Ella Dijo Quesi

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ella dijo que

el inverosímil martirio de cassie bernall

misty bernalltraducción por el rdo. jaime dueñas, mp

síprólogo

madeleine l’engle

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Farmington, PA 15437 USA

All rights reserved

Text Copyright © 1999 by Misty Bernall

All rights reserved

Fotografías por gentileza de Misty y Brad Bernall

Diseño de la portada: Michele Wetherbee / double-u-gee

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A mi hija, Cassie, la niña pequeña que llenó mi corazón de alegría, la

joven valiente cuya vida conmovió una nación entera;

A los otros doce que perecieron con ella el día 20 de abril de 1999, a

manos de dos compañeros perturbados, en el colegio secundario Colum-

bine: Steven Curnow, Corey DePooter, Kelly Fleming, Matthew Kechter,

Daniel Mauser, Daniel Rohrbough, David Sanders, Rachel Scott, Isaiah

Shoels, John Tomlin, Lauren Townsend y Kyle Velásquez;

A las demás personas, incontables, que sufrieron perjuicio físico y

emocional ese día y que aún están atormentadas por

el trauma;

Y, finalmente, a mi esposo, Brad, y a nuestro hijo, Chris, a quienes

aprecio hoy más que nunca.

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Cassie René Bernall, 6 de noviember de 1981 – 20 de abril de 1999

“P.D. En serio: quiero vivir totalmente para Dios.

Es difícil y da miedo, pero bien vale la pena”.

Parte de una nota que escribió Cassie la noche antes de ser asesinada y

dio a su amiga Amanda la mañana siguiente al llegar al colegio.

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nota del editor

A pocas semanas del tiroteo que puso fin a la vida de su hija y de otras

catorce personas del colegio secundario Columbine, Brad y Misty Ber-

nall recurrieron a nuestra editorial, The Plough Publishing House, con el

propósito de dar más amplia difusión a la historia de Cassie. El libro que

resultó, Ella dijo que sí, está basado en las reminiscencias de la autora, en

cartas y notas encontradas posteriormente y en extensas entrevistas con

compañeros de clase, amigos y conocidos de Cassie.

Quizás nunca se conocerá la cronología precisa de la masacre perpetra-

da el día 20 de abril de 1999 en el colegio Columbine, ni los detalles exac-

tos de la muerte de Cassie. La narración que la autora presenta en este

libro se basa en las descripciones de varios sobrevivientes de la biblioteca

que fue escenario principal de la masacre, tomando en cuenta las diferen-

cias entre sus respectivos recuerdos.

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índice

prólogo vi

1. martes 1

2. la nena de papá 12

3. escribió: “asesinar” 25

4. guerra –intramuros 40

5. vuelta total 53

6. desafíos del amor 59

7. morir –para vivir 76

8. reflexiones 85

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prólogo

En un mundo donde a los adolescentes se les acusa constantemente

de ser haraganes, egocéntricos e indiferentes ante las necesidades de

los demás, es saludable pensar en alguien como Cassie. Cassie es única

porque todos somos únicos, pero no es única en su típico cuestionar de

adolescente: ¿Quién soy? ¿Dios me ama y se interesa por lo que me pasa a

mí? ¿Importa algo cualquier cosa que haga yo?

Sí, Cassie, tu corta vida importa muchísimo. Tú entendiste que cada

día hay decisiones que tomar y que esas decisiones son los componentes

básicos de quienes somos. Tu afirmación de fe en Dios no salió de la nada,

sino de cada decisión que tomaste a lo largo del camino.

—¿Tú crees en Dios?

—¡Sí!

De no haberse hecho esa misma pregunta muchas veces ya, respondi-

endo afirmativamente en cada caso, no habría podido contestarla aquel

día. Cada vez que lo pronunciaba, el sí brotaba, más firme, del fondo de

su corazón, mente y alma, cobrando profundidad hasta que pudo decir sí,

cueste lo que cueste. Y, al final, le costó la vida.

Dudo que Cassie quisiera ser recordada como mártir. Hoy día hay

otros adolescentes quienes contestarían en igual forma la pregunta que

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se le hizo a ella, a pesar de tener “amigos” que tratan de disuadirlos de lo

que, en lo más profundo, saben que es verdad.

Pero por inverosímil que sea el martirio de Cassie, ni

los estudiantes del colegio Columbine ni otros lectores de esta historia de

su breve vida jamás olvidarán su vida o su muerte —y su ¡sí!

Y nosotros, ¿creemos en Dios?

Sí, Cassie. Gracias.

Madeleine l’Engle

Goshen, Connecticut, julio de 1999

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mar

tes

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a veces, relámpagos y truenos quebrantan el cielo

sereno; a veces, en medio de una familia armoniosa,

irrumpe un terrible suceso sin previo aviso de tor-

menta que se prepara desde arriba, ni suave temblor

de terremoto que amenaza desde abajo. En ese

instante todo ha cambiado. La atmósfera, cargada

de nubes, no sabe descargarse de sus lágrimas; con

todo, puede que el sol se ponga en medio de un radi-

ante crepúsculo.

george macdonald

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1. martes

El día 20 de abril de 1999 amaneció como cualquier otro día de semana.

A las seis menos cuarto Brad, mi esposo, salió de casa para ir a trabajar.

Un poco más tarde me levanté yo y desperté a los chicos. Sacar a una

adolescente de su cama siempre es una lucha, pero ese martes fue espe-

cialmente difícil. La noche anterior, Cassie se pasó hasta muy tarde en la

cocina, terminando sus deberes; había dejado todos sus libros sobre la

mesa. Tenía que limpiar la caja de arena para el gato, y nos apresuramos

con el desayuno. Recuerdo que traté de no sermonearla por todo lo que

había que hacer antes de salir para el colegio…

A eso de las siete y media, Chris se despidió con un beso, o por lo me-

nos me acercó su mejilla (tiene quince años), bajó la escalera a traqueteos

y se fue. Cassie se detuvo en la puerta para ponerse los zapatos (sus que-

ridos “Doc Martens” de gamuza negra que llevaba día y noche, aun cu-

ando se vestía para salir), agarró su mochila y siguió tras su hermano. Al

verla salir, me incliné sobre la barandilla para decirle adiós, como lo hago

siempre: “Adiós, Cass. Te quiero”. “Yo también te quiero, Mamá”. Con eso

se fue, pasó por el patio de atrás, saltó sobre el cerco, cruzó la cancha de

fútbol, y se fue camino al colegio que está a unos cien metros. Me vestí,

preparé una taza de café, cerré la casa con llave y me fui para el trabajo.

A la hora del almuerzo me llamó Charlie, un amigo, para preguntarme

si había oído algo acerca de un tiroteo en el colegio. Le dije que no. No

quise asustarme: de entrada no me parecía que Cassie o Chris estuvieran

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involucrados en esa clase de cosas. Con seguridad no era más que una

escaramuza entre algunos muchachos en el estacionamiento, o bien unos

balazos tirados desde un coche que pasaba por Pierce Street. Además, mi

amiga Val y yo acabábamos de comprar comida en un mercadito local y

estábamos a punto de almorzar. Y yo siempre pensaba que el Columbine

era un colegio seguro. ¿No lo era?… Decidí llamar a Brad, por si acaso

había oído algo.

Brad estaba en casa; no se sentía bien y había salido temprano del

trabajo. Cuando contestó el teléfono, le conté lo que había oído, y él

dijo que una compañera de trabajo acababa de contarle lo mismo. Brad

también había oído varias explosiones afuera, y una o dos detonaciones

más fuertes, pero no estaba muy preocupado. Era la hora del almuerzo, y

siempre había chicos que jugaban y correteaban por fuera. Seguramente

se trataba de algunos cohetes lanzados por travesura.

Después de haber colgado yo, Brad se puso los zapatos, salió al patio

de atrás y miró por encima del cerco; por todas partes había agentes

de policía. Entró en la casa, prendió el televisor y escuchó lo que deben

haber sido las primerísimas noticias. Poco después salieron al aire los

primeros boletines transmitidos directamente del colegio. De repente

todas las piezas encajaron, y Brad se dio cuenta de que era más que una

travesura:

Con los ojos pegados al televisor, me arrodillé frente a la poltrona y pedí a

Dios que protegiera a todos aquellos niños. Naturalmente, mis pensamientos

se enfocaron en nuestros hijos, Cassie y Chris, pero al mismo tiempo, en el

fondo no dudaba que ambos estaban bien. Parecería que, cuando algo le su-

cede a un ser querido, lo percibirías, sentirías algo. Eso no me pasó a mí.

Las siguientes treinta y seis horas eran un verdadero infierno. Cientos de

padres y parientes desesperados, agentes de policía, escuadrones de in-

spección para detectar bombas, reporteros y mirones, ya habían invadido

el área alrededor del colegio cuando llegué yo al colegio. Reinaba el pan-

demonio total.

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Los hechos que habían surgido hasta ese momento eran suficientes

como para indicar la gravedad de la situación, pero los detalles eran

deshilvanados, contradictorios y confusos. Lo que se sabía con seguri-

dad era que dos pistoleros armados, no identificados, habían arrasado

el colegio; mataron a estudiantes y se jactaron de ello a medida que los

acribillaron. Desesperados, todos buscaban a alguien; lloraban, rezaban,

se abrazaban unos con otros, o simplemente permanecían ahí atontados,

con la mirada aturdida mientras en su alrededor se desataba una escena

caótica.

A la mayoría de las familias cuyos hijos asistían al colegio Columbine

se les condujo a la escuela primaria Leawood, cerca de ahí, para esperar

noticias de la policía. Los demás estábamos metidos en una biblioteca

pública, porque Leawood no podía aceptar más gente.

Parecía una zona de batalla. Rápidamente se imprimieron y distribuy-

eron listas de heridos e ilesos. Entre dar vistazos a las más actualizadas, yo

llamaba a gritos: “¡Cassie! ¡Chris!”, y corría de un grupo de estudiantes a

otro por si alguien los hubiera visto. Por supuesto, era imposible tratar de

buscarlos en la cercanía del colegio; el recinto entero estaba acordonado y

rodeado por equipos militares armados hasta los dientes.

Poco después del mediodía apareció Chris; había escapado a una casa

vecina y finalmente pudo comunicarse con Brad, que se había quedado al

lado del teléfono en casa. Brad me localizó en mi teléfono celular y respiré

más tranquila: ¡Gracias a Dios! Ahora sólo teníamos que hallar a uno de

ellos. Pero el alivio duró un momento no más; mis pensamientos volvi-

eron a Cassie. ¿Dónde estaba mi hija?

Cientos de estudiantes que pudieron huir después del tiroteo fueron

llevados en autobuses a lugares seguros. Otros, Chris entre ellos, escapa-

ron a pie, y en algunos casos pasaron horas antes de que se conociera su

paradero. Los heridos, muchos de ellos aún sin identificar, habían sido

evacuados en ambulancias. Y decenas de otros se escondieron en gabine-

tes y armarios y en salones de clase por todo el edificio. Algunos, según

nos enteramos más tarde, quedaron solos —desangrándose hasta morir.

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Hacia las cinco de la tarde nos informaron, a quienes todavía espe-

rábamos noticias de nuestros hijos en la biblioteca pública, que un último

autobús había salido del colegio; que fuéramos a la escuela Leawood para

esperar a los estudiantes. Brad, Chris y yo nos habíamos encontrado en el

curso de la tarde. Subimos al coche y salimos para Leawood.

Se trataba de unas pocas cuadras, pero fue un trecho espantoso. La

mayoría de las calles cerca del colegio tenían barricadas, y las pocas que

quedaron abiertas al tráfico estaban congestionadas con camiones y ca-

mionetas de TV de todas las emisoras en Denver. Tuvimos el ruido de los

helicópteros de la TV de arriba, y las sirenas de las ambulancias por del-

ante y detrás. Mi corazón latía fuerte. La angustia fue insoportable.

Finalmente, llegamos a Leawood. Salté del coche y miré primero en

una dirección y luego en la otra, para ver si venía el autobús. Nada. Es-

peramos. Pasaron los minutos, y seguimos esperando y observando la

calle. Ni rastro del autobús. Al final nos dimos cuenta de que no existía

“un último autobús”. Yo estaba deshecha, destrozada. Hasta ese momento

todavía tuve esperanza, ¿pero ahora? Me sentí defraudada y amargada al

punto de sofocar.

Semanas después me enteré de que, a partir las ocho de la noche, ya no

le cabía duda a la policía: los que faltaban estaban muertos; se conocía el

paradero de todos los demás. Sin embargo, como no había confirmación

oficial, no lo habían divulgado, de modo que yo continuaba aferrada a

la esperanza. Traté de convencerme a mí misma: “Quizás Cassie se ha

escondido en algún lado; ella siempre ha sido muy ingeniosa. Sólo espero

que no esté herida.” O bien: “Mejor herida que muerta. Si está herida, por

lo menos se le puede ayudar. ¡Ojalá aguante hasta la madrugada, hasta

que alguien la encuentre!” Por tenue que sea, la esperanza es realmente lo

único que nos sostiene en una crisis así.

A las 9:30 de la noche no pude soportar más la tensión. La policía

no daba información nueva y Brad y yo decidimos volver a casa. No

significaba que nos diéramos por vencidos, todo lo contrario. Pero no

ganábamos nada con pasar el resto de la noche cerca de Leawood. De

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vuelta en casa, Brad subió al techo del galpón; quería ver por sí mismo lo

que ocurría en el colegio:

Desde el techo del galpón alcanzaba ver todo el colegio. Con binoculares pude

distinguir las letras amarillas estampadas en las chaquetas de los bomberos;

caminaban con cabezas agachadas, como si buscasen algo. No pude ver lo que

hacían; supongo que pasaban por encima de los cadáveres en busca de explo-

sivos. Más tarde nos enteramos de que encontraron docenas de bombas…

A eso de las 10:30 u 11 de la noche hubo una explosión que provenía del

colegio. Subimos rápidamente la escalera para ver si desde el dormito-

rio de Cassie se veían llamas o humo o alguna otra cosa. Pero sólo había

oscuridad y los reflectores rojos y azules de los coches de policía y bomb-

eros en Pierce Street. Debe haber sido la detonación de una bomba. Yo

temblaba de miedo y espanto. ¿Y si Cassie todavía estaba viva?

Al final, vencida por el agotamiento, traté de dormir. Era imposible.

Cada vez que cerraba los ojos, una nueva pesadilla me hizo despertar con

un sobresalto. Una y otra vez veía a Cassie: Cassie acurrucada en algún

clóset oscuro, preguntándose si había pasado el peligro; Cassie yerta en el

piso de algún pasillo, muriendo desangrada; Cassie implorando auxilio,

sin que nadie la confortara. ¡Cómo anhelaba poder acariciar su cabeza,

arrebujarla, abrazarla y llorar y reír y estrecharla en mis brazos! La agonía

de su ausencia, el vacío de su cuarto, se me hacían casi insoportables.

Me había llevado la almohada de la cama de Cassie, y mientras bro-

taban mis lágrimas enterraba mi cara en ella, aspirando su fragancia. La

fragancia de Cassie. La fragancia de mi bebé. Nunca antes he llorado por

tanto tiempo ni derramado tantas lágrimas.

Finalmente, a eso de las 3:30 de la madrugada, me levanté y me vestí.

Brad fue conmigo hasta la esquina, donde estaba estacionado el coche del

sheriff (alguacil). Pensamos que el chofer pudiera tener alguna noticia y

le hicimos varias preguntas, pero él sólo farfulló. Finalmente Brad le dijo,

“Mire, díganos la verdad. Tenemos causa para creer que nuestra hija está

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todavía en el colegio. ¿Hay alguien vivo allí?”. El chofer contestó: “Muy

bien, se lo voy a decir: adentro no queda nadie vivo”.

Por desesperada que era la situación, yo no estaba lista para darme por

vencida —todavía no. Puede ser que Cassie se encuentre encerrada en un

clóset en alguna parte, le dije a Brad, o que ella sea una de las estudiantes

heridas que no aparecieron en la lista del hospital. Nunca se sabe. Creen

que tienen toda la información correcta, pero a lo mejor se equivocan.

Fue veintidós horas más tarde, el jueves, alrededor de las dos de la

mañana, cuando mis defensas finalmente se derrumbaron. Sonó el telé-

fono: una mujer de la policía judicial nos dijo lo que temíamos, aunque lo

sospechábamos: tenían el cadáver de Cassie. Ahora no había más remedio

que admitir la cruel verdad: nuestra hija se había ido para siempre; ya no

regresaría a casa. Pero una madre, ¿cómo puede aceptar eso? Y lloré de

nuevo como nunca he llorado.

según me han contado desde entonces, eran como las once y cuarto de

la mañana cuando Cassie entró a la biblioteca del colegio, con su mochila

sobre los hombros, para hacer sus deberes para la clase de inglés; estaban

estudiando Macbeth. Crystal, una de sus mejores amigas, también estaba

en la biblioteca:

Sara, Seth y yo acabábamos de llegar a la biblioteca para estudiar, como todos

los días. Hacía aproximadamente cinco minutos que estábamos allí, cuando

una profesora entró corriendo, gritando que en el pasillo había unos mucha-

chos con armas. Al principio pensamos, es una broma, una gran travesura.

Seth dijo: “¡Tranquilos! Serán bolitas de pintura no más”. Entonces oímos los

tiros, primero a lo largo del pasillo, luego acercándose poco a poco. La señora

Nielsen nos gritó que nos metiéramos bajo las mesas pero nadie hizo caso. En

ese momento entró un chico y se cayó al suelo; tenía el hombro cubierto de

sangre. En seguida nos metimos debajo de las mesas. La señora Nielsen fue al

teléfono para llamar al 911. Seth me sostenía en sus brazos, con una mano en

mi cabeza, porque yo temblaba tanto; y Sara, que estaba debajo de la mesa con

nosotros, me tenía las piernas. Fue entonces que Eric y Dylan entraron, dis-

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parando y diciendo cosas como: “Esto es lo que queríamos hacer toda la vida”,

con gritos triunfantes a cada balazo.

Yo no tenía idea de quiénes eran (me enteré de sus nombres mucho más

tarde) pero sus voces me daban miedo, sonaban malas. Al mismo tiempo ellos

estaban eufóricos, parecían niños que se divertían en sus juegos. Se acercaron

a nuestra mesa y tiraron una silla que me pegó en el brazo y después le pegó a

Sara en la cabeza. Estaban justo encima de nosotras, y yo apenas pude respirar

de asustada. De repente salieron del salón, probablemente para recargar sus

armas; quizás se les había acabado la munición. Aprovechamos para irnos

corriendo por una puerta lateral de la biblioteca, una salida de emergencia,

momentos antes de que regresaran ellos.

Crystal perdió de vista a Cassie una vez que los tiradores habían en-

trado al salón. Hay versiones contradictorias sobre lo que Cassie estaba

haciendo. Una estudiante recuerda haberla visto bajo una mesa, con las

manos juntas en oración; otra dice que Cassie permaneció sentada. Josh,

un estudiante de segundo año que me habló semanas más tarde, dice que

no la vio pero que nunca olvidará lo que oyó cuando él estaba agachado

debajo de un escritorio a unos ocho metros de distancia.

No pude ver nada cuando esos tipos se acercaron a Cassie, pero reconocí su

voz. Lo oí todo como si estuviera al lado mío. Uno de ellos le preguntó si ella

creía en Dios. Cassie tardó un momento en contestar, como si no sabía qué

responder, y luego dijo que sí. Debe haber tenido miedo, pero su voz no se

oyó temblorosa; era firme. Le preguntaron por qué, sin darle oportunidad de

contestar. La mataron a tiros.

Josh dijo que, por las preguntas que los muchachos hicieron a Cassie,

quizás era obvio que ella estaba orando.

No puedo imaginarme que le harían esa pregunta a alguien que no estuviera

en actitud de oración. Ella podría haber estado hablándoles —quién sabe. Yo

sé que hablaban continuamente mientras estaban en la biblioteca. Se acerca-

ron a Isaiah y se burlaron de él; le dijeron negro antes de matarlo, y comen-

zaron a reírse y aplaudir. Era como un gran juego para ellos. Después salieron

del salón. Yo me levanté, cogí de la mano a mi amiga Brittany y comenzamos

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a correr. Lo único que recuerdo es que la empujé por la puerta y salí volando

tras ella…

Al día siguiente, uno de los primeros oficiales en la escena fue Gary, un

miembro de nuestra iglesia e investigador de la magistratura de Jefferson

County:

Cuando llegamos al colegio nos dividieron en siete equipos. Hasta la mañana

siguiente se había dejado a todas las víctimas en el lugar donde fueron asesi-

nadas, porque los investigadores querían estar seguros de tenerlo todo docu-

mentado antes de recoger la evidencia.

Al entrar en la biblioteca, vi a Cassie. De inmediato supe que era ella. Yacía

bajo una mesa cerca de otra niña. Cassie tenía un tiro en la cabeza disparado

desde muy cerca. En efecto, la herida de bala indicaba que la boca del fusil

tocó su piel. Es posible que levantó una mano para protegerse, porque el tiro

parecía haberle sacado la punta de un dedo, pero no habrá tenido tiempo de

hacer más. El disparo la mató instantáneamente.

la distancia entre el 20 de abril y el presente aumenta con cada día que

pasa, pero los detalles no pierden nada de su intensidad. Algunas veces las

imágenes me vienen con tanta claridad que parece como si todo hubiera

ocurrido ayer. Los médicos dicen que el cerebro olvida el dolor, y puede

que sea verdad; pero no creo que el corazón pueda olvidar. Si hay alguna

consolación en lo más recóndito de la mente, quizás consista en aquellas

cosas alegres y sencillas que nos unieron como familia durante la última

semana de la vida de Cassie. No había pasado nada de extraordinario,

pero el mismo recuerdo da una rara satisfacción, y hasta trae consuelo.

