EL SENTIDO FILOSÓFICO DE LA VIDA...

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1 EL SENTIDO FILOSÓFICO DE LA VIDA HUMANA Mónica Cavallé “El ansia de conocer aquello de donde nacen todos los seres, lo que les hace vivir después de nacer, hacia lo que todos caminan y en lo que han de hundirse finalmente: Eso es Brahman.(Taittirîya Upanishad, III, I, I) 1 1. Introducción ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuál es la razón de ser y la finalidad o propósito de la vida y de la existencia humana? ¿Por qué hay algo, y no más bien nada? ¿Qué es todo esto? ¿Por qué y para qué estamos aquí? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Cuál es nuestra función en la vida? ¿Todo acaba tras la muerte? ¿Es esto todo lo que hay: una vida incierta y breve, salpicada de dolores y alegrías, y más aún de momentos anodinos, en medio de dos oscuridades eternas? ¿Cuál es el sentido o el valor del sufrimiento? ¿Existe un objetivo último que pueda dar sentido a nuestras luchas y dolores, y dirección a nuestros anhelos y a nuestra acción? La búsqueda de sentido quizá haya sido la indagación más apasionada del género humano, una búsqueda que ha constituido el aliento de incontables religiones y filosofías. Estas últimas, en todas las épocas y culturas, han buscado dar respuesta a preguntas como las anteriormente formuladas o al menos indagar en si es posible alcanzar tales respuestas, es decir, en si se trata de preguntas con sentido o sólo modos de hablar sin referente real. Esas preguntas, como la propia filosofía, conciernen a todo ser humano en cuanto tal, aunque sólo unos pocos procedan a una elaboración de las mismas consciente y rigurosa. Dicho de otro modo: no es posible eludir dichas preguntas como no es posible escapar a la filosofía. No se ha preguntado por el sentido de la vida únicamente allí donde la instalación aproblemática y acrítica del individuo en un determinado contexto socio-cultural con asunciones filosóficas y/o religiosas muy nítidas y unívocas, le ha proporcionado respuestas vicarias que han aplacado su propia indagación. Durante muchos siglos la pregunta por el sentido de la vida encontró respuesta, dentro de nuestro marco cultural, en la existencia de un Creador del Cosmos, fundamento de todo lo existente, cuyo plan redentor rige la historia global e individual, garantizando la pervivencia tras la muerte y dotando de un significado particular a la vida presente, en especial, a sus aspectos más insatisfactorios o dolorosos. En efecto, para la visión del mundo cristiana, que dominó Europa desde el siglo IV hasta el siglo XVII, la existencia en su conjunto se hallaba bajo la providencia de un dios personal; la vida en su totalidad y la vida de cada cual estaban sujetas a la economía y al gobierno divinos, a su voluntad inescrutable pero benéfica, y tenían, por tanto, un sentido y un 1 Eight Upanishads. With the Commentary of Sankarâcârya, Vol. I. Transl. by Swami Gambhirananda. Calcutta: Advaita Ashrama, 1989 2 , p. 391.

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EL SENTIDO FILOSÓFICO DE LA VIDA HUMANA

Mónica Cavallé

“El ansia de conocer aquello de donde nacen todos los seres,

lo que les hace vivir después de nacer, hacia lo que todos

caminan y en lo que han de hundirse finalmente: Eso es

Brahman.” (Taittirîya Upanishad, III, I, I)1

1. Introducción

¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuál es la razón de ser y la finalidad o propósito de la

vida y de la existencia humana? ¿Por qué hay algo, y no más bien nada? ¿Qué es todo

esto? ¿Por qué y para qué estamos aquí? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Cuál

es nuestra función en la vida? ¿Todo acaba tras la muerte? ¿Es esto todo lo que hay: una

vida incierta y breve, salpicada de dolores y alegrías, y más aún de momentos anodinos,

en medio de dos oscuridades eternas? ¿Cuál es el sentido o el valor del sufrimiento?

¿Existe un objetivo último que pueda dar sentido a nuestras luchas y dolores, y

dirección a nuestros anhelos y a nuestra acción?

La búsqueda de sentido quizá haya sido la indagación más apasionada del

género humano, una búsqueda que ha constituido el aliento de incontables religiones y

filosofías. Estas últimas, en todas las épocas y culturas, han buscado dar respuesta a

preguntas como las anteriormente formuladas o al menos indagar en si es posible

alcanzar tales respuestas, es decir, en si se trata de preguntas con sentido o sólo modos

de hablar sin referente real.

Esas preguntas, como la propia filosofía, conciernen a todo ser humano en

cuanto tal, aunque sólo unos pocos procedan a una elaboración de las mismas

consciente y rigurosa. Dicho de otro modo: no es posible eludir dichas preguntas como

no es posible escapar a la filosofía. No se ha preguntado por el sentido de la vida

únicamente allí donde la instalación aproblemática y acrítica del individuo en un

determinado contexto socio-cultural con asunciones filosóficas y/o religiosas muy

nítidas y unívocas, le ha proporcionado respuestas vicarias que han aplacado su propia

indagación.

Durante muchos siglos la pregunta por el sentido de la vida encontró respuesta,

dentro de nuestro marco cultural, en la existencia de un Creador del Cosmos,

fundamento de todo lo existente, cuyo plan redentor rige la historia global e individual,

garantizando la pervivencia tras la muerte y dotando de un significado particular a la

vida presente, en especial, a sus aspectos más insatisfactorios o dolorosos. En efecto,

para la visión del mundo cristiana, que dominó Europa desde el siglo IV hasta el siglo

XVII, la existencia en su conjunto se hallaba bajo la providencia de un dios personal; la

vida en su totalidad y la vida de cada cual estaban sujetas a la economía y al gobierno

divinos, a su voluntad inescrutable pero benéfica, y tenían, por tanto, un sentido y un

1 Eight Upanishads. With the Commentary of Sankarâcârya, Vol. I. Transl. by Swami Gambhirananda.

Calcutta: Advaita Ashrama, 19892, p. 391.

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propósito inequívocos. Buena parte de la filosofía de esos siglos, en su condición de

sierva de la teología, sostuvo y buscó justificar racionalmente dicha visión del mundo a

la que remitía en su pregunta por el sentido de la existencia humana.

Esta visión, mayoritariamente asumida en Occidente durante siglos, comenzó a

quebrarse coincidiendo con la consolidación y el triunfo de la ciencia moderna. Esta

última no negaba necesariamente la existencia de Dios, como muestra el auge del

Deísmo entre muchos filósofos y científicos de la Ilustración, para quienes el orden del

mundo revelado por la Nueva Ciencia evidenciaba al Eterno Geómetra2. Para el deísta,

Dios es el creador del universo, pero no interfiere arbitrariamente en los detalles de su

obra, en la vida de los humanos ni en las leyes del universo, a través de las cuales se

revela. Aún está implícita en esta cosmovisión la confianza en el orden del mundo, en la

bondad de su origen o fundamento, y en la razón humana, que es capaz de desentrañar

dicho orden. Pero el paso siguiente ya estaba servido: si hay un orden inteligente

implícito en la naturaleza, ¿por qué recurrir a Dios? ¿No cabe explicar el mundo sin la

necesidad de una hipótesis divina? El mismo orden del mundo que a los ojos del deísta

evidenciaba la existencia de Dios, para muchos revelaba un mundo autosuficiente que

abocaba a la negación del principio divino. De aquí que el deísmo conviviera con un

ateísmo creciente que alcanzaría un auge significativo en el siglo XIX.

