En tiempos de druidas kelly dreams

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No volvería a creer en sus palabras.Shadow dejó de creer en cuentosde hadas y finales felices. La magiase extinguió el día en el que elhombre al que entregó su corazónla abandonó sin explicación alguna,dejando tan sólo su recuerdo. Leconoció por casualidad, el objetivode su cámara fotográfica habíacapturado su sonrisa… Un sueñoque resultó ser tan efímero comosus palabras. Ahora, dos añosdespués de su partida, él haregresado y está dispuesto a entrarnuevamente en su vida de una

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manera que podría hacerla cambiarpor completo. Dejarla fue difícil,pero nada podía compararse altemor de perderla de nuevo.Como uno de los cuatro druidas delos cenel, la tarea de Dominic esencontrar a la Prometida deDalriada, la mujer de la que se haprofetizado que uniría a los clanes ylibraría a una tierra regada con lasangre de inocentes del mal que laaqueja. Poco podía imaginar él queesa mujer era Shadow, aquella a laque abandonó dos años atrás. Sóloella contaba con el poder y lavoluntad suficiente para desafiarle y

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convertir la única esperanza para supueblo en el más desesperado delos infiernos.Sólo un druida podía destruirla oconvertir su leyenda en unarealidad. Perdida en una épocaextraña, con cuatro druidasguardianes custodiándola y retazosde un olvidado pasado acechandosu alma, Shadow tendrá queenfrentarse a la esperanza de unpueblo moribundo y a un poderosoejército que no dudará en darlemuerte.Regresar a casa se ha convertido enla más urgente e importante de las

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metas, especialmente desde que élpodría convencerla de lo contrario.

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Kelly Dreams

En tiempos dedruidas

ePUB v1.1theonika 20.05.13

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Título original: En tiempos de druidasKelly Dreams, 2012.

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Prólogo

Año 815 d.C.Castillo de Duntrune, Crinan

El diablo había abandonado su hogarpara penetrar en el castillo con toda sufuerza y crueldad. Las piedrascentenarias estaban siendo testigos de lacodicia de los hombres y desgarradoresgritos se elevaban entre el humo y elfuego. Ecos de dolor dejaban su huellaen las gruesas paredes, mientras Carolansemovía entre los cadáveres y losmoribundos. Su señor había sidotraicionado por aquellos a los que había

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invitado a su mesa. El ataque llegó deimproviso, poniendo en peligro todo loque amaba; la tierra de sus ancestros, supropio hogar.

¿Cómo no lo había visto venir? ¿Porqué los dioses habían decididopermanecer silenciosos ante aquelladesagradable matanza? Ella era la AltaDruidesa de Dalriada, la guía espiritualdel pueblo. Sus visiones habían evitadoanteriormente muertes innecesarias.Ahora, sin embargo, todo lo que veía ensu mente era oscuridad. Los susurrosque oía en su alma se habían callado,dejándola indefensa ante los ardides delos hombres de Northumbría; los

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asesinos de su gente.Robertson quería el trono de

Dalriada y estaba dispuesto aconseguirlo, así tuviese que matar asangre y fuego a cada uno de loshabitantes del castillo.

Nuevos gritos le helaron la sangre.A través de una de las ventanas, observócon horror la carnicería que se producíaen el exterior; aquello era más de lo queella podía soportar. Esos salvajes con elcuerpo pintado se habían aliado con susenemigos, engrosando sus filas,pertrechando toda clase de crímenes,trayendo a estas tierras la muerte.

Con el corazón encogido, atravesó

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rápidamente los oscuros corredores.Hacía rato que el ruedo de su falda sehabía empapado con la suciedad delsuelo y la sangre de los caídos.

Su piel blanca se había vueltocetrina y a duras penas conseguíamantener la frugal cena en suconvulsionado estómago.

Los gemidos de los moribundos lahicieron vacilar, pero no había nada quepudiese hacer por ellos, debía cumplircon la palabra dada a su Señor y poner asalvo a los niños. Ellos eran el futuro, laúnica esperanza que le quedaba a unreino que se teñía de sangre.

Recogiéndose las faldas apresuró el

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paso, sus pequeños pies no hacían ruidoalguno sobre los suelos de piedramientras la conducían hacia su meta.Rogaba a los dioses —que ese díaparecían haberla abandonado—, que elpasadizo no hubiese sido encontrado yque los niños la esperaran en suescondite, sanos y salvos. Runa, lamujer sabia de uno de los clanesaliados, estaba con ellos y protegería alos jóvenes príncipes con su vida. Teníaque confiar en ello.

—Mami… —escuchó una suave einfantil voz, procedente de algún lugar alfinal del corredor—. Mami, despierta…

Un escalofrío la recorrió de pies a

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cabeza dejándola paralizada. Había algoen aquella voz… Sacudiéndose elmomentáneo estupor, aceleró el paso.Sus ojos marrones buscaronfrenéticamente en la dirección de la queprocedía aquel melodioso sonido. Unospasos más allá, tras el umbral de unapuerta abierta a la derecha, se encontrómirando cara a cara a la muerte.

Un hombre yacía en el suelo, bocaabajo, en un gran charco de sangre. Ajuzgar por sus ropas se trataba de uno delos soldados de Northumbría. Su cabezahabía sido golpeada con algocontundente, pero era el atizadorclavado en su espalda el que la

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sorprendió.Dirigió la mirada más allá del

cadáver, dónde yacía una mujer y unaniña pequeña abrazada a ella. Dado elestado de sus ropas y la sangre que lecubría las manos y piernas, habíapresentado una dura batalla antes de darmuerte a aquel bastardo.

—Mami… —volvió a escuchar lavoz de la niña que se apretaba contra lamujer y que ahora la miraba a ella converdadero terror en sus inocentes ojos—. Mi mami no despierta…

Las palabras de la niña volvieron atocar algo en su interior y sus ojos seencontraron brevemente con los de la

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pequeña; un momento de conexión que lahizo ponerse rápidamente enmovimiento. En dos zancadas atravesóel cuarto, sorteando el cadáver delsuelo, para arrodillarse al lado de lamujer cuya vida se extinguía conrapidez.

—Mi mami no abre los ojos —insistió una vez más el susurro infantil.

Forzando una dulce sonrisa en elrostro, extendió una mano hacia laovalada carita de la niña para borrar asísus temores, pero no llegó a tocarla. Losdébiles dedos que se posaron sobre sumano atrajeron de inmediato su atenciónhacia la agonizante mujer. Ésta había

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abierto sus apagados ojos y se esforzabapor decir algo a través de sustemblorosos labios.

—¡Mami! —exclamó la niña al verel gesto de su madre.

La mujer intentó apretar los dedos entorno a su mano.

Su mirada era implorante mientras lasangre resbalaba de sus labios.

—Ella… Pro… protégela…Sabía que la mujer estaba a las

puertas de la muerte, a punto de cruzarel umbral, y se aferraba con fuerza aunos últimos hilos de vida paraasegurarse de que su hija permaneceríaa salvo.

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—La… la ma… matarán…Ella se inclinó sobre la madre,

acariciándole la frente, para transmitirlepaz y tranquilidad. Lo único que podíahacerpor aquella mujer era permitir quepartiese en paz.

—Shh. Ella estará bien —leaseguró.

La mujer no parecía convencida,pues sus labios seguían moviéndose apesar de que de ellos ya sólo salía undébil rumor. Frunciendo el ceño, seinclinó sobre ella ladeando la cabezapara tratar de escuchar las últimaspalabras de la moribunda; unas palabrasque la dejaron sin aliento.

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Finalmente la mujer exhaló su últimosuspiro, dejando sola a la pequeña quese aferraba a ella en un mundo en guerra.

Murmurando una rápida plegaria porsu alma y descanso, sus ojos marronesse volvieron hacia la niña antes deextender los brazos en una mudainvitación.

—Ven conmigo, pequeña —murmuró con dulzura—. Ella ya hapartido.

La niña parpadeó. Sus enormes ojosviajaban de la desconocida a su madre.

—Quiero a mi mami.Asintiendo, tomó en brazos a la niña

y, con el primer contacto, regresaron las

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visiones que le habían sido negadasanteriormente. La dimensión de lo quevio la dejó tambaleante y sin fuerzas.Con la mirada clavada en aquellosinocentes ojos verdes, se perdió en lasimágenes que los dioses le enviaban unavez más a través del aisling; el sueño delos videntes.

—¿Por qué no abre los ojos?Parpadeando para alejar las

lágrimas que habían empezado aempañarle la vista, abrazó a la niña,miró una última vez a la mujer y recogióel pequeño fragmento de madera talladaque pendía de un cordón que la damaaferraba en la mano. Grabado en su

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interior había un nombre. Rápidamentese lo colocó a la niña en torno al cuello,entregándole el único recuerdo quetendría de su madre y que se convertiríaen el instrumento que un día ladevolvería a su hogar.

Los dioses eran sin dudacaprichosos, pero le habían concedidoaquello que, llegado el momento, supueblo necesitaría.

Quitándose su propio plaid,envolvió a la niña y se incorporó. Erahora de ponerse en marcha, debíareunirse con Runa y los niños yabandonar el castillo antes de que losprimeros rayos del alba tiñeran la tierra.

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—Ahora, tienes que quedarte muycallada. Muy quieta —susurró a la niña,echando su peso sobre la cadera.

—Quiero ir con mamá —musitóésta, intentando liberarse de la mantapara regresar con su madre.

A ella se le encogió el corazón.¿Cómo explicar a esa pequeña criaturaque su madre jamás volvería?Sacudiendo la cabeza, la arropó denuevo y la apretó contra su cuerpo,saliendo a los oscuros corredores quepoco a poco se iban llenando de humo.

Para entonces el castillo era un caos.El aire se hacía cada vez másirrespirable, lo que la obligó a cubrirse

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la boca y la nariz con la manga de suvestido para atravesar rápidamente elcorredor.

Su meta estaba oculta bajo uno delos pocos tapices intactos que colgabande la pared. Haciéndolo a un lado, tomóuna de las antorchas que todavía ardíaen su soporte y penetró en la húmeda yresbaladiza oscuridad del túnel que seabría a partir de ese punto. Éste seextendía a lo largo de un angosto pasajehasta la rocosa playa que bordeaba elcastillo de Duntrune, lugar desde el quepodrían acceder a las pedregosascolinas y amplias praderas del MoineMhor, la Gran Alfombra de Musgo.

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Ecos de murmullos llegaron despuésde un asfixiante y agotador descenso. Latenue luz, procedente de alguna antorcha,señalaba el camino hasta la sala depiedra en la que encontró a los niñosaferrados a las faldas de la muchachasde más edad y escudados por Runa, unamujer de apenas pasada la treintena,pero que no dudaba en alzar un palo amodo de defensa para proteger aaquellas criaturas de cualquier amenaza.

—¡Por amor de la Diosa, Carolan!—exclamó, bajando el arma con unaudible resuello—. Pensé que no loconseguiríais.

Ella le sonrió cálidamente en

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respuesta y acomodó su pequeña carga,sosteniéndola todavía contra su cuerpo.La niña había permanecido en completosilencio desde el momento en el quehabían abandonado la habitación,durmiéndose en sus brazos.

—¿Otro niño? —preguntó Runa conobvio alivio. Eran conscientes de que elasalto no estaba dejando a nadie convida.

Asintió y le tendió a la pequeña. Susojos buscaban ya entre el grupo de niñosa aquellos a los que era primordialponer a salvo.

—¿Son ellos los únicos? ¿Y Alana?La mirada en los ojos de Runa, que

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ya acunaba a la dormida niña en susbrazos, se oscureció. En ellos se reflejóla pena y el dolor, dando respuesta a supropia pregunta sin necesidad depalabras.

—Kenneth está con los niños,Carolan —aceptó por fin, volviéndosepara que ella pudiese ir a su encuentro—. El otro muchacho permanece a buenrecaudo. La niña, en cambio… —su vozse perdió dando un claro significado.

Una punzada de dolor llenó supecho, pero se obligó a hacerlo a unlado. Ya llegaría el momento de llorar aaquellosque ya no estaban. Ahora suprioridad era poner a salvo al heredero

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y al resto de los niños.—El McEochaid ha ordenado

ocultarlos entre los clanes aliados.Nadie debe saber su procedencia o susantiguos nombres —declaró finalmente,observando uno a uno a los pequeños y alas jóvenes que habían logrado escaparde la masacre que estaba teniendo lugaren el castillo—. Mantendremos a loshermanos juntos, siempre y cuando esosea posible.

—¿El Rey…? —la pregunta de Runaera clara.

Ella negó con la cabeza. Su miradase encontró finalmente con la delheredero. Aquel muchacho de ocho años

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había heredado los rasgos de su madrey, aún así, el porte y la orgullosabarbilla, aún infantil, eran un vivorecordatorio de su as cendencia y delvaleroso guerrero que lo habíaengendrado.

—Padre no va a venir, ¿verdad, MiSeñora? —murmuró el joven Kenneth enrespuesta.

Ella se lamió los labios y caminóhacia el muchacho, acuclillándose frentea él.

—Vuestro padre es un gran guerrero,joven Kenneth —respondió tomando susmanos entre las suyas—. Y como tal,permanecerá al lado de sus hombres

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hasta el final. Vos debéis ser fuerte yhonrar su nombre. Un día, lo que hoy oses arrebatado os será devuelto. Hastaentonces, debéis permanecer oculto, asalvo y preparándoos para el futuro.

El niño alzó orgulloso su rostroinfantil.

—Un príncipe de Dalriada no seoculta, lucha hasta el final —arguyó,como quien repite algo que se le hadicho muchas veces.

Sonriendo, le acarició la mejilla yfinalmente se levantó, dándole laespalda para dirigirse ahora a Runa, quesostenía aún la preciosa carga en brazos.

—Runa, debes conducirlos hacia las

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montañas —resolvió, sorprendiéndolacon sus palabras—. Os ocultareis en elbosque hasta que sea seguro retomar lamarcha.

Los ojos marrones de la sabia delclan de Kyntire se entrecerraron conobvia sospecha y aprensión.

—Tienes que ir con ellos —insistióella, recuperando el dormido bulto desus brazos—. Mi misión y destino hancambiado, ahora lo sé. Tengo que llegara Kilmartin antes del solsticio. Deboponer a salvo a esta criatura, cueste loque cueste; ella es la única esperanzapara esta tierra.

Ella se encontró con la mirada de

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Runa, que se la sostuvo durante unosinstantes. A pesar de que la sabia aúnera joven, había demostrado con crecessu valía y entendía mejor que nadie lasmaneras de los druidas. No hubovacilación ni preguntas y, haciendo a unlado la manta a cuadros, sacó del morralatado a su cintura un pedazo de tela y uncuchillo. Sin pensárselo dos veces, sehizo un pequeño corte en la palma de lamano y manchó la tela con su sangreantes de entregársela.

—Carolan, esto os ayudará sipretendéis utilizar los liths para abrir elportal —le dijo, devolviendo elcuchillo a su lugar. Después miró a la

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niña—. Esperaré su regreso.Ella, aun siendo la Alta Druidesa de

Dalriada, inclinó la cabezarespetuosamente antes de sujetar mejorsu carga y mirar al joven príncipe unavez más.

—Protégelo —murmuró, volviendoa mirar a Runa—. Tiene un camino muylargo por delante.

La sabia asintió. En sus ojos se veíauna silenciosa promesa.

—Me ocuparé de que no se vuelvatan arrogante y terco como su padre —aceptó con sencillez—. Viajad a salvo,Carolan, y cumplid con vuestro destino.

Con una última inclinación de

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cabeza, ella arropó contra su cuerpo supreciado peso y se perdió por el últimotramo de pasadizo que conducía a laplaya, dispuesta a llevar a cabo la tareaque le habían encomendado los dioses.

La oscuridad y el aroma a salitre lasrecibieron nada más abandonar larelativa seguridad de su escondite. Lasllamas iluminaban las piedras,convirtiendo la silueta del castillo en unespectro infernal que actuaba como elperfecto escenario en aquella siniestranoche. Las estrellas en el cielo parecíanhaberse apagado, o huido, y la luna sehabía negado a brillar, sumiéndolo todoen una mortecina oscuridad que

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ocultaría sus pasos.Por delante le esperaban largas

jornadas de viaje, no podía demorarsemás. Sabía que por encima de cualquierotra cosa, la buscarían. Elnorthumbriano no descansaría hasta versometida a la Alta Druidesa de Dalriadaarrodillada ante su nuevo señor, omuerta, si ése era su deseo.

Y ella sabía que jamás searrodillaría ante el usurpador.

Sólo había un rey para Dalriada yrogaba a sus volubles dioses quepermitiesen que el elegido ocupase undía ese lugar.

La lluvia eligió su segunda noche de

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viaje para regar los campos y complicarsu avance. No era fácil para una mujeratravesar sola aquellos inhóspitosparajes, mucho menos si llevaba consigoa una pobre criatura hambrienta yagotada, que retrasaba su marcha. Lajornada anterior había confirmado sutemor de que estuviese siendoperseguida, vio a los hombres en lo altode las colinas estableciendo sucampamento. No sabía si habría másbuscándola, pero no podía darse el lujode averiguarlo.

Un ensordecedor grito atravesóentonces la amplia llanura, deslizándosepor su espalda como un mortal aviso de

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que el tiempo se agotaba. El miedo y laurgencia dieron alas a sus pies,lanzándola a una carrera desesperada.No se atrevía a mirar atrás por temor aver qué era lo que las perseguía. Aquelalarido volvió a repetirse, en estaocasión desde algún punto hacia el sur,siendo contestado por otro desde eloeste. Sonaban cerca, demasiado cerca.

La falta de aire le quemaba lospulmones. Sus brazos rodeaban confuerza el menudo cuerpo mientrasvolaba sobre la amplia planicie depastos en dirección a un viejo cúmulo depiedras.

—Tienes que ser fuerte, mi estrella

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—jadeó, apretando su preciada cargamientras reunía todo su poder yconcentración para la tarea queaguardaba ante ella—. Tu destino no hahecho más que comenzar. Cuando llegueel momento, él irá a por ti. Él guiará tuspasos de nuevo al hogar y tú guiarás lossuyos.

Demasiado pronto, el inconfundiblesonido de los cascos resonó en el aireuniéndose a los gritos y alaridos de susjinetes. Estaban ya a pocos metros de laspiedras. No podía rendirse ahora, nocuando estaba tan cerca.

Dejando a la criatura en el suelo,giró sobre sus pies. Varios guerreros

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saltaban ya de sus caballos mientrasotros corrían hacia ellas con sus rostrosy piel pintados de negro y blanco,blandiendo en alto sus afiladas ymortales armas.

—No la tocaréis —musitó con losdientes apretados antes de comenzar acaminar hacia la linde del círculo.

—¡Caro! —oyó que la llamaba laniña.

—Permanece quieta, mi estrella —insistió, deteniéndose de espaldas a lapequeña, fuera del círculo—. Todo irábien, no permitiré que nadie te alcance.Cuando llegue el momento, estoshombres pagarán por la sangre que han

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derramado sobre la tierra de losdruidas. Para los vengadores, tú serás subandera, su estandarte y su clan. Sólo túles conducirás a la verdad, al hogar, ydevolverás la paz que hoy nos ha sidoarrebatada. Los dioses te han elegido,mi pequeña princesa. En ti deposito mife, mi esperanza y mi promesa,Prometida de Dalriada.

Los hombres estaban cada vez máscerca, acortando rápidamente ladistancia, dispuestos a dar muerte aambas. Sin perder un segundo, alcanzóel trozo de tela manchado con la sangrede la sabia del clan, extrajo un pequeñocuchillo y se hizo un rápido corte en la

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palma, imprimiendo también su huellamientras rogaba a los dioses que aquellofuese suficiente para abrir el portal.

El cielo fue atravesado por uncegador rayo al que siguió un fuerteestruendo, como si éste estuviese dandosu beneplácito para llevar a cabo elritual. El viento se levantó, azotandotodo a su alrededor, tironeando de sufalda con fiereza y moviéndole el pelo.La tierra bajo sus pies empezó a vibrarcuando un nuevo rayo atravesó lasnubes, seguido de un estremecedorestruendo, y las primeras gotas de lluviase convirtieron en miles.

Toda la Naturaleza acudía a su

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llamada, brindándole el poder necesariopara cumplir con su cometido.

—Levanta el Velo para mí —su vozsonó clara, profunda, coreada por milvoces. Poder en estado puro—. Álzalo ydivídelo. Muéstrame el pasaje. Hoy tehago entrega de aquélla que te ha sidoprometida. Tomo la sangre que tiñe tusuelo y la mezclo con la mía. Soy tusierva, tu súbdita y tu más fiera aliada.Suplico que acojas en tu seno a laprotectora. Ella será el estandarte de tustierras, la vida de tus ríos, tu más fielPrometida. Que su luz ilumine a losverdaderos reyes de Dalriada hasta elfinal del camino.

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Un nuevo rayo iluminó el cielo ygolpeó la tierra con furia.

—Guíala y protégela. Ábrele laspuertas y condúcela en su viaje. Acógelaen tu sabiduría y fuerza; acúnala en tuluz y amoroso calor, y libérala de laoscuridad hasta su regreso a estas tierras—tomando una profunda bocanada deaire—. ¡Qué se alce el Velo!

Otro relámpago iluminó la llanura yel rostro de los demonios que seabalanzaban hacia ella, con la muertegrabada en sus rostros, impactó confuerza a su alrededor estremeciendo elcúmulo de rocas y rompiéndose en unrápido fogonazo que trajo consigo el

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más sepulcral de los silencios.Ahora el círculo de piedras estaba

vacío, La visión se había cumplido yella se volvió hacia aquellos monstruosque habían llegado para darle caza. Nobajaría los brazos; sus fuerzas se habíanagotado, pero presentaría batalla hastael final.

—Regresará… —susurró,volviéndose para encarar la muerte—. Yentonces, todos pagaréis por vuestrospecados.

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Capítulo 1

En la actualidadPaseo de los Menhires, A Coruña

El graznido de las gaviotas quevolaban por encima de su cabeza hizosonreír a Shadow. Si miraba haciaabajo, podía ver cómo las olas rompíana los pies de la pequeña ensenada. Labajamar había dejado al descubierto loscantos rodados de color blanco que elagua no tardaría en cubrir. La naturalezasalvaje y agreste de aquel parajesiempre le llamaba la atención.

Había perdido la cuenta de las veces

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que había ido allí a tomar fotografías delpaisaje y de la Torre de Hércules, elfaro romano en funcionamiento másantiguo del mundo, que esa mañana serecortaba contra el horizonte cubiertopor un halo de niebla; algo tan habitualcomo el viento que ahora mismotironeaba de la falda de su vestido yenmarañaba su pelo.

Respiró hondo, empapándose en elolor a salitre y sonriendo con el rostroalzado hacia el sol. En aquel hermoso lugar siempre encontraba paz. Sus ojosverdes vagaron por el parque,absorbiendo cada pequeño detalle de sualrededor, y le sorprendió encontrarse

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con tanta gente. Cuando dejó el coche enel aparcamiento de la Torre y recogió suinseparable cámara de fotos delmaletero, ya había reparado en los dosautobuses aparcados al final del parking.El acento del grupo de personas con lasque se cruzó a la altura de la esculturadedicada a Breogán, que presidía elcamino empedrado que ascendía haciala Torre, tenía matices inconfundibles;debía de tratarse de alguna excursiónprocedente del sur, el deje de losandaluces era inconfundible, comotambién lo eran la vitalidad y eldesparpajo que mostraban a una hora tantemprana.

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La mañana se había presentadosoleada y el viento frío que se alzabadesde el mar evitaba que el ambienteresultase sofocante. No era común que afinales del mes de mayo se produjesentemperaturas tan elevadas. Al contrario,el clima propio de la zona tendía a lahumedad y las lluvias incluso en plenojulio.

Haciendo a un lado suspensamientos, continuó su caminocuando un juguetón perro dorado pasócorriendo a su lado con una pelota en laboca y el pelaje ondeando al viento. Unpar de ciclistas paseaban por losempinados y tortuosos senderos que

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recorrían todo el parque de la Torre. Nolejos de ella, una mujer mayor, sentadaen uno de los bancos de respaldo curvo,perfecto para ver el cielo estrellado porla noche, sonreía mientras extraía migasde pan de una bolsa blanca y lasesparcía entre el grupo de palomas yalguna que otra gaviota que habíanacudido para darse un banquete a suspies.

Ella se agachó cuando un par deaves bajaron planeando sobre su cabezapara ir a posarse con gracia a los piesde la mujer, picoteando con gula elinesperado regalo. La imagen hizo queencendiese la cámara para dirigirla

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hacia la anciana y las palomas. Ésta giróen ese instante el rostro hacia ella; unacara de facciones dulces y ojos amablesque le daban una apariencia mucho másjoven de la que ella le había supuesto enun principio. Apartando el dedo deldisparador, bajó la cámara con un ligerorubor cubriendo sus mejillas.

—Lo siento —se disculpó,caminando hacia la mujer al tiempo queseñalaba a los animales—. Me hallamado la atención la manera en que laspalomas y las gaviotas se arremolinan asus pies, no era mi intención molestarla.

La mujer se limitó a sonreírle concalidez mientras metía la mano en la

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bolsa y sacaba otro puñado de migasque lanzó a sus pies, como si supresencia sólo hubiese sido unamomentánea intrusión.

Ella la contempló con ciertavacilación antes de enfocar al suelo yhacer un par de rápidas fotos. Algunasde las palomas alzaron el vuelohaciendo que se girase para captar enuna instantánea la inesperada escena.Como era habitual, el rumor del mar y labrisa del viento acariciaban y mecíanlas plantas y flores que se aferraban coninsistencia a los bordes de la costa,llamando su atención. Se entretuvodurante un buen rato inmortalizando

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repetidamente aquel panorama; una detantas escenas que se clonaba sindescanso en aquel trozo de tierra.

Satisfecha con el resultado, se dio lavuelta con intención de murmurar unaeducada despedida, pero todo lo queencontró fue un asiento vacío. Laspalomas y las gaviotas seguíancomiendo el pan en el suelo, algunasincluso habían subido al banco demadera para comer del interior de labolsa blanca; pero no había ni rastro dela mujer.

Frunciendo el ceño, pasó la miradapor las inmediaciones intentandolocalizarla. Por uno de los senderos,

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paralelo a las pistas deportivas, paseabauna pareja y uno de los ciclistas con losque se había cruzado antes hacía elcamino de regreso, pero la mujer quehabía estado alimentando a las palomasno estaba por ninguna parte.

Un inesperado escalofrío le bajó porla espalda. De manera inconsciente, susdedos se cerraron alrededor del viejocolgante que llevaba en torno al cuello ycomenzó a acariciarlo.

—Vaya, esto sí que ha sido raro —murmuró, notando bajo los dedos elrelieve de las líneas grabadas en él.

Tras unos breves instantes, sacudióla cabeza haciendo a un lado la alocada

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idea que una y otra vez aparecía en sumente y dirigió de nuevo el objetivo desu cámara hacia el banco en el que habíaestado sentada la mujer. Sacó una últimafoto y continuó por el sendero queconducía al enorme cuerno de metaloxidado que presidía uno de lossalientes, unos cuantos metros más abajode su posición. Por fortuna el mar estabaen calma, ya que de lo contrarioacabaría recibiendo una rociada de aguafría y salada muy refrescante.

Mientras Shadow se alejaba hacia elnuevo objeto de su interés, una de laspalomas que había estado picoteando elpan del suelo levantó el vuelo, sólo para

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volver a posarse unos metros más allá; alos pies de la misteriosa mujer, queobservaba la partida de la chica.

Su mirada sagaz seguía cada uno delos movimientos de Shadow. Estiró suscarnosos labios en una suave sonrisaque consiguió iluminar su rostro de pielclara, surcado con alguna pequeñaarruga que no le restaba atractivo.

—Se acerca el momento de regresar,mi estrella —habló en un idioma que nose había escuchado antes en aquellastierras que compartían sus mismasraíces celtas.

Su gaélico era antiguo, con unprofundo acento procedente de un reino

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cuya memoria se había perdido con eltranscurrir de los siglos; un lugar queaguardaba oculto en los pliegues deltiempo, corriendo paralelo al mundoactual, esperando la llegada de laPrometida de Dalriada.

—El momento está cerca.El corredor del área de embarque

del aeropuerto de Alvedro, en la ciudadde A Coruña, era un pasillo que ya habíarecorrido con anterioridad. La únicadiferencia radicaba en el motivo de suvisita. En esta ocasión, los asuntos quetraían a Kieran Dominic McTavish avisitar la pintoresca ciudad gallegadistaban mucho de ser apetecibles. Si

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cabe, eran más bien todo lo contrario,pues se presentaban ante él como elmayor de los desafíos posibles.

—No dejan de asombrarme estoscacharros —comentó el hombre deprofunda voz masculina que loacompañaba. Su acento no parecía tanevidente cuando hablaba en su idiomanatal—. En un par de horas son capacesde trasladarte de un país a otro,atravesando montañas y océanos.Aunque son un poco pequeños para migusto, prefiero poder moverme a misanchas.

Él echó un fugaz vistazo a sucompañero e ignoró el incesante

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parloteo. No tenía tiempo para pensar enAedan y sus descubrimientos sobre estanueva época tan ajena a la de ellos.

Al menos su amigo había dejado dedesmenuzar y estudiar todo aquello quese movía o emitía alguna clase desonido extraño, para continuar con lafase de asombro e inmediato interés quelo mantenía en un eterno estado deexcitación y hambre de conocimiento.

Asegurando la mochila al hombro,siguió al resto de los pasajeros con losque ellos habían compartido el vuelo,pasando a través de las puertas deseguridad hacia la zona de recepción deequipajes. La gente se reunía alrededor

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de las cintas esperando para recoger lasmaletas, mientras otros ya llevaban elequipaje consigo camino de la salida.

—¿Cuánto tiempo tendremos quepasar aquí exactamente? —insistióAedan, posando la mano sobre suhombro para captar su atención—.Empiezo a acostumbrarme a esta época,pero no puedo dejar de pensar que nosnecesitan en…

La frase de su amigo quedóinterrumpida, sustituida por elincomprensible exabrupto que surgió desu boca al tiempo que daba un pequeñosalto hacia atrás. Aquella mujer parecíatener la suficiente prisa como para

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pasarle las ruedas del carro de lasmaletas por encima los pies y no darsecuenta hasta un par de pasos más allá.

—Oh, Dios, cuanto lo siento, yo…—empezó a excusarse la joven,volviendo sobre sus pasos paracomprobar el daño que habíaprovocado. Los compungidos ojosmarrones vagaron del hombre queparecía estar mascullando alguna cosaen un idioma que no conocía a suacompañante, pero la disculpa queestaba a punto de abandonar sus labiosquedó ahogada bajo la repentinasorpresa—. ¿Dominic? ¿DominicMcTavish?

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Al escuchar su nombre, él alzó lamirada confirmando la sospecha que leasedió al reconocer aquella vozfemenina. Se quitó las gafas oscuras quehasta el momento habían cubierto susintensos ojos color miel y la saludó.

—Anna Foreman —declaró,confirmando la identidad de la mujer.Alta y esbelta, vestida con un femeninotraje de chaqueta y pantalón, lo mirabacomo si no pudiese dar crédito a supresencia—. Ha pasado muchotiempo…

Se dirigió a la mujer en inglés,haciendo que su voz sonase mucho mássuave, matizada por el pesado acento

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que le otorgaba su propio idioma.Ella asintió, bastante sorprendida, al

encontrárselo de nuevo en aquellaciudad.

—¿Cómo tú por aquí? —su preguntafue directa, sin subterfugios. La censuraen su voz, más que obvia—. ¿Asuntos detrabajo?

Él esbozó una irónica sonrisa, perodecidió contenerse. Ella no necesitabasaber los motivos de su presencia en laciudad. De todos modos, tampoco eraalgo que pudiese compartir.

—Algo así —contestó en cambio, yseñaló las puertas con un movimiento dela barbilla—. No quisiera retrasarte, es

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obvio que llevas prisa.Ella se sonrojó. La indirecta en su

voz era clara y definitiva. Anna se giróentonces hacia Aedan, que observaba elintercambio entre los dos concuriosidad.

—Lamento el accidente, espero queesté usted bien —se disculpó ella, antesde dirigirse de nuevo a él—. Megustaría decir que ha sido un placervolver a verte, Dominic.

A él no se le escapó la ironía deaquel comentario.

—Y a mí poder creerlo —agregócon la misma ironía. Con una rápidamirada a Aedan, se volvió hacia la

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mujer y le dedicó una ligera inclinaciónde cabeza a modo de despedida—.Anna…

Sin decir una palabra más, Aedan yél cruzaron las puertas que comunicabancon el área de recepción del aeropuertoy de ahí llegaron al exterior, dónde losrecibió el sonido de las interminablesobras y el calor de una mañana soleada.Tras sortear los intrincados pasadizosque separaban la entrada principal delpequeño aeródromo del tramo de obras,se unieron al resto de pasajeros paratomar un taxi que les llevara hasta elhotel. Una vez allí podrían ocuparse delasunto que había conducido a dos de los

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druidas de Dalriada hasta aquella época.—¿Quién era esa mujer? —preguntó

Aedan, dejando caer al suelo la bolsaque había estado sujetando sobre suhombro—. Le ha faltado sacar uncuchillo y degollarte. ¿Ella también esasí?

Él se limitó a ponerse de nuevo lasgafas antes de mirar al hombre quepermanecía a su lado, con una amplia yestúpida sonrisa en la cara. Los ojoscastaños de Aedan chispeaban dediversión mientras se acariciaba labarba de dos días que le cubría elmentón. Vestido con unos vaqueros yuna camisa blanca que contrastaba con

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su bronceada piel y negro pelo, ahoracorto, aquel hombre distaba mucho deparecerse en algo al primogénito dellaird McNeil. El joven, además de sersu mejor amigo, era el druida de su clan.

—No tiene la menor idea de la quese le viene encima, ¿no es así? —continuó Aedan, sin prestar atención a susombrío humor—. Al parecer, losdioses tienen sus propios planes ynosotros no somos más que peones en suenorme tablero de ajedrez.

Él no podía estar más de acuerdo;ellos eran, sin duda, la prueba evidente.Tanto él como Aedan habían sidocriados en las artes druídicas, se les

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inculcó el respeto por la Naturaleza, porlos dones que esta ofrece; se losadiestró como guerreros, dignossucesores para sus respectivos clanes;amaban su tierra y a sus gentes, ydeseaban, al igual que todos los clanesde Dalriada, que un día la oscuridad quehabía caído sobre ellos veinticinco añosatrás se desvaneciese.

Desde la primera vez que habíaescuchado hablar de la Profecía de laAlta Druidesa y su sacrificio, se habíasentido atraído por aquella leyenda. Losmás ancianos del clan solían relatarla alcalor de la hoguera; hablaba de unamujer única, la doncella que había

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logrado escapar al asalto del castillo deDuntrune, que regresaría para tomarposesión de su legado devolviendo aDalriada el lugar y la gloria que habíaconocido antes de que losnorthumbrianos hubiesen ascendido alpoder.

Unos decían que la muchacha era lahija del fallecido rey Alpin McEochaid,la única heredera que habría logradohuir de la masacre; otros creían que setrataba de una banfhilid, una poderosadruidesa, que desencadenaría el poderde aquella tierra manchada con la sangrede tantos inocentes y derrocaría alusurpador, pero lo único que se sabía a

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ciencia cierta era que, en el momento enque el rey cayó y con él su AltaSacerdotisa, nació una profecía que tiñócon sangre las paredes del castillo deDunnad; la cuna de los reyes.

La Profecía que vinculaba a losdruidas de los cuatro principalesseñoríos de Dalriada al destino de suPrometida, y que los había conducido aél, Kieran Dominic McTavish, y a sucompañero a través de las liths —lasantiguas piedras de viaje— pararecuperar a la única mujer que podríacumplir con ésta: la Prometida deDalriada.

Él se volvió por fin hacia su amigo

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para confirmar sus sospechas.—No, Aedan, ella no tiene la menor

idea de lo que se le viene encima.Luego abrió la puerta del taxi que se

había detenido ante ellos y entró en él.—Pues parece que pronto va a

descubrirlo —murmuró Aedan, subiendoal vehículo tras él, deseando poderterminar cuanto antes con lo que leshabía llevado a aquella extraña época.Quizá entonces su amigo podría empezara relajarse.

Shadow cerró a su espalda la puertadel apartamento con un golpe de talón,mientras maniobraba con las bolsas dela compra y el bolso de camino a la

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cocina. Había tenido que hacer unaparada obligada en el supermercadopara llenar la nevera, comprar algunosartículos de limpieza y detergente parala lavadora. La última colada se habíalavado con un programa económico: nidetergente ni agua; con las prisas sehabía olvidado de encender elelectrodoméstico para que hiciera sutrabajo.

Dejando las bolsas sobre la mesa,empezó a abrir y cerrar puertas,colocando la compra y rellenando denuevo el frigorífico. No erasorprendente que su hermano pensaseque la mayoría de los días vivía del

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aire; cada vez que venía de improviso,encontraba la nevera vacía y sin unatriste cerveza o refresco que llevarse ala boca.

Guardando las bolsas en uno de loscajones de la mesa para reutilizarlas enla próxima ocasión, cogió la caja decomida para gatos y la agitó de caminoal salón.

Había alquilado un pequeño piso enla avenida de Joaquín Planells, paralelaa la estación de trenes; uno de los pocoslugares en los que le habían permitidotener animales, si podía catalogarse deesa forma al vago y perezoso gatocallejero que había rescatado su ex

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novio hacía ya algo más de dos años.Maurice llegó maullando desde el

salón, restregando su fornido cuerpocontra sus pies en busca de su ración decroquetas. El gato era tan sibarita quesólo aceptaba una marca de pienso, quesi bien era de las más baratas, noresultaba demasiado fácil de encontrar.El minino era enorme, de color blanco ycon el rabo cercenado, quizá durantealguna pelea.

Tenía parte de la peluda cara negra yuna enorme mancha del mismo tonodecoraba su pelaje. Sus ojos doradosparecían estar siempre suplicandomimos y alimento.

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—Hola Maurice. Sí, sí, ya te heescuchado —canturreó de camino alsalón—. Aquí está tu comida… Másvale que te la zampes toda, o estarás adieta toda la semana. Aunque, bienmirado, no te vendría nada mal.

Como si entendiese lo que decía suama, el gato lanzó un sonoro maullido deprotesta que fue interrumpido por eltimbre del teléfono.

Ella saltó por encima del animal,dejó el recipiente de comida a un ladode la puerta, junto al bebedero, y cruzóla habitación para contestar a lallamada.

—Shadow al habla —respondió tras

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haber visto el número en la pantalla delteléfono, mientras se dejaba caer en elsofá sin mucha ceremonia—. En estemomento no te puedo atender… Si medebes dinero, vuelve a llamarme y tedaré mi número de cuenta…

Un resoplido atravesó la línea,seguido de la voz ronca, matizada conacento irlandés, de su hermano Ramsey.

—Si mal no recuerdo, eres tú la queme debe dinero, Shad —le respondió encastellano. Si escucharle hablar eninglés con ese acento era divertido, encastellano… Bueno, todavía sepreguntaba cómo la empresa de softwareen la que había estado trabajando en

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Londres le había ofrecido un nuevopuesto, con mayor sueldo, por sudominio del idioma. Había llegado aplantearse si el director de la empresaestaba sordo. Ella no era muy ducha enlos idiomas, pero había aprendido losuficiente como para no ofender a nadiey que se la entendiese cuantopronunciaba, a pesar de su acento.

—Te dije que te lo devolvería… Essolo que aún no me han pagado en laacademia —respondió, colocando unbrazo por detrás de la cabeza—. Meacercaré esta tarde, de camino allaboratorio fotográfico.

Un nuevo suspiro.

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—¿Es eso lo que has estadohaciendo toda la mañana? ¿Qué hashecho con el teléfono móvil que teregalé? Se supone que tienes quellevarlo en el bolso, no dejarlo en casa—le recordó con resignación y un tintede sarcasmo—. Y necesita serenchufado a la corriente eléctrica pararecargarse, guapa, que no funciona conenergía solar.

Ella compuso una mueca y echó unvistazo al cable del teléfono, quecolgaba de la estantería al otro lado delsalón.

—Lo estoy cargando —murmuró,poniendo los ojos en blanco.

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—¿El teléfono? ¿O sólo el pobrecable, el cual vive permanentementeconectado a la toma de corriente?

El tono irónico en la voz de Ramseyhizo que se levantase del sofá,refunfuñando, y fuese en busca delmaldito teléfono para conectarlo aladaptador.

—Ya está.—Gracias, amorcito —la

satisfacción que oía al otro lado de lalínea la hizo sonreír a pesar de todo.

Ellos no eran hermanos de sangre.En realidad ella ni siquiera recordaba asus padres biológicos. Todo lo quesabía de sí misma era que, siendo

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apenas una niña, había sido encontradavagando sola en el parque de la Torrede Hércules. Ramsey fue quien laencontró, después de haber escapado dela vigilancia de sus padres. Elmatrimonio Avery estaba de viaje enGalicia, lo que posiblemente la salvó deacabar en un sistema de acogida.

Ella no recordaba gran cosa deaquel entonces, sólo que la policía habíasido incapaz de descubrir su identidad y,tal y como sus padres adoptivos leexplicaron tiempo después, el primeraño que siguió a su aparición lo habíapasado en un mutismo absoluto; hasta elpunto de hacerles pensar a todos que era

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autista.Pero, cuando un buen día la

encontraron parloteando sin cesar anteun asombrado Ramsey, al cual habíaempezado a seguir a todas partes, loocurrido hasta entonces dejó de tenerimportancia y su vida comenzó a sercomo la de cualquier niña de cincoaños.

Con el tiempo, su hermano seconvirtió también en su única familia,tras un desafortunado accidenteferroviario en el que sus padresadoptivos perdieron la vida, lo queconvirtió a Ramsey en su tutor legal.Aquel fue un duro golpe para él, que le

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obligó a abandonar la universidad y aponerse a trabajar para poder saliradelante y cuidar de ella.

Sonrió ante el recuerdo.—Si llamas a todas las mujeres de

la misma manera, Anna se buscará aotro.

Escuchó un ligero suspiro al otrolado de la línea.

—Por fortuna, Anna es una mujersensata y con una paciencia infinita —aseguró su hermano, con un obvio tonomeloso.

Ramsey llevaba viviendo Annadesde hacía cinco años y, teniendo encuenta que la muchacha había dejado su

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trabajo en Londres para venirse aEspaña cuando a él le asignaron elnuevo trabajo, decía mucho a favor delamor que se profesaban.

—¿Ya ha vuelto de…? ¿Adóndeiba? —preguntó, tratando de recordar ellugar al que su cuñada había ido apresentar el proyecto de su propiaempresa.

—Milán —oyó la respuesta de suhermano—. Y sí, ha llegado esta mismamañana… —hubo un repentino silencio,seguido de un profundo bufido defastidio antes de continuar hablando—.Y se ha encontrado con alguien en elaeropuerto.

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Ella frunció el ceño ante el tono enla voz de Ramsey.

—¿Con quién?Hubo un momento de silencio, tan

largo que llegó a pensar que la línea sehabía cortado. Finalmente escuchó larespuesta.

—Dominic McTavish.Ella se quedó muda durante un

instante, mientras su mente trabajabacomponiendo una imagen de ese hombre.

Una cálida mirada color miel en unrostro muy masculino; unos labiosgenerosos y suaves, de los que no habíaescuchado otra cosa que mentiras; unsedoso pelo negro que se ondulaba

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sobre las orejas y en la base de sucuello… Ése era Dominic… Nick… Elmismo hombre que la había abandonadodos años atrás sin más explicación queuna austera nota.

Todavía con el auricular pegado a laoreja, intentó concentrarse en laspalabras de su hermano.

—¿Se ha puesto en contacto contigo?—escuchó la pregunta a través de lalínea.

Ella sacudió la cabeza, pero al darsecuenta de que Ramsey no podía ver elgesto, respondió.

—No —murmuró en voz baja,todavía sorprendida por la noticia.

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Escuchó cómo su hermano resoplabay mascullaba unas palabras antes deseguir hablando.

—No debí de habértelo dicho. Loque ese tío te hizo…

Negándose a entrar de nuevo en esadiscusión, optó por cambiar deconversación.

—Sabes, creo que voy a volver apedirte dinero —le atajó, con intenciónde distraerle y hacerle cambiar de tema—. Acabo de hacer la compra y no sé sime quedará suficiente para acabar elmes. También necesito llenar eldepósito de gasolina y, si no me recibenhoy en la academia para pagarme lo que

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me deben…—Deberías denunciarles —resopló

Ramsey, aceptando el giro de laconversación—. No es normal quetarden cuatro meses en pagarte unanómina.

—Teniendo en cuenta cómo están lascosas aquí, tengo suerte de que siquierame paguen, Ram —masculló—. En fin…Acabo de llegar, como puedes ver estoybien y, si no estalla el bol demacarrones que pienso meter en elmicroondas, seguiré estupendamentedurante las próximas horas.

Ramsey farfulló algo sobre losmacarrones y la salsa picante que a ella

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tanto le gustaba.—¿Por qué no vienes a comer a

casa? Incluso podrías quedarte unosdías, Anna está deseando verte —aseguró, poniendo la misma excusa desiempre.

Pero ella se había marchado del pisoque había comprado Ramseyprecisamente por eso. Amaba a suhermano y adoraba a Anna, pero no sesentía cómoda viviendo con la pareja.

Después de lo de Dominic, buscarun apartamento para ella sola había sidolo mejor para todos. No quería que laviesen llorar, odiaba que alguien fueratestigo de ello.

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—¿Y ver cómo os metéis mano? —dramatizó—. No gracias. Prefiero mismacarrones con salsa picante.

Ramsey sabía que, llegados a esepunto, nada de lo que dijera o hicieraiba a hacerla cambiar de opinión, asíque no lo intentó.

—De acuerdo, te llamaré esta nochepara ver si todavía no te has tirado porla ventana —le dijo, fingiéndose herido.

Ella se rio.—No sé, Ram. Suicidarse desde un

primero podría marcar la diferencia —aseguró, lamiéndose los labios antes dedar por concluida la llamada—. Dalesaludos a Anna de mi parte.

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—Lo haré —aceptó su despedida—.Cuídate, hermanita.

—Tú también.No esperó más. Apretó el botón de

colgar y apoyó el teléfono contra suestómago. Su mente no hacía más quedar vueltas a las palabras de Ramsey;Dominic había vuelto.

«Maldición, Shady, prometiste novolver a pensar en ese hijo de puta», serecordó mientras se cubría los ojos conel antebrazo.

Dominic McTavish; Nick, como élprefería que le llamase. Él había entradoen su vida de la misma manera tanintempestiva como se había marchado.

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Si lo pensaba con frialdad, ni siquieraestaba segura de haber llegado aconocerlo alguna vez.

Su encuentro sucedió de manerafortuita. Ella había estado fotografiandoel antiguo faro romano desde variasperspectivas y se dirigía a la Rosa delos Vientos, un enorme mosaico quedomina gran parte del terreno, a los piesde la Torre de Hércules, en el que estáninscritos los nombres de las NacionesCeltas.

El objetivo de la cámara lo habíacapturado incluso antes de que ellamisma lo viese. La gabardina que leresguardaba del frío aquel día ondeaba

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al viento, al igual que la bufanda acuadros que llevaba alrededor delcuello. Llevaba el pelo largo, atado conuna simple tira de cuero en la nuca ymás tarde se daría cuenta de que sentíapredilección por vestir de negro o contonos oscuros, que no hacían sino darleuna apariencia peligrosa, misteriosa ysexy.

Se giró, alzando la mirada cuando lasorprendió enfocándole con la cámara, yarqueó una de aquellas delgadas cejasque enfatizaban sus expresivos ojoscolor miel al tiempo que una limpiasonrisa daba vida a su rostro.

—¿Afición o trabajo? —preguntó

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con una voz profunda y sensual mientrascaminaba hacia ella.

En esos momentos fue consciente desu altura, que podría superar confacilidad el metro ochenta y cinco, y quesus ojos eran incluso más dorados de loque había pensado al principio,bordeados con un reflejo verdoso; unamirada que no tenía ningún reparo enrecorrer su figura haciendo que seruborizara.

Él le sonrió y esa sonrisa, más queninguna otra cosa, se había grabado ensu mente mientras le veía inclinarsehacia delante, buscando sus ojos, con lasmanos todavía hundidas en los bolsillos

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de la gabardina.—¿Te ha comido la lengua el gato,

diablillo?«Diablillo». Así fue como la llamó

entonces, con una cadencia sensual queimprimía un extraño acento en su voz.Ella había supuesto que no era español yél lo había corroborado diciéndole quesu hogar estaba bastante lejos de allí yque, en cierto modo, podría decirse queera escocés. Y durante un estúpidomomento, había llegado incluso aimaginárselo como uno de los habitantesde las Tierras Altas de Escocia; con suestatura y complexión física habríapodido pasar con facilidad por uno de

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ellos.Durante doce maravillosos meses,

Dominic había estado con ella,conquistándola y seduciéndola, yestúpidamente había llegado a pensarque incluso la había amado —aunquefuese sólo un poquito—, hasta que unamañana encontró sobre su almohada unanota con dos miserables palabras:«Adiós, Shadow».

Aquél día se marchó, llevándoseconsigo todo su rastro.

El piso que él había alquiladodurante aquel año había quedadoabandonado y vacío. Nadie sabía de él ode su paradero.

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Como una estúpida, se habíaenamorado del hombre equivocado. Sucorazón había quedado tan herido queincluso ahora, dos años después, noencontraba en él otra cosa que unaprofunda amargura y tristeza por supropia estupidez.

Dejando el teléfono sobre la base, sedirigió a la cocina dispuesta a ponersecon la comida del día. Necesitaba estarocupada, hacer algo que no le permitiesepensar.

—¿Por qué tienes que reaparecerjusto ahora, Nick? —musitó con unprofundo suspiro mientras abandonabael salón—. ¿Por qué, justo ahora?

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Capítulo 2

La ciudad no había cambiado. Losmismos paisajes, la misma gentecaminando por las calles o recostándoseen sus toallas en la breve línea de arenablanca de la playa que se extendía a lolargo del paseo marítimo.

A Dominic siempre le había llamadola atención el que los gallegosaprovechasen el más mínimo rayo de solpara ponerse a tostar, aunque teniendoen cuenta la inestable climatología quepadecen no era un acto tan descabellado.Aquella era una zona que conocía a la

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perfección; la textura de la arena, latemperatura del agua, las rocas quequedaban al descubierto cuando bajabala marea; todo estaba grabado a fuego ensu memoria, junto con la mujer quehabía compartido esos momentos.

Mirase donde mirase, aquella ciudadle recordaría siempre a ella; su pequeñodiablillo. Lo único que le habíaimportado en aquellos días. La mismamujer por cuya existencia ahora se veíaobligado a volver a posar los pies enaquella localidad que abandonó dosaños atrás.

Los nudillos le comenzaron ablanquear ante la presión con la que

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aferraba el borde de la ventana.Mantenía la cabeza gacha, para que eldesordenado y húmedo pelo negroocultara el remolino de emociones quele surcaba el rostro. No le gustaban lascoincidencias. Como druida habíaaprendido que todo existía y sucedía poralgún motivo, que el Universo tenía supropia manera de ordenar las cosas,pero era incapaz de comprender que lapresencia de una joven pudiera alterartoda su vida de la forma en que lo hacíaShadow. Se resistía a admitir que ellafuese la mujer de la que hablaba laProfecía, a pesar de que haberle sidorevelado mediante el aisling.

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—Kieran, no estoy seguro de que eldinero que has pagado por estahabitación incluya los daños que puedasinfligir a la ventana.

La voz de Aedan sonó a su espaldacon tono aburrido. Le había observadoguardar silencio durante un buen rato,mientras él permanecía en continuatensión. Estaba así desde el momento enque atravesaron el portal con la misiónde encontrar a la Elegida y llevarla deregreso.

—Por otro lado, cuanto antesterminemos con lo que nos ha traídohasta aquí, antes podremos regresar anuestra época —insistió su amigo.

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Con un bajo siseo, se apartó de laventana y cruzó la habitación doblehacia la puerta como si lo persiguiese eldiablo.

El sonido de ésta al cerrarsereverberó en el dormitorio y puso demanifiesto su humor.

—Y luego dicen que yo soy el queno escucha —farfulló Aedan, poniendolos ojos en blanco, al tiempo querecogía la chaqueta que había dejadosobre una de las camas antes de salirtras él.

El semáforo acababa de cambiar averde cuando se unió a la fila depersonas que se apresuraban a cruzar la

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calzada.Vestido con pantalones vaqueros,

botas y suéter, podía pasardesapercibido entre la gente. Pordesgracia, el sombrío humor que loenvolvía y la forma de caminar, como siquisiese dejar su huella sobre el asfalto,no contribuían demasiado a ello. Sinembargo, las mujeres con las que secruzaba lo miraban sin disimulo, algunasincluso dedicándole una descarada ysensual sonrisa, lo cual sólo lograbahacerlo enfurecerse todavía más yfruncir continuamente el ceño.

No era ajeno a las costumbres deesta época, aunque había existido un

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tiempo en el que se había sentidoazorado, incómodo incluso, pero sumadre se había encargado de hacerle verque no era sólo hijo de su padre.

Helena pertenecía a este mundo.Para él todavía ahora seguía siendo unmisterio la razón por la que su padre, ellaird del clan McTavish, habíaterminado con una mujer como ella, opor qué su madre había accedido aquedarse en la época de los clanes.Cada vez que lo había preguntado sólohabía obtenido un intercambio demiradas de la pareja, demasiado íntimocomo para querer saber más.

Las mujeres de esta época se habían

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convertido en depredadoras de unajungla de asfalto, dispuestas a devorar alprimer incauto que cayese en sus redessólo para hacerlo después a un lado yseguir de caza. Habiendo crecido en unacomunidad en la que las mujeres podíanser tanto fieras como tiernas esposas ohijas, pero respetuosas de sus votos y suhogar, encontrarse con estas nuevashembras, independientes y volubles,tendía a sorprenderle y enfurecerle apartes iguales.

Pero Shadow no era así. Ella poseíael encanto de sus dos mundos y sóloahora encontraba sentido a tal dualidad.

Su mente regresó al momento de su

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encuentro, dos años atrás, en un lugarnada lejano al que se encontraba ahora.Cuando la preciosa e inocente muchachalo había mirado, con unos profundosojos verdes, a través del objetivo de unamoderna cámara fotográfica.

Él había sido el primero ensorprenderse. Llegó a aquella tierraacompañando a Helena, su madre, quese había trasladado desde su casa enRoma para visitar a una vieja amiga a laque habían diagnosticado cáncer un parde meses antes. Ella había insistido enque la acompañase, ya que no queríaperderse ni un solo día de la visita de suhijo, y como sabía lo que ella lo

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añoraba, había aceptado. Su madrellevaba muy mal su separación, casitanto como extrañaba al hombre que lohabía significado todo para ella; sumarido. A pesar de ello, siempre habíasido consciente de que el lugar de suhijo estaba en Kyntire, como herederode su padre.

Pero la visión que se habíamanifestado en él poco después de quealcanzase la pubertad, señalándolocomo druida, regresó aquella noche dehacía poco más de dos años conrenovado furor.

Con las imágenes todavía frescas ensu mente y el temor echando raíces en su

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alma, había abandonado el calor de lacama compartida para volver al hogar,dónde acompañó a su padre, SeanMcTavish, jefe del clan McTavish, en sulecho de muerte.

Su madre regresó a aquel tiempodespués del funeral, pero él recordaríasiempre el dolor que vio entonces en susojos.

Aquel día por fin comprendió elsufrimiento de su madre en toda sumagnitud, él mismo acababa de dejar enotra época aquello que le era máspreciado.

Durante los dos años siguientes tuvoque hacer frente a las necesidades de su

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gente como nuevo laird del clanMcTavish, pero todo su mundo habíacambiado en el espacio de un parpadeoy la adaptación no fue fácil.

Y ahora estaba de nuevo en el puntode partida, en la ciudad que lo habíaacogido durante doce meses, pararecuperar a la misma mujer a la quehabía abandonado dos años atrás ydestruir todo su mundo con una solafrase.

«Hola cariño. ¿Sabes qué? Eres laPrometida de Dalriada y he venido abuscarte para llevarte a casa. Porcierto, has nacido en el siglo nuevedespués de Cristo».

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Sí, ya podía escuchar las sirenas dela ambulancia del psiquiátrico quevendrían a buscarlo para encerrarlo ytirar la llave.

¿Cómo era posible que no se hubieradado cuenta antes? ¿Qué ni siquiera losospechase? ¿Por qué sus donesdruídicos no le habían advertido dequién era ella? Él había estado conaquella mujer en todos los sentidos.

La había hecho suya y la habíaamado, sólo para tener que olvidarla yregresar a su época para extrañarla.

La revelación había acudido a élmediante el aisling. Durante el sueñoescuchó una voz femenina recitando el

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antiguo cántico destinado a accionar losportales. En sus palabras había uninmenso poder, toda la Naturalezaacudía a su convocatoria para prestarlesu fuerza, y podía recordar el rostro dela niña de corta edad que habíapermanecido acurrucada en el centro del as liths. Su cara ovalada mostraba laingenuidad propia de los infantes, elterror a lo desconocido y, algo más;lágrimas deslizándose por las regordetasmejillas y unos ojos tan verdes como latierra que la había visto nacer.

La había reconocido al instante.Aquella mirada, la redondez de sucara… Era ella, su pequeño diablillo.

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Él había asistido al momento en elque nació la leyenda.

Había sido el designado paraatestiguar que aquella niña elegida, laque muy bien podía ser la últimadescendiente de Alpin Eochaid yPrometida de Dalriada, era real y nosólo un mito nacido veinticinco añosatrás.

Él había disfrutado de un preciosoaño de su vida con ella y le había dadotodo lo que un hombre podía dar a unamujer.

Había compartido todo con ella.Todo… excepto su verdadera identidad.

—Maldita sea, maldita sea, maldita

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sea —masculló en gaélico, apretandolos dientes ante el dolor y la rabia que lecorroían las entrañas. No quería quefuese ella. No quería conducir a Shadowhacia un destino que sólo podríaacarrearle la muerte—. ¿Por qué ella?¿Por qué, precisamente, ella?

Sacudiendo la cabeza, evitó a lagente que paseaba por la ancha acera delpaseo marítimo y cruzó el paso depeatones que lo alejaba de las playas ylo llevaba al interior de la ciudad.Había averiguado su dirección actualgracias a los contactos que todavía teníaen la zona. Nunca pensó que Shadow sequedaría con aquel gato que habían

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rescatado de la calle, pero que lohubiese hecho le había simplificado lascosas, ya que eso le había obligado avivir en un pequeño piso alquilado en lazona de la estación de ferrocarril, haciadonde se dirigiría en esos momentos.

Tenía que encontrarla. Había muchoque explicar y, a juzgar por la miradaque vio en los ojos de Anna, estabaseguro que a estas alturas Shadow yasabría que él estaba en la ciudad.

El tiempo jugaba en su contra, losabía. Debía recuperar a la Prometidade Dalriada y conducirla a la Reuniónde los Clanes, la cual se llevaría a caboen algo menos de un mes. El momento de

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recuperar el reino de Dalriada de manosenemigas había llegado; era hora de quesu legítimo Señor, o Señora, ocupase ellugar que le correspondía.

Shadow abandonó la academia en laque impartía clases de inglés con lasensación de que le habían tomado unavez más el pelo. En la mano llevaba elsobre con la nómina, pero la cifra nocoincidía con lo que tendrían quehaberle pagado.

Echando un último vistazo a lapuerta que acababa de cerrarse a susespaldas, enfiló la calle hacia la tiendade revelado en la que más tempranohabía dejado la tarjeta de memoria de la

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cámara para que le imprimiesen algunascopias en papel. En otras circunstancias,habría estado más que dispuesta areclamar su sueldo, pero teniendo encuenta que todo lo que quería eramarcharse de allí, aceptaría incluso unoscuantos euros menos si con ello novolvía a ver en mucho tiempo el rostro asus jefes.

Había empezado a trabajar comoprofesora de inglés algunos meses antesde dejar el piso de su hermano. Alhaberse criado en Londres con Ramsey,su dicción y dominio del idioma erabueno y había superado la prueba deacceso sin mayor dificultad,

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consiguiendo un puesto de docentedurante un par de horas, tres días a lasemana. Pero las cosas dejaron muypronto de parecer tan idílicas. Los pagosempezaron a retrasarse, los alumnosdisminuyeron y, al final, si los rumoresque había escuchado contenían algo deverdad, también había alguna denunciapor medio.

Suspirando por su mala suerte,dobló a la derecha al final de la calle yentró en la tienda, sonriendo alempleado.

—Enseguida estoy contigo, Shadow—la saludó él.

—No te preocupes, Marcos, no

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tengo prisa —aceptó ella, echando unvistazo a los posters y cuadros confotografías que colgaban de las paredesy a algunos de los marcos de laexposición.

—¿Has conseguido arreglar eseasuntillo con tu empresa? —le preguntóel dependiente, mientras terminaba decolocar algunas fotos—. Esta mismamañana, un cliente estuvo hablandosobre ella y me acordé de ti. Parece serque, hace un par de meses, uno de susnietos estuvo yendo allí a estudiar, hastaque les llegó una factura astronómica.Según contaba el hombre, la academiatenía no sé qué problemas con la

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delegación provincial y los permisos.Shadow suspiró.—Me alegra poder decir que ya no

pertenezco a su plantilla —respondiócon un ligero encogimiento de hombros—. Acaban de darme la liquidación.

—Bueno, una preocupación menospara ti —comentó el muchacho antes dedesaparecer por la puerta que daba alalmacén, para salir a continuación conun sobre de fotografías y la tarjeta dememoria de su cámara—. Se hanimpreso todas las que has marcado yaquí está la ampliación que solicitaste.Comprueba que están bien.

Ella se acercó al mostrador y ojeó

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las fotos para, finalmente, comprobar laampliación con gesto satisfecho.

Pagó el importe del ticket que elchico le tendió y, tras asegurarse de queel bolso estaba bien cerrado, echó manoal bolsillo trasero de su falda vaquerapara sacar el teléfono móvil ycomprobar la hora y que no la hubiesenllamado. La mayoría de las veces nisiquiera oía el teléfono y terminabaencontrándose con varias llamadasperdidas.

Satisfecha, salió a la calle paradecidir su próxima ruta antes de volcartoda su atención en el sobre con lasfotos. Algunas habían sido hechas hacía

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una semana, otras dos días atrás, peroera en las de la tarde anterior en las quetenía más interés. Quería ver lasimágenes de la anciana, rodeada depalomas y gaviotas, mientras les daba decomer.

—Que raro… —murmuró, alzandouna de las fotografías y acercándosela alos ojos—. ¿Y esto?

Frunció el ceño mientrascomprobaba cada una de las fotos quehabía realizado en el antiguo faroromano y que reproducían el mosaico dela Rosa de los Vientos.

«¿Será un efecto del sol?», pensómientras trataba de adivinar qué podría

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ser el halo de luz que partía en todasellas desde el centro del mosaico. Unatras otra, comprobó las fotos que habíahecho en la zona, apartando aquellas quepresentaban el extraño efecto.

Golpeando la foto con los dedos,echó un vistazo al reloj de uno de lostermómetros de la calle que marcaba latemperatura y la hora. Haciendo uncálculo rápido, se precipitó a la paradadel autobús para abordar el primero quela llevase lo más cerca posible de sudestino. Estaba decidida a volver allugar en el que había hecho las fotos yver qué podría haber ocasionado aquelextraño fenómeno.

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Dominic ni siquiera sabía qué estabahaciendo allí. El poder que envolvía ellugar era inmenso, podía sentir cómo sumagia druida crepitaba alimentada porello. Apenas había llegado a dar un parde pasos cuando algo lo hizo volverse.Sin pararse a pensar en ello,acostumbrado como estaba a seguir susinstintos, optó por dejarse llevar y, trasuna larga caminata, sus pasos lollevaron a la entrada del parque de laTorre. El faro romano que recientementehabía sido favorecido por la UNESCOcomo Patrimonio de la Humanidad sealzaba como un gigante, recortándosecontra el despejado cielo azul.

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Una curiosa leyenda sobre el héroeque daba nombre a la Torre y el titánGerión hacía las delicias de losvisitantes, que parecían haberaprovechado el buen tiempo para haceruna escapada y subir hasta allí arriba.

El viento soplaba con fuerza —comosiempre ocurría en aquella puntacoronada por el mar—, acariciándole elpelo y tironeando de los bajos de lachaqueta. Unos metros por debajo de suposición, descendiendo por un pequeñosendero de tierra y arena entre la hierba,se extendía el enorme mosaico decolores que componía el dibujo de LaRosa de los Vientos, más conocida por

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los navegantes como la Stella Maris.Él podía sentir la llamada, la

inexplicable atracción del pasaje. Comodruida estaba íntimamente conectadocon todo lo místico, las fuerzas de laNaturaleza y del Cielo, pero entre susdones además estaba la extrañahabilidad de sentir los Portales deViaje; emplazamientos que, si sabíanutilizarse en un momento preciso y bajolas condiciones adecuadas, permitíanatravesar el Velo que separaba losmundos.

Y aquel Portal estaba llamándolo.Reclamándolo para que volviese a casa.

Cuadró los hombros y pasó por la

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abertura que delimitaba el pequeñomuro que rodeaba el faro para bajar porel sendero que accedía al mosaicomulticolor. No dejaba de resultarirónico que mientras él podía sentir lapresencia del Portal, los turistas seentretuviesen posando y sacando fotossobre éste. Por otro lado, aquello estababien. Si cualquiera fuese capaz de sentirl o s Portales o, los dioses no lopermitieran, abrirlos, el mundo sería unlugar muy distinto. La ignorancia era, sinduda, uno de los dones que la humanidadhabía recibido.

Junto al enorme mosaico circular, elpoder que éste emanaba era todavía más

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intenso. Podía sentir cómo lo reconocíacomo uno de los viajeros que lo hubieseutilizado en algún momento. Sinembargo, él no había llegado a esaépoca por aquel Portal, sino por unosituado en Escocia. ¿Cuántos puntoscomo éste habría repartidos por elmundo, olvidados, en una época en laque la magia era un cuento de hadas?

El sordo murmullo que manaba de sucentro le puso nervioso. Si no supieseque era imposible, diría que se estabapreparando para abrirse. De hecho, sientornaba los ojos casi podía ver el hazde luz que se alzaba como un hilo, desdeel punto central hacia el cielo, como si

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se tratara de un faro mágico.Respirando profundamente, se

obligó a ignorar la llamada y, concuidado de no pisar el diseño decolores, fue rodeándolo hasta que pudoalejarse unos pasos. Caminó hacia elbanco que servía de mirador a unsalvaje y agreste paraje marino, dondese alzaba con más fuerza el viento queaprovechaban las gaviotas para dejarsellevar.

Allí se respiraba paz, pensó. Unapaz que no había conocido su pueblodesde hacía largo tiempo.

Permitiendo que sus pensamientos seelevasen con el viento durante un breve

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instante de libertad, dejó escapar unfuerte suspiro. Tenía que empezar acentrarse y ponerse en marcha para loque había venido a hacer. Con aquelloen mente dio media vuelta, sólo paraencontrarse cara a cara con su destino.Vestida con una falda vaquera, unaajustada camiseta negra con motivosflorales moldeando sus pechos, chaquetay botas altas por debajo de las rodillas,le parecía mucho más hermosa y sexy delo que recordaba.

Shadow descendía por el sendero detierra y arena. Todo su cuerpo vibrabacon el nerviosismo propio de laimpaciencia. Desde el momento en que

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había subido al autobús, no habíapodido dejar de mirar las fotos,estudiándolas, con una extraña yrepentina necesidad de ir allí; de pisaraquel mosaico. Pero lo último que habíaesperado encontrar era al hombre queahora la miraba con una expresión que,podría apostar, era idéntica a la suya.

—Nick —murmuró, dejando que elviento se llevara su nombre.

Dominic no apartó ni un soloinstante la mirada de ella.

Sus ojos dorados la observaban contanta sorpresa como la que sentía ellamisma. Su rostro, la nariz, los labios;todo era igual a como lo recordaba. El

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cabello negro quizá lo llevase un pocomás corto, pero seguía resultandoencantador.

—Hola diablillo —saludó, sinapartar la mirada.

Ella era incapaz de respirar. Nadapodría haberla preparado para esemomento. Saber que él estaba en laciudad no hacía menos dolorosa lacasualidad. Era él. Más allá decualquier cosa, era él y no podíaenfrentarle. Ni siquiera estaba segura depoder dar un paso en cualquierdirección.

—¿Qué haces aquí?Bien, por fin una frase y había

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surgido sin vacilación. Un buencomienzo, sin duda, pensó mientras nodejaba de temblar por dentro.

—¿La verdad? He venido a por ti.Ella parpadeó varias veces,

golpeada por la fría respuesta.—Bueno, creo que esto llega… ¿dos

años tarde? —sugirió con ironía.Dominic no apartó la mirada. En

realidad su expresión nunca cambió.¿Dónde estaba la dulzura que ellarecordaba?

¿Habría sido sólo un invento más desu mente para justificar su ausencia?

El hombre que ahora permanecíaante ella no era quien recordaba.

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Compartía su físico, su apostura, su tonode voz, pero éste era duro. La risajuvenil que había brillado en sus ojos sehabía esfumado y había sidoreemplazada por una templanza dehierro.

—Si tenías más cosas que decirme,podrías haberlas escrito en tu carta dedespedida —continuó ella con acidez—.En el papel quedaba espacio.

Lo vio tensarse durante un breveinstante, como si sus palabras lohubiesen golpeado. Bien, lástima que nole hubiesen abierto un agujero en elcorazón como le ocurrió a ella con lasde él.

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Sacudió la cabeza y le miró unaúltima vez.

—Vete por dónde has venido yolvídate de mí —insistió,adelantándose, mientras sus piesentraban en contacto con el mosaico delsuelo—. Lo has estado haciendo durantelos últimos años, así que no te costarátrabajo repetirlo.

Apenas había dado un paso cuandonotó la mano masculina en torno a suantebrazo.

—Espera…Dominic detuvo sus palabras cuando

un pequeño temblor empezó a sacudir elsuelo bajo sus pies. El poder que había

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estado crepitando se disparó y el débilhaz de luz que había visto cobró vida,destellando en un fogonazo que cegó aambos momentáneamente.

Un temor reverencial se instaló en suinterior. El Portal se estaba abriendosolo, alimentándose de su poder… y delde Shadow. Atónito, alzó la miradahacia la mujer que todavía sujetaba paraver la sorpresa y la incomprensiónpintada en su cara.

—¿Dominic? —el temor y laincertidumbre se abrieron paso haciendoa un lado la ironía de la que habíaestado haciendo gala.

Él palideció. La soltó y retrocedió

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para abandonar el mosaico.—¡Kieran, qué mierda estás

haciendo!La voz de Aedan penetró en su mente

como un fogonazo, sacudiéndolo ydevolviéndolo a la realidad.

—No soy yo —musitó. Intentó darun nuevo paso hacia delante sólo paraque Aedan lo detuviese.

—¡Para! —le obligó a retrocedertirando de él.

Él alzó la mirada con impotenciahacia la mujer que permanecía sola,envuelta por la luz. El miedo oscurecíasu mirada verde. Parecía incapaz demoverse, como si su mente rememorara

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de forma inconsciente alguna vivencia.—¿Nick? —el pavor en su voz lo

rasgó por dentro—. ¡Dominic!El grito desgarrador de la muchacha

hizo eco en el capullo de luz que sehabía formado en torno al mosaico delsuelo. Él era incapaz de ver nada.Incapaz de alcanzarla.

—¡Levanta el maldito Velo paraella! —la voz de Aedan lo traspasó unavez más. Como druida del clan McNeil,él también era capaz de ver y traspasaraquel extraño haz de luz que se habíaido encogiendo hasta rodear a Shadow—. ¡Hazlo! Maldita sea, Kieran, ahorano puedes hacer nada por ella. Hazlo o

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la perderemos.Él apretó los dientes ante su propia

estupidez. ¿Cómo no había previstoaquello? Había sido la presencia de laPrometida de Dalriada lo que habíadespertado al Portal. Si no levantaba elVelo para ella estaría condenándola a lamuerte, pero hacerlo significabaenviarla sola a su época. Rogando atodos los dioses que conocía queprotegiesen a la mujer, se dispuso ahacer lo único que podía permitirse.

—Levanta el Velo para mí —murmuró al tiempo que llevaba la manoa la boca y mordía con fuerza la basedel pulgar hasta hacerlo sangrar—.

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Álzalo y divídelo, muéstrame el pasaje.Soy tu siervo, tu súbdito y aliado. Que tuluz ilumine mis pasos hasta el final delcamino —clamó, apretando la herida losuficiente para verter un par de gotas desangre que cayeron sobre el mosaico,reclamando una reacción mayor delpoder que lo dominaba; provocando unanueva explosión que sofocó su propioreclamo—. ¡Qué se levante el Velo!

Ante la voz y el poder esgrimido, elhaz de luz se hizo más intenso durante uninstante, sólo para estallar dejando trasde sí los rescoldos del poder y a éljadeando de rodillas.

—Muy bien, chico —añadió Aedan,

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palmeando la espalda de su amigo—.Casi nos matas a todos, pero muy bien.

Él agachó la cabeza y golpeó confuerza el puño contra el mosaico delsuelo.

—¡Maldición! Esto no tenía queocurrir así —gritó con desesperación—.¡No tenía que suceder esto!

Aedan echó un rápido vistazo a sualrededor, agradeciendo a los dioses y ala Divina Providencia el hecho de que lagente fuese ignorante del poder que sehabía desatado.

—Arriba, McTavish —le obligó amoverse—. Ahora es nuestro turno.

Él apretó los dientes, tragándose una

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abrupta respuesta.Se levantó y, dirigiendo una mortal

mirada a su compañero y amigo, caminóde nuevo hacia el centro del mosaico.

—Ábrelo —le dijo Aedan,colocándose junto a él, posando la manoderecha sobre su hombro—. Y esta vezprocura que caigamos de pie.

Con un seco gruñido, él apretó laherida sangrante contra el suelo, todavíavibrante de poder, y volvió a recitar lainvocación. Tras un fogonazo de luz,ambos desaparecieron ante la atónitamirada del tipo que estaba enfocando asu compañera con la cámara.

—María, no vas a creer lo que

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acabo de ver.

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Capítulo 3

Dominic temblaba por dentro, conuna mezcla de rabia y desesperación, enel momento en que abandonó el haz deluz y se abrió paso más allá de laspiedras de viaje, adentrándose en laamplia llanura que se extendía frente aellos. El sol ya se estaba poniendo aeste lado del Portal y los últimos rayoscoloreaban el cielo de un tono rosadocon briznas naranjas que anunciaba elfinal del día.

Quería gritar, patear algo, hacercualquier cosa que le quitase de encima

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la enorme sensación de angustia quecorría por sus venas mezclándose con sumalhumor.

Sabía que el viaje no sería sencillo;no se trataba de un reencuentro nitampoco de la búsqueda de una mujercualquiera. El motivo de su regreso noera un nombre o un ser anónimo, sino lamujer con quien había compartido laintimidad.

Pero también era todo aquello por loque había luchado desde la muerte de supadre; la única salvación para supueblo…

Y acababa de perderla.Haciendo a un lado aquellos aciagos

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pensamientos, giró la cabeza para echarun rápido vistazo al extenso páramo. Lasantiguas y enormes piedras, dispuestasen un amplio círculo a su alrededor, losaludaron como viejas amigas. Pero fuela maldición que resonó en el silenciosoparaje, procedente de su compañero deviaje, la que hizo que su enfado seincrementase varios grados.

—Bueno, al menos no nos hasdejado caer en territorio cruithne —eltono irónico de Aedan no hizo más queechar leña al fuego.

Él dejó escapar una maldición alreparar en los veintidós liths de unosdoce metros de diámetro que componían

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el Portal de Viaje ubicado en el bosquede Temple, cerca de la aldea deKilmartin; uno de los puntos másantiguos, así como también de los másvigilados. Ellos habían viajado al otromundo desde el enclave localizado alnorte. Mucho más pequeño, apenascompuesto por cuatro liths en el anilloexterior y otros cuatro en el interior, seencontraba en un territorio más seguroque en el que ellos estaban en eseinstante.

—Diría que te has pasado de parada—insistió su amigo, hundiendo los piesen las piedras de río que cubrían elcírculo interior del portal—. Y no has

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sido el único.Respondiendo con un gruñido, echó

un último vistazo al Portal. Entoncesentrecerró los ojos, oteando primero elcielo y finalmente el horizonte, paragirar sobre sus talones y dirigirse haciael norte.

—Ella no ha cruzado por aquí —insistió Aedan, emprendiendo la marchatras él—. Pensaba que si regresaba solalo haría por el mismo Portal por el quecruzó la primera vez.

—En primer lugar, ella no tendríaque haber cruzado siquiera —respondióél con un bajo siseo. Sus ojosescaneaban continuamente el entorno—.

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No sola. Nunca sola.El peligro seguía estando presente

en cada recodo del camino. En losúltimos años los clanes se habíanagitado, indignados ante el cada vez másdescarado y despótico rey de Dalriada.

El usurpador había manejado a losclanes con mano de hierro, su ley sehabía impuesto incluso sobre cada unode los cuatro señoríos en los que sedividía el reino de Dalriada. Y, además,mantenía a su lado a esa panda desalvajes como perros guardianes.

Veinticinco años atrás, HaldaneRobertson, señor de Northumbría, sehabía alzado en armas contra Dalriada

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derrocando y asesinando al entoncesrey. El usurpador había contado con elapoyo de Eógan, rey de la tribu cruithne,cuyo ejército de salvajes le había dadola victoria.

Desde ese momento, el yugo deRobertson cayó como un manto oscurosobre el reino y los clanes que habitabanen él, pero la semilla de la rebeliónhabía sido sembrada y no tardó muchoen germinar. Alimentada por loscánticos de los bardos y por la Profecíaescrita con sangre en las piedras deDunnad, nació la esperanza de que undía, no muy lejano, la verdaderaheredera regresaría para ocupar su lugar

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y liberar una tierra subyugada.Los clanes estaban dispuestos a

levantarse en armas y, desde el momentoen que la visión le mostró quién era ella,todo se había puesto en marcha. Losjefes de los principales señoríos deDalriada habían sido convocados a unareunión secreta en Stane Alane, cerca deLoch Gilb Head, que debería llevarse acabo en la próxima luna llena. Su misiónera recuperar a la Prometida y llevarlaante ellos, dónde podría ser protegida ycustodiada.

Soltando un nuevo exabrupto, paseóla clara mirada sobre el terreno,permitiéndose conectar con la

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Naturaleza e ir más allá. Escuchó elmurmullo de los árboles, el viento sobrela hierba y obtuvo así la respuesta quesólo los druidas sabían cómointerpretar.

Él se había criado en las costumbresde los McTavish, entre las que primabala de que el primogénito del jefe delclan debía iniciarse en las artesdruídicas, sin embargo él no era elprimogénito. No, si se tenía en cuenta alhijo bastardo de su padre, Cahir, dosaños mayor y al que él siempre habíaconsiderado un hermano.

Debía de haber sido él quienheredara tanto el honor de ser instruido

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como druida como el de ser el sucesordel clan McTavish. Su padre nuncahabía hecho distinciones ellos dos eincluso Helena, su madre, habíaaceptado que su marido tuviera un hijoanterior a su matrimonio, por lo que lehabía abierto los brazos y su hogar.

Pero su hermano era un hombredifícil y, cuando murió su abuelomaterno y él resultó ser el único nietodel viejo jefe de los Campbell, aceptó lapropuesta de los ancianos del clan deheredar su bastón de mando,convirtiéndose así en el laird del clanCampbell.

Un agudo aullido resonó en los

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páramos atrayendo la atención de amboshombres. Él se giró hacia Aedan, quehabía contestado al sonido con un fuertesilbido que atravesó la distancia comoun rayo. Casi de inmediato un nuevoaullido contestó a su llamada.

—Ya tenemos escolta —comentóAedan, volviéndose hacia él—. Aunque,para más seguridad, preferiría tener amano mi espada y vestir algo que nodiga «soy gilipollas, venid a matarme».No me gusta estar en terreno descubiertosin protección de ninguna clase.

Él asintió. En la abierta extensióndel páramo eran presa fácil paracualquiera y todo lo que tenían para

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defenderse eran sus dones druídicos,pero sin la ventaja de una espada queayudase, no tenían demasiadas ganas detener que ponerlos a prueba.

—Tenemos que volver al punto deencuentro —continuó Aedan—. Quizá laPrometida haya llegado a través de esePortal.

Así lo esperaba él, pero algo ledecía que las cosas no iban a ser tanfáciles. Había abierto el Portal en elmomento justo para evitar que el poderque se había desatado la matase, pero noestaba seguro del punto exacto al que fuetransportada.

Ahora mismo podría estar a cientos

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de kilómetros de distancia y la idea loenfermaba.

Shadow estaría sola ahí fuera, amerced de un mundo que no se parecíaen nada al suyo.

Rogaba a los dioses que lepermitiesen encontrarla a tiempo.

—Espero que tengas razón —murmuró a modo de respuesta. Tomóuna profunda bocanada de aire ycontinuó la marcha.

Ambos apresuraron el paso,cruzando la vasta extensión de tierra a lacarrera la mayor parte del tiempo. En unmomento dado, fueron interceptados porun enorme lobo negro y gris que

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emparejó su carrera a la de ellos,ganando terreno al lado de Aedan, comoun perro que recibía con alegría a suamo.

El sol empezaba a ocultarse tras lalínea del horizonte cuando divisaron laprimera de las piedras que marcabaunosmetros más allá otro de losPortales de Viaje.

El resplandor del fuego de unahoguera creaba sombras sobre ellas,soltando algún chisporroteo cuando lamujer que la atendía revolvía las ascuascon un palo. El relincho de un caballohizo que otra silueta emergiese de lassombras mostrando a otra mujer, la cual

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parecía haber estado cuidando de lasmonturas y el carro, resguardados en lalinde de un pequeño bosque, a suespalda. Su largo pelo castaño semovió, mecido por una suave brisa quese llevaba consigo las cenizas del fuego.Al contrario que la mujer que atendía elfuego, ésta vestía unos suavespantalones de cuero y no dudó en sacaruna de las flechas que contenía el carcajatado en su montura y tensarla en el arcoque ya sujetaba en sus manos.

—Baja el arco, Ciara —la profunday áspera voz de la mujer sentada en untocón ante la hoguera la detuvo—. Elque estos dos se hayan llevado el

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premio al bardo del pueblo no essuficiente motivo para dispararles…todavía.

La joven mantuvo el arco tensadohasta que ambos individuos se acercaronlo suficiente como para poderdistinguirlos.

—Las cosas se complicaron un pocomás de lo esperado, baisleac Runa —rompió el silencio Aedan, echando unafurtiva mirada a la arquera y al arma quehabía bajado ahora hacia el suelo.

La mirada de la mujer mayor estabasin embargo fija en Dominic, que seacercó al fuego para permitir que su luzle iluminase las sombrías facciones.

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—Estoy pensando seriamente sidarte una patada en el culo o ponertesobre mis rodillas y zurrarte como no lohice cuando eras un joven imberbe,McTavish —proclamó la mujer, sentadasobre un tocón frente al fuego. Sus ojosmarrones se alzaron hacia él, que noemitió ni un sonido en respuestamientras entraba en el círculo de piedra—. ¿Tienes siquiera conciencia de loque has hecho, Kieran?

Él apretó los labios y pasó más alláde la mujer, hacia los caballos quealzaron sus cabezas al escuchar y oler alos recién llegados.

—Interpreto entonces que ella no ha

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llegado por aquí —intervino Aedan,acercándose a la mujer.

—Interpretas bien —respondió ella—. La Prometida no ha atravesado estePortal…

Él farfulló algo en voz baja altiempo que acariciaba el cuello de unruano y le daba unas palmaditas en lagrupa, como muestra de aprecio.

—Iré a por ella —murmuró máspara sí que para sus acompañantes. Sumirada voló entonces hacia la mujer,que le daba la espalda todavía sentadaante la fogata—. Ella fue quien abrió elPortal, baisleac —añadió, como siesperase que tuviese la respuesta a ese

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misterio—. ¿Cómo es eso posible? Sesupone que solo los Altos Druidas delos señoríos tenemos la capacidad paraabrirlos y ella ni siquiera es unadruidesa.

Ella chasqueó la lengua y empezó alevantarse. Casi de inmediato, la jovenarquera acudió en su ayuda, tomando sumano. Si bien no era una anciana, labaisleac del clan McTavish debíarondar con facilidad los cincuenta ocincuenta y cinco años, una edad másque entrada en años para la época. Susojos se clavaron en los de él, comotantas veces antes. Ella había estado a sulado desde que podía recordar; fue su

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mentora, la mujer que le había enseñadoa escuchar a la Naturaleza y a aceptarsus dones como druida. Habíapermanecido a su lado aconsejándolocuando el peso de la jefatura del clancayó sobre sus hombros y como una delas supervivientes de la masacreocurrida veinticinco años atrás, susabiduría iba pareja a su experiencia.

—Estás olvidando quién es ella,joven druida —respondió conrotundidad—. Su poder quizá no sea elde una druidesa, pero fue enviada a esemundo por una que ostentaba un granpoder.

Aedan decidió intervenir para dar su

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apreciación de los hechos.—Yo vi como el pórtico reaccionó

cuando la Prometida puso un pie en elinterior del círculo. Si Kieran no lahubiese enviado a través del Portal,aquello la habría matado.

La anciana chasqueó la lengua.—Era su momento de regresar,

Kieran. Los portales lo sabían —explicó sin apartar la mirada de él—. Tucometido, laird McTavish, era guiarlahasta aquí, y con «aquí» me refiero adonde estoy parada; a este círculo depiedras. Creo que puedes entender elconcepto, ¿verdad muchacho?

Él apretó los dientes aún más,

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haciendo que rechinaran.—Reserva tu furia para aquéllos que

realmente están necesitados de ella —añadió la sabia—. Tu misión no haterminado. La has enviado de vuelta y lahas perdido en el proceso… No sé queme causa más estupefacción, si tus ropaso tu inteligencia.

Aedan ahogó una risa tras unoportuno acceso de tos y la arquera sevolvió hacia él para fulminarle con lamirada. Mirada que él ignoró y retribuyócon un gesto de estudiada satisfacciónmasculina.

—Y tú empieza a actuar de acuerdoa la edad que tienes, Aedan, y no como

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un niño de siete años —replicó labaisleac, que parecía tener para repartircon todos—. Ciara tendrá más trabajocontigo que con todo el ejércitonorthumbriano.

—Eso si él vive lo suficiente parahacer honor a la palabra dada por sulaird —respondió la aludida entredientes.

—Muérdete la lengua, guerreradruida.

La paciencia de él se iba agotando apasos agigantados.

La urgencia por encontrar a Shadowpesaba más en su ánimo que cualquierotra cosa.

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—¡Suficiente! —clamó exasperado.Las miradas de los tres se volvieron

hacia él, pero su atención estabacentrada en la anciana.

—Necesito encontrarla, Runa —gruñó, prescindiendo del título de lasabia.

Ella asintió lentamente.—Sí, necesitas encontrarla y lo

harás —aseguró, dejando a la parejapara dirigirse hacia él—. Pero vas atener que hacer un largo camino para darcon ella, y mayor será todavía el caminoque la lleve a su destino.

Runa miró por encima del hombro asus dos compañeros, que ya habían

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dejado de discutir y caminaban haciaellos.

—Vosotros seréis la escolta de laPrometida, tal y como se profetizó —asintió la mujer, mirándolos a los trescon confiada satisfacción, antes decentrarse en él—. La Reunión de losClanes se llevará a cabo dentro deveinte noches en el lugar acordado.Tienes que llevarla allí.

Él asintió con lentitud, empezando acalmarse.

—Nuestra mejor oportunidad serábuscarla hacia el noroeste, haciaMoireabh —intervino Ciara. Los ojosde la druidesa cayeron sobre su cara—.

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Cuando abriste el Portal de Kilmartin,sentí una ruptura muy intensa hacia elnoroeste.

Él asintió en agradecimiento,girando sobre sus pies, dispuesto acoger las mantas y aparejos de sumontura para ponérselos y partir cuantoantes.

—Ése es territorio cruithne —lesrecordó Aedan con mayor seriedad.

—Bajaré al mismísimo infierno deser preciso, con tal de recuperarla —murmuró él con crudeza, sin dejar detrabajar en lo que estaba haciendo.

Aedan se encogió de hombros ysuspiró.

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—Bien, allí es precisamente adondenos dirigiremos —aseguró—. Pero antesquiero recuperar mi ropa. Y tú deberíasde pensar también en ello.

Sin embargo, lo que él realmentequería era protestar.

Todo lo que deseaba era montar enel caballo y marcharse en busca deShadow. El pensamiento de queestuviese herida o perdida en una épocaque le sería del todo desconocida leestaba haciendo pedazos por dentro,pero sabía que Aedan tenía razón. Iban aviajar una larga distancia y no podíanhacerlo como estaban. No, si queríanpasar lo más desapercibidos posible.

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—¿Puedo suponer que habéisconservado nuestra ropa, baisleac? —preguntó mirando a Runa.

Ella posó la mano sobre su brazo yseñaló unos fardos ocultos tras lamaleza, junto a unas rocas.

—Tuvisteis suerte de aparecercuando lo hicisteis —les aseguró condesenfado—. Una noche más y habríanalimentado mi fuego para darme calor.

Él hizo una mueca y respondió conironía.

—Qué suerte entonces que no hayasido así.

Shadow se consideraba una personade mente abierta. No fantasiosa, pero sí

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con un cierto grado de curiosidad por lodesconocido, por las cosasinexplicables, aunque nunca pensó enparticipar en ellas.

Aún así, «inexplicable» era eladjetivo que le venía ahora mismo comoanillo al dedo, ya que no encontrabaexplicación alguna para la enormeextensión verde que se abría ante susojos, limitada apenas por las filas deárboles que formaban un espeso bosquea un lado y unas altas montañas ocolinas al otro, cuya silueta estababañada por la luz anaranjada delatardecer. Frente a ella y a su alrededor,se alzaban unas cuantas piedras de su

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tamaño, o incluso más altas, colocadasen forma vertical como monolitos.

—¿Nick? —su voz sonó como unsusurro. Aún tenía la mano derechaextendida hacia el lugar que hacíaescasos segundos había ocupado él…

O no. Aquellos parajes no teníannada que ver con el parque de la Torrede Hércules, ni siquiera con la parte delas Adormideras, donde los menhires depiedra se alzaban muy por encima de sucabeza.

—¿Dominic? —llamó de nuevo,llevando ahora su mano contra el pechoy temblando ante la ráfaga de viento quepeinó la hierba y la hizo estremecer.

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Estaba helado, pero no era húmedo—.El mar… ¿Dónde…?

El agitado y bravío océano quebañaba la costa había desaparecido, oquizá nunca había existido a juzgar porla orografía de aquel terreno…

¿Pero qué diablos estaba diciendo?.Girando sobre sí misma, contempló

las altas piedras que se alzaban frente aella. De algún modo parecía queestuviesen vibrando todavía, aunque ellase inclinaba más a pensar que fuese elresultado de un efecto óptico o delrepentino dolor de cabeza que estabaempezando a instalarse en sus sienes.

—Esto es absurdo —jadeó, negando

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con la cabeza, incapaz de encontrar unaexplicación a lo que estaba ocurriendo.

Apretó los ojos con fuerza durantevarios segundos antes de volver aabrirlos, esperando que todo fueseproducto de su imaginación. Quizá lehubiese dado demasiado el sol, aunqueahora mismo el astro rey parecíadispuesto a marcharse, dejando unhelador frío peinando la extensa praderay su propia piel. Volvió a estremecerse.

—¿Dominic? —preguntó de nuevo,esta vez alzando la voz. Pero tampocohubo respuesta.

Todo el paraje se mantenía enperfecto silencio, haciendo mella en sus

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nervios.—¡Nick! —gritó, provocando la

primera reacción en el páramo. Todoslos pájaros que habían estado ocultosalzaron el vuelo ante el repentinochillido, provocando un nuevo grito deella ante la inesperada estampida. Noeran más que media docena de aves,pero en la soledad del lugar sus nerviospodían con ella—. ¡Dominic! Si esto esalguna clase de broma de mal gusto…

Nada. Ni un sólo gorjeo volvió enrespuesta.

—Esto no puede estar pasando. Otravez no —murmuró, pasándose una manocon desesperación por el pelo y

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rastrillando su melena hacia atrás—.¿Dónde diablos estoy?

El temor empezaba a filtrarse através del estado de shock.

El recuerdo de un par de situacionesparecidas volvió a su mente; episodiosque ni siquiera los médicos habíansabido cómo catalogarlos,diagnosticándolos como «pérdida dememoria selectiva».

Ya había pasado dos veces por esas«pérdidas selectivas de memoria».

La primera vez había sido muyextraña. En realidad, gracias a ellohabía descubierto el parque de la Torrey el enorme faro romano símbolo de la

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ciudad a la que había llegado apenas unpar de semanas antes. Todavía nodominaba bien el idioma, pero habíaestado interesada en ver la ciudad y susalrededores.

Recordaba vagamente haber estadoadmirando los restos de un castro celtaubicado a las afueras. Era consciente dehaber estado observando la cúpula depaja y, en el siguiente parpadeo, sumirada estaba observando el cielo azulcontra el que se recortaba la torre depiedra arenisca más impresionante quehabía visto nunca. El viento alborotabasu pelo mientras el rugido del marsonaba a sus espaldas y, bajo sus pies,

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había encontrado el enorme mosaico queformaba la Rosa de los Vientos.

El segundo episodio se presentó enLondres, poco después de la partida deNick. Ella necesitaba distraerse, dejarde pensar en el hombre que se esfumó desu vida sin explicaciones, así que laciudad en la que pasó gran parte de suinfancia era tan buen lugar comocualquier otro.

Durante la primera semana de suestancia se dedicó a visitar museos yexposiciones, siendo precisamente enuna de las celebradas al aire libre dondesucedió de nuevo. En un momentoadmiraba unas piezas que acababan de

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ser rescatadas de una excavación a lasafueras de Gales, y al siguiente fueconsciente de estar en la calle, ante ungran roble ubicado a unas dos horas ymedia en coche del lugar en el queestaba viendo los objetos en exposición.Aún hoy era incapaz de recordar cómohabía llegado hasta allí. ¿Habría tomadoun autobús de línea, inmersa en algúntipo de estado catatónico?

Pero ahora las cosas eran distintas.Ahora conocía al dedillo la ciudad en laque residía, y también sus alrededores ylos pueblos costeros, sin embargo aquelpáramo no se parecía a nada que hubiesevisto con anterioridad en A Coruña o

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Londres.—¿Dominic? ¿Hola? —llamó,

alzando la voz una vez más.Sus palabras resonaron en el aire,

perdiéndose en la lejanía.Al igual que la vez anterior, los

únicos que parecieron percibir supresencia fueron los pájaros que alzaronel vuelo, molestos por aquellainoportuna interrupción. Soltando unanueva maldición en inglés, el idioma conel que se sentía más cómoda, se dio unmanotazo en la pierna para alejar elrepentino cosquilleo que le provocó unabrizna de hierba, antes de dar mediavuelta y rodear una vez más aquel

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montón de piedras desperdigadas, unascaídas y otras en pie.

Apenas había alcanzado una de lasmás grandes que había tumbadas en elsuelo cuando vio una pequeña lagartijaescabulléndose con rapidez. Si bien nole molestaban los bichos, tampocoapreciaba el hecho de hacer unaexcursión por el campo vestida con unaminifalda vaquera que le llegaba un pardededos por encima de la rodilla y unasbotas. Por suerte, había decididoponerse una chaqueta por encima de lacamiseta, pues sabía que antes o despuésen el parque de la Torre el viento seríafrío.

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—Esto es todo culpa tuya, Nick —masculló para sí misma, encaramándosea la piedra tumbada en el suelo ycruzando los brazos sobre el pecho, enun intento de alejar el ligero temblor queempezaba a recorrerla—. ¡Maldito seasy malditos estos episodios de memoriaselectiva!

La rabia y el cabreo inicial habíandesaparecido, dando lugar al miedo a lodesconocido. El tiempo iba pasando ynada ni nadie había respondido a susgritos, a sus insultos. Si no pensase querealmente era imposible, juraría queestaba sola.

Llevándose las manos a las sienes,

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empezó a masajearlas con suavidad,tratando de calmar su crecientenerviosismo y la sensación de temor queempezaba a instalarse en la boca de suestómago.

Un repentino gritito a su derecha lahizo saltar. Sus ojos se movieronrápidamente en aquella dirección,buscando desesperada entre la altahierba sin ver nada.

—¿Hola? —alzó la voz con laesperanza de que si era algún bichejoindeseable, se asustara ante laperspectiva de encontrarse con unhumano—. ¿Hola?

No hubo respuesta, lo que sólo

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contribuyó a ponerla más nerviosa. Enun intento por tranquilizarse y tratar derecordar cómo había llegado a aqueldesconocido lugar, empezó a repasarcada una de las acciones que habíallevado a cabo en las últimasveinticuatro horas: su sesión de fotos, lallamada de su hermano Ramsey, elcheque de la academia…

—Las fotos —murmuró en voz alta,consciente por primera vez de lo que lahabía llevado de nuevo al escenario enel que las había sacado. Parpadeó variasveces al tiempo que bajaba la mirada ala correa del bolso que cruzaba su pechodesde el hombro hasta la cadera. Había

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vuelto allí por las fotos, por aquel hazde luz que había aparecido en cadafotograma en el que aparecía la Rosa delos Vientos—. ¿Dónde están mis fotos?

El bolso estaba vacío a excepcióndel monedero, un paquete de clínex,unos caramelos de cereza que habíacomprado aquella misma mañana y suteléfono móvil.

Aliviada, cogió el teléfono sólo paradescubrir que no había cobertura.

—Esto no puede estar pasando. ¿Porqué a mí? —gimoteó, moviendo elaparato de un lado a otro, mientrastrataba de orientarlo hacia algún lugaren busca de las preciadas rayitas. Pero

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no obtuvo resultados—. ¡Mierda!Frustrada, volvió a meter el teléfono

en el bolso y se obligó a respirarprofundamente.

—De acuerdo, no pasa nada. Yoestoy bien y de alguna manera he tenidoque llegar hasta aquí —murmuró para símisma, echando un vistazo alrededor—.Y si tengo suerte, habré dejado marcadala palma de mi mano en el rostro de esemaldito idiota.

Frunció el ceño ante eso. Él habíaestado allí. De verdad había sido él.Antes incluso de que se volviera, supoque era él. Una mezcla de emociones sehabía dado cita entonces en su interior,

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pasando de la alegría a la tristeza en unadécima de segundo. Recordó cada unade las palabras escritas en aquellaescueta nota que le había dejado yentonces…

—Levanté la mano para pegarle y…Y… —su mente estaba en blanco. Dealguna manera creía haberle oído gritarsu nombre, pero todo lo demás era unanebulosa—. ¡Mierda! Más vale que lehaya dejado mis cinco dedos dibujadosen su cara.

Es lo mínimo que se merece.Con un nuevo bufido, se bajó de la

piedra de un salto y empezó a caminarhacia la línea del bosque. Con un poco

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de suerte encontraría alguna zona en laque hubiese cobertura para el móvil ypodría consultar el GPS online parasaber con exactitud adónde había ido aparar en esta ocasión.

—Y si vuelvo a verlo o tenerlodelante, me aseguraré de cruzarle la carade una bofetada —masculló conabsoluta convicción—. Eso haré, síseñor.

Aedan miró una vez más al hombreque paseaba de un lado a otro delimprovisado campamento quelevantaron cuando la noche se hizo tanoscura que era imposible avanzar porterritorio desconocido sin saber con qué

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podrían encontrarse. Mantenían lalumbre al mínimo, esperando que lazona rocosa en la que se habíanrefugiado evitara que la luz de lahoguera se viese desde cualquier otropunto. Era peligroso encender fuego enaquel lugar, pero la brusca caída de lastemperaturas durante la noche obligaba aaquel tipo de protección.

Un soez juramento resonó en elsilencioso grupo que le hizo poner losojos en blanco. Dominic se había estadopaseando como un león enjaulado, presodel temor y la impotencia que los habíaconducido a aquella tarea de búsqueda.

—Kieran, si sigues haciendo eso

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acabarás por abrir un surco en el suelo—llamó su atención mientras acariciabala cabeza del lobo con una hipnóticacadencia—. Si la druidesa McInnes nose ha equivocado y la Prometida haatravesado el Portal en la región deMoireabh…

—No me he equivocado —añadióCiara, con una mirada al hombre que lahabía cuestionado que decía claramenteque le gustaría tener su piel… comoabrigo—. Ella ha cruzado el Portal y laProfecía se ha puesto en marcha.

—Valiente Profecía… —farfulló élpor lo bajo, mientras dedicaba a lamujer una mirada satisfecha. Le gustaba

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discutir con ella.La druidesa se incorporó, dejando

que el plaid con el que se había estadocubriendo resbalase sobre sus pechoshasta remolinarse en su regazo. Aquellaprenda, a cuadros verdes, azules ynegros con líneas amarillas, laidentificaba como un miembro del clanMcInnes, originario de las regiones deYura e Islay. El broche que llevabaprendido en una esquina de la tela y quela sujetaba a su hombro izquierdo eraidéntico al que portaban ellos dos y laidentificaban como druida de su clan.