Pocas semanas atrás, Brad y yo habíamos ido con los chicos a Breck-

enridge, una estación de esquí cercana, donde pasamos las vacaciones

de primavera. Como todavía teníamos entradas sin usar, decidimos que

Cassie y Chris las aprovechen, aunque se pierdan un día de clases (algo

que “nunca” hacemos). Salieron para Breckenridge el jueves. Al verlos

salir de casa con su equipo de esquiar, se me ocurrió que mis hermanos y

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yo nunca hicimos cosas así, y que era un don especial el que mis hijos se

llevaban tan bien, y que había actividades que ambos disfrutaban.

El viernes volvieron a clase, y el sábado era la noche del baile del co-

legio. Ni Cassie ni su mejor amiga, Amanda, tenían quién las llevara al

baile, pero estaban resueltas a divertirse contra viento y marea:

No podíamos ir al baile porque no teníamos compañeros que nos llevaran—

¡éramos perdedoras!—pero esa misma noche la empresa donde trabaja mi

mamá daba un gran banquete en el hotel Marriott. Cassie y yo decidimos ir-

nos al Marriott. Nos pusimos vestidos largos, nos hicimos peinados de moda,

y nos divertimos en gran forma.

Ese sábado por la noche, muy tarde, me llamó Cassie desde el Marriott

para contarme cuánto se estaba divirtiendo con Amanda y Jill, la mamá, y

para decirme que iban a pasar por casa en camino al colegio para el final

de la fiesta. La próxima vez que me desperté fue por el ruido que hacían

Cassie y Amanda, abriendo y cerrando cajones en busca de ropa para mu-

darse de vestido. Cassie me dijo que pensaban estar de vuelta temprano,

ya que no estaban seguras de cómo les iría. La verdad es que llegó a las

seis de la mañana.

El próximo día fue lunes. Cassie no había terminado los deberes y

tenía muchísimo que hacer, porque se había pasado todo el fin de semana

divirtiéndose. Normalmente cuidaría a los niños de amigos míos, pero

esta semana no la necesitaban, de modo que esa noche cenamos todos

juntos. Es algo que ocurre con cierta frecuencia, aunque no con regulari-

dad. Después de cenar, Cassie se quedó hasta tarde haciendo sus deberes.

Al mirar en retrospectiva esa última noche de la vida de Cassie, to-

davía la veo sentada ahí en la cocina. Todavía no había hecho sus tareas

domésticas, y con seguridad la regañé; duele admitirlo, ahora que ya no

está. También duele reconocer, por tarde que sea, que la relación entre

nosotras, aunque buena por lo general, no era ideal —ni aquella noche,

ni ninguna otra. Pero es demasiado tarde para atormentarse por lo que

pudiera haber sido.

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Quizá la ironía más cruel de perder a Cassie de esta manera es que ella

no hubiera estado en el colegio Columbine aquel día fatal, si no habría-

mos tratado de salvarla mediante un cambio de colegio. Sólo hacía dos

años y medio que había ingresado en el noveno grado de aquel otro cole-

gio, en una época en que las relaciones entre nosotras habían empeorado

casi irremediablemente. Cada día era un triunfo verla sana y salva de

vuelta en casa, ni que hablar de verla en la cocina para cenar con el resto

de la familia o para hacer sus deberes. Pero eso es otro capítulo.

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la n

ena

de p

apá

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muchas cosas pueden esperar,

los niños no pueden.

Hoy sus huesos están en formación,

su sangre se está elaborando,

sus sentidos se están desarrollando.

A ellos no podemos decirles: Mañana —

Hoy es su nombre.

gabrie la mistral

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2. la nena de papá

Cassie nació el 6 de noviembre de 1981, a unos pocos kilómetros del si-

tio donde le dimos sepultura diecisiete años más tarde. Nuestra primogé-

nita despertó en mí ese amor elemental que convierte a la más indiferente

de las mujeres en una madre radiante. Y, más asombroso aún, cambió

totalmente la vida de Brad. Se dice que hay quienes se casan, tienen un

bebé, y se enamoran —en ese orden. Yo diría que eso es lo que le pasó a

Brad. Pero que hable él mismo:

Misty y yo nos casamos en agosto de 1980, y a los pocos meses cada tercera

palabra suya era: bebé; estaba desesperada por tener un bebé. Yo quería de-

morar el tener familia para poder divertirnos un año, quizás dos. Pero—¡gran

sorpresa!—tres meses más tarde Misty quedó embarazada de Cassie. Yo no

estaba tan entusiasmado como muchos hombres que he visto cuando espera-

ban su primer hijo. A decir verdad, me sentía un poco desilusionado, porque

quería hacer muchas otras cosas, y ahora venía ese bebé.

A medida que progresaba el embarazo de Misty, yo me volvía más y más

difícil, y debo haberla herido muchas veces. Hoy sé que corrí el riesgo de que

Misty se alejara de mí, porque no entendí el cambio que noté en ella: se sentía

cansada, necesitaba descansar tanto, no se sentía bien —me faltaba la sensibi-

lidad necesaria.

Llegó el día en que nació Cassie. En el instante mismo en que la vi entrar

en este mundo, me sentí como un hombre completamente nuevo, diferente.

De pronto estaba enamorado de mi bebita y de mi esposa. De repente todo

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la nen

a de papátenía sentido: comprendí lo que Misty aguantó durante el embarazo, y estuve

muy dolorido por haberle causado pena.

¡Esa bebita era formidable! Yo quería hacerlo todo por ella. Solía acariciar y

besar sus tiernas mejillas y sus hombros tan suaves. Le cambié el primer pa-

ñal. Eso debe haber impresionado a las enfermeras, porque me hicieron una

medallita que decía: “Por ser un superpapá”, y me la pusieron en la camisa.

También fui yo quien cerró la tapa del féretro de Cassie. Quería estar seguro

de que fuera yo y nadie más.

Cuando empezó a gatear, cada vez que salí de casa me siguió hasta la puer-

ta, y ahí se quedaba llorando y gritando después de haberme ido. No quería

que me fuera, y a mí no me gustaba tener que dejarla. En esa época trabajaba

doce horas al día, incluso los fines de semana, y a mi nena la vi mucho menos

de lo que hubiera querido.

Cuando ya era más grandecita, teníamos otro ritual matutino: Iba a verla

a eso de las cinco y media, antes de irme al trabajo. La encontraba toda arre-

bujada en sus cobijas, y yo le daba un besito, le cantaba una pequeña canción

para despertarla y le decía: “Buen día, Cassie, nos veremos esta noche”. Ella

daba un gran bostezo y decía: “O.K., papi”.

Cassie y yo nos deleitamos en estar juntos. Yo me ponía a cuatro pies y

gateamos por toda la casa, persiguiéndonos el uno al otro. Si le agarraba un

piecito y la tiraba hacia mí, Cassie se ahogaba de la risa. Le compramos un va-

goncito rojo—se llamaba “Radio Flyer”— y yo la arrastraba por todas partes.

¡Qué aventura! Ese vagoncito era uno de sus juguetes preferidos.

Cuando Cassie tenía seis meses, comencé a llevarla a pasear en mi moto

liviana. Puse un cinturón de seguridad alrededor de los dos, y ¡aquí vamos!

La llevaba por colinas bastante altas; probablemente era un poco arriesgado,

pero a ella le deleitaba. Al rato, se dormía con su cabecita en mi hombro y así

seguíamos hasta llegar a casa.

Misty siempre se ponía nerviosa; tenía miedo que la nena se lastimara en

esos paseos; y tengo que admitir que pasó una vez, pero eso fue mucho más

tarde. Cassie ya tenía cerca de cinco años, Chris tenía tres años, y me llevaba

a los dos en la moto: Chris iba sentado en el tanque de nafta por delante, yo

en el medio y Cassie detrás. Había mucho barro y andábamos muy despacio.

Yo tenía las piernas estiradas para mantener el equilibrio. Nos arrastrábamos

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a de papápor el lodo y de repente la rueda trasera se deslizó, la moto se volteó hacia un

lado y nos caímos los tres. Chris cayó de cara en el barro, y a Cassie la golpeó

el bastidor más arriba del tobillo.

Después de haberlos sacado del barro, noté que Cassie se paraba de una

manera un poco rara. No lloró ni se quejó, pero cuando le subí el pantalón

noté que su pierna estaba torcida. ¡Le había roto la pierna! Nunca me sentí

tan miserable como en esos momentos. Se me partía el corazón. Con los dos

niños embarrados en brazos, corrí todo el camino (creo que eran varias cua-

dras) hasta la casa de nuestros amigos Rick y Lori. Lori se llevó a Chris para

darle un baño; Rick nos llevó a Cassie y a mí al centro local de urgencias, donde

le tomaron radiografías (se había roto dos huesos de la pierna) y la vendaron.

Aquello fue una pesadilla.

Misty vino con el coche a encontrarse con nosotros en el centro de urgen-

cias y en la entrada empezó a llorar. Cassie la miró y dijo: “No llores, mami.

Voy a estar bien”. Pero más tarde el dolor era tan fuerte que los dos pasamos la

noche sentados al lado de su cama.

Por cada anécdota que recuerdo yo, Brad recuerda dos más. El primer

gatito de Cassie era un animalito rayado llamado Tigre; se lo llevaba

por todas partes. Más tarde vino Yenka, un patito silvestre que Brad le

compró para la Pascua, y que creció hasta ser un magnífico pato que se

paseaba por el jardín. También teníamos un perro labrador negro de raza

cruzada; se llamaba Scamper, y los dos niños lo montaban como si fuera

un caballito. Cuando Scamper se tiraba en el piso y batía la cola, ellos se

agarraban de su piel y dieron saltos en su lomo.

Un día, mientras Brad estaba por terminar alguna reparación en el sóta-

no, Cassie se divertía con el tarro de clavos. Primero los vaciaba sobre el

piso y luego, con el gato colgado del brazo, los recogía uno por uno para

ponerlos de vuelta en el tarro.

Más tarde (Cassie recién había entrado al primer grado) Brad trató

de enseñarle los fundamentos del álgebra, no para apresurarla, sino para

ver si era capaz de entenderlos. Le explicó lo que era un “conjunto” y

puso grupos de palillos, tenedores, cuchillos y cucharas en la mesa; para

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a de papáasombro nuestro, ella lo comprendió todo. Después pasaron a las letras

y Cassie hizo la adición, primero de todas las letras “a”, luego de las “b” y

finalmente de las “c”.

Desde el primer día que la metimos a chapotear en la piscina en

nuestro patio, le entusiasmaba la natación. Cuando ya adolescente, su

lugar favorito para ir a nadar era Glenwood Springs, un pueblo en las

montañas Rocosas donde había enormes charcas alimentadas por fuentes

termales. También le gustaba pescar. Y hace más o menos tres años, en

ocasión de un paseo que toda la familia hizo a las montañas, se interesó

por escalar roca. Cassie y Chris participaron en un curso sobre precaucio-

nes de seguridad en ese deporte y recibieron el certificado correspondien-

te, lo que debe haber contribuido a que llegó a ser su deporte predilecto.

La niñez de Cassie no tenía nada de extraordinario. Toda madre tiene

tiernos recuerdos de la infancia de sus hijos. Ahora que mi nena se ha ido,

empiezo a darme cuenta de la importancia de cada minuto que pasamos

con nuestros hijos. Yo sé que suena a lugar común, pero tiene mucho de

cierto. Cuando la cocina está hecha un desastre, suena el teléfono y los

chicos estorban por todas partes, es fácil ponerse impaciente y rezongona.

Esos momentos son inevitables, pero hay que encontrar tiempo entre los

quehaceres de la casa para dedicarnos enteramente a los hijos. Sin darnos

cuenta, el chiquillo encantador de cuatro años se convierte en el huraño

joven que ni caso hace de tu presencia. No sé dónde habríamos acabado,

cuando Cassie entró en la adolescencia, sin los muchos recuerdos felices

que nos sirvieron como punto de partida para volver a descubrir nuestro

amor.

los recuerdos son una cosa; los sueños son otra. Comenzaré con los

malos. A principios del mes de mayo, unas tres semanas después de la

muerte de Cassie, traté por primera vez de dormir sin tomar un tranquili-

zante. Fue un desastre total; me pasé la noche entera atormentada por

pesadillas, una tras otra. En una de ellas veía a Cassie sobre una camilla;

tenía la cabeza y el torso vendados. Se sonreía y hablaba con los para-

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a de papámédicos que la transportaban; les dijo que se pondría bien, y parecía que

realmente iba a reponerse. En ese momento me dijeron que de repente

había fallecido. No pude aguantarlo; me había convencido de que iba a

vivir.

En otro sueño, estuve de compras en el centro de Denver, en una parte

muy peligrosa; de repente me llenó el pánico: tenía que sacar a Cassie de

allí, sin demora, y llevarla a un lugar seguro. Una vez despierta de seme-

jantes pesadillas, era casi imposible volver a conciliar el sueño. Me puse

a especular cuál era peor, el insomnio o las pesadillas. Creo que decidí

que el insomnio era el menor de dos males, puesto que, despierta, por lo

menos puedo imaginármela a Cassie como quiero verla: con vida, radi-

ante, hermosa. En mis sueños su cara parece estar distorsionada de terror

en aquel momento de protegerse de la boca del fusil apretada contra su

frente.

A veces, por más que el miedo que uno tiene sea producto de la

imaginación, es difícil ignorarlo. La otra noche me parecía que los per-

ros estaban agitados; durante horas, gruñían, pateaban y daban vueltas

en la terraza. Aunque quise convencerme de que sólo era una ardilla o algo

que olfateaban los perros, no pude tranquilizarme. Escuchaba los ladridos

acostada en cama, con el corazón latiendo fuerte, y me preguntaba si

alguien estaba por entrar en mi casa. Si se toma en cuenta que el colegio

está tan cerca, y que mucha gente opina que los asesinos no pueden haber

actuado solos, es lógico preguntarse cuántos Erics y Dylans todavía an-

dan por ahí. A veces se me hace tan insoportable que quisiera vender la

casa, salir de aquí y no volver nunca más. Sólo la inmensa ternura de Brad

puede asegurarme que no va a pasar nada.

Se dice que la mejor forma de vencer los terrores que nos asaltan es

enfrentarlos de cara. Lo hice dos veces en las últimas semanas, y empiezo

a creerlo. Es muy cierto que hacer frente a la amarga realidad, por más

pena que nos cause, tiene sus beneficios.

Lo primero fue la visita al cementerio. Si hay algo más desgarrador

que ver como bajan a tu propia hija en la tumba, es volver unos días más

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a de papátarde, cuando las flores ya están marchitas y los amigos y parientes se han

vuelto a casa; es quedarte parada allí, sola, y llorar. Hay un momento en

que me pregunto para qué vine; quisiera morir ahí mismo y estar con

mi nena. En el próximo instante trato de recobrar mi compostura y con-

vencerme de que en verdad estoy allí con Cassie: ella me ve y sabe que la

quiero y que tiene importancia en mi vida.

En un cementerio uno se da cuenta de que, con el tiempo, las cosas

insignificantes de la vida palidecen. Dicen que en la muerte somos todos

iguales, y es verdad. La mayoría de las personas de setenta u ochenta años

han tenido una vida larga y activa; a los diecisiete años por lo general se

ha logrado muy poco. Cassie ni siquiera terminó el bachillerato. Sin em-

bargo, la duración de una vida no tiene importancia. En alguna parte leí:

“Mira, toda carne es como la hierba…” —dondequiera que haya sido, me

trae cierta paz el recordar esas palabras.

Visitar el colegio Columbine por primera vez después de morir Cassie,

presentaba un obstáculo psicológico aún más difícil de superar. A dos

pasos de nuestra puerta trasera, el colegio se erguía como una extraña y

siniestra fortaleza en las primeras semanas de las investigaciones. A veces

casi me volví loca tratando de imaginar la carnicería que tuvo lugar tan

cerca de casa. Acaso porque estaba preparada para lo peor, logré guardar

la compostura.

Brad y yo éramos los primeros padres que visitaron la escena del tiro-

teo. Rachael (la abogada que nos fue asignada por el distrito judicial) y

dos investigadores nos acompañaron. Por todas partes vimos agujeros

hechos por las balas, sangre salpicada, vidrios rotos. En los pasillos y

salones donde estallaron las bombas, había enormes boquetes, muebles

hechos pedazos, y paredes y pisos manchados de hollín. En algunos

lugares, pegotes de plástico fundido que venían de los filtros de luz fluo-

rescente pendían del cielo raso, y el sistema de rociadores había dejado

grandes charcos de agua sucia.

Me pasé todo el espeluznante recorrido atontada del horror; no pude

sino mirar en silencio. Sin embargo, después tenía la sensación de haber

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a de papálogrado algo; Brad lo expresó muy bien: “Ahora que sabemos lo que

Cassie tuvo que sufrir en sus últimos momentos, ya no queda nada para

la imaginación, ya no puede jugarnos malas pasadas”.

Aun así, quedamos inquietos y perturbados. Nuestra iglesia había

organizado la conmemoración de Cassie, que tuvo lugar en un pabellón

blanco decorado con velas y flores. Había mesas llenas de cartas, recuer-

dos y regalos, y alguien había traído un enorme globo amarillo de “carita

feliz”, hecho de un material plástico resistente. Una noche Chris estuvo

allí con unos amigos; de repente notó que alguien había marcado el globo

con rotulador negro para hacerlo parecer como si había recibido un tiro.

Chris estaba asqueado y destruyó el globo. Pero no hemos olvidado ese

incidente ¿cómo puede olvidarse? Igual como aquel joven a quien amigos

nuestros vieron en un almacén meses después de la muerte de Cassie. De-

bajo de su impermeable negro llevaba una camiseta que decía: “Todavía

estamos ganando, trece a dos”.

Me alarma el hecho que, después de una tragedia tan terrible como la

del colegio Columbine, todavía haya gente en nuestro barrio que puede

ser tan descaradamente cruel. ¿Cuántas masacres tienen que ocurrir antes

de que se acabe la violencia?

Algo que me ha servido de ayuda para superar todo esto, es recordar

que no soy la única que sufre, y mostrar interés en otros que luchan igual

que yo. Más de un mes después de la masacre, uno de los sobrevivientes

de la biblioteca, un joven atlético que daba la impresión de ser muy es-

table, hoy todavía es visiblemente perturbado: es incapaz de mirarle a

los ojos a un desconocido, y cuando habla, hace movimientos nerviosos

con las manos. Un muchacho de dieciséis años, que vive cerca pero no va

al Columbine, tiene terribles pesadillas. En una de ellas, dos pistoleros

entraron en su pieza y se sentaron al borde de su cama. Los diarios dicen

que algunas niñas de la vecindad han tenido tantos problemas de noche

que le piden a sus madres dormir con ellas.

Son los chicos más afectados por la tragedia quienes más se han acer-

cado a Brad y mí: los compañeros de clase de Cassie, los amigos de su

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a de papágrupo juvenil en la iglesia, y muchos otros han venido a casa a comer, a

conversar, a rememorar, o simplemente a pasar el rato. Quizás sea la pena

que compartimos, o el hecho de que todos nos esforzamos por aceptar el

dolor, aunque de diferentes maneras. Sea lo que fuere, su presencia me da

firmeza y consuelo tal como no he encontrado en ninguna otra parte de

mi vida cotidiana. A veces todavía me sorprendo esperando oír el timbre

que anuncia su llegada.

dije que escribiría primero acerca de los malos sueños. En cuanto a los

buenos—la graduación de Cassie, Cassie caminando por la nave de la

iglesia con velo de novia, Cassie cuidando a sus hijos—por más que du-

ele, poco a poco comienzo a aceptar el hecho de que nunca serán más que

sueños.

Unos meses antes, habíamos comenzado a hablar de estudios univer-

sitarios. Cassie tenía ambiciones de estudiar medicina obstétrica en In-

glaterra, en la universidad de Cambridge. Yo no estaba tan entusiasmada,

y cuando me enteré que sólo matricularse cuesta 30.000 dólares al año,

le dije: “Lo lamento, Cass, temo que te equivocaste de familia”. Pero tan

fácilmente no se daba por vencida. Se había enamorado de Inglaterra cu-

ando visitó a la hermana de Brad en 1997, y había decidido que era donde

iba a estudiar.

¿Y nuestros sueños de verla casada y con familia propia? Brad le pre-

guntaba en broma: “Bueno, Cassie, cuando tengas hijos propios, ¿los vas

a traer a casa para que pasen un rato con abuelito? Ya sabes que quiero a

los chiquilines y que me gusta jugar con ellos”. Esa conversación siempre

terminaba de la misma forma: “Claro que sí, papi, pero yo nunca me voy

a casar y nunca voy a tener hijos”.

dicen que no hay cosa que pase sin que tenga un significado, y a lo

mejor Cassie cumplió un plan divino; quizás, al defender su fe, fue un

instrumento de Dios para adelantar su Reino. Hasta cierto punto, tales

pensamientos me reconfortan: dan significado a lo que otros llaman

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a de papáuna tragedia “sin sentido”, y me recuerdan que una vida truncada no es

necesariamente una vida desperdiciada. Por otra parte, admito que estoy

cansada de explicaciones e interpretaciones, de oír hablar de las lecciones

que hay que aprender. Quisiera exclamar: “Pero, ¿por qué tenía que ser

mi hija?” y que, por más profundo y espiritual que sea el significado de su

muerte, no alivia mi dolor por haberla perdido.

Hay momentos en que me siento frustrada por la rapidez con que

Brad parece haber aceptado todo lo que nos pasó. Entonces me dis-

gusto con él. ¿Cómo es que a él le ha sido tan fácil? Brad dice que se ha

reconciliado con la muerte de Cassie, y saber que ella está con Dios le trae

consuelo y paz del alma. No es que yo no comparta su fe. Pero los sen-

timientos son algo inconstante. Estoy segura de que la oración y el pasar

del tiempo me traerán el alivio que ha encontrado Brad, pero mientras

tanto lucho con una sensación de aislamiento y vulnerabilidad y con la

tentación de desesperar. Todavía no he llegado al punto que él alcanzó.

