EN LOS DÍAS CLAROS - saber.es · acogerá dentro de ella toda . 9 la hermosura de la flor más...
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CUESTA ENTENDER LA VIDA
Un árbol de manzanas es la vida:
finas, afiladas, gruesas, redondas;
en el suelo, despojos de un aire hostil,
de una enfermedad reciente, negras las entrañas;
brillantes en las ramas, pregonan riquezas al sol
del mediodía y a la luna de medianoche.
Todas, de piel tersa o arrugada, ofrecen su cuerpo
al surco de la tierra y a la mano certera.
En la infancia las robamos -fruto prohibido-,
sin importarnos el sulfato, esas gotas blanquecinas
pegadas como sellos al calor de la tarde,
porque no las vamos a comer;
dañan los dientes, los labios sucios, la lengua…
De niño observas con paciencia,
pero no disparas: reservas munición.
Siendo joven, buscas la última,
aquella que cada día despierta la mañana
y encierra la noche desde su torre vigía.
Probablemente consigas alcanzarla,
e incluso pruebas un trozo seleccionado,
que premie los rasguños habidos,
el dolor de piernas y brazos.
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Luego, en tu habitación, delante del papel de examen,
valoras si ha merecido la pena.
Mayor, cumplidos los cuarenta, solo escoges
las fáciles, al alcance de la cesta, sobre el tapial,
o en la pradera, entre las hierbas secas,
sin mirar su aspecto, el roce áspero, su olor.
Te sientas en el banco del paseo
y disfrutas del sabor, de la frescura de esa carne sabrosa.
Ya en casa el espejo dicta sentencia,
y tú la cumplirás sin falta.
¡Cuánto cuesta entender la vida!
Niño, deseas febrilmente ser mayor,
pensar como ellos y obrar de igual manera;
en la juventud no hay relojes, no mides el tiempo,
que se ha detenido a los veintinueve años y once meses;
en la edad madura ves ya la meta, arriba,
bien señalada, para que no detengas el paso.
Y es que la vida es una manzana, verde
o madura, apetitosa siempre,
a la cual debemos conseguir, aunque quemaduras
profundas suframos en el proceso.
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DIBUJOS Y VERSOS
Me hablas siempre de un amor
tan antiguo como el puente
donde apoyábamos nuestros pasos,
doloridos de perseguir el sosiego de la tarde.
De ese huésped que un día llamó a tu puerta
para quedarse, pero que no lo hizo
porque necesitaba presencias -me dices-
y el verano solo trae lejanías.
No sé mucho de quereres, Carmen;
sin embargo, uno conocí muy de cerca
y fue valiente, decidido, te lo aseguro,
capaz de abandonar un país de nieve,
de tirar un trabajo por la borda de un avión
lejano, por alguien
de quien desconocía hasta el nombre.
No precisa el amor paseos escondidos,
ni jardines solitarios, ni atardeceres mudos
o noches ciegas, sin caminos de vuelta;
tampoco se nutre de una mirada,
por insistente que sea, ni de esa mano
que, impelida, busca los secretos más ocultos;
el amor del que te hablo ni palabras
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utiliza, en ocasiones tan dulces.
¡Qué fácil resultaría así! Y qué perecedero también.
Allí, en la caja donde escondes tu infancia
hay un cuaderno de pastas verdes,
algo gastadas, con dibujos y versos,
ábrela y lee con atención.
Hallarás eso buscado con tanto anhelo,
pero que hoy, después de muchos intentos,
todavía, ya de regreso, no has encontrado:
“Sobre una nube la letra A”.
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EL ESCRITOR
Como ermitaño, que con el amanecer,
allí, en el valle, donde habita
su preocupación, busca entre hierbas y retamas
aquellas escogidas para sustento
de almas y cuerpos ofrecidos,
así selecciona el escritor las palabras
más bellas, vivas, enteras…
Por ello sale al campo, al encuentro
de las flores, refugio permanente de la belleza,
o se sienta en la roca caliente del mar
para observar su fuerza, la lucha persistente
de las olas, la furia blanca,
ejemplos de vida intensa,
o en silla de paja, contempla el ciclo
de la higuera: brotes hinchados, frutos
dulces, hojas muertas que pronto las aguas
del invierno pudrirán
según está escrito en el libro primero.
Sin embargo, en este horno cuecen mal
las palabras, siempre huidizas, indómitas,
incluso, aunque uses el viejo diccionario,
como recomiendan los poetas cultos.
Jamás, una expresión, tal vez acertada,
acogerá dentro de ella toda
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la hermosura de la flor más monótona,
ni la eterna movilidad del mar,
ni los pasos certeros de la naturaleza.
Vana misión es por tanto traerlos a los textos
convencidos de haber robado su esencia;
resultan modelos inimitables,
la lengua no posee ese poder.
Si consigues que por ti lleguen a ellos,
habrás cumplido tu misión con creces.
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CON VIENTO DE CARA
Alguna vez habrás caminado con el viento
de cara: sentir el dolor de los árboles
en el paseo, rotas las hileras;
soportar el filo de las piedras, minúsculas
balas golpeando tu rostro de combate;
la ropa entre las piernas tirando
de tu cuerpo con cuerdas invisibles,
el cabello erizado, las manos descompuestas…
Y sin embargo, has de acudir a ese examen
del que depende un puesto de trabajo;
ir a esa cita, en tantas ocasiones buscada
y, por fin, hoy conseguida;
visitar a ese familiar, a quien
has de llevar una camisa limpia.
¡Cuántas veces lo hice!
Por ejemplo, cuando, niño, alguien
escondió la inocencia en una carcajada,
y conociste entonces la crudeza de la verdad;
cuando aquella tarde, el amor anunciado
no salió al encuentro,
y supiste lo poco que valen las palabras
en boca de predicador;
cuando llamaron a tu puerta
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con un sobre de bordes negros,
y pensaste en las oportunidades perdidas.
En la vida del hombre el viento con frecuencia
sopla de cara, por eso sentimos tanto placer,
asomados a la ventana, contemplando la lucha
de las farolas por mantenerse erguidas
en día de tormenta,
o el esfuerzo de la mujer por abrir su paraguas
ante la lluvia asesina.
