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“Encuentros y cuentos” VI Certamen de Relato Breve “Fernando Abraín”

Tirada: 500 ejemplares Fundación Adunare. Centro EPA Codef. Asociación Codef Depósito legal

Se permite expresamente la reproducción total o parcial de esta obra. Úsala, difúndela y disfrútala.

VI CERTAMEN DE RELATO BREVE “FERNANDO Abraín”

AUTORAS Manuel Navarro Romero

María Soledad Bustamante Atienza Ana María Ornes Elguezabal

José María Elez Espinosa Ángela Martínez Vélez

Alicia Peñalver Rico Carmen Sanz Velilla

María Dolores Romero Patón

ILUSTRACIONES Amparo Ortillés García

(Natalia, El viejo puente, Al límite, El río, Mi paso por la escuela)

Nuria Prat Ortillés (El perfume, polvo de estrellas, El jardinero, portada y contraportada)

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En la sociedad actual ha tomado más fuerza que nunca la importancia de la escritura. Han surgido nuevos medios de comunicación donde el dominio del lenguaje escrito es básico. Las nuevas tecnologías nos acercan al mundo, a la gente. Correo electrónico, mensajes a través de teléfonos móviles, chats,... La necesidad de escribir para comunicarse resurge con fuerza en el comienzo de este siglo.

Pero escribir no es fácil, eso lo sabemos todos. Aprender a escribir es un proceso que dura toda la vida. Narrar nuestras historias, describir nuestros sentimientos, expresar nuestras ideas y ser capaces de hacerlo por escrito es un ejercicio complicado que exige un gran esfuerzo. La pereza, el miedo a equivocarnos, el no sentirnos capaces, la falta de resultados satisfactorios, son algunos de los obstáculos a superar.

Este libro es el ejemplo de que todas esas barreras

PRÓLOGOPRÓLOGOPRÓLOGOPRÓLOGO

pueden superarse. Aquí sólo encontraréis algunos ejemplos, pero fueron decenas las personas de todos los rincones de España que se sentaron y dedicaron un tiempo a dejar en un papel su historia. Queremos felicitar y dar las gracias a todas ellas y no sólo a las que aquí aparecen, pues todas y cada una de las que nos enviaron un relato han logrado algo importante. Os pedimos que leáis este libro con cariño pues es el resultado de los esfuerzos sinceros de muchas personas.

Este Certamen de Relato Breve nace en una Escuela de Personas Adultas, con el sueño de conseguir que los participantes de otras Escuelas semejantes se pusieran a escribir. Queríamos intercambiar historias, hacer nuestras las palabras, apropiarnos del lenguaje, porque de esta forma conseguimos ser

ciudadanos, adueñarnos de la realidad, dotar de mayor significado a las cosas, ser conscientes, ser críticos y poder dejar constancia de ello. Las páginas de este libro se han forjado en aulas de Adultos de toda España y allí es donde queremos que regresen.

A los educadores de EPA os pedimos que aprovechéis este recurso. Con esa finalidad fue creado. Que lo llevéis al aula, que lo leáis juntos, que sirva para mostrar a nuestros participantes que sólo hay que dar el primer paso, que los animéis a que escriban que se dejen llevar, que lean lo que han escrito, que lo corrijan, que lo vuelvan a escribir. Es difícil, lo sabemos, pero es un proceso. Sólo escribiendo se aprende a escribir. Sólo hay que emprender ese maravilloso camino.

Y este certamen pretende ser un acicate para dar el primer paso.

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MANUEL NAVARRO ROMERO CEPA Codef. Fundación Adunare

Zaragoza

¡Ay, ay, Natalia! Apenas ha amanecido y te tienes que levantar. Como todos los días, empleas una larga hora en arreglarte; bien merece la pena, pues desde el portero de la casa hasta la parada del autobús, todos los hombres que se cruzan en tu camino giran la cabeza para mirarte.

Con esa melena rubia, los zapatos de tacón que realzan tu figura y ese gran escote que tan orgullosa luces, no son para menos los cuartos

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que te gastaste en ponerte ese aumento de pecho.

Llegas al trabajo. Mientras caminas por la barra del bar, camino de la cocina, todos los clientes se vuelven, te miran y murmuran. En la cocina del restaurante no pareces la misma con el delantal y el gorro, que tapa tu bonita melena rubia, con el rímel de los ojos corrido por el calor de la cocina, y ese desagradable olor a fritos que impregna tu cuerpo. Eso sí, la sonrisa de tu boca no la pierdes.

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Son poco más de las cuatro, tu jornada ha terminado, apresuradamente te diriges a tu casa. Te vuelves a arreglar concienzudamente, a las ocho entras en tu segundo trabajo.

¡Ay, ay, Natalia! Ese te gusta más. Con ropa ceñida y látigo en la mano sales al escenario. Durante la actuación no puedes evitar mirar a tus compañeras por el rabillo del ojo y pensar que tú vales mucho más que ellas.

Terminan las tres funciones en las que actúas en la sala de fiestas, te diriges como siempre a coger un taxi para regresar a tu casa, no sin que antes la mayoría de clientes se ofrezcan para llevarte. Una vez en casa, encima de la cama, piensas que cuántos hombres se imaginarán tu cuerpo en las noches de “sábado, sabadete”.

¡Ay, ay, Natalia! ¡Si supieran o supiesen de eso que te cuelga entre las piernas!

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María Soledad Bustamante atienza CEPA Trapagarán

Trapagarán, Bizkaia

Silvia permanecía inmóvil a pesar de llevar un buen rato despierta, se sentía totalmente mareada y confundida.

No conseguía recordar nada de la noche anterior, el vestido en el suelo, los zapatos y la ropa interior desperdigados por la habitación le indicaban que seguramente se habría pasado de copas, era algo que empezaba a ser habitual en ella.

Tambaleándose se dirigió al aseo, abrió el grifo de agua caliente y esperó a que la bañera se

El perfumeEl perfumeEl perfumeEl perfume

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llenara, echó unas gotas de su perfume favorito, dejando en la estancia con un intenso aroma de jazmín.

