lepoma una mano sobre el hombro. Pero elchico se deshizo de ella y se apartó.Había calado más profundo de lo queBolitho se había imaginado.

Inch cruzó la cubierta.—Lo siento, señor —parecía

abatido.Bolitho no sabía si estaba hablando

del chico o de su propio descubrimientoacerca de su hermano. Mantuvo su cara

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impasible mientras respondía:—Vayamos a ver los ejercicios de

los cañones del alcázar, señor Inch. Deotra manera todos podríamos sentirloantes de que lleguemos a viejos.

Mientras sonaba el silbato para queempezara el ejercicio, Bolitho caminóhacia la banda de barlovento y lanzó unamirada al gallardetón. Donde quiera quefuera y sin importar lo que hiciera, elrecuerdo de su hermano parecía siemprepender sobre él. Y ahora, otra persona,alguien menos capaz de afrontarlo, habíasido aún más herida por algo quedebería haber permanecido oculto en eltiempo.

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Algunos de los artilleros, viendo suexpresión, trabajaban aún más rápido enel ejercicio. E Inch, con las manos a laespalda tal como había visto hacer tan amenudo a Bolitho, miró su semblante yse sorprendió. Podía aceptar susdefectos porque ahora sabía cuáles eran.Pero el ceño fruncido de Bolitho le hizosentir intranquilo y vagamentepreocupado.

Quizá era mejor no conocer alcomandante más allá de su auraprotectora del mando —pensó. Uncomandante debía estar por encima deltrato corriente, puesto que sin ciertaprotección podría ser visto como un

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hombre ordinario.La voz de Bolitho hizo añicos sus

pensamientos.—¡Señor Inch! Si está usted lo

bastante preparado para empezar, ¡lesugeriría que se apartara de los cañones!

Inch dio un salto hacia atrás,sonriendo con cierto alivio. Éste era elBolitho que él comprendía; y de ahoraen adelante ya no se sentiría tanvulnerable.

* * *

Cuatro semanas más tarde, mientras

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el Hyperion avanzaba dificultosa eincómodamente bajo el ligero viento delnoreste, la Abdiel hizo la señal de quesus vigías al fin habían avistado la islade St. Kruis. Bolitho recibió la noticiacon sentimientos encontrados, y no leconsoló demasiado el hecho de haberconseguido recalar allí con tantaexactitud después de cruzar varios milesde millas de océano sin encontrar unsolo barco, ya fuera amigo o enemigo.Sabía que podían haber llegado a sudestino días antes, incluso hasta unasemana, si no hubiera sido por laexasperante incapacidad de Pelham-Martin de ceñirse a un plan establecido,

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y su aparente nula disposición paratomar y llevar a cabo las decisiones conpresteza. Frente a Trinidad, por ejemplo,la Abdiel había avistado una velasolitaria en el horizonte, y tras pasar laseñal hasta la Spartan para que sereagruparan, Pelham-Martin habíaordenado un cambio de rumbo parainterceptar el barco desconocido. Comoera casi de noche, Bolitho supuso que lavela pertenecería a uno de los barcosdel comercio local, pues era pocoprobable que Lequiller estuvieraperdiendo el tiempo tan cerca de aquelbastión español.

Cuando retomaron su rumbo inicial

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después de no lograr encontrar el barco,la mente lenta y vacilante de Pelham-Martin había provocado, además, otrolargo retraso al redactar un despachoque debía portar la Spartan. Y no a St.Kruis, sino lejos al sureste, al capitángeneral español de Caracas.

Bolitho había permanecido de piejunto al escritorio mientras Pelham-Martin sellaba el pesado sobre,manteniendo hasta el último momento laesperanza de que podría hacer que elcomodoro cambiara de idea.

La Spartan era de mayor utilidadrastreando delante de sus dosacompañantes que llevando un mensaje

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farragoso e innecesario al gobernadorespañol. Por la experiencia de Bolitho,los españoles no eran precisamenteconocidos por su discreción, y pronto seextenderían a lo largo y a lo ancho lanoticia de que había barcos ingleses porla zona. Además, siempre habíamontones de espías prestos a pasar lainformación a la parte realmenteinteresada.

Y a menos que Pelham-Martinestuviera preparado para luchar, congran parte de sus fuerzas a días osemanas de distancia, lo que estabahaciendo era dar una información que nopodía sino perjudicarles.

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Pero acerca de la Spartan, Pelham-Martin había sido categórico: «Es unacuestión de cortesía elemental, Bolitho.Sé que muestra usted poca confianzarespecto a los españoles. Pero da lacasualidad de que el capitán general esun hombre de alto linaje. Un caballerode primera clase». Había mirado aBolitho con cierta conmiseración. «Lasguerras no sólo se ganan con pólvora ybalas, ya sabe. La confianza y ladiplomacia desempeñan un papel devital importancia». Le había tendido elsobre. «Páselo a la Spartan y luegoretome el rumbo. Haga señales a laAbdiel para que siga en su puesto

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actual».El comandante Farquhar debía

haberse sentido tan aliviado comosorprendido por su nueva misión. Casiantes de que el bote se hubiera abiertode la Spartan para volver al Hyperion,las velas de la fragata ya se desplegabany tomaban viento, y en su bajo cascorebrotaba la actividad mientras virabapor avante y se alejaba de los otrosbarcos.

Pero ahora, por fin, habían llegado aSt. Kruis. Mientras la severa luz delmediodía dejaba paso al suaveresplandor anaranjado de la tarde, losvigías del Hyperion informaron de que

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habían avistado la cadena de montañaspuntiagudas que cortaban la pequeñaisla por la mitad, de este a oeste.

Bolitho estaba en la barandilla delalcázar y alzó su catalejo para observarla borrosa silueta morada que seelevaba lentamente por el cada vez másoscuro horizonte. No había casi nada deinterés en St. Kruis, pero lo poco quehabía lo tenía grabado en su memoriacomo si de un mapa se tratase.

Tenía unos veinticuatro por treinta ydos kilómetros, con una bahía espaciosay protegida en la punta sureste. El granfondeadero era, en un primer momento,la razón principal por la que los

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holandeses se habían hecho con la isla.Había sido constantemente utilizada porpiratas y corsarios como base mientrasesperaban para abalanzarse sobre algúndesprevenido buque de la carrera de lasIndias Occidentales o algún galeón, ylos holandeses la habían ocupado máspor necesidad que para extender susposesiones coloniales.

Según las informaciones de quedisponía Bolitho, St. Kruis contaba conun gobernador y algunas fuerzasdefensivas para proteger la isla de unataque y para asegurar que laentremezclada población de capatacesholandeses y esclavos importados

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pudieran dedicarse a sus asuntos sininterferencias.

Apoyó las palmas de las manossobre la barandilla y miró hacia lacubierta principal. Ambos pasamanosestaban abarrotados de marineros einfantes de marina, asomándose para verla borrosa mancha de tierra. Qué extrañodebía de parecerles a muchos de ellos,pensó. A aquellos hombresacostumbrados a prados verdes ohumildes casas de pueblo, al atestadomundo entre cubiertas, o a aquellos quehabían sido arrancados de la compañíade sus seres queridos por lasimplacables levas de enganche, debía de

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parecerles otro planeta. Tras meses en elmar con mala comida y sufriendo todaclase de inclemencias del tiempo,estaban llegando a un lugar donde suspropios problemas familiares erandesconocidos. Los marineros veteranosles habían hablado a menudo de aquellasislas, pero ésa era sólo la parte visibledel mundo de un hombre de mar al quepor fuerza o por elección se habíanunido.

Los torsos y hombros desnudos delos marineros estaban bronceados,aunque algunos mostraban terriblesampollas por trabajar en lo alto de laarboladura, bajo el implacable sol. Pero

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agradecía que las ampollas fueran lopeor del barco. Con una dotación nuevay en aquellas condiciones, las espaldasde muchos hombres podían haberquedado marcadas cruelmente por elgato de nueve colas.

Se oyó una fuerte pisada a su lado yse dio la vuelta para ver al comodoroque miraba a lo largo de la cubiertaprincipal con los ojos escondidos entrela piel arrugada a causa de la yamortecina luz del sol.

Bolitho dijo:—A menos que amaine el viento,

fondearemos mañana por la mañana,señor. Hay una barrera de arrecifes de

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dos millas en la parte este de la bahía,por lo que tendremos que hacer un bordodesde el sur para evitarla.

Pelham-Martin no respondióinmediatamente. Tenía un aspectotranquilo y más relajado de lo que nuncale había visto Bolitho, y parecía estar debuen humor.

De repente, dijo:—He estado pensando desde hace

días que todo este alboroto podríacarecer de justificación, Bolitho —asintió pesadamente—. Sí, he estadopensando mucho últimamente.

Bolitho mantuvo firme la línea de suboca. Pelham-Martin se había pasado

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más horas en su catre que de pie a lolargo del viaje, y, pensando o no, habíaoído sus ronquidos a menudo a travésdel mamparo del cuarto de derrota.

Pelham-Martin continuó:—La misión de Lequiller podría

haber sido simplemente una treta; parasacar más barcos del bloqueo, de Ushanty de Lorient, de manera que toda la flotapudiera salir en tromba y avanzar por elCanal de la Mancha. —Miró a Bolithocon expresión divertida—. Eso sería unabofetada en la cara de Sir Manley, ¿eh?¡Nunca se olvidaría de ello!

—Lo creo improbable, señor —dijoBolitho encogiéndose de hombros.

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La sonrisa se desvaneció.—Oh, usted nunca ve estas cosas

como es debido. Se necesita visión,Bolitho. ¡Visión y saber interpretar lamente de las personas!

—Sí, señor.Pelham-Martin le dirigió una mirada

fulminante.—Si le hubiera escuchado, nos

habríamos visto envueltos en Dios sabequé a estas alturas.

—¡Ah de cubierta! ¡La Abdiel estávirando por avante, señor!

Pelham-Martin espetó:—Si pide permiso para entrar en

puerto esta noche, ¡deniegúeselo! —

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Caminó con paso cansino hacia la escalade toldilla—. Entraremos juntos, con miinsignia por delante. —Por encima delhombro añadió con tono irritado:

—¡Capitanes de fragata! ¡Malditosjóvenes cachorros, les llamaría yo!

Bolitho esbozó una sonrisa forzada.El comandante Pring, de la Abdiel, selas podría arreglar para llegar alfondeadero a pesar de la poca luz quequedaba. Si las provisiones y el aguadel Hyperion estaban bajas, las suyasdebían de haber desaparecido casi porcompleto. Y sabría que, una vez el doscubiertas hubiera echado el ancla,tendría prioridad ante las necesidades

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de su fragata. Bolitho podía recordar sinesfuerzo una ocasión en que él estaba almando de una fragata de treinta y doscañones. Había sido obligado aquedarse sin hacer nada fuera de puertomientras tres navíos de línea fondeabany arrasaban con todo lo que tenían loscomerciantes locales y los proveedoresde pertrechos navales antes de que lefuera permitido aprovisionarse con losfrugales restos.

El guardiamarina Gascoigne estabaya en los obenques de mesana con elcatalejo apuntado hacia la alejadafragata. Mientras pasaba grácilmente suproa por el viento, sus gavias reflejaron

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la puesta de sol, de modo que lashenchidas lonas brillaron como conchasrosadas.

Algunos de los marineros delalcázar habían oído los últimoscomentarios del comodoro y sonrieroncuando las banderas de la Abdiel sedesplegaron en sus vergas.

Un veterano cabo de cañón con unacoleta que le llegaba hasta la cintura,gruñó:

—¡Lo tienen bien merecido, digo yo!¡Que se esperen y nos den unaoportunidad con las mozas de color!

—Abdiel a Hyperion: «Fuego deartillería en la demora oeste cuarta al

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noroeste».La voz de Gascoigne llegó hasta

muchos de los marineros que estaban enlos pasamanos y el gran murmullo deexcitación y sorpresa hizo que elcomodoro se detuviese al principio dela escala de la cámara como si lehubiera dado un ataque.

Bolitho espetó:—¡Dé el recibido! —y gritó hacia

Pelham-Martin—: ¡Debe de ser unataque al puerto, señor!

—¡La Abdiel solicita permiso paradar más vela, señor! —los ojos deGascoigne saltaban continuamente entresu comandante y la abultada figura del

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comodoro, enmarcada contra el cielocada vez más oscuro.

Pelham-Martin negó con la cabeza:—¡Denegado! —Casi se cayó en los

dos últimos peldaños en su prisa porllegar junto a Bolitho—. ¡Denegado! —gritaba, y parecía más enojado quenadie.

—Estoy de acuerdo, señor. Barcoslo suficientemente poderosos como paraatacar un puerto defendido darían consus frágiles maderas en el fondo en unabrir y cerrar de ojos. —Se contuvo dedecir lo que pensaba realmente. Que sila Spartan estuviera aún allí con elloslas cosas podrían haber sido muy

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diferentes. Dos veloces fragataslanzándose sobre ellos desde marabierto podrían causar cierto caos antesde poder sacar ventaja de la crecienteoscuridad. Pero solo, era mucho pedirpara el comandante de la Abdiel, y alHyperion le llevaría horas alcanzaralguna posición ventajosa. Y paraentonces estaría oscuro y seríademasiado arriesgado acercarse a tierra.

Pelham-Martin habló con rapidez:—Haga señales a la Abdiel para que

se sitúe a barlovento —miró cómo lasbanderas subían rápidamente a lasvergas—. Tengo que pensar. —Se pasóuna mano por la cara—. ¡Tengo que

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pensar!—¡La Abdiel ha recibido, señor!Bolitho vio que las vergas de la

fragata eran braceadas en redondomientras su proa empezaba a caer haciala aleta del Hyperion. Podía imaginarsela decepción de su comandante. Dijo:

—Podemos navegar hacia elsuroeste, señor. Con las primeras lucesestaremos en una posición mejor parasorprender a los atacantes.

Pelham-Martin pareció darse cuentade que estaban mirándole incontablesojos desde la abarrotada cubiertaprincipal.

—¡Ponga a esa maldita gente a

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trabajar! ¡Que estos malditos gandulesno se queden ahí mirando boquiabiertos!

Bolitho oyó el repentino brote deactividad y el vocerío de las órdenes.Pelham-Martin sólo estaba ganandotiempo. Las emociones que recorrían sucara eran una clara prueba de suconfusión interior.

En un tono más controlado, dijo:—El Indomitable y el Hermes

podrían estar aquí en unos días. Con suayuda puedo dar cuenta de ellos mejor,¿eh? Bolitho le miró seriamente.

—Fácilmente podrían retrasarsesemanas, señor. No podemos correr elriesgo.

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—¿Riesgo? —Pelham-Martinhablaba en un susurro lleno de furia—.¡Me estoy jugando la cabeza! Si nosacercamos y entablamos combate y nosvencen, ¿qué pasará entonces, eh?

Bolitho endureció el tono de su voz:—Si no lo hacemos, señor, entonces

podríamos perder la isla. Nuestrosbarcos no tendrían que ser derrotados encombate. ¡Podríamos morirnos dehambre y de sed hasta que nos viéramosobligados a rendirnos!

Pelham-Martin le escudriñó elrostro, con expresión desesperada ysuplicante.

—Podemos navegar hasta Caracas.

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Los españoles podrían tener barcos paraayudarnos.

—Llevaría demasiado tiempo,señor, incluso si los Dons[2] tuvieranbarcos allí y nos quisieran ayudar. Paraentonces, Lequiller habrá tomado St.Kruis y se necesitará una flota parasacarle, y con un coste enorme.

El comodoro se dio la vueltaenojado.

—¡Lequiller! ¡Eso es en lo únicoque piensa usted! ¡Podría ser que nofuera él!

—No creo que hayan muchas dudasacerca de eso, señor —dijo fríamenteBolitho.

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—Bueno, si no hubiera dejado ustedque se le escapara de las manos, sihubiera aguantado con firmeza en vez delevar anclas, todo esto nunca habríaocurrido.

—¿Y dejar que colgaran a aquellosprisioneros, señor? —Bolitho observóque sus enormes hombros se poníantensos—. ¿Es eso lo que debería haberhecho?

Pelham-Martin se encaró de nuevocon él.

—Lo siento. Me he exaltado. —Extendió sus manos—. Pero, ¿qué puedohacer con un sólo barco de cada clase?

—No tiene elección, señor —

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mantuvo su tono tranquilo, pero no podíaocultar la ira—. Puede usted luchar, opuede quedarse como espectador. Perosi decide lo último, el enemigo sabráque puede hacer lo que desee. Ynuestros amigos de aquí también losabrán.

Pelham-Martin le miró, con el rostroen sombras mientras los últimos rayosde sol desaparecían más allá delhorizonte como la cola de un cometa.

—Muy bien. —Esperó un poco,como si escuchara sus propias palabras—. Haré lo que me sugiere. Pero sifracasamos, Bolitho, no sufriré lasconsecuencias yo solo. —Se dio la

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vuelta y se fue caminando hacia lacámara.

Bolitho se quedó mirándole mientrasdesaparecía, con el ceño fruncido. Sifracasamos, no quedará nadie que puedaargumentar los aciertos o los errores dela acción, pensó con amargura.

Entonces divisó la larguirucha figurade Inch junto a la batayola del alcázar.

—Señor Inch, muestre por popa unalinterna tapada para que sólo la vea laAbdiel. Luego puede aferrar las mayoresy tomar rizos para la noche. —Escuchócómo Inch pasaba las órdenes y alzó sucatalejo para atisbar más allá de laoscura masa de palos y obenques.

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La isla se había desvanecido en laoscuridad y tampoco había clase algunade destellos de cañonazos. El enemigotendría que esperar ahora hasta elamanecer.

Inch se acercó a popa al trote.—¿Algo más, señor? —sonaba sin

aliento.—Encargues de que nuestros

hombres coman bien. Puede quetengamos que privarnos de desayunarmañana.

Entonces, cruzó a la banda debarlovento y contempló lafantasmagórica silueta de la fragatahasta que ésta quedó también oculta a la

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vista.

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VII

ACCIÓN EN ESTE DÍA

Bolitho cerró la puerta del cuarto dederrota y salió con prontitud al alcázar,y se detuvo junto a la tenue luz de laaguja para comprobar que la proa delbarco estuviera todavía apuntando casial norte. Durante la mayor parte de lanoche habían proseguido sin descansolos preparativos para el combate, hastaque, completamente satisfecho, Bolithoordenó un alto, y los marineros,nerviosos pero agotados, se acurrucaron

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junto a los cañones para descansar unaspocas horas.

Al cruzar el alcázar, Bolitho notó laligera brisa fría y pegajosa a través desu camisa abierta, y se preguntó cuántoduraría cuando el sol se elevara por elhorizonte una vez más.

—Buenos días, señor —dijo Inch.Bolitho se quedó mirando su pálida

figura y asintió:—Ya puede cargar y asomar los

cañones, pero corra la voz de que sehaga con el menor ruido posible.

Mientras Inch se asomaba porencima de la batayola del alcázar paratransmitir sus órdenes, levantó la vista

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hacia el cielo. Estaba mucho más claroque cuando había estado en cubiertamedia hora antes. Ahora, donde antessólo divisaba el cielo oscuro, podía verlas tensas redes de combate que durantela noche Tomlin y sus hombres habíanizado por encima de las cubiertas paraproteger a los artilleros de los aparejosque cayeran en el combate. Por elhorizonte Este, las últimas estrellashabían desaparecido, y algunas nubespequeñas y aisladas se tiñeron de uncolor rosa asalmonado.

Inspiró profundamente varias vecesy trató de ignorar los chirridos de lascureñas y los ruidos sordos de los

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cañones que asomaban por las portasabiertas. A diferencia de sus hombres, élno había dormido, e incluso durante laúltima media hora se había entretenidoafeitándose a la luz de una pequeñalámpara. Su tensión era tan grande quese había cortado dos veces, pero sabíaque si no se ocupaba con algo susnervios se resentirían aún más. Siempreera lo mismo. Las dudas y ansiedades, elmiedo al fracaso y el terror a lamutilación, unido al horror de sometersea la cuchilla del cirujano; todo elloacechaba desde el fondo de su mentecomo espectros, de manera que mientrasse afeitaba había necesitado de toda su

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fuerza de voluntad para mantener firmela navaja.

Ahora, la espera casi habíafinalizado. Allá, negra a través de laproa y extendiéndose hacia los doslados, estaba la isla, y ya no necesitó elcatalejo para ver el tenue collar deespuma blanca que marcaba larompiente del mar sobre los arrecifes.

El Hyperion ceñía a rabiar amuradoa estribor con sus gavias y juanetesfuertemente braceados para sacar elmáximo provecho del poco viento.Todas las mayores estaban cargadas,puesto que aquellas grandes velascorrían siempre peligro de incendiarse

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una vez empezara el combate.Inch enderezó la espalda cuando una

voz habló desde la cubierta principal:—¡Todos los cañones asomados,

señor!Como Bolitho y los demás oficiales,

se había quedado en pantalones ycamisa, y había un ligero temblor en suvoz que podía ser debido tanto a laexcitación como al aire helado.

—Muy bien. Envíe a unguardiamarina a informar al comodoro.

Mientras se afeitaba, varias veces sehabía detenido a escuchar a través delmamparo. Pero por una vez no habíaoído los suaves ronquidos. Pelham-

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Martin debía de estar echado en sucatre, preocupándose y reflexionando,sin que ni siquiera los asuntos del barcoocuparan su mente.

Gossett se sonó la nariz con un granpañuelo rojo, e hizo añicos el silenciocomo si se tratara de un disparo demosquete. Masculló con humildad:

—Perdón, señor.Bolitho sonrió.—Puede que más tarde necesitemos

todo su aire para las velas.Algunos de los infantes de marina de

la batayola se rieron entre dientes, yBolitho se alegró de que aún nopudieran verle la cara.

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—Me pregunto qué estarán haciendolos gabachos —dijo Inch.

—De momento están bastantequietos. —Bolitho observó las pequeñasolas con crestas blancas que pasabanlentamente por el costado de barloventodel barco. Podía ver como ahora seextendían mucho más a lo lejos, ycuando levantó la vista delante vio quela tierra había tomado un perfil máscontrastado, de modo que parecía queestuviera justo encima de la proa. Erauna ilusión normal con las primerasluces, y pronto deberían avistar algo. ElHyperion navegaba tan cerca comopodía de los arrecifes para tener la

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máxima ventaja a la hora de virar ycruzar la bahía o meterse en ella.

Dependía mucho de las defensas dela isla. Ningún barco podía competircon una batería de costa bien enclavada,pero era algo que no podía asegurarse.Bolitho recordó cómo él y Tomlinhabían sido los primeros hombres entrepar por el acantilado cuandoasaltaron con éxito la batería francesade Cozar, en el Mediterráneo. Podíahacerse con la suficiente determinación.

—¡Buenos días, señor! —exclamóInch.

El comodoro caminó erguido hastala barandilla del alcázar y aspiró el aire

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con fuerza.Bolitho le escrutó detenidamente en

la extraña penumbra. Llevaba una largacasaca azul de guardia que le llegabacasi hasta los tobillos, e iba sinsombrero ni clase alguna de galón quedelatara su rango.

Sudaría bien cuando el sol le diera,pensó. Sintió una pizca de compasióncuando pensó en la razón que tendríapara llevar aquel extraño atuendo.Pelham-Martin era un hombre muyancho, y ya era un buen objetivo para untirador francés sin tener que llamar laatención mostrando su uniforme.

Dijo con calma:

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—Falta poco, señor. Hay un vientoconstante del noreste, y hasta queestemos bien cerca de tierra tendremossuficiente fuerza en nuestras velas.

Pelham-Martin hundió firmemente supequeña cabeza en el cuello de lacasaca.

—Puede ser. No lo sé, desde luego.—Se movió ligeramente hacia un lado yse sumió una vez más en el silencio.

Bolitho estaba a punto de decirlealgo a Inch cuando vio que los ojos delteniente se encendían como doslámparas. Y mientras se daba la vueltaoyó el violento estruendo de unaexplosión a través del mar abierto y vio

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una gran columna de llamas que seelevaba hacia el cielo, con chispas quesaltaban por todas partes y subíandecenas de metros en el aire.

—¡Un barco! ¡Está en llamas! —dijoInch con un grito ahogado.

Bolitho entrecerró los ojos y seimaginó por centésima vez la bahía talcomo esperaba que fuera. El barco queestaba quemándose ahora de modo tanferoz sobre su luminoso reflejo erapequeño, y estaba más o menos por laamura de estribor del Hyperion.

También se oían disparos,insignificantes y esporádicos, y dedujoque el enemigo estaba usando botes para

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acercarse más a tierra bajo la protecciónde la poca oscuridad que quedaba.Quizá el barco se había quemado poraccidente, o quizá los asaltantes sóloquerían infligir tanto daño comopudieran antes de marcharse de allí.

Otra explosión rugió de formaapagada sobre el agua, pero esta vez nohubo llamarada ni otra indicación de sudemora ni de su distancia.

—¡Ah, aquí está! Gossett levantó elbrazo hacia el sol, que salía lentamentesobre el horizonte, apartando a un ladolas sombras y tiñendo las interminablesy regulares crestas de las olas con untono dorado pálido.

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—¡Ah de cubierta! ¡Dos barcos porla amura de sotavento! —Y tras un gritode sobresalto añadió:

—¡Hay otro cerca de tierra, señor!Pero Bolitho podía verlos ya

bastante bien. En el Caribe el intervaloentre la noche y el día era muy corto, yla luz del sol ya había definido elincierto perfil de la isla con un tonopúrpura y verde, y una fina franja doradamarcaba la cima de la colina máscercana, en la parte más alejada de labahía.

Los dos primeros eran navíos delínea, que navegaban lentamente en elbordo contrario, con el rumbo casi en

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ángulo recto respecto al suyo y apenas ados millas de distancia. El terceroparecía una fragata, y un rápido vistazoa sus velas le reveló que estabafondeado muy cerca y debajo del cabooeste.

¿Fondeado? Su mente apartó a unlado las dudas y ansiedades cuando lovio claramente. El enemigo debía dehaber incendiado el barco fondeadodentro de la bahía como maniobra dediversión.

En el lado opuesto del fondeaderoprotegido, donde decían las cartas queestaba la principal batería de costa, losasaltantes habían lanzado un ataque a

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gran escala mientras los defensoresestaban distraídos y desprevenidosmomentáneamente. A primera hora nosería demasiado difícil, pensó condesaliento. Era bastante humano que loshombres encontraran consuelo en lasdesventuras de los otros, incluso en lasde sus camaradas, si ello significabaevitar ser atacado.

Y mientras los recién levantadosartilleros vigilaban desde los muros desu batería, los asaltantes habríandesembarcado furtivamente con susbotes y escalado el cabo por el otrolado.

Pelham-Martin dijo con voz tensa:

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—¡Nos han avistado!El primer barco francés estaba ya

haciendo señales a su consorte, peromientras la débil luz del sol se elevabasobre las abrigadas aguas de la bahía ylas casas pintadas de blanco del otroextremo, ambos barcos no mostrabansignos de cambiar de rumbo o depropósitos. El primer susto al ver lasgavias del Hyperion que emergían de lapenumbra debía de haberse mitigadocuando el enemigo se dio cuenta de queestaba acompañado por una solitariafragata.

Bolitho notó cómo los débiles rayosdel sol acariciaban su mejilla. Podía

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continuar, y pasar a proa del enemigo ymeterse en la bahía, pero si losfranceses se hacían con la batería, suspropios barcos podrían navegar tras élcon total impunidad. Aunque si semantenía a distancia, ellos se cobijaríande todos modos en la bahía e impediríanque entrara una fuerza incluso superior.

Lanzó una mirada al comodoro, peroél todavía estaba mirando los barcosfranceses, con una máscara deindecisión en su semblante.

—Dos setenta y cuatro cañones,señor —murmuró Inch. Él también miróa Pelham-Martin antes de añadir:

—Si alcanzan el otro lado de la

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bahía tendrán toda la ventaja, señor.Bolitho vio a algunos de los

marineros en las brazas estirando elcuello para ver a los buques franceses.Parecían perfectos y sin señales dehaber sido alcanzados por los artillerosde la isla, y se erigían amenazadores ensu lenta aproximación. La luz del sol sereflejaba en los catalejos que lesapuntaban desde la toldilla del primerbarco, mientras algunas figuras semovían de un lado a otro y losgallardetes latigueaban el aire como situvieran vida propia.

Por lo demás, los barcos sedeslizaban a través de las cabrilias de

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las pequeñas olas lenta y pausadamente,hasta que pareció como si el botalón defoque del Hyperion fuera a enzarzarsecon el del primer barco francés, comodos mamuts que enseñaban sus colmillosantes del combate.

En la cubierta principal la tensiónera casi algo físico. En cada una de lasportas abiertas los hombres seagazapaban en los cañones, con lostorsos desnudos brillando por el sudormientras esperaban que apareciera antesu vista el objetivo de sus andanadas.Cada escotilla estaba vigilada por uninfante de marina, y en las cofas de laarboladura los tiradores y los artilleros

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de los cañones giratorios humedecíansus labios y forzaban la vista paraavistar a sus homólogos a través de ladistancia que se iba acortando.

Pelham-Martin aclaró su garganta.—¿Qué pretende hacer?Bolitho se relajó ligeramente. Podía

notar el sudor que le caía por el pecho yel constante latir del corazón contra lascostillas. La pregunta era como laapertura de un dique. Como si lequitaran un gran peso de encima. Por unmomento temió que a Pelham-Martin leflaqueara el valor y ordenara unaretirada inmediata. O peor, que quisierameterse a todo trapo en la bahía, donde

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el barco podía haber sido despedazadoa placer por el enemigo.

—Pasaremos por la proa delenemigo, señor. —Tenía el ojo puesto enel primer barco. Si daban un poco másde vela el Hyperion nunca llegaría atiempo. Podría implicar una colisión oel tener que virar, y exponer entonces sudesprotegida popa a una andanadacompleta del navío francés.

Pelham-Martin asintió:—¿Y si entramos en la bahía?—No, señor —se dio la vuelta

bruscamente—. ¡Una cuarta a estribor,señor Gossett! —En un tono máscalmado, continuó—: Viraremos una vez

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pasemos por su proa y entablaremoscombate con su costado de babor. —Observo cómo sus palabras causabanpánico en la cara del comodoro—. Consuerte, podremos entonces cruzar por supopa y pasar entre los dos barcos.Significará perder el barlovento, peropodremos darles a ambos un buenrepaso mientras pasamos —sonrió, ypudo sentir la sequedad de sus labios alhacer este gesto. Pero Pelham-Martintenía que entenderlo. Si intentabacambiar la maniobra en mitad de lamisma sería desastroso.

Volvió a mirar hacia los barcosfranceses. Como mucho, el primero

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estaba ahora a media milla de suscañones. Sería desastroso, de todosmodos, si el enemigo le desarbolaba enlos primeros momentos.

La fragata francesa estaba todavíafondeada, y utilizando un catalejoBolitho pudo ver sus botes que iban yvenían del cabo. Cuando vio que salíahumo de la cima de la cuesta, supo quela gran explosión debía de haber sido dealguna clase de bomba para abrir unabrecha en la muralla de la batería, o deun polvorín que saltará por los aires.

Notó la mano de Pelham-Martinsobre su brazo.

—¿Señor?

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El comodoro dijo:—¡Haga señales a la Abdiel para

que entable combate con la fragata! —Movió sus hombros bajo la pesadacasaca—. ¿Y bien?

—Sugiero que permanezca abarlovento, señor. Hasta que iniciemosnuestro ataque. Si sospechan por unmomento que no estamos intentandoalcanzar el abrigo del puerto, me temoque no podremos hacer la maniobraprevista.

—Sí. —Pelham-Martin mirófijamente a algún punto por encima delcabo—. Desde luego.

Bolitho apartó la mirada y se

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apresuró hacia la banda opuesta paraobservar el primer buque. Pensó derepente en algo que Winstanley le habíadicho cuando había subido por primeravez a bordo del Indomitable para ver alcomodoro. «Le necesitará a ustedcuando se vea perdido». Comocomandante de su barco, Winstanleydebía de haber conocido a Pelham-Martin mejor que nadie. Seguramente, elcomodoro ostentaba aquel rango debidoa las influencias, o quizá simplementehabía tenido la poca fortuna de estardisponible para recibir el nombramientosin tener la experiencia suficiente querespaldara su autoridad.

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Un estallido sordo resonó a travésdel agua y Bolitho levantó la vista alaparecer súbitamente un agujeroredondo en el velacho. El buque francéshabía utilizado un cañón cazador deproa para hacer un disparo de granalcance. Se volvió para ver cómo unapequeña columna de espuma se elevabasobre el mar a lo lejos, por el través delcostado de barlovento.

Dijo:—Pase la voz a la batería inferior

acerca de mis intenciones, señor Inch.—Cuando un guardiamarina se abalanzóen dirección a la escala, espetó:

—¡Caminando, señor Penrose! —el

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chico se dio la vuelta sonrojado—.Puede que haya un catalejo francésmirándole los pies, así que ¡tómese sutiempo!

Hubo otra detonación, y esta vez labala golpeó con fuerza en la amura debabor, lanzó espuma por encima de laborda e hizo que algunos de los hombresde las escotas de la vela de proa seagacharan alarmados.

Bolitho gritó:—¡Mantenga a esos marineros fuera

de la vista en la cubierta principal,señor Stepkyne! ¡Viraremos enseguida, yno quiero que ni un solo hombre pongasus manos sobre nada hasta que yo dé la

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orden!Vio que Stepkyne asentía y se daba

la vuelta para observar al enemigo. Sepreguntó qué estaría haciendo Pascoe ensu puesto de la batería inferior, y en suinterior se le presentaba el dilema dequerer tenerle a su alcance y dejarleabajo detrás del grueso casco.

Extrañamente, era habitual quefueran los hombres más viejos los queaguantaran peor la espera. Los másjóvenes y los novatos estabandemasiado turbados o asustados comopara pensar con claridad sobre nada.Sólo cuando todo hubiera pasado y lossonidos y las visiones se grabaran en sus

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memorias, empezarían a pensar en laacción siguiente, y en la de después deésta.

La siguiente bala del cazador deproa del barco francés dio en la fila debotes, y levantó pesadamente la lanchade sus calzos llenando el aire de astillasde madera. Tres hombres de la amuradade estribor cayeron pataleando ygimiendo, uno de ellos casi atravesadopor una afilada lanza de madera delforro de alguno de los botes.

Bolitho gritó:—¡Envíe algunos marineros más a la

braza de barlovento de velacho, señorStepkyne! —vio que el teniente abría la

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boca como si fuera a contestarle algo yluego se daba la vuelta para pasar laorden con el semblante enojado y llenode resentimiento.

Cuando otro disparo impactó en elcostado del barco, Bolitho encontrótiempo para comprender lossentimientos de Stepkyne. Aguantar sindevolver los disparos con los cañonescuidadosamente apuntados era casi másde lo que nadie podía soportar. Pero sipermitía cualquier clase de represalia,el comandante francés podría adivinarinmediatamente sus verdaderasintenciones, y tendría aún tiempo paracambiar su rumbo.

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Gossett murmuró:—Los gabachos están navegando tan

de ceñida como pueden, señor. —Soltóuna maldición cuando una bala silbó porencima de las redes de combate y rebotóa través de las crestas de las olas a lolejos—. ¡Si intentan hacer una bordadano lo conseguirán!

Bolitho vio cómo los marinerosheridos eran arrastrados hacia laescotilla principal, marcando el trayectocon pisadas de sangre, mientras algunosde los artilleros se volvían a mirar conlos rostros rígidos y estupefactos.

Cada vez más cerca, hasta que elprimer barco enemigo estuvo a un

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simple cable de distancia frente a laamura de babor.

Bolitho apretó las manos en laespalda hasta que el dolor puso freno asus veloces pensamientos. No podíaesperar más. En cualquier momento, unabala bien apuntada, o incluso un disparoal azar podría derribar un palo vital oinutilizar su barco antes de que pudierahacer la bordada.

Sin mirar a Gossett le espetó:—¡Timón a babor! —Mientras las

cabillas de la rueda empezaban a girar,abocinó sus manos y aulló:

—¡Virad! ¡Hombres a las brazas!Vio como las alargadas sombras de

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las velas hacían un barrido sobre losartilleros agachados, y oyó el quejido delos motones y las frenéticas pisadas depies desnudos mientras los hombres seinclinaban hacia atrás halando confuerza de las brazas. Entonces,lentamente al principio, el barco empezóa virar hacia el buque francés. Duranteuno o dos segundos pensó que habíaactuado demasiado pronto, que los dosbarcos colisionarían por sus proas, perocuando las vergas quedaron firmes y laslonas tomaron viento sobre sus cabezas,vio que el otro dos cubiertas venía porla amura de babor del Hyperion, con susmástiles casi en línea mientras navegaba

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hacia ellos en el rumbo opuesto.Tal como Gossett había comentado,

el enemigo no podía volver a ganar laventaja sin pasar inmediatamente la proapor el viento, ni tampoco podía arribar asotavento a menos que su comandanteestuviera dispuesto a recibir unaandanada completa del Hyperion en supopa.

—¡Andanada completa, señorStepkyne! —gritó Bolitho.

Vio que los cabos de cañón seagachaban detrás de sus bragueros, conlos tirafrictores totalmente tensosmientras aguzaban la vista a través delas portas abiertas, y sus dotaciones

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esperaban con espeques para moverlosde lado o elevarlos según se lesrequiriera.

Una bala cayó en el pasamano debabor y un hombre se puso a gritar comoun animal cuando es sacrificado. PeroBolitho ni siquiera lo oyó. Estabamirando con ojos escrutadores el barcoque se acercaba, excluyendo de suspensamientos a los hombres que lerodeaban y al comodoro, mientras veíacómo los juanetes del Hyperionproyectaban sus sombras distorsionadassobre la proa del buque francés. Alzó lamano.

—¡En el balance superior! —Hizo

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una pausa, notando la garganta secacomo si tuviera arena en ella—. ¡Fuego!

El estruendo de la descarga delHyperion fue como el de mil truenos ala vez, y mientras el barco entero setambaleaba en dirección a tierra, elcasco del enemigo quedó completamentetapado por una nube de humo.

A tan sólo cuarenta y cinco metrosde agua, el efecto de la andanada debíade haber sido como una avalancha —pensó Bolitho. Podía ver cómo se abríanlas bocas de los hombres y cómoaullaban, pero todavía no les oía. Elfuerte estruendo de los estallidos de losnueve libras del alcázar había ocultado

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los pensamientos y los sonidosdemasiado dolorosos. Entonces, porencima del creciente banco de humo a laderiva vio las vergas del francés que semovían lentamente en redondo y separaban luego cuando las gavias seagitaron y flamearon sin tomar viento.

Cuando recobró el oído oyó a suscabos de cañón que gritaban desde todaspartes, y vio a los infantes de marina deDawson que se adelantaban hasta labatayola, con sus mosquetes apoyadosen el hombro como en un desfile.Entonces, cuando Dawson bajó su sable,los mosquetes dispararon al unísono ylas balas fueron a algún sitio más allá

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del humo para sumarse a la confusión.Stepkyne andaba a grandes zancadas

hacia popa a lo largo de los cañones dela cubierta principal, gesticulando comopara contener a sus hombres.

—¡Dejen de aventar! ¡Refresquenlos cañones! —Se detuvo para golpearel brazo de un hombre—. ¡Refrescar, hedicho, maldito seas! —Agarró alaturdido marinero por la muñeca—.¿Quieres que el cañón te explote en tumaldita cara? —Entonces siguió congrandes zancadas—. ¡Hazloinmediatamente! ¡Cargar y asomar!

En cada uno de los cañones loshombres se afanaban como en trance,

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pensando tan sólo en los ejercicios quehabían aprendido bajo la miradavigilante de su comandante, en laelevada pirámide de velas que ahora sealzaba por encima del pasamano debabor y en la flameante bandera tricolorque parecía estar a sólo unos metros.

Bolitho gritó:—¡Fuego a discreción! —Dio un

paso atrás medio asfixiado cuando loscañones bramaron de nuevo. El humo ylas llamas del costado del barcooscurecían el agua entre los dos barcoscomo si fuera de noche.

Entonces, el barco francés disparó, yse reflejó su andanada completa de proa

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a popa en una doble línea de lenguasanaranjadas.

Bolitho oyó el silbido de las balasque segaban los obenques y velas, y losgolpes sordos más fuertes y discordantesde las que se incrustaban en el casco.

Un marinero, aparentemente ileso,cayó a través del humo desde el tope demayor y rebotó dos veces en las tensasredes de combate antes de rodar inertehacia el borde y caer al agua por elcostado.

Un cabo de cañón que estaba detrásde él bramaba por encima de lasdetonaciones de los cañones y delesporádico ladrido de las descargas de

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los mosquetes, con los ojos en blanco ensu rostro manchado de pólvora mientrasintentaba espolear a sus hombres paraque halaran con fuerza de la beta delpalanquín del cañón.

—¡Asomadlo, cerdos holgazanes!¡Démosles a esos cabrones una buenazurra!

Entonces, le dio una sacudida altirafrictor y el nueve libras retrocedióde nuevo hacia la cubierta sacando humopor su negra boca mientras los hombresse lanzaban a realizar la tarea derefrescarlo y recargarlo.

A través de la cortina de humo a laderiva, los pajes corrían como títeres

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aturdidos. Dejaban sus cartuchos ycorreteaban de nuevo hacia lasescotillas sin apenas mirar a un lado.

Pelham-Martin estaba aún junto a labarandilla, con su pesada casacamoteada de ceniza de pólvora ypequeñas astillas de madera pintada.Miraba hacia los mástiles del buquefrancés, hipnotizado, al parecer, por lacercanía de la muerte, mientras las balasde los mosquetes martilleaban sobre lacubierta a su alrededor. Un marinerocayó por la escala de toldilla, mientrasla sangre que manaba a borbotones de suboca ahogaba sus gritos.

Inch gritó:

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—¡La dejaremos atrás pronto, señor!—Sus ojos lloraban mientras seasomaba entre el humo para buscar elsiguiente barco francés. Entonces,señaló con el brazo con excitación,mientras sus dientes blancos brillabanen su cara mugrienta:

—¡Su palo mesana está cayendo! —movía los brazos en el aire y se volviópara ver si Gossett lo había oído—.¡Allá va!

El mesana del buque francés estabaciertamente yéndose abajo. Un disparoafortunado debía de haberlo alcanzadode pleno a una altura de unos tres metrosde la cubierta, puesto que cuando

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Bolitho se acercó a la borda para verlomejor, vio que los estays y obenques separtían como hilos de algodón mientrastodos los palos del mástil y las velasque flameaban salvajemente setambaleaban y se balanceabanmomentáneamente enredados en lamaraña de jarcias antes de desaparecerentre el humo.

Pero el enemigo aún estabadisparando, y cuando Bolitho aguzó lavista hacia lo alto vio que las gavias delHyperion eran poco más que jirones.Mientras miraba, el estay de mastelerode sobrejuanete mayor se partió con unsonido como el de un disparo de pistola,

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y mientras los hombres trepaban arribapara aparejar otro, otros caían heridos omuertos sobre las redes de combatemientras los tiradores franceses ocultosseguían con sus mortíferos disparos através de la humareda.

El mesana cercenado debía de habercaído a lo largo de la aleta del enemigo,puesto que mientras se veían máslenguas anaranjadas que salían a travésdel humo y uno de los doce librassaltaba por los aires antes de aplastar ados hombres de su dotación, la borrosasilueta del barco francés se redujo detamaño, y lenta e inexorablementeempezó a alejar su proa del Hyperion.

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—¡El mesana debe de estar actuandocomo una ancla flotante! —aulló Gossettcon voz ronca mientras golpeaba elhombro de uno de los timoneles—.¡Dios mío, todavía hay esperanza!

Bolitho sabía lo que quería decir.Mientras corría hacia la barandilla delalcázar para intentar divisar la figuraescarlata del teniente Hicks en elcastillo de proa, era consciente de queuna vez el enemigo se hubiera deshechode la masa de palos y aparejosdestrozados que arrastraba por la aleta,todavía podría dar batalla.

Le arrebató la bocina a Inch y aulló:—¡La carroñada de babor! ¡Fuego a

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discreción! Creyó ver al teniente deinfantería de marina moviendo susombrero, pero en aquel momento elenemigo disparó otra andanadairregular. Algunas de las balas lodestrozaron todo a través de las portasabiertas, otras dieron en el casco y otrasvolaron como demonios aulladores porencima de sus cabezas.

Y a través de la cortina de humo, conun gran estallido que retumbó de proa apopa y que pudo sentirse bajo los pies,la rechoncha carroñada lanzó su enormebala de sesenta y ocho libras hacia lapopa del enemigo.

Cuando un remolino anormal de

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viento apartó la humareda, Bolitho viocómo la enorme bala alcanzaba alenemigo. Hicks había estado demasiadoansioso o demasiado excitado, y en vezde atravesar los ventanales de popa delenemigo y arrasarlo todo a lo largo desu batería inferior, había impactadojusto debajo de la batayola del alcázar.Hubo un destello brillante, y mientras labala explotaba y soltaba su prensadacarga de metralla, oyó gritos y alaridosde terror al saltar por los aires unasección entera de la amurada.

—¡Eso les enseñará! ¡El viejo cañónles reventará las tripas! —rugió Gossett.

—Su gobierno parece haber sido

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dañado, o puede que este disparo hayamatado a la mayoría de sus oficiales —dijo Bolitho. Notó cómo una bala demosquete tiraba de su camisa sin mayorinsistencia que el toque de los dedos deun niño, y detrás de él, un marinero aullóde dolor y salió rodando junto a sucañón, con las manos apretándose elestómago mientras la sangre salpicaba latablazón y a los hombres de sualrededor.

El barco entero parecía estarenvuelto en la locura de la lucha. Loshombres se esforzaban en sus cañones,con los ojos desorbitados y tanaturdidos por el estruendo del combate y

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los espantosos gritos de los heridos, quela mayor parte de ellos habían perdidotodo sentido del tiempo y de la razón.Algunos cabos de cañón tenían queutilizar los puños para conducir a sushombres a través de la inalterable rutinade cargar, asomar y disparar, o de otramanera hubieran disparado al mar ohalado de un cañón hasta su porta sinestar cargado.

—¡Alto el fuego! —Bolitho seagarró a la barandilla y esperó a querugieran los últimos disparos de labatería inferior. El buque francésprácticamente había desaparecido porsotavento, y mostraba sólo sus juanetes

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por encima de la cortina de humo que leacompañaba.

Inch masculló entre clientes:—¡El segundo está virando por

avante, señor!Bolitho asintió. Observaba cómo las

vergas del dos cubiertas se movíanmientras viraba perezosamente aestribor. El Hyperion había yaempezado su segunda virada, peroahora, en lugar de pasar entre los dosbarcos, correría en paralelo con elenemigo, si es que éste mantenía sunuevo rumbo. Por encima de su cabeza,las desgarradas velas se elevaron ytomaron viento ante una súbita racha,

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mientras con fatigada dignidad elHyperion escoraba y afirmaba su rumboy se alejaba de tierra.

—¡Preparada batería de estribor! —gritó Bolitho. Vio a Stepkyne que hacíabruscas señas a algunos de los hombresdel otro costado ordenándoles quefueran a los cañones de estribor.

Pelham-Martin se llevó una mano ala cara y se miró los dedos, como si sesorprendiera de estar aún vivo. Susurrócon cierta tensión:

—¡Éste no será tan lento en devolverel fuego!

Bolitho le miró fijamente.—Veremos, señor.

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Entonces se volvió sobresaltadocuando llegaron a sus oídos unoscañonazos a través de la humareda, ysupuso que la Abdiel estaría entablandocombate con la fragata enemiga.

—¡Estamos alcanzándoles, señor! —gritó Inch.

A pesar de sus lonas desgarradas, elviejo Hyperion lo estaba consiguiendo.Puede que el comandante francéshubiera esperado demasiado tiempopara virar o quizá había sido incapaz deaceptar que el solitario dos cubiertasaguantaría y lucharía después de susalvaje primer enfrentamiento. Elbotalón de foque estaba ya rebasando la

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aleta de babor del buque francés, y lesseparaba solamente una distancia demenos de treinta metros. Por encima dela familiar popa en forma de herraduracon sus ornamentos dorados y el nombrede Emeraude, Bolitho pudo ver eldestello del sol en las armas apuntadas ylos ocasionales fogonazos de lasdescargas de los mosquetes.

Pero había cada vez más espumabajo su bovedilla, y vio que escoraba unpoco más y tomaba más viento en susvelas y empezaba a ganar velocidad.

Inch susurró:—No le cogeremos, señor. Si puede

ganar de nuevo barlovento, ¡podrá venir

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hacia nosotros otra vez y cubrir a suconsorte hasta que esté recuperado paravolver a luchar!

—¡Señor Gossett! ¡Orza todo! —dijo Bolitho ignorándole. Levantó lamano—. ¡Aguante! ¡Así! —Vio como elbauprés del Hyperion se movía muyligeramente hacia barlovento, de maneraque durante unos momentos presentó sucostado de pleno ante la aleta del barcofrancés.

—¡A discreción, señor Stepkyne! —bajó con fuerza su sombrero—. ¡Ahora!

Stepkyne recorrió toda la cubiertaprincipal, y se detenía junto a cada unode los cabos de cañón sólo el tiempo

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justo para ver al enemigo a través de laporta.

Desde el costado del Hyperion loscañones dispararon de dos en dos, yalcanzaron la aleta y la línea deflotación del enemigo en un pausado ydespiadado fuego de artillería.

Alguien a bordo del Emeraudeconservaba la cabeza, puesto que estabaya virando otra vez para mantener laposición respecto a su atacante, yavanzaban en paralelo una vez más.

Entonces abrió fuego, y las balas dehierro golpearon y retumbaron a lo largodel costado del Hyperion. Seincrustaban en sus recias maderas o

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aullaban a través de las portas de loscañones para sembrar el caos y lamuerte entre los marineros que allí seagolpaban.

A través de la inacabable bruma,Bolitho pudo ver los masteleros delprimer barco, y el brillante y firmeflamear de su gallardete del topemientras viraba por redondo y se dirigíade nuevo hacia la refriega, con suscazadores de proa ladrando yaferozmente, aunque era imposibledeterminar si sus disparos les pasabanpor encima, les alcanzaban o caíansobre su consorte.

Pelham-Martin gritó:

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—¡Si consigue atraparnos, nosdestrozarán por ambos costados! —Giróen redondo, con los ojos desorbitados—. En el nombre de Dios, ¿por qué leharía caso?

Bolitho cogió a un marinero que caíahacia atrás desde la batayola con sangrebrotándole del pecho. Espetó a unpálido guardiamarina:

—¡Aquí, señor Penrose! ¡Ayude allevar a este hombre a la cubiertaprincipal!

Inch estaba de nuevo a su lado.—Éste se mantendrá apartado hasta

que llegue el otro barco. —Hizo ungesto de dolor cuando vio que una bala

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abría un profundo surco en el pasamanode estribor y lanzaba por los aires uncadáver partido en dos.

—¡Si le dejamos, señor Inch! —Bolitho apuntó hacia la proa del otrobarco—. ¡Timón a sotavento! Leforzaremos para que cierre distanciascon nosotros.

Muy lentamente, puesto que susvelas estaban casi hechas jirones, elHyperion respondió al empuje deltimón. Más y más, hasta que el baupréspareció elevarse sobre la cubierta delenemigo como si fuera a alancearle através de los obenques del trinquete.

Inch observaba en silencio mientras

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los cañones de la cubierta principalretrocedían de nuevo sobre suspalanquines, y las figuras de alrededorde las piezas se lanzaban a través delhumo aventado, con sus torsos desnudosnegros de pólvora y brillando de sudormientras se esforzaban en obedecer asus cabos.

Pero los disparos eran menosregulares y no estaban tan bienapuntados, y el intervalo entre cada unode ellos era cada vez mayor. Encomparación, el enemigo parecía estardisparando con más rapidez y con mayoracierto, y las redes de combateextendidas por encima de los artilleros

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saltaban alocadamente con las velas yjarcias arrancadas. Y también había másde una docena de cuerpos tendidos enlas mismas. Algunos se movíandificultosamente y saltaban al ritmo delas vibraciones de los estallidos de lasdescargas, y otros se retorcían y gritabancomo pájaros atrapados en una trampamientras sufrían y morían sin ser oídosni atendidos.

El capitán Dawson cortaba el airecon su sable y aullaba a sus hombres delas cofas. Los infantes de marinadisparaban tan rápidamente como antes,y aquí y allá un hombre caía de laarboladura del enemigo como prueba de

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su puntería. Incluso cuando un infante demarina caía muerto o herido, otro subíaa suplirle en su puesto, mientras Munro,el enorme sargento, vociferaba lostiempos para cargar y apuntar,golpeando el aire con su medio chuzo,tal como le había visto hacer Bolitho ensus ejercicios diarios desde que salieronde Plymouth.

No parecía que el comandantefrancés estuviera dispuesto a aceptar elnuevo desafío, y braceando las vergasarribó de nuevo hasta recibir el vientototalmente por popa.

Hicks había disparado su otracarroñada y otra vez le había salido mal.

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Dio en el costado del enemigo e hizoexplosión bajo las portas de los cañonesde la cubierta principal, y dejó un tajoirregular en forma de estrella gigante.

Bolitho bajó la mirada hacia suspropios hombres y se mordió el labiohasta casi abrirse la piel. Estabanperdiendo la moral. Habían actuado yluchado mejor de lo que había osadoesperar, pero aquello no podía seguirasí.

Un gran coro de voces le hizo mirarhacia lo alto, y con un horror lleno derabia vio como el mastelerillo de mayorse tambaleaba y luego se inclinaba haciababor antes de arrastrar consigo velas y

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hombres por igual en su caída haciacubierta.

Oyó la voz de Tomlin que bramabapor encima del estruendo y vio hachasbrillando bajo la luz del sol. Como siestuviera en un sueño, vio a un marinerocon ojos enloquecidos, desnudo exceptopor un pedazo de lona que llevaba ensus partes, que corría hasta los obenquesde mayor y trepaba por los flechastescomo un mono, llevando consigo elgallardetón de Pelham-Martin paravolver a colocarlo en lo alto.

El comodoro murmuró con vozsorda:

—¡Dios mío! ¡Oh, Dios

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misericordioso!A regañadientes, el palo roto se

deslizó sobre el pasamano y cayóbruscamente por el costado del barco.Llevaba un gaviero muerto aún colgadoen la jarcia con la boca abierta como enun grito final de maldición o de protesta.

El guardiamarina Gascoigne sevendaba la muñeca con un pedazo detrapo, con el semblante pálido perodecidido mientras observaba cómo lasangre chorreaba por sus dedos. Enmedio del humo y la muerte, las grandesmanchas de sangre y los gemidos de losheridos, sólo Pelham-Martin parecíaintacto e inamovible. Con su pesada

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casaca, su aspecto era más el de unagran roca que el de un simple serhumano, y su rostro era una máscara queapenas delataba al hombre que habíadetrás. Quizá estaba más allá del miedoo de la resignación —pensó Bolitho.Incapaz de moverse, estaba allí de pieesperando ver el fin de sus esperanzas,su propia destrucción y la de todo lorelativo a su persona.

Bolitho se quedó inmóvil cuando unafigura salió de la escotilla de popa ypasó sobre los miembros extendidos delcentinela de infantería de marina caído.Era el guardiamarina Pascoe, que con lacamisa abierta hasta la cintura y el pelo

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pegado a la frente miraba a su alrededor,consternado quizá por la carnicería y laconfusión que reinaba por doquier.Entonces, levantó la barbilla y caminóhacia popa hasta la escala del alcázar.

Inch le vio y le gritó:—¿Qué ocurre?—Con los respetos del señor

Beauclerk, señor, quiere que usted sepaque el señor Lang ha sido herido.

Beauclerk era el quinto y últimoteniente. Controlar los treinta cañonesde veinticuatro libras era una tareademasiado difícil para un solo hombre.

—¡Señor Roth! ¡Vaya abajo y hágasecargo! —gritó Bolitho.

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Mientras el teniente corría hacia laescala, Bolitho le preguntó al chico:

—¿Estás bien, muchacho?Pascoe le miró vagamente y se

apartó el cabello de los ojos.—Sí, señor —se estremeció, como

súbitamente helado—. Creo que sí.Una bala de mosquete, casi sin

fuerza, golpeó en la cubierta junto a suspies, y se hubiera caído si no fuera porla mano de Bolitho.

—Quédate conmigo, muchacho —dijo agarrándole el brazo y notando sudelgadez y la fría humedad del miedo.

El chico miró a su alrededor con losojos muy brillantes.

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—¿Está todo perdido, señor?Sobre sus cabezas se partió otra

driza, y un pesado motón repicó sobreuno de los cañones, lo que provocó losaullidos de un marinero que entre elhumo maldecía y articulaba palabras sinsentido, hasta que el cañón disparó y élvolvió de nuevo a formar parte delpanorama.

Bolitho tiró de él hacia la batayola.—¡Todavía no, muchacho! ¡Todavía

no! —dijo sonriendo levemente paraocultar su propia desesperación. Dentrode poco estarían otra vez a cortadistancia del enemigo, en esta ocasiónde dos barcos. No importaba el daño

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que el Hyperion les infligiera; el finalsería inevitable.

—¡Comandante, señor! —Inch seacercó a grandes zancadas a través delhumo—. ¡El enemigo está virando! —apuntaba enloquecido—. ¡Mire, señor!¡Ambos están dando más vela!

Bolitho se encaramó a los obenquesdel mesana y sintió sus extremidadespesadas como el plomo. Pero era cierto.Los dos barcos estaban virando y, con elviento en popa, se estaban ya alejandoclaramente, y se arremolinaba el humotras ellos como un séquito de bruma.

Y mientras un rayo del sol penetrabaen el agua, vio que la fragata estaba

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también en camino, con sus vergasbraceadas al máximo, y sus velasagujereadas y ennegrecidas como pruebade los esfuerzos de la Abdiel porderrotarla.

Agarró un catalejo y lo apuntó haciael otro lado del alcázar, mientras laAbdiel aparecía titubeante a través de ladensa cortina de humo. Todos susmástiles estaban intactos, pero mientrasavanzaba muy lentamente podíaapreciarse que su casco estaba marcadoen varios puntos.

Bolitho miró más allá de la fragata,y cuando el catalejo captó la línea curvay verde de un saliente, pensó por un

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momento que había perdido la razón.Había otro barco que había salido

tras la punta de tierra, con sus velasbrillantes y muy blancas bajo el sol dela mañana, y su elevado costadoapartaba los reflejos danzantes mientraspasaba pesadamente su proa por elviento antes de poner rumbo hacia elHyperion.

La voz de Pelham-Martin sonótemblorosa:

—¿Quién es?Los marineros del Hyperion estaban

ya dejando sus recalentados cañonespara situarse en los pasamanos y miraral majestuoso recién llegado. Entonces,

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cuando la gente de la Abdiel empezó avitorear, la ovación se contagió alHyperion hasta que incluso los gritos delos heridos se perdieron entre el salvajecoro de alivio y excitación.

Bolitho observó el otro barco sinbajar su catalejo. Podía ver la largabandera tricolor en el pico de lacangreja, así como una pequeña parte delos trabajados ornamentos dorados quehabía alrededor de la popa, y pensó parasus adentros que si el Hyperion eraviejo, entonces ése era el buque másantiguo sobre el que había posado nuncalos ojos.

Contestó lentamente:

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—Es holandés —bajó el catalejo yañadió:

—¿Cuáles son sus órdenes, señor?Pelham-Martin se quedó mirando el

barco holandés mientras viraba una vezmás en dirección a la aleta de sotaventodel Hyperion.

—¿Ordenes? —Pareció haceracopio de fuerzas—. Entrar en puerto.

Bolitho dijo lentamente:—Haga señales a la Abdiel e

infórmeles de que fondearemosinmediatamente, señor Gascoigne. —Caminó hasta la banda opuesta, mientrasen su cabeza, aturdida aún por laproximidad de la muerte y la derrota,

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resonaban las aclamaciones de sushombres.

Inch miró al guardiamarina Pascoe ymovió la cabeza.

—Preste atención esta mañana. Hagausted lo que haga o llegue a dondellegue en años venideros, ¡nunca levolverá a ver así! —Entonces caminó agrandes zancadas hasta la barandilla delalcázar y empezó a reunir a los gavierosque le quedaban.

Bolitho no oyó las palabras de Inch,ni tampoco vio la mirada de los ojos delchico. Estaba observando el extraño yanticuado navío de línea que viraba unavez más para guiarles adentro de la

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bahía. Si no hubiera sido por suaparición… Se detuvo y sacó su reloj.Por un momento pensó que se habíaparado, pero tras echarle otra mirada lodevolvió al bolsillo. Una hora. Eso eratodo lo que había durado. Aunque lehabía parecido que duraba diez vecesmás.

Se obligó a sí mismo a mirar haciaabajo, hacia la cubierta principal,cuando el cirujano y sus ensangrentadosayudantes salieron para recoger al restode los heridos. ¿Qué les debía deparecer a sus hombres?

Con un suspiro, apartó su pesadocuerpo de la barandilla y se dio la

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vuelta. Vio que el muchacho le miraba,con sus ojos oscuros llenos de asombro.

—¿Ve, señor Pascoe? Uno nuncapuede estar seguro del todo, ¿no? —Sonrió y caminó hacia popa parareunirse con el comodoro.

Cuando pasaba junto a los nuevelibras del costado de barlovento,algunos de los artilleros se apartaronpara dejarle pasar mientras sonreían yagitaban los brazos vitoreándole. Podíanotar cómo sus propios labios dibujabanuna sonrisa y escuchó su propia voz alcontestar a las excitadas aclamaciones,como si estuviera fuera de sí mismo.Como un espectador.

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Pero cuando llegó debajo de latoldilla y volvió a mirar a lo largo detodo su barco, sintió algo más. Podíaestar lleno de arañazos y de sangre, peroestaba aún entero. A pesar de todo, delos daños y las mutilaciones, de losterribles sonidos y de las mortíferasandanadas, había ocurrido algo.

Ya no era un barco que transportabaun grupo variopinto de seres humanos.Para bien o para mal, era ya un barcocon hombres que servían en él, como sila corta y feroz lucha les hubiera fundidoen un único ente de determinación ysupervivencia.

Vio que el cirujano se apresuraba

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hacia él y se armó de valor paraescuchar su informe. Habían muertohombres en aquella mañana soleada.Aún no sabía cuántos.

Cuando miró hacia las velasagujereadas y el mástil astillado sesintió extrañamente agradecido haciaaquellos muertos desconocidos. Estabaen sus manos hacer que sus sacrificiosno hubieran sido en vano.

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VIII

NOTICIAS PARA ELCOMODORO

El centinela de infantería de marinase puso en posición de firmes mientrasBolitho entraba en la cámara y cerrabala puerta tras de sí. Vio que todos losventanales estaban abiertos de par enpar y que el techo y los mamparosresplandecían con los incontablesreflejos del agua que había bajo labovedilla. El Hyperion se balanceósuavemente mientras borneaba el ancla,

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y, cuando miró por uno de los ventanalesde la aleta vio el cabo cercano que semovía entre la cálida bruma, verde ydistinto de las vistas que acababa decontemplar en la cubierta superior.

A través de la puerta del camarotedonde dormía Pelham-Martin oyó queéste preguntaba:

—Bien, ¿cuáles son sus informes?Bolitho apoyó las manos en el

escritorio y dirigió una mirada vacíahacia el agua clara de la popa.

—Veinte muertos, señor. Y veintemás malheridos. —Parecía menosimportante mencionar a los demás: a losque tenían heridas diversas y

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quemaduras, o a aquellos que se habíanquedado sordos, quizá para siempre, porlos estallidos de los cañones.

—Ya veo. —A través del suelo de lacámara se oyeron ruidos de cajas queeran arrastradas, y Pelham-Martinirrumpió con paso decidido en losreflejos de la luz—. Los heridos que hamencionado, ¿se recuperarán?

Bolitho sólo pudo mirarle unossegundos. El Hyperion había fondeadohacía menos de treinta minutos, ymientras él había estado supervisando elarriado de los botes y comprobando elalcance de los daños en el casco y elaparejo, el comodoro, según parecía,

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había estado ocupándose de detallesmás personales. Llevaba la pesadacasaca de uniforme, y su camisa blancay sus calzones parecían recién llegadosdel sastre.

Al fin, dijo:—La mayor parte tienen heridas de

astillas, señor. Y cinco de ellos hanperdido brazos o manos.

Pelham-Martin le miró conseveridad.

—Bien, tendré que bajar a tierrapara ver al gobernador de este, eh, lugar.—Se sacó los encajes de la camisa porfuera de las engalanadas solapas—.Necesario, supongo, pero de todas

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maneras es una maldita pesadez. —Miróalrededor de la cámara—. Haría ustedmejor en quedarse y hacer lo que seanecesario para arreglar este barco —dejó que su mirada se posara sobre ladesgarrada camisa de Bolitho—. ¡Y lesugeriría que hiciera algo por ustedmismo también!

Bolitho le miró con frialdad.—Considero que hay cosas más

importantes que requieren mi atención,señor.

—No tiene sentido adoptar estaactitud. Usted conocía nuestrasposibilidades, y aún así forzó elcombate —dijo encogiéndose de

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hombros.—Si hubiéramos estado aquí una

semana antes, señor, este combate nohubiera sido necesario; al menos, no enestas condiciones.

El comodoro se miró en el espejodel mamparo.

—Puede ser —se volvióviolentamente—. Sin embargo, hemosconseguido que los franceses se fueran,y me aseguraré de mencionar su parte enel asunto en mi futuro informe. Peroahora tengo que dejarle. Si se menecesita, puede enviar un bote al pueblo.—Se acercó a los ventanales de popa yse asomó inclinándose sobre el alféizar

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—. Tengo que decir que no es para nadacomo me lo había esperado.

Bolitho le miró hastiado. Erasorprendente el cambio que habíaexperimentado Pelham-Martin desde elcombate. Del desesperado comodoro desemblante pálido con su casaca no habíani rastro. Parecía tranquilo y sereno, eincluso mostraba cierta clase de placerante lo que veía en el pueblo alejado.

Bolitho notó que la rabia prendía ensu interior como un fuego. ¿Cómo podíaestar tan frío e indiferente Pelham-Martin justo ahora, cuando cualquiergesto de simpatía y comprensión podríatener gran valor para aquellos hombres

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que habían luchado con todas lasapuestas en contra? Incluso sin laoportuna llegada del buque holandés, losmarineros e infantes de marina delHyperion habían probado más que desobra su coraje.

—Reuniré a la dotación de lalancha, señor —dijo Bolitho.

Pelham-Martin asintió:—Bien. Ha sido una suerte que

todavía esté entera. Me sorprende quedejara todos los botes a bordo durante laacción.

Bolitho miró con ira sus gruesoshombros.

—Apenas había viento para nuestro

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ataque a una fuerza que nos doblaba ennúmero, señor. Si encima poníamos aremolque los botes habría sidodemasiado peso para nosotros. Ydejarlos a la deriva… —no quisocontinuar.

Pelham-Martin se irguió y se volviópara encararse con él.

—No estoy interesado en oírexcusas, Bolitho. ¡Ahora, sea tan amablede ocuparse de mi lancha!

En el alcázar, el sol era ya intenso ycegador, pero Bolitho apenas seapercibió de ello a causa de su enfado.

Inch dijo:—Todos los botes están al costado,

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señor. El señor Tomlin está aparejandomangueras de ventilación en lasescotillas, señor, y le he dado la ordende que abra todas las portas —titubeó aldarse cuenta de la expresión quemostraba el rostro de Bolitho—.¿Señor?

Bolitho miró a lo lejos. El barcoholandés estaba ya rodeado porpequeñas embarcaciones de tierra,mientras otras de variadas formas ytamaños se movían muy lentamentecerca del Hyperion, con sus ocupantesindecisos sobre si acercarse al costadoo quedarse a una distancia discreta. ElHyperion debía representar un lúgubre

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espectáculo —pensó amargamente—,con las marcas de los disparos,ennegrecida por el humo y con la mayorparte de las velas demasiadoagujereadas y rasgadas como parapoderlas aferrar.

—Ponga a todos los hombres atrabajar en la reparación de los daños,señor Inch. Pero antes deben comer.Envíe a un oficial con dos botes a tierratan pronto como haya salido elcomodoro, y dígale que traiga tanta frutafresca como pueda. Me encargaré de lasprovisiones de carne y agua en cuantome sea posible.

—¿Puedo decirle algo, señor? —

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preguntó Inch. Bolitho le miró por vezprimera—. ¿Y bien?

—Sólo que tenemos suerte de estarvivos, señor. Si no hubiera sido porusted…

Bolitho se volvió a mirar cómoPerks, el maestro velero, y sus ayudantesacababan con la truculenta tarea deenvolver y coser en pedazos de velainútiles al último de los hombresmuertos para su entierro.

—Algunos no han sido tanafortunados, señor Inch.

Inch se movió inquieto.—Pero nunca hubiera pensado que

unos hombres sin experiencia y sin

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mucho entreno pudieran comportarsecomo lo han hecho nuestros hombres,señor.

Bolitho sintió cómo se desvanecíaalgo su enojo. Inch estaba tan serio, yera tan sincero al decir aquello que eradifícil permanecer impasible ante supesar.

—Estoy de acuerdo. Lo han hechobien —hizo una pausa—. Y ustedtambién. —Se tapó el sol con la manopara mirar el pueblo—. Ahora, envíegente al costado para la salida delcomodoro.

Mientras Inch se apresuraba acumplir lo ordenado, cruzó hasta la

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borda y se quedó mirando sin hacer nadahacia la distante agrupación deconstrucciones blancas. Contrastabanmucho contra la ladera de detrás.Parecían parte de Holanda —pensó. Laprimera guarnición o los primeroscolonos holandeses debían de haberseaferrado al recuerdo de su patria, eincluso a través de la resplandecientebruma podían verse los altos ypuntiagudos tejados de las casas másgrandes y las viviendas de fachada planaque estaban a lo largo de la orilla, y quebien podían haber sido parte deRotterdam o de cualquier puertoholandés.

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El guardiamarina Gascoigne buscósu mirada.

