Emiliano Zapata. Como lo vieron los zapatistas
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Emiliano Zapatacomo lo vieron los zapatistas
A mi hijo René
Fernando Robles
Primera edición: 2006
D.R. © Fernando Robles
D.R. © Ediciones Tecolote, S.A. de C.V.Gob. José Ceballos 10Col. San Miguel Chapultepec11850, México D.F.5272 8085 / 8139 [email protected]
Introducción Salvador RuedaSelección de textos Laura Espejel, DEH-INAH
Selección de fotografías Francisco Pineda, ENAH
Coordinación editorial Ma. Cristina UrrutiaCuidado de la edición María Luisa ValdiviaDiseño Sophie Raynaud
ISBN 970-9718-53-3Impreso y hecho en México
Ilustraciones
Fernando Robles
Selección de textos
Laura Espejel
Selección de fotografías
Francisco Pineda
Emiliano Zapatacomo lo vieron los zapatistas
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ay personas difíciles de explicar. Su proporción humana parece
escabullirse de la mirada para hacerse distinta a la de nosotros y crecer
como gigante. El misterioso mecanismo de la memoria colectiva
los rehace en sus rasgos íntimos como para negar el olvido; es la memoria la que
reinventa sus figuras incesantemente con la ronda de las generaciones, los somete
al adjetivo que enjuicia, los petrifica en la frialdad de los héroes de bronce,
o se niega a borrar su dignidad de hombres.
Las biografías de estos hombres inexplicables rebasan sus fechas de
nacimiento y de muerte. Sin que sepamos cómo, se extienden hasta poblar paisajes
y geografías que vivos nunca tocaron ni vieron sus ojos. Irrumpen en la historia
desde la aparente oscuridad de los pueblos y se proyectan como directores
del destino de las naciones. Sus vidas, muchas veces simples en su transcurrir
cotidiano, en los rutinarios ritmos diarios, son en realidad un resumen de siglos,
una abreviatura del mundo.
Uno de estos personajes extraordinarios fue Emiliano Zapata. El caudillo
revolucionario que, un día de marzo de 1911, dejó de ser el sencillo hombre
del campo que sembraba sandías en un pequeño terreno, orgulloso de sus habilidades
charras y aficionado a los juegos de caballos y a los toros, para encabezar una lucha
centenaria: la que enfrentaban los pueblos campesinos del centro de México,
pueblos de origen indígena, contra las haciendas y latifundios que habían crecido
devorando sus tierras, montes y aguas.
H
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Cuando Emiliano Zapata decidió pelear en favor de los campesinos
recayó en él una responsabilidad que entonces no había imaginado, la de vengar
un remoto agravio. La secular injusticia que agotaba sin extinguir a los poblados
indígenas, y que se creía surgió en el momento de la conquista española
en el tercer decenio del siglo XVI, podía resolverse violentamente con esa revolución
de 1911. Con el tiempo, la rebelión de Zapata buscaría el equilibrio social
a través de la práctica de la justicia y del apego a las leyes que derivaban
del escrito fundamental de la lucha, el Plan de Ayala. Su triunfo parecía posible
y prometedor: creyeron en una nueva vida para los pueblos de agricultores,
al cerrar el último capítulo de un destino adverso y desgastante. Para Zapata
y sus campesinos, esa “su revolución” era el fin de la historia.
Durante treinta años, la vida de Emiliano Zapata parecía tranquila,
simple, apenas con los sobresaltos de la política local y de una naturaleza pródiga
cuyos raros quiebres, de cualquier manera, siempre afectaban la suerte
de los agricultores. Nació el 8 de agosto de 1879, en el seno de una familia de
pequeños propietarios de Anenecuilco, Morelos. Fue caballerango, dedicado a la
siembra y cosecha en terrenos propios, inquieto por la fuerza de una modernización
que solamente favorecía a los hacendados y, sobre todo, por la prepotencia contra
los pueblos que, como el suyo, sufrían los embates de las haciendas, símbolos
de la modernidad del campo mexicano al amanecer del siglo XX. Las circunstancias
decidieron que representara a su pueblo en un litigio contra la hacienda de El Hospital,
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pelea legal que había recorrido los decenios sin que la justicia asomara el rostro.