Mientras, a escasos kilómetros de la casa de Silvia, el Inspector Roberto tenía entre sus manos el caso de los mendigos asesinados.

Juan, era compañero y amigo de Roberto, andaba enfrascado en un asunto de violación. En las últimas semanas, apenas habían coincidido pero esa mañana irrumpió en el despacho de Roberto dándole la noticia.

-Ha aparecido otro cuerpo cerca del lago,

al parecer se trata de otro harapiento.

-Buenos días, Juan, creo que se te ha

olvidado saludar.

-Bueno, perdona, pero yo también tengo

problemas, recuerdas el caso de la mujer que

golpearon y violaron en el aparcamiento del

centro, pues la tengo en el despacho mirando

fotos de posibles sospechosos. No consigo

avanzar, no tengo ni una maldita pista, y creo

que me estoy empezando a obsesionar con la

víctima.

-Me tengo que ir, ya hablaremos.

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-¿Tienes algo en mente?

-Lo primero visitar a nuestro amigo el forense

para ver que nos desvelan los muertos.

Silvia era la mujer que se encontraba en el despacho de Juan, viendo las fotografías de los rostros de delincuentes. Una detrás de otra iba pasando las hojas sin que ninguno de aquellos rostros le ayudasen a recordar algo de aquel maldito día.

Cerró el álbum, la pierna le empezaba a doler. Ayudada por un bastón se incorporó. El inspector Juan contemplaba el bello rostro de Silvia, adoraba a aquella mujer de mirada perdida.

Le preguntó si esta vez había reconocido a alguien o si recordaba algún detalle, por pequeño que fuera.

Se preguntaba cómo había sobrevivido. El informe detallaba la gravedad de las lesiones, varias puñaladas y golpes por todo el cuerpo. Después de permanecer varios meses en coma consiguió sanar las heridas, pero su mente estaba llena de lagunas, día a día la veía mirar

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aquellas fotos sin que en su rostro se dibujase señal alguna.

-Recuerda que cualquier cosa que te pase

por la mente, por insignificante que sea, puede

ayudarnos. No lo olvides.

Silvia aferró fuertemente la empuñadura de su bastón en forma de águila y se dispuso a salir del despacho del inspector, pero al oír las palabras de Juan, se quedó como dubitativa, como si lo que iba a decir no sirviese de mucho, y volviendo su rostro susurró:

-Hay algo que últimamente se ha instalado

en mi pensamiento y no me deja vivir, pero no

creo que tenga ningún interés en el caso.

-Eso lo decido yo, Silvia.

-Siento un olor nauseabundo, y no consigo

desprenderme de él, por mucho que lo intente.

Juan se quedó quieto. Sabía que si la abrazaba tendría que renunciar, se estaba implicando de tal manera que no razonaba, estaban empezando a ganar los sentimientos hacia ella, y eso era algo que de ninguna manera se podía permitir, al menos hasta resolver el caso,

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o vengarla de cualquier manera. Incluso sería capaz de hacerlo fuera de la ley.

Mientras, en otro lugar de la ciudad, Roberto se encontraba en el depósito junto con el forense.

Los cuerpos de los mendigos asesinados presentaban todos las mismas características. Una fina hoja de unos treinta y nueve centímetros les había atravesado las costillas y había llegado hasta el corazón causándoles la muerte casi instantánea. El arma podría tratarse de un estilete, con hoja biselada y doble filo.

Al parecer conocían a la víctima o, por lo menos, no se veía señal alguna de resistencia, por las características de la herida, ésta al parecer, había sido infringida a pocos centímetros de su agresor.

Había otro detalle que intrigaba al forense, al parecer todas las víctimas habían sido rociadas de perfume.

El laboratorio había desvelado los componentes químicos con los cuales habían sido rociados los cadáveres, varias esencias se fabricaban con esos componentes.

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Roberto se dispuso a recorrer los diversos establecimientos de la ciudad dedicados a su venta, en busca de los compradores de tal esencia.

Llevaba varios días de investigación y no había descubierto nada. Esa mañana hizo las mismas preguntas rutinarias, pero esta vez hubo suerte. Una mujer había comprado un perfume en grandes dosis a pesar de su elevado precio, eso había llamado la atención de la dependienta, pagaba en efectivo y existía un rasgo fundamental en ella, cojeaba ligeramente y se apoyaba en un bastón antiguo.

Roberto llevaba los bolsillos del abrigo llenos de diminutas muestras del aroma, intentó abrir uno de ellos, con tan mala suerte que, al intentar quitar el tapón el frasco resbaló de sus manos estrellándose contra el suelo. Se preguntaba ¿dónde había olido ese aroma anteriormente? De pronto recordó.

Estaba seguro, su instinto no le engañaba, en el despacho de su compañero Juan.

Cuando Roberto informó de sus averiguaciones a Juan y de que al parecer Silvia reunía las características físicas de la sospechosa, la

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reacción de su amigo era de enfado. A pesar de los datos aportados, Juan no estaba dispuesto a aceptar que nadie, ni tan siquiera su compañero, pusiese bajo sospecha a Silvia.

-¿Cómo puedes pensar eso? Es la que

violaron y casi muere.

-Sí, recuerdo el caso, pero hay que

interrogarla.

-¿Sólo tienes un aroma para acusarla?

Roberto no entendía porque su compañero trataba por todos los medios de defenderla.

De pronto Juan recordó las palabras de Silvia, “ese olor que no me deja vivir”.

Juan, apelando a la amistad que les unía, pidió el favor de que fuese él quien trajera a comisaría a Silvia.

-Le explicaré lo que ocurre, por favor, déjame que sea yo. – Imploró. – Conmigo se siente segura y confía en mí.

Silvia se sorprendió al ver a Juan, cuando abrió la puerta de su casa.

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Juan la tranquilizó diciéndole que le acompañara para aclarar un asunto relacionado con su caso.

El trayecto era corto por lo que decidió que era mejor ir caminando, así tenía más tiempo para estar con Silvia y ponerla en guardia frente a Roberto, tenía que buscar una explicación del porqué había comprado tal cantidad de perfume.