—Señal de la Abdiel, señor. Haperdido cinco hombres en la acción. Notienen daños importantes.

Bolitho asintió. La fragata francesa,más pesada, había estado máspreocupada en retirar a su partida deasalto y recuperar sus botes una vez quese había dado cuenta de la incertidumbredel combate. La Abdiel lo había hechobien, pero había tenido más suerte de lonormal.

—Transmita mis saludos alcomandante Pring, si es tan amable.

Los cansados y mugrientos

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marineros se hicieron a un lado cuandolos infantes de marina se amontonaronjunto al portalón y formaron en fila allado de los ayudantes del contramaestrey los pajes. Bolitho miró sus arrugadasropas. Los infantes de marina eran unaraza extraña, pensó vagamente. Sólo doshoras antes habían estado en el alcázar yen las cofas disparando y vociferando,tan salvajes y desesperados como elresto. Ahora, mientras el teniente Hicksestaba en el extremo de la primera filapara pasar revista, resultaba muy difícilcreer que hubieran entrado en acción enalgún momento.

Oyó a Gossett murmurar a alguien

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que tenía al lado:—¡Esos bueyes vivirán mientras

tengan su blanqueador para correajes ysus malditas botas! —pero había unasincera admiración en su tono.

Pelham-Martin salió lentamente alsol mientras se ajustaba el sombrero degalones dorados. Bolitho le miró sinexperimentar ninguna emoción. Elcomodoro no parecía ver a nadie másque a sí mismo, y cuando pasó porencima de una gran mancha de sangreseca donde un hombre había muerto apocos pies de él, ni siquiera se inmutó.

—¿Cuándo izará un nuevomastelerillo? —preguntó Pelham-

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Martin.—El señor Tomlin ya se está

encargando de ello, señor. Trajimosmuchas perchas de respeto de Plymouth—respondió Bolitho.

—Una verdadera suerte, Bolitho.—¡Bote del buque holandés que se

acerca, señor! —gritó un marinero.Pelham-Martin frunció el ceño:—¡Maldita sea! ¡Supongo que tendré

que quedarme un buen rato más!Inch se apresuró hacia el portalón,

agradecido por la inesperadainterrupción. Había visto reavivarse ladureza en los ojos de Bolitho, y en suinterior maldecía al comodoro por su

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estupidez y su ignorancia. ¿Nunca sehabía parado a considerar lo que habíatenido que trabajar y sudar Bolitho paraconseguir aquellos palos de un astillero,que estaba más que acostumbrado anegarlo todo, hasta los pertrechos mássimples?

—¡El bote lleva un capitán a bordo,señor! —gritó Inch. Parpadeó—. ¡No,señor, dos capitanes!

—No me sorprendería que vinierana regodearse por su participación entodo esto —gruñó el comodoro.

La dotación del bote se enganchó enlos cadenotes, y mientras las pitadastrinaban y los infantes de marina

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presentaban sus mosquetes con bayonetacalada, apareció el primer visitante porel portalón.

Se quitó el sombrero y mirólentamente hacia la abarrotada cubiertaprincipal. Detuvo su mirada en la hilerade cadáveres envueltos y cosidos, latablazón astillada y los restosdesparramados de aparejos y cordajes.Era un hombre mayor, probablemente desesenta y tantos años —pensó Bolitho—, y la manga izquierda de su casacaestaba vacía y prendida a una relucientecondecoración de oro que llevaba en elpecho. Su pelo era casi blanco, su pieltan oscura que parecía caoba y su paso

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tan firme y ligero como el de un gato.Entonces vio a Pelham-Martin y

caminó con brío para saludarle.—¡Permítame que les dé la

bienvenida a St. Kruis a usted y a susbarcos! Soy Piet de Block, gobernadoren nombre de mi país, ¡y su aliado! —suinglés era inseguro pero extremadamentebueno—. Estaba visitando otra isla yvolví a tiempo para ver su valiente lucha—hizo una pausa con evidente emoción—. Puedo comprender lo que debe dehaberle costado tomar esa decisión, ycon mis propios ojos he sido testigo departe de su sacrificio. ¡Ha sidoincreíble! Y ahora —movió el sombrero

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hacia los atentos rostros—, ¡ahora aúnencuentra la fuerza y el sentido deldeber para preparar esta bienvenidapara mí!

Pelham-Martin tragó saliva y sesonrojó.

—Le doy la bienvenida, señor, y lossaludos de mi Soberana Majestad el ReyJorge. —Lanzó una mirada a Bolithoantes de añadir:

—Mi misión estaba clara, y desdeluego me alegro de haber podidoanticiparme a las intenciones delenemigo.

De Block asintió con solemnidad.—Y éste es el kapitein[3] Willem

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Mulder, comandante del Telamón. Estátan deseoso de entrar en combate comolo han estado sus hombres, pero ahoracreo que sería más sensato repararprimero sus barcos, ¿no es así?

El comandante del Telamón eramenudo y enjuto, y tenía una tez tanoscura como la de su gobernador. Éltambién observaba los daños delHyperion, pero su rostro estaba másbajo control que el de su superior.

—Y éste es mi comandante, elcapitán Richard Bolitho —dijo Pelham-Martin.

Bolitho dio un paso adelante,consciente de las miradas que recaían

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sobre su persona, de la evidente furia deInch hacia Pelham-Martin por sufacilidad para aceptar la atribución delmérito que había expresado elgobernador, pero sobre todo del firmeapretón de manos del holandés.

De Block le observó detenidamentedurante unos segundos sin soltarle lamano. Pareció hallar una respuesta enlos tensos rasgos de la cara de Bolitho,pues dijo de repente:

—Ya me lo imaginaba, kapitein. —Hizo una pausa—. Mi más profundoagradecimiento.

Pelham-Martin exclamó conbrusquedad:

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—Habla usted muy bien el inglés.—Bueno, ha habido muchas guerras.

—De Block se encogió de hombrosexpresivamente—. Tras perder el brazotuve mucho tiempo para conocer yaprender las costumbres y la lengua desus compatriotas.

El comodoro le mirópensativamente.

—¿Era usted prisionero, quizá? —Movió la cabeza con indulgencia—.Estas cosas ocurren en las guerras.

El holandés sonrió:—Tras perder el brazo me hice

cargo de nuestros prisioneros ingleses,señor.

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Bolitho tosió discretamente.—Quizá al gobernador le gustaría

pasar a la cámara, ¿no cree, señor?Pelham-Martin se recobró de su

súbita confusión y le miró.—¡Por supuesto!Pero el gobernador de la isla negó

con la cabeza:—Ni hablar. Vendrá usted a tierra a

mi casa inmediatamente. El kapiteinMulder se quedará a bordo para brindartoda la ayuda que esté en nuestrasmanos. —Miró detenidamente a Bolitho,con la misma expresión de comprensiónen su mirada decidida—. Estamos bienpertrechados, y creo que podremos

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cubrir sus necesidades. —Le tendió denuevo la mano—. Estamos en deuda conusted. Haremos lo que podamos paracorresponder a su coraje.

Entonces, mientras los silbatosresonaban una vez más, siguió a Pelham-Martin hasta el bote que tenía alcostado.

Bolitho permaneció en el portalónobservando cómo el bote se dirigíaenérgicamente hacia tierra. La mayoríade los remeros eran hombres de color omestizos, pero no cabía ninguna dudaacerca de su comportamiento o sudisciplina.

—Parece usted cansado. No debe de

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ser fácil estar a las órdenes de unhombre tan poco comprensivo —dijoMulder sin alzar la voz.

Bolitho miró, pero el otrocomandante había dirigido la vista a laarboladura, donde algunos marinerospasaban cabos preparando el izado delnuevo mastelerillo.

—Su gobernador ha estado aquímucho tiempo, supongo —dijoescuetamente.

Mulder asintió, con los ojosentrecerrados ante el resplandor del solmientras observaba con interésprofesional a los ágiles gavieros quetrabajaban en las alturas sobre la

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cubierta.—Treinta años para ser exactos.

Primero como oficial de la Marina yluego como gobernador. St. Kruis esahora su hogar, como también lo es parami. —Pareció no querer continuarhablando sobre aquel asunto y añadiócon brío:

—Ahora, dígame, ¿qué necesita?Bolitho sonrió con gravedad.

Después de todo, era mejor hablar comodos comandantes que como dossubordinados. Era más seguro, y estaetapa sería, con toda certeza, másgratificante.

Podía ser que De Block no se

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hubiera dado cuenta de que, porsupuesto, el ceremonial de la guardia nohabía sido dispuesto para él, pero eraevidente que entendía perfectamentecuál había sido el papel de Pelham-Martin en el combate. Era sagaz yprudente, y conocía bien los asuntoslocales y la estrategia. Bolithoalbergaba la esperanza de que Pelham-Martin no fuera tan tonto como parasubestimar al gobernador manco de St.Kruis.

Una hora después de que Mulder sehubiera marchado con la lista de lo quenecesitaban en el barco, empezaron allegar al costado los primeros

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cargamentos de provisiones. Como ladotación de la lancha del gobernador,los habitantes de St. Kruis eran unamezcla de todas las razas del Caribe.Riendo y hablando, treparon a bordo ymostraron su simpatía hacia los heridos,que eran llevados en botes a tierra adependencias más cómodas. Sedivertían con los marineros que seagolpaban a su alrededor y les tocaban yutilizaban sus propias versiones delidioma y la gesticulación para romperlas últimas barreras que los separaban.

—Es como otro mundo, señor —dijoInch.

Bolitho asintió. Había pensado lo

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mismo.La bandera holandesa ondeaba sobre

el viejo barco y sobre el pueblo, pero alparecer los habitantes de la isla sehabían entremezclado tanto a lo largo delos años, habían dependido tanto de suspropios recursos, que les resultaría muydifícil someterse a la dominación deotros. Sin importar quiénes fueran.

Allday se acercó a la popa y sellevó los nudillos a la frente.

—¿Alguna orden para mí,comandante?

Bolitho extendió los brazos y vio eldesgarrón que le había dejado en lamanga la bala de mosquete. ¿Era

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posible? ¿Tan cerca había estado de lamuerte?

—Coja la yola, Allday, y vaya atierra. Mantenga los ojos y los oídosbien abiertos, ¿entiende?

Los rasgos de Allday permanecieroninexpresivos.

—Entendido, comandante —sonrió—. Estaré de nuevo a bordo en una hora.

Bolitho pensó de repente en aguafresca y en una camisa limpia sobre suespalda. Tras hacer un gesto a Inch sefue hacia popa, al cuarto de derrota.

Comodoros y gobernadores podíanhablar de política de altos vuelos, pensócon cierto desaliento. Pero los Alldays

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de este mundo a menudo llegaban almeollo de la cuestión en la mitad detiempo.

* * *

Para la dotación del Hyperion, losdías que siguieron a su llegada a St.Kruis no se parecieron en nada a lo quehabían conocido hasta entonces. Desdeel amanecer a la puesta de sol, habíaseguido el trabajo de reparar los dañossin apenas interrupciones, pero a causade los exuberantes alrededores y laatmósfera amistosa aún encontraban

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tiempo para prodigar sus atenciones aotras actividades más interesantes. Elrecuerdo del combate e incluso lashuellas del mismo casi habíandesaparecido, y mientras los carpinterosy los marineros trabajaban en cubierta oen lo más profundo del buque, otros, conmás suerte o con más picardía,alargaban su estancia en tierrarecogiendo agua fresca y fruta, yaprovechaban cualquier posibilidadpara mejorar sus relaciones con lasmujeres locales.

A principios de la tercera semana, elIndomitable y el Hermes, junto con lasdos corbetas que les acompañaban,

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fondearon en la bahía, y Bolitho sepreguntó cuánto tiempo iba a llevarle aPelham-Martin decidirse a tomar unalínea de acción definida. Hasta entonces,el comodoro había hecho poco más queenviar las dos fragatas a patrullar porseparado al suroeste, pero ahora quetenía barcos más grandes a sudisposición podría por fin prepararsepara moverse.

Para Bolitho había resultado fáciltener a sus hombres ocupados. Habíamucho trabajo por hacer en lareparación de aparejos y cubiertas, y sise añadían las bajas del combate a la yareducida dotación, ahora le faltaba cerca

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de una sexta parte de la misma para queestuviera completa. Pero incluso esagran escasez no era suficiente paramantener a sus hombres lejos de losproblemas. No podía prohibirles, ni loharía, ir a tierra en pequeños grupos,aunque ya había habido riñas e inclusopeleas con algunos de los hombres dellugar, y la causa no era difícil deimaginar.

Las mujeres de piel morena, con sussonrisas fáciles y sus atrevidas miradaseran suficientes para encender la pasiónde cualquier marinero, y mezclado conel sol abrasador y el ron tan fácil deobtener, era sólo cuestión de tiempo que

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ocurriera algo serio.Y ahora, con más barcos fondeados

en la bahía, la amable bienvenida de loslugareños pronto daría paso alresentimiento y a algo peor.

Cuando le comunicó al comodorosus temores, éste no le hizo caso.Pelham-Martin ya no vivía a bordo, yhabía aprovechado al pie de la letra elofrecimiento del gobernador para fijartemporalmente su cuartel general en supropia residencia a orillas del agua.

Tan sólo le había contestado que «sino puede confiar en su gente cuandoestén en tierra, Bolitho, ¡entonces tendráque impedir que vayan!».

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En otra ocasión le había dado aentender que estaba esperando noticiasde Caracas que podrían aportarlesinformación del paradero de Lequiller.

Y aquello era la parte más extrañade todo. La escuadra de Lequiller sehabía desvanecido como si ni siquieraexistiera.

Cuando volvió de Caracas la fragataSpartan, Bolitho se las había arregladopara ver a su comandante antes de que leenviaran a su nueva zona de patrulla.Había encontrado que el comandanteFarquhar estaba resentido e impacientecuando le dijo: «El capitán generalespañol estuvo correcto pero poco más.

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Me dio una audiencia de tan solo diezminutos y me pareció que apenas estabainteresado en el mensaje de nuestrocomodoro». Sus labios se torcieron enuna sonrisa de menosprecio. «Me dio aentender que los ingleses habíanafirmado tener el control del Caribedurante tanto tiempo que era nuestrodeber dar pruebas de ello».

Bolitho podía imaginarse muy bienla irritación de Farquhar. Nunca se habíadestacado por su tolerancia, y lahumillación de ser ignorado de aquellamanera no le resultaría fácil de aceptar.Y aunque enfadado, no había tardado ensacar partido de su visita. Sólo había un

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buque de guerra en Caracas, y lo teníanallá, evidentemente, como escolta local,quizá para uno de los barcos españolesque transportaban tesoros. Sin embargo,había una cosa segura: nadie sabía odecía una palabra sobre la escuadra deLequiller. Y aun así, y Bolitho habíapensado en ello en incontablesocasiones; tenía que estar en algunaparte, reparando los daños igual que él yvigilando y preparando el próximomovimiento. Pero, ¿dónde?

Entonces, tras otra semana de esperay preocupación, una pequeña goletaarmada entró en la bahía y fondeó cercade tierra. Era la Fauna, el enlace de que

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disponía de Block con las otras islasholandesas, casi tan vieja como elsesenta cañones Telamón.

En menos de una hora, Bolithorecibió una citación para presentarse enel cuartel general de Pelham-Martin, ycuando la lancha se abrió del costadodel Hyperion, vio con limitadasatisfacción que los botes estabansaliendo ya de los otros barcos y sedirigían también hacia tierra. Debía deser algo urgente para que el comodorollamara a todos sus comandantes antesde comer, pensó. Desde que había fijadosu residencia en casa del gobernador DeBlock, Pelham-Martin había llevado un

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estilo de vida a lo grande. Todo eramagnífico en su nuevo entorno, y cuandoinvitaba a sus oficiales a comer, que noera muy a menudo, su capacidad paraatracarse de comida y vino se convertíaen tema de conversación durante días.

Bolitho le encontró en la habitaciónde elevados techos que había sobre laorilla, sentado detrás de una mesa debordes dorados completamente llena decartas marinas y papeles sueltos.

Levantó la vista cuando entróBolitho y movió una mano indicándoleuna silla. Entonces dijo con todatranquilidad:

—Noticias al fin, Bolitho. —Parecía

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estar conteniendo su excitación con granesfuerzo—. De Block me ha informadosobre el paradero de Lequiller, ¡así queahora podemos actuar!

Winstanley y Fitzmaurice entraron enla habitación juntos, seguidos por elcomandante Mulder, del Telamón.

Pelham-Martin esperó a que sesentaran y entonces dijo:

—Han sido encontrados los barcosde Lequiller, caballeros. —Observó susúbito interés y añadió triunfalmente:

—Sé que algunos hubieran deseadoactuar prematuramente —dejó que susojos se posaran brevemente sobreBolitho antes de proseguir—, pero tal

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como siempre he recalcado, hay unmétodo correcto para hacer que elenemigo entre en acción, una manerapositiva de mostrar nuestra fuerza. —Leentusiasmaba aquella idea, y por lasexpresiones de los otros dos oficialesbritánicos Bolitho dedujo que lesresultaba muy familiar. Winstanleyparecía ligeramente divertido, mientrasque Fitzmaurice tenía aspecto de estarverdaderamente aburrido.

—Somos la salvaguarda de ciertosimportantes asuntos, caballeros, ¡y esmuchísimo más valioso que nosocupemos del despliegue y el uso de losrecursos de que disponemos que de

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cualquier breve y despreocupadaescaramuza!

En aquel momento entró De Blockpor una pequeña puerta lateral con unacarta marina bajo el brazo. Dirigió ungesto de saludo al comodoro ydesenrolló la carta sobre las que sehallaban sobre la mesa.

Pelham-Martin frunció ligeramenteel ceño y se pasó un pañuelo de sedapor la frente.

—Como estaba diciendo, se haencontrado a Lequiller, ¿no es así?

De Block llenó de tabaco una largapipa con su única mano, demostrandogran habilidad.

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—Así es. —Golpeteó en la carta conla boquilla de su pipa—. Mi goletahabló con un buque de la carrera de lasIndias Occidentales hace cuatro días.Éstos querían desembarcar a uno de susoficiales que tenía fiebre y se dirigieronhasta aquí —la boquilla de la pipa sedetuvo y los oficiales que estabanalrededor de la mesa se acercaron todosa una—, el puerto de Las Mercedes, enla costa continental española. Pero noles dejaron entrar.

—¡A sólo doscientas millas al oestede Caracas y el capitán general no sabíanada de ellos! —dijo Pelham-Martin.

—Puede que esté a doscientas millas

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de distancia, pero aquí es como diezveces esa cantidad —dijo De Blockmirándole con cierta ironía y dando unsuspiro—. Pero no importa, el capitándel buque de Indias informó de quehabía visto varios buques de guerrafondeados.

El comandante Mulder dijo:—Este Lequiller ha elegido bien. Es

un lugar… —buscaba la palabra—árido.

Bolitho estaba de pie, inclinadosobre la carta.

—He oído hablar de ese lugar. Fueguarida de piratas. Un buen fondeadero,y fácil de defender por mar o desde

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tierra. —Dibujó un círculo sobre laescarpada costa con el dedo—. Tieneuna bahía muy parecida a la que tenemosaquí, pero según la carta hay un gran ríoque la protege de cualquier asalto portierra.

De Block sonrió.—No es un río. Puede que antes lo

fuera, pero ahora es poco más que unamarisma. Nadie sabe realmente hastadónde llega del interior, y pocos se hanaventurado a descubrir sus secretos.Está llena de fiebre y muerte. No es deextrañar que los piratas se sintieran asalvo allí.

Pelham-Martin le lanzó una mirada.

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—¡Si han acabado, caballeros! —Movió con dificultad su pesado cuerpohasta el borde de la silla—. No estoyinteresado por lo que los piratashicieron o dejaron de hacer, ni tampocome importa mucho la marisma. ¡El hechoes que Lequiller ha encontrado refugio ysustento en Las Mercedes, sea territorioespañol o no, e intento buscar la manerade sacarle de allí!

El comandante Fitzmaurice selevantó inquieto.

—Pero, seguramente, cualquierataque a un territorio español sería vistocomo un acto hostil contra España, ¿no,señor?

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Winstanley asintió:—Podríamos estar haciendo lo que

pretende Lequiller. Eso llevaría aEspaña al bando francés más rápido quecualquier otra acción.

Pelham-Martin se secó la frente conmovimientos rápidos y bruscos.

—¡Ahí es donde iba!—Si me permiten explicarlo… —De

Block se adelantó un poco, con su pipaaún sin encender—. El comandante demi goleta dijo también que se rumoreaque hay marineros ingleses en la prisiónde Las Mercedes. —Se encogió dehombros—. Puede que sean amotinados,o quizá desertores de algún barco que

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pasaba, no importa. —Sus ojos brillaronen la sombreada habitación—. Pero supresencia en Las Mercedes podría serutilizada como excusa para un estudiomás detenido, ¿no?

El comodoro le miró impávido.—Estaba a punto de decirlo, De

Block —dijo con desdén—. Sinembargo, tal como usted muy bien haexpuesto, creo que puedo afirmar queestoy totalmente de acuerdo.

Bolitho se frotó la barbilla. En sucabeza estaba viendo el puerto natural, atrescientas millas de distancia de St.Kruis. Era un escondrijo ideal, y para unhombre como Lequiller, que conocía

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bien la zona, debía de haber sido unaelección tomada muy cuidadosamente.Era un sitio formidable, y si Lequillerhubiera conseguido tomar St. Kruis lasituación habría sido mucho peor.

Dijo lentamente:—Podría usted enviar una corbeta

para que informe al capitán general deCaracas, señor. Él podría retenercualquier barco con tesoros hasta quehayamos encontrado y derrotado a laescuadra francesa. —Levantó la vista,percibiendo la repentina hostilidad de lamirada de Pelham-Martin.

—¡Para informarle! ¡Después de sumaldita insolencia! —Pelham-Martin

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sudaba profusamente—. Probablementeél esté de acuerdo con el gobernador deLas Mercedes. ¡Informarle, encima! —Controló con esfuerzo su enojo—. Mealegrará hacerlo cuando pueda llevarleen persona a ese traidor español.

Bolitho miró la carta. Apenas podíaecharle la culpa a Pelham-Martin porquerer obtener el mérito y poderledevolver los insultos al capitán general.

Dijo:—En base a mi experiencia, señor,

creo que es muy posible que el capitángeneral no sepa nada de ello. Losgobernadores españoles de lasdiferentes provincias normalmente

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tienen su propio consejo y sólo sonresponsables ante la Corte española. Leslleva meses alcanzar acuerdos paratomar decisiones, por lo que muchos deellos actúan en solitario y no compartenninguno de sus problemas para que nohaya recriminaciones más tarde.

Winstanley aclaró su garganta:—Eso es cierto, señor.—Más razón aún para no confiar en

ninguno, ¿no? —Pelham-Martin volvía aestar de buen humor—. Esta vez noesperaré a que Lequiller lleve la vozcantante. Nos haremos a la velainmediatamente.

Bolitho se apartó de la mesa.

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—Tendré la lancha preparada, señor.—Gracias, pero no será necesario.

Cambiaré mi gallardetón de nuevo alIndomitable —dijo Pelham-Martinmirando a la lejanía. Asintió levemente—. Vuelvan a sus barcos, caballeros.Daremos velas dentro de dos horas.

Más tarde, mientras Bolitho estabaen la barandilla del alcázar delHyperion, se preguntó qué debía dehaber hecho decidir a Pelham-Martin elnuevo cambio de buque insignia. Cuandoel gallardetón se desplegó en el tope delIndomitable vio a varios marineros enlos pasamanos que apuntaban haciaaquel barco y llamaban a sus

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compañeros con cierta indignación.Correcta o incorrectamente, ellospensaban probablemente que habíanhecho más que nadie en la escuadra parallevar al enemigo al combate cerrado, yel cambio de idea del comodoro debíade parecerles un castigo que no podíanentender.

Bolitho tampoco lo entendía, aunqueal reunirse con sus oficiales en lacámara de éstos para explicarlesbrevemente lo que intentaba hacer elcomodoro, había hecho todos losesfuerzos posibles para no mostrarresentimiento ni amargura. En cualquierotro momento se hubiera alegrado de

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deshacerse de la presencia de Pelham-Martin, pero ahora, ante la inminenciade la acción decisiva y final, lo hubierapreferido de otra manera. Y mientras enel pasado Pelham-Martin habíaconsultado a sus comandantes hasta lasórdenes más sencillas, esta vez no habíaañadido absolutamente nada a susbreves órdenes de hacerse a la vela.

—¡Cable del ancla corto, señor! —gritó Inch.

Bolitho se arrancó de suscavilaciones y protegió sus ojos del solpara observar detenidamente elIndomitable.

Winstanley estaría probablemente

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maldiciendo a Pelham-Martin por habervuelto a su barco. Podía ver a sushombres repartidos a lo largo de lasvergas del dos cubiertas y las figurasagachadas de otros que virabanalrededor del cabrestante. Tras él,enmarcados por las montañas lejanas, elHermes y el majestuoso Telamónestaban también acortando sus cables.Incluso sin catalejo podía ver a lamayoría de los habitantes de la islaamontonados a lo largo de la orilla y enel cabo, donde los infantes de marina deDawson habían reparado la batería yhabían ayudado a mejorar las defensaspara cualquier ataque futuro.

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A pesar de su aprensión hacia elhecho de que Pelham-Martin declinaratrazar cualquier clase de plan, Bolithopudo encontrar cierto consuelo ante lavisión. Con el sol lanzando sus rayos através de la resplandeciente agua azul dela bahía y el viento constante del norestemeciendo los arbustos y los juncos alpie del cabo, los cuatro barcos formabanuna espléndida imagen. Si miraba a lolargo de su barco, podía permitirsesentirse satisfecho y complacido por eltrabajo que habían realizado sushombres. Haciendo honor a su palabra,De Block había equipado el barco contodo lo que había podido, hasta el

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extremo de proporcionar nuevas lonaspara sustituir las que se habían perdidoen el combate.

Y tal como había comentado Perks,el maestro velero, «no es la típicabasura de tiempos de guerra, señor, españo del bueno».

—¡Señal general, señor: «Levaranclas»! —aulló Gascoigne.

—¡Ponga el barco a la vela, señorInch! —asintió Bolitho. Lanzó unamirada a Gossett—. Nuestro puesto estáa popa del Hermes.

Eso era otra cosa más. El Hyperionsería el último de la línea en cualquieracción que intentara el comodoro. Con

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los vientos del noreste que imperaban,era una posición acertada, puesto que elHyperion era el barco más rápido de laescuadra y podía salir rápidamente paraponerse en vanguardia de la escuadra siel Indomitable tuviera dificultades ynecesitara apoyo. Pero a la dotación,cuya mayor parte no entendía de estascuestiones, debía de parecerle la afrentadefinitiva. Tendría que ocuparse detranquilizarles un poco, pensó.

Oyó aullar a Inch:—¡Lleve a esos rezagados a las

brazas de mesana! ¡Señor Tomlin!¡Despiérteles, por todos los santos!

Aquí y allá un rebenque silbaba

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sobre una bronceada espalda mientraslos marineros volvían a experimentar latarea de hacerse a la vela. Un mes derelativa inactividad había producido susefectos y hacían falta más que buenaspalabras para hacer que los hombres seapresuraran a las brazas.

—¡Larguen gavias!Gascoigne corrió por la cubierta

mientras, empujado por el viento, elbarco viraba entre los estallidos y loslatigazos de las velas sobre sus cabezas,y el cabrestante seguía virando al son deuna saloma cantada con voces jadeantes.

—¡Insignia a Hyperion, señor! —Los ojos le lloraban por los rayos del

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sol que incidían sobre el catalejo—.«¡Aceleren la maniobra!».

Bolitho sonrió.—Conteste la señal. —Pelham-

Martin no deseaba que traslucieradejadez con un barco holandés en laescuadra. El Telamón tenía una estampaespléndida, y bajo el resplandor del sol,su popa dorada brillaba como elfantástico altar de un templo, mientrasdesplegadas en sus vergas las oscuraspieles de sus gavieros refulgían como si,al igual que las jarcias, ellos tambiénhubieran sido embetunados yabrillantados a la perfección.

Pero eso les causaría poca

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impresión a los barcos de Lequiller —pensó. Tenía más de cincuenta años ysus cañones no estaban a la altura de laartillería francesa. Y había estado porallí la mayor parte de su vida, segúnhabía dicho Mulder. Así que susmaderas estarían probablementepodridas, a pesar de sus dorados y susorgullosas banderas.

Posó la mirada sobre el Hermes, queviraba para ponerse a popa del buque deguerra holandés. Por el contrario, elHermes parecía de pies a cabeza unguerrero experimentado. Manchado ycon cicatrices, y con más de un parcheen sus pálidas lonas.

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—El Indomitable está dando losjuanetes, señor —dijo Inch.

—Muy bien. Haga lo mismo, señorInch. —Bolitho se tambaleó ligeramenteal elevarse lentamente la cubierta bajosus pies. Al igual que él, el barcoparecía agradecido de alejarse de tierrade nuevo.

Levantó la vista para mirar las lonasdesplegadas a lo largo de las vergasbraceadas y las diminutas figuras de losgavieros que competían entre ellos porobedecer antes las órdenes que lesllegaban de la lejana cubierta. Vio aPascoe que se detenía un momento en lacofa de mayor, con su cuerpo

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inclinándose con el balanceo del barco yla cabeza echada hacia atrás para ver alos marineros con sus coletas quepasaban a su lado trepando mientrasotras lonas tomaban viento y seendurecían ante su empuje. Su camisaestaba abierta hasta la cintura, y Bolithopudo apreciar que la piel estaba ya bienbronceada y las costillas menosmarcadas que cuando había llegado abordo. Estaba aprendiendo rápido ybien, pero Bolitho sabía, por lo quehabía visto y oído en St. Kruis, que elmuchacho todavía se mantenía un pocoapartado de los demás guardiamarinas yque abrigaba sus heridas en su interior,

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como una enfermedad latente.—¡Rumbo oeste cuarta al sudeste,

señor! —entonó Gossett.—Muy bien. —Bolitho cruzó a la

banda de barlovento para ver cómo elcabo pasaba rápidamente a su lado.Unas pequeñas figuras corrían por elborde de las rocas derrumbadas dondela partida de asaltantes franceses habíaatacado la batería al amparo de laoscuridad.

Lejos, por la amura de babor, podíadistinguir una diminuta mancha blancaen el horizonte que delataba la posiciónde una de las corbetas que había salidoantes para contactar con las fragatas y

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transmitirles las instrucciones dePelham-Martin lo antes posible.

Mirando hacia Inch, dijo con calma:—No dé más velas todavía. ¡Con

nuestro forro de cobre limpio creo quepodríamos adelantar al Hermes!

—A la orden, señor —respondióInch, mostrando sus dientes en unasonrisa.

Fue entonces, y sólo entonces,cuando Bolitho se dio cuenta de que Inchhabía puesto el barco a la vela sin unsolo fallo, mientras él estaba taninmerso en sus propios pensamientosque apenas lo había notado.

Miró al teniente con seriedad y dijo:

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—¡Vamos a hacer de usted uncomandante, señor Inch!

Dejando a Inch con una sonrisa aúnmás amplia, se fue hacia la cámara,donde una vez más podría estar solo consus pensamientos.

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IX

RETIRADA

El tercer día después de salir de St.Kruis amaneció brillante y claro, con elcielo despejado de nubes y de un colorazul intenso. El mar, agitado por unimpaciente viento del noreste, se veíaquebrado hasta el horizonte en uninterminable dibujo de pequeñas crestas,amarillas bajo la luz del sol.

Durante la noche, y a pesar de lasseñales urgentes de Pelham-Martin, loscuatro barcos se habían desperdigado, y

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les llevó varias horas desesperantesrehacer la línea a su entera satisfacción.En aquellos momentos, ciñendo a rabiaramurados a babor y escorandofuertemente ante el viento cada vez másrecio, los barcos navegaban hacia elsureste. La costa en sombras se extendíaa ambos lados de la proa y se veíansolamente bañadas por la luz del sol laselevadas colinas del interior. La bahíade Las Mercedes quedaba aún oculta yenvuelta en brumas a la deriva, que searremolinaban sobre la superficie delagua como nubes bajas.

Bolitho estaba en el alcázar con unamano apoyada sobre la batayola y el

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cuerpo helado a pesar del calor queempezaba a notarse, y con los ojosdoloridos de observar la tierra que salíade entre las sombras para tomar forma ypersonalidad ante el nuevo día. Desdeque levaron anclas y salieron con tantasprisas, había pensado en pocas cosasmás que en aquel momento. Mientras losbarcos navegaban hacia el oeste, yluego, bajo el abrigo de la noche,viraban para dirigirse más directamentehacia tierra, pensó sobre lo que podríahacer Pelham-Martin si los franceses sehubieran marchado ya de la bahía yestuvieran a muchas millas de distancia,tan escurridizos como siempre. O peor,

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consideró la posibilidad de que lainformación de la goleta del gobernadorDe Block fuera falsa y que Lequiller nohubiera estado jamás por aquellosparajes.

Si eso era así, sería difícil encontrarsu rastro de nuevo. Hacer que dosfuerzas navales se encontraran yentablaran combate era más una cuestiónde intuición que de planificación, yLequiller podía haber decidido volver aFrancia o llevar a cabo algún plan delos suyos en el otro extremo del mundo.

A su alrededor y debajo de él podíasentir el temblor y el crujir del casco,mientras con poco paño seguía a los

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otros barcos hacia el banco de pálidabruma. Tan pronto como hubo luzsuficiente para que se vieran susseñales, Pelham-Martin había ordenadozafarrancho de combate, y ahora, igualque en los otros barcos, la dotación delHyperion esperaba casi en completosilencio, junto a sus cañones o en lo altode la arboladura, o como Trudgeon, elcirujano, en las profundidades delcasco, lejos de la luz del sol ydependiendo de otros para susupervivencia.

Varios catalejos se alzaron a la vezcomo si se hubiera dado una ordensilenciosa, y Bolitho vio un pálido

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rectángulo de vela que se separaba de labruma a lo lejos, por la amura de babor.Era la fragata Abdiel, a la que Pelham-Martin había ordenado que se acercara ala bahía por el otro lado y que informarade cualquier señal de vida que pudierahaber dentro de los cabos que laprotegían.

El teniente Roth, que estaba junto alos nueve libras del alcázar, dijo en vozalta:

—Ahora pronto lo sabremos, ¿eh?—Pero guardó silencio de nuevo ante lamirada que le dirigió Bolitho.

El guardiamarina Gascoigne estabaya subido en los obenques de barlovento

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con su catalejo, mordiéndose el labioinferior con intensa concentración,sabedor quizá de la vital importancia deaquella primera señal.

El choque del acero con el acerosonó como el disparo de un cañón, ycuando Bolitho volvió su cabeza vio aAllday que se acercaba a grandeszancadas desde debajo de la toldilla yllevaba el viejo sable delante de élcomo si fuera un talismán.

A pesar de su ansiedad, Bolitho selas arregló para sonreír mientras Alldayle ataba el sable a la cintura. El almenos no parecía tener dudas sobre loque les depararía el día.

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—¡La Abdiel está haciendo señales,señor! —la voz de Gascoigne sequebraba por la excitación—. AlIndomitable: «Cuatro velas enemigasfondeadas dentro de la bahía». —Suslabios se movieron sin sonido mientrasseguía leyendo. Entonces gritó—:¡Cuatro navíos de línea, señor!

Inch soltó un gran suspiro:—¡Dios mío, les hemos encontrado!Bolitho apretó los labios y se obligó

a sí mismo a caminar un par de veces deun lado a otro de la cubierta. Cuatrobarcos. Eso era sólo la mitad de lafuerza de Lequiller, así que, ¿dóndeestaba el resto?

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—La bruma desaparecerá pronto.¡Entonces puede que veamos a esoscabrones! —musitó Gossett detrás de él.

Como siempre, tenía razón, y cuandola bruma empezó a desaparecer, Bolithoelevó su catalejo para observar losbarcos fondeados cuando, primero uno yluego los demás, tomaron forma. Con elsol que asomaba justo por encima de lascolinas, los cuatro barcos se veíannegros y sólidos, como si nuncahubieran podido deshacerse de losamarres a sus muertos, y cuando la luzse filtró por entre los restos de la brumavio la razón. Estaban fondeados porproa y por popa a lo largo de la parte

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más estrecha de la entrada a la bahía, ypor la manera en que el agua selevantaba y se movía entre los máscercanos, dedujo que había más cablesocultos que los unían a todos en unaúnica y formidable barrera. Todos losbarcos tenían las portas cerradas y lasvelas bien aferradas, y cuando la luziluminó las vergas y los obenques viodiminutas figuras en todas las toldillas yla bandera tricolor en los picos de suscangrejas. Ya no había ninguna duda. Noimportaba si los franceses habíansometido a la guarnición española o sisimplemente les habían amedrentado ysumido en un silencio impotente, el

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resultado era el mismo. Estaban listospara luchar, y lo que era más importante,debían de haberse enterado de que laescuadra de Pelham-Martin estaba encamino. Debía de haber supuesto muchotrabajo y planificación conseguirfondear los pesados dos cubiertas deaquella manera, y el comandante francésno lo habría hecho por si acaso.

—Como si hubieran estadodeseando que viniéramos, señor —dijoInch.

Bolitho plegó de golpe su catalejo.—Exactamente. Me preguntaba por

qué le habían permitido seguir a aquelbuque de las Indias Occidentales

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después de ver lo que vio. Lequiller noes tonto, señor Inch, y espero que elcomodoro acepte ese hecho.

Inch asintió dubitativo:—Me pregunto qué es lo que trata de

hacer, señor.Bolitho escrutó los buques

fondeados durante un minuto entero,consciente del zumbido de los obenquesy aparejos, y del siseo del agua contralos cascos aunque no los pudiera oír.Era extraño ver los barcos de aquellamanera, pensó vagamente. Estaban casien ángulo recto respecto a la línea deaproximación de la escuadra,extendiéndose por la amura de babor, y

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con el barco más alejado envuelto aúnen brumas bajo el lejano cabo. SiPelham-Martin mantenía aquel rumbopasarían a popa del último barco,aunque también podía virar antes y pasara lo largo de la línea fondeada yentablar combate independientemente.

—Hay un montón de agua a este ladode la entrada, señor —dijo Gossett.

—Sí. —Bolitho ya había notado quelos buques fondeados estaban más cercadel otro cabo, mientras que el doscubiertas más cercano se hallaba a unostres cables de los acantilados queapuntaban por la amura de estribor,bañados ya por la brillante luz del sol.

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Gascoigne aulló:—¡El Indomitable hace señales a la

Abdiel, señor! —Subió frenéticamentetres flechastes más y dijo:

—¡No puedo ver las señales, señor!¡El Hermes está bloqueando mi visión!

—La Abdiel ha recibido la señal,señor, así que ahora veremos —dijoInch.

Bolitho le miró seriamente. Era lamanera en que los hombres hablaban delas cuestiones de tácticas y señales,cuando al caer la noche podían estartodos muertos.

Vio cómo la silueta de la Abdiel seacortaba y luego se volvía a alargar, con

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sus velas flameando y tomando viento,mientras viraba y se dirigía hacia laretaguardia de la línea francesa.

Algunos de los marineros bajo elalcázar empezaron a animarles, aunqueera más que nada para aliviar la tensión,pues no tenían esperanza alguna de quesus gritos alcanzaran la remota fragata.

Bolitho observaba en silencio. Asíque Pelham-Martin estaba enviando a laAbdiel en primer lugar —pensó.

Arrastrado por el viento oyó el débilsonido de una bocina, y cuando tapó elcreciente resplandor del sol con la manovio que se abrían las portas de losbarcos franceses. Lo hicieron sin prisas

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y al unísono, por lo que cuando laslíneas dobles de las bocas de loscañones asomaron lentamente dio laimpresión de que fuera una sola mano laque lo llevara a cabo. Una bocanada dehumo flotó por encima de la proa de laAbdiel, seguida unos segundos despuéspor el discordante estallido del disparo.Una bala para calcular la distancia dealcance, o sencillamente optimismo; eradifícil de saber. Quizá el comandante dela Abdiel efectuara un disparo pararomper la tensión. Era una pena que porsegunda vez le correspondiera acortardistancias con el enemigo al comandantePring y no a Farquhar. La Spartan no

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había sido hallada por las corbetas, o almenos no había llegado aún. QuizáFarquhar tuviera sus propios problemas,pero en aquellos momentos Bolitho lehubiera preferido a él en vanguardia envez de a Pring. Este último eracompetente, pero al parecer carecía delfrío control de sí mismo que teníaFarquhar.

Más humo, y esta vez una andanadairregular. Las balas levantaron delgadascolumnas de agua ante el costado delúltimo buque francés, al cual Bolithopodía ahora reconocer como el quehabía inutilizado en St. Kruis. Sincatalejo, podía ver claramente los

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agujeros en su amurada y el tosco palode respeto que sustituía al mesanacercenado.

Gascoigne gritó:—¡Señal general, señor! ¡El

comodoro intenta pasar a popa de lalínea enemiga para ganar barlovento!

—Puede cargar y asomar, señorInch. —Bolitho se apartó de la súbitaactividad que brotó alrededor de loscañones del alcázar y caminó congrandes zancadas hacia la escala detoldilla. Situado por encima del nivel dela cubierta podía ver el costado debabor del Indomitable encarando alúltimo buque francés. Dos cables más y

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Pelham-Martin cruzaría por su popa yluego viraría, conduciendo la línea paranavegar en paralelo a los barcosfondeados. Los artilleros franceses nosólo tendrían el sol en sus ojos, sino quetambién recibirían una avalancha dehumo una vez se abriera fuego.

En lo alto, las gavias flameabanruidosamente y volvían a tomar viento.Tan cerca de tierra resultaba difícilmantenerlas en viento, y Bolitho vio consatisfacción cómo los hombres deTomlin estaban en las brazas preparadospara la próxima orden.

Inch se llevó la mano al sombrero.—¡Batería de babor cargada y

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asomada, señor! —A pesar de loslejanos cañonazos de la Abdiel parecíarelajado y vagamente jovial—. ¡Hanrebajado unos minutos el tiempo,además!

Bolitho vio que el Hermes eraempujado por alguna corriente de lacosta y se dio cuenta de que tambiénhabían asomado su batería de babor y lapreparaban para entablar combate.

Dijo lentamente:—Ahora, los cañones de estribor,

señor Inch —se agarró a la barandillade teca mientras a través del galimatíasde aparejos vio que la figura de laAbdiel se acortaba hasta enseñarles la

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popa, con las vergas braceadas almáximo para atrapar el viento y suinsignia escarlata coleando desde elpico de la cangreja como una lámina demetal pintado.

Inch había servido junto a Bolitho eltiempo suficiente como para nocuestionar sus órdenes, y cuando sushombres titubearon al cogerlesdesprevenidos aquella orden abocinósus manos y aulló:

—¡Carguen y asomen, atajo deharaganes! ¡Oficial, tome el nombre deese hombre!

Obtuvo el efecto deseado, y loscañones avanzaron pesadamente hacia

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las portas haciendo chirriar sus cureñas.Los hombres resbalaban sobre latablazón mojada por la velocidad quecogían los cañones a causa de lainclinación de la cubierta. Abajo, en labatería inferior, las portas tal vezestuvieran casi en el agua por la escoradel barco, pero Bolitho respiraría algomás tranquilo. Aquello iba bien, peroquizá demasiado bien.

Miró a Inch y se encogió dehombros.

—Siempre es prudente estarpreparados.

Alguien a bordo del Hermes habíatenido tiempo, al parecer, de apartar sus

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ojos de los barcos enemigos, puesto queunos segundos más tarde se abrieron susportas de estribor y fueron asomandobocas de cañón como bestias olfateandoel aire tras ser despertadasprecipitadamente.

—¡Les ha contagiado, señor! —dijosonriendo Inch.

Uno de los cazadores de proa delIndomitable abrió fuego, y el destellofue enmascarado por los barcos que leseguían a popa. Bolitho se dio la vueltapara ver como la bala atravesaba lasseries de cabrillas antes de hundirsecerca del último buque francés. Hubomás gritos de ánimo, y de uno de los

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barcos, que a Bolitho le pareció que erael Telamón, llegaron sonidos detambores y pífanos.

—¡Ah de cubierta! ¡La Abdiel estábajo el fuego enemigo!

El grito del vigía del tope fueahogado por el irregular estallido delfuego de cañón, y mientras Bolithocorría hacia la barandilla cogiéndole elcatalejo a un sobresaltadoguardiamarina, vio el casco de la fragatarodeado de columnas de agua que seelevaban por los aires.

—¡Los franceses deben de estardisparando con sus guardatimones! —aulló Inch.

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Pero Bolitho le apartó de labatayola.

—¡Mire bien, hombre! ¡Aquellasbalas vienen de tierra, de estribor! —Hizo una mueca de dolor cuando eltrinquete de la Abdiel se inclinó hacia unlado y se desplomó sobre cubierta, ymientras miraba vio que sus velas seestremecían al ser alcanzadas por másbalas en los obenques y en las mismaslonas, de manera que el agua que tenía asu alrededor parecía estar viva, llena demadera astillada y restos.

Bolitho apretó los dientes. Era unatrampa, tal como él había medio temidoy medio esperado. La Abdiel estaba

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siendo aplastada por varios cañones a lavez, sin que sus artilleros ocultostuvieran restricción alguna demovimientos ni de alcance mientrasdisparaban una y otra vez al barco queestaba abajo, justo delante de ellos.

—¡Pring está intentando virar poravante! —Inch casi lloraba de angustiacuando el mesana de la Abdiel setambaleó y se quedó colgando,suspendido sobre la maraña de jarciasantes de caer sobre el alcázar, con unestruendo que se elevaba por encima delos cañonazos.

Gascoigne gritó como un loco:—¡Señal general: «Virar

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sucesivamente»!El Indomitable estaba ya virando

muy lentamente hacia babor, con subotalón de foque apuntando hacia lapopa del último barco francés mientrasse balanceaba al pasar la proa por elviento. Por un momento pareció quefallaba la virada, pero, cuando máshombres corrieron a las brazas, setambaleó sobre las pequeñas olas conlas gavias latigando y levantándosecomo si fueran a soltarse de las vergas.Bolitho aulló:

—¡Listo, señor Gossett! —Observólleno de rabia cómo el buque francésfondeado disparaba una andanada

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controlada en una doble línea de lenguasnaranjas que salían de su costado, yalcanzaba con sus dobles cargas elcostado del Indomitable, cuyas portasaún seguían cerradas e inútiles.

Bolitho alzó la mano. Sus ojos semovían velozmente por encima de losartilleros agachados, cerraba los oídos alos sonidos de la madera que seastillaba, y concentraba todo su ser enlos barcos que tenía delante. No lesorprendía que el enemigo hubieraesperado con tanta paciencia y tantaconfianza. En vez de esperar una líneaordenada de barcos por su retaguardia,se enfrentaban ahora con algo muy

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cercano al caos. El Indomitable sebalanceaba pesadamente atravesado alviento con el foque revoloteando a tirasy el mastelero de velacho y el juanete demayor colgando del destrozado aparejocomo árboles talados. Aún no habíasacado los otros cañones, y Bolitho seimaginaba la carnicería de aquellaprimera andanada. Ahora, el siguientebarco estaba ya disparando, y el aguaque rodeaba el buque insignia dePelham-Martin hervía con espumablanca y restos.

—¡Oh, Dios, la Abdiel está enllamas! —gritó una voz.

Bolitho apartó los ojos de la elevada

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bovedilla del Hermes y se dio la vueltaa tiempo para ver la fragata de través,con las velas y el aparejo de proaardiendo como la yesca, las llamaradassaltando de un palo a otro, mientras unaspequeñas y pobres figuras caían de laarboladura como fruta muerta sobre elcostado o sobre la misma cubierta.

—¡Señal general! —Gascoignegritaba de forma estridente por ladesesperación—. ¡«Cerrar alrededor delcomodoro»! Bolitho espetó:

—¡No dé el recibido! —entonces,mirando hacia Gossett, añadió:

—¡Ahora! ¡Timón a barlovento!Un gran crujido flotó sobre el agua y

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supuso que el Telamón había abordadoal Indomitable por su aleta. Con tantohumo era difícil ver qué estaba pasando.

En proa, sus hombres estaban yalargando las escotas de foque, y cuandoel timón se movió, el bauprés empezó apasar lentamente, y luego de forma másrápida, ante la popa del Hermes.

—¡Largar amuras y escotas! —Erasorprendente que los hombres pudieranpensar, y menos actuar, pues se movíanmás por el rígido entrenamiento que porcualquier clase de comprensión.

Bolitho levantó la vista y aguantó larespiración mientras las vergas dabantoda la vuelta, con las velas en total

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confusión y caos, mientras la proapasaba por el viento.

—¡Amura y caza! —Inch gritaba através de la bocina—. ¡Caza!

—¡Dé los juanetes, señor Inch!Una bala gimoteó por encima del

alcázar, pero casi ningún hombre levantóla vista. Probablemente era un tiroerrado del asediado Indomitable, perotodas las miradas estaban en el Hermes,que largaba más lonas ruidosamente, y,con la cubierta escorada hacia el ladocontrario, estaba siendo rebasado por elHyperion, mientras los marineros tosíanpor el humo de los otros barcos.

El Hermes estaba disparando más

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allá de sus dos consortes, enganchadosen desamparada confusión, con elbotalón de foque del holandés ensartadoen los obenques del Indomitable comouna lanza. Y mientras los hombrescorrían con hachas para cortar elaparejo y las redes enmarañadas, losfranceses mantenían su fuego devastadora una distancia de unos cincuentametros. Bolitho veía a los hombrescomo caían desde la arboladuramientras otros eran destrozados por lametralla de los barcos enemigos máscercanos.

Mientras el Hyperion pasaba junto asus tres consortes, Bolitho creyó ver a

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Pelham-Martin en el alcázar, con susombrero de galones dorados quebrillaba bajo la luz del sol mientrascaminaba a grandes zancadas de un ladoa otro agitando los brazos, y su voz seperdía entre el rugido de los cañonazos.

El humo era denso y se elevabahasta las vergas de las gavias, y Bolithointentó contar los minutos mientras subarco avanzaba con firmeza a lo largode la oculta línea enemiga, con susvergas braceadas al máximo, de maneraque estaban casi paralelas a la crujía.

Debía de ser el momento. Tenía queserlo. Con desesperación, miró haciapopa y vio el irregular perfil del

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Indomitable rodeado de humo y de losparpadeantes destellos de sus disparos.La humareda ocultaba al Hermes y alatrapado buque holandés, y el resonardel bombardeo del enemigo seguía yseguía sin una sola interrupción nivacilación alguna.

Bolitho aulló:—¡Preparados para virar por

avante! —Vio a Inch agarrado a labatayola del alcázar, mostrando losdientes mientras estiraba el cuello entreel humo.

—¡Listos!Bolitho corrió hasta la banda de

estribor. Si se había equivocado con la

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distancia o el viento fallaba,probablemente se echaría encima delbarco enemigo más cercano y sequedaría tan desamparado como elTelamón.

—¡Ahora!Mientras el barco empezaba a virar

de nuevo hacia estribor, abocinó susmanos y gritó a los artilleros de lacubierta principal:

—Batería de estribor, ¡fuego!Fue como un doble retumbar al ser

cogida la batería inferior desprevenidapara la orden. Notó cómo el barco setambaleaba mientras un cañón tras otrose abalanzaban hacia atrás sobre los

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palanquines, y los fogonazos quedabaninstantáneamente enmascarados por elhumo asfixiante que era aventado abordo a través de las portas, lo queconvertía el día en noche.

Oyó el fuerte impacto de algunas delas balas que alcanzaban su objetivo, ygritó a los artilleros de babor:

—¡Preparados, muchachos! —Sonreía salvajemente y sólo eraparcialmente consciente de que el barco,cuya jarcia se tensaba como si fuera aser arrancada de los motones y lasvergas, se balanceaba bajo sus pies.

Mientras los artilleros de estriborrecargaban febrilmente, el Hyperion

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seguía virando, hasta que, como unaaparición mágica, Bolitho vio losmasteleros y las vergas de un barcofondeado a través de la proa a apenascincuenta metros de distancia.

Entonces, cuando el viento apartó aun lado el humo, vio el dos cubiertasfrancés de forma clara; algunos de suscañones disparaban ya mientras elHyperion surgía del humo a la deriva yempezaba a recorrer toda la línea debarcos de vuelta. Era el primer barco dela línea francesa, y cuando Bolitho seinclinó sobre la batayola vio con fríasatisfacción que el siguiente barcohumeaba por una docena de agujeros en

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la amurada y el pasamano, donde suandanada a ciegas había hecho mella.

—¡Fuego a discreción! —Loscañones de babor estaban listos yansiosos, y cuando un cabo tras otro tiróde su tirafrictor, el humo les inundó porencima del pasamano en un murocompacto.

—¡Ah de cubierta! ¡Su palo mayorse viene abajo! —Una oleada deaclamaciones recorrió la cubiertaenvuelta en humo, y se quebraron lasvoces en toses y maldiciones cuando labatería inferior abrió fuego una vez más.

Un marinero llegó corriendo haciapopa, se dio la vuelta sobre su propio

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rastro de sangre y cayó muerto a los piesde Stepkyne. El teniente siguióavanzando a grandes zancadas, y sedetuvo brevemente para pasar porencima del cadáver mientras controlabaa sus artilleros en la locura del combate.

Bolitho notó que alguien le asía dela manga y vio que era Gascoigne.Debía de haberle estado avisando, conla voz perdida entre el estruendo.

—¡Señor! ¡Señal del Indomitable!—Soltó una exclamación de asombro alpasar cerca de sus cabezas una bala quefue a parar a la barandilla, que partiócomo si fuera un hilo de algodón.

—¿Y bien, muchacho? —Bolitho

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notó que la cubierta se estremecía ysupo que algunos de los disparos delenemigo estaban alcanzando su objetivo.

—¡La señal dice: «Desistir de laacción», señor!

Inch se acercó a popa enjugándose elrostro.

—¿Qué es eso? ¿Desistir de laacción? —Parecía aturdido.

—Conteste: «Recibido» —Bolithoobservó su estado de desesperación—.Significa retirada, señor Inch. —Girósobre sus talones y caminó hasta labanda opuesta para ver cómo la proa delHermes caía hacia sotavento y sealejaba con todos sus mástiles intactos

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del corazón del combate, pero disparabaaún con sus guardatimones.

De repente cesó el fuego de cañón, ytodos los hombres tuvieron la sensaciónde haberse quedado sordos al no oír másdisparos. Cuando el viento se llevó elhumo, Bolitho vio que se habían alejadobastante de los buques fondeados, ymientras el Telamón se balanceaba paraseguir al maltrecho Indomitable, elHermes estaba ya virando paracolocarse una vez más en su puesto, apopa del holandés.

El Indomitable ofrecía una visiónlamentable. Había perdido todos susmasteleros, y su cubierta superior y el

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costado de estribor estaban totalmenteastillados y abiertos de proa a popa.

Entonces, a través del agua, llegó ungriterío exultante mezclado con gritos dedesprecio y burla que parecían golpearen los oídos de los marineros e infantesde marina como una condena final.

—Señal general, señor. —Gascoigne sonaba abatido—: «Navegarhacia el suroeste». —Eso fue todo.

Bolitho subió por la escala detoldilla y se quedó mirando por la aletade babor. Más allá de los jubilososbarcos franceses se veían unos pocosrestos de la Abdiel, que estaba ardiendo,y algunos de sus vapuleados

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supervivientes como peces moribundosen una corriente envenenada. Entonces,mientras el cabo hacía aparición paraesconder su suplicio, se dio cuenta deque estaba temblando incontroladamentecomo si tuviera fiebre.

Allday subió y se le acercó.—¿Está enfermo, comandante?Bolitho negó con la cabeza, casi

temeroso de hablar.—¡No estoy enfermo, sólo furioso!Miraba sin ver el interminable

panorama de colinas y maleza verdeexuberante sobre la lejana rompiente.Retirada. Le aguijoneaba la mente comoun alambre de púas. Retirada.

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Resonaron con fuerza las pisadas deInch en la escala y éste se acercóllevándose la mano al sombrero.

—Dos hombres muertos, señor.Ningún herido.

Bolitho le miró; no pudo ver el dolorde Inch al rehuir éste la fría mirada desu comandante.

—Dos hombres, ¿eh? —Se dio lavuelta; aquellas palabras le oprimían lagarganta. Habían sido burlados ysuperados por el enemigo, pero noderrotados. Ni siquiera habíanempezado a ser derrotados. Miró haciaproa, a los silenciosos hombres quetrincaban de nuevo los cañones. ¡Habían

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sido obligados a escaparseavergonzados por la ciega y arroganteestupidez de Pelham-Martin!

Inch preguntó en voz baja:—¿Qué haremos ahora, señor?—¿Hacer? —Bolitho le encaró con

la mirada furiosa—. ¡Escribir unmaldito informe, seguro! ¡A ver si lagente de la Abdiel está satisfecha conello!

Llevado por un súbito impulso, sedesabrochó el sable y se lo dio a Allday.

—¡La próxima vez que avistemos alenemigo haría mejor en traerme unabandera blanca en su lugar!

Entonces giró sobre sus talones y

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caminó a grandes zancadas hacia laescala.

—Nunca le he visto tan enfadado —dijo Inch mirando a Allday.

El patrón dio la vuelta al sable, quereflejó la luz del sol en su gastadaempuñadura.

—¡Con perdón, señor, pero ya erahora de que alguien se enfadara, siquiere mi opinión!

Entonces, sujetando el sable contrasu pecho, siguió los pasos de sucomandante.

* * *

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Mientras la lancha del Hyperionavanzaba, suavemente a través de laspequeñas olas, Bolitho estaba sentadoinmóvil en la popa con la mirada fija enel fondeado Indomitable. Durante cuatrohoras, tras el fracaso del ataque dePelham-Martin, los barcos habíancontinuado hacia el suroeste, siguiendola curva de la línea de la costa. Suvelocidad se veía reducida a undoloroso avance mínimo al empeñarseel tullido Indomitable en mantenerse ala cabeza.

En un punto en que la costa se metíahacia el interior y el fondo del mar lesofrecía un fondeadero temporal, el

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comodoro había hecho un alto en suretirada, y ahora, moviéndose sobre suspropios reflejos, los barcos formabanuna larga y desigual línea, apuntandocon sus proas hacia tierra, que estaba amenos de dos millas de distancia.

Bolitho levantó la vista paraexplorar el alcance de los daños delIndomitable, sabedor de que la dotaciónde su lancha estaría observando su carapara averiguar su propio destino através de la rígida expresión de aquélla.

Contra el maltrecho costado del doscubiertas, la dotación de la lancha delHyperion parecía limpia e intacta, y auna severa orden alzaron los remos y el

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proel se enganchó en los cadenotes.—Manténgase a distancia y espere

mis órdenes —dijo Bolitho. No miró elrostro preocupado de Allday y se cogióa los cadenotes. Ya había suficienteamargura en su barco como para dejarque la dotación de la lancha conversaracon la gente del Indomitable y aún sedesmoralizaran más de lo que estaban.

Fue recibido en el portalón deentrada por un teniente con uno de losbrazos en un tosco cabestrillo que lepreguntó:

—¿Podría ir usted solo, señor? —Hizo un gesto con la cabeza hacia losotros barcos—. El comandante

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Fitzmaurice y el comandante Mulderllegarán a bordo en cualquier momento.

Bolitho asintió sin decir nada.Mientras andaba con grandes pasoshacia la escala del alcázar, eraconsciente de los olores de maderacarbonizada y pintura quemada, de loscañones reventados y del dulce yterrible aroma de la sangre.

Desde que dejaron Las Mercedes,los marineros del Indomitable habíanestado ocupados, pero por todas parteshabía pruebas suficientes de su difícilsituación y de su casi total destrucción.Varios cañones habían quedado bocaarriba y había sangre por todas partes,

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como si algún loco lo hubiera manchadotodo con un cubo y un cepillo, mientrasjunto al pie del trinquete se apilaban loscadáveres como carne en un matadero, ycuando se detuvo al inicio de la escala,vio que sacaban más de abajo paracolocarlos en aquel espeluznantemontón.

Entró bajo la toldilla y abrió degolpe la puerta de la cámara. Pelham-Martin estaba apoyado con ambas manossobre la mesa, ante un montón de cartasnáuticas, y era observado en silenciopor un capitán de infantería de marina yun teniente del barco que no tendría másde diecinueve años.

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El comodoro levantó la vista de lascartas; sus ojos brillaban bajo elresplandor que se reflejaba a través delos destrozados ventanales de popa.

—Me mandó llamar, ¿no, señor?—Para una reunión. —Pelham-

Martin miró alrededor de ladesordenada cámara—. Es un asuntofeo.

En alguna parte bajo cubierta unhombre gritó, y se acalló repentinamenteel sonido como si se hubiera cerrado degolpe una gran puerta.

—¿Qué piensa hacer? —preguntóBolitho.

El comodoro se quedó mirándole.

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—Cuando lleguen los demás le dirémi…

Se dio la vuelta cuando la puerta seabrió y un ayudante del piloto dijo:

—Disculpe, señor, pero elcomandante pregunta por usted.

Pelham-Martin pareció darse cuentade que Bolitho le estaba mirando y dijocon pesar:

—Winstanley cayó cuando nosretirábamos. Está abajo en el sollado.—Se encogió de hombros con un gestode lástima y desesperación—. Me temoque le queda poco tiempo de vida. —Entonces hizo un gesto hacia los demás—. Aparte del teniente de guardia, éstos

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son los únicos oficiales que no hanmuerto ni han sido heridos.

—Me gustaría ver a Winstanley —replicó Bolitho.

Caminó hacia la puerta y entonces separó, y se dio cuenta de que Pelham-Martin no se había movido.

—¿Viene, señor?El comodoro miró las cartas y pasó

sus dedos vagamente por encima de lasmismas.

—Quizá más tarde.Bolitho hizo un gesto a los dos

oficiales.—Esperen fuera.El capitán de infantería de marina

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hizo ademán de protestar pero vio lamirada de Bolitho.

Cuando la puerta se cerró tras ellos,Bolitho dijo sin alzar la voz:

—Creo que debería venir, señor. —Sentía la amarga furia que le invadía pordentro como un fuego—. Es lo menosque puede hacer ahora.

Pelham-Martin dio un paso atrás trasla mesa como si hubiera sido golpeado.

—¿Cómo se atreve a hablarme enese tono?

—¡Me atrevo, señor, por lo que hahecho usted! —Bolitho oía sus propiaspalabras y no podía controlarlas. Nitampoco quería seguir haciéndolo—.

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Suyo es el honor de tener bajo su mandoestos barcos y a estos hombres. Tambiénes su responsabilidad. ¡Aunque los hadesperdiciado con una estupidez ciega!

—¡Se lo advierto, Bolitho! —Lasmanos de Pelham-Martin se abrían y secerraban como dos cangrejos—. ¡Leharé un consejo de guerra! ¡Nodescansaré hasta que su nombrecomparta la ignominia de su hermano!—Palideció cuando Bolitho dio un pasohacia él y añadió con voz sorda:

—Era una trampa, yo no meesperaba…

Bolitho cruzó las manos con laespalda y sentía como penetraban en su

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mente las palabras del comodoro,consciente de que eran la última ydesesperada defensa de aquel hombre.

—Puede que haya un consejo deguerra, señor. Pero ambos sabemos aquién se lo harán —dijo. Vio que dabaen el blanco y añadió lentamente:

—No me importa a quién de los dosse lo hagan. Pero no me quedaré quietoviendo cómo nuestra gente seavergüenza y se deshonra nuestra causa.¡No por su culpa, ni por culpa decualquier otro que piense más en supropio ascenso que en su deber!

Sin decir nada más, abrió la puerta ysalió apresuradamente al soleado

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alcázar. Esperaba que en cualquiermomento Pelham-Martin llamara alcapitán de infantería de marina y lepusiera bajo arresto, y si aquello ocurríano sabía cómo le haría reaccionar surabia y su desprecio.

No recordaba el recorrido que lehabía llevado al sollado, y su mente sóloretenía escenas vagas de hombres quetrabajaban en las reparaciones; caras ycuerpos aún ennegrecidos por el humode la pólvora, con la mirada fija ydesorbitada por la fatiga y otras cosaspeores.

El sollado estaba oscuro, exceptopor la escasa luz que proporcionaban las

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lámparas que se balanceaban colgadas,agrupadas sobre el espectáculoprincipal de dolor y horror. Junto a loscostados curvos del casco, los heridosque esperaban su turno se retorcían ygemían; sus caras o sus miembros rotoscaptaban algún breve destello de luzantes de que el barco se balanceara denuevo y les sumiera una vez más en lacompasiva oscuridad.

El capitán Winstanley estaba echado,apoyado en uno de los recios maderos,con un ojo cubierto con un gruesovendaje, en cuyo centro brillaba unamancha roja como un ojo macabro.Estaba desnudo hasta la cintura y la

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parte inferior de su cuerpo estabacubierta con un pedazo de lona. A sulado tenía el curvado alfanje que habíallevado durante la refriega.

Bolitho se arrodilló, observando elsudor que brotaba del amplio torso deWinstanley y la respiración lenta ypesada que lo decía todo.

Suavemente, cogió la mano del otrocapitán. Sus dedos eran como el hielo.

—Estoy aquí, Winstanley. —Viocómo el ojo que le quedaba se volvíahacia él y le reconocía con la mismalentitud con que respiraba.

Movió ligeramente los dedos.—Era a usted a quien quería ver. —

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Cerró su ojo e hizo una repentina muecade dolor. Entonces, añadió débilmente:

—Y-Yo se lo iba a decir a Pelham-Martin…, se lo iba a decir… —El ojose apartó hacia un hombre delgado conun delantal ensangrentado. El cirujanodel Indomitable asintió levemente conla cabeza y volvió a la zona másiluminada, donde sus ayudantesretiraban un cuerpo fláccido de la mesa.

La boca de Winstanley trató desonreír.

—El señor Tree está impaciente,Bolitho. Está perdiendo el tiempoconmigo. —Movió la cabeza para miraralrededor del sollado—. Dejemos que

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atienda a estos pobres hombres. Yoestoy ya sentenciado. —Sus dedos secerraron apretando la mano de Bolithocomo una trampa de hierro—. ¡No dejeque mi barco acarree su desgracia! ¡Enel nombre del Señor, no deje que esoocurra! —El ojo estaba fijo en el rostrode Bolitho, deseando que éste lerespondiera.

Junto a ellos, un jovenguardiamarina retrocedió hacia elcostado del barco, con los ojos muyabiertos y llenos de terror cuando elayudante del cirujano dijo bruscamente:

—Éste es el próximo. Su brazotendrá que ser amputado. —El chico

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rodó sobre su costado, sollozando yresistiéndose mientras los ayudantes delcirujano emergían de las sombras.Winstanley dijo entrecortadamente:

—¡Sé valiente, muchacho! ¡Sévaliente! —pero sus palabras no fueronoídas.

Bolitho se volvió, asqueado. Estabapensando en Pascoe, en lo que podíahaber pasado si hubiera obedecido laseñal de Pelham-Martin de cerraralrededor de aquel barco y esperar ladestrucción completa.

—Tengo un plan, Winstanley —dijo.Hizo oídos sordos al súbito y agudoalarido que sonó a su espalda. Era como

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el de una mujer bajo tortura—. Haré loque pueda por su barco —trató desonreír—. Por todos nosotros.

Bolitho notó que alguien le rozaba elhombro y levantó la mirada para ver alcirujano y sus ayudantes de pie detrás deél.

—Parece que no pueden moverme,Bolitho —dijo Winstanley en voz baja.

El cirujano murmuró conimpaciencia:

—Lo siento, capitán Bolitho, ahoratendrá que marcharse. Bolithoretrocedió cuando apartaron a un lado elpedazo de lona. Ni siquiera la tentativade vendaje podía esconder el horror del

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muslo de Winstanley.—No me quedaré, Winstanley. Le

visitaré más tarde para explicarle miplan, ¿eh? —dijo con voz tensa.

El otro hombre asintió y dejó caer lamano a su lado. Sabía tan bien comoBolitho que no habría otro encuentro eneste mundo. Y algo en aquel ojosolitario pareció enviar un mensaje deagradecimiento mientras Bolithodesaparecía entre las sombras. Graciaspor la promesa de un plan que nisiquiera él se creía de verdad. Graciaspor no quedarse para ver su supliciofinal bajo la cuchilla que relucía bajolas lámparas colgadas a baja altura.

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En el alcázar, el sol calentaba ybrillaba más que nunca, pero las náuseasen el estómago de Bolitho persistían, yle dejaban frío, como la mano deWinstanley.

Algunos de los marineros le miraronal pasar, con expresión circunspectapero, de alguna manera, indefensa.Tenían afecto a su comandante y éste leshabía servido bien, mientras que Bolithoera un extraño.

En la cámara encontró a Fitzmauricey a Mulder esperando con el comodoro,con las caras mirando hacia la puertacomo si todos ellos hubieran estadomirándole desde hacía rato.

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Bolitho dijo con voz tranquila:—Estoy listo, señor.Pelham-Martin miró sus rostros.—Entonces creo que deberíamos

hablar de…Levantó la vista cuando Fitzmaurice

dijo bruscamente:—¡Los demás barcos de Lequiller

están en alguna parte de alta marmientras nosotros nos quedamos aquíhablando! No podemos irnos de LasMercedes sin destruir los barcos con losque acabamos de enfrentarnos. —Miróal comodoro sin mostrar ninguna clasede emoción—. Aunque, si volvemos aatacarles, nos enfrentamos a recibir el

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mismo castigo ahora que la balanza seha inclinado contra nosotros.

El comodoro se frotó la frente en ungesto mecánico.

—Lo hemos intentado, caballeros.Nadie puede negar que lo hemos hecholo mejor que hemos podido.

Bolitho se aflojó el pañuelo delcuello. Aquellas palabras y el calor dela cámara hacían que su cabeza le dieravueltas.

—Aún hay una manera en la quepodríamos sorprender al enemigo. —Frunció el entrecejo mientras Pelham-Martin intentaba ocultar su confusióninterior—. El tiempo no está de nuestra

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parte y este plan, cualquier plan, serámejor que el fracaso total.

