El triunfo (gene edwards)

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(Portada) GENE EDWARDS LAS CRÓNICAS DE LA P UERTA

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(Portada)

GENE EDWARDS LAS CRÓNICAS DE LA PUERTA

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LIBROS DE GENE EDWARDS (Pídalos en su librería favorita)

DE CONSUELO Y SANIDAD

Perfil de tres monarcas Querida Liliana

El divino romance Viaje hacia adentro

Cartas a un cristiano desolado El prisionero de la tercera celda

Las Crónicas de la Puerta

El principio La salida

El nacimiento El triunfo El retorno

VIDA DE IGLESIA

La vida suprema

Nuestra misión: frente a una división en la iglesia Cómo prevenir una división en la iglesia

Revolución: Historia de la iglesia primitiva El secreto de la vida cristiana

El diario de Silas

Cells Christian Ministry Editorial El Faro 3027 N. Clybourn

Chicago, Il. 60618 (773) 975-8391

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(Title page)

LAS CRONICAS DE

LA PUERTA

Gene Edwards

Editorial El Faro Chicago, Illinois EE. UU. de América

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(Copyright page) Publicado por Editorial El Faro Chicago, Il., EE.UU. Derechos reservados Primera edición en español 1998 © 1995 por Gene Edwards Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida por medios mecánicos ni electrónicos, ni con fotocopiadoras, ni grabadoras, ni de ninguna otra manera, excepto para pasajes breves como reseña, ni puede ser guardada en ningún sistema de recuperación, sin el permiso escrito del autor. Originalmente publicado en inglés con el título: The Triumph Por Tyndale House Publishers, Inc. Wheaton, Illinois Traducido al español por: Esteban A. Marosi Cubierta diseñada por: N. N. (Fotografía por: N. N.) Producto # # # ISBN # # # Impreso en ... Printed in ...

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PROLOGO —Es Miguel. Está sumamente alterado. Cerca del paroxismo. Registrador, ¿qué hemos de hacer?

Registrador levantó la vista y miró el aterrado rostro del ángel Ratel.

—¡Entonces él ha entrado en los atrios del templo! ¡Ha oído la conjura que se está tramando contra su Señor! —respondió el ángel registrador.

—Sí, y si le echan mano al Señor, me temo que Miguel vaya a actuar sin haber recibido órdenes. Si lo hace, otro tercio del ejército celestial deberá ir con él. Y la desobediencia estropeará una vez más los lugares celestiales —dijo Ratel preocupado.

—Registrador, tú conoces bien a Miguel. Su Señor se encuentra en grave peligro, y sin embargo, no se le ha permitido hacer nada. Ver a su Señor en peligro y no permitírsele actuar, es algo que Miguel simplemente no puede comprender.

Como Ratel se lo esperaba, la respuesta de Registrador no vino enseguida.

—En el último instante, si todo lo demás falla, me pondré delante de Miguel —respondió Registrador—. Pero eso pudiera ser un gesto fútil. Estamos hablando de Miguel, que fue creado para ser el ángel vengador. Esta noche hay mucho que vengar. Esperar que él renuncie a esa fiera naturaleza suya, que le fue dada por Dios mismo, es tal vez esperar demasiado de Miguel. Los hombres caídos están tramando actos tenebrosos contra el Hijo de Dios. Si tales conjuras llegan a ser hechos, pudiera ser más de lo que nuestro compañero es capaz de sobrellevar.

Registrador suspiró, luego prosiguió: —Ratel, dile a Gabriel que contrarreste a Miguel hasta donde

le sea posible. Pero si llega el momento en que todo lo demás falla... si Miguel ordena que sus subordinados lo sigan a través de la Puerta, entonces... pero no antes, llámame.

—¿Te escuchará, Registrador? —Sé muchas cosas, pero eso no lo sé, —contestó Registrador

lúgubremente. Por un largo momento Ratel miró al más misterioso de todos

los ángeles, luego se aventuró a preguntarle otra vez, cambiando ligeramente su pregunta:

—¿Puede Registrador detener a Miguel? —No estoy seguro de ello. —¿Pero está dentro de los límites de lo posible? —persistió

Ratel, inexorable.

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—¿Quién, o qué, puede impedir que Miguel proteja a su Señor? ¿Acaso se puede, de alguna manera, ayudar a Miguel a que comprenda tales cosas?

—¿Entonces, estamos perdidos? Por un momento Registrador escudriñó su recóndita sabiduría,

luego dejó escapar un doloroso suspiro. —Ratel, no figura entre ninguna de mis obligaciones ni mis

privilegios saber eso. —Esas palabras fueron seguidas por una llamarada de ira—. Pero esto sí, —añadió bruscamente—: ¡Ratel, a tus obligaciones!

Con eso Ratel desapareció, reapareciendo casi al instante al lado de Gabriel.

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PARTE

I

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CAPITULO

Uno —Judas. ¿Ya ha llegado Judas?

Estas palabras eran de Caifás, el sumo sacerdote. —Dentro de una hora, Señor. —¿Y los guardas? —Sí. Los romanos consintieron en ir con nosotros. Y todos

ellos llevan sus espadas. Los guardas del templo van armados con garrotes y palos.

—Judas nos advirtió que los discípulos de El pudieran hacer resistencia. Impídelos, de cualquier manera. Mata, si tienes que hacerlo. Ese lunático debe quedar encadenado esta noche. ¿Y qué de los testigos?

—Están aquí. —¿Se les ha dicho qué deben decir? —Según hablamos nosotros. —Cuando llegue Judas, ve con él inmediatamente. ¿Tienen an-

torchas? —Sí, señor; y lámparas. —Judas besará al Nazareno, y a nadie más. No le demuestren

benignidad alguna a ese hereje. Atenlo de inmediato. Volviéndose para entrar de nuevo en su casa, Caifás se detuvo

y preguntó otra vez: —¿Se les ha notificado a todos los del Sanedrín? —Sí, señor. La mayoría ya está de camino para acá. Con frecuencia las palabras que se dicen en un susurro se

alcanzan a oír en los lugares más sorprendentes. En esta ocasión en particular, las palabras de Caifás, dichas a algunos escribas y sacerdotes, resonaron claramente en los oídos de un arcángel muy imponente que estaba parado cerca de allí.

—¡Nunca, ni en el tiempo ni en la eternidad habrán de atar ustedes a mi Señor! —juró Miguel, muy ofendido—. ¡Ustedes no van a tocarlo siquiera! ¡Seguro que ustedes no van a enjuiciar al Señor de la gloria! Si tratan de hacerlo, tendrán que habérselas con más que seguidores terrenales. ¡Se las tendrán que ver conmigo y con legiones de ángeles lívidos de furor!

Después de decir estas palabras, pronunciadas aun cuando no oídas, Miguel desapareció, tan sólo para reaparecer en un huerto cercano llamado Getsemaní.

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CAPITULO

Dos —¿Herrero?

—Sí, señor. Correcto. —Mira, mañana en la mañana tendremos que crucificar a dos

ladrones y a un revolucionario. Vamos a necesitar clavos antes de la media mañana. ¿Podrás hacerlos?

—Sí, señor, podré. —Entonces forja una buena provisión de ellos, porque si el

Sanedrín sale con la suya, puede haber un cuarto. —¿Otro ladrón? —inquirió el herrero. —No. Un galileo. Ese al que toda esa gente acompañó en un

desfile la semana pasada. ¿Sabes de quién hablo? —Sí, señor. —También necesitaremos tres, tal vez cuatro travesaños de

cruz. Entiendo que puedes proporcionarlos también. —¿Los ‘patíbulos’? Sí señor. Los hago de madera de ciprés, de

cuatro codos de largo, medio palmo de grueso y algo más de un palmo de ancho, como los miden los romanos. Cada uno pesa como cincuenta libras.

—Desbasta cuatro. —¿Necesitarás también cuatro palos verticales de cruz? —No, creo que no. Todavía quedan algunos parados en su lugar,

allá en la colina. O tal vez mañana simplemente usaremos un árbol. Mira, volveré al amanecer. Ten todo eso preparado.

Después de decir estas palabras, el centurión se fue. El herrero frunció las cejas al considerar lo que estaba a

punto de hacer. —¿Así que, el galileo? ¡Sí, efectivamente, he oído hablar de

él! Si verdaderamente El es Dios, ¡qué cosa tan terrible estoy a punto de hacer! ¿Habré de tomar yo de la tierra el mineral que El colocó allí en la creación? ¿Y con ese mineral formaré yo clavos para crucificar al Creador de la tierra? Si El es Dios, ¿habré de labrar de un árbol del bosque que El creó, un travesaño de cruz sobre el cual sea crucificado?

—Esas manos que colocaron el hierro en lo recóndito de las entrañas de la tierra, ¿habrán de estar agarradas por ensangren-

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tados clavos a una cruz? Esos pies que una vez recorrieron los senderos de Orión ¿habrán de pisar mañana el lagar solos? Aquel que mandó en medio de las tinieblas diciendo: ‘haya luz’ ¿habrá de ser tomado como un criminal común, en las tinieblas de esta ominosa noche?

—Si El es Dios, entonces ésta es la noche más pavorosa de todos los tiempos.

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CAPITULO

Tres —Gabriel, ¿estará seguro nuestro Señor esta noche al abrigo de ese huerto? —preguntó Ratel afligido.

—¿Dónde está Miguel? —respondió Gabriel igualmente afligido e inquieto.

—Ha estado en el patio de la casa de Caifás. Ahora se halla parado al borde del huerto. Debo decirte que en el patio de la casa de Caifás se están reuniendo hombres que portan espadas y palos. A unos testigos falsos se les está diciendo qué deben de-cir. Planean prender a nuestro Señor mediante el saludo de Judas. Me temo que Judas sabe dónde se encuentra nuestro Señor y los con-ducirá allá.

—¿Y qué de los once? —Están allí en el huerto de Getsemaní con el Señor —respondió

Ratel—, pero se encuentran dormidos. —¡Qué! —exclamó pasmado el arcángel—. ¿Dormidos? ¿Sus

seguidores? ¿En una noche tan peligrosa? —Pero, ¿por qué me sorprendo? —prosiguió Gabriel—. El ángel

registrador nos previno de una hora como ésta. Y tampoco son realmente los seguidores dormidos lo que me preocupa.

—¿Qué es, entonces? —Hay tanto Misterio... tanto, que aun nosotros, que somos

seres espirituales, no podemos comprender. De esta noche yo, por mi parte, no sé nada. Ahí está nuestro Señor, revestido de seme-janza de hombre, totalmente absorto en una intensa y atribulada conversación con su Padre... pronunciando palabras tan graves... siendo su humanidad tan evidente...

—Sí, parece tan vulnerable —fue la ponderada respuesta de Ratel—. Está gimiendo y llorando, no como cualquier hombre pudiera llorar normalmente, sino como nunca un mortal ha llorado. Nunca nadie de la raza de Adán ha estado en semejante agonía. Es la cosa más aterradora que he contemplado jamás. Sus palabras se han agarrado a lo más recóndito de mi espíritu. ¿Puede el cuerpo humano soportar por mucho tiempo semejante aflicción? Creo que no. Si no encuentra alivio prontamente, de seguro que su corazón

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estallará en pedazos. ¿Es posible, Gabriel? ¿Puede la aflicción humana sumirse a una profundidad tan grande?

—Quizás debiéramos visitar el huerto. Estoy preocupado por Miguel también.

Deslizándose primero frente a ocho figuras dormidas, luego frente a tres más, los dos mensajeros pasaron casi al centro del huerto.

—Esto es muchísimo peor que antes —murmuró Ratel—. El no puede sobrevivir mucho más está agonía de su alma.

—Tampoco es nada estimulante ver a Miguel. Míralo. —Nunca lo he visto en la condición en que está ahora —añadió

Ratel, temblando. Miguel, de pie no lejos de su Señor, estaba hablando casi en

forma incoherente: —Su rostro. Mira su rostro, —murmuró Miguel—. Su rostro, su

cuerpo, está rezumando... no sudor, sino... ¡sangre! Hay que hacer algo. Ahora mismo. O dará su último suspiro.

Miguel se volvió hacia sus dos compañeros celestiales. Sus ojos vidriosos danzaban con fuego.

—Gabriel, Ratel, es hora de actuar. Vuelvan a nuestro ámbito. Llamen a los ángeles que están a tu cargo, Gabriel, y a los míos también. Apercíbanlos para la batalla. Yo me quedaré aquí para hacer lo indecible. Debo ministrarle, a El, que es el ministerio mismo de mi vida. Debo consolarlo, a El que es Consuelo.

Gabriel, no sorprendido en absoluto por las palabras de Mi-guel, y sin embargo temeroso por el resultado de ellas, titubeó un momento, luego desapareció. Ratel consideró decir algo, pero viendo la intensidad de la ira en el rostro de Miguel, retrocedió silenciosamente y entró en el otro ámbito.

Entonces Miguel se aproximó al cuerpo postrado de su Señor. Lenta y reverentemente el arcángel meció la cabeza de Jesús en sus poderosos brazos.

—Descansa tu cabeza en la mía, mi Señor. Respira profunda-mente. Cesa tus lágrimas. Yo te sostengo. No hay nada que temer. Las legiones celestiales esperan tus órdenes. Ningún mal te so-brevendrá, mi Soberano.

Tomando en sus manos su propia inmaculada vestidura de luz, el arcángel empezó a enjugar la sangre de la frente y del rostro del Autor de la Creación, en tanto que las lágrimas de Miguel se mezclaban con la sangre de su Señor.

—Respira profundamente de los vientos invisibles. No temas al hombre. Señor, cien millones de espadas esperan tus órdenes.

El Señor levantó la cabeza y escudriñó el rostro de Miguel. —No es al hombre al que temo, mi viejo amigo. Ni tampoco a

ángeles, ni a demonios, ni a la impaciente Muerte. Ve, Miguel, déjame aquí. Mi Padre y Yo, nosotros debemos... Miguel, retorna a los ámbitos invisibles. Espera mi llamado.

Por un momento más el Carpintero estuvo agarrando las vesti-duras de Miguel. Al soltarlas, Miguel supo que no debía demorar

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más su tiempo de partida. Sin embargo, el contemplar el ensan-grentado rostro del Hijo de Dios, lo estaba aproximando más a la insania.

—Espera mi orden, Miguel, —repitió el Carpintero—. No hagas nada a menos que Yo lo ordene. ¿Entiendes, Miguel? Suceda lo que suceda... nada.

El llanto de Miguel se convirtió en incontrolables sollozos al apretar otra vez a su Señor contra su pecho.

—Mi Señor y mi Dios, ¿qué hora es ésta? —Vuelve a nuestro ámbito, tú, el más elevado entre todos los

arcángeles. Espera mi llamada. Entonces se oyó un ruido. Miguel se volvió. Uno de los dis-

cípulos, Juan por nombre, luchaba por librarse del sueño. En ese instante Miguel desapareció. Y Juan volvió a quedarse dormido.

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CAPITULO

Cuatro —Padre, no es el látigo lo que temo. Ni tampoco los clavos, ni el escarnio de la multitud. Ni siquiera a mi enemigo la Muerte. Es la copa... y la tenebrosa bebida que hay en ella. Padre, Tú nunca has estado separado de mí. Nosotros somos uno. Somos uno para siempre. El hecho de que mañana no seamos uno, es un pensamiento peor que mil infiernos.

—Padre, la copa. Por favor, apártala de mí. Si hay alguna otra manera, hállala ahora. Si es posible, que Yo no tenga que beber esa copa.

Jesús comenzó a temblar violentamente cuando consideró ofre-cer una oración que no se atrevía a pronunciar. La lucha entre la voluntad del Padre y la del Hijo se intensificó.

Finalmente, de los labios del Carpintero se elevó una ora-ción, que lo llevó peligrosamente cerca de aceptar el horror que le vendría si acataba la voluntad de su Padre.

—¡Padre, muéstrame... el contenido... muéstrame lo que hay dentro de esa copa amarga!

De repente todo el huerto se puso horriblemente oscuro. Las estrellas desaparecieron. El espacio, el tiempo y la materia se desvanecieron. Un detestable hedor se extendió a través de aquella aterradora escena. Entonces Jesús gimió:

—Ven, copa infernal. Muéstrame tu perverso brebaje. Al momento comenzó a emerger allí, delante de El que es todo

pureza, una copa de toda impureza, que borbotaba y regurgitaba con todas las corrupciones, depravaciones y obras decadentes en descomposición, que la raza humana caída había realizado jamás.

Todo lo que es imperdonable, todo lo que es inexcusable, todo lo que es depravado,

toda nefanda perversión de la creación, Yo debo contemplar tu inmundicia

antes de participar de ti.

La execrable poción se aproximó al Ungido, aún borbotando y regurgitando su detestable hedor y su brebaje de aberración.

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Temblando violentamente, transpirando sangre por todos los poros, Jesús gimió. Luego continuó su angustiosa oración:

—Oh, Padre, en las vastas reconditeces del pasado, en la eternidad anterior al tiempo, aun en eras anteriores a la eter-nidad misma, Tú y Yo proyectamos un plan que aterró hasta a la divinidad. Luego Yo formé las estrellas, y fundé las nebulosas, y puse en el firmamento sus ígneos cometas cuando la creación se desovillaba de mi mano y se reflejaba en mis ojos.

—Así, la creación se originó al ser Yo inmolado allí. —Yo vine como el trigo de la tierra, para morir, y después

producir mucha simiente, como Vida. Vida a ser engendrada en el hombre. Pero, oh mi Dios, la depravación vaciada en esta horrible copa. ¿Tiene que ser así? Oh Padre, no olvides que ahora vivo en frágil humanidad, y se me ha añadido la voluntad propia del alma.

Desde la recóndita profundidad de un corazón angustiado y hecho trizas, el Carpintero continuó ofreciendo, elevando, con indecibles dolores de parto, peticiones tales que sólo esos ge-midos podían expresar.

—Padre, la copa que está delante de mí es la quintaesencia de todas las violaciones de tu Ley cometidas en todos los lugares del mundo, a lo largo de toda la historia, mientras que las obras corrompidas cometidas por los hombres aun en esta hora, añaden su hiel a este perverso brebaje.

Al decir estas palabras, la copa borbotó y regurgitó una vez más, mientras continuaba recibiendo las venenosas fomentaciones de la humanidad depravada.

El Hijo de Dios empezó a llorar, y a sus lágrimas se unían las de su Padre.

Donde nunca he sembrado, allí debo segar.

Las condenaciones del linaje de Adán tengo que beberme.

—Padre, Yo nunca... nunca he... —gimió Jesús al contemplar la repulsiva escena—. Padre, todo eso es impío, perverso. Oh, Padre, impía y perversa como es la copa, impíos y perversos son sus hacedores. Padre, Yo soy santo, así como Tú eres santo. ¿No hay ninguna otra forma en que ellos puedan llegar a ser justificados, así como Tú eres justo... excepto la copa?

—¡Excepto que Yo venga a ser la copa! ¡La voz del Carpintero se fortaleció! Su voluntad se sometió. —Para que ellos sean uno. Así como nosotros... —Oh, Padre. ¡Para que eso acontezca, permite aun esto! El cielo se estremeció. El infierno tembló. Entonces Jesús se levantó, y afirmó su rostro hacia una co-

lina ubicada fuera de Jerusalén.

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CAPITULO

Cinco Una mano vacilante se extendió hacia abajo y sacudió a Pedro.

—Despierten, Jacobo y Juan —dijo una voz temblorosa. Los tres hombres despertaron, y luego lenta y apocadamente se

fueron poniendo de pie. —En el nombre de Dios, ¿quién eres? —preguntó Pedro,

aterrorizado, al mirar hacia arriba cuando se levantaba. Pero enseguida se golpeó la boca con el puño cerrado, al reconocer en la penumbra la trágica figura que estaba delante de él.

—¡Mi Señor, pero si eres Tú! ¿Qué ha sucedido? Es que estás cubierto de sangre. ¡Luces más muerto que vivo!

Aterrados de espanto, Jacobo y Juan se pusieron al lado de Pedro, mirando a quien esa noche se ganó para siempre el titulo de Varón de dolores. El rostro del Carpintero estaba veteado de sangre, y sus cabellos, aglutinados en sudor y sangre. Sus vestidos estaban manchados de rojo, y su semblante era prácticamente indiscernible.

—Vengan —dijo entonces el Carpintero, ignorando la conmoción grabada en el rostro de sus discípulos. Los tres hombres vacilaron. No les era fácil seguir a alguien difícilmente reco-nocible como hombre.

Juan fue el primero que se adelantó, llevado por una pregunta que tenía que hacer.

—Señor, acabo de tener un sueño. Soñé que veía un ángel. El ángel te estaba ministrando, luego desapareció. ¿Es que vi esto o no fue más que un sueño?

—Sígueme, Juan. La copa que mi Padre me ha dado ¿no he de beberla en breve?

El Señor, debilitado y más vulnerable de lo que los discípu-los lo habían visto jamás, caminó tambaleándose hacia sus otros seguidores dormidos.

Momentos después, ellos también se esforzaban por ponerse de pie, e igual que los tres, quedaron horrorizados, con los ojos muy abiertos, a la vista de su Maestro.

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En ese momento se oyó un ruido. Todos volvieron la cabeza. Alguien se acercaba.

—¿Quién podrá estar viniendo acá a esta hora? —susurró Pedro. A continuación, tratando de recobrar algo de credibilidad, procuró bastante torpemente sacar una espada que había ocultado bajo su túnica.

—¡Juan Marcos! Pero, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Jacobo con voz reprensiva—. Deberías estar en tu casa, durmiendo en la cama. Ningún muchacho de tu edad debe estar fuera de su casa tan tarde.

—Es que no podía dormir. Nadie en la casa puede. Yo tenía miedo, y... —Juan Marcos bajó la cabeza— ...y estaba curioso.

—Pero, ¡escúchame! —prosiguió—. Al venir hacia acá, pasé por el centro de la ciudad. Cerca del templo... ¡se ven guardas dondequiera! Observé y escuché. ¡Creo que vienen hacia acá!

Los once hombres miraron hacia la ciudad. A lo lejos podían verse antorchas encendidas y linternas que, por cierto, parecían estar moviéndose en dirección del huerto de Getsemaní.

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CAPITULO

Seis —¿Será que la oscuridad de la noche me está jugando una ilusión óptica? Parece como si hubiera centenares de ellos —se dijo el levita en voz alta, asombrado.

—Tal vez hasta hay más de ellos de lo que parece —murmuró Tomás—. Tiene que haber muchas linternas para alumbrar la noche en forma tan brillante.

Minutos después Tadeo observó: —Miren. Ese es Judas. Y viene hacia acá. Quizás él nos pueda

decir qué está pasando. —¿Judas? Yo creía que él se encontraba aquí, con nosotros,

—dijo Pedro sorprendido. En ese momento, dejando atrás a sus discípulos, el Señor

empezó a caminar con pasos ligeros hacia Judas. —¡Judas! —llamó Jesús con voz bien clara. Al escuchar aquella voz, Judas titubeó. Entonces, con actitud

indecisa, levantó la antorcha que traía en la mano y miró de soslayo para poder ver mejor el rostro del que lo había llamado por su nombre.

—Maestro, ¿eres tú? —respondió Judas mirando el emaciado rostro del Señor.

Seguro entonces de que era Jesús, Judas avanzó y besó al Se-ñor en la mejilla.

—Traición, por medio de un beso —musitó el Carpintero—. Padre, permite aun esto.

Para entonces, ya se podía ver bien toda la turba que seguía a Judas. Había cientos de ellos: el capitán de la guardia del templo que venía al frente, los soldados que protegían a los es-cribas, y los asignados a proteger a los sumos sacerdotes, que los seguían de cerca. Detrás de ellos había veintenas de otros que tenían palos en las manos.

Al divisar tamaño ejército, los discípulos vacilaron.

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Entonces Jesús caminó más allá de Judas, hacia aquella multitud beligerante.

—¿Quién es ese infeliz medio muerto —preguntó el capitán de la guardia—, y por qué Judas no nos señaló cuál de esos hombres es el Nazareno?

—¿A quién buscan ustedes? —preguntó con voz segura y decidida el Carpintero, que ahora se encontraba casi frente al jefe de la guardia.

La respuesta del capitán fue áspera y fuerte, dicha en forma tal que los once discípulos que se hallaban a cierta distancia pudiesen oírla claramente.

—Buscamos a Jesús de Nazaret —respondió, al pasar al lado del ensangrentado Carpintero.

—Yo soy Jesús, a quien ustedes buscan. Al oír eso, el capitán dio media vuelta y, al hacerlo, tro-

pezó y cayó. Al caer, tumbó a varios de los asombrados hombres que estaban con él. Después de unos momentos de confusión que siguieron, y con no pequeño temor, el capitán de la guardia estaba otra vez de pie encarando al hombre que había hablado.

—¿Quién eres Tú? —preguntó. Sus palabras todavía revelaban incertidumbre.

—Yo soy Jesús, a quien ustedes buscan. Al escuchar esa respuesta, el capitán recobró la seguridad de

su voz y su coraje —¡Atenlo! —ordenó. Al escuchar esas palabras del todo inaceptables, un airado

arcángel llamado Miguel y un airado hombre llamado Pedro se aba-lanzaron hacia adelante.

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CAPITULO

Siete Pedro sacó su espada y corrió hacia aquella turba.

