Elogio de los amanuenses
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Elogio de los amanuenses
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Director De la colección
Álvaro Uribe
consejo eDitorial De la colección
Arturo Camilo Ayala OchoaElsa Botello López
José Emilio Pacheco †Antonio Saborit
Juan Villoro
Director FunDaDor
Hernán Lara Zavala
colección
Pequeños GranDes ensayos
Universidad Nacional Autónoma de MéxicoCoordinación de Difusión Cultural
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
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JOHANNES TriTHEMiUS
Elogio de los amanuenses
universiDaD nacional autónoma De méxico2015
Presentación de
camilo ayala ochoa
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Título original en latín: De laude Scriptorum manualium.
Primera edición en la colección Pequeños Grandes Ensayos: 6 de febrero de 2015
D. r. © 2015 universiDaD nacional autónoma De méxico
Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, 04510, México, D. F.
Dirección General De Publicaciones y Fomento eDitorial
iSBN de la colección: 978-970-32-0479-3 iSBN de la obra: 978-607-02-6452-8
Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.
Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
impreso y hecho en México
Trithemius, Johannes, 1462-1516, autorElogio de los amanuenses / Johannes Trithemius ; presenta-ción de Camilo Ayala Ochoa. – Primera edición 120 páginas. – (Colección Pequeños Grandes Ensayos)
iSBN 978-970-32-0479-3 (colección)iSBN 978-607-02-6452-8
1. Copistas. 2. Scriptoria. i. Ayala Ochoa, Camilo, prologuis-ta. ii. Título. iii. SerieZ105.T75 2015LiBrUNAM 1694013
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Presentación
El pueblo de Kmt (se pronuncia Kemet), nombre
que significa “Tierra Negra” y que marcaba una
diferencia con la tierra roja o desierto que lo
rodeaba, fue llamado Egipto por los griegos. Nos
dice Sócrates, en su diálogo con Fedro escrito
por Platón, que escuchó que en Egipto, durante
el legendario reinado de Thamus o Ammón, vivió
en las cercanías de la ciudad a la que los griegos
conocían como la Tebas egipcia, un antiguo dios
de nombre Thot a quien estaba consagrada la
benéfica ave ibis, cuyo regreso de la migración
coincidía con la crecida del río Nilo. Fue Thot,
“Señor del tiempo”, el primero en descubrir el
número y el cálculo, la geometría y la astrono-
mía, el juego de damas y los dados, y también la
escritura, por lo que se le representa llevando
en sus manos un cálamo y un tintero. La mitolo-
gía egipcia hablaba, además, de su compañera
Seshat, “La escriba”, “La señora de los libros”,
“Señora de la escritura”, “Señora de la casa de
los rollos” o “La principal en la casa de los li-
bros”, que era la diosa de todas las formas de la
escritura, de la historia y la anotación, así como
protectora de las bibliotecas.
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Thot brindó sus artes y conocimientos al
faraón, quien ensalzaba o reprobaba cada uno
de ellos. Cuando llegó a la escritura, dijo Thot:
“¡Oh rey! Esta invención hará a los egipcios más
sabios y servirá a su memoria; he descubierto
un remedio contra la dificultad de aprender y
retener”. El monarca contestó: “Tú no has encon-
trado un medio de cultivar la memoria, sino de
despertar reminiscencias; y das a tus discípulos
la sombra de la ciencia y no la ciencia misma”.
La anterior metáfora refleja la pugna entre
la cultura oral y la cultura letrada en el mundo
antiguo. Ese mismo drama por el cambio lo
expresó Alcidamante de Elea, un sofista griego
del siglo iv a. C., quien observó con horror que
la cultura oral y memorística en la que había
crecido estaba siendo cuestionada por quienes
preferían escribir y los amonestó con estas pa-
labras: “Considero que tampoco es justo llamar
discursos a los que están escritos, sino sombras,
formas e imitaciones de discursos, y con justa
razón yo tendría de ellos la misma opinión que
de las esculturas humanas de bronce, de las
estatuas de piedra y de las pinturas de animales”.