¿Y adónde tenía que llegar yo? Meses después del funeral de mi hija,

me pregunté: ¿Está bien llorar todas las mañanas al despertarme? Y cuan-

do salí de compras por primera vez, tres semanas después de la muerte de

Cassie, ¿por qué era como si todas las mujeres embarazadas en diez kiló-

metros a la redonda se habían congregado ahí? ¿Era para despertar mis

instintos maternales e intensificar mi dolor? ¿Estoy volviéndome loca? En

un momento puedo olvidarme de Cassie, y en el próximo, lo único que

quiero es estar con ella; la cosa más insignificante que me salga mal pro-

voca torrentes de lágrimas —justo cuando creía que, por fin, voy a tener

un día entero que ha sido bueno.

En parte, es una reacción a la sacudida que te ha dado esa muerte súbi-

ta, y de repente, a los treinta y ocho años, tener que disponer el funeral

de tu hija, cuando ni se te había ocurrido pensar en el de tus padres a los

sesenta. En parte también se debe a que, desde el primer momento, lo de

Columbine apareció en todos los noticiarios del país, y había que enfren-

tarse con un sinnúmero de periodistas, editores de noticias y fotógrafos,

además de un torrente de personas que querían expresar sus condolen-

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a de papácias. La primera llamada de un desconocido bien intencionado no será

una violación de tu intimidad, pero cuando llama el vigésimo, por más

cortés y amable que sea, te da ganas de colgar el teléfono. Todos quieren

que les hables de tu hija, y simplemente no puedes.

Más adelante pasa lo contrario. Mientras el resto del mundo se ocupa

de sus asuntos, tú tratas de acallar el insistente deseo de hablar de Cassie

a quien quiera escucharte: “Yo soy una de aquellas madres que perdieron

un hijo en el colegio Columbine. ¿Me escuchas?” Por más que te esfuerces

por enfocar tus pensamientos en el futuro, las circunstancias te hacen

volver al pasado. Mientras yo paso la mañana hablando con nuestra

abogada, o formulando una petición a la corte para que mantengan las

autopsias bajo sello, otras madres hacen planes para las vacaciones de sus

familias. Mientras nuestros vecinos van a una fiesta, yo me paso la noche

revisando el certificado de defunción de Cassie para ver si es correcto

(“Causa de la muerte: homicidio. Tipo: herida en la cabeza con arma de

fuego’’, etcétera, etcétera), y trato de pensar qué hacer con Chris en el

otoño. ¿Mandarlo de vuelta al colegio Columbine? ¿Matricularlo en un

colegio privado? ¿Darle clases particulares en casa? ¿Qué es lo mejor para

él? ¿Qué es lo más seguro?

la otra noche, en cama, cuando traté por enésima vez de conciliar el

sueño, mi mente regresó al 20 de abril. Me atormenta sin cesar la idea de

los últimos instantes de Cassie, el inmenso pánico que debe haber sentido

cuando le pusieron el arma a la cabeza. Por irracional que parezca, lucho

con sentimientos de culpa por no haber estado a su lado. Siento que le

fallé en los momentos en que más me necesitaba. ¡Si hubiera estado allí

para acariciarla, para abrigarla…!

Pero no estuve, y mi último gesto de ternura maternal tenía que es-

perar hasta la funeraria. Allí me pidieron que trajera “un lindo vestido”

para ponérselo. Cassie tenía uno o dos trajes de fiesta, pero rara vez usaba

vestido. Al final decidí llevar una camisa azul que se ponía todos los días,

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a de papáunos jeans desteñidos, su collar de conchas, y sus zapatos de gamuza

negra: eso era Cassie.

Una de las primeras cosas que les dije a la gente de la funeraria era: por

favor, nada de rosado; Cassie era la nena de su papá. Hasta pedí que las

rosas fueran de cualquier color salvo rosáceas. Pero cuando fuimos a ver a

Cassie para decidir si dejaríamos el cajón abierto para el velorio (decidi-

mos que no), lo primero que noté era el forro de satén rosado. Pensamos

en cambiarlo por uno de diferente color, pero al final no hicimos nada, ya

que de todos modos el cajón iba a quedar cerrado. Esos son los momen-

tos en que uno no sabe si reír o llorar —y yo logré reír. Pero al mirarla

que yacía ahí, le dije que hice lo mejor que pude: “Traté de hacerlo bien,

Cass, yo traté”.

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escr

ibió

: “as

esin

ar”

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…que su dolor y el gozo de ser madre

no encuentran sino desdén y escarnio,

que sepas cuánto más amargo es tener hijo ingrato,

que mordedura de serpiente.

william shakespeare

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3. escribió: “asesinar”

En diciembre, antes de la Navidad, van a ser tres años que dejé mi

empleo en el departamento legal de Lockheed Martin, donde había tra-

bajado ocho horas al día. Mi contrato estaba por vencer y parecía ser el

momento oportuno para salir de ahí. Más importante aún era mi deseo

de pasar menos horas en mi escritorio y más tiempo con mis hijos. Aun

cuando siempre me consideré una madre dedicada, no me quedaba bas-

tante tiempo para pasar con ellos. Las notas de Chris estaban bajando, y

cada día Cassie parecía más distante.

En los primeros días que me quedé en casa, estuve deprimida por no

poder comunicarme con Cassie. De repente recordé que, tiempo atrás, mi

hermano y su esposa le habían regalado una “Biblia para adolescentes”:

el Nuevo Testamento y una especie de manual para ayudar a los jóvenes

lectores en sus relaciones con sus padres. Esperando poder encontrar

alguna ayuda yo misma, fui al cuarto de Cassie y empecé por mirar en sus

cajones.

Desde luego, encontré la Biblia, pero primero me topé con un montón

de cartas que me hicieron parar en seco y cuyo contenido convirtió nues-

tra vida hogareña en un horrible drama que duró tres meses. Apenas

alcancé la silla más cercana para sentarme y empezar a leer.

Una carta de su mejor amiga Mona (nombre ficticio) empieza con

varias líneas, que no se pueden repetir, de obscenidades y chismes del no-

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escribió: “asesinar”

veno grado; siguen unos comentarios sobre una profesora del colegio, la

Sra. R.: “¿Quieres ayudarme a matarla? Ella llamó a mis padres y les contó

acerca de mi ‘F’1”. La carta termina recordando a Cassie un “hechizo fenó-

meno”, dibujos de navajas, dientes de vampiros, hongos, y una caricatura

de la Sra. R. en un charco de sangre y cuchillos de carnicero que le salen

del pecho.

La mayoría de las cartas están decoradas: monos con dientes de vam-

piro, hachas, cuchillos, hongos (significando drogas psicodélicas), garaba-

tos con maleficios y coplas en rima, como ésta:

Pica tu dedo y hecho está:

La luna ya ha eclipsado al sol.

Sus alas el ángel de la oscuridad desplegó,

La hora para cosas mejores ya llegó.

En una de sus cartas Mona describe con gran detalle el odio que tiene

a su padre; en otra, cómo adora a Marilyn Manson. Hay interminables

comentarios sobre lo atractivo y “sexy” que son la ropa y el maquillaje

negros, lo “divertido” que es tomar alcohol de contrabando, fumar mari-

huana y mutilarse a sí mismo; describe las aventuras de un compañero

de clase cuya novia fue a “esa iglesia satánica, donde, para ser admitido al

culto, hay que beber la sangre de un gatito”.

Algunas de esas cartas aconsejan a Cassie deshacerse de nosotros para

resolver sus numerosos problemas. Una de ellas termina así: “¡Mata a tus

padres! El asesinato es la solución de todos tus problemas. ¡Que esos ca-

nallas paguen por tus sufrimientos! Te quiero. Yo”.

Otra está ilustrada con dibujos horrorosos de una pareja (“Mamá y

Papá”) ambos suspendidos por sus intestinos, con puñales que cuelgan

de sus corazones; hace mención del “método de ahorcar por los intesti-

nos”, lo que la autora llama una “excelente idea”. A continuación dice que

quizás Rick (nombre ficticio) tenga “una idea aún mejor…ya que está

metido en aquello de los asesinatos”. Al final, como firma, está el símbolo

1 “F”: en la educación: failing, calificación de insuficientia.

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escribió: “asesinar”

para Mona: un mono con dientes de vampiro y un pentagrama colgado

del cuello. En otra carta más, hay un dibujo crudo de un cuchillo del

que cuelgan “los intestinos de los padres”, lápidas para “Papá y Mamá

Bernall”, y las letras “R.I.P.” (Requiescat In Pace, o sea, “que descansen en

paz”).

Otra tiene el título: “Vampiros con nosotros por siempre jamás”, segui-

do por un crudo poema:

Déjame engullir mi propia sangre.

Déjame despilfarrar mi vida.

Perenne, el fulgor de la candela resplandece

a través del vacío de mi alma.

No toques el fuego, dice la vieja cicatriz,

mi sangre hervirá cuando llegue la hora.

A medida que el mal se aproxima a mi llama,

la chispa de la vida va extinguiéndose…

“Creo que soy un vampiro”, escribe Mona. “Estamos en todas partes. Si

matas a uno de nosotros, vamos a agarrarte. Ten cuidado, te observamos

continuamente. Soy hija de la noche. Tú también lo eres… Tengo ganas

de quemarme. Nada me puede herir, porque soy un vampiro”.

En otra, un pedazo de papel de cuaderno garabateado con dibujos de

hojas de marihuana, vampiros, lunas y estrellas, escribe: “Mis entrañas

están hambrientas de aquellas cosas macabras… estoy desesperada por

acabar con mi vida, tenemos que matar a tus padres. El colegio es una

porquería, mátame junto con tus padres, luego mátate tú misma para que

no vayas a la cárcel. Con toda seguridad irás a la cárcel”.

Yo estaba pasmada, tan ofuscada que me costó un esfuerzo levantar

el tubo del teléfono para llamar a Brad y pedirle venga en seguida a

casa. Tan pronto llegó, nos sentamos en silencio a leer las cartas, una

por una, de la primera hasta la última.

La mayoría las escribió Mona, la mejor amiga de Cassie, pero más

tarde nos enteramos—tanto por la madre de la niña como por admisión

propia de Cassie—que ella también había escrito esa clase de cartas. De

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escribió: “asesinar”

todos modos, las que teníamos en manos eran prueba suficiente de que, si

bien ella no era la principal responsable por dejar constancia por escrito

de aquellas fantasías homicidas, por lo menos era una cómplice volun-

taria.

dicen los expertos que la esencia de ser buenos padres es saber guiar a

los hijos. Hasta cierto punto es verdad. Pero eso no explica por qué—a

pesar de las mejores intenciones de padres, parientes, profesores y ami-

gos—hay chicos buenos que van por mal camino. Entonces no hay más

remedio que admitir el fracaso. En nuestro caso, Brad y yo tuvimos que

reconocer que había todo un aspecto de la vida de Cassie del cual sabía-

mos poco o nada.

Desde luego no faltaban los indicios. Cuando encontramos las cartas,

Cassie estaba en el noveno año; pero ya en el quinto o sexto año, cuando

empezó a pegarse a Mona e ignorar a sus demás amigas, poco a poco se

había alejado de nosotros. A esa altura ya estábamos inquietos por la

amistad entre las dos, sobre todo porque Mona era incapaz de mirarle a

los ojos a un adulto. Su amistad tenía algo de enigmático y malsano.

En el octavo año, Cassie echó por la borda, uno por uno, nuestros va-

lores y normas en favor de las opiniones de Mona. Tratamos de limitar las

ocasiones para encontrarse con Mona y la animamos a juntarse más bien

con otras compañeras. Era inútil: siempre mantenía que con ninguna

otra se sentía tan cómoda, así que decidimos no insistir más. Toda madre

desea que su hija tenga por lo menos una buena amiga que la acompañe

en las vicisitudes de la vida colegial.

A pesar de todo, me quedé con la sensación de que las cosas no march-

aban bien. Y por más que Cassie insistía que no le pasaba nada, que todo

andaba bien, yo sabía que la verdad era otra, aunque no había nada con-

creto.

Al igual que toda adolescente, Cassie era experta en conducirse cor-

rectamente. Cuando se quedaba en el colegio después de la hora de

salida, era “porque tengo que mejorar mi nota de arte” —ni mención de

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escribió: “asesinar”

que fumaban marihuana y bebían y que, contrario a lo que se nos había

hecho creer, no había vigilancia en el salón. Nos mostraba sus nuevos

discos compactos, salvo los que sabía que desaprobaríamos. Nos presentó

a Rick, un compañero de clase que parecía bastante inofensivo, pero

nunca nos dijo que era aficionado a los ritos satánicos y que en su casa

tenía grandes problemas. (Más tarde Rick me preocupó tanto que le hablé

al director del colegio. Él confirmó que el chico estaba “fuera de control”,

pero dijo que no había nada que hacer: ni siquiera sus padres podían

manejarlo).

De la niña confiada que había sido, Cassie se transformó en una joven

desconocida y mal humorada; el cambio fue tan gradual que casi no lo

percibimos. Sólo cuando sus notas empeoraron y nos llamaron varias

veces del colegio Beaver (nombre ficticio) porque Cassie faltaba a clases, y

cuando la agarramos en una de sus numerosas mentiras —sólo entonces

tomamos las cosas más en serio: corríamos el peligro de perder a nuestra

hija.

Un día, cuando Brad fue a buscarla del colegio, volvió a casa alarmado

por los símbolos de ocultismo que decoraban todo lo que sus amigos

hacían en la clase de dibujo. Pocos días después fui a buscarla yo. Me volví

más inquieta aún. En efecto, Cassie estaba ocupada con su proyecto, pero

sentados allí a la misma mesa estaban Rick con su traje negro, los ojos de-

lineados de negro y un montón de cadenas en el cuello, y Mona reclinada

contra su pecho.

Quizás es parte de ser madre: hay veces que tu intuición te dice que

algo no anda bien, y estás segura de que no es porque “ya no comprendes”

a la generación joven. Aquí se trataba decididamente de una de esas situa-

ciones; había un ambiente cargado en ese salón, y tenía que sacar a mi

hija de ahí.

La próxima vez que fui a buscar a Cassie y a sus amigas, me llamó la

atención por primera vez que, al subir al coche, Mona se cruzaba de bra-

zos y bajaba la cabeza. A Brad y a mí no nos hacía caso; cuando mucho,

murmuraba un “hola”, pero era más bien una insolencia, como si quería

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escribió: “asesinar”

darme a entender que me odiaba porque yo era un impedimento a su

amistad con Cassie.

Por lo general, Brad tenía mejor suerte que yo en comunicarse con

Cassie, y a menudo era dulce con él. En cuanto a mi relación con ella,

siempre chocamos por alguna razón. Las ideas de Cassie en lo que se

refiere a la música, por ejemplo, eran motivo de discordia. En los últimos

dos años de su vida solía escuchar de todo: desde los Cranberries y Pet

Shop Boys hasta Jars of Clay y el Kry. Todo eso no nos molestaba mayor-

mente, pero en el noveno año sus gustos se volvieron poco menos que

salvajes. Escuchaba música que bastaba para ponerte los pelos de punta.

Además, aun cuando no te gusten los conjuntos que escucha tu hija,

no es fácil prohibírselos —“¡En el colegio ‘todo el mundo’ los escucha!”

Entonces recuerdas que de adolescente tú también te rebelabas contra los

gustos de tus padres y que a lo mejor se trata de una fase no más —no

vale la pena hacerse mala sangre.

No sé exactamente cuándo fue, pero en algún momento Brad comenzó

a examinar más de cerca la música de Cassie y se dio cuenta de que era

más que un pasatiempo. A pesar de lo inocuo de las portadas, la letra de

las canciones contenía un mensaje inequívoco. (Mucho más tarde nos

preguntamos si habíamos perdido una oportunidad importante al no

reconocer la conexión entre las emociones expresadas en esas canciones

y las batallas internas de Cassie). Vienen al caso unos versos de Marilyn

Manson, el grupo de rock preferido por los amigos de Cassie, y una de las

canciones favoritas de los dos muchachos que la mataron:

…Estoy condenado a morir

Lo que tú siembres, yo recogeré

Ya verás, de cicatrices me llenaré

No quiero ser quien soy…

En un momento de locura

Corto mis venas juveniles…

Mas tus selectos valores

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ella dijo que sí

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escribió: “asesinar”

Y tus divisas de hombre virtuoso

Significan un c… para mí

Dispara, dispara no más…

Me da escalofríos pensar qué habría pasado si yo no hubiera descubierto

esas cartas. Aquél era el clarinazo que nos despertó.

brad y yo nos sentamos en la cama en estado de shock. Parte de mi ser

se rehusaba a aceptarlo: no es posible que esto sea real; es una pesadilla

no más; dentro de un momento nos vamos a despertar los dos y seguir

con los preparativos para la fiesta de Navidad. Pero en mis manos tenía la

causa de nuestros más pavorosos temores, y teníamos que hacer algo. La

pregunta era: ¿qué?

Al final, los dos nos convencimos de que no era un problema que

pudiéramos tratar de resolver solos. Nos pusimos en contacto con la

mamá de Mona, con la oficina del alguacil, y con nuestro pastor, George,

de la iglesia de West Bowles. Hicimos dos fotocopias de las cartas, una

para los padres de Mona, y otra para nosotros; los originales había

que entregárselos al alguacil. Luego nos sentamos a esperar que Cassie

volviera del colegio.

Entró corriendo, como siempre, y la detuvimos. Le dijimos que encon-

tramos las cartas. Al principio trató de quitarle importancia: “Ay, pero no

teníamos malas intenciones…”. Cuando se dio cuenta de que no iba a ser

tan fácil zafarse, se puso furiosa y empezó a gritar: primero, que nuestra

reacción era exagerada, que ella jamás tuvo la intención de matar a nadie,

que nunca se le ocurriría hacer algo así. Segundo, que habíamos pisotea-

do sus derechos al entrar en su cuarto sin su permiso y tomar cosas que

no nos pertenecían. Tercero, que era obvio que no la queríamos en abso-

luto, y eso que era nuestra única hija; por lo tanto ella nos liberaría de esa

carga, se iría de casa y se mataría. Estaba enfurecida.

No nos sorprendió que Cassie fuera a la defensiva, pero dio lugar a

preguntas que volveríamos a ponernos una y otra vez en los meses que

seguían a esa primera confrontación. Desde su muerte—y la de los ca-

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escribió: “asesinar”

torce que murieron con ella en el colegio Columbine—estas interrogantes

han saltado a primera plana: ¿Es verdad que (como alegaron Cassie y

Mona y su mamá) exageramos las cosas desmesuradamente? Al sobrepas-

ar los límites de padres razonables y no respetar los “derechos privados”

de Cassie, ¿nos buscamos los problemas que surgieron?

Sin embargo, el día que descubrimos aquellas abominables cartas, no

hubo tiempo para deliberar. Alguien podría ser asesinado, según pensaba

yo, y temía por mi vida. Pero debo ser objetiva: Brad nunca vio las amen-

azas de muerte tan serias como yo. Él creía que aquel arrebato de rabia

era una manera de desahogarse, de mostrarnos cuánto le importaba todo

lo que hacía. Yo no estaba tan segura. Cuando una persona está poseída

por una idea diabólica—no importa que se trate de un adolescente inse-

guro o de un adulto peligroso—esa idea es poderosa. Si había una pizca

de realidad en los sangrientos planes de Cassie contra la vida de sus pa-

dres, yo iba a asegurarme de que el alguacil tenía por dónde comenzar.

Más importante aún era que temíamos por Cassie. A decir la verdad,

estuvimos tan preocupados por ella y tan asustados, que no hubo tiempo

para considerar cuál era la solución más apropiada. Cassie se hallaba en

camino al borde de un precipicio, y teníamos que sacarla de ahí sin de-

mora. No había alternativas.

tan pronto nos habíamos comunicado con George, él llamó a David,

su copastor en West Bowles. Esa noche en la iglesia iban a reunirse los

jóvenes, y David sugirió que lleváramos a Cassie para que participe en sus

actividades. Al principio, la idea no le gustaba nada a ella, ni a mí tampo-

co. Yo estaba segura de que Cassie o bien escaparía, o tendría un acceso de

violencia. Pero al final decidimos llevarla. Por lo menos nos daría tiempo

y tranquilidad, a Brad y a mí, para considerar la situación.

Esa misma noche Brad fue al juzgado para entregar las cartas al algua-

cil, y yo me quedé a cuidar la casa. Pasé una noche que nunca olvidaré.

Estuve sentada en el comedor, y pensé, agobiada por el temor y la pena,

que ahora se ha acabado todo con Cassie, que la hemos perdido para

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escribió: “asesinar”

siempre. No recuerdo si lo reconocí entonces, pero hoy sé que en realidad

la habíamos perdido hace ya mucho tiempo.

Cómo nos las arreglamos durante las semanas siguientes, nunca lo sa-

bré. Cuando Cassie no estaba furiosa, estaba perturbada y taciturna, y nos

provocaba continuamente con amenazas de huir. A esa altura de las cosas

yo tenía que operarme, y luego fuimos con los chicos a lo de mis padres

en Grand Lake, donde pasamos unos días. Pero eso no contribuyó a calm-

ar nuestros nervios. Para mí, fue la peor Navidad que jamás he tenido.

Día tras día, semana tras semana, Cassie estallaba en arranques de

rabia y desesperación. No sabíamos de un momento a otro qué más iba

a decir o hacer. Hubo días en que temía el momento de tener que levan-

tarme por la mañana. Brad recuerda:

Cuando Cassie se disgustaba con nosotros—y a veces se puso furiosa—se

quejaba de tan infeliz que era, de que no teníamos derecho de entrar en su

pieza, y gritaba entre lágrimas: “¡Me voy a matar! ¿Quieren verlo? Me voy a

poner el cuchillo aquí mismo, en el pecho, y lo atravesaré”. Yo trataba de calm-

arla, le hablaba o la acariciaba, la tomaba en mis brazos y le decía cuánto la

queríamos su madre y yo.

Había ocasiones en que era tan irracional que yo hubiera querido darle

una bofetada para hacerla entrar en razón. Pero nunca lo hice. En cambio,

la abrazaba más fuerte aún y le decía una y otra vez: “Te quiero, Cassie, y no

voy a permitir que hagas algo que pueda herirte; no quiero que te pase nada

malo”.

