El Vizconde de Bragelonne. Tomo I. Parte Primera

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El Vizconde deBragelonne.

Tomo I . Parte Primera

Alejandro Dumas

   O  b  r  a  r  e  p  r  o  d

  u  c  i  d  a  s  i  n  r  e  s  p  o  n  s  a  b  i  l  i  d  a  d

  e  d  i  t  o  r  i  a  l

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CAPÍTULO I

LA CARTA

En el mes de mayo del año 1660, a las nuevde la mañana, cuando el sol ya bastante al

empezaba a secar el rocío en el antiguo castilde Blois, una cabalgata compuesta de tres hombres y tres pajes entró por él puente de la ciudad, sin causar más efecto que un movimiende manos a la cabeza para saludar, y otro d

lenguas para expresar esta idea en francés crrecto.

 ––Aquí está Monsieur, que vuelve de la caza

Y a esto se redujo todo.Sin embargo, mientras los caballos subían po

la áspera cuesta que desde el: río conduce castillo varios hombres del pueblo se acercarohombres último caballo, que llevaba pendiente

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del arzón de la silla diversas aves cogidas dpico.

A su vista, los curiosos manifestaron con rud

franqueza, su desdén por tan insignificancaza, y después de perorar sobre las desventajade la caza de volatería, volvieron a sus tareaSolamente uno de estos, curiosos, obeso y m

fletudo, adolescente y de buen humor, pregutó por qué Monsieur, que podía divertirse tato, gracias a sus pingües rentas, conformábascon tan mísero pasatiempo.

 –– ¿No sabes ––le dijeron–– que la principdiversión de Monsieur es aburrirse?

El alegre joven se encogió de hombros, comdiciendo: “ Entonces, más quiero ser Juanón qupríncipe.”

Y volvieron a su trabajo.

Mientras tanto, proseguía, Monsieur su macha, con aire tan melancólico. y tan majestuos

a la vez, que, ciertamente, hubiera causado

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admiración de los que le vieran, si le viera aguien; mas los habitantes de Blois no perdonaban a Monsieur que hubiera elegido esta ciuda

tan alegre para fastidiarse a sus anchas, y siempre que veían al augusto aburrido, esquivabasu vista, o metían la cabeza en el interior de suaposentos, como, para substraerse a la influecia de su largo y pálido rostro, de sus ojos ado

mecidos y de su lánguido cuerpo. De modque el digno príncipe estaba casi seguro de econtrar desiertas las calles por donde pasaba.

Esto era una irreverencia muy censurable po

parte de los habitantes de Blois, porque Mosieur era, después del rey, y aun tal vez antedel rey, el más alto señor del reino. En efectDios, que había concedido a Luis XIV, reinana la sazón, la ventura de ser hijo de Luis Xhabía otorgado a Monsieur el honor de ser hide Enrique IV. No era, por tanto, o al menos ndebía ser motivo sino de orgullo, para, la ciudad de Blois, esta preferencia dada por Gastó

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de Orleáns, que tenía su corte en el antiguo catillo de los Estados.

Pero estaba escrito, en el destino de este gra

príncipe, no excitar más que medianamente, etodas partes donde se hallaba, la atención y admiración del pueblo: Monsieur había tomadel partido de acostumbrarse a ello.

Quizá esto era lo que le daba su aspecto dtranquilo aburrimiento. Monsieur había estadmuy ocupado en su vida. Imposible es haccortar la cabeza a una docena de sus mejoreamigos, sin que esto haga algún ruido, y comdesde el advenimiento de Mazarino no se habcortado la cabeza a nadie; Monsieur no tenqué hacer y se fastidiaba.

Era, pues, muy melancólica la vida del pobpríncipe; después de su cacería matutina en laori llas del Beuvron, o en los bosques de Chverny, Monsieur pasaba el Loira, iba desaynarse a Chambord, con apetito o sin él, y la ci

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dad de Blois no volvía a hablar hasta da cacerpróxima de su soberano, señor y dueño.

Esto era el aburrimiento extramuros; en cuan

al fastidio interior, daremos una ligera idea dél al lector, si quiere seguir con nosotros la cbalgata y subir hasta el suntuoso pórtico dcastillo de los Estados.

Monsieur montaba un caballo de poca alzadenjaezado con ancha silla de terciopelo rojo dFlandes y estribos en forma de borceguíes; jubón de Monsieur, hecho de terciopelo carmsí, y la capa, que era del mismo color, confundanse con el jaez del caballo; y solamente poeste conjunto rojizo era por lo que podía concerse al príncipe entre sus dos compañerovestidos uno de color violeta y otro de verde.

de la izquierda era el escudero; el da la derechel montero mayor.

Uno de los pajes llevaba dos gerifaltes sobuna percha y el otro una corneta, en la que so

plaba con flojedad a veinte pasos del castill

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Todo lo que rodeaba a este príncipe perezoshacía con pureza lo que él hubiera hecho dmismo modo.

A esta señal, ocho guardias que paseaban sol en el patio, corrieron a tomar sus alabarday Monsieur hizo su entrada en el castillo.

Cuando desapareció, a través de las profu

didades del pórtico, algunos pilluelos que haban subido al castillo detrás de la cabalgata, motrándose mutuamente las aves cazadas; se dipersaron, comentando lo que acababan de veluego que desaparecieron, la calle, la plaza y patio quedaron desiertos.

Monsieur se apeó del caballo sin pronunciapalabra; pasó a su habitación, donde le mudde vestido su ayuda de cámara, y como Mdame no hubiese todavía enviado .a tomar laórdenes para el desayuno. Monsieur se tendsobre una poltrona, y se durmió de tan buengana como si hubieran sido las once de la no

che.

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Los ocho guardias, que comprendieron estabterminado su servicio por el resto del día, sacostaron al sol sobre sus bancos de piedra, lo

palafreneros desaparecieron con sus caballos elas cuadras, y a excepción de algunos pájaroque se picoteaban unos a otros con chillidoagudos en la espesura de las alhelíes, hubiérasdicho que todos dormían en el castillo del mis

mo modo que Monsieur.De pronto, en medio de este silencio tan du

ce, resonó una risotada nerviosa que hizo abrun ojo a algunos de los alabarderos que hacía

la siesta.Esta carcajada salía de la ventana del castill

visitada en aquel instante por el sol, que 1conglobaba en uno de esos grandes ángulo

que dibujaban mirando al mediodía, sobre lopatios, los perfiles de las chimeneas.

El balconcillo de hierro cincelado, que sobrsalía más allá de esta ventana, estaba adornad

con un tiesto de flores rojas, otro de primavera

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y un rosal, cuyo follaje, de un verde encantadoestaba salpicado de capullos rojos, precursorede rosas.

En la habitación a que daba luz esta ventandistinguíase una mesa cuadrada, revestida dantigua tapicería con muchas flores de Harlemsobre esta mesa había una redomita de piedr

en la cual estaban sumergidos algunas lirios; a cada extremo de dicha mesa, una joven.

La actitud de estas dos jóvenes era particulase las hubiera tomado par dos pensionistas ecapadas del convento. Una de ellas, con los codos apoyados en la mesa y una pluma en mano, trazaba caracteres sobre una hoja de ppel de Holanda; la otra, arrodillada sobre unsilla, lo que le permitía adelantar la cabeza y

busto por encima del espaldar hasta la mitad dla mesa, miraba a su compañera cómo vacilabal escribir. De aquí provenían los gritos y larisas, uno de las cuales, más ruidosa que laotras, había espantado a los pájaros que salt

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ban en los alelíes y turbado el sueño de loguardias de Monsieur.

La que iba apoyada sobre la silla, la más ru

dosa, la más risueña; era una linda muchachde diecinueve a veinte años, morena, de cabllos negros y ojos encantadores, que ardían baunas cejas vigorosamente trazadas, con una

dientes que resplandecían como perlas entlabios de coral.

Todos sus movimientos parecían el resultadde un gesto; su vida no era vivir, sino saltar.

La otra, la que escribía, miraba a su bullicioscompañera con ojos azules y límpidas como cielo de aquel día. Sus cabellos, de un rubceniciento, peinados con delicado gusto, caíaen trenzas sedosas sobre sus nacaradas mejillaposaba sobre el papel una mano delicada, pecuya delgadez denunciaba su juventud. A cadrisotada de su amiga, alzaba como despechadsus blancos hombros, de una forma poética

suave, mas a los cuales faltaba esa elegancia d

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vigor y de modelo que también se deseaba veen sus brazos y manos.

¡Montalais! ¡Montalais! –– exclamó por fin co

voz dulce y cariñosa como un cántico––Redemasiado fuerte, como un hombre, y no solmente os notarán los señores guardias, sino qutampoco oiréis la campanilla de Madam

cuando llame.La joven, llamada Montalais, no cesó de re

ni de gesticular por esta amonestación, y cotestó:

 ––No decís lo que pensáis, querida Luisa; sbéis que los señores guardias, cómo vos lollamáis; empiezas ahora su sueño, y que ni ucañón los despertaría; sabéis también que campanilla, de Madame se oye desde el puende Blois, y que, por consiguiente, la oiré cuandmi obligación me llame a su cuarto. Lo que omolesta, hija mía, es que yo me ría cuando ecribís; lo que teméis es que la señora de Sain

Remy, vuestra madre, suba aquí, como hace

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veces cuando reímos estrepitosamente; que nosorprenda, y que vea esa enorme hoja de papeen la cual, después de un cuarto de hora, n

habéis trazado más que estas palabras: “ Cabal lro Raúl ” . Tenéis razón, amada Luisa, porqudespués de esas palabras, caballero Raúl, spueden poner tantas otras, tan significativas tan incendiarias, que la señera de Saint-Rem

vuestra madre, tendría derecho para arrojafuego y llamas. ¡Eh! ¿No es esto? ¡Hablad!

Y Mantalais, aumentó sus risas y provocaciones turbulentas.

La joven rubia se enfureció de repente; desgrró el papel en que estaban escritas las palabraCaballero Raúl con hermosa letra, y, arrugándoentre sus nerviosos dedos lo arrojó por .la ve

tana. –– ¡Hola, hola! ––dijo la señorita de Mont

lais––. ¿Cómo se enoja nuestro corderito, nuetro niño Jesús, nuestra paloma!... No tengá

miedo, Luisa; la señora de Saint-Remy no ve

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drá, y si viniera, ya sabéis que tengo el oídmuy fino. Además, ¿qué cosa más natural quescribir a un antiguo amigo que data de doc

años, sobre todo, cuando se empieza la carcon las palabras Cabal ler o Raúl?

 ––Está bien, no le escribiré ––dijo á joven.

¡Ah!... Ya está Montalais bien castigada! –

exclamó, sin dejar de reír, la morenita burlona–. Vamos, vamos, otro pliego de papel, y cocluiremos pronto nuestra correspondenci¡Bien! ¡Ahora sí que suena la campanilla! ¡Tanpeor! Madame pasará la mañana sin su primecamarista.

En efecto, la campanilla; anunciaba que Mdame había concluido su tocado y esperaba Monsieur, que le daba la mano en el salón papasar al comedor.

Hecha esta formalidad con grande ceremonilos dos esposos almorzaban y se separaban ha

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ta la hora de comer, fijada invariablemente a lados de la tarde.

El sonido de la campanilla hizo abrir en la r

postería, a la izquierda del patio, una puerpor la cual desfilaron dos maestresalas, segudos de ocho marmitones con una parihuecargada de manjares cubierta con tapaderas d

plata.Uno de estos maestresalas, el que parecía

primero en título, tocó en silencio con su varia uno de los guardias que roncaba sobre ubanco, y llevó su bondad al extremo de poneen manos de aquel hombre, muerto de sueño, alabarda que estaba arrimada a la pared y a slado; después de lo cual, el soldado, sin pregutar una palabra, escoltó hacia el comedor

comida de Monsieur, precedida de un paje y lodos maestresalas.

Por todas partes por donde pasaba la comidde Monsieur, precedida de un paje y los do

maestresalas.

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Por todas partes por donde pasaba la comidlos guardias acompañábanla con sus armas.

La señorita de Montalais y su amiga había

seguido con la vista, desde su ventana, el pomenor de este ceremonial, al cual, sin embargdebían estar habituadas, pero miraban con cieta curiosidad para asegurarse de que no sería

molestadas. Así es que, cuando pasaron marmtones, guardias, pajes y maestresalas, volvieroa su mesa, y el sol que antes iluminó un instate sus rostros encantadores, ahora sólo alumbraba los lirios, las primaveras y el rosal.

¡Bah! ––dijo Montalais, ocupando su asiento.

 –– Madame almorzará bien sin mí.

 –– ¡Oh! Seréis castigada; Montalais ––contes

la otra joven sentándose muy despacio. –– ¿Castigada? ¡Ah! Sí, es decir, privada d

paseo. ¡Eso es lo que yo deseo, ser castigadSalir en el gran coche colgada a una portezuel

volver a la izquierda, torcer a la derecha po

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caminos cubiertos de surcos, por donde se adelanta una legua en dos horas, y después, volvederecho por el ala del castillo donde está la ve

tana de María de Médicis, para que Madamdiga como acostumbra: “ .¡Quién creyera qupor ese sitio se salvó la reina Maria! ¡Cuarentasiete pies de altura! ¡La madre de dos príncipey de tres Princesas!” Si esto es una diversió

Luisa, deseo ser castigada todos los días, sobtodo si mi castigo consiste en quedarme con voy escribir cartas tan interesantes como las quescribimos.

 –– ¡Montalais! ¡Montalais! Hay deberes que menester cumplir.

 ––De esto podéis hablar muy cómodamentquerida, vos, a quien dejan libre. Vos sois

única que recoge todas las ventajas, sin teneninguna obligación; vos, que sois más dama dhonor de Madame que yo misma, porque ponde rechazo en vos todos sus afectos; de modque entráis en esta triste casa, como los pájaro

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en este patio, respirando el aire, jugueteandcon las flores y picoteando los granos sin teneque hacer el menor servicio, ni sufrir el meno

aburrimiento. ¡Y sois vos quien me habla ddeberes! En verdad, bella perezosa, ¿cuáles sovuestros deberes sino escribir a ese hermosRaúl? Y como no le escribís, resulta; según creque también vos abandonáis un poco vuestra

obligaciones.Luisa asumió grave aspecto, apoyó la barb

en una mano, y, con aire ingenuo:

¡Echadme en cara mi bienestar! ––exclamó–Vos tenéis un porvenir; sois de la Corte, y si rey se casa llamará a su lado a Monsieur. ¡Vréis espléndidas fiestas, y también al rey, qusegún dicen, es tan hermoso!

 ––Y, además, veré a Raúl, que está al lado dpríncipe ––repuso con malignidad M antalais;

 –– ¡Pobre Raúl! ––dijo Luisa suspirando.

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 ––Éste es el momento de escribirle, queridmía: vamos, volvamos a comenzar ese famosCaballero Raúl que estaba al principio del pap

desgarrado.Entonces le entregó la pluma, y, con una de

ciosa sonrisa, dio valor a su mano, que trazvivamente las palabras indicadas.

 –– ¿Y ahora? ––dijo Luisa. ––Ahora, escribid lo que pensáis ––respond

Montalais.

 –– ¿Estáis cierta de que yo pienso algo?

 ––En alguno pensáis.

 –– ¿Eso creéis, Montalais?

 ––Luisa, Luisa, vuestros ojos azules son pr

fundos como el mar que vi en Boulogne el añpasado. No, me engaño, el mar es pérfidvuestros ojos son profundos como el azul quvemos allá arriba, sobre nuestras cabezas.

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Pues bien, una vez que tan claro leéis en mojos, decidme lo que pienso.

 ––En primer lugar, no pensáis en el caballe

Raúl, sino en mi quer ido Raú l.

 –– ¡Oh!

 ––No os ruboricéis por tan poca cosa. M i qu

rido Raúl, decimos, me rogáis que os escribaParís; donde os retiene el servicio del príncipComo es preciso que os aburráis ahí para bucar distracciones con el recuerdo de una provinciana...

Luisa se levantó de repente.

 ––No, Montalais ––replicó sonriéndose––, nno pienso ni una palabra de todo eso. Miraesto es lo que pienso.

Tomó atrevidamente la pluma, y trazó copulso firme las palabras siguientes:

“ Habría sido muy desgraciada, si vuestr

obstinadas instancias para lograr de mi un re

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cuerdo, hubiesen sido menos vivas. Todo mhabla aquí de nuestros primeros años, tan dulccomo rápidamente transcurridos, que nunc

reemplazarán otros su encanto en mi corazón.”Montalais, que minaba correr la pluma y qu

leía, mientras que su amiga iba escribiendo, interrumpió palmoteando:

 –– ¡Sea enhorabuena! ––dijo––. Aquí sí quhay sinceridad, corazón, estilo; demostrad esos parisienses, querida mía, que Blois es ciudad donde mejor se habla:

 ––Sabe que Blois ha sido para mí el cielo. ––Eso es lo que yo quería decir, y que hablá

como un ángel.

 ––Termino, Montalais.

Y la joven continuó en efecto:

«Decís que pensáis en mí caballero Raúl; odoy las gracias; mas esto no puede sorpre

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derme, pues sé muy bien cuántas veces han latido juntos nuestros corazones.”

 –– ¡Oh! –– exclamó Mantalais ––. Tened cu

dado, corderita mía, mirad que hay lobos allá.Iba a contestar Luisa cuando resonó el galop

de un caballo bajo el pórtico del castillo.

 –– ¿Qué sucede? dijo Montalais acercándosela ventana––. ¡Un hermoso caballero, a fe!

 –– ¡Oh Raúl! ––murmuró Luisa, que habhecho el mismo movimiento que su amiga, que, poniéndose pálida, cayó palpitante cercde la carta sin terminar.

 –– ¡Éste sí que es un amante listo! –– exclamMontalais ––. Y que llega a tiempo.

 ––Retiraos, os lo ruego ––murmuró Luisa. –– ¡Bah! ¡Si no me conoce! Permitidme sab

lo que le trae aquí.

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I I

EL M ENSAJERO

Tenía razón la señorita de Montalais: el cabllero merecía llamar la atención.

Joven, de unos veinticuatro años y de hermo

sa estatura, llevaba con delgada, gracia el tramilitar de la época. Sus largas botas encerrabaun pie que no hubiera desdeñado la señorita dMontalais, si se hubiese transformado en hombre. Con una de sus manos, delicadas y nervi

sas, detuvo su caballo en medio del patio, y cola otra alzó el sombrero de largas plumas qusombreaban su fisonomía, grave y sincera a vez.

Al ruido del caballo despertaron los guardiay pusiéronse en pie. El joven dejó que uno dellos se aproximara hasta el arzón de la silla, inclinándose hacia él dijo con voz clara, que fu

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oída perfectamente desde la ventana en que srecataban ambas jóvenes:

 ––Un mensaje para Su A lteza Real.

 –– ¡Ah! ¡Ah! –– exclamó el guardia ––. ¡Oficiaun mensajero! Pero este excelente soldado sabmuy bien que no parecería ningún oficial, poque el único que podía aparecer permanecía e

lo último del castillo, en una habitación pequeña que daba a los jardines. Así es que se apresuró a añadir:

 ––Caballero, el oficial está de ronda; pero e

su ausencia debe avisarse al señor de SainRemy, mayordomo del Palacio.

 –– ¡El señor de Saint-Remy! ––repitió el cabllero ruborizándose.

 –– ¿Le conocéis?

 –– ¡Oh! Sí… Os ruego le aviséis al punto, paque mi visita sea anunciada lo más pronto psible a Su Alteza.

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 ––Parece que el asunto es urgente ––dijo guardia como si hablase consigo mismo, peen realidad con la esperanza de obtener un

contestación.El mensajero hizo un signo afirmativo de c

beza.

 ––Entonces ––añadió el guardia––, yo mism

voy a buscar al mayordomo de Palacio.El joven, entretanto, echó pie a tierra, y mie

tras los otros soldados advertían todos los movimientos del caballo del mensajero, el guardi

volvió atrás diciendo: ––Dispensad, caballero, mas decidme vuest

nombre, si gustáis:

 ––Vizconde de Bragelonne, de parte de Su A

teza el señor príncipe de Condé.

El soldado hizo un reverente saludo, y, comsi el nombre del vencedor de Rocroy y de Len

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le hubiese dado alas, subió ligero la calera papenetrar en las antecámaras.

No había tenido tiempo siquiera el señor d

Bragelanne de atar su caballo a los barrotes dhierro de la escalinata, cuando llegó desaletado el señor de Saint-Remy, sosteniendo sabultado vientre con una de sus manos, mie

tras que con la otra hendía el aire, como un pecador las olas con su remo.

¡Ah, señor vizconde; vos en Blois! –murmuró––. ¡Esto es una maravilla! ¡Buenodías, caballero Raúl, buenos días!

 ––Mil respetos, señor de Saint-Remy.

 ––La señora de La Vallière, quiero decir qula señora de Saint-Remy va a tener un gran pla

cer en veros. Pero venid, Su Alteza Real esalmorzando. ¿Hemos de interrumpirle? ¿Egrave el asunto?

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 ––Sí y no, señor de Saint-Remy. Con todo, umomento de tardanza podría producir algundesazón a Su Alteza Real.

 ––Si es así, quebrantemos la consigna, señovizconde. Venid; Monsieur está hay de uhumor delicioso. Además, nos daréis noticia¿no es cierto?

 ––Grandes, señor de Saint-Remy. –– ¿Y buenas; presumo?

 –– ¡Óptimas!

 ––Pues entonces, venid pronto, muy pronto–exclamó el buen hombre que se arreglaba cminando.

Raúl siguióle, sombrero en mano; algo asu

tado del ruido solemne que hacían las espuelasobre el tillado de las inmensas salas:

En el momento de desaparecer en el interiodel palacio, volvió a oírse en la ventana de

patio un cuchicheo animado que demostraba

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emoción de las jóvenes; pronto debieron tomaalguna resolución, porque una de las dos cabezas desapareció: la del pelo negro; la otra pe

maneció detrás del balcón oculta entre las florey mirando con atención, por los recortes de laramas la escalinata por la que el señor de Braglonne hizo su entrada en el palacio.

Mientras tanto proseguía su camino el objede tanta curiosidad, siguiendo las huellas dmayordomo de Palacio. El rumor de pasos acelerados, el olor de vinos y viandas, y el ruido dcristales y de vajilla le dieron a entender qu

llegaba al fin de su carrera.Pajes, criados y ofíciales, reunidos en la sa

que precedía al comedor, acogieron al reciéllegado con la proverbial cortesía de este paí

algunos conocían a Raúl, y casi todos sabíaque llegaba de París. Podría decirse que su etrada suspendió por un instante el servicio.

El hecho es, que un paje que echaba de bebe

a Su Alteza, al oír las espuelas en la cáma

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vecina, se volvió como un niño, sin notar qucontinuaba vertiendo, no en el vaso del príncpe, sino en los manteles.

Madame, que no estaba preocupada como sglorioso marido, notó la distracción del paje.

 –– ¡Muy bien! ––dijo ella.

 –– ¡Muy bien! ––repitió Monsieur.

El señor de Saint-Remy, que asomaba la cabza por la puerta, aprovechó el momento.

 –– ¿Por qué molestarme? ––dijo Gastón ace

cándose el enorme trozo de uno de los máenormes salmones que hayan remontado el Lora para dejarse pescar entre Paimboeuf y SainNazaire.

 ––Es que viene un mensajero de París. ¡OPero después del almuerzo de monseñor tenemos tiempo

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 –– ¿De París?... ––exclamo el príncipe dejandcaer su tenedor––, ¿Y de parte de quién vienese mensajero?

 ––De parte del príncipe; ––apresuróse a decel mayordomo.

Sabemos ya que así era como se llamaba príncipe de Condé.

 –– ¿Un mensajero del príncipe? ––dijo Gastócon inquietud que no se ocultó a ninguno de lopresentes, y que en consecuencia redobló general curiosidad.

Monsieur se creyó quizá trasladado a lotiempos de aquellas bienaventuradas conspirciones, en las cuales producía inquietud el rudo de las puertas, en que toda epístola pod

contener un secreto de Estado, y todo mensaservir a una intriga sombría y complicada: Tvez también el gran nombre del príncipe sdesplegaba bajo las bóvedas de Blois con laproporciones de un fantasma.

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Monseñor echó atrás su asiento.

 –– ¿Digo al mensajero que espere? preguntel señor de Saint-Remy.

Una mirada de Madame animó a Gastón, qureplico:

 ––No, al contrario, hacedle entrar al instantA propósito, ¿quién es él?

 ––Un caballero de este país; el señor vizcondde Bragelonne.

 –– ¡Ah! ¡Muy, bien! Que entre, Saint-Remy.

Y cuando hubo dicho estas palabras, con sacostumbrada gravedad, Monsieur miró de tmanera a la gente de su servicio, que todoservidores, oficiales y escuderos, dejaron la se

villeta y el cuchillo, e hicieron hacia la segundcámara una retirada tan rápida como deordenada.

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Este pequeño ejército abrióse en dos filacuándo Raúl de Bragelonne, precedido del sñor de Saint-Remy, entró en el comedor.

El breve momento de soledad que había prporcionado esta retirada, permitió a Monsieutomar un aspecto diplomático. No se movió dsu postura, y esperó a que el mayordomo colo

cara al mensajero frente a él. Raúl se detuvo a mitad de la mesa, de modo que se encontrasentre Monsieur y Madame. Desde éste sithizo un saludo muy reverente para Monsieuotro muy elegante para Madame, y esperó a qu

Monsieur le dirigiese la palabra.El príncipe, por su parte, esperaba a que la

puertas estuviesen bien cerradas; no quervolver la cabeza para asegurarse de ello, lo cu

no hubiera sido oportuno; pero escuchaba cotoda su alma el ruido de la cerradura, que prometía, por lo menos, una apariencia de secreto.

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Cuando estuvo cerrada la puerta, Monsieulevantó los ojos, miró al vizconde de Bragelone y le dijo:

 ––Según parece llegáis de París, caballero. ––En este instante, monseñor.

 –– ¿Cómo se encuentra el rey?,

 ––Su Majestad goza de perfecta salud. –– ¿Y mi cuñada?

 ––Su Majestad, la reina madre, sigue padciendo del pecho. No obstante, hace un mes qu

está mejor.

 –– ¿Me han dicha que venís de parte del prícipe? Seguramente, se engañan.

 ––No, monseñor. El señor príncipe me ha ecargado que ponga en manos de Vuestra Altza, esta carta, y espere la contestación.

Raúl se había conmovido algo con esta acogda fría y meticulosa; su voz había descendid

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insensiblemente hasta el diapasón de la dpríncipe, de modo que ambos hablaban casi evoz baja. El príncipe olvidó que él era la caus

de este misterio y tuvo miedo.Recibió con ojos extraviados la epístola d

príncipe de Condé, rompió el sobre como hubiera abierto un paquete sospechoso, y pa

que nadie pudiese notar el efecto de su rostro svolvió de espaldas.

Madame siguió con una ansiedad casi igualla del príncipe todos los movimientos de saugusto esposo.

Raúl, impasible y algo desembarazado por preocupación de sus huéspedes, miró desde spuesto por la ventana, abierta ante él, el jardínlas estatuas que lo adornaban.

 –– ¡Ah! ––exclamó de pronto Monsieur couna sonrisa radiante––. He aquí una sorpresagradable y una deliciosa carta del príncipe dCondé. Tomad, señora.

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La mesa era bastante ancha para, que el brazdel príncipe pudiese alcanzar la mano de princesa: Raúl se apresuró a ser su interm

diario, y lo hizo con tanta gracia que admiró la princesa, valiendo un cumplimiento adulador al vizconde.

 ––Sin duda sabréis el contenido de esta car

preguntó Gastón a Raúl. ––Sí, monseñor; el príncipe me dio prime

verbalmente el mensaje, mas después reflexinó S. A. y tomó la pluma.

 ––Es una hermosa letra ––repuso Madame–pero yo no puedo leer.

 –– ¿Queréis leer a Madame, señor de Braglonne? ––dijo el duque.

 ––Sí, leed, os lo suplico, caballero.

Raúl comenzó la lectura, a la cual presMonsieur toda atención.

La carta estaba escrita en estos términos:

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“ Monseñor: El rey marcha hacia la frontery ya sabéis que está para celebrarse el matmonio de S. M . El rey me ha hecho el honor d

nombrarme su mariscal aposentador para esviaje, y como yo sé cuan intensa será la alegrque tendrá. S. M. en pasar un día en Blois, matrevo a pedir a V.A.R., permiso para señalacon mi lápiz el castillo que habita. Pero si

imprevisto de esta demanda pudiera causaalguna molesta a V.A.R., os suplico me lo digápor el mensajero que os envío, que es un getilhombre de mi casa, el señor vizconde de Br

gelonne. Mi itinerario está pendiente de la decsión de V.A.R., y en vez de seguir por Blois indicaré a Vendâme o Remoratin. Me atrevo esperar que V. A. R. acogerá mi petición comuna prueba de mi consideración sin límites y d

mi deseo de serle grato.” ––Nada tan honroso para nosotros ––contes

Madame, que había consultado más de una vedurante la lectura las miradas de su esposo.–

¡El rey aquí! ––exclamó quizá algo más alto d

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lo necesario para que el secreto permaneciesguardado.

 ––Caballero ––dijo a su vez Su Alteza, t

mando la palabra––, daréis las gracias al prícipe de Condé, y le manifestaréis todo mi recnocimiento por el placer que me proporciona.

Raúl se inclinó.

 –– ¿Qué día llega Su Majestad? ––prosiguió príncipe.

 ––Según todas las probabilidades, esta noche

 ––Pues entonces, ¿cómo se sabría mi respueta, en caso de ser negativa?

 ––Yo tenía el encargo de volver apresuradmente a Beaugency para dar la contraorden

correo, quien volviendo también atrás la daral príncipe.

 –– ¿Conque Su Majestad está en Orleáns?

 ––Más cerca, monseñor; Su Majestad deb

haber llegado a Meung en este momento.

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 –– ¿Le acompaña la Corte?

 ––Si, monseñor.

 ––A propósito: me olvidaba pediros noticiadel señor cardenal. ––Su Eminencia parecgozar de buena salud.

 ––Sin duda, le acompañarán sus sobrinas.

 ––No, Monsieur; Su Eminencia ha mandadolas señoritas Mancini marchar a Bourges; segurán por la orilla izquierda del Loira, mientras Corte viene por la derecha.

 –– ¡Cómo! ¿La señorita María Manciabandona de ese modo la Corte? ––pregunMonsieur, cuya reserva empezaba a debilitarse

 ––Sin duda ––contestó discretamente Raúl.

Una sonrisa fugitiva, vestigio imperceptibde su antiguo talento de ruidosas intrigailumino las mejillas del príncipe.

 ––Gracias; señor de Bragelonne ––dijo ento

ces Monsieur––; quizá no queráis dar al prínc

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pe la comisión, que desearía encargaros, y eque su mensajero me ha sido muy agradablpero yo mismo se lo diré.

Raúl inclínóse para par las gracias a Monsieupor el honor que le hacia.

Monsieur hizo una seña a Madame, que dun golpe en el timbre que había a su derecha.

A l instante entró el señor de Saint-Remy, y cámara se llenó de gente.

Señores ––dijo el príncipe––, Su Majestad mhace el honor de venir a pasar un día en Bloicuento con que eI rey, mi sobrino, no tendque arrepentirse del honor que me hace.

 –– ¡Viva el rey! ––exclamaran con entusiasmfrenético todos los oficiales de servício, y el s

ñor de Saint-Remy antes que nadie.

Gastón bajó la cabeza tristemente; toda su vda había teenido que oir, o más bien, que sufrese grito de ¡viva el rey! que pasaba por encim

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de él. Ya hacía algún tiempo que no lo escuchba, habían descansado sus oídos, y ahora unmonarquía más joven, más viva y más brillant

surgía delante de él como una nueva y dolorosprovocación.

Madame conoció los sufrimientos de aqucorazón tímido y sombrío, y se levantó de

mesa; Monsieur la imitó maquinalmente; y todos los servidores, con rumor de colmena, rdearan a Raúl para hacerle preguntas.

Madame observó este movimiento y llamó señor de Saint-Remy.

 ––Esta no es hora de charlas, sino de trabaj––dijo con acento de ama ––de gobierno que senoja.

El señor de Saint-Remy se apresuró a rompeel círculo formado por los oficiales que rodeaban a Raúl, de suerte que éste pudo salir a antecámara.

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 ––Que se cuide a ese caballero ––repuso Mdame dirigiéndose –– al señor, de Saint-Remy.

El buen hombre corrió al instante detrás d

Raúl. ––Madame nos ruega que refresquéis aquí –

dijo––; además, hay para vos otro alojamienen el castillo.

 ––Gracias, señor de Saint-Remy ––contesBragelonne––; ya sabéis cuánto tardo en ir ofrecer mis deberes al señor conde, mi padre.

 ––Es verdad, caballero Raúl; os suplico que,la vez, le presentéis mis respetos.

Raúl se despidió del caballero y continuó scamino

Al pasar por el porche llevando de la brida scaballo, una vocecita llamóle desde el fondo duna avenido obscura.

 –– ¡Caballero Raúl! ––dijo la voz.

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El joven volvióse, sorprendido, y vio una muchacha morena que apoyando un dedo en sulabios le tendía la mamo.

Esta joven le era desconocida.

I I I

LA ENTREVISTA

Raúl se adelantó hacia la joven que lo llamaba, y le dijo:

 –– ¿Y el caballo, señora?

 –– ¡Y eso os apura! Salid; en el primer pathay un cobertizo; atad en él vuestro caballo venid al y instante.

 ––Obedezco; señora.

Raúl no tardó en hacer lo que le habían madado, y al volver vio en la obscuridad a su mi

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teriosa conductora, que le aguardaba en loprimeros peldaños de una escalera de caracol.

 –– ¿Sois bastante valiente para seguirme, s

ñor caballero errante? ––preguntó la joveriéndose de la duda que había manifestado Raúl. Éste respondió siguiendo la obscura escalra. Así subieron tres pisos, él detrás de ella,

tocando con sus manos una ropa de seda qurozaba por las paredes de la escalera. Cada veque Raúl daba un taba un chito severo y le tedía una mano suave y perfumada.

 ––Se subiría así hasta la torre del castillo, scurarse del cansancio en falso, su conductora gricio ––dijo Raúl.

 ––Lo cual significa, caballero, que estáis mufatigado y muy inquieto; pero tranquilizaos, yhemos llegado.

La joven empujó una puerta, y al instante, stransición alguna, llenóse de un torrente de lula escalera.

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La joven; marchaba, él la seguía; ella entró euna cámara, Raúl también.

Al momento oyó dar un grito se volvió a do

pasos, con las manos juntas y los ojos cerradoa aquella hermosa joven rubia, de ojos azules de blancos hombros, que al conocerle le habllamado Raúl.

La vio y advirtió tanto amor y tanta felicidaen la expresión de sus ojos, que se dejó caer emedio de la sala murmurando el nombre dLuisa.

 –– ¡Ah! ¡Montalais! ¡Montalais! ––exclamó éta suspirando––. Es un gran pecado engañar deste modo.

 –– ¡Yo! ¿Yo os he engañado?

 ––Sí, me dijisteis que íbais a adquirir noticiay hacéis subir aquí al caballero.

 ––Eso era preciso. De otro modo, ¿cómo habde recibir la carta que le escribíais?

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Y señaló con el dedo la carta que aún estabsobre la mesa. Raúl se adelantó para cogerlpero Luisa, más rápida, aunque con una vacila

ción física muy notable, alargó la mano padetenerle. Raúl encontró aquella mano tibtemblorosa, la estrechó entre las suyas y aproximó respetuosamente a sus labios, qudepositó en ella más bien un soplo que un beso

Entretanto la señorita de Montalais había tmado la carta; y después de haberla dobladcon cuidado en tres dobleces como hacen lamujeres; la deslizó en su pecho.

 ––No tengáis miedo Luisa ––dijo––; este cabllero no vendrá a cogerla de aquí, pues el difuto monarca Luis XIII no cogía las billetes en corsé de la señorita de Hautefort.

Raúl se ruborizó al ver la sonrisa de las dojóvenes, y no notó que la mano de Luisa pemanecía aún entre las suyas.

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 –– ¡Bueno! –– dijo Montalais ––. Ya mhabéis perdonado, Luisa, por haberos traídal señor, y vos caballero, me debéis amar po

haberme seguido, para ver a esta señoritAhora, pues, que la paz está hecha, charlarmos como antiguas amigos. PresentadmLuisa, al señor de Bragelonne:

 ––Señor vizconde––dijó Luisa con su graciosonrisa––, tengo el honor de presentaros a señorita Aura de Montalais, dama de honor dSu Alteza Real Madame, y además mi mejoamiga.

Raúl saludó ceremoniosamente.

 –– ¿Y a mí, Luisa ––preguntó éste––, no mpresentáis también a esta señorita?

 –– ¡Oh! ¡Ella os conoce! ¡Lo conoce todo!Estas palabras hicieron reír a Montalais

suspirar de dicha a Raúl, que las había interprtado de este modo: ella conoce todo nuest

amor.

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 ––Ya están hechos los cumplimientos, señovizconde ––dijo Montalais––, sentaos aquí decidnos muy pronto la noticia que nos traé

corriendo de ese modo. ––Eso ya no es un secreto, señorita; el rey, al

a Poitiers, se detiene en Blois a fin de ver a SAlteza Real.

 –– ¡El rey aquí! ––exclamó Montalais palmteando––. ¡Vamos a ver a la Corte! ¿Concebeso, Luisa? ¡La verdadera corte de París! ¡ODios santo! Pero, ¿cuándo será eso, caballero?

 ––Tal vez hoy, señorita; pero de seguro mñana.

Montalais hizo un ademán de despecho.

 –– ¡No hay tiempo para prevenirse, ni pa

prepararse un traje! ¡Vamos a parecernos a loretratos del tiempo de Enrique IV ¡Ah; señoqué mala nueva habéis traído!

 ––Señoritas, siempre estáis hermosas:

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 ––Sí, siempre estaremos hermosas, porque naturaleza nos ha criado pasaderas; mas estremos en ridículo, porque la moda nos hab

olvidado. ¡Ah, ridículas! ¿A mí me han de veridícula?

 –– ¿Quiénes? ––dijo cándidamente Luisa.

 –– ¿Quiénes? ¡Qué singular sois, querida!

¿Es una pregunta la que me hacéis? H an de vequiere decir todo el mundo, quiere decir locortesanos, los señores, el rey.

 ––Perdonad, mi buena amiga, pero como tod

el mundo está acostumbrado aquí a vernos tles como somos...

 ––No lo niego, mas esto va a cambiar, y nostras estaremos en ridículo, aun para Blois; po

que junto a nosotras van a verse las modas dParís, y al instante se echará de ver que estamoa la moda de Blois... ¡Esto desespera!

 ––Tranquilizaos, señorita.

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 ––¡Ah! ¡Basta.! Corriente, tanto peor para loque no me encuentren a su gusto ––dijo filosófcamente Montalais.

 ––Esos serán muy descontentadizos –respondió Raúl, fiel a su sistema de galantería.

 ––Gracias, señor vizconde. ¿Decíamos que rey viene a Blois?

 ––Con toda la Corte.

 –– ¿Y vendrán las señoritas Mancini?

 ––No, ciertamente.

 ––Como dicen que el rey no puede estar sin señorita María…

 ––Pues será menester que se conforme. Así quiere el señor cardenal, y ha desterrado a su

sobrinas a Bourges. –– ¡Hipócrita!

 –– ¡Silencio! ––murmuró Luisa poniendo udedo sobre sus rosados labios.

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 –– ¡Bah! Nadie puede oírme. Digo que el vieMazarino es un hipócrita, que trata de hacer su sobrina reina de Francia.

 ––No, señorita, por el contrario; el señor cadenal hace casar a su Majestad con la infanMaría Teresa.

Montalais miró de frente a Raúl, y le di jo:

 –– ¿Y lo creéis vosotros, los parisienses? Smos más poderosos que vosotros en Blois.

 ––Señorita, si el rey sale de Poitiers y parpara España, y si se firman los artículos del cotrato de matrimonio entre don Luis de Haro Su Eminencia, bien comprenderéis que éstos nson, ya juegos de niño.

 –– ¡Ya! Pero creo que el rey es el rey.

 ––Sin duda, señorita, pero el cardenal es cardenal.

 –– ¿No es un hombre el rey? ¿No ama a Mar

Mancini?

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 ––La idolatra.

 ––Pues bien, se casará con ella; tendremoguerra con España; Mazarino, gastará alguno

millones que tiene guardados; nuestros caballeros harán heroicidades peleando contra los firos castellanos; muchos volverán coronados dlaureles, y nosotras los coronaremos de mirt

Así concibo yo la política. ––Sois una loca, Montalais ––repuso ––Luisa

–, y cada exageración os atrae como la luz a lamariposas.

 ––Luisa, sois de tal manera razonable, que namaréis nunca.

 –– ¡Oh! –– dijo Luisa ––. ¡Comprended, Motalais! La reina madre desea casar a su hijo co

la infanta: ¿queréis que el rey desobedezca a smadre? ¿Es digno de un corazón real, como suyo, dar malos ejemplos? Cuando los padreprohíben el amor, hay que renunciar a él.

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Y Luisa respiró; Raúl bajó los ojos; Montalase echó a reír.

 ––Yo no tengo padres ––dijo de pronto.

 ––Sin duda, tendréis noticias de la salud dseñor conde de la Fére ––dijo Luisa después dese suspiro, que tantos dolores había manfestado en su elocuente expansión.

 ––No señorita ––contestó Raúl––, aún no hhecho visita a mi padre, pues iba a su cascuando la señorita de Montalais tuvo a bien dtenerme; espero que el señor conde esté buen

no habréis oído decir nada en contrario, ¿ecierto?

 ––Nada, caballero, nada, ¡gracias a Dios!

Reinó aquí un silencio, durante el cual do

almas preocupadas por la misma idea se comprendieron perfectamente, aun si la asistencde una sola, mirada.

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 –– ¡Ay! ¡Dios, mío! A lguien sube… ––exclamde pronto Montalais.

 –– ¿Quién será? ––dijo Luisa levantándo

muy sobresaltada. ––Señoritas, yo estorbo mucho, y sin duda h

sido muy imprudente ––observó Raúl.

 ––Es un andar pesado ––dijo Luisa:

 –– ¡Ay! Si es sólo el señor Malicorne ––replicMontalais––, no nos movamos.

Luisa y Raúl miráronse para preguntars

quién era ese señor Malicorne. ––No os sobresaltéis ––prosiguió Montalais–

no es celoso.

 ––Pero, señorita ––murmuró Raúl.

 ––Comprendo... Pues bien, es tan discrecomo yo.

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 –– ¡Dios santo! ––exclamó Luisa, que habpuesto el oído en la puerta entreabierta––. ¡Solos pasos de mi madre!

 –– ¡La señora de Saint-Remy! ¿Dónde mocultó? ––dijo Raúl, asiéndose al vestido dMontalais, que parecía haber perdido la cabeza

 ––Sí ––dijo ésta––, sí, oigo, crujir los chapine

¡Es vuestra excelente madre!.. Señor vizcondes bien lamentable que la ventana de sobre uempedrado y esté a cincuenta pies de altura.

Raúl miró abajo con ojos extraviados, y Luis

le cogió de un brazo y le detuvo. –– ¡Ah! ¡Soy una loca! ––dijo Montalais–

¿No está aquí el armario de trajes de ceremonia? Verdaderamente, parece hecho para esto.

Ya era tiempo; la señora de Saint-Remy submás aprisa que de costumbre, y llegó en el momento mismo en que Montalais, como en laescenas de sorpresa, cerraba el armario apo

yando su cuerpo en la puerta.

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 –– ¡Ay! ––exclamó la señora de Saint-Remy–¿Vos aquí, Luisa?

 ––Sí, señora ––respondió ésta, más pálida qu

si hubiese sido convicta de un crimen. –– ¡Bueno! ¡Bueno!

 ––Sentaos, señora ––dijo Montalais ofreciendel sillón a la de Saint-Remy, y .colocándole dsuerte que diese la espalda al armario.

 ––Gracias, señorita Aura, gracias venid proto hija mía, vamos.

 –– ¿Dónde 'deseáis que vaya, señora? –– ¿Dónde? A la habitación, es preciso prep

rar vuestro tocado.

 –– ¿Cómo? ––dijo Montalais simulando so

presa; pues temía que Luisa cometiese algunindiscreción.

 –– ¿Conque no sabéis las noticias? ––preguntla señora de Saint-Remy.

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 –– ¿Qué noticias, señora? ¿Queréis que dojóvenes sepan algo desde este palomar?

 –– ¡Qué!... ¿No habéis visto a nadie?...

 –– ¡Señora, habláis de un modo misterioso nos hacéis quemar a fuego lento! ––exclamMontalais; que espantada de ver a Luisa cadvez más pálida, no sabía a qué santo encome

darse.Pero acentuó en su compañera una mirad

elocuente, una de esas miradas que darían intligencia a un muro. Luisa señalaba a su amig

el sombrero de Raúl que permanecía sobre mesa.

Adelantóse Monlalais, y cogiéndole con mano izquierda, lo pasó detrás de sí a la dere

cha y lo ocultó sin dejar de hablar. ––Pues bien ––dijo la señora de Saint-Remy–

acaba de llegar un correo que nos anuncia próxima llegada del rey. Conque, señoritas, s

trata de estar hermosas.

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 –– ¡Pronto! ¡Pronto! –– exclamó Montalais –seguid a vuestra señora madre, Luisa, y dejadme arreglar mi traje de ceremonia.

Luisa levantóse, su madre la tomó de la many la condujo hacia la escalera.

 ––Venid ––dijo.

Y añadió en voz baja:

 ––Cuando yo os mando que no subáis al cuato de Montalais, ¿por qué no obedecéis?

 ––Señora, es mi amiga. Además, acababa d

venir. –– ¡No ha hecho ocultar a nadie delante d

vos?

 –– ¡Señora!

 ––Os digo que he visto un sombrero de hombre; el de ese perillán.

 –– ¡Señora! ––exclamó Luisa.

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 –– ¡De ese haragán de Malicorne! Una donclla frecuentar de ese modo... ¡ah!

Y sus voces perdiéronse en las profundidade

de la escalera.Montalais no había perdido ni palabra de es

diálogo, que el eco le enviaba como un embudEncogíase de hombros, y viendo a Raúl fue

de su escondite, que también había escuchado –– ¡Pobre Mantalais! ––dijo ¡Víctima de

amistad!... ¡Pobre Malicorne! ¡Víctima del amoDetúvose mirando el aspecto tragicómico d

Raúl, que estaba. asombrado de haber sorpredido en un día tantos secretos:

 –– ¡Oh! Señorita ––dijo–– ¿cómo podré pgar tantas bondades?

 ––Algún día ajustaremos cuentas –repuso––; por el momento; salid pronto, señode Bragelonne, porque la señora de Saint Rmy no es muy indulgente y alguna indiscre

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ción por su parte podría traer aquí una visidomiciliaria enojosa para todos. ¡Adiós!

 ––Pero Luisa... ¿Cómo saber...?

 –– ¡Andad! ¡Andad!..

El rey Luis XI supo muy bien lo que haccuando inventó el correo.

 –– ¡Ah! ––exclamó Raúl. –– ¿Y no estoy yo aquí que valgo por todo

los correos del reino? ¡Pronto! ¡A caballo, y qusi la señora de Saint––Rèmy sube a echarme u

sermón de maraí, que ya no os encuentre aquí ––Todo se lo dirá a mi padre; ¿no es verdad?

– murmuró Raúl ––.¡los reñirá!

 –– ¡Ah, vizconde! Ya se ve que venís de

Corte; sois miedoso como el rey: ¡Vaya! –– ¡Aquí, en Bleis, nos pasamos muy bien s

el consentimiento de papá. Preguntádselo Malicorne.

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Y al pronunciar estas palabras, la joven pusoRaúl en la puerta empujándole por los hombros; éste se deslizó a lo largo del porche, mo

tó a caballo, y partió a todo escape como si llevara detrás á los ocho guardias de Monsieur.

IV

PADRE E HIJO

Raúl continuó, sin detenerse, el camino dBlois a la casa en que vivía el Conde de la Fère

El lector nos dispensará una retratada decripción. Ya en otros tiempos hemos penetradallí juntos y la conoce.

Sólo que, desde la última vez que la cogimo

los muros se han obscurecido algo por razón dla intemperie; los árboles han crecido, y algunoque antes extendían apunas sus flexibles ramapor entre las desigualdades del suelo, acopadoahora y espesos, extienden su ramaje arenad

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de vegetación; ofreciendo al viajero flores frutos:

Raúl distinguió desde lejos el caballete del te

jado; las dos torrecillas desde las que se divisba su casa solariega, y vio también entre loolmos su palomar, a los pichones que revoloteaban alrededor del cono de ladrillos, como lo

recuerdos alrededor de un alma tranquila.Cuándo se acercó más, oyó él ruido de las g

rruchas que reclusaban bajo el peso de los macizos cubos; y le pareció también, oír el melacólico gemido del agua que vuelve a caer en pozo, ruido triste, monótono, solemne; que hire el oído del niño y del poeta, soñadores; qulos ingleses llaman splash, los poetas árabegasgachau, y que nosotros los franceses, qu

bien quisiéramos ser poetas, no podemos trducir más que con una perífrasis: le bruit dl'eau tombant ches l'eau.

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Hacía más de un año que no iba Raúl a versu padre. Todo ese tiempo lo había pasado lado del príncipe de Condé:

Este gran señor, después de las antiguas pacialidades del tiempo de la Fronda, se habreconciliado con la Corte de una manera francy solemne: Mientras había durado la divisió

entre el rey y el príncipe, éste; pues se aficional de Bragelonne, le había ofrecido cuantas vetajas pueden seducir a un joven en el principde su carrera porque siguiese su partida.

El conde de la Fère, siempre fiel a sus princpios de realismo, explicados un día bajo labóvedas de San Dionisio, hablase negandsiempre en nombre de su hijo a todos los ofrecimientos. Hizo más en lugar de seguir al Co

dé en su rebelión, siguió al de Turena, combatiendo incesantemente por el rey igualmencuando Turena parece construido del agua cyendo en el agua.

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Pareció abandonar la causa real, le abandontambién para ponerse de parte del de Condcomo antes lo hiciera del de Turena. Resultó d

esta línea de conducta, que Raúl, ttan jovecomo era, tenía, inscritas más de diez victoriaen su hoja de servicios, y ninguna derrota dque tuviera ,que sonrojarse ú conciencia.

Así, pues; Raúl, según lo había querido spadre; sirvió constantemente la fortuna de LuXIV, no obstante todas las oscilaciones edémicas y casi inevitables en tiempos tan azarsos.

El de Condé, vuelto a la gracia real, usó dprivilegio de amnistía, pidiendo entre otracosas la vuelta de Raúl a su servicio. El condde La Fère, que comprendió el estado de la

cosas con su talento perspicaz, se lo mandinmediatamente.

Un año había transcurrido después, de esausencia del padre y el hijo; algunas carta

habían dulcificado en parte los rigores de

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ausencia. Ya hemos observado que Raúl, dejaben Louis otro amor que el filial y afectuoso entre padres e hijos.

Mas hemos de hacerle justicia; a no haber sidpor la casualidad y la señorita de Montalaidos demonios tentadores, Raúl hubiese partidsin detenerse a ver a su padre, así que ejecutó

mensaje; aun cuando llevase en el corazón amante recuerdo de su querida Luisa.

La primera parte del camino iba preocupadcon el recuerdo de la entrevista que acababa dtener con su amada; la segunda, con el pensmiento del amigo amado a quien tardaba eabrazar.

Encontró abierta la puerta del jardín Y se mtió por ella con su caballo, atropellando las filay cuadros, y atrayendo sobre sí la ira de un viejo, vestido con capotillo de color violeta y gorrviejo de terciopelo en la cabeza.

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El buen viejo estaba escardando una calle drosales enanos y margaritas, y no podía toleraque se destruyese con el casco de un caballo

piso de sus calles de arena cernida.Aventuró el principio de un juramento cont

el recién llegado; pero volviendo éste la cabezla escena cambió en un momento. Apenas

hubo conocido, cuando incorporándose echó correr en dirección de la casa, dando gritos, queran en él el paroxismo de una alegría Inca.

Raúl llegó hasta las cuadras, dio su caballo un lacayo joven, y subió las escaleras con unalegría que hubiera regocijado el corazón de spadre:

Atravesó la antecámara, el corredor y el salósin encontrar a nadie; por último, habiendalegado, a la puerta del gabinete del conde dFère, llamó impaciente a su padre, y sin escchar apenas la voz grave de éste, que le contetó al punto que entrase, se halló dentro de

habitación.

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El conde permanecía sentado junto a una msa cubierta de libros y , papeles: Su continenera siempre el de un noble y bien portado ca

ballero, pero, el tiempo había dado a su noblezy hermosura un carácter más imponente y ditinguido: frente sin arrugas, blanca cabellerojos vivos bajo un cerco de cejas perfecto, bigofino y apenas encanecido, marcando unos l

bios delgados que no parecían haber sentido contracción de las pasiones; cuerpo derecho delgado, mano descarnada: tal era el caballecuyas nobles hazañas habían merecido

aplauso de mil personas ilustres, bajo el nombde Athos. Cuando llegó Raúl ocupábase en crregir las páginas de un cuaderno mamegrittodo él redactado de su puño y lenta.

Raúl se lanzó en brazos de su padre con tanprecipitación, que el conde no tuvo ni tiempo fuerza suficientes para dominar la emoción qule embargaba.

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 –– ¡Vos aquí, vos aquí, Raúl! –– exclámó–¿Es posible?

 –– ¡Oh padre mío! ¡Cuánto me alegra de vo

veros ver! –– ¿No me contestáis, vizconde? ¿Habé

obtenido licencia para venir a Blois, o ha ocrrido en París alguna desgracia?

 ––A Dios gracias, señor ––respondió Raúl, srenándose––, no ha ocurrido nada malo; el rese casa, como tuve el honor de anunciares en múltima carta, y marcha a España. Su Majesta

pasará por Blois. –– ¿Para ver a Monsieur?

 –– Sí, señor conde. El príncipe me ha manddo delante para que la venida del rey no le co

giese de improviso, o más bien deseando precerle agradable.

 –– ¿Habéis visitado a Monsieur? preguntó vvamente el conde. He tenido ese honor:

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 –– ¿En el castillo?

 ––Sí, padre mío ––contestó Raúl bajando loojos, porque sin duda había sentido en la inte

rogación del conde algún otro sentido que unsimple curiosidad.

 ––En verdad que tengo el honor de cumpmentar por ello.

Raúl inclinóse en señal de agradecimiento.

 –– ¿No habéis visto en Blois otra persona? ,

 –– Señor, he visto, a Su A lteza Real Madame

 –– Está bien. No es de Madame de quien yhablo.

Raúl ruborizóse como un niño y no contesuna sola palabra. –– ¿No me entendéis, seño

vizconde? ––insistió el conde con indulgenseveridad.

 ––Os entiendo perfectamente, señor; y si prparo una respuesta, no es que trate de discu

parme con una mentira:

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 ––Bien, sé que no acostumbráis a mentir: Poeso me admiro de que tardéis en darme unrespuesta categórica: sí o no:

 ––No, puedo contestaros sino; comprendiédoos bien; y si os he entendido bien, váis a recbir de mal talante mis primeras palabras. Sduda os desagrada, señor conde, que haya vi

to… ––A la señorita de La Vallière; ¿no es así?

 ––Bien sé que es de ella de quien queréhablar, señor conde ––dijo Raúl con indecib

dulzura. ––Y yo os pregunto si la habéis visto:

 ––Señor, ignoraba cuando entré en el castilque se hallaba en él la señorita de La Vallièr

pero cuando me volvía, después de concluir mencargo, la casualidad nos ha puesto en presecia uno del otro: He tenido el honor de ofrecermis respetos.

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 –– ¿Y cómo se llama la casualidad que ohaya reunido a la señorita de La Vallière?

 ––La señorita de Montalais.

 –– ¿Quién es esa señorita de Montalais?

 ––Una joven que no conocía, y a quien nunchabía visto, la camarista de Madame.

 ––Señor vizconde, no continuaré mi interrgatorio, del cual me hago cargo por haber durado demasiado. Os tenía recomendado quhuyéseis lo posible a la señorita de La Vallièreque no la vieseis sin mi permiso. ¡Bien sé qume habéis dicho la verdad y que no habéis dado ni un solo paso para acercaros a ella. La casualidad sola me ha engañado, y yo no tengo dqué reconveniros. Me contentaré, por tanto, co

lo que ya os he dicho acerca de esa señoritDios es testigo, rige que nada tengo que decde ella; pero no entra en mis designios que frecuentéis su casa. Os ruego otra vez, mi queridRaúl, que lo tengáis entendido.

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A estas: palabras, se hubiera dicho, que sturbaban los ojos límpidos y puros de Raúl.

 ––Ahora, amigo mío ––prosiguió el conde co

su dulce sonrisa y su voz habitual––, hablemode otra cosa. ¿Volvéis quizá a vuestra obgación?

 ––No, señor, nada tengo que hacer sino pe

manecer hoy a vuestro lado. Felizmente, no mha impuesto el príncipe más deber que éste, qutan de acuerdo está con mi deseo.

 –– ¿Está bien el rey?

 ––Perfectamente.

 –– ¿Y el príncipe?

 ––Como siempre, señor.

El conde se olvidaba de Mazarino, siguiendsu antigua costumbre.

 ––Bien, Raúl, ya que hoy me pertenecéitambién, por mi, parte os dedicaré todo el dí

Abrazadme... otra vez, otra vez estáis en vue

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tra casa, vizconde... ¡Ah! ¡Aquí está nuestvicio Grirmaud! Venid, Grimaud, el señor viconde desea abrazaros también.

El anciano no se lo hizo repetir; y corrió colos brazos abiertos. Raúl le ahorró la mitad dcamino.

 –– ¿Queréis, Raúl, que vayamos ahora al ja

dín? Os enseñaré el nuevo alojamiento que hmandado preparar para vos cuando vengácon licencia; y mientras miramos los plantíos deste invierno y dos caballos de regalo que hcambiado, me daréis noticias de nuestros amgos de París.

El conde cerró su manuscrito; tomó el brazdel joven y pasó con él al jardín.

Grimaud miró tristemente salir a Raúl, cuycabeza casi tocaba al marco de la puerta, y. acriciando su blanca barba dejó caer esta prfunda palabra:

¡Crecido!

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V

CROPOLI, CROPOLE Y UN NOTABLPINTOR DESCONOCIDO

En tanto que el conde de la Fère visita co

Raúl los nuevos edificios que había mandadconstruir, y los caballos que había cambiado, lector me permitirá que volvamos de nuevo a ciudad de Blois y que asistamos a la no comúactividad que la agitaba.

En las hosterías, principalmente, era dondmás se hacían sentir las consecuencias de noticia llevada por Raúl.

En efecto, el rey y la Corte en Blois, es deccien caballeros, y otros tantos criados, ¿dóndse metería toda esa gente? ¿Dónde se alojaríatodos los caballeros de los contornos, que quizllegarían en dos o tres horas, tan pronto como

noticia se fuese ensanchando, a la manera d

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esas circunferencias concéntricas qué causa caída de una piedra lanzada en las aguas de ulago tranquilo?

Blois, tan apacible como lo hemos visto por mañana, como el lago más tranquilo del mudo, se llena de repente de tumulto y de temorla noticia de la regia llegada.

Los criados de Palacio, bajo la inspección dlos oficiales, iban a la ciudad en busca de provsiones, y diez correos a caballo galopaban haclas reservas de Chambord a fin de traer la caza las pesquerías del Beuvròn por el pescado, ylos huertos de Cheverny por las Priores y polas frutas.

Sacabánse del guardamuebles las valiosas tpicerías y las arañas con sus grandes cadenadoradas; un ejército de pobres barría los patioy lavaba los pavimentos de piedra, al paso qusus mujeres destruían los prados del Loira rcogiendo sus capas de verdura y sus flores.

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La ciudad toda; para no permanecer extrañaeste gran lío, hacía su toilette con gran azacanede escobas, cepillos y agua.

Los arroyos de la ciudad alta, hinchados coestos incesantes lavatorios, se convertían en ríoen la parte baja de la ciudad, y preciso es decque hasta el fangoso empedrado se adiamant

ba a los rayos benéficos del sol.Por último, se preparaban músicas, las gav

tas se vaciaban, los mercaderes acaparaban citas y lazos de espadas, y las tenderas hacíaprovisión de pan, carne y especias. Hasta ubuen número de vecinos, cuyas casas se hallban provistas como para sostener un sitio nteniendo ya de qué ocuparse, se ponían sutrajes de fiesta y se dirigían a la puerta de

ciudad para ser dos primeros en anunciar o veel séquito. Sabían muy bien que el monarca nllegaría hasta la noche; y tal vez, hasta el dsiguiente, pero, ¿qué es esperar, sino una esp

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cie de locura? Y la locura, ¿qué es sino excesde esperanza?

En la ciudad baja y a unos cien pasos del ca

tillo de Los Estados, en cierta calle bastanhermosa que se llamaba entonces calle Vieja, que, en efecto, debía ser muy vieja, alzábase urespetable edificio de poca elevación y de caba

llete puntiagudo, provisto de tres ventanas qudaban a la calle en el primer piso, de dos en segundo, y de una pequeña claraboya en el tecero.

Había una tradición, según la cual, esta casfue habitada, en tiempo de Enrique III, por uconsejero de los Estados, que la reina Catalinhabía ido, según unos a visitar, según otros, estrangular. Después de muerto el conseje

por estrangulación o naturalmente, pues esno hace al caso, la casa fue vendida, luegabandonada, y por último, aislada de las otracasas de la calle. Sólo a mediados del reinadde Luis XIII, cierto italiano llamado Crópo

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escapado de las cocinas del mariscal de Ancrhabía ido a establecerse en esta casa. En efundó una pequeña hostería, donde se servía

unos macarrones de tal modo refinados, que gente iba a comer a ella de muchas leguas a redonda.

Lo ilustre de esta casa procedía de que la r

ina María de Médicis, prisionera en el castilde los Estados, había mandado a buscarlos unvez.

Y eso aconteció, precisamente, el mismo den que escapó por la famosa ventana. El plade macarrones había quedado sobre la mesdesflorado solamente por la boca real.

Este doble favor, de una estrangulación y dun plato de macarrones, había sugerido al pobre Crópoli la idea de nombrar a su hostercon un título pomposo.

Mas su cualidad de italiano no era una recmendación en aquellos tiempos; su poca fort

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na, cuidadosamente guardada, no quería pnerse demasiado en evidencia.

Cuando se vio próximo a morir, lo cual aco

teció en 1643, después de la muerte del ReLuis XIII, llamó a su hijo, joven marmitón de lamás bellas esperanzas, y con las lágrimas en loojos le rogó que guardase bien el secreto de lo

macarrones, que afrancesase su nombre, que scasase con una francesa, y, en fin, que cuando horizonte político se desembarazase de las nbes que 1e cubrían, se hiciese fraguar por herrero vecino una magnífica muestra, en

cual un famoso pintor, que él indicó, dibujardos retratos de reina, con esta leyenda: LOMÉDICIS

El bueno de Crópoli, después de tales rec

mendaciones, sólo tuvo fuerza para indicar a sjoven sucesor una chimenea, en cuya campanhabía escondido mil luises de diez francos, expiró.

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Crópoli hijo, que era hombre de energía, sportó esta pérdida con resignación y el lucro sinsolencia. Primero comenzó por acostumbra

al público a hacer pronunciar tan impercepblemente la i final de su nombre, que, ayudádole la general complacencia, no se llamó sinCropole, nombre puramente francés.

En seguida, casóse con una francesita dquien se había enamorado, y a cuyos padrearrancó una dote razonable, mostrándoles que había en la chimenea.

Terminados estos dos negocios, ocupóse ebuscar al pintor que debía pintar la muestra, cual encontró bien pronto.

Era éste un viejo italiano, émulo de los Rafay de los Correggio, pero émulo desdichadDecía él que era de la escuela veneciana, sduda porque le gustaban mucho los colorineSus obras, de las cuales jamás vendió una; latimaban la vista a cien pasos y disgustaban ta

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to a los vecinos, que concluyó por no hacer nada.

Siempre se alababa de haber pintado una sa

de baño, para la señora maríscala de Ancre, y squejaba de que la tal sala se hubiese quemadcuando el desastre del mariscal.

Crópoli, en su calidad de compatriota, era i

dulgente para con Pittrino. –– Este era el nombre del artista. Tal vez hab

visto las famosas pinturas de la sala de bañSiempre tuvo tal deferencia al famoso Pittrin

que, finalmente, se lo llevó a su casa.Reconocido Pittrino y alimentado de mac

rrones, aprendió a propagar la reputación deste manjar nacional; y ya en tiempo de su fu

dador había prestado, por medio de su lenguinfatigable, grandes servicios a la casa Crópoli

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Cuando iba envejeciendo se unió al hi jo comal padre, y poco a poco se convirtió en una epecie de vigilante de una casa donde su prob

dad, su sobriedad reconocida, su castidad proverbial y otras mil virtudes que juzgamos inútenumerar aquí, le dieron plaza, eterna en hogar con derecho de inspección sobre los criados.

Por otra parte, él era quien probaba los macarrones para conservar el gusto puro de la antgua tradición, y preciso es decir que no perdonaba ni un grano de pimienta de más, ni u

átomo de queso de menos. Su gozo fue inmensel día en que, llamado a compartir el secreto dCrópoli, hijo, fue encargado de pintar la muetra famosa.

Se le vio revolver con entusiasmo en una atigua caja, donde halló unos pinceles un tanroídos por los ratones, pero todavía serviblecolores casi desecados en sus vejigas, aceite dlinaza en una botella, Y en paleta que en ot

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tiempo había pertenecido a Broncino, dios de pintura, según decía en su entusiasmo siempjuvenil el artista ultramontano.

Pittrino estaba preocupado con la alegría duna rehabilitación. Hizo lo que había hechRafael; cambió de escuela y pintó a la manede Albano dos diosas más bien que dos reina

Estas ilustres damas estaban de tal manera grciosas en la muestra, ofrecían a las sorprendidmiradas tal conjunto de blanco y rosa, resultadadmirable del cambio de escuela de Pittrino, afectaban posiciones de sirenas tan anacreón

cas, fue el regidor primero, cuando fue admido a ver esta obra maestra en la sala de Cropole, confesó inmediatamente que aquellas damaeran demasiado hermosas y estaban dotadas dun encanto harto incitante para figurar comenseña a la vista de los transeúntes.

 ––Su Alteza Real Monsieur dijo que vienmuchas veces a la ciudad, no quedaría mucontento al ver a su ilustre madre tan ligera d

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ropa y os enviaría a un calabozo, porque esglorioso príncipe no es muy tierno de corazóque digamos. Borrad, pues, ambas sirenas ó

leyenda, sin lo cual os prohibo la exhibición dla muestra. Esto está en vuestro interés, maesCropole, y también en el vuestro, señor Pittrin

Esto no tenía más contestación que dar la

gracias al regidor por su atención, y así lo hizCropole. Pero Pittrino quedó mudo y decaído.

Conocía muy bien lo que iba a pasar.

Apenas había salido el regidor, cuando Cr

pole se cruzó de brazos. Veamos, maestro –dijo––, ¿qué hacemos?

 –– Vamos a quitar la leyenda contestó cotristeza Pittrino––. Aquí tengo un negro d

marfil excelente; es cosa que se hace en unhora y reemplazaremos a los Médicis con laNinfas o las Sirenas, como mejor os plazca.

––Nada de eso ––repuso Cropole; así no s

cumpliría la voluntad de mi padre.

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 ––Vuestro padre se refería a las figuras ––diPittrino.

 ––Se refería a la leyenda ––replicó Cropole.

 ––La prueba de que se refería a las figuras eque mandó que fuesen parecidas, como lo soen efecto –– repuso Pittrino.

 ––Sí, pero si no lo hubieran sido, nadie las rconocería sin la leyenda.

Hoy mismo, que esas personas célebres vansborrando de la memoria de los habitantes dBlois, ¿quién conocería a Catalina y a María, sestas palabras: LOS MÉDICIS?

 ––Pero, señor, ¿y mis figuras? –– pregunPittrino desesperado, porque sentía que Cropole tenía razón ––. Yo no quiero perder el fru

de mi trabajo.

 ––Tampoco yo deseo ir a la cárcel.

 ––Borremos los M édicis ––dijo Pittrino sup

cante.

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 –– No ––replicó Cropole—. Se me ocurre unidea sublime. Aparecerán vuestra pintura y mleyenda... ¿Médicis no quiere signifcar médic

en italiana? ––Sí, en plural.

 ––Iréis, pues, a mandar al herrero que hagotra plancha para muestra; pintaréis en ella se

médicos y pondréis debajo: “ LOS MÉDICIS”lo que hace un juego de palabras muy agradable.

 –– ¡Seis médicos! ¡Imposible! ¿Y la compos

ción? ––exclamó Pittrino. ¿Eso os asusta? –Pues así ha de ser, lo quiero, es preciso, mmacarrones lo exigen.

Esta razón no tenía réplica, y Pittrino obed

ció.Compuso la muestra de los seis médicos co

la leyenda, que el regidor aplaudió.

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La muestra tuvo un gran éxito. Lo que pruebque el pueblo nunca es muy artista, según decPittrino.

Cropole, para indemnizar a su pintor de cmara, colgó en su alcoba las ninfas de la muetra desechada,: lo cual hacía ruborizar a su mjer cuando las miraba al desnudarse por la

noches.Así fue cómo la casa de que hablamos tuvo s

muestra, y cómo hubo en Blois una hostería deste nombre; teniendo por propietario a maesCropole, y por pintor de cámara al maestro Ptrino.

VI

EL DESCONOCIDO

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Fundada y recomendada de esta suerte por muestra; la hostería de maese Cropole, marchba prósperamente. .

No era una gran fortuna lo que se proponCropole, pero confiaba con fundamento dupcar los mil luises de oro que le dejó su padrsacar otros tantos de la venta de la casa, y viv

holgado e independiente como cualquier vecinde la ciudad.

Cropole era muy aficionado al lucro, y acogcon mucha alegría la noticia de la llegada dLuis XIV.

Él, su esposa, Pittrino y dos marmitoneecharon mano a todos los habitantes del palomar, del corral y de las conejeras, de suerte quen los patios de la hostería de los Médicis soían tantos gritos y cacareos, como nunca soyeron en otro tiempo en Roma.

Por lo pronto sólo había un viajero en casa dCropole:

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Era éste un hombre que no tenía treinta añoalto, hermoso y austero, o más bien melancólco en todos sus gestos y miradas.

Vestía traje de terciopelo negro con guarnciones de azabache, y un cuello, blanco y sencllo, como el de los más severos puritanos, hacresaltar el color mate y delicado de su gargan

juvenil; un bigote que apenas cubría su labmovible y desdeñoso.

Hablaba a las personas mirándolas de frentesin afectación, pero también sin timidez, dmanera que el brillo de sus ojos azules se hacde tal manera insoportable; que más de unmirada se' bajaba ante la suya, como sucede a espada más débil en singular combate.

En aquel tiempo en que los hombres criadotodos iguales por Dios; se dividían, gracias a lapreocupaciones, en dos castas distintas, el noby el pechero, como se dividen verdaderamenlas dos razas negra y blanca, en aquel tiemp

decimos, el hombre cuyo retrato vamos a bo

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quejar, no podía pasar sino por caballero, y dla mejor raza. Bastaba para esto ver sus afiladay blancas manos, cuyos músculos y vena

transparentábanse bajo la piel al menor movmiento, y cuyas, falanges enrojecían a la menocrispación.

Aquel caballero llegó solo a la casa de Cropo

le. Se había apoderado, sin vacilar y aun sreflexionar, del departamento más importanque el posadero habíale indicado, con propóside rapacidad muy humilde según unos, y muloable según otros; si admiten que Cropole fu

fisonomista y conocía a la gente a primera vistEste departamento era el que formaba toda

fachada de la vieja casa: un gran salón ilumindo por dos ventanas en el primer piso, un cua

tito y otro encima.Apenas tocó el caballero la comida que le s

vieron en su cuarto; sólo había dicho dos palabras a su huésped pura prevenirle de que ll

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garía un viejo llamado Parry, y para encargarque lo dejasen subir.

Después guardó un silencio tan profund

que casi se ofendió Cropole, pues gustaba mcho de las gentes de buena compañía.

En fin; el caballero se había levantado mutemprano el día que comienza esta historia,

asomado a la ventana dé su salón, apoyado eel alféizar, miraba tristemente a entrambos ldos de la calle, acechando sin duda la llegaddel viajero de que había hablado a su huésped

De este modo vio pasar el escaso acompañmiento de Monsieur cuando volvía de caza, saboreaba, después nuevamente la profundtranquilidad de la ciudad, absorto como pemanecía en sus meditaciones. De pronto, multitud de pobres que iban a los prados, locorreos que salían, las personas que fregaban suelo, los proveedores de la casa real, lohabladores mancebos de las tiendas, los carr

tones en movimiento, y los pajes que estaban d

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servicio, todo este tumulto y baraúnda, le soprendieron sin duda, pero sin que perdiera nada de la majestad impasible y suprema que d

al águila y al león esa mirada suprema, y depreciativa en medio de los gritos y algazara dlos cazadores o de los curiosos.

Luego, los alaridos de las víctimas degollada

en el corral, los pasos apresurados de la señoCropole en la escalera de madera, tan estrechy sonora, y los saltos que al andar daba Pittrinque había estado fumando a la puerta con flema de un holandés, 'todo esto produjo en

viajero un principio de sorpresa y agitación.Al tiempo que se levantaba, a fin de info

marse, se abrió la puerta de la sala.

El desconocido creyó que sin duda le condcían el viajero que impaciente esperaba, y dcon precipitación tres pasos hacia la puerta quse abría. Pero en lugar de la cara que esperabver, fue maése Cropole quien apareció, y en po

de él, en la penumbra de la escalera, el sem

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blante bastante gracioso, pero trivial por la curiosidad, de la señora Cropole, que echó unmirada furtiva al hermoso caballero y desap

reció.Cropole se adelantó alegre, con el gorro en

mano; y más bien encorvado que inclinado.

El desconocido le interrogó con un gesto s

decir una palabra.––Caballero ––dijo Cropole––, venía a pr

guntar cómo... deberé llamar a vuestra señorísi señor conde o señor marqués...

 ––Decid caballero y hablad al momento –respondió el desconocido con acento altaneque no admitía ni discusión ni réplica.

 ––Venía, pues, a enterarme de cómo habé

pasado la noche, y si el caballero tiene intencióde conservar este aposento.

 ––Caballero, es que ha sucedido un incidencon el cual no habíamos contado.

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 –– ¿Cuál?

 ––S. M. Luis XIV entra hoy en nuestra ciuday descansará en ella un día, o quizá dos.

Una viva sorpresa apareció en el rostro ddesconocido.

 –– ¡El rey de Francia viene a Blois!

 ––Está en camino, caballero. Entonces, razóde más para que yo me quede –dijo el descnocido.

 ––Muy bien, señor, ¿mas os quedáis con tod

la habitación? No os comprendo. ¿Por qué hde tener, hoy menos que ayer? Porque, señovuestra señoría me permitirá decirle que ndebí, cuándo ayer escogisteis esta habitaciófijar un precio cualquiera que hubiese hech

creer a vuestra señoría que yo prejuzgaba surecursos..., al paso que hoya.

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El desconocido se ruborizó, pues al instante ocurrió la idea de que sospechaban que fuepobre y que le insultaban por ello.

 ––Al paso que hoy ––repuso fríamente–¿prejuzgáis?

 ––Caballero, soy hombre honrado, gracias Dios, y posadero, y con todo y como aparezc

hay en mi sangre noble. ¡M i padre era servidoy oficial del difunto señor mariscal de Ancrque en gloria esté!

 ––Yo no os contradigo sobre este particula

sólo deseo saber, y saber pronto, qué se reducevuestras preguntas.

 ––Sois demasiado razonable, caballero, paconocer que la ciudad es pequeña, que la Cor

va a invadirla, que las casas se llenarán de gete, y que, por consiguiente, los alquileres vanadquirir un valor considerable.

El desconocido se ruborizó otra vez.

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 ––Poned las condiciones ––díjole. Lo hago coescrúpulo, caballero, porque busco una ganacia honesta, y porque deseo hacer mi negoc

sin ser descortés ni grosero con nadie. Y comel aposento que ocupáis es grande y estáis solo

 ––Eso es cuenta mía.

 –– ¡Oh! ¡Verdaderamente; yo no despido

caballero!La sangre fluyó a las venas del desconocido;

lanzó sobre el pobre Cropole, descendiente dun oficial del señor mariscal de Ancre, una m

rada que le hubiera hecho entrar bajo la campana de la famosa chimenea, si Cropole no hbiera estado clavado en su sitio por tratarse dsus intereses.

 –– ¿Deseáis que me vaya? ––dijo––. Expcaos, pero pronto señor.

 –– Señor, no me habéis comprendido; esque hago es muy delicado, pero yo me expr

só mal, o quizá como sois extranjero, lo cu

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reconozco en el acento... En efecto, el descnocido hablaba con esa dificultad que es principal carácter de la acentuación ingles

aun entre los hombres de esta nación quhablan más correctamente el francés.

 ––Como sois extranjero, repito, quizá seávos quien no penetre todo el sentido de mi ra

zonamiento. Yo pretendo que el caballero podría dejar una o dos de las tres piezas que ocpa, lo cual disminuiría bastante el alquiler tranquilizaría mi conciencia, pues es duro amentar extraordinariamente el precio de la

habitaciones, cuando se tiene el honor de evluarlas en un precio equitativo.

 –– ¿Cuánto es el alquiler desde ayer?

 ––Señor, un luis con la manutención y el cudado del caballo.

 ––Está bien. ¿Y el de hoy?

 ––¡Ah! ¡He ahí la dificultad! Hoy es el d

de la llegada del rey, si la Corte viene a do

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mir aquí se cuenta el día de alquiler. Resultque tres cuartos a dos luises cada uno; soseis luises. Dos luises, caballero, no son nad

pero seis luises son mucho.El desconocido; de rojo que se le había vi

to, convirtióse en pálido, y sacó con valoheroico; una bolsa bordada de armas qu

ocultó cuidadosamente en el hueco de la mno. La tal bolsa era tan flaca, tan floja; tahueca, que no escapó a los ojos de Cropole.

El desconocido vació la bolsa en su mano; slo contenía dos luises dobles, que componíaseis; como el hostelero le pidió.

Sin embargo, eran siete los que Cropole habexigido; y miró al desconocido como para decile: ¿No más?

 ––Falta un luis, ¿no es eso, señor posadero?

 ––Sí, señor, más...

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El desconocido metió la mano en el bolsillo dsu gabán y sacó una cartera pequeña, una llavde oro y algunas monedas de plata.

Con estas monedas compuso el total de uluis.

 ––Gracias, caballero–– dijo Cropole––Ahome resta saber si pensáis habitar todavía maña

na este departamento, en cuyo caso os lo coservaré; mas si el caballero no piensa en eso prometeré a las gentes de Su Majestad que vaa venir.

 ––Eso es razonable ––dijo el desconocido depués de un largo silencio––; pero como ya ntengo más dinero, según habéis podido vecomo, a pesar de eso, deseo conservar este dpartamento, es necesario que vendáis este damante en la ciudad, o que lo guardéis eprenda.

Cropole examinó tanto tiempo el diamanque el desconocido se apresuró a decir:

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 ––Prefiero que lo vendáis, porque vale trecientos doblones. Un judío, ¿vive algún judío eBlois? os dará por él doscientos, ciento cincuen

ta tal vez; tomad lo que os diere, aunque no oofrezca más que el precio de vuestro alquile¡Corred!

 –– ¡Oh! Caballero ––exclamó Cropo

avergonzado de la inferioridad que le echaben cara el desconocido, por ese abandono tanoble y tan desinteresado, y también por sinalterable paciencia a tantas mezquindadessospechas.

 –– ¡Ah! caballero, me parece que no se rbará en Blois, como vos parecéis creer, y vliendo el diamante lo que decís...

El desconocido lanzó nuevamente a Cropouna de sus miradas.

 ––Yo no entiendo de eso, compañero, creedme ––exclamó éste.

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 ––Pero los joyeros sí entienden; preguntadl––dijo el desconocido.

 –– Ahora, creo que nuestras cuentas está

terminadas, ¿no es verdad? ––Sí, señor, y tengo un gran sentimiento po

que temo haberos ofendido.

 ––De ninguna manera –replicó el desconocidcon la majestad de quien todo lo puede,

 ––Ha de haber parecido llevar más de lo equtativo a un noble viajero... Poneos en el casseñor, de la necesidad.

 ––No hablemos más de eso, os digo, hacedme el favor de dejarme solo.

Cropole inclinóse profundamente y salió co

aire extraviado, que anunciaba en él un corazóexcelente y un verdadero remordimiento.

El desconocido fue a cerrar la puerta, y micuando estuvo solo el fondo de la bolsa d

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donde había tomado un saquito de seda dondestaba el diamante, su único recurso.

También interrogó el vacío de sus bolsillo

miró los papeles de su cartera, y se persuadde la absoluta desnudez en que iba a encontrase.

Entonces levantó los ojos al cielo con un m

vimiento sublime de calma y de desesperacióenjugó con sus manos alguna gota de sudor quhumedecía su noble frente, y descansó sobre tierra aquella mirada, llena un momento antede majestad divina.

La tempestad acababa de pasar lejos de squizá había orado en el fondo de su alma.

Volvió a acercarse y a tomar su sitio en la ve

tana, y allí permaneció inmóvil, muerto, hasel momento en que, comenzando el cielo a obcurecerse, brillaron las primeras antorchadando la señal de la iluminación a todas laventanas y balcones.

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VI I

PARRY

Mientras el desconocido miraba con interéestas luces y prestaba atención a tales mov

mientos, maese Cropole entró en su habitaciócon dos criados que prepararon la mesa.

El extranjero no prestó a ningúno de ellos menor atención. Entonces Cropole, aproximá

dose a su huésped,, le deslizó al oído estos palabras con el más profundo respeto:

 ––Caballero, el diamante ha sido apreciado.

 –– ¡Ah! –– murmuró el viajero ––. ¿Y en cuá

to? ––Señor, el joyero de Su Alteza Real da por

doscientos ochenta doblones de oro.

 –– ¿Los tenéis?

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 ––He creído que debía tomarlos, caballero; nobstante, he puesto por condiciones de venque si queríais conservar vuestro diamante ha

ta que tuvieseis fondos... el diamante os serdevuelto.

 ––Nada de eso. Os he dicho que lo vendáis.

 ––Entonces, he obedecido, o algo meno

puesto que sin haberlo vendido definitivamenhe tomado el dinero.

 ––Cobraos ––repuso el desconocido.

 ––Lo haré, ––caballero, ya que lo exigís taimperiosamente.

Una melancólica sonrisa plegó los labios dcaballero.

 ––Poned el dinero sobre ese cofre ––dijo voviendo la espalda al mismo tiempo que le indcaba el mueble con un ademán.

Cropole colocó en él un saco bastante replet

de cuyo contenido sacó el precio de su alquiler

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 ––Ahora, caballero ––dijo––, no me daréis disgusto de no cenar... Ya habéis rehusado comida, lo cual es ultrajante para la casa de L

M edicis. Ya veis, la cena está servida, y aun matrevo a añadir que tiene buena cara y buen sabor.

El desconocido pidió un vaso de vino; cor

un pedazo de pan, y no, se separó de la ventanni para comer ni para beber.

Al poco rato oyóse un estrepitoso ruido dtimbales y trompetas; los gritos que se alzabaa lo lejos y un confuso rumor aturdió la paralta de la ciudad; el primer ruido distinto quhirió los oídos del extranjero, fue el andar de locaballos que se aproximaban.

––¡El rey! ––exclamó Cropole, que se alejó dsu huésped y de sus ideas de delicadeza pasatisfacer su curiosidad. Con Cropole tropezron y confundieron en la escalera la señoCropole, Pittrino, los ayudantes y los marmito

nes.

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 ––El séquito avanzaba lentamente, i luminadpor centenares de antorchas, ya desde la callya desde las ventanas.

Después de una compañía de mosqueteros de un cuerpo compacto–– de caballeros, venla litera del cardenal Mazarino, arrastrada comuna carroza por cuatro caballos negros.

Detrás de ella marchaban los pajes y las getes del cardenal.

A continuación iba la carroza de la reina madre, con sus damas de honor a las portezuelas

sus caballeros montados a los lados.El rey aparecía detrás, montado en un adm

rable caballo de raza sajona de largas crines. Ejoven príncipe mostraba, saludando a alguna

ventanas, de donde salían las más vivas aclamaciones, su noble y gracioso rostro iluminadpor ras antorchas de sus pajes.

A los lados del rey, pero dos pasos más atrá

el príncipe de Condé, el señor Dangeau y otro

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veinte cortesanos, seguidos de sus gentes y bagajes cerraban la marcha verdaderamente triufal.

Esta pompa era de ordenanza militar:Tan sólo algunos viejos cortesanos llevaban

vestido de viaje; todos !os demás vestían el trade guerra. Muchos de ellos se veían con el alz

cuello y coleto, como en la época de Enrique Iy de Luis XIII .

Cuando el rey pasó par delante del desconcido, que se había inclinado sobre el' alféiza

para ver mejor, y que había ocultado la cara apoyarse sobre los brazos, sintió hincharse desbordar su corazón de amargos celos.

Embriagábale el ruido de las trompetas, la

aclamaciones populares ensordecíanle, y por umomento dejó abandonada su razón en medde aquel torrente de luces; de tumulto y de brllantes imágenes.

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 ––¡El es rey! –exclamó con tal acento de dsesperación y de angustia, que debió llegara lopies del trono de Dios.

Y, antes de que volviera de su sueño sombríse desvanecieron todo aquel ruido y todo aquesplendor. Sólo quedaron algunas voces dicordes y roncas que gritaban de vez en cuand

“ ¡Viva el rey!”También quedaron las seis luminarias que t

nían los habitantes de la hostería Los Médicies decir: dos por Cropole, dos por Pittrio y unpor cada marmitón:

Cropole no cesaba de repetir:

–– ¡No. hay duda que es el rey, y que se parce a su difunto padre, en lo hermoso ––dec

Pittrino. –– ¡Y que tiene un aspecto orgulloso! –

añadía la señora Cropole, ya en promiscuidade comentarios con los vecinos y vecinas.

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Cropole alimentaba estos propósitos con suobservaciones personales, sin notar que un aciano a pie, pero que arrastraba de la brida a u

caballito irlandés, trataba de penetrar por grupo de mujeres Y de hombres que estabaestacionados ante su casa.

Pero en este momento oyóse en la ventana

voz del extranjero:––Buscad el modo, señor posadero, de que s

pueda entrar en vuestra casa.

Entonces se volvió Cropole, distinguió al a

ciano y le hizo abrir paso.Cerróse la ventana.

Pittrino mostró el camino al recién venidque entró sin pronunciar una palabra.

El extranjero le esperaba en el descanso de escalera, abrió sus brazos al viejo y le llevó una silla; pero éste se resistió.

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 –– ¡Oh! ¡No, no, milord! –– dijo ––; ¡sentarmen vuestra presencia! ¡Jamás!

 ––Parry ––dijo el caballero––, os lo suplico

vos que venís de Inglaterra ¡de tan lejos! ¡ANo es a vuestra edad cuando deben sufrirsfatigas semejantes a las de mi servicio. Repsad...

 ––Ante todo, milord, tengo que daros unrespuesta.

 ––Parry…por Dios, no me digas nada... poque si la noticia hubiese sido buena; no come

zarías tu frase de ese modo. Das un rodeo, y esquiere decir, que la noticia es mala.

 ––Milord ––replicó el viejo––, no os alarmétan pronto. –– Pienso que no se ha perdido to

do. Lo que se necesita es voluntad y perseverancia, y especialmente resignación.

 ––Parry ––contestó el joven aquí he venido slo, –– atravesando mil peligros: ¿crees en m

voluntad? He meditado este viaje por espac

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de diez años, a pesar de todos los consejos y dtodos los obstáculos: ¿crees en mi persevrancia? Esta misma noche he vendido el d

amante, el diamante de mi padre, porque ya,

ntenía con qué pagar mi cuarto; y me iba a echael posadero.

Parry hizo un gesto de disgusto, al cual re

pondió el joven con un apretón de manos y unsonrisa.

Todavía tengo doscientos setenta y cuatdoblones, y me considero rico; yo no me apurParry, ¿crees en mi resignación?

El viejo levantó al cielo sus temblorosas mnos. :

 ––Veamos –dijo el extranjero––, no me ocult

nada. ¿Qué ha pasado? ––Mi relación será corta; pero en nombre d

cielo, ¡no tembléis así!

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 ––Es de impaciencia, Parry; veamos: ¿qué ha dicho el general?

 –– Primero, el general no quiso recibirm

Luego amigos al otro lado del Estrecho, a quiénes sólo falta un jefe y una bandera, cuando mvean, cuando vean la bandera de Francia, saliarán a mí, porque comprenderán que teng

vuestro apoyo. Los colores del uniforme francvaldrán a mi lado él millón que nos haya denegado el señor Mazarino (porque sabía muy bieque yo negaría este millón). Venceré con estoquinientos caballeros, y todo el honor se

vuestro”. Esto es lo qué ha manifestado, pocmás o menos, ¿no es verdad? Envolviendo estapalabras en metáforas resplandecientes y eimágenes pomposas, porque todos son habldores en la familia. Su padre habló hasta en patíbulo.

El sudor de la vergüenza corría por la frendel rey sintiendo que no correspondía a su dignidad oír insultar de ese modo a su herman

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pero, aún no sabía tener voluntad, sobre todfrente a aquél, ante quien todos se habían doblegado, hasta su misma madre.

Al fin hizo un esfuerzo. ––Pero, señor cardenal, no son quiniento

hombres, sino doscientos.

 ––Ya veis que había adivinado lo que pedía.

 ––Nunca he negado que tuvieseis una miradprofunda, y por esto mismo he pensado que nnegaríais a mi hermano Carlos una cosa tasencilla y tan fácil de conceder como la que opido en su nombre, señor cardenal, o más leeen el mío.

 ––Majestad ––dijo––el cardenal––, treinaños hace que me ocupo de la política; primer

en unión, del señor cardenal Richelieu, y luegsolo. Esta política no ha sido siempre muy horada, menester es confesarlo, pero jamás descbellada. Bien; pues la que en este momento m

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propone Vuestra Majestad, es deshonrosa torpe a la par.

 –– ¡Deshonrosa!

 ––Majestad, habéis hecho un tratado coCromwell.

 ––Sí, en ese mismo tratado, Cromwell ha fimado por encima de mí.

 –– ¿Y por qué firmasteis tan abajo?

 ––El señor Cromwell encontró un buen stio, y lo tomó; ésa era su costumbre. Pe

vuelvo a Cromwell. ––Tenéis un tratado con él, es decir, co

Inglaterra, porque cuando firmasteis ese trtado Cromwell era Inglaterra.

 ––Cromwell ha fallecido –– ¿Eso creéis, Majestad?

 ––Sin duda, pues que le ha sucedido Ricardque también ha abdicado.

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 –– ¡Esto es precisamente! Ricardo ha herdado a la muerte de Cromwell, e Inglaterrala abdicación de Ricardo. El , tratado formab

parte de la herencia, ya en manos de Ricardya en las de Inglaterra. El tratado es, pueválido, tanto como nunca lo haya sido. ¿Poqué habíais de eludirlo, Majestad ¿Qué hcambiado en él? Carlos II desea hoy lo qu

hace diez años rehusamos nosotros; pero éses un caso previsto. Vuestra Majestad es alido de Inglaterra, y no de Carlos H. Deshonrso es, sin duda, bajo el punto de vista de

familia, haber firmado un tratado con uhombre que ha hecho cortar la cabeza al cñado del rey, vuestro padre, y haber contratado una alianza con un Parlamento testafrro, convengo en que esto es deshonroso, pe

no torpe desde el punto de vista políticpuesto que gracias a ese tratado he salvadoVuestra Majestad, menos todavía, de los pegros de una guerra exterior, que la Fronda...

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 –– ¿Os acordáis bien de la Fronda?–– (rey bajó la cabeza), que la Fronda hubiecomplicado fatalmente. De esta maner

prueba a Vuestra Majestad que, cambiar ahra de camino, sin prevenir a nuestros aliadosería a la vez torpe y deshonroso. Haríamos guerra que todo el mundo hace en mi familimi madre vive de la caridad pública, mi he

mana pide para mi madre, y en alguna partengo también hermanos que mendigan pasí. Yo, el primogénito, voy a hacer lo que tdos ellos, ¡voy a pedir limosna!

Y diciendo estas palabras; que interrumpbruscamente con risa nerviosa y terrible, el joven se ciñó la espada, tomó su sombrero, hízosatar a la espalda un manto negro que le habservido durante el viaje, y estrechando las manos del viejo que le miraba con ansiedad:

 ––Mi buen Parry ––dijo––, haz que te prepren fuego, bebe, come, duerme, sé dichos

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seamos muy felices, mi fiel y único amigo. ¡Smos ricos como reyes!

Dio una puñada al saco de los doblones, qu

cayó pesadamente por tierra, y púsose a reír daquella manera triste que tanto había asombrdo a Parry; y mientras que toda la casa gritabcantaba y se preparaba para recibir e instalar

los viajeros precedidos por sus lacayos, se delizó a la calle, donde el viejo, desde la ventanle perdió de vista al cabo de un breve instante.

VI I I

CÓM O ERA SU M AJESTAD LUIS XIV LOS VEINTIDOS AÑOS

Ya hemos visto, por la descripción hecha, qula entrada de Luis XIV en la ciudad de

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Blois fue ruidosa y brillante. De modo que joven majestad pareció muy satisfecha.

Al llegar bajo el porche del castillo de los E

tados, halló el rey rodeado de sus guardias y dsus caballeros a Su Alteza Real el duque, Gatón de Orleáns, cuya fisonomía, de suyo bastate majestuosa, había tomado, de la solemn

circunstancia en que se encontraba, nuevo lutre y nueva dignidad.

Por su parte, Madame, adornada con sugrandes vestidos de ceremonia, esperaba en ubalcón interior la entrada de su sobrino. Todalas ventanas del antiguo castillo, tan solitario tan triste en los días ordinarios, estaban replandecientes de damas y de antorchas.

A l ruido de los tambores, de las trompetasde los vivas, franqueó el joven monarca el umbral de este castillo, donde Enrique III, setentados años antes, había llamado en su auxilio asesinato y la traición, para, sostener en su c

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beza y en sus manos una corona que ya se estcaba de su frente para caer en otra familia.

Todos los ojos, después de haber admirado

joven monarca, tan hermoso y tan noble, buscban a ese otro rey de Francia, más rey en ottiempo que el primero, y tan viejo, tan pálidoencorvado, que llamaban el cardenal Mazarino

Luis estaba dotado entonces de todos esodones naturales que confluyen un caballeperfecto: sus miradas eran dulces y brillantes,sus ajos de un azulado puro. Pero los más intligentes fisonomistas, esos profundizadores dalma, al fijar en él sus miradas, si fuera dadoun súbdito sostener la mirada del rey, jamáhubiera podido hallar el fondo de ese abismde dulzura. Y era que los ojos del rey se parec

an a la inmensa profundidad de las bóvedacelestes, o a las más aterradoras y casi tan sblimes que el Mediterráneo abre bajo la quilde los navíos en un espléndido día de veran

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¡espejo gigantesco donde el cielo quiere reflejaunas veces sus estrellas, otras sus tempestades

Era el rey de corta estatura, pues apenas m

día cinco pies y dos pulgadas, pero su juventuhacía esconder el defecto, cubierto además pouna gran nobleza en todos sus movimientos, por cierta ligereza en los ejercicios corporales.

Esto era ser rey, y mucho más que rey eaquella época de respeto y adhesión tradicionales, pero como hasta entonces lo habían motrado muy poco y siempre humildemente pueblo, y como aquellos a quienes se mostrabsiempre veían a su lado a su madre, mujer delevada estatura, y al señor cardenal, hombde hermosa presencia, muchos lo encontrabamuy poco rey para decir: “ El rey es meno

grande que el cardenal.”Sea lo que quiera estas observaciones física

que se hacían, sobre todo en la capital, el prícipe fue acogido como un dios por los h

bitantes de Blois, y casi como un rey por su t

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y su tía, Monsieur y Madame, habitantes dcastillo.

Sin embargo, menester es decir, que cuand

vio en la sala de recepción, sillones de unmisma altura para él, su madre, el cardenal, stío y su tía, disposición hábilmente por la formcircular de la asamblea, Luis XIV enrojeció d

ira, y miró en derredor suyo para cerciorarspor la fisonomía de los concurrentes, si thumillación le había sido preparada mas, comnada vio en el rostro impasible del cardenanada en el de su madre, nada en el de los co

currentes, se resignó y tomó asiento, teniendcuidado de hacerlo antes que todos.

Los caballeros y las, damas fueron presentdos a sus Majestades y al cardenal.

El rey notó que él y su madre apenas conocan los nombres de los que les presentabamientras que el cardenal, por el contrario, couna memoria y presencia de espíritu admira

bles, nunca dejaba de hablar a cada uno de ello

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de sus tierras, de sus abuelos o de sus hijos, dlos cuales nombraba algunos, lo que encantaba estos dignos hidalgos, y les confirmaba en

idea de que sólo es realmente rey el que conoca sus súbditos, por la misma razón de que el sno tiene rival, porque sólo el sol calienta e ilumina.

El estudio del rey, comenzado hacía tiempsin que él lo advirtiese, continuaba en medio daquella fiesta, y miraba atentamente, para tratde investigar alguna cosa en su fisonomía, lorostros que a primera vista habíanle parecid

más insignificantes y triviales.Sirvióse un refrigerio, que el rey, sin atrevers

a reclamar de la hospitalidad de su tío, aguardaba con impaciencia. Así es que esta ve

se le hicieron todos los honores debidos a no su rango, al menos a su apetito.

El cardenal se contentó con humedecer los lbios en un caldo servido en taza de oro. El m

nistro omnipotente que había robado a la rein

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madre su regencia y al rey su autoridad, nhabía podido robar a la naturaleza un estómagprivilegiado.

Ana de Austria, padeciendo ya el cáncer dque debía morir seis u ocho años más tardtampoco comía más que el señor cardenal.

En cuanto a Monsieur, aturdido aún por

gran acontecimiento que se realizaba en su vidprovincial, también dejaba de comer.

Tan sólo Madame, como verdadera loreneshacía tercio al rey, de suerte que Luis XIV, qu

a no ser por ella hubiera comido casi sólo, quedó contento, primero de su tía y luego del señode Saint-Remy, su mayordomo mayor, que shabía distinguido verdaderamente.

Concluido el refresco, después de un signde aprobación de Mazarino, se levantó el rey,invitado por su tía se puso a recorrer las filas dla asamblea.

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Entonces notaron las damas (hay ciertas cosapara las cuales las mujeres son tan buenas oservadoras en Blois como en París) que Lu

XIV tenía la mirada viva y atrevida., lo cuaprometía a los atractivos de buena ley un aprciador distinguida. Los hombres, observaropor su parte que el príncipe era orgulloso altanero, y que le placía hacer bajar los ojos

los que le miraban por mucho tiempo o mufijamente, lo cual parecía presagiar la aparicióde un amo.

Su Majestad había ya pasado la tercera par

de su revista o pocos cienos, cuando llegó a suoídos una palabra que pronunció Su Eminencique conversaba con Monsieur.

Esta palabra era un nombre de mujer.

Apenas la oyó Luis XIV cuando ya no oyó escuchó cosa otra ninguna, y despreciando arco del círculo que esperaba su visita, sólo socupó en concluir prontamente la extremida

de la curva.

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El príncipe, como buen cortesano, se informba de la salud de las sobrinas de Su EminenciEn efecto, cinco o seis años antes habían llegad

de Italia tres sobrinas del cardenal, HortensiOlimpia y María Mancini.

Monsieur informábase, pues, de la salud dlas sobrinas del cardenal; sentía, decía él, n

tener el honor de recibirlas al mismo tiempque su tío; ciertamente que habrían crecido ebelleza y gracias, según prometían hacerlo la útima vez que Monsieur las vio.

Lo que había llamado la atención del rey ecierto contraste en la voz de los interlocutoreLa voz del príncipe era tranquila y naturcuando hablaba, mientras que la de Mazarinsaltó, para responderle, tono y medio por enc

ma del diapasón de costumbre.Hubiérase dicho que quería que su voz fues

a herir al extremo de las salas un oído que sapartaba demasiado.

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 ––Monseñor ––replicó––, las señoritMancini tienen todavía que terminar su educción, cumplir con sus deberes y adquirir un

posición. La permanencia en una corte joven brillante las disipa un poco.

Su Majestad sonrió tristemente al oír este epteto. Verdad que la Corte era joven, pero la av

ricia del cardenal había puesto en ella bueorden para que no fuese brillante.

 ––No tendréis, sin embargo, la intención –respondió el príncipe de encerrarlas en uclaustro o de hacerlas campesinas.

 ––Nada de eso ––repuso el cardenal, esfozando su pronunciación italiana de manera qude dulce y suave que era, se convirtió en agude ingrata; nada de eso. Tengo intención de csarlas, y lo mejor que me sea posible.

 ––No faltarán partidos, señor cardenal –contestó ––Mousieur con una honradez dmercader noble.

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 ––Así lo espero, Monsieur; y tanto mas, cuato que Dios les ha dado a la vez gracia, instrución y belleza.

Durante esta conversación, Su Majestad, coducido por Madame, concluía, como hemodicho, el círculo de las presentaciones.

 ––La señorita Arnoux ––decía la princesa pr

sentando al rey una rubia, gruesa, de veintidóaños, que en la fiesta de una aldea se la hubietomado por una campesina vestida de domigo––; la señorita Arnoux, hija de mi profesor dmúsica.

El rey sonrió; Madame jamás había podidproducir cuatro notas exactas en la viola o en clavicordio.

 ––La señorita Aura de Montalais ––prosiguMadame––, joven de calidad y buena servidor

Esta vez no era el rey quien sonreía sino la joven presentada; por, primera vez en su vid

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oíase dar por Madame que, generalmente, no mimaba, tan honrosa calificación.

También Montalais, nuestra antigua conocid

hizo a Luis una profunda reverencia, y esttanto por respeto como por necesidad, pues strataba de ocultar ciertas contracciones de surisueños labios, que Su Majestad hubiera pod

do atribuir no a su verdadero motivo.Justamente, fue en este momento cuando

rey escuchó la palabra que le hizo saltar.

 –– ¿Y cómo se llama la tercera? ––preguntab

Monsieur. ––María, monseñor ––contestaba el cardenal

Sin duda, había en esta palabra algún podemágico, porque, como ya hemos dicho, Su M

jestad se estremeció al escucharla, y llevandoMadame hacia la mitad del círculo, como hubiera querido hacerle confidencialmente aguna pregunta, pero realmente para aprox

marse al cardenal.

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 ––Señora tía ––dijo riéndose y a media voz–mi maestro de Geografía no me había enseñadque Blois estuviese a tan prodigiosa distanc

de París. –– ¿Cómo es eso, sobrino? ––dijo Madame.

 ––En verdad que parece que las modas necsitan muchos años para salvar esa distanci

¡Ved esas señoritas! –– ¡Y qué!

 ––Algunas son hermosas.

 ––No digáis eso muy alto, señor sobrino, qulas volveréis locas.

 ––Esperad, mi querida tía ––dijo el, rey soriéndose––, porque la segunda parte de mi fras

debe servir de correctivo a la primera. Puebien, querida tía, algunas parecen viejas, y otrafeas, gracias a sus modas de diez años atrás.

 ––Majestad, Blois no dista, sin embargo, m

que cinco jornadas de París.

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 –– ¡Pues! –– dijo el rey ––. Eso es, dos años datraso por jornada.

 –– ¡Ah! ¿Eso halláis? Es raro; yo misma no m

había apercibido de ello. ––Mirad, tía –dijo el rey acercándose siemp

a Mazarino, con pretexto de escoger un buepunto de observación; mirad al lado de eso

perifollos envejecidos y de esos tocados presutuosos ese sencillo vestido blanco. Seguramenserá una de las doncellas de honor de mi mdre, aunque yo no la conozco. ¡Ved qué talla tadelicada! ¡Qué ademán tan gracioso! Esa sí ques una mujer, al paso que las otras no son máque vestidos.

 ––Querido sobrino ––repuso Madame riendo–, permitidme os diga que por esta vez ha falldo vuestra ciencia vaticinadora. La persona quelogiáis de ese modo no es de París, sino dBlois.

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 –– ¡Ah, tía! ––replicó el rey con aire de incerdumbre.

 ––Acercaos, Luisa ––dijo Madame.

Y la joven que ya conocemos con este nombrse acercó tímida, ruborizada y casi encorvadbajo el peso de la regia mirada.

 ––La señorita Luisa Francisca de la BeaumLe Blanc, hija del marqués de La Vallière ––diMadame.

La joven se inclinó con tanta gracia, en medde la timidez profunda que le inspiraba la presencia del rey, que éste perdió al mirarla algnas palabras de la conversación del cardenal del príncipe.

 ––Hijastra ––continuó Madame del señor d

Saint-Remy, mi mayordomo mayor, el que hpresidido la confección de ese adobo truladque tan bien ha parecido a Vuestra Majestad.

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No había gracia, ni belleza, ni juventud qupudiese resistir a tal presentación. El rey sonriQue las palabras de Madame fuesen burla

necedad, siempre eran la inmolación inexorabde todo lo que Luis acababa de encontrar ecantador y poético en la joven.

La señorita de La Vallière, para Madame, y d

rechazo para el rey, no era momentáneamenmás que la hijastra de un hombre que tengran talento para los pavos trufados.

Pero así son los príncipes. Los dioses eratambién lo mismo en el Olimpo: Diana y Venudebían maltratar bastante a la hermosa Alcinena y a la pobre, cuando por distracción se decendía a hablar, entre el néctar y la ambrosía, dbellezas mortales en la mesa de Júpiter:

Afortunadamente, estaba Luisa.; tan inclinda, que ni oyó las palabras de Madame, ni vla sonrisa del rey. En efecto, si la pobre niña, dtan buen gusto que sólo ella pensó vestirse d

blanco entre todas sus amigas; si su corazón d

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paloma, tan fácilmente accesible a todos lodolores, hubiese sido herido por las cruelepalabras de Madame y por la egoísta y fría so

risa de Su Majestad, sin duda que hubiemuerto de repente.

Y la misma Montalais, la joven de ideas ingeniosas, no habría intentado volverla a la vid

pues el ridículo todo lo mata, aun la mismbelleza.

Mas, por fortuna, como hemos dicho, Luiscuyos oídos zumbaban y cuyos ojos permanecan medio velados, nada vio, nada oyó, y el reque sólo atendía a las conversaciones del cadenal y de su tío, se apresuró a volver a unirseellos.

Precisamente; llegó en el momento en quMazarino terminaba diciendo:

 ––María, lo mismo que sus hermanas, paren este momento para Bourges. Les hago segula orilla del Loira contraria a la que nosotro

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hemos remontado, y si calculo bien su marchsegún las órdenes que he dado, mañana estaráa la altura de Blois.

Estas palabras fueron dichas con aquel tactaquella mesura y aquella seguridad de tono de intención que hacían del signor Giulio Mzarino el primer comediante del mundo.

Resultó de aquí que fueron derechas al corzón del rey, y que el cardenal, volviéndose simple ruido de los pasos de Su Majestad, quse acercaba, viera el efecto inmediato de ellas eel rostro de su discípulo, efecto que un ligerrubor manifestó a los ojos de Su EminenciaPero, ¿qué era descubrir semejante secreto paaquél cuya astucia engañaba hacía veinte añostodos los diplomáticos europeos?

Una vez dichas estas palabras, pareció que joven rey había recibido en el corazón un dardenvenenado. Echó una mirada incierta y débpor toda la asamblea, y más de veinte vece

preguntó con vista a la reina madre, quien e

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tregada al placer de conversar con su cuñada,contenida además por las miradas de Mazarinpareció no entender todas las súplicas que s

leían en las miradas de su hijo.Desde este momento; música, flores, luces

belleza, todo hizose odioso e insípido para LuXIV. Después de haberse mordido, cien vece

los labios, estirado los brazos y las piernas como el niño bien educado, que sin atreverse bostezar agota todas las maneras de atestiguasu fastidio, y después de haber implorado dnuevo inútilmente a la madre y al ministr

volvió desesperado los ojos hacia la puerta, eses, hacia la libertad. En el marco de esta puervio recostada y destacándose con vigor uncabeza arrogante y morena tostada, de naraguileña, de mirada dura, pero brillante; dcabellos grises y largos, y de bigote negro, vedadero tipo de belleza militar, cuyo alzacuellmás resplandeciente que un espejo, quebrabtodos los rayos luminosos que iban a conce

trarse en él, devolviéndolos en reflejos. Es

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oficial llevaba el sombrero gris de pluma roja ela cabeza, prueba de que le llamaba a aqulugar su servicio, no el placer. Si hubiera estad

llamado por su gusto; si hubiera sido cortesanen vez de soldado, habría tenido en la mano ssombrero:

Lo que probaba mejor aún que este oficial s

hallaba de servicio y que desempeñaba un cago al cual estaba, acostumbrado, es que cotemplaba con los brazos cruzados, con notabindiferencia y suprema apatía, las alegrías aburrimientos de esta fiesta: _ Parecía sob

todo, como un filósofo, y todos los soldadoviejos son filósofos, comprender infinitamenmejor los fastidios que los placeres; mas de lounos sacaba su partido; sabiéndose pasar mubien sin los otros.

Recostado, como hemos dicho, en el marco dla puerta, los ojos del rey se encontraron pocasualidad con los suyos.

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No era la vez primera, a lo que parecía, qulos ojos del oficial hallaban a aquéllos, de locuales sabía a fondo el pensamiento, porque ta

pronto como fijó su mirada en el rostro de LuXIV, y hubo leído en su rostro lo que pasaba esu corazón, es decir, el fastidio que le oprimíala tímida resolución de marcharse que se agitba en el fondo de su almas comprendió que e

menester hacer servicio al rey sin que él lo pdiese, y aun casi a pesar suyo, y arrogante, cusi estuviese mandando la caballería en un dde batalla.

 –– ¡La guardia del rey! ––gritó con voz potete y sonora.

A estas palabras, que hicieron el efecto dun trueno dominado, orquesta, los cantos y

rumor de pasos y de gente, el cardenal y la rina madre miraron con sorpresa al rey.

Luis XIV, pálido, pero resuelto, sostenido como estaba por esa intuición de su propio pe

samiento que había hallado en la inteligenc

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del oficial de mosqueteros, y que acababa dmanifestarse por la orden dada, se levantó dsu sillón y dio un paso hacia la puerta.

 –– ¿Os váis, hijo mío? ––preguntó la reinmientras Mazarino se contentaba con interrogcon su mirada, que hubiera podido parecedulce, a no ser tan penetrante.

 ––Sí, señora ––respondió Su Majestad––; msiento cansado, y además quisiera escribir esnoche.

Vagó una sonrisa por los labios del ministr

que con un movimiento de cabeza pareció dapermiso al rey.

Monsieur y Madame apresuráronse entoncea dar disposiciones a los oficiales que se prese

taron.Luis saludó, atravesó la sala y llegó a la pue

ta.

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Una fila de veinte mosqueteros esperaba eella a Su Majestad. Al extremo de esta fila pemanecía el oficial, impasible, con la espad

desnuda en la mano.El rey pasó, y toda la gente se empinó sobre

punta de los pies para verle todavía.

Diez mosqueteros, marchando por entre

muchedumbre que llenaba las antecámaraabrían camino paro que el rey pasase.

Los otros diez rodeaban al rey y a Monsieuque había querido acompañar a Su Majestad.

Las gentes del servicio seguían detrás.

Este pequeño acompañamiento escoltó al rehasta el departamento que le estaba destinadque era el ocupado por Enrique III durante s

residencia en el castillo de los Estados.

Monsieur había dado sus órdenes. Las moqueteros, dirigidos por su oficial, entraron en

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estrecho galería que comunica paralelamenuna de las alas del castillo con la otra.

La galería constaba de una pequeña antesa

cuadrarla, sombría aun en los días más hermsos.

Monsieur detuvo a Su Majestad. Majestad –le dijo––, vais pasando por el mismo sitio e

que el duque de Guisa recibió la primera puñalada. .

Luis, muy ignorante en cuestiones de historiconocía el hecho, pero sin saber los lugares

los pormenores. ––¡Ah! ––dijo el rey, estremeciéndose.

Y se detuvo.

Todo el mundo se detuvo también, delante en pos de él. El duque ––continuó Gastón–, etaba casi en el mismo sitio en que yo estoy, marchaba en la dirección que lleva Vuestra Mjestad; el señor de Loignes hallábase en el sit

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en que se encuentra en este momento vuestteniente de mosqueteros; el señor de Saint–Mline y los emisarios del rey, detrás y alrededo

de él. Así fue como le hirieron.El rey se volvió hacia donde estaba el oficia

y vio una especie de nube que pasaba sobre sfisonomía atrevida y marcial.

 ––Sí, por la espalda ––dijo el teniente con geto desdeñoso.

Y procuro echar a andar, como si estuviemolesto entre aquellos muros visitados en ot

tiempo por la traición.Pero su majestad, que parecía más propicio

saber que a preguntar, también pareció dipuesto a pasear aún una mirada por aquel sit

fúnebre.Gastón conoció el deseo de su sobrino.

 –– Ved, Majestad ––dijo tomando una antocha de manos del señor de Saint-Remy––; e

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pe, un tono de mando al cual no estaba acotumbrado.

Llegaron al aposento reservado a Su Maje

tad, y al cual se comunicaba, no sólo por la glería, que acabamos de recorrer, sino tambiépor una escalera que daba al patio.

 ––Ruego a Vuestra Majestad –dijo Gastón–

tenga a bien aceptar este departamento, aunquindigno de recibirle.

 ––Tío mío ––contestó el príncipe––, os doy lagracias por vuestra cordial hospitalidad.

Gastón abrazó a su sobrino, y, salió.

De los veinte mosqueteros que habían segudo al rey, diez acompañaron a Monsieur a lasalas de recibo, aun no desocupadas a pesar d

la salida de Su Majestad.

Los restantes fueron apostados por el oficiaque exploró por sí mismo en cinco minutos todas las localidades, con ese golpe de vista frío

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seguro que no .da siempre la costumbre, pues de que hablamos pertenecía al genio.

Cuando todos estuvieron colocados, escog

para su cuartel general la antecámara, en la cuencontró un gran sillón, una lámpara, vino pan seco. Atizó la lámpara, bebió medio vasde vino, plegó sus labios con sonrisa henchid

de expresión; instaláse en el gran sillón y dipúsose a dormir.

IX

EL DESCONOCIDO DE LA HOSTERÍA

“LOS MEDICIS” REVELAN SU INCÓGNITO”

Este oficial, que dormía o que se preparabadormir, era el encargado, sin embargo, y a pesde su aire distraído, de una grave reponsabilidad.

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Teniente de mosqueteros de Su Majestamandaba la compañía llegada de París, quconstaba de ciento veinte hombres pero, a e

cepción de los veinte de que hemos hablado, lootros cien estaban ocupados en custodiar à reina, y, sobre todo, al señor cardenal.

Julio Mazarino economizaba los gastos d

viaje de sus guardias, y en consecuencia usabde los del rey con la mayor largueza pues tomaba cincuenta de ellos para su persona; parcularidad que no hubiese dejado de pareceextraña para cualquiera poco acostumbrado

los usos de esta corte.Lo que no hubiese dejado mucho más de p

recer, si no extraño, extraordinario al menos, eque la parte del castillo destinada al señor ca

denal, estuviera iluminada. Allí montaban guardia mosqueteros en todas las puertas, y ndejaban entrar a nadie sino a los correos quhasta de viaje, siempre acompañaban al cardnal para su correspondencia.

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Veinte hombres estaban do servicio en el departamento de la reina madre, y descansabatreinta a fin de relevar al día siguiente a su

compañeros.En la: parte que habitaba el rey, par el contra

rio, sólo había silencio, soledad y `obscuridaCerradas las puertas, no existía la menor ap

riencia de monarquía, y poco a poco se habíaretirado todas las gentes de servicio. El prínciphabía enviado a interrogar si Su Majestad necsitaba de sus oficiales, y a un no del teniente dmosqueteros, que tenía la costumbre de pr

guntar y responder él propio, todo comenzó dormir como en la casa de un ciudadano.