Valerosas victorias que te obligan
a seguir luchando en esta contienda,
tan dura y persistente,
de la cual somos soldados de relevo.
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DESDE LA ORILLA
Como deudor
que espera el día para saldar la deuda,
entrega el río su tributo.
No se detiene,
ni arquea su espalda ante
el rostro fiero de la mar dueña.
Mira de frente,
templa el brazo,
y clava certera fecha en el grávido vientre.
Atrás quedan los árboles, sus gestos sonoros,
las burlas veloces de las golondrinas,
y la mirada, aquella mirada compasiva
que limpió las heridas de tu cuerpo
cuando, de noche, quisieron
manchar tu sangre, limpia sangre de río.
No teme el río a la muerte.
Al atardecer, una mujer robará su alma
y unos senos, dulces, la amamantarán.
Si quieres comprobar su presencia,
escucha al silencio,
y acércate paso a paso.
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Verás en cama oscura
despertar de la muerte la vida.
Pronto el río, una vez más, vencerá.
Prepara la lanza, brama,
-toro al que el acero ha cortado su aire-
rompe las barreras que torpemente
cierran su caminar de espumas,
y por fin, la roca, última roca,
cae derrotada por la pendiente.
Salta río, avanza, corre tenaz.
El sol te persigue desde su centro
y los prados y los niños acarician
de nuevo tu gloriosa espalda.
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TU REGRESO
Llamaba el viento en mi ventana
cuando distingo tu figura entre las acacias.
Cada paso suena en mi corazón
como toque de campana funeraria.
Apenas unos días de alejamiento,
y nos miramos inseguros, temerosos,
como miran las hojas al viento, al sol,
verdugos de su leve existencia.
Comprendí entonces cuánto te necesito,
hasta qué punto tu aire es mi aire,
hasta qué punto tu voz guía mis pasos,
árbol robusto, en cuya sombra crecen
finas hierbas cada primavera.
Yo, niño eterno, recordé al instante
la mano caliente en las mañanas frías,
las brasas risueñas en las noches tranquilas,
el sudor amargo de los días sin gloria...
Por eso, hoy, antes que el reloj aleje
tus ojos de mis ojos ciegos,
llévame contigo
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a donde tú vayas. Los dos formaremos
un mismo corazón y una única alma,
una sola primavera verde
y un solo otoño amarillo.
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CUMPLEAÑOS
Dios mío,
hoy quiero abrazarte
y pedirte perdón desde este banco
de madera, solitario, frío.
Estás ahí, oigo tu respirar
fatigado, siento tus ojos
clavados en los míos, cobardes.
Dame la mano, Dios mío,
y acércame a ti,
ponme sobre tus piernas,
niño asustado a quien persigue la vida.
Quiero ver tu sonrisa,
recostarme en tu pecho, con tu ropa
taparme, porque me consume el miedo
amarillo de la muerte inútil.
Que llevas tiempo esperándome,
que muchas veces he pasado cerca
y he vuelto la espalda,
que has sacado muchas espinas
de mis pies descalzos, sin darte
las gracias siquiera, y he preferido
seguir andando solo, pisando
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sobre las duras piedras de este ya largo camino.
Alguna vez mirarías el reloj
y moverías, enfadado, la cabeza,
al comprobar mi tardanza
día tras día, año tras año.
Pero Tú sabes que ningún padre
se retira sin besar el sueño del hijo,
aunque éste duerma lejos.
Hoy quiero abrazarte,
Dios mío,
y decirte, cara a cara,
como hablan los hombres:
cuenta conmigo,
clavaré tu estandarte en la montaña más alta,
para que el viento muestre tu nombre
y el eco repita tu mensaje.
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TIEMPOS MODERNOS
Habita el hombre una casa de mil
puertas, todas cerradas.
Cada tiempo -certero siglo veintiuno-
golpea insistentemente las suyas.
“Me llamo Violencia y soy dueña
del mundo. Domino las calles, en especial
las noches festivas; visito los colegios,
las casas, y hasta la tele en cualquier programa,
incluso de color. He conseguido ser tan grande
que solo con una mirada enciendo todos los rincones”.
“Yo soy Virtudes, una mujer feliz,
siempre vestida de largo –terciopelo púrpura-.
Ayer vendí un millón de acciones y
compré un chalé –quinientos metros- en la costa
donde trabajan seis emigrantes por trescientos euros al mes.
Mañana dejaré una limosna en mi parroquia,
y la ropa usada, con etiquetas visibles”.
“A mí dicen Soledad, y resido en pisos
de ancianos sobre todo. Ocupo la silla
del hijo, del nieto. Protesto cuando enferman
o les sangran las grietas del corazón.
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También frecuento los cines, las discotecas, los bares
de copas; allí, entre risas y humo, vivo yo también”.
A veces, por sorpresa, acude la ternura,
pero no habla ni participa en la conversación;
avergonzada, en el suelo los ojos, se sienta lejos
y espera. Alguna vez alguien la saluda
o roza sus hombros, nada más.
Ella conoce bien que su papel es secundario;
otros ejercen de protagonistas.
En el teatro actual, sobrado de actores,
la ternura, como la delicadeza, no suben al escenario;
en un palco, tras viejas cortinas, añoran épocas pasadas,
que, en esto, si fueron mejores.
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LA MUERTE ME HIZO UN REGALO
Cuarenta y tres años muerto.
Pasando hojas en el libro de los días
sin enterarme apenas, sin detenerme
en los dibujos siquiera, muchos tan bellos
en sus trazos, en sus colores, rojos, verdes;
mirando por la ventana de un piso quinto,
desde donde todo se ve: las torres góticas
de la catedral más esbelta, el temblor de la
calle, la angustia perenne de los tiestos,
los pasos acelerados de un hombre anónimo,
un trozo minúsculo de retrovisor…,
y no apreciar nada, chopos vulgares
de carretera a ciento veinte kilómetros por hora;
andando caminos de primavera y otoño,
con amaneceres muertos y viejos atardeceres,
de paseo por el río que proclama sus frutos
o sentado en el brocal de un pozo sediento.
Caminar y caminar, como lo hace el sol,
la lluvia, por rutina, por obligación.