Después de su muerte, encontramos en su pieza un extraño recuerdo

de aquellos terribles días: un cuaderno con la descripción, de su puño y

letra, de ese periodo. Tiene fecha 2 de enero de 1999 y parece ser parte de

una carta que nunca envió:

No puedo expresar con palabras lo que sufría. No sabía qué hacer con mi

angustia, y por eso me herí físicamente. Quizás era una forma de expresar

mi tristeza, mi rabia y depresión… Me encerré en el baño y me pegué con la

cabeza contra los gabinetes. Hice lo mismo contra la pared de mi cuarto. Du-

rante días me obsesionó la idea de suicidarme, pero tenía demasiado miedo, y

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escribió: “asesinar”

decidí lacerarme las manos y las muñecas con una lima metálica afilada, hasta

que salió sangre. Luego de unos minutos ya no sentí ningún dolor, pero más

tarde dolió como de una quemadura, y pensé tenerlo bien merecido. Todavía

tengo las cicatrices.

el 31 de diciembre nos encontramos con Mona y sus padres, un investi-

gador y un detective de la división juvenil de crímenes. Al entrar al salón,

nos sentimos muy incómodos. Notamos que los padres de Mona, lejos

de estar perturbados por las revelaciones sobre la amistad de nuestras

hijas, se mostraron abiertamente hostiles hacia nosotros. Cuando Brad

atravesó el salón para saludar al papá de Mona, éste levantó las manos en

señal de rechazo y dijo: “No se moleste”. Durante la reunión entera, los

padres de Mona se mantuvieron completamente pasivos, salvo cuando

se quejaron entre dientes de que era inhumano destrozar de esta manera

una amistad que había durado cinco años.

En un momento dado, Brad aclaró que no pensábamos que Mona

fuera peor que Cassie, sabíamos que ambas tenían la culpa, y era necesa-

rio trabajar juntos para resolver el problema de nuestras hijas. En vano.

La madre de Mona admitió que las cartas eran “inapropiadas” y su con-

tenido la “apenaba”, pero no podía entender por qué había sido necesario

llamar la atención de las autoridades e involucrar a su marido en el asun-

to. Si alguien tenía la culpa por el comportamiento de las niñas, éramos

nosotros, por nuestras repetidas amenazas de retirar a Cassie del colegio

Beaver y mandarla a un colegio privado si su conducta no se mejoraba.

Por suerte, tanto el detective como el investigador dieron la misma im-

portancia a la situación que yo, y apoyaron nuestro deseo de obtener una

orden que prohibiera a Mona ponerse en contacto con Cassie. Entre otras

cosas, el alguacil dijo a los padres de Mona que, en más de diez años de

trabajar con delincuentes juveniles, aquellas cartas eran lo peor que jamás

había visto. Les advirtió que, si Mona hubiera tenido algún antecedente

policial, se le habría llamado a juicio. No hubo señal ni de sorpresa ni de

remordimiento por parte de los padres.

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escribió: “asesinar”

Brad y yo estuvimos sentados a un lado del salón, y Cassie se fue al

otro lado con Mona y sus padres. Todavía siento sus miradas fijas y de-

sapasionadas; ni voy a olvidar como, al salir de la reunión, la mamá de

Mona la acompañó al auto, con el brazo alrededor de sus hombros y

confortándola, como si dijera: “No te preocupes, mi amor; todo va a salir

bien. Los Bernall son gente mala”. Más adelante nos enteramos de que, si

Cassie jamás decidiera escaparse, ellos le habían ofrecido acogerla en su

casa.

va sin decir que, después de aquella reunión en la oficina del alguacil,

estuvimos más resueltos que nunca de proteger a Cassie de toda influen-

cia—incluso la de sus amigas—que pudiera alejarla aún más de nosotros.

Una de las cosas más difíciles para un padre y una madre es imponer su

autoridad y decir: “Hasta aquí y ¡basta! —punto final”. No teníamos

ninguna ilusión de que fuera fácil; arriesgamos provocar una batalla

peor que la ocasionada por el descubrimiento de las cartas, y podría ser

que, si adoptábamos medidas drásticas, Cassie se apartase más y más de

nosotros.

Sin embargo, yo estaba tan disgustada con Cassie que casi ya no me

importaba. Ahí estaba esa niña, esa hija que había llevado en mi seno

durante nueve meses, a quien había amado con todo mi ser —¡y me decía

que me odiaba! ¿Cómo podía traicionarme de esa manera? Al mismo

tiempo, de ningún modo debíamos perder el ánimo o darnos por ven-

cidos. Brad y yo siempre tuvimos una intuición de lo que es mejor para

nuestros hijos, y estábamos resueltos a seguirla en este trance. Y así lo

hicimos.

El 20 de diciembre—el día que descubrimos las cartas—fue el último

día de clases antes de Navidad, y una de nuestras primeras decisiones era

que Cassie no volvería a Beaver; de ahora en adelante iría a un colegio

cristiano particular. Además, comenzamos a hacer inspecciones regulares

de su pieza y su mochila, controlamos (por lo menos tratamos de contro-

lar) sus llamadas telefónicas, y le prohibimos salir de casa sin permiso.

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escribió: “asesinar”

Finalmente, le dijimos que no tendrá contacto de ninguna índole con

Mona ni con otros de su pandilla de antes.

Como era de esperar, Cassie estaba fuera de sí —al igual que Mona,

de quien recibió una nota que decía, de hecho, que nosotros éramos los

padres más estúpidos del mundo si pensamos que sacar a Cassie del co-

legio público iba a ser el remedio; lejos de mejorar, con toda seguridad la

situación “será mil veces peor”. Además, Mona quería saber cómo íbamos

a pagar un colegio privado. ¿No costaba dinero? Al final dice: “¡Dios mío!

Si mis padres fueran como los tuyos, ya estarían muertos hace mucho.

Pero basta de su asquerosa estupidez. Ahora tenemos que decidir cómo

matarlos…”.

Hicimos una sola excepción: le permitimos a Cassie participar en el

grupo juvenil de la iglesia de West Bowles. No era la iglesia lo que nos

importaba; bien sabemos que tratar de imponer la religión a la gente

siempre provoca una reacción negativa y termina en rechazo. Y no era

cuestión de tratar de “salvar” a Cassie. De una cosa estábamos seguros: la

amábamos de todo corazón, por más estropeadas que fuesen las relacio-

nes entre nosotros. No íbamos a escatimar esfuerzos para que encuentre

una vida totalmente nueva, sin ser tentada de volver a su camino anterior

—un camino que lleva al abismo. Lo único que nos importaba era que

Cassie fuera feliz, realmente feliz; hasta ese momento no lo era, ni siqui-

era cuando la dejamos hacer lo que quería.

David, el pastor responsable por el grupo juvenil, bien recuerda la

noche que llegamos a su oficina para ver si él pudiera ayudarnos en al-

guna forma:

Mi primer contacto con Cassie fue cuando me encontré con sus padres. Ex-

aminé las cartas que habían encontrado, y luego nos sentamos a conversar; es

algo que hacemos a menudo con los padres de los jóvenes en nuestro grupo,

o con los jóvenes mismos. Hablamos del amor, y de la necesidad de imponer

disciplina. Les dije que tenían dos opciones: o bien encerrarla en la casa y

cortar los cables telefónicos etcétera, hasta que puedan comprobar un cambio

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escribió: “asesinar”

positivo; o bien dejar que las cosas tomen su propio curso hasta que Cassie sea

adulta, y confiar en que pueda sobrevivir.

También les dije que estaría encantado si Cassie viniera a participar en

nuestro grupo de jóvenes, y que haríamos todo lo posible para ayudarle. Pero

en el fondo no tuve ninguna esperanza para ella. Recuerdo que al salir de esa

pequeña reunión pensaba: Haremos lo que esté en nuestro poder, pero esa

chica es un caso difícil. Es demasiado tarde; se ha vuelto dura e inaccesible, y

es una ilusión creer que pueda dar vuelta atrás a esta altura de las cosas.

Al principio parecía que David tuviera razón. En una carta fechada el 4 de

enero de 1997, Cassie escribió a un amigo:

Las cartas que encontraron en mi pieza eran muy explícitas, hasta tenían

dibujos de cómo íbamos a matar a mis padres. Y se enteraron de que fuma-

mos y bebemos, además de aquello de asesinarlos, que no lo decíamos en se-

rio. ¡M…! Ahora no me dejan hablar con mis mejores amigas, Mona y Judy, ni

con Rick. Si me encuentro con Mona o hablo con ella, el alguacil despachará

una orden de prohibición. ¡Sí señor, mis padres se pusieron en contacto con la

policía! En mi opinión exageraron las cosas fuera de toda proporción. No soy

adicta al alcohol ni a los cigarrillos. No fumo marihuana. En dos palabras, me

siento sola y deprimida, y odio a mis padres. Ojalá tu vida no sea tan jodida

como la mía. Traté de escapar, pero me descubrieron. Tengo una noticia

buena: me voy a deslizar para ir al concierto de Marilyn Manson. Mona y Rick

van también y por lo menos voy a verlos entonces.

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guer

ra -

intr

amu

ros

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todos los vampiros andan por el valle

y caminan en dirección oeste,

hacia el Bulevar Ventura.

Todos los muchachos malos

se paran en la sombra,

y todas las chicas buenas

se quedan en casa

con el corazón hecho pedazos.

tom petty

Page 52: Ella Dijo Quesi

4. guerra - intramuros

Hay quienes dirán que las misivas de Mona y Cassie son charlatanería

de adolescentes, y en cierto modo lo son. Los dibujos son horribles, pero

es un hecho que cualquier niña de quince años es capaz de decir: “Si

mamá no nos deja ir a la tienda, la mato”. Pero, ¿cómo distinguir entre

una amenaza vana, y otra que hay que tomar en serio?

Una amiga mía me contó de su conversación con una estudiante del

mismo colegio, cuyo hermano conocía a los asesinos. Parece que uno de

ellos, Eric, se había jactado de comprar los tanques de propano que pen-

saba usar para volar la cantina del colegio, pero nadie lo tomó en serio.

“Entre los estudiantes se habla tanto de violencia y muerte que la may-

oría ya no le da mayor importancia”, dice una amiga de Cassie que va al

colegio Columbine. En la clase de español, una compañera mencionó su

intención de ir un fin de semana a la morgue para aprender cómo muere

la gente. Parecía “una idea descabellada”, hasta que la chica dijo que tenía

que ver con un libro que estaba escribiendo. “Otra que quiere hacerse la

interesante,” pensaba Annette.

Pocos días después, la misma chica vino a clase con cuentos de

cuchillos y hachas que tenía en casa. Dijo que iba a traerlos al colegio

para mostrar a sus amigos las “macanudas tretas que sé hacer con sangre

de imitación”. Dice Annette: “Ya no se sabe si hay que tomarlo en serio o

no. Primero piensas que lo dice para llamar la atención, y en la mayoría

de los casos es así. Pero entonces pasa algo—como lo de Eric y Dylan—y

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guerra - in

tramu

rosdecides no meterte”. Amanda, una compañera y probablemente la mejor

amiga de Cassie, piensa igual:

Yo pasé por una etapa muy similar a la de Cassie. No tuve que ver con he-

chicería y esa clase de cosas, pero andaba en malas compañías. Me sentía acep-

tada por esa pandilla, y eso era lo que quería. Es la soledad: tienes esa idea de

que no mereces andar con gente respetable, y haces cualquier cosa con tal de

ser aceptada en algún lado, de ser parte de un grupo. Lo que pasó con Cassie

no sé. Ella me dijo que era Mona quien la metió en eso. Pero no puedo imagi-

narme que un día hayan tomado una decisión deliberada de meterse en cosas

obscuras. Eso no lo creo, pero tampoco era un pasatiempo inocente; Cassie

me contó que habían pensado seriamente en matar a una de sus profesoras.

Más de una vez, después de sacar a Cassie del colegio Beaver, tuve dudas

si hicimos bien, si no habíamos sido demasiado severos con ella. Pero

entre tanto me he convencido de que tuvimos razón.

A finales del verano de 1997, amigos nuestros en el barrio cercano de

Lakewood no le hicieron caso a un chico de catorce años, cuando dijo que

mataría a sus padres y luego escaparía a California con su novia. Al día

siguiente, con la ayuda de un amigo, atacó a su padre con un cuchillo de

carnicero y casi lo mató; luego se descubrieron símbolos góticos y dibujos

satánicos en su cuarto. En setiembre del mismo año, Brad y yo nos enter-

amos de un incidente similar: un estudiante del último año de secundaria

mató a su padrastro de un tiro; parece que tuvieron un altercado frente al

televisor. Luego fue al garaje y se mató a sí mismo. Unos meses más tarde

hubo otro homicidio similar en nuestra vecindad: esta vez una mujer fue

asesinada por su hijo de diecisiete años, quien la escondió en el baúl del

automóvil de la familia.

Si en un barrio respetable y tranquilo como el nuestro, que se supone

pacífico, se crían niños capaces de cometer actos de esa índole, uno emp-

ieza a prestar atención a lo que dicen. El caso de Cassie, por ejemplo, fue

resultado del enorme abismo de hostilidad que existía entre nosotros por

falta de comunicación, un abismo que sólo iba a salvarse con el tiempo,

y con ternura y vigilancia. Aun suponiendo que en realidad Cassie nunca

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tramu

rostuviera la intención de matarnos, no podíamos ignorar sus muy directas

alusiones.

Ahora, casi tres años más tarde, y a la luz del tiroteo de Columbine,

para mí ha sido una revelación lo que David piensa al respecto:

Sacar a un estudiante de un colegio y ponerlo en otro diferente, prohibirle

salir de casa sin permiso—o lo que sea necesario para salvarlo mientras haya

tiempo—puede parecer como exagerada restricción. Al contrario: significa

ofrecerle la posibilidad de una vida totalmente nueva. Se lo he dicho a muchos

padres; me contestan: “Y bueno, ella ya tuvo relaciones sexuales cinco o seis

veces”, o bien: “Yo sé que mi hijo anda con una pandilla, pero no se le puede

prohibir a un muchacho que se junte con los únicos amigos que tiene”. Esos

padres están preocupados, pero no conciben tomar medidas que exigen sacri-

ficios; prefieren aparentar como que no es para tanto.

En la mayoría de los casos que he visto, cuando los padres se mostraron in-

flexibles, los resultados eran positivos —abren el camino a una relación nue-

va. Al principio hay guerra, porque el chico se va a defender, pero en el fondo

de su alma piensa: “Me gusta eso. Me gusta que mi mamá ha comenzado a

hablar conmigo. Me gusta que mi padre llega a casa temprano para verme”.

Cuando veo a un chico resentido, me pregunto cuántas veces su papá le

da un abrazo o una palmada cariñosa en la espalda; cuántas veces la mamá le

dice: “Te quiero”, o: “Deja que te ayude”. La mayoría de esos muchachos tienen

padres, pero, ¿son realmente padres para ellos?

Si algo justifica nuestra reacción a la conducta de Cassie, es que ella

misma reconoció hasta dónde había llegado. Ella misma había confesado

a Jamie (una amiga nueva del colegio particular) que sus violentas fan-

tasías eran más que charla, que se había sentido atrapada por una fuerza

de maldad, muy real y poderosa, y que le había llevado meses librarse de

ella. Hay que tener en cuenta que había entregado su alma a Satanás. “No

sé si eso era real o simbólico”, me dijo Jamie hace poco, “pero no tiene

importancia. En cuanto se refiere a Cassie, se había sometido a esa clase

de esclavitud”.

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tramu

rosA principios del año, en una composición autobiográfica para la clase

de inglés, Cassie admitió que “durante esa época aborrecí a mis padres y

a Dios con un odio profundo y negro. No hay palabra para describir la

maldad que yo sentía…”. Brad y yo vimos ese trabajo recién después de

su muerte, pero a ninguno de los dos nos sorprendió: en aquel tiempo

teníamos la impresión de que había algo diabólico en Cassie y sus amigos.

Nunca olvidaré cómo yo daba vueltas por la casa y oraba, el día que

encontré las cartas. Brad estaba en la oficina del alguacil. Hace tiempo

mi suegra me había hablado de recorrer todas las habitaciones de la casa

y pedir la protección de Dios sobre cada una de ellas. En aquel entonces

me pareció un tanto extraño; ahora, en mi desesperación, traté de seguir

su consejo. Recuerdo que llegué a la pieza de Cassie y me sentí incapaz de

pasar por la puerta. No puedo describir lo que me pasó; la atmósfera era

cargada y se respiraba la tensión en el aire.

Cuando por fin me forcé a entrar, me senté en su cama y rompí en

llanto, al mismo tiempo implorando a Dios que proteja a mi hija y a

todos sus amigos desorientados. De una cosa estaba yo segura en ese

momento: nos enfrentábamos con algo más poderoso que una pandilla

de adolescentes rebeldes. Por más que esté fuera de moda, pienso que nos

hallábamos en una batalla espiritual.

a medida que los días se volvieron semanas y las semanas se tornaron

meses, la lucha por ganar la cooperación de Cassie se convirtió en guerra

total. Desde el principio, el mayor obstáculo en nuestra relación fue su

insistencia en que usar aquellas cartas “en contra de ella” (como dijo)

significaba ultrajar sus derechos. Pero nos mantuvimos firmes. Su padre

le aseguró una y otra vez que sabíamos muy bien que ella no era estúpida

—sencillamente no tenía la madurez suficiente como para tomar buenas

decisiones por su propia cuenta. Brad le dijo:

Mira, Cassie: tú tienes que reconocer que hay otras formas de resolver tus

problemas. Antes te juntabas con una joven que te dijo que tenías que matar-

nos, y ahora dices que te vas a suicidar. Eso no es muy inteligente…

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rosNo eres estúpida, pero no eres razonable. De pequeña, no podías ver los

quemadores encima de la cocina. Te dijimos que si colocabas la mano allí, te

quemarías, y tuviste que confiar en nuestra palabra. Ahora ocurre lo mismo.

Hay cosas que no puedes ver ni entender, y no te queda más remedio que

confiar en mi palabra. Tienes que confiar en nosotros, Cassie. Tienes que creer

que te queremos y que nunca vamos a darte malos consejos.

De todos modos, cuando Brad le hablaba de esa manera y trataba de

calmarla, tarde o temprano surtía efecto. Supongo que Cassie era bas-

tante inteligente como para comprender que no iba a ninguna parte hasta

que pudiera calmarse, controlar sus explosiones irracionales y aceptar las

consecuencias de su comportamiento.

Otro factor, por lo menos a los ojos de Cassie, era su queja de que

nosotros la tuvimos presa en su propia casa. La verdad es que desde el

comienzo le dijimos que estaríamos dispuestos a darle otras opciones si

rehusaba vivir con nosotros. Le ofrecimos varias alternativas: vivir en

Inglaterra con la hermana de Brad, o en Grand Lake con mi familia, o

en Texas con el padre y la madrastra de Brad, y había otros parientes. Le

dijimos que también podía escapar, pero en ese caso a lo mejor acabaría

en un hogar para niños abandonados o delincuentes. Lo único que no

íbamos a permitir era irse a vivir con una amiga. Pero le advertimos que,

una vez que haya decidido quedarse en casa con nosotros, sería bajo

nuestras condiciones, y que no íbamos a ceder un ápice. Brad lo resumió:

“Sin libertad, sin derechos, sin privilegios, sin confianza —todo eso vas a

tener que ganártelo desde un principio”.

al matricular a Cassie en el colegio cristiano (Christian Fellowship

School), nuestra esperanza había sido que se resolverían siquiera algunos

de sus problemas. Aunque a la larga resultó ser una decisión acertada,

primero las cosas empeoraron. A partir del momento que salimos de casa

Chris, Cassie y yo, para llevarlos al colegio, los días consistían en una que-

rella tras otra. (Habíamos retirado a Chris de su colegio el mismo día que

cambiamos a Cassie, aunque en su caso eran las malas notas.)

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tramu

rosEl colegio cristiano es pequeño y bien reglamentado; sabíamos que

allí no habría mucha probabilidad de que Cassie pudiera escapar. Pero

al recogerla por la tarde, continuaban las peleas: primero, porque no le

permitíamos hacer nada—ni empleo después de clases, ni hablar por

teléfono, ni visitar a sus amigas—y controlamos cada paso que daba. No

era nada fácil. La única forma de llevarlo a cabo era turnándonos: cuando

uno de nosotros ya no daba más, el otro tenía que relevarlo.

Si los dos salimos de casa para hacer compras o algún mandado, Cassie

lo aprovechó para llamar a una amiga y arreglar una cita o tratar de es-

caparse de casa. Era imposible dejarla sola ni siquiera por cinco minutos.

Terminamos por eliminar de la vida de Cassie toda posibilidad de enga-

ñarnos —y sé que suena arbitrario: todos los días revisamos su mochila;

hicimos repetidas inspecciones de su pieza para cerciorarnos de que no

hubiera nada inaceptable (efectivamente, encontramos varias notas nue-

vas); instalamos un dispositivo grabador en nuestro teléfono. Eran me-

didas drásticas, es verdad, pero nos parecían indispensables si queríamos

salvar a Cassie del camino que insistía seguir.

Unos días después de interceptar el teléfono, salimos de casa por media

hora para recoger algunas cosas en Wal-Mart, y durante nuestra ausen-

cia Cassie llamó a sus amigos. De vuelta en casa fuimos a nuestro dor-

mitorio, cerramos la puerta y escuchamos la grabación. Cassie chillaba

maldiciones y palabrotas para describir cuánto nos odiaba, en el lenguaje

más blasfemo que jamás oímos de su boca. El amigo con quien hablaba le

decía lo miserable que estaba él, y que iba a tomar gasolina para poner fin

a su vida. (En un momento dado entró Chris, y Cassie le gritó y lo maldi-

jo a él. Chris debe haberse asustado y, como ya había pasado otras veces,

se sentía atrapado entre la lealtad a su hermana y su deseo de ser franco

con nosotros acerca de lo que ella hacía a espaldas nuestras.)

