El Tren Especial Desaparecido Libro PDF

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El tren especial desaparecido Arthur Conan Doyle Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El tren especialdesaparecido

Arthur Conan Doyle

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La confesión hecha por Herbert de Lernac, quese halla en la actualidad penado con sentenciade muerte en Marsella, ha venido a arrojar luzsobre uno de los crímenes más inexplicables delsiglo, sobre un suceso que, según creo, no tieneprecedente alguno en los anales del crimen deningún país. Aunque en los medios oficiales semuestran reacios a tratar del asunto, por lo quelos informes entregados a la prensa son muypocos, existen, no obstante, indicaciones de quela confesión de este archicrirninal está corrobo-rada por los hechos y de que hemos encontra-do, al fin, la solución del más asombroso de losasuntos. Como el suceso ocurrió hace ya ochoaños y una crisis política que en aquellos mo-mentos tenía absorta la atención del públicovino, hasta cierto punto, a quitarle importancia,convendrá que yo exponga los hechos tal comome ha sido posible conocerlos. Los he exami-nado comparando los periódicos de Liverpoolde aquella fecha, las actas de la investigaciónrealizada acerca de John Stater, maquinista del

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tren, y los archivos de la compañía de ferroca-rril de Londres y la Costa Occidental, que hansido puestos cortésmente a mi disposición. Re-sumiéndolos, son como siguen:

El día 3 de junio de 1890, un caballero que dijollamarse monsieur Louis Caratal pidió una en-trevista con míster James Bland, superintenden-te de la estación central de dicho ferrocarril enLiverpool. Era un hombre de corta estatura,edad mediana y pelo negro, cargado de espal-das hasta el punto de producir la impresión dealguna deformidad del espinazo. Iba acompa-ñado por un amigo, hombre de aspecto fisicoimpresionante, pero cuyas maneras respetuosasy cuyas atenciones constantes daban a entenderque dependía del otro. Este amigo o acompa-ñante, cuyo nombre no se dio a conocer, era sinduda alguna extranjero y probablemente espa-ñol o sudamericano, a juzgar por lo moreno desu tez. Se observó en él una particularidad. Lle-vaba en la mano izquierda una carpeta negra

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de cuero, de las de los correos, y un escribienteobservador de las oficinas centrales se fijó enque la llevaba sujeta a la muñeca por medio deuna correa. Ninguna importancia se dio enaquel entonces a este hecho, pero los aconteci-mientos que siguieron demostraron que la te-nía. Se hizo pasar a monsieur Caratal hasta eldespacho de míster Bland, quedando esperán-dole fuera su acompañante.

El negocio de monsieur Caratal fue solucionadorápidamente. Aquella tarde había llegado de unpaís de Centroamérica. Ciertos negocios demáxima importancia exigían su presencia enParís sin perder ni un solo momento. Se lehabía ido el expreso de Londres y necesitabaque se le pusiese un tren especial. El dinero notenía importancia, porque era un problema detiempo. Si la Compañía se prestaba a que loganase poniéndole un tren, él aceptaba las con-diciones de la misma.

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Míster Bland tocó el timbre, mandó llamar aldirector de tráfico, míster Potter Hood, y dejóarreglado el asunto en cinco minutos. El trensaldría tres cuartos de hora más tarde. Se re-quería tiempo para asegurarse que la línea es-taba libre. Se engancharon dos coches, con unfurgón detrás para un guarda, a una poderosalocomotora conocida con el nombre de Rochda-le, que tenía el número 247 en el registro de laCompañía. El primer vagón sólo tenía por fina-lidad disminuir las molestias producidas por laoscilación. El segundo, como de costumbre,estaba dividido en cuatro departamentos: undepartamento de primera, otro de primera parafumadores, uno de segunda y otro de segundapara fumadores. El primer departamento, eldelantero, fue reservado a los viajeros. Losotros tres quedaron vacíos. El jefe de tren fueJames McPherson, que llevaba ya varios años alservicio de la Compañía. El fogonero, WilliamSmith, era nuevo en el oficio.

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Al salir del despacho del superintendente,monsicur Caratal fue a reunirse con su acom-pañante y ambos dieron claras señales de lagran impaciencia que tenían por ponerse enmarcha. Pagaron la suma que se les pidió, esdecir, cincuenta libras y cinco chelines, a la tari-fa correspondiente para los trenes especiales decinco chelines por milla y a continuación pidie-ron que se les condujese hasta el vagón, insta-lándose inmediatamente en el mismo, aunquese les aseguró que transcurriría cerca de unahora hasta que la vía estuviese libre. En el des-pacho del que acababa de salir monsieur Cara-tal ocurrió, mientras tanto, una coincidenciaextraña.

El hecho de que en un rico centro comercialalguien solicite un tren especial no es cosa ex-traordinaria; pero que la misma tarde se solici-ten dos de esos trenes ya era cosa poco corrien-te. Eso fue, sin embargo, lo que ocurrió; apenasmíster Bland hubo despachado el asunto del

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primer viajero, cuando se presentó en su des-pacho otro con la misma pretensión. Este se-gundo viajero se llamaba míster Horace Moore,hombre de aspecto militar y porte caballeresco,que alegó una enfermedad grave y repentina desu esposa, que se hallaba en Londres, comorazón absolutamente imperiosa para no perderun instante en ponerse de viaje. Eran tan paten-tes su angustia y su preocupación, que místerBland hizo todo lo posible para complacer susdeseos. No había ni que pensar en un segundotren especial, porque ya el comprometido per-turbaba hasta cierto punto el servicio corrientelocal. Sin embargo, quedaba la alternativa deque míster Moore cargase con una parte de losgastos del tren de monsicur Caratal e hiciese elviaje en el otro departamento vacío de primeraclase, si monsieur Caratal ponía inconvenientesa que lo hiciese en el ocupado por el y por sucompañero. No parecía fácil que pusiese obje-ción alguna a ese arreglo; sin embargo, cuandomíster Potter Hood le hizo esta sugerencia:, se

