Ella y Él

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Aquella vez las cosas no habían salido como esperaba. Se había preparado de una manera especial, estaba alerta a su llegada, protegiendo la sorpresa de cualquier avistamiento desde la cochera. Cuidadosa, los detalles no quedaban librados al azar. Incluso había puesto aquel tema de aquella noche primera, y que en otros tiempos era el disparador inmediato de recuerdos y sensaciones que se trasladaban a la habitación, o al lugar donde se encontraran. Cierto es que aquel encaje no le quedaba como quería, aunque se había esforzado en los cuidados corporales en estos días, no era mucho lo que notaba de avance. Cierto es que aquella piel tersa, había caído rendida poco a poco frente a los oficios de madre. Cierto es que algunas arrugas evidenciaban sufrimientos y años. No tan cierto es lo que se decía, pues comentárselos a ustedes es una tarea descriptiva, pero ella era concluyente, no había vuelta atrás, su cuerpo ya no despertaba deseo de nadie. Eso no era cierto, pero dejemos que se desenvuelva la situación. Sabrán cuando volvamos al tema. Ella blanca, piel hermosa que algún tiempo fue la delicia del color negro y rojo, una verdadera bomba que mantuvo oculta sólo para los privilegiados que lograban vencer su resistencia orgullosa de mujer bella. El primero fue aquel atrevido pecoso que vino de visita. Aquel pecoso…recuerda… Se llamaba Ariel, y no tenía mucho para ofrecer. Quizá es eso lo que hoy considera luego de las diversas situaciones que le tocó vivir con el sexo opuesto. No era precisamente lo que se esperaba de un joven de 17 años, o sea, aclaremos, era poco para las chicas de su edad. Pero podía ser inalcanzable para las de 15 años, que soñaban con la mirada de alguno de aquellos varones que se encontraban orillando la mayoría de edad o ya directamente eran mayores. Todo se desenvolvió con la velocidad de lo que no se piensa ni se planifica, fue como un viento ligero que revoloteó a su alrededor y la dejó desamparada. Aquel verano ya había nacido en tu cuerpo, aquellos aires húmedos de las tempestades íntimas se habían hecho presente.

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Relato erótico de un pasaje de la vida que tuvo al autor como protagonista. La veracidad queda a consideración del lector.

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Aquella vez las cosas no habían salido como esperaba. Se había preparado de una manera especial, estaba alerta a su llegada, protegiendo la sorpresa de cualquier avistamiento desde la cochera. Cuidadosa, los detalles no quedaban librados al azar. Incluso había puesto aquel tema de aquella noche primera, y que en otros tiempos era el disparador inmediato de recuerdos y sensaciones que se trasladaban a la habitación, o al lugar donde se encontraran.

Cierto es que aquel encaje no le quedaba como quería, aunque se había esforzado en los cuidados corporales en estos días, no era mucho lo que notaba de avance. Cierto es que aquella piel tersa, había caído rendida poco a poco frente a los oficios de madre. Cierto es que algunas arrugas evidenciaban sufrimientos y años. No tan cierto es lo que se decía, pues comentárselos a ustedes es una tarea descriptiva, pero ella era concluyente, no había vuelta atrás, su cuerpo ya no despertaba deseo de nadie. Eso no era cierto, pero dejemos que se desenvuelva la situación. Sabrán cuando volvamos al tema.

Ella blanca, piel hermosa que algún tiempo fue la delicia del color negro y rojo, una verdadera bomba que mantuvo oculta sólo para los privilegiados que lograban vencer su resistencia orgullosa de mujer bella. El primero fue aquel atrevido pecoso que vino de visita.

Aquel pecoso…recuerda…

Se llamaba Ariel, y no tenía mucho para ofrecer. Quizá es eso lo que hoy considera luego de las diversas situaciones que le tocó vivir con el sexo opuesto. No era precisamente lo que se esperaba de un joven de 17 años, o sea, aclaremos, era poco para las chicas de su edad. Pero podía ser inalcanzable para las de 15 años, que soñaban con la mirada de alguno de aquellos varones que se encontraban orillando la mayoría de edad o ya directamente eran mayores.

Todo se desenvolvió con la velocidad de lo que no se piensa ni se planifica, fue como un viento ligero que revoloteó a su alrededor y la dejó desamparada.