Más adelante, llevé a Cassie a West Bowles para tomar parte en el

grupo juvenil, y ella se escapó y se fue hasta la casa de ese mismo amigo.

Lo hizo más de una vez, y cuando lo descubrimos, la restringimos más

todavía. Llamamos a David para decirle que “sabemos que ustedes no son

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tramu

rosuna entidad policial, pero es un hecho que Cassie trata de escaparse. Ten-

emos la intención de llevarla al grupo cada vez que se reúne. Si usted nota

su ausencia, háganos el favor de avisarnos”.

En el mismo bosquejo para la clase de inglés al que me referí antes,

Cassie expresó su rabia y su frustración en aquella época:

En el colegio particular me sentí totalmente desdichada; todos los demás

chicos literalmente me odiaron, pero yo tenía que ir todos los días, por más

que pataleara y gritara y lo detestara… Varias veces traté de escaparme para

ir a ver a Mona, pero siempre me agarraron. Según mis padres, ninguno de

mis otros amigos era buena compañía para mí. Gina tenía ideas de suicidio;

Mike era mi novio, y por supuesto no les gustaba a ellos. De modo que había

perdido a mi mejor amiga y toda mi libertad, y nunca más podía ver ni hablar

con ninguno de ellos.

En medio de sus amenazas y accesos de rabia, seguimos advirtiéndole

que eso no le servía para nada. La forma como había vivido era cosa del

pasado y no iba a encontrarse con sus amigos de antes ni llamarlos por

teléfono; además, continuaría en el colegio particular por más que pro-

testara. A veces, en uno de sus griteríos, me sentaba a su lado, colocaba la

mano en su rodilla y oraba en voz alta hasta que se calmaba; entonces, tal

como Brad lo hizo una y otra vez, le dije cuánto la quería.

Hubo momentos en que perdí la paciencia, pero cada vez logré calm-

arme y empezar de nuevo. Sabía muy bien que, si jamás íbamos a restabl-

ecer las relaciones con Cassie, teníamos que llevar nuestra parte del bulto.

Nunca era cuestión de acorralarla, o de ganar la batalla por ganarla, sino

de encontrar su corazón y permitir que ella encontrara el nuestro. Nos

gustara o no, habíamos perdido la confianza y el respeto de Cassie así

como ella había perdido los nuestros, y el camino para recobrarlos ten-

dría que ser una calle de doble mano.

En términos concretos, no era posible exigirle sacrificios a Cassie si no

estábamos dispuestos a hacerlos nosotros mismos. Para empezar, decidí

no volver al trabajo, al menos por ahora. No lo hice a la ligera; sabía que

permanecer en casa iba a exigir mucho más de mí que las ocho horas

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guerra - in

tramu

rosdiarias en la oficina. No hay tarea más agotadora que dedicarle tiempo

y solicitud a tu hija cuando ella no lo quiere. Pero ahora era cuestión de

poner mano a la obra, de entrar en la friega y compartir la vida de Cassie

tal como lo hacía cuando ella tenía tres, cuatro y cinco años; de lo con-

trario, la distancia entre nosotras se haría más y más grande. (Había otro

factor: encima de tener que arreglarnos con un solo ingreso en lugar de

dos, ahora teníamos que pagar el colegio para ambos niños.)

Otra manera de ganar la confianza de Cassie era enmendar nuestra

propia actitud: callarnos en lugar de discutir, animarla en lugar de rega-

ñarla, ofrecer alicientes positivos y proponer metas en lugar de forzarla o

hacer observaciones sarcásticas. Además tomamos medidas concretas en

lo que atañe a ciertos ingredientes básicos del carácter: responsabilidad,

respeto y autoestima.

Poco a poco comenzamos a ver donde nosotros, los padres, le habíamos

fallado a Cassie, sobre todo en el período que precedió sus momentos más

turbulentos. Cuanto más rebelde era, más nos esforzamos por ganar su

afecto. Cuanto más nos daba guerra, más nos empeñamos en complacerla;

al final nos deshicimos por acceder a cada uno de sus deseos y satisfacer

sus antojos. Fue Susan, una amiga mía que había sido una niña rebelde

ella misma, quien nos ayudó a salir de esta trampa. Me dijo: “No te afanes

tanto por hacerte amiga de Cassie. Tú eres la dueña de casa, la que manda;

tú eres la madre y tienes la última palabra. No necesitas el beneplácito de

tu hija para todo lo que hagas. Acabará pensando que el mundo gira alred-

edor de ella y que puede hacer lo que quiere, porque siempre la vas a querer

igual”.

Por supuesto, nunca tuve la menor duda de que amamos a nuestros hi-

jos, pase lo que pase. Pero Susan me ayudó a interpretar mi tarea de madre

de un punto de vista diferente, es decir, mi papel debía ser el de mentor y

confidente, más bien que de amiga. En lugar de hacerle todos los gustos

para que me quiera, traté de guiarla con más firmeza y constancia. Fue

increíble: en lugar de rebelarse, aceptó los límites que le fijé, y hasta parecía

estar agradecida.

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guerra - in

tramu

rosa medida que la oposición de Cassie disminuía, se acostumbró poco a

poco a la idea de que nunca iba a volver al colegio Beaver, y descubrió que

no todos en la escuela cristiana la despreciaban. Encontró amigas; una

de las primeras era Jamie, una joven del noveno año. Recuerdo cómo me

alegré cuando Cassie me contó de ella. Me imaginaba a la niña perfecta, la

amiga que tendría buena influencia sobre mi hija rebelde. Pero me espe-

raba una sorpresa. Un día, cuando fui a buscarla del colegio, Cassie me

preguntó si Jamie podría venir a casa. Dije que sí, cómo no. Y entonces la

vi.

Jamie llevaba el cabello corto, teñido de rubio. Lucía grandes cadenas

con cuentas de metal, y se vestía como esos tipos de la escena alternativa,

un poco mugrientos, que usan ropa de segunda mano. En una palabra, no

era como yo me imaginaba una buena niña cristiana. Sin embargo, había

algo atractivo en su manera de ser natural y simpática, y no era difícil en-

tender por qué Jamie se hiciera amiga de mi hija.

En los días que siguieron a la muerte de Cassie, me puse en contacto

con Jamie, y me enteré de muchos detalles con respecto a su amistad que

hasta ese momento había ignorado. Jamie recuerda:

Conocí a Cassie cuando vino de Beaver al colegio cristiano. Teníamos la mis-

ma consejera vocacional, y fue a través de ella que supe de Cassie por prim-

era vez. Me dijo que sería bueno si encontrara alguna forma de acercarme a

Cassie, que era una chica infeliz con grandes problemas. Así fue que un día

simplemente le dije: “¡Hola!” Creo que se asustó, porque a mí me consideran

un poco rara en el colegio, o bien ella era tímida. Pero al final nos hicimos

buenas amigas.

Al principio se mostró muy cerrada, como si dijera: “No me hables”. Se

imaginaba que no le caía bien a nadie. Estaba amargada, sin esperanza, y se

sumió en esa desesperación. Todos los días traté de acercarme a ella, esperan-

do y orando que respondiera. En una o dos ocasiones hablamos de Dios, pero

me dijo que había entregado su alma a Satanás por medio una de sus amigas.

Agregó: “Para mí es completamente imposible amar a Dios”. Y yo le contesté:

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tramu

ros“Pero eso puede remediarse”. En general nos llevamos muy bien, pero de vez

en cuando se irritaba por algo que le decía.

Cassie tenía una lucha muy real contra la idea de suicidarse, y escribió

unos versos suicidas que eran lúgubres, funestos. Además, tenía el problema

de querer cortarse y herirse a sí misma. No sé hasta qué punto era un prob-

lema grave, pero era obvio que lo hacía con frecuencia. Ella y una amiga se

herían con una lima metálica que Cassie traía al colegio. También dijo que

solía fumar marihuana.

Hablaba mucho de lo enojada que estaba con sus padres por haberla saca-

do del otro colegio. El tema principal de nuestras conversaciones era eso: su

enojo. Me contaba de sus amigos de antes, y cada vez que los vio por un breve

instante no más, vino a decírmelo. Su corazón estaba todavía con su barra; la

mortificaba sobremanera el hecho de estar separada de sus amigos. En parte,

creo que era por su lealtad. Cassie tenía un enorme sentido de lealtad para

con sus amigos, y por eso le costaba tanto abandonarlos.

Con el tiempo, el apego de Cassie a sus amigos de antes disminuyó, pero

ellos no la dejaron en paz. La perseguían a ella y a toda la familia, a tal

punto que finalmente tuvimos que mudarnos.

El incidente que más me perturbó fue cuando Mona y su madre ar-

reglaron una cita con Cassie, a pesar de que nosotros se lo habíamos

prohibido expresamente. Brad y yo estábamos haciendo la siesta cuando

entró Cassie y dijo que iba a pasear a los perros. Yo pensé: “Qué raro, ella

nunca piensa en salir con los perros”. Pero la dejamos ir. Pocos minutos

después sonó el timbre. Era mi amiga Susan, que vino a preguntarnos

si sabíamos que Mona y su madre estaban estacionadas al final de la

manzana, y había otro coche con Darryn y Mike, el ex novio de Cassie;

Susan tuvo la impresión de que algo no andaba bien. (Parece que habían

logrado enviar un mensaje a Cassie que iban a esperarla). Por suerte nos

enteramos a tiempo para detener el encuentro antes de que fuera demasi-

ado tarde. Hasta el día de hoy no sé qué intenciones tenían.

Hubo otros incidentes. Por ejemplo, la vez que los ex amigos de Cassie

me importunaron en el almacén; las numerosas veces que llamaron por

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tramu

rosteléfono a cualquier hora del día y de la noche, y cuando levantamos

el tubo, colgaron; y aquella tarde, cuando una banda de muchachos de

su colegio anterior pasaron por la calle en un automóvil blanco con las

ventanas abiertas, gritando: “¡Asesinos!” y tirando latas llenas de soda a

nuestra casa. Limpiamos la pared y decidimos ignorar el asunto y tratarlo

como si fuera un incidente aislado.

El mismo día, al atardecer, esos chicos pasaron otra vez en su au-

tomóvil; esta vez tiraron huevos crudos a la casa. Mientras yo fui a llamar

a la policía, Brad tomó su coche y salió tras ellos. Él no los alcanzó, pero

más tarde el alguacil los agarró. Todos eran ex amigos de Cassie.

Nunca denunciamos a esos muchachos por vandalismo, pero habla-

mos con sus padres. Brad les dijo que no tenemos nada en contra de sus

hijos y no queremos crear problemas; simplemente tratamos de educar

a nuestra hija tal como nos parece bien a nosotros, y que por favor digan

a los muchachos que nos dejen en paz. Las cosas se calmaron, pero por

mucho tiempo me desconcertaba pensar que en cualquier momento po-

dría encontrarme otra vez con alguno de ellos.

Fue entonces que decidimos mudarnos, por más que nos sentíamos

a gusto en la vecindad donde vivíamos y estábamos apegados a nuestra

casa. Pero era imposible seguir con Cassie en una situación tan vulner-

able. Hasta aquí la lucha había sido demasiado dura como para tomar

más riesgos; de todos modos nos pareció injusto crearle más problemas

de lo necesario.

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vuel

ta t

otal

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hasta que Dios no haya tomado posesión de tu vida,

no tendrás fe, sino mera creencia,

y poco importa si tienes esa creencia o no,

porque la fe se puede alcanzar de igual manera

a través de la incredulidad.

simone weil

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5. vuelta total

Un día de primavera en 1997, cosa de tres meses después de entrar al

colegio cristiano, Cassie llegó a casa y dijo que Jamie la invitó a participar

en un retiro juvenil. Jamie ya nos había pedido por carta que la dejára-

mos ir, y Brad y yo lo consideramos, pero no estábamos seguros de con-

ocer a Jamie lo suficiente como para decir que sí. Nos parecía que, por fin,

Cassie estaba haciendo adelantos; aun así, nuestra actitud era más bien

cautelosa y un tanto protectora. Dejarla ir todo un fin de semana nos

parecía muy arriesgado. Le dijimos que lo íbamos a pensar.

Parte de mi reserva tenía que ver con la iglesia que auspiciaba el retiro.

Años atrás, asistí una o dos veces al culto, pero no volví más; el ambiente

era pesado, como cargado de todos los tormentos del infierno. Pero al

final le dimos permiso para ir.

Todo ese fin de semana oré por Cassie —todo ese fin de semana me

temí lo peor. ¿Y si ella se escapaba y nunca más volveríamos a verla? Es-

tuve muy tensa, muy nerviosa. Al final, todo salió bien. Por cierto, no

estábamos preparados para el efecto que tuvo en Cassie —pero de eso voy

a hablar más adelante. Primero dejaré que Jamie lo cuente desde su punto

de vista; Brad y yo lo oímos por primera vez este verano, un mes y medio

después de la muerte de Cassie.

Mi grupo juvenil forma parte de la iglesia; te puedes comportar con toda

naturalidad y sentirte a gusto. Hay esos tipos góticos, y muchos chicos vesti-

dos de rockeros punk, ya sabes: esos tipos alternativos con ridículos peinados.

Yo estaba segura de que Cassie se sentiría cómoda, porque ella había venido

de un ambiente similar, aunque tal vez no le gustara todo lo que ellos decían.

Pero yo tenía confianza de que se hallaría a gusto. Tan pronto me enteré del

retiro, pensé en llevar a Cassie. Al principio no quería ir, pero cuando se lo

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vuelta total

expliqué un poco más—por ejemplo, que la gente está en la onda—entonces

aceptó. No insistí en el aspecto espiritual del retiro.

Cuando los padres de Cassie nos dejaron en el estacionamiento de donde

íbamos a salir en grupo para el retiro, me parecían un poco aprensivos.

Muchos de los chicos tenían cabello teñido y cosas por el estilo, y ellos estaban

tratando de apartar a su hija de esa clase de gente. Pero la dejaron ir, y real-

mente lo pasamos muy bien. Fue la primera vez que Cassie me acompañó a

un evento del grupo juvenil.

Nuestro campamento se situaba en Estes Park en las montañas Rocosas;

yo diría que éramos alrededor de trescientos jóvenes. Todas las noches hubo

culto de alabanza y devoción. No recuerdo lo que dijo el tipo que habló; el

tema de aquel fin de semana era: “Vencer las tentaciones del mal y renunciar a

la vida egoísta”. Fueron las canciones que derribaron las barricadas en Cassie;

parecía cambiar visiblemente. Yo no me había prometido gran cosa de toda

esa experiencia, ni para mí ni tampoco para ella, tan cerrada que estaba.

Nunca pensé que un sólo fin de semana la cambiaría; en el mejor de los casos

sería una ayuda. Cuando noté su reacción—parecía haber perdido el dominio,

tanto sollozaba—me quedé pasmada.

Estábamos fuera del edificio, y Cassie lloraba. Abrió su corazón—pienso

que rezaba—y le pidió a Dios que la perdonara. Adentro, muchos chicos tra-

jeron ofrendas al altar: parafernalia de la drogadicción y cosas semejantes, en

un acto de romper con sus antiguas ataduras.

Cassie no tenía nada que llevar al altar, pero en el esfuerzo de renunciar

a todo aquello se sacó de encima el peso que la agobiaba. Estaba aquel otro

muchacho ahí que oraba por ella; sólo pude entender parte de lo que ella

decía. Después de ese fin de semana, me habló muchas veces de todas las cosas

en las cuales había estado metida, y cuánto lo lamentaba ahora. Tenía miedo

de que Chris cayera en lo mismo que ella. Aquello había sido un infierno, y

quería evitar que le pasara lo mismo a su hermano.

Después del servicio religioso, Cassie, aquel muchacho que se llamaba

Kevin, y Justin, Erin y yo salimos un rato en automóvil; bajamos del auto y

quedamos unos minutos parados en silencio bajo las estrellas, llenos de rev-

erencia por Dios. Fue algo fenomenal: nosotros, tan pequeños, y el cielo ¡tan

inmenso! Allí en la montaña, la grandeza de Dios era casi palpable.

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vuelta total

Más tarde noté un cambio en la cara de Cassie. Si la mirabas ahora, aunque

se veía tímida como antes, había una chispa de esperanza en sus ojos y algo

nuevo en su porte. El resto del retiro era muy lindo. A partir de ese día, cu-

ando te acercabas a ella para hablarle, sabías que ella quería hablar. También

tuvo buenas conversaciones con los diferentes líderes del retiro.

Cuando fuimos a recoger a Cassie, yo estaba muy nerviosa. Brad y yo lle-

gamos a la iglesia justo cuando vino el autobús. Recuerdo a la muchacha-

da con cabello de punta, que fumaba y vagaba por ahí. Cassie llegó en

automóvil con unas chicas del tipo de aquellas de las cuales nos esforza-

mos tanto por alejarla, o al menos así me parecían. Y yo pensé: ¿Por qué

demonios la dejamos ir? Pero cuando Cassie bajó del auto, vino corriendo

y me dio un abrazo. Me miró a los ojos y dijo: “Mamá, he cambiado. He

cambiado totalmente. Yo sé que no me van a creer, pero se lo voy a dem-

ostrar”. Brad recuerda:

Salió al retiro la niña melancólica, cabizbaja, callada. Pero ese día—el día que

regresó—estaba llena de vida y de entusiasmo por lo que le había sucedido.

Era como si hubiera estado en un cuarto oscuro y alguien había prendido la

luz: de pronto pudo ver la belleza que la rodeaba.

Dos años más tarde, en otro escrito que hizo para la clase de inglés, Cassie

describió su fin de semana con Jamie:

Por suerte había una chica de la escuela cristiana, Jamie, que me tomó cariño

y se hizo cargo de mí. Jamie era muy simpática y no tenía prejuicios, algo que

no encontré en ninguna de las otras, y era la única persona a quien no me

rehusé a escuchar. Con gran delicadeza y sin ofenderme, Jamie me habló de

Jesucristo. Me dijo, lo que me había pasado a mí no era culpa de Dios —pu-

ede que Él lo haya permitido, pero en fin de cuentas yo me lo había buscado;

que nacemos con una voluntad libre, y que yo había tomado decisiones que

más tarde iba a lamentar. Sentí la verdad en lo que decía, y comencé a prestar

atención…

El día 8 de marzo, cuando estuve en un retiro con Jamie y gente de su

iglesia, le di vuelta total a mi vida. Sólo entonces pude ver claramente dónde

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vuelta total

había errado el camino. Había tomado malas decisiones, y ahora reconocí que

la culpa era mía, algo que había negado todo el tiempo que sufría.

Yo era escéptica. Tuvimos que ver con una niña que había albergado odio

y desesperación, experimentado con drogas y ocultismo, y amenazado

suicidarse o escaparse. Mucho más tarde le dije a Cassie lo que yo pensaba

entonces. A lo mejor su nueva actitud no era más que artimaña, que sus

nuevos amigos le aconsejaron volver a casa y decir “he cambiado”, confi-

ando en que le creyéramos y le diéramos más libertad. Brad, al contrario,

sentía un gran alivio y quería confiar en su sinceridad.

David compartía mis temores. Por lo menos al principio, tenía miedo

que, lejos de haber sido “salvada”, Cassie hubiera caído de la sartén a las

brasas. Pero la conversión de Cassie era real y auténtica. Cuando bajó del

automóvil, no habló de salvación ni nada por el estilo. No estaba exaltada.

Fue muy práctica; dijo simplemente: “Mamá, he cambiado”. Y así parecía

ser. Cassie era una persona diferente. No habló mucho de aquel fin de

semana, y no la forzamos. Pero le brillaban los ojos, sonreía como no lo

había hecho en años, y comenzó a tratarnos (a sus padres y a su herma-

no) con respeto y cariño.

Seguía llevando sus sólidos collares de cuentas y se vestía como antes,

pero esas cosas ya no importaban mucho. Lo que sí importaba era el cam-

bio de su espíritu: su dulzura, su humildad y su felicidad. Parecía haber

encontrado una libertad que nunca antes conoció, y eso transformó el

ambiente en nuestro hogar.

Sin embargo, con todo lo que habíamos aguantado en los meses pasa-

dos, me costaba creer que era cierto. Por eso tardé tanto tiempo en bajar

la guardia. “Estás en buen camino, Cassie”, pensaba yo, “pero tienes que

darnos prueba de que no vas a recaer”.

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desa

fíos

del

am

or

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oh, Divino Maestro,

Concédeme que no busque tanto

Ser consolado, sino consolar;

Ser comprendido, sino comprender;

Ser amado, sino yo amar.

francisco de asís

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6. desafíos del amor

Hay quienes creen que “nacer de nuevo” es la suma de la fe cristiana; a

ellos la conversión de Cassie puede aparecer como la culminación de su

peregrinaje. Sin duda alguna, aquel acontecimiento revolucionó su vida,

y desde entonces el día que “nació” de nuevo fue para ella algo así como

una segunda fecha de cumpleaños. Creo, no obstante, que Cassie habría

dado igual importancia a las vivencias que tuvo después. Una amiga me

lo explicó así: el nacimiento de un bebé es algo maravilloso, pero es sólo

el primer acto; la mejor parte es observar cómo crece y se desarrolla el niño.

Para Cassie, el 8 de marzo de 1997 significaba mucho más que el fin de

las angustias y del vacío, la confusión y la desesperanza: era la oportuni-

dad para comenzar de nuevo. A partir de ese momento, la vida tenía sen-

tido; ya no era cosa de atrincherarse. Ahora había esperanza.

Ya antes de su conversión Cassie participaba en las actividades del

grupo juvenil de la iglesia de West Bowles. Si bien a primera vista los

amigos que encontró ahí no se distinguían de otros adolescentes, el grupo

como tal tenía una influencia notable sobre ella. Antes, las amistades que

ella buscaba socavaban los principios que tratamos de inculcarle en el

hogar; ahora, en West Bowles, esos principios parecían afianzarse.

Quizás eran las noches que salían a comer juntos, o las excursiones de

esquí, o los tan populares juegos de “Frisbee” los sábados por la tarde.