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negó en redondo a tomarla ni siquiera en con-sideración. El tren era suyo, dijo, e insistiría enutilizarlo para uso exclusivo suyo. Cuando mís-ter Horace Moore se enteró de que no podíahacer otra cosa que esperar al tren ordinarioque sale de Liverpool a las seis, abandonó laestación muy afligido. El tren en que viajaban eldeforme monsieur Caratal y su gigantescoacompañante dio su pitido de salida de la esta-ción de Liverpool a las cuatro y treinta y unminutos exactamente, según el reloj de la esta-ción. La vía estaba en ese momento libre y eltren no había de detenerse hasta Manchester.

Los trenes del ferrocarril de Londres y la CostaOccidental ruedan por líneas pertenecientes aotra Compañía hasta la ciudad de Manchester,a la que el tren especial habría debido llegarantes de las seis. A las seis y cuarto se produjoentre los funcionarios de Liverpool una gransorpresa, que llegó incluso a consternación alrecibo de un telegrama de Manchester, en el

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que se anunciaba que no había llegado todavía.Se preguntó a St. Helens, que se encuentra a untercio de distancia entre ambas ciudades, y con-testaron lo siguiente:

«A James Bland, superintendente, Central L.and W C., Liverpool. -El especial pasó por aquía las 4,52, de acuerdo con su horario. -Dowser,St. Helens.»

Este telegrama se recibió a las 6,40. A las 6,50 serecibió desde Manchester un segundo telegra-ma.

«Sin noticias del especial anunciado por usted.»

Y diez minutos más tarde un tercer telegrama,todavía más desconcertante:

«Suponemos alguna equivocación en horarioindicado para el especial. El tren corto proce-dente de St Helens, que debía seguir al especial,

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acaba de llegar y no sabe nada de este último.Sírvase telegrafiar. -Manchester»

El caso estaba asumiendo un aspecto por de-más asombroso, aunque el último de los tele-gramas aportó en ciertos aspectos un alivio alos directores de Liverpool. Parecía difícil que,si al especial te había ocurrido algún accidente,pudiera pasar el tren corto por la misma líneasin haber advertido nada. Pero ¿qué otra alter-nativa quedaba? ¿Dónde podía encontrarse eltren en cuestión? ¿Lo habían desviado a algúnapartadero, por alguna razón desconocida, parapermitir el paso del tren más lento? Esa expli-cación cabía dentro de lo posible, en el caso deque hubiesen tenido que llevar a cabo la repa-ración de alguna pequeña avería. Se enviaronsendos telegramas a todas las estaciones inter-medias entre St. Helens y Manchester, y tantoel superintendente como el director de tráficopermanecieron junto al transmisor, presas de lamáxima expectación, en espera de que fuesen

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llegando las contestaciones que habían de in-formarles con exactitud de lo que te había ocu-rrido al tren desaparecido. Las contestacionesfueron llegando en el mismo orden de las pre-guntas, es decir, en el de las estaciones que ve-nían a continuación de la de St. Helens.

Especial pasó por aquí a las 5. -Collins Green.»

Especial pasó por aquí 5,5. -Earlestown.»

Especial pasó por aquí 5,15. -Newton.»

«Especial pasó por aquí 5,20. -Kenyon-Empalme.»

«Ningún especial pasó por aquí. -Barton Moss.»

Los dos funcionarios se miraron atónitos.

-No me ha ocurrido cosa igual en mis treintaaños de servicio -dijo míster Bland.

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-Es algo absolutamente sin precedentes e inex-plicable, señor. Algo le ha ocurrido al especialentre Kenyon-Empalme y Barton Moss.

-Sin embargo, si la memoria no me falla, noexiste apartadero entre ambas estaciones. Elespecial se ha fugado de los raíles.

-Pero ¿cómo es posible que el tren ordinario delas cuatro cincuenta haya pasado por la mismalínea sin verlo?

-No queda otra alternativa, míster Hood. Tienepor fuerza que haber descarrilado. Quizá eltren corto haya observado algo que arroje algu-na luz en el problema. Telegrafiaremos a Man-chester pidiendo mayores informes, y a Ken-yon-Empalme le daremos instrucciones de quesalgan inmediatamente a revisar la vía hastaBarton Moss.

La respuesta de Manchester no se hizo esperar:

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«Sin noticias del especial desaparecido. Maqui-nista y jefe del tren corto afirman de maneraterminante que ningún descarrilamiento haocurrido entre Kenyon-Empalmc y BartonMoss. La vía, completamente libre, sin ningúndetalle fuera de lo corriente. -Manchester»

-Habrá que despedir a ese maquinista y a esejefe de tren -dijo, ceñudo, míster Bland-. Haocurrido un descarrilamiento y ni siquiera sehan fijado. No cabe duda de que el especial sesalió de los raíles sin estropear la vía, aunqueeso es superior a mis entendederas. Pero notiene más remedio que haber ocurrido así y yaverá usted cómo no tardamos en recibir tele-grama de Kenyon o de Barton Moss anuncián-donos que han encontrado al especial en elfondo de un barranco.

Pero la profecía de míster Bland no estaba lla-mada a cumplirse. Transcurrió media hora yllegó, por fin, el siguiente mensaje enviado porel jefe de estación de Kenyon-Empalme:

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«Sin ningún rastro del especial desaparecido.Con seguridad absoluta que pasó por aquí yque no llegó a Barton Moss. Desenganchamosmáquina de tren mercancías y yo mismo herecorrido la línea, que está completamente li-bre, sin señal alguna de que haya ocurrido ac-cidente.»

