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EL TIRANO, EL JUDÍO Y EL IDÓLATRA.
LA HAGIOGRAFÍA DE LOS MÁRTIRES NIÑOS Y SUS MALVADOS VERDUGOS
EN ESPAÑA Y NUEVA ESPAÑA
Antonio Rubial García1
Universidad Nacional Autónoma de México
esde la Baja Edad Media el papel que desempeñaron las mujeres en la vida
espiritual cristiana sufrió un enorme cambio respecto a lo que sucedía en
épocas anteriores. La presencia de la mujer en las cortes feudales, como
inspiradores del amor cortesano, el enorme papel que comenzó a tener la
maternidad de la Virgen María en la religiosidad y la gran cantidad de
damas convertidas a la herejía cátara fueron sólo algunos de los muchos
fenómenos que mostraban un cambio profundo respecto a las mujeres en
la sociedad europea de los siglos XII y XIII. Esta situación comenzó a
transformar la concepción patriarcal de los padres de la Iglesia que veía lo
femenino como instrumento de pecado y derivó en la visión de la mujer
como una intermediaria de los designios divinos y un modelo de virtudes
para todos los ámbitos sociales. La actuación de las místicas y la actividad
difusora de sus confesores (fuertemente influidos por la espiritualidad
franciscana) produjeron también una feminización de la religión que a
partir de entonces quedó marcada por la emotividad.2
Como un aspecto fundamental de ese proceso, el cristianismo occi-
dental desarrolló una dogmática sobre la corporeidad de Cristo como
nunca antes se había visto. La negación que hacían los cátaros de la
creación de la carne como obra de un Dios bueno, forjó la necesidad de
remarcar la santidad del cuerpo y la posibilidad de utilizar éste como un
instrumento de salvación. Por ello se insistió en la presencia real del
1 Profesor e investigador de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Autor de varios libros sobre religiosidad, santidad, órdenes religiosas e iconografía cristiana. Es miembro de número de la Academia Mexi-
cana de la Historia y obtuvo el Premio Universidad Nacional en 2008. 2 Caroline Walter Bynum. “El cuerpo femenino y la práctica religiosa en la Baja Edad Media” en Michel Feher (ed.), Fragmentos para una historia del cuerpo humano, 3 v., Madrid, Taurus, 1990, v. I, pp. 163-225.
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cuerpo y la sangre del Cristo en la Eucaristía y en su ascensión al cielo
con su cuerpo. La humanidad de la segunda persona de la Trinidad, que
había quedado oculta detrás de la visión apocalíptica del Cristo Juez, se
recuperaba, lo que dio una presencia inusitada a los temas de la pasión de
Cristo y, para lo que acá nos interesa, de su infancia reintegrada gracias a
la amplia recepción en Occidente de los evangelios apócrifos. A partir de la
exaltación de la infancia de Jesús y de la maternidad de María, el niño fue
insertado en el ámbito de la salvación (de ahí la aparición del Limbo) y uno
de los medios más idóneos para hacerlo santo fue el sufrimiento en el
martirio. El niño, convertido en otro Cristo, al igual que sucedió con la
espiritualidad femenina, pasaba a formar parte del imaginario cristiano y
se convertía en una estrella más de la religión edulcorada y emotiva que se
gestó en el siglo XII y cuya influencia llega hasta nuestros días.