Doblaron la esquina y enfilaron la calle principal. Un mendigo salió a su encuentro pidiendo limosna, la cara de Silvia se descompuso, su tez se volvió de una palidez extrema. Juan la sujetó fuertemente al ver que se tambaleaba.

Su mirada era de auténtico terror, y con un hilo de voz dijo:

-Es él, es él, repetía señalándolo.

El mendigo se había introducido en el callejón, Juan fuera de sí, corrió detrás de él, cuando llegó a su altura comenzó a golpearlo sin piedad alguna. El hombre se tambaleó, cayéndose hacia atrás y golpeándose la cabeza. “Estaba muerto”.

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Salió del callejón, al parecer nadie le había visto, era la hora del almuerzo y la calle principal estaba desierta.

Silvia permanecía hermética y en su rostro no se reflejaba ningún atisbo alguno de miedo.

Juan abrazándola, dijo:

-No te preocupes, todo ha terminado.

Varios días después, Juan se entregaba a Roberto, se declaraba autor de la muerte del último mendigo.

Roberto le tomaba declaración, eran amigos y aún así no podía entenderle.

-Yo la creí, creí a Silvia cuando me dijo que ese hombre era su atacante. Me volví loco, la

quería por encima de todo, sentía que había

hecho justicia, nada más.

-Sólo cuando la vi señalando a otro

mendigo, comprendí mi error.

Para Silvia, el olor de aquellos hombres los convertía a todos en agresores.

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-Pero ya era tarde para mí. Demasiado

tarde cuando descubrí la verdad.

Al llegar la noche, Silvia buscaba y atraía con sus encantos a aquellos pobres necesitados de todo, que se iban con ella en busca del paraíso que les ofrecía. Cuando se acercaban a la piel de Silvia en busca de un instante de placer, encontraban la muerte atravesados por la daga oculta en el bastón con empuñadura de águila. Luego, como en un ritual, los rociaba con perfume. Su mente enferma se desdoblaba en dos personalidades. La Silvia frágil y dulce de la que me había enamorado y la Silvia vengativa y obsesiva que, poco a poco, iba ganando terreno en el delicado equilibrio de su mente.

Roberto haría todo lo posible por ayudar a su amigo y pensó qué fácil era traspasar la fina línea que los separaba de los delincuentes. El amor de Juan por Silvia la había borrado.

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Ana maría ornes elguezabal CEPA Trapagarán

Trapagarán, Bizkaia

Sola, en una lúgubre pensión, aprieto mi vientre cada vez más inflamado, -Debería haberlo expulsado- maldigo entre dientes. Me incorporo del lecho, coloco la bata sobre mis hombros y me acerco al baño. El espejo refleja mi rostro descompuesto mientras contengo la respiración. -¿Por qué te has metido en este lío?- pregunto a la extraña que me mira tras la luna. Angustiada, estoy decidida a no salir de allí, hasta no ver fuera de mi cuerpo todas las bolas de “cocaína” que llevo dentro. Sentada en la taza del váter, regreso a lo sucedido días atrás,

Al límiteAl límiteAl límiteAl límite

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cuando él me habló por primera vez. Recuerdo sus primeras palabras.

-¡Hola guapa!, me llamo Andrés. Llevo un rato observándote y quiero proponerte un trato que podría solucionar de un plumazo todos tus problemas económicos-. Sus ojos eran fríos y su voz grave y cínica. Sentí un escalofrío.

Era verdad, estaba pasando un mal momento. Mi sueldo de camarera no alcanzaba ni para pagar el alquiler del piso en el que malvivíamos mi madre y mis hijos. Tenía que acudir a los Servicios Sociales para conseguir algo de ropa y comida. Apoyado sobre la barra me preguntó:

-¿Cuántos años tienes?- Veintinueve- contesté, intentando disimular mi malestar. Ya le había visto antes por el bar y no me gustaba. Parecía nervioso, era alto, moreno, de unos treinta años. Solía vestir vaqueros raídos y una cazadora de cuero negro. Tenía un rostro atezado, con media barba y pelo negro aplastado con una buena dosis de gomina. Algo me decía que no era de fiar. Suponía que me hiciera alguna insinuación indecente. Tras la barra de un bar, una mujer joven tiene mucho que aguantar. -¡Es que no aspiras a algo más

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que servir a cuatro borrachos!- dijo, adivinando mi pensamiento. Continuó –no voy a proponerte que te acuestes conmigo, sólo voy a hablarte de negocios. Es sencillo y, si eres lista, nadie se enterará. Sólo tendrás que viajar hasta Melilla. Actuarás como una turista cualquiera. Allí te esperará alguien que te entregará un paquete. Tendrás buenas tragaderas ¿no?- dijo con ironía- Si aceptas, te pagaré cinco mil euros ahora y veinticinco mil más al terminar el “trabajo”. Mañana mismo me pondré en contacto con el casero, pensé aliviada. Debía tres meses de alquiler y me había amenazado con echarme de la casa.

Hace ya dos días que viajé a Melilla. El mar estaba en calma, nubes deshilachadas se divisaban en el horizonte, el puerto olía a pescado y cientos de gaviotas revoloteaban alrededor de los barcos. Ya en tierra, mientras los pescadores se afanaban cargando redes o descargando pescado, una mujer cubierta con un velo se acercó a mí sigilosamente. Bullía actividad y el lugar era precioso; si no hubiese sido por mi gran angustia, habría disfrutado de aquel momento. Miré con recelo a aquella mujer que, apoyada en una esquina, me hizo

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una seña con la mano. Me acerqué, ella era el contacto. Me entregó la mercancía y exclamó amenazante.

-Ni se te ocurra jugárnosla, ¡guapa!, podrías morir.

Rápidamente metí el paquete en mi bolso. Había llegado la hora de la verdad. Me encaminé hacia una taberna de pescadores, que me miraron con recelo, no estaba bien visto allí que una mujer anduviese por esos lugares. En el maloliente servicio, frente a un retrete cubierto de mugre, gemí y babeé, mientras me introducía por la boca las enormes bolas. Por la tarde, tomé el barco de regreso. Las olas chocaban contra la proa del barco, y balanceaban el casco. Hubiese querido dormirme como una niña en brazos de su madre; pero el miedo y el dolor me atenazaban. El sabor salado de mis lágrimas se mezclaba con el olor del mar y mi cuerpo temblaba como una hoja.