Hasta que la muerte me hizo un regalo
y todo se mudó de inmediato.
¡Qué saciada satisfacción vivir viviendo!
Saber que cada día surge una oportunidad
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irrepetible de disfrutar conscientemente,
y aprovecharla: rojo, verde, mezclan bien;
conocer que en tu ventana se pinta
los labios el mundo, y tú también;
contemplar cómo la flor más pequeña
encierra toda la belleza del paisaje,
del cual formas parte selecta.
Con frecuencia la muerte avisa del error,
sobre todo siendo joven e inconsciente, con viento
a favor en medio de la llanura.
Tienes que oír el eco de la tormenta
o el escozor del granizo en el valle
parra limpiar tu mente y retirar la cortina
de tus ojos vacíos; solo así
entenderás el sentido de la vida y te agarrarás a su brazo.
Y es que, a veces, la muerte nos hace un regalo:
despertar de un sueño mudo e iniciar la travesía
en camarote exterior, contemplando las olas de cerca.
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OTRA VEZ
Esta tarde he visto a la enfermedad muy cerca.
Entró sin llamar, como hace siempre,
y se sentó en silla de madera;
después en sofá de muelles;
y acabó en la cama, bien tapada.
¡Qué dama tan severa.
Anda todos los caminos sin saludar a nadie;
sabe bien su papel!
Hace años la encontré
en un hospital de ladrillo rojo:
cara seria, cabellos muy blancos,
brazos enormes, flacos,
sobre la colcha, libro caído.
Era joven, casi un niño,
y desconocía su poder.
Por eso, cuando abandoné la sala,
le dije hasta luego.
No tardó en volver;
apenas unos meses, según recuerdo.
Esta vez mostraba un rostro alegre
-se reía en los chistes-,
manos ágiles persiguiendo minutos,
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horas, en el reloj implacable de la vida.
Conocía ya su fuerza,
y la miré con rabia, la maldije:
“Jamás a mi lado. Márchate”.
Durante algún tiempo no supe de ella.
Habrá ido lejos, a otro país,
a otro pueblo, a otra ciudad...,
me habría olvidado, no soy importante.
Pero no, los buenos jugadores nunca dejan
solo el tapete, ni las cartas marcadas,
aunque, a veces, así lo parezca.
Regresó, y se colocó a mi lado,
en esta tarde gris, tímida,
de primavera reciente, en un lugar
donde únicamente crece el otoño.
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VIAJE A CANTABRIA
Llega un tiempo en que las espigas
miran al sol con piedad
y las almas se agrietan en sus bordes,
entonces, muy de mañana, (la luna
muestra las quejas de la noche)
te preparas e inicias el viaje
buscando el sosiego del mar.
Ves despertar al sol, acostarse a las estrellas;
sorprendes las primeras pinceladas en el horizonte,
las últimas lágrimas blancas sobre las piedras;
las casas, calientes madrigueras de adobe,
dibujan, a lo lejos, toscas siluetas;
huyen los árboles
de la hambrienta velocidad asesina.
Solo la carretera, impasible, en líneas
rectas interminables persiguiendo el cielo.
Ni pájaros, asustados, ni viento, humillado;
frenos (velocidad), bocinas (velocidad).
Un largo viaje para escuchar los lamentos
de olas ahogadas en aceite y suciedad;
modernas sombrillas ocultando
soledades bajo olorosas cremas;
bancos comidos por el salitre
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reposando dolores de corazones enfermos;
y bares, muchos bares, espaciosas cafeterías
oliendo a plato combinado...
De regreso, los gritos en la maleta,
escoges parada y entras en el edificio
cual soldado, en los límites del esfuerzo.
En cada peldaño de la fría escalera,
de otras épocas y otros deseos,
está escrito este lema:
“No abandones; sigue.”
Por la abertura de una ventana sin cristal
ves al cielo lavarse, el vestido verde
de los montes; oyes al viento susurrar
en los árboles, al pájaro pregonar su canto
festivo sobre el tapial,
palabras de hombre en la lejanía...
Comprendes ahora por qué las sendas
nunca mueren; por qué alguien
contempla el mundo desde la dulce
rendija de un monasterio donde
se ha refugiado la belleza para perpetuar su esencia.
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INFANCIA
Para Tasio y María, su hija
Acudes una tarde de julio,
como cada año, allí, donde
has enterrado tu infancia para siempre,
y, de pronto, un río de cristales
va cortando tu cuerpo, sientes el escozor
de sus puntas, las heridas:
han derribado el nogal del patio,
ni resto de su sombra materna.
En un instante, pasas de joven a anciano,
cambias el aro por la cómoda butaca.
La juventud, la madurez, una vez se viven,
pasadas, mueren, y no regresan nunca;
la infancia no marcha, está ahí,
esperándote: con agua para tu sed,
con alimentos para tu hambre.
¡Buen guardián en alerta!
Ningún hombre sin infancia,
leemos en los libros de la vida:
domina el juego, el presente;
ríe la alegría, ahuyenta la pena;
triunfan los sueños, las promesas;
no hay sitio para el dolor y la pesadumbre.
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Por eso, sin infancia, en verdad, no existe
vida; solo búsqueda de la muerte.
¡Cuántas veces durmió la mía bajo
el nogal! Su sombra, amplia,
me cobijaba, me defendía de los enemigos,
crueles ogros al acecho.
Tirado en el suelo, veía caminar
a las nubes y marchaba con ellas:
a París con Pedro Delgado, a Nápoles
con Maradona, a Asia con Julio Verne...
No regresaba cansado: había dormido
en lujosos hoteles; había viajado en buen coche.
Entended por ello que me sienta
tan frustrado. Me habéis robado la memoria
y ya no sé volver.
Me habéis quitado el caramelo que
aminoraba con su dulzura mis pesares,
habéis cegado la senda de regreso,
me habéis dejado sin fechas, sin calendario.
Ah, se me olvidaba: en su lugar
han edificado un chalé. Precioso, me dicen.
28
PUEBLO ABANDONADO
¿Habéis visto un pueblo abandonado?
