Emile Durkheim, el culto positivo

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LIBRO TERCERO: LAS PRINCIPALES ACTITUDES RITUALES 567 Capítulo cuarto El culto positivo (continuación) III. - Los ritos representativos o conmemorativos La explicación que hemos dado de los ritos positivos que aca- bamos de tratar en los dos capítulos precedentes les atribuye una significación, ante todo, moral y social. La eficacia física que les presta el fiel sería el producto de una interpretación que disimularía su razón de ser esencial: porque ellos sirven para rehacer moralmente a los individuos y los grupos se cree que tienen una acción sobre las cosas. Pero si esta hipótesis nos ha permitido dar cuenta de los hechos, no puede decirse que haya sido demostrada directamente; aun parece, a primera vis- ta, conciliarse bastante mal con la naturaleza de los mecanis- mos rituales que hemos analizado. Ya consistan en oblaciones o en prácticas imitativas, los gestos con los cuales están hechos tienden a fines puramente materiales; tienen o parecen tener únicamente por objeto provocar que la especie totémica renaz- ca. En esas condiciones ¿no es sorprendente que su verdadero papel sea servir a fines morales? Es cierto que su función física bien podría haber sido exage- rada por Spencer y Gillen, aun en los casos en que es más in- dudable. Según esos autores, cada clan celebraría su Intichiu-

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LIBRO TERCERO: LAS PRINCIPALES ACTITUDES RITUALES 567

Capítulo cuarto

El culto positivo

(continuación)

III. - Los ritos representativos o conmemorativos

La explicación que hemos dado de los ritos positivos que aca-bamos de tratar en los dos capítulos precedentes les atribuye una significación, ante todo, moral y social. La eficacia física que les presta el fiel sería el producto de una interpretación que disimularía su razón de ser esencial: porque ellos sirven para rehacer moralmente a los individuos y los grupos se cree que tienen una acción sobre las cosas. Pero si esta hipótesis nos ha permitido dar cuenta de los hechos, no puede decirse que haya sido demostrada directamente; aun parece, a primera vis-ta, conciliarse bastante mal con la naturaleza de los mecanis-mos rituales que hemos analizado. Ya consistan en oblaciones o en prácticas imitativas, los gestos con los cuales están hechos tienden a fines puramente materiales; tienen o parecen tener únicamente por objeto provocar que la especie totémica renaz-ca. En esas condiciones ¿no es sorprendente que su verdadero papel sea servir a fines morales?

Es cierto que su función física bien podría haber sido exage-rada por Spencer y Gillen, aun en los casos en que es más in-dudable. Según esos autores, cada clan celebraría su Intichiu-

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ma para asegurar a los otros clanes un alimento útil, y todo el culto consistiría en una especie de cooperación económica en-tre los diferentes grupos totémicos; cada una trabajaría para todos los otros. Pero según Etrehlow, esta concepción del to-temismo australiano sería totalmente extraña a la mentalidad indígena. “Si, dice, los miembros de un grupo totémico, esfor-zándose por multiplicar los animales o las plantas de la espe-cie consagrada, parecen trabajar para sus compañeros de los otros tótems, hay que cuidarse de ver en esta colaboración el principio fundamental del totemismo aranda o loritja. Nunca los negros me han dicho por sí mismos que tal era el objeto de sus ceremonias. Sin duda, cuando yo les sugería esa idea y se las exponía, ellos la comprendían y asentían a ella. Pero no se me censurará por tener alguna desconfianza respecto a las propuestas obtenidas en esas condiciones”. Strehlow hace no-tar, por otra parte, que esta manera de interpretar el rito entra en contradicción con el hecho de que los animales o vegetales totémicos no son todos comestibles o útiles; hay algunos que no sirven para nada; hasta hay algunos peligrosos. Las cere-monias que les conciernen no podrían, pues, tener fines ali-mentarios193.

“Cuando, concluye nuestro autor, se pregunta a los indíge-nas cuál es la razón determinante de esas ceremonias, respon-den unánimemente: Es porque los antepasados han instituido así las cosas. Es por eso que actuamos de esta manera, y no de otra”194. Pero decir que el rito es observado porque viene de los antepasados, es reconocer que su autoridad se confunde

193 Esas ceremonias no se continúan con una comunión alimentaria. Según Strehlow,

ellas llegan, al menos cuando se trata de plantas no comestibles, un nombre gené-

rico distinto: se las llama, no mbatjalkatiuma, sino knujilelama (Strehlow, III, p.

96).

194 Strehlow, III, p. 8.

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con la autoridad de la tradición, cosa social en primer lugar. Se lo celebra para permanecer fiel al pasado, para conservar la fi-sonomía moral de la colectividad, y no a causa de los efectos físicos que pueda producir. Así, la manera misma en que los fieles lo explican ya deja traslucir las razones profundas de las que procede.

Pero hay casos en que este aspecto de las ceremonias es in-mediatamente aparente.

I

Se lo puede observar mejor entre los warramunga195.

En este pueblo, se cree que cada clan desciende de un solo y único antepasado que, nacido en un lugar determinado, habría pasado su existencia terrestre recorriendo la comarca en todos los sentidos. Él es quien, en el curso de sus viajes, habría dado al país la forma que presenta actualmente; él es quien habría hecho las montañas y las llanuras, los pozos de agua y los arroyos, etc. Al mismo tiempo, sembraba sobre su ánimo gér-menes vivos que se desprendían de su cuerpo y que han lle-gado a ser, como consecuencia de reencarnaciones sucesivas, los miembros actuales del clan. Pues bien, la ceremonia que, en los warramunga, corresponde exactamente al Intichiuma de los aranda, tiene por objeto conmemorar y representar la his-toria mítica del antepasado. No se trata ni de oblación, ni, sal-

195 Los warramunga no son los únicos donde el Intichiuma presenta la forma que

vamos a describir. Se la observa generalmente entre los tjingilli, los umbaia, los

wulmala, los walpari, y aun entre los kaitish, aunque el ritual de estos últimos re-

cuerde, en ciertos aspectos, el de los aranda (North. Tr., pp. 291, 309, 311, 317).

Si tomamos a los warramunga como tipo, es porque han sido mejor estudiados

por Spencer y Gillen.

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vo en un caso único196, de prácticas miméticas. El rito consiste únicamente en recordar el pasado y en hacerlo, de alguna ma-nera, presente por medio de una verdadera representación dramática. La palabra es tanto más apropiada cuanto que el oficiante, en ese caso, no es de ningún modo considerado co-mo una encarnación del antepasado que representa; es un ac-tor que representa un papel.

Véase, a título de ejemplo, en qué consiste el Intichiuma de la serpiente negra, tal como lo han observado Spencer y Gi-llen197.