Sentí cierto alivio al divisar, a lo lejos, el color plateado de mi ciudad, Cádiz.

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Un sonido metálico me devuelve a la realidad, los cartuchos van asomando uno a uno, cuento hasta seis, pero, por si acaso, compruebo que los he expulsado todos. Tiemblo de frío y me acuesto en la cama para recuperarme. -¿Debería estar arrepentida?- me pregunto. –Bueno Elisa- me digo en voz alta- hay que acabar con esto. Cuidadosamente las envuelvo en un plástico y dejo la maldita droga sobre la mesilla. Necesito tranquilizarme y respiro

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hondo, el calor va entrando poco a poco en mi cuerpo.

Sin llamar, Andrés abre la puerta bruscamente. Grita -¡Joder! Abre la ventana, ¡qué peste!-.

-Esas bolsas han estado en mi tripa y doy gracias a Dios de que ninguna se haya reventado- murmuro. Temerosa, me acerco despacio hacia la silla, cojo mi bata mientras por el rabillo del ojo veo que introduce su mano en el bolsillo. Ahogo un grito. Sé que es consciente del terror que siento y me vuelvo desafiante. –Entrégame el dinero prometido- le digo –yo he cumplido con mi trato. –No me tengas miedo- dice riendo, mientras saca los billetes. De pronto, inesperadamente, me agarra por el cuello aplastándome contra la pared. -¡De ahora en adelante tú no me conoces! Y cuidado con ir con el cuento a la policía, de esto que no se entere nadie- grita, escupiendo su saliva en mi rostro. –Si te vas de la lengua, te mato. No sé por qué, pero no me fio de ti.

Me suelta violentamente y, sin mirarme, Andrés sale de la habitación dando un portazo. -¡Maldito!- susurro entre sollozos. Me acurruco en

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el suelo sin poder respirar. Espero un rato, no quiero volver a verle y salgo apresurada. Agradezco el aire fresco que roza mi cara. No quiero pensar y decido, sin remordimientos, cumplir un sueño: hacer un regalo a mis hijos. Quiero volver a escuchar sus risas. Aprieto el paso introduciéndome en la zona comercial, mezclándome con la gente. A Mikel, que tantas veces le he visto llorar porque los Reyes nunca le traían la bicicleta que pedía, le he comprado la mejor. Para Paula, he encontrado una casa de muñecas preciosa y mañana mismo llevaré a los dos a comprar ropa y zapatos, -¡que estrenen algo por una vez en su vida!- me digo, mientras voy en busca de un taxi. No siento miedo, remordimiento, aunque no puedo ignorar el peligro que he corrido, pienso mientras vienen a mi mente los momentos que he pasado. Introduzco la llave en la cerradura. Mi madre me observa interrogante, sólo unos días antes habíamos hablado de que no teníamos dinero. Intento encontrar las palabras adecuados.

-Mamá,- le digo –¡por fin nos ha sonreído la suerte! Me ha tocado la lotería que me han regalado en el bar- miento, desviando la

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mirada de sus ojos inquisitivos. Nerviosa, coloco los paquetes en el suelo, llamo a mis hijos… ¡qué placer oír sus gritos arrancando con prisa los papeles coloreados!

Son las dos de la mañana. En medio de la oscuridad la euforia ha pasado de golpe y no puedo conciliar el sueño. Abro la puerta de la habitación de mis hijos. Duermen plácidamente con la sonrisa en los labios. Pero yo no logro conciliar el sueño. Asustada, me dirijo a la habitación de mi madre. -¡Mamá!, estoy desvelada- digo. Me mira tiernamente y retira las mantas invitándome a meterme en su cama, su calor me reconforta y me abrazo a ella para sentir su aroma. Ella coloca su mano sobre mi pelo y lo acaricia.

-¡Mamá!, si me pasara algo, cuida de mis hijos- le susurro.

-Tranquila hija. Hoy estás muy nerviosa. Han sido muchas emociones en un día. –Si supieras de verdad lo que he tenido que vivir- pienso, mientras su voz hace que el sueño se vaya apoderando de mí; sin embargo, el miedo lo tengo calado hasta los huesos y no me abandona…

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Es tarde, me visto rápidamente, salgo de mi casa sin desayunar y voy corriendo hacia la parada del autobús. El semáforo está en rojo, el autobús llega y me detengo. El conductor me ha visto, espera. No vienen coches y decido pasar corriendo. Mi corazón da un vuelco. ¡Andrés! Me saluda con la mano. ¿Qué querrá ahora? Escucho el rugido de un motor, quiero correr pero me quedo pegada al asfalto. No siento miedo, sólo la extraña sensación de que el mundo se ha detenido… Una paloma aletea frente a mí. Todo pasa como una película a cámara lenta. Veo sus manos aferradas al volante, no siento ningún dolor, la luz se apaga, y una gran paz se apodera de mí. Rostros flotando en una dulce neblina. Gritos. Mis labios se mueven pero no consigo articular palabra.

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Ángela Martínez Vélez CEPA Ricardo Sola

Cariñena, Zaragoza

Hacía poco que había cumplido los 18 años. Cuando salió por la puerta me hizo un gesto con la boca y me lanzó un beso. Fue el último. Oí la moto y se fue.

Lo siguiente que recuerdo fue llamar a la puerta, abrirla y todo lo demás está confuso en mi cabeza. Llantos, sollozos, carreras, médicos, amigos, vecinos… y Juan y yo mirándonos sin decir nada.

Polvo de estrellasPolvo de estrellasPolvo de estrellasPolvo de estrellas

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Han pasado los años. Juan no pudo aguantar y se fue. Ahora Jesús y yo sólo nos tenemos el uno al otro. Yo vivo para él y él para mí.

Jesús, venga, toma, traga, pero qué gandul estás hoy. Jesús mira… arriba…

Le muevo, le lavo, le todo. Y así un día, y otro y otro. La médica y alguna vecina pasan por aquí, y… ¿para qué más?