Quizás eran los estudios bíblicos, los libros que leían, los trabajos de

jardinería o de construcción que hacían para el proyecto Habitat for Hu-

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desafíos del amor

manity (“moradas para la humanidad”) o las discusiones que tenían entre

ellos. Sea lo que fuere, paulatinamente Cassie fue conquistada —con én-

fasis en “paulatinamente”. Shauna, una de las dirigentes del grupo, recu-

erda la noche cuando Cassie apareció por primera vez:

Era distante y reservada; no quería que nadie se le acercara, que nadie le

hablara. Se reconoce de inmediato si una persona es insegura, y Cassie era una

de ellas. En verdad era una de las chicas más inseguras que jamás he conocido.

Y yo sabía muy bien como se sentía ella y lo que pensaba; la primera vez que

fui a una reunión del grupo me sentí igual: mis padres me habían obligado a

ir. Después le comenté a alguien: “Esa chica es un caso difícil, ¿verdad?”.

Todavía la veo a Cassie, parada ahí con sus vaqueros extra grandes, un

collar de cannabis y una camiseta amplia pintada de camuflaje. Tenía un

semblante duro —se le notaban las palizas que recibió en el curso de sus an-

danzas. Inclusive los muchachos parecían ponerse nerviosos en su presencia.

Yo, por mi parte, me sentía atraída hacia ella; es una de esas personas que me

inspiran lástima, porque yo había sido así también.

Semana tras semana volvió, pero siempre era lo mismo: no nos hablaba.

Otra buena amiga de Cassie, que se llama Cassandra, tiene recuerdos

similares:

Cassie llevaba collares con cuentas y blusas brillantes, y me asustaba. Tenía esa

pinta que intimida a la gente, como si dijera: “¡No te metas conmigo!” Cuando

me di cuenta de que detrás de esa fachada había un auténtico ser humano,

llegamos a ser muy buenas amigas. La imagen que me hacía de ella debe haber

sido producto de mi imaginación, por la impresión que daba. Es estúpido, lo

sé, pero es fácil aturdirse cuando uno se encuentra con cierto tipo de persona.

En el colegio, es un problema serio—si pensamos en muchachos como Eric y

Dylan—tomar el riesgo de rozarse con gente que no cabe en el molde, gente

que nos da miedo.

Shauna sabía poco o nada sobre el pasado de Cassie, pero le notó un gran

deseo de adaptarse por un lado, y de ser aceptada tal como era, por el

otro.

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desafíos del amor

Poco a poco empezó a relajarse, y no era cosa de tratar de convencerla; más

bien, con el tiempo, aprendió que es posible divertirse sin preocuparse por

la impresión que uno hace. Fuimos a patinar juntas, o a comprar comida; a

menudo salimos a cenar en un restaurante. Una vez tratamos de patinar en

una pista de hielo. Todo eso le gustaba mucho.

Se les enseña a los chicos que se cuiden de la impresión que causan, con el

resultado de que ya no se atreven a portarse como niños. Se les percibe como

mujeres y hombres maduros desde el momento en que entran al colegio

secundario. Pero en mi experiencia, los adolescentes quieren ser genuinos y

rodearse de gente auténtica, gente que no da un pepino por lo que piensen los

demás.

Más o menos un año después de que empezó a venir al grupo, le pregunté

una vez a Cassie si el grupo juvenil la había beneficiado en algo. Dijo que no

sabía decir, que la primera vez que vino (y no tenía ganas de venir) notó que

todo el mundo sonreía: “Todos estaban contentos, todos se divertían”. Era esa

alegría que anhelaba. De entrada, creo que más bien le molestó, porque intuía

que esos muchachos y chicas tenían algo que ella no poseía. El cambio vino

más adelante, cuando en lugar de irritarse empezó a buscar ese algo.

Luego participó en aquel retiro, y era después de esa experiencia que cam-

bió de verdad —no en el sentido de convertirse de pronto en una persona

religiosa, o de cambiar su vocabulario o cosa parecida. Su carácter parecía

transformado. Es muy posible que ella ni entendía el significado de esas ex-

presiones religiosas, si le preguntaban, por ejemplo, si “era renacida”, si “fue

salvada”. Pero sí sabía que había encontrado algo que la iba a satisfacer como

ninguna otra cosa la había satisfecho hasta ese momento, y si lo pienso bien,

la mejor prueba era su sonrisa: Cassie empezó a sonreír.

al comenzar el año escolar 1997, Brad y yo permitimos a Cassie cam-

biarse al colegio secundario de Columbine. Una buena amiga se había

transferido algún tiempo atrás, y Cassie no tardó mucho en quejarse de

que no le gustaba el colegio cristiano y quería ir al Columbine.

Antes, Brad y yo ni siquiera la habríamos tomado en serio. Pero hacía

algunos meses ya que las cosas marchaban bien, y estábamos dispuestos a

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desafíos del amor

considerarlo. Por lo tanto fuimos al colegio para informarnos. Hablamos

con otros padres, y observamos a los chicos. Mientras tanto, Cassie y su

amiga persistían. Finalmente accedimos, pero le advertimos que, si hu-

biese el más mínimo indicio de que algo no marchaba bien—si sus notas

comenzaban a decaer, si nos enterásemos de que faltaba a clases o andaba

con gente mala—se iría volando al colegio cristiano particular.

En un momento dado, Cassie dijo: “Mamá, en el colegio cristiano no

puedo dar testimonio a los chicos. En un colegio público alcanzaría a

mucho más gente”. Nunca dudé de su sinceridad, su genuino deseo de

“dar testimonio”. Además, Cassie encontraba el ambiente en el colegio

cristiano estrecho e intolerante, y las perspectivas de ir al Columbine con

una buena amiga se le hacían más y más atractivas.

En todo caso, sus compañeros en Columbine dicen que para Cassie la

nueva fe que había encontrado era asunto serio, pero nunca la usó para

llamar la atención. Eliza, una de sus compañeras de clase en abril de 1999,

dice:

Para mí no fue una sorpresa cuando oí lo que le había pasado el 20 de abril.

Así era Cassie, y creo que hizo algo admirable: salir en defensa de lo que uno

cree, pase lo que pase. Pero en verdad no la conocí como persona religiosa;

ella no importunaba a nadie con eso. Un día en clase, Cassie leía en su peque-

ña Biblia. Le pregunté qué era lo que hacía y dijo: “Estoy leyendo la Biblia”.

Pero eso no formaba parte de nuestra amistad.

Kayla es otra compañera que no sabía nada acerca del “lado religioso” de

Cassie, pero dice que tenía algo que la distinguía de los demás amigos:

Cassie era diferente —no sé explicar lo que era. En el colegio era amable para

con todos, y nunca juzgaba a nadie por su modo de vestir o su apariencia.

Me enteré de que era religiosa sólo después del asesinato. Ella y yo hab-

lábamos de otras cosas, como del esquí. Le conté que sabía esquiar, pero que

no sabía bien cómo dar vuelta, y ella dijo: “Bueno, voy a ayudarte. Pienso ir

a esquiar la semana que viene; si quieres acompañarme, llámame”, e hicimos

planes para ir juntas. Cassie ofreció llevarme aunque apenas me conocía.

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desafíos del amor

Otra gran diferencia entre la antigua y la nueva Cassie fue el marcado

cambio en sus gustos. Antes estaba obsesionada con la muerte, con rock,

vampiros y automutilación. Ahora se interesó por la fotografía, la poesía

y la naturaleza. Dice Amanda—la amiga que la invitó a comer el último

sábado de su vida—que le entusiasmaban las obras de Shakespeare:

Ella se las tragaba. Antes de ir a clase de inglés solía pasarse horas en la bib-

lioteca, donde se sumergía en el lenguaje de Shakespeare para entenderlo y

saber de qué se trataba. Cuando estudiamos Macbeth (era lo que Cassie estaba

leyendo en la biblioteca aquel martes, porque se había atrasado), dijo que no

le gustaba, que era una tragedia demasiado oscura y funesta, orientada hacia

la muerte, casi diabólica. Pero, fuera de eso, Shakespeare la fascinaba.

Otra obra que leímos en clase, y que no era de su agrado, fue Cándido2.

Dijo que la mitad no pudo entender, y la otra mitad no le gustaba porque

era tan sórdida. Supongo que era el sarcasmo que la molestaba —totalmente

opuesto a su propio carácter. Cassie habría preferido leer algo de Charles

Dickens, o de Emily Dickinson, cuya poesía le interesaba.

si cambio significa crecimiento, también implica lucha. Por suerte, en el

caso de Cassie, en los últimos dos años no pasó nada de particular interés

—por lo menos no hubo grandes calamidades. Ella se preocupaba por su

peso y su apariencia, por llevarse bien con los jóvenes en el colegio y en la

iglesia, y de vez en cuando se peleaba con su hermano, o se enojaba con

su padre o conmigo. Según Jamie, parece que, por algún tiempo, todavía

echaba de menos a sus antiguos amigos.

Aun cuando Cassie no quiso volver a esa clase de vida, todavía tuvo simpatía

por sus amigos. Casi se moría cada vez que Mike y sus amigos pasaban frente

a su casa con el auto y chillaban, lo cual hacían con frecuencia, por lo menos

hasta que Cassie empezó a ir al Columbine. No sé si lo hacían con intención

de atormentarla, pero así lo sentía ella —como si se burlaran de ella por ya no

ser parte de la barra. Por un tiempo considerable, todavía ejercían cierto pod-

er sobre ella. Ella lo expresaba de esta manera: era algo que no deseaba, pero a

1 Cuento satírico de Voltaire, autor francés del siglo dieciocho.

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la vez sí lo deseaba porque no tenía amigos. Y decía que quisiera mudarse de

casa para escapar de la presión.

Más adelante, empezó a hablar de ellos de manera diferente. En lugar de

decir: “Solíamos hacer esto y aquello y nos divertimos tanto”, ahora deseaba

que “ellos pudieran encontrar lo que yo encontré, que puedan cambiar tam-

bién”. Tenía una actitud completamente nueva. Era obvio que no había per-

dido interés en sus amigos de antes, pero ahora era un interés muy distinto.

Jamie dice que, fuera de preocuparse por sus compañeros, el mayor dolor

de cabeza que tenía Cassie era el trato con nosotros, sus padres:

Cassie decía que a veces tenía la impresión de que sus padres no se interesa-

ban por ella como persona, sino que sólo se preocupaban por lo que hacía. No

sé si esto tiene sentido: era como si, en lugar de interesarse por la Cassie real,

su mamá y su papá daban más importancia a lo que la gente pensara de su

hija o de ellos mismos como padres. Fue una lucha para ella convencerse de

que sus padres realmente la querían y se preocupaban por ella.

Más adelante perdimos contacto: ella cambió de colegio, y yo fui a Oregon

a pasar el verano. Pero todavía hablamos de vez en cuando. En una de las últi-

mas conversaciones que tuvimos, me dijo que, aunque creía haber madurado,

todavía luchaba contra muchas tentaciones. Dijo: “Cumplo con las formali-

dades de la fe, voy a todas las clases de estudios bíblicos, y en el grupo juvenil

piensan que todo va bien, pero por dentro a veces me siento desconectada,

remota de Dios”.

Con ciertos amigos, uno tiene que disimular para no arruinarse la repu-

tación. Cassie era muy natural y franca con respecto a sus luchas. Podíamos

hablar de cualquier cosa que nos preocupaba sin necesidad de disimular.

Otras amigas y compañeras de Cassie también me han contado cosas

acerca de mi hija que jamás hubiera sabido de otra manera. Parece ex-

traño eso de enterarse de aspectos tan íntimos de la vida de tu hija recién

después de su muerte. A veces me vienen las lágrimas cuando pienso en

todos los detalles que quisiera haber sabido antes; pero, a fin de cuentas,

todo eso sólo aumenta mi amor por Cassie.

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desafíos del amor

Una chica del grupo de West Bowles que era muy amiga de Cassie en el

último año de su vida, es Cassandra:

A veces Cassie y yo hablamos de la imagen que uno tiene de sí mismo, de

cómo nos veíamos a nosotras mismas. Hubo momentos en que eso era un

problema para ella: ya sea que no se creía bonita, o que quería perder peso o

bien tener un carácter diferente al suyo. Es cierto que pensaba en esas cosas,

pero sé que nunca permitió que la dominaran. Siempre rogaba a Dios que le

ayudara a liberarse de esas preocupaciones y a ser tal como Él la hizo.

Es notable, pensándolo ahora, que Cassie nunca flirteaba. Creo que por eso

se hizo tantas amigas. Sabes, en el colegio hay esas chicas tan populares, que

coquetean y se sonríen y son muy sociables —con ellas es más difícil hacerse

amigas. Te intimidan un poco; te hacen sentir como si fueras una rival.

Es lo que pasa cada vez que tratas por todos los medios de ganar la simpa-

tía de alguien. Quieres agradarle, pero no puedes comportarte con naturali-

dad y te escondes detrás de una fachada. Cassie no sabía fingir. Nadie estaba

en competencia con ella, y eso era algo fenomenal, por lo menos entre las

chicas en nuestro colegio y hasta en el grupo juvenil.

Cuando pienso en Cassie, recuerdo lo que dijo San Francisco: que no se

debe buscar tanto ser amado, sino amar. Eso estaba firmemente grabado en

su pensamiento. Creo que Cassie sabía que sólo Dios podía satisfacerla, y no

se volvía loca por la impresión que hacía o por encontrar novio o cosas por el

estilo. Sin flaquear, estaba resuelta a ignorar sus problemas y superarlos de esa

manera.

Hace un año más o menos, Cassandra recibió una carta de Cassie, que

confirma sus observaciones; lo que sigue es una selección.

28 de junio de 1998

¡Hola Cass!

Doy gracias a Dios por todo lo que ha hecho por mí, y también por otros.

Aun cuando las cosas andan mal, Él está a mi lado, y me ayuda para que los

problemas no cobren más importancia de la que tienen, dado mi estado de

ánimo… Sabes, a veces me pregunto qué es lo que Dios quiere que haga con

mi vida. Mi razón de ser. Hay quienes se hacen misioneros o algo similar —¿y

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desafíos del amor

yo? ¿Qué futuro tiene Dios preparado para mí? ¿Qué dones y talentos tengo

yo? Por ahora, vivo de un día para otro. Ya llegará el momento en el cual voy

a saberlo. Quizás entonces echaré una mirada hacia atrás y pensaré: “¡Así que

era para esto!” ¿No es asombroso este plan del cual formamos parte?…

En el otoño de 1998, Cassie escribió a Cassandra:

Querida Cass:

…Sé que necesito entregárselo todo a Cristo, pero, ¡es tan difícil! Justo cuando

pienso que por fin llegué al punto de renunciar a todo, me descubro en el acto

de querer controlar mi vida. Es como una rueda que, sin parar, da vuelta tras

vuelta y no encuentro dónde agarrarme… Si sólo pudiera deshacerme de mi

orgullo, entonces quizás tendría un poco de paz y el ánimo de bajar la barrera

que me impide crecer en Dios.

Tengo que ser completamente honesta conmigo misma y con Dios, y no

creer que puedo engañarlo. Al fin y al cabo, ¡Él es DIOS! Y no puedo hacer

concesiones. Es como ser tibia: Él me vomitará de su boca si continúo así. No

puedo pretender, un día, que soy neutral y comportarme como todo el mundo

a fin de “extender la mano a la gente”, y al día siguiente hacer como una chica

cristiana muy dedicada. Y no quiero que me llamen “la hipócrita de West

Bowles”.

Bueno, habría mucho más que escribir, pero tengo que hacer deberes y

otras cosas. Además no quiero cargar tu preciosa cabecita con las “Confesio-

nes de Cassie”.

Con todo, Cassandra insiste en que su amistad no tenía nada de “pesado”.

No es que todo el tiempo fuéramos serias o profundas, o algo así. A Cassie le

gustaba pasar el rato con otra gente. Recuerdo una vez que fui al centro, con

Sara y Cassie; Sara y yo hablábamos y Cassie escuchaba —no decía palabra.

Era una de esas personas que saben escuchar. No le interesaba estar en primer

plano o llamar la atención a lo que tenía que decir.

En otra ocasión, ella y yo salimos a terminar un proyecto mío para el curso

de fotografía. Fuimos a Deer Creek Canyon para tomar fotos de la naturaleza,

pero era un día gris y frío, requetefeo. Acabamos por fotografiar unos ciervos

en la cancha de golf; no era gran cosa, pero nos divertimos.

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desafíos del amor

David, quien la había observado en los últimos dos años de su vida, dice

que por lo general se comportaba como cualquier otra muchacha de su

edad.

En el grupo estudiábamos aquel libro, Discipleship (“Vivir el discipulado”),

y Cassie lo abrió enseguida en el capítulo que trata del matrimonio. No cabe

duda de que era una chica muy normal. En otros momentos observé que

buscaba algo nuevo, diferente de lo acostumbrado. Para mí Cassie reflejaba el

versículo: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todas las demás

cosas se les darán por añadidura”. (Mateo 6:33) Creo que ella realmente pudo

identificarse con esto: Dios tenía que estar en primer plano, en vez de pensar

todo el día en sus propios problemas, como lo hacen tantos jóvenes.

Lo que más le impresionó a David era que Cassie se quedó en el grupo

juvenil por su propia voluntad.

Hay chicos tan tímidos e inseguros en el grupo que nunca se animarían a

quitarlo —¿adónde irían? Tal como la conocí a Cassie, me parece que en cu-

alquier momento hubiera podido dejar la iglesia y encontrar nuevos amigos

en otra parte, digamos en el colegio. Sin lugar a duda era su propia decisión

quedarse en el grupo.

No puedo explicar los motivos que tuvo. Cassie hubiera tenido toda la

razón del mundo para quejarse de que no era muy popular. Hubiera podido

irse. Pero al fin parece haber pensado: “¡Estoy harta de todo eso! No vengo

aquí para sacar algún provecho personal. Vengo a contribuir, a dar”. Discuti-

mos este tema en el grupo poco antes del 20 de abril: Si no te decides a vivir

para los demás, vas a terminar consumido por ti mismo. Una vez que emp-

ieces a dar de ti, verás que todas tus necesidades serán satisfechas.

Siempre es más fácil entender esas cosas que sentirlas. Sé que para Cassie

no era fácil. Ella luchaba. Justo el lunes antes de su muerte me encontré con

los encargados del grupo y hablamos de Cassie y cómo podríamos inclu-

irla más. Queríamos darle más oportunidades para aportar algo al grupo, y

ayudarle de esa manera a superar su miedo de no encajar.

Ciertos jóvenes se destacan por su manera de ser: saben conversar, saben

bailar, son el alma de la reunión. Pero Cassie no era así. Con todo, no se des-

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animaba. Y por eso para mí era una campeona —todos los días veo a chicas

como ella, y son tantas que abandonan.

Cassie tenía afán de participar, de hacer alguna contribución positiva, de

dar de sí misma. Y aquellos chicos que, como ella, se sienten solos o desalenta-

dos (y de esos hay muchos) —si logras que se interesen por otra gente, siem-

pre salen a flote. Servir a los demás no es cómodo, pero da un propósito a tu

vida y te obliga a pensar en otros.

Aun así, poner cara de valiente y determinada debe haber sido más difícil

para Cassie de lo que ella hubiera admitido. En un cuaderno escolar,

Brad encontró el borrador de una carta en su cuarto al poco tiempo de

su muerte, evidentemente sin enviar y sin indicar a quién estaba dirigida.

Tenía fecha 2 de enero de 1999:

Me he convertido en la clase de persona que nunca quise ser, una persona

negativa o una llorona. Estoy deprimida… No escogí ser una de esas perso-

nas que la gente no halla atractiva. Mi mamá siempre me decía: hay que ser

más positiva, hay que sonreír, eso es lo que la gente nota y que la atrae. Ojalá

pudiera hacer lo que dice Mamá —porque quisiera ser divertida, graciosa,

una persona dinámica, activa, una persona cuya compañía es agradable. Pero

no lo soy. No tengo la personalidad brillante, ni la perspicacia, el sentido de

humor o la energía propios de una disposición optimista, que es lo que atrae

a la gente…

Parecería que quienes más dicen quererme, y más cumplidos y elogios me

dispensan, son los mismos que me desaniman… Los muchachos de la iglesia

ni saben que existo; en cambio, los de la escuela sí me dan bolilla, y sé per-

fectamente bien que, por lo menos en algunos de ellos, es la atracción sexual.

Sería muy fácil obtener de ellos el amor que tanto anhelo. No digo que tengo

la intención de salir con éste o aquél y tener sexo ni cosa por el estilo, pero no

encuentro amigos en la iglesia ni en el colegio. Hasta ahora he sido fuerte y he

resistido, pero a veces temo que pronto no voy a tener más fuerza ni paciencia.

Por favor, dime lo que piensas.

Además de las cartas que Cassie nos dejó, los libros que estudiaron en el

grupo (se reunían una vez por semana en sesiones de lectura) echan luz

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sobre su búsqueda por el sentido de la vida, particularmente lo que sig-

nifica vivir para Dios. Sólo después de su muerte nos dimos cuenta Brad

y yo hasta qué punto la afectaron aquellos libros. Por lo menos en casa,

Cassie no solía hablar mucho de los libros que leía. Quizás, para ella, más

importante que hablar de lo que uno cree es tratar de ponerlo en práctica.

Cuando miro esos libros ahora, los pasajes subrayados y las observacio-

nes anotadas en el margen, es evidente el impacto que su lectura tuvo en

ella. Tenía un ejemplar de Pan para el viaje, una colección de meditaciones

para todos los días del año, por Henri Nouwen.3 Muchos de los trozos

marcados se refieren a las relaciones entre miembros de familia y entre

amigos. El primero se llama: “Sé tu mismo”.