La crítica a la cosmovisión cristiana —y, por tanto, a las premisas asumidas

durante siglos en Occidente sobre el sentido de la vida— ha tenido, desde el siglo XVII

hasta el presente, diversos frentes e hitos en el ámbito de la filosofía. Enumeramos

algunos de ellos: la crítica empirista a la posibilidad de conocimiento de Dios; la crítica

ilustrada a la religión revelada en Occidente; los positivismos, alentados por el

desarrollo de la ciencia natural, y los materialismos antimetafísicos y antiteológicos; el

utilitarismo y su intento de fundar una moral ajena a la sustentada en las fuentes

reveladas; las actitudes nihilistas y su negación de todo aquello que predique una

finalidad superior y objetiva impuesta a la vida desde más allá de ella; el marxismo; los

existencialismos ateos, para los que el ser humano no es nada más que lo que éste hace

de sí mismo; el positivismo lógico y la filosofía analítica y su afirmación de que toda

pregunta de naturaleza trans-empírica, como la pregunta por el sentido de la vida,

pertenece a la larga lista de preguntas metafísicas mal planteadas que han estructurado

la historia de la filosofía; los naturalismos cientificistas, que sostienen que la

explicación científica del cosmos (como la teoría de la selección natural y similares) ha

hecho superfluas y revelado falaces la “hipótesis” de Dios y de un diseño inteligente del

universo y para los que el ser humano es, por tanto, un efecto accidental y aleatorio, no

sujeto a previsión, plan, intención o propósito3. Mencionaremos, por último, la

2 Ramón Alcoberro resume así la definición que el deísta Voltaire nos da de “ateísmo” en su Diccionario

Filosófico: “Error de razonamiento que surge por una mala comprensión del principio de causalidad. Para

Voltaire, la existencia de Dios —que se identifica con la Razón— es evidente por sí misma.”. “Voltaire:

una mirada alfabética”, artículo publicado en “La Vanguardia”, Barcelona, 22 nov. 1994, p. 41. “Cuando contemplamos una obra notabilísima de pintura, de escultura, de poesía o de

elocuencia; cuando oímos una música que encanta los oídos y el alma, la admiramos y la queremos. Sin

que la admiración ni el amor nos proporcionen la menor ventaja, experimentamos un pensamiento puro,

que algunas veces llega hasta la veneración. Éste es, poco más o menos, el único modo de explicar la

profunda admiración y el entusiasmo que nos produce el Eterno Arquitecto del mundo. Contemplamos la

obra con un asombro mezclado de respeto y de anonadamiento, porque el corazón se eleva hasta donde

puede y se acerca cuanto le es posible al artista. Pero ¿qué sentimiento es ése? Un no sé qué vago e

indeterminado, un pasmo que no se parece a nuestras afecciones ordinarias”. Voltaire. “Amour de Dieu”.

Dictionnaire Philosophique. Voltaire Intégral en Ligne <http://www.voltaire-integral.com> 3 “El único relojero en la naturaleza son las fuerzas ciegas de la física, aun cuando puestas en acción de

una manera muy especial. Un verdadero relojero prevé: diseña los dientes de sus piñones y sus resortes, y

planea sus interconexiones, con un propósito futuro en su imaginación. La selección natural, el ciego,

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sensibilidad postmoderna en la que estamos insertos, su desconfianza en los meta-

relatos y su negación paralela de las cosmovisiones globales totalizantes supuestamente

portadoras de sentido, una sensibilidad que ha llegado a negar uno de los supuestos

básicos de la modernidad –ejemplificado paradigmáticamente en la física clásica, tan

distinta a la física contraintuitiva del siglo XX—: hay un orden intrínseco al cosmos y la

razón humana puede desvelarlo.

A la luz de la sensibilidad filosófica contemporánea predominante, algunos de

cuyos antecedentes hemos descrito, muchas de las preguntas que formulábamos al

inicio adquieren un inusitado nuevo aspecto: de ser las preguntas básicas e ineludibles

de la existencia, las propias del ser humano en cuanto tal, pasan a considerarse

malentendidos, modos de hablar sin referente real, o bien invenciones pueriles propias

de una mente mítica que proyecta, antropomórficamente, causas finales, intenciones y

significados ocultos en la realidad.

Las interpretaciones escépticas, ateas y/o materialistas del mundo no son

exclusivas de la modernidad occidental; están ya esporádicamente presentes desde la

antigüedad, tanto en Occidente como en Oriente; pero era así en sociedades

estructuradas a las que el individuo se sentía vinculado íntimamente, al igual que se

sentía integrado en el cosmos y, aún más allá, en la raíz o fundamento de la existencia.

Esta confianza implícita en el fondo de la realidad, este sentido básico de pertenencia a

la matriz de la vida, se quiebra a gran escala con el avance de la modernidad occidental,

lo que propició que la angustia existencial y las crisis de sentido hayan sido en nuestro

contexto cultural particularmente agudas y epidémicas. Y es que cuando se considera el

ámbito de lo sobrenatural el único capaz de dotar de fundamento, significado y

propósito a la vida humana, una vez cuestionado y negado, el mundo queda privado de

sentido y de dirección últimas, ya no posee de manera objetiva ningún valor esencial y

superior, y la vida queda dejada a sí misma. De aquí la angustia ontológica, tan propia

del siglo XX, el convencimiento intelectual y la vivencia subjetiva de que la existencia

humana es absurda, superflua y sin sentido, “una pasión inútil” (Jean-Paul Sartre)4.

Ahora bien, esta aguda conciencia de futilidad y los tonos nihilistas o dramáticos

asociados al cuestionamiento del ámbito de lo sobrenatural sólo parecen haber estado

presentes allí donde previamente se había confiado en la existencia de valores absolutos

que podían orientar la vida humana desde más allá de ella, y allí donde se había

supuesto que sólo desde dicha referencia ésta podía obtener su sentido. Donde nunca

existió esta expectativa y se ha convivido aproblemáticamente con la carencia de un

referente sobrenatural, es decir, para buena parte de las posiciones ateas, naturalistas,

positivistas o agnósticas contemporáneas, dicho vacío no es connotado ni vivenciado

negativamente. De aquí la insistencia de estas posiciones en que el hecho de que la vida

no tenga un sentido objetivo y absoluto no implica que ésta carezca de sentido, pues el

sentido puede ser creado, construido por el propio individuo; más aún, frente al tópico

del ateo pesimista y amoral, enfatizan que estos sentidos atribuidos creativamente son

suficientes para dotar a la propia vida de significado y plenitud, para que el ser humano

sea feliz, equilibrado y lleve una vida altamente moral5. En otras palabras, para estas

inconsciente y automático proceso que descubrió Darwin, y que sabemos ahora que es la explicación de la

existencia y, aparentemente con propósito, forma de toda vida, no tiene propósitos en mente. No tiene

mente ni imaginación. No planea para el futuro. No tiene visión, no prevé, no tiene vista. Si se puede

decir que hay un papel de relojero en la naturaleza, es el de un relojero ciego". Richard Dawkins. The

Blind Watchmaker. London and New York: W.W. Norton & Co., 1986, p. 5. 4 El Ser y la nada. Buenos Aires: Editorial Losada, 1968, p. 747.