Era el año de 1910; conoció los documentos primordiales de Anenecuilco,
y supo de las razones de su descontento. Entonces se sumó, en principio, a una
rebelión que buscaba mejoras democráticas; él siempre peleó por la devolución
de las tierras comunales. A su llamado acudieron miles de campesinos, cuyas vidas
eran similares a la de él, y cuyas historias pueblerinas se parecían a la de
Anenecuilco: eran la cifra de una historia general que “se abría como una herida”,
llaga dolorosa del ser mexicano, aquélla que atestiguaba la pobre suerte de los
pueblos indios.
Casi diez años duró la guerra que libraron Zapata y sus campesinos.
La propiedad de la naturaleza estaba en juego: “la tierra es de quien la trabaja”
fue su bandera; Reforma, Libertad, Justicia y Ley, su lema de lucha. Buscaban
un pedacito de felicidad en medio de una historia que les había escamoteado toda
posibilidad de libertad, que significaba aguantar en silencio. En ese contexto,
el de la Revolución Mexicana de 1911-1920, la imagen de Zapata fue afinando
su figura enorme. Tenaz, incorruptible, valiente, la personalidad de Zapata se convirtió
en sinónimo de justicia posible para los campesinos. Ya entonces su biografía,
hoy todavía controvertida, se escribía por encima de las haciendas y los hacendados,
los verdaderos derrotados de la Revolución. A partir de su muerte, al mediodía
del 10 de abril de 1919, la explicación de su existencia desbordó los estrechos
límites de la polémica para amarrarse al desagravio del hombre de campo
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y de la cultura indígena. Cerraba, con la rebeldía y el martirio, el largo relato
de la justicia como motor de la historia. De paso iniciaba otra narración,
otra biografía, cargada de pasajes fantásticos que prefiguraban la construcción de
un héroe mítico, la imagen de Emiliano Zapata que la memoria de los millares
de hombres y mujeres que lo conocieron, admiraron y suscribieron,
modelaron con apasionado afán. De esa memoria sobre un hombre extraordinario
trata este libro, construido con el arte interpretativo del pintor Fernado Robles,
las fotografías de época y los testimonios de los últimos hombres y mujeres
que convivieron con Zapata. Son palabras de un grupo de ancianos que recordaban
su pasado como veteranos de la rebelión zapatista. Para cada uno de ellos,
compartir su destino con Zapata les marcó la vida. También iluminó su historia:
a partir de su memoria se reconocieron como campesinos, con el carácter
y la fuerza para cambiar un mundo que les era injusto.
Estos testimonios fueron recogidos, hace ya muchos años, por
un pequeño grupo de historiadores que buscábamos saber por qué los pacíficos
pueblos campesinos del Centro-Sur de México decidieron hacer una guerra.
Pero los historiadores aprendimos muchas otras cosas: el amor a la tierra
y la lealtad a las ideas como motor de la historia. Los testimonios, en forma de
entrevistas grabadas, se guardan como huella de la última generación
de guerrilleros revolucionarios y son parte del patrimonio cultural de todos
los mexicanos. Así, queda viva la voz de estos veteranos ya muertos.
Salvador Rueda SmithersHistoriador
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“(...) ahí en el Jilguero, como a las seis de la tarde estaba el general Zapata.
Estaba recargado sobre su caballo y entonces yo le dije a uno:
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—Oye, yo quisiera conocer al general Zapata.Entonces él levantó la cabeza y me dice:
—¿Qué se te ofrece, chamaco?
Le digo:
—Pues yo quería conocer al general Zapata.—Aquí me tienes a tus órdenes, Emiliano Zapata. ¿A qué veniste?
—¡Venimos a la revolución!
Le dije que venía de San Juan Ixtayopan, Distrito Federal.
Recordar este momento me hace llorar.
Entonces le habló a Palafox, que era su secretario, dice:
—¡A ver, apúntalo, tómalo en cuenta!”.