Hemos buscado a lo largo de la historia el
mejor de los dispositivos posibles para que
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nuestro saber no se destruya por completo; por
eso el contenido letrado ha pasado por conti-
nentes o libros que curiosamente empiezan con
la letra p: ha sido piedra, pizarra, papiro, perga-
mino, papel y ahora pantalla. Cada transforma-
ción ha tenido consecuencias en los sistemas de
escritura, los modos de lectura, la comunicación
en general y los aparatos educativos. institucio-
nes como la editorial, la librería, la biblioteca y
la universidad son, en su perfil actual, producto
de una luenga herencia que conllevó una perió-
dica disputa entre innovación y arcaísmo, así
como visiones de prosperidad y apocalipsis
entre sus protagonistas. Actualmente se vive un
replanteamiento semejante. Hace varias décadas
que roland Barthes pregonó la muerte del autor,
después de la muerte de Dios de Friedrich
Nietzsche y la muerte del arte de Hegel y Marx.
Marshall McLuhan anunció el fin de la cultura
escrita ante el lenguaje icónico y su discípulo
Derrick de Kerchove previó la digitalización de
las actividades humanas. Se ha disertado sobre
la muerte de la cultura literaria con Georges
Steiner, la muerte del autor con roland Barthes,
la muerte del lector con Phillip roth, la muerte
del editor con Andrew Willie, la muerte del papel
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con Gary Hall, la muerte de la impresión con Jeff
Gomez, la muerte de la librería con Vince Mc-
Caffrey, la muerte de la biblioteca con José
M. Piquer y la muerte del libro ante la amplia
difusión de los medios electrónicos.
Con la cultura digital o tecnosocial, va-
rios agentes o mediadores que hay entre el
autor y el lector van a desaparecer. Vemos a
profesionistas como agentes literarios, papele-
ros, periodistas, editores, correctores, diseña-
dores, impresores, encuadernadores, libreros
y bibliotecarios replantear su actividad. Eso ya
ocurrió. Durante el renacimiento, la cultura
escrita tuvo enormes cambios, a tal grado que
aparecieron la mentalidad letrada y la ciencia
moderna. El mundo cambió con el invento de
Johannes Gutenberg que implicó el uso de tipos
móviles agrupados en un marco de metal, llama-
do en un inicio rama y más tarde también galera,
un modelo de plancha de impresión tomado de
las prensas para exprimir uvas y elaborar vino
y la tinta con base de aceite. Lo que significó la
irrupción del libro impreso, es decir, el paso del
formato códex al libro industrial, al libro tipo-
gráfico, a la copia impresa de un prototipo, fue
la multiplicación del público lector y la aparición
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de nuevos métodos para organizar el conoci-
miento. Los que a la sazón eran los profesionales
del libro fueron desplazados y lo vieron como
una expiración.
¿Qué mundo pereció? El personaje de la
novela El nombre de la rosa de Umberto Eco,
Guillermo de Baskerville, fraile franciscano, al
entrar en el scriptorium de una abadía benedic-
tina enclavada en los Apeninos, famosa por su
enorme biblioteca, no puede contener un grito
de admiración. Baskerville observa a anticua-
rios, copistas, rubricantes y estudiosos trabajar
en su propia mesa bajo una ventana de vidrios
incoloros para permitir el paso puro de la luz.
Por supuesto, el scriptorium no fue el único
espacio amanuense. Desde el siglo xiii aparecie-
ron copistas laicos y libreros que abastecían a
los particulares, principalmente a las comunida-
des universitarias. Sólo podían ser calígrafos,
copistas y rubricadores quienes se examinaban
rigurosamente ante las universidades. Esos
clercs, como eran denominados, sólo podían
transcribir libros en lengua vulgar y su actividad
se escrutaba permanentemente. Varios papas y
reyes protegieron ese oficio con privilegios,
franquicias y excepciones. Sin embargo, los
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monasterios fueron desde el siglo vi al xv los
acreditados talleres de copias manuscritas,
tanto para consumo interno como para su venta.
La labor de los copistas monacales estaba unida
a la recopilación, estudio y conservación de
textos, a su traducción y comentario.
Si bien es cierto que el Misal de Constanza
fue la primera publicación salida de la imprenta
de tipos móviles, el trabajo icónico, el que inicia
la Galaxia de Gutenberg, fue la reproducción
de la Biblia en vulgata editio, es decir, en edición
para el pueblo, en 1280 páginas sin numerar, a
42 líneas por columna, con cinco millones de
tipos, ilustraciones por xilografía y pinturas a
mano, hecha con el empeño de darle la aparien-
cia de un manuscrito. Un copista escribía tres
bifolios diarios mientras el sistema tipográfico
producía 150.