¿Sus bombillas encendidas a las doce
de la mañana?,¿casas derruidas
dejando contemplar los secretos
mejor guardados?, ¿el cementerio, sin puerta
ni cipreses, cubierto de arbustos,
rebeldes, ante la ausencia de pasos?
Permanece la fuente fiel, sí,
con el amanecer o la noche.
Nadie la puede robar. Lo hubieran hecho,
pero el agua no olvida sus manantiales.
Yo lo vi en Palencia, al sur,
en la comarca donde el sol vigila
y el viento observa, orgullosos de su dominio.
Ante imágenes tan nítidas de paredes
rotas, de tejados sin cubierta,
recientes esqueletos sin enterrar,
sentí rabia, la rabia del impotente
en guerra perdida, y miré a los lados
buscando sorprender a alguien
a quien el remordimiento hubiera citado.
No encontré a nadie:
ni pájaros en el alero ni cigüeñas en la torre.
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Sólo el llanto sucio de una muñeca entre
las ruinas y la tenue queja de una esquila a lo lejos.
Nada más.
Silencio, soledad, desconfianza, temor,
caminos burlados, calles andadas por montones
de tapial, de adobe, amasados por la lluvia...
Al regresar, huyendo de los ladrones
de tumbas, recordé mi propia historia:
¿puede ser la tierra tan ingrata que expulse
a sus hijos?, ¿tan mala madre
que les niegue alimento?, ¿tan austera
que no deje brotar la sonrisa, el amor?
No, no conozco madres tan crueles.
A veces te castigan, te niegan
el pan, hielan el vino, mas nunca se agotan
sus ubres ni venden en subasta su dulzura.
Por eso lamento esta ingratitud,
este olvido de hombres sin infancia, sin memoria,
que ni siquiera en verano
limpian el polvo de sus raíces.
¡Pocas cosas verás en el mundo más tristes
que un pueblo asesinado en la llanura!
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PASEO DEL RÍO
No queda cerca el paseo del río,
más bien al contrario, bastante lejos:
una senda cobarde, entre olmos y zarzales,
te conduce; bancos de madera
invitan a sentarse o a mirar el agua,
siempre vestida de sorpresa.
Allí pasea la soledad con capa negra,
labios pintados, un libro en la mano;
el joven intrépido, rebosante de luz,
en la mente una maleta de viaje;
allí suda el parado su mala suerte
por el estrecho sendero de la esperanza;
allí reposa la duda el anciano
temiendo de la noche sus huellas;
la mujer, madura, llena de años
y de misterios, apoyada en la espera;
o el señor con traje, gritos y dinero, esconde
su codicia bajo la sombra muerta de la acacia;
o el amor vestido de gala sobre la barandilla,
prestando sus ojos a la corriente…
A todos consuela el río, padre bueno:
“Conmigo corre el cielo
más azul, la tarde
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más roja; yo arrastro el perfume
de la rosa más tierna, del jilguero
su canto, el arrullo de las hojas,
las palabras en forma de botella
y los sueños en carro rizado.
Ven hasta aquí.
Encontrarás para tu herida el bálsamo,
el alimento de tu promesa. Ven.”
Y el río se aleja burlón,
tirando de la carga, orgulloso
de que mañana alguien se acerque hasta su cauce
y deposite sobre él su cesta.
Otra vez habrá cumplido su misión de escape
para vidas en carrera, sin vallas en la pista.
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CALZADA
Sé de la sequedad de tus tierras,
de tus páramos, de tus antiguas cañadas,
pero así te quiero;
sé de tus fuentes, escasas, de tus valles,
de tus viejas encinas y de tus robles miradores,
pero así te quiero;
sé de tu carácter, esquivo, de envidias,
de luchas y derrotas diarias,
pero así te quiero.
Sí, así te quiero, con mi alma,
que es la tuya, con tu alma,
que es la mía, la de todos.
Naces con un sabor en la boca;
pronto reconoces el aire que respiras,
el olor del negrillo y de la palera;
distinguen tus oídos la música
de jotas, carros, máquinas labradoras;
el adobe acostumbra a tus ojos,
y las oscuras tejas y el tapial solidario.
Conjuntamente tiran de una cuerda,
que tú no ves, pero existe;
siempre empujando en la misma dirección.
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Vinieron tiempos de trigos muertos,
y comiste pan negro, de orgulloso centeno;
a veces las viñas también cedían
ante enemigas tormentas y frías heladas,
y bebiste el agua dulce de tu fuente;
una noche oíste el grito de la ciudad, llamándote,
y acudiste, sin olvidar el camino de vuelta.
Como emigrante de país lejano, sin casa
(sólo una en la vida), regresa
en vacaciones, con muebles, con hijos,
por carreteras difíciles, por olas amigas,
obedeciendo a esa cuerda invisible que tira de ellos,
así tú, cada verano o navidad,
sientes el tirón y vuelves confiado
a regar la raíz plantada en tu suelo.
Calzada, pueblo mío,
que permitiste a los romanos darte nombre
y a los monjes apellido,
muchas sendas se anduvieron con tu pan
y con tu vino; con tus bueyes,
con tus rebaños, con tus molinos,
cuánta hambre huyó lejos.
Viste batallas, juicios, pestes,
soportaste una cárcel en tu edifico más glorioso,
permitiste caminar por tus calles
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a hombres rubios, en peregrinación santa,
les diste aposento y ermitas donde rezar.
Repartiste tierras, suertes,
cuando cedió el yugo que te oprimía
y creciste, junto a la libertad y los sueños.
Fueron años favorables, jóvenes,
volvieron tus fiestas, tus bailes;
se llenaron los barrios de chiquillos,
el viento acercó silbidos de trenes nuevos;
llamó la carretera, y la abriste;
y la radio, y el teleclub con chimenea francesa…
Te duelen los años, lo sé.
La historia pesa tanto que muchos hombres
no soportan esa carga,
y se doblan cual cañas verdes.
Limpiaremos tus heridas, las curaremos
con pomadas de ternura, con hierbas olorosas.
¡Qué hijo no atiende al padre enfermo!
Encontrarás otra vez la juventud.
Los pueblos no mueren, si no lo hacen sus gentes;
se debilitan, sufren de olvidos, de rencores,
mas, en última instancia, queda la cuerda,
que tira, tira de ti, y de mí;
por eso volvemos, como la primavera, en marzo.