Él tenía que admitir que eraatractiva; alta y delgada, con un cuerpo

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fibroso y un rostro de pómulos altos.Poseía el porte de una reina amazona,pero era su afilada lengua la queacababa sacándolo de quicio; algo en loque jamás había reparado hasta que a laedad de dieciséis años los prometieronen matrimonio como forma de estrecharlos lazos entre ambos clanes. Y en pocaslunas, si sobrevivían a ello, CiaraMcInnes pasaría a llamarse CiaraMcNeil.

El mero hecho de imaginárselo hizoque le volvieran a arder las entrañas. Nodeseaba a esa mujer como esposa. Enrealidad, ni a ella ni a ninguna otra.Amaba su soltería por encima de todas

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las cosas, pero su padre no hacía másque recordarle que ya tenía edadsuficiente para contraer matrimonio yhacer continuar su estirpe.

La siempre suave voz de la mujer losacó de su ensoñación, abandonando suspensamientos para volver a centrarse enel aquí y el ahora.

—El que estemos aquí los tresdruidas de los señoríos de Dalriada,mientras nuestra gente se prepara para laReunión de los Clanes, ¿no te parece unaseñal suficiente? —respondió ella,mirándole para luego volverse haciaDominic—. Estamos dando vida a laprimera parte de la Profecía —Ciara se

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aclaró la garganta y recitó de memoriael poema que todos conocían—. «Yentonces ella llegará, escoltada por losdruidas de Dalriada, en la noche másoscura de todas. Las almas de losmuertos la guiarán y el salvaje comeráde su mano, cuando el peligro seatraviese en su camino» —la mujer selamió los labios antes de mirarlos—. LaProfecía ha comenzado a cumplirse…

—¿Y dónde dice esa Profecía tuyaque ella iniciaría la apertura del Portal?—replicó Dominic entre dientes, con lospuños apretados a ambos lados de lascaderas—. ¿Dónde dice que suscustodios estarían a punto de matarla

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enviándola sola a un mundo quedesconoce? ¿Dónde dice que la enviaríadirecta a los brazos de esos salvajes? —poco a poco, Dominic había idolevantando la voz—. Dime, Ciara, ¿enqué lugar dice todas esas cosas?

Ciara se tomó un momento paracontemplar al hombre que se erguía anteella. Sus ojos dorados brillaban conrabia, dolor y una profunda impotencia.Había dejado de lado la extraña ropaque habían vestido tanto él como Aedan,cambiándola por un pantalón de suavepiel color tierra, una camisa de lino decolor oscuro y botas de suave cuero, asícomo por el tartán de su clan, que

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envolvía su cintura cayendo en perfectospliegues sobre sus muslos, y le cruzabael pecho con una franja de tela hasta elhombro, donde lo había asegurado conun broche en forma de corona de roble,idéntico al de ella. Pero él, además,también llevaba otro broche que cerrabael cinturón. Era del tamaño de unpequeño disco y en el centro estabadibujada la cabeza de un jabalí con ellema Non Oblitus. «No olvidéis».

El fuego creaba reflejos sobre supelo negro, que llevaba más corto de loacostumbrado, y una simple cinta decuero circundaba su frente, atada pordetrás de la cabeza para apartar de su

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rostro los mechones molestos.Kieran era un guerrero, líder de su

clan y druida; una combinación que loconvertía en un hombre sabio, aunque nopaciente.

El hombre estaba enfadado consigomismo —desesperado en realidad—,pero no por el recordatorio de laProfecía, que ella sabía conocía mejorque nadie, sino por haber fallado aaquella mujer. Ella empezaba a pensar,a juzgar por la actitud de su amigo, queaquella mujer era para él mucho más quela Prometida de Dalriada.

—¡Está ahí fuera y sola, Ciara! —gritó, extendiendo un brazo hacia la

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oscuridad—. Ella nada sabe deprofecías, ni de Dalriada… ¡Malditasea, ni siquiera sabe quién soy yorealmente! Ni de dónde viene. Para ellanada de esto existe y siempre debió dehaber sido así.

Soltando una nueva maldición, pateóel suelo con el pie, lanzando algo detierra hacia la pequeña fogata. Entoncesse inclinó sobre uno de los montículosen los que había dejado apiladas suspertenencias para tomar su espada, suarco, las alforjas con provisiones y lamanta antes de dirigirse hacia sucaballo. El animal resopló y coceó elsuelo como si pudiese sentir la tormenta

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que había en el interior de su amo.—¿A dónde vas? —preguntó Aedan

sin moverse ni un solo milímetro de supostura distendida.

—A buscarla —masculló Dominic,colocando la alforja sobre la grupa delcaballo y guardando la espada en sufunda de cuero, antes de sujetar unpuñado de crin junto con las riendas ysubir sin esfuerzo a su montura—. Esculpa mía que haya terminado aquí deesta manera.

Aedan chasqueó la lengua y serecostó, entrelazando ambas manosdetrás de la cabeza.

—Llévate a Riska —dijo bostezando

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—. Él será tus ojos durante la noche.—No puedes ir solo —negó ella,

caminando tras él—. Esto es una locura,Kieran. Espera hasta el amanecer. Esimposible ver nada en esta noche y sehará aún peor; en unas horas la nieblaempezará a cubrirlo todo.

—El amanecer puede llegardemasiado tarde, Ciara —respondió,haciendo bailar a su caballo sobre elterrero, ansioso por continuar. Luego segiró hacia Aedan, que parecíaengañosamente relajado—. Nosveremos en Loairne. Si no hemosregresado en dos días, seguid caminohacia Cean Loch Gilb.

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Aedan chasqueó la lengua una vezmás y se limitó a volver el rostro haciasu amigo.

—Tienes hasta mañana por la noche.Si al amanecer no os hemos vislumbradodesde la frontera, iremos a buscaros —le informó Aedan, recordándole que sucabezonería podía ser igual o mayor quela de él.

Asintiendo, se giró hacia el lobo conun agudo silbido que hizo que el animalmirase a su compañero y trotase acontinuación hacia Dominic,sobrepasándolo con un sonoro aullido yadentrándose en el páramo.

—Ve con cuidado —pidió ella,

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sabiendo que nada de lo que dijera iba adisuadirle.

—Vosotros también —asintió,volviendo grupas para instar a sumontura a seguir al lobo.

Ella se quedó mirando la silueta queformaban hombre y caballo hasta que laespesa oscuridad los tragó, dejando trasellos el eco del aullido del lobo.

—Si intentásemos detenerle, lasituación sólo iría a peor —lesorprendió la voz de Aedan a suespalda.

El hombre se había levantado y seencontraba de pie tras ella, con laspiernas separadas. Una impresionante

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montaña que, a pesar de su altura y supreparación, la hacía sentirse débil,pequeña y femenina.

Su cálido aliento le acarició eldorso del rostro, haciéndola cada vezmás consciente de su proximidad; delpoder que tenía sobre ella… Un poderque no podía darse el lujo de que élconociera.

—Saldremos con la primera luz dela mañana hacia la frontera. Si amediodía no ha aparecido, iremos a porél —aseguró Aedan.

Ella se separó un par de pasos,endureció sus facciones y lo miró con lamisma indiferencia que siempre

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mostraba en su rostro.—Creí haber oído que le dabas

tiempo hasta la noche.Él se giró y la estudió de los pies a

la cabeza con una mirada profundamentesensual, antes de entrecerrar susenormes ojos y darle la espalda,alejándose de nuevo hacia la fogata.

—Mentí.

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Capítulo 4

Shadow no daba crédito a lo queveía ante sus ojos, pero todo aquellosólo podía tratarse de algún tipo derepresentación teatral. Los hombres ibanvestidos con algo similar a piel deanimal o cuero, llevaban el rostropintado y proferían gritos mientrasluchaban entre sí a orillas del claro delbosque que se extendía por debajo dedónde ella se encontraba.

Se había topado con ellos, o para sermás exactos, habían sido los terriblesgritos y alaridos que proferían los que

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condujeron sus pasos hasta aquel lugar.Llevaba caminando durante las últimascuatro horas, mientras contaba cada unode los minutos que se reflejaban en lapantalla de su teléfono móvil yobservaba, casi cercana a la obsesión,la inexistencia de rayas que marcaran lacobertura. La luz del sol habíadisminuido, pasando del atardecer a lasprimeras sombras de la noche. Sólo lalinterna del aparato le había permitidover por donde caminaba.

Había vagado paralela a la lindeinterminable bosque, pero finalmente seinternó en él siguiendo lo que esperabaque fuese alguna senda. Poco a poco la

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espesura fue mermando y los árbolesempezaron a ser más escasos, hastaabrirse en un pequeño claro, dóndeencontró otro grupo de piedras.

El cansancio y la irritaciónterminaron por superarla poco despuésde la puesta de sol. Todo lo que larodeaba le era extraño y seguía sinencontrar signo alguno de civilización.

Hasta que apareció ante sus ojosaquel estrambótico grupo.

—¡Maldita sea! ¿Pero adóndedemonios he venido a parar ahora? —masculló, enfadada consigo misma.

Aquello empezaba a ser preocupantey su mente seguía en blanco; una laguna

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imposible de rellenar. El transcurrir delas horas sin encontrar un solo puntodesde el que poder orientarse y la faltade cobertura del teléfono, unidos a lacada vez más densa oscuridad,mermaban sus fuerzas y decisión.

A juzgar por lo que había podido vermientras disponía de luz solar, y mástarde bajo la mortecina iluminación delteléfono, el paisaje era similar a laorografía gallega, lo que al menos ledaba cierto consuelo. Su «fuga» no eratan grave como si hubiera cambiado decomunidad o, peor aún, de país.

Un ligero escalofrío la recorrió depies a cabeza. La temperatura había

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bajado considerablemente, por lo que lafalta de ropa de abrigo y el frío suelosobre el que permanecía agazapada nocontribuían demasiado a aislar sucuerpo de la humedad. Hacía rato que laniebla había descendido sobre elbosque. Al principio había sido unaligera llovizna que más tarde terminóconvirtiéndose en una capa tan densaque necesitaría de un cuchillo paraabrirse paso.

Su mirada voló una vez más sobre elgrupo de seis hombres, pintados yvestidos como miembros de alguna tribusalvaje, que habían acampado a unosmetros de su posición. El fuego

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crepitaba e iluminaba la ahora animadacamaradería, elevándose desde unahoguera encendida en el círculo interiorde las piedras y creaba fantasmagóricassombras sobre éstas.

Las risas parecían llenar elambiente, junto con exclamaciones yfrases de las que apenas conseguía oíralgún retazo. Varioscaballos pastaban ydescansaban junto a la linde de bosque,lo suficiente cerca como para que lasllamas de la hoguera los alumbraran.

Cuanto más los miraba, más seconvencía de que tenía que tratarse dealguna clase de ritual pagano oiniciación sectaria. No era la primera

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vez que se encontraba con evidencias deque en el parque de la Torre deHércules se llevaban a cabo toda clasede ritos litúrgicos. Aquél parecía ser ellugar predilecto tanto por lospracticantes de la magia negra, como delos respetuosos wiccanos, que llevabana cabo sus ceremonias sin molestar anadie.

Pero aún así, aquél era el primero alque asistía en vivo y en directo y noestaba muy segura de que leentusiasmase tal honor.

Un nuevo escalofrío le recorrió elcuerpo. Tenía frío y la humedad delsuelo sobre el que permanecía acostada

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no ayudaba en absoluto a que se sintiesemejor. La visión de la lumbre se leantojaba una opción atractiva, pero nose atrevía a salir a campo abierto. No,después del irracional temor que habíasentido en el instante en el que habíadivisado a aquellos hombres.

Un fuerte estruendo inundó elbosque, los cascos de los caballosresonaron como cañonazos en lasilenciosa noche, complementándosecon los gritos que proferían los jinetes.

Con el corazón bombeando conrapidez, reaccionó por instinto. Laincertidumbre y la sorpresa dieron pasoal miedo, y éste a la necesidad de

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escapar. Apenas había tenido tiemposuficiente para girar y lanzarse en unadesesperada carrera haciael bosque,ignorando ramas, hojas, arañazos ycortes, hasta que los pies le resbalaron yterminó agazapada contra el suelo en ellugar en el que se encontraba en esemismo instante.

—Con lo bien que estaría yo encasita —musitó, dejando caer el rostrosobre los brazos con un angustiadogemido.

Ni siquiera en sus anterioresepisodios de pérdidas de memoria habíatenido que enfrentarse a algo comoaquello. Todo había sido cuestión de

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minutos, una o dos horas a lo sumo,antes de que supiese donde estaba y selas ingeniara para conseguir un autobúso taxi que la llevase a casa.

Cerró los ojos con fuerza y seesforzó por evocar la imgen de Dominic,tal y como la había visto esa mismatarde. Él seguía siendo tan atractivocomo recordaba, más aún si considerabael aire de madurez que marcaba ahora surostro.

Tan rápido como creó esa imagen seapresuró a borrarla. Ese hombre era elúnico culpable de que hubiese terminadoallí. De algún modo, volver a verledebía de haber provocado que

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reprimiese sus recuerdos; un shock,quizá. Cualquier cosa que explicase demanera coherente sus fugas.

—¿Lo ves? Él es malo para tu saludmental. Ya no digamos para queconserves la línea; helado de chocolatecontra Nick… Mala combinación, muymala.

Empezó a incorporarse despaciohasta quedarse de rodillas. Su miradaseguía fija en la hoguera y en loshombres que continuaban con suparticular festejo. Tenía miedo demoverse, de llamar su atención y que nofuesen, precisamente, gente amistosa.

La niebla se espesaba en el interior

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del bosque y su mente batallaba entreseguir sus instintos o hacer unmovimiento estúpido. Uno que, a pesarde ser el menos recomendable, prometíaser una de sus mejores opciones paraevitar a aquel grupo. Sabía que no debíamoverse, que lo mejor sería esperar almenos hasta que amaneciese para seguircaminando, pero era incapaz depermanecer quieta ni un segundo más.Algo en aquellos hombres le daba malaespina y, si de algo estaba orgullosa, eraque sus corazonadas pocas veces seequivocaban.

Poniéndose en pie empezó aretroceder mientras vigilaba al grupo,

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avanzando despacio sin apartar ni unsolo instante la mirada de ellos. Todo sucuerpo estaba en tensión, listo parasaltar y echar a correr al más mínimomovimiento por parte de ellos. Un parde pasos más y ya no estarían en suángulo de visión. Sólo un poco más… yacabó en el suelo.

El dolor atravesó su tobillo derechocomo una aguja afilada, sus rodillas sedoblaron y cayó. Una vieja raíz habíadetenido su avance.

—Joder… Mierda… ¡Oh, mierda!—masculló, apretando los dientes anteel dolor. Ya podía sentir cómo el tobillose hinchaba, oprimido en el

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confinamiento de la bota—. No, nopuede ser, ¿verdad? Ahora no… puedepasarme esto. ¡Mierda! ¡Oh, joder!

Se tomó unos minutos para recuperarel aliento y prepararse mentalmente parasu próximo movimiento. Echó mano albolso y extrajo de nuevo el teléfonomóvil. La batería se estaba agotando conrapidez.

—De acuerdo… —respiróprofundamente intentando calmar losnervios. Hablar en voz alta siempre lahabía tranquilizado—. Sí, vayamos albosque con botas de vestir y falda einstauremos un nuevo deporte:senderismo para idiotas.

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Dejó escapar un profundo suspiromientras se las arreglaba paraarrastrarse por el suelo hasta un delgadotronco.

Las maniobras que llevó a cabo paraponerse de nuevo en pie las recordaríadurante toda su vida por el dolor queaparejaron, pero no iba a quedarse allí.

—Sí, señor, senderismo para idiotaspor Shadow Avery —continuófarfullando entre dientes. Apenas era unsiseo, pero hacía que se sintiese mejor—. Con ese título podría escribirse unlibro o imprimir camisetas.

Sacudiendo la cabeza, se obligó adejar la ironía a un lado y probó a dar

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sus primeros pasos.—Ésta va a ser una caminata

infernal —susurró entre dientes altiempo que examinaba al detalle suentorno en busca de algo que la ayudasea sostenerse y avanzar.

Encontró soporte en un improvisadobastón de rama de árbol y se puso denuevo en marcha. El haz de luz queemitía el teléfono poco podía hacercontra la espesa niebla, mientras lossonidos propios de la noche en elbosque llegaban a sus oídos, aumentadospor el temor y la oscuridad.

—Es inútil, no puedo seguir. Nisiquiera veo mi propia nariz —gimoteó,

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apoyándose en la rama que sosteníabuena parte de su peso—. Maldita sea,¿dónde estoy?

Bufando, se movió con intención debuscar algún lugar en el que podersentarse, pero la tierra cedió bajo suspies y, antes de que supiese lo queocurría, su cuerpo cayó hacia atrás,precipitándose en una frenética caídaque terminó abruptamente, acompañadade un aguijonazo de dolor contra elcostado. Las lágrimas inundaron susojos sin que pudiese evitarlo cuando unescozor a la altura de la cadera learrancó el aire de los pulmones. Todo loque pudo hacer en ese instante fue

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encogerse en un ovillo, apretando losdientes mientras dejaba que resbalaranpor sus mejillas. Un silencioso llanto seabrió paso a través del nudo de sugarganta; un lamento que daba riendasuelta a todo el miedo y la angustia a laque se había visto sometida durante lasúltimas horas.

La niebla empezaba a levantarseempujada por los primeros rayos de soldel amanecer. El caballo de Dominichabía aminorado el paso paraacompasarlo al del lobo. Los animalesacusaban el cansancio y la tensión a losque habían sido sometidos durante todala noche.

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Él arrastró el dorso de la mano porla frente perlada de sudor. El esfuerzoque suponía dominar las fuerzas de laNaturaleza a través de su don le estabapasando factura. Su poder sobre laniebla había provisto a los tres de uncómodo escudo durante el viaje a travésde aquel peligroso territorio.

A las pocas horas de iniciar lamarcha se había topado con un pequeñogrupo de northumbrianos escoltados portres guerreros cruithne. Portabanantorchas y, a juzgar por la manera enque espoleaban sus casi reventadasmonturas, llevaban prisa. Encontrarsecon una patrulla como aquella viajando

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durante la noche despertó sus sospechas.La Reunión de los Clanes había sido

convocada en el más estricto de lossecretos. Tras la visión que le habíarevelado la identidad de la Prometida,la baisleac lo había interpretado comoel inicio de la Profecía que anunciaba lallegada de la Elegida y que pondría final yugo del usurpador sobre Dalriada.

Al principio los clanes se habíanrevuelto, unos a favor y otros en contra.Incluso había quien pensaba que aquelloera solo un cuento de viejas y queenfrentarse con el actual rey sólopondría en peligro al pueblo escoto, queseguía resistiendo a duras penas los

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ataques de los cruithne.Pero después de las reticencias

iniciales, se tomó la decisión de llevar acabo una reunión general, esperandopoder organizarse y unir a todos losclanes bajo una única bandera. No eraposible que los northumbrianos hubiesendescubierto lo que tramaban los cuatroseñoríos que formaban el reino deDalriada.

No, aquello debía de tratarse de otracosa.

Su mirada color miel recorrió partedel estuario que se extendía ante él,acariciado por uno de tantos ríos querecorrían la región. A un par de

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kilómetros de distancia comenzaba laregión boscosa que se abría hacia elnoroeste. Los cruithne dominaban granparte de la vasta extensión de aquelpaís, y su poder aumentaba día a díagracias a las alianzas políticas… o alsimple y llano asesinato. Eran un puebloorgulloso, guerrero, que había echadoraíces en aquellas tierras y nada ni nadielos haría marcharse. Él era conscientede ello y sabía que si algún día llegabana entenderse, no sería por el idioma dela espada.

El caballo sacudió la cabezaagitando las crines al tiempo quelanzaba un pequeño relincho en

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dirección al agua, que había olfateado.Palmeando el cuello del animal,desmontó y se giró para conducirlo hastala orilla para que pudiera abrevar.

—Lo siento, compañero, sé queestás cansado —dijo mientras soltabariendas para dejarlo beber—, peronecesito encontrarla. Si algo llega asucederle por mi culpa…

Como si percibiese la angustia de suamo, el caballo sacudió la enormecabeza oscura y le propinó un pequeñotopetazo en el pecho antes de volver aprestar atención al agua.

Él sonrió acariciándole el flanco.Su lustrosa piel negra estaba húmeda

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por el sudor y la niebla, pero seguíasiendo el caballo más magnífico quehubiera visto en mucho tiempo; unpoderoso animal que había llegado a élsiendo apenas un potrillo, como botín deuna escaramuza contra un clan vecino.Todavía podía recordar la mirada de supadre cuando lo vio rodeando el cuellodel animal y las palabras que siguieron aaquel gesto: «Sólo una mano noblepodrá templar a esa bestia, hijo. Utilizala astucia antes que la fuerza».

—Vamos, Scail, debemos continuar—murmuró, haciendo una mueca ante laironía que traía consigo el nombre delcaballo. Scail, significaba «sombra» en

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gaélico; lo mismo que el nombre de ella:Shadow.

Girándose, buscó al enorme lobogris que lo había acompañado hasta allí.Riska era la mascota de Aedan y, desdeque lo conocía, jamás había visto que elguerrero tratara a nadie con tantadelicadeza y ternura como lo hacía conel lobo, a pesar de que su encuentrohabía sido menos que afortunado. Riskaestaba atrapado en un cepo cuando loencontró y el animal no dudó endesnudar sus dientes, gruñendo de modoamenazador, para morderle despuéscuando intentó liberarle. Pero aquello nolo había detenido. Mientras él había

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sido partidario de dispararle con elarco, Aedan se había interpuesto entrelos dos, salvando la vida del lobo yganándose poco a poco la lealtad de labestia. Su amigo llevaba todavía elrecuerdo de aquel encuentro marcado ensu mano izquierda.

Aunque Riska solía acompañarlotambién a él, su vínculo con Aedan eraalgo que el druida no había visto antes yque hablaba del don que tenía el jovenMcNeil para con los animales.

Un sonoro aullido atrajo su atención.El lobo apareció al poco tiempo,corriendo como alma que llevaba eldiablo. Usaba sus poderosas patas para

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ganar terreno y su lengua ondeaba por unlado de la boca a medida que seacercaba. A su espalda, Scail emitió unnuevo relincho que hizo que el druidaque habitaba en su interior se pusieraalerta.

Con un limpio aterrizaje, el lobo sedetuvo a escasos metros de él, se lamióel hocico y lo miró. Los ojos dorados seclavaron en los de él como si quisieracomunicarle un mensaje, uno que él notuvo problemas para descifrar.

—Shadow…Sin perder un instante, saltó sobre el

lomo de Scail, volvió grupas y loespoleó para conducirlo en la dirección

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por la que había venido el lobo, quienya se lanzaba de nuevo a la carrera,tomando la delantera, guiándole a sudestino.

La oscuridad de la noche habíadesaparecido dando paso al amanecer.Shadow se incorporó, temiendo moversedemasiado rápido por si la caída habíatenido más repercusiones, aparte de losarañazos y el dolor que la atravesabacomo un relámpago a la altura de lacadera. Sentía el cuerpo pesado, eltobillo hinchado dentro de la bota y unasensación de mareo le inundó la bocadel estómago cuando intentóincorporarse lo suficiente para sentarse.

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No creía haberse roto nada, lo que eraun milagro a juzgar por el desnivel queobservó al levantar la mirada y ver pordónde había resbalado la noche anterior.

Tomando aire profundamente y sepreparó para soportar el sufrimientomientras se arrastraba hasta apoyar laespalda en la loma, llena de tierra yhojas secas. Era curioso cómo, enmomentos como aquél, dejaba de tenerimportancia que hubiese alguna araña obichejo desagradable entre la maleza,sobre todo dado el asco que les tenía.

—No es momento de pensar en eso,Shadow —se recordó en voz alta, en unintento de mantener el ánimo a flote.

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Intentó moverse lo menos posible parareducir la sensación de malestar y palpócon ligereza la cadera en busca delbolso, que había conservadomilagrosamente gracias a la correa. Sinembargo, estaba vacío—. ¡Estupendo!

Su mirada recorrió con rapidez lalarga franja de tierra por la que habíacaído. Un objeto de color rosa llamó suatención a poco más de un metro porencima de su cabeza; su teléfono.

Con intención de recuperar la únicaposibilidad de contacto con la ayuda, seincorporó. El movimiento provocó unafuriosa punzada que le atravesó elcostado y el tobillo, teniendo que

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apretar los dientes para no dejar escaparuna maldición. Estiró el brazo y apoyótodo su peso contra la pared, mientrasluchaba por alzarse lo suficiente comopara que sus dedos tocasen el anheladoobjeto. Todo su cuerpo parecía estarsometido a una indecible agonía; cadavez que se rozaba contra el suelo o semovía, el dolor en la cadera sólo erasuperado por el del tobillo.

—Oh, vamos, por favor —gimió,estirándose con un quejido, sólo paraquedarse petrificada en el acto. Unaenorme cabeza peluda, con brillantesojos dorados y una más queimpresionante fila de dientes, de la que

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caía una rosada legua, se había asomadodesde el borde superior.

—¡Joder! —el repentino movimientohizo que le fallase el pie lastimado,enviándola de nuevo al suelo.

Un calambre le arrebató el aire delos pulmones y los ojos se le llenaron delágrimas mientras observaba estupefactaal animal, que parecía estar olfateandoel aire. Tan repentinamente como habíaaparecido, desapareció dejando unsonoro aullido tras de sí.

—Un… lobo… —consiguióencontrar la voz entre dos accesos dedolor. Una histérica risa amenazó consurgir de su pecho—. Un jodido lobo,

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Señor. ¿Qué más puede pasarme ya?Era incapaz de apartar la mirada del

punto en el que lo había visto. Elcorazón le latía a tal velocidad quesentía el pul-so contra las sienes. Losminutos parecían pasar con demasiadalentitud mientras vigilaba la cima deltalud. Un bajo murmullo, similar al quehabía escuchado la noche anterior, llegóhasta ella. Palabras, supuso; frases cuyacadencia le resultaba familiar a pesar deque no podía entender ni una sola deellas.

—¿Shadow?El sonido de su nombre penetró en

su confundida mente, haciéndole dudar

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si lo había escuchado en realidad.Cuando la cabeza del lobo volvió a

asomarse desde el borde, seguido delresto del cuerpo cubierto por un pelajegris oscuro y negro para deslizarse congracia por el mismo terraplén por el queella había caído, gritó.

—¡No! No, vete, vete… —intentórechazarlo con la mera impresión de lamirada, pero él se limitó a lamerse elhocico en cuanto llegó a su altura ylevantar la enorme cabeza peluda arriba,para observar al hombre que aparecióallí, bloqueando la luz del sol que sefiltraba entre las ramas de los árboles.

—Gracias a los dioses —murmuró

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Dominic nada más verla, deslizándose acontinuación por el talud de tierra confacilidad para llegar a su altura.

Ella abrió los ojosdesmesuradamente sin dar crédito a loque veía.

—¿Nick? —susurró con voz rota. Lemiró fijamente, grabándose su imagencomo si esperase que de un momento aotro fuese a desvanecerse.

Antes de que pudiese decir unapalabra más, él estuvo a su ladorecorriéndola con la mirada y las manos,palpando su cuerpo y su cabeza hastaque ella lo alejó.

—¿Te encuentras bien? ¿Estás

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herida? —no dejó de dispararlepreguntas mientras la examinaba sindisimular su ansiedad.

Ella lo apartó una vez más,quejándose cuando le rozó el pielastimado.

—No. No estoy bien —clamó conexasperación. El miedo siempre la poníaa la defensiva—. Me he torcido eltobillo y, por si eso no fuese suficiente,me he caído desde ahí arriba y me sientocomo si me hubiese pasado un camiónpor encima. Tengo un terrible dolor decadera y, no he querido ni mirar, peroestoy segura que tendré un hematoma detamaño olímpico. Además… ¿Pero qué

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demonios llevas puesto? Espera.¿Tienes algo que ver con esos locos delas pieles y los gritos? ¿Dóndedemonios estamos? ¿O, mejor aún,dónde diablos te has metido duranteestos dos últimos años? ¿Crees quepuedes reaparecer así, como si nada?Eres un…

No llegó a terminar la frase. La bocamasculina se cerró sobre la suya,impidiéndole seguir con su diatriba. Lacalidez de su beso, su sabor, la suavecaricia de sus lenguas al encontrarse…Aquello fue más de lo que podíasoportar.

En un solo segundo revivió toda la

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ternura que había conocido en susbrazos, pero también trajo consigo laamargura posterior.

—Dos años, Nick —masculló,apartándose de él y rompiendo el beso—. No puedes desaparecer durante dosaños y regresar de esta manera… ¡Nopuedes!

Dominic no respondió. Estabademasiado agradecido a los dioses porhaberla encontrado, como para iniciarahora mismo una discusión. Su miradabajó en cambio por el cuerpo de ella,comprobando a simple vista el alcancede los daños. Toda la piel que quedabaexpuesta estaba arañada y sucia, la ropa

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tenía pequeños desgarros y, a juzgar porla tensión de su cuerpo y la postura queadoptaba, era obvio que sentía dolor.

—¿Puedes ponerte en pie? —preguntó, bajando las manos ahora sobreel pie lastimado. La hinchazón erapalpable—. Esto no tiene buen aspecto.

Ella se tensó cuando deslizó lasmanos sobre la bota.

—No lo hagas. Si me quito la botano podré volver a calzarla —advirtió,con un bajo siseo de dolor—. Por nohablar de que te cogeré la mano y temorderé hasta hacerte sangre, y loachacaré todo al dolor.

Él no pudo evitar esbozar una

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sonrisa ante su respuesta, sorprendido yaliviado de que mantuviese el humor apesar de todo lo ocurrido. Sin respondera su amenaza, examinó los alrededoresbuscando la manera de sacarla de allísin tener que volver a subir por dondehabían descendido. El lobo, que sehabía mantenido a distancia como sicomprendiese el temor de la mujer,olfateaba el suelo y el aire.

—Es posible que unos metros másadelante podamos subir sin tener quetrepar por este terraplén —comentó,volviéndose de nuevo hacia ella—. Ven,te ayudaré.

Shadow negó con la cabeza. El

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dolor la obligó a apretar los dientes ensu intento de ponerse de pie por suspropios medios. A punto estuvo devolver a dar con sus huesos en el suelode no ser por la rápida reacción de él.

Un involuntario gemido abandonósus labios cuando la mano de Dominicle rozó el costado.

—Maldita sea —lo oyó mascullar.Sus ojos se oscurecieron y su rostroadquirió una expresión sombría—. Lascosas no deberían haber ocurrido deesta manera, diablillo. Lo siento.

Ella frunció el ceño ante suspalabras, permitiendo que la sostuviese.

—Lo último que quiero oír ahora

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mismo de ti, es que has tenido algo quever con… esto —dijo, encontrándosecon su mirada. Una silenciosa peticiónanidaba oculta tras sus palabras—.Porque habría sido ir demasiado lejosincluso para ti, Dominic.

Él se limitó a deslizar los brazos porsu espalda para alzarla en brazos sindificultad.

—Tenemos que irnos —ignoró suvelada reclamación, acomodando supeso para caminar en la mismadirección por la que ya trotaba el lobo—. No es seguro estar aquí.

Ella pasó el brazo alrededor de sucuello para sujetarse.

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El estómago se le había encogido alcaptar el conocido aroma de él y todo sucuerpo empezó a relajarse, a pesar deldolor, ante aquel calor y la fortaleza queconocía tan íntimamente, rescatandomomentos de un tiempo que se habíaesforzado por olvidar.

—¿Y dónde es exactamente aquí,Nick? —las palabras abandonaron suslabios antes de que pudiera ponerlesfreno.

Una vez más él no respondió,limitándose a seguir tras el lobo, quecaminaba delante de ellos como unamascota cualquiera.

—¿Es tuyo?

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Los ojos color miel bajaron entoncessobre los suyos. Ella indicó al lobo conun gesto de la barbilla, antes detensarse.

Incluso los pequeños movimientos lecausaban dolor.

—Riska no pertenece a nadie másque a sí mismo… y en ocasiones aAedan —respondió, abriéndose paso sindificultad por la zanja que iba perdiendopendiente a medida que avanzaban.

A ella le hubiese gustado preguntarquién era Aedan, pero lo más seguro esque ignorase su pregunta, al igual quehabía hecho con la anterior.

—No has respondido a mi primera

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pregunta —insistió en voz baja, cansada.—No es el momento para hacerlo —

aseguró en el mismo tono—. Loshombres que mencionaste antes…¿Cuándo y dónde los viste?

Ella se pensó durante unos segundossi darle una respuesta o guardarsilencio, igual que había hecho él.

—En un pequeño claro cerca de aquí—le informó por fin. Después frunció elceño—. Bueno, supongo que estabacerca. En la oscuridad y con la niebla esun poco difícil calcular las distancias,aunque imagino que conocerás la zona.Había unas cuantas piedras de grantamaño, ya sabes, a modo de columnas.

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Ahora fue su turno para fruncir elceño.

—Demasiado cerca —murmuró parasus adentros.

Los próximos minutos pasaron encompleto silencio. Dominic la llevó enbrazos durante todo el trayecto,deteniéndose sólo cuando llegaron a lalinde del bosque, en una zona que ellano había visto el día anterior.

Un enorme caballo de piel oscuraque había estado pastandotranquilamente hasta que los vio llegar,sacudió la cabeza y piafó al verlos.

—Vaya, es impresionante, tenemoshasta el atrezo —comentó ella con obvia

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ironía acariciando su voz—. ¿Cuánto teha costado montar todo esto?

Escuchó que Dominic dejabaescapar un profundo suspiro, antes dedejarla con cuidado en el suelo y darlela espalda para atender al caballo. Elanimal bajó la cabeza, permitiendo queél le rascase la testuz, mientras sus ojosavellana parecían mirarle con adoraciónantes de que se trasladase hacia la grupapara asegurar las cintas de las alforjas.Luego recolocó el equipaje y desenrollólo que parecía una manta a cuadros rojosy azules, con el mismo patrón de la quevestía él al puro estilo de los habitantesde las Tierras Altas de Escocia.

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—La tienda en la que has adquiridoel disfraz debe de ser buenísima. Elacabado es impresionante, pero elcaballo, el perro y… esa cosa… ¿No teparece que te has excedido un poquito?

Él ignoró sus palabras y abrió lamanta para envolverla en ella,cubriéndole la cabeza. Aquel actomitigó su voz, de la que sólo se escuchóun siseo cuando él se agachó losuficiente para alzarla y echársela alhombro. Su respuesta no se hizo esperar,a modo de chillido y coloridos insultos,a lo que él reaccionó con unacontundente palmada en su trasero.

—O dejas de gritar en este mismo

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instante y guardas silencio, o juro porlos dioses que te amordazaré —declaróel, caminando con ella hacia el caballo—. Esto no es un juego ni un teatro,Shadow.

Pero ella no escuchaba. Su mente sehabía quedado clavada en el momentoen que él había dejado caer la manoabierta contra su trasero.

—¿No…? ¿No acabas de hacer loque creo que has hecho? —cuestionócon incredulidad. Ni siquiera le habíadolido, pero el mero hecho que sehubiese atrevido a tratarla como a unaniña la enfurecía—. No, no lo hashecho… No puedes haberlo hecho…

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¡Dominic, estás empezando a cavar tupropia tumba!

Él dejó caer una vez más la manoabierta contra sus nalgas haciendo quese sobresaltara, aunque al instante sintióque le masajeaba la zona. Supo que surostro acababa de adquirirun tono tanrojo que hacía juego con los cuadros dela manta en la que estaba envuelta.

—No te lo diré otra vez, Shadow —repuso. Su voz era mucho más dura yfría que antes—. O guardas silencio o teamordazo. Si no abandonamos cuantoantes estos parajes… Si nos encuentrano, los dioses no lo permitan, descubrenquién eres, una palmada en el trasero

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será el menor de tus problemas.Ella se quedó quieta durante un

breve instante.—¿De qué diablos estás hablando?

—intentó moverse para evitar que aquelmalnacido siguiese magreándole el culo,pero cada zarandeo le provocaba másdolor aún, con el cuerpo tan magulladocomo lo tenía—. ¡Mierda! ¡Quítame lasmanos de encima! Me estás haciendodaño, Nick; me duele todo el cuerpo.

—Pues deja de moverte —siseó él,aunque su agarre sobre ella se hizo mássuave.

Sin darle oportunidad a seguirprotestando, Dominic la levantó sobre la

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grupa del caballo, sentándola de lado.Luego contempló sus enormes ojosverdes abriéndose con sorpresa y unapizca de temor, pero sobre todoincertidumbre. Sus pequeñas manosbuscaron asidero en las crines delanimal, que resopló moviéndoseinquieto ante el desconocido peso que sujinete había colocado sobre su lomo.

—Calma, Scail. Ella no siemprearma tanto escándalo —murmuró alcaballo en gaélico, acariciándole elcuello antes de tomar las riendas ymontar tras Shadow, a quien atrajo a suregazo, asegurándola entre sus brazos—.Relájate, irás más cómoda. No voy a

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dejarte caer.—¿Apostamos algo? —masculló.Él la sintió temblar. Notó el frío y la

humedad que manaba a través del plaidde lana con el que la había envuelto y,con suavidad, tiró de ella hacia sucuerpo para permitir que su calor laalcanzase.

—Segundo aviso, Shadow. No habráun tercero —le recordó su intención deamordazarla.

Ella entrecerró los ojos, se giróhacia él y sonrió.

—Que te jodan, Dominic McTavish.Resoplando, tiró del pañuelo que

llevaba atado al cinturón y cumplió su

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amenaza.

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Capítulo 5

Aedan acarició la testuz del caballomientras observaba, oculto tras unospeñascos, al pequeño grupo de soldadosnorthumbrianos que cruzaban al galopela pradera. Flanqueándolos y cubriendola retaguardia, montaban tres cruithneque, con la cara y brazos pintados,suponían un fuerte contraste con elpolvoriento atuendo de los soldados;hombres que él reconocía de Dalriada.

—Son la guardia de Dunnad —murmuró en voz baja. Su mirada sedesvió entonces hacia uno de los tres

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hombres que montaban entre lossoldados. El vistoso atuendo queportaba incluso bajo la tosca tela acuadros, lo señalaba como un ArdDraoi, el Alto Druida que sirvió a lacasa de Dalriada después de que losnorteños usurparan el trono.

—Esto no puede significar nadabueno —masculló, volviéndose hacia sucompañera—. Tenemos que dar conKieran y la Prometida y partirinmediatamente.

Ciara, que estaba observando eldesfile, se giró hacia él.

—¿Ya se habrán enterado de sullegada?

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Aedan negó con la cabeza.—No estoy seguro —dudó, al ver el

grupo que se alejaba rápidamente—,pero el hecho de que lleven al AltoDruida con ellos no me inspiraprecisamente tranquilidad.

Ella echó un vistazo a la ampliapradera que se extendía ante ellos, altiempo que recogía las riendas de sucaballo y montaba con un grácil salto.

—Habrá que llevarla a un lugarseguro antes de que ese malnacido deRobertson sepa que ha llegado y envíe asus perros tras ella —musitó entredientes.

Odiaba a ese hombre con cada fibra

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de su ser. Su codicia y sed de poder lollevaron a matar al verdadero rey yocupar un trono manchado de sangre, sindudar en pasar a cuchillo a todo aquélque se rebelaba en contra de sus deseos.

No era más que un sádico bastardocon una panda de hombres a su mandoque sólo sabían violar, matar y beberhasta caer borrachos.

—Si los northumbrianos dan conella, la matarán —añadió él, montandode un salto para hacer dar la vuelta a sucaballo y abrir la marcha—. No searriesgarán a que la Profecía se hagarealidad. Esa muchacha, es la únicaesperanza que tenemos… Si la

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perdemos, se habrá acabado todo.Ella se giró hacia él. Su rostro

reflejaba la incertidumbre de suspalabras.

—¿Crees que será capaz de hacerfrente a lo que se avecina?

Aquélla era una pregunta para la queAedan no tenía respuesta.

—Sólo puedo desear que sea así —susurró, echando un vistazo a su espaldahacia el grupo que ya era simplementeun punto en el horizonte—, pero algo medice que mis deseos no van a hacerserealidad… demasiado pronto.

Shadow hervía a fuego lento. Laboca se le resecaba y el amargo sabor

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del pañuelo con el que él la habíaamordazado empezaba a hacerle daño enla comisura de los labios, al tiempo quepropiciaba las arcadas que acudían aella con el traqueteo del camino.

Su mente fue recopilando todas ycada una de las posibles torturas a lasque podría ser sometido un hombre, enun intento de batallar contra el agónicodolor de su cuerpo. Le dolía lamandíbula de apretar los dientes paraevitar gemir o, Dios no lo permitiese,gritar por el dolor que sentía en elcostado.

A pesar de sus deseos de arrancar lapiel a tiras al hombre que la sostenía

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sobre su regazo a lomos del caballo, sevio obligada a ceder, acomodándose demanera que el lado magullado no entraseen contacto con nada que la pudieselastimar aún más.

El frío de la noche remitía y laniebla se levantó, permitiendo el pasode la luz de un nuevo día, pero ella eraincapaz de ver más allá de sus propiospensamientos. El hombre que lacustodiaba ahora estaba a años luz delque ella conoció y amó; había cambiadotanto… Y no sólo físicamente, todo en élparecía haberse endurecido,recrudecido. ¡Ese malnacido no vacilóen cumplir su amenaza y amordazarla!

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Un nuevo acceso de nauseas laobligó a cerrar los ojos y respirar variasveces de forma profunda, por la nariz,hasta que el malestar remitió. Abrió unavez más los ojos, intentando ver algomás allá de la maldita manta a cuadroscon la que la había arropadoaprisionándole incluso los brazos.

La luz del sol acariciaba la campiñaque se extendía ante ellos, los últimosgirones de niebla quedaron atrás una vezdejaron el bosque y, durante todo elviaje, lo que más la sorprendió era noencontrar ni rastro de civilización. Notenía la menor idea de dónde estaban,del lugar al que ese maldito la

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arrastraba en su locura. La orografía eramuy similar a la de los pueblos de lasmontañas lucenses que había visitado elaño anterior, pero al contrario que enaquel lugar, allí no existía ni una solacasa o cabeza de ganado.

El irregular paso del caballo laestaba llevando al límite, los continuossaltos y baches del suelo sacudían sucuerpo como una maraca aumentando sumalestar. Deseaba llorar, ponerse agritar y patalear como una niña pequeña;dar rienda suelta a la mayor rabieta desu vida, pero era una mujer adulta detreinta años. Además de que se negaba adar a ese neandertal la satisfacción de

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verla llorar.El tobillo lastimado palpitaba

constantemente, la hinchazón empezabaa entumecerle incluso los dedos de lospies, pero era la cadera la que sellevaba la peor parte a pesar de susesfuerzos por encontrar una posturacómoda que aliviase el dolor.

Se movió una vez más sobre suregazo, no sin advertir que, a pesar de latensión que mantenía su cuerpo, rígidosobre la montura, una más que animadaerección respondía a sus movimientosendureciéndose, haciéndolo gruñir decuando en cuando, hasta que terminó porsujetarla para que dejara de frotarse

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contra él.—Maldita sea, Shadow, para quieta

—le siseó al oído.Con una de sus manos la apretó

contra su estómago para estabilizarla.Luego la llevó a su rostro, enganchandocon un dedo la tela que la manteníacallada, para arrastrarla hacia abajo,liberándola.

—Y por todo lo sagrado, mantén laboca cerrada. En cuanto atravesemos elclaro y crucemos al otro lado, podrásdespotricar hasta cansarte.

Ella abrió la boca para decirle loque opinaba de sus métodos, perovolvió a cerrarla. Le dolían las

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comisuras de los labios por el efecto delroce de la tela y tenía la boca tan secacomo una lija. Las ganas de escupirpeleaban con sus buenos modales, puesno era el suelo precisamente lo que teníaen mente como destinatario.

Con ánimo batallador se removió denuevo en su regazo, con la únicaintención de molestarlo, pero fue ella laque acabó con un pequeño gemido dedolor antes de quedarse totalmenteinmóvil al rozarse la dolorida caderacon el brazo de Nick.

—Si salimos de ésta, juro por losdioses que te haré pagar cada uno deestos malditos movimientos, diablillo —

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lo oyó sisear entre dientes antes de quela aferrara con fuerza—. Si quieres quesalgamos de una pieza de este territorio,permanece quieta y callada. No estoybromeando, Shadow.

No, no lo estaba. La urgencia en sutono de voz era palpable, la tensión conla que se mantenía sobre el caballo y lafijeza con la que escudriñaba su entornohablaban por sí solas, pero ella eraincapaz de comprender cuál era elmotivo de su inquietud. Allí afuera nohabía nada.

—Creo que exageras —su voz sonóraspada, apenas un susurro.

Dominic dejó resbalar el brazo que

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la sujetaba hasta la cintura mientrasmovía las riendas del caballo con la otramano, guiándolo hacia la derecha antesde obligarlo a emprender un suave trotecon tan sólo un chasquido de la lengua yun golpe de talones.

—Shh —la calidez de su aliento leacarició la oreja un instante antes dedetener su montura y, sin pronunciar unapalabra, la empujó hasta el suelo,haciéndola escurrir sobre el lomo delanimal.

Ella se sintió como un paquete deregalo que es desenrollado mientras caíadel caballo al suelo sin demasiadaelegancia. Dominic saltó tras ella, su

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mano cerniéndose en torno a su brazo, altiempo que la arrastraba hacia una de laselevaciones de piedras que poblaban elsuelo. El sonido del acero al serdesenvainado atrajo su mirada hacia laenorme espada de aspecto mortal que élsacó de la funda anclada en las alforjasy que esgrimió con brutal facilidad.

Sus ojos fueron del arma al hombre.Aquello sí que empezaba a serpreocupante, además de raro.

—¿Ahora también coleccionamosespadas? —sugirió con tono irónico,aunque todo su interior temblaba—.¿Sabes? Creo que esta aventura tuyaempieza a resultar cada vez más bizarra.

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Sin responder, la empujó hasta elmontículo de piedras, apretándola contraél para finalmente clavar su mirada en lade ella con fijeza.

—Pase lo que pase, no salgas de laniebla, ¿entendido? —su voz sonófuerte, oscura.

Shadow miró a su alrededor,sorprendida y preocupada al mismotiempo.

—¿Niebla?Antes de que pudiese pedir una

explicación, le vio dar media vuelta. Lafuerte y ronca voz masculina empezó aelevarse en torno a ella con una musicalcadencia, pronunciando palabras que no

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había escuchado antes, aunque no era laprimera vez que oía aquella cadencia ensu voz. Fuese lo que fuese lo quemurmuraba, se trataba del idioma natalde Dominic; el gaélico.

—Nick, no hay ni un solo retazode… niebla.

Pero se quedó sin palabras cuandouna densa capa de nubes empezó amanar del suelo, arremolinándose a lospies de él sólo para empezar aexpandirse y alcanzarla a ella también.

Asistió a aquel inexplicable sucesosin poder creérselo del todo. La suavemanta blanca se extendía más y más.Empezó a crecer, elevándose hasta que

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llegó un momento en que le fue difícildistinguir algo más allá de su nariz.Unos instantes antes de que la niebla larodease y perdiese contacto visual conDominic, escuchó un ensordecedor gritoal cual siguieron tres figuras queesgrimían algo en sus manos mientrascorrían hacia ellos.

—¡Dominic! —su grito se convirtióen el pistoletazo de salida para quediese comienzo aquella horrible luchaarcaica.

El sonido de acero contra acero,unido a salvajes gritos, inundaron susoídos. Para entonces la niebla se hizotan espesa a su alrededor que era cada

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vez más difícil poder otear algo a travésde ella. El relincho del caballo fuedevuelto enseguida por otros dosrelinchos más lejanos y por el aullidodel lobo, al que había perdido de vistadurante su viaje. El tronar de los cascossobre el suelo anunciaba la llegada dealguien más.

—¿Nick? —susurró esta vez,aferrándose a la manta que la envolvía.El aguijonazo de dolor que le atravesóel pie fue un duro recordatorio de laimposibilidad que la aquejaba.

Se dejó caer contra el grupo depiedras a su espalda, sentándose,mientras sus ojos verdes escudriñaban

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la espesa blancura en busca derespuestas.

¿Qué ocurría? ¿Adónde la llevabaNick? ¿Quiénes eran aquellos hombres?.La idea de que todo fuese un montaje, untruco, una puesta en escena empezaba aperder consistencia, pero la alternativaera demasiado rocambolesca para creeren ella. «¿Qué demonios estáocurriendo?».

Los sonidos, antes claros, llegabanahora de forma ahogada aumentando sunerviosismo. La niebla seguíacubriéndolo todo, creando fantasmalesfiguras que se abrían paso hacia ella.

—¿Dominic? —insistió, aguzando la

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mirada sobre el punto en el que lacortina blanquecina empezó a dibujar uncuerpo—. ¿Nick, eres tú?

La figura que surgió de entre lablanca espesura —vestido con pieles,las piernas desnudas y el cuerpo y elrostro pintados de negro y blanco—,parecía salido de una de sus peorespesadillas. Tan grande como unamontaña, el hombre esbozó una sonrisade dientes oscuros al tiempo quepronunciaba unas palabras que eraincapaz de comprender.

El horror se abrió paso a través desu alma. Había algo en aquellos ojos, enla mirada salvaje que posaba en ella,

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que la dejó congelada. Todo lo quepodía hacer era observar como aquelser, salido de la película Centurión,alzaba una enorme hacha por encima desu cabeza dispuesto a dejarla caer.

—Oh, Dios mío —musitó. Un débilgemido escapó de su garganta mientrassus ojos se ampliaban al ver llegar a lamuerte.

Un repentino estertor brotó entoncesde la boca del hombre. Ella trasladó lamirada a su rostro y vio la incertidumbrey la negación antes de que el salvajebajase la vista hacia la enorme hojaensangrentada que empezaba a retirarselentamente de su vientre, dejando un

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reguero de sangre a su paso. Sus ojossiguieron los pasos del salvaje, quetrastabillaba hacia atrás y perdía lasujeción sobre su hacha, que cayó alsuelo, haciendo que hombre y arma seabalanzaran hacia ella.

De pie tras él, con la espadaensangrentada firmemente sujeta en unamano y un cuchillo en la otra y larespiración acelerada por el esfuerzo, sealzaba otro hombre. Él no llevaba elrostro pintado y, al igual que Dominic,iba vestido con las prendas y la mantade cuadros atravesándole el pecho hastaanudarse en el hombro. Los ojosmarrones del desconocido se clavaron

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en los suyos mientras daba un pasoadelante y farfullaba en un idioma queera incapaz de comprender.

Ella no podía articular palabra. Elcuerpo le temblaba de formadescontrolada. Sus ojos iban a pararrepetidamente sobre el hombre caído enel suelo y la enorme mancha roja quecubría la suciedad de su espalda,derramándose sobre el suelo. No semovía.

La incredulidad blanqueaba surostro cuando alzó de nuevo sus pupilasverdes hacia el recién llegado. Él teníala mano extendida hacia ella, a punto detocarle el brazo, mientras seguía

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hablando en gaélico. Si bien el tono desu voz bajó una octava, ver su manoensangrentada hizo que se apartaseinstintivamente. El pie lastimado lefalló, enviándola al suelo, demasiadocerca de aquel cadáver.

—No, esto no es real —musitó,sacudiendo la cabeza con los ojosabiertos desmesuradamente,contemplando la muerte. El peso de losacontecimientos cayó sobre ella contoda su fuerza, mostrándole algo que eraimposible que fuese realidad.

Coincidiendo con el últimomovimiento de su espada, Dominiccercenó de un limpio movimiento el

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cuello de su oponente al tiempo queescuchaba un desgarrador grito queabandonaba la garganta de Shadow.

Musitó una antigua letanía paradeshacer la niebla a la vez que gritaba elnombre de su compañero en voz alta.

—¡Aedan!Lo llamó al ver que el salvaje

abandonaba la contienda y se dirigía alos peñascos donde había dejado aShadow. El alarido de la muchacha,unido a su desesperación, le partió elalma dejándosela en carne viva. El airese le congeló en los pulmones mientrascorría hacia ella.

Ciara, que terminaba con su

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oponente casi al mismo tiempo, saliócorriendo tras él. Al llegar seencontraron con una mujer joven quegritaba a pleno pulmón, con el rostrodesencajado por el horror, rechazandolas palabras y cualquier acercamientopor parte de Aedan.

Él derrapó sobre el suelo, dejandocaer la espada para cogerla entre losbrazos y girarla de espaldas al horrorque presenciaba mientras gritaba yluchaba por alejarse de él.

—Shh, ya ha pasado todo, diablillo—le susurró al oído, intentando hacerlareaccionar; arrancarla de la febril ydesesperada histeria de la que era presa

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—. Estoy aquí, estoy aquí.La sintió aferrarse a él, dejando de

gritar sólo para romper a llorar mientrassu cuerpo convulsionaba condesgarradores sollozos. Sin perder unsegundo, la levantó en brazos, echandoun vistazo al campo cubierto con lasangre de sus atacantes, para finalmentedarles la espalda y volver con suscompañeros. La mirada que cruzó conAedan hizo que el joven druida sepusiese nervioso; no quería esa clase deagradecimiento.

—Tenemos que salir de aquí —informó su amigo, flanqueándoles por laderecha mientras Ciara se les unía por la

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izquierda—. No estoy seguro de quefuese un grupo nómada.

—¿Exploradores? —sugirió Ciaratras escudriñar el lugar con la mirada.

—No lo sé —negó Aedan con elceño fruncido por la inquietud—. Perono quiero quedarme para averiguarlo.

Ciara asintió y se dirigió hacia ellos.Él abrazaba a la muchacha como sitemiese que fuesen a arrebatársela de unmomento a otro. Con cuidado, se quitósu propio plaid y lo extendió sobre lamuchacha, que se aferraba condesesperación a él.

—¿Adónde ahora? —le preguntóAedan, mirando a la mujer que llevaba

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en sus brazos.No respondió enseguida, no estaba

seguro de que la voz no le temblara.Apretando suavemente su preciadacarga, miró a Ciara y finalmente se giróhacia Aedan.

—Iremos al oeste, a Loairne —anunció estrechando a Shadow.

Aedan asintió sin necesidad de máspalabras.

—El clan la recibirá encantado —aseguró él—. Sí. Además necesito quealguien la examine en cuanto lleguemos—comentó, volviéndose ahora hacia laguerrera druida—. No creo que tenganada roto, pero está lastimada.

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Ella confirmó con un movimiento decabeza y miró a Aedan, que repitió elgesto.

—Nos encargaremos de ello tanpronto lleguemos a Loairne —respondióél.

—Me adelantaré para avisar devuestra llegada —anunció la druidesa—. Kieran…

—Ya. Es mejor así —respondió,acunando a Shadow al notar queacababa de desmayarse.

Con una última inclinación decabeza a modo de saludo, la muchachase despidió de ellos y corrió hacia supropio caballo, montando para partir al

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galope.La Prometida de Dalriada iba a

necesitar ahora más que nunca el apoyode los clanes.

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Capítulo 6

Dominic se quedó mirando durantelargo rato la figura durmiente de lamujer que lo había significado todo ensu vida y que, ahora se daba cuenta, aúnseguía significándolo. En sus oídosresonaba todavía el eco de susdesgarradores alaridos, del llantoinconsolable y el febril estado que habíapadecido durante los últimos días, contodas sus noches.

Perdió la cuenta de las veces queella se despertó gritando presa de laspesadillas, con sus ojos verdes

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desenfocados, hundidos todavía en loshorribles sueños. Los episodios serepetían tan a menudo que no les quedóotro remedio que obligarla a dormirmediante hierbas y brebajes naturalesque la baisleac preparaba.

Aquella era la tercera noche quepasaban al amparo del clan McNeil.Tras el inesperado encuentro con loscruithne, se habían dirigido a Loairne.La luna los había acompañado,iluminando su camino y permitiéndolesavanzar hasta tierras aliadas,atravesando las amplias llanuras ycolinas sin mayor dilación. Además,Ciara había dado aviso de su llegada,

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haciendo que el laird del clan enviase aalgunos de sus hombres a buscarles paraproporcionarles escolta, mientras lasmujeres, dirigidas por la baisleac, sepreparaban para recibirles.

Sus recuerdos le llevaron almomento en que Shadow, que habíasucumbido al dolor de sus heridas ymagulladuras cayendo en lainconsciencia durante buena parte deltrayecto, despertó en un estado deconfusión e irrealidad en el momento enque él cedió su peso a Aedan para poderdescender del caballo. Y la reacción fuetan pavorosa que, de no ser por losrápidos reflejos de ambos, habría

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terminado en el suelo.—Está bien, está bien, soy yo —

había intentado tranquilizarla, tomándolade nuevo en sus brazos y permitiendoque sus asustados ojos verdes lerecorrieran el rostro. El desasosiego quevio en ellos lo hizo morir un poco más;unas solitarias lágrimas los perlaban,resistiéndose a caer.

—Nick… —susurró su nombrecomo si tuviese miedo de que fuese adesvanecerse en cualquier momento, altiempo que deslizaba su mano por labarbuda mejilla.

Él había ladeado la cabeza,aceptando su caricia durante un

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brevísimo instante, para al fin echar unvistazo a su alrededor.

Las gentes del clan McNeil nohabían tardado en salir de sus casas pararecibirles.

—Ya estás a salvo —le dijo en vozbaja, apretándola con suavidad contra sucuerpo—. Ahora podrás lavarte ydescansar en una cama tibia.

—Me duele todo —farfullabamientras se acurrucaba con un quejido,sólo para tensarse a continuación.

Ella paseaba su mirada entre laspersonas que los rodeaban con sonrisasy saludos, sin entender los murmullos yfrases que estaban destinados a darle la

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bienvenida.La gente empezó a hacerse a un lado

dejando paso a la potente voz delcorpulento laird, que venía acompañadopor una satisfecha baisleac y unaaliviada Ciara.

—Benditos sean los dioses —clamóentonces el laird acortando la distanciaen una par de zancadas—. Habéisllegado.

—¡Ya era hora! —argumentó lasabia, dejando las ceremonias para loshombres—. Ciara ha dicho que estáherida.

Él acarició su hombro con los dedoscuando la sintió tensarse una vez más.

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—Una torcedura de tobillo y unoscuantos moretones.

—Había tenido que informarla apesar de que se daba perfecta cuenta deque ella lo miraba con desconfianza—.Es… mi médico —le explicó—. Seencargará de ver que no tienes nada rotoy te dará algo que calme el dolor.

Shadow había fruncido el ceño antesu respuesta, y eso que había tenido laconsideración de hablarle en inglés.

—Tu médico… —murmuró antes demirar una vez más a la mujer y alhombre que permanecían de pie anteellos.

Él sabía que su mente era un

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completo galimatías: los sucesosacontecidos, el hombre armado, lasangre… La vio cerrar los ojos confuerza y sacudir la cabeza.

—Todo esto es una locura —continuó quejándose Shadow—. No…No entiendo nada de lo que ocurre.Me… Me estás volviendo loca. Esto…Nada de esto tiene sentido.

—Pronto encontraréis respuesta aaquello que no la tiene.

La baisleac se había dirigido a ellaen un tosco y burdo inglés.

—Ahora, debemos ocuparnos deesas heridas —siguió hablando ella convoz suave, calmante, antes de girarse

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hacia el laird McNeil—. Si ya habéisacabado de mirarla con la boca abierta,podría serme de utilidad esa habitaciónque habéis mandado preparar.

El hombre aceptó la reprimenda conbrusquedad, acostumbrado a lafranqueza de la sabia, e impartió un parde rápidas órdenes a dos de las mujeresque había entre el gentío.

—A partir de ahora tendrás quedoblar la guardia y mantener los ojosbien abiertos, McNeil —informóentonces él al laird, que le dedicó unfirme asentimiento a modo de acuerdo.

Aedan también mostró suconformidad.

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—Esos malditos salvajes estabandemasiado cerca de la frontera —masculló, entregando las riendas de loscaballos a uno de los muchachos que seharía cargo de ellos.

El laird McNeil se giró hacia suhijo. Aedan y él compartían el mismocolor de pelo castaño y el fuerte mentónelevado, pero mientras que los ojos deldruida eran de un suave tono marrón, losde su progenitor tendían a un verdedorado.

Por lo demás, Liam McNeil era sinduda un buen ejemplo de cómo sería suamigo cuando éste alcanzase su edad.

—¿Cruithnes tan lejos de su

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territorio? —se extrañó.—No creo que se trate de una simple

coincidencia, padre —aseguró Aedan.Él corroboró sus palabras haciendo

que el laird mascullase una maldición.—¿Cómo han podido enterarse tan

deprisa de su llegada? —habíapreguntado el laird, empezando a lanzarórdenes a diestro y siniestro mientrasacompañaba a sus invitados por elcamino hacia la entrada de piedra de suhogar, la construcción más grande detodo el poblado.

—Cuando salimos al encuentro deKieran y la Prometida, nos cruzamos conun pequeño contingente de soldados

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northumbrianos. El Ard Draoi deDalriada iba con ellos.

—¡Bastardo! —maldijo soltando unbramido que hizo que Shadow diese unrespingo en sus brazos—. Tenía quehaberlo despellejado cuando tuveocasión.

—Si nosotros sabemos de la llegadade la Prometida, no hay quien diga queél no pueda hacerlo también —le habíaasegurado Aedan.

Pero el suave susurro que emitióShadow en esos momentos captó laatención de todos, aunque sus palabrasestaban dirigidas a un único hombre.

—Nick, quiero irme a casa —le

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suplicó, posando una delicada mano ensu pecho—. Por favor, llévame a casa.

Él emitió un profundo suspiro altiempo que contemplaba sus ojos ymurmuraba una respuesta en gaélico queella no logró entender.

—Eso es lo que estoy haciendo —tradujo. Y sin dejarle ni un segundo parapreguntar, había hecho un gesto decabeza a la mujer mayor, parada frente aél, y la siguió al interior de la casa deljefe del clan.

Por fortuna, las heridas de Shadowno habían resultado ser tan graves comomolestas, pero el sabio cuidado de labaisleac logró bajarle la inflamación del

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tobillo e hizo que los moretones quecubrían su cuerpo desaparecieranpaulatinamente. Sin embargo, nada habíapodido hacer para evitar las continuaspreguntas de la muchacha o alejar laspesadillas que poblaban sus sueños; lamayoría de ellos, un morbosorecordatorio de la muerte que habíapresenciado.

—¿Todavía aquí, McTavish? —lesobresaltó la suave voz de Runa desdela puerta—. Creí haberte enviado adormir hace varias horas y ya estásaliendo el sol, mi laird.

La inesperada voz penetró en sumente, trayéndolo de regreso de sus

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recuerdos. Girándose hacia la puerta,vio a una mujer vestida con una simplefalda y blusa de tosca tela marrón y queenvolvía su grácil figura en un plaid conlos colores de los McTavish. En torno auno de sus brazos colgaba suinseparable bolsa de arpillera, la cualcontenía todos sus remedios yungüentos.

Runa llevaba en su clan desde antesincluso de que pudiese recordar. Nosabía de ningún momento de su vida enel que esa menuda mujer no estuviera allado de su padre o al suyo propio. Ellafue su mentora, quien le enseñó aaceptar sus dones como druida, a

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escuchar a la Naturaleza; la única que seatrevió a alzarle la voz y hacerle ver suspropios errores cuando no le quedó másopción que aceptar el cargo de jefe declan, mostrándose juiciosa y compasiva.

Pero ella era una de las pocaspersonas que gozaba de absolutalibertad para ir de un clan a otro, siendorespetada por hombres y mujeres deedad incluso mayor que la suya, y no esque fuese una jovencita a sus cincuenta yseis años.

Aunque el tiempo la había tratadocon benevolencia, su rostro empezaba amostrar las arrugas típicas de la edad yel clima, recordándole la dura vida que

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había tenido; como todas las que sedaban en aquellas tierras. Sus cabellososcuros empezaban a salpicarse decanas, pero sus ojos seguían brillandocon inteligencia e interés, como en aquelmismo momento.

Era la baisleac. Sus conocimientos ysabiduría eran reconocidos por todoslos clanes de Dalriada y sus consejos,apreciados.

—¿Por qué será que cada vez queestáis a punto de echarme un sermón,recordáis oportunamente que soy vuestrolaird? —comentó él, dejando constanciade que conocía el juego de la mujer.

Ella compuso una divertida mueca y

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entró en el cuarto.—No te has separado de la

muchacha en las últimas tres noches yraro es el momento del día que no tengaque sacarte de aquí a patadas —declaró,caminando hacia la cama—. Ni siquieratú eres de piedra, druida. Hasta el roblemás fuerte cae al final.

Él sonrió ante sus palabras yabandonó el costado de la cama endónde estaba sentado.

La baisleac empezó a retirar lamanta que la cubría dejando a la vista elcamisón de lana que una de las mujeresdel clan había traído para ella. Elcontraste de su piel con el oscuro tono

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de la lana le resultaba tan extraño… Vera Shadow allí, tendida en aquel viejocatre, en un ambiente que no era el suyo,le hizo desear algo que sabía que noestaba a su alcance.

Su tiempo juntos había terminadoigual que empezó; de forma abrupta y sinposibilidad de recuperación.

—Empiezas a recordarme a un lobofamélico que ve por primera vez a unaoveja gorda y jugosa —murmuró ella,sacándolo de su ensimismamiento.

Para regocijo de la sabia, él sesonrojó.

—Deja ya de preocuparte, susheridas están sanando bien y con rapidez

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—aseguró, arropando de nuevo a lachica para luego enderezarse.

Él negó con la cabeza. Aquellas noeran las heridas que más lepreocupaban. Unas contusiones y unatorcedura de tobillo no eran nadacomparadas con la agonía que veía ensus ojos cuando despertaba gritando.Aquellas eran las verdaderas lesiones,las que temía que nadie fuese capaz decurar, ni siquiera él.

—Ella… no deja de gritar, baisleac—su mirada cayó de nuevo sobre lacama, admirando a la mujer dormida—.Tengo sus gritos grabados en mi mente.La mirada de sus ojos… No estoy

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seguro de que pueda resistir el peso delo que vendrá.

La sabia se alejó de la muchacha ycaminó hacia él, consciente de que elniño que fue una vez se había convertidoen hombre.

—Lo hará —aseguró sin dejar lugara las dudas—. Ella es una con estatierra, Kieran. Antes o después tendráque aceptarlo. Si hay alguien que puedehacer que lo entienda, ése eres tú. Nohay nadie que conozca mejor elsignificado de pertenecer a dos mundos.

Él sacudió la cabeza, volviéndosehacia ella.

—Es distinto.

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Un conocido arqueo de cejas se alzóen el rostro de la sabia.

—¿Distinto?Él asintió.—Yo pertenezco a este mundo, a

este tiempo —aseguró, apretando lospuños sin ser consciente de hacerlo—.Aquí están mis raíces, mi gente, mihogar… Conozco el otro mundo, mimadre me ha enseñado a apreciarlo,pero ella… Ella no…

Runa chasqueó la lengua.—La Prometida nació en este

mundo. Es aquí adónde pertenece;dónde, llegado el momento, tendría queregresar —declaró con absoluta

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convicción—. Su destino era regresar yel tuyo guiarla, cosa que has hecho… Node la forma que nos hubiese gustadopero, ¿quién soy yo para quejarme delos designios de los dioses?

Una sonora risa llegó a oídos deambos desde la puerta, seguida de unavoz profunda.

—No digáis eso en voz alta,baisleac, quien os escuche pensará queos ha poseído algún demonio —Aedanse asomaba por la puerta.

El druida había desaparecido pocodespués de su llegada para reunirse consu padre y algunos otros miembros delclan, a fin de discutir sobre la necesidad

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de llevar a la Prometida a la Reuniónque se celebraría durante la próximaluna. Él había asistido también, comocabeza del clan McTavish y uno de losdruidas designados. Era su deber.

—Además de tarugo, insolente —murmuró la mujer en respuesta—.Esperaba haberte enseñado mejor, peroestá claro que todas mis enseñanzas hancaído en saco roto contigo, jovenMcNeil. Ciara va a tener las manosllenas contigo.

La sola mención del nombre de ladruidesa ensombreció el humor deAedan.

—Ignora al muchacho, McTavish —

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añadió la sabia, que regresó al lado dela cama para continuar con su tarea—.Está así desde que le han recordado susdeberes para con el clan… y con suprometida.

Él lo miró con una ceja arqueada yAedan se limitó a responder.

—Mi padre se ha vueltocompletamente loco. Está decidido acelebrar la boda ahora que la Prometidade Dalriada está aquí —explicó demalhumor—. Dice que no hay mayorhonor. Mira, en cuanto ella se despiertey esté repuesta lo suficiente como paracontinuar, partiremos para Stane Alane ala Reunión de los Clanes. Prefiero

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enfrentarme a una horda cruithne por elcamino que a esa maldita ceremonia deunión.

—Antes o después tendrás quecasarte —le recordó la mujer, mirandoal hombre de reojo.

—Mejor después que antes —aseguró con un ligero estremecimiento—. Matrimonio… Y con esa mujer…

Él miró a su amigo conescepticismo. Le había visto en más deuna ocasión contemplar a la guerreradruida cuando ésta no se daba cuenta.

—Sí, ya puedo ver que será unaenorme penitencia para ti —le aseguró,palmeándole el brazo al tiempo que se

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acercaba a la cama por última vez,besaba a Shadow en la frente y miraba ala baisleac, que se limitó a poner losojos en blanco.

—Vete y descansa un poco, laird —respondió, indicándole la puerta con ungesto de la barbilla—. Me quedaré paraatenderla y velar su sueño. Te avisaré sidespierta.

Con un movimiento de cabezaafirmativo, posó una vez más la mano enel hombro de su amigo y abandonó lahabitación con paso lento.

El viento frío de la mañana recibió aDominic en una de las almenastironeando de su plaid. Unos pasos más

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allá, el movimiento de otra tela escocesallamó su atención.

—¿También sentías la necesidad deaclarar tus ideas?

Ciara pareció sobresaltarse ante suinesperada voz. Inclinó la cabeza amodo de saludo y se giró hacia él.

Tenía que admitir que la druidesaera una mujer hermosa; con el largocabello castaño trenzado y unosvibrantes ojos marrones, poseía unaaltura mayor a la media que no lerestaba atractivo. Él la conocía desdeque eran niños; en realidad, asistieron alas mismas lecciones bajo la tutela de labaisleac y con el tiempo había llegado a

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quererla igual que a una hermana. Sustersas mejillas lucían brillantes a causade las lágrimas que, estaba claro, habíaestado derramando antes de su llegada.

—¿Ha podido descansar algo? —preguntó en cambio ella, refiriéndose aShadow e ignorando su pregunta.

Él asintió despacio.—Ha pasado una noche bastante

tranquila —confirmó con una mueca—.La primera en los últimos días, diría yo.

—¿Y tú? ¿Has descansado algo?Esbozó una irónica sonrisa y sacudió

la cabeza. Mujeres, siempre con lasmismas preguntas.

—Estoy bien —tranquilizó a la

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muchacha, apoyándose en el borde delmuro que servía de parapeto en la casade dos alturas—. Mucho mejor que ella,en cualquier caso.

La druidesa se limitó a asentirmientras el silencio se extendía entreellos como un incómodo amigo. Ambosparecían haberse quedado sin palabras;sin saber a ciencia cierta qué decir pararomper la incómoda tensión. Por fin, élalzó la voz en la solitaria mañana.

—He oído que pronto habrá unaboda en el clan McNeil —murmuró,ladeando el rostro para ver su reacción.

Sabía que su amistad se habíaenfriado en los últimos años debido a la

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distancia y al peso de lasresponsabilidades. Mientras que él yAedan se mantuvieron en contacto,estrechando vínculos con los clanes,Ciara se mantuvo al margen y sólo seencontraron en reuniones o en algunacelebración a la que fueran invitados.Pero él seguía guardándole cariño. Encierto modo, Ciara había sido la únicaque supo cómo tratarlo cuando era unniño dividido entre dos mundos. Fueronlas palabras de una niña las que sefiltraron en su mente, permitiéndoleabrazar las enseñanzas de su madre y elmundo que se abrió ante él: «Tú almenos tienes mamá, Kieran. Si yo

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tuviese a la mía, haría todo lo quefuese necesario con tal de verlasonreír». La sabiduría de una criaturaque se convertiría con el tiempo en unapoderosa druida.

—Aedan es un buen hombre…Ella sacudió la cabeza y se giró

hacia él con un ligero encogimiento dehombros.

—Sé lo que es Aedan, Kieran —leaseguró con un suspiro—. Estuvepresente la primera vez que el lairdMcNeil anunció nuestro compromiso yvi con mis propios ojos lo poco que esosignifica para Aedan. Sé que cumplirácon su palabra, es un hombre de honor,

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pero ambos sabemos que esto no es loque él desea.

Arqueó una ceja y se animó apreguntar.

—¿Y tú?Ciara dejó escapar un suspiro, mitad

bufido, mitad sonrisa.—Yo sólo soy la scáthach de mi

clan, una druidesa guerrera. Mi padreestá más que satisfecho con la peticiónde McNeil, incluso el viejo McInnes hadado su aprobación —respondió convoz plana; sin inflexiones.

Él esbozó una tenue sonrisa.—No fue eso lo que pregunté.Ciara lo miró y curvó los labios a su

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vez, pero aquel gesto no llegaba ailuminar sus ojos.

—Lo sé.La muchacha volvió la mirada hacia

el horizonte, apoyándose sobre el bordedel muro con aire soñador.

—¿El mundo de donde ha llegado laPrometida es cómo este? —preguntó,cambiando de tema—. Ella parece tanfrágil en algunos momentos y tan fuerteen otros… Y su forma de hablar es,cuando menos, peculiar… —se volvióhacia él—. Nuestras mujeres no tienentanto poder y voluntad como la que ellademuestra contigo. Por no hablar de lapermisividad que tú le otorgas.

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—Es la Prometida de Dalriada —respondió, no deseando tener que darexplicaciones sobre la relación quehubo entre los dos—. Merece toda miconsideración o permisividad.

Ciara negó con la cabeza.—He visto cómo tratas a las mujeres

de tu clan, o de los clanes vecinos —comentó ella con ligereza—, y desdeque ocupaste el puesto de laird no hasmostrado interés en ninguna para queocupe el lugar de tu esposa y te dé unheredero… La gente murmura, Kieran.

Sí, la gente murmuraba. Llevabahaciéndolo desde el mismo momento enque viajó por primera vez a la época de

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su madre y no dejó de hacerlo cuando sevio obligado a aceptar la jefatura delclan. Pero como laird del clanMcTavish había tenido que enfrentarse ainfinidad de conflictos, administrar lastierras, asistir a reuniones, encontrarsoluciones que hicieran que los vecinosde toda la vida dejasen de pelear…

No tenía tiempo para mujeres yninguna de ellas podía compararse conaquella que se había apropiado de sualma, quedándose con un pedazo de sucorazón en el momento en que laabandonó.

Toda su vida había sido una luchaconstante, al nacer y crecer en un mundo

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en el que un niño se convertía en hombrea una edad muy temprana; donde elrespeto de la gente se ganaba a golpe deespada y las mujeres, aunque fuertes yvalerosas, no ocupaban más que el lugarde amantes, esposas y madres. Porencima de todo, Kieran McTavish sedebía a su clan, a su gente, a todosaquellos que dependían de él.

Pero cuando la encontró a elladescubrió esa otra parte de él.Descubrió a Dominic McTavish, unhombre que disfrutaba de la vida, ajenoa las enfermedades que mataban pueblosenteros, a las batallas que dejaban afamilias sin hogar o un mendrugo de pan

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que llevar a la mesa.Ella le había enseñado lo que su

propia madre intentó inculcarle durantetodo el tiempo que estuvo a su lado, lodiferente que eran sus dos mundos y quedebía extraer lo mejor de ambos paraconciliarse consigo mismo y con aquelloque estaba destinado a ser.

A veces se sentía así, divididoaunque fuese una única persona, KieranDominic McTavish.

—Hablar es el único pasatiempoque tienen los hombres en tiempososcuros, Ciara —respondió él con unprofundo suspiro—, así que, dejémoslosque se diviertan.

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La mirada escéptica en los ojosmarrones hablaba por sí sola.

—Llegará un momento en que teverás obligado a ello, Kieran. Y noquiero verte atado a alguien que te hagainfeliz —aseguró ella, sorprendiéndolocon su franqueza—. He visto la maneraen que tratas a la Prometida y tusatenciones para con ella no son las de undruida al servicio de su señora.

Su mirada se endureció, el brillodorado de sus ojos presagiaba tormenta.

—No te estoy censurando, Kieran —se apresuró en comentar al ver sucambio de humor—. Sólo te digo que siyo lo he visto, alguien más lo hará

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también. Pero no estamos hablando deuna mujer cualquiera…

Él todavía mantenía los ojosclavados en ella.

—No, no lo es —dijo con suavidad.Ciara asintió, dando por zanjada

aquella conversación.—Me habría gustado poder

acompañaros a Aedan y a ti a buscarla—confesó—, y poder ver tu otro mundo.

«Mi otro mundo», pensó Dominiccon ironía. Sí, aquella era unadescripción acertada.

—Algún día puede que lo veas por timisma —le respondió tras un momentode silencio—. Entonces, es posible que

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entiendas mis motivos. O quizá eso lodescubras antes de lo que piensas. Sólo,no claves a tu prometido un cuchillo ensu ego antes de que todo esto termine; osnecesitamos a ambos.

Ciara esbozó una irónica sonrisa.Luego suspiró.

—Si nadie lo evita, dejará de ser miprometido… muy pronto.

Él iba a responder a eso, pero la vozde Aedan surgió tras ellos,adelantándose a los acontecimientos.

—Siempre supe que había algooscuro en ti y no precisamente el colorde tu tartán —respondió Aedan confingida jocosidad—. ¿Piensas

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liquidarme incluso antes de la boda,querida?

—Dudo que tenga la suerte de quedecidas lanzarte desde el tejado yahorrarme el trabajo, ¿verdad? —replicó ella mordaz.

Él aprovechó aquel momento paraalzar las manos a modo de rendición ydar media vuelta.

—Y con esta agradable muestra depasión desenfrenada, me marcho —interrumpió la discusión dedicando unguiño a Ciara antes de volverse ypalmear el brazo a su amigo—. Procuraque el ardor que sientes ante tuinminente matrimonio no queme a la

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novia.—Deberías de estar en mi pellejo —

masculló Aedan en voz baja.Él miró a su compañero y luego a

Ciara, quien les dio una vez más laespalda.

—Hay cosas mucho peores que elmatrimonio con una hermosa mujer,bráthair —le aseguró en voz baja, antesde dar media vuelta y desaparecer pordonde vino, dejando tras de sí una fraseque no pronunció, pero que estaba ahí:«perderla antes de poder desposarla».

Aedan dejó escapar un exabruptoante la estupidez de su comentario, elcual le recordaba el destino aciago que

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le esperaba a lo largo del camino.Luego, mientras se alejaba, le viogirarse hacia la mujer que, si nadie loremediaba, se convertiría en su esposaantes de la próxima luna.

—Mi padre ya ha enviado aviso allaird McInnes sobre su deseo decelebrar la boda ahora que la Prometidaestá aquí —comentó Aedan, intentandocortar el tenso silencio que siempreparecía instalarse entre ellos—. Leadvertí que en cuanto la muchacha estélo suficiente repuesta para viajar, nosiremos.

Ciara no contestó, lo que hizoaflorar su incomodidad y, por

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consiguiente, su ironía.—Veo que te entusiasma la idea

tanto como a mí —siguió hablando él,sin esperar su respuesta—. Sin dudaserá una fiesta digna de recordar.

Ella se volvió entonces hacia él.—¿Has terminado? Si es así, tengo

mejores cosas que hacer que escuchartus quejas —intentó mostrar indiferencia—. Guárdalas para cuando estemoscasados, al menos tendré algo en lo queentretenerme.

Él arqueó una dorada ceja ante lainesperada respuesta de la muchacha.

—No te preocupes por eso, miSeñora, te daré entretenimiento durante

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el resto de nuestra maldita vida encomún —respondió con ciertadiversión.

Sin decir una sola palabra más, elladio media vuelta y se dispuso aabandonar la terraza, pero él la retuvocogiéndola por el brazo cuando pasó asu altura. Su mirada se encontró con lavidriosa de Ciara; unos ojos brillantesque prometían lágrimas, unas lágrimasque ella nunca se permitía mostrar antenadie.

—Tsh, tsh, tsh —chasqueó la lengua,antes de inclinarse sobre ella parasusurrar a las puertas de su boca—. Noes bueno guardarse todo eso ahí dentro,

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querida. Antes o después acabaráexplotando… y es posible que elresultado no sea bueno.

Ella dio un tirón de su brazo parasoltarse.

—No es asunto tuyo.Él la dejó ir, aunque su mirada

seguía puesta sobre ella.—Aún no… pero lo será.Ella apretó los labios, pero no dijo

una sola palabra más. En cambio,compuso su imagen de fuerte guerrera yvolvió al interior de la casa. Con unsuspiro, Aedan se quedó mirando elhorizonte, dejando que sus demoniosinteriores salieran a jugar ahora que

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estaba a solas.

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Capítulo 7

Los jinetes pasaron cabalgando através de los muros que daban labienvenida a la fortificación de Dunnad,el viejo castillo que fue morada delúltimo rey de los escotos y ahora dabacobijo al nuevo rey de Dalriada,Haldane Robertson; el hombre querecuperó aquellas inhóspitas tierras paralos northumbrianos.

Los soldados aminoraron el paso,dejando que sus exhaustas monturasdescansaran después de una arduacabalgata de varios días atravesando

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territorio cruithne, para traer la noticiaque durante años temió escuchar.

—Almohazadlos y lavadlos, estosanimales han tenido una larga jornada.

Aquella fue la orden del Alto Druidanada más bajar de su caballo mientrassus ojos recorrían, con un rápidovistazo, a sus tres compañeros de viaje;salvajes en lo que a él concernía. Loscruithne no eran sino los perros deRobertson, sujetos por una correa tanliviana que a menudo tenía que recordara su señor que debía estrechar sus lazoscon los salvajes, quizá uniendo a su hijamayor en matrimonio con Eógan, elcabecilla de aquellas bestias.

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No confiaba en aquellos salvajes, ydespués de la visión que llegó a élmediante el aisling su inquietud crecióen gran medida. El sueño no fuedemasiado claro, pero en suinterpretación anunciaba la llegada de laPrometida de Dalriada.

Lo que una vez creyó sólo unaleyenda, se había convertido enrealidad; una que haría que la sangrevolviese a teñir las tierras de Dunnadcomo ya ocurriera veinticinco añosatrás.

—Dad algo de comer a éstos —añadió, mirando a sus compañeros deviaje—. Y dejadles que se ocupen ellos

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mismos de sus caballos.Dándoles la espalda, hizo su capa de

pieles a un lado dejando ver el plaid delclan Robertson y el emblema sobre suhombro izquierdo que lo proclamabacomo el Alto Druida de Dalriada, uncargo que recayó sobre sus hombros amuy temprana edad, después de que lossalvajes cruithne arrasasen su poblado yel recién instituido rey lo acogiese en suhogar para ocupar el puesto de supredecesora. No contaba entonces conmás de quince años.

Recorrió todo el camino entre laprimera empalizada y la segunda. Lagente seguía atendiendo sus quehaceres,

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ignorantes del cambio que estaba apunto de producirse en sus vidas.Desconocedores de la Profecía quesurgiera de la piedra del gran salón deltrono el mismo día en que la muerte seapoderó de aquellas tierras y que, enbreve, caería con toda su furia sobre loshabitantes del reino.

Apresurando el paso, atravesó laspuertas del castillo deshaciéndose de lacapa y lanzándola sobre alguno de losmuchachos que correteaban por lospasillos, prestos a cumplir con lasórdenes de su monarca y de los hijosque éste engendró con su segundaesposa, tras la trágica muerte de la

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primera. Como Alto Druida de Dalriadasu deber estaba para con su Rey.Cualquier amenaza contra el soberano setraducía en una amenaza para todo elpaís. Las conspiraciones estaban a laorden del día y su papel consistía endesenmascararlas o evitar que llegasen afraguarse.

Un escalofrío le recorrió el cuerpocuando giró en la primera intersección ala izquierda. Nunca antes sintió el podertan claramente como lo había hecho díasatrás.

Cada uno de los druidas de loscuatro señoríos de Dalriada tenían elpoder de sentir la vibración en las

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piedras y sospechaba, aunque no habíapodido confirmarlo, que estos erancapaces de utilizar los liths de la formaen que una vez lo hizo su predecesorapara enviar a la que se creía la últimadescendiente de McAlpin a la seguridad.La explosión de poder que había notadoentonces podía muy bien correspondersecon lo que los más ancianos recordabandel día de la caída del viejo rey escoto;cuando la tierra tembló y gritó al sercubierta de sangre.

En su precipitación, había estado apunto de derribar a uno de los sirvientesque se retiraba con una bandeja al entraren la sala del trono, donde el monarca

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permanecía en pie observando la antiguapared de piedra en la que antañosurgieran las palabras de la Profecía,grabándose con la sangre de los caídos.

—Majestad… —se inclinó,esperando que el rey advirtiese supresencia.

—La pared ha vuelto a sangrar,Brannagh —la voz del monarca sonóclara, profunda, con la cadencia quehacía que sus súbditos se lo pensarandos veces antes de comparecer ante él yque ponía en guardia a sus enemigos—.¿Tienes alguna explicación que puedacomplacerme, druida?

Él fijó la mirada en la pared, cuyas

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palabras ahora parecían gotear.—Temo que no hay más explicación

que la misma Profecía, mi Señor —respondió, todavía con la cabeza gacha.Era lo bastante inteligente como para nodesafiar a su rey y permanecer inclinadode manera servil.

Haldane Robertson, señor deDalriada, volvió su mirada azul hacia elhombre que había entrado en el salóndel trono.

De estatura baja, envuelto en pielesy con el ancho pecho cruzado con la telade tartán del clan al que servía, el AltoDruida parecía un hombre inofensivo,anodino, temeroso de su señor. El

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desaliño de su pelo castaño, con unaspequeñas trenzas en las sienes y unarecortada barba que cubría su mentón,no hacía más que corroborar esaimpresión, pero él sabía bien queincluso pareciendo servil y respetuosocon su soberano, no era más que unarastrera comadreja que atendía a suspropios intereses.

—¿Y bien? —insistió, dándolepermiso para alzarse y explicarse.

Brannagh alzó sus ojos claros haciael monarca, se enderezó, cruzó lasmanos delante del vientre y avanzólentamente hacia el estrado.

—Vos mismo habéis visto sangrar

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las palabras de la Profecía, Majestad —respondió con voz modulada, emitida detal manera que llegaba a todos losrecovecos de la vacía sala—. Sabéis loque significa sin necesidad de que yo oslo diga.

El monarca llevó la mirada de nuevohacia la pared y sacudió la cabeza.

—Sólo son palabras. Algún estúpidotruco de magia, quizá de esos malditossalvajes con los que comerciamos —respondió el rey.

Él esbozó una ahogada sonrisa. Suseñor no era muy aficionado a los donesdruídicos, pero tampoco era tan tontocomo para negar lo evidente.

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—Vos lo sabéis mejor, Mi Señor —continuó sin apartar la mirada del regiorostro—. Sabéis lo que esa señal quehabéis visto con vuestros propios ojossignifica.

El Rey pareció tensarse, molesto conla osadía de su druida, y le taladró consus profundos ojos azules, pero él pudover en ellos el temor y la incertidumbredel señor de Dalriada.

—Ha comenzado —fue unaaseveración.

Él inclinó profundamente la cabezaen un gesto de asentimiento.

—Sí, Mi Señor —confirmó—. Laheredera ha vuelto. La mujer por cuyas

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venas corre la sangre del último rey deDalriada ha regresado, tal y como hasido profetizado —se hizo un momentode silencio, mientras dejaba que lainformación profundizase entre ellos—.La Prometida de Dalriada ha regresadoy vuestro reinado llegará a su fin.

Los ojos azules del rey brillaron condesafío y determinación.

—No lo hará —respondió con elodio y la fiereza goteando en su tono—.No, si yo la mato primero.

Sus pasos resonaron con fuerzasobre el suelo de piedra mientrasatravesaba la sala con paso decidido yla abandonaba. Él volvió entonces la

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mirada hacia las palabras sangrantesescritas en la piedra y se preguntó, nopor primera vez, si aquello sería el fin otan solo el comienzo.

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Capítulo 8

El eco de los desesperados gritospenetró en la quietud de la mañana. Ensu prisa por regresar al cuarto que habíaabandonado momentos atrás, Dominiccasi se llevó por delante a dos mujeres.Sus pies hicieron desaparecer conrapidez la distancia.

Entró en la habitación y vio aShadow en el centro del camastro,incorporada y con las manos hundidasen el pelo, apretándose la cabeza comosi le doliese tanto que estuviese a puntode estallar. Los sollozos brotaban

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mezclados con una letanía ininteligible.Runa permanecía a su lado, hablándolecon voz suave mientras le frotaba laespalda, pero ella no parecíareaccionar.

—Shadow… —pronunció sunombre, al tiempo que atravesaba elcuarto hasta la cama, sin que ella dieraindicio alguno de haberle escuchado—.¿Qué le ocurre? ¿Baisleac?

La mujer se apartó, dejándole ellugar, para ir en busca de su bolsa.

—Está perdida en sus pesadillas, noresponde a mi voz —aseguró la sabia—.Tienes que llamarla, arrancarla de sussueños.

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Él se sentó al lado de la muchacha,tomándola en sus brazos a pesar de lasprotestas y del repentino forcejeo queejerció.

—Shh, ya tesoro, soy yo. Estoy aquí—le susurró al tiempo que intentababuscar su rostro y le apartaba las manosque aferraban con furia su pelo—.Déjalo ir, Shady, vuelve conmigo.

Pero ella no le escuchaba. Suslabios seguían canturreando una letaníade la que sólo pudo captar algunaspalabras.

—No es real… No es real… Él noera real… No está muerto… No esreal… —repetía, apretándose ahora

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contra Dominic—. Mamá no despierta…No es real… No es real…

Aquel galimatías no tenía sentidopara él. Buscó a la sabia con la mirada,que en esos momentos volvía a su ladocon un pequeño frasco en las manos.

—¿Qué es? —preguntó con recelo.Ella respondió quitándole la tapa,

haciendo que se sobresaltara y casicontuviese la respiración ante elhorrible olor.

—¡Jesús! ¿De dónde diablos sacáislos brebajes? Esa cosa sería capaz delevantar a los muertos de sus tumbas.

Haciendo caso omiso de su queja, labaisleac untó el dedo en el potingue y lo

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movió cerca del rostro de la muchacha.—Precisamente es a los muertos a

los que hay que ahuyentar —masculló,observando a la muchacha que seguíamurmurando.

Él arrugó la nariz ante el acre olor,pero Shadow no parecía muy conscientedel tufo, sumida como estaba en suspropias pesadillas.

—Llámala —le ordenó la sabia,limpiando el dedo en el borde del tarroantes de cerrarlo—. No podemospermitirnos perderla ahora.

Estaba muy preocupado. Shadowseguía murmurando en voz baja.

—No se despierta… Ella no

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despierta… El hombre… Él no semueve… No es real, no es real…

—Sólo es una pesadilla, tesoro —insistió él, acariciándole el rostro eintentando traerla de vuelta—. Aquíestás a salvo, nadie te hará daño,Shadow. Escucha mi voz, vuelveconmigo, ven…

Al parecer la Prometida sintió suvoz compulsiva y la necesidad queemergía de su mandato para arrancarlade la pesadilla y se relajó en sus brazos.El reconocimiento volvió a susvidriados ojos mientras que con una desus manos le alcanzaba la barbudamejilla, acariciándosela con suavidad.

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—Dominic.—Te tengo, diablillo, te tengo —él

asintió e inclinó el rostro sobre su mano,permitiéndose sentir su calor.

Sus ojos verdes seguíancontemplándole como si temiese que alapartar la vista desapareciese.

—Nick —murmuró su nombre altiempo que se abrazaba a él como sifuese su tabla de salvación—. Llévamea casa… por favor. Quiero irme a casa.

La súplica que él escuchó en la vozde Shadow lo atravesó como uncandente cuchillo. Las lágrimas seguíandeslizándose por sus mejillas y podíasentir el cuerpo tembloroso entre sus

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brazos, así como el esfuerzo que ellahacía por ahogar sus sollozos apretandoel rostro contra la tela de tartán que lecruzaba el pecho por encima de lacamisa. Runa, que les había estadoobservando en silencio, chasqueó lalengua.

—Parece que la vuelta al hogar hatraído consigo viejos recuerdos —comentó—. Imágenes que es incapaz decomprender y la acechan en suspesadillas.

Él deslizó la mano, frotando consuavidad el rígido cuerpo de Shadow.Aquella tensión aumentó su propiodesasosiego.

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—¿Qué fue lo que ocurrió realmenteen esa emboscada?

La sola mención de aquellossalvajes hizo que él apreta se losdientes.

—Nos estaban esperando… Dealguna manera sabían que ella estabaconmigo y no vacilaron en atacarla —masculló, tensándose incluso más ante loque sabía que había hecho; algo que a lamuchacha podía haberle costado la vida—. La dejé sola… Llamé a la nieblaesperando que eso la mantuviese almargen… Pero de no haber sido porAedan…

Chasqueando la lengua una vez más,

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la sabia negó con la cabeza.—No ha sido culpa tuya, McTavish

—murmuró apenada, mientras deslizabala mirada sobre la muchacha—. Lamuerte la persigue, vaga a su lado comouna silenciosa compañera de viaje…

Él empezó a relajarse al sentir cómoShadow también lo hacía. Su calor localmaba, tranquilizándolo, obteniendo elmismo efecto que siempre había tenidosobre él. Como un espejo invisible, todosu ser reaccionaba a ella,acompasándose a sus movimientos, suhumor o deseo.

Alejando aquel peregrinopensamiento de su mente, deslizó una

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vez más la mano sobre la delicadaespalda, agradeciendo a Aedan y a losdioses poder sostenerla todavía deaquella manera. Si algo le hubieseocurrido…

—¿Qué os hace pensar tal cosa? —preguntó en cambio.

Necesitaba concentrarse de nuevo.La baisleac se acercó a la única

ventana del cuarto y apartó la piel que lacubría para dejar entrar la luz de lamañana.

—Tu Prometida, está incompleta —musitó, girándose hacia él. Los primerosrayos del sol penetraron por la ventana,iluminándola, dotándola de una belleza

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sobrenatural incluso a su edad—. Susrecuerdos están encerrados tras un murode vibrante poder, una pared que haempezado a resquebrajarse dejando queestos se filtren en su sueño comomonstruos de pesadilla.

La sabia lo miró a los ojos.—Tiendes a olvidar quién es ella,

Kieran —aseguró con rotundidad—, yquién eres tú.

Él le sostuvo la mirada. Su mentoraestaba en lo cierto.

—Ella tiene un camino que seguir —continuó—. Está destinada a grandescosas y te necesitará tanto como a losotros tres druidas de los señoríos para

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poder alcanzar su meta. No puedesreclamarla, querido muchacho. —Laspalabras se clavaron en su corazónhaciéndolo sangrar—. La Prometidapertenece a Dalriada y no podemosdarnos el lujo de perderla cuandoacabamos de recuperarla.

Él apretó los dientes. Aquél era elpuñal que llevaba clavado desde quetodo había comenzado. Creía haberlocomprendido, haberse convencido decuál era su papel en aquella trama, peroal verla, al escuchar su voz, su mente sehabía obnubilado atraída por los ecosdel pasado.

—Soy perfectamente consciente de

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quién es ella, baisleac.La sabia insistió un poco más.—¿Lo eres, laird McTavish?Un incómodo silencio cayó entre

ellos, diciendo más que las palabras.Por fin, la baisleac indicó con un gestode la barbilla a la Prometida.

—Estás obligado por juramento aservirle —le informó—. Y ello incluyelevantar el Velo que cubre susrecuerdos. Su mente ya ha empezado aquebrarse, los recuerdos se abren pasohacia el exterior filtrándose poco a pocoy el resultado… ya lo has visto. Laspesadillas la están enfermando,enloqueciendo. Llegará un momento en

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el que no será capaz de discernir entrela realidad y los sueños. ¿Lacondenarías a una vida así?

Él apretó de manera inconsciente elcuerpo durmiente en sus brazos.

—La necesitamos, Kieran. Dalriadala necesita ahora más que nunca —lerecordó con suavidad—. Es la hora…

La Prometida había nacido para esemomento. Aquello era lo que le habíaninculcado durante toda la vida al ser éluno de sus guardianes; el druida delcenel nGrabráin. Su deber era para conella; la elegida por los dioses. Aquéllaque traería la paz a una tierra infestadade odio y dolor; aquélla a la que debía

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proteger y a la que serviría con supropia vida.

—¿Me estáis pidiendo que alce elVelo de los Recuerdos , baisleac? —preguntó con voz profunda—. Es un actoprohibido. Sólo el Ard Draoi tienepoder para llevar a cabo algo así.

La mujer arqueó una delgada cejaoscura en respuesta.

—Cómo si fuese ésta la primera vezque haces algo que no debes —respondió, indicando con una claramirada a la mujer que él abrazabaestrechamente.

Comprendiendo la indirecta, pusolos ojos en blanco.

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—No es como si lo hubiese hecho asabiendas…

Chasqueando la lengua, la sabiaseñaló la cama.

—Deja de refunfuñar y, por una vezen tu vida, laird McTavish, haz lo que tepido y no lo que te dé la gana.

Había momentos, como aquel, en losque se preguntaba si aquella mujersentiría verdadero respeto por algo opor alguien.

Él empezaba a dudarlo.Dejando escapar un pequeño

suspiro, dejó a la muchacha sobre lacama, arropándola. El colgante que lucíaen torno al cuello atrajo su atención. Era

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una sencilla pieza de madera tallada dela que jamás se había separado, si malno recordaba. Shadow le había dicho enalguna ocasión que aquello era todo loque conservaba de quienquiera quefuese quien la había abandonado.

—¿Cómo puedes saber que lo queestás haciendo es lo correcto, baisleac?

La mujer lo miró con escepticismo yrespondió.

—Lo sabes cuando el resultado haceque no acabes muerto —aseguró sin másrodeos.

Aquello era indiscutible, pensómientras ella cruzaba el cuarto decamino hacia la puerta.

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—Traeré a ese par de tórtolas… sies que no han acabado estampadascontra el suelo con los preparativos deboda.

La sabia abandonó el cuarto,farfullando, y una vez más la voz deShadow murmuró en su agitado sueño.

—No es real… Ella… ella no va avolver… Mamá… ella no sedespierta… El hombre no sedespierta… Quiero ir a casa… Sólo…quiero ir a casa.

Una nueva lágrima se escurrió por sumejilla, perdiéndose más allá de surostro.

—Te llevaré a casa, Mi Prometida

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—murmuró, acariciándole el rostro conlos nudillos—. Al lugar que tecorresponde por derecho.

Había dejado a un lado sus deberesdurante demasiado tiempo, pero ya nopodía seguir haciéndolo. Era hora decentrarse y llevar a cabo la misión parala que había nacido. Él era KieranMcTavish, druida del cenel nGabráin, alservicio y guardia de la Prometida deDalriada.

Shadow era la legítima heredera altrono de Dunnad, Señora de Dalriada, yél haría todo lo que estuviese en sumano para devolverle aquello que le fuearrebatado veinticinco años atrás.

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Apartando la tela del plaid a unlado, cogió el cuchillo de mango cortoque llevaba en la funda del cinturón y sehizo un pequeño corte en la mano,suficiente para hacer brotar la sangrecuyas gotas dejó caer sobre la cama.

—Como druida del cenel nGabráin,te juro aquí y ahora que te devolveré allugar que te corresponde, Prometida deDalriada —murmuró cerrando el puño ytomando al fin la única decisión posible—. Mi vida y mis dones son tuyos.

El sonido del metal deslizándose enel cuero atrajo su atención hacia losrecién llegados. Aedan y Ciara habíandesenvainado sus propios cuchillos e

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imitaban el gesto de su compañero,mientras flanqueaban la cama sobre laque dormitaba su Prometida.

— E l cenel Loairne te juraprotección y lealtad, Señora —murmuróAedan dejando caer unas gotas de susangre sobre la cama—. Mi vida y misdones son tuyos.

Ciara hizo lo propio, repitiendo eljuramento ya iniciado por sus doscompañeros.

— E l cenel Óengusa te juraprotección y lealtad, Prometida. —Lasgotas de sangre de la herida que seinfringió en la mano cayeron a los piesde la cama—. Mi vida y mis dones son

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tuyos.La sabia, que hasta el momento

había permanecido a un lado,contemplando el ritual de vinculación ylealtad con una satisfecha sonrisa, seadelantó. Su mirada fue de uno a otro delos druidas hasta terminar en él, queasintió con un firme gesto de cabeza.

—¿Entonces, iba en serio? —comentó Aedan.

—Eso parece —respondió Ciaracon un profundo suspiro—. Aunquetengo que reconocer que no me haceespecial ilusión.