Había monjes pergamineros encargados de
seleccionar y descarnar las pieles, principalmen-
te de origen ovino y caprino, aunque no despre-
ciaban la piel de asno para obras abaratadas o
conseguían de fino antílope y la vitela de fetos
o animales lechales para las más lujosas o sagra-
das. Ellos las apelambraban, escaldaban, purga-
ban, raspaban, maceraban y pulían. Esos monjes,
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por lo general los menos cultos e incluso analfa-
betas, vivían con escalpelos, chiflas, palas, gara-
turas, buriles y raederas, preparando salmueras
y lechadas y colocando las pieles en bastidores
para volverlas a trabajar con piedra pómez, re-
sina de sandáraca y hueso de sepia. La pergami-
nería renacentista logró materiales de nívea
blancura y extrema suavidad que hoy son impo-
sibles de falsificar toda vez que las técnicas
empleadas para su obtención se han perdido. En
algunas raras ocasiones esos monjes, para reu-
tilizar el pergamino ya sea por la pérdida del
valor del contenido o la falta de medios econó-
micos, cancelaban escritos a fuerza de remojo
con leche, espolvoreado con cal o harina, pren-
sado y pulido. Los griegos llamaban a esos ma-
teriales palimpsestos pero es más apropiado el
término de codices rescripti.
Los aprendices eran los que trazaban guías
sobre las caras del pergamino con regla, escan-
tillón, peine, mastara de cordeles o plancha para
pautar. A veces picaban las hojas para poder
trazar el pautado. Los scriptor, copistas o ama-
nuenses, escribían los textos dejando espacios
en blanco para las letras distintivas, los caligra-
mas, las escrituras dedálicas, las escrituras re-
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alzadas y las ilustraciones. Lo hacían en grupo,
en scriptorium, o en la soledad de sus celdas,
dependiendo de la orden religiosa. Utilizaban
tableros o mesas de trabajo cubiertas con un
fieltro que podían tener pupitres, atriles y facis-
toles. En su plumier guardaban plumas o pén-
dolas –por lo común de oca pero también de
otras aves como cisnes, cuervos, búhos, gallinas
y pavos– de diferentes cortes y biselados, cála-
mos, punzones y pinceles. Cortaplumas, compás,
regla, escuadra, tintero, lápiz de plomo y espon-
ja fueron otros de sus utensilios. El scriptor
llevaba un praeductale o cuchillo de la mano
izquierda para borrar los errores y evitar que la
hoja se escapara. Había ocasiones en las que se
requería también de un calígrafo o pendonista
para obtener una escritura especial.
Había monjes que cotejaban la copia con el
original y se llamaron correctores porque borra-
ban y corregían. Su labor era librarium menda
tollere, eliminar los errores de los copistas, las
transposiciones, las simplificaciones, las repeti-
ciones. Las incorrecciones, cuando no se podían
raspar y sustituir sin demeritar el folio, se sub-
punteaban, es decir, se les colocaban puntos
suscritos, o bien se cancelaban con un subraya-
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do. También, para señalar su inactividad, ponían
las sílabas va- al inicio del yerro y -cat al final.
El término latino vacat viene de vaco, libre,
desocupado, desierto. Los añadidos y las correc-
ciones se fijaban, con signos de llamada, en el
interlineado o se apostillaban. Los scriptorium
de mayor autoridad tenían expertos que llegaban
incluso a contar el número de palabras y letras
del manuscrito modelo y su reproducción para
compararlos y percibir un error, y al terminar lo
señalaban con alguna de las siguientes palabras:
emendaui, contuli o correxi. Esa revisión acon-
tecía antes de ilustrar los folios, que era la etapa
previa a la encuadernación.
Así como actualmente se habla de los duen-
des de imprenta como productores de erratas,
los monjes medievales atribuían la ceguera ante
el error a un personaje oscuro. Existió desde el
siglo iv la creencia en un diablillo que se encar-
gaba de anotar los errores en la escritura, en la
lectura y en la atención que se debía guardar
tanto hacia los lectores como durante los oficios
religiosos. En 1285 Johannes Guallensis en el
Tractatus de Penitentia dio a conocer el nombre
de esa entidad: Titivillus, apelativo que remite a
la bagatela, lo trivial, y que ratificó el dominico
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Petrus Paludanus en su Fragmina psalmorum
Titivillus colligit horum. Guallensis lo describió
como coleccionista de trozos de salmos, de lo
que se dejaba de pronunciar o de escribir. Titi-
villus llevaba un saco que debía llenar con mil
errores cada día. En el siglo xv los pedidos de
libros eran tales que los errores ortográficos,
de fechas, de nombres, se multiplicaron y a Titi-
villus se le adjudicó ser el provocador de esos
errores. Sin embargo, por extraño que sea,
también fue visto como patrono de los escribas
y calígrafos porque gracias a su afán de hacer
maldades, los monjes evitaban caer en el error
y, además, si era el diablejo quien provocaba los
errores, eso quitaba responsabilidad al copista
y por tanto lo redimía.