Y, sin embargo, había que oír desde la pardel edificio habitada por el joven rey, las mús

cas de la fiesta, y ver las ventanas ricameniluminadas del gran salón.

Diez, minutos después de su instalación, SMajestad pudo conocer, por cierto movimient

más marcado que el que acompañó a su salid

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de la sala, la que hacía el cardenal, a su vecaminando al lecho con nutrida escolta de damas y caballeros.

Para distinguir, todo este movimiento, sótenía que mirar por la ventana, cuyos postigono se habían cerrado.

Su Eminencia atravesó el patio conducido po

Monsieur en persona, que le alumbraba couna antorcha; en seguida pasó la reina madre,quien Madame daba el brazo familiarmentcuchicheando las dos como antiguas amigas.

Todo desfiló detrás de estas dos parejas, dmas, pajes y oficiales; las dos antorchas ilumnaron todo el patio como un incendio de movibles reflejos, y luego el ruido de los pasos de las voces fue perdiéndose en los pisos supriores del castillo.

Entonces nadie pensó ya en el rey, que; dcodos en la ventana, había visto tristemenpasar todas aquellas luces, y oído alegarse tod

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aquel ruido; a nadie se veía si no es a ese deconocido de la hostería Los Medicis, que hemovisto salir envuelto en su capa.

Había subido al castillo y llegado a rondacon su rostro melancólico los alrededores depacano, que aún circundaba el pueblo, y advtiendo que nadie guardaba la puerta princip

ni el patio, por cuanto los soldados de Mosieur fraternizaban con los soldados reales, edecir, echaban unos cuantos tragos a discrecióo mas bien a indiscreción, el desconocido pentró por entre la muchedumbre, atravesó el pa

tio, y llegó por último al descansillo de la escalera que con lucía a las habitaciones del cadenal.

Lo que, según todas las probabilidades, hac

que se dirigiese a este lugar, era el brillar de laantorchas, y el aire atareado de los pajes y de demás servidumbre.

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 ––Lotas a lo mejor fue detenido por unevolución de mosquete y el grito de un centnela.

 –– ¿Dónde vais, amigo? preguntóle el solddo.

 –– Al cuarto del rey ––respondió con tranqulidad y orgullo el desconocido.

El soldado llamó a un oficial de Su Eminecia, quien, con el tono de un portero de oficincuando, dirige la palabra a algún 'pretendientdejó escapar estas palabras:

 ––La escalera de enfrente.

Y sin cuidarse más del desconocido, volvió oficial a su interrumpida conversación.

El extranjero, sin responder palabra, se diriga la escalera indicada.

Por aquel sitio no había ni ruido ni luces.

Sólo reinaba la obscuridad, en medio de

cual veíase pasear a un centinela semejante

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una sombra, y el silencio, que permitía oír eruido de sus pasos, acompañado del resonar dlas espuelas sobre las losas:

Ese soldado era uno de los veinte mosquetros al servicio del rey, que hacía la guardia cola frialdad y la conciencia de una estatua.

 –– ¿Quién vive? ––gritó.

 ––Amigo ––respondió el desconocido.

 –– ¿Qué queréis? ––Hablar al rey.

 –– ¡Oh! Señor mío, eso no es posible.

 –– ¿Y por que?

 ––Por qué el rey está acostado. ¿Acostado ya

 ––Sí.

 ––No importa, es preciso que le hable. ––Y yo os digo que eso no es posible.

No obstante... –– ¡Marchaos!

––¿Es ésa la consigna?

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 ––No tengo que daros explicaciones. ¡Atrás! esta vez acompañó el soldado a sus palabras ugesto amenazador; pero el desconocido se m

vió menos que si los pies hubieran echado races.

 ––Señor mosquetero ––dijo––, ¿sois hidalgo?

 ––Tengo ese honor.

 ––Pues bien, yo también lo soy, y entre hidagos debe haber algunas consideraciones.

El centinela bajó su arma, vencido por la dignidad con que estas palabras habían sido dchas.

 ––Hablad, caballero, y si me pedís una coque esté en mis atribuciones...

 ––Gracias... ¿Tenéis un oficial, no es verdad? —Sí, señor, nuestro teniente.

 ––Pues bien, desearía hablarle.

 –– ¡Ah! Eso es distinto. Pasad caballero.

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El desconocido saludó al soldado de una mnera distinguida, y subió la escalera, mientras gri to: “ ¡Teniente, una visita!” , transmitido d

centinela en centinela, le precedía e interrumpel primer sueño del oficial.

El teniente, frotándose los ojos y arreglandsu capa, se adelantó tres pasos hacia el extranj

ro. –– ¿Qué puede hacerse en vuestro obsequio

––preguntó.

 –– ¿Sois el oficial de guardia, teniente d

mosqueteros? ––Tengo ese honor ––contestó el oficial:

 ––Caballero, es absolutamente preciso que yhable al rey.

El teniente miró atentamente al desconocidy en aquella mirada, tan rápida como fue, vtodo lo que quería ver, esto es, una distinciónobilísima bajo vestido ordinario.

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 ––Yo no creo que seáis un loco ––replicó–, por el contrario, caballero, me parece que tenécondición, de saber que no se entra así como a

en el cuarto del rey sin su consentimiento. ––Consentirá en ello, señor.

 ––Caballero, permitidme que lo dude: el reha entrado aquí hace un cuarto de hora, y e

este instante debe estar a punto de desnudarsAdemás, la consigna está dada.

 ––Cuando sepa quién soy yo – contestó desconocido alzando la cabeza––, levantará

consigna. El oficial estaba cada vez más subygado.

 ––Si yo consintiese en anunciaros, ¿puedo menos saber a quién anunciaría; caballero?

 ––Anunciaríais a Su Majestad Carlos II, rey dInglaterra, de Escocia y de Irlanda.

El oficial estremecióse, retrocedió, y pudo advertirse sobre su pálido rostro una de las má

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punzantes emociones que un hombre de enegía haya podido sofocar' en el fondo de su corazón.

 –– ¡Oh! Sí, Majestad; en efecto ––exclamó—debía haberos reconocido.

 –– ¿Habéis visto mi retrato?

 ––No, Majestad.

 ––Entonces, ¿cómo ibais a reconocerme, nconociendo mi retrato ni mi persona?

 ––Vi a Su Majestad, el rey vuestro padre, e

un momento horrible. ––El día… ––Sí.

Una nube sombría pasó por la frente del prícipe: Luego, apartándola con la mano…

 –– ¿Veis ahora alguna dificultad anunciarme–dijo.

 ––Perdonadme, Majestad ––contestó el ofcial––; no podía adivinar que se ocultase un re

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bajo tan sencillo exterior; y, sin embargo, tenel honor de decir ahora mismo a Vuestra Majetad que había visto al rey Carlos el más, pe

dón; vuelo a prevenir a Su Majestad.Y volviendo atrás inmediatamente

 –– ¿Vuestra Majestad desea sin duda el secrto para esta entrevista? preguntó.

 ––No lo exijo, mas si es posible guardarlo...

 ––Es posible, Majestad, porque puedo excsarme de avisar al gentilhombre de guardimas para esto es menester que Vuestra Majetad acceda a entregarme su espada.

 ––Es verdad. Olvidaba que nadie penetra amado en el cuarto del rey de Francia.

 ––Vuestra Majestad será una excepción, quiere, pero entonces pondré a cubierto mi reponsabilidad avisando al gentilhombre del rey

 ––Tomad mi espada, caballero. ¿Queréis aho

ra anunciarme al rey?

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 ––Al instante, Majestad.

El oficial corrió a llamar a la puerta de comunicación, que le abrió el ayuda de cámara.

 –– ¡Su Majestad el rey de Inglaterra! ––dijo oficial suavemente.

 –– ¡Su Majestad el rey de Inglaterra! ––repitel ayuda de cámara. A estas palabras, un getilhombre abrió la puerta, y vióse a Luis XIV ssombrero ni espada, con el jubón abierto, adelantarse, dando pruebas de la más viva sorpresa.

 –– ¡Vos, hermano mío! ¡Vos en Blois! –exclamó Luis XIV despidiendo con un gesto gentilhombre y al ayuda de cámara, que pasaron a una pieza próxima.

 ––Señor ––respondió Carlos II––, iba a Parcon esperanza de ver a vuestra Majestad, cuado la fama me hizo: saber vuestra próxima llegada a esta ciudad. Entonces prolongue aquí m

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estancia por tener algo muy importante qucomunicaros.

 –– ¿Es adecuado este gabinete, hermano mío

 ––Excelente, señor, porque creo que no puden oírnos.

 ––He despedido a mi gentilhombre y a mservidor, que están en la cámara próxima. Aqudetrás de este tabique, hay un gabinete solitarque da a la antecámara, y en éste no habrévisto más que, un oficial; ¿no es verdad?

 ––Cierto.

 –– ¡Pues bien, hablad, hermano mío!, escucho

 –– ¡Comienzo, señor, y quiera Vuestra Majetad tener lástima de las desdichas que afligen

nuestra casa!El rey de Francia se sonrojó, y acertó su silló

al del rey de Inglaterra:

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 ––Señor ––dijo Carlos II-, no necesito pregutar a Vuestra Majestad si conoce los pormenores de mi deplorable historia.

Luis XIV se sonrojó aún más que la vez pmera, y luego, poniendo su mano sobre la drey de Inglaterra:

 ––Hermano mío ––dijo––, vergonzoso es d

cirlo; pero rara vez habla el cardenal de políticdelante de mí. Hay más, en otro tiempo mhacía leer por Laporte, mi ayuda de cámarlibros de historia; pero ha hecho que cesen estlecturas, y me ha quitado a Laporte; de modque suplico a mi hermano Carlos que me refietodas estas casas como a un hombre que nadsabe.

 ––Pues bien; señor; tomando las cosas desdmás arriba, tendré una probabilidad más dconmover el corazón de Vuestra Majestad.

 ––Hablad, hermano querido, hablad.

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 ––Vos sabéis, Majestad, que l lamado en 165a Edimburgo, durante la expedición de Cromwell en Irlanda, fui coronado en Stone. Un añ

más tarde, herido Cromwell en una de las prvincias que ––había usurpado, se volvió sobnosotros; Encontrarle era mi objeto; salir dEscocia mi deseo.

 ––Sin embargo ––replicó el rey––, Escocia ecasi vuestra tierra natal, hermano mío..

 ––Sí; pero os escoceses eran para mí unocompatriotas tiranos, Majestad; me habían obgado a renegar de la religión de mis padrehabían ahorcado a lord Montrose, mi más fiservidor, y como el pobre mártir, a quien shabía hecho un favor matándolo, había pedidque su cuerpo fuera hecho tantos pedazos cóm

ciudades había en Escocia, para que por todapartes se encontrasen testimonios de su fidedad, yo no podía salir de una ciudad ni ir otra, sin pasar sobre algún trozo de aquel cuepo que había trabajado, combatido y respirad

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por mí. Atravesé, pues, por medio de una macha atrevida, el ejército de Cromwell, y entré eInglaterra. El protector se puso en persecució

de esta fuga rara, que tenía una corona por ojeto. Si yo hubiera podido llegar a Londres ates que él, sin duda hubiese sido mío el premde la carrera, pero me alcanzó en Worcester. Egenio de  ––Inglaterra ya no estaba–– en nos

tros, sino en él, Majestad; –– el 3 de septiembde 1651, aniversario de esa otra acción de Dúbar, tan fatal a los escoceses, fui vencido. Domil hombres cayeron en derredor, mío antes d

que yo pensase retroceder un paso. Por últimfue necesario huir. Desde, entonces, mi historconvirtióse en novela. Perseguido con encarnzamiento, me corté el cabello y me disfracé dleñador. Un día pasado entre las ramas de un

encina dio a este árbol el nombre de enema reaque lleva aún mis aventuras en el condado dStafford; de donde salí llevando a la grupa a hija de mi huésped, son todavía el cuento dtodas las viejas y suministrarán tema para un

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balada. Algún día escribiré todo eso, Majestapara instrucción de los monarcas mis hermanos. Contaré cómo al llegar á casa de míste

Norton encontré a un capellán de la Corte qumiraba jugar a los bolos, y a un antiguo servdor que me nombro llorando, y que a poco mmata con su fidelidad, como otro lo hubiera hecho con su traición. En fin, contaré mis terrore

sí, mis terrores, cuando en casa del coronWindham, un mariscal que visitaba nuestrocaballos confesó que habían sido herrados en Norte.

 ––Es particular ––murmuró Luis XIV––, ignraba todo eso. Sólo sabía vuestro embarque eBrighelmsted, y vuestro desembarco en Nomandía.

¡Oh! ––dijo Carlos––. Si permitís, ¡Dios santoque los reyes ignoren de ese modo la historlos unos de los otros, ¡cómo queréis que se socorran entre sí!

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 ––Pero, decidme, hermano, ¿cómo habiendsido tan cruelmente recibido en Inglaterra, eperáis aún algo de ese desgraciado país y de és

pueblo rebelde? –– ¡Oh Majestad! Desde la acción de Wo

cester todas las cosas de allá han cambiadbastante. Cromwell, ha muerto después d

haber firmado con Francia un tratado, en cual ha escrito su nombre encima del vuestrMurió el 3 de septiembre de 1658, nuevo anversario de las acciones de Worcester y dDúnbar.

 ––Su hijo le ha sucedido.

 ––Pero ciertos hombres, Majestad, tienen fmilia y no herederos. La herencia de Cromweera muy pesada para Ricardo. Ricardo que nera ni republicano ni realista; Ricardo, que djaba que sus guardias se comiesen su comida,a sus generales gobernar la República; Ricardha abdicado el protectorado, el 22 de abril d

1659. Hace poco más de un año. Desde entonc

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Inglaterra no es más que un garito; donde cadcual juega a los dados la corona de mi padrLos dos jugadores más encarnizados son Lam

bert y Monk. Pues bien, Majestad, yo desearmezclarme en esa partida, cuya puesta es arrojada sobre mi manto real. Majestad, un millópara corromper a uno de esos jugadores. Pahacerme de él un aliado, o doscientos de vue

tros caballeros para echarlos de mi palacio dWhite Hall, como Jesús arrojó a los mercaderedel templo.

 ––Luego ––repuso Luis XIV–– venís a solic

tarme... ––Vuestro auxilio; es decir, lo que no sol

mente los reyes se deben entre sí, sino lo que locristianos se deben unos a otros, vuestro aux

lio, Majestad, en dinero o en hombres; vuestauxilio; y dentro de un mes, bien oponga Lambert a Monk, bien; Monk a Lambert, habré reconquistado la herencia paterna, sin haber cotado una guinea a mi país ni una gota de sang

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á mis súbditos, que cansados ya de revolucióde protectorado y de república, sólo piden vacilantes a caer y dormirse en la monarquí

vuestro auxilio, señas, y deberé más a VuestMajestad que a mi padre. ¡Desgraciado padrque tan raramente ha pagado la ruina de nuetra casa! Ya veis, señor––, si soy desgraciado si estaré desesperado para que yo acuse a m

padre. .Y la sangre subió al semblante pálido de Ca

los II, que permaneció un instante con la cabezentre las manos, y como ciego por aquella sa

gre que parecía rebelarse contra la blasfemfilial.

El rey no era menos desgraciado que su hemano; agitábase en su sillón y no encontrab

una palabra que responder.A l fin, Carlos II, a quien diez años más daba

una fuerza superior para dominar sus emociones, encontró primero el uso de la palabra.

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 ––Señor ––dijo––, espero vuestra respuescomo un condenado su sentencia. ¿He de vivi¿He de morir?

 ––Hermano ––contestó el príncipe franca Carlos II–– ¡me pedís un millón a mí, qu jamás he poseído la cuarta parte de esa catidad! ¡Yo no tengo nada! Yo no soy más re

de Francia que vos de Inglaterra. Soy uhombre, una cifra vestida de terciopelo y nada más. Estoy sobre un trono visible: he aqmi única ventana. ¡No tengo nada, no puednada!

 –– ¡Es verdad! ––exclamó Carlos II.

 ––Hermano ––dijo Luis bajando la voz––; yhe sufrido miserias que no hubiera soportado más infeliz de mis caballeros. Si mi pobre Laporte estuviera a mi lado, él os diría que hdormido en sábanas desgarradas, por entcuyos jirones pasaban mis piernas; él os dirque después, cuándo pedí mis carrozas, m

trajeron unos coches viejos y casi inservibles;

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os diría que cuando yo pedía la comida iban informarse a las cocinas del cardenal si habque darle de comer al rey. Y hoy mismo; ho

mismo todavía, que cuento veintidós años; hoque he llegado a la edad de las grandes mayorías reales, hoy que debería tener la llave dTesoro, la dirección de la política, la supremacde la paz y de la guerra, dirigid una mirada e

derredor mío y mirad lo que me dejan; ved esabandono, este desdén, este silencio, mientraque allí; mirad allá abajo ese tropel, esas luceesos homenajes. ¡Allí, allí es donde está el ve

dadero rey de Francia, hermano mío! –– ¿El cuarto del cardenal?

 ––El cuarto del cardenal, sí.

 ––Luego––estoy condenado, Majestad.

Luis no respondió.

 ––Condenado; sí, parque jamás solicitaré nda de quien habría dejado morir de frío y d

hambre a mi madre y a mi hermana; es decir,

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la hija y a la nieta de Enrique IV, si el señor dRetz y el Parlamento no les hubieran enviadpan y leña.

 –– ¡Morir! ––murmuró Luis XIV. –– Pues bien ––continuó el rey de Inglat

rra––; el infeliz Carlos II, ese nieto de EnriquIV, como vos, Majestad, no teniendo ni Pa

lamento ni cardenal de Retz, morirá de hambre, como no faltó mucho para que muriesesu hermana y su madre.

Luis frunció el entrecejo y oprimió violenta

mente el encaje de sus bocamangas.Esta inmovilidad y atonía, sirviendo de má

cara a una emoción tan visible, conmovieron rey Carlos; que tomó la mano del joven.

 ––Gracias ––exclamó––, hermano mío, mhabéis escuchado, que era cuanto podía exigde vos en la situación en que os halláis.

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 ––Señor ––dijo de pronto Luis XIV levantandla cabeza––, me habéis dicho que necesitáis umillón o doscientos caballeros.

 ––Un millón me bastará, Majestad. ––No es mucho.

 ––Para un solo hambre es mucho: menos cras se han pagado muchas veces las convicciones.

 ––Decís doscientos caballeros, que es algmás de una compañía, ¿y eso es todo?

 ––Majestad; hay en nuestra familia una tradción: cuatro hombres, cuatro caballeros francses, partidarios de mi padre, estuvieron a punde salvarle, juzgado por un Parlamento, guadado por un ejército y rodeado por una nación

 –––Por tanto, si yo os proporciono un millóo doscientos caballeros, ¿quedaréis satisfecho me tendréis por un buen hermano?

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 ––Os tendré por mi salvador; y si llego a subal trono de mi padre, Inglaterra, por lo menomientras yo reine, una hermana de Franci

como vos lo habéis sido para mí. ––Pues bien, hermano ––dijo Luis incorp

rándose––, lo que vacilabais en pedir voy a pdirlo yo mismo. Lo que jamás he querido hac

por mi propia cuenta, lo haré por la vuestra. ¡Ia buscar al rey de Francia, al otro, al rico, poderoso, y pediré yo mismo ese millón o esodoscientos caballeros... y veremos.

 –– ¡Oh! ––exclamó Carlos––Sois un amigo nble; un corazón creado por Dios! ¡Me libertáihermano mío; y cuando tengáis necesidad de vida que me dais, pedídmela!

 –– ¡Silencio, hermano, silencio! ––––dijo evoz baja Luis––. ¡Cuidad que no os oigan! Aúno hemos concluido. ¡Pedir dinero a Mazarin¡Eso es mucho más que atravesar el bosque ecantado donde cada árbol encierra un diabl

eso es más que ir a conquistar un mundo!

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 ––Mas, no obstante, cuando vos pedís…

 ––Ya os he dicho que nunca he pedido –respondió Luis con orgullo que hizo palidece

al rey de Inglaterra.Y como éste, semejante a un hombre herid

hiciese un movimiento de retirada:

 ––Perdón, hermano ––murmuró––, yo no tego una madre y una hermana que padezcan. Mtrono está duro y desnudo, pero estoy bien setado en él.. Perdón, hermano, no me hagáis ucargo por esa palabra que es propia de un eg

ísta. Ya la recogeré con sacrificio. Voy en buscdel señor cardenal; os ruego que me esperéivuelvo al momento.

XLAS CUENTAS DE M AZARINO

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En tanto que el rey se dirigía rápidamenhacia el ala del castillo ocupada por el cardenaacompasado solamente de su ayuda de cámar

él oficial de mosqueteros, respirando comhombre obligado a contener mucho tiempo aliento, salía del reducido gabinete de que yhemos hecho mención; y que el rey creía solitrio. Este gabinete formaba en otro tiempo par

de la cámara y sólo estaba separado de ella, poun delgado tabique. De aquí resultaba que tseparación, cuyo único objeto era quo nada sviese, permitía al oído menos indiscreto oír

que pasaba en ella.No había, por tanto, duda de que el tenien

de mosqueteros hubiese oído lo que pasara eel cuarto del. Rey.

Prevenido por las últimas palabras de Su Majestad, salió de él a tiempo de saludarle a spaso, y para acompañarle con la vista hasta qudesapareció en el corredor.

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Luego, y cuando el monarca hubo desaparcido, movió la cabeza de un modo que le, epeculiar, y con voz a la, cual cuarenta años p

sados fuera de la Gascuña, no habían podidhacer perder su tono:

 –– ¡Triste servicio! ––dijo––. ¡Triste amo!

Y, pronunciadas estas palabras, volvió a su s

llón, extendió las piernas y cerró los ojos comhombre que duerme o medita.

Durante este corto monólogo, y mientras rey, atravesando los Vastos corredores del an

guo ––castillo, se encaminaba al cuarto del sñor cardenal, verificábase en éste una escena dotro género.

Mazarino se había acostado algo atormentad

por la gota. Mazarino era hombre de orden quutilizaba hasta el dolor, hacía de la velada sviente humilde de su trabajo. Por esto se habhecho l levar por Bernoum, su ayuda de cámar

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 ––Tienes razón, Bemouin. ¡Pues bien! Tú vasreemplazar a Brienne, amigo mío. En verdadebí traer conmigo al señor Colbert. Ese jove

va bien, Bernouin, muy bien. ¡Es sujeto ordendo!

 ––Yo no sé ––dijo el ayuda de cámara––, perlo que es a mí, no me gusta ni pizca la cara d

vuestro joven. –– ¡Bueno, Bernouin! Para nada se necesita t

parecer, ponte aquí, coge la pluma y escribe.

 ––Aquí esta, monseñor. ¿Qué he de escribi

 ––Aquí a continuación de esas dos líneas ytrazadas.

 ––Está bien.

 ––Escribe. Setecientas sesenta mil libras.

 ––Ya está.

 ––En Lyón.

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El cardenal parecía dudar.

 ––En Lyón ––repitió Bernouin.

 ––Tres millones novecientas mil libras. ––Bien, monseñor:

 ––En Burdeos, siete millones.

 ––Siete ––repitió Bernouin.

 –– ¿Sí, he?––dijo el cardenal de buen humor–. ¡Siete! Tú comprendes, Bernouin ––añadió momento––, que todo esto es dinero que haque gastar.

 ––Monseñor, poco me importa que esos mllones sean para guardarlos o para gastarlopuesto que no son para mí:

 ––Esos millones son de Su Majestad. Todo que cuento es dinero del rey... Con que decímos... Siempre me interrumpes.

 ––Siete millones, en Burdeos.

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 –– ¡Ah! Sí, es cierto. Cuatro sobre Madrid. Yte explicaré para qué es todo este dinero, Benouin pues todo el mundo da en la tontería d

creerme millonario. Pero un ministro no tiennada suyo. Vamos sigue. Entradas generalesiete millones. Propiedades, nueve ¿Has escritBernouin?

 ––Sí monseñor. ––Bolsa, seiscientas mil libras; valores dive

sos, dos millones... ¡Ah! Se me olvidaba: mobliario de los distintos castillos...

 –– ¿Es preciso añadir de la Corona? preguntó Bernouin.

 ––No, no; es inútil. Eso se sobre entiende. ¿Etá ya, Bernouin?

 ––Sí, monseñor.

 –– ¿Cómo has puesto las cifras?

 ––Unas debajo de otras.

––Suma

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 ––Treinta y nueve millones, doscientas seseta libras.

 –– ¡Ah!–– exclamó el cardenal con violen

expresión de despecho––. ¡Aún no hay cuarenmillones!

Bernouin volvió a sumar.

 ––No, monseñor, todavía faltan setecientacuarenta libras.

Mazarino pidió la cuenta y la revisó atentmente.

 ––Es igual –dijo Bernouin––: treinta y nuevmillones doscientas sesenta mil libras es ucrecido caudal.

 –– ¡Ah! Bernouin, esto es lo que yo quisie

que tuviese el rey. ––Vuestra Eminencia me decía que este din

ro era de su Majestad.

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 ––Sin duda, pero muy claro y muy líquidEstos treinta y nueve millones están compromtidos y mucho más.

Bernouin sonrió a su modo: es decir, comquien no cree sino lo que quiere creer, preprando al mismo tiempo la bebida que tomabpor las noches el cardenal, mulléndole las a

mohadas. ––¡Oh! –murmuró Mazarino cuando se a

sentó el ayuda de cámara––. ¡Todavía no slen los cuarenta millones! Pues es preciso qullegue a esa suma. Mas, ¡quién sabe si tendtiempo! Mucho voy decayendo y no llegaréellos. No obstante, ¿quién sabe si encontrados o tres millones en los bolsillos de nuestrobuenos amigos los españoles? Ahora han de

cubierto el Perú, ¡y qué diablos!, aún debquedarles algo.

Cuando hablaba así, ocupado de sus númeroy sin pensar ya en la gota, animado por un

preocupación que en el cardenal era la más po

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derosa de todas las preocupaciones, Bernouprecipitóse en la cámara lleno de azoramiento.

 –– ¡Qué! –preguntó el cardenal–– ¿Qué hay?

 –– ¡El rey, señor, el rey!

 –– ¡Cómo el rey! –dijo Mazarino, ocultandrápidamente su papel–– ¿El rey a estas horasLe creía acostado hace mucho tiempo. ¿Pueque pasa?

Luis XIV pudo oír estas últimas palabras ver el rostro azorado del cardenal, incorporádose en el lecho, porque en aquel momenpenetraba en la cámara.

 ––No hay nada, señor cardenal, o al menonada que pueda alarmaros; una comunicacióimportante que tengo necesidad de hacero

esta misma noche y nada más.

Al instante, pensó Mazarino en aquella ateción tan marcad que Su Majestad había prestdo a sus palabras respecto a la señorita Manc

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ni, y le pareció que tal comunicación debía dmanar de su fuente. Serenóse, y en el acto asmió su más encantador aspecto, cambió de

sonomía, de lo que el joven rey se alegró eextremo y cuando el rey se hubo sentado:

 ––Majestad –dijo el cardenal––, verdad es qudebería escucharos de pie; pero la violencia d

mi mal... ––Nada de cumplidos entre nosotros, querid

señor cardenal –dijo Luis afectuosamente––; ysoy vuestro discípulo y no el rey, bien lo sabéiy, sobre todo, esta noche, ya que recurro a vocomo un pretendiente muy humilde y deseosde ser bien acogido.

Mazarino, viendo el rubor del rey, se confmó en su primera idea; esto es, que había upensamiento de amor bajo todas aquellas hemosas palabras. Pero una vez se engañaba astuto político, por hábil que fuese: aquel rubono lo producía los pudibundos entusiasmos d

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Mazarino saltó en la cama como si le hubierapuesto en contacto con la botella de Leyle o pila de Volta, al mismo tiempo que un disgus

manifiesto iluminaba su rostro con el brillo dcólera, que Luis XIV, por poco diplomático qufuese, conoció muy bien que el ministro habesperado oír otra cosa.

 –– ¡Carlos II! –exclamó Mazarino con voz roca––. ¿Habéis recibido su visita?

 ––Del rey Carlos II –repuso Luis XIV dandcon afectación al nieto de Enrique IV, el títuque Mazarino olvidaba conceder––. Sí, señocardenal; ese desdichado príncipe me ha comovido contándome sus desgracias. Su dolor egrande, señor cardenal, y a mí mismo me hparecido insoportable, a mí, que he visto dispu

tar mi trono, que me he visto precisado en díade conmoción a abandonar mi capital; a mí quconozco el mal de dejar sin apoyo a un hermano desposeído y fugitivo.

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¡Ah! –dijo disgustado el cardenal––. ¿Por quno ha tenido, como vos, Majestad, un Julio Mazarino a su lado? Su corona se habría conserv

do intacta. ––Sé todo lo que mi casa debe a Vuestra Em

nencia –replicó fríamente el rey, y creed qupor mi parte, jamás lo olvidaré. Y precisamen

porque mi hermano el rey de Inglaterra no htenido a su lado el genio poderoso que me hlibrado, por eso digo, quisiera yo conciliar eauxilio de se mismo genio, y suplicar a vuestbrazo que se extendiese sobre su cabeza, bie

seguro, señor cardenal, de que vuestra mancon sólo tocarle, podría devolver a su frente corona que cayó al pie del cadalso de su padre

 ––Majestad –replicó Mazarino––, os doy la

gracias por la opinión que me tenéis; pero nadtenemos que hacer nosotros en Inglaterra, coaquellos diablos que reniegan de Dios y cortala cabeza a sus reyes. Es muy peligroso tocarlo

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desde que se han bañado en la sangre real. Jmás me ha convenido su política, y al rechazo.

 ––De este modo podéis ayudarnos sustit

yéndola con otra. –– ¿Cuál?

 ––La restauración de Carlos II, por ejemplo.

 –– ¡Dios santo! ––exclamó Mazarino––. ¿Cotará, por ventura, el pobre señor; con la realizción de esa quimera?

 ––Sí ––replicó el rey, asustado de las dificu

tades, que parecía prever en este proyecto–– ojo seguro de su ministro––; sólo pide para esun mil lón.

 ––Nada más un milloncejo, ¿eh? ––dijo irón

camente Su Eminencia, esforzando su acenitaliano––. Un milloncejo, ¿eh? ¡Familia de medigos! ¡Bah!

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 ––Cardenal ––dijo el rey alzando la cabeza–esa familia de mendigos es una rama de mpropia familia.

 –– ¿Sois vos bastante rico para dar millonesotros, Majestad? ¿Tenéis millones?

 –– ¡Oh! ––repuso Luis XIV con supremdolor que procuró, sin embargo, ocultar

fuerza de voluntad, para que no apareciese esu semblante––: ¡Oh! Sí, señor cardenal; sque soy pobre; pero, al fin, bien vale la coronde Francia un millón, y para hacer una accióbuena empeñaré, si preciso fuese, mi coronaYo encontraré judíos que me prestarán mubien un mil lón.

 ––De modo, Majestad, ¿que decís tener necsidad de un millón? ––preguntó Mazarino.

 —Sí, señor, lo digo.

 ––Mucho os engañáis, pues tenéis necesidade mucho más. ¡Bernouin! Vais a ver de cuán

más tenéis necesidad. ¡Bernouin!

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 –– ¿Qué es eso, cardenal? ––dijo el rey–¿vais a consultar a un lacayo sobre mis asuntos

 –– ¡Bernouin! ––dijo otra vez el cardena

haciendo como que no notaba la humillaciódel joven príncipe––; acércate aquí y dime qucantidad te pedía hace poco, amigo mío.

 –– ¡Cardenal, cardenal, no me habéis oído! –

dijo Luis, pálido de cólera. ––No os enfadéis; trato de poner en claro lo

negocios de Vuestra Majestad. Todo el mundlo sabe en Francia: mis libros están muy claro

¿Qué te decía yo que hicieses hace poco, Benouin?

 ––Vuestra Eminencia me decía que le hiciesuna suma.

 ––Y la has hecho, ¿no es verdad?

 ––Sí, monseñor.

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 –– ¿Para demostrar la suma que Su Majestanecesitaba en este momento? ¿Note decía estoSé franco amigo mío.

 ––Eso me decía Vuestra Eminencia. ––Pues bien, ¿qué cantidad necesitaba yo?

 ––Cuarenta y cinco millones, según creo.

 –– ¿Y que suma encontrábamos reuniendtodos nuestros recursos? ––Treinta y nuevmillones, doscientas sesenta mil libras.

 ––Bien, Bernouin, eso es todo lo que quer

saber. Déjanos ahora ––dijo el cardenal, fijandsu brillante mirada en el joven rey, mudo destupor.

 ––Mas, sin embargo... ––balbuceó el rey.

 –– ¡Ah! Dudáis todavía ––dijo el cardenal–Pues bien, aquí está la prueba de lo que digo:

Y Mazarino tomó de bajo la almohada un ppel cubierto de cifras, que presentó al rey, quie

volvió la vista; tan profundo era su dolor.

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 ––Así, como es un millón lo que queréis, y emillón no está puesto, es claro que Vuestra Mjestad tiene necesidad de más de cuarenta y ci

co millones. Pues bien, no hay judíos en mundo que presten semejante suma, ni ausobre la corona de Francia.

Luis, crispando sus puños echó atrás su silló

 ––Bien ––dijo––; mi hermano el rey de Inglterra se morirá de hambre.

 ––Majestad ––contestó con el mismo tonMazarino––, recordad el proverbio que os e

seño en este caso como expresión de la másana política: “ A légrate de ser pobre cuando tvecino es pobre también.”

El rey meditó unos momentos, derramando

mismo tiempo una mirada curiosa sobre el papel, que en el mismo punto desapareció bajo almohada.

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 ––Entonces ––dijo––, ¿hay imposibilidad ehacer justicia a mi solicitad de dinero, señocardenal?

 ––Absoluta, Majestad. ––Pensad en que esto me proporcionará má

tarde un adversario, si sube al trono sin mauxilio.

 ––Si Vuestra majestad no teme más que espuede tranquilizarse ––dijo con viveza el cadenal.

 ––Bueno, no insisto más ––dijo el rey.

 –– ¿He llegado a convenceros? ––preguntel cardenal poniendo su mano sobre la drey.

 –––Perfectamente. ––Solicitad cualquiera otra cosa, seré feliz e

concederla, habiéndoos rehusado ésta.

 –– ¿Cualquiera otra cosa?

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 ––¡Sin _duda! ¿No estoy absolutamentedisposición de Vuestra Majestad? ¡Hola! ¡Benouin, antorchas; guardias para Su Majesta

Su Majestad vuelve a su aposento. ––Aún no, cardenal, y puesto que poné

vuestra buena voluntad a mi disposición, voa usar de ella.

 ––¿Para vos? ––preguntó el cardenal, esprando que por fin iba a tratarse de su sobrina

 ––No, señor, no es para mí, sino para –– mhermano Carlos también. Obscurecióse el sem

blante de Mazarino, y murmuró algunas palbras que el rey no pudo entender.

XI

LA POLITICA DEL SEROR M AZARINO

En vez de aquella especie de duda con que u

cuarto de hora antes se había acercado el rey,

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cardenal, podía leerse ahora en sus ojos aquelvoluntad contra la cual puede lucharse, y qupodrá destruirse quiza por su propia impote

cia, pero que al menos conserva como una llagen el fondo del corazón el recuerdo de su derrta.

 ––Esta vez, cardenal, se trata de una cosa má

fácil de encontrar que un millón. –– ¿Tal creéis, Majestad? ––dijo Su Eminenc

mirando al rey con aquella mirada astuta, quleía en lo más profundo de los corazones.

 ––Sí, lo creo, y cuando sepáis el fin de mi dmanda...

 –– ¿Y creéis que no lo sé, Majestad?

 –– ¿Sabéis lo que me resta deciros? Oíd la

propias palabras del rey Carlos...

 –– ¡Oh! ¡Veamos!

 ––Oíd: “ Y si ese avaro, si ese pícara italiano

ha dicho el... ¡Señor cardenal!..

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 ––Este es el sentido, si no las palabras. ¡Diosanto! No le quiero mal por esto. Cada uno vcon sus pasiones. Repito que ha dicho: “ Y si es

pícaro italiano os niega el millón que le pedmos, si nos vemos precisados, faltos de dinera renunciar a la diplomacia, entonces le pedremos quinientos caballeros…”

El rey experimentó un movimiento de agitación, Su Eminencia no se había equivocado máque en el número de hombres.

 –– ¿No es cierto, Majestad, que es así? ––diel ministro con acento triunfante.

En seguida añadió:

 ––El rey Carlos ha dicho: “ Tengo amigos otro lado del Estrecho, a quienes sólo falta u

jefe y una bandera de Francia, se aliarán a mporque comprenderán que tengo vuestro apoyo. Los olores del uniforme francés valdrán mi lado el millón que nos haya denegado señor Mazarino (porque sabía muy bien que y

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negaría este millón). Venceré con estos quinietos caballeros, y todo el honor será vuestroEsto es lo que ha manifestado, poco más o me

nos, ¿no es verdad? Envolviendo estas palabraen metáforas resplandecientes y en imágenepomposas, porque todos son habladores en familia. Su padre habló hasta en el patíbulo.

El sudor de la vergüenza corría por la frendel rey, sintiendo que no correspondía a sdignidad oír insultar de ese modo a su hermano; pero, aún no sabía tener voluntad, sobtodo frente aquél, ante quien todos se había

doblegado, hasta su misma madre.Al fin hizo un esfuerzo.

 ––Pero, señor cardenal, no son quinientohombres, sino doscientos.

 ––Ya véis que había adivinado lo que pedía.

 ––Nunca he negado que tuvieses una miradprofunda, y por esto mismo he pensado que n

negaríais a mi hermano Carlos una cosa ta

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sencilla y tan fácil de conceder como la que opido en su nombre, señor cardenal, o más bieen el mío.

 ––Majestad –dijo el cardenal––, treinta añohace que ocupo de la política; primero, eunión del señor cardenal Richelieu, y luegsolo. Esta política no ha sido siempre mu

horada, menester es confesarla, pero jamás decabellada. Bien; pues la que en este momenme propone Vuestra Majestad, es deshonrosa torpe a la par.

 –– ¡Deshonrosa!

 ––Majestad, habéis hecho un tratado coCromwell.

 ––Sí, en este mismo tratado, Cromwell h

firmado por encima de mí. –– ¿Y por qué firmásteis tan abajo? El seño

Cromwell encontró un buen sitio, y lo tomó; ésera su costumbre. Pero vuelvo a Cromwell. T

néis un tratado con él, es decir, con Inglaterr

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porque cuando firmásteis ese tratado Cromweera Inglaterra.

 ––Cromwell ha fallecido.

 –– ¿Eso creéis Majestad?

 ––Sin duda, pues le ha sucedido Ricardquién ha abdicado.

 –– ¡Esto es precisamente! Ricardo ha hereddo a la muerte de Cromwell, e Inglaterra a abdicación de Ricardo. El tratado forma parde la herencia, ya en manos de Ricardo, ya elas de Inglaterra. El tratado es, pues, válidtanto como nunca lo haya sido. ¿Por qué habais de eludirlo, Majestad? ¿Qué ha cambiado eél? Carlos II desea hoy lo que hace diez añorehusamos nosotros; pero éste es un caso pr

visto. Vuestra Majestad es aliado de Inglaterry no de Carlos II. Deshonroso es, sin duda, bael punto de vista de la familia, haber firmadun tratado con un con un hombre que ha hechcortar la cabeza al cuñado del rey, vuestro pa

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dre, y haber contratado una alianza con un Palamento testaferro, convengo en que esto edeshonroso, pero no torpe desde el punto d

vista político, puesto que gracias a ese tratadhe salvado a Vuestra Majestad, menos todavíde los peligros de una guerra exterior, que Fronda... ––¿os acordáis bien de la Fronda?–(El rey bajó la cabeza), pero la Fronda hubie

complicado fatalmente. De esta manera, prueba Vuestra Majestad que, cambiar ahora de cmino, sin prevenir a nuestros aliados, sería tope y deshonroso. Haríamos la guerra teniend

el error de nuestra parte; lo haríamos, merciendo que nos la hiciesen, y tendríamos el apecto de tenerla, provocándola al mismo tiempo; porque un permiso concedido a quinientohombres, a doscientos, a cincuenta, a die

siempre es un permiso. ¡Un francés es la nacióun uniforme es el ejercito. Suponed, pongo poejemplo que, tarde o temprano, tengáis guercon Holanda, la cual, ciertamente, sucedetarde o temprano, o con España, que suceder

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quizá si no se realiza vuestro matrimonio. (Mazarino miró profundamente al rey), y hay mcausas, que pueden hacer que no se realic

ahora bien, ¿aprobaríais que Inglaterra enviasa las Provincias Unidas, o a la Infanta, un regmiento, una compañía, ni aun una partida dcaballeros ingleses? ¿Juzgaríais esto en los límtes de lo honroso y de su tratado de alianza?

Luis escuchaba y le parecía extraño que Mzarino invocase la buena fe; él, autor de muchasupercherías políticas que se llamaban mazanas.

 ––Pero al fin dijo el rey––, sin autorizaciómanifiesta, yo no puedo impedir que caballerode mi Estado pasen a Inglaterra, si tal es su vluntad.

 ––Debéis obligarles a volver, Majestad, o menos protestar contra su presencia como enmigos en un país aliado.

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––Pero, finalmente, veamos; vos, señor cadenal, vos, un genio tan profundo, busquemoun medio de proteger a ese pobre rey sin com

prometernos. ––Eso es lo que yo no quiero, mi querida M

jestad –dijo Mazarino––. Aunque Inglaterobrase según mis deseos, no secundaría mejo

mis designios; desde aquí he de dirigir la polítca de Inglaterra, mejor que desde otra partGobernada como hoy se la gobierna, Inglateren para Europa un nido eterno de pleitoHolanda protege a Carlos II; dejad que ob

Holanda. Se enfadarán, se batirán, ellas son lados únicas naciones marítimas: dejad que sdestruyan mutuamente sus marinas, y nosotroconstruiremos la nuestra con los restos de esonavíos cuando tengamos dinero para compraclavos.

 –– ¡Oh! Todo esto que me decís es pobre mezquino, señor cardenal.

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 ––Sí, pero cierto; confesadlo, Majestad. Hamás; concedo por un momento la posibilidade faltar a vuestra palabra y de eludir el trata

do; muchas veces se ve que falta a la palabra se elude un tratado; pero es cuando se tiengran empeño o cuando por todas partes se ecuentran estorbos en el contrato. Pues buenVuestra Majestad autorizaría el compromis

que os pide, y Francia, o su bandera, que es mismo, pasaría el Estrecho y combatiría; peFrancia sería derrotada.

 –– ¿Por qué?

 –– ¡Pues a fe que es un hábil general Su Mjestad Carlos II, y que la jornada de Wórcestnos da, excelententes garantías!

 ––Ya no tendrán ningún choque, con Cromwell, señor cardenal.

 ––Sí, pero los tendrá con Monk, que es muchmás peligroso. Aquel intrépido fabricante dcerveza de que hablábamos era un inspirad

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que tenía momentos de exaltación y de expasiones, durante las cuales abríanse como utonel demasiado lleno; entonces se escapaba

por sus hendiduras algunas gotas de pensmiento, y por muestra se conocía el pensamieto entero; así Cromwell nos ha dejado penetramás de diez veces en su alma, cuando más ddiez veces en su alma, cuando más se la cre

envuelta en triple capa de bronce, como dicHoracio. Pero ¡Monk! ¡Majestad! El cielo oguarde de tratar jamás de política con el señoMonk. El es quien en el espacio de un año h

vuelto grises mis cabellos. Monk no es un insprado, por desgracia; es un político que no subre, sino que se concentra. H ace diez años qu

tiene los ojos fijos. sobre un objeto, y nadie hpodido saber, cuál sea. Todas las mañanas, co

mo lo aconsejaba Luis XI, quema su gorro d'dormir:' Así es, que el día en que este plalenta y solitariamente madurado, estalle, estllará con todas las condiciones de éxito quacompañan siempre w 1o inopinado,' Ese e

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Monk, Majestad, de quien tal vez no hayáoído hablar jamás, cuyo mismo nombre no conocíais, quizá, antes que vuestro hermano Ca

los, que sabe muy bien lo que es: él, lo pronuciase en vuestra presencia; esto es, una maravlla, de profundidad y de, tenacidad, las dos úncas cosas en que se embotan la imaginación y valor. Yo he tenido, imaginación. Puedo env

necerme en ello, ya que me lo echan en carCon estas dos cualidades he hecho una carrebrillante, puesto que de hijo de un pescador dPiscina he llegado a ser primer ministro del re

de Francia, y que con tal cualidad, bien, lo sabVuestra Majestad –he prestado; algunos servcios al trono. Pues bien, si yo hubiera encontrado a Monk en mi camino, en lugar de encontral señor de Beaufort, al señor de Retz o al prí

cipe, estaríamos perdidos. Comprometeos duna manera ligera, y caeréis en las garras dé essoldado político. El casco de Monk es un cofde hierro, cuyo fondo contiene sus pensamietos, y del cual–– nadie tiene la llave. Así es qu

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me inclino ante su presencia, yo que sólo teng––un birrete de terciopelo.

¿Y qué pensáis que quiere Monk?

 ––Si Io supiera; Majestad, no os diría que deconfiaseis de él, porque yo sería el más fuertpero con él tengo miedo de adivinar, ¡de' advinar! ¿Comprendéis esta palabra?

Pues si creo haber adivinado, me fijaré en unidea, y„ a pesar mío, perseveraré en esa ideDesde que ese hombre está en el poder de Iglaterra, yo soy como aquellos malditos d

Dante –– a quienes Satanás ha retorcido el cullo, que marchan adelante, mirando hacia atráveo por el lado de Madrid, pero no pierdo dvista a Londres. Adivinar con ese demonio dhombrees engañarse, y engañarse es perdersDios me libre de intentar nunca adivinar lo qudesea: me limito, y esto es bastante, a –– espialo que hace. Yo creo (¿entendéis la intención dlas palabras yo creo? Yo creo, con respecto

Monk, no compromete a nada) ; yo creo qu

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tiene buenamente ganas de suceder a Cromwell; Carlos II le ha hecho ya proposiciones pomedio de diez personas, y se ha contentado co

despedirlas, sin decirles otra cosa que “ Machaos u os hago ahorcar” ¡Este hombre es usepulcro! En este momento manifiéstase Monmuy adicto al Parlamento; pero a mí no me egaña esa adhesión; Monk no quiere ser asesin

do, pues un asesinato lo detendría en medio dsu obra, y es menester que su obra se lleve término. Así es que creo, pero no creáis en que yo creo, Majestad; digo creo por costumbr

creo que Monk contempla al Parlamento hasel día en que lo destruya. Os, piden espadapero es para luchar contra Monk. Dios noguarde de batirnos contra Monk, Majestaporque Monk nos vencerá, y vencidos por é

¡no me consolaría en mi 'vida! Yo diría quMonk había previsto esta victoria diez años ates. Por Dios, Majestad, por la amistad que otengo, ya que no por la consideración que odebo, que Carlos II–– permanezca quieto. Vue

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tra Majestad le. asignará aquí una corta renta,le dará uno de sus castillos. ¡Ah! Pero, espera¡No me acordaba del tratado, de ese famos

convenio de que hablábamos hace poco! ¡Vuetra Majestad no tiene ni aun el derecho de darun castillo!

 –– ¿Cómo?

 ––Sí, sí; Su Majestad se ha comprometido a ndar hospitalidad al rey, y aun a hacerle salir dFrancia. ¡Por eso le hicimos salir, y sin embargvuelve! Supongo que haréis entender a vuesthermano que no puede permanecer entre nostros, que esto es imposible, que nos .compromete, o yo mismo...

 –– ¡Basta! ––––murmuró Luis XIV levantádose––: Que me neguéis un millón está en vuetro derecho; vuestros millones son vuestros qume neguéis doscientos caballeros también esen vuestro derecho, porque sois primer minitro, y tenéis la responsabilidad de la paz y

guerra; pero que pretendáis impedirme, a mí,

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rey, que dé hospitalidad al nieto de Enrique IVa mi primo hermano, al amigo de mi infanciaAquí se detiene vuestro poder, aquí da princ

pio mi voluntad. ––Majestad ––dijo el cardenal, encantado d

verse libre a tan poco precio, y –– que por otparte sólo había combatido con tanto ardor p

ra llegar a esto––––, siempre me doblegaré anla voluntad de mi rey; conserve, pues, a su lado en uno de sus castillos al rey de Inglaterra quMazarino lo sepa, mas que el ministro lo ignor

 ––Buenas noches ––lijo Luis XIV––; me vodesesperado.

 ––Pero convencido, que es lo necesario, Mjestad–––– repuso Mazarino.

El rey no contestó, y se retiró pensativo convencido, no de todo lo que le había dichMazarino, sino al contrarió, de algo que se hbía guardado muy `bien de decirle, y que era, necesidad de estudiar seriamente sus asuntos

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los de Europa, porque los veía, difíciles y obcuros.

Luis encontró al rey de Inglaterra ' sentad

en el mismo sitio en que lo había dejado.Al verle levantóse el príncipe inglés; pero

primer golpe de vista vio la desesperación ecrita con letras sombrías sobre la frente de: s

primo.Entonces, tomó la palabra él primero, com

para facilitar a Luis la_ penosa confesión qutenía que hacerle:

 ––Sea lo que fuere ––––dijo––, nunca olvidatoda la bondad, toda la amistad de que mhabéis dado prueba.

 –– ¡Ah! ––replicó sordamente Luis–

¡Buena voluntad estéril, hermano mío!

Carlos II púsose extremadamente pálido, psó una mano fría por su frente, y luchó uno

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instantes contra un desvanecimiento que le hizvacilar.

 ––Comprendo ––dijo por fin––, ¡no hay esp

ranza!Luis tomó la mano de Carlos II.

 ––Esperad; hermano mío, no os precipitéitodo puede cambiar; las decisiones extremason las que arruinan las causas; .añadid, os suplico, un año de prueba más a los que ya habésufrido. No hay ocasión ni oportunidad padecidiros a obrar en este instante más bien qu

en otro; quedaos conmigo, hermano, qué yo odaré una de mis residencias, la que más oagrade habitar, unido a vos; tendremos fijos loojos en los acontecimientos y los prepararemojuntos. ¡Vamos, hermano, ánimo!

Carlos II retiró su mano de la del rey, y, retrcediendo para saludar con más ceremonia:

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 ––Gracias, Majestad ––repuso––, ya que hsuplicado sin éxito al mas grande de la tierrvoy ahora a pedir un milagro a Dios.

Y salió, sin querer escuchar más, la frente altla mamo trémula, con una contracción de triteza en su noble semblante, y aquella sombrprofundidad de mirada que, no encontrand

esperanza en el mundo de los hombres, parecir más allá a pedirla en mundos desconocidos.

Viéndole pasar lívido, el oficial de mosquet

ros se inclinó casi de rodil las para saludarle.Y en seguida tornó una antorcha, llamó a do

mosqueteros y bajó con el desdichado rey desierta escalera, teniendo en la mano izquierd

su sombrero, cuya pluma barría los peldaños della.

Cuando llegó a la puerta, preguntó al rey poqué lado se dirigía, a fin de enviar allí mosque

teros.

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 ––Caballero ––respondió Carlos II a medvoz––, vos que conocisteis a mi padre, decidm¿habéis tal vez rezado por él? Si así es, no m

olvidéis tampoco en vuestras oraciones. Ahome voy solo, y os suplico que no me acompñéis, y que tampoco me hagáis acompañar málejos.

El oficial inclinóse y envió a los mosqueteroal interior del palacio.

Pero él permaneció un instante bajo el porchpara ver a Carlos II alejarse y perderse en sombra de la tortuosa calle.

 ––A éste, como en otro tiempo a su padre –dijo––, Athos, si estuviera aquí, diría con razón

 –– ¡Salud a la majestad caída! Luego subió

escalera. –– ¡Ah! ¡Qué villano servicio hago! ––decía

cada escalón––. ¡Ah! ¡Miserable amo! ¡Esta vidno es tolerable, y ya es tiempo de que yo tom

un partido!... ¡Más generosidad, más energ

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prosiguió––. Vamos, el maestro ha conseguidsu objeto, y el discípulo está muerto para siempre. ¡Pardiez! No consentiré en ello. Vamo

vosotros ––continuó entrando en la antecámra––, ¿qué hacéis aquí mirándome así? Apagaesas luces y marchaos a vuestros puestos. ¡A¿Me guardáis? Sí, veláis por mí, ¿no es verdabuenas gentes? ¡Valientes necios! Yo no soy

duque de Guisa, y no se me asesinará en el psillo. Además ––añadió en voz baja––, ésa seruna resolución, y ya no se toman resolucionedesde la muerte del señor cardenal de Rich

lieu. ¡Ah! ¡Aquél sí que era un hombre! ¡Ya tengo decidido! ¡Desde mañana ahorco la casaca!

Pero, mudando de consejo: ––– ¡No ––dijo–todavía tengo que hacer una prueba suprema,la haré; pero juro que ésta será la última, ¡vivDios!

No había terminado de hablar, cuando saluna voz de la cámara del rey.

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 –– ¡Señor teniente! ––dijo la voz.

 ––Aquí estoy ––respondió.

 —El rey desea hablaros. ––Vamos ––dijo teniente––, tal vez sea para lo que yo pienso. entró en la habitación del rey

XI I

EL REY Y EL TENIENTE

Cuando el rey vio a su lado al oficial, despdió al gentilhombre y al ayuda de cámara.

 –– ¿Quién está mañana de servicio, caballero

––preguntó entonces. ––Yo, Majestad.

 –– ¿Cómo, vos también?

––Siempre yo.

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 –– ¿Y por qué, caballero?

 ––Cuando los mosqueteros salimos de viacubrimos todos los puestos de la guardia d

Vuestra Majestad; es decir, el vuestro, el de reina madre y el del señor cardenal, que tomprestado al rey la mejor parte, o sea, la parmás numerosa de su guardia real.

 ––Pero, ¿y los descansos?

 ––No hay descansos más que para veinte treinta hombres, de ciento veinte. En el Louves distinto; si yo estuviera en el Louvre, confiaría en mi sargento; pero, en marcha, no, se sablo que puede suceder; además, me place hacemis asuntos por mí mismo.

 ––Así, ¿estáis de guardia todos los días?.

 ––Y todas las noches, Majestad.

 ––Caballero, yo no puedo sufrir eso, y dese

que descanséis.

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 ––Está bien, Majestad, pero yo no quiero.

 –– ¿Cómo? ––murmuró, el rey, que no comprendió al pronto el sentido de esta respuesta.

 ––Digo que no quiero exponerme a una faltSi el demonio ha de jugarme una mala partidcomo conoce al hombre con quien tiene quhabérselas, escogerá el momento en que yo n

esté aquí. Mi obligación, ante todo, y la paz dmi conciencia.

 ––Pero en este oficio, señor, os mataréis.

 –– ¡Bah! Hace ya treinta y cinco años qué ejezo este oficio, y soy el hombre de Francia y .dNavarra que goza de mejor salud. Por lo demás, Majestad, no os preocupéis de mí. Esto mparecería, muy extraño, en atención a que n

estoy habituado a ello.El rey cortó de repente la conversación co

una nueva pregunta.

 –– ¿Luego estaréis aquí mañana?

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 ––Como ahora, Majestad.

El rey dio entonces unas vueltas por la cámra, siendo fácil conocer que ardía en deseos d

hablar, pero que le contenía cierto temor.El teniente, de pie, inmóvil, con el sombre

en la mano y el puño en la cadera, contemplabaquellas evoluciones, y a la vez murmurab

mordiéndose el bigote. ––No tiene resolución para nada; palabra d

honor. Apostemos a que no habla.

El rey seguía andando, y fijaba alguna quotra vez una mirada en el teniente.

 ––Es su mismo padre en persona ––continuéste en su secreto monólogo––; es, al proptiempo, orgulloso, avaro y tímido. ¡Mal hay

un amo así!

Luis dejó de andar.

 –– ¡Teniente! ––gritó.

––Aquí estoy, Majestad.

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 –– ¿Por qué habéis gritado esta noche, allá ela sala de recepción; “ La guardia de Su Majetad”?

 ––Porque me dísteis esa orden, Majestad. –– ¿Yo?

 ––Vos mismo.

 ––En verdad no dije unapalabra de eso. ––Majestad, una orden se da con un sign

con un gesto, con una mirada, tan franca y claramente como con la palabra, Un servidor qu

solo tuviera oídos, no sería más que la mitad dun buen servidor.

 ––Así, son muy penetrantes vuestrosojos.

 –– ¿Por qué?

 ––Porque ven lo que no existe.

 ––En efecto, Majestad, mis ojos son buenoaunque, hayan servido mucho y por largtiempo a su dueño; de modo que siempre qu

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tienen que ver algo, nunca desperdician la ocsión. Esta noche, pues, han visto que VuestMajestad miraba con súplicas elocuentes, p

mero a Su Eminencia, luego a Su Majestad reina madre, y por f in, a la puerta por donde ssalía; y han notado también todo lo que acabde decir, que han visto a los labios de VuestMajestad pronunciar , estas palabras: “ ¿Quié

me sacará de aquí?” –– ¡Caballero!

 ––O cuando menos esto, Majestad: “ ¡Mmosqueteros!” Entonces, no vacilé. Esa miradera para mí; la palabra era para mi; y grit“ ¡Los mosqueteros del rey!” Y esto es tan ciertque no sólo no me ha reprendido Vuestra Mjestad, sino que me ha dado la razón marchá

dose al instante.El rey volvióse de espaldas para sonreírse,

después de algunos segundos fijó sus limpiodios en aquella fisonomía tan inteligente, ta

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audaz y firme, que podía decirse el perfil enégico y fiero del águila enfrente del sola

 ––Bien está ––dijo después de un corto silen

cio,  ––durante el cual pretendió, aunque en vno, hacer bajar los ojos a su oficial.

Pero viendo éste que el rey no decía 'ya nadgiró. sobre sus talones y dio tres pasos para irs

murmurando:¡No hablará, pardiez, no hablará!

Gracias, caballero ––dijo entonces el rey.

 ––En verdad ––continuó el teniente––, nhubiera faltado más que ser reprendido por semenos tonto que otros.

Y se encaminó hacia la puerta, haciendo son

militarmente sus espuelas.Mas al llegar al umbral conoció que el dese

del rey le impelía hacia atrás, y se volvió.

 –– ¿Vuestra Majestad, tiene algo más qu

mandarme? ––preguntó con acento imposib

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de describir, pero que sin parecer provocar confianza regia, contenía una franqueza tapersuasiva, que el rey contestó al instante:

 ––Sí tal, señor, aproximaos. ¡Vamos! murmuró el oficial––. ¡Ya cae!

 ––Escuchadme.

 ––No pierdo ni una palabra, Majestad.

 ––Montaréis a caballo a eso de das cuatro media de la mañana, y me prepararéis otro cballo para mí.

 ––¿De las cuadras de Vuestra Majestad? ––No, de uno de vuestros mosqueteros.

 ––Está bien, Majestad. ¿Nada más?

 ––Y me acompañaréis. –– ¿Sólo?

 ––Sí.

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 –– ¿Vendré a buscar a Vuestra Majestad, o esperaré?

 ––Me esperaréis.

 –– ¿Dónde, Majestad?

 ––En la puerta menor del parque. El teniense inclinó, comprendiendo que el rey había dcho cuanto tenía que decir.

Efectivamente, el rey lo despidió con ademámuy amistoso.

El oficial salió de la cámara del rey y volvió

colocarse filosóficamente en su silla, donde lejode dormir, como pudiera creerse en vista de hora avanzada de la noche, se puso a reflexionar más profundamente que nunca.

El resultado de estas reflexiones no fue tatriste como habían sido los precedentes.

 –– ¡Vamos! Ya ha empezado ––dijo––. El amole conduce y él marcha. El rey es nulo en s

casa, pero el hombre puede que valga alg

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Además, ya veremos mañana... ¡Oh! –––exclamó de pronto levantándose––. ¡He aquna idea gigantesca, pardiez! ¡Tal vez mi fortu

na esté por fin en esta idea!Después de esta exclamación, el oficial se l

vantó y midió a pasos largos, con 'las manos elos balsillos de su casaca, la inmensa ant

cámara que le servía de ––alojamiento.La bujía llameaba con fuerza al esfuerzo d

una brisa fresca que introducíase por las rendjas de la puerta y las hendiduras de la ventany cortaba la sala diagonalmente. Proyectabuna luz rojiza y desigual; unas veces radiantotras amortiguada; y se, veía andar por la parela sombra del teniente, cortada en silueta, cómuna figura de Callot, con la espada en espetón

el fieltro empenachado. ––O yo me equivoco ––murmuraba—, o M

zarino tiende un lazo al enamorado joven; Mzarino ha dado esta noche una cita y una d

rección tan complaciente como hubiese podid

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darla el mismo señor Dangeau. Yo he oído conozco el valor de las palabras. “ Mañana pola mañana, ha dicho, pasarán a la altura d

puente de Blois.” ¡Vive Dios! ¡Esto es clara, sobre todo para un enamorado! Por eso ha sidese embarazo, ese vacilar, y esa orden. “ Señoteniente de mis mosqueteros, a caballo a lacuatro de la mañana” . Lo cual es tan claro com

si me hubiera dicho: “ Señor teniente de mmosqueteros, mañana a las cuatro en el puende Blois, ¿comprendéis?” Aquí hay, pues, usecreto de Estado, que yo, miserable de mí, po

seo a estas horas. ¿Y por qué lo poseo? Porqutengo buenos oídos, como decía hace poco SMajestad. ¡Dicen que ama apasionadamente esa muñequita de Italia! ¡Dicen que se ha echdo a los pies de su madre para pedirle casars

con ella! ¡Dicen que la reina ha consultado –con la corte de Roma, por no saber si sería vádo ese matrimonio hecho contra su volunta¡Oh! ¡Si yo tuviese ahora veinticinco años!...–¡Oh! ¡Si tuviese aquí a mi lado aquéllos a qui

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nes no tengo!–– ¡Oh! ¡Si yo despreciase tan profundamente a todo el mundo, yo enredaría cardenal con la reina madre, a Francia con E

paña, y haría una reina a mi manera! –– ¡Perbah!

 ––Ese miserable italiano, ese pícaro, ese avarque acaba de negar un millón al rey de Inglat

rra, no me daría tal vez cien doblones por noticia que le llevase. ¡Oh! ¡Ya caigo en niñeríay me embrutezco! ¡Mazarino dar ilada! ¡Ja,ja,ja

Y el oficial echóse a reír formidablemente.

 ––Durmamos ––dijo, durmamos, y muy proto; tengo el espíritu cansado de esta noche, mañana percibiré más claro que hoy.

Y a esta recomendación, hecha a sí propio, s

envolvió en la capa, mofándose de su regio vcino.

Cinco minutos después dormía con los puñocerrados y los labios entreabiertos, dejando e

capar, no su secreto, sino un ronquido armo

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nioso que se extendía cómodamente bajo majestuosa bóveda de la antecámara.

XIII

M ARIA M ANCINI

No bien iluminaba el sol con sus primeros ryos los grandes bosques del parque y las altaatalayas del castillo, cuando el joven rey, depierto hacía más de dos horas por el insomn

del amor, abrió por sí mismo el postigo de ventana, y echó una mirada curiosa por los ptios del palacio dormido.

Vio que era ya, la hora señalada, pues el gra

reloj del patio señalaba las cuatro y cuarto nquiso despertar a su ayuda de cámara, qudormía profundamente a cierta distancia, vistióse solo; pero el criado, creyendo habefaltado a su deber, se acercó al rey, que le env

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a su dormitorio, recomendándole el más profundo silencio.

Entonces bajó la escalera, salió por una puer

lateral y percibió a lo largo del muro del parquun jinete que tenía de la brida otro caballo.

No podía conocerse a este jinete, envuelto esu capa y, cubierto el rostro con el sombrero.

En cuanto al caballo, ensillado como el de ualdeano rico, no ofrecía nada notable; ni aupara el ojo más experto.

El rey se acercó a tomar la rienda de este cballo, y el oficial le sostuvo el estribo sin demontar, pidiendo, al mismo tiempo, con vodiscreta las órdenes, de Su Majestad.

 ––Seguidme, contestó Luis XIV.

El oficial puso su caballo al trote detrás del dsu señor, y, de este modo bajaron hacia el puete.

Cuando estuvieron en la orilla del Loira.

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hubo andado quinientos pasos, cuando vio detrás de un montículo, primero cuatro mulas después una pesada carroza.

En pos de esta carroza venía otra. No fue ncesario más que una ojeada para asegurarse dque aquéllos eran los carruajes que habían idobuscar.

Al momento volvió grupas, y acercándose rey:

 ––Majestad ––dijo ahí están las carrozas. Lprimera, en efecto, con dos señoras y sus muj

res de servicio; la segunda lleva algunos cridos; provisiones y equipajes.

 ––Bien, bien ––respondió el rey con voz muconmovida––. Os ruego que vayáis a decir

esas damas que un caballero de la Corte desepresentarles sus respetos solamente a ellas.

El oficial partió al galope.

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 ––Señoras ––dijo––, soy el teniente de lomosqueteros, y en el camino hay un caballeque os aguarda y que desea presentaros su

respetos.A estás palabras, cuyo efecto, seguía curios

mente la dama de los ojos negros, dio un gride alegría, se inclinó fuera de la portezuela,

viendo correr al caballero, tendió los brazogritando:

 –– ¡Ah! ¡Mi querida Majestad! Y las lágrimsaltaron de sus ojos.

El cochero detuvo las mulas, las mujeres dservicio levantáronse confusas en el interior dla carroza, y la segunda dama esbozó una rverencia, terminada por la más irónica sonrisque la envidia haya podido dibujar en labios dmujer.

 –– ¡María! ¡Querida María! exclamó, el mnarca estrechando entre sus manos la mano dla dama de los ojos negros.

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Y abriendo él mismo la pesada portezuela, atrajo fuera de la carroza con tanto ardor, quse halló en sus brazos antes de tocar tierra.

El teniente, desde el otro lado de la carrozveía y oía sin ser notado. El rey ofreció su braza la señorita Mancini e hizo seña a los cocheroy a los lacayos de que continuasen su camino.

Serían las seis poco más o menos; el caminera fresco y delicioso; grandes árboles, con sufollajes todavía cuajados de dorado fruto, dejaban filtrar el rocío de la mañana suspendidcomo diamantes líquidos en sus movibles ramas; la hierba se extendía al pie de las hayalas golondrinas describían su curso entre el cielo y el agua, y una brisa, perfumada por lobosques en su florescencia, corría a lo largo d

este camino y rizaba la sabana de agua del slencioso río. Todas estas bellezas del día, todoestos perfumes de las plantas, todas estas aspraciones de la tierra hacia el cielo embriagabaa los dos enamorados, que marchaban apoyad

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el uno en el otro, con los ojos en los ojos, lamanos en las manos, y que retardando el paspor un mutuo deseo, no osaban hablar de ta

tas cosas como tenían que decirse.El oficial advirtió que el caballo abandonad

erraba acá y allá e inquietaba a la señoriMancini. Fingió un pretexto para acercarse

detener al caballo, y, andando a pie entre lados cabalgaduras que conducía del diestro, nperdió ni una palabra ni un gesto de los doamantes. La señorita Mancini fue la que comenzó.

 –– ¡Ah! ¡Mi querida Majestad! ––exclamó–¿Con que me abandonáis?

 –– No ––respondió el rey––; bien lo sabéiMaría.

 ––Sin embargo, ¡tanto me habían dicho qucuando nos separásemos ya no os volveríais acordar de mí!

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 ––Querida Marta, ¿es ahora cuando advertque estamos rodeados de gentes interesadas eengañarnos?

 –– ¡Al fin, Majestad, ese viaje, esa alianza coEspaña! ¡Os casan!

Luis bajó la cabeza.

Al mismo tiempo el oficial pudo observar lucir al sol las miradas de María Mancini, brillado como una daga sacada de la vaina.

 –– ¿Y no habéis hecho nada por nuestramor? ––exclamó la joven después de un intante de silencio.

 –– ¡Ah, señorita! ¿Cómo podéis creer eso? ¡Mhe arrojado a los pies de mi madre, he pedidhe suplicado, he dicho que toda mi dicha co

sistía en vos; he amenazado!

 –– ¿Y qué? ––preguntó vivamente María.

 –– ¡Y qué! La reina madre ha escrito a la cor

de Roma, y se le ha dicho que una unión ent

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nosotros no tendría ningún valor y que serdisuelta por el Padre Santo. En fin, viendo quno había esperanza para nosotros, he pedid

que se demore, cuando menos, mi matrimoncon la infanta.

 ––Lo cual no impide que estéis en camino pra ir en su busca.

 –– ¡Qué queréis! A mis peticiones, a mis rugos, a mis lágrimas se ha respondido con razón de Estado.

 –– ¿Y qué?

 –– ¡Y qué! ¿Qué queréis hacer, señorita, cuado tantas voluntades se unen contra mí?

Esta vez fue María quien bajó la cabeza.

 ––Entonces, será necesario que os diga adiópara siempre ––dijo ella––. Vos sabéis que mdestierran, que me sepultan; sabéis que hacemás aún; sabéis que a mí también me casan.

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Luis se puso pálido y llevóse una mano al corazón.

 ––Yo también he sido muy perseguida,

hubiera cedido si sólo se hubiese tratado de mvida; mas he creído que se trataba de la vuestrquerida Majestad, y he combatido para consevares vuestro bien.

 –– ¡Oh, sí! ¡M i bien! '¡M i amor! murmuró rey, quizá con más galanteria que pasión.

 ––El cardenal hubiera cedido ––di jo María–si os hubiérais dirigido a l insistiendo. ¡El ca

denal llamar, al rey de Francia sobrino! ¿Comprendéis,, Majestad? Todo lo hubiera hecho poesto, aun la guerra misma; Su Eminencia; segro de gobernar solo, bajo el doble pretexto dque él había educado al rey y el había dado ssobrina, hubiera combatido contra todas lavoluntades y destruido todos los obstáculo¡Oh! Majestad, Majestad, os respondo de ellSoy mujer y veo claro en todo lo que es amor.

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Estas palabras produjeron en el rey una impresión singular. Hubiérase dicho que en lugade exaltar su pasión la enfriaban; acortó el pas

y dijo con precipitación: –– ¡Qué queréis, señorita! Todo se ha frustr

do.

 ––Excepto vuestra voluntad, ¿no es verda

mi querida Majestad? ––¡Ah!–– ––dijo el reruborizándose––. ¿Tengo yo acaso voluntad? –¡Oh! ––murmuró dolorosamente la señoriMancini herida por estas palabras.

 ––El rey no tiene más voluntad que la que dicta la lírica, la que le impone la razón Estado

 –– ¡Oh! ¡Eso es qué no sentís amor! Si mamáseis, tendríais voluntad.

Pronunciando estas palabras, María alzó loojos sobre su amante, a quien vio pálido y máconfundido–––– que en : desterrado que va dejar para siempre la tierra donde nació.

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 ––Acusadme ––murmuró el rey––; pero nme digáis que no os amo. Un largo silenció sguió a estas palabras, que el monarca había pr

nunciado con un sentimiento verdadero y profundo.

 ––Yo no puedo pensar ––prosiguió María, itentando el último esfuerzo––, que mañan

pasado mañana, ya no os veré más; no puedpensar en ir a terminar mis tristes días lejos dParís, que los labios de un viejo, dé un desconocido, toquen esa mano que tenéis entre las vuetras; no, no puedo pensar en eso sin, que s

desespere mi corazón.Y María Mancini se deshizo en lágrimas.

El rey, enternecido por su parte, llevóse el pñuelo a los labios y sofocó un sollozo.

 ––Mirad –dijo María––, los carruajes se haparado, mi hermana me espera, la hora'––esuprema, lo que vais a decir quedará decididpara siempre. ¡Oh, Majestad! ¿Que si que o

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tremecer a María, como si efectivamente éslágrima la hubiese quemado.

Vio los ojos húmedos del monarca; su fren

pálida, sus labios convulsos, y exclamó coacento imposible de describir:

 –– ¡Oh! ¡Sois rey, lloráis, y yo me voy!

Por toda contestación, el rey ocultó su rosten el pañuelo.

El oficial dio una especie de rugido que epantó a los dos caballos. Emocionada la señota Mancini dejó al rey y subió precipitadamena la carroza, gritando al cochero: ¡Partid, partpronto!

El cochero obedeció fustigando a las mulas,la pesada carroza conmovióse sobre sus eje

chillones, mientras el rey de Francia, solo y abtido, no se atrevía a mirar ni adelante ni atrás.

XIV

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SU MAJESTAD Y EL TENIENTE PATENTIZAN SU RESPECTIVA M EM ORIA

Cuando el rey, lo mismo que todos los amates del mundo, hubo mirado por mucho tiempy atentamente cómo desaparecía en el horizonla carroza que llevaba a su amada; cuando s

hubo vuelto y revuelto cien veces hacia el mimo sitio, y cuando, por fin, hubo podido camar un tanto la agitación de su pecho y de salma, se acordó de que no estaba solo.

El oficial continuaba teniendo el caballo de brida, sin perder toda esperanza de que el revolviese de su resolución.

Aún había el recurso de montar a caballo

correr al lado de la carroza; nada se habría pedido por aguardar.

Pero la imaginación del teniente de mosquteros era demasiado brillante y rica dejó atrás

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del rey, que se guardó bien de llevarse ä texceso de lujo.

Contentóse con acercarse al oficial, a quien d

jo con doliente voz: –– Vamos. . . hemos terminado... a caballo.

El oficial imitó su manera, su angustia, y cabalgó lenta y tristemente sobre su montura; rey picó delante y el teniente le siguió.

Guando llegaron al puente, Luis volvióse poúltima vez. El oficial, paciente como un dioque tiene la eternidad delante y detrás de sí, epero aún que volviese a la energía, pero todfue en vano. El rey llegó a la calle que conducal castillo y entró en él cuando daban las siete.

Habiendo penetrado en el castillo el rey,

habiendo el mosquetero visto muy bien, él qutodo lo veía, levantarse en la ventana del cardnal un pliegue de la tapicería, exhaló un profundo suspiro, cómo quien se ve libre de lo

más opresores lazos, y dijo a media voz:

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 –– No hay duda que esto ha terminado.

El rey llamó a su gentilhombre.

 ––No recibiré a nadie antes de las dos, ¿etendéis, caballero? Majestad ––observó el getilhombre––, hay, sin embargo, alguien qusolicita pasar.

 –– ¿Quién?

 ––Vuestro teniente de mosqueteros.

 –– ¿El que me ha acompañado?

 ––Sí, Majestad.

 ––¡Ah! ––dijo el rey––. Vaya, qué pase.

El oficial entró.

El rey hizo una seña, a la cual salieron el ge

tilhombre y el ayuda de cámara.Luis siguiólos con los ojos hasta que cerraro

la puerta, y cuando volvieron a caer las tapicerías que la cubrían:

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 ––Me recordáis con vuestra presencia, cabllero ––dijo el monarca––, lo que había olvidadencargaros, es decir, la discreción más absoluta

 –– ¡Oh! ¿Por qué se toma Vuestra Majestad trabajo de hacerme tal recomendación? Bien sve que no me conocéis.

 ––Sí, señor, es verdad; sé que sois discret

mas como no había prescrito nada.El oficial se inclinó.

 –– ¿No tiene más que decirme Vuestra Majetad?

 ––No, caballero, y podéis retiraros.

 –– ¿Alcanzaré el permiso de no hacerlo antde haber hablado al rey, Majestad?

 –– ¿Qué tenéis que decirme? Explicaos. ––Algo, Majestad, de ninguna importanc

para vos, pero que me interesa considerablemente a mi. Perdonadme que os detenga. A n

ser por la urgencia y por la necesidad, jamás

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hubiese hecho y habría desaparecido, mudo pequeño corno he sido siempre.

 –– ¿Cómo desaparecido? No os comprendo.

 ––En una palabra ––dijo el oficial—, vengosolicitar mi licencia a Vuestra Majestad.

El rey hizo un movimiento de sorpresa, peel oficial no se movió más que si hubiese siduna estatua.

 –– ¡Vuestra licencia! ¿Y por cuánto tiempo?

 ––Para siempre, Majestad.

 –– ¡Cómo! ¿Dejaréis mi servicio, caballero? –preguntó Luis con un movimiento que descbría algo más que la sorpresa.

 ––Majestad, tengo ese pesar.

 ––No puede ser.

 ––Sí, Majestad; me voy cargando de años; yhace treinta y cuatro o treinta y cinco que llevla armadura, y mis pobres hombros están mu

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cansados; veo que es necesario ceder el puestolos jóvenes. Yo no soy del moderno siglo, ntodavía tengo un pie en el antiguo, de lo cu

resulta que todo es extraño a mis ojos, que todme sorprende y aturde. Por esto tengo el honode pedir mi licencia a Vuestra Majestad.

 ––Caballero ––dijo el rey mirando al oficia

que llevaba la casaca con aire que hubiese dadenvidia a un joven––; vos sois más fuerte y mávigoroso que yo.

 –– ¡Oh! ––respondió el oficial con sonrisa dfalsa modestia––. Vuestra Majestad me dice esporque aún tengo la presencia bastante buenael pie bastante firme; porque voy bien a cabally porque mis bigotes aún son negros; pero, todo es vanidad de vanidades, ilusiones, hum

Verdad es que aún tengo el aspecto joven, pesoy viejo, y estoy seguro que antes de seis meses estaré cascado, gotoso, inútil. Así, pues, Mjestad...

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 ––Caballero ––interrumpió el rey––; recordavuestra palabra de ayer; en ese mismo sitio eque os encontráis, me decíais que estábais d

tado de la mejor salud que había en Francique os era desconocido el cansancio, que no omolestaba pasar noches y días en vuestro pueto. Me habéis dicho todo eso, ¿sí o no? Apeladvuestros recuerdos, caballero.

El oficial exhaló un suspiro.

 ––Majestad ––dijo––, la vejez es vanidosa, hay que perdonar a los viejos que hagan su elgio, ya que nadie se ocupa de ellos. Es posibque dijera eso, mas el hecho es, Majestad, questoy muy cansado y pido mi retiro.

 ––Señor ––añadió el rey dando un paso hacel oficial con un gesto lleno de fineza––, veo quno me dáis la razón verdadera; queréis dejar mservicio, es cierto, pero me disfrazáis el motivde esa retirada.

 ––Bien lo podáis creer, Majestad.

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 ––Creo lo que veo, caballero; veo un hombenérgico, lleno de presencia de espíritu, el mejor soldado de Francia tal vez, y nada del mu

do me persuadirá que tenéis necesidad de decanso.

 ––¡Ah, Majestad! ––dijo el teniente con amagura––. ¡Cuántos elogios! ¡En verdad que Vue

tra Majestad me confunde! ¡Enérgico, vigorosentendido, valiente, el mejor, soldado del ejércto! Pero, señor, Vuestra Majestad exagera mescaso mérito hasta tal extremo, que por mubuena opinión que tenga de mi, no me conozc

según esa pintura. Si yo fuese bastante vanpara creer solamente en la mitad de las palabrade Vuestra Majestad, me miraría como hombindispensable, y diría que un servidor, cuandreúne tantas y tan brillantes cualidades, es utesoro sin precio. Debo decir, señor, que todmi vida, excepto hoy, he sido juzgado, en gradinferior a lo que valía. Pero repito que VuestMajestad exagera.

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El rey frunció el entrecejo, porque veía unsonrisa irónica y amarga en el fondo de las palabras del oficial.

 ––Vamos caballero ––dijo––; tratemofrancamente la cuestión: ¿Es que no os agradmi servicio, decid? Nada de rodeos, respodedme categóricamente. Lo quiero.

El oficial, que hacía algunos instantes quarrollaba entre las manos su sombrero con aibastante embarazado, levantó la cabeza a estapalabras.

 ––Majestad ––respondió––, esas expresionme dan algo más de confianza. A una pregunhecha con tanta franqueza, responderé tambiéfrancamente. Decir verdad es una cosa mubuena, tanto por el placer que se siente en camar su corazón, como a causa de la rareza dhecho. Diré, pues, la verdad a mi rey, suplicádole al mismo tiempo que excuse la franquezde un antiguo soldado.

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El rey miró a su oficial con viva inquietuque se manifestó por la agitación de su cara.

 ––Ea, pues, hablad ––dijo––, porque esto

impaciente por escuchar las verdades que tnéis que decirme.

El oficial tiró su sombrero sobre una mesa,su rostro, ya tan inteligente y tan marcial, tom

de repente un extraño carácter de soleminiday grandeza.

 ––Señor –dijo––, dejo el servicio de VuestMajestad porque estoy descontento. Todo cri

do, en estos tiempos, puede acercarse con repeto a su amo, como yo hago ahora, darle empleo de su trabajo, devolverle los instrumetos o útiles que ha puesto en sus manos, prsentarle las cuentas de los fondos que le ha confiado y decirle: “ Mi jornada ha termindo; pagadme, os lo ruego, y separémonos.”

 –– ¡Caballero, caballero! ––exclamó el rey encendido de cólera.

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 –– ¡Ah,  ––Majestad! ––dijo el oficial, doblandun momento la rodilla––. Jamás ningún servdor, fue más respetuoso que yo ante Vuest

Majestad, más me habéis mandado que diga verdad. Ahora, pues, que he comenzado a decirla, es menester que brille, aun cuando mmandéis callarla.

Había impresa tal resolución en los contraídomúsculos del oficial, que Luis XIV no tuvo ncesidad de decirle que continuara; prosiguipues, mientras el rey lo miraba con curiosidamezclada de admiración:

 ––Majestad, hace treinta y cinco años, comdecía antes, que sirvo a la casa de Francia; pcas personas han gastado tantas espadas comyo en ese servicio, ¡y cuidado que las espada

de que hablo eran excelentes, Majestad! Yo eniño, ignorante en todas las cosas, excepto dvalor cuando el rey vuestro padre, descubrió emí un hombre. Yo era un hombre, Majestacuando el cardenal Richelieu, que conocía mu

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bien las cosas, adivinó en mí un enemigo. Lhistoria de esta enemistad de la hormiga y león pudisteis leerla desde la primera hasta

última línea en los archivos secretos de vuestfamilia. Si alguna vez os da la gana, leedla, Mjestad, pues bien vale la pena, y yo soy quien afirma. En ella leeréis que el león cansado, fagado y jadeante, pidió gracia por último, y pre

ciso es hacerle esta justicia, también la hiz¡Oh! ¡Aquél fue un tiempo sembrado de batallas, como una epopeya del Tasso o del AriostLas maravillas de ese tiempo, que el nuestro s

negaría' a creer, fueron para nosotros cosa djuego. Durante cinco años fui un héroe todolos días, por lo menos según me han dicho pesonas de mérito; ¡y es muy largo, creedme, Mjestad, un heroísmo de cinco años! Sin embarg

lo creó, porque me lo han dicho esas gentes queran buenos apreciadores. Llamábanse señor dRichelieu, señor de Buckingham, señor dBeaufort, señor de Retz, ¡rudo genio tambiééste en la guerra de las calles! En fin, el mona

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ca Luis XIII, y aun la reina vuestra augusta mdre, que un día tuvo la bondad de decirm¡Gracias! Yo no sé qué servicio tuve el honor d

prestarle. Dispensadme, que pase tan apresurdamente; pero ya he tenido el honor de decir Vuestra Majestad que esto que cuento ahora ela historia.

El rey mordióse los labios y se sentó con violencia en un sillón.

 ––Disgusto a Vuestra Majestad ––dijo el tniente––. ¡Ved lo que es la verdad! Una compñera dura, llena de hierros que hiere a quietoca, y algunas veces a quien la dice.

 ––No, caballero ––respondió el rey yo os hinvitado a hablar; hablad, por tanto.

 ––Después del servicio del rey y del cardenael servicio de la regencia, Majestad; también mhe batido mucho en la Fronda; mucho menosin' embargo, que la primera vez. Los hombreempezaban a disminuir de estatura. Tambié

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he conducido a los mosqueteros de Vuestra Mjestad en ciertas ocasiones peligrosas, que haquedado en la orden del día de la compañí

¡Qué bella suerte era entonces la mía! Era yo íntimo del señor Mazarino: “ ¡Teniente por aqu¡Teniente por allá! ¡Teniente á la derecha! ¡Tniente a la izquierda!” No se daba un' cuarto eFrancia sin que vuestro humilde servidor n

fuera el encargado de distribuirlo; nero biepronto no se contentó con Francia el señor cadenal, y me envió a Inglaterra por cuenta dseñor Cromwell; otro caballero que no era le

do, señor, respondo de ello. Tuve la honra dconocerle y pude apreciarlo. Mucho me habíaprometido con respecto a esta misión, pero como hice alga muy distinto a lo que me ecargaron hacer, fui pagado generosament

pues se me nombró últimamente capitán dmosqueteros, es decir, el cargo más envidiadde la Corte, el que marcha delante de los maricales de Francia; esto era justicia, porque quie

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dice capitán de mosqueteros, dice la flor y nadel soldado, el rey de los valientes.

 ––Capitán, caballero ––replicó el rey––, seg

ramente os equivocáis; es teniente lo que quréis decir.

 ––No, Majestad, yo jamás me equivoco; refirase Vuestra Majestad a mí sobre este punto:

señor cardenal me dio el diploma. –– ¿Y qué?

 ––Pero el señor Mazarino, y Vuestra Majestalo sabe mejor que nadie, no da muchas veces, ––aun algunas –– vuelve a ,recibir lo que da: aes que me lo quitó cuando se hizo la paz y ntuvo ya necesidad de mí. Ciertamente que yo –no era digno de reemplazar al señor de Trévill

de ilustre memoria; mas al fin se me habprometido, se me había dado, y las cosas debieron quedar aquí.

 –– ¿Y esto es lo que os tiene descontent

caballero? Pues bien, tomaré informes; yo so

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amante de la justicia, y vuestra reclamacióaunque hecha militarmente, –– no me deagrada.

 –– ¡Oh! –exclamó el oficial––. Vuestra Majetad ha comprendido mal; no pido nada.

 ––Ese es un exceso de delicadeza, caballerpero yo quiero cuidar de vuestros asuntos,

más tarde... ––¡Oh! ¡Majestad, qué palabra! ¡Más tarde! Y

hace treinta años que conozco esa palabra llende bondad, que ha sido pronunciada por ta

insignes personajes, y que a su vez acaba dpronunciar vuestra boca. ¡Más tarde! Así econgo he recibido veinte heridas y llegado a edad de cincuenta y cuatro años sin tener nuncun luis en mi bolsa; y sin haber encontradnunca un protector en mi camino, ¡yo que hprotegido a tantas personas! Así que cambio dfórmula, Majestad, y, cuando me dicen: ¡Mátoma del, respondo: En seguida. Lo que yo so

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cito es el descanso. Bien puede concedérsemporque nada costará a nadie.

 ––No esperaba yo ese lenguaje, caballero, pa

ticularmente de parte de un hombre que siempre ha vivido al lado de los grandes. Olvidáque estáis hablando al rey, a un caballero que de tan buena casa como vos, supongo; cuand

digo más tarde, está hecho. ––No lo dudo, Majestad; mas ved aquí el f

de esta terrible verdad que tenía que deciroaun cuando viese sobre esta mesa el bastón dmariscal, la espada de condestable, la corona dPolonia, en vez de ese más tarde, os juro, señoque también diría al instante. ¡Oh!, Dispesadme; soy del país de vuestro abuelo EnriquIV, y no hablo muchas veces, pero cuand

hablo lo manifiesto todo. ––A lo que parece, no os incita el porvenir d

mi reinado ––dijo Luis con altanería.

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 –– ¡Olvido para todo! ––exclamó el oficicon nobleza––. El amo ha olvidado al servdor, y ahora, el servidor se ve reducido a o

vidar a su amo. Vivo en un tiempo degraciado, señor; veo a la juventud llena de cbardía; la veo tímida y despojada, cuando debería ser rica y poderosa. Anoche, por ejemplo, abrí la puerta del rey de Francia a un re

de Inglaterra, del que yo, miserable; hubiessalvado al padre si Dios` no se hubiera declarado en contra mía. ¡Dios, que inspiraba a selegido, Cromwell! Abrí, digo, esa puerta, e

decir, el palacio de un hermano a un hermno, y he visto, ¡esto me apena el corazón!, y hvisto al ministro de este rey arrojar al proscrto y humil lar a su amo, condenando a la mseria a otro rey, su igual; en fin, he visto a m

príncipe, que es joven, hermoso y valientque tiene el valor en el corazón y el rayo elos ojos; le he visto temblar ante un cura quse ríe de él detrás de las cortinas de su alcobdonde dirige en su lecho todo el oro de

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Francia, que esconde en seguida en cofredesconocidos. Sí, comprendo vuestra miradMajestad. Soy atrevido hasta el extremo; ¡p

ro, qué queréis! Soy un viejo, y digo a voqué sois mi rey, cosas que haría volver a etrar en la garganta de quien las pronunciasdelante de mí. Finalmente, me habéis manddo descubrir ante vos el fondo de mi corazó

y derramo a los pies de Vuestra Majestad bilis que he depositado durante treinta añocomo derramaría toda mi sangre si VuestMajestad me lo ordenase.

El ––rey enjugó; sin decir una palabra, el sdor frío y abundante que fluía de sus: sienes.

El minuto de silencio que siguió a esta vehemente salida, representó para e! que hab

hablado y para el que había escuchado siglos dpadecimientos.

 ––Caballero ––––dijo al fin el rey––, habépronunciado la palabra olvido: yo no he oíd

más que esa palabra ya que sólo responder

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Otros han podido ser olvidadizos; pero yo no soy, y la prueba es que me acuerdo que cierdía de conmoción, que un día en que el pueb

furioso, furioso y mugidor como la mar, invadía el Palacio Real; que un día, en fin, que yfingía dormir en mi lecho, un solo hombre, cola espada desnuda y escondido detrás de mcabecera, velaba por mi vida, dispuesto

arriesgar la suya por mí, como ya la habarriesgado por mi familia. Aquel caballero; quien yo preguntaba entonces su nombre, ¿nera el señor de Artagnan?

 ––Vuestra Majestad tiene buena memoria –respondió fr íamente el oficial.

 ––Considerad ahora, señor ––prosiguió rey––, si tengo tales recuerdos de la infancia, lo

que puedo conservar en la edad de la razón. ––Vuestra Majestad ha sido ricamente dotad

por Dios ––dijo el oficial en igual tono.

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 ––Veamos, señor de Artagnan ––continuLuis con una agitación febril––, ¿no seréis tasufrido como yo? ¿No haréis lo que yo hago?

 –– ¿Y qué hacéis, Majestad? ––Esperar.

 ––Vuestra Majestad puede hacerlo porque ejoven, mas yo, señor, ¡ya no tengo tiempo paesperar! La vejez está a mi puerta y la muerte sigue mirando hasta el fondo de mi casa. Vuetra Majestad comienza la vida, y está lleno desperanza para el porvenir; pero, yo, estoy

otro lado del horizonte, y nos encontraremotan lejos el uno del otro, que jamás tendré tiempo de esperar que Vuestra Majestad llegue hata mí.

El rey dio una vuelta por la cámara; siempenjugándose aquel sudor que hubiera espantdo a los médicos, si éstos hubiesen podido veal rey en semejante estado.

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 –– Está bien, señor ––dijo entonces Luis XIcon voz seca––. ¿Deseáis vuestro retiro? Lo tendréis. ¿Me presentáis vuestra dimisión del gr

do de teniente de mosqueteros? ––La pongo muy humildemente a los pies d

Vuestra Majestad.

 ––Basta. Decretaré vuestra pensión.

 ––Quedaré obligado a Vuestra Majestad.

 ––Caballero ––dijo el rey haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo––, creo que perdéun excelente amo.

 ––Estoy seguro de ello, Majestad.

 –– ¿Encontraréis uno semejante?

 –– ¡Oh! Vuestra Majestad es único en el mu

do; no tomaré servicio por ningún, rey de tierra, ni tendré más amo que yo.

 –– ¿Eso decís?

 ––Lo prometo a Vuestra Majestad.

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 ––Recojo esa palabra, caballero.

Artagnan se inclinó.

 ––Y ya sabéis que tengo buena memoria –prosiguió el rey.

 ––Sí, Majestad, aunque deseo que esa memria os falte ahora, para que olvidéis las miseriaque me he visto precisado a manifestar. Su Mjestad está a tal altura sobre los pobres y lopequeños, que así lo espero.

 ––Mi Majestad, caballero, hará lo que el soque todo lo ve, grandes y chicos, ricos y miserables, dando brillo a uno; calor a otros, y a tdos la vida. Adiós, señor de Artagnan, adiósois libre.

Y Luis, dando un ronco sollozo que se perd

en su garganta, pasó rápidamente a la cámainmediata.

Artagnan tomó su sombrero de la mesa eque lo había arrojado, y salió.

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XVEL PROSCRITO

Aún no había bajado del todo la escalera A

tagnan, cuando el rey llamó a su gentilhombre

 –– Tengo un encargo que daros, caballero –dijo.

 ––A las órdenes de Vuestra Majestad. ––Esperad.

Y el joven rey púsose a escribir la carta sguiente, que le costó más de un suspiro, aunqu

al mismo tiempo brillaba en sus ojos algo semejante al sentimiento del triunfo. “ Señor cadenal:

“ Merced a vuestros consejos y a vuestra fi

meza, he sabido vencer y domar una debilida

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impropia de un rey. Habéis preparado demasiado hábilmente mi destino para que la gratud no me detenga en el momento de destru

vuestra obra. He comprendido que no tenrazón en querer desviar mi vida del camino qule habéis trazado. Ciertamente, hubiera siduna desgracia, para Francia y para mi familique se rompiese la unión entre mi ministro

yo.“ Esto es, no obstante, lo que a no dud

hubiera acontecido de hacer esposa mía a vuetra sobrina. Comprendo muy bien mi destino,

de hoy más, nada opondré a su cumplimientEstoy, pues, dispuesto a casarme con la infanMaría Teresa, y desde este momento podéis jar la apertura de las conferencias. “ Vuestrafectísimo, Luis.

El rey leyó la carta, y la selló por sí mismo.

 ––Esta carta para el señor cardenal ––dijo.

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Salió el gentilhombre. A la puerta del cuartde Mazarino encontró a Bernouin que esperabcon ansiedad.

 –– ¿Qué pasa? ––––preguntó el ayuda de cmara del ministro.

 ––Una carta para el cardenal ––––dijo el getilhombre.

 –– ¡Una carta! ¡Ah! Ya la esperábamos nostros después del viaje de esta mañana.

 –– ¡Ah! Sabíais que el rey...

 ––En calidad de primer ministro, está en lodeberes de nuestro cargo saberlo todo. ¿Y SMajestad pide, ruega, según presumo?

 ––Yo no sé, pero ha suspirado muchas vec

mientras la escribía. ––Sí, sí, sí, sabemos lo que quiere decir eso. S

suspira de dicha como de pena, señor.

 ––Sin embargo, el rey no tenía aspecto d

muy contento cuando volvió de su viaje.

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 ––No lo habréis visto bien. A demás, tampochabéis visto al rey seno a la vuelta, pues quúnicamente le acompañaba su teniente d

guardias. Pero yo tenía el telescopio de SEminencia, y miraba mientras él descansabEstoy cierto de que los dos lloraban.

 –– ¡Y qué! ¿Lloraban también de felicidad?

 ––No, pero sí de amor, y se juraban mil ternzas que Su Majestad sólo pide cumplir. Escarta es un principio de ejecución.

 –– ¿Y qué piensa Su Eminencia de este amo

que no es un secreto para nadie?Bernouin cogió el brazo al mensajero de Lui

y al tiempo que subía la escalera:

 ––Confidencialmente ––le dijo a media voz–

Su Eminencia espera buen éxito del asunto. Smuy bien que tendremos guerra con EspañPero ¡bah!, la guerra contendrá a la nobleza. SEminencia, por otro lado, dotará regiamente,

aún más que regiamente, a su sobrina. Hab

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dinero, fiestas y balazos, y todo el mundo estacontento.

 ––Bien, bien; pero me parece ––dijo el gent

hombre encogiéndose de hombros–– que escarta es demasiado ligera para contener todeso.

 ––Amigo ––contestó Bernouin––, estoy segu

de lo que digo: todo me lo ha contado él señode Artagnan.

 –– ¡Bueno! ¿Y qué ha dicho? Veamos.

 ––Me he acercado a él ––para adquirir notcias de parte del cardenal, se entiende, sin decubrir nuestros designios, porque el señor dArtagnan es un sabueso muy fino.

 –– “ Apreciable Bernouin ––me respondió–

el rey está loco enamorado de la señoriMancini. Esto es todo lo que puedo deciros” .

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¡Cómo! ––le pregunté yo––. ¿Suponéis queso llegue a tal punto que sea capaz de adelatarse a los intentos de Su Eminencia?

“ ¡Ah! No me preguntéis, yo creo al rey es cpaz de todo. Tiene una cabeza de hierro, y que quiere, lo quiere tenazmente. Si le ha venido en talante casarse con la señorita Mancin

se casará” . En seguida me dejó, se fue a las cudras tomó un caballo que ensilló él mismo, cbalgó y salió como si lo l levase el demonio.

 ––De suerte, que creéis... ––Creo que el señoteniente de los guardias sabía algo más que nquería decir.

 ––Así, pues, el señor de Artagnan, en vuestopinión...

 ––Corre, según todas las probabilidades, lado de las desterradas, para dar los pasos úles al éxito del amor de Su Majestad. Charlandde este modo negaron ambos confidentes a puerta del cuarto del cardenal. Su Eminencia n

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tenía ya gota y paseaba impaciente por la cámara, escuchando por las puertas y mirando polas ventanas.

Bernouin entró seguido del gentilhombre, qutenía orden del rey de poner la carta en propiamanos del cardenal. Mazarino cogió la cartpero, antes de abrirla, compuso una sonrisa d

circunstancias, aire cómodo para velar laemociones de cualquier género que fuesen. Desta forma, cualquiera que fuese la impresióque recibiera de la carta, ningún reflejo de else manifestó en su semblante.

 –– Muy bien ––dijo después de haber leído releído la carta––; magnífico, caballero; anuciad al rey que le doy las gracias por su obdiencia a los deseos de la reina madre, y qu

voy a hacer todo lo necesaria para que se cumpla su voluntad.

El gentilhombre salió. Apenas se cerró puerta, Su Eminencia, que no tenía másca

para Bernouin; se arrancó aquélla con que m

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carta de Luis XIV: Un momento después estban dadas todas las órdenes para la marcha, el príncipe de Condé, habiendo ido a visitar

rey a la hora de levantarse, inscribió en su regitro la ciudad de Poitiers como lugar de morady descanso para Sus Majestades.

De este modo desanudábase en algunos in

tantes una intriga que había ocupado sordmente a todas las diplomacias de Europa. Y, sembargo, sólo había tenido por resultado postivo hacer perder a un pobre teniente de moqueteros su carrera y su fortuna. Verdad es qu

en cambio, ganaba su libertad.Pronto sabremos cómo el señor de Artagna

se sirvió de ella. De momento, si el lector nos permite volvamos a la hostería Los M édicis, un

de cuyas ventanas se abría en el instante ddarse las órdenes en el castillo para la marchdel rey.

Esta ventana que se abría, pertenecía a una d

las habitaciones de Carlos. El infeliz príncip

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había pasado la noche en insomnio, con la cbeza entre las manos y apoyados los codos sbre la mesa. Parry, entretanto, achacoso y viej

se había' dormido en un rincón, cansado dcuerpo y de espíritu. ¡Singular destino del fiservidor, que veía comenzar de nuevo en segunda generación la terrible serie de desgrcias que pesara sobre la primera! Cuando Ca

los II hubo considerado extensamente la nuevderrota que acababa de sufrir; cuando hubcomprendido bien el aislamiento completo eque había caído, viendo escapar su nueva esp

ranza, fue acometido de vértigo y cayó pesaden el ancho sillón en que estaba sentado.

Entonces Dios tuvo piedad del infortunadpríncipe y le envió el sueño, hermano inocende la muerte.

Así durmió hasta las seis y media, esto ecuando el sol resplandecía ya en su habitacióy cuando Parry, inmóvil por el temor de depertarle, consideraba con dolor profundo lo

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ojos del joven enrojecidos por el insomnio, sus mejillas ya pálidas, por los sufrimientos privaciones.

Por último, el ruido de algunos carros, qubajaban hacia el Loira, despertó a Carlos. Sincorporó, miró en derredor suyo como hombque todo lo ha olvidado, vio a Parry, estrechó

la mano y le mandó que pagase los gastos maese Cropole. Maese Cropole, forzado a arreglar sus cuentas con Parry, se condujo, fuerza decirlo, como persona de bien sólo hizo su advertencia acostumbrada, es decir, que los do

viajeros no habían comido, lo cual tenía la dobdesventaja de ser humillante para su cocina de obligarle a pedir el precio de una comida nempleada, y no obstante, pedida. Parry no econtró nada que decir y pagó.

 ––Espero ––dijo el rey–– que no habrá sucdido lo mismo con los caballos. Yo no veo evuestra cuenta que hayan comido y sería undesgracia para viajeros que, como nosotro

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tienen que hacer una larga jornada, encontradebilitados los caballos.

A esta duda, maese Cropole tomó su aire, d

majestad; y contestó que el establo de Los Médicis no era menos hospitalario que su comdor.

El rey montó a caballo, su antiguo servido

hizo otro tanto, y ambos tomaron el camino dParís sin haber encontrado a casi nadie duransu tránsito por las calles y barrios de la ciudad

Este golpe era para el príncipe tanto más t

rrible cuanto que era un nuevo destierro. Lodesgraciados se–– adhieren a las menores eperanzas como los aventureros alas mayorefelicidades, y cuando es necesario abandonar lugar donde esas esperanzas han acariciado corazón, experimenta el mortal disgusto qusiente el desterrado cuando pone el pie en barco que debe conducirle a su destierro. Esconsiste, aparentemente, en que el corazó

herido ya tantas veces, padece mucho al golp

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más insignificante; que considera como un biela ausencia momentánea del mal, que no es otcosa que la ausencia del dolor, que, en fin, e

los más terribles infortunios, el cielo derrama esperanza, como aquella gota de agua que rico malo demandaba a Lázaro.

La esperanza de Carlos II no había sido má

que una fugitiva alegría, al verse bien acogidpor su hermano Luis. Entonces aquella eperanza había tomado cuerpo y convertídose erealidad; pero, luego, de repente, la negativdel cardenal había hecho descender la realida

ficticia al estado de sueño. La promesa de LuXIV, tan pronto destruida, no había sido máque una irrisión. Irrisión como su corona, comsu cetro y como sus compañeros; como todo que había rodeado su regia infancia y abandnado su juventud proscrita. ¡Irrisión! Todo eirrisión para Carlos II, excepto ese reposo frío negro que le prometía la muerte.

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Estas eran las ideas del infortunado príncipcuando, inclinado sobre su caballo, cuyas riedas, había abandonado, marchaba bajo el s

caliente y dulce del mes de mayo, en el cual cruel misantropía del desterrado añadía uinsulto más a su dolor.

XVI¡REM EM BER!1

1. Palabra inglesa que significa “ acuérdate”

Cierto jinete que pasaba rápidamente por camino subiendo hacia Blois, de donde hab

salido una media hora antes, poco más o mnos, cruzóse con los dos viajeros, saludándoloal pasar. Apenas puso el rey la atención eaquel joven, porque el tal jinete de que hablamos era un joven de veinticinco a veintisé

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años, el cual volvíase de vez en cuando y hacdemostraciones de amistad a un hombre questaba de pie ante la verja de una casa, bell

blanca y roja, esto es, de piedra y ladrillo y coel techo de pizarra, situada a la izquierda dcamino que llevaba el príncipe.

Este hombre, viejo, alto y cenceño, de blanco

cabellos (hablamos del que permanecía juntola verja); este hombre correspondía a las señaque le hacía el joven, con otros signos de depedida, tan tiernos como los hubiese hecho upadre. El joven concluyó por desaparecer en

primer recodo del camino, adornado de hermosos árboles, y el viejo se disponía ya para volva casa, cuando llamaron su atención los doviajeros que pasaban entonces por enfrente dla verja.

Ya hemos dicho que el rey marchaba con cabeza inclinada, los brazos caídos, y dejando al paso y casi a su capricho el caballo que motaba. Parry en pos de él y para dejarse penetra

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mejor por la tibia influencia del sol, se habquitado el sombrero y paseaba sus miradas derecha e izquierda del camino. Sus mirada

topáronse con las de aquel viejo recostado en verja, el cual, como si presenciase algún extrañespectáculo, prorrumpió en una exclamación dio un paso hacia ambos viajeros.

Inmediatamente, pasaron los ojos desde Paral rey, sobre el cual se fijaron un instante. Porápido que fuese este examen, no dejó de refljarse al momento y de manera visible en semblante del anciano; porque apenas hub

reconocido al más joven de los viajero, junprimero las manos con respetuosa sorpresa alzando el sombrero de su cabeza, saludó taprofundamente que hubiérase dicho que sarrodillaba.

Por muy distraído, o más bien, por muy smido que fuese el rey en sus reflexiones, aquella demostración no pudo menos de extrañarle

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¡Deteniendo Carlos su caballo y volviéndoseParry!

 ––Dios mío, Parry murmuró––, ¿quién es e

hombre que me saluda de ese modo? ¿Me cnocerá por ventura?

Parry, muy emocionado y pálido, había coducido su caballo hacia la verja.

 –– ¡Ah, señor! ––dijo deteniéndose de repena cinco o seis pasos de distancia del anciano quproseguía de rodillas––. Me veis así tan asombrado, porque me parece que reconozco a es

buen hombre. ¡Ah, sí! Es el mismo. ¿PermiVuestra Majestad que le hable? ¿Por qué no?

 –– ¿Sois vos, señor Grimaud? ––preguntó Prry.

 ––Sí, yo soy ––dijo el anciano levantándosmas sin perder nada de su referente actitud.

 ––Señor ––dijo entonces Parry ––, no me habengañado, este hombre es el servidor del cond

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de la Fère, si os acordáis, es aquel dignísimcaballero de quien tantas veces he hablado Vuestra Majestad, y cuyo recuerdo debe habe

quedado, no sólo en su memoria, sino tambiéen su corazón

 –– ¿Es quien asistió al rey mi padre en sus útimos instantes? ––preguntó Carlos.

Y se estremeció visiblemente a esto –recuerdo.

 ––Justamente, señor.

 –– ¡Ah! ––exclamó Carlos.

Y dirigiéndose en seguida a Grimaud, cuyoojos, vivos e inteligentes, parecían buscar y advinar su pensamiento, le preguntó:

 ––Amigo mío, vuestro amo el conde de Fère, ¿habita en estas cercanías?

 ––Aquí ––respondió Grimaud señalando coel brazo extendido hacia atrás la verja de la cas

blanca y roja.

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 –– ¿Y está en casa ahora el señor conde?

 ––A l fondo, bajo los castaños.

 ––Parry ––dijo el rey––, no quiero perder esocasión tan propicia para mí de dar las graciaal caballero a quien mi casa debe tan raro ejemplo de generosidad y de sacrificio. Tened mcaballo, amigo mío, os lo suplico.

Y, poniendo la brida en manos de Grimauentró el rey solo en casa de Athos, como uigual en casa de su igual. Carlos comprendaquella explicación tan concisa de Grimaud: “

fondo, bajo los castaños” ; dejó, pues, la casa a izquierda, y marchó recto hacía la avenida designada. La cosa era fácil; la cima de aquellograndes árboles, cubiertos de hojas y de floresobrepujaba a la de todos los demás.

Al llegar a los rombos, unas veces luminosoy otras, sombríos, que manchaban el suelo desta calle de árboles, conforme a los caprichode sus bóvedas más o menos frondosas; el prí

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cipe distinguió a un caballero que se paseabcon los brazos en la espalda y que parecía sumido en tranquila reflexión. Sin duda algun

Carlos habíase imaginado muchas veces cómera aquel caballero, porque sin vacilar lo mámínimo se fue derecho a él. A l ruido de supasos, el conde de la Fère levantó la cabeza, viendo un desconocido de aspecto noble y ele

gante que se acercaba, levantó su sombrero dla cabeza y aguardó. A. los pocos pasos de ditancia, Carlos II se quitó el suyo, y como paresponder a la muda interrogación:

 ––Señor conde ––dijo––, vengo a cumplir covos un deber. Hace mucho tiempo que tengque expresaros mi reconocimiento profundYo soy Carlos II, hijo de Carlos Estuardo, qureinó en Inglaterra y murió en el cadalso.

Al oír este nombre ilustre, Athos sintió correfrío por sus venas; mas a la vista de aquel jovepríncipe, de pie y descubierto en su presenci

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dos lágrimas vinieron a turbar el límpido azde sus hermosos ojos.

Inclinóse respetuosamente; pero el príncipe

tomó la mano. ––Mirad si soy desdichado, sñor conde ––dijo Carlos––; ha sido menesteque la casualidad me acerque a vos. ¡Ay! Elugar de tener a mi lado a las personas a qui

nes amo, me veo reducido a conservar sus sevicios en mi corazón, y sus nombres en mi mmoria, de tal modo, que a no ser por vuestcriado, que ha reconocido al mío, hubiera pasdo por delante de vuestra puerta como por de

lante de la de un extraño. ––Es verdad  ––dijo Athos contestando con

voz a la primera parte de la frase del príncipe con un saludo a la segunda––; es verdad; malo

días ha alcanzado Vuestra Majestad. –– Y los más malos, ¡ay! ––respondió Carlos–

están tal vez todavía por venir.

Esperemos; M ajestad.

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 –– ¡Conde, conde! ––continuó Carlos moviedo la cabeza––, he esperado hasta ayer noche,os juro que esto era de buen cristiano.

Athos miró al rey como para preguntarle. –– La historia es fácil de contar ––dijo Carlo

II––; proscrito, despojado, desdeñado, me resolví, a pesar de todas mis repugnancias, a te

tar por última vez la suerte. ¿No está escriallá arriba que para nuestra familia toda ventra y desventura vendrá eternamente de Fracia? Algo sabéis de esto, señor conde, vos, qusois uno de los franceses a quienes mi desdchado padre encontró al pie del cadalso el dde su muerte, después de haberlos encontrada su derecha los días de batalla.

 ––Majestad ––dijo humildemente Athos––, nestaba solo, y mis compañeros y yo cumplimoen aquella circunstancia con nuestro deber dcaballeros y nada más. Pero Vuestra Majestaiba a hacerme el honor de referir...

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 ––Es cierto. Yo tenía la protección... Perdonaque vacile, conde, mas, para un Estuardo, biecomprenderéis esto vos, que comprendéis toda

las cosas: la palabra es dura de pronunciar. Tenía, digo, la protección de mi Primo el estatúdde Holanda; mas, sin la intervención, o al menos la autorización de Francia, el estatúder nquiere tomar la iniciativa. He venido a solicita

esta autorización al rey de Francia, y me la hnegado.

 –– ¿El rey os la ha negado, señor? ––Ohno; debo hacer justicia a mi hermano Luis; s

no el señor Mazarino.Athos mordióse los labios.

 –– ¿Creéis tal vez que debía esperarme esnegativa? ––dijo el rey, que había notadaquel movimiento.

 ––Ese era efectivamente mi pensamientseñor ––replicó respetuosamente el conde–yo conozco muy a fondo a esa italiana.

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 ––Entonces, me decidí a l levar las cosas último extremo y saber al instante la últimpalabra de mi destino, y dije a mi herman

Luis, que, para no comprometer ni a Francni a Holanda, tentaría la suerte por mí mismen persona, como ya lo he hecho, con doscietos caballeros si quería dármelos, o un millósi quería prestármelo.

 –– ¿Y qué, señor?

 –– ¡Qué!... En este instante siento una cosextraña, que sin duda es la satisfacción de desesperación. Hay en ciertas almas, y acabo dconocer que la mía es de este número, una satifacción real en la seguridad de que todo esperdido, y que por fin ha llegado la hora dsucumbir.

 –– ¡Oh! .Espero ––dijo Athos––, que VuestMajestad no ha llegado aún a tal extremo.

 ––Paga decirme eso, señor conde, y para prtender reanimar la esperanza de mi corazón, e

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preciso que no hayáis comprendido bien lo quacabo de deciros. He venido a Blois, conde, a fde pedir a mi hermano Luis la limosna de u

millón, con el cual tenía la esperanza de restblecer, mis asuntos; y mi hermano Luis me ha negado. Ya veis cómo todo está perdido.

 ––Vuestra Majestad me permitirá que le re

ponda con un parecer contrario: –– ¡Cómo! ¿Me conceptuáis un talento ta

vulgar que no sepa comprender mi posición?

 ––Señor, siempre he visto que en las posici

nes desesperadas es cuando estallan de repenlos grandes cambios de fortuna.

 ––Gracias, conde; es muy consolador encotrar corazones como el vuestro; es decir; basta

te confiados en Dios y en la monarquía, para ndesconfiar nunca de una fortuna regia por mubajo que haya caído. Desgraciadamente, vuetras palabras, querido conde, son como esos rmedios que se llaman soberanos, y qué, sin em

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bargo, no pudiendo curar más que las llagacurables, estréllanse contra la muerte. Graciapor vuestra perseverancia en consolarme, co

de; gracias por vuestro recuerdo; Pero ya sé qué atenerme en este pinto. Nada me salvaya. Estoy tan persuadido de ello, amigo; míque tomaba el camino del destierro con mi vieParry, y volvía a saborear mis punzantes dol

res en ese mísero retiro que me ofrece Holand¡Allí, creedme, conde, todo terminará mupronto, pues vendrá la muerte a Pasos acelerdos, tantas veces llamada por este cuerpo qu

roe al alma, y por esta alma que aspira a locielos!

 ––Vuestra Majestad tiene madre, una hermna y hermanos; Vuestra Majestad es el jefe de familia y debe pedir al cielo una larga vida, evez de una próxima muerte. Vuestra Majestaestá proscrito y fugitivo; pero tiene un derechy debe aspirar a los combates y a los peligros,no al descanso del cielo.

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 ––Conde ––dijo Carlos II con una sonrisa dindefinible angustia––: ¿habéis oído decir jamáque un rey haya reconquistado su reino con u

servidor de la edad de Parry, y trescientos ecudos que ese servidor tiene en su bolsa?

 ––No, señor; pero he oído decir, y más de unvez, que un monarca destronado ha reconqui

tado su monarquía con voluntad enérgica, peseverancia, amigos, y un millón de francohábilmente empleados.

 –– ¿Entonces no me habéis comprendido? Esmillón lo he pedido a mi hermano Luis, y no he conseguido.

 ––Señor ––dijo Athos––, ¿me concede VuestMajestad unos momentos todavía, para escchar lo que me resta por decir?

Carlos II miró fijamente a A thos.

 ––De buen grado, caballero ––dijo.

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 ––Entonces, voy a enseñar a Vuestra Majestael camina ––repuso el conde dirigiéndose hacla casa. 'Y condujo al monarca a su gabinet

donde le hizo sentar. ––Señor ––le dijo––, ahora poco me ha dich

Vuestra Majestad, que en el estado en que shallan las cosas en Inglaterra le bastaría un m

llón para reconquistar su trono. ––Para intentarlo al menos, y para morir c

mo rey si no lo alcanzaba.

 ––Pues bien, señor, tenga a bien Vuestra M

jestad escuchar lo que me resta por decir, segúla promesa que me ha hecho.

Carlos dio su asentimiento, Athos se fue dercho a la puerta, cuyo cerrojo corrió, después d

haber mirado si alguna persona escuchaba elos alrededores.

 ––Señor, ––dijo volviéndose––, Vuestra Mjestad ha tenido a bien acordarse que yo asistí

muy noble y desgraciado Carlos I, cuando su

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verdugos le conducían desde Saint–James White Hall .

 ––Sí, me he acordado, y nunca me olvidaré.

 ––Historia fúnebre de amargo recuerdo es éta para un hijo que sin duda se la ha hecho ycontar muchas veces; mas, sin embargo, debvolver a contárosla sin omitir detalle.

 ––Hablad, caballero.

 ––Cuando el rey vuestro padre subió al patbulo, mejor dicho, cuando pasó desde su cámara al patíbulo alzado fuera de su ventana, todestaba preparado para su fuga. El verdughabíase alejado, un agujero estaba practicado eel pavimento de su habitación, y yo mismo etaba debajo del fúnebre tablado, que de pron

oí crujir bajo sus pasos... ––Parry me ha contado esos terribles detalle

señor.