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PARADOJA
¡Qué difícil ser libre
sin saber para qué sirve la libertad!
Poder andar las calles, visitar
ese museo señalado en los libros,
detenerse ante los escaparates, los palacios,
y no hacerlo porque no te lo exige tu espíritu
tanto tiempo inerte;
abandonar la ciudad, a la que temes,
y encontrar una nueva, con distinto aire,
donde nadie te conozca o descubra tu pasado,
y no atreverse: la estación de autobuses
queda lejos para alguien sin dinero;
penetrar en las plazas, en el jardín de la fuente,
ocupar un banco y hablar de la lluvia
o del paro , que destacan los periódicos,
pero no conseguirlo: los presos nos sentamos
en bancos solitarios, sucios o rotos.
Mañana regresaré a la cárcel, mi casa,
allí he vivido los últimos veinte años,
y pediré que me permitan continuar
como un preso sin condena, en vida muerto.
¡Qué paradoja: por la libertad mueren
algunos y a otros nos mata!
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LA ACTRIZ
Entraría en tus ojos
para ver lo que tú ves,
mujer anciana, actriz,
a quien hoy he conocido.
Sabría entonces por qué
esa tristeza -fiel compañera
de habitación- te acompaña
en cada acto, como si fuera
tu vestido, tu agua y tu pan;
el porqué del silencio,
hielo encendido, que quema la casa
donde fotografías varias
alumbran paredes cremas, oscuras;
por qué el cabello blanco,
que comunica al viento tu edad,
no se rebela contra el olvido,
ni lucha contra la desesperanza.
Sabría, de verdad, qué planta crece
en tu corazón, si algún día
tendrá flores, verde musgo
en invierno, mujer, actriz sin escena.
He leído tu historial:
películas, grandiosas películas, en pantalla
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grande mostrando tu figura esbelta;
célebres obras de teatro
ante viejas butacas de terciopelo;
televisión, radio, programas
de chicos y mayores, día y noche,
alargando las horas para que nunca acabasen…
Aunque no puedo entrar
en tus ojos, comprendo la derrota,
el hastío de los días con espejo.
Sin embargo, te diré que la añoranza,
los recuerdos no cansan más
que el anonimato, la rutina de los trabajos
mudos, sin brillo.
Morir, sí; sin huellas, no.
Busca siempre la eternidad.
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DIÁLOGOS BREVES
“Háblame del amor”.
Pedía una joven a un viejo
lector de novelas.
“Háblame”.
No lo busques en fiestas de oro,
de luces nerviosas, de músicas
desesperadas, furiosas.
No lo encontrarás.
El amor viste harapos, carece
de nombre, de voz.
Si lo buscas en la principal calle,
por donde pasean los amores
sus mentiras, viejas y nuevas,
noble balcón de furtivas miradas.
No lo encontrarás. No calza zapatos
de sonoras suelas; zapatillas
calladas que apenas oirás.
Tampoco descansa en el jardín
de lunas redondas en noche
cálida, oyendo los rezos del agua
sobre las ásperas piedras.
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No lo busques ahí. No lo encontrarás.
Ni en el valle, ni en la rosa
reciente de la mañana, muy hermosa sí.
No está en el rostro joven, ni en los ojos
grandes, ni en los labios que inician
sonrisas de convocatoria,
ni en tu figura, elegante mujer de vestido rojo…
En verdad, no sé dónde se esconde,
por eso no te envío a buscarlo.
Lo reconozco por el dolor que provoca,
intenso, constante despertador
de sueños, de todas
las promesas no cumplidas
que escarban nuestra memoria.
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RÍE ASÍ
Me gustas cuando ríes:
porque te brillan los ojos más que nunca,
porque aparece un oyito en tu barbilla,
porque tus labios se despegan
cual alas de mariposa;
porque enseñas tus dientes, pequeños, brillantes,
por el penetrante sonido de tus carcajadas
cuyo eco invita a compartir;
por el ligero movimiento de tus manos
queriendo apresar esa dicha momentánea,
porque se ensancha tu pecho
y se mueve, rítmicamente, tu cintura.
Ríe, ríe, Carmen.
Bebe agua de alondra,
come pan blanco de ángel,
y tu risa no cesará;
crecerá, crecerá sin detenerse,
agua de mar, arena de desierto.
Sé que el día tiene veinticuatro horas:
a veces cosidas con resistentes hilos de bramante;
otras rotas, pisados trozos de papel.
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No obstante, las derrotas nunca engendran derrotas,
sino victorias, orgullosas victorias.
Ríe, ríe entonces, Carmen.
42
CERCANA VEJEZ
“No soy viejo”.
Lo proclaman tus ojos -vigilantes
como la aurora en primavera-;
me lo dicen tus manos -siempre hablando-;
tus piernas, la delgadez de tu cuerpo;
pero, sobre todo, tu pretensión de aprovechar
cada jugada en la ruleta diaria.
No es fácil mirar para adelante:
la meta está en la nube blanca;
abandonar los caminos angostos:
detrás de la montaña, la carretera;
olvidarse de las heridas, clavos de acero:
allá, en aquel valle, crece la fortuna.
No es fácil estrenar vida nueva
después de haber gastado tantas vidas.
Conozco hombres nacidos dentro de un pozo
cuyas aguas precisan extraer.
De esa agua bebe la sonrisa;
con ella se lava las manos la esperanza;
humedece los corazones más agrietados
para que en ellos crezca el trigo;
en su cama de plumas duerme
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el cansancio del caminante;
y aún queda agua que la lenta
noria del dolor no consigue secar,
porque este pozo no es profundo, ni artesano,
pero sí tiene manantial.
No obstante, a los setenta debes
preparar el equipaje, comprobar
las cuentas, limpiar los zapatos -dicen.
La muerte no avisa:
un segundo, ladrón insaciable, basta.
Le ofrecerás tu agua, tu juventud,
mas la muerte se baña en otras lagunas
putrefactas donde solo crecen zarzales.
No eres viejo, en verdad;
sin embargo, has cumplido setenta años
y ha sonado la campana, la última,
aunque tú, jovenzuelo, no la oigas.