Él tomó una profunda respiración y,tras dejar escapar el aire, declaró:

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—Alcemos el Velo de losRecuerdos y traigamos a la Prometidade Dalriada definitivamente al hogar.

Shadow empezaba a tener problemaspara distinguir la realidad de los sueños.Su mente era un galimatías sin sentido,las imágenes iban y venían sin dejarladescansar. El dolor de la caída habíaquedado atrás para dar paso a otro tipode malestar, uno que la hacía gritar sinemitir ni un solo sonido. Los momentosde lucidez se mezclaban con laspesadillas y ya no estaba segura decuándo estaba despierta o cuándodormida.

En un momento estaba en brazos de

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Dominic, sintiéndose segura y a salvo, yal siguiente volvía a ver, como si setratase de una película a cámara lenta,aquella espada ensangrentadadeslizándose fuera de la carne y elcuerpo del hombre tendido sobre elsuelo, sin vida.

La palabra demonio acudía a sumente cada vez que lo visionaba,arrastrándola hacia otras imágenes queno recordaba y le hacían sentir un miedoque no había experimentado nunca antes.

«Despierta la conciencia, conduce alnáufrago a buen puerto y alza el velo quemantiene oculta la realidad. Deja que tudique se desborde, deja que los

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recuerdos fluyan como el agua,vertiéndose en su alma. Muéstrale laverdad».

Aquel coro de voces penetró en sumente, envolviéndola, calmándola;meciéndola en un suave y cálido capullomientras arrastraban consigo losrescoldos de las pesadillas y enviándolaal único lugar dónde siempre se habíasentido en paz.

Volvía a estar en el parque de laTorre de Hércules. El viento le agitabael pelo y la envolvía en el conocidoaroma a sal. Las gaviotas gritaban en elcielo, dejándose llevar por lascorrientes como si fuesen cometas sin

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nadie que manejase el hilo.El lugar estaba vacío, a excepción

de las aves en el cielo y la mujersentada en el banco. La recordaba, habíaalgo en ella que le resultaba familiar…Era la mujer de las palomas.

¿Por qué estaba ella allí?—Ha llegado el momento, mi

pequeña estrella. Es hora de querecuerdes quién eres.

La suave voz de la mujer cayó sobreella como una lluvia fina inundándola,filtrándose a través de cada poro de supiel, y con ésta llegó también el crudoaguijonazo de dolor que le atravesó lacabeza. Apenas tuvo tiempo de tocarse

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las sienes cuando algo se rompió en suinterior, como una presa que se agrieta ycomienza a fluir el agua. En su caso, losrecuerdos.

—Caro… —susurró, poniendo al finnombre al rostro de la extraña mujer.

Su imagen empezó a diluirse, y conella todo el paisaje, hasta convertirse enuna tela oscura que lo fue inundandotodo, tragándosela a ella también, sólopara mostrarle aquello que habíaolvidado.

La noche había caído sobre elpequeño cuarto que compartía con sumadre. La luz del hogar se habíaconsumido dejando sólo brasas, hacía

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frío y era incapaz de volver a dormirse.Quería volver a casa, a su cama, consus juguetes de madera. La hermosadama a la que servía su madre le habíaregalado un precioso peine, pero no lehabían permitido traerlo consigo.

Al frío que se colaba en el diminutocuarto de la servidumbredebía unirle elhambre siempre viva en su pequeñoestómago.

No sabía qué era lo que la habíadespertado, si el frío, el hambre, lasdos cosas, o los extraños sonidos queprocedían de la puerta cerrada.Algunos parecían voces que gritaban,pero no conseguía entender las

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palabras.Aferrando con fuerza la tosca

manta que había sobre la cama,empezó a tirar de ella para taparsecuando el sonido de la maderachocando contra la pared de piedra lehizo dar un respingo en el lecho. En elumbral de la puerta apareció unafigura conocida que ahuyentó como porarte de magia su miedo.

—Mamá.Se encontró pensando. La certeza de

aquella información se asentó despacioen su lugar.

—Mami, tengo hambre.Siempre estaba hambrienta, no

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podía recordar un día en el que notuviese hambre.

Pero ella no sólo no respondió,sino que cerró la puerta tras de sí conrapidez, para luego empezar a recogercon prisa las ropas que había dejado lanoche antes sobre la caja que lesservía de mesa.

Su madre recogió entonces elvestido y los gastados zapatos quehabía usado el día anterior. Odiabaesos zapatos porque le lastima-ban lospies.

—Tenemos que irnos, mi niña.Sus palabras resonaban lejanas en su

memoria.

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Recordaba que, en su ingenuidadinfantil, había alzado los brazosesperando que ella la desnudase y lepusiese el vestido como tantas otrasveces había hecho. No había sidoconsciente del nerviosismo que laaquejaba ni de sus continuas miradas ala puerta mientras le ponía el vestidoencima de la prenda de dormir y leenfundaba los zapatos.

—¿A dónde vamos?Podía sentir sus propias manos

acariciando el rostro de la mujer,maravillándose de lo hermosa que lehabía parecido; la mujer más guapa detodas. La respuesta de su madre había

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llegado con urgencia, arrastrándola yafuera de la habitación.

—Iremos a un lugar bonito,princesa. Un lugar dónde estarás asalvo, serás amada y mimada, podrástener todos los juguetes que tanto tegustan y el más hermoso de loscaballos. Aprenderás a montar y serásla mejor de las amazonas. Él teenseñará, sé que lo hará y te amarácon todo su corazón. Serás su pequeñasombra.

Con aquella promesa salieron delcuarto. Durante un rato jugaron a unjuego y le prometió un dulce paraacallar su famélico es-tómago si lo

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ganaba.—Tienes que permanecer muy

callada, mi Scail. Tan calladita comoun ratón. Si lo haces, podrás comerteun dulce.

Y estuvo callada. Deseaba lagolosina por encima de todas las cosas.

El juego le parecía tan fácil quesecretamente podía saborear ya elpremio.

Pero entonces llegó el miedo…Los gritos de su madre le helaban

la sangre. El monstruo había salido deentre las sombras, abalanzándosesobre ellas y empujándolas hacia unpequeño cuarto, mientras que la gente

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corría por el pasillo como si lospersiguiese el demonio.

—Corre, escóndete.Su madre peleaba contra el

monstruo, pero él era más grande ymás fuerte. Ella lloraba. Su madretambién lloraba mientras él se reía. Elmonstruo lastimaba a mamá… peroella no podía hacer na-da más queesconderse tras un cajón, apretandocon fuerza los ojos mientras se cubríala cabecita con las manos y ahogabalos gritos al cubrirse los oídos.

—¿Mamá? ¿Mami, despierta?Ella le sonrió, acariciándole la

cara, sólo para cerrar los ojos y

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quedarse dormida. Lejos de ellas, elmonstruo yacía sobre el suelo con algoclavado en su espalda.

Se acurrucó a su lado, al amparode su cuerpo, llamándola; rogándoleque despertase.

—Ven conmigo, pequeña. Ella yaha partido.

Allí estaba aquella mujer, Caro.Recordaba su nombre con cristalinaclaridad.

Ella fue quien la había apartadodel cuerpo sin vida de su madre,llevándosela lejos de aquella noche demuerte y horror.

Durante días fue su única

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compañía. Caro respondía conpaciencia a sus preguntas, le explicabaque su madre había partido a un largoviaje, le narraba hermosos cuentos dehadas que hablaban de princesasmontadas en caballos blancos con ungran ejército que cumpliría susórdenes.

La arropaba, calentándola en lasnoches más frías mientras atravesabanbosques y montañas, y la protegíacuando aquellos demonios empezaron aperseguirlas.

—Tienes que ser fuerte, mi estrella.Tu destino no ha hecho más quecomenzar. Cuando llegue el momento,

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él irá a por ti. Él guiará tus pasos denuevo al hogar y tú guiarás los suyos.

Caro la dejó en el centro deaquellas piedras. Los monstruos seacercaron a Caro con hachas yespadas, pero ella no retrocedió, sinoque les plantó cara.

Recordó por fin cómo la luz loenvolvió todo, cegándola. El miedoinstalándose en su mente, en su garganta;ahogando su voz; sepultando aquellosrecuerdos en lo más profundo de sumente infantil y permitiéndole vivir sintemor.

Cuando volvió a abrir los ojos, elfulgor había desaparecido llevándose

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consigo a aquellos horribles monstruosy a Caro.

Frente a ella, los últimos rayos delsol iluminaban un paraje que nuncaantes había visto. No sabía dóndeestaba ni cómo había llegado allí, teníamiedo, sólo quería llorar… Hasta queél le secó la cara con la manga de sucamiseta y le sonrió.

Ramsey la había encontrado aquellatarde, hacía veinticinco años. Suhermano la había rescatado de la locuraque su mente infantil era incapaz deprocesar, del miedo que durante más deun año se instaló en su inconsciente,sumiéndola en un absoluto silencio.

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¿Cómo podía haber olvidado todoaquello? Sus recuerdos… Todo habíaocurrido de verdad pero… No, no podíaser real… Ella no podía ser aquellaniña.

Con un agudo jadeo, abrió los ojossintiéndose desorientada durante unosinstantes. Una fuerte y oscura mano leacarició el brazo, acompañado de sunombre.

—¿Shadow?Ella parpadeó varias veces,

contemplando al hombre que tenía frentea ella; aquél al que había amado contodo el corazón; el único que la habíaabandonado, sólo para regresar a por

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ella y arrastrarla a través de todaaquella locura.

—No es por nada, pero parece estarincluso más ida que antes —murmuróAedan, inclinándose hacia ella, sólopara verla dar un respingo.

—Shadow —insistió Dominic,acercándose a ella para tomar su mano—. Pequeña, háblame.

¿Hablar? Su mente intentabaprocesar la información.

Los rostros y los nombres ibanocupando su lugar poco a poco,hundiéndose sin misericordia en suinterior, empujándola a una realidad a laque no quería enfrentarse; con la que no

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podía hacerlo.—No… No es real —se encontró

murmurando. Su voz sonaba ajena,incluso para sí misma—. Yo no… No…No es real.

Tenía que tratarse de un truco, otrapesadilla. Aquellas imágenes, losrecuerdos, las sensaciones… Sumadre… No po- día ser real.

—Shady… —Dominic se sentóahora en el borde del camastro paratomar sus manos.

Ella no pudo responder. La sangreque manchaba la mano de Dominic nodejaba de acecharla como un fantasma,trayendo de nuevo los crueles recuerdos

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a la vida. Las lágrimas empezaron adeslizarse por sus mejillas y, de manerainconsciente, sus dedos buscaron sobrelas mantas con una imperiosa necesidadde cubrir aquella herida.

—No… No… Ella no está muerta…—gimió, aferrando con desesperación latela de su propio camisón para apretarla mano lastimada de Dominic con ella—. Nada de aquello es real… Caro melo prometió; no más monstruos…Mamá… Oh, Dios… Nada de estopuede ser verdad.

El peso de los acontecimientoscedió por fin, haciendo que ellarompiese a llorar con todo su cuerpo

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estremeciéndose por desgarradoressollozos, balbuceando inteligiblespalabras.

—Shadow… —Dominic se inclinósobre ella, queriendo darle consuelo,pero ella no se lo permitió.

—¡No me toques! ¡No te acerques amí! —lloraba al tiempo que le golpeabacon los puños—. Mi mamá… Caro…Ellas… Oh, Dios… Quiero irme a casa,quiero volver a mi casa.

—Ya estás en casa, Prometida —murmuró Aedan, sin estar muy seguro dequé hacer o decir en aquellos momentos.

—¡Esta no es mi casa! —gimió condesesperación.

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—Sí, Shadow, lo es.—¡No! —gritó una vez más, a pleno

pulmón—. ¡No lo es! ¡Nada de esto esreal! ¡No lo es! ¡No puede serlo!

—Sois la Prometida de Dalriada —insistió Aedan—. Habéis abierto uno delos portales sola. De no ser por er…Dominic, quién sabe si estaríamosteniendo esta conversación ahoramismo.

—¡Fuera! ¡Marchaos! ¡Fuera! —volvió a gritar. La desesperaciónreflejándose en su rostro, sus ojosadquiriendo un brillo febril—. ¡Alejaosde mí! ¡Sois igual que ellos! ¡Unosmonstruos! ¡Dejadme en paz!

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El desasosiego en sus palabras, asícomo el sonrojo del rostro de laPrometida, fueron suficientes para queCiara rodease la cama y, tomándolos atodos por sorpresa, abrazase a lahistérica muchacha. La Prometida nosólo se lo permitió, sino que se aferró aella. Sus desgarradores sollozosdisuadieron a los dos druidas de deciruna palabra o hacer algo más.

Ella posó su mirada sobre Dominiccon lástima, mientras sus propiaslágrimas se deslizaban por las mejillas,afectada por el desgarrador dolor quesoportaba la Prometida de Dalriada.

Sin mediar palabra, Kieran se apartó

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de la cama, giró sobre sus talones yabandonó el pequeño cuarto en absolutosilencio.

Aedan se volvió con intención deseguirlo, pero la pequeña mano de lasabia lo detuvo.

—Déjale ir —le pidió con unprofundo suspiro—. Él también necesitatiempo para enfrentarse a la realidad —su mirada voló entonces sobre ella y lededicó un gesto de agradecimiento conla cabeza antes de volverse a Aedan—.Ven, hay mucho que hacer ahora que ellapor fin ha despertado.

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Capítulo 9

A través de la puerta abiertaShadow vio que el suelo estabasalpicado de charcos. Podía olertodavía la humedad en el aire. Sus ojosverdes se alzaron al cielo. Nubes negrascubrían el sol de una nueva mañana enaquel extraño lugar.

Se arrebujó en la manta que habíaarrancado de la cama; una de aquellastelas escocesas. Estaba cansada de lainactividad y permanecer acostada sinnada en lo que entretenerse lograba quesu mente vagase y reprodujese una y otra

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vez los sucesos acontecidos.Recuerdos; una palabra tan pequeña

y que encerraba un significado tangrande.

Aceptar quién era y que dejasen demolestarla no fue tan difícil comoconvencerse a sí misma de que aquelloera verdad. Pero cuando se podía ver ytocar, cuando se sentía bajo los piesdesnudos el frío suelo y se escuchabanalrededor murmullos en un idioma quehabía escuchado únicamente en boca deDominic alguna que otra vez durante losdías en los que estuvieron juntos, lairrealidad empezaba a dejar de ser algointangible y se hacía peligrosamente

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real.Aquellas gentes esperaban encontrar

en ella a una heroína; una salvadora.Alguien que los liberase de losproblemas que les acuciaban. Pero ellasabía que no era más que una mujer; unamuy asustada, cuyos pensamientoscampaban a su antojo por una menteconvulsionada con recuerdos de unaépoca tan lejana que ni siquiera podíareconocer a la niña que era entonces.

Durante los últimos tres días sehabía limitado a permanecer en aquelpequeño cuarto. Perdió la cuenta de loslitros de lágrimas que había derramado,suficientes para llenar un pequeño lago,

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imaginaba. Sus visitas se redujeron a lasde Runa, la mujer a la que todo el mundollamaba baisleac y su acompañante.

Dominic parecía haber desaparecidode la faz de la tierra, aunque sabía por lajoven druidesa, Ciara, que solíacompartir las tardes con ella, que élpasaba su tiempo con los hombres dellaird McNeil y el hijo de éste, Aedan; elmismo que, supo entonces, habíaatravesado a aquel salvaje con el filo desu espada.

Todavía se estremecía al recordaraquella escena. El miedo surgía sininvitación atraído por las imágenes quese colaban en su subconsciente: la

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sangre, el cuerpo caído en el suelo…Era algo que estaba decidida a olvidar.

Salió al umbral y se apoyó contra lapuerta principal de la casa, lo que lefacilitaba la vista de buena parte delmuro de piedra que, sabía, bordeaba laaldea. Desde la ventana del cuarto habíapodido contar más de doce techos depaja y madera encerrados en aquellaprotección. Se trataba de una nadadespreciable extensión de terreno concalles de tierra y barro, siemprerebosantes de actividad. Sólo laconstrucción de piedra que acababa deabandonar y sobre la que apoyaba suespalda, el hogar del laird, poseía una

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estructura mucho más sólida, dividida endos plantas.

La lluvia caída durante la nochehabía regado el suelo, haciendo lasdelicias de los niños que jugabanhundiendo los pies en las pozas antes deser regañados por sus madres o salircorriendo para evitar el seguro castigo.

Le hubiese gustado saber qué horaera, pero su móvil había pasado a mejorvida en los últimos días y la idea deencontrar una sola toma de corriente…Era preferible no pensar siquiera enello. Nunca se le había dado biencalcular el tiempo por la posición delsol. Dominic intentó enseñarle cuando

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salían juntos, pero en esos momentosestaba más interesada en lo bien que lesentaban los vaqueros que en susexplicaciones.

Sacudiendo la cabeza para hacer aun lado aquel estúpido recuerdo, volvióa prestar atención a la gente que entrabay salía de la vivienda. Algunos lededicaban sonrisas, otros brevespalabras que era incapaz de comprendery, tras responder incómoda con unasonrisa a una muchacha que pasaba porsu lado, llevó la mirada hacia una de lasviviendas. Por los trozos de hierro ycuero que colgaban de la entradaabierta, en la que ardía una pequeña

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fragua, supuso que se trataba de laherrería.

Y como si lo hubiese conjurado, allíestaba él. Ajeno a su presencia, charlabacon uno de los aldeanos mientras susmanos retorcían una tintineante cadenaque atrapó los rayos del sol lanzandopequeños destellos dorados. No dejabade sorprenderle su altura y complexión,que parecía haberse desarrollado aúnmás durante el tiempo que habíapermanecido lejos de ella. La camisanegra remangada dejaba a la vista unosfuertes antebrazos y una especie deabrazadera de cuero cubría su manoderecha desde la muñeca hasta mitad del

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brazo, haciendo que la cadena doradabrillase con más fuerza contra la oscurapiel.

El contraste entre los dos hombresera palpable. Ella casi esperaba veraparecer de un momento a otro a alguiencon una plaqueta de rodaje para dar porterminada la toma de una elaboradaescena que bien podría haber formadoparte de Braveheart. Mientras elhombre que le daba la espalda llevababotas revestidas de piel, una camisamarrón y el plaid enrollado en torno alcuerpo, cayendo como una falda hastalas rodillas y dejando a la vista unaspiernas que harían que una cuchilla de

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afeitar diese un grito de socorro,Dominic completaba su indumentariacon un chaleco de curtido cuero y suavespantalones que se ceñían a sus largas ymusculosas piernas como una segundapiel. Pero el pelo negro, alborotado porel viento, y las armas colgadas en elcinturón le aportaban una imagen quedistaba mucho del hombre civilizado yencantador del que estúpidamente sehabía enamorado.

La familiaridad con la que setrataban sugería un contacto constante,algo que tenía sentido a juzgar por laexplicación que le había dado labaisleac; Dominic y Aedan habían

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crecido prácticamente juntos, sus claneseran aliados.

Estaba a punto de dar media vuelta yvolver a entrar cuando se encontró conla mujer que la cuidaba desde elmomento en que él la trajo al pueblo. Ajuzgar por su postura, con las manosapoyadas en las caderas, y el gestoadusto de su rostro,no parecía muy felizde verla fuera del lecho.

—En mi defensa puedo alegar quenecesitaba dejar esa cama —dijo antesde que la regañara—. En comparación,la de los Picapiedra es de suaveplumón.

Con un chasquido de la lengua, Runa

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caminó hacia ella.—Ignoro quién es la familia o clan

que lleva ese nombre tan estúpido,Prometida —la atajó la baisleac—, peroes mejor una cama dura, que el suelo.

Aquello no era algo que ella pudieserefutar. No después de haberlocomprobado por sí misma.

—Estoy cansada de estar confinaday postrada en una cama —resopló antesde llevarse el brazo a la nariz—, y no hepodido bañarme de verdad en variosdías. Es un milagro que todavía huelabien.

Su cuidadora arqueó una delgadaceja en respuesta.

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—Si deseabais bañaros sólo teníaisque haber pedido que os trajesen unoscubos de agua.

Ella abrió la boca y volvió acerrarla.

—Cubos de agua… —repitió comosi no comprendiese el significado de lafrase.

—Aunque es posible que las termasde Càrn an t-Sbhail os fuesen de mayorutilidad —continuó la baisleac como sino hubiese sido interrumpida—;aliviarían los dolores que os esforzáisen esconder. Vuestra druida, Ciara, irá alas termasa limpiar su cuerpo ypurificarse de cara a su ceremonia de

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unión. Tener compañía podría venirosbien a ambas en estos momentos.

Ella frunció el ceño.—Cuando dice termas, ¿se refiere a

estanques de agua caliente?La baisleac asintió.—La Ceremonia de Unión de Manos

se celebrará al atardecer. Vuestro druidaMcTavish ha accedido a celebrarla,honrando así a los clanes McNeil yMcInnes.

Ella refunfuñó.—Él no es mi druida. No es nada

para mí.El bufido de la mujer le indicó lo

que opinaba de su respuesta.

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—Lo es, Prometida, al igual que loson Aedan y Ciara —le recordó conpaciencia.

Ella puso los ojos en blanco.—¿Qué pasa? ¿Me ha tocado la

lotería o es que les sobran druidas pararegalármelos? —sugirió.

—Ignoro qué es eso de «la lotería»,pero cada draoi de los cenel deDalriada han nacido para estar a vuestrolado y pro-tegeros. Así se les haeducado… aunque a alguno se leolvidaran sus deberes en el proceso.

A ella empezaba a palpitarle lacabeza.

—¿Qué es un… cenel? —preguntó

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sin demasiado interés.—Los cenel son cada uno de los

señoríos en los que está dividido elReino de Dalriada. El cenel nGrabráin,en Kyntire, pertenece al clan McTavish;e l cenel de Loairne, como ya habéiscomprobado, es la sede del clanMcNeil; en Islay y Ju-ra, el clanMcInnes gobierna el cenel de Óengusa,y en la re-gión de Cowal, el clanCampbell sostiene el cenel de Comgall.

Ella hizo un rápido recuento.—Eso hace un total de cuatro. Así

pues, ¿quién es el último druida?La sabia sonrió.—Lo conoceréis en la Reunión de

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los Clanes —se limitó a decir—. De vosdepende que se una a vuestra causa,Prometida.

Shadow suspiró.—Preferiría que dejara de llamarme

Prometida —murmuró ella con unsuspiro—. Entre que no entiendo ni unasola palabra de lo que escucho a mialrededor y que aquellas que entiendono tienen ningún sentido para mí,concederme un título va a hacer que meponga a gritar. En fin, ¿cómo doy conesas benditas termas? Supongo que noestarán lejos…

La sabia negó con la cabeza.—Sólo los druidas pueden acceder a

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ellas —le aseguró al tiempo que leindicaba con el brazo hacia el lugar enel que Dominic había estado hablandocon el hombre—. Deberéis solicitar auno que os acompañe.

Ella apretó los dientes ante talencerrona.

—Que bien —murmuró—, justo loque más me apetece en estos momentos.

Una vez más, sus pensamientosparecieron conjurarle, pues Dominic sevolvió en su dirección. Sus miradas seencontraron durante un breve instanteantes de que él comenzase a caminarhacia ellas.

—La Prometida desea que la

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acompañes a las termas, McTavish.Él arqueó una ceja ante la

declaración de la sabia y posó su miradasobre ella.

—¿Lo desea?Los ojos de ambos coincidieron

durante un largo instante, en el que cadauno parecía estar midiendo al otro.Fueron las palabras de la baisleac lasque rompieron la tensión.

—Ciara ha ido a prepararse para laceremonia, le hará bien tener compañíafemenina —remarcó, con una obviaadvertencia al druida. Sin darle tiempo aprotestar, se volvió hacia la ella y, conuna profunda inclinación de cabeza, se

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excusó—. No os agotéis, no haynecesidad de empezar a correr antes detiempo.

Ella contempló cómo la mujer semarchaba a paso lento y se perdía en elinterior de la vivienda. La idea de seguirsus pasos y alejarse de él la sedujo.

—Si piensas huir, será mejor queempieces a correr, Prometida —lasorprendió él.

Estuvo tentada de hacerlo aunquesólo fuese para averiguar si realmentepensaba correr tras ella. En vez de eso,se mantuvo inmóvil, arrebujándose en lamanta al tiempo que cambiaba su pesode un pie al otro mientras observaba al

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hombre con el que Dominic había estadohablando. Él seguía mirándoles concierta curiosidad.

—¿Se os acabó la tela después deconfeccionar un par de pantalones? —sugirió, señalando al hombre con ungesto de la barbilla.

Él siguió su mirada y no pudo evitarsoltar un ligero resoplido que, a sujuicio, sonó demasiado divertido.

—Olvídalo —continuó ella,suspirando, para finalmente dar mediavuelta, dispuesta a entrar de nuevo en lacasa—. En realidad no quiero saber larespuesta.

—No te consideraba una cobarde.

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Las palabras dichas en voz bajahicieron que sus labios se curvaran enuna mueca. No podía dejar deencontrarlas irónicas, sobre tododespués de los últimos acontecimientos.

—Llámame gallina y deja quecacaree —declaró, dándole la espalda—. Lo que sea si con ello puedomarcharme de aquí. ¿Hay algunaposibilidad de que me devuelvan miropa? He buscado por todo el cuarto yno la he encontrado.

Dominic dudaba que ella pudieserecuperar nada. Conociendo a los suyos,habrían conservado las prendas como sise tratase de la mayor de las reliquias.

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—Las mujeres del clan prepararánalgo para ti —fue su respuesta.

La vio entrecerrar los ojos. Alparecer, su tono de voz le resultabasospechoso.

—Define «preparar algo» —pidióShadow, moviéndose incómoda—. Loque quiera que sea, ¿incluye ropainterior?

Él se quedó mudo durante uninstante. Entonces sus labios empezarona estirarse en una perezosa y secretasonrisa.

—Por supuesto —confirmó con talconvicción que hizo que ella volviera asospechar.

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—Nick. Conozco esa sonrisa y esebrillo travieso en tus ojos, ¡me estástomando el pelo! ¿A qué clase de ropainterior nos estamos refiriendo?

Él se hizo el inocente.—Pediré que te preparen una muda

completa. Te estará esperando en tucuarto después del baño.

Él estiró la mano con intención detomarla del brazo, pero ella se alejódando rápidamente un paso hacia atrás,dejando claro que nada había cambiado.A juzgar por la repentina rigidez de sucuerpo, podía asegurar que seguíamolesta. Sus ojos no se detenían en unpunto fijo, surcaban su entorno como si

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esperase encontrar algo fuera de lugar;un indicio que pudiese echar por tierrauna escena de teatro bien montada.

Dejando escapar un profundosuspiro, adelantó una vez más la mano,en esta ocasión invitándola a regresar ala casa.

La necesidad de envolverla con supropio plaid de la cabeza a los pieshervía en su sangre. Se la veía tan frágil,vestida con aquel camisón casi deaspecto virginal… Su primer instinto,nada más verla, fue acortar la distanciaentre ambos, echársela al hombro ymeterla dentro. La deseaba, ésa era lamaldita verdad. La necesitaba desde el

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mismo instante en que volvió a tenerlaen los brazos.

El trayecto a caballo no fue más queuna tortura, con el trasero de ellafrotándose contra su dolorosa erección.Y ahí estaba ahora, con un níveocamisón, protegiéndose del frío matutinocon una tosca manta de tartán con loscolores de los McNeil y a la vista detodos.

«Ella es la Elegida», se recordó. Lasgentes del clan tenían derecho a saberque ella estaba bien; necesitaban laesperanza que les otorgaba su presencia,aunque ésta fuese con menos ropa de laque a él le gustaría.

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—Si deseas darte un baño, te guiaréa las termas —declaró, esperando queella iniciase la marcha.

Tras una ligera vacilación, Shadowvolvió a entrar en la casa.

—¿Están muy lejos? No estoy segurade poder soportar otro paseíto más acaballo —murmuró, girándose ahorahacia él.

Él se limitó a mirarla fugazmenteantes de tomar la delantera paraconducirla a través de la planta baja dela casa.

Al comprender que no iba a obtenerninguna respuesta más, Shadow apretólos labios y permaneció en silencio.

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La vivienda bullía ya de actividad aaquella temprana hora. Las mujeres ibany venían con cestas de flores, paños yviandas, mientras los hombres cargabancon las piezas de caza más grandes ygruesos tablones de madera. Lassonrisas y los saludos no dejaban deprodigarse, uno tras otro. Su guíarespondía la mayoría de ellos, alparecer tan decidido a deshacerse deella como ella de él.

Ella empezaba a notar el cansancio.Las molestias en el tobillo yespecialmente en la magullada cadera sehacían por momentos más intensas. Sumirada siguió durante unos instantes al

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hombre que caminaba delante de ella;anchos hombros, delgada cintura ylargas piernas, pelo negro alborotado…

Todo en él gritaba oscuramasculinidad y fuerza en cada uno desus movimientos rebosantes de poder,pero ella echaba en falta la tranquilacalma que solía transmitirle antaño.Aquel nuevo Dominic la intimidaba yexcitaba a partes iguales.

—Decididamente, Shadow, hasperdido la cabeza —murmuró para símisma, dejando escapar un cansadosuspiro.

A punto estuvo de chocar con suespalda cuando él se detuvo

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abruptamente. Sus miradas seencontraron; la de él, bur-lona; la deella, rabiosa por aquel brillo dediversión.

—Relájate, Prometida. Empiezo aver salir humo de tus orejas —leaseguró con tono mordaz.

Ella se tensó todavía más,amenazando con hacer realidad sucomentario. No es que necesitase muchocombustible para arder ahora mismo.

Ignorándola una vez más, él posó lamano sobre la pared de piedra y, alsonido de su voz, una profunda grietaempezó a descender por la paredresquebrajando la tierra y ampliándose

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más y más. El sonido parecía reverberaren toda la vivienda como uninterminable eco y, a pesar de ello, sushabitantes no parecían darse cuenta;nadie acudió a ver qué ocurría. Ante susatónitos ojos, la pared se dividiórevelando un largo corredor de suelos ytechos de piedra, con una larga fila deantorchas a derecha e izquierda delpasillo iluminando el lugar.

—¿Cómo has…?Él se hizo a un lado, permitiéndole

pasar.—Sólo los druidas de Dalriada

podemos acceder a los manantiales deagua caliente de Càrn an t-Sbhail —

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respondió con sencillez—. Es nuestraprerrogativa. ¿Y qué mayor privilegioque compartirlo con nuestra Prometida?

La ironía goteaba de su voz comoácido corrosivo.

—Ahórrate el sarcasmo, Nick —declaró ella—. No estoy aquí pordecisión propia; tú me trajiste en contrade mi voluntad.

Dominic la miró directamente a losojos.

—En realidad, lo que hice fue evitarque te matases tú misma abriendo elm a l d i t o Portal —replicó,conteniéndose. Al parecer su presencialo enfurecía, pero no sabía si se debía a

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que tenía razón o a la negación constanteque ella hacía de sí misma y sus deberes—. Entra, Prometida, al final delcorredor se encuentran las termasnaturales del Càrn an t-Sbhail.

—Quizá debieses ir tú, parece quenecesitas un baño mucho más que yo —le soltó—. Tal vez el agua consigaarrastrar toda esa amargura.

Ella penetró en el corredor depiedra, iluminado durante todo elcamino por antorchas clavadas en lapared. El frío del exterior se habíaconvertido en un tibio y húmedo calorque le humedecía la ropa pegándosela alcuerpo. La manta se hizo innecesaria,

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pero se obligó a mantenerla sobre sí,arrebujándose incluso más en ella paraescudar su irritación contra Nick.

El silencio que les envolvía hizo queel latido de su corazón fuese inclusoaudible en sus propios oídos. El sudorya había empezado a perlar su piel, perose negaba a dejar caer la manta. Sus piestropezaron con el desigual suelo depiedra, lanzándola hacia delante y a loque habría sido una caída segura si elfuerte brazo que la rodeó por la cinturano la hubiese sujetado.

—Cuidado —escuchó su voz másronca de lo que lo había estado antes. Suespalda presionada contra el duro y

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sólido cuerpo.Los dos permanecieron en esa

relativa intimidad durante un instante,incapaces de romperla, absorbiendo elmomento con la misma necesidad queniños hambrientos.

—Llévame a casa —susurró ella.Sus palabras resonaron como uninterminable eco en el húmedo corredor.

—Estás en casa —le respondió entono grave.

Ella se estremeció en sus brazos.Sentía su dura erección presionándole eltrasero y sus fuertes muslos acopladoscontra la parte de atrás de los de ella,envolviéndola en un capullo de fortaleza

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y calidez.—No, Nick —negó, apretando los

ojos, negándose a aceptar lo que todosinsistían en ver como realidad—. Puedeque éste sea tu hogar, pero está lejos deser el mío. Veinticinco años lejos…

Una callosa mano se deslizó por lapiel desnuda de sus brazos que habíadejado al descubierto la manta y la vozde Dominic se hizo más profunda ysedosa.

—Esperaba que hubieses tenidotiempo de reflexionar, pero una vez mástu terquedad se impone a la razón.

Ella contuvo el aliento. La agradabley familiar caricia sobre su piel la

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sacudió.—Nick, por favor…Dominic se estremeció ante el

recuerdo que evocaba esa súplica. Ellahabía pronunciado aquellas mismaspalabras tan solo unas horas antes deque dejase su cama y la abandonara.

—No puedo… —le susurró al oído,dando la misma respuesta a las dospreguntas; la formulada y la que ningunode los dos se atrevía a poner en palabras—. Sin ti, mi pueblo… nuestro pueblo…perecerá. Te necesitan, Prometida.

«¡Yo te necesito!», quiso gritarle.Pero no era el momento.

No era su momento, era el de su

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gente.Soltándola lentamente, dio un par de

pasos hacia atrás poniendo distanciaentre ambos para finalmente mirarla a lacara. Los ojos de Shadow brillaban conuna mezcla de anhelo y desesperación.

—Nada bueno puede salir de esto,Nick —insistió ella—. Yo no puedohacer milagros, no soy quien buscáis.No puedo serlo.

Él la contempló a la luz de lasantorchas. Toda ella era un milagro.

—Lo serás —aseguró, con unaconvicción tan absoluta que resultabaimposible refutarla—. Cuando llegue elmomento, serás eso y mucho más,

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Prometida.Shadow apartó la mirada. Sabía

cuando una batalla estaba perdida yaquélla la había perdido incluso antesde comenzar.

—Ciara te abrirá el camino cuandoquieras regresar —le dijo, dejandoclaro que no iba a pasar de aquel punto—. La encontrarás al final del pasillo.

Sin una palabra más, le dedicó unaprofunda inclinación de cabeza y diomedia vuelta, desapareciendo de suvista más allá de la última antorchaencendida.

Dominic salió al húmedo paisajematutino irrumpiendo a través de la

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puerta principal mientras apretaba lasmanos en sen- dos puños, intentando quedejaran de temblarle. Todo él tiritaba acausa de la rabia y la desesperación queluchaban a muerte en su interior.

Malditos fueran los dioses portraerla de nuevo a su vida, por ponerleal alcance de la mano aquello queanhelaba con todo su ser; el tacto de supiel, el calor que irradiaba su cuerpo, superfume de mujer… Todo aquello quellevaba grabado a fuego en su alma yque había hecho a un lado por lanecesidad de enfrentarse a un mundo enel que la ley que primaba era la del másfuerte; donde las debilidades te dejaban

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de rodillas, cara a cara con la muerte.Y ella era su debilidad.Lo sabía con tanta certeza como la

necesidad que lo llevaba a inundar suspulmones de aire para poder respirar.

No se arriesgó a volver la miradaatrás. Le dolían las manos por lanecesidad de tocarla, todo su cuerpoenfebrecido por su cercanía,dolorosamente consciente de quiénhabía sido para él; de lo que todavía eray de lo que ya no podría ser. Ellapertenecía al Reino de Dalriada, era suPrometida, su heredera, la única. Y sudeber era protegerla, velar por suseguridad y conseguir que alcanzara el

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destino que le correspondía.Nunca podría volver a ser suya.La necesidad de gritar crecía con

fuerza en su pecho, la garganta le ardíapor dejar escapar la rabia y el dolor quelo laceraba por dentro. Tenía quealejarse, poner distancia entre ellos,recuperar la cordura y la calma que lohacían un buen líder para su clan…

—¿A quién pretendo engañar? —susurró para sí.

Alejarse de ella no serviría de nada.Dos años no consiguieron desdibujar surostro, borrar el timbre de su risa, laternura de su tacto… «Sólo la muertepodría», pensó sombrío, pero ni

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siquiera la muerte parecía una eleccióncuando se trataba de pasar la vida y laeternidad lejos de la mujer que se habíaapropiado de su alma.

Decidido a dejar todo atrás yliberarse de sus pensamientos durante almenos un rato, se dirigió a zancadashacia la herrería.

Ni siquiera había cruzado el umbralcuando divisó a Aedan llegando desdela zona norte del poblado en dirección alos establos. Riska, el lobo gris y negrole pisaba los talones, saltando de unlado a otro para evitar las largaszancadas del druida que devoraban elcamino.

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Él conocía bien a su amigo e intuía,por la impetuosa manera de caminar,que estaba dispuesto a llevar a caboalguna estupidez; algo en lo que élparecía ser experto. Haciendo a un ladosus propios problemas, anduvo tras eljoven druida hasta los establos, dónde lovio comprobar las cinchas de su monturay asegurar el carcaj con el arco en susoporte.

—No intentes detenerme —pidióAedan, antes de darle la oportunidad dehacerle notar su presencia.

Él se limitó a cruzar los brazossobre el pecho mientras se apoyabacontra uno de los puntales que sostenía

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el techo.—¿Te vas de caza? —sugirió sin

perder detalle de los movimientos de suamigo.

—Necesito alejarme de toda estalocura —confirmó Aedan, mientrastiraba con fuerza del cuero de lascinchas—. Poner tanta distancia entreesa maldita boda y yo como sea posible.

Y ahí estaba el problema, pensó, altiempo que arqueaba una ceja en modoirónico. Conocía lo suficientemente biena su amigo como para saber que no erade los que huía de susresponsabilidades.

—¿Así que abandonas a la novia?

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Aedan se volvió hacia él. Elreproche estaba claro en sus ojos.

—No es el momento de celebrar estamaldita ceremonia —masculló—. Yatendríamos que estar de camino a laReunión de los Clanes, pero en su lugarte has ofrecido a oficiar esta…estupidez.

Él ignoró la queja del druida y sumirada recayó una vez más sobre elcaballo y la falta de elementos queindicaran realmente una deserción porparte de un novio psicótico en losmomentos previos de su enlace. Aedansólo llevaba lo necesario para pasar undía de caza.

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—¿Realmente crees que marchartedurante algunas horas marcará ladiferencia? —le preguntó con un suspiro—. No es algo de lo que puedes huir sinmás; cuando regreses, tuspreocupaciones seguirán estando ahí… yla habrás herido.

Aedan volvió el rostro por encimadel caballo con cierta ironía.

—¿Estás hablando de mí o de timismo, bráthair? —el significado desus palabras no podía ser más claro.

Tenía que admitir que tenía razón encierto modo. Por lo demás, las cosaseran muy diferentes para ambos. Alcontrario que él, Aedan tenía la

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felicidad al alcance de la mano yesperaba que no fuese tan ciego yarrogante como para dejar que sedeslizase entre sus dedos como agua.

—Ciara es una mujer honrada,valiente y hermosa —le recordó—, noes como si tuvieses que desposar a unabruja. Aedan resopló.

—Yo no cantaría victoria tan rápido.Esa mujer puede muy bien atravesartecon un cuchillo mientras duermes por elsimple hecho de haberte acostado en ellado de la cama equivocado —respondió, rodeando al caballo yvolviendo a comprobar los atalajes.Entonces resopló y se volvió hacia

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Dominic—. Eso para mí es una bruja.Además, tendríamos que estar ya caminode Cean Loch Gilb. Esta maldita bodabien podía esperar hasta después de laReunión de los Clanes… O no llegar acelebrarse nunca.

Él lo miró con extrañeza. Reconocíael temor de su amigo al matrimonio, suinseguridad, pero nunca lo había vistotan molesto con sus próximas nupcias.Por otro lado, no era cierto que Ciara nole interesase en absoluto, las chispascrepitaban entre ellos cuando estabancerca el uno del otro.

—¿Ha ocurrido alguna otra cosa quete tenga de tan buen humor?

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Aedan negó con la cabeza y tomó lasriendas del caballo en las manos,mientras se preparaba para colocar unpie en el estribo.

—Nada que una buena mañana decaza no pueda solucionar —respondióantes de subir a su montura y chasquearla lengua para ponerse en movimiento—. Si los dioses son piadosos, meencontraré a alguna bestia salvaje por elcamino y me ahorrará todo esto. De locontrario, volveré a tiempo para laceremonia y, a juzgar por el humor delos dioses, traeré alguna maldita piezacon que agasajar a mi novia.

Sin decir una palabra más, el joven

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druida clavó los talones en los flancosdel caballo y salió trotando del establoacom- pañado de inmediato por el lobo.

—Hay cosas de las que no se puedehuir, bráthair, y desear a una mujer esuna de ellas —murmuró él tras vermarchar a su amigo para enseguidavolver la mirada hacia la construcciónde piedra entre cuyos muros estaba lamujer a la que él deseaba más que anada en el mundo.

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Capítulo 10

Si un mes atrás alguien le hubieradicho que se encontraría en una épocaarcaica dónde la magia parecía ser eldenominador común y los hombres semataban entre sí sin más provocaciónque una mirada equivocada, Shadow sehabría reído a carcajadas hasta que ledoliese el estómago.

Ahora, sin embargo, no podíaencontrar ni un solo motivo por el quereírse. En realidad estaba demasiadoatónita como para hacer algo que nofuese quedarse con la boca abierta.

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Frente a ella se extendía un sueloempedrado, brillante por la humedad yel vapor que emergía de las tres piscinasnaturales con agua caliente dispersas enel suelo. Las paredes de oscura piedrase elevaban hacia un techo en forma decúpula, en el cual destacaban algunosgrabados con símbolos celtas que ellareconocía al verlos en infinidad deplacas y piedras, o con más asiduidad enlos puestos de ferias medievales. Lasala de piedra estaba iluminada porcuatro grandes pebeteros, en los queardía un líquido ambarino, y el aromaque impregnaba el aire contenía algunaesencia floral, llevada por la suave

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brisa que, suponía, procedía de grietasen la piedra.

El lugar era inmenso, cálido yextrañamente relajante, pero no podíaignorar el hecho de que había llegadohasta allí de la mano de un druida.

Dominic un druida, ¿había algo mássorprendente que aquello?

Sí, pensó entonces; algo tan extrañoe inexplicable como que seresquebrajase una sólida pared dandolugar a un oculto pasadizo.

Su mente seguía esforzándose porencontrar una explicación racional;elucubrando sobre ocultos mecanismosde apertura accionados por una orden de

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voz que diese como resultado lo que vioo, si tenía que ir más allá, pasadizossecretos que muy bien podían seroriginales de aquella casa de piedra.Una vía de escape en tiempos denecesidad; una ruta que discurríadirectamente hasta aquel recodo determas naturales.

¿A quién pretendía engañar? Ellamisma había visto la distribución delpueblo; esas toscas casas demasiadocercanas unas de las otras, eraimposible que en el siglo XXI existiesealgo como aquello.

El recuerdo de otros pasadizos secoló en su mente, junto con el olor a

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humo y el apremio de la mujer que lahabía llevado en brazos siendo ellatodavía una niña.

—Son aguas medicinales —lainesperada voz llamó su atención haciauno de los estanques más alejados, alpie del cual se encontraba Ciara—.Nacen en la profundidad de la MadreTierra y discurren a lo largo de losarroyos que abastecen toda Dalriadahasta emerger en forma de lagunas deagua caliente en los interiores del Càrnan t-Sbhail, uno de los puntos más altosde estas tierras, que están en laactualidad parcialmente en manos de loscruithne.

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Tras la explicación, la druidesainclinó ligeramente la cabeza en señalde respeto y saludó.

—Bienvenida, Prometida.Ella, que había fruncido el ceño al

oír la última parte de su discurso, ignoróel saludo de la muchacha.

—¿Cruithne? —repitió—. ¿Quiereeso decir que esto…pertenece a esossalvajes?

Ciara negó con la cabeza.—Este lugar es sagrado. Los druidas

de Dalriada son los únicos que tienenacceso a él. Sólo nosotros conocemos suubicación —aseguró conconvencimiento.

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Ella miró a su alrededor una vezmás; al invitante calor que manaba deuna de las charcas más cercana a ella. Elsuelo estaba formado de piedra pulida,brillante por la humedad natural quebordeaba el estanque, y la suave luz queemitían los pebeteros en los que ardía elfuego era suficiente para iluminar lainmensa sala.

—Imagino que eso deberíatranquilizarme pero, ¿sabes qué? No lohace ni siquiera un poquito —murmuró,girando sobre sí misma y examinándolotodo con ojo crítico—. Creo que notoaire fresco, pero ya no sé si es miimaginación o la necesidad de escapar

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de esta sensación claustrofóbica.—Hay conductos de ventilación por

los que circula el aire y mantiene lastermas a la temperatura apropiada —leinformó Ciara al escuchar la inquietuden su voz—. No tenéis nada que temer,aquí estáis totalmente a salvo,Prometida.

Con un cansado suspiro, se volvióhacia la druidesa. Sus ojos verdes seencontraron con los de ella.

—Si vuelves a llamarme una vezmás de esa forma, me pondré a gritar ymontaré tal escándalo que todo…¿Dalriada…? se enterará del cabreo quetengo —aseguró ella con deliberada

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lentitud—. ¿Capisci?Ciara frunció el ceño.—¿Qué es «capisciElla puso los ojos en blanco.—Pregúntaselo a Dominic. Si algo

de lo que dijo de sí mismo hace dosaños es verdad, tendría que saberlo —respondió con un resoplido—. Es igual,no es nada importante. Simplementellámame Shadow y problema resuelto.

Ella esbozó una suave sonrisa.—Habláis de una forma muy

extraña, Prome… Shadow —rectificó atiempo.

Ella no pudo más que sonreír ante laironía de su acusación.

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—¿Yo hablo raro? —sacudió lacabeza—. Prueba a estar en mi pellejo,entonces sabrás lo que es realmente quela gente a tu alrededor hable de formaextraña y no entiendas ni media palabrade lo que dicen.

Suspirando, por fin dejó caer lamanta; el calor y la humedadcomenzaban a perlar su piel.

—Qué calor hace aquí —murmuró,plegando la misma—. Demonios, dijeque quería bañarme, no acabar en unasauna o como una verdura hervida.

Era obvio que la druidesa no acabade entender del todo la jerga queutilizaba, puesto que se limitó a extender

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la mano a modo de invitación,indicándole la laguna más alejada,situada al otro lado de la rocosaestancia.

—El agua es tibia, pero no tantocomo para escaldarte la piel o provocardolor en las heridas —le explicó—. Alcontrario, ayudará a que disminuya eldolor.

Siguiendo la indicación de ladruidesa, recorrió la estancia yfinalmente se giró hacia ella.

—¿Estaremos sólo nosotras? —preguntó con una mecla de desconfianzay sonrojo—. Temo que nadie me dijoque metiese en la maleta el traje de

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baño.—¿Traje de baño? —la confusión en

su voz era casi tan palpable como lacuriosidad—. Allí dónde has moradohasta ahora, ¿teníais ropa especial parael baño?

Ella abrió la boca para responder,pero se quedó sin palabras. Parecía quecon cada paso que avanzaba, con cadapalabra que pronunciaba, la irrealidaden la que se había visto sumergida ibatransformándose en una cruda eirrevocable certeza. Después de todo,nadie puede actuar toda la vida, ¿no esasí?

—No importa —negó con un

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profundo suspiro—. Todavía estoyintentando que no me estalle la cabezacon toda esta locura.

—Entiendo que puede resultardifícil entender que procedes de unaépoca completamente ajena a aquella enla que has vivido, que la cultura oaquello que para nosotros es algocotidiano, te resulte extraño —aceptóCiara, deteniéndose al borde de unapiscina de menor tamaño—. Kieran yAedan han viajado a través de lasPiedras; sin duda ellos podrán darte lasrespuestas que buscas mejor que yo.

Ella miró a la mujer, que sinpensárselo dos veces se quitó la húmeda

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camisa de lino por la cabeza y la dejócaer a un lado antes de sumergirse,totalmente desnuda, en el agua. Al verque ella no la seguía, se preocupó.

—¿Necesitas ayuda para quitarte elcamisón? —le preguntó, girándosedentro del agua.

Sus turgentes pechos se alzabanorgullosos mientras el agua acariciabael vientre liso y la estrecha cintura.Ciara no sólo era hermosa, tenía ademásun cuerpo firme, con curvas biendefinidas y sin un maldito gramo degrasa. ¿Cómo lo hacía?

Negando con la cabeza, hizo a unlado sus pensamientos, se descalzó y

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dejó las zapatillas junto con la manta decuadros sobre el saliente de piedra en elque la druidesa tenía sus pertenencias.Deshacerse del camisón le llevó mástiempo, no sólo por las heridas, si nopor la vergüenza. Era consciente de quesu figura estaba a años luz de parecerselo más mínimo a la de Ciara. A pesar demedir su buen metro setenta, no eradelgada; sus piernas eran largas y bienformadas, pero mucho más anchas yllenas; su cintura superaba con mucholos sesenta centímetros, y su tripa tendíaa una eterna redondez que ni todo elejercicio y las dietas del mundo podíanhacer desaparecer. Sus pechos,

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generosos, acusaban la fuerza de lagravedad y, si bien no eran balones defutbol, tampoco eran material de revistasde moda.

A pesar de todo, ella se sentía agusto consigo misma y con su figura lamayor parte del tiempo; el restante lodedicaba a resoplar y preguntarse porqué no existiría una barita mágica que lehiciese perder unos quilos.

Tomando una profunda respiración,aferró los costados del camisón y se loquitó por la cabeza. Había cosas que erapreferible hacerlas sin pensar más enello.

El agua resultó estar más caliente de

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lo que había pensado en un principio. Unleve jadeo escapó de sus labios cuandosintió como ésta lamía su magulladocuerpo, aumentando su rigidez.

—Mierda… Está… caliente —jadeó, intentando dejar que su cuerpo sefuese aclimatando poco a poco a latemperatura del agua.

—Relájate. Puedes sentarte en unode los salientes del borde si estásdemasiado cansada —le recomendóCiara mientras atravesaba la pequeñapiscina para sacar de un hueco en lapared del otro lado un saco de arpillera,del que extrajo varias vasijas depequeño tamaño.

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Ella encontró un saliente lo bastanteancho como para poder encaramarse a ély sentarse. El calor del agua prontoempezó a hacer efecto en su cuerpo,dejándolo en un agradable estado delanguidez.

—Creo que me gustaría quedarmeaquí para siempre —murmuróagradecida por la tibieza del agua.

—No podría estar más de acuerdo.El tono de tristeza en la voz de Ciara

llamó su atención.La druidesa había vaciado ya el

contenido de la bolsa y estaba oliendolos distintos frascos. Su rostro y sucuerpo parecían estar tensos.

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—Esa mujer, la baisleac comovosotros la llamáis, dijo algo de unaceremonia de Unión de Manos —comentó ella—. Hasta dónde entiendo,eso es una boda escocesa.

—Es una ceremonia de matrimonio—respondió Ciara con tono llano,desprovisto de emoción alguna—. Lamía.

El silencio se instaló entre ellasdurante un buen rato. Ella no podía dejarde dar vueltas a la carencia de emocióno alegría que escuchó en el tono de lamuchacha.

—De acuerdo, yo no soyprecisamente ducha en la materia,

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pero… ¿No deberías estar un poquitofeliz ante la perspectiva de tu propiaboda?

Ciara se giró hacia ella unosmomentos después, con un par depequeñas vasijas que depositó en elborde del estanque a su lado.

—Me prometieron con el hijo dellaird McNeil cuando era una niña.Siempre he sabido que antes o despuésnos desposaríamos —contestó con vozmonótona—. Es una buena alianza paranuestros clanes. Con nuestra unión sefortalecerán los lazos entre las dosfamilias y para mí es un honorconvertirme en esposa del druida del

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cenel Loairne.Ella pestañeó varias veces,

intentando comprender lasimplicaciones de lo que Ciara le decía;el concepto de los matrimonios deconveniencia era algo ajeno a ella. Enuna época en la que las parejas se casanhoy y se divorcian mañana, el quetodavía se celebrasen esa clase deuniones quedaba más bien relegada aculturas en las que el machismo todavíaexistía como la única ley.

—Un matrimonio concertado —repitió pensativa con la mirada perdidaen los movimientos de la druidesa, queseguía destapando vasijas—. Eso es

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algo arcaico… Bueno, quizá aquí no,pero…

Sus palabras se perdieron. ¿Quéderecho tenía a inmiscuirse en losasuntos de esa mujer? Por más queintentase negar la realidad, la tenía ahí,al alcance de la mano. Asistía, enprimera persona, al desarrollo deacontecimientos que sólo podría seguir através de los libros de historia.

«Ojalá me hubiese interesado máspor la historia, quizá entoncescomprendiese mejor lo que estáocurriendo», pensó. Y acto seguido sesorprendió por ello, por la formainadvertida en la que poco a poco estaba

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aceptando algo que, desde el mismocomienzo, no había creído posible.

—No soy quién para inmiscuirme enla vida de los demás y menos en estascircunstancias, ya que yo misma estoyintentando no volverme loca del todo,pero… —resopló—. Señor, si no lodigo reviento. Mira, nadie te puedeobligar a casarte con alguien por elsimple hecho de que eso hará másfuertes a dos familias. Eso es… arcaico.Tú pareces una mujer inteligente, cultay, bueno, eres druidesa… Si no quierescasarte, no tienes que hacerlo, no puedenobligarte…

Ciara la contempló con absoluta

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sorpresa, como si alguien se hubieseatrevido por primera vez a decir algoque no debía en voz alta. Entonces suexpresión se suavizó y la respuesta queargumentó podría muy bien ser la que sele da a una niña pequeña que dice algunatontería por que no entiende cómoactúan sus mayores.

—Debes recordar dónde estásahora, Prometida —le dijo con calidez—. Supongo, por tus palabras, que estodebe ser algo ajeno allí donde hasvivido, pero para mí, para nosotros, lasalianzas entre clanes a través delmatrimonio es algo que se ha hechodesde siempre. Nos debemos al honor y

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a la felicidad de nuestro pueblo.Ella frunció el ceño, la diferencia

cultural era obvia.—Sigue pareciéndome arcaico.Por otro lado, eso era precisamente

lo que era aquel pueblo. Sólo tenía quemirar el lugar en el que estaba; lasantorchas y los pebeteros que ardíanpara emitir luz; el cuarto; el jergón en elque había dormido; la vestimenta; laforma de hablar de aquella gente; suscostumbres… Era como haber viajadoen el tiempo a un lugar en el que lahumanidad todavía encendía el fuegoentrechocando las piedras.

—Para mí no lo es —aseguró Ciara,

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acercándole uno de los recipientes altiempo que ponía fin a aquellaconversación—. Es lo que se espera demí.

A ella le hubiese gustado decir algomás, pero entendía que aquella era suvida. Y si la druidesa estaba de acuerdoen ello, no era quién para entrometerse.Después de todo, su meta era volver acasa, no resolver los problemas deaquellas gentes.

—Ten, huélelo —le tendió elrecipiente—. Es jabón de floressilvestres. Lo hace una mujer de mi clan.

Ella tomó la vasija que le tendía y loacercó a la nariz, oliendo el suave

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aroma floral.—Huele muy bien —aceptó,

realmente sorprendida con la suavemezcla.

Ciara asintió con una sonrisa yseñaló su pelo.

—Te ayudaré a lavártelo.Ella se llevó una mano al pelo, que

tenía el tacto de un viejo estropajo. Lasvivencias de los últimos días lo habíandejado en un estado que no creía haberlucido en toda su vida.

—Empiezo a dudar que podamosdevolverle su aspecto natural —respondió, haciendo una mueca.Entonces negó con la cabeza y le

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devolvió el jabón a la druidesa—. Peroeso puede esperar. Si estás decidida aseguir adelante con tus esponsales…será tu pelo el que tendremos quepreparar primero.

Ciara se la quedó mirando con tantaintensidad que ella empezó a sonrojarsey a removerse inquieta. Rápidamenteargumentó una defensa.

—Sé que has estado a mi lado estosúltimos días. Puede que haya estadomedio grogui con esos hierbajos que mehace beber Runa, pero… bueno… —laspalabras empezaron a enredarse en sulengua—. Gracias por hacermecompañía.

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La druidesa le sonrió entonces conuna ternura que hizo que se sonrojaseaún más.

—Empiezo a ver por qué Kieranestá dispuesto a arriesgarlo todo por ti.

Las palabras de la druidesa sehundieron en su corazón como unamargo recordatorio.

—Supongo que por Kieran terefieres a Dominic, ¿verdad?

La druidesa afirmó con unmovimiento de cabeza.

—Pues no, Ciara. Él está dispuesto aarriesgarlo todo por su pueblo, no pormí —murmuró en voz baja. Entoncessacudió la cabeza y le tendió la mano—.

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Dame ese jabón y veamos que podemoshacer. Si estás dispuesta a seguiradelante con esto, tiene que haber unapoderosa razón para ello.

Ciara pareció dudar, pero finalmentele entregó la vasija.

—Me debo a mi honor —murmurócon, apenas, un hilo de voz.

Ella alzó sus ojos verdes hasta quese encontraron con los de la mujer, yestos le hablaban de mucho más que delhonor.

Asintió con un suspiro.—No es de extrañar que los

hombres no nos entiendan,especialmente cuando no somos capaces

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de entendernos ni a nosotras mismas —musitó ella—. El amor es un asco…Pero a pesar de todo, seguimosenamorándonos sin remedio.

Ciara ladeó el rostro. Su narizarrugada y salpicada de pecas imitaba elgesto de su ceño.

—No tengo la menor idea de lo queacabas de decir, Shadow —aseguró,pronunciando libremente su nombre—,pero me alegra que estés por fin aquí.Llevamos demasiado tiempo sinesperanza, quizá ahora nuestra genteempiece a recuperarla y podamosenfrentarnos a aquellos que nos hansubyugado durante más de veinte años.

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Ella suspiró profundamente y negócon la cabeza.

—No soy un milagro, Ciara.Recuérdalo cuando no pueda hacer loque todos esperáis de mí. Sólorecuérdalo —repitió.

Ciara no dijo nada. Sabía que lapresencia de la Prometida lo iniciaríatodo, que daría comienzo al cambio.Milagro o no, su presencia entre elloshabía impulsado el movimiento que eranecesario.

Sumergiéndose bajo el agua, seempapó el pelo para luego emerger ypermitir que la Prometida de Dalriadacumpliera con la primera parte de su

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profecía.

Y ella asistirá a la druidesa prometida.Será doncella en vez de reina.Purificará su cuerpo y su alma en lasaguas del Cárnan t-Sbhail y su vozunirá a los clanes en vísperas de laLuna Llena.Dos almas separadas emprenderán elmismo camino y se convertirán en uno.La Prometida de Dalriada volará sinalas y Alba empezará a despertar.

Shadow había perdido el sentido deltiempo. El agua cálida le relajó losuficiente como para sentirse

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medianamente entera por primera vez enlos últimos días. Su mente seguía siendoun caos de pensamientos y recuerdos,algunos de los cuales no estaba segurade si procedían del pasado o de suintento por encontrar sentido a lasituación en la que estaba inmersa.

Los recuerdos que tenía de Caroeran confusos. En un momento creíareconocer su voz, la mirada amable ensu rostro o la melódica cadencia con laque le hablaba, y al siguiente era sufamilia, aquella que la había criado, laque penetraba en su memoria; si cerrabalos ojos podía escuchar claramente lavoz de su madre cantándole, o la de su

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padre felicitándola por un nuevo logro.No se había percatado hasta entonces delo mucho que los echaba de menosdesde que se habían ido.

Ramsey hacía todo lo posible porsuplir su falta; su hermano se habíaconvertido en padre y madre, en sumayor apoyo… ¿Cómo se encontraría?¿Se habría percatado ya de sudesaparición? ¿La estaría buscando?Necesitaba hacerle saber que estababien. No deseaba hacerle sufrir; noquería causar más sufrimiento a nadie.

Una suave mano se deslizó por sucostado. El calor empezó a hacerse másintenso en el punto en el que los dedos

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se detuvieron y con él, el sordo dolorque todavía permanecía ahí, se fuediluyendo.

—¿Mejor? —La voz de Ciara lasacó de su ensoñación. Se habíaquedado prácticamente dormida, tendidacuan larga era sobre las suaves y lisaspiedras del suelo al lado de una de losestanques. El calor y la humedad delagua se filtraban a través de ellas,convirtiéndose en un cómodo espaciosobre el que descansar.

Girando la cabeza, se volvió losuficiente para ver que el hematoma quele cubría la cadera se iba desvaneciendobajo la mano de la druidesa cómo si ésta

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lo absorbiese.—¿Qué…? —No encontraba

palabras para explicar lo que estabaviendo.

Ciara, que se había vestido con unasuave túnica color malva, permanecíaarrodillada a su lado con la manoderecha todavía sobre su piel.

—Cada uno de los druidas tenemosuna fuerte conexión con el entorno —empezó a explicar—. El aire, la tierra,el agua, los animales, la niebla… Sondones que la Gran Madre tiene a biencompartir con nosotros. Ya has visto eldon que tiene Kieran sobre la niebla…

Ella tragó. Era incapaz de apartar la

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mirada del cada vez más pálidomoretón.

—Mi don tiene poco que ver con loque soy y mucho con lo que se espera demí —continuó Ciara sin vacilar—.Desde que puedo recordar siempre megustó recolectar flores, frutos, hierbas…Fue la baisleac quien se dio cuenta deque mi interés por las plantas iba muchomás allá del juego de una niña y empezóa enseñarme el arte de la curación conplantas y raíces. Ella no se equivocó,sus enseñanzas pronto dieron fruto yantes de que me diese cuenta de lo queocurría, fui más allá.

»Había un chiquillo en mi clan que

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sólo pretendía jugar y divertirse, pero eljuego terminó convirtiéndose en alaridosde dolor cuando su pierna derechaquedó encajada entre dos piedras; sehabía quebrado el hueso y, a medida quepasaban los días, su herida en vez demejorar empeoraba. Una noche escuchéal jefe McInnes decir que el muchachono pasaría de aquella… Yo no tenía másde catorce años en aquel entonces, peromi don despertó por completopermitiéndome curarle la pierna. Hoy, elniño se ha convertido en uno de loshombres de confianza de mi laird; unfiero guerrero, padre de familia yamante esposo.

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Sus ojos se encontraron finalmentecon los de ella.

—Mi pueblo me respeta y teme enigual medida —continuó en voz baja—.Quizá es por ello que en cierto modoacepté de buena gana este enlace. Másallá del honor y el deber, él es una delas pocas personas que me mira como auna amiga… Como a una mujer más… yno como una druidesa.

—Los hombres son unos gilipollas—murmuró ella—. No ven lo que tienendelante hasta que ya es demasiado tardey les pasa de largo… o lo pierden.

Girándose, se envolvió en el lienzoque la druidesa le había dejado para

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secarse y se sentó, contemplando conuna sonrisa el desaparecido hematomade su cadera.

—¿Por qué no hiciste esto desde elprincipio? —preguntó curiosa—. Mehabría ahorrado un montón de días enesa dura cama.

La druidesa se encogió de hombros.—Baileac me lo prohibió —

respondió—. En tu estado no estábamosseguras de si mi don haría bien o mal.

Ella abrió la boca para preguntar,pero finalmente volvió a cerrarla.

—La ignorancia sigue siendo lamayor de las bendiciones —declaró,inclinando la cabeza para comprobar

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una vez más la curación de sumagulladura—. Gracias, empezaba aresultar una tortura el simple hecho desentarse.

Ciara se limitó a asentir con lacabeza.

—Señor… Estoy agotada. Sientoque podría dormir toda una semana y noresultar suficiente —bostezó,tumbándose de nuevo sobre el suelo,disfrutando del calor de la piedra bajosu vientre.

—Descansa —la oyó susurrar—. Élte abrirá el camino cuando quierasregresar.

El sueño la había empezado a

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arrastrar poco a poco, sumiéndola en unplácido descanso, por lo que las últimaspalabras de la druidesa quedaron comogirones de niebla sostenidos en el aire.

Verla plácidamente dormida trajouna punzada de dolor al pecho deDominic. Más que ninguna otra cosa,deseaba poder hacer perdurar esatranquilidad; permitirle tener de nuevosu sosegada existencia, una en la que élnunca hubiese irrumpido.

Shadow descansaba a escasospasos, envuelta únicamente con una finatela de lino que se pegaba a su cuerpocomo un velo. Conocía íntimamenteaquellas curvas; recordaba las veces

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que sus manos las habían acariciado, losmomentos en los que ella se habíaentregado confiada a sus besos, a suabrazo y a su pasión.

Pero ya no era la frágil y tiernacriatura que conoció años atrás. Sufuerza y la valentía con la que leenfrentaba seguían ahí, pero ahoratambién existía algo más… Algo con loque él mismo había convivido toda suvida y que le llevó a viajar entre dosépocas sin saber a cuál pertenecíarealmente.

Shadow, además, tenía un largocamino por delante; uno que la llevaría adescubrirse a sí misma y aquello para lo

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que nació.Dejando escapar un profundo

suspiro, se permitió marcar los pasoscon suficiente fuerza como para que sepercatase de su presencia. Finalmente,dejó caer un hatillo con ropa a su lado.

Ella se sobresaltó. Aquel pequeñoruido hizo que se incorporase hastaquedar de rodillas, con la somnolientamirada cayendo sobre él con repentinotemor, hasta que la lucidez penetró en suobnubilada mente.

—Señor… Qué susto me has dado—murmuró, llevándose una mano alpecho, dónde su corazón latía con fuerza—. ¿Qué haces aquí? ¿Se te ha olvidado

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decirme alguna cosa o es que al fin hasrecapacitado y vas a llevarme de vueltaa casa?

Su mirada recorrió entonces toda lasala de piedra, echando en falta lapresencia de Ciara.

—¿Y Ciara?Él se tomó su tiempo antes de

contestar a la batería de preguntas conabsoluta calma.

—He venido a traerte ropa limpia—le dijo con voz suave, tranquila—. Yen realidad sí, aunque más que un olvidoha sido una decisión de última hora.Ciara está con la baisleac, que estáayudándola a prepararse para la

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ceremonia del atardecer.Ella lo miró durante un instante antes

de girarse hacia el montón de ropa queél había dejado caer a su lado.

—No has respondido a la preguntamás importante —murmuró, separandolas capas de tela para ver el contenido—. ¿Me devolverás a mi hogar?

Un cansado suspiro emergió de suslabios.

—Éste es tu hogar. ¿Cuántas vecestengo que…?

Shadow se volvió hacia él.—No, no lo es —declaró con

firmeza—. Mi hogar está junto a mihermano, con mi cuñada, con la gente

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que me quiere… Lejos de toda estalocura colectiva en la que me hassumergido.

Él negó con la cabeza. Ella podíaser testaruda al extremo.

—No deseo discutir, Shadow —respondió, pronunciando su nombre consuavidad—. De nada sirve ignorar laverdad, porque ésta nos golpea con másfuerza si cabe y cuando menos loesperemos.

Una vez más, ella guardó silencio.Sus dedos buceaban a través de la ropa,separándola y observando algunasprendas con el ceño fruncido, parafinalmente ponerse en pie y enfrentarle

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con las manos en las caderas.—¿Dónde diablos está lo que falta?Él se permitió contemplarla,

admirando cómo la delgada tela sepegaba a sus curvas marcando sucontorno. Sus oscuros pezonesempujaban contra ella por debajo dellímite superior de la tela, que dejaba unabuena porción del generoso pecho a lavista. Tragó saliva, su sexo se endurecióinmediatamente mientras continuaba conla inspección de la adorable fémina quese enfrentaba a él en toda su, casi,desnuda gloria.

El triángulo oscuro, en la uve de susmuslos, lo hizo contener el aliento. La

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boca se le secó ante el pensamiento desu sabor; uno que había degustado enotro tiempo, entre suaves y eróticosgemidos.

Ella cruzó entonces sus desnudosbrazos para cubrir los pechos llenos, altiempo que apretaba los muslosadelantando una pierna sobre la otra ysus ojos verdes destellaban con un brillode vergüenza e incomodidad.

—Si ya has terminado con tuinspección, McTavish, quizá puedasresponder a mi pregunta.

¿Su pregunta? ¿Qué demonios era loque le había preguntado?

Ella pareció leerle la mente porque

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apretó un poco más los labios y sus ojosadquirieron un brillo mortal.

—Mis malditas bragas, Nick.¿Dónde están mis malditas bragas?

Con un ligero encogimiento dehombros se limitó a señalar el hatillodel que le había hecho entrega.

—Ahí tienes todo lo que necesitas—le respondió con la misma tranquilaindiferencia—. Si necesitas ayuda…

Ella alzó las manos al cielo conobvia exasperación.

—¡Por amor de Dios, Nick, esto notiene ninguna gracia!

En realidad sí la tenía, pero eraposible que él fuese el único que

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encontrara graciosas las palabras y suindignación, dadas las circunstancias.

—No pretendo resultar gracioso —aclaró, siempre con esa tranquilidadque, sabía, empezaba a crisparla—.Ahora, si haces el favor de vestirte,abriré el camino para ti y podremosregresar. Tenemos cosas que hacer.Debo enseñarte los pasos de laceremonia de esta tarde.

Ella lo miró como si acabasen desalirle dos cabezas. Su incertidumbre ylas continuas sorpresas la estabandescolocando por completo.

—El laird McNeil me ha pedido quelleve a cabo la ceremonia de Unión de

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Manos de su hijo y ha sugerido, puestoque la Prometida de Dalriada está entrenosotros, que sería la oportunidadperfecta para presentarte oficialmenteante el clan —explicó con tranquilidad—. Tu presencia y la bendición queotorgarás a la ceremonia, será unaliciente más para todos. Nuestra gentenecesita esperanza en estos tiempos tanaciagos y tú eres ese símbolo para ellos.

Ella negó con la cabeza, con laincredulidad y el miedo tiñendo sus ojosverdes.

—Me estás suponiendo un poder queno tengo, Dominic —aseguró con tonodesesperado—. Quieres de mí algo que

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jamás podré dar a nadie. Yo no soy unídolo al que se pueda adorar y rogar quetodo vaya bien, sólo soy una mujer;alguien de carne y hueso, que sangra sila pinchan. Acaba ya con toda estalocura, te lo ruego.

Tomando una profunda respiración,se acercó a ella, quedando cara a cara.

—Eres la Prometida de Dalriada. Laúnica superviviente y candidata al tronode Dunnad —insistió él, intentandohacerla comprender—. Escucha… Eldifundo rey escoto tenía dos hijos: suprimogénito y una niña; una criatura deunos tres o cuatro años. Siempre sepensó que ambos fueron masacrados la

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misma noche que le arrebataron el trono,pero hay una pequeña posibilidad deque tú fueras esa niña y que la AltaDruidesa te pusiera a salvo para quepudieses volver y recuperar el lugar quete corresponde por derecho.

Ella sacudió la cabeza convehemencia.

—No, eso es imposible —negó ella—. Mi madre… Ella era… una criada…

Shadow se congeló al darse cuentade lo que acababa de admitir en vozalta. Negándose a seguir adelante,recogió la ropa y caminó hacia el lugarpor el que horas antes la habíaconducido el mismo hombre que ahora

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la acompañaba.—Quiero volver. Abre la pared o lo

que sea que tengas que hacer.Ella lo sintió a su espalda.—De nada sirve escapar de quienes

somos, diablillo.Apretando con fuerza los ojos, se

negó a enfrentarlo. No podía, no ahora,si lo hacía… Señor, ¿por qué tenía quehaber regresado a su vida justo ahora?

—Éste es tu deber, tu destino. Todolo demás… son cosas que han de sersacrificadas.

Ella se puso rígida al escuchar suspalabras.

—¿Sacrificadas? —repitió con

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dolorosa conciencia—. ¿Ése fue elmotivo por el que te marchaste, sinesperar siquiera a que se hubiesenenfriado las sábanas? ¿Eso fue lo quehiciste conmigo? ¿Sacrificarme?

Lentamente se giró hacia él, con losojos brillantes por las lágrimas noderramadas.

—Dos años, Dominic. Dos largosaños sin dar señales de vida. Sólo unmaldito trozo de papel con dos palabras:«Adiós, Shadow» —murmuró ella,luchando porque la voz saliese a travésde la cada vez más tensa mandíbula—.Sí, claro, un sencillo sacrificio… ¿Quéimportaba yo? Era fácil dejar tirada a la

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ingenua y estúpida chica que se creyótodas tus mentiras. A la pobre idiota quepensó que alguien como tú podíaquererla…

Ella sacudió la cabeza, recordandoel frío que sintió mientras leía la nota; eldolor agonizante que se instaló en supecho cuando fue al dormitorio dondeambos durmieron tantas veces y otrastantas permanecieron en vela haciendoel amor.

Allí no había quedado nada, ni suspertenencias ni el aroma que siempre loperseguía y que reconocía como parte deella.

—Pues tengo una noticia para ti,

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McTavish —aseguró con dolorosaironía—, los sacrificios sólo funcionanuna vez. Si tienes la fortuna de seguirviva después de que te claven el puñal,aprendes la lección y no vuelves a sertan estúpida como para prestartenuevamente a un juego similar. Tusderechos sobre mí hace tiempo que seterminaron, si es que realmenteexistieron alguna vez.

Ella se vio obligada a hacer un altopara respirar, en un intento por alejar laslágrimas que le atenazaban la garganta.

—Insistes en hacer que entienda; quecomprenda algo que para mí no tienesentido; que me sienta unida a un lugar

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del que no guardo apenas recuerdos ylos pocos que conservo no sé si sonproducto de mi enfebrecida imaginacióno de una realidad que nunca debióexistir… —concluyó con toda laentereza de la que fue capaz—. Yo nosoy tu milagro, DominicMcTavish, yjuro por Dios que tampoco seré tujuguete.

Dominic posó sus ojos doradossobre ella, admirando la valentía y elorgullo que la envolvía como unacoraza. Su mirada brillaba por eldesafío y las lágrimas que no estabadispuesta a derramar. Hubo una vez enla que pensó que conocía a la mujer que

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tenía ahora frente a él, pero ahora sabíaque no era así. La chica que se erguíaante él, provocadora y orgullosa,representaba un misterio, un reto comoningún otro.

¿Dónde estaba la dulzura de suslabios? ¿Dónde había quedado la miradaamorosa que convirtió su partida en ladecisión más difícil de tomar de toda suvida? ¿Había sido tan grande el dañoque le causó con su abandono, comopara borrar todo aquello para siempre?

No, esa mujer tenía que estar todavíaallí, en algún lugar, oculta bajo aquellanueva coraza de determinación.

—No pediré perdón por aquello que

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debía ser hecho —respondió sin pararsea elegir las palabras. Sin pensar si eranlas justas o adecuadas en aquel momento—. Soy lo que soy. Nunca he renegadode mis raíces y nunca lo haré, pero sípuedo decirte que no sabía quién eras laprimera vez que nos vimos. Jamás, ni enmis más salvajes pesadillas, pudeimaginarme que ella eras tú. En realidadni siquiera estaba seguro que ella fuesereal… hasta ahora.

Shadow no respondió. Nada de loque dijese ahora podría mitigar el dolory la soledad que le había causado supartida.

—Tengo un deber para con mi

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pueblo; con mi clan —continuó al verque no decía una sola palabra—. Fueese mismo deber el que me llevó amarcharme. No excuso micomportamiento, pero en aquel momentofue todo lo que pude hacer. Y, por lomás sagrado, jamás pensé en ti como unsacrificio de ningún tipo.

Ella tragó lentamente, tratando demantener la fachada de entereza quesabía que por dentro empezaba adesmoronarse.

—No necesito explicaciones —murmuró, enderezándose, digna comouna reina ante él—. Llegarían dos añostarde y no evitarían nada de lo que pasó.

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Es el aquí y el ahora lo que debería deimportar, pero ya ni siquiera puedoconciliarme con ello; no cuando ni yomisma estoy segura ya de quien soy.

Ella sacudió la cabeza con losbrazos en torno a su cuerpo, como sibuscase consolarse a sí misma.

—Todo lo que deseo es volver acasa, recuperar mi vida, a mi hermano…—su verde mirada se alzó hacia él conabsoluta franqueza y determinación—. Yolvidarme de una vez por todas de ti, deeste mundo y de lo que una vez fui.

Sus palabras hicieron que él negaracon la cabeza. Sus ojos, se posaron condeterminación en su rostro, prólogo de

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las palabras que estaban a punto de salirde su boca.

—Eso es algo que no puedo permitir—respondió con voz firme, acercándosea ella—. Hay demasiado en juego,mucho más que…

Negando con la cabeza, dejó que suspalabras murieran.

No era el momento, debía pensar ensu pueblo; en lo que había sido del reinodesde la ocupación northumbriana. Lamujer que ahora lo enfrentaba, que lotentaba como una sirena, era la únicaque tenía la clave para acabar con losaños de oscuridad y muerte.

—Has nacido para esto, Shadow. Tu

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llegada a este mundo es una muesca másen el sendero que has de recorrer, perono lo harás sola, no dejaré que lo hagassola.

Ella inspiró profundamente, pero laslágrima traidoras amenazaban condejarla sin respiración.

—No deseo oír más promesas vanas—respondió, luchando por contener elllanto.

Él acarició su mejilla, borrando unasolitaria lágrima que le escurría por elrostro.

—Mi vida, mi espíritu y mi clan —le dijo sin apartar smirada de la de ella—, estarán siempre dedicados a tu

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protección, Prometida.Shadow abrió la boca para decir

algo pero él no le dejó.Le posó los dedos sobre los

temblorosos labios durante un instante,antes de que su aliento los acariciara.

—Es mi corazón el que todavíasigue náufrago de la voluntad de unaúnica mujer —sus palabras eran un merosusurro próximo a sus labios—. Y deella depende que capee la tormenta o sehunda definitivamente en la yermaoscuridad.

Una segunda lágrima se unió a laprimera. Y una tercera…

—Esa mujer hace tiempo que

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naufragó en esa misma tormenta,Dominic —murmuró ella, alejándose desu contacto—. Ni siquiera estoy segurade que supiera nadar.

Antes de que él pudiese tocarla, ohacer cualquier cosa que rompiese lapresa de lágrimas y dolor que leatenazaba el corazón, le dio la espalda.

—Por favor, déjame al menosregresar a mi habitación —pidió. Su voztemblaba por momentos.

Con el corazón sangrando por ella ypor él mismo, abrió una vez más elcamino para ella.

—Como desees, Mi Prometida.

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Capítulo 11

Shadow contempló el elaboradovestido que habían dejado para ellasobre la cama, junto a una especie decombinación y una manta de tartán conlos colores del clan McNeil.

Los bordados que decoraban la falday parte del corpiño eran nudos celtas entonos dorados que resaltaban sobre elfondo verde de la tela; una creaciónhermosa, confeccionada a mano. Unasdelicadas zapatillas del mismo colorcompletaban el conjunto.

Resistiendo la tentación de acariciar

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la atractiva tela, se apartó de la cama,volviéndose hacia Dominic, quepermanecía apoyado en la pared.

Después de volver con ella de lastermas, se estaba tomando el tiemponecesario para explicarle la ceremoniaque se llevaría a cabo aquella mismatarde y en la que ella participaríaactivamente.

—Sólo tienes que repetir lo queacabo de enseñarte como réplica a loque yo diga —resumió, con un ligeroencogimiento de hombros.

—Es una ceremonia extraña parauna boda —murmuró ella, sentándose enla orilla de la cama, con cuidado de no

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tocar el vestido extendido encima—.¿No sería más sencillo traer unsacerdote? Ya sabes, intercambio deanillos, un sí quiero yel yo os declaromarido y mujer.

—Tú tienes tu Dios y nosotros losnuestros —le dijo él con desinterés—.Considéralo una ceremonia celta.

Ella lo miró.—Así que además de arcaicos, sois

paganos. Mira qué bien —murmuró conironía—. ¿Qué será lo próximo?¿Reducción de cabezas?

Él ignoró su réplica. Su miradadecía claramente que no iba a entrar enaquel juego.

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—Has mencionado una boda celta,pero este traje parece sacado de la cortedel Rey Arturo —sus dedos acariciaronlos bordados.

Él se encogió de hombros.—No te hacía creyente de las

Leyendas Artúricas —comentó condesinterés—. Si deseas datos sobre lamoda femenina, tendrás que preguntar aCiara o a alguna de las mujeres, temoque no es mi fuerte.

Ella arqueó una ceja con sarcasmo.—¿Qué esperas que diga? Las

Leyendas Artúricas me parecen un paseopor el campo al lado de todo esto. No escomo si todos los días viniese tu ex

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novio, el cual ha resultado ser un druida,y te arrastrase con él en un viajevacacional al siglo… ¿Qué? ¿Nueve? Yte digan que naciste hace tropecientosmil años, cuando aún no se habíainventado la rueda…

Dominic resopló, empezaban aterminársele los argumentos y lasexplicaciones, puesto que cada una deellas era inmediatamente desechada porella.

—Sé que no es algo fácil decomprender —lo intentó una vez más—.Pero tú, al menos tienes conciencia delpasado; lo has leído en los libros dehistoria, conoces los hechos, porque han

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sido escritos…—Nunca he sido muy buena en

historia, pero de algo sí me acuerdo,Nick, y es que los druidas no figurabanprecisamente como tíos que hiciesenviajes en el tiempo; por no hablar de lastúnicas blancas y la larga barba al estiloMerlín, de la que por cierto careces —le aseguró ella.

Él sacudió la cabeza y dejó su lugaren la puerta para ir hacia ella.

—De acuerdo, piensa tan solo porun momento en lo contrario; en alguienque se ha criado en este tiempo, en unapequeña aldea como ésta: gente sencilla,sin pretensiones, amantes de la libertad,

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guardianes de la naturaleza y susdones… Imagina por un momento lo quesería para alguien de mi tiempoenfrentarse al tuyo —sugirió.

Ella frunció el ceño al empezar acomprender por dónde iba él.

—¿Es eso lo que te ha ocurrido a ti?Asintiendo lentamente, continuó:—Mi padre fue el druida del cenel

nGabráin antes que yo, un hombre conpoder sobre ciertos aspectos de laNaturaleza y un don único que lepermitía utilizar las Piedras de Viaje —explicó lentamente—. Mi madre,Helena, pertenece a tu época.

Shadow parpadeó sorprendida.

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—¿Ella también fue enviada…?Él negó con la cabeza.—No. Ella nació y creció en Italia,

en el siglo veinte —aseguró con un leveencogimiento de hombros—. Mi padrela conoció en tu mundo, se enamoraron yella decidió dejarlo todo para venirsecon él. Poco después me tuvieron a mí.Me he criado entre dos mundos,Shadow, si bien he pasado mi infancia ybuena parte de mi vida adulta enKyntire, dónde tengo mi hogar, misraíces… Pero también he formado partede tu mundo. Si para ti todo esto resultaextraño y aterrador, imagínate lo quesería para un niño de doce años,

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acostumbrado a jugar con espadas demadera, correr por los montes ocabalgar, encontrarse de pronto en unagran urbe, varios siglos por delante desu tiempo, con unas costumbrestotalmente distintas y adelantostecnológicos de los que sólo escuchóhablar en ocasiones a su madre.

»El motivo por el que estaba en tuépoca cuando nos conocimos fueacompañar a mi madre. Mi padresiempre supo que ella, a pesar de serfeliz a su lado, necesitaba su propiomundo. La amaba más que nada, así quecuando le pidió regresar, él no sólo nose lo impidió, sino que me envió a mí

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con ella. Habría venido él mismo si nohubiera sido por los levantamientos quese produjeron en aquel momento y de loscuales tuvo que encargarse.

Él sabía que su madre se arrepentíacon toda el alma por dejarle en aquelmomento, pero nadie podía saber que eldestino se ensañaría de aquella maneracon ellos.

Shadow entendía adónde queríallegar Dominic, pero no era lo mismo; élhabía sido preparado para ese cambio,ella no.

—Tú te criaste sabiendo queexistían ambas… épocas, Nick —respondió ella, sin saber cómo

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catalogarlo—. Sabiendo que se podíaviajar entre ellas… Pero en mi época…todo esto… Señor… Todo esto esmaterial de novela fantástica o de unapelícula de ciencia ficción. Los librosde historia no hablan de druidas conpoderes mágicos ni de viajes en eltiempo… Eso… bueno, diría que no esreal, pero entonces tendría que irdirectamente a un hospital psiquiátrico ypedir que me pongan la camisa defuerza, me encierren y tiren la llave.

Él se tomó un momento parareflexionar.

—No sabría explicar el porqué loshechos de la caída de Dalriada a manos

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de los northumbrianos no se reflejan entus libros de historia. En realidad, todolo que se ha escrito sobre el reino esconfuso, como si los escribas no fuesencapaces de ponerse de acuerdo… o noquisieran dejar recogido lo que ocurriórealmente —aceptó al tiempo queresoplaba—. Intenté encontrar algo envuestros libros que me diese algunapista de lo que ocurriría para así poderevitarlo, para que nuestro pueblopudiese liberarse de una vez por todasdel hombre que había caído como unaplaga sobre nosotros, pero todo lo queencontraba era confuso o no coincidíacon mi época. De hecho, había un

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periodo de tiempo que en la mayoría delos libros aparecía en blanco. Noencontré ni una sola referencia a laProfecía… o a ti.

Ella alzó la mirada hasta encontrarsecon la de él.

—¿Qué dice exactamente esaprofecía? ¿Por qué pensáis todos quehabla de mí?

Él se volvió entonces hacia ella yrecitó un fragmento.

—«Oculta estará a ojos de loshombres, dormida en un mar de oscuranegrura. Aguardando el momento enque será reclamada y ensalzada a loque nunca debió dejar de ser. Ellaes

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Tierra de Ard, Tierra de Pictia y seconvertirá en Tierra deAlba. Su llegadapondrá fin a las guerras y su voluntadunirá los pueblos en una sola nación».

Ella negó con la cabeza.—Todo esto es una locura de

proporciones épicas, Nick —aseguróella al tiempo que emitía un bufido—.Demasiadosurrealista incluso para quetú lo creas.

Él se encogió de hombros y la indicócon un gesto de la barbilla.

—Estás aquí, Shadow —respondiócon suavidad—, y no puedo atribuirmetoda la culpa…

Con un último suspiro, miró a su

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alrededor y finalmente a ella.—Tengo asuntos de los que

ocuparme. Pediré a alguna de lasmujeres del clan que te ayude a vestirtepara la ceremonia —concluyó a modode despedida—. Por respeto ydeferencia hacia el clan que nos acoge,hoy llevarás sus colores, pero son los deDalriada los que te corresponden porderecho.

Ella resopló y lo miró conresignación.

—Empiezo a pensar que los librosde historia sí tenían razón en algo.

Él arqueó una oscura ceja.—¿En qué?

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—En la terquedad de los hombres dela época.

Él sonrió para sí y le dedicó unabreve reverencia antes de volver haciala puerta.

—No puedo ser yo, Dominic —insistió ella, deteniéndolo en el últimomomento—, no puedo.

Él se limitó a llevar una mano a suhombro, con el puño cerrado, einclinarse ante ella con respetuosaceremonia.

—Lo serás, Prometida —respondiócon voz potente, firme, sin vacilaciónalguna—. Siempre lo has sido.

Shadow volvió la mirada hacia el

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vestido para acariciar la tela una vezmás mientras luchaba con todas susfuerzas por dar con la respuestacorrecta. Todo su mundo se estabayendo al infierno. Su pasado y la vidaque conocía batallaban en su interiorbuscando un nexo común, una pista quele indicase cuál era el camino que debíaseguir.

—Oh, Ram, ojalá estuvieses ahoraconmigo —murmuró, pensando en suhermano. Él, de todos los hombres,había sido el único que nunca la habíafallado—. No sé que hacer, juro que yano sé que hacer.

Dejándose caer de espaldas,

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contempló el techo de madera mientrasuna solitaria lágrima se deslizaba por sumejilla.

Dominic siempre creyó que unaboda era motivo de alegría para el clan.Los festejos y la algarabía era una buenaforma de alejar los malos augurios ytraer la felicidad y la dicha a los nuevosesposos que unirían sus vidas bajo labendición de los dioses. Los nerviossolían atacar incluso a la más serena delas novias, convirtiéndola en untorbellino de histeria mezclada confelicidad, pero aquella era la primeravez que veía a una marchar como sifuese directa al patíbulo.

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El novio, que había estadodesaparecido todo el día, tampocopresentaba un mejor estado a juzgar porel aspecto que ahora traía. Aedancaminaba arrastrando la rienda de sucaballo, con sus ropas manchadas de lasangre de las piezas de caza que traíacon él. Dos conejos muertos colgaban desu cinturón, mientras dos aves con lasalas abiertas se balanceaban a su lado.El pelo revuelto y un fuerte olor a licorcompletaron el cuadro cuando pasófrente a él.

—Dame una buena razón para noquitarte a golpes la cogorza de encimaen este preciso instante —le increpó,

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uniéndosele de camino al establo.—Me caso hoy… En muy poco

tiempo, puedo suponer… —respondió,mirando a su alrededor al tiempo quereparaba en la algarabía que se formabay en los rostros sorprendidos deaquellos que reconocieron al novio enaquel hombre zarrapastroso.

Él gruñó.—¿Qué diablos pretendes con todo

esto? Tu padre está como loco y elMcInnes no es que esté mucho máscontento. ¿Te has parado a pensarsiquiera un momento en Ciara?

Aedan desprendió las piezas de cazaque llevaba atadas al cinturón y las alzó.

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—No podía presentarme ante mipropia novia sin un regalo apropiado,¿no? —replicó con sarcasmo, al tiempoque balanceaba los conejos—. Así que,aquí están: dos conejos bien gordos.Seguro que a Catriona se le ocurre algoque hacer con ellos.

Siseando entre dientes, le arrebatóambas piezas de caza y se las entregó alprimer muchacho que tuvo la malafortuna de salir en ese momento de losestablos.

—Lleva esto a la cocina y encárgatedel caballo —ordenó.

—Sí, laird McTavish —respondióel chiquillo de inmediato, haciéndose

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cargo de todo.Y agarrando a Aedan por la tela de

su tartán, tiró de él en dirección alabrevadero. El deseo de hundir lacabeza de su amigo allí le parecía cadavez más atractivo.

—¡Por todos los condenados delinfierno! ¿Dónde demonios te habíasmetido? ¿Te das cuenta de la ofensa queesto supone, Aedan?

Ambos hombres se vieroninterceptados por la aparición del lairdMcNeil, que cargaba como un torobravo contra su hijo.

—Todo está preparado para laceremonia y tu novia ya está lista.

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Aedan chasqueó la lengua. Suspiernas se torcieron un instante antes deenderezarse de nuevo.

—En ese caso, no los hagamosesperar más —dijo, con tal acidez queles sorprendió—. Estoy seguro que ledará lo mismo casarse conmigo si voycubierto de sangre o si estoy tan limpiocomo el agua del lago.

—Maldito mocoso estúpido —masculló el laird, dispuesto a lanzarse alpescuezo de su primogénito—. Nopermitiré una burla semejante hacia esteclan, ni hacia tu futura esposa.

—Liam —lo detuvo él, sujetandocon fuerza el brazo del hombre—.

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Dejádmelo a mí, vuestro hijo cumplirácon su deber y hará honor a su clan.

El hombre pareció dudar duranteunos instantes, pero finalmente asintió yse soltó de su agarre.

—Si no está allí antes de la puestade sol, lo arrastraré yo mismo —clamóal tiempo que entrecerraba la miradasobre su hijo—. Por una vez, compórtatecomo lo que eres, Aedan McNeil.

Sin una palabra más, giró sobre sustalones y se marchó mascullando por lobajo.

—Debiste dejar que me diese unapaliza —masculló Aedan.

—Prefiero dártela yo. Y quizá lo

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haga… mañana —le aseguró, antes dedarle una palmada en la espalda yempujarlo en dirección a sushabitaciones—. Hoy tienes a una noviaesperándote en el altar.

—Que el infierno te lleve,McTavish. Ojalá te toque una mujer quehaga tu vida tan miserable como ellahará la mía.

Él se limitó a poner los ojos enblanco.

—Deberías dar las gracias a laMadre Tierra por poder desposar a unamujer como ella, brathair —le aseguró—. Algunos ni siquiera podemosacercarnos a tocar el cielo de esa

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manera.Sin decir más, lo empujó hacia el

interior de la casa.Shadow permaneció quieta lo

suficiente para que las dos mujeres quehabía enviado Dominic para ayudarlacon aquellas ropas pudieran vestirla. Sesentía como un maniquí al que vestían enun escaparate, con la salvedad de que elmuñeco no se movería y ella era incapazde dejar de hacerlo.

Ambas parloteaban felices, inclusointercambiaban alguna que otra risita,pero ella era incapaz de comprender loque decían. Incluso su inglés, cuandopor fin lo utilizaban al dirigirse a ella,

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era tan marcado y arcaico que tenía quehacer un enorme esfuerzo paraentenderles.

Tras una interminable sesión deacicalado, se detuvo en medio de lahabitación vestida con un traje medievalque la transformó en una mujer de laépoca.

La tela era suave y rica al tacto,amoldándose a sus curvas como sihubiese sido diseñado especialmentepara ella. El corpiño se ceñía a suspechos, alzándolos sin necesidad desujetador, mientras sus hombrosquedaban al desnudo y las mangas seabrían en amplias campanas. La falda

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era amplia, larga y con poco vuelo, algoque agradecía ya que su ropa interiorseguía siendo inexistente y, por más quehabía intentado preguntar qué habíaocurrido con las prendas que llevabapuestas cuando llegó, nadie parecíatener una respuesta. Unas suaves mediaseran su única lencería, junto a ladelicada camisola que tuvo que ponersebajo el vestido.

Señor… ¡Mataría por unas bragas!Suspirando, se volvió hacia las dos

mujeres que la acompañaban.—Bueno, parece que ya estamos,

¿no? —comentó. Ellas sonrieronsatisfechas mientras contemplaban su

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trabajo.—Todavía os falta algo, Prometida

—añadió una de ellas.La mujer que se había presentado

como Fiona se volvió hacia la camapara recoger la enorme tela de tartán, decuadros verdes y azules, representativodel clan McNeil. Y con ayuda de la otramujer, empezaron a doblarlo parafinalmente colocárselo por encima delvestido, uniendo los pliegues yasegurando la banda a través de supecho hacia el hombro, prendiéndolocon un bonito alfiler.

—¿Qué flor es ésta? —preguntócuriosa ante la forma de éste.

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—El fraoch, la flor de Dalriada, MiSeñora —respondió la otra mujer.

Estaba por pedir una explicaciónmás concreta cuando se oyeron vocesprocedentes del corredor que conducía alas habitaciones superiores. Una vezmás fue incapaz de entender lo que sedecía, pero en el coro creyó reconocer auna mujer.

—¿Y ahora qué pasa? —murmuró,apartándose de las dos muchachas que laestaban arreglando para dirigirse a lapuerta.

Dejó el pasillo, iluminado por losúltimos rayos de sol de la tarde que sefiltraba a través de los estrechos

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ventanales, y giró a la izquierda en laprimera intersección, guiándose por elgriterío. La insólita escena con la que seencontró la hizo fruncir el ceño. Unhombre de mediana edad clamaba conlos brazos en el aire, gesticulando haciala mujer que tenía frente a él, la cual semantenía erguida y digna. Ella lareconoció al instante.

—¿Ciara?La druidesa se giró al escuchar su

nombre y ella pudo ver que su mejilladerecha conservaba todavía cierta rojez,presumía que provocada por unabofetada. La sorpresa en los ojos de lamuchacha mudó en vergüenza haciendo

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que su propia sangre se calentase enrespuesta ante la escena quecontemplaba.

No había cosa que detestara más,que un hombre levantando la manocontra una mujer.

Decidida, caminó hacia la pareja. Elhombre empezó a boquear casi al mismotiempo que se inclinaba para hacer unaprofunda reverencia que casi le hacecaer de bruces contra el suelo.

—Mi Prometida —susurró ladruidesa en inglés, al tiempo quetambién hacía una ligera inclinación alverla.

Escuchó al hombre recitar alguna

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cosa, pero ni lo entendió, ni le importó.En aquel momento todo lo que leinteresaba era Ciara y la marca quelucía en la mejilla.

—¿Te pegó? —preguntó,acercándose a examinar su rostro y verque en realidad no parecía un golpe,sino más bien un conjunto de pequeñosarañazos.

—¿Qué? —La druidesa pareciórealmente perpleja. Entonces miró alhombre y, con un jadeo, se giró de nuevohacia ella—. ¡No! Nadie tiene permitidolevantar la mano contra un druida,Shadow —respondió la muchacha, queseguía estupefacta ante la suposición de

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ella—. Ha sido un accidente. La chicaque me arreglaba el pelo me arañó lamejilla con el peine. Pero no fue culpasuya, sino mía, que me giré cuando entrómi padre con sus noticias.

Ella estudió su rostro en busca dementiras, pero no encontró pista algunaque le dijese que Ciara inventaba unaexcusa. Por otro lado, aunque lo hiciera,no estaba segura de que pudiesediferenciar una cosa de otra. Sus ojosverdes se desviaron entonces hacia elhombre, que ahora ya en pie la mirabacon curiosidad y abierta alegría, y quevolvió a decir unas palabras.

—No… —murmuró. Y se sonrojó

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ante la indefensión que suponía noconocer el idioma, volviéndose haciaCiara en busca de ayuda—. No entiendoel gaélico.

La druidesa asintió y se dirigió haciael hombre, que respondió con obviasorpresa mientras la miraba.

—Mis disculpas, Prometida deDalriada —un profundo y marcadoacento hacía que le resultara difícilentenderle—. Sólo quería trasmitiros miagradecimiento y el de mi casa poracceder a formar parte de la ceremoniade esponsales de mi hija. Vuestrapresencia entre nosotros es unabendición.

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Ella se sonrojó, no acaba deacostumbrarse a tanta deferencia yalegría hacia su presencia.

—Es… Yo… estoy… feliz depoder… um… asistir a la boda —replicó, escogiendo cuidadosamente laspalabras. Entonces clavó los ojos enCiara y se sonrojó aún más—. Lo siento,creo que me precipité en misconclusiones.

La druidesa le sonrió a su vez.—¿Sabes si podrían conseguirnos un

poco de miel? —le preguntó.—¿Miel? —respondió Ciara con

obvia confusión.—Sí —asintió, pendiente de la

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magulladura de su rostro—. Suavizará larojez y hará que no se noten tanto losarañazos.

La druidesa pestañeó varias veces yasintió.

—Sí… así es. Yo… acababa depedirla… ¿Cómo es posible queconozcas ese remedio?

Ella se encogió de hombros.—Te sorprendería lo que hace el

aburrimiento y una conexión a Internet—respondió con una mueca—. Noimporta. Aún no te has vestido, ¿estássegura de que quieres seguir adelantecon esto?

Ciara caminó hacia ella y, para su

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sorpresa, la tomó de las manos y lesusurró mirándola a los ojos.

—No estoy segura de que ninguno delos dos lo deseemos realmente, Shadow,pero nos debemos a nuestros clanes —aseguró—. Es nuestro deber.

Ella frunció el ceño.—Eso no es motivo suficiente en el

que basar un matrimonio —refunfuñó,pero finalmente suspiró—. En realidadno es motivo para justificar nada.

La muchacha sonrió suavemente,apretando sus manos.

—Te agradezco tu preocupación,pero es lo que debe hacerse, Shadow; esparte de la Profecía. Todo irá bien.

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Ella resopló.—Todo este asunto de la Profecía

empieza a ponerme de los nervios —aseguró, estudiando al hombre quetodavía permanecía en pie,observándolas embobado—. ¿Quién laha escrito, por cierto?

La druidesa negó con la cabeza.—La profecía surgió tras la muerte

del último rey de Dalriada —le explicó,al tiempo que se dirigía hacia una de lasdesnudas ventanas—. Apareció en lapared de piedra que hay tras el trono yse dice que está escrita con la sangre dela Alta Druidesa de Dalriada. Nada hapodido borrarla. Las palabras no

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desaparecerán hasta que el verdaderorey ocupe su lugar.

Ella se volvió hacia la druidesa conuna pregunta en los ojos.

—¿Rey?Ciara sonrió y se encogió de

hombros.—O Reina.Resoplando, alzó los brazos a modo

de rendición.—Esa parte ya me la sé y no tengo

intención de volver sobre ella —aseguró—. Mejor concentrémonos en lo quetenemos entre manos y reza para querecuerde todo lo que Dominic me haobligado a aprender de memoria.

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Capítulo 12

Shadow no había asistido antes anada semejante. Si bien había sidoinvitada a varias bodas a lo largo de suvida, ninguna podía compararse conésta.

El altar estaba ataviado coninnumerables flores, guirnaldas ycentros de todos los colores, cuyosaromas se entremezclaban proclamandola llegada de la primavera al lugar. Lagente, colocada en torno al araceremonial, formaba un medio círculo ylas sonrisas y alegría de sus rostros eran

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contagiosas, así como los nervios,mientras se esperaba la llegada de lapareja que contraería nupcias ante susrespectivos clanes.