Athos se inclinó y continuó;

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 ––He aquí lo que no ha podido contaros, poque lo que sigue sucedió entre Dios, vuestpadre y yo, y jamás hice esta revelación, ni au

a mis más íntimos amigos: “ Apártate, di jo augusta víctima al verdugo enmascarado, djame por un instante, pues ya sé que te pertnezco; mas ten cuidado de no herirme hasque yo dé la señal, porque deseo hacer libre

mente mis oraciones” . ––Perdonadme ––dijo, Carlos II palideciendo

–, pero vos, conde, que sabéis tantos pormenores de este funesto acontecimiento, pormenore

que, como decíais ahora mismo, no han sidrevelados a .nadie, ¿sabéis el nombre de esverdugo infernal, de ese cobarde que ocultó, srostro para asesinar impunemente a un...

Athos –– también palideció ligeramente, –– ¿Su nombre? ––––dijo––. Sí, lo sé, pero n

puedo manifestarlo

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 –– ¿Y qué ha sido de él?.... Porque nadie eInglaterra ha conocido su destino.

 ––Ha muerto.

 –– ¿Pero no en su lecho, no de una muerte ntural y dulce; no de la muerte de los hombrehonrados?

 ––Ha muerto de muerte violenta en una nche terrible, entre la cólera de los hombres y tempestad de Dios. Su cuerpo, herido de unpuñalada, rodó por las profundidades dOcéano. ¡Dios perdone a su matador!

 ––Entonces, adelante ––––dijo Carlos II, qucomprendió que el conde no quería decir más.

 ––El rey de Inglaterra, después de habhablado, como he dicho, al verdugo enmasca

rado, añadió: “ No me herirás, óyelo bien, hasque yo extienda los brazos diciendo: ¡Remembe

 ––En efecto ––dijo Carlos con voz sorda––, sque esa fue la última palabra que pronunció m

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desdichado padre. ¿Pero con qué objeto y paquién?

 ––Para el caballero francés que estaba deba

del cadalso. –– ¿Para vos, señor?

 ––Sí, Majestad; cada una de las palabras quentonces pronunció encima de las tablas dpatíbulo, cubiertas con un paño negro, resunan todavía en mis oídos. El rey puso entonceuna rodilla en tierra: “Conde de la Fère, di¿estáis ahí?'' Sí, Majestad” , contesté yo. Ento

ces se inclinó el rey.También Carlos II, palpitante de interés y d

ardiente dolor, se inclinó hacia Athos para recoger una a una, las palabras que dijese el co

de. Su cabeza tocaba con la de Athos. ––Entonces ––continuó el conde––, se inclin

el rey. “ Conde de la Fère, dijo, no he podido ssalvado por vos; no debía serlo. Ahora, oí

aunque tenga que cometer un sacrilegio. Sí, h

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hablado a los hombres; sí, he hablado a Dios, os he hablado a vos el último. Para sostener uncausa que creía sagrada, he perdido el trono d

mis padres y gastado la herencia de mis hijos.”Carlos II ocultó la cara entre las manos, y un

lágrima ardiente se deslizó por entre sus dedoblancos y delgados.

 ––” Me queda un millón en oro, prosiguió rey, que enterré en los subterráneos del castilde Newcastle en el momento en que, salí desta ciudad.”

Carlos levantó la cabeza con expresión de dlorosa alegría, que hubiera arrancado sollozoscualquiera que conociese su inmenso infotunio.

 –– ¡Un millón! ––––exclamó––. ¡Oh, conde! ––” Vos sólo sabéis que existe este dinero,

haréis uso de él cuando creáis que es tiemppara el mayor bien de mi hijo primogénito.

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ahora, conde de la Fère, decidme adiós“ ¡Adiós, adiós, Majestad!” , grité yo.

Carlos II se incorporó, y fue a apoyar su a

diente frente en la ventana. ––Entonces fue ––continuó Athos–– cuando

rey dijo la palabra Remember, dirigida a mí. Yveis, señor, que me he acordado.

El rey no pudo resistir a su emoción. Athoadvirtió el movimiento de sus hombros, quondulaban convulsivamente, y oyó los sollozoque al pasar desgarraban su pecho. El mism

guardó silencio, sofocado por el cúmulo de recuerdos que había despertado en aquella regcabeza.

Carlos II, con violento esfuerzo, se alejó de

ventana devorando sus lágrimas, y volvió sentarle al lado de Athos.

 ––Señor ––dijo éste––, hasta hoy había creídque aún no había llegado el momento de em

plear ese último recurso; pero con los ojos fijo

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en Inglaterra conocía que se acercaba. Mañaniba a informarme en qué sitio del mundo estabVuestra Majestad, para ir en su busca; Vuest

Majestad viene a mí, y esto es una indicación dque el cielo está con nosotros.

 ––Señor ––dijo Carlos con voz aún más altrada por la emoción––; sois para mí lo qu

hubiera sido un ángel enviado por Dios: sois msalvador, salida de la tumba misma de mi padre; mas, creedme, después de diez años qulas guerras civiles han agitado a mi país, detruyendo a los hombres y socavando el suel

no es probable que haya quedado oro en laentrañas de mi tierra, como no ha quedadamor en los corazones de mis súbditos.

 ––Señor, el lugar en que Su Majestad sepul

el millón lo conozco perfectamente, y estoy seguro que nadie ha podido descubrirlo. Ademáel castillo de Newcastle ¿está acaso enteramenarruinado? ¿Lo han demolido, piedra por pie

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dra, y desarraigado del suelo hasta la últimfibra?

 ––No, aún está en pie; pero en este moment

lo ocupa y está acampado en él el generMonk. Ya lo veis, el único lugar donde me epera un auxilio, o donde poseo un recurso esinvadido por mis enemigos.

 ––El general Monk, Majestad, no puede habdescubierto el tesoro de que os hablo.

 ––Sí; ¿pero he de ir a entregarme a Monk parecobrar ese tesoro? ¡Ah! Ya lo veis, conde; e

preciso acabar con el destino, pues me echa potierra cada vez que me levanto. ¿Qué debhacer, con Parry por único servidor, con Parra quien Monk ya ha arrojado de su presenciaNo, no, conde, aceptemos este último golpe.

 ––Lo que Vuestra Majestad no puede hacer, que Parry no puede hacer, ¿suponéis que ypueda conseguirlo?

–– ¡Vos, conde! ¿Iríais vos?

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 ––Si así place a Vuestra Majestad –dijo Athosaludando al rey––, sí, i ré señor.

 –– ¡Vos tan feliz aquí, conde!

 ––Jamás soy dichoso, señor, cuando me quedun deber que cumplir, y –– es un deber supremo que me ha legado vuestro padre velar povuestra fortuna y hacer uso regio de su diner

Hágame Vuestra Majestad una indicación parto a su lado.

 –– ¡Ah, caballero, caballero! ––dijo Carlos ovidando toda etiqueta real y arrojándose al cue

llo de Athos––. Me demostráis que existe uDios en los cielos, y que este Dios envía a vecemensajeros a los desgraciados que gimen en tierra Athos, muy conmovido par el entusiasmdel joven príncipe, le dio las gracias con respeprofundo; y se acercó a la ventana

Grimaud ––dijo––, mis caballos.

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 –– ¡Cómo! ¿Así, de pronto? ––dijo el rey–¡Ah! Señor, sois, en verdad; un hombre maravlloso.

 ––Señor ––dijo Athos––; no, para mí no hanada más apremiante que el servicio de VuestMajestad. Por otra parte añadió sonriendo––, euna costumbre contraída hace mucho tiempo

servicio de la reina, vuestra tía, y del monarcvuestro' padre. ¿Cómo había de perderla precsamente en el momento en que se trata del sevicio de Vuestra Majestad?

 –– ¡Qué hombre! ––murmuró el rey.

Y añadió, tras un instante dereflexión:

 ––No, conde, yo no puedo exponeros a semjantes privaciones. No tengo nada para recom

pensar semejantes servicios.' –– ¡Bah! –dijo Athos riendo––. Vuestra M

 jestad se burla, porque tiene un millón.

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–– ¡Ah, que yo fuese rico siquiera en la mtad de esa suma, señor! Ya hubiera levantadun regimiento. Pero a Dios gracias, aún m

quedan algunos rollos de oro y algunos damantes de familia.” Espero que Vuestra M jestad se dignara partirlos con un servidor dcidido.

 ––Con un amigo, conde, mas con la condicióde que este amigo partirá conmigo más tarde.

 ––Señor ––dijo Athos abriendo una cajita, dla que sacó el oro y las alhajas, ved cómo ahosomos bastante ricos. Felizmente, seremos cutro contra los ladrones. La alegría hizo afluir sangre a las pálidas mejillas de Carlos II. Eseguida vio aproximarse al peristilo dos cabllos de Athos conducidos por Grimaud, que y

estaba calzado para el camino. –– Blaisois, esta carta para el vizconde d

Bragelonne. Para todo el mundo he ido a París. Os ruego cuidéis de la casa, Blaisois.

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Éste se inclinó, abrazó a Grimaud y cerró ventana.

XVII

BUSCASE A ARAMIS Y SÓLO SE ENCUENTRA A BÁZIN

No habían pasado dos horas desde la marchdel amo de la casa; quien a la vista de Blaisohabía tomado el camino de París cuando u

jinete montado en un buen caballo pío paródelante de la verja, y un ¡hola! sonoro llamó los palafreneros que aún hacían corro .con lojardineros alrededor de Blaisois, historiadoordinario de la gente de librea del castillo. Es

¡hola!, conocido, indudablemente, de maesBlaisois, le hizo volver la cabeza, y exclamar:

 –– ¡Señor de A rtagnan!... ¡Corred pronto vsotros, y abridle la puerta!

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Un grupo de ocho mocetones corrió a la verjla cual fue abierta como si hubiera sido de plumas, y todos se deshacían en cumplimiento

porque sabían la acogida que el amo solía hacea este amigo.

 –– ¡Ah! –– dijo sonriente Artagnan, que se blanceaba sobre el estribo para saltar en tierra –

¿Dónde está ese querido conde? –– ¡Ay, señor, cuánta es vuestra desgracia –

exclamó Blaisois––, y cuál será también la pendel señor conde, nuestro amo, cuando sepvuestra llegada!–– Por, una casualidad, acabde marchar hace dos horas.

Artagnan no se apuró por tan poca cosa.

 ––Bueno ––dijo––, veo que siempre habla

con la mayor corrección del mundo; vaya, mdarás una lección de gramática y de buen leguaje; mientras espero el regreso de tu amo.

 ––Imposible, señor ––dijo Blaisois––, tendría

que aguardar mucho tiempo.

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 –– ¿No volverá hoy?

 ––Ni mañana, señor, –– ni pasado mañana; señor conde ha salido para hacer un viaje.

 –– ¡Un viaje! –– dijo Artagnan asombrado

–– ¿Me cuentas un cuento?

 ––Señor, es la pura verdad. El conde me h

hecho el honor de confiarme la casa, añadiendcon su voz de autoridad y de dulzura: “ Diráque he ido a París” .

Entonces, bueno––exclamó Artagnan––: pue

to que camina hacia París; ya tengo todo lo qudeseaba saber; por allí debiste comenzar, toto... ¿Lleva dos horas de delantera?

 ––Sí, señor.

 ––Pronto le habré alcanzado. ¿Va solo? ––No, señor

 –– ¿Quién va con él?

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Un caballero a quien desconozco; un anciany el señor Grimaud.

 –– Todos juntos no correrán tanto com

yo... Me voy. –– ¿Queréis escucharme un momento? –

dijo Blaisois apoyándose blandamente en lariendas del caballo:

 ––Sí; procura ser breve.

 ––Pues bien, señor, esa palabra de París mparece una añagaza. ¡Oh!––dijo Artagnan–

–– ¿Una añagaza? ––Sí, señor, y juraría que el señor conde no v

a París.

 –– ¿Qué te hace creer eso?

 ––Lo siguiente: el señor Grimaud sabe siempre dónde va nuestro amo, y me tenía promedo que la primera vez que fuera a París llevarconsigo algún dinero para mi mujer. –– ¡A

¿Tienes mujer?

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 –– Tenía una de esta tierra; pero el amo encontraba picotera y yo la he enviado a Paríesto es incómodo a veces; pero muy agradab

en otras. ––Entiendo, pero termina: ¿no crees que

conde vaya a París?

 –– No, señor, porque entonces el señor Gr

maud hubiera faltado a su palabra, lo cual eimposible. Lo cual es imposible repitió Artagnan, porque estaba convencido del todo–. Vaybuen Blaisois, gracias.

Blaisois se inclinó. ––Vamos, tú sabes que no soy curioso:.. He d

tratar precisamente con tu amo... No quierepor una palabrita siquiera... tú, que hablas ta

bien, hacedme comprender. Una sílaba sola... yo adivinaré lo demás.

 ––Mi palabra, señor, que no puedo... Ignoro objeto del viaje de mi amo... En cuanto a esc

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char por las puertas, es cosa que me repugna, además está prohibido aquí.

 ––Amigo –dijo Artagnan––, mal principio e

éste para mí; pero no importa. ¿Sabes al menocuándo volverá el conde?

 ––Lo mismo, señor, que su destino.

 ––Vamos; Blaisois, investiga. ¿Dudáis sin dda de mi sinceridad? ¡Ah! Me disgustáis mucho; señor.

¡Lleve el diablo tu dorada lengua! ––exclamArtagnan––. ¡Más vale un palurdo con decuna sola palabra! ¡Adiós!

 ––Señor, tengo el honor de ofreceros mis repetos.

 –– ¡Galopín! ––murmuró Artagnan––. Sí, tuno es insoportable. Echó la última ojeada a casa, volvió bridas al caballo, y partió comhombre que nada tiene en su alma de enfadoso embarazado.

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Cuando llegó al extremo del muro, y cuandnadie podía verle. –– Vamos a cuentas ––direspirando bruscamente–– ¿Athos se halla e

casa?... No... Todos esos haraganes que he viscruzados de brazos en el patio hubieran estadtrabajando si el amo pudiera verlos. ¡Athos dviaje! ... ¡Es incomprensible! ¡Bah! Esto es umisterio del diablo... Y luego, no... no es éste

hombre que necesito. No, necesito una integencia astuta y paciente. Mi asunto está en Mlún, en cierta vicaría que yo conozco. ¡Cuareny cinco leguas! ¡Cuatro días y medio! Vamos, e

necesario y soy libre. Traguemos la distancia.Y puso su caballo al trote, dirigiéndose hac

París. Al cuarto día llegaba a Melún.

Artagnan tenía por costumbre no pregunta

nunca a nadie el camino que debía llevar o suseñas. Para esta clase de datos, a menos de uerror muy grave, se fiaba en su perspicacnunca desmentida, en una experiencia de treita anos, y en una gran costumbre de leer en

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fisonomía de las cosas lo mismo que en las dlos hombres.

Artagnan encontró al instante la vicaría, cas

encantadora, de yeso barnizado y ladrillos rojos, con cepas vírgenes que enredábanse a largo de unas estacas, y una cruz de piedra eculpida, clavada en la cúspide del tejado. Du

sala baja de esta casa salía un ruido; o más bieun murmullo de voces, cómo el canto de lopajarillos cuando la nidada acaba de salir a luUna de estas voces pronunciaba distintamenlas letras del alfabeto. Otra voz, estropajosa

aflautada a la vez, sermoneaba a los bulliciosoy corregía las faltas del lector.

Artagnan reconoció esta voz, y como estababierta la ventana de la sala baja, se inclinó s

desmontarse del caballo bajo los pámpanos briznas doradas de la vid, y dijo:

 ––Bazin, querido Bazin, buenos días.

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Un hombre de baja estatura, gordo, de aplatado rostro, con cráneo de cabellos grises, recotados en forma dé tonsura, cubierta la cabez

con un solideo de terciopelo verde, se levanen el instante en que oyó a Artagnan. N o se l

vantó hablando más exactamente, sino saltó. Bzin saltó efectivamente, dejando caer la silbaja en que estaba' sentado, a la cual quisiero

levantar los chicos con más ruidosas y agitadabatallas que las de los griegos, cuando quisiron arrebatar a los troyanos el cuerpo de Patrclo; Bazin hizo más que saltar, puesto que de

caer la cartilla y la palmeta que tenía en las manos.

¡Vos! ––dijo––: ¡Vos, señor de Artagnan!

 ––Sí, yo. ¿Dónde está Aramis:.., el caballer

de Herblay...; no, tampoco, el señor vicario general?

 –– ¡Ah! Señor ––dijo ––Bazin con dignidad–monseñor está en su diócesis.

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 –– ¿Cómo? ––exclamó Artagnan. Bazin repitsu frase.

 –– ¡Cómo es eso! ¿Aramis tiene diócesis?

 ––Sí, señor. ¿Cómo no? ¿Luego es obispo?

 ––Pero ¿de dónde salís? ––dijo

Bazin con bastante irreverencia––, que ign

ráis esto? ––––Amigo Bazin; nosotros, los paganos, n

sotros, las gentes de armas, sabemos muy bieque un hombre sea coronel, general, o marisc

de Francia, pero que sea obispo, arzobispo papa... ¡el demonio me lleve si la noticia lleganosotros antes que las tres cuartas partes de tierra hayan hecho su agosto de ella!

¡Chito! ¡Chito! ––dijo Bazin con ojos tamaños–. No me echéis a perder a estos muchachos,quienes trato de inculcar buenos principios.

Los niños, en efecto, habían hecho corto alr

dedor de Artagnan, admirando su caballo, s

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larga espada, sus espuelas y su aire marciaSobre todo, admiraban su robusta voz, de suete que, cuando acentuó su peculiar jurament

toda la escuela gritó: –– “ ¡el demonio me llve!” , tal estrépito horrible de risas y pataleo qucolmó de gusto al mosquetero e hizo perder cabeza al viejo pedagogo.

 –– ¡A callar! ––gritó––. ¡Silencio, chiquilloNo habéis hecho más que llegar, señor de Atagnan, y todos mis buenos principios volaronEn fin, como de costumbre, siempre está el deorden con vos... ¡Babel ha parecido! ¡Ah! ¡Bue

Dios! ¡Los endemoniados!Y el digno Bazin aplicaba a derecha e izquie

da cachetes que redoblaban los gritos de loescolares, haciéndoles variar de naturaleza.

 ––Por lo menos ––dijo––, ya no pervertiréaquí a nadie.

 –– ¿Eso crees? ––dijo Artagnan con sonrisque produjo escalofrío en Bazin.

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 ––Es capaz de ello ––murmuró, ¿Dónde esla diócesis de tu amo?

Monseñor Renato es obispo de Vannes.

 –– ¿Quién le ha hecho obispo?

 ––El señor superintendente, nuestro vecino.

 –– ¿El señor Fouquet?

––Sí, señor.

 –– ¿Por lo tanto, Aramis está bien con él?

 ––Monseñor predicaba todos los domingos e

casa del señor superintendente en Vaux, y depués charlaban juntos.

 –– ¡Ah!

 ––Y Su Eminencia trabajaba muchas veces su

homilías, no, quiero decir, sus sermones, con señor superintendente.

 –– ¡Bah! Pues, qué, ¿predica en verso esdignísimo obispo? ¡Señor, no os moféis de la

cosas religiosas, por el amor de Dios! Buen

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Bazin, bueno. De suerte que Aramis está eVannes.,

 ––En Vannes, en Bretaña. Eres un socarró

Bazin: eso no es cierto. ––Señor, mirad: las habitaciones de la vicar

están vacías. Tienes razón ––dijo Artagnaexaminando la casa; cuyo aspecto anunciaba

soledad. ––Pero Su Eminencia ha debido escribiros s

promoción.

 –– ¿De cuándo data?

 ––De ha un mes.

 –– ¡Oh! Entonces no hay tiempo perdidAramis puede no haber tenido aún necesida

de mí. Pero, veamos, Bazin, ¿por qué no has seguido a tu pastor?

Señor, no puedo, tengo obligaciones.

 –– ¿Tu alfabeto? ––Mis penitentes.

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¿Cómo? ¿Tú confiesas? ¿Eres tal vez sacerdte?

 ––Como lo decís. ¡Tengo tanta vocación!

 –– ¿Pero y las órdenes?

 –– ¡Oh! ––dijo Bazin con aplomo––. Ahoque Su Eminencia es obispo tendré al instanlas órdenes; cuando menos las dispensas. Y sfrotó las manos.

 ––Indudablemente ––dijo para sí Artagnan No hay medio de sacar a esta gente de su temHazme servir, Bazin.

 ––Al instante, señor.

 ––Un pollo, una taza de caldo y una botella dvino:

 ––Hoy es viernes, día de vigilia ––observó Bzin.

 ––Yo tengo dispensa ––dijo Artagnan. ,

Bazin lo miró con aire receloso.

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 –– ¡Hola! Señor camándulas, ¿por quién mtomas? ––exclamó el mosquetero––. Si tú, queres el criado, aguardas dispensas para comete

un crimen; ¿no tendré yo amigo del obispdispensa para comer según los deseos de mestómago? Bazin sé bondadoso conmigo, o poCristo que me quejo al rey y no confesarás jmás. Ya sabes que el nombramiento de lo

obispos corresponde al rey. Yo tengo al rey dmi parte, y soy el más fuerte.

Bazin sonrió hipócritamente.

 –– ¡Oh! Pero nosotros tenemos a señor sperintendente ––dijo. ¿Luego te burlas drey?––le preguntó Artagnan.

Nada replicó Bazin; su sonrisa era bastanelocuente.

 ––Mi comida ––dijo Artagnan––, que ya tarde.

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 ––El superintendente le ha dado cuatro de sucuadras; y uno solo de esos cuatro vale otrocuatro como el vuestro.

La sangre subió al rostro de Artagnan. Levató la mano y contempló sobre la cabeza de Bazin el sitio en que iba a caer su puro. Pero pasal instante su ira; la reflexión vino y se content

con decir: –– ¡Diantre! Bien he hecho en dejar el servic

del rey. Dime, Bazin, ¿cuántos mosqueterotiene el superintendente?

 ––Con su dinero tendrá todos los del reino –contestó Bazin–– cerrando el libro y despidiedo a los escolares a disciplinazos.

 –– ¡Diantre, diantre! ––dijo otra vez Artagnan

Y como le anunciaron que estaba servida mesa, siguió a la cocinera qué le introdujo en comedor.

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de bastante mal humor, pidiese ir a acostarse ecuanto acabó de comer.

Artagnan fue introducido por Bazin en u

aposento bastante mediano, donde encontuna cama bastante mala, pero el mosquetero nera delicado. Le habían dicho que Aramis shabía llevado las llaves de su aposento; y com

sabía que Aramis era hombre ordenado y qugeneralmente; tenía muchas cosas que ocultaen su habitación, no le sorprendió nada la nocia. Así es que, aun cuando le hubiera parecidmucho más dura, atacó a la cama tan brav

mente como había atacado al pollo, y como setía tan buen sueño como buen apetito, no tarden dormirse que el que gastara en chupar último hueso del asado.

Desde que ya no prestaba servicio a nadiArtagnan se había prometido tener el sueño tapesado como ligero fue en otro tiempo; pero d

tan buena fe, que aunque Artagnan quisie

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cumplir con su promesa religiosamente, depertóse a media noche por el gran ruido de uncarroza y de lacayos a caballo. Una iluminació

repentina invadió las paredes de la sala, y saldel lecho en camisa corriendo a la ventana.

 –– ¿Será que regresa el rey por ventura? –pensó restregándose los ojos––. Porque a

verdad, esta comitiva sólo puede pertenecer una persona real.

 –– ¡Viva el señor superintendente! prorrumpió, o más bien vociferó desde una ventana dpiso baja, una voz que reconoció como la dBazin, que al gritar agitaba con una mano upañuelo y sostenía una lamparilla en la otra.

Artagnan divisó entonces una cosa, como unbrillante forma humana, que se inclinaba en portezuela de la carroza; al mismo tiempgrandes carcajadas, de risa suscitada, sin dudpor la rara figura de Bazin; y que, salían dmismo carruaje, dejaban como un rastro de al

gría por donde pasaba el séquito.

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 ––Bien he debido conocer que no es ésta SMajestad; no se ríe nadie de tan buena gancroando el rey pasa.

 –– ¡Eh, Bazin! ––gritó: a su vecino, que sacablas tres cuartas partes del cuerpo fuera de ventana para ver por más tiempo a la carroz¡Es! ¿Qué es eso?

 ––Es el señor Fouquet ––dijo Bazin con a aiprotector.

 –– ¿Y toda esta gente?

 ––Es la corte del señor Fouquet.

 –– ¡Oh! –– dijo Artagnan –– ¿Qué pensaría señor Mazarino, si oyese esto?

Y volvió a acostarse muy pensativo, pregu

tándose cómo era que Aramis fuera siempprotegido por el más poderoso del reino.

 –– ¿Será que tiene más habilidad que, yo, que yo soy más tonto que, el? ¡Bah!

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Esta era la palabra con, cuyo auxilio Artagnan, hecho un sabio, terminaba cada pensmiento y cada período de su estilo. En ot

tiempo decía ¡pardiez!, lo cual era un espolazpero ahora, ya había madurado, y murmurabese ¡bah! filosófico que sirve de brida a todas lapasiones.

XVIIIARTAGNAN BUSCA A PORTHOS Y

SÓLO HALLA A M OSQUETÓN

Cuando Artagnan estuvo bastante persuaddo de que la ausencia del señor vicario generera positiva, y de que no podía encontrar a samigo ni en Melún ni en sus cercanías, dejó

Bazin sin disgusto, dirigió, una ojeada burlescal magnífico castillo de Vaux, que comenzababrillar con aquel esplendor que causó su ruiny pellizcándose los labios como quien está llen

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de desconfianza y de sospechas, aguijoneó a scaballo pío diciendo:

 –– Vamos, vamos, no es–– aquí, si no en Pi

rrefonds, donde encontraré el hombre mejor el mejor cofre. No necesito más que esto, puesque ya tengo la idea.

Haremos gracia al lector de los incidente

prosaicos del viaje de Artagnan, que llegó Pierrefonds en la mañana del tercer día. Artanan llegaba por el camino de Nanteu llega Adouin y Crécy, y divisó desde lejos el castillo dLuis de Orleáns que, convertido en propiedade la Corona, estaba guardado por un ancianconserje. Era una de esas grandiosas fortalezade la Edad Media, con murallas de veinte piede espesor y torres de cien pies de altura.

Artagnan costeó esas murallas, midió con vista sus torres y bajó al valle. Desde lejos dominaba el castillo de Porthos, situado a orillade un inmenso estanque, y lindando con u

hermoso bosque. Es el mismo que ya hemo

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tenido el gusto de describir a nuestros lectorepor lo cual nos contentaremos con indicarlo. Lprimero que distinguió Artagnan después d

los hermosos árboles; después del sol de mayque doraba los verdes ribazos, y después de lomagníficos arbola

Los pinos que se extendían hacia el Compiè

ne, fue una enorme caja con ruedas, conducidpor dos lacayos y arrastrada por otros dos. Eesta caja encontrábase una cosa inmensa, verdy dorada, que medía, conforme iba arrastrandlas risueñas alamedas del parque. Aquella cos

imprecisable no representaba absolutamennada; desde muy cerca era un tonel cubierto dpaño verde galoneado; desde mas cerca aún eun hombre extremadamente obeso, cuya etremidad inferior llenaba toda la caja; y todavdesde más cerca, este hombre era MosquetóMosquetón, blanco de cabellos y rojo de carcomo Pulchivela.

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 ––¡Pardiez! ––exclamó Artagnan––. ¡Este es señor Mosquetón!

 –– ¡Ah!. . . ––gritó el hombre gordo––. ¡A

¡Qué suerte! ¡Qué alegría! ¡El señor de Artagnan!. . . ¡Parad, tunos!

Estas últimas palabras iban dirigidas a los lcayos que le conducían.

La caja paró, y los lacayos, con precisión puramente militar, se quitaron a un tiempo susombreros galoneados y se alinearon detrás dla caja.

 –– ¡Oh, señor dé Artagnan! ––exclamó Moquetón––. ¡Que no pueda yo abrazaros, las rodllas! Pero, como veis, me he vuelto impotente.

 –– ¡Diantre! Amigo Mosquetón, es la edad.

 –– ¡No, señor, no es la edad; son los achaquelas penas!

 –– ¡Las penas, Mosquetón! ––murmuró A

tagnan dando vuelta a la caja––. ¿Estáis loc

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querido amigo? A Dios gracias, os conservácomo una encina de trescientos años.

 –– ¡Ah! Las piernas, señor, ¡las piernas! –

dijo el buen servidor.–– ¿Cómo las piernas?

 ––Sí, ya no quieren llevarme.

 –– ¡Ingratas! Sin embargo, bien las alimentáiMosquetón, según parece.

 –– ¡Ay, sí! Nada tienen que echarme en casobre ese punto ––dijo Mosquetón con un su

piro––; siempre hice cuanto pude por mi cuepo; no soy egoísta.

Y suspiró de nuevo.

 –– ¡Es que Mosquetón desea también ser b

rón, y por eso suspira de esa suerte! ––observArtagnan.

 ––Dios santo ––dijo Mosquetón substrayédose a una distracción penosa––; Dios mí

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¡monseñor será muy feliz cuando vea que ohabéis acordado de él!

 –– ¡Buen Porthos! ––dijo Artagnan––. ¡Ard

en deseos de abrazarlo! –– ¡Oh! ––dijo Mosquetón enternecido––: Y

se lo escribiré de seguro, señor.

 –– ¡Cómo! ––exclamó Artagnan––. ¿Tú se escribirás?

 ––Hoy mismo, sin tardanza. ¿Luego no esaquí? ––No; señor.

 –– ¿Pero se halla cerca o lejos? ¿Lo sé yo, sñor? –––dijo Mosquetón.

 –– ¡Diantre! ––exclamó el mosqueterdando una patada––: ¡Estoy de desgraci

¡Porthos tan casero! ––No hay hombre más sedentario qu

monseñor, raro...

 –– ¿Pero qué?

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 ––Cuando os acosa un amigo... ¡Un amigo! sduda; ése digno señor de Herblay.

 –– ¿Es Aramis quien ha inducido a Porthos?

 ––He aquí cómo ha pasado la cosa, señor dArtagnan: el señor de Herblay escribió a moseñor...

 –– ¿Es cierto?

 –– ¡Una carta, señor, una carta tan aprmiante, que todo lo ha puesto aquí a sangrefuego!

 –– Relátame eso, querido amigo ––dijo Artanan––, pero primero haz que se retiren un pocestos señores.

Mosquetón pronunció un “ ¡largo, tunantes

tan fuerte, que hubiera bastado el soplo, sin lapalabras, para hacer evaporar a los cuatro lcayos. Artagnan se sentó sobre las parihuelas abrió los oídos.

Mosquetón prosiguió:

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 ––Monseñor recibió, pues, una carta del señovicario general Herblay, hará unos ocho o nueve días, el día de los placeres campestres; s

esto es, el miércoles. –– ¿Cómo es eso? ––dijo Artagnan. ¿El d

de los placeres campestres?

 –– Sí, señor, tenemos tantos placeres d

que gozar en este delicioso país, que nos vmos abrumados con ellos, y tanto, que nohan obligado a distribuirlos.

 –– ¡Cómo! Reconozco el orden de Porthos! N

se me hubiese ocurrido a mí esa idea; verdad eque yo no estoy abrumado de placeres.

 ––Nosotros lo estamos –– repuso Mosquetón

 –– ¿Y cómo habéis arreglado eso? Sepamo

preguntó Artagnan.

 –– Es cosa un poco larga, señor.

 ––No importa, porque tenemos tiemp

además, habláis tan bien, mi querido. Mo

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quetón, que verdaderamente es un placer ecucharos.

 ––Es cierto––dijo Mosquetón con gesto d

satisfacción, originado evidentemente por  justicia que se le hacía; verdad es, que he acanzado grandes progresos en compañía dmonseñor.

 ––Aguardo esa distribución de placeres, Moquetón, y con impaciencia quiero saber si hllegado en buen día.

 –– ¡Oh! Señor de Artagnan ––dijo trist

mente Mosquetón––, desde que monseñor sha marchado; volaron todos los placeres.

 ––Pues bien, amigo Mosquetón, reunvuestros recuerdos.

 –– ¿Por qué día queréis que comencemos?

 –– ¡Diantre! comienza por el domingo, ques día del Señor.

––¿El domingo?

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 ––Sí.

 ––Domingo, gozos religiosos: monseñor vamisa; reparte el pan bendito y manda a su

mosnero que le lea discursos e instrucciones.Esto no es muy divertido, mas estamo

aguardando un fraile carmelita de París qudesbancará a nuestro limosnero, y que hab

muy bien; según dicen; él nos despertará, poque el actual limosnero siempre nos duermLunes, placeres mundanos.

 ––¡Ah, ah! ––dijo Artagnan––. ¿Cómo entie

des eso, Mosquetón? Veamos esos placeremundanos, veamos.

 ––Señor, el lunes estamos en el mundo; recbimos, pagamos visitas, se toca el laúd, se bail

se hacen versos con pie forzado, y finalmente squema un poco de incienso en honor de ladamas. ¡Diablo! Ésta es la suprema galantería–dijo el mosquetero; que tuvo necesidad dllamar en su ayuda todo el vigor de sus múscu

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los mastoides para comprimir unas enormeganas de reír.

 ––Martes, placeres sabios.

 ––Bien ––dijo Artagnan––. ¿Y cuáles son? Rferídmelos, querido Mosquetón.

Monseñor ha comprado una esfera que ya oenseñaré; y que llena todo el perímetro de torre grande, menos una galería que ha hechedificar por encima de la esfera. Ésta tiene unohilos de latón a los cuales están pegados el sol la luna, todo esto da vueltas y es muy bonit

Monseñor me enseña los mares y las tierralejanas, a los cuales no pensamos ir jamás. Ealgo lleno de interés.

 ––Lleno de interés, eso es ––repitió Artagna

¿Y el miércoles? –– Placeres campestres; ya he tenido el hono

de manifestároslo caballero: nos entretenemoen mirar los carneros y las cabras de monseño

hacemos bailar a las pastoras con zampoñas

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 ––Sí, señor; ha sido preciso renunciar a la lucha del cesto. Monseñor abría cabezas, rompquijadas y hundía pechos. Este juego es enca

tador, pero nadie deseaba jugar con él. ––Conque el puño...

 –– ¡Oh! Señor, más sólido que nunca. M onsñor flojea un poco de las piernas, él mismo

conoce; pero todo se le ha refugiado en los brzos, de modo que...

 ––De modo que tumba a los bueyes como eotro tiempo.

 ––Más todavía que eso, señor, derriba los mros. Últimamente, después de haber comido ecasa de uno de sus arrendadores (ya sabécuán popular y bueno es monseñor), despué

de comer, digo, gastó la broma de dar un puñtazo en la pared; ésta se abrió, el techo derrumbóse, y hubo tres hombres y una vieja afixiados.

–– ¡Buen Dios! Mosquetón, ¿y tu amo?

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 –– ¡Oh! Monseñor tuvo la cabeza un poco dsollada, pero le lavamos con agua que nos dalos frailes.

 –– ¿Mas en el puño nada? ––Nada, nada. –– ¡Malditos los placeres olímpicos!

 –– Deben costar demasiado caros, porque fin las viudas .y los huérfanos...

 ––Se les da una pensión, señor; la décima pate de las rentas de monseñor están afectas esto.

Pasemos al viernes ––dijo Artagnan. ––El viernes; placeres nobles y guerreros. C

zamos, tiramos a las armas, levantamos halcones y domamos caballos. El sábado, par fin, e

día de placeres espirituales; enriquecemonuestra inteligencia, miramos los cuadros y laestatuas de monseñor, y aun escribimos y trazamos planos. También disparamos los cañonede Su Excelencia

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 –– ¡Trazáis planos! ¡Disparáis cañones!

 ––Sí, señor. .

 ––Amigo mío ––dijo A rtagnan––, el señor DVallon posee el talento más delicado y amabque yo conozca pero creo que habéis olvidaduna clase de placeres.

¿Cuáles son? ––preguntó Mosquetón con asiedad.

 –– Los placeres materiales. Mosquetón rubrizóse.

 –– ¿Qué entendéis por eso, señor? pregunbajando los ojos.

 ––Entiendo la mesa, el buen vino y la nochocupada en evoluciones de botellas.

 ––¡Ah!–– Señor, esos placeres no se cuentapues los practicamos todos los días.

 –– Perdóname, valiente Mosquetón, –repusArtagnan––; pero de tal modo he estado abso

to con los encantos de tu relato, que he olv

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dado el fin principal de nuestra conversacióesto es, saber lo que el señor vicario generHerblay ha podido escribir a tu amo.

 ––Es cierto, señor –dijo Mosquetón––; los plceres nos han distraído. Pues, bien, he aquí cosa en realidad.

 ––Ya escucho, amigo Mosquetón.

––El miércoles...

 –– ¿El día de los placeres campestres?

 ––Sí, Llega una carta y la recibe de mis m

nos. Yo había conocido la letra. –– ¿Y qué?

 ––Monseñor la leyó, y exclamó: “ ¡Prontmis caballos, mis armas!”

 –– ¡Ay, Dios mío! ––dijo Artagnan––. ¿Agún duelo aún?

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 ––No, señor, sólo decía estas palabras: “ Qurido Porthos; en marcha al instante si queréllegar antes del equinoccio. Os espero” .

 –– ¡Pardiez! ––dijo Artagnan pensativo––. Lcosa era urgente, a lo que parece.

 ––Ya lo creo. De suerte ––continuó Mosqutón–– que monseñor salió aquel mismo día co

su secretario para procurar llegar a tiempo. –– ¿Y habrá llegado a tiempo?

 ––Así lo espero. Monseñor, que a veces jucomo sabéis, repetía sin cesar: “ ¡Trueno dDios! ¿Quién es ese demonio de equinoccio? Nimporta: será necesario, que el tuno vaya mubien montado si llega antes que yo” .

 –– ¿Y supones tú que Porthos l legará prim

ro? –– preguntó Artagnan. ––Estoy seguro dello. Ese equinoccio, por rico que sea, no tienciertamente tan buenos caballos como monsñor.

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aquella vaga distracción que alguna vez se remonta a la más sublime elocuencia.

 –– ¡Ya no tengo amigos, ni porvenir, ni nad

¡Mis fuerzas se han roto como el lazo de nuestamistad pasada! ¡Ah! La vejez llega fría, inexorable, y envuelve en su fúnebre crespón todo que brillaba, todo lo que embalsamaba mi j

ventud; después pone este grato peso sobre suhombros, y lo lleva con todo lo demás a esgolfo insondado de la muerte.

Un frío estremecimiento oprimió el corazódel gascón, tan valiente y fuerte contra todas ladesgracias de la vida, y por espacio de algunomomentos las nubes le parecieron negruzcas la, tierra resbaladiza y helada como la de ucementerio.

 –– ¿Dónde voy? –se preguntó––. ¿Qué quiehacer?.. . Sólo... absolutamente solo, sin familisin amigos... ¡Bah! de pronto.

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Y espoleó a su caballo, que partió al galopcaminando así más de dos leguas.

 ––A París ––dijo Artagnan.

Y al día siguiente  ––llegó á París. Había empleado en el viaje diez días.

XIX

RELÁTASE LO QUE ARTAGNAN IBA REALIZAR EN PARIS

El teniente apeóse enfrente de una tienda dla calle de los Lombardos, que tenía por muetra El pil ón de Oro. Un hombre de buen aspecque llevaba un mandil blanco y acariciaba subigotes grises con una mano robusta, exhaló verle un grito de alegría.

 –– ¡Ah! ¿Caballero ––dijo––, sois vos?

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 ––Buenos días, Planchet ––respondió Artanan encorvándose para poder entrar.

 ––Pronto ––gritó Planchet–– uno de vosotro

para el caballo del señor Artagnan, otro paarreglar su habitación, y otro para la comida.

 ––Gracias, Planchet, buenos días, muchacho––dijo Artagnan a los solícitos mozos.

 –– ¿Me permitiréis que despache este café, eta miel y estas pasas cocidas? ––preguntó Plachet. Son para el señor superintendente.

 ––Despacha pronto.

 ––Es cuestión de un instante y luego commos.

 ––Procura que comamos solos ––dijo Arta

nan––; he de hablarte. Planchet miró a su anguo amo de manera significativa.

 –– ¡Oh! Tranquilízate, no se trata de naddesagradable ––observó Artagnan.

–– ¡Tanto mejor!

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Y Planchet respiró, mientras Artagnan se setaba muy tranquilamente en la tienda sobre ufardo de mercancías y observaba el interior d

establecimiento. La tienda estaba muy bieprovista y en ella se respiraba un perfume djengibre, canela y pimienta molida que hizestornudar a Artagnan.

Los mozos, satisfechos de ver de cerca a uhombre de guerra tan famoso, a un teniente dmosqueteros que vivía al lado del rey, se pusiron a trabajar con ardor musitado y a servir los parroquianos con un desdén que fue adve

tido por todos.Planchet guardaba el dinero en el cajón

hacía sus cuentas, dirigiendo a la vez algunapalabras a su amo. Planchet hablaba poco co

los compradores y les trataba con esa familiadad altanera del vendedor rico, que sirve a todel mundo, pero que no tiene consideración nadie, lo cuál observó Artagnan, con placer quanalizaremos más tarde. Vio poco a poco ava

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zar la noche, y al fin le condujo Planchet a unhabitación del primer piso, donde les esperabuna mesa bien servida entre los sacos y las c

jas.Artagnan aprovechóse del momento de esp

ra para considerar el rostro de Planchet, a quieno había visto hacía un año. El inteligente Pla

chet había echado vientre, pero no se le habíainflado los carrillos. Su penetrante mirada aújugaba con facilidad en sus profundas órbitas,la obesidad, que nivela todas las prominenciacaracterísticas del semblante humano, aún n

había tocado ni a sus salientes pómulos, indicde astucia, y de codicia, ni a su barba agudmuestra infalible de finura y perseveranciPlanchet estaba con tanta majestad en su cmedor como en su tienda; y presentó a su amuna comida frugal, mas toda parisiense; Artagnan encontró muy de su gusto que el abacehubiera sacado de detrás de los haces de leñuna botella de vino de Ánjou, que durante tod

su vida había sido su vino favorito.

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 ––En otro tiempo, señor ––dijo Planchet cosonrisa llena de honradez––, era yo quien se obebía vuestro vino; ahora tengo el honor de qu

os bebáis el mío. ––Y gracias a Dios, amigo Planchet, lo bebe

por mucho tiempo, según creo, porque al prsente soy libre.

 –– ¡Libre! ¿Estáis con licencia, señor? –– ¡Ilimitada!

Planchet estupefacto preguntó.

 ––Sí, voy a descansar. –– ¿Y el rey? ––exclamó Planchet, que no p

día creer que el rey pudiera pasarse sin los sevicios de un hombre como Artagnan.

 ––El rey buscará fortuna en otra parte... Penosotros hemos comido bien, tú estás predipuesto a las ocurrencias, y me excitas para qute haga confianzas; abre, pues los oídos.

––Abro.

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Y Planchet, con cierta sonrisa, más franca qumaligna, destapó una botella de vino blanco.

–– Déjame sólo con mi razón.

 –– ¡Oh! Cuando perdáis la cabeza, señor...

 –– Ahora, mi cabeza es mía, y pretendo llvarla mejor que nunca. Hablemos primero dfinanzas... ¿Cómo va nuestro dinero?

 ––A las mil maravillas, señor. Las veinte mlibras que de vos he recibido, siguen dedicadaa mi comercio, donde producen un nueve pociento. Os doy siete y gano dos.

 –– ¿Y continúas contento?

 –– Encantado. ¿Me traéis más?

 ––Algo mejor... Pero, ¿necesitas de ellas?

 –– ¡Oh! Nada de eso. Ahora, todos me quiereconfiar; extiendo mis negocios.

 ––Ese era tu proyecto.

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 ––Hago algo de banca... compro mercancíasmis cofrades necesitados, y presto dinero a loque se ven apurados para los desembolsos.

 –– ¿Sin usura?... –– ¡Ah! Señor, la semana pasada he tenid

dos citas en el Boulevard por causa de esa palbra que acabáis de pronunciar.

 –– ¿Cómo?

 –– Vais a ver: tratábase de un préstamo... deudor me dio en prenda algún azúcar terciadcon la condición de que lo vendería, si el reembolso no se verificaba en determinada época: Ypresto mil libras, él no las paga, yo vendo azúcar en mil trescientas libras, él lo sabe y rclama cien escudos. Claro que los niego… pr

textando que no había podido venderlo sino enovecientas libras. Díjome que yo era un usurro, y yo le supliqué que me repitiese esa palabdetrás del Boulevard. El hombre era un antigu

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guardia, fue y le pasé con vuestro acero el mulo izquierdo.

 –– ¡Pardiez, qué banca! ––dijo Artagnan,

 ––Por encima de un trece por ciento me bato–replicó Planchet––; es mi carácter.

 ––No tomes más de doce ––dijo Artagnan–y llama a lo restante prima y corretaje.

 ––Tenéis razón, señor. ¿Y vuestro asunto?

 –– ¡Ah! Planchet, es muy largo y difícil de nrrar.

 –– Hablad, pues.

Artagnan acaricióse el bigote, como embarzado por la confidencia que tenía que hacer, como desconfiando del confidente.

 –– ¿Es una imposición de dinero? ––dijo Plachet.

 –– ¡Oh! Sí.

–– ¿Y de mucho producto?

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 –– Un buen producto; cuatrocientos pociento, Planchet.

Planchet dio un puñetazo en la mesa con ta

ta fuerza, que las botellas saltaron como hubiesen sentido, miedo…

 –– ¿Dios! ¿Es posible?...

 ––Creo que dará más ––dijo fríamente Atagnan––; pero, en fin, prefiero decir menos.

 –– ¡Ah! ¡Diablo! –– dijo Planchet aproximádose ––: Pero, señor, ¡eso es seductor!... ¿Puedponerse mucho dinero?

 –– Veinte mil libras cada uno, Planchet.

 ––Ese es todo vuestro interés, señor. ¿Y pocuánto tiempo?

 ––Por un mes. –– ¿Y cuánto nos producirá?

 ––Cincuenta mil libras a cada uno; cuenta

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 –– ¡Eso es monstruoso! ... ¿Será preciso btirse bien por una ganancia como ésa?

 ––En efecto; no es cosa de batirse mal dijo A

tagnan con la misma tranquilidad; pero esvez, Planchet, somos dos, y yo recibo los golppara mí solo.

 –– Señor, yo no consentiría…

 –– Planchet; tú no puedes estar allí, putendrías que dejar tu comercio.

 –– ¿No se hace el negocio en París?

 ––No. –– ¿En el extranjero? En Inglaterra.

 ––País de especulación, es verdad –dijo Plachet––. País que conozco mucho... ¿Que clase d

negocio es, señor? ––Una restauración.

–– ¿De monumentos?

––Sí, restauramos a White Hall.

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 ––Eso es importante; ¿y suponéis que en umes?

 ––Me encargo de ello.

 ––Entonces, no hay más que hablar; eso es csa mía... No obstante, te consultaré con muchgusto.

 ––Mucha honra es ésa; pero entiendo poco darquitectura.

 ––Te equivocas... Eres un buen arquitecto, tabueno como yo; para el asunto de que se trata.

 ––Gracias. ––Confieso que he intentado ofrecer el neg

cio a esos señores; pero no estaban en sus casaEsto me ha contrariado, porque no hay nadi

ni más atrevidos, ni más resueltos. –– ¿Conque la cosa es grave?

 –– ¡Oh! Sí, Planchet, sí...

 ––Ardo por conocer detalles, señor.

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 ––Cierra las puertas.

Planchet las cerró con doble vuelta.

 ––Y abre la ventana ––añadió Artagnan––, pra que el ruido de los carros y transeúntes esordezca al que intente escucharnos.

Hecho lo cual, Artagnan bebió del vaso de vno, y dijo:

 ––Planchet, tengo una idea.

–– ¡Oh! Señor, qué bien, os conozco en esto–respondió el abacero con gran emoción.

XX

SE FORM A SOCIEDAD EN “ EL PILON DORO”

PARA EXPLOTAR LA IDEA DEL SEÑODE ARTAGNAN

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Después de un instante de silencio, durante cual Artagnan pareció recoger, no una, sintodas sus ideas, dijo.

 ––Es imposible, amigo Planchet, que no hayoído hablar de Su Majestad Carlos I, rey de Iglaterra.

 ––Sí, señor, y recuerdo que vos de fuisteis

Francia para ayudarle, faltando poco para quos arrastrase en su caída.

 ––Veo que tienes buena memoria

 ––Por mala que la tuviese no lo hubiera olvdado. Cuando Grimaud, que, como sabéis, nhabla nunca, se decide a relatar cómo cayó cabeza del rey Carlos, cómo navegasteis la mtad de la noche en un barco lleno de pólvora,

cómo apareció sobre las aguas el cadáver dMordaunt, con un puñal clavado en el pechno es cosa de olvidarlo.

 ––Sin embargo, hay algunos que lo olvidan.

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 ––No se lo habrán oído referir a Grimaud

 ––Pues bien, ya que te acuerdas, tanto mejoasí no tendré que recordarte sino que Carlos

tenía un hijo. ––––Dos; sin que esto sea contradeciros –– r

plicó Planchet–– porque, yo he visto en –Paral segundo, al señor duque de York; un día qu

iba al palacio real, y me dijeron quién era. Repecto al primogénito, sólo le conozco de nombre.

 ––––A ese hijo primogénito; que antes se l l

maba el príncipe de Gales; y ahora Carlos II, rede Inglaterra es al que vamos a parar.

 ––Rey sin reino; señor ––dijo Planchet.

 ––Justamente, y puedes añadir, príncipe de

dichado, más desgraciado que un hombre dpueblo, perdido en el barrio más miserable dParís.

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Planchet hizo un gesto, lleno de esa compsión indiferente que se concede a los extraños.

Por otra parte, no veía en aquella disertació

político sentimental, ningún indicio de la idemercantil de Artagnan, y ésta era la que precupaba a Planchet. El mosquetero, habituadoconocer los hombres y las cosas; comprendió

su antiguo criado ––Prosigamos nuestro, asunto ––dijo––. E

joven príncipe de Gales, monarca sin reino, cmo tú dices muy bien, me ha interesado muchLe he visto mendigar el auxilio de Mazarinque es un pícaro, y el de Luis XIV, que es uniño, y me ha parecido a mí; que conozco bieestas cosas, que su mirada inteligente y la nobleza de su aspecto, eran dignas de un homb

de corazón y de un rey.Planchet aprobó tácitamente; pero sin trasl

cir adónde iba a parar su amo, que prosiguió.

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 ––Mira, pues, el razonamiento que he hechofíjate bien, porque llegamos a la conclusión,

 ––Estoy atento.

 ––Los reyes no abundan tanto en la tierra qulos pueblos los encuentren dondequiera que lonecesitan. Así es que a mi juicio, ese rey sreino es una semilla reservada que debe florece

en una estación cualquiera; siempre que unmano diestra y vigorosa la siembre como edebido, escogiendo el suelo, el cielo y el tiemp

Planchet, sin comprender, asentía con la c

beza. –– ¡Pobre semilla de rey! dije para mí –– co

tinuó Artagnan ––. Y como estaba enternecidtemí pensar alguna necedad, y por eso he qu

rido consultarte.Planchet se puso encarnado de orgullo y d

placer.

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 –– ¡Pobre semilla de rey! Yo te recojo y voysembrarte en buen terreno.

 –– ¡Ay, Dios santo! ––dijo Planchet, mirand

fijamente a su amo como si dudase del estadde su razón.

 –– ¿Qué hay? –– preguntó Artagnan ––. ¿Qute sucede?

 ––Nada.

 ––Como has dicho: “ ¡Ay, Dios santo!„

 ––Sí...

 –– ¿Ibas ya comprendiendo? Declaro; señoque tengo miedo...

 –– ¿De comprender?

––Sí. ––De comprender que yo quiero volver a s

trono al rey Carlos II. Planchet dio un salto ela silla ––

––¡Ah! ––dijo admirado––.

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 –– ¿Eso es lo que llamáis una restauración

 ––Así se llama.

 ––Sin duda, ¿habéis reflexionado?... –– ¿En qué?

 ––En lo que hay allá.

 –– ¿Dónde?

 ––En Inglaterra.

 –– ¿Y qué hay?

 –– En primer lugar, señor, os pido perdó

si me mezclo en estas cosas que no tienen nda que ver con mi comercio; pero, puesto qume proponéis un negocio... ¿No es así?

 –––Magnífico, Planchet.

 ––Entonces, tengo derecho a discutirlo.

 ––Discute.

 ––Pues bien, con vuestro permiso, os manife

taré que allí hay, primero los Parlamentos.

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––Es verdad.

 ––Y de entonces data tu fortuna.

 ––Efectivamente. ––Luego no tienes nada que decir.

 ––Sí; vuelvo al ejército y a los Parlamentos.

 ––He dicho que tomaba prestadas veinte mlibras al señor Planehet, y que, yo ponía otraveinte mil por mi parte con esas cuarenta mlibras levanto un ejército.

Planchet juntó las manos, veía serio a Arta

nan y creyó de buena fe que había perdido juicio.

 –– ¡Un ejército! ¡Ah, señor! ––exclamó con ssonrisa más graciosa por miedo de irritar

aquel loco y ponerle furioso. Un ejército... ¿dcuántos hombres?

 ––De cuarenta.

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 ––Cuarenta contra cuarenta mil, son pocoVos sólo valéis por mil hombres, señor de Atagnan, lo sé muy bien; pero ¿dónde encontr

réis otros treinta y nueve hombres que valgatanto como vos? O en caso de encontrarlo¿quién os proporcionará dinero para pagarles?

 ––Malo, Planchet. ¡Ah! Te haces cortesano.

 ––No, señor, digo lo que siento, y por eso prcisamente digo que tengo miedo de la primebatalla campal que deis con vuestros cuarenhombres.

 ––Así es que no daré batallas campales, amigPlanchet ––dijo el gascón riéndose. Tenemomuy bellos ejemplos en la antigüedad de reradas y de marchas sabias, que consistían eevitar al enemigo en lugar de esperarle. Tú debes de saber esto, Planchet, tú que has madado a los parisienses el día que debieron batse contra los mosqueteros, y que tan bien calclaste las marchas y contramarchas, que n

abandonaste la Plaza Real.

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Planchet echóse a reír.

 ––De seguro ––respondió––, que si vuestrocuarenta hombres se ocultan siempre y no so

torpes, pueden esperar no ser batidos; pero, efin, os proponéis algún resultado.

 –– ¿Puedes dudarlo? Atiende cuál es, segúmi parecer, el procedimiento que debe em

plearse para restaurar prontamente en su trona Su Majestad Carlos II.

 –– ¡Bueno! –– contestó Planchet redoblandsu atención ––. Veamos ese procedimiento; per

antes creo que olvidamos algo. –– ¿Qué?

 ––Hemos puesto aparte la nación, que quiemejor cantar cualquier cosa antes que salmos,

el ejército que no combatiremos; pero quedalos Parlamentos que no cantan nada.

 ––Y que tampoco se baten. ¿Cómo, Plancheun hombre cómo tú, se apura por una caterv

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de parlanchines que se llaman rabadillas y decarnados? Los Parlamentos no me apesadumbran, Planchet?

 ––Puesto que no os apesadumbran, señor, psemos a otro asunto

––Sí, y llegaremos al resultado. ¿Te acuerdade Cromwell, Planchet?

 ––Mucho he oído hablar de él, señor.

 ––Era un guerrero astuto:

 ––Y un terrible comilón, principalmente.

 –– ¿Cómo es eso?

 ––Sí, de un solo golpe se ha tragado a Inglatrra.

 ––Pues bien, Planchet, si la víspera del día eque se tragó a Inglaterra, alguno se hubiestragado al señor Cromwell.

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 –– ¡Oh! Señor, uno de los primeros axiomade las matemáticas es que el continente debe semayor que el contenido.

 –– ¡Bien! Ese es nuestro negocio, Planchet. ––Pero el señor Cromwell ha muerto, y s

continente es ahora la tumba.

 ––Amigo Planchet, veo con gusto que no sóte has hecho matemático; sino también filósofo

 ––Señor, en mi comercio de especias utilizmucho papel impreso, y eso me instruye.

 –– ¡Muy bien! En ese caso sabrás, porque nhabrás aprendido las matemáticas y la filosofsin un poco de historia, que después de uCromwell tan grande ha venido otro muy pequeño.

 ––Sí, éste llámase Ricardo, y ha hecho lo quvos, señor de Artagnan; ha presentado su dimsión.

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 –– ¡Bien! Después del grande que ha muertdespués del pequeño, que ha presentado sdimisión, ha venido un tercero se llama seño

Monk, general muy hábil, aun cuando no se hbatido jamás, es un diplomático muy inteligete, aun cuando no ha hablado nunca, y aunquantes de decir buenos días, lo medita dochoras y acaba por decir buenas noches; lo cu

hace gritar: “ ¡milagro!” , en atención a que acieta.

 ––Muy fuerte es eso, efectivamente ––diPlanchet––, pero yo conozco a otro hombre po

lítico que se parece mucho a ése. ––El señor Mazarino, ¿no es cierto?

 ––El mismo.

 ––Tienes razón, Planchet; sólo que Mazarinno aspira al trono de Francia, esto lo cambtodo, ¿no es cierto? Pues bien, ese señor Monque tiene frita a Inglaterra entera, y que abre yla boca para tragársela; ese señor Monk, qu

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dice a las gentes de Carlos II y a Carlos II mimo: Necio, vos...

 ––No conozco el inglés ––dijo Planchet.

 ––Sí, pero yo lo sé ––dijo Artagnan––. Necsignifica: No os conozco. Este Señor Monk, hombre importante de Inglaterra; cuando se haya tragado...

 –– ¿Qué? –– prosiguió Planchet.

––– ¿Qué, amigo mío? Iré allá, y con mcuarenta hombres lo robo, lo enfardo y traigo a Francia, donde dos partidos se prsentan ante mis ojos.

 –– ¡Y los míos! ––repuso Planchet traspotado de entusiasmo.

 –– Lo metemos en una jaula y lo enseñmos por dinero.

 ––Bueno, Planchet; ése que acabas de encotrar es un tercer partido, en el cual no había y

pensado.

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 –– ¿Lo consideráis bueno?

 ––Cierto que sí, pero creo mejores los reíos.

 ––Entonces, veamos los vuestros. Primelo pongo a rescate.

 –– ¿En cuánto?

 ––Diantre, un hombre como éste bien va

cien, mil escudos.–– ¡Oh! Sí.

 ––Ya ves; primero lo pongo a rescate por ciemil escudos.

 –– Qué bien...

 ––– O bien, y lo que es mejor aún, lo entregal rey Carlos, quien no teniendo ya ni gener

del ejército que temer, ni diplomático que eseñar, se restaurará por sí mismo, y una verestaurado me dará los cien mil escudos consabidos. Esta es la idea que he tenido. ¿Qué parece, Planchet?

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 –– ¡Magnífica, señor! –– exclamó Planchtemblando de emoción ––. ¿Y cómo se os hocurrido tal idea?

 ––Se me ocurrió cierta mañana a orillas dLoira, mientras Luis XIV, nuestro muy amadrey, lloriqueaba sobre las manos de la señoriMancini.

 ––Señor, os aseguro que la idea es admirablPero...

 –– ¡Ah! ¿Tenemos un pero?

 ––Permitidme. Pero esa idea tiene algo dla piel de ese magnífico oso que debíamovender, pero al cual es necesario coger vivasí es, que, para pescar a Monk, habrá sarrcinar.

 ––Sin duda; pero yo levanto tu ejército.

 ––Sí, sí, comprendo, ¡diantre!, un golpe dmano. ¡Oh! Entonces, triunfaréis, señor, porqunadie os iguala en esas empresas.

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 ––Tengo suerte en ellas, verdad es ––dijo Atagnan, con orgullosa sencillez; ya comprendeque si para esto tuviese yo a mi querido Atho

a mi valiente Porthos y a mi astuto Aramis, negocio estaba terminado, pero, según parecse han perdido, y nadie sabe dónde encontralos. Daré, pues, el golpe yo solo. ¿Encuentraahora el negocio ventajoso?

 –– ¡Demasiado, demasiado!

 –– ¿Por qué dices eso?

 ––Porque las buenas cosas no llegan nunca

ese punto. ––Esta es infalible, Planchet, y la prueba, e

que yo me ocupo de ella. Para ti será un lucbastante bonito, y para mí un golpe bastan

interesante. Se dirá: “ ved cuál fue la vejez dseñor de Artagnan.” Y tendré un lugar en lahistorias, y aun en la Historia, Planchet; estoansioso de gloria.

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 ––Señor ––repuso Planchet––; cuando piensque es aquí, en mi casa, en medio de mi azúcade mis pasas y de mi canela, donde se madu

ese proyecto gigantesco, me parece que mtienda es un palacio.

 ––Ten cuidado, Planchet; si transpira el mnor ruido, hay Bastilla para nosotros dos; te

cuidado, amigo mío, porque lo que fraguamoaquí es un complot; el señor Monk es aliado dMazarino; ¡ten cuidado!

 ––Señor, cuando se ha tenido la honra dhaberos pertenecido, no se tiene miedo, y cuado se tiene la ventaja de estar ligado a vos pointereses, se calla uno.

 ––Muy bien, eso es cosa tuya, más bien qumía, en atención a que en ocho días estaré ya eInglaterra.

 –––Marchad, señor, cuanto antes mejor.

 ––– ¿Luego el dinero está corriente?

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 ––Mañana lo estará; mañana lo recibiréis dmi mano. ¿Queréis oro o plata?

 –––Oro es más cómodo. Pero, ¿cómo arregl

remos eso? Veamos. ¡Oh Dios mío!, de la manra más sencilla: me dais un recibo, y basta.

 ––No, en estás cosas es preciso orden.

 ––Esa es también mi opinión... pero tratandcon vos, señor de Artagnan...

 –– ¿Y si me muero allí? ¿Y si me mata unbala de mosquete? ¿Y si reviento por habebebido cerveza?

 ––Señor, os suplico que me creáis que en tcaso estaré de tal suerte afligido con vuestmuerte, que no pensaré ni pizca en el dinero.

 ––Gracias, Planchet, pero esto no es del cso. Vamos a liara como dos pasantes de prcurador, a redactar un convenio, una especde nota, que podrá llamarse acta de sociedad

––Con mucho gusto, señor.

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 ––Bien sé que es difícil redactar eso, pero prbaremos.

 ––Ensayemos.

Planchet fue por una pluma, tinta y papel.

Artagnan tomó la pluma, mojóla en la tinta,escribió:

“ Entre el señor de Artagnan, ex teniente dmosqueteros de Su Majestad, habitante en actualidad en la calle de Tinquetonne, hoster“ La Cabrita” , y el señor Planchet, habitante ela calle de los Lombardos, tienda “ El Pilón dOro”;

“ Ha sido convenido lo que sigue: “ Se establce una sociedad con el capital de cuarenta mlibras con objeto de explotar una idea aportad

por el señor de Artagnan.

“ El señor Planchet, que conoce esta idea y qula aprueba absolutamente, pondrá veinte mlibras en manos del señor de. Artagnan.

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“ Y no exigirá ni el reembolso ni el interés hata que el señor de Artagnan regrese de un viaque va a hacer a Inglaterra.

“ El señor de Artagnan, por su parte, se compromete a poner veinte mil libras, que juntarálas otras veinte mil ya apartadas por el señoPlanchet.

“ Y usará de la mencionada suma cuarenta mlibras como mejor le parezca, comprometiédose, sin embargo, a lo que sé anuncia a cotinuación.

“ El día en que el señor de Artagnan haya retablecido por cualquier medio a Su Majestad rey Carlos II en el trono de Inglaterra, ponden manos del señor Planchet la cantidad de...”

 ––La cantidad de ciento cincuenta mil libras–dijo ingenuamente Planchet, viendo que Atagnan se detenía.

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 –– ¡Ah; diablo! No ––dijo Artagnan––, partición no puede hacerse a medias, pues nsería justo.

––Sin embargo, señor, cada uno de nostros pone la mitad ––observó tímidamenPlanchet.

 ––Sí, pero escucha la cláusula, Planchet, y

no la encuentras equitativa de todo puntcuando esté escrita la borraremos.

Y A rtagnan escribió:

“ Sin embargo, como el señor Artagnan apora la sociedad, además del capital de veinte mlibras, su tiempo, su idea, su industria y su pellejo, cosas que aprecia mucho, sobre todo, esúltima, tomará para sí de las trescientas m

libras, doscientas mil, con las que ascenderá sganancia a las dos terceras partes.”

 ––Muy bien ––dijo Planchet.

 –– ¿No es esto justo? ––preguntó Artagnan.

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 ––Absolutamente justo, señor.

 –– ¿Estarás contento con cien mil libras?

 –– ¡Diantre, ya lo creo! ¡Cien mil libras poveinte mil!

 ––Y en un mes; entiéndelo bien.

 ––Seño r ––dijo generosamente Planchet–

os doy seis semanas. –– Gracias ––contestó cortés el mosqueter

Después de lo cual, los dos socios volvieronleer la escritura.

 ––Corriente, señor ––dijo Planchet––, ni el dfunto señor Coquenard, el primer esposo de señora baronesa Du Valon, lo hubiera hechmejor.

 –– ¿Es justo? Entonces, firmemos. Y ambopusieron su firma. De esta manera ––dijo Atagnan—, no quedaré obligado a nadie.

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 –– Mas yo quedaré obligado a vos ––diPlanchet.

 ––No, amigo Planchet, porque puedo dej

por allá el pellejo, y todo lo perderías entonce. ¡A propósito, pardiez! Esto me hace pensar elo principal: una cláusula indispensable. Voy escribirla:

“ Caso que el señor de Artagnan sucumbiesen la empresa, la liquidación se da por hecha, el señor Planchet, desde ahora, da carta de pagy finiquito, a la sombra del señor de Artagnade las veinte mil libras aportadas por él a la ssodicha sociedad.”

Esta última cláusula hizo fruncir el entrecejoPlanchet, pero cuando vio la mirada brillante, mano musculosa y los robustos lomos de sconsocio, tomó ánimo, y sin sentimiento algunañadió un rasgo a su firma. Artagnan hizo propio. Así fue redactada la primera escritude sociedad conocida. Tal tez se ha abusad

después un poco de la forma y, de la esencia.

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 ––Ahora ––observó Planchet llenando el últmo vaso de vino de Anjou a Artagnan––, machaos a dormir, mi querido amo.

 ––No ––repuso Artagnan––, porque ahoqueda por hacer lo más difícil, y voy a pensaen ello.

 –– ¡Bah! –– dijo Planchet ––. Tengo una co

fianza tan ilimitada en vos, señor de Artagnaque no daría mis cien mil libras por novenmil.

 ––Y el diablo me lleve ––dijo Artagnan––,

no creo que tendríais razón. ––Dicho esto, Artagnan tomó una luz, subió

su cuarto, y se acostó.

XXI

PREPÁRASE ARTAGNAN A V IAJAR POCUENTA DE LA CASA “PLANCHET COMPAÑÍA”

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Artagnan meditó tanto toda la noche, que pola mañana ya estaba su plan resuelto.

 –– ¡Eso es! ––dijo sentándose en la cama, apyado un codo sobre la rodilla––. ¡Eso es! Buscré cuarenta hombres a toda prueba, reclutadoentre gente algo comprometida, pero habituad

a la disciplina; les prometeré quinientas libraal mes, si vuelven; nada si no vuelven, o la mtad para sus parientes. Respecto a comida alojamiento, esto concierne a los ingleses, qutienen bueyes en los pastos, tocino en el saladero, gallinas en los corrales y trigo en los granros. Me presentaré al general Monk con escuerno de ejército, le parecerá bien, tendré sconfianza y abusaré de ella lo más pronto pos

ble.Pero, sin ir más lejos, Artagnan movió la ca

beza interrumpiéndose. ––No ––dijo—, no matrevería a contar esto a Athos; el medio es po

co honroso. Es preciso usar de violencia, nec

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sariamente, sin comprometer para nada mi delidad. Con cuarenta hombres recorreré campiña como partidario; pero si encuentro, n

digo cuarenta mil ingleses, como decía Plachet, sino simplemente cuatrocientos, seré drrotado, en atención a que de mis cuarenta guerreros habrá diez por lo menos que se dejarámatar por brutos. No es posible tener cuaren

hombres leales; no existen. Preciso será contetarse con treinta. Con diez hombres menotendré derecho a evitar un encuentro a manarmada por el escaso número de mi gente, y

el encuentro se realiza, siempre mi elección semás cierta sobre treinta hombres que sobre curenta. Además, economizo cinco mil francos; edecir, la octava parte de mi capital, lo cual vaalgo. Eso dicho, tendré, por tanto, treinta hom

bres. Los dividiré en tres secciones y recorreremos el país con la consigna de reunirnos en umomento dado; de esta manera de diez en dieno damos la menor sospecha y pasamos deapercibidos. Sí, sí, treinta, es buen númer

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pues tiene tres decenas: ¡tres! Número divino. la verdad, una compañía de treinta hombrecuando esté reunida, siempre tendrá algo d

imponente... ¡Ah! ¡Infeliz de mí! ––continuArtagnan––. Se necesitan treinta caballos, y eses ruinoso. ¿Dónde diablos tenía la cabezcuando olvidaba los caballos? Sin embargo, nse puede ni soñar dar un golpe semejante s

caballos. Pues bien, sea; haremos ese sacrificia no ser que los tomemos en el país, que tampco son malos, por otra parte. ¡Diantre! Tambiése me olvidaba, tres pelotones exigen tres c

mandantes, y ésa es la dificultad; de los trecomandantes, ya tengo uno, que soy yo; sí, perlos otros dos costarán ellos solos tanto dinecomo el resto de la tropa. No, decididamente nserá menester más que un capitán. Pero, ento

ces, reduciré mi tropa a veinte hombres. Bien sque veinte hombres es poco, pero puesto qucon treinta hombres estaba resuelto a evitar loencuentros, lo haré ahora mucho mejor coveinte. Veinte es cuenta redonda; y ademá

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reduce a veinte el número de caballos, lo cual emuy muy digno de consideración; y así, con ubuen teniente... ¡Diantre! ¡Esto sí que es pacie

cia y cálculo! Iba a embarcarme con cuarenhombres; y he aquí que ya me reduzco a veinpara as misma empresa. Diez mil libras de ahorro de un solo golpe y más seguridades, es unbuena cosa. Veamos ahora; ya sólo se trata d

encontrar ese teniente; encontrémosle; pues, luego... Esto no es fácil; yo lo necesito valientebueno, un segundo yo. Sí, esto es, pero un teniente tendrá mi secreto, y como este secre

vale un millón, y yo no pagaré a mi hombmás que mil libras, o mil quinientas todo más, mi hombre venderá el secreto a MonNada de teniente, ¡cáscaras! Por atra partaunque este hombre fuese mudo como un di

cípulo de Pitágoras, tendría sin duda alguna ela compañía algún soldado de confianza, dquien haría su sargento, y el sargento penetraría el secreto del teniente, dado caso que ésfuese hombre de bien y no quisiera venderl

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Entonces, el sargento, menos probo y ambicioso, lo dará todo por cincuenta mil libras. ¡Vamos, vamos! ¡Esto es imposible! ¡Decididame

te, es imposible el tal teniente! Entonces, nadde pelotones; yo no puedo dividir mi tropa edos, y obrar sobre dos puntos a un tiempo stener otro yo, que... Mas, ¿a qué viene obrasobre dos puntos, puesto que sólo tenemos u

hombre que agarrar? ¿A qué debilitar un cuepo, poniendo la derecha aquí, la izquierda alláun sólo cuerpo, ¡diantre! ¡Sólo y mandado poArtagnan, eso es! Pero veinte hombres ma

chando en un pelotón son sospechosos patodo el mundo; es necesario que no vean machar juntos veinte jinetes, pues se les destacuna compañía que pide el santo y seña, la cuaviendo el embarazo que hay para darlo, fusila

Artagnan y a sus hombres como si fuesen conjos. Reduzcamos, pues, a diez hombres, de esmodo obro sencillamente y con unidad; así mveré obligado a tener prudencia, lo cual es mitad de lo necesario; para conseguir un nego

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cio de la naturaleza del que emprendo; muchgente quizá me hubiera conducido a algunlocura. Diez caballos no es nada difícil de com

prar o de robar. ¡Oh!.Excelente idea ¡Qué traquilidad tan perfecta hace circular por mis venas! De este modo no habrá dudas, ni santo seña, ni peligros. Diez hombres son diez cridos. Diez hombres que conducen diez caballo

cargados de mercancías cualesquiera, son tolrados y bien recibidos en cualquier parte. Diehombres viajando por cuenta de la casa “ Plachet y Compañía de Francia. No hay más qu

decir. Estos diez hombres, vestidos como tracantes, tienen un magnífico cuchillo de caza, ubuen mosquete a la grupa de su caballo y unbuena pistola en la pistolera. Jamás se dejamolestar, porque ellos no llevan –malas inte

ciones. En el fondo quizá sean un poco contrabandistas, pero, ¿qué importa? El contrabandno es como la poligamia, un caso que merezcla horca. Lo peor que podía acontecernos es quconfisquen nuestras mercancías. ¡Bonito neg

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cio las tales mercancías! Vamos, vamos, es uplan soberbio. Diez hombres solamente; diehombres que engancharé para mi servicio, die

hombres que serán tan decididos como cuareta, que me costarán como cuatro, y a quienepara mayor seguridad, no abriré la boca sobmis designios y sólo les diré: “ amigos míos, haun golpe que dar.” De está manera, muy pe

verso será Satanás para que me juegue una dsus malas pasadas. ¡Quince mil libras economzadas de veinte mil! Soberbio.

Así, animado por su industrioso cálculo, A

tagnan fijóse en este plan, resuelto a no variaren nada. Ya tenía una lista, suministrada por sinmensa memoria, diez hombres m ilustres etre los perseguidores de aventuras, maltratadopor la fortuna o inquietados por la justiciDespués de esto se incorporó Artagnan pniéndose al instante en movimiento, advirtiedo a Planchet que no le esperase para el deayuno, ni tal vez para la comida. Día y med

ocupados en correr algunos chiribitiles de Par

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le bastaron para su recolección, y sin comunicaa sus aventureros entre sí, había coligado, coleccionado, reunido en menos de treinta hora

un encantador conjunto de malas caras; quhablaban un francés menos correcto que el iglés de que iban a servirse.

Eran éstos, por punto general, soldados cuy

mérito había podido apreciar Artagnan en ditintas ocasiones, y a quienes la embriaguez, laestocadas desgraciadas, las ganancias inesperdas en el juego, o las reformas económicas dseñor Mazarino, habían obligado a buscar

sombra y la soledad, estos dos grandes consulos; para las almas comprimidas y magulladas

En sus fisonomías y en sus trajes llevaban laseñales de las penas del corazón que había

padecido. Algunos tenían el rostro descarnady todos ellos los vestidos despedazados. Artagnan socorrió lo más apremiante de estas misrias fraternales con una sabia distribución dlos escudos de la sociedad; y luego, habiend

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cuidado de que estos escudos se emplearan eel embellecimiento físico de la compañía, dialta a sus reclutas para el norte de Francia, ent

Berghes y Saint Omer. De plazo les había dadseis días, y Artagnan conocía perfectamente buena voluntad, el excelente humor y la probdad relativa de estos ilustres reclutas, para estcierto de que ni uno solo faltaría al llamamie

to.Dadas tales órdenes y citas fue a despedirs

de Planchet, que le pidió noticias de su ejércitpero Artagnan no juzgó a propósito darle par

de la reducción que había hecho en su personatemiendo despertar con esa confesión la deconfianza de su asociado. Planchet se regocimucho al saber que ya estaba levantado todo ejército, y que él se encontraba como una epecie de rey, que desde su trono mostradomantenía a sueldo un ejército destinado a gurrear contra la pérfida: Albión, esta enemiga dtodos los corazones verdaderamente franceses

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Planchet contó, pues, en seductores luises dbles, veinte mil libras por su parte personal, otras veinte mil, siempre en hermosos luise

dobles, por la parte de Artagnan: Éste metveinte mil libras en un saco, pesando cada sacen cada una de sus manos.

 ––Este dinero es muy embarazoso, querid

Planchet ––––dijo—. ¿Sabes que esto pesa máde treinta libras?

 –– ¡Bah! Eso lo llevará vuestro caballo cmo una pluma. Artagnan movió la cabeza.

 ––No me digas esas cosas, Planchet; un cballo sobrecargado con treinta libras, ademádel portamanteo y del jinete, no pasa tan fácmente un río, ni salta con tanta ligereza umurallón o un foso, y por tanto ni caballo caballero. Verdad es que tú no sabes estPlanchet, pues toda tu vida has servido en ifantería.

 ––Entonces, señor, ¿qué hacemos?

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 ––Escucha ––dijo A rtagnan––, pagaré mi ejécito cuando vuelva a sus hogares. Quédate comi mitad de veinte, mil libras, que puedes hac

valer mientras yo esté fuera. –– ¿Y mi mitad? –preguntó Planchet.

 ––Me la llevo.

 ––Vuestra confianza me honra ––dijo Pla

chet––, pero ¿y si no volvéis? ––Eso es posible; aunque el negocio sea poc

verosímil. Entonces, Planchet, para el caso dque no regrese, dame una pluma y haré mi te

tamento.Artagnan escribió una sola hoja. “ Yo, Arta

nan, poseo veinte mil libras economizadasueldo a sueldo en treinta años que he estado

servicio del rey de Francia. De ellas doy cincmil a Athos, cinco mil a Porthos, cinco mil Aramis, para que se las den en mi nombre y elos suyos a mi amigo, el joven Raúl, vizcondde Bragelonne. Y las cinco mil restantes se la

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doy a Planchet, para que distribuya con menodisgusto las otras quince libras a mis amigos.

“ Para que conste, firmo las presentes.

“ARTAGNAN”.

Planchet: parecía estar muy deseoso de sabelo que había escrito Artagnan:

 ––Lee, Planchet ––le dijo el mosquetero.Cuando llegó a las últimas líneas, se asom

ron las lágrimas a los ojos de Planchet.

 –– ¿Creéis que sin esto no hubiera dado el d

nero? En este caso, no quiero vuestras cinco mlibras. Artagnan sonrió.

 ––Acepta, Planchet acepta; y de esta manesólo perderás quince mil libras, en vez de vein

mil, y no te dará la tentación de hacer afrentala firma de tu amo y amigo, buscando un medpara no perder nada.

¡Tan bien, conocía Artagnan el corazón de lo

hombres y de los abaceros!

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Los que han llamado loco a don Quijote poque marchaba sólo con Sancho a la conquista dun imperio, y los que han llamado loco a Sa

cho porque marchaba cono su amo a la conquita del susodicho imperio, ésos, decimos, nhubieran formado ciertamente otro juicio sobArtagnan y Planchet.

No obstante, él primero pasaba por un espítu sutil entre los más finos talentos de la corde Francia. Y en cuanto al segundo, había adquirido reputación de ser uno de los más avetajados cerebros entre los tenderos de la calle d

los Lombardos, y por tanto de París, y con justcia de Francia.

Así es que, no considerando a estos dos hombres sino desde el punto de vista de todos lo

hombres, y los medios con cuyo auxilio cotaban para reponer a un rey en su trono sincomparativamente a los otros medios, el mátorpe caletre del país en que los caletres seamas torpes se hubiese rebelado contra la pre

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los siglos futuras podrán darse más cuentaritméticamente considerada, que la que nodamos en el día. Así, pues tomó, como en tiem

pos pasados, el camino fecundo en aventuraque le había conducido a Boulogne, y que recrría por cuarta vez. Al mismo tiempo que camnaba, casi pudo reconocer las huellas de supasos sobre las puertas de las posadas; su m

moria, siempre viva, resucitaba ahora aqueljuventud que, treinta años después, no habdesmentido ni su gran corazón ni su puño dacero.

¡Qué naturaleza tan rica la de ese hombrTenía todas las pasiones, todos los defectotodas las debilidades, pero el espíritu de cotradicción familiar a su inteligencia, cambiabtodas esas imperfecciones en cualidades correpondientes. Artagnan, gracias a su imaginacióerrante sin cesar, tenía miedo a una sombra, avergonzado de haber tenido miedo, marchabhacia ella, y entonces; hacíase extraordinar

por su bravura, si el peligro era real. Así es qu

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todo era emociones en él. Amaba mucho la sciedad de otro, pero jamás se fastidiaba de suya, y más de una vez, si se hubiera podid

estudiarlo cuando permanecía solo, se le habrvisto reírse de cuentecillos que se refería a propio, o de, imágenes burlonas que se creabjustamente cinco minutos antes del momenten que debía comenzar el fastidio.

Esta vez quizá no estuvo Artagnan tan jovicomo si hubiera tenido la perspectiva de encotrar buenos amigos en Calais, en lugar de lodiez genízaros que hallaría; pero, sin embarg

la tristeza no le visito más que una vez por jonada, de modo que fueron cinco visitas pocmás o menos las que recibió de esta sombrdeidad antes de vislumbrar el mar de Boulognademás, las visitas fueron breves.

Pero una vez aquí, Artagnan se sintió cerca dla acción y desapareció todo sentimiento, a ecepción de la confianza. De Boulogne siguió costa hasta Calais.

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Calais era la cita general, habiendo indicadocada uno de sus enganchados la hostería Gran Monarca, donde la vida no era cara, do

de los marineros condimentaban su rancho, donde los hombres de armas encontraban cma, mesa, comida, y todas las dulzuras de vida por treinta sueldos diarios. .

Artagnan proponíase encontrarlos en flagrate delito de vida errante, y juzgar por la primra apariencias, debía contar con ellos como bunos compañeros.

A las cuatro y media de aquella misma tardllegó a Calais, y se encaminó a la hostería EGran Monarca.

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XXII

LOS SOLDADOS DE ARTAGNAN

La hostería El Gran Monarca se encontraba stuada en una calle paralela al puerto, sin dam

él mismo; anglinas callejuelas cortaban las dograndes líneas rectas del puerto y de la callPor estas callejuelas se desembocaba de la caal puerto.

Artagnan llegó al puerto, dirigióse por una destas calles y cayó inopinadamente ante la hotería El Gran Monarca.

El momento era bien escogido, y pudo reco

dar a nuestro hombre su presentación en la hotería El Molinero Franco, en Meung. Algunomarineros que acababan de jugar a los dadohabían armado pendencia y se amenazaban cofuror. El posadero, la posadera y dos criado

vigilaban con ansiedad el corro de estos malo

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jugadores, en cuyo centro amenazaba estallar guerra, erizada de hachas y cuchillos.

Entretanto proseguía el juego. Un banco d

piedra estaba ocupado por dos hombres, que deste modo parecían vigilar a la puerta; cuatmesas en el fondo de la sala común, estabaocupadas por otros ocho individuos, y ni lo

hombres del banco, ni losa de las mesas tmaban parte en la pendencia ni en el juegArtagnan reconoció a sus diez hombres en estoespectadores tan fríos e indiferentes.

La pendencia iba creciendo. Toda pasión tine, como el mar, su marea que afluye y refluyUn marinero, llegado al paroxismo de su pasión, echó al suelo la mesa y el dinero que sobella había, al instante todo el personal de la ho

tería se arrojó sobre las puertas y un crecidnúmero de monedas blancas fueron recogidapor personas que se ocultaron; mientras lomarineros se despedazaban mutuamente.

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Solamente los dos hombres del banco y loocho del interior, por más que pareciesen en utodo indiferentes entre sí, sólo, decimos, esto

diez hombres parecía que estaban convenidopara permanecer impasibles en medio de logritos, del furor y del ruido del dinero. Dos dellos solamente se limitaron a rechazar con pie a los combatientes que iban hasta debajo d

su mesa.Otros dos sacaron las manos de los bolsillo

pero sin tomar parte en la baraúnda, y otrodos, en fin, subiéronse sobre la mesa que ocu

paban, como hacen para evitar ser sumergidalas personas, sorprendidas por una avenida dagua.

 –– ¡Ea! ––dijo interiormente Artagnan, que n

había perdido ninguna de las circunstanciaque acabamos de relatar––. ¡Bonita coleccióCircunspectos, tranquilos, habituados al ruidhechos a los golpes. –– ¡Pardiez! Buena manhe, tenido.

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De repente fijó su atención en un punto de sala.

Los dos hombres que habían dado con el pie

los combatientes, fueron insultados atrozmenpor los marineros que acababan de recociliarse.

Uno de ellos, medio embriagado de cólera

completamente de cerveza, se llegó al más pequeño de aquellos otros a interrogarle con quderecho había tocado con su pie a criaturas dDios que no eran perros, y al hacer esta interplación, puso, para hacerla más directa, su fuerpuño en la nariz del recluta de Artagnan;

Aquel hombre se puso pálido, sin podersapreciar si la causa era el miedo o la cólerViendo lo cual el marinero dedujo que era potemor, y levantó el puño con la intención biemanifiesta de dejarlo caer sobre la cabeza dindividuo; mas sin que se moviese el hombamenazado, descargó tan fuerte puñetazo en

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estómago del marinero, que lo hizo rodar hasel fin de la sala con espantosos gritos.

 –– Al instante, hostigados todos los compañ

ros del vencido por el espíritu de cuerpo, cayeron sobre el vencedor.

Este último, con la misma sangre fría de quya había dado prueba, y sin cometer la indi

creción de tocar a sus armas, empuñó un jarde cerveza con el tapón de estaño, y tumbó dos o tres de sus agresores; mas luego, comiba a sucumbir al mayor número, los otros siesilenciosos del interior, como no habían chistado siquiera, conocieron que se trataba de scausa y acudieron en su socorro.

Al mismo tiempo los dos indiferentes de puerta volvieron la cara con un fruncimiento dcejas que indicaba su intención bien marcada dacometer al enemigo por la espalda, si el tenemigo no cesaba en su agresión.

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El posadero, sus criados y dos guardias de ronda nocturna que pasaban, y que por curiosdad penetraron en la sala, fueron envueltos e

la pelea y en los puñetazos.Los parisienses descargaban como cíclopes,

con una uniformidad y táctica que era un pmor; al fin, obligados a tocar en retirada ante

número, tomaron su atrincheramiento al otlado de la gran mesa, que cuatro de ellos levataron de común acuerdo, mientras–los otrodos se armaban cada uno de un banco; de modque, sirviéndose de aquellos útiles como de u

gigantesco ariete, echaron por tierra de un sogolpe a ocho marineros, sobre cuyas cabezahabían hecho jugar su monstruosa catapulta.

Ya se hallaba el suelo escombrado de herido

y la sala llena de gritos y de polvo, cuando Atagnan, satisfecho de la prueba, adelantóse cola espada en la mano, e hiriendo con el pomsobre todas las cabezas que encontró erguidapronunció un ¡hola! vigoroso, que al instan

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puso término a la lucha. Entonces, hubo ungran retirada del centro a la circunferencia Artagnan se encontró solo y dominador.

 –– ¿Qué sucede? ––preguntó enseguida a reunión con el tono majestuoso de Neptunpronunciando el quos ego.

Al momento, y al primer acento de esta vo

para continuar la metáfora virgiliana, los recltas del señor de Artagnan, reconociendo cadcual a su soberano señor, recogieron a un tiempo su cólera y sus banquetazos.

Los marineros, por su parte, viendo aquellarga espada desnuda, aquel aire marcial aquel brazo ágil que llagaba al socorro de suenemigos, en la persona de un hombre que precía habituado al mando, recogieron al mmento sus méritos.

Los parisienses se enjugaron la frente e hicieron una reverencia a su jefe.

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Artagnan fue felicitado por el posadero de EGran Monarca, a quien recibió como hombque sabe que no se le ofrece nada de más, y d

claró enseguida que mientras esperaba la comda iba a pasearse al puerto.

Al instante comprendieron el llamamiento loenganchados, y cada cual tomó su sombrer

cepilló su traje y siguió a Artagnan.Pero éste, al mismo tiempo que examinab

todo, se guardó muy bien de detenerse; dirigise a la playa y los diez hombres, asombrados dverse a la pista unos de otros, e inquietos dllevar a derecha, izquierda y detrás de sí compañeros con los cuales no contaban, le sguieron echándose unos a otros terribles miradas.

Allá y en lo más retirado de la playa se volvArtagnan hacia ellos, sonriendo al verlos taseparados; y haciéndoles un signo pacífico cola mano:

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 ––– ¡Eh! ¡Aquí, señores! ––dijo––. No nos dvoremos; estáis hechos para vivir juntos; paentenderos en todas las cosas, y no para dev

raros los unos a los otros.Entonces terminaron las sospechas; los hom

bres respiraron, como si los sacaran de un atúd, y se examinaron unos a otros con compl

cencia. Después de este examen fijaron los ojoen su jefe, quien conociendo de tiempos atrás difícil arte de hablar a hombres de este templles pronunció el discurso siguiente, acentuadcon energía completamente gascona:

 ––Señores: ya sabéis quién soy yo. Os he eganchado conociéndoos por intrépidos y queriendo asociaros a una expedición gloriosa. Fguraos que trabajando conmigo trabajáis por

rey únicamente, os prevengo que si dejáis escpar alguna cosa de esta suposición, me veobligado a romperos al momento la cabeza dla manera que me sea más cómoda. No ignoráis, señores, que los secretos de Estado so

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como un mortal veneno; mientras este venenesté en su redoma; y la redoma bien cerrada,nadie perjudica; pero fuera de la redoma, mat

Ahora, acercaos a mí, y sabréis de este secrelo que de él puedo deciros.

Todos se acercaron con un movimiento de curiosidad.

Acercaos ––continuó Artagnan ––, y que pájaro que pase por encima de nuestras cabzas, el conejo que corra en la ribera y el pez qusalte fuera del agua no puedan escucharnos. Strata de saber y de contar luego al señor supeintendente de Hacienda cuánto daño causa los comerciantes franceses el contrabando iglés. Entraremos por todas partes y lo veremotodo. Nosotros somos unos pobres pescadore

picardos, arrojados a la costa por una borrascy venderemos pescado, ni más ni menos qucomo verdaderos pescadores. Pero puede acotecer que adivinen quiénes somos y nos moleten, en cuyo caso es urgente que estemos e

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estado de defendernos. Por eso os he escogidcomo a gente inteligente y de valor. Llevaremonueva vida y no correremos gran peligro, e

atención a que tenemos detrás un protectopoderoso, gracias al cual no hay dificultad posible. Una sola cosa me contraría; pero confío eque, después de una corta explicación, me sacréis del aprieto. Esta cosa que me contraría e

llevar conmigo una tripulación de pescadorenecios; que nos estorbarán enormemente, mietras que, si por ventura, hubiese entre vosotrogente que conociera el mar...

 –– ¡Oh! Aquí estoy yo ––murmuró uno de loreclutas de Artagnan––––; he sido prisionero dlos piratas de Túnez durante tres años y conoco las maniobras como un almirante:

 –– ¡Ya veis ––observó Artagnan––, qué cotan admirable es la casualidad!

Artagnan pronunció estas palabras con indfinible acento de fingida buena fe; porque A

tagnan sabía bien que esta víctima de los pir

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tas era un antiguo corsario, y lo había engachado con conocimiento de causa. Pero Artagnan jamás decía más de lo que tenía precisió

de decir, para dejar a las gentes en la duda. Spagó, pues, de la explicación, y acogió el efectsin parecer curarse de la causa.

 ––Y yo ––repuso otro de los reclutas––, teng

casualmente un tío que dirige los trabajos dpuerto de la Rochela, y siendo muy niño jugaben las embarcaciones; de modo que sé manejael remo y la vela, y desafío a que lo haga mejoel primer marinero ponentino.

Éste no mentía más que el otro: había remadseis años en las galeras de Su Majestad.

Otros dos fueron más sinceros, y confesaroingenuamente que habían servido en un buqucomo soldados penados, de lo cual no se rborizaban. Artagnan se encontró, pues, jefe dseis hombres aguerridos y de cuatro marineroteniendo a un mismo tiempo ejército de tierra

mar, lo cual hubiera llevado al colmo el orgul

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de Planchet, si Planchet hubiese conocido estodetalles.

Ya sólo se trataba de la orden general, y A

tagnan la dio muy precisa. Intimó a sus hombres que estuvieran dispuestos a salir para LHaya, siguiendo los unos el litoral que lleghasta Breskens, y los otros él camino que co

duce a Amberes.Calculando las marchas, fue dada la cita pa

después da quince días en la plaza, principal dLa Haya.

Artagnan recomendó a sus hombres que semparejasen, como mejor lo entendiesen, posimpatía, de dos en dos; y él mismo eligió entlos rostros menos patibularios dos guardias quhabía conocido en otro tiempo, y cuyas únicafaltas eran ser jugadores y borrachos. Estohombres no perdieron toda idea de civilizacióy bajo vestidos aseados hubieran vuelto a latsus corazones. A rtagnan, para no dar celos a lo

otros, les hizo marchar delante; y conservand

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a sus dos favoritos los vistió con sus propioatavíos y salió con ellos.

A éstos, a quienes parecía honrar con un

confianza absoluta, fue a quienes Artagnan hizuna falsa confidencia, destinada a garantizarleel buen éxito de la expedición. Confesóles quse trataba, no ya de ver los perjuicios que

contrabando inglés podía causar al comercfrancés, sino al contrario, los daños que el cotrabando francés podía hacer al comercio iglés. Estos hombres parecieron convencidos, lo estaban, en efecto. Artagnan hallábase pe

suadido de que al primer exceso, y cuando etuviesen muertos de embriaguez, uno de lodos divulgaría este secreto capital a la compñía. Su plan le parecía infalible. Quince díadespués de lo que acabamos de presenciar eCalais, todo el ejército se hallaba reunido en LHaya.

Entonces vio Artagnan que todos sus hombres, con una inteligencia notable, se había

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disfrazado de marineros más o menos derrotados por la mar:

Artagnan les dejó dormir en un chiribiti l d

Newkerke Street, y él sé alojó en el gran canal.Supo que el rey de Inglaterra se había acerc

do a su aliado Guillermo II de Nassau, estatder de Holanda. Entonces supo también que

negativa de Luis XIV había disminuido un pacla protección que hasta entonces se le concedira, y que en consecuencia había ido a confinarsen una casita de la aldea de Scheveningen, stuada en la playa a orillas del mar, a una legucorta de La Haya.

Allí, según se decía, el desgraciado proscrise consolaba de su destierro, mirando con tristeza particular a los príncipes de su razaquella mar inmensa del Norte que le separabde su Inglaterra, como en otro tiempo habseparado a María Estuardo de Francia. Aldetrás de algunos árboles del magnífico bosqu

de Scheveningen y sobre la fina arena dond

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crecían los dorados arbustos de la playa, CarloII vegetaba como ellos, más desgraciado quellos, porque existía con la vida del pensamie

to, y esperaba y desesperaba al propio tiempo.Artagnan se adelantó una vez hasta Schev

ningen para asegurarse de lo que se contabcon respecto al príncipe. Vio, efectivamente,

Carlos II, pensativo y solo, salir por una pequña puerta que daba al bosque y pasearse por ribera, al sol poniente, sin llamar siquiera atención de los pescadores, quienes al avanzala noche sacaban sus barcos sobre la arena de

playa; como los antiguos marinos del archipiélago.

Artagnan conoció al rey; a quien vio fijar smirada sombría sobre la inmensa extensión d

las aguas, y absorber en su pálido semblante lorojizos rayos del sol, cortado ya por la neglínea del horizonte. Luego entró Carlos II en casa aislada, siempre solo, siempre lento y tri

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te, y distrayéndose en hacer crujir bajo sus pasos la movediza arena.

Aquella misma noche alquiló Artagnan po

mil libras una barca de pescadores que valcuatro mil; aquéllas mil las pagó en el acto, depositó las otras tres mil en casa del burgomaestre: Después de lo cual, embarcó, sin qu

nadie lo vièse y en la obscuridad de la noche,los seis hambres que formaban su ejército trrestre; y al subir la marea, a eso de las tres dla mañana, ganó la alta mar maniobrando otensiblemente con los cuatro hombres y desca

sando en la ciencia de su galeote, como hubiese sido el primer pi loto del puerto.

XXIII

DONDE EL AUTOR SE VE OBLIGADOAUNQUE A PESAR SUYO, A HACER UPOCO DE HISTORIA

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Mientras los reyes y. los hombres se ocupban de este modo de Inglaterra, que se gobenaba sola, y que, necesario es decirlo en su elo

gio, jamás había estado peor gobernada, uhambre sobre quien Dios había fijado su mirady puesto su dedo, un hambre predestinado a ecribir su nombre con letras de oro en el libro dla historia, proseguía a la faz del mundo un

obra llena de misterio y de audacia. Iba, y nadsabía adónde quería ir, pues no sólo Inglaterrsino también Francia y Europa veíanle marchacon paso firme y erguida la cabeza.

Monk acababa de declararse por la libertadel rump parliament, esto es, del parlamenrabadilla, como entonces se le llamaba; Parlmento al que el general Lambert, imitando Cromwell, del cual había sido lugartenientconcluía de bloquear tan estrechamente, paobligarle a hacer su voluntad, que ningúmiembro durante el bloqueo había podido sade él, y sólo uno, Pedro Wertwort, había logr

do entrar.

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Lambert y Monk: todo se resumía en estodos hombres, representantes el primero ddespotismo militar, y el segundo del repub

canismo puro. Estos dos hombres eran los úncos representantes de esta revolución en la quCarlos I perdió su corona, y después a la vidLambert no disimulaba sus miras, que se dirigan a establecer un gobierno puramente milita

y a constituirse en jefe de este gobierno. Mondecían unos, republicano intransigente, quermantener el rump par l iament , representación vsible, aunque degenerada, de la repúblic

Monk, diestro, ambicioso, lo hacían otros, dseaba convertir este Parlamento, al que parecíproteger, en sólido escalón para subir al tronque Cromwell había dejado vacío, mas sobre cual no se había decidido a sentarse. Y Lamber

persiguiendo al Parlamento, y Monk, declarándose por él, se habían manifestado advesarios uno de otro.

De esta manera, Monk y Lambert habían pe

sado antes de todo en adquirir cada cual u

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ejército; Monk en Escocia, donde permanecíalos presbiterianos y los realistas, es decir, lodescontentos; Lambert en Londres, donde s

hallaba como siempre la más ruda oposiciócontra el poder que delante de sus ojos tenía.

Monk había pacificado a Escocia, donde shabía formado un ejército y creado un asil

Sabía que aún no había llegado la hora señaladpor el Señor para un gran cambio, así es que sespada parecía pegada a la vaina. Inexpugnaben su feroz y monstruosa Escocia, general absoluto, rey de un ejército de once mil soldado

veteranos, que mas de una vez había conducida la victoria; tan bien o mejor instruido de lonegocios de Londres como el mismo Lambeque tenía guarnición en la City; tal era la posción de Monk cuando se pronunció por el Palamento a cien leguas de distancia de LondreLambert por el contrario, como ya hemos dichhabitaba la capital, el centro de todas sus operciones, dónde reunía en derredor suyo a todo

sus amigos y a todo el pueblo bajo, eternamen

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inclinado a amar a los adversarios del podconstituido.

En Londres supo Lambert el apoyo que desd

las fronteras de Escocia prestaba Monk al Palamento. Conoció que no había tiempo quperder, y que el Tweed no estaba tan separaddel Támesis como para que un ejército no pu

diese saltar de una orilla a otra, principalmensi estaba bien mandado. Además, sabía que, medida que, penetrasen en Inglaterra los sodados de Monk, formarían en el camino esbola de nieve, emblema del globo de la fortun

que no es para el ambicioso más que un escalósiempre ascendente para llevarle a su fin. Runió, pues, su ejército, formidable a la vez posu composición y por su número; y corrió encuentro de Monk, quien semejante a un marno discreto que boga en medio de escollos, sadelantó a cortas jornadas, arrogante, escchando el ruido y husmeando el aire que vende Londres.

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Los dos ejércitos divisáronse a la altura dNewcastle. Lambert llegó primero y acampó ela misma ciudad.

Monk, hizo alto donde estaba, y estableció scuartel general en Coldstream, sobre el Tweed

La vista de Lambert propagó la alegría en ejército de Monk, mientras que, por el contra

rio, la vista de Monk infundió el desorden en de Lambert. Hubiérase creído que estos intrpidos batalladores, que tanto ruido habíahecho en las calles de Londres, se habían puesen marcha con la esperanza de no hallar a nadie, y que ahora, viendo que habían encontradun ejército, y que este ejército enarbolaba delate de ellos, no sólo un estandarte, sino tambiéuna causa y un principio, hubiérase creído, de

cimos, que estos intrépidos batalladores shabían puesto a reflexionar que ellos eran menos buenos republicanos que los soldados dMonk, puesto que éstos sostenían al Parl

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nmento, mientras que Lambert no sostenía nadie, ni aun a sí mismo.

En cuanto a Monk, si hubo de reflexionar, o

reflexionó, eso debió ser muy tristemente, poque la historia cuenta, y esta púdica señora nmiente nunca, como es sabido, que el día de sllegada a Coldstream se buscó un carnero i

útilmente por toda la ciudad.Si Monk hubiese mandado un ejército inglé

ya hubiera tenido bastante con esto para qutodo él desertara. Mas no sucede lo mismo a loescoceses que a los ingleses, a quienes esa carnfluida que se llama sangre es de toda necesidaLos escoceses, raza humilde y sobria, viven duna poca cebada molida entre dos piedras, deleída con agua de la fuente, y cocida sobre un

losa enrojecida.Los escoceses, después de hecha la distrib

ción de cebada; no se apesadumbraron porquhubiese o no carne en Coldstream.

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Monk, no familiarizado con las tortas de cebada, tenía hambre, y su Estado Mayor, no menos hambriento que él, miraba con ansiedad

derecha e izquierda para saber lo que se prepraba de comida.

Sus exploradores encontraron la ciudad dsierta y los almacenes vacíos; y no había qu

contar en Coldstream ni con carniceros ni copanaderos. Así es que no encontraron ni el mnor trozo de pan para la mesa del general.

A medida que se sucedían estas noticias, tapoco tranquilizadoras unas como otras, viendMonk el espanto y el decaimiento en todos losemblantes, afirmó que no tenía hambre. Además, comerían a la mañana siguiente, pueLambert estaba allí con probable intención d

dar la batalla, y, por tanto, de entregar sus provisiones si era forzado en Newcastle, o palibrar del hambre definitivamente a los solddos de Monk si salía vencedor.

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ral continuó su frugal desayuno en la tiendabierta.

Entre su campo y el de su enemigo se alzab

una antigua abadía, cuyas ruinas apenas existehoy, pero que entonces permanecían en pie, se llamaba la abadía de Newcastle. Estaba contruida sobre un vasto terreno, independiente

un tiempo de la llanura y de la ribera porqucasi era un pantano alimentado por las lluviaNo obstante, en medio de estos charcos, cubietos de grandes hierbas, juncos y cañas, veíanssobresalir terrenos sólidos, consagrados en ot

tiempo a huerta, parque y jardín, y a otras dpendencias de la abadía, parecida a una de esagrandes arañas de mar, cuyo cuerno es redodo, mientras que sus patas salen de esta ccunferencia en distintas direcciones.

Monk hizo guardar la huerta como el lugamás propio para las sorpresas, y mucho máallá de la abadía veíanse los fuegos del generenemigo; pero entre éstos y aquélla, corría

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Tweed desarrollando sus luminosas escamabajo la densa sombra de las grandes encinas.

Monk conocía perfectamente esta posició

pues Newcastle y sus cercanías le sirvieron máde una vez de cuartel general. Sabía perfectmente que durante el día era posible que senemigo fuese a intentar una escaramuza en la

ruinas, pero que se guardaría de aventurarse ello por la noche. Así es que, se encontraba eseguridad.

De este modo pudieron verle sus soldadodespués de lo que é1 llamaba fastuosamente scomida, esto es, del ejercicio de masticación ates referido, dormir sentado en una silla de juco, como después hizo Napoleón en la víspede la acción de Austerlitz, la mitad a la luz d

una lámpara, y la otra mitad a los reflejos de luna, que comenzaba a remontarse a los cielos

Lo cual quiere decir que eran las nueve y mdia de la noche, poco más o menos.

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De pronto sacudió esta especie de medio suño, fingido quizá, porque vio un pelotón dsoldados que, corriendo con alegres gritos, ac

baban de pisar a las varetas de la tienda dMonk, zumbando desde este sitio para despetarle.

No era preciso un ruido tan grande. El gene

ral abrió los ojos. –– ¿Qué, hijos míos, qué sucede? pregun

el general.

 –– ¡General! ––gritaron muchas voces–

Comeréis hoy. ––He comido, señores ––respondió tranqu

lamente éste––, y estaba haciendo la digestiócomo habéis visto. Pero, pensad y decidme

que os trae aquí. ––General una buena noticia.

 –– ¡Bah! ¿Dijo Lambert que nos batiremomañana?

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 ––No, pero hemos apresado una barca dpescadores que conducía pesca al campamende Newcastle.

 ––Y habéis hecho mal, amigos míos. Esos sñores de Londres “ son delicados, y hacen ahoel primer servicio; vais a ponerlos de muy mhumor esta noche, y mañana serán inexorable

Creedme, sería de muy buen gusto enviar señor Lambert esos pescados y esos pescadorea menos que...

El general reflexionó algunos segundos.

 ––Decidme, si gustáis –– continuó––––, ¿quines son esos pescadores?

 ––Marineros picardos que pescaban en lacostas de Francia u Holanda, y a quienes u

tempestuoso viento ha arrojado a las nuestras. –– ¿Alguno de ellos habla en nuestra lengua

 ––El jefe ha dicho unas palabras en inglés.

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A medida que le daban tales explicacionedespertábase la desconfianza del general.

 ––Está bien ––dijo––, quiero ver a esos hom

bres; traédmelos.Salió un oficial, para ir en busca de ellos.

 –– ¿Cuántos son ––añadió Monk––, y quclase de buque tripulan?

 ––Son diez o doce, mi general, y montauna especie de quechemarin, como ellos llman, de construcción holandesa, según parce.

 –– ¿Y decís que llevaban pescado al campamento de Lambert?

 ––Sí, general, y aun parece que han hech

buena pesca. ––Bien, lo veremos ahora ––dijo Monk.

En aquel mismo momento volvía el oficiconduciendo al jefe de los pescadores, homb

de unos cincuenta y cinco años, poco más

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menos, de buena presencia. Su estatura era mdiana, y vestía jubón de lana basta y gorro calado hasta las cejas; llevaba un cuchillo ceñido

la cintura, y andaba con esa vacilación propde los marineros, que no sabiendo nunca, grcias al movimiento de sus barcos, si ponen pie en firme o en vago, dan a sus pasos unfijeza tan segura, como si se tratase de clava

una estaca.Con una mirada penetrante contempló Mon

largo tiempo al pescador, que comenzó a sonrírse de esa manera, mitad picaresca y mita

necia; particular a nuestros campesinos. –– ¿Hablas inglés? ––le preguntó Monk en–

correcto francés.

 ––¡Ah! Muy mal, milord ––respondió el pecador.

Esta contestación fue hecha más bien con acentuación viva de las gentes de más allá d

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Loira, que con el acento un poco tardo de lacomarcas del Oeste y del Norte de Francia.

 ––Pero lo hablas ––insistió Monk, para est

diar otra vez este acento.––Nosotros, la gente de mar ––respondió

pescador––, hablamos algo todas las lenguas.

 –– ¿Conque eres marinero pescador?

 ––Sí, milord, pescador, y aun famoso pescdor. He pescado un labro que pesa treinta librapor lo menos, más de cincuenta mújoles y unmultitud de pescadillas que están riquísimas euna fritura.

 ––Creo que tú has hecho más pesca en el gofo de Gascuña que en el canal de la Mancha –dijo Monk sonriendo:

 ––En efecto, soy del Mediodía, pero ¿esto impide que uno sea excelente pescador?

 ––No, y te compró tu pesca. Ahora, di co

franqueza: ¿a quién la destinabas?

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Milord, no os ocultaré que iba a Newcastlsiguiendo toda la costa, cuando un pelotón djinetes que subía la orilla en sentido contrar

hizo señas a mi barca de que volviese atrás hata el campamento de Vuestro Honor, so pende una descarga de mosquetería. Como yo nestaba armado en guerra ––repuso el pescadosonriendo––, obedecí.

 –– ¿Y por qué ibas al campo de Lambert y nal mío?

 ––Milord, seré sincero, si lo permite vuestseñoría.

 ––Sí; y; si es preciso, te lo mando.

 ––Pues bien, milord: iba al campo del señoLambert, porque esos señores de la ciudad p

gan bien, mientras que vosotros, los escocesepuritanos, presbiterianos, o como queráis llmaros, coméis poco y no pagáis mejor.

 –– ¿Y por qué siendo del Mediodía, viene

a pescar a estas costas?

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 ––Porque he hecho la necedad de casarmen Picardía.

 ––Bien, pero la Picardía no es Inglaterra.

 ––Milord, el hombre pone el buque en la mpero el cielo y el viento hacen lo que falta conducen al buque donde les acomoda.

 –– ¿Luego no teñíais intención de abordar nuestra playa?

 ––Nunca.

 –– ¿Y qué ruta llevabas?

 ––Volvíamos de Ostende, cuando de rpente se levantó viento recio de Mediodíque nos hizo torcer, el rumbo; entonces, conciendo que era inútil luchar contra él, enfila

mos en su dirección, y ha sido necesario, pano perder la pesca que era buena, ir a vendela al puerto más cercano de Inglaterra; y comeste puerto más cercano era Newcastle y ocasión propicia, se decían, pues había exces

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de población en el campo, y exceso de pblación en la ciudad, porque uno y otra estban llenos de caballeros muy ricos y mu

hambrientos, me dirigí hacia Newcastle. –– ¿Y dónde se hallan tus campaneros?

 –– ¡Oh! Mis compañeros se han quedadobordo; porque son marineros sin instrucció

ninguna. . ––Y tú... ––dijo Monk.

 –– ¡Ah!: Yo –––dijo el patrón riendo––, hcorrido mucho con mi padre, y sé cómo se dce un sueldo, un doblón, un luis y un luis doble en todos los idiomas de Europa; así es qumi tripulación me escucha como un oráculo,me obedece como a un almirante.

 –– ¿De modo que fuiste tú quien escogió señor Lambert como el mejor parroquiano comprador?

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 ––Cierto que sí, milord, y sed franco: ¿mhabía equivocado?

 ––Eso ya lo veras más tarde.

 ––En todo caso, milord, si hay culpa, mía es,no hay por qué molestar a mis camaradas.

 –– Vaya un tunante con talento pensó Monk

Después de unos minutos de silencio, empleados en examinar al' pescador, le pregunel general:

 ––Me has dicho que vienes de Ostende.

 ––Sí, milord, en línea recta.

 ––Entonces, habrás oído hablar de los asuntoactuales, porque no dudo que se ocupan muchde ellos en Francia y en Holanda. ¿Qué hac

ahora, ese que se llama rey de Inglaterra? –– ¡Oh! M ilord exclamó el pescador con e

pansiva franqueza––; he ahí una pregunta magnífica, y a nadie os habéis podido dirigir mejo

que a mí; porque, en verdad, puedo daros un

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respuesta famosa. Figuraos, milord, que al arbar a Ostende para vender allí las pocas sardaque habíamos pescado, vi al ex rey, que se p

seaba por las dunas, esperando los caballos qudebían conducirle a La Haya, es un hombmuy pálido, de cabellos negros y el semblanalgo duro. Tenía todo el aspecto de no estabueno, y creo que el aire de Holanda no le e

provechoso.Monk seguía con gran atención las palabra

rápidas y llenas de colorido del pescador, dchas en una lengua que no era la suya; pero y

hemos dicho que Monk la hablaba con facidad. El pescador, por su parte, empleaba algnas veces una palabra francesa, otras una inglsa, y a veces otra que no pertenecía a ningunlengua y que era gascona. Pero sus ojos hablban por él y tan elocuentemente, que bien podperderse una palabra de su boca, mas no la mnor intención de sus ojos.

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El general parecía cada vez más satisfecho dsu examen.

 ––Tú habrás oído decir, que ese ex rey, com

tú le llamas, se dirigía a La Haya con algún objeto.

 –– ¡Oh! Sí ––dijo el pescador––, he oído deceso.

— ¿Y con qué objeto?

— Siempre el mismo ––dijo el pescador–¿no tiene la idea fija de volver a Inglaterra?

 ––Es cierto ––––dijo Monk pensativo:

 –Sin contar ––añadió el pescador–– con que estatúder... ya sabeis, Guillermo II...

 –– ¿Qué? ––Le auxiliará con todo su poder.

 –– ¡Ah! ¿Tú has oído decir eso?

––No, pero así lo creo.

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 ––Según parece, estás fuerte en política –observó Monk.

 –– ¡Oh! Nosotros los marineros, milord, qu

tenemos la costumbre de estudiar el agua y aire, es decir las dos cosas más movibles dmundo, es muy extraño que nos equivoquemoacerca de lo demás.

 ––Veamos ––dijo Monk cambiando de coversación––, dicen que nos vas a dar de comeopíparamente.

 ––Haré lo que pueda, milord.

 –– ¿En cuánto nos vendes tu pesca?

 ––Buen necio sería si le pusiera precio.

 –– ¿Y por qué?

 ––Porque, mi pesca os pertenece. –– ¿Con qué derecho?

 ––Con el del más fuerte.

––Pero mi intención es pagártela.

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 ––Eso es muy generoso, milord.

 ––Entonces, ¿qué es lo que pides?

 ––Yo pido irme. –– ¿Dónde? ¿Al campo del general Lam

bert?

 –– ¡Yo! ––murmuró el pescador––. ¿Y po

qué había de ir a Newcastle, cuando ya ntengo pescado?

 ––En todo caso, óyeme.

––Oigo.

 ––Un consejo.

 –– ¡Cómo! ¿Milord quiere pagarme y darmademás un buen consejo? ¡Milord me favorec

demasiado!Monk miró fijamente al pescador sobre el cu

parecía conservar alguna sospecha.

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 ––Sí, deseo pagarte y darte un consejo, poque ambas cosas tienen relación. De modo qusi vas al campo del general Lambert...

El pescador hizo cierto movimiento de cabezy de hombros, que significaba:

 ––Si es así no le contrariemos.

 ––No atravieses el pantano prosiguió Monllevarás dinero, y encontrarás emboscadas descoceses que he apostado allí. Son gente poctratable, que comprende mal la lengua quhablas, aunque parezca componerse de tre

idiomas, y que podrían quitarte lo que te hbiese dado, y al volver a tu país no dejarías ddecir que el general tiene dos manos, una esccesa y otra inglesa, y que tal vez quita con mano escocesa lo que da con la mano inglesa.

 –– ¡Oh! General, yo iré donde queráis, estatranquilo ––dijo el pescador con un temor muexpresivo para no ser exagerado––. Yo no pid

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más que permanecer aquí, si queréis que mquede.

 ––Te creo ––dijo Monk––; mas, sin embarg

no puedo conservarte en mi tienda. ––No tengo tal pretensión, .mi lord, y únic

mente deseo que vuestra señoría me indiqudónde desea que esté. No os molestéis; un

noche se pasa muy pronto. ––Pues voy a hacerte llevar a tu barca.

 ––Como le plazca a vuestra señoría. Y si quire hacerme conducir por un carpintero, le qudaré agradecido altamente.

 –– ¿Cómo es eso?

 ––Porque esos señores de vuestro ejército

hacer remontar la orilla a mi barca con el cabde que tiraban los caballos, la han destrozadun poco con las rocas de la ribera, de suerte qupor lo menos tengo dos pies de agua en mi calmilord.

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 ––Un motivo más para que cuides de tu baco.

 ––Milord, estoy a vuestras órdenes ––dijo

pescador––. Voy a descargar mis canastas dode queráis; luego me pagaréis, si os place, y mvolveréis a ver si la cosa os conviene. Ya veque yo me acomodo fácilmente.

 ––Vamos, vamos, eres un buen diablo ––diMonk, cuya mirada escrutadora no había poddo hallar una sola sombra en la limpidez de loojos del pescador.

 –– ¡Hola! Digby, un ayudante de campo spresentó.

 ––Conduciréis a este buen hombre y a sucamaradas a las tiendas de las cantinas, delan

de los pantanos; así, estarán cerca de su barca no se acostarán en agua esta noche. ¿Qué sucde Spithead?

Spithead era el sargento a quien Monk hab

tomado un pedazo de tabaco para comer.

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Spithead, al pasar a la tienda del general sser llamado, motivaba aquella pregunta.

 ––Milord ––dijo—, un caballero francés se h

presentado en las avanzadas, y solicita hablarVuestro Honor.

Mas, aunque la conversación fuese en eslengua, el pescador hizo un ligero movimient

que Monk, ocupado con el sargento, no notó. –– ¿Y quién es ese caballero ––pregunt

Monk.