Una primera ceremonia no parece referirse al pasado; al menos, la descripción que se nos da de ella no autoriza a in-terpretarla en ese sentido. Consiste en carreras y en saltos que ejecutan dos oficiantes198, decorados con dibujos que represen-tan a la serpiente negra. Cuando, por fin, caen agotados al sue-lo, los asistentes pasan dulcemente la mano sobre los dibujos emblemáticos con el cual está recubierta la espalda de los dos actores. Se dice que este gesto gusta a la serpiente negra. So-lamente después comienza la serie de ceremonias conmemora-tivas.

Ellas ponen en acción la historia mítica del antepasado tha-laualla, desde que ha salido del suelo hasta el momento en que definitivamente ha entrado a él. Lo siguen a través de todos sus viajes. En cada una de las localidades donde ha residido, ha celebrado, según el mito, ceremonias totémicas; se las repite en el orden mismo en que se cree que han sucedido en su ori-gen. El movimiento que más frecuentemente se repite consiste

196 Es el caso del Intichiuma de la cacatúa blanca; ver p. 365.

197 North. Tr., p. 300 y siguientes.

198 Uno de los dos actores pertenece no al clan de la Serpiente negra, sino al del

Cuervo. Es que el Cuervo se considera un “asociado” de la Serpiente negra; dicho

de otro modo, es un subtótem de ella.

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en una especie de zarandeo ritmado y violento del cuerpo en-tero; es que el antepasado se agitaba así en los tiempos míticos para hacer salir de sí los gérmenes de vida que estaban inclui-dos en él. Los actores tienen la piel cubierta de un plumón que, como consecuencia de sus sacudidas, se desprende y vuela; es una manera de figurar el vuelo de esos gérmenes místicos y su dispersión en el espacio.

Se recuerda que, entre los aranda, el lugar donde se desa-rrolla la ceremonia está determinado ritualmente: es el espacio donde se encuentran las piedras, los árboles, los pozos de agua sagrados, y es necesario que los fieles se transporten allí para celebrar el culto. Entre los warramunga, al contrario, el terreno ceremonial se elige arbitrariamente por razones de oportuni-dad. Es una escena convencional. Sólo que, el lugar mismo donde han ocurrido los acontecimientos cuya reproducción constituye el tema del rito es representado por medio de dibu-jos. A veces, esos dibujos se ejecutan sobre el cuerpo mismo de los actores. Por ejemplo, un pequeño círculo coloreado de rojo, pintado sobre la espalda y el estómago, representa un pozo de agua199. En otros casos, la imagen se traza sobre el suelo. Sobre la tierra, previamente remojada y cubierta de ocre rojo, se di-bujan líneas curvas, formadas por series de puntos blancos, que simbolizan un arroyo o una montaña. Es un comienzo de decorado.

Además de las ceremonias propiamente religiosas que se cree que el antepasado ha celebrado antaño, se representan simples episodios, épicos o cómicos, de su carrera terrestre. Así, en un momento dado, mientras que tres actores están en escena, ocupados en un rito importante, otro se oculta detrás de un grupo de árboles, situado a cierta distancia. Alrededor

199 North. Tr., p. 302.

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de su cuello se ata un paquete de plumón que representa un wallaby. Cuando la ceremonia principal ha llegado a su fin, un anciano traza en el suelo una línea que se dirige hacia el lugar donde se esconde el cuarto actor. Los otros caminan detrás, los ojos bajos y fijos en esta línea, como si siguieran una pista. Al descubrir al hombre, adoptan un aspecto estupefacto y uno de ellos lo golpea con un bastón. Toda esta mímica representa un incidente de la vida de la gran serpiente negra. Un día, su hijo se fue solo de caza, tomó un wallaby y lo comió sin dar nada de él a su padre. Este último siguió sus rastros, lo sorprendió y lo hizo vomitar a la fuerza; a esto alude la tunda con que termina la representación200.

No diremos aquí todos los acontecimientos míticos que se representan sucesivamente. Los ejemplos que preceden son suficientes para mostrar cuál es el carácter de esas ceremonias: son dramas, pero de un género muy particular: actúan o, al menos, se cree que actúan sobre el curso de la naturaleza. Cuando ha terminado la conmemoración del thalaualla, los warramunga están convencidos de que las serpientes negras no pueden dejar de crecer y de multiplicarse. Esos dramas son, pues, ritos, y aun ritos comparables en todo punto, por la na-turaleza de su eficacia, a los que constituyen el Intichiuma de los aranda.

Por eso unos y otros son susceptibles de aclararse mutua-mente. Es aún tanto más legítimo compararlos cuanto que no hay entre ellos solución de continuidad. No solamente el fin perseguido es el mismo en los dos casos, sino que lo más ca-racterístico del ritual warramunga se encuentra ya en el otro estado de germen. El Intichiuma, tal como lo practican gene-ralmente los aranda, contiene en sí, en efecto, una especie de

200 Ibíd., p. 305.

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conmemoración implícita. Los lugares donde se celebra son, obligatoriamente, los que han ilustrado los antepasados. Los caminos por los cuales pasan los fieles en el curso de sus pia-dosos peregrinajes son los que han recorrido los héroes del al-cheringa; los lugares donde se detienen para proceder a los ri-tos son aquellos donde los antepasados mismos se han deteni-do, donde se han desvanecido en el suelo, etc. Todo trae, pues, su recuerdo al espíritu de los asistentes. Por otra parte, a los ri-tos manuales se agregan muy a menudo cantos que narran las hazañas ancestrales201. Si estos relatos, en lugar de ser dichos, son representados, si, bajo esta forma nueva, se desarrollan hasta transformarse en la parte esencial de la ceremonia, se tendrá la ceremonia de los warramunga. Hay más; por un lado el Intichiuma aranda es ya una especie de representación. El oficiante, en efecto, no hace más que uno con el antepasado del cual ha descendido y que reencarna202. Los gastos que hace son lo que hacía este antepasado en las mismas circunstancias. Sin duda, para hablar exactamente, él no representa al personaje ancestral, como podría hacerlo un actor; es ese personaje mis-mo. Permanece el hecho de que, en un sentido, es el héroe el que ocupa la escena. Para que el carácter representativo del ri-to se acentúe, bastará que la dualidad del antepasado y del oficiante se acuse más; es precisamente esto lo que sucede en-

201 Ver Spencer y Gillen, Nat. Tr., p. 188; Strehlow, III, p. 5.

202 Esto lo reconocía el mismo Strehlow: “El antepasado totémico y su descendiente,

es decir, el que lo representa (der Darsteller), se presentan en esos cantos sagra-

dos formando uno solo” (III, p. 6). Como este hecho incuestionable contradice la

tesis según la cual las almas ancestrales no se reencarnarían, Strehlow, es cierto,

agrega en nota que, “en el curso de la ceremonia, no hay encarnación propiamen-

te dicha del antepasado en la persona que lo representa”. Si Strehlow quiere decir

que la encarnación no tiene lugar en ocasión de la ceremonia, nada es mas cierto.

Pero si entiende que no hay encarnación en absoluto, no comprendemos cómo

pueden confundirse el oficiante y el antepasado.