Míster Bland se tiró de los cabellos, lleno deperplejidad, y exclamó:

-¡Esto raya con la locura, Hood! ¿Es que puedeen Inglaterra esfumarse un tren en el aire a ple-na luz del día? Esto es absurdo. Locomotora,tender, dos coches, un furgón, cinco personas....y todo desaparecido en la vía despejada de unferrocarril. Si no recibimos alguna noticia con-creta, iré yo personalmente a recorrer la líneadentro de una hora, en compañía del inspectorCollins.

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Al fin ocurrió algo concreto, que tomó la formade otro telegrama procedente de Kenyon-Empalme:

«Lamento informar que cadáver de John Slater,maquinista tren especial, acaba de ser encon-trado entre matorral aliagas a dos millas y cuar-to de este empalme. Cayó de locomotora, rodóbarranco abajo y fue a parar entre arbustos.Parece muerte debida a heridas en la cabezaque prodújose al caer. Examinado cuidadosa-mente terreno alrededores, sin encontrar rastrode tren desaparecido.»

He dicho ya que el país se encontraba en elhervor de una crisis política, contribuyendotodavía más a desviar la atención del públicolas noticias sobre sucesos importantes y sensa-cionales que ocurrían en París, donde un es-cándalo colosal amenazaba con derribar al Go-bierno y desacreditar a muchos de los dirigen-tes de Francia. Esta clase de noticias llenabanlas páginas de los periódicos y la extraña des-

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aparición del tren despertó una atención muchomenor que la que se le habría dedicado en mo-mentos de mayor tranquilidad. Además, el su-ceso presentaba un aspecto grotesco, que con-tribuyó a quitarle importancia: los periódicosdesconfiaban de la realidad de los hechos talcomo venían relatados. Más de uno de los dia-rios londinenses trató el asunto de ingeniosanoticia falsa, hasta que la investigación del juezacerca de la muerte del desdichado maquinista(investigación que no descubrió nada impor-tante) convenció a todos de que era un inciden-te trágico.

Mister Bland, acompañado del inspector Co-llins, decano de los detectives al servicio de laCompañía, marchó aquella misma tarde a Ken-yon-Empalme. Dedicaron todo el siguiente díaa investigaciones que obtuvieron sólo un resul-tado totalmente negativo. No sólo no existíarastro del tren desaparecido, sino que resultabaimposible formular una hipótesis que pudiera

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explicar lo ocurrido. Por otro lado, el informeoficial del inspector Collins (que tengo ante misojos en el momento de escribir estas líneas) sir-vió para demostrar que las posibilidades eranmucho más numerosas de lo que habría podidoesperarse. Decía el informe:

«En el trecho de vía comprendido entre estasdos estaciones, la región está llena de fundicio-nes de hierro y de explotaciones de carbón.Algunas de éstas se hallan en funcionamiento,pero otras han sido abandonadas. No menos deuna docena cuentan con líneas de vía estrecha,por las que circulan vagonetas hasta la líneaprincipal. Desde luego, hay que descartarías.Sin embargo, existen otras siete que disponen, oque han dispuesto, de líneas propias que lleganhasta la principal y enlazan con ésta, lo que lespermite transportar los productos desde la bo-camina hasta los grandes centros de distribu-ción. Todas esas líneas tienen sólo algunas mi-llas de longitud. De las siete, cuatro pertenecen

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a explotaciones carboníferas abandonadas o,por lo menos, a pozos de mina que ya no seexplotan. Son las de Redgaundet, Hero, Sloughof Despond y Heartscase, mina esta última queera hace diez años una de las más importantesdel Lancashire. Es posible también eliminar denuestra investigación estas cuatro líneas, pues-to que sus vías han sido levantadas en el trechoinmediato a la via principal, para evitar acci-dentes, de modo que en realidad no tienen yaconexión con ella. Quedan otras tres líneas late-rales, que son las que conducen a los siguienteslugares:

»a) A las fundiciones de Carnstock;

»b) A la explotación carbonífera de Big Ben;

»c) A la explotación carbonífera de Perseveran-ce.

»La de Big Ben es una vía que no tiene más deun cuarto de milla de trayecto y que muere en

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un gran depósito de carbón que espera ser reti-rado de la bocamina. Allí nadie había visto nioído hablar de ningún tren especial. La línea delas fundiciones de hierro de Camstock estuvo,durante el día 3 de junio, bloqueada por 16 va-gones cargados de hematites. Se trata de unavía única y nada pudo pasar por ella. En cuantoa la línea de la Perseverance, se trata de unadoble vía por la que tiene lugar un tráfico im-portante, debido a que la producción de la mi-na es muy grande. Ese tráfico se llevó a cabodurante el día 3 de junio como de costumbre;centenares de hombres, entre los que hay queincluir una cuadrilla de peones del ferrocarril,trabajaron a lo largo de las dos millas y cuartodel trayecto de esa línea y es inconcebible queun tren inesperado haya podido pasar por ellasin llamar la atención de todos. Para terminar,se puede hacer constar el detalle de que esta víaramificada se encuentra más próxima a St.Helens que el lugar en que fue hallado el cadá-ver del maquinista, por lo que existen toda cla-

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se de razones para creer que el tren había deja-do atrás ese lugar antes que le ocurriese ningúnaccidente.

»Por lo que se refiere a John Slater, ningunapista se puede sacar del aspecto ni de las heri-das que presenta su cadáver. Lo único que po-demos afirmar, con los datos que poseemos, esque halló la muerte al caer de su máquina,aunque no nos creemos autorizados para emitiruna opinión acerca del motivo de su caída ni delo que le ocurrió a su máquina con posteriori-dad.»