Los demás le observaban, pero él noapartaba los ojos del rostro delcomodoro. Había como una cuerdatendida entre ellos, y la mínima señal detitubeo o de incertidumbre daría al trastecon todo.

Como en la lejanía oyó decir aPelham-Martin:

—Muy bien. Entonces sea tanamable de explicarlo —mientras sesentaba en una silla, sus manostemblaban incontroladamente y no podíaocultar el odio en su mirada.

Bolitho vio la expresión y la ignoró.

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Estaba pensando en Winstanley, abajo enel sollado. Entre sus hombres, sufriendoel tormento atroz de la sierra delcirujano.

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X

CÓDIGO DE CONDUCTA

Los tenientes, los oficiales deinfantería de marina y los oficialesmayores del Hyperion estaban de piehombro con hombro alrededor delescritorio de Bolitho. Los rostrosmostraban diferentes actitudes deconcentración mientras miraban la cartanáutica de su comandante y escuchabanla tranquila insistencia de su voz.

Más allá de los ventanales de popa,el mar estaba totalmente oscuro, y

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mientras el barco aún tiraba de su ancla,la cubierta y los pasamanos estabanvivos, llenos de pies afanosos y delchirrido de los aparejos de un bote queestaba siendo arriado con elacompañamiento de órdenes ymaldiciones apagadas.

Bolitho estaba sentado en el bancopara poder ver las caras que había bajolas lámparas, intentando estimar lomucho o lo poco que entendían yaceptaban su plan.

Antes, al explicárselo a Pelham-Martin y a los otros comandantes, sehabía sorprendido de la claridad conque le habían salido las palabras. Su ira

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y su desprecio, así como su lástimahacia Winstanley, habían quizá aclaradoextraordinariamente su cabeza, por loque el plan, vago y confuso aún cuandosalió del suplicio del sollado delIndomitable, había sido desarrollado almismo tiempo que lo expresaban suspalabras y se había convertido en unaposibilidad a cada segundo que pasaba.

Explicó:—Llevaremos cuatro cúters. Dos

serán nuestros y los otros del Hermes.El capitán Fitzmaurice proporcionará elgrueso de la partida de desembarco,puesto que en estos momentos su barcoes el que tiene una dotación más

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completa. El tiempo y la disciplina sonprimordiales, caballeros. Además,espero que cada hombre y cada botesean revisados antes de salir. El buey ylas galletas suficientes y nada más.Barricas pequeñas de agua potable parael mismo periodo de tiempo, pero sinmargen para accidentes o un mal cálculodel tiempo. —Miró todos los rostrosuno por uno—. Va a ser una misión muydifícil, y para llevarla a cabo con algunaesperanza de éxito tenemos que viajarligeros, sin importar las incomodidades.

El capitán Dawson dijo conbrusquedad:

—Sería mejor que fueran mis

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infantes de marina, señor.Bolitho sonrió.—Tendrá su oportunidad más

adelante. —Ladeó la cabeza paraescuchar los ruidos sordos y los gritosque anunciaban la llegada de botes alcostado. El resto de su partida dedesembarco debía de estar ya allí.

Dijo con rapidez:—El primer teniente del Hermes

será mi segundo en el mando. Estosimplemente es una cuestión de justicia,pues su barco proporciona la mayorparte de las fuerzas. —Vio que Inchasentía, aceptando la lógica delargumento, aunque percatándose, sin

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duda, de que sus propias expectativas deascenso por muerte repentina también sehabían esfumado.

Bolitho añadió:—El señor Lang vendrá con

nosotros como el otro oficial.Lang era el tercer teniente, y había

sido levemente herido durante elcombate de St. Kruis. Su herida habíasanado bastante bien, pero al parecerpadecía como secuela una gran tensiónnerviosa, de manera que su cara redonday franca estaba ahora permanentementefruncida en un gesto de perplejidad.

—Gracias, señor —dijo moviendola cabeza aún con el ceño fruncido.

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Stepkyne dijo abruptamente:—Como segundo teniente, creo que

tengo derecho a tomar parte, señor.Bolitho había estado esperando la

protesta, y apenas podía culparle porhacerla. La promoción era siempredifícil de obtener y para un hombrecomo él era doblemente dificultoso.

—Este barco está corto de dotación,señor Stepkyne. Usted tiene muchaexperiencia y no podemos prescindir deella.

—¡Tengo derecho, señor! —Stepkyne parecía ignorar a los que teníaa su alrededor.

Bolitho apartó el problema de

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Stepkyne al fondo de su mente.—¡Aquí hay mucho más en juego que

su promoción o mi funeral! Y lerecuerdo que lo que usted tiende aconsiderar como un derecho es, enrealidad, un privilegio. ¡Así que no sehable más!

La puerta de la cámara se abrió y elcomandante Fitzmaurice entró, y se situóbajo la luz de la lámpara con su primerteniente pegado a los talones.

Levantó la mano.—Perdone la intrusión, Bolitho.

Pensé que tendría que hablar con ustedantes de que se fuera —saludó a losdemás con un leve movimiento de

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cabeza—. Éste es el señor Quince, misegundo.

Quince era un teniente alto ydelgado, de boca firme y ojosextremadamente vivos. Bolitho habíasabido por Fitzmaurice que Quinceestaba maduro para el ascenso y queestaba más que capacitado si se lepresentaba la oportunidad.

Bolitho dijo:—Por el bien de nuestros visitantes,

caballeros, repasaré brevemente el planuna vez más. —Alisó la carta sobre suescritorio—. La partida de desembarcoestará formada por cuatro cúters yochenta hombres entre oficiales y

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marineros. Irán muy apretados, peroutilizar más botes privaría a la escuadrade la capacidad para llevar a cabo unaacción de distracción en otra parte.

No era sólo en atención aFitzmaurice por lo que repetía lasinstrucciones. Se necesitaba tiempo paraque las palabras se grabaran en lasmentes de los hombres, para que setradujeran en probabilidades o hechosreales. Mientras echaba un rápidovistazo a los hombres que tenía a sualrededor, supo que había hecho bien.Estaban mirando la carta, pero susmiradas eran más relajadas, máspensativas; cada uno veía la escena

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desde su propia perspectiva.—Como han visto, la

desembocadura del río que protege laretaguardia de Las Mercedes tiene unaanchura de cerca de una milla. Puedeque también hayan observado que espoco más que una marisma, llena decañas, juncos y barras de arena, y poresta razón no es apta paraembarcaciones grandes. Más hacia elinterior es mucho peor, razón por la cualnuestros cuatro botes deben ser tanligeros como sea posible. —Dejó quesus palabras se apagaran—. La partidade desembarco tiene que recorrer treintamillas en tres días. Es poca cosa cuando

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hacen el camino de Bodmin Moor paravisitar a su amada. —Varios sonrieron, apesar de la tensión—. Pero la marismano está detallada en la carta y espeligrosa. Algunos dirían que esinfranqueable. Pero nosotros loharemos.

Fitzmaurice aclaró su garganta.—Tres días. No es mucho tiempo.Bolitho sonrió con gravedad.—Mañana, la escuadra llevará a

cabo un simulacro de ataque en LasMercedes. Los franceses esperarán quehagamos algo, y a menos que se preparealguna clase de acción, adivinarán loque pretendemos en realidad. La corbeta

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Dasher está patrullando la entrada de labahía en estos momentos, por lo que loshombres de Lequiller verán queintentamos probar de nuevo.

Miró al capitán Dawson.—El resto de los botes de la

escuadra se utilizarán para organizar unsimulacro de desembarco bajo el cabo.Todos los barcos enviarán a sus infantesde marina y usted tomará el mando sobretodos ellos. —Parte del resentimientoanterior de Dawson desapareció, altiempo que añadía:

—Haga un buen despliegue, pero nose arriesgue a perder hombres sinmotivo. Se ganarán el sustento más

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adelante.Volvió a mirar de nuevo a los demás.—Esta distracción no durará mucho,

pero para entonces la partida dedesembarco se habrá infiltrado bastanteen la marisma. Y en tres días, a contardesde mañana al romper el alba, laescuadra atacará en serio, caballeros,por lo que pueden ver la vitalimportancia de las treinta millas quedebemos recorrer antes de encontrar elcamino del éxito.

—Si no pueden llegar allí a tiempo,señor, ¿qué ocurrirá? —preguntó Inch.

Bolitho le miró pensativo.—Tendrá que decidirlo usted, señor

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Inch. Puesto que si eso ocurre elHyperion tendrá un nuevo comandante,¿eh?

Inch se quedó mirándolo, con laboca abierta. Ahora, por primera vez,comprendía por qué Bolitho no lellevaba consigo.

Bolitho añadió rotundamente:—Procedan, caballeros. De nuestros

hombres quiero unos buenos ayudantesde condestable y de contramaestre.También dos guardiamarinas, pero noGascoigne.

—¿Puedo preguntarle por qué,señor? —preguntó vagamente Inch.

—Puede. El señor Gascoigne es el

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guardiamarina de más antigüedad y estábien versado en las señales. Será másnecesario aquí, cuando se acerquen alenemigo.

Observó cómo salían en fila de lacámara y entonces dijo:

—Bueno, señor Quince, espero quehaya escogido cuidadosamente a sugente.

Quince mostró sus dientes en unalenta sonrisa.

—Sí, señor. Todos son hombresentrenados. Los elegí yo mismo. —Lasonrisa se hizo más amplia—. Les dijeque un hombre muy valiente seríaconsiderado un cobarde bajo su mando,

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señor.Fitzmaurice tosió cortésmente.

Evidentemente, no estaba acostumbradoal repentino destello de humor de susubordinado.

—Espere en cubierta, señor Quince—dijo el comandante del Hermes.

A solas con Bolitho, el comandanteFitzmaurice abordó su verdadera razónpara venir al Hyperion:

—Habrá oído, supongo, queWinstanley murió a causa de sus heridas,¿no? —Se encogió de hombros—. Sinduda, el cirujano aceleró su final, perode todos modos es difícil aceptar supérdida.

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—Era un buen comandante. —Bolitho observó las facciones deFitzmaurice, consciente de los sonidosque traspasaban la puerta cerrada y de laurgencia y la necesidad de hacer unavaloración final de su improvisado plan.Pero algo en el tono de Fitzmaurice ledecía que le quedaban más cosas pordecir.

—Nuestro comodoro ha escrito susórdenes para el desembarco, Bolitho.Espero que las haya leído tancuidadosamente como yo lo he hecho.

—Son, en gran medida, tal como melas había imaginado —dijo Bolithoasintiendo.

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—Winstanley ha muerto. Usted esahora el comandante de más antigüedad.Haga lo que haga en tierra es suresponsabilidad. —Pareció súbitamentecansado de intentar expresar suspalabras de forma diplomática—. En susórdenes, Pelham-Martin ha señalado queél llevará a cabo un ataque en el plazode tres días en apoyo a su acción entierra —extendió sus manos con ira—.¡Esa palabra, apoyo, altera todo elsentido de las órdenes escritas! Sé queno está bien hablar con esta franqueza,pero no puedo quedarme con los brazoscruzados y permitir que usted cargue contodo el peso de la responsabilidad.

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Usted está apoyando al comodoro, y noal revés.

Bolitho le observó con semblanteserio. Fitzmaurice nunca le habíaparecido un hombre de muchaimaginación más allá de los límites deldeber. Le conmovía aquella repentinamuestra de preocupación y apoyo, ysabía lo que debía de haberle costadoexpresar sus sentimientos. Después detodo, no conocía a Bolitho, y muchosotros en su lugar podrían utilizar esamuestra de preocupación de Fitzmauricepara mejorar sus relaciones con elcomodoro. Sólo por insinuar el engañode Pelham-Martin se estaba exponiendo

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a graves cargos de conspiración einsubordinación.

Bolitho respondió:—Gracias por hablar tan

abiertamente. No lo olvidaré. Pero creoque sólo debo pensar en la misión quetenemos delante. En lo que implica y enlas desastrosas consecuencias delfracaso.

Fitzmaurice le dirigió una miradallena de admiración.

—¿Así que ya se había dado cuentade lo que implicaban las órdenes sin queyo se lo dijera? —sonrió—. Es unextraño servicio el que hacemos. Sifracasamos, soportamos la culpa solos.

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Si tenemos éxito, siempre hay otros quese llevan el mérito.

Bolitho extendió su brazo.—Espero que lo recordemos si

alguna vez alcanzamos el rango decomodoro.

Fitzmaurice le siguió hacia el oscuroalcázar.

—En mi caso lo dudo. A menudo heencontrado que la atracción de llegar aalgún destino deseado ha ensombrecidoel esfuerzo por alcanzarlo.

Allday habló en la oscuridad:—Su sable, comandante.Bolitho se ajustó el cinturón, y dejó

que sus ojos se acostumbraran a la

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penumbra y se apercibieran de las carasque le observaban a su alrededor.

Allday dijo en voz baja:—No he traído la bandera blanca

esta vez, comandante —sus dientesrelucieron en su rostro—. Espero haberhecho bien.

Bolitho miró a lo lejos.—Si algo me ocurriera, ¿qué sería

de ti? ¡Ningún comandante en su sanojuicio toleraría tu insolencia como yo lohago!

Inch se acercó a popa a grandeszancadas, estirando la cabeza mientrasbuscaba a Bolitho entre las silenciosasfiguras.

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—¡Botes listos al costado! —Titubeó:

—Buena suerte, señor, y vaya conDios.

Bolitho asintió. De pronto, se diocuenta de la importancia de su misión.No sólo estaba dejando el barco, sinodirigiéndose a un lugar que era pocomás que un punto impreciso en su carta.Otro mundo, un continente diferente, conDios sabe qué al final de todo aquello.

—Tenga buen cuidado, Inch —dijo.Inch alzó la mirada hacia el oscuro

trazado de aparejos que se balanceabansuavemente bajo las brillantes estrellas.—Lo cuidaré bien, señor. Bolitho

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caminó lentamente hacia la escala—. Losé. Pero me refería a usted.

Entonces bajó rápidamente la escalahasta el portalón de entrada, rozando alpasar formas anónimas y caras atentas, ymuy consciente del gran silencio quereinaba en todo el barco.

Stepkyne se llevó la mano alsombrero y dijo con voz monótona einexpresiva:

—Todos en los botes, señor. Heincluido a los guardiamarinas Carlyon yPascoe según lo requerido. Por ser losde menor antigüedad y los menosnecesarios para los trabajos del barco.

—Ha sido usted muy considerado,

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señor Stepkyne —dijo Bolitho sin alzarla voz.

Sin decir más, siguió las anchasespaldas de Allday hasta el cúter máscercano. Debería de haber sido másprudente y ocuparse menos de su propiaparticipación en todo aquello. Stepkynehabía elegido la única manera en quepodía mostrar su resentimiento por nohaber podido ir. La única manera en queBolitho no podía enmendar su elecciónsin mostrar favoritismo. Se sentó enpopa.

—Largue amarras. Allday, iremos enprimer lugar. —Elevó su voz mientras seliberaban las amarras de los otros botes:

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—Señor Quince, usted irá en últimolugar y se asegurará de que los otrosmantienen distancias regulares.

Los remos bajaron a sus chumacerasy, a la orden de Allday, metieron laspalas en el agua y bogaron con fuerzahacia las pequeñas y continuas olas.

En proa, Bolitho a duras penasdistinguió el perfil de Shambler, unexperimentado ayudante delcontramaestre, de cuclillas con lasondaleza y el escandallo preparadospara sondar su paso por la primera partedel obstruido río. El cúter se notabapesado y lento en la corriente, y entrelas piernas de los hombres vio el brillo

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de las armas amontonadas y las escasasraciones para el viaje.

Cuando miró hacia popa, el siguientebote estaba ya bogando en línea, perocuando forzó la vista más a lo lejos,encontró que el barco aparentemente sehabía desvanecido entre las sombras, sinque se viera una sola luz en su casco quedelatara su actividad.

No era nada probable que hubieraalguien vigilando desde tierra, pensóadustamente. Aquél era un tramodesolado de costa. Un terreno baldíoque había desafiado desde tiempo atrása la naturaleza y al hombre por igual.

Palpó la empuñadura de su sable, y

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de repente pensó en Cheney. Más y máslejos. Parecía como si su separaciónnunca fuera a disminuir. Ella habíaentrado a formar parte del sueño delhogar y del país que siempre habíaacompañado a los marinos.

De pronto se estremeció como sisoplara un viento frío. El mes siguientellevaría la primavera a los setos y loscampos de Cornualles. Y a la casa bajoel castillo de Pendennis le llevaría unhijo.

Shambler dijo con voz ronca:—¡Rompiente a proa, señor! ¡A

cerca de un cable de distancia!Bolitho retornó de su breve sueño.

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—Debe de ser de la marea que hay alo largo de la desembocadura del río.Puede empezar a sondarinmediatamente.

Un marinero movió su pie, quizá porun calambre, y se oyó el ruido de unmosquete que golpeaba contra elpalmejar.

—¡Mantenga en silencio a esoshombres! —Bolitho se levantóligeramente por encima de lasabarrotadas figuras para ver cómo ladesembocadura del río se abría a amboslados de la proa.

—¡A la orden, señor!Se puso rígido. Era la voz de Pascoe

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y él ni tan solo sabía que estaba en aquelbote.

Allday movió la caña del timón muyligeramente y musitó:

—Pensé que sería mejor tener aljoven caballero a bordo, comandante.Sólo para no perderle de vista, por asídecirlo.

Bolitho le lanzó una mirada.—No me extraña que nunca te hayas

casado, Allday. ¡Dejarías a una mujerpocas cosas de las que preocuparse!

Allday sonrió en la oscuridad. Laaspereza del tono de Bolitho le era tanfamiliar como el sonido del viento enlos obenques. Simplemente, era su

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manera de ser. Pero de un momento aotro, el comandante lo suavizaría.

Bolitho se volvió a sentar.—Pero gracias por preocuparte,

Allday.

* * *

Sin mirar su reloj, Bolitho supo queera cerca del mediodía. El sol que habíatenido en la cara desde las primerasluces resplandecía ahora justo sobre suscabezas con el calor abrasador de unhorno abierto.

Tocó el brazo de Allday.

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—Descansaremos aquí. —Suslabios estaban resecos y agrietados, porlo que incluso unas pocas palabrasrepresentaban un esfuerzo.

—¡Paren de bogar! ¡Metan losremos!

Los marineros metieron a bordo loslargos remos, mientras desde proallegaba el ruido de la salpicadura delrezón que había lanzado el proel haciael grupo de cañas más cercano.

Bolitho observó a sus hombressentados en las bancadas y la regalacomo si fueran cadáveres, con los ojoscerrados y evitando en sus rostros el solque les deslumbraba con su implacable

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resplandor.El amanecer había sorprendido a los

cuatro botes bogando bien y con fuerza apesar de los juncos y cañas manchadasde sal y las ocasionales barras de arena.Serpentear entre los diversos obstáculosno había sido demasiado difícil alprincipio, y la mayoría de las veces losbotes estaban a la vista unos de otros.Entonces, mientras el cielo azul sedesvanecía ante el creciente resplandor,la palada se había hecho más lenta, yuna vez tras otra, primero un bote yluego otro, tenían que emplear susvaliosas fuerzas para salir de algún bajode arena oculto o se veían inmersos en

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la confusión al enganchar los remeroslas palas de sus remos en los grupos decañas que lo invadían todo.

Pero ahora, mientras el siguientebote avanzaba lentamente a través de lainmóvil vegetación para echar el rezón,Bolitho tuvo que controlar por fuerza sudesesperación. Era como pasear por unlaberinto descabellado, sólo con el sol ysu pequeña aguja náutica para mostrarlela clave del rompecabezas. Las cañas,que se rompían y apartaban con tantafacilidad cerca de la desembocadura delrío, rodeaban ahora los botes por todaspartes, gruesas y de un color verdeoscuro, y en muchos sitios más altas que

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el hombre de mayor estatura. Si es quehabía algo de viento, los sudorosos yjadeantes hombres no obtenían alivio deél, puesto que las altas cañas y lasplantas trepadoras entrelazadas actuabancomo una barrera cruelmente efectiva,de manera que el sol abrasaba los botessin pausa, haciendo insoportable elmovimiento.

El teniente Lang se inclinó sobre laregala de su cúter y apoyó una manosobre la suave madera sólo por unossegundos, antes de retirarla con unamaldición:

—¡Dios mío, está tan caliente comoel cañón de un mosquete! —Se abrió de

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un tirón la camisa y añadió:—¿Cuánto hemos recorrido, señor?Bolitho dijo:—Unas cinco millas. Tenemos que

seguir hacia delante si queremosrecuperar tiempo. Descansaremos todala noche, de otra manera los botespodrían desperdigarse y perderse.

Miró hacia abajo por encima delcostado. Había algo de corriente, si esque se le podía llamar así, que seretorcía y giraba entre las cañas enincontables ríos diminutos. Era unoscuro y secreto mundo, y el agua quequedaba obstruida parecía estar viva, enrealidad diminutas burbujas, gases que

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emergían de la vegetación sumergida yde las raíces podridas, pero que dabanla impresión de albergar una vida ocultao criaturas que esperaban el paso de losintrusos.

—Después de esto, los hombrestendrán que bogar en guardias máscortas. Seis hombres a cada costado,media hora como máximo. —Se enjugóel rostro con el dorso de la mano y sequedó mirando un insecto de alasbrillantes que tenía sobre la piel—.Mirarán hacia delante y usarán losremos sin ponerlos en las chumaceras.Ahora no hay espacio para bogar. —Esperó hasta que el sonido de unas

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salpicaduras le indicó que las otrasembarcaciones estaban cerca—. Dígalesa los proeles que usen los bicheros yque palpen el camino. En la parte másprofunda parece que hay poco más queocho pies de agua. Y no tengo la másmínima duda de que se hará menosprofundo.

El cúter del teniente Quinceapareció lentamente avanzando decostado entre los pegajosos juncos consus hombres encorvados sin fuerzassobre los guiones de sus remos y elcasco lleno de arañazos a causa dellento y tortuoso recorrido.

Quince parecía estar bastante alerta,

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y llevaba un pedazo de lona en la parteposterior del cuello.

—Calculo que hemos hecho unascinco millas, señor. —Se puso de pie enel bote e intentó atisbar por encima delgrupo de cañas más cercano—. Nisiquiera puedo ver una colina. Pareceque sigue y sigue y no se acaba nunca.

Bolitho espetó:—¡No deje que los hombres se

duerman! —Zarandeó al remero quetenía más cerca—. ¡Despierta, hombre!¡No dejes que esos insectos te comanvivo o estarás muerto en cuestión dedías!

El marinero se enderezó como pudo

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y con poco entusiasmo se dio unoscachetes para espantar algunas de lasincontables moscas e insectos quezumbaban por allí y que les habíanacompañado de manera constante desdeel amanecer.

Quince dijo de repente:—¿Puedo sugerirle que amarre un

remo verticalmente en su bote, señor? Sinos separamos, nos proporcionará unamarca a la que seguir.

Bolitho asintió.—Ocúpese de ello, Allday. —Era

bueno saber que al menos Quince seguíapensando, además de sufrir.

Uno de los marineros se asomó

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sobre la regala y puso sus manos enforma de cuenco en la lenta corriente.Allday rugió:

—¡Quieto ahí! —Entonces, cuandoel hombre retiró las manos, él sumergiósu pañuelo de cuello en el agua y se lollevó a la boca para probarla.

Escupió con asco por encima de laregala.

—¡Porquería! —En un tono máscalmado añadió:

—Sabe a sal y a algo más,comandante. —Torció la boca conrepulsión—. Como si estuvieranenterrados aquí un millar de cadáveres.

Bolitho elevó la voz:

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—¿Oyen esto? Aguanten y esperen alpróximo reparto de agua potable. Elhedor de esta agua ya es bastante malo,¡así que imagínense lo que haría en susentrañas!

Los hombres iban asintiendo conseriedad, pero Bolitho sabía quetendrían que ser vigilados. Había vistohombres que bebían agua de mar y quese habían vuelto locos de atar encuestión de horas. A pesar de todo elentrenamiento y la experiencia, la sedsiempre llevaba a los hombres a tomaraquel primer trago, aunque hubieran sidotestigos de la muerte terrible de los quehabían sucumbido a la tentación.

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Con tono cansino dijo:—Seguimos adelante. ¡Cobre el

rezón!Gruñendo, los marineros

seleccionados se pusieron en pie ycolocaron los remos por el costadocomo si fueran palas. Era un movimientoincómodo, pero menos cansado quetener que parar el bote cada pocosminutos para liberar los remos de lascañas y el lodo.

¡Y qué lodo! Cuando uno de loshombres retiró la pala de su remo,Bolitho vio que chorreaba una mugreapestosa que brillaba bajo la luz del solcomo brea hirviendo. Con ansiedad,

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miró cómo el hombre hundía de nuevosu remo, y entonces respiró mástranquilo. Ahora se movía sinimpedimentos, y supo que el bote habíaentrado una vez más en aguas másprofundas.

Vio a Pascoe sentado sobre una delas barricas, con la cabeza entre lasmanos mientras miraba fijamente lapared vegetal que pasaba por el costado.Tenía la camisa abierta hasta el hombroy la piel desnuda relucía ya con un rojoapagado bajo el bronceado, como si sehubiera quemado con una brasa caliente.

—Venga a popa, señor Pascoe —gritó. Tuvo que repetir la invitación para

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que el chico levantara la cabeza ypasara lentamente entre los arrellanadosmarineros como si caminara en sueños.

Bolitho dijo en voz baja:—Cúbrete el hombro, muchacho. Si

le das una oportunidad al sol se tequedará la piel en carne viva.

Observó cómo se ponía la camisa ensu sitio, y vio el sudor que le salía de lafrente por el esfuerzo. Pensó de repenteen Stepkyne y masculló una maldiciónentre dientes.

Prosiguió:—Me gustaría que mañana treparas

al remo de proa y echaras un vistazo anuestro alrededor. Eres el menos pesado

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de a bordo, por lo que mejor será quereserves tus fuerzas.

Pascoe volvió la cabeza y levantó lamirada hacia Bolitho, con los ojosmedio ocultos tras su cabello rebelde.

—Puedo hacerlo, señor —dijoasintiendo levemente—. Lo haré.

Bolitho volvió la cara, incapaz demirar la ferviente determinación queparecía perseguirle a todas horas. Nuncarehuía ninguna tarea, incluso si era unaque normalmente se le encargaba a unmarinero experimentado, y Bolitho sabíaque sería capaz de morir antes deadmitir una derrota. Era como si llevarala vergüenza de su padre como un

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aguijón permanentemente clavado.Como si considerara que debía probarsea sí mismo, aunque sólo fuera paraborrar la deshonra de Hugh.

Mientras el chico estiraba el cuellopara mirar al siguiente cúter, Bolitho lelanzó otra mirada furtiva. ¿Qué diría sisupiera toda la verdad? ¿Que su padreestaba todavía vivo, sirviendo comoconvicto en Nueva Holanda bajo elnombre de otro? Desechó la ideainmediatamente. La distancia noarreglaría nada, ahora lo sabía muy bien.Sólo alargaría el dolor del muchacho, lellenaría de nuevas dudas o esperanzasimposibles.

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Allday se humedeció los labios.—¡Cambio de turno! ¡Los siguientes

a los remos!Bolitho cubrió sus ojos con la mano

para mirar el cielo. Sólo el gorgoteoocasional del agua alrededor de la popales proporcionaba alguna sensación demovimiento. Aquel horrible e irregularavance parecía no tener fin, como sifueran a seguir adentrándose cada vezmás en una verde inconsciencia y morirde sed, como si aquellos botes en losque él había embarcado a todos en aquelplan imposible fueran sus tumbas.

Tanteó en busca de su aguja náutica yse quedó mirándola durante un minuto

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entero. Un insecto se arrastró por la tapade vidrio y lo sacó de un manotazo llenode rabia. Como mucho podríanconseguir hacer diez millas más antesdel anochecer. Y ésta era la parte másfácil del viaje. Al día siguiente y al otroencontrarían aún más obstáculos amedida que se adentraran cada vez másen la marisma. Echó un rápido vistazo almarinero que tenía más cerca. Sus carasdesconocidas estaban llenas decrispación e inquietud y bajaron lamirada cuando vieron que les estabaobservando.

Podían entender la lucha, y, si eranecesaria, la muerte. A bordo de su

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propio barco y rodeados de los hombresy objetos con los que compartían la vidadiaria, los requerimientos del combateles resultaban tan familiares como lasevera disciplina y la autoridadincuestionable que les hacían hombresde una raza aparte. Pero aquellosprincipios nacían tanto de la confianzacomo de un código de conducta. De laconfianza de unos en otros y del gradode destreza de los oficiales quegobernaban toda su existencia.

Pero ahora, bajo el mando de unhombre al que ni siquiera conocían, yembarcados en una operación que debíade parecerles tan impredecible como

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aquellos alrededores, debían dealbergar sus primeras dudas. Y deaquella incertidumbre podía nacer elprincipio del fracaso.

—Pase la voz de fondear de nuevo.Repartiremos las raciones ydescansaremos durante media hora —dijo. Esperó a que Allday llamara albote que les seguía a popa antes deañadir—: Una taza de agua por hombre,y asegúrese de que se la bebendespacio.

—Cuando alcancemos el otroextremo de la marisma, ¿podremos sercapaces de encontrar más agua, señor?—preguntó de repente Pascoe. Sus ojos

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oscuros escrutaban con mirada reflexivaa Bolitho—. Aunque me parece queprimero tendremos que luchar.

Bolitho observó al primer marineroque estaba junto a la barrica, con elcacillo en los labios y echando lacabeza hacia atrás para aprovechar hastala última gota. Pero todavía seguíaoyendo las palabras de Pascoe, y suserena confianza, que en aquel momentoconcreto hicieron más por tranquilizarsus pensamientos de lo que habríacreído posible.

—No tengo ninguna duda de queencontraremos agua y lucha —respondió. Entonces sonrió a pesar de

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sus labios agrietados—. Así que tómateel agua ahora, muchacho, y deja que elresto llegue en el momento apropiado.

En el atardecer, su avance se viotruncado por un alto inesperado. Niempujando ni haciendo palanca el botequedaba libre de su lecho de limo y deplantas podridas, y a pesar de laamenazas de Shambler y de losobstinados esfuerzos de Allday, losmarineros se inclinaban sobre sus remosy, miraban el sol que se poma con ciertodesafío. Estaban agotados y a punto dedesmoronarse, y cuando el bote de Langse acercó tambaleante a su popa, Bolithosupo que tenía que actuar enseguida si

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querían aprovechar la última hora deluz.

—¡Por el costado! ¡Venga! —Recorrió con grandes pasos el boteescorado, ignorando los rostrosresentidos y los molestos insectos—.¡Lleve estos cabos a proa, señorShambler! ¡Lo remolcaremos hasta elpróximo tramo de agua profunda!

Mientras los ayudantes delcontramaestre cogían las adujas de cabodel palmejar, Bolitho se detuvo en laproa y se quitó la camisa y el cinto delsable, y entonces, apretando los dientes,se metió en aquellas aguas de olor acrey se volvió para coger uno de los cabos.

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—¡Moveos! —gritó Allday. Ysaltando por encima de la borda cogióotro cabo y se lo pasó alrededor de loshombros antes de ponerse a caminar porel agua detrás de Bolitho sin ni siquieramirar atrás para ver quién le seguía.

Bolitho caminaba con grandes ylentos pasos entre la mugre pegajosa;primero la sentía en los muslos y luegoen su cadera mientras avanzaba condificultades, y el cabo mordió su piel alsoportar todo el peso del bote. Entoncesse oyeron otras salpicaduras, seguidasde maldiciones y gruñidos, cuando loshombres saltaron del bote y uno tras otrofueron colocándose detrás de ellos a lo

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largo de los dos cabos remolcadores.—¡Tirad, muchachos! —Bolitho tiró

con más fuerza, e intentó contener lasnáuseas que le provocaba aquel olorfétido que hacía que su cabeza le dieravueltas como si tuviera fiebre—. ¡A una,tirad!

Muy despacio y a regañadientes, elbote se deslizó hacia delante hasta otrazona de aguas más profundas. Pero habíaotro obstáculo para los titubeantespasos, y más de uno resbaló y cayó en ellimo resoplando y se hundió alquedársele clavados los pies en elfondo.

Entonces salieron de allí, y entre

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escalofríos de asco y toses, searrastraron hasta el bote, donde todavíales aguardaba otra calamidad.

La mayoría de los hombres teníangrandes sanguijuelas enganchadas en suscuerpos, y mientras algunos trataban dearrancarse las viscosas criaturas,Bolitho gritó:

—¡Señor Shambler, pase la mecha albote! ¡Quémenselas unos a otros porturnos, si no no podrán quitárselas!

Allday aguantó la mecha junto a supierna y maldijo cuando la gruesasanguijuela cayó al fondo del bote.

—Querías beberte mi sangre, ¿no?¡Malditos sean tus ojos, antes te veré

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frita!Bolitho se puso en pie para ver el

sol que se poma y teñía de color doradorojizo las puntas de las cañas, con loque, por un instante, el aire amenazadory la desesperación fueron relegados poraquella extraña belleza.

Los otros botes todavía les seguían,avanzando sus dotaciones como podíana través de las zonas poco profundas,con sus cuerpos pálidos en la luz que sedesvanecía.

—Fondearemos durante la noche —dijo Bolitho. Vio que Lang asentía a suspalabras desde el otro bote—. Pero nospondremos en camino antes del

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amanecer e intentaremos recuperar eltiempo perdido.

Bajó la mirada hacia su propio bote,en el que los marineros estabanderrengados, incapaces de hacer nadamás que permanecer allí sentados comohabían hecho a lo largo del día.

—Escoja un hombre para la guardia,Allday. Estamos todos tan cansados quede otra manera me temo quedormiríamos hasta más allá delamanecer.

Se sentó lentamente otra vez en lapopa y vio que Pascoe ya estabadormido, con la cabeza en la regala yuna mano colgando hasta casi tocar el

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agua. Levantó con suavidad el brazo delchico y se lo metió a bordo, y luego sesentó, apoyándose en la caña del timón.

Sobre sus cabezas, allá en lo alto,las primeras estrellas se veían pálidasen el cielo y las altas cañas querodeaban el bote silbaban ligeramenteante una súbita brisa. Por unosmomentos fue casi refrescante tras elcalor y la porquería del día, pero lasensación era meramente pasajera.

Bolitho se echó hacia atrás y mirólas estrellas, intentando no pensar en lashoras y los días que aún tenían pordelante.

Junto a la proa, un hombre gruñía en

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su sueño, mientras otro susurraba confervor: «¡Martha, Martha!», antes dequedarse otra vez en silencio.

Bolitho encogió las rodillas hasta labarbilla, notando el áspero roce dellodo endurecido en su piel. ¿Quién seríaMartha?, se preguntó. Y, ¿se acordaríaella aún del joven que había sidoarrancado de su lado para servir en unbarco del Rey? O puede que fuera suhija. Sólo una niña, que quizá no pudieraya recordar la cara de su padre.

Bajó su mirada hacia el cuerporelajado de Pascoe. ¿Estaría soñando éltambién? ¿Con su padre, al que nuncahabía visto? ¿Con un recuerdo que había

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llenado su mente de odio y vergüenza?Entonces apoyó la frente en los

brazos cruzados y se quedó dormido alinstante.

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XI

ATAQUE AL AMANECER

A lo largo del día siguiente, lapesadilla de atravesar la marismacontinuó con el sol siempre en lo altopara sumarse a la lenta tortura. Usar losremos a modo de pértigas desde losbotes o meterse en el agua en las zonasde poca profundidad para sacar el pesomuerto del bote del pegajoso lodo: pocole importaba ya a ninguno de ellos.Habían perdido la noción del tiempo, yhabían olvidado el número de veces que

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habían bajado del bote y vuelto a subir.Sus cuerpos y sus ropas desgarradaseran más gruesas a causa de la porqueríay sus caras estaban agrietadas de lafatiga y la tensión.

Ahora habían encontrado un tramode marisma más despejado dondeparecía que no había ninguna clase decorriente que moviera la superficie delagua. Estaba cubierta con una espesacapa de limo verde, mientras que lascañas estaban diseminadas en gruposseparados y aislados, como criaturasextrañas de otro planeta.

A media tarde, cuando se habíahecho necesario remolcar los botes a

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través de un islote de arena blandamedio sumergido, uno de los hombreshabía soltado el cabo y se había caído.Se retorcía y gritaba, y al principiohabía sido difícil ver lo que le habíaocurrido a causa del fango y el limo desu cuerpo. Mientras los demás seagolpaban temerosos alrededor del bote,Bolitho y Allday habían izado alcontorsionado hombre a bordo, yvaliéndose de una camisa habíanlimpiado el lodo alrededor de unapequeña gota de sangre en su ingle.Debía de haber pisado alguna serpiente,puesto que las marcas brillantes de lapicadura eran fáciles de reconocer.

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Mientras Allday se había quedado conel marinero, Bolitho había ordenado alresto que volvieran a los cabos deremolque, consciente de que el venenode la serpiente estaba más allá de todacura, y si dejaba que los hombres sequedaran y vieran el desdichado final desu compañero no les haría más quedaño.

Mientras tiraban a través de lamarisma, les perseguían los horriblesgritos del hombre, y una vez que Bolitholanzó una mirada por encima de suhombro, vio a los otros marineros que lemiraban con los ojos enrojecidos através de la porquería de sus rostros con

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barba de varios días, y con más odioque pena en sus semblantes.

Afortunadamente para el hombre, elveneno necesitó poco más de una horapara terminar su trabajo. Dejaron elcuerpo sin vida a unos metros del bote,lo cual constituía una lúgubreadvertencia para los que seguían detrás.

La mayor parte de los hombres nopodían ni ver sus raciones de bueysalado y galleta dura, y vivían sólopensando en el escaso reparto de aguade las barricas. Bolitho les habíaobservado durante los breves descansos,consciente de sus penosos movimientosy de la mirada apagada de sus rostros,

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de la manera en que miraban cadacacillo de agua, con expresiones máspropias de animales que de hombres.

Aunque, a pesar de todo, habíanconseguido seguir moviéndose, Bolithosabía que su paciencia se había tornadoen odio hacia él, que sólo seríanecesaria una pequeña chispa paraconvertir la misión en un sangrientomotín.

Durante la noche, dejó dormir atodos los hombres, con Allday yShambler haciendo turnos para cubrirlas guardias. Pero en el segundo bote lavigilancia no era suficiente. O quizá elteniente Lang se había equivocado al

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valorar su propia capacidad paracontrolar a sus hombres.

Cuando Bolitho se despertó de suintranquilo y corto sueño, notó queAllday le tiraba del hombro y sintió elfrío tacto del metal en la mano altenderle su patrón una pistola.

—¿Qué ocurre? —Por unosmomentos pensó que se había quedadodormido más tiempo de la cuenta, perocuando se asomó por encima de laregala vio que sólo había una ligera luzprocedente del este, y que a lo largo delbote los hombres aún yacían enroscadoscomo burdas estarnas.

—¡El señor Lang dice que alguien ha

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dejado sin una gota una de las barricasde su bote, comandante! La noticia serámal recibida cuando su gente sedespierte.

Bolitho se levantó con esfuerzo.—Guarda la pistola. —Pasó por

encima de la regala y notó el frío abrazodel limo en las piernas, hundiéndosemás a cada paso que daba en direcciónal otro bote.

Lang le estaba esperando con elceño fruncido.

—¿Es grave?Lang se encogió de hombros.—Apenas quedan unas gotas, señor.

Sólo tengo una barrica para lo que nos

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queda de ida y para la vuelta.Una voz resonó a través de la

marisma desde el otro bote:—¡Es hora de despertar a los

hombres, señor! Bolitho subió al bote.—Vaya inmediatamente con el señor

Quince y avísele, y luego pase la voz alseñor Carlyon. —Agarró al teniente porla muñeca—. Y nada de pistolas,¿entendido?

Cuando los hombres del segundocúter se despertaron, se quedaronmirando a Bolitho con los ojos aúnempañados y luego unos a otros cuandodijo:

—Durante la noche alguien a bordo

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de este bote ha reventado la barrica. Hatomado una ración considerable y en suprisa culpable ha dejado que el resto desu contenido se vertiera en el palmejar.—Hizo un gesto señalando hacia suspies, hacia el agua que brillaba entre ellodo y el cieno endurecidos que habíanembarcado el día anterior. Lentamente,añadió:

—¡Creo que sabrán lo que esosignifica!

Alguien junto a la proa aulló:—¡Debe de haber sido el señor

Lang, muchachos! ¡Él mismo ha hecho laguardia! —Hubo unos gruñidos de losdemás cuando prosiguió diciendo:

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—¡Los oficiales la han cogido!Bolitho permanecía tranquilo de pie

en el banco de popa con los brazos enjarra. Se daba cuenta de la repentina ydesesperada ira que se respiraba, delhecho de que estaba solo y desarmado.Pero además de esto sentía algoparecido a la culpa, puesto que desdeluego, él era el último responsable.

Dijo con tono calmado:—Estáis equivocados, pero no he

venido para suplicar ni para razonarospara que entendáis. Hasta ahora lohabéis hecho muy bien, mejor de lo quenadie podía esperar. Ya habéisconseguido lo que algunos pensaban que

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era imposible, y si es necesario loharéis aún mejor, ¡aunque no haya nadade agua y tenga que empujaros con mispropias manos!

Un solitario y temprano rayo de soliluminó las armas apiladas, y vio quemás de uno clavaba significativamentesu mirada sobre ellas.

Espetó:—¡Si pensáis que matándome se

aliviará vuestra sed, adelante! Pero si noes así, tengo la intención de izar losrezones y ponernos de nuevo en camino.

La voz aulló de nuevo:—¡No le escuchéis, muchachos!

¡Está intentando proteger a su teniente!

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Bolitho bajó del banco de popa ycaminó lentamente hacia el hombre quetenía más cerca. A través de la marismaveía a los demás mirando en silencio y aAllday con un pie en la regala de subote, preparado para lanzarse en ayudade su comandante.

Llegaría demasiado tarde. Antes deque pudiera alcanzar el costado del boteun hombre podría agarrar un machete ymatarle de un tajo.

—En muchas ocasiones he visto quecuanto más grita alguien más grande essu culpa —dijo sin alterarse. Se paróante una bancada, dando la espalda amás de seis hombres, mientras miraba a

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un corpulento marinero que estaba a suspies.

—Ayer tuve que utilizar aguapotable para limpiar la herida de unhombre; para buscar y ver dónde lehabía picado la serpiente.

No se oía un solo ruido en el bote, ylos que tenía a su lado le miraban comosi se hubiera vuelto loco.

Prosiguió en el mismo tonotranquilo:

—Ni siquiera conocía a ese hombre,al igual que no os conozco a ninguno devosotros. Pero él cumplió con su deber,y lo hizo lo mejor que pudo. —Eraconsciente del frágil calor del sol sobre

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su cara, del salvaje latir de su corazónal quedarse mirando fijamente al hombreque tenía a sus pies. Si se equivocabaestaría sentenciado. Más aún, habría unamatanza sangrienta y sin sentido, sinvencedores al final de la misma, sóloalgunos desdichados perdidos yenloquecidos por la sed vagando por lamarisma hasta morir también o hasta quese mataran unos a otros.

Bolitho dijo:—Cuando limpié el lodo de aquel

marinero su piel apareció blanca bajo laporquería que se le había enganchado ensu esfuerzo por ayudarme a mí y avosotros a conseguir nuestro objetivo.

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—Su mano salió disparada y agarró porel pelo a aquel hombre antes de quepudiera apartarse—. ¡Miradle el pecho!¡Ved dónde el agua, vuestra agua, sederramó mientras bebía hasta llenarse ydejaba que se perdiera el resto!

—¡Es mentira, muchachos! ¡No leescuchéis! —gritó con voz ronca elhombre.

Bolitho le soltó y dijo:—Levántate y ábrete la camisa.—¡No lo haré ni muerto! —el

marinero se echó atrás hacia la regalamostrando los dientes.

—Lo veremos. —Bolitho se dirigióhacia la bancada de popa añadiendo:

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—¡Tienes un minuto!El hombre miró a su alrededor.—¿Qué decís, eh? ¿Acabamos ya

con esos bastardos?Un marinero delgado, con una cruel

cicatriz en un lado de su rostro, dijo consequedad:

—¡Haz lo que él dice, Arry! ¡Notienes nada que temer si dices la verdad!

—¡Cabrón! —El acusado miró a sualrededor—. ¡Cabrones llorones! —Entonces se abrió la camisa—. ¡Pues sí,he robado un poco de agua! —Unacantimplora quedó a la vista ante supecho con el cuello aún mojado bajo laluz del sol.

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Algo parecido a un gran suspirobrotó de los marineros que le miraban,pero ninguno se movió. Todas lasmiradas estaban fijas en la cantimplora,como si fuera el símbolo de unaespantosa revelación que nadie pudieraentender aún.

Bolitho dijo con voz tranquila:—Vayan a buscar al señor Lang.

Este hombre será llevado al barco yjuzgado por su delito.

Por el rabillo del ojo vio que unmarinero saltaba por la borda yempezaba a caminar por el agua hacialos otros botes. La tensión se estabarompiendo, y en su lugar aparecía una

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ola de furia.—¡Hay que colgarle! —Algunos de

los marineros atisbaron a su alrededorcomo si buscaran un árbol—. ¡Hay quecortarle el pescuezo a este canallaladrón!

Bolitho saltó por el costado del botey le hizo señas a Lang. Pero mientrasmiraba hacia donde estaba éste, oyó ungrito de aviso y el súbito sonido delacero. Cuando se dio la vuelta, vio almarinero acusado subido en la regalacon un machete dispuesto encima de sucabeza.

—¡Usted me ha condenado,comandante, así que ahora es mi turno

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de…! —No llegó más lejos.Se oyó un tenue ruido sordo y,

tornándose en asombro el odio de sumirada, cayó hacia delante y boca abajoen el lodo que había junto al bote. Entresus omoplatos tenía clavado un cuchillocon empuñadura de hueso.

El marinero de la cicatriz en la caraestaba junto a la regala mirando elcadáver mientras la sangre formabafinos hilillos rojos entre las manchas delodo.

—No, Arry. ¡Tu turno ya ha pasado!Lang miró a los sorprendidos rostros

y musitó:—Lo siento, señor, ha sido culpa

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mía. He debido de quedarme dormido.—Bajó la cabeza—. No volverá aocurrir, señor.

Bolitho miró hacia el primer bote yvio a Allday que guardaba una pistolabajo su camisa. Había estado al tanto,pero a aquella distancia era pocoprobable que hubiera sido capaz desalvarle la vida.

Bruscamente, dijo:—Sé que no volverá a pasar, porque

si ocurre, ¡me aseguraré personalmentede que le hagan un consejo de guerra! —Vadeó por el lodo pasando a su lado yañadiendo:

—¡Recupere el machete de ese

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cadáver y póngase en camino!Allday le tendió la mano para

ayudarle a subir al bote con el rostromarcado por la preocupación.

—¡Por Dios, comandante, ha corridoun tremendo riesgo!

Bolitho se sentó e intentó deshacersede parte del lodo que tenía en laspiernas.

—Tenía que asegurarme. No esnecesario que yo les guste a esoshombres. Pero sí deben confiar en mí.—Lanzó una mirada a la carapreocupada de Pascoe—. Y yo deboconfiar en ellos. Creo que esta mañanatodos hemos aprendido una lección.

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Esperemos que aún nos quede tiempopara sacar provecho de ello.

Se puso en pie y miró con calma a lolargo del bote.

—Apareje de nuevo los cabos deremolque, señor Shambler. Todavíaqueda camino por hacer.

Observó cómo bajaban del bote, consus cuerpos recubiertos de lodo secohasta hacerlos casi irreconocibles, y susojos fijos en algún punto más allá delsiguiente tramo de marisma y de cañas.

Con pesadez en sus movimientos, élles siguió y se colocó en su sitio a lacabeza del cabo. Allday tenía razón.Había sido una locura hacer ese gesto.

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La mayoría de los comandantes habríanordenado prender al hombre y lehubieran hecho azotar hasta que se levieran las costillas a pesar de lasituación; más como un ejemplo ante undesafío frontal que por un sentido de lajusticia por haber robado agua de suscompañeros de rancho.

El cabo se aflojó haciendo que casise cayera de cara, y al darse la vueltavio que los hombres estaban tirando tanfuerte que el bote avanzaba por lamarisma y dejaba las cañas partidas y laporquería por su popa como si estuvieradominado por manos invisibles.

El hombre que estaba más cerca de

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él jadeó entre tirones:—¡Llegaremos allí, señor! ¡No tema

por eso!Bolitho asintió y se volvió para

mirar hacia las oscilantes cañas quetenía delante. ¿O eran ellos los queoscilaban? Se frotó bruscamente losojos con la mano para aclarar la bruma,pero cuando volvió a mirar todavíaseguía ahí.

Allday, que iba a la cabeza del otrocabo, le lanzó una mirada y suspiró.Había visto la sorpresa en los ojos deBolitho, la repentina emoción al darsecuenta de que los hombres se estabanesforzando más que nunca, no por

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ninguna causa, sino solamente por él.Allday sabía desde hacía tiempo que

la mayoría de los marineros harían loque fuera por un oficial que les tratarajusta y humanamente. Era extraño queBolitho no supiera aquel hecho,especialmente cuando él era quien másdebiera saberlo de todos ellos.

Pasado el mediodía, Bolitho dio elalto, y, jadeando por el esfuerzo, loshombres volvieron a subirse a los botes,demasiado cansados como para mirarlas barricas que estaban preparadas parael reparto de agua.

Bolitho examinó cada uno de losbotes por turnos, y su mente se rebeló

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ante lo que vio. Estaban casi muertos, ycasi ningún hombre miraba más allá desu propio bote. La mayoría estabansentados en las bancadas, con la cabezacolgando, ajenos incluso a las moscasque revoloteaban y que exploraban susojos y sus labios agrietados, mientrasesperaban como animales en silencio lasiguiente orden.

Le hizo señas a Pascoe:—Bien, muchacho, éste es el

momento. —Mantuvo el tono de vozcalmado pero vio que la cara del chicose iluminaba con un súbito entusiasmo.Prosiguió:

—Sube al remo y echa un vistazo

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alrededor. Tómate tu tiempo y nomuestres decepción si no avistas nada.—Apoyó su mano en el hombro delmuchacho—. Todos te estarán mirando,¡recuérdalo!

Se dejó caer contra la caña deltimón mientras Pascoe iba hacia proaentre las apáticas figuras, con la cabezaladeada mirando atentamente el remoamarrado verticalmente en la proa. Seencaramó al remo; su silueta serecortaba contra el cielo azul pálidomientras subía lentamente enroscadopara asomarse por encima de las cañas yver lo que había más allá.

—Dios mío, espero que haya algo

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que ver —susurró Allday.Bolitho ni se movía, como si pudiera

distraer al chico y destruir su últimaoportunidad de sobrevivir.

—¡Nada delante, señor!Algunos de los hombres estaban de

pie mirando hacia la delgada figura delmuchacho, con los brazos sin fuerzas yen sus costados, como prisioneroscondenados a muerte.

—¡A babor, señor! —Pascoeresbaló un poco y apretó sus piernas conmayor firmeza alrededor del gastadoremo—. ¡Una colina! ¡A unas dosmillas!

Bolitho bajó su mirada hacia la

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aguja náutica, sin apenas atreverse amirar, por la amura de babor, hacia elnoroeste de donde estaban.

—¿Tiene un saliente en punta abajoen uno de los lados? —le preguntó.

—Sí, señor. —La voz del chico sonóde repente con más aplomo:

—Sí, lo veo.Bolitho miró a Allday y cerró la

aguja de golpe.—Entonces hemos llegado.Pascoe se deslizó hasta abajo por el

remo y caminó de modo vacilante entrelos marineros que le saludaban yanimaban con voz rota y que le dabangolpes en los delgados hombros y

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decían su nombre al pasar, como si élsolo les hubiera salvado del desastre.Cuando alcanzó la popa, preguntóaturdido:

—¿Está todo bien, señor?Bolitho le miró seriamente.—Sí, señor Pascoe —observó cómo

una ola de placer recorría los rasgosmugrientos del muchacho—. ¡Desdeluego que sí!

* * *

Tanteando sus pasos como un ciego,Bolitho se encaramó lentamente a una

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gran roca lisa y se puso de pie; esperabarecobrar su aliento mientras sus oídosexploraban la oscuridad que le rodeaba.Por encima de su cabeza, el cielo con sutecho infinito de estrellas estaba yamucho más claro, y mientras se volvíaligeramente hacia la leve brisa imaginóque olía el amanecer. Había refrescadomucho, y a través de la camisa abierta supiel sintió el frío y la humedad.

Observó los ondulados montículosde tierra bajo la línea del cielo yencontró tiempo para maravillarse anteel hecho de que su pequeña fuerza deasalto hubiera vivido para verlos. Eracomo si hubiera llegado allí él solo y sin

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ayuda, como si él fuera el único hombrevivo en aquel lugar olvidado; aunquetras él, al pie de la escarpada cuesta, losdemás estaban ya despiertos ypreparándose para salir, buscando atientas sus armas y esperando parallevar a cabo lo que tenían que hacer, sinimportar sus escasas posibilidades y loinútil que fuera su gesto.

Bolitho estiró los brazos y notó quesus músculos protestaban ante elrepentino movimiento. Sin esfuerzopodía recordar a aquellos mismoshombres la tarde anterior cuandosalieron de la marisma dando tumbos.Mugrientos y a punto de desplomarse,

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sus ojos relucían con algo parecido a lagratitud por poder sentir la tierra bajosus pies. Muchos no habían puesto unpie en tierra desde hacía meses, y tras ladesesperante travesía de la marismahabían sido casi incapaces de aguantarsede pie; se tambaleaban como borrachoso se agarraban unos a otros en busca deapoyo. Se mordió el labio, deseandotener más tiempo. Quizá aquelloshombres estuvieran ya demasiadocansados, demasiado desanimados porla experiencia sufrida para rematar eltrabajo que les había llevado tan lejos.O puede que Pelham-Martin hubieracambiado de idea y ni siquiera llegara a

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lanzar otro ataque tal como habíaprometido.

De manera casi salvaje sedesembarazó de las dudas que leacosaban y bajó por la cuesta hastadonde le esperaba el teniente Lang.

—Todos los hombres se hanalimentado, señor. Les he dado unaración doble de agua, tal como haordenado. Bolitho asintió.

—Bien. Nadie podría esperar deellos que hicieran el viaje de vuelta através de la marisma, por lo que esmejor que luchen con el estómago lleno.

Lang no dijo nada, y Bolitho imaginóque probablemente estaría pensando en

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la otra alternativa: que sin más racionespara mantenerse con vida los hombrestendrían que luchar y vencer; o rendirse.

Bolitho se movió inquieto.—El señor Quince debería de estar

ya de vuelta. Tendremos que ponernosen marcha inmediatamente si queremosllegar a tiempo a la posición prevista.

—Es extraño pensar que el mar estájusto detrás de esas colinas, señor. Estelugar parece un desierto —dijo Langencogiéndose de hombros.

Alguien gritó con voz ronca:—¡Aquí viene el señor Quince,

señor! —La alta figura del tenienteemergió de la penumbra como un

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espectro, con su camisa rasgadaflameando bajo el suave viento mientrasbajaba rápidamente y con grandeszancadas por la cuesta con los tresmarineros que se había llevado comoexploradores para investigar el terreno.

—¿Y bien? —Bolitho apenas podíaocultar la ansiedad en su tono de voz.

Quince se llevó una cantimplora a laboca y bebió un buen trago de agua,parte de la cual le cayó por el pecho.

—Tal como usted pensaba, señor. Elcabo que hay allá lejos es donde estánsituados los cañones. —Eructóruidosamente—. Es como una vaguadaentre aquellas dos colinas, por lo que no

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me extraña que la batería quedaraescondida desde el mar.

Bolitho se estremeció ligeramente.—¿Cuántos hay?Quince se frotó la barbilla.—Siete u ocho piezas de artillería

de campaña, señor. Hay centinelas en elcabo en cuestión y más a nuestraderecha. Hay como un sendero que llevaal pueblo bordeando la bahía, y hemosvisto un farol en su parte más estrecha.

—Ya veo. —Bolitho sintió que leinvadía la excitación—. ¿Y no haycentinelas entre esos dos puestos?

—Ninguno. —Quince dijo conénfasis—: ¿Y por qué tendría que

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haberlos? Con la marisma a susespaldas y la bahía delante, desde luegodeben sentirse muy a salvo.

—Entonces nos pondremos enmarcha.

Bolitho se dio la vuelta para bajar lacuesta pero se detuvo cuando Quinceañadió:

—Los gabachos se sienten tanseguros que ni siquiera se molestan enesconderse, señor. Hay algunas tiendasjunto a los cañones, pero tengo laimpresión de que el grueso de losartilleros está acuartelado en el pueblo.Después de todo, a nuestros barcos lesllevará horas colocarse en posición para

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un nuevo ataque. Los franceses tienentodo el tiempo del mundo. —Acomodósu paso al de Bolitho hasta ponerse a sulado—. También prueba que LasMercedes está en manos del enemigo.

—Afortunadamente, eso no es denuestra incumbencia. Los barcos estánaquí.

Quince sonrió entre dientes.—Les daremos algo que morder. Un

buen ataque bastará. Luego, podemosatacar desde el acantilado con loscañones y retirarnos hacia la marisma yesperar a que nos recoja la escuadra.

Bolitho no contestó, y tuvo que hacerun esfuerzo para concentrarse en el

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problema inmediato de conducir a sushombres en la oscuridad. Las palabrasde Quince habían desencadenado otroalud de ideas en su mente. Los francesesestaban confiados, e incluso sin el apoyode la batería del acantilado podríanhacer mucho daño a la escuadraatacante. Y ese ataque no era la soluciónal rompecabezas. Ninguno de los barcosfranceses llevaba la insignia de mandode Lequiller. Él estaba en alguna partepor ahí fuera, libre y sin trabas, mientrasla pequeña fuerza de Pelham-Martin ibamenguando poco a poco.

Alcanzó a las figuras en sombras alpie de la cuesta y se maravilló ante el

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cambio que habían experimentado.Incluso con aquella luz tan pobre veía elaplomo con que esperabanpacientemente junto a sus mosquetes,con los semblantes pálidos contra elespeso follaje que tapaba los límites dela marisma.

Fox, el ayudante del condestable, sellevó los nudillos a la frente.

—Todo cargado, señor. Hecomprobado yo mismo cada mosquete.

Bolitho dijo:—Escúchenme. Dentro de un

momento vamos a subir por la ladera dela colina en tres partidas separadas. Nose amontonen, y asegúrense de no

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resbalar. Si a algún hombre se le disparael mosquete accidentalmente estaremostodos listos. Tenemos que alcanzar laparte más elevada antes del amanecersin ser vistos.

Añadió con tono tranquilo:—Justo al otro lado está la bahía. Y

bajo los acantilados están los restos dela Abdiel y de toda su dotación.Recuerden su suerte cuando llegue elmomento, y háganlo lo mejor quepuedan.

Hizo un aparte a un lado con lostenientes.

—Señor Quince, usted ocupará elcabo mientras yo capturo los cañones.

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El señor Lang cubrirá el camino alpueblo e impedirá que nadie entre osalga de la zona.

—¿Y los guardiamarinas, señor? —preguntó Lang.

—Mantendrán el contacto entrenosotros. —Miró a uno y a otro—. Sicaigo, será el señor Quince el que debacompletar nuestra misión. Y si nos matana ambos, entonces será usted quien lohaga, señor Lang.

Allday salió de entre las sombras sinhacer ruido.

—Listos, comandante.—Bien, caballeros. Creo que ya

hemos malgastado bastante tiempo con

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palabras.Quince comprobó las pistolas de su

cinto y musitó:—¿Qué será de los botes, señor?—Los dejaremos escondidos. Si

tomamos la batería podremosrecuperarlos más adelante. —Miró a lolejos—. Si no, ¡se pudrirán comorecordatorio de nuestra acción!

Sin mediar más palabras, empezó atrepar por la cuesta, y mientras losexploradores de Quince se desvanecíandelante de él entre las sombras, losmarineros empezaron a seguirle enhileras.

Bolitho se preguntó cuál sería el

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primer pensamiento de los centinelasenemigos cuando vieran a los marinoscargando contra ellos. Enloquecidos,andrajosos y recubiertos de fango seco,infundirían terror a cualquiera que se lespusiera por delante.

Había tenido que esforzarse muchopara evitar que los hombres se lavaranun poco una vez recuperados de sutravesía por la marisma. A diferencia delas gentes de tierra, los hombres de marsiempre intentaban estar limpios, sinimportarles lo escasas que fueran susraciones de agua o las condiciones enque se encontraran.

Lanzó una mirada a su izquierda y

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vio la delgada columna de hombres deQuince que subía la cuesta. Podíandistinguirse ya las figuras individuales,los mosquetes al hombro y el brillo letalde las bayonetas caladas. CuandoQuince miró hacia él, movió su brazo,indicando que también él comprendía laimportancia de darse prisa pues estaba apunto de amanecer.

Uno de los exploradores bajócorriendo por la ladera de la colina conel mosquete por encima de la cabeza;saltaba de roca en roca como si hubieraestado haciéndolo toda su vida.

—Todo despejado, señor. —Señalóhacia la curvada cima de la montaña

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donde las primeras y débiles lucesempezaban a aclarar las sombras y ateñir de color los gruesos matojos y laspiedras.

Bolitho vio que el explorador era elmarinero de la cicatriz en la cara que lehabía salvado la vida con un puñal bienapuntado.

—Buen trabajo.Hizo una señal a Lang, que iba a la

cabeza de su partida en dirección a laparte derecha de la colina. Mirandohacia Allday, dijo:

—Diga a los hombres que esperenaquí. Voy arriba a echar un vistazo.

Con el flaco marinero a su lado,

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subió apresuradamente la última partede la ladera y se puso cuerpo a tierra, ybuscó a tientas su pequeño catalejomientras la bahía se abría ante él conimponente belleza. A la derecha y a lolejos estaba la elevada y escarpadacolina que Pascoe había avistado desdela marisma, con sus crestas y sus laderasrelucientes bajo la pálida luz del solcomo la punta pulida de una flecha. Elpueblo, a sus pies, estaba todavíaenvuelto en oscuras sombras, peroBolitho estaba ya moviendo su catalejohacia el mar abierto y los barcos, queseguían fondeados a lo largo de laentrada de la bahía.

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El marinero señaló con el brazo.—¡Allí están los cañones, señor!Bolitho bajó el catalejo y lo apoyó

en una piedra. Los cañones pesados,siete en total, estaban muy cerca delborde del acantilado, con sus bocasclaramente dibujadas contra laspequeñas cabrillas de las olas quepasaban por debajo a lo lejos. Desdeluego, era una gran vaguada, y donde lasiguiente colina se elevaba hacia elextremo del cabo pudo ver una fila detiendas de color claro y un solitariocentinela que paseaba lentamente arribay abajo. El sendero que conducía desdela colina hacia el alejado pueblo era

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invisible desde allí, pero Bolitho supusoque el centinela estaba perfectamente ala vista de su homólogo en aquelcamino.

Algunas piedras rodaronruidosamente cuando el guardiamarinaCarlyon trepó hasta su lado.

—Con los respetos del señor Lang,señor, sus hombres están situados sobreel camino. —Se asomó en dirección alos cañones y se estremeció—. Sólo hayun guardia al final del mismo, señor.

Bolitho apuntó el catalejo hacia elcentinela que estaba más allá de lahilera de tiendas. Faltaba poco. ¿Quédemonios era lo que retenía a Quince?

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Pestañeó rápidamente y enfocó denuevo su catalejo. Por un momentopensó que sus ojos le habían jugado unamala pasada. Un segundo antes, elcentinela estaba paseando a lo largo delborde del acantilado, con las manos enlos bolsillos y cabizbajo, pensandoseguramente en lo que le depararía eldía que empezaba. Ahora no había nadieallí, como si hubiera desaparecidomisteriosamente por la ladera del cabo.Bolitho esperó unos segundos más yentonces vio que algo de color blanco seelevaba sobre unos matorrales bajos.Era la señal. El desafortunado centinelaya no tendría que pensar más en aquel

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día, ni en ningún otro. Bolitho espetó:—¡Dígale al señor Lang que estamos

a punto de atacar!Mientras el asustado guardiamarina

corría cuesta abajo, Bolitho se volvió ehizo una señal a Allday:

—¡Seguidme, muchachos! ¡Ni unruido y ningún disparo hasta que yo déla orden!

Entonces, cuando el sol se mostrópor primera vez sobre las lejanascolinas, salió corriendo a la carreracuesta abajo hacia la batería, con elsable en la mano y los ojos clavados enlas silenciosas tiendas.

La ladera en sombras de la colina

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era más escarpada de lo que habíapensado, y cuando ganó velocidad creyóque se iba a caer de narices. Detrás deél, el ruido aumentaba mientras laanticipación y la tensión dejaban paso auna excitación salvaje que ni siquieralas amenazas podían controlar, y por elrabillo del ojo vio a un marinero quepasaba por su lado con la bayonetaapuntada como un chuzo y cargando a lacabeza de sus compañeros.

En alguna parte alejada se oyó eldisparo de una pistola, insignificante allado del ruido de los pies corriendo y elintenso jadear, y cuando Bolitho saltabapor encima de unas rocas desprendidas,

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un hombre salió de una de las tiendas yse quedó inmóvil, como si se hubieraconvertido en piedra.

Entonces, se dio la vuelta y abrió lapuerta de la tienda mientras aullaba:

—¡Aux armes! ¡Aux armes!De las otras tiendas salieron

rodando y tropezando varias figuras,algunas con armas, pero la mayoría sinellas, y corrieron de un lado a otroprobablemente sin saber todavía lo queestaba pasando.

Sonaron más disparos en el aire fríode la mañana y varios de los francesescayeron desordenadamente al lado delas tiendas. Mientras la irregular hilera

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de los hombres de Quince aparecíaalrededor de la colina, alguien,probablemente un oficial, disparó supistola y trató de llevar a sus asustadoshombres hacia los cañones. Fueentonces, y sólo entonces, cuando losartilleros recién despertados vieron lapartida de Bolitho cargando contraellos.

Aquí y allá se oía el disparo de unmosquete, y Bolitho notó cómo una balapasaba a unos pocos centímetros de él.Pero la resistencia acabó antes de quepudiera empezar, y cuando un soldadotras otro fueron tirando sus armas,Bolitho oyó a Quince que vociferaba por

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encima de los gritos y alaridos:—¡Alto el fuego, maldita sea!

¡Dadles cuartel!Bolitho vio a un marinero que poma

una rodilla en tierra para apuntar con suarma a un soldado francés, que no sólotenía las manos arriba en señal derendición, sino que estaba a sólo dosmetros del cañón del mosquete,mirándolo fijamente como un conejoaterrorizado. Bolitho golpeó el brazodel hombre con la hoja plana y éste bajóel mosquete con incredulidad y aireaturdido. Le espetó:

—¡Reserve las fuerzas!Y mientras el marinero se urna a los

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demás, Bolitho señaló hacia el oficialfrancés que, solo y desafiante, estaba deespaldas al mar, empuñando firmementeun sable.

—¡Tire el sable! —Bolitho viocómo la duda del rostro de aquelhombre se tornaba en súbita furiamientras con un grito se lanzaba haciadelante y acometía con su sablebrillando al sol como oro bruñido.

El repentino choque de acerospareció interrumpir momentáneamente elataque. Incluso los victoriososmarineros bajaron sus armas, atónitosante la desesperada valentía de unocontra muchos.

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Bolitho sintió el aliento del hombreen la cara al enzarzarse ambasempuñaduras mientras se acercaban a unpesado cañón, levantando polvo con lospies en su lucha por conseguir yaprovechar una primera ventaja. Con elhombro junto al sable, Bolitho empujócon todas sus fuerzas, y vio cómo suoponente se tambaleaba con la hojatodavía en alto para protegerse elcuello.

Bolitho bramó entre dientes:—¡Ríndete, maldita sea! ¡Ríndete!Pero el francés pareció que se

encendía aún más, y con un salto lanzóuna fuerte estocada hacia delante.

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Bolitho desvió la hoja a un lado, hizouna breve pausa y, mientras el otrohombre se desequilibraba al topar con laenorme rueda del cañón, lanzó unaestocada y notó el terrible impacto delacero contra las costillas, y luego unúltimo impulso que hizo que el hombrevaciara sus pulmones en un gritoespantoso.

Bolitho se quedó unos momentosmirando la figura sin vida apoyadacontra la rueda.

—¡Estúpido! —Miró el sable en sumano, rojo bajo la luz del sol—.¡Estúpido valiente!

Allday se acercó, con el pesado

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alfanje balanceándose en su puño comosi fuera un juguete.

—¡Bien hecho, comandante! —Apartó el cadáver del cañón y lo empujóhacia el borde del acantilado—. Unomenos por el que preocuparse.

Bolitho alzó el sable y se lo quedómirando, sorprendido de que su manoestuviera tan firme cuando todas lasfibras de su cuerpo parecían estartemblando de forma incontrolada.

Dijo apesadumbrado:—Espero morir tan valientemente

cuando llegue el momento.Quince pasó jadeando junto a los

prisioneros y sonrió:

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—¡No hemos perdido ni un solohombre, señor! Sólo hay veinteprisioneros, así que no nos costarámucho vigilarlos. —Escrutó a Bolithocon aire preocupado—. ¿Se encuentrabien, señor? Bolitho le miró fijamente.

—Gracias, sí. —Deslizó el sable ensu vaina otra vez—. Pero ahora quehemos tomado los cañones tengo otraidea respecto a los mismos.

Quince se humedeció los labioscuando se oyó una trompeta desde losbarcos fondeados.

—No tenemos mucho tiempo, señor.Los gabachos enviarán botes a tierra conmás hombres de los que nosotros

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podamos dominar.Bolitho no le escuchó.—Algo que dijo usted antes, señor

Quince.—¿Qué dije yo, señor?—Usted comentó que la escuadra

tendría que luchar duramente, inclusoaunque no tuviera la oposición de labatería.