5 “Los ateos pueden ser felices, equilibrados, morales e intelectualmente satisfechos”. Según Richard

Dawkins, este es uno de los cuatro mensajes “aumentadores de conciencia” de su libro The God Delusión.

London: Bantam Press, 2006.

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posiciones, la vivencia de la carencia de sentido existencial no se da en quienes no creen

en sentidos y propósitos objetivos y absolutos, sino entre quienes sienten que no tienen

metas por las que vivir, entre aquellos a los que su vida personal no les resulta

subjetivamente significativa pues no han sabido, o no han podido, investirla

creativamente de valor y de propósito.

La necesidad de sentido es hoy la misma de siempre, pero ya no resultan

satisfactorias para muchos las respuestas tradicionales de la religión y la filosofía

basadas en dogmas, en mitos orientados a mitigar la angustia existencial y el miedo a la

muerte, o en metarrelatos no corroborados por la experiencia directa. El siglo pasado ha

protagonizado, además, un cuestionamiento progresivo de instituciones y tradiciones

milenarias, lo que ha contribuido igualmente a inocular el fermento de la duda y la

sensación de que todo es incierto y relativo, de que no hay referentes sólidos a los que

atenerse. También han hecho aguas para una mayoría las grandes utopías sociopolíticas

que buscaron llenar el vacío dejado por la crisis de las cosmovisiones tradicionales. Y

no todos atinan a dar un sentido elevado y creador a su existencia cuando el entorno

social, lejos de ofrecer modelos adecuados para ese fin, invita a avanzar en la dirección

opuesta. De hecho, muchos de los actuales nuevos dioses son preocupantemente

banales, como lo es el dios de la religión del consumo y del mercado, cuyo proselitismo

agresivo “presiona constantemente con: ‘Cómprame si quieres ser feliz’. Si no se está

cegado por la separación habitual entre lo profano y lo sagrado, se puede comprender

que aquí se trata de la promesa de una nueva salvación, de un nuevo medio para

resolver la cuestión del desamparo”6. Esta nueva religión —que con su promesa futura

de satisfacción siempre aplazada y de crecimiento material ilimitado ha contribuido a

disociar al individuo del cosmos (como evidencia la actual crisis ecológica), a minar los

valores comunitarios y a atomizar las sociedades— ha dado a muchas vidas un perfil

reconocible: la carrera autista y frenética por adquirir símbolos de estatus y por

acumular momentos de placer ávido y caro. Hoy son más vigentes que nunca las

palabras con las que John Ruskin retrataba la inquietud de sus contemporáneos:

“Nuestros dos objetivos en la vida son los siguientes: por más que tengamos, poseer

más, y donde sea que estemos, ir a otra parte”. Pocas personas no intuyen en algún nivel

de sí mismas la futilidad de esta persecución que, por su misma naturaleza, no puede

hallar reposo ni satisfacer nuestros anhelos más genuinos; de aquí que la ansiedad, la

insatisfacción y la frustración generalizadas sean epidémicas, y de aquí el éxito de todo

lo que acalle pasajeramente este malestar, como la estimulación continua de los sentidos

—es decir, más de lo mismo— o los psicofármacos. Aún así, la religión del mercado

“ya se ha convertido en la religión más próspera de todos los tiempos, y gana adeptos

con todavía mayor rapidez que ningún otro sistema de creencias o de valores en la

historia de la humanidad”7. Si tanto la religión como la filosofía han tenido

históricamente la función de ayudarnos a comprender la realidad, nuestro lugar y

función en ella, y el sentido de nuestra existencia, ambas “satisfacen cada vez menos

esta función; precisamente porque es suplantada —o encubierta— por otros sistemas de

creencias u otros sistemas de valores. Hoy en día, las ciencias constituyen el nuevo

sistema de explicación más poderoso, y el consumismo, el sistema de valores más

atractivo”8.

6 David Loy. “La religión del Mercado”. Revista Zendodigital, Nueva época, nº 12, Octubre-

Diciembre, 2006. 7 Ibid.

8 Ibid.

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2. Dos acepciones del término “sentido” en la expresión “sentido de la vida”

Este tipo de discurso en torno al sentido de la vida, que he resumido en pinceladas muy

gruesas, nos resulta sobradamente familiar pues ha sido hegemónico en nuestra cultura.

Pero no es mi intención, en las siguientes páginas, ahondar en él, sino mostrar que no es

el único posible y que parte, de hecho, de premisas culturalmente condicionadas de las

que pocas veces somos conscientes. En concreto, parte de la falsa alternativa entre un

universo creado deliberadamente con un propósito y un universo producto de fuerzas

ciegas, entre un sentido objetivo impuesto por un principio superior al mundo desde

más allá de él y un sentido construido exclusivamente por la subjetividad humana.

Asocia, además, la experiencia del sentido al futuro —en o más allá de la vida

presente— y/o a propuestas explicativas —con pretensión de universalidad o sin ella—

que desvelan una hilazón razonable con una orientación teleológica tras los hechos

inciertos y erráticos que parecen componer la vida humana. Incluso allí donde, en

nuestro contexto cultural, la búsqueda del sentido de la vida se manifiesta en sus formas

más banales, se mantienen, si bien de forma inconsciente, algunos de los elementos

señalados, como la creencia secularizada de que la salvación exige ineludiblemente una

orientación hacia el futuro.

Trataré de ilustrar la relatividad de este discurso exponiendo otra aproximación

muy diferente al sentido filosófico de la vida, que ha estado presente de forma

privilegiada, aunque no exclusiva, en lo que en otros escritos he denominado filosofías

sapienciales: aquellas filosofías que son indisociablemente vías de conocimiento de la

Realidad y disciplinas de liberación, y en las que el saber sobre la Realidad no incumbe

a la filosofía en su contenido conceptual, sino que equivale a una metanoia del ser total

de la persona, al alumbramiento de un nuevo modo de ser y de estar en el mundo y de

una nueva visión. Aludo a disciplinas orientales como el taoísmo, el budismo o el

vedânta —no en sus derivaciones populares, sino en sus versiones más depuradas y

estrictamente metafísicas— y a numerosas filosofías occidentales antiguas y posteriores

—de algunas dejaremos constancia en las siguientes páginas— que se han concebido

eminentemente como prácticas filosóficas orientadas a propiciar dicha metanoia en la

que consideran que radica la esencia del conocimiento metafísico. La expresión

“filosofía sapiencial” tiene un valor arquetípico y, si bien hay enseñanzas que responden

a ella de forma nítida, como las mencionadas doctrinas orientales, tiene, sobre todo al

aplicarlo a nuestra tradición filosófica, un valor fundamentalmente orientativo o

aproximativo. Esta expresión en absoluto pretende establecer una equivalencia entre los

contenidos y afirmaciones de las filosofías que se ajustan o aproximan a su perfil, pero

sí reconoce en ellas significativas semejanzas estructurales; por ejemplo, y en lo que

respecta a la cuestión del sentido de la vida, son muchas las que consideran que, en la

misma medida en que conocer la Realidad es real-izarse, tornarse conscientemente uno

con ella, lo relevante no son las opiniones referentes a cuál sea el sentido de la vida,

sino la praxis existencial y metafísica que permite encarnar en el presente dicho sentido

y ser uno con él.