¡Jesús, Jesús, nos ha tocado el cuponcito! Ahora podemos cumplir nuestro secreto. Besos y besos, y él con los ojos fijos en ninguna parte.

Han pasado unos meses y el cuponcito está en el cajón. Ya hablé con Manuel algo, pero sin concretar nada. Estamos en febrero y he quedado con él en la vuelta de su casa. Espero a la noche. Dejo solo a Jesús y, a escondidas, voy a casa de Manuel. Tiene una furgoneta vieja, tres hijos y no están los tiempos para remilgos. Le explico mi plan y, a regañadientes, acepta.

Hoy es lunes, 5 de febrero. Esta tarde le he dado ración doble, pero de zumo azucarado. No le pongo la insulina. Hace un frío que pela. En el cielo no se ve ni una nube. Son las dos de la

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mañana. Sin hacer ruido trae la furgoneta, la pone delante de la puerta y entra. Le doy el cuponcito, así todo será legal cuando lo cobre. Entre los dos sacamos encima del colchón y bien tapado a Jesús. Echados en el suelo de la furgoneta vamos los dos. Yo le abrazo, le beso. Que esté la puerta bien cerrada o apareceremos en cualquier cuneta. La furgoneta va despacio y toma el camino del Cerro Pelado. Rodando despacio llegamos. Cuando abre la puerta estamos mareados. Sacamos a Jesús y tumbado boca arriba, sus ojos miran (¿ven?) el manto de estrellas. Brillantes, cayéndote encima, de colores, así, quietos los dos nos sentimos que formábamos parte de tanta belleza. No sé si fue una sonrisa, pero Jesús babeaba. Allí quedamos hasta que Manuel me tocó y volví en mí. La vuelta, en silencio. De nuevo Jesús en la cama, pero esta vez frío, muy frío. Puse la estufa, me recosté, y al incorporarme: Jesús, Jesús, le llamé con la voz perdida; hasta pronto hijo mío. Me puse el abrigo y bajé a por la médica. Cuando llegamos a casa, miró y suavemente me dijo: Ana, se ha ido.

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Sí, hacia las estrellas. Ella no sabe que somos polvo de estrellas.

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Alicia Peñalver Rico Escuela Popular de Oporto

Madrid

La barca surcaba el río silenciosamente, sólo se oía el acompasado chapoteo de los remos que con mano firme sujetaba Andrés, un joven fuerte y guapo, que como todos los días llevaba al pueblo su mercancía para vender, ricos quesos y buena leche. Madrugaba mucho, a él le gustaba ver amanecer y oír el despertar de los pájaros alegrando la mañana.

Ese día iba especialmente contento, la noche anterior, Clara, la muchacha de la que estaba enamorado, había dicho que sí a su propuesta

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de matrimonio. ¡Por fin iba a estar con ella todo el tiempo!

Su relación no había sido fácil, los padres de Clara eran muy posesivos, no la dejaban hacer nada sin que ellos dieran el visto bueno y, claro está, hasta que no estuvieron convencidos de las intenciones de Andrés, no hubo manera de que Clara se decidiera.

Todo parecía que iba viento en popa, el negocio no le iba mal. Bueno, el negocio era de su padre, pero él participaba con su trabajo y se sacaba dinero para todos.

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En cuanto a dónde vivirían, ya estaba solucionado: se construirían una casita en un terreno cercano al río que pertenecía a los padres de Andrés, y que a éste le gustaba mucho, pues en sus ratos libres podría pescar, ya que la pesca era una de sus aficiones favoritas.

A Clara también le gustaba el sitio, era tranquilo, el sonido del agua le encantaba y las noches de luna llena el río parecía de plata; era una vista preciosa.

Todos estos pensamientos hicieron que el viaje fuera más ameno y rápido, enseguida llegó a su destino. Los lugareños ya le estaban esperando. Todo lo que traía Andrés era mercancía muy apreciada y se vendía muy bien, la vida le sonreía y eso se notaba en su cara y en su carácter, la gente le decía: “Andrés, como se nota que todo te va bien, se te ve feliz y contento”.

A lo que Andrés respondía:

-Sí, todo me va tan bien que hoy voy a regalar huevos a los que me compréis un queso, es que me caso, ¿sabéis?, y esto hay que celebrarlo.

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Todos corrieron a felicitarle, era tan buen chico que se merecía ser feliz.

Pero esa mañana su destino iba a cambiar radicalmente, entre la gente había una anciana en la que nadie había reparado, y estaba observándole en silencio con una sonrisa en los labios. Cuando la gente se fue dispersando, Andrés la vio por primera vez.

La anciana tenía el pelo cano, era esbelta y conservaba en su rostro trazos de una belleza extraordinaria.

-Hola, veo que tus productos tienen mucha aceptación.

-Sí- contestó Andrés- son buenos y se venden muy bien. Usted no es de por aquí, ¿verdad?

-No. Vengo de lejos. Conocía este paraje de oídas y tenía interés en verlo, creo que es bonito y tranquilo. ¿Podrías tú enseñármelo y decirme si hay alguna casita para alquilar una temporada?

Andrés dudó un momento antes de responder, tenía un presentimiento, aquella anciana era un poco inquietante, pero a pesar de ello le dijo:

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-Con gusto se lo enseñaré, señora, y también creo que hay una casita en el pueblo que le vendría muy bien, hablaremos con el dueño y creo que llegará a un acuerdo.

Así lo hicieron, la señora alquiló la casita y quedaron para verse al día siguiente. Cuando Andrés terminó de vender, la acompañó a hacer un recorrido por los alrededores. La señora quedó encantada, todo era tan bonito y había tanta tranquilidad en el ambiente que, dijo, se quedaría por una larga temporada.

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El tiempo transcurría plácidamente, al igual que la amistad de Andrés con la señora. Estaba a gusto a su lado, el tiempo pasaba sin darse cuenta, todas las inquietudes que tenía al principio de conocerla habían desaparecido.

En la fecha prevista, tuvo lugar la boda de Andrés y Clara. Fue un día precioso, donde se bailó y comió hasta la madrugada. La anciana señora también fue invitada, pues para Clara ésta tenía su encanto y se habían hecho buenas amigas.