 ––Milord ––respondió Spithead––, me lo hdicho; pero esos nombres franceses son tan difciles de pronunciar para un gaznate escocéque no he podido retenerlo. Por lo demás, escaballero, según me han manifestado los cen

nelas, es el mismo que se presentó ayer, y quVuestro Honor no quiso recibir .

 ––Es cierto, tenía consejo de oficiales.

 –– ¿Decidís algo respecto a ese caballero?

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 ––Que le conduzcan aquí.

 –– ¿Será menester tomar precauciones?

 –– ¿Cuáles? ––Vendarle los ojos, por ejemplo.

 –– ¿Para qué? Sólo verá lo que yo deseo quvea, esto es, que tenga en derredor mío once m

valientes deseando morir en honor del parlmento de Escocia e Inglaterra.

 –– ¿Y este hombre, milord? –– dijo Spitheamostrando al pescador, que durante el diálog

había permanecido en pie e inmóvil, comhombre que ve, pero que no entiende.

 –– ¡Ah! Es verdad ––dijo Monk. Y volviéndse hacia el vendedor de pescado, le dijo:

 ––Hasta más ver, querido; ya te he–– buscaduna cama. Digby, condúcelo. 'No temas nadque al instante se te enviará tu dinero.

 ––Gracias, milord  ––di jo el pescador.

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Y, tras saludar, salió seguido de Digby.

A cien pasos de la tienda encontró a sus compañeros, que cuchicheaban con una locuacida

no exenta, al parecer, de inquietud. Pero lehizo una seña que los calmó.

 –– ¡Hola! Vosotros ––dijo el patrón––, venacá, Su Señoría, el general Monk, tiene la gene

rosidad de pagarnos nuestro pescado, y amabilidad de darnos hospitalidad esta noche

Los pescadores se unieron a su jefe, y condcidos por Digby se encaminaron hacia las ca

tinas, lugar que se, les había destinado, segúsabernos.

Al marchar hacia este punto, los pescadorepasaron en la obscuridad junto al soldado qu

conducía al caballero francés, a caballo y embozado en la capa, lo cual hizo que el patrón npudiese verle, por grande que fuera su curiosdad. En cuanto al caballero, ignorando que ta

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cerca tuviera compatriotas, no paró la atencióen la pequeña caravana.

El ayudante instaló a sus huéspedes en un

tienda bastante capaz, de donde fue desalojaduna cantinera irlandesa que fue a acostarse cosus hijos donde la suerte la deparó. Una buenfogata ardía delante de esta tienda, y extend

su resplandor purpúreo sobre los húmedomatorrales del pantano, que rizaba una brisbastante fresca. Hecha la instalación, el ayudate de campo dio las buenas noches a los maneros, haciéndoles observar que desde el um

bral de la tienda veíanse las jarcias de la barcque se balanceaba sobre el Tweed, prueba patente de que aún no se había ido a pique. Esespectáculo pareció alegrar infinitamente al jede los pescadores.

XXIV

UN TESORO

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El caballero francés que Spithead anunciaraMonk, y que tan bien envuelto en su capa hab

pasado al lado del pescador que salía de tienda del general cinco minutos antes de que entrase, atravesó los diferentes puestos sin digir siquiera la vista en derredor suyo, temeros

de parecer indiscreto. Según las órdenes dadafue conducido a la tienda del general, en cuyantecámara le dejaron solo aguardando Monk, que no tardó en presentarse más tiempque el necesario para escuchar el informe de s

gente y estudiar por el tabique de lienzo el rostro del que pedía una entrevista.

Sin duda el informe de los que habían acompañado al gentilhombre francés hablaba de

discreción conque se condujo; porque la primra impresión que sintió el extranjero de la acogida que se le hacía por parte del general, fumás favorable de lo que debía esperarse en smejante momento, y de parte de un hombre ta

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suspicaz. Monk, por su parte, según su costumbre, cuando se halló en presencia del extranjerfijó en él sus penetrantes miradas, que el extra

jero sostuvo sin dificultad ni embarazo. Depués de algunos segundos, el general le hizuna seña con la mano y con la cabeza en dmostración evidente de que aguardaba.

 ––Milord ––dijo el gentilhombre en correctinglés––, he pedido una entrevista a VuestHonor, para un asunto importante.

 ––Caballero ––contestó Monk en francés–muy puramente habláis nuestra lengua para uhijo del continente. Os pido perdón, porque sduda es indiscreta la pregunta: ¿habláis el francés con igual pureza?

 ––Nada tiene de extraño, milord, que habinglés con bastante familiaridad, porque en mjuventud viví en Inglaterra, y después he hecha ella dos viajes.

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Estas palabras fueron dichas en francés y cotal pureza de lenguaje que denunciaba no soloun francés, sino también a un francés de la

cercanías de Tours. –– ¿Y en qué parte de Inglaterra habéis viv

do, caballero?

 –– Durante mi juventud en Londres, milor

luego, hacia el año 1635, hice un viaje de placea Escocia, y por último, en 1648, habité algútiempo en Newcastle, particularmente en convento, cuyos jardines se encuentran ocupdos por vuestro ejército.

 ––Dispensadme, caballero, pero... ya comprenderéis estas preguntas, ¿no es cierto?

 ––Me sorprendería, milord, que no se m

hicieran. ––Ahora, caballero, ¿qué puedo hacer e

vuestro servicio y qué deseáis de mí?

 ––Helo aquí, milord; pero, ¿estamos solos?

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 —Sí, solos, caballero, a excepción del destcamento que nos guarda. Y diciendo estas palbras, separó Monk el lienzo de la tienda, y de

mostró al caballero que el centinela permaneca diez pasos de distancia, y que al primer llamamiento podía acudir gente en un segundo.

 ––En ese caso, milord ––dijo el caballero co

tono tan tranquilo como si desde mucho tiempestuviese ligado por la amistad con su intelocutor––, estoy completamente decididohablar a Vuestro Honor, parque sé que sohombre honrado. Por lo demás, la comunica

ción que voy a haceros os demostrará la estimación que os tengo.

Sorprendido Monk de este lenguaje que estblecía entre él y el caballero francés la igualda

por lo menos, alzó su penetrante mirada sobel extranjero, y con una ironía sensible tan sópor la inflexión de voz, pues no se movió squiera un músculo de su fisonomía.

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 ––Os doy las gracias, señor ––dijo––; pero, gustáis, decidme primeramente quién sois.

 ––Ya he manifestado mi nombre, al sargent

de vuestra guardia, milord. ––Perdonadle, caballero, es escocés y ha ten

do dificultad en retenerlo.

 ––Me llamo conde de la Fère repuso Athos.

 –– ¿El conde de la Fére? ––dijo Monk comqueriendo recordar alguna cosa––. Dispensacaballero, pero me parece que ésta es la veprimera que oigo ese nombre. ¿Desempeñáalgún cargo en la corte de Francia?

 ––Ninguno. Soy un simple gentilhombre.

 –– ¿Alguna dignidad?

 ––El rey Carlos I me hizo caballero de la Jarrtiera, y la reina Ana de Austria me concedió cordón del Espíritu Santo. Estas son mis únicadignidades, señor.

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 –– ¡La Jarretiera! ¡Espíritu Santo! ¿Sois cabllero de estas dos órdenes, señor?'

 ––Sí.

 –– ¿Y por qué os fue concedido tal favor?

 ––Por servicios prestados a Sus Majestades..

Monk miró asombrado a este hombre, qu

parecía tan sencillo y tan grande al mismtiempo. Luego, como si hubiera, renunciado penetrar este misterio de sencillez y de grandeza, sobre el cual el extranjero no parecía estadispuesto a dar más explicaciones, dijo:

 –– ¿Sois vos quien se presentó ayer en laavanzadas?

 ––Y a quien despidieron; sí, mi lord.

 ––Muchos, capitanes no permiten entrar nadie en su campo, y sobre todo, en la víspede una batalla probable; pero yo difiero de mcolegas, y no me gusta dejar a nadie detrás d

mi. Todo consejo es bueno para mí; todo pe

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gro me lo envía el cielo, y yo lo peso en mi mno con la energía que me ha dado. Así es quayer fuisteis despedido a causa del Consejo qu

yo estaba celebrando. Mas hoy que estoy libpodéis hablar.

 ––Milord, habéis hecho tanto mejor en recbirme; cuanto que para nada se trata ni de

batalla que vais a dar al general Lambert, tampoco de vuestro campamento; y la pruebes que yo he vuelto la cabeza a otro lado pano ver vuestros hombres, y cerrado los ojos para no contar vuestras tiendas. No, milord, y

vengo a hablaros para asuntos míos. ––Hablad pues, caballero ––dijo el general.

 ––Hace poco ––continuó Athos––, tenía honor de deciros que he habitado mucho tiempo en Newcastle; esto era en tiempo de Su Mjestad Carlos I y cuando el difunto rey fue etregado al señor Cromwell por los escoceses.

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 ––Ya lo sé ––dijo fríamente Monk. ––En aqutiempo tenía yo una crecida suma de dinero eoro, y la víspera de la batalla, por prese

timiento tal vez de las cosas que iban a sucedeal otro día, la escondí en la cueva del convende Newcastle, y en la torre cuya cúspide argetada por la luna divisáis desde este sitio. Alpues, ha sido enterrado mi tesoro, y venía

suplicar a Vuestro Honor me permita que retire antes que, dirigiéndose tal vez la batalhacia este sitio, una ruina o cualquier otro ardde guerra destruya el edificio y sepulte mi or

o lo ponga de manifiesto de tal manera que losoldados se apoderen de él.

Monk conocía a los hombres, y vio en el rotro de éste toda la energía, toda la justicia y tda la circunspección posibles; no podía atribusino a una confianza magnánima la revelaciódel gentilhombre francés, de la cual mostrósprofundamente conmovido.

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 ––En efecto, caballero ––dijo––, que habéaugurado bien de mí. ¿Pero esa cantidad vale pena de que os expongáis? ¿Creéis que es

todavía en el lugar que la dejasteis? ––Sí está, señor, no lo dudéis.

 –– Eso es responder a una pregunta, pero nola otra... Os he preguntado si la cantidad era ta

crecida que mereciese exponeros así. ––Sí, milord, es realmente crecida, porque

un millón que enterré en dos barriles.

 –– ¡Un millón! ––murmuró Monk, a quien eta vez miró Athos fija y largamente.

Monk lo notó y volvió a su desconfianza.

 ––Este es un hombre ––dijo para sí–– ––qu

me tiende un lazo. De suerte, caballero –repuso––, ¿que queréis retirar esa cantidad?

 ––Si gustáis, milord. ¿Cuándo?

 ––Esta misma noche, a causa de las circun

tancias que os he explicado.

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 ––Pero, caballero ––repuso Monk––, el genral Lambert está tan cerca de la abadía dondtenéis que buscarlo como yo. ¿Por qué, pues, n

os habéis dirigido a él? ––Porque, milord, cuando se obra en circun

tancias semejantes es menester consultar al intante antes que todo; pues bien, el gener

Lambert no me inspira la confianza que vos minspiráis.

 ––Bien, caballero. Haré de modo que encotréis vuestro dinero, si es que todavía está alporque, en fin, puede ser que no esté. Desd1648 han transcurrido doce años, y con ellomuchos acontecimientos.

Monk insistía en este punto para ver si el caballero francés se aprovechaba de la escapatorque le, proporcionaba; pero Athos no pestañesiquiera.

 ––Os confieso milord ––dijo con firmeza–que mi convicción con respecto al sitio de lo

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dos barriles es que no han cambiado de lugar de dueño.

Esta respuesta quitó a Monk una sospech

pero le sugirió otra. Sin duda, aquel francés eun emisario enviado para inducir acometealguna falta al protector del Parlamento: el ono era más que añagaza, con cuyo auxilio s

pretendía, quizá, excitar la codicia del generaAquel oro no debía existir. Así es que Montrataba de sorprender en flagrante delito dmentira y de astucia al caballero francés, y dsacar del mal paso en que sus enemigos trat

ban de comprometerlo un triunfo para su reptación. Y decidido sobre lo que debía hacer.

 ––Caballero ––dijo a Athos––, espero mharéis el honor de compartir conmigo la com

da. ––Sí, milord––respondió Athos inclinándose

–, ya que me hacéis una honra de que me cosidero digno por la simpatía que me inclin

hacia vos.

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 ––Es tanto más de agradecer que aceptéis coesa franqueza, cuanto que mis cocineros soescasos y poco ejercitados, y mis proveedore

han vuelto esta noche con las manos vacías; dmodo que a no ser por un pescador de vuestpatria, que han hecho entrar en mi campamento, el general Monk se acostaría sin cenaesta noche. De modo que sólo tengo pescad

fresco, según me ha dicho, el vendedor. ––Milord, acepto, principalmente por tener

honor de pasar unos instantes más con vos.

Hecho este cambio de cumplimientos, durate el cual nada, había perdido el general de scircunspección, fue servida la comida, o lo qudebía hacer sus veces, sobre una mesa de abetMonk hizo seña al conde de la Fére de que s

sentase a ella, y tomó asiento enfrente de él; usolo plato llenó de pescado cocido, presentada los dos distinguidos convidados, prometmás a los estómagos hambrientos que a los pladares delicados. En tanto, es decir, comiend

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el pescado rociado con cerveza, Monk hizo qule narrase los últimos sucesos de la Fronda, reconciliación del señor de Conde con el rey

el matrimonio probable de Su Majestad con infanta María Teresa; pero evitó, como evitabtambién Athos, toda alusión a los intereses poticos que unían, o más bien que desunían, eaquel momento, a Inglaterra, Francia y Hola

da. El general se convenció en esta convesación de una cosa que ya había observaddesde el principio: que trataba con un hombde alta distinción.

Este no podía ser un asesino, y repugnaba Monk suponerle un espía, pero había en Athotanta finura y firmeza al mismo tiempo, quMonk creyó ver en él un conspirador.

Cuándo se levantaron de la mesa le pregunMonk:

 –– ¿De modo que creéis en vuestro tesoro?

 ––Sí, milord.

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 –– ¿De veras?

 ––Ciertísimo.

 –– ¿Y creéis encontrarle en el mismo siten que fue enterrado?

 ––A la primera investigación ––respondAthos.

 ––Pues bien ––dijo Monk––; yo os acompañré por curiosidad. Y es tanto más necesario quos acompañe, cuanto que hallaréis las mayoredificultades en circular por el campamento smí o uno de mis ayudantes.

 ––General, yo no consentiría que os incomdaseis, si en efecto no tuviera necesidad dvuestra compañía; Pero como reconozco quesa compañía, me es, no sólo honrosa, sin

también necesaria, la acepto.

 –– ¿Queréis que llevemos alguna gente? –preguntó Monk a Athos.

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 ––Creo que es inútil, general, si vos mismno veis precisión en ello. Dos hombres y ucaballo bastarán para transportar los dos b

rriales a la falúa que me ha traído, pero senecesario minar, cavar, remover la tierra, patir piedras, y no contaréis con hacer ese trab jo vos mismo, ¿no es verdad?

 ––General, no es preciso ni minar ni cavar. tesoro está sepultado en la bóveda de los sepucros del convento, debajo de una piedra selladcon una anilla grande de hierro. Allí están colocados los dos barriles cubiertos con una capad

yeso, en la misma forma de un ataúd. Haademás, una inscripción que debe servirmpara reconocer la piedra; y como no quiero eun asunto de tanta delicadeza y confianzguardar secretos a Vuestro Honor, os diré esinscripción:

H ic jacet venerabi l is Pet rus Guillelmus Sco

Canon, H onorab. Conventus N ovi Castel l i . Ob

quar ta et decima die Feb. ann–– D om. M CCV N I

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Requiescat in pace.

Monk no perdía palabra, pues estaba admirdo, ya de la duplicidad maravillosa de es

hombre y de la manera superior con que representaba su papel, y a la buena fe con que prsentaba su petición, tratándose de un millóaventurado contra una puñalada en medio d

un ejército que hubiera considerado el robcomo una restitución.

 ––Está bien ––dijo––, os acompaño y considro tan maravillosa la aventura, que yo mismquiero llevar la antorcha que nos alumbre,

Diciendo estas palabras, se ciñó la espada púsose una pistola en el cinto, descubriendcon este movimiento que hizo entreabrir su jbón, los finos anillos de una cota de malla, detinada a ponerle a cubierto de la primera puñlada de un asesino.

Hecho lo cual, puso en su mano izquierda udirk escocés, y volviéndose hacia Athos:

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 –– ¿Estáis dispuesto, caballero? preguntó––Yo ya lo estoy. Athos, al contrario de lo quMonk acababa de hacer, puso su puñal sobre

mesa, desabrochó el cinturón de su espada, qupuso, al lado del puñal y, abriendo sin afetación alguna los broches de su jubón, compara buscar su pañuelo, enseñó debajo de sfina camisa de batista el pecho desnudo y s

armas ofensivas ni defensivas. ––He aquí un hombre extraño ––dijo Mon

para sí––, no lleva arma ninguna. Sin duda mprepara una emboscada.

 ––General ––dijo Athos como si hubiese advinado el pensamiento de Monk––, deseáis quvayamos solos, está muy bien; pero un gracapitán no debe jamás exponerse con teme

dad; es de noche, y el paso del pantano puedofrecer peligros, haced que os acompañen.

 ––Es verdad ––dijo.

Y llamando, Digby.

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más a propósito para el mayor efecto sobre unimaginación delicada y viva como la de AthoAthos sólo miraba a estos desolados lugare

Monk no miraba más que a Athos; a Athos, quclavando unas veces los ojos en el cielo, otras ela tierra, investigaba, pensaba y suspiraba.

Digby, a quien la última orden del general,

principalmente el acento con que la había dadle conmovió al principio, siguió unos veinpasos a dos nocturnos paseantes; mas habiédose vuelto el general, como sorprendido dque no se cumpliesen sus órdenes, el ayudan

de campo comprendió que era indiscreto y vovió a su tienda.

Supuso que el general quería hacer de incónito en su campo una de esas revistas de vig

lancia que todo buen capitán no deja de hacer víspera de un trance decisivo; en este caso sexplicaba la presencia de Athos, como un inferior se explica lo que es misterioso por parte dsu jefe. A thos podía ser, y, aun debía serlo a lo

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ojos de Digby, un espía cuyas noticias iban ilustrar al general.

Después de diez minutos de marcha o poc

menos entre las tiendas y los puestos avanzdos, entró Monk en una calzada estrecha qudividíase en tres brazos. La de la izquierdconducía al río, la de en medio a la abadía d

Newcastle sobre el pantano, y la de la derechatravesaba las primeras líneas del campamende Monk, esto es, las más inmediatas al ejércide Lambert.

A l otro lado del río había un puesto avanzadque pertenecía al ejército de Monk, que vigilabal enemigo y que se componía de ciento cincuenta escoceses. Habían pasado el Tweed nado, y en caso de ataque debían repasarlo d

mismo modo dando la alarma, mas como nhabía puente en este sitio, y como los soldadode Lambert no eran tan prontos en arrojarse agua como los de Monk, éste no parecía sengran sobresalto por esta parte.

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Del lado de acá del río, y a quinientos pasopoco más o menos del antiguo convento, teníalos pescadores su vivienda en medio de u

hormiguero de tiendas pequeñas levantadapor los soldados de los clanes vecinos que tenan consigo a sus esposas y a sus hijos.

Toda esta confusión ofrecía, a los rayos de

luna un golpe de vista sorprendente. La penumbra hacía más agradables sus detalles, y luz aduladora, que tan sólo se fija en la parbella de las cosas, hacía resplandecer el puntodavía intacto de los mohosos arcabuces, y

parte más blanca de cualquier pedazo de lienzMonk llegó, por tanto, con Athos, atravesa

do este paisaje sombrío iluminado por dos luces, la argentada de la luna y la rojiza de lo

moribundos fuegos, a la encrucijada que hemomencionado. A llí se detuvo, y dirigiéndose a scompañero:

 ––Caballero ––dijo––, ¿conocéis el camino?

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 ––General, si no me equivoco, la calzada den medio conduce recta a la abadía.

 ––Eso es; pero tendremos necesidad de lu

para guiarnos en el subterráneo.Monk se volvió.

 –– ¡Ah! Digby nos ha seguido, según parece–dijo––; tanto mejor, porque nos proporcionalo que necesitamos.

 ––En efecto, general, allá abajo hay un hombre que camina detrás de nosotros hace algútiempo.

 –– ¡Digby! ––exclamó Monk––. ¡Digby! Venacá.

Pero en lugar de obedecer, la sombra hizo u

movimiento de sorpresa; y, retrocediendo evez de avanzar, se agachó y desapareció por camada de guijo y arena de la izquierda, dirgiéndose hacia el alojamiento que se había dada los pescadores.

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 ––Parece que no es Digby ––dijo Monk.

Ambos habían seguido con la vista a la sombra que se había desvanecido; mas no era cos

tan rara el que un hombre rondase a las once dla noche por un campamento donde estabaacostados diez o doce mil; para que Athos Monk se sobresaltasen por aquella desap

rición. ––Ya que necesitamos un farol, una linterna

una luz cualquiera para ver dónde ponemos lopies, busquemos ese farol ––dijo M onk.

 ––El primer soldado que encontremos noalumbrará, general.

 ––No ––dijo Monk, para ver si había algunconnivencia entre el conde de la Fére y los pe

cadores––. No, desearía más bien a alguno desos marineros franceses que han llegado esnoche a venderme su pesca. Se marchan mañna y guardarán mejor el secreto; en tanto que se esparce el rumor en el ejército escocés, d

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que se buscan tesoros en la abadía de Newcatle, mis highlanders creerán que hay un millódebajo de cada losa, y no dejarán piedra sob

piedra en el edificio. ––Haced lo que queráis, general ––dijo Atho

con tono de voz tan natural, qué demostrabque pescador o soldado todo le era igual, y qu

no daba preferencia a ninguno.Aproximóse Monk a la calzada, detrás de

cual había desaparecido aquel a quién habtomado por Digby, y encontró una patrulla qudando vuelta a las tiendas caminaba hacia cuartel general; fue detenida con su compañerdijo el santo y seña, y siguió su camino. Un sodado que despertó, al ruido, se levantó para vlo que pasaba.

 ––Preguntadle dónde se hallan los pescador––dijo Monk a Athos––, pues si hago yo la prgunta me conocerá.

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Athos acercóse al soldado, quien le indicó tienda, adonde se dirigió con Monk.

Parecióle al general que en el momento e

que a ella se acercaba, una .sombra, igual a que ya había visto, deslizábase en la tiendpero al aproximarse más reconoció que se habengañado, porque todo el mundo dormía a

confundido, y sólo se veían piernas y brazoentrelazados:

Temiendo Athos que se le supusiera en conivencia con alguno de sus compañeros, squedó fuera de la tienda.

 –– ¡Hola! ––dijo Monk en francés––. Despetad.

Dos o tres dormilones se incorporaron.

 ––Necesito un hombre que me alumbre –continuó Monk, y montaraces de Escocia.

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Todo el mundo hizo un movimiento, ya incorporándose, ya levantándose del todo. El jese había levantado el primero.

 ––Vuestro honor puede contar con nosotros–dijo con voz que hizo temblar a Athos–¿Dónde se habrá de ir?

 ––Ya lo veréis. ¡Un farol! ¡Vamos, pronto!

 –– ¿Desea Vuestro Honor que sea yo mismquien le acompañe?

 ––Tía o cualquier otro; lo que deseo es quuno me alumbre.

 ––Es extraño ––pensó Athos––. ¡Qué voz taextraña la de ese pescador!

 –– ¡Eh! ¡Vosotros, fuego! ––gritó el pescador–

, ¡Vamos!Y dirigiéndose al que tenía más cerca de su

compañeros, le dijo en voz baja:

 ––Alumbra tú, Menneville, y está dispuesto

todo.

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Un pescador hizo saltar chispas de una pidra, cogió un trozo de yesca, y con el auxi lio duna pajuela encendió una linterna. La lu

alumbró de pronto toda la tienda. –– ¿Estáis dispuesto, caballero? ––dijo Monk

Athos, que volvió el rostro para no exponerlola claridad de la luz.

 –– ¡Sí, general! ––; respondió. –– ¡Ah! ¡El caballero francés! ––dijo en vo

muy baja el jefe de los pescadores––. ¡Diantr¡Buena idea he tenido en encargarte la co

misión, Menneville, pues podría conocerme mí! ¡A lumbra, alumbra!

Estas palabras fueron dichas en el fondo de tienda y en voz tan baja que Monk no pudo o

ni una sílaba, a más de que hablaba con AthosMenneville preparábase en todo este tiemp

o más bien, recibía las órdenes de su jefe.

 –– ¿Vamos? ––dijo Monk.

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––Aquí estoy, general–– repuso el pescdor.

Monk, Athos y el pescador salieron de

tienda. –– ¡Es imposible! ––murmuró A thos––. ¡Esto

soñando!

 ––Ve delante por la calzada de en medio y etira las piernas ––dijo Monk al pescador.

Aunque habían andado veinte pasos, cuandla misma sombra que, al parecer había entraden la tienda, salía de ella arrastrándose hasta lopilotes, y, protegida por la especie de parapecolocado en, los alrededores de la calzada, observaba la marcha del general.

Los tres desaparecieron en la bruma, cam

nando hacia Neweastle, cuyas piedras ya sdistinguían blancas como sepulcros.

Después de haber descansado algunos segdos bajo el pórtico, penetraron en el interior. L

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puerta había sido rota a hachazos: Una guardde cuatro hombres do––mía tranquilamente euna hondonada, en la certeza de que el ataqu

no podía verificarse por aquella parte. –– ¿No os estorbarán estos hombres? pr

guntó Monk a Athos.

 ––Al contrario, señor; ayudarán a conduc

los barriles, si Vuestro Honor lo permite. ––Tenéis razón.

Por más dormida que estuviera la guardia, sdespertó a los primeros pasos de los visitantepor entre los espinos y hierbas que invadían pórtico. Dio M onk el santo y seña y entró en interior del convento, siempre precedido de sfarol. Iba detrás, vigilando hasta el menor mo

vimiento de Athos, con el puñal desnudo debajo de la manga y resuelto a sepultarle en el cotado del caballero al primer gesto sospechosque le viese hacer. Pero Athos atravesó las salay los patios con paso firme.

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No había puertas ni ventanas en este edificiAquéllas habían sido quemadas, algunas en smismo sino, y, sus trozos aun estaban agri

tados por la acción del fuego, que se había apgado solo, impotente sin duda para penetrahasta lo último en aquellas macizas junturas dencina unidas con clavos de hierro. En cuantolas ventanas, todos los vidrios estaban rotos,

veíanse huir por los agujeros los pájaros noturnos que espantaba la luz del farol. Algunogigantescos murciélagos empezaron a trazar ederredor de los dos importunos sus vastos

silenciosos círculos, mientras que en la luz etendida sobre las altas paredes de piedra sveían vacilar sus sombras. Este espectáculo etranquilizador para razonadores y Monk dedujo que no había ningún hombre en el convent

puesto que aún estaban en él los animales ferces y huían a su aproximación.

Después de haber franqueado los escombroy arrancado alguna que otra hiedra que estab

como de guardián de la soledad, llegó Atho

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alas bóvedas situadas debajo del salón, pecuya entrada daba a la capilla. Allí se detuvo.

 ––Ya hemos llegado, General –– murmuró.

 –– ¿Es esta la losa?

 ––Sí.

 ––Efectivamente, reconozco la ani lla; pero e

tá empotrada en tierra. ––Será necesario una palanca.

 ––Eso es fácil de encontrar. Mirando en drredor suyo, Athos y Monk vieron un pequeñ

fresno de tres pulgadas de diámetro, que habarraigado en un ángulo del muro, subiendhasta una ventana cegada por las ramas.

 –– ¿Tienes un cuchi llo? ––preguntó Monk

pescador. –– Sí, señor.

 ––Pues corta ese árbol.

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El pescador obedeció, pero no sin que su mchete quedara mellado. Guando estuvo cortadel fresno y en forma de palanca, los tres hom

bres penetraron en el subterráneo. ––Permanece aquí––dijo Monk al pescado

designándole un rincón de la cueva––; tenemoque desenterrar pólvora y sería peligroso

farol.El hombre retrocedió con una especie de t

rror y se colocó en el sitio que le habían desinado, mientras Monk y Athos daban vuelta una columna, a cuyo pie, por un respiraderpenetraba un rayo de luna reflejado precisamente por la piedra que el conde de la Fère venía a buscar desde tan lejos.

 ––Ya estamos aquí ––dijo Athos, indicando general la inscripción latina.

 ––Sí ––dijo Monk.

Pero, como si todavía quisiese dejar al francé

un medio evasivo:

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 –– ¿No notáis ––prosiguió–– que ya hapenetrado en esta cueva y que han sido rotamuchas estatuas

 ––Milord, seguramente habréis oído decque el respeto religioso de vuestros escocesequiere que las estatuas de los muertos guaden los objetos preciosos que han podido p

seer durante su vida. De modo que los solddos han debido pensar que bajo el pedestal dlas estatuas que adornaban a la mayor parde estos sepulcros se ocultaran tesoros, y poeso han destruido los pedestales. Pero

tumba del venerable canónigo, en la cual tnemos que hacer, no se distingue por ningúmonumento; es sencilla, y ha estado protegda por el miedo supersticioso, que siemphan tenido vuestros puritanos al sacrilegio; siquiera se ha desprendido un trozo de mampostería.

 ––Es cierto ––dijo Monk. Athos tomó la planca.

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 –– ¿Queréis que os ayude? ––dijo Monk.

 ––Gracias, milord; no quiero que VuestHonor ponga mano en una obra de la que t

vez no querría tomar la responsabilidad si conociese sus consecuencias probables.

Monk alzó la cabeza.

 –– ¿Qué decís, caballero? ––preguntó.

 —Quiero decir... Pero ese hombre.

 ––Esperad ––dijo Monk––; entiendo lo quteméis, y voy a hacer una prueba.

Entonces se volvió hacia el pescador, cuyperfil se veía iluminado por el farol.

 –– ¡Come here, friend! ––––dijo con acento dmando.

El pescador no se movió.

 ––Está bien ––––continuo––, no sabe ingléHabladme, pues, inglés, si queréis, caballero.

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 ––Milord ––respondió Athos––, muchas veche visto en circunstancias a hombres que hatenido sobre sí mismos el poder de no re

ponder una pregunta hecha en lengua qucomprendían. Quizá el pescador sea más lisde lo que creemos. Os suplico que lo despidáis

No hay duda ––pensó Monk que desea t

nerme solo en esta cueva. No importa, sigamohasta el fin; un hombre vale tanto como otro, estamos solos...

 ––Amigo mío ––dijo Monk al pescador––, sbe esa escalera que acabamos de bajar, y cuidde que nadie venga a interrumpirnos.

El pescador hizo un ademán para obedecer.

 ––Déjate ahí el farol ––dijo Monk––, porqu

denunciaría tu presencia y podría valerte algúmosquetazo extraviado.

El pescador pareció apreciar el consejo, puedejó el farol en el suelo y desapareció bajo

bóveda de la escalera.

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Monk cogió el farol y lo puso al pie de la clumna.

 ––Vamos ––dijo––, ¿con que hay dinero ocu

to en ese sepulcro? ––Sí, milord y dentro de cinco minutos n

dudaréis de ello.

Al mismo tiempo descargó Athos un golpviolento sobre la tapa del sepulcro.

 –– Ven aquí, amigo…, yeso, que se rajó prsentando una grieta a la punta de la palancAthos introdujo el alzaprima en aquella griety pronto cedieron trozos enteros de yeso, levatándose como losas redondas. Entonces, el code de la Fère cogió las piedras y las separó cosacudidas de que no se hubiera creído capaz

hombre de manos tan delicadas. ––Milord ––dijo Athos––, ya veis la mampo

tería de que he hablado a Vuestro Honor.

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 ––Sí, pero todavía no veo los barriles––diMonk.

 ––Si yo tuviese un puñal ––dijo A thos mira

do en derredor suyo muy pronto los veríaimilord. Desgraciadamente, he olvidado el men la tienda de Vuestro Honor.

 ––De buena gana os ofrecería el mío ––di

Monk––, mas su hoja me parece demasiadfrágil para el objeto a que la destináis.

Athos buscó en derredor suyo un objeto cuaquiera que pudiera reemplazar el arma qu

deseaba.Monk no perdió ni uno de los movimiento

de sus manos ni una de las expresiones de suojos.

 –– ¿Por qué no pedís un cuchillo al pescado––preguntó Monk––. Él tenía un machete.

 –– ¡Ah! Es verdad ––contestó Athos––; de se sirvió para cortar el árbol.

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Y se aproximó a la escalera.

 ––Amigo ––dijo al pescador––, hacedme el fvor de vuestro machete, lo necesito.

El arma al caer resonó en la escalera.

 ––Tomad ––dijo Monk––; es un instrumentsólido, por lo que veo, y una mano firme puedsacar de él buen partido.

Athos pareció no dar a las palabras de Monsino el sentido natural y sencillo con que debíaser oídas y entendidas. Tampoco observó, o menos pareció no notar, que cuando volvhacia Monk, éste se echó atrás, llevando, smano izquierda a la pistola; en la derecha empuñaba ya su dirk. Púsose, pues, a su obrdando la espalda a Monk y entregándole s

vida sin defensa posible. Golpeó por algunosegundos con tal destreza y precisión sobre yeso intermediario, que rompió la capa en dopedazos, y entonces pudo ver el general los do

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barriles, uno junto a otro, y cuyo peso los matenía inmóviles en su envoltura gredosa.

 ––Milord ––observó Athos––, ya veis que n

me habían engañado mis presentimientos: ––Sí, caballero ––dijo Monk––, y debo cre

que ya estáis satisfecho, ¿no es verdad?

 ––Indudablemente; la pérdida de este dinerme hubiera sido en extremo sensible; pero yestaba cierto de que Dios, que protege las bunas causas, no habría permitido que se perdieseste oro que debe hacerle triunfar.

 ––Por mi fe ––dijo Monk––, que sois tan miterioso en vuestras palabras como en vuestraacciones, caballero. Ahora poco no os comprendí cuando me dijisteis que no querías de

cargar sobre mí la responsabilidad de la obque realizábamos.

 ––Tenía razón en decir eso, milord.

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 ––Y ahora, me habláis de la buena caus¿Qué entendéis por la buena causa? Cinco seis causas defundemos en este momento en I

glaterra, y ello no impide que cada uno consdere la suya, no sólo como la buena, sino comla mejor: ¿Cuál es la vuestra, caballero? Hablafrancamente, y veamos si sobre ese punto, cual parece que dais gran importancia, somo

del mismo parecer.Athos fijó en Monk una de esas miradas pr

fundas que parecen desafiar al que van dirigdas, a que oculte uno sólo de sus pensamiento

y levantando en seguida su sombrero empezcon voz solemne, mientras su interlocutor, couna mano en el rostro, abarcaba barba y bigotal propio tiempo que su mirada vaga y melacólica erraba por las profundidades del subterráneo.

XXVI

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CORAZÓN Y CABEZA

––Milord ––dijo el conde de la Fère––, sois unoble inglés y un hombre leal, y habláis a unoble francés, a un hombre de corazón. El orcontenido en estos dos barriles os he dicho qume pertenecía, mas he dicho mal; ésta es

primera mentira que en mi vida he dicho, pementira momentánea; ese oro es propiedad drey Carlos II, desterrado de su patria, echado dsu palacio, huérfano a la vez de padre y dtrono, y privado de todo, aun de la triste ventura de besar de rodillas la piedra donde la mande sus asesinos escribió este sencillo epitafique eternamente clamará venganza contra ello“ Aquí yace el rey Carlos I” .

Monk palideció, y un imperceptible escalofrarrugó su cutis y erizó su bigote carp.

 ––Yo ––continuó Athos––, yo, el conde de Fère; el único, el último leal que queda al pob

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príncipe abandonado, le he ofrecido venir ebusca del hombre de quien depende hoy suerte de la realeza en Inglaterra; y he llegado

me he presentado a las miradas de este hombry entregándome desnudo y desarmado en sumanos y diciéndole Milord, éste es el único recurso de un príncipe a quien Dios hizo vuestamo y su nacimiento vuestro rey; de vos, de vo

sólo dependen su vida y su porvenir. ¿Queráemplear este dinero en consolar a Inglaterra dlos males que ha debido experimentar duranla anarquía, esto es, queréis ayudar, o, si n

ayudar, dejar obrar, al menos al rey Carlos IVos sois el amo, vos sois el rey, amo y rey tdopoderoso, porque la casualidad deshace agunas veces la obra de los tiempos y de DioEstoy sólo con vos, milord; si mi complicidad o

pesa, armado estáis, y he aquí un sepulcabierto ya; si, por el contrario, el entusiasmo dvuestra causa os embriaga, si sois lo que parecéis, si vuestra mano obedece en cuanto emprende a vuestra inteligencia, y vuestra inte

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gencia a vuestro corazón, ved el medio de peder para siempre la causa de vuestro adversarCarlos Estuardo. Matad al hombre que tenéis

la vista, porque este hombre no volverá hacaquél que le ha enviado, sin llevarle el depósitque le confió Carlos I, su padre, y guardad oro, que puede aprovecharos para mantener guerra civil. ¡Ah! Milord, tal es la condició

fatal de este príncipe desventurado. Necesicorromper o matar, porque todo le resiste, todle rechaza, toda le es hostil, y no obstante, esmarcado con el sello divino, y es preciso, pa

no desmentir su sangre, que suba al trono o qumuera sobre el sagrado suelo de la patria. Mlord, ya me habéis entendido. A cualquiera otque no fuese el hombre ilustre que me escuchle hubiera dicho: Sois pobre, el rey os ofrece es

millón como aras de una venta inmensa; tomadlo, y servid a Carlos II como yo he servida Carlos I, y estoy seguro de que Dios, que nooye, que nos ve y que lee en vuestro corazócerrado a todas las miradas humanas, os da

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una vida eterna y venturosa, después de unmuerte dichosa. Pero al general Monk, al hombre ilustre cuya altura creo haber medido,

digo: Milord, hay para vos en la historia de lopueblos y de los reyes un puesto brillante, ungloria inmortal, que nunca, perece, si sólo, sotro interés que el bien de vuestro país y amor a la justicia, os hacéis el sostén de vuest

rey. Muchos otros han sido conquistadores usurpadores gloriosos; vos, milord, os habrécontentado con ser el más virtuoso y el máíntegro de los hombres. Habréis tenido un

corona en vuestras manos, y, en vez de ceñirlavuestra frente, la habréis puesto sobre la cabezde aquél para quien fue hecha. ¡Oh! Milorobrad así, y legaréis a la posteridad el mas evidiado nombre que una criatura humana pu

da enorgullecerse de llevar.Athos calló. En todo el tiempo que estuv

hablando el noble caballero, Monk no habdado signo alguno de aprobación o desaprob

ción apenas, durante aquella alocución vehe

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mente, se habían animado sus ojos con el fuegque indica la inteligencia. El conde de la Fère miró tristemente, y, viendo aquel rostro tac

turno, sintió penetrar el desfallecimiento en scorazón. Por último, Monk pareció animarse, rompiendo el silencio:

 ––Señor ––dijo con voz dulce y grave––, vo

para contestares, a servirme de vuestras propiapalabras. A cualquiera otro que no fueses vorespondería con la expulsión, la prisión, o coalgo peor. Porque me tentáis y me violentáisla vez. Pero sois uno de esos hombres, caballe

ro, a quien no pueden negarse las consideracines que merece: sois un valiente gentilhombrseñor, yo os lo digo, y sé lo que digo. Me hablbais hace poco de un depósito; que os transmtió el difunto rey para su hijo: ¿sois acaso unde aquellos franceses que, como he oído decquisieron salvar a Carlos en White Hall?

 ––Sí, milord, yo era quien estaba debajo dpatíbulo durante la ejecución, yo, que n

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habiendo podido librarle, recibí en mi frente sangre del rey mártir, y al mismo tiempo la útima palabra de Carlos I; a mí fue a quien di

Remember!, y al decirme ¡Acuérdate!, aludía dinero que tenéis a los pies, milord.

 ––Mucho he oído hablar de vos, caballero –dijo Monk––; pero soy feliz en haberos aprecia

do por mi propia inspiración y no por mis rcuerdos. Os daré, por tanto, explicaciones quno he dado a nadie, y apreciaréis así la distición que hago entre vos y las personas que hata hoy me han enviado.

Athos inclinóse, disponiéndose a recoger ávdamente las palabras que caían una a una de boca de Monk, palabras raras y preciosas comel rocío en el desierto.

 ––Me habláis ––dijo Monk–– del monarcCarlos II; pero, decidme, caballero, ¿qué mimporta ese fantasma de rey? Yo he envejeciden la guerra y en la política, tan estrechamen

unidas en el día que todo hombre de arm

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debe combatir en virtud de su derecho o de sambición, con un interés personal, y no ciegmente detrás de un oficial, como en las guerra

ordinarias. Yo, tal vez no deseo nada; pero temo mucho. De la guerra depende hoy la libetad de Inglaterra, y tal vez la de todo inglé¿Por qué queréis que libre en la posición qume he creado, vaya a dar la mano a los hierro

de un extranjero? Carlos no es más que espara mí. Aquí ha dado combates y los ha pedido, lo cual prueba que es mal Capitán, nadha logrado en ninguna negociación, luego es u

mal diplomático. Ha llevado su miseria a todalas cortes de Europa, luego es un corazón déby pusilánime. Nada de noble, nada de grandnada de fuerte ha salido aún de ese genio quaspira a gobernar uno de los más grandes im

perios de la tierra. No conozco, pues, a Carlosino bajo malos aspectos, ¿y queréis que yhombre de buen sentido, fuera a hacerle desiteresadamente el esclavo de una criatura que einferior a mí en capacidad militar, en política;

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en dignidad? No, caballero; cuando una acciógrande y noble me haya enseñado a apreciar Carlos, reconoceré tal vez sus derechos a u

trono del cual arrojamos al padre, porque ntenía las virtudes que también faltan a su hijpero hasta hoy, en punto a derechos, no reconozco más que a los míos. La Revolución me hhecho general; mi espada me hará Protector,

quiero. Que Carlos se presente y tome parte eel concurso abierto al genio, y sobre todo, quse acuerde que pertenece a una raza a la cual sexigirá más que a cualquiera otra. Así, señor, n

hablemos más; no rehúso ni acepto, me reservy espero.

Athos sabía que Monk estaba demasiado bieinformado de todo lo relacionado con Carlos para llevar más lejos la discusión. No era aquélla la ocasión ni el lugar.

 ––Milord ––dijo––, sólo me resta daros lagracias.

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 –– ¿Y de qué, caballero? ¿De que me habéjuzgado bien, y de que he obrado según vuestjuicio? ¡Oh! ¿Vale eso la pena? Ese oro que va

a llevar al monarca Carlos, va a servirme dprueba con respecto a él, viendo lo que hacSin duda formaré una opinión que hoy no tego.

 ––Sin embargo, ¿no teme Vuestro Honocomprometerse, permitiendo salir de aquí uncantidad destinada a servir a las armas de senemigo?

 –– ¿Mi enemigo decís? ¡Qué! Caballero, yno tengo enemigos. Yo estoy al servicio dParlamento, que me ordena combatir al genral Lambert y al rey Carlos, que son sus enmigos y no los míos. Si el Parlamento me o

denase empavesar el puerto de Londres, renir a los soldados en la ribera, y recibir al mnarca Carlos II.

 –– ¿Obedeceríais? ––exclamó Athos co

gozo:.

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 ––Perdonadme ––dijo Monk sonriendo–¿Qué iba a hacer yo, una cabeza llena de canas¿En qué estaba pensando? Iba a decir una loc

ra de joven. ––Entonces, ¿no obedeceríais? –– dijo Athos.

 ––Tampoco, digo eso, caballero; antes que tdo, el bien de mi patria. El cielo, que ha tenido

bien darme la fuerza, ha querido sin duda qula tuviese para el bien de todos, y al mismtiempo me ha dado el discernimiento. Si el Palamento me mandase una cosa semejante, reflxionaría.

La frente de Athos se obscureció.

––Vamos ––dijo––––, conozco claramente quVuestro Honor no está dispuesto a favorecer

rey Carlos II. ––Siempre sois vos quien pregunta, seño

conde, y yo lo haré a mi vez, si no lo lleváismal.

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 ––Hacedlo, señor, y Dios os inspire la idea dresponderme tan francamente como yo os cotestaré.

 ––Cuando hayáis llevado ese millón a vuestpríncipe, ¿qué consejo le daréis?

Athos fijó en Monk una mirada orgullosa.

 ––Milord ––dijo––, con ese millón que otroemplearían quizá en negociar, yo quiero acosejar al rey que levante dos regimientos, quentre por Escocia, pacificada por vos, y que dal pueblo las franquicias que la Revolución

había prometido y que no ha alcanzado. Laconsejaré mandar en persona este pequeñejército que irá engrosando, creedme, y que sdeje matar con el estandarte en la mano y espada en la vaina, exclamando: “ ¡Ingleses! Ysoy el tercer rey de mi raza a quien matáis; tmed a la justicia de Dios.”

Monk bajó la cabeza y reflexionó un mometo.

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 ––Y si lo consiguiese ––dijo––––, lo cual es iverosímil, aunque no imposible, porque todo eposible en este mundo, ¿qué le aconsejaríais?

 ––Que pensara que por la voluntad de Diohabía perdido la Corona; pero que la había recobrado por la buena voluntad de los hombres

Una sonrisa irónica pasó por los labios d

Monk. ––Desgraciadamente, caballero –– ––dijo–

los reyes no saben seguir un buen consejo.

 –– ¡Ah! Milord, Carlos II no es un rey –repuso Athos sonriendo, pero con otra exprsión que la de Monk.

 ––Vamos, abreviemos, señor conde... Es évuestro deseo, ¿no es cierto?

Athos se inclinó.

 ––Voy a dar orden para que transporten esodos barriles donde gustéis. ¿Dónde vivís, caba

llero?

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 ––En un pueblecillo que hay en la embocadra del río.

 –– ¡Ah! Lo conozco; compónese de cinco

seis casas. Ciertamente. Yo habito la primerque también la ocupan dos constructores dredes, en cuya barca he venido a tierra.

 –– ¿Y vuestro buque, caballero?

––Mi buque está anclado a un cuarto dmilla, y me espera.

 –– ¿No pensáis partir al instante?

 ––Milord, procuraré otra vez convencer Vuestro Honor.

 ––No lo alcanzaréis ––replicó Monk––; –– pro importa que salgáis de Newcastle sin deja

de vuestro paso la menor sospecha que puedperjudicaros o perjudicarme. Mis oficiales sponen que Lambert me atacará mañana. Ygarantizo; por el contrario, que no se moverporque en mi concepto es imposible. Lambe

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manda un ejército sin principios homogéneos,no hay ejército posible de dirigir con elementosemejantes. Yo he enseñado a mis soldados

subordinar mi autoridad a algo superior, lo cuhace que a mi lado, en derredor mío, sobre mípor bajo de mí, siempre vean alguna otra cosResulta de aquí, que, si yo muriera, lo cupuede suceder, mi ejército no se desmoralizar

inmediatamente; resulta también, que si quisira ausentarme; pongo por caso, como sucedeveces; no habría en mi campamento el menoasomo de inquietud o desorden. Soy el imán,

fuerza natural de los ingleses. Lambert manden este momento dieciocho mil desertores; penada he hablado de esto a mis oficiales, compodréis conocer. Nada es más provechoso a uejército que el sentimiento de una batal

próxima, pues todo el mundo vigila y se guada. Digo esto para que viváis con toda segudad. No os apresuréis, por tanto, a pasar el mapues de aquí a ocho días habrá algo de nuevbien la batalla, bien el acomodamiento. Ento

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ces, como me habéis creído hombre de bien confiado vuestro secreto, por lo cual tengo qudaros las gracias, iré a visitaros donde mandéi

No os marchéis, pues, antes de avisarnos; oreitero esta invitación.

 ––Os lo prometo, general ––dijo Athos coalegría tan grande que a pesar de toda su c

cunspección, no pudo menos de dejar brillauna chispa en sus ojos.

Monk la sorprendió y apagóla en el misminstante con una de sus mudas sonrisas qucortaban siempre en sus interlocutores el camno que creían haber abierto en su ánimo.

 ––De suerte, milord ––dijo Athos––, ¿qué soocho días los que me fijáis?

 ––Ocho días, caballero. –– ¿Y qué haré en esos ocho días?

 —Si hay batalla, ruego os quedeis lejos. Sque los franceses son muy dados a estas cl

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ses de diversiones; querríais ver cómo nos btimos, y podría tocaros alguna bala perdidnuestros escoceses tiran muy final, y yo n

quiero que un excelente caballero como vovuelva herido a tierra de Francia. No quieren fin, verme obligado a enviar yo mismo vuestro príncipe su millón, porque entoncediríase, y con alguna razón, que yo pagaba

pretendiente para que guerrease contra Parlamento. Con que, señor, a lo convenido.

 –– ¡Ah, milord! ––exclamó Athos––. ¡Qué vetura sería para mí haber penetrado el prime

en el noble corazón que late bajo esa capa! ––Luego creéis, indudablemente, que yo te

go secretos ––dijo Monk sin cambiar la exprsión medio jocosa de su rostro––. ¡Ah, caballer

¿Qué secreto queréis que haya en la hueca cbeza de un soldado? Mas acercándose a la esclera–– ¡Eh!, es ya tarde y se apaga el farol; llamemos a nuestro acompañante. ¡Hola! ––griMonk en francés, pescador!

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Adormecido el pescador por la frescura de noche, respondió con voz ronca preguntandqué querían.

 ––Ve al cuerpo de guardia ––dijo Monk––, di al sargento de parte del general Monk, quvenga al momento.

Era ésta una comisión fácil de desempeña

porque el sargento, puesto en cuidado por presencia del general en la abadía desierta, shabía aproximado poco a poco, y sólo distabunos, pasos del pescador.

La orden del general la recibió directamentecorrió.

 –– Toma un caballo y dos hombres ––le diMonk.

 –– ¿Un caballo y dos hombres? ––repitió sargento.

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 ––Sí ––repuso Monk––. ¿Tienes algún medde hacerte con un caballo con albarda y banatas?

 ––Sin duda, a cien pasos de aquí, en el campde los escoceses.

––Está bien.

 –– ¿Qué haré del caballo, general?

 –– Escucha.

El sargento bajó tres o cuatro escalones que separaban de Monk, y se presentó bajo la bóv

da. –– ¿Ves ––le dijo Monk––, allá, donde está e

caballero?

 ––Sí, mi general

 –– ¿Distingues esos dos barriles?

 ––Perfectamente.

 ––Son dos barriles que contienen uno pólvo

y el otro balas; quisiera hacerlos transportar

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pueblo que está en la ribera, y que mañanpienso hacer ocupar por doscientos mosqueteComprenderás que la comisión es secreta, pue

es un movimiento que puede decidir el éxito dla batalla.

 –– ¡Oh! Mi general ––murmuró el sargento.

 –– ¡Bien! Haz que aten los dos barriles sob

el caballo, y dales escolta tú y dos hombres hata la casa de este caballero, que es amigo míPero, comprende, que no lo sepa nadie.

 ––Si conociera un camino pasaría por el pa

tano ––dijo el sargento. ––Yo conozco uno ––dijo Athos––; no es a

cho, pero sí sólido, porque está construido sobre pilotes, y con precaución l legaremos.

 ––Haz lo que este caballero te mande ––diMonk.

 –– ¡Oh! ¡Caracoles, cómo pesan los barriles! –dijo el sargento pretendiendo levantar uno.

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 ––Pesan cuatrocientas libras cada uno, si cotienen lo que deben contener, ¿no es así, cabllero?

 ––Poco más o menos ––contestó Athos.El sargento fue a buscar el caballo y los hom

bres. Monk, que quedó solo con Athos, afecno hablar ya sino de cosas indiferentes, obse

vando al mismo tiempo el subterráneo. Peroyendo en seguida los pasos del caballo.

 ––Os dejo con vuestras gentes, caballero –dijo––, y regreso al campamento. Estáis en se

guridad. –– ¿Os volveré a ver, milord? –– preguntó A

hos.

 ––Ciertamente, señor, y con mucho gusto.

 –– ¡Ah, milord, si quisieseis! –– murmuró Ahos.

 –– ¡Silencio caballero! Hemos convenido qu

no hablaremos más de eso. Saludando al cond

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subió, cruzándose en medio de la escalera colos que bajaban. Aun no había andado veinpasos fuera de la abadía, cuando se oyó un s

bido lejano y prolongado.Monk aplicó el oído, pero, no viendo ni oye

do nada prosiguió su camino. Entonces sacordó del pescador y le buscó con la vista, p

ro había desaparecido. Si, no obstante, hubiemirado con más atención, habría visto aquhombre doblado en dos, deslizándose comuna serpiente a lo largo de las piedras y pediéndose en medio de la bruma que rasaba

superficie del pantano. Igualmente habría visttratando de penetrar en esa bruma, un espectáculo, que hubiera llamado su atención, la arboladura de la barca del pescador que había mdado de sitio, y que se encontraba ahora muchmás cerca de la orilla del río.

Pero Monk no vio nada, y creyendo que nadhabía que temer, entró en la calzada desierque conducía a su campamento. Entonces fu

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cuando la desaparición del pescador le parecextraña, y cuando una sospecha, real empezófatigar su inteligencia. Acababa de poner a la

órdenes de Athos la única guardia que podprotegerle, y había de atravesar una milla dcalzada para llegar a su tienda.

La niebla subía con tal intensidad que apena

podían divisarse los objetos a diez pasos ddistancia. Monk creyó oír entonces como el rudo de un remo que batía sordamente a su derecha en el pantano.

 –– ¿Quién vive? ––gritó. Pero nadie respodió.

Entonces montó la pistola, empuñó la espady aceleró el paso sin querer llamar a nadie. Esllamamiento, cuya urgencia no era absoluta, parecía indigno de un hombre como él.

XXVII

EL DÍA SIGUIENTE POR M AÑANA

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Eran las siete de la mañana: los primeros abores del día ––iluminaban los pantanos, en lo

que se reflejaba el sol como una bala encendidcuando Athos, despertando y abriendo la ventana de su aposento que daba a la orilla del rídistinguió a quince' pasos de distancia, aprox

madamente, al sargento y a los hombres que habían acompañado la víspera, y que, despuéde haber depositado los barriles en su cashabíanse vuelto al campamento por la calzadde la derecha.

¿Por qué regresaban estos hombres despuéde haberse marchado al campamento? Tal era pregunta que acudió a la imaginación de Atho

El sargento, con la cabeza alzada, parecía acchar el instante en que apareciese el caballepara interpelarle: Asombrado Athos de econtrar allí a quien había visto marchar la vípera, no pudo menos de demostrar su asombro

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 ––No tiene nada de extraño, caballero ––diel sargento––, porque ayer me mandó el generque velara por vuestra seguridad, y debí obe

decer la orden. –– ¿Está el general en el campamento? –

preguntó Athos.

 –– ¿Por qué no? ¿No le dejasteis ay

cuando se marchaba? ––Pues bien, esperadme; voy allá para da

le cuenta de la fidelidad con que habéis deempeñado vuestro encargo, y a fin de toma

mi espada, que dejé ayer sobre una mesa. ––Me alegro mucho ––dijo el sargento––, po

que iba a suplicaros lo mismo.

Athos creyó observar cierto aire de bonda

equívoca en el rostro del sargento; pero la avetura del subterráneo podía haber excitado scuriosidad de este hombre, y no era raro, en tcaso, que dejase ver en su semblante algo de lo

sentimientos que agitaban su ánimo.

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Athos cerró cuidadosamente las puertas, confió las llaves a Grimaud, que había escogidsu domicilio bajo el mismo colgadizo que co

ducía a la bodega donde estaban encerrados lobarriles. El sargento escoltó al conde de la Fèhasta el campamento. Allí, otra guardia esperba y relevó a los cuatro hombres que habíaconducido a Athos.

Esta nueva guardia era mandada por el aydante de campo Digby, el cual, durante el trayecto, clavó sobre Athos unas miradas tan poctranquilizadoras, que el francés se preguntó d

dónde provenía aquella vigilancia y severidacuando la víspera lo habían dejado completmente libre.

Prosiguió, pues, su camino hacia el cuart

general, encerrando en sí mismo las observciones que le obligaban a hacer los hombres las cosas. En la tienda del general, donde fuintroducido la víspera, halló a tres oficiales speriores, que eran el lugarteniente de Monk

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dos coroneles. Athos reconoció su espada, quaún estaba sobre la mesa del general, en mismo puesto en que la había dejado.

Ninguno de los oficiales había visto a Athoy ninguno, por tanto, le conocía.

Entonces le preguntó el lugarteniente dMonk si era el mismo caballero con quien

general había salido de la tienda. ––Sí, señor ––contestó el sargento––, el mism

es.

 ––Pero yo no lo niego, me parece ––dijo Athocon altivez––; y ahora, señores, permitidme odiga a qué vienen todas esas preguntas, y pricipalmente algunas explicaciones sobre el toncon que las hacéis.

 ––Caballero ––dijo el lugarteniente—, hacemos estas preguntas es porque tenemoderecho, y si las hacemos con ese tono es poque ese tono conviene a la situación, creedme.

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 ––Señores ––dijo Athos––, vosotros no sabéquién soy yo pero lo que debo manifestaros eque aquí no reconozco a nadie por mi igual má

que al general Monk. ¿Dónde está? Que mlleven a su presencia, y si él tiene alguna prgunta que dirigirme, yo le responderé, y creque quedará satisfecho. Lo repito, señore¿dónde está el general?

 –– ¡Pardiez! ¡Vos lo sabéis mejor que nostros! ––dijo el lugarteniente.

 –– ¿Yo?

 ––Sí, Vos. ––Señor ––dijo Athos––, no os comprendo.

 ––––Vaina comprendedme; mas primehablad más bajo. ¿Qué os dijo ayer el general?

Athos sonrió desdeñosamente.

 ––No hay _que sonreírse exclamó uno de locoroneles con fogosidad––, se trata de respo

der.

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 ––Y yo, señores, os aseguro que no os reponderé sino en presencia del general.

 ––Pero vos sabéis muy bien ––dijo el mism

coronel que ya había hablado––, que pedís uimposible.

 ––Van ya dos veces que se me da esa rara repuesta al deseo, que manifiesto ––repuso A

hos––. ¿Está ausente el general?Esta pregunta fue hecha con tan buena fe,

con aire de tan cándida sorpresa, que los treoficiales se echaran una mirada entre sí, y

lugarteniente tomó la palabra por una especde convenio tácito de los otros dos oficiales.

 ––Caballero ––dijo––, ¿no os dejó ayer el gneral en los límites del monasterio?

 ––Sí, señor.

 ––Y fuisteis...

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 ––No soy yo quien debe contestaros, sino loque me acompañaron. Fueron vuestros solddos, preguntadles.

 ––Pero, ¿y si nos parece bien interrogaros? ––Entonces me parecerá bien contestaros qu

aquí no conozco a nadie más que al general que sólo a él contestaré.

 ––Bueno, caballero; pero como nosotros smos los amos, nos constituiremos en Consejo dguerra, y cuando estéis ante los jueces será prciso que respondáis.

El semblante de Athos sólo expresó la sorprsa y el desdén, en vez del terror que pensabaleer en él los oficiales después de esta amenaza

 –– ¡Jueces escoceses o ingleses, a mí, súbdi

del rey francés, colocado bajo la salvaguarddel honor británico! ¡Estáis locos, señores! –dijo Athos encogiéndose de hombros.

Los oficiales se miraron de nuevo.

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 ––Según eso, caballero, ¿no sabéis dónde esel general?

 ––Ya os he respondido a eso, caballero.

 ––Sí, pero habéis contestado algo increíble.

 ––Y, sin embargo, es cierto, señores; las gentde mi condición no mienten por regla generaSoy gentilhombre, y cuando llevo al costado espada que, por un exceso de delicadeza, deayer sobre esa mesa donde está todavía, nadicreedme, me dice cosas que no quiero oír. Home hallo desarmado; si pretendéis ser mis ju

ces, juzgadme; si sólo sois mis verdugos, mtadme.

 ––Pero, caballero... ––dijo con voz más atenel lugarteniente, sorprendido de la grandeza

sangre fría de Athos. ––Caballero ––interrumpió éste––, yo vine

hablar confidencialmente a vuestro genersobre asuntos de importancia. No ha sido un

acogida cualquiera la que me ha hecho. Info

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maos por vuestros soldados y os convenceréiLuego si el general me ha acogido así, el sabrcuáles eran mis títulos a su estimación. Aho

no supondréis, presumo, que yo os revelaré msecretos, y mucho menos los suyos.

 ––En fin, ¿qué contenían esos barriles?

 –– ¿No habéis hecho esa pregunta a los so

dados? ¿Qué han respondido? ––Que contenían pólvora y plomo.

 –– ¿Y quién les dio estas noticias? Sin duda, os lo habrán dicho.

––El general, pero nosotros no somos 'totos.

 ––Id con cuidado, caballero; no es a mí

quien dais un mentís, sino a vuestro jefe.Los oficiales se miraron otra vez y Athos co

tinuó:

 ––Y en presencia de vuestros soldados me h

dicho el general que le esperase ocho días,

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que dentro de este término me daría la respueta que tenía que darme. ¿Me he fugado yo? Nle espero.

 –– ¿Os ha dicho que le aguardéis ocho días?–exclamó el lugarteniente.

 ––Tan me lo ha dicho, caballero, que tengo usolo pie al ancla en la embocadura del río, en

cual pude embarcarme ayer perfectamente poconformarme a los deseos del general, que mrecomendó no me marchase sin una última etrevista que él mismo fijó para dentro de ochdías. Os lo repito, le espero.

El lugarteniente volvióse hacia los otros dooficiales, y les dijo en voz baja:

 ––Si este caballero dice la verdad, aun hay e

peranza. Quizá haya tenido el general que ocparse de algunos asuntos tan secretos que haycreído prudente no prevenir ni aun a nosotroEn tal caso se limitará a ocho días el tiempo dsu ausencia.

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Y dirigiéndose a Athos: Caballero ––le dijo–vuestra declaración es trascendental. ¿Querérepetirla bajo juramento?

 ––Señor ––respondió Athos––, siempre he vvido en un mundo donde mi palabra ha sidconsiderada como el más sagrado de los jurmentos.

 ––Sin embargo, caballero, esta vez son las cicunstancias más graves que ninguna de aqullas en que os habéis hallado. Se trata de la savación de todo un ejército. Pensadlo bien, general ha desaparecido y nosotros lo buscmos. ¿Es natural esta desaparición? ¿Se ha cosumado algún crimen? ¿Debemos llevar nuetras investigaciones hasta el extremo? ¿Debmos esperar con calma? En este momento, s

ñor, todo depende de la palabra que vais a pronunciar.

 ––Interrogado así, no vacilo, caballero; shabía venido a hablar confidencialmente con

general Monk y a pedirle una respuesta sob

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ciertos intereses; el general, no pudiendo segramente contestarme a balandra. Antes de batalla que se espera, me suplicó que perman

ciese ocho días en la casa que habito, Prometiéndome, que le volvería a ver en este términSí, todo esto es cierto; y lo juro por Dios, que dueño absoluto de mi vida y de la vuestra.

Athos pronunció estas palabras con tanta slemnidad, que los tres oficiales casi quedaroconvencidos. Sin embargo, uno de los coronelehizo la última tentativa.

 ––Caballero ––dijo––, aunque estamos covencidos de la verdad de cuanto decís, hay nobstante en todo esto un misterio extraño. Egenera es hombre demasiado prudente pahaber abandonado de esta manera su ejército

víspera de una batalla, sin haber hecho al menos alguna observación a cualquiera de nosotros. En cuanto a mí, no puedo creer, lo confiso, que un acontecimiento extraño sea la causde su desaparición. Ayer llegaron unos pesc

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dores extranjeros a vender aquí su pesca, y sles alojó en el cuartel de los escoceses, esto een el mismo camino que el general siguió co

vos para ir a la abadía y volver, y uno de esopescadores fue quien acompañó al general coun farol. Pues bien, barca y pescadores desaprecieron esta mañana, arrastrado por la marede la noche.

 ––Lo que es yo ––dijo el lugarteniente––, nadveo en esto que no sea natural, porque al fiesas gentes no eran prisioneros.

 ––No, pero repito que uno de ellos fue quiealumbró al general y al caballero en el subterráneo de la abadía, y Digby nos ha confesadque el general tenía malas sospechas de esgente. ¿Quién nos dice que esos pescadores n

estuviesen en inteligencia con el caballero que, dado el golpe, éste, que sin duda, es vliente, no se quedara aquí para asegurarlo pomedio de su presencia, y para impedir qu

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nuestras investigaciones se dirigiesen hacpunto seguro?

Este discurso impresionó a los otros dos o

ciales. ––Caballero ––dijo Athos––, permitidme qu

os diga que vuestro razonamiento, muy espcioso en apariencia, carece, no obstante, de so

dez en la parte que me concierne. Decís que mhe quedado para trastornar las sospechas; pueal contrario, señores, concibo las sospechas mismo que vosotros, y afirmo que es imposibque el general se haya ausentado la víspera duna batalla sin decir nada a nadie. Sí, en todesto hay un suceso extraño, y en vez de permnecer ociosos y esperar, es menester desplegatoda la vigilancia y actividad posibles. Yo so

vuestro prisionero, señores, bajo mi palabra de cualquier otro modo, pues mi honor esinteresado en que se sepa qué ha sido del genral Monk de tal modo, que si me dijeseis: “ machaos” , os respondería: “ no, me quedo” ; y si m

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preguntaseis mi parecer, añadiría: “ sí, el genral es víctima de alguna conspiración, porqude haber dejado el campamento lo hubiese d

cho a alguien” . Buscad, pues, registrad en tierra y en el mar; el general no ha salido daquí, y, si lo ha hecho, no ha sido al menos posu propia voluntad.

El lugarteniente hizo un ademán a los otrooficiales.

 ––No, caballero ––dijo––, ya vais demasiadlejos. El general no tiene que temer de los acotecimientos, pues al contrario é1 es quien los drige. Lo que hace ahora el general Monk lo hhecho muchas veces, y hacemos nosotros men alarmarnos; su ausencia será de corta dración, seguramente; con que guardémono

bien, por una pusilanimidad, que él consideraría un crimen, de publicar su ausencia; que podría desmoralizar el ejército. El general nos duna prueba evidente de la confianza que tienen nosotros; mostrémonos dignos de ella. Seño

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res, que el más profundo secreto cubra todesto con un velo impenetrable, y guardemotambién al caballero, no por desconfianza co

relación al crimen, sino para asegurar más ecazmente el secreto de la ausencia del generaconcentrándolo entre nosotros; de modo quhasta nueva orden, el caballero habitará el cuatel general.

 ––Señores ––dijo Athos––, no tenéis presenque el general me ha confiado esta noche udepósito sobre el cual debo vigilar. Ponedme guardia que gustéis, condenadme si os parec

pero dejadme por cárcel la casa que habito. Oaseguro que el general os haría un cargo pohaberle disgustado en esto.

Los oficiales consultáronse un momento,

después de esta consulta dijo el lugarteniente: ––Bien, señor, regresaréis a vuestra casa.

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Luego, dieron a Athos una guardia de cicuenta hombres que lo encerró en su casa, sperderlo de vista un solo instante.

El secreto quedó guardado; mas las horas los días pasaron sin que el general volviese sin que nadie tuviese noticias suyas. ,

XXVIII

EL CONTRABANDO

Dos días después de los acontecimientos quhemos relatado, y mientras esperaban a cadinstante en su campamento al general Monque no regresaba, una pequeña falúa holand

sa, tripulada por diez hombres, echó el ancla ela costa de Scheveningen, a un tiro de cañópoco más o menos de tierra. Era noche cerradmucha la obscuridad, y la hora excelente padesembarcar viajeros o mercancías. La rada d

Scheveningen forma una especie de media l

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na, es poco profunda, y, sobre todo, poco segra.; de modo, que no se ven estacionar en elsino grandes buques flamencos, o esas barca

holandesas que los pescadores sacan a la arensobre ruedas, como hacían los antiguos; segúasegura Virgilio. Cuando se hinchan las olas empuja la corriente hacia tierra, no es muprudente dejar que las embarcaciones llegue

demasiado cerca de la costa; porque si hacviento fresco, como la arena de la costa es movediza y esponjosa, los buques encallan y no efácil sacarlos de nuevo a flote. Por esta razó

sin duda, la chalupa desprendióse del buque eel instante que éste echó ancla, que llegó a tiercon ocho de sus marineros, en medio de locuales se divisaba un objeto de forma oblongque parecía un gran fardo o canasto.

La ribera estaba desierta, y los pocos pescadres que habitaban la playa se habían acostadEl único centinela que custodiaba la costa (mguardada, por ser imposible el desembarco d

un buque de gran porte), sin poder seguir

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ejemplo de los pescadores que fueron a descasas, les había imitado en cuanto a dormir en fondo de su garita, tan profundamente com

aquéllos lo hicieran en sus amas. El único ruidque se oía era el silbido de la brisa nocturncorriendo por entre los arbustos de la playPero, sin duda, eran desconfiadas aquellas getes que se acercaban, pues no las tranquilizaba

ese silencio real ni esta soledad aparente. .Así eque su chalupa, visible apenas como un punsombrío en el Océano, se deslizó sin ruido, evtando remar, y fue a tocar tierra en un sitio má

cercano.Apenas tocó fondo, un solo hombre saltó fue

ra de la barca, después de dar una breve ordecon voz que denotaba la costumbre del mandA consecuencia de esta orden relucieron inmdiatamente muchos mosquetes a las débileclaridades del mar, y el fardo oblongo de quya hemos hablado, que sin duda guardaba agún objeto de contrabando, fue transportado

tierra con muchas precauciones. Al mism

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tiempo, el hombre que había desembarcadprimero, corrió diagonalmente hacia, la aldede Scheveningen, dirigiéndose al extremo ma

avanzado del bosque. Allí buscó la casa que yhemos entrevisto en una ocasión a través de loárboles, y que designamos entonces como morada provisional y modesta de aquel a quiepor cortesía llamaban rey de Inglaterra.

Dormían todos allí como en la playa; sólo uperro enorme de la casta de aquellos que lopescadores de Scheveningen atan a sus carrtones para transportar su pesca a La Haya, em

pezó a dar formidables ladridos en el momenen que oyó delante de las ventanas los pasodel extranjero. Pero esta vigilancia, en vez dasustar al desconocido, pareció por el contrarproducirle grande alegría, porque su voz hbiera sido insuficiente quizá para despertar las gentes de la casa, además de que con uauxilio de tal importancia era casi inútil. Eperó, por tanto, el extranjero a que los ladrido

sonoros y reiterados hubiesen producido s

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efecto, y entonces se aventuró a llamar. A svoz se puso a ladrar el perro con tanta violecia, que al momento sonó en el interior otra vo

que apaciguaba al perro. Después de habeconseguido esto.

 –– ¿Qué deseáis? preguntó aquella voz, a umismo tiempo débil y cascada.

 ––Pregunto por Su Majestad el rey Carlos II–dijo el extranjero.

 –– ¿Para qué?

 ––Quiero hablarle.

 –– ¿Quién sois?

 –– ¡Ah! ¡Diantre! Preguntáis demasiadamigo, y no me gusta dialogar a las puert

de las casas. ––Decidme solamente vuestro nombre:

 ––Tampoco me gusta decir mi nombre al ailibre; además, estad tranqui lo, que no me c

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meré a vuestro perro; ruego a Dios que él use misma cortesía con respecto a mí.

 ––Tal vez traigáis noticias, ¿no es verdad, c

ballero? ––repuso la voz, paciente y preguntoncomo la de un viejo.

 ––Os respondo que traigo noticias y ¡noticiaque no se esperan! A brid; pues, si gastáis.

 ––Caballero ––prosiguió el anciano––, ¿creépor vuestra alma y conciencia que tales noticiavalen la pena de despertar al rey?

 ––Por el amor de Dios, querido amigo, descrred los cerrojos, que os juro no os arrepentirédel trabajo que os habéis tomado por ello; palabra de honor.

 ––Sin embargo, caballero; no puedo abriro

sin que me digáis vuestro nombre.

 –– ¿Conque es necesario?

 ––Esa es la orden de mi amo, señor.

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 –– ¡Pues bien, oíd mi nombre! ... Pero, o juro que mi nombre no os enseñará nada asolutamente.

 ––No importa, decidlo. –– Soy el caballero de Artagnan. La voz e

haló un grito.

 –– ¡Ah! ¡Dios mío! ––dijo el viejo del otro ladde la puerta––. ¡El señor de Artagnan! ¡Qufortuna! Bien decía yo que esa voz no me edesconocida.

 –– ¡Calle! ––dijo Artagnan––. ¿Conocen aqmi voz? ¡Es gracioso!

 –– ¡Oh! Sí, la conocen––murmuró el anciandescorriendo los cerrojos––, y he aquí la pruba.

Y diciendo estas palabras introdujo a Artanan, quien a la luz de la linterna que llevabala mano, reconoció a su obstinado interlocutor

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 –– ¡Diantre! ––exclamó––. ¡Es Parry! No dedudar.

 ––Parry, sí, señor de A rtagnan, soy yo. ¡Qu

alegría volveros a ver! ––Habéis dicho bien: “ ¡qué alegría!” –

exclamó Artagnan estrechando las manos dviejo.

––Vais a avisar al rey, ¿no es verdad?

 ––Pero el rey está durmiendo, caballero.

 –– ¡Cáscaras! Despertadle, que no os reñi

por haberle incomodado, yo os lo, digo. ––Venís de parte del conde, ¿no es así?

 –– ¿De cuál?

 ––Del conde de la Fére. –– ¿De parte de Athos? No, no; vengo d

parte mía. . ¡Vamos, pronto, Parry, úrgemver al rey!

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Parry no creyó deber resistir por mátiempo, pues conocía a fondo a Artagnan, sabía que, aunque gascón, sus palabras n

prometían nunca lo que no podían cumplAtravesó un patio y un reducido jardín, aquietó al perro, que quería seriamente moder al mosquetero, y fue a llamar al ventanilde una habitación que formaba el piso de u

pabellón muy reducido.Al mismo tiempo un perrillo que habitab

aquella sala respondió al perro grande quhabitaba el patio.

 –– ¡Pobre rey! ––murmuró Artagnan para sí–. Éstos son sus guardias de Corps; aunque npor eso está peor guardado.

 –– ¿Qué sucede? ––preguntó el rey desdel fondo de la habitación.

 ––Señor; es el caballero de Artagnan qutrae noticias. “

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Oyó entonces ruido en la habitación, se abruna puerta, y una gran claridad inundó el jadín y los corredores.

El monarca trabajaba a la luz de una lámparSobre su pupitre veíanse una multitud de paples, y había comenzado el borrador de una cata, que denunciaba, por sus muchas tachadura

el trabajo que le costaba escribirla. ––Pasad, caballero––dijo volviéndole.

Y viendo después al pescador:

 –– ¿Qué me decíais, Parry? ¿Dónde se halla señor de Artagnan? ––preguntó Carlos.

 ––En vuestra presencia ––dijo Artagnan.

 –– ¿Con ese traje?

 –– Sí, miradme, Majestad. ¿No me reconocépor haberme visto en Blois, en las antecámaradel rey Luis XIV?

 ––Sí, tal, caballero, y todavía recuerdo que tu

ve mucho que elogiar en vos.

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 –– Artagnan se inclinó.

 ––Para mí era un deber sagrado conducirmcomo lo hice, desde que supe que trataba co

Vuestra Majestad. –– ¿Decís que me traéis nuevas?

 ––Sí, Majestad.

 –– ¿De parte del rey de Francia? ––No a fe mía. Vuestra Majestad ha podid

conocer ya que el rey de Francia no se ocupmás que de sí mismo.

Carlos alzó los ojos al cielo.

 ––No ––continuó Artagnan––, no, MajestaTraigo nuevas, todas compuestas de hechopersonales, y me atrevo a esperar que escuch

réis favorablemente hechos, y noticias. ––Hablad, caballero.

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 ––Si no me equivoco, Vuestra Majestahabló mucho en Blois del mal estado de sunegocios en Inglaterra.

Carlos se ruborizó. ––Caballero ––dijo––, sólo al rey de Franc

referí...

 –– ¡Oh! Vuestra Majestad se equivoca ––difríamente el mosquetero––––; yo sé hablar a loreyes en la desgracia, y no me hablan lo misma mí cuando están en la fortuna; una vez ventrosos, ya no me miran. Yo tengo para Vuest

Majestad, no sólo un profundo respeto, sino más absoluta adhesión, y esto, en mí, creedmsignifica algo. Cuando oí a Vuestra Majestaquejarse de su destino, vi que erais noble, genroso, y que sabíais sobrellevar la desgracia.

 ––En verdad ––dijo Carlos sorprendido––, inoro lo que debo preferir, si vuestras libertadeo vuestros respetos.

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 ––Ahora mismo escogeréis, señor elijo Artanan––. Decía que Vuestra Majestad se quejabasu hermano Luis XIV de la dificultad que en

contraba para penetrar en Inglaterra y subir su trono sin hombres ni dinero.

Carlos hizo un movimiento de impaciencia.

 ––Y el principal obstáculo que encontraba, e

su camino ––continuó Artagnan––, era ciergeneral en jefe de los ejércitos del Parlamentque allá en Inglaterra desempeñaba el papel dotro Cromwell. ¿No dijo esto Vuestra Majestad

 ––Sí, pero repito, caballero, que esas palabreran únicamente para los oídos del rey.

 ––Pues veréis, Majestad, cuánta suerte ha sidque cayeran en los de su teniente de mosquet

ros. Ese hombre que tanto estorbaba a VuestMajestad era el general Monk, según creo. ¿Obien su nombre, Majestad?

El rey no podía volver de su asombro y mir

ba ora al risueño semblante, del mosqueter

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ora a la ventana que había abierto ArtagnaPero antes de que hubiera fijado sus ideas, ochde los hombres del mosquetero, porque lo

otros dos quedaron guardando el barco, trjeron aquel objeto, de figura oblonga que encrraba de momento los destinos de Inglaterra.

 ––Sí, caballero; mas ¿a qué vienen todas es

preguntas? –– ¡Oh! Lo sé muy bien, señor; la etiqueta n

quiere que se interrogue a los reyes; mas, espero que Vuestra Majestad me dispensará qufalte a ella. Vuestra Majestad añadía que si fuese posible verlo, conferenciar con él y tenera su presencia, triunfaría, bien fuese por fuerza o par la persuasión, de ese obstáculque era el único insuperable que se le present

ba en su camino. ––Todo eso es cierto, caballero; mi destino; m

porvenir, mi obscuridad o mi gloria dependede ese hombre; pero, ¿qué deducís dé ahí?

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 ––Una sola cosa: que si el general Monk es uestorbo hasta el punto que decís, sería convniente desembarazar de él a Vuestra Majestad

convertirlo en aliado. ––Caballero, un rey que no tiene ejército ni d

nero, puesto que habéis escuchado la conversción con mi hermano, nada puede intentar co

tra un hombre como Monk. ––En efecto, esa era vuestra opinión, lo

muy bien; pero, felizmente para vos, no etambién la mía.

 –– ¿Qué queréis decir? ––Que sin soldados y sin millón he hecho y

lo que Vuestra Majestad no creía poder hacesino con ambas cosas.

 –– ¡Cómo! ¿Qué decís? ¿Qué habéis hecho?

¿Qué he hecho, preguntáis? ¡Pues bien, fallá a prender a ese, hombre que estorbaba Vuestra Majestad!

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¿A Inglaterra? ––Precisamente, Majestad.. –¿Fuisteis a prender a Monk a Inglaterra?

 ––¿Habré hecho mal por ventura? ––¡En ve

dad... estáis loco, caballero! ––Nada de eso, Majestad. ¿Habéis apresado

Monk? ––Sí, Majestad.

¿Dónde?

 ––En pleno campamento.

El rey estremecióse de impaciencia_ y se ecogió de hombros.

Y habiéndole apresado en la calzada de Newcastle ––continuó Artagnan––, se lo traigo Vuestra Majestad.

¡Me lo traéis! ––exclamó el rey, casi indignad

de lo que consideraba como una mixtificación.–Sí, Majestad ––siguió Artagnan en el mismtono––, os lo traigo; allá abajo está en una gracaja con agujeros, para que pueda respirar.

–– ¡Dios santo!

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 ––¡Oh! Tranqui lizaos, señor, se ha tenido coe1 el mayor cuidado; así es que llega en bueestado, y perfectamente acondicionado. ¿Dese

Vuestra Majestad verle y charlar con él, o hacele tirar al agua?

 –– ¡Oh! ¡Dios mío! ––repitió Carlos––. ¿Decverdad, caballero? ¿No me insultáis con algun

indigna burla? ¿Habréis llevado ––a términese rasgo inaudito de audacia y de genio? ¡Imposible!

 –– ¿Me permite Vuestra Majestad que abra eta ventana? ––dijo Artagnan abriéndola.

El rey no tuvo tiempo siquiera para contestaArtagnan dio un silbido agudo' y prolongadque repitió tres veces en el silencio de la noche

 ––Aquí ––dijo–– van a traérselo a Vuestra Mjestad.

XXIX

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ARTAGNAN TEME HABER PUESTO SDINERO Y EL DE PLANCHET EN NEGOCIRUINOSO

El rey no podía volver de su asombro, y mraba ora al risueño semblante del mosqueterora a la ventana que había abierto Artagna

Pero antes de que hubiera fijado sus ideaocho, de los hombres del mosquetero, porqulos otros dos quedaron guardando el barco, trajeron aquél objeto de figura oblonga que encrraba de momento los destinos de Inglaterra.

Antes que saliera de Calais, Artagnan habhecho confeccionar en esta ciudad una especde féretro bastante ancho y profundo para quun hombre pudiera moverse cómodamente e

él. El fondo y las paredes estaban acolchados, formaban un lecho bastante dulce para que lovaivenes no pudieran convertir aquella caja euna especie de trampa. La rejilla de que A

tagnan había hablado al rey, era semejante a

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visera de un casco, y estaba colocada a la altude la cabeza del hombre, y fabricada de tal modo, que la menor presión podía ahogar un grit

y, en caso necesario la persona que gritase.Artagnan conocía tan bien a su tripulación y

su prisionero, que había temido dos cosas drante el camino, o que el general prefiriese

muerte a tan extraña esclavitud y se hiciesahogar a fuerza de querer gritar, o que su gense dejara seducir por las ofertas del prisionery lo pusiesen a él en la caja en lugar de Monk.

Así es que Artagnan había pasado los dos das y, las dos noches cerca del cofre, solo con general ofreciéndole vino y alimentos que habrehusado, y siempre pretendiendo tranquilizale sobre el destino que le aguardaba después d

tan extraño cautiverio. Dos pistolas sobre mesa y su espada desnuda aseguraban a Atagnan con respecto a las indiscreciones dafuera.

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Pero al llegar a Scheveningen quedó absoltamente tranquilo. Sus, hombres temían muchtodo conflicto con los señores de la tierra,

además había interesado en su causa a aquque moralmente le servía de teniente, y a quiehemos oído responder al nombre de Mennevlle. Éste no era un hombre vulgar, pues tenque arriesgar más que los otros, a causa, de qu

tenía mas conciencia. Creía en un porvenir servicio de Artagnan, y por tanto, primero shubiese hecho despedazar que violar la consigna dada por el jefe. De suerte que, al punto qu

desembarcaron, Artagnan le confió la caja y respiración del general, mandándole al mismtiempo que hiciera transportar la caja, por losiete hombres, tan pronto como escuchase triple silbido. Ya hemos visto que obedeció

teniente.Estando ya el cofre en la casa del rey, Arta

nan despidió a los suyos con una graciosa sorisa, y les dijo:

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 –– Señores, habéis hecho un gran servicio Su Majestad el rey Carlos II, que antes de sesemanas será rey de Inglaterra. Vuestra gra

tificación será doble; marchaos, y aguardadmen la barca.

Dicho lo cual todos partieron llenos de alegría, de tal manera que espantaron al mism

perro.Artagnan había ordenado llevar el cofre a

antecámara del rey, cuyas puertas cerró comucho cuidado, diciendo en seguida al generadespués de haber abierto la caja.

 ––Mi general, tengo muchas excusas que dros; mis maneras no han sido dignas de uhombre como vos; lo sé muy bien; pero yo tennecesidad de que me tomaseis por un patrón dbarco. Además, Inglaterra es un país muy icómodo para los transportes, y espero que todesto lo tomaréis en consideración. Pero una veaquí, mi general, sois libre de levantaros y a

dar.

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Dicho esto, cortó las ligaduras que sujetabalos brazos y las manos del general, el cual slevantó y sentóse con la tranquilidad de quie

espera la muerte. Entonces abrió Artagnan puerta del gabinete de Carlos.

 –– Majestad ––dijo––, aquí está vuestenemigo, el señor Monk; me había prometid

hacer esto en vuestro servicio. Ya está hechmandadme ahora. Caballero Monk añadivolviéndose ––hacia el prisionero––, estáis ate Su Majestad el rey Carlos II, soberano sñor de la Gran Bretaña.

Monk alzó sobre el joven príncipe su mrada fríamente estoica, y contestó:

 ––Yo no conozco a ningún rey de la Gran Brtaña; yo no conozco aquí a nadie que sea dignde llevar el nombre de caballero, porque enombre del rey Carlos II un emisario a quiétenía por hombre honrado, llegó a tenderme uinfame lazo. He caído en ese lazo, tanto peo

para mí. Ahora vos, el tentador —dijo al rey–

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vos, el ejecutor ––dijo a Artagnan––, recordalo que voy a deciros: tenéis mi cuerpo y podématarle, a lo cual os incito, porque nunca te

dréis mi alma, ni mi voluntad. Y ahora no mpreguntéis ni una palabra, porque desde esmomento ni aun abriré la boca para gritar. Hdicho.

Y pronunció estas palabras con la resolucióferoz del más exagerado puritano. Artagnamiró a su prisionero como hombre que sabe valor de cada palabra, y que fija este valor según el tono con que han sido pronunciadas.

 ––El hecho es ––dijo con voz muy baja al rey–, que el general es un hombre decidido; hacdos días que no ha querido tomar un bocado dpan, ni beber una gota de vino. Más, como

partir de este momento, es Vuestra Majestaquien decide de su suerte, yo me lavo las mnos, como dijo Pilatos.

Monk estaba de pie, pálido y resignado, co

la mirada fija y los brazos cruzados.

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Artagnan volvióse hacia él.

––Comprenderéis perfectamente ––le dijo–que vuestra frase, muy bella por lo demás, n

puede convenir a nadie, ni aun a vos mismo. SMajestad deseaba hablaros, y vos os negabaisuna entrevista, pero yo he hecho esta entrevisinevitable. ¿Por qué, ahora que estáis frente

frente, y que lo estáis vos por una fuerza independiente de vuestra voluntad, por qué habéde obligarnos a rigores que yo juzgo inútilesabsurdos? Hablad, aunque no sea más que padecir no.

Monk no despegó los labios ni volvió siquielos ojos: se acariciaba el bigote con aire que dmostraba que las cosas iban a empeorar.

Durante este tiempo había caído Carlos eprofunda reflexión. Se encontraba por primevez frente a Monk, esto es, de aquel hombre quien tanto había deseado ver, y con ese golpde vista particular que Dios ha dado al águi la

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a los reyes, había sondeado el abismo de scorazón.

Veía, pues, a Monk resuelto a morir antes qu

hablar, lo cuál no era extraordinario por parde un hombre tan importante, y cuya heriddebía ser en aquel momento tan cruel. En mismo instante tomó Carlos II una de esas de

terminaciones en las que un hombre vulgajuega su vida, un general su fortuna y un resu corona.

 –– Caballero ––dijo a Monk––, tenéis muchrazón en ciertos puntos. Yo no os ruego qué mrespondáis, sino que me escuchéis.

Aquí hubo un momento de silencio, duranel cual el monarca miró a Monk, que permaneció impasible,

 ––Ahora poco me habéis hecho un cargo dloroso; caballero ––continuó el rey––. Habédicho que uno de mis delegados había ido Newcastle a preparaos una emboscada, y est

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dicho de paso, no debe haberlo comprendido señor de Artagnan, a quien estáis viendo, y cual antes de todo debo dar las más expresiva

gracias por su generoso y heroico sacrificio.Artagnan saludó con respeto. Monk no pest

ñeó.

 –– Porque el señor de Artagnan; y observa

bien, caballero Monk, que no os digo esto podisculparme, ha ido a Inglaterra por su propimpulso; sin interés alguno, sin orden y sin eperanza, como un verdadero caballero que epor hacer servicio a un rey desdichado y paañadir a las ilustres acciones de su existencia uhermoso rasgo más.

Artagnan se ruborizó un poco y tosió, tomado cierta actitud. Monk no se movió.

 –– ¿No creéis en lo que os manifiesto, cabllero M onk? prepuso el rey.

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 –– Comprendo eso; semejantes pruebas ddesprendimiento son tan raras que se poddudar de su realidad.

 ––Muy mal hará el señor, no creyéndoos –exclamó Artagnan––, porque lo que VuestMajestad acaba de decir es la pura verdad, tanto, que según me parece, al ir en busca d

general, he hecho una cosa que todo lo contrría. Si esto es así, voy a desesperarme.

 ––Señor de Artagnan ––murmuró el rey tmando la mano del mosquetero––, me tenémás obligado, creedme, que si hubieseis llevada cabo el triunfo de mi causa, porque me habérevelado un amigo incógnito, al cual siempviviré reconocido y siempre amaré.

Y le apretó cordialmente la mano. ––Y uenemigo ––continuó saludando a Monk––, quien apreciaré ahora en su valor.

Los ojos del puritano lanzaron un relámpagpero uno sólo; y su semblante, iluminado u

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instante por él, volvió a su impasibilidad sombría.

 ––Ahora, caballero Artagnan continuó Ca

los––, oíd lo que ha sucedido: el señor conde dla Fère, a quien conocéis, según creo, salió paNewcastle.

 –– ¡Athos! ––exclamó Artagnan.

 —Sí, me parece que ése es su nombre dguerra. El conde de la Fère salió para Newcatle, y tal vez iba a reducir al general a teneuna conferencia conmigo o con los de mi pa

tido, cuando, según parece, vos habéis intevenido violentamente en la negociación.

 –– ¡Cáscaras! ––exclamó Artagnan––. Sin dda era él quien entraba en el campamento

misma noche que yo penetré con mis pescadres.

Un imperceptible fruncimiento de cejas dMonk dio a entender a Artagnan que Hab

adivinado.

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 ––Sí, sí, creí reconocer su estatura, oír su vo¡Maldito sea yo! ¡Oh! Señor, perdonadme; creíno obstante, haber conducido bien mi barca.

 ––Nada hay de malo en esto, caballero ––diel ,rey––, sino que el general me acusa de habele hecho tender un lazo, lo cual no es verdaNo, general; no son ésas las armas que contab

usar con vos; muy pronto lo veréis. Y entretato, cuando yo os doy mi palabra de hidalgcreedme, señor, creedme. Ahora, caballero dArtagnan, escuchad.

 ––Escucho de rodillas, Majestad.

 –– ¿Sois mío, no es verdad?

 ––Vuestra Majestad lo ha visto.

 ––Bien. Basta la palabra de un hombre c

mo vos, mucho más cuando va acompañadde acciones. General, seguidme. Venid conosotros, caballero Artagnan.

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Artagnan, bastante sorprendido, se apresua obedecer. Salió Carlos II, Monk le siguió Artagnan a Monk. Carlos II tomó el camino qu

el mosquetero había traído, y el aire fresco dmar vino a herir muy pronto el rostro de lotres paseantes nocturnos; a cincuenta pasos máallá de una portecilla que Carlos abrió, se encontraron en la playa y enfrente del Océan

que, habiendo dejado decrecer, reposaba en ribera como un monstruo fatigado.

Pensativo Carlos II, marchaba con la cabezinclinada y las manos debajo de su capa. M on

seguíale con los brazos libres y la mirada inquieta, y Artagnan detrás con la mano sobre pomo de su espada.

 –– ¿Dónde está el buque que os ha traído, s

ñores? ––preguntó Carlos al mosquetero. ––Allá abajo, Majestad; tengo siete hombres

un oficial que me esperan en esa barquilalumbrada por un farol.

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 –– ¡Ah, sí! La han sacado a la arena, ya la vepero, en verdad, no habréis venido de Newcatle en esa barca.

 –– No, Majestad; yo había fletado por mcuenta una falúa que ha echado anclas a un tide la playa. En esa falúa hemos hecho el viaje.

 –– Caballero ––dijo el rey a Monk––, sois

bre.Por firme de voluntad que fuera Monk n

pudo contener, una exclamación. El rey hizo usigno afirmativo con la cabeza, y continuó:

 ––Vamos a despertar a un pescador de esaldea que botará su barco esta misma noche os llevará donde le mandéis. E1 señor de Atagnan a quien pongo bajo la salvaguardia d

vuestra lealtad, escoltará a Vuestro, Honor.Monk dejó escapar un murmullo de asombr

y Artagnan un profundo suspiro. El rey, sin qunada notase al parecer, llamó al enrejado d

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pino que cerraba la cabaña del primer pescadohabitante de la playa.

 –– ¡Hola! Kéyser––gritó––, ¡despierta!

 –– ¿Quién me llama? ––gritó el pescador.

 ––Yo, el rey Carlos.

 –– ¡Ah! Milord ––exclamó Kéyser levantánd

se envuelto en la vela, en la que se acostabcomo en una hamaca––, ¿qué he de hacer evuestro servicio?

 ––Patrón Kéyser ––dijo Carlos––, apareja s

bre la marcha; aquí tienes un pasajero que fletu barco y que te pagará espléndidamente: sívele.

Y el rey dio unos pasos atrás para que Mon

hablase libremente con el pescador. ––Quiero pasar a Inglaterra ––dijo Monk, qu

hablaba holandés lo preciso para que le entedieran.

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 ––Al instante ––dijo el patrón––, al instanmismo, si queréis.

 –– ¿Pego será muy largo? ––dijo Monk.

 ––Menos de media hora, señor; mi hi jo el myor está aparejando en este momento, porquelas tres de la mañana debíamos salir a la pesca

 ––Y bien, ¿está ya? ––preguntó Carlos acecándose.

 ––Menos el precio ––dijo el pescador––, sMajestad.

 ––Eso, es cosa mía ––repuso Carlos––; el señoes amigo mío. Monk se estremeció y miró Carlos.

 ––Bien, milord ––replicó Kéyser. En aqu

momento se oyó al hijo mayor de Kéyser qutocaba, desde la playa, un cuerno de buey.

 ––Podéis partir, señores ––dijo el rey.

 ––––Señor––dijo Artagnan––, ¿quiere vuest

Majestad concederme algunos minutos? Ten

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enganchados unos hambres, y como me voy sellos, será menester que les avise.

 ––Silbadles ––dijo Carlos sonriendo.

Artagnan silbó, en efecto, mientras el patróKéyser respondía a su hijo, y acudieron cuathombres conducidos por Menneville.

 ––Ya estáis pagados ––murmuró Artagnadándoles una bolsa que contenía dos mil qunientas libras en oro––. Id a esperarme a Calaidonde sabéis.

Y Artagnan, dando un prolongado suspirpuso la bolsa en manos de Meinneville.

 –– ¡Cómo! ¿Nos dejáis? ––exclamaron lohombres.

 ––Por poco tiempo ––contestó Artagnan––, por mucho. ¡Quién sabe! Con esas dos mil qunientas libras; y las otras dos mil que ya tenérecibidas, estáis pagados, según nuestro convnio. Separémonos, pues, hijos míos.

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 –– ¿Pero y el barco?

 –– No os sobresaltéis por eso. Nuestros efetos están en la falúa.

 ––Iréis a buscarlos, y al momento os pondréen marcha.

 ––Bien, mi comandante. Artagnan se volvhacia Monk, y le dijo:

 ––Caballero, espero vuestras órdenes, porquvamos a marchar juntos, a menos que mi compañía ha os sea desagradable.

 ––Al contrario, caballero ––dijo Monk. –– ¡Vamos, señores, a bordo! –– gritó el hi

de Kéyser.

Carlos saludó dignamente al general, y le d

jo: ––Me perdonaréis el contratiempo y la vi

lencia que habéis sufrido, cuando estéis pesuadido de que no los he causado yo.

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Monk se inclinó profundamente sin respoder. Carlos, por su parte, afectó no decir unpalabra, en particular a Artagnan; pero en vo

alta: ––Gracias os doy otra vez, caballero ––le dijo

–; gracias por vuestros servicios. Ya os serápagados por Dios, que espero reserve para m

solo el sufrimiento y las pruebas.Monk siguió a Kéyser y a su hijo, y se emba

có con ellos.

Artagnan los siguió, murmurando:

 –– ¡Ah! ¡Mi pobre Planchet! Mucho temo quhayamos hecho una mala especulación.

XXXLAS ACCIONES DE LA SOCIEDA

“ PLANCHET Y COM PAÑÍA”

PONENSE ALA PAR

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Durante la travesía, Monk no dirigió la palabra a Artagnan sino en los casos de necesida

urgente. De modo que cuando el francés tardba en presentarse a la hora de la comida (pobcomida, compuesta de pescado salado, galletaginebra), Monk le invitaba:

 –– ¡A la mesa, señor!Esto era todo cuanto le decía. Justament

porque Artagnan era en las grandes ocasioneen extremo conciso, no sacó de esta concisió

ningún favorable augurio para el éxito de smisión. Además, como tenía mucho tiempo dsobra, se quebraba la cabeza investigando cómhabía visto Athos a Carlos II; cómo había trmado con él aquel viaje, y cómo, por fin, habentrado en el campamento de Monk; y el pobteniente de mosqueteros se arrancaba un pede su bigote cada vez que pensaba en Athos esin duda el caballero que acompañaba Monk

famosa noche del rapto.

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En fin, después de dos noches y dos días dnavegación, el patrón Kéyser tocó tierra en lugar donde Monk, que había dado las órdene

durante la travesía, mandó que lo desembarcasen. Era, precisamente, la embocadura de aqurío, cerca del cual había elegido Athos su habtación.

El día declinaba, y un sol hermoso, semejana un escudo de hierro candente, sumergía extremidad inferior de su disco en la línea azdel mar. La falúa seguía sirgando y remontandel río, muy ancho en aquel sitió; pero Monk, e

medio de su impaciencia, mandó saltar en tirra, y la canoa de Kéyser condújolo en compñía de Artagnan a la fangosa orilla del río, entjuncos y cañas.

Artagnan, resignado a la obediencia; siguióMonk del mismo modo que el oso encadenadsigne a su dueño; pero su posición le humillaben demasía, y murmuraba en voz baja que

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servicio de los reyes era muy penoso, y que mejor de todos no valía nada.

Monk andaba a pasos apresurados. Hubiéra

dicho que aún no estaba muy seguro de habereconquistado la tierra de Inglaterra, aun cuado ya se divisaban claramente las pacas casade los marineros y pescadores; esparcidas en

reducido muelle de aquel humilde puerto. Dpronto exclamó Artagnan.

 –– ¡Ah! ¡Dios me perdone, aquella casa esardiendo!

Monk alzó los ojos y vio efectivamenteque fuego comenzaba a devorar una casa. El fueghabía prendido en un cobertizo pequeño inmediato a ella, cuyo tejado comenzaba a arder, y viento fresco de la noche venía en ayuda del icendio.

Los dos viajeros apresuraron el paso, oyerotremendos gritos, y vieron al acercarse soldadoque movían sus armas y que extendían el puñ

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cerrado hacia la casa incendiada. Sin duda esocupación amenazadora había hecho que nadvirtiesen la llegada de la falúa.

Monk se detuvo un momento, y por vez pmera formuló su pensamiento con palabras.

 –– ¡Eh!––dijo––. Esos no serán mis solddos, sino los de Lambert. Estas palabras co

tenían a la vez un dolor, una aprensión y unreconvención, que Artagnan comprendió a lamil maravillas.

 ––En efecto, durante la ausencia del gen

ral, Lambert podía haber dado la batalla, derrotando, dispersando a los parlamentarios, tomando con su ejército las posiciones dMonk, privado de su más firme apoyo. A esduda, que pasó del espíritu de Monk al suyhizo Artagnan este razonamiento:

“ Una de dos: o Monk ha dicho la verdad, y nhay más que lambertístas en el país, es decenemigos que me recibirán bien, pues a mí d

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berán la victoria, o no ha cambiado: nada, Monk, entusiasmado de alegría, encontrandsu campamento en el mismo sitio, no será de

masiado duro en sus represalias.”Pensando así, avanzaban los dos viajeros,

comenzaban a encontrarse en medio de ugrupo de marineros que veían con dolor arde

la casa, pero que nada osaban decir, asustadopor las amenazas de los soldados. Monk digiese a uno de los marineros.

 –– ¿Qué sucede aquí? ––preguntó.

 ––Caballero ––contestó el hombre sin recnocer a Monk como oficial, envuelto corno iben su capa––; lo que hay es que esa casa estba habitada por un extranjero, y que ese etranjero se ha hecho sospechoso a los solddos. Entonces, han intentado penetrar en scasa a pretexto de conducirle al campamentpero él, sin asustarse por su número, ha amnazado de muerte al primero que pretendie

franquear el umbral de la puerta; y, como s

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encontrase uno que se arriesgara, el francés ha tendido en tierra de un pistoletazo.

 –– ¡Ah! ¿Es un francés? ––exclamó Artagna

frotándose las manos––. ¡Bueno! –– ¿Cómo bueno? ––dijo el pescador.

 ––No, quería decir... además... Se me ha trbado la lengua.

 ––Luego, señor, han venido los otros, furiosocomo leones, y han tirado más de cien mosquetazos sobre la casa; pero el francés estaba a cbierto detrás del muro, y, cada vez que se quría penetrar por la puerta, disparaba un tiro slacayo, que lo hace perfectamente. Cada veque amenazaban la ventana, aparecía la pistodel amo. Contad, ya están siete hombres e

tierra. ––– ¡Ah! ¡Valiente compatriota! –– exclam

Artagnan––. Espera, voy a unirme contigo daremos cuenta de toda esta canallada.

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 ––Un instante, señor ––dijo Monk––, esperad

 –– ¿Mucho tiempo?

 ––No, el preciso para hacer una pregunta.Volviendo luego hacia el marinero:

 ––Amigo mío ––preguntó con emoción quno pudo disimular a pesar de su fuerza sobre

mismo––, ¿de quién son estos soldados? –– ¿De quién han de ser, sino de ese endi

blado de Monk?

 –– ¿Con que no se ha dado la batalla?

 –– ¿Y para qué? El ejército de Lambert se drrite como la nieve en abril. Todos se van coMonk, oficiales y soldados, y dentro de ochdías no tendrá Lambert más de cincuenta hom

bres.El pescador fue interrumpido por una nuev

salva de tiros lanzados sobre la casa, y por unuevo pistoletazo que contestó a esta salv

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echando por tierra al más atrevido de los agresores. La cólera de los soldados llegó al colmo.

El fuego iba en aumento, y un penacho d

llamas y de humo aparecía como un turbiósobre la casa. Artagnan no pudo contenerse pomás tiempo.

 –– ¡Diantre! ––dijo a Monk, mirándole de r

ojo––. ¿Sois el general y dejáis que vuestrosoldados quemen casas y asesinen a la gente¿Y miráis esto tranquilamente calentándoos lamanos al fuego del incendio? ¡Cáscaras! ¡Nsois hombre!

 ––Paciencia, caballero, paciencia ––dijo Monsonriendo.

 –– ¡Paciencia, paciencia! Hasta que esté asad

ese caballero tan valiente, ¿no ecierto?

Y A rtagnan echó a correr.

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 ––Quedaos, señor ––dijo Monk, imperiosmente.

Y se adelantó hacia la casa. Precisament

acababa de acercarse un oficial, que decía: –– ¡La casa arde y vas a ser encadenado ant

de una hora! Aún es tiempo; manifiesta lo qusepas del general Monk, y te concederemos

vida. Responde, o por san Patricio...El sitiado no respondió; sin duda volvía

cargar su pistola.

 ––Y han ido a buscar refuerzo ––prosiguió oficial; dentro de una hora habrá cien hombrealrededor de esta casa.

 ––Para responder ––dijo el francés––, quieque todo el mundo se aparte; deseo salir libre

marchar solo al campamento, o si no me hamatar aquí.

 –– ¡M il rayos! ––exclamó Artagnan . ¡Es la vode Athos! ¡Ah, miserables!

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Y la espada de Artagnan lució fuera de la vana.

Monk lo contuvo y dijo con voz sonora, ade

lantándose: –– ¡Pardiez! ¿Qué se hace aquí? Digby, ¿po

qué este fuego? ¿Por qué estos gritos?

 –– ¡El general! ––gritó Digby dejando caer espada.

 –– ¡El general! ––repitieron los soldados.

 ––Y bien, ¿qué hay en esto de extraño? ––di

Monk con voz tranqui la.Y, ya restablecido el orden, añadió:

 –– ¿Quién ha encendido este fuego?

Los soldados bajaron la cabeza. –– ¡Qué! ¿Pregunto y no se me contesta? –

dijo Monk––. ¡Qué! ¿Reprendo y no se repara daño? ¡Me parece que aún está ardiendo escasa!

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Al instante lanzáronse los veinte hombrebuscando cubos, jarros y toneles, apagando incendio con tanto ardor como habían emple

do un momento antes en propagarlo. Más yante todos y el primero Artagnan había aplicado una escala a la casa, gritando:

 –– ¡Athos! ¡Soy yo, Artagnan! ¡no me mate

amigo mío! Minutos después estrechaba conde en sus brazos.

Durante este tiempo, Grimaud, que permancía tranquilo, desmantelada la fortificación dpiso bajo, y después de haber abierto la puertse cruzaba tranquilamente de brazos en el umbral. Sólo a la voz de Artagnan había lanzaduna exclamación de asombro.

Apagado el fuego, los soldados se presentron confusos, y Digby a la cabeza de ellos.

 ––General ––dijo éste––, perdonadnos. Lo quhemos hecho, ha sido por afecto a VuestHonor, al que creíamos perdido.

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 ––––Estáis locos, señores. ¡Perdido! ¿Se pierdacaso un hombre como yo? ¿Por ventura, no mserá permitido ausentarme cuando me plazc

sin avisar? ¿Acaso un caballero que es mi amgo, mi huésped, debe ser sitiado, batido y amenazado de muerte, porque se sospeche de é¿Qué significa esa palabra sospechar? ¡Dios mcastigue si no hago fusilar a todos los que aq

ha dejado con vida ese valiente gentilhombre! ––General ––dijo Digby lastimeramente–

éramos veintiocho, y ocho están en tierra.

 ––Yo autorizo al señor conde de la Fère paque envíe a los otros veinte a unirse con loocho ––dijo Monk.

Y tendió la mano a A thos.

 ––Id al campamento ––dijo Monk. Señor Diby, quedáis arrestado un mes. Eso os enseñarcaballero, a no obrar otra vez sino conforme mis órdenes.

––Tenía las del lugarteniente, mi general.

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 ––El lugarteniente no tiene que daros órdenesemejantes, y é1 guardará el arresto en vuestlugar, si efectivamente os ha mandado quema

la casa de este gentilhombre. ––No es eso lo que ha ordenado, general, sin

que le llevásemos al campamento, pero el señoconde no ha querido seguirnos.

 ––No quise que entraran a saquear mi casa –dijo Athos a Monk con mirada expresiva.

 ––Y habéis hecho bien. ¡A l campamento, odigo!

Los soldados se alejaron con la cabeza baja..

 ––Ahora que permanecemos solos ––diMonk a Athos––, decidme, caballero, ¿por quos obstinabais en permanecer aquí, puesto qu

teníais vuestra falúa?

 ––Os aguardaba, general ––dijo Athos––. ¿Nme había dado Vuestro Honor una cita padentro de ocho días?

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Una mirada elocuente de Artagnan demosta Monk que estos dos hombres tan intrépidos tan leales no estaban en inteligencia para s

rapto. Ya lo sabía él. ––Caballero –– dijo a Artagnan––, teníais m

cha razón. Dejadme, si gustáis, hablar un momento con el señor conde de la Fère.

Artagnan aprovechase del permiso para ir dar los buenos días a Grimaud.

Monk suplicó a Athos que le llevase a la casque habitaba. La sala principal todavía estab

llena de escombros y de humo. Más de cincueta balas habían pasado por la ventana, y mulado las paredes.

Allí encontraron una mesa, un tintero y tod

lo preciso para escribir. Monk cogió una plumescribió una sola línea, firmó, dobló el papecerró la carta con el sello de su anillo, y la etregó a Athos, diciéndole:

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 ––Caballero, llevad, si queréis, esta carta rey Carlos II, y marchad en este mismo instansi nada os detiene aquí.

 –– ¿Y los barriles?–– dijo A thos. ––Los pescadores que me han traído os ayu

darán a transportarlos a bordo. Marchad, si eposible, dentro de una hora.

 ––Sí, general ––dijo Athos.

 –– ¡Señor de Artagnan! ––gritó Monk por ventana.

Artagnan subió corriendo. ––Abrazad a vuestro amigo y despedíos de é

caballero, porque vuelve a Holanda.

 –– ¡A Holanda! ––dijo Artagnan––. ¿Y yo?

 ––Sois l ibre en seguirle, señor; pero ruego oquedéis ––dijo Monk––. ¿Me lo negáis?

 –– ¡Oh! No, general, a vuestras órdenes.

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Artagnan abrazó a Athos, y tan sólo tuvtiempo de decirle adiós. Monk, que los vigilabentretanto, cuidó por sí mismo los preparativo

de la marcha, de la conducción de los barrilesbordo y de que Athos se embarcara. Y tomanden seguida del brazo a Artagnan, pasmado conmovido, lo condujo hacia Newcastle. Amismo tiempo que andaban, el mosquetero ib

diciendo en voz baja: –– ¡Vamos, vamos, me parece que suben l

acciones de la casa “ Planchet y Compañía” !

XXXI

EL GOLPE DE M ONK

Así como se prometiera un desenlace más fliz tampoco había llegado Artagnan a comprender bien la situación. Era para él un gravasunto de meditación aquel viaje de Athos

Inglaterra, su alianza con el rey, y el singula

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enlace de su pensamiento con el del conde de Fère. Lo mejor era dejarse ir con la corrientHabía cometido una imprudencia, y habiéndo

alcanzado todo, encontrábase, no obstante, sninguna de las ventajas del triunfo. Y puesque todo estaba perdido, nada se arriesgaba ya

Artagnan siguió a Monk a su campament

donde la vuelta del general había causado uefecto maravilloso, porque todos le creían pedido. Pero Monk, con su rostro austero y saspecto glacial, parecía que preguntaba a suoficiales y soldados la causa de su alegría. D

modo que dijo al lugarteniente, que había sado a su encuentro, atestiguándole la inquietuque experimentó por su .ausencia:

 –– ¿Por qué eso? ¿Estoy acaso obligado a d

ros cuenta de mis acciones? ––Señor, las ovejas sin pastor pueden tembla

 –– ¡Temblar! ––contestó Monk con su votranquila y poderosa––. ¡Ah, caballero! ¡Qu

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palabra! ... Si mis ovejas no tienen dientes uñas, renuncio a ser su pastor. ¡Oh! ¡Vos tembláis, caballero!

 –– General, por vos... ––Mezclaos en lo que os concierna, y si y

no poseo el espíritu que Dios enviaba a Olivrio Cromwell, tengo el que me ha enviad

con el cual me contento, por escaso que sea.El oficial no contestó, y habiendo impues

Monk silencio a su gente de este modo, todoquedaron persuadidos de que había llevado

cabo un asunto importante, o que había hechuna prueba con respecto a ellos. Esto era conocer muy poco aquel genio paciente y escrupulso. Si Monk tenía la buena fe de los puritanosus aliados, debió dar las gracias fervorosamete al santo patrono que le había sacado de caja del señor de Artagnan.

Mientras sucedían estas cosas, no cesaba drepetir nuestro mosquetero:

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 ––Dios mío, haz que el señor Monk no tengtanto amor propio como yo; porque declaro qusi alguno me hubiera metido en un cofre co

aquella rejilla sobre la boca, y conducido encajonado de este modo como un buey, por el maconservaría un mal recuerdo del aspecto lasmoso que tendría en aquel cofre y un rencomuy ruin al que me hubiese encerrado; temer

tanto ver lucir en el rostro de ese malicioso unsonrisa irónica, o en su actitud una imitaciógrotesca de mi posición en la caja, que poquien soy le escondería un buen puñal en

garganta en compensación de la rejilla, y lo clvaría en una verdadera sepultura, en recuerddel simulado féretro en que me hubiera enmohecido por espacio de dos días.

Y Artagnan decía todo esto de muy buena fporque era muy sensible la epidermis de nuetro gascón. Afortunadamente, Monk tenía otraideas, y no dijo una palabra de lo pasado a stímido vencedor, pero le admitió muy de cerc

a sus trabajos y le llevó a cierto reconocimien

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para obtener lo que sin duda deseaba vivamete; una rehabilitación en el espíritu de Artagnan. Éste se condujo como un veedor lisonjer

admiró toda la táctica de Monk y la ordenanzde su campamento, y burlóse muy agradablemente de las circunvalaciones de Lambequien, decía él, se había tomado muy inútmente el trabajo de cerrar un campo para vein

mil hombres, cuando le hubiese bastado medaranzada de terreno para el cabo y los cincuenguardias que tal vez le permanecían fieles.

Al momento que llegó Monk aceptó la prop

sición de una entrevista hecha la víspera; poLambert, y que los lugartenientes de aquél habían rehusado so pretexto de que el general shallaba enfermo. Esta entrevista no fue larga interesante. Lambert pidió una profesión de fesu rival. Éste declaró que no tenía otra opinióque la de la mayoría. Lambert preguntó si nsería más expedito terminar la cuestión por unalianza que por una batalla. Monk solicitó och

días para reflexionar, a lo cual no podía negars

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Lambert, a pesar de que había venido diciendque devoraría el ejército de Monk. Así es qucuando nada se decidió después de esta entr

vista, que impacientemente esperaban los dLambert, ni tratado ni batalla, el ejército rebeldcomenzó, lo mismo que Artagnan había previto, a preferir la buena causa a la mala, y al Palamento, por más rabadilla que fuera, a la nad

pomposa de los designios del general LambertRecordábanse, además, las buenas comida

de Londres, la profusión de cerveza y de Sher

que el vecino de la City pagaba a sus amigo

los soldados, y se miraba con espanto el panegro de la guerra, el agua turbia del Tweedemasiado salada para el vaso y muy mala pala marmita, y se decía: “ ¿no estaremos mejodel otro lado? ¿No se asan en Londres las chultas para Monk?”

Desde entonces ya no se habló más que ddeserción en el ejército de Lambert; los solddos se dejaban alucinar por la fuerza de lo

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principios, que son, como la disciplina, el lazobligado de todo cuerpo, constituida con un fcualquiera. Monk defendía al Parlamento, Lam

bert lo atacaba. Monk no tenía más ganas quLambert de sostener al Parlamento; pero había escrito en sus banderas, de modo qutodos los del partido contrario estaban reducidos a escribir en las suyas: “ Rebelión” ,

cual sonaba mal en los oídos puritanos. Vióseles, por tanto, ir de Lambert a Monk, como lopecadores van de Baal a Dios.

Monk formó su composición de lugar a m

deserciones diarias Lambert tenía gente paveinte días; mas hay en las cosas que se hundetal acrecentamiento de peso y de celeridad quse combinan, que se marcharon el primero cieto; quinientos el segundo y mil el tercero. Monpensó que había llegado a su medio. Pero dmil pasó pronto la deserción a dos mil, luegocuatro mil, y ocho días después, conociendLambert que ya no había posibilidad de acept

la batalla si se la presentaban, tomó el pruden

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partido de levantar el campo durante la nochpara regresar a Londres, y prevenir a Monreconstruyendo un poder con los restos d

partido mili tar.Pero Monk, libre y sin inquietudes, march

sobre Londres como vencedor, aumentando sejército con todas las partidas errantes que e

contraba al paso. Fue a acampar en Bamet, edecir, a cuatro leguas de distancia, querido dParlamento, que le consideraba como protectoy esperado por el pueblo, que quería verle manifestarse para juzgarlo. Artagnan, mismo n

había podido juzgar nada de su táctica, obsevada y admirada. Monk no podía entrar eLondres con un partido tomado sin hallar allí guerra civil. Así es que contemporizó algútiempo.