En conclusión, el inspector presentaba la dimi-sión de su cargo, pues se encontraba muy irri-tado por la acusación de incompetencia que sele hacía en los periódicos londinenses.

Transcurrió un mes, durante el cual tanto lapolicía como la Compañía ferroviaria prosi-guieron en sus investigaciones sin el más pe-queño éxito. Se ofreció una recompensa y se

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prometió el perdón en caso de no tratarse de uncrimen; pero nadie aspiró a una cosa ni a otra.Los lectores de los periódicos abrían éstos di-ariamente con la seguridad de que estaría porfin aclarado aquel enigma tan grotesco; perofueron pasando las semanas y la solución se-guía tan lejana como siempre. En la zona máspoblada de Inglaterra, en pleno día y en unatarde del mes de junio había desaparecido consus ocupantes un tren, lo mismo que si algúnmago poseedor de una química sutil lo hubiesevolatilizado y convertido en gas. Desde luego,entre las distintas hipótesis que aparecieron enlos periódicos, hubo algunas que afirmaban enserio la intervención de potencias sobrenatura-les o, por lo menos, preternaturales y que eldeforme monsieur Caratal era en realidad unapersona a la que se conoce mejor con otro nom-bre menos fino. Otros atribuían el maleficio asu moreno acompañante, aunque nadie eracapaz de formular en frases claras de qué re-curso se había valido.

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Entre las muchas sugerencias publicadas pordistintos periódicos o por individuos particula-res, hubo una o dos que ofrecían la suficienteposibilidad para atraer la atención de los lecto-res. Una de ellas, la aparecida en The Tímes,con la firma de un aficionado a la lógica quepor aquel entonces gozaba de cierta fama,abordaba el problema de una manera analíticay semicientífica. Será suficiente dar aquí unextracto; pero los curiosos pueden leer la cartaentera en el número correspondiente al día 3 dejulio. Venía a decir:

. «Uno de los principios elementales del arte derazonar es que, una vez que se haya eliminadolo imposible, la verdad tiene que encerrarse enel residuo, por improbable que parezca. Es cier-to que el tren salió de Kenyon-Empalme. Escierto que no llegó a Barton Moss. Es sumamen-te improbable, pero cabe dentro de lo posible,que el tren haya sido desviado por una de lassiete vías laterales existentes. Es evidentemente

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imposible que un tren circule por un trecho devía sin raíles; por consiguiente, podemos redu-cir los casos improbables a las tres vías en acti-vidad, es decir, la de las fundiciones de hierroCamstock la de Big Ben y la de Perseverance.¿Existe alguna sociedad secreta de mineros decarbón, alguna Camorra inglesa, capaz de des-truir el tren y a sus viajeros? Es improbable,pero no imposible. Confieso que soy incapaz deapuntar ninguna otra solución. Yo aconsejaría,desde luego, a la Compañía que concentrasetodas sus energías en estudiar esas tres líneas ya los trabajadores del lugar en que estas termi-nan. Quizá el examen de las casas de préstamosdel distrito sacase a la luz algunos hechos signi-ficativos.»

Tal sugerencia despertó considerable interéspor proceder de una reconocida autoridad enesa clase de asuntos y levantó también una fu-riosa oposición de los que la calificaban de libe-lo absurdo en perjuicio de una categoría de

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hombres honrados y dignos. La única respuestaque se dio a estas censuras fue un reto a quie-nes las formulaban para que expusiesen ellospúblicamente otra hipótesis más verosímil. Estoprovocó efectivamente otras dos, que aparecie-ron en los números del Times correspondientesa los días 7 y 9 de julio. Apuntaba la primera deellas la idea de que quizá el tren hubiese desca-rrilado y se hubiese hundido en el canal deLancashire y Staffordshire, que corre paralelo alferrocarril en un trecho de algunos centenaresde yardas. Esta sugerencia quedó desacreditadaal publicarse la profundidad que tiene el canal,que no podía, ni mucho menos, ocultar un obje-to de semejante volumen. El segundo corres-ponsal llamaba la atención sobre la cartera queconstituía el único equipaje que los viajerosllevaban consigo, apuntando la idea de la posi-bilidad de que llevasen oculto en su interioralgún nuevo explosivo de una fuerza inmensay pulverizadora. Pero el absurdo evidente desuponer que todo el tren hubiera podido que-

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dar pulverizado y la vía del ferrocarril nohubiese sufrido el menor daño, colocaba seme-jante hipótesis en el terreno de las burlas. Enesa situación sin salida encontrábanse las inves-tigaciones, cuando ocurrió un incidente nuevoy completamente inesperado.

El hecho es, nada más y nada menos, que haber,recibido la señora de McPherson una carta desu marido, James McPherson, el mismo que ibade jefe de tren en el especial desaparecido. Lacarta, con la fecha de 5 de julio de 1890, habíasido puesta en el correo de Nueva York y llegóa destino el 14 del mismo mes. Expresáronsedudas acerca de su autenticidad, pero la señoraMcPherson afirmó terminantemente la de laletra; además, el venir con ella la cantidad decien dólares en billetes de cinco dólares bastabapara descartar la idea de que no se tratase deuna añagaza. El remitente no daba direcciónalguna y la carta era como sigue:

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«Mi querida esposa: Lo he meditado muchísi-mo y me resulta insoportable el renunciar a ti.Y también a Elisita. Por más que lucho contraesa idea, no puedo apartarla de mi cabeza. Teenvío dinero, que podrás cambiarlo por veintelibras inglesas, que serán suficientes para quetú y Elisita crucéis el Atlántico. Los barcos deHamburgo que hacen escala en Southamptonson muy buenos y más baratos que los de Li-verpool. Si vosotras vinieseis y os alojaseis en laJohnston House, yo procuraría avisaros de quémanera podríamos rcunirnos, pero de momen-to me encuentro con grandes dificultades y soypoco feliz, porque me resulta duro renunciar avosotras dos. Nada más, pues, por el momento,de tu amante esposo,

James McPhcrson.»