—¿Ha llegado el momento de pelear y usar la espada, Señor? —Preguntó con actitud inquebrantable al pasar cerca del Carpin-tero, blandiendo fieramente su espada por encima de la cabeza, al tiempo que se abalanzaba hacia adelante. En ese mismo momento, y con mucha mayor seguridad, la poderosa mano de Miguel fue en busca de su espada.

Jesús iba a contestar la pregunta de Pedro, cuando la espada de éste le cortó la oreja a un esclavo llamado Malco. Enseguida varios hombres de esa multitud trataron de agarrar a Pedro. Al hacerlo, la mayor espada de toda la creación quedó completamente desenvainada, pero no antes de que las siguientes palabras del Carpintero llegaran a los oídos de ambos espadachines:

—Si Yo necesitara protección, se me proporcionaría más de doce legiones de ángeles con sus espadas desenvainadas —gritó el Señor con voz fuerte y clara—. Pero éste no es el momento. No me corresponde llamar a los ángeles de mi Padre ahora. En vez de eso, me toca beber la copa que mi Padre me ha dado.

Al oír esas palabras Pedro, de carácter irascible, y el ar-cángel aún más provocado, vacilaron.

Jesús hizo una pausa, luego susurró unas palabras en forma tan suave que únicamente los oídos celestiales pudieron oír.

—No espadas, ni batalla, ni ángeles, Miguel. Sólo una copa. El Carpintero se irguió hasta alcanzar su plena estatura, y

rompió la extraña lobreguez de esa extraña noche con una voz que resonó como trompeta a través del huerto.

—Los ladrones que ustedes arrestaron... ¿me han confundido con ellos? Ustedes me han visto antes. Cada día, en el templo. Con todo, mírenlos a ustedes. ¡Ustedes han salido contra mí como si Yo

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fuera un ladrón! He estado en el templo cada día, incluso en este día, hablando abiertamente.

Jesús miró directamente a los ojos de los principales sacer-dotes y les dijo:

—Ustedes no me han arrestado nunca y ni siquiera han exten-dido sus manos contra mí. No hasta ahora. ¿Por qué no? Porque su tiempo no había llegado aún. Lo que ustedes están haciendo ahora lo hacen tan sólo porque mi Padre se lo ha permitido.

En seguida y a voz en cuello, el Señor exclamó otra vez con palabras dirigidas a los entenebrecidos corazones de esos hombres alevosos que se encontraban frente a El, y a los oídos de los que estaban en el ámbito invisible de las tinieblas:

—¡Esta es la hora de ustedes! —¿A quiénes está hablándoles? —se preguntó Miguel—. ¿Y de

quién es esta hora? ¿Es ésta la hora de Lucifer? —gruñó. Gabriel se puso instantáneamente al lado de Miguel, y tomó la

mano derecha de Miguel al decirle: —Miguel, debes entender que ésta no es mi hora ni la tuya,

—declaró Gabriel con determinación—. Esta no es tampoco la hora de los ángeles elegidos. Todo ha cambiado. El equilibrio ha sido alterado. Miguel, debes entender que tu Señor ha aceptado esa copa que tanto lo horrorizó.

Miguel cerró el puño delante de su rostro y exclamó: —Oh, mi amado Señor, dígnate decir la palabra y vendrán más

de doce legiones de encolerizados ángeles a rescatarte. La respuesta del Señor fue inmediata, si bien sus palabras no

fueron dirigidas a Miguel, ni a la estupefacta turba, sino a los ciudadanos del mal.

—Reino de las Tinieblas, tú tienes tu poder. Tú y todas tus potencias quedan, a partir de este momento, libres. La restricción divina queda levantada. Ahora es tu hora. Esta es la hora de las potencias de las tinieblas. ¡Haz lo que puedas!

Súbitamente, como si alguna fuerza invisible se lo hubiese ordenado, la turba que rodeaba a Jesús se llenó de coraje y agarró al Carpintero. Rápidamente le ataron las manos, en tanto que once hombres aterrorizados y un joven muchacho huyeron en la oscuridad de la noche.

Dos jóvenes de entre la multitud notaron el tamaño más bien pequeño y la velocidad del muchacho que huía. Señalándolo como su presa, corrieron tras él, En breve lo alcanzaron, y agarrando la ropa de Juan Marcos tiraron de ella con furia. Frenéticamente Juan Marcos giró y empezó a correr hacia atrás, dándose maña para librarse de la sábana con que a modo de manto estaba cubierto y la cual habían agarrado. Entonces girando otra vez, huyó desnudo hacia Jerusalén y su casa.

Al apremiarlo Gabriel, Miguel pasó de mala gana y desatina-damente por la Puerta que separaba los dos ámbitos. Jesús quedó solo en un mundo que para entonces ya estaba totalmente gobernado por el reino de las tinieblas. El Carpintero se encontraba en la

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más peligrosa de todas las situaciones posibles. Estaba en manos de hombres religiosos.

—Llévenlo a casa del anciano. Llévenlo a Anás. El sabe más que nadie las formalidades a seguir.

Eran como las 3.00 a. m.

CAPITULO

Ocho El retorno de Miguel a los lugares celestiales causó consternación a toda la hueste celestial. En pasmado silencio la hueste celestial retrocedió horrorizada al ver venir a Miguel tambaleándose hacia ellos.

—¡La sangre de un hombre en las vestiduras de un arcángel! —exclamó Adorae, horrorizado por lo que veía—. ¿Qué es lo que le ha ocurrido al ángel vengador? Es como si hubiese luchado con la Muerte. ¡¿Y de dónde procede esa sangre?!

—¿De nuestro Señor? —gritó la voz interior de Ratel. Los ojos de Miguel estaban empañados y su rostro descolorido

e impreciso. Las más poderosas manos del universo creado estaban temblando violentamente. Al ver las miradas horrorizadas de la hueste celestial, Miguel miró sus manos y sus vestiduras.

—Es la sangre... La voz de Miguel se quebró. Temblando incontrolablemente, el

arcángel se cubrió el rostro con las manos, tratando de vencer la terrible memoria que atravesaba la mente de su espíritu.

—Es la sangre... —Miguel se apretó los ojos con sus puños cerrados, en tanto que la luz de su ser destellaba en forma in-termitente.

—...Es la sangre de mi Señor —gritó Miguel, sucumbiendo por último a la histeria.

La horrorizada hueste celestial gimió en agonía frente a esa escena demasiado dolorosa de soportar.

—La sangre de nuestro Señor en las vestiduras del arcángel Miguel —observó Ratel. Ni un ángel se movió.

Miguel empezó a hablar, sin dirigirse a nadie en particular:

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—Hay peligro por dondequiera. Pende inexorablemente en el aire y penetra lo más recóndito del ser. Esta es la hora espan-tosa, y no hay nada que yo pueda hacer. ¿Entienden? Nada que yo pueda hacer. La noche es tan oscura. Tan oscura.

Tan sólo por un instante Miguel pareció haberse quitado su delirio. Buscando a Gabriel con ojos que apenas podían ver, pre-guntó desatinadamente:

—¿Está Gabriel aquí? —Aquí estoy, Miguel, a tu lado, y los que están a mi mando. —¿Y los míos? —preguntó Miguel otra vez, vacilante—. Los que

están a mi mando, ¿están aquí? —Ellos también se encuentran aquí. —No debo tomar acción alguna. No por mi parte, no en mi au-

toridad, sino sólo bajo la de El. El tenso cuerpo de Ratel se aligeró. Se oyeron suspiros de

alivio en toda aquella hueste formada. —Una rebelión en la historia del cielo es suficiente —su-

surró Gloir. Pero las esperanzas de Gloir, de Ratel, y de la hueste

celestial entera se desvanecieron súbitamente. Miguel volvió a partir hacia la escena del huerto.

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CAPITULO

Nueve Como medida de precaución, el capitán de la guardia condujo al criminal de regreso a Jerusalén dando un rodeo.

Los fariseos, levitas, sacerdotes del templo, guardas del templo y los legionarios romanos, encabezados por uno que llamaban quiliarco o tribuno, llevaron al prisionero hacia el norte hasta que dejaron atrás la ciudad; entonces descendiendo entraron en Jerusalén desde el oeste. En unos minutos estuvieron en territorio de César, la fortaleza Antonia, guarnecida por soldados nativos de Siria enrolados en el ejército de César.

—¿A dónde se ha de llevar al mago desde aquí? —preguntó el quiliarco.

—Al Palacio Macedonio. El gran Sanedrín se está reuniendo allí para procesarlo.

A continuación, los guardas del templo condujeron al prisio-nero fuera del área de la fortaleza, pasando delante del palacio de Herodes, hacia un gran atrio doble que estaba frente al Palacio Macabeo, la residencia palaciega de Anás y de Caifás.

Al ver que Jesús era llevado adentro, todos los que estaban en el atrio convergieron inmediatamente delante de la casa del sumo sacerdote, mientras que al propio tiempo miraban a la emaciada figura que se hallaba de pie al centro del atrio y hacían comentarios entre ellos.

—Es El —dijo uno. —¡Lo han logrado! ¡Ahora El es nuestro! —Luce grotesco, ¿verdad?

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—Yo no lo habría reconocido. —Guarden bien la entrada. El tiene amigos. —Llévenlo al anciano. Anás debe ser el primero en interrogar

a este hombre. Anás era el hombre viviente de más edad que había servido en

calidad de sumo sacerdote. Tal posición hacía que se le conside-rara sabio. Asimismo, era poderoso.

—Los testigos, llamen a los testigos —susurró Caifás. Anás emergió de su casa. —No dejen que este blasfemo entre en mi casa —gritó Anás con

voz estridente. Caminando lentamente hacia el prisionero, Anás escudriñó el

rostro de Jesús. Habrá de ser un camino breve a la muerte para éste —pensó—. Está ya medio muerto.

Anás se puso delante de1 Carpintero. —¿Por qué enseñas traición, sedición y herejía? —preguntó a

Jesús—. ¿Y quiénes te siguen? —Pregunta a los que me han oído —respondió Jesús—. Todos los

que me han escuchado saben lo que Yo enseño. Apenas habían salido estas palabras de la boca de Jesús, un

guarda del templo le pegó con el puño en el rostro. —Estás hablándole al sumo sacerdote —le dijo el guarda —y ésa

no es manera de hablarle al sumo sacerdote. El guarda no lo sabía, pero con ese acto había empujado a un

arcángel muy cerca del borde. Hasta entonces, el fuerte brazo de Gabriel se las había arreglado para contener a Miguel. Con todo, la lucidez de Miguel se estaba deteriorando rápidamente. Gabriel sabía perfectamente, igual que todos los ángeles elegidos, que el siguiente incidente de semejante naturaleza pondría a Miguel fuera de control.

En ese momento Anás le hizo señas a Caifás. Entonces el hom-bre que a la sazón gobernaba como sumo sacerdote, se hizo cargo de la inquisición

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CAPITULO

Diez El interrogatorio había continuado por más de una hora. Nada re-sultaba como debía. Caifás estaba desesperado y casi frenético.

Anás se deslizó al lado de Caifás y susurró ásperamente: —Con lo que has logrado hasta aquí, nunca llegaremos a con-

vencer a Pilato de que nos debe permitir ajusticiar a éste. —¿Qué más puedo hacer yo? —replicó Caifás airadamente—. ¿Se

me puede culpar a mí de que los testigos no pueden coincidir en sus relatos?

—Hay una cosa más que puedes hacer. —¿Y qué es? —replicó Caifás, frustrado. —Conjura. —¡Sí! Por supuesto. ¿Por qué no? ¿Pero qué si El miente? Las palabras con que respondió Anás penetraron como un dardo

en el corazón de ambos hombres: —Este hombre no miente. Entonces Caifás recogió el extremo de sus vestiduras de color

azul y blanco y caminó otra vez hasta el centro del atrio, hasta ponerse frente a su propuesta víctima.

—Te conjuro por el Dios viviente que nos digas ¿eres Tú el Mesías? ¿Eres el Hijo de Dios?

El Señor miró lentamente a los que estaban alrededor en ese atrio, escudriñando los rostros de veintenas de sacerdotes, rabinos, escribas y fariseos. Entonces miró hacia Anás y el

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guarda. Por último, Jesús alzó los ojos hacia el horizonte para descubrir lo que los ojos humanos no podían ver. Sobre el techo de todas las casas que estaban alrededor de aquel atrio, y más allá hasta las colinas y llegando hasta los campos de más allá de Jerusalén, había muchos miles de vigilantes ángeles.

Finalmente, los ojos del Carpintero se encontraron con los ojos de un arcángel. El rostro de Miguel era un río de relucientes lágrimas.

Exalta se acercó lenta y suavemente a Gloir para susurrarle al oído:

—El va a decirlo, ¿no es así? Nunca soñé que El dejaría que los oídos del hombre caído lo oyeran confesar la consumación de la verdad.

—Eso le va a costar todo —respondió Gloir—. ¿Qué hemos de hacer?

—Nada, fuera de lo que se nos permite hacer. En forma muy suave, casi imperceptible, el Señor miró a su

invisible guardián, y finalmente al sumo sacerdote. Mirándolo a los ojos, Jesús acercó su rostro al de Caifás y,

con una serenidad que parecía sacudir el suelo mismo debajo de Jerusalén, le respondió:

Sí, Yo Soy.

Después de pronunciar estas palabras, Jesús miró una vez más hacia Miguel y entonces continuó:

—Y además, verán al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viene el día cuando lo verán retornar con sus ángeles en una nube de gloria.

—Señor, apresura esa hora —susurró el arcángel. Caifás había abrigado esperanzas de que semejantes palabras

habrían de salir de los labios del Carpintero. Y dado caso que lograse tal confesión, ya había planeado lo que haría. Así pues, fingiendo una ira santa asió de sus vestiduras y, rasgándolas, empezó a gritar:

—¡¿Quién necesita más de testigos?! Todos hemos escuchado a este galileo blasfemar a nuestro Dios, aquí delante de nosotros. Con su propia boca lo ha blasfemado... Aquí... en la presencia misma del Sanedrín. Este hombre ha testificado de su propia he-rejía. ¿Qué les parece?

—Pido una votación del Sanedrín —agregó. Caifás retrocedió unos pasos y, extendiendo la mano, señaló

directamente a Jesús al tiempo que decía: —Yo sé cuál es mi decisión. Este nazareno no merece vivir.

Emitan sus votos. Si en ustedes hay lealtad a Dios, su voto será igual al mío. Si Dios está con nosotros, lo veremos muerto antes que la Pascua comience.

—¡¡Noooo!! —exclamó Miguel extendiendo una vez más la mano para desenvainar su espada. Una vez más Gabriel lo refrenó. Una vez más Miguel rindió la fortaleza a la soberanía.

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Entonces una voz inconfundible resonó dentro del espíritu de ambos arcángeles:

—Regresen a los lugares celestiales. Acto seguido las huestes celestiales se volvieron y, muy

renuentes, regresaron a su propio ámbito. El último y más renuente de todos era Miguel.

Eran como las 5:00 a. m.

CAPITULO

Once Mientras el Sanedrín emitía su voto y mientras Caifás tramaba su siguiente paso, en Jerusalén se desarrollaba una nueva escena.

Uno de los sacerdotes del templo escaló los muros del templo hasta que por último se paró sobre uno de los pináculos del mismo. Mirando hacia el este el sacerdote escudriñó atentamente el horizonte, en tanto que allá abajo la gran multitud de peregrinos, que repletaban el atrio del templo y que iban pasando muy apretadamente por las veinticuatro entradas a los terrenos del templo, observaba ansiosamente.

El sacerdote escudriñó cuidadosamente el paisaje. A poca distancia fuera de la ciudad se extendían las laderas del monte de los Olivos, y a través del campo abierto, se veía el camino que salía de Betania. En la distancia se podía ver una hilera de israelitas creyentes que venían caminado hacia la Puerta Oriental.

Por un momento el sacerdote se volvió para observar el lado opuesto de la ciudad. Los peregrinos que venían subiendo por el camino de Jope, fluían entrando en Jerusalén por las puertas que daban al occidente.

En ese momento el borde superior del sol apareció por encima de las colinas orientales.

El sacerdote gritó a los que se encontraban allá abajo:

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—¡El sol de la mañana! Desde abajo, otro sacerdote preguntó hasta qué distancia

podía verse la luz de la mañana. —¿Aun hasta Hebrón? —se escuchó la pregunta tradicional. —Sí, —gritó el primero, respondiendo—. ¡Aun hasta Hebrón! Allá abajo la multitud empezó a aplaudir. Eran las 5:45 a. m. De pronto, a todo lo largo de los muros de la ciudad apare-

cieron sacerdotes del templo que portaban largas trompetas. Las tenían levantadas. En unos momentos el aire se llenó del fuerte sonido de aquellas trompetas de plata.

Los peregrinos vitorearon otra vez, en tanto que los ciuda-danos de Jerusalén más cansados, todavía acostados en sus camas, recibieron el sonido de las trompetas simplemente como una llamada para levantarse en un nuevo día. Esos habitantes locales muy probablemente no harían ningún esfuerzo para llegar al atrio del templo hasta la tarde.

Al apagarse el sonido de aquellas trompetas, unos cincuenta sacerdotes, cada uno asignado a realizar tareas específicas, co-menzaron a hacer sus obligaciones.

La responsabilidad de algunos de esos hombres consistía en sacrificar un cordero en ese momento de la mañana en particular. Ese sacrificio, a diferencia del cordero que se debía sacrificar en la tarde, era una rutina diaria que realizaban cada mañana a la salida del sol.

Fuera del templo, las mujeres empezaron a pasar aprisa a un atrio del templo, mientras los hombres iban hacia otro. El sa-crificio matutino de un cordero y la oración matutina se ofrece-rían a Dios simultáneamente.

El cordero fue conducido hasta un tazón de oro, donde bebió agua, y después fue llevado al altar.

En ese mismo momento las manos de Jesús fueron atadas. Ahora atado, Jesús se encontraba de pie en el atrio Macabeo esperando el resultado de la votación del Sanedrín, al tiempo que ataban la pata delantera derecha del cordero a su pata trasera derecha. Entonces pusieron sobre la cabeza del cordero un anillo de hierro atado al altar y voltearon su cara hacia el oeste. Enseguida encendieron el altar del incienso y despabilaron las siete velas del candelero. Un momento después el cordero estaba muerto.

La votación terminó. Jesús fue hallado culpable. A continuación, vino la sentencia. El Sanedrín había decidido

que, por la ley hebrea, el Carpintero tenía que morir. Eran las 6:00 a. m. Doce horas después comenzaría el Sabbath.

Si Jesús había de morir antes de las 6:00 p. m., esos hombres tenían que apurarse.

—Todos ustedes han sido testigos, hemos oído a este hombre decir gillupha. Ha blasfemado. Ahora llévense a este blasfemo. No merece vivir. Esta es la voluntad del Sanedrín.

Gabriel apretó su mano sobre el brazo de Miguel.

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CAPITULO

Doce —Péguenle. Azótenlo. Asegúrense de que cuando hayan terminado con la flagelación, el reo parezca el monstruo que es. Luego llévenlo de vuelta a Pilato. Quiero que no tengan compasión alguna de este hombre que vino de Pilato. Quiero decir, que este galileo debe morir antes que comience la Pascua. Hagan lo que haya que hacerse.

Delante de los hombres y de los ángeles, el chasquido del látigo de los soldados resonó por las cámaras de juicio.

Nada podían saber los que estaban presentes, que el chasquido de ese latigazo había llevado más allá de toda restricción a Mi-guel que, trastornado, gritaba. Gabriel opuso su propio poderoso brazo contra el de Miguel. Resonó otro chasquido del cruel látigo a través de la Puerta. Los ojos de todos los ángeles estaban vueltos hacia Miguel.

Que esta hora no llegue a ser como fue la gran rebelión, imploró Gloir dentro de sí. Pero aun al cruzar estas palabras su espíritu, sus ojos le decían que Miguel había pasado de su punto de resistencia. Ahora había legiones de ángeles bajo las órdenes de un ángel que se balanceaba en el borde de la insania. Había terror en todos los rostros, y lágrimas en muchos ojos.

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Hubo otro chasquido del látigo. Este dejó su marca en las espaldas del Carpintero. Entonces, presionado más allá de su llamado, presionado más allá de todo control, el más poderoso de todos los arcángeles ahora totalmente frenético, desenvainó su espada, la alzó bien alto sobre la cabeza y gritó con todas sus fuerzas:

—¡¡Venganza, venganza... ahora!! Todos los ángeles que estaban a las órdenes de Miguel empe-

zaron a gemir y llorar, mientras desenvainaban renuentemente sus espadas en obediencia a uno que estaba a punto de volverse des-obediente.

—Debemos obedecer al que ahora desobedece —gimió Exalta. —Si pasamos por la Puerta, todo se habrá perdido —sollozó

Adorae apesadumbrado.

CAPITULO

Trece —¡Una pregunta, Miguel!

Era Registrador, que de repente había aparecido delante de la Puerta, justamente frente a Miguel.

La borrosa vista y el ofuscado espíritu de Miguel daban tes-timonio de que él no estaba plenamente consciente de quién era el que se había parado en su camino.

—¿Quién es tu enemigo? —rugió Registrador frente a Miguel, casi pegando su rostro al de éste.

—¿Qqqué...? —Te pregunto, ¿quién es tu enemigo? —El no debe hacerle daño a mi Señor —farfulló Miguel—. Yo fui

creado... yo fui creado para proteger el trono. Y cuando el Hijo se hizo hombre, mi obligación pasó a ser protegerlo a El. Yo soy el ángel guardián de no menos que del Hijo de Dios. Sí, él... mi enemigo... no se le debe permitir que dañe a mi Señor.

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—¿Quién es tu enemigo, Miguel? ¡Escucha a tu espíritu! Halla la respuesta. ¿Quién es tu enemigo?

—Mi enemigo. ¿Quién es mi enemigo? Sí, ¿quién es mi enemigo? Es aquel que ahora mismo está haciéndole daño a mi Señor.

—¿No oíste las palabras de tu Soberano? Escúchame, Miguel, ¿oíste las palabras de tu Señor?

—Los ojos de Miguel se iluminaron. —Mi Señor, sí. Pero El fue herido por los hombres. Lo están

flagelando. Esto no se puede permitir. —Miguel, ¿habrás de actuar sin una orden? ¿Habrás de actuar

fuera de tu encomienda? —Pero ellos no deben hacerle daño a mi Señor —gimió Miguel

todavía trastornado. Registrador le gritó a Miguel en plena cara: —¡Demando de ti, Miguel, como tu compañero mensajero, que me

digas quién es tu enemigo! —Mi enemigo... sí... mi enemigo. ¿Que quién es él? —Buscó

Miguel como tentando—. ¡Mi enemigo es... Lucifer! —resonó como poderosa trompeta la voz del arcángel. Esas eran las primeras palabras cuerdas que pronunciaba Miguel desde que había desen-vainado su espada.

—Dime otra vez, Miguel, ¿quién es tu enemigo? —Lucifer es mi enemigo —repitió Miguel blandiendo su espada

en el aire. La hueste angélica comenzó a tener esperanza, pero tan sólo

porque era aparente en la faz de Registrador. —Entonces dime, mi viejo camarada, ¿habrás de llegar a ser

como Lucifer? —Pero, Registrador, ellos... no deben... hacerle ningún daño

a mi Señor. —Te pregunto una vez más, Miguel. Mírame a los ojos. ¡Mírame,

Miguel! Escucha a tu espíritu. ¿Vendrás a ser como Lucifer? —No, no —gritó Miguel, saltando hacia atrás—. Nunca habré de

llegar a ser como Lucifer. Entonces hubo suspiros, gemidos, lágrimas y un suave llanto

en toda la hueste celestial. Miguel aún no estaba completamente sano, pero había declarado con su boca lo único que podría vol-verlo atrás del borde peligroso en que se hallaba.

Una vez más Miguel luchó con una obsesión dominante. —Pero no deben hacerle daño a mi Señor —repitió otra vez. —Miguel. Dímelo otra vez. ¿Habrás de llegar a ser como tu

enemigo? —¡No! ¡No! —gritó Miguel—. Pero ¿no habré de proteger a mi

Señor? Yo... tengo que proteger a mi Señor. —Miguel estaba llorando ahora, como llora uno cuando se ha quebrantado su voluntad.

Ahora las palabras de Registrador fueron más suaves. —¿Miguel, no oíste a tu Señor cuando habló? El dijo que las

tinieblas habían de tener su hora para mostrar sus poderes. La

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soberanía ha decretado que ciertamente los dos enemigos de Dios, el Pecado y la Muerte, han de tener su voluntad.

—Registrador, oh Registrador, esos dos enemigos de mi Señor, ¿no están ahora mismo en alianza con mi enemigo? Seguro que ellos le harán daño a mi Señor. ¿Qué se puede hacer?

Entonces el espíritu de Registrador resplandeció con fulgor al echar mano de las palabras exactas con las que él había de responder a Miguel.

—¿No recuerdas? —¿Recordar qué? —replicó Miguel agitado. —Aquella noche en Egipto. ¿Miguel, recuerdas aquella horrible

noche? ¿Recuerdas aquella noche plena de maravillas? —Recuerdo que un cordero fue sacrificado. Miles de corderos

fueron sacrificados. Recuerdo eso. —¿Y qué fue lo que El nos dijo? Los ojos de Miguel saltaron de un lado a otro mientras él se

esforzaba por recordar. Finalmente empezó a pronunciar palabras, pero le venían lenta

y trabajosamente: —El nos dijo... nos dijo que fuéramos a la ciudad de Faraón

para observar y aprender, pero que no hiciéramos nada. Sólo pre-senciáramos. Habíamos de estar parados allí y no hacer nada. Tan sólo habíamos de presenciar.