Quince se encogió de hombros.—Bueno, señor, si eso es lo que

dije, siento haberle hecho dudar. —Movió la cabeza con admiración—.Tras ver la manera en que nos ha traídohasta aquí y ha tomado esos malditoscañones, le agradezco que tenga en

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consideración mi opinión.Bolitho caminó hasta el borde del

acantilado.—No basta. La Abdiel fue alcanzada

y ardió a los pocos minutos del primerataque. —Hizo un gesto hacia un toscomontículo que había junto a las tiendas—. Utilizaron balas candentescalentadas en ese rudimentario hornopara hacerlo con tanta rapidez.

Quince asintió con aire grave.—Lo sé, señor. Es una pena que las

brasas estén apagadas. Podríamos haberhecho arder un barco, quizá dos, comoregalo antes de marcharnos de estelugar.

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Bolitho observó los barcos conexpresión de gran concentración.

—Pero si usted fuera el comandantede un barco francés de allá abajoesperaría el ataque desde aquí —asintiócon firmeza—. ¡Vaya a buscar al señorFox y dígale que prepare los cañonespara disparar! —Mientras Allday seapresuraba a buscarle, añadió:

—Prenda fuego a una de aquellastiendas y luego rodé las llamas con agua,señor Quince. Con suerte, los francesescreerán que estamos calentando lasbalas al rojo vivo, ¿eh? Eso bastará porel momento.

—¡Botes abriéndose del costado de

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dos de los buques franceses, señor! —gritó Shambler.

Bolitho asintió. Los barcos tendríangente de sobra mientras estuvieranfondeados y aún les quedarían hombrespara manejar los cañones cuando llegaraPelham-Martin. Se cogió las manos a laespalda. Si llegaba Pelham-Martin.

—¡Envíe un hombre a la cima paraque nos avise de la llegada de nuestrosbarcos!

—A la orden, señor —respondióShambler.

En ese momento llegó a su lado elayudante del condestable. Era un hombreenjuto y pequeño con un aspecto muy

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acorde con su apellido[4].—Adelante, señor Fox. —Bolitho

observó con detenimiento cómo losprimeros botes cogían arrancada ybogaban hacia tierra—. Póngase atrabajar con esos cañones y apunte alsegundo barco de la línea.

Fox se llevó la mano a la frente yentonces dijo con voz ronca:

—Puedo tener también el horno listosi me da media hora, señor. —Se rióentre dientes mostrándolos congenerosidad—. Mi padre era herrero,señor, y me enseñó muy bien cómoencender las brasas deprisa.

Bolitho notó que le invadía la

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excitación. Con Pelham-Martin o sin él,no todo sería en vano si él podíaremediarlo.

Gritó:—¡Dígale al señor Lang que resista

en el camino! ¡Con el borde delacantilado a un lado y sus hombres en elotro no tiene que entrañar demasiadadificultad!

Se forzó a sí mismo a caminardespacio a lo largo del borde delacantilado, observando los botes aremos a lo lejos bajo sus pies,insignificantes e impersonales.

Fox exclamó:—¡Listos, señor! —Estaba agachado

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tras el cañón más cercano, con el ceñofruncido en un gesto de concentraciónprofesional.

—¡Dispare una bala de alcance! —replicó Bolitho.

Fox saltó a un lado y sostuvo sumecha encima de la recámara. El rugidodel cañón retumbó entre las cimasgemelas, y de debajo de los acantiladossalieron cientos de aves asustadas,revoloteando en círculos por encima delos marineros en un coro enfurecido.

—¡Corto! —Fox sonreía lleno deregocijo. Al lado de los balances de labatería de un barco aquello era un juegode niños para él. Estaba vociferando de

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nuevo hacia sus hombres—. ¡Espeques!¡Boca a la derecha! —Brincaba detrásde la recámara incluso mientras losotros refrescaban los cañones yrecargaban—. ¡Listos! ¡Éste deberíadarles! —Esperó con evidenteimpaciencia que la enorme bala fueraafirmada con el atacador y entonces dijo—: ¡Ahora elevad a la vieja dama! —Levantó el puño amenazador delante dela cara sudorosa de un marinero—.¡Despacio, muchacho, despacio!

Puso la mecha otra vez y con otrorugido el cañón dio una sacudida haciaatrás contra la roca dura del suelo, y elhumo se elevó por el acantilado en una

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compacta nube marrón.—¡Demasiado largo! —Fox se frotó

las manos—. ¡Esta próxima será labuena!

Quince se acercó a Bolitho para vercomo, primero un bote y luego otro,titubeaban y empezaban a bogar devuelta a sus respectivos barcos.

—Deben de haber avistado mi humo—se rió entre dientes—. ¿Qué hacemosahora, señor?

Bolitho podía imaginarseperfectamente la consternación quedebía de reinar en los barcos fondeados.Ser bombardeados de aquella manera yaera suficientemente malo, pero ante la

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perspectiva de las balas enrojecidas deregalo, sus comandantes tendrían queactuar con rapidez si querían ponersefuera de su alcance.

Fox retrocedió.—¡Fuego! —Corrió hasta el borde

del acantilado protegiéndose los ojosdel sol con la mano para ver la caída deldisparo.

Una gran columna de agua se elevóal costado de la aleta del segundo barco,y Bolitho supuso que debía de haberlealcanzado cerca de la línea de flotación.

Fox parecía tener una reserva ocultade energía.

—¡Eleven todos los cañones! —

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Corrió de cañón en cañón, mirandocomo referencia al primero paraasegurarse de una andanada exacta—.¡Fuego! —La fila de cañones dio unasacudida al unísono, y alrededor delobjetivo se elevaron columnas de aguacomo fantasmas enfurecidos.

—¡Comandante, señor!Bolitho se dio la vuelta y vio a

Pascoe que le miraba fijamente. Estabajadeando y, evidentemente, había hechotodo el camino corriendo desde elpuesto avanzado de Lang.

—¿Qué ocurre, muchacho?—El señor Lang me ha encargado

que le diga que hay soldados que se

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acercan por el camino desde el pueblo,señor. Están a unos tres kilómetros, peroavanzan con gran rapidez. —Lanzó unamirada a los barcos como si los vierapor primera vez.

—¿Cuántos hombres, señor Pascoe?—musitó Quince.

El chico se encogió de hombros.—Varios cientos, señor.Bolitho miró a Quince.—Franceses o españoles, nos

importa poco. Querrán desquitarse connosotros, y el señor Lang no podrá hacermucho más que retrasar el ataque unosminutos. —Sacó su reloj—. ¿Dóndedemonios están nuestros barcos?

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Pascoe seguía mirándole.—¿Hay algún mensaje para el señor

Lang, señor? Se volvió para mirar a Foxcuando el pequeño ayudante delcondestable dio un saltó y aullóferozmente:

—¡Dos blancos, muchachos! ¡Estoles enseñará modales! Bolitho dijo concalma:

—Dígale que me mantengainformado. —Observó cómo Pascoesalía corriendo de nuevo hacia la laderade la colina y entonces añadió:

—A menos que el comodoro lleve acabo su ataque muy pronto, señorQuince, me temo que será demasiado

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tarde. —Señaló hacia el barco máscercano, en el que los hombres estabanya trepando a la arboladura ydesplegándose a lo largo de las vergas—. Ése ha perdido los nervios. Nuestrocomodoro llegará para encontrarnosmuertos y ver que los barcos se han idosi pasan una o dos horas.

Quince asintió con tristeza:—Puede que se haya retrasado,

señor.Bolitho observó el humo que

desaparecía por el borde del acantilado.El viento soplaba con cierto brío y demodo constante. No había excusa paraque los barcos no estuvieran allí tal

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como le había prometido.Dijo con brusquedad:—Continúe disparando. ¡Y dígale al

señor Fox que se dé prisa con esemaldito horno! —Entonces caminó conrapidez hacia la hilera de tiendas,absorto en sus pensamientos.

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XII

EL SEÑOR SELBY

Fiel a su palabra, Fox, el ayudantedel condestable, estaba haciendo unmilagro con aquel horno tanrudimentario. Utilizando generosasporciones de pólvora espolvoreada yarbustos secos recogidos a toda prisa,gateaba alrededor de su puerta dehierro, asomándose y asintiendo consatisfacción antes de volver corriendo asupervisar a sus hombres.

Bolitho miró hacia el sol, ahora

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claro y de color intenso sobre la afiladacima, y entonces caminó hacia el bordedel acantilado para observar los barcosfondeados que asomaban allá a lo lejos.Los primeros signos de pánico lossustituyeron por preparacionesmetódicas para hacerse a la vela, perosupuso que a todos aquellos barcosfondeados juntos con tanto esmero y demanera tan sólida aún les llevaría unabuena media hora completar laoperación.

Espetó:—Voy a ver al señor Lang.

Infórmeme cuando esté listo con lasbalas rojas. —Se dio la vuelta y se puso

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a caminar a grandes zancadas hacia elagreste camino con Allday a su lado,deslumbrado por el mar que tenía abajoy consciente de su crecientedesesperación.

Encontró a Lang y a sus hombresdesplegados por encima del estrechosendero, resguardándose como mejorpodían detrás de las rocas caídas, consus mosquetes apuntando hacia la ampliacurva que desaparecía alrededor de laladera de la colina por la que habíaempezado el ataque.

Lang vio a Bolitho y se levantóapresuradamente.

—Hemos perdido de vista a los

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soldados, señor. Pero aparecerán poraquella curva en cualquier momento.

Bolitho hizo señas a Carlyon.—¡Diga al señor Quince que envíe

veinte hombres más a paso ligero!Prosiguió mirando a Lang:—Podemos mantener un rato este

camino en nuestro poder siempre ycuando los soldados no se infiltren pordetrás de nosotros. —Estaba pensandoen alto, intentando imaginar la ladera dela colina y el terreno de detrás tal comolo verían militares experimentados.Parecía increíble que se hubierancongregado tantos soldados en un lugarcomo aquél, y el hecho de que Lequiller

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los hubiera transportado en bloque hacíaaún más difícil entender su propósito.

Cuando llegaron más hombresarmados jadeando por el sendero gritó:

—¡Despliéguense por la ladera! ¡Noabran fuego hasta que yo dé la orden!

Lang se movió inquieto.—¿Alguna señal de la escuadra,

señor?Bolitho negó con la cabeza:—Todavía no.Miró a los andrajosos marineros que

trepaban más arriba del sendero y seapercibió de la tensión de sus rostros yde las aprensivas miradas que lanzabanhacia el mar. Conocían las nulas

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probabilidades de lograr mantener laposición sin que nadie se lo dijera. Nomás raciones, y pronto el sol estaría alláen lo alto para acabar con sus últimasfuerzas y deseos de luchar.

Entonces oyó aquel nuevo sonido, elconstante ruido de los pasos de las botasque golpeaban el irregular camino comoun ejército de tambores.

Los primeros soldados doblaron lacurva del camino, y al grito de una ordense detuvieron, a menos de cien metrosdel marinero más cercano.

Un pie resbaló sobre las piedras yapareció Pascoe jadeando y hablandoentrecortadamente a la altura del codo

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de Bolitho:—¡El señor Quince dice que la

primera bala está al rojo y lista, señor!—Atisbo hacia la inmóvil formación desoldados a través del camino y añadiócon voz sorda:

—¡Los franceses!Bolitho alzó su catalejo y observó

detenidamente a los silenciosossoldados durante varios segundos.

—Sólo los uniformes son franceses,señor Pascoe. —En la pequeña lenteveía a los soldados tambaleándose porel cansancio de su marcha forzada, sutez morena y la despreocupada maneraen que sostenían sus mosquetes con

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bayoneta calada—. Ningún soldado dela infantería francesa estaría en unapostura tan descuidada. —Añadióbruscamente:

—Dígale al señor Quince que abrafuego sobre el segundo barcoinmediatamente. Él sabrá qué hacer.

El chico titubeó, con la mirada aúnpuesta sobre los soldados.

—¿Se quedará aquí, señor?Bolitho se guardó el catalejo en el

bolsillo.—¡Vete ya! ¡No hay tiempo para

charlas! —Cuando el chico se dio lavuelta para partir, añadió:

—¡Todo irá bien por aquí, siempre

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que alcancen ustedes a ese barco!—¡Parte de las tropas de la

retaguardia están dirigiéndose a lacolina, señor! —murmuró Lang.

Bolitho asintió:—¡Preparados para disparar! —

Desenvainó el sable y apoyó la hojasobre su hombro—. ¡Intentaránatacarnos, señor Lang, así que estéatento!

Sonó un silbato desde cerca de lacurva del camino y las primeras filas desoldados empezaron a trotar condeterminación hacia la parte másestrecha, donde una pequeña avalanchahabía sembrado de piedras el paso.

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—¡Apunten! —Bolitho levantó elsable por encima de su cabeza, y notó elsudor que le caía por el pecho y lasequedad de los labios—. ¡Fuego!

Cuarenta mosquetes hicieron añicosel silencio en una irregular descarga defusilería que brotó desde las posicionesprotegidas de los marineros. Mientras elhumo se arremolinaba sobre la bahía,Bolitho vio soldados que setambaleaban y caían, y algunos de ellosdesaparecían de la vista por elacantilado.

—¡Recarguen! —Trató de mantenerun tono de voz calmado, a sabiendas deque cualquier muestra de pánico iba a

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convertir la exigua defensa en una huidaen desbandada. Parte de las tropasseguían avanzando, pero cuandoalcanzaron los cuerpos de suscamaradas caídos titubearon, y entoncespusieron una rodilla en tierra paradisparar a ciegas hacia la ladera de lacolina. Inmediatamente, las balas demosquete pasaron silbando y rebotandoen todas direcciones, y cuandoaparecieron más soldados trotando porla curva, Bolitho gritó:

—¡Apunten! ¡Fuego!La respuesta fue menos uniforme,

puesto que algunos aún no habían tenidotiempo para recargar en la estrechez de

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sus puestos, pero cuando las balasalcanzaron salvajemente a los soldadosapretujados, fue más que suficiente. Sindejar de disparar, los soldados seretiraron, y dejaron cerca de una docenade muertos y heridos en el sendero,mientras otros habían desaparecidocompletamente en el mar bajo elacantilado.

Un gran estallido resonó alrededorde la ladera de la colina y Bolitho dijo:

—Espero que Fox mantenga lapuntería, señor Lang.

Una bala de mosquete pasó silbandojunto a su cara, y Bolitho saltó tras lasrocas al ver que disparaban casi desde

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la ladera de la colina, por encima delsendero.

—¡Una avanzadilla! —Se protegiócon una mano los ojos para evitar ladeslumbrante luz y divisó unas pequeñasfiguras que se movían con rapidez por lacima; algunas de ellas cayeron cuandolos marineros devolvieron los disparosdespués de recargar.

Agarró por el hombro al teniente.—Espere aquí. Voy a ver qué está

ocurriendo en los cañones. —Vio queLang asentía vagamente—. ¡Y mantengaa sus hombres a cubierto sin importar loque intente el enemigo! —Entonces sedio la vuelta y corrió cuesta abajo. En

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sus oídos sonaban los disparos demosquete y los gritos hasta que la laderaamortiguó el ruido como una cortina.

Encontró a Quince de pie en elborde del acantilado, exactamente comole había dejado. Señalaba lleno deexcitación hacia los barcos, donde eldos cubiertas más cercano luchaba paraliberarse de lo que parecía ser un cablecon vuelta, de modo que se balanceabaal viento sin poder hacer nada, con lapopa bien amarrada con varios cables.El segundo barco parecía estar igual,pero cuando alzó su catalejo, Bolithovio una reveladora columna de humoque salía de su toldilla y una repentina

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horda de figuras con baldes y hachasmientras el humo se transformaba en unanube de gran tamaño.

Fox estaba casi a su lado.—¡Blanco! —Se volvió hacia los

excitados artilleros—. ¡Otra bala,bellacos! —Corrió hacia el hornomientras sus hombres andabantambaleantes y sudorosos llevando larechoncha bala de treinta y dos librasque relucía al rojo vivo.

—El señor Lang no podrá resistirmucho más —dijo Bolitho. Notó queQuince se ponía tenso—. Debe de haberal menos doscientos soldados en danza,y posiblemente habrá más en el pueblo.

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Quince se quedó mirándole.—¿Pero por qué, señor? ¿Para qué

podría necesitar Las Mercedes unasfuerzas así?

Bolitho vio como el humo sedesvanecía por encima del buquefrancés al conseguir los marinerosfranceses enfriar con baldes de agua labala incrustada antes de que pudieraprender fuego.

Fox parecía indiferente a lainminencia del peligro, mientrascomprobaba que el taco del atacadorestuviera bien empapado antes de dejarque introdujeran la reluciente bala por laboca del cañón.

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Bolitho respondió:—No estoy seguro, señor Quince.

Aún no.El cañón dio una nueva sacudida, y

durante una milésima de segundoBolitho vio como la bala alcanzaba elpunto más alto de su trayectoria antes decaer hacia el barco fondeado. Como unamancha negra en el sol —pensó.Alcanzó el barco justo delante delalcázar en su costado de estribor,aunque, por unos momentos, varios delos expectantes artilleros pensaron quehabían errado completamente el tiro.Entonces, cuando vio el humo que salíaafuera y hacia lo alto, Bolitho supo que

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era un disparo letal. Vio las primerasllamaradas que salían de debajo de lasportas superiores de los cañones y lasúbita invasión de humo como si lamadera reseca como la yesca fueraaventada por un fuelle gigante.

—Los barcos más alejados al fin hanpodido levar anclas, señor. —Quincejuntó sonoramente sus manos cuando unagran lengua de fuego se elevó por losobenques de mayor del barco alcanzado,por lo que toda la parte central delcasco se convirtió en un instante en unaantorcha imponente.

—¡Cambie su objetivo, señor Fox!—Bolitho se volvió en redondo al ver

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aparecer a Carlyon al lado de Quince.Tenía cortes en ambas rodillas y un tajoen la frente.

—¡M-Me he caído, señor! —Seestremeció cuando el cañón disparódetrás de él—. He corrido cuanto hepodido… —Tuvo que dejar de hablar;en su rostro podía apreciarse ladesesperación y el horror.

Bolitho le agarró del brazo y lezarandeó.

—¿Qué ocurre?—¡Han alcanzado al señor Lang,

señor! ¡Nuestros hombres estánretrocediendo! —Se tambaleó y sehubiera caído si no fuera porque Bolitho

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le sostuvo—. ¡Las tropas están rodeandola colina, señor! ¡No podemoscontenerles más tiempo!

Bolitho miró a Quince y entoncesgritó:

—¡Apunten ese cañón hacia elcamino! —Al ver que los hombrestitubeaban, añadió con aspereza:

—¡Rápido! —Hizo un gesto hacialos demás marineros—. ¡Pongan atrabajar a esos prisioneros y empujenlos otros cañones por el acantilado! —Lanzó una mirada al semblante sombríode Quince—. ¡Ésos no los volverán adisparar otra vez!

Mientras el primer cañón avanzaba

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pesadamente hacia el borde, añadió:—Tengo que volver con nuestra

gente del camino. Asegúrese de querecarguen y apunten el cañón restante.—Entonces salió corriendo antes de queQuince pudiera preguntarle nada.

Cuando alcanzó la barrera degrandes rocas caídas, donde sólo unashoras antes había conducido a sushombres al ataque, vio a los marinerosretrocediendo hacia él, algunosdisparando con sus mosquetes hacia laladera y otros arrastrándose sobre susextremidades heridas o apoyándose unoscon otros en su intento de ponerse acubierto.

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—¡Por aquí! —Bolitho movía elsable hacia la barrera de rocas—.¡Pónganse a cubierto y recarguen! —Unhombre intentó pasar de largo corriendoy él le gritó:

—¡Alto ahí, o por Dios que temataré yo mismo!

Allday musitó con tono áspero:—¿Dónde está el señor Pascoe?En aquel momento, Bolitho le vio.

Estaba bajando por el sendero ayudandoa un tambaleante Lang que había pasadoun brazo alrededor de sus hombros.Lang estaba manchado de sangre y teníalos ojos tapados con un tosco vendaje.

Sonaron más disparos desde la

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ladera, donde el enemigo se habíadetenido para apuntar máscuidadosamente desde su ventajosaposición. Un marinero cayó rodandofuera de la barrera y otro desapareció dela vista sin un solo grito cuando una balaencontró su blanco.

Pascoe tropezó jadeante y cayó enlos brazos de Allday, y mientras otrosarrastraban al teniente herido tras lasrocas, Bolitho preguntó:

—¿Estás bien, muchacho? —Tiró deél hacia abajo hasta dejarlo tendidosobre las rocas calientes por el sol yañadió:

—¡Has sido muy valiente al hacer

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esto!Lang gimoteó:—¡Mis ojos! ¡Oh Dios, no veo nada!Pascoe se quedó mirándole

fijamente.—Una bala de mosquete dio en una

piedra delante de su cara, señor. —Seestremeció pero no pestañeó—. Lasesquirlas le dieron en los ojos… —Derepente se dio la vuelta y vomitó sobrela tierra.

Bolitho apartó su mirada de lostemblorosos hombros del chico ylevantó la vista cuando uno de losmarineros se puso en pie de un salto ycorrió enloquecido hacia el borde del

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acantilado. Por unos instantes pensó queel hombre se había vuelto loco o queestaba haciendo un último e inútilintento para escapar. Pero entonces,cuando los frenéticos gritos del hombrehicieron que otros se volvieran paramirar, vio algo pálido que atravesaba elhumo del buque en llamas y le parecióque podía sentir un viento cálido cuandoel sonido de una andanada completaretumbó a través del agua y contra lapared del acantilado como unaavalancha.

El marinero se movía de lado a lado,con las manos cruzadas sobre el pechocomo si estuviera rezando. Gritó fuera

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de sí:—¡Mirad, muchachos! ¡Es el viejo

Hermes!Entonces cayó de cabeza por el

acantilado, y su grito mortal se perdióentre el estruendo del fuego de loscañones mientras entre el humo aparecíaotro juego de gavias. La visión de subarco que llegaba al fin en su ayudadebía de haber sido lo último que viera.

Bolitho se puso en pie y aulló:—¡Atrás, muchachos! ¡Retroceded

hacia el cabo! —Los disparos silbabana su alrededor y algunos hombrescayeron mientras corrían agachados através del largo espacio de campo

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abierto.Allday llevaba a Lang a sus

espaldas, y Bolitho vio a Pascoe quetrataba de no flaquear cuando unmarinero que estaba a su lado giró enredondo y ahogó un grifo en sangre alalcanzarle una bala que le dejó una masade carne y hueso astillado en la partetrasera del cráneo.

Cuando el primero de los soldadosllegó a la desguarnecida barrera, Foxacercó su mecha con mucho cuidado a susitio y saltó a un lado para ver cómo labala se abría camino entre losamontonados hombres como un hachagigante.

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Aquel último disparo y la visión delos barcos que entraban lentamente en labahía fueron suficientes. El ataque cesó,y, entonces, a pesar de la insistencia delsilbato y de los bramidos de lasórdenes, los soldados dieron mediavuelta y corrieron precipitadamentehacia la ladera de la colina. Era muyposible que siguieran corriendo hastallegar al pueblo, por temor a quedarseaislados por el inminente desembarco delos barcos vengadores.

Quince llegó junto a Bolitho y dijocasi sin aliento:

—Ha estado cerca, señor.Bolitho no respondió por el

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momento. Estaba mirando cómo supropio barco, el viejo Hyperion, virabalentamente ante el buque francés máscercano, con la humareda de los cañonesocultando la destrucción y el caos,mientras, de dos en dos, sus bocasvertían las andanadas sobre el desvalidoenemigo. Estaba demasiado lejos paraver los detalles, pero pudo imaginarse aInch observando y calculando elmomento de virar, con Gossett cercacomo un inamovible roble inglés. Miró asu alrededor, súbitamente harto de latierra y de los cadáveres con aquellamirada fija y del compacto grupo deasustados prisioneros.

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Habían recorrido treinta millas parahacer aquello. Treinta millas de marismay de increíble dureza, aunque sólo unavez habían estado a punto dedesmoralizarse. Miró a los heridosrenqueantes y a los que aún podíanaguantarse de pie y luchar. Quedabanmuy pocos de estos últimos.

Quince añadió en tono calmado:—El señor Fox informa que la

corbeta Dasher está fondeada bajo elcabo, señor. Están arriando botes parasacarnos de aquí.

—Muy bien. —Incluso hablarresultaba demasiado penoso—. Quelleven a los heridos a la orilla tan pronto

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como tiren el último cañón por elacantilado. —Se volvió para ver comoel pesado cañón se despeñaba por elacantilado y se hundía en las aguasprofundas en medio de varios cadáveresflotantes.

Cuando Quince volvió encontró aBolitho de pie y solo, con la miradapuesta sobre los barcos de la bahía.

—El Hermes ha arriado los botes,señor. Creo que va a desembarcar unapartida de asalto para contribuir almalestar de los gabachos.

La resistencia había cesado a bordodel barco francés más cercano, y estabaya pronunciadamente escorado con sus

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portas inferiores a la altura del agua. Elsegundo estaba ardiendo con tantavirulencia que, por unos brevesinstantes, Bolitho pensó que Inch pasabademasiado cerca de las salvajesllamaradas y que iba a quemarsetambién. Pero cuando las gavias delHyperion tomaron viento y se mostraronbien henchidas en su nueva bordada, vioque las chispas y las cenizas a la derivapasaban a buena distancia por su través,mientras algunos de los sobrevivientesfranceses hacían una pausa en sufrenético esfuerzo por mantenerse a flotey se quedaban mirando el lento avancedel dos cubiertas con su mascarón de

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proa de feroz mirada y sus marinerosque no cesaban de vitorear.

De los otros dos barcos franceses nohabía ni rastro, y supuso que habíanlevado anclas y barloventeado parazafarse de la costa alrededor del cabomás alejado mientras la escuadraatacante entraba en la bahía por elextremo opuesto.

Vio a Pascoe de pie junto al hornoabandonado, con el puñal aún en lamano.

—Ven conmigo, muchacho. Hasvisto y hecho lo que diez hombres en eldía de hoy.

Pascoe le miró con gravedad.

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—Gracias, señor —fue todo lo quedijo.

El teniente que estaba al mando delos botes de la corbeta observaba a losharapientos y ensangrentadossobrevivientes con una mirada de terror.

—¿Dónde está el resto? —No podíasiquiera reconocer a un solo oficial enmedio de aquellas figuras exhaustas quecaminaban por el agua hacia los botes oles llevaban hasta ellos.

Bolitho esperó a que el último de loshombres subiera a bordo y entoncessubió él. Dijo fríamente:

—¡Nosotros somos el resto! —Entonces se sentó en silencio y miró a

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los hombres de su partida, que apenasllenaban dos botes, y se acordó de loscuatro que habían tenido que dejar en lamarisma, tan hacinados en su momento.

Vio que el Telamón viraba poravante, con banderas de señalesondeando en sus vergas mientrasescoraba bajo el viento de tierra. Nohabía ni el más mínimo rastro delIndomitable, pero Bolitho estabademasiado cansado para preocuparsepor ello.

—Es la señal de retirada, señor. Elcomodoro debe de estar a bordo delbuque holandés —dijo Quince.

Bolitho levantó la vista, incapaz de

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ocultar más su amargura.—¡Pues por su propia seguridad

espero que se quede allí!Entonces miró a sus hombres otra

vez. Lang, sollozando en voz baja conlas manos sobre sus ojos vendados, ylos demás, demasiado agotados para nitan siquiera responder a los hombresque les aclamaban desde la corbetafondeada. Ellos habían hecho lo que seles había pedido y aún más, pero lachispa se les había ido con el últimodisparo, y la fuerza interior la habíansofocado cuando la supervivencia y laayuda a los compañeros habían barridola locura y el coraje del combate.

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Ahora, simplemente estaban sentados oechados como seres inertes, con lamirada introspectiva, examinando quizálas terribles últimas imágenes, que contiempo podrían recordar con orgullo oterror, con tristeza por los que habíandejado atrás o con agradecimiento porhaberse salvado a sus expensas.

El joven comandante de la corbetarecibió a Bolitho y dijo excitadamente:

—¡Bienvenido a bordo, señor! ¿Hayalgo que pueda hacer por usted antes deque levemos anclas?

Bolitho miró hacia el barco enllamas. Estaba casi destruido del todo,le quedaban tan sólo algunas maderas

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ennegrecidas que todavía desafiaban alfuego y le mantenían a flote, y dejaban aldesnudo su suplicio ante las expectantesmiradas.

—Lléveme a mi barco —respondió.Trató de obligar a su mente a que leobedeciera, a que resistiera el empujede la fatiga que le hacía sentir laspiernas como si fueran de plomo—. Yencárguese de que atiendan a estoshombres. Han hecho un largo camino yno deben seguir sufriendo sin motivo.

El comandante frunció el ceño, puesno estaba seguro de lo que Bolithoquería decir. Entonces se apresuró a darlas órdenes, con la mente puesta en lo

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que había visto y en cómo lo podríacontar algún día.

Más tarde, cuando los barcossalieron de la bahía y volvieron aformar la línea, el humo todavía lesseguía con el viento, y el aire se hizopesado de ceniza y olor a muerte.

* * *

El teniente Inch entró vacilante en lacámara y parpadeó ante el resplandordel mar bajo la bovedilla.

—¿Quería verme, señor?Bolitho estaba desnudo hasta la

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cintura y se afeitaba con prisas ante unespejo apoyado encima de su escritorio.

—Sí. ¿Ha habido alguna señal delTelamón?

Inch miraba con ojos bien abiertoscómo Bolitho se secaba la caravigorosamente con una toalla y luego sepoma una camisa limpia por la cabeza.Bolitho había vuelto a bordo de supropio barco hacía menos de cincohoras pero apenas había hecho unapausa para comer, y menos aún paradescansar tras su vuelta de la marisma yde la destrucción de la batería enemiga.

—Nada, señor —respondió.Bolitho caminó hasta los ventanales

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de la aleta y contempló la línea de lacosta envuelta en brumas que se veía alo lejos por el través del costado deestribor. En una lenta bordada, amuradosa babor, los barcos avanzaban muypoco, y cuando miró hacia popa alHermes, vio que las velas estaban casiplanas e inmóviles, con el cascoreluciente sobre la bruma de su propioreflejo.

Había esperado que Pelham-Martinconvocara a sus comandantes a bordodel Telamón para una reunión, o quemandara alguna clase de felicitación a laexhausta partida de asalto. En vez deeso, habían izado la señal de fachear, y,

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tras otra frustrante tardanza, del costadodel Hermes habían abierto varios botescargados de hombres hasta la regala quese habían dirigido inmediatamente haciael costado del Hyperion.

El teniente Quince había venido conlos botes para comunicarle que la breveincursión del Hermes en Las Mercedeshabía dado con la prisión y habíaabierto una brecha en la misma, Con loque pudieron liberar a unos sesentamarineros prisioneros, de los cuales elcomandante Fitzmaurice enviabacincuenta a Bolitho para completar sudotación. Además, Quince había venidoa bordo para despedirse. Pelham-Martin

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le había nombrado comandante enfunciones del inutilizado Indomitable,con órdenes de hacerse a la velainmediatamente hacia Antigua, a unasseiscientas millas al noreste. En EnglishHarbour podrían proporcionarles todolo necesario para hacer los arreglos quehicieran falta para su vuelta a Inglaterra,donde sería objeto de las reparacionesque tanto necesitaba.

Bolitho había estado en cubiertapara ver cómo el escorado setenta ycuatro cañones se alejaba de susconsortes mostrando sus cicatrices y sudañado casco, y dando testimonio con elrepiqueteo de sus bombas de sus

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esfuerzos por mantenerse a flote. No leextrañaba que no hubiera tomado parteen el ataque final a Las Mercedes. Unaandanada más y seguramente hubieradado con su quilla al sol y se hubierahundido.

Se alegraba de saber que Quincehabía recibido un premio por susinagotables esfuerzos, y mientrasBolitho observaba cómo se desdibujabala silueta del Indomitable entre la brumadel mar, con las velas desgarradas y losmasteleros destrozados quesimbolizaban de alguna manera el dolory la muerte que había albergado sucasco, había pensado en Winstanley y en

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cuánto le habría alegrado saber que subarco estaba en tan buenas manos.

Pero ahora estaban de nuevonavegando hacia el este, aparentementesin ninguna intención de dar caza a losdos barcos franceses que habíanescapado al ataque, y sin indicio algunode lo que pretendía hacer Pelham-Martin.

Durante su breve visita, Quince lehabía dicho:

—Parece que nuestro comodoro estásatisfecho con los resultados, señor. Dosnavíos de línea franceses destruidos ylos otros puestos en fuga.

Bolitho había replicado con

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frialdad:—¡Podríamos haberlos destruido a

todos!Quince le había mirado seriamente:—Usted hizo todo lo que pudo,

señor. Creo que toda la escuadra losabe, y con razón.

Bolitho simplemente se habíaencogido de hombros.

—No puedo estar contento consoluciones a medias.

Dejó la navaja sobre el escritorio ysuspiró:

—¿Ha tomado juramento a losnuevos hombres, señor Inch?

—Sí, señor. Y también he

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interrogado a algunos de ellos, tal comousted ordenó.

Bolitho caminó con inquietud hastala banda opuesta y con la mano seprotegió los ojos para mirar el vacíohorizonte. Bajo la luz del sol de lasúltimas horas de la tarde era como unabrillante línea dorada. Le hubieragustado ver e interrogar él mismo a losprisioneros liberados, pero había sidoincapaz de ver a nadie todavía. Como enel momento en que llegaron a bordo, conlas aclamaciones y aullidos debienvenida zumbándole en los oídosmientras él y los demás saltaban desdeel chinchorro de la corbeta. El ruido y la

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intensidad de las ovaciones le habíanhecho sentir su absoluta fatiga.

Y sobre todo Inch, que lo recibiócon una reverencia y una gran sonrisa, yasí daba paso su ansiedad a un casiincoherente torrente de felicidad que nisiquiera la falsa severidad de Bolithohabía podido disipar.

Inch dijo de repente:—Son todos unos excelentes

marineros, señor. Eran supervivientes deun buque mercante, el Bristol Queen,que naufragó algún tiempo atrás en untemporal mientras navegaba con destinoa Caracas. Parte de la tripulaciónconsiguió salvarse en los botes, y

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finalmente llegaron a Las Mercedes,donde fueron metidos en prisión. —Hizouna mueca de enfado—. Estos Dons notienen sentimientos hacia los náufragos,al parecer.

Bolitho apoyó las manos en elescritorio y miró con aire ausente lacarta náutica que estaba encima.

—Debo entender que no se salvóningún oficial, ¿no?

—Ninguno, señor. —Inch se dio unapalmada en el muslo—. Pero hemostenido algo de suerte, señor. Hay unayudante de piloto entre ellos. —Asintiócon alegría en respuesta a la preguntaaún no formulada de Bolitho—. ¡Sí,

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señor, un hombre de la Marina!—Bueno, no me mantenga en

suspenso, señor Inch.—Parece que él y otro más fueron

reclutados hace unos meses. Un golpe demar los había arrastrado y habían caídopor la borda del Cornelia, un setenta ycuatro cañones, y se agarraron a un botevolcado, al menos el ayudante de piloto.El otro hombre murió, señor.

Bolitho asintió pensativo.—Salvado de la muerte para ser

metido en prisión, ¿eh? Bien, serábienvenido a bordo a la vez que útil,señor Inch. Confío en que se ocuparausted de que pudieran enviar mensajes a

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sus hogares a través del Indomitableantes de que éste dejara la escuadra, ¿noes así?

—El teniente Quince me confirmóque así fue, señor. Pero el ayudante depiloto no envió ninguna carta ni ningúnmensaje. A diferencia de los demás,sospecho que no tiene más vida que lade a bordo.

Bolitho oyó el estridente sonido delas pitadas y el golpeteo de las pisadassobre sus cabezas al correr la guardia asus puestos.

—¿Cómo se llama?—Selby, señor.—Bien, envíeme al señor Selby

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ahora mismo. Podría haber visto u oídoalgo en Las Mercedes. Y no estoysatisfecho conociendo sólo la mitad delo que está pasando allí. —Frunció elceño, sin apercibirse de la expresiónconfundida de Inch—. Todos aquellossoldados españoles con uniformesfranceses, la disposición de los barcos yel cuidadoso emplazamiento de labatería de campaña. —Movió la cabezacon firmeza—. No, señor Inch, no estoynada contento con nuestra falta deinformación.

Mientras Inch salía, volvió aexaminar una vez más la carta. ¿Dóndeestaría ahora Lequiller?

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Pensó de repente en el teniente Lang,ahora a bordo del Indomitable con elresto de mutilados y heridos, rumbo aAntigua, y desde allí a Inglaterra. ¿Quésería de él? El cirujano fue breve y nodio esperanzas. Lang estabacompletamente ciego. Como no tenía nimedios propios ni influencia, loenviaban a casa, relegado al olvido. Ibaa unirse al resto de desdichados que seveían en todos los puertos, en cualquierlugar en el que el mar fuera unrecordatorio constante de su inutilidad ydel rechazo que sufrían.

Este ayudante de piloto era muy bienrecibido ahora. Bolitho tendría que

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ascender a Gascoigne a teniente enfunciones, con experiencia o sin ella, yun profesional más en la retaguardiavaldría su peso en oro.

Hubo un golpeteo en la puerta e Inchse adelantó hasta el reflejo de la luz delsol.

—El señor Selby, señor. —Seapartó a un lado mientras la otra figurase movía hasta quedar a la vista—. Hayuna señal del Telamón, señor. Acortarvela y conservar distancias enpreparación para la noche.

Bolitho se movió hacia atrás hastaapoyarse en su escritorio, con los dedossobre el borde en un esfuerzo por

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controlar sus miembros.—Gracias, señor Inch. —Su voz

parecía provenir desde muy lejos—.Ejecute la orden, si es tan amable.

Inch abrió la boca y luego volvió acerrarla. Con una breve mirada alayudante de piloto, salió de la cámara ycerró la puerta suavemente tras de sí.

Bolitho oía su propia respiración,aunque no sentía para nada susmiembros, excepto por la presión de losdedos sobre el borde del escritorio.

La figura que se hallaba en sucámara estaba muy encorvada, con elpelo completamente gris hacia atráshasta la nuca. Pero aquella barbilla

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firme no dejaba lugar a dudas, así comolos ojos serios, que ahora le mirabancon cierta resignación.

La tambaleante mente de Bolithoparecía detectar incredulidad ydesesperación, a la vez que comprendíalas fuerzas de la suerte y lascircunstancias, de la coincidencia y eldestino que, al final, les había reunidouna vez más. Como en un sueño,recordaba con claridad el rostrocansado de su padre cuando le contabala deshonra de Hugh, su deserción de laMarina y su final en las Américas.

Recordaba, también, aquel encuentroen que había sido prisionero de Hugh a

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bordo de un buque corsario americano,la fragata Andiron, y más tarde, hacíaahora unos dos años, cuando habíaestado a pocos metros de él durante elfracaso de la campaña de St. Ciar yCozar, aunque no había llegado a verle.

Dijo con tono apagado:—Supongo que era inevitable que

nos encontráramos de nuevo. —Señalócon un gesto hacia una silla—. Siéntatesi lo deseas.

Su hermano se sentó en la silla, conla mirada fija aún en el rostro deBolitho.

—Yo no quería venir, Dick. Pensabaque me iba a quedar en el Hermes. Ni

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siquiera sabía que tu barco estuviera enel Caribe —respondió.

Bolitho alargó el brazo y sirvió unacopa de vino tinto.

—Bébete esto. Luego dime por quéestabas aquí —señaló sus ropas—.Cómo has llegado hasta estar al serviciodel Rey.

Hugh Bolitho se bebió la copa y sepasó la mano por el cabello.

—Dos años atrás, cuando iba haciaNueva Holanda como convicto me diste,aunque sin saberlo, otra oportunidad.Llevaron a la mayor parte de losconvictos a Gibraltar para esperar ladeportación después de abandonar St.

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Ciar. —Los profundos surcos dealrededor de su boca se suavizaron unpoco—. Me subieron a bordo de unbuque de guerra con destino a BotanyBay, y durante un temporal decidíintentar escaparme. Conseguí alcanzar elbote del pescante de la mesa deguarnición, pero me vieron y el ayudantedel piloto de guardia me persiguió. Bajódetrás de mí. —Se encogió de hombroscon la mirada abstraída reviviendo elmomento—. Luchamos y el bote sequedó a la deriva. Nos dimos cuenta deque el barco había seguido navegandosin saber que nosotros no estábamos, asíque hicimos lo que pudimos. El

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temporal fue a peor y el bote volcó. Notemamos agua, nada. Cuando fuimosrecogidos, Selby, ése era su nombre,había muerto. Yo estaba casi a punto deseguir sus pasos.

Bolitho se pasó la mano por lafrente. La fatiga y la tensión de los díaspasados se hacían sentir, y tuvo quepensar cuidadosamente antes depronunciar cada palabra:

—¿Pero por qué asumiste laidentidad de aquel hombre? —Notó elsudor que le caía por el pecho—.Debías sabido que al final acabarías enun buque del Rey, ¿no?

Hugh asintió con un gesto familiar y

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extraño a la vez.—Estaba, y estoy, cansado de correr,

Dick. De cambiar de nombre y de tenerque estar siempre vigilando. Así que,pensé: ¿dónde hay un sitio mejor paraesconderse que en un barco del Rey? —Sonrió apesadumbrado—. Pero pareceser que estaba equivocado incluso eneso.

Una campana repicó en cubierta y seoyeron unos pies que pasaban junto a lalumbrera de la toldilla. En cualquiermomento podría entrar alguien.

Bolitho dijo con aspereza:—Tú, más que nadie, temas que

saber que podrías encontrarte a alguien

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del pasado.—Quería encontrar algo que me

resultara familiar donde pudieraesconderme y esperar hasta que aquelbarco volviera a Inglaterra —asintió conpesadez—. Sólo quería ir a casa una vezmás. Ninguna otra cosa me parecíaimportante. —De repente se levantó ydejó la copa sobre el escritorio—. Losiento por esto. Más de lo que puedaexpresar. Sé que tienes un deber quecumplir. He tenido la suerte quemerecía. No te voy a culpar si me poneslos grilletes hasta mi juicio.

Dio un paso hacia atrás cuandoalguien llamó a la puerta.

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Bolitho notó los ojos de su hermanoque se clavaban en su rostro cuandogritó:

—¡Entre!El guardiamarina Pascoe entró en la

cámara con un catalejo bajo el brazo.—Con los respetos del señor Roth,

señor. Desea pedir permiso para tomarun segundo rizo. El viento del noresteestá aumentando, señor.

Bolitho miró a la lejanía; la voz delmuchacho resonaba en su cerebro comouna parte más del sueño.

—Muy bien, señor Pascoe. Subiréinmediatamente. —Al hacer ademán dedirigirse hacia la puerta Bolitho le hizo

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un gesto para que se detuviera—. Éstees el señor Selby, ayudante de piloto. —Miró de frente a su hermano sininmutarse—. El señor Pascoe se hadistinguido enormemente durante lareciente incursión.

Cuando la puerta se cerró de nuevo,añadió:

—Este chico ha tenido que soportarmás contrariedades en la vida de lo quete imaginas. Su padre le trajo ladeshonra, y ahora busca en mí confianzay consejo, los cuales tengo el orgullo deproporcionarle.

—No comprendo.—¡No destruiré completamente a ese

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chico arrestando al hombre al que élcree muerto! ¡Cuyo nombre está en laiglesia de Falmouth junto al de mipadre! —Vio que su hermano sequedaba estupefacto pero no pudocontrolar las palabras—. Cruzó medioCornualles, solo y sin ayuda, solamentepara ver aquel nombre. ¡Tu nombre!

La voz de Hugh era ronca:—No lo sabía. —Levantó la mirada,

con ojos súbitamente desesperados—.¿Y su madre?

—Muerta. ¡Incluso tuvo que entregarsu cuerpo a algún maldito terratenientepara darle a su hijo comida y ropa!

—La verdad es que no sabía nada.

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—No había más fuerza en su voz—.¡Tienes que creerme!

Bolitho se dio media vuelta, con losojos brillantes.

—No me importa lo que supieras ocreyeras, ¿me oyes? ¡Soy el comandantede este barco y tú eres el señor Selby,ayudante de piloto de la guardia debabor! —Vio palidecer el rostro de suhermano bajo la tez morena—. Si creíasque podías huir del pasado, estabasequivocado. El hombre que está almando de la fragata Spartan fue tambiéntu prisionero. Mi segundo teniente yalgunos marineros son también deCornualles. —Sacudió la cabeza—.

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¡Estás rodeado de pasado, igual que yo!—Gracias por darme la oportunidad

de… —Su voz se fue apagando.Bolitho se acercó a los ventanales

de popa y miró con dureza al lentoHermes.

—Nunca hubo ninguna oportunidad.Si llegamos juntos a Inglaterra, veré loque puede hacerse, pero no prometonada, ¡así que recuérdalo! —Señaló conbrusquedad hacia la puerta—. Puedesmarcharte, e informa al piloto. —En elcristal de la ventana más cercana vio laencorvada sombra de su hermano que sedirigía hacia el mamparo. Añadió sinlevantar la voz:

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—¡Y como llegues siquiera asusurrarle la verdad a ese muchacho tecolgaré yo personalmente!

La puerta se cerró y Bolitho se sentópesadamente en la silla. ¿Cómo podíaestar pasando aquello? La misión podríadurar muchos meses más, incluso años.Era insoportable, además de injusto.

La puerta se abrió de nuevo e Inchpreguntó con ansiedad:

—¿Ha pasado el señor Pascoe lasolicitud de tomar otro rizo, señor?

Bolitho se puso en pie, notando quesus brazos y manos le temblaban a pesarde sus esfuerzos por dominarlos.

—Sí, gracias. Ahora subo.

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Inch caminó a su lado hacia elalcázar.

—¿Le dio el señor Selby algunainformación de utilidad, señor?

Bolitho se quedó mirándolefijamente; la pregunta le cogiódesprevenido.

—¿Información? ¿Qué información?—Lo siento, señor. Pensé que… —

Se calló ante la fiera mirada de Bolitho.—Sí, entiendo. —Bolitho caminó

hasta la banda de barlovento y miró lostensos aparejos—. Muy poca cosa.

Mientras trinaban la pitadas y laguardia de servicio trepaba por losflechastes, Bolitho se quedó mirando al

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vacío junto a la batayola de barlovento,jugueteando con los dedos con elpequeño guardapelo que llevaba bajo lacamisa.

Cuando la oscuridad envolvió a losbarcos y los pequeños faroles de popamostraron sus reflejos sobre el aguaondulada como luciérnagas, él seguíaaún de pie en el mismo sitio, con losojos empañados y la mirada fija, lejosen la oscuridad, hacia el infinito…

Sólo cuando Gossett, con fuertespisadas y oliendo intensamente a ron,subió a cubierta para inspeccionar latablilla de bitácora y hablar con lostimoneles, pareció romperse el hechizo.

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Bolitho pasó junto a todos ellos sindecir una sola palabra y entró en sucámara.

Gossett le miró al pasar y se frotó sugran papada con súbita ansiedad.Entonces miró hacia lo alto, a las gaviasarrizadas y dio unos pequeños golpes enla ampolleta con uno de sus enormesdedos.

El nuevo día borraría el recuerdodel combate, pensó. No había muchascosas que pudieran permanecerinalterables en un hombre con un cambiode viento y de tiempo.

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XIII

EL RETORNO DE LASPARTAN

El mediodía del día siguientesorprendió a la diezmada escuadra aciento veinte millas al este de LasMercedes, con la tierra fuera de vista, yescorando fuertemente ante un insistenteviento del noreste. El cielo estabadespejado, y a pesar del viento, el calorera insoportable, de modo que loshombres que no estaban ocupados en losdistintos trabajos del barco buscaban

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cierto alivio entre cubiertas, o encualquier pedazo de sombra quepudieran encontrar.

Bolitho caminó hasta la escala detoldilla y observó cómo el Hermes sebalanceaba a unos dos cables dedistancia por popa. Con el vientosoplando directamente por la amura debabor, las vergas estaban braceadas ensu máximo ángulo, por lo que todas lasvelas mostraban su tersa bolsa como sifueran a hacer que el barco se recostasehasta descubrir la quilla.

Acababa de dirigirse a los nuevosmarineros, y había vuelto a popacansado y extrañamente desanimado.

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Mientras les hablaba, había observadoatentamente su reacción ante suspalabras, buscando alguna chispa deentusiasmo o de resentimiento.Probablemente había más de estoúltimo, había pensado. El primerarrebato de excitación salvaje ante elinesperado rescate de su injustoencarcelamiento había dado paso a unadudosa aceptación, si es que no eraconsternación propiamente dicha. Ahorase enfrentaban a la perspectiva de serviren un barco del Rey, quizá durante años,y algunos no vivirían lo suficiente paraconocer otra clase de vida.

Atrás quedaban los privilegios de

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dependencias confortables y rutinatolerante, de buenas pagas con laoportunidad de volver a sus casas alfinal de cada lucrativo viaje. Suresentimiento encontraría pocassimpatías entre la dotación delHyperion, pues como era habitual en laMarina, la actitud del típico marineroera la de pensar que si le había pasado aél, entonces, ¿por qué no podía pasarleslo mismo a otros?

Pero Bolitho sabía muy bien quecualquier resentimiento era malo, yhabía hecho todo lo posible para paliare incluso hacer desaparecer suaprensión. El haber fracasado en ello le

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dejó apesadumbrado e inquieto, aunqueél sabía en el fondo de su corazón que sino fuera por sus problemas personalespodría haber encontrado alguna reservade energía para lograrlo.

Volvió la cabeza para observar a losguardiamarinas formados en la banda desotavento del alcázar, con sus rostrosconcentrados mientras Gossett cumplíacon la rutina diaria de la instrucción yexplicaba aún más a fondo los misteriosy recompensas del uso del sextante.

—¡Un paso adelante, rápido, señorPascoe! —La voz del piloto sonabaronca y parecía algo irritable, y sin dudaestaría pensando en la comida de

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mediodía en la sombra fresca de sucomedor y en una bien merecida copapara bajarlo todo—. ¡Demuéstrenoscómo lo puede manejar!

Pascoe cogió el reluciente sextante yse quedó mirándolo pensativo.

Gossett refunfuñó:—¡Estamos perdiendo el tiempo! —

Gesticuló con su enorme puño—. ¡SeñorSelby, venga a popa y enséñele al jovencaballero, ya estoy cansado!

Bolitho se dio cuenta de que estabaagarrando con todas sus fuerzas labarandilla de teca de la escala mientrasobservaba a su hermano que cruzaba lacubierta y cogía el sextante de las manos

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del chico. Estaba demasiado lejos paraoír lo que le decía, pero por la atentaexpresión del muchacho y su ocasionalasentir con la cabeza, dedujo que lastranquilas palabras de Hugh estabanconsiguiendo su objetivo.

El teniente Stepkyne era el oficial deguardia y había estado observando lainstrucción con evidente impaciencia.

—¡No emplee mucho tiempo en ello,señor Selby! —Su tono áspero hizo queel chico le lanzara una mirada con odio—. A bordo de este barco una lección esuna lección. ¡No hay sitio para lainstrucción individual!

—A la orden, señor. —Hugh

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mantuvo la mirada baja—. Lo siento,señor.

Bolitho buscó al piloto, pero Gossetthabía desaparecido ya hacia susaposentos.

Stepkyne caminó con todatranquilidad hacia los expectantesguardiamarinas.

—Se ha acabado. —Se volvió sobresus talones, examinando con su miradaal ayudante de piloto como un granjeromirando a un animal en el mercado.

Pascoe dijo rápidamente:—Me lo estaba explicando, señor.

Cómo un oficial debería mostrarsiempre…

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Stepkyne se volvió y le fulminó conla mirada.

—¿Eso estaba haciendo? —Volvió adarse la vuelta—. ¿Un oficial? ¿Quédemonios va a saber usted de eso, señorSelby?

Bolitho vio cómo los guardiamarinasintercambiaban fugaces miradas. Erandemasiado jóvenes para entender lamalicia de Stepkyne. Se avergonzabande él, lo que era peor.

Pero Bolitho sólo estaba preocupadopor su hermano. Por un breve instantevio un destello de ira en sus ojos y unaelevación desafiante de su barbilla.Entonces respondió con calma:

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—Tiene usted razón, señor. Yo no sénada de esas cosas.

Stepkyne seguía de pie junto a laborda, dando paso su enojo a unsarcasmo nada sutil:

—Pues me alivia saberlo. Nopodemos tener a la gente pensando encosas que quedan por encima de surango, ¿no es así?

Bolitho salió de la sombra dandograndes zancadas, transportado por suspiernas aun antes de saber lo que estabahaciendo.

—¡Señor Stepkyne, a mí mealiviaría de igual modo si atendiera susobligaciones! ¡La hora de instrucción ha

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terminado! Stepkyne tragó saliva.—Estaba asegurándome de que no

perdieran el tiempo, señor.Bolitho le miró fríamente.—Me había parecido que estaba

usted usando el tiempo de losguardiamarinas para divertirse. En elfuturo, si no tiene nada mejor que hacer,me gustaría que me lo dijera. Estoy bienseguro de que seré capaz de satisfacersu talento con tareas más interesantes yútiles.

Se dio la vuelta y volvió de nuevojunto a la escala de toldilla, con elcorazón latiéndole con fuerza y dolor acada paso. En todos los años que

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llevaba en la mar no podía recordarhaber reñido nunca a un oficial delantede sus subordinados. Despreciaba aaquéllos que lo hacían por norma, delmismo modo que desconfiaba de ellos.

Pero Stepkyne era un matón, y comootros de su clase sólo parecía entenderun tratamiento similar. Y aún así Bolithono se sentía cómodo por lo que habíahecho, e igual que los guardiamarinasestaba más avergonzado que satisfecho.

Empezó a pasear arriba y abajo porla banda de barlovento, ignorando elcalor del sol sobre sus hombros y lasmiradas de los que estaban de guardia.Tratando de ayudar con el engaño de su

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hermano podría haber conseguido justolo contrario. Cuando Stepkyne serecobrara de su sorpresa y su malestarpodría pararse a reflexiones sobre elcomportamiento de su comandante, ycuando aquello ocurriera…

Bolitho se paró en seco y miró haciaarriba cuando un vigía aulló:

—¡Ah de cubierta! ¡Vela por laamura de barlovento!

Tomando un catalejo de su sitio, seencaramó a los obenques del mesana ynotó el viento salado en sus labios comosi fuera arena levantada. Por unmomento pensó que el vigía habíaconfundido la pequeña corbeta Dasher

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con un barco desconocido, pero unarápida mirada le reveló otra cosa. Lejos,por babor, por el través, con susjuanetes apenas visibles en el horizonteenvuelto en brumas, pudo divisar lacorbeta en su puesto correspondientecomo antes.

Esperó a que el Hyperion acabara lafuerte cabezada que estaba dando yentonces apuntó el catalejo hacia laamura. Estaba observando el galimatíasde jarcias y el colorido esplendor delTelamón a la cabeza de la línea con elgallardetón de Pelham-Martin en el topedel mástil, cuando, de repente, vio unbarco que se acercaba, una mera sombra

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bajo el cielo claro. Navegaba con elviento en popa, llevando todo el paño, yparecía emerger lentamente de la brumamientras se dirigía directamente hacia laescuadra.

—¡Ah de cubierta! ¡Es un fragata,inglesa por su aspecto!

Bolitho bajó al alcázar de un salto yle dio el catalejo al guardiamarina deguardia.

Llegó Inch de la cámara de oficiales,masticando comida que aún le quedabaen la boca.

Bolitho dijo con brusquedad:—Llame a todos los hombres, señor

Inch, y prepárese para acortar vela. Esa

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fragata estará aquí inmediatamente ytiene mucha prisa por contarnos algo.

Oyó las estridentes pitadas y lainmediata avalancha de pies cuando laorden pasó a lo largo de ambascubiertas, y parpadeando bajo labrillante luz del sol, los marinerossalieron por las escotillas abiertas y seapresuraron hacia sus puestos.

El guardiamarina Carlyon, muyconsciente de su nuevo puesto a cargode las señales, estaba de pie con sushombres junto a las drizas, mientras unexperimentado cabo guardabanderaspermanecía encaramado en los obenquesde mesana con un catalejo, con las

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piernas enroscadas alrededor de losflechastes y compensando perfectamenteel fuerte balanceo del barco.

Bolitho cogió el catalejo una vezmás y observó detenidamente la fragataque se acercaba rápidamente,levantando rociones por encima de sucastillo de proa, con su estilizado cascoescorado al viento mientras empezaba avirar a la vez que se desplegaban en susvergas las banderas de señales.

Dijo en voz baja:—Así que el comandante Farquhar

ha vuelto a la escuadra.Inch estaba a punto de hablar cuando

Carlyon aulló:

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—Spartan a Telamón: «Tenemosdespachos urgentes para el comodoro».

Dio un salto cuando Inch le ladró:—¡Mira al buque insignia, maldita

sea!—¡L-Lo siento, señor! —Carlyon

movió su catalejo hacia el Telamónmientras las banderas se desplegabanrígidas bajo el resplandor del sol.Balbuceó:

—Señal general: «Fachear».Bolitho asintió con brevedad:—Obedezca, señor Inch, o el

Hermes lo hará antes que nosotros.Caminó entre los apresurados

marineros e infantes de marina para ver

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cómo la Spartan completaba sumaniobra. Farquhar estaba virandoincluso antes de que hubieran arriado lasbanderas de señales del Telamón.

Mientras el Hyperion se balanceabapesadamente al viento y desaparecíansus velas de las vergas de juanetes alson de las amenazas y maldicionesdesde la cubierta, Bolitho se preguntóqué noticias traería Farquhar.Ciertamente, se necesitaría algo más queuna demostración de excelente marineríapara aplacar al comodoro.

La cubierta se inclinó fuertemente alviento, y todos los obenques y drizascrujieron y vibraron mientras los

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gavieros luchaban para amarrar lasrebeldes lonas agarrándose a las vergasque se tambaleaban vertiginosamente.

Inch dijo con ansiedad:—La Spartan no traerá palabras de

agradecimiento por haber fallado ennuestro ataque a Las Mercedes, señor.

Bolitho se secó los ojos lacrimososcuando aparecieron más señales porencima del cabeceante casco delTelamón. Si no hubiera sido por laincapacidad de la corbeta paraencontrarle, Farquhar podría estar ahorahaciendo compañía con su barco a losrestos carbonizados de la Abdiel.

El cabo guardabanderas gritó:

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—¡Bote abriéndose del costado dela Spartan, señor!

Bolitho se agarró a la batayola paraver cómo el pequeño chinchorrocabeceaba al pasar las vivas crestas delas olas, elevándose y cayendo susremos como alas de gaviota. Veía laerguida figura de Farquhar en popa y susombrero con galones doradosreluciendo por encima de los esforzadosmarineros como acicate adicional parasus denuedos.

Oyó decir al teniente Roth:—Sin duda serán malas noticias.—¡Guárdese sus opiniones para

usted! —replicó Inch.

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Bolitho vio cómo el bote seenganchaba en los cadenotes del mayordel buque holandés, cabeceando ygolpeando su pequeño casco contra lapronunciada entrada de la obra muertadel navío mientras los hombres luchabanpara evitar que volcara. Había notado laamargura del tono de Inch. El mismotono que había utilizado para explicarleel retraso de Pelham-Martin en atacarLas Mercedes. Parecía que el comodorohabía sido reacio a confiar en que lapartida de desembarco de Bolithodestruyera la batería oculta, e incluso aaceptar que finalmente llegaran a cruzarla marisma. Bolitho podía encontrar

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cierta comprensión ante los reparos dePelham-Martin, pero podía imaginarigual de bien la frustración y la ira quedebieron de recorrer los barcos dearriba abajo mientras esperaban a que lacorbeta Dasher informara sobre losdisparos de los cañones.

Pero Bolitho estaba seguro de unacosa. Si él simplemente hubieradestruido aquellos cañones sinutilizarlos para disparar sobre losbarcos franceses fondeados, Pelham-Martin nunca hubiera llevado a caboaquel último y vital asalto, y él y lo quequedaba de sus hombres hubieranperecido. Y como había comentado

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Fitzmaurice antes de la incursión en elinforme que hubiera llegado finalmente aInglaterra la responsabilidad hubierarecaído sobre los hombros de Bolitho.

Apretó los dientes con crecienteimpaciencia hasta que Carlyon gritó:

—Señal general: «Preséntense abordo inmediatamente todos loscomandantes».

Bolitho levantó la mano.—Reúna a la dotación de la lancha.

—Miró a su alrededor buscando aAllday, pero éste estaba ya trayéndole lacasaca y el sombrero de gala.

Mientras se quitaba la descoloridacasaca vio que algunos marineros

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contemplaban la actividad que había abordo del Telamón, y por un momento sepreguntó qué estarían pensando. Sólounos pocos de los que iban a bordosabían dónde estaba su barco o elnombre de la tierra más cercana. Notenían ninguna clase de opinión sobretodos aquellos asuntos. Obedecían ycumplían con sus obligaciones, yalgunas personas decían que aquello erasuficiente. Bolitho pensaba de otramanera, y un día…

Alzó la vista al ser informado porInch:

—La lancha está al costado, señor.—Ni siquiera se había dado cuenta de

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que estaba bamboleándose ahí afuera.Estaba demasiado cansado, demasiadotenso, y estaba empezando a notársele.

Asintió y bajó corriendo la escalahasta el portalón de entrada. Bajo suspiernas veía cómo el agua llegaba a lasportas de la batería inferior, y al cabo deun instante, cuando el casco escoróviolentamente alejándose de la lancha,vio el forro de cobre del voluminosopantoque del barco brillando bajo el sol.

Una buena inspiración, contar lossegundos y luego saltar. Los marinerosle cogieron por los brazos y los muslos,y, tambaleándose en la popa, vio comose alejaban del Hyperion al ritmo de los

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remos que asestaban machetazos sobrelas crestas de las olas, mientras Alldaypoma proa hacia el Telamón.

Apenas había recobrado el alientocuando llegó el momento de ascenderpor el costado del buque holandés hastasu ornamentado portalón de entrada.

Mientras seguía a un teniente de tezmorena hacia la toldilla, se dio cuentade que izaban más banderas de señalesbajo la supervisión de un caboguardabanderas inglés, y supuso queestaban dando la orden a los barcos deque volvieran a sus puestos y al rumbo.Así que iba a ser otra larga reunión.

Oyó un coro de gritos y vio una

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guindola que se balanceaba sobre elpasamano. El comandante Fitzmaurice,del Hermes, parecía no querer correrriesgos y prefería pasar por lahumillación de que le izaran a bordocomo una parte más de la carga al riesgoreal de ahogarse o de que le aplastarancontra el casco del barco.

La cámara del comandante parecíamuy oscura después de los cegadoresreflejos del mar, y le llevó variossegundos poder distinguir la abultadafigura de Pelham-Martin arrellanada enuna silla cuyas patas estaban amarradasfirmemente a dos argollas para impedirque ella y su ocupante se deslizaran

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hasta el costado opuesto del barco.Farquhar estaba de pie junto a la mesa,con su delgada figura relajada paraaguantar el incómodo movimiento,mientras que Mulder, el comandante delTelamón, quedaba enmarcado por losventanales de popa con la cabezaladeada como para escuchar losesfuerzos de sus hombres en la toldilla.

—Ah, Bolitho. —Pelham-Martinasintió con un breve movimiento decabeza—. Esperaremos a que llegueFitzmaurice para empezar.

Bolitho se había preguntado cómo sesentiría cuando se volviera a encontrarcon él. ¿Repugnancia o ira? Se

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sorprendió al ver que no sentía nada quepudiera reconocer fácilmente. Habíaesperado que el comodoro mostraraalguna clase de satisfacción tras ladestrucción de dos buques enemigos.Quince había dado a entender que iba allevar algo más que heridos a Antigua enel destrozado Indomitable. Un informerebosante de orgullo que informaría desu victoria al almirante y a todaInglaterra, pero no de los barcos quehabían escapado o del rompecabezasque estaba tan lejos de resolverse comosiempre.

En vez de eso, Pelham-Martin estabasentado en las sombras, bastante

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tranquilo y en completo silencio.Cuando sus ojos se acostumbraron a laoscuridad, Bolitho vio la cara deFarquhar, tensa y cansada, con suslabios formando una línea delgada ysevera. Al notar la mirada de Bolitho seencogió ligeramente de hombros.

Entonces entró Fitzmaurice, y antesde que pudiera excusarse por sutardanza, Pelham-Martin dijo:

—El capitán Farquhar acaba de traergraves noticias. —Miró al joven capitány añadió con tono cansado:

—Sería mejor que lo repitiera consus propias palabras.

Farquhar se tambaleaba levemente

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por la fatiga, pero su tono era tan seco eimpersonal como siempre:

—Hace cuatro noches, estabapatrullando al noroeste de Tortuga,cuando se detectó fuego de cañón aleste. Con las primeras luces, avistamosdos fragatas que estaban luchandoencarnizadamente. Una era española, yla otra la Thetis, una fragata francesa decuarenta cañones. —Sabía que todosestaban pendientes de sus palabras, perono mostraba ni emoción ni orgullo—.Enseguida reconocí la fragata españolacomo la que vi en Caracas, una escoltaque guardaban para el barco cargado deoro y plata que sale anualmente. Estaba

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muy mal pero no la habían desarbolado.—De repente suspiró, con un sonidoextrañamente humano para una gargantatan controlada—. Ordené zafarrancho decombate y nos enfrentamos a la Thetissin dilación. Luchamos durante casi unahora, y aunque yo perdí diez hombres,nosotros debimos matarles cinco vecesesa cifra. —Su tono se endurecióligeramente:

—Entonces, el buque francésinterrumpió la acción y yo intentérescatar los restos del otro barco.

—¿Lo dejó escapar? —preguntóFitzmaurice.

Farquhar le lanzó una mirada

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sombría.—Pensé que la información de los

españoles sería más valiosa que unapresa —y añadió:

—¡O que la prima de presa! —Sedio la vuelta cuando Bolitho habló porprimera vez, como esperando quealguien más cuestionara sus acciones.

—Fue un buen trabajo —dijoBolitho. Farquhar había sido muyafortunado al encontrar y entablarcombate con el enemigo, sin importar elresultado final, puesto que era evidenteque estaba muy lejos del puesto que lecorrespondía, y no le extrañaba queninguna de las corbetas que la habían

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buscado hubiera dado con su paradero.Lentamente, añadió:—¿Averiguó algo que valiera la

pena?Farquhar volvió a relajarse.—Sólo quedaba un oficial vivo. Me

dijo que su fragata estaba escoltando albarco cargado de oro y plata, el SanLeandro, que había salido de Caracasseis días antes con destino a Tenerife.Frente a Tortuga, cuatro navíos de líneay la fragata Thetis se abalanzaron sobreellos. Al parecer, los Dons opusieronferoz resistencia pero no tenían ningunaposibilidad. El San Leandro arrió subandera y los franceses marinaron la

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presa. La fragata española estabademasiado dañada para impedirlo, oincluso para perseguirles, y mientras laescuadra partía con su presa, la Thetisse quedó al pairo para esperar elamanecer y darles el coup de gráce[5].El resto ya lo conocen, caballeros.

El silencio que se hizo en la cámaraera agobiante y tenso, mientras cada unode los presentes reflexionaba sobreaquellas noticias.

Entonces, Farquhar dijo consencillez:

—No pude salvar el buque español,aunque lo remolqué. Se levantó un fuerteviento y zozobró con la mayor parte de

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los que habían sobrevivido al combate.Mulder cruzó la cámara y se inclinó

con brío sobre la mesa.—¿Qué más le contó el teniente

español?Farquhar se encogió de hombros.—Mi cirujano tuvo que amputarle el

pie derecho y en estos momentos está enestado grave. Creo que siente más lapérdida del San Leandro que la de supie. Pero me dijo algo más, aunque nocreo que sea de ningún valor.Inmediatamente después de queapresaran el barco, vio que izaban unabandera al palo mayor. Una banderaamarilla con un águila negra blasonada.

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El capitán Fitzmaurice, que se habíaquedado mirando fijamente con ciertodesánimo la cubierta, se levantó degolpe.

—¡Pero ésa era la bandera queondeaba sobre el pueblo en LasMercedes! Mi partida de desembarco lavio cuando liberaban a los prisionerosde la cárcel. —Miró fijamente el seriosemblante de Bolitho—. ¡Es elestandarte del gobernador de aquellaisla!

Las pequeñas manos de Pelham-Martin se levantaron ligeramente de losbrazos de la silla y volvieron a bajarcomo si carecieran de vida. Dijo

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apesadumbrado:—¿Qué sentido tiene todo esto? Otra

decepción, una estratagema más paraapartarnos de la pista. Podría significarcualquier cosa, o nada.

Fitzmaurice miró a lo lejos con elceño fruncido en un gesto de tensaconcentración.

—Si Lequiller hubiera capturado elbarco cargado de oro y plata,seguramente eso haría daño a la causadel gobernador. Los Dons se sentiríanmenos inclinados a cambiar de bando,tal como han hecho en el pasado.

—¡Si es que era Lequiller! —La vozde Pelham-Martin sonaba ahogada.

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—No hay duda de ello, señor —Farquhar le miraba inexpresivamente—.El teniente español vio muy claramenteel primer barco. Un tres cubiertas congallardetón de vicealmirante en el palotrinquete.

El comodoro se arrellanó aún másen la silla.

—Este Lequiller se ha anticipado atodo lo que hemos intentado hacer, acada fase de nuestros movimientos.

Farquhar parecía sorprendido.—Pero al menos ahora hemos

reducido su escuadra a la mitad, señor.Fitzmaurice interrumpió de forma

rotunda:

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—Dos escaparon en Las Mercedes.—Si hubiera tenido más barcos…

—Pelham-Martin no parecía estarescuchando—. Sir Manley Cavendishsabía a lo que me enfrentaba, y no medio más que una mísera fuerza para lamisión.

Farquhar se volvió hacia Bolitho.—¿Qué piensa usted, señor?Bolitho no respondió

inmediatamente. Mientras los demáshablaban y Pelham-Martin buscaba en suinterior razones y excusas, él estabaintentando encontrar alguna conexión,cualquier pequeña indicación que alfinal pudiera resolver lo que siempre

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había considerado como unrompecabezas.