Así, no es gratuito que paralelamente a la enorme veneración al niño
Jesús, se comenzara a dar el enorme despliegue del culto a los Santos
Inocentes, aquellos niños que fueron decapitados por el rey Herodes en
Belén para eliminar el peligro de ser destronado por el recién nacido rey
salvador. Aunque el tema ya había sido desarrollado por los bizantinos
desde el siglo V a partir de un texto evangélico (Mateo 2, 16-18), no fue
sino hasta los siglos XIII al XVI que recibió una extraordinaria atención por
parte de la iconografía. Su “martirio”, aunque no fue “voluntario”, se
prestaba a representar la violencia con lujo de detalles. Pintores y
escultores mostraron a los niños partidos en dos por la espada de sus
verdugos o estrellados contra los muros, mientras sus madres gritaban y
se mesaban impotentes los cabellos. Algunos autores, como el jerónimo
Pedro de la Vega en 1521, aseguraban que los niños habían tenido por
gracia divina “integridad de entendimiento y uso de libre albedrío para que
pudiesen escoger de su voluntad ser martirizados”. Señala además que
cuando sus madres insistían en ocultarlos, ellos lloraban para ser
descubiertos por sus perseguidores para recibir el martirio. Con ello se
llenaba el requisito fundamental para ser verdadero mártir que era la
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voluntad, además de haber recibido el “bautizo de sangre” con lo que les
fue borrado el pecado original. Por otro lado, los Inocentes eran “figura” de
todos los santos que morirían por Cristo después de ellos y premonición de
que la Iglesia de Dios sería fundada con sangre. Esos niños eran para
Cristo, finalmente, “de los mayores caballeros de su corte soberana”.3
Es muy significativo que también en esa época fueran recuperados
como “varoniles soldados de Cristo” los niños mártires que murieron
durante las persecuciones romanas. En España eran venerados espe-
cialmente los santos Justo y Pastor, dos niños de Ávila decapitados en
tiempos de Diocleciano y cuyo carácter “infantil” no había sido resaltado
sino hasta el Renacimiento como parte de un proceso de “invención” de la
3 Pedro de Vega. Flos Sanctorum. La vida y pasión de Nuestro Señor Jesucristo y las historias de las festividades de su Santísima Madre, con las de los santos apóstoles, mártires y vírgenes según el orden de sus fiestas. 9ª
edición. Sevilla, Fernando Díaz, 1580, 1ª parte, ff. 22r y ss.).
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infancia santa.4 En ese contexto renacentista escribía el clérigo Alonso de
Villegas (1534-1615), quien junto con el jesuita Pedro de Ribadeneyra es el
más autorizado representante español de la hagiografía tridentina. En su
colección de temas didácticos llamada Fructus Sanctorum (1594), Villegas
daba un relato breve del martirio de varios de estos niños: san Vito, san
Martino, san Mamés y san Flocelo. Estos infantes mostraron que ni los
más crueles tormentos los podían apartar de su fidelidad a Cristo. Ni fuego
ni azotes ni calderas de plomo ni fieras pudieron quebrantar su voluntad.
En la retórica de estos martirios, como en el de las mujeres, los tiranos
torturadores quedaban vencidos por la “fortaleza” de seres más frágiles.
Villegas concluía: “Si alguno se viere en semejante trance y dificultad de
padecer, acuérdese de estos ejemplos y afréntese de ser más flaco que los
niños, y piense que es grande cobardía y falta, a lo menos, el no igua-
larles”.5
Villegas incluyó también entre esos niños mártires a otros más con-
temporáneos, aquellos que habían sido muertos por los crueles judíos. El
autor narraba así con morboso detalle el martirio de san Simón de Trieste,
un niño de dos años asesinado en la sinagoga por los judíos Moisés y
Samuel:
Con un cuchillo le circuncidó y, para que no diese voces, le apretó
el cuello con un paño de narices, e hirióle luego en la mejilla
derecha, cortándole un pedazo de carne, y recogían la sangre en
un vaso. Luego, con unas tenazas, uno a uno llegaban y des-
garraban un poco de la viva carne del niño, donde tenía la herida,
hasta que se le hizo una abertura del tamaño de un huevo […]
Luego, el crudelísimo Moisés tomó la pierna derecha del niño, y,
4 Louis Reau, Iconografía del arte cristiano, 5 v., Barcelona, Ediciones del Serbal, 1997, v. IV, p. 222. 5 Alonso de Villegas, Fructus sanctorum y quinta parte de Flos sanctorum, que es libro de exemplos, assi de hombres illustres en sanctidad (1594). Edición realizada por José Aragüés Aldaz. Zaragoza, Universidad de
Zaragoza, 1997. Digit. 2001. http: //parnaseo.uv.es/Lemir/Textos/Flos/Flos.html.
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puesta sobre la suya, le dio otra cuchillada por la parte de detrás,
y con las tenazas le iban también arrancando pedazos de ella.6
La narración terminaba con la crucifixión del niño y con las “agudas
y penetrantes agujas” que herían todo su cuerpo hasta morir “elevando los
ojos al cielo”. La tensión dramática se aumentaba con la narración de la
madre “dando voces por la vecindad” y el cadáver del niño arrojado al río.