Se calculó durante algún tiempo con muchaseguridad que esta carta conduciría al esclare-cimiento total del caso, sobre todo porque seconsiguió el dato de que en el buque de pasaje-

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ros Vistula, propiedad de la Hamburg y NewYork, que había zarpado el día 7 de junio, figu-raba como pasajero un hombre de gran pareci-do fisico con el jefe de tren desaparecido. Laseñora McPherson y su hermana, Elisita Dol-ton, embarcaron para Nueva York según lasinstrucciones que se les daban y permanecieronalojadas durante tres semanas en la JohnstonHouse, sin recibir noticia alguna del desapare-cido. Es probable que ciertos comentarios ín-discretos aparecidos en la prensa advirtiesen aéste que la policía las empleaba como cebo. Seacomo sea, lo cierto es que nadie les escribió nise acercó a ellas y que las mujeres acabaron porregresar a Liverpool.

Así quedaron las cosas, sin nueva alteraciónhasta el año actual de 1898. Por increíble queparezca, durante los últimos ocho años nada hatrascendido que arrojase la más pequeña luzsobre la extraordinaria desaparición del trenespecial en el que viajaban monsieur Caratal y

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su acompañante. Las minuciosas investigacio-nes que se realizaron acerca de los antecedentesde los dos viajeros pudieron únicamente dejarcomprobado el hecho de que monsicur Caratalera muy conocido en Arnérica Central comofinanciero y agente político y que en el trans-curso de su viaje a Europa exteriorizó una an-siedad extraordinaria por llegar a París. Suacompañante, que figuraba en el registro depasajeros con el nombre de Eduardo Gómez,era hombre que tenía una historia de personajeviolento, con fama de bravucón y peleador. Sinembargo, existían pruebas de que servía conhonradez y abnegación los intereses de monsi-cur Caratal y de que este último, hombre decuerpo desmedrado, se servía de el como guar-dián y protector. Puede agregarse a esto que deParís llegaron informes acerca de las finalida-des que monsicur Caratal perseguía probable-mente en su precipitado viaje.

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En el anterior relato están comprendidos todoslos hechos que se conocían sobre este caso hastaque los diarios de Marsella publicaron la re-ciente confesión de Herbert de Lernac, que seencuentra actualmente en la cárcel, condenadocon sentencia de muerte por el asesinato de uncomerciante de apellido Bonvalot. He aquí latraducción literal del documento:

«No doy a la publicidad esta información porsimple orgullo o jactancia; si quisiera darme esegusto, Podría relatar una docena de hazañasmías más o menos espléndidas. Lo hago conobjeto de que ciertos caballeros de París se denpor enterados de que yo, que puedo dar noti-cias de la muerte de monsicur Caratal, estoytambién en condiciones de decir en beneficio ya petición de quién se llevó a cabo ese hecho, amenos que el indulto que estoy esperando mellegue muy rápidamente. ¡Mediten, señores,antes de que sea demasiado tarde! Ya conocenustedes a Herbert de Lemac y les consta que es

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tan presto para la acción como para la palabra.Apresúrense, porque de lo contrario están per-didos.

No citaré nombres por el momento. ¡Qué es-cándalo si yo los diese a conocer! Me limitaré aexponer con que habilidad llevé a cabo la haza-ña. En aquel entonces fui leal a quienes se sir-vieron de mí y no dudo de que también ellos loserán conmigo ahora. Lo espero y, hasta que nome convenza de que me han traicionado, mereservaré esos nombres, que producirían unaconmoción en Europa. Pero cuando llegue esedía... Bien, no digo más.

Para no andar con rodeos diré que el año 1890hubo en París un célebre proceso relacionadocon un monstruoso escándalo de políticos yfinancieros. Hasta dónde llegaba la monstruo-sidad del escándalo únicamente lo supimosciertos agentes confidenciales como yo. Estabanen juego la honra y la carrera de muchos de loshombres más destacados de Francia. Mis lecto-

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res habrán visto sin duda un grupo de nuevebolos en pie, todos muy rígidos y muy firmes.De pronto llega rodando la bola desde lejos, y aéste le doy y a éste también, pop, pop, pop, losnueve bolos ruedan por el suelo. Pues bien:represéntense a algunos de los hombres másdestacados de Francia como a estos bolos, queven llegar desde lejos a este monsieur Caratal,que hacía de bola. Si se le permitía llegar a Pa-rís, todos ellos -pop, pop, pop- rodarían por elsuelo. Se decidió que no llegase.

No los acuso de tener clara conciencia de lo queiba a ocurrir. Ya he dicho que estaban en juegograndes intereses financieros y políticos. Seformó un sindicato para poner en marcha laempresa. Hubo algunos de los que se suscribie-ron al sindicato que no llegaron a comprendercuál era su finalidad. Otros sí que tenían unaidea clara de la misma y pueden estar segurosde que yo no me he olvidado de sus nombres.Mucho antes de que monsieur Caratal embar-

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case en América, tuvieron ellos noticia de suviaje y supieron que las pruebas que traía conel equivalían a la ruina de todos ellos. El sindi-cato disponía de una suma ¡limitada de dinero;una suma ¡limitada, en toda la extensión de lapalabra. Buscaron un agente capaz de manejarcon seguridad aquella fuerza gigantesca. Elhombre elegido tenía que ser fértil en recursos,decidido y adaptable; es decir, de los que seencuentran uno entre un millón. Se decidieronpor Herbert de Lemac y reconozco que acerta-ron.