Había severidad en la voz de Registrador cuando inquirió: —Había más cosas que El te dijo, Miguel. Recuerda, ¿qué más

te dijo? Era obvio que, sinceramente, Miguel no podía recordar, aun

cuando él miraba para un lado y otro desatinadamente, esperando ver u oír algo que le ayudase a recordar.

—El me dijo... ¿qué fue lo que El me dijo, Registrador? Las vacilantes palabras de Miguel comenzaron otra vez: —El me dijo... El nos dijo que observáramos y aprendiéramos

porque habría... —¡Ahora recuerdo, Registrador! —gritó Miguel agarrando la

túnica de su viejo amigo—. Nos dijo que aprendiéramos, porque habría otra noche. Una noche espantosa. Una noche tan espantosa como era aquélla. Y cuando viniese esa noche, no habíamos de hacer nada.

De nuevo los ángeles lanzaron grandes suspiros de alivio. —Pero, Registrador —protestó Miguel—, aquella noche fue tan

sólo un cordero. ¡Pero esta vez es mi Señor! ¡Y mientras estamos hablando ahora, lo están azotando!

Los brazos de Miguel cayeron al otro lado de los hombros de Registrador. De pronto Registrador se encontraba sosteniendo el cuerpo de un arcángel que temblaba y sollozaba.

Miguel comenzó a lamentarse: —Oh, mi Señor, ha llegado esa noche. Oh, Señor, ¿no he de

hacer nada?

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—¡Ayúdame, Registrador! —imploró Miguel otra vez—. Están azotando a mi Señor. No puedo soportar semejante cosa.

Compasivamente, Registrador envolvió con sus brazos al pode-roso Miguel.

—Miguel —empezó a decirle Registrador en forma suave y casi en un susurro—, recuerda el trono.

Al oír Miguel esas palabras, cada fibra de su ser se relajó. Miguel se desplomó en brazos de su compañero.

—El trono. Debo recordar el trono —sollozó Miguel. A continuación de esas palabras, se escuchó el sonido de in-

numerables millones de espadas que estaban siendo envainadas de nuevo. Y con ese sonido se oyó aún otro: el agradecido llanto de diez mil veces diez mil ángeles. Congregándose alrededor de su líder, poco a poco la sollozante multitud quedó silenciosa. En ese momento de silencio Exalta levantó una mano por encima de la cabeza y empezó a cantar:

Soberano. Soberano siempre, sé ahora soberano. Soberano aun en horas tenebrosas.

Soberano es tu trono. Todo destino es tuyo propio. Esta la más tenebrosa noche

no es más que luz para ti.

Miguel levantó la cabeza desde los brazos de Registrador que la cuneaban y, silenciosa y hasta reverentemente, envainó la es-pada más tremenda de toda la creación. Un momento después dijo con voz conmovida pero firme:

—Mensajeros, compañeros míos, en breve todos nosotros debe-remos retornar a la tierra. Puede que hayamos de volver a vivir aquella noche de Egipto. No sabemos nada de lo que nos espera en las horas siguientes, pero sabemos esto: Hay ominosos presenti-mientos dondequiera. Pero esta batalla, sea cual sea, no es para que nosotros la libremos. Estos asuntos están en otras manos. En breve ustedes van a retornar a Jerusalén exactamente como fueron, hace tanto tiempo, a la ciudad de almacenaje de Faraón. Sí, y así como ustedes fueron a Belén. Estarán parados por todas las colinas alrededor de Jerusalén.

—Pero, a menos que nuestro Señor diga, no haremos nada... Entonces la hueste angélica comenzó a deslizarse

silenciosamente por la Puerta, saliendo y pasando a estar sobre la tierra alrededor del monte Sión.

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CAPITULO

Catorce Los guardas llevaron al prisionero por las atestadas calles, de regreso hacia la fortaleza Antonia. Por dondequiera había gente que celebraba las festividades que estaban por comenzar. Esa mañana más de doscientos mil visitantes atestaban las calles y el atrio de la ciudad.

De cuando en cuando los guardas tenían que empujar vigorosamente y hacer fuerza contra el gentío, para poder avanzar hacia la fortaleza romana.

Más distante del área del templo, la escena era bien distinta. En la sección occidental de la ciudad, había jergones alineados en todas las calles y callejones. Se veían hombres, mujeres y niños sentados, sin hacer nada, esperando la

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celebración, que comenzaría por la tarde, y el sacrificio vespertino. Junto a cada familia israelita había un cordero.

Un niño que miraba a los soldados que pasaban, y suponiendo que el hombre que iba con ellos era un dignatario, se acercó a Jesús y le dijo:

—Mira mi cordero. Es perfecto. El sacerdote no encontró tacha en él. —Entonces, viendo las cadenas que había en las muñecas del Carpintero, el niño preguntó inocentemente—: ¿Adónde te llevan?

Jesús le respondió en voz baja, susurrando: —Al mismo lugar adonde tú llevarás tu cordero. Entonces, al quedar iluminado el rostro del Carpintero por la

luz de la mañana, el niño retrocedió horrorizado, y sobrecogido de espanto se fue corriendo.

Jesús suspiró y musitó: —Padre, permite aun esto.

PARTE

II

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CAPITULO

Quince —Levántate, Barrabás.

El prisionero abrió los ojos y miró al intruso. —¿Por qué? —refunfuñó el prisionero—. Todavía es temprano. Yo

no tengo que morir hasta el mediodía. ¿Estás tratando de acelerar mi ejecución?

—¿Sabes que eres muy tonto, Barrabás? —respondió el guarda—. ¿O es que no lo sabes? Apenas hay alguien en todo Israel que no conozca tu reputación, y no obstante, trataste de robar el banco de César a fin de conseguir dinero para organizar una revuelta en la que nadie está interesado.

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Barrabás se encogió los hombros, luego dio vuelta cuidadosa-mente a las cadenas que tenía en sus muñecas lastimadas.

—Y tus compañeros de fechorías han sido tan tontos como tú —prosiguió el guarda.

—Eran lo mejor que pude conseguir —replicó Barrabás. —¿Un babilonio y un vejete beduino? Eso no te fue nada

difícil conseguirlo —dijo el soldado romano riéndose—. Tu suerte se te acabó hace mucho, muchísimo tiempo. Pero ahorita mismo vas a tener el gran privilegio de verla acabarse una vez más.

—Sí, lo sé —respondió Barrabás. —No señor, tú no sabes nada —replicó al instante el centu-

rión—. Eres un tonto. —¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó Barrabás cautelo-

samente, caminando hacia la puerta del calabozo. —Nada menos que Pilato ha mandado llamarte esta mañana. Es

que quiere verte. —¿Quéeee? ¿Cuándo en la vida un gobernador romano se ha in-

teresado en un campesino como yo, que puede darse por muerto? —Esto tiene que ver con una de las costumbres de la Pascua de

ustedes. Se suele soltar un preso el Día de la Preparación. Soltar a un preso hace sentirse bien a todos. Por lo común, suele ser alguien que no habría de estar preso más que unos días. Pero no este año. Pilato va a presentar ante el pueblo a dos: a ti y a cierto mago de Galilea.

—Allí hay gato encerrado —dijo Barrabás. —Sí. Y tú eres el gato —replicó el guarda—. Pilato quiere

soltar a ese otro hombre. Su esposa tiene que ver algo con ello. Cierto sueño que tuvo, sabes. Hasta Herodes está en esto. No pudo hallarle nada con que acusarlo, de modo que Herodes envió al hombre de vuelta a Pilato. Para asegurar que sea el mago el que quede liberado, Pilato ordenó que seas tú, el preso más despre-ciable y vil de toda Jerusalén, la otra alternativa. Bueno, ¡qué te parece! ¡Qué opción! ¿Eh, Barrabás?

—Tienes toda la razón, romano. Mi suerte se acabó desde hace mucho tiempo.

—No sólo la tuya. Tu amigo babilonio y el beduino... ellos morirán contigo. Al mediodía.

—¿Oyes esa muchedumbre allá afuera? —continuó diciéndole el soldado—. Los ciudadanos de Jerusalén están a punto de sellar tu ruina, Barrabás. ¡Ahora, sal afuera!

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CAPITULO

Dieciséis —Un asesino queda libre y un inofensivo maniático es sentenciado a morir —murmuró incrédulo un guarda.

—¿En cuál celda? —preguntó. —Tíralo en aquella en que teníamos a Barrabás. Es la única

adecuada. —¿De veras que Barrabás va a quedar libre? —Sí. Allí viene ahora. Pero no te preocupes, estará aquí de

vuelta en cuestión de una semana.

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Barrabás pasó a empellones al lado de Jesús a quien traían en dirección contraria en ese angosto corredor. Entonces se volvió y miró a la figura cubierta de sangre.

—¿Qué le han hecho a ese hombre? ¿Es así como tratan ustedes a un mago? —preguntó Barrabás, incrédulo.

—Lo flagelamos hasta que casi murió —respondió uno de los soldados—. Creímos que podíamos hacerlo gritar. Pero en ningún momento gritó. Míralo bien. Es lo que te habríamos hecho a ti. Ahora, ¡sal de aquí y lárgate!

Los soldados se llevaron a Barrabás a empellones por el co-rredor y empujaron al Nazareno a través de una puerta abierta, a la celda que lo esperaba, donde cayó derribado al suelo.

—¿Qué es esto? —preguntó el oficial a los dos soldados. —Es su túnica. Se la quitamos antes de azotarlo. —Tírala dentro de la celda. Es suya... hasta que muera. —¿Y luego? —Veo que ya le han echado el ojo —respondió el oficial—. A mí

no me importa. Sólo que no vayan a pelear por ella. —¿Qué han decidido en cuanto a la ejecución? —añadió. —Será ejecutado junto con los dos amigos de Barrabás. —¿Dónde? —Sobre una de esas colinas que dominan a Jerusalén. Aquella

que está allá, frente al templo. El sumo sacerdote lo pidió así. Tiene algo de ironía. La última mirada del condenado ha de ser la entrada del templo. Todo eso tiene que ver con un proverbio, señor —respondió el guarda.

El oficial se volvió y miró al guarda. —Es un antiguo proverbio que los judíos usan cuando alguno

alega ser el Mesías. “Si él es el Mesías —dicen—, que rasgue el velo del templo.”

La desinteresada respuesta del oficial fue un “ah”. —¿Los colgaremos en maderos o en uno de los árboles? —pre-

guntó otro de los guardas. —Se pueden colgar tres en un árbol, ¿no es cierto? —Sí, si el árbol es suficientemente grande. Allí hay árboles

así. —Entonces, será en un árbol. ¿Qué me dices de los patíbulos o

travesaños? —Un herrero local los preparó anoche. Los tengo aquí. —¡Puede que sólo necesites dos! Es posible que ese galileo no

viva lo suficiente como para ser crucificado. Cuando la puerta de la celda se cerró de un portazo, el Car-

pintero, tirado en el frío suelo, empezó a susurrarle a alguien que estaba en la celda con El.

—¿Miguel? —Mi Señor. Te suplico, en el nombre de la compasión, déjame

herir a estos paganos. —No, Miguel. No debes hacerlo. —Señor, no puedo continuar de esta manera. ¡Debo herir!

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—No, Miguel, no lo harás. Ponle término a semejantes pala-bras. ¡Ahora mismo!

—¡Oh, mi Señor, mi Señor! —gimió Miguel. —Escucha mis palabras, Miguel. Las tinieblas deben tener su

hora. Es necesario que sea así. La copa que mi Padre me dio, espera. Ve, Miguel. Halla a Registrador. El te está esperando. Una misión final espera por ti. Registrador irá contigo.

—¿Registrador? Pero su lugar es siempre al lado del trono. Cuando él suelta su pluma...

—En unos minutos los hombres me verán crucificado aquí en la tierra. Lo que los hombres verán, no será más que algo trivial. Tres criminales muriendo. Pero mientras eso acontece, tú y Registrador verán esas mismas cosas, sólo que ustedes las verán desenvolverse como mi Padre las ve.

—Miguel, te eximo de tener que ver la escena terrenal. Verás estos acontecimientos desde un punto de vista más grandioso.

—Ve, Miguel. Ahora. Después de decir esas palabras, el Carpintero perdió el

conocimiento. Entonces el arcángel se arrodilló junto a su Señor y se despidió de El con un último adiós lloroso:

—Ciudadano del cielo, forastero en la tierra, ¿cuándo nos encontraremos de nuevo? Me voy tan sólo porque ésta es tu orden.

En unas horas el Gólgota llegaría a ser el centro de la creación, excepto para dos ángeles que estaban a punto de hacer un viaje casi increíble... a lugares de fuera de la creación.

Eran cerca de las 9:00 a. m.

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PARTE

III

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CAPITULO

Diecisiete —Rápido, Miguel —apremió Registrador—. Por aquí. Tú y yo estamos a punto de ver cosas que ningún ojo, salvo los de Dios, ha visto jamás. Ven. Nuestro viaje nos lleva a donde nunca ha habido tiempo, ni espacio, ni creación.

—¿Dónde, entonces? —Esa es nuestra primera dificultad —respondió Registrador con

un dejo de consternación en su voz—. Es que no vamos a estar en ningún lugar en particular. Estaremos en... —Registrador vaciló por un instante—. Miguel, ¿de qué sirve responder? Nada de lo que yo diga ahora es exacto. Estaremos en todos los lugares y en todos los tiempos.

—¿Estamos a punto de visitar muchos lugares? —No, Miguel —gesticuló Registrador—. Estaremos en todos los

lugares, y en todos los tiempos. Todo... a la vez. —¿Todos los lugares, a la misma vez? Registrador sacudió la cabeza. —No, eso no es del todo correcto, pero es lo más cerca que

puedo llegar a una explicación. Es que ni palabras, ni parábolas, ni revelación, ni ningún otro medio de comprensión nos han de beneficiar ahora. No entenderemos. Solamente contemplaremos.

—¿Entonces, tú sabes adónde vamos? —respondió Miguel total-mente mistificado.

De nuevo un viso de frustración marcó su paso a través del antiquísimo semblante de Registrador.

—No iremos, sino que rodearemos. —¿Rodearemos? —Se nos permitirá ver, por un breve momento, como Dios ve. —Registrador hizo un amplio movimiento con el brazo en un

gesto de futilidad—. Esto tampoco es enteramente correcto. No es como Dios ve, sino como Dios es. No es tanto que veremos como El ve, sino que estaremos donde El está.

Ahora le tocó a Miguel el turno de estar frustrado. —¿Y dónde está eso, si puedes decírmelo? —¡Rodeando! —¿Rodeando qué? —Todas las cosas. Envolviendo... todas las cosas. —¿Todas las cosas? ¿Qué quieres decir?

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—Todo el tiempo, todos los lugares, toda la eternidad, todas las cosas eternas. Envueltas en Dios. Rodeadas por Dios. Sí, todo a un mismo tiempo.

—¿Cómo es posible eso? —Miguel, yo no lo sé. Te digo esto: El existía antes de la

creación. Esto yo sé: La creación está en El. El rodea y envuelve a la creación. El rodea y envuelve todas las cosas. No sólo a la creación visible. También la nuestra. Y tal vez más.

—¡Tal vez más que eso! ¡No hay más que eso! —dijo Miguel. —Como te dije, yo no sé. Incluso dudo bastante que, cuando

nuestro viaje termine, tú o yo entenderemos. Que esto sea comprendido si la comprensión es posible. Todas las cosas están en Dios.

Los ojos de Miguel resplandecieron, luego se atenuaron. El arcángel se sentía confundido, perplejo... y distraído. Y, si es posible, hasta un poco inseguro.

Entonces Registrador continuó: —Antes de envolverse Dios en nuestras dos creaciones, antes

de hacer su morada en ellas, antes de eso... El estaba afuera. No solamente afuera, ¡sino rodeando la creación! Incluso después de entrar en su creación, El ha seguido y sigue envolviéndola.

Miguel miró a Registrador desde la comisura de sus ojos, con un destello evidente en ellos.

—Entonces nuestro Dios es mucho, muchísimo más grande y más misterioso de lo que alguien pueda saber jamás.

—¡Miguel, no estés demasiado seguro de eso! Estas palabras no podrían haber sido más inesperadas. —¿Qué? —exclamó Miguel. —Puede venir un momento —respondió Registrador—, en algún

lugar allá afuera en las vastísimas riquezas de lo desconocido, cuando los redimidos y los ángeles elegidos habrán de conocer, así como son conocidos.

—Registrador, terminemos sabiamente esta conversación. Ahora, ¿dónde comenzamos nuestro...? —Miguel paró en seco—. ¡Una pregunta inapropiada, supongo!

—No, Miguel, esa puede ser bien una muy apropiada pregunta —respondió Registrador—. ¡Pero la respuesta te sorprenderá! ¡Nuestro viaje comienza al final!

Miguel estuvo a punto de mostrar asombro, cuando súbitamente todas las cosas desaparecieron. Incluso la nadedad* abandonó el escenario.

Yo debería perder la paciencia más a menudo, se dijo Miguel reflexivamente. Quién sabe lo que podría aprender.

*Nadedad (en inglés nothingness). El autor usa este término de sentido abstracto en sus obras. (N. del T.)

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En ese momento sucedió algo que en realidad de verdad no se supone que sea posible. Los dos mensajeros quedaron inmersos en una luz inaccesible.

CAPITULO

Dieciocho —¿Dónde estamos?

—Nos encontramos en aquello que rodea todas las cosas. —Si es que te comprendo, Registrador, eso quiere decir que

¡estamos en Dios! Pero ¿eso no está vedado? —Miguel, siempre hemos estado en Dios. Así también están

todas las cosas. Ahora... ¡mira! Súbitamente la inmensa luz de gloria en que se habían

precipitado, se abrió. Ante ellos se desplegaba una vastísima escena panorámica.

Los ojos de Miguel se movían rápido en todas direcciones. —Por allí está el principio —gritó Registrador—. ¡Y por ahí,

por ese lado, está el fin! La única respuesta de Miguel fue colocar las manos sobre su

boca en un gesto de asombro. —¡Nuestro Dios está en ambos lugares... al mismo tiempo! —

exclamó Registrador aterrado. —El Dios que servimos está al final. El siempre está al fi-

nal. Tan ciertamente como que El está siempre al final, así tam-bién El está al principio... siempre.

—El envuelve todas las cosas —susurró Miguel, hallando su voz, aunque no su comprensión.

—Miguel, tú has estado afligido por los acontecimientos que están teniendo lugar en la tierra, ¿no es cierto?

—¡Tú sabes bien que sí! —respondió el arcángel con incredulidad—. Alterado por ellos, está más cerca de la verdad.

—¿Y Dios? —¡Oh! —contestó Miguel, casi sin aliento—. El vio... El ve el

resultado final, allá lejos en el futuro. El lo ve ahora. No queda sorprendido como nosotros. El ve el futuro.

—No exactamente. De hecho, Miguel, no podrías estar más equivocado —respondió Registrador—. Dios no ve el futuro. Tampoco ha estado allí. El está en el futuro. Está en el resultado final. El está en los acontecimientos que hoy tienen lugar en Jerusalén. Está presente en el final de esos acontecimientos. Con todo, El

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está en el principio, y está en el fin. En todos ellos. ¡ahora! No es que El los ve. Más bien, que simplemente están. En El.

—¡Dios conoce el resultado! —exclamó Miguel. —¡No! —gritó impaciente Registrador—. El está en el

acontecimiento, está en el resultado, ahora mismo. Una vez más Miguel miró a Registrador, al tiempo que se es-

forzaba por comprender lo que no se puede entender. —¿Es que El está en el resultado final de los acontecimientos

de hoy? —respondió Miguel preguntando, mecánicamente, más para oír sus propias palabras que para percibirlas.

—¿Y...? —instó Registrador. —Nuestro Dios está en el final, ahora mismo. El está en el

fin. En todos los finales; en todos los principios... de todas las cosas. Ahora.

—¿Y...? —continuó la instructora voz de Registrador. —El... El está... en el Gólgota. —Entonces Miguel se volvió

para encarar a Registrador-. El está en la Pascua de Egipto, ahora. El... envuelve todos los acontecimientos. Ellos están todos en El. Todos al mismo tiempo. Toda la creación, todos los tiempos, todos los lugares están en El. ¡El envuelve todos los tiempos!

—Hay más, Miguel. Dios envuelve todas las cosas y todos los acontecimientos, mediciones de tiempo, y todas las mediciones de la eternidad, todo el espacio y todo lo eterno carente de dimensiones, todos ellos están siempre en El. La historia, la nuestra y la de la tierra, están rodeadas por El y están en El. Todas las cosas están inmersas en Dios que lo rodea todo.

—¡Estoy viendo lo que El es —prosiguió Registrador—, un Señor omnienvolvente presentemente presente en el principio y presentemente presente en el fin! Adondequiera que miro, veo que El es, El es, no que será, la Omega... y el Alfa.

Registrador, habiendo comprendido todo esto sólo ligeramente delante de Miguel, estaba esforzándose por no llegar a estar tan excitado como el arcángel.

—Una frase —continuó Registrador— puede describirlo todo, esto es, si tan sólo pudiésemos tener un espíritu lo suficientemente grande, no en tamaño sino en capacidad, para asir su pleno significado: El es el eterno ahora.

—Miguel, tú sabes que yo soy el primer ser viviente que Dios creó jamás. Yo estuve allí, al principio. Yo siempre he dado por sentado que todas las cosas prosiguieron a partir de ese momento. Pero no es así. Dios creó el tiempo y la eternidad, todo al mismo tiempo. Completado. Terminado, desde un extremo hasta el otro.

—A diferencia de El —siguió Registrador su disertación—, nosotros estamos limitados por fronteras, somos viajeros que nos esforzamos en avanzar, somos parte de los acontecimientos que tienen lugar. Y esto nos hace creer extrañamente que el futuro no ha tenido lugar. Pero sí ha tenido lugar. ¡No! Aún no ha tenido lugar. ¡Pero, sí, en Dios sí ha acontecido ya! Solamente que nosotros todavía no hemos llegado allá.

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—El no está en el futuro, el futuro está en El. —Cosas que aún no existen, son. —Todos los acontecimientos se encuentran en Dios, que lo

envuelve todo. —Por un breve momento mi Señor ha hecho lo que prometió que

haría. Me ha permitido estar en alguna posición ventajosa superior y ver acontecer todas las cosas a la misma vez, —respondió Miguel, exaltado.

—Ven, amigo mío, al final —dijo Registrador—. Allí contemplaremos uno de los más grandes misterios de Dios: ¡Cómo El escogió a los elegidos!

—¿Al final? —inquirió Miguel con un tono correctivo en su voz—. No; querrás decir al principio.

—No, Miguel, ¡al final! El rostro de Miguel resplandeció al prorrumpir él en una

exc1amación que era como un grito: —Nuestro Dios no sólo nos conoció antes, en su presciencia;

no sólo nos conoció en el pasado, sino que nos conoció en el futuro, ¡todo en el mismo instante!

—Trastornador, ¿no es cierto? —replicó Registrador en una respuesta que casi podía llamarse risa—. Pero probablemente aún lejos de la meta. Sea como sea, tú y yo estamos a punto de ver cosas que dejarían atónito a cualquier ser viviente que sea menor que Dios.

—Calma, Registrador —dijo Miguel sonriendo, al recordar que, momentos antes, casi había visto reír al severo ángel, lo que ya era, en sí, algo que hacía historia.

—Sí, Miguel, ‘calma, Registrador’.

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CAPITULO

Diecinueve —Son los redimidos. Míralos, Registrador. Los gloriosos redimidos. Están reunidos todos en un lugar, procedentes de todos los lugares. Estamos contemplando esta grandiosa congregación al final de los tiempos. —Miguel hablaba más como pudiera hablar un niño, que como un arcángel.

—Los ciudadanos de la salvación, los hijos e hijas de Dios, —susurró Registrador, extasiado. Entonces, de pronto, como si hubiese sido electrificado por una revelación, exclamó—: ¡Tienen la Vida de El! ¡Y su naturaleza! Miguel, son el linaje biológico de El. No son tan sólo hijos adoptados, sino que son biológicamente su linaje. Son verdaderamente hijos e hijas de Dios. Tienen a Dios como su Padre biológico.

—Están regocijándose en la sangre del Cordero. ¿Qué quiere decir eso? –inquirió Miguel.

—Tú lo sabes, Miguel. Tú lo sabes. —¡El Cordero! Están hablando de mi Señor, que ahora mismo

está siendo colgado en un madero allá en Jerusalén. ¡Todos éstos han triunfado por su sangre!

—Entonces, si El muere hoy... —Miguel vaciló—. ¡Entonces esa colina de las afueras de Jerusalén no es el final de la historia para mi Señor! —Aturdido por el mero pensamiento, Miguel empezó a temblar.

—Sí, así parece, —convino Registrador, al tiempo que sus ojos resplandecieron de gozo.

De repente, casi frenéticamente, Registrador asió a Miguel. —¡El Libro de la Vida! ¿Lo ves? Mira por allí. El que nuestro

Dios me dio para que yo lo guardase. Está siempre conmigo, junto al trono. El me lo dio al principio. Allí está, al final. Miguel, ¿lo ves?

—¡Sí, lo veo! Pero, Registrador, ¡no hay nombres escritos en sus páginas! Las páginas están en blanco.

