El veterano armiño gomez recuerdos de otro

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El veterano Armiño Gomez

EN EL PUEBLO NUNCA NADIE se interesó en el caso de don Armiño, el loco

Armiño. En realidad a nadie le importaba el viejo, y ahora ya lo han olvidado.

Como el óxido que roe las vías del ferrocarril, así es el olvido; hace desaparecer

las cosas y las gentes. Y en esta patria, el óxido del olvido avanza y devora obras,

esfuerzos y héroes. El tren que trajo el progreso, y en el que alguna vez llegó don

Armiño, nunca volverá a este pueblo; y el progreso tampoco, a no ser, tal vez, que

comencemos a recordar.

Armiño parecía muy muy viejo, aunque no tanto como él decía. Igual nadie le

creía; yo tampoco, porque desde bien chiquito me enseñaron Armiño el loco, y

entonces yo por supuesto, Armiño el loco. Y es absurdo, pero nunca nadie sintió

curiosidad por su caso. Ni siquiera la gente del municipio que, si hubieran dado

crédito a mi historia y a las pruebas que descubrí, podrían haber aprovechado a

Armiño como un excelente atractivo turístico para el lugar (y aún podrían hacerlo).

Pero él estaba allí en la vieja estación como un fantasma a quien nadie ve; uno

más de tantos.

Yo me interesaba en don Armiño lo mismo que todo el pueblo; es decir nada.

Hasta que una tarde, doña Luisa, la viejita del polirubro, me dice como tal cosa

que cuando ella era chica la mamá la llevaba a la estación los domingos para

recibir a su padre que volvía de Buenos Aires y, don Armiño, que era el guarda, la

divertía con sus morisquetas. ¿Y cómo era don Armiño en ese entonces, doña

Luisa? Era viejo, m’hijito, muy viejo. En ese momento creí que doña Luisa

desvariaba. Les pregunté entonces a otros viejos del pueblo, y todos me decían lo

mismo, el viejo Armiño ya era viejo. Sin embargo a nadie le llamaba la atención

esto. ¡Ah, qué sé yo! tendrá cien años, decían levantando los hombros sin interés.

Pero yo hacía cuentas (cosa que ellos al parecer no sabían hacer), y las cuentas

no cerraban.

Me propuse entonces conocer a don Armiño y su historia, y al hacerlo me

convencí casi de su locura. Su aspecto, sus gestos, su forma de hablar, su acento,

su memoria yendo de aquí para allá enmarañada en los años, hablando de cosas

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antiguas como si hubiesen ocurrido hacía un año, o ayer, o aquel mismo día,

haciendo un gran engrudo con el tiempo. Sin embargo me sorprendió la precisión

en los detalles de sus historias, la capacidad de narrar los hechos con pormenores

y de una forma tal que a uno le daba la certeza de estar hablando con alguien que

realmente había vivido aquello. Y de pronto su mente se iba y sin que viniera al

caso se ponía a cantar “de aquel cerro verde, quisiera tener, hierbas del Olvido,

para no querer”. Ésa la cantaba un tal payador Vega, m’hijito, un mulato que nos

acompañaba en la campaña. ¿La campaña? ¿Qué campaña? Ese día me contó la

historia de su sablazo, y me mostró la espalda; una enorme cicatriz le atravesaba

la raquítica espalda desde el omóplato hasta casi la cintura. Me dijo que fue al sur

de Entre Ríos, en un arroyo confluente al Uruguay, entendí arroyo El Befaco. Esos

chapetones eran duros de morir me dice, pero más duro fui yo. Yo no entendía de

qué me hablaba. Entonces me contó que unos compañeros habían visto por la

mañana que habían fondeado unos barcos en la desembocadura del arroyo, y

entonces el comandante de la villa los había llamado a alistarse, pero recién

atacaron al día siguiente, y como él era guapo fue uno de los primeros en subir a