Aquel verano ya había nacido en tu cuerpo, aquellos aires húmedos de las tempestades íntimas se habían hecho presente. Traviesa habías notado ese despertar hace un tiempo, pero ahora lo querías usar. Necesitabas saber lo que se sentía. Especialmente luego de aquella noche, donde a tu verano se sumó la calidez de una luna de enero, caliente como pocas, cuando tu propia transpiración en forma de perlas adornaba tus pechos, y se deslizaban con la suavidad aterciopelada de tu piel hacia un indefinible bajo vientre. Sí, estabas parada observándote, orgullosa de que tus pechos ya no eran aquellos incipientes de hace un tiempo, sino ahora habían mutado en medianas redondeces que cabían perfectamente en la mano de Ariel, así lo pensabas.

Aquella vez la luz era tenue, apenas el resplandor de la luna ingresaba en tu pieza. Una ventana que abierta de par en par se abría entera a ser penetrada por aquel resplandor testigo de noches calientes. Las cortinas apenas se mecían con ritmo cansino al son de una leve brisa, que semejaba el lento suspiro de una noche que acababa poco a poco.

El espejo era de tu tamaño, regalo de una tía para tus 15. Estaba un poco inclinado, apenas leventemente, hacia arriba, y te gustaba así porque reflejaba la ventana que tenía como vecina, y el cielo inmenso. Con ese reflejo te gustaba escribir cartas que luego no te animabas a entregar a aquellos varones de la escuela, esos que te miraban.

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Esta noche tu piel no hablaba por tus manos, por lo menos no inmediatamente. La luna hirviente y tu piel caliente presagiaban una noche de insomnio y experimentación.

Te mirabas, te gustabas, trajiste la silla que tanto usabas para decir que estudiabas asentado tu culo por horas ahí. Esta vez la trajiste frente al espejo y te sentaste. Tus movimientos eran seguros pese a la agitación que se desarrollaba en tu interior, y que repercutía en una respiración con uno aceleramiento impropio para el calor estival que bañaba la ciudad.

Te sentaste, enteramente desnuda. Toda desnuda. Tus piernas, como buena mujercita, adoptaron la pose cerrada, prohibitiva de miradas extrañas, pero estabas sola mujercita. Sentía pesadas las piernas, duras y firmes, pero pesadas. Hubo un escalofrío, un envión de deseo que fue haciendo posible la apertura, para que majestuosa, sentada con las piernas abiertas, te descubrieras a tu mundo privado, y por fin pudieras reflejarte en el espejo aquella flor en capullo.

Ahora sí notabas que la respiración se aceleraba de una manera que te gustaba, antes te desconcertaba, ahora lo querías. Observaste tu cuello perlado por pequeñas gotas de sudor. Tu rostro prácticamente era invisible a nuestros ojos, pero a los tuyos, sin verte, te veías, pudorosa, atrevida, y con tenue color rojizo que empezaba a teñir tus mejillas.

Abierta, tiritabas entera, el calor era insoportable y tiritabas. Espasmos que parecían contornear tu cuerpo pero que no dabas el lugar a que ocurriera. Te avergonzabas. Sin embargo te dejaste deslizar suavemente unos centímetros en la silla. Expuesta. Entregada. Expectante. Necesitada. Desesperada.

Tu mano derecha buscó suavemente acariciar el fruto del deseo de los mayores que te miraban, fuiste directo con aquel índice primerizo que se fue abriendo paso por un pelaje enmarañado hasta llegar a tu sonrisa más hermosa. Fue apenas el contacto de la yema de tu dedo índice el preludio de un goce infinito. Suavemente acariciaste con un dedo el nacimiento de tu humedad, aquella intersección de labios, centro de nervios innumerables, fueron los primeros en transmitirle a tu cerebro que siguieras, que no te detuvieras.

Aunque inicialmente cerraste tus parpados y deambulabas por vaya a saber qué imágenes, aunque decías no, abriste lujuriosamente tu mirada. Tu mirada tenía otro brillo, tus ojos habitualmente grandes y muy atentos, se habían transformado en un mirar tenue, lascivo, desprejuiciado y provocador.

Empezaste a contornearte imperceptiblemente cuando tu índice tuvo la compañía del anular, y cuando a aquella intersección la dejaste de lado, y recorriste todo, probándolo todo, experimentando sensaciones desconocidas.