—¡Eso no puede ser! —exclamó Registrador más que turbado. Había pánico en la voz del más antiguo de los ángeles—. Yo he

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visto todas las páginas de ese libro. He visto los nombres de todos los que están predestinados dentro de Dios. El los predestinó en su ser antes de que la creación comenzara. Así me lo declaró y así debe ser. ¿Cómo pueden estar en blanco esas páginas? Te digo que he visto los nombres. De todos ellos, registrados en ese libro aun antes de que Dios creara. ¡Esas páginas no pueden estar en blanco! —Calma, Registrador. Fuiste tú el que dijiste que no comprenderíamos.

Registrador estaba frenético y su rostro se veía pálido. —Mi Señor y mi Dios, Tú me dijiste que todos esos nombres

estaban allí desde antes que te aventuraras a crear. Tú estableciste su estado antes.

Procedente de ningún lugar en particular, sin embargo de to-das partes, vino una voz:

—Eso no es todo lo que te declaré en ese día anterior a todos los días. Registrador, ¿qué más te dije Yo?

Aun antes de que Registrador pudiese siquiera considerar la respuesta, el Libro de la Vida empezó a llenarse de nombres.

—¡Lo olvidé! Mi Señor, perdóname. No me di cuenta. Tú estabas aquí, al final, incluso en el instante en que yo estuve allí contigo al principio. Pero en ese mismísimo momento del principio, Tú estabas aquí en el final y los veías emerger; ¡sí, a los fieles! Tú conocías a los fieles aquí, y los registrabas allá. Tú veías quién emergía ¡fiel! Tú veías a los que te eran leales... elegidos, redimidos y fieles.

—Tú los hiciste libres. Libres para ser lo que quisieran ser, y ellos escogieron ser tuyos. Ellos te siguieron, y están aquí en el final... y Tú eres su Señor, y Tú estás aquí. No obstante, Tú estás también allá en el principio. Comprendo, si bien no comprendo. Señor, Tú viste... Tú ves ambas cosas, el principio y el fin, al mismo tiempo.

—¡Es aquí, al final que Tú los escogiste! No, fue al principio que los escogiste. ¡No, Tú hiciste ambas cosas, a la vez, en ambos lugares! No, lo hiciste tan sólo una vez, pero en ambos tiempos. Oh, no sé lo que hiciste. ¡Pero fue en ambos extremos que lo hiciste!

—¡De esto sí estoy seguro! ¡Señor, dentro de tu ser Tú no dejaste nada dudoso!

Y mientras Registrador todavía se agitaba en una revelación inmutable, de repente extendió las manos.

—¡Mira, Miguel! —señaló con la mano—. Por allí, al final, allí, en lo último. ¡Mira! Ese soy yo, allí. Miguel, ése soy yo. Ese es Registrador. El... es decir, yo... al final de todas las edades... Sí, yo!

—Mírame —siguió diciendo Registrador—. ¡Ahora comprendo! He tomado el Libro de la Vida. El mismísimo Libro de la Vida, cuyas páginas antes habían estado vacías, pero que ahora, al final de todo, están llenas. Miguel, ¿fui yo quién registró todos esos

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nombres al final? Es mi obligación hacer tales cosas. ¿Es que yo inscribí los nombres, al final?

Miguel no podía ni moverse ni hablar. —¡Mírame! ¡De alguna manera sé exactamente lo que estoy por

hacer. ¡Miguel, ése soy yo, allí al final, con un libro que contiene los nombres de todos los redimidos. Sé lo que él está... no, lo que yo estoy por hacer con ese libro.

Registrador estaba verdaderamente rugiendo con gran delectación, porque, aun cuando estaba parado a gran distancia, estaba observándose a sí mismo en medio de la gloria de la congregación de todos los redimidos.

De pronto Registrador se vio a sí mismo cómo lanzaba el Libro de la Vida de vuelta a través del tiempo. Entonces el Libro de la Vida regresó a través de todos los tiempos y edades hasta que llegó al principio.

Miguel y Registrador se aguantaron la respiración al mismo tiempo. El Libro de la Vida, después de atravesar todo tiempo y espacio, vino a quedar en las manos de Dios... en el principio.

—Aquel que está de pie al final, —dijo una voz— pero que también está parado en el medio mismo de la creación cuando ella está originándose, ha recibido el Libro de la Vida.

Ambos ángeles estaban de pie reverentemente, mirando cómo el Dios del principio llamó al ángel registrador a que saliera de la nada a la existencia. Registrador escuchó de nuevo las primeras palabras que el Señor le dijo:

Tu nombre será Registrador.

—Así fue, Miguel. Así fue exactamente como ocurrió. Escucha, vas a oírme responderle.

Miguel le respondió jubiloso: —No, Registrador, así es como está ocurriendo, y como

ocurrirá, y como ocurrió. —Observa, Miguel —le dijo Registrador ignorando su proclama—.

Mira. El Señor me mostrará algo que existe desde hace sólo un instante... me mostrará el Libro de la Vida. Yo acababa de llenarlo... al final, pero no lo sabía... en el principio.

—Mira, estoy extendiendo la mano para recibir el gran libro dorado. Escucha mis palabras, dichas en total inocencia:

—Mi Señor, un libro lleva el título de ‘El Libro de la Vida’. Ya está lleno de nombres.

—¡Sigue escuchando, Miguel! ¿Te das cuenta de que se te está permitiendo ver el mismísimo principio? Todo esto me sucedió antes que tú existieras. ¡Estás viendo mi génesis!

Con humildad, Registrador añadió una nota más: —Al fin, alguien está compartiendo conmigo mi nacimiento. —Ahora —prosiguió Registrador—, escucha bien lo que nuestro

Señor me dijo hace tanto tiempo, y yo no lo comprendí:

Antes de que Yo creara todas las cosas,

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Yo acabé todas las cosas.

—Mira qué Misterio. Allí, en el momento mismo de crear, cuando no había nada sino sólo Dios y yo, El me encargó el manejo de un libro que yo nunca había visto, si bien la letra era mía.

—Entonces El me dijo que todas las cosas estaban terminadas aun antes de que comenzaran. El Señor estaba parado en el final cuando dijo eso.

Miguel se volvió para escudriñar el rostro de Registrador, tan sólo para tomar desprevenido al antiquísimo ángel haciendo algo que nadie se habría imaginado jamás que él haría. (Miguel no ha relatado nunca a nadie los acontecimientos de ese momento.) Registrador, totalmente fuera de sí, comenzó a aclamar, a gritar, a mover de un lado a otro los brazos extendidos hacia arriba y, en general, a conducirse más como Exalta que como el siempre reservado ángel de los registros.

—Oh, mi viejo amigo —susurró Miguel, al tiempo que unas relu-cientes lágrimas descendían lentamente por sus mejillas mientras contemplaba la conducta nada elegante de su venerable amigo—, solamente espero que cuando nuestro Señor te permita retornar al tiempo, y a las cosas eternas, El te permita conservar la memoria de este momento.

Registrador volvió su rostro surcado de lágrimas hacia él. —El está más allá de todo conocimiento. El es soberano. Oh,

si es soberano nuestro Dios —gritó Registrador, llorando—. Me dijo que El terminó todas las cosas antes de crear todas las cosas. ¿Sabes qué más me dijo? Y aún no lo comprendo plenamente. Me dijo que El había sido inmolado antes de la fundación de la creación.

Registrador respiró profundamente, y luego continuó: —Miguel, ahora debemos irnos. He visto lo increíble. Pero

ahora percibo en mi espíritu que es hora de que tú veas lo increíble. Estamos a punto de ver cosas que te conciernen. Tal vez hasta se nos pueda permitir poder echar un vistazo a un acontecimiento que tuvo lugar después del final.

Una vez más los dos mensajeros quedaron absorbidos en luz.

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CAPITULO

Veinte —Registrador, no te puedo ver. Tengo la sensación de que estás a mi lado. Tómame la mano.

—¿Sabes qué es lo que estamos a punto de ver? —respondió el ángel registrador.

—Por supuesto que no, pero veo claro algunas cosas. El va a morir hoy en Jerusalén. Yo... no podré prevenirlo.

—¿Y? —Los escogidos, los redimidos. Están en El. Por consiguiente,

si El muere, ellos morirán con El. —¿Eso es todo? —¡Seguro que no! El habrá de triunfar en alguna parte por

ahí. Yo no puedo sino creer que algún día El habrá de vivir de nuevo. Obviamente tiene que haber un triunfo final en algún lugar por ahí.

—¿Y si es así? —Si El vuelve a vivir, ellos también volverán a vivir, porque

están en El. Y una vez más la luz se abrió delante de ellos dos.

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CAPITULO

Veintiuno —Allí, Miguel... hacia el final. ¿Ves?

—Es Lucifer —regañó Miguel con tono de enfado—. Todavía está procurando ganar una batalla que habrá de perder.

—Todavía está procurando ganar una batalla que él ¡ha perdido! —murmuró Registrador.

—Mira —añadió—, hay algo más por allí al final. ¡La Muerte! ¡0h, la Muerte está muerta!

Para sorpresa de ambos, la escena cambió repentinamente. —¡Jerusalén! Estamos viendo lo que está sucediendo en Jeru-

salén ahora, en este momento mismo, tal como se conoce el tiempo allí en la tierra.

—Es mi Señor que cuelga en un aborrecible madero. —Miguel empezó a encolerizarse una vez más.

—Cálmate, Miguel. Sigue mirando con denuedo. Ten valor. —¡Mi Señor se está muriendo! Pero tengo este consuelo. Su

enemigo, la Muerte, se está muriendo también. Gracias a Dios, la Muerte se está muriendo. Pero, oh, a qué precio.

—¿Qué más, Miguel? Observa atentamente. ¿Qué más está El por llevarse consigo al sepulcro?

—No veo nada. —Hace un momento nuestro Señor me permitió verme a mí mismo

al fin de la creación. ¡Esta vez tú estás a punto de verte a ti mismo en el Gólgota! Tranquilo, mi viejo amigo. No te muevas nada. Sólo mira.

—¡Allí estoy! El Señor me está dando autoridad sobre el espacio y el tiempo.

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Los dos ángeles siguieron mirando una escena aún no formada. Con todo, allí estaba el arcángel levantando alas a través de la historia, atravesando toda materia, tiempo y lo espiritual.

—Ves, Miguel. Eres tú. ¡Al final! —¡Mira! —gritó Miguel—. He venido a Lucifer, mi archienemigo.

¡Ah! Esta es la batalla por la cual yo vivo. ¡Mira ahora, Registrador, mírame! Al fin estoy desenvainando mi espada contra esa serpiente antigua.

—Estás llevando a Lucifer hacia atrás a través de la histo-ria, forzándolo a regresar a través del tiempo.

—¡Mira! Registrador, es al Gólgota a donde lo he forzado a venir. Estoy llevando a mi enemigo de regreso... a la cruz. El Señor ha llevado consigo a su enemigo, la Muerte, al sepulcro. Ahora El me permitirá llevar a mi enemigo a la misma tumba destructora para dejarlo junto con la Muerte. ¿Habré de llevar a la fuerza a ese perverso, de regreso a ese lugar donde la Muerte y la Vida están muriendo?

Como un espectador que contempla a unos combatientes en una famosa arena, Registrador empezó a vitorear:

—¡Hazlo regresar! ¡Llévalo hasta el madero maldito! Miguel, llévalo a su destrucción.

—¡Llévalo al madero destructor! —¡Lucifer! Mira su rostro —dijo Miguel—. Está asombrado. ¡El

no lo sabía! En el Gólgota se las hubo también con él. Sí, enemigo mío, te llevo adentro del seno del Hijo de Dios. Señor, destrúyelo en el madero.

Como si estuviesen mirando a través de una puerta distante, los dos ángeles presenciaron cómo la Muerte, el Pecado y Lucifer se hundieron dentro del seno del Crucificado.

—¡Desde esa hora —observó Registrador—, allí en la colina del Gólgota, el Príncipe de las Tinieblas vino a ser el enemigo derrotado para siempre y, no obstante, él no lo sabía!

—Teníamos conocimiento de Dios y del Cordero inmolado antes de la fundación del mundo. Sin embargo, durante todo el tiempo El también estaba en el final. Lucifer fue derrotado desde antes de la creación. Por el Cordero inmolado.

Entonces, una vez más, la escena cambió. Los dos ángeles quedaron en silencio. Los dos habían venido a

ser testigos intrusos de los momentos finales de la creación. De pronto Miguel se agarró del brazo de Registrador. —Este es el acto final. Ahora yo le asesto el golpe final a

mi maldito enemigo. —Miguel, sería más sensato que te volvieras y observaras lo

que yo estoy viendo. Aquí está todo el panorama de la creación. Pero esta vez realmente vemos como Dios ve. Mira al Gólgota.

Con gran renuencia Miguel se volvió de la victoriosa escena que estaba presenciando.

De inmediato Miguel jadeó.

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Lo que los dos ángeles veían, no se podía comunicar ni por lengua de hombres ni de ángeles.

¡El futuro y el pasado se habían despojado de sus títulos! La creación ya no se movía hacia adelante en línea recta, sino que había dado vuelta entrando a recorrer un vasto círculo. En el centro mismo de esa inmensa circulación estaba la cruz. Ahora todas las cosas que estaban en el tiempo y en la eternidad, se movían alrededor de su verdadero centro... el Cristo de la cruz.

—Hay algo más allí junto a la cruz.

CAPITULO

Veintidós —¿Qué es aquello que está tan cerca de la cruz?

—Un sepulcro, creo yo. —Miguel, nosotros vemos la crucifixión así como Dios la ve.

¡No! Vemos el Gólgota y la tumba tal y como son realmente. Toda la creación tiene su centro en ellos.

Aterrados, los dos mensajeros observaron cómo todos los pun-tos de una creación circular comenzaron a fluir hacia la cruz.

—¡Mira, toda la creación está siendo traída de vuelta hacia su centro! —susurró Registrador—. La cruz está atrayendo todas las cosas dentro de su vórtice destructor.

—Pero, ¿qué es lo que la cruz está haciendo allí en realidad? —balbuceó Miguel.

—Que la cruz ha hecho, Miguel. Que ha hecho ya. ¡Está destruyendo la creación entera!

—¿Habré de aprender alguna vez lo que estoy viendo? —dijo Miguel moviendo la cabeza asombrado—. Todo está yendo hacia la cruz. Todas las cosas de la creación, y la creación misma, están llegando a su fin. ¡Han llegado a su fin!

—Y hay más. —Veo que la cruz está destruyendo cosas, lo que habrá de

traer gran gozo, no sólo a los ángeles elegidos, sino también a los redimidos.

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Todas esas reglas que nadie puede observar, y ni siquiera entender, quedan destruidas en la cruz. Esas ordenanzas con las cuales nadie podía vivir en conformidad, quedan aniquiladas por la cruz. ¡Todos esos mandamientos que nadie descubrió jamás cómo han de ser obedecidos! Ahora quedan desvanecidos.

—...y el Sabbath —añadió Registrador. —...y todos esos días especiales que la gente ha tratado de

guardar perfectamente, pero que en realidad nunca han guardado —continuó Miguel.

—Estamos viendo toda la creación caída, todas las cosas no redimidas, deslizándose a una total destrucción.

—Gracias a Dios —resolló Registrador—. El fin de la caída. El fin de toda evidencia de la caída.

—¡Mira... qué nube monstruosa! —exclamó Miguel—. Apareció por un momento sobre Jerusalén, y de la misma forma repentina se desvaneció. Se deslizó dentro del ser del Hijo del Hombre.

—El Pecado —explicó Registrador—. La aniquilación del Pecado. El completo acto de creación se deslizó inexorablemente

dentro de la cruz eterna. —¡La creación, crucificada! —murmuró Registrador. —Hasta los elegidos... escogidos al principio (y al final),

atraídos dentro de la cruz... y dentro de El —salmodió Miguel. —Muy apropiado —replicó Registrador—. Sumergidos en su muer-

te. Inmersos en El, incluso en su muerte y, por tanto, muriendo junto con El. Míralos. Todos ellos. Afluyendo en la muerte con El. Participando de su muerte. Estaban en El antes de la creación. Están en El al final. ¡Están siempre en El!

Enseguida, considerando sus propias palabras, Registrador levantó los brazos bien alto por encima de la cabeza en un acto de profundísima alabanza.

—Tus escogidos están en Ti, sin tener en cuenta la edad ni las edades. Dondequiera que se encuentren en esa larga jornada que se extiende desde el alfa hasta la omega, cada uno y todos ellos están siempre en Ti.

—Ellos mueren en Ti —continuó su extática adoración Regis-trador—. Están muertos para todo aquello que murió en Ti. Están muertos al pecado. Muertos a esa miserable y caída creación que ahora mismo estamos viendo cómo es arrastrada a su hora final. Seis días para crear. Y tan solamente un momento y una cruz para destruir. Y, si Tú has de vivir de nuevo, ellos también habrán de vivir.

—La multitud está mirando una ejecución muy común en Jerusalén —observó Miguel—. Nosotros estamos contemplando el mismo acontecimiento, en Dios, y estamos presenciando la crucifixión de la creación.

—Miguel, nuestro tiempo aquí se ha terminado —interrumpió Registrador—. Tenemos que irnos.

—¿Dónde están los momentos del tiempo, Registrador?

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—Creo que cuando regresemos, nuestro Señor estará expirando, o tal vez ya esté muerto. O quizá hasta sepultado.

—¿Volverá a vivir de nuevo, Registrador? —Miguel, yo no sé todas las cosas, pero esto sí sé: Todos los

predestinados están en El. Vivos o muertos, pasados o futuros, están en El.

—Conozco algo acerca de mi Creador —continuó—. El entretejió sus más atesorados secretos en la textura de la creación, para que los veamos allí, si tenemos ojos para ver.

—Miguel, yo he visto plantar una semilla en la tierra. Ella muere, como bien lo sabes. No obstante, he visto esa misma semilla levantarse y brotar de la tierra. Y fue mi Señor quien creó la semilla.

—Además, esa semilla no viene sola cuando se levanta. Se ha tornado en muchas simientes. Cualquiera que sea el tiempo o la edad, de esto estoy seguro: El volverá a vivir, y los redimidos también volverán a vivir.

Una vez más esa intensísima luz del ser de Dios envolvió a los dos ángeles.

—Ahora se nos permitirá ver una escena más —observó Registrador—. La misma será breve.

De nuevo la luz se abrió. —¿Dónde nos encontramos y qué es aquello?

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CAPITULO

Veintitrés Todas las cosas se habían desvanecido, excepto el sepulcro.

—¿Dónde está todo, Registrador? —Creo que vamos a descubrir que todo lo demás ya no existe.

Hay solamente un sepulcro. Todas las cosas de la creación, así como la creación misma están encerradas en ese sepulcro. ¡Todo! ¡Para siempre!

Miguel extendió la mano para tocar el sepulcro. Registrador le detuvo la mano. —Sólo hay dos cosas que un arcángel teme. Una de ellas es un

instrumento de muerte tan grande que pudo destruir hasta la creación. La otra es una tumba tan gloriosa que podría dar a luz una nueva creación.

—¡Una nueva creación! —balbuceó Miguel—. Sí, desde luego. Una vez que haya desaparecido la creación caída, El está libre para crear otra vez.

—Y si El se levanta... no, si ya está resucitado... sus escogidos también están resucitados. Si El resucita, si está ya levantado, ellos están vivos y resucitados, así como muertos a la

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vieja creación. Muertos al pecado, muertos a todo el universo caído. Vivos para El, y vivos en una nueva creación.

—No... —corrigió Miguel una vez más su disertación—, vivos como una nueva creación.

—Tal vez es mi imaginación —observó ahora Miguel—, pero pare-ciera que el sepulcro ha comenzado a estremecerse.

Registrador estaba a punto de responder, cuando los dos antiguos viajeros quedaron una vez más envueltos en luz.

—Tenías razón, Registrador, de veras ha sido un momento muy breve aquí.

Entonces hubo un fuerte relumbrón; luego, por un instante, una abertura a otra escena, pero se desvaneció tan rápidamente, que ninguno de los dos mensajeros podía saber con certeza lo que había visto.

—¿Una escena de más allá del final? —preguntó Registrador—. ¿Es que vi congregados a todos los elegidos? Luego, fluyendo de regreso dentro de El... de donde habían venido.

—Estoy seguro de que vi una doncella. La doncella. Su desposada. Viniendo a ser uno. Uno con El. Luego disolviéndose en El —susurró Registrador.

Entonces añadió una pregunta al desaparecer otra vez en un océano de luz y de gloria:

—¿El, que una vez era el Todo, viniendo ahora a ser el Todo en todos?

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PARTE

IV

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CAPITULO

Veinticuatro La Puerta Oriental se abrió de par en par. A lo lejos estaba el camino que llevaba a Betania, y junto al camino, la más elevada de las colinas que dominaban a Jerusalén. Un árbol gigante, con su madera blanqueada y su tronco duro como piedra, se levantaba en la cumbre de la colina.

Un pelotón de cuatro soldados sacó a empujones a su prisionero a la luz de la mañana.

—Denle ahí el travesaño de la cruz —dijo el jefe de pelotón—. Pónganselo sobre los hombros. El prisionero debe llevar su propio instrumento de muerte como escarmiento para los que lo ven.

—¡Prisionero, toma el travesaño! —ordenó—. ¿Entiendes? —Sí —replicó el Carpintero—. Yo entiendo los caminos de la

cruz desde hace mucho, mucho tiempo. Diciendo esas palabras, el Carpintero extendió los brazos y

tomó la viga transversal, lo equilibró sobre un hombro y salió al camino que va a Betania.

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—Nunca llegaremos a pasar a través de esta turba —refunfuñó uno de los soldados—. Todos en Israel están abriéndose paso hacia el templo. Al parecer somos los únicos que estamos saliendo por la puerta.

—Abranse paso —ordenó el jefe de pelotón—. Empujen a la gente a un lado. Usen el látigo si es necesario.

—Alto. Deténganse. Allí vienen los otros dos pelotones con sus prisioneros, y Abenadar a caballo. Después de todo, puede que esto no nos tome tanto tiempo. Espero que podamos subir a este prisionero por esa colina antes que muera.

Al escuchar esas palabras, Jesús levantó la cabeza. Los cam-pos que se extendían entre Betania y Jerusalén eran una masa de humanidad que avanzaba a una hacia el templo. La campiña entera resplandecía como la nieve.

—Hasta donde llega la vista se ven corderos —musitó El—. Hacen que todo luzca blanco puro.

Los balidos de los corderos se combinaban y creaban un himno extraño, ultraterreno.

—Desde la cresta de la colina podré mirar hacia abajo y ver todo eso —siguió musitando el Carpintero—. Está por comenzar la Pascua. Pronto los ciudadanos de Jerusalén verán cómo el hombre y los corderos mueren al mismo tiempo.

—Padre, permite aun esto. En ese momento los otros dos pelotones se unieron al primero.

Los doce soldados y sus prisioneros salieron con dificultad al camino. Abenadar guiaba abriéndose paso con su caballo y su látigo.

Atrapado entre el inmenso gentío que avanzaba apretadamente, el Carpintero fue repetidamente tirado al suelo. En cada ocasión los soldados lo levantaron a tirones. Pero la última vez no sólo se desplomó, sino que su cuerpo empezó a temblar y agitarse violentamente.

—Ya no puede más. No puede seguir cargando el travesaño. Revívanlo, y búsquense a uno que le lleve la cruz —ordenó Abenadar.

—Oye tú, esclavo —gritó uno de los soldados-. ¡Sí, tú! Tú mismo. Ven acá enseguida y lleva el travesaño de este hombre. Vamos, africano.

—No le hace bien a uno sobresalir entre la multitud —murmuró Simón entre dientes al inclinaras para agarrar la viga.

Con gran esfuerzo Jesús se puso de pie, pero casi enseguida se desplomó otra vez. El cireneo se arrodilló y tomó al prisionero entre sus brazos.

—¿Simón de Cirene? —le preguntó Jesús en un susurro. —¿Me conoces? —respondió el cireneo, sorprendido. —Siempre te he conocido. —No —protestó Simón—, yo no te conozco. —¿Tú no tienes dos hijos: uno, Alejandro, y el otro, Rufo? —¡Tú sí me conoces! ¿Dónde nos hemos encontrado?

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—Ya basta, prisionero, levántate. ¡Párate! —ordenó un guarda. Simón miró al soldado a los ojos, luego a Jesús, y entonces

ayudó a Jesús a ponerse de pie. —¡Lleva su carga! Todo el camino hasta arriba de la colina

—volvió a mandar el soldado. —Hombre, ¿pero dónde nos hemos encontrado? —preguntó Simón

otra vez a Jesús. —Simón, sígueme. —¿A la colina? —¡Siempre! —replicó el Carpintero. Sin gran esfuerzo Simón columpió la viga travesaño y se lo

puso sobre el hombro. Símón,

a partir de este día tu huésped seré Yo,

no en tu hogar, sino dentro de ti.

Una pequeña compañía de soldados, tres criminales y un es-clavo procedente de Cirene avanzaban lentamente, subiendo hacia la cumbre de una alta colina que dominaba a Jerusalén, al templo y al atrio que rodeaba al templo. Ahora toda la escena era blanca debido a los inocentes corderos, todos ellos próximos a ser sacrificados como propiciación por los pecados de la humanidad.

CAPITULO

Veinticinco Al llegar arriba, los tres condenados dejaron caer a tierra los travesaños de cruz. El Carpintero se desplomó a tierra junto con los maderos.

Los soldados, bien adiestrados, sacaron sus espadas y formaron un semicírculo alrededor de los prisioneros, indicando así a todos que no se toleraría ninguna interferencia en los procedimientos que habrían de seguir.