La filosofía occidental reciente suele pasar por alto en su discurso habitual sobre

el sentido de la vida este último enfoque, un olvido significativo teniendo en cuenta que

la propuesta al respecto de las filosofías sapienciales es, con mucho, la más

intercultural, la más capacitada para aunar tradiciones diversas en el espacio y en el

tiempo.

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Sugiero que la diferencia entre estas dos perspectivas puede iluminarse

atendiendo a dos de las acepciones fundamentales del término “sentido”9:

1) El sentido entendido como significado. Esta acepción de la palabra “sentido”,

en la expresión “sentido de la vida”, es la más habitual en nuestro contexto cultural,

tanto en el marco del lenguaje coloquial como en los contextos filosóficos y religiosos.

El sentido en esta acepción equivale a lo que cada cual se dice a sí mismo sobre desde

dónde viene su vida y hacia dónde va, sobre cuál es la razón de ser, la finalidad o el

propósito de su existencia o sobre el significado que para él tiene lo que en ella

acontece. El sentido como significado es el que casi siempre está implícito en las

respuestas a las preguntas “por qué” y “para qué”, o en enunciaciones del tipo “el

sentido del sufrimiento es…”, etc.

El sentido como significado se expresa en un juicio o una serie de juicios, en una

determinada formulación o explicación discursiva.

Como veremos, las tradiciones sapienciales comparten con buena parte de la

sensibilidad contemporánea que los significados y propósitos pertenecen a la esfera

subjetiva. Comparten también su cuestionamiento del presupuesto de que la vida sólo se

justifica apuntando a algo (una finalidad, un significado) que está más allá de sí misma.

2) El sentido entendido como dirección. Toda teoría o creencia sobre el significado

de la vida que pretenda tener validez universal y objetiva es intrínsecamente polémica,

puede ser aceptada o rechazada. Frente al carácter inevitablemente polémico del sentido

entendido como significado, el sentido entendido como dirección, en la expresión

“sentido de la vida”, apunta a una mera constatación empírica: la constatación de que la

vida es movimiento y de que el movimiento de la vida no es arbitrario, pues sigue una

determinada dirección, avanza según un cierto cauce (sin que esté implícito en esta

constatación que lo haga para llegar a un determinado lugar o para alcanzar un

determinado propósito u objetivo).

El sentido como dirección no puede expresarse en un juicio ni en ninguna

formulación discursiva. Requiere sencillamente ver, mirar.

Esta última acepción del término “sentido” es la habitualmente presente en la

concepción del sentido de la vida de las filosofías sapienciales. En las siguientes

páginas nos adentraremos en esta concepción y para ello retomaremos dos nociones

sapienciales paradigmáticas: Tao, la intuición central del taoísmo primitivo de Lao Tse

(VI-V a. C.)10

y Chuang Tse (IV a. C.), denominado también taoísmo sapiencial o

taoísmo metafísico para distinguirse del abigarrado y supersticioso taoísmo posterior; y

el Lógos de Heráclito (VI-V a.C.), el primero que otorgó a esta noción una atención

especial en la filosofía griega antigua11

.

3. El sentido objetivo de la vida

9 La distinción entre el sentido entendido como dirección y como significado, a la hora de abordar la

cuestión del sentido vida, la debo al escritor Benigno Morilla. 10

Aunque su realidad histórica es controvertida, tradicionalmente se sitúa la vida de Lao Tse en el siglo

VI-V a. C., si bien estudiosos recientes tienden a ubicarla en el siglo IV a. C. 11

Insistimos en que no pretenderemos establecer una plena equivalencia entre ambas nociones y

filosofías, sino sólo desvelar analogías estructurales significativas.

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3.1 El sentido invisible

Hay algo misterioso y solitario

que es antes de todo comienzo y final, del cielo y de la tierra.

Indistinto y completo, silencioso e inmutable,

todo lo penetra y abarca sin agotarse,

y es fuente perpetua de todas las cosas.

Se le podría llamar la Madre del mundo,

pero no conociendo su nombre, lo denomino Tao. (Lao Tse)12

La metafísica de Lao Tse y Chuang Tzu orbita en torno a una intuición conceptualmente

inaprensible que es simbolizada con el término Tao. Esta noción tiene diversos

significados, entre ellos, el de sentido, camino, sendero, vía o dirección. El Tao es el

Sentido de la vida, el gran Camino. Es la Inteligencia que da forma y dirección al

proceso de la vida, sin confundirse con él pero sin ser otra cosa que él. Es la fuente, el

cauce, el curso y el fluir de la vida.

Para el taoísmo sapiencial, el Tao no es una hipótesis especulativa. Es evidente.

Su evidencia es el mundo. Se trata, pues, de un Sentido visible y directamente

experimentable, pues es la inteligencia creativa que se expresa en el cosmos y en

nuestra propia interioridad. Pero el Tao es, a su vez, oculto, inmanifiesto, incognoscible

e inasible. Acudamos para iluminar esta última afirmación a una analogía: nuestros

procesos y contenidos psíquicos evidencian la realidad de nuestra conciencia, pero ésta,

a su vez, no es un objeto cognoscible, un contenido de conciencia más, sino lo que estos

últimos siempre presuponen como su condición inobjetivable de posibilidad. La

conciencia, a su vez, es la realidad íntima y última de los contenidos de conciencia

cambiantes, siendo a su vez totalmente independiente de ellos e inafectada por ellos. De

un modo análogo, el Tao es “lo que hace las cosas sin hacerse cosa con las cosas”13

. Es

el fundamento y la raíz atemporal de lo existente, el Vacío creativo que sostiene el

mundo; no pertenece al plano de lo existente, no es un ente, ni siquiera un Ente

Supremo, y no puede ser objeto de nuestra representación. Pero si bien es irreductible al

mundo, el mundo no es otra cosa que el Tao, pues “el ser de las cosas no descansa en sí

mismas” (Chuang Tzu)14

. El Tao es, con respecto al mundo manifiesto, plenamente

trascendente e inmanente. El taoísmo no es, por tanto, un panteísmo ni un naturalismo.

Nuestro contexto cultural, con sus arraigadas categorías dualistas y su tendencia

a objetivar y entificar toda realidad, incluso la realidad del Ser, tiene una particular

dificultad para advertir que es falaz la alternativa metafísica entre trascendencia e

inmanencia. Este aparente dilema ha conducido a que parezca ineludible la opción entre

la creencia en un Ente supremo distinto del mundo o bien los inmanentismos o

naturalismos, una falacia que tiene consecuencias directas en la comprensión del sentido

de la vida humana y que ha abocado a que el cuestionamiento de lo trascendente haya

parecido revelar un mundo chato y desalmado, carente de todo sentido intrínseco15

.

12

Tao Te King. Traducido y comentado por Richard Wilhem, Málaga: Sirio, 19953, XXV.

13 Chuang-Tzu. Trad. de Carmelo Elorduy S. J. Caracas: Monte Ávila Editores, 1991, c. 20, 1, p. 138.

14 Ibid., c. 17, 7, p. 118.

15 En el ámbito católico se afirma que Dios es trascendente e inmanente, pero la inmanencia del Dios

cristiano está lejos de ser una inmanencia plena. La Iglesia ha negado insistentemente la identificación de

la naturaleza última de la criatura con la divina, y de aquí, por ejemplo, la condena eclesiástica de algunas

sentencias del Maestro Eckhart, en las que sí se apunta a dicha inmanencia plena: “Todas las criaturas son

una pura nada: yo no digo que sean poco, o algo, sino que son una pura nada” (artículo 26 de la Bula de

Juan XXII “In agro dominico” en la que se condenan 28 artículos del Maestro Eckhart; Maestro Eckhart.