Un rubricator insertaba los títulos, ini-
ciales, colofones e indicaciones con una tinta
roja, que es el color del fuego productor de
luz. Un illuminator, iluminador o miniaturis-
ta, decoraba los manuscritos a veces con ayuda
de un coloreador que entintaba los elementos
ornamentales. El iluminador no sólo componía
márgenes, letras capitales, viñetas, cuadros, fi-
guras, efigies, máscaras, escenas, alegorías, pór-
ticos, orlas, cenefas, tondos, recuadros, pies de
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lámpara, cantones, nichos, pináculos, arcadas,
cartelas, trofeos, candelabros, cornucopias, ro-
setones, florituras, racimos, follajes, filigranas,
casetones, estandartes, banderolas, medallones,
lunetos, tímpanos, filetes, barras, molduras, liste-
les, boceles, baquetas, junquillos, rayos, velos,
cortinas, doseles, rizos, ovas, bezantes, cadene-
tas, anillos, perlas, caireles, trenzas, cordones,
nudos, gráfilas, festones, lacerías, laberintos,
encajes, frisos, almenados, ajedrezados, angre-
lados, grecas o arabescos; también elaboraba sus
tintas y pinturas con extractos vegetales, huesos,
insectos, moluscos, polvos minerales, tierra de
color, vidrios y sustancias químicas. Además
de la búsqueda de tonos y brillos, los ilumina-
dores se encargaban de añadir a los pigmentos
taninos, sustancias que evitaban la pudrición, y
mordientes, que los fijaban. Se aplicaban otros
ingredientes aglutinantes, como goma arábiga,
para añadir viscosidad. Muy fácil pudo ser con-
fundir el laboratorio de un iluminador y el de
un alquimista.
Un proceso que no necesitaba de conoci-
miento de lenguaje pero exigía la mar de meticu-
losidad era el arte de la encuadernación, es decir,
el alzar o conjuntar los cuadernos en un legajo
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para prensarlo y coserlo, refilar los bordes o
barbas para igualarlos, ponerles cubiertas de
tela y cuero curtido o cartón, para materiales
austeros, o placas de madera que eran enloma-
das y decoradas con forros y, en ocasiones es-
peciales, enriquecidas por gofrado, técnica de
estampado por hierros candentes, o con relieves
de marfil, pasamanería, incrustaciones de plata
u oro, engarces de pedrería, aljófares o esmaltes.
A fines del siglo xv coexistían dos procedi-
mientos de producción librera: la copia de ma-
nuscritos y la reproducción tipográfica. Ambos
sistemas utilizaron pergamino y papel, pero era
claro el abandono del códice manuscrito. A ojos
de los copistas, el sentido de su labor oferente, de
su misión de proclamación por la letra, se difu-
minaba. Ellos mismos perdían vigencia. innega-
blemente, pensaban, sus libros eran mejores por
el proceso artesanal codicológico, casi amoroso,
de procurar el albor y traslucidez de la membra-
na de las hojas; de orar para alcanzar la armonía
y elegancia del texto como imagen y de las
imágenes como discurso; de resguardar, con
ceño fruncido, pulso firme y desvelo, la fidelidad
a cada modelo; de maniobrar sutilmente entre
el dictado interior del texto y la traducción
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mental del significado del texto; de perseguir la
uniformidad en los cambios de pluma, las altera-
ciones de tinta y las mudanzas de mano; de
atender la proporción entre la caja de escritura,
los márgenes y la marginalia. No sólo estaban
siendo sustituidos sino desechados, como las
nudosidades en la piel, las manchas en los perga-
minos o los deslices en la transcripción. Por esa
razón, en el año del Señor 1492, Gerlach von
Breitbach, abad benedictino del monasterio de
Deutz, le solicitó a Johannes Trithemius, abad del
monasterio de Sponheim, la elaboración de un
opúsculo para enseñar a los monjes las virtudes
de copiar textos y animar a los amedrentados.