Tu espalda bañaba en transpiración el respaldar de la silla, y tu culo se resbalaba. Ya te habías acostado sobre la silla, tus dos piernas abiertas y tu mano jugueteando. Gemías primero suave, luego como si sufrieras. Gemías y sentías endurecerte entera, gemías y necesitaste usar tu otra mano para acariciar tus pechos, estirar tus pezones e incluso llevar tus dedos a la boca, chuparlos frenéticamente, juguetear contra las paredes de la boca, semejando los movimientos que tus dedos hacían en tu sur húmedo.

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Gemías y tu cuerpo no podía mantenerse en la silla, a medida que te resbalabas, sentías que se inundaba tu vagina. Finalmente caíste arrodillada mientras entre gemidos sólo podías decir Ay Dios. Dios. Casi sin poder respirar, debías callar, dormían en la habitación cercana. Intentabas calmar tu respiración pero no podías. Quedaste arrodillada largo tiempo, tu mano derecha se tomaba de la silla, tu mano izquierda aún sostenía uno de tus pechos.

Cuánto tiempo, y aún no llega. Será mejor que apague la vela de la mesa, sobre que fue durísimo conseguirla, sólo falta que se consuma y no la vea. Es raro que se demore, habitualmente suele venir directo a casa. Quizás la habitual juntada con los muchachos no sea el miércoles, capaz la pasaron para hoy y no me avisó. Si le llamo se va a molestar, pensará que lo estoy vigilando. Tan sólo necesitaría saber cuánto se demorará, si tan sólo pudiera hablar con alguna de las esposas de los muchachos, pero imposible. Imposible cuando son todas unas putas. Perdón, dije putas, usando el lenguaje de él. Sinceramente no sé cómo sus amigos eligieron esposas tan malas. En cambio él puede decir que tiene una buena mujer en su casa. Que lo cuida cuando está enfermo, que le cocina siempre cuando vuelve del trabajo, que le dio dos hermosos hijos, que no sale nunca, salvo para comprar algo. Que no gasta más de lo poco que me da. Tengo sólo ojos para él, y me alejé de mis amigas. Sin darme cuenta estaban poniendo a mi matrimonio en peligro, ¿qué sería yo sin él? Soy la que entiende sus enojos, la que no le pide respuestas por nada, ni le exige. Le doy libertad. Se la merece. Soy también quien a veces soporta algunos golpes, y no va al hospital. En este pueblo hablan mucho y todos se enteran.

Apagaré la música, me estoy cansando del repetir del tema. Quizá no sea la noche ni el momento para tener algo especial. Quise que fuera especial. Acaso podría encender el televisor y ver algo para esperarlo. O me iré a la cama. Abortaré el plan. Es lo mejor. Adiós fragancias, hola ropa interior común. Me limpiaré el maquillaje, cuánto me costó!, hacía tanto no me maquillaba. Me ataré el pelo como siempre, suelto la verdad no me queda tan mal como me dice cada vez que intento desatármelo. Dejaré su comida en la heladera. Me bañaré nuevamente. Encenderé la luz de la habitación, y pondré las sábanas de siempre. Al cajón irá el vino, ahí no lo encontrará, están todos mis recuerdos de cuando tenía familia. Sólo puedo abrirlo cuando él no está. Agradezco no me lo haya tirado aún. Es bueno, tiene sus cositas como todos. Lástima que hoy se demoró.

Enrojecía entera cuando Ariel se acercaba. Una vez incluso entre dientes logró responder al hola que le lanzó el muchacho de manera repentina, al buscar el fútbol que había caído en las cercanías del lugar de las mujercitas en la plaza.

Al alejarse Ariel, ella recibía de sus amigas toda clase de golpes suaves, gritos e histeria, incluso algún consejo de qué decir. Otras, las más experimentadas, simplemente sonreían con envidia. Las otras secreteaban con vos. Y vos te sentías un poco más mujer.

Jamás te animaste a contar la noche de verano en que te encontraste a solas con el verano, aquella noche donde el reflejo del espejo fue tu compañero inaugural, y donde el resplandor te cubrió de la voluptuosa noche.

Tus amigas ¿lo harían? ¿Será normal?

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No te dejó llegar a los 16, sólo faltaba un día. Ariel podrías haber elegido otro día, la marcaste dos veces. Ariel el pecoso inoportuno.

Aquella tarde te animaste a enviar una de las cartas, fue temprano. Una de tus amigas fue la mensajera. Y te respondieron. Nos veamos decía, decía nos veamos en el fondo de la casa del Viejo Casares a las 19hs.