El fruto de la nada. Ed. y trad. de Amador Vega Ezquerra. Madrid: Ediciones Siruela, 1998, p. 178); son

una pura nada pues, como nos decía Chuang Tzu, su ser no descansa en ellas mismas.

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El término heracliteano Lógos tiene igualmente diversos significados, siendo

uno de ellos el de sentido16

. El Lógos es el Sentido de la existencia, la Inteligencia que

origina y armoniza el devenir y la dirección y el orden que sigue la existencia en su

desenvolvimiento. El Lógos es el fundamento del mundo manifestado y su principio

ordenador, y es tanto trascendente como inmanente con relación al mundo: “No hay

sino una sola sabiduría: conocer la Inteligencia que gobierna todo penetrando en todo”

(Heráclito, fr. 41)17

.

El término Lógos, al igual que el de Tao —un vocablo que algunos han

traducido por Lógos—, apunta a la constatación de que la vida es intrínsecamente

inteligente. Esta constatación tampoco tenía, para buena parte de la filosofía griega

antigua, carácter de hipótesis, sino que se consideraba evidente, pues, siendo oculto e

inasible —“la verdadera Naturaleza gusta de ocultarse” (fr. 123)—, el Lógos se

patentiza en nuestra interioridad, en la presencia inteligente en nosotros, que no es obra

nuestra sino que nos ha sido dada, en el orden cósmico y en la belleza del mundo.

“Vislumbre de las cosas ocultas son las que se muestran” (Anaxágoras, fr. 21a)18

.

Tanto para Lao Tse como para Heráclito la manifestación es cambio, flujo

constante del ser al no ser, de lo posible a lo real, un flujo en el que todos los fenómenos

son interdependientes y en el que tiene lugar el juego permanente de los opuestos, del

yin y del yang. De aquí su común metáfora del fluir del agua. La única constante en el

cosmos es el cambio —“No es posible descender dos veces al mismo río (fr. 91)—.

Todo es, por tanto, impermanente, y lo único permanente en este proceso —una

permanencia que no ha de entenderse desde parámetros temporales ni como la

permanencia de “algo” existente— es el Tao. La realidad última e íntima del cambio, de

la multiplicidad y de la guerra de los opuestos —“todo se engendra por vía de contraste”

(fr. 8)—, es la unidad, la identidad y la permanencia del Lógos. Esta “armonía oculta

que es mejor que la aparente” (fr. 54) posibilita una instalación y una confianza básicas

en el fondo de la realidad que explica que la transitoriedad y la fugacidad de lo existente

y la ineludible alternancia de los opuestos no sean vivenciadas por estas cosmovisiones

de forma dramática sino extática.

La vida es flujo, movimiento; pero un movimiento que acontece en el seno de un

no tiempo, de un eterno ahora. “[El sabio] junta todos los tiempos en la pureza de la

Unidad” (Chuang Tzu)19

. El ahora eterno no es la eternidad del Ser enfrentado

dualmente al devenir, no es lo eterno opuesto a lo temporal, sino el vacío originario y

atemporal en el que el tiempo es y acontece. Esta intuición es común a las tradiciones

sapienciales y místicas: “El ahora o el presente incluye todo tiempo. (Ita nunc sive

praesentia complicat tempus). El pasado fue presente. El futuro será presente. Luego,

no hay nada en el tiempo excepto lo dispuesto en el presente” (Nicolás de Cusa)20

. El

pasado es sólo nuestro recuerdo del mismo, el futuro es sólo nuestra anticipación del

mismo; y este recuerdo y esta anticipación tienen lugar siempre ahora, en un ahora, por

tanto, intemporal, no limitado por el antes y el después. La realidad es siempre y

16

Lógos también significa Razón, Habla, Discurso (deriva del verbo λέγω, legō: decir, hablar). Tao

también puede significar Razón, Palabra y, como verbo, hablar, decir, conducir. 17

Rodolfo Mondolfo. Heráclito. Textos y problemas de su interpretación, prólogo de Risieri Frondizi,

traducción de Oberdan Caletti, Siglo XXI editores, México, 19816. Los fragmentos (fr.) que a

continuación se citan sin especificar su autor son de Heráclito. 18

Fragmentos presocráticos. De Tales a Demócrito. Introd., trad. y notas de Alberto Bernabé. Madrid:

Alianza Editorial, 20083, p. 257.

19 Chuang-Tzu, c. 2, 11, p. 21.

20 La Docta Ignorancia. Trad., prólogo y notas de Manuel Fuentes Benot. Madrid: Aguilar, 1981, 2. 3.

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9

únicamente ahora. El seno del tiempo es la eternidad —entendida no como un tiempo

ilimitado sino en el sentido metafísico de atemporalidad— del Lógos, del Tao21

.

Tanto la noción de Tao como la de Lógos nos hablan, por consiguiente, de un

mundo que no es una creación deliberada y distinta de su fundamento: “Este mundo, el

mismo para todos los seres, no lo ha creado ninguno de los dioses o de los hombres” (fr.

30). El Tao no es otra cosa que el mundo, sino su realidad última, fundamento y

sustrato; no equivale, por tanto, a un Ser supremo que conscientemente gobierna el

universo. Oculto —ama ocultarse, nos decía Heráclito—, “no reclama como suyas sus

perfecciones. Ama y nutre todas las cosas pero no domina sobre ellas” (Lao Tse)22

. Del

mismo modo, el Lógos no es un Ser superior ni un principio creador que está por detrás

y por encima de las cosas, sino la afirmación de la unidad de lo real: “Escuchando a la

Razón, y no a mí, es sabio reconocer que lo Uno es todas las cosas” (fr. 50).

Como se deriva de lo anterior, el Tao es el sostén del mundo, pero no

propiamente su causa, pues a la Unidad no le competen relaciones. Por otra parte, no

tiene sentido hablar de causalidad donde no hay espacio ni tiempo, aunque contenga a

estos últimos dentro de sí. En el eterno presente sólo cabe la libertad creativa, la acción

sin porqué. “Desde el punto de vista más elevado el mundo no tiene causa”23

, carece de

meta, intención o propósito —unas nociones que sólo tienen sentido en el plano del

tiempo, del llegar-a-ser—. El Tao actúa sin actuar (wu wei) y sin propósito, sin ningún

porqué, como carece de propósito el surgimiento de una onda en un estanque o el de un

sueño en la conciencia del soñador. Sencillamente esa es su naturaleza. “Todo es

maravillosamente inexplicable”24

.

La manifestación cósmica es inintencional, espontánea y acausal. La

espontaneidad originaria o tzu-jan —un término que también significa “naturaleza”—

es, para el taoísmo, la naturaleza de la acción del Tao; y por eso el objetivo de la vida

humana es igualmente para el taoísmo tzu-jan, la naturalidad o espontaneidad; no la

acción que se sujeta a un orden moral prefijado, ni la acción correcta según un

determinado modelo, tampoco la acción fruto de la espontaneidad inferior, que es sólo

condicionamiento, pasividad y reactividad, sino la acción libre o descondicionada que

no pretende nada, ni siquiera ser natural o espontánea, que ya no busca su sentido más

allá de sí misma —pues no hay un más allá del momento intemporal— y que se sabe

cauce de la acción de Tao.