Repentinamente, sin que nadie lo esperasMonk hizo arrojar de Londres al partido militay se instaló en la City, en medio de los burguses por mandato del Parlamento; y después, e

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el instante en que los burgueses gritaban contMonk, y cuando los mismos soldados acusabaa su jefe, viéndose Monk muy seguro de la ma

yoría, declaró al Parlamento que era necesarabdicar, levantar el sitio y ceder el puesto a ugobierno que no fuese una burla. Monk pronunció esta declaración apoyado por cincuenmil espadas, a las cuales uniéronse aquel

misma noche, con hurras de júbilo delirantquinientos mil habitantes de la buena ciudad dLondres.

Por último, en el instante en que el puebl

después de su triunfo y de sus orgías en medde la calle, buscaba con los ojos el deseo qupodría darse a sí propio, se supo que cierto bque acababa de salir de La Haya, conduciendoCarlos II y su fortuna.

 ––Señores ––dijo Monk a sus leales––, salgo encuentro del legítimo rey. ¡Quien me ame qume siga!

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Una aclamación estrepitosa acogió estas palbras, que Artagnan no oyó sin un estremecmiento de placer.

 –– ¡Diantre! ––dijo a Monk––. Esto es atrevdo, caballero.

 ––Vos me acompañáis, ¿no es verdad? –replicó Monk.

 –– ¡Cáscaras, general! Pero, decidme, si gutáis, lo que escribisteis con Athos, es decir, coel señor conde de la Fére... ya sabéis... el día dnuestra llegada.

 ––Yo no guardo secretos para vos ––contesMonk––; escribí estas palabras: “ Señor, dentrde seis semanas espero a Vuestra Majestad eDouvres.”

 –– ¡Ah! ––murmuró Artagnan––. No diré, yque eso es atrevido; diré que está muy bien jgado el lance. ¡Magnífico golpe!

 ––Os reconocéis en él ––dijo Monk.

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Esta fue la única alusión que el general hizsobre su viaje a Holanda.

XXXII

ATHOS Y ARTAGNAN VUELVENSE ENCONTRAR EN LA HOSTERIA “ECUERNO DE CIERVO”

El rey de Inglaterra hizo su entrada con grapompa eh Douvres, y después en Londre

Había ordenado que le acompañasen sus hemanos, su madre y su hermana. Hacía tantiempo que Inglaterra estaba entregada a propia, esto es, a la tiranía y a la injusticia, questa vuelta del rey Carlos II, a quien, sin em

bargo, no conocían los ingleses, más que comel hijo de un hombre a quien ellos habían cortdo la cabeza, fue una fiesta para los tres reinoAsí es que todas aquellas aclamaciones qu

acompañaban su vuelta llamaron tanto la ate

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ción del rey, que se inclinó al oído de Jack dYork, su hermano más joven, para decirle:

 –– Verdaderamente, Jack, me parece ha sid

falta nuestra si hemos estado tanto tiempo asentes de un país donde tanto nos aman.

El acompañamiento fue soberbio, y un tiempadmirable favorecía la solemnidad. Carlo

había vuelto a su juventud, a su buen humoparecía transfigurado; los corazones reían comel sol.

Entre aquella muchedumbre ardiente de co

tesanos y de adoradores, que parecían no acodarse de que ellos habían llevado al cadalso dWhite Hall al padre del nuevo rey; un hombren uniforme de teniente de mosqueteros, mirba, con la sonrisa en sus delgados labios, unaveces al pueblo, que vociferaba sus bendicioneotras al príncipe, lleno de emoción, que a todosaludaba, y especialmente a las mujeres, cuyoramilletes venían a caer a los pies de su caballo

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 –– ¡Qué hermoso oficio el de rey! ––exclamabaquel hombre impulsado por su contemplacióy tan absorto, que se paró en medio del camin

dejando desfilar el séquito–– He aquí en verdaun príncipe lleno de oro y de diamantes comun Salomón, y esmaltado de flores como uprado en primavera; allá va a sacar a manollenas del inmenso cofre en que sus súbdito

muy leales hoy, muy infieles ayer, le han reundo una o dos carretas de barras de oro. Ahora echan flores hasta cubrirlo, y hace dos meses, se hubiese presentado, le habrían enviado ta

tas balas de cañón y de mosquete como hoy envían flores. Decididamente, nacer de ciermanera es cosa que no desagrada a los villanoque pretenden les importa poco nacer villanos

El séquito continuaba desfilando, y con el relas aclamaciones comenzaban a alejarse en drección del palacio; lo cual no impedía qunuestro oficial fuese bien atropellado.

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 –– ¡Vive Dios! ––decía el razonador––. Vetoda esa gente que anda sobre mis pies, y qume mira como muy poco, o más bien como n

da, en atención a que ellos son ingleses y yfrancés. Si se preguntara a toda esta gent“ ¿Quién es el señor de Artagnan?” , respondrían: –– Nescio vos. Pero que les digan: “ Miraal rey que pasa, mirad al general Monk qu

pasa” , y gritarán: “ ¡Viva el rey! ¡Viva el generMonk!” , hasta que se nieguen a ello sus pulmnes. Sin embargo seguía mirando de aquel mdo penetrante que le distinguía, pasar la mul

tud––, sin embargo, reflexionad, un poco, buena gente, en lo que a hecho vuestro rey Carloen lo que ha hecho el señor Monk, y luego, pesad en lo que ha hecho ese pobre desconocidque se llama el señor de Artagnan. Ver. No o

conozco. Verdad es que no lo sabéis, porque edesconocido, lo cual os impide reflexionar tvez. ¡Pero, bah! ¡Qué importa! Esto no impidque Carlos II sea un gran monarca, aunquhaya estado en el destierro doce años, y que

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señor Monk sea un gran capitán, aunque hayhecho el viaje a Francia encerrado en un cajóY puesto que se reconoce que el uno es un gra

rey y el otro un excelente capitán:¡Hurra for thking Charles II! Hurra for the captain Monk!

Y su voz mezclóse con la de millares de epectadores, a quienes dominó por un moment

Y para representar mejor al hombre decididagitó en el aire su sombrero, y no faltó quien detuviera del brazo en lo mejor de su expansivlealismo. (Así se llamaba en 1660 lo que hoy sllama realismo.)

 –– ¡Athos! ––gritó Artagnan––. ¿Vos aquí?

Y ambos amigos se abrazaron.

 –– ¡Vos aquí! Y estando aquí ––continuó

mosquetero––, ¿no estáis en medio de todos locortesanos, mi querido conde? ¡Cómo! Vos, héroe de la fiesta, ¿no dais caballadas a la iquierda del rey como, caballea milord Monk la derecha? En verdad que no comprendo nad

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de vuestro carácter, ni del príncipe que tanto odebe.

 ––Siempre zumbón, amigo Artagnan ––di

Athos––. ¿No os corregiréis nunca de ese maldto defecto?

 ––En fin, ¿no formáis parte de la comitiva?

 ––No, porque no he querido.

 –– ¿Y por qué no habéis querido?

 –– Porque no soy ni enviado ni embajadoni delegado siquiera del rey de Francia,

porque no me conviene presentarme así junta otro rey que Dios no me ha dado por señor

 –– ¡Diantre! Bien cerca os presentasteis del resu padre.

 ––Eso es otra cosa, amigo; aquél iba a morir. ––Y, sin embargo, lo que habéis hecho por é

te...

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 ––Ha sido porque debía hacerlo. Ya sabéque deploro toda clase de ostentación. Déjempues, ahora el rey Carlos II, que no tienen nece

sidad de mí, en mi reposo y en mi obscuridaque es todo lo que de él exijo.

Artagnan suspiró:

 –– ¿Qué tenéis? ––le dijo Athos––. Diríase qu

esta vuelta feliz del rey a Londres os entristecamigo mío, a pesar de que habéis hecho al menos tanto como yo por Su Majestad.

 –– ¿No es cierto ––respondió Artagnan riend

con su risa gascona––, que yo también he hechmucho por Su Majestad sin que quepa la menoduda?

 –– ¡Oh! Sí ––––exclamó Athos––, y bien

sabe el rey, amigo mío. –– ¡Lo sabe! ––dijo el mosquetero––. A

mía que no dudaba de ello, y aun trataba dolvidarlo en este momento.

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 ––Pero él no lo olvidará, os lo aseguro.

 ––Eso me lo decís por consolarme un poco.

 –– ¿De qué? –– ¡Cáscaras! De todos los gastos que h

hecho. Me he arruinado, amigo mío, arruinadpor la restauración de este joven príncipe quacaba de pasar haciendo cabriolas sobre su cballo isabelino.

 –– El rey no sabe que estáis arruinado; pro sí que os debe mucho.

 –– ¿Salgo ganando algo con eso; Atho¡Decid! Porque, al fin, yo os hago justicihabéis trabajado noblemente. Pero yo que, eapariencia, por poco hago fracasar vuestcombinación, soy quien en realidad la h

hecho triunfar. Seguid bien mi cálculo: vos nhubierais convencido tal vez, por la persusión y la dulzura, al general Monk, mientraque yo he tratado tan rudamente a ese apr

ciado general, que líe proporcionado a vue

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tro príncipe la ocasión de mostrarse generosesa generosidad que le fue inspirada por myerro venturoso, Carlos se la ve ahora pagad

con la restauración que le hace Monk. ––Todo eso, amigo, es de una verdad indisc

tible ––respondió Athos.

 ––Pues bien, por indiscutible que sea esa ve

dad, no por ello dejaré de volverme, muy qurido de milord Monk, que me llama my de

captain, aunque yo no sea su querido ni capitáy muy apreciado del rey, que ya ha olvidado mnombre no por eso; digo, dejaré de volvermemi hermosa patria, maldito por los soldados quienes enganché con la esperanza de un crcido sueldo, y maldito por el buen Planchet, quien tomé prestada una parte de su fortun

 –– ¿Cómo es eso? ¿Qué diablos viene hacer Planchet en todo esto?

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 ––Sí, amigo; ese rey tan rozagante, tan rsueño y adorado, se figura el señor Monk quha sido llamado por él, vos os figuráis haber

sostenido, yo me figuro haberlo traído, pueblo se figura haberlo reconquistado, mismo cree haber negociado de una manerapropósito para ser proclamado; y nada de eto es cierto, sin embargo, Carlos II, rey de I

glaterra, de Escocia y de Irlanda, ha sido retaurado en su trono por un abacero de Fracia que vive en la calle de los Lombardos y llama Planchet. ¡Lo que es la grandeza! “ ¡V

nidad, dice la Escritura, vanidad!”Athos no pudo menos de reírse de la salida d

su amigo.

 –– Querido Artagnan ––dijo estrechándo

afectuosamente la mano––. ¿Habéis dejado dser filósofo? ¿No es para vos una satisfaccióhaberme salvado la vida, como lo habéhecho al llegar tan felizmente con Mon

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cuando esos malditos parlamentarios queríaquemarme vivo?

 ––Vamos, vamos ––dijo Artagnan––; u

poco merecíais esa quemadura, amado cond –– ¡Cómo! ¿Por haber salvado el millón d

rey Carlos?

 –– ¿Qué millón?

 –– ¡Ah! Es cierto, jamás habéis sabido estamigó mío; pero no hay que hacerme cargalguno, porque no me pertenecía el secretAquella palabra Remember que el rey Carlopronunció en el cadalso...

 ––Y que significa acuérdate...

 ––Perfectamente. Esa palabra significab

“ Acuérdate que hay un, millón enterrado en losubterráneos de Newcastle, y de que ese millópertenece a mi hi jo.”

 –– ¡Perfectamente! Comprendo. Pero tambié

comprendo, y esto es horrible, que Su Majesta

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Carlos II dirá cada vez que piense en mí: “ Hahí un hombre que por poco me hace perder corona; felizmente, yo he sido generoso, llen

de presencia de espíritu.” Eso es lo que dirá dmí y de él ese joven caballero del jubón negrmuy raído, que llegó al castillo de Blois, sombrero en mano, a pedirme si tenía a bien darentrada en el aposento del rey de Francia.

 –– ¡Artagnan! ¡Artagnan! ––dijo Athos pniendo su mano sobre el hombro del mosquetro––. No sois justo.

 ––Tengo derecho a ello.

 ––No, pues ignoráis el porvenir. Artagnamiró a su amigo y se echó a reír.

 ––En verdad, mi querido Athos ––dijo––, t

néis soberbias palabras que no he conocido máque en vos y en el señor cardenal Mazarino.

Athos hizo un movimiento.

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 ––Perdón ––prosiguió Artagnan riéndose–perdón si os ofendo. ¡El porvenir! ¡Oh! ¡Bonitapalabras las que prometen, y qué bien llenan

boca a falta de otra cosa! ¡Diantre! Después dhaber encontrado tantos que prometían, ¿cuádo hallaré uno que dé?... Pero, dejemos esto –añadió Artagnan––. ¿Qué hacéis aquí, queridAthos? ¿Sois tesorero del rey?

 –– ¿Cómo tesorero del rey?

 ––Sí, puesto que el rey posee un millón, necsita un tesorero. El rey de Francia, que no tienun cuarto, tiene un superintendente de Hacieda, el señor Fouquet. Verdad es que, en cambiel señor Fouquet tiene muchos millones.

 –– ¡Oh! Nuestro millón se gastó hace muchtiempo ––dijo Athos riendo.

 ––Comprendo, se ha gastado en raso, en pdrería, en terciopelos y en plumas de todas epecies y colores. Todos esos príncipes y princsas tenían necesidad de sastres y modistas. ¿O

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acordáis, Athos, de lo que gastamos para equparnos nosotros cuando la campaña de La Rchela, y para hacer también nuestra entrada

caballo? Dos o tres mil libras; pero un jubón drey es más grande, y precisa un millón pacomprar la tela. Al menos, Athos, si no sois tesorero, estáis bien en la Corte.

 ––A fe de gentilhombre, no sé nada –respondió A thos.

 –– ¿Cómo que eso? ¡No sabéis nada!

 –– No he vuelto a ver al rey desde que e

tuvo en Douvres. ––Entonces es que también os ha olvidad

¡Diantre! ¡Magnífico!

 –– ¡Su Majestad ha tenido tanto quehacer

 –– ¡Oh! ––murmuró Artagnan con uno daquellos gestos extraños que sólo él sabhacer––. Por mi honor que voy a enamorarm

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de monseñor Mazarino. ¿Cómo, amigo Athono os ha vuelto a ver el rey?

 –– No.

 –– ¿Y no estáis furioso?

 –– ¿Yo por qué? ¿Os figuráis acaso, amigo Atagnan, que ha sido por el rey por quien hobrado de esta manera? Yo no conocía a este jven. Defendí al padre, que representaba uprincipio para mí sagrado; y me he dejado llevar hacia el hijo, siempre por simpatía al mismprincipio. Por lo demás, el padre era un dign

caballero, una noble criatura. ¿Os acordáis dél?

 –– Verdad; un hombre excelente, que tuvuna triste vida y una muerte muy hermosa.

 ––Pues bien,, querido Artagnan, oíd esto: ese rey, a ese hombre de corazón, a ese amigde mi pensamiento, si así puedo decirlo, prometí en la hora suprema conservar, fielmente

secreto de un depósito que debía poner en m

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nos de su hijo para ayudarle cuando la ocasióse presentase; ese joven fue a buscarme, mcontó su miseria, pues ignoraba que yo fue

para él otra cosa que un recuerdo vivo de spadre; cumplí con respecto a Carlos II lo quhabía prometido a Carlos I, y no tengo más qudecir. ¿Qué me importa, pues, que sea o no reconocido? A mí es a quien he prestado este se

vicio, librándome de esta responsabilidad, y na él.

 ––Siempre he dicho ––respondió Artagnacon un suspiro ––que el desinterés era la cos

más bella del mundo. –– ¡Y bien, amigo mío! ––respondió Athos–

¿No estáis vos en la misma situación que yo? She comprendido bien vuestras palabras; o

habéis dejado conmover por la desgracia de esjoven; esa acción es más hermosa por vuestparte que por la mía, pues yo tenía un debeque cumplir, mientras que vos no debíais absolutamente nada al hijo del mártir. Vos no tenía

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que pagarle el precio de aquella gota de sangpreciosa que dejó derramar sobre mi frendesde el tablado de su Cadalso. Lo que os h

hecho obrar ha sido el corazón solamente, corzón noble y bueno que tenéis bajo ese aparenescepticismo, bajo esa ironía sarcástica; habécomprometido la fortuna de un servidor, quizla vuestra, según sospecho, benéfico avaro, y s

desconoce vuestro sacrificio. ¡Qué import¿Queréis volver a Planchet su dinero? Comprendo eso, amigo mío, porque no convienque un caballero tome prestado a su inferior s

devolverle capital e intereses. ¡Pues bien, vederé hasta la hacienda de la Fére, si es preciso,si no lo es, cualquier otra quinta pequeña! Pagaréis a Planchet, y aún quedará bastante granpara nosotros dos y para Raúl en mis granero

De este modo, amigo mío, sólo quedaréis obgado a vos mismo, y, si os conozco bien, nserá para vos satisfacción pequeña decir: “ Hhecho un rey.” ¿Tengo razón?

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 –– ¡Athos! ¡Athos! ––contestó Artagnan pesativo––. Os lo dije una vez: el día que predquéis, iré al sermón; el día que digáis que ha

infierno, tendré miedo, a las parrillas y a logarfios. Sois mejor que yo, es decir, mejor qutodo el mundo, y sólo reconozco en mí un mérito: no ser envidioso. Fuera de este defectDios me condene, como dicen los ingleses, te

go todos los demás. ––No conozco a nadie que valga lo que A

tagnan ––repuso Athos pero hemos llegado ssentirlo a la casa en que vivo. ¿Queréis entra

en mi cuarto, amigo? –– ¿Eh? ¡Pero si es la taberna El Cuerno d

Ciervo! ––exclamó Artagnan:

 ––Os confieso, querido amigo, que la he escgido por eso mismo. Me gustan los conocimietos antiguos y sentarme en aquella silla dondme dejé caer, abatido de cansancio y abismadde desesperación cuando regresasteis la noch

del 31 de enero.

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 –– ¿Después de haber descubierto la vivienddel verdugo enmascarado? ¡Sí, aquel fue un dterrible!

 ––Ea, venid ––dijo Athos interrumpiéndole.Y entraron en la que en otros tiempos era sa

común. La taberna en general, y esta sala cmún particularmente, habían sufrido grande

transformaciones; el antiguo huésped de lomosqueteros, demasiado rico para posaderhabía cerrado la tienda y convertido la sala dque hablamos en un depósito de géneros coloniales. El resto de la casa lo alquilaba amuebldo a los extranjeros.

Artagnan reconoció con emoción todos lomuebles de esta sala del primer piso, la ensambladura, los tapices y hasta aquella carta gegráfica que Porthos estudiaba tan gustosamenen sus ratos de ocio.

 –– ¡Hace once años! ––murmuró Artagnan–¡Pardiez! Parece que hace un siglo.

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 ––Y a mí un día ––dijo Athos––. Ved la alegrque siento, amigo mío, al considerar que otengo aquí, que estrecho vuestra mano, qu

puedo tirar lejos la espada y el puñal, y tocasin desconfianza esta botella de Jerez. ¡Oh! Everdad, no podría manifestaros esta alegría, nuestros dos amigos estuviesen aquí, a los lados de esta mesa, y mi muy amado Raúl, en

umbral, mirándonos con sus grandes ojos, hemosos y dulces.

 ––Sí; sí ––dijo Artagnan muy emocionado–es verdad. Apruebo, sobre todo, la primera pa

te de vuestro pensamiento; es muy grato soreír donde hemos temblado tan legítimamentpensando que de un momento a otro podaparecer el señor Mordaunt en el descansillo dla escalera.

En aquel momento abrióse la puerta, y Atagnan, por más valiente que fuera, no pudcontener un ligero movimiento de espanto.

Athos lo comprendió, y sonriendo:

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 ––Es nuestro huésped ––dijo––, que me traealguna carta.

 ––Sí, milord ––dijo el buen hombre––, traig

una carta para Vuestro Honor. ––Gracias ––dijo Athos, tomando la carta s

mirarla––. Decidme, querido huésped, ¿no rconocéis a este caballero?

El viejo levantó la cabeza y miró atentamena Artagnan.

 ––No ––dijo.

 ––Es ––añadió Athos–– uno de mis amigos dquienes os he hablado, y que se alojó aquí comigo hace once años.

 –– ¡Oh! ––exclamó el viejo––. Se han alojad

aquí tantos extranjeros... –– Pero nosotros nos alojamos aquí el 30 d

enero de 1641 ––añadió Athos, creyendo esmular por esta aclaración la tardía memoria d

huésped.

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 ––Es posible ––contestó éste, pero hace ya tato tiempo!... Saludó y salió.

 ––¡Gracias! ––dijo Artagnan. Acomete empr

sas, lleva a término revoluciones, pretende grbar tu nombre en la piedra o en el bronce cofuertes espadas. Hay algo más rebelde, máduro y más olvidadizo que la piedra y el bro

ce: el viejo cráneo del primer posadero enquecido con su comercio. ¡No me conoce! ¡Pueyo le hubiera reconocido al instante!

Athos abrió la carta sonriendo.

 –– ¡Ah! ––dijo––. Una carta de Parry. –– ¡Oh, oh! ––murmuró Artagnan––. Lee

amigo mío, leed; sin duda contiene algo nuevo

Athos meneó la cabeza y leyó:

“ Señor conde:

“ El rey ha sentido sobremanera no veros hoa su lado cuando entraba en la ciudad; Su Ma

jestad me encarga os lo diga y os dé un r

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cuerdo de su parte. Su Majestad esperará Vuestro Honor esta misma noche en el palacde Saint James, entre nueve y once.

“ Soy, con el debido respeto, señor condvuestro mas humilde y obediente servidor.

PARRY.”

 ––Ya lo veis, mi querido Artagnan ––dijo Ahos––, no hay que desesperar de la bondad dlos reyes.

 –– Tenéis razón ––repuso Artagnan.

 –– ¡Oh! Querido, querido amigo ––dijo Athoa quien no se le había escapado la imperceptibamargura de Artagnan––, perdón; ¿Habré latimado inadvertidamente a mi mejor camarda?

 –– ¿Estáis loco, A thos?, y la prueba es que voa, acompañaros hasta Palacio: hasta la puertse entiende; con eso me pasearé.

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 –– Entraréis conmigo, amigo; quiero deca Su Majestad...

 –– ¡Cómo! ––replicó Artagnan con orgul

verdadero y puro de toda mezcla––: Si haalgo peor que mendigar por uno mismo, mendigar por medio de otros. Vaya, marchmos, querido, el paseo será muy grato; de p

so os enseñaré la casa del señor Monk, qume ha hecho ir a vivir a ella. ¡Hermosa caspor cierto!, ¡Ser, general en Inglaterra es mcho más que mariscal en Francia!

Athos dejóse conducir, muy pesaroso de alegría que Artagnan afectaba.

Toda la ciudad estaba jubilosa; los dos amigotropezaban a cada paso con los entusiastas, quen medio de su embriaguez les pedían que gtaran: “ ¡Viva el buen rey Carlos!” Artagnarespondía con un gruñido, y Athos con unsonrisa. Así, llegaron a la casa de Monk, por, cual debía pasarse, como hemos dicho, para

al palacio de Saint James.

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Athos y Artagnan no conversaron durante camino, por lo mismo de que sin duda teníamuchas cosas que decirse, si hubieran hablad

Athos pensaba que hablando demostraría salegría, y que esta alegría podría lastimar a Atagnan. Éste temía por su parte, que si hablabdejaría descubrir en sus palabras una amarguque molestaría a Athos. Aquello era una emul

ción singular de silencio; entre el gozo del uny el mal humor del otro. Artagnan cedió el prmero a la comezón que experimentaba por cotumbre en la extremidad de la lengua.

 –– ¿Os acordáis ––preguntó a Athos––, daquel pasaje de las memorias de Aubigné, en cual este fiel servidor, gascón como yo, pobcomo yo, y casi por decir valiente como ycuenta las mezquindades de Enrique IV? Recuerdo que mi padre me decía siempre que señor de Aubigné era embustero. Sin embarg¡ved cómo todos los príncipes descendientes dgran Enrique salen a él!

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 –– ¡Vaya, vaya, Artagnan! ––dijo Athos–¿Los reyes de Francia avaros? ¿Estáis loco?

 ––Jamás confesáis los defectos de otros, vo

que sois perfecto; pero, en verdad, Enrique Iera avaro, Luis XIII, su hijo, también lo era, sobre lo cual sabemos algo, ¿no es cierto? Gastóllevaba este vicio al extremo, y bajo tal aspec

se hizo detestar de todos los que le rodeabaEnriqueta, ¡pobre mujer!, ha hecho muy bien eser avara, porque ni comía todos los días, ni scalentaba todos los años: esto era un ejempque daba a su hijo Carlos II, nieto del gran E

rique IV, avaro como su madre y como su abulo. Qué, ¿he sacado bien la genealogía de loavaros?

 –– Artagnan ––replicó A thos––, sois demasi

do duro para esa raza de águilas que se llamlos Borbones.

 –– ¡Pues olvido al mejor! ... El otro nieto dBearnés, Luis XIV mi ex amo. ¡Yo creo que se

avaro quien no ha querido prestar un millón

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su hermano Carlos! Bueno, veo que os enfadáipero, por fortuna, ya estamos cerca de mi caso más bien, de la de mi amigo el señor Monk.

 ––––Querido Artagnan, no me enfado perme entristecéis; es cruel en efecto, ver un hombre de vuestro mérito al lado de la posición qusus servicios debieron haberle adquirido m

parece que vuestro nombre, amigo, es tan rdiante como los más hermosos en la guerra y ela diplomacia; decidme si los Luises, si los Bellegarde y los Bassompierre han merecido comnosotros la fortuna y los honores: tenéis razó

sí, cien veces razón, amigo mío.Artagnan suspiró, precediendo a su amig

bajo el pórtico de la casa que Monk habitaba ela City.

 ––Permitidme ––dijo––, que deje la bolsa ecasa; porque si, entre la multitud, estos raterode Londres, que tanto nos han ponderado, hata en París, me robasen el resto de mis pobre

escudos, no podría regresar a Francia; y vuelv

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lleno de alegría, pues todas mis prevencionede otro tiempo contra Inglaterra se han realizado, acompañadas de otras muchas.

Nada respondió Athos. ––Así, pues, amigo ––dijo Artagnan––, esp

radme un instante y os sigo. Bien sé que es prciso ir a Palacio a recibir vuestras recompensa

pero creedme, a mi también me precisa disfrtar de vuestra alegría... aunque sea de lejosEsperadme.

Artagnan atravesaba ya el vestíbulo cuand

un hombre, mitad criado, mitad soldado, quhacía en casa de Monk las funciones de portey de guardia, detuvo a nuestro mosquetero dciéndole en inglés:

 –– ¡Perdón, milord de Artagnan! –– ¿Qué hay? ––dijo éste––. ¿Es quizá que

general me despide también?... ¡Sólo me falser expulsado por él!

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Estas palabras, pronunciadas en francés, nfueron entendidas por aquel a quien iban digidas, que sólo hablaba un inglés mezclado d

escocés más rudo. Pero Athos estaba conmovdo, porque Artagnan comenzaba al parecer tener razón.

El inglés mostró una carta a Artagnan.

 ––From the generall ––dijo. ––Bien, eso es mi despedida ––replicó el ga

cón––. ¿Será preciso leerla, Athos?

 ––Debéis engañaros, o no conozco más hombres honrados que a vos y a mí.

Artagnan se encogió de hombros y rompió sello de la carta, mientras el inglés, impasible, aproximaba una gran linterna cuya luz deb

ayudarle a leer.

 –– ¡Qué es eso! ¿Qué tenéis? ––dijo Athoviendo cambiar la fisonomía del lector.

––Tomad y leed ––dijo el mosquetero.

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Athos cogió el papel y leyó: “ Caballero Atagnan:

“ El rey ha sentido mucho que no hayáis ven

do a San Pablo con su acompañamiento, y dicSu majestad que le habéis faltado como mhabéis faltado a mí, querido capitán. No exismás que un medio para recuperar todo eso. S

Majestad me espera a las nueve en el palacio dSaint James. ¿Queréis encontraros allí a ladiez? Su Majestad os fija esta hora para la adiencia que os concede.”

La carta estaba escrita por Monk. De parte dgeneral.

XXXIII

AUDIENCIA

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 –– ¿Qué decís ahora? ––exclamó Athos coacento de dulce reconvención, después quArtagnan hubo leído la carta de Monk.

 –– ¡Qué digo! ––respondió Artagnan rajo dplacer y también un poco de vergüenza pohaberse apresurado a acusar al rey y a Monk–Es una delicadeza... que a nada compromete, e

verdad... Pero, al fin, delicadeza. ––Mucho me costaba creer que el joven prí

cipe fuera ingrato ––dijo Athos.

 ––El hecho es que su presente está todav

muy cerca de su pasado ––replicó Artagnan–hasta ahora, todo me daba la razón.

 ––Convengo en ello, amigo mío, convengo eello. ¡ Ah! Ya no miráis tan fieramente, y n

sabéis cuán dichoso soy por ello. ––De modo ––dijo Artagnan., que Carlos

recibe a Monk a las nueve, y a mí me recibirá las diez; esta es una gran audiencia, de esas qu

llamábamos en el Louvre distribución de agu

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bendita de Corte. Vamos a ponernos bajo la gotera, mi querido amigo, vamos.

Athos no le contestó, y ambos se dirigiero

apretando el paso, al palacio de Saint Jameque aún invadía la multitud, para ver por lovidrios las sombras de los cortesanos y los refljos de la persona real. Las ocho de la noche to

caban cuando los dos amigos entraban a ocupun lugar en la galería; llena de cortesanos y dpretendientes, todos los cuales echaron unmirada sobre aquellos sencillos trajes de formextranjera y sobre aquellas dos cabezas tan n

bles y tan llenas de expresión. Athos y Artagnan, por su parte, después de haber medido edos ojeadas toda aquella concurrencia, se pusiron a charlar juntos.

De pronto se oyó un gran ruido en las extrmidades de la galería: era el general Monk quentraba acompañado de más de veinte oficialeque acechaban una de sus sonrisas, porque víspera aún era dueño de Inglaterra, y se supo

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nía un amanecer magnífico al restaurador de familia de los Estuardos.

 ––Caballeros ––dijo Monk volviéndose

ellos––, os suplico tengáis presente que yo nsoy nada. Hace poco mandaba el principal ejécito de la república, pero ya pertenece al monarca, en cuyas manos voy a poner, cumplie

do sus órdenes, mi poder de ayer.En todos los rostros se pintó una gran sorpr

sa; y el cerco de aduladores que estrechaba Monk un momento antes, se ensanchó poco poca y acabó por perderse en las grandes ondlaciones de la multitud; Monk iba a hacer antesala como todo el mundo, lo cual no pudo menos de hacer notar Artagnan al conde de Fère, que frunció el ceño, de pronto se abrió

puerta del gabinete de Carlos, y el joven reapareció, precedido de dos oficiales.

 ––Buenas noches, caballeros ––dijo––. ¿Está general Monk?

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 ––Aquí estoy, Majestad ––contestó el viegeneral.

Carlos corrió a él y estrechóle las manos co

amistad ferviente. ––General ––dijo en voz alta el rey––, acab

de firmar vuestro diploma; sois duque de Abemarle, y es mi voluntad que nadie os igua

en poder ni en fortuna en este reino, dondeexcepción del noble Montrose, ninguno os higualado en la lealtad, en valor y en talentCaballeros, el duque es comandante general dnuestros ejércitos de mar y tierra; hacedle lohonores correspondientes, si gustáis.

Mientras todos corrían al lado del generaque recibía los homenajes sin perder un momento su impasibilidad ordinaria, Artagnadi jo a Athos

 –– ¡Cuando uno piensa que ese ducado, emando general de los ejércitos y todas esa

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grandezas, en una palabra, han estado en uncaja de seis pies de largo y tres de ancho!...

 ––Amigo ––objetó Athos––; grandezas much

más importantes están en cajas más pequeñaaún, esas cajas encierran para siempre...

De pronto vio Monk a los dos caballeros, questaban algo apartados, aguardando que s

retirasen las oleadas de gente. Hízose paso fue hacia ellos, de modo que los sorprendió emedio de sus filosóficas reflexiones.

 –– ¿Hablabais de mí? ––preguntó sonriendo.

 ––Milord ––respondió Athos––; tambiéhablábamos de Dios. Monk, reflexionó un momento y contestó, alegremente:

 ––Señores, hablemos también un poco del re

si os agrada; porque, según creo, os da audiecia Su Majestad.

 ––A las nueve ––dijo Athos.

––A las diez ––––dijo Artagnan.

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 ––Entremos ahora mismo en el gabinete –respondió Monk haciendo seña a los dos compañeros para que fuesen delante, lo cual no qu

sieron consentir ni uno ni otro.El rey, durante este debate tan francés, hab

vuelto al centro de la galería.

 –– ¡Oh, mis franceses! ––dijo con tono de de

cuidada alegría, que a pesar de tantas penas trabajos no había podido perder––. ¡Los fraceses! ¡Mi consuelo!

Athos y Artagnan inclináronse.

 ––Duque, conducid a estos caballeros a mi sla de estudio. Soy con vosotros, señores–añadió en francés.

Y luego, despidió a su corte para volver a su

franceses, como él los llamaba.

 ––Señor de Artagnan ––dijo entrando en sgabinete––, tengo mucho gusto en volveros ver.

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 ––Majestad, mi gozo l lega a su colmo al saldaros en vuestro palacio de Saint James.

 ––––Caballero, habéis querido prestarme u

gran servicio y os debo agradecimiento. Si yno temiese usurpar los derechos de nuestro comandante general, os ofrecería algún puesdigno de vos cerca de mi persona.

 ––Majestad ––replicó Artagnan––, he dejadel servicio del rey de Francia prometiendo a mpríncipe no servir a ningún rey.

 ––Vamos ––dijo Carlos––, eso me hace mu

desgraciado; hubiese querido hacer mucho povos...

 ––Majestad...

 ––Vamos ––dijo Carlos sonriendo––, ¿no p

dré haceros faltar a vuestra palabra? Ayudadme, duque. Si yo os ofreciera el mando generde mis mosqueteros...

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Artagnan inclinóse mucho más que la primra vez.

 ––Tendría el disgusto de rehusar lo que Vue

tra Majestad me ofreciera ––respondió––; ucaballero no tiene más que su palabra, y espalabra, he tenido el honor de decirlo a VuestMajestad, está empeñada al rey de Francia.

 ––Pues no hablemos más de eso ––dijo el revolviéndose a Athos. Y dejó a Artagnan atomentado por los más vivos dolores de disgusto

 –– ¡Ah! Bien decía yo ––murmuró el mosqu

tero––. ¡Palabras! ¡Agua bendita de CortSiempre han tenido los reyes un talento prodigioso para ofrecernos lo que saben que naceptaremos, y para mostrarse generosos speligro. ¡Tonto!... ¡Tonto, muy tonto he sido ehaber tenido esperanzas por un instante!

Durante este tiempo tomaba Carlos la mande Athos.

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 ––Conde ––le dijo––, habéis sido para mí usegundo padre, y el servicio que me habéhecho no se puede pagar; sin embargo, he pe

sado en recompensaros. Fuisteis creado por mpadre caballero de la Jarretiera. Orden que npueden llevar todos los monarcas de Europa, reina regente os hizo caballero del Espíritu Sato, Orden no menos ilustre; uno a ellas este To

són de Oro que me ha enviado el rey de Francia, a quien había dado dos el rey de Españcon motivo de su matrimonio; mas en cambtengo un favor que pediros.

 ––Señor ––dijo Athos confuso––, ¡a mí el Tosón de Oro, cuando el rey de Francia es el únicen mi país que goza tal distinción!

 –– Quiero que seáis en vuestro país y en tod

partes igual a aquellos a quienes los reyehayan honrado con su favor ––dijo Carlos qutándose la cadena del cuello––, y estoy segurconde, de que mi padre sonríe desde el fondde su tumba.

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 ––Es raro ––decía para sí Artagnan, mientrasu amigo recibía de rodillas la eminente Ordeque el rey le confería––. ¡Es increíble que siem

pre haya visto caer la lluvia de las prosperidades sobre todos los que me rodean, y que ni ungota siquiera me haya tocado nunca! ¡Sería cosde arrancarse los cabellos, si fuese uno envidiso, palabra de honor!

Athos se levantó, y Carlos le abrazó afectusamente.

 ––General ––dijo a Monk. Luego, deteniéndse con una sonr isa:

 ––Perdón ––agregó––, quise decir DuquPensad que, si me equivoco, es porque la palbra duque es demasiado corta para mí... y siempre estoy buscando un título que la alargueDesearía veros tan cerca de mi trono, que pdiese deciros, como a Luis XIV: “ hermano mío

 –– ¡Oh! Lo soy, y vos seréis casi mi hermanporque os hago virrey de Irlanda y de Escoci

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mi amado duque... De está manera no me voveré a equivocar.

El duque asió la mano del rey, pero sin ent

siasmo, sin alegría, y como si hiciese otra cosSin embargo, su corazón hablase conmovidpor este último favor. Usando Carlos hábilmete de su generosidad, había dejado al duqu

tiempo para desear aunque no hubiera podidhacerlo tanto como él le daba.

 –– ¡Diantre! ––murmuró Artagnan––. Ya cmienza otra vez el aguacero. ¡Ah! ¡Es cosa dperder la cabeza!

Y se volvió, con aire tan contrito y chistosmente lastimero, que el monarca no pudo cotener una sonrisa. Monk se preparaba a salir dgabinete con permiso de Carlos.

 –– ¡Cómo! ¡Qué es eso! ––exclamó el rey duque––. ¿Os marcháis?

 ––Sí, si así agrada a Vuestra Majestad, porqu

verdaderamente estoy muy cansado... La em

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ción del día me ha extenuado y tengo necesidade descanso.

 ––Pero ––dijo el rey –– ¡no partiréis sin el s

ñor de Artagnan! –– ¿Por qué, señor? ––dijo el viejo guerrero.

 ––Demasiado sabéis por qué –– contestó rey.

Monk miró a Carlos con sorpresa.

 ––Perdone Vuestra Majestad ––dijo––, peno sé... lo que quiere decir.

 –– ¡Oh! Es posible; mas si vos lo olvidáis, nsucede así al señor de Artagnan.

 ––Tengo el honor de ofrecerle alojamiento.

 –– ¿Y esa idea ha salido de vos sólo? ––Sólo de mí, sí, Majestad.

 ––Bien, pero debía ser de otro modo… Siempre el prisionero está en casa del vencedor.

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Monk se ruborizó.

 –– ¡Ah! Es cierto ––dijo––. Soy el prisionedel señor de Artagnan.

 ––Sin duda, Monk, pues todavía no ohabéis rescatado, mas no os turbéis; yo soquien os arrancó del señor de Artagnan, y ytambién pagaré vuestro rescate.

Los ojos del mosquetero volvieron a su algría brillante: el gascón empezaba a compreder. Carlos se le acercó.

 ––El general ––dijo–– no es rico y no podrpagaros lo que vale. Yo soy más rico, sí; pero presente, como no es duque, sino rey o al mnor casi rey, vale una cantidad que tal vez tampoco podría yo pagaros. Veamos, señor de A

tagnan, decidme: ¿cuánto os debo?Encantado Artagnan con el aspecto que t

maba la cuestión, pero dominándose perfectmente, contestó:

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 ––Señor, hace mal Vuestra Majestad en alamarse. Cuando tuve el honor de prender a SGracia no era más que general; así, pues, no s

me debe más que un rescate de general. Maque el general tenga a bien darme su espada pie doy por pagado, porque no hay en él mudo más que la espada del general que valgtanto como él.

 –– ¡O ddds fishl , como decía mi padre –murmuró Carlos II––. He ahí una proposiciónun hombre galante, ¿no es verdad, duque?

 ––Por mi honor que sí ––respondió el duque

Y desenvainó su espada.

––Caballero ––dijo a Artagnan–– aquí tenélo que solicitáis. Muchos han tenido hojas mej

res que ésta; pero por modesta que sea la míjamás la he vendido a nadie. Artagnan tomcon orgullo aquella espada que acababa dhacer un soberano.

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 –– ¡Oh, oh! ––exclamó Carlos II––. ¡Cómo eso! Una espada que me ha devuelto mi tron¿saldrá de este reino y no figurará algún d

entre las joyas de mi corona? ¡No, por mi alm¡No será así! Capitán Artagnan, doy doscientamil libras por esa espada; si es poco, decídmelo

 ––Es muy poco, Majestad ––repuso Artagna

con inimitable sonrisa––. Primeramente, npuedo venderla; pero Vuestra Majestad lo deea, y esto es una orden. Obedezco: mas el respto que debo al guerrero ilustre que me escuchme manda estime en una tercera parte más

prenda de mi victoria. Quiero, pues, trescientamil l ibras por la espada o la doy de baldeVuestra Majestad.

Y tomándola por la punta la presentó al mo

narca.Carlos II soltó una carcajada.

 –– ¡Vaya un hombre galante y un compañealegre! ¡Oddds fish! ¿No es verdad, duque? ¿N

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es verdad, conde? Me gusta y lo quiero. Tomaseñor de Artagnan ––añadió–– tomad esto.

Y tomando una pluma escribió un vale d

trescientas mil libras contra su tesorero.Artagnan lo tomó, y volviéndose gravemen

hacia Monk le dijo:

––No ignoro que he pedido demasiado pocpero, creedme, señor duque, hubiera queridmejor morir que dejarme guiar por la avariciEl rey se echó a reír como el cokney más dichosde su reino.

 ––Volveréis a verme antes de marchar, cabllero ––dijo––, pues tendré necesidad de unprovisión de alegría, ahora que voy a quedarmsin mis franceses.

 –– ¡Ah! Señor, no pasará con la alegría lo qucon la espada del duque, y la daré gratis Vuestra Majestad ––replicó el mosquetero, qubailaba de gozo.

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 ––Y vos, conde ––añadió Carlos dirigiéndoa Athos––, volved también, tengo que confiaroun mensaje importantísimo. Vuestra man

duque.Monk estrechó la mano del rey.

 ––Adiós, señores ––dijo Carlos tendiendo sumanos a los dos franceses, que pusieron en e

sus labios. –– ¿Qué decís ahora? ––preguntó Atho

cuando estuvieron fuera ¿Estáis contento?

 –– ¡Chito! ––dijo Artagnan conmovido de plcer––. Todavía no he vuelto de casa del tesorro... La gotera puede caerme sobre la cabeza.

XXXIV

¿QUÉ HACER CON TANTO CAPITAL?

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Artagnan no se durmió, y tan pronto como cosa fue conveniente y oportuna, hizo su visi

al señor tesorero del rey.Entonces tuvo la satisfacción de cambiar u

pedazo de papel de escritura muy fea, por unsuma prodigiosa de escudos fabricados mu

recientemente con el busto, de Su Muy GraciosMajestad Carlos II.

Artagnan se hacía fácilmente dueño de mismo, mas en esta ocasión, sin embargo, n

pudo menos de manifestar una alegría que lector comprenderá quizá, si se digna tener aguna indulgencia por un hombre que, desde snacimiento, jamás había visto tantas monedasmontones de ellas yuxtapuestas en orden vedaderamente agradable a la vista.

El tesorero metió todos estos montones eunos sacos, cerrándolos con la estampilla de la

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armas de Inglaterra, gracia que los tesoreros nsuelen conceder a todo el mundo.

Y luego, impasible y tan urbano como deb

serlo con respecto a un hombre honrado con amistad de Su Majestad, dijo:

 –– Llevaos ––vuestro dinero, señor. ¡Vuestdinero! Esta palabra hizo vibrar mil cuerda

que el mosquetero jamás había sentido en scorazón.

Hizo cargar los sacos en un carrito, y volviócasa meditando profundamente. Un homb

que posee trescientas mil libras, no puede tenela frente tersa, y una arruga por cada centenade mil libras no es mucho.

Artagnan se encerró, no comió, negó la entr

da a todo el mundo en su casa, y, con la lámpra encendida y una pistola armada sobre la msa, veló toda la noche calculando un medio devitar que aquellos hermosos escudos, que dcofre real habían pasado a los suyos propios, n

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pasasen de éstos a los bolsil los de un ladrócualquiera. El mejor medio que encontró el gacón fue encerrar momentáneamente su capit

bajo cerraduras bastante sólidas para que niguna mano pudiese romperlas, y bastante complicadas para que ninguna llave sencilla pudire abrirlas.

Artagnan se acordó de que los ingleses somaestros consumados en mecánica y en indutria conservadora, y decidió ir a la mañana sguiente en busca de un mecánico que le vendise una caja de caudales.

No tuvo que andar mucho. El señor Will Joson, residente en Piccadilly, escuchó sus propsiciones, comprendió sus deseos, y le prometconfeccionar una cerradura de seguridad que

sacaría de todo temor para lo venidero. ––Os daré ––le dijo–– un mecanismo nuevo.

la primera tentativa algo seria hecha sobre cerradura, se abrirá una plancha invisible, y u

cañoncito, invisible también, vomitará una li

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da bala de cobre del peso de un marco; quechará abajo al mal intencionado no sin un rudo notable. ¿Qué tal?

 ––Afirmo que es verdaderamente ingenioso–exclamó Artagnan––; la balita de cobre magrada sobremanera. Veamos ahora, señor mecánico, las condiciones.

 ––Quince días para la ejecución, y quince mlibras pagaderas al entregar la obra ––contesel artista.

Artagnan frunció el ceño. Quince días era u

plazo suficiente para que todos los ladrones dLondres hubiesen hecho desaparecer la necsidad que tenía del arca de hierro. Respecto las quince mil libras, era pagar muy caro lo qualgo de vigilancia le daría por nada.

 ––Lo pensaré ––le dijo––; gracias, amigo.

Y volvió a su casa torciendo; nadie se habacercado todavía al tesoro.

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El mismo día fue Athos a visitar a su amigolo encontró preocupado hasta el punto de manfestarle por ello su sorpresa.

 –– ¡Cómo! ¡Estáis rico y no satisfecho ––le djo––, tanto como deseabais las riquezas!

 ––Amigo mío, los placeres a los cuales no está acostumbrado, estorban más que las pena

que nos son habituales. Un consejo, si me permitís. Esto puedo preguntároslo, porqusiempre habéis tenido dinero; cuando se tiendinero, ¿qué se hace?

 ––Eso depende... –– ¿Qué habéis hecho del vuestro, para que

no hiciera de vos ni un avaro ni un pródigoPorque la avaricia deseca el corazón y la pro

digalidad le ahoga... ¿no es verdad? ––No diría más Fabricio. Pero, en verdad, m

dinero no me ha estorbado jamás.

 –– ¿Lo convertís en rentas?

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 –– ¡Ah, ya! Pero vos sois algo príncipe, quince o dieciséis mil libras de renta se os escapan por entre los dedos; además, tenéis cierta

cargas, la representación... ––Pero no veo yo que seáis mucho meno

gran señor que yo, amigo mío, y vuestro dineros vendrá bien justo.

 –– ¡Trescientas mil libras! Hay aquí doterceras partes superfluas.

 ––Dispensad, pero me parecía que mhabéis dicho... creí haberlo oído... en fin... m

figuraba que teníais un socio. –– ¡Ah! ¡Pardiez! ¡Es cierto! ––exclamó Arta

nan ruborizándose––. ¡Sí, Planchet!; olvidaba Planchet, por vida mía!. . . ¡Pues bien! He

ahí deshechos mis cien mil escudos... Es lásma; la cuenta era redonda y sonaba bien... Vedad, Athos, no soy ya rico. ¡Qué memoria tnéis!

–– ¡Bastante buena., gracias a Dios!

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 ––Ese buen Planchet: ––dijo Artagnan–no ha hecho aquí mal negocio. –– ¡Qué espculación, diantre! En fin, lo dicho, dicho.

 –––– ¿Cuánto le dais? –––– ¡Oh! ––dijo Artagnan–– . Es un buen m

chacho y siempre me arreglaré bien con él; yveis, he tenido trabajos, gastos... y todo es

debe entrar en cuenta. ––Amigo, estoy muy seguro de vos ––di

tranquilamente Athos––, y nada temo por esbuen Planchet; sus interés está mejor en vue

tras manos que en las suyas; pero, ya que nadtenéis que hacer aquí, nos marcharemos, si oparece. Iréis a dar las gracias al rey y a pedirsus órdenes, y dentro de seis días podremodistinguir las torres de Nuestra Señora.

 ––Amigo mío, ardo en deseos de marcharmy en seguida voy a despedirme del rey.

 ––Yo ––dijo Athos––, voy a saludar a alguna

personas en la ciudad, y soy vuestro.

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 –– ¿Me prestáis a Grimaud?

––Con mucho gusto... ¿Qué pensáis hacede él?

 ––Una cosa muy sencilla y que no le fatigarle suplicaré que me guarde mis pistolas questán sobre la mesa y al lado del cofre.

 ––Muy bien ––replicó Athos imperturbable.

 ––Y no se apartará de aquí, ¿verdad?

 ––Ni más ni menos que las mismas pistola

 ––Así, me voy a ver al rey. Hasta luego.

Artagnan llegó, en efecto, al palacio de Sain–James, donde Carlos II, que escribía su correpondencia, hízole guardar antesala una ho

cumplida.A l mismo tiempo que se paseaba en la galerí

desde las puertas a las ventanas, y desde laventanas a las puertas, creyó ver una cap

igual, a la de Athos atravesar los vestíbulo

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pero en el momento en que iba a cerciorarse dhecho, el ujier lo llamó a la cámara de Su Majetad.

Carlos II se frotaba las manos recibiendo locumplidos de nuestro amigo.

 ––Caballero ––le dijo––, hacéis mal en estame, reconocido; yo no he pagado la cuarta par

de lo que vale la historia de la caja en que metisteis al valiente general... es decir, al buen dque de Albemarle. Y el rey soltó una carcajada

Artagnan creyó no deber interrumpir a S

Majestad y se inclinó con modestia. ––A propósito ––prosiguió Carlos––, ¿os h

perdonado de veras nuestro querido Monk?

 –– ¡Perdonado! Espero que sí, Majestad.

 –– ¡Es que el lance fue terrible!... ¡0dds––fis

¡Embanastar como un arenque al primer personaje de la revolución inglesa! No me fiaría yen vuestro lugar, caballero.

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 ––Pero, Majestad.

 ––Sé muy bien que Monk os llama su amigoMas tiene un ojo muy profundo para ser fal

de memoria y el entrecejo muy alto para no, sorgulloso; ya sabéis, grande supercilinm.

“ De seguro, aprenderé latín” , se dijo Artanan.

 ––Vamos ––exclamó el rey encantado––, preciso que yo arregle vuestra reconciliaciósabré conducirme de tal modo...

Artagnan se mordió el bigote.

 –– ¿Me permite Vuestra Majestad que manifieste la verdad?

 ––Hablad, caballero, hablad.

 ––Pues bien, señor, me causáis un miedhorrible.. Si Vuestra Majestad arregla masunto, como parece tener ganas, soy hombperdido; el duque me hará asesinar. El re

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soltó otra carcajada que trocó en espanto temor de Artagnan.

 ––Señor, por piedad, permitidme tratar es

asunto por mí mismo; y luego, si ya no tenénecesidad de mis servicios. .

 ––No, caballero. ¿Queréis marcharos? –respondió Carlos con una hilaridad que caus

ba en nuestro gascón cada vez más inquietud. ––Si Vuestra Majestad no tiene ya nada qu

mandarme.

Carlos púsose casi serio.

 ––Una sola cosa. Ved a mi hermana lady Eriqueta. ¿Os conoce?

 ––No, señor, pero... un soldado viejo como y

no es un espectáculo agradable para una pricesa joven y jovial.

 ––Quiero que mi hermana os conozca; quieque pueda contar con vos en caso necesario.

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 ––Señor, todo lo que es querido a Vuestra Mjestad será sagrado para mí.

 ––Corriente... Parry, ven acá; buen Parry.

Abrióse la puerta lateral, y penetró Parry, radiante el rostro desde que vio al caballero.

 –– ¿Qué hace Rochester? ––preguntó el rey.

 ––Está en el canal con las señoras ––contesParry.

 –– ¿Y Buckingham?

 ––También.

 ––Tanto mejor. Acompañarás al caballero lado de Vi ll iers... es el duque de Buckinghamcaballero... y le suplicarás presente al señor dArtagnan a lady Enriqueta.

Parry se inclinó y sonrió a Artagnan.

 ––Caballero ––prosiguió el rey––, ésta vuestra audiencia de despedida; luego podémarcharon cuando os agrade.

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 –– ¡Majestad, gracias!

 ––Pero haced las paces con Monk.

 –– ¡Oh! Majestad... –– ¿Sabéis que uno de mis buques está a di

posición vuestra? ––dijo el rey mirando fijamente a Artagnan.

 ––Pero, señor, me colmáis de gracias, y no sfriré jamás que los oficiales de Vuestra Majestase incomoden por mí ––dijo el gascón cohumildad.

Su Majestad dio un golpecito en el hombro dArtagnan.

 ––Nadie se incomoda por vos, caballero, sinpor un embajador a quien envío a Francia, y

quien, según creo, serviréis con gusto de compañero, porque le conocéis perfectamente.

Artagnan miró sorprendido.

 ––Es cierto conde de la Fère... al que vos ll

máis Athos ––repuso el rey, terminando la co

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versación como la había comenzado con unfestiva carcajada––. ¡Adiós, caballero, adióQueredme como yo os quiero.

Y después de esto, haciendo una seña a Parpara preguntarle si alguien le aguardaba en ugabinete inmediato, el rey desapareció en esgabinete, dejando al caballero aturdido de ta

singular audiencia.El viejo le asió amistosamente del brazo y

condujo a los jardines.

XXXV

EN EL CANAL

Sobre las aguas de un verde opaco del canacuyas márgenes de mármol había ya sembradel transcurso del, t iempo de manchas negras, dhierbas y de musgo, deslizábase majestuosmente una barca achatada, empavesada con la

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armas de Inglaterra, y cubierta de un toldo dancho lienzo adamascado, cuyas franjas arratraban sobre el agua. Ocho remeros la hacía

mover sobre el canal, con la graciosa lentitud dlos cisnes, que, turbados en su antigua posesiópor el surco de la barca, miraban desde lejos pasar este esplendor y este ruido. Y decimos esruido por cuanto la embarcación contenía cua

tro tocadores de guitarra y de laúd, dos catadores y muchos cortesanos cubiertos de oropedrerías, los cuales mostraban a porfía sublancos dientes para agradar a lady Estuard

nieta de Enrique IV, hija de Carlos I y hermande Carlos II, que ocupaba el sitio de honor bael toldo de la barca.

Ya conocemos a esta joven princesa; porque hemos visto en el Louvre con su madre carciendo de leña y de pan, y alimentada por coadjutor y los Parlamentos. Como sus hermnos, había pasado una juventud dura, y acababa de despertar de pronto de ese sueño largo

terrible, sentada en las gradas de un trono

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rodeada de cortesanos y aduladores. ComMaría Estuardo cuando salió de la prisión, aspraba la vida y la libertad, y además el poder

las riquezas.Lady Enriqueta habíase convertido, al crece

en una belleza notable a quien la restauracióque acababa de ocurrir hacía célebre. La desgr

cia que le quitaba el brillo del orgullo; se había devuelto la prosperidad y resplandecen fortuna y bienestar semejante a las flores dinvernadero, que, olvidadas durante una nochen las primeras heladas del otoño, han inclin

do la cabeza; pero que al día siguiente, calentdas en la atmósfera en que nacieron, se vuelvea erguir más lozanas que nunca.

Lord Villiers de Buckingham, hijo de aqu

que juega un papel tan importante en los pmeros capítulos de esta historia, lord Villiers dBuckingham, lúcido caballero, melancólico colas mujeres, risueño con los hombres, y Vilmode Rochester, risueño con ambos sexos, estaba

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de Pie en este momento delante de lady Enqueta, y se disputaban el privilegio de hacersonreír.

Respecto a la joven y bella princesa, recostaden un cojín de terciopelo bordado en oro, lamanos inertes y colgando, escuchaba perzosamente a los músicos sin oírlos, y oía a lo

dos cortesanos sin aparentar escucharlos.Y era que lady Enriqueta, criatura llena de e

cantos, mujer que unía las gracias de Francia las de Inglaterra, no habiendo amado todavíera cruel en su coquetería. Así es que la sonrisese cándido favor de las jóvenes, no iluminababsolutamente su rostro, y si alguna vez alzablos ojos era para asestarlos con tanta fijeza euno u otro caballero, que su galantería, por de

carada que fuese de costumbre, se alarmaba convertíase en tímida.

En tanto caminaba el barquichuelo, los múscos cantaban y tocaban, y los cortesanos c

menzaban a fatigarse como tilos. Además,

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paseo parecía sin duda monótono a la princesporque moviendo de repente la cabeza coademán de impaciencia.

 ––Ea ––dijo––, basta, señores, volvámonos. –– ¡Ah! Señora ––dijo Buckingham––. Somo

muy desgraciados; no hemos conseguido hacel paseo agradable a Vuestra Alteza.

 ––Me aguarda mi madre ––respondió ladEnriqueta––; y además, señores, os confesafrancamente que me fastidio.

Y diciendo esta palabra cruel la princesa, prtendía consolar con una mirada a cada uno dlos dos jóvenes, que parecían consternados dtal franqueza. La mirada produjo su efecto, los dos semblantes se ensombrecieron; mas d

pronto, como si la regia coqueta hubiera pensdo que ya había hecho demasiado por simplemortales, hizo un movimiento, volvió la espada a sus dos adoradores, y pareció sumergirs

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en una contemplación, en la cual era evidenque no tenían la menor parte.

Buckingham mordióse los labios con cóler

porque estaba verdaderamente enamorado dlady Enriqueta, y en calidad de tal todo lo tomaba en serio. Rochester también se los modió; mas, como su cabeza, siempre dominaba

corazón, aquello fue simplemente para contenuna maliciosa carcajada.

La princesa, que dirigía sus ojos por los cépedes finos y floridos de la ribera, y que volvla espalda a los dos jóvenes, divisó a lo lejos Parry y Artagnan.

 –– ¿Quién viene allí? ––preguntó. Ambo jóvenes dieron media vuelta con la rapidedel relámpago.

 ––Parry ––contestó Buckingham––, nadmás que Parry.

 ––Perdonad ––dijo Rochester––, pero me p

rece que trae un compañero.

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 ––Cierto ––repuso la princesa con languidez–. Pero, ¿qué significan esas palabras. “ Nadmás que Parry” , decid, milord?

 ––Señora ––respondió Buckingham picado–es que el fiel Parry, el errante Parry, el eternParry, no es de gran importancia.

 ––Os engañáis, señor duque: Parry, el erran

Parry, como vos decís, ha andado errante siempre en servicio de mi familia, y ver a ese anciano es siempre para mí un grato espectáculo.

Lady Enriqueta seguía la progresión aco

tumbrada de las mujeres l indas, y sobre todo dlas mujeres coquetas, pasaba del capricho a contrariedad; el galán había sufrido el caprichel cortesano debía plegarse al humor contrarido. Buckingham se inclinó pero no respondnada.

 ––Es cierto, señora ––dijo Rochester inclinádose a su vez––; es modelo de servidores; per

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señora, ya no es joven y no nos divertimos sinviendo cosas alegres. ¿Es cosa grata un viejo?

 ––Basta, milord ––dijo gravemente lady Enr

queta––, me lastima ese tema de conversación.Y luego continuó, como hablando consigo.

 ––Verdaderamente, es cosa inaudita las pocaconsideraciones que los amigos de mi hermantienen con respecto a sus servidores.

 –– ¡Ah! Señora ––murmuró Buckingham–Vuestra Gracia me clava en el corazón un puñforjado por sus propias manos.

 –– ¿Qué quiere decir esa frase embozada manera de madrigal francés, señor duque? Nla entiendo.

 ––Significa, señora, que vos misma, tan buna, tan encantadora y tan sensible, os habéreído algunas veces, quise decir sonreído, de lachocheces fútiles de ese excelente Parry, por

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cual tiene hoy Vuestra Alteza una susceptibidad tan maravillosa.

 ––Y bien, milord dijo lady Enriqueta––, si m

he olvidado de mí misma hasta ese punthacéis mal en recordármelo.

E hizo un movimiento de impaciencia.

 ––Creo que quiere hablarme ese buen Parrseñor de Rochester; haced que abordemos.

Rochester apresuróse a repetir la orden de princesa, y un minuto después tocaba la barcen la orilla.

 ––Desembarquemos, señores ––dijo lady Eriqueta, yendo a buscar el brazo que le ofrecRochester, a pesar de que Buckingham, questaba más cerca, le presentaba el suyo.

Entonces, Rochester, con mal disimulado ogullo que penetró en el corazón del infeliz Bukingham, hizo atravesar a la princesa el puent

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cillo que la tripulación había echado desde barca real a la orilla.

 –– ¿Adónde se dirige Vuestra Gracia? –

preguntó Rochester. ––Ya lo sabéis, milord, hacia ese buen Parr

que anda errante, como decía milord Buckingham, y que me busca con sus ojos debilitado

por las lágrimas que han derramado por nuetro infortunio.

 –– ¡Oh! ¡Dios mío! ––dijo Rochester––. ¡Qutriste está hoy Vuestra Alteza! ¡Verdad es qu

tenemos aspecto de parecerla locos grotescos! ––Hablad por vos, milord ––interrump

Buckingham con despecho––; yo desagrado dtal modo a Su Alteza, que no le parezco ab

solutamente nada.Ni Rochester ni la princesa contestaron; só

se vio a ésta arrastrar a su caballero con pasmás rápido; Buckingham quedó atrás y se apr

vechó de este aislamiento para entregarse, c

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briéndose el rostro con el pañuelo, a morderde tal suerte que hizo pedazos la batista a tercer dentellada.

 ––Parry, buen Parry ––dijo la princesa covoz dulce––; ven por aquí; veo que me buscaste espero.

 –– ¡Ah! Señora ––exclamó Rochester, yend

caritativamente en auxilio de su compañerque se había quedado atrás, como hemos dcho––: si Parry no ve a Vuestra Alteza, el hombre que le sigue es un guía suficiente, aun paun ciego; porque, verdaderamente, sus ojos sollamas; es un fanal de dos luces ese hombre.

 ––Iluminando una cara muy hermosa y macial ––dijo la princesa, decidida a chocar dfrente con toda intención.

Rochester se inclinó.

 ––Una de esas fuertes cabezas de soldadcomo sólo se ven en Francia ––añadió la prince

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 –– ¡Ah, milord! ––dijo sofocado––. ¿QuieVuestra Gracia obedecer a Su Majestad?

 –– ¿En qué, señor Parry? ––preguntó el jove

con cierta frialdad, templada por el deseo dagradar a la princesa.

 ––El rey ruega a Vuestra Gracia presente señor a lady Enriqueta Estuardo.

 –– ¿Señor de qué? ––preguntó el duque coaltivez.

No se ignora que Artagnan era propicio a efurecerse, y el tono de milord Buckingham había disgustado. Miró al cortesano a la altude sus ojos, y dos relámpagos resplandecieroen su fruncido entrecejo. Después haciendo uesfuerzo sobré sí mismo:

 ––El señor caballero de Artagnan, milord –contestó tranquilamente.

 –– Perdón, señor, ese nombre me da a conocvuestro nombre, y nada más.

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 –– ¿Y eso qué quiere decir?

 ––Quiere decir que no os conozco.

 ––Soy más feliz que vos, caballero –respondió Artagnan––, porque yo he tenido honor de conocer mucho a vuestra familia, particularmente a milord, duque de Bucingham, vuestro ilustre padre.

 –– ¿Mi padre? ––dijo Buckingham––. En efeto, señor, ahora creo que recuerdo... ¿El señocaballero de Artagnan, decís?

Artagnan se inclinó.

 –– ¿No sois uno de esos franceses que tuviron con mi padre relaciones secretas?

 ––Precisamente, señor duque, soy uno de eso

franceses. ––Entonces, caballero, permitidme os dig

que extraño que mi padre, mientras vivierjamás oyese hablar de vos.

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 ––Oh, señor; pero sí oyó hablar en el mometo de su muerte; yo fui quien le hizo pasar pomedio del ayuda de cámara de la reina Ana d

Austria el aviso del peligro que corría; por degracia el aviso llegó demasiado tarde.

 ––No importa, caballero ––dijo Buckingham–, ahora comprendo que, habiendo tenido

intención de prestar un servicio al padre, vegáis a reclamar la protección del hi jo.

 ––En primer lugar, milord ––contestó flemátcamente Artagnan––, yo no reclamo la proteción de nadie. Su Majestad el rey Carlos II, quien he tenido el honor de prestar algunoservicios (necesito deciros, caballero, que hpasado mi vida en esta ocupación), Su, Majetad Carlos II, pues, quiere honrarme con algun

benevolencia, ha deseado que yo fuera presetado a lady Enriqueta, su hermana, a la cual tvez tenga el honor de ser útil en lo venidero. SMajestad sabía que estabais en este momento lado de Su Alteza Real, y me ha dirigido a vo

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por medio de Parry. No hay aquí otro misteriYo no os pido absolutamente nada, y si no deseáis presentarme a Su Alteza, tendré el dolo

de pasarme sin vos y la osadía de presentarmyo mismo.

 ––Al menos, caballero, repuso Buckinghamque intentaba obtener la última palabra, no re

trocederéis ante una explicación provocada povos.

 ––Yo no retrocedo nunca, señor ––replicó Atagnan.

 ––Puesto que habéis tenido relaciones secretacon mi padre, ¿sabéis algún detalle particular?

 ––Esas relaciones están ya muy lejos de nostros, caballero, pues aún no habíais nacido vo

y por unos desgraciados herretes de diamanteque recibí de sus manos y llevé a Francia, nvale la pena despertar tantos recuerdos.

 –– ¡Ah! Caballero ––murmuró vivamen

Buckingham acercándose a Artagnan y te

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diéndole la mano––, ¡conque sois vos! ¡Vos, quién mi padre ha buscado tanto y quien tanpodía esperar de nosotros!

 –– ¡Esperar, señor! Ciertamente, ése es mfuerte, y toda mi vida he esperado.

Durante este tiempo, cansada la princesa dno ver llegar al extranjero, se había levantado

aproximado. ––Al menos, señor ––dijo Buckingham––, n

esperaréis esa presentación que de mí reclmáis.

Entonces, volviéndose e inclinándose ante ldy Enriqueta:

 ––Señora ––le dijo––, Su Majestad vuesthermano desea que yo tenga el honor de pr

sentar a Vuestra Alteza al señor caballero dArtagnan.

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 ––Para que Vuestra Alteza tenga en él en casnecesario un auxilio sólido y un amigo seguro–añadió Parry.

Artagnan se inclinó. –– ¿Tenéis algo más que decir, Parry? –

preguntó lady Enriqueta sonriendo a Artagnaal mismo tiempo que dirigía la palabra al ant

guo servidor. ––Sí, señora; Su Majestad desea que Vuest

Alteza guarde religiosamente en su memoria nombre y que se acuerde del mérito del seño

de Artagnan, a quien Su Majestad debe, segúdice, haber recobrado su reino.

Buckingham; la princesa y Rochester se mirron asombrados.

 ––Este es otro secreto ––dijo Artagnan––, dcual según toda probabilidad, no hablaré al hidel rey Carlos II como he hecho a vos sobre asunto de los herretes de diamantes.

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 ––Señora ––dijo Buckingham––, el señor acba, por segunda vez, de avivar en mi memorun acontecimiento que excita de tal manera m

curiosidad, que me atrevo a pediros permispara separarle un instante de vos y hablarsobre el particular.

 ––Está bien, milord, pero devolved pronto

la hermana este amigo tan leal al hermano.Y volvió a tomar el brazo de Rochester, mie

tras Buckingham tomaba el de Artagnan.

 –– ¡Oh! Caballero ––dijo Buckingham––, co

tadme todo ese suceso de los diamantes qunadie sabe en Inglaterra, ni aun el hijo de quiefue el héroe.

 ––Milord, sólo una persona tenía el derech

de relatar todo ese suceso, como vos decís, y evuestro padre; él juzgó a propósito callar, y yos pido el permiso de imitarle.

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Y Artagnan inclinóse cómo hombre en quieevidentemente no había de hacer mella ningunclase de instancias.

 ––Puesto que es así, caballero ––dijo el dque––, perdonadme la indiscreción, y si algúdía yo también fuera a Francia...

Y volvió la cara para mirar a la princesa, qu

no se inquietaba nada por él, ocupada comestaba o parecía estarlo, con la conversación dRochester.

Buckingham exhaló un suspiro.

 –– ¿Y qué? ––preguntó Artagnan.

 —Decía que si alguna vez yo también fuse a Francia...

 ––Iréis, milord ––dijo sonriendo Artagnan –, respondo de ello.

 –– ¿Y por qué?

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 –– ¡Oh! Tengo extrañas maneras de predición; y cuando predigo, rara vez me equivocConque si vais a Francia...

 ––Pues bien, caballero; vos, a quien los mnarcas piden esa preciosa amistad que les dcoronas, me atreveré a pediros un poco de esgran interés que profesasteis a mi padre.

 ––Milord ––contestó Artagnan––, creed qume tendré por muy honrado si, allá, en Francios dignáis acordaros de que me habéis visaquí. Y ahora, permitid...

Volviéndose entonces hacia lady Enriqueta: ––Señora ––dijo––, Vuestra Alteza es hi ja d

Francia, y, por consiguiente, espero volver verla en París. Uno de mis felices días se

aquel en que me deis una orden que me recuede que no habéis olvidado las recomendacionede vuestro augusto hermano.

Y se inclinó ante la princesa, que le dio a b

sar su mano con actitud graciosa y regia.

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 –– ¡Ah! Señora ––dijo en voz baja Buckinham––, ¿qué deberé hacer para alcanzar dVuestra Alteza semejante favor?

 ––No sé, milord ––respondió lady Enriqueta–; preguntádselo al señor de Artagnan; él os dirá.

XXXVI

ARTAGNAN SACA, COMO HUBIERHECHO UN HADA, UNA CASA DE RECREO DE UN CAJÓN DE PINO, COM O PO

ENCANTO

Las palabras del rey, con respecto al amopropio de Monk, sólo había inspirado a Artagnan mediana aprensión. El teniente había tnido toda su vida el difícil arte de escoger a suamigos, y cuando los había tomado implacablee invencibles, era que no había podido, ba

ningún pretexto, hacer otra cosa. Mas los pu

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tos de vista cambian mucho en la vida, que euna linterna mágica cuyos aspectos altera todolos años el ojo del hombre. De ahí resulta qu

del último día de un año que se veía blanco, primer día de otro que se verá negro, sólo haun espacio de una noche.

De modo que Artagnan, cuando salió de C

lais con sus diez satélites, se cuidaba tan pocde apoderarse de Goliat, Nabucodonosor Holofernes, como de cruzar la espada con srecluta o de discutir con su posadera. Entoncese parecía al gavilán que acomete en ayunas

un cordero. El hambre ciega. Pero Artagnasatisfecho, rico, vencedor y orgulloso de utriunfo tan difícil, tenía demasiado que perdepara no contar con la probable mala suerte.

Pensaba, pues, al volver de su presentacióen una sola cosa, es decir, en contemplar a uhombre tan temible como Monk, a un hombrequien también contemplaba Carlos, por máque fuese rey; porque apenas restablecido en s

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trono, el protegido podía tener aún precisión dprotector, y no le negaría, por consiguiente, llegaba el caso, la mezquina satisfacción de de

portar al señor de Artagnan, o de encerrarle ealguna torre del Middlesex, o de hacerle dar ubaño en la travesía de Douvres a BoulognTales satisfacciones se dan de reyes a virreyesin ulterior consecuencia.

Ni aun siquiera era menester que el rey fuesagente activo en este negocio, en el que Montomaría la revancha. El papel del rey se limitaría muy sencillamente a perdonar al virrey d

Irlanda todo lo que hubiera hecho contra Atagnan. No se necesitaba otra cosa para poneen reposo la conciencia del duque de Albemale, que un te absolvo dicho riendo, o el garabadel Charles, the K ing, trazado en el extremo infrior de un pergamino; y con aquellas dos palabras pronunciadas, o con estas tres escritas, pobre Artagnan estaba siempre enterrado balas ruinas de su imaginación.

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Por otra parte, había una cosa que causabbastante inquietud a un hombre tan previsocomo era nuestro mosquetero: veíase solo, y

amistad de Athos no le bastaba para tranquizarse. Cierto que si se hubiese tratado de unbuena distribución de estocadas, el mosquetehubiera contado con su amigo; pero, tratándosde delicadezas con un rey, cuando el tal vez d

una casualidad desgraciada viniera en ayudde la justificación de Monk o de Carlos II, Atagnan conocía bastante a Athos para estar sguro de que dejaría en buen lugar la lealtad d

que sobreviviera, contentándose en verter mchas lágrimas sobre la tumba del muerto, además de, si el muerto era su amigo, componeren seguida su epitafio con los más pompososuperlativos.

“ Decididamente ––decía para sí el gascón, este pensamiento era el resultado de las reflexiones que acababa de hacer en voz baja que nosotros acabamos de proferir en voz alta

–, decididamente, es necesario que me reconc

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l ie con el señor Monk y que yo adquiera prueba de su completa indiferencia por lo pasado. Si, lo que Dios no permita, él es todav

astuto y reservado en la expresión de su senmiento, entrego mi dinero a Athos para que slo lleve, y me quedo en Inglaterra todo el tiempo preciso para descubrirlo, y luego, como tego el ojo vivo y los pies ligeros, en cuanto vea

primer signo hostil, tomo el portante y me ocuto en casa de milord de Buckingham, que mparece un buen diablo en el fondo, y al cual, erecompensa de su hospitalidad, cuento toda

historia de los diamantes, que ya sólo puedcomprometer a una reina vieja, la cual puedpasar, siendo la mujer de un cicatero como Mazarino, por haber sido en otro tiempo la queridde un señor arrogante como Buckingham

¡Diantre! Está dicho, y no me vencerá el señoMonk. ¡Además, una idea!...”

Ya se sabe que, por regla general, no eraideas lo que faltaba a Artagnan. Durante s

monólogo, Artagnan habíase abotonado has

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la barba, nada excitaba tanto su imaginaciócomo las preparativos a un combate cualquierque los romanos llamaban accintion. Lleg

pues, muy sofocado a la posada del duque dAlbemarle, y fue introducido en la habitaciódel virrey con una celeridad que manifestabbien a fías claras era considerado como de casMonk estaba en su despacho.

 ––Milord––le dijo Artagnan con esa expresióde franqueza que tan bien sabía extender por srostro el astuto gascón––, vengo a pedir un cosejo a Vuestra Gracia.

Monk, abotonado moralmente, tanto como santagonista físicamente, contestó:

 ––Pedid, querido.

Y su semblante presentaba una expresión nmenos franca que la de Artagnan.

 ––Ante todo, milord, prometedme indulgecia y secreto.

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––Prometo lo que deseéis. ¿Qué hay? Decid.

 ––Hay, milord, que no estoy completamencontento de Su Majestad.

 ––¡De veras! ¿Cómo es eso? Hablad, mquerido teniente.

 ––Porque el rey se entretiene muchas veccon bromas muy comprometidas para suservidores, y la broma, milord, es un armque lastima mucho a la gente de espada comnosotros.

Monk hizo grandes esfuerzos para no manfestar su pensamiento; pero Artagnan lo acchaba con atención demasiado sostenida pano distinguir un imperceptible rubor en sumejillas.

 ––Lo que es yo ––dijo Monk––, no soy enemgo de las bromas, mi querido Artagnan; msoldados podrán deciros cuántas veces escuchen el campamento con la mayor indiferencia,

hasta con cierto gusto, las canciones satírica

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que desde el ejército de Lambert pasaban mío, y que sin duda habrían despedazado looídos de un general más susceptible que yo.

 –– ¡Oh milord! ––dijo Artagnan––. Sé que soun hombre completo y que estáis colocado hacmucho tiempo por encima de las miseriahumanas, mas hay bromas y bromas, y cierta

de ellas tienen el privilegio de irritarme de unmanera prodigiosa.

 –– ¿Y puede saberse cuáles son, my dear?

 ––Las que se dirigen contra mis amigos o c

ntra las personas que respeto, general.Monk hizo un movimiento imperceptible, qu

advirtió Artagnan. ¿Y cómo ––preguntó Monkespina que araña a otro puede hacer cosquilla

en vuestra piel? ¡Contadme eso! –Veamos.Milord, voy a explicároslo en una sopalabra: se trata de vos. Monk dio un pashacia Artagnan.

–– ¿De mí? ––dijo.

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 ––Sí, y he ahí lo que no puedo explicarme; tvez sea por falta de conocer su carácter. ¿Cómtiene Su Majestad corazón para hacer burla a u

hombre que le ha prestado tantos y tan grandeservicios? ¿Cómo comprender que se divieren indisponer un león como vos con un moquito como yo?

 ––Nada de eso veo yo ––contestó Monk. –– ¡Sí tal! En fin, el rey, que me debía una r

compensa, y podría recompensarme como a usoldado, sin imaginar siquiera esa historia drescate que os concierne, milord...

 ––No ––dijo M onk riendo––, no me conciernde ningún modo, os lo aseguro.

 –– Ya me conocéis, milord; yo soy tan discr

to, que un sepulcro parecería hablador a mlado, pero... ¿Comprendéis, milord?

 ––No ––dijo Monk.

 ––Si otro supiera el secreto que yo sé....

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 –– ¿Qué secreto?

 –– ¡Eh! Milord, ese desgraciado secreto dNewcastle.

 –– ¡Ah! ¿El millón del conde de la Fère?

 ––No, milord, no; la empresa contra VuestGracia.

 ––Estuvo muy bien jugada, caballero; nadhay que decir; sois hombre de guerra, valienteastuto a la vez, lo cual prueba que reunís lacualidades de Fabio y Aníbal. De modo, quhabéis usado de vuestros medios, de la fuerzade la astucia; nada hay que decir a esto, y ecosa mía el garantirme de ello.

 ––No lo ignoro, milord, y no esperaba menode vuestra imparcialidad; si no hubiese má

que el rapto en sí mismo, ¡pardiez!, eso no sernada; pero hay...

 –– ¿Qué?

––Las circunstancias de ese rapto.

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–– ¿Cuáles?

 ––Bien sabéis lo que quiero decir, milord.

 –– ¡No, Dios me condene! ––Hay... la verdad, es muy difícil de decir

 –– ¿Hay?

 ––Pues bien, hay ese diablo de caja.

Monk sonrojóse visiblemente.

 –– ¡Esa indignidad de caja ––continuó Artanan––; la caja de pino, ya sabéis!

 –– ¡Bueno! Lo había olvidado.––De pino ––siguió el mosquetero–––

con agujeros para la nariz y la boca. En vedad, milord, lo demás podía pasar, ¡pero

caja, la caja! Decididamente, fue una brompesada.

Monk se revolvía en todos sentidos.

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 ––Y, sin embargo ––añadió Artagnan––, quyo, un capitán de aventuras, haya hecho eso, emuy sencil lo, porque al lado de la acción, u

poco ligera, que he cometido, pero que puedexcusarme la gravedad de la situación, he sidcircunspecto y reservado.

 –– ¡Oh! ––murmuró Monk––. Os conozc

muy bien, señor de Artagnan, y os aprecio.Artagnan no perdía de vista a Monk, est

diando todo lo que pasaba en su interior mietras hablaba.

 ––Pero no se trata de mí ––repuso Artagnan. –– ¿Pues entonces de quién se trata? –

preguntó Monk que empezaba a impacientarse

 ––Se trata del rey, que jamás contendrá s

lengua.

 –– ¡Y bien! ¿Qué le hemos de hacer, si habla––dijo Monk, balbuciente.

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 ––Milord ––repuso Artagnan––, os suplicque no disimuléis con un hombre que habla tafrancamente como lo hago yo. Tenéis derech

de erizar vuestra susceptibilidad, por benignque sea. ¡Qué diantre! El lugar de un hombcomo vos, de un hombre que juega con cetroscoronas como un gitano con sus bolas, no euna caja así, como si se tratara de un objeto c

rioso de Historia Natural; porque, finalmentya comprendéis que sería cosa para hacer reventar de risa a todos vuestros enemigos; y sotan grande, tan noble y generoso, que por fue

za debéis tener muchos. Tal secreto puede hacmorir de risa a la mitad del género humano, se os representase en esa caja, y no es decenque se rían así del segundo personaje de esreino.

Monk perdió completamente su continenciala idea de verse representado en la caja. El ridculo, como juiciosamente había previsto Artagnan, causaba en él lo que ni las aventuras de

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guerra, ni los deseos de la, ambición, ni el temor de la muerte habían podido causar.

 –– ¡Bien! ––pensó el gascón––. Tiene mied

estoy salvado. –– ¡Oh! ¡En cuanto al rey ––dijo Monk––, qu

rido Artagnan, el rey no se chanceará coMonk, os lo aseguro!

El brillo de sus ojos fue interceptado al paspor Artagnan. Monk se dulcificó al instante.

 ––El rey ––prosiguió––, es de un natural dmasiado noble y tiene un corazón demasiadelevado para querer mal a quien le ha hechtanto bien.

 –– ¡Oh! Ciertamente ––exclamó Artagnan–Soy enteramente de vuestra opinión respecto

corazón del rey, pero no en cuanto a su cabezes bueno, pero ligero.

 ––Su Majestad no será ligero con Monk, estatranquilo.

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 –– ¿De modo que vos lo estáis, milord?

 ––Por esa parte al menos, sí, perfectamente.

 ––¡Ah! Os comprendo, estáis tranquilo poparte del rey.

 ––Ya os lo he dicho.

 ––Pero, ¿no lo estáis también por la mía?

 ––Me parece haberos asegurado que contabcon vuestra lealtad y discreción.

 ––Sin duda, sin duda; pero reflexionad uncosa...

 –– ¿Cuál?

 ––Que yo no soy solo, que tengo compañeroy que éstos...

 –– ¡Oh! Sí, los conozco. ––Por desgracia, milord, ellos también os co

nocen.

 –– ¿Y qué?

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––Están allá, en Boulogne, esperándome.

 –– ¿Y teméis?...

 ––Sí, que en mi ausencia... ¡Cáscaras! Si estuviese a su lado respondería de su silencio.

 ––Razón tenía yo en deciros que el peligro, había peligro, no vendría del rey, por más dipuesto que sea para la broma, sino de vuestrocompañeros, como acabáis de decir... Ser burlado por un rey, es cosa tolerable todavía; pepor unos galopines... ¡Goddam!

 ––Sí, entiendo, es insoportable; y por eso vnía a deciros: milord, ¿no creéis que sería buenque yo marchase a Francia lo más pronto psible?

 –– Cierto, si creéis que vuestra presencia...

 –– ¿Imponga a todos aquellos tunos? ¡Oh! Deso estoy cierto, milord.

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 ––Pero vuestra presencia no impedirá que extienda el rumor en caso de que haya transprado ya.

 –– ¡Oh! No ha transpirado, milord, os lo jurY en todo caso, creed que estoy determinado una cosa.

 –– ¿A qué?

 ––A romper la cabeza al primero que haypropagado el rumor y al primero que lo hayextendido. Después de lo cual, regresaré a Iglaterra a buscar un asilo y tal vez un empleo

lado de Vuestra Gracias.–– ¡Oh! ¡Volved, volved!

 ––Por desgracia, milord, a nadie conozco aqsino a vos, y no os encontraré o me habréis o

vidado en vuestras grandezas.

 ––Escuchad, señor de Artagnan ––respondMonk––, sois un caballero apreciado, l leno dinteligencia y valor, y merecéis todas las fo

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habían recibido mi parte de torta y que me comía.

Monk frunció el entrecejo.

 ––Gloria, honor; honradez ––dijo––. ¡No somás que palabras vanas!

 ––Niebla ––replicó Artagnan––, niebla por etre la cual jamás se ve muy claro.

 –– ¡Pues bien! Entonces marchad a Franciquerido mío ––dijo Monk––, id, y para haceroa Inglaterra más accesible y agradable, aceptaun recuerdo mío.

“ ¡Veamos, pues!” pensó Artagnan.

 ––Tengo a orillas de la Clyde ––prosiguMonk––, una casita rodeada de árboles, un co

tage, como aquí se llama, y un centenar de agentas de tierra. Aceptadla.

 –– ¡Oh milord!. . .

 –– ¡Pardiez! Allí estaréis en vuestra casa, y é

será el refugio de que me hablabais ahora poco

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 –– ¡Cómo! ¿Os quedaré obligado hasta espunto? En verdad... Me avergüenzo de ello.

 ––No, señor ––replicó Monk con delicad

sonrisa––; yo sí que os quedaré reconocido.Y, estrechando la mano del mosquetero:

 ––Voy a hacer extender el acta de donación –dijo.

Y salió.

Artagnan le vio alejarse y quedó pensativo hasta emocionado. ––En fin ––dijo––, he aq

un barbián. Lo sensible es que lo haga por temor y no por afecto a mi persona. ¡Pues biequiero que también me tenga afecto!

Y después de un instante de reflexión má

profunda, murmuró: ¡Bah! ¿Y para qué? ¡Es uinglés!

Y salió, a su vez, algo aturdido de aquel combate.

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 ––Conque ––dijo–– heme aquí propietariPero, ¿cómo diantre he de partir esa quinta coPlanchet? A menos que le dé las tierras y yo m

quede con la casa, o bien que él tome la casa yo... ¡Vaya! ¡El señor Monk no sufriría que ydividiera una casa que él ha habitado, con uabacero! ¡Es muy orgulloso! Además, ¿para quhablar de esto? Con el dinero de la sociedad n

he adquirido el inmueble, sino con mi integencia; luego es muy mío. Vamos en busca dAthos.

Y se dirigió hacia la morada de éste.

XXXVII

ARTAGNAN ARREGLA EL PASIVO D

LA SOCIEDADANTES QUE SU ACTIVO

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Decididamente ––decía entre dientes Artanan––, estoy de vena. Esa estrella que luce unvez en la vida de todos los hombres, que luc

para Job y para Iro, el más desgraciado de lojudíos y el más pobre de los griegos, luce pofin para mí. No haré locuras, y me aprovechade ella, pues ya es tiempo de ser razonable.

Aquella noche cenó de muy buen humor cosu compañero Athos, a quien no habló de donación esperada; pero no pudo menos dpreguntarle, al mismo tiempo que comía, soblas siembras y plantaciones; a lo cual contes

Athos complaciente como siempre. Su creencera que Artagnan quería hacerse propietario, lo único que sentía era perder el humor vivo las divertidas ocurrencias de su amigo. Artagnan, en efecto, aprovechaba el residuo de grascuajada en el plato para trazar cifras y hacesumas asombrosas.

La orden, o más bien la licencia para embacarse, llegó aquella misma noche. Mientras

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entregaban al señor conde, otro mensajero daba Artagnan un rollo de pergamino con todos losellos con que se reviste la propiedad territori

en Inglaterra. Athos le sorprendió entreteniden hojear estos diversos documentos que estblecían la transmisión de la propiedad. El prdente Monk, otros dirían el generoso Monhabía conmutado la donación en una venta,

reconocía haber recibido quince mil libras comprecio de la cesión.

Ya el mensajero se había eclipsado. Artagnaseguía leyendo, Athos le miraba sonriente. E

mosquetero, sorprendiendo una de aquellasonrisas por encima de su hombro, guardó rollo en su estuche. Perdonad ––dijo Athos.

 –– ¡Oh! No sois indiscreto, amigo ––replicó

teniente––; quisiera... ––No me digáis nada, os lo ruego, las órden

son cosas tan sagradas, que el encargado dellas no debe decir una palabra ni a su herman

ni a su padre. De modo que yo mismo, que o

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amo más tiernamente que un hermano, que upadre y que todo lo del mundo...

 –– ¿A excepción de Raúl?

 ––Más aún amaré a Raúl cuando le haya vismanifestarse en todas las fases de su carácter de sus actos... como os he visto a vos, amigmío.

 –– ¿Conque decíais que también vos tenéuna orden y que no me la participaréis?

 ––Sí, querido.

El gascón suspiró. ––Hubo un tiempo ––dijo–– en que esa orde

la hubierais puesto ahí, sobre esa mesa, diciedo: “ Artagnan, leednos ese logogrifo a Portho

a Aramis y a mí.” –– ¡Es verdad! ... ¡Oh! ¡Era la juventud,

confianza, la edad generosa en la cual manda sangre cuando se calienta por las pasiones!

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 —Pues bien, Athos, ¿deseáis que os diga uncosa?

 ––Hablad, amigo mío.

 ––Ese tiempo adorable, esa edad generosesa dominación de la sangre caliente, todas esacosas muy bellas, sin duda, no las siento lo mámínimo. Me sucede con eso lo que con el tiem

po en que estudiaba... Siempre he encontraden alguna parte un tonto para ponderarme esépoca de castigos, de disciplinas y de cortezade pan seco... ¡Es singular! Nunca me han gutado esas cosas; y por activo y sobrio que fues(y bien sabéis que lo soy), y por sencillo qupareciese en mi traje, no por eso, he dejado dpreferir los bordados de Porthos a mi casaquilporosa, que dejaba penetrar el cierzo en invie

no y el sol en estío. Ya veis, querido, siempdesconfiaré de quien pretenda preferir el mal bien. Todo fue mal para mí en los tiempos pasados, cuando cada mes veía un agujero más emi piel y en mi casaca, y un escudo de oro m

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nos en mi pobre bolsa. Nada echo de menos daquel tiempo execrable sino nuestra amistaporque tengo aquí un corazón; y, cosa milagro

sa, este corazón no fue desecado por el viende la miseria que pasaba a través de los agujeros de mi capa, ni ensartado por las espadas dtoda construcción que pasaban a través de loagujeros de mi pobre carne.

 ––No temáis por nuestra amistad ––dijo Ahos–– porque no morirá sino con nosotros. Lamistad se compone de recuerdos y de costumbres, y si habéis hecho ahora poco una sátira d

la mía, porque he vacilado en manifestaron misión que llevo a Francia...

 –– ¿Yo?... ¡Cielos! ¡Si supieseis cuán indiferetes van a serme ahora todas las misiones d

mundo!Athos se levantó de la mesa y llamó al pos

dero para pagarle el gasto.

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 ––Desde que soy amigo vuestro ––dijo Artanan––, nunca he pagado un escote. Porthos hacía a menudo, Aramis alguna que otra vez,

vos casi siempre gastabais hasta la última blaca. Ahora que soy rico, voy a ver si es heroicpagar.

 ––Hacedlo ––repuso Athos guardándose s

bolsa.En seguida se encaminaron los dos amigos

puerto, no sin que Artagnan hubiese miradatrás para vigilar el transporte de sus amadoescudos. La noche acababa de tender su vesobre las amarillas aguas del Támesis; se oía esruido de cuerdas y poleas, precursor de la fraquía que tantas veces había hecho latir el corzón de los mosqueteros, cuando el peligro d

mar era el menor de todos los que iban a desfiar. Esta vez debían embarcarse en un grabuque que los aguardaba en Gravesend, y Calos II, siempre delicado en las cosas pequeñahabía enviado uno de sus yacht, con doce hom

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bres de su guardia escocesa, a fin de hacer hnor al embajador que enviaba a Francia. A mdia noche ya había pasado el yacht a sus pasaj

ros a bordo del navío, y a las ocho de la mañandesembarcaba éste al embajador y a su amigen el muelle de Boulogne.

En tanto que el conde se ocupaba con G

maud de los caballos para ir derecho a ParíArtagnan corría a la posada, donde según suórdenes debía aguardarle su reducido ejércitAquellos señores desayunaban ostras, pescady aguardiente aromatizado, cuando se presen

Artagnan. Todos estaban muy alegres, peninguno había traspasado los límites de la rzón. Un hurra de júbilo acogió al general. Aqestoy ––dijo Artagnan––; está terminada campaña, y vengo a traeros el suplemento dsoldado prometido.

Todos los ojos brillaron.

 ––Apuesto a que ya no hay cien librasen la e

carcela del más rico dé vosotros.

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 –– ¡Es verdad! ––exclamaron a coro.

 ––––Señores ––dijo entonces Artagnan, ésta la última consigna. El tratado de comercio se h

concluido, gracias al golpe de mano, que nohizo dueños del hacendista más hábil de Inglterra; pues ahora, he de confesarlo, el hombrequien se trataba de robar era el tesorero d

general Monk.Esta palabra de tesorero produjo cierto efec

en su ejército; mas Artagnan notó que únicmente los ojos de Menneville no manifestabauna fe completa.

 ––A ese tesorero ––prosiguió Artagnan––, he conducido a terreno neutral, a Holanda; he hecho firmar el contrato, y yo mismo le hvuelto a llevar a Newcastle, y como debió quedar satisfecho de nuestra conducta con él, poque el cofre de pino siempre era llevado ssacudidas y estaba acolchado; he pedido ungratificación para vosotros. Aquí está.

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Y echó un saco respetable sobre el manteTodos tendieron involuntariamente la mano.

 –– ¡Un instante, corderos míos! ––dijo Arta

nan––. Si hay beneficios, también hay cargas. –– ¡Oh, oh! ––exclamó la reunión.

 ––Amigos míos, nosotros vamos a encotrarnos en una posición que no sería sostenble entre gente sin juicio; yo hablo claro: etamos entre la horca y la Bastilla.

 –– ¡Oh, oh! ––repuso el coro.

 ––Esto es fácil de comprender. Ha sido ncesario explicar al general Monk la desapación de su tesorero, y para esto he aguardadel momento inesperado de la restauración drey Carlos, que es uno de mis amigos.

El ejército cambió una mirada de satisfacciócon la mirada bastante orgullosa de. Artagnan

Restaurado el rey, he devuelto al señor Mon

su hombre de negocios, un poco desplumad

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es cierto, pero al fin se lo he devuelto. El general Monk, perdonándome, porque me ha pedonado, no ha podido menos de decirme esta

palabras, que, encargo a cada uno de vosotrograbe aquí entre los ojos y bajo la bóveda dcráneo: “ Caballero, la broma puede pasar, pernaturalmente, no me gustan las bromas; si unpalabra siquiera de lo, que habéis hecho (com

prendéis, señor de Menneville) sale de vuestrolabios, o de los labios de vuestros compañerotengo en mi gobierno de Escocia y de Irlandsetecientas cuarenta y una horcas de madera d

encina, claveteadas y untadas de sebo todas lasemanas. Regalaré, pues una de estas horcas cada uno de vosotros; y notad bien esto, quedo señor de Artagnan, añadió (notadlo tambiévos, apreciable señor de Menneville), todav

me quedarán setecientas treinta para mis placres secundarios. Además... “

 –– ¡Ah, ah! ––gritaron los auxiliares de Artanan––. ¿Hay más todavía?

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 ––Una miseria más: “ Señor de Artagnan, hremitido al rey de Francia el tratado en cuetión, con una sola súplica para que haga en c

rrar provisionalmente en la Bastilla, y despuéenviarme aquí a todos los que tomaron parte ela expedición, y ésta es una súplica a la quaccederá el rey.”

Un grito de terror partió de todos los ángulode la mesa.

–– ¡Pero, bah! ––exclamó Artagnan––. Ese vliente Monk se ha olvidado de una cosa, y eque no sabe el nombre de ninguno de vosotrosólo yo os conozco, y ya calcularéis que no seyo quien os venda. ¿Para qué? Yo supongo qununca seréis bastante necios para denunciarovosotros mismos, porque entonces, el rey, pa

ahorrarse los gastos de alimento y habitacióos enviaría a Escocia, donde se hallan las setcientas cuarenta y una horcas. Esto es lo qupasa, señores. Y ahora, ya no tengo una palabque añadir a lo que acabo de tener el honor d

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deciros. Estoy seguro de que se me ha compredido perfectamente; ¿no es cierto, señor dMenneville?

 ––Perfectamente ––replicó éste. ––Ahora, los escudos ––exclamó Artagnan–

Cerrad las puertas. Y abrió el saco sobre la msa, donde cayeron muchos escudos de oro. C

da cual hizo un movimiento hacia ellos. –– ¡Poco a poco! ––dijo Artagnan––. Que n

die se mueva, y haré la cuenta.

En efecto, dio cincuenta de aquellos escudoscada uno, y recibió tantas bendiciones commonedas había entregado.

 ––Ahora ––dijo—, si os fuese posible arreglros un poco, si pudierais haceros buenos y ho

rados...

 ––Dificil illo es ––dijo uno de los asistentes.

 –– ¿Por qué decís eso, capitán? ––dijo otro.

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 ––Lo digo porque si os hallara por ahí¿quién sabe?... regresadlos de cuando en cuado con alguna propina...

E hizo una seña a Menneville, que lo escuchba con aire reservado.

 ––Menneville ––dijo––, venid conmigo. Adióvalientes; os recomiendo seáis discretos.

Menneville le siguió, en tanto que los saludode los otros se confundían con el dulce ruiddel oro que sonaba en sus bolsillos.

 ––Menneville ––dijo Artagnan cuando estvieron en la calle,–– no sois tonto, y tened cudado de no convertiros en tal; no me producel efecto de que tengáis miedo a las horcas dseñor Monk, ni a la Bastilla de Su Majestad Lu

XIV, pero me haréis la gracia de tenerlo de mPues bien, oíd: a la menor palabra que se oescape, os mataré como a un pollo. Tengo absolución del Papa.

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 ––Os aseguro que no sé absolutamente nadseñor de Artagnan, y que todas vuestras palbras son artículos de fe para mí.

 ––Bien seguro estaba yo de que sois un mchacho de talento ––dijo el mosquetero –; hace veinticinco años que os he jugado. Estos cincuenta escudos de o

que os doy como plus, os probarán afecto que os tengo. Tomad.

 ––Gracias, señor de Artagnan ––dijo Mennville.

 ––Con esto ya podéis ser realmente un hombre de bien —repuso Artagnan con tono máserio––. Sería vergonzoso que un talento comel vuestro, y un nombre que no os atrevéis llevar, se encontrasen borrados para siempbajo el orín de una vida mala. Haceos un hombre honrado, Menneville, y vivid un año coesos cien escudos de oro, es una bonita candad: dos veces el sueldo de un oficial de gra

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duación. Id a verme dentro de un año y ¡diatre! haré de vos alguna cosa.

Menneville juró, como habían hecho sus c

maradas, ser mudo como un sepulcro. Y, sembargo, preciso es que alguien haya hablady como sin duda no han sido los nueve compañeros, ni Menneville tampoco, necesario es qu

fuera Artagnan, quien, como gascón, tenía lengua muy cerca de los labios. Porque, si no é¿quién había de ser? ¿Y cómo había de explicase el secreto de la caja de pino agujereada qude manera tan completa ha llegado a nosotro

como ha podido verse, y cuya historia hemoreferido con tan minuciosos pormenores? Pomenores que por lo demás iluminan con clardad tan nueva como inesperada toda esa parde la historia de Inglaterra, abandonada hashoy en la obscuridad por los, historiadores.

XXXVIII

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DONDE SE VE CÓMO EL ABACERFRANCÉS SE HABÍA YA REHABILITADEN EL SIGLO XVI I

Hechas ya sus cuentas y sus rcomendaciones, sólo pensó Artagnan en volvea París lo antes posible. Athos, por su part

también deseaba regresar a casa y descansar upoco. Por más enteros que hayan quedado carácter y el hombre después de las fatigas dun viaje, el viajero ve con placer, al fin del día,mucho más si el día ha sido espléndido, que noche va a proporcionarle un poco de sueñAsí es que desde Boulogne a París, cabalgandlos dos amigos uno junto a otro, un tanto absotos en sus pensamientos individuales, no habl

ron cosas bastante interesantes para qué entremos de ellas al lector; entregados ambos a sureflexiones personales, y construyéndose el povenir a su manera, se ocuparon principalmenen acortar la distancia por medio de la celer

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dad. Athos y Artagnan llegaron en la noche decuarto día después de su salida de Boulogne,las barreras de París.

 –– ¿Dónde vais, amigo? ––preguntó Atho ––Yo voy derecho a mi casa.

 ––Y yo derecho a la de mi consocio.

 –– ¿A casa de Planchet? ––Sí, buen amigo, al “ Pilón de Oro” .

 ––Por supuesto, nos volveremos a ver.

 ––Si estáis en París, sí; porque yo me quedo. ––No; después de haber abrazado a Raúl,

quien he citado en mi casa, salgo inmediatamente para la Fère.

 ––Entonces, adiós, buen amigo. ––Hasta más ver, diréis mejor, pues no sé po

qué me parece que os vendréis a vivir conmiga Blois. Ya que sois libre, ya que sois rico, o

compraré, si gustáis, una buena hacienda en la

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insoportable. Ahora bien, tampoco soy tan betia como para carecer de espíritu ante un amigcomo vos, Athos. El vestido es hermoso y r

camente dorado, pero nuevo, y me molesta elas sisas.

Athos sonrió.

 ––Sea lo que queráis ––dijo––; pero a propós

to de ese vestido, ¿queréis que os dé un consejamigo Artagnan?

 –– ¡Oh! Con mucho gusto.

 –– ¿Y no os enfadaréis?

 –– ¡Vamos!

 –– Cuando la riqueza llega tarde y de pronthay que hacerse avaro para no cambiar, es d

cir, es preciso no gastar mucho más dinero dque uno tenía antes, o hacerse pródigo y tenetantas deudas que vuelva a ser pobre.

 –– ¡Ah! Eso que me decís se parece mucho

un sofismo, mi querido fi lósofo.

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 ––No lo creo. ¿Tratasteis de aceros avaro?

 –– ¡No tal! Yo lo era antes de tener nadCambiemos. Entonces, sed pródigo.

 ––Todavía menos, ¡diantre! Las deudas mespantan. Los acreedores me representan coanticipación los diablos que revuelven a locondonados en las parrillas; y como la pacienc

no es mi virtud dominante, siempre tengo tetaciones de zurrar a los diablos.

 ––Sois el hombre más sabio que conozco, y ntenéis que recibir consejos de nadie. Locos se

an los qué creyesen que podrían engañaros aguna vez. Pero, ¿no estamos en la calle de SaHonorato?

 ––Sí, querido amigo.

 –– ¿Distinguís allá abajo, a la izquierda, uncasita blanca? Pues allí tengo mi alojamientNotaréis que sólo consta de dos pisos; yo ocupel primero, y el otro está alquilado a un ofici

cuyo servicio le tiene fuera de París ocho o nue

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ve meses al año; de modo que estoy en esa cascomo en la mía, a excepción del gasto.

 –– ¡Oh! ¡Qué bien os arregláis, Athos! ¡Qu

orden! Eso es lo que yo desearía reunir; pequé queréis, eso es de nacimiento y no se adquiere.

 –– ¡Adulador! Vamos, adiós, amigo. A prop

sito, dad un recuerdo de mi parte a PlancheSeguirá siendo un mozo de talento, ¿verdad?

 ––Y de corazón, Athos. ¡Adiós! SeparáronsDurante esta conversación Artagnan no hab

perdido de vista un segundo cierto caballo dcarga, en cuyos canastos, y debajo de una pocde paja, se extendían los saquillos en que estabel dinero. Las nueve de la noche daban en SaiMerri, y los mozos de Planchet cerraban la tieda. Artagnan paró al postillón que guiaba caballo de carga en la esquina de la calle de loLombardos, debajo de un cobertizo, y llamanda uno de los criados de Planchet, le encargó qu

guardase, no sólo los dos caballos, sino tambié

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al postillón; después de lo cual entró en casa dabacero, que acababa de comer y que, en sentresuelo consultaba con ansiedad el calend

rio, en el cual borraba todas las noches el dque acababa de pasar.

En el instante en que, según su costumbre ctidiana, borraba Planchet con la pluma el d

transcurrido, Artagnan puso el pie en el umbrde la puerta y el choque hizo sonar sus espuelas.

 –– ¡Ah! ¡Dios santo! ––exclamó Planchet.

El digno abacero no pudo decir más, pueacababa de ver a su consocio. Artagnan entcon la cabeza inclinada y los ojos tristes. El gacón tenía una idea respecto a Planchet.

 –– ¡Buen Dios! ––dijo el abacero mirando caminante––. ¡Está triste!

El mosquetero se sentó.

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 ––Querido caballero de Artagnan ––diPlanchet con horribles latidos de corazón, yestáis aquí, ¿cómo va de salud?

 ––Bastante bien, Planchet ––dijo Artagnadando un suspiro.

 ––Espero no habréis sido herido...

 –– ¡Psch!

 –– ¡Ah! ––prosiguió Planchet cada vez máalarmado––. ¿La expedición ha sido dura?

 ––Sí ––contestó Artagnan.

Un estremecimiento corrió por todo el cuerpde Planchet.

 ––Bebería de buena gana ––observó el moquetero alzando lastimeramente la cabeza.

Planchet corrió por sí mismo al armario y sivió al mosquetero vino en un gran vaso.

Artagnan miró la botella.

–– ¿Qué vino es ese?––dijo.

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 ––El que preferís, señor ––dijo

 –– Planchet; ese buen vino añejo de Anjou qu

un día por poco nos cuesta caro a todos.

 –– ¡Ah! ––replicó Artagnan con triste sorisa––; Pobre Planchet, ¿debo todavía bebebuen vino?

 ––Vamos, señor ––dijo el abacero, haciendun gran esfuerzo, mientras sus músculos cotraídos, la palidez y el temblor manifestabala más viva angustia––. Vamos, he sido sodado, y por tanto tengo valor; no me hagá

padecer, señor de Artagnan; se ha perdidnuestro dinero, ¿no es así?

Antes de responder, Artagnan se tomó tiempo, un siglo para el infeliz abacero. Sin emba

go, no había hecho más que revolverse en ssilla.

 ––Y si fuese así ––dijo moviendo la cabeza darriba abajo––, ¿qué diríais, pobre amigo mío?

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Planchet, de pálido que estaba pusose amallo. Hubiérase dicho que iba a tragarse la legua, pues tanto se hinchaba su garganta y tant

se enrojecían sus ojos. –– ¡Veinte mil libras! ––exclamó––. ¡Veinte m

libras!

Artagnan, con el cuello y las piernas estirado

y los brazos caídos, parecía la estatua del dcaimiento. Planchet arrancó un doloroso supiro de las cavidades más profundas de su pecho.

 ––Vamos ––dijo––, ya sé lo que hay. Seamohombres. Esto se acabó, ¿verdad? Lo principes, señor, que hayáis salvado la vida.

 ––Sin duda, la vida es algo; pero entre tant

me he arruinado. –– ¡Pardiez! Señor ––dijo Planchet––, si

así, no hay que desesperarse; os metéis a abcero conmigo, os asocio a mi comercio, div

dimos las ganancias, y cuando no haya g

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nancias, entonces partiremos las almendralos higos y las ciruelas pasas, y roeremos jutos el último pedazo de queso de Holanda.

Artagnan no pudo resistir más. –– ¡Pardiez! ––exclamó conmovido––. ¡Er

un bravo mozo, Planchet, por mi honoVeamos, ¿no has representado una comedia

¿No has visto en la calle, bajo el cobertizo, caballo de los sacos?

 –– ¿Qué caballo? ¿Qué sacos? ––dijo Plachet, cuyo corazón se conmovió a la idea d

que Artagnan se volviese loco.

 –– ¡Toma! ¡Los sacos ingleses, pardiez! ––diArtagnan radiante y transfigurado.

 –– ¡Ah! ¡Dios santo! ––articuló Planchet, r

trocediendo ante el fuego deslumbrador dsus miradas.

 –– ¡Imbécil! ––exclamó Artagnan––. Me creloco. ¡Diantre! Jamás, por el contrario, he tenid

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la cabeza más sana, y más alegre el corazón. ¡los sacos, Planchet; a los sacos!

 –– ¡Pero, qué sacos, Dios santo! Artagna

empujó a Planchet hacia la ventana. ––Debajo del cobertizo, allí ––le dijo––, ¿n

distingues un caballo?

 ––Sí.

 –– ¿No ves que está cargado?

 ––Sí, sí.

 –– ¿Ves a uno de tus mozos que conversa co

el posti llón?

 ––Sí, sí, sí.

 –– ¡Pues bien! Tú sabes el nombre de ese m

zo, puesto que es tuyo; llámalo. –– ¡Abdón! ¡Abdón! ––llamó Planchet por

ventana.

 ––Trae el caballo ––le apuntó Artagnan.

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 –– ¡Trae el caballo! ––gritó Planchet.

 ––Ahora, diez libras al postillón ––exclamArtagnan con el tono que hubiera usado pa

mandar una revolución, dos mozos para sublos dos primeros sacos, otros dos para subir losegundos, y vivo, voto va!

 –– ¡Actividad!

Planchet se precipitó por la escalera, como el diablo le hubiera mordido en las pantorrillaUn momento después la subían los mozos, doblados bajo el peso que conducían. Artagna

los mandó a su zaquizamí, cerró cuidadosmente la puerta, y dirigiéndose a Planchet, qua su vez se volvía loco:

 ––Ahora nosotros dos ––le dijo. Y extendió e

el suelo una gran cobertera, vaciando encima primer saco. Otro tanto hizo Planchet con segundo, y después rompió el tercero Artagnavaliéndose de un cuchillo. Cuando Planchoyó el seductor ruido de la plata y el oro, cua

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do vio relucir fuera del saco los brillantes escdos que saltaban como peces fuera de la recuando sintió llegar hasta sus pantorrillas aque

lla marea de monedas amarillas y plateadas, acometió una especie de desmayo, dio unvuelta sobre sí mismo, como herido por el rayy se dejó caer pesadamente sobre el enormmontón de monedas, que, bajo su peso, reson

en la estancia con indescriptible ruido.Planchet había perdido el conocimiento, sofo

cado por la alegría. Artagnan le echó un vasde vino blanco a la cara, lo cual le volvió

momento a la vida.En aquel tiempo, lo mismo que hoy, los ab

ceros llevaban bigote de caballero y barba dlansquenete; solamente los baños de dinero, y

muy raros entonces, se han hecho casi desconcidos en el día.

 –– ¡Cáscaras! ––dijo Artagnan––. Aquí hacien mil libras para vos, mi señor consocio.

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 –– ¡Oh! ¡Qué hermosa cantidad! Señor de Atagnan, ¡qué hermosa cantidad!

 ––Hace media hora hubiera sentido un poc

darte esa cantidad; pero al presente ya no siento, porque eres un abacero barbián, Plachet. Vaya, hagamos buenas cuentas, porqucomo dicen, las buenas cuentas hacen los bu

nos amigos. –– ¡Oh! Contadme primero toda la historia –

dijo Planchet––; eso debe ser aún más bonique el dinero.

 ––No digo que no, a fe mía ––replicó Artagnan acariciándose el bigote––, y si alguna vepiensa en mí un historiador para referirla, biepodrá decir que no bebió en mala fuente. Escchame, pues, Planchet, voy a contártela.

 ––Y yo a hacer montones de monedas ––diPlanchet––. Comenzad, querido patrón.

 –– ¡Ea! ––dijo Artagnan tomando aliento.

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 ––Vamos ––dijo Planchet, cogiendo el primepuñado de escudos.

XXXIX

EL JUEGO DE M AZARINO

En un salón del palacio real, tapizado de teciopelo obscuro, que hacía resaltar las moldurdoradas de un gran número de hermosos cudros, se veía la noche misma de la llegada d

nuestros dos viajeros a toda la Corte reunidante la alcoba del cardenal Mazarino, que convidó a jugar al rey y a la reina.

Un biombo separaba tres mesas puestas en

salón, en una de las cuales estaban sentados monarca y las dos reinas. Luis XIV, sentadenfrente de su joven esposa, sonreía con exprsión de soberana felicidad. Ana de Austria jgaba contra el cardenal, y su nuera le ayudab

cuando no sonreía con su marido. El juego d

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cardenal lo llevaba la condesa de Soissons, acostado aquél en su lecho, con el semblandemacrado y lánguido, fijaba en las cartas un

mirada incesante, llena de interés y de codicia.El cardenal se había hecho acicalar por B

mouin; pero el colorete, que sólo brillaba en supómulos, hacía resaltar mucho más la enferm

za palidez del resto de su rostro y el lucienamarillo de su frente. Tan sólo sus ojos de efermo tenían un brillo más vivo que de costumbre, y sobre ellos se fijaban de vez en cuando lamiradas inquietas de Su Majestad, de la reina

de los cortesanos.El hecho es que los ojos del signor Mazarin

eran las estrellas más o menos resplandecientesobre las cuales leía su destino la Francia d

siglo XVII cada noche y cada mañana.Su Eminencia no ganaba ni perdía, y por

mismo, ni estaba alegre ni triste. Esta era unquietud en la cual no hubiese querido dejar

Ana de Austria, que tenía mucha compasió

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por él; mas para llamar la atención del enfermcon cualquier golpe brillante, hubiera sido preciso ganar o perder. Ganar era peligroso, po

que Mazarino hubiera cambiado su indiferencpor algún gesto desagradable; perder era también peligroso, porque hubiera sido necesarhacer trampas y la infanta que vigilaba el juegde su suegra, se habría admirado de sus buena

disposiciones hacia Mazarino.Los cortesanos conversaban aprovechándos

de esta calma. El señor Mazarino, cuando nestaba de mal humor, era un príncipe benign

y él, que a nadie impedía cantar con tal que pagaran, no era bastante tirano para evitar quse hablase, con tal de que se decidiesen a peder.

Charlabase, pues. En la primera mesa el jovehermano del rey, Felipe, duque de Anjou, mraba su linda figura en el espejo de una caja. Sfavorito, el caballero de Lorena; apoyado en sillón del príncipe, escuchaba con secreta e

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vidia al conde de Guiche, otro favorito de Fepe, que relataba en términos escogidos las dversas vicisitudes de fortuna del rey aventure

Carlos II. Refería, como sucesos fabulosos, todla historia de sus peregrinaciones en Escocisus terrores cuando las partidas enemigas sguíanle la pista, las noches pasadas en los árbles y los días de hambre y de combates. Poco

poco la historia de este desgraciado rey habinteresado tanto a los oyentes, que el juego shacía lánguido, aun en la mesa real, y el jovemonarca, pensativo y sin prestar atención

parecer, seguía los menores detalles de esodisea, pintorescamente contada por el condde Guiche.

La condesa de Soissons interrumpió al narrador, diciéndole:

 ––Confesad, conde que estáis glosando.

 –– Señora, solamente cito como un loro lahistorias que me han contado diferentes ingl

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ses, y aun diré que soy textual como una carpeta.

Carlos II habría muerto si hubiera sufrido to

do eso.Luis XIV alzó su inteligente y orgullosa cabe

za.

 ––Señora ––dijo con voz reposada, que aúrevelaba al niño tímido––, el señor cardenal odirá que durante mi minoridad han estado a ventura los asuntos de Francia... y que si yhubiese sido mayor habría tenido que echa

mano a la espada hasta por mi cena. ––Gracias a Dios ––repuso el cardenal, qu

hablaba por vez primera––, Vuestra Majestaexagera, pues su comida siempre ha estad

cocida a punto con la de sus servidores.El rey se sonrojó.

 –– ¡Oh! ––murmuró desde su asiento Felipaturdidamente y sin dejar de mirarse––. Yo m

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acuerdo que una vez, en Melún, no se habpuesto comida para nadie, y que el rey se comlas dos terceras partes de un pedazo de pa

entregándome la otra.Viendo sonreír al cardenal, toda la asamble

se echó a reír. A los reyes se les adula con recuerdo de una angustia pasada como con

esperanza de una fortuna futura. ––De aquí deduciremos que la corona d

Francia ha estado sin cesar bien sostenida en cabeza de sus reyes ––se apresuró a añadir Ande Austria––, y que esa corona ha caído de del soberano de Inglaterra; y cuando por ventura oscilaba un poco esa misma corona, porqualgunas veces hay temblores de trono, comhay temblores de tierra, cada vez, digo, que

rebelión amenazaba, una buena victoria devovía la calma.

 ––Con algunos llorones más para la corona –dijo Mazarino.

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El conde de Guiche se calló, el rey compussu rostro, y Mazarino cruzó una mirada coAna de Austria, como para darle las gracias po

su intervención. ––No importa ––dijo Felipe alisándose los c

bellos––; mi primo Carlos no es hermoso, pees valiente, porque se ha batido como un león,

si continúa batiéndose de este modo, nadie dda que concluya por ganar, una batalla... comRocroy...

 ––No tiene soldados ––replicó el caballero dLorena.

 ––El rey de Holanda, su aliado, se los dará. Lque es yo bien se los habría dado si fuese rey dFrancia.

Luis XIV sonrojóse excesivamente.Mazarino afectó mirar su juego con más ate

ción que nunca.

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 ––A estas horas ––repuso el conde de Guiche–, está consumada la fortuna de este infelpríncipe. Si ha sido engañada por Monk es pe

dido, y la prisión o la muerte tal vez acabarán que el destierro, las batallas y las privacionehabían empezado.