Por las fechas en que Villegas redactaba su obra, salía en Roma
(1583) la magna recopilación de vidas de mártires y santos conocida como
Martirologio Romano, ordenada por el papa Gregorio XIII (1572-1585) al
cardenal César Baronius (1538-1607) como un complemento a su reforma
del calendario litúrgico. El Martirologio romano incluyó a san Simón de
Trieste como un mártir con una fiesta propia, el 24 de marzo.
La historia del niño de Trieste era sólo una de las muchas narra-
ciones sobre niños “martirizados” por los judíos que desde el siglo XI se
generaron como complemento del profundo antisemitismo que se difundió
en la sociedad europea a partir de las Cruzadas. El primero de ellos fue
san Guillermo de Norwich, un niño inglés que apareció muerto el Sábado
Santo de 1144 y cuyo asesinato fue atribuido a los judíos de la ciudad. Su
vida y milagros tuvieron gran difusión gracias a Tomás de Monmouth,
quien las describió en 1173. Relatos similares sobre niños martirizados
por los judíos se multiplicaron en toda Europa hasta el siglo XVIII y trajeron
consigo el asesinato de un elevado número de personas victimadas por la
Inquisición o por las poblaciones fanatizadas a causa del antisemitismo.
Por otro lado, el efectismo de tales narraciones era claro, pues en ellas se
contrastaba la inocencia y el candor de las víctimas con la maldad de sus
verdugos. Además, la presencia de una “pasión” que culminaba con la
crucifixión, convertía la muerte de estos niños en un espejo de la de Cristo.
El niño, al igual que la mujer, debía ser insertado en el ámbito de la
salvación, siendo el sufrimiento uno de los medios más idóneos para
6 Ibid., ff. 293r y s.
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hacerlo. Al igual que sucedió con las mujeres, desde el siglo XIII “debilidad”
e “inocencia” se volvieron cualidades exaltadas de todo aquel que pretendía
ser un alter Christus.
España fue un territorio privilegiado para tales narraciones
fantasiosas, siendo una de las leyendas más difundidas en ella la de san
Dominguito del Val, un piadoso
infantito de siete años, cantor de la
catedral de Zaragoza, que en 1250
fue raptado por los “perversos
rabinos”, crucificado y alanceado
para repetir la pasión de Cristo. Su
cabeza y sus manos le fueron
cortadas y arrojadas al río Ebro de
cuyas aguas comenzaron pronto a
surgir luces milagrosas que indi-
caron dónde se encontraban tirados
sus restos, los que fueron paseados
por la ciudad y después depositados
en la iglesia de San Gil. Finalmente
se les trasladó a la catedral de Zaragoza, en dónde todavía se veneran sus
reliquias, a pesar de no haber sido canonizado oficialmente.7
El caso de san Dominguito se difundió extensamente en el ámbito
hispánico, junto con los rumores antisemitas sobre los judíos que “solían
amasar los alimentos de su cena pascual con sangre de niños cristianos”.
Alfonso X se hacía eco de tales rumores en la VII Partida:
Y porque oímos decir que los judíos hicieron y hacen el día
de Viernes Santo remembranza de la pasión de Nuestro
Señor, hurtando los niños y poniéndolos en la cruz, y
7 Diego José Dormer. Dissertación del Martyrio de Santo Domingo de Val, Seyse o Infante de Coro de la Santa Iglesia Metropolitana de Zaragoça, en el Templo del Salvador, y del culto público inmemorial con que es venerado desde que padeció el Martirio. Zaragoza, Imprenta de Francisco Revilla, 1698, pp. 20 y ss.
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haciendo imágenes de cera y crucificándolas, cuando los
niños no pueden haber, mandamos que, si fama fuere de
aquí adelante que en algún lugar de nuestro señorío tal cosa
sea hecha, si se pudiere averiguar, que todos aquellos que
se acercaren en aquel hecho, que sean presos […] y después
que el [rey] supiera la verdad, débelos mandar matar […]
cuantos quiera que sean”.8
En el siglo XV, otros dos casos de “niños mártires” movieron a las
masas a perpetrar crímenes aún más horrendos que los supuestamente
cometidos por los judíos. Desde mediados de la centuria un verdadero
furor alrededor del tema se despertó a raíz del libro (publicado en 1449 por
el fraile converso fray Alonso de la Espina), Fortalitium Fidei. Contra judíos,
sarracenos y otros enemigos de la fe cristiana, en el que aparecían varios
relatos de crucifixiones infantiles cometidas por judíos. En 1468, a raíz del
“asesinato ritual” del santo niño de Sepúlveda, el obispo de Segovia Juan
Arias Dávila (él mismo judío converso), mandó a las llamas a dieciséis
acusados y a otros más a la horca. Los moradores de Sepúlveda, no
satisfechos con tal dictamen, se lanzaron sobre la judería e inmolaron en
sus propias casas a la mayor parte de sus moradores.