Un enlace celebrado por un antiguorito conocido como la Unión de Manos,a través del cual la pareja quedaríaatada durante un año y un día, pudiendorenovar los votos por otros doce meseso separarse para seguir cada uno sucamino si llegado el término de estetiempo no deseaban permanecer juntos,o incluso para unirse en la actual y laspróximas vidas, como le habíaexplicado Dominic aquella mismamañana cuando la instruyó en los

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entresijos del rito. Eso sí, si durante esetiempo la pareja engendraba algúnvástago, el vínculo se convertía enindisoluble, aunque al parecer no todosseguían la tradición.

—¿Estás lista, Prometida?El inesperado susurro a su espalda

la hizo dar un respingo. Ella se giró y seencontró a Dominic de pie, a pocospasos, luciendo sus mismos colores:verde y dorado. Se lo veía mucho másimpactante. Sus ojos color mielrivalizaban con el brillo del broche enforma de árbol que llevaba prendido alhombro y que sujetaba la tela de cuadroscon los colores de su clan.

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—Insisto en que esto es una malaidea. Una malísima idea —le asegurópor enésima vez. Tener que participaractivamente en la ceremonia no era algoque estuviese muriéndose por hacer—.Yo no soy druidesa ni sacerdotisa… Nosoy nada… ¿Por qué no me quedo en unaesquinita, callada, y miro?

Él se limitó a tenderle la mano,esperando que ella posara la suyaencima para conducirla hasta el altar,dónde ambos recibirían a los futuroscontrayentes.

—Sólo tienes que quedarte a mi ladoy repetir lo que te enseñé esta mañana,Prometida —contestó sin mirarla

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siquiera.Ella frunció el ceño.—¿Tienes que comportarte como un

auténtico gilipollas, precisamente enestos momentos?

Él la miró por fin. Sus ojos brillabancon una amalgama de sentimientos quela hizo vacilar.

—De acuerdo —respondió ella conun profundo suspiro. Posó la mano sobrela de él y dejó que la guiase—.Tendremos suerte si ninguno de loscontrayentes sale huyendo.

—Deja de preocuparte, sólo debespermanecer a mi lado y repetir lo que teindiqué —le susurró, apretando por

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última vez su mano.El calor de su mano la hizo

estremecer. La simple caricia de su pieltrajo a su mente recuerdos quenecesitaba hacer a un lado. Nerviosa,acompasó los pasos a los de él mientrastraspasaban el umbral del gran arco demadera cubierto de flores en el mismocentro del poblado. El improvisado altarestaba colocado al aire libre, unatradición que según le explicarongarantizaba la entrega voluntaria de loscónyuges y la participación de los donescon los que la Naturaleza había dotado alos druidas.

Y tal y como le había explicado

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Dominic que ocurriría, el laird McNeilsalió del círculo y se colocó ante el altarantes de hinchar el pecho como un pavoreal y clamar con voz firme y orgullosa.

—Salve, Prometida de Dalriada.Salve, Druida de Dalriada.

Ella se tensó brevemente cuando,como si fueran una sola unidad, loshombres, mujeres e incluso los niñoscayeron con una rodilla al suelo con suscabezas inclinadas con respeto, gestoque fue imitado al instante por sucompañero, que al mismo tiempo bajó lacabeza en una burlona reverencia anteella.

—Te mataré por esto, Dominic

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McTavish —masculló en voz tan bajaque no estaba segura que alguien lohubiese oído, a pesar de que el silenciose había instalado entre ellos.

Entonces todos volvieron a alzarse ala vez que el laird del clan, que seadelantó e inclinó la cabeza a modo derespeto para finalmente hacerse a unlado y permitirles a ambos continuarhacia el altar.

Mirase donde mirase veía rostros defelicidad, de incredulidad y de talnaciente esperanza que empezó a tenermiedo. Un indescriptible temor dedefraudar a toda aquella gente que veíanen ella algo más de lo que era en

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realidad.Una vez alcanzaron la meta, cada

uno lo rodeó desde un lado antes deunirse una vez más tras el ara, de cara alpúblico congregado. Sobre la mesa,cubierta por un fino paño adornado confollaje y flores, había varios utensilios;entre ellos un cuchillo ceremonial conempuñadura de oro.

—Honramos a los espíritus de lasCuatro Atalayas, para que susbendiciones recaigan sobre aquellos queentre nosotros busquen hoy un nuevosendero —la voz de Dominic fue clara yprofunda cuando comenzó con el rito engaélico.

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Ella respiró profundamente y rogóno meter la pata. Habían acordado queella pronunciaría las palabras en inglésy él las traduciría al gaélico.

—Honramos al Espíritu del Norte,guardián del invierno, la tierra y lapiedra. Padre que nos enseñas el amor yla lealtad —recitó ella con voz muchomás suave que la de su compañero, perolo suficiente firme como para serescuchada, a la que siguió la traducciónde Dominic—. Honrad este círculocomo nosotros os honramos a vosotros.¡Saludos y sed bienvenidos!

—Honramos al Espíritu del Este,guardián de la primavera, la concepción

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y la regeneración. Madre del viento yaliento de vida —continuó Dominic engaélico—. Honrad este círculo comonosotros os honramos a vosotros.¡Saludos y bienvenidos!

—Honramos al Espíritu del Sur,guardián del verano, espíritu de lallama, el coraje y la verdad. Honrad estecírculo como nosotros os honramos avosotros. ¡Saludos y sed bienvenidos!

—Honramos al Espíritu del Oeste,guardián del otoño, señor de la noche,del alegre riachuelo y de la emoción.Honrad este círculo como nosotros oshonramos a vosotros. ¡Saludos y sedbienvenidos!

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Cuando acabó de recitar la primeraparte del ritual, ambos se volvieronhacia el arco que daba entrada al recintopara ver allí de pie a la pareja decontrayentes.

La novia estaba preciosa, ataviadacon un traje celta en color rojo y blanco,erguida y digna al lado del apuestonovio.

Él llevaba una casaca roja y negra,con bordados de oro sobre unospantalones de piel negros cuyas costurasestaban decoradas en rojo y el tartán desu clan envuelto a su alrededor, sujeto ala cintura y prendido con el brocheinsignia de los McNeil en el hombro

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izquierdo.Para ser una pareja que estaban a

punto de casarse, ninguno parecíademasiado feliz.

—Los hay entre nosotros que buscanla unión en matrimonio —continuóDominic en voz alta, con un pronunciadoacento que acariciaba cada palabra engaélico.

—Que sean nombrados ypresentados —interpretó ella su parte,aunque sus palabras se asemejabanbastante a la actitud de los doscontrayentes.

Dominic le dedicó una furtivamirada antes de responder.

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—Aedan McNeil, hijo de LiamMcNeil, es el hombre que se presenta yCiara McInnes, hija de Angus McInnes,es la mujer que comparece.

Como si hubiesen esperado aquellaentrada, los novios empezaron a avanzarhacia el altar, con sus miradas siemprefijas en los oficiantes.

—¿Eres Aedan McNeil?—¿Qué clase de estúpida pregunta

es esa? —susurró ella a Dominic, sólopara ganarse una mirada de advertenciaque le decía que se guardara suscomentarios.

—Lo soy —respondió Aedan,haciéndole saber con un gesto que había

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oído ese comentario.Ella suspiró y continuó.—¿Cuál es tu deseo?Aquél fue el turno de Aedan de

respirar profundamente.—Ser uno con Ciara McInnes ante

los dioses y los Clanes.—¿Eres Ciara McInnes? —continuó

Dominic.—Lo soy.—¿Cuál es tu deseo?—Ser una con Aedan McNeil ante

los dioses y los Clanes.Dejando escapar un nuevo suspiro,

ella miró el cuchillo que había en lamesa pensado en lo mucho que le

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gustaría clavárselo a alguno de aquellosdos estúpidos hombres en el dedo gordodel pie, para verlo saltar a la pata coja.Quizá, incluso puede que la idea legustase a Ciara.

—Ahora, coge el cuchillo y álzalopor encima de tu cabeza —le susurróDominic, al tiempo que tomaba la varapriapica y se la entregaba a los novios,que la sostuvieron con ambas manos—,procura no lanzárselo a nadie,Prometida, y repitlo que voy a decirte.

Ella entrecerró los ojos y lo señalódisimuladamente con la punta del arma.

—O empiezas a llamarme Shadow,o puede que me piense clavarlo

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directamente en cierta parte de tuanatomía —musitó sólo para sus oídos—. La falta de ropa interior me pone demuy mal humor.

Él arqueó una ceja negra y dejó queasomara una irónica sonrisa a suslabios.

—Sólo haz lo que te he dicho,Shadow —respondió, puntualizando sunombre.

Ella sonrió satisfecha y siguió susinstrucciones.

—Señor y Señora, aquí delante devos están dos de los vuestros. Sedtestigos de aquello que tienen quedeclarar —continuó él, antes de

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volverse a ella e indicarle—. Ahoraapunta con la daga hacia ambos.

Ella frunció el ceño ante aquello.—¿Quieres pinchito moruno? —

musitó, antes de fingir aclararse la voz.Dominic, suspirando profundamente,

decidió ignorar su comentario y seguircon la ceremonia.

—A través del viento de loscambios, del mar de la incertidumbre,¿todavía os amareis y os honrareis?

—Sí, lo haremos —respondieron losdos novios a una sola voz.

—A través de las llamas de lapasión y cuando el fuego disminuya,¿todavía os amareis y honrareis? —

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continuó recitando.—Sí, lo haremos.—A través de las corrientes de las

frías aguas, de pozos profundos yserenos de emoción, ¿todavía osamareis?

—Sí, lo haremos.—A través de las frías restricciones,

de inamovibles problemas, ¿todavía osamareis y honrareis?

—Sí, lo haremos.—Sed entonces bendecidos por los

poderes de la Naturaleza y resguardadospor los Guardianes de las AtalayasCardinales. Que juntos echéis raíces entierra suave y fértil, que vuestra vida

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común sea de armonía y afinidad, quevuestro camino compartido se llene deamor, que vuestra casa se inunde concalor y vuestro matrimonio renazca concada amanecer.

Él tomó entonces las cintas quehabía encima de la mesa y le entregó unode los extremos a ella. Luego dejaronatrás el altar y sujetando las manos delos contrayentes, las unieron y enlazaroncon las cintas.

—En lugares sagrados, en momentospropicios, nuestros antepasados setomaron de la mano al casarse y talesuniones fueron atestiguadas por losdioses y sus clanes como legales,

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verdaderas y comprometidas, en lamisma medida que el amor ata uncorazón al otro —continuó él con eldruídico ritual—. Ciara y Aedan, ¿estáisdispuestos a declarar vuestrosjuramentos el uno al otro? ¿Aquellos queos unirán alma a alma, corazón acorazón, vinculando vuestras sangresante los testigos que hoy se han reunidoaquí, en espíritu y cuerpo, en estecírculo sagrado?

—Sí, lo estoy —declaró Aedan convoz suave; resignada.

—Sí, lo estoy —confirmó Ciara.Ella sentía unas inexplicables ganas

de acabar con aquella ceremonia. Ver a

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los dos novios, de pie ante ellos, conaquellos rostros que evidenciabancualquier cosa menos felicidad le estabaempezando a molestar de veras. Pero elmomento de discutir había pasado,Aedan y Ciara hacían aquello porvoluntad propia y ella nada podía deciral respecto.

Sin que Dominic tuviese queindicárselo, tomó la vela de cera desebo que había sobre el altar, laencendió en el pebetero más cercano yse volvió hacia ellos.

—Como el sol que ilumina el cielode un nuevo mañana, como las estrellasque brillan en la noche iluminando el

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camino de nuestros antepasados, ¿juráistraer a esta unión la luz del amor y de ladicha?

—Lo juramos.—¿Juráis honraros el uno al otro

como aquello que os sea más preciado?—Lo juramos.Ella apagó entonces la vela, se la

entregó a Dominic y, tras una brevevacilación, posó ambas manos sobre lascintas entrelazadas en sus manos. Él lamiró con sospecha, aquello no era partede la ceremonia.

—¿Juráis ante mí, símbolo de estatierra sagrada, mensajera de la GranMadre, que os mantendréis fieles a

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vuestras promesas?Ambos parpadearon, sorprendidos

al oírla preguntarles en gaélico. InclusoDominic dio un discreto paso haciadelante. Aedan dudó un breve instante ysu mirada cayó entonces sobre la mujerque se convertiría en tan sólo unaspalabras, en su esposa. Cuando por finhabló, las dudas se habían esfumadotanto de su mirada como de su voz.

—Lo juro.Ciara parpadeó, sorprendida por el

gesto, pero contestó también.—Lo juro.—Que la tierra y el cielo sean

testigos de que Ciara y Aedan se unen en

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amor, dicha y libertad —concluyó ella,de nuevo en un perfecto gaélico—. Quevuestros juramentos se sellen con unbeso. ¡Y así sea!

Los novios siguieron la tradición ysellaron sus votos con un casto besomientras Dominic se acercaba a ella,que empezó a tambalearse ligeramente.Apenas llegó justo a tiempo paracogerla en el momento en que se veníaabajo.

—¿Shadow? —la sujetó contra él,notando la repentina palidez en surostro.

—¿Qué? —murmuró ella,parpadeando deprisa, como si

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pretendiese alejar la repentina neblinaque se había adueñado de su mentedurante una milésima de segundo—.¿Hemos terminado?

Él asintió lentamente. Su miradacolor miel recorriendo su rostro.

—¿Quién te ha enseñado esasfrases?

Ella parpadeó otra vez,genuinamente confundida.

—¿Qué frases? —preguntó,volviendo la mirada hacia el frente,donde los recién casados alternabanmiradas entre las cintas que ataban susmanos y la pareja situada frente a ellos.

—Las que has recitado en gaélico.

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Ella frunció el ceño.—Yo sólo he repetido lo que tú me

enseñaste esta mañana.Él negó lentamente con la cabeza.—No, Shadow, no es lo que yo te

enseñé —dijo sin dejar de mirarla—. Enrealidad, ni siquiera era parte de laceremonia.

Ella abrió la boca para contestar,pero Aedan se acercó a ellosinterrumpiendo cualquier réplica.

—Sentí su conexión con la Tierra,Kieran —lo interrumpió entoncesAedan.

—Yo también —aceptó Ciara,ayudando a su recién estrenado marido a

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quitarse las cintas que los ataban.Él negó con la cabeza, con la

incredulidad todavía palpable.—Pero eso no es posible. Shadow

no puede…—Um… Si ya hemos terminado…

—anunció ella, deseando quitarse de enmedio—. La gente querrá felicitar a losnovios.

Tambaleándose nuevamente, posó lamano sobre el brazo de Dominic paraevitar caer.

—Creo que tanta flor me hacolocado —murmuró, apoyándose en él—. ¿Crees que llegarán a entenderse?

Ambos volvieron la mirada hacia

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los recién casados, que aceptaban lasfelicitaciones de los asistentes.

—Quizá antes de lo que ninguno delos dos espera.

La voz de la baisleac llegó desdeatrás. La sabia estaba vestida de verde,con el cabello oscuro salpicado decanas recogido bajo un pañuelo delmismo tono que los bordados de suvestido. Su rostro era amable, al igualque su sonrisa.

—Pensé que ibais a estar aquí parapresidir la ceremonia, Runa —declaróDominic, mirando a la mujer.

—¿Para qué necesitan a una viejateniéndoos a vosotros dos aquí para

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hacer el trabajo? —respondió condiversión.

El druida se limitó a poner los ojosen blanco antes de volver la miradahacia una mujer mayor a la que asistíauna muchacha joven. Ambas caminabanen dirección a ellos.

—Laird McTavish… —lo saludó lamuchacha, que no debía de tener más dequince años, para luego hacer unareverencia ante ella—. Mi Señora…Estamos realmente contentos de vuestroregreso.

—Gracias —murmuró ella concierta timidez.

La anciana extendió entonces su

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mano hacia delante, tanteando,haciéndola consciente de su ceguera. Sinpensárselo dos veces, ella tomó su manoen las suyas y se acercó a la anciana,agachándose hasta quedar a una alturaconveniente para la mujer. Los huesudosy temblorosos dedos le rozaron elrostro, aprendiéndose sus facciones.

—Sois vos. Realmente, sois vos —había un sentido temblor en la voz de laanciana. Su inglés era más burdo de lohabitual, dejando claro que su primeridioma era el gaélico.

Para su sorpresa, la mujer tomó unade sus manos y se la llevó a losescarchados y resecos labios con un

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sentimiento que la dejó sin aliento yhumillada por la devoción que conteníaaquel pequeño gesto.

—Que los dioses os guarden, niña.Por fin habéis vuelto a casa.

Ella no sabía qué decir. Su miradase cruzó con la de Dominic, que selimitó a mirarla.

«Por fin habéis vuelto a casa».Aquellas palabras siguieron

resonando en su mente durante muchotiempo después, aunque el acercamientode aquella mujer sólo fue el comienzode una larga velada en la que la gente delos clanes que había venido a celebrarel matrimonio le daba la bienvenida al

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hogar.La tarde transcurrió rápidamente. El

banquete resultó ser una gran fiesta parael clan y sus invitados, en la que elwhisky corría por doquier y la comidanunca faltaba en la mesa, así comotampoco la algarabía y los vítores hacialos recién casados, que aguantaban elchaparrón como buenamente podían.

Aedan estaba bebiendo demasiado,pero Shadow se dio cuenta de Dominichabía puesto fin a eso un par de horasatrás, cambiando el alcohol por el agua.Ahora, a punto de ponerse el sol, lagente ya estaba preparándose paradespedir a los novios.

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Tal y como mandaba la tradición, lasmujeres se llevaron a la novia paraprepararla para la noche de bodas,mientras los hombres continuabanemborrachándose hasta terminarjaleando y llevando al novio a hombroshacia el tálamo nupcial.

—Si siguen así, acabará en elabrevadero —aseguró ella, que se habíaquedado en la mesa que compartió conlos novios, junto con el laird McNeil yla baisleac. Dominic tampoco se habíamovido. Serio y correcto, le hablabacuando se veía obligado a ello o cuandoalguna persona se acercaba a la mesapara intercambiar unas palabras con ella

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y él tenía que ejercer de traductor.—Si es inteligente, encontrará el

camino hacia una cálida y mullidacama… La de su esposa —aseguróMcNeil, alzando su copa con un gesto debrindis hacia el grupo de hombres queya se llevaba en hombros al novio.Entonces se giró hacia Dominic, quepermanecía sentado a su lado—.¿Cuándo pensáis poneros en marcha?

Miró a Shadow apenas un breveinstante antes de contestar al laird.

—Deberíamos partir con el alba,pero no sería justo para los reciéncasados —respondió con una sonrisa decamaradería—. Así que nos iremos a

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primera hora de la tarde. Viajaremos através de las montañas.

El hombre asintió.—Mis hombres y yo nos

adelantaremos —le informó—.Tomaremos un camino distinto.Intentaremos despistarlos, por lo quepueda pasar.

La tensión y la aprensión inundaronrepentinamente su cuerpo. ¿Por qué teníala sensación de que esa repentinamarcha no era precisamente parallevarla a casa?

—No vas a llevarme a casa,¿verdad? —su pregunta fue directa.

Dominic no respondió de inmediato,

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pero tampoco hacía falta; la respuestaestaba clara en su rostro, en la decisiónque brillaba en sus ojos.

—¿Qué he de hacer para queentiendas que éste no es mi sitio? —replicó ella, levantándose del banco—.¿Escaparme?

Sin darle tiempo a responder, selevantó con intención de dejar la mesa.

—Disculpadme. Laird McNeil,baisleac… —murmuró una suaveescusa, antes de retirarse—. Ha sido undía muy largo.

El hombre se levantó casi al mismotiempo que ella, dedicándole unaprofunda inclinación de cabeza.

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—Por supuesto, querida. Graciaspor vuestra grata compañía y porbendecir la unión de mi hijo —respondió con verdaderoagradecimiento.

Ella sólo pudo asentir. Sus ojos secruzaron una última vez con los deDominic antes de marcharse, dejándolossolos.

—A veces, incluso las estrellas másrutilantes pierden su brillo cuando nadielas mira —murmuró la baisleac,poniéndose también en pie—. Me estoyhaciendo vieja para estas celebraciones.Creo que me retiraré también, mañanaserá un día ajetreado.

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El laird asintió, al tiempo quemiraba con cariño a la mujer.

—Descansad el cuerpo y también lamente, baisleac —le deseó el hombre.

La mujer lo miró con jocosidad.—Soy una mujer, al contrario que

vosotros puedo hacer dos cosas a la vez—aseguró con absoluta convicción,dejando al hombre sin palabras.

Sonriendo para sí, la sabia se volvióhacia Dominic, que también estaba enpie.

—Buenas noches, Runa —sedespidió él, llamando a la mujer por sunombre de pila.

Ella posó la mano sobre su brazo y

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lo miró a los ojos.—La noche empieza a refrescar, no

la dejes desamparada demasiadotiempo. Incluso ella necesita un poco detibieza para calentarse —le aseguró, conunas suaves palmaditas, para finalmentemarcharse dejando a los dos hombressolos.

Dominic la vio marcharse,alejándose paso a paso hasta perderseentre las sombras, dejándole comosiempre con sus sabias palabras porcompañía.

Aedan todavía oía las risas de suscompañeros tras las puertas de su nuevodormitorio, una estancia más amplia y

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soleada que compartiría ahora con lamujer que era su esposa.

Ciara estaba parada frente al hogar,con sus manos adelantadas hacia elfuego y vestida con un liviano camisónde color blanco, virginal. Su cabello,que había sido cuidadosamente peinado,le caía suavemente por la espalda hastacasi la cintura. El fuego creaba sombrassobre su cuerpo, iluminándolo ytrasparentando su silueta, revelandounos turgentes pechos, una delgadacintura y unas largas y torneadas piernasque despertaron una libido que creíahaber adormecido con el vino.

Sin duda no era así. Dominic se

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había encargado de rebajar el malditolicor con agua cuando pensó que no lemiraba, controlando que no estuviese tanborracho como él deseaba llegar a sunoche de bodas.

Lentamente la vio volver el rostrohacia él. Sus mejillas estaban rosadaspor el calor de la lumbre, sus ojos verdedorado brillaban con indecisión ytampoco se le escapó el ligero temblorque recorrió su cuerpo cuando avanzóhacia ella.

Dioses, era lo más hermoso quehabía visto en toda su vida. Uninesperado pensamiento de posesiónhizo presa de sus sentidos a medida que

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se iba acercando a ella, acompañadopor una ternura que nunca pensó queCiara podría inspirar en él.

Pero así era. Verla allí, tanindefensa, tan nerviosa, le provocabaunas inexplicables ganas de alejar todossus temores.

Quizá, después de todo, aquelmatrimonio no resultara tan mal siempezaba a pensar así.

Siempre la había visto como suamiga de la infancia; su compañera dejuegos y correrías. Pero cuando fueronlo suficientemente adultos como paraentender lo que suponía estarcomprometidos desde niños, las cosas

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empezaron a cambiar; él empezó aalejarse de ella y la ironía sustituyó a lasinceridad infantil. Entonces sus ojosdejaron de mirarla como una niña paraverla como una voluptuosa y hermosamujer; aquella que le había sidoimpuesta. Un medio para conseguir unaalianza de clanes por matrimonio, unaobligación y… Él no se llevabademasiado bien con las obligaciones.

Tomando aire, acortó la distanciaque lo separaba de ella hasta parárseledelante.

—Bienvenido, esposo mío —murmuró Ciara en voz baja, haciendouna ligera reverencia.

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Ella tardó en reunir el coraje paraalzar los ojos y mirarle, pero cuando lohizo él se sintió como un malditocanalla.

Esa preciosa muchacha, la druidesadel clan McInnes, una mujer guerrera ycazadora, temblaba de miedo eincertidumbre.

Sus pupilas brillaban por laslágrimas que no había derramado y lavelada acusación que había en ellos nopodía pasarle desapercibida por muchoque lo deseara.

Sus ojos decían todo aquello que suslabios todavía no se habían atrevido aexpresar; la soledad que había sentido

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durante los últimos días; su abiertoabandono, cuando su deber era estar conella para calmarla y asegurarle que todoiría bien a partir de ahora.

Pero en vez de eso, aquella mismamañana había abandonado su hogar conla excusa de ir a cazar y llegó tarde a supropia boda, sucio y cubierto de sangre,sin importarle que ella estuvieseesperándole. Y después, durante laceremonia y el posterior banquete, habíahecho todo lo posible por ahogarse en sucopa. Gracias a dios que Kieran se lohabía impedido.

¿Qué clase de hombre era, que seresistía a cumplir con su deber y hacer

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honor a su clan? ¿En qué clase dehombre se había convertido, paramantener alejada y desatendida a unamujer tan extraordinaria como aquella?

—Hay vino caliente —continuóCiara, al ver que él no decía una solapalabra, dispuesta a aprovechar aquelmomento para darle la espalda yalejarse nuevamente de él.

Estaba seguro que, si pudiera, ellaabriría aquella maldita puerta y lodejaría plantado, haciéndole probar desu propia medicina. La conocía. Sabíaque ella no se sentía a gusto con aquelnerviosismo, con aquella incertidumbresin saber qué hacer ni qué decir.

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—Deja el vino, Ciara. He bebidomás que suficiente por esta noche —respondió, extendiendo la mano ytomando la de ella—. Ven aquí.

Un tanto sorprendida por la suavidadde sus palabras, Ciara se detuvo ypermitió que retuviese su mano,acercándola a él.

—Ahora, dímelo —pidió.Ella parpadeó sin entender.—¿El qué?Él llevó la mano libre a su rostro y

le acarició la nariz.—Estás enfadada conmigo —

aseguró, buscando sus ojos—. Inclusoyo puedo verlo, así que dime todo lo que

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está expresando tu mirada y no teatreves a poner en palabras, y acabemoscon esto.

—No…—Cia, hazlo —insistió, apretando

suavemente su muñeca—. Si vamos aembarcarnos en esta nueva vida,hagámoslo bien.

Ella apretó los labios.—Te fuiste de caza…—Sí.—La mañana de tu propia boda.—Lo sé.—No pensabas volver… —susurró.

Una suave acusación.—Quería marcharme, pero no iba a

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hacerte eso —aceptó, acariciando eldorso de su mano—. Cacé cuatromalditos conejos, caí en una poza yllegué tarde a nuestra boda, pero no ibaa dejarte, pequeña… Si no otra cosa, sítengo honor.

—Dijiste que preferías casarte conun puerco espín antes que conmigo.

Aedan hizo una mueca.—¿Que puedo decir? Soy idiota.Ella se lamió los labios y apartó la

mirada.—Todo el mundo vio la manera en

que me tratabas estos últimos días…Cuando se acercó el momento de laceremonia y tú no estabas… —continuó,

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recordando todas las habladurías quehabía escuchado de los sirvientes.

Aquél había sido el motivo por elque había estado discutiendo con supadre. El hombre había oído esoscomentarios y ella había intentadodecirle por todos los medios que suprometido acudiría a aquella malditaboda, aunque sólo fuera para cumplircon su maldito deber.

—Shadow… La Prometida deDalriada pensó, incluso, que mi padreme había pegado porque no queríaasistir a esta boda.

Aedan tomó su barbilla y la movió,reparando en los suaves arañazos que

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cubrían su mejilla. Un músculo empezóa palpitar en su mandíbula y sus dedosse cerraron con fuerza.

—Si te ha puesto una sola manoencima…

—No —negó, tomando sus manos ybuscando su mirada—. Ella llegó a lamisma conclusión, pero mi padre jamásme ha levantado la mano, Aedan, esto hasido un accidente… Como te he dicho,había habladurías y… Bueno…Digamos que la muchacha que me estabaayudando se sorprendió un poco de larespuesta que le di y me arañó con elpeine.

Él se relajó y dejó escapar un bufido

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que era mitad sonrisa.—La pequeña druida guerrera atacó

de nuevo —sonrió para sí y le acaricióla mejilla—. Lo siento, Ciara, micomportamiento no ha sido precisamenteejemplar.

—Sé que nunca has deseado estematrimonio…

Él la silenció, poniendo los dedossobre sus labios.

—Estamos unidos, esposa. Duranteel próximo año estaremos unidos —ledijo, mirando entonces hacia el techo—.Atravesamos tiempos de cambio. Nopodría asegurar que ocurrirá en lospróximos días, ni siquiera sé si la

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Prometida de Dalriada será suficientepara acabar con todo esto, pero es mideber como su druida estar a su lado,protegerla… Como también lo es ahora,estar al tuyo y protegerte a ti.

—Yo puedo cuidar de mi misma —le recordó.

Aedan sonrió ante el tono de voz queella había empleado y, para su asombro,la abrazó atrayendo su suave cuerpocontra el suyo, más duro, con aroma ahombre.

—Esta noche deja que sea yo quiencuide de ti —le susurró al oído,haciéndola estremecerse—. Te prometoque estarás a salvo.

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Ella se lamió los labios y asintiólentamente, conteniendo la respiracióncuando la boca de Aedan bajó sobre lasuya, en un breve y tentativo beso alprincipio y con más decisión y hambredespués.

—Abre la boca para mí —loescuchó susurrar a las puertas de suslabios.

Temblando, hizo lo que le pedía,permitiendo que su lengua penetrara ensu interior para enlazarse con la de ella,en una imitación del baile más antiguode todos.

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Capítulo 13

La quietud de la noche envolvió aShadow con nostalgia y anhelo. Loscaballos piafaron en el establo que dejóa su derecha mientras recorría el suelode desnuda tierra y las estrellasbrillaron en el cielo con la mismaintensidad que lo hacían en su ciudad,tan cercanas y al mismo tiempo tanextrañas. Por más que intentaba traer asu memoria algún recuerdo de su niñez,anterior al episodio del castillo, sóloencontraba vagas imágenes, algúnaroma, el susurro de una cálida voz a la

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que le resultaba imposible poner cara…Podía haber nacido en esa época, en

un lugar parecido a ése, con gentehumilde y feliz, pero todo en ellaclamaba otra vida; aquella que conocíay que la hizo crecer y madurar hastaconvertirse en la mujer que era. La únicafamilia que le quedaba era su hermano,él sacrificó tanto o más que esa madreque la arrancó de una cama en plenanoche para ponerla a salvo. Ramsey larescató de la soledad y le dio una vida,todos los recuerdos agradables que teníapertenecían a su hermano y a sus padresadoptivos… Cómo los echaba de menos.

Las personas que conoció a lo largo

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de la tarde, las miradas y sonrisas deesperanza en niños y ancianos… ¡Ellosle pedían algo que no podía darles! Nopodía hacer milagros, no era más queuna simple mujer.

Un ligero escalofrío le recorrió elcuerpo. La noche había refrescado y suvestido era bastante liviano paracaminar a la intemperie. Soltando elalfiler que sostenía la tela de cuadros asu hombro, empezó a desenrollarla hastadejarla caer para cubrirse luego con ellaa modo de chal. Le gustaba el frío, lepermitía pensar con claridad,despertándola del letargo en el que elcalor y la comida y bebida la habían

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hecho caer. Necesitaba estar despejada,alerta, tenía que encontrar el modo devolver; había comprendido que él no lallevaría de vuelta.

¿Cómo era posible que un hombrecambiase tanto? A estas alturas, despuésde todo lo visto, tendría que haberloentendido ya. Su mundo distaba muchode ser pacífico e idílico; los hombres eincluso las mujeres luchaban por susvidas, por salir adelante en un territoriohostil, sumido en continuas guerras.Aquí no se mataba con armas de fuego,se peleaba cuerpo a cuerpo con lo quefuese que se tuviese a mano; era matarantes que morir. ¿Cómo podía

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soportarlo?—Tengo que volver a casa —

murmuró, abrigándose con la manta delana—. Nunca podré hacer lo queesperan de mí, yo no hago milagros…Dios, ¿qué clase de milagro puedo hacersi ni siquiera he sido capaz deconservarle a él a mi lado?

La partida de Dominic del mundoque ella conocía había sido imprevista,sin explicaciones, dejándola sumida enun estado de indefensión y autocastigo.Como una tonta se culpó a sí misma desu marcha, justificándolo, inclusocuando todo apuntaba hacia él como elúnico culpable. Se enamoró como una

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estúpida, demasiado ingenua en esaclase de juegos como para darse cuentade algo más allá de él y su presencia.Por primera vez en su vida, ella eraimportante para alguien; querida,atesorada y sus problemas pasaron a seralgo secundario.

Verle otra vez, después de los añostranscurridos, la había dejado en talestado de caos que era incapaz desostenerse sobre sus propios pies; suexistencia había dado un nuevo giro, yno sólo por el lugar al que la habíallevado, sino por las consecuencias quesu encuentro desataron.

El hombre que se presentó ante ella

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nada tenía que ver con el que fue. No erasolamente algo físico, el cambio másimportante de todos estaba en suinterior, reflejándose en sus ojos. Y eraesa diferencia la que le dolía.

Él la quería. Sí, el deseo estaba allí,ambos lo habían sentido y luchadocontra él, dejando que los abrasase hastaconvertirlos en cenizas. Pero más alláde la atracción yacían los restoscalcinados de lo que fue una vez, delsentimiento que habían compartido. Apesar de todo, la seguía queriendo yluchaba contra ello con la misma furiaintensa con la que se enfrentaba a susenemigos.

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—¿Qué estoy haciendo yo aquí? —se preguntó con un susurro, antes de darmedia vuelta y encontrarse cara a caracon él.

Silencioso, enmascarado por laoscuridad; un guerrero de tiemposantiguos hecho de carne y hueso; unhombre envuelto en un sudario desoledad y misterio que provocaba unarespuesta instantánea en aquellos que semostraban ante su presencia: huir.

Muy lentamente caminó hacia ella.La suave luz de las antorchas de laentrada del establo se derramó sobre él,acariciando sus facciones; restándolesoscuridad.

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—No te recordaba amante de lanoche —murmuró él, deteniéndose aescasos pasos de ella—. Tendías a huirde ella.

Ella alzó su mirada para encontrarley negó suavemente.

—No se trata de la noche, sino de laoscuridad —respondió, mirando a sualrededor—. Y me obligué a superarlocuando la única luz con la quecontaba… se extinguió.

Hubo un tiempo en el que laoscuridad la asustaba. De niña tenía quedormir con una lamparilla y, ya deadulta, lo que una vez fue miedo seconvirtió en nerviosismo,

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incomodidad… ¡Cuántas veces habíanbromeado sobre ello los dos, entre lacalidez de las sábanas, a la luz de unasimple lámpara o con la ventana abiertapara que le permitiese ver las estrellasdel cielo! Sus eternas bombillas, solíallamarlas él.

Como si le hubiese leído elpensamiento, él miró hacia el cielo.

—Tus bombillas siguen encendidas—le aseguró con voz suave, tranquila.

Ella se estremeció. No deseaba aese Dominic, ahora no.

Prefería enfrentarse al otro, a su vozfirme, su mirada intensa e implacable.No deseaba ternura, no ahora.

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—He pasado una noche enteraperdida en medio de un bosque, conunos locos psicóticos acampados cerca,sin contar que resbalé y terminé en unaacequia con un dolor de mil demonios—respondió con marcada ironía, altiempo que alzaba el pulgar para indicarel cielo—. Las copas de los árbolesapenas dejaban ver ni una sola de ellas.Créeme, si eso no me ha curado porcompleto de mi temor a la oscuridad, nosé que lo hará.

Dominic suspiró, consciente delrecelo de ella, de la tensión que recorríatodo su cuerpo. Incluso enfadada comoestaba en aquellos momentos, era

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hermosa. El sedoso pelo negro le caíasobre los hombros en suaves hondas,unas pequeñas flores de brezoentrelazadas en su melena ponían unanota de color a su rostro, sus ojosverdes brillaban…

Y fue ese brillo el que lo hizo dar unpaso más hacia ella.

—¿Entonces por qué veo todavíamiedo en ellos? —preguntó con vozbaja, suave. Su mano ascendiólentamente hasta acariciarle la mejilla,obligándola a alzar el rostro paraenfrentarse al de él—. Si no es laoscuridad, ¿qué es, Shadow?

Ella parpadeó rápidamente, las

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lágrimas empezaban a picarle.—Ah, ¿ahora ya vuelvo a ser

Shadow? ¿O es sólo uno de tus lapsustemporales? —lo atacó, girando la carapara huir de su contacto, el cual la hacíaestremecer—. El único momento en elque pronuncias mi nombre es bajoamenaza. ¿A qué debo pues el honor?

Él frunció el ceño y la dejó ir.Estaba asustada, nerviosa.

Podía verlo, sentirlo, porque una vezmás su cuerpo reaccionaba al de ella dela misma manera.

—Si ésa es la forma en que loquieres, Prometida —respondióentonces, imprimiendo una marcada nota

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sarcástica en la última palabra.Shadow dejó escapar una angustiada

carcajada.—No, Nick, no es lo que quiero —

aceptó mordiéndose el labio inferior conindecisión—. Todo lo que deseo es irmede aquí, alejarme de toda esa gente quecree que puedo hacer un milagro paraellos. Quiero volver a casa, a mi hogar,con mi hermano, y fingir que todo esto—señaló los alrededores—, no ha sidomás que una pesadilla.

Un nuevo paso hacia delante lo llevóa ella, que retrocedió a su vez, alzandolas manos como si realmente quisieraimpedir que la tocara.

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—Huir nunca es la solución,Shadow.

La acusación que acto seguido vioen sus ojos, y el dolor, no podían sermalinterpretados.

—¡Tú lo hiciste! —le recordó confiereza—. Y no miraste atrás, Dominic.Ni una sola vez miraste atrás. ¿Es queeso no está considerado como unahuida? Ni siquiera tuviste el valor dedecirme «me voy». En su lugar medejaste un mísero trozo de papel.

Él no podía refutar aquello. Sinembargo, ¿había huido de ella tal ycomo decía? ¿Era el deber para con suclan una forma de huir de esa mujer?

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Había querido regresar, volver conella. No sabía cómo lo que había entreellos iba a funcionar, pero Shadow erasuya y él cuidaba de los suyos. Sinembargo, era Shadow o su clan. Lapregunta había estado allí incluso sin serpronunciada en voz alta y eligió; parabien o para mal, eligió.

—Hay momentos en la vida en losque es necesario elegir, aunque ello nosabra una herida permanente que nada ninadie puede cerrar —murmuró,buscando su mirada—. Sí, me marché, tedejé… Y ha sido lo más duro que hetenido que hacer en toda mi vida.

Ella sacudió la cabeza.

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—Tus disculpas llegan demasiadotarde, Dominic.

Él continuó a pesar de suinterrupción.

—Tú te has convertido en laPrometida de Dalriada —la acusó, comosi ella fuese la culpable de su propiodestino—. Traerte de regreso fue… —negó con la cabeza—. Lo más difícil nofue abandonarte, lo es verte otra vez,tenerte enfrente y no poder tocarte.Puedo vivir con tu recuerdo. Duele, sí;lacera por dentro, también; pero tenertecerca, escuchar tu voz, sentir tu calor, tuaroma y no poder tocarte, es una torturamucho peor.

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Ella no respondió. Se limitó apermanecer en el lugar, silenciosa, conla mirada perdida en el horizonte.

—Duele quererte, diablillo.El dolor y la rabia que Shadow oyó

en la voz de él lograron hacer brotar laslágrimas en sus ojos verdes. ¿Por quétenía que ser siempre ella la causa detodo? ¿Por qué era ella la únicaculpable?

—Devuélveme a mi hogar y ya notendrás que sufrir más por mi presencia—respondió apretando los dientesmientras luchaba con la rabia que sehacía eco de la de él—. No soy unamendiga, Dominic. He sobrevivido hasta

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ahora y seguiré haciéndolo, nomendigaré por el cariño de nadie.

Él suspiró, sonriendo a su pesar antesus palabras.

—No lo entiendes…Ella bufó mientras intentaba retener

las lágrimas a cualquier precio.—Has sido perfectamente claro,

Dominic McTavish —le espetó,aferrando con más fuerza la manta con laque se cobijaba—. Quédate con tupueblo, tus profecías y milagros, porqueyo me iré a mi casa así tenga quecaminar los malditos siglos que meseparan de ella.

Nick curvó los labios en una

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perezosa sonrisa, mezcla deincredulidad y diversión, mientras laveía dar media vuelta y caminar conpaso decidido de regreso a la casa.

—Que los dioses me den pacienciacontigo, Prometida —murmuró para sí,al tiempo que salía tras ella parainterceptarla y, ahora sí, atraerla haciasus brazos—. No has entendido ni mediapalabra, ¿no es así?

Ella se tensó, alzando la barbilladesafiante.

—¿Es que hay algo más queentender, maldito druida? —escupió,prácticamente.

Él no pudo evitarlo, sonrió.

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—Eres la Prometida de Dalriada yno puedo tenerte —le dijo entonces conmucha lentitud, como si estuvieraexplicándoselo a un niño pequeño—.Pero has sido mi mujer, Shadow. Tú ysólo tú, mi diablillo; lo que se traduceen una metedura de pata enorme por miparte.

Ella se encogió de hombros.—Bien, espero que el castigo sea de

iguales proporciones —le soltó ella,tratando de desprenderse de su abrazo—. Ahora, si me sueltas, podré irme adespotricar a otro lado y tú podrásseguir quejándote como un niño pequeñode tus meteduras de pata. Ambos

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seremos infelices, nos cabrearemos eluno con el otro y tú, finalmente,decidirás enviarme a casa.

No podía con ella, pero leencantaba. Allí estaba por fin la mujerque había esperado ver, la Shadow queconocía.

—Tengo una idea mucho mejor —leaseguró, acercándola todavía más a él,haciéndola consciente de la duraerección que se apretaba contra ella.

Ella entrecerró los ojos.—Terminemos de meter la pata los

dos juntos. De ese modo no me sentirétan culpable a la hora de enfrentar elcastigo —aseguró, deslizando las manos

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hasta el trasero de Shadow, apretándolocon suavidad para acercarla aún más—.Y podré tenerte otra vez.

Él no le dio tiempo a responder. Suboca cubrió la de ella en un instante,alimentándose de su aliento. Le acariciólos labios, apretándola suavementecontra él, notando como su cuerpo rígidosucumbía poco a poco a sus caricias,como sus labios cedían bajo su empuje ylos abría permitiéndole la entrada,dejando que sus lenguas se emparejaranen un beso lleno de promesas.

—¿Ahora lo entiendes, MiPrometida? —le preguntó, abandonandosus labios.

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Shadow se había aferrado a sushombros para mantenerse en pie.Parecía como si su contacto la mareara.Siempre había dicho que sentir susfuertes manos sobre el cuerpo ladespertaban mejor que cualquier cafénegro.

—Dominic…Él le acarició el rostro. Todo rastro

de diversión se fue quedandoúnicamente en una profunda sinceridad.

—Sí, Shady, duele quererte y apesar de todo sigo conviviendo con esedolor.

Una solitaria lágrima se deslizó porla mejilla de Shadow cuando él volvió a

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tomar posesión de su boca, abrazándolacon fuerza; sabiendo que no la soltaríajamás.

La suave luz de la antorcha ancladaen la anilla del travesaño por encima desus cabezas creaba un ambiente íntimo yrelajante y el piafar de los caballosdentro de sus cuadras hacía las veces debanda sonora, mientras un colchón demullido heno les servía de cama.Dominic la había arrastrado entre besosy fervientes caricias al interior delestablo. Shadow esperaba encontrarsecon el olor característico de aquellazona destinada a los animales, pero ellugar estaba limpio, perfumado por el

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aroma de la hierba seca. La necesidadde ambos era palpable, sus manos seperdían por encima de la ropa, deseandoarrancarla con los dedos. Pero aún así,él se tomó su tiempo.

—¿Cómoda? —preguntó, acostado asu lado sobre la manta de lana que habíaextendido por encima de un montón deheno en uno de los recovecos vacíos.

—Tengo que reconocer, que es másblandito que la cama en la que he estadodurmiendo estos días —aceptó con unatímida sonrisa. De repente, compartiraquel momento de tranquila intimidadcon él la ponía nerviosa.

Él sonrió y se inclinó sobre ella,

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acariciándole el rostro, recordando sutacto, saboreando cada momento.

—Daría hasta mi alma para poderdetener el tiempo en este momento —aseguró sin dejar de admirarla—. Ojalála situación fuera distinta…

Ella encontró la mano en su mejilla yla ahuecó con la propia, apretándolacontra su rostro mientras cerraba losojos.

—No hablemos de ello. Ahora no —su voz surgió como una suave súplica—.Por favor.

Dominic asintió y bajó el rostrosobre el de ella, acariciándole loslabios suavemente, lamiéndolos con

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lentitud y retirándose cuando ella tratabade alcanzarle, para luego volver aacercarse y hundir la lengua en lahúmeda boca adorando su sabor.

Fiel a la petición de Shadow, novolvió a tocar el tema prefiriendo, conmucho, amar a la mujer a la que no eracapaz de olvidar.

Las cintas que mantenían el vestidounido fueron cediendo hasta que pudobajárselo por los hombros,arrastrándolo para deslizarlo más alláde las caderas. Una delicada camisainterior y medias completaban la visiónmás erótica que había tenido en su vida.Con el pelo revuelto extendido como un

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halo a su alrededor, la casi transparentetela blanca revelando más que ocultandolos erguidos pezones, el triángulo devello negro acunado entre sus piernas yunas suaves medias de lana cubriendosus piernas desde los pies hasta elnacimiento de sus muslos, era latentación en estado puro. La suave pielempezó a quedar al descubiertoaumentando su deseo.

—Quiero hacerlo yo —murmuró ellacuando lo vio tironeando de la flojacamisa para sacársela de los pantalonesy quitársela.

Le permitió participar del eróticojuego y separó los brazos para darle

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libre acceso. Aquellas pequeñas manosrozaban su piel provocando el mismoefecto que un afrodisíaco, enviandoescalofríos que hicieron que la desearatodavía más. El cuerpo respondía a cadauna de sus caricias y gemidos; el sexo,duro e hinchado en el confín de suspantalones, se moría por ser liberado yconducido entre aquellos suaves muslos.

Ella se tomó su tiempo, explorandocada pedazo de piel que quedabaexpuesta, trazando cada una de lasblancas cicatrices que, para su asombro,encontró cubriéndole el pecho y laespalda.

—Qué… —musitó rozando,

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acongojada, una de las líneas aserradas.Sus ojos ascendieron para encontrarsecon los suyos en el mismo momento enque él cogía su mano y se la llevaba alos labios para besarle los dedos.

—Son tiempos difíciles, diablillo —se limitó a decir, al tiempo queintroducía uno de los dedos en lahúmeda boca, chupándolo con lentitud.

Ella liberó su mano y le abrazó.Su pequeña Shadow, dulce y tierna,

siempre preocupada por cualquieraantes que por ella misma. Con cuidado,recorrió su espalda con las manos,calmándola como tantas veceshabíahecho antes para de nuevo conducirla

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suavemente so- bre el blando colchón.—Ah, muchacha, eres una maravilla

—aseguró con voz ahogada,contemplando aquel regalo de losdioses.

Ella se retorció suavemente sobre lamanta.

—Todavía no me he resignado a queno me devuelvas mi ropa interior —susurró.

Él sonrió ampliamente y se inclinósobre ella con las manos deseosas deacariciar aquellas curvas llenas yamasar sus pechos. La boca se le hacíaagua por probar aquellas cúspides, perose obligó a deslizar únicamente un dedo

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sobre la tela, bordeándola mientrashablaba.

—Ésta es tu ropa interior —aseguró,moviendo ahora el dedo por encima deuno de sus erguidos pezones,arrancándole un suave jadeo—, y esmucho más erótica que cualquierconjunto de lencería, te lo aseguro.

Ella correspondió a su sonrisa altiempo que le acariciaba el pelo,entrelazando los dedos en la suavidadde sus mechones.

—Llevas el pelo más corto —murmuró con suavidad—. Me gustacómo te queda ahora.

Hizo un travieso guiño y siguió

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dibujando su figura con la yema, hasta lauve de sus muslos; evitándola, parafinalmente acariciar la piel desnuda quequedaba entre la tela de la camisola ylas medias de lana.

—¿Frío? —sugirió con voz ronca.Ella se rio.—¿Estás de broma? Un poquito más

caliente y prenderé fuego al heno.Él le correspondió con una sonrisa

satisfecha.—Bien —aceptó, antes de deslizar

sus pulgares entre los muslos y hacerlosa un lado.

Se relamió los labios deanticipación mientras acariciaba la

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suave piel cada vez más cerca de susexo, arrastrando consigo la tela hastaarrugarla alrededor de las caderas.

—Ah, no… no, no, no… eso no esuna buena idea, Nick —gimió ella al verclaras sus intenciones.

Sin duda, sus ojos se habíanoscurecido por la pasión y el hambreque, sabía, brillaban en ellos impúdicos,así como sus intenciones.

—Deja que sea yo el que decidaeso, amor —murmuró.

Shadow dio un respingo ante laprimera pasada de su lengua. Todo sucuerpo vibró al unísono, dejándola sinaliento, mientras ella se aferraba con

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desesperación a la manta, retorciéndose,y se mordía suavemente el labio inferiorpara contener sus gemidos. Él sabíacómo utilizar la lengua, vaya si sabía, ylo hacía a conciencia.

—Oh, señor —no pudo evitar jadearella, arqueando las caderas paraobligarle a penetrarla másprofundamente.

Sabía a mar y a cielo. Los jugos sederramaban sobre él, permitiéndolesaborearla con placer, y la carnecaliente lo recibía entre suavesespasmos que aumentaban su propiodeseo. Podría vivir para siempre entresus piernas, alimentándose de la dulzura

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y pasión que desbordaba su amante.Aquellos pequeños jadeos de placer

aumentaban su excitación, como siempreocurriera entre ellos. Cuánto másexcitado estaba uno, más se excitaba elotro, hasta que ninguno de los dos po-día soportarlo y se quemaban juntos enun infierno de sensualidad.

Dio una última lamida antes dedejarla descansar unos instantes,impidiéndole alcanzar la cada vez máscercana liberación. Ella la deseabasuplicante, anhelante; tan desbordadapor la necesidad como lo estaba él. Sussúplicas, jadeos y murmullos loinclinaban a hacer travesuras.

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—Dominic, por lo que más quieras,deja que me corra —le suplicó.

Cambió, entonces, la suavidad de lalengua por la punta de sus dedos.Ligeras caricias que la tuvieron una vezmás retorciéndose hasta que, lentamente,sumergió un dedo en el lubricado yestrecho canal, maravillándose de lobien que encajaba. Luego volvió aretirarlo y repitió la operación variasveces.

Lloriqueaba y suplicaba cuandointrodujo un segundo dedo, preparándolapara él.

—Por favor… —susurraba conlágrimas de frustración en los ojos—.

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Te necesito ahora, Nick por favor…Una vez más permitió que el cuerpo

de ella se enfriase ligeramente. Ellatenía la respiración acelerada, los ojosbrillantes, oscurecidos por la pasión,con pequeñas lágrimas prendidas de laspestañas.

—Te dije que me lo iba a cobrar —le susurró al oído, mordisqueándole ellóbulo con suavidad—. No puedesrestregarte contra mí de esa manera y nopagar por ello, diablillo.

Shadow tenía verdaderos problemaspara entenderle.

¿Cuándo se había restregado contraél?

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—Nuestro viaje a caballo —lesusurró al oído, como si le hubiese leídoel pensamiento.

«¡Ah, eso!», pensó ella con unamueca. Bueno, no es como si fuese alúnico al que le había afectado el paseo,aunque tenía que reconocer que ella lohabía hecho más que nada comovenganza.

—Lo siento —murmuró consuavidad, casi avergonzada.

Él le mordió el lóbulo un poco másfuerte haciéndola estremecer.

—Buen intento —concedió, antes dedeslizarse hacia su cuello, sembrandopequeños besos y mordisqueándole la

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piel mientras descendía sobre la tela dela camisa interior hasta sus pechos—.Pero no es suficiente.

Sin darle tiempo a responder, tomóambos pechos en sus manos,amasándolos suavemente; comprobandosu peso, acariciando los pezones con lospulgares antes de bajar la boca sobreuno de ellos para chuparlo a través de latela.

—¡Nick! —gimió arqueando laespalda con desesperación, sintiendocómo aumentaban las pulsaciones en susexo, cuando la necesidad de liberaciónse volvió insoportable—. Por favor, nopuedo más… Lo siento… Lo siento

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mucho, no volveré a hacerlo… Porfavor…

Dominic se detuvo al escuchar losllorosos gemidos. Estaba tanmalditamente excitada que se habíaechado a llorar.

—Shh, ya, diablillo. Ya… —lesusurró, besándole los ojos, la nariz ylos labios—. Te recompensaré, loprometo…

Ella no pudo evitar el hipo queescapó de sus labios.

—Idiota —resopló—. No tienes lamenor idea de nada. Yo… yo no heestado con nadie desde que te fuiste…imbécil.

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Una mezcla de orgullo y humillacióncayó sobre él ante sus palabras; eraadorable. Tragándose su propianecesidad, le dio lo que aquel pequeñocuerpo necesitaba, llevándolarápidamente al orgasmo con los dedos.Oyó su grito mientras todavía la sentíaconvulsionando en torno a él.

—Shh, suave… —susurró, al tiempoque la acariciaba con delicadeza,prolongando el orgasmo—. Déjalo ir…Te prometo que me portaré bien lapróxima vez.

Ella sorbió por la nariz.—He perdido la cuenta de las veces

que he escuchado eso, Nick —aseguró

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ella y su vehemencia lo hizo reír.Lentamente retiró los dedos,

contemplando aquel maravilloso cuerpojadeante, tendido como un sacrificiopagano sobre la manta con sus colores.La tela que aún mantenía pegada a suspechos, transparentaba los pezones yestaba recogida sobre la cadera,dejando a la vista el húmedo sexo…

Si no la tenía ahora, acabaríacorriéndose en los pantalones.

—Shady, eres un manjar para lavista —aseguró. Sí, era eso y más.

La vio lamerse los labios, mirándoloa través de los ojos entrecerrados, hastaque, finalmente, se alzó y quedó de

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rodillas frente a él. La ternura eingenuidad que conocía seguían ahí,como la primera vez, concediéndole latranquilidad que necesitaba su alma.

Ella acercó la boca a la suya.Primero fue un breve y tímido beso,pero cuando él abrió los labios paraella, su lengua penetró, acariciándolecon una delicadeza y suavidad que lovolvía loco, que le hacía necesitarla aúnmás.

Enredó las manos en la camisola y laarrastró hacia arriba hasta quitársela porla cabeza, dejándola únicamente vestidacon las medias. Los pezones oscuros yerguidos se rozaron un momento contra

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su pecho, cuando se apretó contra élpara darle un nuevo beso. Pero lo quemás lo sorprendió fue la cálida ypacífica mirada de sus ojos.

—¿Mejor? —cuestionó ella con unadulce sonrisa.

—¿Cómo lo sabes, Shadow? —lepreguntó, aunque ya sabía la respuesta—. ¿Cómo sabes siempre lo quenecesito de ti?

Ella negó con la cabeza.—No lo sé, es sólo… Lo sé —

respondió con la misma sencillez desiempre—. Está bien, Nick… Hazlo. Tútambién lo necesitas.

Él cerró los ojos con fuerza y

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suspiró. Cuando volvió a abrirlos ellaseguía allí, mirándole, esperando. Nopudo hacer más que tomar lo que ella leofrecía.

Con un rápido movimiento, desatólas cintas que mantenían sujeto elpantalón y su erección quedó libre,orgullosa y llena entre ellos.

Ella se mordió el labio inferior. Sulengua lo lamió entonces suavementeantes de volverse a mirarle.

—Ven aquí, diablillo y déjametenerte —susurró, envolviendo suscaderas con las manos al tiempo quecapturaba sus labios y la besaba conardor mientras hundía su erección en el

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cálido y húmedo sexo, arrancándole unsuave jadeo—. Suave, Shady… suave.

Ella se abrazó a él, rodeándole elcuello con los brazos, para permitirlepenetrar en su interior poco a poco. Élsintió cómo la llenaba, centímetro acentímetro, hasta que no pudo más y serindió a la necesidad de ambos; alplacer.

—Señor… —jadeó Shadow alsentirse llena—. Nick…

Él no era capaz de hablar. Noexistían palabras para describir lo queestaba sintiendo, así que hizo lo únicoque pudo. Por ambos, empezó amoverse, saliendo de ella para volver a

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entrar.La exquisita fricción lo mantenía al

borde. Todo en él respondía a sunecesidad por ella, a la íntima unión desus cuerpos y a la ternura que una vezmás despertó en su interior. Aquello nopodía estar mal, ambos se pertenecían.No importaba quién era cada uno o cuálfuese su papel. Amarla quizá fuera encontra de los deseos de sus dioses, peroella era suya. Más allá de cualquierduda, era suya y haría hasta lo indeciblepor mantenerla a salvo y devolverleaquello que le correspondía porderecho.

La Prometida de Dalriada era suya y

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no iba a permitir que nadie se laarrebatase, ni siquiera la muerte.

Ella le enredó las manos, suaves, enel pelo y pegó los senos a su pecho,rozándole con cada nuevo movimiento,mientras le aprisionaba con los muslos,cabalgándole como una diestra amazona.Y esa cálida boca, benditos fueran losdioses, hacían verdaderos estragos en sumente.

—Te necesito —se encontrósusurrándole mientras la abrazaba confuerza—. Dioses queridos, cuánta faltame has hecho.

Ella jadeó, apretándose más contraél, y cerró los ojos con fuerza ante las

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indescriptibles sensaciones.—No quería irme —musitó,

ocultando el rostro en la acogedoracurva de su cuello—, pero no tenía otraopción. Shadow, ocurrieron cosas…

Sus labios se apretaron durante unsegundo antes de negar con la cabeza.

—Ahora no… —suplicó ella,moviéndose con él—. Sólo… sóloquédate conmigo. Nada más.

Él rompió aquel abrazo y buscó suboca, tomándola en un hambriento besomientras la tumbaba de nuevo sobre lamanta para profundizar la penetración.Quería marcarla sin piedad, dejar suhuella sin necesidad de palabras… Y

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así lo hizo hasta que ella convulsionó,presa de un nuevo orgasmo quedesencadenó el propio, y que apenas ledio el tiempo justo para salir de ellaantes de correrse con un gemido.

Ninguno habló durante un buen rato.Tendidos uno junto al otro sobre lamanta con los colores de su clan, selimitaron a recuperar la respiración.Shadow fue la primera en moverse,volviéndose hacia él, para acurrucarseal calor de su cuerpo cómo si necesitarasentirle mientras colocaba la manosobre su corazón, sintiendo los latidosque empezaban a normalizarse.

—¿Qué va a ocurrir ahora? —

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preguntó, apenas con un susurro.Él se inclinó hacia ella, buscando su

rostro.—¿A qué te refieres?Shadow se tomó un momento antes

de responder. No quería volver a pelearcon él. No ahora, pero no podía dejar-lo pasar.

—Nick, necesito volver a casa…por favor —susurró en apenas un hilo devoz.

Él se incorporó sobre el codo parapoder mirarla. Sus ojos quedaronprendidos durante unos breves instanteshasta que él se inclinó sobre ella,besándole los labios al tiempo que su-

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surraba.—Pronto —le prometió con un

suave beso—. Te lo juro, Shadow,pronto te llevaré a casa.

Ella no respondió. No podía. Ambossabían qué entrañaba la respuesta de él ysi ahora empezaban a discutir, elhermoso momento que acaban decompartir se esfumaría.

Sacudiendo la cabeza, le cubrió lamejilla con la mano y lo atrajo haciaella para darle un beso.

—Lo siento, Dominic —musitó,mirándole a los ojos—. Tu hogar y elmío nunca serán el mismo, ¿verdad?

Él estaba dispuesto a darle

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suficientes argumentos para hacerlecambiar de opinión, pero ella no se lopermitió. En su lugar posó el dedoíndice sobre sus labios y negó con lacabeza. No deseaba pelear. No ahora,no esa noche. Sólo deseaba volver aestar en sus brazos y sentirse queridauna vez más, pues ya nada le garantizabaque el mañana pudiese encontrar- losjuntos.

—No digas nada —le pidió con unaperezosa sonrisa, al tiempo que bajabala mirada hacia su nuevamenteendurecido sexo—. Es mi turno.

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Capítulo 14

Un ligero escalofrío bajó por laespalda de Ramsey mientrascontemplaba el mar sumido en suspensamientos. Era incapaz de apartar lamirada de las olas que rompían contra elacantilado, el embravecido océanoparecía hacerse eco de sus propiospensamientos. Una cálida mano se posósobre su hombro y sus ojos azules seencontraron entonces con los de sumujer, que le dedicó una cálida sonrisa.

—Llevas mucho tiempo aquí —murmuró ella por encima del sonido del

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viento—. ¿Por qué no volvemos a casa?Podemos pasar por la comisaría y ver siel inspector López ha descubierto algo.

Envolviendo lentamente el brazo entorno a su mujer, se giró dando laespalda al picado mar donde las olassalpicaban al impactar con fuerza contralas rocas. Con el viento que hacía, sólolas aves y algún que otro aventurero seacercaría en un día como aquél alparque de la Torre de Hércules.

Abrazados, subieron de nuevo por elestrecho sendero empedrado querodeaba el faro romano. El coche era unpequeño punto blanco en elaparcamiento situado a los pies del

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monumento. Por lo demás, estabaprácticamente vacío.

Anna volvió sus ojos marrones haciaél. Llevaban más de una semana sintener noticias de Shadow. Habíadesaparecido sin más. Supieron por eldependiente de la tienda de fotografíaque había estado allí la misma tarde desu desaparición, pero después deaquello, todo lo que pudieron averiguarfue a través de supuestos testigos, loscuales afirmaban haberla visto en aquelmismo lugar.

Salvamento Marítimo y algunosvoluntarios de Protección Civil peinaronlos alrededores y rastrearon la zona

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durante varios días sin encontrar rastroalguno, descartando que ella pudiesehaber sufrido un accidente y caer al mar.Él estaba convencido de que aquello noera posible, Shadow conocía el lugarcomo la palma de la mano, nunca seaventuraría tan abajo.

Ramsay había denunciado sudesaparición un día después de hablarcon su hermana por teléfono. Trasinfructuosos intentos por localizarla, sepasó por el apartamento. Lo encontróvacío y a su feo gato maullando dehambre.

El agente López les había atendidoen la Jefatura de Policía de Oza de los

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Ríos y habló extensamente con Ramseysobre la posibilidad de que ella sehubiese marchado con algún amigo oalgo similar. Fue entonces cuando sebarajó un posible secuestro por partedel único hombre que tendría algo quever con ella; ella ya les había contado sufortuito encuentro en el aeropuerto deAlvedro con Dominic.

La idea de que se hubiese marchadocon él por propia voluntad les seguíainquietando. Ellos mejor que nadievieron lo destrozada que se quedóShadow cuando aquel malnacido laabandonó; la sola mención de su nombrehacía que quisiese cambiar de tema, no

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deseaba hablar de él, lo que hacía pococreíble la posibilidad que la policíabarajaba como voluntaria.

—¿Has conseguido hablar con laseñora McTavish? —preguntó Ram.

Ella se apretó contra su costado yasintió.

—Hablé esta mañana con ella. Esoes lo que venía a decirte —respondiófrotándole el brazo—. Me ha dicho quela última vez que vio a su hijo fue hacealgo más de una semana; se despidió deél en el aeropuerto. No estaba solo, alparecer uno de sus primos leacompañaba; lo que tiene sentido, yaque cuando me lo encontré iba

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acompañado de otro hombre.Ram negó con la cabeza.—¿Te dijo si sabía algo de Shadow?

¿La ha visto? ¿Se han puesto en contactocon ella? No sé… Algo…

Ella vaciló unos momentos, dudandosi continuar.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te ha dicho?—En realidad no es lo que me ha

dicho, sino lo que no dijo —respondió,negando con la cabeza—. Cuando leexpliqué el motivo de mi llamada,enseguida me aseguró que Dominic noharía algo como eso y mucho menos aella. Le pregunté si sabía cuándovolvería su hijo…

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—¿Y qué te dijo?Ella frunció el ceño y chasqueó la

lengua.—Que no iba a volver —respondió

con un suspiro—. Me explicó queDominic tenía que hacerse cargo de losnegocios de su padre y que dudaba quevolviese a verlo durante algún tiempo.

—Pero eso es ridículo… ¿Y mihermana? ¿Se ha ido con él?

Ella dio un paso a un lado, evitandometer un tacón en las desiguales piedrasdel suelo mientras descendían por elempinado camino de piedra, al tiempoque detenía la mirada sobre la espaldade la estatua de Breogán que presidía el

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comienzo del ascenso a la torre.—No lo sabía y con todo… —negó

con un suspiro. Ella se detuvo y sevolvió para mirarlo—. En un momentodeterminado de nuestra conversación,me dijo que quizá Shadow había vueltoal lugar al que pertenecía, pero… No loentiendo.

Ramsey se quedó rígido al escucharlas palabras de su mujer. El malpresentimiento que había tenido desde elprincipio con respecto a la desapariciónde su hermana empezó a hacerse másintenso.

—¿Tiene eso algo de sentido parati?

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Sus ojos azules recorrieron el dulcerostro femenino, se lamió los labios y lainstó a seguir caminando hacia el coche,al tiempo que lanzaba fugaces miradashacia atrás.

—No puede estar pasando.Simplemente… no puede.

Anna observó la preocupación quereflejaban sus ojos. Le conocíademasiado bien para saber que habíaalgo en todo aquello que no le decía.

—Ram, ¿qué es? Dímelo.Con un profundo suspiro, se detuvo

al final de la rampa de bajada, sorteandolos pivotes de metal que cerraban altráfico con dos cadenas la entrada al

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parque, y se giró para enfrentar de nuevoal enorme y antiguo faro romano, quehabía obtenido el título de Patrimonio dela Humanidad para regocijo de laciudad.

—Ojalá lo supiera, Anna —respondió con voz quebrada, mientras sepasaba una mano por el rostro—.¿Recuerdas lo que te conté sobre laadopción de mi hermana?

Ella asintió lentamente, haciendo unrápido recordatorio de todo aquello.

—Sí… —respondió con una ligeravacilación—. Tus padres la acogieronen la familia después de que laencontrarais sola y abandonada. Asuntos

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Sociales se hizo cargo de la niña yenseguida os la dio en adopción. Fueronunos trámites muy rápidos para losestándares de la época, peroperfectamente legal.

Él asintió. Se volvió e indicó con ungesto de la cabeza el faro.

—Mis padres me habían traído a verla Torre de Hércules. En aquellaocasión el día estaba nublado pero hacíabuen tiempo, en realidad mejor de lohabitual en esta zona —empezó a narrar,rememorando—. Vinimos dando unpaseo. En aquellos días no existía elaparcamiento ni el parque escultórico taly como lo ves, los que se aventuraban

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hasta aquí arriba para disfrutar de lasvistas eran mayormente gente de losalrededores y amantes del campoabierto. Recuerdo que nos encontramoscon algunas personas, mis padresintercambiaron algunas palabras conellos mientras yo jugaba. No sé por quémiré hacia arriba, pero cuando lo hice,las nubes que había sobre la Torreparecieron surcadas por una especie dehalo de luz. Les llamé y señalé hacia ellugar, pero no me hicieron mucho caso.

—Pudo haber sido cosa de algunatormenta electromagnética, o quizá elreflejo del sol —sugirió Anna,sorprendida por aquella inesperada

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historia.Él negó con la cabeza.—No sé lo que era, Anna, pero lo

que sí sé, es que subí allí arriba y en lazona que hoy ocupa el mosaico de laRosa de los Vientos se alzaba unacolumna de luz —continuó con la miradaperdida, como si pudiese verlo de nuevoen sus recuerdos—. Había gentepaseando, incluso niños jugando ypersiguiéndose, pero ninguno parecióver aquel extraño fenómeno.

—¿Qué quieres decir?Él la miró y respiró profundamente.

Aquél era un secreto que guardabadesde hacía años.

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—Mi hermana… Shadow… —murmuró en voz baja—. Ella aparecióen el centro de aquel haz de luz. Mimadre estaba fuera de sí cuando nosencontró a ambos sentados en el suelo,demasiado cerca de los acantiladoscomo para evitarle a ella una apoplejíay a mí una buena zurra. Imagino que elque hubiera una niña pequeña de tres ocuatro años, sentada a mi lado y sindejar de llorar, contribuyó un poco a quese olvidara del castigo después desermonearme y comprobar que no mehabía roto el cuello durante la excursión.

Anna parpadeó varias veces como sinecesitara asimilar lo que acababa de

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contarle.—¿Me estás diciendo que a tu

hermana… la encontrasteis aquí? —sumirada subió de nuevo hacia la Torre.

Él negó con la cabeza.—No sólo la encontramos, Anna,

e l l a apareció —se pasó la mano através del dorado pelo y resopló—. Séque todo parece una locura, yo mismome obligué a creer que aquello no habíasucedido nunca pero… ella no estabaallí al principio, cuando apareció el hazde luz, y luego estaba allí; la vi tendidaen el suelo, envuelta en una especie decapa de lana áspera… Incluso su ropaera extraña… Antigua…

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Anna frunció el ceño.—¿Cómo de antigua?Indicándole con un gesto que la

acompañase, regresaron al aparcamientodonde habían dejado el coche. Él sacólas llaves del bolsillo y abrió elmaletero, que estaba vacío de no ser poruna pequeña y gastada caja de cartón.Tras abrirla, extrajo de su interior unavieja manta de lana, un pequeño ysencillo vestido y un camisón infantil defactura y diseño antiguo.

—¿Qué es esto? —preguntó ella.—Lo que llevaba mi hermana el día

en que la encontré.Anna tomó las prendas, cada vez

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más confundida con todo aquello. Latextura no se parecía a ningún disfrazque hubiese tocado anteriormente, lamanera en que estaban rematadas, lascosturas, aquello era un trabajocompletamente artesano.

—Esta tela…Él respiró profundamente y buscó

nuevamente en la caja, extrayendo ahoraun sobre marrón. Se lo tendió.

—Le he enviado una muestra decada tela a un amigo que tengo enLondres, para que hiciera algunaspruebas —dijo cogiendo las prendaspara que ella pudiese abrir el sobre—.El resultado… Bueno… descúbrelo por

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ti misma.Ella sacó los papeles del interior y

los hojeó rápidamente. El color de surostro empezó a palidecer a medida queiba leyendo los marcadores del análisishecho mediante la prueba del Carbono14 a los tejidos.

—Esto es imposible…Él respiró profundamente y repitió

en voz alta lo que decían los papeles.—Según los análisis, estas telas

proceden de algún punto del ReinoUnido o Escocia, de un periodo detiempo comprendido entre finales del700 y principios del 800 d.C.

Bajó lentamente el papel para

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mirarle al rostro, el cual hablaba de lamisma incredulidad y sorprendenteseguridad que posiblemente mostrase elsuyo propio.

—Esto es una locura —susurró,alzando lentamente el papel.

—Lo sé —aseguró él mientras losdepositaba de nuevo en la caja—. ¿Peroqué otra explicación puede haber?

Anna parpadeó varias veces,enfocando la mirada hacia el antiguofaro y se estremeció. La sola idea de loque ambos barajaban era simplemente…imposible. ¿Verdad?

—¿Crees…?—No lo sé, Anna. Ya no sé qué

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creer.Sin más, Ramsey se volvió hacia

Anna y le tendió la mano, atrayéndolahacia su pecho para abrazarla yconsolarse con su calor mientras rogabaal cielo que, allí donde estuviese suhermana, nadie la dañara.

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Capítulo 15

Los ecos del sueño todavíainundaban la mente de la baisleaccuando salió a la fría madrugada. Elcielo estaba perlado de estrellas y laluna creciente emitía un tenue brillo quecaía como un manto mortecino en laquietud de la noche. Le temblaban lasmanos, el aviso había sido tan intensoque pasarían horas antes de que pudieseserenarse y tomar la decisión correcta.Tendría que partir, cada una de lasrevelaciones del aisling así se lomostraron. Se avecinaban tiempos de

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cambios, días difíciles y muerteaguardaban a la vuelta de la esquina yesa niña volvía a ser la únicaprotagonista.

Su mirada voló sobre el poblado,deteniéndose en el pequeño establo. Eldestino existía por una razón y muypocas veces podía ser eludido. El deellos era el más doloroso de todos. Suencuentro no fue fortuito, todo formabaparte del plan maestro; aquél que sepuso en movimiento veinticinco añosatrás y del que ahora ya no estaba tanconvencida.

—Esta tela de araña se va tejiendopoco a poco —musitó para sí—,

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formando un entramado en el que nadiesabe dónde está el final.

El aire frío la hizo estremecer. Tiródel chal con el que se cubría, guardandoel calor del interior del hogar. Leesperaba por delante una larga noche devigilia y preparativos. Partiría por lamañana, debería dar tiempo a los reciéncasados para despedirse.

Un movimiento en las cercanías delestablo llamó su atención. Parecía quealgunas criaturas decidían dejar ya susmadrigueras para enfrentarse con eldestino. La presintió antes de que la luzde las antorchas le permitiese verla.Vistiendo el mismo traje de la

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ceremonia de la tarde anterior, laPrometida de Dalriada echaba furtivasmiradas por encima del hombro,moviéndose con nerviosismo al amparode las sombras. La urgencia en sus pasosigualaba a la vacilación existente enellos mientras atravesaba el poblado,desorientada y demasiado ruidosa parasu propio bien.

—Ach, muchacha, tenéis suerte deque los hombres aún duerman la resacade la fiesta de la tarde —farfulló,siguiendo sus pasos con la mirada.Tenía claro que la mujer no era materialpara fugas, casi esperaba que su amantela descubriese antes de poner siquiera

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un pie fuera de la aldea; algo que, porotro lado, no podía permitirle. Existíancaminos que debían ser recorridos poruna única persona y éste era el de ella.

Echando mano de un antiguoencantamiento druídico dejó caer sobrela aldea la Neblina del Sueño, que selevantaría con los primeros rayos delalba; tiempo más que suficiente para queella pusiese su destino en movimiento.Los hombres de los clanes confiaban ensu presencia y en su sabiduría, algunospensaban en ella como una hechicera,otros como una simple curandera. Laignorancia era una bendición que lepermitía ocultar aquello que no tenían

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por qué conocer, después de todo yaexistían bastantes druidas en el reinocon poder más que suficiente para hacerlo que se necesitaba. No la echarían demenos a ella, salvo en algunos casospuntuales.

—Hombres, tan complacidos consus barrigas llenas que no alcanzan amirar lo que hay debajo del ombligo —chasqueó con una perezosa sonrisa. Sumirada captó los últimos pasos de lamuchacha, que ya se perdía por detrásde la línea de chozas lindantes con elmuro de piedra defensivo que encerrabala aldea—. Que los dioses guíenvuestros pasos, Prometida. Tenéis un

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largo camino por delante y no estáexento de peligro.

Con una última mirada al cielonocturno, se arrebujó en su chal y volvióal interior de la casa para prepararsepara el largo viaje que tenía por delante.Shadow se quedó quieta ante un nuevoruido. El corazón le latía desbocado,apenas se atrevía a respirar por temor aser escuchada. Era un milagro que nadiehubiese salido de sus casas y se hubiesetopado con ella, visto el estruendo quehizo al chocar contra aquellas piezas debarro. Cuando éstas cayeron al suelohaciéndose pedazos, el corazón se ledetuvo esperando que alguien

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apareciese, espada en mano, pararebanarle el pescuezo. O peor aún, quefuese Dominic el que despertase y seencontrase sólo en la cama de heno quehabían compartido.

Él iba a odiarla cuando descubrierasu desaparición. Lo abandonaba como éllo hiciera dos años atrás; dejando sucama tibia y sintiendo todavía lascaricias en su cuerpo, pero ahora másque nunca entendía que jamás ladevolvería a su hogar.

Al menos no al hogar que ellareconocía como suyo; su época. Noexistía futuro para ellos. La amaba, yano tenía dudas al respecto, y por eso

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mismo dolía incluso más dejarle,sabiendo el daño que le causaría. No erauna mujer vengativa, jamás lo habíasido, y lo quería a su vez, pero sabía queno renunciaría sin luchar. Por algún azardel destino se había convertido en laPrometida de Dalriada; un icono para unpueblo desesperado; una esperanza queella rechazaba y con la que era incapazde identificarse. Él los llamó «supueblo», pero la realidad era muydistinta, aquélla no era su vida. Si teníaque creer en sus recuerdos y en el dolorque habitaba en su corazón… sí, ellahabía nacido en esa era, pero nopertenecía a ella.

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«Sólo soy una mujer, no puedohacer milagros. No puedo darles lo quequieren. No puedo».

Amparada por la oscuridad de lanoche, se movió dejando siempre a suespalda la casa de piedra situada en elcentro del poblado. Le habría gustadotener más tiempo y conocer la ubicaciónde cada choza, cada recoveco, perotenía que conformarse con lo que habíaaprendido durante la celebración de latarde anterior. Los aldeanos leofrecieron generosamente algunas pistasde la distribución de la aldea cuando seacercaban a saludarla, correspondiendoa su fingida curiosidad con genuina

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entrega. Veían en ella algo más de loque era realmente, negándose acomprender que jamás podría ser lo queesperaban; el milagro que creían quehabía llegado a ellos para liberarles.

¿Por qué no podía, simplemente,olvidarles? No era como si losconociese realmente, no hubo tiempopara un verdadero acercamiento salvo,quizá, con Ciara; sin duda echaría demenos a la druidesa. Le gustaba esamujer y deseaba de todo corazón que sureciente matrimonio fuese con el tiempotodo lo que siempre había querido ymás.

Pero su vida no estaba entre ellos, lo

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que conocía residía en otro tiempo; unoen el que no existía la magia, donde ellano era un milagro, donde no era nadamás que Shadow.

Arropándose con la manta que llevóel día anterior en la boda, echó unrápido vistazo hacia el corral, quealbergaba unas cuantas cabezas deganado y un par de jamelgos famélicos,a juzgar por la línea de las costillas quese notaba a través de su piel. Junto aellos descansaba un pequeño ruano quesacudió la cabeza al notar una presenciaextraña.

Su experiencia con los caballos selimitaba a un par de ocasiones; la

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primera, un corto paseo en un circuitocerrado, con las riendas en manos delcuidador, y eso cuando tenía doce años;la segunda vino de la mano de Dominic,algunos meses después de empezar asalir. Él insistió en hacer una ruta acaballo, prometiéndole que seríadivertido. Había estado tan rígida sobreel enorme animal que le dolían hasta lasuñas cuando por fin pudo poner los piesen el suelo.

—Está claro que andando no voy allegar ni a la tienda de la esquina —farfulló, echando un nuevo vistazo a sualrededor para luego volverse de nuevohacia el corral, dónde el curioso ruano

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se acercaba con paso tranquilo a ver quéera aquello que interrumpía su sueño.

Dio un par de pasos atrás al ver alanimal ahora de cerca. Si bien no era tangrande como el semental en el que lamontó Dominic en su camino hacia laaldea, seguía siendo bastante grande.Una vieja y gastada cuerda le rodeaba elhocico y la cabeza, colgando por uncostado.

—Hola, bonito —susurró, acercandotímidamente la mano a la testuz deljamelgo. A pesar de sus pocas dotescomo amazona, le encantaban loscaballos—. Siento haber importunado tudescanso, pero necesito que me hagas un

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favor…Un ligero bufido abandonó sus

labios al escucharse a sí misma.Estupendo, justo lo que le faltaba paraacabar de volverse loca por completo.

—Señor, como no me vaya prontode aquí terminaré hablando con laspiedras. Aunque lo peor vendrá cuandoéstas me contesten —resopló.

En la oscuridad de la noche eradifícil encontrar el camino adecuado, asíque lo que podían ser minutos se leantojaron horas, antes de que diese conla apertura del corral para sacar de él asu nuevo compañero de viaje. El tiempoapremiaba, necesitaba poner la mayor

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distancia posible entre ella y Dominic,pues estaba segura de que en el momentoen que descubriese su falta saldría trasella.

Volvió a ocultarse una vez más aescasos metros del muro de piedra queformaba la línea defensiva del poblado,rogando al cielo para que el caballo queacababa de robar se mantuviese ensilencio. Dos fornidos hombres con loscolores de los McNeil custodiaban laúnica entrada, cortándole cualquierposibilidad de salida.

—Mierda —masculló volviéndosepara mirar al animal, barajando laposibilidad de marcharse a pie.

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Suspirando se dejó ir contra la pared delcobertizo, tras el que encontró refugio, yse preguntó, no por primera vez, sipodría escapar de allí algún día.

Un sonoro aullido atrajo la atenciónde los hombres y del caballo, querelinchó en respuesta para su absolutaconsternación. Con el corazón en lagarganta, vio cómo uno de los hombresse giraba oteando en la oscuridadbuscando el lugar de procedencia deaquel sonido, mientras su compañero,arma en mano, abandonaba también suposición cuando el enorme lobo deAedan hizo su entrada con unatranquilidad y elegancia pasmosa.

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—Sólo es Riska —oyó la vozgutural de uno de ellos, aunque no pudoentender más que lo que parecía ser elnombre del lobo—. Déjale pasar.

El hombre que había estado mirandoen su dirección se giró hacia él ychasqueó la lengua.

—Ese maldito lobo me ha dado unsusto de muerte —masculló mirando alcan pasar entre ellos—. Los animales seponen nerviosos, casi hubiese podidojurar que el relincho que escuché veníade algún lugar cercano a la casa delcurtidor.

El lobo caminó hacia ellos, sus ojosambarinos brillando en la noche

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mientras su enorme cabeza se alzaba yolfateaba el aire para luego volversehacia el lugar dónde se ocultaba ella.

Shadow se tensó, rezando para queel maldito chucho no avanzase en sudirección. Si bien le gustaban losperros, y aquel era un hermoso ejemplar,seguía siendo un animal salvaje al que amenudo había encontrado con el hocicoen la puerta de su cuarto, mirándola.Casi diría que vigilándola. Con unarápida pasada de la lengua, el lobo sevolvió hacia los hombres del clanpaseándose entre ellos, sólo para cogerentre sus fauces una bolsa de arpillera yempezar a trotar alegremente mientras

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los dos hombres corrían tras él lanzandotoda clase de improperios.

Algo cayó de la bolsa mientras ellobo la arrastraba, quedando a la vistabajo la luz de los pebeteros que ardían aambos lados de las columnas queformaban el arco de piedra de la entradaprincipal. Tiradas en el suelo de tierra,ella recogió un par de manzanas y unpolvoriento trozo de queso, cayendoentonces en la cuenta de que ni siquierase le había pasado por la cabeza hacersecon algunas provisiones antes de partir.

Envolviendo el inesperado botín enla manta de cuadros que llevaba comochal, tiró del reluctante caballo y ambos

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se deslizaron en la silenciosa noche,dejando atrás el poblado que la habíaacogido durante los últimos días y alhombre causante de todo.

La luz de la mañana se filtraba ya através de la ventana derramando sucalor sobre la cama. Aedan se habíadespertado hacía horas, sólo paraquedarse mirando a la mujer tendida asu lado: su esposa. La única que a partirde ahora calentaría su lecho, concebiríay daría a luz a sus hijos; la única a laque desdeñó la misma mañana de suboda, sólo para volver hecho un guiñapoy asistir a la ceremonia como un hombreque se enfrenta a una infernal condena.

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Ella estaba tan asustada como él mismo,pero en su favor tenía que admitir que sudruida guerrera se había entregado convalor y honor a la palabra de susesponsales, el mismo valor que mostróante él en su noche de bodas.

No podía dejar de pensar en ella yen su unión; en la ternura que vertiósobre él; en el temor virginal de sus ojosantes de sucumbir por completo a suscaricias; en su enfebrecida respuesta,poniéndose a la par que la de él.

Ciara le había ofrecido más en unanoche que cualquier mujer en toda suvida.

Una ligera sonrisa le curvó los

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labios mientras se inclinaba sobre ellapara depositar un suave beso en sufrente y después en sus labios. Si notenía cuidado, su esposa podría muybien penetrar algo más que su piel einstalarse allí definitivamente, algo paralo que todavía no estaba preparado.

Un ligero aleteo y unos profundos ysomnolientos ojos dorados le dieron losbuenos días.

—Buenos días, mnatha.Ciara se lo quedó mirando durante

un instante, entonces empezó asonrojarse al darse cuenta de dóndeestaba y con quién.

—Buenos días, aceim —respondió

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ella, apretando la manta contra su pecho,con sus ojos vagando por la habitación yconcentrándose en cualquier cosa,excepto en él.

Él sonrió ante su incomodidad, perono la azuzó. Conocía bien a Ciara ysabía que le lanzaría lo primero quetuviese a mano si la presionabademasiado en aquellos primerosmomentos.

—Ya ha amanecido —continuó ella,volviéndose hacia la ventana—. Deberíair a la cocina y…

Una curiosa mano, deslizándose porla suave y desnuda piel de su espalda,cortó todo pensamiento. Él siguió con su

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incursión hasta posarse en un turgentepecho y atraer el sorprendido ysonrojado rostro femenino hacia él.

—Pronto tendremos que partir —lainterrumpió, acariciando su mejilla conla mano libre, delineando su labioinferior con el pulgar antes de bajar suboca sobre la de ella—. Pero ahora,permíteme que te dé los buenos díascorrectamente.

Ciara sólo pudo gemir en respuesta yentregarse nuevamente a la pasión quesu marido despertaba en ella.

El amanecer encontró a Dominicsolo en el lecho que había compartidocon su amante. El lado en el que había

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dormido Shadow estaba vacío y frío.Al principio, la idea de que ella

estuviese enfadada o confusa por loocurrido le dio pie a esperar quehubiese regresado al cuarto que ocupólos últimos días, era posible quedeseara evitarlo, pero ahora ya noestaba tan seguro.

El temor se había instalado en supecho poco después del amanecer,cuando fue incapaz de encontrarla en lacasa ni en ningún otro rincón de laaldea. Los hombres que custodiaban laentrada del poblado juraron y perjuraronque nadie, a excepción de Riska, habíatraspasado el umbral y, después de la

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resaca de la celebración del díaanterior, nadie parecía recordar si la viodeambular por la casa o el poblado.

—Por todo lo sagrado, ¿qué hashecho ahora, diablillo? —murmuró,echando un último vistazo en torno alsalón principal para volverseguidamente sobre sus pasos a supropia habitación con intención dearmarse y continuar con la búsquedafuera del poblado.

El laird McNeil había movilizado atodos sus hombres, enviándolos aregistrar cada uno de los rincones delpueblo.

Él lo había puesto al corriente de lo

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ocurrido cuando se cruzó con él y lasabia baisleac, que le comunicaba enese momento su necesidad de emprenderun repentino viaje. Su obviapreocupación y urgencia llevó al jefedel clan a ordenar una batida completaque, de momento, no había dadoresultados.

Completamente armado, con la bolsade arpillera atada al cinturón, abandonóel dormitorio y cruzó a grandes zancadasel pasillo hasta salir de nuevo al salónprincipal. Allí se topó con Aedan, queabandonaba la cocina con una bandejallena de viandas en las manos.

—¿Ey? ¿Dónde está el fuego? —lo

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saludó el druida con una amplia sonrisa,que fue desvaneciéndose al tomarconciencia de las ropas que vestía sucompañero. Rápidamente dejó la fuenteen manos de una de las mujeres queorganizaban el desayuno y se unió a suamigo—. ¿Qué ha pasado?

No habría hecho falta querespondiera, sus ojos hablaban de unprofundo temor.

—Shadow ha huido.Aedan frunció el ceño.—¿Cómo que ha huido?Sin responder, pasó junto a su

amigo, de camino a la puerta principal,sólo para verse interceptado por el laird

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McNeil, que entraba en esos momentosacompañado de la baisleac.

—¿Se sabe algo de ella? —lespreguntó directamente.

La negación del laird se hundió confuerza en su interior, aumentando suinquietud.

—No está en ninguna parte delpoblado, nadie la ha visto siquiera —respondió éste, con una pesarosanegativa.

Él frunció el ceño ante la expresióndel laird. Había algo más, estaba seguro.

—¿Qué otras noticias hay? —insistió, casi temeroso de conocer larespuesta.

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—Un par de exploradores del clanvecino se han encontrado con uno de mishombres —explicó sin apartar la miradade la del druida—. Han dicho que hanvisto una patrulla northumbriana a unaspocas millas de Kilmartin. Por lo pocoque consiguieron escuchar… No sonbuenas noticias.

El color empezó a escapar de surostro mientras el laird asentía.

—Saben que está aquí, hijo, y tienenorden de matarla —añadió.

Un rápido estruendo de pies anuncióla llegada de alguien más. Los tres sevolvieron entonces hacia la entrada paraver a uno de los guerreros McNeil.

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—Laird, Donall acaba deasegurarse, falta el ruano del corral.

El temor ante las conclusiones a lasque llegó se hacía cada vez másasfixiante.

—¿Ha podido cogerlo ella? —preguntó Aedan, que parecía igual detenso que su amigo.

Él sacudió la cabeza.—Ella no sabe montar… No muy

bien, al menos… Pero a estas alturas, yano sé qué pensar —aceptó, pasándoseuna mano a través del oscuro cabello—.¿Pero cómo es posible que nadie laviese salir, y además con un caballo?¿Dónde diablos estaban los guardas de

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la entrada?—No es momento de buscar

culpables —los interrumpió la baisleac,dirigiéndose a Aedan y él—. Tenéis quesalir a buscarla, los caminos no sonseguros.

Aedan no dudó en asentir.—Y cuando deis con ella, seguid

viaje —añadió entonces el laird McNeil—. Partiremos ahora mismo para CeanLoch Gilb a poner sobre aviso a losjefes de los demás clanes. Con ella aquí,se unirán bajo un solo estandarte. Eshora de recuperar lo que se nos haarrebatado.

Él fijó la mirada en el hombre. El

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fuego que ardía en los ojos del laird erael mismo que ardía en los corazones detodos los escotos. Dalriada llevabademasiado tiempo en las manosequivocadas, unas teñidas de sangre.Era el momento de anunciar a voz engrito a los pueblos de Dalriada que suSeñora había regresado y les devolveríalo que era suyo por derecho.

—Daré con ella —prometió convehemencia—. Aunque sea lo últimoque haga, la Prometida de Dalriadavolverá a ocupar el lugar que lepertenece.

Aedan se mostró de acuerdo.—Necesitaré a Ciara —anunció

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entonces la anciana, mirando a Aedan—.Hay algo importante que debo hacer sindilación. Necesitaré que me acompañe yatestigüe lo que sea que el destino nostiene reservado.

—Se reunirá con vos a la mayorbrevedad, baisleac —asintió Aedan, conun firme gesto de la barbilla, dandomedia vuelta en dirección al corredor,sólo para detenerse un último momento ymirar a su compañero con una firmepromesa llameando en sus ojos—. Laencontraremos, Kieran.

Él confirmó sus palabras con unmovimiento de cabeza. Lo harían. Y quelos dioses se apiadaran de aquellos que

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osaran tocarle un solo pelo, pues seríaél, y no los northumbrianos o loscruithne, el que iniciaría una verdaderamasacre que teñiría Dalriada de rojo.

Eógan, hijo de Óengus, volvió sumirada hacia la inmensa extensión detierra que se extendía a sus pies; elhogar de sus antepasados, de sus dioses;una tierra regada con la sangre de lastribus del norte y de sus enemigos.

Su rostro, de planos angulosos y pieloscurecida por el sol, mostraba untatuaje azul con intrincados motivos quedescendía desde la comisura del ojoderecho, acariciando la barbuda mejilla.Pequeñas trenzas caían mezcladas con

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mechones negros hasta un amplio ymarcado pecho cubierto por una toscapiel curtida.

De estatura baja, el rey pictomostraba la apariencia de un curtidoguerrero, pero sólo si se lo miraba decerca. Si alguien se atrevía a observarsu rostro en aquellos momentos desoledad, vería en su mirada unaprofunda pena; una promesa incumplidaque lo había rondado y todavía rondaba,cual fantasma en su alma.

—Que los dioses sean benévolos yella esté en tus brazos, mo ríoghain.

Toda su alma estaba puesta en aquelruego. Toda su redención y el perdón

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que lo absolvería, cuando volviera areunirse con ellas en el más allá. Sicerraba los ojos, todavía podía oír surisa, sentir el tacto suave de su cabellodel color de la corteza de los árboles,ver el color de la tierra que tanto amabaen su mirada… Su amada… Su reina…La mujer que había pertenecido a otro.Aquella que deseó por encima de todaslas cosas.

Ella fue como un soplo de brisa ensu vida. Sus breves encuentros, intensosy clandestinos, los condenaron a ambosante los ojos de sus dioses.

Lady Bridei, esposa delnorthumbriano con el que hizo una

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alianza hacía veinticinco años, muertapor las acciones del mismo títere quehoy se sentaba en el trono de Dalriada.Ella era una mujer dulce, de caráctersumiso, sólo desmentido por el brillodel rencor en sus ojos. Odiaba a sumarido con toda la fuerza de su alma,algo que Eógan había aprovechado en supropio beneficio para atraerla a sucama.

En sus brazos descubrió a laverdadera Bridei, una mujer dispuesta adejar a su inútil y cobarde marido paravivir con tan sólo el cielo como techo yuna manta por cobija. «Dormiría bajolas estrellas si eso significara no

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alejarme jamás de ti, amado mío».La mujer que concibió a su hija, sólo

para perder a ambas en la malditamasacre que los northumbrianosemprendieron contra los escotos.

Ese día, los dalriadanos perdieronun rey y ganaron un diablo.

Ese día, él, Eógan, rey de los pictos,perdió su alma y obtuvo la maldiciónque lo mantenía con vida y sin heredero,salvo aquella a la que ya había perdido.

—Ard Tiarna —oyó una rasgadavoz, seguida por los amortiguados pasosde uno de sus hombres—. Mi Rey, hallegado un mensajero de esosindeseables norteños.

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Sin apartar la mirada del horizonte,para evitar que nadie contemplase suduelo, respondió con voz profunda;dura.

—Habla.El hombre, menudo y ataviado con

pieles, permaneció con una rodilla en elsuelo y la cabeza gacha mientras lecomunicaba las nuevas a su señor.

—El rey de Dalriada exige que ospresentéis en Dunnad, Mi Señor, convuestros mejores y más avezadosguerreros —empezó a recitar, poniendoespecial cuidado en pronunciar laspalabras tal y como se las transmitió elmensajero después de que varios

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hombres lo hubiesen interceptado yllevado al poblado—. Pide que hagáishonra a la palabra dada y ayudéis adiezmar a los insurrectos escotos. ElAlto Druida ha anunciado la llegada dela Prometida de Dalriada.

El rey se volvió lentamente hacia elhombre inclinado a sus pies.

—¿La Prometida de Dalriada?— S í , Ard Tiarna —contestó sin

alzar la mirada—. El asarlaí haconfirmado las palabras del emisario.Ha dicho que tiene que hablar con vos.

El asarlaí era el hechicero ritual dela tribu, un hombre anciano que habíaestado a su lado, y al de su padre, y al

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de su abuelo antes de eso, y juraba queincluso unas cuantas generaciones atrás.El anciano poseía los mismosconocimientos de un druida. Su poderigualaba al de los dioses y de su boca amenudo sólo salía la verdad. El que lohubiese hecho llamar sólo podíasignificar que los cruithne estabandestinados a participar una vez más enla batalla que se avecinaba.

Sin decir una sola palabra, girósobre los talones y recorrió a zancadasla distancia que lo separaba de sucaballo. Montó y volvió grupas pararegresar al poblado y conocer su destinoy el de su pueblo.

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Dominic estaba terminando de atarlas cinchas del caballo, asegurándose deque llevaba todo lo necesario al tiempoque echaba rápidas miradas al cielo,mientras observaba cómo el amanecerestaba dando paso a la mañana. Nubesgrises de tormenta empezaban aamenazar por el norte. El olor en el airey el nerviosismo de los caballos sóloconfirmaba lo que sus sentidos dedruida, en sintonía con la Naturaleza, lepronosticaban; iba a ser un infierno detormenta.

—Debemos darnos prisa —murmuró, tirando con fuerza de la últimade las cintas para luego subir al lomo

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del animal.Aedan, que en esos momentos

acababa de preparar su propia montura,asintió y subió también. Ciara salía enaquellos momentos con la baisleac de lacasa principal. Sus miradas seencontraron durante un breve instantecon un íntimo mensaje.

—Vamos —dijo él, volviendogrupas y azuzando a su caballo parainiciar la marcha.

—¡Tenéis que llevarla a Cean LochGilb antes de que la luna alcance suciclo! —las palabras de la sabiaresonaron mezcladas con el golpeteo delos cascos de los caballos en el suelo.

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La baisleac no podía estar segura desi la habrían escuchado, pero noimportaba; las cosas seguirían el cursoque debían seguir.

Frunciendo el ceño, chasqueó lalengua y se giró hacia la joven druidesa,le palmeó la mano y la miró durante unbreve instante.

—Partiremos inmediatamente paraCrinan —le informó mientras caminabahacia el carro, que había sido preparadosegún sus instrucciones.

—¿Crinan? —murmuró el laird, queestaba organizando todo para su prontapartida—. ¿Por qué allí, baisleac?

La mujer se volvió hacia el hombre

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y esbozó una lenta sonrisa.—Porque así lo mandan los dioses,

mi laird —respondió sin más,volviéndose finalmente hacia Ciara—.Y debemos darnos prisa, el tiempo pasademasiado rápido desde que ella estáaquí.

—Partiremos de inmediato, baisleac—aceptó Ciara, cosuelo de la carretapara subirlos a la parte de atrás.

—En cuanto encuentre lo que voy abuscar —anunció la ancianavolviéndose hacia el laird—, iremosdirectamente a la Reunión de los Clanes.

El hombre asintió y se hizo a unlado, para dejar que ella subiese al

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carro y se acomodara tomando lasriendas, mientras la druidesa ocupaba supropia montura con una pequeña muecaque a ella no le pasó desapercibida.

—Pronto deberás ir también en elcarro —dijo a la muchacha, con unaperezosa sonrisa que hizo que Ciara sesonrojara hasta la punta del pelo.

Entonces azuzó las riendas y ambasse pusieron en movimiento.

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Capítulo 16

Shadow posó la mano sobre elhocico del caballo cuando éste empezó apiafar nervioso. El brillo del amanecerhabía empezado a extenderse poco apoco a través del bosque, filtrándoseentre las ramas y deshaciendo lassombras. Llevaba un buen rato ocultaentre unos matorrales, lo suficiente lejosdel camino para no ser vista por elcontingente de hombres a caballo queavanzaba lentamente por debajo de ella.

Gracias al pequeño ruano, habíaconseguido atravesar una buena cantidad

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de terreno antes de la salida del sol.Atrás quedó el extenso páramo que diopaso a los ralos árboles que empezarona surgir convirtiéndose finalmente en unmontañoso bosque. Quizá el terrenocubierto hubiera sido mayor deencontrarse cómoda sobre su montura,pero a duras penas conseguíamantenerse lo suficientemente erguidacomo para no acabar cayendo en laprimera zanja que atravesaran.

La desconocida rigidez en laspiernas y el dolor del trasero laobligaron a hacer un alto poco despuésde penetrar en el bosque. Esperaba noequivocarse de dirección, pues sus

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recuerdos no eran demasiado clarossobre el camino a seguir.

Dominic la mantuvo prácticamenteenvuelta como una momia con aquellatela y, tras amordazarla, su mente estuvomás centrada en las diversas maneras enque podía ser torturada una persona queen el camino que seguían.

Los escuchó incluso antes de queapareciesen por el camino. La aprensióny la incertidumbre hicieron que corrieraa esconderse, dando por hecho que losjinetes serían o estarían relacionadoscon Dominic y los druidas; nonecesitaba ser un Premio Nobel parasaber que cuando él descubriera su

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partida saldría a buscarla… sólo paramaniatarla y encerrarla en algún lugardónde no le diese problemas.

Sin embargo, los hombres queaparecieron entre la espesura, vestidoscon ropas oscuras y pieles que losmimetizaban con el entorno, no parecíandel clan. Contó unos diez o doceguerreros armados; fue incapaz deconcretar el número.

Las espadas que colgaban de sucintura o espalda eran suficienteadvertencia para obligarla a correr yocultarse. Las imágenes de su primerencuentro con gente como aquélla nohabían sido agradables. Si bien su

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aspecto y ropas eran distintos, no estabadispuesta a correr riesgos.

El caballo volvió a bufar y se movióinquieto bajo su mano. Parecía que elanimal desconfiaba de aquellosdesconocidos tanto como ella.

—Shh —le susurró, con el cuerpotan tenso como una soga y la mirada fijaen los hombres, mientras rogaba paraque no se detuvieran.

Pero sus ruegos no fueronescuchados. Desde su posición, unosmetros por encima de ellos, vio como elhombre que iba a la cabeza del grupolevantaba la mano y los hacía detenersemientras escudriñaba lentamente todo a

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su alrededor; como si presintiera quealguien los vigilaba.

El capitán no podía quitarse deencima la sensación de ser observado.El conocido cosquilleo en la nuca nuncale falló a la hora de avisarle de lapresencia de problemas y esta vez lasensación era demasiado intensa. Losmurmullos empezaron a extenderse porel grupo mientras él continuó guardandosilencio. Los hombres ya se giraban deun lado a otro, con los arcos tensos ylistos y las espadas desenvainadasdejando tras de sí un sonido metálico,listos para enfrentarse a lo que quieraque apareciese.