Una vez más, tambaleándose, Jesús se puso en pie. Entonces se volvió para mirar allá abajo la ciudad que con tanta frecuencia mataba a sus profetas. El Señor divisó el templo un poco más allá del muro oriental.

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—Las puertas del templo —musitó—. Algo más allá, el velo, y al otro lado del velo, el Lugar Santísimo. La última vista que ha-bré de contemplar; luego, otra Puerta, en otro ámbito.

El Carpintero se volvió ligeramente hacia su izquierda. Sólo a corta distancia, en la ladera de la misma colina en que estaba parado El, estaba el altar de expiación en que se quemaba el macho cabrío degollado.

—Igual que el macho cabrío de la expiación —volvió a musitar Jesús—, así estoy Yo, fuera del campamento. Padre, permite aun esto.

—Ese no es Barrabás —gritó el ladrón conocido simplemente como el beduino—. ¿Qué le ha ocurrido a Barrabás?

Oyendo las palabras del beduino, el babilonio se volvió para ver al desconocido criminal.

—¿Y quién es éste? —preguntó ásperamente—. No puedo ver bien su rostro debido a la sangre. Soy muy escrupuloso en cuanto a con quién voy a morir.

Varios de los soldados romanos se rieron por el macabro humor del babilonio.

—Quienquiera que sea éste, ni su propia madre lo reconocería —respondió el beduino bastante suavemente.

—Barrabás ha sido puesto en libertad —anunció otro de los soldados—. Este es un criminal mucho peor. Barrabás solamente robó y mató. Este amedrentó a los gobernantes de la ciudad. Nadie debería ser nunca tan necio.

—¿Y quién es él? —repitió la pregunta el babilonio. —Es tu compañero en la muerte. Es todo lo que necesitas saber

—respondió uno de los soldados. —¿Quién es él? —demandó el babilonio gritando. Esta vez fue Abenadar el que respondió: —La semana pasada él fue un héroe. Toda la ciudad salió para

aclamarlo, aquí mismo en el camino de Betania. Ramas de palmera, cantos, de todo. Esta semana es enemigo del estado y de Roma.

—¿Y qué ha hecho? —preguntó el babilonio, empeñado en dis-traer su mente de los inminentes procedimientos.

—Algo así como alegar que es el Hijo de Dios —respondió el soldado que estaba más cerca del beduino—. ¡Ahora dense vuelta, los dos! Les voy a desatar las manos. Pero recuerden que tienen una espada puesta en la garganta.

Un momento después se pronunciaron las temidas palabras: —¡Acuéstense sobre sus travesaños! Extiendan los brazos.

Vamos, obedezcan mis palabras o usaré el látigo. Al momento tres soldados agarraron al beduino y lo

arrastraron al travesaño de la cruz, forzándolo a acostarse en la tierra y extendiendo sus brazos sobre el patíbulo.

Al sentir la presión del frío clavo de hierro en su muñeca, el beduino comenzó a protestar y patear. Entonces se escuchó un fuerte golpe sordo. El beduino lanzó un alarido. El martillo había dado en el blanco.

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Lanzó otro alarido de dolor, esta vez maldiciendo a Dios y a los hombres.

—¡Cállate, beduino! —gritó uno de los guardas pegando vio-lentamente el otro brazo del ladrón contra el travesaño de la cruz—. ¡Conténtate con que vas a morir con Dios!

CAPITULO

Veintiséis —Levanten primero al judío, no vaya a ser que no viva lo suficiente para ser crucificado. Se van a necesitar dos escaleras; tráiganlas aquí, ahora —ordenó Abenadar.

—Debo quedar de frente al templo —susurró el Carpintero. —¿Ha dicho algo? —Pidió que fuera clavado en el lado occidental del árbol, de

frente al templo —respondió uno de los soldados. Entonces cuatro soldados, dos de cada lado, agarraron el

patíbulo sobre el cual los brazos de Jesús habían sido clavados.

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Los soldados, esperando oír los acostumbrados alaridos, notaron que su víctima sólo gemía calladamente al ser levantado del suelo y alzado al árbol.

—Un rey tan manso. No es de extrañar que lo temieran —dijo uno de ellos.

El patíbulo fue clavado rápidamente al árbol. Por un momento los pies del Carpintero colgaron sueltos, con todo el peso de su cuerpo tirando de sus muñecas traspasadas. Pero sólo por un mo-mento. Uno de los soldados agarró sus pies, los colocó uno sobre el otro y los empujó hacia arriba. En el momento siguiente un largo clavo de hierro atravesó sus pies fijándolos al árbol. Los soldados iban a quitar ya las escaleras, cuando Abenadar dijo:

—Todavía no hemos terminado. Tomen esta tablilla de madera sobre la que Pilato garabateó. Clávenla al árbol, sobre el tra-vesaño. Que todo el mundo vea el crimen de este hombre.

—Un crimen tan inmencionable —dijo el soldado al clavar el letrero al árbol.

JESUS DE NAZARET REY DE LOS JUDIOS

A continuación el babilonio fue clavado al árbol, de cara al norte, luego el beduino, de cara al sur, ambos colgados algo más bajo que el Carpintero.

Los gritos y alaridos de los dos ladrones crucificados ras-gaban el aire. Al oír aquellos lamentos, los peregrinos que se encontraban en el atrio del templo, levantaban la vista y miraban hacia la colina, para identificar esa conmoción. Los lejanos lamentos de los dos ladrones crucificados se combinaban con los balidos de miles de corderos que había en el atrio.

Al pasar las horas, los gritos de los dos ladrones se hicie-ron intermitentes y más apagados. Ahora los sonidos más altos y fuertes que se oían en la colina del Gólgota, eran los escarnios de los líderes religiosos que habían subido a la colina para ridiculizar al Carpintero crucificado.

Era el mediodía. El cordero pascual moriría en cuestión de tres horas.

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CAPITULO

Veintisiete —María, tú no debes ir. —Era la voz de Juan—. —Esa clase de muerte es la más espantosa de todas.

—Yo fui su pasadizo cuando El salió de su mundo y entró en el mío —respondió ella—. Yo lo vi entrar a nuestro ámbito desde lugares que no conocemos. Nada me va a impedir verlo salir de este mundo extraño y advenedizo para volver a entrar en esa morada celestial de la cual El vino.

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Las protestas de Juan terminaron. María era así: tenía ese carácter, una cierta determinación que venía con sus palabras. Un joven carpintero llamado José la había oído hablar de esa manera y se rindió. Incluso su propio hijo, en unas bodas en Caná, conoció sus maneras firmes y persistentes. Y hoy María le habló así a un joven discípulo que, antes que la noche cayera, habría de tomarla como su madre adoptiva.

—Si debe ser así, entonces yo seré tu guía a ese terrible lugar —respondió Juan, con actitud condescendiente.

—Nosotras iremos también —dijo entonces María Magdalena. Salomé, esposa de Zebedeo y Juana asintieron con la cabeza.

—El debe ver que yo estoy allí —agregó María Magdalena. Con razón a menudo te hemos llamado la Magdalena: la forta-

leza, pensó Juan. Un momento después Juan dio un suspiro y dijo en voz alta: —Este va a ser el peor día que hayas vivido jamás. María, tú

no estás preparada para esto. Ninguna madre podría estarlo. —Pero yo sí lo estoy —respondió ella con voz suave—. Hace

mucho tiempo un mensajero muy imponente, procedente del otro ám-bito, me habló de su nacimiento. Y después que nació, el Espíritu Santo me habló de su muerte, que sería como una daga que atravesaría mi corazón. Durante más de treinta y tres años me he estado preparando para esta hora.

—Pero, María, es el Gólgota. —Lo sé. —Es por crucifixión. —Eso también lo sé. —María, para cuando el sol esté llegando a su ocaso, tu hijo

ya no será más. Como dardos, los ojos de María buscaron el rostro de Juan. —No estés tan seguro de eso, Juan.

CAPITULO

Veintiocho —¿Dijo él realmente que era Dios? —inquirió el babilonio, hablando con los dientes apretados.

Sin levantar la vista, uno de los soldados que estaba jugando a la taba cerca del tronco del árbol, respondió:

—El Hijo de Dios.

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Entonces el babilonio viró la cabeza hacia el occidente y le dijo a Jesús, injuriándolo:

—Si Tú eres el Hijo de Dios, entonces seguro que unos pocos soldados romanos no te impedirán escapar. Desciende de esa cruz y llévame contigo. Te lo juro, Hijo de Dios, si Tú me bajas de aquí, cambiaré mi manera de ser, dejaré de ser ladrón. Me haré un mendigo. —Haciendo una mueca, el babilonio se rió de su propia agudeza.

Hubo un momento de silencio, luego el babilonio empezó otra vez a mofarse:

—¿Es que unos pocos clavos detienen a Dios? —y de nuevo se rió de su propio escarnio enigmático.

El beduino se unió a la injuria. —Desciende de este árbol y sálvame. Esta no es la forma en

que deseo morir. Si eres el Hijo de Dios, ahora es el momento de demostrarlo.

El beduino gimió y quedó callado. Sus vituperios le habían costado caro a su cuerpo.

Uno de los sacerdotes que estaban delante de Jesús concluyó las palabras del beduino por él:

—Sí; si Tú eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz. Y yo creeré en ti. Me inclinaré delante de ti. Hasta te seguiré.

A esas injurias el Sacrificio Vivo no respondió una palabra. Poco a poco el día se fue tornando en tarde, al tiempo que

los clavos, el calor y la fiebre cobraron su precio en los espasmódicos cuerpos de las tres víctimas del árbol. A medida que las horas pasaban, a cada crucificado le resultaba más y más difícil reunir fuerzas para sostenerse en nada más que los clavos pasados a través de sus pies y muñecas, equilibrarse, respirar y enseguida desfallecer, conmutando el agudísimo dolor que experimentaba en los pies con el insoportable dolor en los brazos, muñecas y manos. Para los tres condenados el término de vivir en un planeta llamado tierra estaba llegando a su fin.

Los buitres que volaban en círculos allá arriba, esperaban pacientemente por la presa. Pero no los insectos. Casi desde el comienzo pululaban alrededor de los tres hombres que agonizaban, añadiendo todavía un tormento más que tener que soportar en su inexorable jornada hacia la muerte.

A media tarde, cuando el tiempo ya se hacía tedioso para los guardas, uno de ellos levantó la vista y miró al beduino, a quien más trabajo le costaba respirar, y le preguntó:

—Beduino, ¿qué se siente al morir con Dios? El beduino hizo una mueca y volvió la cabeza. Pero entonces,

desde lo recóndito de su pecho surgió una pregunta: ¿Dónde he oído esa frase antes?... Hace mucho alguien me dijo palabras similares.

En ese momento el babilonio reinició sus comentarios burlones dirigidos al Carpintero.

—Si Tú eres el Hijo de Dios... tan sólo te quedan unos momentos para demostrarlo. Líbrate de ese travesaño y del árbol...

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Desciende sobre la tierra... y ven y líbrame... Hasta te seguiré... Igual que hizo Barrabás, tomaré una espada... y mataré a tus ejecutores romanos.

Por razones inexplicables, el otro ladrón le replicó: —Cállate, babilonio... Barrabás asesinó a un romano... Tú y

yo somos culpables de nuestros crímenes... Nosotros morimos jus-tamente. Pero deja tranquilo al Carpintero... Déjalo morir en su soledad... El no ha hecho nada malo.

De nuevo el ladrón se esforzó en tratar de recordar cierta conversación de largo olvidada, que había tenido en su juventud. Una vez alguien me dijo: “Si Dios viniese a la tierra; si El vi-viese aquí y aprendiese qué es tener hambre; si El viese toda la enfermedad y dolor, la debilidad; si El saliese del cielo y se hiciese hombre, y viese la pobreza y la enfermedad... si El fuese a venir aquí y descubriese cuán fácil le es al hombre pecar y cuán difícil le es no hacerlo.”

¿Quién me dijo eso? —se preguntó el ahora agonizante ladrón. Un rabino... allá afuera en el desierto. ¿Fue él quien me

dijo esas palabras, hace tanto? Estábamos afuera en el desierto. En una caravana. ¿Qué fue lo que aquel viejo rabino me dijo?

“¿Creerías en Dios si El viniese a la tierra, se enterase de las injusticias que el hombre es capaz de cometer, e incluso sufriese esas injusticias, así como tú las has sufrido? Si El fuese a enterarse tan sólo de cuán injustos pueden ser los hombres con otros hombres. ¿Qué sería si El viniese y muriese como tú vas a morir, solo y abandonado?”

Una sensación de asombro recorrió el rostro del beduino. Esas palabras. No. No fue aquel viejo rabino quien me dijo

esas palabras. ¡Fui yo quien le dijo esas palabras a él! “Si Dios viniese a la tierra y muriese como voy a morir yo, solo y abandonado. Si El hiciese eso, entonces creería yo.”

Esas fueron palabras mías. ¡Yo dije esas palabras! Volviendo la cabeza para ver a Jesús, el ladrón vino a cono-

cerlo de una nueva manera. —Que El muera conmigo... —dijo en voz baja— solo, abando-

nado... injustamente. El Señor volvió el rostro hacia el ladrón. —¿Sabías que no puedes buscarlo, a menos que ya lo hayas

encontrado? —¡Es El! —dijo el ladrón, estremecido—. ¡Realmente El ha

bajado aquí! Ese aciago día, cuando todos los seguidores de Jesús lo habí-

an abandonado, hubo un solo hombre en todo el mundo que lo llamó Señor. Era un viejo beduino.

—¡Señor! —clamó el beduino—. Oh, Señor, cuando vengas en tu reino ¡acuérdate de mí!

Desde lo recóndito del ser del Carpintero surgió la voz de Aquel que moraba dentro de El, desde que había sido concebido en

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el vientre de María. Aquella voz respondía a la sencilla petición del ladrón.

Beduino, te conozco y te amo

desde antes de la fundación del mundo. En este día estarás conmigo en el paraíso.

Hubo un largo silencio. Luego, en un tono bastante extraño hasta para él mismo, el ladrón dio su serena respuesta:

—Señor, cuando yo llegue allá, dígnate ponerme en la sección celestial de los recién nacidos.

El Señor levantó la cabeza y sonrió.

Beduino, cierra los ojos; termina tu dolor.

Luego vuélvelos a abrir. Mira a todo tu alrededor y contempla

la gloria que has ganado. Muere ahora

para que nos encontremos de nuevo.

Jesús habló otra vez, pero esta vez le habló a una creación tenebrosa en ámbitos invisibles.

—La hora de las tinieblas ha llegado. Emplazo a mi sirviente, la Muerte. Escucha mi voz, tú que moras en el Averno. Es tu hora. Ven, Muerte encarnada. Ven, Azazel. Ven ahora al Gólgota.

De repente el tiempo se detuvo. La creación se desvaneció. Ahora no existía nada más que una cruz y un Carpintero agonizante. Pero en la tenebrosa distancia se podía oír la gorgoteante voz de la Muerte que venía hacia el Carpintero.

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PARTE

V

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CAPITULO

Veintinueve En lo más profundo de las oscuras cavernas del Averno, vista sólo por ojos cerrados desde hacía mucho tiempo, se levantó una tenebrosa forma seráfica.

—¡Te escucho, Nazareno! —bramó Azazel—. ¡Al fin, ha llegado mi hora suprema... y tu última! Ahora deben morir todas las cosas. ¡Excepto yo! Azazel, quien nunca ha estado vivo, eternamente y para siempre muerto, él solo habrá de vivir.

Parado en el centro de los laberintos del Averno, Azazel vociferó bramando un soliloquio a su propia grandeza:

Yo solo soy digno de ser el dios

de esta desdichada creación. Yo cancelo la patética realidad

del encanijado hombre. Manifiesto esta verdad: que la verdad se halla

sólo en la inflexible fatalidad.

Yo soy la justicia para todos los que quedan impunes

por su mal habida ganancia. Sólo en mí hallan retribución ésos,

porque por mi aliento son ellos muertos. Los demás señores todos, tan sólo en vano hablan

cuando dicen y pronuncian que el mañana no trae dolor.

Yo soy la verdadera libertad del hombre. Soy la paz que por tanto tiempo él ha procurado.

Soy del hombre la búsqueda final. Yo soy su promoción suprema.

Yo soy el bien final. Más allá de mí no hay más que nada.

Yo solo soy el que al hombre unidad eterna da, porque yo lo hago

uno con la nadedad.

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Soy poderoso, más que el más grande soberano. Escúchenme, todos los que engendrados han sido en el espacio, en el tiempo o la eternidad.

Cuando yo gobierno, hasta Dios será olvidado.

Yo soy de la esperanza lo mejor, el fin del temor,

el que relega toda pretensión. Cuando yo reino,

no queda ni pizca de evidencia del pecado, del hombre,

de los dioses ni de Dios.

Yo acabo todas las disputas, aniquilo todos los pactos.

Yo bebo los cielos, la tierra y el mar. Los estados, gobiernos, reinos y reyes

legan su todo para mí. Los grandes, los pequeños

en mi presencia son iguales. Sean criaturas, hombres o dioses, tienen que entrar en mi portal.

En mi presencia todos son mortales.

Yo siempre llego demasiado temprano. El hombre pone cerrojos en su puerta

para detenerme y dejarme afuera, y exhala una oración para que no sea hallado.

No obstante toda puerta conduce a mí y toda llave es mía.

En mi dominio ninguna puerta, ni llave, pueden toda la pretensión de él hallar.

Aun cuando yo sea dios de todo, reservado para mí está

el máximo desprecio de la creación. A mi altar ninguno asciende.

A mí ninguno me adora. Yo de esto saco todo mi contentamiento.

La cuna descansa al lado de la tumba. Todas las cosas viven

de mi hábitat a la sombra.

Tú que me temes al máximo, tienes lo mínimo por qué vivir. A ti vengo con el mayor júbilo

y me río de tu vano intento de huir.

Yo soy el pasadizo para todos a fin de entrar en el vacío. A diferencia de mi víctima,

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yo nunca he vivido. Yo asciendo por encima

de la suprema inmortalidad.

El hombre: mi prenda, mi tributo, se desliza en mi arca a solicitud.

Yo los mato a todos ustedes, aun si hubiesen nacido

antes de la caída.

Cuando yo vengo por ti, ni tu temor más profundo,

ni tu oración más elevada, ni tu don más grandioso

pueden hacer que otro tome tu lugar. Si tú durante un solo día respiraste,

me encontrarás en tu despertar.

Oh, vasto cielo, en tu hermosura— y tierra, oh tú, brillante globo azul—

vengan a su propio funeral que tan bien he planeado.

Allí toda su memoria habrá de morir por mi mano despectiva.

Una esperanza tan sólo, en contra de mi reclamo,

han tenido ustedes jamás. Y ahora El cuelga muriendo

sobre una alta colina ensangrentada y moronda.

Dios débil, colgado en un árbol muerto— con patetismo me llama por señas.

El, mi único enemigo- ¿lo oyen cómo me llama? Me invita a venir a El.

Porque hasta El anhela venir a ser uno

con la gran fraternidad de la Muerte.

Dios necio, nacido de matriz de mujer— ninguna mano, ni siquiera la tuya, puede impedir que a la tumba vayas.

Yo vengo, oh Nazareno, para oír a tus labios confesar.

Mi lugar está muy por encima de ti. Hoy habré de ver

al Dios de la creación inclinarse ante mí. En recompensa mi don supremo

habré de darte yo: la inmortalidad de la Muerte.

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—Carpintero, Tú que formabas mesas, sillas y la creación, subo

a la superficie una última vez, para reclamar mi victoria final: ¡que eres Tú!

Después de escucharse estas palabras, la región de los muertos abrió su escalinata a la superficie de la tierra.

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CAPITULO

Treinta De pronto las entrañas del Averno explotaron. La Muerte emergió delante de la cruz.

En obediencia al Carpintero, el tiempo y la eternidad cesaron su decurso. Asimismo la tierra, el cielo y el firmamento se despidieron. La única cosa que quedó allí fue un escenario de nadedad, y sobre el mismo, nada, sino sólo un hombre moribundo, una cruz y la Muerte.

—Todas las horas son tuyas, Nazareno, salvo una —anunció muy ufano el ángel de la muerte, que también llevaba el nombre de Azazel—. Esa hora única me pertenece. Pero esa hora habrá de durar por siempre. Hoy se verá que la Muerte es más grande que la Vida. Tu eternidad parecerá breve comparada con la tumba sempiterna que he preparado para ti.

Cuando los jactanciosos vilipendios de la Muerte cesaron, el Carpintero replicó.

—¿Si en verdad eres tan grande, oh Muerte, ¿por qué no me has quitado ya la vida?

La Muerte dio un respingo, pero no respondió. —¿Por qué, allá en Egipto —continuó el Carpintero—, por qué

no pasaste más allá de mi sangre? Cuando Lucifer vino a mí en el desierto, ¿por qué no me mataste? ¿Por qué tan larga esta espera? Incluso ahora, ¡soy Yo que te invito a que me tomes!

—Te quitaré la vida en esta hora. Y cuando haya terminado aquí, yo solo seré llamado dios— amenazó Azazel.

—¡Entonces mátame ahora, Azazel! Tan sólo siguió un silencio. —¡No lo haces, porque no puedes! —¡Lo haré! —protestó la Muerte. —Entonces hazlo ahora. Te desafío a que lo hagas. Una vez más, la Muerte ni respondió ni se movió. —Muerte, dime ¿cómo viniste tú a estar en mi creación? Los ojos de la Muerte relumbraron y sus labios chasquearon al

recordar ese día. —¡Yo entré en tu creación por medio de aquel que me engendró!

El fue quien me hizo entrar en tu insignificante creación, —contestó la Muerte orgullosamente.

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—Dices la verdad, mortecino Azazel. Entraste en mi creación por medio del Pecado. Siendo así que todos han pecado, por tanto todos son tu presa. Con todo, tú no puedes venir a mí, a menos que Yo te obligue.

Cada palabra que salía de la boca de la Muerte rezumaba sed de sangre al responder gañendo.

—¡Sí, sí! ¡Todos pecan, por consiguiente todos son míos! —Sí, Azazel. ¡Todos... excepto uno! No puedes tomarme, puesto

que Yo no he pecado. Escúchame, Muerte, Yo estoy fuera de tu jurisdicción.

Al oír esa declaración, la Muerte gimoteó, y enseguida esta-lló en una violenta furia.

—Tú serás mío. Hoy. ¡Yo lo sé! —Muerte, has venido para reclamar, no sólo mi persona, sino

ambas creaciones mías, ¿no es así? Para después llevar al sepulcro todo lo que Yo he creado. En tus manos toda la creación se habrá de volver vapor.

—¡Menos que vapor! —alardeó la Muerte. —Azazel, recuerda que la creación salió de mis dedos mucho

antes de que tú llegaras. ¡Antes de eso, sucedieron muchas cosas de las que tú no sabes nada!

—Yo tuve un propósito en la creación —continuó el Señor—. No estoy dispuesto a ser disuadido en lo más mínimo. En aquella era primordial, la creación era perfecta, aun cuando había uno que estaba incompleto. ¡El hombre! Mi propósito para con él era que él llegara a ser uno conmigo. ¿Me impedirás tú lograr esto?

—¡Ah! Carpintero, pero el hombre no escogió tener esa unidad contigo. Y en su desobediencia, algo tenebroso entró en tu creación. Ese fui yo. Sí, ¡ése fui yo! —exclamó la Muerte—. Yo vine. Yo, Azazel, el ángel de la muerte.

—No, Azazel. No tú. ¡Algo aun antes de ti! Los ojos de la Muerte saltaron de excitación siniestra. —¡Ah! Esa es la mejor parte. Carpintero. —El Pecado vino primero, después el Pecado me engendró. ¡El

Pecado me dio a luz! Oh, destino maravilloso. Yo, que estoy a punto de venir a ser dios de todas las cosas, entré en tu creación gracias al pasmoso, monstruoso y espantoso Pecado. Saliendo de las entrañas del no surgí yo. Aun cuando estoy vivo, con todo, estoy muerto. ¡Si bien, muerto, con todo, vivo! Sí, Carpintero, el Pecado entró en tu creación. Luego el Pecado arrastró tu creación de la gloria a la inmundicia. Entonces vino la obra maestra del Pecado. ¡Yo, la Muerte, soy esa obra maestra!

Ahora, echando espumarajos por la boca salvajemente, la Muerte levantó las manos encima de la cabeza y bramó como pudieran hacerlo diez mil demonios que gritaran a la vez.

—¡Sí! Yo vine al mundo, y tu inservible Propósito nunca será realizado. El título de propiedad de la creación pasa a mis manos. Hoy. Tan ciertamente como que Tú la creaste y el pecado la hizo maldita, así yo la habré de destruir.

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La Muerte hizo una pausa, en tanto que sus ojos echaban des-tellos de fuego.

—Ah, pero Tú debes saber esto, Carpintero agonizante. Todo esto de que estamos hablando, es insignificante para mí. Aquí está mi mayor placer. ¡Te voy a destruir! Sí, la creación será mi juguete. Sí, para aplastarla, quebrantarla y volverla a la nadedad. Pero el deseo más recóndito de mi corazón es hacerte mío. ¡Mi más preciada delectación eres Tú!

—¿Muerte, tú me habrás de destruir? Tú no puedes. —El Señor pronunció las siguientes palabras lenta y deliberadamente—: Tú sólo entras donde hay Pecado. Donde no hay Pecado, no puedes entrar.