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tre los warramunga203. Aun entre los aranda, se cita al menos un Intichiuma donde ciertas personas están encargadas de re-presentar antepasados con los cuales no tienen ninguna rela-ción de filiación mítica, y donde, en consecuencia, hay repre-sentación dramática propiamente dicha: es el Intichiuma del avestruz204. Igualmente en este caso, contrariamente a lo que sucede de ordinario en ese pueblo, parece que el teatro de la ceremonia está arreglado artificialmente205.

Del hecho de que esos dos tipos de ceremonias, a pesar de las diferencias que las separan, tengan así como un aire de fa-milia, no se sigue que haya entre ellas una relación definida de sucesión, que una sea una transformación de la otra. Puede suceder muy bien que las similitudes señaladas provengan de que ambas hayan salido de un mismo tronco, a decir de una misma ceremonia original de la que serían modalidades di-vergentes: veremos también que esta hipótesis a la más vero-símil. Pero, sin que sea necesario tomar partido en esta cues-tión, lo que precede basta para establecer que son ritos de la misma naturaleza. Tenemos fundamentos, pues, para compa-rarlos y para servimos de uno para ayudamos a comprender mejor al otro.

203 Quizás esta diferencia Provenza en parte de que, entre los warramunga, se cree

que cada clan desciende de un solo y único antepasado alrededor del cual ha ve-

nido a concentrarse la historia legendaria del clan. El rito conmemora este ante-

pasado; pues bien, el oficiante no desciende necesariamente de él. Podría aún

preguntarse si esos jefes míticos, especie de semidioses, están sometidos a la re-

encarnación.

204 En este Intichiuma, tres asistentes representan antepasados “de una considerable

antigüedad”; desempeñan un verdadero papel (Nat. Tr., pp. 181-182). Spencer y

Gillen agregan, es cierto, que se trata de antepasados posteriores a la época del

Alcheringa. Pero no dejan de ser personajes míticos, representados en el curso de

un rito.

205 No se nos habla, es cierto, de rocas o de pozos de agua sagrados. El centro de la

ceremonia es una imagen del avestruz dibujada en el suelo y que puede ejecutarse

en un lugar cualquiera.

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Pues bien, lo que tienen de particular las ceremonias wa-rramunga de las que acabamos de hablar, es que allí no se hace un gesto cuyo objeto sea ayudar a provocar directamente a la especie totémica a renacer206. Si se analizan los movimientos efectuados así como las palabras pronunciadas, no se encuen-tra generalmente nada que descubra una intención de ese tipo. Todo transcurre en representaciones que no puede destinarse más que a hacer presente a los espíritus el pasado mítico del clan. Pero la mitología de un grupo es el conjunto de las creen-cias comunes a ese grupo. Lo que expresan las tradiciones cu-yo recuerdo ella perpetúa es la manera en la que la sociedad se representa al hombre y al mundo; es una moral y una cosmo-logía al mismo tiempo que una historia. El rito no sirve, pues, y no puede servir más que para mantener la vitalidad de esas creencias, para impedir que se borren de las memorias, es de-cir, en suma, para revivificar los elementos más esenciales de la conciencia colectiva. Por él, el grupo reanima periódicamen-te el sentimiento que tiene de sí mismo y de su unidad; al mismo tiempo, los individuos se reafirman en su naturaleza de seres sociales. Los gloriosos recuerdos que se hacen revivir ante sus ojos y con los cuales se sienten solidarios les dan una impresión de fuerza y de confianza: se está más seguro en la fe cuando se ve a qué pasado lejano remonta y las grandes cosas que ha inspirado. Ese es el carácter de la ceremonia que la hace instructiva. Tiende toda entera a actuar sobre las conciencias y solo sobre ellas. Si se cree, pues, sin embargo, que actúa sobre las cosas, que asegura la prosperidad de la especie, no puede ser más que por un rechazo de la acción moral que ejerce y que, con toda evidencia, es la única real. Así, la hipótesis que

206 No entendemos decir, por otra parte, que todas las ceremonias de los warramunga

sean de ese tipo. El ejemplo de 1a cacatúa blanca, que hemos tratado antes, prue-

ba que hay excepciones.

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hemos propuesto se encuentra verificada por una experiencia significativa, y la verificación es tanto más probable cuanto que, como acabamos de establecerlo, entre el sistema ritual de los warramunga y el de los aranda no hay diferencia de natu-raleza. Uno no hace más que poner más claramente en eviden-cia lo que habíamos ya conjeturado del otro.

II

Pero existen ceremonias donde ese carácter representativo e idealista es aún más acentuado.

En las que acabamos de tratar, la representación dramática no estaba allí por sí misma: no era más que un medio para un fin absolutamente material, la reproducción de la especie to-témica. Pero hay otras que no difieren específicamente de las precedentes y donde, sin embargo, está ausente toda preocu-pación de ese tipo. En ellas se representa el pasado con el solo fin de representarlo, de grabarlo más profundamente en los espíritus, sin que se espere del rito ninguna acción determina-da sobre la naturaleza. Al menos, los efectos físicos que a veces se le imputan están absolutamente en el segundo plano y care-cen de relación con la importancia litúrgica que se le atribuye.

Este es el caso, sobre todo, de las fiestas que los warramun-ga celebran en honor de la serpiente wollunqua207.

El wollunqua es, como ya lo hemos dicho, un tótem de un

207 North. Tr., pp. 226 y sig. Cf. sobre el mismo tema algunos pasajes de Eylmann,

que se refieren evidentemente al mismo ser mítico (Die Eingeborenen, etc., p.

185).

Strehlow nos señala igualmente entre los aranda una serpiente mítica (Kulaia,

serpiente del agua) que bien podría no ser muy diferente de la Wollunqua (Streh-

low, I, p. 78; cf. II, p. 71, donde la Kulaia figura en la lista de tótems).

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tipo muy particular. No es una especie animal o vegetal, sino un ser único: sólo existe una wollunqua. Además, este ser es puramente mítico. Los indígenas se la representan como una especie de serpiente colosal cuya talla es tal que, cuando se le-vanta sobre la cola, su cabeza se pierde en las nubes. Reside, se cree, en un pozo de agua, llamado thapauerlu, que está oculto en el fondo de un valle solitario. Pero si difiere en ciertos as-pectos de los tótems ordinarios, tiene sin embargo, todos sus caracteres distintivos. Sirve de nombre colectivo y de emblema a todo un grupo de individuos que ven en él su antepasado común, y las relaciones que mantienen con este animal mítico son idénticas a las que los miembros de los otros tótems creen mantener con los fundadores de su clanes respectivos. En el tiempo del alcheringa208, la wollunqua recorría el país en todas las direcciones. En las diferentes localidades donde se detenía enjambraba spirit/children, principios espirituales, que aun sir-ven de almas a los vivientes de hoy. La wollunqua también se considera como una especie de tótem eminente. Los warra-munga están divididos en dos fratrías llamadas Uluuru y la otra Kingilli. Casi todos los tótems de la primera son serpien-tes de especies diferentes. Pues bien, se cree que todas han descendido de wollunqua: se dice que ella es su abuela209. Puede entreverse por esto cómo ha nacido, muy verosímil-mente, el mito de wollunqua. Para explicar la presencia, en una misma fratría, de tantos tótems similares, se ha imaginado que todos habían derivado de un solo y mismo tótem; sólo

208 Para no combinar la terminología, nos servimos de la palabra aranda: entre los

warramunga, este período mítico se llama Wingara.