“Vaciaré yo también mi voluntad para andar sin rumbo alguno, ignorante de mi

paradero. Iré y volveré sin saber dónde me voy a detener. Iré y vendré ignorante del

término de mis andanzas. Erraré por espacios inmensos.” (Chuang Tzu)25

“Para la mentalidad taoísta una vida vacía y sin finalidad no sugiere nada deprimente.

Insinúa la libertad de las nubes y de los arroyos, que vagan sin rumbo, y de las flores en

21

“Hay, en verdad, dos formas de Brahman: el tiempo y la atemporalidad”. (Maitrî Upanishad VI, 14,

15). El Lógos y el Tao son atemporalidad invisible y temporalidad visible por igual. Esta comprensión no-

dualista supera la ingenua interpretación del pensamiento de Heráclito según la cual éste sostiene que el

Lógos, puro devenir, es ajeno a la atemporalidad, lo que supuestamente lo enfrentaría al eternalismo del

Ser de Parménides. 22

Tao Te King, XXXIV. 23

Nisargadatta Maharaj. I Am That. Talks with Sri Nisargadatta Maharaj. Translated by Maurice

Frydman, edited by Sudhakar S. Dikshit. Bombay: Chetana, 19813, p. 39.

24 Nisargadatta, I Am That, p. 228.

25 Chuang-Tzu, c. 22, 10, p. 158.

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desfiladeros impenetrables, hermosas sin que nadie las vea, y de la marea del océano,

que siempre baña la arena sin objeto.”26

La ateleológica espontaneidad del Tao se expresa por igual en el mundo externo

y en nuestra propia interioridad. Decimos que buena parte de nuestras acciones humanas

son intencionales porque muchas de ellas son el fruto de una decisión consciente en la

que tenemos presente la consecución de ciertos propósitos. Ahora bien, ¿decidimos

decidir? ¿Decidimos decidir decidir… y así indefinidamente? En efecto, elegimos hacer

lo que queremos, pero no podemos elegir querer lo que queremos27

. En último término,

también la acción y el pensamiento humanos, al igual que la ola en el estanque,

sencillamente “suceden” espontánea y ateleológicamente, sin que en su más íntima

génesis dichos actos puedan atribuirse a la planificación consciente de un yo individual

separado —por más que éste, a posteriori, se asigne la autoría última de la acción—.

Para el taoísmo, en el fondo de lo que llamamos actos intencionales y volitivos se revela

igualmente la espontaneidad originaria del Tao, el único actor en toda acción. No hay en

ello ningún determinismo, pues el Tao es el fondo de la naturaleza humana, no algo que

la determine desde más allá de ella. Y no hay ninguna arbitrariedad, pues “El carácter

humano no cuenta con pensamientos inteligentes, pero el divino sí” (fr. 78)

“El Te (virtud) es la acción que procede sin mi consentimiento. La acción que no se

produce sin mí es traza o disposición mía. Sus nombres son contrarios, pero las

realidades acuerdan perfectamente.” (Chuang Tzu)28

Esta espontaneidad originaria no es ajena a la visión griega del Ser. De hecho, el

Lógos también era percibido en la Grecia presocrática como phýsis, un término que

significa naturaleza y que procede etimológicamente del verbo phyo = hacer salir a la

luz, brotar, crecer, surgir. Phýsis es la fuente (Natura naturans o Naturaleza naturante)

de la que surgen los entes, la fuerza creativa por la que éstos salen de lo oculto y se

sostienen como tales (natura naturata o naturaleza naturada). La phýsis,29

como el Tao,

se expresa como una fuerza espontánea, autorregulada y creativa.

También el término phýsis abarcaba en la Grecia presocrática tanto el mundo

natural como el mundo humano. “Todo pertenece al ámbito de la phýsis, dioses y

hombres, cielos y tierra, plantas y animales, la especie humana y sus logros”30

. En su

sentido originario, la phýsis comprendía, como acabamos de indicar, tanto la Naturaleza

naturante —“el orden que no envejece de la Naturaleza inmortal” (Eurípides)31

, “la

26

Alan Watts. El camino del zen. Trad. de Juan Adolfo Vázquez. Barcelona: Edhasa, 2006, p. 170. 27

“Tú puedes hacer lo que quieras, pero tú puedes, en cada instante de tu vida, querer tan sólo algo

determinado y lamentablemente ninguna otra cosa que esto”. Schopenhauer, Los dos problemas

fundamentales de la Ética. Trad. e introd. de Pilar López de Santa María. Madrid: Ed. Siglo XXI, 2002, p.

56.

“Queda claro, en virtud de todo esto, que nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni

deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo

intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”. Spinoza. Ética. Introd, trad. y notas de Vidal Peña.

Madrid: Alianza Editorial, 1999, III, Prop. IX, p. 206. 28

Chuang-Tzu, c. 23, 15, p. 171. 29

El término phýsis también alude a las propiedades activas de las cosas, a la naturaleza particular de

cada una y a su virtualidad propia. Análogamente, en el taoísmo el término te equivale a la naturaleza

particular de cada cosa y a su fuerza y virtualidades propias, las cuales la reciben del Tao. Te es fuerza,

poder, vitalidad y virtud. 30

Tomás Calvo Martínez. “La noción de Phýsis en los orígenes de la filosofía griega”. Daimon: Revista

de filosofía, nº 21, 2000, 21-38, p. 37. 31

Cit. en Ibid., p. 22.

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11

arché ingenerada y eterna”32

— como la naturaleza naturada o kósmos —la totalidad

ordenada de la existencia, que incluye los reinos físicos, psíquicos y espirituales— y la

fuerza dinámica que permite su emergencia. Era una noción máximamente general,

equivalente a la noción de ser —el término que se irá imponiendo a partir de

Parménides33

—, que abarcaba todo lo real en cuanto tal. Ahora bien, esta noción irá

perdiendo progresivamente en el mundo griego antiguo su universalidad, su alcance

metafísico. Esto se evidencia ya en el pensamiento de Platón, para quien el término

phýsis tiene un alcance meramente cosmológico, entendiendo por cosmos la realidad

físico-natural, y deja, por tanto, al margen la subjetividad humana y sus frutos, lo que

explica el desinterés socrático por la “indagación acerca del phýsis”, acerca del mundo

natural y sus causas, frente al conocimiento de sí mismo, el único que permite alcanzar

verdades íntimamente ciertas y universales.