El Señor miró a la Muerte con el ceño fruncido al decirle: —Donde cesa el Pecado, de la misma manera también terminan

todos tus alardeados poderes. La actitud jubilosa de la Muerte se desvaneció al calarlo la

terrible realidad. —Muerte, ¿no sabes por qué te he invitado a venir aquí? Un

único hombre dejó que el Pecado entrara en esta creación. Tus palabras son ciertas. Ahora el Pecado reina aquí. Tú reinas también, pero solamente debido al imperio del Pecado. Pero después entré Yo en este mundo. Yo, un hombre tan único como aquel primer hombre. Tú viniste a existir por su desobediencia. Puede ser que tú seas vencido hoy, por la obediencia de este segundo hombre.

—Ah, Carpintero, ¿piensas salvar tu creación caída? —dijo la Muerte haciendo un gesto de desprecio—. Tú no puedes. Estamos trabados. Es verdad que no puedo quitarte la vida sino por medio del Pecado, pero recuerda siempre que tu creación está maldecida y bien agarrada en manos del Pecado y de la Muerte.

—Te he llamado aquí hoy, porque me propongo pagar ese impa-gable precio para redimir a la creación y al hombre caído.

La Muerte lanzó las manos por encima de la cabeza. —¡Ah, día de maravillas! Carpintero, al fin hablas con sen-

tido común. Así que nosotros los monstruos gemelos, el Pecado y la Muerte, que nos hemos deslizado en este tu ámbito como forasteros, nosotros solos somos el medio para que Tú puedas recuperar esta herida creación.

—¿Muerte, cuál es tu demanda? Apenas pudo la Muerte ocultar su perverso gozo al considerar

aquella escena: La Vida y la Muerte negociando la creación. La Muerte extendió la mano delante del Hijo de Dios. —¡Mira! Mira cuidadosamente. ¿Ves mi reino? —Repara en que todos los que se encuentran dentro de él —pro-

siguió—, están inmóviles. ¡Míralos! Todos yacen en un sueño sin fin. Ninguno de ellos va a vivir ni irse nunca. ¡Todos pecaron! ¡En ese momento cada uno de ellos pasó a ser mío! Yo los he se-cuestrado. A cada uno y a todos.

—Para renunciar a ellos ¿qué rescate demandas?

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—Sí. Oh, sí. ¿Que cuál es mi rescate? —replicó el burlesco espíritu maligno—. Esto: ¡Ven y trabaja para el Pecado! Sólo ha de ser por un momento. Carpintero, ven y sé hallado en el empleo del Pecado. Por tus labores, te será pagado un salario.

—¿Qué me pagará el Pecado si yo trabajo para el Pecado; si, como tú dices, es ‘sólo por un momento’?

—Yo... oh, pensamiento fatal... yo mismo soy el salario que el Pecado te habrá de pagar. Trabaja para el Pecado, recíbeme como tu paga, después soltaré la mitad de mi presa desde mi tenebroso dominio.

—Yo tengo una oferta mejor, Azazel. —Pero las palabras del Señor fueron más como una orden que como un regateo.

—Trae todo el pecado aquí —prosiguió el Carpintero—. Absolutamente todo el pecado. Voy a hacer más que tan sólo servir como empleado del Pecado. Vendré a ser uno con el Pecado. Y por este rescate, cuando haya sido pagado, tú vas a soltarlos a todos. ¡Muerte, debes renunciar a todo tu botín!

La Muerte se retorció con delectación. —¿Tú, que eres la pureza misma, vendrás a ser impureza? ¿Tú

vendrás a ser pecado? ¿El mismísimo pecado? ¡Y Tú harás esto a fin de librar al género humano del Pecado y de mí! ¡Qué mejor trato puede haber! ¡Yo te entrego este pozo negro de humanidad caída, y en retorno te capturo a ti... para siempre!

—¡Vas a morir, Carpintero! —prosiguió—. Al morir, ve a tu sepultura creyendo que vas a destruir a mi progenitor. Muere creyendo que me vas a destruir. Pero una vez que te sujete a mi pecho, una vez que mis garras hurten tu último aliento, no te moverás más. ¡Para siempre! Entonces, muerto, no me podrás estorbar. ¡Luego yo seré el dios final! —rugió Azazel.

—Sí, tu propósito es: destruir la creación y al Creador —res-pondió Jesús—. Mi propósito es: llegar a ser uno con aquellos que escogí antes de la creación.

El Carpintero respiró profundamente, y entonces empezó a decir esas palabras que la Muerte había deseado tanto escuchar desde el momento que entró por primera vez en el ámbito de los vivientes. No tenía importancia que el Carpintero se las arrojara como un reto desafiante.

—Muerte, estás libre para emplazar el Pecado... Libre para llamar al Pecado a este lugar.

Este pensamiento en sí hizo que la Muerte entrara en éxtasis. Sacando el pecho, gritó con voz estridente:

El Pecado es mi cuchillo, Dios, mi víctima,

la creación, mi botín. ¡La aniquilación, mí placer!

—Tráeme aquí ahora —mandó el Carpintero— al monstruo de todos los monstruos. Pero te prevengo, Azazel, que muchos de los que han

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gustado el Pecado serán, por la obediencia de un hombre, justificados a los ojos de Dios.

—Finalmente, Azazel, debes conocer tu riesgo. Cuando Yo creé, me juré a mí mismo que el sexto día cesaría todo acto creador. Si esta creación se disuelve, entonces Yo quedaré libre de ese juramento. Luego, estaré libre para crear de nuevo, para poner de manifiesto una nueva creación.

Azazel empezó a reírse histéricamente. —¿Puede un Dios muerto crear? Lo que está muerto, no puede

vivir, y mucho menos crear. ¡Semejante sarcasmo a las puertas de tu propia muerte es admirable, pero impotente!

—Has sido apercibido, Azazel. Ahora, haz tu peor parte. La Muerte se apartó de la cruz y empezó a ulular con voz es-

tridente el más abominable de todos los conjuros.

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CAPITULO

Treinta y uno Batiendo el aire con las manos, la Muerte empezó a cantar su in-sana canción:

—¡Ven, madre mía! Ven, tú que me diste a luz desde tu inmunda matriz.

Vengan desde el oriente, todas las obras demoníacas. Vengan desde el occidente,

todas las perversidades de la hechicería. Vengan desde el norte,

todos los sortilegios y sacrilegios. Vengan desde el sur,

todas las depravaciones diabólicas. Vengan a la Calavera.

Háganse todos uno con el unigénito Hijo de Dios.

—Ven, toda impureza; ven, todo desenfreno. Ven, todo lo que es perverso. Ven, corrupción. Vengan, incontinencias. Y todo lo que es imperdonable e inexcusable... dense prisa para mí. Todo lo que es aborrecible, putrefacto y decadente, vengan. Gran perversidad y prodigalidad, vengan.

—Desde todos los lugares y todos los tiempos, vengan. Jún-tense en uno y vengan, a este lugar en que innumerables corderos han sido muertos. Sí, vengan todos al monte Moriah, donde Isaac debió haber sido mío. Ven, madre mía, tráeme aquí tu grotesca personalidad, a mí, a tu fiel hijo. Juntos nos vamos a recrear sobre nuestro único enemigo, nuestra postrera víctima, nuestra presa final. ¡Nuestro es, para devorarlo!

Envidia Avaricia Desidia

Viciosidad

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—Abandonen a todos los demás que son su presa. Hay uno solo sobre quien deben caer. Traigan aquí todo lo que no es justo, todo lo que no es santo, todo lo que no es de Dios. ¡Vengan! Hagan del Carpintero su plena posesión. ¡No! ¡Háganlo ser ustedes mismos!

El perverso conjuro de la Muerte terminó. Todo eso empezó a venir desde dentro de los sepulcros de toda

la humanidad. Desde dentro de los mares, del congelado norte, de los desiertos de la tierra. Desde cada tic-tac del tiempo y cada centímetro de la creación venía la acumulación de toda la enfermedad del Pecado, juntándose en una gran fomentación de abominación.

Venían una tras otra detestables nubes de hedor y de cuajarones, revolcándose al venir hacia la cruz y el Carpintero.

Por último, la totalidad del excremento del Pecado se juntó como un enfurecido torbellino, danzando alrededor del Gólgota.

Todo era perversidad. —Todos ustedes han oído mi horrible conjuro —dijo la Muerte—.

Has venido, madre mía. Liberados de la cautividad del tiempo se han arrastrado hasta aquí. ¡Oh, tumefacta inmundicia!

Tu tarea es una. Aniquila esta bestia llamada Vida,

que te autorizó venir aquí. Toma a este rey que no sabe

que El puede morir. Después coróname con su diadema caída.

Hazme el dios final.

Gradualmente la monstruosidad de lo monstruoso del Pecado se plasmó en su forma final. Hasta la Muerte, asqueada por la vista de la inmundicia encarnada, se replegó debido a la náusea.

—Todo está aquí. ¿Atiendes a mis palabras, Creador y Car-pintero? Todo el Pecado está aquí —ululó la Muerte.

Los ojos de la Muerte fulguraron con llamas de negro y amarillo cuando, intoxicado de júbilo, danzó alrededor del pie de la cruz, rugiendo maldiciones y condenaciones. Detestables e inmencionables blasfemias llenaban el aire.

—¡Acércate, madre mía! —Ahora, Carpintero —continuó la Muerte—, invita a mi madre a

que entre en tu seno. Adóptala plenamente, y descubre que ella es la exanimación misma. Bebe su veneno y sabe que ella es esa mentira que mintió a toda la humanidad. Después vendrás a mí y hallarás tu paz en mí, porque yo soy tu sepulcro.

—Padre —susurró Jesús—. Oh, Espíritu eterno, Tú con quien he pasado la eternidad, Tú que entraste en María y viniste a ser mi presencia, Tú que me formaste en la semejanza de carne humana y, con todo, me mantuviste siempre en perfecta unidad con el Espíritu Santo, Yo te pido, Espíritu eterno, apártate de mí.

—Abandona mi espíritu, desaparece de este detestable lugar, porque Yo, que vine a ser Dios encarnado, ahora debo venir a ser

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Pecado encarnado. Regresa, oh Santidad, a nuestro hogar eterno. A menos que te vayas, el Pecado no puede venir. Aléjate de mí al convertirme en toda abominación. Cierra tus oídos a mis insensatos gritos cuando me beba la copa. Porque al apartarte Tú de mí y al entrar en mí el pecado, seguramente mi alma quedará ciega y su presencia me llevará a la insania.

Abandóname ahora, Padre mío, cuando se me pase la copa a mí.

Entonces, Padre, llégate de regreso a aquel lejano pasado, de antes de las edades,

cuando Yo fui el Cordero inmolado, y penetra en el mismo. Que ese momento se una con esta hora terrenal. Une Tú a ambos en Mí

aquí sobre este madero. Que mi muerte convierta

esos dos momentos en uno. Déjame ahora para que Yo destruya

al Pecado, así como el Pecado me destruye a mí.

Con mi aliento final habré de lanzar Yo esta hora

en la eternidad pasada. Entonces quedará el Pecado destruido

antes de la fundación de la creación.

Ahora estoy levantado de la tierra.

Atraigo a todos los hombres caídos a una salvación

hecha real aun antes de que Yo crease. ¡Oh, salvación tan grande!

Haz tu entrada en el tiempo.

El Carpintero miró al torbellino de iniquidad. —Ven, Pecado. Ven ahora, tú que eres la bebida que está en la

copa. Esta es mi hora para que Yo te beba por completo. Ven, Pecado, haz que me convierta en ti.

Por medio de esa invitación, el Pecado se volvió una copa en ebullición.

Entonces el Espíritu eterno se elevó. El Pecado bulló al entrar en el seno de Jesús.

He venido a ser la caída.

En ese mismo momento Registrador entró en los lugares celes-tiales y se encontró junto al Libro de los Registros. Se volvió hacia la Puerta. Su Señor estaba muriendo.

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—He regresado en el momento en que el Cordero de Dios va a ser inmolado. ¿Tengo que oír una vez más ese grito? ¿Debo escuchar el balido del Cordero?

El Señor, ahora impregnado con el Pecado, alzó la cabeza. El grito comenzó.

—¡Oh! —exclamó Registrador—. Que ésta sea la última vez que oigo este espantoso gemido resonar a través de la eternidad.

Ese grito no era diferente de lo que sería el grito de todos los corderos muertos jamás, unidos con todos los alaridos de los hombres moribundos y con los estridentes chillidos de todos los demonios condenados.

El grito alcanzó su crescendo. Registrador se tapó los oídos apretadamente. —Aún una vez más lo habrás de oír —dijo una voz desde lo

recóndito del espíritu de Registrador. —Oh, no. No. ¡No! Que ésta sea la última vez. El grito continuó. Registrador bajó las manos, alzó la cabe-

za, y por primera vez se permitió escudriñar las profundidades ocultas de ese grito.

—No es como antes. Esta vez... oigo dentro de ese lastimoso grito... el repique de campanas de victoria.

Registrador agarró uno de los libros que estaban a su cargo, el Registro del Pecado. En ese libro estaban registradas todas las transgresiones y todos los delitos de la raza humana entera.

Hojeando frenéticamente entre las páginas del libro, Regis-trador se quedó mirando, incrédulo, lo que veía. Todos los registros habían cambiado. Los cargos, todos ellos, imputados en contra de toda alma que hubiese vivido nunca... los registros de todos los actos de injusticia, así como de todos los pecados cometidos jamás en todos los niveles de la humanidad, habían sido conmutados. Desaparecieron.

—¡Alterados! ¡Todos ellos cambiados! No... desvanecidos. Todos los cargos están ahora imputados a un hombre solo: a Jesu-cristo, el Cordero de Dios.

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CAPITULO

Treinta y dos —Muerte, tómame ahora. He venido a ser Pecado. Tómame como has tomado a todos los demás. Pero al venir, no olvides que ahora todos los cargos de impiedad que hay contra la creación residen tan sólo en mí. Debes saber que cuando Yo descienda al corazón de la tierra, cuando mi cuerpo sea puesto dentro de esa tumba que hace tanto tú destinaste que fuera mía, el Pecado será sepultado conmigo.

—¿Qué importancia tiene eso? Se trata tan sólo de que Tú te mueras y yo sea dios —respondió el ángel de la muerte.

—Azazel, tú debes retenerme por tres días. Esta es tu batalla final. Sólo entonces serás mi conquistador y Yo tu presa.

La Muerte rugió riéndose. —Te retendré —dijo—, no por tres días, sino para siempre. —Muerte, tú no sabes todas las cosas. La Muerte se encendió en ira y replicó: —Tú me dijiste esas mismas palabras en tu trono cuando entré

en tu creación al principio. En Egipto uno de tus ángeles me desafió con esas mismas palabras. Ya estoy cansado de este ga-limatías. No tengo que saberlo todo. ¡Sólo necesito saber que me perteneces, y que no hay poder que te pueda libertar!

Acto seguido Azazel arremetió contra el Carpintero. La Vida y la Muerte chocaron. Por un breve instante la

creación se desvaneció cuando la Luz y las Tinieblas sucumbieron una a la otra. Fue entonces cuando esos dos enemigos finales comenzaron a deslizarse dentro de la cruz, del Crucificado.

Tu aguijón, Muerte. Hinca completamente tu aguijón en mí.

Cumple tu oferta, y la mía.

—Yo soy tu mortaja. El sepulcro es mi victoria sobre ti. Yo y mi madre te estrangulamos. Juntos, nosotros dos matamos. Ahora recibe tu paga, oh Vida.

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—Mi cuerpo y mi alma son tuyos, deleznable Muerte. Reténme si puedes.

El Carpintero, que hacía mucho había escogido que su último aliento revelara su Misterio más profundo, habló una última vez:

—¡Esto es lo que tú no sabes! Hubo muerte antes que tú vinieses, Azazel.

—Carpintero, yo conozco a todos los que han muerto. No hubo muerte antes de que yo viniese —replicó Azazel con un gesto de profundo desprecio.

—Hubo una edad antes de las edades. ¡De esa edad tú no sabes nada! Fue la edad anterior a la creación. En esa edad, mucho antes de ti, ¡Yo morí! Morí antes de que creara.

Muerte, eres un necio. Tú, Muerte, eres sólo mi sirviente.

Pensar más de ti mismo no es más que ser un necio mayor.

Llévame a tus cámaras. Allí en tus dominios habré de encender luz y despertar a vida

a los que están dormidos. Entonces, en esas cavernas

habrá de ser revelado, que todos aquellos que llamaste muertos

solamente duermen. Ninguno muere sino sólo uno.

Tienes bien puesto tu nombre, porque, oh Muerte,

sólo tú habrás de morir. Todos los demás despiertan

a mi mandato. Muerte, eres demasiado orgulloso.

No sabes ni siquiera quién eres tú. Porque tú no eres

Muerte. Más deleznable que el sueño eres tú.

Tú no eres nada más que mi oscuro velo. ¿Querrás conocer

a la verdadera Muerte, Azazel? Yo soy la Muerte,

y no tú. En tus cámaras

aprende lo que tú no sabías. Muerte, ahora Yo seré Muerte para ti.

Yo tu Muerte habré de ser.

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Entonces Jesús echó atrás la cabeza contra el madero, y con palabras bautizadas en triunfo exclamó:

Azazel, tú no sabías esto tampoco: ¡Antes de crear todas las cosas,

Yo terminé todas las cosas!

Un gesto de pánico invadió el rostro de la Muerte al sentir cómo se sumergía dentro de un torbellino de más allá de su com-prensión. Retorciéndose y dando estridentes alaridos, la Muerte desapareció hundiéndose en el pecho del Carpintero.

Súbitamente la escena cambió una vez más. El Gólgota volvió a entrar en el espacio y el tiempo. La colina que dominaba a Je-rusalén estaba de nuevo a plena vista.

Eran las 3.00 p. m. Las últimas palabras dichas a Azazel, fuera de la creación,

ahora tronaban triunfantemente a través de las bóvedas del uni-verso, mientras una edad de antes de las edades se hacía uno con el espacio y el tiempo. Dos gritos, uno lanzado en el Gólgota y el otro antes de la creación, se juntaron y vinieron a ser uno:

CONSUMADO ESTA.

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CAPITULO

Treinta y tres Miles de peregrinos que durante todo el día se habían ido arremolinando en el atrio del templo, ahora avanzaban apretadamente hacia la entrada del templo. Incluso aquellos que se encontraban en las elevadas laderas del Gólgota se volvían en dirección de las puertas del templo.

—Es la Pascua —observó uno de los guardas. Dramáticamente el sumo sacerdote apareció frente a la entrada

del templo. Al hacerlo, levantó al cordero pascual por encima de la cabeza para que todos lo vieran. Entonces, apartándose de la muchedumbre de espectadores, volvió a entrar en el templo. La Pascua había comenzado.

En ese momento mismo un terrible grito, como voz de trompeta, resonó desde una de las colinas que dominaban a la ciudad. Todos los ojos se volvieron en dirección del Gólgota.

Ese grito resonó de una parte a otra de la tierra, y sobre las alas del tiempo voló al pasado y al futuro, elevándose luego para penetrar aun en la eternidad.

—Es el Galileo. Ahora muere —dijo una voz. La tierra empezó a temblar. —¡Un terremoto! —empezaron a gritar muchos. Desconocido para los mortales, el epicentro de ese terremoto

se encontraba debajo del altar del templo. La reverberación se puso violenta. El templo mismo empezó a

gemir y tambalear, víctima de algún conflicto subterráneo. Los cimientos del centenario templo, su vetusto altar y su nueva fa-chada de oro, estaban siendo sacudidos por las poderosas manos de alguna fuerza invisible.

En la misma forma tan repentina como vino el terremoto, los cielos se habían puesto inesperadamente de lo más negros. Dentro del atrio del templo permaneció sólo el más ligero viso de luz. Uniéndose a la oscuridad llegó el sonido del restallido de madera.

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En alguna parte del templo las inmensas vigas de madera se estaban astillando.

Las puertas del templo se desprendieron de sus goznes, y con un estrépito ensordecedor cayeron al suelo.

Enseguida después de eso se oyó otro sonido, como de una tela muy gruesa que se rasga.

—¡Mira! —gritó uno de los sacerdotes, esforzándose por ver en aquella borrosa luz—. ¡No, no mires! —gritó otro—. No nos está permitido ver lo que ha quedado expuesto.

La vasta cortina que colgaba delante del Lugar Santísimo se sacudía furiosamente al romperse el madero que lo sostenía. La tierra tembló otra vez. Entonces la cortina, rasgada en dos, se vino al suelo dorado. El Lugar Santísimo, que no debía ser visto por los ojos de hombres pecadores, ahora quedaba expuesto.

—¡Miren para otro lado! ¡Miren para otro lado! —empezaron a gritar los sacerdotes—. Está prohibido a todos mirar al Lugar Santísimo.

—Hasta los ojos de los gentiles pueden verlo —se lamentó uno de los sacerdotes.

Pero por muy violenta que fuera esa escena, quedaba eclipsada por un acontecimiento mucho más grandioso que tenía lugar en el cielo en ese mismo momento. De la misma manera que los ojos terrenales vieron caer al suelo dorado la inmensa cortina rasgada, todos los ojos celestiales se volvieron hacia la Puerta.

—¡No, nunca! ¡La Puerta nunca tiembla! —gritaron innumerables ángeles al unísono.

La vasta e impenetrable entrada a la esfera celestial, ese lugar que marca el límite entre el cielo y la tierra, estaba en ese mismo instante dislocándose por sus goznes. La Puerta del cielo y la cortina del templo de Jerusalén se sacudieron, se retorcieron y gimieron a una. Ambas lanzaron un quejido en una última contorsión. Al tiempo que la cortina, rasgada de arriba abajo, caía al suelo en el templo, la Puerta que daba a los lugares celestiales se rompió por sus goznes y quedó abierta de par en par.

—¡La Frontera! —jadeó Exalta—. ¡La Frontera entre el cielo y la tierra queda sin protección!

—¡Qué clase de momento es éste! —gritó Gabriel. Los goznes se hicieron pedazos y la Puerta se vino abajo. En

su lugar quedó un gran hueco bostezante. Una entrada sin puerta. Los ángeles quedaron helados de consternación. —¡La espada encendida! —gritó uno de los mensajeros que se

encontraban cerca de la entrada. La espada encendida que se re-volvía, había empezado a perder velocidad. Para desaliento de los ángeles, el violento resplandor de la espada también se apagó. Entonces la espada desapareció.

—¡No! —gritó Ratel—. Esa espada nunca ha cesado de proteger este ámbito.

—¡Los querubines! —se oyó otra voz frenética.

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Esas terribles criaturas que habían sido el terror de todos los demás, se sintieron aterrados. Sin puerta que proteger y con su tarea terminada, los querubines volaron hacia el trono y des-aparecieron penetrando en ese lugar del cual habían venido hacía tanto tiempo, en la gloria celestial.

Gabriel se precipitó a la entrada. —Ahora esto es como era cuando el huerto estaba en la tierra

y había un acceso desguarnecido entre el cielo y la tierra. Fue en ese momento en particular que Miguel, habiendo termi-

nado su odisea con Registrador, apareció junto a Gabriel. —Miguel, ¿dónde has estado? —le preguntó Gabriel. —En lugares de los cuales no es lícito hablar. —¡Mira la Puerta, Miguel! Nunca hubo mayor necesidad de tu

espada. La única respuesta de Miguel fue una sonrisa. Casi sin pensarlo, Gabriel dijo en voz alta: —¡Miguel, estás sano! Tu insania ha desaparecido. Arrobado por la vista de un hueco tan bostezante, Miguel no

oyó ni palabra de lo que Gabriel le había dicho. —Es otra vez como era cuando la tierra y el cielo estaban

unidos, ¿verdad, Gabriel? —Sí. Pero eso también quiere decir que nosotros que vivimos

en el más santo de todos los lugares, ahora vivimos en un ámbito desguarnecido. ¿Es posible que la raza caída de la tierra pudiera entrar aquí? ¿Qué significa esto?

—Parecería que la muerte del Hijo de Dios ha causado grandes cambios —comentó Miguel algo ensimismado—, quizás haciendo los lugares celestiales accesibles aun para...

—¿Para quién? —instó Gabriel—. ¿Para nuestro enemigo? ¿Para el hombre no redimido?

—Para quiénes puede estar ahora abierta la Puerta, no lo sé —respondió Miguel.

Luego, casi con una risita entre dientes, continuó: —Pero esto sí lo sé: nuestro problema con una entrada sin

protección acaba de comenzar ahora. —¿Qué? —replicó Gabriel. —¡Mira! —Oh, no...

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CAPITULO

Treinta y cuatro Exalta y Ratel estaban parados en la entrada de la antigua Puerta, profundamente embargados en una especulación angélica.

—El portón está arrancado, los querubines se han ido, y la espada encendida desapareció. Todos los ángeles de la creación no podrían llenar nunca este inmenso hueco. Considera bien esto, Ratel: ¡la Puerta que da al cielo... está abierta!

El espíritu de Ratel dio un salto más allá de lo obvio. —El huerto pudiera deslizarse por un hueco tan grande —dijo,

reflexionando. —Eso no es probable —replicó Exalta—. No en tanto que... —Pero, ¿qué es aquello? —preguntó Ratel. —No sé, Ratel. ¡No sé qué es eso! —¡Gloir! —gritó Exalta—, ¡mira! —Y ¿qué es eso? —preguntó Gloir también, frenéticamente. —Ratel, ¿qué es aquello? —repitió Gloir su pregunta. —No sé qué es —respondió Ratel—. Pero estoy aterrorizado.