El alemán Johannes Trithemius (1462-1516),
cuyo verdadero nombre era Johannes von Hei-
denberg, fue un famoso monje benedictino
erudito, historiador, lexicógrafo y bibliólogo,
consejero de emperadores y autoridades ecle-
siásticas. Estudió en la Universidad de Heidel-
berg donde fue uno de los fundadores de la
Cofradía Céltica, dedicada al estudio de las
lenguas, la astrología, la numerología y las ma-
temáticas. Sus obras más estudiadas fueron De
septem secundeis, id est intelligentiis sine
spiritibus orbes post Deum moventibus, trata-
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do angeológico, la Steganographia, obra sobre
criptografía en ocho volúmenes de los que so-
breviven los dos primeros y algunas páginas del
tercero, y la Polygraphiae, que expone la codifi-
cación de mensajes. El abad de Deutz tuvo un par
de razones para solicitar a Trithemius un ensayo
para los escribanos: era el más connotado argu-
mentador de la Orden de San Benito y también
un bibliófilo apasionado. Basta un episodio en
su vida como testimonio de esa su honda pasión
por los libros. Dos años después de ingresar al
monasterio de Sponheim fue nombrado abad e
inició una labor de recuperación de la biblioteca,
diezmada para la compra de comodidades de los
frailes, logrando, después de 23 años, acrecentar
el acervo bibliográfico de 40 volúmenes a dos
mil y colocándola en la primera línea de las re-
ferencias intelectuales europeas.
El resultado de la solicitud a Trithemius fue
un ingenioso alegato llamado De laude Scripto-
rum manualium. En él se afirma que los libros
impresos en papel no pueden durar tanto como
los elaborados sobre pergamino y que el proce-
so de elaboración del manuscrito es superior
porque conlleva el cuidado del texto. Para él,
muchas obras, las de más difícil lectura, nunca
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podrían reproducirse en la imprenta pues la trans-
cripción posibilita la contemplación de la pro-
fundidad del texto y por lo tanto su comprensión.
Al contrario, el texto barato y hecho con descuido
reduce la asimilación de contenidos y universa-
liza la ignorancia, difunde doctrinas erróneas y
destruye la autoridad de las antiguas fuentes.
Había, para Trithemius, un problema de confian-
za que se multiplicaba porque se había facilitado
el hecho de que cualquiera podía publicar sus
ideas. No sólo veía un peligro en la corrupción
educativa y el menoscabo intelectual sino en la
desviación del objeto del trabajo, pues la labo-
riosidad convierte a los pecadores y confirma
las virtudes.
Se ha dicho que Trithemius tenía miedo al
cambio tecnológico. José Luis Gonzalo Sánchez-
Molero acuñó el concepto del síndrome de
Trithemius para referirse al rechazo a lo nove-
doso en relación con la cultura escrita; incluso
algunas personas van más allá y describen ese
síndrome como una resistencia irracional al
cambio de quienes no desean salir de una zona
de confort. Quizá sea más propio tomar la figu-
ra de Filippo de Strata, un monje dominico que
vivió en el siglo xv en el convento de San Cipria-
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no en la isla de Murano, Venecia, y expuso que
la impresión corrompía los textos, los espíritus
y el saber mismo, para concluir con la estreme-
cedora sentencia: Est virgo hec penna, meretrix
est stampificata (la pluma es una virgen, la im-
prenta una puta). Quizá haya que hablar del
síndrome de Strata.
Trithemius argumentaba que el copista no
era inferior al impresor y exhortaba a los monjes
a continuar desarrollando su oficio con pulcri-
tud, así como enaltecía el estudio de la letra, el
amor a los libros y la importancia de la conserva-
ción de las bibliotecas. En ese sentido, De laude
Scriptorum manualium es, sobre todo, el rom-
pimiento de una lanza por el trabajo editorial.