Mazarino frunció el entrecejo.

 –– ¿Es cosa cierta ––dijo Luis XIV––, que rey Carlos II haya salido de La Haya?

 ––Muy cierto, Majestad ––––replicó el joven–. Mi padre ha recibido una carta que le da lo

pormenores del hecho; hasta se sabe que SMajestad ha desembarcado en Douyres, pueunos pescadores le han visto entrar en el pueto; lo demás todavía es misterio.

 ––Quisiera saber lo demás ––dijo vivamenFelipe––. ¿Vos sabéis, hermano mío?

Luis XIV se sonrojó otra vez. Era la tercera eel espacio de una hora.

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 ––Preguntad al señor cardenal ––replicó coacento que hizo alzar los ojos a Mazarino; a Ande Austria y a todo el mundo.

 ––Lo cual quiere decir, hi jo mío –interrumpió riendo Ana de Austria––, que rey no permite que se hable de las cosas de Etado fuera del Consejo.

Felipe aceptó de buen grado la fraterna, hizo sonriendo un ceremonioso saludo, primea su hermano, y luego a su madre.

Pero Mazarino observó que un grupo iba

formarse en un ángulo del salón, y que el duque de Orleáns, con el conde Guiche y el caballero de Lorena, privados de explicarse en voalta, podían perfectamente decir en voz bamás de lo que fuera necesario. Comenzó, puea lanzarles ojeadas llenas de desconfianza y dinquietud, invitando a Ana de Austria a quarrojara alguna perturbación en el conciliábulcuando de pronto entrando Bernouin por

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puertecilla del hueco de la cama, dijo al oído dsu amo:

 ––Monseñor, un enviado de Su Majestad

rey de Inglaterra. Mazarino no pudo ocultauna ligera emoción que el rey sorprendió paso. Para evitar ser indiscreto, menos todavque para no parecer inútil, Luis XIV se levan

de repente, y acercándose a Su Eminencia le dlas buenas noches.

Toda la asamblea se había levantado con graruido de sillas y mesas empujadas.

 ––Dejad salir poco a poco a todo el mundo –dijo Mazarino en voz baja a Luis XIV––, y cocededme unos minutos. Esta misma noche depacho un negocio, del que deseo hablar a Vuetra Majestad.

 –– ¿Y las reinas? ––preguntó Luis XIV.

 ––Y el señor duque de Anjou ––repuso SEminencia.

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Al mismo tiempo saltó al hueco de la camcuyas cortinas al caer ocultáronla completamente. El cardenal, entretanto, no había perd

do de vista a los conspiradores. ––Señor conde de Guiche ––dijo con tembl

rosa voz al mismo tiempo que se ponía detráde las cortinas la bata que le presentaba Be

nouin. ––Aquí estoy, monseñor ––dijo el joven ace

cándose.

 ––Tomad mis cartas, pues tenéis suerte es

noche... Y ganadme un poco el dinero de esoseñores.

 ––Sí; monseñor.

El joven se sentó a la, mesa de donde se apa

tó el rey para charlar con las reinas.

Una partida bastante seria comenzó entre conde y varios ricos cortesanos.

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Felipe hablaba de modas mientras tanto coel caballero de Lorena, y ya se había dejado doír detrás de las cortinas de la cama el roce de

bata del cardenal.Su Eminencia había seguido a Bermouin

gabinete inmediato a la alcoba.

XL

ASUNTO DE ESTADO

Habiendo pasado Su Eminencia a su gabinte, encontró al conde de la Fère, que esperabmuy ocupado en admirar un Rafael hermosísmo puesto sobre un aparador recamado de pl

ta.El cardenal llegó, ligero y silencioso como un

sombra, y sorprendió la fisonomía del condcomo tenía costumbre de hacer, pretendiendadivinar, por la simple inspección del rostro d

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su interlocutor, cuál sería el resultado, de conversación.

Pero esta vez se engañó la esperanza, de M

zarino, y nada absolutamente leyó en el rostde Athos, ni siquiera el respeto que habituamente leía en todas las fisonomías.

Athos vestía de negro con sencillo bordado d

plata. Llevaba el Espíritu Santo, la Jarretiera y Toisón de oro, tres Órdenes de tal importancique, sólo un rey o un comediante podían reunir.

Mazarino, rebuscó largo tiempo en su memria un poco turbada para recordar el nombque debía dar a aquel semblante glacial, y no consiguió.

 ––He sabido ––dijo al fin–– que me llegaba umensaje de Inglalerra.

Sentóse, despidiendo a Bernouin y a Briennque como secretario se preparaba a llevar

pluma.

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 ––Y venís, caballero ––prosiguió Mazarino–para decirme...

 ––Venía de parte de Su Majestad, el rey de

Gran Bretaña, a anunciar al rey de FranciaMazarino frunció el ceño.

 ––A anunciar al rey de Francia ––continuAthos imperturbable––, la feliz restauración d

Su Majestad Carlos II en el trono de sus padres ––Sin duda tendréis poderes ––observó S

Eminencia con tono breve e inquisidor.

 ––Sí…, monseñor:

La palabra monseñor salía penosamente dlabios de Athos, como si lo desollase.

 ––En ese caso, enseñadlos. Athos sacó u

despacho de una bolsa de terciopelo que llevba debajo de su jubón.

El cardenal alargó la mano.

 ––Perdón, monseñor ––dijo Athos––; mi de

pacho es para el rey.

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 ––Puesto que sois francés, caballero, debésaber lo que vale un primer ministrote la Corde Francia.

 ––Hubo un tiempo ––contestó Athos––, eque yo me ocupaba, en efecto, de lo que valelos primeros ministros; pero he formado, yhace muchos años, la resolución de no trata

sino con el rey. ––Entonces, caballero ––dijo Mazarino, que y

comenzaba a irritarse––, no veréis ni al ministni al rey.

Y Su Eminencia se levantó. Athos volvió meter su despacho en la bolsa, saludó gravmente y dio algunos pasos hacia la puerta. Essangre fría exasperó a Mazarino,

 –– ¡Qué raros procedimientos diplomáticos!–exclamó––. ¿Estamos aún en los tiempos eque el señor Cromwell nos enviaba aquellofanfarrones a guisa de encargados de negocios

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Sólo os falta, señor, el morrión en la cabeza y Biblia en la cintura.

 ––Señor ––replicó Athos––, jamás he tenid

yo, como vos, la ventaja de tratar con el señoCromwell, y no he visto a sus encargados dnegocios sino con la espada en la mano; ignorpues, cómo trataba con los primeros ministro

Respecto al rey de Inglaterra, Carlos II, sé qucuando escribe a Su Majestad el rey Luis XIV nlo hace a Su Eminencia el cardenal Mazarinen esta distinción no veo ninguna diplomacia.

 –– ¡Ah! ––exclamó Mazarino golpeándose ela frente con la mano––. ¡Ahora me acuerdo!

Athos le miró sorprendido.

 –– ¡Sí, eso es! ––murmuró el cardenal, s

dejar de mirar a su interlocutor––. Sí, eso esin duda... Os conozco, caballero. ¡Ah, diávolo! Ya no me sorprende.

 ––Efectivamente, yo me sorprendía qu

con la excelente memoria de Vuestra Emine

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cia ––respondió Athos sonriendo––, no mhubiese conocido aún.

 ––Siempre pertinaz y regañón, caballero, c

ballero… ¿cómo os llamaban? –– Aguardar... un nombre de río... Potamos..

No... un nombre de isla... Nexos... no, ¡pJove! ¡Un nombre de montaña...! ¡Athos! ¡Es

es! Estoy encantado de veros otra vez y de nestar ya en Rueil, donde me hicisteis pagar recate con vuestros condenados cómplices¡Fronda! ¡Siempre Fronda! ¡Fronda condenad¡Oh! Caballero, ¿por qué, han sobrevivido vuetras antipatías a las mías? Si alguien tuviera dqué quejarse, creo que no seríais vos, que saliteis de allí, no sólo con el bolsillo repleto, sintambién con el cordón del Espíritu Santo al cu

llo. –– Señor cardenal ––contestó A thos––, perm

tidme no entrar en consideraciones de ese oden. Tengo una misión que desempeñar... ¿M

facilitaréis los medios de llevarla a cabo?

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mos un tiempo precioso... Decidme las condciones. : .

 ––He tenido la honra de asegurar a Vuest

Eminencia que sólo la carta de Su Majestad Calos II contiene la revelación de su deseo.

 –– ¡Vaya! Estáis ridículo con vuestra rigideseñor Athos... Bien se conoce que habéis, fre

cuentado al trato de los puritanos de por alláVuestro secreto lo sé mejor que vos, y tal vehabéis hecho mal en no tener algunas considraciones hacia un hombre muy viejo y achacso, que ha trabajado mucho en su vida y sostenido valerosamente la campaña por sus ideacomo vos por las vuestras... ¿no queréis decnada? Bien. ¿No queréis comunicarme vuestcarta?... Magnífico. Venid conmigo a mi cám

ra; vais a hablar al rey.... y delante del reyAhora, oíd una palabra: ¿quién os ha dado Toisón? Me acuerdo que pasabais por tener Jarretiera, pero en cuanto al Toisón, no sabía...

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 ––Recientemente, monseñor, con motivo dmatrimonio de Su Majestad Luis XIV, Españha enviado al rey Carlos II un despacho d

Toisón en blanco; Carlos II me lo ha transmitidllenando el blanco con mi nombre.

Mazarino se levantó, y, apoyándose en el brazo de Bernouin, entró en su alcoba en el m

mento en que anunciaban en el salón al señopríncipe. El príncipe de Conde, el primer prícipe de la sangre, el vencedor de Rocroy, dLens y de Nordlinger, entraba efectivamente eel cuarto del señor Mazarino, seguido de su

gentileshombres, y ya saludaba al rey, cuandel primer ministro levantó la cortina, Athotuvo tiempo para ver a Raúl, que estrechaba mano del conde de Guiche, y para cambiar unsonrisa por su respetuoso saludo.

También tuvo tiempo para ver el semblanradiante del cardenal, cuando advirtió ante ésobre la mesa, una enorme masa de oro que conde de Guiche había ganado, por rara suert

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desde que Su Eminecia le confió las cartas. Dmodo que, olvidando embajador, embajada príncipe, su primer pensamiento fue para

oro. –– ¡Cómo! ––exclamó el vicio ¿Todo, esto

todo eso... le ganancia?

 ––Cosa como de cincuenta mil escudos; s

monseñor ––replicó el conde de Guiche levatándose––. ¿Dejo el puesto a Vuestra Eminenco continúo?

 –– ¡Dejadlo, dejadlo! ¡Sois un loco, y perder

ais todo lo que habéis ganado; diablo! ––Monseñor ––dijo el príncipe de Condé s

ludando.

 ––Buenas noches, señor príncipe ––dijo el m

nistro con tono ligero––; sois muy amable ehacer una visita a un amigo enfermo.

 –– ¡Un amigo! ––murmuró el conde de la Fèviendo con estupor esa alianza monstruosa d

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palabras––. ¡Amigo, tratándose de Mazarino de Condé!

El cardenal adivinó el pensamiento d

frondista, porque sonrió con aspecto de triuny dijo en seguida al rey:

 ––Majestad, tengo el honor de presentaros señor conde de la Fère, embajador de Su Maje

tad Británica... ¡Asunto de Estado, señores! –añadió, despidiendo con la mano a todos loque llenaban el salón, y los cuales, con el prícipe de Condé a la cabeza, eclipsáronse al gessólo de Mazarino.

Raúl, después de mirar por última vez al code de la Fère, siguió al príncipe de Condé.

Felipe de Anjou y la reina parecían consulta

se como para salir también. ––Asunto de familia ––dijo Mazarino, det

niéndolos en sus asientos––. Este caballero quveis trae al rey una carta, en la cual Carlos

completamente restaurado en su trono, inten

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un enlace entre Monsieur, hermano del rey, lady Enriqueta, nieta de Enrique IV... ¿Queréentregar al rey vuestras credenciales, seño

conde?Athos permaneció un momento estupefact

¿Cómo podía saber el ministro el contenido duna carta que no había abandonado un in

tante? Sin embargo, dueño siempre dé sí mimo, entregó su despacho al rey Luis XIV, que tomó ruborizándose. Un silencio solemne reinen el salón del cardenal, interrumpido tan sópor el ruido del oro que Mazarino, con su man

seca, apilaba en un cofre, en tanto que el monarca leía.

XLI

EL RELATO

La malicia de Su Eminencia no dejaba much

cosas que decir al embajador. No obstante,

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palabra restauración impresionó al rey, qudirigiéndose al conde, sobre el cual tenía fijodos ojos desde su entrada:

 ––Señor ––dijo––, ¿queréis darnos algunos dtalles acerca de los asuntos en Inglaterra? Vendel país, sois francés, y las Órdenes que vebrillar en vuestra persona anuncian un homb

de mérito al mismo tiempo que de calidad. ––El caballero ––dijo el cardenal volviéndo

hacia la reina madre––, es un antiguo servidode Vuestra Majestad: el señor conde de la Fère

Ana de Austria era olvidadiza como una reina que pasó la vida entre los huracanes y lodías serenos. Miró a Mazarino, cuya mala sorisa le prometía alguna perversidad, y despuésolicitó una explicación de Athos por medio dotra mirada.

 ––El señor ––prosiguió el cardenal––, era umosquetero de Téville al servicio del difunrey... Conoce perfectamente a Inglaterra, ado

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de ha hecho muchos viajes en distintas épocaes persona del más alto mérito.

Estas palabras aludían a todos los hechos qu

Ana de Austria temía siempre recordar. Inglaterra era su odio a Richellieu y su afecto a Buckingham; un mosquetero de Tréville era la odsea de triunfos que hicieron, latir el corazón d

la mujer joven y de los peligros que habían dearraigado a medias el trono de la joven reina.

Mucho poder tenían aquellas palabras, puehicieron mudas y atentas a todas las personareales, quienes, con muy diversos sentimientose pusieron a repasar al mismo tiempo los miteriosos años que los jóvenes no habían visto, que los viejos habían creído para siempre olvdados.

 ––Hablad; caballero ––ordenó Luis XIV, qufue el primero en salir de la turbación, de lasospechas y de los recuerdos.

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 ––Sí, hablad ––repitió Mazarino, a quien dvolvía sus fuerzas y alegría la pequeña maldaque acababa de hacer a Ana de Austria.

 ––Majestad ––dijo el conde––, una especie dmilagro ha cambiado los destinos del rey CarloII. Lo que los hombres no habían podido hachasta ahora, Dios se resolvió a llevarlo a cab

Mazarino tosió. ––El rey Carlos II prosiguió Athos–– salió d

La Haya, no como fugitivo ni como conquistador, sino como rey absoluto que, después de uviaje lejos de su reino, vuelve entre las bendciones universales.

 ––Gran milagro, efectivamente––––dijo Mazrino––, porque si las noticias han sido exactael rey Carlos II, que acababa de entrar entbendiciones, salió entre mosquetazos.

El rey permaneció impasible. Felipe, más jven y mas frívolo, no pudo dominar una son

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sa que aduló a Mazarino como un aplauso dsu chanza.

 ––En efecto ––dijo el rey––, ha sido un mil

gro; mas Dios, que tanto hace por los reyeseñor conde, emplea también la mano de lohombres para hacer triunfar sus designios. ¿qué hombre, principalmente, debe Carlos II s

restablecimiento? –– ¡Cómo! ––murmuró el cardenal sin cuida

se para nada del amor propio del rey––. ¿Nsabe Vuestra majestad que ha sido el señoMonk?

 ––Debo saberlo ––replicó resueltamente LuXIV––; y sin embargo, pregunto al señor embjador las causas del cambio del señor M onk.

 ––Y Vuestra Majestad toca precisamente cuestión ––contestó Athos––, porque sin el mlagro de que he tenido el honor de hablar, señor Monk seguiría, probablemente siendo uenemigo invencible del rey Carlos II. Dios h

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querido que una idea singular, atrevida e ingeniosa cayese en el espíritu de cierto hombrmientras que otra idea, apasionada y animos

caía en la inteligencia de otro. La combinacióde estas dos ideas causó tal cambio en la posción del señor Monk, que, de enemigo encarnzado, se convirtió en amigo del destronado rey

 ––Esa es precisamente la noticia que yo ped––dijo el rey––. ¿Quiénes son esos dos hombrde que habláis?

 ––Dos franceses, Majestad.

 ––Es cierto que eso me agrada mucho. –– ¿Y las dos ideas? ––exclamó Mazarino–

Yo soy más apasionado de las ideas que de lohombres.

 ––Sí ––dijo–– el rey.

 ––La segunda idea, apasionada y valerosa... menos importante, Majestad, era ir a desenterrar un millón en oro sepultado por el rey Ca

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los I en Newcastle, y comprar con ese oro concurso de Monk.

 –– ¡Oh, oh! –––exclamó Mazarino rean

mado con esta palabra millón–––.Newcastestaba precisamente ocupado por ese mismMonk. ––

 ––––Sí, señor cardenal, y he ahí la razón po

que me he atrevido a llamar animosa la idea mismo tiempo que apasionarla. Tratábaspues, si el señor Monk despreciaba las ofertadel negociador, de reintegrar al rey Carlos II propiedad de ese millón, que debía arrancarsela lealtad y no al legalismo del general MonEsto se hizo, a pesar de algunas dificultades; general fue leal y dejó que se llevasen el oro.

 ––Creo —dijo el rey pensativo y tímido–– quCarlos II no tenía conocimiento de ese millódurante su permanencia en París.

 ––Me parece ––repuso el cardenal maliciosmente ––que Su Majestad el rey de la Gran Bre

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taña sabía perfectamente la existencia del mllón, pero que prefería dos millones.

 ––Majestad ––contestó Athos con firmeza–

Su Majestad el rey Carlos II se ha visto eFrancia de tal manera pobre, que ni tenía dinerpara tomar posta; de tal manera desnudo desperanzas, que a veces pensó en morir. Tan

ignoraba la existencia del millón de Newcastlque sin un caballero, súbdito de Vuestra Majetad, depositario moral del millón, y que reveel secreto a Carlos II, aún vegetaría ese príncipen el más cruel olvido.

 ––Pasemos a la idea ingeniosa, singular atrevida ––interrumpió Mazarino, cuya sagacdad se presentaba en derrota––.

 –– ¿Cuál era?

 ––Hela aquí... Siendo el señor Monk el únco obstáculo al restablecimiento de Su Majetad el rey destronado, un francés pensó en sprimir ese obstáculo.

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 –– ¡Oh! ¡Oh! ¡Ese francés es un malvaddijo el cardenal––. Y la idea no es de tal modingeniosa que no haga colgar o enredar a s

autor en la plaza de la Grève, por sentencdel Parlamento.

 ––Se equivoca Vuestra Eminencia ––dijo scamente Athos––; yo no he dicho que el francé

en cuestión estuviese resuelto a asesinar al sñor Monk, sino a suprimirlo. Las palabras de lengua francesa tienen un valor que conoceabsolutamente los caballeros de Francia. Pootra parte, éste es un negocio de guerra,

cuando se sirve a los reyes contra sus enemigano se tiene por juez al Parlamento... sino a DioAsí es que ese caballero francés imaginó apodrarse de la persona del señor Monk, y ejecutó splan.

El rey animábase con la relación de las acciones hermosas.

El joven hermano de Su Majestad dio un p

ñetazo sobre la mesa exclamando:

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 –– ¡Ah! ¡Eso es hermoso! ¿Robó a Monk? –dijo el rey––. Pero él estaba en su campameto...

 ––Y el caballero estaba solo, Majestad: –– ¡Soberbio! ––dijo Felipe.

 –– ¡En efecto, maravilloso! ––exclamó rey.

 –– ¡Bueno! Ahí están dos leoncillos desencdenados ––murmuró el cardenal.

Y con aire de despecho, dijo:

 ––Ignoro esos pormenores; ¿garantizáis su atenticidad, caballero?

 ––Con tanto más gusto, señor cardenal, cuato que he presenciado los acontecimientos.

 –– ¿Vos?

 ––Sí, monseñor.

El rey se había acercado involuntariamente

conde; el duque de Anjou también había dad

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una vuelta, aproximándose a Athos por el otlado.

 –– ¿Y luego, señor, y luego? ––exclamaro

los dos al mismo tiempo. ––Majestad, siendo cogido el señor Mon

por el francés, fue llevado al rey Carlos II eLa Haya. El rey devolvió la libertad al seño

Monk, y el general, reconocido, dio en camba Carlos II el trono de la Gran Bretaña, por cual habían combatido tantos hombres dmérito sin resultado alguno.

Felipe palmoteó, entusiasmado. Más reflexivLuis XIV, se volvió hacia el conde la Fère:

 –– ¿Es verdad ––dijo–– en todos sus detalles?

 ––Absolutamente, Majestad.

 –– ¿Conque uno de mis gentileshombres cnocía el secreto del millón y lo había guardado

 ––Sí, Majestad.

–– ¿El nombre de ese caballero?

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 ––Vuestro servidor ––dijo Athos.

Un murmullo de admiración llegó a hechir el corazón de Athos. El mismo Mazarin

había alzado los brazos al cielo. ––Señor ––dijo el rey––, buscaré y trataré d

encontrar un medio para recompensaros.

Athos hizo un movimiento.

 ––No de vuestra probidad ––prosiguió el rey–, porque os humillaría ser pagado por estpero os debo una recompensa por haber contbuido a la restauración de mi hermano CarloII.

 ––Verdaderamente ––dijo Mazarino.

 ––Triunfo de una buena causa, que colma d

alegría a toda la casa de Francia ––dijo Ana dAustria.

 ––Continúo ––dijo Luis XIV––. ¿Es verdatambién que un solo hombre haya penetrad

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hasta Monk, en su campamento, y que lo hayrobado?

 ––Ese hombre tenía diez auxiliares que hab

encontrado en un rango inferior. –– ¿Nada más?

 ––Nada más.

 –– ¿Y se llama? ––Señor de Artagnan, en otro tiempo tenien

de mosqueteros de Vuestra Majestad.

Ana de Austria ruborizóse, Mazarino se pus

amarillo, Luis XIV se asombró y cayó una gode sudor de su pálida frente.

 –– ¡Qué hombres! ––murmuró. Y lanzó inadvertidamente al ministro una ojeada que

hubiera espantado, si Mazarino no hubiese tnido en aquel momento oculta la cabeza bajo almohada.

 —Señor ––exclamó el joven duque de Anjo

poniendo su mano, blanca y delicada como

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de una mujer, sobre el brazo de Athos––, decde mi parte a ese hombre valiente, que Mosieur, hermano del rey, beberá mañana a s

salud en presencia de los cien mejores hidalgode Francia.

Y conociendo el joven, al concluir estas palbras, que el entusiasmo le había descompues

uno de sus puños de encaje, se ocupó en componerlo con el mayor cuidado.

 ––Tratemos de negocios, Majestad –interrumpió Mazarino, que ni se entusiasmabni tenía puños de encaje.

 —Sí, señor ––replicó Luis XIV––. Decid vuetra comunicación, señor conde repuso volviédose a Athos.

Athos comenzó, en efecto, y propuso solemnemente la mano de lady Enriqueta Estuardo joven príncipe, hermano del rey.

La conferencia duró una hora, después de

cual abriéronse las puertas de la cámara a lo

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cortesanos, que volvieron a sus puestos, comsi nada se hubiera suprimido para ellos de laocupaciones, de aquella noche.

Athos se encontró entonces cerca de Raúl, y padre y el hi jo pudieron estrecharse la mano.

XLII

M AZARINO SE HACE PRÓDIGO

Mientras Mazarino procuraba reponerse de

fuerte alarma que acababa de tener, Athos Raúl conversaban en un rincón de la sala. ¿Coque estáis en París, Raúl?–dijo el conde.

 ––Sí, señor, desde que vino el príncipe.

 ––No puedo conversar con vos en este sitidonde nos observan; pero ahora mismo mmarcho a casa, donde os aguardo tan proncomo os lo permita el servicio.

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Raúl se inclinó. El príncipe iba derecho ellos.

Este tenía aquella mirada clara y profund

que distingue a las aves de rapiña de especnoble, y su misma fisonomía presentaba algnos rasgos distintivos de esta semejanza. Ssabe qué el príncipe de Condé tenía la nar

aguileña; aguda e incisiva, y una frente levemente rápida, más bien baja que elevada, cual, según decían los huílones de la Corte; gete inexorable hasta para con el genio, constitumás bien un pico de águila que una nar

humana, en el heredero de los famosos príncpes de la casa de Condé.

Esta mirada penetrante, esta expresión impriosa de toda su fisonomía, turbaba genera

mente a aquellas a quienes el príncipe dirija palabra, más que lo hubiera hecho la majestadla regular belleza del vencedor de Rocroy. Además, destellaban tan rápidamente sus ojos salientes, que toda la animación del príncipe pa

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recíase a la de la cólera. A causa, pues, de escualidad, todo el mundo en la corte reverenciaba al señor príncipe, y no viendo muchos en

mas que al hombre, llevaban el respeto hasta terror.

Luis de Condé se adelantó hacia el conde dla Fère y Raúl con intención de ser saludad

por el uno y dirigir la palabra al otro.Nadie saludaba con más gracia que el cond

de la Fére, pues desdeñaba poner en una revrencia todos los caracteres que un cortesantoma ordinariamente del deseo de agradar. Ahos conocía su valor personal y saludaba a upríncipe como a un hombre, corrigiendo coalguna cosa simpática e indefinible lo que podmolestar el orgullo del rango supremo en

inflexibil idad de su actitud.El príncipe iba a hablar a Raúl; Athos se ad

lantó, y dijo:

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 ––Si el señor vizconde de Bragelonne no fueuno de los muy humildes servidores de VuestAlteza, le suplicaría que pronunciase mi nom

bre delante de vos... señor príncipe. ––Tengo el honor de hablar al señor conde d

la Fère ––dijo en seguida Condé.

 ––Mi protector ––repuso Raúl ruborizándose

 ––Uno de los hombres más virtuosos del rino ––continuó el príncipe––; uno de los primeros caballeros de Francia, y del cual he oíddecir tanto bueno, que a veces he deseado co

tarlo en el número de mis amigos. ––Honor de que no sería digno, monseñor –

replicó Athos––, sino por mi respeto y por madmiración hacia Vuestra Alteza.

 ––El señor de Bragelonne ––dijo el príncipe–es un excelente oficial que, como se ve, ha tendo buena escuela. Allí Señor conde, en vuesttiempo los generales tenían soldados...

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 ––Es cierto, monseñor; pero hoy los soldadotienen generales.

Este cumplimiento hizo estremecer de alegr

a un hombre que ya toda Europa miraba comun héroe, y a quien no podía hacer ningún efeto la alabanza.

 ––Es muy sensible para mí ––replicó el prín

cipe–– que os hayáis retirado del servicio, señoconde; porque será preciso que el rey se ocupde una guerra con Holanda o con Inglaterra, no faltarían ocasiones, para un hombre comvos, que conoce tan bien la Gran Bretaña coma Francia.

 ––Creo poder deciros, monseñor, que hobrado cuerdamente retirándome del servicio–dijo Athos sonriendo––––. Francia y la GraBretaña van a vivir ahora como hermanas, si hde creer en mis presentimientos.

 –– ¿Vuestros presentimientos?

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 ––Escuchad, monseñor, 1o que dicen aen la mesa del señor cardenal.

 –– ¿En el juego?

 ––En el juego... sí, monseñor.

El cardenal acababa, en efecto, de levantarssobre un codo, y de hacer una señal al jovehermano del rey, que se acercó a él.

––Monseñor ––dijo el cardenal––, os suplicque reunáis todos esos escudos de oro.

Y designaba el enorme montón de pieza

amarillas y brillantes que el conde de Guichhabía ganado paulatinamente en su presencigracias a una suerte de las más decididas.

 –– ¿Para mí? ––exclamó el duque de Anjou.

 –– Si, monseñor, esos cincuenta mil escudoson para vos.

 –– ¿Me los dais?

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 –– He jugado para vos, monseñor ––replicó cardenal debilitándose poco a poco, como si esfuerzo de dar este dinero le hubiese agotad

todas las facultades físicas y morales. –– ¡Oh! ¡Dios santo! ––murmuró Felipe ca

aturdido de alegría––. ¡Qué día tan feliz!

Y haciendo una especie, de rasero con sus d

dos, reunió una parte de la suma y se llenó lobolsillos... A pesar de esto, quedó sobre la mesmás de la tercera parte.

 ––Caballero ––dijo Felipe a su favorito el d

Lorena––, venid. Acudió el favorito. –– Embolsaos el resto ––dijo el príncipe.

Esta escena singular no fue considerada poninguno de los concurrentes sino como un

interesante fiesta de familia. Su Eminencia sdaba aires de padre con los hijos de Francia, los dos jóvenes príncipes habían crecido basus alas. Nadie imputó, pues, a orgullo, ni au

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a impertinencia, como haríase hoy, esta liberalidad del primer ministro.

Los cortesanos se contentaron con tener env

dia... El rey volvió la cara a otro lado. ––Nunca he tenido tanto dinero ––dijo co

alegría el joven príncipe, atravesando la cámacon su favorito para llegar a su carroza––. ¡N

¡Jamás...! ¡Cómo pesan estos cincuenta mil ecudos!

 –– ¿Mas por qué da el señor cardenal todo esdinero de un golpe? –– preguntó en voz baja

príncipe al conde de la Fére—. ¡Debe estar muenfermo el querido cardenal monseñor, muenfermo sin duda; además tiene muy mala cacomo puede ver Vuestra Alteza.

 ––Cierto... Pero se morirá de eso... ¡Ciento cicuenta mil libras! ¡Oh! Es cosa increíble: ¿Vemos por qué, conde? Buscad una razón.

 ––Monseñor, suplico tengáis paciencia; po

aquí viene el señor duque de Anjou charland

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con el caballero de Lorena; no me sorprenderque me ahorrasen ellos el trabajo de ser indicreto. Escuchadles.

Efectivamente, el caballero decía a media, voal príncipe:

 ––Monseñor, no es natural que Mazarino dtanto dinero. Tened cuidado; vais a dejar cae

las monedas, monseñor: ¿Qué quiere el cardnal de vos para ser tan generoso?

 —Cuando yo os lo decía ––dijo A thos al oíddel príncipe––; quizá den ellos la respuesta

vuestra pregunta. ––Decidme, monseñor ––añadió con imp

ciencia el caballero, que calculaba sopesando eel bolsillo la parte de dinero que le había tocad

de, rechazo. ––Querido caballero, regalo de boda.

 –– ¡Cómo, regalo de boda!

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 ––Sí. ¡Me caso! ––murmuró el duque de Ajou, sin advertir que en aquel mismo momentpasaba por delante del príncipe y de Athos, qu

le saludaron profundamente.El caballero dirigió al joven duque una mir

da tan extraña y rencorosa, que el conde de Fère se estremeció.

 –– ¡Vos! ¿Vos, casares? —exclamó––. ¡Oh! Imposible... ¿Haríais tal locura?

 –– ¡Ba! No soy yo quien la hago; me la hacehacer ––replicó el duque de Anjou––. Ven pro

to; vamos a gastar el dinero.Y luego desapareció con su compañero, rie

do y charlando, mientras todas las frentes sinclinaban a su paso.

Entonces dijo el príncipe con voz muy bajaAthos:

 –– ¿Es este el secreto?

––No soy yo quien lo ha dicho, monseñor.

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 –– ¡Bernouin! ¡Bernouin!

 –– ¿Qué quiere Vuestra Eminencia?

 ––Guénaud... ¡Que llamen a Guénaud! ––disu Eminencia––; creo que voy a morir.

Bernouin, azorado, corrió al gabinete a dar orden, 'y el picador que salió a buscar al médiccruzóse con la carroza del rey en la calle de SaHonorato.

XLIII

GUÉNAUD

La orden de Su Eminencia era urgente; Gunaud no se hizo esperar.

Halló a su enfermo tendido en el lecho, colas piernas hinchadas, lívido, y él estómagcomprimido. Mazarino acababa de sufrir urudo ataque de gota. Padecía atrozmente y co

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la impaciencia del hombre no acostumbrado resistencias. A la llegada de Guénaud:

 –– ¡Ah! ––dijo ––. ¡Me ha salvado!

Guénaud esa un hombre muy sabio y prudete, que no necesitaba de las críticas de Boileapara tener reputación. Cuando estaba enfrende la enfermedad, aunque estuviese personi

cada en un soberano, trataba al enfermo smiramientos. Nada, pues, replicó, como el mnistro esperaba. Por el contrario, examinando enfermo con aire muy grave.

 –– ¡Oh, oh! ––exclamó. –– ¿Qué es eso, Guénaud? Me asustáis.

 –– Vuestro mal, monseñor, es muy peligroso

 ––La gota... ¡Oh! Sí, la gota. –– Con complicaciones, monseñor.

Mazarino se incorporó sobre un codo, interogando con la mirada y con el gesto.

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 –– ¿Cómo? ¿Estoy más malo de lo que yomismo creo?

 –– Monseñor ––dijo Guénaud sentándose ju

to a la cama––, Vuestra Eminencia ha trabajaden su vida; Vuestra Eminencia ha sufrido mcho.

 ––Mas no soy tan viejo, me parece... El difu

to señor de Richelieu tenía diecisiete meses mnos que yo cuando murió, y murió de enfermdad mortal. Yo soy joven, Guénaud; apenatengo cincuenta y dos años.

 –– Monseñor, mucho más de eso tenéis¿Cuánto tiempo duró la Fronda?

 –– ¿Y con qué propósito me hacéis esa prgunta?

 –– Para un cálculo médico, monseñor.

 –– Unos diez años... poco más o menos.

 –– Perfectamente, tened la bondad de cont

cada año de Fronda por tres... son treinta; vei

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te y cincuenta y dos son ochenta y dos añomonseñor, y ya es edad avanzada.

Diciendo esto tomaba el pulso al enfermo. E

te pulso estaba lleno de tan tristes pronósticoque el médico prosiguió al instante a pesar dlas interrupciones del doliente:

Pongamos los años de Fronda a cuatro cad

uno; son noventa y dos años los que habéis vvido. Mazarino púsose muy pálido y dijo covoz apagada:

 –– ¿Habláis seriamente, Guénaud?

 –– ¡Ah! Sí, monseñor.

 –– ¿Luego, tomáis un rodeo para anuciarme que estoy muy malo?

 –– A fe que sí, monseñor; y con un hombdel talento y del valor de Vuestra Eminencno se debería andar con rodeos.

El cardenal respiró tan difícilmente que caus

lástima al mismo inexorable doctor.

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 ––Hay enfermedades y enfermedades –repuso Mazarino––. De algunas se escapa.

 ––Es verdad, monseñor:

 –– ¿No es eso? ––exclamó Maza––. Sino csi alegre.

 ––Porque en fin, ¿de qué serviría el podela fuerza de voluntad?... ¿De qué aprovcharía el genio, vuestro genio, Guénaud? Dqué, en fin, sirven la ciencia y el arte, si el efermo que dispone de todo no puede salvarsdel peligro?

Guénaud iba a abrir la boca, pero prosiguMazarino:

 ––Pensad en que soy el más confiado de vuetros clientes; pensad que os obedezco cieg

mente, y que por tanto…

 ––––Sé todo eso ––dijo Guénaud.

 –– ¿Conque me curaré?

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 ––Monseñor, no hay fuerza ni voluntad, poder, ni genio, ni ciencia que resistan al mque Dios envía sin duda, o que arrojó sobre

tierra en la creación, con pleno poder de detruir y matar a los hombres. Orando el mal emortal, mata y nadie puede impedirlo.

 –– ¿Mi mal... es... mortal? –– pregunto Maz

rino, ––Sí, monseñor:

Su Eminencia abatióse un momento, como infeliz a quien ha magullado una columna

caer. Pero era, un alma bien templada y un epíritu muy sólido el del señor M azarino.

 ––––Guénaud ––dijo incorporándose––, nme concederéis que apele de vuestro juici

Quiero reunir a los hombres más sabios de Europa, quiero consultarlos... quiero vivir, en fien virtud de cualquier clase de remedio.

 ––No creáis, monseñor ––dijo Guénaud–

que yo tengo a pretensión de haber fallado só

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sobre una existencia preciosa como la vuestrhe reunido a todos los buenos doctores y práticos de Francia y de Europa... Eran doce.

 –– ¿Y qué han dicho7 –– Han dicho que Vuestra Eminencia estab

atacado de enfermedad mortal; tengo la consuta firmada en mi cartera. Si queréis tomar cono

cimiento de ella, leeréis los nombres de todalas enfermedades incurables que hemos descbierto. Primero...

 –– ¡No! ¡No! ––murmuró Mazarino rechaza

do el. papel––. ¡No, Guénaud, me rindo! Y uprofundo silencio, durante el cual reanimábasel cardenal y reparaba sus fuerzas, sucedió a laagitaciones de esta escena.

 ––Hay otra cosa ––murmuró Mazarino––; haempíricos, los charlatanes. En mi país, aquelloa quieres abandonan los doctores corren a ventura de un vendedor de brebajes, que dieveces los matan, pero que dos salvan ciento.

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 –– ¿No ha notado Vuestra Eminencia quhace un mes he cambiado diez veces de remdios?

 ––Sí ¿y qué? ––Que he gastado cincuenta mil libras e

comprar secretos de todos esos tunantes; la lisse ha agotado y mi bolsa también. No habéis s

nado y sin mi arte estaríais muerto. ––Esto se acabó––dijo el cardenal––, se ac

bó...

 ––Y derramó en derredor suyo una miradsombría sobre sus riquezas.

 –– ¡Será necesario abandonar todo esto! ––disuspirando––. Soy muerto, Guénaud, soy mueto.

 –– ¡Oh! Aún no, monseñor ––dijo el médico.

Mazarino le cogió la mano.

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 ––Monseñor, hace dos meses que sé el screto; ya veis que lo he guardado bien.

 ––Vete Guénaud, yo tendré cuidado de tu fo

tuna; vete, y dile a Brienne que me envíe a udependiente llamado Colbert. Anda.

XLIV

COLBERT

Colbert no se encontraba lejos. Durante tod

la noche había estado en un corredor charlandcon Bernouin y con Brienne, y comentando, cola acostumbrada habilidad de los cortesanolas noticias que se presentaban como burbuja

de aire sobre el agua en la superficie de cadacontecimiento. Ya es hora de trazar en pocapalabras uno de los retratos más interesantes daquel siglo, y trazarlo con tanta verdad comquizá hubieran podido hacerlo los pintores co

temporáneos. Colbert fue un hombre sobre

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cual tienen igual derecho moralistas e historiadores.

Tenía trece años más que Luis XIV, su futu

amo. Era de regular estatura, más bien flacque grueso, de ojos hundidos, cara pequeña cabellos fuertes, negros y ralos, lo cual, comdicen los biógrafos de su época, le obligó a ga

tar gorro antes de tiempo. Una mirada preñadde severidad y aun de dureza; una especie dgravedad que, para los inferiores, era orgullo, para los superiores, afectación de virtud; ceñpara todas las cosas, aun cuando estuviera só

mirándose en un espejo; he aquí todo lo relatival exterior del personaje. En lo moral, se exageraba la profundidad de su talento para las cuetas, su ingenio para hacer producir la mismesterilidad.

Colbert pensó obligar a los gobernadores dlas plazas fronterizas a que alimentasen a laguarniciones sin soldados, de lo que sacaban dlas contribuciones. Una cualidad tan hermos

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proporcionó la idea al señor cardenal Mazarinde reemplazar a Joubert, su intendente, quacababa de morir, por el señor Colbert, que s

bía escatimar tan peregrinamente.Poco a poco lanzábase Colbert a la Corte,

pesar de la medianía de su nacimiento; pues ehijo de un vinatero, como su padre, que de

pués fue pañero, y más tarde sedero.Colbert, destinado primero al comercio, fu

dependiente en casa de un mercader de Lyón,quien abandonó para ir a París al estudio de uprocurador del Châtelet, llamado Biterne. Afue como aprendió el arte de rectificar cuentasel más interesante de embrollarlas.

Aquel ceño de Colbert le proporcionó muchbien; tan cierto es que la fortuna, cuando tienun capricho parécese a esas mujeres de la angüedad, cuya fantasía no deseaba nada en físico ni en lo moral de las cosas y de los hombres. Ocupado Colbert en casa de Miguel Lete

llier, secretario de Estado en 1648, por su prim

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Colbert, señor de Saint Pouange, que la favorcía, recibió un día del ministro una comisiópara el señor Mazarino.

Su Eminencia el cardenal gozaba entonces duna salud perfecta, y los malos años de la Froda, aún no se habían triplicado ni cuadrplicado para él. Estaba entonces en Sedán m

durando una intriga de Corte, en la que Ana dAustria parecía querer abandonar su causa.

Letellier tenía los hi los de esta intriga.

Acababa de recibir una carta de Ana de Au

tria, carta muy importante para é1 y demasiadcomprometida para Mazarino; pero como yrepresentaba el doble papel que tan bien le sevía, y como siempre manejaba a dos adversarios para sacar partido de uno y de otro, ya embrollándolos más que antes lo estaban, ya rconciliándolos, Miguel Letellier quiso enviar Mazarino la carta de Ana de Austria, a fin dque tuviese conocimiento de ella, y por tanto

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fin de que le supiese agradecer un servicio tagalantemente prestado.

Enviar la carta era cosa fácil; recobrarla de

pués de la comunicación era lo difícil. Letellieesparció la vista en derredor suyo, y viendo dependiente negro y nacogire garabateaba esu bufete frunció el entrecejo, le prefirió al me

jor gendarme pata la ejecución de su designio:Colbert debía partir para Sedán con orden d

dar la carta a Mazarino y volvérsela a traer Letellier.

Escuchó su consigna con escrupulosa ateción, se la hizo repetir dos veces, e insistió en pregunta de saber si volver a traer era tan preciso coma entregar, a lo cual dijo Letellier:

 ––Más necesario.Entonces partió, viajó como un correo sin cu

darse de su cuerpo, y entregó al cardenal, pmero una esquela de Letellier que le anunciab

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la remisión de la carta, y después la carta mima.

Mazarino sonrojóse mucho leyendo la car

de Ana de Austria, dejó ver su graciosa sonrisy despidió a Colbert:

 –– ¿Cuándo vuelvo por la respuesta, monsñor? ––dijo con humildad el mensajero.

 ––Mañana.

 –– ¿Por la mañana?

El dependiente dio media vuelta y se fue.

A las siete de la mañana siguiente ya estabesperando en su puesto. Mazarino le hizaguardar hasta las diez. Colbert no pestañeó ela antecámara; cuando le llegó el turno, entró.

Entonces le entregó Mazarino un paquete crrado, en cuya cubierta iban escritas estas palbras: “ A l señor M iguel Letellier, etc...

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nencia lo que pongo en duda, ¡no lo permiDios!

 –– ¿Pues qué, entonces?

 ––La exactitud de vuestra cancillería, monsñor. ¿Qué es una carta? Un miserable papelill¿Y no puede olvidarse un papelillo? Y miramonseñor, ¡mirad si me equivocaba! ¡Vuestro

dependientes han olvidado el papelillo; la carno se encuentra en el paquete!

 ––Sois un miserable y nada habéis visto –exclamó Mazarino––. Retiraos y esperad m

órdenes.Diciendo estas palabras con cierta sonrisa e

teramente italiana, arrancó el paquete de manode Colbert y entró en sus habitaciones.

Pero su ira no podía durar tanto que no fuereemplazada algún día por el razonamiento.

Al abrir Mazarino todas las mañanas la pueta de su gabinete, hallaba de centinela la figu

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de Colbert, y esta figura desagradable le pedhumildemente, pero con tenacidad la carta de reina madre.

El cardenal no pudo resistir más y la entregacompañando la restitución con una reprimeda de las más duras, durante la cual Colbert scontentó con examinar, investigando y au

ajando el papel, los caracteres y la firma, ni máni menos que si hubiese estado tratando con mayor falsario del reino. Mazarino lo trató máduramente todavía, y Colbert, impasiblhabiendo adquirido la certidumbre de que

carta era la verdadera, marchóse como si shubiera vuelto sordo.

Esta conducta le valió después el puesto dJoubert, porque Mazarino, en vez de guardar

rencor, admiró y deseó atraerse fidelidad tanotable.

Por esta sola anécdota puede verse lo que eel espíritu de Colbert. Los acontecimientos de

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arrollándose poco a poco, dejaron funcionar bremente todos los resortes de ese espíritu.

Colbert no tardó mucho en insinuarse en lo

favores del cardenal; le llegó a ser hasta indipensable. Todas sus cuentas las llevaba el empleado, sin que el cardenal le hubiese habladjamás de ellas. Tal secreto entre ellos dos, e

un poderoso lazo, y por esta razón, próximo verse ante el afino del otro mundo, quiso Mazrino tomar un partido y un buen consejo padisponer de lo que se veía obligado a dejar eéste.

Después de la visita de Guénaud llamó, puea Colbert, y le hizo sentar, diciéndole:

 —Charlemos seriamente, porque estoy efermo y podría suceder que muriera.

 ––El hombre es mortal ––replicó Colbert.

 ––Siempre lo he tenido presente, señor Cobert, y siempre he trabajado con semejante pre

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visión... Ya sabéis que he reunido algunos bienes.

 ––Lo sé, monseñor.

 –– ¿En cuánto estimáis, esos bienes, poco mo menos, señor Colbert?

 ––En cuarenta millones quinientas sesenta mdoscientas libras, nueve sueldos y ocho denarios ––contestó Colbert.

El cardenal dio un gran suspiro y miró a Cobert con admiración; pero dejó escapar una sorisa.

 ––Dinero contante ––repuso Colbert respodiendo a esta sonrisa.

El cardenal se estremeció en su lecho.

 –– ¿Qué entendéis por eso? ––preguntó. ––Entiendo ––dijo Colbert––, que además d

esos cuarenta millones quinientas sesenta mdoscientas libras, nueve sueldos y ocho dena

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rios, existen otros trece millones que no se cnocen.

 –– ¡Uf! ––suspiró Mazarino––. ¡Qué hombre!

En este instante apareció en el umbral la cbeza de Bermouin.

 –– ¿Qué hay? ––preguntó Mazarino–¿Por qué me interrumpen? ––El padre teatindirector de Su Eminencia, ha sido llamado pra esta noche, y no podrá volver hasta pasadmañana, monseñor. Mazarino miró a Colbeque al instante tomó el sombrero diciendo:

 ––Volveré, monseñor.

Mazarino vaciló un momento.

 ––No, no ––dijo––; tanto tengo que hacer co

vos como con él. Además, sois mi segundo cofesor, y lo que digo al uno puede oírlo el otrPermaneced, Colbert.

 ––Monseñor ¿consentiría el director, aunqu

no haya secreto de penitencia?

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 ––No os turbéis por eso; entrad en el hueco dla cama.

 –– Puedo aguardar fuera, monseñor.

 ––No, no, vale más que oigáis la confesión dun hombre honrado. Colbert se inclinó y pasadonde le habían ordenado.

 ––Que entre el padre teatino ––dijo el cardnal corriendo las cortinas.

XLV

CONFESIÓN DE UN HOMBRE HONRADO

El padre teatino entró resueltamente y ssorprenderse mucho del ruido y movimienque la inquietud sobre la salud de Su Eminecia habían producido en su casa.

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 ––Venid, reverendo ––dijo Mazarino despude mirar por última vez el espacio entre la camy la pared––, venid a consolarme.

 ––Ese es mi deber, monseñor –– replicó teatino.

 ––Comenzad por sentaros cómodamentporque voy a principiar por una confesión g

neral; en seguida me daréis una buena absolción y me quedaré más tranquilo.

 ––Monseñor ––dijo el reverendo––, no estátan malo como para que sea urgente una conf

sión general... Eso os molestará mucho; tenecuidado.

 –– ¿Suponéis que será larga, reverendo?

 –– ¿Cómo ha de ser de otro modo, cuando

ha vivido tan completamente como VuestEminencia?

 –– ¡Ah! Es cierto... Sí, el relato puede ser larg

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 ––La misericordia de Dios es grande –gangueó el teatino.

 ––Mirad –– dijo Mazarino––; yo mismo em

piezo ya a espantarme de haber dejado pasatantas cosas que el Señor podía reprobar.

 –– ¡Verdad es! ––dijo cándidamente el padteatino apartando de la luz su semblante fino

puntiagudo como el de un topo––. Así son lopecadores: primero olvidadizos, y luego escrpulosos, cuando es ya demasiado tarde.

 –– ¿Los pecadores? ––replicó el cardenal–

¿Me decís eso con ironía y para echarme en catodas las genealogías que me he atribuido... yhijo de pescador, en efecto?

 –– ¡Hum! ––murmuró el padre teatino.

 ––Ya es éste un pecado, padre; porque en, fihe sufrido que me hicieran descender de loantiguos cónsules de Roma, T. Geganio Mcerino I, Macenno II, y Pióculo Macerino III, d

quienes se ocupa la crónica de Haoldér, de Ma

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cerino a Mazarino era tentadora la proximidaMacerino, diminutivo, quiere decir delgadit¡Oh! Padre mío; Mazarino bien puede signific

hoy en aumentativo, ¡flaco como un Lázar¡Mirad!

Y le mostró sus brazos descarnados y supiernas devoradas por la fiebre.

 ––Nada veo de malo para vos ––repuso teatino––, en que hayáis nacido de una familde pescadores... pues al fin, San Pedro era pecador, y si vos sois príncipe de la Iglesia, moseñor, él fue su jefe supremo. Adelante, si oparece.

 ––Tanto más cuanto que amenace con la Batilla a un tal Bounet, sacerdote de Aviñón, ququería publicar una genealogía de la Casa M

zarini en extremo maravillosa. . .

 –– ¿Para ser verosímil? ––replicó el teatino.

 –– ¡Oh! Entonces; si hubiese obrado con aqu

lla idea, habría vicio de orgullo... otro pecad

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Sería más bien exceso de talento, y nunca spuede echar en cara a nadie ese género de absos: pasemos a otro, pasemos.

 ––Estaba en el orgullo... Ya veis, reverendque trato de dividir esto en pecados capitales.

 ––Me placen las divisiones bien hechas.

 ––Me alegro. Es menester que sepais que e1630, ¡hace treinta y un años!...

 ––Entonces teníais veintinueve, monseñor.

 ––Edad ardiente. Yo me convertí en soldad

arrojándome en medio de los arcabuzazos pademostrar que montaba a caballo tan bien comun oficial. Cierto es que llevaba la paz a los epañoles y a los franceses, lo cual disminuye upoco mi pecado.

 ––Yo no veo el menor pecado en demostrque se sabe montar a caballo ––repuso teatino––; eso es de buen gusto y honra a nuetro traje. En mi cualidad de cristiano aprueb

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que hayáis impedido la efusión de sangre; como religioso me llena de satisfacción el valoque un colega mío ha demostrado.

Mazarino hizo con la cabeza un humilde sludo.

 ––Sí ––dijo––; ¡mas las consecuencias!

 –– ¿Qué consecuencias?

 ––Ese maldito pecado de orgullo tiene raícsin fin... Después que me arrojé, como he dichentre dos ejércitos, que husmeé la pólvora recorrí las líneas de soldados miré a los generles con algo de lástima.

 –– ¡Ah!

 ––He aquí el mal... De suerte que, desde aqu

tiempo, no he encontrado ni uno solo soportable.

 ––El hecho es ––añadió el teatino––, que nvalían mucho los generales que hemos tenido.

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 –– ¡Oh! ––exclamó Mazarino––. ¡Ahí está príncipe! ... ¡Mucho lo he atormentado!

 ––No tiene por qué quejarse; bastante gloria

bienes ha adquirido. ––Pase con respecto al príncipe. ¡Pero el seño

de Beaufort, por ejemplo, a quien tanto hhecho sufrir en el torreón de Vincennes!...

 –– ¡Ah! Pero era un rebelde, y la seguridadel Estado exigía que hicieseis tal sacrificiAdelante.

 ––Creo que he agotado el orgullo. Otro pcado hay que tengo temor de calificar…

 ––Pues yo lo calificaré... decid.

 ––Un pecado muy grande, padre reverendo.

 ––Veremos, monseñor. ––No habréis dejado de oír hablar de cierta

relaciones que yo tuve con Su Majestad la reinmadre... Los malévolos...

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 ––Los malévolos, monseñor, son tontos. ¿Nera preciso, por el bien del Estado y en interédel joven rey, que vivieseis en buena inte

gencia con la reina? Pasemos, pasemos. ––Os aseguro ––dijo el cardenal––, que m

quitáis del pecho un peso terrible.

 –– ¡Fruslerías!... Buscad las cosas graves.

 ––También he tenido ambición, padre mío...

 ––Esa es la señal de las grandes causas, moseñor.

 ––Hasta la veleidad de la tiara... ––Ser pontífice, es ser el primero de los cri

tianos. ¿Por qué no habíais de desearlo?

 ––Han publicado en letras de molde que pa

conseguirlo había vendido Cambray a los espñoles.

 ––Quizá hayáis hecho vos mismo libelos sperseguir demasiado a los libelistas.

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 ––Entonces, padre reverendo, tengo la cociencia muy tranquila: sólo siento algunos pecadillos ligeros...

 ––Decid... ––El juego.

 ––Es algo mundano; pero en fin, estabaobligado a tener casa por deber de grandeza.

 ––Quería ganar.

 ––No hay jugador que juegue para perder.

 ––Hacía algunas trampas...

 ––Tomabais la ventaja: Adelante.

 ––Pues bien, padre mío, nada absolutamensiento ya en mi conciencia. Dadme la absol

ción y mi alma podrá, cuando Dios la llamsubir sin obstáculos hasta el trono...

El padre teatino no movió ni los brazos ni lolabios.

–– ¿Qué aguardáis? ––preguntó Mazarino.

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 ––Aguardo el fin. ¿El fin de qué?

 ––De la confesión, monseñor.

––Pero si he concluido. –– ¡Oh! ¡No! Vuestra Eminencia se engaña.

 ––No, que yo sepa.

 ––Buscad bien.

 ––He buscado tan bien como es posible.

 ––Entonces, voy a ayudar vuestra memoria.

 –– ¿Cómo?

El padre teatino tosió varias veces.

 ––No me habéis hablado de la avaricia, otpecado capital, ni de los millones ––dijo.

 –– ¿Qué millones, reverendo? ––Los que poseéis, monseñor.

 ––Padre, ese dinero es mío; ¿por qué os hde hablar de él?

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 ––Es que, ya veis, son contrarias nuestropiniones. Vos decís que ese dinero es vuestry yo creo que algo es de otro.

Mazarino llevó una mano fría a su frente llende sudor.

 –– ¿Cómo es eso? ––balbuceó.

 ––Helo aquí. Vuestra Eminencia ha ganadmuchos bienes... al servicio de Su Majestad..

 –– ¡Hum! Muchos... no son demasiados.

 ––Los que fueren, ¿de dónde venían?

 ––Del Estado.

 ––El Estado es del rey.

 –– ¿Pero qué sacáis de ahí, padre mío? ––di

Mazarino, que comenzaba a temblar. ––No puedo sacar nada sino una lista de lo

bienes que poseéis. Contemos una poca, si oplace. Tenéis el obispado de Metz.

––Sí.

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 ––Y las abadías de San Clemente, de San Analdo y de San Vicente, también en Metz.

 ––Sí.

 ––Tenéis la abadía de San Dionisio en Francisoberbia propiedad.

 —Sí, padre reverendo.

 ––Tenéis la abadía de Cluny, que es rica. ––La tengo.

 ––La de San Medardo, en Soissons, que vacien mil libras de renta.

 ––No lo niego.

 ––La de San Víctor en Marsella, una de lamejores del Mediodía.

 ––Sí, padre reverendo. ––Un buen millón al año. Que con los em

lumentos del cardenalato y del ministerio, epoco decir dos millones anuales.

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 –– ¡Eh!

 ––En diez años veinte millones... y veinte mllones puestos al cincuenta por ciento dan po

progresión otros veinte millones en diez años. –– ¡Bien sabéis contar para ser teatino!

 ––Desde que Vuestra Eminencia colocó nuetra Orden en el convento que ocupamos, cercde Saint Germain des Près, en 1644, yo soquien hace las cuentas de la sociedad.

 ––Y las mías; según veo, padre mío.

 ––Es preciso saber un poco de todo, monsñor.

 –– ¡Y bien! ¿Sacáis algo ahora?

 ––Saco que el bagaje es demasiado vol

minoso para que paséis por la puerta del praíso.

 –– ¿Me condenaré?

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 ––Si no restituir; ciertamente. Mazarino dun gri to lastimero.

 –– ¡Restituir! ¿Pero, a quién, buen Dios?

 –– ¡A l dueño de ese dinero, al rey!

 –– ¡Pero si es el rey quien me lo ha dado!

 –– ¡Un momento! ¡El rey no firma los decr

tos!...Mazarino pasó de los suspiros a los gemidos

 ––La absolución ––dijo.

 ––Imposible, monseñor... Restituid, restituid–replicó el teatino.

 ––Pero si me absolvéis de todos los pecado¿por qué no de éste?

 ––Porque absolveros por este motivo –contestó el reverendo––, es un pecado del cuno me absolvería a mí jamás el rey, monseñoDespués de esto el confesor dejó a su peniten

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con cara llena de compunción, y salió lo mismque había entrado.

 –– ¡Oh Dios mío! ––gemía el cardenal––. V

nid, Colbert; estoy muy malo, amigo mío.

XLVI

LA DONACIÓN

Colbert apareció en las cortinas.

–– ¿Habéis oído? ––dijo el cardenal.–– ¡Ay! Sí, monseñor.

 –– ¿Y tiene razón? Todo ese dinero, ¿sobienes mal adquiridos?

 ––Un teatino, monseñor, no es juez comptente en materias de Hacienda respondfríamente Colbert––. No obstante, podría sceder que, según sus ideas teológicas, Vuest

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Eminencia hubiera cometido ciertos erroreSiempre se han cometido cuándo uno muere

 ––Y el primero de todos, morir, Colbert.

 ––Cierto, monseñor. Pero, ¿con respecto quién habrá encontrado en vos esos errores padre teatino? ¿Con respecto al rey?

Su Eminencia se encogió de hombros.

 –– ¡Como si yo no hubiese salvado su Etado y su Hacienda!

 ––Eso no admite duda, monseñor.

 –– ¿No es cierto? Luego habré ganado mulegítimamente mi salario, a pesar de mi cofesor.

 ––Indudablemente.

 ––Y podría guardar para mi familia, tan necsitada, una buena parte... y aun el todo de que he ganado.

 ––No veo inconveniente, monseñor.

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 ––Bien seguro estaba, Colbert, de que consutándoos, me daríais un consejo sabio ––replicMazarino muy alegre.

Colbert hizo su mueca de pedante. ––Monseñor ––dijo––, bueno sería ver si

que ha dicho el teatino es acaso un lazo.

 –– ¡No! Un lazo... ¿Por qué? El padre teatines un hombre honrado.

 ––Ha creído que Vuestra Eminencia estaba elas puertas del sepulcro, toda vez que le habllamado para consultarle... Yo no le he oíddecir: “ distinguid lo que el rey os ha dado de qué os habéis dado a vos mismo…” Pensabien, monseñor, si no ha dicho algo de esto; muy de teatino la frase.

 ––Sería posible.

 ––Por tanto, monseñor, os consideraré compuesto en el caso.

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 –– ¿De restituir? murmuró Mazarino muy sfocado.

 –– ¡Eh! No digo que no.

 –– ¿De restituirlo todo? No penséis en elloDecís lo mismo que el confesor.

 ––Restituir una parte es igual que sacar parte de Su Majestad; y esto, monseñor, puedtener sus peligros. Vuestra Eminencia es potico bastante hábil para ignorar que a estahoras no posee el rey ciento cincuenta mil libraen sus arcas.

 ––Eso no es cosa mía ––observó Mazarintriunfante––, sino del señor superintendenFouquet cuyas cuentas os he dado a revisaestos últimos meses.

Colbert pellizcóse los labios al oír el nombde Fouquet.

 ––Su Majestad ––dijo entre dientes––, no tienmás dinero que el que le proporciona el seño

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Fouquet; vuestro dinero, monseñor, será para un pasto muy goloso.

 ––En fin, no soy el superintendente de la

haciendas del rey; tengo mi bolsa propia... Cietamente que haré, por la dicha de Su Majestaalgunos legados… Pero no puedo defraudar mi familia...

 ––Un legado parcial os deshonra y ofende rey. Legar una parte al rey es confesar que esparte os ha inspirado dudas, como no adquiridlegítimamente.

 –– ¡Señor Colbert! ––He creído que Vuestra Eminencia me hac

el honor de pedirme un consejo.

 ––Sí, pero ignoráis los principales pormenor

de la cuestión.

 ––No ignoro nada, monseñor: ya hace die_años que paso revista a todas las columnas dguarismo que se hacen en Francia, y, si las h

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enclavado con gran trabajo en mi cabeza, haquedado tan fijas en ella, hasta hoy, que recitría cifra por cifra desde los gastos del seño

Letellier, que es sobrio, hasta las larguezas ocutas del señor Fouquet, que es pródigo; todo dinero que se gasta desde Marsella a Chebourg.

 –– ¡Entonces querríais que yo tirase todmi dinero a las, arcas de Su Majestad! –exclamó ironicamente Mazarino, a quien gota arrancaba al mismo tiempo muchos supiros dolorosos

 –– Ciertamente el rey no me reprocharnada; pero se burlaría de mí comiéndose mmillones, y tendría muchísima razón.

 ––Vuestra Eminencia no ha comprendido. Yno he pretendido absolutamente que el rey dbiese gastar vuestro dinero.

 ––Pues bien claro lo decís, me parece, aconsjándome que se lo dé.

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 –– ¡Ah! ––repuso Colbert––. Su Eminenciabsorto como está con su mal, pierde compltamente de vista el carácter de Luis XIV.

 –– ¿Cómo es eso? ––Su carácter se parece al que monseñor co

fesaba ahora poco al teatino.

 ––Pues atreveos: es

 ––El orgullo. Perdón, monseñor, la dignidaquise decir. Los reyes no tienen orgullo; ésta una pasión humana.

 ––El orgullo, sí, tenéis razón. ¿Qué más ... ? ––Pues bien, monseñor, si he acertado con

palabra, Vuestra Eminencia no tiene más qudar todo su dinero al rey, y pronto.

 –– ¿Pero por qué? ––dijo Mazarino muy tubado.

 ––––Porque el rey no aceptará el todo.

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 –– ¡Oh! Un joven que no posee dinero y questá roído por la ambición.

 ––Bien.

 ––Un joven que desea mi muerte.

 ––Monseñor.

 ––Para heredarme, Colbert; sí, desea mi mue

te para heredarme. ¡Soy tonto, muy tonto! ¡Yevitaré eso!

Precisamente. Si la donación se hace en cierforma, rehusará. ¡Vamos!

 ––Es positivo. Un joven que nada ha hechque arde por hacerse ilustre, que rabia por reiar solo, no tomará nada que ya esté constituidpues todo querrá construirlo por sí mismo. T

príncipe, monseñor, no se contentará con el Placio Real; que lo legará el señor de Richelieu, con el palacio Mazarino, que tan admirablemente habéis hecho construir, ni con el Louvrque habitaron sus progenitores, ni con Sai

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Germain, donde ha nacido. Todo lo que no prceda de él lo desdeñará: lo predigo.

 ––Y garantizáis que si doy mis cuarenta m

llones a Su Majestad…––Diciéndole ciertas cosas, garantizo qu

rehusará.

 –– ¿Qué cosas son ésas?

 ––Yo las escribiré, si Vuestra Eminencia quire dictármelas.

 ––Pero, en fin, ¿qué ventajas tiene para mí?..

 ––Una ventaja grandiosa. Nadie podrá acusa Vuestra Eminencia de esa avaricia injusta qulos libelistas han echado en cara al talento mábrillante de este siglo.

 ––Tienes razón, Colbert; ve a buscar al rey dmi parte, y llévale mi testamento.

 ––Una donación, monseñor. ¡Pero y si aceptse! ¡Si aceptase!

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Entonces, quedarían trece millones a vuestfamilia, que es un bonito caudal.

 ––Pero serías tú un traidor o un tonto.

 ––No soy ni lo uno ni lo otro, monseñor. Mparece que teméis mucho que el rey acepte¡Oh! Temed más bien que no acepte.

 ––Verás: si no acepta quiero garantirle mtrece millones de reserva... sí, lo haré... sí... Maya me vuelven los dolores y la debil idad. . . Eque estoy muy malo, Colbert, estoy cerca de mfin. Colbert se estremeció.

El cardenal estaba muy mal, en efecto; sudabgruesas gotas en el lecho de dolor, y aquelpalidez horrible de un rostro manando agua eun espectáculo que el médico más endurecid

no hubiera soportado impasible. Colbert sconmovió mucho, sin duda, pues salió de cámara llamando a Bermouin al lado del mobundo y entró en el corredor.

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Allí, paseándose de arriba abajo con exprsión meditabunda que daba nobleza a su fisonomía vulgar, con los hombros arqueados,

cuello tenso y los labios entreabiertos que dejban escapar trozos incoherentes de pensamietos extraños, se animaba para acometer lo qumeditaba, en tanto que a diez pasos de él, solmente separado por un muro, su amo se co

sumía en angustias que le arrancaban gritos lamentos, no pensando ya ni en' los” tesoros dla tierra ni en la felicidad del paraíso, sino etodos los horrores del infierno.

Mientras los paños calientes, los tópicos, lorevulsivos y Guénaud, a quien habían llamadal lado de Su Eminencia, funcionaban con atividad siempre creciente, Colbert, apretandcon las dos manos su enorme cabeza, pacomprimir en ella, la fiebre de los planes engedraos por el cerebro, meditaba los términos dla donación que iba a hacer escribir a Mazarinen la primera hora de reposo que le concedies

el mal. Parecía que todos los gritos de su Em

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nencia y todas las acometidas de la muerte sbre este representante del pasado, eran esmulantes para el genio de aquel pensador d

pobladas cejas, que ya se volvía hacia el Oriendel nuevo sol de una sociedad regenerada.

Colbert volvió al lado del cardenal cuando srestableció un tanto la razón del enfermo, y

persuadió a que dictase una donación cocebida en estos términos:

“ Próximo a aparecer ante Dios, Señor de lohombres, ruego al rey, que fue mi señor en tierra, tome los bienes que su bondad me habdado, pues mi familia será muy feliz en verlopasar a tan ilustres manos. El inventario de mbienes se encontrará, redactado, al primer requerimiento de Su Majestad, o en el últim

suspiro de su más adicto servidor.JULIO, CARDENAL. MAZARINO.” Su Em

nencia firmó, suspirando. Colbert cerró el paquete y lo llevó al punto al Louvre, donde aca

baba de entrar el rey.

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Y después volvió a su cuarto, frotándose lamanos con la confianza del obrero que ha empleado bien la jornada.

XLVII

DE COMO ANA DE AUSTRIA DIO UCONSEJO A LUIS XIV, Y EL SEÑOR FOUQUET LE DIO OTRO

La noticia de la situación en que se encontr

ba el cardenal se había ya propagado por todapartes, y traía al Louvre tanta gente al menocomo la noticia del matrimonio de Monsieuhermano del rey, la cual ya se había anunciadoficialmente.

Apenas había entrado en su cámara Luis XIVmuy preocupado todavía con las cosas vistas oídas aquella noche, cuando el ujier anuncque la misma muchedumbre de cortesanos qu

había acudido por la mañana a la hora de le

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vantarse el rey, se presentaba también a la hode acostarse, favor insigne que, durante el renado del cardenal, la Corte, muy poco discre

en sus preferencias, había concedido al ministrsin cuidarse de no disgustar al rey:

Pero el ministro había tenido, según ya hemodicho, un gran ataque de gota, y la marea de

adulación subía hacia el trono.Los cortesanos tienen el maravilloso instin

de vislumbrar los acontecimientos, la ciencsuprema; son diplomáticos para adivinar lograndes desenlaces de las circunstancias crícas, capitanes para encontrar las salidas de labatallas, y médicos para curar las enfermedades.

Luis XIV, a quien su madre había enseñadeste axioma, entre otros muchos, conoció quSu Eminencia el cardenal Mazarino estaba muenfermo.

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Apenas hubo Ana de Austria conducido a suhabitaciones a la reina y aliviado su frente dpeso del tocado de ceremonia, volvió en busc

de su hijo al gabinete; donde solo, melancólicy con el corazón lacerado, hacía pesar sobre mismo, como para ejecutar su voluntad, una desas cóleras sordas y terribles, cóleras de reque cuando estallan son acontecimientos, y qu

en Luis XIV, gracias al poder asombroso qusobre sí tenía, eran tormentas tan benignas, qusu más ardiente, su única cólera, la que señaSaint Simon, sorprendiéndose, fue aquella cele

bre que estalló cincuenta años más tarde, a casa de una esquela del señor duque del Maine,que tuvo por resultado una granizada de batonazos descargada sobre las costillas de uinfeliz lacayo que había robado un bizcocho.

El joven rey que, como hemos visto, era presde una sobreexcitación dolorosa, se decía a propio contemplándose a un espejo:

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“ ¡Oh rey! ¡Rey de nombre y no de hech¡Fantasma! ¡Vano fantasma! Estatua inerte quno tienes otro poder que el de provocar un sa

ludo de los cortesanos, ¿cuándo podrás levanttu brazo de terciopelo y apretar tu mano dseda? ¿Cuándo podrás abrir, no para suspirar sonreírte, tus labios, condenados a la inmovidad estúpida de los mármoles de tu galería?”

Pasando entonces la mano por su frente buscando aire, acercóse a una ventana y vabajo algunos caballeros qué charlaban y grpos tímidamente curiosos. Estos caballeros era

una fracción de la ronda; los grupos eran locuriosos del pueblo para quienes un rey siempre cosa digna de ver, como un rinoceronte, un cocodrilo o una serpiente. Y con palma de la mano se dio un golpe en la frentprorrumpiendo:

 –– ¡Rey de Francia! ¡Qué título! ¡Pueblo dFrancia! ¡Qué masa de criaturas! Entro yo en mLouvre, mis caballos humean todavía, y apena

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he producido interés para que me miren pasaveinte personas... ¡Qué digo veinte! No, no haveinte curiosos para el rey de Francia; no hay

diez arqueros para guardar su casa: arqueropueblo, guardias; todo está en el palacio rea¡Dios santo! Yo, el rey, ¿no tengo el derecho dpediros esto?

 ––Porque ––lijo una voz respondiendo a suya y que resonó del otro lado de la puerta dgabinete––, porque en el palacio real está todel oro, esto es, todo el poder de aquel que quiere reinar.

Luis se volvió precipitadamente. La voz quacababa de pronunciar tales palabras era la dAna de Austria. El rey se estremeció y adlantóse hacia su madre.

 ––Espero ––dijo–– que Vuestra Majestad nha prestado atención a las vanas declamacioneque la soledad y el disgusto, familiares en loreyes, causan en los caracteres más felices.

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 ––Yo sólo he prestado atención a una coshijo mío, y es que os quejabais.

 –– ¡Yo! Nada de eso ––repuso Luis XIV––: d

veras que no; os equivocáis, señora. –– ¿Pues qué hacíais?

 ––Me parecía estar bajo la férula de mi profsor y desarrollaba un tema de amplificación.

 ––Hijo mío ––replicó Ana de Austria mviendo la cabeza––, haceis mal en no fiaros dmi palabra; hacéis mal en no concederme vuetra confianza. Día llegará, y quizá está próximen que tendréis necesidad de recordar esaxioma: “ El oro es todopoderoso, y sólo soverdaderamente reyes los que son todopoderosos.”

 –– ¿No era, pues, vuestra voluntad ––dijo rey––, vituperar a los ricos de este siglo?

 ––No ––dijo con viveza Ana de Austria––; loque son ricos en este siglo, bajo vuestro reinad

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son ricos porque vos lo habéis tenido a bien, no alimento contra ellos ni odios ni envidiasin duda, ellos han servido bien a Vuestra M

jestad, para que Vuestra Majestad les haypermitido recompensarse. Esto es lo que quiedecir con las palabras que parece me echáis ecara.

 ––No, quiera Dios, señora, que jamás echnada en cara a mi madre.

 ––Sin embargo ––continuó Ana de Austria–el Señor no da jamás, sino por un tiempo limtado, los bienes de la tierra. Dios ha puesto como corrosivo a los honores y riquezas, los padecimientos, las enfermedades y la muerte; nadie ––repuso Ana de Austria con dolorossonrisa que hacía a sí misma la aplicación d

fúnebre precepto––, nadie se lleva sus bienes, su grandeza a la tumba. De aquí resulta, que lojóvenes recogen los frutos de la mies preparadpor los viejos.

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Luis escuchaba con atención creciente estapalabras, acentuadas por Ana de Austria coun objeto evidentemente consolador.

 –– Señora ––dije Luis XIV mirando fijamena su madre––; diríase que teníais algo más quanunciarme.

 ––Nada absolutamente, hi jo mío; pero habré

notado que el cardenal se halla muy malo esnoche.

Luis miró a su madre buscando la emoción esu voz y el dolor en su fisonomía. El semblan

de Ana de Austria parecía levemente alteradpero su sufrimiento tenía un carácter meramete personal. Tal vez era causada esta alteraciópor, el cáncer que comenzaba a morderle en seno.

 ––Sí, señora ––dijo el rey––, sí, está muy efermo el señor cardenal.

 ––Y será una gran pérdida para el reino

llama Dios a Su Eminencia. ¿No pensáis de

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misma manera, hijo mío? –– preguntó Ana dAustria.

 ––Sí, señora; sería una gran, perdida para

reino ––dijo Luis ruborizándose––; pero mparece que no es tan grande el peligro, y además el cardenal es joven todavía.

Apenas acababa de hablar el rey, cuando

ujier levantó la tapicería y permaneció de pcon un papel en la .mano, aguardando a que rey le preguntase.

 –– ¿Qué sucede? ––preguntó el rey.

 ––Un mensaje del señor Mazarino –respondió el ujier.

 ––Dadme ––––dijo le rey.

Tomó el papel; pero en el instante en que iba abrirlo sonó un gran ruido en la galería; en laantecámaras y en el patio.

 –– ¡Ah! ¡Ah! ––exclamó Luis XIV, que sin d

da reconoció este triple ruido––. ¡Decía yo qu

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no había más que un rey en Francia! Me egañaba, hay dos.

En este momento abrióse la puerta y aparec

el superintendente de Hacienda, Fouquet. Éera quien hacía aquel ruido en la galería, sulacayos en las antecámaras, y sus caballos en patio. Además se oía un sordo murmullo a s

paso que no se extinguía hasta mucho tiempdespués de haber pasado. Tal era el murmulque Luis XIV sentía tanto no oír cuando él pasaba y morir tras de sí.

 ––Éste no es precisamente un rey como vocreéis ––dijo Ana de Austria a su hijo––, sino uhombre muy opulento y nada más.

Al decir estas palabras, un sentimiento amago daba a las palabras de la reina su más rencrosa expresión, mientras la frente de Luis, ecambio, tranquilo y dueño de sí mismo, establimpia de la más ligera arruga.

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Saludó; pifies, libremente a Fouquet con cabeza, en tanto que continuaba desplegando papel que el ujier le entregó.

Fouquet observó este movimiento, y con unurbanidad a la vez confiada y respetuosa, sacercó a Ana de Austria para dejar en complelibertad al rey.

Luis abrió el papel, pero sin leer. EscuchabaFouquet hacer cumplimientos a su madre, adorablemente dedicados a su mano y su brazo.

El semblante de Ana de Austria se desarrug

y pasó casi a la sonrisa.Fouquet conoció que el rey, en vez de leer,

miraba y escuchaba; dio una leve vuelta, sguiendo dedicado, a Ana de Austria, y se en

contró cara a cara con el rey. –– ¿Sabéis, señor Fouquet ––dijo el rey––, qu

el cardenal está muy enfermo?

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 ––Sí, Majestad, lo sé ––dijo Fouquet––; esmuy enfermo, en efecto. Me hallaba en mi possión de Vaux cuando supe la noticia, tan apre

miante que todo lo abandoné. –– ¿Habéis salido de Vaux esta tarde?

 ––Hace hora y media, Majestad ––dijo Foquet consultando un reloj adornado de diaman

tes. –– ¡Hora y media! ––repitió el rey bastan

fuerte para sofocar su cólera, pero no para ocutar su sorpresa:

 ––Comprendo que Vuestra Majestad dude dmi palabra, y tiene razón; mas el haber venidasí no ha sido maravilla. Me habían enviado dInglaterra tres troncos de caballos muy vivo

según me aseguraban; los hice apostar de cuatro en cuatro leguas, y los he probado esta tade. Han venido, efectivamente, desde Vaux Louvre en hora y media, y ya veis que no' mhabían engañado.

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La reina madre sonrió con secreta envidia.

Fouquet se adelantó al mal pensamiento.

 ––De suerte, señora ––se apresuró a añadir–que semejantes caballos están hechos no pasúbditos, sino para reyes, porque los reyes jmás deben ceder a nadie en nada. El rey alzla cabeza.

 ––Sin embargo ––objetó Ana de Austria–vos no sois rey, que yo sepa, señor Fouquet.

 ––Por eso, señora, los caballos sólo esperauna indicación de Su Majestad para penetrar elas caballerizas del Louvre, y si yo me he permtido probarlos, ha sido por temor de ofrecer rey algo que no fuese una maravilla.

El rey se puso muy encarnado.

 ––Bien sabéis, señor Fouquet –– dijo la reina–, que en la corte de Francia no hay costumbque un súbdito ofrezca nada a su rey.

Luis hizo un movimiento.

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 ––Yo creía, señora ––dijo Fouquet muy agitdo––, que mi amor a Su Majestad y mi deseconstante de agradarle servían de contrapeso

esa razón de etiqueta. Además, no era un regalo que me atrevía a ofrecer, sino un tributo qupagaba.

 ––––Gracias, señor Fouquet ––dijo atentame

te el rey––, os agradezco la intención, porquen efecto, me gustan mucho los buenos cabllos; pero bien sabéis que no soy muy rico, sabéis mejor que nadie, pues sois mi superitendente de Haciendo; no puedo, por tant

aunque quisiera, comprar un tiro tan caro.Fouquet lanzó una mirada llena de orgullo

la reina madre, que parecía triunfar de la falsposición del ministro, y contestó:

 ––El lujo es virtud de reyes, Majestad; el lues quien los hace parecidos a Dios; por el luson más que los otros hombres. Un monarcalimenta y honra a sus súbditos con el lujo. A

dulce calor de este lujo de los reyes nace el lu

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de los particulares, fuente de riquezas para pueblo. Aceptando Vuestra Majestad esos secaballos inmejorables, pecaría de amor propio

los criadores de nuestro país, del Limosín; de Normandía, y esa emulación sería provechosatodos... Pero el rey calla, y por tanto, estoy codenado.

Durante este tiempo Luis XIV plegaba y deplegaba el papel de Mazarino, sobre el cual aúno había fijado los ojos. A l fin detuvo en él svista, y exhaló un leve grito al leer la primelínea.

 –– ¿Qué hay, hi jo mío? ––preguntó Ana dAustria acercándose con viveza al rey.

 ––De parte del cardenal ––contestó el rey cotinuando su lectura––. Sí, sí, no hay duda ques de su parte.

 –– ¿Está acaso peor?

 ––Leed ––dijo el rey entregando el papel a s

madre, como si creyese precisa la lectura pa

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Y fijando otra vez los ojos en el documento, devolvió a Luis XIV; a quien había hecho palptar el anuncio de aquella cantidad enorm

Fouquet había dado algunos pasos atrás y cllaba.

El rey lo miró, y le entregó el rollo.

El superintendente no hizo más que fijar en

por un momento su mirada altiva.E inclinándose después, dijo:

 ––Sí, Majestad, una donación, ya lo veo.

 ––Es menester, hi jo mío ––dijo Ana de Autria––, contestarle al instante.

¿Y cómo, señora?

 ––Haciendo una visita al cardenal.

 –– ¡Pero si apenas hace una hora que salí dcuarto de Su Eminencia! –– repuso el rey.

 ––Entonces; escribidle:

––Escribir ––dijo el rey con repugnancia.

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 ––Creo ––añadió Ana de Austria––, que uhombre que acaba de hacer semejante regalbien tiene derecho a esperar que se le den la

gracias con alguna presteza.Y, dirigiéndose al superintendente:

 –– ¿No opináis así, señor Fouquet? ––dijo.

 ––Sí,.señora, el regalo bien vale la pena,–observó el superintendente, con nobleza que nescapó al rey..

 ––Aceptad, pues, y dad las gracias –insistió Ana de Austr ia.

 –– ¿Qué es lo que dice el señor Fouquet? –preguntó Luis XIV.

 –– ¿Vuestra Majestad desea saber mi pe

samiento? ––Dad las gracias, Majestad.

 –– ¡Ah! ––exclamó Ana de Austria.

 ––Pero no aceptéis ––prosiguió Fouquet.

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 –– ¿Por qué? ––preguntó Ana de Austria.

 ––Vos misma lo habéis dicho, señora –replicó Fouquet, porque los reyes no deben

pueden recibir presentes de sus súbditos.El rey permanecía silencioso entre estas do

opiniones contradictorias.

 –– ¡Pero cuarenta millones! ––dijo Ana dAustria en el mismo tono con que la pobre Mría Antonieta dijo más tarde: “ ¡Tanto me dréis!”

Ya lo sé ––dijo Fouquet––, cuarenta milloneson una bonita cantidad que podría tentar aua las conciencias regias.

 ––Pero, caballero ––dijo Ana de Austria––, evez de inclinar al rey a que no reciba este pre

sente, haced notar a Su Majestad, pues obgación vuestra es, que esos cuarenta milloneconstituyen una fortuna.

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 ––Precisamente, señora, porque esos cuarenmillones constituyen una riqueza, diré al re“ Majestad, si no es decente que un rey acep

de un súbdito seis caballos de veinte mil libraes deshonroso que deba su fortuna a otro súbdto más o menos escrupuloso en la elección dmateriales que contribuyeron a la edificación desa riqueza” .

 ––No os sienta bien, caballero ––dijo la reinAna––, dar una lección al rey ; buscadle mábien cuarenta millones para reemplazar a loque le hacéis perder.

 ––El rey los tendrá cuando quiera ––dijo superintendente de Hacienda inclinándose.

 ––Sí, exprimiendo al pueblo ––dijo Ana dAustria.

 –– ¡Eh! No lo ha sido, señora ––contestó Foquet––, cuando se le hacía sudar los cuarenmillones donados por esta escritura? Por ot

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parte, Su Majestad ha pedido mi opinión, y doy; si pide mi concurso, será lo mismo.

 ––Vamos, vamos, aceptad, hijo mío ––di

Ana de Austria––; estáis por encima de rumory de interpretaciones.

 ––Rehusad, Majestad ––dijo Fouquet; en tantun rey vive, no tiene más juez que su concienc

y su deseo; mas cuando muere, tiene la Postedad que aplaude o acusa.

 ––Gracias, madre mía ––dijo Luis saludandrespetuosamente a la reina––. Gracias, seño

Fouquet ––dijo despidiendo cortésmente al sperintendente.

 –– ¿Aceptáis? ––preguntó otra vez la reina.

 ––Reflexionaré ––replicó el rey mirando

Fouquet.

XLVIII

AGONÍA

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El mismo día en que se enviara el donativo rey, el cardenal se había hecho trasladar a Vi

cennes, adonde le siguieron el rey y la CortLos últimos resplandores de esta antorcha tdavía despedían bastante brillo para absorbecon sus rayos todos los otros fanales. El jove

Luis XIV, satélite fiel de su ministro, segúhemos visto ya, marchaba hasta el último momento en el sentido de su gravitación. El mhabía empeorado, y ya no era aquello un ataqude gota, sino un ataque de muerte. Había, po

otra parte, algo que hacía a este agonizante máagonizante aún, y era la ansiedad que provocaba en su ánimo aquella donación enviada rey, y que al decir de Colbert debía ser devuely no aceptada. Su Eminencia tenía gran fe, como ya lo hemos visto, en las predicciones de ssecretario; pero la suma era considerable, cualquiera que fuese el genio de Colbert, el cadenal no podía menos de pensar alguna qu

otra vez que, además de él, también había po

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dido engañarse el padre teatino, y que habpor lo menos tantas probabilidades para que se condenase como para que Luis XIV le devo

viera sus millones.Además, mientras más tardaba en volver

donación, tanto más creía Mazarino que cuarenta millones bien vale la pena de expone

algo, y, sobre todo, una cosa tan hipotética como el alma.

Mazarino, como cardenal y primer ministrera casi ateo y completamente materialista.

Cada vez que se abría la puerta volvíase coviveza hacia ella, creyendo ver entrar allí sdesventurada donación; mas engañada su eperanza, volvíase a acostar con un suspiro y atacaba el dolor con más fuerza que antes.

También Ana de Austria había seguido cardenal; aunque la edad hubiera hecho egoíssu corazón, no podía negarse a demostrar a esmoribundo una tristeza que le debía en calida

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de mujer, como dicen unos, en calidad de sobrana, como dicen otros.

Por anticipado, habíase compuesto una fis

nomía de duelo, y toda la Corte le imitaba. Luipara .no manifestar en el rostro lo que pasaben su corazón, se obstinaba en permanecer cofinado en su cámara, donde solamente le hac

compañía su nodriza; unas veces veía acercarsel término en que cesaría para él toda cotradicción, otras se convertía en humilde y paciente, replegándose en sí mismo, como todolos hombres fuertes que tienen algún designi

para tener más medios en el instante decisivo.La extremaunción había sido administrada e

secreto al cardenal, que, fiel a sus hábitos ddisimulo, luchaba contra las apariencias y au

contra la realidad, recibiendo visitas en su lechcoma si sólo estuviera atacado de un mal pasajero. Guénaud, por su parte, guardaba el máabsoluto secreto; interrogado y, fatigado dinvestigaciones y de preguntas, sólo contestab

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“ Su Eminencia está todavía lleno de juventud de fuerza; pero Dios quiere lo que quiere, cuando ha decidido que debe abatir al hombr

es necesario que el hombre sea abatido:”Estas, palabras, que sembraba con una espec

de discreción, de reserva y de preferencia, lacomentaban dos personas con marcado interé

el monarca y el cardenal.A pesar de la profecía de Guénaud, siemp

se engañaba Mazarino, o mejor dicho, represetaba tan bien su papel, que los más diestros, decir que se engañaba, demostraban que elloeran los engañados.

Hacía dos días que Luis no veía al cardenapues tenía los ojos fijos en aquella donación qutanto preocuaba a Su Eminencia, y ni sabía punto fijo dónde estaba Mazarino. El hijo dLuis XIII, siguiendo las tradiciones paternahabía sido tan poco rey hasta allí, que aucuando deseaba ardientemente reinar, lo quer

con el horror que acompaña siempre a lo de

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conocido. Pero habiendo tomado su resolucióque por otra parte no comunicó a nadie, se decidió a pedir una entrevista a Mazarino. Ana d

Austria, siempre asidua al lado del cardenafue la primera que oyó la proposición del rey quien la transmitió al moribundo haciéndotemblar.

¿Con qué objeto pedía Luis XIV está entrevita? ¿Era para devolver, como había dicho Cobert? ¿Era para guardar, después de dar lagracias, según pensaba Mazarino? Mas comquiera que el moribundo sentía aumentarse s

mal con la incertidumbre, no vaciló un instante ––Su Majestad será bienvenido ––exclam

haciendo a Colbert, sentado al pie de la camun signo que comprendió éste muy bien.

 –– Señora ––continuó Mazarino––, ¿será tabondadosa Vuestra Majestad que asegure por misma al rey la verdad de lo que digo?

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Ana de Austria se levantó; también ella quería fijarse con respecto a los cuarenta milloneque era el sordo pensamiento de todo el mu

do. Salió, y Mazarino hizo un gran esfuerzincorporándose hacia Colbert.

 ––Mira, Colbert ––dijo––, han transcurriddos días desgraciados, dos días mortales, y y

ves, nada ha venido de por allá. ––Paciencia, monseñor ––dijo Colbert.

 –– ¡Estás loco, necio! ¡Tú me aconsejas paciecia! ¡Oh! ¡Te burlas de mí, Colbert; ves que m

muero y, me dices que espere! ––Monseñor ––dijo Colbert con su habitu

sangre fría––, es imposible que las cosas no scedan según he dicho. Su Majestad viene a ve

ros, y él mismo os traerá la donación. –– ¿Tú lo crees? Pues bien, yo, por el contr

rio, estoy cierto de que Su Majestad viene darme las gracias:

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En aquel momento entró Ana de Austria. Air en busca de su hijo habíase encontrado en laantesalas con un nuevo empírico.

Tratábase de unos polvos que debían salvar cardenal, y Ana de Austria llevaba una muestde estos polvos

Pero no era esto lo que aguardaba Mazarin

así es que ni siquiera quiso mirarlos, asegurado que la vida no valía todos los trabajos que stomaban por conservarla. Mas al mismo tiempque profería este axioma filosófico, se le escpaba su secreto, largo tiempo contenido.

 —Señora ––dijo—, no está en eso lo interesate de la situación. Hace dos días que hice al reuna pequeña donación; hasta aquí, por decadeza sin duda, Su Majestad no ha queridhablar; mas llega el momento de las explicaciones, y yo os suplico me le digáis qué piensa rey sobre el particular.

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Ana de Austria hizo un movimiento para reponder, y Mazarino la detuvo.

 –– ¡La verdad, señora ––dijo––, en nombre d

cielo! ¡No animéis a un moribundo con unesperanza que sería vana!

Detúvose aquí, pues una mirada de Colbert decía que iba por mal camino.

 ––Ya sé ––dijo Ana de Austria tomando unmano del cardenal––, ya se que habéis hechgenerosamente, no una pequeña, donaciócomo decís con tanta modestia, sino un do

magnífico. Sé cuán penoso os será que el rey...Mazarino escuchaba, moribundo y todo, c

mo no lo hubieran hecho diez vivos.

 ––Que el rey... que el rey ––continuó Ana d

Austria–– no aceptará de buen grado lo que tanoblemente le ofrecéis.

El cardenal se dejó caer sobre la almohadcon toda la desesperación de un hombre que s

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abandona al naufragio; pero conservó todavbastante, fuerza y presencia de espíritu paclavar en Colbert una de esas miradas que bie

valen diez sonetos, es decir, diez poemas. –– ¿No es cierto ––añadió la reina––, qu

hubierais considerado la negativa como unespecie de injuria?

Mazarino hizo rodar su cabeza sobre la almhada sin proferir ni una sílaba.

La reina, se engañó, o simuló engañarse a esdemostración.

 ––Así es ––repuso––, que he me guiado cobuenos consejos; y como ciertas personas, envdiosas indudablemente de la gloria que ibais conquistar por esa generosidad, se esforzase

en probar al rey que debía rehusar la donacióhe luchado en favor vuestro, y he luchado tabien, que creo no tendréis que sufrir este digustó.

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 –– ¡Ah! ––murmuró Mazarino con ojos láguidos––. ¡Ah! ¡Ese es un servicio que no olvdaré ni un minuto durante las pocas horas qu

me restan de vida! ––Por lo demás, debo decirlo continuó Ana d

Austria––, no me ha costado poco conseguírsea Vuestra Eminencia.

 –– ¡Ah! ¡Maldición! ¡Lo creo! ¡Oh! –– ¿Qué tenéis?, Dios mío.

 ––Me abraso.

 –– ¿Padecéis mucho? ––Como un maldito.

Colbert hubiera querido desaparecer bajo loentarimados.

 ––De suerte ––prosiguió Mazarino––, quvuestra Majestad supone que el rey... ––y aqse detuvo unos segundos–– que el rey vendpara hacerme algunos cumplidos...

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 ––Lo creo ––dijo la reina.

El cardenal lanzó a Colbert, como si fuese urayo su última mirada.

En este momento anunciaron los ujieres al reen las antecámaras llenas de gente. Este anucio produjo un momento de confusión, del cuaprovechóse Colbert para desaparecer por

cortecilla del hueco de la cama. Ana de Austrse levantó y esperó de pie a su hijo. Luis. XIapareció en el umbral, con los ojos clavados eel moribundo, que ya no se tomaba el trabajo dmenearse por una Majestad, de la cual pensabque nada tenía ya que esperar.

Un ujier rodó un sillón hasta ponerlo cercdel lecho. Luis saludó, a su madre, luego al cadenal, y se sentó en seguida. La reina se sentambién.

Y como el rey mirase detrás de sí, el ujier etendió esta mirada, hizo una seña y se apart

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ron los cortesanos que habían permanecido a puerta.

El silencio cayó en la cámara con las cortina

de terciopelo.El rey, aún muy joven y tímido ante aquél qu

había sido su maestro desde que naciera, le repetaba más en aquella suprema majestad de

muerte, no se atrevía, pues, a entablar convesación, viendo que cada palabra debía tener upensamiento, no, sólo sobre las cosas de esmundo, sino también sobre las del otro.

En cuanto al cardenal, sólo tenía un pensmiento en aquel momento: su donación. No eel dolor el que le daba aquel aspecto abatido aquella mirada triste, sino esperar aquel cumplimiento que iba a salir de boca del rey y cortarle toda esperanza de restitución.

El cardenal fue el primero qué rompió el slencio.

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 –– ¿Ha venido Vuestra Majestad a establecese en Vincennes?

Luis movió la cabeza.

 ––Es un favor precioso ––continuó Mazarino– que concede a un moribundo y que hará mádulce la muerte.

 ––Espero ––contestó el rey–– que vengo a vsitar, no a un moribundo, sino a un enfermsusceptible de curación,

Mazarino hizo otro movimiento de cabezque significaba: “ Muy bondadosa es VuestMajestad; pero sé más que vos de esto” .

 ––La última visita, Majestad, la íntima.

 ––Si así fuese, señor cardenal ––dijo Luis XIV

–, aún vendría nuevamente a pedir conejos a uguía a quien todo lo debo.

Ana de Austria era mujer y no pudo contenlas lágrimas. El mismo Luis se manifestó mu

conmovido, y Mazarino más aún que sus do

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huéspedes; pero por otros motivos. Otra vevolvió el silencio; la reina enjugó sus mejillas Luis recobró su firmeza.

 ––Decía ––continuó el rey–– que debo mucha Vuestra Eminencia. Los ojos del cardenal devoraron al rey, porque sentía llegar el momentsupremo.

 ––Y el principal objeto de mi visita –prosiguió–– era daros gracias muy sinceras poel último testimonio de amistad que habéis tenido a bien enviarme.

Las mejillas del cardenal se pusieron cóncvas, sus labios entreabriéronse y el más lametable suspiro que jamás se haya dado se preparó a salir de su pecho.

 ––Majestad ––dijo––, habré despojado a mdesgraciada familia, habré arruinado a todolos míos, de lo cual pueden hacerme un cargpero al menos no se dirá que he rehusado sacficarlo todo a mi rey.

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Ana de Austria renovó su llanto.

 ––Querido señor Mazarino ––dijo el rey con tono grave que no debía esperarse de su juve

tud––, me habéis comprendido mal a lo quveo.

El cardenal se incorporó sobré un codo.

 ––Aquí no se trata de arruinar a vuestra qurida familia, ni de despojar a vuestros servidores. ¡Oh, no! Nada de eso.

“ Entonces, va a devolverme algo ––pensó SEminencia––. Saquemos el mendrugo lo mágrande posible.”

“ El rey, se va a enternecer y a darla de genroso ––pensó la reina––; no le dejemos que sempobrezca, pues no se presentará nunca sem

jante ocasión de fortuna.”

 ––Majestad ––dijo en voz alta el cardenal–mi familia es muy numerosa, y mis sobrinavan a verse privadas de todo no viviendo yo.

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 –– ¡Oh! ––se apresuró a interrumpir la reina–. No sintáis ninguna inquietud con respecto vuestra familia; nosotros no tendremos amigo

más preciosos que vuestros amigos; vuestrasobrinas serán mis hijas, hermanas de Su Majetad, y si se distribuye una gracia en Franciserá para quienes amáis.

 –– ¡Eso es humo! ––pensó Mazarino, qucomprendía mejor que nadie lo que puede scarse de las promesas de los reyes.

Luis leyó el pensamiento del moribundo esu rostro. Tranquilizaos, querido Mazarino ––dijo can melancólica sonrisa oculta en su ironía––; las señoritas Mancini perderán su mayobien con vuestra muerte, pero no por eso dejrán de ser las herederas más ricas de Francia,

puesto que habéis querido donarme sus dotes.El cardenal estaba jadeante.

 ––Yo se los devuelvo ––prosiguió el rey LuXIV sacando de su pecho y alargando hacia

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cardenal el pergamino que contenía la donacióque por espacio de dos días había producidtantas tempestades en el ánimo Mazarino.

 –– ¿Qué os había dicho, señor? ––murmuen el hueco de la cama una voz que pasó cmo un soplo.

 –– ¡Vuestra Majestad me devuelve mi d

nación!, ––exclamó Mazarino, tan turbado poel regocijo, que olvidó su papel de biehechor.

 –– ¡Vuestra Majestad devuelve los cuare

ta millones! ––exclamó Ana de Austria, taestupefacta que olvidó su papel de afligida.

 ––Sí, señor cardenal; sí, señora ––contesLuis XIV, rompiendo el pergamino que aún n

se había atrevido a coger Mazarino––. Sí, inulizando este documento que expoliaba a toda familia. Los bienes adquiridos por Su Eminencia a mi servicio son suyos y no míos.

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 ––Pero ––repuso Ana de Austria––, ¡piensVuestra Majestad que no tiene diez mil escudoen sus arcas!

 ––Señora, acabo de hacer mi primera accióregia y creo que inaugurará dignamente mreinado.

 –– ¡Ah! ¡Majestad, tenéis razón! ––exclam

Mazarino––. Es ciertamente grande y generoslo que acabáis de hacer.

Y miraba uno después de otro los pedazos dpergamino esparcidos sobre el lecho, para ce

ciorarse bien que había roto el original y no uncopia.

A l fin, sus ojos se encontraron con aquel eque estaba la firma, y después que la reconoci

dejóse caer debilitado en la almohada.Ana de Austria, sin fuerza para ocultar s

disgusto, alzaba las manos y los ojos al cielo.

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 –– ¡Ah, Majestad! ––murmuró Mazarino–¡Ah, Majestad! ¡Seréis bendecido, Dios mí¡Seréis amado por toda mi familia! ¡Per Baec

Si algún disgusto os viniese de parte de los mos, fruncid las cejas, Majestad, y salgo de msepulcro.

Esta fanfarronada no causó todo el efecto co

que Mazarino contaba. Luis había ya pasado consideraciones de un orden superior, y ecuanto a la reina Ana, no pudiendo soportasin abandonarse a la ira que sentía rugir dentde sí, aquella magnanimidad de su hijo y aque

lla hipocresía del cardenal, se levantó y salió dla cámara, poco cuidadosa de manifestar así sdespecho.

Todo lo adivinó Mazarino, y temiendo qu

Luis XIV se arrepintiese de su primera decisióempezó a gritar para dar otra dirección a loánimos, como más tarde debía hacerlo Scapen aquella farsa sublime que el regañón y me

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lancólico Boileau se atrevió a reprender a Mollière.

Sin embargo, poco a poco calmáronse los g

tos, y cuando Ana de Austria salió de la cámase extinguieron del todo.

 ––Señor cardenal ––dijo el rey––, ¿tenéis ahora alguna recomendación que hacerme?

 ––Majestad ––contestó Mazarino––, ya sois misma sabiduría, la prudencia en persona, y ecuanto a generosidad, no digo, lo que acabáde hacer excede a cuanto han hecho jamás lo

hombres más bondadosos de la antigüedad de los tiempos modernos.

El rey permaneció impasible a este elogio.

 –– ¿De modo ––dijo––, que os limitáis a da

me las gracias, y vuestra experiencia, más concida todavía que mi sabiduría, mi prudencia mi generosidad, no os sugiere un consejo amitoso que me sirva para el porvenir?

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Mazarino reflexionó un instante, y dijo:

 ––Mucho acabáis de hacer por mí, es decpor los míos.

 ––No me habléis de eso ––dijo el rey:

 ––Pues bien ––prosiguió Mazarino––, quiedaros algo en cambio de ésos cuarenta milloneque me abandonáis tan regiamente.

Luis XIV hizo un movimiento que demostrba que todas aquellas adulaciones le hacíapadecer.

 ––Quiero ––siguió diciendo Mazarino––daroun consejo; y un consejo más valioso que locuarenta millones.

 –– ¡Señor cardenal! ––interrumpió Luis XIV.

 ––Escuchad el consejo, Majestad. ––Escucho.

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Aproximaos, que me debilito... Más cercMajestad, más cerca. El rey se inclinó sobre lecho del moribundo.

 ––Majestad ––dijo el cardenal en voz tan baque, el soplo de su palabra llegó sólo como unrecomendación del sepulcro a los oíos atentodel joven rey––, no tengáis jamás primer mini

tro.Luis se incorporó asombrado. El consejo e

una confesión. Era un tesoro, en efecto, aquelconfesión sincera de Mazarino. El legado dcardenal al joven rey se componía solamente dseis palabras; pero éstas como había dicho SEminencia valían cuarenta millones.

Luis permaneció un momento aturdido. Ecuanto a Mazarino, parecía haber dicho algmuy natural.

 ––Ahora, aparte de vuestra familia ––dijo rey––, ¿tenéis alguno a quien recomendarmseñor Mazarino?

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Un ligero frotamiento se escuchó en las cornas de la cama. Mazarino comprendió.

 ––Sí, sí, Majestad ––exclamó vivamente––; o

recomiendo un hombre sabio, un hombre horado, un hombre hábil.

 ––Manifestadme su nombre, señor cardenal.

 ––Su nombre os es casi desconocido hasahora, Majestad; el señor Colbert, mi intendete. ¡Oh! Valeos de él ––añadió Mazarino––; todlo que ha predicho ha sucedido; tiene buen gope de vista y jamás se engaña ni sobre las cosa

ni sobre los hombres, lo cual es más soprendente aún. Majestad, mucho os debo, pecreo desquitarme dándoos al señor Colbert.

 ––Bien ––dijo Luis XIV, porque como dec

Mazarino, ese nombre de Colbert le era desconocido, y tomaba este entusiasmo del cardenpor delirio de agonizante.

El cardenal volvió a caer en la almohada.

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 ––Por última vez, adiós, Majestad, adiós –murmuró Mazarino––. Estoy cansado y tengque andar todavía un camino áspero antes d

presentarme delante de mi nuevo amo... ¡AdióMajestad!

El rey sintió lágrimas en sus ojos. Se inclinsobre el moribundo, ya medio cadáver, y e

seguida se apartó precipitadamente.

XLIX

PRIM ERA APARICIÓN DE COLBERT

La noche transcurrió entre las angustias drey y las del moribundo; éste esperaba librars

de sus males; aquél aguardaba su libertad.Luis no se acostó. Una hora después de su s

lida de la cámara de Mazarino supo que, recobrando el moribundo algunas fuerzas, se habhecho vestir, afeitar, y peinar, y que había qu

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rido recibir a los embajadores. Semejante a Agusto, consideraba sin duda al .mundo comun gran teatro y quería representar dignamen

el último acto de su comedia.Ana de Austria no volvió a presentarse en

aposento del cardenal, pues ya nada tenía quhacer en él. Las conveniencias fueron un prete

to. Por lo demás, el cardenal no preguntó poella; el consejo que la reina diera a su hijo se había clavado en el corazón.

A eso de media noche y muy acicalado, Mazarino entró en la agonía. Había revisado stestamento, y como éste era expresión exacta dsu voluntad, y temía que una influencia interesada se aprovechase de su debilidad a fin dcambiar algunas de sus disposiciones, hab

dado a Colbert la consigna, y éste, paseábase eel corredor que conducía a la alcoba del cardenal como el más vigilante centinela.

Encerrado el rey en su habitación, enviaba d

hora en hora a su nodriza al departamento d

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Mazarino, con orden de traerle el parte exacde la salud del cardenal.

Después de haber sabido que éste se hab

hecho vestir, afeitar, peinar, y que había recibdo a los embajadores, supo también que ya comenzaban por su alma las oraciones de loagonizantes.

A la una de la mañana había ensayado Gunaud el último remedio llamado heroico. Mazrino respiró cerca de diez minutos después dhaberlo tomado, y dio orden para que se extediese por todas partes y al momento el rumode una crisis feliz. A esta noticia sintió el repasar como un sudor frío por su frente; habentrevisto el día de su libertad, y la esclavitule parecía más triste y menos aceptable qu

nunca. Pero el parte que siguió cambió entermente la faz de las cosas. Mazarino ya no respraba del todo, y apenas repetía las oracioneque a su lado recitaba el párroco de San Nicoláde los Campos. El rey comenzó a andar co

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agitación en su cámara, y a consultar, al mismtiempo que andaba, muchos papeles que habsacado de una cajita, cuya llave sólo él guard

ba. Volvió por tercera vez la nodriza. Mazarinacababa de hacer un juego de palabras y dordenar que se volviese a barnizar su Flora dTiciano.

Finalmente, a eso de las dos de la mañana, yno pudo el rey resistir su desfallecimiento, pueno había dormido en veinticuatro horas. .

El sueño, tan tenaz en su edad, apoderóse dél y le venció por espacio de cerca una horpero no se acostó, sino que durmió en su sillóA las cuatro entró en la cámara la nodriza y despertó.

 –– ¿Qué sucede? ––preguntó él.

––Mi querida Majestad ––dijo la nodriz juntando las manos con aire de conmiserción––, ¡ha muerto!

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El rey se levantó de un salto, como hubiese tenido en las piernas un resorte dacero. –– ¡Muerto! ––exclamó.

 –– ¡Ay! Sí. –– ¿Pero eso es cierto?

 –– ¿Ofïcial?

 ––Sí. –– ¿Se ha dado ya la noticia?

 ––Aún no.

 ––Pero, ¿quién te ha dicho que el cardenhaya muerto?

 –– El señor Colbert.

 –– ¿Y estaba él cierto de lo que decía?

 ––Salía de la cámara y había tenido duranunos minutos un espejo junto a los labios dcardenal.

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 –– ¡Ah! ––exclamó el rey––. ¿Y qué ha sido dColbert?

 ––Acaba de salir del cuarto de Su Eminencia

 –– ¿Para ir adónde?

 ––Para seguirme.

 ––De modo que está...

 ––Aquí, mi querida Majestad, esperando en puerta que tengáis el gusto de recibirlo.

Luis corrió a la puerta, la abrió él mismo, vio a Colbert en el pasillo, en pie y esperand

El rey estremecióse al aspecto de aquella esttua vestida de negro.

Colbert, saludando con profundo respeto, ddos pasos hacia el rey. Luis entró en la cáma

haciendo señas a Colbert para que le siguiera.Colbert entró y Luis despidió a la nodriz

que cerró la puerta al salir. Colbert se paró modestamente al lado de esa puerta.

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 –– ¿Qué venís a decirme, caballero? ––diLuis muy turbado de ser sorprendido en spensamiento íntimo, que no podía ocultar com

pletamente. ––Que el señor cardenal acaba de morir, M

jestad, y que os traigo su último adiós.

El rey permaneció pensativo un instante, d

rante el cual miró atentamente a Colbert; eevidente que recordaba el último pensamiendel cardenal.

 –– ¿Sois vos el señor Colbert? –– preguntó.

 ––Sí, Majestad.

 –– ¿Fiel servidor de Su Eminencia, como mismo me ha dicho?

––Sí, Majestad. –– ¿Depositario de una parte de sus secretos

 ––De todos.

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 ––Los amigos y domésticos de Su Eminencme serán queridos, caballero, y tendré cuidadde que seáis colocado en mis oficinas:

Colbert se inclinó. –– ¿Sois financiero?

 ––Sí, Majestad.

 –– ¿Y el señor cardenal os empleaba en sunegocios?

 ––He tenido tal honor, Majestad.

 ––Pero creo que nunca hicisteis nada pers

nalmente por mi casa.

 ––Dispensad, Majestad; yo soy quien tuvo honor de dar al señor cardenal la idea de uneconomía que produce trescientos mil franco

al año a las cajas de Su Majestad. –– ¿Qué economía, caballero?

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 –– ¿Vuestra Majestad sabe que los cien suzos tienen encajes de plata en los dos lados dlas cintas?

––Indudablemente. ––Pues bien, Majestad, yo soy quien propus

que esos encajes fuesen de plata falsa; esto prece que no es nada; mas son cien mil escudo

son la manutención de un regimiento por usemestre, o el precio de diez mil buenos moquetes, o el importe de un buque de diez cañnes dispuesto a darse a la vela.

 ––Es cierto ––dijo Luis XIV considerando comás atención al personaje––; y es una econommuy bien hecha, pues era ridículo que los sodados llevasen el mismo encaje que los señore

 ––Soy dichoso en ser aprobado por VuestMajestad ––dijo Colbert.

 –– ¿Y es ése el único empleo que teníais con cardenal? ––preguntó el rey.

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 ––También me había encargado el cardenexaminar las cuentas de la superintendencia.

 –– ¡Ah! ––dijo Luis XIV, que ya se disponía

despedir a Colbert, pero que se detuvo al oestas palabras––. ¡Ah! ¿Sois vos a quien el cadenal había encargado de intervenir al señoFouquet? ¿Qué ha resultado?

 ––Que hay déficit; pero si Vuestra Majestame permite...

 ––Hablad; señor Colbert.

 –– ¿Debo dar algunas explicaciones a VuestMajestad?

 ––No, caballero, vos sois quien habéis intevenido esas cuentas; dadme la suma.

 ––Eso será fácil, Majestad. Vacío por todapartes, dinero en ninguna.

 ––Cuidado, caballero; atacáis cruelmente a administración del señor Fouquet; el cual, s

gún he oído decir, es hombre hábil.

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 –– ¿Y el otro año?

 ––Como el próximo.

 –– ¿Qué me decís, señor Colbert? ––Afirmo que hay cuatro años comprom

tidos de antemano.

 ––Entonces se hará un empréstito:

 ––Ya se han hecho tres, Majestad.

 ––Crearé oficios a fin de hacerlos renunciar,se guardará el dinero de las cargas.

 ––Imposible, Majestad, porque ya ha habidcreaciones sobre donaciones de oficios, cuyaprovisiones se han entregado en blanco, dmodo que los adquirentes gozan de ellos sdesempeñarlos. Por otra parte, el señor superi

tendente ha dado un tercio de remisión en cadtratado, de suerte que los pueblos son expmidos sin que se aproveche de ello vuestra Majestad.

El rey, hizo un movimiento.

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 ––Explicadme eso, señor Colbert.

––Que Vuestra Majestad formule su pensmiento y me diga lo que desea que yo le exp

que. ––Tenéis razón; claridad ¿no es eso?

 ––Sí, Majestad; claridad. Dios es Dios, sobtodo por haber creado la luz.

 ––Pues bien ––prosiguió Luis. XIV ––, si hoque ha muerto el señor cardenal y quedo hechrey, quisiera, por ejemplo, tener dinero...

 ––Vuestra Majestad no lo tendría. –– ¡Oh! He aquí algo raro, señor. ¿Cómo n

iba a encontrarme dinero mi superintendente?

Colbert sacudió su cabezota.

––Entonces ––dijo el rey––, ¿tan empeñadestán las rentas del Estado que ya no sean retas?

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 ––Sí, Majestad, hasta ese punto. El rey fruncel ceño.

 ––Pues entonces reuniré los libramientos pa

conseguir de los tenedores un descargo, unliquidación a buen precio.

 ––Imposible, porque los libramientos han sdo convertidos en billetes, los cuales, para fac

lidad de transacción, están cortados en tantapartes originales que es imposible reconocer original.

Luis, muy agitado, se paseaba de arriba aba

con el ceño siempre arrugado. ––Pues si es así como decís, señor Colbert –

dijo al fin deteniéndose de pronto––, ¿estaarruinado aun antes de reinar?

 ––Lo estáis, en efecto, Majestad repuso el impasible alineador de guarismos. .

 ––Pero, sin embargo, señor, el dinero está ealguna parte.

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 ––En efecto, y, para empezar, traigo a VuestMajestad una nota, pero que me los había cofiado a

 –– ¿A vos? ––Con prescripción de ponerlos en manos d

Vuestra Majestad.

 –– ¡Cómo! ¿Además de 1s cuarenta millnes del testamento?

 –– Sí, Majestad.

 –– ¿Aun tenía más fondos el señor cardenal?

Colbert se inclinó.

 –– ¡Pero ese hombre era un abismo! –murmuró el rey––. El señor Mazarino por unparte, por otra, el señor Fouquet; más de cie

millones quizá entre los dos; así no me espanque mis arcas estén vacías.

Colbert esperaba sin moverse.

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 –– ¿Y esa suma que me traéis vale la pena? –preguntó el rey.

 ––La cantidad es bastante redonda, Majestad

 –– ¿Asciende?

 ––A trece millones de libras.

 –– ¡Trece millones! ––exclamó Luis XIV e

tremeciéndose de alegría––. ¿Decís trece millones, señor Colbert?

 ––Sí, Majestad, he dicho trece millones.

 –– ¿Que todo el mundo ignora?

 ––Que todo el mundo ignora.

 –– ¿Que están en vuestras manos?

 ––En mis manos, sí, Majestad.

 –– ¿Y que puedo tener?

 ––Dentro de dos horas.

 –– ¿Pues dónde se hallan?

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 ––En la cueva de una casa que el señor cardnal poseía y que ha tenido a bien legarme pocláusula particular de su testamento.

 –– ¿Luego conocéis el testamento del señoMazarino?

 ––Tengo una copia firmada de su mano.

 –– ¿Una copia?

 ––Sí, Majestad, hela aquí. Colbert, sacó sencllamente la escritura, de su bolsillo y la enseñal rey, quien leyó el artículo relativo a la donación de la casa.

 ––Aquí sólo se trata de la casa ––dijo–– y eninguna parte se menciona el dinero.

Perdón, Majestad, está en mi conciencia.

 –– ¿Y el señor M azarino ha confiado en vos? –– ¿Por qué no, Majestad?

 –– ¿El, el hombre desconfiado por excelecia?

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 ––No lo era conmigo, como puede ver Vuetra Majestad.

Luis fijó asombrado su mirada en aquella c

beza vulgar, pero expresiva. ––Sois un hombre honrado, señor Colbert –

dijo el rey.

 ––Eso no es virtud, Majestad, sino deber –contestó, Colbert fríamente.

 ––Pero ese dinero ––añadió Luis XIV––, ¿nes de la familia?

 ––Si fuera de la familia estaría en el testameto del cardenal, como lo demás de su fortuna. fuera de la familia, yo, que he redactado el acde donación hecha en favor de Vuestra Majetad, hubiese añadido la cantidad de trece millo

nes a la de los cuarenta que ya se os ofrecían.

 –– ¡Cómo! ––exclamó Luis XIV––.

 –– ¿Sois vos quien redactó la donación, seño

Colbert?

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 ––Sí, Majestad.

 –– ¿Y el cardenal os quería? ––repuso cánddamente el rey.

 ––Yo había asegurado a Su Eminencia quVuestra Majestad no aceptaría ––dijo Colbecon el mismo tono de tranquilidad que ya hemos observado, y que, aun en los negocio

habituales de la vida, tenía algo de solemne.Luis pasó una mano por su frente.

 –– ¡Oh! Soy joven ––exclamó en voz muy bja–– para mandar hombres.

Colbert aguardaba el fin de este monólogo iterior, y vio a Luis que alzaba la cabeza.

 –– ¿A qué hora enviaré el dinero a Vuest

Majestad? ––preguntó. ––Esta noche a las once. Deseo que nad

sepa lo que tengo. Colbert no respondió, cmo si la cosa no fuese con él

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 –– ¿Esa suma está en barras o en oro acuñdo?

 ––En oro acuñado, Majestad.

 ––Bien.

 –– ¿Dónde lo enviaré?

 ––Al Louvre; gracias, señor Colbert.

Colbert inclinóse y salió.

¡Trece millones! ––exclamó Luis XIV cuandse vio solo––. ¡Es un sueño!

En seguida dejó caer la frente entre las manocomo si en efecto durmiese.

Pero al cabo de un instante alzó la cabeza, scudió su hermosa cabellera, se levantó,

abriendo con violencia la ventana, bañó sus adientes sienes en el aire de la mañana que llevaba el olor acre dé los árboles, el dulce pefume de las flores.

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Una aurora resplandeciente apareció en horizonte, y los primeros rayos del sol inundron de llamas la frente del joven rey.

 ––Esta aurora es la de mi reinado ––murmuLuis XIV––. ¿Es este un presagio qué me eviáis, Dios Omnipotente?

L

PRIM ER DIA DEL REINADO DE LUIS XI

La muerte del cardenal súpose por la mañanen el palacio y en la ciudad.