¡Por primera vez en la vida conozco el temor! Gloir fue al lado de Ratel. —¿Oí bien que dijiste...? Ratel, estás temblando de la cabeza

a los pies. —¡Exalta, busca a Miguel! —demandó Ratel. —Gloir, ¿debo sacar mi espada? —prosiguió Ratel. —¡No, a menos que quieras que se funda! —la voz era de Miguel

que acababa de llegar. —Miguel, ¿has visto?... ¿Qué es eso? En ese momento apareció Gabriel. Gloir quedó pasmado al ver

que Gabriel venía con su trompeta levantada bien alto por encima de la cabeza.

—¿Será esto el fin? —preguntó Ratel con el resuello entre-cortado y todavía temblando.

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Ignorando la pregunta de Ratel, Gabriel no hacía más que mi-rar fijamente hacia la tierra.

—¿Qué es aquello? ¿Qué es aquello? —inquirió. —No lo sabemos —contestó Gloir con voz temblorosa—, pero

parece que viene en esta dirección. Oh, realmente creo que viene hacia acá.

Todos los ojos se volvieron hacia la espada de Miguel. Estaba envainada.

—¿Tu espada, Miguel? —inquirió Ratel. —Ratel, yo diría que ahora no sirve. ¿No te parece? Ratel no respondió, sino que sólo continuó mirando la espada

no desenvainada de Miguel. —Oh, no —deploró Exalta—. ¡Viene hacia acá! —Pero, ¿qué es eso? Exijo saberlo —ordenó Gabriel a nadie en

particular. No hubo respuesta. —¿Qué haremos? ¿Debemos simplemente estar aquí y no hacer

nada? —prosiguió Gabriel, volviéndose para encarar a Miguel—. No hay Puerta. Ya no hay espada encendida, ni tampoco querubines.

Para entonces toda la hueste celestial se encontraba congre-gada en el mismo espacio en que una vez había estado una enorme puerta protectora.

Gabriel quitó su mirada del brillante globo azul y dijo: —Sea lo que sea, aquello es más brillante, más puro y más

santo que nada que los ojos de este ángel hayan visto nunca, a no ser el trono de Dios.

—¿Tiene derecho a venir aquí? —inquirió Adorae. —Sería muy sabio de nuestra parte no preguntar si aquello

tiene derecho a venir aquí. Más bien debemos preguntar, en caso que aquello venga a estar aquí en medio de nosotros, si nosotros tenemos algún derecho a vivir en su presencia —respondió Miguel.

Un momento después el desasosiego de Gabriel llegó a su lí-mite. Como alguien que clama por misericordia, gritó de nuevo:

—¿Qué es aquello? En ese momento Registrador apareció al lado de Gabriel. —En nombre de todo lo que es santo, Registrador, dinos tú,

¿qué es aquello? —inquirió Gabriel rogando. El rostro del antiquísimo mensajero estaba fulgurante. —No preguntes qué es eso. Más bien pregunta: quién es ése. —¿Quieres decir que aquello es alguien? ¿Una persona? Quieres

decir... un... —No sólo que aquello es alguien —respondió Registrador—, sino

que ¡es un ser humano! —¡¿Un qué?! —Ya me oíste, Gabriel, tú no eres sordo. —Pero eso es imposible: ¡Ellos no lucen como aquello! —Eso que está aproximándose a nuestro ámbito, a este nuestro

ámbito ahora desguarnecido, es un ser humano. Y no sólo un ser

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humano, sino un ser humano que pertenecía verdaderamente a la raza caída de Adán caído.

Toda la hueste había rodeado ya a Registrador, pendiente de cada palabra de éste. El pensamiento que todos compartían en su espíritu era: ¿pero, quién puede ser ése?

—Semejante gloria —dijo extasiado el ángel registrador—. Semejante hermosura, pureza, perfección. Mis ojos nunca han visto nada similar. ¡He deseado saber acerca de este momento desde que, al principio, se me puso a cargo del Libro de la Vida!

Los hijos de la luz quedaron maravillados al escuchar la voz de Registrador.

Pero Gabriel, que estaba tanto frustrado como aterrado, hizo algo que ningún ángel había hecho nunca antes, ni ha hecho desde entonces. Asió a Registrador y, sacudiéndolo, tronó:

—Si éste es un quien, entonces ¿quién es? Sin poner atención a semejante irreverencia, Registrador, de

pie y extático, extendió súbitamente las manos por encima de la cabeza y rugió:

—¿Pero, es que no saben ustedes? Hueste del cielo, ¿no han entendido ustedes? Oh, hijos de la creación, ¿no se dan cuenta de qué grandiosa redención ha hecho su Señor en este día? ¿No saben ustedes quién está viniendo ahora mismo para unirse a nosotros en nuestro ámbito?

El rostro de todo ángel estaba pálido. —¡Entonces, se lo voy a decir yo! Ahora vayan. Salgan para

encontrarse con él, porque él es las primicias de la sangre redentora de su Señor.

—¿Es que no comprenden ustedes quién es el que viene hacia acá, vestido de gloria, vestido de luz, vestido de perfecta jus-ticia, vestido de la santidad misma de Dios?

—El viene para entrar y estar en medio de nosotros, inta-chable, improcesable y sin reproche.

—El es el primero de una gran multitud, cuyos integrantes un día habrán de ser conocidos como los santos.

—Mírenlo. Conforme la gloria viene hacia la gloria, mírenlo. Vean sus manos y sus pies. El murió sobre una cruz... como un criminal. Pero ahora, por la sangre del Cordero, él es gloria sobre la gloria. ¡Miren, el beduino! —rugió Registrador.

—¡Miren, el ladrón! ¡Miren, aquí está el criminal que murió en una cruz! ¡Contemplen la redención!

De pura admiración, temor reverente y exaltación, los hijos de la creación dieron rienda suelta a un atronador grito que casi resquebrajó las bóvedas del cielo.

—¡El ladrón! ¡Es el ladrón! ¡Es el ladrón! Con una celeridad reservada solamente para los ángeles, la

multitud celestial se derramó afuera por el portón abierto, for-mando al hacerlo una resplandeciente procesión de luz que llegó hasta el borde del cielo de la tierra. Gritos de regocijo y de

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júbilo inundaron el aire cuando el beduino llegó hasta la esca-linata de los ángeles.

¡El ladrón! ¡El ladrón! Aquí viene ahora el ladrón

a unirse a nosotros en nuestro ámbito. Por la sangre, por la sangre

del Cordero redentor.

Mientras tanto, el beduino casi había enloquecido de gozo, de asombro y de incredulidad creyente. Se miraba las manos y los pies, unas y otros relumbrantes de luz, luego miraba hacia atrás para ver la forma del planeta caído, que se alejaba más y más, y después hacia arriba, a los ángeles que gritaban, incoherentes.

—Estoy vestido de purísimo blanco. Resplandezco. Y también ustedes allá arriba. ¡Ah, ustedes son ángeles! Sí. Eso es lo que son... pero ¿cómo sé eso? ¡Mírenme! ¡Soy santo! Sí, mírenme. Les digo, nunca nada lució como luzco yo.

Al aproximarse a los primeros ángeles, el beduino siguió vo-ciferando sus impetuosas exuberancias.

—¡Aquí vengo! ¡Aquí vengo! Mírenme. ¡Aquí vengo! ¡Y puedo ver! ¡Veo lo invisible! Sí señor; yo, una criatura del ámbito visible, puedo ver lo invisible... ¿Ha visto alguien alguna vez lo invisible? Mírenme. ¿Han visto ustedes alguna vez algo como yo? Señor de la gloria. Padre de todos. Espérame. ¡Aquí vengo!

Habiendo llegado hasta la vanguardia de los ángeles, el be-duino empezó a ascender danzando por la escalinata de nubes. Los ángeles miraron conmovidos y gozosos cuando el beduino agarró a uno de los mensajeros, y enseguida lo abrazó y lo besó.

—¡Yo era el ladrón! ¡Ese era yo! Yo era el ladrón. Pero no ahora. No sé lo que soy, quién soy, ni dónde estoy. Pero ¡estoy a las mil maravillas! Así es como estoy. ¡A las mil maravillas!

—Que alguien me diga qué es lo que soy. —¡En fin, no importa! Yo lo conocí. A El. ¿Me han escuchado?

Yo, a quien llaman el beduino, lo he visto. El murió conmigo exactamente como dijo que haría. El descendió y murió conmigo. El me ha redimido. ¡Hasta a mí!

Ahora fue Registrador quien habló, conmoviendo a todos cuando se precipitó afuera para conocer al ladrón.

—¡Oh, beduino! ¡Oh, beduino! He esperado tanto para cono-certe. Escúchenme todos. Este ladrón... es suyo el primer nombre escrito en el Libro de la Vida. Tú, beduino, eres el primero de los redimidos. ¡Miren, un santo!

Al escuchar esas palabras, no sólo el ladrón redimido, sino un ámbito entero de ciudadanos celestiales enloquecieron de gozo. El espíritu de un hombre justificado hecho santo, y diez mil veces diez mil ángeles, todos completamente arrobados, pasaron a los ámbitos paradisíacos, para esperar allí la hora en que otros

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muchos, vestidos de una perfección y luz similares, entrasen en tropel a la gloria.

CAPITULO

Treinta y cinco El Sabbath había terminado. Estaba por amanecer el primer día de la semana, un día de fiesta llamado Día de Las Primicias.

Aun cuando todavía era muy de noche, uno de los sacerdotes del templo salió del templo, y dejando atrás la ciudad, entró en los campos de cebada. Poco después llegó a un pequeño campo sembrado que tenía marcas a todo alrededor. Se requería que el sacerdote fuera a ese lugar que previamente el Sanedrín había designado como sagrado, y allí cortase gavillas de cebada de los tallos que habían crecido de la tierra.

Después de cortar cuidadosamente con una hoz los aún tiernos tallos, el sacerdote los puso en una cesta. Al regresar al templo, el sacerdote fue sometido a algunas preguntas rituales que le hacían cada año en esa fecha.

—¿Tienes la cesta? —Sí, la tengo. —¿Hallaste el cereal en el campo destinado por el Sanedrín? —Sí, lo hallé. —¿Y lo cortaste apropiadamente con la hoz? —Sí, así lo hice. —Entonces, de estas primicias de los primeros frutos de la

cosecha venidera prepararemos pan. A la salida del sol celebraremos las primicias de la cosecha.

—Habrá una abundante cosecha este año —reportó uno de los sacerdotes más ancianos—. Tan abundante, que hay una buena posibilidad de que, en siete semanas, al término de la siega, ésta venga a ser la más grande cosecha de que se tenga memoria en mucho tiempo.

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Las gavillas fueron sacudidas hasta que todos los granos ca-yeron dentro de una vasija colocada a ese fin. Después todos los granos fueron tostados, sin pasar por alto ninguno. El fuego tocó todos los granos. A continuación, los granos, ya tostados en el fuego, fueron triturados, machacados y cribados hasta que se tornaron en harina fina. Una vez hecho eso, se vertió aceite sobre el cereal molido.

Finalmente los sacerdotes moldearon la harina amasada dándole forma de hogaza de pan y lo metieron en un horno encendido.

—El sol de la mañana aparecerá en el horizonte en cualquier momento. La hora de las primicias ha llegado —anunció el sacerdote designado.

En breve sacaron del horno el pan ya cocido y lo llevaron al templo, al altar de Dios. El producto de aquellos primeros granos que habían brotado de la tierra, ahora convertido en pan, fue levantado bien alto, por encima de la cabeza del sacerdote y mecido delante de Dios.

Entonces, igual que había sucedido en el momento de la Pascua, de nuevo ocurrió en este día... las primicias fueron saludadas por una tierra que temblaba. Nada menos que las entrañas de la tierra y los cimientos del cielo estaban de parto.

En el ámbito invisible, donde los acontecimientos se ven y se comprenden mucho mejor que en la tierra, pronto quedó claro que el universo estaba sufriendo un poderoso duelo, que era la confrontación final entre la Vida y la Muerte. Cualquiera que fuese el resultado, la creación misma era el premio.

Los lugares celestiales temblaron violentamente. Su supervivencia no era absolutamente una certeza.

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CAPITULO

Treinta y seis Los cimientos del ámbito invisible gimieron de dolor. El embal-dosado de zafiro se resquebrajó, y luego se pandeó. Los sorprendidos ángeles caían derribados sobre sus rodillas, mientras que el sonido de millones de espadas que eran desenvainadas acompañaba su esfuerzo por ponerse de pie y volver a quedar en equilibrio.

—¿Será nuestra batalla final? —exclamó Exalta dirigiéndose a Gabriel—. Está terminando el tercer día.

—Esta no es nuestra batalla. Es la prueba final —anunció Miguel—. En esto no tenemos parte. No podemos hacer otra cosa que esperar. Y abrigar esperanzas. En alguna parte en lo profundo de las entrañas de la tierra, debajo del sepulcro del huerto, se está librando una encarnizada batalla, diferente de cualquier otra de que se haya de tener conocimiento jamás. En unos pocos y breves momentos la Vida o la Muerte serán aniquiladas. La creación misma está en la balanza.

De nuevo muchos ángeles tambalearon y cayeron, al tiempo que el cielo se bamboleaba bajo otro asalto. Al temblor se unió un ensordecedor gemido.

—El firmamento está en agonía —susurró Gabriel—. Pudiera ser que, en unos momentos, no existamos más. Nada menos que la vida de Dios corre peligro.

Nuevamente se produjeron hendeduras en el embaldosado de za-firo. Ahora el cosmos entero se contorsionaba con una furia que sobrepasaba la de la caída.

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Una vez más los cimientos de los lugares celestiales fueron batidos por una sacudida de asombrosas proporciones. Los ángeles fueron arrojados por todas partes. Toda la hueste celestial estaba en desorden.

—¡Gabriel! —declaró Miguel—. Reúne inmediatamente a todos los mensajeros del ámbito invisible. Vacía los cielos. ¡Vamos enseguida todos al sepulcro! Allí esperaremos hasta conocer ya sea la victoria o la extinción.

—¡Alguien debe quedarse! —respondió Gabriel. —Esa es mi encomienda. Ahora, pronto, al sepulcro. —Miguel, no debes tropezar —amonestó Gabriel. Miguel estaba a punto de responder cuando se vio un extraño

destello de negra nadedad. —Nosotros presenciamos esto sólo dos veces antes. Cuando la

Muerte apareció por primera vez ante el trono de Dios, y luego otra vez apenas hace tres días, cuando la Muerte se deslizó en el Seol con Jesús. Esto puede señalar el fin.

La creación fulguró pasando a la nadedad otra vez. —La Muerte está venciendo —balbuceó Gabriel. Una vez más el extraño vacío de nadedad envolvió los cielos,

sólo que esta vez más largamente. —¡Hemos desaparecido! ¡Si en esta batalla Azazel vence, ni

nosotros ni la creación volveremos a reaparecer! De nuevo la creación se desvaneció momentáneamente, esta vez

aún más largamente. —La Muerte lleva la delantera —susurró Miguel—. Azazel no lo

dejará ir. El combate entre nuestro Señor y Azazel se encuentra en su apogeo.

Una vez más hubo un destello. Entonces los cielos desapare-cieron. Luego otra vez. Y otra vez.

—Nos desvanecemos, después reaparecemos. ¿Por cuánto tiempo? —inquirió Gabriel—. ¿Es la Muerte su igual?

Los cimientos de los cielos temblaron otra vez. —¡Todos, fuera de nuestro ámbito! Somos inútiles aquí, somos

inútiles en la tierra —gritó Gabriel. —¡Al sepulcro! Congréguense donde se halla el sepulcro, todos

ustedes —mandó con una voz que atravesó la esfera entera. Al instante el ámbito invisible se vació de todos los mensa-

jeros con excepción de uno. La furia de aquel estrepitoso cataclismo creció. Miguel trató

valientemente de permanecer en pie, pero con cada segundo que pasaba, sus esfuerzos se tornaban cada vez más evidentemente vanos.

Hubo otra sacudida. El destrozo de los lugares celestiales aparecía por todas partes. El ámbito invisible tronaba con res-quebraduras que hacían eco y con ensordecedores gemidos. Miguel se vio deslizándose a través del embaldosado de zafiro. Tan sólo clavando fuertemente su espada en el suelo celestial podía man-tener su equilibrio.

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—Mis rodillas no deben doblarse —mandó. La creación parpadeó otra vez. Su retorno vino muy lentamen-

te, y su luz era mucho más opaca ahora. No cabía duda, la Muerte había casi vencido.

Este es el fin de los cielos, pensó Miguel. ¿Es que habrá de gobernar la Muerte sobre un abismo de nada donde no existen ni siquiera las sepulturas?

Una vez más Miguel fue lanzado de un lado a otro del embal-dosado de zafiro.

—Posiblemente los cielos no podrán soportar otro temblor semejante. Seguramente se desmoronarán. Tiene que haber un lugar en alguna parte de la creación donde yo pueda mantenerme en pie. ¡Pero todo se está desintegrando!

En medio de la más opaca luz, vino una repentina revelación sobre el espíritu de Miguel: “Todo lo que es creado será conmo-vido. Pero hay un lugar donde...”

Al instante Miguel se precipitó como un relámpago atravesando los cielos y gritando:

—Al trono. En tanto que todo a su alrededor se retorcía, se rasgaba y se

derrumbaba, Miguel se abalanzó hacia la sala del trono. Cuando ya estaba a punto de caer derrumbado al suelo, Miguel llegó hasta el estrado del trono. Entonces envainó su espada y rugió desafiando a la Muerte:

—¡Aquí estaré y aquí me quedaré, delante del trono! El trono inconmovible.

Como si fuera una respuesta, hubo otro ensordecedor rugido. La creación parpadeó otra vez y desapareció, esta vez retornando muy lentamente y muy opaco.

—Nunca... antes... tan... opaco. De seguro que la siguiente convulsión dirá.

Hubo otro desvanecimiento de la creación. Mucho más breve. Fue seguido de un alarido, diferente de cualquier cosa que hasta un arcángel pudiera creer posible.

Eso fue seguido de un parpadeo final de la creación. Entonces el estremecimiento cesó. La luz no retornó. Miguel

se sintió desaparecer en un vacío negro, hueco. En la oscuridad subió un grito. Las palabras fueron

indiscernibles, pero ¡fue un inconfundible grito de triunfo! —Pero ¿quién es el vencedor? —exclamó Miguel en voz alta. Aquel grito de triunfo, nacido en las entrañas de la tierra,

había subido como una onda a través de la tierra y ahora estaba ascendiendo hacia el cielo.

—¡Semejante grito destruirá, de por sí, todo! Es un sonido diferente de todo lo que yo haya escuchado jamás antes.

En ese momento el ensordecedor grito llegó hasta el abierto portón del cielo.

—Esa voz... ¿quién habla? El vencedor... ¿quién es?

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Entonces... ¡hubo luz! Más brillante que la que los ojos de los ángeles habían visto o soñado jamás.

—Esa luz, yo la conozco. ¡Esa voz, la conozco también! ¡Es la voz del Carpintero!

—¡Ese grito es de El! —Oh, Señor de todos, tu voz atronadora es tan grandiosa que

no puedo entender tus palabras. Entonces llegó, claro y comprensible, el grito de victoria

que hendía los aires penetrando en las bóvedas del cielo.

¡YO SOY VENCEDOR SOBRE LA MUERTE!

Cegado por la luz, ensordecido por aquel grito de victoria final, había una sola cosa que Miguel debía hacer, un solo lugar donde él debía estar. ¡El sepulcro!

Entonces, a una velocidad nunca antes alcanzada por ningún ángel, Miguel se unió a una innumerable multitud de ángeles que estaba rodeando ya el sepulcro, aun mientras aquel potente grito de victoria continuaba su triunfante proclamación a través de todo el universo.

Lo que siguió, fue una aclamación tan tumultuosa que, en las edades que siguieron, se rumoraba entre los ángeles que, uniéndose a esa exaltación, se podían oír aun las voces de querubines y serafines. Mientras un cielo vacante era bañado en la sanadora luz de la gloria, en la tierra los ciudadanos del cielo elevaban alabanzas a su Señor en un desbarajuste de gozo caótico.

—La Muerte está muerta. Esa serpiente Lucifer ha perdido su perverso amigo —anunció Gabriel—. La grandiosa victoria ganada en las entrañas de la tierra está a punto de ser revelada dentro del sepulcro.

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CAPITULO

Treinta y siete Todas las potencias del Espíritu Eterno se habían juntado en un lugar: el sepulcro. De pronto, saliendo desde las más recónditas porciones del inanimado cuerpo de Jesús, brotó una explosión de luz más grande que la que estalló al principio de la creación.

Entonces, desde dentro de esa tumba brotó a torrentes un do-rado fuego, y en medio de esa inefable gloria, la Luz de todas las luces, la Vida eterna misma, se reveló como un hombre!

Yo soy el primogénito de entre los muertos. Y asimismo nunca habré de morir otra vez. En Mí mis escogidos también han muerto.

Y al levantarme de las entrañas de la muerte, ellos —en Mí— se levantan conmigo...

para nunca más volver a morir. Mis escogidos,

ahora ya gloriosos, nacen de entre los muertos.

¡Vieja creación, desaparece ahora! —mandó el Carpintero. Tú no has de compartir espacio con mi nueva creación.

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—¡Aparece ahora, mi nueva creación! Sí, todos ustedes, nuevas criaturas que ahora están en Mí, aparezcan conmigo. ¡Resuciten como Yo resucité! Asciendan cuando Yo ascienda.

Jesús el Ungido, Hijo del Dios viviente —su flamante cuerpo fulgurando con resplandor dorado y blanco y relumbrando con luz ígnea, llevando dentro de Sí a los redimidos— resucitó de los muertos. Pasando a través de sus mortajas, se puso en pie dentro del sepulcro de José de Arimatea, revestido de gloria.

Dios, encarnado como hombre, crucificado, muerto y ahora resucitado y a punto de ascender, triunfante sobre todo, irradiando ondulantes cataratas de luz torrencial y ríos de fuego, rugió su grito de victoria:

¡HE RESUCITADO!

Entonces, pasando a través de la puerta de piedra, el Señor de toda la gloria salió y se paró, con los pies en el suelo, le-vantó las manos impulsivamente y gritó saludos a los hijos de la luz que esperaban ansiosos.

Los espíritus de resplandecientes ángeles prorrumpieron en un desenfrenado delirio de alabanza.

Reinó el arrobamiento. La celebración se tornó en éxtasis. Un caótico regocijo y un alborotado entusiasmo dominaron el

momento. Y en tanto que un grandioso histerismo rugía a través de los

ciudadanos del cielo, el Señor de la Muerte señaló el sepulcro. Dos magníficos arcángeles se remontaron en el aire, en tanto

que incontables millones de ángeles se remolineaban en torrentes de rutilante luz alrededor del sepulcro aún sellado.

Miguel y Gabriel comenzaron a descender lentamente, hasta que sus pies tocaron tierra junto a la enorme piedra que servía de puerta, al tiempo que todo el resto de aquella hueste celestial gritaba dejando sordo uno al otro.

Entonces Miguel y Gabriel, juntos, rodaron a un lado la piedra. ¡El sepulcro estaba tan, tan vacío! Aquello fue más de lo que los espíritus angélicos podían contener. El caos dio lugar a un pandemónium, mientras los arrobados ángeles gritaban alabanzas y cantaban cánticos en completo desorden.

Alabanzas, vítores y gritos se elevaban unos sobre otros, sa-liendo de las gargantas de ángeles completamente delirantes.

Después de lo que vino a ser la más grande manifestación de alabanzas de toda la historia angélica, finalmente los desarre-glados mensajeros recobraron una apariencia de compostura y em-pezaron a cantar triunfalmente.

¡Resucitado, sí, resucitado!

¡Levantado por encima de todo! ¡Resucitado, sí, resucitado,

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muy por encima de todo! Nada más

puede alcanzarlo. El techo del cielo queda debajo de El. El ha sido exaltado

muy por encima de todo.

Y cuando las voces de los ángeles ya no podían gritar más, ni cantar, ni siquiera susurrar, los enmudecidos ciudadanos del cielo cayeron a los sagrados pies del altísimo Señor y lo adoraron reverentemente.

CAPITULO

Treinta y ocho —Hay una sala en Jerusalén, cerrada y atrancada —dijo el Señor a sus ángeles congregados.

—Vengan todos, vamos a ir a visitar esa sala en la que diez atemorizados hombres están escondidos. ¡Hombres que no creen en la Resurrección! Quiero que todo ojo angélico vea lo que está a punto de tener lugar en esa sala. Temprano esta mañana todos ustedes estuvieron conmigo en el huerto a la entrada del sepulcro. Ustedes vieron también lo que ocurrió dentro del corazón de esa mujer llamada María Magdalena. Todos ustedes presenciaron cómo su espíritu fue levantado de los muertos. Ustedes presenciaron igualmente cómo mi Espíritu vino a ser uno con... —aquí el Señor hizo una pausa.

—Esta noche me encontraré cara a cara con esos diez hombres atemorizados. Cuando eso ocurra, permitiré que los ojos angélicos vean lo que los ojos de Dios ven.

Miguel levantó la mano. Y asimismo hizo Gabriel. Al instante la hueste celestial pasó por la Puerta abierta y salió a las em-

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pedradas calles de Jerusalén. En una casa próxima, los antiguos discípulos del Carpintero se encontraban agrupados juntos, y ha-blaban entre sí en apagados susurros.