La vida en aquellos parajes transcurría tranquilamente. Siempre que Andrés hacía un viaje largo y Clara tenía que quedarse sola, la señora bajaba a su casa para hacerle compañía. Estos viajes cada vez eran más frecuentes, los negocios de Andrés iban cada vez mejor y tenía que ir a sitios más lejanos a vender sus productos.

Andrés se sentía atraído por la anciana. Tenía algo que no podía explicar, pareciéndole bien todo lo que ella hacía o decía, por lo que un día, cuando le insinuó que estaría mejor si se iba a vivir con ellos, pues el tener que bajar y subir tan a menudo le cansaba demasiado, le

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pareció una buena idea. Aún así, dudó unos instantes, no sabía que le iba a parecer a Clara esa decisión.

-¿Qué podía parecerle?- pensó- al fin y al cabo, también lo hago por ella. Así estará más entretenida y acompañada.

Esa misma noche se lo dijo. No podía esperar más tiempo, pero a Clara no le pareció muy buena idea, le parecía mucha intromisión, iban a perder su intimidad y eso no le gustaba. Esto originó su primera discusión, que no tardó mucho en terminar, pues el amor que sentían el uno por el otro pudo con las dudas que ambos tenían y al final, Clara cedió.

-Bueno, si tú crees que nos irá bien…- le dijo.

Y dicho y hecho, la señora se trasladó a los pocos días. Al principio todo iba bien, las dos paseaban por la orilla del río y se hacían compañía. Charlaban de muchas cosas, pues la anciana sabía tantas historias que a Clara se le pasaban los días volando. Pero pasado un tiempo la situación empezó a cambiar y, cuando se quedaba a solas con la anciana, siempre estaba enfadada sin motivo alguno. Una tarde, mientras estaban sentadas en el

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patio, la señora hizo un comentario que a Clara no le gustó:

-¿Sabes tú dónde va tu marido cuando nos deja solas?

Clara la miró extrañada.

-¿Dónde va a ir? Pues a vender- contestó de mal humor.

-Mira que eres confiada, puede que se esté viendo con alguien.

-No, eso no, yo confío en él.

-He oído rumores.

-Yo no hago caso de esas cosas, a la gente le gusta chismorrear y meterse en lo que no les importa.

Cuando Andrés volvió de su viaje, Clara le contó todo lo ocurrido y también su preocupación por lo que estaba ocurriendo. La anciana llevaba unos días muy enfadada con ella, le contaba cosas sobre él que le hacían preocuparse y sufrir y no se encontraba cómoda en su presencia.

Andrés la escuchó atentamente, no creía que eso fuera verdad, la señora no era así, era tan

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dulce y tan buena que no era posible tal desvarío, además les quería mucho a los dos.

Poco a poco, la convivencia se fue haciendo más insoportable. Andrés le hacía cada vez menos caso y siempre se ponía de parte de la anciana, reprochando una y otra vez a su mujer la actitud que tenía para con ella.

Clara no aguantaba más y, después de una gran discusión, dijo que se iba con sus padres, que no podía vivir más bajo el mismo techo que la dichosa señora. Y, para su asombro, él no dijo nada. Ni siquiera trató de detenerla cuando se marchó.

Al quedarse a solas la señora y él, ésta le dijo:

-Deja que se vaya, no la necesitamos. Mejor estamos solos tú y yo. Ahora será sólo para mí. Me enamoré de ti cuando vine a llevarme al señor Julián, y ya no he podido apartarte de mi cabeza. Quiero que me lleves a dar un paseo por el río en tu barca.

En ese momento, Andrés lo comprendió todo, pero ya no había marcha atrás. La señora, o mejor dicho LA MUERTE, se había enamorado

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de él y no se podía hacer otra cosa más que obedecer.

A la mañana siguiente, se encontró la barca en medio del río, pero de Andrés no se volvió a saber nada.

Hay quien dice que, en las noches de luna llena, cuando el río se vuelve de plata, se oye un acompasado chapoteo y una risa satisfecha.

LA MUERTE ya tenía quien la paseara por el río.

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José maría elez espinosa CEPA Fco. Largo Caballero

Talavera de la Reina, Toledo

I El viejo puente

Desde siempre el viejo, que digo viejo… viejísimo puente, ha despertado en mí un sentimiento que nadie, sólo él, ha sido capaz de entender.

Es un puente de piedra con sólo dos ojos. Dice la gente que lo construyeron los Romanos, no sé si será cierto, tampoco se lo he preguntado nunca; y es que “mi puente” y yo solemos hablar. Sentado bajo sus arcos escucho en silencio… lo escucho lamentarse; me consta que sólo lo hace conmigo.

El viejo puenteEl viejo puenteEl viejo puenteEl viejo puente

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Se queja de que ya está muy mayor, que apenas siente las caricias del agua al pasar por sus ojos. No sé cómo explicarle que aquel arroyo ya casi no existe; tan sólo en invierno y si éste es lluvioso, un reguero de agua pasa por debajo de él. Visto desde la otra cara se podría pensar que mi puente llora.

Incluso sus piedras han perdido el color, lo veo pálido. La maleza, a modo de úlceras, ha crecido entre sus grietas y, en algunas partes, el paso del tiempo ha dejado escaras en su superficie.

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Para intentar animarle, describo de un modo pormenorizado el entorno en el que está enclavado, el maravilloso paisaje del que él mismo forma parte; pero él se lamenta diciendo que no puede verlo… que sus ojos cansados sólo sirven para acumular los sedimentos que el viento, y en ocasiones los hombres, dejan allí abandonados. ¡Qué molestias debe tener! Imagino que será parecido a cuando a mí me salta alguna mota de polvo a los ojos.

El caso es que a mi viejo puente lo veo más triste y más cansado día tras día; ya ni mis charlas le animan.

II Los sanadores

Hoy ha llegado al pueblo un grupo de jóvenes. Chicos y chicas alegres y bullangueros que se han ido directamente hacia el puente. Mientras unos limpiaban por dentro de los arcos que le sirven de ojos, otro grupo ha montado una estructura metálica que no me deja ver, tampoco me dejan acercarme.