—¿Qué sabemos del gobernador deLas Mercedes? —preguntó.

Mulder extendió sus manosvagamente.

—Don José Pérez. Se dice que fueenviado al Caribe más como castigo quecomo premio. Es de alta alcurnia yprocede de una familia rica, pero nosdijeron que había provocado laindignación de la Corte españolamalversando los impuestos de sustierras. Las Mercedes debe de ser comouna prisión para un hombre así, ydespués de veinte años me inclino a

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pensar que…Bolitho no le dejó terminar.—¿Veinte años? —Empezó a pasear

por la cámara mientras los demás lemiraban con sorpresa—. ¡Empiezo acomprender! Lequiller sirvió aquídurante la revolución americana y usó amenudo Las Mercedes como basetemporal, al igual que muchos otroslugares. Debía de saberlo todo delpasado de Pérez, e incluso podríanhaber compartido sus confidencias yhablado de sus esperanzas para elfuturo. —Se detuvo en su pasear y miróa todos uno por uno—. ¡Creo que sé quées lo que intenta Lequiller y cuáles eran

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sus órdenes cuando rompió nuestrobloqueo!

—¿Un ataque a las posesionesespañolas?

—¡Algo mucho más osado y muchomejor remunerado que eso! —Bolithocaminó hasta los ventanales de popa y sequedó mirando fijamente su propiobarco—. Cualquier ataque a losterritorios españoles de la zona lo másseguro es que encendiera opiniones encontra de él. Pero si ayudara a que elmismo Pérez volviera a España con eltesoro ¡imaginen el impacto quecausaría!

Pelham-Martin exclamó

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entrecortadamente:—¡Pero esto es absurdo! ¡La Corte

española colgaría a ese Pérez,aristócrata o no!

—Solo y sin ayuda, quizá. —Bolithole miró fríamente—. Pero respaldadopor la escuadra de Lequiller y por unbarco que contuviera un tesoro másvalioso que el rescate de un rey,¡piensen en el efecto que tendría! —Endureció su tono de voz, viendo que laincertidumbre daba paso al pánico en lacara redonda del comodoro—. Lequillerha jugado sus cartas. Su método ha sido«divide y vencerás», y ha conseguidocasi todo lo que se ha propuesto. Fuimos

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avisados de que es un hombre entregadoe implacable. ¡El hecho de que colgara aprisioneros de guerra indefensos tendríaque haber sido suficiente demostraciónde su gran determinación para conseguirsus fines!

Farquhar asintió con firmeza:—¡Tiene usted razón, por Dios! La

confianza que podía haber tenido elgobierno español en nuestra capacidaddesaparecerá cuando avisten la escuadrade Lequiller. Cualquier reticencia de laCorte hacia ese Pérez se desvanecerárápidamente cuando les sea entregadointacto el tesoro.

—¡La Iglesia se encargará de ello!

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—Fitzmaurice se sentó apesadumbrado—. ¡Gran parte de los lingotes de oroencontrarán sin duda el camino hacia susarcas! —Añadió con menosvehemencia:

—Entonces, ¿todos nuestrosesfuerzos no han servido para nada? Enestos momentos, los barcos de Lequillerpueden estar de camino a casa. —Lanzóuna dura mirada hacia la hierática figuradel comodoro—. ¡No podemos hacernada!

Bolitho dijo:—Durante todo este tiempo he

tratado de ver las cosas con los ojos deLequiller. Sus tácticas y su completo

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desprecio de todo excepto de suobjetivo final. Cuando vi a aquellossoldados españoles con uniformefrancés, tendría que haberme imaginadoel alcance de sus intenciones. Debían dehaber estado entrenando a aquelloshombres durante meses, quizá más, y losuniformes eran simplemente paradisimular el verdadero propósito delgobernador. En el peor de los casos,podría haber alegado que el enemigohabía conquistado su pueblo y susdefensas. —Hizo una pausa antes deañadir:

—Y en el mejor de los casos, tendráuna fuerza entrenada detrás cuando

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vuelva a su propio país, donde sin dudahabrá muchos ansiosos por unirse a suestandarte.

Vio que Fitzmaurice asentía con lacabeza y prosiguió de forma implacable:

—Piensen solamente en el impactoque esto tendrá en Inglaterra. España esnuestro único punto de apoyo en Europa,el único país con la fuerza suficientepara enfrentarse al enemigo. Con uncambio de bando estaría todo listo ensemanas, puede que en días, y noquedaría nada entre Inglaterra y unaEuropa unida. ¡Nada excepto una franjade agua y una triste línea de barcos!

Bolitho miró rápidamente a Mulder

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al ver la inquietud que le habían causadosus palabras. Quizá por primera vezMulder estuviera pensando comoholandés y no como el guardián de St.Kruis. Ni la inmensidad del océano ni ladistancia podían aligerar el dolor quedebía de estar sintiendo por su propiapatria, ahora aplastada bajo la bota delenemigo. Quizá en estos momentos supaís se viera obligado a declarar laguerra a Inglaterra. Sería una mera firmaformal en un tratado, pero haría de aquelviejo barco un enemigo y no tendríaelección.

A Bolitho, sólo pensar en aquello lellenó de una ira y una consternación

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irracionales. Todas aquellas cansadas yfrustrantes semanas, mientras navegabanbuscando al escurridizo enemigo,Lequiller había estado jugando segúnsus propias reglas; reglas que ellos sóloestaban empezando a aprender, cuandoya casi era tarde. Se necesitaba unalmirante implacable y con una grandeterminación para dejar que la mitadde su escuadra se enfrentara a cualquieracción que intentaran sus perseguidores,dispuestos a perder cuatro barcosmientras iban tras el premio gordo, elbarco cargado de oro y plata y todo loque sus riquezas suponían para su causa.Debía de haber sabido que aunque

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Pelham-Martin consiguiera destruir loscuatro barcos, sus fuerzas sufriríantambién tantos daños en el combate ybajo el bombardeo de la batería ocultaque no estarían en condiciones deentrometerse en sus planes por algúntiempo.

—No veo otra explicación posible,señor. Ni tampoco veo opción algunapara nosotros que no sea la de actuarsegún los hechos que conocemos.

Pelham-Martin se sacó un pañuelodel bolsillo y se quedó mirándolo con lamirada perdida.

—No lo sabemos con seguridad,Bolitho. Lo que ha dicho es una mera

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suposición. Piense en lo que implicaríasi ordenara a la escuadra que saliera asu caza hacia alguna parte, ya que sulocalización exacta es un misterio,mientras Lequiller sigue aquí, atacandoy haciendo incursiones, ¡destruyendotodo aquello que tanto ha costadoconseguir!

—Sería prudente considerar lasalternativas, señor. Nuestras órdeneseran buscar y destruir la escuadra deLequiller. Hemos fracasado. —Observócómo sus palabras penetraban en lamente confundida del comodoro yañadió:

—Ahora han apresado al San

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Leandro en aguas que se nos ordenócontrolar y hacer seguras. Aunquequisiéramos, no podemos perder mástiempo buscando los barcos deLequiller. Sólo tenemos la Spartan parapatrullar lejos de la escuadra. Lascorbetas son demasiado pequeñas; unapresa fácil para el enemigo.

—¿Qué es lo que sugiere esta vez?—Pelham-Martin trataba otra vez derecobrar la compostura—. ¿Volver a LasMercedes?

—No, señor. Supondría disponer deun tiempo demasiado valioso que notenemos. Yo creo que Lequiller atacó St.Kruis cuando llegó por primera vez al

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Caribe, a sabiendas de que podríanecesitar un base alternativa para susbarcos. Debido a nuestra inesperadallegada y a la muestra de arrojo de losdefensores holandeses, no lo logró. Poresto estoy seguro de que Lequiller novino hasta aquí solamente para asaltar ysaquear. Corsarios y fragatas hubieransido más útiles para esas tareas. Y no sepuede esconder por mucho tiempo unaescuadra de navíos de línea. —Lanzóuna rápida mirada a Farquhar—. ¿Quédaños le infligió a la fragata Thetis?

—El palo trinquete y el aparejosalieron mal parados, y la cubiertaprincipal recibió daños de

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consideración.Bolitho asintió.—Y también uno de los barcos que

escaparon de Las Mercedes tenía dañosimportantes en la arboladura. Si paraLequiller era esencial llegar hasta aquícon la escuadra intacta, será igualmenteimportante para cualquier operaciónfutura ahora que ha perdido parte de sufuerza ante nosotros.

De nuevo fue la rápida mente deFarquhar la que cogió el hilo de lospensamientos hablados de Bolitho.

—¿Entonces tiene que haber otrabase? —Se acarició la barbilladubitativo—. Pero estamos rodeados de

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incontables islas, y se necesitaría unaflota entera y un siglo entero pararebuscar entre ellas. —Entonces asintióbruscamente:

—Pero tiene razón: un fondeaderodonde puedan reparar sus daños ypreparar los últimos planes.

—¿Conoce un lugar así? —preguntóFitzmaurice.

—Aún no. —Bolitho lanzó unamirada a Mulder—. Pero lo pensaré.

Pelham-Martin se reclinó contra elrespaldo de su asiento.

—¡Si llegaran mis refuerzos! —Entonces dio un gran suspiro—. Pero,lamentablemente, debería haberlo

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sabido por mi experiencia anterior. —Miró a Bolitho, con el rostro lleno dedesesperación—. Usted es mi capitán demás antigüedad y tengo que tomar enconsideración su consejo, sabiendocomo sé que nace de los conocimientosacumulados al servicio del Rey. Pero yoestoy al mando, y mía es la decisiónfinal. Volveremos a St. Kruis a todaprisa, y entonces enviaré una corbetadirectamente a Inglaterra con misdespachos.

Bolitho le miró impasible. Nuncadejaba de sorprenderle lo rápido quePelham-Martin podía reponerse yresurgir del abatimiento más completo.

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La idea de que aún había algunaposibilidad de redimir su honor antes deque el almirante Cavendish tuvieranoticias de su fracaso en destruir alenemigo pareció haberle proporcionadonuevas esperanzas y autoridad. Inclusoahora miraba a Farquhar con algo muypróximo a su antigua severidad.

—Tenía la intención de reprenderlepor alejarse de su zona de patrulla. Sinembargo, dado que su iniciativa nos haproporcionado la única información deque disponemos, tengo que tratarle conindulgencia y dejar constancia de suacción.

Farquhar le miró fríamente, con sus

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arrogantes facciones dibujando unasonrisa apenas perceptible.

—Cuando serví al mando delcapitán Bolitho como guardiamarinatuve un excelente profesor, señor.Aprendí entonces que tratar de lucharsin información es como darle unmosquete a un ciego y enviarle a laguerra.

Bolitho aclaró su garganta:—¿Volverá ahora a mi barco, señor?Pelham-Martin negó con la cabeza:—Más adelante. Necesito tiempo

para pensar. Vuelvan a sus barcos,caballeros.

Fuera de la cámara, los tres

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capitanes se quedaron en silenciomientras Mulder se apresuraba a hacerllamar a sus respectivos botes.

Fitzmaurice habló primero:—Cuando oí el informe del joven

Farquhar, perdí la esperanza. Me sentícomo si hubiera estado haciendo elidiota, como si todo lo que hubieraintentado en mi vida fuera en vano. —Escudriñó a Bolitho—. Pero alescucharle a usted explicando sus ideassentí fuerzas renovadas. —Buscó lamanera correcta de decirlo:

—Mi primer teniente, Quince, loexpresó muy bien cuando volvió de lamarisma. Dijo que si usted hubiera

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estado al mando de la escuadra,Lequiller nunca hubiera perdido de vistala costa francesa.

Farquhar sonrió.—Esperemos que no sea demasiado

tarde para corregirlo.Bolitho observó cómo su lancha se

acercaba rodeando la aleta del Telamón.Era típico de Farquhar ser muy directocuando hablaba con Pelham-Martin,aunque no dejaba traslucir sussentimientos cuando estaba entre otroscapitanes.

Farquhar no tenía por qué temer lainfluencia de Pelham-Martin fuera de laMarina. Su padre era propietario de

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medio condado de Hampshire, yprocedía de un largo linaje de famososoficiales, algunos de los cuales habíanllegado a almirantes. Pero hacercualquier clase de confidencias que másadelante pudieran interpretarse comoconspiración o una falta de apoyo a sucomodoro era tan ajeno a su naturalezacomo tratar a un marinero como a unigual.

Más tarde, mientras estaba en elalcázar del Hyperion observando laSpartan que barloveaba a la cabeza desus consortes más lentos, Bolithoencontró que albergaba una pizca deenvidia en su corazón. Había siempre

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algo especial en una fragata. Rápida,independiente y nada impersonal, en lacual el rostro y la conducta de cada unode los hombres que iban a bordo sehacía tan familiar como las velas quellevaba. En un navío de línea era comovivir en un mundo muy comprimido en elque se abarrotaban juntos varioscentenares de almas en cualquiermomento del día, aunque estandocompletamente separados por lasnormas de la disciplina y del rango. Yahora, incluso aquel vínculo remoto conel estilo de vida que él tanto amabaparecía alejarse aún más. Mientrasperfilaba el esquema de su plan a los

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demás, había sido consciente del hecho,y aquello le turbaba. Al hacerse cargode una fragata se pasaba de obedecer aotros capitanes a estar al mando de unpequeño barco propio. De la crudanecesidad de buscar al enemigo y ponerel barco a su costado hasta la victoria ola destrucción, a la necesidad decomprender las tácticas y cómo podíanafectar éstas a otros barcos y escuadras.Y mientras pensaba en voz alta era muyconsciente de lo que estaba haciendo. Alrevelar sus ideas más íntimas, que mástarde podrían traducirse en hechos,había dado otro paso irrevocable en sucarrera.

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Pero la estrategia, tal como Pelham-Martin y otros antes que él se habíanvisto obligados a entender, podía sermucho más determinante que la muertede quien la planeaba. Podía decidir lasuerte de una causa, la misma existenciade una nación.

Inch se acercó a su lado y saludóllevándose la mano al sombrero.

—¿Alguna orden, señor?Bolitho tenía todavía la vista

clavada en la Spartan, que se elevaba ycalaba la proa en las desiguales olas concabrillas.

—Voy al cuarto de derrota —titubeó,consciente de que iba a dar un paso más,

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más personal, pero no menos vital—.Pase la voz al nuevo ayudante de piloto,Selby, para que venga abajo a verme.

Inch movió los pies con la cara llenade evidente curiosidad. Bolitho le miró.

—Asegúrese de que nadie meinterrumpa.

En el cuarto de derrota, revestidocon paneles de madera oscura, apoyósus hombros contra el mamparo en unesfuerzo por controlar el repentino aludde dudas. Allí, los ruidos habituales delbarco llegaban apagados, y el distanterepiquetear de la bomba parecía marcarel paso con los latidos de su corazón.

Se oyó un golpeteo en la puerta y

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dijo:—¡Entre!Su hermano se quedó de pie en el

otro extremo de la mesa de cartas, conmirada cautelosa y vigilante.

—¿Envió a buscarme, señor?Bolitho levantó por una punta la

carta que estaba más arriba, conscientedel silencio reinante, como si el barcoestuviera conteniendo la respiración.

Lentamente, dijo:—Necesito información. —Mantuvo

un tono formal, como si el hombre quetenía enfrente fuera realmente un meroayudante de piloto—. De cuandoserviste en el Caribe anteriormente —su

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lengua se entretuvo en la palabra.Anteriormente. Qué dolor eincertidumbre había causado a su padre.Añadió bruscamente—: Cuando estabasal mando de la fragata corsaria Andirondebiste de hacer buen uso de las islas.—Trazó un círculo con un dedoalrededor de las intrincadas formas dela carta—. Sólo dependías de tuspropios recursos. Debiste de conocerentonces las ensenadas y bahías dondepoder hacer descansar a tus hombres yllevar a cabo las reparaciones.

Su hermano se acercó; se acentuabansus arrugas y su semblante cansado bajola inquieta lámpara.

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—Eso fue hace mucho tiempo —asintió—. Sí, conocía muchosfondeaderos de ese tipo.

Bolitho rodeó la mesa tocando lastaquillas y el catre que se balanceaba,aunque sin fijarse en ellos.

—Habrás oído hablar de Lequiller,por supuesto, y de lo que estamoshaciendo aquí. Creo que reparará losbarcos que recibieron daños en combateantes de… —se calló, dándose cuentade que su hermano le estaba mirandocon ojos pensativos.

—He oído muchas cosas. QueLequiller se ha hecho con el barcocargado de oro y plata y que tú tratas de

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cogerle de nuevo. —Se encogió dehombros—. Las noticias vuelan en lacubierta inferior, como tú sabes.

—Cuando estabas en Las Mercedes,¿viste u oíste algo de lo que estabapasando allí?

—No mucho. Vimos a los soldadoshaciendo instrucción, y cuando losbarcos franceses entraron en la bahíahubo una gran excitación. Entonces medi cuenta de que aquello implicaríaproblemas para nosotros.

Bolitho no pudo contener suamargura:

—¿Para nosotros? ¿Acaso hascambiado tu manera de pensar?

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Su hermano le miró con aire grave ycansado.

—Quizá. Pero incluso en mi cortaestancia a bordo de tu barco heaprendido a conocerte otra vez. Comocuando en St. Ciar los convictos teaclamaron. —Hizo una mueca—. Haypoca diferencia entre un convicto y unmarinero de un barco del Rey, y he oídolo que ellos piensan de ti. —Bajó lamirada hacia la carta—. Te seguirían acualquier parte. No me preguntes porqué, y no esperes que ninguno de ellos telo explique. Es algo que tú tienes, queles das a ellos. —Volvió a encogerse dehombros—. Pero no importa. Lo que

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quiero decir es que no creo que debastirarlo todo por la borda para salvar elbuen nombre de tu comodoro.

—¡No te he hecho llamar para quedes tu opinión sobre mi situación! —dijo Bolitho con aspereza. Golpeteó conel dedo sobre la carta.

—¿Y bien?—Hay un sitio apropiado aquí. —Su

dedo se detuvo—. Las Islas de Pascua.Puede que estén a unas cincuenta millasal noroeste de St. Kruis. —Sus ojosbrillaban con interés profesionalmientras se inclinaba sobre la carta—.Son dos pequeñas islas enlazadas porvarios islotes diminutos y con una gran

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barrera de arrecifes. Un fondeaderopeligroso, que normalmente se usa comoúltimo recurso —asintió lentamente—.La principal ventaja es que tiene unadocena de salidas entre los arrecifes.Con tu pequeña escuadra nunca podríascontrolarlas todas. —Su surcado rostrodibujó una sonrisa confidencial—. ¡Allíconseguí escapar muchas veces de lasfragatas de Rodney!

Bolitho observó su cabeza agachadacon repentina comprensión, cercana a lacompasión. Hugh era sólo cuatro añosmayor que él, aunque parecía avejentadopor el pelo gris, igual que su padre en suúltimo encuentro. Ahora, él estaba allí,

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reviviendo el único período de su vidaen el que, equivocado o no, habíaconseguido algo.

Preguntó en tono tranquilo:—¿Qué harías tú?Su hermano levantó la mirada hacia

él, pasando su expresión de la sorpresaa la incredulidad. Entonces respondió:

—Una fragata podría entrar a travésde los arrecifes. Un ataque sorpresapodría hacer que los barcos que hubieradentro del fondeadero salieran a marabierto por el canal principal, dondepodrías estar esperándoles.

Bolitho le miró seriamente.—Se necesita a un hombre de gran

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experiencia para pasar con un barco através de los arrecifes, ¿no es así?Alguien que conozca las demorasexactas de todos los obstáculos, ¿no?

El otro hombre le miró dando aentender que comprendía perfectamente.

—Así es. De otro modo sería unalocura. Cuando lo hice por primera veztenía a un viejo pescador mulato comocontramaestre. Lo conocía muy bien yme enseñó lo que había aprendido afuerza de darse golpes.

Bolitho enderezó su espalda.—¿Lo harás? —Vio que los ojos de

su hermano bajaban la guardia y añadió—: Sé que es un gran riesgo. El

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comandante de nuestra única fragata esCharles Farquhar. Podría recordartecomo su captor.

—Le recuerdo. ¡Un joven cachorroinsolente!

—Pero si todo va bien, podríacontribuir en gran manera a un indulto,una última oportunidad para ti.

Su hermano sonrió con tristeza.—Esto es lo que dicen muchos de

tus hombres. Que tú nunca piensasprimero en ti mismo. —Dio una palmadasobre la mesa—. Por una vez no estabapensando en mi propio pellejo. ¿No tedas cuenta de que si Farquhar ocualquier otro me reconociera, sería tu

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final? Esconder a un fugitivo, sercómplice de una traición, ¿por qué?; ¡tecrucificarían!

Al ver que Bolitho no respondía,añadió acaloradamente:

—¡Piensa en ti mismo! ¡Deja depreocuparte por tu maldito comodoro,por mí y todos los demás! ¡Sólo estavez, preocúpate de ti mismo!

Bolitho miró a lo lejos.—Entonces está decidido. Cuando

lleguemos a St. Kruis informaré alcomodoro. Puede que no encontremosnada en ese fondeadero que dices. Peromiraremos allí.

Su hermano se alejó hacia la puerta

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y dijo:—Sólo hubo una persona que

consiguió sacar lo mejor de mí mismoen el Caribe. Así que quizá la suerte estéde tu lado una segunda vez.

—Gracias —respondió Bolitho,pero cuando volvió su cabeza el cuartode derrota estaba vacío.

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XIV

A POPA, EL MAYORHONOR…

Cuando su lancha se puso de costadoen los toscos pilares de madera delmuelle, Bolitho saltó desde la popa yentonces se detuvo para mirar atráshacia la bahía. La escuadra de Pelham-Martin había fondeado sólo dos horasantes, pero incluso en tan poco rato eltiempo había cambiado ostensiblemente.El cielo quedaba oculto por una capa denubes claras que distorsionaba la luz del

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sol de las primeras horas de la tarde y laconvertía en un molesto resplandor,tiñendo las irregulares crestas de lasolas de un bronce subido. Cuando seprotegió del sol con la mano paraobservar atentamente los barcos, se diocuenta de la manera en que tiraban desus cables, como si tuvieran miedo de lacercanía de la tierra.

Los botes recorrían atareados una yotra vez el trayecto entre los barcos y laorilla, mientras a lo largo del camino dela costa y del muelle las partidas demarineros esperaban para bajar barrilesde agua recién llenados y fruta acopiadaapresuradamente antes de volver de

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nuevo a recoger otro cargamento.Inch y Gossett se encaramaron hasta

llegar a su lado y esperaron a que pasarala nube de polvo que se arremolinaba asu alrededor ensuciando sus caras y susropas en cuestión de segundos.

El piloto dijo con voz ronca:—El viento sigue soplando de forma

constante del noreste, señor. —Movió lacabeza—. Estaré más tranquilo cuandonos hagamos a la vela otra vez.

Bolitho siguió su mirada y vio lasolas que saltaban y rompían a través delcollar de arrecifes que protegían labahía por el este.

—Estoy de acuerdo.

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Se dio la vuelta y anduvo a grandeszancadas por el polvoriento caminohacia la borrosa silueta de la residenciadel gobernador. Caminaba con rapidez,consciente de que los otros seesforzaban en seguirle y de la urgenciaque le aguijoneaba la mente. Duranteveinticuatro horas los barcos habíanvuelto a St. Kruis con todas las lonasdesplegadas, y mientras esperaba conpreocupación e incertidumbre ladecisión final del comodoro, Pelham-Martin había bajado a tierra para ver ade Block, acompañado solamente porMulder.

Cuando el Hyperion echó el ancla,

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Bolitho vio que la corbeta que faltabaestaba ya fondeada bajo el cabo. Nohabiendo conseguido su comandantelocalizar la Spartan, lo más lógico eravolver a St. Kruis. Pero era tiempoperdido. Tiempo que podría haberseutilizado para enviarla con todaceleridad a alertar a otras fuerzas de lasposibles intenciones de Lequiller.

Pequeños grupos de isleños estabande pie en las entradas de sus casas y desus chozas observándoles mientraspasaban deprisa. Esta vez había pocassonrisas o saludos, y la mayor parte deellos parecían estar mirando el mar, másallá de los arrecifes.

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Dentro de un mes llegaría el primerhuracán, y aquellas personas tendríanotros problemas con los que enfrentarseque poco tendrían que ver con losasuntos de la guerra. Y una guerra queles era ajena, por causas que ellos noentendían ni compartían, algo que añadira sus preocupaciones y angustias.

Llegaron al portal de la ampliaentrada de piedra e Inch preguntó casisin aliento:

—¿Se quedará aquí el señor Selby,señor?

Bolitho se paró para mirarle defrente. Cuando, finalmente, habíallegado a bordo el mensaje de que el

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comodoro convocaba a todos suscomandantes, primeros tenientes ypilotos para que le informaranenseguida, supo que había tomado unadecisión. Tendría que haber previsto quePelham-Martin querría conocer alhombre a quien Bolitho había propuestocomo piloto para guiar la fragata entrelos arrecifes, y el llamamiento le habíasobresaltado.

Ahora, él estaba allí, tres escalonesmás abajo que Inch y Gossett, consemblante tranquilo e inmóvil, mientrasesperaba que Bolitho respondiera.

—Sí. Puede esperar aquí. —Bolithoañadió:

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—Puede que no se le necesitetodavía.

Vio a Fitzmaurice y a sus dosoficiales que se apresuraban hacia ellospor el camino.

—Bueno, no nos retrasemos más.Cuando entró en la alargada estancia

que daba a la orilla, notó que las palmasde las manos le sudaban profusamente,aunque el lugar estaba fresco tras elcalor del camino polvoriento. Cada vezque su hermano veía a otras personas,las posibilidades de que le descubrieranaumentaban considerablemente. Saludócon un vago movimiento de cabeza a losya presentes, sin notar demasiado de sus

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saludos o comentarios. Los comandantesde las dos corbetas conversaban en vozbaja junto a la ventana, y vio queFarquhar y su primer tenienteobservaban una carta marina sobre lamesa.

Una joven nativa con una bandejacargada se acercó a Bolitho. Cogió unacopa y sorbió lentamente. Era vino, yestaba frío como el hielo.

Inch también cogió una y sonriótímidamente a la chica, que le mirabacon imperturbable admiración.

Fitzmaurice entró en la habitación yse quitó el polvo de la casaca; su vozsonó súbitamente alta en medio de

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aquella quietud. Carraspeó con pocadelicadeza e hizo señas a la criada, que,sonriendo aún a Inch, cruzó aregañadientes hasta él con la bandeja.La otra puerta se abrió y Pelham-Martinse acercó lenta y pesadamente a la mesa.Iba acompañado por De Block y Mulder,y este último parecía tenso y nerviosomientras esperaba que Pelham-Martinhablara.

Bolitho le observó detenidamente.Los movimientos del comodoro eranlentos y pesados, pero su mirada, que enese momento estaba puesta sobre elcomandante de la segunda corbeta,parecía nerviosa y agitada.

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—Muy bien, Appleby. —Sacó ungrueso sobre del bolsillo de su casaca—. Aquí están mis despachos. Se hará ala vela inmediatamente con la Nisus y selos entregará al primer oficial superiorque pueda. —Mientras tendía el sobrehacia el comandante de la corbeta,Bolitho vio que temblaba intensamente—. Si es posible, de una escuadra de laflota del Canal, pero si no, ¡prosigahasta Plymouth con la máxima velocidadde la que sea capaz!

El oficial se metió el sobre dentrode la casaca y dio media vuelta. Porunos breves momentos dejó que sumirada se posara sobre los que estaban

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a su alrededor, como si estuvieramirándoles por última vez.

Pelham-Martin le miró hasta quedesapareció por la puerta, y Bolitho sepreguntó si todavía estaría pensando envolver a llamarle y recuperar aquellosdespachos que tan fácilmente podíansignificar su perdición.

—Les he reunido a todos, caballeros—Pelham-Martin aclaró su garganta ytomó un rápido sorbo de vino—, parauna última conferencia antes de hacernosa la mar.

Hubo un rápido murmullo deespeculación y añadió:

—Con la poca información que

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tenemos, no veo otra alternativa queaceptar el plan propuesto por el capitánBolitho. —Bajó la mirada y de debajode su cabello salieron dos pequeñasgotas de sudor—. Ahora parece ser queeste plan es mejor de lo que parecía enun principio. —Miró lentamente a DeBlock—. El gobernador de St. Kruis meha informado de la desaparición de sugoleta Fauna. Navegaba conprovisiones para algunas islas vecinas yno ha vuelto. —Miró a Bolitho antes deañadir:

—Una de sus escalas era las Islas dePascua.

—Pensaba que estaban deshabitadas

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—dijo Bolitho con tono tranquilo.De Block asintió:—Sólo hay una misión y unos pocos

pescadores. Está previsto que vuelvanaquí antes de que lleguen otra vez lastormentas.

Pelham-Martin dijo:—Bien. Ahora, continuemos. Hay

mucho que hacer y queda muy pocotiempo.

Bolitho se sorprendió por labrusquedad de su tono. Era como siPelham-Martin quisiera actuar conmucha rapidez ahora que se habíacomprometido.

—Tan pronto como concluya esta

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reunión, el capitán Farquhar levaráanclas y navegará hacia el noroeste. Sitiene que pasar entre esos arrecifes esesencial que la Spartan esté en posiciónmañana al romper el alba. —Pelham-Martin miró de nuevo a Bolitho—. Izarémi gallardetón en el Hyperion, y juntocon el Hermes nos situaremos al norestede las islas. Esto nos dará el barloventocuando salga el enemigo, si es que lohace. —Lanzó una mirada al comandantede la Dasher—. Su corbeta patrullará alsur. Si el enemigo consigue escapar,tendrá que mantener usted el contactocomo pueda.

Hizo una pausa y dio un sorbo a su

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copa.—¿Preguntas?—No ha mencionado al Telamón —

dijo De Block.—Es cierto. —Pelham-Martin

miraba la carta mientras hablaba—. Yano puedo ordenarle que se ponga bajomi mando. Con la goleta perdida, elTelamón es su único enlace con elmundo exterior. Su única protección antecorsarios o piratas. Y con todos losrespetos, es un barco viejo, y sus días enla Línea de combate hace tiempo quequedaron atrás.

Bolitho miró a los dos hombres, ynotó la tensión que crecía por momentos.

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Era difícil calibrar la veracidad dela preocupación de Pelham-Martin.Podría estar buscando una excusa,alguna razón para su propia defensa enun futuro. Sin el apoyo del Telamón,aunque estuviera anticuado y pocoarmado, podría justificar una retirada silas cosas se ponían mal.

De Block replicó con suavidad:—No tengo ninguna duda de ello, ni

tampoco la tiene su comandante. Cuandousted salvó St. Kruis de Lequiller, todoslos que estábamos aquí nos dimos cuentade que teníamos una deuda con ustedes.Y si Lequiller escapa y vuelve a su país,creo que nuestro futuro estará

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sentenciado de todos modos. Su paísrenació bajo el signo del terror. Siescapa y cuenta cómo le hemosdesafiado, ¿puede decirme qué será denosotros?

Entonces miró a Bolitho con unamirada súbitamente triste.

—El kapitein Mulder me contó loque usted dijo. Parece que nuestrosrespectivos países pronto estarán enguerra otra vez. Si así fuera, nadapodemos hacer para evitarlo, pero megustaría poder recordar con honor todoesto cuando haya pasado.

Farquhar dijo:—Entonces, si todo está dispuesto,

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señor, quizá sería conveniente que vieraa ese ayudante de piloto, ¿no?

Su interrupción fue como un jarro deagua fría, pero Bolitho pensó que, detodas maneras, era lo mejor. Cuantoantes acabaran, antes se harían a la vela,aunque sólo fuera para prolongar elengaño.

Cuando su hermano entró en la sala,Bolitho apretó la columna contra elrespaldo de la silla y trató de no mirarlemientras se acercaba a la mesa.

El comodoro dijo:—Me han dicho que puede usted

pilotar la Spartan a través de losarrecifes que hay al oeste de las islas.

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—Sí, señor.Farquhar se inclinó sobre la carta.—Hay pocas marcas, señor Selby.

—Por una vez estaba mostrando sussentimientos, los propios de uncomandante que estaba a punto deconfiar su barco, y posiblemente sucarrera, a un hombre totalmentedesconocido.

Todos miraron atentamente mientrasel ayudante de piloto trazaba un rumbocon el dedo.

—Hay un buen canal aquí, señor.Aguas profundas, pero con dos escollosde arrecife difíciles. Le sugiero quearríe los botes si el viento amaina.

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Podríamos remolcar la fragata paraatravesarlos en esas circunstancias. —Se frotó la barbilla—. Y necesitaremosdos buenos sondadores en proa. —Callóal advertir la mirada escrutadora deFarquhar—. ¿Señor?

—¿Está seguro de que jamás hanavegado bajo mi mando? —preguntóFarquhar.

—Estoy seguro, señor.—Bien —Farquhar seguía mirándole

pensativo—. ¿Dónde sirvió para reunirestos conocimientos?

Bolitho se agarró con fuerza a losbrazos de la silla, notando un sudor en lafrente mientras esperaba que la

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expresión de Farquhar cambiararepentinamente al reconocerle.

Pero la respuesta fue tranquila ysegura:

—En el viejo Pegasus, señor.Estuvimos por aquí reconociendo lasislas hace unos años.

El ceño fruncido de Farquhar sedistendió.

—Entonces no estuvo perdiendo eltiempo, señor Selby ¿Nunca se haplanteado intentar conseguir un ascenso?

—Estoy contento, señor. —Seinclinó de nuevo sobre la carta—. Yasabe lo que dicen, señor. A popa, elmayor honor, ¡y a proa los mejores

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hombres!Por un instante Bolitho pensó que

había ido demasiado lejos. Farquhar dioun paso atrás con los labios apretadoscomo si de repente se hubiera dadocuenta de que tenía un trato demasiadoamigable con un inferior.

Entonces se encogió de hombros yasintió con un leve movimiento decabeza:

—¿Eso dicen?Pelham-Martin se puso en pie.—Entonces hemos acabado,

caballeros. —Hizo una pausa, comobuscando alguna frase que todospudieran recordar—. Si encontramos a

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Lequiller, asegúrense de que sushombres luchan valientemente y sinpensar en la derrota. —Dejó la copasobre la mesa y la miró fijamente—.Vuelvan a sus barcos y llamen a todossus botes inmediatamente. Si hemos deatravesar el arrecife y ponernos a hacerbordadas hasta situarnos a barlovento dePascua, no podemos perder más tiempo.

Bolitho se acercó hasta la mesamientras los otros oficiales empezaban asalir de la sala.

—Ha sido una sabia decisión, señor.Y si me permite decirlo, una decisiónvaliente.

Pelham-Martin miró más allá de su

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interlocutor.—¡Maldita sea, Bolitho! —No elevó

la voz—. Si está usted equivocadoacerca de ese lugar y de lo que podamosencontrar ahí, no me salvarán las buenasintenciones. —Sus ojos se movieron yse fijaron sobre el rostro de Bolitho—.Ni a usted tampoco. Si vive usted lobastante, cosa que dudo seriamente,descubrirá que la valentía no siempre essuficiente. ¡Si es que llega ese día,espero que sea capaz de verlo por símismo!

Bolitho se levantó ligeramente elsombrero.

—Sí, señor.

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Mientras bajaba por las escalerastodavía retenía en su mente la imagen dePelham-Martin, de manera que suspalabras parecían seguirle como unepitafio.

Quizá después de todo, Pelham-Martin mereciera más lástima querespeto por su autoridad. A diferenciade tantos otros, estabadesesperadamente asustado; no sólo porla posibilidad de morir o de cometer unerror, sino por el miedo al fracaso y amostrar su propia inseguridad y otrascosas que Bolitho solamente podíaintentar imaginar. En toda su carreradebía de haberse dado cuenta de su

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debilidad, pero al parecer se habíadejado arrastrar hacia arriba, asumiendomayores responsabilidades, en unsistema que no había asimilado nicomprendido.

A lo largo de su vida, aquello quizáno había importado demasiado. Peroahora, en aquellos precisos instantes,mientras la pequeña Nisus desplegabalas velas y salía de la bahía, no podíaver otra cosa en su comodoro que ladeshonra más absoluta, y peor, el objetodel desprecio de aquellos a quieneshabía intentado emular durante tantotiempo.

—¿Está listo, señor? —preguntó

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Inch.Bolitho lanzó una mirada a lo largo

del muelle y vio a Farquhar hablandocon su primer teniente mientrasesperaban que llegara el bote. Suhermano estaba un poco apartado, conlos brazos cruzados y la mirada puestaen la alejada fragata, que se balanceabacon inquietud tirando de su cable.Entonces vio que Bolitho le miraba ycaminó lentamente hacia él.

Bolitho esperó hasta que Inch yGossett estuvieran lejos y no le pudieranoír, y entonces dijo violentamente:

—¡Estúpido! ¡Casi te delatas allídentro!

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—Me molestó. Si supiera quién soy,¡antes de ponerme al timón dejaría quesu barco se fuera a pique! —Sonrió contristeza—. Quiero que te hagas cargo delchico si me ocurriera algo a mí. ¿Loharás?

Bolitho le observó detenidamentedurante unos segundos.

—Sabes que sí.Oyó a Farquhar aullando:—¡Poned ese bote al costado, por

todos los demonios! Tuvo que reprimirel impulso de tocar el brazo de suhermano.

—Ten cuidado.Entonces se dio la vuelta y volvió

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con los demás. Inch dijo con airedivertido:

—¡Pobre Selby! ¡Fuera de un barcopara ir a parar a otro!

—¡Tenga la amabilidad de dedicarsus pensamientos al recibimiento abordo del comodoro, señor Inch! —Bolitho se volvió para ver como seacercaba la lancha y no vio la confusiónde Inch ni la expresión contrariada deGossett. Él sabía que su arranque de iraera una tapadera para la incertidumbreque le acosaba; para esconder el hechode que, después de todo, se preocupabapor su hermano, aunque sospechara queHugh en realidad se reía de él a pesar de

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su constante peligro. Siempre fue asíentre ellos, y en aquellos momentosdaba la impresión de que ni siquiera laamenaza del arresto y de la horca podíacambiar nada.

Allday se quitó el sombrero cuandolos oficiales bajaron a la lancha.

—Quiero que tan pronto comoestemos a bordo vuelva y recoja alcomodoro. Allday asintió:

—A la orden, comandante. —Hizoun gesto al proel—. ¡Largue amarras!¡Fuera remos! —Observó el cogote deBolitho, percibiendo su talante—. ¡Haleavante! ¡A una!

Bolitho se sentó rígidamente en popa

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con la mirada fija en la silueta negra delas vergas más altas del Hyperion. Sehabía percatado del rápido cruce demiradas entre los hombres de la lancha,como personas privilegiadas que oíanalguna información secreta. Se preguntócómo verían realmente hombres comoaquéllos a sus comandantes. ¿Como unrostro que es testigo de unos azotes oque dicta un castigo, o como un hombreque camina a grandes zancadas por sualcázar, distante y sin que le afecte elabarrotado mundo que hay bajo suspies? Y durante el combate, ¿buscaríanaquella misma enigmática figura y lamirarían con verdadera comprensión o

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con calidez?Recordó cómo aquellos mismos

hombres reaccionaron cuando Pelham-Martin arrió su gallardetón; suresentimiento y su dolor, como si elbarco y, por tanto, ellos mismos, fuerandesairados. Ahora sabían que elgallardetón volvía, y parecían realmentesatisfechos con ello. Se preguntó quépensarían del hombre que había trasaquel gallardetón. Un hombre tanacuciado por sus preocupacionesinteriores y sus dudas personales que,enfrentado a otro revés, bien podríaestallar bajo la gran tensión.

Levantó la mirada y vio el casco que

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se elevaba ante él, los infantes demarina con sus casacas rojas en elportalón de entrada y el resplandor delsol implacable en los pitos decontramaestre preparados para sonar.

Mientras Allday manejaba la lanchabajo el costado de sotavento del barco,pensó de repente en lo que había dichoHugh. «Te seguirían a cualquier parte».Pero los hombres que seguían debíantener un buen líder a quien seguir. Erainútil sentir lástima por Pelham-Martinsimplemente porque era incapaz deserlo. Aquellos hombres necesitabanalguien a quien seguir. Frunció el ceño.No, no era una necesidad, sino un

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derecho.Subió por el costado, pensando

todavía en Pelham-Martin, inclusomientras devolvía los saludos y sedirigía hacia popa.

* * *

—Comandante, señor.Bolitho abrió los ojos y se quedó

mirando fijamente la carta náutica quetenía bajo el antebrazo. En el cerradoespacio del camarote, la lámparacolgada de los baos bailabaalocadamente, lanzando sombras por

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todos lados como espíritusatormentados, e inmediatamente se diocuenta del aumento de movimiento a sualrededor.

Allday estaba de pie junto a la mesa,con una enorme cafetera sujetadafuertemente contra su cuerpo.

—¿Qué hora es?—Siete campanadas, comandante.

—Allday cogió un tazón del estante ysirvió un poco de aquel café oscuroentre las irregulares cabezadas delbarco.

Siete campanadas. Bolitho se reclinóen la silla y se frotó los ojos. Habíaestado en cubierta casi sin interrupción

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desde que los barcos salieran de labahía y se metieran en medio de aquelviento creciente. Luego, durante unasdos horas, había intentado descansarpara recuperarse del cansancio mentalantes de las primeras luces. Gruñó. A laguardia de media todavía le quedabamedia hora para el relevo.

Allday se apartó ligeramente paraobservarle mientras bebía. Entoncesdijo:

—Con los respetos del señor Inch,dice que el viento está aumentando.

—¿Del noreste?—Sí. —Sirvió más café en el tazón.—Bueno, eso es algo por lo que hay

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que dar gracias. —Si el viento rolaba,tendrían que seguir haciendo bordadasmás tiempo, hasta el otro lado de lasislas ocultas, para tener el barlovento.Sin nada que les resguardara de la vistadel enemigo, podrían ser cogidosdesprevenidos cuando éste salieradisparado. Pero si el viento se manteníao aumentaba, les verían en el momentoen que saliera el sol, y el caminoquedaría despejado para que Lequillerintentara escaparse o entablara combate.

Dejó el tazón sobre la mesa con ungolpe. Si…, cuando… Estabaempezando a pensar igual que elcomodoro.

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Allday le ayudó a ponerse la casaca.—¿Aviso al comodoro, comandante?—No. —Salió del cuarto de derrota

y casi tropezó con el repostero quedormía acurrucado en el pasillo.

Bolitho dijo:—Déjele el resto del café. —Echó

una mirada a la puerta cerrada de lacámara y al centinela de infantería demarina que se tambaleaba bajo la luz dela lámpara como un soldadito de juguete—. Podrá dárselo al comodoro dentrode poco. —Ni siquiera se habrádormido, pensó. Probablemente estaríaallí echado mirando los baos,escuchando todos los sonidos.

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El alcázar estaba totalmente oscuro,y el repentino ruido del viento y el marle reveló de manera instantánea lacreciente fuerza con que ambosacometían.

Inch caminó a tientas hasta su lado.—Tendremos que volver a acortar

velas, señor.Bolitho subió por la inclinada

cubierta y puso la mano junto a labitácora. Sur cuarta al suroeste.Imaginaba perfectamente el desesperadoy penoso rumbo que habían tomado alsalir de St. Kruis. Hacia arriba y dandoun rodeo, describiendo un ampliocírculo, casi siempre con el viento a fil

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de roda y con todos los marineros encubierta la mayor parte del tiempo.Ahora estaban navegando de nuevohacia el sur, en lo que debía de ser laparte más fácil. Las islas estaban enalguna parte por la amura de estribor, ycon el viento soplando por la aletaopuesta, tendrían toda la ventaja si elenemigo saliera de su refugio. Sisobrepasaban la posición adecuada, loestropearían todo.

—Muy bien, señor Inch. Tome otrorizo.

Se preguntó si la Spartan estaría yacerca del acceso previsto. Si es que suhermano podía acordarse después de

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tanto tiempo… Inch interrumpió suselucubraciones al decir:

—El Hermes sigue todavía en supuesto, señor. Lo vimos bastante cercapor popa a las seis campanadas. —Gritaba por encima del estruendo delviento, con el rostro brillante por losrociones bajo la tenue luz de la lantía debitácora.

—¿Y el Telamón?—No hay señales de él, señor. —

Inch interrumpió la frase para aullar aalgunos hombres que estaban cerca yque no habían oído la pitada delcontramaestre.

Por encima de su cabezas, las velas

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daban latigazos y tronabanimplacablemente mientras los marinerosluchaban para arrizarlas en totaloscuridad. Bolitho se imaginabaperfectamente el terror que supondríaestar allá arriba. Aunque era un tiempoexcelente para navegar. Si pudierandeshacerse de aquellas malditas islas…Su intención era navegar y luchar, en vezde aprovechar toda la potencia de lasvelas del viejo barco cuando tenía tantafuerza que ofrecer.

—¿Cómo cree usted que se lasestará arreglando el señor Selby? —gritó Inch.

Era una pregunta inocente y estaba

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intentando, evidentemente, arreglar loque él aún pensaba que había sido unfallo suyo cuando estaban esperando lalancha en St. Kruis.

—Bastante bien.Inch asintió vagamente:—Parece que sabe lo que se hace.

Igual que al capitán Farquhar, alprincipio me resultó familiar.

Bolitho se puso tenso. Inch no podíaacordarse de él de ninguna de lasmaneras. En St. Ciar su hermano habíapasado junto a Inch en la oscuridad antesde la evacuación final y le habíaentregado un anillo, el anillo de sumadre, para que se lo diera y supiera

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que, después de todo, no estaba muerto.—Debe de ser algo que hay en ese

hombre, señor —dijo Inch. Mostró susdientes en una sonrisa incierta—. Aljoven señor Pascoe le ha caído muy bieny parecía muy preocupado cuando Selbydejó el barco. Es extraño cómo ocurrenestas cosas.

—Más extraño de lo que cree. —Envoz alta, replicó—: Ahora, si ya haacabado del todo, señor Inch, quizáfuera tan amable de despertar alcomodoro e informarle del estado deltiempo. Si el viento aumenta, viraremosy ganaremos espacio para maniobrar.

Inch se detuvo cuando Bolitho

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añadió fríamente:—Explíquele al comodoro

solamente lo esencial, si es tan amable.Estoy seguro de que no estará de humorpara conversaciones a estas horas de lamadrugada.

Vio una sombra que se movía junto ala borda de sotavento y gritó:

—¡Señor Gascoigne! ¿Qué tal loestá pasando en su primera guardiacomo teniente en funciones?

Gascoigne se acercó tambaleantepor la empinada cubierta, se paró, yentonces estuvo a punto de caersecuando el barco se balanceó de formaescalofriante en el profundo seno de una

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ola.—Bastante bien, señor. —Tragó

saliva y añadió de manera pococonvincente—: Aunque sólo cuando elseñor Inch está también en cubierta,señor. Una vez que me he quedado solome he asustado mucho pensando que elbarco me estaba llevando a mí y a todaslas almas de a bordo hacia algo sólidoaunque invisible. —Se encogió dehombros—. Todas esas lonas y perchas,los hombres abajo y el gran peso de loscañones; no sabía qué hacer, incluso encaso de peligro.

—Eso es natural. —Bolitho seagarró a la borda; estaba mojada y fría

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bajo sus manos—. Una vez se supera esasensación se empieza a aprender cómodominar el barco solo, sin esperar a queotros le digan a uno lo que hay que hacerni que lo hagan en su lugar. Se siente elbarco. Uno descubre su talante, bueno omalo, y aprende a darle rienda sueltacuando llega el momento.

Gascoigne sonrió.—Nunca he pensado en ello de esta

manera —se alejó cuando Inchreapareció—. ¿Y bien?

—Se lo he dicho, señor —replicóInch.

Había algo más. Preguntó con mássuavidad:

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—¿Estaba dormido?—No, señor. —Sonaba confundido

—. Sólo está sentado ahí en el banco, ami entender el sitio más incómodo, conel mar por la aleta. Está totalmentevestido, señor. Simplemente estásentado ahí. —Su voz se había idoapagando.

Bolitho le dio una palmada en elhombro.

—¡El privilegio del rango, amigomío! —Entonces caminó hacia la bandade barlovento antes de que Inch viera suexpresión.

Así que era peor de lo que habíapensado. Pelham-Martin era incapaz de

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echarse y, menos aún, de dormir. Lasfiguras corrían por la cubierta principaly en una ocasión oyó a un hombre, quese reía con un sonido extrañamentetriste, entre el coro del viento y delaparejo, sometido a una enorme tensión.Quería pasear para apaciguar suatribulada mente, pero sabía que elmovimiento era demasiado salvaje parahacerlo. Allí, en aquel mismo alcázar,dos almirantes habían muerto a unospocos pies de él. Uno había sidovaliente pero estúpido, mientras que elotro había muerto sin quejarse para nadade su herida. Había sido tan valientecomo insensato, pero nunca, en ningún

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momento, había titubeado ante lo que élpensaba que era su deber. Y, antes queellos, quizá otros oficiales superioreshabían caído allí. Los más afortunados,para ser enterrados en el mar o llevadosa casa en un barril de aguardiente paradescansar en paz en algún panteónfamiliar. Los desafortunados habíansobrevivido para morir en manos delcirujano.

Golpeó con el puño sobre labarandilla, con la mirada fija sobre laespuma que saltaba de las crestas de lasolas. Pero nadie hasta entonces habíamuerto de miedo, aunque ésa era lamayor amenaza en cualquier combate.

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Estaba aún junto a la barandillacuando, dos horas más tarde, losprimeros tentáculos grises de luzasomaron por el horizonte, lejos por eltravés, y juguetearon entre las caras delos hombres que estaban a su alrededor.

Apareció Allday con otra jarra.—¿Café, comandante? —Le tendió

el tazón mientras su cuerpo fornido sebalanceaba formando un ángulo cerradocon la cubierta.

Bolitho sorbió lentamente, notandocómo le calentaba y reconfortaba elestómago. Dijo a Gascoigne:

—Ocúpese de que todos nuestroshombres beban algo caliente antes de

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que apaguen los fogones de la cocina. —Y añadió hacia Inch:

—Haremos zafarrancho de combatedentro de media hora. Será de granayuda el despertarles un rato antes paraque no estén tan anquilosados, dado elcansancio que acarrean.

—¡Ah de cubierta! ¡Tierra por laamura de sotavento! Le tiró el tazón aAllday.

—¡A la arboladura, señor Carlyon!¡Informe de lo que vea, y rápido!

Gossett cruzó sin prisas la cubierta,con las manos metidas en los bolsillosde su deformado chaquetón de guardia.

—Estamos bien situados, señor. —

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Sonaba vagamente satisfecho—. A unascinco millas de distancia, diría yo.

Carlyon bajó deslizándose por unaburda y espetó:

—Islas, señor. ¡Al suroeste!Se dio cuenta de que Bolitho

permanecía en silencio y añadió:—Se ven todas superpuestas, pero

hay una gran colina en la más cercana.—Se frotó la nariz y añadió con ciertareserva:

—Como un queso, señor.—¡Dios todopoderoso! —musitó

Gossett.Bolitho sonrió forzadamente:—No se desespere, señor Gossett.

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Es una descripción muy ajustada a loque figura en la carta. Un queso lodescribe perfectamente.

Vio que Inch se poma rígido y se diola vuelta para ver la voluminosa figuradel comodoro que emergía bajo laescala de toldilla.

Se llevó la mano al sombrero.—Hemos avistado las islas, señor.

Estoy a punto de ordenar zafarrancho decombate —hizo una pausa, fijándose enlas profundas ojeras de Pelham-Martin—. ¿Ha tomado algo de café, señor?

Pelham-Martin caminó de modovacilante hasta la barandilla y se agarrócon firmeza.

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—No quiero café. —Movió sucabeza, entrecerrando los ojos endirección a las nubes bajas—. ¿Dóndeestá el Hermes?

—En su puesto, señor. —Bolithocaminó hasta ponerse a su lado paraocultar su rostro a los demás—. Podráver nuestras señales directamente.

—¿Y el buque holandés?—No lo hemos avistado todavía,

señor.La pequeña cabeza parecía girar en

todas direcciones con bastanteindependencia del abultado cuerpo quela sostenía.

—¿Qué? —Pelham-Martin miró a

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través de la inclinada cubierta que lequedaba por debajo—. ¿Dónde está? —gritó—. ¡Debería estar aquí!

Bolitho dijo:—Tuvimos que hacer bordos dos

veces durante la guardia de media,señor. Puede que los aparejos delTelamón fueran demasiado viejos paraser tratados de forma tan violenta bajoeste viento. Probablemente siguió en surumbo a un paso más apropiado. —Hablaba en voz baja, consciente de lasexpectantes miradas que les seguían conatención—. Pero el capitán Farquharestará a salvo. Habrá tenido el sotaventode la isla para protegerle en su

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aproximación.Pelham-Martin no parecía

escucharle. Estaba mirando fijamente elmar mientras la luz que crecía lo ibailuminando y mostraba la inflexiblelínea del horizonte y el oscuro ydesordenado grupo de islas que searracimaban ante el cabeceante botalónde foque.

—¡No hay nada! —Buscó a tientasdentro de su casaca como si fuera asacar su pañuelo de seda—. ¡Nada!

Sonó un ruidito seco cuando un pajedio la vuelta a la ampolleta de mediahora que había junto a la aguja.

Bolitho asintió hacia Inch:

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—Ordene zafarrancho de combate.El comodoro le miró fijamente, con

los ojos llenos de desesperación.—¡Sólo dos barcos! —Se quedó en

silencio cuando los tambores empezarona sonar y los marineros e infantes demarina salieron a cubierta y corretearonhacia sus puestos.

—Serán suficientes, señor —dijoBolitho.

Casi podía palpar la inquietud deaquel hombre. Era como si la visión deaquella vasta extensión de mar agitado yde las islas apiñadas le hubiera hechodarse cuenta finalmente del alcance desu responsabilidad. En unos instantes

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podía perder el poco control que lequedaba. Igual que el joven Gascoignecuando describió su propio miedodurante la primera guardia de cubiertasin ayuda, cuando el barco parecíanavegar desbocado, más allá del controlhumano.

Bolitho dijo bruscamente:—Es un buen día para la acción,

señor. Si los franceses están aquí, lomás probable es que estén dormidoscuando la Spartan les haga la visita.

Bolitho se apercibió de que losestrepitosos golpes que daban a losmamparos bajo cubierta habían cesado,y cuando miró hacia la cubierta

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principal por encima de la batayola delalcázar vio a los hombres en suspuestos; solamente se movían los pajes,que correteaban de cañón en cañónechando arena sobre la cubierta sindetenerse. Los artilleros necesitarían unbuen agarre para sus pies si el vientoaumentaba.

Pelham-Martin dijo en tonoapagado:

—¿Podría enviar a alguien a buscarmi sable? —Se desabrochó torpementelos botones de la pesada casaca y se laquitó.

Bolitho vio que llevaba la mismacasaca de gala reluciente con la que

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había subido a bordo. Con la que habíaestado sentado toda la noche.

Uno de los marineros de la bateríade babor estaba a punto de atarse elpañuelo del cuello alrededor de lasorejas. Al ver al comodoro ondeó elpañuelo por encima de la cabeza yaulló:

—¡Un hurra, muchachos! ¡Hurra!Bolitho dijo bajando la voz:—¿Lo ve, señor? ¡Hoy le miran a

usted!Entonces se dio la vuelta, incapaz de

mirar cómo Allday abrochaba el sablealrededor de la enorme cintura delcomodoro. Su rostro parecía haberse

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arrugado ante el sonido de aquellasolitaria aclamación, y su expresión erala de un hombre a la sombra de unahorca.

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XV

EL MENSAJE

Bolitho separó las piernas y esperóa que la cubierta hubiera completadootro fuerte balance, y entonces tomó elcatalejo. En la luz que crecía pormomentos divisaba la isla más cercana,con su irregular silueta gris dibujadacontra las nubes bajas, y más a lo lejos,sobresaliendo como la proa de unaantigua galera, un islote más pequeño,bajo el cual el mar se levantaba y hervíaen continuo movimiento. Lo más

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probable era que hubiera arrecifes,pensó. O partes del acantiladoarrancados a lo largo de los años paracaer, como una barrera natural más,contra los posibles intrusos.

Bajó el catalejo, y se secó el ojo conla manga. A su alrededor y debajo de él,los marineros esperaban junto a loscañones; observaban su rostro, osimplemente miraban fijamente lasportas cerradas preparados para lapróxima orden.

Pelham-Martin dijo de repente:—¡Seguro que ocurrirá algo! ¡Puede

que la Spartan haya encallado! —Volviósu pequeña cabeza y miró a Bolitho con

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semblante conmocionado.—Pronto lo sabremos, señor. —Se

apartó unos pocos pasos, sin quererescucharle por si su propia reserva deconfianza pudiera desvanecerse también.

—¡Señor! —Carlyon tenía las manosalrededor de las orejas—. ¡Cañonazos,señor!

Bolitho le miró poco convencido.Pero la expresión del rostro delmuchacho no admitía dudas. Era joven yno tenía mayores preocupaciones másallá de sus obligaciones, y sus oídosdebían de haber captado los lejanossonidos antes que nadie, a pesar delviento.

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—¡Señor Inch! ¡Pase la orden decargar! ¡Pero no asome los cañoneshasta que yo dé la orden!

Hacia Gossett, gritó:—Gobierne bien a rumbo. Los

arrecifes se extienden justo delante deaquella punta que hay a lo lejos. Elpiloto asintió:

—Ya lo he observado, señor.Tenemos unas buenas cuatro millastodavía.

—¡Ah de cubierta! —La voz delvigía del tope parecía insignificante enmedio del estruendo del viento y de lasapatizadas lonas—. ¡Hay un barco queescapa por el canal!

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Bolitho se puso las manos a laespalda para controlar la crecienteexcitación.

—¡Señor Inch! ¡Cambie el rumbodos cuartas a sotavento! ¡Dé la orden dehombres a las brazas!

Entonces, arrebató de las manos deCarlyon un catalejo y lo apuntó hacia elgrupo de islas. A través de la lentemoteada con minúsculas gotas de aguaparecían moverse como restos flotantes,pero cuando el ojo empezaba a llorarlepor el esfuerzo, vio cómo el extremo dela isla se concretaba y algo se movíadonde antes estaba la rompiente: unbarco.

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Oyó gritar a Gossett:—¡Rumbo suroeste cuarta al sur!Inch se quedó mirándole.—¡Es una fragata! —Un músculo se

le movió en la cara cuando un cañonazoretumbó a través del agua—. ¡Dios mío,los gabachos están ahí!

Bolitho pasó a su lado.—¡Larguen esos rizos! ¡Y den el

trinquete y los juanetes!Se acercó a Pelham-Martin mientras

Inch se apresuraba hacia la batayola delalcázar con la bocina.

—Bueno, señor, hoy parece que hayalgo en el saco.

Observó a los hombres que se

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desplegaban a lo largo de las vergas, lainmediata respuesta de los estays yobenques cuando, uno tras otro, losjuanetes tomaron viento, y su empuje sehizo notar hasta la misma quilla. Con elviento casi totalmente en popa, el barcoparecía inclinarse hacia delante y haciaabajo, y cuando la gran lona deltrinquete se hinchó en el mástil, Bolithonotó que se oía cómo se abría el marante su proa como el agua de un molino.

—¡Puede asomar los cañones, señorInch! —Siguió atentamente con lamirada a Pelham-Martin, que estiraba elcuello por encima de la batayola paraver cómo los largos doce libras

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chirriaban hacia las portas abiertasmientras sus dotaciones se chillabanentre sí como si se tratara de otracompetición.

—¡La fragata ha salido del canal,señor! —gritó Inch.

Bolitho miró hacia el lejano barco,cuya silueta se acortaba mientras virabalentamente por la punta más cercana.Con el viento soplando del noreste teníapoco espacio para virar, y estando tancerca de tierra podría fallar la virada yverse empujada de nuevo hacia el canalsi calculaba mal el momento. Vio quesus vergas se movían frenéticamente ylos rociones saltaban por encima de la

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inclinada proa mientras volvía aestablecer el rumbo, esta vez en unrumbo convergente con el del Hyperion.

Una rápida mirada a popa le revelóque Fitzmaurice no necesitabainstrucciones sobre lo que tenía quehacer. El Hermes estaba ya largando losjuanetes y vio su tremenda escora bajola fuerza de las lonas mientras cruzabacon determinación por la estela delHyperion. Como un cepo. Cuando losdemás barcos franceses salieran delcanal tendrían que pasar entre doscomandantes preparados y con ganas.

—¡Cambie el rumbo otra cuarta!¡Rumbo suroeste! —espetó.

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Vio que Stepkyne le lanzaba unamirada desde la cubierta principal yluego volvía la cabeza para hablar conun ayudante del condestable. Y allíestaba Tomlin, llevando a sus hombres alas brazas otra vez, su voz sonandocomo una trompeta por encima delestruendo del mar y las lonas.

Ahora se oían más cañonazos, másaltos que antes, y Bolitho volvió lacabeza para mirar cómo brotaban variascolumnas de agua cerca de la bovedillade la fragata.

—¡Ah de cubierta! ¡Otro barcosaliendo!

Pelham-Martin estaba agarrado a la

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batayola, con los ojos medio cerradosen actitud de concentración.

Bolitho dijo:—¡Ahora veremos! —Corrió hasta

la banda de sotavento para estudiaratentamente al primer barco mientrasbarloventeaba para rebasar latraicionera cadena de arrecifes y luegoescoraba fuertemente amurado a babor.Era una maniobra peligrosa. Encualquier momento podía quedarsetotalmente en facha y a merced de losarrecifes, pero su comandante no teníaotra alternativa que intentar esquivarlosy tratar de ganar espacio paramaniobrar.

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Bolitho levantó la mano.—¡Mantenga el rumbo! —Los ojos

le lloraban por los rociones y el vientopero los mantuvo clavados en el otrobarco. Sólo les separaban dos millas.Oyó el roce de los espeques mientraslos cabos de cañón aumentaban laelevación de sus bocas, y por unmomento se preguntó si Fox se acordaríade la batería de la colina al dirigir supropia sección en la cubierta inferior.

Inch gritó desaforadamente:—¡Señor, señor! ¡El segundo barco

es la Spartan! —Su expresión era deasombro—. ¡Está haciendo señales!

Bolitho se volvió y miró a Pelham-

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Martin. Si la Spartan estaba cerca de lapopa del enemigo sólo podía significaruna cosa: que no había más barcos a losque atacar.

Carlyon aulló:—¡De la Spartan, señor! ¡Barco

enemigo al suroeste!Se dio media vuelta mientras su

mente batallaba con la señal cuando unvigía gritó:

—¡Otro barco por la amura debabor, señor!

Inch entrecerró los ojos mirandohacia el tope.

—¿De qué demonios está hablando?Pero Bolitho apuntó con su catalejo,

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y con tono amargo dijo:—¡Debe de haber encontrado una

salida por otro canal! ¡Mire, hombre, sepueden ver sus masteleros!

Notó unos dedos que se aferraban asu brazo y se dio la vuelta para mirar elrostro enrojecido del comodoro.

—¿Ve lo que ha hecho? ¡Se estáescapando y ya no podrá atraparla! —estaba chillando—. ¡Le veré en la horcapor esto, maldito sea! ¡Maldito sea!

Bolitho se desembarazó de su mano.—¡Cambie el rumbo tres cuartas a

babor! ¡Rumbo sur cuarta al suroeste!Los hombres se abalanzaron de

nuevo sobre las brazas, mientras con las

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velas dando latigazos y tirandofuertemente de las vergas el Hyperionponía rumbo hacia el segundo islote,contra el que las gavias del buquefrancés parecían brillar como en unaburla final.

La fragata enemiga, viendo que elHyperion volvía a su rumbo original, sedirigió hacia mar abierto. Su tentativa deescape podía ser una estratagema parapermitir que su consorte alcanzara elotro canal, o quizá su comandante creyóque su propio barco aún tenía unaoportunidad. Pero mientras la Spartanhacía bordadas peligrosamente entre losarrecifes, el Hermes empezó a virar.

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Para aquéllos que tuvieran tiempo paracontemplarlo, era una visiónimpresionante, con las blancas velasbajo las apagadas nubes y su elevadocostado brillando con los rocionesmientras presentaba la doble línea decañones a la fragata francesa. Entoncesabrió fuego. Estaba a una enormedistancia, y cuando Bolitho apartó losojos del Hermes vio que Fitzmauricehabía disparado a través de unaextensión de más de una milla de agua.Pero fue suficiente. El palo trinquete dela fragata y el bauprés se doblegaronante la descarga, y cuando el vientocargó vio las lonas desgarradas y el

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aparejo roto dando latigazos como sihubieran enloquecido, mientras el barco,momentos antes una imagen de rebosantegracia y belleza, calaba la proatambaleante en el enorme seno de unaola y empezaba a tomar por avante.

Se volvió para mirar al otro barco, ynotó cómo la ira y la desesperación leoprimían la garganta cuando lo vioaparecer en una marcada silueta másallá del sobresaliente islote con formade proa.

Era un dos cubiertas, probablementeuno de los que habían resultado dañadospor la ciega andanada del Hyperiondurante el infructuoso primer ataque a

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Las Mercedes. Ahora se alejaba detierra, y si escapaba, lo que era posible,Lequiller pronto se enteraría del fracasode ese ataque y de la debilidad de laescuadra de Pelham-Martin.

Gossett dijo con aspereza:—¡Aún podemos atraparle, señor!

—Su tono delataba poca esperanza.—¡Ah de cubierta! —Todas las

miradas se dirigieron a lo alto. ¿Eraposible que las cosas empeoraran aúnmás?—. ¡Vela montando el cabo! —Hizo una breve pausa—. ¡Es el buqueholandés, señor!

Bolitho corrió hasta la batayola yapretó el catalejo firmemente contra su

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ojo. El barco francés estaba ahora lejosde los arrecifes, pero más lejos, con lasvelas amarillas bajo la extraña luz, vioel otro barco. Era el Telamón. No cabíaninguna duda con aquella elevadatoldilla y el brillante esplendor delmascarón de proa. Estaba navegando deceñida y casi a fil de roda, y en la lenteinquieta del catalejo parecía estartocando la tierra.

Inch musitó con fuerza:—¡Por Dios, Mulder encallará si no

va con cuidado!Pelham-Martin agarró el catalejo de

Inch.—¿Qué está pasando? ¿Va a entablar

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combate el Telamón?Bolitho cerró su catalejo de golpe.

Notaba la tensión en todos los aparejosy maderas del barco, y cuando miróhacia arriba vio las velas llenas yresplandecientes como el acero mientrasel barco se lanzaba en persecución delenemigo.

El anticuado barco de Mulder notenía la más mínima oportunidad contrael poderoso dos cubiertas, y él debíasaberlo. De igual modo que debía dehaber visto que si el buque francésmantenía su actual rumbo podríaescabullirse alrededor del cabo ydirigirse a uno de los cientos de

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escondrijos hasta que llegara más ayuda.Se oyeron más estallidos apagados

por popa y también infantes de marinaaullando en la toldilla hacia los hombresque estaban en los cañones del alcázar:

—¡La fragata ha arriado la bandera,muchachos! ¡Se ha rendido a la Spartan!—La ovación que siguió no hizo másque aumentar la creciente ansiedad deBolitho. Para la dotación del barcocualquier victoria era un acontecimiento,pero vista la situación en su conjunto, noera casi nada.

Inch dijo con voz sorda:—¡Dios mío, miren el buque

holandés!

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El Telamón había hecho un bordo ycuando Bolitho alzó el catalejo denuevo, vio que se balanceabasalvajemente al pasar la proa por elviento, con las velas agitándose con granconfusión y el gallardete señalando porel través como una tira de metal.

—¡El barco francés está virando,señor! —Inch estaba ronco de laexcitación.

Era cierto. El comandante enemigotenía ahora pocas opciones. Con losarrecifes a estribor y el Telamón que sele echaba encima por proa, tenía queactuar rápidamente para evitar unabordaje o que su barco encallara en un

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último intento por escapar.Y cuando la silueta del barco francés

se alargó, superponiéndose a la delTelamón, todos los que estaban en elalcázar oyeron el irregular estallido deuna andanada completa, y vieron conconsternación cómo desaparecían lasvelas del barco holandés entre unaenorme y densa cortina de humo.

Bolitho golpeó la barandilla,deseando que Mulder virara de nuevo yse librara de aquel abrazo mortal. Oyólos disparos de los viejos cañones delTelamón, inconexos pero desafiantes, yel humo que se arremolinaba y volvía abordo cegando a los artilleros mientras

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Mulder continuaba manteniendo unrumbo paralelo al de su adversario.

—¡Dios santo, el Telamón estáganando tiempo para que agarremos aesos cabrones! —dijo Gossett.

—¡Preparados en cubierta! —Bolitho vio a Stepkyne llevándose lamano al sombrero—. ¡Batería deestribor, listos!

Oyó a Pelham-Martin susurrandocon fervor:

—¡Atrápele, Bolitho! ¡Por todos losSantos, atrápele!

El dos cubiertas francés estabadisparando sin apenas interrupción entrelas descargas, y cuando el viento se

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llevó parte de la humareda, Bolitho viocomo desaparecía el palo mesana delTelamón en un embrollo de aparejosrotos, y le pareció oír el choque delhierro de las balas enemigas en sucasco.

El teniente Roth musitó con voztensa:

—¡Ahí va su palo trinquete!A merced del viento y de las olas, el

Telamón estaba rezagándose, quedandoa la altura de la aleta de estribor delbuque francés, y aunque todavíadisparaba algún que otro cañón desde sucostado, estaba destrozado y totalmenteirreconocible.

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Bolitho no necesitó el catalejo paraver cómo eran braceadas las vergas delenemigo, y mientras éste pasaba ante lacastigada proa del Telamón, loshombres estaban ya en la arboladuralargando sus mayores al viento, lo quehizo que escorara aún más mostrando suforro de cobre bajo la apagada luz delsol.