Muy a menudo queremos estar en un lugar diferente al que estamos o inclu-

sive ser otra persona diferente de la que somos. Tendemos a compararnos

constantemente con los otros y nos preguntamos por qué no somos tan ricos,

o inteligentes, o simples, o generosos, o santos como ellos son. Tales com-

paraciones nos hacen sentirnos culpables, avergonzados o celosos… Somos

seres humanos únicos, cada uno con un llamado en la vida, al que debemos

responder. Ningún otro puede hacerlo. Y debemos responder a ese llamado en

el contexto concreto del aquí y el ahora.

Nunca encontraremos nuestra vocación tratando de pensar si somos me-

jores o peores que otros. Somos lo suficientemente buenos para hacer lo que

estamos llamados a hacer. ¡Sé tú mismo!

En otra página está subrayado lo siguiente:

No podemos vivir sin el amor de nuestros padres, hermanas, hermanos, es-

posas, esposos, amantes y amigos. Sin amor morimos. Sin embargo, algunas

personas reciben amor de manera muy dañada y limitada. Puede venirles

teñido de juegos de poder, celos, resentimientos, venganzas y aun de abuso.

Ningún amor humano es el amor perfecto que nuestros corazones desean, y

a veces el amor humano es tan imperfecto que difícilmente podemos recon-

ocerlo como amor.

2 Henri M. Nouwen, Pan para el viaje: Migajas de sabiduría y fe para cada día (1998, LU-MEN, Buenos Aries, República Argentia. Traducido del inglés por Marcelo Pérez Rivas.) 17 de enero, 13 de junio.

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desafíos del amor

En el margen de esa página, Cassie escribió: “No busques consuelo en el

amor humano, busca más bien el amor de Dios”.

Otro libro bien marcado y anotado fue Discipleship (“Vivir el discipu-

lado”) de Heinrich Arnold. Varios de los pasajes subrayados por Cassie

parecen reflejar algo que descubrimos sólo después de su muerte: su

batalla silenciosa, pero no menos intensa, por liberarse del pasado. Siguen

algunos ejemplos:

El hombre moderno piensa de manera demasiado materialista. No percibe

que las fuerzas del bien y del mal son independientes de él, y que el curso de

su vida será definido por aquella fuerza a la cual abra su corazón…

Una y otra vez nos topamos con el ocultismo, sobre todo en los colegios. Hoy

día el ocultismo se considera a menudo como otra ciencia más que hay que

estudiar… Los juegos supersticiosos—por ejemplo, los golpecitos en la mesa,

o hablar con los muertos—suelen empezar como inocentes pasatiempos, pero

al final, y sin darse cuenta, atan a quien los practica a Satanás. Estas prácticas

no tienen nada que ver con una simple fe en Jesucristo.

Jesucristo quiere que los más oprimidos y desolados vuelvan sus caras hacia

Su luz… Son los mismos a quienes Él rescató: los malhechores, los publica-

nos, las prostitutas, los menospreciados. Él no condenó a los poseídos —los

liberó. Pero esa liberación significaba juicio: los demonios se manifestaron y

fueron expulsados.

Es fundamental para nosotros decidir si lo que queremos es una iglesia cómo-

da o el camino de la cruz. Esto debe ser muy claro para nosotros: el camino de

Jesucristo es el camino de la cruz…

En un capítulo, hay una sola frase subrayada: “Todos debemos vivir de tal

manera que en cualquier momento estemos preparados para dejar esta

vida y encarar la eternidad”.

la transformación de Cassie no pudo haber sido más dramática, si se

considera todo lo que está en juego en la mayoría de los conflictos entre

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desafíos del amor

madres e hijas. La rama de olivo que me ofreció—“yo he cambiado”—fue

un acto de lo más valiente y sincero. Por supuesto, seguimos teniendo

nuestras escaramuzas, de ésas que son comunes entre padres e hijos —la

ropa tirada en el piso de su cuarto, el tiempo que se pasa en la ducha,

quién tiene derecho de usar el automóvil, el dinero, etcétera.

Sería fácil hacerla aparentar a Cassie como una santa, sobre todo ahora

que no está más aquí para hacer barbaridades. Se habla mucho de su son-

risa, su capacidad para escuchar y su carácter generoso y desinteresado.

Todas esas cualidades las tenía. Pero es importante añadir que la hija que

yo conocía era igualmente capaz de ser egoísta y testaruda, y que a veces

se comportaba como una niña mal criada. Si bien la peor etapa de su

rebeldía adolescente había pasado, yo todavía esperaba el día que mi hija

finalmente sea adulta y nos hagamos compañeras y amigas.

Una vez que nos mudamos de casa, Cassie se quejó y lloriqueó: echaba

de menos su cuarto viejo, y la otra casa era mucho mejor que la presente.

Francamente, la casa que encontramos no era lo que yo habría elegido;

la cocina era pequeña, y toda la casa necesitaba una mano de pintura y

alfombras nuevas antes de poder mudarnos. Pero teníamos amplios mo-

tivos para aguantar el trastorno, y me enojé con Cassie por comportarse

como si lo hacíamos por un antojo no más.

Tenía ganas de preguntarle: ¿acaso no es por ti que lo hacemos? y agar-

rarla por los hombros para hacerle comprender que todo era por culpa

suya: dejar la vecindad donde me sentía a gusto, dejar de trabajar durante

cuatro meses y abandonar el hogar que yo consideraba ideal, para cambi-

arlo por uno mucho menos conveniente. ¿Cuántos sacrificios más espe-

raba que hiciéramos por ella?

Cada vez, logré dominarme, pero ahora que Cassie no está más—aho-

ra que me la imagino enfrentada por aquellos pistoleros, y eso en un

colegio donde la creíamos segura—todo la angustia surge de nuevo y me

pone al rojo vivo. Puedes hacerte toda clase de recriminaciones acerca de

los errores que crees haber cometido, pero nunca vas a saber si acertaste

o no.

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desafíos del amor

Otra cosa fue el pequeño Ford “Bronco” que teníamos; Brad lo había

comprado, pero a Cassie le encantaba manejarlo. Cada vez que lo llamaba

“mi auto”, Brad se sonreía y decía: “No señor, el coche es mío y yo te doy

permiso para manejarlo. Y, a propósito, manejar es un privilegio”. Había-

mos llegado a un acuerdo con ella: si en el colegio mantenía un promedio

general de 90%, podría usar el auto siempre que nos lo pedía de antema-

no, y nosotros pagaríamos la gasolina y el seguro; cada vez que sus notas

bajaban (era la trigonometría que le bajaba la nota), Cassie tenía que

cargar con los gastos hasta que las notas mejoraban, por lo cual muchas

veces se sentía presionada.

Ahora que he divulgado esos secretos de familia desde mi punto de

vista, me parece justo dejar a Cassie que los describa desde el suyo, como

lo hizo en esta carta sin fecha dirigida a Cassandra:

¿Ya has pensado en universidades y cosas por el estilo? A decir verdad, yo no.

Es algo que me da miedo. ¡Pero ya no falta mucho! Lo que más quisiera es ir a

la universidad en Inglaterra, aun cuando me cuesta pensar en irme tan lejos.

Y ni siquiera sé si es lo que Dios quiere que haga. No tengo idea de cuál es su

voluntad para mí. No sé nada de nada. Había comenzado a obtener buenas

notas, a ponerme al día, y ahora parece que vuelvo a empezar desde cero.

¡Tengo tantos problemas! Y no entiendo: ¿Dónde está Dios cuando más lo

necesito? Ahora, por ejemplo.

La vida de familia es una porquería, y no exagero. Mi mamá no me deja en

paz. Hago todo lo posible por satisfacerla, y no logro sino malas caras. Todo

el día me da órdenes. Estoy harta de ser su esclava personal… limpio la mitad

de la casa todas las semanas, lavo la ropa y hago varias otras tareas. Además,

tengo mi propia vida: la iglesia, el colegio, un montón de deberes, mis ejerci-

cios, cuidar niños, y otras cosas; esto varía de una semana a otra…

No tengo mucho dinero, se paga muy poco por cuidar niños. Mis padres

todavía me compran la gasolina y pagan el seguro, pero no me pagan por todo

el trabajo que hago. Y encima de eso, quieren que consiga un empleo “de ver-

dad”. ¡Vaya! Dicen que entienden, pero no es cierto. Las cosas han cambiado

tanto desde que ellos fueron adolescentes. No tienen idea, todo lo que uno

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desafíos del amor

tiene que enfrentar… Bueno, gracias por dejar que me desahogue. No tengo

muchas ocasiones.

Cariños, Cass.

P.D. Hago esfuerzos por quedar firme. No quiero perder a Jesucristo.

Si pasamos por alto las protestas, Cassie tenía sus momentos angelica-

les. Era capaz de ser excepcionalmente generosa. Por ejemplo, menos

de un mes antes de su muerte habló de cortar su largo cabello rubio y

donarlo para pelucas para niños sometidos a la quimioterapia. En otra

ocasión decidió donar cien dólares a un proyecto de derechos humanos

en el Sudán, respaldado por nuestra iglesia. Le dije: “Cassie, cien dólares

es mucho dinero. Sé que es tuyo, es lo que ganaste cuidando a los niños;

pero ¿no pensabas ahorrarlo?” Al final decidió guardar el dinero para el

próximo viaje con el grupo de jóvenes. Y todavía me hago reproches por

no haberla dejado seguir el dictado de su corazón.

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mor

ir -

par

a vi

vir

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morir por Cristo es fácil.

Es difícil vivir para Él.

Morir lleva sólo un momento;

en cambio, vivir para Cristo

significa morir todos los días.

En esta vida nos son dados

sólo unos pocos años

para servirnos los unos a los otros

y a Jesucristo…

El cielo lo tendremos para siempre,

pero aquí el tiempo que tenemos para servir es breve.

¡No despreciemos esta oportunidad!

sadhu sundar singh

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7. morir –para vivir

El mismo día del tiroteo en el colegio Columbine, el breve intercambio

entre Cassie y sus asesinos fue noticia de primera plana. Al día siguiente

la gente comenzó a hablar de “la mártir de Littleton”. Al principio no

sabía cómo tomarlo. Cassie es mi hija, pensaba yo; no la pueden convertir

en una Juana de Arco.

De acuerdo al diccionario, la palabra griega martyria significa “testigo”.

Es el nombre que se da a quien, frente al terror o la tortura, se rehusa a

negar su fe. Según esa definición, no es desacertado llamarla “mártir” a

Cassie. Un columnista del diario Chicago Tribune escribió que Cassie “fue

enjuiciada y ejecutada por un joven que representaba… una cultura ado-

lescente empapada de violencia y muerte”. De todos modos, si se le puede

llamar un martirio, la muerte de Cassie es un martirio inverosímil. Digo

esto porque antes de ser una mártir era una adolescente.

No quiero menoscabar su valentía. Soy profundamente orgullosa de

mi hija—y siempre lo seré—por rehusarse a ceder y por contestar con un

sí a sus asesinos. Ella tenía sus propias convicciones y un fuerte sentido

moral, y no se avergonzaba de ello, pero al mismo tiempo debe haber

tenido un inmenso coraje para mantenerse firme. Al principio, cuando

oí lo que hizo mi hija, miré a Brad y me pregunté: “Y yo, ¿habría hecho lo

mismo?” Probablemente habría implorado a los asesinos que no me mat-

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morir - para vivir

en. Cassie, no. Con sus diecisiete años era una mujer mucho más fuerte de

lo que yo jamás podré ser.

Por cierto, Cassie no era de aquellas que buscan ser colmadas de elogios.

En todo caso, aquel día en el colegio, no era la única en tener que pagar

caro por dar su testimonio. Su compañera de clase, Valeen Schnurr, recibió

varios tiros y gritó: “¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!”, por lo que uno de los

pistoleros le preguntó si creía en Dios. Al igual que Cassie, Valeen dijo que

sí; a diferencia de ella, se salvó por un milagro.

Otra compañera, Rachel Scott, también fue atacada por los principios

que representaba, al menos así lo recuerda su amiga Andrea:

Rachel defendía sus opiniones y pagó con su vida. Tenía clases con Eric y

Dylan, y yo la oí decirles que no le gustaban los videos sangrientos que pro-

ducían, y que le daba asco la violencia que representaban. A Rachel le intere-

saba hacer videos constructivos con música alegre. Quizás se vengaron de ella;

no se sabrá nunca.

Los chicos del grupo juvenil (cuarenta y siete de ellos son alumnos del

colegio Columbine) han descrito otros actos de altruismo y valor en el

curso de ese día. Un profesor quitó las bombillas para oscurecer su salón

de clase y hacer creer a los pistoleros que no había nadie. Un estudiante se

tiró encima de su hermana para protegerla y fue él quien recibió los tiros;

otro, herido él mismo, agarró una bomba y la arrojó lejos para proteger a

sus compañeros. Dave Sanders (un profesor), cuando oyó a los pistoleros

acercarse, se paró en el pasillo, impidió el paso a otros estudiantes y les

hizo correr en dirección opuesta para ponerse a salvo; minutos después

le dispararon un tiro a Dave; cuando llegó la brigada de auxilio, se había

desangrado y estaba muerto.

Aun suponiendo que Cassie haya sido la excepción, estaría indignada

al saber que la gente la exaltaba. Cassandra me contó hace poco:

La verdad es que no sé cómo Cassie habría reaccionado a que se le llame una

“mártir”. No habría hecho como harían muchos—primero decir que no lo

merecen, que no se sienten dignos, y luego aceptarlo igual como algo que les

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morir - para vivir

corresponde—ya sabes cómo piensan: “Realmente no lo merezco, pero vayan,

alábenme todo lo que quieran”—Cassie, no.

Meses atrás, me dijo una vez: “No sé por qué, ya ni siquiera siento a Dios.

Dios me parece estar tan lejano. Voy a continuar en la lucha; pero es realmente

difícil en estos días, porque ya no lo siento”. Era incapaz de fingir, como quien

dice que “las cosas marchan lo más bien”. Si algo le preocupaba, o si tenía que

resolver algún problema, no trataba de disimularlo, como lo hace la mayoría.

Yo he aprendido a valorar esa honestidad mucho más que antes.

Una vez hablamos de lo que dijo Jesús a los hipócritas: parecen limpios

por fuera, pero es una fachada no más, y por dentro están llenos de huesos

de muertos y toda clase de inmundicia. Hablamos de la hipocresía y del dis-

imulo, y con qué facilidad se puede fingir. Si lees la Biblia y usas ciertas frases,

automáticamente se te acepta como buena cristiana. Eso era algo que Cassie

no aguantaba.

La gente la puede llamar mártir a Cassie, pero si creen que era una chica

buena y santa que se pasaba el tiempo leyendo la Biblia, están muy equivo-

cados. Cassie no era así. Era tan humana como cualquier otra persona. Toda

esa propaganda que se le hace ahora—las historias, las camisetas, los botones,

las insignias—creo que ella saldría corriendo. Me la imagino allá arriba en el

cielo, haciendo gestos de impaciencia y exclamando: “¡Ay, por favor!” para que

quienes tanto la admiran comprendan que realmente era otra chica como las

hay muchas.

No hace falta, pues, elevar a Cassie como mártir. Los hechos de su vida no

cambiarán. Para Brad y para mí basta saber que, cualquiera que haya sido

la razón, Cassie se mantuvo firme en lo que creía. Basta saber que, a una

edad cuando lo más importante es la apariencia, ella fue inflexible en su

convicción y no tuvo miedo de decir lo que pensaba.

Por supuesto, siempre hay más preguntas que respuestas. ¿Qué habría

pasado si ella hubiera dicho no, o si se hubiera callado? ¿Le habrían per-

donado la vida? ¿Qué—y ésta parece ser la pregunta más frecuente—hab-

ría hecho yo en su lugar? Por más natural que sea preocuparse por esas

cosas, no es muy provechoso. Son pocos quienes encuentran su muerte

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morir - para vivir

en la boca de un arma de fuego, y aún menos cuya muerte se considera

heroica.

La cuestión central que nos plantea Cassie no es cómo respondió a sus

asesinos, sino de dónde le vino la fuerza de hacerles frente. No digo que

se preparó conscientemente para un fin terrible. No tenía ningún deseo

enfermizo de morir, de eso estoy segura, e insinuarlo sería un escándalo.

Le sobrevino la tragedia cuando menos la esperaba, y permaneció serena

y valiente; estaba lista para irse. ¿Por qué?

Después del tiroteo, David dijo un domingo en la iglesia que Cassie

murió no sólo el 20 de abril, sino que murió diariamente en el transcurso

de los dos años anteriores. Al principio, esa idea me pareció de mal gusto,

hasta morbosa. Cuanto más lo pienso, más convencida estoy de que hay

aquí una clave esencial para descubrir el misterio de sus últimos momen-

tos y entender el camino de su vida hasta ese instante.

Cassie luchó como todos luchamos, pero sabía lo que tenía que hacer para que

Cristo pudiera vivir en ella. Esto se llama renunciar a sí mismo, y debemos

hacerlo diariamente. Significa aprender a dejar la vida egoísta… lo cual, lejos

de ser algo negativo, nos libera para vivir más plenamente.

El mundo toma nota del día 20 de abril, el día que Cassie dijo: “¡Sí!”. Pero

nosotros debemos tomar nota del “sí” que dijo todos los días, semana por

semana, mes por mes, mucho antes de dar su última respuesta.

Más adelante, David y yo hablábamos de Cassie, y él me explicó lo que

quería decir con las palabras “renunciar a sí mismo”.

Es lo mismo que quiso decir Jesús cuando declaró: “Quien conserva su vida

la perderá, pero quien la entrega la encontrará.” Mucho antes de morir, Cassie

había decidido dejar de pensar tanto en sí misma —ya no pretender que todo

le saliera según ella se lo imaginaba, ni preguntarse qué iba a ofrecerle la vida

a ella, sino averiguar qué podía contribuir ella a la vida.

No es cuestión de grandes hazañas, sino de no ser egoísta en las pequeñas

cosas. Cassie solía ir con nosotros a un centro para drogadictos, donde comía-

mos con los muchachos, jugábamos al baloncesto, o simplemente pasábamos

un rato charlando con ellos. Era tan simple: decirle ¡hola! a alguien y estre-

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morir - para vivir

charle la mano en vez de mirar al otro lado; ser amable, hacer sacrificios por

algo de más valor que nuestra propia felicidad y nuestro bienestar.

Una joven integrante de la iglesia de West Bowles, quien trabaja como

voluntaria con el grupo juvenil, recuerda muchos ejemplos, al parecer in-

significantes, del altruismo y de la generosidad de Cassie. Cuenta Jordan:

Tres o cuatro semanas antes del incidente en el colegio Columbine, la llevé

en mi auto a una fiesta de cumpleaños. Éramos unas cinco o seis chicas. Hab-

lábamos de quién era la más bonita y cuánto pesábamos. En un momento

dado, Cassie dijo que estaba harta de hablar de tonterías; que ella había acaba-

do con todo eso; eso no servía para nada, salvo para hacer sufrir a las que no

están contentas con su apariencia. En lugar de pensar en nosotras, teníamos

que pensar en los demás y ocuparnos de lo que importa en la vida.

Shauna (la joven que se hizo cargo de Cassie en ocasión de su primera

visita a West Bowles) recuerda un incidente similar:

Un día Cassie vino a verme, llorando. Se atormentaba por haber chismeado

a mis espaldas. Hasta creo que ella no inició esa chismería; había escuchado

un comentario negativo o algún chisme acerca de mí, pero no me defendió.

Ahora se sentía muy culpable. Y ahí estaba, dos días más tarde; le corrían las

lágrimas y me decía: “Sólo quiero decirte que te traicioné, y lo siento tanto.

Espero que puedas perdonarme”. Ésa fue la primera vez que alguien se había

portado así para conmigo.

Cassie no era muy segura de sí misma ni muy sociable por naturaleza, y

no puedo imaginarme lo difícil que eso debe haber sido para ella. Pero

estaba decidida a defender el bien que había reconocido, y deseosa de

luchar contra sus temores y su falta de seguridad. Y aunque nunca los

venció completamente, al final su convicción era tan fuerte que nadie

pudo quitársela.

Unos días antes de morir, Cassie y yo estábamos sentadas en la cocina

y charlamos de muchas cosas. No recuerdo cómo llegamos a hablar de

la muerte. Cassie dijo: “Mamá, yo no le tengo miedo a la muerte, porque

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morir - para vivir

me voy al cielo”. Le dije que me era imposible pensar en que ella se mu-

riera, que no podría soportar la idea de vivir sin ella. “Pero Mamá”, me

contestó, “si supieras que yo me iría a un lugar mucho mejor, ¿no te

alegrarías por mí?”

A veces su manera de pensar era tan madura y sus preguntas tan pen-

etrantes que nos hacía pasar vergüenza. Pero sólo ahora—por las anéc-

dotas que nos cuentan sus amigos, y las notas y cartas que encontramos

después de su muerte—empezamos a entender la profundidad de sus

pensamientos más íntimos. En una de esas notas, marcada “1998”, es-

cribe:

Cuando Dios no quiere que yo haga algo, lo sé sin lugar a duda. Cuando Él

desea que haga algo, aunque signifique tomar riesgos, también lo sé. Me sien-

to impelida en la dirección en que debo ir… en el colegio trato de demostrar

mi fe… a veces es desalentador, pero también hay recompensas… Moriré por

mi Dios. Moriré por mi fe. Es lo menos que puedo hacer por Jesucristo, quien

murió por mí.

En los últimos dos meses de su vida, Cassie estaba a menudo absorta en

el libro más reciente escogido por el grupo juvenil para sus discusiones

semanales: En busca de paz. El autor, Johann Christoph Arnold, era uno

de sus escritores predilectos desde que habló en nuestra iglesia unos años

atrás, y su libro parece haberla impresionado como ningún otro. Según

cuenta su amiga Amanda, Cassie no cesaba de hablar de lo que leía: “Ese

libro la fascinaba. Siempre me contaba lo que acabó de leer. No tenía mi

propio ejemplar; las dos compartíamos el suyo”. Como de costumbre,

marcó sus pasajes favoritos. Aquí hay tres muestras de la sección que el

grupo pensaba estudiar la noche del 20 de abril. Nunca se hizo.