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—¿Qué ocurre? ¿Por qué nosdetenemos? —preguntó el hombre quecabalgaba a su lado, volviéndose sobreel caballo para mirar con los ojosentrecerrados a través de la espesura—.¿Habéis visto algo?

No hubo respuesta. En cambiosondeó los alrededores con sumalentitud, escudriñando el entorno con elazul de sus pupilas, de un oscuro tonogris, aferrado a las riendas del caballo,que piafaba y movía la cabeza como sile molestara el bocado.

Entonces la vio. Sus ojos seencontraron durante un breve instante,pero fue suficiente para ver el miedo en

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su rostro y captar la urgencia con la quese levantó, tirando con ella de lo quemuy bien podía ser un pequeño ruano.Girando bruscamente la montura con unasola mano, hincó los tobillos en losflancos del caballo y lo instó a ascenderpor la empinada pendiente, arrancandohojas y tierra con los cascos.

—¡Capitán! —escuchó las llamadasde sus hombres, sorprendidos por surepentina acción.

—¿Qué diablos ocurre? —preguntóuno de los guerreros que montaba enformación tras él.

—El capitán ha debido ver algunacosa —respondió su compañero, antes

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de bajar de su montura de un salto, echarmano a su espada y salir en pos de sucapitán.

Shadow se recogió las faldas y giróen redondo. Tiró frenéticamente delcaballo, que acabó por encabritarse antela brusquedad de su trato y acicateadopor el miedo que olía en el aire.

El tirón con el que arrancó el animalsu carrera la arrastró varios metroshasta terminar espatarrada en el suelo,con las manos quemadas por el roce dela cuerda y sin aire en los pulmones.

Los sonidos se incrementaronaumentando su miedo y el relincho de uncaballo la obligó a girarse, justo a

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tiempo de ver cómo jinete y montura sealzaban sobre ella, seguidos de doshombres a pie.

Los oyó hablar, los vio intercambiarmiradas, pero una vez más fue incapazde entender lo que decían. El enormecaballo se acercó incluso más a ella,con el guerrero que lo montabainclinándose sobre el cuello del animal,mirándola y extendiendo una enormemano hacia ella mientras decía algunaspalabras que no comprendió.

Sus dos acompañantes, que tenían unaspecto mucho más osco, casiincivilizado, se abrieron paso azancadas, luciendo en sus rostros

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lascivas sonrisas… Aquello fuesuficiente para hacerla reaccionar.

Sus manos lastimadas ardían contrael sucio suelo, pero no le importó. Tomóun puñado de tierra y hojas y lo lanzóhacia el hombre que ya se cernía sobreella, para levantarse una vez más y echara correr. Un fiero gruñido cruzó elbosque casi al mismo tiempo que unborrón negro y gris pasaba como unaexhalación a su lado y se lanzabarabioso sobre el hombre que estuvo apunto de detener su huida. El aire huyóde su garganta una vez más al ver alsalvaje animal lanzarse con todo supeso, derribándolo entre gritos de dolor

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y gruñidos, convirtiendo la escena enuna sangrienta película.

—Riska —pronunció su nombre,sabiendo que no podía ser otro animal.

La sensación de acorralamiento ypeligro, unidos a los gritos del hombre ylos de sus compañeros, que intentabanquitarle al lobo de encima, potenció laadrenalina que ya inundaba sus venashaciéndola huir una vez más. Como unacriatura ciega y desesperada, atravesó elbosque. Los ecos de los gritos y loslastimeros aullidos la hicieron correrincluso más deprisa. Las ramas de losárboles le azotaban el rostro,enredándose en su pelo y arañándole los

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brazos, pero no disminuyó la velocidad.Ni siquiera se atrevía a mirar hacia

atrás. Casi podía sentir a su espalda elsonido de los cascos y el resuello delcaballo; notar el acero de una espadaatravesándola. Un lastimero gritoemergió de su garganta impulsado por elmiedo. No podía estar pasándoleaquello. No a ella. No podía ser real.

Pero lo era. El caballo saltó porencima de ella, haciéndola caer y rodarpor la pequeña loma hasta quedartendida de espaldas. Era muy real, comotambién lo era el guerrero que saltó alsuelo, espada en mano y apretó la puntacontra la piel desnuda de su garganta.

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Vestido de negro con algunos tonosde rojo y gris, fijó sus claros ojosenmarcados por unas oscuras cejas querivalizaban con el tono más oscuro aúnde su pelo. Al contrario que los hombresque había visto hasta el momento, surostro estaba libre de barba y su peloera mucho más corto y sin esas trenzasque adornaban las sienes de los otroshombres. Un aire de peligro lo rodeabapor completo, como disuadiendo acualquiera que tuviese la osadía depensar que podría salir impune de supresencia.

Ella lo vio inclinarse hacia delantepara recorrerla lentamente con la

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mirada, como si no pudiese dar crédito alo que acababa de encontrar. De su bocasurgieron unas palabras en gaélico,coronadas por un fuerte acento, aunqueno tan marcado como el de Dominic. Alno encontrar respuesta por su parte,frunció el ceño y volvió a hablarle.Finalmente bajó la espada para dirigirsea ella en un inglés con acento muymarcado.

—Bienvenida a Dalriada,Prometida.

Ella se arrastró hacia atrás cuandose sintió libre de la amenaza. Todo sucuerpo se estremecía por el miedo. Nosabía si podría levantarse siquiera o

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volver a escapar, pero el inesperadoalarido del lobo la hizo reaccionar. Eldolor en aquella voz inhumana leatravesó el alma y antes de poderdetenerse, se encontró corriendo denuevo, esta vez en dirección a losalaridos del animal. Las lágrimasinundaban ahora sus ojos y ladesesperación su pecho.

¿Dónde estaba Dominic? ¿Y Aedan?¿De dónde había salido el lobo? Él lahabía defendido y ahora le hacían daño.

—¡Dejadle! —empezó a gritar condesesperación, su voz rasgándose con elesfuerzo—. ¡No le hagáis daño!¡Márchate, perro estúpido! ¡Vete!

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No terminó de pronunciar la últimapalabra cuando se vio interceptadanuevamente. Unos fuertes brazosdetuvieron su enloquecida carrera,lanzándola al suelo, dónde se debatiócon patadas, mordiscos y puñetazos. Unasonrisa desdentada y podrida apareciócerca de su rostro, acompañada de uncuchillo que presionaba su mejilla y laobligaba a quedarse quieta o la cortaría.

Los alaridos del lobo se oían másfuertes, como también los improperios yalgún grito humano que no consiguióentender.

—¡Vete! —chilló con todo el aireque todavía conservaba en los

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pulmones, sintiendo el pinchazo delmetal en su carne—. ¡Riska, vete!¡Encuentra a Dominic y a los druidas!¡Vete!

Una fuerte bofetada puso fin a susvoces, trayendo en su lugar las lágrimasy un poderoso odio a sus ojos. Clavó losdientes en la mano que se había atrevidoa abofetearla, haciendo que la soltase ymascullase algo en voz alta.

—¡Maldita furcia! —exclamó elagresor, soltándola mientras miraba sumano con incredulidad, allí donde lospequeños dientes se habían hundido ensu carne.

Ella se arrastró lejos de aquel

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agarre. Sus manos sangraban sobre elsuelo y los pies golpeaban todo lo queencontraba a su paso, arrancando en elproceso algunos alaridos, pero subatalla no duró mucho.

Su cabeza cayó con brusquedadhacia atrás. Alguien la sujetaba del pelo,alzándola del suelo como a una muñecadesmadejada mientras ella intentabamantener la cabellera pegada a lacabeza. Su mirada encontró entonces ladel furioso hombre al que habíamordido, sólo para que el dolorestallase en su cerebro cuando éste lecruzó la cara con la mano. Elherrumbroso sabor de la sangre le

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inundó la boca, deslizándose por lacomisura de los labios mientras todosonido en torno a ella era sustituido porun constante zumbido.

—Puta —escupió él, prácticamenteen su cara, echándole el sucio ynauseabundo aliento—. Deberíaarrancarte la piel a tiras y despuéscortarte la cabeza y clavarla en una pica,para dejar que los animales del bosquese comieran tus restos por tuatrevimiento.

Ella se las arregló para escupir lasangre que inundaba su boca, dándole enplena cara. Podía no saber qué decíansus palabras, pero su tono era suficiente

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para intentarlo.—Cerdo —siseó.El guerrero reaccionó de inmediato

dejando claro que la había entendido. Selimpió el rostro con la mano, la sujetópor el canesú del vestido, rompiéndoloal tirar de ella, y acercó el cuchillo conel que la había pinchado en el cuello conuna obvia intención.

—¡Suéltala!La orden y el posterior tirón

surgieron de detrás del hombre que lasujetaba. El movimiento hizo que la hojale arañase una vez más antes de lanzarlanuevamente con fuerza hacia el suelo.

—¡Es la furcia de Dalriada! —

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clamó el despreciable ser al que hiriócon sus dientes, visiblemente ofendidoporque lo hubiesen interrumpido—. ¡Seha atrevido a morderme y por los diosesque atravesaré su cuerpo con mi espada!

—Deja tu sed de sangre a un lado,Ennis —continuó el guerrero con unavoz tan profunda y letal, que nonecesitaba nada más para resultarintimidatoria—. La mujer no puede sertocada, ya has escuchado al Ard Draoi.

El hombre escupió al suelo y clavósu mirada asesina en aquel que seatrevió a detenerle.

—Por lo que a mí respecta, esemaldito brujo puede irse con sus

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pócimas y predicciones al infierno —siseó, señalándola con la espada—. Estaperra me ha mordido y juro que lecortaré el cuello.

El hombre lo agarró por la pecherade cuero cuando intentó llevar a cabo suamenaza, empujándolo con tal fuerza quelo hizo caer sin más miramientos.

—Ten cuidado de a quién desafías,Ennis —lo previno sin moverse un solomilímetro—. Temo más la furia de mirey por no conseguir aquello que desea,que su descontento por quedarse sin unhombre.

Frunciendo el ceño, Ennis escupiónuevamente al suelo en un mudo desafío.

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Entonces se levantó y la fulminó con lamirada mientras ella todavía permanecíatirada en el suelo.

—No pienses que te han salvado elpellejo, furcia. Sólo acaban de retrasartu sentencia. Voy a dar con ese malditoperro y me haré unas botas con suestúpido pellejo —le dijo, ahora en uninglés tan burdo que ella apenasconsiguió entender la mitad.

Ella lo siguió durante un instante conla mirada hasta que vio al guerreromoverse hacia ella. Era el mismo que lahabía descubierto, aquél que la estuvoobservando y le cortó el paso,interponiéndose con su caballo. Casi sin

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darse cuenta ya estaba retrocediendo,arrastrándose sobre sí misma para huirde él una vez más.

Las embrutecidas y callosas manosdesnudas se alzaron a la par en unsímbolo de tregua. Sus movimientoseran lentos, estudiados, mientras seacercaba a ella.

—No voy a golpearos, muchacha —respondió con un tono de voz más suaveque el que utilizó con el guerrero,hablándole nuevamente en inglés.

Una mirada de recelo fue la únicacontestación que obtuvo de ella.

El hombre esbozó una irónicasonrisa, como si fuera capaz de leer las

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palabras no pronunciadas que esgrimíansus ojos.

—Tenéis coraje —aceptó, casicomo si le sorprendiera encontrarlo enella—. No hay duda de quién sois.

Ella no respondió de inmediato. Ledolía la boca, el golpe de aquelneandertal le había hecho daño.

—No soy nadie —musitó,escupiendo una vez más al suelo.

Él esbozó nuevamente aquellaextraña sonrisa, se inclinó sobre ella y,cogiéndola con firmeza por el codo, lalevantó sin mayor dificultad.

—Difícilmente podría considerarosnadie, Señora —respondió con cierta

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burla al tiempo que le examinaba elrostro con los ojos—. Vuestra solapresencia os delata, Prometida deDalriada.

Cahir se despertó sobresaltado. Elsudor le perlaba la frente y por una delas ventanas del dormitorio entraba ya laluz del sol, derramándose sobre la figuradesnuda que dormía a su lado. El largopelo castaño le cubría la espalda hastalas nalgas, dejando las largas piernasenvueltas en las mantas; una preciosavisión que llevaba calentando su camadesde hacía un par de semanas.

Incorporándose, se pasó la mano porla frente secándose el sudor al tiempo

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que retiraba algunos mechoneshumedecidos. Era incapaz de sacudirsela sensación de peligro que cada día sehacía más intensa en su interior, lanecesidad que lo empujaba en contra desu voluntad a emprender el camino queretrasaba desde hacía varios días.

Como laird del clan Campbell, erasu deber estar en la Reunión de losClanes que se llevaría a cabo en unascuantas jornadas. En cambio, el sueñode los druidas le indicaba un caminocompletamente distinto. Las visiones delaisling lo empujaban hacia Dunnad, almenos hasta ahora. Éstas habíancomenzado hacía ya varios días, en el

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momento exacto en que el Velo fuelevantado y ella lo traspasó, regresandotal y como fue profetizado. La habíasentido, del mismo modo que sabía quela sentirían cada uno de los druidas deDalriada; sus escoltas.

Un honor del que preferíaprescindir.

Si McTavish deseaba jugar a loshéroes era cosa suya. Para él lo másimportante era ir a Dunnad para sesgarla garganta de aquel maldito que seatrevió a regar la tierra con la sangre desus amigos, compañeros y familiaresdesde el mismo momento en que usurpóel trono.

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Suspirando, hizo a un lado lasmantas y bajó de la cama, totalmentedesnudo. Su mente todavía bullía, presade los rescoldos del sueño. En estaocasión existía una pequeña variación:sus sueños no lo dirigían hacia Dunnad,sino hacia el Loch Fine. Fuese lo quefuese, algo lo esperaba allí y debíaencontrarse con ello a la mayorbrevedad posible.

Con una última mirada a su amante,tomó su ropa y salió de la habitacióncon intención de prepararse para elviaje que lo esperaba.

Un nuevo tirón de la soga obligó aShadow a mantener el equilibrio para

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evitar terminar de bruces en el suelo. Elpelo desordenado le caía sobre la caraimpidiéndole ver bien. Al principiohabía luchado por mantenerlo fuera delrostro, pero después de un tiempo, elcansancio y el resentimiento hicieronque se diese por vencida en ese aspecto.

Le dolían las muñecas, en carne vivapor la fricción de la cuerda con la quese las ataron, tenía las palmasdesolladas y sospechaba que sus pies notendrían un mejor aspecto. No sabía eltiempo que llevarían caminando, pero ajuzgar por las molestas punzadas en suspiernas y la sequedad de sus labios, erabastante. El sol se alzaba abrasador por

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encima de sus cabezas, señalandoposiblemente el mediodía. La quemazónde las ataduras la obligó a apresurar elpaso, le dolían los brazos por culpa delos tirones que aquel malditodesgraciado daba a la cuerda con la quela retenían, obligándola a caminardurante horas, sin descanso, mientras éliba a caballo.

Aquella era su venganza pormorderle. Maldito fuera.

El otro hombre, el guerrero que lapersiguió a caballo y finalmente cortó suretirada, le devolvió el plaid que habíaperdido en su enloquecida carrera. Él lodispuso de nuevo sobre su figura,

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plegándolo y asegurándolo a su hombro,tal y como vio hacer a las mujeres delclan, para finalmente atarle las manossin contemplaciones y entregarla a sushombres.

Maldito fuera él también. Suamabilidad era incluso más cruel quelos tirones y las miradas asesinas deaquel al que llamaban Ennis.

Durante el tiempo que llevaban deviaje no había hecho más que maldecirinteriormente a Dominic, al destino y acualquier cosa que hubiese conjurado supresencia allí. Perdió la cuenta de lasveces que volvió la vista atrás,observando los alrededores con la vana

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esperanza de ver al lobo, al ruano huidodurante la pelea o, aún mejor, a losdruidas. En aquellos momentos preferíaenfrentarse a la furia y desaprobación deNick que a esos malditos que laarrastraban como si fuese un animal.

Lamiéndose los resecos labios unavez más, alzó la mirada hacia el únicoque parecía tener alguna respuesta queno fuesen escupitajos o frases sinsentido. Él montaba a caballo, iniciandola marcha, y a juzgar por la manera en laque todos cumplían sus órdenes, debíade estar al mando.

—¿A dónde me lleváis? —se lasarregló para hablar. Su voz parecía una

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seca lija.El hombre oyó su voz, se volvió

hacia ella y, tras unos instantes, al verlatropezar y retener el equilibriobrevemente, alzó la mano en un puño yemitió una seca orden.

—¡Alto!El pequeño contingente se detuvo y

algunos hombres se volvierondisimuladamente para mirar a la mujer;otros, sin tanto disimulo. Girando sumontura, la condujo lentamente haciaella, deteniéndose a su lado mientras lacontemplaba con obvio disgusto.

Ella chasqueó la lengua parareclamar su atención.

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—Sabes, es de muy mala educaciónquedarse mirando así a la gente —murmuró con voz rasgada. Tenía la bocademasiado seca para poder hacerlomejor—, por no hablar del dolor decuello que me estás provocando.

El guerrero esbozó una perezosasonrisa. Para su sorpresa, desmontó y sele acercó al tiempo que extraía uncuchillo de la parte de atrás de sucinturón. El filo de la hoja cortó lacuerda que la unía al caballo de Enniscomo si fuese mantequilla y de un tirónla atrajo hacia él. Sus labios sefruncieron y sus ojos adquirieron unbrillo peligroso cuando vio el estado de

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sus manos.—Montaréis conmigo —declaró en

ese tono hosco, aunque su mirada seclavó durante un brevísimo momento ensu captor.

Una serie de murmullos y gruñidosse extendió con la misma rapidez de lapólvora, iniciado por Ennis.

—No podéis hablar en serio, es unaramera —escupió—. Que camine hastadesollarse los pies.

Dicho eso escupió al suelo.La mirada que lanzó él en torno a

todos los presentes fue suficiente paracortar todo cuchicheo de raíz.

—Quiero estar en Dunnad en dos

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jornadas más a lo sumo, y dado el rodeoque estamos dando para evitar a losclanes, tendremos que subir a Lechuaryy de allí bajar de nuevo hacia Dunnadatravesando las colinas —informó convoz fría, letal—. No arriesgaré nuestramisión permitiendo que nos den alcance.Ignoro cómo ha llegado sola hasta aquí,pero estoy seguro de que no pasarámucho tiempo antes de que sus druidasaparezcan para reclamarla.

Ennis refunfuñó con el odioextendiéndose desde sus ojos.

—Deberíamos matarla aquí mismo yterminar con todo de una vez.

La férrea mirada del rostro del

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capitán fue suficiente para acallarlo porfin. Ella no sabía qué acababan dehablar entre ellos, pero la muerte estabapresente en aquellos ojos.

—Guarda tus malditos consejos paraquien desee oírlos, o puede que lapróxima vez que intentes hablar teencuentres sin lengua.

Apretando los dientes para morderseuna respuesta, el soldado desató el restode la cuerda de su montura y la lanzó alsuelo, seguido de un escupitajo que cayóa sus pies. Su mirada contenía unapromesa de revancha, pero no estabasegura si iba dedicada a ella o a su jefe.Volviéndose con su caballo, dejó su

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puesto para ocupar una nueva posición ala cabeza del grupo.

—Ese tío es el que después, en laspelículas, te clava un puñal en laespalda —murmuró ella, haciendo unaapreciación.

El guerrero se limitó a arquear unadelgada ceja negra.

Sus ojos grises parecían incluso másclaros bajo la luz del sol.

—Deberíais de preocuparos porvuestro sino, Mi Señora, no por el mío—le dijo él con desinterés. Sin dejarletiempo para responder, la cogió por lacintura y la alzó sobre su caballo,reteniéndola unos instantes tras

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encontrarse con su mirada—. Sois vosla que quizá no volváis a ver la luz delsol.

Ella apretó los labios y contuvo lalengua, luchando contra un inesperadoestremecimiento. Sonriendo satisfecho,él sacó un pellejo de agua de las alforjasy se lo ofreció.

—Bebed —le ordenó—, todavíaquedan dos jornadas de viaje.

Demasiado sedienta como pararesistirse, cogió como pudo la suavepiel que contenía el preciado líquido yse lo llevó a los labios. Tenía queconservar las fuerzas si aspiraba a huiren algún momento, preferiblemente antes

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de que llegasen a su destino… o lamatasen.

La luminosa mañana mudó hastaconvertirse en una tarde gris.

Las nubes cubrían el cielo con uncolor plomizo que prometía lluvia y elaire se había enfriado, derivando en undescenso de las temperaturas. Aedanlevantó la mirada de las evidencias quemostraban el paso de un pequeñocaballo que cargaba con cierto peso,seguidas de otras más pequeñas, algomás alejadas, que se volvíanintermitentes a medida que seadentraban en el bosque.

—No se ha marchado sola, ese

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condenado lobo la ha seguido —murmuró, lanzando al suelo un puñadode tierra y hojas, observando su entornoy esperando encontrar algo que les diesealguna señal más precisa—. Pero nocomprendo hacia dónde se dirige,parece como si simplemente echase asuertes el camino a seguir y continuasesiempre hacia delante. Si su intención esvolver a casa, el único enclave queconoce es por el que llegó y está endirección opuesta a la que ha tomado.

Negando con la cabeza, Dominicdejó vagar la mirada por el entorno.

—No, si lo que pretende es desandarel camino por el que la traje —murmuró

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con un resoplido.—Sigue sin tener sentido —insistió

él—, está dando un gran rodeo.—Apenas logra sostenerse lo

suficiente sobre un caballo si va al paso—le recordó Dominic—. Jamás podríallevar a ese pequeño ruano a través delos páramos y mucho menos por lamontaña, a no ser que vaya a pie duranteparte del trayecto. Si Riska está conella, es posible que le esté haciendo deguía…

—Sí, ¿pero a donde? —aceptó.Dominic suspiró y cerró los ojos

mientras recordaba una parte de laprofecía.

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Su mano tentará a la bestia y ladoblegará a su voluntad.El alma salvaje sucumbirá a la voz dela Elegida y por el sendero que marcasu camino la guiará.Los alaridos que teñirán la noche,harán llorar al amanecer.Ríos y mares fluirán como un solo serdesde el corazón de la tierra.Y aquello que permaneció enterrado,volverá a resurgir.

Él volvió a negar con la cabeza y sevolvió hacia Aedan.

—Seguiremos bordeando el bosque.Si tu lobo está con ella, la protegerá.

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Aedan asintió.—Tenemos que darnos prisa.

Cuando empiece a llover será másdifícil seguirles el rastro.

Echando un último vistazo, Aedanemitió un agudo silbido acariciado porsu propio poder. La ausencia derespuesta no hizo sino aumentar suinquietud. El lobo era casi tan cercano aél como a los demás druidas. Si leocurriese algo, oiría su llamada.

Un ligero resoplido procedente de sumontura hizo que volviera la mirada alcaballo. Estiró la mano para calmarlo yse encontró con los ojos verdes de sucompañero por encima de la silla.

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—Sugiero que vayamos haciaLechuary. Si ha decidido atravesar lascolinas con ese ruano, es la opción másviable.

Él asintió, rememorando la estrofade la leyenda y apretando los dientesante el hecho de que, poco a poco, todaslas piezas encajaban convirtiéndola enrealidad.

—Hay que evitar que la patrullanorthumbriana dé con ella antes quenosotros —aceptó, tirando de lasriendas hacia la derecha para girar alcaballo—. Ahora que saben que estáaquí… sólo los dioses saben qué haráncuando la encuentren.

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Aedan subió a su caballo con solturay maniobró hasta quedar a su lado.

—Daremos con ella antes de que esosuceda.

Él respiró profundamente y, sindecir una palabra, se puso enmovimiento iniciando un ligero trote queAedan siguió al momento.

No había tiempo que perder. No, sideseaban salvar la vida de la Prometidade Dalriada.

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Capítulo 17

Las nubes que durante buena partede la tarde presagiaron lluvia notardaron en cumplir con su amenaza.Shadow iba montada delante delcapitán, escudada del inclemente tiempopor su cuerpo y la capa que éste decidiócompartir con ella.

Con las manos desolladas atadas alfrente, él la mantenía prisionerasujetando las cuerdas con la mismamano que manejaba las riendas. Susintentos por entablar conversacióncayeron en saco roto, él ni siquiera la

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miró, limitándose a conducir su monturay dirigir a los hombres que montabantras él. Las miradas furtivas que recibíade los otros dejaban muy claras susintenciones, ninguno estaba feliz de supresencia allí ni de la deferencia que sucapitán tenía con ella.

El capitán alzó un puño en el aire ydetuvo su caballo, para que todospudieran escuchar sus instrucciones, queexpresó con voz firme y sin necesidadde alzarla ni un ápice.

—Acamparemos en la ladera oeste—informó, contemplando el entorno conojo crítico.

Era una zona lo suficientemente

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alejada del camino y ubicada en unaposición preferente que les permitiríavigilar el sendero principal al tiempoque se resguardaban del inclementetiempo.

—Montad el campamento y apostaddos guardias en el perímetro. Quierovigilancia durante toda la noche.

Con una agilidad pasmosa para sucorpulento cuerpo, bajó del caballo. Lahizo descender de la grupa y la dejóbajo la vigilancia de uno de los hombresque había cabalgado a su lado, al quetambién entregó las riendas de sumontura.

—Hazte cargo de ella. No la pierdas

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de vista o lo pagarás con tu vida.No hubo ni una ligera vacilación en

su voz.—Sí, señor —cogiéndola del brazo,

el otro tipo tiró de ella con rudezahaciéndola caer al suelo—. Abajo.

Ella apretó los dientes ante el súbitodolor que recorrió su cuerpo, que mitigólanzando una expresiva mirada de furiaa su nuevo carcelero. El capitán sealejaba ya a grandes zancadas,repartiendo órdenes a diestro ysiniestro. Una vez más, la barrera delidioma la ponía en inferioridad decondiciones.

—Maldito hijo de puta —masculló,

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entrecerrando los ojos sobre él, paraseguidamente emitir un gritito cuando elhombre le tiró del pelo con fuerza alponerla en pie.

—Camina —la empujó,escupiéndole el aliento en el rostro.

Ella contuvo la respiración duranteun instante.

—Señor… —gimió apartando elrostro—. Tu aliento es peor que tuhedor…

Un nuevo tirón la alzó sobre suspies, encarándola con aquel rostrobarbudo de oscuros ojos marrones. Sibien ella no era baja, el hombre era unamontaña.

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—Si sabéis lo que os conviene,moza, mantendréis la boca cerrada —laamenazó en un burdo inglés del queinterpretó, más que entendió, suspalabras. Sin más, la arrastró con élhacia la pared rocosa de la ladera en elque ya comenzaban a montar elcampamento.

La lluvia empezó a arreciar. Lasdiminutas y molestas gotas dieron paso auna tupida cortina de agua que prontoarrastró consigo la suciedad del camino,empapándolo todo, y bajando por laladera en forma de pequeños riachuelos.En perfecta coordinación, los hombresresguardaron sus monturas y montaron

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una zona seca con cubiertas de ramas ypieles o con sus propias mantas detartán.

No faltaron las miradas asesinas ensu dirección, que la hacían, una vez más,consciente de lo indefensa que estaba ydel peligro al que se enfrentaba. Searrebujó como pudo en el plaid que elcapitán le permitió conservar. Con lasmanos atadas, poco era lo que podíahacer; el frío y la humedad empezaban acalarla y, si no se resguardaba de lalluvia, pronto estaría tiritando y lecastañearían los dientes.

La irrealidad de los acontecimientosla hicieron pensar en su propia suerte y

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en sus decisiones. ¿Qué estabahaciendo?

¿Por qué dejó la seguridad y el calorque encontró la pasada noche en losbrazos de su amante para lanzarse unavez más a las fauces del demonio? Sunecesidad de volver al hogar, deescapar de aquella locura le habíanublado el juicio. O quizá fuese elmiedo a sucumbir a sus palabras, a susruegos, y perderse antes de encontrarse.

Ella se negaba a sí misma larealidad, pero ésta continuabagolpeándole en la cara. No podíaignorar que los sucesos acontecidos enlos días pasados la ponían en una difícil

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posición. De la noche a la mañana habíaabandonado la seguridad de su época yse había descorrido el Velo que ocultabasu pasado, todo para encontrarse enmedio de una guerra civil donde el quellevaba las de ganar era el que máscabezas cortaba.

No existían los políticos y, a pesarde todo, las intrigas dominaban elmundo; cada uno tenía su propia ley y seesforzaban por hacerse oír por encimade los demás. Ella se había convertidoen un símbolo de esperanza paramuchos, se la tildó de milagro cuandoera incapaz de hacer lo correcto siquieraconsigo misma.

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Tenía miedo. Le aterraba laconfianza que aquellas gentesdepositaban en ella, la misma confianzaque esgrimía Nick, pero más allá detodo aquello, lo que más temía erasucumbir a sus ruegos; especialmentedespués de la última noche.

No era más que una estúpida mujerenamorada. Por mucho que intentaraevitarlo, seguía queriéndolo como elprimer día. Puede que el hombre con elque convivía actualmente no fuese elmismo que recordaba, pero su esenciaseguía allí; más dura, más intensa, peroseguía siendo él.

Y sabía que si le pedía una vez más

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que se quedara, que luchase a su lado, loharía.

El miedo y la cobardía lacondujeron de nuevo al lugar en el queahora se encontraba.

El graznido de las aves en el cieloatrajeron su atención.

Sobre sus cabezas, un par degaviotas planeaban luchando contra lainclemencia del tiempo, buscandoseguramente la comida que noencontraban en el mar. Tenían que estarcerca de alguna zona de costa, supresencia así lo delataba.

Los hombres que se movían a sualrededor, ignorándola, encendieron una

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pequeña fogata cobijándola cerca deltalud rocoso, dónde no la apagase lalluvia al tiempo que ocultaban el fulgorque los delataría. El humo se mezclabacon el húmedo ambiente, haciendoimposible detectarlo. Para entonces ellaya estaba temblando, tenía que apretarlos dientes para evitar que lecastañeasen, y el rico aroma de la carnesurcaba el aire arrancando gruñidos a suhambriento estómago. Puesto que ellasólo era una prisionera, la mantuvieronalejada, sin agua ni comida, y sin elconsuelo del calor del fuego, echadasobre el frío suelo sin nada que aislarala humedad de la tierra bajo su cuerpo.

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Buscó con la mirada al capitán. Apesar de su apariencia amenazadora erael único que le mostraba algo deamabilidad, mientras que los demás sehabían limitado a golpearla oamenazarla de muerte. Lo encontró alotro lado del improvisado campamento,bajo una techumbre construida con supropio plaid. Tenía la mirada fija enalgún punto del oscuro bosque, sumidoen sus propios pensamientos.

El suave relincho de los caballoshicieron que volviese ahora la cabezahacia ellos. El recuerdo del pequeñoruano que la había acompañado a lolargo de su huida regresó a su mente.

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Rogaba por que el noble animalestuviese a salvo y supiese encontrar elcamino al hogar. Sus ruegos seextendieron también al fiero lobo que ladefendió; los lastimeros aullidos, lasangre, su cuerpo cubierto de flechas…Era incapaz de hacer a un lado aquellasimágenes. El animal se había mantenidofirme, con sus ojos ambarinos brillandoen la oscuridad y las fauces desnudas;luchando por su vida… y por la de ella.

¿Por qué todo a su alrededor teníaque ser guerra y muerte?

Tenía que huir, alejarse de aquelmundo de terror antes de que ocurriesealgo peor, antes de que Dominic o

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cualquiera de las personas que laprotegían sufriesen por culpa suya.

Procurando no llamar la atención,paseó la mirada una vez más por elcampamento. Los caballos estaban en elborde más alejado de la pared,cobijados del temporal; demasiadoapartados para que pudiese alcanzarlos,por no mencionar que con las manosatadas no podría siquiera subir a lomosde ninguno de ellos. Los hombresestaban reunidos contra la roca, al calorde la lumbre; sólo el capitán y doshombres más permanecían en lasinmediaciones, vigilantes.

El camino principal discurría a su

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izquierda, a unos pocos metros de suubicación actual. El montañoso bosquelo cubría todo sumiéndose cada vez másen la oscuridad; una oscuridad que laaterraba pero que podría ser su mejoraliada si deseaba escapar. Sabía queestaban dando un rodeo, la montañaascendía y su captor se limitó a seguir elsendero principal, entrando y saliendode él para seguir en una misma línea,bajando incluso antes que ascender.

«Lo que estoy pensando es unalocura», se dijo a sí misma, intentandobuscar una alternativa, pero éstas noparecían abundar.

Ella no solía rezar, ni quiera estaba

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segura de que hubiese acudido algunavez a Dios, pero desde que llegó a estetiempo, su fe parecía habersefortalecido. Después de todo, era en losmomentos más desesperados en los quese necesitaba algo en lo que creer, fueselo que fuese.

Con un suspiro, envió una nuevaplegaria al cielo, rogando a quienquisiera escucharla que le permitieseseguir adelante una noche más.

Aedan se retiró unos mojadosmechones de pelo del rostro paraintentar ver a través de la fina lluvia.Sus oídos, al igual que sus sentidos, semantenían en alerta. Necesitaban dar con

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al-go, con cualquier pista que loscondujese hacia la muchacha.

Sus sospechas de que la patrullanorthumbriana hubiese dado con ella sehicieron insoportablemente ciertascuando encontraron al pequeño ruanoque faltaba del corral, vagando sin jinetepor las empedradas colinas. Las huellasque encontraron sugerían un grupo deunos diez o doce hombres a caballo,viajando al paso hacia el norte.

—Esto no me gusta —murmuró,siguiendo las huellas del suelo a pesarde la inclemencia del tiempo.

Dominic, que había desmontado, seacercó a él, acuclillándose para ver lo

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que su compañero había encontrado.Si había un buen rastreador en los

clanes, ése era sin duda Aedan.—Parece que los northumbrianos se

han vuelto más inteligentes de lo queesperábamos; están conduciendo susmonturas hacia las zonas rocosas, dóndees más difícil rastrearlos, especialmentecon este tiempo —continuó Aedan sindespegar la mirada del suelo—. Perohay algo que no me gusta.

—¿Qué es?El druida se puso en pie, agudizando

la mirada y aprovechando los últimosmomentos de luz antes de que se hiciesecompletamente de noche, lo que haría

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prácticamente imposible ver las huellas.La lluvia, que no remitía, contribuía adificultarles el avance.

—Están dando un enorme rodeo —respondió, volviendo a su caballo—.Sus huellas se adentran en la montaña,pero no la atraviesan, la estánbordeando. Lo más sensato seríadirigirse directamente hacia Dunnad,especialmente si la tienen con ellos…

Él negó con la cabeza.—Se dirigen hacia Lechuary —

murmuró haciendo un rápido repaso dela geografía de la zona—. Querránevitar el territorio de los clanes. Algome dice que las tribus cruithne no están

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siendo tampoco demasiado amistosas, nisiquiera con sus aliados.

Su compañero asintió.—Los clanes han avisado de

incursiones en territorio dalriadano —corroboró, volviendo la mirada en ladirección por la que vinieron—. Labaisleac ha partido sola con Ciara, nisiquiera quiso hablar de escoltas… Nome gusta.

Miró a su amigo comprendiendo suinquietud. Él mismo se estaba muriendopor dentro con cada segundo que pasabasin haber dado con Shadow.

—Ciara no está indefensa, es unaguerrera y druidesa.

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—Dejó caer la mano sobre suhombro en una muestra de confianza—.Y Runa tiene más trucos en la manga queel mejor de los juglares. Estarán bien.

Aedan asintió lentamente, sin poderquitarse esa sensación de aprensión y sevolvió hacia su caballo, sólo paraquedarse congelado, con un pie en elestribo a punto de montar, cuando unagudo estremecimiento recorrió sucuerpo, seguido del angustioso y lejanoaullido de un lobo.

—Riska —jadeó, cayendo derodillas al suelo, sintiendo el dolor delanimal en su propio cuerpo—. Estáherido…

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Él, que había escuchado también elangustiado aullido, montó rápidamente yvolvió grupas. Enseguida el jovendruida del clan McNeil estaba a su lado,azuzando a su propia montura ylanzándose en una desenfrenada ypeligrosa carrera en un momento en quela luz se iba apagando a velocidadprodigiosa.

Cabalgaron como el rayo, luchandoa su paso con las ramas que entorpecíansu camino y que muy bien podían lograrquebrar las patas de alguno de suscaballos, al tiempo que dejaban a suespalda la molesta lluvia tras el espesoramaje de los árboles.

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Un nuevo aullido, esta vez máscercano, les hizo desmontar y seguir elcamino a pie. Aedan corría sintiendo ladesesperación del lobo, el dolor y susagudos lamentos en lo más profundo desu alma. Estaba herido, muy malherido.

—¡Riska! —empezó a llamarlo, sindejar de correr. Las ramas le azotaban elrostro, pero parecía no importarle—.¡Riska!

Como un fantasma que surgiera entrela niebla, el lobo apareció encaramadosobre unas rocas; una figura oscura en lapenumbra del bosque, con todo su pelajehúmedo por la lluvia y la sangrederramada. El animal dio unos pasos

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vacilantes, casi arrastrándose, con unapata delantera alzada y la aterciopeladalengua caída a un costado de laspoderosas fauces.

—Riska… —el alivio recorriódurante un instante a Aedan antes de verlos restos de dos flechas, con las que lehabían asae-teado en el lomo—. Dioses,no…

Gimoteando por el dolor, el animalhizo su mejor esfuerzo por acercarse asu amigo, lamiéndole la mano antes declavar sus acuosos ojos dorados en losdel druida en un silencioso mensaje.

La conexión fue rápida y letal. En elespacio de un parpadeo, Aedan vio y

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sintió a través de los ojos del animal elmomento en que la muchacha fuealcanzada y el lobo se lanzaba sobre susatacantes, con uñas y dientes, hasta queun fuerte estruendo sacudió al animal,obligándolo a cumplir con la ordenrecibida… «Ve en busca de losdruidas».

—Sagrados dioses —jadeó, cayendoal suelo con los ojos lagrimeando acausa del dolor—. La… La tienen.

El lobo emitió un poderoso aullidoantes de intentar levantarse de nuevo yluchar contra el cansancio y la pérdidade sangre para continuar andando.

—Riska, no —intentó detenerlo. Sus

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manos se mancharon de sangre cuandoacarició el pelaje del lobo—. Nopuedes seguir, nosotros daremos conella… Has cumplido con lo que te hapedido, ahora tienes que descansar…

Nunca se había planteado realmentede dónde venía su conexión con el lobo.Al principio pensó que se debía a susdones druídicos, pero ya no estaba tanseguro, aquella era la primera vez queveía a través de sus ojos. Desde que lorecogió siendo un cachorro, existió entrelos dos cierto sentimiento, una conexiónmuy cercana que los llevaba a sercapaces de encontrarse el uno al otro,aunque jamás de aquella manera. Y

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ella… La explosión de poder que sintióa través del lobo… ¿Sería posible?

—Por supuesto… —murmuró en vozalta, alzando la mirada hacia sucompañero—. Por eso es la Prometidade Dalriada…

Dominic lo miró con el ceñofruncido.

—¿De qué estás hablando?Él negó con la cabeza al tiempo que

le indicaba con un gesto que se acercara.Sujetó al lobo.

—Esto va a doler, amigo —dijo alanimal, acariciándole el hocico—, perote prometo que será rápido.

Con una silenciosa mirada, señaló

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las dos flechas que perforaban la piel deRiska, a lo que su amigo asintió.Rápidamente, Dominic extrajo las dospuntas del cuerpo del lobo haciendo queéste emitiese un angustiado aullido dedolor. Ambos aunaron sus poderes paradetener el flujo de sangre.

—La he visto a través de sus ojos —murmuró él tomando a su lobo en brazospara atravesarlo suavemente sobre ellomo del caballo y subir él después—.La han hecho prisionera.

Dominic apretó los dientes pero nodijo nada, se limitó a subir a su montura.

—¿Por dónde?—Hacia el fiordo —declaró, y posó

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una mano en las riendas del caballo desu amigo para retenerlo todavía unmomento más—. Ella le ha dado unaorden directa a mi lobo, Kieran. Esepoder… No creo haberlo sentido nuncaantes, va más allá de nuestros donescomo druidas…

La mirada de Dominic hablaba porsí sola.

—¿Lo… sabías?Él asintió.—Yo no abrí el Portal para ella,

Aedan —aseguró, recuperando lasriendas—, sólo alcé el Velo. Vamos, eltiempo corre y no precisamente anuestro favor.

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Sin decir una palabra más, él inicióla marcha, dejándose guiar gracias a suconexión con el lobo, hacia el lugardónde éste se separó de la Prometida deDalriada.

La lluvia cesó por fin, dándoles unabreve tregua. La luz de la lumbre creabasombras contra la húmeda pared de rocay Shadow estiró sus manos atadas haciael fuego luchando contra los escalofríosque la hacían temblar sin parar.

Poco después de quedarse dormida,unos brazos la zarandearon trayéndolade nuevo al reino de los vivos,sacándola del frío manto que la envolvíapara arrastrarla prácticamente hacia el

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fuego, avivarlo y empezar a escupir engaélico a todo hombre que tenía cerca.Luego la obligaron a beber. El licor lequemó la garganta, ahogándola y almismo tiempo reanimándola losuficiente para ver ante sí al capitán,cuyos ojos se clavaban en los suyos confría determinación y… ¿piedad?

—Si deseáis conservar la vida, noos durmáis —le dijo en aquel fuerte ygutural inglés. Le arrancó el empapadoplaid y sustituyó por una manta secaantes de volver a gritar a sus hombres.

Segundos después, alguien lanzaba asus pies un trozo de pan duro y unamanzana que no habría sido un manjar ni

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siquiera para los cerdos. Para entoncesya había recuperado la sensibilidad delas manos y los pies, si bien todavíatemblaba; el congelante sopor que laacunaba se había ido, dejándolaúnicamente agotada.

Sus ojos verdes se despegaron uninstante del fuego, vagando una vez máshacia el rincón en el que descansabanlos caballos, ahora mucho más cerca deella. Las cuerdas en sus manos estabanensangrentadas y sus muñecas en carneviva por los tirones y el esfuerzo queponía en aflojarlas. Apretando losdientes contra el dolor, tiró una vez más.Una punzada atravesó su piel cuando la

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soga se deslizó por su mano,permitiéndole una pequeña victoria.

Suspirando agradecida, volvió lamirada en dirección al capitán, quehabía regresado a su improvisada tienday ahora descansaba, o ésa era laimpresión que daba, pues no era laprimera vez que la sorprendía abriendosus ojos y clavándolos en ella. El restodel campamento seguía en silencio. SóloEnnis mantenía una vigilancia constantesobre ella; sus gestos prometían unamuerte no precisamente rápida y muchosufrimiento. «Justo lo que quiero»,pensó irónica.

Apartando la mirada del rabioso

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soldado la dejó vagar por el linde delbosque, el cual ahora se sumía en unaasfixiante oscuridad. Saber que tendríaque atravesarla, sumergirse en ella yabrazarla para poder escapar la poníanerviosa, pero la alternativa intuía queno sería mucho mejor.

Lentamente, ocultando sus manosbajo la tela del plaid, volvió a tirar delas cuerdas, sintiendo por fin cómo éstascedían del todo liberando una de susmanos. La sensación de triunfo quedórápidamente solapada por la esperanza yalivio que sintió al observar de nuevo lalinde del bosque.

Podía encontrar raras muchas cosas

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en aquel tiempo, pero si algo conocíaera la niebla; sabía cómo solíacomportarse la película blanquecina quese extendía cada vez más tupida e ibadejando tras de sí una fina llovizna, peroaquel manto denso que se arrastrabahacia el campamento cubriéndolo todono era la forma en la que se comportabanormalmente el fenómeno. Sólo habíavisto una vez algo parecido, y fueconvocado por un druida.

—Nick —susurró en voz baja,contemplando cómo el suave y húmedohumo blanco se extendía a su alrededor.

Todo el contingente de soldadosparecía estar ocupado en sus quehaceres

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o sumidos en su descanso y no dieronimportancia a lo que ocurría a sualrededor. Todos, excepto el capitán.Los ojos grises del soldado —ahoraabiertos— miraban con fijeza el bancode neblina que se alzaba y extendía.Luego cambió de dirección la mirada,despertando en ella un entendimientoque pareció ser elusivo durante unosinstantes.

—Druidas —musitó al tiempo quese levantaba y se dirigía directamente asu lado, mientras ladraba órdenes confiereza—. ¡Arriba, malditos! ¡Es unatrampa! ¡Vienen a buscarla! ¡Arriba,escoria!

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La adrenalina, alimentada por laansiedad y el miedo, le dieron fuerzaspara levantarse y correr como alma quepersigue el diablo hacia los caballos.

Los animales se asustaron,moviéndose y relinchando ante lapresencia extraña, soltándose de susasideros para empezar a desperdigarse.Los hombres entraron en acción, algunosdeteniendo a las asustadas monturas quepretendían marcharse y otros, espadasen mano, buscaban ya a sus enemigos.

Con una última mirada por encimadel hombro, ella vio como dos hombrescargaban hacia ella; uno de ellos era eltemido Ennis. Suplicando al caballo que

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se mantuviese quieto, se las ingenió paraencaramarse a la silla. El primer intentola hizo resbalar, pero la desesperación yel miedo acudieron una vez más en suayuda, prestándole las fuerzasnecesarias para intentarlo una vez más y,esa vez sí, subirse precariamente en lasilla. El animal nada tenía que ver con elamable ruano; su estatura era inmensa ytambién su nerviosismo, a juzgar porcómo se movía bajo sus piernas,llevándola a tener que aferrarse a sucuello.

—Por favor, bonito, no me tires —suplicó con desesperación al ver que loshombres que salieron a su captura

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estaban a un paso de alcanzarla.—¡Baja de ahí, zorra! —el bramido

de Ennis fue tal que, sin pensarlo dosveces, clavó los talones en los flancosdel caballo y, como si éste presintiera suurgencia, echó a correr como unaexhalación hacia el interior del bosque.

—¡No! —oyó un grito a susespaldas.

—¡Se escapa! ¡A los caballos!¡Coged los caballos!

Ella se aferró con fuerza a lasriendas y crines del animal, apretandolos dientes cuando las ramas le azotabanla cara en aquella palpable oscuridad,sin ver como el líder del ejército

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northumbriano recuperaba uno de losjamelgos y salía tras ella.

Su desaparición, suponía, podríasignificar incluso su propia muerte.

Shadow dejó atrás la prudencia.Todo su cuerpo temblaba mientraspermitía que el fogoso animal surcara latierra como una exhalación. Cerró losojos con fuerza, aferrándose condesesperación a su cuello, murmurandoen voz baja palabras incoherentes quesuponía irían dirigidas a cualquier sertodo poderoso que pudiera protegerla dela muerte. A lo largo de los últimos díashabía rezado más que en toda su vida.

El sonido del piafar del caballo

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pronto se unió a los cascos de otro queresonaban contra el terreno en mitad dela noche. Los gritos se alzaban en uncoro de palabras sin sentido, pero no seatrevió a mirar atrás. Azuzó a sumontura y permitió que ésta la sacase deaquella pesadilla.

La oscuridad los engullía y lasramas aparecían por doquier azotándola,golpeándola con fuerza un instante antesde sentir cómo su cuerpo se elevaba enel aire. De su garganta emergió un gritode sorpresa y horror cuando su caballotropezó en su enfebrecida carrera,arrancándola de la silla y saliendodisparada hacia el duro suelo. El aire

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abandonó sus pulmones de golpe y eldolor se extendió por su cuerpo con lafuerza de un tornado. Durante un instantefue incapaz de moverse.

Las lágrimas corrían ya por sus ojosmientras sus oídos zumbaban, incapacesde reconocer un solo sonido. No supo dedónde le vino la fuerza para levantarse;sus pasos eran tambaleantes, pero noimportaba, en su mente regía lanecesidad de alejarse de aquellossalvajes… Tenía que llegar aDominic…

Él era su seguridad, su tabla desalvación y estaba ahí fuera, en algunaparte.

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—Nick —susurró su nombre.Incluso hablar dolía—. ¡Dominic!

Jadeando y cojeando a causa de lafuerte caída, continuó caminando aciegas por el oscuro bosque. El relinchode un caballo la asustó y algo pasó a sulado como una exhalación, empujándolade nuevo y haciéndola caer contra unade las sombras que formaban losárboles. El tronar de los cascos de loscaballos era ahora más fuerte, casipodía sentir cómo la tierra temblababajo sus pies mientras ascendía a travésde rocas y arbustos. Escuchó el zumbidodel viento, lo sintió tironeando de suropa a medida que ascendía; el sonido

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del mar batiendo con fuerza contra losacantilados llegaba a sus oídos, juntocon el aroma de la sal.

—¡Ése es el caballo! —oyó voces,pero era incapaz de descifrar susignificado.

—¿Dónde está? ¿Dónde está,maldita sea?

Los sonidos se confundían a suespalda. No sabía si eran aliados oenemigos, pero tampoco iba a detenersepara averiguarlo. Estaba aterida de fríoy el dolor en todo su cuerpo erasuficiente para hacer que las lágrimas nodejaran de brotar de sus ojos,nublándole la visión. Siguió avanzando,

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todo lo que podía hacer era seguirtrepando.

—¡Allí arriba! ¡Está subiendo hacialos acantilados!

El sonido del mar y las olas sehacían más fuertes a medida queascendía, aumentando la percepción enla inmensa oscuridad. Las piedrascedían bajo sus pies, haciéndolaresbalar antes de volver a ganar impulsoy subir un poco más, hasta que seencontró en campo abierto; un pedazo detierra que se extendía como una enormegarganta recortada por los acantilados.

Ella se quedó allí, mirando laabrupta extensión de terreno bordeado

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por el oscuro océano. La luna se abriópaso entre las nubes derramando unpoco de luz, como si quisiera ponerfocos a la dantesca escena que sepresentaba ante sus ojos; una amplialengua de mar que lamía la costa a suspies.

No podía respirar. El ardor quesentía en los pulmones ante elsobrehumano esfuerzo le robaba elaliento y su vía de escape parecía habersido cortada abruptamente, poniéndolauna vez más entre la espada y la pared.

—No… deis un solo paso más —lasguturales palabras dichas en inglés, a suespalda, hicieron que se girara hacia el

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recién llegado. El capitán estaba aalgunos metros de ella, tendiéndole lamano—. Venid aquí… por favor…regresad…

Ella se apartó bruscamente,retrocediendo ante el hombre del queescapaba. Aquél era su captor, tandecidido o más que Dominic aconservarla, pero por un motivo muydiferente.

—Venid aquí… os lo ruego…Su mirada se encontró con la de él.

La oscuridad parecía envolverlo comouna vieja amiga mientras la luz de laluna hacía más pálidas sus facciones.

—Déjeme ir…

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Él negó con la cabeza. Por un breveinstante creyó ver incluso pesar.

—No tenéis lugar donde huir,Prometida —respondió, poniendo en suspalabras la emoción que ella vio en susojos—. Ninguno lo tenemos ya. Volvedaquí y enfrentaos a vuestro destino.

—¿Mi destino? ¿Qué destino es unoque me quiere muerta? —negó,retrocediendo, al tiempo que notabacómo la tierra se reblandecía bajo suspies—. Sólo deje que me vaya. Me iré ami casa. Ni siquiera debería estaraquí…

Un aullido lobuno inundó entonceslos acantilados, haciendo que su mirada

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fuera más allá del soldado.—Nick —susurró, rogando para que

aquel sonido perteneciese al lobo.—¡Son los druidas! —clamó alguien

desde algún lugar de la escarpada loma.Ella se volvió de nuevo hacia el

hombre.—Deje que me vaya, se lo ruego. No

volveré… No… No lo haré.—Oh, seguro que no lo harás, zorra

—la jocosa voz de Ennis se escuchódesde algún lugar en la oscuridad,seguida de un potente silbido.

Un ligero escalofrío la recorrió,preludio del aguijonazo que atravesó supecho a la altura del corazón y le

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desgarró la carne. Su cuerpo se congelóen el mismo instante en que un atrozdolor se instalaba en ella para quedarsey una cálida humedad empezaba aempapar la tela del vestido allí dondesobresalía la larga vara de la flecha quela atravesaba.

—¡No! —oyó gritar al capitán,viendo como su mirada se desencajabaun instante, antes de que éste se volviesey cargara contra el satisfecho soldado,que colocaba otra flecha en el arco,atravesándolo limpiamente con suespada.

El aullido del lobo esta vez sonómás cerca y ella creyó incluso ver su

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mirada dorada mientras cojeaba haciaella.

—Nick… —susurró su nombre.Su voz penetró en la oscuridad que

ya se abatía sobre ella.—¡Shadow!—¡Prometida!Las conocidas voces irrumpieron en

su entumecida mente al mismo tiempoque empezaba a sentir cómo el viento lacogía en sus brazos, tirando de ellahacia atrás para precipitarla hacia la fríamuerte que le esperaba en lasprofundidades del Loch Fine.

—Dominic… —extendió su mano enuna silenciosa llamada a la vez que las

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lágrimas resbalaban sus mejillas.—¡No!Un grito de angustia y desesperación

rasgó el aire mientras el druida caía derodillas a los pies del acantilado,sujetando tan solo la ensangrentada telade tartán que instantes antes envolvía ala Prometida de Dalriada.

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Capítulo 18

Eógan, rey de los pictos, alzó sumirada oscura del hombre enjuto yataviado con pieles al que había estadoescuchando en silencio, cuya rasuradacabeza cubierta de símbolos paganospermanecía inclinada sobre el cuenco debarro cocido en el que leía suspredicciones. El aullido de los perrosinundó la lluviosa y silenciosa nochecon fantasmal cadencia; un sonidolastimero que traía consigo ecos denoches embrujadas en una tierra que sevio regada por la sangre de tantos de los

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suyos.Un inesperado estremecimiento le

recorrió el cuerpo.La sensación de opresión se había

instalado en su pecho con fríos dedosque le atenazaban el corazón, como yaocurriera tantos años atrás. El saboramargo de la muerte manchó su lenguatrayendo consigo recuerdos que él creíaenterrados muy dentro de sí hacíademasiado tiempo. Recuerdos de unarisa musical, de hermosos y amablesojos verdes; el eco de un amor truncadoy devorado por la codicia y la sed desangre.

La opresión en el pecho se hizo tan

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fuerte durante un fugaz instante quepensó que su corazón se detendría, peroentonces volvió a latir y una poderosacalma empezó a extenderse a través deél.

—Los dioses han acogido en su senoa la predestinada.

La voz ronca del chamán, ajada porel paso de los años, trajo a Eógan devuelta. Sus ojos oscuros se fijaron en elanciano.

—¿Por qué he sentido su muertecomo si fuese parte de mi alma?

El hombre se limitó a sacudir lasrunas que tenía frente a él, lanzándolassobre el desnudo suelo de piedra.

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—Los dioses sólo mueren paravolver a renacer —respondió pasandosu ajada mano sobre las piedras,talladas con símbolos rúnicos—. Dejanatrás todo lo que los retenía en la tierray regresan con el poder de la DivinaMadre Tierra corriendo por sus venas.Nosotros estamos unidos a la mismatierra, es su seno el que nos nutre, susvenas de las que bebemos. Somos hijosde una misma entidad y como tales,reconocemos a aquellos que compartenla misma sangre.

Eógan dejó escapar el aliento ycaminó hacia el brujo, teniendo cuidadode mantenerse a una distancia prudente.

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—¿Qué es lo que has visto, asarlaí?Habla sin rodeos, anciano.

El hombre volvió sus invidentesojos hacia él, como si las cataratas quele cubrieron la visión hacía tantos añosno fueran más que una películablanquecina que ocultaba su iris.

—Ha llegado la hora, Ard Tiarna, lasangre de la elegida ha sido derramada—murmuró el anciano, removiendo susrunas—, la Gran Guerra ya está aquí.

La Gran Guerra. El rey seestremeció al oír el nombre del grancataclismo que sus dioses vaticinaron yque traería un nuevo amanecer para lossuyos; la balanza en la que los pecados

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de su pueblo serían medidos.—Es el momento que todas nuestras

tribus han estado esperando, la GranGuerra; el día definitivo en el quenuestras almas serán pesadas en labalanza de los pecados y nuestra sangre,que una vez tiñó estas tierras, vuelva aocupar el lugar que le corresponde porderecho.

El rey lo miró desde su imponentealtura; un guerrero avezado yexperimentado en la batalla, consuficientes cicatrices como para probarsu valentía; un hombre maldito, atado ala vida por el peso de sus pecados.

—¿Bendicen los dioses nuestro

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camino?Bajando la mirada al cuenco que

tenía frente a sí, el anciano recogió entresus artríticas manos las piedrasgrabadas y sacudiéndolas, las lanzó.Luego se tomó su tiempo para leer susignificado.

—Sí, Mi Rey, lo bendicen.Asintiendo en silencio, el guerrero

respiró profundamente y dejó alsolitario brujo con sus predicciones. Erahora de que comunicase a su pueblo ladecisión de los dioses, debía empezar adar los primeros pasos hacia el nuevoamanecer.

Aferrando con fuerza la

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ensangrentada tela con los colores deDalriada que irónicamente acabóllevando ella, Dominic alzó la miradahacia el acantilado que ahora se alzabapor encima de sus cabezas. El recuerdodel terror en sus ojos y de su delicadamano ensangrentada, extendiéndose enuna muda súplica hacia él mientras elviento tiraba de ella hacia las negrasfauces del fiordo, pesaba en su almacomo una enorme losa. Sus dedos secerraron con un agónico gritodesesperado a la tela que ahoraapretaba, contemplando con horrorcómo la mujer que amaba se despeñabay desaparecía en las bravas aguas del

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Loch Fine.Una vez más le había fallado. En su

momento de mayor necesidad, le habíafallado.

El mar batía con fuerza contra lasrocas, serenándose a medida que seintroducía en el interior del fiordoescocés que desembocaba en el océano.Las aguas estaban heladas, lo sabíamejor que nadie, todavía conservaba laropa húmeda de las desesperadasinmersiones que había llevado a cabo,sin éxito.

No había rastro de ella. Noencontraron ni una sola pista, ni un trozode tela o cualquier otro vestigio que

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calmase la de- voradora ansiedad que lorecorría. Y, a pesar de ello, aún teníaesperanza.

Sus botas de cuero y pielchapoteaban por el agua mientrasrecorría una vez más la línea de costaentrecerrando los ojos, observando losaltos acantilados de piedra y el lejanoborde que recorría el otro extremo delfiordo.

—¿La sientes? —le preguntó Aedan,posando una mano sobre su hombro.

Él no se movió, su mirada fijatodavía en la enorme extensión de agua.

—Ella está aquí, en algún lugar —murmuró con voz rasgada, agotada por

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los esfuerzos a los que había sometidosu garganta y pulmones en las últimashoras—. Sé que es así, todavía la siento.

Aedan no quería restar confianza asus palabras, aunque ambos habíanasistido impotentes al despiadado acto,viendo cómo la flecha atravesaba sutierna carne, lanzándola hacia atrás paraverla desaparecer en las negrasprofundidades.

En circunstancias normales nadiehabría sobrevivido a esa caída, peroella no era una mujer cualquiera, era laPrometida de Dalriada.

Él había dado muerte a todos lossoldados que se encontró a su paso. Su

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rabia era cruda e imparable, el dolor lodejó ciego e insensible y su espada seabrió paso con oscura furia ydesesperación, cercenando la vida detodo aquel que se cruzase en su camino.Sólo cuando los cadáveres y la sangrecubrieron el suelo y los pocos quequedaban en pie emprendieron la fuga,se precipitó sobre el borde, llamándolacon desesperación. Aedan apenas se lashabía arreglado para alejarle delacantilado y evitar que se despeñasenambos.

Los dos se precipitaron entonces enuna desenfrenada carrera a la mortecinaluz de la luna. Él había saltado de su

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caballo incluso antes de que éstedetuviese su loca carrera.

La desesperación subyacente en suvoz helaba el alma de cualquiera ydurante toda la noche patrulló la orilla,se zambulló en las frías aguas y la llamóa gritos, hasta que los primeros rayosdel sol dieron paso a un nuevo día.

El único motivo por el que Aedan nole disuadió de la búsqueda, o de esperarhasta que al menos tuviesen luz, era elvínculo que unía a los druidas con laPrometida de Dalriada, aquél que leshizo conscientes de su presencia tanpronto cruzaron el Portal; el mismo quesu amigo vio a tra-vés del lobo; el que

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ahora, aunque débil y casiimperceptible, seguía existiendomanteniéndolos irremediablementeunidos.

Estuviese dónde estuviese, LaPrometida de Dalriada seguía luchandocontra la muerte.

—Tengo que dar con ella —murmuró él, mirando con desesperaciónel acantilado, donde las aguasempezaban a colorearse de azul con laluz del nuevo día—. Necesitoencontrarla… Por todo lo sagrado,nunca debí haberla traído. ¿Por qué nola escuché? Ella tenía razón, debíllevarla a casa… Sagrada Deidad, ¿qué

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le he hecho?Aedan sólo podía empezar a

comprender la desespera- ción queestaba sufriendo, aunque sabía que élmismo estaba preocupado por Ciaracomo nunca antes…

—Intentémoslo un poco más arriba.Si por algún motivo se ha vistoarrastrada por la corriente, laencontraremos en esa dirección —sugirió, echando un vistazo a la extensalengua de mar—. Daremos aviso a losclanes del otro lado del fiordo, por si…llega allí.

Asintiendo, Dominic dio mediavuelta, dispuesto a seguir la sugerencia,

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cuando vio al lobo cojeandolastimeramente, con su pelaje totalmenteensangrentado ahora a la luz del sol.

—Riska —murmuró en voz baja,compadeciéndose del animal que apesar de sus heridas había arriesgado suvida por ella. Al oír su nombre, el loboalzó la cabeza y movió las orejas,meneando la cola—. Está bien, amigo,has hecho todo lo que has podido. Ahoranos toca a nosotros.

Él chasqueó la lengua al ver almaltrecho animal. A la luz del día lasheridas eran considerablemente másgraves de lo que pensaron en lapenumbra de la noche.

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—No va a poder seguir caminandomucho tiempo más —murmuró,acuclillándose frente a Dominic—. Eshora de dormir, amiguito… —susmiradas se encontraron por encima de lacabeza del lobo y él asintió en respuestaantes de utilizar su poder para inducirloa un estado de sueño reparador quecurara sus heridas.

Aedán levantó el peso muerto delanimal en brazos mirando a Nick a losojos.

—Encárgate de Riska —aceptó él,mirando al lobo antes de posar su manoderecha sobre el hombro de Aedan—.Seguiré la línea del fiordo hacia el mar.

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Si en dos días no tienes noticiasnuestras, dirígete a Cean Loch Gilb. Deun modo u otro, la llevaré de regreso ala Reunión de los Clanes.

El joven druida vaciló durante unosinstantes, pero asintió sabiendo que nadade lo que fuera a decirle ahora serviríani de consuelo, ni mucho menos dedisuasión.

—Te veré allí. Os veré a los dos —repuso, dejando claro que esperaba quela encontrase.

Sin más, Aedan dio media vueltamarchándose con el lobo en los brazos.

Ciara observó distraída los parajesagrestes que se extendían ante ellas. La

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carreta traqueteaba lentamente por elmarcado sendero que atravesaba GleannDomhain en dirección a Carnasserie. Sehabían detenido a pasar la noche alabrigo de unos árboles, permitiendodescansar a los caballos y tomándose untiempo para considerar cuál era la mejorruta para llegar a Crinan.

El sol aún no comenzaba a colorearel horizonte cuando se pusieron una vezmás en marcha. En realidad, ninguna delas dos pudo pegar ojo después de laoscura sensación que las embargó y quepenetró profundamente en el alma de lajoven druidesa cuando sintió que lalínea que la unía a la Prometida de

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Dalriada se había diluido hasta casidesaparecer.

El miedo y la desesperaciónhicieron presa de ella como afiladasgarras. Todo lo que deseaba hacer eradar media vuelta y volver, pero latranquilidad de la anciana baisleacconsiguió calmarla. Tenían unaimportante tarea que llevar a cabo.

Su mente fue a sus compañeros.Ahora más que nunca podía entendercómo tenía que sentirse Kieran; ladesesperación que lo estaría invadiendopor dar con aquella que se habíaadueñado de su corazón y su alma.

—Duras pruebas os esperan a los

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druidas de los pueblos de Dalriada —murmuró la sabia, que hasta esemomento había permanecido en silenciocon la mirada concentrada en el camino—. Esto no es sino el comienzo.

Ciara se giró hacia la mujer.Después de la cabalgata de la últimajornada había decidido ir en el carrocon ella.

—La Prometida vive, ¿no es así,baisleac?

La sabia dejó que sus labios seestiraran en una tenue sonrisa.

—Hay muchas clases de vida,pequeña druidesa —respondió al tiempoque posaba una de sus manos sobre la de

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la muchacha—, y no es nuestra decisióncuándo abandonar una y comenzar otra.Los dioses son los únicos que puedenelegir cuándo se termina nuestro camino,pero el de ella no ha hecho más quellegar a la mitad.

Ella no estaba segura de que aquellosirviese de mucho consuelo en aquellosmomentos.

—Cada uno tiene el senderomarcado, una misión que sólo nosotrospodemos llevar a cabo —continuóhablando la sabia—. La nuestra, esencontrar a Carolan. Ella es la única quepuede arrojar luz sobre la verdad quepermanece oculta.

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El rostro de la druidesa palidecióligeramente.

—¿Lady Carolan? —repitió consumo cuidado. Entonces sacudió lacabeza en una profunda negativa—.Baisleac, ¿estáis hablando de la AltaDruidesa de Dalriada?

—¿Conocemos a otra que puedasacarnos de dudas y tenga el mismonombre?

Ella abrió la boca sin saber quédecir.

—Pero baisleac, ella ya no estáentre… los vivos.

La sabia sonrió misteriosamente.—Ach, querida, te sorprendería

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saber lo vivos que pueden estar algunosmuertos y lo muertos que pueden estaralgunos vivos —aseguró llena de razón—. Ha llegado el momento de que laverdad salga a la luz, Ciara. Una verdadque me he visto obligada a callardurante demasiados años.

Ella miró a la baisleac sin saber quéresponder. Cualquier respuesta en la quepudiese pensar palidecía ante lasinesperadas palabras de la sabia de losclanes.

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Capítulo 19

La larga lengua de arena que seextendía a lo largo de la orilla este delLoch Fine, en la región de Oitir, servíade molde a las huellas de los dosguerreros que caminaban observando eltranquilo mar. Una fachada, ya que en suinterior rugía el clamor de la batalla quese avecinaba.

Cahir, laird del clan Campbell,afincado en Cowal, compartía con sulugarteniente los pormenores de supróximo embarque con destino aCarrick. Ambos hombres tenían un

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motivo personal para desear enfrentarsea aquella guerra y destronar de una vezpor todas al malnacido que usurpó eltrono dalriadano.

—Esos malditos bastardos caeránbajo el acero de nuestras armas. Nonecesitamos de ninguna intervencióndivina que una a los clanes —asegurabaGael Campbell, un hombre de pasionesintensas, las cuales a menudo estabanpuestas en guerrear contra sus vecinos—. Cualquiera que se haya encontradoen el camino de los northumbrianos,tendrá razones más que sobradas paradesear venganza.

Cahir esbozó una irónica sonrisa

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ante el más que conocido escepticismode su amigo. Un sentimiento que élcompartiría plenamente, de no ser elúltimo de los druidas de Dalriada.Mientras que su hermano se asentó en elclan McTavish, él reclamó como suya laherencia de su abuelo, ocupando enpoco tiempo el puesto de laird del clanCampbell y aceptando su lugar comodruida del mismo.

Aquella era la primera vez en quedos hermanos compartían un peso comoaquel. Dos druidas en una misma familiano era algo común, pero por otro lado,no era como si pudiesen considerarserealmente familia de sangre.

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—No creo que «divina» sea elmotivo de su presencia aquí —repusoél, molesto.

Gael era un hombre escéptico,desdeñoso de las artes druídicas. Nisiquiera estar al lado de su laird desdeque era un muchacho lo había hechoconfiar en los druidas. Quizá, su propiodesprecio por los dones que le habíansido concedidos fuese parte importantedel sentimiento de su primero. El jovenGael fue uno de los pocos que le tendióuna mano amiga cuando regresó al clanpara ocupar el lugar de su difunto abueloy le ayudó a aprender todo aquello quese le exigía como laird del clan

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Campbell.—¿Otro truco más de los clanes? —

sugirió el muchacho, arqueando unamorena ceja.

El negó con la cabeza y se volvióhacia su compañero. La insistencia de laque había hecho gala por visitar laextensa larga lengua de agua del fiordono casaba con los planes que llevababarajando desde hacía varias semanas.En un primer momento, su intención fueignorar a los clanes y sus estúpidasreuniones y poner rumbo hacia Dunnad;sin embargo, podía no estar de acuerdoni gustarle su papel de druida, pero noera tan majadero como para negarse a

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las visiones que el aisling le mostraba.—Ningún truco que pudieran llevar

a cabo me habría taladrado la cabeza deesta manera, confía en mí —respondió,recordando claramente el inesperadodolor que lo postró de rodillas y sinrespiración la noche anterior.

Acababa de abandonar eldormitorio, dispuesto a disfrutar de lahúmeda noche y despejarse la embotadamente, cuando lo sintió. Una breveruptura, un mortal padecimiento en lomás profundo de su alma y el alarido deuna voz femenina perforándole lostímpanos.

—Sé que era ella. No entiendo ni el

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cómo ni el porqué, pero la escuchéclaramente.

Su compañero escupió al suelo,como si con aquel gesto ahuyentara losmalos auspicios.

—Brujería, superchería, eso es loque a mí me parece —aseguró Gael sindar más explicaciones, al tiempo quecambiaba de dirección hacia lospeñascos que hacían recodo en un ladode la playa—. Llevamos varias horasdando vueltas como pollos sin cabeza.Lo que sea que creyeras que te esperabaaquí, todavía no ha hecho acto depresencia, mi laird.

Él recorrió una vez más la larga

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playa con la mirada. El sol ni siquieraempezaba a asomarse cuando habíaempezado a caminar sobre la húmedaarena, recorriendo la línea de costaimpulsado por una acuciante necesidadque lo empujaba hacia el agua. No eraextraño que ésta la atrajese como unimán, puesto que era su elemento, dóndese fortalecía su don, pero en su fuerointerno sabía que se trataba de algo más.Algo lo estaba esperando, rogándole quelo encontrase… ¿Si tan sólo tuviese ideade qué?

—Los hombres están deseosos deseguirte hasta Dunnad —continuó Gael—, sólo tienes que dar la orden y nos

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pondremos en marcha. Sean podríaconseguirnos un par de naves paracruzar el canal en menos de un día…

Él se giró hacia su compañero conun firme asentimiento de cabeza, dandofinalmente respuesta a la insistencia quesu mano derecha y el resto de sushombres ponían en aquella nuevaescaramuza.

—Ha llegado el momento de haceruna visita a ese miserable —murmurómientras contemplaba el sol, brillandoen el horizonte y tiñendo las aguas deplata fundida—. Va siendo hora de quedescubra quiénes son realmente losCampbell. Ese malnacido que se hacía

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llamar a sí mismo Rey de Dalriadahabía sembrado la muerte sobre sustierras demasiadas veces, llevándosepor delante familias enteras,destrozando campos y quemandohogares. Él y su amigo lo sabían mejorque nadie, ya que dos años atrás, unapatrulla northumbriana arrasó con unode los poblados colindantes al suyo,acabando con la vida de mujeres, niñosy ancianos; quemando el ganado… Esaaciaga noche, el hombre venido deNorthumbría firmó su sentencia con lasangre de los inocentes, entre los que seencontraba la familia de Gael y supropia prometida.

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Cahir la vio en las contadasocasiones en que acompañó a Gael. Setrataba de un matrimonio deconveniencia, una manera de afianzar elpoder y la cooperación entre los clanes,permitiendo que un pequeño clan sinpatrimonio pasase a formar parte de losCampbell… Sonja era la hermanapequeña de Gael, una muchacha dulce ytímida que siempre tenía una sonrisa ensu rostro. Sus esponsales se decidieronen los festejos de Samhain y, si bien nola amaba, pensaba que con el tiempopodría llegar a hacerlo. No sería difícilcon una criatura como ella…

Pero una avanzadilla de soldados,

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borrachos de lujuria y vino, truncó esefuturo, llevándose consigo la vida de lamuchacha y de todos los que habitabansu hogar… Esa noche no quedó ni unsolo hombre, mujer o niño vivo en laaldea y, su venganza, aunque cobradacon las vidas y sangre de los malnacidosque les arrebataron a los suyos, no erasuficiente. No lo era para ninguno de losdos.

Tomando una profunda respiración,volvió sobre sus pasos dispuesto amontar de nuevo en su caballo yprepararse para partir hacia Dunnad,pero el inesperado relincho del mismo,ahora en una zona rocosa a orillas del

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agua, lo detuvo.Desenvainando la espada de la funda

cruzada a su espalda, dirigió la miradahacia su amigo con una silenciosa señal.

El animal parecía entretenido,mordisqueando algún alga o trozo decorteza en el suelo. Él posó la mano enlas riendas, tirando de ellas hacia atrás,mientras apuntaba con la espalda alsuelo, hacia el bulto que descansabaentre las rocas.

—¡Por Santa Coloma! —escupió sucompañero, mirando asombrado elcuerpo inerte de una mujer.

Él echó un rápido vistazo a sualrededor extendiendo sus sentidos de

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druida, vinculados con el mar y el agua,en buscar de algún posible indicio quelo avisase de una trampa o emboscada.Lentamente bajó la espada y se escurrióentre los pedruscos, dispuesto acomprobar la identidad de la mujer.

Una maraña de pelo oscuro leocultaba el rostro. Sus brazos y piernasasomaban llenas de arañazos yhematomas entre los fragmentos de undesgarrado vestido; parecía una muñecadesmadejada tirada entre las peñas.

—¿Está muerta? —preguntó Gael sinabandonar la espada, al tiempo quealternaba la mirada entre su laird, lamujer y cualquier posible amenaza que

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apareciese.Él clavó la espada en la arena

cuando la misma urgencia que loimpulsó a recorrer la extensa orilla estedel fiordo apareció de nuevo llenándolode ansiedad. El vello de los brazos se lepuso de punta; su corazón latía cada vezmás acelerado a medida que se acercabaa ella, indicándole sin necesidad depalabras que ella era aquello que habíasido enviado a buscar.

Lentamente, como si tan sólo elhecho de tocarla pudiese hacerladesaparecer, se inclinó sobre las rocas yempezó a retirarle el pelo, descubriendoun rostro angelical, pálido como el de un

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fantasma, de cuyos labios escapó un casiimperceptible quejido.

—¡Mi Dios! —jadeó, apartando lasmanos inmediatamente, sólo para volvera ella con más decisión y arrancarla desu cama de piedras. El movimientoprovocó que el gemido de la mujer fuesemás audible y dejó al descubierto laparte delantera de su torso, donde elvestido desgarrado mostraba a la vistasu camisola interior y la enorme manchade sangre, ya reseca, sobre la tela, allídónde sobresalía un trozo de flecha a laaltura del corazón.

—¡Sagrada Coloma! ¿Cómo puedeestar todavía viva? —jadeó Gael con

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sorpresa ante la herida del pecho de lamujer.

Sin mediar palabra, él buscorápidamente en su espalda, encontrandohorrorizado la punta de la flechasobresaliendo de su carne.

—Por todo lo sagrado —mascullóél, con la mirada escudriñando una vezmás el entorno sin encontrar ni una solaalma paseando por la playa—. Gael,ayúdame aquí… Necesito que lasostengas con fuerza.

En un rápido gesto, el guerrero dejósu espada clavada junto a la de su lairdy se arrodilló a su lado, sujetando a lamujer tal y como le pidió, observando

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con estupor la flecha que sobresalía porla espalda.

—Jesús, debería estar muerta —murmuró, aferrando el cuerpo de lamuchacha con cuidado, pero sin dejarleposibilidad de moverse, aunque no creíaque fuese a hacerlo en el estado en elque se encontraba.

Apretando los dientes, él sacó uncuchillo del cinturón, colocó los dedosentre la herida y el trozo de madera,evitando así que se moviera, y condestreza rompió la punta para finalmenteextraer con suavidad la otra parte.Quitándose rápidamente el plaid, loenrolló alrededor de ella y presionó con

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fuerza la herida que volvía a sangrar.—Tenemos que salir de aquí.

Ahora… —urgió a su compañero altiempo que tomaba a la mujer en brazos.

—¿Laird, quién… es ella? —la duday el temor teñían la voz de Gael.

Él la llevó hasta su caballo,montando el desmayado cuerpo conayuda de Gael para finalmente subir trasella y sujetarla.

—Una Campbell —declaró en vozbaja, lo suficientemente firme para queno se le ocurriera replicar—.Necesitamos una curandera, ya.

Asintiendo, su compañero recogiólas armas de ambos y se dirigió a su

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propio caballo.—¿Volvemos al clan?Él dudó unos instantes antes de negar

con la cabeza. Al igual que Gael, habíavisto la herida de la mujer. Ya era unmilagro que hubiese sobrevivido a algoasí, no soportaría un viaje largo.

—No lo resistirá —negó, girando sumontura—. Tendremos que buscar aalguien del pueblo.

Él asintió.—Sé a quién —aceptó Gael,

azuzando al caballo para partir al galopeen busca de la ayuda que necesitabanpara la desconocida náufraga.

Dominic se había arrepentido muy

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pocas veces de algo, hacerlo podríasuponer problemas en un clan donde loque primaba era la ley del más fuerte.Nunca, ni una sola vez, renegó de susorígenes. Podía estar más en sintoníacon el pueblo de su padre que con el desu madre, pero ambos, a su modo,consiguieron que aceptase y amaseambos mundos por igual.

¿Cuánto tiempo pasó desde la últimavez que pensó en su padre? Susrecuerdos empezaban a desdibujarse. Elhombre fuerte que fue antaño; el que lecontaba historias a la luz de la hogueraen el centro del poblado; quien leenseñó a pelear, a rastrear, a amar y

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venerar a su madre y la época de la queella llegó, se había convertido poco apoco en una cara borrosa; un simplerecuerdo al que acudía cada vez quenecesitaba poner sus ideas en claro.Sean fue un hombre estoico, amable yjusto con su pueblo; algo que no dudó eninculcar a sus dos hijos.

Cahir. Pensar en su hermano le hizoalzar la mirada hacia la ampliasuperficie del Loch Fine, una enormelengua de agua que separaba la regiónde Cowal de Dunnad, la capital delreino. Si bien no habían tenido ocasiónde pasar juntos mucho tiempo despuésde que él fuese reclamado para ocupar

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el puesto de laird del clan Campbell,tras la muerte del viejo, habíancompartido parte de la infancia.

Era curioso cómo no podía recordarclaramente nada anterior a sus ocho odiez años. Su padre y la propia baisleaclo habían achacado a una enfermedadque tuvo. Una que, según la sabia, casilo arranca del mundo de los vivos.

Así pues, los recuerdos de él con suhermano se limitaban a unos pocos años.Si bien no tenían ninguna conexión desangre, puesto que la madre de Cahir yaestaba encinta cuando se casó con supadre —por lo que había escuchadodecir a las malas lenguas—, Sean

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McTavish siempre insistió en que sinimportar la sangre que corriera por susvenas, ese niño era tan suyo como élmismo y debían llevarse comohermanos.

Él siempre había cumplido eljuramento que hiciera a su progenitor arajatabla y seguiría haciéndolo hasta queel tiempo los borrase a ambos de estemundo.

La tarde empezaba a dar paso a lanoche cuando decidió hacer un alto en elcamino. Su caballo pastabatranquilamente en los lindes de lasrocosas colinas, descansando de unaardua jornada de búsqueda. Ni siquiera

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se molestó en encender una pequeñafogata, no quería dar oportunidad algunaa los enemigos que pudieran peinartodavía aquellos parajes, así queenvuelto en el tartán de su clan, apoyó laespalda contra la pared rocosa de lospeñascos tras los que se ocultó y cerrólos ojos, intentando una vez másencontrarla aunque sólo fuese a travésde los sueños.

—¿Dónde estás, diablillo? —susurró en voz baja, mientras permitíaque sus dones druídicos lo envolvieran,sumergiéndolo en un estado demeditación que rozaba el sueño,penetrando por voluntad propia en el

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aisling—. Necesito encontrarla. Porfavor, Mi Señora, permitidme al menossaberla con vida.

Cahir abrió la puerta de golpesobresaltando a las dos mujeres quepreparaban en esos instantes eldesayuno. El aroma a pan recién hechoinundaba la pequeña choza, donde unpequeño montículo de masa todavíadescansaba sobre la vieja mesa demadera mientras otro se hacíalentamente en el hueco cavado en elsuelo de tierra para aquellos menesteres.

Una tercera mujer se apartó delhogar dónde removía las brasas. Ajuzgar por su edad y la sabia mirada de

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sus ojos cuandoreparó en la tempestuosaentrada en su hogar y en el hombre quesostenía un bulto en sus brazos, era aella a quien buscaban.

—Tenéis que ayudarla —resolló,con sus ojos claros clavados en los deella.

La anciana, haciendo una seña a lasdos muchachas para tranquilizarlas, seabrió paso hasta los recién llegados ysubió sus artríticas manos paradescubrir el rostro de la muchacha, perolos férreos dedos de Gael la detuvieron.Ella posó sus cansados y sabios ojos enlos del hombre, con tal advertencia, quelo hizo estremecer.

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—Si deseáis mi ayuda, tendréis quedejarme verla —respondió de formacategórica, alzando la mirada hacia elguerrero que la transportaba.

Con una sola mirada a su amigo, éstesoltó la mano de la mujer y le permitióquitar la manta con los colores de losCampbell con la que estaba envuelta lamoribunda muchacha que cargaba en losbrazos. Chasqueando la lengua, la mujerse giró entonces hacia las dosmuchachas, que todavía mantenían unrictus de susto en sus rostros.

—Fiona, calienta agua y consiguetrapos limpios. Deirdre, hija, trae misaco de hierbas —tras decir aquello, le

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miró para indicarle el jergón que había aun lado de la habitación, oculto tras unadesvencijada cortina de piel de animal—. Depositadla allí y esperad afuera.

—Mujer, estás hablando…Cahir cortó a Gael con una seca

mirada.—Espera afuera —le ordenó él—.

No dejes que nadie entre.Tragándose una maldición, Gael

fulminó una última vez a la curanderacon la mirada y salió al exterior de lacasa.

Él se dirigió entonces la mujer.—No me marcharé de su lado.

Deberéis atenderla conmigo aquí —

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informó con voz suave, educada—. Oslo ruego.

Con un seco asentimiento, le señalóuna vez más el jergón.

—Esperaréis tras la cortina —declaró la mujer. Su voz no admitíalugar a discusión—. Si deseáis que laatienda, haréis lo que os digo, lairdCampbell.

Apretando los dientes ante el tono dela orden de la curandera, depositó eldelicado peso sobre el camastro yretrocedió un par de pasos, dejando sitioa la mujer, que no perdió un segundo enhacer a un lado la manta que cubría a lamuchacha para luego seguir con sus

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ropas, desnudándola poco a poco amedida que comprobaba cada una de suslesiones.

—Um… Han errado en el corazónpor muy poco —masculló ella,examinando la herida ensangrentada quele había desgarrado piel y músculo unoscentímetros por encima del órganomotor—. La herida está fresca. ¿Qué laatravesó?

Él tensó la mandíbula una vez más alrecordar el trozo de flecha quesobresalía de su pecho.

—Una flecha —murmuró, echandomano a la bolsa que colgaba del cinturónpara entregar a la mujer los restos de la

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misma.Sin perder un instante, la curandera

se llevó la punta de metal a la lenguapara finalmente asentir satisfecha.

—No hay veneno —habló más parasí que para él, antes de finalmentevolverse y gritar—. ¡Deirdre, ese saco!¡Date prisa, niña!

Al grito de la mujer, incluso él dioun respingo dando un nuevo paso atrás,dejando espacio a las mujeres. Unrápido murmullo de pasos trajo a lamuchacha, la cual no debía de contarcon más de doce inviernos.

—Ve con tu madre, que traiga elagua hervida y los paños —su voz sonó

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ahora suave y cariñosa hacia la niña.—Sí, abuela.La muchacha salió corriendo de la

pequeña zona separada por la cortinapara dirigirse hacia el interior de lachoza, donde se la oyó hablar conaquella que debía de ser su madre.

—Es un verdadero milagro que sigacon vida después de recibir tal herida—murmuró la curandera, empezando ahurgar en su saco para sacar las hierbasy ungüentos que necesitaba—. Herida ycasi ahogada… Malditosnorthumbrianos, ya no respetan nisiquiera a los pueblos.

Él no dijo nada y también se apartó.

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En unos tiempos en los que incluso losamigos podían volverse enemigos,donde las gentes hacían lo que fuese contan de sobrevivir y siendoOitir uno delos principales accesos portuarios parala navegación por el canal, todaprecaución era poca. La mujer habíadejado claro que sabía quién era él, nonecesitaba añadir nada más.

Centrada en su tarea de sanadora,procedió a limpiar las heridas de lamuchacha y aplicarles ungüento,utilizando aguja e hilo allí donde eranecesario. La moribunda joven entraba ysalía de la consciencia una y otra vez,pero de sus labios solo salían jadeos. Su

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piel enfebrecida era refrescadacontinuamente con paños húmedos poruna de las mujeres mientras la ancianaterminaba de cubrir cada herida ylaceración con sus remedios naturales.

Una vez satisfecha con su tarea, dejóa la moribunda en manos de su hija ynieta e hizo que él la acompañase alcalor del hogar.

—¿Vivirá? —le preguntó él, con laansiedad mal enmascarada en su voz.

Ella no respondió enseguida, selimitó a acercarse al hogar y echó unnuevo leño a las brasas.

—Su cuerpo está en llamas. Hetratado y cosido la herida de su pecho,

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ahora todo depende de si se gangrena ono —sus palabras eran sinceras, dichascon un tono suave, tranquilo—. Es unmilagro que esa muchacha esté todavíacon vida… y hace años que no se ve unmilagro por estas tierras, mi laird.

Él volvió la mirada hacia la mantatras la que descansaba la muchacha,atendida por aquellas diligentes manos.

—Es pronto para asegurar si vivirá—añadió la curandera sin máspreámbulos—. Debéis dejarla aquí. Nopodéis trasladarla en su estado, moriría.Nosotras cuidaremos de ella. Nadieconocerá su presencia, os lo juro por mivida.

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Él se encontró con los ojos de lamujer, que asintió lentamente,confirmando que sabía quién era lapequeña moribunda.

—No me apartaré su lado —declaróél, dejando claro a su vez a lo que seexponía la mujer en caso detraicionarles.

La anciana asintió y abrió losbrazos.

—Mi morada es vuestra tanto comola deseéis, mi laird —declaró ella,dando muestras de una vez y por todasde qulado estaba.

Él asintió y volvió la mirada haciala cortina, a través de la cual ahora salía

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una de las mujeres. Yaciendo entrefiebres y delirios, con una herida mortalen el pecho, se encontraba su destino.Incluso cuando la sintió la primera vez,no estaba seguro de que ella fuese real.Huyendo de sus deberes de druida,como a menudo hacía, ni siquiera seplanteó que su futuro iba a estar unido alde ella.

Pero, le gustase o no, era uno de losdruidas de los cuatro Señoríos deDalriada y Guardián de la Prometida.Qué ironía que tuviese que serprecisamente ella, en su momento demayor necesidad, la que llamase a supuerta para recordarle un deber que

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sabía no podría eludir.—No la dejéis morir —murmuró,

volviéndose ahora hacia la anciana—, sies que vos todavía creéis en lasleyendas.

La mujer chasqueó la lengua yvolvió la mirada a la lumbre.

—No soy yo la que debe creer, milaird; sois vos.

Con una ligera sonrisa, le dedicó unaleve inclinación de cabeza y se dispusoa preparar lo necesario para cuidar desu enferma.

Él se quedó mirando el fuego,absorto en las llamas, sabiendo que muya su pesar estaba empezando a creer.

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Shadow sentía que ardía por dentro.Todo su cuerpo parecía envuelto enllamas, le pesaban los párpados y losbrazos, el sólo hecho de respirar era unatortura y la oscuridad que la rodeaba,asfixiante. Se sentía perdida, sola; comoun náufrago a la deriva en un mar deinmenso dolor, sin ningún puerto en elque poder recalar y descansar delagónico infierno que la calcinaba.

Una oleada de suave tibieza laenvolvió durante un intante llevándoseel calor, dejándole una momentánea pazque sabía no duraría mucho. Unosbreves instantes de descanso, que haríanque la calentura que vendría después

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sería incluso más intensa. ¿Por qué nopodía simplemente sumergirse en el marde oscura tranquilidad que la asediaba?¿Qué la mantenía anclada al infierno?¿Al dolor?

Deseaba descansar, cerrar de unavez los ojos y caer en el bendito olvido.

—Has llegado demasiado lejospara darte por vencida ahora, miestrella.

La cálida voz penetró en la vacíaoscuridad que la arropaba. Hilos deluz tejían su red sobre ella,arrastrándola a un plano de concienciaen el que el dolor y el ardor se hacíanmás soportables.

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Abrió los ojos. Sus párpados semovieron pesados hasta alzarse por finy encontrarse en pie en medio de unaenorme pradera de colores tanvibrantes que no podían ser reales.

—Tu camino está llegando a su fin.No te rindas ahora.

La voz de la mujer sonó ahora trassu espalda. La reconocía, como lo hizocon el tierno rostro y ojos amables queencontró en la mujer vestida con unatúnica blanca que se encontraba ahorafrente a ella.

—Caro… —sabía quién era a pesardel tiempo transcurrido. Su menteinfantil conservaba su imagen—.

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Quiero regresar a casa, volver a mihogar y olvidar toda esta locura.

La mujer esbozó una lenta sonrisa.Su pelo se mecía con el viento y creabaun hermoso halo alrededor de sushombros.

—¿Y dónde está el hogar al quequieres regresar, pequeña estrella?

Ella suspiró. Su mirada recorriólentamente la amplia extensión verdeque la rodeaba y el cielo azulrecortado por las nubes encima de suscabezas.

—Ahora sé dónde nací. Recuerdo ami madre, su calor… Pero mi vida noestá aquí, dejó de estarlo en el

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momento en que ella murió… Lo sé.La Alta Druidesa ladeó su dulce

rostro.—¿Lo sabes?Sus ojos verdes encontraron los de

la mujer, que seguía sonriéndole comouna maestra indulgente que espera quesu alumno dé solo con la respuesta.

—¿Qué dice tu corazón, pequeñaScail? —preguntó pronunciando suverdadero nombre, aquél que llevabagrabado en la pequeña pieza deorfebrería que colgaba de su cuello—.¿Dónde deseaél residir?

¿Su corazón? Él llevaba muchotiempo en silencio, latiendo por

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costumbre sin encontrar el auténticoritmo. Lo perdió el mismo día queDominic dejó su vida, enmudeciendosólo para volver a hacerse escuchar alverle una vez más… ¿Dónde deseabaresidir su corazón?

En su mente aparecieron unos ojosambarinos coronados de espesaspestañas oscuras. El pelo negro le caíadesordenado sobre la frente, un rostrode planos fuertes con una sombra debarba cubriéndole el mentón.

—Dominic —musitó. Las lágrimasasomaron a sus ojos, resbalando porsus mejillas.

El corazón era más sincero que su

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voluntad. Su sonrisa hechicera cuando laabrazaba, la ternura en sus ojoshablándole sin necesidad de palabras, suúltima noche juntos… Todo ello regresócon la fuerza de un cañonazo, dando supropia respuesta.

La tibia mano de la Alta Druidesaresbaló entonces por sus mejillas,secando la humedad de las lágrimas.Ella la miró y la vio sonreír, laesperanza brillaba en sus ojos como lohizo muchos años atrás.

—Has recorrido un largo camino,mi estrella, pero todavía no hasllegado al final —le susurró,acariciándole el óvalo de la cara con

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el pulgar—. No tienes que seguircaminando sola; ellos serán tu fuerzasi se lo permites. Te darán su coraje silos dejas entrar, serán tu hogar… si esallí dónde deseas estar. Te conduciránallí donde debes estar y al final delsendero encontrarás la respuesta atodas las preguntas que te aquejan,pero debes seguir caminando. Nuestropueblo te necesita. Él te necesita.

Ella alzó la mirada buscando enaquellos cálidos ojos alguna pista de loque debería hacer realmente.

—Moriré… si es que no he muertoya —murmuró con dolor—. Si ése erami destino, ¿por qué no me dejaste

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hacerlo desde el principio? ¿Quésentido tiene vivir la vida si al final tela arrebatan por nada? No soymaterial de sacrificios, Caro, ni demilagros.

Las manos de la druidesa cogieronlas de ella, apretándolas suavementecontra su cálido pecho.

—Él morirá si tú mueres, estrella—declaró con sincera tristeza—. Suvida se apagará sabiendo que la tuyaestá extinta y todo por lo que hemosluchado habrá sido en vano. Todo porlo que él lucha, se extinguirá. Eres suvida, su fuerza, su esperanza para estatierra manchada…

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Ella negó con la cabeza,arrancando sus manos de las de ladruidesa.

—¡Él espera de mí un milagro!> —clamó con desesperación—. Todosesperan un milagro, Caro. Y yo… Yo nosoy nada más que una mujer…

La sonrisa de la mujer volvió denuevo a su rostro, iluminando sus ojos,llevándose consigo la tristeza ydejando la esperanza.

—Eres mucho más que una simplemujer, mi estrella. Eres esperanza yvoluntad —aseguró con tal convicciónque resultaba contagiosa—. Estásdestinada a grandes cosas, mi

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princesa. Quizá nadie las recuerde conel paso de los años ni aparezcan en tuslibros de historia, pero tú, mi niña, loserás todo para él.

Un agotado suspiro emergió de suscansados labios.

—Sí, un enorme dolor de cabeza —musitó—. He cometido muchasestupideces, la mayor de todas quererpagarle con la misma moneda. Sabíaque no accedería a llevarme a casa yhuí, le dejé como él hizo conmigo…Pensé que haría que me sintiese unpoco mejor, me dije a mí misma que eralo más adecuado para ambos. Yo nopertenezco a un tiempo de druidas; mi

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lugar está dónde nadie se mata conespadas, dónde la gente no se muere dehambre o es masacrada, dónde laspersonas no te miran como si fueses unmilagro que les solucione la vida…Pero lo único que he conseguido eshacerle daño… y que yo esté muerta.

La druidesa negó con la cabeza.—No estás muerta —le aseguró con

cariño—. Y no morirás… >No,mientras él te siga.

Ella frunció el ceño.—¿Estás segura de que no estoy

muerta? —preguntó—. Duele como silo estuviese. Puedo sentir cómo laflecha perfora mi pecho… Y el calor…

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—Mientras haya dolor, habrá vida,mi niña —aseguró sin dejarla seguir—.Es una magia cruel, pero es la únicaque nos mantiene en nuestro camino,obligándonos a caminar.

—El destino —murmuró enrespuesta.

La Alta Druidesa asintió.—Vuestro destino —asintió.Ella la vio entonces volverse, como

si alguien pronunciase su nombre oescuchase algo que la hizo sonreír.

—Te está buscando —dijo, y sevolvió hacia ella extendiendo su manouna vez más para rozarle la mejilla—.Suplicando a los dioses tu regreso a la

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vida… Ve a él. Permítele continuar sucamino de modo que tú continúestambién el tuyo. Ambos osencontraréis, lo juro, mi Prometida.

Ella miró a la mujer una última vez.—¿Volveré a verte? —murmuró

con voz queda—. Nunca he tenido laoportunidad de decirte…

La druidesa acalló sus palabrasposando los dedos sobre sus labios.

—Estamos en tiempos de magia, miestrella. Todo es posible —le aseguró.

Antes de que ella pudiese respondera tal declaración, la imagen que teníaenfrente se fue diluyendo y el fuegoregresó quemando su cuerpo. El dolor

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en el pecho se hizo todavía más crudo,obligándola a llevarse la mano al lugar,como si esperase encontrar allí sucorazón expuesto.

—Ve a él —escuchó la voz de ladruidesa en la lejanía—. Acude a sullamada. Te necesita tanto como tú aél.

Ella se aferró con fuerza el pecho.El dolor era tan desgarrador que learrancaba las palabras.

—¿Cómo? —gimió, apretando losdientes.

La respuesta tardó en llegar, perocuando lo hizo la acompañó una nuevaoleada de paz y frescor que la envolvió

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haciendo más soportable el tormento.—Mira en tu interior —sólo había

sido un susurró—. Sé fuerte, mi niña, elfinal del camino está cerca.

Ella volvió a quedarse sola,vagando en un mar de oscuridad. Laslágrimas resbalaban por sus ojos,sintiéndolas tan calientes como el fuegoque la quemaba de dentro hacia fuera.

—Dominic… —pronunció sunombre como una plegaria. Recordó sunoche juntos, su ternura, el sabor desus labios, el tacto de su piel—. Nick…

Le sintió como una presenciafantasmal. Su calor y ese aroma amontañas y frescor la inundó,

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abrazándola.—¿Nick? —repitió más alto,

abriendo los ojos a la oscuridad quefue diluyéndose, dejándola entre unaespesa neblina—. ¿Dominic?

Una nueva oleada de calor larecorrió haciéndola gemir. El dolorpalpitaba con fuerza en su pecho.

—¿Shadow?Su voz la arrancó de aquel

enfermizo estado, devolviéndole larespiración y refrescando su cuerpo.

—¿Nick?La niebla empezó a diluirse

mostrando la hierba verde bajo suspies, extendiéndose una vez más en la

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misma pradera y dejando paso, poco apoco, a la silueta que emergía de ella.

Vestía las mismas ropas con las quelo vio en la boda, aquellas que lepermitió quitarle en el establo, el plaidlo envolvía con los colores rojo y azulde su clan; una imagen sólida ypoderosa del hombre que amaba.

—Shadow… —sus pupilas doradasse posaron sobre ella. El alivio que sereflejaba en ellas arrancó lágrimas asus ya húmedos ojos—. ¡Gracias a losdioses, diablillo! ¡Estás viva!

Sus fuertes brazos la rodearon y suboca se posó sobre la de ella,probándola. Sus manos la recorrieron

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como si temiese que se desvaneciese deun momento a otro.

—Nick —murmuró abrazándolecon fuerza, sintiéndole tan real comosiempre—. Dios, gracias… Gracias,gracias, gracias. No tengo la menoridea de cómo lo has conseguido, perogracias.

Él se apartó de ella, ahuecándole elrostro entre las manos, necesitandoasegurarse de que estaba allí con él yno era una ilusión.

—No estaba seguro de si podríaalcanzarte de este modo. Pensé… Tevi… Señor… —fue incapaz de decirnada más, la necesidad de sostenerla

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contra él era demasiado fuerte.Ella lo abrazó a su vez,

descansando la cabeza contra suhombro.

—¿Dónde estamos? —murmuró,disfrutando de su calor.

—Es el aisling, el sueño de losdruidas —respondió mientras leacariciaba el pelo—. Escuché unavoz… y entonces a ti… ¿Dónde estás?¿Cómo es que has podido…? Lacaída… fue… Te he estado buscandodurante dos días. ¿En dónde teencuentras ahora?

Ella negó con la cabeza.—Yo… No lo sé —musitó,

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abandonando sus brazos para mirar asu alrededor, como si con ello pudieseencontrar la respuesta.

Él se acercó de nuevo a ella,acariciándole el rostro, obligándola amirarle.

—Está bien, pequeña, está bien…Te encontraré igualmente.

Ella se mordió el labio inferior y seabrazó a sí misma cuando una nuevaoleada de dolor la recorrió.

—Hace calor, siento que me ardela piel, me duele el pecho; me duelemuchísimo —gimió, presa de un nuevolatigazo—. Nick… tengo miedo…Duele.

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Él volvió a ella, abrazándola.—Shh, tranquila —le besó la

cabeza—. Todo irá bien, te encontraré.Cueste lo que cueste, te encontraré.

—Lo siento —murmuróabrazándose a él—. Fui una completaestúpida, no debí marcharme… perocreí que… Necesito volver…

—Shh —la acalló—. Debíescucharte, entenderte… No volverá aocurrir.

Ella se lamió los labios mientrasacariciaba con los dedos la suave telade la lana del plaid.

—Me dijo que tengo que llegar alfinal. Que tú estarías a mi lado en cada

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paso.—Siempre, diablillo. Siempre —

aseguró abrazándola con fuerza.Ella cerró los ojos.—Me aterra todo esto… Yo… Yo no

puedo ser un milagro. No puedo…Él la apartó de sí, cogiéndole el

rostro entre las manos.—Escúchame —le pidió mirándola

a los ojos—. Eres una mujerextraordinaria, fuerte, hermosa ygenerosa… Podrás hacerlo, lo sé. Yoestaré a tu lado en cada paso paracuidar de ti. Todos lo estaremos… perono volveré a arriesgarte, Shadow.Lucharé contra la mismísima muerte si

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he de hacerlo, pero no volveré aperderte.