Tenía que ser ahora o nunca.Bolitho aulló:—¡Timón a babor!Tambaleándose, el Hyperion empezó

a virar, haciendo que las perchas y losobenques protestaran. Llegaron gritosapagados de abajo, y supuso que el

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ímpetu de la virada hacía que entrara elagua por las portas inferiores.

Siguieron virando, hasta que los dosbarcos quedaron casi a la misma altura,a unos dos cables de distancia. Era unadistancia difícil, pero con todas lasvelas aguantando el barco tanrígidamente como si fuera una fortaleza,era su única oportunidad.

—¡Fuego a discreción!Se cogió a la batayola y observó

como el barco daba una violentasacudida bajo la controlada andanada.El dos cubiertas francés ya estabaarribando, pero el mar cobró vida con laespuma levantada por alguna de las

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balas del Hyperion, que alcanzaron ensu mayoría la popa y el alcázar con elestruendo de un trueno.

Las vergas eran braceadas de nuevo,y Bolitho supo que por fin sucomandante se había dado cuenta delapuro en que estaba. Tendría quehaberse quedado para enfrentarse alHyperion en primer lugar. En ese caso,siempre hubiera tenido la posibilidad deinutilizarlo, incluso de destruirlo. Peroahora, mientras se balanceaba, Bolithosentía el tormento que inundaba su cascomientras el mar exploraba las aberturasdejadas por aquella única y acertadaandanada. Escorando bajo la presión de

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las lonas, había dejado expuesta unagran parte de su pantoque, en el que lamayoría de las balas de veinticuatrolibras de la batería inferior debían dehaber sembrado a su paso unadevastación tal que las bombas nuncapodrían con tanta agua bajo aquellascondiciones.

Oyó ladrar a Stepkyne:—¡Asomen! ¡Fuego a discreción!Los artilleros chillaban con salvaje

excitación mientras disparaban otraandanada doble hacia el buque francés,que estaba justo ante su vista. Tratabande devolverles las descargas, pero laconfusión era tan grande y tan densa la

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humareda de los cañones del Hyperionque sólo unas pocas balas cayeroncerca. La mayor parte de ellas silbaronpor encima de él, mientras en la toldillalos infantes de marina gritaban yaullaban excitados, pues no podíanhacer uso de sus largos mosquetes aaquella distancia.

Sin embargo, cada vez estaban máscerca, hasta que los dos barcos sequedaron a menos de doscientos metrosel uno del otro. Las velas del enemigoestaban marcadas con los agujeros delos disparos, y por encima de suscaóticas cubiertas los aparejos sequedaron colgando como una enredadera

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arrancada y mustia ante otra salvajeandanada del Hyperion.

Inch gritó:—¡Mire, señor! ¡Está desistiendo

del combate! Bolitho movió la cabeza.—Debemos de haberle destrozado el

aparato de gobierno. —Observófríamente cómo el barco enemigoempezaba a detenerse a merced delviento y de las olas, y se movía máslentamente y con menos control amedida que iban pasando los enervantesminutos.

—¡Está sentenciado! —dijo Gossett.Varios hombres se dieron la vuelta paramirarle y añadió sin ánimo:

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—¡El arrecife! ¡No conseguirázafarse a tiempo!

Bolitho asintió. La alargada línea derompiente blanca que se extendía desdeel cabo estaba cada vez más cerca deldevastado barco y nada, excepto unmilagro, podría salvarlo.

Los artilleros del alcázar empezarona vitorear junto con los alborozadosinfantes de marina, aunque ni los unos nilos otros pudieron hacer un solodisparo.

Bolitho cruzó hasta la banda opuestay se quedó mirando durante unosmomentos el Telamón. Solo einutilizado, corría un gran peligro de

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encallar. En aquellos breves momentosfue incapaz de moverse, mientrasobservaba su difícil situación y latremenda destrucción que había sufrido.Desarbolado, excepto por un trozo de supalo mayor, con el costado destrozadoen incontables sitios, era una ruina total.Otros barcos de su tamaño podríanhaber recibido ese castigo y sobrevivirpara luchar de nuevo. Pero sus viejasmaderas estaban soldadas unas a otraspor el paso del tiempo, de manera queen vez de romperse los baos y tablonesindividualmente, grandes áreas de sucasco habían quedado descubiertas antelas olas, y por sus imbornales la sangre

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caía sobre los restos del barco que teníaa su costado, como testimonio de susacrificio.

—Dígale al señor Tomlin queapareje el cable de remolque, trinquelos cañones y envíe a popa a todos loshombres disponibles.

Algunos de los artilleros de lacubierta principal subieron de un salto alos pasamanos, donde pudieron ver porprimera vez el coste de su victoria parael buque holandés y su dotación.

Luego se dio la vuelta cuandoPelham-Martin dijo con aspereza:

—¡El buque francés no ha arriado labandera! —Sus ojos brillaban

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extrañamente—. ¡Aún podrían repararlos daños!

Bolitho se quedó mirándole.—¿Y el Telamón?Pelham-Martin gesticuló con furia

con una mano.—¡Haga señales al Hermes para que

lo remolque! —Sus ojos aún seguíanclavados en el dos cubiertas a la deriva—. ¡Quiero ver hundido ese barco!

Bolitho miró a Gossett.—Trace un rumbo para barloventear

el arrecife. —Mirando hacia Inch,prosiguió con el mismo tono impasible—: Una andanada mientras pasamos. Nohabrá una segunda ocasión una vez nos

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apartemos del arrecife.Cruzó hasta donde estaba el

comodoro de nuevo.—Encallarán dentro de un momento,

señor. —Mientras hablaba eraconsciente de que lo que dijera seríainútil. Había algo salvaje en laexpresión de Pelham-Martin, algoinhumano que le produjo asco.

—¡Haga lo que le he ordenado! —Pelham-Martin se aferró a la barandillacuando el barco escoró ligeramente.

—¡Rumbo suroeste, señor! —dijoGossett.

A lo lejos, por popa, Bolitho oía lasaclamaciones del Hermes, y cuando

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miró por encima de la batayola vio unasfiguras de pie en los pasamanos delTelamón saludando y vitoreando conellos. Alguien había clavado una nuevabandera en el mástil roto, y en medio detoda aquella destrucción y horror, laescena parecía extrañamente triste.

Pero a bordo del Hyperion ni unsolo hombre gritaba en aquellosmomentos. Incluso los infantes demarina observaban en silencio mientrasel barco arribaba hacia la rompiente delarrecife. Bolitho avistaba los negrosdientes de los afilados escollos queasomaban entre las olas, y se percató deque estaba rezando para que el francés

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arriara la bandera antes de que fuerademasiado tarde. El mar azotaba confuerza entre los arrecifes, y lossobrevivientes lo tendrían difícil parallegar a tierra incluso sin aquel últimocastigo de sus cañones.

Pero la bandera estaba todavía allí,en lo alto de la popa, y aunque el cascoestaba algo hundido se veía a loshombres en sus cañones y algunasfiguras de pie en el alcázar como antes.

—¡Preparados! —La áspera voz deStepkyne se abrió camino entre aquellaquietud.

Bolitho cerró los puños. ¡Arríala,maldito seas! ¡Arríala! Aunque deseaba

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que el otro comandante hiciera el gestofinal de rendición, sabía que en unasituación similar él habría actuado de lamisma manera. Ahora el enemigo iba ala deriva casi de popa, mostrando lasgrandes marcas de las balas y losaparejos que arrastraba por encima desu nombre en letras doradas, LeFortune. Creyó ver un oficial moviendoel sable en dirección al Hyperionmientras pasaba, y entonces, con undoble rugido, el enemigo disparó susúltimas descargas con los dosguardatimones que tenía bajo losdestrozados ventanales de la cámara.

Bolitho notó el estremecedor golpe

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de una de las balas contra la amuradadel alcázar y oyó el silbido de lasastillas de madera saltando por losaires, pero todo aquello se desvaneciócuando el Hyperion se balanceópesadamente ante la fuerza de su propiaandanada.

Mientras el humo ascendíaarremolinándose por encima de suscabezas, vio venirse abajo el palomayor del enemigo. Pero no desaparecióen el agua de su costado porque justo enaquel momento el barco se estremeció yluego chocó con fuerza contra losarrecifes. Por encima del gemido delviento todos oyeron como se aplastaban

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sus maderas y una tromba de agua quepenetró por el fondo. Aquella últimaandanada debía de haber matado oherido a la mayoría de los marineros dela cubierta principal, puesto que con lasvelas desgarradas empujándolo aún detravés, se levantó de nuevo y luego diootro bandazo entre los arrecifes, demodo que cayó el palo trinquete enmedio de las figuras en desbandada quese apiñaban indefensas en el castillo deproa.

Bolitho se dio la vuelta, asqueado.Oía como el otro barco se partía, y seimaginó el pánico y el desastre quereinaría bajo cubierta cuando los

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grandes cañones se destrincaran de susaparejos y golpearan de lado a lado,mientras los marineros atrapadosluchaban en medio de la avalancha deagua en un vano esfuerzo por salvarse.

Pero por fin la tricolor desapareció.No fue arriada, sino que salió volandocon la violenta andanada del Hyperion.Se volvió lentamente y preguntó:

—¿Cuáles son su órdenes, señor?Entonces, vio como Pelham-Martin

se tambaleaba y empezaba adesmoronarse sobre la cubierta. Lacasaca se le había abierto con el vientoy debajo de la axila, extendiéndoserápidamente por su chaleco blanco,

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había una brillante mancha de sangre.Bolitho gritó:—¡Un hombre, aquí! ¡Señor Carlyon,

pase la voz para que venga el cirujano!—Entonces, puso una rodilla sobre lacubierta y pasó el brazo alrededor delos hombros del comodoro—.¡Tranquilo, señor!

Pelham-Martin parecía incapaz dehablar y su expresión era más desorpresa que de cualquier tipo de dolor.

—Lleven al comodoro a su cámara.—Bolitho se apartó cuando Trudgeon, elcirujano, se apresuró hacia el alcázaracompañado por sus ayudantes.

Pelham-Martin dijo

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entrecortadamente:—¡Oh, Dios! ¡Tened cuidado,

malditos seáis!Inch preguntó:—¿Es grave, señor?Bolitho caminó hacia la amurada y

miró la irregular marca que había sobrela porta más cercana. La bala,probablemente de nueve libras, habíaarrancado la madera como con un granhachazo. Los artilleros que estaban allado de la porta del cañón se habíanlevantado para mirar al otro barco. Sino, hubieran hecho de escudo a Pelham-Martin.

Finalmente, replicó:

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—Las astillas de madera causan laspeores heridas, como usted sabe; mesorprende que no se doliese más.

Entonces cruzó hasta la borda yatisbo por la aleta de estribor para veral dos cubiertas enemigo yéndosepesadamente a pique entre los arrecifes.Por el ángulo de la toldilla dedujo quese había partido por la quilla en su partede popa. Era extraño pensar que si nohubiera sido por la insistencia dePelham-Martin en aquel último ataque,el buque francés estaría aúnprácticamente intacto.

—El Hermes está remolcando alTelamón, señor —dijo Inch.

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Gossett cruzó la cubierta y tocó lasmaderas destrozadas con asombro.

—Me pregunto qué habrá hecho alos gabachos disparar esa últimaandanada.

Bolitho notó que el cansancio leinvadía.

—¿No habría hecho usted lo mismo?—Se volvió hacia Inch—. ¿Se ha hechola Spartan ya con su presa?

—Sí, señor. —Inch le miró conpreocupación—. Está pasando ya uncable a su partida de abordaje pararemolcarla.

—Muy bien. Envíe a los hombres ala arboladura y acorte vela. Luego haga

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una señal al Hermes y a la Spartan. —Frunció el ceño, intentando no acordarsede los sonidos del barco que agonizabaen el arrecife y de la inutilidad de suultimo gesto—. Volvemos a St. Kruis.Que larguen todas las velas posiblespara este viento y que me informencuando estén listos para proceder.

Se dio la vuelta cuando Trudgeon seacercó hacia la popa limpiándose lasmanos.

—¿Y bien?El cirujano era un hombre taciturno y

con semblante adusto, que nuncamalgastaba sus palabras.

—Una astilla, cierto, señor. Le ha

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perforado el costado, justo debajo de laaxila derecha. Y yo diría que está muyprofunda.

—¿Puede extraerla?—Si fuera un marinero ordinario no

lo dudaría, señor. —Se encogió dehombros—. Pero el comodoro parecereacio a dejar que le toque la herida.

—Quédese con él hasta que yopueda venir. —Cuando Trudgeon hizoademán de marcharse, Bolitho añadiócon frialdad—: Y si le cojo tratando aun marinero ordinario con menoscuidado que a uno de mis oficiales,¡puedo asegurarle que será la última vezque lo haga!

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Inch titubeó hasta que se marchó elcirujano.

—¿Tenemos que volver a St. Kruis,señor?

—El Telamón nunca sobrevivirá sinayuda. —Pensó en las aclamaciones, enla destrucción y en el incuestionablecoraje de los marineros holandeses—.De Ruyter hubiera estado orgulloso deellos. —Añadió en voz baja:

—¡Y yo no les abandonaré ahora!Caminó hasta la batayola del alcázar

y se apoyó en ella, y notó el temblor delbarco en todo su cuerpo como si fueranuno solo. Debajo, los marineros estabantrincando de nuevo los cañones y

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lampaceaban las cubiertas para limpiarlas manchas de la pólvora, charlando ygritándose entre ellos, probablementesin saber que habían herido a sucomodoro. Lo irónico del asunto, y quelo hacía aún más difícil de entender, eraque había sido su única baja.

Inch miró cómo los gavieros sedeslizaban bajando por las burdas ydijo:

—Esto significa que ahora usted estáal mando de la escuadra, señor.

Bolitho sonrió.—No mientras ondee ese

gallardetón, señor Inch.Pensó de repente en todos aquellos

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que habían muerto o se habían quedadolisiados para siempre desde que elbarco había salido por el estrecho dePlymouth.

—Dudo que el comodoro esté muchotiempo ahí postrado. Una vezalcancemos aguas más resguardadas, elseñor Trudgeon estará en mejorescondiciones para extraer la astilla.

—Señal del Hermes, señor. Ambosremolques amarrados y listos para salir—dijo Carlyon.

—Conteste la señal. —Bolitho miróhacia Inch—. Ya puede virar. Colóquesea barlovento de los otros. Podremoscontrolarlos mejor. —Lanzó una mirada

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a la orientación de las velas—.Informaré al comodoro.

Encontró a Pelham-Martin echado ensu catre, con el cuerpo bien acomodadoy protegido contra los violentosmovimientos del barco, y con un granvendaje alrededor del pecho y elhombro. Tenía los ojos cerrados, y en latenue luz del sol que entraba por lalumbrera su piel parecía de cera.

Trudgeon cruzó la cámara y dijoadustamente:

—He vuelto a examinar la herida,señor. —Se movió inquieto bajo lamirada de Bolitho—. El hecho es quehay tanta grasa que es difícil saber qué

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tamaño tiene la astilla y a quéprofundidad está.

Bolitho echó una mirada al rostrodel comodoro.

—Entiendo. Muy bien, espere fuera.—Cuando la puerta se cerró, se inclinósobre el catre y al momento se diocuenta del fuerte olor a brandy. Habíauna botella medio vacía apoyada contrauna de las almohadas.

—¿Señor? —Oyó unos gritosdistantes y el chirrido sordo del aparatode gobierno, y supo que Inch estaba yavirando tal como él le había ordenado.Sería un lento camino de vuelta a St.Kruis, y aunque era poco probable que

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se encontraran a un enemigo, tenían queestar preparados para defender deinmediato sus castigados barcos. Dijocon más urgencia:

—Estamos navegando rumbo a St.Kruis, señor. ¿Tiene alguna orden?

Pelham-Martin abrió los ojos y lecontempló con mirada vidriosa durantevarios segundos. Entonces dijodébilmente:

—¡Lequiller no estaba ahí! ¡Se nosha escapado otra vez de las manos! —Sucabeza se movió y miró hacia la botella—. Debo descansar. No quiero hablarmás.

Bolitho se puso en pie.

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—Sugiero que le entreguemos lapresa a De Block cuando lleguemos a St.Kruis, señor. El Telamón quedaráinutilizado exceptuando algunas cosasque podrán aprovechar de él. Con lafragata, al menos serán capaces dedefenderse.

—Haga lo que quiera. —Pelham-Martin volvió a cerrar los ojos y suspiró—. Estoy lejos de encontrarme bien.

—Le he dicho a Trudgeon lo quedebe hacer cuando entremos en la bahía,señor.

El efecto de sus palabras fuesorprendente. Pelham-Martin seincorporó ligeramente apoyándose sobre

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su codo; el sudor le caía por la cara y elcuello en una pequeña riada.

—No me tocará, ¿entiende? ¿A ustedle gustaría que lo hiciese, no? ¿Para vercómo ese estúpido perdido me abremientras usted toma mi mando? —Sehundió de nuevo respirandoaparatosamente—. Volveremos a St.Kruis. Todavía tengo que decidir quéharemos.

Bolitho le escudriñó con aire grave.—Aún no sabemos cuál es el

paradero de Lequiller. Tiene el SanLeandro y la mayor parte de su escuadraintactos. Creo que hay muchasposibilidades de que esté a punto de

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proceder con su plan. —Endureció sutono—. Ya no podemos esperar más,señor.

Pero Pelham-Martin volvió la cara yse quedó en silencio. Bolitho caminóhasta la puerta.

—Le mantendré informado, señor.—Mientras salía al pasillo oyó eltintineo del cristal a su espalda.

Inch le estaba esperando en elalcázar, con su cara de caballo llena deansiedad mientras Bolitho miraba laaguja y luego la orientación de las velas.

—Sur cuarta al suroeste, señor —dijo el teniente.

Bolitho asintió con aire ausente

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mientras su mente seguía analizando elextraño comportamiento de Pelham-Martin. Había esperado que mostraraconsternación por resultar herido, antela injusticia de ser el único elegido entretoda la dotación del barco. Era como sial fin hubiera encontrado una excusa.Una que nadie pudiera negar nicuestionar. Estaba herido. Bajo supropio punto de vista, no lo bastantemalherido como para ser relevado delmando, pero sí para privarle decualquier participación activa en lasdecisiones vitales a las que ahora seenfrentaba.

—Me preguntaba qué es lo que

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deberíamos hacer ahora, señor —dijoInch.

Bolitho pasó por su lado.—Andar con cuidado, señor Inch.—¿Señor?—Antes disponíamos de muy poca

información. —Dirigió la mirada haciala fragata capturada que avanzabaperezosamente a popa de la Spartan,con una brillante insignia rojarevoloteando por encima de la banderatricolor francesa—. Ahora tenemosalgunos prisioneros. Aún podemos saberalgo de las intenciones de Lequiller. —Alzó la vista hacia el gallardetón dePelham-Martin—. Y cuando lo hagamos,

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señor Inch, tendremos ventaja sobre él.Caminó hasta la banda de sotavento

y miró por la aleta de estribor. La luzdel sol pasaba con fuerza entre las capasde nubes y sintió como el calor volvía asu cansado cuerpo mientras escrutabalas pequeñas islas que se desvanecíanen la bruma creciente. Había mucho quehacer, y Farquhar obtendría informaciónque podría resultarles útil. Pero eraesencial llevar primero los barcosinutilizados y a sus heridos de vuelta aSt. Kruis.

Allí habría un gran dolor en muchoscorazones cuando volviera el Telamón,pensó con tristeza. Albergaba la

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esperanza de que su gran sacrificio nohubiera sido en vano.

* * *

Al mediodía del día siguientequedaban ya pocas señales del cieloamenazador y del viento que habíanimperado cuando habían salido de allí.Mientras la lenta procesión de barcosentraba en la bahía y echaba el ancla, elsol relucía sobre el agua clara como siquisiera que nada quedara oculto a lamirada de los silenciosos espectadoresde la orilla.

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Bolitho estaba de pie en la toldilla,con una mano sobre los ojos paraprotegerse del resplandor observandocomo el Telamón era remolcado yescorado con las portas inferiores bajoel agua, para descansar sobre unapequeña playa de arena al pie del cabo.Todos los botes disponibles se habíanarriado para transportar a los heridos, yBolitho veía unas diminutas figuras,mujeres en su mayor parte, caminandopor el agua de la orilla para mirar encada una de las embarcaciones quellegaban, sin que la distancia apagara suterrible dolor.

Fondeada bajo la batería de la cima

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de la colina, la fragata capturada bullíaya de actividad mientras Farquhar hacíalos preparativos para desembarcar a losprisioneros y reparar los daños con todolo que pudiera conseguir. Hugh estaríapronto de vuelta. Bolitho se mordió ellabio. Resultaba extraño ver como susproblemas personales le habíanabandonado con la ansiedad de lapersecución. Y además estaba elcomodoro, al que había que despertar desu inasequible sopor.

Giró en redondo cuando sonó uncañonazo apagado desde la ladera de lacolina.

Inch subió ruidosamente por la

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escala de toldilla.—¡Han avistado un barco, señor!Bolitho miró hacia el mar abierto

que había más allá del cabo. Debía deestar alrededor de la punta ydirigiéndose hacia la bahía. Un solobarco no podía ser un enemigo. Derepente, comprendió y miró a Inch.

—Uno de nuestros refuerzos. —Caminó rápidamente hasta la borda—.¡Por fin!

El barco tardó otra media hora endejarse ver, y mientras hacía una lentabordada para entrar en la bahía, Bolithoapenas podía contener la sensación dealivio y esperanza que sus flameantes

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gavias parecían ofrecer. Era un doscubiertas, aunque más pequeño que elHyperion, y bajo la brillante luz del solse veía el fulgor de la pintura nuevaentre los rociones que se levantaban a sucostado, y el reluciente mascarón deproa recién dorado.

Aparecieron unas banderas comopor arte de magia en sus vergas, y oyó aCarlyon que gritaba al oficial deguardia:

—¡Es el Impulsive, de sesenta ycuatro cañones, señor! ¡Con despachospara el comodoro!

—¡De Inglaterra! —dijo Inch. Sonócomo un grito directamente salido del

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alma.Bolitho no dijo nada. El Impulsive

estaba allí, y con él su amigo ThomasHerrick. Podía sentir como le temblabanlas piernas, como si le volviera suantigua fiebre, pero no le importaba. Alfin tendría alguien en quien confiar. Elúnico hombre con el que realmentehabía compartido sus temores yesperanzas. En su día fue su primerteniente, y ahora, como comandante deun navío de línea, él estaba allí. Y nadasería ya tan sombrío como le habíaparecido antes de la señal del cañonazo.

Bajó apresuradamente por la escalade toldilla, con sus hombres abarrotando

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los pasamanos para ver la llegada de unnuevo barco, que, como él, considerabanmás que un mero refuerzo. Había venidode Inglaterra. Representaba algodiferente para cada hombre: unrecuerdo, una aldea, un prado verde o elrostro de una persona querida.

El teniente Roth estaba ya en elportalón de entrada haciendo formar a laguardia del costado.

Bolitho observó como el anclasalpicaba bajo la amura del Impulsive ypercibió la viveza con que desaparecíanlas velas en sus vergas. Herrick siemprehabía estado preocupado ante laperspectiva del mando de un barco

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propio. Bolitho le decía bastante amenudo que no tenía que dudar de sucapacidad, y la excelente muestra demarinería que acababa de realizar eraprueba más que suficiente de ella.

Oyó que Inch le decía a Roth que elcapitán que estaban a punto de recibir abordo había sido el primer teniente delHyperion antes que él, y se preguntó siHerrick notaría el cambio que laautoridad y el trabajo duro habíanobrado en Inch. Probablementeparecería como un pequeño milagro. Sedio cuenta de que estaba sonriendo antela perspectiva de su encuentro.

Vio de reojo al capitán Dawson

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levantando el sable y a los infantes demarina irguiéndose en posición defirmes mientras la lancha del Impulsivese enganchaba en los cadenotes.

Cuando apareció el sombreroengalanado por el portalón de entrada ylas pitadas entonaron su saludo, Bolithose adelantó con las manos extendidaspara darle la bienvenida.

El capitán Thomas Herrick subió porel portalón y se quitó el sombrero.Entonces cogió las manos de Bolitho ylas estrechó durante varios segundos,mientras le observaba con evidenteemoción con aquellos ojos tan claros yde un azul tan brillante como la primera

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vez que se vieron.Bolitho dijo afectuosamente:—Me alegro de tenerte aquí,

Thomas. —Le asió del brazo y le llevóhacia la escala del alcázar—. Elcomodoro está herido, pero te llevaré averle inmediatamente. —Hizo una pausay volvió a mirarle otra vez—. ¿Cómoestán las cosas por Inglaterra?¿Conseguiste visitar a Cheney antes departir para unirte a nosotros?

—Recalé en Plymouth para cogerprovisiones, y entonces fui a visitarlapor tierra. —Herrick se volvió y lecogió de las manos y le dijo con unsúbito tono tenso lleno de angustia—:

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Por todos los Santos, ¿cómo te lo puedodecir?

Bolitho se quedó mirándole, heladoante la aflicción de Herrick:

—¿De qué se trata? ¿Ha ocurridoalgo?

Herrick miró a lo lejos, con los ojosempañados mientras revivía su propiaparte de la pesadilla:

—Ella fue a visitar a tu hermana.Tenía que ser su último viaje antes deque naciera el niño. Cerca de St.Budock, algo debió de asustar a loscaballos, puesto que el carruaje se saliódel camino y volcó. —Hizo una pausa,pero al ver que Bolitho no decía nada,

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continuó:—El cochero murió, y el

mayordomo, Ferguson, que estaba conella, se golpeó y se quedó casi sinsentido. Cuando se recobró, la llevó dosmillas en brazos. —Tragó saliva—.Para un hombre manco debieron de sercomo cien. —Apretó con fuerza lasmanos de Bolitho—. Pero ella estabamuerta. Vi al médico y al cirujano de laguarnición que fueron a verla desdeTruro. No pudieron hacer nada por ella.—Bajó la mirada—. Ni por el niño.

—¿Muerta? —Bolitho se soltó lasmanos y caminó hasta la borda. A sualrededor, los infantes de marina, ya rota

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la formación, caminaban charlandodespreocupadamente, y en lo alto unmarinero silbaba mientras trabajabasobre la verga de mayor. A través de susojos empañados vio a Allday que leobservaba desde lo alto de la escala delalcázar, su figura acortada recortándosecontra el cielo claro y su rostro ensombras. Aquello no estaba ocurriendo.Dentro de un momento despertaría, ytodo sería como antes.

—¡Allday, ocúpese de sucomandante! —gritó Herrick.

Y cuando Inch se acercó a popa, consemblante sobresaltado y lleno decuriosidad, le espetó:

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—¡Tengo que ver al comodoro, estéherido o no! —Levantó la mano cuandoInch intentó acercarse a Bolitho—.¡Enseguida, señor Inch!

Allday caminó lentamente junto aBolitho hasta que alcanzaron el cuartode derrota, y entonces, cuando Bolithose desmoronó sobre una silla que estabaal lado del mamparo, preguntó concalma:

—¿Qué ocurre, comandante?—¡Mi esposa, Allday! Cheney…Pero la sola mención de su nombre

fue demasiado. Cayó hacia delante sobrela mesa de cartas y sepultó el rostroentre sus brazos, incapaz de dominar el

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dolor de su desesperación.Allday se quedó inmóvil, aturdido

por su profunda pena y por suincapacidad de reaccionar.

—Quédese aquí, comandante. —Laspalabras parecían ahogarle—. Traeréalgo de beber. —Se movió hacia lapuerta sin quitar la vista de los hombrosde Bolitho—. Todo irá bien,comandante, ya verá… —Entonces saliócorriendo del cuarto de derrota, sumente vacía de todo excepto de lanecesidad de ayudar.

Solo una vez más, Bolitho levantó lacabeza de la mesa y se apoyó contra elmamparo. Entonces, muy

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cuidadosamente, se abrió la camisa,sacó el guardapelo y lo envolvió con lamano.

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XVI

UNA CUESTIÓNPERSONAL

Allday entró lentamente en la cámaray puso cuidadosamente la gran cafeterasobre la mesa. El sol de primeras horasde la mañana formaba un relucientedibujo de reflejos sobre los baos deltecho, y por unos momentos no fue capazde ver a Bolitho.

—¿Qué quiere?Se volvió y le vio sentado en el

banco con los pies encima de éste, bajo

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una de las ventanas abiertas y con laespalda apoyada contra el grueso marco,de manera que su rostro era una siluetaenmarcada por el agua brillante quetenía detrás. Su camisa estaba arrugaday abierta hasta la cintura y tenía elcabello negro pegado a la frente,mientras miraba lánguidamente hacia laslejanas colinas.

Allday se mordió los labios. Eraevidente que no había dormido, y en laclaridad se le veían las ojeras y ladesesperación absoluta en sus rasgoscurtidos.

Respondió:—He traído algo de café,

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comandante. Le he dicho a Petch que lesirva el desayuno tan pronto como estélisto. —Rodeó la mesa con muchocuidado—. Debería haberse acostado.No ha dormido desde…

—Déjeme solo. —No había enojo niimpaciencia en su tono—. Si tiene quehacer algo, entonces tráigame brandy.

Allday lanzó una mirada rápida alescritorio. Al lado de una carta arrugadahabía una copa vacía. De la botella nohabía ni rastro.

—No es aconsejable, comandante.—Titubeó cuando Bolitho volvió lacabeza hacia él—. Déjeme que le traigaalgo de comer.

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Bolitho no pareció escucharle.—¿Recuerda lo que ella dijo cuando

salíamos de Plymouth, Allday? Nos dijoque tuviéramos cuidado. —Presionó loshombros contra el marco—. Y mientrasnosotros estábamos aquí abajo, ellamurió. —Se apartó inconscientemente elrebelde mechón de pelo que caía sobresu ojo y Allday vio la salvaje cicatrizblanca resaltando sobre la piel como lamarca de un hierro candente. El gestoera tan familiar, como todo en él, queAllday se sintió extrañamenteemocionado.

—A ella no le hubiera gustado queestuviera usted así, comandante. —Dio

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unos pasos más—. Cuando ella estuvo abordo del viejo Hyperion, en elMediterráneo, demostró más coraje quemuchos de los hombres, y ni una solavez la oí quejarse cuando las cosas sepusieron mal. Se entristecería si le vieratan afligido.

—Y luego vinieron aquellos días enPlymouth mientras nos preparábamospara partir, comandante. Fueron buenostiempos. —Allday apoyó las manossobre el escritorio, y habló con un tonorepentinamente suplicante—: Debeintentar pensar en aquellos tiempos,comandante. Por ella, y por su propiobien.

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Un infante de marina llamó a lapuerta de la cámara y Allday se dio lavuelta rápidamente ahogando unamaldición.

—¡Fuera, maldita sea! ¡Di órdenesde que no se molestara al comandante!

El rostro del infante de marinaestaba rígido.

—Perdón, pero tengo que informaral comandante de que hay una lanchaabriéndose del costado del Impulsive.

Allday anduvo a grandes zancadas através de la cámara y dio un portazo.

—¡Yo se lo diré! —Se restregó lasmanos en los muslos, con la menteconcentrada en lo que debía hacer.

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Una rápida mirada a la puertacerrada del camarote le dijo que elcomodoro estaba aún dormido. Su bocahizo una mueca de desagrado. O, másprobablemente, bebido. El capitánHerrick estaba llegando a bordo, y eraun amigo. Y a Allday le parecía queHerrick era el único que ahora podíaayudar a Bolitho.

Apretó los dientes. Pero ni siquieraHerrick vería a Bolitho así. Arrugado ysin afeitar, con el estómago más lleno debrandy que nunca.

Dijo con firmeza:—Voy a afeitarle, comandante.

Mientras voy a buscar el agua del fogón

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puede empezar con el café. —Titubeóantes de añadir—: Ella lo empaquetócuando estábamos en Plymouth.

Entonces salió rápidamente de lacámara antes de que Bolitho pudieraresponder.

Bolitho bajó los pies a la cubierta ysacó una mano para apoyarse mientraslas náuseas le recorrían por dentro. Sesentía sucio, y tan cansado que estaba apunto de desmoronarse, pero algo de lasúltimas palabras de Allday le hizomoverse hacia la mesa.

Apretó los dientes mientras servíaun poco de café en la taza. La mano letemblaba tanto que necesitó dos intentos

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y notó como el sudor le caía por laespalda como si acabara de despertarsede una pesadilla. Pero no era unapesadilla, y no podía despertar de ella,ni ahora ni nunca.

Pensó en los desesperados intentosde Allday para sacarle de su estado deangustia, de las miradas que habíalevantado a su paso cada vez que salió acubierta durante la noche. Algunasexpresaban lástima y compasión, comosi, de igual modo que Allday,compartieran su dolor de alguna maneraparticular y propia. Otros le habíanmirado con curiosidad y pocodisimulada sorpresa. ¿Creían que por

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ser su comandante estaba más allá delsufrimiento y de la desesperación? ¿Queél estaba por encima de esossentimientos humanos, como estaba másallá de su mundo de sumisión?

Durante la noche se había movidosin descanso por la cubierta superior,sólo consciente en parte de lo que hacíao de la dirección que tomaban sus pasos.Había sentido algo de seguridad graciasal cielo nocturno y a la enorme telarañade aparejos del barco que tenía encima,y mientras paseaba sin rumbo por lascubiertas desiertas, lo había sentido muycerca, como si él también guardarasilencio por su tormento y su pérdida.

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Tras volver a la cámara vacía, se habíasentado junto a la ventana abierta y sehabía bebido el brandy sin saborearlo,consciente de la carta que había sobre lamesa, aunque incapaz de encontrar elvalor suficiente para leerla. Sus últimaspalabras. Tan llenas de esperanza yconfianza, no sólo en ellos mismos, sinoen el futuro y en los hombres quecompartían con él su vida diaria.

Allday entró sigilosamente en lacámara y dejó la navaja de afeitar sobreel escritorio.

—¿Está listo, comandante? —Observó como Bolitho se movía conpesadez hacia su silla—. El comandante

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del Impulsive estará a bordo enseguida.Bolitho asintió y se apoyó en el

respaldo de la silla, por el inánimecansancio mientras Allday leenjabonaba la cara.

Sobre sus cabezas se oyeron pasos yel ruido del agua que corría con el iniciode la rutina diaria del baldeo decubiertas. Normalmente, habríaescuchado con atención, encontrandouna extraña satisfacción en aquellossonidos familiares, y se habríaimaginado a los hombres gritándoseunos a otros, aunque estuvieran fuera desu vista. Sintió la cuchilla moviéndosesuavemente por la mejilla y notó que

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Allday le estaba observando. Ahoratodo había cambiado. Era como si lapuerta cerrada de la cámara nosolamente estuviera aislándole delbarco, sino también del mundo y de todolo que había en él.

La navaja se detuvo en el aire y oyóa Inch que decía desde la puerta:

—El capitán Herrick está a bordo,señor. Los demás comandantes llegarána las ocho campanadas.

Bolitho saboreó y tragó algo debrandy, que parecía fuego en su lengua.¿Los demás comandantes? Tuvo quehacer un esfuerzo físico para acordarse.Unos rostros borrosos atravesaron su

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mente embotada. Herrick, volviendo desu breve entrevista con el comodoro.Inch, desgarrado por el pesar y lapreocupación, y muchos otros queparecían perdidos entre la confusióngeneral de sus pensamientos.

—Va a haber otra reunión, señor —añadió Inch.

—Sí. Gracias. Por favor, dígale alcapitán Herrick que tome un poco decafé mientras espera.

La puerta se cerró de nuevo y oyó aAllday musitar ferozmente:

—¡Para lo que va a servir unareunión!

—¿Se ha despertado ya el

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comodoro? —preguntó Bolitho.—Sí, comandante. Petch está con él

ahora —respondió Allday asintiendocon la cabeza. No pudo ocultar laamargura de su tono:

—¿Quiere que le pida al capitánHerrick que le explique al comodoro loque ha pasado? —Enjugó la cara deBolitho con una toalla húmeda—. Si mepermite el atrevimiento, creo que nodebería usted convocar esta reunión.

Bolitho se levantó y dejó que Alldayle ayudara a quitarse la arrugada camisa.

—Tiene razón. Es un atrevimiento.Ahora, sea tan amable de acabar con loque tiene entre manos y déjeme en paz.

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Petch salió del camarote en el queestaba el comodoro, con la casaca deuniforme sobre el brazo.

Allday cogió la casaca y la levantóhacia la luz del sol. La mancha de sangreseca parecía negra ante el deslumbranteresplandor, y mientras metía el dedo através del pequeño agujero de la astilladijo:

—No es mucho más grande que elpinchazo de una estocada. —Lanzó lacasaca a Petch con evidente indignación.

Bolitho se ajustó el pañuelo decuello y sintió el frío tacto de la camisalimpia sobre la piel. Su mente registrabatodos aquellos actos, aunque él no se

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sentía parte de ellos. El diminutoagujero de la astilla, la clara intenciónde Pelham-Martin de seguir como uninválido, incluso la necesidad de algunaclase de estrategia, todo parecía estarmás allá de su alcance y tan lejano comoel horizonte.

La súbita perspectiva del encuentrocon los demás comandantes no hacíamás que turbarle de nuevo. Las miradasescrutadoras, las condolencias y lacompasión.

Espetó:—Dígale al capitán Herrick que

venga. —Cuando Allday hizo ademán dedirigirse hacia la puerta, añadió

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bruscamente:—Y quiero otra botella enseguida.Bajó la mirada, incapaz de

contemplar la angustia de Allday. Lapreocupación de aquel hombre y suhondo deseo de ayudar eran muydolorosos para él. Allday se habríapreocupado menos si le hubiera vistosollozando junto a la ventana abierta, sihubiera sido testigo de su súbito impulsode tirarse tras la botella vacía ydispersar con su cuerpo el reflejo de lasestrellas en el agua bajo la oscurabovedilla del barco.

Herrick entró en la cámara con elsombrero bajo el brazo y con su redonda

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cara mostrando una sonrisa rebosante depesar.

—Es una intrusión, pero pensé quesería mejor verte antes que los demás.

Bolitho le acercó una silla.—Gracias, Thomas. Tu presencia

nunca es una intrusión.Petch entró en la cámara y colocó

una botella llena sobre el escritorio.Bolitho miró a su amigo.—Una copa antes de empezar, ¿eh?

—Trató de sonreír pero tenía la bocaparalizada.

—Sí, con gusto me tomaré una. —Herrick observó la mano de Bolithomientras la botella chocaba contra las

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copas. Entonces, dijo con calma:—Antes de que nos reunamos de

nuevo con el comodoro, hay algunascosas que debería decirte. —Dio unsorbo de la copa—. Las noticias que hetraído de Inglaterra no son buenas.Nuestro bloqueo se extiende más allá delos límites de seguridad. En los últimosmeses, los franceses han conseguidosalir de sus puertos en varias ocasiones,incluso de Tolón, donde estaba laescuadra del vicealmirante Hotham —suspiró—. La guerra avanza a grandespasos, y algunos de nuestros superioresparecen haberse quedado rezagados apopa ante la rapidez mental del enemigo.

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—Sus ojos siguieron la botella mientrasBolitho se llenaba otra copa hasta arriba—. Lord Howe ha cedido el mando dela flota del canal al vizconde Bridport,por lo que allí es muy posible quemejoren las cosas.

Bolitho levantó la copa hacia la luz.—¿Y qué hay de nosotros, Thomas?

¿Cuándo llegarán nuestros refuerzos? Atiempo para oír hablar de la victoriafinal de Lequiller, sin duda, ¿no?

Herrick le miró seriamente.—No hay más barcos. El mío era el

único del que podía desprenderse laescuadra.

Bolitho le miró fijamente y entonces

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movió la cabeza.—Me imagino que nuestro

comodoro mostraría interés por estaparte de las noticias, ¿no?

Bebió un poco más de brandy y serecostó en la silla mientras éste recorríasu estómago como un hierro al rojovivo.

Herrick replicó:—No obtuve de él ni la más mínima

opinión. —Dejó la copa sobre elescritorio y alzó la mano ante el ademánde Bolitho de rellenársela—. Hay queobligarle a que actúe. He hablado conFitzmaurice y con el joven Farquhar, yme han contado lo que piensas sobre la

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intenciones de Lequiller. Tienen sentido,pero el tiempo corre en nuestra contra. Amenos que podamos hacer que losfranceses entren en acción, aquí noseremos de ninguna utilidad, cosa que síharíamos estando con la flota.

—Así que lo has estado hablandocon ellos, ¿eh?

Herrick miró al escritorio.—Así es.—¿Y qué más has descubierto?—Que todos los éxitos que ha

logrado esta escuadra son mérito tuyo.—Herrick se puso en pie, con expresiónsúbitamente severa—. He entrado enacción contigo en muchas ocasiones y he

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navegado a tu lado en peorescondiciones de lo que muchos puedanimaginar. Sabes muy bien lo quesignifica para mí nuestra amistad, y quemoriría por ti aquí y ahora si creyeraque podía ayudar en algo. Por todo esto,y por lo que hemos visto y hecho juntos,creo que me he ganado el derecho…

Titubeó cuando Bolitho preguntócansinamente:

—¿De qué derecho se trata?—¡El derecho a hablarte con

franqueza, incluso con riesgo de destruiresa amistad!

Bolitho miró a la lejanía.—¿Y bien?

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—En todos estos años nunca te hevisto así —señaló la botella—. Siemprehas sido la persona que ayudaba ycomprendía a los demás, sin importar elcoste para tus propios sentimientos. Tupérdida ha sido terrible. Ella tambiénsignificaba mucho para mí, como creoque bien sabes. No hay un solo hombre abordo de este barco que la conocieraque no comparta tu dolor en estemomento. —Añadió con brusquedad:

—Pero como siempre has pensado, yasí has enseñado a otros a aceptar estascosas en el pasado, se trata de unacuestión personal. Una que no puede, nodebe influir en tus actos cuando más te

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necesitamos todos nosotros.Bolitho le miró fríamente.—¿Has terminado?—Todavía no. A menudo me decías

que la responsabilidad y la autoridadson privilegios y no derechos adisposición de quien quiera ejercerlos.Cuando servíamos en fragatas había unadiferencia abismal, con poco quearriesgar excepto nuestras propiasvidas. Ahora, estos pocos barcospodrían decidir sucesos más importantesque ni siquiera podemos empezar acomprender. —Miró con dureza hacia lapuerta del camarote donde estabaPelham-Martin—. Y cuando necesitamos

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de un ejemplo, ¿qué es lo que tenemos?A un hombre que se engaña tanto a símismo y tan ignorante que no puede vermás allá de sus propias narices. —Sevolvió y encaró de nuevo a Bolitho, conmirada preocupada y a la vez obstinada—. Así que te estaremos mirando a ti.Como comandante del Hyperion y comohombre que nunca ha puesto supromoción por delante del honor y deldeber. —Inspiró profundamente—.¡Como el hombre que eligió a CheneySeton por esposa!

En la distancia, Bolitho oyó el trinoapagado de las pitadas y los ruidos debotes en el costado. La cámara entera

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parecía estar envuelta en brumas, y estavez no salieron de su boca palabras deira ni una réplica mordaz.

Bolitho estaba de pie junto alescritorio y Herrick se acercó y le tomóde las manos.

—Créeme, Richard, sé lo que estássufriendo. —Observó sus rasgos consúbita determinación—. ¡Lo sé!

Bolitho le miró y se estremecióligeramente.

—Gracias, Thomas. No sé de nadaque pudiera romper nunca nuestraamistad. Y hablarme con franqueza no esuna de ellas, estoy seguro de ello.

Herrick asintió pero no le soltó las

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manos. Dijo:—He sido oficial de la Marina el

tiempo suficiente para aprender que noson los Pelham-Martin de nuestra vidalos que son realmente importantes. Tú yaquellos que son como tú, que habéisencontrado tiempo para pensar ymadurar planes para otros, sois los quefinalmente decidiréis el destino denuestra causa. Y algún día, quizá aún envida, veremos una Marina mejor graciasa ese ejemplo. Una Marina en la que loshombres entrarán por vocación y no porimposición, y que no esté bajo el yugodel capricho de algunos de susindividuos. —Sonrió brevemente—. Los

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tiranos y los papanatas suelendesaparecer entre la humareda delpeligro real.

Bolitho tragó saliva.—A veces pienso que no te he dado

un buen ejemplo, Thomas. Siempre hassido un idealista, pero ahora que tienesun barco bajo tu mando, tienes quemoderar aquellos ideales y contentartecon mejorar poco a poco. —Entoncessonrió—. Ahora vayamos a recibir a losdemás. —Bajó la mirada hacia labotella y añadió suavemente:

—¡Tampoco es que se halledemasiado consuelo en esto!

Pero más tarde, mientras estaba de

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pie con los demás comandantesalrededor del catre de Pelham-Martin,notó que iba a ser muchísimo peor de loque había imaginado.

El ambiente del pequeño camaroteadjunto a la cámara era opresivamentecálido, con la lumbrera herméticamentecerrada y solamente una pequeña portaabierta en parte para dejar que penetrarala brisa marina. Al parecer, el comodorohabía disfrutado de un gran desayuno,puesto que había varios platos vacíosjunto al catre, y el aire estabaasquerosamente impregnado de losaromas del brandy y del sudor.

Pelham-Martin tenía casi el mismo

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aspecto de siempre, con su redonda cararosa y brillante por el sudor, y el cuerpocubierto por una sábana que le llegabahasta la garganta, por lo que era máscomo estar alrededor de un cadáverabotargado que esperando las palabrasde un oficial de alto rango.

—Estamos todos presentes, señor —dijo Bolitho. Lanzó una mirada a losdemás, percibiendo sus variadasexpresiones y su propia sensación dedistancia, como si fuera un meroespectador.

Fitzmaurice mostraba un semblanteadusto e inquieto, mientras Farquharparecía más irritado que preocupado por

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el aspecto del comodoro. Junto a larobusta figura de Herrick, Lambe, eljoven comandante de la corbeta Dasher,era quizá el más evidentemente afectado.Parecía no poder apartar los ojos delrostro de Pelham-Martin, y estiraba elcuello para ver el catre como siestuviera siendo testigo de algo queestaba más allá de toda posiblecomprensión.

La lengua de Pelham-Martin recorriósu labio inferior y entonces dijo con vozpastosa:

—Todos ustedes han oído lasnoticias del capitán Herrick. Sin duda sehabrán dado cuenta de lo imposible de

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nuestra situación actual. —Suspirólevemente—. Fue una suerte que yoenviara la Nisus cuando lo hice. Otrostendrán que decidir el rumbo de laacción si Lequiller llega alguna vez aFrancia o al país al que le lleven susórdenes.

—¿Qué intenciones tiene respecto anosotros, señor? —preguntóFitzmaurice.

—Sin el resto de mis barcos, ¿quépuedo hacer? —Sus labios se tensaronen una mueca que, por un momento, lehizo parecer un niño gordo enfurruñado—. Me encomendaron una misiónimposible. ¡Y no tengo intención de

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aumentar las posibilidades de éxito demis enemigos saliendo en su caza en unatotal pérdida de tiempo!

Herrick habló lentamente y conprudencia:

—Creo que el capitán Bolitho tienerazón, señor. Ese Pérez, de LasMercedes, es claramente un peón de losfranceses, que lo utilizarán para abriruna brecha entre nosotros y los Dons.

Los ojos del comodoro se movieronhacia él.

—¿Está usted sugiriendo quedebería salir navegando con estaescuadra para recorrer cinco mil millasbasándome en un estúpido e insustancial

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rumor? —Mostró una mueca de dolor ydejó caer la cabeza de nuevo sobre laalmohada manchada de sudor—. Sipiensa esto, Herrick, es más estúpido delo que hubiera creído.

Fitzmaurice lanzó una mirada aBolitho como esperando alguna clase deguía o ejemplo. Entonces dijo de maneracortante:

—Creo que debería tener cuidadocon su herida, señor. Es peligrosoolvidarse de ella.

Pelham-Martin frunció el ceño.—Su interés le honra. Es una lástima

que otros hayan sido tan parcos en suatención.

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Bolitho cerró los puños y se quedómirando fijamente el mamparo que habíadetrás del catre. El calor del camarote,el brandy y la insoportable sensación dederrota le dejó casi indiferente ante latensión que se creaba a su alrededor.Mientras clavaba sus ojos en elmamparo, le vino a la mente otrorecuerdo, de manera que casi podía oírsu propia desesperación. Fue allí, en esemismo camarote, donde Cheney habíadormido durante el viaje desdeGibraltar a Cozar. En aquel camarote yen aquel mismo catre, mientras él sehabía mantenido a cierta distancia deella, aunque se había sentido más

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atraído cada hora que pasaba.Los demás le miraron cuando dijo

bruscamente:—No hay alternativa. Tiene que

darle caza. —Mantuvo la mirada porencima del catre—. El capitán Farquhartiene algunos prisioneros de la presa,incluido su comandante. Deberíamos sercapaces de descubrir algo.

El súbito enfado de Pelham-Martinante la interrupción de Bolitho dio pasoinmediatamente a un cierto aire triunfalen su tono:

—¿No lo sabe? ¡Farquhar noencontró documentos ni órdenes selladasa bordo!

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Farquhar se volvió cuando Bolithole lanzó una mirada interrogante.

—Es cierto. Cualquier clase deprueba que pudiera haber debió de serlanzada por la borda cuando nosacercamos para entablar combate. Elprimer teniente murió, y ahora sólo elcomandante sabe lo que nos interesa, yno traicionará a su país. —Se encogióde hombros—. Lo siento, pero no hepodido hacer nada.

Pelham-Martin se estremeció bajo lasábana.

—Quiero un nuevo vendaje. Envíena buscar a mi criado inmediatamente. —Elevó la cabeza para ver por encima del

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catre—. Esto es todo, caballeros. Notengo nada más que añadir por elmomento.

Salieron en fila hacia la cámara y sequedaron junto a los ventanales abiertosen silencio.

Entonces, Farquhar dijoamargamente:

—Parece que aquí se acaba elasunto.

Pero ninguno de ellos se movió delos ventanales, y Bolitho casi podíapalpar su incertidumbre, así como sunula disposición a dar un primer eirrevocable paso.

Dijo sin levantar la voz:

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—Ir en contra de las órdenes delcomodoro es una insubordinación. —Miró a todos ellos uno por uno—. ¡Laúnica manera de forzar un cambio deestrategia es relevarle del mando! —Sutono seguía siendo calmado, aunquetodos los oficiales parecían habersequedado helados ante sus palabras—.No les voy a implicar preguntándolessobre lo que creen o consideran que sonnuestras posibilidades de éxito. Elcomodoro está herido, aunque nopodemos conocer la gravedad de suherida hasta que no se haga unreconocimiento adecuado, y eso él no vaa permitirlo. Para relevarle, yo, como

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capitán de más antigüedad, deboenfrentarme a él y arriar su gallardetón.—Caminó hasta el escritorio y tocó laboca de la botella con los dedos—.Después de ello, estaré totalmentecomprometido y, sea con razón o sinella, también lo estarán aquéllos quesigan mi ejemplo.

Herrick dijo con firmeza:—¡Estoy con usted, y aquí está mi

mano en prueba de ello! Bolitho sonrió:—Piénsenlo bien antes de

embarcarse en esto. Si el comodororecobra la salud y denuncia nuestraacción, sólo habrá un veredicto. Eincluso, aunque no lo haga, será

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considerado una deslealtad equivalentea un amotinamiento, especialmentehabiendo como hay grandesposibilidades de que fracasemos ennuestra empresa.

Fitzmaurice le miró con semblantesombrío.

—Es una proposición muy seria y ala vez turbadora. Preferiría enfrentarmea cien andanadas que a esta decisión.

Bolitho se alejó del escritorio y sedetuvo junto al mamparo de la cámara,bajo el sable colgado.

—Consideren cuidadosamente susalternativas. Si se quedan aquífondeados hasta que el comodoro se

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recupere lo suficiente como paracambiar los planes, podrían ser ustedescriticados, pero no serán castigados porobedecer su última orden. Mientrasque… —las palabras flotaron en el aire—, si se unen a mí ahora, podrían caeren desgracia o algo peor en las próximassemanas.

Farquhar dijo con calma:—Entonces, ¿ya se ha decidido? —

Cruzó hasta su lado y levantó la miradahacia el viejo sable—. ¡Esto me traealgún que otro recuerdo! —Entoncesdijo:

—No tengo ninguna duda —miró alos demás—. ¡Estoy por seguir con la

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cacería!Bolitho se volvió y le miró

seriamente. Farquhar, más que ningúnotro de los presentes, era el que teníamás que perder. Era extraño pensar quehabía sido guardiamarina bajo su mandomientras Herrick era su primer teniente.Ahora era capitán de fragata, con lasuficiente juventud y ambición comopara alcanzar los más altos honores quepudieran ponerse en su camino. Lareacción de Herrick a sus palabras habíasido instantánea y predecible. Su lealtadera totalmente ciega y no se habíaparado a considerar las terriblesconsecuencias de su conspiración.

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Fitzmaurice se les uniría, mientras queLambe era demasiado joven para verseseriamente implicado, sin importar loque ocurriera luego.

Se puso las manos a la espalda eintentó aclarar su mente ligeramenteembotada. ¿Estaba simplementehaciéndose eco de las reacciones de susoficiales, o había planeado en realidadaquello desde el principio?

Se oyó a sí mismo preguntar:—El comandante francés, ¿está en

tierra bajo vigilancia?Farquhar negó con la cabeza, con la

mirada puesta aún en la cara de Bolitho.—No. Le tengo a él y al resto de sus

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oficiales a bordo de la Spartan. Sunombre es Poulain y sospecho que es unhombre muy duro de pelar.

Bolitho descolgó el sable y lo miródetenidamente. Tantos viajes, tantoscombates contra los enemigos de supaís. Aparecía en casi todos los retratosde la vieja casa de Falmouth. Capitanesy almirantes, que ahora ya no estaban, aligual que sus barcos y sus conflictos.Podría haber tenido un hijo que lollevara algún día. Pero quizá era mejorasí. Si aquel sable tenía que quedarmanchado por la deshonra, era mejorolvidarse de él, como acabaríaocurriendo al final.

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Dijo:—Traiga al capitán Poulain a bordo

del Hyperion junto con el resto de susoficiales. —Hizo una pausa, al ver lacara de preocupación de Herrick—.Quiero que traigan también a diez de susmarineros.

Herrick dijo con voz ronca:—Entonces, ¿queda acordado?—Eso parece —Bolitho asintió

lentamente—. Espero que no vivan paraarrepentirse de su compromiso.

Farquhar cogió su sombrero y lomiró con detenimiento.

—Al menos sabemos una cosa.Lequiller no tiene fragatas ahora que

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hemos apresado a la Thetis. Así que loque nos falta de fuerza podríamoscompensarlo con agilidad. —Entoncessonrió, con un breve y forzado gesto ensus labios—. Poulain estará tanintrigado como yo cuando escuche estacitación. Parece más preocupado por suhijo, que es teniente bajo su mando, quepor la pérdida de su barco. ¡Lequillerdebe de haber infundido en sussubordinados una gran confianza en lavictoria! —Se ajustó el sombrero conuna palmada y añadió:

—Yo no me tomaría demasiado bienla pérdida de mi barco, ¡aunque fuerapara el bien de la misión!

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Fitzmaurice le siguió con la miradahasta que salió de la cámara y entoncespreguntó:

—¿Cuándo verá al comodoro? —Estaba casi susurrando, y Bolitho sintiócierta compasión por él. Fitzmaurice notenía influencias más allá de su rango yde sus logros personales. Le serviría depoco consuelo saber que no estaba soloen el momento de la decisión.

—Enseguida. Ahora, si no lesimporta esperar aquí, iré un momento acubierta. Tengo que hablar con Alldayacerca de una pequeña cuestión que noadmite espera. —Devolvió el sable a susitio y se dirigió hacia la puerta.

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Cuando ésta se cerró tras él, Lambedijo algo exaltado:

—¡Dios mío! ¿Cómo puede estar tantranquilo cuando su cabeza está enjuego?

Herrick dijo:—Muchas veces me he hecho la

misma pregunta. —Pensó en la miradade Bolitho y en el dolor que se escondíatras ella mientras expresara en voz altasus pensamientos—. Y todavía no sé larespuesta.

* * *

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Menos de una hora más tarde,cuando sonaron las dos campanadasdesde el castillo de proa, Bolitho saliócaminando lentamente al alcázar y seapoyó momentáneamente contra labarandilla. El sol brillaba con fuerza ylanzaba oscuras sombras desde losobenques y las vergas, y a lo largo de labahía se veían las pequeñas olas quepasaban hacia los barcos fondeados, conla promesa de un viento fresco quealiviaría el creciente calor.

El barco parecía extrañamentetranquilo, pero él captaba perfectamenteel sentir de los expectantes marinerosque había en los pasamanos y de los que

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trabajaban en lo alto y miraban haciaabajo mientras esperaban que empezarael drama.

En el centro de la cubierta principal,los prisioneros franceses elegidosestaban de pie rodeados por unrectángulo rojo de infantes de marina,con las caras llenas de curiosidad y detemor mientras observaban también a lafigura solitaria que estaba en labarandilla del alcázar.

El capitán Dawson cruzó la cubiertay se llevó la mano al sombrero, con susemblante rubicundo adusto y vagamentepreocupado.

—Listos, señor.

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—Muy bien.Bolitho movió la cara hacia la

creciente brisa e inspiró profundamente.Oyó unas fuertes pisadas tras él y sevolvió para ver a Farquhar con unaescolta de infantería de marina, y conellos, al comandante francés. Era viejopara su rango, pero le dio una rápidaimpresión de competencia y de control yseguridad en sí mismo. Por encima detodo, parecía un hombre duro, tal comoFarquhar lo había descrito.

—¿Habla inglés, capitán? —Bolithole encaró con la voz calmada, pero muyconsciente de la sequedad de su gargantay de las incontables miradas que estaban

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puestas en él.—Cuando quiero. —El capitán

Poulain le miró con la misma gravedad—. Pero no tengo nada que añadir a loque le he dicho a su joven oficial aquípresente.

Bolitho asintió.—Ah, sí. El joven oficial que apresó

su barco. Sí, entiendo. Los ojos dePoulain brillaron de ira.

—¡No diré nada más! ¡Conozco misderechos y el código de honor que tienenen tanta estima sus decadentes espíritus!

Bolitho vio que Dawson se mordíael labio, pero continuó con calma:

—Preferiría no discutir cuestiones

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de honor, m’sieu. Tengo entendido quecuando la Spartan atravesaba losarrecifes en Pascua descubrieron losrestos de la goleta holandesa Fauna, ¿noes así? Destruida, creo, por sus cañones,mientras intentaba escapar.

Poulain le miró fríamente.—Es la guerra. No había tiempo

para sentimentalismos.—Pero estaba desarmada y llevaba

a unos pescadores indefensos con susfamilias. —Bolitho cerró los puños a suespalda, deseando continuar sin mostrarseñal alguna de emoción—. Se lo repito,no tiene sentido discutir cuestiones dehonor.

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—Entonces, desearía ser llevado atierra. —La boca de Poulain se elevóligeramente en una sonrisa—. Sin duda,seré canjeado por alguno de los muchosprisioneros que mi país ha tomado, ¿no?

Bolitho asintió:—Sin duda, capitán. Pero antes hay

un pequeño detalle sobre el que exijouna explicación. —Fijó su mirada en elotro hombre—. Deseo saber cuál iba aser su destino después de haber acabadosus reparaciones, y con esto le estoypreguntando dónde pretende realizar elataque su vicealmirante Lequiller, ¿eh?

Por unos breves instantes vio que losojos del francés se iluminaban con

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sorpresa. Entonces, parpadeó y suexpresión volvió a quedar bajo controlcomo antes.

—No sé nada. Y si lo supiera, no selo diría.

—Ambos nos damos perfecta cuentade que está mintiendo, por supuesto. —Bolitho sentía el sudor cayéndole por laespalda y el pecho, y su camisa pegada ala piel mientras añadía—: Lequillersalió de la Gironde con unas órdenes.Ejecutó la primera parte de esas órdenesen Las Mercedes y cuando apresó al SanLeandro. Ahora, todo lo que deseosaber es la parte final. Nada más.

—¡Entonces es usted un estúpido!

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Bolitho oyó la súbita inhalación deaire de Inch y vio a uno de los infantesde marina que empujaba con rabia a unprisionero con su bayoneta.

Cruzó hasta la banda opuesta delalcázar. El sol le quemaba en loshombros y se sintió mareado y connáuseas a causa del brandy que tenía enel estómago vacío, pero se obligó a símismo a caminar lentamente, conscientedel silencio y de los hombres que seagolpaban a lo largo de la cubierta de lacercana Spartan.

—¡Señor Tomlin, despeje elpasamano de babor! —No tuvonecesidad de levantar la voz, e incluso

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los hombres aludidos se retiraron haciael castillo de proa, temerosos de romperaquel silencio.

Sin volver la cabeza, prosiguió:—Ahora, capitán Poulain, voy a

matar de un disparo a uno de sushombres. A ejecutarle, si prefiere ustedesta expresión. —Endureció su tono—.¿Quizá así se acordará de aquellosprisioneros que fueron colgados a bordodel buque insignia de su almirante?Puede que le ayude a tomar unadecisión.

Dos infantes de marina con casacasrojas marcharon lentamente por elpasamano de babor, con las guerreras

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brillando como la sangre bajo labrillante luz del sol.

Entre ellos, con los ojos vendados ylas manos atadas, había un hombre conuniforme de ayudante de piloto francés.

El teniente de infantería de marina seacercó a popa y dijo con formalidad:

—¡Prisionero y escolta listos, señor!—Muy bien, señor Hicks. —Bolitho

tendió su mano—. Una pistola, si es tanamable.

Entonces, caminó por el pasamanohasta rebasar los doce libras y los botesamarrados de la cubierta principal conpaso pausado y la pistola empuñada sinfuerza a su costado. En la mitad del

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pasamano, se dio la vuelta y miró haciapopa, al grupo del alcázar, con la vistaborrosa por la fatiga y la insoportabletensión.

—¿Y bien, capitán Poulain?—¡Se acordará de esto! —Poulain

dio un paso adelante pero fue agarradopor los infantes de marina—. ¡Y diceque es usted un capitán! ¡No merecevivir!

Bolitho giró en redondo, y cuandolos infantes de marina se apartaron a unlado, alzó la pistola y disparó, y elestallido provocó un grito de horror amás de un marinero. La figura de ojosvendados dio una sacudida hacia atrás

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contra la batayola y cayó pesadamentesobre el pasamano. Sus piernas setensaron una sola vez y se quedó quieto.

Bolitho se volvió de nuevo hacia elalcázar, con la pistola humeante mientrasmiraba al capitán francés durante unossegundos.

La voz de Poulain sonó como si leestuvieran estrangulando:

—¡Francia no olvidará esto! ¡Esusted un asesino! ¡Pero puede matarme amí y a todos mis hombres, que no leservirá de nada! —Forcejeó haciadelante, sujeto por los infantes demarina—. ¡Escupo sobre usted y sobresu barco! —Luego se volvió ante la

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aparición de dos infantes de marina enel extremo del pasamano.

Bolitho observó su súbita angustiacuando dijo:

—¡No al resto de sus hombres,capitán, pero sí a su hijo!

Hizo un gesto al teniente Hicks, queconducía al joven oficial con los ojosvendados, para que se detuviera junto ala figura inmóvil del otro hombre.

—¡Otra pistola, señor Hicks! —Cuando la cogió tuvo que agarrarla contodas sus fuerzas para que no letemblara en la mano.

—Tiene un minuto. —Elevó lapistola, y vio el pecho del teniente

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francés al otro lado del cañón de lamisma, mientras el resto del barco y losinmóviles infantes de marina sedesdibujaban como en brumas. Muydeliberadamente, levantó el percutor conel pulgar, e hizo un ruido tal que uno delos infantes de marina se estremeciócomo si le hubieran alcanzado.

—¡Alto! —Un grito desgarrado salióde la garganta de Poulain—. ¡Nodispare! ¡Tenga clemencia, no mate a mihijo!

Bolitho permaneció junto a labatayola y bajó ligeramente la pistola.

—¡Estoy esperando, capitán!Poulain gritó:

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—Tengo mis órdenes escritasconmigo. ¡Están cosidas en mi casaca!

Entonces, Bolitho oyó la voz deFarquhar, como a una gran distancia:

—¡Las tengo!Bolitho entregó la pistola a Hicks y

caminó lentamente hacia el alcázar.—Gracias, capitán. No estoy

orgulloso de lo que he hecho. Pero comousted bien dijo, es la guerra. Ahora, lellevaran a usted a tierra y le pondránbajo la vigilancia del gobernadorholandés.

Observó como conducían al tenientefrancés abajo de nuevo y añadiófríamente:

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—La próxima vez que se vea tentadode matar a gente indefensa, puede queencuentre algo de utilidad en la lecciónde hoy.

Poulain le miró con indisimuladoodio.

—¡Usted no es menos asesino queyo! Bolitho replicó con brío:

—No lo crea, capitán. —Hizo ungesto hacia el pasamano—. Ya se puedelevantar Allday, se acabó.

Un gran grito ahogado de asombrobrotó de los atentos marineros cuando elcadáver se puso en pie entre los dossonrientes infantes de marina.

—¡Como ve, capitán, él, actuando,

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es un poco peor que yo! —Entonces sedio la vuelta, asqueado ante laconsternación y la vergüenza del rostrode Poulain.

Herrick salió de debajo de latoldilla y llegó a su lado en treszancadas.

—Por un pelo. —Asió a Bolitho delbrazo y le acompañó mientras pasabanjunto a los sonrientes y aliviadosmarineros—. No tenía ni idea, nadie denosotros se lo imaginaba.

Bolitho oyó las risas y los gritos trasél y pensó en el semblante lleno deaflicción del otro capitán.

—No ha sido algo con lo que haya

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disfrutado, Thomas.Se detuvo junto a la escala y se miró

las manos; esperaba verlas temblarviolentamente.

Herrick preguntó:—¿Habrías disparado al teniente si

Poulain hubiera seguido resistiéndose?—Observó cómo los prisioneros eranconducidos a los botes que esperaban alcostado—. ¿Podrías haberlo hecho?

Bolitho miró a la lejanía.—No lo sé, Thomas. —Sacudió la

cabeza—. ¡Por todos los santos, no losé!

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A TODA VELA

El comodoro Mathias Pelham-Martin yacía bastante tranquilo en sucatre, con los ojos fijos en alguna partede la cubierta que tenía encima, cuandoBolitho le explicó resumidamente lo quehabía descubierto en las órdenes dePoulain. Si algo cabía destacar era queel camarote estaba más caliente de loque estaba unas cuatro horas antes yBolitho encontró tiempo parapreguntarse cómo podía el comodoroaguantar aquella incomodidad adicional.

Pero, mientras hablaba, pensaba más

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en la decepción que habían sufrido él ylos otros capitanes cuando habían leídoy releído juntos las órdenessucintamente expresadas del francés. Nole extrañaba que hubieran elegido aLequiller para esta misión. Desde luego,era tan astuto como un zorro. No habíala más mínima mención de su destinofinal, ni tampoco se nombraba ni sedescribía ningún puerto. Poulain y elcomandante del otro barco dañadoestaban allí para llevar a cabo unasreparaciones mínimas y salir luego atoda prisa para encontrarse con laescuadra del vicealmirante Lequiller aunas cien millas al noroeste del cabo

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Ortegal, en la mismísima punta de lacosta del noroeste de España.Estudiando las órdenes escritas, Bolithohabía hallado poco consuelo en suvaloración y propuesta de soluciónprevias acerca de los planes secretos deLequiller.

Si el almirante francés trataba deentrar en un puerto español y apoyar aPérez en una sublevación, entonces teníaque estar muy seguro de qué puerto erael más indicado, tanto para él como paraprovocar la necesaria reacción desimpatía de la población local. Peroaquella cita era muy lejos, en el golfo deVizcaya, y había muchos puertos de esas

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características para elegir, desde LaCoruña hasta Santander, que estabasolamente a unas cien millas de lafrontera francesa.

Pelham-Martin dijo de repente:—Así que, después de todo, estaba

usted equivocado, Bolitho. Aún no sabecuál será el destino final de Lequiller.Bolitho le miró impasible.

—Tenemos posibilidades de hacerleentrar en combate si podemos llegar aese lugar de encuentro a tiempo, señor.Conocemos sus intenciones, aunque nosu destino final. Creo que lo primero esmás importante. Cogiéndole antes de queestablezca algún contacto con tierra,

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habremos destruido completamente susposibilidades de éxito.

El comodoro cerró los ojos.—No disponemos de ese tiempo,

pero aun suponiendo que hubiera algunaposibilidad de llegar a la cita tal comousted sugiere, puede que para entoncesLequiller haya seguido adelante sinesperar la llegada de sus barcosreparados. No veo ningún sentido enseguir hablando de ello.

—Creo que es un riesgo que hemosde correr, señor.

—¡No seguiré discutiendo sobre ellopor más tiempo, Bolitho! —Los ojos dePelham-Martin se abrieron de golpe

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cuando las pitadas resonaron por toda lacubierta principal y se oyeron pisadassobre la toldilla.

—¿Qué es eso?Bolitho se sintió extrañamente

relajado y carente de tensión alguna.—He dado orden de que todos los

marineros vayan a popa, señor. En vistade lo que hemos descubierto y de lanecesidad de darnos prisa, debo haceruso de mi autoridad como capitán demás antigüedad.

Pelham-Martin le miró fijamente conincredulidad.

—¿Quéee?—Está usted herido, señor, y como

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he señalado antes, debería dejar que lecuidaran la herida sin más dilación. —Miró al otro hombre con tranquilidad—.Bajo las actuales circunstancias, sinembargo, no veo otra alternativa querelevarle hasta el momento en que seacapaz de reasumir el mando general.

—¿Se da cuenta de lo que ha dicho?—La respiración de Pelham-Martin sehacía cada vez más rápida—. Si da estepaso, se expone a ser arrestado yjuzgado. —Sus ojos lacrimososconcentraban su odio—. ¡Y meencargaré personalmente de que sufra elcastigo que tanto merece!

Bolitho aguardó en silencio. Pero

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Pelham-Martin parecía haberse agotadocon el breve arrebato y se quedótotalmente quieto, aunque se acusababajo la sábana su acelerada respiración.Dio media vuelta y salió del camarote.Enmarcados bajo los ventanales depopa, los otros comandantes le estabanesperando con los rostros ocultos entrelas sombras.