la nave, con Gorosito, y fue ahí mismo que ¡traz!, el sablazo en la espalda; que

primero casi ni se dio cuenta por la animosidad de la lucha, pero después el

desmayo y despertarse ya en la enfermería. Él había hecho saltar al agua al

menos a dos chapetones que se habrían ahogado en el río, los muy puercos. Y su

premio fue esa cicatriz que lo acompañó siempre. A los pocos días estaba yo en

casa leyendo unos cuentos de Lugones y veo la palabra chapetones y me di

cuenta de que así llamaban a los españoles en las épocas de las guerras de la

independencia y entonces me dije Armiño está loco.

Lo descabellado de la historia de Armiño luchando con españoles me dejó

realmente perplejo. Se me ocurrió entonces llamar a un amigo entrerriano que

vivía en Gualeguay. Le pregunté si podía averiguarme algo sobre una batalla con

dos barcos en un arroyo El Befaco o algo así, cerca del Uruguay. Me llamó a los

pocos días y me dijo sí, averigüé en la biblioteca, no es El Befaco, es El Bellaco, y

es justamente cerca de acá, es un arroyito de nada que apenas si podés pescar

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una tararira, pero nada más, y puro barro. Que en 1813. Sí, Mariano, la batalla fue

en 1813, seguro.

Le pregunté a Armiño si había luchado otras veces y me dijo que sí, que había

andado por muchas regiones, sobre todo por el litoral que era su patria, pero que

sólo esa vez lo habían herido, lo que resultaba muy sonso porque había sido la

batalla más sencilla de todas, que Nazario siempre se le reía por eso. Era bravo

ese Nazario, y guay de gritón para mandar, salvo conmigo; conmigo era diferente

porque llevábamos los dos el mismo apellido; Gómez, aunque Nazario se hacía

llamar Nazario Lucero para que le temieran más, y en los fogones cantaba

siempre una copla que remataba así:

Nudo al lazo de mi suerte,

quiso así el hado ceñir;

si llego a partir,

ausente de ti me muero.

Ley de Nazario Lucero,

te lo jura hasta morir.

Pero Nazario Lucero era en realidad un bandido bravo de las sierras que ya

estaba viejo y medio olvidado; este Nazario era bravo también pero era un hombre

derecho, y no un bandido. Anoté estas cosas pero me contó muchas otras más,

aunque era difícil seguirle el hilo a Armiño, porque se ponía a hablar de una

campaña con las montoneras aliadas a Urquiza y de pronto decía que en los

patios de la casa donde habían armado el cuartel había un naranjo, pero que las

naranjas tenían polvillo y estaban abichadas, que venga, que mire y le muestro; y

te llevaba detrás de la estación, y te mostraba un naranjo con las naranjas

abichadas y uno ya no sabía de qué hablaba, y si lo del cuartel era cierto o era

parte de una madeja de historias fantasiosas que el viejo inventaba haciendo uso

de alguna capacidad sobrehumana de crear imágenes y momentos falsos y

ubicarlos a la perfección dentro de hechos históricos ciertos. Yo sé poco y nada de

historia; en cambio el viejo nombraba lugares, personajes y acontecimientos (los

anoté) con una naturalidad que resultaba convincente; algunos me sonaban

conocidos, pero la mayoría no: Juan Pablo López el Mascarilla, Francisco

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Ramírez, el arroyo Espinillo, Rincón de Ábalos, Artigas, el domador Hereñú, don