209 “No es fácil - dicen Spencer y Gillen - expresar con palabras lo que entre los in-

dígenas es más bien un vago sentimiento. Pero después de haber observado aten-

tamente las diferentes ceremonias, hemos tenido la impresión muy neta de que,

en el espíritu de los indígenas, la Wollunqua respondía a la idea de un tótem do-

minante” (North. Tr., p. 248).

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que, necesariamente se debió prestarle formas gigantescas pa-ra que, por su aspecto mismo, estuviera en retención con el papel considerable que le era asignado en la historia de la tri-bu.

Pues bien, la wollunqua es objeto de ceremonias que no di-fieren en naturaleza de las que hemos estudiado precedente-mente: son representaciones donde se figuran los principales acontecimientos de su vida fabulosa. Se la muestra saliendo de la tierra, pasando de una localidad a otra; se representan los diversos episodios de sus viajes, etc. Spencer y Gillen han asis-tido a quince ceremonias de este tipo que se han sucedido desde el 27 de julio al 23 de agosto, encadenándose unas con otras según un orden determinado, de modo que forman un verdadero ciclo210. En el detalle de los ritos que la constituyen, esta larga fiesta es, pues, indistinta del Intichiuma ordinario de los warramunga; eso es lo que reconocían los autores que nos la han descrito211. Pero, por otra parte, es un Intichiuma que no podría tener por objeto asegurar la fecundidad de una especie animal o vegetal, ya que la wollunqua es, por sí sola, su propia especie y no se reproduce. Ella existe, y los indígenas no pare-cen sentir que haya necesidad de un culto para perseverar en su ser. No solamente esas ceremonias no tienen la eficacia del Intichiuma clásico, sino que no parece que tengan eficacia ma-terial de ningún tipo. La wollunqua no es una divinidad en-cargada de un orden determinado de fenómenos naturales y, en consecuencia, no se espera de ella, a cambio del culto, nin-gún servicio definido. Se dice bien que, si las prescripciones ri-

210 Una de las ceremonias más solemnes es la que hemos tenido ocasión de describir

en las pp. 227-228, en el curso de la cual se dibuja una imagen de Wollunqua en

una especie de túmulo que luego se deshace en medio de una efervescencia gene-

ral.

211 North. Tr., pp. 227, 248.

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tuales son mal observadas, la wollunqua se enoja, sale de su retiro y va a vengarse de los fieles por sus negligencias. Inver-samente, cuando todo ha transcurrido regularmente, se incli-nan a creer que se encontrarán bien y que se producirá algún acontecimiento feliz. Pero la idea de esas sanciones posibles no ha nacido evidentemente sino demasiado tarde, para dar cuen-ta del rito. Una vez instituida la ceremonia, pareció natural que sirviera para algo y, en consecuencia, que la omisión de las observancias prescritas expusiera a algún peligro. Pero no se la ha instituido para prevenir esos peligros míticos o para asegurarse ventajas particulares. Estas, por otra parte, sólo se representan en los espíritus de la manera mas imprecisa. Los ancianos, por ejemplo, anuncian, cuando todo ha terminado, que la wollunqua, si está satisfecha, enviará lluvia. Pero no es para tener lluvia que se celebra la fiesta212. Se la celebra porque

212 Estos son los términos que expresan Spencer y Gillen en el único pasaje donde

se trata una posible relación entre la Wollunqua y el fenómeno de la lluvia. Algu-

nos días después de celebrado el rito alrededor del túmulo, “los ancianos declara-

ron que habían oído hablar a Wollunqua, que estaba satisfecha por lo que había

sucedido, y que iba a enviar la lluvia. La razón de esta profecía es que ellos habí-

an oído, como nosotros mismos, resonar el trueno a cierta distancia de allí”. La

producción de la lluvia es tampoco el objeto inmediato de la ceremonia que sólo

se la imputó a Wollunqua muchos días después de la celebración del rito y como

consecuencia de circunstancias accidentales. Otro hecho muestra qué vagas son

las ideas de los indígenas sobre este punto. Algunas líneas más lejos, el trueno es

presentado como un signo, no de la satisfacción de Wollunqua, sino de su des-

contento. A pesar de los pronósticos, continúan nuestros autores, “la lluvia no ca-

yó. Pero algunos días después, de nuevo se oyó el trueno resonar a lo lejos. Los

ancianos dijeron que Wollunqua gruñía porque no estaba contenta” por el modo

en que se había cumplido el rito. Así, un mismo fenómeno, el ruido del trueno, es

interpretado como un signo de disposiciones favorables, o como un índice de in-

tenciones malevolentes.

Sin embargo hay un detalle ritual que, si se acepta la explicación que proponen de

él Spencer y Gillen, seria directamente eficaz. Según ellos, la destrucción del tú-

mulo estaría destinada a asustar a Wollunqua y a impedirle, por un apremio bási-

co, dejar su lugar de retiro. Pero esta interpretación nos parece muy sospechosa.

En efecto, en la circunstancia que acabamos de tratar y donde se anunció que

Wollunqua estaba descontenta, esa insatisfacción se atribuía a que se había des-

cuidado de hacer desaparecer los restos del túmulo. Esta desaparición era, pues,

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los antepasados la han celebrado, porque se apegan a ella co-mo a una tradición muy respetada y porque se sale de ella con una impresión de bienestar moral. En cuanto a las otras consi-deraciones, no tienen más que un papel complementario; pue-den servir para confirmar a los fieles en la actitud que el rito les prescribe; no son la razón de ser de esta actitud.

Estas son, pues, todo un conjunto de ceremonias que úni-camente se proponen despertar ciertas ideas y ciertos senti-mientos, relacionar el presente con el pasado, el individuo con la colectividad. No solamente, de hecho, no pueden servir para otros fines, sino que los fieles mismos no le piden nada más. Es una nueva prueba de que el estado psíquico en el cual se en-cuentra el grupo reunido constituye la única base, sólida y es-table, de lo que podría llamarse la mentalidad ritual. En cuan-to a las creencias que atribuyen a los ritos tal o cual eficacia fí-sica, son cosas accesorias y contingentes, ya que pueden faltar sin que el rito se altere en lo que tiene de esencial. Así, las ce-remonias de la wollunqua, mejor aun que las precedentes, po-nen al descubierto, por así decir, la función fundamental del culto positivo.