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Aunque retirado, intento escuchar por si llega hasta mí algún quejido, alguna muestra de que mi puente está sufriendo daño; pero no oigo nada… es cierto que estos chicos (son de una Escuela Taller, o al menos eso pone en el furgón que les ha traído hasta aquí) le tratan con mucho mimo y mucho cariño. Yo les he bautizado como los sanadores de puentes.

Aún estarán varios días durante los cuales no podré acercarme, no podré verlo ni tampoco escucharlo.

III El nuevo puente

Tras varios días han desmontado la estructura y mi puente parece que ha dejado de ser viejo.

La maleza que afectaba sus piedras ha desaparecido, también las úlceras que el tiempo había dejado en su rostro, hasta su color es más saludable.

La pena es que han tapado sus dos ojos con dos mamparas de cristal y ya no podré sentarme dentro de él.

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La gente del pueblo dice que es para que no se acumule basura bajo sus arcos…

Aunque no pueda sentarme bajo sus ojos, sigo visitando, hablando y escuchando a mi puente.

Está mucho más feliz y eso se nota en su belleza, sólo lamenta no poder sentirme dentro de él, me dice, todo a causa de esos enormes vidrios que me colocaron. Yo lo consuelo diciéndole que no son vidrios cualesquiera, que son gafas para puentes con la vista cansada; que ahora puede ver mejor el paisaje donde se encuentra y que a partir de ahora ya no llorará más hilillos de agua.

Nadie lo ve… sólo yo… pero desde entonces, mi puente sonríe.

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María Dolores Romero Patón CEPA José María Iribarren

Pamplona

Un día la profesora nos dijo que teníamos que escribir un relato. La mayoría de la gente ha decidido contar su vida, pero a mí no me entusiasma ese tema. Nunca me ha gustado airear mi vida, porque considero que no es atractiva, en todo caso la considero muy común. Lo que me ha pasado a mí, le ha pasado al 50% de las mujeres que yo conozco. Por eso he decidido contar mi paso por la escuela, porque a mí me pasó como a muchas mujeres, que tuvieron que renunciar a ir a la escuela porque el hambre y el trabajo tenían prioridad.

Mi paso por la escuelaMi paso por la escuelaMi paso por la escuelaMi paso por la escuela

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Hoy, la profesora nos ha vuelto a recordar lo del relato. Confieso que estaba muy negativa, no era mi mejor día. No me explico por qué me pasa siempre lo mismo. Cuando estoy al límite de mis fuerzas, aparece milagrosamente alguien que me hace dar un giro radical y vuelvo a coger fuerza para hacer lo más adecuado. Hoy ha sido un día de esos que me sentía fatal. Era el último día de clase antes de Navidad. La profesora me ha recordado lo del relato y, al ver mi negatividad, me ha insistido de una manera muy especial que lo haga o, al menos, que lo intente. Esa forma que tiene de saber estar y conectar conmigo me ha hecho reflexionar y darme ese empujón que yo estaba necesitando. Así pues, os voy a contar mi paso por la escuela.

Cuando empecé la escuela recuerdo que tenía 52 años y aún no sabía lo elemental. Por causas laborales, me había quedado sin trabajo, porque la empresa donde yo trabajaba se cerró. Yo siempre había querido aprender, pero de pequeña, mi padre no me dejaba, porque tenía que ayudar a mi madre. Y mi padre no consideraba que fuese necesario para mí ir a la escuela.

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Con 14 años, me pusieron a trabajar y estuve en la misma empresa 35 años. Como he dicho al principio, me quedé sin trabajo y me apunté al paro. Como no me salía ninguna oferta, me coloqué en una casa para hacer trabajos domésticos. También, a la vez, siempre he cuidado de mis hijos, mi marido y mi casa.

Al tener más tiempo libre, se me ocurrió intentar a ver si podía aprender a leer, escribir y hacer cuentas. Esa era mi meta. Se lo comenté a una amiga y ella me ayudó para llegar hasta esta escuela.

El primer día lo recuerdo con mucho cariño. Estaba muy nerviosa pero me encontraba dispuesta a pasar por el trago. Recuerdo que la “seño” me dio unas preguntas para contestar y yo no sabía ni las vocales. Sin saber qué hacer con ello, cuando volvió la “seño” y me vio que estaba más colorada que un tomate, me dijo: -No te preocupes, que no eres ni la primera ni la última, pero si vienes a clase verás cómo vas a aprender-. Aquella profesora me dio mucha confianza y tranquilidad y en tres años hice grandes progresos.

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Por causas familiares, he tenido que suspender las clases muchas veces, pero siempre que he podido he vuelto. A lo largo de todo este tiempo he conocido a muchas profesoras que bien podría nombrarlas porque todas me han dejado una gran huella. De todas ellas guardo un recuerdo inolvidable en su forma de enseñar. Todas son unas grandes profesionales y saben enseñar a las personas mayores. Pienso que

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tienen un doble mérito. Yo, por lo menos, percibo en la clase que es muy difícil enseñar a los adultos. Ellas consiguen que nos sintamos a gusto y, cuando tenemos un bache, sea del tipo que sea, pierden su tiempo para escucharnos y darnos una buena dosis de moral. En esta etapa de mi vida deseo, más que nunca, seguir en clase.

También he aprendido que este tiempo que me dedico me hace sentir mejor persona y noto que los demás lo perciben y se benefician. Además, muy lentamente, me hace tener cierta autonomía para pensar y decidir. Por otra parte, tengo que reconocer que, con la edad que tengo, siento como si hubiera perdido el tren, pero yo misma me repongo y, como hay medios para llegar al lugar que deseo, lo intento por el medio de transporte que tengo en ese momento y así, llegar con todo el interés que puedo.

También, tengo que agradecer a mi familia que son comprensivos y respetuosos para que yo no falte a clase, porque les duele que no pude hacerlo en su momento. Además, siempre que les pido ayuda para resolver tareas de clase, me la dan. En esta nueva etapa de abuela, se

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me complica el asistir a clase, pero insisto y lucho contra viento y marea.