Quizá ciertos elementos presentes ya en los filósofos presocráticos con menos

acento metafísico, aquellos que primaban en la búsqueda de la arché la observación del

mundo exterior sobre la auto-indagación, preludiaran este reduccionismo. Erwin

Schrödinger, en su ensayo “La naturaleza y los griegos”, sostiene en esta línea que

desde sus mismos inicios la filosofía griega tendió a la objetivación del mundo, una

tendencia que ha perdurado hasta el presente en Occidente. Describe del siguiente modo

este rasgo peculiar de nuestra imagen científica del mundo, rara vez advertido y que,

según él, tiene su origen en Grecia:

“El científico simplifica su problema de entender la naturaleza al ignorar —o

desconectar de la imagen del mundo a construir— (…) el sujeto de conocimiento (…)

Esto facilita mucho la tarea. Pero deja huecos, enormes lagunas; conduce a paradojas y

antinomias cada vez que, ignorando la renuncia inicial, uno intenta hallarse a sí mismo

en el marco descrito (…) Este paso importante (…) ha recibido otros nombres que lo

hacen aparecer como algo inofensivo, natural, inevitable. Podría ser denominado

objetivación, la contemplación del mundo como un objeto. En el momento en que se

hace tal cosa, uno se excluye virtualmente a sí mismo (…) Y, sin embargo, se trata de

un rasgo distintivo, un hecho peculiar en nuestra manera de entender la naturaleza, y la

emergencia de tal rasgo tiene sus consecuencias (…) Al hacer tal cosa, cada cual, lo

quiera o no, se coloca a sí mismo —el sujeto de conocimiento, aquello que dice “cogito

ergo sum”— fuera del mundo, se traslada a sí mismo hacia una posición de observador

externo, dejando de pertenecer él mismo al conjunto. El “sum” se convierte en “est”

(…) Y entonces me quedo muy perplejo de que la imagen científica del mundo real a mi

alrededor sea tan deficiente. Proporciona mucha información factual, pone toda nuestra

experiencia en un orden admirablemente consistente, pero es horriblemente muda

acerca de todas y cada una de las cosas que están realmente cerca de nuestro corazón,

que realmente nos interesan. (…) tal es la razón de que la visión científica del mundo no

contenga en sí misma valores éticos, ni valores estéticos, ni una palabra acerca de

nuestra finalidad última o destino, ni nada de Dios, si lo prefieren. ¿De dónde vengo, a

dónde voy?”34

En nuestra visión habitual del mundo, aquello que en el hombre conoce sin ser

nunca objeto de su conocimiento queda excluido, y el cosmos, objetivado. No es de

extrañar que, como ya señalamos, el entronizamiento de la visión científica, hermanada

con esta visión del cosmos, haya sido el caldo de cultivo en Occidente de naturalismos,

32

Ibid., p. 25. 33

Cfr. Ibid., 37. 34

La naturaleza y los griegos. Trad. y prólogo de Víctor Gómez Pin. Barcelona: Tusquets Editores,

20062, pp. 121-127. Aunque Schrödinger sostiene que Heráclito recae en este error, el de hipostasiar el

mundo como un objeto, considero que, lejos de ser así, es un ejemplo de todo lo contrario.

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nihilismos y ateísmos antimetafísicos, y que haya propiciado, con demasiada frecuencia,

una visión chata del cosmos, la de un cosmos carente de valores intrínsecos, cualidad y

sentido objetivos. Pero el Lógos, al igual que el Tao, es tanto el fondo último de todo lo

existente como el fondo último de nuestra subjetividad. “Quizá nunca logres hallar los

límites del alma, cualquiera sea el camino que recorras: tan profundo es su lógos” (fr.

45). El Lógos es tan autoevidente como lo es nuestra propia conciencia para sí misma.

Somos conscientes y hayamos en nuestro fondo —insistía Sócrates— el sentido de la

verdad, de la belleza, del bien; por eso, el fondo de la realidad, que es nuestro propio

fondo, no puede ser una energía inconsciente y ciega. La Inteligencia y la Conciencia no

son, por tanto, una manifestación particular dentro del cosmos cuya “sede” sea el ser

humano, sino el entramado y la sustancia misma del universo. No son un producto

tardío de la evolución del cosmos —aunque sí lo sean la inteligencia y auto-conciencia

específicas del homo sapiens— sino su mismo origen, naturaleza y sustrato. “Común a

todos es la inteligencia” (fr. 113). Pero “(...) aun siendo el Lógos general a todos, la

mayoría vive como si tuviera una inteligencia propia particular” (fr. 2). El Tao o el

Lógos no son, pues, principios cosmológicos sino metafísicos, que abarcan por igual la

dimensión subjetiva y objetiva de la realidad, revelando su unidad (no-dualidad)

esencial. Por eso el camino del conocimiento del Lógos o del Tao es, eminentemente, el

auto-conocimiento metafísico —“Me he investigado a mí mismo” (fr. 101)—.

Retornando a la cuestión que nos incumbe, la del sentido filosófico de la

existencia humana, de todo lo dicho se sigue que para estas sabidurías no hay dualidad

entre la vida y su sentido. El Tao no es una voluntad u orden ajeno al universo e

impuesto a éste desde fuera de él. No conlleva el sometimiento de la voluntad humana a

otra voluntad. No es una ley moral que el hombre deba obedecer y de la que se puede

apartar —“El Tao es aquello de lo que uno no puede desviarse; aquello de lo que uno

puede desviarse no es el Tao” (Chung-Yung)35

—. No es un destino al que el ser humano

haya de someterse, pues ya “todas las cosas suceden de acuerdo a esta Razón” (fr. 1). Y

no hay en ello ningún determinismo —insistimos— porque este último implica una

dualidad no presente en estas enseñanzas y porque la libertad de cada cosa es ser lo que

ella íntimamente es.

La vida no obtiene su sentido al remitirse o al apuntar a algo distinto de sí

misma. La vida no tiene sentido. La vida es sentido. Por tanto, no hay respuesta a la

pregunta por el sentido de la vida; sólo se puede ser uno con él.

“La solución del problema de la vida se aprecia en la desaparición de ese problema.

(¿No es esta la razón por la que las personas que tras largas dudas llegaron a ver claro el

sentido de la vida no pudieran decir, entonces, en qué consistía tal sentido?).” (L.

Wittgenstein)36

El sentido de la danza cósmica no puede captarse mediante explicaciones, sino a

través de la vivencia del ajuste significativo que surge en la entrega consciente a dicha

danza. La vida sabia es la vida en conformidad consciente con el Tao. “Obrar de

acuerdo a la naturaleza, comprendiéndola, es sabiduría” (fr. 112). Esta correspondencia,

este ajuste consciente con la realidad —que conlleva la conciencia de que dicho ajuste

nunca se dejó de dar—, el abandono de las resistencias mentales a “lo que es”, equivale

a la experiencia del sentido de la vida. Sólo entonces, “tu mirada será inocente como la

35

Chung-Yung o Doctrina del Medio. Cit. por Alan Watts. El camino del Tao. Barcelona: Kairós, 19915,

p. 85. 36

Tractatus logico-philosophicus, 6.521.

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de un ternero recién nacido y no tratarás de indagar el porqué, las razones de las cosas”

(Chuang Tzu)37

. Pues se comprende íntimamente que la genuina experiencia del sentido

de la vida nunca es el fruto de la indagación en los porqués y en los “paraqués” —sin

que ésta quede necesariamente excluida—; y se comprende igualmente que la carencia

de sentido está enraizada en la creencia, y en la consiguiente sensación ilusoria, de ser

un individuo separado de la realidad, de la totalidad y del fondo de la vida, y que, desde

esta vivencia, es decir, tras haber objetivado la realidad y habernos situado como un

extraño ante ella, la búsqueda de explicaciones, como camino hacia la experiencia del

sentido, es sólo un sustituto vicario y estéril de la confianza básica perdida —una

búsqueda que, en el mejor de los casos, puede proporcionar pasajeramente seguridad

mental, pero nunca confianza metafísica real—.