Si, por otra parte, hemos insistido especialmente en esas so-lemnidades, es a causa de su importancia excepcional. Pero hay otras que tienen exactamente el mismo carácter. Así, existe entre los warramunga un tótem “del muchacho que ríe”. El clan que lleva ese nombre tiene, dicen Spencer y Gillen, la misma organización que los otros grupos totémicos. Como ellos, tiene sus lugares sagrados (mungai) donde el antepasado

reclamada por la misma Wollunqua, lejos de destinarse a intimidarla y a ejercer

sobre ella una influencia coercitiva. Probablemente, éste no es más que un caso

particular de una regla muy general que está en vigor entre los warramunga: los

instrumentos del culto deben destruirse después de cada ceremonia. Es así cómo

los ornamentos rituales con que se revisten los oficiantes les son arrancados vio-

lentamente, una vez terminado el rito (North. Tr., p. 205).

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fundador ha celebrado ceremonias en los tiempos fabulosos, donde ha dejado, detrás suyo, spirit/children que han llegado a ser los hombres del clan; y los ritos que se relacionan con ese tótem son indiscernibles de aquellos que se refieren a los tó-tems animales o vegetales213. Es, no obstante, evidente que no podrían tener eficacia física. Consisten en una serie de cuatro ceremonias que se repiten más o menos unas a las otras, pero que están destinadas únicamente a divertir, a provocar la risa por la risa, es decir, en suma, a mantener la alegría y el buen humor en el grupo que tiene como la especialidad de estas disposiciones morales214.

Se encuentra entre los mismos aranda más de un tótem que no incluye otro Intichiuma. Hemos visto en efecto que, en este pueblo, los pliegues o las de presiones del terreno que marcan el lugar donde algún antepasado se ha detenido sirven a veces de tótems215. A esos tótems se destinan ceremonias que, mani-fiestamente, no pueden tener efectos físicos de ningún tipo. Ellas sólo pueden consistir en representaciones cuyo objeto es conmemorar el pasado y no pueden tender a ningún fin, fuera de esta conmemoración216.

Al mismo tiempo que nos hacen comprender mejor la natu-raleza del culto, esas representaciones rituales ponen en evi-dencia un importante elemento de la religión, el elemento re-creativo y estético.

213 North. Tr., pp. 207-208.

214 Ibíd., p. 210.

215 Ver en la lista de tótems levantada por Strehlow, los números 432-442 (II, p. 72).

216 Ver Strehlow, III, p. 8. Hay igualmente entre los aranda un tótem Worra que se

parece mucho al tótem del “muchacho que ríe” entre los warramunga (ibíd., III,

p. 124). Worra significa jóvenes. La ceremonia tiene por objeto hacer que los jó-

venes obtengan más placer en el juego de labara (ver sobre ese juego Strehlow, I,

p. 55, n. 1).

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Ya hemos tenido ocasión de mostrar que ellas son parientes cercanas de las representaciones dramáticas217. Este parentesco aparece aún con más evidencia en las últimas ceremonias de las que se ha hablado. No solamente, en efecto, emplean los mismos procedimientos que el drama propiamente dicho, sino que persiguen un fin del mismo tipo: extrañas a todo fin utili-tario, hacen olvidar a los hombres el mundo real, para trans-portarlos a otro donde su imaginación está más satisfecha; ellas distraen. También sucede que tengan el aspecto exterior de una recreación: se ve a los asistentes reír y divertirse abier-tamente218.

Los ritos representativos y las recreaciones colectivas son aún cosas tan vecinas que se pasa de un género al otro sin so-lución de continuidad. Lo característico de las ceremonias propiamente religiosas, es que deben celebrarse sobre un te-rreno consagrado de donde están excluidos las mujeres y los no iniciados219. Pero hay otras donde ese carácter religioso se borra un poco sin desaparecer completamente. Tienen lugar fuera del terreno ceremonial, lo que prueba que ya son laicas en cierto grado; y sin embargo, los profanos, mujeres y niños, no son todavía admitidos. Están pues en el límite de los dos dominios. En general, se relacionan con personajes legenda-rios, pero que no tienen un lugar regular en los cuadros de la religión totémica. Son espíritus, lo más a menudo malignos, que están más bien en relaciones con los magos que con el co-mún de los fieles, especies de fantasmas en los que no se cree con el mismo grado de seriedad y la misma firmeza de convic-

217 Ver p. 384.

218 Se encontrará un caso de ese tipo en North. Tr., p. 204.

219 Nat. Tr., p. 118 y n. 2, p. 618 y sig.; North. Tr., p. 716 y sig. Hay sin embargo ce-

remonias sagradas de donde las mujeres no son totalmente excluidas (ver, por

ejemplo, North. Tr., p. 375 y sig.); pero es la excepción.

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ción que en los seres y las cosas propiamente totémicas220. A medida que se relaja el vínculo que relaciona con la historia de la tribu los acontecimientos y los personajes representados, a medida también de que unos y los otros toman un aire más irreal, las ceremonias correspondientes cambian de naturaleza. Es así como se entra progresivamente en el dominio de la pura fantasía y se pasa del rito conmemorativo al corrobbori vulgar, simple diversión pública que no tiene nada de religioso y en la cual todo el mundo puede tomar parte indiferentemente. Qui-zás aún ciertas de esas representaciones, cuyo único objeto es actualmente distraer, son antiguos ritos que han cambiado de calificación. De hecho, las fronteras entre esos dos tipos de ce-remonias son tan flotantes que es, pues, imposible decir con precisión a cuál de los dos géneros pertenecen221.

Es un hecho conocido que los juegos y las principales for-mas del arte parecen haber nacido de la religión y que han conservado, durante mucho tiempo, un carácter religioso222. Se ve cuáles son sus razones: el culto, aunque tendía directamen-te a otros fines, ha sido al mismo tiempo para los hombres una especie de recreación. La religión no ha representado ese papel por azar, gracias a una feliz casualidad, sino por una necesi-dad de su naturaleza. En efecto, aunque, como lo hemos esta-blecido, el pensamiento religioso sea algo muy distinto a un sistema de ficciones, las realidades a las que corresponde no llegan sin embargo a expresarse religiosamente más que si la

220 Ver Nat. Tr., p. 329 y sig.; North. Tr., p. 210 y siguientes.

221 Es el caso, por ejemplo, del corrobbori del Molonga entre los pitta - pitta del

Queensland y de las tribus vecinas (ver Roth, Ethnog. Studies among the N. W.

Central Queensland Aborígenes, p. 120 y sig.). Se encontrarán informaciones so-

bre el corrobbori ordinario en Strehlow, Rep. of the Horn Expedition to Central

Australia, Part. IV, p. 72 y en Roth, op. cit., p. 117 y siguientes.

222 Ver sobre todo, sobre esta cuestión el buen trabajo de Culin, “Games of the North

American Indians” (XXIVth Rep. of the Bureau of Amer. Ethnol.).