Los ministros Fouquet, Lyonne, y Letellier etraron en la sala de sesiones para celebrar Co

sejo.El rey los mandó llamar al momento.

 ––Señores ––dijo––, mientras vivió el señocardenal, yo le dejé que gobernara mis asunto

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mas, al presente quiero gobernarlos yo mismvosotros me daréis vuestros consejos cuando yos los pida. ¡Marchaos!

Los ministros miráronse con sorpresa, y si dsimularon una sonrisa, fue con gran esfuerzporque sabían que el príncipe, educado en unignorancia absoluta de los negocios, encargáb

se, por amor propio, de un trabajo demasiadpesado para sus fuerzas.

Fouquet se despidió de sus colegas en la esclera, diciendo:

 ––Señores, menos tarea para nosotros.Y subió muy contento en su carroza.

Los otros, algo inquietos del giro que tomban los acontecimientos, volvieron juntos a Pa

rís.

El rey pasó a eso de las diez al cuarto de smadre, con la cual sostuvo una conversaciómuy reservada; y luego, después de cenar, s

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bió en un coche cerrado y se fue derecho Louvre. Allí recibió a mucha gente, y tuvo cieto placer en ir observando la vacilación de to

dos y la curiosidad de cada uno.Luego mandó que se cerrasen todas las pue

tas del Louvre, excepto una que daba al muellEn este lugar puso de centinela doscientos su

zos que no hablaban ni una palabra en francécon la consigna de dejar entrar todo lo que fuse fardo o cajón, pero ninguna otra cosa, y dno permitir salir nada.

A las once en punto oyó el rodar de un carrpesado, después el de otro, y en seguida el tecero; tras de lo cual giró silenciosamente sobsus goznes la verja para cerrarse.

En seguida arañó alguien con la uña en puerta del gabinete. El rey fue a abrir por mismo, y vio a Colbert, cuyas primeras palbras fueron éstas;

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 ––El dinero está en la cueva de Vuestra Majetad.

Luis bajó entonces a visitar él mismo las ba

rricas de monedas de oro y plata, que, graciaslas precauciones de Colbert, cuatro hombrehabían hecho rodar en una cueva, cuya llavhabía hecho entregar el rey a Colbert aquel

misma mañana. Concluida esta revista, Luentró en su cuarto acompañado de Colbert, quno había animado su inmóvil frialdad con más insignificante rayo de personal satisfación.

 ––Caballero ––le dijo el rey––, ¿qué deseáque os dé en recompensa de vuestra adhesiónprobidad?

 ––Nada absolutamente, Majestad.

 –– ¡Cómo nada! ¿Ni aun la ocasión de servime?

 ––Aunque Vuestra Majestad no me propo

cione esa ocasión, no par eso le serviré meno

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Me es imposible no ser el mejor servidor drey.

 ––Seréis intendente de Hacienda, señor Co

bert. ––Mas hay un superintendente, Majestad.

 ––Cierto.

 ––Majestad, el superintendente es el hombmás poderoso del reino.

 –– ¡Ah! ––murmuró el rey Luis ruborizádose––: ¿Creéis...?

 ––Me aplastará en ocho días, Majestad; poque al fin, Vuestra Majestad me da una intevención para la cuales menester fuerza. Intedente bajo un superintendente es la inferio

dad. ––Queréis apoyo...

 ––Ya he tenido el honor de decir a VuestMajestad que el señor Fouquet, en vida del se

ñor Mazarino, era el segundo personaje d

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reino; pero muerto ya Mazarino, el señor Foquet se ha hecho el primero.

 ––Caballero, hoy consiento aún en que me d

gáis esas cosas; pero mañana, pensad bien eello, ya no las sufriré.

 ––Entonces, ¿seré inútil a Vuestra Majestad?

 ––Ya lo sois, puesto que teméis comprometros en mi servicio.

 ––Sólo temo no poder serviros.

 –– ¿Qué queréis entonces?

 ––Deseo que Vuestra Majestad me de aydantes en el trabajo de la intendencia.

 ––La plaza desmerece:

 ––Pero gana en seguridad. ––Elegid, vuestros colegas.

 ––Los señores Breteuil, Marin y Hervad.

 ––Mañana aparecerá el decreto.

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 ––¡Gracias, Majestad!

 –– ¿Mas eso todo lo que deseáis?

 ––No, Majestad; una cosa más. –– ¿Cuál?

 ––Dejadme componer un tribunal de justicia

 –– ¿Para qué?

 ––Para juzgar a los arrendadores de rentasasentistas que han malversado de diez años esta parte.

 ––Pero... ¿qué se les hará? ––Se ejecutará a tres, lo cual hará vomitar

los otros.

 ––No puedo, sin embargo, comenzar mi re

nado con ejecuciones, señor Colbert. ––Al contrario, Majestad, a fin de no conclui

lo con tormentos. El rey no respondió.

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 –– ¿Consiente Vuestra Majestad? ––dijo Cobert.

 ––Reflexionaré, caballero.

 ––Será ya tarde cuando esté hecha la rflexión.

 –– ¿Por qué?

 ––Porque tenemos que habérnoslas con genmás poderosa que nosotros, si están advertido

 ––Componed ese tribunal de justicia.

 ––Lo compondré.

–– ¿Es eso todo?

 ––No, Majestad; todavía hay una cosa impotante... ¿Qué derechos da Vuestra Majestad

esa intendencia? ––Mas... No sé... Hay usos...

 ––Majestad, necesito que sea devuelto a esintendencia el derecho de leer la corresponde

cia de Inglaterra. .

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 ––Imposible, caballero, porque de esa correpondencia se despoja al consejo; el mismo Mzarino lo hacía.

 ––Creo que Vuestra Majestad declaró esmañana que ya no habría Consejo.

 ––––Sí, lo declaré.

 ––Entonces, lea Vuestra Majestad por sí mimo sus cartas, y sobre todo, las de Inglaterrinsisto particularmente en este punto.

 ––Caballero, tendréis esa correspondencia, me daréis cuenta de ella ––exclamó el rey coresolución.

 ––Y entonces, ¿qué tendré que hacer en Hacienda?

 ––Todo lo que no haga el señor Fouquet. ––Eso es lo que yo pedía a Vuestra Majesta

Gracias, me voy tranquilo.

Marchó efectivamente al decir estas palabra

mientras Luis lo miraba. Aún no estaba Colbe

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a cien pasos de distancia del Louvre, cuandrecibió el rey un correo de Inglaterra. Despuéde haber mirado y sondeado la cubierta d

pliego rompióla precipitadamente, y encontuna carta del rey Carlos II.

He aquí lo que el príncipe inglés escribía a shermano:

“ Vuestra Majestad debe estar muy inquiecon la enfermedad del señor cardenal Mazano; pero el exceso del peligro puede serviros: señor cardenal esta condenado por su médicOs agradezco la respuesta que habéis dado a mcomunicación con respecto a lady EnriqueEstuardo, mi hermana, y dentro de ocho díapartirá la princesa para París acompañada de scorte.

“ Es muy dulce para mí reconocer la fraternamistad que me habéis demostrado, y de llamros más justamente aún hermano mío. Me emuy grato sobre todo el probar a Vuestra Ma

jestad, cuánto me ocupo de lo que puede agr

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darle. Hacéis fortificar ocultamente a Belle Isen Mer. Mal, hecho. Nunca tendremos guerrEsa medida no me inquieta, pero me entrist

ce... En eso gastáis millones inútiles: decidlo aa vuestros ministros, y creed que mi policía esbien informada; hacedme, hermano mío, lomismos servicios en llegando el caso.” El rellamó violentamente, y su ayuda de cáma

apareció. ––El señor Colbert acaba de salir de aquí, y n

puede estar lejos... ¡Que le llamen!... ––exclamó

El_ ayuda de cámara iba a cumplir la ordepero le detuvo el rey.

 ––No ––dijo––, no... Veo toda la trama de ehombre. Belle Isle es del señor Fouquet; BeIsle fortificada es una conspiración del señoFouquet. El descubrimiento de esa conspiracióes la ruina del superintendente, y ese descbrimiento resulta de la correspondencia de Iglaterra; he aquí por qué quería Colbert tene

esa correspondencias ¡Oh! No me es posible, s

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embargo poner toda mi fuerza en ese hombrél no es más que la cabeza, y me falta el brazo

Luis dio de repente un alegre grito.

 ––Yo tenía ––observó al ayuda de cámara–un teniente de mosqueteros.

 ––Sí, Majestad; el señor de Artagnan.

 ––Que ha dejado mi servicio temporalmente ––Sí, Majestad.

 ––Que lo busquen, y que venga aquí mañana la hora de levantarme.

El ayuda de cámara se inclinó y salió.

 ––Trece millones en mi cueva ––dijo entonceel rey––; Colbert teniendo mi bolsa y Artagna

llevando mi espada. –– ¡Ya soy rey!

LI

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UNA PASIÓN

Al regresar Athos del palacio real el mismdía de su llegada, entró, según ya hemos visten su casa de la calle de San Honorato, en cual encontró al vizconde de Bragelonne, que charlando con en su cuarto charlando con G

maud.No era cosa muy divertida hablar con el an

guo servidor; sólo dos hombres poseían essecreto: Athos y Artagnan. El primero lo conse

guía porque Grimaud trataba de hacerle hablatambién; Artagnan, en cambio, porque sabhacer hablar a Grimaud.

Raúl se hallaba ocupado en hacerse contar

viaje a Inglaterra, y Grimaud lo había referidcon todos sus pormenores, con cierto númede gestos y ocho palabras; ni más ni menos.

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 –– Primeramente, había indicado con un mvimiento de mano que su señor y él habíaatravesado el mar.

 –– ¿Para alguna expedición? ––preguntó RaúGrimaud, bajando la cabeza, había contestad

que sí.

 –– ¿Donde el señor conde corrió peligro

 –– Grimaud se encogió de hombros, compara decir: “ Ni mucho ni poco''.

 ––Pero, ¿ni algún peligro? ––insistió Raúl.Grimaud señaló a la espada, al fuego, y a u

mosquete que estaba colgado en la pared.

 ––Por tanto, el señor conde ¿tenía allí u

enemigo? ––exclamó Raúl. ––Monk ––contestó Grimaud.

 ––Es raro ––continuó Raúl–– que el señoconde insista en considerarme como un novici

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y en no hacerme participar del honor o del peligro de esos encuentros. Grimaud sonrió.

En este momento volvió Athos. El huésped

alumbraba la escalera, y Grimaud, reconociedo el paso de su amo, corrió a su encuentro, cual cortó en seco la conversación:

Pero, Raúl habíase lanzado en vías de interr

gación; así es que no se detuvo, y tomando lados manos del conde con viva ternura, pero repetuosa, dijo:

 –– ¿Cómo es, señor, que os marcháis para u

viaje lleno de peligros sin decirme adiós, spedirme el auxilio de mi espada, a mí, qu.debo ser para vos un sostén, ya que tengo fuezas; a mí, a–– quien habeis educado como a uhombre? ¡Ah! ¿Conque queréis exponerme a terrible prueba de no volver a veros nunca?

 –– ¿Quién os ha dicho, Raúl, que fuese pegroso mi viaje? ––dijo el conde poniendo s

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capa y su sombrero en manos de Grimaud, quacababa de quitarle la espada.

 ––Yo ––dijo Grimaud.

 –– ¿Y por qué? ––dijo seriamente Atho

 –– Grimaud estaba muy embarazado, Raúl fue en su auxilio respondiendo por él.

 ––Es muy natural, señor, que este buen Grmaud me manifieste la verdad en lo que oconcierne. ¿Por quién seréis amado y sostenidsino por mí?

Athos no respondió. Hizo un gesto amigabque apartó a Grimaud, sentándose luego en usillón, mientras Raúl permanecía delante y epie.

 ––Siempre tendremos ––continuó Raúl–– quvuestro viaje era una expedición... y que el hirro y el fuego os han amenazado.

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 ––No hablemos más de eso ––dijo Athos ducemente––; salí de repente, es verdad; pero servicio del rey Carlos II exigía tan pronta ma

cha. Os doy las gracias por vuestra inquietusé que puedo contar con vos... ¿No os a hechfalta nada durante mi ausencia, vizconde?

 ––No, señor; gracias.

 ––Ordené a Blaisois que os entragará cien dblones en cuanto los necesitaseis.

 ––Señor, yo no he visto a Blaisois.

 ––Entonces, ¿os habéis pasado sin dinero?

 ––Me restaban treinta doblones de la venta dlos caballos que tomé para mi última campañy además, el señor príncipe tuvo la bondad dhacerme ganar doscientos en el juego hace tre

meses.

 –– ¿Jugáis?... No me gusta eso, Raúl.

 ––Jamás juego, señor; el príncipe me orden

que llevase sus cartas en Chantilly... una noch

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que recibió un correo del rey; yo obedecí, y mmandó el príncipe que me quedara con la ganancia de la partida.

 –– ¿Es esa una costumbre de la casa, Raúl? –dijo A thos frunciendo el ceño.

 ––Sí, señor. Todas las semanas hace el señopríncipe tal obsequio a uno de sus caballero

Hay cincuenta en casa de Su Alteza, y aquevez me tocó el turno.

 ––Bien., ¿con que fuisteis a España?

 ––Sí, señor, hice–– un viaje muy placenterointeresante.

 –– ¿Y hace un mes que habéis vuelto?

 ––Sí, señor.

 ––Y en ese mes, ¿qué habéis hecho? ––Mi servicio, señor.

 –– ¿No habéis estado en mi casa de la Fére?

Raúl se ruborizó. Athos le miró con ojos fijos

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 ––Haréis mal en no creerme––dijo Raúl––; cnozco que me ruborizo, pero es a pesar mío. Lpregunta que me hacéis el honor de dirigirm

es de tal naturaleza, que causa en mí muchaemociones. Me ruborizo porque estoy conmovido, mas, no porque mienta.

 ––Ya sé, Raúl; que no mentís nunca.

 ––No, señor. ––Pero, además, hacéis mal en eso; lo que y

quería deciros...

 ––La sé muy bien, señor; queríais preguntame si yo no había estado en. Blois.

 ––Precisamente.

 ––No he ido, ni todavía he visto a la person

de quien queréis hablarme.La voz de Raúl temblaba al decir estas pal

bras. Athos, soberano juez en toda delicadezañadió al momento:

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 ––Raúl, me respondéis con sentimiento penso; veo que sufrís.

 ––Mucho, señor; me habéis prohibido ir

Blois y volver a ver a la señorita de La VallièreAquí detúvose el joven; este dulce nombr

tan, encantador de pronunciar, desgarraba scorazón, acariciando sus labios.

 ––Y he hecho bien, Raúl ––se apresuró a decAthos––. No soy un padre bárbaro ni injustrespeto el verdadero amor; mas pienso para voen un porvenir... en un inmenso porvenir: U

nuevo reinado va a lucir como una aurora, y guerra llama al joven rey, lleno de espíritu caballeresco. . Lo que necesita ese ardor heroices un batallón de oficiales jóvenes y libres qucorran a los hechos con entusiasmo y caigagritando: ¡Viva el rey! en vez de exclama¡adiós, esposa mía!... Ya comprendéis esto, Rúl. Por más cruel que parezca mi razonamientos conjuro a que me creáis y a que no volvá

vuestras miradas hacia aquellos primeros día

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de juventud en que adquiristeis la costumbde amar, días de muelle abandono que comueven el corazón y le hacen incapaz de cont

ner esos licores fuertes y amargos que se llamagloria y adversidad. Repito, Raúl, que veáis emi consejo el solo deseo de seros útil, la soambición de veros prosperar. Os considero capaz de llegar a ser un hombre notable; camina

solo, y caminaréis mejor y con mas prontitud. ––Habéis mandado, señor –– replicó Raúl––,

yo obedezco.

 –– ¡Mandado! ––murmuró Athos. ¿Es acomo me respondéis? ¿Yo os he mandado¡Oh! Trastornáis mis palabras. ¡Cómo desconocéis mis intenciones! Yo no he manda dhe suplicado.

 ––No, señor, habéis mandado ––replicó Racon terquedad––Pero aunque no hubierahecho sino una súplica, esa súplica habría sidmás eficaz que una orden. Yo no he vuelto a v

a la señorita de La Vallière.

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 –– ¡Pero sufrís! ¡Sufrís! ––exclamó Athos.

Raúl no respondió.

 ––Os encuentro pálido, y os veo triste... ¿Tafuerte es ese sentimiento?

 ––Es una pasión ––repuso Raúl. ––No uncostumbre señor, ya sabéis que he viajado mcho y que he pasado dos años lejos de ella. Mparece que toda costumbre puede romperse edos años. Pues bien, a mi vuelta la amaba, nmás, porque eso es imposible, pero sí lo mismLa señorita de La Vallière es para mí la compa

ñera por excelencia; mas vos sois para mi dioen la tierra... y todo lo sacrificaré a vos.

 ––Haríais mal ––dijo A thos––; yo no tengo yningún derecho sobre vos. La edad os ha ema

cipado y no tenéis necesidad de mi consenmiento. Además, yo no negaré ese consenmiento después de todo lo que acabáis de decirme. Casaos, pues, con la señorita de La Vllière, si gustáis.

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Raúl hizo un movimiento, y di jo:

––Sois bondadoso, señor, y vuestra concesióme llena de reconocimiento; mas no aceptaré.

 –– ¡Con que ahora rehusáis!

 –– ¡Sí, señor!

 ––Nada os echaré en cara, Raúl. Pero tenéis e

lo profundo del corazón un sentimiento contese matrimonio; no sois vos quien me lo ha ecogido.

 ––Es verdad.

 ––Eso basta para que no insista; esperaré.

 ––Cuidado, Raúl; lo que decís es muy grave.

 ––Lo sé muy bien, señor; esperaré, os digo.

 –– ¿A que yo muera? ––dijo Athos muy comovido.

 –– ¡Oh, señor! ––murmuró Raúl con lágrimen los ojos––. ¡Es posible que de este modo m

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desgarréis el corazón, a mí, que no os he dadningún motivo de queja!

 ––Es cierto, hi jo querido ––murmuró Atho

apretando violentamente los labios para repmir la emoción de que ya no era dueño––. Nno quiero afligiros. . . sino que no he compredido lo que esperaréis... ¿Será, quizá, a que n

améis ya? –– ¡Ah! No, señor, esperaré, a que mudéis d

opinión.

 ––Quiero hacer una prueba, Raúl; ver si la s

ñorita de La Vallière espera como vos. ––Así lo creo, señor.

 ––Cuidado, Raúl. ¿Y si no aguardase ella¡Ah! Sois tan joven, tan confiado, tan fiel... La

mujeres son variables.

 ––Nunca me habéis hablado mal de las mujres, señor; jamás habéis tenido de qué quejaro

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de ellas; ¿por qué quejarse ahora con respectola señorita de La Vallière?

 ––Es cierto ––dijo Athos bajando los ojos–

jamás os he hablado mal de las mujeres; jamáhe tenido por qué quejarme de ellas; jamás mha motivado una sospecha la señorita de LVallière; pero, cuando se prevé, es necesario

hasta las excepciones, hasta las improbabiliddes. Por eso os he hablado de si la señorita dLa Vallière os esperaría.

–– ¿Cómo puede ser eso, señor?

 ––Volviendo los ojos a otra parte. –– ¿Sus miradas a otro hombre, queréis d

cir?––dijo Raúl pálido de angustia.

 ––Eso es.

 –– Bien: entonces mataría a ese hombre ––diseriamente Raúl––, y a todos los hombres quienes escogiese la señorita de La Vallièrhasta que uno de ellos me matase a mí o has

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que la señorita de La Vallière me hubiera entrgado su corazón.

Athos palideció.

 ––Creía ––contestó con voz sorda––, que nha mucho me llamabais vuestro dios, vuestley en el mundo.

 –– ¡Oh! ––exclamó Raúl temblando––. ¿Mprohibiríais el duelo?

 –– ¿Y si lo prohibiese, Raúl?

 ––Me prohibiríais esperar, señor, y por cons

cuencia no me prohibiríais morir.Athos alzó los ojos sobre el vizconde, porqu

había pronunciado estas palabras con inflexiósombría y acompañadas de una mirada som

bría también. ––Basta ––dijo Athos después de un largo s

lencio––, basta ya de este enojoso asunto, en cual exageramos ambos. Dejad correr días

días, Raúl; haced el servicio; amad a la señori

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de La Vallière; en fin, obrad como un hombrpues tenéis edad de tal, pero no olvidéis que oamo tiernamente y que vos pretendéis amarme

 –– ¡Ah, señor conde! ––murmuró Raúl aprtando fuertemente la mano de Athos contra scorazón.

 ––Bien, amigó mío, dejadme, tengo necesida

de reposo. A propósito, el señor de Artagnan hvuelto de Inglaterra conmigo, y le debéis unvisita.

 ––Iré a verlo, y con mucho gusto, pues quie

mucho al señor de Artagnan. ––Tenéis razón; es un hombre honrado y u

valiente caballero:

 –– ¡Que os ama! ––dijo Raúl.

 ––Estoy cierto de ello... ¿Sabéis dónde vve?

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 —Eh el Louvre, en el Palacio Real, dondquiera que esté el rey, ¿No manda los mosquteros?

 ––Por el momento, no, porque está con licencia descansando.... No lo busquéis, pues, en lopuestos de su antiguo servicio; tendréis noticiasuyas en casa de un tal señor Planchet.

 –– ¿Su antiguo lacayo? ––convertido ahoen abacero.

 –– ¿Calle de los Lombardos, número 9?

 ––Una cosa así... o calle de Arcis.

 ––Buscaré, buscaré.

 ––Le diréis mil cosas en mi nombre, y lo traréis a comer conmigo antes que me marche a

Fére. ––Bien, señor.

 ––Adiós, Raúl.

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 ––Señor, veo en vos una Orden que no os cnocía, recibid mis parabienes.

 –– ¡El Toisón! ... Es cierto… Un juguet

hijo mío, que ya no entretiene a un viejo niñcomo yo... Buenas noches, Raúl.

LI I

LA LECCIÓN DE ARTAGNAN

Raúl no encontró al día siguiente, como esp

raba, al señor de Artagnan; sólo halló a Plachet, cuya satisfacción fue muy viva al ver dnuevo a aquel joven, saludado con dos o trecumplidos guerreros no muy propios de u

abacero. Pero cuando Raúl regresaba de Vicennes aquella mañana, conduciendo cincuendragones que le había confiado el príncipe, vien la plaza Baudoyer, a un hombre que, fijamente, miraba una casa como, se mira un cab

llo que se desea comprar.

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Aquel hombre, vestido con traje de paisanabotonado como un jubón militar, calado usombrero muy chico, y llevando al costado un

larga espada, volvió la cabeza tan pronto comoyó el paso de los caballos y dejó de contemplla casa para mirar a los dragones.

Aquel hombre era el señor de Artagnan; A

tagnan a pie, Artagnan con las manos a la epalda, que pasaba revista a los dragones depués de haberla pasado a los edificios. Ni uhombre, ni una correa, ni un casco de caballo sescapó a su inspección.

Raúl iba al lado de la tropa, y Artagnan lo ditinguió el último.

 –– ¡Eh! ¡Eh! ¡Vive Dios! ––dijo.

 –– ¿No me equivoco? ––dijo Raúl deteniendsu caballo.

 ––No, no te engañas. ¡Buenos días! ––contesel antiguo mosquetero.

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Y Raúl estrechó emocionado las manos de sviejo amigo.

 ––Ten cuidado, Raúl ––dijo Artagnan––;

segundo caballo de la quinta fila queda deherrado antes de llegar al puente María; solmente tiene dos clavos en la mano derecha.

 –– Esperadme ––dijo Raúl––, vuelvo.

 –– ¿Dejas tu destacamento?

 ––Ahí se halla el abanderado para reemplazarme.

 –– ¿Vienes a comer conmigo? ––Con mucho gustó, señor de Artagnan.

 ––Entonces, anda pronto; deja el caballo procura que me den uno.

 ––Mejor quiero ira pie con vos. Raúl corrióavisar al abanderado, que ocupó su lugar; luego, echó pie a tierra, dio su caballo a uno de lodragones, y, muy contentó, cogió el brazo d

Artagnan, que lo contemplaba después de t

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das estas evoluciones con la satisfacción de uconocedor.

 –– ¿De modo que vienes de Vincennes? ––

dijo. ––Sí, señor caballero...

 –– ¿Y el cardenal?...

 ––Está muy enfermo, y hasta afirman que hmuerto.

 –– ¿Estáis a bien con el señor Fouquet? –preguntó Artagnan, demostrando con un de

deñoso movimiento de hombros que la muerdel cardenal no le afectaba demasiado. –– ¿Coel señor Fouquet? ––dijo Raúl––. No le conozco

 ––Tanto peor, porque un nuevo rey busc

siempre hacerse de criaturas suyas. ––i Oh! El rey no me quiere mal. Yo no

hablo de la corona ––replicó Artagnan––, sindel rey... El rey es el señor Fouquet, ahora qu

ha muerto el cardenal... Se trata de estar a bue

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que lo mismo roban con manos francesas comcon dedos italianos; deja también a esté rey llorón que va a darnos un reinado, de Francisco

¿Sabes historia, Raúl? ––Sí, caballero.

 ––Entonces, sabrás que Francisco II tensiempre mal de oídos...

 –– No, no lo sabía.

 –– Que Carlos IX tenía siempre dolor de cabza...

 ––Y Enrique III siempre mal de vientre.Raúl echóse a reír.

 ––Pues bien, mi querido amigo, Luis XIsiempre tiene enfermo el corazón; es deplorab

ver que un rey suspire por la mañana y por noche, y que no diga una vez al día: “ ¡voto tal!” o “ ¡diantre!” En fin, algo que anime.

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 –– ¿Y es por eso, señor caballero, por lque habéis dejado el servicio? ––pregunRaúl.

 ––Ciertamente. ––Pero, vos mismo, señor de Artagnan, echá

la soga tras el caldero; no haréis fortuna, no.

 –– ¡Oh! Lo que es yo ––contestó Artagnan cotono ligero––, ya estoy asegurado. Poseía algnos bienes de familia.

Raúl lo miró porque era proverbial la pobrezde Artagnan. Gascón como era, encarecía por mala suerte todas las gasconadas de Francia de Navarra; Raúl había oído nombrar cien vces a Job y Artagnan, como se nombra a los gemelos Rómulo y Remo.

Artagnan sorprendió esta mirada de sorpres

 ––Además, tu padre te habrá dicho que he etado en Inglaterra

––Sí, señor.

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 ––Y que tuve allí un encuentro afortunado…

 ––No, señor; ignoraba eso.

 ––Sí, uno de mis buenos amigos, un gran sñor, el virrey de Escocia y de Irlanda, me hhecho hallar una herencia.

 –– ¿Una herencia?

 ––Y bastante regular. –– ¿De suerte que sois rico?

 –– ¡Psch!...

 ––Os doy la más cordial enhorabuena. —Gracias... Ahí tienes: mira mi casa.

 –– ¿En la plaza de la Greve?

 ––Sí. ¿No te gusta ese barrio?

 ––Al contrario: el agua es muy hermosa dver...

 –– ¡Oh! ¡Una casa antigua muy linda!

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 ––La Imagen de Nuestra Señora es una tberna antigua que he transformado en cashace dos días.

 –– ¿Pero la taberna sigue abierta? –– ¡Pardiez!

 –– ¿Y vos, dónde habitáis?

 ––Yo, en casa de Planches. ––Como me dijisteis ahora poco: “ mira mi c

sa...”

 ––Lo dije porque es mía; efectivamente... L

he comprado.

 –– ¡Ah! ––dijo Raúl.

 –– ¡Oh! ¡Mi querido Raúl, un negocio sobe

bio! He comprado la casa en treinta mil libratiene un hermoso jardín que da a la calle de Mortellerie; la taberna se arrienda en mil libracon el piso principal; el granero o segundo pisquinientas libras.

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 –– ¡Cómo!

 ––Sin duda.

 –– ¿Un granero quinientas libras? ¡Pero ugranero no es habitable!

 ––Por eso no lo habita nadie; pero ya vque ése granero tiene dos ventanas que danla plaza.

 ––Sí, señor.

 ––Pues bien, siempre que enruedan, quahorcan, que descuartizan o que queman a a

guien, ¡se alquilan las dos ventanas hasta poveinte doblones!

 –– ¡Oh! —dijo Raúl estremecido.

 –– ¿Es desagradable, verdad? –– dijo A

tagnan. –– ¡Oh! ––repitió Raúl.

 ––Esto es desagradable, mas es un hecho... Etos lobos parisienses son en ocasiones verdad

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ros antropófagos. No concibo que hombres critianos puedan hacer tales especulaciones.

 ––Es cierto.

 –– Por lo que a mí respecta ––continuó Artanan—, si yo habitase esta casa, cerraría en lodías de ejecución hasta los agujeros de la.cerraduras; pero no la habito.

 –– ¿Y arrendáis en quinientas libras ese grnero?

 ––Al feroz tabernero, que lo subarrienda a svez... Decía, pues, mil quinientas libras.

 ––El interés natural del dinero.

 ––Cierto. Y me queda, además, el cuerpo dcasa del fondo: almacenes, viviendas y cueva

inundadas cada invierno, doscientas libras; y jardín, que es muy hermoso, muy bien plantdo, muy escondido bajo los muros y la sombde la fachada de San Gervasio y San Protarimil trescientas libras.

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 –– ¡M il trescientas libras! Eso es soberbio.

 ––He aquí la historia: yo supongo a un cannigo cualquiera de la parroquia (estos canón

gos son unos Cresos); supongo, pues, un cannigo que alquila el jardín para solazarse en éEl inquilino ha dicho que se llama señoGodard. Este es un nombre verdadero p fals

si verdadero, es un canónigo; si falso, cualquiedesconocido. ¿Por qué he de conocerlo? Siempre paga adelantado. Ahora poco cuando te econtré, tenía la idea de comprara una casa en plaza. Baudoyer que se juntara por detrás co

mi jardín y formase una propiedad magníficTus dragones me distrajeron de mi idea. Etomemos la calle de la Cestería; y vamos derchos a casa de maese Planchet.

Artagnan aceleró el paso y condujo, en efecta Raúl a casa de Planchet, a una sala que el abacero destinaba. a su antiguo señor. Planchhabía salido, pero estaba servida la mesa. E

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casa del abacero subsistía un resto de la regulridad y puntualidad militar.

Artagnan llevó a Raúl a tratar del capítulo d

su porvenir. –– Tu padre te trata severamente ––dijo.

 ––Con justicia, señor caballero.

 –– ¡Oh! Ya sé que Athos es justo; pero tacañquizá.

 ––Tiene una mano regia, señor de Artagnan.

 ––No te apures, muchacho; si tienes neces

dad de algunos doblones, aquí está él viemosquetero:

 –– ¡Oh! ¡Señor de Artagnan!

 ––Juegas algo, ¿eh? ––Nunca.

 ––Entonces, ¿serás afortunado con las mujres?... Te ruborizas...

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 –– ¡Oh, pequeño Aramis! Querido, eso cuesaún más caro que el juego. Cierto que uno sbate al perder, lo cual es una compensació

¡Bah! Ese llorón de rey hace pagar la multa a lagentes que valen algo. ¡Qué reinado, mi pob.Raúl, qué reinado! ¡Cuando se considera quen mi tiempo se sitiaba a los mosqueteros en lacasas, como Héctor y Príamo en la ciudad d

Troya! Y entonces lloraban las mujeres, y qunientos descamisados palmoteaban y prorrumpían: “ ¡Mata, mata!” , cuando no se trataba dun mosquetero. ¡Pardiez! No veréis esto vos

tros. ––Tenéis ojeriza al rey, señor de Artagnan,

apenas le conocéis.

 –– ¿Yo? Oye, Raúl. Día por día y hora po

hora, toma buena nota de mis palabras, te prdigo lo que hará. Muerto el cardenal lloramucho, lo cual será lo menos malo, principamente si no piensa en las lágrimas...

–– ¿Y luego?

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 –– Luego, hará que el señor Fouquet le de unpensión, y se irá a componer versos a Fontainebleau pata la Mancini, a quien la reina saca

los ojos. Ella es española y tiene por suegra Ana de Austria. ¡Conozco bien a las españolade la casa de Austria!

 –– ¿Y luego?

 –– Luego, después de haber hecho arranclos galones de plata de los suizos, porque bordado cuesta demasiado caro, pondrá a pa los mosqueteros, porque la avena y el hende un caballo cuestan cinco sueldos diarios.

 –– ¡Oh! No digáis tal cosa.

 –– ¡Qué me importa! Ya no soy mosquetro, ¿verdad? Que se vaya a caballo o a pi

que se lleve un asador o unas parrillas, o unespada, o nada, ¿qué me importa?

 ––Querido señor de Artagnan, os suplicque no sigáis hablando mal del rey… Yo

estoy casi a su ser vicio, y mi padre me re

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prendería de haber escuchado, aun de vuestboca, esas palabras injuriosas para Su Majetad.

 ––Tu padre... ¡eh! Es el caballero de toda causa quebradiza. ¡Diantre! Tu padre, un valientun César, es verdad; pero un hombre sin golpde vista.

 –– ¡Vamos bien! ––dijo Raúl riendo––. Ya vaa hablar mal de mí.

 –– Padre de aquel a quien llamáis el gran Ahos; hoy estáis de mal humor y la riqueza o

hace duro, como a otros la pobreza. –– Tienes razón, ¡pardiez!; soy un belitre, u

desgraciado viejo, una cuerda deshilachaduna coraza rota, una espuela sin ruedecilla; pe

ro préstame un favor, Raúl; dime una sola cosa –– ¿Qué cosa, señor de Artagnan?

 ––Dime esto... Mazarino no era un pillatre.

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 ––Quizá haya muerto.

 ––Razón de más, y por eso digo: que era; si ncreyese que había muerto, te suplicaría qu

dijeses: “ Mazarino es un pillastre.” Ea, dílo, poamor a mí.

 ––Vaya, lo diré.

 –– ¡Di!

 ––Mazarino era un pillastre ––dijo el vizcondsonriendo al mosquetero, que alegrábase comen sus más bellos días.

 ––Un momento ––dijo éste––. Ya has dicho primera proposición; he aquí la conclusióRepite, Raúl, repite: “ Pero echaré de menos Mazarino.”

 –– ¡Caballero! ––Si no quieres decirlo, yo lo diré dos vec

por ti. ¡Mas, tú echarás de menos a Mazarino!

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Aún reían y discutían sobre esta profesión dprincipios, cuando entró uno de los mozos dabacero, y dijo:

 ––Una carta para el señor de Artagnan. ––Gracias... ¡Toma! ––dijo el mosquetero.

 ––Es la letra del señor conde ––dijo Raúl.

 ––Sí, sí.Y Artagnan rompió el sobre. “ Querido amig

acaban de rogarme de parte del rey que os buque...”

 –– ¿A mí? ––dijo Artagnan dejando caer papel sobre la mesa. Raúl lo cogió y siguió lyendo en voz alta:

“ Apresuraos… Su Majestad tiene mucha n

cesidad de hablaros, y os espera en el Louvre.” –– ¿A mí? ––repitió el mosquetero.

 –– ¡Eh! ¡Eh! ––dijo Raúl.

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 –– ¡Oh! ¡Oh! ––respondió Artagnan–¿Qué quiere decir esto?

LII I

EL REY

Pasado el primer movimiento de sorpresArtagnan leyó de nuevo el billete de Athos.

 ––Es raro ––dijo––, que me haga llamar el rey

 –– ¿Por qué? ––dijo Raúl––. ¿No suponéque el rey deberá echar de menos un servidocomo vos?

 –– ¡Oh! ¡Oh!' ––murmuró el oficial riendcan los labios fruncidos––. Linda cosa estádiciendo, querido Raúl. Si el rey me echara dmenos, no me hubiese dejado marchar. Nno; yo veo en esto algo mejor, o peor, si quréis.

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 –– ¡Peor! ¿Y qué?, señor caballero, tú eres jven, confiado... ¡Ojalá estuviera yo donde tTener veinticuatro años, la frente tersa y cer

bro vacío de todo, a no ser de mujeres, de amoo de buenas intenciones... ¡Oh! Raúl, mientrano hayas recibido las sonrisas de los reyes y laconfidencias de las reinas; mientras no hayatenido dos cardenales, muertos en tu époc

tigre el uno, zorro el otro; mientras no hayasPero, ¿a qué vienen esas niñerías? Es menestesepararnos.

 –– ¡Cómo me decís eso! ¡Qué aire tan serio!

 –– La cosa .bien vale la pena... Escuchadmtengo qué haceros una recomendación.

 ––Ya escucho, caballero Artagnan.

 ––Avisaré a tu padre mi marcha. –– ¿Os marcháis?

 –– ¡Diantre! Le dirás que he pasado a Inglatrra y qué voy a vivir a mi casita de recreo.

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 –– ¡A Inglaterra! ¡Vos!... ¿Y las órdenes drey?

 ––Cada vez te hallo más cándido. ¿Te figura

tú que así, sin más ni más, voy a presentarmen el Louvre y ponerme a disposición de eslobezno coronado?

 –– ¡Lobezno el rey! Pero, ¿estáis loco?

 ––Al contrario, nunca he sido más cuerdo. Tno sabes lo que quiere hacer de mí, ese dignhijo de Luis el Justo... ¡Vive Dios! Esa es la potica... Lo que quiere es embastillarme, pura

simplemente. –– ¿Con qué propósito? ––pregunto Raú

asombrado de lo que oía.

––A propósito de lo que le dije un día e

Blois. . . Estuve algo vivo y él se acordará.

 –– ¿Qué le dijisteis?

 ––Que era un roñoso, un canalla, un miser

ble.

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 –– ¡Ah, Dios mío! ––dijo Raúl––.¿Es posibque hayan salido de vuestra boca semejantepalabras?

 ––Quizá no te haya dado precisamente la letde mi discurso; pero al menos te he dado sentido.

 –– ¡Pero el rey os hubiera hecho arrestar

momento! –– ¿Par quién? Yo era quien mandaba lo

mosqueteros, y le hubiera sido necesario madarme a mí mismo que me condujese a la pr

sión; yo no hubiera consentido nunca, y mhabría resistido a mí mismo. Hoy ha muerto casi muerto el cardenal, saben que estoy en Prís, y me atrapan.

 ––Por tanto, el cardenal era protector vuestro –– El cardenal me conocía y sabía de mí cie

tas particularidades; también sabía yo dé algunas cosas y nos apreciábamos mutuame

te... El cardenal, al entregar su alma al diabl

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habrá aconsejado a Ana de Austria que mhaga habitar en sitio seguro. Ve, pues, en buscde tu padre, relátale el hecho, y adiós.

 ––Querido señor de Artagnan ––dijo Raúmuy conmovido, después de haber mirado pola ventana––, ni siquiera podéis, huir.

 –– ¿Y, por qué?

 ––Porque permanece abajo un oficial de suzos que os espera.

 ––¿Y qué?

 ––Que os arrestará.Artagnan no pudo menos de soltar una carc

jada de risa homérica.

 –– ¡Oh! Sé muy bien que resistiréis, que com

batiréis, y hasta que saldréis vencedor, pero eses la rebelión, y vos, que sois también oficial, nignoráis lo que es la disciplina.

 –– ¡Diablo de niño! ¡Qué bien criado está

qué lógico es! ––murmuró Artagnan.

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 ––Aprobáis esto, ¿no es verdad?

 ––Sí. En lugar de pasar por la calle, donde mespera ese bienaventurado, voy a largarme bo

nitamente por el muro de atrás. Tengo un cabllo en la cuadra que es excelente; lo reventarmis medios me lo permiten, y de caballo reventado en caballo reventado llegaré a Boulogne e

once horas. Sé el camino... No digas más quuna cosa a tu padre.

 –– ¿Qué?

 —Que... lo que él sabe está muy bien colocad

en casa de Planchet, a excepción de un quinto,que…

 ––Pero, señor de Artagnan, nota que si salhuyendo van a decir dos cosas.

 –– ¿Cuáles, querido?

 ––Primero, que habéis sentido miedo.

 –– ¡Oh! ¿Y quién dirá eso?

––El primero de todos el rey.

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 ––Pues... dirá la verdad: siento miedo.

 –– Segundo, que os reconocéis culpable.

 –– ¿Culpable dé qué? –– ¡Toma! De crímenes que querrán imput

ros.

 –– También eso es cierto... Así, pues, ¿m

aconsejas que vaya a hacerme embastillar? ––El conde de la Fère os lo aconsejaría com

yo.

 ––Lo sé muy bien ––dijo Artagnan pensativo

– tienes razón, no me salvaré. Pero, ¿y si mmeten en la Bastilla?

 ––Nosotros os sacaremos ––dijo Raúl tranqulamente.

 –– ¡Pardiez! ––exclamó Artagnan tomándouna mano––. Has dicho eso de una manera–valiente, Raúl; la de Athos pura. Pues bien, pato. No olvides mi último encargo.

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 ––A excepción de un quinto ––dijo Raúl.

 —Sí. Eres un guapo mozo, y deseo que añdas una cosa, a esa última.

 ––Hablad.

 ––Esta: si no me sacáis de la Bastilla, y mmuero en ella, lo cual se ha visto ya... seré udetestable prisionero, yo, que soy un hombpasable... En ese caso, te doy los tres quintos, el cuarto a tu padre.

 –– ¡Caballero!

 –– ¡Diantre! Si queréis, hacerme decir misasois libre en ello. Dicho esto descolgó su tahaciñó la espada, caló el sombrero, en ya plumera nueva, y tendió la mano a Raúl.

Una vez en la tienda, dirigió una ojeada a lomozos, que contemplaban la escena con orguly cierta inquietud, y, metiendo la mano en uncaja de pasas de Corinto, se fue hacia el oficia

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que aguardaba filosóficamente delante de puerta de la tienda.

 –– ¡Esas facciones!... ¿Sois vos, señor de Fri

disch? ––exclamó alegremente el mosquetero–¡Hola! ¡Así se arresta a los amigos!

 –– ¡Arrestar! ––murmuraron entre ellos lomozos.

 ––Yo soy ––dijo torpemente el suizo––; bunos días, señor de Artagnan.

 –– ¿He de daros la espada? Os prevengo ques muy larga y pesada: dejádmela hasta Louvre. No puedo andar sin espada por la cally vos también andaríais mal llevando dos.

 ––El rey no ha dicho nada ––replicó el suizo–; guardad, por tanto, vuestra espada.

 ––Eso es magnífico de parte del rey Marchmos al momento.

El señor de Friedisch no era hablador, y A

tagnan tenía muchas cosas en que pensar pa

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serio. Desde la tienda de Planchet al Louvre nmediaba mucha distancia, y llegaron en dieminutos, cuando ya era de noche.

El señor de Friedisch quiso entrar por el potigo.

 ––No ––observó Artagnan––; par ahí perdríamos tiempo; tomad la escalerilla.

El suizo hizo lo que le recomendaba Artanan, y lo condujo al vestíbulo del gabinete dLuis XIV.

Llegado allí saludó a su prisionero, y, sin dcir más se volvió a su puesto.

Artagnan no tuvo siquiera tiempo de pregutarse por qué no le quitaron la espada, cuandse abrió la puerta del gabinete, y un ayuda d

cámara llamó:

 –– ¡Señor de Artagnan!

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El mosquetero tomó su actitud de parada entró con dos ojos extremadamente abiertos, frente serena y el bigote alisado.

El rey estaba sentado a su mesa y escribía.Pero no se movió cuando los pasos del mo

quetero resonaron en el pavimento, y ni siquira volvió la cabeza. Artagnan se adelantó has

la mitad de la sala, y viendo que el rey no parba la menor atención en él, comprendiendademás muy bien que aquello era afectaciócomo un preámbulo enfadoso para la explicación que se preparaba, volvió la espalda al prícipe y se puso a contemplar con todos sus ojolos frescos de la cornisa y las grietas del techo.

Esta maniobra fue acompañada de este monlogo tácito:

“ ¡Ah! Deseas humillarme, tú a quien he vismuy chiquito, tú a quien he salvado como himío, a quien he servido como a mi Dios, es dcir, por nada. ¡Espera, espera, vas a ver lo qu

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puede hacer un hombre que ha silboteado tonada del baile de los hugonotes en las' barbadel señor cardenal, del verdadero cardenal!”

En aquel momento volvióse Luis XIV y dijo: –– ¿Estáis ahí, señor de Artagnan? A rtagna

vio el movimiento y lo imitó.

 ––Sí, Majestad ––dijo.

 ––Bien, tened la amabilidad de esperarme.

Artagnan no respondió nada, pero se inclinó

“ Esto es muy delicado ––pensó––, y nad

tengo que decir.”

Luis hizo un rasgo de pluma violento y arrojó con cólera.

“ Ea, enfádate para ponerte en punto, pensó mosquetero––; también me pondrás a mis achas y no estará de más lo que te dije el otro den Blois.”

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Luis se levantó, pasó una mano por la frenty; parándose luego delante de Artagnan, miró con aire imperioso y benévolo a la vez.

“ ¿Qué desea de mí? Veamos, que acabepensó el mosquetero.

 ––Caballero ––dijo el rey––, sin duda, sabréque el señor cardenal ha muerto.

 ––Tenía mis dudas, Majestad.

 ––Sabréis, por tanto, que soy el amo en mi csa.

 ––Esa no es cosa que date de la muerte dcardenal, Majestad; siempre es uno amo de scasa cuando quiere.

 ––Sí; mas os acordaréis de todo lo que me d

jisteis en Blois.Ya llegamos ––pensó Artagnan––; no me h

engañado. Vamos, tanto mejor; esto prueba qutodavía tengo el olfato bastante fino.”

–– ¿No me contestáis?––dijo Luis.

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 ––Majestad, creo que me acuerdo.

 –– ¿Solamente creéis?

 ––Hace tanto tiempo... ––Si no os acordáis, yo sí me acuerdo; mira

lo que dijisteis; escuchad atentamente.

 –– ¡Oh! Escucho con todos mis oídos, Maje

tad, porque probablemente la conversaciótomará un giro favorable para mí.

Luis miró de nuevo al mosquetero; éste acació la pluma de su sombrero, luego el bigote

aguardó intrépidamente.Luis XIV prosiguió:

 ––Señor, ¿habéis abandonado mi servicdespués, de haberme dicho toda la verdad?

 ––Si, Majestad.

 ––Después de haberme declarado lo que creais cierto, respecto a mi modo de pensar obrar. Eso siempre es un mérito. Empezaste

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por decir que llevabais treinta y cuatro años servicio de mi familia y que estabais cansado.

 ––Lo dije, sí, Majestad.

 ––Y confesasteis luego que ese cansancio eun pretexto, y que el descontento era la causreal.

 ––En efecto, estaba descontento; pero ese decontento no se ha manifestado en ninguna pate, y si como hombre de corazón he habladalto delante de su Majestad, ni aun siquiera hpensado en presencia de otra persona.

 ––No os excuséis, Artagnan, y seguid oyédome. Cuando me hicisteis el cargo de vuestdescontento, recibisteis por respuesta una prmesa; os dije que esperaseis, ¿no es eso?

 ––Majestad.

 ––Y me contestasteis: “ ¿Más tarde? ¡No, ahra, ahora mismo!...” No os excuséis, os digo

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Eso es natural; pero no teníais caridad pavuestro príncipe, señor Artagnan.

 –– ¡Majestad!...

 –– ¿Piedad... para un rey, de parte de usoldado?

 ––Bien me comprendéis; bien sabéis que ytenía necesidad de ella; bien sabéis que yo nera el amo; bien sabéis que mi porvenir no emás que una esperanza, y sin embargo, mrespondisteis cuando yo hablaba de ese povenir: “ ¡M i licencia... ahora mismo!”

Artagnan mordióse el bigote.

––Es verdad ––murmuró.

 ––No me habéis lisonjeado cuando yo estab

lleno de angustia añadió Luis XIV. ––Pero ––replicó Artagnan alzando con dig

nidad la cabeza––, si no he lisonjeado a VuestMajestad pobre, tampoco le he hecho traición;

derramado mi sangre por nada, he velado com

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un perro a la puerta, sabiendo muy bien que nme echarían ni pan ni huesos. Pobre tambiéyo sólo he solicitado la licencia de que hab

Vuestra Majestad. ––Sé muy bien que sois un hombre valient

pero yo era un joven y me debíais excusar.¿Qué teníais que reprobar al rey? ¿Que dejaba

Carlos II?..... M ás aún... ¿Que no se casaba cola señorita Mancini?

 –– ¡Ah, ah! ––pensó este último––. Hace mque acordarse... Adivina... ¡Diablo!

Al pronunciar esta palabra, el rey fijó en mosquetero una mirada profunda.

 ––Vuestro juicio, ––prosiguió Luis XIV––casobre el rey ,y sobre el hombre..., pero, señor d

Artagnan. . . esa debilidad, porque vos la cosideráis como una debilidad… Artagnan nrespondió.

 ––Me la echáis también en cara con respec

al cardenal difunto; porque el señor carden

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me ha educado, sostenido... sosteniéndose mismo a su vez,' lo sé bien; pero al fin, el benficio queda adquirido. Si hubiera sido  ––ingra

y egoísta, ¿me habríais amado más y servidmejor?

 ––Majestad...

 ––No hablemos más de eso, señor; seria ca

saros mucho disgusto y a mí mucha pena.Artagnan no estaba convencido. Tomando

rey para con él un tono de altivez, no adelantba su negocio.

 –– ¿Habéis reflexionado después? ––repusLuis XIV.

 –– ¿En qué, Majestad? ––preguntó cortésmete Artagnan.

 –– En todo lo que os he dicho, señor.

 ––Sí, Majestad... sin duda.

 –– ¿Y no habéis aguardado más que una oc

sión para recoger vuestras palabras?

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 ––Majestad...

 ––Vaciláis, según parece:..

 ––No entiendo bien lo que Vuestra Majestahace el honor de decirme.

Luis arrugó el entrecejo.

 ––Perdonadme, Majestad; tengo la, intelige

cia particularmente espesa... y las cosas no pnetran en ella sino con dificultad; cierto es quuna vez dentro, allí permanecen.

 ––Sí, me parece que tenéis buena memoria.

 ––Casi tanta como Vuestra Majestad.

 ––Entonces; dadme pronto una solución. tiempo es precioso. ¿Qué hicísteis después de licencia?

 ––Mi fortuna, Majestad.

 ––Dura es la palabra, señor de Artagnan.

 ––Vuestra Majestad la toma en mal sentid

sin duda. Yo no tengo para el rey sino profund

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respeto, y tal vez habré sido impolítico, lo cupuede perdonárseme por mi larga costumbde andar por campamentos y cuarteles. Vuest

Majestad está muy por encima de mí para enojarse de una palabra escapada; involuntarimente a un soldado.

 ––En efecto, señor; sé que habéis hecho en I

glaterra una acción hermosa. Lo único que sieto es que habéis faltado a vuestra promesa.

 –– ¿Yo? ––exclamó Artagnan.

 ––Ciertamente... Me empeñásteis palabra d

no servir a ningún príncipe al dejar mi servcio... Sin embargo, por el rey Carlos II habetrabajado en el maravilloso rapto del señoMonk.

 ––Dispensadme, Majestad; trabajé por mí. –– ¿Y os ha salido bien?

 ––Como a los capitanes del siglo XV logolpes de mano y las aventuras.

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 –– ¿A qué llamáis salir bien una cosa? ¿Unfortuna?

 ––A cien mil escudos que poseo, Majestad;

decir, a haber ganado en una semana el tripde todo el dinero que había reunido en cicuenta años.

 ––La suma es bonita... Sois ambicioso, segú

veo. ––La cuarta parte me parecería un tesoro, y o

juro que no pienso en aumentarlo.

 –– ¡Ah! ¿Contáis con permanecer ocioso?...

 ––Sí, Majestad.

 –– ¿Pensáis dejar la espada?

 ––Ya está dejada.

 ––Imposible, señor ––dijo Luis con resolució

 ––Pero, Majestad... ¿Qué?

 –– ¿Por qué es eso?

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 ––Porque yo no quiero ––dijo el príncipe covoz de tal modo imperiosa, que Artagnan hizun movimiento de sorpresa y de inquietud.

 –– ¿Me permitirá Vuestra Majestad que diga una palabra?

 ––Decid.

 ––Esa resolución ya la había tornado estand.pobre y desnudo.

 ––Bien; ¿y qué más?

 ––Por tanto, hoy que por mi industria he ad

quirido un bienestar asegurado, Vuestra Majetad me despojaría de mi libertad y me codenaría a lo menos cuando tan bien he ganadlo más.

 –– ¿Quién os ha permitido sondear mil desinios y contar conmigo? ––repuso Luis XIV covoz casi colérica––. ¿Quién os ha dicho lo quyo haré, lo que haréis vos mismo?

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 ––Majestad ––dijo reposadamente el mosqutero––, según veo, no está la conversación a altura de la franqueza, como el día en que no

explicamos en Blois. ––No, señor, todo ha cambiado.

 ––Hago a Vuestra Majestad mis más cordialcumplimientos; pero...

 ––Pero no lo creéis.

 ––No soy un gran hombre de Estado; sin embargo, tengo mi golpe de vista para los acontecimientos, y no veo las cosas como Vuestra Mjestad, señor. El reinado de Mazarino ha cocluido; pero comienza el de los financieros, quson los que tienen el oro, y Vuestra Majestano debe tener mucho. Estar bajo las uñas d

esos lobos hambrientos es cosa dura para uhombre que contaba con su independencia.

En aquel momento llamó alguien con cautea la puerta del gabinete, y Luis levantó la cabe

za can orgullo.

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 ––Perdonad, señor de Artagnan ––dijo––; es señor Colbert que viene a darme cuenta de uasunto. Pasad, señor Colbert.

Artagnan se apartó; Colbert entró con los papeles en la mano y se acercó al rey.

Debemos decir que el gascón no perdió ocasión de aplicar su golpe de vista penetran

al nuevo rostro que aparecía. –– Está ya hecha la instrucción? pregunt

el rey a Colbert.

 ––Sí, Majestad.

 –– ¿Y el parecer de los instructores?

 ––Es que los acusados han merecido la conficación y la muerte. ¡Ah, ah! ––murmuró el re

sin pestañear, pero echando al mosquetero unmirada oblicua––. ¿Y vuestro parecer, señoColbert?

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Colbert miró a Artagnan a su vez, que le etorbaba y detenía las palabras en los labioLuis XIV comprendió.

 ––No os impacientéis––dijo––; es el señor dArtagnan. ¿No le conocéis?

Entonces se miraron estos dos hombres: Atagnan con los ojos abiertos y brillantes; Colbe

con los ojos medio cerrados. La franca intrepdez del uno desagradó al otro, la cautelosa ccunspección del financiero disgustó al soldado

 –– ¡Ah, ah! Este señor es quien ha dado es

hermoso golpe en Inglaterra ––dijo Colbert.Y saludó ligeramente a Artagnan.

 –– ¡Ah, ah! ––dijo el gascón––: Este señor quien ha escatimado la plata de los galones d

los suizos... ¡Loable economía!

Y saludó ceremoniosamente.

El financiero había creído cortar al soldad

pero el soldado cortaba al financiero.

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 —Señor de Artagnan ––repuso el rey, que nhabía observado todos los matices que Mazano no hubiera dejado escapar––, se trata d

arrendadores de rentas que me han robado; quienes hago ahorcar, y cuya sentencia dmuerte voy a firmar.

Artagnan palideció.

¡Oh, oh! ––exclamó. –– ¿Qué decís?

 ––Nada, Majestad; esos no son asuntos míos

El rey ya tenía la pluma en la mano y la acecaba al papel. Majestad ––dijo en voz baja Cobert––, os prevengo que si bien es necesario uejemplo, este ejemplo puede tener algunas dicultades en la ejecución.

 –– ¿Cómo es eso? preguntó Luis XIV.

 ––No se os oculta continuó Colbert tranqulamente–– que tocar a los arrendadores es toca

a la superintendencia. Los desgraciados, los do

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culpables de que se trata, son amigos particulres de un personaje poderoso, y el día del supcio, que por otra parte puede, sofocarse en

Châtelet, se alzarían a no dudarlo tumultos.Luis se sonrojó y volvióse hacia Artagna

que se roía dulcemente el bigote, no sin unsonrisa de lástima para el financiero, como tam

bién para el rey, que tanto tiempo hacía lo escchaba.

Entonces Luis XIV cogió la pluma, y, con umovimiento tan rápido que le tembló la mansentó sus 'dos firmas en los procesos, prsentados por Colbert, a quien miraba de frente

 ––Señor Colbert dijo––, cuando me habléis dnegocios, borrad a menudo la palabra dificultade vuestros razonamientos y opiniones; ecuanto a la palabra imposibilidad, no la pronunciéis jamás.

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Volvamos a nuestro asunto, señor de Artagnan ––dijo Luis XIV, como si nada hubiera pasado––. Ya veis que en cuanto al dinero hay u

cambio notable. ––Como de cero a dieciocho ––dijo alegr

mente el mosquetero–– ¡Ah! Eso era lo que ncesitaba Vuestra Majestad el día en que llegó

Blois el rey Carlos II; los dos Estados no estaran hoy en contienda; porque necesario es que diga, aquí también veo yo una piedra de escádalo.

 –– En primer lugar, sois injusto, señor, porqusi la Providencia me hubiese consentido daaquel día el millón a mi hermano Carlos, no hbríais abandonado mi servicio, y, por tanto, nhubierais hecho vuestra fortuna... como decía

ahora poco... Pero, además de esta felicidatengo otra, y no debe sorprenderos mi contieda con la Gran Bretaña.

Un ayuda de cámara interrumpió al rey

anunció al señor de Lyonne.

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 ––Entrad, señor ––dijo el rey––; sois muexacto, lo cual es de buen servidor. Veamosvuestra carta a mi hermano Carlos II.

Artagnan escuchó. ––Un momento; señor ––dijo negligentemen

Luis al gascón––; necesito despachar a Londremi consentimiento al matrimonio de mi herma

no, el señor duque de Orleáns, con lady Enrqueta Estuardo.

 ––Me vence a lo que veo ––murmuró Artanan, mientras el rey firmaba la carta y desped

al señor de Lyonne––; pero, a fe mía, lo confiso, mientras más sea batido, más contento estré.

El rey siguió con la vista al señor de Lyonn

hasta que la puerta se cerró, y aún dio tres pasos como si hubiera querido seguir a su mnistro. Pero se detuvo después de dar estos trepasos, hizo una pausa, y, volviéndose hacia mosquetero, dijo:

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 ––Ahora, démonos prisa en concluir. El otrdía me dijisteis en Blois que no erais rico.

 ––Pero ya lo soy, Majestad.

 ––Sí, pero eso no me concierne; no tenéis mdinero, sino el vuestro; esto no es cuenta mía.

 ––No entiendo muy bien lo que dice VuestMajestad. Entonces, en lugar de hacerme que osaque las palabras, hablad espontáneament¿Tendréis bastante con veinte mil libras al añoDinero fi jo.

 ––Pero, Majestad... ––replicó Artagnaabriendo enormemente los ojos.

 –– ¿Tendréis bastante con cuatro caballos cudados y alimentados, y con un suplemento dfondos, tal como lo solicitabais, según las oc

siones y las necesidades, o bien preferís unrenta fija, que sería, por ejemplo, de cuarenmil libras? Responded:

 ––Señor, Vuestra Majestad.

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 –– Estáis sorprendido, es muy natural, y yme lo esperaba; responded pronto, o creeré quno tenéis aquella rapidez de juicio que siemp

he apreciado en vos. ––Verdad es, Majestad, que veinte mil libra

al año son una bonita suma; pero... 1

 ––Nada de pero. Sí o no. ¿Es indemnizació

honrosa? –– ¡Oh! Verdaderamente.

 –– ¿Os contentáis entonces?

 ––Está muy bien. ––Además, señor, se abonarán aparte lo

gastos, para lo cual os entenderéis con Cobert. Ahora, pasemos a otra cosa más intere

sante. ––Prefiero, había dicho a Vuestra Majestad...

 ––Que queríais descansar, lo sé muy bien; slamente que yo os respondí que no quería

¿Soy o no el amo?

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 ––Lo sois.

 ––Enhorabuena: ¿Estáis en vena de ser otvez capitán de los mosqueteros

 ––Sí, Majestad.

 ––Pues bien, aquí tengo vuestro despacho yfirmado; lo pongo en esta papelera; el día quvolváis de cierta expedición que tengo que cofiaros, vos mismo lo sacaréis de ella.

Artagnan vacilaba todavía y tenía la cabezinclinada.

 ––Vamos, señor ––dijo el rey––, se creería veras que no sabéis que en la corte del rey critianísimo, el capitán general de los mosqueterova delante de los mariscales de Francia.

 ––No lo ignoro, Majestad. ––Pues se diría que no fiáis de mi palabra.

 –– ¡Oh! Jamás... No creáis tales cosas.

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 ––He querido demostraros que vos, tan bueservidor, habíais perdido un buen amo.

 –– ¿Soy yo el que os hace falta?

 ––Comienzo a pensar que sí, Majestad.

 ––Pues bien, señor, vais a entrar en vuestrafunciones. Vuestra compañía está desorganizda desde que os marchasteis, y los hombres vaa escondidas a la taberna, donde se baten, pesar de mis edictos y los de mi padre. Reorganizaréis el servicio lo más pronto posible.

 ––Sí, Majestad.

 ––Ya no abandonaréis mi persona corriente. marcharéis conmigo al ejército, donde acampréis alrededor de mi tienda.

 ––Entonces, Majestad ––dijo Artagnan––, si para imponerme un servicio como éste, VuestMajestad, no tiene necesidad de darme veinmil libras, que no ganaría.

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 ––Quiero que tengáis un estado, casa y mesquiero que mi capitán de mosqueteros sea upersonaje.

 ––Y yo ––dijo bruscamente Artagnan–– nquiero el dinero encontrado, sino el ganadVuestra Majestad me da un oficio de perezosque cualquiera desempeñaría por cuatro m

libras.Luis XIV se echó a reír.

 ––Sois un gascón muy fino, señor de Artanan; me sacaréis mi secreto del corazón.

 –– ¡Bah! ¿Vuestra Majestad tiene un secreto?

 ––Sí, señor.

 ––Entonces, acepto las veinte mil libras; po

que guardaré ese secreto, y, la discreción ntiene precio en los tiempos que corren. ¿DeseVuestra Majestad hablar ahora?

 ––Vais a calzaros las botas, señor de Arta

nan, y a montar a caballo.

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 –– ¿Ahora mismo?

 ––Dentro de dos días.

 ––Está bien, Majestad; porque tengo que arrglar mis asuntos antes de marchar, sobre todo hay golpes que recibir.

 ––Pudiera ser.

 ––Se recibirán. Pero, M ajestad, habéis hablada la avaricia, a la ambición; habéis hablado corazón del señor de Artagnan; mas habéis ovidado una cosa.

 –– ¿Cuál? ––No habéis hablado a la vanidad; ¿cuánd

seré caballero de las órdenes del rey?

 –– ¿Y eso os tiene preocupado?

 ––Sí, tengo a mi amigo Athos, que está tdo él galardonado, y eso me ofusca.

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 ––Seréis caballero de mis órdenes un mdespués de haber tomado el despacho de captán.

 –– ¡Cómo! ––exclamó el oficial pensativo–¿Después de la expedición?

 ––Precisamente.

 ––Entonces, hable Vuestra Majestad.

 –– ¿Conocéis la Bretaña?

 ––No, Majestad.

 –– ¿Tenéis amigos?

 –– ¿En Bretaña? No, a fe.

 ––Tanto mejor. ¿Entendéis de fortificaciones?

Artagnan sonrió. ––Me parece que sí, Majestad.

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 ––Es decir, que podéis distinguir bien una fotaleza de una simple fortificación, cómo spermite a los castellanos, nuestros vasallos.

 ––Yo distingo un fuerte de un parapeto, comse distingue una coraza de una costra de paste¿Es suficiente?

 ––Sí, señor. Partiréis, pues.

 –– ¿Para la Bretaña?

 ––Sí.

 –– ¿Solo?

 ––Absolutamente solo.

 ––Esto es, que no podréis llevar ni un lacyo.

 –– ¿Y puedo preguntar a Vuestra Majestapor qué razón?

 ––Porque muchas veces haréis perfectamenen disfrazaros vos mismo de criado de un

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buena casa. Vuestra fisonomía es muy conociden Francia, señor de Artagnan.

 –– ¿Y luego, Majestad?

Luego, os pasaréis por la Bretaña y examinréis con cuidado las fortificaciones del país.

 –– ¿Las costas?

 ––Y las islas también. –– ¡Ah!

Empezaréis por Belle Isle en Mer.

 ––Que es del señor Fouquet ––dijo Artagnaen tono grave y alzando sobre Luis XIV su intligente mirada.

 ––Me parece que tenéis razón, señor; y qu

Belle Isle es, en efecto, del señor Fouquet. ––Entonces, lo que quiere Vuestra Majestad

que sepa si Belle Isle es buena plaza.

 ––Sí.

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 ––Si sus fortificaciones son nuevas o viejas...

 ––Justamente.

 ––Y si, por casualidad, los vasallos del señosuperintendente son bastante numerosos paformar una guarnición.

 ––Eso es lo que os pido, señor; habéis puesel dedo en la llaga.

 –– ¿Y si no se fortifica, Majestad?

 ––Iréis por la Bretaña, escuchando y jugando.

Artagnan se atusó el bigote.

 –– ¿Soy espía del rey? ––dijo muy claro.

 ––No, señor.

 ––Perdonadme; mas espío por cuenta de dVuestra Majestad. ––Vais a la descubierta, señor. Es lo mismo que si “ marcharais a la cabezde mis mosqueteros, con la espada en la man

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para descubrir un lugar cualquiera o una posición . del enemigo...

A esta palabra se estremeció visiblemente A

tagnan. ––Acaso ––continuó el rey–– ¿os creeríais u

espía?

 –– ¡No, no! ––murmuró Artagnan pensativo–––. La cosa muda de aspecto cuando se descubre el enemigo; no, en este caso no es uno máque un soldado... ¿Y si fortifican a Belle Isle? –añadió de pronto.

 ––Tomaréis un plano exacto de la fortificción.

 —Eso no me concierne; es cosa vuestra.

 –– ¿No habéis oído que os daba un suplemeto de veinte mil libras al año si queríais?

 ––Sí, tal, Majestad, mas, ¿y si no la fortifican?

 ––Os volveréis tranquilamente, sin fatig

vuestro caballo.

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 ––Estoy dispuesto, Majestad. Mañana empzaréis por ir a casa del señor superintendentetomar la cuarta parte de la pensión que os do

¿Conocéis al señor Fouquet? ––Muy poco, señor; pero haré notar a Vuest

Majestad que no es muy preciso que lo conozc

 ––Dispensad, señor; porque os negará el din

ro que yo quiero que cobréis, y esa negativa ela que yo aguardo.

 –– ¡Ah! ––exclamó Artagnan––. ¿Y luego?

 ––Negado el dinero, iréis a buscarlo en casdel señor Colbert. A propósit¿tenéis un buen caballo?

 ––Sí, Majestad.

 –– ¿Cuánto pagásteis por él? ––Ciento cincuenta doblones.

 ––Os, lo compro. Tomad un bono de doscietos doblones.

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 ––Pero, Majestad, necesito mi caballo paviajar.

 ––– ¿Y qué?

 ––Que os quedáis con el mío. Nada de eso, contrario, os lo doy. Sólo que como es mío y nvuestro, estoy seguro de que no lo contemplreis mucho.

 –– ¿Tiene prisa Vuestra Majestad?

 ––Ciertamente.

 ––Entonces, ¿qué me obliga a esperar dos d

as? ––Razones que yo conozco.

 ––Eso es distinto. El caballo podrá adelantesos dos días en los ocho que tiene que anda

además, tenemos la posta. ––No, no, la posta compromete mucho, seño

de Artagnan; partid y no olvidéis que sois mío

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 –– ¡Majestad, no soy yo quien ha olvidado esnunca. ¿A qué hora me despediré de VuestMajestad pasado mañana?

 –– ¿Dónde vivís? ––Desde ahora he de vivir en el Louvre, M

jestad. .

 ––No quiero eso; conservaréis vuestra habitción en la ciudad; yo la pagaré. Partiréis de noche; en atención a que debéis salir sin ser visto si sois visto sin que sepan que me pertenecéiPunto en boca, señor.

 ––Todo cuanto ha dicho Vuestra Majestad comprende en esa palabra.

 —Os preguntaba dónde vivís, porque npuedo enviar siempre a buscaros en casa d

señor conde de la Fère.

 –– Yo habito en casa del señor Planchet, abcero de la calle de los Lombardos, tienda “Pilón de Oro” :

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 ––Salid poco, mostraos menos aún y esperamis órdenes sin embargo; es necesario que vaypor el dinero.

 ––Es verdad, pero para ir a la superintendecia, donde va tanta gente, os confundiréis con multitud.

 ––Fáltanme los bonos para cobrar, Majestad.

 ––Aquí están. El rey firmó.

Artagnan miró para cerciorarse de la regularidad.

 ––Esto es dinero ––dijo––; y el dinero se leese cuenta. .

 ––Adiós, señor de Artagnan; me parece qume habréis comprendido bien.

 ––He comprendido que Vuestra Majestad menvía a Belle Isle en Mer, y eso es todo.

 ––Para saber...

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 ––Para saber cómo siguen los trabajos del sñor Fouquet; eso es todo.

 ––Bien, admito que os prendan.

 ––Yo no lo admito ––replicó atrevidamente gascón.

 ––Consiento que os maten ––continuó el rey.

 ––No es probable, Majestad. ––En el primer caso, no habléis; en el segu

do, que no os encuentren ningún papel.

Artagnan se encogió de hombros sin cerem

nia, y despidióse del rey diciéndose:

“ ¡La lluvia de Inglaterra continúa! Sigamobajo la gotera” .

LIV

LAS CASAS DE FOUQUET

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Mientras Artagnan volvía a casa de Planchecon la cabeza atormentada y aturdida por todlo que acababa de acontecerle, tenía lugar ot

escena de un género completamente distintpero que, sin embargo, no era extraña a la coversación que el mosquetero acababa de tenecon el rey; sólo que esta escena pasaba propiedad de París, en una casa propiedad del supe

intendente Fouquet, en la aldea de SaintMandé.

El ministro acababa de llegar a esta casa dcampo, seguido de su primer dependiente, qu

llevaba una enorme cartera llena de papelepara examinar y de otros que esperaban la fma.

Como ya, eran las cinco de la tarde, había

comido los amos y se preparaba la mesa paveinte convidados subalternos.

El superintendente no se detuvo ni un segudo; al bajar del coche franqueó del mismo sal

el umbral de la puerta, atravesó las habitacione

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y entró en su gabinete, donde declaró que sencerraba para trabajar, prohibiendo se le mlestara por nada del mundo, excepto por orde

del rey.En efecto, dada esta orden, Fouquet se enc

rró, y dos criados se situaron de centinela a puerta. Entonces corrió Fouquet el cerrojo d

un tablero que muraba la entrada de la puertaque impedía fuera visto u oído lo que pasaba eel gabinete. Pero, contra toda probabilidad, sópor encerrarse se encerró así Fouquet, porquse fue derecho a su bufete, sentóse, abrió la ca

tera y se puso a buscar en la masa enorme dpapeles que contenía.

Aun no habían transcurrido diez minutodesde que entrara y que había tomado todas la

precauciones que hemos dicho, cuando el ruidrepetido de muchos golpecitos iguales parecllamarle toda su atención. Foquet alzó la cabezy escuchó muy atentamente.

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Los golpes continuaron, y entonces se levancon un ligero movimiento de intranquilidadirigiéndose a un espejo, detrás del cual, era

dados los golpes por una mano o por un mecanismo invisible.

Este espejo era enorme y estaba embutido eel tablero; otros tres completamente iguale

completaban la simetría de la habitación, y nda los distinguía del primero.

Indudablemente, aquellos golpecitos reiterdos eran una señal, porque en el momento eque Fouquet se acercaba al espejo, escuchandse renovó el mismo ruido y con el mismo compás.

 –– ¡Oh, oh! ––exclamó el superintendente cosorpresa––. ¿Quién está ahí? Yo no espero hoynadie. Y, para responder sin duda a la señal, superintendente tiró de un clavo dorado quhabía en el mismo espejo y lo agitó tres veces.

Después volvió a sentarse en su sitio y dijo:

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 ––Que aguarden.

Y sumergiéndose en el océano de papeles etendidos a su vista, pareció únicamente ocup

do del trabajo. En efecto, con una rapidez ineplicable y una lucidez maravillosa, Fouquedescifraba los más complicados escritos, corgiéndolos y anotándolos con una pluma qu

parecía agitada por la fiebre; y, creciendo trabajo entre sus dedos, multiplicábanse lafirmas, los oficios y los guarismos, como si diedependientes, es decir, cien dedos y cien cerbros hubiesen funcionado, en lugar de sólo ci

co dedos y la inteligencia de aquel hombre. Sóde cuando en cuando, abismado como estaben su trabajo, levantaba la cabeza para echauna mirada furtiva sobre un reloj puesto efrente de él.

Y era que Fouquet fijaba su tarea; y una vefijada ésta, en una hora de trabajo hacía lo quotro no hubiese podido concluir en todo el dísiempre cierto, por consecuencia, con tal de qu

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no fuese interrumpido, de llegar a su objeto eel plazo que había fijado su actividad. Pero, emedio de este trabajo ardiente, los golpes seco

del timbre colocado detrás del espejo resonarootra vez más apresurados.

 ––Vamos, parece que se intranquiliza la dam––dijo Fouquet––. ¡Calma, calma! Debe ser

condesa; pero, no, la condesa está en Ramboullet por tres días. Será la presidenta. ¡Oh! Lpresidenta no traería tantos humos, llamarmuy humildemente, y además esperaría mórdenes. Lo más claro de todo es que no pued

saber quién sea, pero sí que no es ella. Y puesque no sois vos, marquesa, ya que no podéis svos, nada me importa cualquiera otra.

Y prosiguió su trabajo, a pesar de los mir

mientos reiterados del timbre. No obstantdespués de un cuarto de hora también acometa Fouquet la impaciencia. Devoró, más bien quacabó, el resto de su trabajo, metió sus papeleen la cartera, y echando una mirada a su espej

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mientras los golpes continuaban más apresurdos que nunca, dijo:

 –– ¿Ha pasado? ¿De quién es esa fogosidad

¿Adriana que me espera con tanta impacienciaVeamos.

Entonces apoyó la punta de un dedo sobre uclavo paralelo a aquel de que ya había tirad

Al instante giró el espejo como la batiente duna puerta, y descubrió una cavidad bastanprofunda, por la cual desapareció el superintedente como en una vasta caja. Allí tocó otnuevo resorte, que abrió, no una plancha, sinuna brecha en la pared, por la cual salió, dejado que la puerta se cerrase por sí misma.

Fouquet bajó entonces unos escalones quprofundizaban y daban la vuelta debajo de tierra, y encontró un largo subterráneo iluminadpor imperceptibles troneras. Las paredes deste subterráneo estaban cubiertas de esteras el suelo de alfombra.

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Este subterráneo pasaba por debajo de misma calle que separaba, la casa de Fouqudel parque de Vincennes, y al extremo de

daba vueltas una escalera paralela a la quhabía descendido Fouquet. Subió esta otra esclera, entró por medio de un resorte colocado eun marco semejante al de su gabinete, y poeste marco pasó a una sala absolutamente vací

aunque amueblada con suma elegancia.Cuando penetró en ella, examinó cuidados

mente si el espejo se cerraba sin dejar señal aguna, y, contento sin duda de su observació

fue a abrir con una llavecita de plata sobre dorada una puerta colocada frente a él.

Esta vez descubrió la puerta un hermoso gbinete amueblado suntuosamente, en el cu

estaba sentada sobre cojines una mujer de etraordinaria belleza, quien al oír los cerrojoprecipitóse hacia Fouquet:

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 –– ¡Ah! ¡Dios mío! ––exclamó este retrocdiendo de sorpresa––: La señora marquesa dVellière. ¡Vos, vos aquí!

 ––Sí ––respondió ella––, sí, yo, señor. ––Marquesa, querida marquesa añadió Fo

quet dispuesto a prosternarse—. ¡Pero, Diomío! ¿Cómo habéis venido? ¡Y yo que os h

hecho aguardar! ––Y mucho tiempo, señor. ¡Oh! Sí, muchísim

tiempo.

 ––Me tengo por muy feliz en que os haya durado la paciencia, mi apreciable marquesa.

 ––Una eternidad, señor. ¡Oh! He llamado mde veinte veces. ¿No oíais?

 ––Marquesa, estáis pálida, estáis temblorosa –– ¿No oíais que os llamaban?

 –– ¡Oh! Si tal, señora, oía muy bien; peno podía venir. ¿Cómo creer que fueseis vo

después de vuestros rigores, después de vue

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tras negativas? Si hubiera podido sospechar felicidad que me esperaba, creedme, marqusa, todo lo habría dejado para venir a caer

vuestras plantas, como lo hago en este intante.

La marquesa miró en derredor suyo.

 –– ¿Estamos solos, señor? ––preguntó.

 ––Sí, sí, señora; os respondo de ello.

 ––Efectivamente ––contestó la marquesa.

 –– ¿Suspiráis?

 –– ¡Qué de misterios, qué de precauciones! –dijo la marquesa con ligera amargura––. ¡Cómse conoce que teméis dejar sospechar vuestroamores!

 –– ¿Deseabais más bien que los publicase? –– ¡Oh, no! Y eso es de hombre delicado –

dijo la marquesa sonriendo.

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 ––Vamos, vamos, marquesa, nada de reprches; os lo suplico.

 ––¡Reproches! ¿Tengo por ventura el der

cho, de hacerlos? ––No, desgraciadamente, no; pero, decid

me, vos, a quien amo hace un año sin correpondencia ni esperanza...

 ––Os equivocáis; sin esperanza, es cierto, pro, sin correspondencia, no.

 –– ¡Oh! Para mí no hay más que una prueben amor, y ésa la espero todavía.

 ––Vengo a traérosla, señor Fouquet intentabrazar a la marquesa, pero ella se desasió coun gesto.

 –– ¿Con que siempre os engañareis, señor, no aceptaréis de mí la única cosa que quiedaros, la amistad?

 –– ¡Ah! Entonces no me queréis: la amistad n

es más que una virtud, el amor es una pasión.

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 ––Os ruego que me escuchéis, señor; ya comprenderéis que yo no habré venido aquí sin umotivo grave.

 ––Poco me imparta el motivo toda vez que ohablo y os veo.

—Sí; es verdad; lo principal es que yo esaquí sin que nadie me haya visto, y que pued

hablaros. Fouquet se dejó caer de rodillas. ––Hablad, señora ––dijo––, os escucho.

La marquesa miraba a Fouquet a sus pies; había en la mirada de esta mujer una extrañexpresión de amor y melancolía.

 –– ¡Oh! ––exclamó al fin––. ¡Ojalá fuera yquien tiene el derecho de veros y de hablaroscada momento! ¡Ojalá fuese la que vela por vo

la que no tiene precisión de misteriosos resortpara llamar, para hacer aparecer al hombre quama, para mirarle una hora y verle luego deaparecer en las tinieblas de un misterio, aú

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más extraño en la salida que en la entrada! ¡OEsa es una mujer muy dichosa.

 ––Por ventura, marquesa ––dijo Fouquet so

riendo––, hablaríais de mi mujer? ––Sí, de ella hablo.

 ––Pues bien, no envidiéis su suerte, marqusa; de todas las mujeres con quienes sostengamistad, la señora Fouquet es la que me ve menos, la que me habla menos, y la que tiene mnos franqueza conmigo.

 ––Al menos, señor, no está reducida a apoyacomo yo lo hago, la mano sobre un aparato dcristal a fin de haceros venir; al menos, no respondéis por el ruido misterioso y horrible dun timbre, cuyo resorte viene de no sé donde;

menos, nunca le habéis prohibido que pretendpenetrar el secreto de estas comunicaciones, spena de romper para siempre vuestra alianzcon ella, como la prohibís a las que han venidaquí antes que yo y que llegarán después de m

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 –– ¡Ah! Querida marquesa. ¡Qué injusta soiscuán poco sabéis lo que hacéis recriminandeste misterio! Sólo con el misterio puede amars

sin peligro, y sólo el amor sin peligro es el qupuede hacer dichosos. Pero, volvamos a nootros, a esa amistad de que me habláis, o mábien, engañadme, marquesa, y hacedme creeque esa amistad es amor.

 ––Hace poco ––replicó la marquesa pasandpor sus ojos una mano modelada con los másuaves contornos de la antigüedad–– hace pocestaba dispuesta a hablar, y mis ideas eran cla

ras y precisas; ahora estoy cortada, impacienty temo venir a traeros una mala noticia.

 ––Si es a esa mala noticia a la gire debo vuetra presencia, marquesa, que sea bien venida

noticia mala; o más bien, ya que estáis aqupuesto que me confesáis que no os soy del todindiferente, demos de lado esa mala noticia, no hablemos más que de vos.

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 ––No, no, al contrario, preguntádmela; exigque os la diga al momento; que no me deconmover por ningún sentimiento. Fouque

amigo mío, es de un inmenso interés. ––Marquesa, me sorprendéis, y aun diré má

me causáis miedo; vos, tan grave, tan reflexivque tan bien conocéis el mundo en que vivimo

¿Es, pues, cosa grave? –– ¡Oh! Muy grave, oída.

 ––Decidme, primero: ¿cómo habéis venidaquí?

 ––Ahora lo sabréis: pero, vamos primero a que más urge.

 –– ¡Decid marquesa, decid! Os ruego tengálástima de mi impaciencia.

 –– ¿Sabéis que el señor Colbert ha sido nombrado intendente de Hacienda?

 –– ¡Bah! ¡Colbert, Colbert!

––Sí, Colbert, Colbert.

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 –– ¿El factótum de Mazarino?

 ––Justamente.

 –– ¡Y bien! ¿Qué veis en eso de malo, queridmarquesa? Convengo en que sorprende que esColbert sea intendente; pero esto no es nadterrible.

 –– ¿Creéis que el rey haya dado sin motivourgentes semejante plaza a ese que soléis llamagalopín?

 –– ¿Pero es verdad, que el rey se la haya ddo?

 ––Así dicen.

 –– ¿Quién?

 ––Todo el mundo.

 –– Todo el mundo no es nadie; nombrad a aguien que pueda estar bien informado y que diga.

 ––La señora Vanel.

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 –– ¡Ah! Comenzáis a asustarme ––dijo Foquet riendo––; el hecho es que si alguien está,debe estar bien informado de algo, es sin dud

la persona que nombráis. ––No habléis mal de la pobre Margarita, s

ñor, tal pues siempre os ama.

 –– ¡Bah! ¿De veras? Eso no es creíble. Yo pe

saba que ese Colbert, como decíais ahora, pochabía pasado por encima de ese amor dejanduna mancha de tinta o una capa de mugre.

 –– ¡Fouquet, Fouquet! ¿Así sois vos pa

aquéllas a quienes abandonáis? ––Supongo que iréis a tomar la defensa de

señora Vanel, marquesa.

 —Sí, la tomaré, porque repito que os sigu

amando, y la prueba es que os salva.

 –– ¿Por mediación vuestra; marquesa? Eso muy hábil por su parte. Ningún ángel podrserme tan grato para conducirme más s

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guramente a la salvación. ¿Pero cómo conocéa Margarita?

 ––Es mi amiga de convento.

 –– ¿Y decís haberos anunciado que el señoColbert había sido nombrado intendente?

 ––Ciertamente.

 ––Pues bien, iluminadme; marquesa: ya tnemos al señor Colbert intendente, bueno. ¿Equé un intendente, es decir, un subordinado, udependientemente mío, puede hacerme sombo perjuicio, aunque sea el señor Colbert?

 ––Parece, que no reflexionáis, señor –respondió la marquesa.

 –– ¿En qué?

 ––En que el señor Colbert os aborrece. –– ¿A mí? ––exclamó Fouquet––. ¡Oh! ¡Dio

santo! ¿Marquesa, de dónde salís? A mí todel mundo me odia; ése, como los demás.

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 ––Más que nadie.

 ––Más que nadie, concedido…

 ––Es ambicioso. –– ¿Y quién no lo es, marquesa?

 ––Su ambición no conoce límites.

 ––Bien lo veo, puesto que ha pretendidsucederme cerca de la señora Vanel.

 ––Y lo ha logrado, tened cuidado.

 –– ¿Querríais decir que tiene la pretensión d

pasar de intendente a superintendente? –– ¿No habéis temido ya eso?

 –– ¡Oh! ¡Oh! ––murmuró Fouquet––. Sucderme cerca de la señora Vanel, pase; per

cerca del rey ya es otra cosa. Francia no scompra tan fácilmente como la mujer de uempleado de contabilidad.

 ––Señor, todo se compra, si no con oro po

la intriga.

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 ––Bien sabéis lo contrario, señora, vos, quien he ofrecido millones.

 ––En lugar de esos millones, Fouquet, e

preciso ofrecerme un amor verdadero, únicabsoluto, y hubiera aceptado. Ya veis que todse compra; si no de una manera de otra.

 ––De suerte que, según vuestro parecer, el s

ñor Colbert está en ánimo de comprar mi plazde superintendente. Vamos, vamos, marquestranquilizaos; todavía no es bastante rico pacomprarla.

 –– ¿Y si os la roba? –– ¡Ah! ¡Eso es diferente! Desgraciadament

antes de llegar a mí, es decir, al cuerpo de plaza, es menester destruir y batir en brecha la

obras avanzadas, y yo estoy endiabladamenfortificado, marquesa.

 ––Eso que llamáis obras avanzadas son vuetros semejantes, ¿no es cierto? Vuestros amigos

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 ––Justamente.

 –– ¿Y el señor de Eymeris es de los vuestros?

 ––Sin duda. –– ¿El señor de Lyodot es de vuestros am

gos?

 ––Ciertamente.

 –– ¿Y el señor de Vanid?

 –– ¡Ah! ¡El señor de Vanid! Que hagan dél lo que quieran, pero...

––Que... ––No toquen a los demás.

 ––Pues bien, si no queréis que toquen al señode Eymeris ni a Lyodot, ya es hora de que esté

en guardia. –– ¿Quién les amenaza?

 –– ¿Queréis escucharme ahora?

––Siempre, marquesa.

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 –– ¿Sin interrumpirme?

 ––Sí.

 ––Pues bien, esta mañana me ha enviado buscar Margarita.

 ––¡Ah!

 –– No lo dudéis.

 –– ¿Y qué quería?

 ––“ No me atrevo a ver al señor Fouquet” –me dijo.

 –– ¡Bah! ¿Piensa acaso que le haré cargo¡Desgraciada mujer, cuánto se engaña! ¡Diomío!

 ––” Vedle vos por mí, y decidle que se guard

del señor Colbert” . –– ¡Cómo! ¿Me hace avisar que me guarde d

su amante?

 ––Ya os he manifestado que Margarita os s

gue amando.

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 –– ¿Qué más, marquesa?

 ––“ El señor Colbert ––añadió––, ha venidhace dos horas a participarme que era inte

dente.” ––Ya os he dicho, marquesa, que el seño

Colbert estará mucho mejor bajo mi mano.

 ––Sí, pero no es eso todo: Margarita es amigcomo no ignoráis, de la señora de Eyrmeris y dla señora Lyodot.

 ––Sí.

 ––Pues bien, el señor Colbert le ha hecho mchas preguntas sobre las fortunas de esos doseñores y respecto al grado de adhesión que otenían.

 –– ¡Oh! En cuanto a esos dos, respondo dellos; habría que matarlos para que dejasen dser míos.

 ––Después la señora Vanel vióse precisada

dejar por un instante al señor Colbert para rec

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bir una visita, y como el señor Colbert es tatrabajador, apenas quedó solo sacó un lápiz, como había papel sobre la mesa, empezó a e

cribir –– ¿Notas sobre de Eymeris y Lyodot?

 ––Justamente.

 ––Sería curioso saber lo que decían tales ntas.

 ––Eso es precisamente lo que vengo a traeros

 –– ¿Se ha apoderado la señora Vanel de la

notas de Colbert y me las remite? ––No; pero es una casualidad que se parece

un milagro; tiene una copia de ellas.

 –– ¿Cómo es eso?

 ––Oíd. Ya os he dicho que Colbert había econtrado papel sobre la mesa…

 –Sí.

––Y que había sacado un lápiz.

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 ––También.

 ––Y que había escrito en ese papel.

 ––Sí. ––Pues bien; ese lápiz era de plomo, y du

por consiguiente. De modo que lo escrito en primera hoja, quedó marcado en blanco sobre segunda.

 –– ¿Qué más?

 ––Colbert rasgó la primera hoja, y no se acodó de la segunda. Fouquet alzó la cabeza y pas

una nube por sus ojos. –– ¿Y qué?

 –– ¿Y qué? Sobre la segunda se podía leer que escribió en la primera; la señora Vanel

leyó, y me mandó a buscar. –– ¡Ah!

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 ––Y cuando estuvo bien segura de que yo epara vos una verdadera amiga, me dio el papy me manifestó el secreto de esta casa.

 –– ¿Y ese papel? ––dijo Fouquet turbándoun poco.

 ––Aquí está, señor; leedlo. Fouquet leyó:

 ––“ Nombres de los arrendadores que se dben hacer condenar por el tribunal de justicide Eymeris, amigo del S. F.; Lyodot, amigo dS.F.; de Vanin, indif…”

 –– ¡De Eymeris, Lyodot! ––murmuró Fouquvolviendo a leer––. Amigos del S. F. señaló coel dedo la marquesa.

 ––Pero, ¿qué significan esas palabras, “ que deben hacer condenar por el tribunal de jus

cia” …?

 –– ¡Toma! Está claro ––dijo la marquesa–Por otra parte, no habéis concluido aún; leed. –Fouquet continuó:

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 ––“ Los dos primeros a muerte, el tercero destitución, con el señor d´Hautemont y el señor de la Valette, cuyos bienes solamente será

confiscados.” –– ¡Gran Dios! ––exclamó Fouquet––. ¡

muerte, a muerte Lyodot y de Eymeris! Peaunque el tribunal los condenase a muerte, S

Majestad el rey no ratificará su sentencia, y npuede ejecutarse sin la firma del rey.

 ––El rey ha hecho intendente al señor Colber

 –– ¡Ah! ––murmuró Fouquet, como si viese

sus pies un abismo inesperado––. ¡Imposibl¡Imposible! Mas, ¿quién ha pasado un lápsobre las huellas del de Colbert?

 ––Yo; temía que se borrasen las primeras s

ñales. –– ¡Oh! Lo sabré todo.

 ––Nada sabréis, pues despreciáis demasiadovuestro adversario para eso.

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 ––Perdonad, querida marquesa, excusadmsí, creo que el señor Colbert es mi enemigo; screo que el señor Colbert es hombre temibl

mas tengo tiempo, y toda vez que estáis aqutoda vez que me habéis dejado entrever vuestamor, y toda vez que estamos solos...

 ––He venido para salvaros, señor Fouquet,

no para perderme ––repuso la marquesa levatándose––; así, guardaos...

 ––Marquesa, en verdad que os asustáis popoco, y a no ser que ese asunto no sea un prtexto...

 ––Ese señor Colbert es un corazón profundguardaos... Fouquet se levantó también.

 –– ¿Y yo? –dijo.

 –– ¡Oh! Vos no sois más que un corazón nble. Guardaos, guardaos...

 ––Así...

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 ––He hecho lo que debía, amigo mío, a riesgde perder mi reputación. Adiós.

 ––No digáis adiós; hasta la vista.

 ––Quizá ––dijo la marquesa.

Y dando a besar su mano a Fouquet, se adlantó tan resueltamente hacia la puerta, que ministro no se atrevió a impedirle el paso.

Fouquet, con la cabeza inclinada, tomó el camino de aquel subterráneo, a lo largo del cucorrían los hilos de metal que comunicaban duna casa a otra, transmitiendo, por la parte poterior de dos espejos, los deseos y llamamientode dos personas en correspondencia.

LVEL ABATE FOUQUET

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Fouquet apresuróse a volver a casa por subterráneo, haciendo jugar el resorte del espejo. No bien entró en su gabinete oyó llamar a

puerta, y a la vez una voz conocida que gritaba ––Abrid, señor, os lo ruego, abrid. Con rápid

movimiento puso Fouquet un poco de orden etodo lo que podía denunciar su agitación y s

ausencia, desparramó los papeles sobre el bufete, tomó una pluma y atravesó la puerta paganar más tiempo aún.

 –– ¿Quién sois? ––preguntó.

 –– ¡Cómo! ¿No me conoce monseñor? –respondió la voz.

“ Sí tal ––pensó –– Fouquet––; sí tal, amigmío, te conozco perfectamente.”

Y añadió en voz alta:

 –– ¿No sois Gourville?

 ––Sí, señor.

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Fouquet se levantó, echó la última ojeada sbre uno de los espejos, fue a la puerta, descorrel cerrojo y entró Gourville.

 –– ¡Ah, señor, señor ––dijo––,qué crueldad! –– ¿Por qué?

 ––Hace un cuarto de hora que os ruego mabráis, y ni siquiera me respondéis.

 ––Una vez por todas, ya sabéis que no quieser molestado cuando laboro, y aunque voseáis una excepción, Gourville, quiero que mconsigna sea respetada por los demás.

 ––En este instante, señor, hubiera desquicido, arrancado y echado por tierra consignapuertas, cerrojos y paredes.

 –– ¡Ah! ¿Luego se trata de un gran suceso ––preguntó Bouquet.

–– ¡Oh! Sin duda alguna, señor ––diGourville.

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 –– ¿Y cuál es ese suceso? –– repuso Fouquun poco asustado de la turbación de su máíntimo confidente.

 ––Señor, hay sesión secreta del tribunal djusticia.

 ––Ya lo sé; mas ¿se ha reunido ya, acasGourville?

 ––No sólo se ha reunido, sino que ha dictadsentencia, señor.

 –– ¡Sentencia! ––dijo el superintendente –con un estremecimiento y palidez que no pdo disimular––. ¡Sentencia! ¿Contra quién?

 ––Contra dos amigos, vuestros.

 ––Lyodot y de Eymeris, ¿no es cierto?

 ––Sí, señor. –– ¿Pero sentencia de qué?

 ––Sentencia de muerte.

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 –– ¡Dictado! ¡Oh! Os engañáis, Gourvilles imposible.

 ––Aquí está la copia de la sentencia, que

rey debe firmar hoy, si es que ya no la ha fimado.

Fouquet cogió ávidamente el papel, lo leyó lo devolvió a Gourville.

 ––El rey no firmará ––dijo Gourville, meneó cabeza.

 ––Señor, el señor Colbert es un consejero adaz, no os fiéis de él.

 –– ¡Otra vez el señor Colbert! ––murmuFouquet. ¿Por qué viene a atormentar ese nombre mis oídos hace dos o tres días y en todaocasiones? Esa es demasiada importanci

Gourville, para un sujeto tan insignificantQue se presente el señor Colbert y lo mirarque alce la cabeza y lo confundiré; pero ya comprendéis que sería necesaria una aspereza pa

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que se detuviese mi mirada, y una superficpara sentar mi pie.

 ––Paciencia, señor, porque no sabéis lo qu

vale Colbert… Estudiadlo pronto, y veréis cmo ese sombrío financiero se parece a los meteoros, que nunca ven los ojos antes de su invsión desastrosa; cuando se les siente está un

muerto. –– ¡Oh! Gourville, eso es mucho ––replic

Fouquet sonriéndose––, permitidme, amigmío, que no me espante tan fácilmente: ¡meteoro el señor Colbert! ¡Pardiez! Oiremos el metero... Veamos actos y no palabras. ¿Qué hhecho?

 ––Ha encargado dos horcas al ejecutor de Prís ––contestó sencillamente Gourville.

Fouquet alzó la cabeza y pasó una nube posus ojos.

 –– ¿Estáis seguro de lo que decís? ––pregunt

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 ––Aquí está la prueba, señor.

Y Gourville entregó al superintendente unnota comunicada por uno de los secretarios d

la Municipalidad, que era adicto a Fouquet. ––Sí, es cierto ––murmuró el ministro—,

cadalso se levanta... pero el rey no ha firmadGourville, el rey no firmará.

 ––También sabré eso ––respondió Gourville.

 –– ¿Cómo?

 ––Si ha firmado Su Majestad, irán las horc

esta noche a la Municipalidad, a fin de que etén dispuestas mañana por la mañana.

 ––Pero, no, no ––replicó Fouquet––, os engñáis todos y me engañáis también: anteaye

vino a verme Lyodot, y hace tres recibí una remesa de vino de Siracusa de ese pobre de Emeris.

 –– ¿Y qué prueba eso ––repuso Gourville–

, sino que el tribunal se ha reunido en secret

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ha deliberado, en ausencia de los acusados, que todo el procedimiento estaba hechcuando los arrestaron?

 –– ¿Conque están arrestados? ––Ciertamente.

 –– ¿Pero, dónde, cuándo, cómo han sidarrestados?

 ––Lyodot, ayer al amanecer; de Eymeris, ateayer por la noche, cuando volvía de casa dsu amada; su desaparición no había inquietada nadie; pero, de repente, se ha quitado Colbela máscara y ha hecho publicar la cosa, de modo que en este momento lo van pregonando son de trompetas por las calles de París; y everdad, señor, no hay nadie más que vos qu

desconozca el suceso.Fouquet comenzó a andar por la sala con i

quietud cada vez más dolorosa.

 –– ¿Qué decidís, señor? ––dijo Gourville.

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 ––Si es así, iré a ver al rey contestó Fouquet–pero, para ir al Louvre quiero pasar antes por Consistorio. ¡Si está firmada la sentencia, ver

mos!Gourville encogióse de hombros. ¡Incredu

dad! ––dijo––. ¡Tú eres la pérdida de los grades talentos!

 –– ¡Gourville! ––––Sí ––prosiguió––, tú lo pierdes, como

contagio mata a la salud más robusta; es decen un instante.

 –– Marchemos ––exclamó Fouquet, haced quabran, Gourville.

 ––Cuidado ––observó éste––, que está ahí señor abate Fouquet,

 –– ¡Ah! M i hermano ––replicó Fouquet cotono apesadumbrado––: ¿luego sabe algunmala nueva que viene a traerme muy conteto, como de costumbre? ¡Diablo! Si mi herm

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no anda por ahí, mal andan mis asuntoGourville, si me lo hubiérais dicho antes, mhabría dejado convencer más fácilmente.

––Señor, le calumnia ––dijo Gourvilriendo––; si viene, no es con mala intención.

 ––Vamos, veo que lo defendéis ––dijo Foquet––, un mozo sin talento, sin ideas de tra

cendencia, un derrochador de todo. ––Bebe que sois rico.

––Y quiere mi ruina.

 ––No; más quiere vuestra bolsa. Eso es todo. ––¡Basta, basta! ¡Cien mil, escudos al mes du

rante dos años! ¡Pardiez! Yo soy quien pagGourville, y sé lo que tengo.

 ––No os enfadéis, señor.––Vamos, que despidan al abate Fouquet; n

tengo un cuarto. Gourville dio un paso hacia puerta.

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 ––Si ha estado un mes sin verme ––prosiguFouquet––, ¿por qué no ha de estar dos?

 ––Es que se arrepiente de vivir en mala com

pañía,––dijo Gourville––, y os prefiere a todoesos bandidos.

 ––Gracias por la preferencia; hacéis hoy uabogado singular, Gourville... ¡Abogado d

abate Fouquet! ––Pero, señor, todo, cosas y hombres, tiene

su lado bueno, su lado úti l.

 ––Los bandidos que Fouquet tiene a sueldoemborracha, ¿tienen también su lado útil? Probadmelo.

 ––Puede haber circunstancias, señor, en quos alegréis de tener esos bandidos a mano.

 ––Entonces, ¿aconsejáis que me reconcilie coel señor abate? ––dijo i rónicamente Bouquet.

 ––Os aconsejo señor que no os malquisiéis co

cien o ciento veinte bergantes, que, poniend

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sus espadones punta con punta, formarían ucordón de acero capaz de encerrar tres mhombres.

Fouquet lanzó una mirada penetrante Gourville, y pasando delante de él dijo a locriados:

 ––Que introduzcan al señor abate Bouque

Tenéis razón, Gourville. Diez minutos más tade apareció el abate en el umbral, haciendgrandes reverencias.

Tendría unos cuarenta o cuarenta y cinc

años; mitad hombre de iglesia, mitad hombde guerra, era un espadachín injerto en abate; aunque veíase que no llevaba espada ceñida, sadivinaba que gastaba pistola.

Fouquet le saludó como hermano mayor, mábien que como ministro.

 –– ¿Qué puedo hacer en servicio vuestro, sñor abate?

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 –– ¡Oh, oh! ¡Cómo decís eso, hermano querdo!

 ––Os lo digo como hombre que está de pris

señor mío.El abate miró maliciosamente a Gourville, co

ansia a Fouquet, y dijo:

 ––Tengo que pagar esta noche trescientos dblones al señor de Bregi... Deuda de juegdeuda sagrada.

 –– ¿Qué más? ––preguntó Fouquet con valoporque comprendía que no le hubiera incomdado el abate por semejante miseria.

 ––Mil a mi carbonero, que ya no me fía.

 — ¿Qué más?

 ––Mil doscientos al sastre... continuó el abate–; el tuno me ha remendado siete vestidos dmis gentes, lo cual hace que mis libreas estéexpuestas, y que mi querida hable de reempla

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zarme por un arrendador, lo cual sería humllante para la Iglesia.

 –– ¿Y qué más? ––dijo Fouquet.

 ––Observaréis, señor ––dijo humildemenél abate––, que nada he pedido para, mí.

 ––Eso es muy delicado ––repuso Fouquet––,por eso veis que estoy esperando.

 ––Y que no solicito nada, ¡oh!, no... Y, sin embargo, no es que rice haga falta... Os doy mpalabra.

El ministro reflexionó un instante. ––Mil doscientos doblones al sastre ––dijo–

son bastantes vestidos, me parece.

 ––Mantengo cien hombres ––dijo con orgul

el abate––, y creo que ésta es una carga. –– ¿Para qué son esos cien hombres? –

preguntó Fouquet––. ¿Sois acaso un Richelieuun Mazarino, para tener cien hombres de gua

dia? ¡Hablad, decid!

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 –– ¿Vos me lo preguntáis? ––exclamó el abte––: ¡Ah! ¿Cómo podéis hacer tal pregunta¡Ah!

 ––Sí, os hago esa pregunta: ¿qué tenéis quhacer con esos cien hombres? Responded.

 –– ¡Ingrato! ––prosiguió el abate afectádose cada vez más.

 ––Explicaos.

 ––Señor superintendente, yo no tengo necesdad más que de un ayuda de cámara, si fuessolo me serviría yo mismo; pero, vos, vos, qutenéis tantos adversarios... Cien hombres nbastan para defenderos. ¡Cien hombres! ... Sean necesarios diez mil. Mantengo, pues, todeso para que en los lugares públicos y en la

reuniones nadie alce la voz contra vos; y sesto, señor, estaríais cargado de imprecacioneseríais mordido, y no duraríais ocho días; no, ocho días, ¿entendéis?

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 –– ¡Ah! No sabía yo que tuviera semejancampeón, señor abate

 –– ¡Lo dudáis! ––exclamó éste––. Oíd

que ha sucedido. Ayer, sin ir más lejos, se econtraba un hombre en la calle de la Huchetvendiendo un pollo.

 –– ¿Y en qué perjudicaba eso, abate?

 ––El pollo no era gordo; el comprador negóa dar por él dieciocho sueldos, diciendo que npodía pagar ese dinero por la piel de un, polldel cual se había llevado toda la substancia

señor Fouquet. –– ¿Y qué más?

 ––La cosa hizo reír ––prosiguió el abate––, rea vuestra costa, ¡con todos los diablos!, y se r

unió la canalla. El que se reía añadió ésta“ Dadme en buena hora un pollo alimentadpor el señor Colbert y os pagaré cuanto dseéis” . Y todos comenzaron a palmotear. E

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cándalo horrible, ¿comprendéis? Escándalo quobliga a un hermano a taparse la cara.

Fouquet se sonrojó.

 –– ¿Y os la tapasteis? ––preguntó Fouquet.

 ––No, parque justamente estaba en el grupuno de mis hombres, un nuevo recluta que viene de provincia, un señor Menneville a quiequiero mucho, el cual penetró en el grupo dciendo al que reía.

 –– ¡Pardiez! ¡Señor burlón de mal género, evido una estocada a lo Colbert!

 –– ¡Quiero a lo Fouquet! ––murmuró el otro.

Dicho esto, desenvainaron delante de la tieda del pollero, con una fila de mirones alred

dor y quinientos curiosos en las ventanas. –– ¿Y qué? ––preguntó Fouquet.

 ––Mi Menneville ensartó al de la risa, cogran aturdimiento de la concurrencia, y di

al pollero:

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 –– Tomad ese pavo, amigo, que está más godo que vuestro pollo. ––Esto es, señor ––concluyó triunfalmente el abate––, en lo que y

gasto mis rentas; sostengo el honor de la famlia, señor mío. Fouquet se humilló.

 ––Y tengo ciento como ese ––prosiguió el abte.

 ––Bien ––dijo Fouquet––, dad vuestra cuena Gourville y permaneced aquí esta noche.

 –– ¿Se cena?

 ––Se cena.

 –– ¿Pero la caja se halla cerrada?

 ––Gourville os la abrirá. Marchaos, señoabate; marchaos.

El abate ejecutó una reverencia. –– ¿Conque somos amigos?––preguntó.

 ––Sí, amigos. Venid, Gourville.

–– ¿Os vais?¿No cenáis aquí?

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––Volveré dentro de una hora, no tengácuidado, abate.

Y añadió en voz baja a Gourville.

 –– Ordénese que preparen mis caballos inglses y que hagan alto en la Casa Consistorial dParís.

LVI

LA GALERÍA DE SAINT MANDÉ

Marchaban ya las carrozas de los convidadode Fouquet a Saint Mandé, y hacíanse en la caslos preparativos necesarios, cuando el superitendente lanzó sus ligeros caballos camino d

París, y tomando por los muelles para encontrmenos gente en la travesía, llegó a la Casa Cosistorial. Serían las ocho menos cuarto. Fouquse apeó en la esquina de la calle de Long Pont

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se dirigió a pie con Gourville hacia la plaza dla Greve.

En esta plaza vieron un hombre con traje n

gro y morado, de buena catadura, que se diponía a subir en un carretón y decía al cocheque tocase en Vincennes. Delante de sí tenía uenorme canasto lleno de botellas que acabab

de comprar en la taberna de “ La Imagen dNuestra Señora” .

 –– ¡Cómo! ¿Es Vatel, mi maestresala? –dijo Fouquet a Gourville.

 —Sí, monseñor ––replicó éste. ¿Qué viena hacer en “ La Imagen de Nuestra Señora” ?

 ––A comprar vino, sin duda.

 –– ¡Cómo! ¿Se compra vino para mí en un

taberna? ––exclamó Fouquet ––. ¿Tan pobestá mi bodega?

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Y se adelantó hacia el maestresala, que haccolocar el vino en la carroza con extraordinarenfado.

 –– ¡Hola, Vatel! ––dijo–– con voz imperiosa. ––Cuidado, monseñor ––dijo Gourville––: o

van a reconocer.

 –– ¡Bueno!... ¿Qué me importa? ¡Vatel!

El hombre vestido de negro y morado volvla cara.

Era su rostro dulce y sin expresión, una fis

nomía de matemático, a excepción del orgullBrillaba en los ojos de este personaje cierto fuego, y fruncía, sus labios una leve sonrisa; pespronto hubiese notado el observador, que aqufuego y aquella sonrisa no se aplicaba a nada

nada iluminaba.

Vatel reía como un distraído o se ocupabcomo un niño.

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Y se volvió al sonido de la voz que le interpelaba.

 –– ¡Oh! ––dijo—. ¡Monseñor!

 ––Sí, yo. ¿Qué diablos hacéis aquí, Vate¿Compráis el vino en una taberna de la plaza dla Greye?

 ––Monseñor ––dijo tranquilamente Vatel depués de haber lanzado a Gourville una miradhostil––.

 –– ¿Por qué os mezcláis en esto? ¿Está tvez mal provista mi bodega? Cierto que nVatel, pero...

 –– ¿Pero qué? ––replicó Vatel. Gourvildio con el codo al superintendente.

 ––No os incomodéis; Vatel; creía que mi bdega, vuestra bodega, estaba bastante bien prvista para dispensarme recurrir a “ La Imagede Nuestra Señora” .

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 –– ¡Bah! Señor ––dijo Vatel, pasando del moseñor al señor con cierto desdén––. Vuestra bdega está tan bien provista que cuando cierto

convidados van a comer a vuestra casa, no beben.

Asombrado, Fouquet, miró a Gourville y depués a Vatel.

–– ¿Qué decís? ––Digo, señor, que vuestro despensero no ti

ne vinos para todos los gustos, y que el señode la Fontaine, el señor Pellisson que el seño

Conrart jamás beben cuando van a casa. A estocaballeros no lees gusta, el buen vino: ¿qué hemos de hacer?

 ––Entonces…

 ––Entonces... Aquí tengo un vino de Joignque les gusta. Yo sé que vienen a beberlo unvez a la semana a “ La Imagen de Nuestra Señra” . Por eso hago aquí mi provisión:

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Fouquet nada tenía que oponer a esta. Estabcasi conmovido, Vatel, por su parte, aun tenmucho que decir, sin duda, porque se le v

poderse encendido. Monseñor, eso es lo mismque si me hicierais cargos para ir yo mismo a calle de Planche Mibray en busca de la sidque bebe el señor Loret cuando va a comer casa.

 –– ¿Loret bebe sidra en mi casa? ––murmuriendo Bouquet.

 ––Sí, señor, sí; y por eso come con gusto evuestra casa.

 ––Vatel ––dijo Fouquet, estrechando la mande su maestresala––, ¡sois todo un hombre! Odoy las gracias por haber comprendido que señor de La Fontaine, el señor Conrart y el sñor Loret son en mi casa tanto como duques pares, tanto como príncipes, más que yo mimo. Sois un excelente servidor, Vatel, y os doblo los honorarios.

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Vatel no dio siquiera las gracias; sólo se encgió de hombros, murmurando estas soberbiapalabras:

 ––Recibir las gracias por haber cumplido cosu deber es humillante.

 ––Tiene razón ––digo Gourville Llamando atención de Fouquet hacia otra parte par med

de un gueto.Mostrábase, en efecto, un corretón de form

baja, tirado por dos caballos, sobre el cual sagitaban dos herradas horcas, atadas una jun

a otra con cadenas. Un arquero, sentado en más grueso de la lanza, soportaba, unas vecemal y otras bien, los comentarios de un centenar de vagos que iban husmeando el destino daquellas horcas, escoltándolas hasta la CasConsistorial.

Fouquet estremecióse.

 ––Ya lo veis, es cosa decidida ––dijo Gourv

lle.

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 ––Pero, aun no está hecho ––respondió Foquet.

 –– ¡Oh! No os engañéis; si las cosas han lleg

do a este punto, nada conseguiréis. –– ¡Mas yo no he refrendado el decreto!...

 –– El señor de Lyanne la habrá hecho por vo

 ––Voy al Louvre. ––No iréis.

 –– ¿Me aconsejaríais esa cobardía? –preguntó Fauquet––. ¿Me aconsejaríais aba

donar a mis amigos pudiendo combatir, arrojaal suelo las armas que tengo en la mano?

 ––Yo no os aconsejo nada de eso, monseño¿Podéis dejar la superintendencia en este m

mento?––No.

 –– ¿Y si el rey desea reemplazaros?

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 –– Lo mismo me reemplazará de lejos que dcerca.

 ––Sí, pero de ese modo jamás la habréis di

gustado. ––Sí, mas habré sido cobarde; yo no quie

que mueran mis amigos, y no morirán.

 ––Para eso no es preciso que vayáis al Louvr

 –– ¡Gourville!

 ––Tened cuidado… Una vez en el Louvre, estaréis obligado a defender en voz alta a vue

tros amigos, es decir, a hacer profesión de fe, os veréis forzado a abandonarlos sin arrepetimiento posible.

 –– ¡Jamás!

 ––Perdonadme... El señor propondrá necesriamente la alternativa, o bien se la propondrévos mismo.

 ––Eso es verdad.

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 ––Pues para eso no es menester un conflicto.

 –– Volvamos a Saint Mandé, monseñor.

 ––Gourville, no me moveré de esta plazdonde debe consumarse el crimen, donde debconsumarse mi afrenta; no me moveré, dighasta que haya hallado un medio de combatirmis enemigos.

 ––Monseñor ––replicó Gourville––––, lástimme causaríais si no supiese que sois uno de lomás aventajados talentos del mundo. Poseéiseñor, ciento cincuenta millones; sois tanto co

mo el rey por la posición, y ciento cincuenveces más por el esmero. El señor Colbert no htenido siquiera el talento de hacerle aceptar testamento de Mazarino; por consiguientcuando uno es el más rico de un reino y quietomarse el trabajo de gastar el dinero, si no shace lo que una quiere, es porque uno es upobre hombre. Volvamos, os digo, a Saint Mandé.

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 –– ¿Para consultar a Pellisson?

 ––Sí.

 ––No, monseñor para contar vuestro dinero, –– ¡Vamos! ––dijo Fouquet con ojos inflam

dos––. ¡Sí, sí! Vamos a Saint Mandé.

El y Gourville subieron a la carroza. En la e

quina del barrio de San Antoin hallaron el carruaje de Vatel, que conducía tranquilamente svino de Joigny.

Lanzados a toda brida, los caballos negros e

pantaron al paso a la tímida caballería dmaestresala, quien, sacando la cabeza por portezuela, gritó asustado:

 –– ¡Cuidado con mis botellas! Cincuenta pe

sonas esperaban al superintendente, el cual, sentregarse ni por un momento a su ayuda dcámara, pasó al primer salón. Allí permanecíareunidos y charlando sus amigos. El intendense disponía a hacer servir la comida; pero, sob

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todos, el abate Fouquet acechaba la vuelta de shermano, y procuraba hacer los honores de casa en ausencia de aquél.

A la llegada del superintendente hubo umurmullo de alegría y cariño; Fouquet, lleno dafabilidad, de buen humor y de magnificenciera amado por sus poetas, sus artistas y su

agentes de negocios. Su frente, en la cual leía spequeña corte; como en la de un dios, todas laactividades del alma, para hacer de ellas reglade conducta; su frente, que jamás arrugaron logodos, aparecía aquella noche más pálida qu

de costumbre, y más de una mirada amiga oservó esa palidez. Fouquet se colocó en el cetro de la mesa, presidió alegremente la comidy cantó a La Fontaine la expedición de Vatel.

Contó la historia de Menneville y del polflaco a Pellisson, de tal manera que la oyó todla concurrencia.

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Entonces hubo una tempestad de risas y dbromas, que sólo se contuvo con un gesto sery triste de Pellisson.

No sabiendo el abate Fouquet con qué propósito había sacado su hermano la conversaciósobre este punto, escuchaba con todos sus oídoy buscaba en el rostro de Gourville, o en el d

superintendente, una explicación que en niguna parte hallaba.

Pellisson tomó la palabra.

 –– ¿Con que se habla del señor Colbert? –

preguntó. –– ¿Por qué no ––dijo Fouquet––, si es verda

como dicen, que el rey lo ha hecho su intendete?

 ––Ni bien hubo dejado Fouquet escapar espalabra, pronunciada, con marcada intenciócuando estalló una explosión entre los convdados:

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 –– ¡Un avaro! ––dijo uno.

 –– ¡Un canalla! ––dijo otro.

 –– ¡Un hipócrita! ––dijo un tercero.Pellisson cambió una mirada profunda co

Fouquet.

 ––Señores ––dijo––, verdaderamente, estamo

maltratando a un hambre que nadie conocesto no es caritativo ni razonable, y estoy segro que el señor superintendente es de la mismopinión.

 ––Enteramente ––contestó Fouquet––. Dejmos los pollos gordos del señor Colbert, y no strate hoy más qué de los faisanes trufados dseñor Vatel.

Estas palabras desviaron la nube que preciptaba su marcha sobre la cabeza de los convidados.

Gourville animó también a los poetas con

vino de Joigny; el abate, inteligente, como hom

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bre que necesita dinero de otro, animó tan biea los financieros y a los militares, que en la baraúnda de aquella alegría y en los tumores d

aquella conversación, desapareció completmente el objeto de las inquietudes.

El testamento de Mazarino fue el tema de conversación en el último servicio; despué

mandó Fouquet que devanen los tarros de cofituras y las fuentes de licores al salón próxima la galería, al cual condujo de la mano a unmujer, reina aquella noche por su preferencia.