Ella abrió la boca para responder aesa inesperada declaración, pero elcalor regresó con todo su furor;quemándola, abrasándola. El dolor en supecho aumentó, tirando de ella lejos deél, arrancándola de su lado.

Bajó la mirada. El calor regresaba,el dolor en el pecho aumentaba.

—Vuelve a doler —musitó—.Dominic, me duele…

—Shh —la abrazó—. Te tengo,diablillo. Sólo relájate. Es laconciencia la que tira de ti paraarrancarte del sueño, no luches… Sólo

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mantente firme, sé fuerte y yo iré abuscarte, estés donde estés.

Ella lo miró con temor. No tenía lamenor idea de dónde se encontraba.

—Nick, no sé dónde estoy. ¿Adónde debo ir? ¿Cómo voy aencontrarte?

—Shh… nos encontraremos,Shadow —le aseguró—. Sólo sigue tusinstintos y viaja hacia el Este. Nosencontraremos en Cean Loch Gilb…Sólo ven y yo te encontraré.

—¿Dominic?—Te lo juro, mi amor. Te llevaré a

casa, allí dónde deseas estar —leprometió—. Prefiero perderte entre los

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siglos, que vivir una eternidad con tumuerte.

—Nick…—Prométemelo —insistió él—. Sin

trampas, sin ataduras… Dime quevendrás.

Ella asintió.—Lo intentaré —aceptó, sabiendo

incluso que en aquel mundo de ensueñolas cosas no serían fáciles.

—No confíes en nadie. Utiliza tusinstintos y busca al último de losdruidas; él es el laird del clanCampbell. No reveles a nadie tuidentidad, sólo a él.

Ella se aferró a él a pesar del

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dolor.—¿Cómo lo encuentro? ¿Nick?Pero ya no hubo respuesta, el dolor y

el calor lo anularon todo, arrancándolade la relativa paz y llevándola de nuevoal infierno.

Shadow tomó una profundabocanada de aire. El solo hecho derespirar dolía, el ardor en su piel sehacía más intenso en su pecho, cadaínfimo movimiento la atravesaba comolanzas arrancando lágrimas a suscansados ojos. A sus oídos llegaronvoces, inconexas, guturales, peroninguna tenía sentido para ella. No eranmás que murmullos, voces de mujer

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según creía.Movió los párpados, intentando

abrirlos. La escasa luz ayudó,permitiéndole vislumbrar un bajo techocon estructura de madera y cobertura depaja de la que colgaban algunosramilletes de flores secas, pequeñoscordeles y alguna vieja tela oscura. Deforma inconsciente volvió la mirada,girando la cabeza sólo para gemircuando un nuevo ramalazo de dolor leatravesó el pecho haciéndola llorar.Pronto unas tranquilizadoras manos laobligaban a estarse quieta. Su voz,aunque ronca, era femenina.

—Quieta, no os mováis. Estáis

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herida.Ella parpadeó intentando verla, pero

sólo llegó a vislumbrar sus manos, quearrastraban una tela de tartán de cuadrosazules, verdes y negros que seentrecruzaban con líneas amarillasmientras la arropaba.

«Utiliza tus instintos y busca alúltimo de los druidas; él es el laird delclan Campbell. No reveles a nadie tuidentidad, sólo a él».

Las últimas palabras de Dominicresonaron en su mente. Con esfuerzoacarició la tela que la cubría, sabía quecada clan tenía un tartán distintivo.

—Quedaos quieta, u os abriréis la

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herida —pronunció nuevamente lamujer, pero para ella sus palabras notenían sentido.

Su mirada se encontró entonces conla de la mujer. Las arrugas le surcabanlos ojos añadiendo dulzura en suapergaminado rostro.

—Quién… —se detuvo al sentir loslabios doloridos y cuarteados.Pasándose la lengua por ellos consuavidad, volvió a intentarlo—.¿Quién…? ¿Clan…?

Incluso las palabras dolían enaquellos momentos. La mujer frunció elceño durante un breve instante. Entoncesla vio hablar una vez más, pero no se

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dirigía a ella, sino a alguna persona másallá de la cortina que cerraba elpequeño cubículo en el que por finreparó.

—Señor… —murmuró apretandolos dientes contra otra oleada de dolorsurcando su pecho—. Duele como eldemonio.

Escuchó el sonido de una puerta alabrirse y la respuesta gutural de unhombre antes de que la tela que colgabatras la mujer se separara para dejar pasoa un hombre que lo llenó todo con supresencia.

De mirada oscura, pelo castaño ybarba, vestía de manera similar a las

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gentes que ya había visto anteriormente,sólo que él, en vez de aquel suavepantalón de piel que utilizaban susdruidas, dejaba sus musculosas rodillasal aire, abrigando sus pantorrillas conunas gruesas medias de lana y losmuslos con una tela de tartán plegadoque lucía el mismo dibujo que la mantacon la que ella había sido arropada.

Sus ojos se encontraron finalmente.Aquella mirada sorprendida, a la parque esperanzada, la hizo relajarsedurante un breve instante. ¿Podía por finhaber encontrado un poco de suerte?

Él le habló. Le vio abrir la boca yescuchó unas profundas palabras que

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resonaron en su interior, derramándosecomo agua fría que calmaban su ardor.

—No… sé lo… qué has dicho…pero, ¿puedes… hacerlo otra vez? —seencontró susurrando al recién llegado.

La sorpresa en su rostro fue la únicarespuesta que tuvo durante un instante,más allá de la voz de la mujer queparecía estar dirigiéndose ahora alhombre.

Ella se lamió una vez más los labios.Sentía la garganta como una lija. Elcalor seguía allí, abrasándola, pero lopeor era el dolor en su pecho… Si tansólo él hiciese lo que quiera queacababa de hacer.

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—Duele… por favor… tu voz… Elcalor se va —musitó, las lágrimasderramándose nuevamente de sus ojos.

Lo sintió antes de verlo,arrodillándose a su lado. Una enormemano, fuerte, morena cubrió la suya yvolvió a pronunciar de nuevo aquellaspalabras, haciendo que el calor huyeseuna vez más.

—Dios… gracias —musitó ellapermitiéndose el primer suspiro dealivio. Ahora que lo tenía cerca podíaverlo mejor.

Los colores de su plaid eran másclaros ahora, corroborando que el tejidoera el mismo que el que la cubría.

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—Tu clan… —se lamió los labiosotra vez, rogando que le entendiese.Elevó la mano tímidamente hacia la telaque se extendía en pliegues sobre supecho y la acarició apenas con losdedos antes de dejarla caer de nuevo enla cama al compás de un pequeñogemido escapado de su pecho.

—No os mováis —habló él con unmarcado acento escocés—. Se abrirá laherida.

Ella abrió de nuevo los ojos,mirándole entre sorprendida yesperanzada. Acababa de hablarle eninglés.

—Me entiendes —acertó a decir.

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Él asintió con un ligero gesto decabeza.

—Conozco la lengua de lossassenach —declaró y la miró a losojos—. ¿Por qué deseas conocer cuál esmi clan?

El cansancio hacía mella en sucuerpo, los párpados empezaban apesarle y el calor parecía querer volver,a pesar del frescor que luchaba porinstalarse en su piel.

—¿Dónde estoy? —preguntó ella encambio, ignorando las palabras de él.

Escuchó un ligero chasqueo de lalengua antes de la firme respuesta.

—En Oitir, en la región de Cowal

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—le informó.¿Cuál era la sede del último de los

Señoríos de Dalriada? No podíarecordarlo y, sin embargo, el nombreque él pronunció…

—¿Qué clan… rige? —gimió,tensándose una vez más por el dolor—.Por favor… necesito… saberlo.

Para su sorpresa, el hombre se tomóla libertad de coger su mano. Laimperceptible descarga eléctrica quesintió atravesándola la obligó a volversea él.

—El clan Campbell —respondió élcon voz firme—. Estáis en buenasmanos, Prometida.

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Ella se tensó al escucharle. El miedoempezó a filtrarse con rapidez alescucharle utilizar aquel título con ella,pero entonces…

—¿Campbell? —repitióesperanzada—. ¿Pertenecéis al clanCampbell? —sin que nadie pudieseevitarlo, hizo ademán de incorporarse—. Necesito ver… Necesito ver a su…—un agónico dolor le atravesó el pechohaciéndola gritar y llorar.

—Os dije que no os movieseis —declaró con fiereza, volviéndose parallamar a la mujer que estaba antes conella—. Ach, muchacha, os habéislibrado por poco de la muerte. No

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queráis tentarla de nuevo.—El laird… Necesito… vuestro

laird —lloró, luchando contra elagónico dolor—. Oh, Señor… Dominic,esto no va a funcionar…

Ella no vio como Cahir se tensaba alescuchar aquel nombre, ni cómo suslabios se estiraron en una perezosasonrisa un instante después, mientras lacurandera lo hacía a un lado y seafanaba en ver lo que sus prisas habíanocasionado en la herida de su pecho.

—Os dije que no debía moverse —clamó la mujer, hablando nuevamente engaélico—. Os haré salir como volváis aincomodarla. Sus heridas son muy

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graves.Él no sólo no respondió, sino que se

acercó una vez más a ella, estudiándolafijamente.

—¿Por qué buscáis al lairdCampbell? —preguntó.

Ella se lamió los labios. Sus ojosestaban brillantes y húmedos.

—Eso… sólo lo trataré con él.Una lenta sonrisa se extendió por sus

labios.—En ese caso, hablad, Prometida de

Dalriada —continuó sin separar ni uninstante la mirada de ella—. Soy CahirCampbell, laird del clan Campbell… yel último de vuestros druidas.

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Capítulo 20

La última vez que recorrió aquellososcuros y lúgubres pasadizos, el honortodavía tenía cabida en su alma. Ahora,por mucho que mirasen, el capitán de laguardia del rey sabía que noencontrarían nada; la última pizca quequedaba se despeñó desde lo alto de losacantilados.

A duras penas pudo escapar convida tras contemplar la sorprendida yangustiada mirada de ella cuando laflecha atravesó su pecho. Los druidasllegaron en ese momento, pero ya era

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demasiado tarde. La rabia y la furiosadesesperación en los ojos de uno deellos, que sorprendentemente resultó serel laird del clan McTavish, desató elinfierno en el peligroso terreno,sembrando el suelo con los cadáveresde los hombres que tuvieron el desatinode cruzarse en su camino.

Él mismo llevaba en su cuerpo laprueba de la intensa furia del druida.

Hacía mucho tiempo que dejó decreer en cuentos y leyendas; murieron elmismo día que lo hicieron su mujer ehijo a manos de los miserables cruithne.Aquellos salvajes que el rey tenía poraliados masacraron la aldea en la que

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creció, llevándose con ellos la vida deaquellos a quienes más quería, losúnicos por los que ingresó en las filasdel ejército de Northumbría, vendiendosu honor para mantenerlos con vida.

Unos pasos más y estaba ante lapuerta que cerraba el salón del trono.Sabía que debía entrar sin más,comunicar sus noticias y marcharse. Sitenía verdadera suerte, quizá podríaencontrar a uno de esos malditossalvajes y emprender la última batallade su vida.

Con un profundo suspiro, alzó lasmanos y empujó la doble hoja abriendola puerta con un estruendoso chirrido

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que llamó inmediatamente la atención deaquellos que conversaban a escasospasos del trono.

Sin detenerse, traspasó el umbral yse dirigió al monarca, clavando larodilla en tierra cuando estuvo losuficientemente cerca, para concluir consu misión.

—Ah, Peadar, ¿ya de vuelta? ¿Quénoticias me traéis?

Mantuvo la cabeza baja durante uninstante. Había visto por el rabillo delojo que el rey estaba en compañía delArd Draoi, pero aquello no influía paranada en lo que tenía que comunicar.

—Vuestras órdenes fueron hacer

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prisionera a la muchacha que respondeal nombre de la Prometida de Dalriada,Mi Señor —respondió sin más,decidiendo acabar con aquello cuantoantes—. Lamento tener que comunicarosque no se han podido llevar a cabo, lamuchacha presentó batalla. Temo queahora su cadáver yace en el fondo delLoch Fine.

El monarca frunció el ceño, sumirada desviándose casi como siestuviese ubicando el lugar del que elsoldado le hablaba.

—¿Loch Fine? ¿Cómo es posibleque haya ido tan lejos?

Él se obligó a mantener la cabeza

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gacha, pronunciando las palabraslentamente, sin dejarse llevar por laemoción y el arrepentimiento que locorroían por dentro desde el instante enque la vio desaparecer en las aguas.

—Intentó huir a un par de millas deLechuary —explicó sin buscar excusas.De nada servía justificarse ante el rey—. Una de nuestras flechas la abatiócuando no aceptó el alto.

—¿Está muerta?Apretó los puños. Una más que

amarga bilis le subía por la gargantaante la respuesta que tenía que dar, unaque provocó él mismo con sus acciones.

—Sí, Milord.

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—Muerta —repitió el rey, casicomo si no pudiera asimilar la palabra.

El monarca se giró entonces hacia elAlto Druida, con el que estuvocharlando hasta la intromisión delcapitán.

—¿Está realmente muerta?Ante aquella falta de confianza, él

apretó los dientes y se obligó a noescupir la respuesta.

—Yo mismo vi como una denuestras flechas le atravesaba el corazóny el impulso la lanzaba hacia atrás,haciéndola resbalar por el acantiladohasta hundir su cuerpo en las frías aguasdel Loch Fine, Mi Señor —insistió el

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capitán con firmeza, su miradacruzándose fugazmente con la deldruida.

El hombre se limitó a mirarlo a losojos para luego volverse hacia la pareden la que estaba grabada la profecía yleyó en voz alta un párrafo:

La tierra temblará con los pasos devivos fantasmas.Con el grito de la última noche,despertará la mañana definitiva.La ciudad de piedra sangrará lospecados de sus antepasados.La Última Batalla se derramará enDunnad y la Prometida devolverá a

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Dalriada la Luz de la Verdad.

—Hace tres días sentí cómo suesencia desaparecía durante un fugazmomento, tal como he vuelto a sentirlapoco después remontando el reino de losmuertos —respondió el druida. Sumirada pasó del texto en la pared alexpectante monarca—. Puede quevuestros hombres la hayan herido,capitán Peadar, pero sigue con vida… Yuna bestia herida y acorralada puederesultar incluso más salvaje y dañinaque una que vive en libertad.

El rey frunció el ceño ante laindirecta de su druida.

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—Deja los acertijos para losjuglares. ¡Habla!

El druida se inclinó hacia sumonarca en un gesto de respeto ycomplacencia.

—Si Mi Rey me permite expresarmecon libertad, este fiel siervo cometeríala osadía de sugerir a Su Majestad quepiense en doblar la guardia de toda laciudadela —respondió sin rodeos—.Mis visiones no son claras todavía, perohay algo que se acerca peligrosamente ala cañada de Kilmartin y que muy prontocubrirá la colina de Dunnad.

El rey pareció considerarlo.Entonces asintió y se volvió hacia el

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capitán.—Enviad aviso a las fortalezas de

Dunollie, Abert y Tairpirt Boittir paraque se preparen y estén alerta. Si losrumores que hay sobre los movimientosde los clanes hacia la capital sonciertos, quiero que todos y cada uno denuestros hombres los repelan sincontemplaciones —proclamó, mirandocon odio la pared en la que aparecíaescrita la profecía—. Aplastadlos atodos y traédmela. La quiero arrodilladaante mí, suplicando por su miserablevida…

Con una inclinación de cabeza, elcapitán ocultó su desprecio por el

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monarca cuya guardia comandaba.Aquel hombre era un cerdo despreciabley no veía el momento en que todas susconjuras se hicieran realidad; que fueseél, y no ella, la que estuviese de rodillasy suplicando por su vida.

—Sí, Majestad —respondió,luchando por modular su voz y que no senotase el resentimiento. Sólo entoncesgiró sobre sus talones y emprendió elcamino que lo alejaría una vez más deaquel lugar maldito.

Ciara ayudó a la baisleac adescender de la carreta. Esa mismamañana habían entrado en la región deCrinan, tres largas jornadas de viaje

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desde Loairne que culminaban por fincuando la sabia detuvo el carro en laentrada de una pequeña parcela detierra, a orillas de la bahía del lagoCrinan.

Una pequeña y solitaria choza con uncobertizo, imaginaba que para las trespobres ovejas que pastaban a pocosmetros, se levantaba en lasinmediaciones. Un par de gallinasdesplumadas y un gallo que debía dehaber visto ya varios inviernosescarbaban la tierra en busca dealimento dentro de un desvencijadocorral. El lugar estaba prácticamentedesierto, pero poseía unas magníficas

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vistas del castillo de Duntrune, al otrolado de la bahía; la fortaleza que fueprotagonista principal de la caída de unrey escoto y la masacre perpetradacontra su pueblo.

—Impone, ¿no es así? —comentó lasabia dando una palmada a sucompañera de viaje en el brazo—. Esasviejas piedras han sido testigo dedemasiadas desgracias y otros tantosmilagros.

Ella recorrió lentamente el lugar conla mirada, estudiando sus posiblespuntos débiles en caso de que se viesensorprendidas o rodeadas.

—¿Por qué… precisamente aquí? —

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preguntó, volviendo la mirada a lamujer.

La sabia sonrió y le indicó con ungesto de la mano que la acompañase porel pedregoso camino que llevaba a lacasa.

—Qué mejor lugar para ocultarseque aquel que está bajo la nariz de tupropio enemigo —declaró ella—.Vamos, la mañana no ha hecho más quecomenzar.

Las dos mujeres emprendieron elcamino hacia la pequeña casa. Nollegaron a rodear la cerca de losanimales cuando la puerta se abrió,permitiendo que una muchacha algo más

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joven que ella misma saliese arecibirlas.

—Bienvenidas —las recibió concalidez—. Pasad, ella os ha estadoesperando, baisleac.

Ella miró a la sabia condesconfianza, pero ésta se limitó asonreírle y palmearle la mano antes deacompañar a la muchacha al interior.

Penetraron en la humilde casa depiedra y barro. A un lado de la ampliahabitación corrida se ubicaba el hogar,en el cual ya hervía una masa blancagrumosa que por su aspecto parecíangachas. Sentada en una tosca silla, conlas tímidas llamas de la lumbre creando

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sombras en el envejecido rostro,permanecía una mujer. Su pelo, una vezcastaño y vibrante, lucía ya algunashebras grisáceas, especialmente en lassienes, mas sus ojos seguían siendo taninquisitivos y audaces como la últimavez que la sabia baisleac contemplóaquella misma mirada.

Una sonrisa le cubrió los labiosmientras se levantaba de la silla con unavitalidad nada despreciable para unamujer más cercana a los sesentainviernos que a los cincuenta.

—Ha pasado mucho tiempo, miquerida Runa —murmuró, mirando a lasabia para finalmente saludarle también

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a ella con una inclinación de cabeza—.Bienvenida, druida de Dalriada.

Ella fue incapaz de pronunciarpalabra. Sus labios entreabiertos por lasorpresa se negaban a proferir sonidoalguno.

Afortunadamente, la sabia no tenía elmismo problema.

—«Y los espíritus abandonarán sulugar de descanso para conducir a laPrometida al hogar» —murmuró labaisleac, poniendo en sus labios unfragmento de la profecía—. Nuncaimaginé que esas palabras fuesen tanliterales, pero benditos sean los diosespor ello, Carolan.

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La Alta Druidesa sonrió mientrascaminaba hacia la baisleac y le tomabalas manos.

—No hay bendiciones suficientespara agradecer tu lealtad y sabiduría,vieja amiga —aseguró ella, mirándola alos ojos—. Has hecho un gran trabajocon tu pupilo… —añadió. Sus ojos sevolvieron entonces sobre ella—, contodos ellos.

La baisleac negó con la cabeza.—No he sacado a la luz nada que no

estuviese allí ya —dijo con humildad—.El niño que una vez fue se ha convertidoen un hombre; un guerrero honorable yleal a su clan y a Dalriada.

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La Alta Druidesa asintió.—En su corazón mora la verdad que

hará de él un gran rey, al igual que supadre antes que él.

Ella frunció el ceño. Habíaescuchado en silencio el intercambio delas dos mujeres, pero las cosas no teníansentido, no encajaban como debían.

—Perdonad mi intromisión, MiSeñora, pero… —murmuró ella. Sumirada vagó de una a otra mujer—. Nologro comprender… la Prometida deDalriada… Ella… ella es la heredera…

La Alta Druidesa la miró con unasonrisa y negó con la cabeza.

—Sí —dijo volviendo sus ojos

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hacia la sabia, que asintió—. Ella esheredera… pero no del rey Alpin, niñamía.

Girándose hacia la muchacha que lasrecibió y que ahora se concentraba ensacar la olla de la lumbre, Carolanpidió:

—Milena, querida, ve al corral yrecoge los huevos —la instruyó—. Ytrae dos hogazas de pan y queso de ladespensa.Asegúrate también de que losanimales tienen suficiente agua y comidapara los próximos días.

Asintiendo, la muchacha dejó sutarea, tomó una cesta de uno de losbancos y salió rauda a cumplir con los

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encargos de la mujer.—Es una buena muchacha. Su madre

murió el invierno pasado por unasfiebres y no tiene a nadie más —comentó, volviéndose nuevamente a lasdos mujeres.

La sabia asintió.—Será bien recibida en el clan

McTavish —aseguró, ofreciéndole deaquella manera cobijo para la huérfana.

Correspondiéndole con unagradecido asentimiento, volvió lamirada hacia la ventana a través de lacual se veía el castillo.

—Demasiado tiempo han pasado yalos fantasmas en silencio. Su llegada los

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ha despertado —murmuró parafinalmente volverse y mirarle ahora aella a los ojos—. No debéis llorar supérdida antes de haberla perdido, ellaos necesitará llegado el momento. Hastaentonces, tened fe en vuestra Prometida.

Ella se sonrojó, sorprendida deencontrarse ante una mujer cuyaexistencia se suponía extinguida hacíaveinticinco años.

—Ella… ¿está con vida?La Alta Druidesa asintió, quitándole

aquel enorme peso de incertidumbre queacarreaba.

—Así que las señales eran ciertas,está destinada a ser la próxima Alta

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Druidesa —explicó la baisleac.La voz de la sabia atrajo de nuevo la

atención de Carolan sobre ella, queesbozó una enigmática sonrisa.

—A mucho más que eso, Runa —aseguró, invitando a las dos a sentarsealrededor de una pequeña mesa demadera. Su atención regresó de nuevo aella—. La Prometida de Dalriada es unavíctima más de los acontecimientos; unainocente que se ha visto envuelta enbatallas que no le corresponden.

Ella frunció el ceño. Su mirada sevolvió entonces a la baisleac.

—Pero si ella no es la heredera deDalriada… ¿Quién…? —preguntó, casi

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con temor a saber la respuesta.Carolan miró a la sabia, que asintió.—El único heredero varón de linaje

real que sobrevivió a aquella noche fatal—le explicó—. Alpin Eochaid tuvo doshijos y un bastardo… pero sólo dospríncipes estaban aquella noche en elcastillo de Duntrune, de los cuales sólouno fue el único superviviente. LaInfanta Alana, la hija menor del Rey,pereció junto a su madre esa mismanoche.

Ella abrió la boca para decir algo,pero prefirió callar y dejar que la mujercontinuase con la historia.

—El Rey, antes de su muerte,

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decretó que su heredero fuese entregadoa los clanes y ocultado en su seno,dónde pudiese crecer sin temor, paraque sus enemigos no pudiesen alcanzarleo saber que seguía con vida —continuómirando ahora a la sabia—. Runa teníaórdenes de poner a salvo a los niños quesobrevivieron a aquella noche yocultarlos en los clanes.

El príncipe debía olvidar su linaje,su pasado, para poder sobrevivir; lavenganza no es algo que deba arraigaren el pecho de un niño. Para protegerle aél y a la niña que rescaté esa noche, y depaso también a Dalriada, era necesarioque ambos creciesen sin el peso de la

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muerte y de un reino perdido sobre susespaldas.

Ella estaba asombrada ante lasnoticias que desvelaba la Alta Druidesa.

—Pero entonces… ¿Quién…?La sabia unió sus manos sobre la

mesa y la miró.—Dos noches después de la masacre

que asoló el castillo, cuando losnorthumbrianos todavía peinaban loscaminos para dar muerte a cualquieraque siguiese siendo leal a Alpin y no sepostrara ante el nuevo rey, llevé a unniño de ocho años al seno del clanMcTavish en Kyntire y allí lo entreguéal viejo laird y a su nueva esposa.

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Aquella noche, Kenneth McAlpin dejóde existir y el hombre que hoy conocescomo el druida del cenel nGabráin,tomó su lugar.

Ella se levantó de la mesa de golpe.El aire se le escapó de los pulmonesmientras trataba de asimilar lo queacaban de verter sobre ella.

—Estás… Baisleac… Él es… —jadeó asombrada.

La Alta Druidesa también miró a lasabia, posando su mano sobre la de ella.

—Kieran Dominic McTavish, lairdy druida de Dalriada, es el único yverdadero Rey —aceptó la baisleac,poniendo voz a una verdad que se había

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mantenido en silencio durante losúltimos veinticinco años.

Carolan asintió.—Ya es hora de que él recuerde

también quién es —aceptó con firmedeterminación—. La Prometida deDalriada lo necesitará a su lado, comoél la necesitará a ella. Ha llegado elmomento de que esta tierraensangrentada conozca por fin la pazbajo el manto protector de un Rey justoy una nueva Alta Druidesa.

El bajo gruñido de su compañeroalertó a Aedan. Había comenzado aatravesar Creagan Breac, una ampliaextensión de páramos y bajas colinas

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que discurrían por la meseta hacia CeanLoch Gilb, y el hecho de escuchar ahorael sonido cada vez más cercano decaballos no creía que fuese algopositivo.

Saltando de su montura, tiró de lasriendas del animal hasta unos peñascosque sobresalían entre la alta hierba ymaniobró con sumo cuidado paraobligarlo a tenderse en el suelo de modoque si cualquier jinete pasaba cerca nopudiesen verlos.

El sonido de los cascos resonandosobre el suelo pronto llenó el solitarioparaje. Agazapado, vio pasar unpequeño contingente de guerreros

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cruithne, con la cara y los torsospintados como si estuviesen dispuestos air a la guerra. A juzgar porlo reducidodel grupo y el lugar tan apartado, noestaba seguro que aquellos salvajesfuesen una de las muchas patrullasaliadas de los northumbrianos.Manteniéndose oculto en todo momento,observó cómo los jinetes sedispersaban.

—Qué demonios —murmuró,observando cómo se dividían y partíanhacia distintos lugares en el cruce decaminos—. Esto no puede significarnada bueno.

Esperando hasta que no fueron más

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que puntos en el horizonte y no existíaposibilidad de que lo descubriesen,permitió que su caballo se levantase,montó y, haciéndole una señal al lobo,que todavía estaba convaleciente de susheridas, se puso de nuevo enmovimiento.

El tiempo apremiaba. Sólo esperabaque lo que estaba pensando no llegase ahacerse realidad.

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Capítulo 21

Si Shadow reconocía algo era que lefaltaba paciencia. Odiaba estar enferma,le desesperaba tener que estar en lacama más tiempo del necesario inclusoen la seguridad de su propio hogar.Aquí, la perspectiva de morir por unsimple catarro, por una infección ofiebres altas la hacía cada vez másconsciente de la realidad que se negabaa afrontar.

Tenía un agujero en el pecho y habíapasado los últimos dos días con susnoches ardiendo de fiebre. No existía un

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maldito antitérmico que pudiera tomarsepara hacerla desaparecer y los remediosnaturales empezaban a parecerle cadavez más una tortura que algo beneficiosopara su salud.

Haciendo a un lado la tosca mantade lana, luchó por enderezarsenavegando a través del mareo y el dolor.En su mente existía una única meta,reunirse con Dominic. No podíaasegurar si se trataba del producto de suimaginación, de algo motivado por lafiebre o si realmente había sido él, perodespués de todo lo vivido entre aquellasgentes no planeaba cuestionarse nadamás.

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Tenía que marcharse y encontrar lamanera de llegar a ese lugar de nombreimpronunciable. Cuando estuviese juntoa él, después de clavarle un cuchillo enlas pelotas y gritarle hasta quedarseafónica, podría descansar.

Sí, bien, la que se había marchadoesta vez era ella, pero fue él quien loinició todo trayéndola a este lugar delocos. Se lo merecía.

Los gritos de las dos mujeres que seturnaban en su convalecencia paracuidarla penetraron en su nublada mente.

Las voces sonaban alteradas y,aunque no entendía una sola palabra delo que decían, no necesitaba mucha

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imaginación para adivinarlo.—Estoy… bien… —gimió,

apartando la mano de una de ellas—.Necesito moverme. Tengo una cita a laque acudir…

Un repentino mareo la hizo caer denuevo sobre la cama sin que fueseconsciente siquiera de haber logradoponerse de pie.

—Necesito llegar a ese lugar…El chirrido de los goznes de la

puerta, unido a la claridad que dejóentrar, atrajeron su atención hacia elotro lado de la pequeña choza. La telaque hacía las veces de cortina estabaanclada a un lado permitiendo que lo

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viese allí, de pie, dominándolo todo consu altura y complexión.

—Al único lugar al que vais a llegares al suelo si seguís con esa desmedidatozudez, Prometida —su inglés erabastante burdo, pero lo suficiente clarocomo para entender cada una de suspalabras.

El último de sus druidas resultó serun hombre de pocas palabras, gestoserio y unas dotes de mando que seríanla envidia de cualquier general. Sumirada le atravesaba el alma,provocándole escalofríos que, a pesarde todo, la hacían sentirse segura junto aél. Por alguna razón, Cahir le recordaba

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un poco a su hermano Ramsey.Resoplando, intentó incorporarse

una vez más.—No puedo quedarme aquí… Si

vuelven a dar conmigo… estoy seguraque no vacilarán en meterme otra flechaen el cuerpo o lo que tengan a mano —masculló, doblándose sobre sí misma yposando suavemente la mano sobre lavenda que cubría la herida, a escasoscentímetros de su corazón—. Tengo quemarcharme. Necesito llegar a la malditaReunión de los Clanes. Le prometí quenos veríamos allí… Tengo que ir.

Cahir acortó la distancia que losseparaba de dos zancadas. Pasó entre

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las dos mujeres que se retorcían lasmanos sin saber cómo tratar a la tozudamuchacha y la detuvo cuando una vezmás intentó bajar las piernas por un ladodel camastro para ponerse en pie.

—No seáis niña. No podéis nimanteneros en pie —su piel todavíaestaba caliente, sus ojos verdescansados y enrojecidos por laenfermedad—. Al único lugar al queiréis, si continuáis con esta locura, es ala tumba, Prometida, y eso es algo queno puedo permitir.

Ella perdió una vez más elequilibrio. Las piernas apenas sosteníansu peso, eran como goma quebrada bajo

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ella. Sus manos se aferraron entonces ala suave tela del plaid del druida,apoyándose contra el cálido ydesconocido cuerpo para evitar terminaren el suelo.

Estaba enferma, demasiado enferma.Lo sabía, como sabía también que el quela fiebre persistiera no era una buenanoticia. El ardor en su pecho se hacíacada vez más intenso, arrancándolelágrimas de los ojos. Pero no estabadispuesta a permanecer allí tendida,dejando que alguna infección se lallevase.

—No hay nada que puedas hacerahora mismo por mí —murmuró,

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poniendo en palabras la realidad. Nopensaba mentirse a sí misma, de nadaservía ya. Estaba débil, la heridasupuraba y dolía como el infierno; lafiebre la consumía día a día. Sin lamedicación adecuada, sin antibióticos,incluso ella, que no tenía ni idea denada, sabía que no sobreviviría—. Nitodos los remedios naturales y brebajesharán que salga de ésta, así que ahórrateel sermón. Necesito llegar a un lugarllamado Cean Loch Gilb. Si Ciara estáallí podrá ayudarme. Su don… quizápueda ayudarme.

Una vez más rogó que sus palabrasno cayesen en saco roto. Ya no sabía a

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quién rezaba ni si alguien allí arriba laescuchaba, pero no perdía nada porintentarlo. La meta de los druidas fuedesde el principio escoltarla hasta eselugar; confiaba que siguiesen con el planoriginal y encontrarles allí.

Se lo prometió a Dominic y, si nootra cosa, ella sí iba a cumplir supromesa.

—Además, he hecho una promesa aese idiota, así que no me queda otra quecumplirla —murmuró, apoyando ahorala frente contra el pecho del druida,inconsciente de lo que hacía, demasiadocansada para pensarlo siquiera—.Tengo que encontrarme con Dominic…

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—ella alzó entonces su febril miradahacia él—. Fue quien me dijo que tebuscara… Por suerte no he tenido quemover un dedo, tú ya estabas aquí.

La sorpresa y confusión aparecieronuna vez más en los ojos del druida alescuchar el nombre.

—¿Dominic? —la forma en la quepronunció el nombre la hizo sonreír.

—Vosotros lo conocéis por su otronombre, Kieran. Kieran Dominic…

—McTavish —terminó él por ella—. El laird del clan McTavish…

Ella asintió lentamente.—El mismo que viste y calza —

aceptó, intentando enderezarse una vez

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más—. Creo que voy a caer redondita alsuelo. Que alguien ponga ahí un colchón.

Cahir frunció el ceño ante lasextrañas palabras de la muchacha. Creíaentender algunas, llegó a pasar elsuficiente tiempo con Helena McTavishcomo para comprender que esta mujerdebía proceder del mismo lugar.

—Tengo que reunirme con él, porfavor —la escuchó decir entonces, consus cansados ojos verdes mirándole—.Necesito… Le necesito.

El tono de súplica desesperadasubyacente en aquella petición no pasódesapercibida para Cahir. Fuese lo quefuese lo que unía a esa mujer con el

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laird McTavish, era algo más que sucondición de druida.

—De acuerdo —aceptó al fin,inclinándose para alzarla en brazoscuando sintió que su cuerpo cedía—. Osllevaré a Cean Loch Gilb.

No le quedaba otra opción. Lamuchacha tenía razón en algo, en elestado en el que estaba no duraría ni dosdías más.

La herida supuraba continuamente,los bordes comenzaban a ennegrecerse yla fiebre no remitía. La mirada que vioen los ojos de la curandera nopresagiaba nada bueno.

Ciara. Si sus recuerdos no le

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jugaban una mala pasada, ella era ladruidesa del clan McInnes, pupila de labaisleac. Sólo esperaba que lamuchacha que sostenía ahora en brazostuviese razón y entre sus dones estuvieseel arrancar a un moribundo de los brazosde la muerte.

—Y que el diablo nos lleve a losdos —masculló él en voz baja—. A vospor cabezota y a mí por permitir talestupidez.

Ella asintió con los labioscurvándose en una débil sonrisamientras se le cerraban los ojos, incapazde seguir manteniendo la conscienciapor más tiempo.

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—Gracias… Cahir —la escuchómusitar, antes de perder elconocimiento.

Escuchar su nombre en los labios deella envió un escalofrío por su espalda,algo en su interior parecióresquebrajarse, pero lo hizo a un lado.Los dioses parecían haberseconfabulado para evitarle llevar a cabosus planes, pues su meta ya no seríaDunnad, sino la Reunión de los Clanes.

—Es una auténtica guerrera.Él se giró hacia la voz de la

curandera, que regresaba con una grancesta con hierbas y otros alimentos. Ajuzgar por sumirada y la sonrisa

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satisfecha en su rostro, era obvio quehabía escuchado parte de laconversación.

Dejando su carga con cuidado sobreel camastro, se giró hacia la mujer.

—Guerrera o no —masculló—,morirá antes del amanecer.

La mujer sacudió la cabeza, dejó lacesta en manos de su hija y se acercó acomprobar el estado de su paciente.

—Nay, aguantará —aseguró confirme resolución—. Yo me encargaré deque así sea. Abrigadla, recogeré algunascosas y me iré con vos.

El jadeo de las dos mujeres evitóque él pudiese responder.

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—¡Madre! No podéis estar hablandoen serio —jadeó una de ellas, dejandola cesta a un lado—. No estáis encondiciones de hacer ningún viaje,vuestra salud…

La mujer alzó una mano y, al igualque un general haría callar a sus tropas,el silencio se impuso en la cabaña.

—Es mi deber, como lo es de todoaldeano de Dalriada, velar por la saludde esta muchacha —respondió con vozsevera, poniendo en sus palabras elénfasis necesario para que no hubieseposibilidad de discusión—. Si esta niñamuere por la falta de mis cuidados, nome lo perdonaría en la vida. Ahora,

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dejad de cloquear como gallinas yayudadme a preparar las cosas para elviaje.

Cahir sintió la necesidad de deciralgo… ¿Desde cuándo se le escapabanlas cosas de las manos de tal manera?

—No puedo garantizaros vuestraseguridad, curandera. Son tiempospeligrosos —le informó él, aunqueinteriormente sabía que lucharía amuerte por cualquiera de los miembrosde su clan, desde el más joven al másanciano, y aquella mujer era unaCampbell.

Ella asintió con firmeza y miró a lamuchacha que descansaba en el

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camastro.—Ocupaos de garantizar su

seguridad, mi laird, que yo me ocuparéde mi misma —aceptó.

Sin poder hacer otra cosa queaceptar las palabras de la mujer, se giróy caminó hacia la puerta de la cabañapara llamar a su primero.

—¡Gael!Al instante, el guerrero estuvo a su

lado.—¿Mi laird?Él miró al hombre y después a la

muchacha que permanecía en la cama.—Prepara a los hombres, iremos al

encuentro de los clanes.

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Su compañero frunció el ceño.—¿Crees que merecen contar con

nuestras fuerzas? ¿Con nuestra ayuda?Ellos nos dieron la espalda cuandobuscamos venganza contra aquél queordenó la masacre sobre el clan, y antesde ello se opusieron a tu nombramientocomo laird. ¿Qué les debemos, cuandoellos no movieron un dedo paraayudarnos?

Su mirada continuó fija en la figuradormida.

—No es a ellos a quienesprestaremos ayuda.

El hombre siguió la mirada de sujefe y señaló a la mujer con un gesto de

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la barbilla.—¿Es ella tan importante como para

que lo olvides todo?Él comprendía mejor que nadie los

sentimientos de Gael.La necesidad de venganza

burbujeaba en sus venas desde elmomento en el que dieron sepultura a lossuyos, pero la necesidad de retribución,de encontrar la paz, tuvo que serpospuesta. Él había acudido en busca deayuda y apoyo a los clanes y le fuenegada; las palabras del entonces lairddel clan McTavish todavía resonaban ensu alma.

«La rabia y el dolor no son buenos

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aliados. Enfréntate ahora a él y mañanatendrás todo un clan que enterrar. No esmomento para buscar venganza Cahir,sino de llorar a los muertos».

Los jefes de los Señoríos estuvieronde acuerdo en que atacar en aquelmomento al northumbriano traeríaconsigo sólo muerte y dolor. Las fuerzasde su clan habían sido diezmadas con lamasacre, muchos de los hombres quemurieron eran buenos guerreros queentrenaban bajo las directrices del clanCampbell; sabía que sin el apoyo de suscompatriotas, su plan de atacar lafortaleza de Dunnad sería firmar no sólosu propia sentencia de muerte, sino la

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del clan que regía. Se había vistoobligado a esperar, a aguardar elmomento adecuado hasta que éste por finhabía llegado.

—Es imposible olvidar lo que fuegrabado a fuego, Gael —dijo—, perodebe hacerse a un lado si deseas pensarcon claridad, sin que la rabia y el dolornublen tu juicio. Hay una única meta quedeseo alcanzar, y si ella puede llevarmehasta allí, haré lo que haga falta paraarrancarla de las garras de la muerte.

Echando un último vistazo a ladormida muchacha, se giró a sulugarteniente.

—Busca a Randall. Que coja el

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caballo más veloz que tengamos y partainmediatamente al punto de Reunión delos Clanes —declaró él—. Queencuentre a la druidesa McInnes, laPrometida la necesita.

El hombre fijó la mirada en la de sujefe, entonces hizo un firmeasentimiento.

—Sí, laird.Con una última mirada a la mujer

que descansaba sobre la cama y luego asu laird, Gael partió dispuesto a cumplircon las órdenes del jefe del clan.

Los hombres poblaban la llanuracomo una manta de hormigas. Unos acaballo, otros a pie; con sus rostros y

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cuerpos pintados con símbolos paganosy armados y listos para la batalla.

Frente a todo aquel batallón,liderando al ejército cruithne, iba su rey,Eógan.

Dominic tenía problemas paraasimilar lo que estaba viendo.Agazapado entre el ramaje, con elcuerpo presionado contra el suelo,observaba en mudo estupor aquellamarea del infierno que avanzaba sindescanso hacia el noroeste atravesandolas colinas pedregosas y yermas deMaol Achadhbheinm en una única yposible dirección.

—Dunnad —siseó en voz baja, antes

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de empezar a arrastrarse sobre suvientre, retrocediendo lentamente paraevitar ser visto.

Si todo aquel contingente se unía alas fuerzas del usurpador northumbriano,la tarea que tenían por delante iba a seralgo más que difícil; se convertiría en unimposible. Soltando una maldición, alzóla mirada al cielo para situarse ycalcular las horas que le quedaban deluz. Le faltaba una larga jornada de viajehasta Cean Loch Gilb.

Su cuerpo todavía acuciaba eldesgaste ocasionado por la intensidadde su poder. Afortunadamente, elvínculo que lo unía con la Prometida de

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Dalriada era lo suficientemente fuertecomo para haber podido alcanzarla en elaisling.

Shadow estaba con vida. Esa certezacontribuyó a aligerar el enorme peso desu alma y lo llevó a tomar una decisiónque muy bien podía alterar su vida parasiempre. Ella estaba viva, débil a juzgarpor la tenue conexión que captó a travésdel vínculo que los unía, quizá herida,pero con vida. La imperiosa necesidadde buscarla otra vez y cerciorarse de subienestar batallaba contra el cansancio yel saber que no podía abusar de sunaturaleza druida de esa forma. Debíaconfiar en que los dioses guiarían sus

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pasos. A pesar de todo lo ocurrido entreellos, su pequeño diablillo conservabael valor y la determinación de cumplircon sus promesas.

—Sólo un poco más, amor mío —susurró al viento, rogando que le llevasesus palabras y la promesa de su próximareunión—. Sólo un poco más…

Aedan abandonó Creagan Breacpoco después del anochecer. El viaje sehizo lento a causa de las heridas de supeludo compañero; el lobo había sidogolpeado y asaetado tan duramente quele sorprendía que hubiese sobrevivido.Con todo, Riska no permitía ser dejadoatrás; incluso cojeando, el animal lo

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acompañó a través de tierrasdalriadanas hacia su última parada,Cean Loch Gib, donde la Reunión yahabría comenzado.

Los jefes de los clanes acordaronjuntarse en las inmediaciones de laAchnabreck, La Piedra en Pie, quemarcaba el lugar de un antiguocementerio; una vasta región bañada porel Loch Gib que no era más que un brazodel gran Loch Fine. El lugar estabadeshabitado. La pantanosa y yermaextensión de tierra rodeada por colinasno había captado todavía el interés delos granjeros, aunque su puerto de bajocalado era utilizado a menudo por

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aquellos que hacían sus negocios fuerade los ojos de la ley.

Riska se frotó entonces contra supierna mientras su montura sacudía lacabeza, recordándole ambos que erahora de que se pusiera en movimiento.Ciñendo el plaid que lo señalaba comomiembro del clan McNeil, tomó lasriendas del caballo y emitió un potentesilbido que resonó en la vasta llanura.

Casi de inmediato tuvo la respuestaque esperaba, una que lo reconocíacomo un aliado, permitiéndole acercarsesin necesidad de cuidar su espalda másde lo que ya lo hacía.

—Vamos, amigo —instó a Riska

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mientras tiraba de las riendas de sucaballo para hacerlo caminar—. Prontopodrás descansar.

Lamiéndose el hocico comorespuesta, el lobo siguió sus pasoscaminando lentamente con una de suspatas en alto.

Los guerreros de los clanes quepertenecían a los cuatro Señoríos deDalriada empezaron a salir a suencuentro cuando penetró en el pequeñosotobosque que les servía de cubierta,dónde las tiendas habían sido montadasentre los troncos de los árboles. Elcampamento se extendía a lo largo yancho del terreno, constituyendo un muro

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de protección entre ellos y la zonacentral, en la que los dirigentes de cadauna de las casas discutían losmovimientos de sus enemigos y lasúltimas noticias que llegaban hastaellos.

Varios de los guerreros que solíanacompañar a su padre le abordaron,comprobando que el hijo de su laird yfuturo dirigente del clan estaba bien yconocer, al tiempo, qué noticias traíaconsigo.

—Que el diablo me lleve, si no esAedan McNeil en carne y hueso el queha entrado en este recoveco alejado dela mano de Dios —lo saludó un enorme

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guerrero de pelo negro y ojos marrones,cuya mejilla derecha estaba surcada poruna profunda cicatriz—. Tu padre estarácontento de saberos ya entre nosotros.

Su mirada fue más allá de él, comosi esperase ver a alguien más.Frunciendo el ceño, se volvió hacia elmuchacho.

—¿Llegas solo?Él le entregó las riendas del caballo

y le dio una palmada en el hombro antesde continuar camino, con Riskacojeando a su lado.

—¿Dónde están los jefes de losCuatro Casas?

El hombre se tensó ante la

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inesperada pregunta.—El laird McInnes y el laird

McNeil están aquí, junto con losPherguson, los McCloude y los clanesdel sur —respondió mientras entregabalas riendas del caballo a otro soldadopara ir tras él—. Se suponía que el lairdMcTavish vendría contigo y con… LaPrometida…

Él asintió y volvió la mirada haciael hombre, sorprediéndolo con su fulgor.

—¿Y Campbell?El hombre negó con la cabeza y

señaló hacia el centro del campamento.—Será mejor que vayas. Los jefes

querrán saber qué noticias traes.

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Él asintió y caminó con paso firmehacia el centro del campamento.

—Sí, aunque me temo que no sonprecisamente buenas.

El helado viendo procedente del marera un vago recordatorio de que prontoentraría una nueva estación. El otoñohabía teñido todo de marrones ydorados, las cosechas ya estabanrecogidas y muchos campesinos sepreparaban para el crudo invierno quesin duda volvería a cobrarse más vidas.

La mirada de la baisleac voló sobrela colina desde la que podía verse unamplio panorama del derruido Castillode Duntrune. Sus piedras todavía se

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veían ennegrecidas por el incendio quelo asoló veinticinco años atrás y lamaleza envolvía la fortaleza y recordabaque ahora sólo era el hogar de losfantasmas. El lugar fue abandonadodespués de la masacre.

Utilizado al principio por lossalvajes como lugar de reunión,finalmente había quedado desierto y amerced de las inclemencias del tiempo.

—Es la hora.Una cálida mano se posó sobre su

hombro llamando su atención. Ciara lamiraba con preocupación eincertidumbre.

—Son viejos recuerdos, querida —

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le aseguró, dándole una palmadita en lamano antes de girarse. Carolan estaba asu lado, con una sonrisa igual decircunspecta que la suya. Las dosmujeres habían presenciado loacontecido en aquel lugar y todavíapodían oír los gritos y los ecos de losfantasmas como si no hubiese pasado niun solo día.

—Hay mucho que explicar y eltiempo se acaba —murmuró la AltaDruidesa, obteniendo un asentimientopor parte de la sabia.

—Debemos ponernos en marcha.Cuando antes salgamos, antesllegaremos a nuestro destino —aceptó

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ella mientras caminaba de regreso a lacarreta.

Ciara echó un último vistazo a sualrededor. Los secretos revelados aqueldía todavía giraban en su mente sincontrol.

—Todo esto parece sacado de unahorrible pesadilla, baisleac —murmuróella volviéndose hacia la sabia—.Nadie es quien dice ser, o quiéncreemos que es… La mujer queconocemos como La Prometida deDalriada no es la heredera… y uno delos druidas se ha convertido en un abriry cerrar de ojos en el verdaderopríncipe de Dalriada…

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—Las cosas suelen encajar en sulugar en el momento en que debenhacerlo, así ha ocurrido desde elprincipio de los tiempos —contestóCarolan—. Es el ciclo de la vida; unosmueren para que otros ocupen su lugar ylos que una vez fueron niños, ahora sonhombres y mujeres… Todo tiene unmomento y un lugar. Al fin ha llegado elsuyo.

Ella no estaba del todo convencida.—Kieran no lo aceptará fácilmente

—musitó con un suspiro.La sabia baisleac chasqueó la

lengua.—Ese hombre nunca acepta nada

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fácilmente —aseguró la baisleac—,pero es inteligente y ama Dalriada. Seráaquello que está destinado a ser.

—Ambos lo serán —añadió Carolancon un profundo asentimiento.

Asintiendo, ella ayudó a las dosmujeres a subir al carro e instaló a lamuchacha en la parte trasera. Luegomontó en su caballo para continuar lamarcha y reunirse con el resto de losclanes.

Las miradas de los hombresreunidos en el interior de la tienda ibandesde el estupor a la profundaincredulidad, pasando por la negación yla completa desesperación.

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Aedan fue franco en su relato alhacerles partícipes del destino queencontró la mujer en la que teníanpuestas sus expectativas, así como de laseguridad de que seguía con vida;certeza que llevó al laird McTavish a iren su busca.

—Estamos perdidos —murmuró unode los jefes de los clanes que componíanlos cuatro Señoríos de Dalriada—. Si laPrometida de Dalriada hadesaparecido… estamos perdidos.

—Ella es la única y legítimaheredera. ¿Qué ocurrirá ahora? —insistió uno de los primeros del clanPherguson.

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—McTavish la traerá de vuelta —aseguró Liam McNeil, cortando de raízcualquier posible discusión.

El laird McInnes asintió en acuerdo.—Los druidas consiguieron traerla

una vez y, si es necesario, volverán ahacerlo —aseguró el hombre conprofundo convencimiento, posando sumirada en él—. ¿Qué sabes de tuesposa?

Aquélla era una pregunta queintentaba evitar por todos los medios,incluso para hacérsela a sí mismo.

—Ciara ha escoltado a la baisleacRuna a Crinan —respondió con vozfirme, negándose a que trasluciera el

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nerviosismo y la preocupación ante lafalta de noticias de las dos mujeres.Cuando llegó al campamento, lo primeroque hizo fue preguntar por su esposa,suponiendo que habrían tenido tiempomás que suficiente para ir y regresar—.La baisleac tenía asuntos importantesque tratar en la zona. Tienen que estar apunto de regresar.

Asintiendo ante su seguridad, ellaird McInnes se volvió hacia los demáspresentes.

—El tiempo empieza a echársenosencima. Quizá deberíamos empezar apensar en nuestro próximomovimiento…

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Él se adelantó, interrumpiéndolo.—No antes de que sepáis algo más.La preocupación y confusión inundó

el ceño de varios de los presentes.—¿De qué se trata?Él volvió la mirada hacia el hombre

que había preguntado: su padre.—Los cruithne —respondió,

mirando a su progenitor a los ojos, altiempo que oía maldiciones susurradas yexabruptos—. No puedo asegurar conexactitud lo que está ocurriendo, pero síque puedo deciros lo que he visto, y hasido a un pequeño grupo vestidos ypintados para la guerra. Los hombres sedividieron a media jornada de aquí. Uno

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de ellos tomó el camino hacia Kilmartin,presumiblemente para unirse a lasfuerzas de la ciudadela de Dunnad, perolos demás tomaron direccionestotalmente distintas, dividiéndose.

—¿Podrían estar buscando refuerzospara las tropas northumbrianas? —sugirió alguien.

—¿Rastreadores? —comentó otro.Él negó con la cabeza.—Estaban completamente armados y

lucían pinturas de guerra —explicósacudiendo la cabeza—. Lo único que seme ocurre es que tengan intención de irhacia Dunolli, en Oban, y reforzar dealguna manera su fortaleza —él negó

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con la cabeza y miró a los hombres allíreunidos—. Tendremos que enviar anuestros rastreadores en ambasdirecciones para que nos den una visiónmás clara de lo que está ocurriendo.

Un murmullo de asentimiento llenóla tienda.

—Estos últimos días se produjeronbastantes movimientos en Dunnad. Elmuro defensivo está más custodiado delo normal y están controlando a todo elque entra y sale de la ciudadela —comentó la mano derecha del jefe delclan Pherguson.

—Ese maldito usurpador sabe queestamos aquí, en algún lugar, planeando

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su caída —respondió uno de los jefes declan más anciano—. Desde que se hacorrido la voz de que la Prometida deDalriada ha regresado, está que se meaen las calzas.

—No sé si alguno de los que huyóde la refriega ha acudido a esemalnacido con las noticias. Es posibleque piensen que se han deshecho de ella—argumentó él, negando con la cabeza—. En cuyo caso estaría jactándose desu victoria, no reforzando sus defensas.

—El muchacho tiene razón —aceptóMcInnes—. Esa comadreja debe deestar tramando algo.

—Pues habrá que descubrir el qué

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—respondió otro de los presentes—.Enviaré a algunos de mis hombres aechar un vistazo a ver si podemosenterarnos de algo.

—Pherguson y yo enviaremos a unpar de rastreadores para quecomprueben lo que están haciendo loscruithne —aceptó el laird del clanDonalson.

Él contempló a los hombres que seexcusaban para empezar a cumplir conlo pactado, hasta que finalmente sóloquedaron en la tienda cuatro personas yél mismo.

—¿Se sabe algo de los Campbell?—preguntó mirando a su padre.

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El hombre negó con la cabeza.—Todavía no —respondió con un

bufido—. Ese muchacho tiene más egoque cerebro. Me sorprende que hayasido criado por el viejo McTavish.

—Acabará presentándose —aseguróel laird McInnes con un ligero chasqueode la lengua—. Cahir, más que nadie,tiene una cuenta pendiente con elusurpador.

Los hombres asintieron al recordarcomo los Campbell sufrieron a manos delos northumbrianos.

—¿Y qué hay de McTavish?Él alzó la mirada hacia la insidiosa

pregunta.

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—Vendrá —aseguró él con fiereza,fulminando al hombre con la mirada—.Y traerá a la Prometida de Dalriada conél; eso puedo jurarlo.

—Ya, ya… —los separó Liam—.No empecéis a pelearos comocachorros. Si tenéis ganas dedesfogaros, podéis acompañar a losrastreadores. De lo contrario, osmantendréis serenos y a la espera, comotodo el mundo.

McInnes posó la mano sobre elhombro de su primero, el hombre quehabía hablado, y le indicó la entrada conun gesto de la barbilla.

—Ve con Barr, quiero que él o

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Lachan vayan al puerto. Que estén alertaa ver si escuchan alguna cosa que puedasernos de utilidad.

Dedicándole una última mirada, elhombre siguió las órdenes de su laird.

—Deberías comer algo y descansar—le propuso su padre.

Él soltó un bajo bufido, miró aambos hombres y negó con la cabeza.

—No. Mi esposa y la baisleac aúnno han regresado y no sabemos suparadero —aseguró. Era incapaz dequedarse quieto sin hacer nada mientrasCiara y su mejor amigo estaban ahífuera, en algún lugar—. Saldré en subusca, ellas ignoran los últimos

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movimientos del ejército cruithne y, sise encuentran con alguna patrulla…

Ambos hombres cruzaron la mirada,pero el único que respondió fue LiamMcNeil.

—Ve con cuidado. Los tiempos sehan vuelto demasiado peligrosos.

Él esbozó una irónica sonrisa ypalmeó el hombro del laird.

—Eso es algo que no puedorefutaros, padre —aceptó, antes dedespedirse con una inclinación decabeza hacia los dos hombres y salir porla puerta.

—Parece que el matrimonio y lasresponsabilidades sí son capaces de

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hacer cambiar a un hombre —murmuróel laird McInnes con jovialidad.

—O hacer madurar a un muchacho—corrigió McNeil, suspirandoprofundamente ante el carácter de suhijo.

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Capítulo 22

La niebla que cubría el horizontedesdibujaba las colinas y envolvía lapedregosa franja de rocosa arena yrestos de algas que se extendía a lolargo de la despoblada orilla del LochFine, en el condado de Carrick. El lugarera ideal para hacer entrar una pequeñaembarcación sin ser vista. La brevelínea de arena daba paso a una espesavegetación que ascendía en medio depequeños grupos de árboles hacia lasmontañas que componían la orografíadel lugar.

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Cahir y Gael saltaron al agua,hundiéndose hasta las rodillas yafianzándose en el pedregoso suelo paraarrastrar la barca hasta encallarla en laorilla. Ambos contemplaron entreresuellos su entorno, volviendo lamirada al agua donde un segundo boteles seguía la estela.

El cielo grisáceo de una nuevamañana les daba la bienvenida. El solpermanecía oculto tras las nubes; algoque sin duda favorecía al furtivo grupo.

—Hay que moverse rápidamente —protestó Gael, internándose nuevamenteen el agua para ayudar a sus compañerosa arrastrar la segunda barca—. Tenemos

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que esconder los botes y alejarnos de laplaya. Hay que alcanzar las montañasantes de que el sol consiga atravesaresta favorecedora niebla; tenemos unlargo camino por delante hasta CeanLoch Gilb.

—Su mirada se dirigió nuevamentehacia la orilla, en la cual aguardaban yala curandera con la Prometida deDalriada—. Y no estoy seguro de queella sea capaz de hacer el viaje. No ensu actual estado.

Shadow alzó sus cansados ojosverdes hacia el paisaje que se extendía asu espalda. Vestida ahora con una toscafalda marrón, una blusa de un tono más

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claro y envuelta con la manta queportaba los colores del clan Campbell,con la que el druida la envolvió, intentóuna vez más estabilizarse en labamboleante embarcación.

—¿Es allí a dónde tenemos quedirigirnos? —Su voz salió como unpequeño graznido, demasiado cansadaincluso para emerger de su garganta enun tono alto.

No podía recordar gran cosa de loacontecido el día anterior. Después deinformar al laird de los Campbell sunecesidad de llegar a su destino, pasó lajornada en un incómodo duerme vela. Lafiebre regresó con fuerza, así como el

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dolor de la herida en el pecho. Sólo lossabios cuidados de la mujer que ahora laacompañaba y permanecía a su lado,consiguió estabilizarla lo suficiente paraque pudiesen partir bien entrada lanoche y cruzar el canal.

—Cean Loch Gilb… —respondió lacurandera a su lado.

Su mano señaló la dirección altiempo que explicaba en un burdo y casiincomprensible inglés—. Más allá delas montañas… Largo camino. No fácil.

Ella se las arregló para componeruna sonrisa y se giró para ver a loshombres saliendo del agua mientrasarrastraban la segunda barca.

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—No es seguro permanecer aquí —declaró el druida. Su mirada la recorrióexhaustivamente un instante antes demirar a su alrededor mientras ayudaba aarrastrar la última barca a tierra, dóndelos hombres que lo acompañaban seencargaron de ella—. ¿Os sentís confuerzas suficientes para continuar? Noestamos hablando de salir a pasear. Elterreno es abrupto, deberemosmantenernos fuera de los caminos yvos…

Ella alzó lentamente la mano,interrumpiéndolo.

—Asumo que no te hace la menorgracia tener que cuidar de una mujer

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enferma y quejica —declaró haciendouna mueca—. Ésa sería yo, peronecesito tu ayuda para llegar a mi meta.Si después de eso quieres irte, estás entu derecho. Dios sabe que yo soy laprimera en querer dejar atrás toda estalocura.

Deteniéndose ante una nuevapunzada en el pecho, se vio obligada aapretar los dientes, esperando que eldolor remitiese y poder así llevar airede nuevo a sus pulmones.

—Sin duda, pertenecéis a esta tierra—aseguró él plantándose a su lado—.Sois igual de testaruda que nuestrasmujeres.

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Ella arqueó ligeramente una de suscejas.

—No estoy segura de si eso es unhalago o un insulto —respondió,sacudiendo la cabeza.

Él no pudo evitar sonreír ante sutono de voz. Sus ojos se iluminaronbrevemente como si disfrutase de sudiscusión y aquel cambio lo hizoparecer incluso más atractivo de lo queera.

—En vuestro caso, un halago,Señora —aceptó al tiempo que llevabala mano contra la frente de ella y fruncíael ceño—. Estáis ardiendo.

Ella suspiró bajo su contacto,

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cansada de oír una y otra vez las mismaspalabras.

—Tengo fiebre, me arde el pecho,me tiemblan las piernas y, pormomentos, no sé si tengo delante de mí aun solo druida o tienes un gemelo —declaró con una irónica sonrisa—. Locual es muy mala señal. Incluso yo, queno tengo ni el más mínimo conocimientode medicina, sé que eso no es algobueno. Ahora, ¿crees que podríamosponernos ya en movimiento? Necesitoavanzar mientras todavía me respondanlas piernas.

Con un leve asentimiento, Cahirechó un último vistazo a sus hombres,

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los cuales ya ocultaban las barcas. Sumirada se encontró entonces con la de lacurandera, que movió la cabeza con ungesto que indicaba claramente que sussospechas sobre el estado de salud de lamuchacha eran acertadas… Empeorabapor momentos.

—Su cuerpo está completamente enllamas —murmuró la mujer en gaélico,evitando así que ella comprendiese suspalabras—, la herida se ha infectado.No podrá aguantar ni media jornada deviaje en estas condiciones, laird.

Él volvió a mirar a la Prometida,que parecía más interesada en conseguirmantenerse en pie.

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—Necesita más ayuda de la que yopuedo darle —aceptó la curandera antesde volver con ella para ayudarla acaminar.

Él las contempló durante un rato,viéndolas avanzar.

—En ese caso, tendremos quedarnos prisa —murmuró para sí.

Rápidamente ladró un par deórdenes a sus hombres y se unió a ellos,pendiente en todo momento de las dosmujeres.

La carreta traqueteaba por el angostocamino. El viejo caballo de tiro parecíano tener ninguna prisa por alcanzar sudestino y el esfuerzo al que estaban

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sometiendo al animal era suficientecomo para no exigirle más. Ciara semantenía al mismo ritmo en su propiocaballo, haciendo pequeñasexpediciones para comprobar que elcamino estaba despejado y no seencontraban con ningún obstáculo queles impidiese regresar.

Una extraña sensación dedesasosiego se instaló en su interiordesde el momento en el que dejaron lapequeña choza.

Intentó concentrarse en laconversación que mantenían la baisleacy la druidesa, las cuales seguíanarrojando luz sobre los recientes

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descubrimientos, pero era incapaz dequitarse de encima aquellaincomodidad.

Pasaron la noche al abrigo de unpequeño grupo de árboles. Ella gustosahabría continuado camino en la noche,pero los caballos necesitaban descansoal igual que las dos mujeres con las queviajaba. Con las primeras luces delalba, se pusieron nuevamente enmovimiento. El paisaje a su alrededorno cambiaba, mirase dónde mirase todolo que veía era hierba seca y árbolesteñidos con el color del otoño. Encualquier otro momento aquella visiónde ensueño habría traídoa su mente toda

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clase de sueños, promesas de un amableporvenir, más ahora se le antojaban unpresagio de los tiempos difíciles.

Su caballo corcoveó al lado de lacarreta, devolviéndola a la realidad y asu atención sobre el camino queempezaba a dar una amplia curva unosmetros más adelante.

Un ligero hormigueo se alzó en suinterior, sobrepasando la sensación deincomodidad que la atenazaba. Controlósu montura con las piernas, avanzó hastala cabeza del carro y detuvo el caballocon una mano mientras recuperaba elarco con la otra.

—¿Qué ocurre? —La voz de la

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baisleac resonó en la silenciosa mañana.Ciara tardó en contestar, su atención

estaba puesta en el camino y en losalrededores.

—Alguien se acerca —murmuró ellacargando ya una flecha en el arco. Noestaba dispuesta a correr riesgosinnecesarios.

La baisleac frunció el ceño ante larespuesta de la druidesa, paseando sussabios ojos por el entorno antes dechasquear la lengua y, tras sujetar lasriendas al carro, bajó al suelo.

—¿Salteadores? —sugirió lajovencita, que se apretó incluso máscontra la Alta Druidesa, la cual

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permanecía absolutamente relajada.Ella movió su caballo, poniéndolo

por delante del carro y echó un vistazo alas mujeres mientras mantenía el arcotenso, dispuesta a soltar la flecha encualquier momento.

—Baisleac, manteneos tras lacarreta.

La anciana no sólo no hizo el menorcaso, sino que se tomó su tiempo paracoger de la parte de atrás el odre deagua para calmar la sed.

—Éste parece un buen momento parahacer un alto —declaró la mujer—. Haysituaciones en las que no se puedeluchar contra la Naturaleza.

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—¡Baisleac! —la tensión que sentíaera palpable, su nerviosismo iba enincremento.

Un ligero crujido de hojas,acompañado por el sonido amortiguadode los cascos de un caballo, centraron suatención al frente, sorprendiéndolacompletamente cuando un hermoso bayocastaño apareció trotando hacia ellas,sin jinete.

Un gemido escapó de su garganta almismo tiempo que giraba la cintura, sólopara encontrarse siendo desarmada ydesmontada de su caballo hasta dar conla espalda en el suelo.

Privada de aire, se topó con los ojos

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y la satisfecha sonrisa de su maridosobre ella, mientras la apretaba einmovilizaba.

—Esto, esposa, podría habertecostado la vida —su tono era serio, casiuna reprimenda—. ¿Dónde está laguerrera druida que habría podidoadvertir mi llegada?

Para la completa sorpresa de Aedan,ella no luchó tal como solía hacer. Alcontrario, le echó los brazos al cuello yse apretó contra él unos breves instantes.

—¿Significa esto que te alegras deverme, esposa? —sugirió, apartándosepara poder mirarla a la cara.

Tal y como esperó al principio,

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Ciara lo empujó, apartándole hastapoder levantarse, taladrándole con unamirada fiera.

—Debería haberte clavado la flecha—respondió en un bajo murmullo, conlas mejillas coloreadas, mientrasintentaba recuperar la compostura—.¡En realidad podría haberlo hecho! ¿Enqué diablos estabas pensandoacercándote así?

Él siguió su ejemplo y se puso enpie. Con una sola zancada ya estaba denuevo sobre ella, con la mano hundidaen la espesa mata de pelo castaño de ladruidesa, atrayendo su cuerpo suave yblando contra el suyo para devorar su

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boca en un urgente y salvaje beso quetransmitía parte de la preocupación y elalivio que él mismo sentía al tenerla porfin con él.

—Creo que eso deja claro en lo queestaba pensando, querida —comentó lasabia después de que la pareja seseparase.

Él esbozó una divertida sonrisa ydedicó a la mujer una profundainclinación de cabeza.

—Nunca deja de sorprenderme lahabilidad que tenéis para daros cuentade todo, baisleac —aseguró conadmiración hacia su mentora.

La anciana se limitó a hacer una

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mueca y volver hacia la parte delanterade la carreta, dónde entregó el odre deagua a la muchacha.

—Has hecho más ruido del que haceun jabalí cuando está siendo cazado,Aedan —aseguró ella con una mueca—.Tu mujer estaba demasiado distraída ypreocupada para notarlo.

Él se volvió hacia su esposa. En susojos brillaba una suave advertencia.

—Razón de más para que hubieseadvertido antes mi presencia.

Ciara frunció el ceño, molestaconsigo misma por aquella falla en sushabilidades.

—Deja de importunar a tu esposa y

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cuéntanos las novedades que te hantraído hasta aquí —pidió la sabia—.¿Habéis encontrado a la muchacha?

La expresión de su rostro mudó porcompleto.

—Han ocurrido algunas cosasmientras emprendíais vuestro viaje,baisleac —aceptó él, echando un vistazoa la sabia para posar después la miradacon discreta curiosidad sobre la damaque las acompañaba, en una obviapregunta.

—Habla libremente, druida deDalriada —habló Carolan.

Él miró a la sabia en busca deconfirmación, después a Ciara y de

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nuevo a la mujer.—¿Mi Señora?Baisleac asintió con un breve gesto

de la cabeza.—Es largo y difícil de explicar,

druida —aceptó la sabia—. Lasexplicaciones te serán dadas por elcamino. Ahora cuéntanos.

Asintiendo a pesar de no estar muyconvencido, él prosiguió.

—La Prometida ha sido herida…Ciara volvió a sentir de nuevo

aquella punzada en su interior, el aire sehizo repentinamente irrespirablemientras escuchaba a su esposo.

—Los northumbrianos llegaron a

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ella antes que nosotros —continuó—. Ensu huida, una de sus flechas la atravesó ala altura del corazón. El impacto lalanzó hacia atrás y… fue imposiblellegar a ella… Las aguas del LochFine… se la tragaron.

Ella jadeó con el rostro perdiendorápidamente el color mientrasinesperadas lágrimas acudían a sus ojos.

—Está con vida —declaró Carolancon suavidad, su mirada fija ahora en eldruida.

Él asintió lentamente.—Kieran está convencido de ello, la

siente… Yo mismo siento todavía suconexión. Débil, muy débil, pero está

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ahí —aceptó, buscando las palabrasexactas—. No la dejará ir, no volverásin ella.

La sabia asintió. Su mirada fue haciaCarolan, que sonrió a su vez.

—Ambos regresarán —confirmó ladesconocida—. Pero lo harán porseparado… La Prometida traerá consigoal último de los druidas.

Aedan frunció el ceño, pero no dijonada. A estas alturas, cualquier cosa queantes le hubiese parecido imposible,sabía que en manos de la Prometida deDalriada terminaría por hacerserealidad.

—¿Puedo saber quien sois, Mi

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Señora? —preguntó. Había algo enaquella mujer que lo intrigaba y poníanervioso a partes iguales.

—Soy parte del destino, al igual quevosotros —respondió la interpelada conuna suave y misteriosa sonrisa.

Él frunció el ceño. No estabaconforme con la respuesta, perotampoco deseaba quedarse allí acharlar.

—Os escoltaré de regreso —murmuró entonces mientras acariciaba lamano de Ciara al pasar por su lado pararecuperar su propia montura—. Lostiempos han cambiado y los caminos yano resultan seguros.

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—¿Qué ha ocurrido? —preguntóCiara dirigiéndose a su caballo.

Él la miró y contempló a la baisleacy la mujer que la acompañaba.

—No estamos todavía seguros deello, pero tenemos motivos para creerque el usurpador ha convocado a susaliados, esos salvajes cruithne, paraproteger la ciudadela de Dunnad —declaró escupiendo al suelo—. Lo quenos hace pensar que sabe que los clanesse han reunido y están dispuestos arecuperar el trono para su legítimaheredera.

—Heredero —lo corrigió Ciara, ymiró a la sabia para pedir su

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confirmación.Él arqueó una ceja con la ironía

claramente escrita en su rostro.—La última vez que la vi, la

Prometida era una mujer.Ciara asintió lentamente.—Aye, lo es —aceptó baisleac—.

Pero ella no es la heredera al trono deDalriada.

Su ceño fruncido se hizo másprofundo.

—Baisleac, ¿ya estáis de nuevodándole al whisky?

La sabia puso los ojos en blanco yse giró hacia Ciara.

—Explícaselo tú, querida, antes de

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que decida que la Prometida deDalriada puede prescindir de uno de susdruidas durante una temporada —lepidió, tomando las riendas parafinalmente ponerse en marcha.

Frunciendo el ceño, él hizo girar sumontura y la llevó al lado de la de sucompañera.

—¿Y bien?Ella elevó los ojos al cielo.—Shadow es la Prometida de

Dalriada. De hecho, creen que podríaser la siguiente Alta Druidesa —empezóa explicarle.

Él se rascó la barbilla con losdedos. Aquella noticia no le resultaba

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ninguna sorpresa.—Bueno, eso explicaría muchas

cosas —aceptó, sabiendo que tanto élcomo Dominic habían barajadorecientemente esa posibilidad—. Pero,si ella no es la heredera de Alpin,¿quién demonios lo es?

Ciara suspiró. Explicarle aquelloiba a ser un poco más complicado.Tanto o más de lo que fue para ellamisma llegar a entenderlo.

—La última persona en la que, estoysegura, podrías pensar.

Shadow se detuvo para recuperar elaliento. El dolor en el pecho llevabahoras siendo insoportable, pero no

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estaba dispuesta a detenerse. Debía dellegar a su destino; tenía que encontrar aDominic. Sólo él podía terminar contoda esta locura y llevarla a casa.

Un arranque de tos la llevó directaal suelo, sobre las rodillas y manos.Intentó recuperar el aliento a través delardiente dolor que la atravesó como unalanza. Toda su piel transpiraba de sudor,ardiendo a causa de la fiebre a pesar dela fría corriente que el druida manteníasobre ella.

El sol se alzaba por encima de suscabezas. La niebla que cubriera todo aprimeras horas se había despejado, aligual que las nubes en el cielo, y un

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brillante color azul lo dominaba todo,dotando de brillo y claridad a losparajes que la rodeaban. Si no estuviesetan enferma, seguramente habríadisfrutado de las vistas, de la agrestenaturaleza que cubría todo a sualrededor.

—Respirad… Tranquila… Así…Bien… —le decía la mujer, frotándolela espalda antes de volverse haciaalguien más y hablar en aquel guturalidioma que no conseguía entender—.Está sangrando. Su cuerpo está de nuevoen llamas, tenemos que detenernos.Tengo que cambiarle el vendaje,aplicarle un ungüento y hervir unas

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hierbas para bajarle la calentura. Lamataréis si sigue así.

Cahir miró a la mujer y luego a lamuchacha, a la cual veía empeorar acada paso del camino. Mantenía un hilode su poder conectado a ella,manteniéndola fresca y permitiéndole unbreve respiro en el infierno de calor alque estaba sometido su cuerpo. Teníalos ojos enrojecidos, la mirada vidriosay sus labios agrietados apenas podían yahacer pasar el agua que bebía.

Viéndola doblada sobre sí misma,luchando por respirar, volvió a recordara la dulce muchacha con la que iba adesposarse. La fragilidad de la

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Prometida en aquellos momentos trajo asu mente agridulces recuerdos.

Volviéndose, recorrió con la vistalos alrededores buscando un lugar en elque poder detenerse y descansar,preferiblemente dónde el sol noincidiera directamente sobre suscabezas.

—Nos detendremos —informó altiempo que desandaba el camino haciaella—. No podéis seguir caminando.

Ella alzó la mirada; sus ojosenrojecidos por la fiebre lo miraronsuplicantes.

—No… Tengo… Tengo que llegara… ese lugar. Él me espera.

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—Nay, Prometida —negó con vozfirme—. No estáis en condiciones decontinuar.

El pánico que vio en los ojos de ellale sorprendió.

—Se lo prometí —gimió, dejándosecaer sentada—. Quiero verle.Necesito… Necesito que me perdone.

—Muchacha terca… —masculló él,apartándose de ella y dando unoscuantos pasos hacia un lado y otro,buscando con la mirada y con sussentidos de druida.

Respiró profundamente, cerró losojos y permitió que su poder fluyesecomo el agua al que era afín, buscando a

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través del terreno; escuchando cadamanantial en la tierra hasta dar con loque necesitaba. Buscó el sonido delagua corriendo a través del suelo,serpenteando en el interior de lasmontañas y filtrándose en la piedra hastaoír un lento gotear.

—Hay un manantial de agua al oeste—murmuró volviéndose ahora hacia lacurandera, que secaba ya el sudor delrostro de la muchacha—. La llevaremosallí.

Ante el largo silbido que emitió, sushombres detuvieron la avanzada marcha.Gael ya regresaba a ellos a buen pasocuando él lo encontró a mitad del

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camino.—Ve a Achnabreck —le dijo sin

permitirle hacer pregunta alguna—. Losclanes estarán acampados en algún lugarde esas tierras, los encontraréis… oellos os encontrarán.

La mirada del guerrero pasó de sulaird a la muchacha que la curanderaayudaba a ponerse de nuevo en pie.

—Ella no durará… —adujo Gael.La sombra en los ojos de su jefe y amigolo hizo fruncir el ceño—. Cahir, losabes tan bien como yo —insistió, conuna sinceridad al punto de ser brutal—.Es un milagro que no haya muerto ya…

Apretando los dientes, él se obligó a

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posar la mano sobre el hombro de suprimero, hundiendo los dedos sin que elhombre se inmutara.

—Encuentra a esa bendita druidesaMcInnes —insistió clavando la miradaen sus ojos—. Y dile que corra tanrápido como el maldito viento, si quierever a su Prometida con vida…

Gael asintió con un firme gesto.—Aye, laird.Él lo dejó ir entonces, dejando que

su vista vagase una vez más sobre elterreno.

—Nos encontrarán hacia el oeste.Que busquen agua pura… Allí losesperaremos.

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Con un firme apretón en su hombro,Gael reunió a los hombres y se pusieronen marcha para cumplir con las órdenesque le acaba de dar.

Él regresó entonces junto a las dosmujeres, librando a la curandera delpeso de la muchacha al tomarla enbrazos.

—Si os morís en mis brazos, juroque bajaré al mismo Infierno parahacéroslo pagar —le dijo cuando la vioabrir la boca—. ¿Entendido?

Ella asintió lentamente. Sus mejillasaumentaron de color, si es que aquelloera posible.

—Bien —aceptó tras acomodar su

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peso para luego mirar a la curandera—.Iremos hacia el Oeste, y ruega a todoslos dioses en los que creas porque ellasobreviva a este día.

Sin una palabra más, empezó elascenso hacia el lugar que sus sentidosde druida le señalaban; un pequeñoremanso en el que podrían descansarmientras esperaban un milagro.

El sol se estaba poniendo ya en elhorizonte, tiñendo el cielo de un tonoanaranjado que anunciaba el final deldía y daba comienzo a la noche. El largoviaje que llevaban a cabo empezaba adejar su huella sobre los viajeros,especialmente en las mujeres. Aedan y

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Ciara encabezaban la marcha, vigilantese inquietos, observando los alrededoresy preparados para presentar batalla en elmomento que fuese necesario hacerlo.

—Estamos cerca —murmuró Aedanen voz baja a pesar de que no había niun solo hombre en las cercanías—. Mesorprende que ninguno de losexploradores de los clanes haya venidoa recibirnos.

—¿Crees que habrán regresado ya?—preguntó Ciara, en el mismo tonobajo.

Aedan sacudió la cabeza.—No lo sé, Ciara, no lo sé —

respondió con un profundo suspiro.

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Todavía le costaba asimilar lo quesu esposa le contó durante el viaje deregreso. Las revelaciones eran tanasombrosas, que seguía esperando quele dijesen que todo era una broma, unainvención, y no la retorcida realidad queproclamaban.

—Dioses, Kieran va a reírse hasta elfin de los tiempos cuando escuche lo queme has contado… Es… Es,simplemente… Se morirá, sí… Le daráun ataque allí mismo. El heredero deAlpin… príncipe de Dalriada… Esto esde locos.

—Lo sé —aceptó ella, y miró a lasmujeres que continuaban avanzando con

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lentitud—. Espero que…Las palabras de Ciara se perdieron

en el aire cuando algo llamó su atencióny, a juzgar por el repentino alto de sucompañera, no fue el único enpercibirlo. Él movió su caballo,girándose hacia un punto en la lejanía,entrecerrando los ojos en un intento dever mejor mientras ella cargaba ya suarco.

—Alguien se acerca —murmuró, yse volvió hacia las mujeres—. Rápido,hay que salir de aquí.

Urgiendo a las mujeres, ambos lasescoltaron hasta uno de los montículosde piedras que se extendían a lo largo de

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la llanura, obligándolas a ocultarse trasél. La carreta en la que viajabantraqueteó sobre el desigual terrenomientras conducían al animal que laarrastraba a ponerse a resguardo.

—La niebla de Kieran nos vendríamuy bien ahora mismo —musitó altiempo que echaba un vistazo a sualrededor, para finalmente obligar a sucaballo a permanecer quieto mientrasesperaban agazapados.

Pronto, los colores azul y verde deltartán de uno de los clanes hizoaparición por el este. Los hombres ibana pie en una marcha rápida; cincoguerreros que avanzaban sin cautela,

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como si los fuese persiguiendo eldiablo.

—¿Esos no son los colores de losCampbell? —murmuró Ciara. En su vozse reflejaba la sorpresa.

Él se giró para mirar a la baisleac ya la Alta Druidesa, las cuales parecíanestar disfrutando de un día de campo.

—¿Son ellos? —no dudó enpreguntar.

La baisleac se tomó su tiempo enponerse en pie para desesperación deAedan y Ciara, que se apresuraron enseguir su ejemplo al tiempo quepreparaban sus armas para caso denecesidad.

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—¿Conoces a alguien más que lleveesos colores? —respondió la sabia,haciendo visera con la mano.

El sonido de la tensa cuerda del arcoatrajo la atención de la mujer hacia ladruidesa, que apuntaba ya una flechahacia ellos.

—No siento a ningún druida conellos —declaró ella, aguzando lapuntería.

—Baja el arco, Ciara —pidió él convoz firme, segura.

Ella miró a su marido de reojo.—¿Estás seguro?Él respondió emitiendo un potente

silbido que hizo que los hombres se

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detuvieran en seco. Acto seguido lallamada fue respondida de la mismamanera, reconociendo así a los aliados.

—Son los Campbell —laincredulidad en su voz era casi tangrande como la que esgrimía la miradade Ciara.

Los hombres se reunieron pronto conellos. Al frente iba Gael Campbell, ellugarteniente del jefe del clan, queinmediatamente fue reconocido por labaisleac y por él mismo.

—Ya empezábamos a pensar que noos veríamos —aceptó él, tendiendo lamano a Gael a modo de saludo.

El guerrero la tomó, estrechándole el

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antebrazo.—¿Y el laird Campbell? —preguntó

Ciara.El hombre fijó sus ojos en la

druidesa y envió un agradecimiento a losdioses por su buena fortuna.

—Tenéis que ir hacia el Oeste,druidesa. Buscad agua pura, laPrometida de Dalriada os necesita —declaró entre jadeos—. Mi laird estácon ella… Se muere.

Las inesperadas noticias golpearon atodos los presentes, especialmente aellos dos. Carolan se acercó entonces aCiara y, tomándola de la mano, la obligóa encontrar su mirada.

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—Tienes que ir. Corre como elviento, te necesita —declaró con fervor.

Ella jadeó, tomando conciencia delas palabras de la druidesa y las noticiasque acababan de traerles.

—¿Dónde están? —preguntó él, queya tomaba una vez más las riendas de sucaballo, preparándose para montar.

—A pocas millas de aquí, cruzandolas montañas. Los encontraréis cerca delos manantiales de agua pura —explicóGael, repitiendo las palabras de sulaird.

Ciara ya estaba sobre su montura ygiraba en la dirección que le indicabancuando miró a la sabia de los clanes.

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—La traeremos de regreso —prometió antes de salir a todo galope,con su compañero emparejando lacarrera.

La baisleac los contempló mientrasdesaparecían en el horizonte.

—Así lo espero —murmuró, parafinalmente volverse hacia los hombres—. Bueno, será mejor que nosotros nosreunamos con los jefes de los clanes ylos pongamos al tanto de lo que estáocurriendo.

El ruido del agua era una nana paraShadow. El frescor del paño húmedosobre su ardiente piel aliviaba un pocoel malestar que envolvía su cuerpo.

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Luchaba contra el cansancio con lasescasas fuerzas que le quedaban,consiguiendo apenas mantener los ojosabiertos. La amable curandera que losacompañaba se esforzaba por mitigar sudolor y atajar la infección con susremedios naturales, obligándola a beberaquel asqueroso brebaje en su intenciónde remitir la fiebre, pero ya nadaparecía dar resultado.

El hosco druida llevaba tiempopaseándose de un lado a otro, echandofurtivas miradas a la mujer en su labor;saliendo y entrando de la pequeñacaverna que localizó en algún punto delNoroeste. Su nerviosismo contribuía en

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gran medida a ponerla nerviosa tambiéna ella. El agua pura de un manantialnatural, que nacía en algún lugar de lasentrañas de las montañas y que se abríacamino hasta la superficie, brotaba de lapared rocosa, permitiéndoles utilizar suspropiedades naturales.

En un intento por distraerle ydistraerse a sí misma, se lamió loslabios para preguntarle:

—¿Tiene el agua algo que ver contus dones como druida?

La pregunta formulada en una baja ycansada voz llamó la atención de Cahir.Su mirada se posó sobre ella, quedescansaba con la espalda apoyada en la

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pared, dejando que la curandera tratasela herida.

—Es mi elemento base —respondió,contemplándola desde aquella seguradistancia—. Puedo sentir losmanantiales que abastecen la regióncorriendo por debajo del suelo hastallegar a su lugar, desde su nacimientohasta el lugar en el que a menudodesembocan.

Ella se lo quedó mirando pensativa.—Fue así como encontraste esta

cueva. —No era una pregunta y Cahir selimitó a asentir—. Es extraño cómo todoesto empieza a parecerme normal.Quiero decir… Mi vida no ha tenido

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nada que ver con… bueno… esto… Nisiquiera cuando conocí a Dominic.

A Cahir no dejaba de resultarlecuriosa la familiaridad con la que ellahablaba del hombre con quien compartióparte de la infancia. Si bien el viejolaird los crió como hermanos, ambossabían que no existía ni una sola gota desangre igual en sus venas; más aún, él nisiquiera era hijo del McTavish. Suabuelo materno se lo confesó en su lechode muerte, rebelándole su verdaderanaturaleza y de quién descendíarealmente.

Lo mirase como lo mirase, seguíasiendo un bastardo.

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Cuando sus poderes de druidaempezaron a manifestarse, comenzó atener dudas. No era más que un niño enaquel entonces, un crío rebelde queprefería jugar con espadas que aprendera utilizar y canalizar sus poderes. Labaisleac Runa había tenido una difíciltarea con él; todavía recordaba con unasonrisa la de bastonazos que la mujerdejaba caer sobre su cabeza cuando nole hacía el menor caso. Por suerte paraél, lo único letal en la sabia era sulengua.

¿Cuánto tiempo transcurrió desde laúltima vez? El acudió al funeral delhombre que lo crió por obligación,

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como representante del clan Campbell yen muestra de su respeto, pero pordentro sentía verdaderamente supérdida; después de todo, aquel hombrehabía ejercido el papel de padreenseñándole lo mismo que a su otro hijoy tratándole de la misma forma.

Su mirada encontró la de ella.—Parecéis tener cierta afinidad con

el druida de Kyntire, Prometida —murmuró, observando detenidamente sureacción.

Ella sonrió con la sarcasmo.—¿Qué te parece si dejas de

hablarme con tantas ceremonias yutilizas mi nombre? —le sugirió,

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haciendo una mueca de dolor cuando lacurandera aplicó el nuevo emplasto a laherida.

Él arqueó una ceja en respuesta.—Sois la Prometida de Dalriada…Ella chasqueó la lengua.—Soy Shadow —insistió—. Y a no

ser que quieras que te llame jefeCampbell, o algo por el estilo, cosa quepor otro lado no pienso hacer, dejarásesos formalismos. ¿De acuerdo? Si memuero quiero hacerlo al lado de unamigo, no de un extraño.

Él prácticamente gruñó su respuesta.—No vas a morir…Ella resopló.

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—Espero que tengas razón, no tengoganas de escuchar a Dominicrefunfuñando —continuó, respondiendoa su alusión—. Bueno… aquí todo elmundo parece conocerlo como Kieran.

Él asintió en confirmación,ofreciéndole voluntariamente unaspalabras.

—Es el nombre que le dio el viejoMcTavish —explicó—. Lady Helena asu vez le dio ese otro nombresassenach, pero a Kieran nunca le hagustado demasiado…

Ella lo miró sorprendida por lafamiliaridad con la que él hablaba,ofreciéndole detalles que desconocía.

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—Y hablando de afinidades… —añadió, posando la mirada sobre él—,tú también pareces conocerle bastantebien. Aunque deduzco por tu tono que note gusta demasiado, ¿por qué?

Aquélla era una pregunta que élmismo se hacía a menudo. Hubo untiempo en el que ambos se llevabancomo hermanos. En numerosasocasiones se lo había encontradocorriendo tras él, imitando sus gestos,luchando con la misma destreza… Yentonces su abuelo murió y todo cambió.Él se incorporó al clan Campbell paraquedarse como su laird. El tiempo dejuegos terminó abruptamente y en su

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lugar se instaló la necesidad de aprendera soportar el peso de un clan, tomardecisiones y hacerse merecedor dellugar que le fue legado.

—Hemos crecido juntos —declaróen voz baja, sin estar seguro de por quéhabía dado esa respuesta—. Nos educóel mismo padre…

Aquello sorprendió a Shadow, queinstintivamente se echó hacia delantehaciendo que un ramalazo de dolor leatravesase el pecho y tuviese queescuchar las ininteligibles palabras de lacurandera, las cuales, a juzgar por eltono, no eran precisamente amables.

—No te muevas. —La brusca orden

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vino de parte del druida que tenía frentea ella; un hombre extraño del que seencontró deseando saber más.

—Demonios, eso duele —mascullóella, dejándose ir de nuevo contra lapared—. Así que Dominic y tú… ¿soishermanos?

—Nos crió el mismo padre, peropor nuestras venas no corre la mismasangre —declaró con repentina frialdad.

—Yo tampoco llevo la mismasangre que mi hermano y, sin embargo,eso no importa —declaró, llevándose lamano lentamente sobre el corazón—. Esaquí donde residen los verdaderoslazos. En mi corazón, en mi alma,

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Ramsey es y será siempre mi hermano;mi familia.

Las palabras de la muchacha rozaronla dura coraza con la que él se protegía.

—Vienes de un mundo distinto, unaépoca diferente —se defendió—. Aquílas cosas no son tan fáciles.

Ella buscó su mirada con el ceñolevemente fruncido.

—¿Por qué ese odio?Él se encontró con sus ojos.—El odio es un sentimiento

demasiado importante para ofrecérselo acualquiera.

La mirada en su rostro le dijo alinstante que no le creía, su suspicacia

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quedó presente en sus siguientespalabras.

—Él no es cualquiera, es tuhermano. Y por alguna razón quedesconozco, sientes odio hacia él. Omás que odio, quizá sea rencor —ellaladeó el rostro antes de clavar duranteun instante su mirada en él—. Te hadecepcionado.

Él se tensó. No le gustaba el rumboque estaba tomando aquellaconversación, las suposiciones de lamuchacha se acercaban demasiado a unarealidad que permanecía oculta en suinterior.

—Hablas con demasiada seguridad

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sobre algo que desconoces.Ella sonrió sin humor.—El engaño y la traición no me son

ajenos, Cahir —le dijo—. Sé lo que sesiente cuando alguien en quien depositastu confianza, toda tu fe, te falla o tetraiciona; ya sea por propia voluntad uobligado a ello. Consciente oinconscientemente te hacen daño y esedolor muchas veces se convierte enrencor, en rabia —ella se detuvo, unamueca de dolor cruzó su rostro. Cuandose recuperó, continuó—. Pero si algo hedescubierto, es que Dominic notraicionaría o fallaría a alguien si noexiste un motivo de peso para ello, o

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fuese algo que no pudiese evitar. Si a tite duele en lo más hondo y puedes llegara desear retorcerle el cuello, él no loestará pasando mucho mejor; laculpabilidad y el dolor de haber falladoa esa persona lo acompañan siempre ylo destruyen con tanta virulencia como ati.

—El arrepentimiento no cambia elhecho de que en primer lugar has sidotraicionado —la rabia surgió ahora ensu voz—. Hay cosas que simplementemarcan la vida de un hombre,Prometida.

Ella asintió.—Toda una vida no puede ser

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medida por un solo error, Cahir —insistió ella.

—No, pero un solo error sí puededestrozar toda una vida —aseguró coninquina—. No intentes excusar algo queignoras, tú no eres responsable de lo quehaya hecho o dejado de hacer Kieranhace tres años.

Él vio entonces cómo ellaparpadeaba. Sus ojos verdes perdieronun poco de la intensidad que tenían hastael momento.

—¿Hace… tres años? —repitió convoz quebrada—. Cahir, ¿qué fue lo queocurrió hace tres años?

Él apretó la mandíbula, pero aún así

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respondió. No sabía qué tenía aquellamujer que lo empujaba a decirle lo quenunca pronunció en voz alta.

—Los clanes me negaron lavenganza —escupió entre dientes—. Yél faltó a su palabra.

«Cuando me necesites, tendrás mibrazo a tu disposición».

Kieran había sido sólo un niño en elmomento en que a él su abuelo loreclamó para unirse al clan Campbell,pero aquel niño se aferró a su brazo contesón y pronunció aquellas palabras. Susojos dorados refulgían con el calor deuna promesa; una que él conservó en sumemoria hasta aquel mismo día.

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—Dominic estaba entonces en mimundo, ¿verdad? —la angustia en su vozle hizo mirarla una vez más. El dolor ensus ojos lo sorprendió—. Por eso nopudo cumplir con su palabra.

Él no respondió. El recuerdo deaquellos amargos días no hicieron sinoaumentar su rabia. Había odiado sumundo, había odiado todo aquello quehizo que le arrebatasen a la gente quequería; todos los errores y las carenciasdel pasado se reunieron en un gran nudoque eclipsó todo y culpó a la únicapersona en la que pensó que podríaconfiar.

—Esta conversación no tiene razón

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de ser —repuso, y dio media vueltadispuesto a salir de la cueva, pero suspalabras lo detuvieron.

—Lo siento —oyó su voz en unsusurro—. Después de todo, parece quesí es culpa mía.

Él frunció el ceño y se giró haciaella.

—Hace tres años, Dominic estabaconmigo —explicó ella—. Él estaba enmi mundo, por mí.

La sorpresa cruzó su rostro, entoncesnegó con la cabeza.

—No es a él a quien tienes quedirigir tu odio —continuó—. Si alguientiene la culpa de haberlo mantenido

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alejado de sus deberes o sus promesas,esa fui yo.

Un suave quejido abandonó suslabios mientras intentaba incorporarseen una posición más cómoda.

—No te muevas —se encontróinclinándose sobre ella—. La heridavolverá a abrirse si no permanecesquieta.

Shadow parpadeó para alejar laslágrimas que amenazaban conderramarse.

—Siento que él te hayadecepcionado, que haya faltado a supalabra, pero no le odies —le pidió—.Dominic ya se estará culpando a sí

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mismo por no haber estado a tu ladocuando más lo necesitaste. No sé cuál esel motivo de tu venganza ni del rencorque guardas, pero no nació de un díapara otro. Es algo que has cultivado oque otros cultivaron para ti. Enocasiones hay que aislarse, permanecersordo frente a todo menos ante aquello alo que debes escuchar: la persona quepuede darte una respuesta, ya que es laúnica que conoce la verdad.

Él frunció el ceño.—Hablas como una druidesa.Ella dejó escapar un pequeño

resoplido.—Al final va a ser verdad lo que

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dicen; que todo se pega —replicó altiempo que negaba con la cabeza.

Ella se apoyó contra la pared, con elpelo negro, húmedo por el sudor,pegado a la piel de su rostro. Ya apenastenía fuerzas ni para retirárselo.

—Habla con él. Después, si queréisdaros de guantazos es cosa vuestra, perodale una oportunidad para explicarse…Date la oportunidad a ti mismo deescuchar. Él es mucho más de lo quejamás pensé que sería.

Su ceño se fue desdibujando.—¿Qué quieres decir?Ella se lamió los labios.—Podría decirte que conocí a

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alguien llamado Dominic hace unos añosen… mi época… —musitó, obviamentecansada—. Pero ese hombre poco tieneque ver con el que he conocido aquí.Éste es… un guerrero, un druida…apreciado por su gente; diría incluso quelo respetan. Sobre sus hombros pesanunas responsabilidades de las que nuncafui partícipe; muchos dependen de él, desus decisiones, de su presencia. He vistoel cariño y el aprecio que el jefe delclan McNeil le tiene a pesar de sujuventud… Él es el que ha juradoprotegerme, que hará lo que sea paraencontrarse conmigo, y yo deseo verlo.Al principio tuve miedo. El hombre que

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yo conocía no era el mismo con el quevolví a encontrarme… pero estabaequivocada, sí estaba allí… porquesigue siendo él sin importar la época, eltiempo o el mundo en el que vuelva averlo. Hay algo que jamás cambiará enninguno de nosotros y por lo quesiempre nos reconoceremos. Es posibleque no tenga mucho sentido…

Él inspiró profundamente,sorprendiéndose nuevamente con laPrometida de Dalriada; con susinceridad y el alma tan pura que tenía.Aquella pequeña muchacha podríaenseñar unas cuantas cosas a algunos desus mejores hombres.

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—La mayoría de las cosas nosiempre tienen sentido, especialmenteaquellas que se rigen por esto —él seseñaló el corazón—. Él tiene suerte decontarte a ti entre ellas.

Ella sonrió en respuesta, antes dehacer una mueca y volverse hacia lamujer, que vendaba nuevamente laherida del pecho.

—Necesita descanso, la herida siguesangrando —sus palabras fueron dichasen gaélico, únicamente para él, queasintió lentamente—. No es bueno… losbordes se están poniendo negros… Noes bueno.

Él luchó por mantener una expresión

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neutra, no deseando preocupar a lamuchacha.

—Se muere… —no fue unapregunta. La curandera se encontró consu mirada, con la respuesta impresa ensus pupilas.

—Mis remedios no parecen sersuficientes para curarla —aceptó conpesar. Entonces suspiró y sacudió lacabeza con nueva resolución—. Seguirévigilándola y que Santa Coloma seapiade de su alma.

Sin decir una sola palabra más, lamujer le dedicó una breve caricia.Musitó algo y abandonó la caverna,saliendo al frío aire de la noche,

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dejando a la Prometida de Dalriada ensus manos.

Shadow señaló con un gesto de lacabeza hacia la mujer.

—¿Qué es lo que ha dicho? —lapreocupación era palpable en su voz—.¿Cuánto cree que me queda?

Él sacudió la cabeza, no le gustabaoírla hablar así.

—Necesitas descansar —respondiócon firmeza, acuclillándose ahora frentea ella, apartándole el pelo que se pegabaa su rostro—. Tus heridas necesitantiempo para curarse.

Ella buscó la verdad en su mirada.—Estoy cansada de mentiras, Cahir

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—susurró cerrando los ojos durante unsegundo—. Ciara no llegará a tiempo…y ni siquiera he podido preguntarle quétal ha ido su noche de bodas.

Él iba a responder cuando uninesperado grito procedente del exteriorlo hizo tensarse. Cogiendo la espada quemantuvo en todo momento a su alcance,se incorporó y le hizo un gesto para quese mantuviese en silencio mientras sedeslizaba hacia las sombras,aguardando.

—Laird Campbell, si tenéis a biendejarnos entrar, quizá podamos haceralgo por la Prometida de Dalriada.

La inesperada voz masculina fue

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inmediatamente seguida por la figura deAedan, que empuñaba su espada en unamano y una antorcha en la otra, seguidode cerca por Ciara, que acompañaba auna aterrada curandera tratando decalmar sus temores. El susto que ledieron, por poco se cobra su corazón.

—Aedan McNeil —lo reconoció,empezando a relajar su postura, pero sinabandonar por completo su cobertura enlas sombras.

—El mismo —aceptó el hombre,moviéndose así mismo lentamente paraescudar con su cuerpo a las dos mujeres,al tiempo que lanzaba un furtivo vistazoa la pequeña gruta—. ¿Estás bien,

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pequeña?Shadow dejó escapar un pequeño

sollozo de alivio.—Por lo que más quieras, Aedan,

dime que traes a Ciara contigo —susurró, demasiado cansada para poderalzar la voz.

La druidesa ya estaba saliendo delas sombras acompañada por lacurandera, con los ojos teñidos depreocupación y ansiedad.

—Estoy aquí, Shadow —respondióal tiempo que se hacía cargo decomprobar el estado de la herida—.Lamento la tardanza, pero eres difícil deencontrar…

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Ella sonrió a pesar del dolor.—La próxima vez pondré un cartel

de señales luminosas que diga«Prometida de Dalriada, aquí» —musitó, apretando los dientes cuando lassuaves manos de la mujer la tocaron.

—No sé que es un cartel de señalesluminosas, Shadow —aseguró ladruidesa devolviéndole la sonrisa—,pero quizá puedas explicármelo… mástarde.

Ella asintió y buscó con la mirada aldruida que la había estado cuidando,sólo para fruncir el ceño al ver queambos hombres todavía se miraban conrecelo con las espadas en las manos.

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—Abajo, chicos… —murmuró,totalmente agotada—. Aedan… Cahir esuno de los vuestros… Es… un druida.

El hombre bajó su espalda,devolviéndola con una floritura a sufunda antes de responder.

—Lo sé —dijo con sequedad—. Éles el último de nosotros. Felicidades,Prometida, has conseguido un nuevomilagro…

Ella resopló.—Ya… os he dicho… que yo no…

hago milagros.Esta vez fue Cahir el que respondió.—Pues eso ha cambiado, Prometida.

Has hecho algo que nadie ha conseguido

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hasta ahora: reunir a los Druidas de losSeñoríos de Dalriada bajo un mismoestandarte, el tuyo.

Ella no contestó. El dolor en supecho empezaba a hacerse de nuevoinsoportable y el cansancio ya no lepermitía seguir con los ojos abiertos.

—Ciara… Dominic… —murmuró,posando la mano con debilidad sobrelas de la druidesa—. Le prometíencontrarme con él en… No… no supedecirle dónde estaba… y… leprometí… Quiero mantener mi promesa.

Ciara asintió, con sus ojos buscandolos de la moribunda muchacha.