El escrito de Trithemius fue paradójicamen-
te, para su mayor divulgación, reproducido en
1494 en la imprenta de Peter von Friedberg. Fue
un incunable, pues así son conocidos los impre-
sos realizados entre 1454 y el último minuto del
31 de diciembre de 1500. De laude Scriptorum
manualium se reimprimió y hubo copias ma-
nuscritas que se distribuyeron. También se in-
cluyó en las obras completas de Trithemius
publicadas entre 1604 y 1605. De laude Scripto-
rum manualium ha sido traducido al inglés por
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roland Behrendt para la editorial Lawrence,
Coronado Press, en Kansas (1974); y por Elizabeth
Bryson Bongie para la Alcuin Society en Van-
couver (1979). También existe una traducción
al italiano desarrollada por Andrea Bernardelli
y editada por Sellerio, bajo su colección il diva-
no, en Palermo (1997). La Universidad Nacional
Autónoma de México publica en su colección
Pequeños Grandes Ensayos, por primera vez en
lengua española, Elogio de los amanuenses,
con una espléndida versión del literato y latinis-
ta Baruch Martínez Zepeda. La versión de la
Biblia que se siguió para las citas fue realizada
directamente del hebreo y griego por Eloíno
Nácar Fuster y Alberto Colunga para la Biblio-
teca de Autores Cristianos bajo la dirección de
la Universidad de Salamanca.
Camilo Ayala Ochoa
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eloGio De los amanuenses
Aquí comienza la carta de Johannes Trithemius,
abad de Sponheim, a Gerlach, abad del monas-
terio de Deutz.
*
Yo, el hermano Johannes Trithemius, abad de
Sponheim de la Orden de San Benito, le envío mis
saludos al querido padre Gerlach de Breitbach,
abad del monasterio de Deutz de la misma Orden.
Hace poco tiempo, cuando regresábamos del
anual Capítulo General de nuestra Orden cele-
brado en Erfurt, intercambiamos varios puntos
de vista sobre la grandeza de las sagradas escri-
turas y dijimos que nuestra religión se llenó de
gloria gracias a su esplendor. Fue entonces que,
haciendo hincapié en la caridad, me pediste que
te escribiera algo con lo que de una forma fácil
pudieras invitar a tus monjes a que continuaran
copiando libros, pues pensabas que ello es de
gran utilidad para muchos, pero sobre todo para
los monjes de nuestra Congregación. Entonces
yo, accediendo con humildad a tus peticiones,
te prometí algo, pese a que sabía que excedía los
límites de mi ingenio, porque confiaba en la ayuda
del Altísimo y en la caridad de los hermanos,
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las únicas dos cosas que en esta vida queremos
siempre tener a la mano.
Por este motivo, tan pronto como me fue posible
descansar un poco de mis ocupaciones, dispuse mi
mente a la fe y mis manos al papel, y ayudándome
de nuestras conversaciones, compuse este módico
tratado que ves, acerca de los amanuenses. Y si al
escribirlo no hice lo que debía, debes saber que
la causa fue la multiplicidad de mis obligaciones,
pues casi siempre estoy tan inmerso en ellas, que
apenas me es posible de vez en cuando dedicarme
a mis estudios, que es algo que siempre deseo. De
esta forma, estimado padre, acepta el libro que me
pediste, léelo y examínalo y, si lo juzgas digno, per-
mite que también lo conozcan los demás hermanos
de nuestra Congregación, porque es posible que su
lectura los incite al amor por el oficio del copista.
Tú, por tu parte, continúa por el camino empren-
dido, estudia con dedicación las sagradas escritu-
ras y exhorta de todas las maneras posibles a tus
hermanos para que hagan lo mismo. Que tengan
presente a ruperto, hombre santo y venerable y
abad en un tiempo del monasterio de Deutz, puesto
que incluso solo les puede bastar como ejemplo
de devoción. Así es, este hombre, estudiando con
gran pasión las sagradas escrituras, leyendo y
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orando, e inspirado por una visión del Espíritu
Santo, fue un ejemplo muy grande para todos, ya
que en su tiempo nadie tenía su nivel en la inter-
pretación de los aspectos arcanos de las sagradas
escrituras.
Y si no pudiéramos alcanzar su nivel de co-
nocimiento, ¿por ello debemos abandonar los
estudios teológicos?, ¿acaso la superioridad de
otros estudiosos nos impedirá la lectura de las
sagradas escrituras? No es así. Si no podemos
imitar a san Agustín o a san Gregorio, entonces al
menos imitemos a aquellos cuya doctrina sabemos
se deriva de la de otros sabios. “Cada uno tiene de
Dios su propio don: éste, uno; aquel otro”.1 Sólo
tengamos cuidado en que estando en la viña del
Señor, no nos privemos del fruto de los estudios.
Siempre te recordamos, hasta pronto. En el año
del Señor 1492.
1 1Cor 7.7.
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