Pazos y su robo en los potreros de Arengurú o algo así, y qué sé yo cuántas cosas

más. Me dijo que todas esas cosas eran de joven, que la sangre le quemaba en

las venas; a todos les quemaban las venas, y las sienes latían, no como ahora; y

se la pasaban de aquí para allá guerreando y llevando todas sus cosas a cuestas;

mujer y gurises también. Pero que después se fue poniendo viejo y se fue

quedando, y los hijos se fueron yendo para aquí y para allá, y que volvió a su

pueblito natal, pero cuando llegó ya no quedaban muchos de los que estaban

antes, y de a poquito todos se fueron muriendo, menos él, que seguía viviendo y

viviendo. Finalmente la miseria lo terminó llevando a Buenos Aires y consiguió que

la Sociedad del Hierro, o del Camino de Hierro, lo contratara de sereno para una

estación del Ferrocarril Oeste. Después nombró otras muchas estaciones más en

las que estuvo, en el Urquiza, en el Mitre, y que después me afinqué en las orillas,

en el tiempo de los taitas y compadritos, y ahí me encontré con la Clementina, una

nieta de un viejo amigo de mis pagos, don Juárez, muerto hacía mucho tiempo, y

el hijo de la Clementina se enredó en líos, porque mató a un tal Garmendia en una

pelea y para zafar se tuvo que meter en el partido y fue ahí que hizo contactos y

me recomendó a mí a los del Ferrocarril Sud, y terminé de sereno en la estación

de Dolores. Pero me aburrí y pedí un traslado; no estaba acostumbrado a esa vida

sedentaria. Pasé así por muchos pueblos hasta que llegué aquí, m’hijito, ya hace

más de setenta años, y me sentí viejo para seguir trotando campos, así que me

quedé siempre aquí, en esta estación, que hace más de treinta años está

abandonada.

Tomaba nota de todas las sorprendentes e improbables anécdotas de Armiño

para intentar encontrar algún elemento que pudiera probar su veracidad. Fui con

mis anotaciones a ver al director del diminuto y vacío museo del pueblo para tratar

de corroborar algunos nombres y fechas de combates, y sobre todo con la

esperanza de interesar al director sobre este caso. Pero no fue de mayor utilidad.

El hombre no parecía saber mucho más de historia de lo poco que yo sabía.

Incómodo por mis preguntas, intentó llevar una y otra vez la conversación al

ferrocarril y al progreso que implicaría para el pueblo si volviera a funcionar. Yo

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volvía a Armiño, pero el director desviaba invariablemente el tema, hasta que

finalmente miró fijo la puerta y entendí que me despedía. Traté de interesar a otras

personas sobre el caso de Armiño, pero invariablemente todos terminaban

desviando la conversación hacia cualquier otra cosa, como si Armiño en realidad

no existiera o fuera un ruinoso espectro que había que sepultar en el olvido.

Pasé muchas semanas pensando en don Armiño, releyendo las notas que

había tomado, repasando las fechas y los nombres, tratando de encontrar alguna

pista que pudiera seguir para comprobar si él realmente había vivido al menos uno

de todos aquellos hechos. Pero me enmarañé en su madeja de historias

improbables sin encontrar la punta del ovillo.

La línea roja de sangre que brotó lerda en mi cara una mañana mientras me

afeitaba, me hizo volver a pensar en la herida de sable en la espalda de don

Armiño. La batalla de El Bellaco había sido la única en la que el viejo había

resultado herido de gravedad, según sus dichos. Ese día llamé nuevamente a mi

amigo de Gualeguay y le pedí que me averiguara si la batalla de El Bellaco había

sido una batalla grande o un combate pequeño, como había dicho Armiño, y si

podía que consultara también cuántas bajas se habían tenido del lado argentino.

Mi amigo me llamó a la semana siguiente. Me dijo que había consultado y la

batalla había sido apenas una gresca; el asalto a unos barcos que habían

fondeado en la desembocadura del arroyo sobre el río Uruguay. Respecto a las

bajas, no había consultado. Le insistí para que averiguara ese detalle, pero

cuando lo llamé algunos días después me dice que por qué no te venís a pasar el

carnaval que empieza en diez días y averiguas vos, que ahora está todavía mejor

que cuando éramos chicos. Guardo pocos recuerdos tan grandiosos como

aquellos corsos; las vueltas entre comparsa y comparsa, las corridas a las chicas

para empaparlas y robar de paso alguna sonrisa o algún reproche indulgente; los

amigos, la cerveza. El jueves siguiente por la mañana temprano me tomé un

colectivo con combinación en Buenos Aires para Gualeguay. Antes de ir a la

terminal pasé una vez más por la estación del tren; don Armiño estaba sentado en

su sillita mirando al horizonte, o al universo todo. Su ojos perdidos en la

inmensidad de la pampa, como flotando bajo la eternidad pálida del cielo, ajeno al