Quedó a mi cargo elegir mis subordinados,manejar sin trabas de ninguna clase la fuerzaque proporciona el dinero y asegurarme de quemonsieur Caratal no llegase jamás a París. Mepuse a la tarea que se me había encomendadocon la energía que me es característica antes deque transcurriese una hora de recibir las ins-trucciones que se me dieron, y las medidas que

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tomé fueron las mejores que era posible idearpara conseguir el objetivo.

»Envié inmediatamente a Sudamérica a unhombre de mi absoluta confianza para quehiciese el viaje a Europa junto con monsieurCaratal. Si ese hombre hubiese llegado a tiempoa su destino, el barco en que este señor navega-ba no habría llegado jamás a Liverpool. Pordesgracia, había zarpado antes de que mi agen-te pudiera alcanzarlo. Flete un pequeño bergan-tín armado para cortar el paso al buque; perotampoco me acompañó la suerte. Sin embargo,yo, como todos los grandes organizadores, ad-mitía la posibilidad del fracaso y preparaba unaserie de alternativas con la seguridad de quealguna de ellas tendría éxito. Nadie calcule lasdificultades de mi empresa por debajo de loque realmente eran, ni piense que en este casoera suficiente recurrir a un vulgar asesinato. Nosólo era preciso destruir a monsicur Caratal;había que hacer desaparecer también sus do-

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cumentos y a sus acompañantes, si teníamosrazones para creer que había comunicado aéstos sus secretos. Téngase además presenteque ellos vivían alerta, sospechando vivamentelo que se les preparaba. Era una empresa dignade mí desde todo punto de vista, porque yoalcanzo la plenitud de mis facultades cuando setrata de empresas ante las cuales otros retroce-derían asustados.

»Todo estaba preparado en Liverpool para larecepción que había de hacerse a monsicur Ca-ratal, y mi ansiedad era todavía mayor porquetenía razones para creer que ese hombre habíatomado medidas para disponer de una guardiaconsiderable desde el momento en que llegase aLondres. Todo había de hacerse, pues, entre elmomento en que él pusiese el pie en el muellede Liverpool y el de su llegada a la estaciónterminal en Londres del ferrocarril de Londresy la Costa Occidental. Preparamos seis proyec-tos, cada uno más complicado que el anterior;

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de las andanzas del viajero dependería cuál deesos proyectos pondríamos por obra. Lo tenía-mos todo dispuesto, hiciese lo que hiciese. Lomismo si viajaba en un tren ordinario, que sitomaba un expreso o contrataba un tren espe-cial, le saldríamos al paso. Todo estaba previstoy a punto.

»Ya se supondrá que me era imposible realizar-lo todo personalmente. ¿Qué sabía yo de laslíneas inglesas de ferrocarriles? Pero con dineroes posible procurarse agentes activos en todo elmundo y encontré muy pronto a uno de loscerebros más agudos de Inglaterra, que se pusoa mi servicio. No quiero citar nombres, perosería injusto que yo me atribuyese todo el méri-to. Mi aliado inglés era digno de la alianza queestablecí con ¿l. Conocía a fondo la línea delferrocarril en cuestión y tenía bajo su mando auna cuadrilla de trabajadores inteligentes y enlos que podía confiar. La idea fue suya y yosólo tuve que contribuir en algunos detalles.

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Compramos a varios funcionarios del ferroca-rril, siendo James McPherson el más importantede todos, porque nos cercioramos de que, tra-tándose de trenes especiales, era casi seguroque actuase de jefe de tren. También Smith, elfogonero, estaba a nuestras órdenes. Se tanteóasimismo a John Slater, maquinista; pero resul-tó hombre demasiado terco y peligroso, por loque prescindimos de él. No teníamos una certi-dumbre absoluta de que monsicur Caratal con-tratase un tren especial, pero nos pareció muyprobable que lo hiciese, porque era cosa de lamáxima importancia para él llegar cuanto antesa París. Realizamos, pues, preparativos especia-les para hacer frente a esa eventualidad. Esospreparativos estaban a punto hasta en sus me-nores detalles mucho antes de que el vapordiese vista a las costas de Inglaterra. Quizá di-vierta al que lea esto saber que uno de misagentes iba embarcado en la lancha del pilotoque guió al vapor hasta el lugar en que teníaque anclar.

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»Desde el instante de la llegada de Caratal aLiverpool, supimos que recelaba peligro y esta-ba sobre aviso. Traía de escolta a un individuopeligroso, de apellido Gómez, que iba bien ar-mado y dispuesto a servirse de sus armas. Esteindividuo llevaba encima los documentos con-fidenciales de Caratal y estaba preparado paraprotegerlos igual que a su amo. Existía, pues, laprobabilidad de que Caratal se hubiese confia-do a Gómez, y sería perder energías acabar conel primero dejando con vida al segundo. Forzo-samente tenía que ser idéntico su final, y nues-tros proyectos a ese respecto se vieron favore-cidos por la solicitud que hicieron de un trenespecial. Está claro que en ese tren especial dosde los tres empleados de la Compañía estabanal servicio nuestro y que la suma que les paga-mos por ello iba a permitirles gozar de inde-pendencia durante el resto de su vida. Yo nollegaré hasta el punto de afirmar que los ingle-ses son más honrados que los naturales de

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cualquier otro país, pero sí afirmo que su preciode venta me ha resultado siempre más caro.