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584 LAS FORMAS ELEMENTALES DE LA VIDA RELIGIOSA

imaginación las transfigura. Entre la sociedad tal como es obje-tivamente y las cosas sagradas que la representan simbólica-mente, la distancia es considerable. Ha sido necesario que las impresiones realmente sentidas por los hombres y que han servido de materia prima a esta construcción hayan sido inter-pretadas, elaboradas, transformadas hasta ser desconocibles. El mundo de las cosas religiosas es, pues, pero solamente en su forma exterior, un mundo parcialmente imaginario y que, por esta razón, se presta más dócilmente a las libres creaciones del espíritu. Por otra parte, porque las fuerzas intelectuales que sirven para hacerlo son intensas y tumultuosas, la única tarea que consiste en expresar lo real con ayuda de símbolos convenientes no basta para ocuparlas. Queda un excedente generalmente disponible que trata de emplearse en obras su-plementarias, superfluas y de lujo, es decir, en obras de arte. Lo mismo sucede con las prácticas y las creencias. El estado de efervescencia en que se encuentran los fieles reunidos se tra-duce necesariamente hacia afuera por medio de movimientos exuberantes que no se dejan sujetar fácilmente a fines dema-siado estrechamente definidos. Se escapan, en parte, sin objeto, se despliegan por el solo placer de desplegarse, se complacen en especies de juegos. Por lo demás, en la medida en que los seres a los cuales se dirige el culto son imaginarios, no son ap-tos para contener y regular esta exuberancia; se necesita la presión de realidades tangibles y resistentes para imponer a la actividad adaptaciones exactas y económicas. Por eso nos ex-ponemos a equivocaciones cuando, para explicar los ritos, creemos deber asignar a cada gesto un objeto preciso y una ra-zón de ser determinada. Hay algunos que no sirven para nada; responden simplemente a la necesidad de actuar, de moverse, de gesticular que sienten los fieles. Se los ve saltar, dar vueltas, danzar, gritar, cantar, sin que sea siempre posible dar un sen-tido a esta agitación.

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Así, la religión no sería tal si no cediera algún lugar a las li-bres combinaciones del pensamiento y de la actividad, al jue-go, al arte, a todo lo que recrea el espíritu fatigado porque hay demasiadas sujeciones en la labor cotidiana: las causas mismas que le dieron origen le imponen esto necesariamente. El arte no es simplemente un ornamento exterior con el que se ador-naría el culto para disimular lo que puede tener de demasiado austero y demasiado rudo: sino que, en sí mismo, el culto tiene algo estético. Por las relaciones bien conocidas que la mitolo-gía mantiene con la poesía, se ha querido a veces poner a la primera fuera de la religión223; la verdad es que hay una poesía inherente a toda religión. Las ceremonias representativas que acaban de estudiarse hacen sensible este aspecto de la vida re-ligiosa; pero casi no existen ritos que no la presenten en algún grado.

Seguramente, se cometería el error más grave si no se viera de la religión más que este único aspecto o si aún se exagerara su importancia. Cuando un rito no sirve más que para distraer, no es ya un rito. Las fuerzas morales que expresan los símbo-los religiosos son fuerzas reales, con las que debemos contar y con las que no podemos hacer lo que queramos. Aun cuando el culto no tendiera a producir efectos físicos, sino que se limi-tara deliberadamente a actuar sobre los espíritus, su acción se ejercería en otro sentido que una pura obra de arte. Las repre-sentaciones que tienen por función despertar y mantener en nosotros no son vanas imágenes que no responden a nada en la realidad, que evocamos sin objeto, por la sola satisfacción de verlas aparecer y combinarse ante nuestros ojos. Son tan nece-sarias para el buen funcionamiento de nuestra vida moral co-mo los alimentos para el mantenimiento de nuestra vida física;

223 Ver p. 85.

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pues por ella el grupo se afirma y se mantiene, y sabemos has-ta qué punto esto es indispensable para el individuo. Un rito es, pues, algo distinto que un juego; forma parte de la vida se-ria. Pero, si el elemento irreal e imaginario no es esencial, no deja de representar un papel que no es despreciable. Entra por una parte en ese sentimiento de bienestar que el fiel obtiene del rito cumplido; pues la recreación es una de las formas de esta refacción moral que es el objeto principal del culto positi-vo. Una vez que hemos cumplido con nuestros deberes ritua-les, volvemos a la vida profana con más coraje y ardor, no so-lamente porque nos hemos puesto en relación con una fuente superior de energía, sino también porque nuestras fuerzas se han fortalecido viviendo, durante algunos instantes, una vida menos tensa, más suelta y más libre. Por eso, la religión tiene un encanto que no es uno de sus menores atractivos.

Por esto es que la idea misma de una ceremonia religiosa de cierta importancia despierta naturalmente la idea de fiesta. In-versamente, toda fiesta, aun cuando sea puramente laica por sus orígenes, tienen ciertos caracteres de la ceremonia religio-sa, pues, en todos los casos, tiene por efecto acercar a los indi-viduos, poner en movimiento a las masas y suscitar así un es-tado de efervescencia, a veces hasta de delirio, que no carece de parentesco con el estado religioso. El hombre es transpor-tado fuera de sí, distraído de sus ocupaciones y de sus pre-ocupaciones ordinarias. Por eso se observan en todas partes las mismas manifestaciones: gritos, cantos, música, movimien-tos violentos, danzas, búsqueda de excitantes que levanten el nivel vital, etc. Se ha notado a menudo que las fiestas popula-res arrastran al exceso, hacen perder de vista el límite que se-para lo lícito y de lo ilícito224; lo mismo sucede con las ceremo-

224 Sobre todo en materia sexual. En los corrobbori ordinarios, las licencias sexuales

son frecuentes (ver Spencer y Gillen, Nat. Tr., pp. 96-97 y North. Tr., pp. 136-

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nias religiosas que determinan como una necesidad de violar las reglas ordinariamente más respetadas225. No es que no se puedan, ciertamente, diferenciar las dos formas de la actividad pública. La simple diversión, el corrobbori profano no tiene objeto serio, mientras que, en su conjunto, una ceremonia ri-tual tiene siempre un fin grave. Hay que observar aún que quizás no hay diversión donde la vida seria no tenga algún eco. En el fondo, la diferencia está más bien en la proporción desigual según la cual esos dos elementos se combinan.

III

Un hecho más general viene a confirmar las opiniones que preceden.

En su primera obra, Spencer y Gillen presentan al Intichiu-ma como una entidad ritual perfectamente definida: hablaban de él como de una operación exclusivamente destinada a ase-gurar la reproducción de la especie totémica y parecía que ella debiera perder necesariamente todo tipo de sentido fuera de esta única función. Pero en sus Northern Tribes of Central Aus-

tralia, los mismos autores, sin darse cuenta quizás, emplean un lenguaje diferente. Reconocen que las mismas ceremonias pueden indiferentemente tener lugar en los Intichiumas pro-

137). Sobre las licencias sexuales en las fiestas populares en general, ver Hagels-

tange, Süddeutsches Bauernleben im Mittelalter, pp. 221 y siguientes.