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tiempo. ¡Me voy para sus pagos, don Armiño! Me miró y pude casi palpar la

nostalgia que, en medio de mil arrugas, lloraron aquellos ojos. Dése una vueltita

por Concepción y mándele saludos a Nazario, si es que anda todavía por allí. Y a

los Juárez dígales que la vi a la Clementina por las orillas en Buenos Aires, que

vive humildemente pero está bien… Aunque tal vez ya hayan muerto… si fue hace

tanto tiempo… Y gracias por molestarse, joven; alce allí una copa en mi memoria,

y sobre todo en la memoria de todos los hombres y mujeres valientes de aquellos

tiempos.

Llegué a Gualeguay al caer la tarde, José Luis me esperó en la terminal; fuimos

a la casa, nos vestimos, vistamos a unos amigos suyos y nos fuimos derecho para

el corso. Nos divertimos como nunca y nos emborrachamos; creo que terminamos

abrazados llorando, reviviendo nostalgias y prometiendo amistad eterna. Al día

siguiente me desperté pasado el mediodía con un terrible dolor de cabeza. La

biblioteca ya había cerrado y no volvía a abrir hasta luego del fin de semana. El

lunes temprano estaba allí; hablé con la bibliotecaria a la que José Luis había

consultado las otras veces. Me contó que sobre el combate de El Bellaco no había

encontrado más que una breve reseña en un libro, y que era la información que le

había dado a mi amigo. Estuve revisando índices durante todo el día hasta el

hartazgo, pero no encontré ningún otro libro que mencionara la batalla. El martes

fui a hablar con un historiador local que daba clases en una escuela ubicada al

lado de la iglesia San Antonio. Me recibió en la sala de profesores. Cuando le

consulté por la batalla los otros dos profesores que estaban presentes hicieron

muecas de desconcierto y confesaron sin un atisbo de pudor que ni sabían que se

habían luchado batallas por esos pagos. Sin embargo, el historiador conocía

bastante sobre la batalla El Bellaco y me dio un dato importante que la mujer de la

biblioteca no me había mencionado; me dijo que había sido una escaramuza y que

estaba casi seguro de haber leído en algún lugar que no habían ocurrido bajas en

el ejército patrio. Esto me esperanzó, porque si no habían existido bajas era

razonable esperar que un hombre herido en combate fuera un incidente destacado

en los partes del combate. Le pregunté por Nazario Gómez o Nazario Lucero, pero

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no recordaba haber oído esos nombres. Solamente mencionó a un tal capitán

Gregorio Samaniego, del que tomé nota.

Al día siguiente volví a internarme en la biblioteca para tratar esta vez de hallar

alguna pista sobre el capitán Samaniego. Luego de casi siete horas de frustrante

búsqueda di entusiasmado con un libro amarillento y quebradizo llamado Batallas

en las costas del Uruguay, que detallaba brevemente el combate de El Bellaco. La

batalla había sido en el verano de 1813. Milicias improvisadas con pobladores del

lugar habían tomado por asalto tres goletas realistas. Sin bajas por parte de los

criollos; algunos realistas muertos y un puñado de prisioneros. El único nombre

que aparecía era efectivamente el del capitán Samaniego. Sin embargo, en la

bibliografía del capítulo donde se hablaba de la batalla se citaba un libro titulado

Batallas del litoral en las guerras de la independencia argentina. Busqué en los

catálogos de la biblioteca pero el libro no aparecía en las existencias. Al día

siguiente me despedí de mi amigo y decidí, de regreso para mi pueblo, hacer una

parada de unas horas en Buenos Aires.