»He hablado ya de mi -agente inglés. Es unhombre a quien espera un gran porvenir, a me-nos que algún mal de garganta se lo lleve antesde tiempo. A su cargo corrieron todas las me-didas que hubo de tomar en Liverpool, mien-tras que yo me situé en el mesón del Empalmede Kenyon, donde aguard¿ un despacho cifra-do para entrar en acción. Cuando todo estuvodispuesto para el tren especial, mi agente metelegrafió en el acto, advirtiéndome que debíatenerlo todo preparado inmediatamente. El, porsu parte, solicitó, con el nombre y apellido deHorace Moore, otro tren especial, confiando enque le enviarían en el mismo en que viajaríamonsicur Caratal. Su presencia en el tren po-dría sernos útil en determinadas circunstancias.Si, por ejemplo, nos fallaba nuestro golpemáximo, mi agente cuidaría de matarlos a losdos a tiros y de destruir los documentos; pero

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Caratal estaba sobre aviso y se negó a que via-jase en su tren ninguna otra persona. Entoncesmi agente se retiró de la estación, volvió a pene-trar en ella por la otra puerta y se metió en elfurgón por el lado contrario al del andén. Viajó,pues, con el jefe de tren McPherson.

»Voy a satisfacer el interés del lector poniéndo-le al corriente de lo que yo tenia tramado. Todohabía sido preparado con varios días de antela-ción, a falta sólo de los últimos retoques. Lalínea de desviación que habíamos elegido habíaestado anteriormente conectada con la vía prin-cipal- pero esa conexión estaba ya cortada. Noteníamos que hacer, para volver a conectarla,sino colocar unos pocos raíles. Estos habíansido colocados con todo el sigilo posible parano llamar la atención y sólo quedaba completarla unión con la vía principal, disponiendo lasagujas tal y como habían estado en otro tiempo.Las traviesas no habían sido quitadas y los raí-les, bridas y remaches estaban preparados, por-

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que nos habíamos apoderado de ellos en unapartadero que había en el trecho abandonadode la línea. Valiéndome de mi cuadrilla de tra-bajadores, cortos en número, pero competentes,lo tuvimos todo preparado mucho antes de quellegase el tren especial. Cuando éste llegó, sedesvió hacia la línea lateral tan suavemente,que los dos viajeros no advirtieron, por lo visto,en modo alguno el traqueteo de los ejes en lasagujas.

»Nuestro proyecto era que Smith, el fogonero,cloroformizase a John Slater, el maquinista, afin de que éste desapareciese con los demás. Eneste punto, y sólo en este punto, fallaron nues-tros proyectos, porque dejo de lado la estupi-dez criminal de McPherson escribiendo a sumujer. Nuestro fogonero se manejó en su papelcon tal torpeza, que Slater cayó de la locomoto-ra en sus forcejeos. Aunque la suerte nos acom-pañó y ese hombre se desnucó al caer, no poreso deja de constituir un borrón en lo que de

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otro modo habría sido una obra de absolutamaestría, de las que es preciso contemplar concallada admiración. El técnico en crímenes des-cubrirá en John Slater la única grieta de todasnuestras admirables combinaciones. Quien co-mo yo lleva obtenidos tantos éxitos, puedepermitirse ser sincero y por esa razón señalocon el dedo a John Slater y afirmo que fue elúnico fallo.

»Pero ya tenemos a nuestro tren especial dentrode la línea de dos kilómetros o, más bien, deuna milla de longitud, que conduce, o más bienque solía conducir, a la mina abandonada deHeartsease, que había sido una de las minas decarbón más importantes de Inglaterra. Se mepreguntará cómo pudo ocurrir que nadie viesecircular el tren por la línea abandonada y con-testo que esa línea corre en todo su trayecto poruna profunda trinchera. Nadie que no estuvieseen el borde de esa trinchera podía verlo. Pero

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alguien estaba allí. Quien estaba era yo mismoy ahora diré lo que vi.

»Mi ayudante se había quedado junto a las agu-jas para dirigir la maniobra de desviación deltren. Le acompañaban cuatro hombres arma-dos. Si el tren hubiese descarrilado, cosa quenos pareció probable porque las agujas estabanmuy oxidadas, tendríamos todavía medios aque recurrir Una vez que mi ayudante vio queel tren se había desviado sin dificultad por lalínea lateral, dejó a mi cargo la responsabilidad.Yo estaba esperando en un lugar desde el quese distinguía la boca de la mina y estaba arma-do, lo mismo que mis dos acompañantes. Deahí se verá que yo estaba siempre dispuestopara cualquier contingencia.

»Cuando el tren se hubo metido bastante por lalínea lateral, el fogonero Smith amenguó la ve-locidad de la locomotora y luego volvió a po-nerla en la velocidad máxima- pero el, McPher-son y mi lugarteniente inglés saltaron a tierra

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antes de que fuese demasiado tarde. Quizá eseretardamiento del tren fue lo que primero lla-mó la atención de los viajeros, aunque, paracuando se asomaron a la ventanilla, ya el trenavanzaba de nuevo a toda velocidad. Al pensaren el desconcierto que debieron sentir, no pue-do menos de sonreírme. Imagínese el lectorcuáles serían sus propias sensaciones si, al sacarla cabeza por la ventanilla del lujoso coche,advirtiese de pronto que el tren corría por unavía oxidada y carcomida, de un color encarna-do y amarillento por la falta de uso y por elabandono. ¡Que vuelco les debió dar el corazóncuando se dieron cuenta, con la rapidez delrelámpago, de que al final de aquella vía sinies-tra de ferrocarril no se encontraba Manchester,sino la muerte! Pero ya el tren corría a una ve-locidad increíble, saltando y balanceándosesobre las vías podridas, en tanto que las ruedaschirriaban de manera espantosa sobre la super-ficie de los rieles. Pasaron a muy poca distanciade mí y pude ver sus rostros. Caratal rezaba,

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según me pareció, o al menos tenía colgado dela mano algo parecido a un rosario. El otrobramaba como un toro bravo que ha tomado elhusmillo de la sangre del matadero. Nos vio enlo alto del talud y nos hizo señas lo mismo queun loco. En seguida dio un tirón a su muñeca yarrojó por la ventana hacia nosotros su carterade documentos. Estaba claro lo que quería de-cimos. Aquellas eran las pruebas acusadoras y,si les perdonábamos la vida, ellos prometían nohablar jamás. Nos habría causado gran placer elpoder hacerlo, pero el negocio es el negocio.Además, el tren estaba ya tan fuera de nuestrocontrol como del suyo.