225 Es así cómo se violan obligatoriamente las reglas de la exogamia en el curso de

ciertas ceremonias religiosas (ver más arriba p. 248, n. 27). Probablemente no

haya que buscar un sentido ritual en estas licencias. Simplemente es una conse-

cuencia mecánica del estado de sobreexcitación provocado por la ceremonia. Es

un ejemplo de esos ritos que no tienen, en si mismos, objeto definido, que son

simples descargas de actividad (ver más arriba, p. 390). El indígena mismo no le

asigna fin determinado: se dice solamente que, si esas licencias no se cometen, el

rito no producirá sus efectos; la ceremonia fracasará.

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piamente dichos o en los tipos de iniciación226. Sirven igual-mente, pues, para hacer animales y plantas de la especie toté-mica, o para conferir a los novicios las cualidades necesarias para que lleguen a ser miembros regulares de la sociedad de los hombres227. Desde ese punto de vista, el Intichiuma apare-ce bajo un aspecto nuevo. Ya no es un mecanismo ritual distin-to, que está basado en principios que le son propios, sino una aplicación particular de ceremonias más generales y que pue-den utilizarse para fines muy diferentes. Por eso es que, en su nueva obra, antes de hablar del Intichiuma y de la iniciación, ellos consagran un capítulo especial a las ceremonias totémicas en general, con abstracción de las formas diversas que pueden tomar según los fines para los cuales se emplean228.

Esta indeterminación radical de las creencias totémicas sólo había sido indicada por Spencer y Gillen y de una manera bas-tante indirecta; pero acaba de ser confirmada por Strehlow en los términos más explícitos. “Cuando, dice, se hace pasar a los jóvenes novicios por las diferentes fiestas de la iniciación, se ejecuta ante ellos una serie de ceremonias que, aunque repro-ducen hasta en sus detalles más característicos los ritos del cul-to propiamente dicho (entiéndase los ritos que Spencer y Gillen

llaman Intichiuma), no tienen, sin embargo, por objeto, multi-plicar y hacer prosperar al tótem correspondiente”229. Es, pues,

226 Estas son las expresiones mismas de los que se sirven Spencer y Gillen: “Ellas

(las ceremonias que se relacionan con los tótems) están a menudo, pero no siem-

pre, asociadas con las que conciernen a la iniciación de los jóvenes, o bien for-

man parte de los Intichiumas” (North. Tr., p. 178).

227 Dejamos de lado la cuestión de haber en qué consiste ese carácter. Es un proble-

ma que nos arrastraría a desarrollos muy largos y muy técnicos y que, por esta ra-

zón, necesitaría tratarse aparte. No interesa, por otra parte, a las proposiciones

que se establecen en el curso de la presente obra.

228 Es el capítulo VI titulado “Ceremonies connected with the tótems”.

229 Strehlow, III, pp. 1-2.

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la misma ceremonia que sirve en los dos casos; sólo que el nombre no es el mismo. Cuando tiene especialmente por obje-to la reproducción de la especie, se la llama mbatjalatiuma y so-lamente cuando constituye un procedimiento de iniciación se la daría el nombre de Intichiuma230.

Todavía entre los aranda, esos dos tipos de ceremonias se distinguen una de la otra por ciertos caracteres secundarios. Si la contextura del rito es la misma en los dos casos sabemos, sin embargo, que las efusiones de sangre y, más generalmente, las oblaciones características del Intichiuma aranda, faltan en las ceremonias de iniciación. Además, mientras que, en ese mismo pueblo, el Intichiuma tiene lugar en un espacio que la tradi-ción fija reglamentariamente y donde se está obligado a ir de peregrinaje, la escena sobre la que tienen lugar las ceremonias de la iniciación es puramente convencional231. Pero cuando, como es el caso de los warramunga, el Intichiuma consiste en una simple representación dramática, la indistinción entre los dos ritos es completa. En uno como en el otro, se conmemora el pasado, se pone en acción el mito, se lo representa y no puede representárselo de dos maneras sensiblemente diferen-tes. Una y la misma ceremonia sirve pues, según las circuns-tancias para dos funciones distintas232.

230 Así se explicaría el error que Strehlow reprocha haber cometido a Spencer y Gi-

llen: ellos habrían aplicado a una de las modalidades del rito el término que con-

viene más especialmente a la otra. Pero, en esas condiciones, el error no parece

tener la gravedad que le atribuye Strehlow.

231 No puede siquiera tener otro carácter. En efecto, como la iniciación es una fiesta

tribal, e inician en el mismo momento novicios de tótems diferentes. Las ceremo-

nias que se suceden así en un mismo lugar se refieren, pues, siempre a muchos tó-

tems y, en consecuencia, es necesario que tengan lugar afuera de la localidad con

las cuales se relacionan según el mito.

232 Ahora puede explicarse de dónde proviene el hecho de que no hayamos estudia-

do, en ninguna parte, los ritos de iniciación en sí mismos: es que ellos no consti-

tuyen una entidad ritual, sino que están formados por un conglomerado de ritos

de especies diferentes. Hay sobre todo interdicciones, ritos ascéticos y ceremo-

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Ella puede aun prestarse a muchos otros empleos. Se sabe que, como la sangre es algo sagrado, las mujeres no deben ver-la correr. Puede suceder sin embargo que estalle una pelea en su presencia y, finalmente, se termine por una efusión de san-gre. Una infracción ritual se comete entonces. Ahora bien, en-tre los aranda, el hombre cuya sangre se ha derramado prime-ro, debe, para reparar esta falta, “celebrar una ceremonia que se relacione ya sea con el tótem de su padre, ya sea con el de su madre233;” esta ceremonia lleva un nombre especial: alua

uparilima, que significa la acción de borrar la sangre. Pero, en sí misma, no difiere de las que se celebran cuando la iniciación o en los Intichiumas: representa un acontecimiento de la historia ancestral. Puede, pues, servir igualmente para iniciar, para ac-tuar sobre la especie animal, o para expiar un sacrilegio. Ve-remos más lejos que una ceremonia totémica puede también usarse como rito funerario234.

Hubert y Mauss han señalado ya una ambigüedad funcio-nal del mismo tipo en el caso del sacrificio y, más especialmen-te, del sacrificio hindú235. Han mostrado cómo el sacrificio de comunión, el sacrificio expiatorio, el sacrificio/voto, el sacrifi-

nias representativas que son indistintas de las que se celebran cuanto el Intichiu-

ma. Hemos debido pues desmembrar ese sistema compuesto y tratar separada-

mente cada uno de los ritos elementales que lo componen, clasificándolos con los

ritos similares con los que es necesario compararlos. Por otra parte, hemos visto

(p. 294 y sig.), que la iniciación ha servido como punto de partida de una nueva

religión que tiende a superar al totemismo. Pero nos ha bastado mostrar que el to-

temismo contenía el germen de esta religión; no teníamos que seguir su desarro-

llo. El objeto de este libro es estudiar las creencias y las prácticas elementales;

debemos detenernos, pues, en el momento que dan nacimiento a forma más com-

plejas.