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DE LA MANO
Choqué contra la Poesía una tarde (17 horas),
en clase, mientras don Antonio
recitaba La vida es sueño.
Una voz grave, eco del tabaco,
retumbaba en aquel lugar de techos altísimos
como toque muerto de campana.
Los comentarios, los ruidos constantes, la impaciencia
habían sido reemplazados por el silencio solidario, la quietud,
por el placer de lo inesperado, de lo especial.
Aún oigo en mi cerebro aquellos
versos trágicos masticados por el hombre de ojos ocultos.
Desde aquel día -afortunado día-,
no he dejado de conocerte, de visitar tus santuarios,
de amarte un poco más, joven inocente
que ha encontrado el amor verdadero.
Poesía, egoísta Poesía, tuyo ya.
Laberinto sin reglas, del que no se consigue
salir; droga dura que te domina
al instante; embrujo, magia, alcohol,
fe, rezo, Dios…,
todo, junto y separado, Poesía.
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Sin embargo, a veces quisiera
abandonar esa cárcel opresora, que no conoce
días festivos ni descansos, porque
pides –más bien exiges- tributos
con frecuencia no pagados.
No resulta fácil presentarte en sociedad,
ni vestirte con las ropas adecuadas.
Temo que digas algo inoportuno,
ruborizante, que despiertes
viejos secretos dormidos.
A pesar de ello, te perdono:
he olvidado tu crudeza, tu atrevimiento,
la sinceridad de la palabra caliente
y el hielo del dolor frío;
tus salidas nocturnas, tus fiestas,
tus viajes de luna llena
y tus visitas de noche negra;
he justificado tus infidelidades –tienes
que atender a muchos-; tus resistencias,
los olvidos en largas temporadas
y tu permanencia agobiante en otras.
Poesía, arma dulce en guerra permanente,
continúa luchando, haz de cada hombre
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un soldado consciente, y de esa manera
el mundo sentirá tu presencia,
el valor indeleble de tu firma.
Poesía, fiel compañera de moradas solitarias,
de la mano siempre.
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HOGUERA DE SAN ROQUE
15 de agosto, son las doce,
en el lugar acostumbrado, junto al puente,
vigía cercano de aguas dormidas,
una hoguera, la hoguera, enciende
la noche, rompe el silencio de los juncos.
En filas desiguales, ejércitos de manos,
jóvenes, viejas, egoístas, solidarias,
arrastran temblores de encina
camino de la muerte preparada.
Mientras, el aire se nutre de lamentos
verdes y los ojos expectantes, en círculo
oscuro, observan cómo, en un instante, enmudecen
intensos silbos, lenta caída.
Pronto el humo cubre el riachuelo,
apenas resaltan ya las lucecitas
del tiovivo, la orquesta, -callada-,
la esbelta sombra de la torre…
El humo todo lo llena, transportando
en su mochila los ruegos, las preces
de corazones humildes que anhelan
amparar su buena suerte;
o cambiarla, si hubiera sido esquiva.
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Y así, año tras año, cual el primero,
esta gente reproduce confiada
la misma imagen, el mismo deseo:
que en el próximo San Roque nos veamos
para unir nuestros ojos, nuestras peticiones
en este fuego que ahora nos quema,
aunque todos sepan que al año venidero
alguno faltará, como de costumbre.
A la mañana siguiente, la hoguera,
fiel, continúa quemando restos.
Nadie retirará esos alimentos hasta
que no haya quemado la tierra, profundamente.
Sólo así los quintos del noventa sabrán
dónde la colocaron los del ochenta y nueve.
Y una vez más el pueblo, alma unida,
en 15 de agosto, a las doce en punto,
llevará ojos y deseos al lugar acostumbrado.
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HOJAS EN EL JARDÍN
A través de la ventana, espejo limpio
donde se pinta el jardín sus labios,
unos ojos jóvenes contemplan
persecuciones, huidas, torpes luchas
que el viento organiza, impasible,
entre los huéspedes más débiles del otoño.
Una hoja, ya seca, peregrina sin
santuario, inicia el camino:
atrás queda la juventud, verde,
la carne fresca, la brillantez de su cuerpo…
Del sol, vestido de fiesta, descanso para la luna;
sobre ella deposita la aurora su primer beso
celosa del último abrazo de las estrellas…
Sin embargo, hoy, todo se muda y el ciclo
de la vida se cumple de nuevo.
Golpea la lluvia sobre el cemento
como látigo de mil cabezas, arrastrando
en cruel carrera los despojos del tiempo;
reproduce el aire su canción guerrera,
a cuyo ritmo bailan todas las muertes.
Nada puede el sol, enfermo de nube,
ni la luna, temerosa en su cueva,
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ni siquiera las estrellas, cobardes,
bajo la capa negra de la noche.
Mañana, después de la derrota, cual
soldado sin armas ni fronteras,
esa hoja solitaria abandonará su madriguera
en busca de la estación término,
en cuya sala de espera comprará el billete
para el tren rápido del fuego.
Pensaba el hombre de ojos jóvenes,
apoyada su frente en la cristalera
de una gris ventana de hospital.
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ESTATUA EN LA PLAZA
Plaza de todos, ahí, entre pasos
ligeros, como despojo de la noche,
muere una estatua desde años.
Su cuerpo enorme, atleta en reposo,
no se levanta sobre soporte alguno,
la fría acera de cemento sufre
pacientemente su peso de gigante.
Observa sus ojos, cántaros vacíos,
sus cabellos, las barbas rizadas
de personaje mitológico o dios romano,
los músculos vigorosos de piernas y manos
en postura inquieta, violento escorzo,
simulando dolor, deseos
de marcha, de segura huida.
Cuando pases por este lugar,
colócate a su sombra y vigila:
para que sobre ella no orine el perro
caprichoso de la señora de labios rojos;
ni el señor de traje gris apague
sobre su pecho el molesto cigarro;
que los niños no coman el bocadillo
en su cintura, luego vendrán las palomas
y le harán cosquillas con sus picos;
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ni los jóvenes se hagan fotografías abrazados
a su cuello, burlas de colegiales haciendo novillos;
que los coches no la manchen con sus humos,
hace unos días hubo que cambiar su vestido;
en fin, trátala con respeto, con delicadeza,
como a imagen selecta de museo.