Luego, suspiraron los violines, y comenzarolos paseos por la galería y por el jardín, bajo ucielo de primavera dulce y perfumado.

Pellison se llegó entonces al lado del superitendente y le dijo:

–– ¿Monseñor tiene algún disgusto?

 ––Uno muy grande ––respondió el ministro–: haced que os cuente eso Gourville.

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A1 volverse, Pellisson, encontró a La Fontainque le pisaba los talones, y tuvo que escuchauna composición en metro latino del poeta so

bre Vatel.Hacía una hora que La Fontaine medía es

composición por todos los rincones, buscándocolocación ventajosa.

Creyó agarrar a Pellisson; mas se le escapó.Entonces se volvió hacia Loret, que tambié

acababa de componer una cuarteta en honor dla comida y del anfitrión.

La Fontaine intentó en vano colocar sus vesos. Loret también quería colocar su cuarteta.

Vióse, pues, obligado a retroceder, y se colocjunto al señor conde de Chanost, a quien Fou

quet acababa de coger del brazo.

El abate Fouquet comprendió que, distraídel poeta, como siempre, iba a decirlos e intervno.

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Entonces se pavoneó La Fontaine y recitó scomposición:

El abate, que no sabía latín, movía la cabez

cada osamenta, a cada movimiento que LFontaine imprimía a su cuerpo, según las odulaciones de los dáctilos o de los espondeos.

Entre tanto, Fouquet contaba el suceso al s

ñor de Chanost, su yerno: ––Es menester mandar a todos los inútiles

los fuegos artificiales –– dijo Pellisson a Gourvlle––, en tanto que, nosotros charlamos aquí.

 ––Está bien ––contestó Gourville––, que dicuatro palabras a Vatel. Advertiáse entonceque este último conducía hacia los jardines mayor parte de los pisaverdes, damas y parla

chines, mientras los hombres paseaban por galería, alumbrada con trescientas bujías dcera, en presencia de todos los aficionados a lofuegos artificiales, ocupados en correr por jardín.

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Gourville se acercó a Fouquet y le dijo:

 ––Monseñor, aquí estamos todos.

 –– ¿Todos?––contestó Fouquet. – ––Sí, contad.

El superintendente se volvió y contó; habocho personas. Pellisson y Gourville paseaba

cogidos del brazo, como si charlaran de temavagos y ligeros. Lacet y dos oficiales los imitban en sentido inverso.

El abate Fouquet paseábase solo. Fouquet, co

el señor de Chanast, caminaba como absorto ela conversación de su yerno.

 ––Señores ––dijo––, que nadie de vosotros lvante la cabeza al andar, ni parezca, que pon

atención en nada; seguid paseando. Estamos slos; escuchadme.

Hubo un gran silencio, turbado únicamenpor los gritos lejanos de los alegres convidado

que íbanse colocando en los bosquecillos pa

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ver mejor los cohetes. Espectáculo extraño eel de estos hombres, que paseaban en grupocomo ocupado cada cual en una cosa, y, no ob

tante, atentos a la palabra de uno solo de elloque, por su parte, fingía hablar sólo con su vecino.

 ––Señores ––dijo Fouquet––, sin duda habré

observado que dos de nuestros amigos faltaesta noche a la reunión del miércoles:.. ¡PoDios, abate, no os paréis, que no es necesarpara oír!... Id andando, por favor, con vuestromovimientos de cabeza más naturales, y ya qu

tenéis excelente vista, poneos a esa ventana, y alguien vuelve hacia la galería, avisadnos tosiendo.

El abate obedeció:

 –– ¡No he echado de menos a los ausentes! –dijo Pellisson, que en este instante volvía completamente la espalda a Fouquet, andando esentido inverso.

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 ––Yo ––dijo Loret, no veo al señor Lyodoque me paga la pensión.

 ––Y yo ––añadió él abate desde la ventana–

tampoco veo a mi querido Eymeris, que mdebe mil cien libras de nuestra ánima horlanga

 ––Loret ––prosiguió Fouquet marchando iclinado y con aspecto sombrío––, ya no volv

réis a cobrar la pensión de Lyodot, y vos, abatjamás veréis las mil cien libras de Eymeris, poque uno y otro van a morir .

 –– ¡Morir! ––murmuró la reunión, detenida

pesar suyo en su papel de comedia por la terble palabra.

 ––Continuad, señores ––dijo Fouquet––, poque tal vez nos estén espiando. He dicho “ ¡mo

rir!” –– ¡Morir! ––repitió Pellisson––. ¡Esos hom

bres a quienes he visto no hace seis días llenode salud, de vida y de porvenir! ¿Que es, pue

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el hombre; santo Dios? ¿Por qué una enfermdad lo destruye en un instante?

 ––No es enfermedad ––dijo Fouquet.

 ––Entonces, hay remedio ––repuso Loret.

 ––Ninguno. Los señores de Lyodot y; de Emeris están en la víspera de su última jornada.

 –– Entonces, ¿de qué mueren esos señorepreguntó un oficial.

 ––Preguntádselo a quien los mata –contestó Bouquet.

 –– ¡Quién los mata!

 –– ¿Los matan? ––exclamó el coro espantdo.

 ––Hacen más aún. ¡Los ahorcan! –murmuró Fouquet, con voz siniestra que rsonó como fúnebre doblar de campanas eaquella rica galería, brillante de cuadros, dflores, de terciopelo, de oro.

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Todos paráronse involuntariamente, y el abte abandonó la venta; los primeros cohetes dlos fuegos artificiales comenzaban a subir po

encima de los árboles.Un grito prolongado, que partió de los jard

nes, llamó al superintendente a gozar del golpde vista. Acercóse a la ventana, y detrás de él s

colocaron todos sus amigos, atentos a sus mnores palabras.

 ––Señores ––dijo––, el señor Colbert, ha hechprender, juzgar y hará ejecutar a nuestros amgos. ¿Qué debo hacer yo? Responded:

 –– ¡Diantre! ––dijo el abate el primero––. Epreciso despanzurrar al señor Colbert.

 –– Monseñor ––dijo Pellisson––, hay qu

hablar a Su Majestad. ––Querido Pellisson, el rey ha firmado

orden de ejecución.

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 ––Pues bien ––dijo el conde de Chanost–es necesario que no se verifique la ejecuciónesto es lo que hay que evitar ante todo.

 ––Imposible ––dijo Gourville––, a menoque no se corrompa a los carceleros.

 ––O al alcaide ––continuó Fouquet.

 ––Esta noche puede hacerse escapar a los prsos.

 –– ¿Quién de vosotros se encarga de ello?

 ––Yo ––contestó el abate–– llevaré el dinero.

 ––Yo ––añadió Pellisson–– llevaré la palabra

 ––La palabra y el dinero ––dijo Fouquet; qunientas mil libras al alcaide de la Conserjerme parece bastante, no obstante, se pondrá ha

ta un millón, si se cree necesario. –– ¡Un millón! ––exclamó el abate––. Por

mitad de esa cantidad pondría yo a saco medParís.

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 ––Nada de desorden ––dijo Pellisson––; etando ganado el alcaide, se escapan los presoentonces irán a los enemigos de Colbert y d

muestran a1 rey que su justicia no es infaliblcomo todas las exageraciones.

 ––Id; pues a París, Pellisson ––dijo Fouquet–y traednos las dos víctimas. ¡Mañana ya ver

mos! Gourville; entregad las quinientas mlibras a Pellisson.

 –– Cuidad que no se os lleve el viento –observó el abate––. ¡Qué responsabilidad, diblo! Dejadme ayudaros un poco, y estaré mátranquilo.

 –– ¡Silencio! ––ordenó Fouquet––. A lguien aproxima. ¡Oh! Los fuegos artificiales son de uefecto magnífico.

En aquel momento cayó una lluvia de chispen los ramajes del bosque inmediato.

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Pellison y Gourville salieron juntos por puerta de la galería, y Fouquet bajó al jardcon los otros cinco conjurados.

LVII

LOS EPICÚREOS

Como Fouquet prestaba, o simulaba prestatoda su atención a las brillantes iluminacionea la música lánguida de los violines y de lo

oboes, y a los chispeantes cohetes de las fuegoque, iluminando el cielo con intensos reflejorecortaban la silueta sombría del torreón dVincennes; y, como también sonríe a las damay a los poetas, su fiesta no fue menos alegre qu

de costumbre. Vatel, cuya mirada, inquieta hasta celosa, interrogaba con insistencia la dFouquet, no se mostró descontento de la acogda hecha al orden del sarao.

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Terminados los fuegos, todos se dispersaropar los jardines y bajo los pórticos de mármocon aquella dulce libertad que denuncia en

amo de la casa olvido de la grandeza; hospitadad exquisita y tanta suntuosidad descuidada

Los poetas comenzaron a vagar, cogidos dbrazo, por los bosquecitos, y aun algunos s

tendieron sobre lechos de musgo, con gran dtrimento de los vestidos de terciopelo y de lobordados, en los que se introducían las hojasecas más pequeñas Y los tallos de verdura.

Las damas, en corto número, escucharon locánticos de los artistas y los versos de las potas; otras escucharon la prosa que decían, comucha arte, hombres que no eran cómicos poetas, mas a quienes la juventud y la soleda

daban una elocuencia extraordinaria, que leparecía preferible a todas.

 –– ¿Por qué ––preguntó La Fontaine–– no hbajado al jardín nuestro maestro Epicuro? Nu

ca Epicuro abandona a sus discípulas.

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 ––Señor ––díjole Conrart––, hacéis mal persitiendo en decorar con el nombre de epicúreen verdad que nada recuerda aquí la doctrin

de ese filósofo. –– ¡Bah! ––repuso La Fontaine––. ¿No es

escrito que Epicuro compró un jardín y quvivió tranquilamente en él con sus amigos?

––Cierto. ––Pues bien, ¿no ha comprado el señor Fo

quet un hermoso jardín en Saint Mandé, y nvivimos aquí muy tranquilamente con él

nuestros amigos? ––Sin duda, pero ni el jardín ni los amigo

pueden servir de comparación. Por otra part¿dónde está la semejanza de la doctrina del se

ñor Fouquet con la de Epicuro? –– En esta: “ el placer proporciona la felic

dad”.

 –– ¡Y bien!

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 –– ¿Y qué?

 ––No creo que nos encontremos desgraciadoyo, por lo menos, no. Buena comida, vino d

Joigny, que tiene la atención de ir a buscarmemi taberna favorita, y ningún disgusto en unhora de mesa, a pesar de haber diez millonarioy veinte poetas.

 ––Alto ahí. ¿Habéis hablado de vino de Joigny de buena comida? ¿Insistís en ello?

 ––Insisto, al hecho, como se dice en Port Ryal.

 –– Entonces, tened presente que el gran Epcuro vivía y hacía vivir a sus discípulos copan, legumbres y agua clara.

 ––Eso no es verdad ––dijo La Fontaine––,

podría ser muy bien que confundieseis a Epicro con Pitágoras, amigo Cantan.

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 –– Acordaos también de que el antiguo flósofo era muy mal amigo de los dioses Y dlos magistrados.

 –– ¡Oh! Esa es lo que no puedo tolerar –replicó La Fontaine.

 ––No lo comparéis con el señor superintedente ––dijo Conrart con voz conmovida–

pues acreditaréis los rumores que ya corresobré él y respecto a nosotros.

 –– ¿Qué rumores?

 ––Que somos malos franceses, libios al mnarca y sordos a la ley.

 ––Entonces, vuelvo a mi texto ––dijo LFontaine––. Oíd, Conrart, escuchad la moral dEpicuro a quien por otra parte de asidero, si e

preciso que lo diga, como un mito. Todo lo quhay de notable en la antigüedad es mito. Júpter, si se considera bien, es la vida; Alcides es fuerza. Aquí están las palabras para darme ra

zón; Zeus es ser, vivir; Alcides es alce, vigo

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Pues bien, Epicuro es la grata vigilancia, la protección. ¿Y quién vigila mejor el Estado, y quiéprotege mejor a los individuos que el seño

Fouquet? ––Estáis hablando etimología; pero no mora

digo, que nosotros, los epicúreos modernosomos malos ciudadanos.

 –– ¡Oh! ––exclamó La Fontaine––. Si nohacemos perversos ciudadanos, no será por s

guir las máximas del maestro. Oíd uno de suprincipales aforismos.

 ––Ya oigo. ––“ Desead buenos jefes.”

 –– ¿Y qué?

 –– ¡Y qué! ¿Qué nos dice el señor Fouqutodos los días? “ ¿Cuándo estaremos goberndos?” ¿Lo dice o no? Vamos, Conrart, sefranco.

––Lo dice, es cierto.

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 ––Pues bien: doctrina de Epicuro.

 ––Sí, pero eso es un poco sedicioso.

 –– ¡Cómo! ¿Es sedicioso querer ser gobenado por buenos jefes?

 ––Sin duda, cuando los que gobiernan somalos.

 –– ¡Paciencia! Tengo respuestas para todo. –– ¿Aun para lo que acaba de decir?

 ––Escuchad: “ Someteos a los que gobiernamal...” ¡Oh! Está escrito: Cacos politeuousi... ¿E

exacto el texto?

 –– ¡Pardiez! Ya lo creo. ¿Sabéis que habláis griego como Esopo, mi querido La Fontaine?

 –– ¿Lo decís en chanza, mi querido Conrart? –– ¡Dios me libre!

 ––Entonces, volvamos al señor Fouquet. ¿Qunos repetía siempre? “ ¡Qué tunante ese Mazar

no! ¡Qué asno! ¡Qué sanguijuela! ¡Y, sin em

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bargo, es preciso obedecer a ese pícaro!” ¿No esto, Conrart? ¿Lo decía o no lo decía?

 ––Confieso que lo decía, y quizá algo más:

 ––Como Epicuro, amigo mío, siempre comEpicuro; lo repito, somos epicúreos, y esto emuy divertido.

 ––Sí, pero temo que se levante a nuestro laduna secta como la de Epicieto; ya sabéis, el filsofo de Hierópolis; aquel que denominaba pan lujo, a las legumbres prodigalidad, y agua clara embriaguez; aquel que, azotado u

día por su amo, le decía gruñendo un pocpero sin incomodarse lo más mínimo: “ ¿Apotamos a que me habéis roto uña pierna?” Y gnó la apuesta. Ese Epicteto era un idiota.

 ––Corriente; pero podría muy bien ponersela moda cambiando únicamente su nombre poel de Colbert.

 –– ¡Bah! ––replicó La Fontaine.

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 –– Eso es imposible; jamás encontraréis a Cobert en Epicieto.

 ––Es verdad, yo buscaré, Coluber todo

más. –– ¡Ah! Estáis abatido, Conrart, pues os ref

giáis en los juegos de palabras. El señor Arnaupretende que yo no tengo lógica... Tengo má

que el señor Nicolle.. ––Sí ––contestó Conrart––, tenéis lógica, per

sois jansenista. Estas palabras fueron acogidacon una estrepitosa carcajada. Poco a poc

habían sido atraídos los paseantes por los gritode los ergotistas en derredor del bosquecildon Culebra.

Le peroraban: Toda la discusión había sid

escuchada religiosamente, y el mismo Fouqueconteniéndose apenas, había dado ejemplo dmoderación.

Pero el desenlace de la escena le puso fue

de quicio, y estalló. Todo el mundo estalló co

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mo él, y los dos filósofos fueron saludados cofelicitaciones unánimes.

No obstante, La Fontaine fue declarado ve

cedor a causa de su erudición profunda y de slógica incontestable.

Conrart obtuvo las indemnizaciones debidaa un combate desgraciado; lo elogiaron por

lealtad de sus intenciones y la pureza de sconciencia. En el momento en que se manifetaba esta alegría con las más vivas demostraciones, y cuando las damas hacían cargos a lodos enemigos, por no haber hecho entrar a lamujeres en el sistema de felicidad epicúrea, svio venir a Gourville del otro extremo del jadín. Se acercaba a Fouquet, que lo acechaba cola vista, y éste se destacó del grupo.

El superintendente conservó en su semblanla risa y todos los caracteres de la tranquilidamas apenas lo perdieron de vista dejó la máscra.

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 –– ¿Dónde está Pellisson? ––dijo con vivza––. ¿Qué hace Pellisson?

 ––Pellisson regresa de París.

 –– ¿Ha traído los presas?

 ––Ni siquiera ha podido ver al alcaide de Conserjería.

 –– ¡Qué! ¿No ha dicho que iba en nombmío?

 ––Lo ha dicho; pero el alcaide ha mandadresponder: “ Si vienen de parte del señor Fou

quet, deben traer una carta suya.” –– ¡Oh! ––murmuró éste—. Si sólo se tra

de darla una carta...

 ––Jamás ––replicó Pellisson, que aparec

en el extremo del bosquecillo—, jamás, moseñor... Id vos mismo y habladle en vuestnombre.

 ––Sí, tenéis razón, voy a entrar en mi cuar

como para trabajar; dejad enganchados los c

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ballos, Pellisson; entretened a mis amigoGourville.

 ––Escuchad un consejo; monseñor –––

respondió éste. ––Hablad, Gourville.

 ––No vayáis a ver al alcalde sino en el últimmomento; es osado, pero no hábil.

 ––Dispensadme, señor Pellisson, si tengo otparecer que el vuestro

–– Pero creedme, monseñor; haced qu

hablen otra vez al alcaide, que es un hombgalante; pero no vayáis vos mismo.

 ––Yo avisaré––repuso Fouquet––; además, tnemos la noche entera.

 ––No contéis mucho con el tiempo, pues auque fuese doble del que tenemos ––replicó Pellilisson––, nunca es una falta llegar demasiadpronto.

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 ––Adiós ––dijo el superintendente––, venconmigo, Pellisson. Gourville, os recomiendmis convidados. Y partió.

Los epicúreos no advirtieron que el jefe de escuela había desaparecido; los violines tocarodurante toda la noche.

LVII I

QUINCE M INUTOS DE RETRASO

La segunda vez que en aquel día, salía Foquet de casa, sentíase menos torpe y turbado dlo que pudiera creerse.

Dirigiéndose a Pellisson, que en un rincón d

la carroza meditaba gravemente alguna buenargumentación contra los entusiasmos de Cobert, le dijo:

 ––Mi querido Pellisson, es lástima que n

seáis mujer.

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 ––Lo creo, al contrario, una fortuna ––replicPellisson––, porque, al fin, monseñor, soy excsivamente feo.

 –– ¡Pellisson! ¡Pellisson! ––dijo el superintedente riendo––. Repetís demasiado que sois fepara no dejar de creer que esto os causa muchpena.

Mucha, efectivamente, monseñor; no haningún hombre más desgraciado que yo; yo eguapo, pero las viruelas me volvieron horriblEstoy privado de un gran medio de seducciópero, si siendo vuestro primer dependiente, poco menos, y manejando vuestros negocios intereses, me convirtiese en una mujer hermosos prestaría un servicio, importante.

 –– ¿Cuál?

 ––Iría a ver al alcaide del palacio, lo seduciríporque es un cortejador y un enamorado ridículo, y me traería los dos presos.

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 ––Eso espero yo hacer, aunque no sea unmujer bonita ––replicó Bouquet.

 ––Conforme, monseñor; pero os comprom

téis mucho. –– ¡Oh! ––exclamó de pronto Fouquet, co

uno de esos secretos transportes de quien tine en sus venas la sangre generosa de la j

ventud o el recuerdo de una emoción dulce. –– ¡Oh! Conozco una mujer que será, con

teniente de alcaide de la Conserjería el persnaje que necesitamos.

 ––Yo conozco cincuenta, monseñor; pero socincuenta trompetas que enterarán al universentero de vuestra generosidad, de vuestro sacrficio por los amigos; y que, por tanto os perde

rán tarde o temprano perdiéndose ellas. ––Yo no me refiero a esas mujeres, Pellisso

hablo de una criatura noble y bonita que une talento de su sexo el valor la sangre fría d

nuestro; hablo de una mujer bastante bella pa

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que los muros de la cárcel se inclinen para sludarla; de una mujer bastante prudente paque nadie sospeche por quién va enviada.

 ––Un tesoro ––exclamó Pellisson––; haríais ugran regalo al señor alcaide de la Conserjerí¡Diablo! Monseñor, podría suceder que le cortsen la cabeza; pero antes de morir habría tenid

una fortuna, tal como nadie la ha encontradantes que él.

 ––Y añado ––dijo Fouquet––, que no cortarála cabeza al alcaide, pues se salvará con mcaballos, que yo le daré, y con quinientas mlibras para vivir holgadamente en Inglaterrañado también que esa mujer, amiga mía, no dará otra cosa que los caballos y el dinero. Vamos a buscar a esa mujer, Pellisson.

El superintendente tendió la mano hacia cordón de seda y oro colocado en el interior dla carroza, mas lo detuvo Pellison.

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 ––Monseñor ––dijo––, vais a perder en buscde esa mujer tanto tiempo como Colón tardó eencontrar el Nuevo Mundo. No disponemo

más que de dos horas, y si el alcaide se acuest¿cómo hemos de penetrar en su casa sin graruido? Si llega a ser de día, ¿cómo ocultaremonuestros pasos? Id, señor; id vos mismo y nbusquéis ni ángel ni mujer por esta noche.

 ––Pero, amigo Pellisson, ¡si estamos en puerta!

 –– ¿Delante de la puerta del ángel?

 ––Sí. –– ¡Esta es la casa de la señora de Vellière

–– ¡Chitón!

 –– ¡Ah! ¡Dios mío!––exclamó Pellisson. –– ¿Qué tenéis que decir contra ella? –

preguntó Fouquet.

 –– ¡Nada, nada! Esto es lo que me desesp

ra. Nada, absolutamente nada... ¡Si pudie

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deciros de ella mucho malo para que no sbieseis a su casa!

Pero ya había dado Fouquet orden de parar

la carroza permanecía, inmóvil. –– Que no subiera! ––dijo Fouquet––. N i

gún poder humano me impediría decir ucumplido a la señora du Plessis Vellière

además, ¿quién sabe si no tendremos necsidad de ella? ¿Subís conmigo?

 ––No, monseñor, no.

 ––Es que no quiero me esperéis, Pellisson –replicó Fouquet con sincera cortesía.

 ––Razón de más, monseñor; sabiendo que mhacéis esperar estaréis arriba menos tiempo¡Pero, cuidado! ¿Veis una carroza en el patio

¡A lguien hay en su casa!

Fouquet inclinóse a la portezuela, como pasalir.

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 –– ¡Una palabra! ––murmuró Pellisson–––¡No vayáis a ver a esa mujer sino después dhaber estado en la Conserjería, por favor!

 –– ¡Ah! Cinco minutos, Pellisson ––replicFouquet bajando al umbral mismo de la casa.

Pellisson quedóse en la carroza con el ceñfruncido.

Fouquet subió a casa de la marquesa y se da conocer al criado, el cual comenzó a hacedemostraciones que atestiguaban el hábito drespetar aquel nombre.

 –– ¡Señor superintendente! ––dijo la marquesadelantándose muy pálida hacia Fouquet–¿Qué honor tan inesperado!

Y luego añadió en voz baja:

–– ¡Tened cuidado! ¡Margarita Vanel está emi cuarto!

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 ––Señora ––respondió Fouquet turbado–venía a hablaros de asuntos… Una sola palbra... Entraron en el salón.

La señora Vanel se había levantado, más páda y lívida que la misma envidia. Fouquet dirgióle en vano uno de los saludos más ecantadores y pacíficos; ella sólo respondió co

una ojeada terrible, lanzada sobre la marquesy Bouquet. Margarita Vanel hizo una reverenca su amiga, otra más profunda a Fouquet, y sdespidió pretextando un sinnúmero de visitaque había de hacer, sin que la marquesa ni és

pensasen en retenerla; tal era su inquietud.Apenas salió, cuando Fouquet, solo ya con

marquesa echó a sus pies, sin pronunciar palbra.

 ––Os esperaba ––dijo la marquesa con dulcsonrisa.

 –– ¡Oh! No ––murmuró Fouquet––; entonchabríais despedido a esa mujer.

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 ––Apenas hace un cuarto de hora que ha llgado, y yo no podía suponer que viniese esnoche.

 –– ¿De modo que me amáis un poco, marqusa?

 ––No se trata de eso, señor, sino de vuestropeligros. ¿Cómo están vuestros asuntos?

 ––Esta misma noche voy a sacar a mis amigode las cárceles del palacio.

 –– ¡Cómo!

 ––Comprando, sobornando al alcaide. ––Es de más amigos. ¿Puedo ayudaros s

haceros daño?

 –– ¡Oh, marquesa! Ese sería un gran servici

Pero, ¿cómo hacerlo sin comprometeros? Nuca serán rescatadas ni mi vidú, ni mi poder, aun mi libertad, si es necesario que caiga unlágrima de vuestros ojos, si es preciso que u

dolor obscurezca vuestra frente.

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 ––Monseñor, no me digáis más esas palabraque me embriagan, soy culpable de haber qurido serviros, sin calcular las consecuencias d

mis pasos. Yo os amo, en efecto, como una tiena amiga, y como amiga os agradezco vuestdelicadeza, pero, ¡ah! nunca encontraréis en muna querida.

 –– ¡Marquesa! ––––exclamó Fouquet con vodesesperada––. ¿Por qué?

 ––Porque sois demasiado amado ––dijo evoz muy baja la joven––; porque lo sois pademasiadas gentes. Porque el brillo de la glory de la fortuna hiere mis ojos, mientras que dolor sombrío los atrae; porque, finalmente, yque os he rechazado en vuestra fastuosa magnificencia, yo que apenas os he mirado cuand

resplandecíais, he ido, como mujer extraviada,arrojarme, por decirlo así, en vuestros brazocuando vi una desgracia que amenazaba vuetra cabeza... ¿Me comprendéis ahora, monsñor?...

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 –– ¡Oh! No me miréis los dos con ese aide reconvención...

 ––Señora, por piedad, ¿quién es esa dam

que ha salido de vuestra casa cuando entrabmonseñor?

 ––Madame Vanel––dijo Fouquet.

 –– ¡Ella aquí! ––exclamó Pellisson––. Estba seguro de ello,

 –– ¿Y qué?...

 ––Ha subido muy pálida a la carroza.

 –– ¿Y qué me importa? ––dijo Fouquet.

 ––Sí, pero lo que os importa es lo que ha dcho a su cochero.

 –– ¿Pues qué le ha dicho, Dios Santo? –exclamó la marquesa.

 ––A casa del señor Colbert ––dijo Pellissocon voz ronca.

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 –– ¡Gran Dios! ¡Marchad, monseñor! –respondió la marquesa, conduciendo a Fouquefuera del salón mientras Pellisson lo arrastrab

por la mano. ––Pero, señor ––dijo el superintendente–

¿soy acaso un niño a quien se le causa miedcon una sombra?...

 ––Sois un gigante ––dijo la marquesa––, quien una víbora trata de picar en el talón.

Pellisson siguió arrastrando a Fouquet hacla carroza.

 –– ¡Al palacio! ¡A escape! ––gritó al cochero.

Los caballos salieron como el rayo; ningúobstáculo debilitó su marcha un solo instantPero en la arcada de San Juan, cuando iban

desembocar en la plaza de la Grève, una filarga de jinetes, obstruyendo el paso, detuvo carroza del superintendente. No hubo medio dforzar esta barrera, y fue menester que pasase

los arqueros de la ronda a caballo, pues era

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ellos, con el pesado carretón que escoltaban que subía rápidamente hacia la plaza Baudoye

Fouquet y Pellisson no prestaron atención

este acontecimiento, sino para deplorar el mnuto de retraso que sufrían, entrando cinco mnutos después en casa del alcaide.

Éste paseábase aún por el primer patio.

Al nombre de Fouquet, pronunciado a su odo por Pellisson, el alcaide se acercó a la carrza con presteza, y, sombrero en mano, aumensus reverencias.

 –– ¡Qué honor para mí, monseñor! ––dijo.

 ––Una palabra, señor alcaide. ¿Queréis entren mi carroza?

El oficial entró en la pesada máquina y se setó frente a Fouquet.

 ––Señor ––dijo Fouquet––, he de pediros ufavor.

––Hablad, monseñor.

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 ––Favor comprometido para vos, señor, peque os promete para siempre mi protección mi amistad.

 ––Aunque fuera necesario que me arrojase fuego por vos, lo haría, monseñor.

 ––Bien ––dijo Fouquet––, lo que os pido más sencillo.

 ––Está hecho, monseñor. ¿De qué se trata?

 ––De conducirme a las habitaciones de los sñores Lyodot y Eymeris.

 –– ¿Quiere explicarme monseñor para qué ––Os lo diré en su presencia, señor,

mismo tiempo que os daré todos los mediode paliar esta evasión.

 –– ¡Evasión! ¿Conque monseñor no sabe?... –– ¿Qué?

 ––Que el señor Lyodot y el señor Eymeris yno están aquí.

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–– ¿Desde cuándo? ––preguntó temblandFouquet.

 ––Desde hace un cuarto de hora.

––Pues ¿dónde se hallan?

 ––En el torreón de Vincennes.

 –– ¿Quién los ha sacado de aquí?

 ––Una orden del rey.

 –– ¡Desgracia! ––murmuró Fouquet golpeádose la frente––. ¡Desgracia!

Y sin decir una palabra más al alcaide, queden su carroza con la desesperación en el alma la muerte en el semblante.

 –– ¿Qué hay? ––dijo Pellisson con ansiedad.

 –– ¡Nuestros amigos están perdidos! ¡Colbelos ha llevado al torreón! Ellos eran con quienenos cruzamos en la arcada de San Juan. HeridPellisson como por un rayo; no contestó pal

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bra. Con un solo reproche hubiera matado a samo.

 –– ¿Dónde va, monseñor? ––preguntó el lac

yo. ––A mi casa de París; vos, Pellisson, volved

Saint Mandé y enviadme al abate Fouquet padentro de una hora. ¡Marchad!

LIX

PLAN DE BATALLA

Estaba muy avanzada la noche cuando el abte Fouquet entró en el cuarto de su hermanGourville le seguía. Estos tres hombres estabapálidos, presintiendo acontecimientos futuroy parecían menos tres poderosos del día qutres conspiradores unidos por igual pensamie

to de violencia. Fouquet se paseaba hacía m

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cho tiempo con los ojos bajos , y las manocruzadas.

Tomando por fin valor y dando un gran su

piro: ––Abate ––dijo––, hoy mismo me habé

hablado de ciertas gentes a quienes mantenéis

 ––Sí, monseñor ––respondió el abate.

 ––La verdad, ¿quiénes son esas gentes?

El abate vaciló.

 –– ¡Vamos! Nada de miedo, que no amenaz

nada de bromas, que no chanceo.

 ––Ya que me preguntáis la verdad, monseñoos diré que tengo ciento veinte amigos o compañeros de placeres, tan unidos a mí como lo

ladrones a la horca. –– ¿Y podéis contar con ellos?

 ––Absolutamente.

–– ¿Y no os comprometeréis?

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 –– Ni me lo figuro siquiera.

 –– ¿Y son gente decidida?

 ––Quemarán a París si les prometo quellos no serán quemados

 ––Lo que yo os pido, abate ––dijo Fouque –, es lanzar, vuestros ciento veinte hombrsobre la gente que yo designe en un momendado... ¿Es posible?

 ––No será la vez primera que les suceda tcosa, monseñor.

 ––Bien; pero, ¿esos bandidos atacarán... a fuerza armada?

 ––Es su costumbre.

 ––Entonces, reunid vuestros ciento vein

hombres, abate. ––Corriente. Y; ¿dónde?

 ––En el camino de Vincennes, mañana, a lados en punto.

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 –– ¿Para arrebatar a Lyodot y a Eymeris?.

 ––Habrá golpes que recibir.

 ––Muchísimos. ¿Tenéis miedo?

 ––Por mí, no, sino por vos.

–– ¿Sabrán vuestros hombres lo que hacen?

 ––Son lo suficiente inteligentes para no adivnarlo... Pero un ministro que provoca una rebelión contra su rey... se expone.

 –– ¿Y qué os, importa, si pago?... Además,

caigo, vos; caéis conmigo.

 ––Entonces, será muy prudente no moversmonseñor, y dejar al rey que se tome esa insignificante satisfacción.

 ––Bien podéis pensar, abate, que Lyodot Eymeris en Vincennes, son un preludio de runa para mi casa. Lo repito; si yo soy arrestadvos seréis apresado; si yo apresado, vos dest

rrado.

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 ––Monseñor, estoy a vuestra disposició¿Tenéis que darme órdenes?

 ––Lo dicho: que mañana, los dos banquero

de quienes se pretende hacer víctimas, cuandhay tantos criminales impunes, sean arrancadoal furor de mis adversarios. Tomad vuestramedidas en consecuencia.. ¿Es posible?

 ––Es posible: ––Decidme vuestro plan.

 ––Mi plan es de una sencillez admirable. Lguardia ordinaria para las ejecuciones consta ddoce arqueros.

 ––Mañana irán ciento.

 –Cuento con ello, y digo más: habrá doscie

tos. ––Entonces, no tenéis suficiente con cient

veinte hombres.

 ––Perdonad. En toda multitud compuesta d

cien mil espectadores, hay diez mil bandidos

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descuideros, pero que no se atreven a tomar iniciativa.

 –– ¿Y qué?

 ––Mañana habrá en la plaza de la Grève, a cual escojo por teatro, diez mil auxiliares de mciento veinte hombres. La batalla la comienzaéstos y la acaban los otros.

 –– ¡Bien! ¿Pero qué se hace con los presos?

 ––Se les hará entrar en una casa cualquiera dla plaza, y allí será necesario un sitio para qupuedan arrebatarlos... Y, mirad, otra idea másublime todavía: ciertas casas tienen dos sadas, una a la plaza de la Grève y otra a la calde Mortelliere, o de la Vannerie, o de la Tixeranderie. Los presos que penetren por una, sa

drán por la otra. –– ¡Pero decid algo positivo!

 ––Voy a buscar.

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 ––Pues yo ––exclamó Fouquet––, ya he encotrado; escuchad lo que me sucede en este mmento.

 ––Escucho.Fouquet hizo una seña a Gourville, el cual p

reció comprender.

 ––Cierto amigo mío me presta a veces las llves de una casa que tiene alquilada en la cade Baudoyer, y cuyos espaciosos jardines etiéndanse detrás de cierta casa de la plaza dla Grève.

 ––Ese es el asunto ––dijo el abate––. ¿Cuál la casa?

 ––Una taberna, cuya muestra representa imagen de Nuestra Señora.

 ––La conozco ––dijo el abate. ––La taberntiene ventanas que dan a la plaza, y salida a upatio que debe conducir a los jardines de mamigo por una puerta de comunicación.

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 ––Corriente.

 ––Entrad por la taberna con los presos haced que defiendan la puerta, mientras qu

vos los hacéis huir por el jardín y la plaza Badoyer.

 ––Es cierto, señor; haríais un general exclente como el señor príncipe,¿comprendido? ––

 ––Perfectamente.

 –– ¿Cuánto necesitáis a fin de atracar a vuetros bandidos con vino y para satisfacerlos cooro?

 –– ¡Oh, monseñor, qué expresión! ¡Si ellos oescuchasen! A lgunos son muy susceptibles.

 ––Quiero decir, que se debe hacer de mod

que no distingan el cielo de la tierra, porqumañana lucharé con el rey, y cuando yo luchquiero vencer, ¿comprendéis?

 ––Hecho, monseñor... Decidme las otra

ideas.

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 ––Eso es cosa vuestra.

 ––Entonces, entregadme vuestra bolsa.

 ––Gourville, contad cien mil libras al abate. ––Bueno... y no economizamos nada, ¿eh?

 ––Nada.

 ––Muy bien.

 ––Monseñor ––objetó Gourville––, si saben eto, perdemos la cabeza. Vamos, Gourville –replicó Fouquet rojo de cólera––, me causálástima; hablad por vos, quedo, mas lo que

mi cabeza no vacila de ese modo sobre mhombros. Vamos, abate, ¿está dicho?

 ––Dicho está. ¿Mañana a las dos?

 ––A medio día, porque es necesario que prpare a mis auxi liares secretamente.

 ––Es verdad; no economicéis el vino del tbernero.

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 ––No economizaré ni su vino ni su, casa –replicó el abate con sonr isa diabólica––. Os digque tengo mi plan, dejadme ponerlo por obra

ya veréis. –– ¿Dónde os encontraré?

 ––Por hoy en ninguna arte. ¿Y cómo menteraré?

 ––Por medio de un correo, cuyo caballo estaen el mismo jardín de vuestro amigo. A propsito; ¿cómo se llama ese amigo?

Fouquet miró de nuevo a Gourville, el cuvino en socorro de su señor, diciendo:

 ––La casa puede reconocerse perfectamentla imagen de Nuestra Señora por delante, y ujardín, único en el barrio, por detrás.

 ––Perfectamente. Voy a avisar a mis soldado

 ––Acompañadle, Gourville ––dijo Fouquet–y contadle el dinero. Un momento, abate... u

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momento, Gourville… ¿Qué aspecto se dará este acontecimiento?

 –– Uno muy natural... Un tumulto.

 –– ¿Tumulto a propósito de qué? Porque, fin; si alguna vez está dispuesto el pueblo dParís a hacer fiestas al rey, es cuando hace ejcutar a los banqueros.

 ––Yo arreglaré eso––dijo el abate.

 ––Sí, pero lo arreglaréis mal y lo adivinarán.

 ––No, no... Tengo una idea.

 ––Manifestadla.

 ––Mis hombres gritarán. ¡Colbert! ¡Viva Cobert!, se arrojarán sobre los presos como pahacerlos pedazos y arrancarlos a la horca, qu

es suplicio más dulce. –– ¡Ah! Es, una idea, efectivamente ––di

Gourville––. ¡Diablo, señor abate, qué imaginción!

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 ––Amigo, es digna de la familia ––respondéste con orgullo.

 ––Tunante ––murmuró Fouquet. Y añadió e

seguida: –– ¡Es ingenioso! Hacedlo y procurad no ve

ter sangre.

Gourville y el abate salieron juntos.

El superintendente se acostó sobre unos cones, soñando a medias con los terribles planedel siguiente día, y a medias con el amor.

LX

LA TABERNA “LA IMAGEN DE NUESTRA SEÑORA”

Al siguiente día, cincuenta mil curiosos haban tamado posición alrededor de dos horcalevantadas en la plaza de la Grève, entre

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muelle del mismo nombre y el de Pelletier, una junto a la otra adosadas al parapeto del río

Aquella misma mañana todos los pregonero

jurados de la buena ciudad de París habían rcorrido los barrios y arrabales pregonando cosus roncas voces, da gran justicia que mandabhacer el rey con dos prevaricadares; ladrones

sanguijuelas del pueblo. Y e1 pueblo, cuyointereses se tomaba con tanto ardor, dejaba sutiendas y talleres, para no faltar al respeto debdo a su rey y demostrar algún reconocimientoLuis XIV, como harían los convidados que te

mieran ser descorteses no asistiendo a la casde quien los hubiera invitado.

Según el tenor de la sentencia, que leían altomal dos pregoneros, dos arrendadores de co

tribuciones, acaparadores de dinero, magastadores de caudales reales, concusionarios falsarios, iban a sufrir la pena capital en la plazde la Grève, con sus nombres fijos en la cabeza

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Mas la sentencia no hacía mención de estonombres.

Llegaba, pues, al colmo la curiosidad de lo

parisienses, y, como ya hemos manifestado, unmultitud inmensa esperaba con febril impaciencia la hora señalada, para la ejecución. Yhabía corrido la noticia de que los presos, tra

ladados al castillo de Vincennes, serían coducidos desde esta cárcel a la plaza de la Grèvde modo que estaban intransitables el barrio la calle de Sen Antonio, porque la población dParís, en días de gran ejecución, dividiese e

dos categorías: los que desean presenciar paso de los condenados (corazones tímidos dulces, curiosos de filosofía) y los que deseapresenciar la muerte del sentenciado (corazoneávidos de sensaciones).

Aquel mismo día había recibido el señor dArtagnan sus últimas instrucciones del rey, dado el correspondiente adiós a sus amigocuyo número quedaba reducido por al mome

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to a Planchet. En seguida trazóse el plan daquel día como debe hacerlo todo hombre ocpado, cuyos momentos cuenta porque aprec

su importancia. ––Mi marcha ––dijo–– está fijada para el am

necer; a las tres de la mañana; de modo qutengo quince horas mías. Quitemos las hora

del sueño que me son indispensables, seis; unpara la comida; siete; una de visita a Athoocho; y dos para casos imprevistos: total, dieTodavía me quedan cinco horas. Una pahacer que me nieguen el dinero en casa de Fo

quet; otra para ir a buscar ese dinero a casa dseñor Colbert y recibir sus preguntas y sus getos; y otra para inspeccionar mis armas, mvestidos, y hacer que den manteca a mis botaAún me restan dos horas. ¡Pardiez! ¡Qué ricsoy!

Al decir esto sintió Artagnan una alegría etraña, alegría de joven, perfume de aquello

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hermosos y felices años de otro tiempo que sbían a su frente y lo embriagaban.

 ––En esas dos horas ––dijo el mosquetero–

iré a “ La Imagen de Nuestra Señora.” ¡Trescietas setenta y cinco mil libras! ¡Diantre! ¡Es soprendente! Si el pobre que sólo tiene una liben el bolsillo, tuviese una libra y doce sueldo

sería cosa muy justa; pero jamás suceden pobre semejantes venturas. El rico, por el cotrario, créase rentas con su dinero, al cual ntoca jamás. ¡He aquí trescientas setenta y cincmil libras que me caen del cielo, iré; pues, a “ L

Imagen de Nuestra Señora” , y beberé con minquilino un vaso de vino español que no dejade ofrecerme. Pero es preciso orden, señor dArtagnan; es necesario orden. Organicemopues, nuestro tiempo, y repartamos el emplede él. Artículo 1° Athos: Artículo 2° “ La Imagede Nuestra Señora” . Artículo 3° Señor FouqueArtículo 4° Señor Colbert: Artículo 5° ComeArtículo 6° Vestidos, botas caballos, malet

Artículo 7° y último. Sueño.

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Por consiguiente, Artagnan se fue derecho casa del conde de la Fère, a quien relató cándda y modestamente una parte de sus buena

aventuras.Athos no estaba sin inquietud desde la vísp

ra, con respecto a la visita de Artagnan al repero le bastaron cuatro palabras, como cuat

explicaciones. Athos conoció que Luis habencargado a Artagnan de alguna comisión importante, y ni aun siquiera pretendió hacerconfesar el secreto. Sólo le ofreció discretamenacompañarlo si la cosa era posible.

 ––Pero, amigo ––dijo Artagnan––––, ¡si no mmarcho!

 –– ¡Cómo! ¡Venís a despediros y no os macháis!

 –– ¡Oh! Sí tal ––replicó Artagnan ruborizádose un poco––. Van a hacer una adquisición.

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 ––Eso es otra cosa. En tal caso varío de fórmla, y en lugar de deciros: “ no os dejéis matardiré: “ no os dejéis robar” .

 ––Amigo querido, os avisaré si fijo mi idea ealguna propiedad, y entonces tendréis la bodad de aconsejarme.

 ––Sí, sí ––dijo Athos, demasiado delicado p

ra permitirse la compensación de una sonrisa.Raúl imitaba la reserva paterna, y Artagna

conoció que era demasiado misterioso abandonar a unos amigos con un pretexto, sin decirle

siquiera el camino que llevaba.––He escogido el Mans ––dijo Artagnan–

¿Es buen país?

 ––Excelente, amigo ––replicó el conde s

hacerle advertir que el Mans estaba en la mismdirección que Tours, y que esperando dos díaa lo más, podían hacer juntos el camino.

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Pero Artagnan, más embarazado que el code, socavaba a cada nueva explicación el brranco en que se había metido poco a poco.

 ––Mañana al amanecer me marcho ––dijo fin––. Hasta entonces, ¿quieres venirte conmgo, Raúl?

 ––Sí, señor caballero ––dijo el joven––, si

señor conde no me necesita. ––No, Raúl, hoy tendré audiencia de Mo

sieur el hermano de el rey. Raúl pidió su espada Grimaud, que se la llevó al instante.

 ––Entonces, ––repuso Artagnan abriendo subrazas a A thos––, adiós, querido amigo,

Athos lo abrazó largo tiempo, y Artagnaque comprendió muy bien su discreción, le de

lizó al oído:

 ––Asunto de Estado.

A lo cual sólo respondió Athos con un apr

tón de manos más significativo aún:

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Entonces se separaron: Raúl tomó el brazo dsu amigo, que le condujo por la calle de SainHonoré.

 ––Te llevo a casa del dios Plutón ––dijo Atagnan al joven; prepárate; todo el día veráapilar escudos. Pero, ¡Dios Santo! ¿Qué es esto

 –– ¡Oh! Mucha gente hay en la calle ––di

Raúl. –– ¿Es día de procesión? ––preguntó A

tagnan a un transeúnte.

 ––Día de estrangulación, señor contestó éte.

 –– ¡Cómo! ¿Ahorcan ––dijo Artagnan–– en Grève?

 ––Si, señor: –– ¡Vaya al diablo el bergante que se hac

ahorcar el día que tengo precisión de cobrar mi inquilino! ––exclamó Artagnan––. Raúl; ¿ha

visto ahorcar?

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 –– ¡Jamás, señor, a Dios gracias!

 –– ¡Lo que es la juventud! Si estuvieras dguardia en la trinchera, como yo he estado, y u

espía... Pero, perdona, Raúl, yo desvarío... Tines razón, es horrible ver ahorcar... ¿Querédecirme a qué hora ahorcan, amigo?

 ––Caballero ––repuso el hombre con defere

cia, encantado de que iba a trabar conversaciócon gente de espada––, debe ser a las tres.

 –– ¡Oh! No es más que la una y mediad etiremos las piernas y llegáremos a tiempo p

ra cobrar mis trescientas setenta y cinco libray volver antes de la llegada del paciente.

 ––De los pacientes, señor ––prosiguió el plbeyo––, porque son, dos.

 ––Amigo, os doy mil gracias ––dijo Artagnaque al ir envejeciendo se había vuelto de urbnidad refinada.

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Y arrastrando a Raúl, lo dirigió aceleradamente hacia la plaza de la Creve.

Sin la grande costumbre que el mosquete

tenía de estar entre la multitud, y sin su puñirresistible, al .cual unía una resistencia :poccomún de hombros, ninguno de, los dos viajros; habría llegado a su destino.

Los dos seguían el muelle en que habían etrado al salir de la calle dé Saint––Honoré. Atagnan iba de]ante su codo, su puño y su hombro formaban tres puntas que sabía clavar, coarte los grupos para hacerlos romper y desuncomo astillas de madera.

No pocas veces usaba como refuerzo la empuñadura de la espada, introduciéndola en lositios más rebeldes, y haciéndola mover a guisde palanca, separaba al esposo de la esposa, tío del sobrino y al

hermano de la hermana. Todo esto tan natralmente y con tan graciosas sonrisas, que e

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necesario tener costillas de bronce para no gtar gracias, cuando la empuñadura hacía soficio, o corazones de diamante para no enca

tarse, cuando la sonrisa dilataba los labios dmosquetero,.

Siguiendo Raúl a su amigo contemplaba a lamujeres, que admiraban su hermosura, conte

taba a los hombres, que sentían la rigidez dsus músculos, y ambos hendían, gracias a esmaniobra, la onda un poco compacta y alborotada del populacho.

Llegaron finalmente a la vista de las dos hocas, y Raúl volvió los ojos con pesar. Pero Atagnan ni siquiera las vio; su casa, cuyas vetanas estaban llenas de curiosos, atraía y absobía toda la atención de que era capaz.

En la plaza y en derredor de las casas divisbuen número de mosqueteros con licencia, quunos con mujeres, otros con amigos, esperabael instante de la ceremonia.

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Lo que más le alegró fue ver que el tabernersu inquilino, se desvivía por atender a todos suclientes.

Tres mozos no bastaban para servir a los bbedores, que los había en la tienda, en los cuatos y en el patio mismo.

Artagnan hizo observar a Raúl esta afluenci

y añadió: ––No tendrá excusa el tuno para no pagarm

¿Ves todos esos bebedores, Raúl? Se creería quson gente de buena compañía. ¡Diantre! Pero n

hay sitio.Entretanto, Artagnan consiguió atrapar al p

trón por el cuello de su camisa y hacerse reconocer.

 –– ¡Ah! Señor ––dijo el tabernero medio loco–. ¡Un minuto, por favor! Aquí tengo cien ediablados que agotan mi bodega.

 ––La bodega, bueno, pero no el cofre.

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 –– ¡Oh! Señor, vuestros treinta y siete doblnes y medio los tengo muy contados allá arriben mi habitación; pero en esta otra sala ha

treinta compañeros que chupan las tablas de ubarrilito de Oporto que abrí esta mañana paellos... Concededme un minuto, nada más quun minuto.

 ––Corriente. ––Me voy––dijo Raúl en voz baja a Artagnan

–; esta alegría es innoble.

 ––Caballero ––replicó Artagnan severamente

–, vais a hacerme el gusto de quedaros; el sodado debe habituarse a todos los espectáculoHay en los ojos, cuando uno es joven, ciertafibras que es preciso saber endurecer. AdemáRaúl, ¿quieres dejarme aquí solo? Eso sería umal para ti. Oye, allí está el patio, y en el patun árbol; vente a su sombra y allí respiraremomejor que en esta atmósfera caliente de vinderramado.

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Desde el lugar en que estaban colocados lodos nuevos huéspedes de “ La Imagen de Nuetra Señora” , oían el murmullo siempre crecien

de las oleadas del pueblo, y no perdían ni ugrito ni un gesto de los bebedores, sentados las mesas en la taberna, o diseminados por lasalas.

El árbol, bajo el cual habíanse sentado, los cbría con su ya espeso follaje. Era un copudcastaño, de ramas inclinadas, que derramabsu negra sombra sobre una mesa rota de tmodo, que los bebedores debían haber renu

ciado a servirse de ella.Decimos que todo lo veía Artagnan desde e

te puesto. Observaba, en efecto, las idas y vendas de los mozos, la llegada de nuevos bebedo

res, y la acogida que se les hacía, unas veceafectuosa y otras hostil. Y todo lo observaba popasatiempo, porque los treinta y siete dobloney medio tardaban en llegar.

Raúl se lo hizo observar, diciéndole:

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 ––Señor, no dais prisa a vuestro inquilinpronto van a llegar los reos, y habrá tal confsión entonces, que no podremos salir.

 ––Es verdad ––dijo el mosquetero––. ¡Hol¡Eh! ¡A lguien aquí, pardiez!

Pero por más que gritó y golpeó sobre los retos de la mesa, que cayó hecha polvo a sus pu

ñadas, nadie apareció.Preparábase Artagnan a ir en busca del tabe

nero, para obligarle a una explicación definitva, cuando la puerta del patio en que se hallab

con Raúl, puerta que comunicaba con el jardtrasero, se abrió trabajosamente sobre sus gones ruinosos y un hombre, vestido de caballersalió de ese jardín, con la espada envainadpero no ceñida, atravesó el patio, sin cerrar puerta, y, habiendo dirigido una mirada obcua sobre Artagnan y su compañero, se diriga la taberna recorriéndolo todo con los ojos, quparecían penetrar las paredes y las conciencias

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 –– ¡Hola! ––se dijo Artagnan interiormente–¿Quién será éste? ¡Ah! Sin duda es también ucurioso de estrangulación.

En este mismo momento cesaron los gri tosel alborozo en las salas de arriba. Tal silencien semejantes circunstancias, sorprende tancomo un aumento de ruido. Artagnan quis

averiguar cuál era la causa de aquel silencrepentino.

Entonces vio que aquel hombre en traje dcaballero acababa de entrar en la sala principy arengaba a los bebedores, quienes lo escuchban con mucha atención. Quizá hubiera oídArtagnan su alocución sin el ruido dominande los clamores populares, que formaban fomidable acompañamiento a la arenga del ora

dor. Pero ésta acabó pronto; y toda la gente dla taberna comenzó a salir en pequeños grupode tal suerte que sólo quedaron seis en la saluno de estos seis, el hombre de la espada, llamaparte al tabernero, entreteniéndole con razo

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nes más o menos serias, mientras los otros ecendían un gran fuego en el atrio, cosa bastanextraña con el buen tiempo y el calor que hacía

 ––Es cosa extraña ––dijo Artagnan a Raúl–pero yo conozco a esas caras.

 –– ¿No advertís ––dijo Raúl––que huele humo?

 ––Advierto más: que huele a conspiración –repuso Artagnan. Al decir esto, cuatro hombrehabían bajado al patio, y, sin apariencia de malos designios, se ponían de guardia en las ce

canías de la puerta de comunicación, echandpor intervalos miradas a Artagnan que signifcaban muchas cosas.

 ––¡Diantre ––dijo en voz muy baja Arta

nan a Raúl––, aquí hay algo! ¿Eres curiosRaúl?

 ––Según, señor caballero.

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 ––Pues yo soy curioso como una mujeAnda un poco y observemos el golpe de visque ofrece la plaza. ¡Bien se puede apostar

que será curioso! ––Pero ya sabéis, señor, que yo no quiero s

espectador pasivo, e indiferente de la muerte ddos pobres diablos.

 –– ¡Pues y yo! ¿Supones que soy un salv je? Ya entraremos cuando haya que entra¡Ven!

Encamináronse, pues, hacia la casa y se col

caron cerca de una ventana que, cosa más sigular que todo lo demás, permanecía desocpada.

Los dos últimos bebedores, en vez de mira

por esta ventana, alimentaban el fuego.Al ver entrar a Artagnan y a su amigo, e

clamaron:

 –– ¡Ah, ah! Refuerzo.

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Artagnan dio con el codo a Raúl.

 ––Si, valientes, refuerzo ––dijo––. ¡DiantrVaya un fuego famoso...

 –– ¿Qué vais a cocer en él?

Los dos hombres rompieron en una carcajadjovial, y, en lugar de responder, añadieron leñal fuego.

Artagnan no se cansaba de contemplarlos.

 ––Vamos ––dijo uno de los hombres––; os evían para decirnos el momento, ¿no es verdad

 ––Sin duda ––dijo Artagnan, que deseaba sber a qué atenerse––. ¿A qué vendría yo aquí, no fuese a eso?

 ––Entonces, poneos a la ventana, si queréis

observad.Artagnan sonrió en su interior, hizo una señ

a Raúl y se puso complaciente a la ventana.

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LXI

¡VIVA COLBERT!

Era un espectáculo espantoso el que presetaba en aquel momento la plaza de la Greve.

Las cabezas, niveladas por la perspectiva, e

tendíanse espesas y ondulantes, como las espgas devasto trigal.

De vez en cuando un ruido singular y un rumor lejano hacían oscilar más las cabezas y b

llar centenares de ojos.A veces sentíase una gran conmoción. Toda

aquellas espigas doblegábanse y se convertíaen oleadas más movedizas que las del Océan

que rodando de las extremidades al centro ibaa chocar, como aguas agitadas, en la fila de aqueros que rodeaba las horcas.

Entonces bajaban las alabardas y amagabasobre las cabezas o sobre los hombros de lo

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invasores, en cuyo caso abríase un ancho círclo en derredor de la guardia, espacio conquitado a costa de las extremidades, que sufrían

su vez súbita opresión contra los parapetos dSena.

Desde lo alto de la ventana que dominaba toda la plaza, vio Artagnan con interior satisfa

ción que todos aquellos mosqueteros y guardiaque se hallaban entre la mulitud, sabían hacerslugar a fuerza de golpes dados con el pomo dla espada. También notó que habían consegudo, por ese espíritu de cuerpo que dobla la

fuerzas del soldado, reunirse en un grupo dunos cincuenta hombres, y que, a excepción duna docena de extraviados, a quienes veía errade acá para allá, el grupo estaba a distancia dsu voz.Pero no sólo los mosqueteros y guardiaeran los que llamaban la atención de ArtagnaAlrededor de las horcas, sobre todo en las imediaciones de la arcada de San Juan, se agitba un torbellino ardiente; rostros atrevidos

aun resueltos se distinguían por todas partes e

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medio de fisonomías serenas y rostros indifrentes, cambiaban señales y se daban las mnos. Artagnan, divisó en los grupos, y en lo

grupos más animados, la catadura del caballeque había visto entrar por la puerta de comuncación de su jardín, y que había subido al pisprincipal a fin de arengar a los bebedores. Eshombre organizaba partidos y distribuía órde

nes. –– ¡Pardiez! ––exclamó Artagnan––. No m

engañaba; yo conozco a ese hombre. ¡Es Mennville! ¿Qué diantres hace aquí?

Un sordo murmullo, que se acentuaba pogrados, detuvo su reflexión y atrajo sus miradhacia otro lado. Aquel murmullo era producidpor la llegada de los reos, a quienes precedía u

fuerte piquete de arqueros que apareció en ángulo de la arcada. La multitud entera comezó a dar gritos, y todos estos gritos formabaun aullido inmenso.

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Artagnan vio a Raúl que se ponía pálido, y dio un fuerte golpe en el hombro.

Al oír aquel enorme grito, los hombres qu

encendían el fuego se volvieron y preguntaroen qué estaban ya.

 ––Ya llegan ––dijo Artagnan.

 ––Bueno ––respondieron, avivando la l lamde la chimenea. Artagnan los miró inquietmente. Era evidente que estos hombres quencendían semejante fuego sin utilidad alguntenían intenciones extrañas.

Aparecieron los condenados en la plaza; ibaa pie, el verdugo delante y cincuenta arqueroen fila a derecha e izquierda. Ambos vestían dnegro, y hallábanse pálidos, pero resueltos.

cada instante miraban con inquietud por encma de las cabezas, alzándose sobre las plantade los pies.

Artagnan notó este movimiento.

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 –– ¡Pardiez! ––dijo––. ¡Mucha prisa tienepor ver la horca! Raúl retrocedía, sin fuerzapara dejar del todo la ventana. También el t

rror tiene su atracción.–– ¡Muera! ¡Muera! ––gritaron cincuen

mil voces.

 –– ¡Sí, muera! ––prorrumpieron un centen

de furiosos, como si la gran masa de gente lellevase la contraria.

 –– ¡A la cuerda! ¡A la cuerda! ––gritó la muchedumbre––. ¡Viva el rey!

 –– ¡No! ¡No!, ¡Nada de horca! –vociferaron coros. ¡Viva Colbert!

 –– ¡Caray! ––murmuró Artagnan––. Egracioso: ¡hubiera creído que era el seño

Colbert quien los hacía ahorcar!

Hubo en aquel momento un movimiento qudetuvo algún tanto la marcha de los condendos.

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Las gentes de catadura atrevida y resuelque había advertido Artagnan, a fuerza de moverse mucho, casi habían llegado a la fila de lo

arqueros.El cortejo se volvió a poner en marcha.

De pronto, y a los gritos de ¡viva Colberaquellos hombres que Artagnan no perdía d

vista, se arrojaron sobre la escolta, que en vanpretendió luchar. Detrás de estos hombres estba la multi tud.

Entonces empezó, en medio de horrible albo

roto, una espantosa confusión.Pero esta vez eran gritos de dolor más bie

que gritos de impaciencia o de alegría.

Efectivamente, las alabardas herían, las esp

das agujereaban y los mosquetes comenzabandisparar.

Hubo entonces un torbellino extraño, en mdio de lo cual no vio nada Artagnan.

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Los condenados habían sido arrancados dsus guardias y los arrastraban hacia la casa d“ La Imagen de Nuestra Señora” .

Los que los conducían iban gritando: ¡vivColbert!

El pueblo vacilaba, ignoraba si debía caer sbre los arqueros o sobre los agresores.

Lo que sostenía al pueblo era que los que gtaban ¡viva Colbert! comenzaban a proclamar mismo tiempo: “¡Nada de cuerda! ¡Abajo horca! ¡A l fuego! ¡A l fuego! ¡Quememos a lo

ladrones, sanguijuelas del pueblo!”Este grito a coro consiguió un éxito de ent

siasmo. El populacho había venido para ver usuplicio, y se le ofrecía la ocasión de hacer un

él mismo.Esto era más grato para el populacho. D

suerte que se afilió al instante en el partido dlos agresores contra los arqueros, gritando co

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la minoría que, gracias a él, habíase convertiden mayoría de las más compactas.

 –– ¡Sí, sí! ¡A l fuego los ladrones! ¡Viva Co

bert! –– ¡Pardiez! ––murmuró Artagnan––. Me p

rece que esto se va poniendo serio.

Uno de los hombres que estaba cerca de chimenea se acercó a la ventana con su hachóen la mano.

 –– ¡Ah! ––dijo––. Esto calienta. Y volviéndoluego a sus compañeros, les dijo:

 ––Ésta es la señal.

Y de pronto arrimó el tizón encendido a unleñera: No era una casa del todo nueva la ta

berna de “ La Imagen de Nuestra Señora” ; así eque no se hizo rogar para que ardiera al instate. Eh un momento crujen las tablas y suben lallamas hacia el techo. Un aullido de afuera cotesta a los gritos que dan los incendiarios. A

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tagnan, que nada había visto, porque estabmirando a la plaza, siente a un mismo tiempo humo que le sofoca y la llama que le quema.

 –– ¡Hola! ––murmuró, volviéndose––. ¿Haaquí fuego? ¿Estáis locos o endiablados, señormíos?

Los dos hombres lo miraron sorprendidos.

 –– ¡Pues qué! ––dijeron a Artagnan–– ¿No cosa convenida? ¿Cosa convenida que quemémi casa? ––gritó Artagnan arrancando el tizóde manos del incendiario y arrimándoselo a

cara. El otro quiso prestar socorro a su camarada; pero Raúl lo agarró y lo tiró por la ventanen tanto que Artagnan arrojaba a su compañerpor la escalera.

Raúl, que se vio libre primero, arrancó los casetones del techo que ardían, y los esparchumeantes por la sala.

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De una mirada vio Artagnan que nada habque temer ya por el incendio y corrió a la vetana.

El desorden había llegado a su colmo. A umismo tiempo vociferaban: “ ¡A l fuego! ¡A l assino! ¡A la horca! ¡A la hoguera! ¡Viva el rey viva Colbert!”

El grupo que había arrancado a los reos dmanos de los arqueros se acercaba a la casa, quparecía el objeto hacia el cual los llevabaMenneville iba a la cabeza del grupo gritandmás fuerte que nadie:

 –– ¡Al fuego! ¡A l fuego! ¡Viva Colbert!

Artagnan empezó a comprender. Queríaquemar a los condenados, y era su casa

hoguera que les preparaban. –– ¡Alto ahí! ––gritó con la espada en la man

y un pie sobre la ventana––. Menneville, ¿ququeréis?

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 –– ¡Señor de Artagnan ––gritó éste––, paspaso!

 –– ¡Al fuego! ¡A l fuego los ladrones!. ¡Viv

Colbert! ––chilló la multitud.Estos gritos exasperaban a Artagnan.

 –– ¡Diantre! ––dijo––. ¡Quemar a estos pobrdiablos que sólo han sido condenados a la hoca es una infamia!

Entretanto se hace más compacta la manga dcuriosos apiñados contra las paredes, y cierra paso.

Menneville y los hombres que conducían a locondenados sólo distaban diez pasos de puerta.

 –– ¡Paso! ¡Paso! ––gritó pistola en mano. –– ¡Queremos a los ladrones! ––aulló

multitud––. “ La Imagen de Nuestra Señoraestá ardiendo. ¡Queremos a los ladrones, a la

sanguijuelas del pueblo en la taberna! Ya n

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había duda de lo que deseaban: la casa de Atagnan.

Pero éste se acordó del antiguo grito qu

siempre había dado eficazmente. , –– ¡A mí, mosqueteros!––gritó con voz de g

gante, con una de aquellas voces que dominaal cañón, al mar, a la tempestad––. ¡A mí, mo

queteros!Y colándose por un brazo a la ventana dejos

caer en medio de la multitud, que comenzó separarse de aquella casa de donde llovía

hombres. Raúl se tiró detrás de él, ambos con espada en la mano. Todos los mosqueteros questaban en la plaza oyeron el grito de llamadtodos se volvieron, y todos reconocieron a Atagnan.

 –– ¡Al capitán! ¡A l capitán! –– gritaron a utiempo.

Y la multitud se abrió ante ellos como la

aguas ante la proa de un navío.

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En aquel instante se encontraron de frente Atagnan y Menneville.

 –– ¡Paso! ¡Paso! ––gritó éste, viendo que n

tenía más que alargar el brazo para ganar puerta.

 –– ¡No se pasa! ––dijo Artagnan, ¡Toma! –dijo Menneville apuntando su pistola casi

boca de jarro.Mas, antes de que hubiese caído el gatillo; A

tagnan alzó el brazo de Menneville con el puñde su espada, atravesándole la hoja por la m

tad del cuerpo.Ya te dije que permanecieras pacífico ––di

Artagnan a Menneville, que rodó a sus pies.

 –– ¡Paso! ¡Paso! ––gritaron los compañeros d

éste, espantados al principio, pero tranquilizados bien pronto, al ver que, sólo tenían, quhabérselas con dos hombres.

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Pero los dos hombres son dos gigantes cocien brazos; y la espada voltea en sus manocon la ligereza del rayo, agujereando con

punta, hiriendo de plano y de filo, y arrojandun hombre por tierra a cada golpe.

 –– ¡Por el rey! ––grita Artagnan a cada hombre que hiere, es decir, a cada hombre que cae.

 –– ¡Por el rey! ––grita Raúl. Este grito sirvde norte a los mosqueteros, quienes, guiadopor él, se reunieron a Artagnan. Entretanto loarqueros se reponen del susto experimentadcargan contra los agresores por detrás, y comovimientos regulares abaten y destruyecuanto encuentran al alcance de su alabarda.

La muchedumbre, que ve relucir las espaday volar por el aire las gotas de sangre, huye y scomprime ella misma.

En fin, resuenan gritos de misericordia y desesperación, que son el adiós de los vencidos.

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Los reos vuelven a caer en manos de los aqueros. Artagnan se acerca a ellos y, viéndolopálidos y moribundos:

 ––Consolaos, pobre gente ––dijo––, no sufrréis el espantoso tormento con que os amenazan esos miserables. El rey os ha condenado ser ahorcados, y no seréis sino ahorcados. Vay

que los ejecuten y hemos concluido.Ya no había nada en “ La Imagen de Nuest

Señora” . El fuego se había apagado con dotoneles de vino a falta de agua, y los conjuradohabían huido por el jardín.

Los arqueros arrastraron a los condenados las horcas.

El quehacer no fue mucho desde aquel m

mento. Poco cuidadoso el ejecutor de operasegún las formas del arte, se apresuró y despchó a los dos desgraciados en un minuto.

Mientras tanto, se apiña la gente en derredo

de Artagnan, lo felicitan y lo lisonjean. El enj

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ga el sudor de su frente y la sangre de su espda, y se encoge de hombros al ver a Mennevilrevolcarse a sus pies en las últimas convulsio

nes de la agonía. Y en tanto que Raúl vuelve loojos compasivamente, él enseña a los mosquteros las horcas cargadas con su triste peso:

 –– ¡Cobres diablos! ––dijo––. Espero qu

hayan muerto bendiciéndome, porque los hsalvado de buena.

Estas palabras llegan a Menneville en el intante en que va á dar su último suspiro. Unsonrisa irónica y sombría doblega sus labioquiere responder, pero el esfuerzo que hacacaba su vida y expira.

 –– ¡Oh! Todo esto es espantoso murmuró –Raúl––: Vámonos, señor caballero.

 –– ¿No estáis herido? ––preguntó Artagnan.

 ––No, gracias.

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 –– ¡Bien! ¡Eres un valiente, diantre! Esta es cabeza del padre y el brazo de Porthos. ¡Ah! Shubiera estado aquí Porthos hubiera visto cos

buena.Y luego, murmuró a modo de recuerdo:

 –– ¿Pero dónde diablos estará ese valienPorthos?

 ––Venid, señor, venid ––insistió Raúl.

Aguárdame un minuto, amigo mío, que voytomar mis treinta y siete doblones y medio soy contigo. La casa rinde provecho prosiguArtagnan entrando en la taberna “ La Imagen dNuestra Señora” pero aun cuando fuese menoproductiva, mejor la desearía en otro barrio.

LXII

DÉ QUE MODO EL DIAMANTE DEL SEÑOR DE EYM ERIS FUE A PARAR A M ANOS DE ARTAGNAN

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Mientras ocurría en la Grève esta ruidosa sangrienta escena, muchos hombres, parapet

dos detrás de la puerta de comunicación djardín, envainaban sus aceros, ayudaban a unde ellos a montar en un caballo ensillado quesperaba en el jardín, y como bandada de páj

ros aterrorizados, huían en todas direccioneunos escalando las tapias, otros precipitándospor las puertas con todo el ardor del pánico.

El que montó a caballo, al que hizo sentir espuela con tanta brutalidad que poco falpara que saltase la tapia, atravesó la plaza Badoyer, pasó como un relámpago por entre multitud de las calles, arrojando personas tierra, y diez minutos después llegó a la puer

de la superintendencia más jadeante aún que scaballo.

Al ruido ensordecedor del hierro sobre lapiedras apareció el abate Fouquet en una ve

tana del patio, y aun antes que el jinete hubie

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echado pie a tierra le preguntó inclinando cuerpo fuera de la ventana.

 –– ¿Qué sucede, Danicamp?

 –– ¡Todo ha concluido! ––respondió el jinte.

 –– ¡Concluido!––murmuró el abate–¿Luego han sido salvados?

 ––No, señor ––replicó el jinete–– han sidahorcados.

 –– ¡Ahorcados! ––repitió el abate ponié

dose pálido.De pronto se abrió una puerta lateral y apar

ció Fouquet en la sala, pálido, asustado, con lolabios entreabiertos por un grito de dolor y d

ira.Detúvose en el umbral escuchando lo qu

hablaban desde él patio a la ventana.

 –– ¡Canalla! ––dijo el abate–– ¿Conque n

os habéis batido?

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 ––Como leones.

 ––Decid como cobardes.

 –– ¡Señor! ––Cien hombres aguerridos, espada en man

valen por diez mil arqueros en una sorpres¿Dónde se encuentra Menneville, ese fanfarróque no debía volver sino muerto o vencedor?

 ––Ha cumplido su palabra, señor, porque hmuerto.

 –– ¡Muerto! ¿Quién lo ha matado?

 ––Un diablo en figura de hombre; un giganarmado con diez espadas; un endiablado qude un solo golpe ha extinguido el fuego, el tumulto y hecho salir cien mosqueteros del em

pedrado de la plaza de la Grève.Fouquet alzó la frente empapada 'en sudor.

 –– ¡Oh! ¡Lyodot y Eymeris!––exclamó–¡Muertos, muertos, y yo deshonrado!

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Volvióse el abate, y, apercibiendo a su hemano, anonadado y lívido:

 –– ¡Vamos! ––dijo—. Es un golpe de la suert

y no hay por qué lamentarse así. Cuando no sha conseguido es que Dios...

 –– ¡Callaos, abate! ¡Callaos!––dijo Fouquet–Vuestras disculpas son blasfemias. Haced qu

suba ese hombre aquí y que cuente los detalledel espantoso suceso.

 ––Pero, hermano mío...

 –– ¡Obedeced, señor!

El abate hizo una seña, y medio minuto depués oyéronse en la escalera los pasos del hombre.

Al mismo tiempo apareció Gourville detráde Fouquet, como el ángel de la guarda del sperintendente, poniendo un dedo sobre los labios para indicarle que se dominara aun emedio de sus arrebatos de dolor.

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El ministro asumió toda la serenidad qupuede dejar la fuerza humana en un corazódolorido. Apareció Danicamp.

 ––Haced vuestro relato ––dijo Gourville. ––Señor ––contestó el mensajero––; nosotro

habíamos recibido orden de arrebatar a los presos y de gritar al mismo tiempo: ¡viva Colbert!

 ––Para quemarlos vivos, ¿no es verdad, abte? ––interrumpió Gourville.

 –– ¡Sí, sí! La orden se había dado a Mennevlle; Menneville sabía lo que tenía que hacer, Menneville ha muerto.

Esta noticia pareció calmar a Gourville en vede entristecerlo:

 ––Para quemarlos vivos ––repitió el mensajro, como si dudara que esta orden, la única qupor otra parte se había dado, fuese real. Paquemarlos vivos, ciertamente ––repuso brucamente el abate.

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 ––Conforme, señor, conforme –– repuso hombre buscando en la fisonomía de los dointerlocutores lo que hubiera de triste o vent

joso en contarles la verdad. ––Contad, pues ––dijo Gourville. Los presos

–prosiguió Danicamp–– debían ser conducidoa la Gréve, y el pueblo enfurecido quería qu

fuesen quemados en lugar de ahorcados. ––El pueblo tiene sus motivos ––dijo el abate

–; continuad.

 ––Pero ––repuso el hombre––, en el moment

en que los arqueros acababan de ser derrotadoen el instante en que el fuego prendía en una dlas casas de la plaza, destinada a ser hoguera dlos culpables, un furioso, ese demonio, ese ggante de que os hablaba, que dijo era el dueñde la casa en cuestión, ayudado de un joven qulo acompañaba, tiró por la ventana a los quactivaban el fuego, llamó en su auxilio, a lomosqueteros que se hallaban entre la much

dumbre, saltó desde el primer piso a la plaza;

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manejó tan desesperadamente la espada; qufue devuelta la victoria a los arqueros, cogidolos presos y Menneville muerto. Una vez, pre

sos los condenados, fueron ahorcados en treminutos.

A pesar del poder que sobre sí mismo tenFouquet; no pudo menos de dejar escapar u

sordo gemido. –– ¿Y cómo se llama ese hombre?––inquirió

abate––. El dueño de la casa.

 ––Lo ignoro, pues ni siquiera lo vi; me había

señalado mi puesto en el jardín, y allí permanecí hasta que llegaron a cortarme la cosa. Tenorden, cuando estuviese concluida, de vencorriendo a anunciárosla, de cualquier modque hubiera terminado. Según esa orden, salí galope; y aquí estoy.

 ––Perfectamente no tenemos nada más qupreguntarnos ––dijo el abate, cada vez más ate

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rrado a medida que se acercaba el momento dabordar a solas a su hermano.

 –– ¿Os han pagado? ––preguntó Gourvill

––No, señor ––contestó Danicamp.

 ––Aquí tenéis veinte doblones; idos, y no ovidéis defender siempre como hoy los verdadros intereses del rey.

 ––Sí, señor ––dijo el hambre inclinándose poniéndose el dinero en el bolsillo.

En seguida se marchó.Apenas estuvo fuera, Fouquet, que hab

permanecido inmóvil, se adelantó con pasrápido y se encontró entre el abate y Gurville.

Los dos abrieron al mismo tiempo la boca para hablar.

 –– ¡Nada de excusas! ––dijo––. Nada de rcriminaciones contra nadie. Si yo no hubies

sido un amigo falso, no hubiera confiado a na

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die el cuidado de salvar a Lyodot y Eymeris. Ysólo soy responsable, y yo sólo debo sufrir loremordimientos. Dejadme, abate.

 ––Sin embargo ––respondió éste––, no impdiréis que yo haga buscar al canalla que se hentrometido por servir al señor Colbert en espartida tan bien preparada; porque si es d

buena política querer bien a sus amigos, no creque sea mala la que consiste en perseguir a suadversarios de manera encarnizada.

 ––Tregua de política, abate; salid, y que nvuelva a oír hablar más de vos hasta nueva oden; es necesario mucho silencio y circunpección. Tenemos a la vista un horrible ejemplo. Señores, nada de represalias, os lo prohíbo

 ––No hay órdenes ––murmuró el abate–– qume impidan vengar sobre un culpable la afreninferida a mi familia.

 ––Y yo ––exclamó Fouquet con aquella voimperativa a que nada se tiene que contestar–

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si tenéis un pensamiento, uno sólo, que no seexpresión absoluta de mi voluntad, os haré sepultar en la Bastilla dos horas después que s

haya manifestado ese pensamiento. Haceos ello, abate.

El abate se inclinó sonrojado. Fouquet hizseña a Gourville, de que lo siguiera, y ya s

dirigía a su gabinete, cuando el ujier anuncio evoz alta:

––El señor Artagnan.

Negligentemente Fouquet a Gourville.

 ––Un ex teniente de mosqueteros de Su Mjestad ––contestó Gourville en igual tono.

Fouquet no se tomó el trabajo de reflexionamás.

 ––Perdón, monseñor ––dijo entonces Gourvlle––; pero estoy pensando que ese bravo mozha dejado el servicio del rey, y probablemen

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vendrá a cobrar la cuarta parte de una pensiócualquiera.

 –– ¡Vaya al diablo! ––dijo Fouquet––. ¿Por qu

viene a tan mala hora? ––Entonces, permitid, monseñor, que le d

cualquier negativa, porque es conocido mío hombre que vale más tener por amigo que po

enemigo en las circunstancias presentes. ––Responded lo que gustéis ––dijo Fouquet.

 –– ¡Qué, Dios mío! ––dijo el abate lleno drencor, como hombre de hábitos.

 –– Responded que no hay dinero, sobtodo para los mosqueteros.

Pero no había acabado aún el abate de dec

estas imprudentes palabras, cuando la puerentornada se abrió del todo, y apareció Atagnan.

 ––Señor Fouquet ––dijo––, ya sabía que n

habría dinero para los mosqueteros. Así es qu

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no venía para que me lo dierais, sino para qume lo negarais. Asunto terminado; gracias. Odoy los buenos días, y me voy a buscarlo e

casa del señor Colbert.Y salió después de un saludo bastante ligero

 ––Gourville ––dijo Fouquet––, corred en pode ese hombre y traédmelo.

Gourville obedeció, y alcanzó a Artagnan ela escalera.

Al oír pasos detrás de él se volvió Artagnanvio a Gourvil le.

 –– ¡Diantre! Señor mío ––dijo––, tristes manras las de los señores hacendistas; vengo a casdel señor Fouquet para cobrar una suma decretada por Su Majestad, y se me recibe corno

un pobre que llega a pedir limosna, o comoun pillo que intenta robar un objeto de plata.

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 ––Pero, ¿habéis pronunciado el nombre dColbert, apreciado señor de Artagnan? ¿Habédicho que ibais a casa del señor Colbert?

 ––Ciertamente que voy, aun cuando sólo fuse para pedir satisfacción de las gentes ququieren quemar las casas gritando: ¡viva Cobert!

Gourville escuchó. –– ¡Oh, oh! ––dijo––. ¿Hacéis alusión a lo qu

acaba de suceder en la Grève?

 ––Cierto que sí.

 –– ¿Y qué os importa lo que acaba de sucder?

 –– ¡Cómo! ¿Me preguntáis si me importa o n

me importa que el señor Colbert haga de mcasa una hoguera?

 ––Conque vuestra casa... ¿Es vuestra casa que intentaban quemar?

–– ¡Pardiez!

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 –– ¿Es vuestra la taberna “ La imagen dNuestra Señora” ?

 ––Hace ocho días.

 –– ¡Ah! ¿Sois ese intrépido capitán, esa valiete espada que ha dispersado a los que queríaquemar a los condenados?

 ––Poneos en mi caso, querido señor Gourvlle; yo soy agente de la fuerza, pública y propitario. Como capitán, mi obligación es hacecumplir las órdenes del rey; como propietarimi interés está en que no quemen mi casa. H

seguido, pues, a un mismo tiempo las leyes dinterés y las del deber, devolviendo al señoLyodot y al señor Eymeris a poder de los aqueros.

 –– ¿De modo que sois vos quien ha tiradoun hombre por la ventana?

 ––Yo mismo ––respondió modestamente Atagnan.

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 –– ¿Vos sois quien ha muerto a Menneville?

 ––He tenido esa desgracia ––murmuró Artanan, saludando como persona a quien felicitan

 –– ¿Sois vos, en fin, quien ha sido la causa dque los reos fuesen ahorcados?

 ––En vez de ser quemados, sí señor, y me glrío de ello. He librado a esos pobres diablos dtorturas horribles. ¿Sabéis, mi querido señoGourville, que querían quemarlos vivos?

 ––Adiós, señor de Artagnan, adiós ––diGourville, queriendo ahorrar a Fouquet la visdel hombre que acababa de causarle tan profundo dolor.

 ––No ––dijo Fouquet, que había escuchaddesde la puerta de la antesala––; no, señor d

Artagnan, entrad, por el contrario.

Artagnan limpió en la empuñadura de su epada una mancha de sangre que había escapdo a su investigación, y entró.

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Entonces se encontró frente a aquellos trehombres, cuyos semblantes manifestaban treexpresiones bien diversas: el del abate, la cól

ra; el de Gourville, el estupor, y el de Fouqueel de abatimiento.

 ––Perdón, señor ministro ––dijo Artagnan–mas tengo pasado el tiempo y es preciso qu

vaya a la intendencia para explicarme con señor Colbert y cobrar mi cuarta.

 ––Pero, señor ––dijo Fouquet––, aquí hay dnero.

Artagnan miró asombrado al sperintendente.

 ––Se os ha respondido con ligereza, señor; ylo sé, lo he oído ––dijo el ministro––; un homb

de vuestro mérito debía ser conocido por todel mundo:

Artagnan se inclinó.

 –– ¿Tenéis el libramiento? ––repuso Fouquet

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 ––Sí, señor.

 ––Dádmelo, voy a pagaros yo mismo; venid.

Hizo una seña a Gourville y al abate, qupermanecieran en la sala y condujo a Artagnaa su gabinete.

 –– ¿Cuánto se os debe, señor? ––preguntó.

 ––Unas cinco mil libras, monseñor. –– ¿Por vuestros sueldos atrasados?

 ––Por una cuarta parte.

 –– ¡Cinco mil libras por una cuarta parte! –dijo Fouquet echando sobre el mosquetero unmirada profunda––. Según eso, ¿son veinte mlibras al año las que os da el rey?

 ––Sí, monseñor, veinte mil libras. ¿Creéis qusea demasiado?

 –– ¡Yo! ––exclamó Fouquet sonriendo amagamente–– Si yo conociese a los hombres, si yfuese en vez de un espíritu ligero, inco

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secuente y vano, un talento prudente y reflexvo; si, en una palabra; hubiera yo sabido comciertas gentes arreglar mi vida, no recibiría

vos veinte mil libras anuales, sino cien mil, perteneceríais al rey, sino a mi.

Artagnan se sonrojó levemente. Suele habeen la manera con que se hace un elogio, en

voz del que elogia y su afectuoso tono un venno tan dulce, que a veces embriaga al más astto.

El superintendente terminó sus frases abriedo una gaveta, de la cual sacó cuatro cartuchoque puso delante de Artagnan. El gascón rompió uno.

 –– ¡Oro! ––murmuró.

 ––Con eso pesará menos, señor. ––Pero, monseñor, esto compone veinte m

libras.

 ––Sin duda.

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 ––Pero no se me deben más que cinco mil.

 –– Quiero ahorraros la molestia de venir cutro veces a la superintendencia.

 ––Me hacéis mucho favor.

 ––Hago lo que debo, señor, y espero que nme guardaréis aversión por la acogida de mhermano, que es un espíritu acre y caprichoso.

 ––Monseñor ––dijo Artagnan––, creed qunada me molestaría tanto como una excusvuestra.

 ––No daré más, y me contentaré con solicitres una gracia.

–– ¡Oh, monseñor!

Fouquet sacó de un dedo un diamante qu

valía más de mil doblones. ––Señor ––dijo—, la piedra que veis me la r

galó un amigo de la infancia, un hombre quien habéis hecho un gran servicio.

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La voz de Fouquet alteróse sensiblemente.

 –– ¡Un servicio! ¡Yo! ––dijo el mosquetero–¿Yo he hecho un servicio a un amigo .vuestro?

 ––No podéis haberlo olvidado señor, porquha sido hoy mismo.

 –– ¿Y cómo se llama ese amigo?

 ––El señor de Eymeris. –– ¿Uno de los reos?

 ––Sí, una de las víctimas. Pues bien, señor dArtagnan, en gracia al servicio que le habé

hecho, os ruego que aceptéis este diamantHacedlo por amor mío.

 ––Monseñor...

 ––Aceptad, os digo. Hoy es para mí un día dduelo; quizá sepáis esto más tarde; hoy, he pedido, un amigo; pues bien, pretendo encontraotro.

 ––Pero, señor Bouquet…

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––Adiós, señor de Artagnan, adiós –murmuró Fouquet con el corazón dilatado–Hasta la vista.

Y el ministro salió de su gabinete, dejando emanos del mosquetero la joya y las veinte mlibras.

 –– ¡Oh! ––repuso Artagnan después de u

momento de reflexión, sombría––. ¿Si comprenderé esto? ¡Diantre! Sí, lo comprendo. ¡Eun hombre muy obsequioso! ... Voy a hacer qume explique esto el señor Colbert.

Y salió. .LXIII

DE LA NOTABLE DIFERENCIA QUE ENCONTRÓ ARTAGNAN ENTRE EL SEÑO

INTENDENTE Y MONSEÑOR EL SUPERINTENDENTE

El señor Colbert residía en la calle de Neuvdes Petits Champs, en una casa que antes hab

pertenecido a Beautrú.

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Las piernas de Artagnan hicieron la travesen menos de un cuarto de hora.

Cuando llegó a la casa el nuevo favorito, e

taba el palacio lleno de arqueros y de policíaque iban a felicitarle o excusarse, según el modque tuviera de presentarse. El sentimiento dadulación es instintivo entre gentes de cond

ción abyecta, porque lo sienten coma el animsalvaje el oído o el olfato. Estas gentes, o su jefhabían comprendido que se proporcionase ugran placer al señor Colbert dándole cuenta dmodo con que había sido pronunciado su nom

bre durante el alboroto.Justamente se presentaba Artagnan en el in

tante mismo en que el jefe de la ronda hacía srelato, y se quedó junto a la puerta, detrás d

los arqueros.El jefe cogió a Colbert aparte, no obstante, s

resistencia y el fruncimiento de sus grandecejas, y le dijo:

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 ––En el caso, señor, en que realmente hubiseis deseado que el pueblo hiciese justicia de lotraidores, habría sido prudente avisarnos; po

que, al fin, señor, a pesar de nuestro dolor podesagradaros o contrariar vuestras miras, teníamos nuestra consigna que cumplir.

 –– ¡Tonto! ––contestó Colbert furioso sacu

diendo sus cabellos espesos y negros como crnes––. ¡Qué me estáis contando! ¿Qué? ¡Que yhubiera tenido la idea de un tumulto! ¿Estáloco o borracho?

 ––Pero, señor, han gritado ¡viva Colbert!  –replicó, muy emocionado el jefe de la ronda.

 ––Un puñado de conspiradores.

 –– ¡No, no, una masa del pueblo!

 –– ¡Oh! ¿Es cierto? ––dijo Colbert tranquizándose––. ¿Una masa del pueblo gritaba: v

va Colbert? ¿Estáis seguro de lo que decís, cballero?

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 ––No había más que abrir los oídos, o mbien cerrarlos; ¡tan espantosos eran los gritos!

 –– ¿Y era el pueblo, el verdadero pueblo?

 ––Ciertamente, señor; sólo que ese verdadepueblo nos ha batido.

 –– ¡Oh! Muy bien ––prosiguió Colbert ensmismado––. Entonces, suponéis que sólo pueblo era quien quería hacer quemar a locondenados.

 –– ¡Oh! Sí, señor.

 –– Eso es distinto... ¿Y habéis resistido bien? ––Señor, hemos tenido tres hombres sofoc

dos:

 ––Pero, no habréis muerto a nadie, ¿eh?

 ––Señor, algunos tunantes han quedado sobla plaza, y entre ellos uno que no era un hombre ordinario.

 –– ¿Quién?

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 –– Un tal Menneville, a quien hace muchtiempo vigilaba la policía.

 –– ¡Menneville!––exclamó Colbert––. ¿El qu

mató en la calle de la Iluchete a un buen hombre que pedía un pollo gordo?

 ––Sí, señor, él mismo.

 –– ¿Y ese Menneville vociferaba también vivColbert?

 ––Más fuerte que todos los demás; como urabioso.

Nublose la frente de Colbert y se arrugó. Lespecie de aureola codiciosa que iluminaba srostro se apagó, como el destello de los gusanode luz a quienes se aplasta bajó la hierba.

 –– ¿Pues no decíais ––preguntó entonces el itendente–– que la iniciativa venía del puebloMenneville era mi enemigo: le hubiera hechprender, y él lo sabía muy bien. Menneville edel abate Fouquet… Todo el negocio provien

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de Fouquet. ¿No es sabido que los reos eran suamigos de infancia?

 ––Es verdad ––pensó Artagnan––, y ya está

en claro mis dudas. Pero, lo repito, él señoFouquet podrá ser todo lo que se quiera; pees un hombre muy obsequioso.

 –– ¿Y estáis seguro ––continuó Colbert–– d

que ese Menneville ha muerto?Artagnan pensó que era llegado el momen

de hacer su entrada.

 ––Perfectamente, señor ––dijo adelantándode pronto.

 –– ¡Oh! ¿Sois vos, caballero? ––dijo Colbert.

 ––En persona ––contestó el mosquetero co

tono deliberado––; creo que teníais en ese Meneville un l indo enemigo.

 ––No soy yo, caballero, quien tenía un enemgo ––respondió Colbert––, sino el rey.

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 –– ¡Bárbaro!––pensó–– Artagnan––. Haces grave y el hipócrita conmigo.

 ––Pues bien ––respondió––, soy muy feliz po

haber prestado al rey tan excelente servici¿Querríais encargaros de decírselo a Su Mjestad?

 –– ¿Qué comisión me dais, y qué me enca

gáis que le diga, caballero? Sed claro, os lo ruego ––contestó Colbert con voz agria y cargadde hostilidad prematura.

 ––Yo no os doy ninguna comisión ––repus

Artagnan con esa calma que jamás abandona los burlones––. Pensaba que os sería fácil anuciar al rey que fui yo quien hallándome allí pocasualidad, hizo justicia al señor Menneville puso las cosas en orden.

Colbert abrió los ojos e interrogó con la visal jefe de la ronda.

–– ¡Ah! Es muy cierto ––dijo este–– que es

caballero ha sido nuestro salvador.

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 –– ¡Haber dicho que veníais a referirmeso! Todo se explicaba así mejor para vos qupara nadie.

 ––Os engañáis, señor intendente, yo no vnía de ningún modo a referiros esa.

 ––Es una hazaña, sin embargo, caballero.

 –– ¡Oh! ––dijo el mosquetero con indiferecia––. La mucha práctica gasta la inteligencia.

 ––Entonces, ¿a qué debo el honor de vuestvisita?

 ––A esto simplemente: el rey me ha mandadvenir a veros.

 –– ¡Ah! ––dijo Colbert recobrando saplomo, porque veía que Artagnan sacaba u

papel del bolsillo––. ¿Es para pedirme dinero ––Precisamente, señor.

 ––Pues tened la amabilidad de esperarme, cballero.

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Artagnan giró sobre sus talones con bastaninsolencia, y encontrándose enfrente de Colbeen virtud de esa primera vuelta, lo saludó com

hubiese podido hacerlo Arlequín; ejecutanddespués una segunda evolución, se dirigió buen paso hacia la puerta.

Esta poderosa resistencia, a la que no estab

acostumbrado, llamó la atención de ColbePor regla general, cuando la gente de espadiba a su casa, tenía tal necesidad de dinero, quaun cuando sus pies hubiesen echado raíces eel mármol no se habría agotado su paciencia.

¿Iba Artagnan derecho a ver al rey? ¿Iba quejarse de una mala recepción; o a referir shazaña? Grave asunto era éste de reflexión.

En todo caso el momento estaba mal escogidpara despedir a Artagnan, bien viniese de pardel rey, bien de la suya, propia. El mosqueteacababa de prestar un gran servicio, y hacmuy poco tiempo para que ya estuviese olv

dado.

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También pensó Colbert que valía más deechar toda arrogancia y llamar a Artagnan.

 –– ¡Eh! Caballero A rtagnan ––gritó Colbert–

¿Así me dejáis? Volvió la cabeza Artagnan, dijo con naturalidad:

 –– ¿Por qué no? Nada más tenemos qudecirnos, ¿no es verdad?

––Por lo menos tenéis dinero que cobrapuesto que traéis una labranza.

 –– ¡Yo! Nada de eso, señor Colbert.

 ––Pero, en fin, caballero, tenéis un bono, y acomo dais una estocada por el rey cuando orequieren a ello, así yo también pago cuando sme da una orden. Presentadla.

 ––Es inútil, mi querido señor Colbert ––diArtagnan, que gozaba interiormente del desarrollo que había puesto en las ideas de Colber–; este bono está satisfecho.

–– ¡Pagado! ¿Y por quién?

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 –– ¡Toma! Por el superintendente.

Colbert se puso pálido.

 ––Explicaos entonces ––dijo con voz débil–Si estáis pagado, ¿para qué me enseñáis espapel?

 ––A consecuencia de la consigna de quhablabais tan ingeniosamente, mi querido señoColbert; Su Majestad me había dicho que cobrse la cuarta parte de la pensión que ha tenidobien concederme...

 –– ¿En mi casa?... ––dijo Colbert.

 ––No, precisamente. Su Majestad me hdicho: “ Id a casa del señor Fouquet; pero superintendente quizá no tenga dinero, y etonces, iréis a casa del señor Colbert. El sem

blante de éste se iluminó un momento; pesu desgraciada fisonomía era como el cielo etempestad, unas veces radiante y otras, sombría como la noche, según brille el relámpag

o pase la nube.

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 ––Y... ¿había dinero en casa del superintedente? ––dijo.

 –– ¡Vaya si había dinero! ––replicó Artagnan

–. Preciso es creerlo, pues que el señor Fouqueen lugar de pagarme la cuarta parte, que socinco mil libras...

 –– ¡Cinco mil libras! ––exclamó Colbert so

prendido, corno lo fue Fouquet, de la magnitude cantidad destinada a pagar los servicios dun soldado––. Serían entonces veinte mil librade de pensión.

 ––Justamente, señor Colbert. Pardiez, contácomo el difunto Pitágoras; sí, veinte mil libras.

 ––Diez veces el sueldo de un intendente dHacienda, os doy la enhorabuena ––dijo Colbe

con irónica sonrisa. –– ¡Oh! ––dijo Artagnan––. El rey se ha exc

sado por darme tan poco y también me ha prometido repararlo más tarde, cuando sea ric

pero, concluyo: estando muy de prisa . . .

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 ––Sí, y a pesar de lo que Su Majestad esperba, ¿os ha pagado el superintendente?

 ––Del mismo modo que vos habéis rehusad

pagarme. ––Yo no he rehusado, caballero, os he rogad

que me esperéis. ¿Y decís que el señor Fouquos ha pagado vuestras cinco mil libras?

 ––Sí, lo que vos hubiérais hecho, y aún másaún más que eso ha hecho, señor Colbert.

 –– ¿Pues qué ha hecho?

 ––Muy cortésmente, me ha contado la totadad de la cantidad, diciendo que para el resiempre estaban llenas las cajas.

 –– ¡La totalidad de la suma! ¿El señor Fo

quet os ha dado veinte mil libras en vez dcinco mil?

––Sí, señor.

 –– ¿Y por qué?

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 ––Para ahorrarme tres visitas a la Caja de superintendencia; de manera que tengo en mbolsillo las veinte mil libras en oro muy he

moso y nuevo. Ya veis que me iba por no tenenecesidad de vos; solamente pasaba por acá popura fórmula.

Y Artagnan golpeó sus bolsillos riendo,

cual descubrió a Colbert treinta y dos hermosodientes, tan blancos como si tuviera veinticincaños, y que parecían decir en su lenguaje: sevidnos treinta y dos Colbert chiquitos y nos locomeremos con sumo gusto.

La serpiente es tan valerosa como el león, y gavilán tan valiente como el águila; esto npuede contestarse. No hay animales, ni aun dlos que se llaman cobardes, que no sean bravo

cuando se trata de la defensa. Colbert no tuvmiedo de los treinta y dos dientes de Artagnay dijo:

 ––Caballero, el señor superintendente no p

día hacer lo que ha hecho.

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 –– ¿Cómo decís? ––replicó Artagnan:

 ––Digo que vuestro libramiento...

 –– ¿Tenéis la amabilidad de enseñarme el bramiento?

 ––––Con mucho gusto; aquí está. Colbert agrró el papel con una presteza que no sin inquitud advirtió el mosquetero, disgustado de entrega.

 ––Pues bien, caballero, el libramiento real dicesto: “ Espero que se pague a la vista al señor dArtagnan la suma de cinco mil libras, cuarparte de la pensión que le he asignado.”

 ––Eso está escrito; en efecto ––dijo Artagnasimulando calma.

 ––Pues si el rey no os debía más que cinco mlibras, ¿por qué os han dado más?

 –– Porque había más, y porque querían darmmás; eso no interesa a nadie.

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 ––Es natural ––dijo Colbert, con tranquilidaorgullosa–– que ignoréis los usos de la contablidad; pero, caballero, cuando tenéis que paga

mil libras, ¿qué hacéis? ––Yo nunca tengo mil libras que pagar –

replicó Artagnan.

 –– ¡Otra cosa!... ––exclamó Colbert irritado–

Si tuvieseis un pago que satisfacer, no pagaríamás que lo que debierais.

 ––Eso no prueba más que una cosa ––dijo Atagnan––; y es que vos tenéis vuestras costum

bres personales en materia de contabilidamientras que el señor Fouquet tiene las suyas.

 ––Las mías, caballero, son las buenas.

 ––No digo que no.

 ––Y habéis cobrado lo que no se os debía.

Los ojos de Artagnan arrojaron un relámpag

 ––Lo que aún no se me debía, queréis deci

señor Colbert, porque si hubiese recibido lo qu

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de ningún modo se me debe habría cometidun robo.

Colbert no respondió a esta sutileza.

 –– ¿Así pues, son quince mil libras las qudebéis a la Caja? ––dijo entusiasmado en senvidioso ardor.

 ––En tal caso me concederéis crédito ––replicArtagnan con su fina ironía.

 ––Nada de eso, caballero.

 –– ¡Bueno!... ¿Cómo es eso? ¿Me haréis d

volver mis tres cartuchos?Los devolveréis a mi Caja. .

 –– ¿Yo? ¡Ah! Señor, no contéis con eso...

 ––El rey tiene necesidad de su dinero. ––Y yo, señor, tengo necesidad del dinero d

rey.

 ––Perfectamente, pero restituiréis.

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 –– ¡Nada menos! Siempre oí decir que, en mteria de contabilidad, como vos decíais, ubuen cajero ni da ni toma jamás.

 ––Entonces, caballero, veremos lo que dirá SMajestad, a quien enseñaré esta libranza, quprueba que el señor Fouquet, no solamente paga, lo que no debe, sino que tampoco guard

recibo de lo que paga. –– ¡Ah! ––murmuró Artagnan––.¡Ya com

prendo por qué me habéis cogido ese papeseñor Colbert!

Este no advirtió todo lo que había de amenazador en su nombre pronunciado de cierta manera.

 ––Más tarde veréis la utilidad de ello –

replicó levantando el libramiento entre sus dedos.

 –– ¡Uh! ––dijo Artagnan atrapando el papcon rápido movimiento––. Lo comprendo pe

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fectamente, señor Colbert, y no tengo necesidade aguantar para ello.

Y se metió en el bolsillo el papel que acabab

de coger al vuelo.–– ¡Señor, señor!... ––exclamó Colbert––. Es

violencia...

 –– ¡Vaya! ¡No hay que prestar atención a lmaneras de un soldado! ––respondió el moquetero.

 ––Os beso las manos, apreciable–– señor Cobert.

Y salió riéndose en las barbas del futuro mnistro.

 ––Este' hombre va a adorarme ––dijo pira sí–

. ¡Lástima que tenga que fallarle a la primevisita!

LXIV

FILOSOFIA DEL CORAZÓN Y DE LA CA

BEZA

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Para un hombre que se había visto en las macriticas situaciones, la de Artagnan con respe

a Colbert, únicamente era cómica.Artagnan no rehuyó; por tanto, la satisfacció

de reír a costa del señor intendente desde calle Neuve des Petits Champs hasta la de lo

Lombardos.Aún reía cuando se le presentó Planche

riendo también en la puerta de su casa.

Porque Planchet, desde el regreso de su` ptrón y de la entrada de las guineas inglesapasaba la mayor parte de su tiempo en hacer que Artagnan acababa de ejecutar desde la calNeuve des Petits Champs hasta la de los Lom

bardos.¿Llegáis, por fin, mi querido amo?

 –– No, amigo mío ––respondió el mosquetro––, me marcho un poco de prisa; es decir, vo

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a comer, a acostarme, a dormir cinco horas, y montar a caballo al amanecer... ¿Se, le ha dadración, y media á mi ,caballo?

 ––¡Caray! Querido amo ––dijo Planchet–bien sabéis que vuestro caballo es el dije de casa; mis sirvientes lo besan todo el día y hacen comer azúcar, nueces y bizcochos. ¿M

preguntáis si se le ha dado su ración de avenaPreguntadme más bien si no ha tenido con quhartarse diez veces.

 ––Bien, Planchet, bien. Pasemos a lo que, cocierne. ¿Y la comida?

 –– ¡A l momento! ¡Un asado, vino blanccangrejos y cerezas frescas. Todo es nuevo, mquerido amo.

 –– Eres un hombre amable, Planchet; cmamos, pues, y que yo me acueste.

Durante la comida observó Artagnan quPlanchet se rascaba frecuentemente la frent

como para facilitar la salida de una idea aco

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modada con estrechez en su cerebro. Miró coaire afectuoso a su digno compañero de suviajes de otro tiempo, y chocando vaso con va

so, le dijo: ––Veamos, amigo Planchet, lo que te cues

tanto trabajo anunciarme. ¡Pardiez, habla proto y con franqueza!

 ––Esto ––contestó Planchet––, me parece qutenéis aire…, ir a una expedición cualquiera.

 ––No digo que no.

 ––Entonces, ¿habréis tenido alguna idea nuva?

 ––Es posible, Planchet.

––Entonces, ¿habría un nuevo capital que e

poner? ––Yo pongo cincuenta mil libras en la ide

que vais explotar.

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Y diciendo esto, Planchet se restregó las mnos una con otra con la rapidez que da una alegría grande.

 ––Planchet ––replicó A rtagnan––, no hay mque una desgracia.

 –– ¿Y cuál?

 –– La idea no es mía... Nada puedo poner eella.

Tales palabras arrancaron un gran suspiro dcorazón de Planchet. La avaricia es consejeardiente que arrebata al hombre, como Satanáhizo con Jesús en la montaña, y después dhaber mostrado al desgraciado todos los reinode la tierra puede descansar seguro de que hdejado con él a su compañera la envidia pa

morderle el corazón.Planchet había, gustado de la riqueza fácil

ya no debía detenerse en sus deseos; mas comera un buen corazón, a pesar de su avaricia,

como que adoraba a Artagnan, no pudo meno

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de hacerle mil recomendaciones, unas más afetuosas que otras.

Tampoco pudo, atrapar una palabra del secr

to que tan bien guardaba su amo; astucias, getos, consejos y truhanerías fueron inútiles. Nada di jo Artagnan.

Así se pasó la velada. Después de comer e

tretúvose Artagnan en hacer su maleta, dio unvuelta a la cuadra, acarició a su caballo, inpeccionándole las herraduras y las piernas, habiendo vuelto a contar luego su dinero, smetió en la cama, donde durmiendo como a loveinte años, pues no tenía inquietudes ni remordimientos, cerró los párpados cinco mintos después de haber apagado la luz.

Muchos sucesos, no obstante, podían tenerdesvelado. El pensamiento hervía en su cerbro, las conjeturas abundaban, y Artagnan egran decidor de horóscopos; pero, con esa flema imperturbable que hace más que el gen

para la felicidad de las gentes de acción, dejó

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reflexión para el día siguiente, temiendo, segúdecía para sí, no estar fresco en aquel instante.

Amaneció. La calle de los Lombardos tuvo s

parte en las caricias de los rosados dedos de aurora, y Artagnan levantóse como ésta.

A nadie despertó; agarró debajo del brazo smaleta, bajó la escalera sin hacer el menor ruid

ni perturbar uno solo de los ronquidos alojadodesde el granero a la bodega. Y habiendo prparado su caballo y cerrado la cuadra y la tieda, salió a paso para su expedición a la Bretaña

Razón de sobra había tenido en no pensar víspera en todos los asuntos políticos y diplomáticos que solicitaban su inteligencia; porquaquella mañana, con la frescura y el dulce crpúsculo, sintió desenvolverse sus ideas fecudas

Primeramente, pasó por delante de la casa dFouquet y echó en una caja abierta que había ela puerta el bienaventurado libramiento, qu

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tanto trabajo habíale costado sustraer la víspede los retorcidos dedos del intendente.

Puesto bajo sobre para Fouquet, el libramie

to no pudo ser visto por Planchet, que en punde adivinación era un Apolo Piteo.

De este modo enviaba su finiquito a Fouquesin comprometerse ni teniendo cargos. que d

rigirse.Después de esta cómoda restitución, pensó:

“ Ahora traguemos mucho aire matinal, mcha salud; dejemos respirar el caballo Céfirque hinche sus ijares como si se tratase de apirar hemisferio, y seamos muy ingeniosos emuestras combinaciones. Ya es hora de formaun plan de campaña, y según el método d

señor de Turena, que tiene una cabeza mugrande llena de toda clase de buenos consejoantes del plan de campaña es conveniente haceun retrato de los generales enemigos con quines tenemos que habérnoslas. El primero d

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todos el señor Fouquet. ¿Quién es el señor Foquet? El señor Fouquet ––se contestó a sí mismArtagnan––, es un hombre hermoso, muy qu

rido de las mujeres; un hombre galante; muamado de los poetas; un hombre de talentmuy execrado de los pillos. Yo no soy ni mujeni poeta, ni tunante; no amo, pues, ni aborrezcal señor superintendente; luego me encuent

en un todo en la posición en que se halló el sñor de Turena cuando se trató de ganar la batalla de los Dunas. El no aborrecía a los espñoles, pero les dio lo suyo. No; hay un ejemplo

mejor, ¡pardiez! Estoy en la situación en que sencontró el mismo señor de Turena cuando loasuntos del príncipe de Condé en Jargeau, Giey en el barrio de San Antonio. El no execraba señor, príncipe, verdad es, pero obedecía al re

El príncipe es un hombre encantador; pero rey es el rey; Turena dio un gran suspiro; llama Condé “ primo mío” , y le vendimió su ejércit¿Qué desea el rey ahora? Esto no me conciern¿Qué quiere el señor Colbert? ¡Oh! Esto es ot

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cosa. El señor Colbert desea todo lo que nquiere el señor Fouquet. ¿Pues qué quiere señor Fouquet? ¡Oh, oh! Esto es grave. El seño

Fouquet quiere precisamente todo lo que quieel rey.”

Terminado esté monólogo, Artagnan sé echa reír ,hacienda silbar su varilla: iba por el me

dio de la calle espantando los pájaros y escchando los luises que danzaban a cada sacudda en su bolsa de cuero; y, necesario es confsarlo, cada vez que Artagnan se encontraba esemejantes condiciones, no era la ternura s

vicio principal.Entonces sí que se parecía al señor de Turen

cuando el señor de Turena no amaba a los epañoles.

No obstante, el mosquetero, no pudo menode tomarse alguna pena por la paz del reinque debían comprometer otra vez las querellade los grandes. Acordóse cuán poderoso era

señor Fouquet, y cuán sostenido se encontrab

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Sumó por una parte los dieciocho millones dLuis XIV, y por otra los infinitos recursos dsuperintendente, pero con su inflexible impa

cialidad, garantida por un desdén eterno a lamedianías del rencor venenoso del señor Cobert, y cuando tuvo bien hecha su cuenta, pesó:

“ Vamos, la expedición no es muy peligrosa,mi viaje será como aquella comedia que misteMonk me llevó a ver a Londres, y que se denomina, según creo, M ucho ruido para nada”

LXV

EL VIAJE

Era tal vez la quincuagésima vez, desde el dque abrimos esta historia, que este hombre dcorazón de bronce músculos de acero abandonaba su casa, amigos, todo, en fin, por ir e

busca de la fortuna y de la suerte. La una, e

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decir, la suerte, había retrocedido constantmente ante él como si le hubiera tenido miedla otra, esto es, la fortuna, sólo de un mes

aquella parte había hecho alianza, con él.Aunque no fuese un gran filósofo, según Ep

curo o según Sócrates, era una imaginacióvigorosa con la práctica de la vida y del pen

samiento. Nadie es valiente, aventurero y dietro como era Artagnan, sin ser al mismo tiempalgo visionario.

Se acordaba de algunas sentencias de la Rchefoucault, dignas de ser puestas en latín poel señor de Port Royal, y había formado clección, al pasar por la sociedad de Athos y dAramis, de muchos trozos de Seneca y Cicerótraducidos por ellos mismos y aplicados al us

de la vida común.Este menosprecio de las riquezas, que el ga

cón había observado como artículo de fe durate los treinta y cinco primeros años de su vid

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fue considerado largo tiempo por él como prmer artículo del código de la bravura.

Artículo primero, decía él: “ Uno es valien

porque no tiene nada. “ Uno no tiene nada poque menosprecia las riquezas.”

Con estos principios, que según hemos dichhabían regido los treinta y cinco primeros año

de su vida, Artagnan no fue bastante rico paque debiera preguntarse si a pesar de su riqueza era siempre bravo.

A esto, paro cualquiera otro que no fuese A

tagnan, hubiera podido servir de respuesta acontecimiento de la plaza de la Grève, y mchas conciencias habríanse contentado con ellpero Artagnan era demasiado valeroso papreguntarse sincera y concienzudamente si era.

De modo que á esto:

“ Creo que he desenvainado con bastante v

veza, y con bastante viveza estoqueado en

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plaza de la Grève, para estar tranquilo con repeto a mi valor.”

Artagnan se había contestado a sí propio:

“ Muy bien, capitán; pero esta no es una repuesta. He sido valiente porque quemaban mcasa, y podría apostarse ciento y aun mil contuno, a que si esos señores del motín no hubi

sen tenido tan malaventurada idea, su plan dataque había salido bien, o al menos no habrsido yo quien se opusiera a él. Mas ahora, ¿quvais a intentar contra mí? No tengo casa que mquemen en Bretaña; no tengo tesoro que mpuedan arrebatar. Pero tengo mi pellejo, esprecioso pellejo del señor Artagnan, que vatodas las cosas y todos los tesoros del mundEste pellejo que tengo encima de todo, pues e

la cubierta de un cuerpo que encierra un corazón muy caliente y muy satisfecho de latir, por consecuencia de vivir. Por lo tanto, quievivir, y a la verdad que vivo mejor, y muchmás completamente desde que soy rico. ¿Quié

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diablos diría que el dinero mimase la vida? Mparece que ahora absorbo doble cantidad daire y de sol. ¡Diantre! ¿Qué será si todavía d

blo esta fortuna, y si en vez de la varilla qullevo en la mano alcanzo alguna vez el bastóde mariscal? No sé si habría bastante aire y batante sol para mí. Bien mirado, esto no es usueño. ¿Quién diablos se opondría a que el re

me hiciese mariscal, como su padre Luis Xhizo duque y condestable a Alberto de Luyne¿No soy tan bravo y mucho más inteligente quese imbécil de Vitry? ¡Ah! He aquí justamen

lo que se opondrá a mis adelantos: tengo mcho talento. Felizmente, si hay justicia en esmundo, la fortuna me está obligada a ciertacompensaciones. Me debe recompensa por todlo que he hecho en beneficio de Ana de Austri

e indemnización por todo lo que ella no hhecho por mí... Pero a la hora de ahora, hemaquí a buenas con un rey, y con un rey que prece quiere reinar. ¡El cielo le conserve tan ilutre pensamiento! Porque si quiere reinar tien

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necesidad de mí... y si tiene necesidad de mserá preciso queme dé lo que me ha prometidCalor y luz. Por tanto, hoy marcho compara

vamente como marchaba en otro tiempo: dnada a todo. Sólo que el nada de hoy es el todde entonces; no hay en mi vida más que esinsignificante cambio. ¡Veamos ahora! Veamoaparte el corazón, puesto que he hablado de

ahora poco ha. Y realmente sólo he hablado dmemoria.”

Y el gascón apoyó la mano contra su pechcomo si efectivamente buscase el lugar del c

razón.“ ¡Ah! Desgraciado ––exclamó sonriendo co

amargura––. ¡Ah, pobre especie! Habíais esprado por un instante no tener corazón. ¡Y, h

aquí que tienes uno, cortesano, incompleto, no obstante, uno de los mas sediciosos! Tieneun corazón que habla en pro del señor Fouque¿Mas quién es el señor Fouquet, cuando se tradel rey? Un conspirador.... un verdadero con

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pirador, que ni siquiera se ha tomado el trabade ocultarte que conspiraba... ¿Y qué arma ntendríais contra él, si su buena gracia y su tale

to no hubiesen puesto una vaina a esta arma¡Ira, rebelión a mano armada! ... Porque, fin, el señor Fouquet ha realizado una rebelióa mano armada, de modo que cuando Su Majestad sospeche vagamente la sorda rebelión d

Fouquet, yo ya sé... Puedo demostrar que señor Fouquet ha hecho derramar la sangre dlos súbditos del rey. Veamos ahora; sabiéndotodo estoy callándolo. ¿Qué más desea este c

razón blando para un buen proceder del señoFouquet, para un anticipo de quince mil librapara un diamante, de dos mil doblones, pauna sonrisa donde había tanta amargura combondad? Le salvo la vida. Ahora espero –

continuó el mosquetero–– que este imbécil corazón guarde silencio, desquitado como escon el señor Fouquet.

También ahora es Su Majestad mi sol, y com

quiera que mi corazón está desquitado para co

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el señor Fouquet, ¡guay de quien se ponga dlante de mi sol!, ¡Adelante por Luis XIV, adlante!”

Estas reflexiones eran las únicas que podíaretardar la marcha de Artagnan; pero, una vehechas, apretó el paso de su montura.

Por muy perfecto que fuera el caballo Céfir

no podía andar siempre, y al día siguiente de ssalida de París lo dejó en Chartres en casa de uamigo que Artagnan se había hecho, de un psadero de la ciudad.

Y desde aquel momento viajó el mosqueteen caballos de posta. Gracias a este modo dlocomoción, atravesó rápidamente el espacque separa a Chartres de Chateaubriand.

En esta última ciudad, muy apartada aún dla costa para que se adivinase que Artagnan iba embarcar, y bastante separada de París paque nadie supusiera que venía de él, el mensajero de Su Majestad Luis XIV, a quien Artagna

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había llamado su sol, sin pensar siquiera que que todavía no era más que una pequeña estrlla en el cielo de la monarquía había de hacer s

emblema de este astro, el mensajero de LuXIV, decimos, dejó la posta y compró un rocde la más triste apariencia, una de esas montras que jamás se permite escoger un oficial dCaballería por miedo a deshonrarse.

A excepción del pelo, esta nueva adquisiciórecordaba a Artagnan aquel famoso cabalamarillo, con el cual, o mas bien, sobre el cuahabía hecho su entrada en el mundo.

Cierto es que desde que Artagnan ocupó esnueva cabalgadura, ya no era él quien viajabsino un hombre vestido con jubón gris, quguardaba un término medio entre el sacerdote

el lego; y lo que sobre todo le acercaba al hombre de Iglesia, era que Artagnan había puestsobre su cráneo un casquete de terciopelo raídy encima de él un gran sombrero. Y sin espadLo único que llevaba era un bastón colgado d

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una correílla en el antebrazo, al que prometunir en la primera ocasión, como auxiliar inesperado, una daga de diez pulgadas, ocul

baja la capa.El rocín comprado en Chateaubriand compl

taba la diferencia. El rocín se llamaba Furet.

“ Si de Céfiro he hecho Furet  ––se dijo Arta

nan––, preciso es hacer de mi nombre un dimnutivo cualquiera. Así es que, en lugar de Atagnan, seré sólo Agnan; esta es una concesióque, naturalmente, debo a mi traje gris, a msombrero redondo y a mi casquete raído.”

El señor Artagnan cabalgó sin sacudidas exgeradas sobre Furet, que trotaba al paso de adadura como un verdadero caballo, y que, trotando así, hacía gallardamente sus doce leguapor día, gracias a cuatro piernas secas comcañas, cuyo aplomo y seguridad había aprecido el arte ejercitado de Artagnan por bajo despeso forro que las cubría.

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Andando el viajero tomaba notas, estudiabel país severo y frío que atravesaba, buscandal mismo tiempo el pretexto más plausible pa

ir a Bella Isle, y verlo todo sin despertar sospechas.

De este modo pudo convencerse de la impotancia que tomaba el suceso a medida que s