Su frenesí de colectivos, autos y peatones, su concierto de bocinas y sirenas y

sus brumas de hollín, hacen que Buenos Aires sea para mí un lugar bastante

desagradable. Sin embargo disfruto de caminar por la costanera mirando fluir el río

en su barrosa mansedumbre. Dejé el equipaje en Retiro y luego de un paseo por

la costanera me fui, siempre a pie, hasta la Biblioteca Nacional. Pedí un catálogo y

al revisarlo sonreí feliz ante el primer asombro de aquel día; figuraba en

existencias el título que buscaba.

Un hombrecito pequeño y gris, que parecía no haber recibido jamás la luz del

sol en su rostro, me guió por entre pasillos también grises y umbríos. Tomó una

endeble escalerilla por la que, temerariamente, subió casi tres metros hasta

alcanzar un estante del que sacó un libraco de tapa dura, amarillento y cubierto de

polvo. Me lo entregó recomendándome suma delicadeza. Tenía varias hojas

desgajadas. Lo tomé ansioso, agradecí y me senté en una mesa de lectura.

Busqué un rato en los índices y di con un capítulo que hablaba sobre batallas en la

zona de Gualeguaychú y Gualeguay. En la cuarta hoja del capítulo encontré la

primera referencia a la batalla de El Bellaco. Sin embargo de la batalla se referían

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pocos pormenores; se detallaba en cambio un intrincado litigio entre dos

pobladores de Gualeguay que se enfrentaban por la propiedad de una de las

goletas tomadas en la refriega; la Goleta Nuestra Señora del Rosario, de la que

finalmente se adueñó un tal don Antonio Texo. El detalle más interesante que

encontré en estas primeras páginas hacía referencia a una bandera española

arrebatada en pleno furor de la batalla por dos valientes soldados que se habían

arrojado al río con el sable entre los dientes y habían tomado por asalto, ellos

solos, una de las goletas. La bandera había ido a parar a la Iglesia San Antonio,

de Gualeguay, contigua al colegio donde me había citado con el historiador, y

había sido dedicada a su patrono como trofeo de las armas de la patria. Tomé

nota de este detalle con la idea de pedirle a mi amigo que se acercara por la

iglesia para averiguar si no estaría aún por allí aquella bandera. En la tercera

página se me apelotonó toda junta la sangre en el corazón. Di, lleno de asombro,

con el nombre de Nazario Gomez; alférez Nazario Gomez, a quién el viejo Armiño

había mencionado numerosas veces en sus enredadas historias. Comencé casi a

temblar de la emoción. Me devoré la página que narraba, ahora sí, detalles

concretos de la batalla, aunque no daba ningún otro dato del tal Nazario. En la

cuarta y última página del capítulo se transcribía, en forma textual, el parte de

batalla: “El doce del que gobierna á las tres y media de la tarde tube parte por una

de las guardias que amparan la boca de este Riacho, que dos buques enemigos

estaban fondeados á su frente”, etc. Luego se detallaban todos los elementos

secuestrados, entre los que se contaba la mencionada bandera, y finalmente leí,

ya en un síncope de asombro, esta última frase: “Los prisioneros que quedan en

este quartel son 17, de los quales hay 3 gravemente heridos: 4 negros esclavos

tomados; entre estos aseguran que los muertos fueron 6 contando con 2 que se

precipitaron al Uruguay, y que probablemente han perecido: por nuestra parte no

ha habido la menor desgracia, salvo la herida de uno de los valientes que tomó la

bandera, el soldado Armiño Gomez, que, con el auxilio de Dios, confiamos que

sanará”.