»Aquel hombre cesó en sus alaridos cuando eltren dobló entre retumbos la curva y se presen-tó ante ellos, con sus fauces abiertas, la negraboca de la mina. Nosotros habíamos quitado lastablas que la cerraban, dejando desembarazadala entrada. En los tiempos en que la mina traba-jaba, los rieles de la vía llegaban hasta muy

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cerca del montacargas, para mayor comodidaden el manejo del carbón, sólo tuvimos, pues,que agregar dos o tres rieles para que alcanza-sen hasta el borde mismo del pozo de mina. Enrealidad, como la longitud de los carriles nocoincidía exactamente, la línea sobresalía unostres pies de los bordes del pozo. Vimos asoma-das a la ventana dos cabezas: la de Caratal de-bajo y la de Gómez encima; pero tanto el unocomo el otro habían quedado mudos ante loque vieron. Y, sin embargo, no podían retirarsus cabezas. Parecía que el espectáculo loshabía paralizado.

»Yo me había preguntado cómo el tren, a todavelocidad, caería en el pozo hacia el que lohabía dirigido, y sentía vivo interés por con-templar el espectáculo. Uno de mis colaborado-res opinaba que daría un verdadero salto sa-liendo por el otro lado, y la verdad es que estu-vo a punto de ocurrir eso. Sin embargo, porsuerte nuestra, no llegó a salvar todo el hueco y

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los parachoques de la locomotora golpearon elborde contrario del pozo con un estrépito es-pantoso. La chimenea de la locomotora volópor los aires. El ténder, los coches y el furgónquedaron destrozados y aplastados, formandoun revoltijo que, junto con los restos de la má-quina, cegó por un instante la boca del pozo.Pero en seguida cedió alguna cosa en el centrodel montón y toda la masa de hierros, carbónhumeante, aplicaciones de metal, ruedas, obrade madera y tapicería se hundió con estrépito,como una masa informe, dentro de la mina.Escuchamos una sucesión de traqueteos, ruidosy golpes, producidos por el choque de todosaquellos restos contra las paredes del pozo; y alcabo de un rato largo nos llegó un estruendoatronador. El tren había tocado fondo. Debió deestallar la caldera, porque después de aquelestruendo se produjo un estampido seco y su-bió desde las profundidades, hasta salir al exte-rior formando torbellinos, una espesa nube devapor y de humo, que luego cayó sobre noso-

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tros como un chaparrón de lluvia. El vapor sedeshilachó luego, formando nubecíllas que sefueron esfumando poco a poco bajo los rayosdel sol, y volvió a reinar un silencio absolutodentro de la mina de Heartscase.

»Una vez realizados con tanto éxito nuestrosproyectos, sólo nos quedaba ya retiramos sindejar rastro Nuestra pequeña cuadrilla de tra-bajadores que había quedado en la cabecera dela línea, había levantado ya los raíles y desco-nectado aquélla, dejándolo todo corno habíaestado antes. No menos activamente trabajá-barnos nosotros en la mina. Arrojamos la chi-menea y otros fragmentos dentro del pozo, cu-brimos la boca de éste con las tablas, tal y comoestaba siempre, y levantarnos los carriles quellegaban hasta el pozo, retirándolos de aquellugar. Después, sin precipitaciones, pero sindemoras innecesarias, salimos del país. La ma-yoría marchamos a la capital de Francia, micolega inglés se dirigió a Manchester y McPher-

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son se embarcó en Southampton, emigrando aNorteamérica. Léanse los periódicos ingleses deaquellas fechas y se verá con qué perfecciónrealizamos nuestro trabajo y de qué manerahicimos perder por completo nuestra pista asus finos sabuesos.

»Se recordará que Gómez tiró por la ventana sucartera, y no hará falta que diga que yo meapoderé de ella y la entregué a quienes mehabían encomendado el trabajo. Quizá interesehoy a esos patronos míos saber que extraje de lacartera un par de documentos sin importanciacomo recuerdo de la hazaña. No tengo deseosde publicarlos; pero, sin embargo, en estemundo cada cual mira por sí. ¿Qué me queda,pues, por hacer si mis amigos no acuden en miayuda cuando yo los necesito? Caballeros,crean ustedes que Herbert de Lernac es tanextraordinario de enemigo como lo fue de ami-go suyo y que no es hombre que se deje llevar ala guillotina sin antes hacer que todos y cada

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uno de ustedes se vean en camino hacia el pre-sidio de Nueva Caledonia.

Dense prisa, en interés de ustedes mismos,monsieur de , general y barón(pongan sus nombres cada uno de ustedes enlos espacios en blanco). Les prometo que en lapróxima edición no quedará ningún espacio enblanco.

»P. D. Al releer mi exposición observo que hepasado por alto un solo detalle, el que se refiereal desdichado McPherson, que tuvo la estupi-dez de escribir a su mujer, citándose con ella enNueva York Cualquiera se imaginará que,cuando unos intereses como los nuestros esta-ban en peligro, no podíamos abandonarlos a lacasualidad de que un hombre como aquel des-cubriese o no a una mujer lo que sabía. No po-díamos tener confianza en McPherson despuésde que este faltó a su juramento escribiendo asu mujer. Tomamos por consiguiente las medi-das necesarias para que no llegara a entrevis-

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tarse con ella. A veces he pensado que seríaamable escribirle a esa mujer y darle la seguri-dad de que no hay impedimento alguno paraque contraiga nuevo matrimonio