Pero el caso más sonado fue sin duda el del santo niño de la
Guardia, supuestamente muerto en Toledo en las mismas circunstancias
que los anteriores. A partir de las actas inquisitoriales del caso sucedido
en 1490, en la actualidad se ha podido reconstruir el proceso en el cual los
detenidos, originalmente sólo acusados de judaizantes, fueron inculpados
durante los interrogatorios de un infanticidio ritual inexistente. Un año
después, en Ávila eran quemadas en la hoguera ocho personas por tal
crimen, condena orquestada por fray Tomás de Torquemada en el contexto
del decreto de expulsión de los judíos, emitido por Isabel la Católica cinco
8 Alfonso X, Antología de textos, Edición Margarita Peña, México, Editorial Porrúa, 1976 (Colección Sepan Cuántos…, 229). Partida VII, título XXIV, ley 2.
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meses después del auto de fe de Ávila. El caso del niño, al que se le llamó
Juan o Cristóbal, alcanzó una gran difusión en los siglos siguientes: en
1583 se publicó la Historia de la muerte y glorioso martirio del santo
inocente que llaman de Laguardia, obra de fray Rodrigo de Yepes, texto que
inspiró a Lope de Vega para una “comedia”. Todavía en el siglo XVIII
aparecieron otras dos hagiografías sobre el santo niño y a principios del
siglo XIX el papa Pío VII autorizó oficialmente el culto a san Cristóbal para
la diócesis de Toledo. Desde el siglo XVI hasta nuestros días ha sido
constante la fuerte devoción a este “santito” en Castilla, además de existir
una abundante cantidad de sus imágenes y de narraciones de sus
supuestos “milagros”.9
Con el uso del recurso de la amplificación retórica, el hagiógrafo
daba a las narraciones de martirios un nuevo sentido. Mostrar sus
9 José María Perceval. “Un crimen sin cadáver. El santo niño del a Guardia”. Revista Historia 16, 202, febrero de
1993, pp. 44-58.
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sufrimientos no sólo era la manera de realzar al mártir en su calidad de
héroe, la violencia se volvía el mejor medio para excitar la emotividad de
los fieles y con ella despertar la compasión y el arrepentimiento. La
violencia con que eran descritos los suplicios servía también para motivar
indignación y encauzar sentimientos como el antisemitismo o el odio
contra los herejes o los tiranos.
Esas narraciones tuvieron en Nueva España una adaptación a partir
del caso del martirio de los niños de Tlaxcala, los primeros mártires
americanos. Fray Toribio de Motolinía incluyó la narración de estas
muertes en su Historia de los indios de la Nueva España para mostrar lo
aventajados que estaban en la fe los nativos del nuevo continente gracias a
la labor evangelizadora franciscana. Cristóbal, hijo de un noble tlaxcalteca,
fue muerto porque destruía los ídolos y derramaba el pulque de su padre,
quien cometió el atroz crimen de quemarlo en una hoguera y encajarle un
puñal bajo los efectos del alcohol e instigado por una de sus esposas y por
varios “vasallos”. El mismo Motolinía narra cómo, dos años después, otros
dos niños, el noble Antonio y su sirviente Juan, educados en el convento
de los franciscanos de Tlaxcala, fueron muertos a palos en el pueblo de
Cuauhtinchan por unos “sayones”, por destrozar ídolos durante una
campaña misional del dominico fray Bernardino Minaya. Ambas narra-
ciones están construidas con base en el modelo hagiográfico medieval
sobre el martirio, y en especial sobre los Santos Inocentes, alrededor de los
infantes mártires romanos y a partir del éxito de las narraciones que desde
el siglo XIII reseñaban los “martirios” de niños a manos de los judíos. En la
narración franciscana se introducían largos diálogos entre víctimas y
victimarios, entre frailes y niños, se daban pormenores de las distintas
versiones que se conocían del hecho, se describía cómo se descubrieron los
crímenes y la suerte que corrieron los asesinos, todos ajusticiados como
los judíos.10
10 Toribio de Motolinía, Historia de los Indios de la Nueva España, Edición de Edmundo O’Gorman. México,
Editorial Porrúa, 1969 (Sepan Cuantos, 129), pp. 174 y ss.