—La mantendrás —le aseguró con

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fervor—. Todavía no has llegado alfinal del camino, Mi Prometida. Nopuedes darte ahora por vencida, ningunodejaremos que lo hagas.

Dejándose ir, Shadow tomó unaprofunda respiración y permitió que sele cerraran los ojos.

—Y luego dicen… que yo soy terca—musitó Shadow—. Eso es que no…conocen a los druidas.

—Descansa ahora, Shadow —lesusurró ella—. Ya estás a salvo.

Y recurriendo a sus poderes druidas,rogó a la Naturaleza de la que extraíasus dones, a los árboles, al viento, a lasaguas y a la luz del sol que le dieran el

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poder suficiente para arrancar el mal delcuerpo moribundo que tenía ante ella.

Ante los sorprendidos ojos de losdos druidas que las acompañaban y lacurandera que cumplió su promesamanteniendo a la Prometida de Dalriadacon vida, ella llevó a cabo la siguienteparte de la profecía.

La luz del druida iluminará la noche,su cántico alejará el mal y haráflorecer la vida.El sol sangrará sus lágrimas en sudespertar, y el círculo que hapermanecido abierto, por fin secerrará.

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Capítulo 23

Dominic entró en la tienda principaldel campamento, donde los jefes de losdistintos clanes estaban reunidos. Conun rápido vistazo, reconoció al lairdMcNeil junto al de los McInnes, ambospermanecían inclinados sobre una mesabaja estudiando una especie de mapa,mientras otros dos hombres que noconocía personalmente, pero de los quereconoció el clan al que pertenecían porlos colores de la tela de tartán quelucían, discutían acaloradamente sobreel repentino giro en los acontecimientos

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que suponía la presencia de los cruithneen tierras dalriadanas.

Su mirada pasó como una flechasobre todos ellos, hasta que LiamMcNeil reparó en él, dejando escapar unobvio suspiro de alivio.

—Que los dioses me condenen,muchacho. Pensábamos que ya nollegarías —aseguró, abandonando sulugar en la mesa para saludar al reciénllegado.

Él paseó la mirada por la estanciaantes de dejarla caer sobre el laird.

—¿Dónde está ella?La ansiedad en su voz no podía

pasar desapercibida, ni siquiera para

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McNeil.—Ven conmigo —lo acompañó,

sabiendo que nada le impediría registrartodo el campamento si hacía falta—.Han ocurrido muchas cosas en tuausencia… Algunas, bastante difícilesde explicar si no es viéndolas por timismo.

Él no estaba interesado en lasexplicaciones del hombre, no ahora. Sunecesidad por ver con sus propios ojosa la mujer que casi había perdido loeclipsaba todo.

—Liam, después. Ahora quieroverla —declaró sin dejar lugar a dudas—. O me dices dónde está, o levantaré

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el campamento a gritos hasta dar conella; tú decides.

Con una última mirada a la sala, ellaird atravesó el toldo hacia el exterior,guiándolo hacia una de las tiendas másgrandes situada en el costado másresguardado del campamento.

—Está bien. La baisleac y Ciaraestán con ella —declaró, mostrándole elcamino—. Los druidas salieron a suencuentro tan pronto recibieron noticiasde los Campbell.

Él se giró hacia el laird con obviasorpresa en su rostro.

—¿Los Campbell? —preguntó, consu mente girando ya a toda velocidad—.

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¿Cahir?El hombre asintió.—El laird de los Campbell fue el

que dio con ella —explicó, poniéndoloal corriente de las noticias que él tenía—. Él y uno de sus hombres laencontraron medio muerta en la orilladel Loch Fine, en la región de Oitir. Deno ser por una curandera del clan quelos acompañó durante la travesía, lamuchacha… —él sacudió la cabeza parahacer a un lado aquellos aciagospensamientos que afortunadamente no seprodujeron—. Ciara ha llegado a ella atiempo y ahora está descansando.

Él dejó escapar el aire que ni

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siquiera se dio cuenta que retenía. Laspalabras del laird habían creado un nudoen su alma que sólo ahora empezaba adesenredarse.

—Bien —fue la única respuesta quepudo darle—. ¿Dónde está?

El laird se le quedó mirando duranteunos breves instantes. Entonces suspiróprofundamente; su mirada contenía unasabia advertencia.

—Kieran, ella es la Prometida deDalriada.

Él apretó los dientes, consciente delo que se avecinaba.

—Lo sé.El hombre se llevó las manos a las

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caderas, como si quisiese enfatizar suspalabras.

—No puedes tenerla…El brillo de sus ojos dorados lo

disuadieron de decir nada más.—Eso lo decidiré yo.Sacudiendo la cabeza en obvia

disconformidad, se limitó a señalarle laúltima de las tiendas, la cual estabailuminada.

—Hay algo más que debes saber —insistió, impidiéndole marcharse sinoírlo—. Runa ha traído con ella… a unfantasma.

Él arqueó una ceja ante la crípticainformación.

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—Lady Carolan, la Alta Druidesa deDalriada… está con vida —declaróMcNeil con tal seriedad, que la sonrisaque empezó a formarse en su rostromurió antes de emerger—. Aedan viotambién una patrulla cruithnedividiéndose y partiendo en variasdirecciones a las afueras de Cean LochGilb.

Sus pupilas brillaron y su rostroadquirió un gesto sombrío mientrashablaba.

—¿Una patrulla? —repitió. Entoncesnegó con la cabeza—. No, Liam… hayun ejército entero dirigiéndose haciaDalriada y no estoy seguro de a quién

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vienen a apoyar.El Laird se quedó mudo ante la

nueva luz arrojada sobre losacontecimientos.

—Reúne a los jefes de todos losclanes —pidió volviéndose ya hacia latienda—. Hablaré con ellos después dever a la Prometida.

Soltando una maldición, el lairdMcNeil escupió al suelo y volvió sobresus pasos para empezar a dar órdenes yreunir a todos los jefes de los clanes taly como él le había pedido.

Cahir abandonó la tienda después deasegurarse de que la muchacha estaba enbuenas y capaces manos. La presencia

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de la Alta Druidesa de Dalriada, a laque todo el mundo creía muerta, fue unimpacto para todos; especialmente paraShadow.

La Prometida la reconoció alinstante y él no había visto jamás llorara nadie de la manera en que lo hizo ellacuando la Alta Druidesa la abrazó. Laslágrimas estaban presentes también enlos ojos de la dama, pero el viejo podery sabiduría que emanaban de ella eranvisibles en cada uno de sus gestos,conteniéndose y disimulando aquellamuestra de alivio que contempló en surostro.

La confianza y tranquilidad con la

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que Shadow permanecía en presencia delos otros dos druidas lo llevó a hacersea un lado, dejando que fuesen ellosquienes se ocupasen ahora de lamuchacha. Él había cumplido con suparte, trayéndola a la seguridad en elseno de los clanes; no había necesidadde permanecer allí, su objetivo desde elcomienzo fue otro y éste era tan buenmomento como cualquiera para llevarloa cabo.

Acababa de dejar caer el manto depiel que cerraba la entrada de la tiendacuando se encontró cara a cara con unhombre al que no había visto en muchotiempo; el mismo con el que compartió

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buena parte de su infancia.Era extraño volver a estar de nuevo

frente a él, mirándose como si fuesendos hostiles enemigos cuando se criaronjuntos. Su hermano; un joven guerreroque descubrió el peso de laresponsabilidad de forma brusca einmediata.

Al menos Kieran había tenido alviejo McTavish para guiarlo, sabiendoque algún día se convertiría en cabezadel clan. Él, sin embargo, tuvo queaprender aquello por la fuerza; pormedio de la imposición y el respeto.Dos hombres que habían crecido comohermanos y que no podían ser más

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distintos y al mismo tiempo másparecidos; a pesar de que por sus venasno corriese ni una sola gota de sangrecomún.

Él no contó toda la verdad a laPrometida. En realidad, jamás habíapronunciado su secreto en voz alta, nitampoco en susurros; nadie debíaconocer sus orígenes ni la vergüenza desu nacimiento.

—Ha pasado mucho tiempo,McTavish —lo saludó con un firmemovimiento de cabeza.

Dominic se tensó ante el inesperadoencuentro. Suponía que no era así comoesperaba encontrárselo algún día.

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—Campbell —respondió a su vezcon gesto adusto. Su voz igual de fríaque la propia.

Sonrió interiormente. No podíaculpar al muchacho por tan cálidorecibimiento, él había sido quien puso labarrera entre ellos desde un principio;quien despreció su mano cuando élintentó tendérsela, deseando conservaral menos la amistad con el niño que unavez consideró su hermano.

Echando una fugaz mirada hacia ellugar que acababa de abandonar, se hizoa un lado y continuó su camino dejandosus palabras en el aire.

—Si ella se ha enfrentado a este

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viaje, poniendo en riesgo su propiavida, no ha sido por ese puñado deguerreros que ven en ella un milagro —le informó—, lo ha hecho por ti. Tenlopresente cuando descubráis que losmilagros… ya no existen.

Dominic se quedó allí, de pie,mirando al hombre que una vezconsideró un ejemplo a seguir.

—¡Cahir! —lo llamó por su nombre,obligándole a detenerse—. Ella nosnecesita a los cuatro.

Él no se volvió, aunque sabía quesus labios esbozaron una irónica sonrisaal escuchar las palabras y el significadooculto en ellas.

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—Y nos tiene —respondió—. Peroeso no cambia nada —añadió para símismo, mientras continuaba su camino.

La oscuridad de la madrugadapronto lo engulló, dejando tras de élsolamente su respuesta.

Sacudiendo la cabeza, Dominic diomedia vuelta dispuesto a entrar en latienda, la cual no era más que uncuadrado de, tierra cubierto de pieles enlas que las mujeres habían logrado crearun acogedor y cómodo camastro, sobreel que descansaba una pálida y agotadamuchacha.

Con el pelo negro suelto y revueltoenmarcándole las pálidas facciones,

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arropada por pesadas y cálidas pieles,dormía, pacíficamente bajo la estrechasupervisión de la baisleac, Ciara y lamujer que debía ser la Alta Druidesa deDalriada.

Aedan se mantenía a un lado,hablando con su esposa, ,hasta queambos se volvieron al sentir supresencia.

—Al fin —el alivio que percibió enla voz de Aedan era, palpable. En doszancadas estuvo frente a él, saludándolo—. Empezábamos a pensar quetendríamos que salir también en, tubúsqueda.

Él posó la mano sobre el hombro de

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su amigo, apretándolo en un gesto decamaradería, pero sus ojoscontinuamente volvían a la delicadahembra dormida entre las pieles.

—Se pondrá bien —le aseguróAedan, girándose hacia su, esposa,quien ya se reunía con ellos—. Ciara seha encargado de arrancarla de las garrasde la muerte.

La druidesa no dudó en ir al reciénllegado y abrazarle, ,sabiendo lo que lamuchacha significaba para él.

—Ha estado esperándote. No queríaromper la promesa que te hizo —lesusurró al oído.

Él apretó los dientes, luchando

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contra el nudo que se le, formó en lagarganta. Suavemente devolvió elabrazo a su amiga, susurrándole a suvez.

—Te debo mi vida —declaró con elmismo tono de voz, ,poniendo enpalabras lo que significaba el milagroque había, logrado.

Ciara sacudió la cabeza y se apartó,con sus ojos brillando de felicidad ylágrimas no derramadas.

—Es mi deber velar por su salud —aseguró la joven druidesa, dejando susbrazos para regresar al lado de suesposo, que la miró con orgullo.

—Y el vuestro, devolverle la

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esperanza… Mi Señor.La voz suave y delicada llegó de la

mujer que hasta el momento permanecíasentada al lado de la cama. Sus ojos seencontraron con los de ella al tiempoque se levantaba y le dedicaba unaprofunda inclinación de la cabeza. Unasensación de déjà vu le recorrió alcontemplarla; como si la hubiese vistoanteriormente.

—Sois el único que puede hacerlo—concluyó con serena aceptación.

Ciara se volvió entonces hacia él.—Kieran, ella es…—Lady Carolan —respondió él, al

tiempo que saludaba a la mujer—, Alta

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Druidesa de Dalriada.Ciara y Aedan intercambiaron una

mirada significativa que él pasó poralto.

—Os creíamos muerta, Mi Señora—continuó él. Su mirada voló entoncessobre la muchacha todavía dormida—.Todo el mundo os cree muerta.

La mujer se adelantó hasta quedar ala distancia de un brazo de él.

—La gente cree aquello que necesitacreer, laird McTavish —aseguró,recorriendo su rostro con la miradacomo si, buscase algo en él. Entoncessonrió—. Sois sin duda aquello queestáis destinado a ser.

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Sin decir una palabra más, posó lamano sobre el brazo, del druida en untierno gesto y abandonó la tienda.

—Quita esa expresión pasmada de tucara, Kieran —la voz de la basileac lohizo volverse hacia ella, que ya recogíasus cosas y caminaba hacia la salidajunto con una mujer que portaba loscolores del clan Campbell—. Procurano agotarla, necesita recuperar lasfuerzas para enfrentarse a lo que estápor venir. Y tú también.

Él encontró la mirada de la mujerfija en la suya. Algo en sus ojos le decíaque aquellas palabras tenían mucho quever con su futuro.

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—¿Qué es, baisleac? —preguntó sinreservas.

La sabia sacudió la cabeza, posó lamano en su brazo e indicó a la muchachacon un gesto de la barbilla.

—Primero ve con ella —le dijo,apretando con suavidad su brazo—.Aquello que ha permanecido ocultodurante años, puede estarlo unas horasmás.

Dominic frunció el ceño. Se volvió asus compañeros, pero estos se limitarona evitar su mirada. ¿Qué estaba pasandoallí?

—Si nos necesitas, llámanos —ledijo Ciara a modo de despedida,

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siguiendo a la anciana fuera de la tienda.Asintiendo, los vio salir hasta que

Aedan dejó caer la tela de la tienda,cerrándolos nuevamente en su interior.

Su mirada descendió lentamente alcamastro. Tratando de no hacer ruido, sedeshizo de su espada dejándola en unlugar en el que pudiera alcanzarla sinproblemas y se arrodilló a su lado,permitiéndose contemplar el rostro de lamujer que amaba por encima de todo.

Unas tiras de tela habían sidoenvueltas alrededor de su hombro ypechos, manteniendo la herida que leinfringieron cubierta. La rabia y unprofundo sentimiento de venganza se

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instalaron en su interior; mataría denuevo a ese maldito bastardo.

—Diablillo —la llamó en voz baja,acariciándole la mejilla. Sabía quedebía dejarla descansar, pero necesitabaver su mirada, oír su voz, saber que todoestaba bien—. Shadow…

Las oscuras pestañas empezaron aaletear, su pequeña nariz se frunciócomo ocurría siempre cuandodespertaba y, poco a poco, sus párpadosse alzaron permitiéndole ver unasomnolienta y adorable mirada verdosa.

—Mi niña…Shadow sonrió débilmente. Las

lágrimas empezaron a formarse en sus

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ojos al reconocerle.—¿Dominic?Oír su nombre de aquellos labios

actuó como un bálsamo en su alma.—Te dije que te encontraría —le

recordó, acariciándole la mejilla—. Sinimportar cómo o dónde, te encontraría.

Ella asintió y le tendió lostemblorosos brazos, necesitando sentirlocontra su cuerpo. Él le facilitó la tareasaliendo a su encuentro, alzándola yarrancándola de las pieles en las queestaba envuelta para sentarla en suregazo, acurrucada contra él. La tenía ensus brazos, el lugar al que pertenecía.

—No permitas que vuelva a

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alejarme de ti. Sin importar lo queocurra o lo que yo diga, no permitas quevuelva a marcharme —susurró contra sucuello, mojándole con sus lágrimas—.Me siento perdida sin ti.

Él la abrazó, apretándolasuavemente contra él, sintiéndola.

—No lo haré, mi diablillo. Así tengaque encadenarme a ti, no te dejaré ir —prometió, respirando el dulce aroma desu pelo.

Shadow perdió el sentido del tiempoen sus brazos, la paz que la inundabaestando de nuevo a su lado sabía que nosería duradera, pero estaba dispuesta adisfrutar de aquellos breves momentos

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robados como si fuesen los últimos. Susdedos jugaban con la tela del tartán,dibujando cada uno de los cuadros,aprendiendo su textura, su colormientras él la arropaba y se recostabacon ella para mantenerla cómoda.

—¿Nick?—Dime.—¿Puedes abrir el paso a esas

termas en cualquier lugar?Él se inclinó sobre ella para mirarla.—¿Quieres bañarte?Ella asintió suavemente.—Llamaré a Ciara para que te

acompañe… —declaró, haciendo elademán de levantarse, pero ella lo

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detuvo.Sacudiendo la cabeza, ella deslizó la

mano sobre su mandíbula, cubierta porbarba de varios días.

—Quiero que me acompañes tú —susurró, dibujando con el dedo la líneade su barbilla—. Y que te afeites. Mepica tu barba.

Él se rio, acariciándole el hombrodesnudo.

—¿Ya estamos con exigencias,Prometida?

Ella sonrió.—¿Qué puedo decir? —respondió

con inocencia—. Creo que empieza agustarme la idea de que cumpláis todos

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y cada uno de mis caprichos.Él se inclinó para besarle los labios

con suavidad.—Como desees, mi pequeña sombra

—le susurró, dejándola un instante sobrelas pieles del camastro para finalmenteechar un vistazo a su alrededor hastaencontrar una zona de tierra descubiertaen el suelo—. Marchando una entradapara las termas.

Una vez más, quedó sobrecogida porel poder que esgrimía aquel hombre.Con un suave y melódico tono,pronunció unas cuantas frases en gaélicoy, al igual que la vez anterior se abrió lapiedra de las paredes que formaban la

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casa del laird McNeill, en esta ocasiónfue la tierra la que cedió bajo sus pies,dividiéndose con una sorda sacudida yformando un amplio túnel en el sueloque poco a poco dejó al descubierto unpasillo que descendía a lo largo de untramo de escaleras iluminado porantorchas.

Dominic volvió entonces sobre suspasos para tomarla en brazos yconducirla a través de aquel pasadizo alas termas.

—¿Asustada? —sugirió,descendiendo lentamente por lasescaleras de piedra que terminaban en ellargo pasillo que conocía.

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Ella sacudió la cabeza.—Atónita más bien —murmuró,

intentando mirar por encima de suhombro—. ¿También permite que abráisel paso en la tierra?

Él asintió.—Tierra, piedra, agua… Cualquier

cosa que esté en contacto con las termas—confirmó, mirándola detenidamente—. ¿Estás bien?

Asintiendo, se acomodó en susbrazos.

—Sí, un poco cansada, pero bien —aseguró suspirando—. Me apetecemucho este baño, así que no pienses endar media vuelta.

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Negando con la cabeza ante su tono,la llevó hasta las lagunas, de las cualesse desprendía el beneficioso vapor.Suavemente la depositó sobre una de laspiedras humedecidas por el agua y elcalor y su rostro ganó algo de tono,alejando un poco la palidez enfermizaque lo cubría.

—¿Mejor? —sugirió, retirándolesuavemente la manta en la que estabaenvuelta.

Ella asintió, acomodándose sobre lapiedra para quitarse la ropa por símisma.

—Agua calentita, jabón… tú… —fue enumerando ella—. Ahora mismo no

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necesito nada más.Obediente y complaciente, buscó lo

necesario para el baño y la ayudó asumergirse en la cálida y beneficiosaagua del manantial, oyéndola sisear alprincipio para luego relajarse.

A pesar de las protestas e insistenciade que podía hacerlo ella sola, le lavóel pelo para luego dejar que terminarade asearse por sí misma mientras él seafeitaba.

—¿No vas a bañarte? —preguntó,escurriéndose el pelo con las manos.

Dominic la miró, sentada en el bordeexterior de la piscina, con la pielhúmeda, los pechos desnudos y una

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suave tela cubriéndole recatadamentelas caderas, parecía una visión.

Únicamente la enorme y aserradacicatriz rosada situada un par de dedospor encima de su corazón restó calidez ala imagen ante el recuerdo de loocurrido. Era un milagro que estuviesecon vida; un milagro que la herida quehoras antes se viera infectada ygangrenada, fuese ahora una cicatriz;fresca sí, pero cicatriz al fin y al caboque manchaba su satinada piel.

—¿Nick? —Su nombre lo sacó desus pensamientos, devolviéndolo alpresente y a la mujer que lo miraba conpreocupación—. Quédate conmigo,

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Dominic. Estoy aquí.Él sonrió, dejó a un lado el cuchillo

con el que se había afeitado, se limpióel rostro y fue hacia ella, acuclillándosehas-ta quedar frente a frente. Entonces lacogió suavemente, con delicadeza,ayudándola a ponerse en pie.

—No vuelvas a huir de mí —lerogó, tomándola entre sus brazos—. Siquieres volver a la que consideras tucasa, yo te llevaré. Lo juro Shadow, tellevaré de vuelta si así lo deseas, perono vuelvas a huir, diablillo. Prefieroperderte en el tiempo, que verte morir,¿lo entiendes?

Shadow se puso de puntillas,

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deslizando los brazos alrededor de sucuello y atrayéndolo hasta encontrar suslabios.

—Lo que entiendo es que me quieres—sonrió ella.

Él la abrazó.—Ah, muchacha, con toda mi alma

—le susurró, tomando el rostro entre susmanos para besarla.

La ternura de sus labios, la suavidadde su toque y el oculto anheloresurgieron entre ellos, uniéndolos taníntimamente como podían estarlo. Elladeslizó las manos por la lana del tartán,ascendiendo hasta el broche quecoronaba el hombro izquierdo. Sus

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dedos juguetearon durante un instantehasta que el alfiler se soltó, dejandocaer la tela a cuadros hasta la cintura,donde se aseguraba con el cinturón quetodavía llevaba atada la vaina de laespada.

—Déjame a mí —le susurró él,sujetando sus manos y llevándolas a loslabios para besar sus nudillos, uninstante antes de mostrarle cómo, con unpar de tirones de los pliegues correctos,la tela se desenrollaba fácilmentecayendo al suelo a sus pies. A éstasiguió de inmediato la funda con laespada, que provocó un sordo sonidometálico al chocar contra el suelo.

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Sus ojos se encontraron durante uninstante y, con deliberada lentitud, ellase adentró en el círculo de sus brazos ydesató el nudo de la camisa oscura ytironeó de ella para sacársela de lospantalones. Necesitaba, anhelaba elcontacto de la piel de Nick. Deseaba sertranquilizada y amada como sólo élsabía hacerlo, pero le temblaban lasmanos. Todo su cuerpo vibraba denecesidad y desesperación.

—Despacio —le susurró él,acariciándole la espalda y atrayéndolasuavemente hacia él—. No hay prisa,diablillo; no voy a irme a ningún lado.

Ella ya podía sentir el calor de su

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pecho bajo sus manos, el grosor de latela de la camisa, el aroma masculinoque tan bien conocía y que se mezclabaahora con otras esencias; a bosque, alibertad. Todo ello la embriagaba,dejándola temblorosa y hambrienta deafecto, de su cariño y cuidados; suausencia la dejó necesitada de la ternurade la que la privó.

El temblor en su cuerpo no sólo noremitía, sino que iba en aumento.Dominic casi podía sentir su anhelo, sudesamparo durante los últimos días, y lohizo sentir tan culpable como un malditodesgraciado que privaba a un pobreanimal salvaje de vida, obligándolo en

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contra de su voluntad a seguir la sendaque él marcaba.

Tomando su mano, tiró de ella haciauno de tantos salientes de piedra quepoblaba la gruta, sentándose parafinalmente colocarla de espaldas a élsobre su regazo. Su erección se hacíamás que evidente empujando contra elpantalón.

Todo su ser era consciente delcuerpo de la mujer que acunaba entresus brazos, de los llenos senosempujando contra la banda que formabasu brazo, del redondo trasero en íntimocontacto con su sexo y de las largaspiernas descansando sobre las suyas.

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La piel conservaba todavía lahumedad del baño y pequeñas gotasperlaban sus hombros, el valle de suspechos, el estómago y descendían hastael suave nido de rizos oscuros ybrillantes que formaba una uve entre susmuslos. Era una adorable visión queempezó a empañarse una vez más antelos varios tonos morados y amarillosque decoraban algunas zonas de susbrazos, muslos y piernas, vivorecordatorio de los difíciles días quehabía pasado en manos enemigas.

Ella debió de sentir su tensión, puesse giró para sentarse de frente, ahorcajadas, y encerrar su rostro entre las

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manos, obligándole a mantenerle lamirada.

—Estoy bien —susurró,acariciándole las mejillas reciénafeitadas con los pulgares—. Ya sabesque no soy capaz de caminar alrededorde una habitación sin comerme todas lasesquinas que haya.

Él se mordió la parte interior de lamejilla al tiempo que bajaba su rostro,apoyando su frente contra la de ella yabrazándola estrechamente, deseandopoder protegerla de todo, incluso de élmismo.

—Mi Diosa, Shadow —musitó,enfadado consigo mismo—. ¿Qué te he

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hecho?Ella se separó lo justo para poder

mirarle de nuevo a los ojos, su manoacariciándole suavemente el desnudohombro.

—Has intentado protegerme,siempre y en todo momento —aseguróella al ver el dolor y el arrepentimientoen su rostro—, pero yo soy un casoperdido, Nick. No llevo muy bienescuchar primero y actuar después.

Aquello lo hizo sonreír, lo cual erala intención de Shadow.

—Yo puedo dar buena fe de ello,pequeña.

Su sonrisa contagió la de ella, que se

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acercó a sus labios, acariciándolos conlos propios.

—Quédate a mi lado mientras duretoda esta locura —se encontrópidiéndole—. No te pediré nada más.

Sus hambrientas bocas seencontraron sellando una silenciosapromesa y las callosas manos de Nickgrabaron a fuego el recorrido de susuave piel en la memoria, en sussentidos. Recreándose en cada curva ycada plano de su cuerpo, enardeciéndolay haciéndola suspirar, mientras learrancaba pequeños gemidos al tiempoque ella sucumbía a los brazos que laacunaban y protegían como el más

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precioso de los tesoros.Dominic acarició la blandura de sus

pechos. Le temblaban las manos como sitodavía fuese un inexperto muchacho quevuelve a reclamar para sí aquello que haanhelado durante mucho tiempo. Lospezones se endurecían bajo sus palmas,respuesta que más de una vez habíaobtenido de su cuerpo.

Él rompió el beso y deslizó la bocapor la columna del grácil cuello,lamiéndola y saboreando su piel. Susgemidos de placer eran como música ensus oídos; la sinfonía perfecta. Sabía tanbien, mucho mejor de lo que susgastados recuerdos le decían, y cuando

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sus vagabundos dedos se hundiendo enla cálida humedad entre sus piernas,todo pensamiento racional voló de sumente, quedando la primaria necesidadde unirse a aquel cuerpo que lloraba porel suyo.

Cerró los labios sobre un pezón y losuccionó con avidez.

Él podía sentir sus pequeñas manosacariciándole los hombros, sus uñasmarcándole la piel como recordatoriode la pasión compartida. Shadow eraincapaz de quedarse quieta y su redondotrasero se mecía contra su erección,endureciéndole aún más; fustigando larabiosa necesidad que sentía de

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poseerla, de penetrarla profundamentehasta que no existiesen uno sin el otro.Quería hacerla suya una vez más; teneraquello contra lo que luchó condesesperación en sus noches mássolitarias.

—Shadow… —pronunció sunombre como una súplica, recorriendocon las manos su cuerpo, deslizando laboca sobre cada centímetro de su piel;deseándola, anhelándola—. Midiablillo…

Decidido a desterrar los sombríos yagónicos pensamientos de su mente, aborrar cualquier huella que sus erroresdejaron en su cuerpo y en su alma,

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abandonó el calor de su piel paraencargarse de sus propias restriccionesy dejar libre la gruesa y pulsanteerección, prueba de su deseo. Volviendoa tomar su boca, la acarició, lamiéndolelos labios, mordisqueándole suavementeel inferior antes de hundir la lenguaentre ellos y enlazarla con la de ella enun hambriento beso. Su mano encontróentonces una de las suyas y la guio haciasu erecto miembro, necesitando sentir sucontacto, mostrándole la forma deacariciarle mientras sus labios seguíanel rumbo hacia su mejilla, lamiéndolahasta instalarse en la delicada oreja.

Sus gemidos lo encendían,

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endureciéndolo incluso más entre lasuavidad de sus dedos que loacariciaban de arriba abajo siguiendosus propias directrices.

—Estoy desesperado por hundirmeen tu interior —confesó con un jadeo,atrapado en las sensaciones que leprovocaban sus caricias—. Por sentirteapretada y húmeda a mi alrededor,gimiendo mientras me retiro, sólo paravolver a introducirme de nuevo.

El crudo erotismo de sus palabras laestremecieron, lo que la impelió aatraparle con los dientes el labioinferior, sólo para dejarlo huir con unnuevo gemido cuando sintió su mano,

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cerrándose sobre la suya y aprisionandocon fuerza su erección.

—Haré que supliques, que pidasclemencia, que desees que grabe minombre en tu mente y en tu cuerpo, porque eres mía, Shadow —ronroneó en suoído—. Mía hasta el fin de los tiempos.

—Eso… es… mucho tiempo —musitó ella entre pequeños gemidos,apretando los muslos ante el ardor y lanecesidad que se instaló entre ellos,contagiada por la excitación de él.

—No el suficiente, diablillo —susurró, soplándole en la oreja ysintiéndola estremecer.

Shadow jadeó ante el erótico sonido

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de su voz. Su cuerpo reaccionaba a lascaricias llenándola de calidez,completando una vez más el vacío quesintió durante el tiempo que habíanpermanecido separados. La sensación desu sexo enterrado entre los dedos laenardecía, provocando que la humedaddescendiese entre sus muslos,aumentando la agonía y la necesidad desentirle profundamente.

Deseaba gritar, maldecir, golpearlepor toda la angustia y dolor que noacababa de perdonar su cuerpo ante sudespiadado abandono. Quería fundirseen su piel, tan íntimamente que nopudiese despegársele nunca más.

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—Dominic —pronunció su nombre,acariciando la punta de su erección ysintiéndole temblar.

Nick respondió, mordisqueándoleuna vez más la oreja,mientras una de susmanos le acariciaba la cadera y la otraguiaba su erección.

—¿Qué quieres, diablillo? —lo oyósusurrar nuevamente—. Dímelo, y serátuyo.

Ella se lamió los labios.—A ti —no dudó en su respuesta—.

Sin mentiras, sin engaños ni promesas…Sólo tú.

Él le arañó con los dientes antes deretirarle la mano de su pulsante sexo,

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acariciándole los dedos, al tiempo quela levantaba para volver a sentarla deespaldas a él y le separaba las piernascon suavidad, apretándola contra síhasta que su columna presionó porcompleto contra su pecho, dejándolaexpuesta y abierta a sus caricias.

—¿Deseas esto? —le susurró unavez más al oído, deslizando las manospor sus sensibilizados pechos,acariciando su estómago, dibujando suombligo antes de sumergirse entre loshúmedos rizos y probar la cálida carnecon las yemas de los dedos—. ¿Esto?

Ella se arqueó contra él, alzando losbrazos para llevarlos hacia atrás y

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acariciarle el pelo mientras un pequeñogemido escapaba de entre sus labiosabiertos.

—Sólo deseo que me quieras —musitó ella con un pequeño sollozo, tanbajito que a él le llevó un momentoentender sus palabras.

Inclinando su cuerpo hacia un lado,la miró a los ojos, mientras la apretabacontra sí con fuerza.

—Pequeña tonta, nunca he dejado dehacerlo —confesó, bajando su bocasobre la de ella un instante después delevantarse con ella en brazos paratenderla en el cálido y húmedo suelocercano a una de las piscinas.

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Suavemente le separó las piernas,haciéndose sitio. Su mirada cayó unavez más sobre la marca rosada en supiel y antes de poder detenerse, la besóallí.

—Juro por lo más sagrado en estatierra, Shadow —murmuró—, que nodejaré que nadie vuelva a arrancarte demi lado de esta manera —acarició unavez más la rosada cicatriz antes devolver a repetir su promesa—. Si tengoque dejarte ir, lo haré. Si tu deseo esvolver a casa haré lo necesario para queregreses; pero nadie más va a lastimarte.Lo juro por mi alma.

Una solitaria lágrima se deslizó de

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sus ojos y ella negó con la cabeza.—No más juramentos. No más

promesas —pidió, incorporándosesobre los codos para alcanzar su boca—. Sólo déjame tenerte por entero unaúnica vez, antes de que toda esta locurase desate de nuevo sobre nuestrascabezas. No necesito más, KieranDominic McTavish. Sólo a ti… ahora.

Sus labios se encontraron en unsuave beso.

Shadow abrió las piernas todavíamás para él, entregándose ypermitiéndole hundirse en su interiorpara que llenara el vacío y la soledadque padecía su alma cuando estaba lejos

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de él.Su ternura la envolvió, arropándola

con cada acometida.Su voz le murmuraba al oído

palabras que no comprendía pero en lasque sentía la tibieza, el cariño y el amorque le profesaba y ella se dejó ir,entregándose por completo a él,haciendo que su necesidad arrastrase lade él para llevarlos a la liberación.

Saciada y adormecida por elcansancio y el calor del vapor queimpregnaba el lugar, se acurrucó contrasu duro cuerpo, colocando una manosobre su pecho y escuchando el ahoratranquilo latido de su corazón.

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—¿Podemos quedarnos así un ratito?—susurró ella, acurrucándose contra él.

Él la besó en la frente,envolviéndola con sus brazos yatrayéndola a la comodidad de sucuerpo.

—Todo el tiempo que desees,Shadow, todo el que desees.

Si los deseos se hiciesen realidad,pensó ella, entonces jamás abandonaríanel lugar, pues el suyo era quedarse allí,como ahora, para siempre.

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Capítulo 24

Los vasos y las bandejas con sobrasde comida terminaron rodando por lossuelos, evitando por poco a losfamélicos perros que empezaron apelear por los restos de la carne,mientras Robertson lanzaba improperiosy miraba con sus ojillos oscuros y lacara roja por el esfuerzo y la rabia alhombre que entró con tan desagradablesnoticias.

—Mi Señor… —trató de aplacarlo.—¡Ese maldito salvaje! ¡Él está

detrás de todo esto! —clamó, resollando

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con la furia—. ¡Cómo se atreve a sitiarDunollie y Aberte! Esas malditasfortalezas son nuestros bastiones másimportantes en Dalriada.

Apretando los puños con fuerza, sevolvió hacia el soldado que permanecíaalerta, sabiendo de la rápida inclinaciónde su señor por despachar a aquellosque no le traían buenas noticias.

—¿Qué hay de Tairpirt Boittir?El hombre tragó saliva antes de

responder.—Los cruithne han asentado

patrullas en los lindes de los condados,Mi Señor —se aventuró a decir elmensajero—. No hemos recibido

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todavía noticias de los soldados quedefienden ese bastión.

—Malditos… —masculló de nuevo,moviéndose entre los restosdesperdigados por el suelo y haciendoaullar a uno de los perros cuando leatizó una patada para sacarlo de sucamino. Su mirada enloquecida se giróhacia su guía espiritual.

El Alto Druida asistía estoicamenteal despliegue de ira de su señor desdeuna distancia prudencial.

—Tú… Tú deberías haber vistoesto… ¡Deberías haberlo predicho!

Él se limitó a mantener su expresiónestoica antes de responder.

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—Su Majestad quizá haya preferidoobviar una nimiedad tal como miadvertencia sobre los cruithne —respondió, dedicando una rápida miradaal soldado, que mantenía un ojo en suvoluble rey—. Son salvajes, tribusnorteñas territoriales y con costumbresbárbaras…

—¡Eso ya lo sé! —clamó,fulminándole con la mirada—. Esemalnacido… Debí haberlo pasado acuchillo a la primera oportunidad.

Soltando un bajo improperio, el reyse volvió de nuevo hacia el soldado.

—Dime, exactamente, qué habéisvisto —reclamó con fiereza.

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Él se apresuró a responder deinmediato.

—Han… Han llegado noticias depatrullas bordeando las fronteras y de unenorme contingente atravesando lospáramos en las cercanías de Lechuary.Algunos subían hacia Oban —empezó aexplicar—. Nuestros hombres seencontraron con varios gruposrezagados. Fue imposible llegar aDunollie, el fuerte del ejército de Eóganha saqueado y quemado algunas de lasgranjas colindantes. La fortaleza estátotalmente sitiada.

Gruñendo unas cuantas maldiciones,el rey clavó los ojos en el soldado.

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—¿Mi esposa?El hombre tragó saliva, visiblemente

asustado de tener que dar la noticia.—Prisionera en Donollie, Majestad

—respondió rápidamente, decidiendoque era mejor decir las malas noticias lomás pronto posible.

El rey se volvió entonces hacia elAlto Druida, que había dejado su puestoy caminaba por la sala.

—Druida, vos fuisteis quien insistióen enviarla allí —murmuró en voz baja,letal.

—Y también os dije que vuestroshijos estarían mejor en Tairpirt Boittir—respondió él de manera

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desapasionada—. Está losuficientemente alejado de Dunnad comopara no representar un punto de interéspara los cruithne.

Cediendo ante aquella observación,empezó a frotarse las manos pensando,buscando una manera de recuperar elgrueso de sus tropas que habían quedadodivididas en un momento taninapropiado como aquél.

—Los clanes de Dalriada —continuó, taladrando nuevamente alsoldado con la mirada—. ¿Se halocalizado ya donde están reunidos esosmalditos escotos?

El soldado asintió.

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—Tal como suponíamos, se hanasentado cerca de la Stane Alane, enCean Loch Gilb. Por lo que sabemos,los hombres que componen elcampamento son los jefes de losdistintos clanes, incluyendo a losseñores de los Cuatro Cenels. No haymás que un puñado de guerreros conellos.

—La muchacha… ¿Se ha sabido yaalgo de ella? ¿Ha aparecido su cuerpo oella con vida?

El druida, que hasta ese momentohabía permanecido en silencio,observando, se volvió hacia su monarca.

—La Prometida de Dalriada se ha

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reunido ya con sus cuatro druidas —murmuró en voz baja, casi como siestuviese pensando más que constatandoun hecho—. Está con vida y eso no esalgo precisamente bueno para vos,Majestad.

Él se volvió; sus ojos llameabanprometiendo venganza.

—¿Qué es lo que sabes, malditobrujo? —preguntó entre los apretadosdientes.

El aludido se limitó a alzar lamirada y encontrarse con la de su señor.

—Puedo sentirla, está cerca —respondió, alzando la mirada al techo,como si esperase ver algo allí—. Y

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protegida. No volverán a descuidarla…pero ella vendrá a vos. Caminará entrereyes como una simple plebeya… —Sumirada voló hacia las runas escritas enla pared, que formaban las palabras querelataban la profecía—. Ése será elmomento en el que podréis demostrarvuestra supremacía. Derrotadla frente aaquellos que la veneran y derrotaréis aaquellos que se imponen en vuestrocamino.

Entrecerrando los ojos, sopesando sicreer o no una vez más en lo queconsideraba la cháchara del druida delreino, él se volvió hacia el soldado paraordenarle, irguiéndose en toda su altura.

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—Preparad una avanzadilla. Nohagáis prisioneros —ordenó con fríadeterminación—. Es hora de queaprendan, de una vez por todas, quién esel que manda en este reino.

El soldado se llevó con fuerza elpuño al pecho, inclinó la cabeza y saliódispuesto a cumplir con la orden dadapor su rey.

Tal y como Dominic solicitó a sullegada, el jefe McNeil había reunido alos jefes de los clanes en la tiendaprincipal. Ellos ya estaban discutiendocuando entró.

Él acababa de dejar a Shadow deregreso en la tienda, para obligarla a

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meterse en la cama y descansar aunquefuese sólo un par de horas. Las protestasde ella cayeron en saco roto después delprimer bostezo, estaba demasiadocansada para discutir, algo queagradecía, porque no deseaba que nadaempañase el tierno momento queacababan de compartir. Sabía que notendrían demasiado tiempo; las cosas,tal y como acababa de corroborar antelo que Aedan le había contado, seestaban poniendo cada vez más oscuraspara los clanes.

—¿Dices que era un ejércitocompleto?

Las palabras del laird McNeil

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hicieron eco en la tienda donde los jefesde los distintos clanes de Dalriada sereunían, escuchando estupefactos aquelgiro de los acontecimientos que ningunohabía esperado.

Él asintió en respuesta, inclinándosesobre el mapa que representaba todo elreino.

—Sé lo que vi —aseguró con unresoplido mientras buscaba la ubicacióncorrecta—. Era un enorme contingente apie y a caballo, y podría jurar que el reycruithne, Eógan, encabezaba la marcha.

Aedan se adelantó y señaló en elmapa la zona dónde él vio laavanzadilla.

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—El grupo que yo vi estaba aquí —señaló un lugar en el mapa—. Sedividieron y partieron en variasdirecciones. La mayoría fueron hacia elOeste, pero uno de ellos… sólo puedosuponer que se dirigía hacia Dunnad.

—Se repetirá la alianza de hacetantos años —aquélla era la voz de unanciano, que hizo que todos se volvieranhacia él—. Los cruithne apoyarán alusurpador, atacarles ahora sería unsuicidio.

Él negó con la cabeza, seguía sinestar convencido de que el señor de loscruithne fuese a levantar en pie deguerra a todo su pueblo, sólo para

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apoyar las ínfulas del usurpador que sesentaba en el trono de Dunnad. Puedeque una vez hubiesen sido aliados, perocon el tiempo los hechos demostrabanque esa alianza se había debilitado.

—No estoy seguro de que Eóganmovilice a todo su ejército tan solo paraluchar por un mequetrefe comoRobertson —respondió poniendo voz asus pensamientos—. Aquí tiene quehaber más. Mucho más.

Antes de que ninguno de lospresentes pudiera decir algo al respecto,el primero del laird McInnes irrumpióen la tienda con gesto adusto yrespiración entrecortada. Su pelo rojizo

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hacía juego con la larga y greñuda barbaque le cubría el mentón.

—Laird —reclamó la atención nadamás entrar—. Los rastreadores hanregresado y traen noticias. Algo muyextraño está ocurriendo en Dunnad y enotras regiones.

Mirando a sus compañeros, el lairdMcInnes asintió y permitió que suhombre de confianza continuara.

—¿Qué han descubierto?—Los cruithne, laird —respondió al

tiempo que alternaba la mirada entreunos y otros—, están sitiando Dunnad.

Los jadeos, gruñidos y muestras desorpresa se alternaron rápidamente.

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—¿Qué?—¿Cómo?Liam McNeil sacudió la cabeza y

alzó la voz.—¡Eso es una locura!—¡Es imposible! —corroboró otro

de los presentes.Ante el rápido despliegue de

incredulidad y negación él abandonó supuesto junto a la mesa y se acercó alhombre.

—¿Estás seguro de eso?El corpulento pelirrojo asintió e

indicó con un gesto de la barbilla haciael exterior de la tienda.

—Los rastreadores podrán daros

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más datos, McTavish, pero sí. Pareceser que los aliados del reynorthumbriano han dejado de serlo —respondió con la misma incredulidadque esgrimía todo el mundo—. Empiezaa extenderse el rumor por las aldeascercanas. Nos llegan informes de quelos bastiones de Dunollie y Aberte hansufrido el mismo destino y de que en lasproximidades de algunos de ellos haygranjas que han sido saqueadas yquemadas.

—Por los dioses… —clamó el lairdMcNeil estupefacto ante las noticias.

—Los cruithne han declarado laguerra a los northumbrianos… —

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murmuró otro de los presentes, llegandoa la misma conclusión que la mayoría.

Aquello, no era precisamente unabuena noticia. No, cuando los escotoseran también enemigos de los cruithne.

Shadow batallaba contra los lazosdel suave pantalón de piel que Ciara leentregó después de amenazarla conpasearse desnuda por todo elcampamento si no le conseguía algo deropa. La tela se adaptaba perfectamentea sus formas y era tan suave que,después de vestir aquellas engorrosasfaldas y largos vestidos, le pareció estardesnuda por un breve y corto minuto.

Había conseguido ponerse la blusa,

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que le llegaba a los muslos, y el chalecosin tener que pedir ayuda, a pesar de quela molestia en su pecho persistía. Si bienya sólo le quedaba una suave cicatrizrosada, la herida era reciente ysusceptiblea según qué movimientos,tirando de su piel de forma molesta. Loslazos que debían atarse a ambos ladospara sujetar la cintura de los ajustadospantalones se escurrieron una vez másentre sus dedos y soltó un frustradosuspiro.

—Oh, por favor… Primero la ropainterior y ahora esto —gimió, volviendoa tirar de los cordones con una solamano, mientras mantenía el otro brazo

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pegado al cuerpo—. ¿Dónde están lascremalleras cuando las necesitas?

El suave crujido de la tela, seguidode un ligero chasqueo, hizo que dejasede dar vueltas sobre sí misma como ungato que se persigue la cola. Alzó lamirada y se sonrojó al ver a Dominic enel umbral, con los brazos cruzados sobreel amplio pecho y las piernas separadas.Una divertida sonrisa curvaba sus labiosdespués de verla pelear contra lascintas.

—No digas una sola palabra —musitó a modo de advertencia,reconociendo la mirada en su rostro.

Él descruzó los brazos y alzó las

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manos.—No tenía pensado hacerlo —

aceptó, recorriendo la distancia que loseparaba de ella para hacerse cargo delas rebeldes ataduras.

Sus dedos le rozaron la pielprovocándole pequeños escalofríos. Seasombró de que lo deseara tan prontodespués de la forma en la que se habíanamado. Después de asegurarle la cinturadel pantalón, subió las manos hasta suspechos, colocándole bien el chaleco yciñéndolo hasta que estos rebosaronsobre la línea de la blusa.

—¿Demasiado ceñido? —preguntóél con picardía.

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El brillo travieso que vio en sus ojosle decía que disfrutaba enormemente desu papel de ayuda de cámara.

—Pues depende de si lo quepretendes es que se me vean los pechoso dejarme sin respiración —lerespondió con ironía, sólo para que élaflojase un poco los cordones,manteniendo la sujeción de sus senos sinque desbordaran escandalosamente.

—¿Mejor?Ella asintió, dejándole que hiciese

una lazada a los cordones. LuegoDominic se volvió hacia el camastro ycogió un tartán con sus colores, que labaisleac había dejado allí para ella.

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Tras sacudirlo, extendió la tela, la doblóy empezó a envolverla con ella,colocando los pliegues con unaseguridad y rapidez que la asombró. Elúltimo trozo de tejido se lo cruzó sobreel pecho, dejando caer una generosaporción de tela sobre el hombroizquierdo para prenderla con un alfilerque sacó de su propia ropa y asegurarlafinalmente en la parte de atrás alcinturón que ciñó en torno a su cintura.

—Así. Ya está.La temperatura había subido varios

grados cuando por fin se apartó de él.Bajó la mirada para comprobar elconjunto y acarició la tela, maravillada

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de la rapidez con la que él la habíadispuesto.

—Me llevará toda una vida poderhacer lo que tú has llevado a cabo endos segundos —aseguró antes de alzarla mirada hacia la de Nick—. ¿Y bien?¿Parezco ya una nativa?

Él le acarició la mejilla con elpulgar.

—Eres una nativa —aceptó con unasuave sonrisa—. Y una preciosadruidesa.

Ella se echó a reír, teniendo quecontenerse ante la punzada en su pecho.

—Despacio, diablillo. No acabas devenir de un paseo por el campo —le

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recordó, observando cada uno de susmovimientos para asistirla en caso deque necesitase ayuda—. ¿Estás bien?

Ella asintió.—No puedo reírme, así que no hagas

chistes —respondió—. ¿Qué estáocurriendo ahí fuera? He oído voces,pero soy incapaz de comprender nada delo que dicen.

Dominic frunció el ceño durante unbreve instante, decidiendo qué decirle yqué no. Al final la guerra iba a estallar yno estaba seguro de querer que ellaestuviese siquiera cerca, aunque fuese laúnica que quizá les diese a ellos lavictoria.

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—Nos han llegado noticiaspreocupantes —le explicó—. Loscruithne parecen haber roto su alianzacon los northumbrianos.

Ella arqueó una delgada ceja negra.—Y eso es malo porque…Sus ojos verdes se clavaron en los

de él.—Los cruithne son los salvajes con

poca ropa y mucha pintura que casi tedecapitan con el hacha si Aedan no llegaa estar cerca. Y los hombres deNorthumbría… Bueno, creo que losconoces, se despidieron de ti clavándoteuna flecha —le respondió con marcadaironía. La rabia y el temor seguían

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presentes en su voz.Shadow alzó las manos a modo de

rendición.—De acuerdo, me hago una idea,

gracias —repuso con un resoplido—.Eso me pasa por preguntar.

Suspirando, ella le rodeó y seacercó a la entrada haciendo a un lado eltoldo para poder mirar hacia el exterior.

—¿Tenemos realmente algunaposibilidad de ganar… esta guerra?Parece que todos luchan contra todos.¿Por qué no pueden…? No sé…¿Sentarse y hablar?

Él la abrazó desde atrás, atrayéndolacontra su pecho mientras le besaba en la

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cabeza.—Son tiempos difíciles —respondió

sin más.Ella miró más allá de las primeras

tiendas para ver a Ciara hablando conAedan mientras Riska correteaba a sualrededor.

—Son tiempos extraños —musitómás para sí que para él—. ¿El lobo estábien?

Él siguió su mirada y asintió.—Me ha salvado la vida —murmuró

de nuevo—. Se merece un solomillopara cenar.

Shadow suspiró una vez más y dejócaer la cabeza hacia atrás, recostándose

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sobre su pecho al tiempo que le cubríalas manos con las suyas.

—Dime la verdad, ¿podré volver acasa alguna vez?

Él se tensó. Pudo sentirlo en laforma en que se endureció su cuerpo.Lentamente se volvió en sus brazos ybuscó su mirada.

—Éste no es mi hogar —susurró contristeza—, ya no lo es…

Él no abandonó su mirada. Aquellosprofundos ojos dorados hablaban con elcorazón sin necesidad de palabras.

—Lo eres todo para mí —murmurócon total sinceridad—. No hay nada queno hiciera para verte feliz o mantenerte a

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salvo. Si tu felicidad y seguridad estánen el siglo veintiuno… te llevaré devuelta, Shadow. Cueste lo que cueste, tellevaré a casa.

Ella se lamió los labios y, porprimera vez, se atrevió a hacer lapregunta que siempre quedaba en el aire.

—¿Volverás conmigo?Ella se estremeció al ver la lucha

que se debatía en el interior de Nick; larespuesta impresa en sus ojos. Alzandola mano libre hacia su rostro, le acaricióla afeitada mejilla. Necesitaba sucontacto, su calor; que alejara sinnecesidad de palabras aquella respuestaque era incapaz de decir.

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Él… no volvería con ella.—Lo entiendo —respondió con la

misma sinceridad, verbalizando en sólodos vocablos todos sus sentimientos—.No me importa la época, el tiempo o elnombre que lleves. Lo que hay aquí —setocó el corazón con los dedos—, no va acambiar, Kieran Dominic McTavish.

Dominic ahuecó la mano contra sumejilla y le acercó el rostro para besarlasuavemente en los labios.

—Nunca me marché porque desearahacerlo —murmuró cerca de sus labios—. Aedan traspasó el Portal parabuscarme y avisarme de que mi padreagonizaba. Llevé a mi madre de vuelta

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para que tuviese tiempo de despedirse yentonces todo se convirtió en una locura;el jefe del clan había muerto y yo era loúnico que tenían. No podía dejarlos. Esmi pueblo, Shadow… pero tú eres micorazón. Dejarte ir…

Ella lo silenció, posando los dedossobre sus labios.

—Eso ya no importa. Hiciste lo quetenías que hacer —aceptó, permitiendopor fin que todo el dolor de aquellaruptura saliese de su cuerpo,reconociendo que nadie tiene el podersuficiente para luchar contra un destinoya marcado o incluso contra la mismamuerte—. Si hubieses intentado

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explicármelo, seguramente te habríalanzado algo a la cabeza y tachado dementiroso, o de loco. Aunque… una notaun poco más larga habría minimizadolos daños, ¿sabes?

Dominic esbozó una débil sonrisa.—No se me da bien escribir —

confesó con cierto titubeo—. Tiendo aconfundir las palabras y las letras.

Ella parpadeó sorprendida, por loque él continuó hablandoprecipitadamente.

—Aquí, como puedes suponer, lapluma y el papel son sólo para monjes yjuglares; no sirven para cazar, no semantiene a una familia o a un clan con

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ellos —aseguró, contemplando su rostro—. Aún así, mi madre se encargó deenseñarme a leer, escribir, hacercuentas… Dice que no importa el sigloen el que desee vivir, pero que losconocimientos son necesarios.

Ella asintió lentamente mientraspensaba en la menuda y elegante mujerque conoció años atrás. Se le hacíadifícil pensar en alguien como ellapaseando por aquellas tierras.

—Tu madre decidió volver a casa…—comentó más para sí misma que paraél—. A su tiempo.

Dominic asintió lentamente.—Se querían con una intensidad que

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nunca entendí… —aceptó mirándola—,hasta que apareciste tú. Mi madre…todavía llora su muerte, dice que ladistancia ayuda a mitigar el dolor.

Ella bajó la mirada. No habíareproche en sus palabras, pero lasimilitud estaba allí.

—Dominic, yo…Su respuesta fue interrumpida por la

inesperada aparición de Cahir, que sepresentó ante su tienda. La mirada deldruida pasó de uno a otro, dando unpaso atrás visiblemente incómodo alencontrarlos juntos.

—La baisleac quiere veros a ambos—informó escuetamente—. Os esperan

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en la tienda principal.Una vez dicho lo que tenía que decir,

dio media vuelta y se marchó a zancadasen dirección al lugar que acababa deanunciarles.

Ambos se miraron sorprendidos.—¿Me he perdido algo? —preguntó

ella.Él negó con la cabeza.—Cahir nunca ha sido hombre de

muchas palabras —respondió en vozbaja; molesto.

—¿Qué habrá ocurrido ahora? —suspiró ella, saliendo por completo dela tienda y parpadeando ante lasprimeras luces del amanecer. La

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oscuridad empezaba a desaparecer ydejaba que el sol saliese.

—Conociendo a la vieja, imaginoque cualquier cosa que tenga quecomunicar no será más que el comienzode algo mucho peor.

Ella esbozó una ligera sonrisa.—Qué pesimista.Él la miró y suspiró.—Si la conocieras como yo, también

aprenderías a temer sus «reuniones» —aseguró, reprimiendo un escalofrío—.Ha estado muy misteriosa desde queregresaron, y no es la única.

—¿Caro? —sugirió ella,mencionando a la Alta Druidesa, a la

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que todo el mundo había creído muerta.Él la miró mientras caminaba a su

lado.—Esa mujer me da escalofríos,

Shadow. Por alguna razón que noalcanzo a comprender, creo que laconozco, pero… es la primera vez quela veo —sacudiendo la cabeza, posó unamano suavemente en su espalda—.Vamos, cuanto antes acudamos a esareunión, antes saldremos de dudas.

La tienda que era utilizada comocentro de reuniones estaba ahoraocupada por los líderes de los CuatroCenels de Dalriada, así como tambiénpor los druidas. Shadow tomó asiento y

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Ciara y Aedan se sentaron a su izquierdamientras Dominic permaneció de pie asu derecha, con una mano sobre suhombro. Frente a ellos, se encontrabaCahir, jefe del cenel Comgall, junto conlos lairds McNeil y McInnes, jefes asímismo de los cenel de Loairne yÓengusa respectivamente.

Aquella era la primera vez que loscuatro druidas estaban reunidos junto asu Prometida, algo en lo que ella nopudo evitar pensar. Cahir se mantenía almargen, tranquilo, serio, cruzando devez en cuando su mirada con ella o conDominic.

Carolan se sentaba al otro lado de la

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mesa. Su presencia entre los vivos eraprácticamente un milagro y su menteinfantil recordaba la última vez que lavio, atacada y sitiada…

Tenerla allí, frente a ella, con esamirada dulce y tranquilizadora… Sí, eraun milagro.

—Os hemos reunido para que seáistestigos y podáis dar fe de lo que va aocurrir aquí y ahora —la voz de labaisleac atrajo su atención. Runa estabajusto frente a ella. Su mirada vagabaentre los presentes, midiendo a cada unocon sus sabios ojos—. Duranteveinticinco años, y para protegeraquello que me fue entregado, me he

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visto obligada a guardar el secreto queuna vez desvelado cambiará la visión demuchos y el destino de Dalriada.

Los presentes se miraron entre ellos,pero no dijeron nada, permitiendo que lamujer continuase.

—Mi repentino viaje a Crinan no hasido más que una parada en el caminopara poder mostraros y dar fe de laverdad que está profundamenteentrelazada con la Profecía que anunciala llegada de la Prometida y su papel enrestaurar al verdadero heredero en eltrono de Dalriada.

Ella frunció el ceño. Dirigió denuevo la mirada a Carolan, que le

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dedicó una graciosa inclinación decabeza.

—Veinticinco años atrás, en el granincendio que asoló el castillo deDuntrune, mi señor Alpin ordenó ponera salvo a los príncipes de Dalriada —Carolan tomó el relevo, explicando suparte—. Los niños y su esposa viajaroncon él como muestra de buena fe porparte de Dalriada para firmar unacuerdo de comercio con Northumbría,pero como ya sabéis, aquello no fue másque una excusa para sitiar la fortaleza yatacarla en medio de la noche.

Un siseo se elevó entre losmiembros de mayor edad, que

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recordaban aquella noche con nitidez.—Esos bastardos atacaron en plena

noche. Sin dar tregua y con las primerasluces del alba, continuaron diezmando alos pueblos y asediando a los clanes —murmuró el laird McInnes.

Asintiendo, la druidesa continuó.—Aquella noche, la reina y la

infanta perecieron bajo el ataque de losnorthumbrianos —relató. Su voz ahoraera más baja, casi perdida en losrecuerdos—. Runa, con ayuda de algunade las muchachas que servían en elcastillo, pudo reunir, a los niños quequedaban en la fortaleza, hijos desirvientes en su mayoría, y los

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condujeron a través de los pasadizos auna zona segura, dónde aguardaronbuena parte de la noche. Entre esosniños se encontraba el primogénito delrey.

Su mirada cayó entonces sobreDominic, que se tensó y apretó, sin serconsciente, el hombro de Shadow.

—Alpin decretó antes de morir que,si perecía en la batalla, su hijo y losdemás niños fueran ocultados entre losclanes de Dalriada —la voz de la sabiainundó la sala al intervenir.

Se levantó lentamente y rodeó lamesa para detenerse frente a Dominic,que la miraba con obvio recelo—. El

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príncipe heredero sólo tenía ochoinviernos cuando ocurrió la masacre. Yomisma lo llevé ante el hombre deconfianza del rey, quien lo acogió en elseno de su clan, criándolo y educándolocomo a un hijo propio.

Un escalofrío recorrió la columna deDominic ante las palabras de la mujer.Sus ojos dorados se abrierondesmesuradamente ante la locura que lasabia había dejado entrever.

—Baisleac, lo que estáis dando aentender es… absurdo —su voz sonóincrédula; las palabras demasiadoespesas en su boca.

El laird del clan McNeil chaqueó la

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lengua con suficiente fuerza como paraque lo escuchasen todos los presentes.

—¿Estáis diciendo que el herederoal trono de Dunnad está con vida? ¿Quéel príncipe Kenneth sobrevivió? —Lasorpresa e incredulidad del hombre sehacía eco de la de los demás presentes.

—Aye —asintió la mujer mirando aDominic—. Y ha estado todo estetiempo oculto en el clan McTavish.

La incredulidad y los susurrosempezaron a extenderse rápidamente. Lagente abandonó sus asientos sin orden niconcierto, con los rostros teñidos deasombro y de negación.

—Pero eso es una locura… —se

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escuchó decir a alguien.—¿En el clan McTavish? —

preguntó otro más.Las miradas recayeron sobre

Dominic y Cahir, ya que eran los dosúnicos hombres presentes quepertenecieron o pertenecían a dichoclan.

—Pero Kenneth no era el único hijodel rey —añadió entonces la druidesa,mirando directamente a Cahir—. Antesde desposarse con la reina, Su Majestadtuvo un hijo bastardo. El propio rey nolo supo hasta poco después delnacimiento del niño. Cuando el castillofue asediado, él ordenó que se reuniera

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a sus dos hijos y se los mantuviese asalvo. A ambos…

La mujer sonrió al ver la miradaseria de Cahir y el brillo de furia en suspupilas, para quien el relato de la mujerparecía no resultar ahora tansorprendente.

Shadow se mantuvo en silencio, tansorprendida como los demás, y siguió lamirada de la druidesa hacia el último desus druidas. Poco a poco las piezas deaquel puzle empezaron a encajar en sumente, dándole la respuesta que nadie seatrevía a dar.

—Ellos… son hermanos de sangre—musitó con obvia sorpresa.

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—Medios hermanos, en realidad —asintió la druidesa con una tiernasonrisa.

Ella sacudió la cabeza y se volvióhacia Dominic, que parecía habersequedado sin respiración.

Los hombres empezaron a negar conla cabeza, a poner peros a toda aquellahistoria que no acababa de estar nada,clara.

—Esto no tiene sentido —seadelantó Dominic—. Y aún si lo tuviera,lo que insinuáis es ridículo.

—¿Tanto o más que la presencia detu Prometida, mi laird? —añadió labaisleac mirándole a los ojos—. Yo

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misma llevé a ese niño al clanMcTavish y lo entregué al entonces jefedel clan bajo juramento de criarlo comohijo propio, honrando así su lealtad yfidelidad para con la Casa de Dalriada.Lo vi crecer, lo guié cuando el destinoquiso que se revelase como druida yestuve a su lado después de la muertedel viejo laird, cuando debió aceptar elnuevo cargo… He consagrado mi vida acuidar y proteger aquello que me fueentregado y he tenido que darle con elbastón, por su tozudez, más veces de lasque puedo recordar.

La mujer chasqueó la lengua y, antela mirada de sorpresa de todos, posó el

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dedo índice sobre la frente de Dominic ysusurró unas cuantas palabras engaélico.

—Ya es hora de que recuerdes quiéneres, Mi Príncipe, y luches por lo que estu derecho de nacimiento.

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Capítulo 25

Como una bruma que empieza adespejarse, los recuerdos de losprimeros ocho años de la vida deDominic fueron apareciendo en sumente. Fragmentos inconexos, algunosmás semejantes a sensaciones que aimágenes.

Se vio a sí mismo como un niño decorta edad, encaramándose a la enormecama de su madre para ver a su nuevahermanita; un bebé que no hacía más quellorar. Ella llegó al mundo poco despuésde que cumpliese los cuatro años. La

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recordaba correteando tras él, con unasonrisa desdentada y manitas regordetas,siempre embadurnadas en algúnmejunje. Él prefería un hermano; alguiencon quien jugar con la espada, con quiencompartir sus travesuras, pero no podíaevitar quererla por la dulzura que veíaen sus ojos, del mismo color que los deél.

El sonido de una voz profunda yfirme diluyó aquella escena, dando pasoa otra en la que un hombre decomplexión fuerte, pelo oscuro y ojoscastaños lo regañaba. Recordaba esemomento; la censura en aquella mirada yla larga charla que siguió. Lo había

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encontrado jugando con una espada queera casi más grande que él, pero no lepegó; nunca lo hacía. El descontento ensu voz era suficiente para que él sesintiese mal. Aquel hombre al que temíay respetaba a partes iguales, era supadre. Un año después de aquello leregaló su propia espada y le enseñócómo usarla, así como a montar acaballo y a amar al pueblo que dependíade él.

«La riqueza de un rey está en elamor, la lealtad y la fidelidad de sussúbditos, hijo, no en el filo de laespada».

Aquella era una de las frases que

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solía repetir a menudo.Sólo ahora entendía su significado.El humo, el fuego y los gritos de

aquella oscura noche se abrieron paso através de los recuerdos. El momento enel que todo comenzó; en el que perdióaquello que amaba y que trajo consigolas desgracias sobre la tierra que lohabía visto nacer.

Recordaba haber abandonado lacama; su nodriza lo había enviadotemprano a dormir, pero no tenía sueñoy después de que ella se marchase, dejósu cuarto y fue a las dependencias de loscriados, dónde solía jugar con otrosmuchachos de su edad. Los soldados que

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penetraron entonces en aquellasdependencias no llevaban los colores desu padre. Hubo gritos.

El color de la sangre tiñó lasparedes y los suelos, mientras elinfierno se desataba a su alrededor.

«Daos prisa, Alteza. No puedenencontraros aquí».

Aquellas palabras fueronpronunciadas por una mujer, recordabasu urgencia. Aplastó sus pequeños dedoscon desesperación contra la mano que loarrastraba a lo largo de corredoressembrados de cadáveres. Sus ojos seabrían cada vez más ante aquellasmuertes sin sentido. Tenía miedo.

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Quería volver con su padre.En mitad de aquella desolación

intentó encontrar un puerto seguro: supadre. Él era su roca; el imbatibleguerrero. El rey justo que podríaarreglar las cosas y dar muerte a todosesos demonios.

«Runa, ¿dónde está papá?».Ella estaba con él, le conducía a

través de largos y oscuros pasillos, perono era el único niño. Pronto se reunieroncon un grupo de muchachos de su mismaedad y más pequeños aún, que nocesaban de llorar y llamar a sus madres.Él también quería llorar, pero laspalabras de su padre volvían una y otra

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vez a su mente.«Un príncipe de Dalriada no llora,

Kenneth. Sólo las mujeres y las niñaspueden permitirse tal debilidad».

Un príncipe de Dalriada… Aquelconocimiento lo dejó frío. Los recuerdosse sucedían y le obligaban a reconocerseen aquellas imágenes, sintiendo que eraél. Viéndose a sí mismo y a aquellos quelo habían protegido incluso dando suvida por él.

Lady Carolan… La Alta Druidesa deDalriada… La mujer que siempre lemostraba algún truco nuevo. Le gustabaella, especialmente cuando se sentabacon él en los escalones del salón del

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trono de su padre y le contaba cuentos.La recordaba nítidamente, llegando

al grupo con una niña pequeña de lamisma edad que Alana, su hermanita. Surostro estaba manchado de lágrimaspero le había sonreído. En la oscuridadde un lúgubre pasillo, aquella niña deojos verdes le había dedicado unavacilante sonrisa.

Pero él no volvió a verla. A ningunade las dos. Runa lo llevó con el grupode niños por los bosques que seextendían tras el castillo, ocultándolosdurante dos días hasta que algunoshombres con los colores de los clanesfavorables a su padre empezaron a

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aparecer.Recordaba el hambre, la sed; las

veces que preguntó a la sabia por qué nopodían volver al castillo, o a casa, aDunnad.

Su respuesta era siempre la misma.«Ya no hay nada allá para vos, mi

muchacho».Kyntire fue su destino. Sus recuerdos

de la llegada al clan no eran muynítidos; una vez más el cansancio y elhambre anulaban todo lo demás.

«Será criado como mi heredero;como un McTavish. Nada le ocurrirá.Helena lo querrá, lo sé, su corazón esinmenso; ya ha acogido a Cahir y

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acogerá también a este niño».Esas palabras… Un hombre enorme,

corpulento, casi tanto como su padre,con ojos amables y una profundatristeza, las pronunció.

«Vuestro padre desea que tengáisuna vida normal. Que conozcáis elamor de una familia y se os conceda laoportunidad de vivir sin temor nirencor, Mi Príncipe».

Runa había intentado quecomprendiera; explicarle sin palabrasque el mundo que conocía acababa decambiar y su vida sería distinta, muydistinta.

«Un día vuestro pueblo os

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necesitará. Ella será vuestra guía,vuestro estandarte, y os conducirá allugar que os corresponde por derecho.Sé que os convertiréis en un granhombre, digno de vuestro linaje. Perohasta que llegue ese momento, no haynecesidad de llorar y odiar. Dormid,ahora. Cuando volváis a abrir los ojos,vuestra nueva vida habrá dadocomienzo».

Las frases se hundieron de nuevo ensu mente, resquebrajando la delicadatelilla que cubría sus recuerdos.

Ahora muchas cosas a las que nuncaencontró sentido lo tenían; laenfermedad que lo postró en un camastro

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cuando era tan solo un niño, la confusiónque sintió al despertar tras varias nochescon fiebre muy alta, con la menteconfusa y sin recuerdos de los primerosaños de su vida. Ahora comprendía lamirada en el rostro de la mujer que dijoser su madre cuando despertó deaquellas fiebres; el porqué no lareconoció; el motivo por el que la vozprofunda de aquel hombre que decía sersu padre le era tan ajena y extraña,incluso ahora. La insistencia de labaisleac durante aquellos primeros díasen los que se recuperaba de suconvalecencia para que llamase aaquellas dos personas que le resultan tan

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extrañas «mamá y papá»…Todo cobraba sentido.En aquellos días, Kenneth McAlpin

había dejado de existir y en su lugarnació Kieran Dominic McTavish.Dalriada había perdido a su príncipe,sólo para volver a recuperarlo cuandomás lo necesitaba.

—¿Dominic?La desesperada voz se filtró a través

de los ecos del pasado, trayéndolo denuevo al presente.

—Nick, por favor… ¡Runa, hazalgo!

La desesperación, las lágrimas en suvoz, tiraron de su consciencia.

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—Shadow —susurró, enfocando lamirada finalmente en la mujer que teníaarrodillaba frente a él. Estaban en elsuelo.

Él mismo estaba sobre las rodillas ytiritaba. Le temblaba todo el cuerpo.

—Nick —lo llamó levantándose,buscando su mirada—. ¿Estás bien?Mírame, ¿te encuentras bien?

Él asintió. Su mano se cerró sobre lasuya para tranquilizarla.

—Creo… que me va a estallar lacabeza —aceptó, parpadeando una vezmás, reparando entonces en los coloresdel tartán que estaba a su derecha. Alzóla mirada y se encontró con un

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preocupado Aedan. Ciara estaba a sulado, mirándole también como siacabase de salirle una nueva cabeza.

—Respira profundamente —oyó denuevo la voz de Shadow—. Los ecos seirán mitigando poco a poco…

Sus ojos volvieron una vez mássobre ella. Su pequeño diablillo…Señor, ¿era esto por lo que la hizo pasarcuando descorrió el Velo de susRecuerdos? No le sorprendía queprácticamente enloqueciera.

—¿Alteza?El sonido de aquella voz se solapó

con la de los ecos en su cabeza. Lamisma cadencia, la misma

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pronunciación y el mismo título.—Baisleac, ¿estáis segura de lo que

habéis hecho? —oyó ahora la voz deAedan, la cual contenía en parte censuray en parte expectación.

Dominic oyó el chasqueo de lamujer y sus palabras.

—Agradece que tu cabeza esdemasiado dura como para poderesconder siquiera un guisante, AedanMcNeil —replicó la sabia con tonohosco.

Él sintió a su lado una nuevapresencia. Su mirada se encontró con elruedo de una oscura falda verde. Amedida que fue ascendiendo, la

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sensación de déjà vu que tuvo laprimera vez que la vio cobró sentido,pues no se trataba de la primera vez.Conocía a aquella mujer perfectamente.Ella estuvo siempre al lado de supadre… del Rey… Señor… Lospensamientos se agolpaban en su mente,dificultándole acceder a su propiaentidad.

—Está bien, solo respirad —oyóuna vez más su voz, suave, melódica—.Dejad que los recuerdos entren en vos,que tomen su lugar. Son vuestros; hanyacido apartados, dormidos, pero sonvuestros… No luchéis contra ellos;abrazadlos.

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Cerró los ojos y respiróprofundamente, alcanzándolos en suinterior; abrazando aquello que era y loque había sido.

—Caro… —la voz de Shadow sefiltró en su alma y casi al instante sintióel calor de su cuerpo pegado a su brazo.

—Está bien, mi estrella —le dijo ladruidesa—. Déjale ir. Tu druidanecesita conciliarse con su pasado;encontrarse a sí mismo al igual que túnecesitas saber finalmente la verdad detus orígenes.

Shadow se tensó. La cabeza yaempezaba a darle vueltas.

¿Ahora qué?

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—Si me dices que él es mi hermano,primo o algo por el estilo, cometo unasesinato —le dijo, conteniendo elaliento.

La druidesa sonrió suavemente ynegó con la cabeza.

—No os une parentesco alguno —aceptó la mujer, haciendo que serelajara visiblemente.

—Gracias a Dios por los pequeñosfavores —murmuró ella.

—Pero para los tiempos quevivimos, tu derecho de nacimiento es tanimportante como el suyo —continuólady Carolan.

—Señor, más muertos en el armario

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no —gimoteó, volviéndose haciaDominic, que ya se había puesto en pie yse tambaleaba ligeramente, bajo laatenta vigilancia de Aedan.

—Sea lo que sea, decidlo ya,Carolan —pidió él, posando su miradadorada sobre la mujer.

Con una graciosa inclinación decabeza, ella continuó.

—La noche en la que asolaron elcastillo de Duntrune, no sólo sobrevivióel heredero de Dalriada —aseguró ladruidesa, mirando ahora a la mujer queconoció siendo sólo una niña—. En eseoscuro episodio, contra todo pronóstico,una niña de corta edad, por cuyas venas

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corre la sangre de una de las mayores ymás poderosas tribus de toda esta tierra,sobrevivió.

»En realidad, su supervivencia seremonta años atrás, cuando su madre laentregó con un silencioso ruego a una delas lavanderas que se ocupaban de lacolada del castillo para salvar su vida.La humilde mujer crió a la pequeñacomo si fuese hija suya y se mantuvocerca de ella, entrando a formar parte dela corte como una de sus doncellas.

»Aquella madre cometió el pecadode encontrar el amor en brazos de unhombre que no era su esposo, y de susencuentros nació una niña por cuyas

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venas corre sangre real; la de Eógan, reyde los cruithne. Esa mujer era la esposade Haldane Robertson el hombre queusurpa el trono de Dalriada.

Todos los presentes, incluida ellamisma, se quedaron sin aire, mirandoatónitos a la Alta Druidesa.

—El colgante que llevas al cuello telo puse yo misma tras cogerlo de lasmanos de la mujer que te crió; la mismaque me rogó con su último aliento que teentregase en los brazos de tu padre —ledijo, mirándola a los ojos—. Pero losdioses me comunicaron que todavía noera el momento. Tendría que pasar algúntiempo para que las heridas pudiesen

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cicatrizar y el germen de la necesidad deun nuevo comienzo surgiese en losclanes y aquel que estaba destinado aocupar por legítimo derecho el trono deDunnad creciese en fuerza y sabiduría.Sólo entonces tú podrías regresar y unirlo que jamás estuvo unido, para crearuna única y definitiva tierra y traer lapaz a donde sólo hubo guerra.

Ella jadeó con los ojos abiertosdesmesuradamente.

—Pero… Eso no es… posible…¿Verdad?

Dominic la miró, igual o mássorprendido que ella.

—A estas alturas, no puedo ya dudar

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de nada, diablillo.Ella sacudió la cabeza. Sus

recuerdos eran confusos y alzó sumirada de nuevo, temerosa.

—Ella… ¿Ella sigue viva?La tristeza cubrió sus ojos cuando

negó con la cabeza.—La primera esposa del

northumbriano murió la misma noche dela refriega —murmuró el Laird McNeil—. Según recuerdo, era una mujerdelicada, frágil… Asustada.

Dominic sintió la tensión en elcuerpo de ella. Casi podía ver lainstantánea réplica en sus labios.

—Shadow —pronunció él su

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nombre suavemente. El día, parecíaamanecer libre de secretos.

Ella contempló su rostro duranteunos instantes. Entonces sacudió lacabeza.

—Lo siento —murmuró ella, con losojos fijos en los de él—. Esto… Estome supera… Yo… Dominic, nopuedo…

Él le acarició el rostro, apresándolocon dulzura entre las manos.

—Eres más fuerte de lo que piensas—aseguró, bebiendo de sus ojos—.Pero tuya es la decisión. Decidas lo quedecidas, nadie te culpará. No lopermitiré…

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La sabia caminó entonces haciaellos. Asintió hacia Dominic y tomó lamano de la muchacha.

—Salgamos, pequeña. Dejemos quelos hombres se enfrenten por sí solos aeste nuevo giro del destino —le sugirió,guiándola ya hacia la puerta—. Tútambién necesitas tiempo paraenfrentarte al tuyo.

Permitiendo que la mujer tomara subrazo, se dejó llevar mientras Carolanse unía a ellas.

—¿Runa?La inesperada llamada por parte de

Dominic hizo que lastres mujeres sedetuviesen. La sabia se giró hacia él con

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la sorpresa de oír su nombre escrita enel rostro.

—¿Sí, mi laird?Él le dedicó un saludo que estaba

destinado únicamente a las personas demayor rango o estatus.

—Gracias —respondió con vozfirme.

La sabia se irguió. En su rostro seleía la gratitud y el cariño, antes decorresponderle con el mismo saludo.

—Eres un hombre de fuerte y firmevoluntad, Kieran Dominic McTavish.Serás un buen rey —le dijo antes de darmedia vuelta y salir de la tienda con lasmujeres.

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La noche la recibió con los brazosabiertos. Los hombres de los distintosclanes la saludaban con una ligerainclinación de cabeza mientras pasabaentre ellos, ajenos quizá a los nuevoshechos que se habían rebelado en elinterior de la tienda.

—La baisleac ha causado una granconmoción ahí dentro —murmuró Ciaracaminando a su lado—. Nunca meimaginé que Kieran fuese el heredero.

—La verdad ha estado ocultadurante demasiado tiempo. Ver la luzpuede confundir, pero la esencia, larealidad, sigue estando ahí.

La voz de Carolan hizo que ambas se

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giraran hacia la Alta Druidesa, ellamisma había sido una de lasrevelaciones de la jornada.

—Él será un buen rey —le asegurócon una sonrisa—, como tú estásdestinada a ser una gran soberana paratu pueblo.

Shadow sacudió la cabeza.—¿Mi pueblo? Acabas de decirme

que por mis venas corre la misma sangreque la de esos salvajes que intentaronmatarme, los cuales, por cierto, ahora nisiquiera estamos seguros de a qué bandosirven… Ya no sabemos quienes sonamigos, ni si se mantendrán al margen oayudarán al enemigo a acabar con todos

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nosotros —la desesperación en su vozera palpable—. Yo solamente podría serreina de lo absurdo —declaró con unbufido.

El silencio se impuso entonces entrelas mujeres. El aire frío de la noche lasenvolvía mientras el cielo, sobre suscabezas, se iluminaba con miles deestrellas.

—Cuando llegué aquí, creíenloquecer. Dominic me devolvió losrecuerdos que tú ocultaste y, a pesar deque luché contra ello, contra lo que éstosme decían, llegué a creer que podríaentender algunas cosas —murmuró ellacon voz suave, reflexiva—. Pero no fue

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así. Cuanto más veía, más me asustaba.La gente buscaba algo de mí que nopodía darle. Empecé a perderme a mímisma y, con tal de huir de un pasadodemasiado lejano con el que no puedoidentificarme, desoí a aquellos que sepreocupaban por mí; por mi seguridad.Lastimé a Dominic y me expuse a mímisma la muerte. Todo lo que deseabaera regresar a mi hogar, a mi tiempo,con mi hermano… Sabía que así notendría que enfrentarme con una verdadque no deseaba escuchar o enfrentar. Yahora… Ahora me quitáis lo único quepensé que podría conservar.

La Alta Druidesa se acercó a ella,

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acogiendo su rostro entre las manosahuecadas.

—¿Todavía no has aprendido nadade tu estancia entre, los druidas? —lesonrió, acariciándole las mejillas—.Ellos te necesitan para convertir enrealidad los milagros. Tu presencia, tuvoz, tu vida; tu amor es lo que losmantiene en pie y los insta a seguirluchando. Eres la Prometida de Dalriadapor un único motivo, mi estrella, por quehacen falta dos partes para traer la paz aeste mundo. Tú eres la mitad cruithneque necesita el futuro rey; la últimadescendiente de linaje real; la única quepuede entregar su mano a aquel que

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traiga la paz. Desde el primer momentofuisteis las dos caras de una mismamoneda. Sin ti, el futuro rey jamás estarácompleto y sin él, tú jamás habríasdescubierto dónde están tus raíces… Tuhogar.

Ella miró a la mujer a los ojoscuando ésta le sonrió con dulzura.

—¿Dónde está tu hogar, MiPrincesa?

Las lágrimas escaparon por susmejillas, cayendo al suelo y haciendoque la mujer la abrazase con ternura.

—Yo no pertenezco a esta época —negó. No importaba que su nacimientose hubiese dado en el año de la piedra,

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ella no pertenecía a aquel lugar.La druidesa le acarició el pelo.—El negarte a ti misma tus orígenes

o tu lugar no contribuirá a tu felicidad,ni tampoco a la de él —le aseguró—.Sólo traerá dolor a tu corazón y al deaquellos que te quieren.

Ella se mordió el labio.—Acabas de decir que soy hija del

hombre que contribuyó a derrotar y,quizá, a matar al viejo Rey; al verdaderopadre de Dominic —insistió condesesperación—. Que mi madre era laesposa del desgraciado que ha usurpadosu lugar; del hombre que pasó a cuchillotodo aquello que conocía… ¡Es que no

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lo entiendes! Si antes las cosas erandifíciles, ahora… ¡Ahora sonimposibles!

La Alta Druidesa la obligó a mirarlaa los ojos. Su voz contenía una durareprimenda.

—Tu madre fue una mujerbondadosa; una niña perdida a la que sele obligó a contraer matrimonio —lerelató, obligándola a escucharla—. Suvida no fue fácil y, cuando encontró elamor lejos de sus votos, quedómanchada y condenada por su falta a losojos de todos, excepto a los de tu padre.Él la amaba con todo su corazón,pequeña. Como te amó a ti cuando supo

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de tu existencia.Sus manos acariciaron el colgante

que ella llevaba todavía al cuello.—Te llaman Shadow allí dónde te

envié —murmuró acariciando la pieza—, lo cual no deja de resultar unairónica coincidencia, pues él llamabaasí a tu madre; su Scail, su sombra. Yese fue el nombre que te dio la mujerque te crió; aquella que te mantuvo cercade ella para que ambas pudieseis estarunidas aún estando separadas.

Ella apartó la mirada. No deseabasaber aquello. No quería saber nada deaquellas personas que eran borrososrostros en su mente, lejanos e

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inexistentes en su presente.—Lady Bridei rogó a tu cuidadora

que te llevase con él. Sabía que Eóganvelaría por ti; que te cuidaría yprotegería. Que pondría todo su ejércitoa tus pies y te convertiría en la mujermás poderosa del reino cruithne —continuó la druidesa—. La noche que teencontré, las últimas palabras de esamujer fueron que te pusiese a salvo paraque algún día pudieses encontrar tu lugaren el mundo.

Ella se alejó de su contacto,sentándose en un grupo de rocas quesobresalían entre la maleza.

—Encontrar mi lugar en el mundo —

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repitió con un profundo suspiro—. Nosé si lo encontraré algún día, Caro. Yano lo sé.

La Alta Druidesa iba a respondercuando hasta ellas llegaron algunosgritos ahogados, seguidos por el golpedel acero. Las mujeres se levantaron,mirando a su alrededor para ver cómolos intrusos invadían el campamento,llevándose por delante a los hombres delos clanes que hacían guarda en elperímetro.

—Soldados de Northumbría —escupió la sabia, reconociendo a losinvasores.

—No… —susurró ella, poniéndose

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ya en pie con los ojos abiertos por eltemor, su mirada volando hacia el grupode tiendas que acababa de abandonar—.Dominic.

Antes de pensar en lo que hacía, seencontró abandonando la seguridad de lacompañía de las mujeres y corriendo deregreso al campamento.

—¡Prometida, no! —Oyó un grito asus espaldas, pero ni siquiera estabasegura de si le gritaban a ella o a algunode los recién llegados.

—¡Niña, volved! —Aquella era lavoz de la baisleac.

Un nuevo grito llenó la soledad delamanecer. El corazón se le congeló al

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reconocer aquella voz, la misma queescuchó muchos años atrás. Girandosobre sí misma, contempló con horrorcomo dos de los soldados alcanzaban alas mujeres e intentaban someterlas.

—¡No! —gritó, dispuesta a volversobre sus pasos. Ni siquiera pudo dardos antes de encontrarse ella misma anteuno de aquellos hombres.

—Pero mira qué ratoncito ha salidoa pasear.

Ella se quedó inmóvil, aterrada alver la espada ensangrentada queesgrimía aquel hombre de faccionespicadas por la viruela. No entendía niuna sola palabra de lo que decía; le veía

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abrir la boca pero sus palabras eranincomprensibles.

—Aléjate de mí —musitó ella,empezando a retroceder.

La sonrisa desdentada y podrida delsoldado la asqueó. Cada paso de ellaera cubierto por uno de él, con la espadaen alto en una clara amenaza. Laspiernas apenas le respondían. Tenía quecorrer, gritar pidiendo ayuda… ¡Algo!

—Siempre me ha gustado matarratones —declaró, alzando la espadacon una única finalidad.

El golpe del acero resonó en susoídos al tiempo que trastabillaba,después de ser empujada a un lado por

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un enorme guerrero vestido con loscolores de los Campell.

—¡Marchaos! —le gritó en un burdoinglés.

Ella no lo pensó dos veces. Resbaló,en su prisa por ponerse en pie, pero alfinal se lanzó en una carreradesesperada entre gritos, alaridos yentrechocar del acero. La campiñaempezaba a llenarse de hombres de losclanes luchando contra soldados. Lasangre volaba al igual que losmiembros, como si se tratase de unapelícula gore.

—¡Shadow!Su nombre resonó en el claro al

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mismo tiempo que una flecha pasabasilbando a su lado y derribaba a uno delos soldados que se cernía sobre elladesde atrás.

—Dominic —murmuróreconociendo su voz. Su miradabuscándole frenética a través de labatalla que se había desatado.

Una nueva flecha voló por encima desu cabeza seguida por la voz de Aedan.

—¡Sal de ahí, maldita sea!Más golpes de espada. Dos

guerreros luchando a muerte cruzarondelante de ella. Una nueva flecha seclavó con asombrosa puntería en el ojode uno de los northumbrianos,

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matándolo en el acto.Aquello no podía estar ocurriendo.

No podía ser real.—¡Agáchate! —rugió Aedan,

lanzándola al suelo sin miramientos,mientras asaetaba a alguien con la flechaque llevaba en una mano y blandía laespada, arrancando un alarido delhombre que cayó al suelo con un enormetajo en el pecho—. ¿Estás bien?

Su voz sonaba ronca por el esfuerzo,jadeante, mientras tiraba de ella paraponerla nuevamente en pie.

—Shadow, ¿estás bien? —insistió,sacudiéndola.

Ella tartamudeó al responder.

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—S…s…sí —logró asentir,estremeciéndose ante la masacre en laque se había convertido el campo debatalla—. Esto… Esto es una locura.

Aedan gruñía, arrastrándola con élmientras se esforzaba en mantener almargen a los enemigos.

—Eso… díselo… a ellos —clamó,escapando por poco de una estocada—.Estos malditos han atacado a escondidastras descubrir el emplazamiento de laReunión de los Clanes.

Algo golpeó entonces contra elladesde atrás, lanzándola al suelo sobre elhombro izquierdo y haciendo que todosu cuerpo se estremeciese de dolor. Las

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lágrimas acudieron a sus ojos, nublandola imagen del guerrero que se lanzabasobre el soldado que la empujó,desarmándolo y arrebatándole la vidacon saña.

Unas manos la cogieron entoncesdesde atrás, alzándola, y ella empezó agritar aterrada, lanzando las manos paragolpearle cuando la detuvo la voz deDominic.

—Shadow, soy yo. —La apretócontra su costado, sacándola del caminode otro guerrero, con la espada y lamano derecha totalmente ensangrentadas—. ¿Estás herida?

No podía articular palabra. Sus ojos

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se cernieron sobre, la espada quechorreaba sangre y bajaron al suelo paratropezar con unos pies; los de uncadáver.

—¡Kieran, a tu espalda!Un nuevo grito seguido de dos

flechas surcando el espacio muy cercade ellos la sacó de su estupor. Dominicla empujó, manteniéndola en todomomento a su espalda mientras hacíafrente a la nueva amenaza.

Iba a vomitar de un momento a otro.Aquella matanza…

Esto no era una película, ellos noeran extras y aquello no era sangre dementira.

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—Dios mío… —gimió, abriendo losojos cada vez más ante la visión de loscadáveres, algunos de ellos mutilados,que empezaban a llenar el claro. La luzde la luna llena sobre sus cabezaspermitía verlo todo con absolutaclaridad, trayendo a ella una realidadque había intentado negar por todos losmedios.

Ahogó un grito cuando un nuevopeligro se cernió ahora a su espalda. Laespada ensangrentada del enemigo,haciendo juego con el brillo asesino enel rostro de su propietario, le hizoreaccionar por instinto y se hizo a unlado. Evitó el filo por un pelo, sólo para

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oír de inmediato un fuerte y oscuroaullido de guerra, procedente delhombre al que amaba, que despachó enun abrir y cerrar de ojos al soldado.

Tan rápido como se hizo cargo de él,se volvió hacia ella, sujetándola yapartándola de aquel campo sembradode muerte, alzándola por encima de loscadáveres en su camino hacia las otrasmujeres, que luchaban con piedras ypalos contra los soldados queamenazaban con acercarse a ellas.

—No te muevas de aquí —bramó él,dejándola al lado de Ciara y Carolan,para volver con denodada furia a labatalla.

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El sonido de las espadas empezó ahacerse ensordecedor.

Sus oídos eran incapaces de filtrarotra cosa que no fuera aquella contiendaque estaba tiñendo el claro de muerte.Sus ojos no podían dejar de registrar,aterrados, la ingente cantidad decadáveres de ambos bandos que estabancayendo, los gritos de los moribundos ylos heridos.

—Basta… —murmuró; apenas unsusurro que abandonaba sus labios—.Por favor… basta.

Nadie la oyó. La fiereza de loshombres era superada por su sed desangre. Las flechas surcaban los cielos

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derribando a los enemigos y las espadasbrillaban con la sangre derramada,hundiéndose sin piedad en los cuerposde los hombres que batallaban.

—Basta —se echó a llorar. Su menteera incapaz de pactar con aquello—. Porfavor… Ya basta… Dejadlo ya…

Las palabras volaban con el viento.Nadie la escuchaba, el fragor de labatalla lo hacía imposible.

—¡Muerte a la Prometida deDalriada!

La voz chirriante y macabra llegódesde su espalda. La hoja del cuchillobrilló a la luz del sol que empezaba aaparecer por el horizonte mientras se

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acercaba peligrosamente a su cuerpo.Jadeando, ella retrocedió, tropezandopara luego caer con fuerza al suelo. Susmanos resbalaron por la terrosasuperficie intentando alejarse de aquelmaldito cubierto de sangre que se cerníasobre ella con total premeditación.

—¡Shadow! —la voz de Ciara llegóa ella como una nube, seguida de unaflecha silbante, pero erró, pues elhombre ya se había agachado, dispuestoa darle muerte.

—Oh, señor… —gimió ella,hundiendo los dedos en la húmedatierra.

—¡No!

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No sabía quien había gritado, si ellao alguien más. El tiempo se detuvoesperando, aguardando aquella punzadade cruel dolor que sabía terminaría deuna vez por todas con su vida; peronunca llegó.

Un cálido y espeso líquido corría encambio por su mano empapando lamanga de la blusa. Sus dedos aferrabancon fuerza una tosca hoja de hierro cuyoextremo permanecía clavado en lagarganta del soldado. Aquellos cruelesojos la miraban con incredulidadmientras su boca gorjeaba; la sangre lebrotó de los labios un instante antes deque su peso cayese sobre ella.

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El grito que había quedadocongelado en su garganta salió sintapujos. El miedo y la desesperación lehizo empujar aquel cuerpo sin vida consus ensangrentadas manos. El horror dio,una vez más, voz a su garganta.

El desgarrador alarido se extendiópor el campo de batalla como si setratara del toque de diana que marcara elfinal de la contienda. Agotadosguerreros y moribundos soldados, todosellos se detuvieron ante aquel lamentode banshee, tomando conciencia por finde sus fuerzas mermadas; de quiéneseran los ganadores de la lid y quiéneshabían fracasado, dejando un campo

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sembrado de muerte a sus pies.Dominic derrapó a su lado,

envolviéndola en sus brazos yamortiguando sus desgarradoressollozos y gritos contra su pecho. Elcorazón se le había detenido durante uninstante cuando vio al soldadocerniéndose sobre ella, un instante antesde que ella le diese muerte alzandoaquel trozo de metal que extrajo delsuelo poniendo fin a la amenaza sobre suvida.

—Shhh, ya ha pasado todo, amormío. —Él la apretó contra símeciéndola, sufriendo por ella y por loque se había visto obligada a hacer para

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defender su vida—. Está bien, Shadow,era su vida o la tuya. No tenías elección.

Ella empezó a hiperventilar,luchando por encontrar las palabrascuando la voz de su amante penetró ensu mente al igual que el crimen queacababa de cometer.

—Le… le he matado… Está muerto,Nick… Está muerto… ¡Está muerto!

Lo único que él podía hacer eraabrazarla con más fuerza; trasmitirlecalor rodeándola con su calmanteesencia druida.

—Mírame —la obligó, alzándole elrostro—. Iba a matarte, Shadow. Era tuvida o la suya, diablillo…

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Las lágrimas resbalaban por surostro.

—Le maté… He… he arrebatadouna vida… Soy… ¡Soy una asesina!

—¡No! —le gritó, zarandeándola—.Ellos son los asesinos. Ellos son los quematan y asesinan sin piedad, sinimportar que sea un niño, una mujer o unanciano… Ellos son los asesinos,Shadow, no tú.

Ella hipó, tratando de respirar entrejadeos.

—Es… Esto tiene que acabar —suplicó con el alma haciéndoselepedazos—. Esto tiene que acabar…Tienes que hacer que acabe.

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Él alzó su rostro, acercándola a él,mirándola con fijeza a sus llorosos ojos.

—Te lo juro, mo graidh —proclamócon toda la pasión y el poder que corríapor sus venas—. Haré todo lo que estéen mi mano para acabar con ello.

Ella asintió lentamente. Necesitabamirar hacia el lugar donde permanecíatendido el cadáver, pero él no la dejó.

—No —la retuvo. No permitiría queel recuerdo de aquella muerte echararaíces en su alma—. Era tu vida, eso eslo único que debes recordar.

Alzándola en brazos antes de quepudiera hacer algo más, se volvió,encontrándose con la desolación que se

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extendía por el lugar y la esperanza deaquellos de los suyos que todavíapermanecían en pie.

—Al alba, marcharemos haciaDunnad —proclamó, mirando a sualrededor para toparse con las miradasde los jefes de los clanes quepermanecían con vida, así como con losguerreros y sus compañeros druidas—.Ha llegado la hora de reclamar lo quenos pertenece.

A coro y en un solo grito, todos lospresentes mostraron su acuerdoproclamando en voz alta un conocidolema de los clanes.

—Cuimhnich Air Na Daoine o’n

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D’thainig thu.—Recuerda el hombre del que

procedes.Kieran acababa de aceptar su

herencia e iba a hacer todo lo queestuviese en su mano, para recuperar sulugar y devolver a Dalriada su libertad.

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Capítulo 26

Carolan se presentó ante la nuevatienda. Ésta no era más que un par demantas, acomodadas para dar un pocode privacidad a su ocupante. Los jefesde los clanes ya habían trasladado a losheridos a una nueva ubicación y los queaún quedaban en pie, recogían a suscaídos del campo de batalla para darlesuna adecuada sepultura. Muchos ybuenos hombres cayeron sorprendidospor el inesperado ataque; demasiadasbajas innecesarias que mermaban elánimo y hacían crecer las dudas.

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Pero los clanes ya no estaban solos.La noticia de que el heredero de Alpinestaba vivo corrió como la pólvora porel campamento. La esperanza comenzabaa renacer. Ahora tenía que hacer algopara que no muriese y la única quepodía lograrlo era ella, la niña en la quedepositó toda su confianza. Su sucesora.Su Prometida.

Con aquella decisión en mente, hizoa un lado una de las telas que cubríaaquel pequeño recoveco, un mundo en símismo para la mujer que lo ocupaba,lejos de aquello que no deseaba ver.Ella no estaba sola, Ciara laacompañaba, al igual que la curandera

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del clan Campbell.—¿Cómo está? —preguntó, mirando

a la druidesa, quien permanecía a unlado y en silencio.

Ciara se volvió con una silenciosanegativa y caminó hacia ella.

—Kieran ha conseguido calmarla,pero lleva un buen rato así, sin hablar,sin mirar a ningún lado, perdida —murmuró, echando un fugaz vistazo haciael camastro en el que descansaba—. Lamujer de los Campbel le ha preparadoun brebaje para reanimarla, pero apenasha dado un par de sorbos.

Asintiendo, sonrió a la druidesa y leposó la mano sobre el brazo,

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confortándola.—Yo me quedaré con ella —declaró

—. Regresa con los demás. Los druidasdeberéis permanecer juntos hasta elfinal.

Con una última mirada, la muchachaasintió.

—Llamadme si me necesitáis —pidió y esperó a la curandera que ya seretiraba también—. Estaré cerca.

Con una suave sonrisa, las dejómarchar quedándose finalmente a solascon la muchacha.

—Mi estrella —le susurró,acercándose a ella para sentarse en eltocón de madera del que acababa de

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levantarse la curandera—. Mi pequeñamuchacha perdida.

Dejó resbalar la mano por sucabeza, acariciándole el largo pelonegro y haciendo que ella alzasefinalmente la mirada. Sus ojosenrojecidos por el llanto brillaban conuna mezcla tan grande de emociones queno sabría decir cuál era más intensa.

—¿Fue…? ¿Fue para esto para loque me recogiste esa noche? —murmuró, su voz ronca por el esfuerzode sollozar—. ¿Para ver toda estacarnicería? ¿La muerte asolando lallanura como si se tratase de una malapelícula o un documental sobre tiempos

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antiguos? Ahora sé que tus palabras sonciertas, por mis venas corre la mismalocura que la de esos salvajes; mismanos se han teñido de sangre.

La mujer deslizó la mano hacia sumejilla y finalmente al mentón,obligándola a alzar la mirada.

—Estas tierras no han dejado decubrirse de rojo desde el momento enque Robertson ocupó el trono. Tusdruidas no han conocido una época detranquilidad. Los hombres no saben loque significa criar a sus hijos con laseguridad de que mañana nadie vendrá aarrebatárselos o a quemar sus cosechasy granjas… —confesó con pesar—. Si

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te hubiese dejado aquí, al cuidado decualquiera de ellos, te habrías perdidoantes de encontrar siquiera el caminoque debías recorrer.

Los ojos verdes de la Prometida lamiraron con dolor.

—¿Y qué camino es ése? ¿Quédiferencia hay entre haber crecido enuna época o en otra, si no es la locuraque estoy viviendo ahora? —protestó,extendiendo la mano hacia la fría ynublada mañana—. Ahí fuera hay uncampo sembrado de cadáveres, hombresque creyeron en un milagro… ¡Y no soymás que una mujer!

Ella sacudió la cabeza, alzó las

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rodillas y las apretó contra el pecho.—Estarían mucho mejor sin mi

presencia. No tendrían que morir y nadiese vería obligado a matar paraconservar la vida —gimió, enterrandolos dedos en el pelo con gestodesesperado—. ¿Qué clase de amuletopuedo ser, cuando ni siquiera puedocuidar de mí misma? Al menos Juana deArco sabía luchar, aunque a pesar deello la quemaron en la hoguera.

—Ignoro quién es tu Juana de Arco,pequeña —aceptó, contemplando a ladesesperada mujer que se encontrabaante ella—, pero ti nadie te quemará enuna hoguera.

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Un cansado bufido abandonó susagotados labios.

—Ya sólo eso me faltaba —musitó,ocultando el rostro contra las rodillas—.¿Qué he de hacer? ¿Qué puedo hacer? Sitan sólo hubiese alguna manera de ponerpunto y final a todo esto…

Una suave sonrisa curvó los labiosde Carolan.

—Tú eres la manera de acabar contoda la tristeza que asola a estas tierras—le susurró, acariciándole el pelo conternura—. Eres su estandarte, su corazóny su alma. Por ti, él limpiará la tierra demuerte y dolor. Sois dos piezasfundamentales en este mosaico, cada uno

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con un papel, una meta que alcanzar, unmotivo por el que luchar…

Ella ladeó el rostro, mirándola.—¿Motivo? —susurró y sacudió la

cabeza—. ¿Qué motivo puedo tener yopara luchar? Lo único que he deseadohasta ahora ha sido volver a mi hogar, ami época… Ingenuamente llegué apensar que si él me acompañaba y yo melo proponía, esta vez podría hacer quese quedara a mi lado… Pero ahora… Heleído los libros de historia, Carolan.Puedo no recordar exactamente todoslos hechos y Dios sabe que en ellos nose habla de druidas, ni profecías, ni semenciona jamás a Prometida alguna…

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pero sé que él será Rey. El primero deun nuevo comienzo para estas tierras.¿Cómo puedo pedirle que deje todo estoatrás, sabiendo cómo ama a su pueblo?