Ella todavía no habita los libros, las bibliotecas,
pero sí es arte -callejero-, pero arte,
por tanto no está muerta, vive.
posee sentimientos, alma,
el alma y los sentimientos de la belleza,
que, según opinan los entendidos, son eternos,
y ya sabes qué hacer con la eternidad.
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LLUEVE SOBRE LEÓN
Hasta ayer, octubre, ajustador
de cuentas con la vida, paseaba perezoso
por sendas de sus dominios,
comprobando cómo las vides muestran maduros
sus frutos, cómo los árboles se despiden, pausadamente,
de las hojas, ya amarillas.
Hoy, sin avisar -negros espejos
en el horizonte-, la cólera acostumbrada ha vuelto,
escapándose de la cárcel los ríos,
presos, sin alimento, desde hace meses.
Ahora comprendes el dolor de las ramas,
agitándose, por la pérdida de sus hijos,
el silencio del jardín, verde caja fúnebre,
sentado en bancos de madera, en el carrusel;
sólo la tierra ríe -escucha su risa-
llenando el vientre de primavera,
y el recuerdo, transporte preferido de la lluvia,
llevándote donde ésta posee su reino.
Allí, en una estrecha calle, hambrienta de luz,
vive la mujer a quien tus sueños escriben.
Jueves, han terminado las clases en la Facultad.
Otro día ella no puede; trabaja muchas horas
para pagar el piso, su ropa, la comida…
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Bajo el paraguas amigo caminamos;
llueve y el banco estará mojado.
No hay cine gratis en la Alianza.
Inauguran una exposición en Filosofía
de pergaminos, libros antiguos…
Llueve, en la ciudad de la lluvia, siempre llueve.
Los paraguas negros esconden penas o
cobijan amores. Aunque se mojen los zapatos,
el pantalón y algunas gotas repasen tu chaqueta,
nunca se humedecen las manos, entrelazadas,
más firmes con la lluvia; ni los ojos, buscándose,
ajenos a otros ojos; ni el beso, deseado,
furtivo entre pasos y prisas.
No, en el Norte el amor también florece,
aunque carezca de flores su altar,
de naranjos en flor, de azul de cielo,
de respetado paseo en la plaza…
Con la lluvia crece todo, recuerda la sabiduría
popular, y el amor no va a ser distinto,
sobre todo bajo un paraguas negro,
siendo el primero.
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ME HUBIERA GUSTADO ESCRIBIR ESOS VERSOS
Ahora que no estás
y que no puedes conocerme -aprendiz
al encuentro de destino- te diré
que me hubiera gustado escribir esos versos.
Aquí, en esta tierra, los árboles mueren
de hastío, de soledad; les han robado
el valle, cuna verde, kilómetros y kilómetros
de cultivos sin pan, inútiles.
No hay alondras en las fuentes,
ni cantares en los caminos;
las alondras vuelan alto, y no se detienen,
los caminos, avergonzados de su monotonía, callan.
No habitan niños en mi tierra,
ni el amor crece en las esquinas más ocultas;
han huido, un tren largísimo los llevó,
y no han regresado todavía…
¿Comprendes por qué me hubiera
gustado escribir tus versos?
Oiría el murmullo solidario
de los álamos, en la alameda, comentando
las risas del viento o las burlas de la luna;
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me escondería entre los juncos para sorprender
el baño de la alondra, su limpio canto;
no dormiría por escuchar el trote
de los niños jugando al escondite;
compraría semillas, en la ermita bendecidas,
para sembrar de amoríos las calles…
¡Cómo me hubiera gustado escribir esos versos!,
y colocar mi infancia ante un espejo
para que se pintara los labios, rojos,
y se abrochara el vestido, negro,
antes de participar, mañana, en la fiesta.
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MUJER DE MANOS DE AGUA
La mujer que yo conozco tiene
manos de agua: limpia o turbia,
fría, caliente, en movimiento o reposo.
Niña, mientras su madre despierta el sueño
de la mies madura, ella debe
saciar la sed de la tarde
con el agua fría de la fuente de agosto.
En el cantarillo de barro cocido
escribirá, al atardecer, un primer relato.
Sabe que no cumple años en la escuela,
sino cociendo ilusiones en pucheros de lata
o lavando penas en baldes de cobre.
Joven, tiende promesas al sol en campo
verde, después de frotar deseos
en la madera y prestar los ojos a la corriente
para que corra al encuentro del hombre.
Cada fiesta permite al agua, móvil
espejo donde peinarse, reflejar
su cuerpo, aún adorno escondido.
Luego regresa, envolviendo sombras
con el lazo blanco de la dulce esperanza.
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Ya mayor, con agua templada, en caldero gris,
-antes ha vendido su rostro-
repasa los pies, deformes, con grietas profundas,
las manos, gruesas, ásperas,
y ve manar agua entre los dedos.
Se seca, pero no consigue taponarla.
Emplea otras toallas, lienzos de hilo, sábanas;
mas, al cabo del tiempo, comprende
que, con la edad, todas las mujeres heredan
manos de agua: fecundada hacia el mar.
Compañera, la historia de la mujer
se escribe con agua. Ahí la han colocado
siglos y hombres, y aunque
ha luchado con tesón, como
lo haría un nadador de largas distancias,
aún la corriente baja muy rápida,
imposible de superar a nado.
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PRESENTE
De todos los amores que he vivido
guardo especial recuerdo
de uno no cumplido:
aquel que siendo tan profundo
siempre estuvo lejos,
pero jamás se consumió
y por eso hoy aún lo siento.
Nació de pie,
sobre el quicial verde de una puerta
de pesadas hojas.
Delante de ella pasabas
a diario, con tu carta abierta:
no sé por qué me miras,
ni por qué ahí me esperas,
cuando yo no reconozco tu existencia
ni tu expectante sonrisa.
Huyó el verano,
sus olores de fiesta y sueños.
No volví a verte:
alguien cerró mi garita de seguimiento,
tú, con seguridad, mudaste el recorrido.