Entonces Herrick preguntó conrapidez:

—¿Ya está hecho?—Le he comunicado al comodoro

mis intenciones. —Bolitho se quitó elsombrero y caminó hasta el mamparo—.Tengo que decirles que estaba totalmente

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en contra de mi plan. —Vio queFitzmaurice se daba la vuelta con loshombros caídos por la angustia.Entonces cogió el sable del mamparo yse fue con él hacia la puerta. Se detuvo ymiró hacia atrás.

—Cuando esta mañana han aceptadomi propuesta no eran aún conscientes delas verdaderas dificultades queentrañaba el asunto. Pretendo que noshagamos a la vela dentro de dos horas.No habrá ningún reproche en caso deque decidieran quedarse aquí fondeados.—Entonces salió de la cámara y sedirigió al soleado alcázar.

Inch se llevó la mano al sombrero,

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con el ceño fruncido en una expresión depreocupación.

—¡Todos los marineros a popa,señor!

Bolitho asintió y cruzó lentamentehasta la barandilla del alcázar. Habíahecho tantas veces aquel cortotrayecto… Para observar a los hombresen los ejercicios o para supervisar cómolargaban o aferraban velas. Parapresenciar un castigo o simplementepara estar solo con sus pensamientos.

Vio a sus oficiales alineados al otrolado, a los infantes de marina formados,a los diminutos tambores y al capitánDawson con Hicks a su lado.

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Se quitó el sombrero y se lo pusobajo el brazo, y entonces miró a todo lolargo de su barco. Los pasamanos y lacubierta principal estaban repletos dehombres con las caras ligeramentelevantadas mirando hacia el alcázar,mientras otros se aferraban a losobenques o permanecían de pie sobrelos cuarteles de las escotillas parapoder verle.

En medio del silencio, y mientraspasaba revista con la mirada a losatentos hombres, las caras cobrabanindividualidad por unos momentos antesde sumergirse una vez más entre lamasa. Vio a algunos de los que habían

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sido encarcelados y que habían llegadoa bordo desorientados y aterrorizados,hombro con hombro con los curtidosmarineros, y con el semblante tanmoreno y tan pleno de confianza como elde cualquiera de ellos. Y al canosominero que con casi otros cuarentahombres de Cornualles había recorridomedio condado para presentarsevoluntario para servir en el Hyperion.No porque hubieran conocido a Bolitho,sino por su nombre, que era conocido einspiraba confianza, y tan familiar paramuchos de ellos como el mismo puertode Falmouth.

Vio a su hermano de pie junto a

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Tomlin, con su cabellera gris mecidaligeramente por la brisa, y se preguntóqué debía de estar pensando y sintiendoen aquellos momentos. Se preguntótambién sobre su futuro, cuando una vezde vuelta a Inglaterra tuviera que vivircon la constante y descarnada amenazade la horca. Y sobre su hijo, que ahoraestaba tan serio al lado de los otrosguardiamarinas, que era la viva imagende lo que él podía haber sido. Quizá,después de todo, estaba mirando aBolitho simplemente con lástima oindiferencia, viéndole como el hermanopequeño y reviviendo sus antiguaspeleas.

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Gossett se aclaró la garganta unpoco forzadamente y Bolitho se diocuenta de que debía de haber estado allíen silencio durante más de un minuto.

Dijo:—Cuando vinimos aquí para buscar

al enemigo y destruirlo, teníamos pocacosa más que incertidumbres, y más quesuficientes para descorazonar acualquier hombre. Pero todo este tiempono ha sido tiempo perdido. Ahora, todosme conocéis, y yo conozco a muchos devosotros. —Hizo una pausa, y notó ladesesperanza que invadía sus propiospensamientos—. Hoy abandonaremosesta isla e iremos a perseguirle una vez

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más… —Vio que varios hombrescruzaban miradas—. Esta vez no haciael oeste, sino al este, ¡a España!¡Atraparemos a Lequiller y nosbatiremos con él en mar abierto a lamanera de los marineros ingleses! —Alguien dio muestras de su entusiasmo,pero calló mientras Bolitho añadía condureza—: Nos llevó seis semanas llegaraquí desde el golfo de Vizcaya. Seissemanas porque estuvimos buscándole alo largo de la travesía. ¡Pero ahoranavegaremos hacia el este y llegaremosa España en treinta días! —Oyó a algúnque otro marinero que mostraba suasombro—. ¡Treinta días, aunque

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tengamos que asomar los palos por loscostados para hacerlo!

Cruzó las manos a la espalda, y notólas gotas de sudor que le llegaban a lasmuñecas.

—Nuestro comodoro está todavíademasiado enfermo como para dirigirnuestras acciones. Así pues, por laautoridad de la que estoy investido, voya asumir el mando. —Hizo oídos sordosa la oleada de excitación que recorrió lacubierta principal como una ráfaga deviento sobre un campo de trigo—.¡Proceda, señor Tomlin!

Mientras el contramaestredesamarraba la driza y los infantes de

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marina se ponían firmes, Bolitho oyópisadas sobre la parte de la cubierta quequedaba a su espalda. Cuando se volvió,vio a Herrick y los otros comandantesformando en fila y quitándose lossombreros mientras, muy lentamente,arriaban el gallardetón una vez más.

Era imposible saber qué comandantehabía dado el primer paso para unirse aél en cubierta. Pero allí estaban, delantede la dotación del barco, así como delas de los barcos más cercanos. Y alhacer aquello se habían sumadoabiertamente a su acción, a la vez que seprivaban, además, de cualquier defensaen caso de que a él le hallaran culpable.

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Tomlin se acercó a popa con elgallardetón plegado bajo uno de susenormes brazos y se lo entregó aCarlyon, que lo recibió con la mismagravedad en su semblante.

Bolitho se apoyó en la barandilla yañadió lentamente:

—Cuando demos con Lequillerhabrá un duro combate, pero eso ya losabéis. No puedo pediros que deis lomejor de vosotros porque sabéis quedependo de ello. —Enderezó la espalday dijo:

—No flaqueéis en vuestro empeño.Inglaterra os recibirá con todos loshonores…

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Calló, incapaz de encontrar máspalabras. Verles allí mirándole,escuchándole hablar de sus esperanzas ypromesas vacías, imaginándose el honory la gloria cuando debían de estarpensando en las pocas probabilidadesque tenían de obtener esa recompensa,cortó su discurso como lo haría la hojade un cuchillo.

Una voz rompió el silencio y le hizovolverse, sobresaltado y desprevenido ala vez.

—¡Un viva por el comandante,muchachos! ¡Y otro por el viejoHyperion!

Bolitho no pudo oír el resto de lo

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que dijo aquel desconocido, puesto queen ese momento el aire pareció temblarante la fuerza de la salvaje aclamaciónque retumbó a través del aguaencrespada y que fue coreada en losotros barcos cercanos.

Se apartó de la barandilla y vio aHerrick sonriéndole, y también vio aFitzmaurice que parecía confiado yextrañamente excitado. Sabía que todoera la locura del momento, peromientras las aclamaciones le llegaban detodas partes y Herrick salía de la fila deoficiales formados para estrecharle lamano, no pudo contener la emoción ni lagratitud hacia todos ellos. Por su franca

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confianza, y por tantas otras cosas quepodía sentir pero no explicar.

Farquhar gritó por encima de laalgarabía:

—¡Sea cual sea el final de todo esto,ha sido un buen principio!

Pero Herrick fue más categórico:—¡Por Dios que van a ver! —Su

sonrisa era tan amplia que sus ojos casihabían desaparecido—. ¡Con usted a lavanguardia les daremos una lección pararecordar!

Bolitho les miró a todos uno poruno.

—Gracias, caballeros. —Lo intentóde nuevo:

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—Será una dura caza sin descanso.Dudo que tengamos tiempo de vernosotra vez antes de que entablemoscombate con el enemigo. —Hizo unapausa, muy consciente de que serían susúltimas palabras antes de la acción final.Algunos de ellos no se volverían a vernunca si finalmente conseguíanenfrentarse con la potente escuadra deLequiller—. Pero ahora sabemos cómoresponde cada uno de nosotros, y senecesita poco más en un combate navalque colocarse al costado del enemigo yaguantar ahí. Nuestros hombres harán elresto. Sólo espero que no sea demasiadotarde.

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Fitzmaurice dijo tranquilamente:—Prefiero enfrentarme a los

franceses que a un consejo de guerra. —Se encogió de hombros—. Y, lento o no,el Hermes le dará todo su apoyo cuandollegue el momento.

Bolitho les estrechó la mano uno poruno.

—Vuelvan con sus hombres ycuéntenles lo que vamos a hacer. Nosharemos a la vela a las cuatrocampanadas. —Les siguió hasta laescala del portalón de entrada y levantóel sombrero ante cada uno de ellos amedida que iban embarcando en susrespectivos botes.

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Cuando Herrick hizo ademán demarcharse, dijo sin levantar la voz:

—No puedo agradecértelo losuficiente, Thomas. Esta mañana estabaal borde de la locura. Mañana, ¿quiénsabe? —Sonrió y se apartó para dejarpasar a Herrick—. Pero en estemomento te estoy muy agradecido.

Herrick asintió lentamente:—Ten cuidado. Tú me conseguiste

mi primer barco. —Sonrió—. ¡Ahorasólo me contentaré con un título de sir!Las pitadas trinaron otra vez y semarchó. Inch dijo:

—No he tenido ocasión de decirlecuánto siento su pérdida, señor.

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Bolitho le miró seriamente.—Entonces no diga nada, señor Inch.

Por nuestro propio bien.Inch observó como se iba hacia popa

y se quedó pensativo.—Treinta días, ¿eh? —Gossett se le

acercó sin prisas—. Tendrá usted muypoco tiempo para dormir, me temo.

Inch se deshizo bruscamente de suspensamientos.

—Pues no voy a estar en cubierta sinllamar al piloto: ¡señor Gossett!

Hacia la mitad de la guardia detarde, Bolitho volvió al alcázar y sequedó mirando a tierra, mientras sumente exploraba las pasadas semanas,

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las esperanzas y las frustraciones quehabían sido sus constantes compañeras.A su alrededor sentía que el barcorecobraba la vida, y desde proa le llegóel regular traqueteo del cabrestante conel acompañamiento del violín de unasaloma. Y la poderosa voz de Tomlin seelevaba por encima de la melodía paraenviar a los hombres a sus puestos. Erauna saloma muy vieja, que tenía suorigen en el West Country, donde lamayoría de la dotación del Hyperion sehabía iniciado a la vida. Mientras semovían afanosamente por las cubiertas ya lo largo de las vergas allá en lo alto,algunos de ellos estarían ahora

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probablemente recordando aquello,pensó Bolitho. España estaba muy, muylejos de Devon o Cornualles, pero eramejor que estar al otro lado delAtlántico.

Se volvió cuando Inch cruzó elalcázar y se llevó la mano al sombrero.

—El cable del ancla está corto,señor.

—Muy bien. —Bolitho lanzó unamirada hacia el Impulsive y la actividadde sus vergas. Más allá del mismo, eldestrozado casco del Telamón lesrecordaba lo ocurrido como un lúgubreaviso para todos ellos. A lo largo de laorilla vio a la gente que les observaba

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silenciosamente, y se preguntó si DeBlock estaría también allí. Había subidoa bordo una hora antes para presentarlesus respetos y expresarle suagradecimiento por haberle entregado lafragata capturada. No había mencionadoel hecho de que si Holanda se veíaarrastrada a la guerra como enemigootra vez, el barco podría ser llamado ala acción contra sus donantes. Esotambién formaba parte del devenir delos acontecimientos y no se interpondríaentre ellos.

De Block le había regalado unpequeño modelo finamente trabajado deun buque de guerra holandés «como

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recuerdo, capitán. ¿Quizá para su hijo?».Bolitho le había despedido desde el

costado y le había visto alejarse en elbote, de vuelta a la solitaria existenciaen la que acabaría sus días. Tenía laesperanza de que al menos pudiera viviren paz el resto de esa vida.

Enderezó la espalda y dijo concierta sequedad:

—¡Proceda, señor Inch! Ponga elbarco a la vela, si es tan amable.

Con la señal de levar anclasondeando en sus vergas, y libre ya desus ataduras, el Hyperion se balanceópesadamente bajo el empuje del viento.Bolitho se agarró a la barandilla cuando

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el barco escoró, y levantó la cabezapara mirar a los gavieros desplegadosen las vergas, que trabajaban moviendolos brazos violentamente y al unísonolargando las velas, que inmediatamentetomaban viento. Los hombres queestaban en las brazas no necesitaban quenadie les espoleara, y con el anclacolumpiándose ya fuera del agua, elbarco viró y cogió arrancada hacia elcabo más alejado y la línea azul oscuradel horizonte.

Cuando pasaba, dejando por sutravés la batería de la colina, Bolithovio cómo les saludaban con la banderaholandesa a media asta, y se volvió para

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ver cómo los demás barcos largabangavias y dejaban atrás el fondeaderoobedeciendo la señal.

El Hermes, el Impulsive y la ágilSpartan. La última en doblar el cabo fuela pequeña corbeta, con el casco casi enremojo mientras se alejaba de losarrecifes antes de virar trabajosamentehacia barlovento de la diezmadaescuadra.

No tenía mucho de escuadra, pensó.Pero en aquel momento en particularsabía que no la hubiera cambiado poruna flota.

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* * *

La segunda mañana amaneció tanhermosa y clara como las que la habíanprecedido, pero cuando Bolitho salió acubierta tras un precipitado desayuno,apreció la diferencia que se palpaba asu alrededor como algo físico.Navegando de ceñida amurado a babor,el barco escoraba pronunciadamente,pero las pequeñas cabrillas fueronsustituidas por largas y apretadas olascon crestas que provocaban unmovimiento incómodo y más violento.

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Durante la noche habían pasadocerca de Trinidad y ahora se adentrabanya en pleno Atlántico, sin tierra alguna ala vista que interrumpiera el horizonte.Echó un vistazo a la oscilante aguja yluego a la orientación de las velas.Todavía navegaban derecho al este, ycuando se apoyó sobre la borda vio queel Impulsive cabeceaba fuertemente através de una ola con el casco brillantepor los rociones, mientras les seguía asu estela a unos tres cables de distancia.El Hermes quedaba casi oculto por lasgavias del pequeño dos cubiertas, perocalculaba que estaba a más de dosmillas a popa y rezagándose de manera

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considerable.Inch estaba esperando que Bolitho

acabara su inspección de la mañana.—La Dasher está en su puesto a

barlovento, señor.Bolitho gruñó y caminó lentamente

subiendo por la inclinada cubierta. LaSpartan estaba ya fuera de la vista,explorando muy por delante del resto delos barcos. Como siempre, sentía unaligera envidia hacia Farquhar y sucompleta libertad respecto a los otrosbarcos más pesados y lentos.

—Cambiaremos el rumbo dentro dequince minutos, señor Inch. ¡Avise atodos los marineros!

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No le apetecía hablar en esosmomentos, y su mente estaba todavíaocupada con cálculos y con la imagen dela carta náutica.

Gossett se llevó la mano a suestropeado sombrero.

—Hemos registrado ya trescientascincuenta millas, señor. Es una buenadistancia.

Bolitho le miró.—Veremos lo que puede hacer a

partir de ahora.—¿Dónde cree que estarán ahora los

franceses, señor? —Inch estaba a sulado, algo más retrasado, con el ceñofruncido hacia el viento mientras

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observaba cómo los hombres seapresuraban hacia sus puestos.

—Sospecho que Lequiller volvió aLas Mercedes para recoger a Pérez y asus mercenarios. Supongo que esteúltimo estará en el barco cargado de orocomo doble medida de seguridad. —Levantó la vista hacia el gallardete deltope—. Ahora estarán en camino, pero apaso lento por el San Leandro, imagino.

Se volvió con impaciencia e hizo ungesto a Gossett.

—Cambiaremos el rumbo sietecuartas y navegaremos amurados aestribor. —Un roción le alcanzó en elrostro y notó el sabor a sal en la boca.

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—A la orden, señor —asintió elpiloto.

Hacia Inch, Bolitho añadió:—Cuando estemos en el nuevo

rumbo, quiero que dé los sobrejuanetes.—Hizo una pausa, y vio como suspalabras hacían mella en la caraalargada de Inch—. ¡Y luego puede darlas alas, para que no falte!

Inch tragó saliva.—Con todas esas lonas, señor, el

Hermes no será capaz de seguirnos.—Sólo haga lo que le digo, señor

Inch. —Bolitho le miró impasible—. Notenemos los vientos alisios soplando pordetrás esta vez, por lo que tenemos que

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ir hacia el norte antes de poner rumbo aEspaña con los vientos del oeste. —Apaciguó un poco su tono:

—Pero los vientos alisios aún nosson favorables, señor Inch, así que tengapaciencia.

Se dio la vuelta y espetó:—¡Timón a barlovento!Mientras los dos timoneles de la

rueda doble inclinaban sus cuerpossobre las cabillas de la misma, Bolithomiró hacia las apresuradas figuras delcastillo de proa que largaban las escotasde las velas de proa mientras otrosmantenían tensas las brazas, preparadospara bracear con fuerza las vergas para

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el nuevo rumbo.—¡Timón a barlovento, señor!Balanceándose y cabeceando, el

barco empezó a pasar pesadamente laproa por el viento, con las velas dandolatigazos con estruendo como si loscañones estuvieran disparando.

Bolitho se agarró a la barandilla delalcázar, y dejó que su cuerpo cabalgaracon el barco mientras seguía virandohasta pasar por el ojo del viento.

—¡Bracear la mayor!Los hombres correteaban en una

confusión ordenada, con sus torsosmorenos brillando por los rocionesmientras el mar rompía por encima de la

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amurada de estribor y caía en cascadasobre la cubierta.

Bolitho dio una palmada sobre labarandilla.

—¡Ahora, señor Inch!—¡Proa, en banda! ¡Descarga a

proa! —El sombrero de Inch se habíatorcido con un golpe de viento, peroestaba consiguiendo hacerse oír porencima del tronar de las lonas y elaullido de la jarcia.

Bolitho observó con ciertasatisfacción como las vergas empezabana crujir mientras los marinerosbraceaban enloquecidos clavando losdedos de los pies en la inclinada

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cubierta, con los cuerpos casi paralelosa ella.

Sobre las cabezas, las velas tronaronenojadas y entonces tomaron viento y setensaron mientras el barco escorabaamurado a estribor; los motones sequejaban y los obenques vibraban comodemonios hasta que se afianzó en sunuevo rumbo.

Bolitho asintió con la cabezamientras decía:

—¡Ahora dé los sobrejuanetes! —Una rápida mirada hacia popa le revelóque Herrick estaba preparado y al tanto.El barco estaba ya cabeceando en lavirada, con el mascarón de proa y el

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bauprés ocultos por una gran masa deespuma y rociones.

—¡Norte cuarta al noreste, señor!¡En viento! —gritó Gossett.

—Muy bien. —Bolitho notó como lacubierta se estremecía cuando selargaron más lonas desde las vergas. Enlo alto, lejos de la cubierta, lasdiminutas figuras parecían fuera delalcance e invulnerables, pero sabía queaquello era otra ilusión. Un resbalón ysignificaría la muerte instantánea, si esque el hombre que caía era afortunado.Si no, caería en aquella mar revuelta porel costado para quedarse atrás yahogarse con el barco a la vista, puesto

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que intentar detener el Hyperion bajouna presión tan enorme de las velassería llamar al desastre. Incluso eraposible que una maniobra de ese tipo lodesarbolara completamente.

En la cubierta principal vio cómo elmaestro velero y sus ayudantes izabanlas alas, lonas adicionales amarradas alas vergas de mayor que sobresalían porlos costados y que, con suerte, podríandar al barco otro nudo de velocidad si elviento se mantenía.

El aparejo y los obenques parecíaninfestados de figuras que iban arriba yabajo y de un lado a otro en su prisa porobedecer los gritos urgentes de los

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ayudantes de contramaestre de susbrigadas.

De repente, vio a Pascoe trepandopor las arraigadas de la cofa, con sudelgado cuerpo tumbado de espaldassobre el mar, y contuvo el alientocuando su pie resbaló y uno de suszapatos cayó entre la espuma del mar.Luego, el chico recuperó su punto deagarre y continuó tras los otros, con elcabello negro danzando bajo elincesante viento.

Cuando bajó la mirada, Bolitho vioa su hermano bajo el palo trinqueteprotegiéndose los ojos del sol mientrasmiraba también hacia el guardiamarina.

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Vio que Bolitho le estaba mirando ypareció que se encogía ligeramente dehombros. O puede que fuera un gesto dealivio.

El teniente Roth gritó:—¡El Hermes ha virado! —Se rió

entre dientes—. ¡No puede seguirnuestro ritmo de ninguna de las maneras!Bolitho le replicó acaloradamente:

—¡No sea tan condenadamentepetulante! ¡Si el Hermes no puede seguircon nosotros tendrá setenta y cuatrocañones menos cuando más los necesite!

Roth se sonrojó.—Lo siento, señor.Bolitho caminó hasta la banda de

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barlovento y se apoyó en la batayolapara afianzar su equilibrio. Tenía quedominarse mejor. Mostrar su ira ante uncomentario tan inocente no tenía sentidoy era estúpido. Roth, más que burlarsedel Hermes y su casco repleto de algas,se mostraba orgulloso de su propiobarco. Pensó de repente en su fastidiosaimpaciencia en el Mediterráneo cuando,igual que el Hermes ahora, su barco sehabía arrastrado con algas y toda clasede conchas incrustadas, y se quedabarezagado respecto a la flota con pocacomprensión por parte de su almirante.Pero era inútil pensar en esa clase decosas.

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—¡Haga una señal al Hermes, señorCarlyon! —dijo. Frunció el ceño,recordando también el valiente gesto deFitzmaurice al apoyarle—. «Dé másvela». —Dudó unos instantes—. Eso estodo. —Fitzmaurice no apreciaríaninguna señal de ánimo adicional, de lamisma manera que él tampoco lo haría.Ahora estaba tan comprometido comocualquiera de ellos, y tenía que hacer loimposible para mantener el paso de laescuadra, aunque ello implicara que lesalieran disparadas las cuñas de losmástiles.

—Ha recibido, señor. —Carlyonparecía sorprendido.

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Desde la cubierta principal llegarongritos y maldiciones cuando el ala debabor flameó y tomó viento como unmonstruo marino atrapado. No portabademasiado bien, pero era mejor quenada. En cualquier caso, mantenía a loshombres ocupados, y les quedabatodavía un largo camino por recorrer.

—Nunca lo he visto navegar así,señor —dijo Inch.

—Puede que encontremos vientosmenos favorables más hacia el norte —pensaba Bolitho en voz alta—. Tenemosque forzarlo tanto como podamos ysacar el máximo partido de los alisios.

Los gavieros estaban ya

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deslizándose por las burdas de vuelta acubierta. Elevaban las voces, y semostraban exultantes ante el grandespliegue de fuerza que habíanconseguido.

Bolitho dijo escuetamente:—Estaré en el cuarto de derrota,

señor Inch. La guardia puede retirarse.Una vez en el pequeño cuarto, se

sentó a la mesa y se quedó mirandofijamente el mapa. Todo estaba listo, yparecía que no hubiera nada que añadira sus meticulosos cálculos. Hojeó laspáginas de su gastado cuaderno debitácora, cada una de ellas un pequeñoregistro de las millas navegadas y los

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barcos avistados, de los hombresmuertos o heridos. Lo cerró de golpe yse levantó. Tenía que dejar de pensar enel pasado. Dejar de recordar, cuando noquedaba nada a lo que agarrarse.

Llamaron a la puerta.—Entre.Levantó la vista y vio a su hermano,

que estaba de pie allí dentro, mirándolecon inexpresiva formalidad.

—Cierra la puerta —dijo Bolitho.Entonces, en voz baja añadió:

—Puedes hablar sin miedo. No haynadie que pueda oírte.

—Quería hablar contigo acerca de…—Titubeó y entonces añadió con tono

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apagado:—He oído lo de tu mujer. Lo siento.

¿Qué más puedo decirte?Bolitho suspiró.—Sí. Gracias.—Cuando estuve en Cozar con los

otros convictos solía verla paseando porla vieja fortaleza. Creo que también mequedé prendado de ella —sonrió contristeza—. ¿Crees que encontrarás a losfranceses esta vez?

Bolitho le miró.—Sí.—Si lo haces, y el destino te es

favorable, ¿qué harás conmigo?—No lo he decidido. —Bolitho se

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sentó pesadamente y se frotó los ojos—.Si conseguimos encontrar a Lequiller ydestrozarle…

Su hermano levantó una ceja.—¿Destrozarle?—Inutilizar sus barcos será

suficiente. —Resultaba extraño cómoHugh podía ver lo que otros ni siquierahabían sospechado. Un combate naval,quizá a un centenar de millas de tierra,podía significar tanta destrucción para elvencedor como para el vencido.

Prosiguió bruscamente:—Puedo entregarte a las autoridades

con una petición de clemencia. A lavista de tu trabajo en la Spartan no veo

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cómo podrían denegarla. —Alzó lamano—. Escúchame y luego habla. Perosi lo deseas, te enviaré a tierra paraalgún servicio. —Miró a lo lejos—.Entonces podrás desertar y seguir por tucuenta.

—Cualquiera de las dos opciones tedejará expuesto a las críticas y a unpeligro real, Dick. La última más,porque tendrás que vivir sabiendo que alfinal has dejado de cumplir con tuestricto deber a causa de tus interesespersonales.

Bolitho le miró fijamente.—Por todos los santos, ¿crees que

me sigue preocupando eso?

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—Sí. Me estás ofreciendo laoportunidad de desertar, no sólo porqueen el fondo de tu corazón no confías enla indulgencia de un consejo de guerra,sino también porque temes el efecto quepudiera tener sobre mi hijo el ver quesoy juzgado y colgado por traición. —Sonrió suavemente—. ¡Te conozco,Dick!

—¿Y pues? —Bolitho se levantó ycaminó hacia el armario de las cartasnáuticas.

—Aceptaré tu oferta y huiré. —Eltono de Hugh parecía denotar ciertocansancio—. No a Cornualles, dondepodría ser reconocido. —Hizo un pausa

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—. Pero sí a Inglaterra y no a unapuñetera prisión al otro lado del mundo.

Bolitho le miró de frente.—Quizá volvamos a hablar más

adelante.—No lo creo. —Su hermano le miró

tranquilamente—. Por cierto, creo queestás haciendo una estupidez al actuar deesta manera. Tendrías que haber dejadoque Pelham-Martin cargara con la culpay quedarte fondeado en St. Kruis. Ahora,ocurra lo que ocurra, él saldrá vencedor.

—Puede ser.Hugh asintió:—Y quizá yo hubiera hecho lo

mismo. Se dice que todos los de

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Cornualles están un poco locos, y pareceque nosotros no somos la excepción.

Unos pies corretearon por el pasilloy el guardiamarina Pascoe asomó lacabeza por la puerta.

—Con los respetos del señor Roth,señor, ¿puede tomar un rizo? El vientoha refrescado ligeramente. —Sus ojos semovieron de Bolitho a Hugh—. ¿Señor?

Bolitho dijo:—No, no puede tomar un rizo, señor

Pascoe. Ahora no, ni en ningún otromomento a menos que nos enfrentemos aun huracán.

—A la orden, señor, se lo diréenseguida —asintió Pascoe. Entonces

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preguntó:—¿Hay algún inconveniente en que

el señor Selby continúe con lainstrucción del sextante? Parece ser quesoy algo más lento que los demás.

Bolitho le escudriñó con aire grave.—No es más lento, señor Pascoe,

sólo más joven.Entonces miró a su hermano.—Si cree que puede ser compatible

con sus otros deberes, señor Selby, tieneusted mi permiso. —Y añadió con tonotranquilo—: A la vista de nuestrareciente conversación, me imagino quepodemos confiar en que hará buen usode ese tiempo, ¿no?

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Hugh asintió, de repente con los ojosbrillantes:

—Será un tiempo bien empleado,señor. Tiene usted mi palabra.

Cuando se fueron, Bolitho apoyó lacabeza en las manos ante la carta con lamirada perdida. Antes había sentidolástima por su hermano y por su futurosin sentido. Ahora sólo sentía envidia.Porque aunque el muchacho seguíaignorando la identidad de su instructor,Hugh le tendría para él solo. Así podríaconservar el recuerdo y tendría lacerteza de que su hijo estaría a salvo dela vergüenza, y viviría para ser lacontinuación de una vida que él había

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lanzado por la borda.Mientras que él no tenía nada. Sus

dedos acariciaron el guardapelo otravez. Sólo recuerdos, y con los añostambién serían tan escurridizos como elviento, y no le brindarían consuelo.

Se levantó de golpe y cogió elsombrero. Éste era un mal sitio paraestar solo. En cubierta, al menos tenía elbarco, y para aquella misión intentaríaque eso fuera suficiente.

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XVIII

AL FIN, LA SEÑAL

Tal como Bolitho había previsto, lacontagiosa excitación inicial ante la ideade adentrarse en el Adámico pronto diopaso a la tensión y a largos días detrabajo agotador para todos los hombresde a bordo. Una vez lejos de losamistosos vientos alisios y ya en laszonas de calmas subtropicales, sufríanenloquecedores y frustrantes retrasos,puesto que en aquella vasta y vacíaextensión de océano los vientos rolaban

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continuamente, a veces incluso dosveces en una sola guardia. Todos loshombres batallaban para orientar y luegoreorientar las vergas de modo que no seperdiera ni un solo soplo de viento.

En una ocasión, y por primera vezdesde que salieron de St. Kruis, elviento había caído totalmente y elHyperion se había movidoincómodamente en medio de un picadomar de fondo, con sus velasgualdrapeando y sin apenas avanzar. Lamayor parte de la dotación del barco lohabía agradecido, cuando en cualquierotro momento hubieran maldecido laperversidad del viento y la impotencia

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que sentían bajo esas condiciones. Perocualquier esperanza de descanso sedesvaneció cuando Bolitho ordenó aInch que les llamara de nuevo a suspuestos y aprovechara la calma paraenvergar las velas de mal tiempo para elcambio que él sabía que se les echaríapronto encima.

Dieciséis días después de levaranclas, se vieron inmersos en un severoviento del suroeste, y bajo un cielo decolor plomizo hicieron una bordada ypusieron rumbo al este para recorrer elúltimo tramo de viaje.

Bolitho sabía que muchos de losmarineros maldecían su nombre cuando

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se oía el grito de «¡Todos a cubierta! ¡Ala arboladura y tomen un rizo a lasgavias!», y tenían que llevar su cansadocuerpo a los obenques y hacia lo alto delas vibrantes vergas una vez más. Sumundo consistía ahora en el continuoaullido del viento y en las minúsculasgotas de agua pulverizada que lesrociaban al agarrar las lonas empapadasallá en lo alto, con las uñas rotas,arrancadas y sangrantes mientrasluchaban por no caer hacia una muertesegura. Pero encontraba poco tiempopara estar a solas con sus sentimientos,el mismo que se permitía tomar para supropio descanso.

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En cualquier otro momento podíahaber experimentado cierta euforia,incluso orgullo por la manera en que seestaban comportando el viejo barco y sudotación. A medida que las millaspasaban bajo la quilla y el aspecto delmar pasaba a ser de un color grisapagado, era consciente de que unatravesía tan rápida causaría envidia enmuchos comandantes. Como siempre quehabía salido a cubierta, el Impulsive,cuyas velas de mal tiempo le daban unaapariencia de gran determinación, noestaba muy alejado por popa. DelHermes no había ni rastro, y Bolitho sepreguntó en una ocasión si, después de

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todo, Fitzmaurice habría decididoquedarse rezagado deliberadamente ydejar que se las arreglara él solo. Habíasido injusto y carente de sentido elpensar de aquella manera, pero sabíaque era a causa de su propiaincertidumbre, de su abrumadoranecesidad de llevar el barco más rápidoque nunca, aunque sólo fuera paramantener a raya su desesperación.

Había visitado todos los días alcomodoro en su camarote adjunto a lacámara, pero eso le parecía ahora deescaso valor. Pelham-Martin apenashabía hablado con él, y simplemente lemiraba desde su catre sin ni siquiera

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molestarse en disimular su satisfacciónante los informes de Bolitho en los quele comunicaba que no habían avistadonada. A pesar de la silenciosa hostilidadde Pelham-Martin, Bolitho estabapreocupado por su aspecto. Comíamenos e ingería una considerablecantidad de brandy para compensarlo.Parecía no fiarse de nadie de los quetenía cerca, e incluso había echado aPetch entre amenazas cuando el pobredesdichado había intentado lavarle elrostro sudoroso.

Extrañamente, había hecho llamar alsargento Munro, un experimentadoinfante de marina que había servido en

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una posada antes de alistarse y que sabíaalgo del trato a los superiores. PeroBolitho sospechaba que el comodoroveía a Munro más como unguardaespaldas ante algún enemigoimaginario que como sirviente.

La voz de Pelham-Martin erabastante más fuerte, pero se habíanegado a permitir que Trudgeon leinspeccionara la herida y le cambiara elvendaje desde hacía más de una semana,y Bolitho se había repetido a sí mismoque estaba simplemente fingiendo yesperando el momento oportuno hastaque él reconociera su fracaso.

No había vuelto a hablar con su

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hermano, pero una noche, cuando elviento había aumentado inesperadamentea temporal, le vio salir disparado haciala arboladura con algunos marinerospara dominar la vela de estay demesana, que se había rasgado desde elgrátil a la baluma, con un ruido parecidoal de la seda al desgarrarse, audibleincluso por encima del aullido del mar ydel aparejo. Pascoe estaba con él, ycuando por fin volvieron a cubierta,Bolitho vio su rápido intercambio desonrisas, como conspiradores quecompartían algo privado y especial.

Día tras día, Bolitho permanecíadistante de sus oficiales y restringía sus

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contactos a las necesidades del mando.El viento del suroeste no mostrabaseñales de ir a menos, y mientras elbarco cabeceaba y se balanceaba através de la interminable extensión deolas con espuma, Bolitho paseaba por elalcázar, sin advertir o sin que leimportase lo empapada que estaba suropa, hasta que finalmente Allday tuvoque convencerle de que fuera a popapara tomarse algo de sopa caliente y unbreve descanso. Todo estaba húmedo, ybajo cubierta, tras las portas cerradas,los hombres que estaban francos deguardia se agazapaban juntos en susabarrotados ranchos, deseando que

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terminara el viaje, durmiendo oesperando la próxima comida frugal.Los cocineros tenían poco que ofrecer, yen su tambaleante y enloquecido mundo,en medio de los cacharrosdesparramados y los barriles abiertos decerdo o buey salado, era difícil ver quémás podían ofrecer sin la ayuda de unmilagro.

A mediodía del vigesimoséptimodía, Bolitho estaba junto a la barandilladel alcázar y vio a Inch y a Gossettenfrascados con sus sextantes. Sobre suscabezas, el cielo se había aclarado unpoco y las nubes eran alargadas, y entreellas, la descolorida luz del sol

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brindaba cierta ilusión de calidez.—¡Nunca lo hubiera creído, señor!

—dijo lentamente Gossett.Bolitho le dio su propio sextante a

Carlyon y tocó la gastada barandilla conla mano. Veintisiete días. Tres menosque el objetivo imposible que se habíaimpuesto en St. Kruis.

Inch se acercó hasta su lado ypreguntó en voz baja:

—¿Y ahora qué, señor?—La Spartan habrá estado

patrullando durante varios días, señorInch —Bolitho miró hacia el borrosohorizonte. Parecía brillar como elbronce, aunque no había una separación

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clara entre el cielo y el mar—.Continuaremos en este bordo hasta elanochecer. Quizá para entoncespodamos tener noticias del capitánFarquhar.

Pero no hubo noticias, ni tampocoavistamientos de vela alguna quealteraran la interminable monotonía delas olas rompientes. Al caer la noche,viraron por avante y con las gaviasarrizadas siguieron avanzando con elviento casi a fil de roda. No hubo nadaal día siguiente, ni al otro, y mientras sesucedían los vigías del tope y la rutinadiaria arrastraba los minutos y las horas,Bolitho era consciente de que, igual que

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le pasaba a él mismo, había muy pocos abordo que tuvieran aún algunaesperanza.

Los ánimos estaban crispados, y portodas partes, en aquel reducido mundodel barco, los viejos conflictosestallaban en forma de violenciaindisimulada. Tres hombres fueronazotados, y un leal y disciplinadoayudante del contramaestre fueengrilletado por negarse a salir de sucoy durante las guardias nocturnas. Nohabía ninguna razón sensata queexplicara aquel comportamiento;simplemente parecía una manifestaciónmás de aquel ambiente de amarga

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decepción y frustración.Cinco días después de llegar al lugar

supuesto de encuentro, los vigíasavistaron la Spartan barloventeandodesde el sureste. Durante unos pocosmomentos, parte de la vieja excitaciónrenació cuando los hombres seencaramaron a los obenques y el aparejopara mirar como viraba por avante yalcanzaba el Hyperion por sotavento.

El guardiamarina Carlyon bajó sucatalejo y miró hacia Bolitho.

—Nada de qué informar, señor. —Bajó la mirada como si se sintieraculpable en parte—. La Spartan esperasus órdenes, señor.

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Bolitho sabía que Inch y los demásle estaban observando, aunque cuandovolvió la cabeza inmediatamenteaparentaron estar enfrascados en otrascosas.

Replicó lentamente:—Haga señales a la Spartan de que

se sitúe a barlovento con la Dasher.Vio como la fragata arribaba y se

apresuraba a cumplir sus órdenes. LaSpartan tenía manchas de sal y habíavarias figuras en su arboladuraempalmando cabos y reparando losdaños causados por el azote del viento.Bolitho no podía imaginarse lo quedebía de haber sido aquello en la

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corbeta. Pero la Dasher se habíamantenido con ellos, había aguantado elmal tiempo y sufrido las calmas, con susgavias siempre visibles que les recibíanen todas las guardias de alba.

—Me voy a popa, señor Inch —dijoBolitho.

El teniente cruzó hasta la banda debarlovento y preguntó dubitativo:

—¿Va a ver al comodoro, señor? —Vio la mirada de Bolitho y añadió:

—Todavía hay tiempo, señor. Si dausted la orden todos podemos…

Bolitho sonrió.—No tiene sentido seguir con ello.

—Le miró seriamente—. Pero gracias

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de todos modos. Ha trabajado ustedduramente en esta travesía.

Mientras se alejaba oyó decir a Inch:—¡Malditos sean esos gabachos!Se detuvo fuera del camarote donde

estaba el comodoro y entonces abrió lapuerta de golpe. Pelham-Martin le miróen silencio durante varios segundos.Entonces le preguntó:

—¿Y bien? ¿Se someterá ahora a mimando?

Bolitho agarró con fuerza elsombrero bajo el brazo.

—Nada a la vista, señor. No hemosencontrado nada.

Los ojos de Pelham-Martin

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relucieron levemente.—Tráigame mis papeles. —Observó

como Bolitho se movía hacia elescritorio del mamparo—. Desde estemomento le relevo del mando. Usted hadesobedecido mis órdenes, seaprovechó de mi herida y voy a escribirun informe al efecto.

Bolitho le colocó el material deescritura en el catre sin emoción alguna.Sentía las piernas ligeras, como siestuviera drogado, y no parecía sentirseimplicado en lo que le estabaocurriendo.

El comodoro espetó:—¡Traiga un testigo!

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En aquel momento apareció Inch enla entrada y se quedó mirándoles concuriosidad.

—El vigía del tope acaba de avistarel Hermes, señor —dijo.

Pelham-Martin forcejeó bajo lasábana.

—Bien. Ahora, toda la escuadrapodrá volver a Inglaterra. —Su miradase movió hacia Inch—. Usted será eltestigo de este documento. Si se aviene,trataré de descargarle deresponsabilidad en el consejo de guerra.

Inch dijo con voz profunda:—Señor, no hay nada de lo que haya

ocurrido con lo que yo no estuviera de

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acuerdo…Bolitho le interrumpió bruscamente:—¡Limítese a hacer de testigo del

documento, señor Inch, y no seaestúpido!

—¡Exactamente! —Pelham-Martinparecía haberse hecho un lío con lasábana. Gritó—: ¡Munro! ¡Venga aquí enseguida!

El sargento de infantería de marinaentró en el camarote y se quedó de piejunto al catre.

—¡Levánteme, maldita sea!Cuando el infante de marina le cogió

por el hombro, Pelham-Martin profirióun grito espantoso, por lo que le dejó

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caer de nuevo sobre la almohada.Bolitho espetó:—¡Apártese! —Tiró de la sábana y

entonces miró atentamente el hombro delcomodoro bajo el vendaje—. Traigainmediatamente al cirujano. —Se quedóhorrorizado y asqueado—. La partesuperior del brazo del comodoro y laparte visible del hombro brillaba con uncolor amarillo fuerte, como un melónmaduro, y cuando le tocó la piel con lamano la notó ardiendo.

Pelham-Martin le miró.—¿Qué ocurre? Por el amor de

Dios, ¿qué es lo que está mirando?—¡Dios mío! —musitó Inch.

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—La herida se ha infectado, señor.—¡Está usted mintiendo! —El

comodoro intentó incorporarse perovolvió a caerse con un gemido de dolor—. Dice esto sólo para salvarse.

Trudgeon pasó junto a Inch y mirócon atención la descolorida piel ensilencio. Entonces dijo con tonomonótono:

—Tengo que quitarle el vendaje,señor. —Miró a Bolitho con ojosdubitativos—. Incluso así, no estoyseguro de que…

Pelham-Martin gritó como un loco:—¡No me tocará! ¡Le ordeno que ni

se acerque!

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—Es inútil, señor. —Bolitho le mirócon tristeza—. Puede que pensara ustedque una astilla tan pequeña no le iba apoder hacer daño de verdad.Probablemente, la madera debe dehabérsele infectado. —Su mirada recalóen la botella vacía—. O su sangre puedehaberse visto afectada. —Miró a lolejos, incapaz de ver cómo el hombreera presa del terror.

Estúpido. Pobre estúpido asustado.Para evitar tomar una decisión, sólo unadecisión, había permitido que leocurriera aquello tan espantoso.

Pensó de repente en todos los barcosy todos los hombres que habían

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dependido de él y añadió con tonotranquilo:

—No hay otra alternativa, señor —asintió hacia Trudgeon—. Tiene mipermiso.

Pelham-Martin chilló:—¡Se lo ordeno! —Se retorció en el

catre, inundado de sudor mientrasmiraba a Inch—. ¡Estaba relevando delmando al capitán Bolitho!

Hubo un ruido de pisadasapresuradas en la toldilla, sobre suscabezas, y luego se oyó una ovaciónapagada. Se miraron unos a otros y sevolvieron hacia la puerta cuando elguardiamarina Carlyon irrumpió en el

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camarote.—¡Señor! —Mantuvo bajo control

su voz al ver el aspecto del comodoro—. ¡El Hermes está haciendo señales!—Hurgó entre las páginas de suestropeado código de señales—. «¡Veladesconocida al noroeste!».

Bolitho le miró fijamente.—Gracias, señor Carlyon. Ahora

vuelva con sus banderas, ¡rápido! —y leespetó a Inch:

—Estaré en cubiertainmediatamente. —Luego sonrió—. Ygracias por su lealtad.

Se dio la vuelta y miró al comodoro.—Debe de ser la escuadra de

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Lequiller, señor. Le mantendréinformado siempre que sea posible. —Se dirigió hacia la puerta mientrasTrudgeon hacía un gesto a sus ayudantespara que entraran.

En cubierta, bajo una ligera llovizna,el aire era tonificante y limpio, y el solestaba de nuevo oculto tras las nubes.Pero el viento soplaba todavía de formaconstante del suroeste, y el gallardetedel tope se recortaba casi rígido contrael cielo gris.

—Rumbo oeste cuarta al noroeste,señor. ¡En viento! —informó Gossett.

Bolitho asintió y acercó el catalejoal ojo. Lejos, por la amura de babor,

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podía ver las gavias del Hermes quedestacaban sobre el horizonte, y subíanlas señales a sus vergas paradesplegarse al viento en tiesas ybrillantes manchas de color.

—¡Del Hermes, señor:«aproximadamente cinco navíos delínea»!

Bolitho bajó el catalejo y miró aInch. Todas aquellas semanas y aquellosdías, la espera y los planes, les habíanllevado a este punto del mar, a eseinstante de tiempo.

—¡Cambie el rumbo una cuarta aestribor! ¡Rumbo oeste-noroeste!

Mientras Inch buscaba a tientas su

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bocina, Bolitho le hizo señas alguardiamarina Carlyon y vio que Inch separaba a escuchar.

—Señor Carlyon, haga esta señalgeneral a la escuadra. —Titubeó,mientras notaba las miradas que seposaban sobre su persona, y veía a loshombres de la cubierta principal y elbarco alrededor de todos ellos.

—«¡Enemigo a la vista!».Cuando las banderas remontaron el

vuelo hacia lo alto y se desplegaron alviento, Bolitho se preguntó por unosmomentos qué pensarían los otroscomandantes cuando leyeran la señal. EnSt. Kruis, mientras escuchaban y

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reflexionaban sobre sus ideas ysugerencias, debieron de albergar dudas,muchas dudas. Ahora, la visión de suseñal barrería de sus mentes todoexcepto la necesidad de luchar. Deluchar por su propia supervivencia.

Por popa, el recibido de la señal yase había izado en el Impulsive, y podíaimaginarse a Herrick mirando a lo largode su barco, su primer mando, quepodría perder en cuestión de horas.

Sacó el reloj del bolsillo de suscalzones y abrió la tapa. Eranexactamente las dos en punto, y justocuando lo devolvía al bolsillo las cuatrocampanadas repicaron desde el montante

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de la campana del castillo de proa.Cuando volvió a alzar el catalejo

vio que la silueta del Hermes seagrandaba y se distinguía ya bien, yencontró tiempo para dar gracias a Diospor la aguda vista del vigía de su tope.Un poco antes o un poco después, y lasdos escuadras podrían haberse cruzadosin verse, o haberse perdido en unchubasco en el momento clave delcontacto previsto.

Lo más probable era que Lequillerhubiera avistado el Hermes, pero notenía más remedio que entablar combate.Quedaban todavía muchas horas de luz,y con el mar abierto a su espalda tenía

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que luchar y destruir aquella escuálidafuerza que tenía a proa, a menos que seconvirtiera en el perseguido en vez delperseguidor.

Bolitho dijo:—Haga una señal al Hermes:

«Colóquese a mi popa». —Pensó denuevo en Herrick. Seguro que la señal ledecepcionaría, pero si su sesenta ycuatro cañones tenía que sobrevivir alprimer choque tenía que dejar que losdos cubiertas más pesados dispararanlas primeras andanadas. Añadió:

—Luego, haga una señal general,señor Carlyon: «¡Preparados para elcombate!».

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—¡Ah de cubierta! —La llamadadesde el tope hizo que todas las miradasse dirigieran hacia lo alto—. ¡Vela justopor la amura de sotavento! —Y tras unapausa mínima, añadió:

—¡Más de un barco, señor!Bolitho asintió hacia Inch.—Ordene zafarrancho de combate.Los dos tambores de infantería de

marina se apresuraron hacia la escaladel alcázar e iniciaron su insistentellamada. El rápido redoble de tamborpareció actuar como la confirmaciónfinal, y mientras los hombres ibanirrumpiendo en cubierta desde abajo ycorrían a sus puestos, los que ya estaban

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de guardia jaleaban y agitaban lospañuelos de cuello hacia el Hermescuando éste empezó a virarpronunciadamente hacia el centro de lalínea. Bolitho vio a Fitzmaurice con susoficiales y levantó el brazo en respuestaal saludo del otro comandante.

Bajo cubierta podía oír los golpessordos de los mamparos que erantirados abajo, así como el corretearapresurado de los hombres que iban asubir a la arboladura para aparejar lasbozas de cadena a las vergas y ayudar alos hombres de Tomlin a colocar encimade la cubierta la red de combate sobrelos artilleros.

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—Pase la orden de arriar los botespara remolcarlos a popa —dijo a Inch.Pensó en la distancia a la que estaban detierra y en la esperanzas mínimas desupervivencia si ocurría lo peor.

Inch volvió unos segundos más tardecon la cara pálida de excitación.

—¡El barco está en zafarrancho decombate, señor! —Consiguió sonreír—.¡Seis minutos exactamente!

—Muy bien —Bolitho tambiénsonrió—. ¡Muy bien!

Caminó otra vez hasta la barandillay lanzó una mirada escrutadora sobre laabarrotada cubierta principal. Todos loscañones tenían ya su dotación y estaban

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listos, con los cabos mirando hacia popay los cuerpos al acecho con losutensilios preparados. Las cubiertasestaban bien enarenadas, y con aquelviento los hombres necesitarían todo elagarre posible para sus pies.

—Haga señal a la escuadra para queacorte velas —dijo. Levantó la vistahacia el gallardete y se estremeció.Sería pronto. Muy pronto. Confiaba enque cuando quedara a la vista la fuerzaenemiga completa, no decayera aquelladeterminación.

—¡Ah de cubierta! ¡Cinco navíos delínea y otro barco más, señor!

—Ése será el barco cargado de oro

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y plata de los Dons —murmuró Gossett.Bolitho se esforzó en caminar

lentamente hacia popa, con las manosdetrás. Cuando pasaba junto a los nuevelibras, algunos de los artilleros sevolvieron para mirarle, como si con sumirada pudieran compartir su aparentecalma y guardarla como un talismán.

El capitán Dawson bajóruidosamente por la escala de toldilla.Arriba, formados junto a las batayolas,los infantes de marina se balanceaban yaen nítidas filas con los mosquetes alcostado y los uniformes tan impecablescomo siempre.

Bolitho le saludó con un breve

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movimiento de cabeza.—Vaya a proa y hable con su

teniente. Las carroñadas tendránmuchísimo trabajo enseguida y quieroque sus mejores tiradores cubran a susdotaciones.

Dawson tiró del cuello de la casaca.—Sí, señor. —Lanzó una sombría

mirada al agua grisácea del mar—. Hoyno tengo ganas de nadar.

Varios marineros saltaronsonoramente sobre cubierta desde losobenques después de aferrar por fin lagran vela mayor, y el barco se quedó enun estado de tensión vigilante. Apartedel silbido de los rociones y de la

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constante melodía del rasguear de lajarcia, todo estaba una vez más ensilencio.

—¿Ganaremos el barlovento, señor?—preguntó Inch.

—Es demasiado pronto para decirlo.—Bolitho agarró el catalejo a Carlyon.Cuando lo apoyó en la batayola vio losbarcos enemigos por primera vez. Eradifícil determinar su formación a aquelladistancia, y las velas superpuestas y lasbanderas ondeando daban la impresiónde ser el producto de una tremendapesadilla que se erguía sobre elhorizonte, decidida a sembrar ladestrucción y la muerte.

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Devolvió el catalejo. No había dudaposible sobre cuál era el barco que iba ala vanguardia de la escuadra. El grantres cubiertas. El buque insignia deLequiller, el Tornade. Apenas tenía dosaños y montaba cien cañones. Seríamejor recordarlo al ancla con losdesdichados prisioneros colgando de suverga de mayor que fijarse en ladevastación que podía causar con susenormes piezas de artillería, pensósombríamente.

Si no fuera por él, las diferenciaspodrían haber sido aceptables, a pesarde la desigualdad. Cinco contra tres.Pero la aplastante superioridad del

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Tornade en potencia de fuego marcabaampliamente la diferencia.

Apretó los labios en una línea firme.—El viento está cayendo un poco,

señor —Gossett le miró con desánimo—. Es por el golfo, no le quepa duda.

Bolitho asintió. Si caía del todoharía que el primer enfrentamiento fueratotalmente devastador y reduciría susposibilidades de inutilizar los barcos deLequiller lo suficiente como pararetrasarle o disuadirle.

Oyó unas voces que provenían dedebajo de la barandilla del alcázar, ycuando miró hacia abajo vio a algunosde los marineros que, agarrados al

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pasamano para ver los barcos que seaproximaban, se percataban quizá de laenvergadura de su enemigo.

Eso no era bueno. Esperar a cerrardistancias con el enemigo era siempre lapeor parte. Parecía hacerse unaeternidad, y mientras tanto había pocoque hacer excepto mirar y juzgar, perderconfianza y caer en la desesperación.

Hizo señas a uno de los tambores.—¡Aquí, muchacho! —Vio que el

chico levantaba la vista desde debajo desu shako, con la tez morena mostrandotodo su miedo—. ¿Puedes tocar estepífano tuyo, eh? —Forzó una sonrisa, ynotó como la piel le tiraba en las

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comisuras de los labios con el esfuerzo.—¡Sí señor! —El muchacho

pestañeó rápidamente y cogió el pífanode su cartuchera blanca.

En ese momento, mientras Bolithotrataba de acordarse de alguna canción osaloma que pudiera apartar la atenciónde los hombres de los barcos enemigos,un grito espantoso brotó desde debajode la toldilla. Parecía seguir y seguir, almismo nivel, mientras los hombres delos cañones miraban hacia el oscuropasillo tras la rueda que conducía a lacámara. Uno de los timoneles soltó lasmanos de las cabillas de la rueda paravolverse aterrorizado.

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El terrible gritó cesó, pero el sonidoparecía seguir aún flotando en el airecomo momentos antes.

Bolitho apretó los clientes y trató deno imaginarse el cuerpo grueso ydesnudo sobre la mesa y aquellaaterradora primera incisión de lacuchilla de Trudgeon.

Dijo bruscamente:—¿Y bien?El tambor levantó el pífano con sus

pequeñas manos temblandoincontroladamente y se lo llevó a loslabios.

Entonces Gossett dijo conbrusquedad:

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—¿Qué tal Portsmouth Lass[6]? —Echó una mirada a los artilleros y a losinmóviles infantes de marina—. ¡Cantad,pandilla de lampazos cobardes o voyahora mismo!

Y mientras otro chillido terroríficodesgarraba el aire, las débiles notas delpífano fueron retomadas por losmarineros del alcázar, y luego,lentamente al principio, por los de losdoce libras, e incluso desde lo alto porlos hombres de las cofas.

Bolitho caminó hasta la banda debarlovento y miró hacia el mar. Lasvoces de aquellos hombres, que sehacían cada vez más fuertes y se

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elevaban por encima del ruido delviento, la imagen del dolor de Pelham-Martin, todo formaba parte de lairrealidad que le rodeaba.

Pero lo peor de todo era la letra dela canción que Gossett había sugeridocon tanta rapidez para ahogar lossonidos provenientes de la cámara.

«Conocí a una chica enPortsmouth…».

La misma saloma que habían cantadocuando el Hyperion se deslizaba por elestrecho de Plymouth en aquella amargamañana de invierno.

Volvió la cabeza cuando uno de losayudantes de Trudgeon salió desde

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debajo de la toldilla con un paquete depaños en la mano. El hombre se detuvopara escuchar la canción antes dearrojar el paquete manchado de sangrepor encima de la borda de sotavento.

—¿Cómo ha ido?El ayudante del cirujano hizo una

mueca.—Una astilla pequeña, señor. No

más grande que la yema de mi dedo. —Se encogió de hombros ostensiblemente—. Pero tenía el pus y la porquería dediez hombres.

—Entiendo. —No tenía sentidohacerle más preguntas. Era simplementeuna extensión de los brazos de

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Trudgeon, la fuerza para mantener quietaa una víctima, y tan acostumbrado a loshorrores de su profesión que estaba másallá de cualquier clase de compasión.

Bolitho pasó junto a él y alzó unavez más el catalejo. Qué rápido habíanvirado los barcos franceses paraponerse en línea y cuan indestructiblesparecían. Con el paño acortado y suscascos reluciendo débilmente bajoaquella extraña luz, parecían moverse alo largo de un hilo invisible, en unrumbo convergente con el de los tresbarcos ingleses. Mucho más lejos, a supopa, y quedando sólo visible laelevada toldilla tras la formidable línea,

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veía el San Leandro, en el que sin dudaPérez y sus consejeros estabanesperando ver el camino abierto para suvuelta al poder y a la riqueza.

De Block le había contado que elgobernador de Las Mercedes tenía másde setenta años. Era poco probable queviviera lo suficiente para poder disfrutarde su retorno aunque los franceseslograran llevar a cabo su plan.

Dejó de golpe el catalejo en su sitio.Estaba pensando ya en términos dederrota. ¡Lequiller no se saldría con lasuya y Pérez sólo viviría para ver ladestrucción de su nuevo aliado!

Apenas tres millas separaban ahora

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las dos escuadras, y todavía eraimposible decir cuál de ellas tendría elbarlovento. Era mejor proseguir con elactual acercamiento controlado queperder la situación en alguna maniobrade último momento.

Ya no se oía la canción, y cuandomiró el barco en toda su extensión vio alos hombres de pie junto a los cañonesmirándole atentamente.

Asintió con la cabeza mientrasdecía:

—Puede cargar y asomar loscañones, señor Inch. ¡Es hora de mostrarlos dientes!

Inch sonrió y se alejó deprisa. Unos

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minutos más tarde, las portas se abrieronhacia arriba y con el acompañamientodel chirrido de sus cureñas, los cañonesse movieron pesadamente hacia lasamuradas mientras los cabos de cañónmantenían agarrados sus tirafrictores yhablaban en voz baja a sus hombres.

El guardiamarina Pascoe saliódisparado por la escotilla principal ycorrió hasta el pie de la escala delalcázar.

—¡Batería inferior cargada y lista,señor! —Se dio la vuelta para volvercorriendo pero se detuvo cuando Bolithole dijo:

—¡Venga aquí, señor Pascoe!

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El muchacho corrió al alcázar y sellevó la mano al sombrero. Tenía losojos brillantes y las mejillas coloradas.

Bolitho dijo con calma:—Mire allá lejos. —Esperó

mientras el chico se subía al guindastepara mirar por encima de la batayola.

Pascoe estuvo mirando un minutoentero el gran despliegue de velas quese veía por la amura de estribor.Entonces se bajó y dijo:

—Hay muchos barcos, señor. —Levantó la barbilla y Bolitho pudoimaginarse sin esfuerzo alguno su rostrojunto a los de todos aquellos retratosque estaban colgados en la vacía casa de

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Falmouth.De manera impulsiva alargó el brazo

y cogió el del muchacho.—Tenga cuidado, señor Pascoe.

Nada de heroicidades hoy, ¿eh? —Semetió la otra mano en el bolsillo y sacóel pequeño barco tallado que De Blockle había regalado—. Aquí está, cójalo.Un recuerdo de su primer viaje.

El chico lo miró por todos lados ydijo:

—¡Es precioso! —entonces se lometió en la casaca y se llevó la mano alsombrero otra vez.

Bolitho observó como se marchaba,con el corazón súbitamente lleno de

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preocupación.—Estará a salvo allá abajo,

comandante. —Se volvió para ver aAllday de pie detrás de él, con el sabley la mejor casaca de uniforme en unbrazo.

Varios hombres observaron como sequitaba su descolorido chaquetón de mary cogía la casaca de solapas blancas conbrillantes bordados dorados. La casacaque tanto admiraba Cheney.

Allday ajustó el cinturón del sablealrededor de la cintura y dio un pasoatrás con mirada crítica.

Entonces dijo tranquilamente:—Antes de darnos por vencidos

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vamos a tener una lucha encarnizada,comandante. Muchos hombres miraránhacia popa cuando las cosas se ponganmal —asintió, aparentemente satisfechocon lo que veía—. Querrán verle. Ysaber que usted está aquí con ellos.

Bolitho sacó unos pocos centímetrosel viejo sable de la vaina y tocó la hojacon el dedo. Puede que fuera viejo, peroel hombre que lo había forjado sabíabien lo que se hacía. Era más ligero quela mayoría de los modernos, pero lahoja era como la de una navaja deafeitar. Dejó que se deslizara de nuevoen la vaina y se puso la casaca.

—Si caigo en el día de hoy, ocúpese

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de que el chico esté a salvo.Allday estaba detrás de él, con un

pesado alfanje en el cinturón. Si ustedcae será porque yo ya estoy hechopedacitos, pensó. En voz alta replicó:

—No tema, comandante. —Mostrósus dientes en una sonrisa—. ¡Todavíatengo que ser el patrón de un almirante!

Hubo un estallido sordo, y segundosmás tarde una fina columna de agua seelevó perezosamente por la amura debabor. Bolitho observó como el vientose llevaba el humo del castillo de proadel tres cubiertas.

Se imaginó a Lequiller y alcomandante de su barco contemplando

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su lenta aproximación y notó que surespiración estaba más controlada, queincluso era relajada. Empezaba la últimacalma antes de la locura. El momento enel que ya no había espacio para lasconjeturas o el arrepentimiento.

Otra bala surcó las crestas blancasde las olas y rebotó hacia el horizonte.

Se dio cuenta de que estabasonriendo, su piel tan tersa como unamáscara. Tendrás que acercarte muchomás que eso, amigo mío. Mucho máscerca.

Entonces desenvainó el sable y lodejó plano sobre la barandilla delalcázar.

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La espera había acabado. Habíallegado el momento.

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XIX

ABRAZO FINAL

Bolitho dio la espalda a los barcosque se acercaban y alzó su catalejo paraobservar la Spartan. Con la pequeñacorbeta cerca de su popa, cabeceaba através de las pronunciadas olas del marde fondo a más o menos una milla porbarlovento. Vislumbró brevemente laelegante figura de Farquhar, con la carahacia el Hyperion, y entonces volvió abajar otra vez el catalejo.

—Haga una señal a la Spartan y a la

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Dasher —Vio temblar las manos deCarlyon al coger la pizarra y el lápiz—.«Atacar y hostigar la retaguardiaenemiga».

La rapidez de la señal de recibidode Farquhar y el instantáneo brote deactividad en la cubierta y vergas de lafragata le reveló el alivio que habíadesatado su señal. A diferencia de losdos cubiertas, Farquhar no teníanecesidad de esperar a ser bombardeadodisparo a disparo. Cuando las velasfueron mareadas y tomaron viento máslonas desde las vergas de juanetes,Bolitho supo que daría lo mejor de símismo. En cualquier otra circunstancia

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habría sido una verdadera locura enviarunos barcos tan frágiles en comparaciónpara que se metieran directamente en larefriega, pero como había observadoFarquhar, al enemigo no le quedabanfragatas y los amagos de ataquealrededor de su retaguardia podríanayudar a causar cierta distracciónmomentánea.

—¿La Dasher también, señor? —susurró Inch.

Bolitho le miró fijamente.—Hoy no puede haber espectadores.Hubo un esporádico estruendo de

fuego de cañón, y vio la batería superiordel Tornade que se encendería en una

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larga oleada de lenguas naranjas. Perola Spartan había pasado lanzada y seveía ya por la amura de babor delHyperion, con la bandera ondeandodesde el pico de la cangreja mientrasdaba más velas y avanzaba hacia elextremo opuesto de la línea francesa.Algunas de las balas levantaron espumamás allá de la fragata, pero era unobjetivo difícil, y era obvio que elsúbito movimiento había sido bastanteinesperado para el enemigo.

Salieron unas banderas disparadashacia las vergas del Tornade y los dosúltimos dos cubiertas empezaron arezagarse respecto a la línea, con sus

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gavias flameando mientras lenta ypesadamente hacían un bordo hacia lafragata que se les aproximaba.

Bolitho sonrió tensamente. El barcodel tesoro significaba más paraLequiller que cualquier otra cosa. Sin ély sin su carga de hombres y riquezas,éste sería un combate sin valor algunotanto para él como para su país.

Algunos de los otros barcosfranceses estaban ya disparando loscañones de forma entremezclada ydiscordante, tratando sus artilleros dealcanzar los barcos envueltos en espumaantes de que pudieran pasar de largo.

Bolitho contuvo el aliento cuando la

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corbeta se estremeció violentamente y selevantaron varias columnas de agua enla parte inferior de su casco. Pero siguiónavegando, con su mayor cangreja y sugavia de mayor agujereadas en unadocena de sitios. Una sola bala de lalínea francesa podía convertir susdelicadas maderas en astillas, y sucomandante no necesitaba que nadie ledijera que largara más velas y cogieravelocidad.

Bolitho se dio la vuelta y observódetenidamente el primer barco enemigo.Ahora estaban casi amura con amura,con el tres cubiertas a menos de mediocable de distancia y ligeramente a

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estribor.—Parece ser que nosotros tenemos

el barlovento —murmuró Inch.—Y el viento todavía sopla con

fuerza, señor Inch. —Bolitho levantó lavista cuando de nuevo un cañón delelevado castillo de proa del Tornadeabrió fuego y una bala atravesó lasobremesana justo por encima de suscabezas—. Y el humo de nuestrasandanadas será mejor protección que laagilidad.

Apretó la palma de la mano contra lacara de la hoja de su sable.

—¡Preparados en la cubiertaprincipal! —Vio a los artilleros

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agachados con las caras tensas por laconcentración mientras atisbaban através de las portas abiertas, con lasmanos como garras cogidas a lospalanquines y atacadores, como si nofueran a moverse nunca más. Oyó comose pasaba la voz bajo cubierta e intentóno pensar en la batería inferior, ni en elinfierno en que pronto se convertiría, nitampoco en su sobrino allá abajosoportando una pesadilla real.

Las vergas del tres cubiertas semovieron ligeramente y vio que su proacaía un poco. El comandante del barcode Lequiller tenía intención de pasarexactamente de forma paralela con la

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línea inglesa para no desperdiciar ni unasola bala.

Bolitho observó el gigante que seacercaba, con su triple hilera de cañonesbrillando débilmente bajo la luz y subatería inferior compuesta por enormespiezas de treinta y dos libras.

Levantó la mano izquierda muylentamente y casi sintió la tensión deGossett detrás de él. Esperó hasta quelas vergas del Tornade se hubieranasentado de nuevo y entonces gritó:

—¡Timón a estribor! —Oyó comolas cabillas de la rueda crujíanfrenéticamente y vio que el bauprésempezaba a caer lentamente hasta

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apuntar directamente al mascarón deproa del enemigo—. ¡Así! —Dio unapalmada en la barandilla y dijo con tonobrusco pero controlado—: ¡Ahora,señor Gossett! ¡Vuelva al rumbo! —Larueda empezó a chirriar otra vez, y a lolargo de la cubierta principal vioimágenes vagas de hombres que selanzaban sobre las brazas, mientrassobre sus cabezas las vergas crujían yprotestaban ruidosamente. Corrió a labatayola de sotavento y miró hacia elbuque insignia francés. Su comandantese había puesto nervioso durante unosmomentos por lo que debía de haberleparecido una colisión inminente y estaba

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arribando.—¡Andanada! —aulló.Stepkyne bajó su sable, con la voz

quebrada por la tensión:—¡Fuego!Todos los cañones retrocedieron

hacia cubierta y el rugido estrepitoso delas explosiones pareció clavarse en elcerebro de Bolitho con la fuerza de unabala de mosquete. Observó cómo ladensa humareda se desplazaba empujadapor el viento y oyó el estruendo de lasbalas de la andanada que alcanzaban suobjetivo y el ruido de las astillasvolando.

El humo se elevó violentamente

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como si fuera empujado por otro viento,y se encendió con un color rojo yanaranjado cuando el aire cobró vida enel alcázar del Hyperion y por encimadel mismo, con el aullido del metaldisparado por los artilleros del Tornadetras recobrar sus sentidos y devolver ladescarga.

Bolitho se tambaleó y se agarró a labarandilla para evitar caerse cuando unabala partió la amurada y dio en un nuevelibras de la banda opuesta. Oyó gritos yalaridos, y más chillidos cuando otraráfaga de fuego de cañón barrió el cascodesde proa hasta popa.

Por encima de la serpenteante

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humareda vio los mástiles del buquefrancés y los pequeños destellos de losinvisibles tiradores de sus cofas, yesperó, contando los segundos, lasegunda andanada del Hyperion, queapartó el humo a un lado e hizo que lacubierta se estremeciera bajo sus piescomo si hubieran encallado en unarrecife.

—¡Rápido, señor Roth! —aulló. Elresto de sus palabras fueron ahogadascuando los nueve libras del alcázardieron una sacudida hacia cubierta sobresus palanquines, y los estridentesrugidos se sumaron al estruendo y laconfusión de su alrededor.

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Las balas de mosquete impactabansobre la tablazón de la cubierta. Vio a uninfante de marina que se tambaleaba y semovía como si estuviera borracho, conlas manos en el estómago y los ojoscerrados mientras se cogía a la batayolay se caía sobre la red de abordaje.

Pero los masteleros del Tornadeestaban ya pasando a la altura de la aletade estribor, y cuando la batería inferiordel Hyperion disparó de nuevo viocomo las balas golpeaban en el enormecostado del tres cubiertas, y se elevabanlas astillas y los obenques cercenadospor encima de las humeantes portas enuna locura de destrucción.

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Y allí llegaba el segundo, un doscubiertas con un guerrero romano comomascarón de proa, con su cazador deproa que disparaba a ciegas a través delhumo de los cañones mientras seesforzaba por seguir a su buque insignia.

Bolitho abocinó sus manos:—¡Fuego a discreción, señor

Stepkyne!Vio al teniente agachado tras el

primer cañón, con la mano en el hombrodel cabo que estaba al mando delmismo.

Llegaron por popa los sonidos demás disparos de artillería pesada yBolitho supo que el Hermes estaba

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entablando combate con el buqueinsignia, pero cuando se asomó sobre labatayola no vio nada más quemasteleros, y todo lo demás quedabaoculto en la gran cortina de humo.

—¡Fuego!Cañón tras cañón, la batería de la

cubierta principal abrió fuego sobre elsegundo barco. Sus hombres gritaban ymaldecían mientras se abalanzabansobre los palanquines con los torsosdesnudos brillantes de sudor yennegrecidos por el humo de la pólvora,para refrescar las bocas de los cañonesy atacar la siguiente carga.

Bolitho notó el temblor del casco

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bajo los pies e hizo un gesto de dolorcuando otras balas golpearon en elcostado del barco y lanzaron astillasentre el humo o entraron a través de lasportas para caer encima de los hombresque estaban detrás. Vio un cañón quesaltaba pesadamente para caer sobre sucostado y atrapar debajo a uno de sussirvientes entre chillidos y alaridos.Pero sus gritos se perdieron entre elrugido y el estallido de la siguienteandanada, y Bolitho se olvidó de suagonía cuando se volvió para ver el palotrinquete del dos cubiertas que se ibaabajo entre el humo.