233 Nat. Tr., p. 463. Si el individuo puede, a elección, celebrar una ceremonia de tó-

tem paternal o del tótem maternal, es que, por las razones expuestas anteriormen-

te (pp. 189-190), él participa del uno y del otro.

234 Ver más adelante, cap. V, p. 406.

235 Ver “Essai sur le sacrifice”, en Mélanges d'histoire des religions, p. 83.

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cio contrato, no eran sino simples variantes de un solo y mis-mo mecanismo. Ahora vemos que el hecho es mucho más primitivo y que de ningún modo se limita a la institución de los sacrificios. No existe quizás rito que no presente una inde-terminación semejante. La misa sirve para los matrimonios como para los entierros, rescata las faltas de los muertos, ase-gura a los vivos los favores de la divinidad, etc. El ayuno es una expiación y una penitencia; pero también es una prepara-ción para la comunión; hasta confiere virtudes positivas. Esta ambigüedad demuestra que la función real de un rito consiste, no en los efectos particulares y definidos a los que parece ten-der y por los cuales se caracteriza de ordinario, sino en una ac-ción general que, aunque siendo siempre y en todas partes semejante a sí misma, sin embargo, es susceptible de tomar formas diferentes según las circunstancias. Pues bien, preci-samente eso es lo que supone la teoría que hemos propuesto. Si el verdadero papel del culto es despertar en los fieles un cierto estado de alma, hecho de fuerza moral y de confianza, si los efectos diversos que se imputan a los ritos no se deben más que a una indeterminación secundaria y variable de este esta-do fundamental, no es sorprendente que un mismo rito, aun-que conserve la misma composición y la misma estructura, pa-rezca producir múltiples efectos. Pues las disposiciones menta-les que tiene por función permanente suscitar siguen siendo las mismas en todos los casos; dependen del hecho de que el grupo está reunido, no de las razones especiales para las que se ha reunido. Pero, por otra parte, se interpretan de modos di-ferentes según las circunstancias a las cuales se apliquen. Si se quiere obtener un resultado físico, la confianza sentida hará creer que ese resultado es o será obtenido por los medios em-pleados. Si se ha cometido alguna falta que se quiere borrar, el mismo estado de seguridad moral hará prestar a los mismos gestos rituales virtudes expiatorias. Así, la eficacia aparente

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parecerá cambiar mientras que la eficacia real permanece inva-riable, y el rito parecerá cumplir funciones diversas aunque de hecho no tenga más que una, siempre la misma.

Inversamente, del mismo modo que un solo rito puede ser-vir para muchos fines, muchos ritos pueden producir el mis-mo efecto y reemplazarse mutuamente. Para asegurar la re-producción de la especie totémica, puede recurrirse igualmen-te a las oblaciones, a las prácticas de la iniciación o a las repre-sentaciones conmemorativas. Esta aptitud de los ritos para sustituirse unos a los otros prueba de nuevo, del mismo modo que su plasticidad, la extrema generalidad de la acción útil que ejercen. Lo esencial es que se reúnan individuos, que se sien-tan sentimientos comunes y que se expresen por actos comu-nes; pero lo relativo a la naturaleza particular de esos senti-mientos y de esos actos, es cosa relativamente secundaria y contingente. Para tomar conciencia de sí, el grupo no tiene ne-cesidad de producir tales otros. Es necesario que se comunique en un mismo pensamiento y en una misma acción; pero poco importan las especies sensibles bajo las cuales tiene lugar esta comunión. Sin duda, esas formas exteriores no se determinan por azar; tienen sus razones; pero esas razones no dependen de lo esencial del culto.

Todo nos conduce, pues, a la misma idea: es que los ritos son, ante todo, los medios por los cuales el grupo social se re-afirma periódicamente. Y por allí, quizás podemos llegar a re-construir hipotéticamente el modo en que el grupo totémico ha debido nacer primitivamente. Hombres que se sienten uni-dos, en parte por vínculos de sangre, pero más aún por una comunidad de intereses y de tradiciones, se reúnen y toman conciencia de su unidad moral. Por las razones que hemos ex-puesto, son llevados a representar esta unidad bajo la forma de un tipo muy especial de consubstancialidad: se consideran

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todos participando en la naturaleza de un animal determina-do. En esas condiciones, sólo habrá para ellos una manera de afirmar su existencia colectiva: es afirmarse a sí mismos como animales de esta misma especie, y eso no solamente en el fon-do de su conciencia, sino por actos materiales. Esos actos cons-tituirán el culto, y sólo pueden consistir evidentemente en movimientos por los cuales el hombre imita al animal con el cual se identifica. Así entendidos, los ritos imitativos aparecen como la forma primera del culto. Parecerá que esto es atribuir un papel histórico muy considerable a prácticas que, a primera vista, dan la impresión de juegos infantiles. Pero, como lo hemos mostrado, esos gestos ingenuos y torpes, esos procedi-mientos groseros de figuración, traducen y mantienen un sen-timiento de orgullo, de confianza y de veneración totalmente comparable al que expresan los fieles de las religiones más idealistas cuando, reunidos, se proclaman los hijos del Dios todopoderoso. Pues, en uno como en otro caso, ese sentimien-to está hecho de las mismas impresiones de seguridad y de respeto que despierta, en las conciencias individuales, esta gran fuerza moral que las domina y las sostiene, y que es la fuerza colectiva.

Los otros ritos que hemos estudiado no son verosímilmente sino modalidades de ese rito esencial. Una vez admitida la es-trecha solidaridad del animal y del hombre, se sintió vivamen-te la necesidad de asegurar la reproducción regular de la espe-cie totémica y se hizo de esta reproducción el objeto principal del culto. Esas prácticas imitativas que, en su origen, solo tení-an, sin duda, un fin moral, se encontraron pues subordinadas a un fin utilitario y material y se las concibió como medios de producir el resultado deseados. Pero a medida que, como con-secuencia del desarrollo de la mitología el héroe ancestral, primitivamente confundido con el animal totémico, se distin-guió más de él, a medida que se hizo una figura más personal,

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la imitación del antepasado sustituyó a la imitación del animal y se yuxtapuso a ella, y las ceremonias representativas reem-plazaron o completaron los ritos miméticos. En fin, para alcan-zar más seguramente el fin al cual se tendía, se experimentó la necesidad de poner en acción todos los medios de que se dis-ponía. Tenían en secreto las reservas de fuerzas vivas que es-taban acumuladas en las rocas sagradas, las utilizaron; ya que la sangre del hombre era de la misma naturaleza que la del animal, se sirvieron de ella con el mismo fin y la derramaron. Inversamente, por este mismo parentesco, el hombre empleó la carne del animal para rehacer su propia substancia. De allí los ritos de oblación y de comunión. Pero, en definitiva, todas esas prácticas diversas no son más que variantes de un solo y mismo tema: en todas partes, en la base, se encuentra el mismo estado de espíritu interpretado de modos diferentes según las situaciones, los momentos de la historia y las disposiciones de los fieles.