Sin embargo, no he olvidado tus labios
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gruesos, exigiendo gruesos labios,
ni tu cabello negro, en rizos
burlándose del vientecillo de la tarde.
Ahora, cuando hago recuento
de larga vida, tú apareces de nuevo,
con la misma intensidad de ayer.
Aunque nunca hablé contigo,
el amor que yo te presté, joven,
sigue vivo, alimentándose del dulce tiempo,
a diferencia de otros, viejos, gastados,
cerillas de cera, húmedas, en el bolsillo.
Si quieres que tu amor dure más que tu vida,
no lo uses, ni siquiera lo toques,
guárdalo en la cartera y de vez en cuando te dará un beso.
61
MARGA
Cada mañana, cuando preparo la cartera,
en seguida acude Marga
con su abrigo nuevo de cuadros
y su bufanda roja de lana.
Me coge de la mano e iniciamos el recorrido.
Escucho cantos de marcha,
saltos sobre charcos,
saludos brazo en alto,
hasta detenernos frente a la escuela.
Conoce bien el encerado: allí muchas
veces ha sumado quebrados;
los dibujos del libro: todos están
cuidadosamente pintados;
el cuaderno de pastas azules,
este curso más grueso que el pasado…
Por la tarde, en forma de taba,
corta el aire, verde, marrón, amarillo;
juega al jueves, moviendo la piedra
sin rozar las líneas ni el arco;
lanza al corro una moneda pesada
que ha de sacar la pequeña moneda…
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Ya de noche, regresa a casa,
hace los deberes, cena
y se acuesta muy cansada,
después de un día a lomos de caballo.
Marga se llama el duende de mi infancia
que vive en mi piso.
Yo la alimento con migas
de recuerdos y frutas de añoranza.
Ella fabrica lo demás,
por eso no cumple años,
siempre tiene ocho.
Al lado de cada hombre camina
la sombra del niño que fue.
Vayas donde vayas te acompañan
juegos, burlas, risas…,
solo tienes que mirar para atrás
y observar las pisadas recientes.
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VUELVES
El hombre nunca marcha del todo;
siempre vuelves.
La vida es un lento regreso,
vayas donde vayas.
Por ello nacimiento y muerte se unen;
la misma tierra nos crea y nos asimila.
Nacemos presos de una sola naturaleza
cuyos colores amamantan los años.
Así, con ese olor en el alma,
los ojos llenos, caminas,
vives, rechazando imágenes ajenas,
campos floridos, el mar,
objeto de tantos inolvidables poemas.
¿Qué tendrá la tierra para convertirse
en alimento tan necesario?
No consigue explicarlo tu mente,
es más, si se lo propone, podría
demostrar lo contrario.
Viste la luz en un lugar seco, sin soldados en el frente,
donde cada octubre enseña la encina
su suerte en forma de bellota;
ahí la palera, el joven negrillo
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juegan al corro en los valles
mientras los chopos del plantío,
las vides de la llanura, risueños,
muestran su galas al cierzo de la tarde.
Siguiendo antiguos consejos, buscaste
otros lugares, húmedos, variados,
en los que la mirada se detenga
y la nariz reviente de dicha.
En efecto, altivos álamos rompen
tu paso, alegres palmeras al sol,
todas las flores, en surco, visten
ropajes verdes, amarillos, rojos…
en la vieja mañana de cariñosa mano.
Sin embargo, de vuelta, el coche
persiguiendo asustado el aliento de la carretera,
comprendes que con frecuencia lo bello,
lo saludable, lo distinto, no lo son
en sí mismo.
La infancia nos dice cuál;
únicamente ella dicta sentencia,
y ya sabes que esa resolución permanece
hasta el último segundo del día último.
Hacia allí te diriges,
aunque largo tiempo haya callado su dominio.
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EN LA CALLE NORTE
En un lugar que bien conozco,
solo una calle permanece,
columna, espejo, arteria, donde
vidas y muertes se suceden
sin pausa, al descubierto.
Si a alguien quieres ver,
si algo buscas, si disparar al tiempo
prefieres, allí deberás ir,
a la Calle Norte, de insistente memoria.
Por ella corre la niñez,
en pantalón corto y vestido de volantes;
yo he sorprendido sus saltos, la permanencia
de sus juegos, las carcajadas de los globos de colores.
A veces, ya de noche, acude el joven
dolido, temiendo que el dedo acusador
de las farolas descubra secretos nuevos;
desde la mesa de mármol blanco y
pies negros, yo he perseguido muchos pasos.
También ahí el hombre de traje azul,
la mujer de abrigo claro ocultan
penas, amarguras, miedos inconfesables;
en mi cuaderno de láminas, yo
he dibujado rostros airados, la pequeñez
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de unos ojos que contemplan de soslayo.
Eso hace la poesía, me dicen:
señalar, como el cronista de guerra,
o el fotógrafo de hambrunas.
Quejas y aplausos, el dolor desnudo, la alegría,
el silencio y la música, las dudas, las promesas,
los olvidos… Todo pasea
por la Calle Norte. Observa y apunta.
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EN LOS DÍAS CLAROS
En los días claros,
y más en los oscuros, la vida
no se queda en casa.
Yo la he visto en el prado
tender el dolor más húmedo,
esperar a que bien seque,
la tarde ya vencida,
y guardarlo en cesta de mimbre.
Yo la he visto en la alameda redonda
colgar la alegría reciente en las ramas de los árboles,
llamar al viento y exigirle que extienda
sus gritos, el júbilo de la conquista,
para luego, la noche en la puerta,
esconderla en bolso de cuero.
En los días claros,
y más en los oscuros, la vida
no se queda en casa.
Tú también la has visto ¿verdad?
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ÍNDICE
I. Prólogo
Cuesta Entender la vida
II.
Dibujos y versos
El escritor
Con viento de cara
Desde la orilla
Tu regreso
Cumpleaños
La muerte me hizo un regalo
Tiempos modernos
Otra vez
Viaje a Cantabria
Infancia
Pueblo abandonado
Paseo del río
Calzada
Paradoja
La actriz
Diálogos breves
Ríe así
Cercana vejez
De la mano
Hoguera de san Roque