—Rumores. No me importa lo que digas. Son tan sólo rumores. —Era Leví quien hablaba. —María Magdalena no miente. Ella nunca ha mentido. Su hon-

radez nos ha desarmado tantas veces —insistió Juan. —No, ella no miente, pero yo creo que ella ha estado viendo

cosas que no están allí. —Entonces explícame lo que sucedió hoy en el camino que va a

Emaús. —No, yo no lo explico. Simplemente no lo creo. —He visto el sepulcro vacío —objetó Juan. Pedro movió la cabeza en señal de asentimiento, pero añadió

con gravedad: —Pero si esto solo es todo lo que tenemos, o todo lo que

vamos a tener jamás, entonces habremos de pasar el resto de nuestra vida dudando, o cuando menos, haciéndonos preguntas... en tanto que, otras veces, creyendo. De una forma u otra, esperemos que pronto sepamos más de lo que ahora sabemos. Al presente yo sólo sé lo suficiente como para que pase el resto de mi vida en confusión.

—Hay una cosa que arde en mi mente —continuó Juan—. Si El realmente resucitó, si María Magdalena nos ha reportado correc-tamente sus palabras, entonces hay un misterio aquí.

Los ojos de nueve hombres se clavaron en Juan. —¿Qué misterio? —Hoy por la mañana la Magdalena nos reportó que El usó una

palabra que nunca antes había usado. —¿Qué palabra? —El usó la palabra hermanos. El Señor nunca antes nos había

llamado hermanos. —¿Entonces? —Escúchenme. No hay nadie en esta sala que tenga la simiente

de los antepasados de Jesús en sí. En esta sala no hay nadie que comparta una relación hereditaria con El.

Las palabras de Juan fueron seguidas por un silencio que fi-nalmente fue roto por una pregunta:

—¿Juan, tú no estarás queriendo decir...? —Yo no estoy queriendo decir nada. Tan sólo estoy haciéndome

preguntas. Sin embargo, tengo que decirles algo. Las palabras que El nos habló durante estos últimos tres años, han estado resonando dentro de mí en abundancia. Estoy recordando muchísimo. Y ahora comprendo todo de una manera nueva y más profunda. Muchas de las cosas que El dijo, ahora las estoy entendiendo por primera vez.

—Sí, es verdad, lo mismo puedo decir yo —confesó cada uno de ellos.

—Si en realidad el Señor ha resucitado —prosiguió Juan—, si El realmente está por ahí en alguna parte caminando sobre esta

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tierra, si de veras El ha triunfado sobre la muerte, si la vida divina mora en su ser... si Dios su Padre realmente habitó en El durante todos estos años, entonces... bueno... sería posible que El pudiera plantar la vida del Padre en... en... otros. ¡Entonces, y sólo entonces compartiríamos nosotros la misma simiente! Caso que así fuera, ¿no podría El llamarnos hermanos, y estar en lo correcto en sus palabras?

—¿La vida de Dios dentro del hombre? Eso es absurdo. —¿Eh? ¿Fue la Vida de Dios dentro de Jesús una absurdidad?

Personalmente yo creo que el Padre moraba dentro de El. Tal vez su Vida nunca pueda morar dentro de nosotros. Tal vez. Pero lo que me hace dudar de mi incredulidad, es que sigo recordando sus palabras cuando El dijo... —Juan hizo una pausa.

Alguna clase de presencia había entrado en el recinto. Diez hombres, ya muy amedrentados, quedaron todavía más

aterrorizados. —¿Alguno de ustedes... siente...? Yo siento su presencia —

susurró Pedro. Los diez discípulos quedaron helados como estatuas. Juan se atrevió a respirar, y dijo: —Yo reconocería esta sensación dondequiera. Sí, su presencia

está en esta sala. —Sí —musitó Mateo aterrorizado. —Es su espíritu —dijo otro—. ¡Está aquí! Juan miró hacia la puerta atrancada. Jacobo soltó un jadeo y

cayó hacia atrás contra la pared. Pedro, demasiado aterrado como para moverse, se esforzó por levantar la cabeza.

—Si es el espíritu de Jesús, —dijo—, oh, apiádate de nuestras pobres almas. Es el espíritu del Maestro.

—Paz a ustedes —se escuchó una voz. No había forma de confundir esa voz.

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CAPITULO

Treinta y nueve Uno puede apretarse contra una pared de piedra sólo hasta donde da y no más. Pero los hombres que se encontraban en aquella sala se habían olvidado de esto, al retroceder hasta donde podían de la figura que había aparecido en medio de la sala.

Una sonrisa se extendió en el rostro del personaje que había aparecido y que ellos tenían la esperanza de que fuese el Señor, pero que igualmente temían que lo fuese.

—¿Están ustedes atemorizados? ¿Están dudando en su corazón? Pedro, ¿ves esta mano? Jacobo, mira mis pies. —Horrorizado, Jacobo miró.

—¿Ven ustedes dónde los clavos desgarraron mi carne? Un es-píritu no tiene estas cosas.

Ninguno de entre ellos podía recuperar la voz. —Miren atentamente. —El Señor echó hacia atrás su túnica. —Aquí, en mi costado. Una cicatriz.

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Varios de los discípulos habían empezado a murmurar oracio-nes, otros se hallaban llorando, en tanto que otros más estaban temblando espasmódicamente. Pedro, que tenía la cabeza y el cuello bien apretados contra la pared, estaba mordiéndose la mano. Ni siquiera Juan podía moverse.

—¿Ven mi costado? —preguntó el Señor otra vez. Con aterrados ojos todos los discípulos miraron hacia el costado herido.

—Es El. Es Jesús —dijo Juan y empezó a llorar. —No puedo creerlo —balbuceó Pedro, estallando en lágrimas.

Incluso entonces, ninguno de ellos se movió hacia su Señor. Antes bien, empezaron a extender las manos para agarrarse unos de otros, sujetando cada uno al otro frenéticamente. Aun así ninguno se separaba de la pared.

Entonces, Jesús miró alrededor. —¿Tienen aquí algo de comer? —les preguntó. Sus palabras fueron casi más que lo que podían soportar. El

hablaba en una forma tan normal, tan casual. Esa falta de afecta-ción que ellos habían llegado a amar en El, estaba reverberando en la sala y en el corazón de todos ellos. Ahora la presencia de El era un aroma exótico.

Simón Pedro extendió la mano, tomó un pedazo de pescado asado, agarró un panal de miel y los puso en un plato. Entonces, en lo que sólo podría describirse como una mezcla de horror y de gozo, empujó el plato hacia su Señor. El Carpintero sonrió e hizo una seña afirmativa con la cabeza.

Eso era más de lo que el corazón humano podía aguantar. Que yo muera aquí, ahora, con este gozo y alegría, para que

no tenga que hablar con El de lo que sucedió aquella terrible noche, era el pensamiento que 1lenaba la mente de Pedro.

Jesús tomó el plato. Los diez hombres jadearon. El podía realmente sostener el plato. ¡No cayó al suelo! Mi-

raron como hipnotizados cómo El tomó el panal de miel y el pescado en sus manos y empezó a comer.

—No es un espíritu —balbuceó Simón. Jesús empezó a mirar lentamente alrededor en la sala, hasta

que finalmente sus ojos vinieron a parar en Pedro. —La paz sea contigo. Aún ninguno se movió. En ese momento en particular el resucitado Hijo del Dios vivo

levantó una mano. A los ojos de los ángeles que contemplaban aquella escena, la

tierra se desvaneció. Unicamente la sala estaba allí, suspendida en la eternidad. Los ojos de los ángeles no podían ver sino una habitación en la que ahora diez hombres se hallaban parados delante del Cristo. Todo lo demás había desaparecido.

Jesús caminó hacia Simón Pedro.

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CAPITULO

Cuarenta —Sí, es verdad —susurró Miguel, maravillado—. ¡Realmente es verdad! ¡El lo va a hacer realmente! Primero, el ladrón vino en medio de nosotros. Luego, María Magdalena se encontró con su Señor junto al sepulcro. Allí, El plantó su propia Vida en ella. Ahora, estos diez desertores, incluso el pescador maldiciente y negador. ¿Ha conocido la gracia alguna vez una infinitud semejante, ilimitada?

Lo que ningún ojo puede ver sino solamente los de Dios, ahora se tornó en la escena de los ángeles, porque ellos habían sido in-vitados a ver a Pedro como Dios lo veía. Lo primero que vieron fue el cuerpo de Pedro... como Dios lo ve. Estaba corrompido más allá de toda descripción.

—Nuestro Señor no ha hecho provisión para salvar a la carne humana —susurró Miguel—. Por lo tanto, debo creer que si El ha

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dado por perdido el corrompido cuerpo del hombre, si el mismo queda fuera de la esfera de la salvación, luego debe ser que El planea reemplazarlo. Un cuerpo glorificado, semejante al suyo, para todos aquellos que creen. ¡Ah, ahora bien, eso sí sería gracia!

Los ángeles seguían mirando. De pronto el alma de Simón Pedro quedó nítidamente enfocado. Por un instante apareció el alma de Pedro... negra e inmunda, no muy distinta de aquel espantoso hacinamiento de pecado que llegó a la cruz. Pero de repente esa vista cambió. La entenebrecida alma de Pedro estaba siendo tocada por algo que era rojo carmesí.

—Seguramente, la sangre del Cordero —entonó Gloir. En un abrir y cerrar de ojos el alma de Pedro vino a ser tan

blanca como la nieve más blanca. Algunos de los ángeles contemplaban en silencio y con temor

reverente ese drama que se desarrollaba. Otros lloraban. Pero a todos les corrían lágrimas por el rostro.

Gradualmente el espíritu que estaba dentro de Pedro, retraído bien hondo allá en lo recóndito de su alma, quedó enfocado. Las lágrimas de los ángeles comenzaron a resplandecer como fuego. Al principio el espíritu de Pedro era casi indistinguible de su alma, pero momentos después se hizo evidente que había diferencia. Su alma, que tan sólo unos momentos atrás todavía formaba parte de la trágica caída, ahora era redimida. Por otro lado, su espíritu aún yacía inactivo y sin funcionar.

Exalta dio expresión al pensamiento angélico: —Ese espíritu que está allí dentro de Pedro vino de nuestro

ámbito. Y ese espíritu, si estuviese vivo con respecto al mundo espiritual, podría oír, o al menos percibir, la voz de Dios. Si ese espíritu estuviese vivo, sería un lugar en el cual Pedro po-dría hacer su hogar. Podría entrar allí y vivir allí. Más aún. Si su espíritu estuviese vivo, la Vida de Dios tendría un legítimo lugar de habitación... dentro de Pedro.

—Si ese espíritu tan sólo estuviese vivo —convino Ratel—, oh, qué gloria sería eso. Compartiríamos una vez más la comunidad con el hombre. Tanto nosotros como ellos tendríamos espíritus vivientes.

—El hombre sería una vez más ciudadano de dos ámbitos —se hizo oír la potente voz de Gabriel.

—Nuestro Señor ha resucitado de los muertos. Ha conquistado a la muerte. Totalmente. Absolutamente. Completamente. La Muerte no tiene ningún poder sobre El. A su palabra la Muerte se desvanece —añadió Gloir.

Entonces Exalta comenzó a hablar, pero en su arrobamiento se expresaba en una forma completamente incoherente.

—Cállate, Exalta —instó Adorae. Pero Exalta sabía que él sabía algo. Así, muy impropiamente,

le gritó a la escena que venía desarrollándose:

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—¡Señor, Tú puedes levantar el espíritu de Pedro de entre los muertos! Tú puedes, Señor, Tú puedes. ¡Yo sé que Tú puedes!

Todos los ángeles se volvieron y miraron a Exalta, moviendo la cabeza consternados por su impropia explosión.

—¡Levántalo, Señor! —gritó Exalta en tono animador, casi sin poder contenerse.

—Un mensajero demasiado locuaz —refunfuñó Ratel. Pero en el rostro de Aquel que es la Resurrección, se dibujó

una sonrisa. Los ángeles vieron fascinados cómo un torbellino del santo

aliento se revolvió en lo más recóndito del ser del Señor. —¡El Señor realmente nos está dejando ver como El ve! —

resolló Gabriel. —Sí, El es absolutamente bueno en eso, convino Miguel. El propio espíritu del Señor empezó a resplandecer dentro de

El. Ese momento era tan semejante al de aquel maravilloso día de hace tantísimo tiempo, cuando el Señor al crear sopló algo de ese ámbito celestial dentro de Adán.

—¡El lo va a hacer! —gritó Exalta. Para entonces ya el espíritu de Jesús resplandecía como una

llama dorada. El divino viento de Dios, remolineando dentro de Jesús, comenzó a fluir saliendo de El.

Enseguida el Señor fue hacia Simón Pedro. Atónito, Pedro vio cómo su Señor empezó a soplar dentro de él, desde su recóndito ser, la mismísima Vida y Espíritu de lo divino.

Hablándole directamente al espíritu muerto de Pedro, el Señor mandó:

—¡Recibe! Los ángeles jadearon... y enseguida vitorearon. Dentro de Pedro brotó una ígnea gloria. El inactivado espí-

ritu de Simón Pedro estalló lleno de vida. ¡El espíritu de Pedro fue levantado de los muertos!

—Yo lo sabía, yo lo sabía —exclamó Exalta—. ¡Yo sabía que El lo haría!

Tan igual a Tierra Roja antes de que él cayera, pensó Gloir. —Una vez más un ser humano tiene un espíritu vivo, operante,

dentro de sí. ¿Te acuerdas, Ratel? ¿Te acuerdas cuando Adán tenía un alma intachable y un espíritu viviente?

Ratel asintió. —Pero no es lo mismo. Antes de la Gran Tragedia, el cuerpo de

Adán era intachable. El de Pedro no lo es. Y el alma de Adán tampoco era defectuosa. Pero la de Pedro sí lo es. No obstante, gracias a Dios, ahora Pedro tiene no tan sólo un alma purificada, sino finalmente, un espíritu resucitado y vivo.

—¡No tan rápido, Ratel! ¡Tu Señor no ha terminado aún! Si estoy conjeturando correctamente, nuestro Señor está a punto de hacer algo dentro de Pedro, algo que haría que el Adán de antes de la caída ¡se pusiera celoso!

—Recibe... el Espíritu Santo —pronunció el Señor.

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—¡Yo lo sabía! —gritó Exalta otra vez. Pero esta vez fue nada menos que Gabriel quien empezó a

conducirse muy poco angélicamente, al exclamar: —Pedro está a punto de participar de la Vida del Señor. ¡De

la Vida divina! La hueste celestial estuvo a punto de prorrumpir en vítores

una vez más. Pero al observar el progreso del Espíritu Santo, se quedaron en silencio. Estaban viendo mucho más de lo que incluso ellos esperaban ver.

El Espíritu Santo entró dentro del resucitado espíritu de un pescador galileo. Y una vez más los ángeles pudieron vislumbrar el Misterio de todos los misterios.

Registrador tomó su pluma de oro y escribió en el Libro de los Registros:

Su Propósito eterno se revela. Son levantados de los muertos. Todos ellos. Resucitados, y vivos junto con El.

El Espíritu del Señor no sólo entró plenamente en el espíritu de Simón Pedro, sino que el espíritu de Pedro quedó también absorbido en la gloria de ese Espíritu y de esa Vida.

La pluma de Registrador continuó escribiendo:

No sólo un elemento del cielo, sino una Vida ajena, no suya, la Vida suprema de todo, está en Pedro. El Espíritu Santo y el espíritu de Simón... ¡han venido a ser uno!

Los ojos de los ángeles habían visto muchas cosas, como las extensiones de las galaxias y las glorias del cielo, la creación de Adán, la inauguración de Eva, las maravillas de la salida de los israelitas de Egipto, la magnificencia de los acontecimientos de Belén. En el día de hoy, habían visto incluso a su Señor levantarse de los muertos. Sin embargo aquí, delante de sus ojos estaba un milagro tan grandioso, como el espíritu de los ángeles pudiera comprender jamás.

El Espíritu de Dios y el espíritu de un hombre habían cesado de ser dos y se habían hecho uno.

En ese tremendísimo momento, se oyó la voz de Registrador: —¡Hoy hemos presenciado el prefulgor de su unidad con los

redimidos! —¡Dios, uno con el hombre... Dios, uno con los redimidos! La

conclusión de todas las maravillas. —Compañeros del ámbito espiritual —continuó Registrador—.

Vean ahora el Misterio revelado. Contemplen el Propósito eterno de Dios. ¡Su Señor se ha hecho uno con el espíritu del hombre!

En forma del todo repentina, como por una orden, la escena empezó a cambiar. Las paredes de la sala hallaron una vez más su forma. Las calles de Jerusalén reaparecieron.

Y el tiempo continuó de nuevo su tic-tac.

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CAPITULO

Cuarenta y uno Simón Pedro se deshizo en lágrimas. En un incontenible abandono extendió los brazos y abrazó a su Señor.

Los otros nueve hombres corrieron hasta su Señor. Un momento después un pequeño racimo de once hombres lloraban de gozo.

En tanto que se abrazaban unos a otros, se arrepentían, eran perdonados y perdonaban, el Señor empezó a hablar.

Les dije a ustedes que Yo me iría para preparar un lugar para ustedes, a fin de que donde Yo siempre estoy,

ustedes también puedan venir

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y estar siempre allí.

Yo estoy siempre con mi Padre. El en Mí. Yo en El.

Donde Yo siempre estoy, ustedes nunca han podido venir.

Hasta ahora. ¡Pero ahora! Yo he hecho

lo que dije que haría. He ido y he preparado Un lugar para ustedes.

Ese lugar es en mi Padre. Dentro de El

hay muchos lugares donde morar.

Les he dicho a ustedes muchas veces: “Yo estoy en mi Padre. El Padre está en Mí.”

Ahora les diré a ustedes algo que es nuevo.

Hoy Yo estoy en ustedes y ustedes están en Mí.

Ahora, hermanos míos, he soplado dentro de ustedes

mi mismísimo ser. Ustedes tienen mi Vida.

La más elevada de todas las vidas que moran en el cielo

está en ustedes. Yo soy la Vida suprema.

Yo estoy en ustedes. Yo soy uno con ustedes.

Ustedes son uno conmigo. Así como Yo vivo

por medio de la Vida del Padre, así, ahora, ustedes

—hechos uno con mi Vida— participarán de mi Vida.

Así como Yo vivo por medio de la Vida de mi Padre,

ahora ustedes viven por medio de mi Vida.

Tan sólo por medio de mi Vida pueden ustedes vivir

su vida diaria.

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En esta noche ustedes quedan tomados en Mí. Y Yo quedo tomado en ustedes.

No olviden nunca mis palabras. Así como Yo estoy en ustedes

y ustedes están en Mí... recuerden también que Yo estoy en mi Padre.

Pero porque ustedes están en Mí y Yo estoy en ustedes, y Yo estoy en el Padre,

por eso ustedes también están en el Padre y el Padre está también en ustedes.

Para esto Yo fui enviado al mundo...

para que seamos uno.

E P I L O G O —¿Sabías que el Huerto del Edén ha cambiado? —preguntó Miguel a Registrador, con una nota de profunda excitación en la voz—. El Huerto se está tornando en...

—Sí —interrumpió Registrador—. Lo sé. Pero no ha cambiado enteramente. El Arbol de Vida aún está allí. El río de Agua de Vida aún está allí. El oro y la perla y las piedras preciosas... también. Pero, es verdad, el huerto ha dejado de ser un huerto.

En un susurro muy quedo Miguel continuó: —Registrador, el huerto se ha convertido en lo que Abraham

buscó pero nunca halló. Más aún, el beduino vive allí, y ahora otros más. A diario los redimidos llegan, resplandeciendo en su gloria como las piedras más preciosas.

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—La cruz y el sepulcro han transformado muchas cosas —res-pondió Registrador—. Sea un huerto o sea aquello en que se ha convertido, desde antes del principio nuestro Dios tuvo el pro-pósito de que fuera un hábitat... un hábitat para la estirpe no caída de los hijos e hijas de Dios. Ha venido a ser, bueno, el hábitat de los santos. Sólo que su ubicación está aún fuera del orden apropiado.

—¿Es posible, Registrador...? —¿Que lo veamos deslizarse fuera de los lugares celestiales y

unir una vez más los dos ámbitos juntos otra vez? —intercaló Registrador.

—Resulta difícil no hacernos preguntas —dijo Miguel en tono un tanto anhelante.

—Esto es todo lo que sé —expresó Registrador como reflexio-nando—. Ahora que la Puerta de acceso se encuentra abierta, ciertamente hay espacio suficiente para semejante acontecimiento. Por inmenso que el huerto era, no obstante hay buen espacio. Estoy de acuerdo, uno tiene que hacerse preguntas.

—Dios y el hombre paseando de nuevo junto al río de Agua Viva. El hombre parándose delante del Arbol de Vida... —Subyugado por la idea misma, Miguel quedó en silencio.

Entonces, con aire pensativo Miguel empezó de nuevo: —Por más de mil años ellos guardaron dos fiestas que fueron

tan sólo sombras de la realidad. Pero ahora la Pascua y las Pri-micias son una realidad. En unos días celebrarán otra fiesta que no es más que un símbolo de una realidad venidera. No puedo menos de preguntarme si, en unos días, no veremos el Festival de las semanas cumplido también.

—Y luego está, por supuesto, el Festival de la cosecha. —Miguel, —dijo ahora Registrador—, déjame leerte lo que he

anotado, en este día, en el Libro de los Registros.

Yo, Registrador, he presenciado el origen de la creación. Yo he visto el brillante globo azul caer de los dedos de mi Señor. Lloré cuando ocurrió la caída, quedé traspasado cuando el diluvio, me alegré cuando casi dos millones de almas salieron de Egipto, y me gocé en el nacimiento terrenal del Hijo eterno. Luego también vi a mi Señor y Creador morir en el monte Moriah.

Esa indescriptible tragedia se convirtió en gozo inefable, porque presencié cómo la creación caída moría en la cruz. Luego, en este primer día de la semana, presencié ¡cómo el Pecado y la Muerte fueron conquistados para siempre!

Puedo atestiguar esto también: He visto a mi Señor levantarse de los muertos. Triunfante sobre todas las cosas. Y asimismo he vislumbrado a los escogidos resucitar en El cuando El se levantó.

Hoy comprendo que el cielo y la tierra ya no deben llamarse la creación, sino que de aquí en adelante deben ser conocidos como la primera creación. Quedé pasmado cuando presencié cómo mi Señor ponía de manifiesto una nueva creación, la unidad del Espíritu de

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Dios con el espíritu del hombre. Una especie única, biológicamente nueva, anda ahora sobre la tierra. ¡Jamás pudiera haber creído que yo presenciaría el nacimiento de dos creaciones! Una creación vieja y una nueva. Cada una tan diferente de la otra. Esta nueva cre-ación, no compuesta de las cosas eternas ni de materia y tiempo, sino de lo que es la naturaleza, Vida y el ser de Dios.

Entonces Registrador levantó la vista. Miguel permanecía si-lencioso.

—Ahora, Miguel, voy a hacer una última anotación en lo que concierne a estos asuntos. Escucha lo que voy a escribir.

Queda al menos un día más tan aterrador como la creación, tan maravilloso como la Resurrección e incluso el comienzo de una nueva creación en este día. Lo que nos espera allá afuera puede muy bien ser el acontecimiento más cataclísmico que los ojos creados hayan de ver jamás.

—¿Y qué acontecimiento podría ser ése? —preguntó Miguel, frunciendo las cejas.

—Como respuesta, Registrador mojó su ígnea pluma de oro en la llameante tinta dorada y entonces escribió en los registros dos palabras:

El Retorno (Contraportada)

¡Experimente usted

LA HISTORIA PASCUAL como nunca la ha experimentado antes! —Espera mis órdenes, Miguel. . . No hagas nada, a menos que Yo lo ordene. ¿Ent iendes?

El más poderoso de los arcángeles estaba siendo desgarrado entre su propia ira y la voz restr ict iva de su Señor. Ver que Jesús era arrestado en el huerto de Getsemaní y luego procesado ante Pi lato, era cas i más de lo que Miguel, y mi l lones de otros ángeles, podían soportar.

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Totalmente incapaz de comprender e l Mister io que se revelaba delante de él, Miguel acepta la invitac ión del ju ic ioso y antiguo Registrador para hacer un viaje más al lá del espacio y del t iempo. Los dos ángeles parten en esa aventura para comprender los padecimientos y la muerte de Jesús, la lucha entre el b ien y el mal, y e l mister io de la l ibre voluntad a la luz del eterno Propósito de Dios. Por últ imo, e l los presencian el tr iunfo de la resurrección de Jesús.

Venga y exper imente usted mismo los acontecimientos funda-mentales de la v ida cr ist iana. ¡Adquiera una nueva vis ión de fe por medio de este drama profundo, apremiante y entretenido!

GENE EDWARDS es un apreciado narrador que ha escrito dieciocho libros acerca de la vida cristiana más profunda. El triunfo es el cuarto volumen de Las Crónicas de la Puerta, que incluyen El principio, La salida, El nacimiento y El Retorno. Gene Edwards obtuvo su licenciatura en literatura inglesa y en historia en la Universidad Estatal del Este de Texas, y su maestría en divinidad en el Seminario Teológico Bautista Southwe tern. Gene Edwards reside en Atlanta, Georgia, con su esposa, Helen.

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