Busquen hasta que encuentren, y no se den por vencidos. Y aunque crean

no tener fe, no dejen de orar; Dios oye los gemidos aun del que no cree. Será

sostén y amparo a cada paso. No se rindan y, sobre todo, eviten las tentaciones

que distraen de la meta anhelada. Cuando caigan, ¡levántense y sigan adel-

ante!

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morir - para vivir

El miedo universal a la muerte… pone en peligro la serenidad del alma. Basta

decir aquí que la convicción de nuestra fe es capaz de vencer tal desafío a la

paz, como también lo es el amor, según nos dice el apóstol Juan: “El amor

perfecto echa fuera al temor”.

Sin duda, como cualquier otro ser humano, Martin Luther King tuvo miedo

de morir, aunque… irradiaba tranquilidad y paz profundas. Era un hombre

que nunca dudó de su misión, nunca permitió que el precio de llevarla a cabo

lo paralizara. “El hombre que teme a la muerte no es libre”, dijo King en 1963

a la muchedumbre reunida en un mitin por derechos civiles. Al instante en

que vencemos el temor a la muerte, somos libres”… Yo les digo que no es

digno de vivir quien no haya encontrado una causa por la cual está dispuesto

a morir”.

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refl

exio

nes

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pienso que la Tierra es finita,

La Angustia es total,

y muchos sufren,

pero, ¿qué importa eso?

Pienso que podemos morir.

La mayor Vitalidad

no puede conquistar la Putrefacción,

pero, ¿qué importa eso?

Pienso que en el Cielo,

de alguna manera, habrá compensación,

habrá una nueva Ecuación.

Pero, ¿qué importa eso?

emily dickinson

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8. reflexiones

Cuando la muerte nos roba un ser tan querido como lo era nuestra

hija, es imposible continuar, a menos que cambie profundamente nuestra

actitud frente a la vida. Sé que podría morir mañana—atropellada por

un automóvil, víctima de un infarto fulminante—, pero hasta que no

aprenda a golpes que se trata de una posibilidad real, es poco probable

que me detenga a reflexionar sobre su significado. Quizás sea esto lo que

quiso decir C. S. Lewis, cuando su esposa murió de cáncer: “Nada podrá

sacudir a un hombre, por lo menos a un hombre como yo… Tiene que

recibir un golpe que lo deje atontado, para hacerlo entrar en razón”. Ojalá

que la tragedia de Columbine siquiera haya servido para eso. Fue como

una fuerte sacudida que nos paró en seco y nos obligó a ver más allá de

las bagatelas de la vida cotidiana.

Recuerdo esas interminables horas de espera para saber si Cassie es-

taba viva o muerta, y pensé: “Si ella está a salvo, yo haré todo lo que esté a

mi alcance para que vaya a Cam-bridge. ¿Por qué me apresuré tanto para

desalentarla?” Y tuve que pensar en otras ocasiones cuando podría haber

sido más flexible en las discusiones que tuvimos: quién paga la gasolina,

los vestidos que compraba, las manchas en la alfombra y otras cosas por

el estilo.

Ya que hablamos de remordimientos, miren lo que hay en nuestro

garaje: El verano pasado, mientras Cassie y Chris estaban en Chicago

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reflexiones

con el grupo juvenil, compré un automóvil “Ford Expedition” para mi

uso personal. Cassie se había quejado de tener que pagar ella misma sus

gastos de viaje, y en vista de los sacrificios considerables que habíamos

hecho en el correr del año por bien de ella, yo estaba disgustada. Decidí

que había llegado el momento de hacer algo para mí misma; al menos así

razoné aquel día. Ahora todo eso me parece más bien pueril. Cada vez

que manejo ese vehículo, su mero tamaño parece ensanchar el vacío que

hay en mi corazón.

Peor todavía fue el cobro del seguro de vida. Nos habíamos olvidado

de la póliza hasta que alguien nos preguntó si Cassie estaba asegurada.

(Fue idea de Brad; si algo les pasara a uno de los chicos, serviría para

cubrir los gastos del funeral). Al aceptar esa suma de dinero nos sentimos

muy mal, como si sacáramos provecho del crimen cometido contra nues-

tra propia hija. ¿Para qué sirve la plata ahora, salvo para un pago a cuenta

de nuestra hipoteca?

La muerte de Cassie, lejos de dejarnos enseñanzas bien claras que po-

drían beneficiar a otra gente, nos ha echado en medio de un intrincado

laberinto, una selva impenetrable de emociones contradictorias. Hay días

cuando avanzamos, y otros cuando nos enredamos y tropezamos. Hay

sentimientos de aversión y de rabia —sería deshonesto no admitir que

me asaltan y lucho con ellos. Brad dice, si hay algo que le ayuda a sopor-

tarlo todo, es saber que Cassie está en el cielo. Claro, es un consuelo, pero

no alivia la pena de haberla perdido. Hoy todavía me duele como una

herida fresca cada vez que me siento en su cama y me doy cuenta de que

jamás volverá a entrar en este cuarto.

después del tiroteo, se erigió un monumento provisorio en el parque

Clement; una parte consiste en quince cruces: trece en memoria de las

víctimas y dos en memoria de los asesinos. No debe sorprendernos que

mucha gente se disgustó por las últimas dos. En una de ellas, alguien

escribió: “Miserable hijo de puta”. Hasta cierto punto entiendo que uno

pueda hacer esto, pero me preocupa seriamente. Esa furia es destructiva.

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reflexiones

Carcome la poca paz que uno pueda tener, y al final causa dolor aún más

grande. Asimismo, cuanto más persistes en alimentar tu amargura, tanto

más difícil será para otros consolarte. No es que yo no tuviera esas semi-

llas en mi corazón—sé que las tengo—pero no voy a permitir que otra

gente las riegue.

¿Y qué de los deseos de venganza? Es normal, creo yo, querer desqui-

tarse, ya sea mediante un pleito o por otros medios; pero en el caso de

los asesinos de Cassie, seríamos incapaces de iniciar un juicio contra sus

familias. Aun si lo hiciéramos y ganásemos, no hay dinero que pueda

devolvernos a nuestra hija. Además, ellos también perdieron a sus hijos, y

sería inhumano actuar como si su pena fuera menor que la nuestra.

Sabemos de las controversias con respecto a las familias Harris y Kle-

bold. Hay quienes dicen que fueron padres negligentes, otros que eran

desatentos o ingenuos. Es imposible saberlo. Culpables o no, no debemos

simplemente olvidarlos. Más aún después de recibir esta tarjeta, escrita a

mano, que apareció en nuestro buzón un mes después de la tragedia:

Querida familia Bernall:

Es con gran dificultad y humildad que escribimos para expresar nuestro

profundo dolor por la pérdida de su hermosa hija, Cassie. Ella trajo alegría y

amor al mundo, y su vida fue extinguida en un momento de locura. Quisiéra-

mos haber tenido la oportunidad de conocerla…

Nunca llegaremos a comprender por qué sucedió esta tragedia, ni qué

podríamos haber hecho para evitarla. Rogamos nos perdonen por el papel

que nuestro hijo tuvo en la muerte de su hija Cassie. Jamás notamos rabia u

odio en Dylan, hasta los últimos momentos de su vida, cuando, con el resto

del mundo, aguardamos en impotente horror. La realidad de que nuestro

hijo tuvo parte de la responsabilidad por esta tragedia, todavía nos resulta

increíblemente difícil de concebir.

Dios los consuele a ustedes y a sus seres queridos. Que Él conceda paz y

comprensión a todos nuestros heridos corazones.

Sinceramente,

Sue y Tom Klebold.

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reflexiones

Para algunos, la tentación de rechazar esta carta de los Klebold, o de pen-

sar que no decía lo suficiente, ha de ser muy real —para nosotros, no. Por

lo pronto, debe haberles costado un enorme esfuerzo escribir la carta y

enviarla. Por lo demás, hemos perdido nuestra hija en la misma inexpli-

cable tragedia, y sólo podemos solidarizarnos con ellos en su angustia.

Comprenderíamos la pena y la humillación que sienten los padres

de Dylan, aun si Cassie estuviera todavía en vida. Antes de cambiar ella,

agonizábamos por ella igual como hoy los padres de su asesino sin duda

agonizan por él. Y si bien no hay forma de comparar el dolor que suf-

rimos, ellos y nosotros, nos queda por lo menos este consuelo: Cassie

murió noblemente. Y ellos, ¿qué consuelo tienen?

No podemos deshacer lo ocurrido en Columbine, pero estoy conven-

cida de que podemos evitar tragedias similares en el futuro. Creo firme-

mente que es posible alcanzar a cada adolescente, aun al más alienado y

hostil, antes de ser demasiado tarde —antes de llegar las cosas a tal punto

que, en nuestra exasperación, sólo nos queda mirar cómo se realizan

nuestros temores más horrendos. Algo he aprendido de la breve vida de

Cassie: ningún adolescente, por más rebelde que sea, es predestinado a la

calamidad. Con fe, sacrificio y honradez—con el amor que, al fin, viene

de Dios—cada uno puede ser encaminado y salvado. Yo, al menos, nunca

perderé la esperanza.

ni Brad ni yo estábamos preparados para el impacto que tuvo la muerte

de Cassie más allá de Littleton. Nos llegaron cartas de todas partes de los

Estados Unidos y del mundo entero —de Inglaterra, Jamaica, Francia,

Alemania, Australia y Perú. En un momento dado, el correo era tan cuan-

tioso que nuestra sala estaba inundada de regalos, cartas y tarjetas.

Scott, un joven de diecisiete años de Phoenix (Arizona), escribió que

la muerte de Cassie le partió el corazón y le hizo cambiar el rumbo de

su vida. Una doctora en la Carolina del Norte había soñado por mucho

tiempo con fundar un hogar para niños de la calle en Honduras; se sintió

impelida a redoblar sus esfuerzos y, en el momento de escribir esto, sus

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reflexiones

planes para un orfanato finalmente están por realizarse. En Pennsylvania,

una joven pareja conmovida por nuestra historia dio el nombre de Cassie

a su hijita recién nacida, en su honor.

Por medio de la televisión y del “internet”, las noticias de Littleton

llegaron hasta el África rural. Amigos nuestros, de viaje en una región

aislada del Sudán, se encontraron con lugareños que estaban por erigir

un monumento en memoria de Cassie.

Va sin decir que las personas más afectadas por la muerte de Cassie

son quienes mejor la conocían: su hermano, sus amigos en West Bowles,

y sus compañeros de clase en el colegio Columbine. Por su parte, Chris ha

manejado la pérdida de su hermana relativamente bien, aunque pasa por

momentos difíciles. La amistad entre Cassie y él fue algo excepcional. El

interés que nuestra familia suscitó en la prensa y la televisión desde el 20

de abril, y el constante ir y venir de amigos y parientes, le dejó poca oca-

sión a Chris—al igual que a Brad y a mí—para llorar la muerte de su her-

mana. Con todo, sentimos cierto alivio al notar lo bien que ha soportado

la situación. Ha comenzado a mirar más allá de su propia tristeza, y trata

de entender qué significado tiene la muerte de Cassie para él:

Cassie y yo tuvimos nuestras diferencias, nuestras pequeñas rivalidades, pero

no eran muy serias. En realidad era mi mejor amiga, y viceversa. No obstante,

ahora que ya no está, me doy cuenta de que hubiera podido tratarla mucho

mejor.

Ahora duele tener que reconocer cuánto la ofendí. Un día, en su pieza,

encontré los poemas que escribió en un viejo cuaderno. Uno de los títulos era:

“Mi hermano”, y describe la tristeza que le causé por haberme comportado

como si me avergonzara de ella frente a mis amigos. Debe haber sentido que

yo prefería salir con mis amigos a quedarme con ella. El poema me dio un

sacudón, porque Cassie siempre fue muy buena conmigo. Me llevaba en el

coche por todas partes: a la casa de mis amigos y a la pista de patinar, a las

actividades del grupo juvenil, a cualquier lado donde yo quería ir. Y cuando

ella me necesitaba a mí, yo no estaba.

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reflexiones

Desde que murió mi hermana, me he esforzado por ser más como ella.

Revisé mi colección de discos compactos y descarté los que no tienen mensaje

positivo. Trato de no ser negativo y de no juzgar a los demás por su apariencia

o por lo que dicen. Además, trato de ser más amable y más generoso. Pienso

que aquel poema demuestra claramente lo fácil que es herir a alguien sin

darse cuenta.

Dice Josh (aquel estudiante de segundo año quien escuchó el breve in-

tercambio entre Cassie y los pistoleros en la biblioteca) que la muerte de

Cassie cambió totalmente su actitud frente a la vida:

Hasta ese día, yo daba todo por descontado. Formo parte del equipo de bé-

isbol del colegio, y eso era lo que me importaba. Aquel día estaba escondido

debajo de un escritorio, y pensaba: “Si me disparan, ¿dónde preferiría que me

den los balazos, con tal que todavía pueda caminar y seguir jugando?” Yo vivía

para los partidos, pero hoy los miro de manera muy diferente. Todavía me

entusiasma el béisbol, pero ahora lo considero un privilegio. Y hay otras co-

sas—mi familia, mi hermanito, mis amigos—que hoy son mucho más impor-

tantes para mí que antes.

Debo haber tenido la idea de que ser adolescente significa ser inmortal,

que nunca iba a sufrir graves heridas o enfermedades, ni mucho menos morir.

Ahora ya no puedo pensar de esa manera. Ahora tengo que vivir cada día

de lleno, porque he aprendido que en cualquier momento de tu vida puedes

partir de esta tierra, ya seas viejo o joven. Antes solía pensar que siempre hay

un mañana —no hay prisa.

Hace poco, Crystal (la otra sobreviviente de la biblioteca, mencionada

antes) me dijo que todavía está atormentada por su roce con la muerte, y

le sorprende la rapidez con que otros pueden seguir con sus vidas.

En cualquier momento podemos morir. Yo creía que las cosas iban a cambiar,

que habría más amistad y compañerismo entre la gente después de haber

pasado por todo eso, y que duraría. Pero muchas cosas siguen como siem-

pre. Una vez que pasó el alboroto, la gente vuelve a lo de antes, cada uno a su

pequeño rincón.

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reflexiones

Ojalá pudiéramos decir que Crystal exagera, pero no es así. En las prim-

eras semanas después del tiroteo, los que perdimos a nuestros hijos

visitamos diariamente los monumentos cerca del colegio; ahí había gente

impaciente por “dejar ese loquero” y continuar con su vida normal. A

principios de junio, leímos en el diario Denver Post que muchos estudi-

antes “están hartos de los monumentos y tonterías por el estilo”. Citando

a un estudiante del último año: “Esto se está haciendo pesado”, dijo. “Ya

es hora que todos sigamos con nuestras vidas”. El artículo continúa: “Los

estudiantes que se graduaron del Columbine este año están ansiosos por

salir de vacaciones, viajar, conseguir empleo… prepararse para la univer-

sidad, para una carrera y todo lo que trae consigo la edad adulta. Después

de una primavera que la mayoría preferiría olvidar, se han mentalizado

para volver a la normalidad”.

Como madre de una de las víctimas, me siento profundamente herida

por semejante insensibilidad. ¿Quién no quisiera seguir con su vida?

¿Quién no “preferiría olvidar”? Yo, por mi parte, haría cualquier sacrificio

por volver a mi vida normal de antes del 20 de abril, cuando fue desar-

raigada, trastornada y alterada para siempre. Pero no puedo.

Por suerte, la mayoría entiende. Jordan, por ejemplo, vino de vez en

cuando “sólo para ver cómo están ustedes”. Dice que la muerte de Cassie

totalmente revolucionó su manera de pensar:

Ahora me doy cuenta de que todo es transitorio, incluso la vida humana. Cu-

ando vi cómo bajaron el ataúd en la tierra y recordé que todo volverá al polvo,

realmente me puse a pensar. De pronto, mi coche, mi apartamento, mi dinero,

mis bienes materiales, inclusive la universidad ya no parecían ser tan impor-

tantes. Falté a clases durante una semana, porque era más necesario estar con

mis amigos y con la gente de la iglesia, no tanto para hablar mucho, sino para

estar juntos y apreciarlos.

Cuando alguien muere como murió Cassie, es hora que nos preguntemos:

“¿Qué es de importancia en la vida?” El hecho que estaba en la biblioteca

estudiando para su próxima clase, preparándose para algún día conseguir

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reflexiones

un empleo, ¿es importante? No lo creo. Para mí, lo importante es que estaba

preparada para irse de un momento a otro.

Por eso necesitaba tiempo para reflexionar. No pude volver así no más a mi

rutina normal. Hasta mi relación con mi esposo ha cambiado. Ahora, todas

las noches tratamos de orar juntos. No es que tenga miedo de atarme demasi-

ado a las personas que amo. No podemos vivir atemorizados, pero tenemos

que estar dispuestos a dejarlos ir en cualquier momento.

Cuando amas a una persona, su vida es como un obsequio que has recibi-

do. Y si después de su muerte continúas viviendo tu vida como si nada, pa-

recería que se lo echaras en la cara, diciendo: “Mucho gusto en conocerte, pero

ahora tengo otras cosas que hacer”. Eso no me parece manera de honrar una

vida. No es necesario andar con cara seria, como quien dice: “Me voy a aguan-

tar y ser fuerte”. Pero creo que es importante no olvidarse de reflexionar.

Una tragedia como ésta debería desgarrarnos. Cambiarnos. De lo con-

trario, algo anda mal. Si permites que tu vida siga como antes, es como si

enterrases un valioso obsequio. Te pierdes una importante oportunidad.

Pienso, al igual que Jordan, que deshonramos al ser querido que murió

si intentamos seguir con la vida de antes. Es como si rechazáramos el

mensaje que esa muerte nos trae a los vivientes, como si negásemos la

eternidad, que—cuando irrumpe en nuestra vida temporal—nos obliga a

quedar en silencio.

No es fácil reflexionar. Es más fácil llorar. En las horas oscuras antes

del amanecer, cuando ya no puedo dormir, hundir la cara en la almohada

y llorar hasta que me duele todo el cuerpo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Cómo

pudieron matarla? ¿Cómo se puede hacer lo que ellos hicieron —cómo se

puede tratar así a un ser humano? ¿Cómo podían mirar su dulce y joven

rostro, sus ojos azules? ¿Cómo podían ser tan duros como para colocar el

revólver en la cabeza de mi hija?

También es más fácil enfurecerse, hacer acusaciones, o perderse en lo

que los medios de difusión llaman los “grandes problemas fundamentales”.

Tras la desgracia de Columbine, eso se refería al control del uso de armas

y a los videojuegos, a la seguridad en los colegios y la violencia de Hol-

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reflexiones

lywood, a la educación preventiva y la separación entre Iglesia y Estado.

Todos son asuntos importantes, pero al fin de cuentas no son decisivos. ¿O

es que lo son?

¿Por qué es—mientras padres de familia y legisladores exigen un con-

trol de armas más riguroso, y el cese de violencia en la televisión—que

nuestros jóvenes claman por lazos de amor y camaradería? ¿Por qué es—

cuando les ofrecemos psicólogos, consejeros y expertos en la resolución

de conflictos—que van a grupos juveniles en busca de amigos? ¿Por qué

es—mientras todo el mundo incrimina a los demás y construye nuevas

defensas—que los jóvenes hablan de un cambio del corazón?

Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que—por urgente que sea

el debate político y público—nada puede reemplazar los esfuerzos que

debemos hacer cada uno para evitar tragedias como la que le robó la vida

a Cassie. Para mí, por lo pronto, simplemente se trata de actuar generosa

y espontáneamente, aun cuando la razón y la cautela me aconsejen pru-

dencia. Se trata de extender la mano en lugar de apartarse y condenar;

de seguir un impulso, aun cuando resulta incómodo o desagradable. Por

último, se trata de sacrificarlo todo por el amor de Dios. Y no requiere

que todos seamos héroes o mártires, pero, eso sí, exige convicción y perse-

verancia en los pequeños asuntos de la vida cotidiana.

Sólo así soy capaz de pensar en la pérdida de mi hija no tanto como

derrota, sino como triunfo. El dolor no es menos intenso. Siempre será

profundo y cruel. Con todo, sé que su muerte no ha sido en balde; fue un

triunfo de honradez y coraje. Para mí, la vida de Cassie dice que es mejor

morir por nuestra convicción, que vivir una mentira.

el mismo día 20 de abril de 1999, a la hora que las balas causaban es-

tragos en los corredores del colegio secundario de Columbine, amigos

nuestros, de viaje en Israel, asistieron a un servicio en memoria de los

soldados caídos. Mientras el coro cantaba en hebreo, un intérprete expli-

caba: “Es un tributo a los mártires del país, y la traducción dice algo así:

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reflexiones

‘Mi muerte no me pertenece a mí, es de ustedes, y su significado depende

de lo que hagan con ella’”.

Si hay algo que quisiera dejarles a ustedes, los lectores, es ese mismo

pensamiento: La historia de Cassie no es solamente mía y de Brad. Es de

ustedes, y lo que hagan con ella es lo que le dará significado.

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agradecimientos

Muchas personas nos han acompañado en el largo camino recorrido

desde la tragedia de Columbine hasta la preparación de este libro —un

libro nacido de las cenizas. A todas ellas deseamos expresar nuestro sin-

cero agradecimiento: al dedicado personal del departamento de policía, a

los bomberos, paramédicos, voluntarios y profesionales; a nuestros pas-

tores George Kirsten y David McPherson; a la congregación de la iglesia

de West Bowles; a nuestras hermanas y hermanos, madres y padres, y a

nuestra gran familia en Cristo; al personal del Plough Publishing House,

quienes se han convertido en amigos; a nuestros vecinos, a la comunidad

de Littleton, y a cada una de las innumerables personas en el mundo ente-

ro por su compasión y generosidad; y, por encima de todos ellos, a nues-

tro Padre, Dios. Él mismo perdió a un hijo—su Hijo, Jesucristo—y es Él

quien nos ha dado la fuerza necesaria para sobrellevar nuestra pérdida.

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Uno de los libros preferidos de Cassie

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