La escuela es, para mí, una puerta abierta a la esperanza; me da la vida y me hace tener confianza. Y creer que es algo mágico. Últimamente lo tengo más complicado porque todos me necesitan y se piensan que yo lo tengo que solucionar todo y estar al servicio de ellos las 24 horas del día.

Insisto que la escuela es el sueño de mi vida y me ha enseñado muchas cosas pero, sobre todo, me han enseñado a ser más persona y pensar un poco en mí. A mi familia la quiero y lucho por ella, pero no estoy dispuesta a renunciar a esta oportunidad que me ofrece la vida. Porque creo que, si lo dejase, los más perjudicados serían ellos y yo me convertiría en una persona insatisfecha.

Este curso ha sido el más difícil de todos para asistir a clase, pero también el más interesante. Para mí, es el que más fuerza me ha dado para seguir cada día. Esta forma de enseñar me estimula y me hace creer que puedo seguir adelante. Me siento feliz con lo que hago y pienso llegar a la meta que me comprometí:

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valerme por mí misma. Para esto sé que tengo que trabajar mucho y, sobre todo, no distraerme en las clases. Estos últimos años los valoro en mucho. Cuando entro en la escuela, procuro concentrarme y no distraerme con nada. Esta hora y media es sagrada para mí. A lo largo de todo este tiempo he hecho muchos esfuerzos para conseguir concentrarme en clase y sacar más provecho de lo que me enseñan. También es mi tiempo libre y lo quiero aprovechar. Me doy cuenta de que, a causa de la edad que tengo, retengo poco y sólo faltaba que la escuela me la tomase en broma.

Además, mi concepto de ella es que tiene que ser un lugar tranquilo y relajado, para mí es un pulso personal para mantener y seguir aprendiendo lo que tanto me cuesta retener.

También a mis nietos les estoy dando un ejemplo de constancia y motivación, y noto que a ellos les entran ganas de estudiar.

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CARMEN SANZ VELILLA CEPA Codef. Fundación Adunare

Zaragoza

Onur era el hijo pequeño de una familia humilde. Vivía en un país lejano y extraño. Su paisaje estaba formado por inmensas rocas que surgieron por la erupción de los volcanes. Los habitantes de este lugar habían aprovechado estas formaciones para hacer de ellas sus hogares. Tuvieron que excavar, tallar, e hicieron dibujos representando su día a día. El agua era muy escasa, apenas crecía vegetación, por lo que el verde del país se componía de cactus y algún arbusto medio seco.

El jardineroEl jardineroEl jardineroEl jardinero

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Cuando, por casualidad, Onur veía brotar una pequeña flor, se quedaba extasiado.

En sus sueños veía un estallido de colores que él, en la realidad, jamás había visto. Esto le hacía pensar que quizás, en alguna parte de la tierra, podían crecer flores grandes, pequeñas y de distintos colores.

Lo que Onur no sabía entonces es que su sueño iba a hacerse realidad.

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Pasaron los años y Onur se convirtió en un joven fuerte, trabajador y decidido. Y un día llegó a sus oídos una noticia: en el otro extremo del país existía una Ciudad Palacio situada en lo alto de una colina y rodeada de muchos árboles y plantas de todas las especies.

Pero algo muy raro estaba sucediendo allí porque toda aquella belleza se moría.

Onur, muy seguro de sí mismo, exclamó: ¡Yo conseguiré parar ese desastre! Y dicho y hecho, se puso en camino.

Al llegar al Palacio, vio que lo que allí sucedía era peor de lo que había imaginado.

Se puso muy triste y lloró, lloró y lloró. Tanto lloraba que, donde cayeron sus lágrimas fue naciendo un manantial de aguas blancas, blanquísimas que se fueron deslizando colina abajo esculpiendo la roca y formando pequeñas lagunas blancas, hasta que en el fondo del valle, a los pies de la colina, se formó un gran lago donde acudieron a anidar distintas clases de aves.

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Cuando Onur fue consciente de lo que allí sucedía, se puso manos a la obra. Tenía toda el agua que quería y, con mucho trabajo y paciencia, transformó aquel desastre en un auténtico vergel.

Un día de primavera, vio como los árboles eran frondosos, los setos que había plantado crecían fuertes y las flores iban abriéndose formando un abanico de colores hasta hacerse realidad su sueño; y es que: ¡¡allí estaba el estallido de colores!!

Dicen que en pocos lugares puede verse una puesta de sol tan impresionante. En la cima de la colina, la Ciudad Palacio bordeada de frondosos jardines de intensos colores y, como si brotara de ellos, el agua blanca, tan blanca que parecía nieve, deslizándose y llenando las pequeñas balsas y el gran lago. En el firmamento el sol, grande, rojo, redondo, diciendo “adiós”.

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Fernando Abraín ha sido una persona muy especial para el Centro de Educación de Personas Adultas CODEF de la Fundación Adunare. Importante, trascendente, simboliza el tesón y la entrega del voluntariado, que ejerció ininterrumpida-mente desde 1982 hasta su muerte, en el año 2004.

Como profesor de Graduado Escolar, en el horario nocturno, supo conjugar como nadie el papel de educador con el de amigo de las personas que partici-paban en sus grupos. Conservó siempre la relación con ellas, pro-moviendo un encuentro

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anual de cada promo-ción para disfrutar de la tertulia, impartiendo lecciones de vida con cada uno de sus comentarios, siempre centro de atención e interés para todos. Docente –como a él le gustaba definirse- e incansable orador y tertuliano, mago de la palabra.

Fernando ayudó a cientos de personas a despertar al sabio que llevaban dentro. Sus clases se impartían en el aula, pero también y sobre todo en el monte, de excursión por los pueblos más recónditos o en su casa, museo del saber. Y promovió co-mo nadie el encuentro

entre educadores, la relación más allá de la coordinación, el gusto por aprender juntos, las jornadas pedagógicas de formación de formadores...

Rendirle homenaje con este certamen de relatos es mantener vivo su recuerdo a través de la palabra, aunque sea escrita y no hablada, porque podrá ser leída y compartida, promoviendo la valo-ración y la superación personal de quienes la escriban, tal como Fernando habría hecho en una sesión de creación literaria, un viernes cualquiera de 8 a 10.