Agarró por el brazo a Inch de

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manera que el teniente pegó un saltocomo si le hubiera alcanzado una balade mosquete.

—¡Las carroñadas! —No tuvonecesidad de añadir nada más y vio queInch agitaba en el aire su bocina hacialas encorvadas figuras del castillo deproa. El rugido ronco de una carronadaapartó el humo hacia abajo sobre lacubierta principal, y vio caer la enormebala justo bajo la toldilla del buquefrancés. Cuando el viento dejó aldesnudo el daño vio que la rueda deltimón y los timoneles habíandesaparecido y parecía como si underrumbamiento de tierras hubiera

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destrozado la toldilla.Inutilizado y momentáneamente sin

nadie al mando, el barco empezó a caerhacia sotavento mostrando la elevadapopa y la bandera tricolor por encimadel humo como un acantiladoornamentado.

La segunda carroñada retrocedió conuna fuerte sacudida y Bolitho oyó quealguien gritaba alborozado al entrar labala en la cámara de popa por encimade su nombre, Cato, y del puñado detiradores que todavía trataban dedisparar hacia el castillo de proa delHyperion mientras éste pasabaalejándose poco a poco. Se imaginaba la

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mortífera devastación de la bala alexplotar y lanzar su contenido segandotodo a su paso en la cubierta de baterías,como colofón a la confusión ya evidentede su destrozada popa.

Distinguió vagamente a un infante demarina que agitaba la mano y hacíagestos desde el castillo de proa, ycuando llegó corriendo a la banda debarlovento vio algo oscuro y cubierto dealgas verdes que pasaba ante la amurade babor como un monstruo marinogrotesco.

—¡Dios mío! ¡La Dasher!Bolitho le apartó al pasar cuando

vio aparecer los masteleros y las vergas

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braceadas del tercer barco por encimade la humareda del combate. La corbetadebía de haber recibido una andanadacompleta, o había navegado demasiadocerca del barco español. Su quilla bocaarriba rodeada de burbujas de aire yrestos flotantes era todo lo que quedaba.

Espetó:—¡Listos, muchachos! —Se daba

cuenta de que estaba sonriendo, aunquesólo era consciente de su insensible ydespiadada concentración.

—¡Barco por la amura debarlovento! —aulló una voz.

Vio a otro de los dos cubiertas porla amura de babor, tenía las velas casi

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en facha y se acercaba hacia ellosgracias a la deriva. Era uno de losbarcos que se habían apartado paraproteger al San Leandro, y cuando loscañones de la batería superiorexpulsaron sus lenguas anaranjadas porlas portas se dio cuenta que aquellosería un combate doble.

Notó cómo pasaba la descarga porencima de su cabeza y vio cómo botabansobre la red de combate motones ypartes enteras de los aparejos. Unhombre cayó desde la cofa del mesana yaterrizó sobre la recámara de un nuevelibras. Bolitho oyó que se quebraban suscostillas como si fueran un cesto de

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mimbre chafado con el pie, y vio elterrible suplicio en su cara mientras loshombres le apartaban y arrastraban sucuerpo lejos de su cañón.

—¡Preparados en la batería debabor! —Estaba ronco de gritar y sentíasu garganta como en carne viva—.¡Preparaos para enseñarles lo que esbueno, muchachos! —Blandió el sablehacia los atentos artilleros y vio a másde uno que le sonreía con los dientesmuy blancos entre la mugre.

—¡Fuego!Los cañones de babor abrieron fuego

por primera vez, y alcanzaron con suscargas dobles la amura y el costado del

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recién llegado con el estruendo de untrueno. Bolitho contempló fríamentecomo el palo trinquete y el mastelero dejuanete mayor del enemigo se doblabany caían haciendo una reverencia entre lahumareda a la deriva, y entonces gritó:

—¡Señor Stepkyne! ¡Envíe todos loshombres que no estén ocupados alpasamano de babor! —Vio a Stepkyne,sin sombrero y aturdido, que levantabala vista hacia él—. ¡Rechazen elabordaje! —gesticuló con el sable,mientras el buque francés empezaba aacercarse lentamente hacia la amura debabor.

El tercer barco de la línea francesa

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estaba ya por el través, pero la virada lehabía llevado más lejos que a suspredecesores. Parecía flotar en el humodel Hyperion, y mientras la luz grisacariciaba su mascarón de proa y elancla trincada, disparó una andanadacompleta que partió el aire con la ondaexpansiva de la doble línea de cañonesy con la fuerza de un viento abrasador.

Bolitho cayó, y se asfixiaba yescupía cuando la cubierta dio unasacudida y se tambaleó debajo de él.Los hombres lloraban y aullaban portodas partes a su alrededor, y levantó lamirada hacia el capitán Dawson, querodaba sobre la tablazón astillada con

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sangre brotando de su boca y un ojocolgándole por la mejilla.

Cuando recuperó el oído oyó a losinfantes de marina que se gritaban unos aotros entre el humo, disparando ycargando, guiándose por sus camaradasde las cofas para tratar de eliminar conlos mosquetes a los tiradores franceses.

—¡Esos bastardos nos estánabordando! —aulló Inch.

Bolitho se arrastró hasta labarandilla y notó la sacudida del barcoante la embestida del otro dos cubiertasen la amurada del castillo de proa.

Los cañones de babor disparaban sinapenas interrupción, y alcanzaban con

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sus balas el casco del enemigo, que yaestaba a unos pocos metros. Por proavio el brillo del acero y el ocasionaldestello de un disparo de pistolamientras los atacantes y sus hombresiniciaban la lucha cuerpo a cuerpo.

—¡Envíe a los infantes de marina aproa! —Casi se fue al suelo cuando lasfiguras de casaca roja pasaron a la cargajunto a él con las bayonetas brillandoante los destellos de la nueva descarga,a través del humo de los cañones delbarco que pasaba por sotavento.

Inch gritó con rabia:—¡El mastelero de mesana! ¡Está

cayendo!

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Bolitho miró hacia arriba y entoncesempujó a Inch contra la batayolamientras, con un tremendo crujido, elmastelero entero con el mastelerillo ysus vergas se vino abajo a través delhumo para caer estrepitosamente sobreel costado de babor. Los hombres caíany morían, y corría la sangre por lacubierta, mientras algunos seguían aúnatrapados en el aparejo partido ygritaban entre el ensordecedor estruendode los cañonazos del Hyperion.

Tomlin estaba ya allí con sushombres. Su semblante era adusto ydecidido, y cortaban con las hachas losrestos del aparejo para soltarlo, sordos

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a los gritos lastimeros y a las súplicasde aquéllos que aún estaban enredadosen el mastelero roto. Cuando cayó en alagua al costado del barco, Tomlin hizogestos con el hacha y se apartó mientrassus hombres empezaban a arrojar loscadáveres destrozados por la borda yotros arrastraban a los quejosos heridosbajando la escala hacia la escotillaprincipal y los horrores del sollado.

Bolitho levantó la vista con los ojosescocidos por el humo. El barco parecíadesnudo y vulnerable sin el gran mástil ysus complejos aparejos y perchas sobresus cabezas. Reaccionó con furia ycorrió hacia el pasamano de sotavento

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para intentar ver el barco que estabatodavía enganchado por la amura.

Allí estaban ya los casacas rojas, yla cuña de agua encrespada que quedabaentre los dos cascos estaba llena decuerpos, que era imposible saber si erande hombres heridos o muertos.

El metal de las armas brillaba alasestar sus cruentos golpes y de vez encuando se veía algún hombre que caíapataleando entre el tumulto, o bien caíanal agua por el empuje de los que teníandetrás.

Pero Stepkyne estaba lograndocontener a los enemigos que lesabordaban, y aunque el comandante

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francés parecía que había sacado a sushombres de los cañones para arrollar alenemigo por superioridad numérica,ahora estaba pagando por ello, puestoque mientras los grandes veinticuatrolibras disparaban bala tras bala contrala parte baja del casco, los cañonesfranceses permanecían en silencio. Peroel fuego de mosquete era intenso ycertero, y Bolitho vio que más de uncañón de la cubierta principal teníamuertos amontonados a su alrededor.

Cogió a Roth de la manga.—¡Acabe con los tiradores, por el

amor de Dios!Roth asintió y avanzó a grandes

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zancadas por el pasamano de babor paragritarles a los artilleros del cañóngiratorio de la cofa de mayor. Habíadado sólo unos pasos cuando recibióuna descarga de metralla en plenopecho. Su cuerpo se elevó como untrapo sangriento destrozado y rebotó enlas redes de abordaje para caer sobre latablazón mirando boquiabierto hacia lasvelas que tenía encima.

—¡Señor Gascoigne, rápido! —espetó Bolitho. Observó al joventeniente en funciones que se abría paso através de la red de abordaje y empezabaa trepar por los obenques. Era sólo unmuchacho, pensó un tanto aturdido.

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Inch se llevó una mano a la cabeza yentonces sonrió tontamente mientras susombrero volaba por encima de labarandilla, arrancado por una bala demosquete.

Bolitho sonrió.—¡Camine, señor Inch! ¡Parece ser

que es usted un blanco prometedor!—¡Maldición! —Allday dio un salto

adelante con el alfanje en alto cuando unpuñado de figuras empezaron a avanzarpor el pasamano en dirección a popa.Eran marineros franceses; un joventeniente corría a la cabeza con el sabledesenvainado y una pistola apuntandohacia el alcázar.

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El estallido seco del cañón giratoriode la cofa de mayor hizo que algunos delos hombres titubearan, pero mientras lametralla barría a los hombres queempujaban desde atrás para saltar alabordaje, el teniente blandió en lo altoel sable y cargó con ímpetu hacia popa.Vio a Bolitho y patinó hasta detenerse,con la pistola sorprendentemente firme yapuntándole directamente a él.

Allday avanzó hacia el pasamanopero retrocedió cuando Tomlin mascullóun juramento y lanzó el hacha con todala fuerza de su peludo brazo. La afiladahoja dio al teniente en el pecho, y alcaer sobre sus hombres, los ojos casi se

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le salieron de las órbitas, estupefactosmientras miraba el hacha firmementeincrustada, como si estuviera clavada enun árbol.

El resto rompió a correr parareunirse con sus camaradas, pero seencontraron en el camino de unosenloquecidos y exultantes infantes demarina.

Bolitho apartó los ojos de lasbayonetas y de la sangre que salpicaba alos artilleros que estaban debajo delpasamano, en la cubierta principal, enuna lluvia de color rojo.

—¡Otra bandera, señor Carlyon! —asintió mientras el chico pasaba

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corriendo a su lado—. ¡Caminando,señor Carlyon! —Vio que elguardiamarina le miraba con cara deasombro. Añadió suavemente:

—Como corresponde a un oficialdel Rey.

Desde proa llegaron más gritos, yentre el destello de las hachas vio que eldañado dos cubiertas empezaba amoverse lentamente a lo largo delcostado del Hyperion, mientras labatería inferior de éste machacaba elcasco a cada metro que recorría.

Bolitho corrió por el pasamano yagitó en el aire su sable hacia losartilleros de la cubierta principal.

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—¡Vamos, muchachos! ¡Acabad conél!

Los marineros volvieron comopudieron a los cañones, se deteníansolamente para apartar a los cadáveres ylos heridos antes de abalanzarse sobrelos palanquines con renovadoentusiasmo.

Bolitho permaneció inmóvilmientras cabo tras cabo levantaban lamano en el aire. Más de la mitad de labatería de babor se había inutilizado ole faltaban los hombres suficientes parahacer que algunos cañones másrompieran su silencio. Así que tendríaque ser una andanada disparada con

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mucho esmero. Vio que el dañado barcoiba a la deriva, mientras que las velasagujereadas del Hyperion aún lesllevaban lenta y penosamente hacia elrestante dos cubiertas francés que sehabía rezagado para proteger al SanLeandro de Pérez. En el alcázarenemigo vería a los muertos y heridosamontonados alrededor de los cañones ylos graves daños infligidos en la toldillay el costado. Junto a la historiada escaladel alcázar, un oficial se agarraba a labarandilla buscando apoyo, con una delas piernas retorcida como la de unmuñeco. Debía de ser su comandante,pensó distraídamente. Bajó el sable.

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—¡Fuego!Por pura coincidencia ambas

cubiertas dispararon a la vez, y mientrasla humareda se les echaba encima através de las portas y los hombresbuscaban a tientas el agua y las lanadas,Bolitho vio el palo mayor y el trinqueteque caían como si fueran uno al aguaentre los dos barcos.

Inch aulló:—¡Al menos dos inutilizados, señor!

¡Y aquel bastardo no verá otro amanecersi el mar se levanta!

Bolitho se enjugó los escocidos ojoscon la manga y miró la silueta del últimobuque que aparecía entre el humo,

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disparando los cañones mientras virabatorpemente ante la amura de estribor delHyperion. Maldijo ferozmente. Todavíano había un solo cañón que lo tuviera atiro, y aunque la andanada del enemigoestuviera mal apuntada seguiría siendomortífera. Se estremeció cuando unabala se abrió camino, destrozó laamurada y se estrelló contra los hombresde los nueve libras de babor.

Las figuras agazapadas, que llevabanel torso desnudo y coleta, eranmomentos antes como un pequeño grupode estarnas o parte de un gran cuadro dealguna batalla olvidada. Cuando el humose disipó, Bolitho tuvo que contener las

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náuseas y apartar la mirada delsangriento montículo de miembros ycarne, de los huesos que brillaban comodientes entre aquella carnicería.

Los hombres de Trudgeon estabanocupados arrastrando y maldiciendo alos heridos para que dejaran de daralaridos, y vio a Carlyon doblado yvomitando en un imbornal.

Allday dijo con calma:—Ha sido un disparo bastante flojo,

comandante.Pero en ese instante el buque francés

disparó por segunda vez. Su comandanteno tenía ninguna intención de combatircon un barco que ya había inutilizado a

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dos de sus consortes con pocos dañosexternos excepto la pérdida de unmastelero. Su intención era caer haciasotavento para disparar una andanadamás sobre la proa del setenta y cuatrocañones inglés y luego escapar.

El aire se llenó con los aullidos delas balas y la cubierta parecía queestaba viva con las astillas que salíanvolando y los hombres desgarrados ydespedazados como por una bestiaenloquecida. Bolitho observó con loslabios apretados como el palo trinquetese estremecía como un árbol joven querecibía el primer golpe de un hacha ycansinamente, cayó con una fuerza

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tremenda sobre el abarrotado castillo deproa. El barco dio una enorme guiñadacuando las lonas restantes tomaronviento, y desde proa oyó los estridentesgritos de los hombres atrapados bajo elenorme peso de perchas y aparejos. Losmarineros e infantes de marina, quesegundos antes estaban apuntando lascarroñadas hacia el enemigo, estabanahora aplastados contra la tablazónastillada de cubierta o habían sidobarridos violentamente de la misma porla borda.

Tomlin y sus hombres seencaramaban por los restos entre laconfusión, pero ahora ya se movían con

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menor rapidez y eran muchos menos.—¡Ahí viene el Hermes! —gritó

Inch.Bolitho caminó hacia la banda de

estribor, notando como los zapatos lepatinaban en la sangre y la carnedesparramadas, y se encaramó a labatayola para mirar por encima. ElHermes no tenía tampoco palo mesana,pero los cañones todavía disparaban aun dos cubiertas francés, y vio como lasbalas golpeaban en el costado delenemigo y a lo largo de la línea deflotación.

Más lejos, por popa, la humaredaera tan densa y elevada que era

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imposible decir quién era amigo y quiénenemigo, pero había mucho fuego decañón y supo que Herrick todavía estabaallí. Aún luchando.

Notó que Inch le tiraba de la casaca,y cuando saltó de nuevo a cubierta vioque estaba señalando frenéticamente conlos ojos brillantes de ansiedad.

—¡Señor! ¡El Tornade ha virado poravante! —Siguió a Bolitho a la bandaopuesta—. ¡Ha sobrepasado al Hermesy viene a por nosotros!

Bolitho miró atentamente mientras elhumo se oscurecía y se partía para dejaral descubierto el alargado bauprés yluego el mascarón de proa del gran

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buque insignia de cien cañones. A pesardel ruido y la confusión a su alrededorsintió una fría admiración por lasoberbia demostración de marinería delcomandante francés al avanzar con elviento casi a fil de roda mientras, conmetódica ferocidad, su enormearmamento cobraba vida de golpe aldisparar una lenta andanada sobre ladesprotegida popa del Hermes.

Incluso a aquella distancia de doscables Bolitho oyó como las balasalcanzaban el barco de proa a popa, ygolpeaban a todo lo largo del cascohasta convertirlo en un matadero.

Las enormes balas de treinta y dos

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libras debían de haber rebanado el palomayor por su pie, puesto que se caíaentero con las cofas y vergas, y conhombres que forcejeaban inútilmentemientras el gallardete del tope seguíaondeando bajo el viento de maneradesafiante.

Salía humo negro de la cubiertaprincipal, como si fuera aventado haciaarriba con un fuelle, y mientras loshombres de los cañones del Hyperionmiraban hacia popa aterrorizados, elaire se desgarró con una explosiónensordecedora. El Tornade, que habíaescapado de la misma por muy poco,seguía adelante y estaba ya navegando a

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barlovento y en dirección a la aleta debabor del Hyperion.

La explosión, probablemente de lasantabárbara, había partido al Hermescasi en dos, y en el centro del buque unfuego gigante ascendía hacia el cielo ydevoraba el palo trinquete y las velasrestantes de un lametazo, como undragón obsceno que se deshace de unalanza clavada en el cuerpo.

Una explosión tras otra sacudían eldestrozado casco, y a los pocos minutosde recibir la andanada empezó atumbarse. Al escorar pronunciadamenteentre las olas, Bolitho vio como el aguale entraba por las portas inferiores,

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mientras en las cubiertas en llamas lospocos supervivientes que quedabancorrían alocadamente en todasdirecciones; algunos ardiendo comoantorchas humanas y otros ya en plenalocura. Sus portas resplandecían comolíneas de ojos rojos, hasta que al final,cuando el mar entró en el casco, empezóa hundirse bajo el agua llena de restosflotantes y quedó totalmente oculto poruna cortina de vapor.

Uno de los timoneles que habíacorrido a mirar dejando la rueda cayósobre sus rodillas santiguándose ylloriqueando:

—¡Jesús! ¡Oh, Jesús bendito!

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Gossett, con una mano envuelta en unvendaje lleno de sangre, le puso de pie yle gruñó:

—¡Ésos ya no flotan, Bethel!¡Vuelve a tu puesto o te destriparé comoa un maldito arenque!

Bolitho se dio la vuelta y espetó:—¡Desháganse del aparejo caído en

la proa! —Vio a Inch mirando aún elbarco agonizante—. ¡Vaya a proa yocúpese de ello! ¡Ese barco estará aquíinmediatamente!

Se volvió para mirar al Tornade,que avanzaba en su nuevo rumbo con suvelacho lleno de agujeros del anteriorencuentro. Esta vez el buque francés

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tenía el barlovento y estaba a punto dealcanzar al destrozado Hyperion pararematarlo.

Se dio cuenta de que podíacontemplar su firme aproximación casiimpasible. El final estaba cerca. Habíancausado tanto daño a las fuerzas deLequiller que era poco probable quepudiera continuar enteramente con suplan. A lo lejos oía las agudasdetonaciones de los cañones de laSpartan, y supuso que Farquhar estaríajugando al gato y al ratón con el SanLeandro. Había sido una acciónvaliente. Miró a lo largo de su propiobarco y sintió que el dolor se le clavaba

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en el corazón como un cuchillo. Habíamuertos y heridos agonizantes por todaspartes, y con los hombres en proaintentando deshacerse de las perchas yaparejos caídos, apenas quedaba algúnque otro cañón con la dotacióncompleta.

Entonces levantó la mirada hacia elpalo mayor, donde una nueva banderaflameaba bruscamente por encima delhumo flotante. Probablemente Lequillerestaría mirándola también, acordándosede aquel mismo barco que habíafondeado en el Estuario de la Girondesolo y en inferioridad numérica parabloquear su escapada hacia el mar

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abierto. Ahora se encontraban de nuevo.Para el abrazo final.

Caminó lentamente por la tablazónrota, con la cabeza gacha. Pero esta vezel Hyperion estaba aquí para bloquearlela vuelta a tierra. Levantó la vistasobresaltado, como si alguien hubierapronunciado en alto sus pensamientos.

Gritó con voz ronca:—¡Dése prisa, señor Inch! —y hacia

Gossett añadió:—¿Responderá al timón estando así?El piloto se frotó la barbilla.—Quizá, señor.Bolitho le miró fijamente con ojos

fríos.

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—¡Nada de quizá, señor Gossett!¡Sólo quiero la arrancada necesaria parapoder gobernar y nada más!

Gossett asintió; su rudo rostro estabaarrugado por la tensión y lapreocupación.

Entonces Bolitho corrió hasta laescala y bajó a la cubierta principal. Porla escotilla gritó con fuerza:

—¡Señor Beauclerk! —Se quedómirando hacia abajo hasta que unguardiamarina con cara mugrienta asomóla cabeza hacia él.

—El señor Beauclerk está muerto,señor. —Se estremeció pero añadió confirmeza—: El señor Pascoe y yo

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estamos al mando.Bolitho alzó la mirada hacia la cofa

buscando a Gascoigne. Pero ya no habíatiempo. Intentó aclarar sus ideas. Ypensar. Sólo dos muchachos. Dosmuchachos al mando de un infiernocerrado y ensordecedor.

Dijo con calma:—Muy bien, señor Penrose. ¡Envíe a

todos los artilleros del costado deestribor a cubierta inmediatamente! —Miró de arriba abajo al guardiamarina yañadió:

—Después cargue con cargas doblessus cañones de babor. —Esperó—.¿Cree usted que puede hacerlo?

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El chico asintió con la miradasúbitamente decidida:

—¡Sí, señor!Inch se acercó a grandes zancadas a

Bolitho.—Nos llevará otro cuarto de hora,

señor.—Ya veo. —Bolitho miró por

encima de la batayola hecha jirones yvio el juanete de proa del buque francésque se elevaba por la aleta de babor yavanzaba lenta pero firmemente hacia elcontacto final.

—No tenemos más tiempo, señorInch. —Era extraño lo tranquilo queparecía estar—. Reúna a todos los

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hombres disponibles pero escóndalosbajo la amurada. Quiero a cincuenta deellos a popa, en la cámara de oficiales yen la cámara del comodoro.

Los ojos de Inch estaban puestos enel juanete de proa del otro barco y en elgallardetón de mando de vicealmiranteque revoloteaba encima.

Bolitho prosiguió en el mismo tonoinexpresivo:

—Vamos a abordarles. —Ante lamirada de Inch añadió:

—Es nuestra única esperanza. —Entonces le dio una palmada en elhombro y sonrió—. Así que pongámosleun poco de entusiasmo, ¿eh?

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Se dio la vuelta y corrió otra vezhacia el caótico alcázar donde Alldayestaba de pie junto a los cañones con elalfanje oscilando en una mano.

Una bala gimió por encima de ellosy atravesó la gavia de mayor, e hizo caera un marinero desde la verga sobre lared de combate, donde quedó tendidocon los brazos estirados como siestuviera crucificado.

Bolitho dijo con brusquedad:—¡Preparado, señor Gossett! —No

se dio la vuelta para mirar comopasaban a toda prisa a su lado losmarineros e infantes de marina endirección a la penumbra de debajo de la

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toldilla, mientras otros se apresurabanhacia la cámara de oficiales de lacubierta de abajo.

Gossett no veía al enemigo porquese lo impedía la toldilla, pero mirabaatentamente la cara de Bolitho, y lohacía con cierto aire desobrecogimiento.

Inch se agarró a la escala y dijo:—¡Aquí viene!El botalón de foque del Tornade

estaba ya a la altura de los ventanales dela aleta, y mientras seguía avanzandoBolitho vio a los hombres que estabanen las cofas de lo alto disparando conlos mosquetes con la intención de abatir

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a los oficiales del Hyperion. El cañóngiratorio disparó de nuevo y oyó comoaullaba y gritaba Gascoigne al ver quecon su carga de metralla había barridoel parapeto de madera de la cofa deltrinquete enemigo y había hecho saltarpor los aires a los tiradores como apájaros de una rama.

Los tres primeros cañones delcostado del Tornade escupieron lenguasde fuego y Bolitho sintió como las balasaporreaban el barco. Apretó los dientespara frenar su dolor e impotenciamientras un disparo tras otro seincrustaban en las viejas maderas oentraban por las portas y provocaban el

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terror y una verdadera carnicería dentrode la batería inferior.

Gossett dijo hablando entre dientes:—¡No puede coger más arrancada,

señor!—¡Tiene que hacerlo! —replicó

bruscamente Bolitho. Se estremeciócuando una bala aplastó a un grupo dehombres que llevaban a un compañeroherido hacia la escotilla principal.Brazos y piernas volaron confusa yviolentamente, y vio a un viejo marineroque miraba de rodillas a la tablazón conla boca abierta, donde las manos yacíancomo guantes arrancados en medio demanchas de sangre que se extendían

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velozmente. Entonces le perdió de vistacuando el Tornade abrió fuego otra vez,el retumbar de su andanada sóloigualada por el terrible estruendo de lasenormes balas de hierro que golpeabansobre el costado y las cubiertassuperiores del Hyperion.

—¡Ahora, señor Gossett! ¡Timón aestribor! —dijo Bolitho. Vio a unayudante de contramaestre que caíapataleando entre alaridos y sumó supropio peso a la rueda del timón. Notóla sacudida de las cabillas bajo lasmanos, como si el barco intentaradevolver el golpe a aquellos quedejaban que fuera destruido. Aulló:

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—¡Virad! ¡Más, muchachos!Ahora ya veía el barco francés justo

al costado, apenas a unos diez metros dedistancia, los cañones disparando yvolviendo a asomar para volver adisparar otra vez casi antes de quedesapareciera el humo de la anteriordescarga. La batería inferior respondía asu fuego, pero los esporádicos disparosse perdían entre el rugido más profundodel enemigo.

Desde la toldilla del Tornade loshombres aullaban y agitaban en el airelas armas, y vio a otros que le señalabany avisaban a los tiradores de las cofas.

Inch dijo con la boca apretada:

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—¡Oh, Dios!, el barco obedece al…No acabó la frase y se llevó la mano

al hombro con la cara retorcida dedolor.

Bolitho le sujetó contra la rueda.—¿Dónde le han dado? —Le abrió

la casaca y vio una mancha de sangrebrillante en el pecho. Inch dijo con vozdébil:

—¡Dios mío! Bolitho gritó:—¡Señor Carlyon! —Cuando el

chico llegó corriendo a su lado leespetó:

—¡Atienda al primer teniente! —yañadió en voz baja:

—Esté tranquilo, Inch.

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Entonces dejó la rueda y gritó:—¡Mantengan el timón a la banda!

—Pasó corriendo junto al timonelhaciendo oídos sordos a los gritos y alatroz sonido de la madera astillada quevolaba a su alrededor.

Entró en la cámara, medio llena dedesdibujadas figuras y nada familiar acausa de los paneles de maderaquemados y los agujeros de las balas.

El barco se movía despacio por ladocena de resquebrajaduras que debíade haber bajo la línea de flotación, perorespondía. Lenta y dolorosamente, fuearribando, alejando la proa del costadode su atacante hasta que el impulso de la

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virada dejó la castigada popa casi frentea la del tres cubiertas. Bolitho abrió deuna patada la ventana más cercana conel sable en la mano y con la miradasúbitamente enfurecida.

Entonces vio a su hermano y aPascoe entre los demás, y sintió que ladesesperación inundaba su mentetambaleante como en una apoteosis finalde aquel suplicio.

Se oyó a sí mismo gritar:—¡Ahora muchachos! ¡Acabemos

con esos bastardos!Por poco se cae al agua cuando los

dos buques chocaron por sus popas conun estrépito discordante, pero tras

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esperar unos momentos saltó hacia laornamentada galería y se agarró a lamisma con todas sus fuerzas mientras,aullando y gritando como locos, losdemás le seguían detrás. Bajo laspiernas vio a Stepkyne a la cabeza de sutrozo de abordaje que salía por losventanales de la cámara de oficiales,mientras un hombre caía lentamente alagua entre las dos popas unidas.

Los cañones abrieron fuego y seoyeron tremendos gritos de dolor,mientras los barcos seguían golpeándosejuntos, y Bolitho se lanzó comoenloquecido a través de los ventanalesde popa del enemigo y cayó

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salvajemente dentro de la cámaradesierta con el sable en alto y la mentetotalmente vacía de todo excepto defuria desbordada.

Un ayudante de contramaestre abrióde una patada la puerta y cayó muerto deun disparo de pistola antes de quepudiera saltar a un lado. Elguardiamarina francés que sostenía en lamano la pistola humeante soltó unalarido cuando un alfanje le derribó deun tajo. Entonces cruzaron la puerta ysalieron al gran alcázar del Tornade.Unas caras sobresaltadas y el destellodel acero parecieron inmovilizar aBolitho contra la escala, pero cuando

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otros hombres de su reducido trozo deabordaje salieron de debajo de latoldilla y la lucha se hizo general, seolvidó de todo excepto de la necesidadde alcanzar la parte de delante de lacubierta, donde podía distinguir unsombrero con galones dorados rodeadopor un grupo de oficiales y variosmarineros armados.

Cuando el humo se apartóarremolinándose, vio su propio barcomuy cerca por el costado, aferrado porarpeos de abordaje que podían habersido lanzados por cualquiera de las dosdotaciones. Parecía pequeño yextrañamente irreal, y mientras se volvía

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para parar la acometida de un alfanje,vio su palo mayor que caía por elcostado, y lo dejaba desnudo, como uncasco escorado en algún astilleroolvidado.

Ni siquiera oyó caer el mástil, puessus oídos estaban ensordecidos por losgritos, los feroces insultos y elentrechocar del metal, y sólo veía carasy ojos enloquecidos, y la furibundadeterminación que había llevado a sushombres casi a un estado de locura.

Pero era inútil. Paso a paso, eranobligados a retroceder de nuevo hacia latoldilla a medida que los artillerosfranceses acudían en ayuda de sus

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compañeros y otros disparaban desde lacofa del mesana, sin distinguir amigosde enemigos en su desesperación porechar del barco a los abordadores.

Una figura salió disparada bajo subrazo y vio que era Pascoe. Cuandoalargó el brazo para detenerle, unteniente francés le arrancó de un golpeel sable de la mano y le golpeósalvajemente con la empuñadura en lacabeza y le hizo caer de rodillas.Cuerpos y sables se movían bruscamentea su alrededor, y vio a Pascoe que seagachaba a ayudarle mientras,enmarcado contra el cielo, un oficial demar francés se alzaba detrás de él con un

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pistola apuntada directamente a laespalda del muchacho.

Otra figura les tapó la luz, y susilueta se recortó momentáneamente conel brillante destello del fogonazo de lapistola. Cuando un cuerpo le cayóencima, Bolitho vio que se trataba de suhermano.

Casi sin aliento, agarró el sable queestaba sobre la cubierta y lanzó unaestocada hacia el oficial de mar quetenía encima, y vio como su cara seabría desde la boca hasta la oreja en ungran tajo escarlata. Mientras el hombrese tambaleaba hacia atrás chillando, ledio un sablazo al teniente francés y

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apartó a un lado su cuerpo de una patadamientras caía sobre la tablazón.

—¡Ocúpese de él, Pascoe! ¡Llévelea popa! —exclamó Bolitho.

Allday caminaba a su lado congrandes pasos, blandiendo su alfanje deun lado a otro, arriba y abajo, yrepartiendo mortíferos golpes condespiadada precisión. El alcázar estabatan abarrotado de hombres que gritabany agonizaban que resultaba imposiblecalcular las bajas de su gente. No sepedía ni se daba cuartel, y Bolitho selanzó hacia la parte de delante de lacubierta, donde se dio cuenta de unamanera un tanto vaga de que sus

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hombres estaban ganando terreno unavez más. Asestó un sablazo a un rostrocrispado y clavó el sable entre loshombros de un oficial que intentabaabrirse paso a través de los hombres quele seguían.

Había perdido el sombrero y sentíael cuerpo lleno de heridas y magullado,como si le hubieran golpeado cienveces.

Pero por encima de todo aquellosólo veía a su hermano. Y su últimogesto, lanzándose para hacer de escudoa su hijo y quizá también a él.

Un hombre con uniforme de capitán,con la frente abierta de un profundo tajo,

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gritaba hacia él a través de losmarineros que luchaban, y Bolitho lemiró fijamente, tratando de comprenderlo que estaba diciendo.

El capitán francés aullaba:—¡Ríndase! ¡Les hemos vencido! —

Se derrumbó cuando un infante demarina le atravesó con la bayoneta.«¡Vencidos!». Bolitho gritó:

—¡Arriad su bandera! —Vio a unhombre que corría y cortaba de un tajola driza para caer de un disparo demosquete, a la vez que la gran banderatricolor lo hacía sobre su cuerpo comouna mortaja.

Stepkyne avanzaba al lado de Allday

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con el curvado alfanje en lucha con elsable de un teniente francés. Levantó elbrazo y gritó cuando un hombre seplantó rápidamente bajo su guardia y leclavó un puñal en el estómago. Elhombre siguió corriendo, demasiadoaturdido para saber lo que había hecho oa dónde iba. Un marinero con coleta levio pasar volando y le asestó unmachetazo en el cuello sin otraexpresión en su rostro que la de unguarda matando a un conejo.

Bolitho se echó atrás contra laamurada con los ojos cegados por elsudor. Se estaba desmoronando, teníaque ser eso, puesto que por encima del

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violento choque del acero y de losespantosos gritos creyó que estabaoyendo unos vítores.

Allday le estaba gritando en la cara:—¡Es el cap’n Herrick, señor!Bolitho le miró. Allday nunca le

había llamado señor en lo que lealcanzaba la memoria.

Se arrastró como pudo pasando juntoa las tambaleantes figuras que luchabanencarnizadamente y miró por encima desu barco hacia las vergas braceadas ylas velas de color tostado de otro barcoque se poma a su costado. Cuando losarpeos se engancharon con ruido sordoen la astillada amurada, vio a los

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marineros e infantes de marina quepasaban a través del Hyperion como siéste fuera un puente, jaleados por losheridos y los artilleros sobrevivientesque aún quedaban allí para gobernar elbuque desarbolado, cuyas voces seconfundían con las de los enfurecidosatacantes.

Ya no había disparos de cañón, ymientras cada vez más hombres seabrían paso a machetazos entre las redesde abordaje y los defensores por unigual, Bolitho vio el gallardetón delalmirante francés que caía revoloteandosobre la cubierta, y oyó los gritos roncosde los tenientes de Herrick a los

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franceses para que se rindieran ydepusieran las armas.

El propio Herrick se acercó a popahasta llegar bajo la toldilla con el sableen la mano. Bolitho le miraba. La luchahabía cesado, y cuando el viento moviólas fláccidas velas de encima vio laSpartan que se acercaba con sushombres profiriendo aclamaciones apesar de los daños y la muerte que habíaa su alrededor.

Herrick le agarró la mano.—¡Otros dos se nos han rendido! ¡Y

el San Leandro es nuestro!Bolitho asintió.—¿Y el resto?

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—¡Dos se han escapado hacia elnorte! —Le estrujó la manofrenéticamente—. ¡Dios mío, quévictoria!

Bolitho se soltó la mano y se volvióhacia la toldilla. Vio a Pascoe derodillas junto al cuerpo de Hugh, y conHerrick a su lado se abrió paso entre losalborozados marineros.

Bolitho se arrodilló, pero todo habíaacabado. La cara de Hugh parecía másjoven y los profundos surcos dejadospor la tensión habían desaparecido.Cerró los ojos de su hermano y dijo convoz calmada:

—Un hombre valiente.

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Pascoe le miró fijamente, con losojos muy brillantes.

—Me ha salvado la vida, señor.—Sí. —Bolitho se levantó

lentamente, sintiendo que el dolor y elagotamiento hacían presa de él—.Espero que se acuerde siempre de él. —Hizo una pausa—. Como haré yo.

Pascoe le escudriñó detenidamente yunas pequeñas lágrimas corrieron porlas mejillas manchadas. Pero cuandohabló, su voz era bastante firme:

—Nunca le olvidaré. Nunca.—Han cogido al almirante francés,

comandante —dijo Allday.Bolitho se dio media vuelta. La

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desesperación y la sensación de pérdidale invadían como un fuego voraz. Lacaza y las decepciones, y todos losmuertos aún por contar. Y Lequillerhabía sobrevivido a todo aquello.

Miró fijamente al pequeño hombreque estaba entre el teniente Hicks yTomlin. Su figura era corva y torcida ytenía barba. Era un hombre pequeño ymarchito al que su manchado uniformeparecía quedarle demasiado grande.

Bolitho apartó la vista, incapaz demirar la expresión de atónitaincredulidad del rostro de Lequiller. Derepente se sintió engañado yavergonzado.

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En la guerra era mejor que elenemigo no tuviera rostro.

—Llévenle bajo vigilancia alImpulsive. —Caminó hacia la escala sindecir palabra entre las aclamaciones desus hombres que extendían sus manosrecubiertas de sangre para darlepalmadas en los hombros mientraspasaba.

En el alcázar del Hyperion seencontró a Inch esperándole con unbrazo en cabestrillo y la casaca llena dejirones sobre los hombros a modo decapa. Bolitho se le acercó y le escrutódetenidamente. La visión de Inch hizomás de lo que él habría creído posible

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para controlar su emoción cada vezmayor. Dijo con tono tranquilo:

—Creo que ordené que le llevaranabajo, ¿no?

Inch mostró sus dientes en unadolorida sonrisa.

—Pensé que querría saberlo, señor.El comodoro ha estado inconscientedurante el combate, pero ahora estálevantado y pidiendo brandy.

Bolitho le agarró la mano buena;veía la cara de Inch súbitamente borrosay desenfocada.

—¡Y lo tendrá, señor Inch!Pasó la mirada por la enorme

sonrisa de Gossett y los exultantes

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artilleros que saltaban de júbilo y miró alo largo del barco. Estaba desarbolado ymás hundido en el agua, y casi pudosentir el dolor que emanaba como sifuera propio.

Entonces se ajustó el sombrero;quedaba fuera su rebelde mechón depelo. Dijo con firmeza:

—Hemos navegado un largo caminojuntos, señor Inch.

Se desabrochó el sable y se loentregó a Allday.

—Ahora, si hay que armar bandolasen el Hyperion para llevar nuestraspresas a Plymouth, tenemos muchotrabajo por delante.

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Sentía el escozor de la emoción enlos ojos, pero prosiguió en el mismotono seco:

—Así que, ¿a qué estamosesperando? Inch le miró con tristeza.Entonces replicó:

—¡Me encargaré de elloinmediatamente, señor!

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EpílogoLas ventanas de la posada The

Golden Lion ya no estaban cerradas porla lluvia y el viento helado sinocompletamente abiertas para recibir loque era algo más que una suave brisa.No había cabrillas en el estrecho dePlymouth, y el brillante sol del mediodíalanzaba millares de reflejos danzantesdesde el agua azul, que jugueteaban conamistosa calidez sobre los visitantes quese agolpaban a lo largo del camino y delmuelle.

El catalejo estaba allí sobre eltrípode, y la habitación exactamente

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como la había recordado Bolitho. Y, contodo, en cierta manera era diferente.Mientras miraba abajo hacia la multitudque se movía lentamente bajo la ventana,era consciente de la quietud que había asu espalda, del tranquilo vacío queparecía estar esperando a que él semarchara. Incluso oía ya al posaderoque arrastraba sus pies más allá de lapuerta cerrada, y que sin duda, se hacíapreguntas sobre la extraña petición deBolitho y esperaba con impaciencia aque saliera para que algunos huéspedesrecién llegados ocuparan la habitación,como ya había hecho una vez.

La mayoría de la gente que había a

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lo largo del concurrido muelle habíavenido con un solo propósito: ver losbarcos fondeados, para mostrar orgullou horror ante sus cicatrices de guerra,como si al contemplarlas pudierantambién compartir de alguna manera laprueba visible de aquella victoria.Cualquier éxito era bien recibido enaquellos tiempos inciertos, pero el verlos trofeos de guerra y paladear lavisión y los olores de la lucha y lamuerte era para mucha gente muchísimomás satisfactorio que leer algún vagorelato de los acontecimientos en laGazette o que oír las noticias voceadaspor algún correo a caballo en su camino

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a Londres.Bolitho tocó el catalejo de bronce

con los dedos y observó las idas yvenidas de los pequeños botes quellevaban a los pasajeros de pago hastala elevada figura del Tornade fondeado,el gran tres cubiertas de Lequiller, queen pocos meses se haría una vez más ala vela bajo la bandera de su viejoenemigo, con un nuevo comandante,nueva dotación y quizá con su antiguaidentidad disimulada tras algún nombrecuidadosamente escogido.

Daba gracias porque el Hyperion noestuviera allá abajo para que todos lovieran y examinaran como un vestigio

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grotesco. Poco después de haber entradolentamente en el estrecho la mañanaanterior, lo habían remolcado hacia elastillero con las bombas aúnesforzándose valientemente paramantener a raya el vengativo mar. Unacosa era cierta. El viejo Hyperion nuncavolvería a luchar. Ahora, con el resto desu dotación desembarcada ydesperdigada según las necesidades dela flota, yacía vacío y sin vidaesperando su destino final. En el mejorcaso podría ser utilizado como buque dealojamiento para marinos de paso. Y enel peor… Bolitho intentó de nuevocerrar su mente a la posibilidad: podría

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acabar sus días en algún estuario o ríocomo buque prisión. Lo habíaabandonado unas pocas horas antes,entristecido ante lo que había visto,aunque sabía que nunca podría haberlodejado sin aquel entendimiento mutuoque al final había entre los dos.

Mientras caminaba por el astilladoalcázar pensó en el viaje de vuelta acasa tras el combate. Les había llevadocerca de dos semanas, y si el golfo deVizcaya hubiera decidido echárselesencima, el Hyperion estaría allá fueradescansando en paz en el fondo del mar.Al final de la primera semana, los lentosbarcos fueron vapuleados por un fuerte

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temporal, y se rompió el cable queremolcaba uno de los dos cubiertasfranceses, que zozobró en cuestión deminutos. Si el temporal no hubierapasado tan rápidamente, seguramente elHyperion no habría conseguido tampocosobrevivir.

Había supuesto un trabajo y unesfuerzo constantes, y necesitaron todala habilidad y mano izquierda de las queeran capaces. Cada día les parecía unasemana, y todos ellos habían sidojalonados por los entierros en el mar amedida que algunos de los heridos sedaban por vencidos en su lucha con lamuerte.

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Entonces, por fin, se encontraron conla escuadra de Sir Manley Cavendish yla carga se aligeró en cierto modo. PeroBolitho estaba demasiado agotado yfatigado por la tensión para recordaralgo más que imágenes borrosas einconexas de los hechos y delsufrimiento que habían hecho posibleaquel momento.

Comprensión y felicitaciones,Cavendish estrechándole la mano ymurmurando insinuaciones dereconocimiento y posibilidades deascenso, todo parecía perdido en eltiempo y sin sustancia real.

Mientras caminaba a lo largo del

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dique, observando los grandes agujerosdel casco del barco, y las manchas dehumo y de sangre seca, se preguntó si elbarco podría sentir y comprender que suvida había terminado.

Pero cuando alcanzó la proa, sequedó mirando arriba, hacia el mascarónde proa de mirada fiera, y sólo por unosmomentos se imaginó que habíaencontrado la respuesta. Allí no habíaconsternación ni vacía desesperación.La mirada del dios Sol era tan firmecomo siempre y el tridente todavíaapuntaba hacia algún horizonte invisiblecon la misma indiferencia y arrogancia.Quizá después de veintitrés años de

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duro servicio, el barco estuviera ya listopara el retiro y fuera un error el desearotra cosa.

Durante todo el camino de vueltadesde el astillero, se había encontrado así mismo preguntándose qué iba a ser deél. El resto de su dotación, de buengrado o no, se haría de nuevo a la marpronto, confluyendo y ensamblándosesus vidas con nuevos barcos y diferentesmundos casi antes de haber encontradotiempo para dar gracias por habersobrevivido. Había sido duro verlesmarchar, encontrar las palabras quesiempre parecían abundar cuando era yademasiado tarde y había pasado su

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momento. Gossett y Tomlin, y todos losque tanto habían hecho y compartido. Y,por supuesto, Inch, que estaría ahorabuscando a la chica con la que esperabacasarse antes de que él también fueradestinado a otro barco para servir, talcomo esperaba Bolitho, a un comandanteque pudiera tomarse tiempo paracomprender sus métodos y apreciar suinquebrantable lealtad.

Por suerte, muchos de lossupervivientes del Hyperion habían sidoenviados directamente al barco deHerrick para cubrir en parte susmúltiples bajas. Ellos también se haríana la mar en cuestión de semanas, puesto

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que mientras las pérdidas de vidashumanas del Impulsive habían sidocuantiosas, los daños habían sidoincreíblemente escasos.

Incluso Pelham-Martin parecíaextrañamente satisfecho. Quizá la ideade descansar en los laureles de suherida, junto con la perspectiva derecibir la enorme parte de la prima depresa que llegaría a sus manos gracias ala sangre de otros menos afortunados,dispersaría sus ya lejanas amenazas depresentar cargos por insubordinación.Bolitho pensó que no lo haría, y tambiénque no le importaba en absoluto que lohiciera.

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La puerta se abrió unos centímetrosy el posadero dijo ansiosamente:

—Le pido disculpas, cap’n, pero mepreguntaba cuánto tiempo se iba aquedar. —Carraspeó cuando Bolitho sedio la vuelta para mirarle—. Están apunto de llegar otro caballero de laMarina y su esposa y… —Su voz se fueapagando mientras Bolitho cogía susombrero y se dirigía hacia la puerta.

—Ya estoy, gracias.El posadero se llevó los nudillos a

la frente y le miró mientras cruzabahacia las escaleras con evidente alivio.

Bolitho supuso que el hombre nisiquiera le recordaba. ¿Y por qué iba a

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hacerlo? Aunque él sí podía recordarcon exactitud el momento de su últimapartida de aquel lugar. Siete meses atrás.Aceleró el paso y tuvo que obligarse así mismo a no darse la vuelta para miraratrás. Como si esperara verla allí en elrellano, viéndole partir.

Casi chocó con un joven capitán decorbeta y una chica de ojos azules quesubían deprisa por las ampliasescaleras. Les miró al pasar.Seguramente había sido invisible a susojos. El tiempo que aquellos jóvenespodrían compartir, al igual que el suyouna vez, era demasiado precioso,demasiado valioso para malgastarlo más

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allá de su felicidad particular.Se detuvo al pie de las escaleras y

se miró en el espejo de la pared. Habíasido un error ir a aquella posada. ¿O erasimplemente una excusa más pararetrasar lo que tenía que hacer? Lepareció oír ruidos de ruedas y cascos decaballos afuera en la calle y se apartódel espejo con algo parecido al pánico.

Volver a Falmouth, pero, ¿paraencontrar qué? ¿Parecería la casarealmente tan vacía o podría haber aúnalgo que le recordara su presencia y quepudiera retener sin compartirlo connadie más? Sintió un breve escalofrío deesperanza, una extraña fuerza que le

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conmovió más allá de lo imaginable.Salió a la cegadora luz del día y se

tocó el sombrero ante los saludos dealgunos transeúntes, uno de los cualesincluso alzó a su hijo para que le vieramejor.

El carruaje estaba esperándole, conAllday de pie al lado con los ojosentrecerrados bajo el sol mientrasmiraba despreocupadamente a losvisitantes. Su semblante moreno apenasmostraba la tensión que había tenido quesoportar durante las semanas anteriores.

Bolitho preguntó rápidamente:—¿Está todo listo?—Todo estibado —asintió Allday.

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Señaló con el dedo pulgar—. ¿Quéhacemos con él, comandante?

Bolitho se volvió y vio al chicosentado en un noray mirandodetenidamente el pequeño modelo debarco que le había regalado De Block enSt. Kruis.

—¡Venga aquí, señor Pascoe! —dijo.

Mientras el chico se acercaba,Bolitho se sintió triste y extrañamenteconmovido. Más que eso, estabarepentinamente avergonzado. Por pensarsólo en su pérdida y en su dolormientras otros, muchos otros, teníantanto que soportar y con menos apoyo

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que él. Y Hugh estaba muerto, enterradoen el mar con todo el resto. Aunqueaquel muchacho, que se había enfrentadoa visiones y hechos tan terribles quenunca había pensado que pudieranexistir, no supo nada acerca de suverdadera identidad.

Pascoe estaba allí de pie, mirándolecon ojos lánguidos y cansados.

Bolitho extendió un brazo y le pusola mano en el hombro.

—No tenemos todo el día, ¿sabes,Adam?

—¿Señor?Bolitho se dio la vuelta, incapaz de

ver la satisfacción de la cara de Allday

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ni la evidente gratitud del chico. Dijocon brusquedad:

—Nos vamos a casa, así que entra,¡vamos!

El guardiamarina cogió su saco ysubió tras él.

—Gracias, tío —fue todo lo queacertó a decir.

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Vocabulario

Abatir. Apartarse un barco haciasotavento del rumbo que debía seguir.

Acuartelar. Presentar al viento lasuperficie de una vela, llevando su puñode escota hacia barlovento. La vela sehincha «al revés» y produce un empujehacia popa en lugar de hacia proa.

Adujar. Recoger un cabo formandovueltas circulares u oblongas. Cadavuelta recibe el nombre de aduja.

Aferrar. Recoger una vela en suverga, botavara o percha por medio de

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tomadores para que no reciba viento.Aguada. («Hacer aguada»).

Abastecerse de agua potable en tierrapara llevarla a bordo.

Aguja magnética. Instrumento queindica el rumbo (la dirección que sigueun buque). También recibe los nombresde: compás, aguja náutica o brújula.

Ala. Pequeña vela trapezoidal quese añadía a los lados de otra paraaumentar la superficie con poco viento.

Alcázar. Parte de la cubierta altacomprendida entre el palo mayor y laentrada de la cámara, o bien, en caso decarecer de ella, hasta la popa. Allí seencuentra el puente de mando.

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Aleta. Parte del costado de un buquecomprendida entre la popa y la primeraporta de la batería de cañones.

Alfanje. Sable ancho y curvo condoble filo en el extremo.

Amura. Parte del costado de unbuque donde comienza a curvarse paraformar la proa.

Amurada. Parte interior del costadode un buque.

Andana. Línea o hilera de ciertascosas. Forma de ordenar cosas demanera que queden en fila. Ej: «andanade botes».

Aparejo. Conjunto de todos lospalos, velas, vergas y jarcias de un

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buque.Arboladura. Conjunto de palos,

masteleros, vergas y perchas de unbuque.

Arpeo. Instrumento de hierro comoel llamado rezón, con la diferencia queen lugar de uñas tiene cuatro garfios oganchos y sirve para aferrarse dosembarcaciones en un abordaje.

Arraigadas. Cabos o cadenassituados en las cofas donde se afirma laobencadura de los masteleros.

Arribar. Hacer caer la proa de unbuque hacia sotavento. Lo contrario deorzar.

Arrizar. Sinónimo de rizar.

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Arsenal. Lugar donde se construyeno reparan los buques de guerra.

Atacador. Cabo grueso y rígido acuyo extremo se coloca el rollete ozoquete de madera del atacador común.Sirve para atacar la carga de laartillería.

Azocar. Apretar un nudo o amarre.Babor. Banda o costado izquierdo

de un buque, mirando de popa a proa.Balance. Movimiento alternativo de

un buque hacia uno y otro de suscostados.

Baos. Piezas de madera que,colocadas transversalmente al ejelongitudinal del buque, sostienen las

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cubiertas. Equivalen a las «vigas» deuna casa.

Barlovento. Parte o dirección dedonde viene el viento.

Batayola. Barandilla hecha de doblepared, de madera o de red, en cuyointerior se colocaban los coyes de losmarineros para protegerse al entrar encombate.

Bauprés. Palo que sale de la proa ysigue la dirección longitudinal delbuque.

Bergantín. Buque de dos palos(mayor y trinquete) aparejado con velascuadras en ambos y además velacangreja en el mayor.

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Bita. Pieza sólida que sobresaleverticalmente de la cubierta, sirve paraamarrar cabos o cables.

Blocao. Fortín de madera.Bocina. Megáfono o especie de

trompeta metálica para aumentar la vozcuando se desea hablar a distancia.

Bordada. Distancia recorrida por unbuque en ceñida entre virada y virada.

Botalón. Palo largo que sirve comoalargo del bauprés o de las vergas.

Bote. Nombre genérico de todaembarcación menor sin cubierta. Supropulsión podía ser a remo o a vela.

Bovedilla. Parte en ángulo de lapopa.

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Bracear. Tirar de las brazas paraorientar convenientemente las vergas alviento.

Braza. Cabo que, fijo a los extremosde las vergas, sirve para orientarlas.

Brazola. Reborde o baranda queprotege la boca de las escotillas.También puede ser la barandilla de losbuques cuando es de tablones unidos.

Brulote. Buque o embarcacióncargada de materias combustibles einflamables a la que se prendía fuego yse dirigía contra los buques enemigospara incendiarlos.

Burda. Cabo o cable que, partiendode los palos, se afirma en una posición

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más a popa que aquéllos. Sirve parasoportar el esfuerzo proa-popa.

Cabilla. Trozo de madera torneadaque sirve para amarrar o tomar vuelta alos cabos.

Cable. Medida de longitudequivalente a la décima parte de unamilla (185 metros).

Cabo. Cualquiera de las cuerdasempleadas a bordo.

Cabulero. Tabla situada en lasamuradas provista de orificios pordonde se pasan las cabillas.

Cabuyería. Conjunto de todos loscabos de un buque.

Caer. Equivalente a arribar, girar la

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proa hacia sotavento. También equivalea calmar el viento.

Calado. Distancia vertical desde laparte inferior de la quilla hasta lasuperficie del agua.

Calcés. Parte superior de palo omastelero, comprendida entre la cofa yla cabeza.

Callejón de combate o corredor decombate. Pasillos situados junto a loscostados y quedaban servicio a loscañones en las cubiertas que los tenían.También servían para reconocer elcasco y reparar los daños sufridos encombate.

Cámara. Parte de un buque

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destinada al alojamiento de pasajeros,oficiales y mando del mismo.

Canoa. Bote muy largo y de pocamanga.

Capa. («Ponerse a la capa»).Disposición del aparejo de forma que elbarco apenas avance. Esta maniobra sehace para aguantar un temporal o paradetener el barco por cualquier motivo.

Cargar. («Cargar una vela»).Recoger o cerrar una vela.

Cargadera. Cabo empleado pararecoger las velas.

Castillo. Estructura de la cubiertacomprendida entre el palo trinquete y laproa del buque.

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Cazar. Tirar de un cabo,especialmente de los que orientan lasvelas.

Ceñir. Navegar contra el viento deforma que el ángulo formado entre ladirección del viento y la línea proa-popa del buque sea lo menor posible(aprox. entre 80 y 45 grados).

Cofa. Plataforma colocada en lospalos que sirve para afirmar losobenquillos. Las utilizaba la marineríapara maniobrar las velas.

Combés. Espacio entre la cubiertasuperior, o la de la batería más alta,situado entre el palo mayor y eltrinquete. En algunos casos tiene una

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gran escotilla o abertura rectangular, porlo que no llega de lado a lado del buque.

Comodoro. Jefe de escuadra.Compás. Véase aguja magnética.Condestable. Jefe de artilleros.Contrafoque. Vela triangular

colocada entre la trinquetilla y el foque.Corbeta. Buque de tres palos con

velas cuadras excepto la mayor delmesana, que es cangreja. Tiene unasdimensiones inferiores a la fragata y, aligual que aquélla, se utilizabaprincipalmente para misiones deexplotación y de escolta. Hastamediados del siglo XVIII la corbetatenía unos veinte metros de eslora y

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llevaba unos doce cañones,posteriormente tuvo dimensiones muchomayores y fue equipada con más dedieciocho cañones.

Corredor. Pasillo situado a banda ybanda del combés o cubierta superior;comunica la proa con la popa.

Coy. Hamaca de lona utilizada por lamarinería para dormir.

Cuaderna. Cada una de las piezassimétricas a banda y banda quepartiendo de la quilla suben hacia arribaformando el costillar del buque.

Cuadernal. Motón o polea que tienedos o más roldanas.

Cuarta. Cada una de las 32 partes o

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rumbos en las que se divide la rosanáutica. Equivale a un ángulo de 11grados y 15 minutos.

Cubierta. Cada uno de los pisos enque está dividido horizontalmente unbuque.

Cureña. Armazones con ruedas quesoportan a los cañones.

Cúter. Embarcación menor estrechay ligera. Aparejaba un solo palo, velamayor cangreja y varios foques. Seutilizaba como embarcación de serviciode un buque mayor, o para pesca,guardacostas, etc.

Chafaldete. Denominación de cadauno de los cabos de labor que en las

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gavias y juanetes sirve para cargar lospuños de escota de estas velas,llevándolos a la cruz de la verga.

Chinchorro. Bote pequeño usadocomo embarcación se servicio. Era elmás pequeño de los que se llevaban abordo.

Chupeta. Camareta situada en lacubierta y pegada a la popa.

Chuzo. Arma que consiste en un astade madera de unos dos metros delongitud en cuyo extremo hay una puntade hierro o cuchillo de dos filos.

Derivar. Desviarse un buque de surumbo, normalmente por efecto de lascorrientes.

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Derrota. Camino que debe seguir elbuque para trasladarse de un sitio a otro.

Driza. Cabo que se emplea para izary suspender las velas, vergas obanderas.

Enjaretado. Rejilla formada porlistones cruzados que se coloca en elpiso para permitir su aireación.

Escampavía. Embarcación menormuy marinera, empleada a menudo comoapoyo a un buque mayor.

Escorar. Inclinarse un buque haciauno de sus costados.

Escota. Cabo sujeto a los puños oextremos bajos de las velas y que sirvepara orientarlas.

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Escotín. Escota de las gavias,juanetes y demás velas cuadras altas.

Eslora. Longitud de un buque desdela proa hasta la popa.

Espejo de popa. Parte exterior de lapopa.

Espeque. Palanca de maderautilizada para mover grandes pesos.

Esquife. Embarcación menor de dosproas y líneas muy finas. Se utilizabanormalmente para el transporte depersonas.

Estacha. Cabo grueso empleadonormalmente para amarrar un buque.

Estribor. Banda o costado derechode un buque, mirando de popa a proa.

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Estropada. Conjunto demovimientos que efectúa un remero paracompletar un ciclo de boga y volver a suposición inicial.

Facha. («Ponerse en facha»).Maniobra de colocar las velasorientadas al viento de forma que unasempujen hacia delante y otras haciaatrás, a fin de que el buque se detenga.

Flamear. Ondear una vela cuandoestá al filo del viento.

Flechaste. Travesaño o escalón decabo delgado que va de un obenque aotro. Sirven de escala para que subanlos marineros a la arboladura.

Flute. Denominación afrancesada de

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la urca. Buque mercante de origenholandés con dos palos y poparedondeada. Tenía capacidad para 60 a200 toneladas de carga.

Foque. Vela triangular que se larga aproa del palo trinquete.

Fragata. Buque de tres o más palosy velas cuadras en todos ellos. Lasprimeras fragatas tenían 24 cañones yuna dotación de ciento sesenta hombres,posteriormente aumentaron susdimensiones y llegaron a equiparse conmás de 40 cañones.

Gallardete. Bandera larga y estrechade forma triangular.

Gallardetón. Bandera con los lados

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alto y bajo no paralelos y que remata endos puntas. Así es la insignia de capitánde navío mandando división, o de jefede escuadra.

Garrear. Desplazamiento de unaembarcación fondeada debido a que elancla no se aferra bien en el fondo.

Gavia. Nombre de las velas que selargan en el primer mastelero.

Gaza. Círculo u óvalo que se hacecon un cabo y va sujeto con una costurao ligada.

Goleta. Embarcación fina y rasa dehasta cien pies con dos o tres palos yvelas cangrejas y foques. Algunas llevanmasteleros para largar gavias y juanetes.

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Gualdrapazo. Golpe que dan lasvelas contra los palos y jarcias enocasiones de marejada y sin viento.

Guiñada. Giro o variación bruscade la dirección de un barco hacia una uotra banda respecto al rumbo que debeseguir.

Imbornal. Agujero practicado enlos costados por donde vuelven al marlas aguas acumuladas en la cubierta porlas olas, lluvia, etc.

Jarcia. Conjunto de todos los cabosy cables que sirven para sostener laarboladura y maniobrar las velas.

Juanete. Denominación delmastelero, vela y vergas que van

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inmediatamente sobre las gavias.Lancha. Embarcación menor dotada

de espejo de popa y propulsada a remoo a vela. Solía ser la mayor de las quese llevaban a bordo y se empleaba parael transporte de personas o de efectos.

Lascar. Aflojar o arriar un pococualquier cabo que está tenso, dándoleun salto suave. Legua. Equivale a tresmillas náuticas.

Levar. Subir el ancla.Linguetes. Cuñas de hierro que

evitan el retroceso de un cabrestante.Lugre. Embarcación de poco

tonelaje equipada con dos o tres palos yvelas al tercio, solía llevar gavias

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volantes y uno o dos foques.Manga. Anchura de un buque.Marchapié. Cabo que, asegurado

por sus extremos a una verga, sirve deapoyo a los marinos que han demaniobrar las velas.

Mastelero. Palos menorescolocados verticalmente sobre los palosmachos o principales.

Mastelerillo. Palos menores que vansobre los masteleros en buques de vela yque sirven para sostener los juanetes yel perico, así como los sobrejuanetes yel sobreperico.

Mayor. Nombre de la vela del palomayor, si éste tiene varias velas es la

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más baja y la de mayor superficie.Mecha. («Mecha del timón»). Pieza

vertical que hace de eje y conecta lapala del timón con la caña o elmecanismo de la rueda.

Megáfono. Cono truncado de latónque se usaba para amplificar la voz.

Mesana. Palo que está situado más apopa. Vela envergada a este palo.

Milla. («Milla náutica»). Extensióndel arco de un minuto de meridiano,equivalente a 1852 metros.

Motón. Denominación náutica de laspoleas por donde pasan los cabos.Sirven para modificar el ángulo de tiro opara desmultiplicar el esfuerzo.

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Navío. En el siglo XVIII se utilizóeste término para designar a un buque deguerra equipado con sesenta cañones omás, y de dos cubiertas como mínimo.Existieron navíos de cuatro cubiertas yde ciento veinte cañones. También seutiliza como denominación genérica debuque o barco.

Obencadura. Conjunto de todos losobenques.

Obenque. Cada uno de los caboscon que se sujeta un palo o mastelero acada banda de la cubierta, cofa o mesade guarnición.

Orla. Friso o bordón que va de proaa popa en el ángulo entre el costado y la

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cubierta.Orzar. Girar el buque llevando la

proa hacia la dirección del viento.Pairo. («Ponerse al pairo»).

Maniobra destinada a detener la marchadel buque. (Véase facha).

Palanqueta. Barra de hierro queremata por ambos extremos en una basecircular del diámetro de la pieza deartillería con que se dispara y que sirvepara dañar más fácilmente los aparejosy palos del enemigo.

Palmejar. Tablones que se disponensobre el forro interior y sirven para ligarentre sí las cuadernas, en dirección popaa proa en la bodega.

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Paquebote. Embarcación semejanteal bergantín, aunque no tan fina. Sueleservir para correo. A menudo seutilizaba para cubrir líneas regulares.

Pasamanos. Parte superior decualquier barandilla de a bordo.También se usa como sinónimo decorredor.

Peñol. Puntas o extremos de lasvergas.

Percha. Nombre con el que sedenomina cualquier pieza de maderaredonda y larga.

Perico. Es la vela de juanete delmesana, también reciben este nombre larespectiva verga y mastelerillo.

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Perilla. Tope o extremo superior deun palo. Pieza de madera situada en eltope del palo equipada con una roldanapor donde pasa una driza.

Petifoque. Vela de cuchillo situadadelante del foque.

Pinaza. Embarcación menor larga yestrecha con la popa recta.

Pique. («A pique»). Modo adverbialpara designar que un objeto se encuentrajusto en la vertical que va hasta el fondodel mar.

Popa. Parte posterior de un buque,donde está colocado el timón.

Porta. Aperturas rectangularesabiertas en los costados o en la popa de

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las embarcaciones para el disparo de laartillería y para dar luz y aire al interior.

Portalón. Apertura a modo depuerta en el costado del buque frente alpalo mayor para el embarco ydesembarco de gente y efectos.

Portar. Se dice de las velas cuandoestán hinchadas por el viento.

Proa. Parte delantera del buque.Quilla. Pieza de madera que va

colocada longitudinalmente en la parteinferior del buque y sobre la cual seasienta todo su esqueleto.

Rada. Paraje cercano a la costadonde los barcos pueden fondearquedando más o menos resguardados.

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Raquero. Personas o embarcacionesque se dedican a buscar barcos perdidoso sus restos.

Rebenque. Trozo corto de cabo. Loempleaban los oficiales de la marinabritánica para castigar las faltas levesde disciplina.

Regala. Parte superior de la borda ocostado de un buque.

Repostero. Criado o mayordomo delcomandante o de los oficiales que seencargaba de la cocina y de la mesa delos mismos, así como de la ropa.

Rezón. Ancla pequeña de cuatrobrazos.

Rifar. Rasgarse una vela.

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Rizar. Maniobra de reducir lasuperficie de una vela recogiendo partede esta sobre su verga.

Roda. Pieza gruesa que forma laproa de un buque.

Roldana. Rueda de madera o metalcolocada en el interior de un motón ocuadernal sobre la que se desliza uncabo o cable.

Rumbo. Es la dirección hacia dondenavega un barco. Se mide por el ánguloque forma la línea proa-popa del barcocon el norte.

Saloma. Canción o voz monótona ycadenciosa con que los marineros solíanacompañar sus faenas para aunar los

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esfuerzos de todos.Saltillo. Cualquier escalón o cambio

de nivel en la cubierta.Sentina. Parte inferior del interior

de un buque donde van a parar todas lasaguas que se filtran al interior y dedonde las extraen las bombas.

Serviola. Pescante, situado en laamura, dotado de un aparejo empleadopara subir el ancla desde que sale delagua. Marinero de vigía que se colocabacerca de las amuras. Por extensión pasóa ser sinónimo de vigía.

Sobrejuanetes. Denominación delmastelero, vela y vergas que van sobrelos juanetes.

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Sollado. Cubierta inferior donde seencontraban los alojamientos de lamarinería.

Sondar. Medir la profundidad delagua.

Sotavento. Parte o dirección haciadonde va el viento. Es el contrario debarlovento.

Tajamar. Pieza que se coloca sobrela roda en su parte exterior.

Tambucho. Pequeña caseta situadaen cubierta que protege una entrada opaso hacia el interior.

Tirafrictor. Cabo utilizado paradisparar un cañón.

Toldilla. Cubierta más alta situada a

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popa. Sirve de techo al alcázar y a lacámara.

Tolete. Pieza de metal o maderacolocada sobre la borda de un bote yque sirve para transmitir el esfuerzo deun remo a la embarcación.

Tope. Extremo o remate superior decualquier palo, mastelero o mastelerillo;o la punta de este último, donde secoloca la perilla.

Trinquete. Palo situado más a proa.Verga y vela más bajas situadas sobreeste palo.

Trozo. Grupo en que se divide ladotación para el abordaje.

Verga. Perchas colocadas

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transversalmente sobre los palos y quesirven para sostener las velas cuadras.

Virar. Cambiar el rumbo de formaque cambie el costado por el que elbuque recibe el viento.

Virar por avante. Virar de formaque, durante la maniobra, la proa delbarco pase por la dirección del viento.

Virar por redondo. Virar de formaque, durante la maniobra, la popa pasepor la dirección del viento.

Yarda. Medida inglesa de longitudequivalente a 91 centímetros.

Yola. Bote ligero que emplea cuatroo seis remos. También puede navegar avela.

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DOUGLAS E. REEMAN. (15 deoctubre de 1924, en Surrey, Inglaterra).Con dieciséis años se alistó en laMarina Real Británica, a pesar de que sufamilia había pertenecido,tradicionalmente, al Ejército de Tierra, ycombatió en la Segunda Guerra Mundial

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y en la Guerra de Corea. Publica suprimera novela, A Prayer for the Ship,en 1958.

Diez años más tarde y, bajo elpseudónimo de ALEXANDER KENT(en honor a un compañero fallecido enla guerra), comenzó una serie denovelas, basadas en la Marina RealBritánica y ambientadas en las GuerrasNapoleónicas, con el oficial ficticioRichard Bolitho como protagonista. Esesta serie de novelas la quedefinitivamente lo consagró comoescritor.

Reconocido como uno de losmejores autores en su género, ha

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renovado totalmente el estilo yambientación de la novela marítima.Brillante creador de intrigas, evocaespecialmente la vida a bordo de losgrandes veleros de combate con un lujode detalles, que hacen que el lector sesienta como si se encontrara sobre elmismo escenario de la trama. Susdescripciones de las batallas exponensin paliativos toda la crudeza de laacción. Es el precio de la verdad.

Si bien su mayor reconocimiento levino por su serie sobre Bolitho, tambiénha escrito con su verdadero nombrenumerosos libros de temática históricasobre la Segunda Guerra Mundial.

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Notas

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[1] Corazón de roble (N. del T.) <<

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[2] Los españoles (N. del T.) <<

Page 1433: !Enemigo a La Vista! - Alexander Kent

[3] En holandés en el original (N. del T.)<<

Page 1434: !Enemigo a La Vista! - Alexander Kent

[4] En castellano significa zorro (N. delT.) <<

Page 1435: !Enemigo a La Vista! - Alexander Kent

[5] En francés en el original; significagolpe de gracia (N. del T.) <<

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[6] Chica de Portsmouth (N. del T.) <<