Desbordando de ansiedad y entusiasmo copié a mano todo el capítulo (¡iluso!),

porque no estaba permitido fotocopiar aquel libro a causa su fragilidad. Luego

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devolví el volúmen al hombrecito gris, sin poder disimular mi exuberante emoción.

Revolucionaría el pueblo, sabía que revolucionaría el pueblo, y tal vez más aún

¡un héroe de la independencia! Vendrían de todo el país a verlo; qué digo del país

¡del mundo! Repararían las vías, restaurarían la estación que los domingos se

llenaría de gente como en los viejos tiempos, y doña Luisa iría a recordar allí a su

padre con lágrimas en los ojos. Los incrédulos del pueblo harían fila para saludar

al viejo, y ya nadie lo llamaría loco. Remozarían la plaza y las veredas, volverían a

plantar los naranjos del bulevar, a regar el césped, a pintar los frentes de la casas,

se instalarían nuevos comercios y casas de comida para atender a los turistas y el

pueblo rebulliría exultante de prosperidad.

Regresé a Retiro casi corriendo, busqué mi equipaje y saqué boleto en el primer

colectivo que salía para el pueblo; ya había anochecido. Tuve que esperar una

hora y media para la partida, tiempo que aproveché para planificar la forma en que

daría a conocer la noticia.

Llegué al pueblo antes del amanecer. Fui a casa; dormí un poco pero me

levanté temprano, me di una ducha, tomé toda la información que había

documentado y salí hacia la estación para hablar con el viejo antes de anunciar a

todos mi descubrimiento. La estación estaba desierta; no como de costumbre, sino

más aún, pues Armiño no estaba tampoco. A unos metros de la estación, al

costado de las vías, había una anciana de pie, mirando hacia los árboles. Me

acerqué. No la había visto nunca; tenía un rostro tristísimo. Con un tono de voz

aún más triste y extraño, lejano, como si viniera de otro lugar, u otro tiempo, me

dijo <<Estas historias siempre terminan igual y son tristes, m’hijito, Armiño murió

hace dos días; la gente de la municipalidad lo llevó ayer temprano al cementerio;

sólo yo fui al entierro, sólo yo y el cura, que ni habrá notado mi presencia>>. Se

me cayeron todos los papeles al suelo. Me arrodillé y me cubrí el rostro con las

manos. Los pájaros allí en los árboles entonaban su mañana en un trinar de alba

que no conoce del paso del tiempo. Los rieles mancharon mis rodillas con su

óxido; óxido que no se detendrá hasta carcomer por completo las vías, para que

nadie recuerde que allí hubo un tren, y una estación, y un héroe.

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Cuando me levanté la anciana ya no estaba. Fui hasta el cuartito de Armiño; la

puerta estaba entreabierta. No había más que un viejo catre desvencijado, una

mesa con un mate aún con yerba, un calentador y una pava; una lámpara

pobrísima y una mesita de luz con un cajón. Abrí el cajón y hallé allí adentro algo

que nadie creerá; como no creyeron en el pueblo mi historia, como no creen ya

que haya vivido un viejo sin edad en nuestra estación durante tres cuartos de

siglo; porque ya lo han olvidado por completo. En el cajón descansaba, roído por

la polilla, un pedazo de tela viejísimo y prolijamente doblado. Lo extendí con

mucho cuidado; a los lados tenía dos franjas cuyo rosado desteñido fue alguna

vez rojo, y en el medio una franja amarillenta en cuyo centro podía adivinarse,

entre manchas, un escudo español. Pero aunque no crean mi historia, allí está la

estropeada bandera, la dejé de nuevo en la Iglesia San Antonio, donde tal vez

estén también los fantasmas de Armiño, Nazario y los otros valientes de la batalla

de El Bellaco, custodiando el trofeo de las armas de la patria; ya olvidado, como

todos ellos; como la patria, y los rieles de su progreso; olvidados para siempre,

salvo tal vez que un día comencemos a recordar.

Fin