El Viejo Casares ya no existía, fue famoso por tener una fonda, y ahora sólo quedaba el viejo y arruinado galponcito, pues no era una casa, sino una especie de galpón pequeño con techo de tejas, y una ventana. Adentro pulularon amores rápidos y fugaces, algunos tumultos y hasta algún muerto. Hoy pululan ratas. Hacia el fondo del galpón quedaba el patio y una construcción sin techo, donde en algún momento había guardado algo seguramente. Hoy abandonada servía para que lo más bajo de la sociedad del pueblo se consumiera en fogosos embates apresurados cuando la carne llama.

Fueron horas de ansiedad y nervios. Horas que no pasaban, no transcurrían, el tiempo había parado. ¿Irias? Aunque en el pueblo todos sabían lo que era ir a ese lugar, vos aún no tenías cabal comprensión. Sabías que pasaban cosas ahí. Pero no tenías mucho detalle. Cuando hacían chistes siempre quedaba ahí como flotando algo que no captabas. Vos reías igual. Era doblemente prohibido porque al parecer a ese lugar no iban las de la clase bien ni los de la clase bien. No quería ella que se le rieran ni le hicieran chistes. Para decidirse pactaría con la mensajera para que nada diga jamás. Las 19hs le daba tiempo para callejear algo sin tener que dar explicaciones, y las sombras tempraneras del invierno servirían de abrigo, la lejanía de la ex fonda también ayudaba. Iría y volvería por el camino lateral donde no hay casas ni miradas curiosas que se asomen por ventanas de cocina.

Le recorría por el cuerpo una electricidad que la incomodaba. Primera vez que hablaría con él. Le gustaba pero ahora se arrepentía de haber escrito. Quizá debió antes hablar o intentar hacerlo. Era tarde. Qué dirán si no iba. Ariel contaría todo y ya nadie querría verla. Iria.

Fue. Estaba él.

Hola le dijo, seguro. Ella lo miró y sonrió, hola. Dale le dijo él. Y ella no supo. Vení le dijo él y ella no entendió. Pero vení le dijo y la trajo con brusquedad hacia él. Y ella se asustó. Él introdujo su lengua en la boca de ella. Y ella intentó resistir. Él la mantenía fuertemente aprisionada con sus dos garras. Y ella no se animaba a huir, paralizada. Ella se rebeló, sacó su lengua a luchar, a batallar con la de él. Él le mordió el labio, ella se lo devolvió. Estaba asustada aún. Él retiró su rostro y la observó. Ella supo que no hablarían. La pollera entablada a cuadros, aquella que la abuela le cosió. Ahí miraba él. Ella miraba a todos lados, se sentía observada. Él la giró violentamente, ella se dejó. El enroscó su mano con la colita que se había hecho para ir al colegio, y dejó su espalda apoyarse en el pecho de él. Él la sujetaba fuertemente de la colita, trayéndola, y con la otra mano levantó su pollera. Ella intentó bajársela, él nuevamente la subió, fue una lucha como las lenguas, donde ganó quien primero intentó. Ahora con las dos manos la sujetó por la cintura, ella se encendió. Asustada y encendida. Él se acercó y le hizo sentir su virilidad. Ella sentía entre ropas. Se mantuvo parada unos instantes de espalda a Ariel, cuando el anochecer empezaba a abrirse como la cremallera del pantalón de él. Bajáte todo le dijo y ella no quiso. Dale le dijo y ella lo miraba de costado, girando su torso. Cuando el

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pantalón cayó al suelo, ella se dio vuelta para verlo. Observó su miembro erecto, que la apuntaba desafiante, ella hizo un paso atrás. Ya no estaba tan segura. Él la empujó, cayó con ella al piso, entre ramajes y pasto elevado. Ella boca abajo dejaba hacer, no estaba segura pero tenía que pasar, él no tenía nada más en su cabeza que ella. Levantó su pollera, bajó a medias su ropa interior, y fuertemente ingreso con furia y sin amor. Fueron apenas diez embates. Ella los contó. Fue un martillar sordo sobre sus nalgas, un golpetear sin ritmo sobre su cuerpo, un sacudir violento de su anatomía. Apenas vociferó un “tomá, tomá”. Ariel respiraba con rudeza, cada embate era más rudo. Los últimos dos fueron los más dolorosos, sintió rasgar su vagina, apreció cada detalle de su miembro adentro suyo, y el flujo incesante de lava ardiente que volcó