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La historia de los niños mártires de Tlaxcala, además de ser una
muestra de los frutos que los franciscanos habían conseguido con su labor
misional, constituía un medio didáctico efectivo para promover la denuncia
de idolatrías, que en Nueva España eran el sustituto retórico de las
herejías. Por otro lado, en América, tierra de nueva conversión, la
construcción del tema de la idolatría hacía necesario una elaboración del
martirio, pero al no existir mártires mendicantes al principio, el tema de
los niños mártires se volvió la catapulta para la elaboración de un
esquema retórico sobre la santidad de la nueva iglesia indiana recién
fundada. Su nacimiento era fertilizado por la sangre de los mártires niños,
como lo había sido la Iglesia primitiva española con san Vito, o con los
santos Justo y Pastor. En el futuro, esa narración sería incluida en todas
las crónicas franciscanas, aunque en ninguna se hablaba de la promoción
de estos niños a la beatificación.
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Además de conseguir la exaltación de la labor misionera de los
frailes, los niños mártires se convirtieron en un signo de orgullo para los
señores tlaxcaltecas, que los vieron como una prueba más de la elección
divina sobre su pueblo y como un símbolo de su identidad, en
demostración de la capacidad de los indios para vivir la santidad y para
llegar a las más altas esferas de la espiritualidad cristiana. Cuadros,
narraciones y pequeñas obras de teatro difundieron sus martirios, pero la
Iglesia no los beatificó sino hasta 1990.11
En todos los casos de los niños mártires el tema de la inocencia era
fundamental, pues servía como contraste retórico a la perversa maldad de
sus verdugos. Sobre ese personaje antagónico recaía el carácter mora-
lizante de la narración. Con sus rasgos “idolátricos” y demoníacos se
definían las fobias y exclusiones de esas sociedades y se remarcaba el
tema de la lucha histórica del bien contra el mal; aunque se ponía de
manifiesto el poder de las fuerzas demoníacas, también se asentaba que,
con su muerte, los niños mártires habían triunfado sobre sus verdugos y
mostraban el triunfo final del bien. Es por demás significativo, finalmente,
que las narraciones de este tipo se refieren siempre a varones; la exclusión
de las niñas se debe a que éstas se han insertado en el grupo de las
vírgenes cuya infancia, como signo de inocencia, se perpetúa hasta edades
más avanzadas.
Philippe Ariés sostenía en un libro clásico que el niño fue una
construcción de la edad moderna y no se le dio un carácter propio sino
hasta el siglo XVII.12 Los ejemplos aquí reseñados nos permiten cuestionar
esa aseveración que no tuvo en cuenta la importancia religiosa que el niño
comenzó a tener desde el siglo XII. Ciertamente en ese entonces no existía
una diferenciación marcada entre los infantes pequeños y los mayores, y la
niñez constituía más un estereotipo retórico que un concepto influido por
11 Jaime Cuadriello, Las glorias de la república de Tlaxcala o la conciencia como imagen sublime, México,
Universidad Nacional Autónoma de México-Museo Nacional de Arte, 2004, pp. 303 y ss. 12 Philippe Ariés, El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Madrid, Taurus, 1987 (Ensayistas, 284), pp.57
y ss.
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la observación de los niños reales. Sin embargo, podemos concluir que la
toma de conciencia de la niñez en Occidente fue anterior al siglo XVII y que
el “sentimiento de la infancia”, como lo llama Ariés, debe remontarse a la
Baja Edad Media. Fue, sobre todo, el ámbito religioso el primero en tomar
conciencia de las potencialidades retóricas de la infancia, donde podemos
observar cambios significativos al respecto. Uno de esos cambios consistió
en considerar que el niño podía ejercer un acto voluntario tan importante
como era entregar su vida por la fe en el martirio. Por medio de él, la
infancia pasaba a formar parte de los espacios de la salvación que eran
reservados a los adultos.