—Un suceso no quedará grabadohasta después de que suceda, princesamía —aseguró sabiamente—. Y losmotivos por los que alguien luchapueden cambiar en el espacio de unparpadeo. Sólo aquello que permaneceen tu corazón no mudará con tantaprontitud. Cuando encuentres el tuyo,estarás lista para continuar el camino.

Besándola en la frente se levantó.—¿Caro? —la llamó ella, buscando

la mirada de la druidesa.

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Ella se detuvo y le sonrió.—¿Sí?Shadow se lamió los labios.—Gracias —murmuró.Ella sonrió, inclinó la cabeza en un

respetuoso saludo y abandonó la tiendadejando a la Prometida sumida en suspropios pensamientos.

Aquella mañana, envueltos por laniebla y la apagada luz del sol, lospueblos de Dalriada dieron sepultura asus muertos, se encargaron de susheridos y miraron hacia el futuro con unnuevo brillo de esperanza; aquel que lesdaba el tener al verdadero heredero deltrono de Dunnad entre ellos.

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Dominic trabajó codo con codo conlos demás jefes de los clanes. Variosavezados guerreros salieron al galope endistintas direcciones para informar alresto de los hombres de los clanes quecuando el sol estuviese en lo más alto,los pueblos libres de Dalriada sealzarían en armas contra el usurpador,enfrentándose a quien hiciera falta paraalcanzar su meta.

—Los hombres se están preparandopara la batalla —anunció el lairdMcNeil, que se acercó cojeando alnuevo asentamiento, no muy lejos de laubicación del campamento original—. Aestas alturas, ese maldito bastardo debe

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de saber ya que sus perros no hanconseguido terminar con nosotros.

Él se limitó a asentir con la cabeza,pero no respondió.

Su mente permanecía todavía con lamuchacha que dejó nuevamente alcuidado de Ciara. El terror que vio ensus ojos, la desolación, la pena…Aquello tenía que terminar, no podíasoportar la idea de que se consumierapor la culpa, por la melancolía; debíaponer fin a aquella locura y devolverlaal único lugar donde sabía que siempreestaría a salvo, aunque ello significaraalejarla de él para siempre.

—¿Y qué haremos con los cruithne?

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—se adelantó Cahir, quien habíacomprobado el estado de los hombresque llegaron con él. La curandera quecontribuyera a mantener a Shadow convida hasta la llegada de los druidasresultó ser de inestimable ayuda despuésde la contienda. Ella y la baisleac sehicieron cargo de los heridos—. Laciudadela ha sido totalmente rodeada,los pasos y caminos están siendocontrolados por su ejército, sus hombresse han extendido por Dalriada como unaimparable enfermedad…

Hubo un momento de silenciomientras se consideraba lo que todossabían sería un formidable enemigo.

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—Eógan ha sitiado Dunnad. Hacortado todo suministro de alimento yagua que ingresaba en la fortaleza y noparece tener prisa. No estamos segurosde si mantendrá el sitio o tomará laciudadela por la fuerza —insistió Cahircontemplándolos a todos—. Con sustropas vigilando, acercarse al bastiónserá difícil; atravesarlo, imposible. Porno hablar del hecho de que es casiseguro que cualquiera que se acerque aellos, ya sea norteño o escoto, seráconsiderado como un enemigo y nodudarán en darle muerte. Dudo que elrey de los cruithne esté dispuesto ahacer una nueva alianza y mucho menos

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a escucharnos…—A mí tendrá que escucharme.La inesperada voz hizo que todos los

presentes se volvieran hacia la mujerque acababa de unirse a ellos. Lasllamas de la hoguera alrededor de la quese reunían los jefes de los clanesiluminó parcialmente su figura. Erguida,con el pelo oscuro atado en una coleta,vestida con una camisa color azafránlimpia, un nuevo chaleco y altas botasde piel que le cubrían las piernas hastalas rodillas, caminó hacia ellos con pasofirme escoltada por la druidesa Carolany la baisleac. Shadow no portaba tartánalguno que la reclamase como parte de

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un clan, pero su chaleco estabadecorado con los broches pertenecientesa las Casas de los Cuatro Señoríos a losque pertenecían cada uno de sus druidas.

—Eso es una locura, mujer —clamóuno de los lairds en gaélico,desdeñándola con un gesto de la mano—. Os matarían antes de que dieseis unsolo paso en su dirección, o algo muchopeor.

Ella volvió sus cansados ojosverdes hacia el hombre que le habló.Podía no comprender sus palabras, perosu tono y gestos decían claramente queno estaba conforme con declaración.

—Hay más probabilidades de que

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pueda acercarme yo a ellos a que lohagáis vosotros —respondió confirmeza, y se giró hacia los demásdeteniéndose en Dominic, que a juzgarpor el ceño fruncido y el brillo de susojos no estaba dispuesto a dejarla dar niun paso lejos de él—. Son mi pueblo.

Bufidos y risas estallaron entre lospresentes. Algunos desdeñando aaquella altiva mujer, otros sugiriendoque los pasados acontecimientos lahabían trastornado. Sólo Dominic y susdruidas mantuvieron el silencio con lamirada clavada en ella.

—No os ofendáis, Prometida, perono sois más que una mujer —aseguró el

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laird McInnes—. Una fuerte, sin duda;pero mujer al fin y al cabo.

Ella se volvió hacia el laird yasintió.

—Tenéis razón, no soy más que unamujer —aceptó con una ligerainclinación de cabeza, agradeciéndoleque se dirigiese a ella en un idioma quecomprendía—. Y como mujer, estoycansada de tanta muerte y odio, de vercómo el suelo y vuestras armas se tiñende rojo.

Dominic dio un paso hacia ella.—Shadow…Ella negó con la cabeza.—Nada de esto tendrá fin hasta que

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nosotros se lo pongamos —declaró conconvicción. Su mirada vagó entonceshacia la Alta Druidesa—. No soy unmilagro, pero por mis venas corre lasangre de la tribu libre más poderosa detoda esta tierra —volviéndose de nuevoa mirar a Dominic, concluyó—. Tendránque escucharme, no les daré otra opción.

La baisleac, que se había mantenidoen silencio hasta ese momento, chasqueóla lengua y se adelantó.

—Esta mujer que veis ante vosotros,es la Prometida de Dalriada, hija delady Bridai de Northumbría y Eógan, reyde los cruithne —declaró la sabia ymiró a cada uno de los presentes—.

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Durante años hemos esperado unmilagro, que su regreso nos trajera aaquel que pudiese liberarnos y hacumplido su cometido. —Su mirada fueahora hacia Dominic, que apretaba lamandíbula como si estuviese pidiendofuerzas para mantenerse quieto y nointervenir—. Y él está también hoy aquíentre nosotros, liderando a los clanesque se han unido bajo un solo estandarte,el de la libertad. ¿Queríais un milagro?Aquí está…

Shadow se obligó a mantenersefirme y a luchar por conservar el valorque tanto le costó reunir. Ella no eravaliente.

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No era una guerrera y, a pesar deello, se había visto obligada a tomar unavida, no importaba que fuera en defensapropia, para protegerse a sí misma, lasangre de aquel hombre teñía sus manosy era algo que jamás podría olvidar.

Aquellos eran tiempos de guerra,una época en el que se imponía la leydel más fuerte; en la que los hombresmorían por la mano de la espada y lasmujeres al dar a luz a sus vástagos;donde un campesino podía morircoceado por una vaca o ser atravesadopor los cuernos de un jabalí. Nada podíahacer contra aquello, pero sí podíaevitar que estas hermosas tierras fueran

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sembradas con la sangre y los cadáveresde gente inocente; personas cuya únicaculpa era servir a hombres que enviabana otros en su lugar a hacer la guerra.

Las enemistades debían terminar; lasmatanzas tenían que acabar. Dalriada semerecía conocer una época detranquilidad y recuperar a su verdaderoRey; alguien íntegro que diera a cadapueblo el lugar que le correspondía.

Ella lo vio caminar en su dirección,deteniéndose sólo cuando estuvieron unofrente al otro.

—No puedo permitir que vayas. Nose trata de un juego, Shadow.

Un profundo suspiro abandonó sus

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labios. Sus ojos verdes se suavizaron alencontrar su mirada preocupada.

—Es mi decisión —respondió,acariciando el colgante que llevaba alcuello—. Soy la única a la quepermitirán pasar, Nick. Nada de estoterminará hasta que nosotros, quetenemos la verdad en nuestras manos, lepongamos freno. Tú mejor que nadiesabe lo que es vivir entre dos mundos,has conocido el valor de ambos y yo…Yo estoy dividida entre mis orígenes yel lugar en el que he crecido y vividotoda mi vida. Elija el camino que elija,no podré recorrerlo hasta enfrentarme aaquello que ha estado esperándome

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desde el principio. Deja que lo intente.Él es la única persona, a parte de ti, quetengo en este mundo. Al menos déjameintentarlo.

—No irá sola.La sabia Runa se acercó a ellos

mirando de frente al heredero deDalriada.

—Yo la acompañaré —declaró confirmeza—. La Prometida no hará esteviaje sola. Ya es hora de que las cosasempiecen a tomar el rumbo que ha sidotrazado para ellas. El destino no puedeser ignorado, mi muchacho; tú deberíassaberlo mejor que nadie.

Dominic miró a la sabia. Las dudas

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batallaban en su alma, pero al finasintió. Sus ojos volaron entonces haciaShadow y, por un instante, se permitiódejar de lado todo lo que era, lo que fuey lo que sería. Acortó la brevísimadistancia que los separaba y la atrajo asus brazos. Su boca bajó sobre la deella, reclamándola delante de todos lospresentes. No le importaba lo quepensasen, en aquellos momentos él sóloera Dominic; el hombre que la amabapor encima de su propia vida.

—Eres mi otra mitad —le susurrómientras apoyaba la frente en la de elladurante unos segundos—. Estés dondeestés, eres y siempre serás mi único

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mundo, Shadow.Ella cerró los ojos y permitió que

una solitaria lágrima descendiera por sumejilla antes de asentir y susurrar enrespuesta.

—Esté donde esté, sea quien sea, túeres y siempre serás todo mi mundo,Kieran Dominic McTavish —repitióella, rodeándole en un cálido abrazo—.Eternamente, amor mío.

Él la dejó ir a regañadientes,luchando consigo mismo para no volvera tomarla en sus brazos y huir lejos conella, a algún lugar donde todas esasobligaciones no existieran y pudierapreocuparse sólo de amarla.

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Volviéndose hacia Aedan, cruzó sumirada con él y le pidió.

—Ve con ellas.Aedan estaba a punto de responder,

cuando Ciara se adelantó.—No, iré yo —respondió la

druidesa reuniéndose con ellos.Él frunció el ceño con la respuesta

grabada en su cara.—Ni soñarlo, esposa —declaró el

druida con una obvia y firme orden.Ella sonrió ante su rápida respuesta,

pero ya había tomado una firmedecisión.

—Kieran te necesitará a ti y a Cahirpara llegar hasta Dunnad —respondió

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con suavidad y miró a ambos druidas—.Ella es mi Prometida. Es mi deber comosu guardián y druida acompañarla eneste viaje.

Él luchó contra la necesidad decoger a su esposa, echársela sobre elhombro y sacarla de allí para luegoencerrarla en algún lugar donde nadapudiera alcanzarla.

—Cia…—Confía en mí —le pidió ella. Su

voz era una verdadera súplica.A pesar de ir en contra de sus

deseos, asintió posando en su mujer unamirada de advertencia.

—Confío en ti, Ciara, así que no

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hagas que me arrepienta.La druidesa sonrió en respuesta.Un ligero carraspeo rompió la íntima

tensión que se apoderó de las parejas.—¿Cómo sabremos si habéis tenido

éxito?La pregunta vino del laird McNeil,

que miraba directamente a la Prometida.—Porque cuando el sol esté en lo

más alto del cielo, ella estará ante laspuertas de la fortaleza de Dunnad con elgran ejército cruithne a sus pies.

Todos los presentes se volvieronhacia la mujer que hasta el momento nohabía pronunciado ni una sola palabra.La Alta Druidesa se acercó a la luz del

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fuego, dejando que ésta la bañase porcompleto. Vestida con una túnica concapucha de color verde y el pelorecogido en la nuca en un moño,exudaba el poder y la seguridad dealguien a quien le han enseñado el futuroy ha quedado complacido con elresultado.

—Y nadie con hacha y pintado comosi fuera un troglodita, alzará una solaarma contra los clanes de Dalriada —añadió Shadow con una débil sonrisa,intentando animarse a sí misma con labroma.

Dominic admiró el hecho de que ellatodavía conservase el sentido del humor

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en aquellos momentos; aunque fuese unchiste que no muchos allí entendieran.

Volviéndose hacia ella una últimavez, la obligó a prometerle:

—A mediodía en el portón principalde la fortaleza de Dunnad.

Con un único asentimiento, Shadowse volvió hacia la Ciara y la baisleac,lista para enfrentarse de una vez y portodas a su destino.

—Veamos que tal se les da a loscruithne eso de hablar.

Shadow no tardó en descubrir quelos cruithne no eran grandesconversadores; mayormente se limitabana emitir gruñidos, amedrentar a las

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mujeres con sus enormes cuerposcubiertos de pintura y símbolos paganosy esgrimir unas enormes y mortalesarmas que disuadirían al más valiente.

Partieron casi de inmediato. Ciaramontaba su propio caballo mientras quela baisleac y ella iban en una carretaguiada por Runa. Ella estaba más queencantada de no tener que volver asubirse a un caballo, sus recientesexperiencias con aquellos hermososanimales no habían sido precisamentememorables y tampoco es que tuviesentiempo como para hacer el camino a pie.

El sol intentaba penetrar a través delas nubes, alzándose poco a poco en el

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cielo para dar paso a la mañana aunquela niebla seguía cubriendo cadarecoveco del camino, pero a medida queavanzaba el día iba perdiendointensidad. La necesidad de darse prisalas llevó a dejar las precauciones a unlado y avanzaron por el caminoprincipal para encontrarse con aquellosa los que salieron a buscar.

Acaban de penetrar en la cañada deKilmartin cuando cuatro hombresvestidos con pieles y el torso y el rostropintados les salieron al pasoesgrimiendo sus más que disuasoriasarmas.

—Bueno, parece que encontramos lo

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que salimos a buscar —murmuró ella,mirando a los hombres que las rodeabanamenazantes—. ¿Y ahora qué?

Ellos empezaron a hablar en unidioma mucho más gutural que el gaélicoy que, sin embargo, conservaba ciertasimilitud. Aún así, seguía sin entender niuna sola palabra. Si conseguían salir deallí de una pieza, quizá le pidiese aCiara que le enseñase lo básico.

—¿Alguna puede traducirme lo quequiera que sea que estén diciendo?

La druidesa frunció el ceño en ungesto de disgusto.

—No creo que fuera a gustartedemasiado —respondió Ciara,

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manteniéndose en todo momentopendiente de las armas que lasamenazaban.

La baisleac chasqueó entonces lalengua y, para completa sorpresa de lasmuchachas, tras asegurar las riendas a lamadera del carro, bajó al suelo y fuedirectamente hacia uno de los guerreroscon el que se enzarzó en una acaloradadiscusión.

—Quizá no debiese hacer eso —musitó ella y miró a Ciara, que parecíatan sorprendida o más que la propiaShadow.

La sabia levantó entonces su manoen lo que a ella le pareció un gesto de

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amenaza, haciendo que el corpulentoguerrero que la doblaba en altura dieseun salto atrás.

—Tiene que enseñarme a hacer eso—murmuró asombrada.

Uno de los cuatro guerreros que sehabía limitado a ejercer de observador,alzó una mano haciendo que suscompañeros cayesen en un inmediatosilencio. Miró a la sabia y finalmentehacia la carreta, con sus ojos fijos enShadow.

—Habla, mujer.—Ha accedido a escuchar tu

petición, Prometida —aclaró labaisleac.

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Asintiendo, decidió ponerse en pie eimitar los movimientos de la sabiabajando del carro.

—Shadow… —A Ciara pareció nogustarle demasiado su decisión.

—Está bien, Ciara —anunció,alzando la mano para que la druidesa semantuviese en su lugar mientrascaminaba lentamente hacia el hombreque le había preguntado—. Dios, ¿esque tenéis que ser todos gigantes?

Si ya eran intimidantes con todasaquellas pinturas, el que le sacasen doscabezas, no era algo que contribuyese adisminuir su aprensión.

Obligándose a tomar una profunda

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respiración, declaró:—Necesito ver a tu rey.El guerrero arqueó una ceja y cruzó

sus inmensos brazos sobre el pecho.—Mi Rey no necesita más mujeres.Ahora fue ella la que arqueó una

ceja, su expresión de absoluta sorpresa.—No… No es eso… Puaj, ¡ni de

broma! —declaró, estremeciéndose—.Yo… necesito hablar con él. Hablar. Yasabes… una conversación.

La estoica mirada del guerrero nocambió.

—Oh, vamos… ¿No puede hacer unaexcepción para recibir a la Prometida deDalriada?

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Ante tal declaración, el hombreperdió su expresión estoica y se llevólas manos a la espalda de donde extrajouna muy afilada espada que no dudó uninstante en presionar contra su gargantaen un abrir y cerrar de ojos.Correspondiendo a su amabilidad, Ciarahizo lo propio apuntándole con unaflecha de su arco.

—Ciara, baja eso —rogó ella,manteniéndose absolutamente inmóvilpara evitar que el arma la cortase.

La druidesa sacudió la cabeza.—Cuando él baje la suya, Shadow.Dejando escapar un profundo

suspiro, hizo la cosa más estúpida de

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todas al llevar las manos a la espada delhombre y empujarla hasta apartarla desu cuello. Sus ojos se clavaron todavíaen los del hombre, cuya expresiónparecía haber cambiado una pizca.

—Llévame ante tu rey —insistió ellacon voz firme, pronunciando cadapalabra lentamente, asegurándose de quela entendiese.

El guerrero pareció dudar unosinstantes, como si no estuviese seguro dela cordura de aquella mujer, perofinalmente bajó su arma y miró a Ciara,que seguía apuntándolo.

—Ciara, el peligro ha pasado. Bajael arma —le pidió la vieja baisleac,

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dando un par de pasos, adelantándolos atodos—. Será mejor que nos pongamosen camino. No quedan muchas horashasta el mediodía.

Haciéndose a un lado, el hombremiró a la Prometida de Dalriada yseñaló el camino que ya emprendía lasabia.

—Os llevaré ante mi rey —dijo sinquitarle los ojos de encima—. Y que seaél quien decida cómo dar muerte a laimpertinencia de una simple mujer.

Mordiéndose una ácida respuesta,echó a caminar hasta dar alcance a lasabia. Ahora que les permitían continuarquedaba lo más difícil; convencer a rey

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de aquella tribu. Un completodesconocido que la engendró en algúnmomento del siglo noveno, que debíacontener a su ejército y permitir que losescotos de Dalriada recuperaran lo queera suyo por derecho.

Estaba segura que enseñarle a jugaral parchís sería más fácil.

El guerrero cruithne las llevó através de la cañada hasta el enclavedesde el que podía verse la colina deDunnad y la fortaleza que la rodeaba. Ellugar se había convertido en elasentamiento de la tribu. Mirase haciadonde mirase, una inmensa extensión detiendas y guerreros dando filo a sus

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armas ocupaban la visión.Para su sorpresa, en aquel

campamento no había solamentehombres; las mujeres se asomaban entrelas tiendas en distintos estados dedesnudez o cubiertas con pieles yadornos de piedra y hueso cubriendo suscuellos y pelo. Ella esperaba ver de unmomento a otro algún niño también.

—Por aquí —llamó su atención elguía que las condujo hasta allí,llevándolas hacia una zona centraldonde ardía una enorme hoguerarodeada por pieles en las quepermanecían sentados dos hombres quehablaban en voz baja.

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Unos metros antes de alcanzarsiquiera el linde de la luz de la hoguera,el guerrero detuvo a sus acompañantes.

—Sólo ella.Ella se detuvo mirando a la sabia,

que le dedicó una miradatranquilizadora.

—Sólo te permitirá hablar a ti —leexplicó—. Nunca bajes la cabeza. Paselo que pase, mantente erguida. Eres desu sangre y la suya es una tribuorgullosa.

Lamiéndose los labios, ella asintió ytras mirar a Ciara para tranquilizarlacon una sonrisa, se giró para seguir alguerrero, al cual parecía traerle sin

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cuidado todas las miradas de curiosidadque las recién llegadas despertaban enel campamento.

Una vez alcanzado el perímetro de lahoguera, el hombre la obligó adetenerse. Satisfecho con la obedienciade la mujer, continuó hacia los doshombres que hablaban en voz baja a laluz de la hoguera. Estos, al contrario quela mayoría de los guerreros, estaban máscubiertos; al menos eso parecía, por lacapa de piel que cubría sus hombros yespalda.

Una rápida exclamación hecha enuna lengua que no comprendió, por unavoz profunda y firme, la sobresaltó. Uno

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de los hombres que estaba sentado sepuso en pie, mostrando su enormeenvergadura, si bien desde aquelladistancia no podía verlo bien y muchomenos con toda la pintura que lo cubría.

Ella sintió un instantáneo escalofrío,intuyendo de algún modo que aquél erael rey de los cruithne.

El guerrero poseía una virilidad,fuerza y juventud propia de un hombremás cercano a los cuarenta que de loscincuenta y tantos que tendríaaproximadamente. La baisleac Runa lehabía contado algo sobre castigos yhechizos mientras se dirigían a su meta,pero no había entendido nada de a qué

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se refería exactamente, hasta esemomento. Ese hombre podría muy bienser material de revistas de moda, si nofuese por toda la pintura que cubría sucuerpo y las rastras y trenzas de su pelonegro adornadas con cuentas.

—Que no baje la cabeza… —murmuró ella para sí—. Si fuese unavestruz creo que habría escondidohasta las plumas.

Tomando una profunda respiración,se obligó a mantener la cabeza alta, lamirada al frente y empezó a caminar.Sus pasos fueron dudosos al principio,las piernas no dejaban de temblarle,pero se obligó a continuar. Poco a poco

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se acercó, deteniéndose a la distancia deun par de brazos para estupor de los allíreunidos.

Sus miradas se encontraron yShadow vio cómo él palidecía al tiempoque emitía un murmullo del que sóloreconoció una palabra: Bridei.

El nombre de su madre.—No soy ella —respondió con

suavidad—. Mi nombre es Shadow.Scail en vuestra lengua.

El hombre seguía sin reaccionar. Sumirada adquirió un tinte de asombro ytemor reverencial, como si estuvieraviendo a un fantasma o un espíritu queviniese a cobrarse por fin su tasa.

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—Soy la prometida de Dalriada —explicó ella con más firmeza, alzando labarbilla y preparándose para decir envoz alta aquello que parecía tan extrañoy que sin embargo ahora más que nunca,al estar delante de aquel hombre,empezaba a entender—, y tu… hija.

Ella no sabía si entendía una solapalabra de lo que le decía, pero lo queestaba claro es que algo cambió en suexpresión. Lo vio pronunciar algo entresusurros para luego alzar la voz y, porfin, con un tembloroso e inestable paso,acercarse a ella.

El guerrero entrecerró los ojos. Susmanos ascendieron como si quisiera

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tocarla, sólo para caer inertes a loscostados como si tuviese miedo derozarla.

—¿Quién eres, espíritu?La voz profunda y firme del hombre

la alcanzó con sorprendente claridad. Suinglés era mucho mejor que el delguerrero que las condujo hasta allí.

—No soy un espíritu —respondió,incapaz de apartar la mirada delhombre. Había algo en él que leresultaba conocido; la forma de su boca,la manera como entrecerraba los ojos…

Aquellos eran gestos que reconocíaen sí misma al mirarse a un espejo.

—¿Bridei? —lo escuchó pronunciar

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de nuevo, su mirada cayendo entoncesen el colgante que llevaba alrededor delcuello.

Ella negó con la cabeza y vio cómoun tinte de tristeza emborronó los ojososcuros del hombre.

—Bridei… era mi madre —murmuró. No sabía qué más podía hacero decir. Inconscientemente se llevó lasmanos al colgante con su nombre—.Yo… soy Scail.

—Scail… —respondió, mirándolaintrigado. Una enorme mano subióentonces hacia su rostro, temblorosa,dudando y retirándose antes de volver aacercarse y tomar un mechón de cabello

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que se soltó de su coleta—. Tus ojos…son los de mi Bridei, pero tu pelo…¿Qué clase de magia o brujería es esta?Ellas… Ellas están muertas… Lasdos…

Ella dio un respingo y se apartóinconscientemente al oír el brusco tonode voz en el hombre. El rugido salido desu garganta la asustó durante un instante.

—No es magia o brujería alguna, MiSeñor —la inesperada voz de labaisleac irrumpió en la reunión. Lamujer se acercó caminandotranquilamente, con Ciara a su lado, y ensus labios una conocedora sonrisa—.Estáis ante vuestra única descendiente;

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la niña de vuestra señora Bridei.El hombre posó su mirada sobre la

mujer y frunció el ceño, casi como si ledesagradara verla allí.

—Runa, ¿éste es otro de tusengañosos trucos, vieja bruja?

La sabia chasqueó la lengua,extendió la mano y señaló a la muchachaparada ante ellos.

—Escucha a la niña, viejocascarrabias. Mírala a los ojos y ve laverdad por ti mismo —le espetó lamujer, dejando alucinadas a ellas dos.Si bien Ciara comprendía cada una desus palabras, ella solo podía suponerque aquellos dos se conocían muy bien

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—. Ella es sangre de tu sangre y carnede tu carne.

Confuso por las palabras de lasabia, sin saber si debía o no ver laverdad en ellas, Eógan posó de nuevo lamirada sobre la niña que se alzabaorgullosa frente a él, con el porte de unaguerrera. Un ligero temblor le recorriópor entero; las rodillas le fallaban porprimera vez en numerosos años.Luchando contra la necesidad desentarse, se movió rodeándola yexaminándola con ojo crítico, mientrassu alma y corazón empezaban adespertar ante lo que sólo podía ser unmilagro.

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—El bebé… ¿Sobrevivió?—Sí, Mi Rey Eógan. Ella

sobrevivió y ha regresado a ti porquedesea terminar con esta guerra que duraya tanto tiempo —declaró señalando aShadow con un movimiento de la mano—. Escúchala, deja que ella te muestrequién es. Está tan perdida como lo hasestado tú todo este tiempo.

Su mirada cayó de nuevo sobre elcolgante en torno al cuello de lamuchacha.

—Scail… —murmuró, extendiendola mano hacia el colgante, reconociendoaquello que él mismo había tallado—.Yo se lo di… Mi sombra… mi amor…

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Lentamente, llevó su propia mano alcolgante, rozando la del hombre.

—Yo… apenas la recuerdo —confesó con un mumurllo—. Mimadre… Bueno, la mujer que me crió, loguardó para mí…

El hombre la miró a los ojos, con laincredulidad batallando a muerte contrala naciente esperanza.

—Has sobrevivido. —Parecía queaquello era todo lo que podíacomprender.

Ella se lamió los labios. La mano letemblaba cuando se atrevió a llevarla alrostro de él y tocó por primera vez lapiel de ese hombre que era parte de ella.

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—Tú también —murmuró. Unatímida sonrisa curvó sus labios—. Losuficiente para permitirme conocer tuexistencia.

Él miró de nuevo el colgante,acariciándolo con la yema de los dedos.Entonces su mano subió al rostrofemenino.

—Scail… —pronunció de nuevo,como si fuera incapaz de creerla allí.

Ella asintió y cubrió la mano grandey callosa con la suya.

—Necesito tu ayuda, padre —murmuró sin saber si aquella era larespuesta correcta, pero creyendo en lomás profundo de su alma que era la

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única que podía darle—. Necesito ponerfin a esta guerra. Por favor, ayúdame.

El hombre apretó los labios uninstante antes de oírlo alzar la voz ydecir unas palabras que hicieron quetoda la gente a su alrededor emitieragritos de guerra que ella llegó a pensarque la ensordecerían.

Se apartó sobresaltada, temiendohaber dicho algo que no debía. Sumirada voló a la de la sabia, que sonrióen respuesta.

—¿He metido la pata? —preguntó,deseando con todas sus fuerzas que nofuese así.

La anciana le acarició el brazo y la

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instó a caminar hacia el hombre que yase dirigía hacia otra zona del poblado.

—No, querida mía, has hechoaquello para lo que has nacido —leaseguró—. Ahora acompáñale, tenéismucho de lo que hablar.

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Capítulo 27

La niebla dotaba al día de unaspecto lúgubre y plomizo. A pesar deque el sol ya había llegado a su cénit yse esforzaba por atravesar con sus rayosel cielo encapotado, ni siquiera su calorera suficiente. Parecía que el tiempodeseaba hacerse eco de los difícilesmomentos por los que atravesabaaquella tierra.

La ciudadela en la colina de Dunnadse alzaba como un bastión inexpugnable.Sus murallas eran custodiadas por lossoldados northumbrianos que las

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patrullaban y las gentes de la ciudadelapermanecerían cobijados entre laschozas que salpicaban la colina. Y allíarriba, encaramado en una roca, estabael castillo; el lugar desde dónde elmaldito usurpador ejercía su poder.

Los informes sobre los cruithne erancorrectos; la fortaleza estaba rodeadapor sus tropas. Habían tomado posesióndel valle y sus alrededores y nada semovía ya en la región sin que ellos losupiesen. Era un verdadero milagro queno hubieran descubierto todavía a loshombres de los clanes.

—El sol está en lo más alto —murmuró Aedan.

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Dominic alzó la mirada hacia elcielo encapotado, dónde el astro rey sedibujaba ya por encima de sus cabezas.Sus ojos se movieron una vez más por elterreno, comprobando que cada uno delos clanes estaba preparado yrecibiendo de cada asentamiento laconfirmación. Finalmente se giró haciala entrada principal donde ellaaguardaba, tal y como había sidoprofetizado, con un ejército a sus pies.

Había llegado el momento.—Non Oblitus —murmuró,

recitando el lema del clan McTavish, elpueblo que lo acogió en su seno,protegiéndole de modo que algún día

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pudiese luchar para recuperar lo queveinticinco años atrás le era arrebatado—. Acabemos con esto de una vez.

Aedan respondió sacando la espadade su funda, para tirar finalmente de latela de su plaid y llevársela a los labiosen muestra de fidelidad y honor.

—Por Dalriada —murmuró, mirandoa su amigo y compañero.

Asintiendo, Dominic alzó su propiaespada por encima de la cabeza y dio laseñal que llevaría a los clanes deDalriada a unirse bajo una sola banderapara defender sus tierras de losinvasores y repelerlos de una vez portodas.

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—¡Por Dalriada!El grito de guerra de los clanes de

Dalriada hizo que Shadow volviese arespirar. Encaramada en una hermosayegua blanca y cubierta con las pieles yel distintivo que la reconocía como laprincesa cruithne que era, esperaba antelas puertas de la ciudadela de Dunnadcon un ejército de guerreros a sus pies.

Eógan, rey de las salvajes tribuscruithne, montaba a su lado consilencioso orgullo. El hombre habíajurado ante su hija que la paz seríafirmada en el momento en que elverdadero rey de Dalriada ocupara eltrono de Dunnad. Hasta ese momento,

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sus guerreros y él permanecerían comosimples espectadores sin inclinar labalanza o favorecer a ninguno de los dosbandos.

Los hombres de los clanes se fueronabriendo camino hacia la ciudadela,despachando a todo aquel que osaracruzarse en su camino o detenerlos.Dominic blandió su espada una últimavez cercenando la vida de un soldadonorthumbriano antes de alzar la miradahacia la cima de la colina y al senderoque llevaba a las puertas de Dunnad,donde la más hermosa y valiente de lasamazonas, una cuyas habilidadesecuestres no eran muy amplias, montaba

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como una auténtica guerreracomandando al ejército más poderosoque cualquier hombre o mujer podíacontar a sus espaldas.

Uno a uno, fueron dando muerte asus enemigos, o perdonando a aquellosque se rendían, cada vez másasombrados y algo recelosos cuando sedieron cuenta de que los cruithne selimitaban a permanecer como merosespectadores, sin moverse o presentarbatalla.

—Esa mujer lo ha conseguido —exclamó con incredulidad el lairdMcInnes tras sacarse de encima a unsoldado northumbriano.

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—Es la Prometida de Dalriada —respondió un miembro del clanMackenzie con reverencia.

—Ha cumplido su palabra —respondió otro con la misma adoración—. Que los dioses la guarden.

Sin perder un segundo, Dominiclimpió su espada y ascendió a pie por elcamino, avisando a sus compatriotaspara que alzasen sus escudos cuando unahondonada de flechas salió disparada dela muralla. Algunos cayeron, pero losque se mantenían en pie siguieronadelante con la esperanza llameando ensus corazones, dispuestos a recuperar loque les pertenecía y traer consigo la paz.

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El grito de guerra del legítimo señorde Dalriada se extendió por todo elvalle, coreado por los hombres quecorrían a encontrarse con su destino.

El castillo era un coro de gritos yvoces alteradas. La gente corría de unlado a otro, conscientes de que el asedioque había comenzado fuera de lasmurallas ya había penetrado en elpueblo y ascendía hacia la colina paraasaltar la fortaleza.

Robertson de Northumbría no hacíamás que pasearse de un lado a otro.Tenía la cara roja y perlada de sudor,con los ojos abiertos por la incredulidady el temor, viendo como un puñado de

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hombres se abría paso a través de susfuerzas e irrumpía en sus dominios.

—¡Los escotos han conseguidosobrepasar los muros! ¡Se dirigen haciael poblado!

Los bramidos de uno de lossoldados lo precedieron cuando entró enel salón del trono, dónde su rey nodejaba de pasearse de un lado a otro. Lasangre chorreaba por su rostro,procedente de alguna herida en lacabeza, y su coraza al igual que suespada estaban teñidas de rojo.

—Majestad, se están abriendo pasohasta el castillo —informó entreresuellos. A juzgar por su aspecto, debía

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de haber huido de la contienda paraponer sobre aviso a su señor.

—¡Repeledlos, maldita sea! —clamó, escupiendo saliva en su furia—.¡Acabad con esos malditos perros de losclanes!

El soldado dio un respingo ante sufrenético tono y giró sobre sus talones,dispuesto a llevar a cabo las órdenesrecibidas, aunque él empezaba a creerque no serviría de nada. Apenas el jovenatravesó la puerta principal de la saladel trono, cuando uno de los capitanesapostado en las murallas entró cojeando,con su pierna lacerada y sangrante.

Tras él quedaba un camino de sangre

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tiñendo las piedras del suelo.—¡Mi Señor! —llamó entre jadeos.

Su rostro estaba demasiado pálido, yafuera por la pérdida de sangre o por lasnoticias que traía—. Los salvajes se hanretirado… No… No están atacando…

—¿Qué quieres decir? —Se giróhacia el soldado con el ceño fruncido—.¡Habla, maldita sea!

El capitán tenía problemas paramantenerse en pie y se tambaleó variasveces antes de terminar de rodillas yanunciar con voz débil.

—La Prometida de Dalriada montajunto a Eógan —respondió con un ligerotemblor, poniendo en palabras lo que

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sus propios ojos habían visto—. Esamujer tiene a los cruithne de su parte.Ellos se están limitando a cercar laciudadela, pero no atacan ni a losrebeldes ni a nuestras tropas.

Palideció. Sus labios se movieronpero de ellos no emergía ni una solapalabra. Lo que estaba diciendo aquelsoldado era imposible, no podía estarsucediendo.

—No… ¡Eso no es posible!Con un bramido de furia, cruzó el

salón a zancadas apartando de su caminoal soldado malherido y a cualquiera quese interpusiese en su dirección, paradirigirse a una de las ventanas de la

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zona este, que permitía una ampliavisión de la puerta principal a laciudadela. Tal y como ya había vistoaquella mañana, el lugar estaba sitiado,pero ahora las fuerzas de los cruithne sehabían multiplicado en cantidad,cubriendo cada uno de los flancos einmóviles como simples asistentes aunos juegos que se llevaban a cabo concruenta brutalidad. Y allí dónde señalóel soldado se apreciaban dos figurasmontadas a caballo, una de ellas era lade aquel malnacido y la otra, sin duda,era de una mujer.

—¡Maldita seas! Muerta… ¡Teníasque estar muerta! —masculló, golpeando

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con frustración la piedra antes de darmedia vuelta y empezar a dar órdenes.No podía permitir que aquellosdesgraciados alcanzasen el castillo. Élles enseñaría que nadie le quitaba lo queera suyo.

—¡Rápido! —clamó, volviendohacia la sala del trono—. ¡Replegad lastropas! ¡Proteged el castillo! ¡No losdejéis avanzar!

Su mirada voló frenética de un ladoa otro viendo como los soldados corríana cumplir sus órdenes.

—¿Dónde está ese maldito druida?—gritó al tiempo que detenía a unsirviente que en mala hora se cruzó en su

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camino—. ¡Traedlo a mi presencia!—Sí… sí, Mi Señor —balbuceó el

muchacho antes de caer al suelo,incorporarse y salir corriendo comoalma que lleva el diablo.

Él apretó los dientes mirando elcaos en torno a él. Cuando tuviese aldruida en sus manos iba a sacarle laverdad a latigazos. Ese maldito buenopara nada le había asegurado que nadiepodría destronarle.

«Sólo la sangre del antiguo reypodría derrotaros, Mi Señor, y puestoque ya nadie tiene la sangre de losAlpin corriendo por sus venas,Dalriada seguirá siendo vuestra».

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Sólo la sangre del antiguo rey… Ellegítimo heredero al trono de Dunnad.

—Ni siquiera los fantasmas podránarrebatarme lo que es mío —murmurópara sí, dirigiéndose nuevamente agritos a todo el mundo.

Shadow se movió inquieta sobre elcaballo. Los hombres de los clanes yahabían atravesado las puertas de Dunnady se dirigían hacia el castillo. Ciara sehabía unido a los druidas tan prontollegaron, sólo la sabia baisleacpermanecía a su izquierda, quizá inclusomás incómoda que ella, montando unabonita yegua castaña. A su derecha,sobre un hermoso caballo negro, su

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padre aguardaba con absoluta calma eldesenlace de los acontecimientos.

Su mirada voló una vez más a lalarga y casi infinita fila de guerreros quese extendían a su espalda, dispuestos adar su vida por ella. Las últimas horasestaban siendo una locura; una sucesióninterminable de caras, nombres y rangos,mientras su padre la reconocía como suheredera y la presentaba ante la tribu.

Incluso tuvo que asistir allí mismo aun nuevo intento de asesinato hacia supersona por parte de alguien de su nuevatribu, que había sido frustrado en elúltimo momento por la siempreconfiable Ciara. Ella misma tuvo que

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ponerse delante de la druidesa paraevitar que los hombres de su padretomaran represalias, ganándose no soloel respeto de su nuevo pueblo, si notambién un nuevo título para la druidesa,que ahora también era considerada porlos cruithnes una guerrera protectora.

Señor… En momentos como aquélmataría por una Aspirina.

—Un guerrero cruithne nuncarechaza una buena batalla.

—La profunda voz de su progenitorla sacó de sus pensamientos,obligándola a volverse hacia él—. Ve,hija mía. Devuelve a Dalriada elheredero que deseas para ella y cumple

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con tu destino.Ella abrió la boca, pero entonces

volvió a cerrarla volviéndose hacia suizquierda, donde la baisleac le dedicóuna muda confirmación. Asintiendo miróa su padre, necesitando grabarse surostro en los recuerdos, y giró sumontura para traspasar las puertas de laciudadela de Dalriada.

Los northumbrianos sucumbíanrápidamente bajo el ataque de losclanes. Los guerreros de Dalriada teníanla fe y la esperanza en la figura de unnuevo rey luchando a su lado y peleabancon ferocidad. Poco a poco se abrieronpaso a través de la ciudadela,

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respetando a las mujeres y a los niños,así como a los ancianos, y cobrándoselas vidas únicamente de aquellosinsensatos que osaban luchar contraellos.

Al llegar a las puertas del castillo,los gritos lo inundaban todo. Losinocentes siervos corrían como pollossin cabeza, esquivando, generalmentecon suerte, las contiendas y escaramuzasde los guerreros y soldados.

Dominic avanzó entre Aedan yCahir. Los dos druidas apenas seseparaban de él, cubriendo su flanco ydando muerte a aquellos incautos que seatrevían a acercarse demasiado.

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Frente a él, un soldadonorthumbriano contra el que luchabacaía una vez más al suelo entreresuellos.

—¿Dónde está escondida esa rata?—siseó, repitiendo la misma preguntapor tercera vez, sin estar dispuesto ahacerlo una cuarta—. ¡Habla!

El soldado le escupió a la cara.—Iros al infierno —masculló.Sin pensarlo dos veces, lo atravesó

con la espada de forma rápida. No teníafundamento prolongar el sufrimiento deningún hombre.

—Te veré allí —respondió,arrancando la hoja para luego limpiarla

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en la ropa del cadáver antes de girarsobre si mismo tratando de orientarse.

Conocía aquel castillo. De niño jugóentre sus paredes y correteó por losinterminables pasillos. Era tan extrañoestar ahora en sus muros y reconocerlugares que no había visitado enveinticinco años.

—Milord.Un bajo siseo llamó su atención,

procedente de uno de los rincones másoscuros. Actuando por instinto manejó laespada, adelantándola hacia aquellaamenaza para detenerse en el últimomomento al oír un grito femenino y verlos ojos abiertos de par en par del niño

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que atrajo su atención.—No nos hagáis daño. Yo sé dónde

está el Rey —dijo el pequeño,protegiendo con su cuerpo a la mujerque intentaba que volviese adentro.

Bajando la espada, él se las arreglópara poner su expresión menosamenazadora.

—Está bien, muchacho, no voy ahaceros daño —le aseguró consuavidad.

Asintiendo, el niño luchó con lasmanos de su madre y salió,escurriéndose como un cachorrillodelante de él.

—Seguidme —le pidió—. Esa bola

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de grasa se esconde en la sala del trono,con el druida… Él no es un hombremalo; nos cuida y nos cura cuandoestamos enfermos. No vais a hacerledaño, ¿verdad?

Aedan y Cahir entraron en esemomento tras él, arrancando un nuevogrito a la mujer.

—Está en la sala del trono —oyó lavoz de Cahir a su lado.

Él se giró y asintió ante el hombre alque siempre había considerado unhermano y que, por azares del destino,resultó serlo. Su medio hermano, el hijobastardo del hombre que lo engendró.

Volviéndose una vez más hacia el

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niño, se acuclilló frente a él y posó lamano sobre su hombro.

—Vuelve con tu madre y protégela—le pidió, mirando un instante a lamujer—. Todo irá bien.

Asintiendo, el muchacho volvió alos brazos de la mujer, que todavía losmiraba con temor.

Él se levantó y se volvió hacia suscompañeros.

—No dañéis al Alto Druida… —informó antes de dar los primeros pasosque lo llevarían frente al hombre que learrebató su familia y su derecho denacimiento.

Shadow bajó de su montura al llegar

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a las puertas del castillo, donde algunosde los guerreros todavía se las veían conlos soldados de Northumbría. Alládonde mirase, todo era muerte, dolor ydesolación; las piedras del suelo secubrían con la sangre de los caídos y lainmundicia. Miembros cercenados,hombres que emitían su último estertoreran imágenes que no estaba segura sialgún día podría borrar de su mente.«Esto tiene que acabar, tiene queacabar». No dejaba de recitar para símisma, recordándose el motivo por elque continuaba todavía en pie,caminando a través de alaridos, gritosde guerra y combatientes cuyas espadas

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empezaban a pesar demasiado. Teníaque hacer algo para terminar con todoaquello, para que la sangre dejase deregar aquella tierra.

Avanzó con cuidado, evitando a loshombres que todavía luchaban,moviéndose entre el sucio suelo cubiertode muerte y tropezando en su camino conpersonas que abandonabanprecipitadamente el lugar. Mujeresarrastrando tras de sí a sus hijos, otrasllevándolos en brazos, hombresabriéndose paso mientras protegían asus familias arrancándolas de aquellalocura.

—Esto debe acabar —murmuró en

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voz alta mientras luchaba para que suestómago mantuviese lo poco que habíacomido en su lugar.

El interior del castillo era frío;piedra gris sin más adornos que lasmanchas de sangre que decoraban lasparedes y los cuerpos que también aquíalfombraban el suelo. Muebles rotos,tapices desgarrados, antorchas ardiendotiradas en el suelo… A su alrededortodo era triste, sin vida.

A lo lejos se oían ecos, palabras queno comprendía, sonido de metalchocando contra metal; no sabía qué rutatomar o qué hacer a continuación. Nisiquiera estaba segura de por qué había

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entrado en el castillo.—Dominic —dijo su nombre en voz

alta, poniendo voz a la respuesta de sucorazón. Tenía que encontrarle; debíaestar a su lado. Quizá fuese más estorbopara él que ayuda, pero tenía que ir; todasu alma clamaba por él, necesitabacerciorarse de que no estaba en peligro,que seguía con vida—. Por favor, Dios,no dejes que lo maten.

Echando un vistazo al entorno,decidió seguir adelante por el mismocorredor. Se orientó a través del sonidode la batalla, allí dónde hubiesehombres luchando posiblementeestuviese él, sólo debía ser cauta y

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evitar acabar ella misma como víctimade alguna escaramuza.

Los pasillos fueron quedando atrás.Habitación tras habitación siguióavanzando en su búsqueda,encontrándose con algunos hombres delos clanes que la miraron sorprendidos ole gritaron, imaginaba que para que semarchase. Acababa de girar nuevamenteen una esquina cuando un soldadonorthumbriano se interpuso en sucamino. A juzgar por la sorpresa en elrostro del hombre, no la había oídohasta ahora. Con un ahogado jadeo, ellaretrocedió sólo para ver cómo elhombre miraba hacia su espalda y, tras

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mirarla a ella de nuevo, intentóagarrarla.

—¡Shadow, al suelo!Nunca supo si fue su tono de voz o

sus reflejos lo que la llevaron aagacharse y cubrirse la cabeza unsegundo antes de que una flechaatravesase el hombro y la otra unapierna del hombre que, siseando, sevolvió hacia su atacante, el cual no dudóen despacharlo con rapidez con unmovimiento de espada.

—Aedan… —pronunció su nombrecuando el druida se volvió hacia ellacon la furia dibujada en su rostro.

—¡Qué demonios haces aquí! —

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clamó, y la cogió del brazo,levantándola casi de un salto.

Ciara bajaba ya el arco con el queasaeteó al hombre para volver a atendera una mujer que parecía haber recibidouna herida en el abdomen.

—Necesito llegar hasta Dominic —respondió, volviéndose ahora hacia eldruida—. Por favor.

Con un gruñido, Aedan tiró de ellahacia el pasillo que doblaba a laizquierda y continuaba por unasescaleras. Su mirada se posó un instantesobre su esposa.

—Llévala —le dijo Ciara, mirandoa Shadow—. Enseguida me reúno con

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vosotros.Asintiendo, empujó a la muchacha

hacia delante, aflojando ahora su agarresobre ella; guiándola.

Tuvieron que recorrer variospasillos y subir un par de tramos deescaleras, guiándose por el sonido delas espadas y los gritos, antes de darsede bruces con la contienda que sedesataba ante las puertas cerradas de lasala del trono.

Aedan la empujó hacia atrás,apartándola del camino del soldado queya se abalanzaba hacia él, deteniendo suestocada con la espada, paradevolvérsela.

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—¿Qué diablos hace ella aquí? —gritó alguien.

Ella siguió el tono de voz hastaCahir, que acababa de quitarse deencima a un par de soldados.

—Tiene un ejército de salvajes paraella solita, yo no la cuestiono —respondió Aedan, deshaciéndose de supropio combatiente para volverse haciaella y arrastrarla de nuevo hacia lapared contraria. Empezaba a sentirsecomo una peonza dando vueltas sobre símisma.

Un nuevo tirón la atrajo con fuerzacontra un cuerpo fuerte y masculino queconocía perfectamente, para finalmente

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empujarla de nuevo a su espalda.—Ni… se te ocurra… moverte… de

ahí —le gritó Dominic, alternando suspausas con golpes de espada paramantener a raya al soldado que intentabadeshacerse de él.

Ella dio un nuevo paso atrás,dejándole espacio para moverse yquedando entre los tres druidas, queluchaban con todo lo que tenían. Unligero escalofrío atravesó su columnacuando vio cómo uno tras otro, loshombres daban muerte a sus enemigos.Sus ojos se levantaron entonces a ladoble puerta que se alzaba más allá deellos y el frío le caló hasta los huesos;

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su propia alma se estremeció enrespuesta.

—Él está detrás de esas puertas —se encontró murmurando, con la miradafija en la gruesa madera.

El hombre que causó la infelicidad yla muerte a su madre; el que la privó deun lugar junto a su padre; por culpa dequién tuvo que ser enviada en el tiempopara ser puesta a salvo; aquel cuyapresencia manchó el suelo de aquellanoble tierra de sangre, de dolor, y learrebató su familia al hombre queamaba, su derecho de nacimiento, ellugar que le correspondía como legítimoheredero de Dalriada.

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El silbido de algo pasando junto a suoreja hizo que saliese de suensimismamiento y girase sobre símisma. Una espada ensangrentada caíaen ese momento de las manos delhombre que amenazó su vida. Deaquellos inertes labios escapaba un hilode sangre y tenías las pupilas dilatadaspor el horror, mientras se llevaba lasmanos a la garganta atravesada por unaflecha.

—Oh… mierda… —jadeó,apartándose de un salto antes deencontrar en el lugar de procedencia dela flecha a Ciara, asestando un golpe aotro soldado con el arco para luego

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rematarlo con un pequeño cuchillo.—¡Sácala de aquí! —escuchó decir

a Dominic, mientras despachaba a unsegundo oponente e iba directo hacia laspuertas que daban a la sala del trono.

Ella sólo tuvo tiempo de oír unmurmullo en voz baja, seguido de unaligera ráfaga de aire que, salida deninguna parte, atravesó el pasillo eimpactó contra las puertas cerradas,abriéndolas de golpe y dejando a lavista a cuatro soldados más, queacudieron inmediatamente al ataquemientras un hombre de mediana edad,vestido con caras y coloridas ropas,empuñaba una espada.

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—¡Malditos, venid a mí si osatrevéis!

Él resollaba audiblemente. Susmejillas estaban demasiado coloradaspor encima de una barba entrecana quele cubría el mentón y, tras él, en unaenorme pared de piedra iluminaba porunos tímidos rayos de sol, brillabanunos símbolos rúnicos que, juraría,estaban sangrando.

—La Profecía —murmuró. Elconocimiento le llegó de ninguna parte,pero sabía que aquella era la Profecíaque apareció escrita sobre la pared de lasala del trono, con lo que se decía era lasangre de la Alta Druidesa de Dalriada.

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Un nuevo rugido atrajo su atención.Arrancó la mirada de aquellos símbolosy contempló cómo los druidas deDalriada peleaban con todas sus fuerzascon los soldados que se esforzaban pormantener a salvo al usurpador. Erancuatro contra cuatro, una pelea más quejusta, pero había alguien deseoso detomar ventaja, enfrentándose a uno delos druidas en un dos contra uno; unacobardía que provocó que dejase sulugar y corriera hacia la sala del tronopara caer en manos de aquel que quisomatarla desde el comienzo.

El usurpador, que se había alejadode la contienda en el momento en que

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una espada se dirigía hacia él, evitó laestocada y se movió hasta terminarahora de espaldas a la puerta que lepermitiría escapar, encontrándosedirectamente con la mujer a la queestaba decidido a dar muerte corriendoen su dirección.

Ella jadeó cuando sus manos laapretaron, inmovilizándola contra lasduras protecciones de su armadura yapretando con fuerza el filo de unaespada contra su garganta.

—¡Alto! —clamó entonces,escudando su cuerpo con el de lamuchacha, mientras veía cómo losdruidas daban muerte a los soldados que

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retuvo junto a él para su protección—.Qué inesperado regalo ha caído en misbrazos; nada más y nada menos que laPrometida de Dalriada y sus cuatrodruidas.

Su fétido aliento a vino hizo que ellaapartara la cabeza. El movimientoarrancó una gota de sangre de su cuello.

—Quieta —la apretó con fuerza—.Hasta ahora habéis sido malditamenteescurridiza, muchacha. Algunosempezaban a pensar que inclusoinmortal.

Ella no respondió. Su mirada seguíafija en los druidas. No deseaba queninguno de ellos resultase herido por su

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culpa. ¿Por qué no había esperado fueratal y como le dijeron?

¿Por qué siempre tenía que hacer loque le venía en gana?

«Eres hija de tu padre. Unaverdadera princesa guerrera. Por tusvenas corre la sangre de una tierraagreste y salvaje».

Las palabras llegaron a su menteprocedente de un pasado muy lejano, delos labios de una mujer con una manoamorosa que le cepillaba el pelo; unahermosa dama que la amaba más que asu propia vida: su madre.

—No tengo necesidad de lainmortalidad. Mis druidas me

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proporcionan aquello que deseo en elmomento en que lo necesito —searriesgó a decir, teniendo cuidado de nomoverse para no resultar herida—. Y mideseo es ver al verdadero rey sentado enel trono de Dalriada. Exijo que elmaldito impostor y aquellos quecontribuyeron a acabar con la vida de mimadre y me arrancaron del lugar quepodría haber ocupado, encuentren lajusticia que les es merecida. Deseo queeste usurpador, que se oculta tras de mí,pague por todos los crímenes que hacometido contra Mi Señor y legítimoheredero de Dalriada. Y si tengo queviajar en el tiempo para ello… ¿Qué

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demonios? Eso es lo que he hecho, ¿no?Rogando a los dioses a los que se

encomendaban sus druidas que le diesenla fuerza y sabiduría necesarias, cerrólos ojos y tomó posesión del rol para elque nació.

—Druidas de Dalriada, escuchad elruego de vuestra Prometida —clamó envoz alta—. Derrocad al usurpador y queel verdadero Rey se siente en el trono ydevuelva a esta tierra la luz que le fuerobada.

Depositando toda su confianza en loshombres y en la mujer que laacompañaron a lo largo de este viaje,permaneció relajada con los ojos

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cerrados y esperó a que el destinocumpliera su parte.

La tierra de Dalriada respondió a lallamada de sus druidas, concediéndoleslos dones que los vieron nacer y quealejarían la amenaza de la mujer a la quedebían protección y lealtad.

Ella se tambaleó y cayó sobre sumagullado hombro cuando algo impactócon fuerza sobre el hombre que laretenía. Inmediatamente un grito deguerra resonó en la sala, seguido degolpes de espada mientras Aedan yCiara se inclinaban a su lado y laayudaban a ponerse de pie.

Un agónico alarido a su espalda

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marcó el final del usurpador.—Esto… por lo que hiciste a mi

clan, maldito bastardo —clamó Cahir,tomando por fin su venganza yhundiendo la espada profundamente enel corazón del traidor antes de girarlapara extraerla con fuerza, dejando caerel cadáver sin vida al suelo—. Y eso…por Dalriada.

Dominic miró a su hermano y asintiólevemente en un mudo acuerdo antes devolverse hacia Shadow, que eracustodiada por Ciara y Aedan.

—Eso ha sido algo muy estúpido,Prometida —le aseguró, clavando susojos dorados en los de ella.

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Ella puso los ojos en blanco.—Lo sé, no volveré a hacerlo —

aceptó con un suspiro, volviéndose paraver el cuerpo tirado en el suelo y cómola sangre empezaba a extenderse por latierra—. Él mató a mi madre y la separódel hombre al que realmente amaba, hahecho desgraciada a la gente que quieroy ha intentado matarme a mí…

Dominic la atrajo a sus brazos,volviéndola de espaldas a aquellamuerte.

—No puedo sentir lástima por sumuerte… —confesó, devolviéndole elabrazo—. ¿Me convierte eso en unaasesina?

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Él negó con la cabeza.—No, amor, te hace humana —le

aseguró, besándole la cabeza—. Ahoraya se ha terminado todo.

—Sí —aceptó ella con un suspiro,descansando la cabeza en su hombromientras miraba hacia la pared en la queestaban los símbolos rúnicos, justo atiempo de ver cómo estos se diluían y latinta, o lo que quiera que fuera con queestaban escritos, empezaba a reunirse enel centro de la pared.

Ella intentó deshacerse del abrazo,volviéndose hacia el muro, dónde yaempezaba a tomar forma una nueva líneade caracteres.

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—¿Dominic? —lo llamó,lamiéndose los labios—. Eh… chicos,¿esto… es normal?

Los druidas se reunieron en torno asu Prometida y contemplaron el milagro;cómo la sangre volvía a escribir por sísola la parte final de la profecía quenunca antes había sido grabada.

Ciara empezó a leer en voz alta.—«Unidos en un solo estandarte,

los pueblos de Alba se alzarán. Sóloaquél con pleno derecho, ante laPiedra de los Reyes se encontrará.Oigamos su voz, la tierra loproclamará. Aquél que una vez debióde ser Rey, su reinado reclamará. Y

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como una vez lo fue de Dalriada, Reyde Alba se proclamará».

Tan pronto como Ciara terminó deleer aquellas palabras, éstas empezarona desvanecerse hasta dejar una únicafrase:

—Non Oblitus —leyó Aedan conestupor.

—No olvidéis —tradujo Dominic.—Es el lema del clan McTavish —

aceptó Cahir, mirando a su hermano.Shadow se adelantó, estirando la

mano hacia aquellas letras, pero antesde que pudiera tocarlas, éstasdesaparecieron también como si lapiedra hubiese tragado la sangre.

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—Alba —murmuró Ciara, pensandoen lo que había leído—. ¿Qué significa?

—¿Y lo de unidos en un soloestandarte? —añadió también Aedan.

Ella se quedó mirando la pareddurante unos instantes. Entonces sevolvió hacia ellos, posando su miradasobre Dominic.

—La Piedra del Destino —murmuróella, mirando a su druida más querido—. El primer rey que unirá a los escotosde Dalriada y al pueblo cruithne bajo unmismo estandarte, el Rey de Alba… y elcomienzo de un nuevo futuro.

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Capítulo 28

Shadow contempló una última vez ellugar en el que al atardecer quedaríaubicado el nuevo trono. La salaempezaba a ser ya engalanada para laceremonia de coronación, había muchopor hacer y mucho de lo que hablar,pero a ella no le quedaba apenas tiempo.

Iba a regresar a casa. Después detodo lo ocurrido en las últimas semanas,necesitaba volver; dejar atrás todaaquella locura en la que se había vistosumergida y pensar, encontrarse a símisma y hallar su lugar en el mundo.

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Con un suspiro abandonó la sala deltrono y cruzó los corredores, ahorallenos de actividad y luz. Dominic sehabía instalado en una de lashabitaciones más alejadas, que si bienno era de las más grandes de lafortaleza, conseguía la luz de buenaparte del día y estaba situada en un alaextensa y poco utilizada.

No había querido tener nada que vercon el anterior ocupante del castillo. Susrecuerdos del lugar volvíancontinuamente a su mente, trayendoconsigo la infancia vivida entre aquellosmuros. Deseaba poder recuperar algo deaquella familiaridad y al mismo tiempo

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asentar un nuevo hogar.Escuchó su voz incluso antes de

abandonar el pasillo y subir el tramo deescaleras que llevaba hacia sushabitaciones. Sonaba alterado, irritadoen realidad, un estado habitual en losúltimos días; la cercanía de laceremonia de coronación y elrecordatorio de sus nuevas obligacioneslo mantenían al límite.

No era un buen momento para darlela noticia, pero no podía dejarlo pasarmás tiempo; después de la coronación,se marcharía.

Suspirando ante la nueva discusiónque sabía que llegaría, avanzó hacia las

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puertas abiertas y vio cómo variasmujeres de los clanes discutían sobre elatuendo y las telas que el futuro monarcadebería lucir en la ceremonia de latarde, mientras Aedan contemplaba ladiscusión y la rápida pérdida depaciencia de su amigo sonriendo sindisimulo.

Ocultando una pequeña sonrisa,entró en el dormitorio.

No necesitaba anunciar su presencia,él sabía siempre el momento exacto enel que ella estaba cerca.

—La verde con aplicacionesdoradas —murmuró ella, acariciandouna de las telas extendida sobre una

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ornamentada silla—, realza el color detus ojos.

Él la miró arqueando una delgadaceja negra.

—Siempre es un placer contar convuestra opinión, Prometida —le dijo y,sutilmente, hizo que las mujeres sevolvieran hacia ella, pasándole elproblema con una súplica en los ojos—.¿Quizá podáis encargaros también delresto?

Ella sonrió suavemente e imitó algoparecido a una reverencia para luegovolverse hacia las mujeres, que larecibieron con calor y volcaronrápidamente sus inquietudes.

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En menos de cinco minutos despachóa todo el mundo, dejándolas contentas ytranquilas, consiguiendo incluso sucolaboración con los quehaceres para lapróxima ceremonia.

—Me encanta cuando hace eso —comentó Aedan a su amigo mientras lasmujeres salían por la puerta—.Deberíais enseñárselo a Ciara, podríaresultar útil.

Ella se volvió desde el umbral,ladeó la cabeza y fingió inocencia.

—¿Tienes problemas con lasmujeres, Aedan? —le preguntóllevándose un dedo a la barbilla,dándose unos golpecitos—. No puedo

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imaginarme el porqué.El druida se quedó sin palabras

durante un segundo, mientras Dominictrataba de disimular la sonrisa y elbrillo de diversión en sus ojos.

—Te prefiero cuando eres dulce,amable y lanzas besos, Mi Señora —replicó finalmente, dedicándole un guiñoantes de volverse hacia su amigo ypalmearle el hombro—. Relájate, todosaldrá bien. Hablaré con Campbell yseguiremos buscando; no puedehabérselo tragado la tierra.

Dominic perdió su sonrisa almencionarle uno de tantos problemasque tenían entre manos.

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—No dejéis de avisarme si llegáis adar con él.

Aedan puso los ojos en blanco y lededicó una burlona reverencia.

—Sí, Majestad; a sus pies, Majestad—se burló. Entonces se dirigió a ella,tomando su mano en la de él yllevándosela a los labios con galantería—. Prometida…

Ella sacudió la cabeza y puso losojos en blanco.

—Mi druida… —respondió con lamisma diversión.

La puerta se cerró finalmente trasAedan, dejándolos solos por primeravez en varios días. Con los preparativos

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y los jefes de los clanes entrando ysaliendo, pidiendo audiencias yhablando con el futuro monarca, apenashabían tenido tiempo para verse y muchomenos para poder hablar.

—Mi Señora… —la saludódedicándole él mismo una ligerareverencia.

—Creo que eso debería de hacerloyo, Majestad —le dijo, sonriendo alverlo fruncir el ceño—. Está bien,Dominic, has nacido para ello. Es tudestino, lo harás bien.

Él la miró, buscando sus ojos yleyendo en ellos aquellas palabras queno eran pronunciadas, pero que sin

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embargo estaban allí.—¿Por qué temo que ésta no es una

visita de cortesía? —preguntó sinandarse con rodeos, caminandodirectamente hacia ella.

Ella respiró lentamente con lamirada esquiva, incapaz de encontrarsecon la de él. El valor huyó dejándolasola.

El silencio entre los dos empezó ahacerse más tenso. Ni siquiera lapresencia de él a pocos pasos lo hacíamás confortable.

—Quieres marcharte —dijo élentonces.

Ella alzó sus ojos verdes,

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sorprendidos y tristes, y movió loslabios para decir algo, pero no pudoencontrar las palabras.

—Has tomado tu decisión —continuó él, estirando la mano hastaacariciar su barbilla entre el pulgar y elíndice, obligándole a mirarle.

Ella se mordió el labio inferior.—Necesito… volver.Suavemente le acarició la mejilla.

Entonces la dejó ir y se alejó de ella,dándole la espalda.

—Dominic…Él se volvió.—¿Cuándo te irás?Ella sintió que se le hundía el pecho

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ante el tono frío que empleaba.—Después de la coronación —

musitó—. Yo… Le pediré a Carolan queabra el Portal para mí.

Él negó con la cabeza.—Aedan te llevará —declaró. Y no

había posibilidad de discusión en su voz—. Necesito saber que estarás bien. Mequedaré más tranquilo.

Ella lo miró.—Lo siento —susurró en voz muy

baja—. Necesito hacerlo, Dominic.Esto… me ha superado. Estoy…cansada. No sé… Ya no sé ni quién soy.Necesito tiempo para encontrarme a mímisma. Todo lo que ha ocurrido nunca

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debió suceder y, sin embargo, estoyperdida.

El dolor y la desesperación en lavoz de Shadow llevó a Dominic denuevo a su lado. La necesidad deabrazarla, de llevársela consigo acualquier lugar lejos de todo aquello yno dejarla marchar jamás se hacía cadavez más intensa.

—Está bien, diablillo. —Le retiró elpelo del rostro, recogiéndoselo tras laoreja—. Te lo dije; eres mi vida,Shadow, todo mi mundo. Allí dondeestés, mi alma, mi corazón, todo lo quesoy y seré estará contigo.

Los ojos de ella se llenaron de

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lágrimas.—Puedo dejarte marchar, Shadow,

porque sé que lo necesitas —laspalabras a menudo no podían expresarlos verdaderos sentimientos que existíandetrás, pero él lo intentó—. Pero eso nosignifica que vaya a renunciar a ti, MiPrometida.

Ella abrió la boca para decir algo,pero se le formó un nudo en la gargantaque no le dejaba apenas respirar.

—¿Por qué…? ¿Por qué tienes queser… tan jodidamente… comprensivo?—se las arregló para preguntar, aunqueposiblemente ni siquiera sabía por quélo hacía.

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Él sonrió, la atrajo hacia sí y laabrazó, meciéndola suavemente yacariciándole lentamente la espalda.

—Desde el primer momento en quepusiste los pies en este tiempo hasdeseado regresar a casa —contestó,acariciándola—. Todas y cada una deaquellas veces lo deseastefervientemente, ahora sin embargodudas, amor mío. Eso todavía me daesperanzas.

Shadow ocultó el rostro contra supecho. Maldito fuera ese hombre y laverdad que encerraban sus palabras,pero aquello no cambiaba nada. Teníaque irse, necesitaba ver a su hermano y

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asegurarle que estaba bien, que estabaviva.

—¿Se lo has dicho a él?Asintiendo, se apartó lo justo para

mirarle a la cara.—Mi padre me ha dado su bendición

—aceptó—. Dice que ahora sabe quemoro en el mundo de los vivos y que yano tiene que llorar mi muerte, le ha dadopaz. Cree en un destino, en algosuperior… No sé, no lo entiendo muybien. Sólo sé que apoya mi decisión.

Él le acarició el pelo.—Entiendo.El silencio volvió a instalarse entre

ellos, esta vez más cómodo; casi

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necesario.—¿De qué estaba hablando Aedan?

—preguntó, intentando cambiar de tema.Él frunció el ceño, exhaló un suspiro

y la dejó ir.—El Alto Druida que ha estado

sirviendo al usurpador ha desaparecido—respondió, dirigiéndose ahora haciauna de las dos ventanas que iluminabanla habitación—. Debió de aprovechar eldía de la toma del castillo para huircomo el cobarde que es.

Ella sabía que llevaban semanas trasaquel hombre. Imaginaba que el hechode que no encontrasen rastro de él eraalgo bueno, especialmente después de

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oír a algunas de las gentes de Dunnadhablando sobre el druida y cómo éstelos ayudaba a espaldas del viejomonarca.

—Quizá debieseis dejarlo estar —sugirió con suavidad—. Creo que sabeque su tiempo aquí ha terminado ysimplemente se ha marchado.

—Es un traidor —siseó,volviéndose hacia ella.

—Sólo es un hombre más, Dominic—le aseguró ella, caminando hacia él,calmándolo—. Déjalo ir.

Él la miró y suspiró. Sabía que nohabía nada que no hiciera por la ella.

—Está bien, quizá tengas razón —

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aceptó con un resoplido.Ella sacudió la cabeza antes de

preguntar por otra cosa que seguíadándole vueltas en la cabeza. Durante elasalto al castillo, ninguno había visto alsoldado que la capturó la primera vez.Sabía que huyó después de que ellacayese por el acantilado, pero nadiehabía vuelto a verlo desde entonces. Elhombre era el jefe de la guardia deldifunto usurpador y, con todo, a la horade descubrir su paradero u obtenerinformación de las gentes del castillo,todos parecían desconocer su existencia.

—¿Habéis logrado dar ya con esehombre? ¿El capitán de la guardia?

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Se volvió hacia ella y nególentamente con la cabeza.

—Él parece ser otro de los que hadesaparecido de la faz de la tierra —aseguró, pero su tono era más brusco yduro. El resentimiento y el recuerdo delos momentos vividos en el acantiladoseguían presentes en su mente—. Peroaparecerá. Antes o después, alguien darácon él y lo traerá. Tengo una cuentapendiente con él.

Ella guardó silencio.—Aunque suene extraño lo que voy

a decir, él no me hizo daño.Él la fulminó con la mirada.—Casi te mata —respondió entre

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dientes.Sacudiendo la cabeza caminó hacia

él.—En realidad, no. Casi podría decir

que cuidó de mí durante mi cautiverio yél fue quien dio muerte al maldito hijode puta que me disparó la flecha —respondió ella con un ligeroencogimiento de hombros—. Si llegáis aencontrarle, permítele hablar primero,por favor.

Él la miró una vez más,estudiándola.

—Eres demasiado confiada para tupropio bien —respondió, negando conla cabeza y volviendo una vez más a su

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lado—. La ceremonia de coronación secelebrará al atardecer. ¿Te quedarás ami lado hasta entonces?

Ella apretó suavemente los labios,apenada.

—¿Qué clase de estúpida soy, queme alejo de ti? —murmuró, acercando lamano a su rostro y acariciándole lamejilla.

Él le sonrió, atrapando su mano altiempo que bajaba el rostro hacia elsuyo.

—La misma clase de estúpido queyo, por no obligarte a quedarte conmigo—aceptó a escasos centímetros de suslabios—. El amor está lleno de

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sacrificios, diablillo. Nadie dijo quesería sencillo.

Sin darle tiempo a responder, bajóla boca sobre la suya, besándola contodo el amor que sentía por ella.

La ceremonia de coronación se llevóa cabo al atardecer en medio de grandesfestejos y celebraciones. Las gentes delos distintos clanes, así como algunosmiembros de las tribus cruithne sereunieron para celebrar y compartiraquel momento importante de la historia,en la que dos pueblos se unían para darnacimiento a una única nación.

El nuevo monarca sería conocido deahora en adelantecomo Kenneth

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McAlpin, el primer Rey de Alba, aunqueensus círculos más íntimos seguiríanconociéndole como uno de los druidasde Dalriada.

Shadow sonrió al verlo hablar conel jefe del clan McNeil.

Dominic no había dejado de fruncirel ceño y gruñir desde que le comentóhoras antes lo extraño, a la par quefamiliar, le resultaba escuchar el nombrede la casa de Alpin unido al suyo.

Si bien Kenneth era el nombre con elque nació y lo recordaba,identificándose a sí mismo con él, en suinterior seguían pesando más los añosvividos con el clan McTavish y su papel

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como jefe de ese clan.Ella bromeó con él, intentando

aliviar la rigidez que lo envolvía debidoa la tensión previa a la ceremonia.

«Bueno, míralo por el lado bueno.En realidad sólo tendrás queacostumbrarte a un nuevo apellido; tunombre sigue escribiéndose igual: K.Dominic McAlpin».

Todavía recordaba sus ojos enblanco y la sonrisa que luego cubrió suslabios.

—Entonces… vas a irte.La inesperada voz a su espalda la

atrajo al presente y la hizo volverse.Vestido en tonos verdes y marrones,

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luciendo los colores de su clan y elbroche que lo señalaba como uno de loscuatro druidas de Dalriada, Aedan laobservaba con cautela. Su mirada eratranquila, relajada y contenía también unbrillo de resignación.

—Acaba de pedirme que te escolte aKilmartin con las primeras luces delalba y abra el Portal para ti —respondió. Su tono contenía una obviacensura.

Ella se obligó a sostenerle lamirada.

—Mi tiempo aquí ha terminado —murmuró, bajando la mirada sólo pararecorrer a los asistentes con ojos tristes

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—. Tengo que volver…La profunda respiración de Aedan

sonó en sus oídos como el preludio dealgo más.

—Mis deberes son protegerte yservirte, pero he de confesar que hetenido un momento o dos en el que mehubiese encantado ponerte sobre misrodillas y darte una buena zurra —confesó con total sinceridad—. Pero nome corresponde a mí juzgar tusacciones, por erróneas e infantiles queme parezcan.

La sorpresa que le causaron suspalabras la dejaron sin habla. Aquéllaera la primera vez que el druida hablaba

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con tanta sinceridad.—Yo estuve a punto de cometer el

mayor error de mi vida y hacer daño conello a la mujer que más me importa —continuó ahora con un poco de recelo—.No hagas lo mismo… Él no se lomerece.

Ella bajó la mirada al suelo sinsaber qué decir exactamente. No seesperaba aquellas palabras de parte deldruida.

—He tomado mi decisión, Aedan —murmuró en respuesta—. Lamento quemis acciones te parezcan erróneas oinfantiles, pero lo creas o no, loentiendo. Vosotros vivís en tiempos de

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druidas, dónde cada decisión influye enlo que tocáis y aquellos que tenéisalrededor. Cada uno de vosotros soisuna parte importante de algo mayor,como aguas de un pequeño río quetermina confluyendo en el mar… Yosólo soy la piedra que alguien haquitado de la orilla y ha lanzado al agua.Puede que haya nacido aquí, en estaépoca, pero no es a la que pertenezco…

Él la miró, frunciendo el ceño.—He visitado tu tiempo, Shadow,

con lo que puedo entender tu extrañeza yla necesidad de volver a aquello queconoces —aceptó con una ligerainclinación de cabeza—. Pero yo al

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menos sé dónde están mis raíces y dóndequiero que éstas arraiguen, algo quecreo que tú todavía no tienes claro. Sólopor ello voy a hacer lo que me hanpedido y acompañarte de vuelta.

Ella asintió lentamente. ¿Qué podíadecir? Estaba claro que nadie estaba deacuerdo con su decisión. A decirverdad, ella misma estaba insegura alrespecto, pero a pesar de todo iba amarcharse; lo sabía.

Su mirada vagó entre los presentes,deteniéndose sobre el motivo de todaaquella locura a la que fue arrastrada.Dominic estaba hablando ahora conCahir. El laird de los Campbell parecía

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haber cambiado desde el momento enque su espada atravesó al usurpador.Fue como si con aquello pusiera fin alos demonios que lo asediaban,permitiéndole nuevamente la calma. Contodo, la relación entre ambos hermanosseguía siendo tensa, especialmente porsu parte, ya que Dominic se esforzaba enencontrar nuevamente un nexo comúnentre ellos y, a juzgar por el saludo y elbreve abrazo que ahora compartían, susesfuerzos parecían empezar a dar susfrutos.

—Parece que hay heridas queempiezan a cerrarse —murmuró,mirando a los dos hombres al otro lado

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del gran salón.Aedan posó suavemente una mano

sobre su hombro.—Sí, pero otras ocuparán su lugar

—aseguró sin pelos en la lengua—. Yésas no cicatrizarán tan fácilmente, sinoque al contrario seguirán sangrando.Quizá, eternamente.

Con una ligera inclinación decabeza, se excusó y volvió con suesposa, que hablaba con el lairdMcInnes.

Dominic la buscó entre la gente.Estaba hermosísima, vestida de verde yrojo, casi como una novia, pero susemblante no lucía como el de tal. Sus

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ojos verdes estaban apagados, al igualque su sonrisa. La inminente separaciónparecía haberles robado a ambos eldisfrute y la alegría que deberíapredominar en un día como aquél.

Luchando con las ganas de cogerlaen sus brazos y llevársela a cualquierlugar en el que estuviesen solos, sinresponsabilidades ni muertes, cruzó ladistancia que los separaba, asintiendoante las felicitaciones de la gente con laque se cruzaba, hasta detenerse frente aella.

Graciosamente, ella bajó sus ojosverdes con coquetería y le obsequió conuna estudiada reverencia.

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—Majestad —murmuró ella.Él sintió una punzada en el pecho, no

deseaba eso de ella.Quería a la verdadera Shadow, la

mujer capaz de gritar al mismísimo Reyde Inglaterra si lo tuviese delante.

—No quiero que te inclines ante mí—declaró con firmeza. Tomando susmanos, tiró de ella para que seincorporara—. ¿Cuántas veces he derepetirlo?

Ella alzó la mirada y sus labios securvaron en una media sonrisa que nisiquiera llegó a iluminar sus ojos.

—Me pareció divertido —respondiómientras deslizaba las manos de las

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suyas y las subía a su hombro izquierdo,acariciando la insignia de la casa realde Dalriada—. Te sientan bien estoscolores.

Él sacudió la cabeza y suspiró,recorriéndola lentamente con la miraday degustando su cuerpo.

—No has escogido ningún color —murmuró, acariciándole el borde delescote del vestido, dónde lucía lascuatro insignias de los cenels deDalriada.

Ella bajó la mirada para ver susdedos deslizándose suavemente sobre lapiel expuesta de sus senos.

—De saber que no podrías quitarme

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las manos de encima, me habría envueltocon la tela de tartán de los cuatro clanes—aseguró con ironía, haciendo que élretirase la mano y finalmente esbozarauna sonrisa genuina—. Eso está mejor.Es tu día, tienes que disfrutar de él,Majestad.

Él echó un vistazo rápido a sualrededor, viendo cómo la genteinteractuaba, comía y bebía sinprestarles atención.

—Ya habrá tiempo para eso —murmuró, resbalando las manos por susbrazos hasta acariciarle el dorso de lamano con el pulgar—. El nuestro, encambio, se está agotando a pasos

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agigantados.Ella bajó la mirada. Las lágrimas

amenazaban con irrumpir en aquel tiernomomento.

—Shadow… no te vayas —lo oyópronunciar. Su mano subió entonces alrostro femenino, alzándole la cara paraque lo mirase—. Permíteme demostrarteque esta tierra y este tiempo puedetambién proporcionar alegrías… Hasvisto su rostro más cruel, deja que teenseñe la otra cara…

La respiración se le atascó en lagarganta, impidiéndole respirar.

—Dominic… no puedo…Necesito… Necesito irme —susurró, su

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alma resquebrajándose por dentro—.Tienes que dejarme ir, por favor…

Él tomó una profunda respiración.Su cuerpo se tensó visiblemente duranteun largo instante hasta que dejó escaparde nuevo el aire. Su mirada se encontróde nuevo con la de ella.

—Una estación.Ella parpadeó sin entender.—¿Qué?Sus manos subieron ahora a sus

codos, atrayéndola hacia él.—Voy a dejarte ir —aceptó con

firmeza—, pero no renunciaré a ti. Nocometeré el mismo error otra vez,Shadow.

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La incomprensión brillaba en losojos de la muchacha.

—Hay mucho por hacer de ahora enadelante —mumuró mirando a sualrededor—. Las alianzas son frágiles alprincipio, los pueblos sufrieron heridasdemasiado profundas que tardarán encicatrizar; se necesita tiempo paraavanzar y devolver a esta tierra elesplendor que tuvo un día.

Volviéndose ahora a ella, sujetó surostro entre las manos ahuecadas.

—Tres meses, Mi Prometida —declaró sin permitirle apartar la mirada—. Aprovéchalos bien, porque es todoel tiempo que te permitiré estar lejos de

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mí.Ella tragó con dificultad.—¿Me traerías de regreso aún si yo

no quisiera regresar?Sus facciones se endurecieron. Ella

sintió cómo apretaba la mandíbula, sumirada clamaba que no podía creer quehubiese pensado siquiera en algo así.

—No tendré que obligarte, mi amor.Tú vendrás a mí —declaró con totalconfianza—. Como la Alta Druidesa deDalriada, Mi Prometida.

Ella abrió la boca para responder aello, pero él no le dejó.

—Ahora, ¿pasarás conmigo tusúltimas horas en Dalriada?

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Una solitaria lágrima se escurrió porsu mejilla y suspirando asintió.

—Sí, Dominic —aceptó finalmente,sabiendo que no podía luchar contra él.No ahora—. No hay nadie con quienmás desee pasarlas.

Él sonrió.—Buena respuesta, Prometida;

buena respuesta.A la mañana siguiente, cuando el

alba no había hecho más que despuntar,Shadow abandonó el castillo de Dunnaden compañía de dos de sus druidas,dejando el corazón y el alma con elhombre al que amaba. El viaje hasta elemplazamiento de liths en Kintyre

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resultó más breve y silencioso de lo queesperaba, el día había amanecido unavez más envuelto en brumas, impidiendoel paso del sol como si éste se negara adespedirse de ella.

Aedan desmontó, reuniéndose conCiara y ella a los pies del círculo depiedras.

—¿Estás segura de que esto es loque quieres? —preguntó con voz suave yfirme, su mirada fija en ella.

Sus ojos verdes recorrieron losalrededores, empapándose una últimavez de la tierra en la que había pasadolas últimas semanas. Aquella que ledevolvió un pasado olvidado, que

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desentramó para ella los más increíblessecretos. Respiró profundamente,cerrando los ojos para captar una últimavez cada uno de aquellos olores.

—Sí, mi druida —murmuró,abriéndolos y volviéndose ahora haciaél—. Estoy segura.

Con una profunda inclinación decabeza, Aedan se llevó la mano alcorazón y respondió como correspondía.

—Como deseéis, Mi Prometida —declaró antes de girar sobre sus pies ycaminar hacia el círculo formado porcuatro piedras de gran tamaño—. Sitúateen el centro… y te enviaré… a casa.

Luchando por reunir el coraje

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necesario y no echarse a llorar como unaniña pequeña, penetró en el interior delcírculo y se volvió hacia ellos.

Ciara eligió entonces ese momentopara retirar una manta de cuadros de sumontura y entregársela.

—Él quiere que te lo lleves —ledijo entregándole una tela de tartán—.Son los colores de Dalriada.

Ella asintió, se llevó la tela a lanariz, aspirando profundamente, ypercibió su aroma.

—Dile… —comenzó, pero entoncesnegó con la cabeza—. Cuida de él, porfavor.

Ciara asintió con las lágrimas no

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derramadas brillando también en susojos antes de que las dos mujeres sefundiesen en un cálido abrazo.

—No te olvidaré —musitó ladruidesa en su oído—. Y rogaré a losdioses por que regreses pronto.

Shadow apretó los ojos, abrazando asu amiga.

—Ciara, yo…Ella se separó, enmarcó su rostro

con las manos y negó con la cabeza.Entonces la besó en la frente.

—Eres una de nosotros, Shadow —le dijo con una sonrisa—. Los druidasnunca estamos demasiado lejos unos deotros, sin importar el tiempo, la época o

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el lugar. Cuida de ti misma, Prometida.Volveremos a vernos, aunque deba ir ati para ello.

Ella asintió y sonrió a su amiga.Entonces se volvió hacia Aedan.

—Hazlo.Asintiendo, él miró a su esposa en

muda comunicación al tiempo queambos tomaban sus puñales paraderramar unas pequeñas gotas de sangreque le ayudarían a Levantar el Velo quepermitiría a la Prometida de Dalriadaregresar a su época.

—Ve en paz y mantente a salvo,Prometida de Dalriad —declaró en vozbaja—. ¡Que se Alce el Velo!

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El haz de luz apareció rodeando elcírculo, cercándose hasta envolverlasólo a ella, aumentando en intensidadpara, con un único fogonazo,desaparecer por completo. La brisameció la hierba de la amplia llanura,acariciando el círculo de piedra ahoravacío.

El viento soplaba con fuerzaarrastrando a las aves en su vuelo. Lamañana era brillante, el sol lucía en uncielo totalmente despejado, dotando decolor todo lo que la rodeaba. Sus piesdejaron de sentir el tacto de la hierbabajo la amplia falda del vestido y laszapatillas chocaron contra el suelo del

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mosaico que formaba la estrella central.Su mirada se alzó lentamente hasta darcon el segmento en que contenía larepresentación de un cardo. El nombregrabado en el extremo superior parecíaburlarse de ella.

Una solitaria lágrima brotó de susojos, deslizándose por su mejilla hastaterminar cayendo en el suelo. Tras ellacayó otra, y otra más. Los desgarradoressollozos inundaron sus oídos mientrasaferraba con desesperación aquella telaa cuadros y caía al suelo de rodillas,dando rienda suelta a su pena.

—Lo siento, Dominic, lo siento —gimió en medio del agónico dolor que

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oprimía su pecho. Un dolor que ellamisma había elegido—. Lo siento, miamor, lo siento…

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Epílogo

Volver a la rutina no fue fácil.Explicar a su hermano dónde habíaestado en el último mes, mucho menos.

Ramsey escuchó con calma ypredisposición el relato de su hermana,sin poder dejar de sorprenderle loshechos que narraba; unos hechos quecualquiera pondría en duda así como lasalud mental de ésta, pero era difícilrefutarlos cuando la vio bajar por elempedrado camino que llevaba a laTorre de Hércules con un traje de épocay una manta escocesa en las manos.

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El corazón casi le dio un vuelcocuando la vio, más delgada, pálida y conun increíble dolor cubriendo sus ojos.

En circunstancias normales nisiquiera estaría allí aquella mañana,pero por raro que pareciera, habíasoñado con ella, con su regreso,dejándolo tan ansioso que prácticamentearrastró a su mujer fuera de la cama paracruzar la ciudad y subir a la benditaTorre… Y entonces la vio. Sola, vestidacomo una princesa celta, bajando por elempedrado camino con el rostro mojadopor las lágrimas y una angustia tangrande en sus ojos que pensó que jamásse recuperaría.

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Al día siguiente había retirado ladenuncia de la desaparición. Después deinventarse unas cuantas explicacionescreíbles y prometer al comisario queella iría a hablar con él en unos días, lodejaron ir sin más.

Fue ella la que debió dar lasexplicaciones que a él no le pidieron. Laque debió pasar por un examen médico ypsicológico a petición del comisariocuando alegó no recordar nada de loacontecido en el último mes. Losanteriores reportes de sus episodios dememoria selectiva ayudaron a hacercreíble su versión sin despertar mássospechas.

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Durante casi dos meses la vioconsumirse, cayendo en un estadodepresivo que la mantenía despierta porlas noches, gritando sobre muertes,hachas y espadas. Su apetito cambió,desencadenando en una pérdida de pesodescontrolada, la cual sólo fue atajadagracias a su intervención.

Las peleas entre ellos empezaron aser continuas. Ella no deseaba escuchar,se encerraba en sí misma aislándose deél y de todo lo que le rodeaba; sussúplicas se convirtieron en acusacionesy, cuando se hizo obvio que aquello ibaa ir a más, ella explotó. La rabia, elodio, la desesperación, todo lo que

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guardaba en su interior salió a la luzsalpicando a los más cercanos ypermitiéndole volver a emerger; dejaratrás el sentimiento de culpa y negaciónque la asolaba desde su regreso.

Un mes dio paso a otro, y éste a otro.Las estaciones cambiaron y antes de queShadow se diese cuenta, habíantranscurrido seis meses desde suregreso; desde que abandonó aquellopor lo que tendría que haber luchado contodas sus fuerzas.

Había vuelto a su hogar en busca derespuestas. Bien, ya las tenía.

Nunca pensó que llegaría a sentirnostalgia por aquel lugar y sus gentes;

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por la sencillez en la que vivían, lacamaradería y la rutina diaria; por loslargos pasillos de piedra, las fortalezasy la enorme extensión de tierra con susvalles, montañas e inmensos ríos. DejóDalriada con la seguridad de que suhogar estaba en la época actual, junto asu hermano, donde un resfriado podíacurarse con una pastilla y nadie moríade una pulmonía; donde el cielo azul seencapotaba demasiado a menudo ypasaban del frío más extremo al calormás húmedo de un día para otro; dondetodas las comodidades no podían suplirla carencia que había en su alma, unaque no sería cubierta por nadie más que

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él.Dominic. Él era y siempre sería su

mundo, independientemente del lugar ola época. Él era su ancla en la vida, sumorada definitiva… Y lo abandonó delmismo modo que él la dejó la primeravez.

Si antes no creía en el karma, ahoraempezaba a hacerlo.

El graznido de las gaviotas porencima de la cabeza atrajo su atenciónun atardecer más. La piel todavía se leponía de gallina y los escalofríos lerecorrían la espalda, pero era incapazde no regresar día tras día a aquel lugar,el único que la conectaba directamente

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con aquello que dejó escapar.Las olas se elevaban estrellándose

con furia contra las rocas, dejando unapelícula de espuma en el batir de lasolas. El olor a sal y el rugido del vientoen los oídos la envolvía, llevándola a unlugar a siglos de distancia; una regióngemela que llegó a encontrar tandesgarradora como atractiva.

Pasándose la mano por el rostro enun intento por borrar las lágrimas queuna vez más se deslizaban por susmejillas, tomó una profunda respiracióny alzó la cámara que tenía colgada alcuello. Le costó un mundo volver acogerla, todavía recordaba con dolor

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cómo rompió las fotografías y tiró suprecioso tesoro contra el suelo en unarrebato histérico. AfortunadamenteRamsey estaba allí para detenerla.

Su Ramsey. Los últimos meseshabían sido un infierno para él, perojamás bajó los brazos. Una y otra vezestaba ahí, ayudándola, convirtiéndoseen blanco de su furia y desesperación,apoyándola y abrazándola cuando todo asu alrededor se derrumbaba.

Ajustando el zoom, buscó elencuadre apropiado y apretó eldisparador, capturando una instantáneade la agreste costa coruñesa. Gaviotasen pleno vuelo, el aire peinando el

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verde de los campos, flores que sólocrecían en los acantilados; todo quedóplasmado en fotogramas.

Comprobando que la última de lasfotos no había salido movida, Shadowvolvió a poner la cámara en posición yajustó el enfoque, abriendo el plano enuna panorámica que pronto registró algoque un instante antes no había estadoallí; que no debería de estar allí.

Aumentó el zoom para ver cómounas largas piernas enfundadas enpantalones vaqueros se iban acercandoen su dirección. Siguió abriendo elplano, captando una cazadora de cueronegra cuya única nota de color era una

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bufanda a cuadros escoceses cuyodiseño hizo que se le parara el corazón.

Los rebeldes mechones de pelonegro enmarcaban un rostro demasculinas y duras facciones, realzandoel tono bronceado de su piel y unosadorables ojos dorados.

Las lágrimas empezaron a deslizarsepor su rostro. Tenía miedo de bajar lacámara y descubrir que la realidad noera la que reflejaba la lente; que nofuese más que su imaginación, poniendoen imágenes aquello que más deseaba enla vida.

—¿Lista para volver a casa?Ahogó un quejido y bajó la cámara

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al escuchar la profunda voz masculina,allí, acercándose inexorablemente aella; magnífico, poderoso, como elantiguo rey que era. Todo su mundo, elúnico lugar al que realmente pertenecía.

—¿Te ha comido la lengua el gato,diablillo? —le dijo, deteniéndose aescasos pasos de ella y conteniéndose aduras penas.

Ella se lamió los labios. Su miradale recorrió por entero no deseandoromper el hechizo del momento,temiendo que si decía algo, el sueño sedesvanecería y él no estaría allí.

—Dominic…Él le sonrió. Aquella magnífica y

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rompedora sonrisa le iluminó el rostro,haciendo que la sangre le hirviera en lasvenas.

—Lamento llegar tarde —le dijoentonces con ese marcado acento—.Parece que no puedo hacer nada bien sinla Prometida de Dalriada a mi lado yRuna no deja de darme la lata con quetengo que encontrar a alguien que cubrael puesto de Alta Druidesa; no entiendeque ese puesto está ya ocupado,esperándote…

Ella era incapaz de pronunciarpalabra. Tenía miedo de emitir un sólosonido y que él desapareciese. Un nuevopaso y él estaba una vez más junto a

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ella. Su poder la envolvía y sobrecogía,mientras sus ojos dorados noabandonaban su rostro, como si éltemiese también perderla de vista.

—Te marchaste llevándote contigotodo lo que soy, diablillo. No podíapermitirlo —aseguró, extendiendo lamano hacia su mejilla. Esa caricia lahizo temblar—. Vuelve conmigo a casa,Shadow. Ven conmigo a Dalriada ypermite que te muestre la asombrosatierra que es.

Las lágrimas empezaron a resbalaruna vez más por sus mejillas.

—Estás aquí —se encontrómurmurando, sus labios estirándose en

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una tímida sonrisa.Él correspondió a su sonrisa,

tomando con su mano libre la de ella yllevándosela a los labios.

—Te dije que no te abandonaría otravez —le aseguró, llevándose losnudillos a los labios y volviéndoledespués la mano para depositar otrobeso en la palma—. Eres mi mundo,Shadow. Mi reino, el más importante demis deberes. Allí dónde tú estés esdonde siempre voy a estar yo… Si noquieres regresar, me quedaré contigo.

Ella ahogó un sollozo. Su rostrocubierto de lágrimas esbozaba la máshermosa de las sonrisas. Sacudiendo la

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cabeza, se las arregló para balbucearuna clara negativa.

—No.Él arqueó una ceja en respuesta.—No, ¿qué?Su sonrisa se amplió.—Quiero regresar —aseguró,

mordiéndose el labio inferior condesesperación—. Pensé que volviendo aeste tiempo las cosas irían bien, pero nofue así. Me empeñé en volver a mi hogarsin entender que siempre estuve en él.Pertenezco a un tiempo de druidas,Dominic. Mi hogar, mi mundo, toda lamagia está en ti. Llévame a casa.Llévame a Dalriada.

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Él la miró a los ojos, leyendo allí laverdad de sus palabras y el amor quenunca había dejado de sentir por él.

—¿Estás segura? —le preguntó,levantando su rostro hacia el de él—. Siquieres quedarte…

Shadow negó con la cabeza.—Estoy segura.Lentamente se volvió para mirar a su

alrededor, grabándose el bello paisajeen la memoria. Sonriendo, se girófinalmente a él.

—Llegas tres meses tarde, porcierto, Majestad —declaró ella,limpiándose las lágrimas y poniendo demanifiesto que recordaba su promesa.

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Él sonrió y se inclinó sobre ella,abrazándola mientras reclamaba suslabios en un suave y tierno beso lleno depromesas.

—Como dije, no soy capaz de hacernada si no te tengo a mi lado —repitiócon un ligero encogimiento de hombros—. Pensar cómo estarías, qué estaríashaciendo, si querrías volver a mi lado…me distraía a menudo.

Ella sonrió y le echó los brazos alcuello.

—Tendré que encargarme de que apartir de ahora prestes atención.

Él esbozó una irónica sonrisa.—Runa estará encantada de que lo

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hagas, al igual que tus otros druidas —aseguró dejando escapar un suavesuspiro—. Ellos también te han echadode menos.

Ella asintió y finalmente preguntó.—¿Podremos venir de vez en cuando

de visita?Él se echó a reír, abrazándola.—No quiero dejar a mi hermano —

añadió—. Puede que no tengamos lamisma sangre, pero es mi familia,Dominic.

Arropándola entre sus brazos, con sumirada puesta sobre la de ella, asintió.

—Lo que desees, Mi Prometida —respondió a un suspiro de sus labios.

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Ella sonrió. Sus manos leenmarcaron el rostro para atraerlo máscerca del de ella.

—Deseo volver a casa, Dominic —susurró, acariciando sus labios—.Volvamos a Dalriada.

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Glosario

Aceim: Esposo, en gaélico.Aisling: Conocido también como «elsueño del vidente», es el don que tienenalgunos druidas para vislumbrar elfuturo.Ard Draoi: Alto Druida, en gaélico.Ard Tiarna: Título de nobleza y respetode los antiguos reyes. Se puede traducircomo Gran Señor.Asarlaí: Hechicero ritual en las tribuscruithne. Chamán.Banfhilid: Druidesa, en gaélico.Bardo: Persona que se encargaba de

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transmitir las historias y leyendas demanera oral, a menudo a través decanciones.Bráthair: Hermano, en gaélico.Breogán: Rey celta del territorio quehoy se conoce como Galicia, queconstruyó en la ciudad de Brigantia unatorre, de gran altura, desde la cual sepodían divisar las costas de Irlanda,distantes a más de 900 kilómetros. Secree que la ciudad de Brigantia, de lacual se desconoce su ubicación, podríatratarse de Brigantium (A Coruña) y sutorre identificarse con el faro romano dela Torre de Hércules, sito en la mismaciudad.

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Càrn an t-Sbhail: Una de las colinasmás altas de las tierras de Dalriada. Ensu interior se encuentran las termas a lasque sólo tienen acceso los druidas.Cean Loch Gilb: Una de las principalesregiones de Dalriada, en la que se ubicaKilmartin Glen. Se la considera elmismo corazón de Escocia.Cenel: Cada uno de los señoríos en losque se dividió el Rei-no de Dalriada,siendo un total de cuatro: nGabráin,Loairne, Óengusa y Comgall.Cruithne: También conocidos comopictos, fueron una de las primeras tribusceltas que se asentaron en las islasbritánicas.

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Draoi: Druida, en gaélico.Dunnad: Capital de Dalriada, cuna delos primeros reyes escoceses.Elegida: También conocida como laPrometida de Dalriada.Laird: Cabeza o jefe de un clan.Levantar el Velo: Rito por el que losdruidas de Dalriada podían abrir unabrecha en la trama del tiempo,permitiéndoles hacer «el viaje». Éstesólo se puede llevar a cabo en unascondiciones y lugares específicos.Liths: Piedras megalíticas en posiciónvertical que se utilizan co-mo «portalesde viaje». Contienen un gran podermístico.

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Loairne: Uno de los cuatro señoríos deDalriada. Está dirigi-do por el clanMcNeil.Plaid: Pieza de tela de grandesdimensiones, parecida a una manta, quese enrolla en pliegues en torno al cuerpoy, en ocasiones, se ciñe a la cintura porun cinturón. Una parte de la manta caehasta las rodillas, mientras que el restodel material cubre la parte superior,cruzando el pecho, hasta caer sobre unhombro, donde se sujeta con un broche oalfiler. Está confeccionada con el diseñodel tartán.Piedras de viaje (Liths): Piedrasmegalíticas en posición vertical que se

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utilizan como portales. Contienen ungran poder místico.Portal: Abertura astral a través de lacual los druidas realizan los viajes entredos épocas.Prometida de Dalriada: Doncellaelegida que regresaría a Dalriada paraliberar a los escotos del yugonorthumbriano y devolver la paz alreino.Pueblo escoto: Una de las primerastribus celtas que pobló Escocia,estableciéndose principalmente en elReino de Dalriada.McEochaid: Alpin McEochaid, rey deDalriada.

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Mnatha: Esposa, en gaélico.Mo graidh: Mi amor, en gaélico.Mo Ríoghain: Mi Reina, en gaélico.Neblina del Sueño: Encantamientodruídico que crea una fina niebla queinduce al sueño.nGabráin: Uno de los cuatro señoríosen los que se divide el Reino deDalriada. Ocupa la región de Kyntire,sede del clan McTavish.Reino de Dalriada: Reino escoto,existente en la costa oeste de Escociadesde finales del siglo V hasta mediadosdel siglo IX.Reunión de los Clanes: Asamblea en laque se dan cita los jefes de cada clan

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para discutir los asuntos másimportantes de la región y/o del reino.Rosa de los Vientos (Stella Maris):Uno de los portales de viaje. Es elmosaico situado en el parque de laTorre de Hércules, obra de CorreaCorredoira (1994), que representa, porun lado a los Pueblos Celtas y por elotro a Tarsis, la patria del giganteGerión.Scail: Sombra, en gaélico. Es el nombreque la madre biológica de Shadowescogió para ella.Scáthach: Druidesa guerrera de un clan.Stane Alane: Monolito situado a dosquilómetros de Cean Loch Gilb,

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conocido comúnmente como Menhir.Marca el punto de encuentro de laReunión de los Clanes.Unión de Manos: Ceremoniamatrimonial por la que los contrayentesaceptaban unir sus vidas durante un añoy un día.Velo de los Recuerdos: Poder druídicoque reprime y oculta algún fragmento oserie de recuerdos de su portador,haciendo que se desvanezcan y no setenga conciencia de ellos.Wiccanos: Practicantes de la Wicca,una religión neopagana desarrollada enInglaterra durante la primera mitad delsiglo XX. Están en contacto con la

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Naturaleza y aprenden a curar medianteel manejo de las energías.

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KELLY DREAMS, mi nombre esRaquel, aunque la mayoría de la genteme conoce como Kelly. He pasado todami vida, una existencia que actualmentese limita a 30 años en Mondego, unpequeño pueblo a las afueras de ACoruña. Soy una enamorada de losanimales como lo demuestran los tres

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perros y los seis gatos que pululan pormi hogar.

Diría que empecé a escribir a eso delos catorce o quince años, un día meencontré plasmando mis fantasías yanhelos en un papel y este poco a pocofue cobrando vida hasta convertirse enuna de esas muchas historias quesiempre acababan en un cajón y que semueren por ver la luz del día.

La Redentora de Almas ha sido unade esas historias, quizás no la primera,pero sí a la que guardo más cariñoporque en el fondo todas buscamos esaparte que nos falta y que se presenta enla forma del hombre o la mujer con la

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que compartimos nuestras vidas. Siendoadministrativa y encontrándomeactualmente en paro, aprovecho todo eltiempo que tengo libre en escribir ypermitir que esos personajes que nacende mi cabeza y me han estadoacompañando a lo largo de los añoscobren vida en mis libros.