“No tengo ese sentido de inseguridad que le hace a usted ansiar el conocimiento. Yo soy

curioso, como un niño es curioso. Pero no hay ansiedad que me haga buscar refugio en

el conocimiento. Por lo tanto, no es de mi incumbencia si renaceré o cuánto durará el

mundo. Estas son preguntas que nacen del temor.” (Nisargadatta)38

Quizá tras lo dicho se entienda mejor por qué las siguientes palabras, que,

elegidas aleatoriamente entre un sinnúmero de referencias posibles, resumen una de las

posiciones típicas en nuestra cultura en torno al sentido de la vida, están lejos de reflejar

un sentir universal y están más condicionadas por categorías culturales de lo que de

entrada quizá podríamos advertir:

"No hay misterio en la felicidad. (...) El hombre feliz no mira hacia atrás. Vive el

presente. Y ahí está el problema. El presente nunca puede darnos una cosa: sentido. Los

caminos de la felicidad y del sentido no son los mismos. Para encontrar la felicidad, un

hombre sólo necesita vivir en el instante; sólo necesita vivir para el instante. Pero si

quiere sentido —el sentido de sus sueños, de sus secretos, de su vida—, deberá rehabitar

el pasado, por oscuro que fuere, y vivir para el futuro, por incierto que sea. Así, la

naturaleza pone a bailar delante de nuestros ojos la felicidad y el sentido, y se limita a

urgirnos a que elijamos una de las dos cosas."39

Rubenfeld nos habla de un sentido que se alumbra al enlazar argumentalmente el

pasado y el futuro, que precisa de porqués y de “paraqués” y que equivale, como ya

señalamos, a la interpretación que cada cual hace sobre desde dónde viene su vida y

hacia dónde va y sobre el significado de lo que en ella acontece. Para las visiones que

nos ocupan, hay una experiencia del sentido de la vida mucho más originaria y de

alcance ontológico: la experiencia siempre en presente (un presente que no equivale al

instante) del flujo de la vida; el “desde dónde” y el “hacia dónde” son inquietudes

mentales ajenas a esta experiencia y que sólo las tiene quien carece de ella. Para

Rubenfeld, la felicidad está ligada al instante y es ajena a la experiencia del sentido.

Para las filosofías sapienciales descritas, la felicidad es otro nombre para la experiencia

originaria del sentido, y su tiempo no es el instante asfixiado entre el pasado y el futuro,

a los que excluye, sino el eterno presente, que no se aparta del tiempo, sino que lo

trasciende precisamente porque lo abarca en su totalidad.

3.2 El sentido visible

37

Chuang-tzu, c. 22, p. 105. 38

I Am That, p. 427. 39

Jeb Rubenfeld. La interpretación del asesinato. Barcelona: Anagrama, 20062, p. 13.

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“Toda la naturaleza es artística, porque tiene como un camino y

un sendero para seguir.” (Cicerón)40

Todo lo dicho podría parecer una teoría más sobre el sentido de la vida que, como tal,

puede ser aceptada y rechazada. Y, en efecto, así es. Como afirma el Tao Te King: “El

Tao que puede ser enunciado no es el verdadero Tao” (I). Estas palabras reflejan un

rasgo característico de las filosofías sapienciales, y muy en particular de las filosofías

sapienciales de Oriente: su relativización de las doctrinas teóricas. Para estas

disciplinas, la filosofía en su contenido conceptual no tiene valor en sí misma; su valor

radica en su capacidad para constituirse como un conjunto de sugerencias, instrucciones

o indicaciones que se orientan a posibilitar que cada cual verifique, mediante la

experiencia directa y a través de cierta praxis existencial, la verdad transformadora de

una enseñanza. Para las filosofías sapienciales, sólo donde hay esta experiencia íntima y

directa cabe hablar de conocimiento filosófico real. Es desde esta vivencia desde donde

las palabras sobre el Sentido se iluminan, nunca a la inversa. De hecho, consideradas en

sí mismas constituyen sólo una teoría más, y tan relativa e inadecuada para apresar la

realidad como cualquier otra. Las disciplinas que tienen conciencia de esto último no se

constituyen como sistemas teóricos sobre la realidad última con valor autónomo, sino

ante todo como prácticas filosóficas.

Hemos ahondado en el Sentido invisible tomando como referencias las

intuiciones del Lógos y del Tao. Profundizaremos a continuación en el Sentido visible,

que es el rostro visible y manifiesto del Sentido invisible, acudiendo a otras referencias,

muy en particular al pensamiento estoico (III a. C – III d. C.), heredero de la concepción

heracliteana del Lógos, y a la filosofía de Spinoza (s. XVII), inspirada, a su vez, en la

sabiduría estoica.

Señalábamos que el sentido entendido como dirección, en la expresión “sentido

de la vida”, apunta a la constatación de que todo lo existente se mueve siguiendo una

determinada dirección. Éste, insistimos, es el sentido que aquí nos ocupa, el movimiento

inteligente de la vida, y no los significados basados en creencias o hipótesis teóricas.

En efecto, la única constante en el cosmos es el cambio, pero este cambio no

acontece arbitrariamente sino según ciertos cauces. Así, por ejemplo, cuando plantamos

una semilla sabemos que de ella no va a brotar cualquier cosa sino una planta concreta

cuyo crecimiento va a responder, además, a unas pautas específicas. Cabría decir que

este cauce o dirección viene definido, acudiendo a la terminología aristotélica, por el

paso de la potencia al acto, por la actualización progresiva de las posibilidades internas

latentes en cada realidad.

En otras palabras, si observamos la vida en todas sus manifestaciones, la

existencia en su conjunto y nuestra propia existencia, podemos constatar que la

naturaleza de la vida consiste en anhelar más vida, una vida más intensa y plena. La

vida se revela como un proceso creativo que implica una constante actualización de

formas y posibilidades latentes que pugnan por expresarse y alcanzar un creciente grado

de complejidad. La constante que parece guiar la existencia en todas sus

manifestaciones y órdenes es la de que todo tiende a actualizar el potencial que trae

consigo y a alcanzar su pleno desenvolvimiento. “Cada cosa —sostiene Spinoza en su

Ética— se esfuerza cuanto está a su alcance por perseverar en su ser”, y “el esfuerzo

40

En “Sobre la naturaleza de los dioses”, hablando de Zenón. Los estoicos antiguos. Introd., trad. y notas

de Ángel J. Cappeletti. Madrid: Gredos, 1996, p. 113.

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con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de

la cosa misma”41

. Spinoza denomina a este esfuerzo, que no es otra cosa que la potencia

de obrar que define la esencia de cada realidad, conatus. Los estoicos la denominan

hormé: la fuerza que lleva a los seres vivos a conservarse y a perfeccionar su propia

esencia. El conatus es la dirección visible de la vida. Hablamos, por tanto, no de una

hipótesis teórica, sino de algo directamente experimentable.

“El fin de la vida es el pleno desenvolvimiento. Estamos aquí para realizar nuestra

naturaleza perfectamente.” (Oscar Wilde)42

“El gran principio, el principio dominante (…) es la importancia esencial y absoluta del

desenvolvimiento humano, en su más rica diversidad.” (Wilhelm von Humboldt)43

La vida ya tiene un sentido y una dirección que no son diferentes de la misma

vida. No se trata, por tanto, de que descubramos el sentido y luego nos ajustemos a él

desde más allá de él. El sentido de la vida no es otro que el verdadero sentido y ritmo de

la naturaleza de las cosas.

En este proceso creador cuyo sujeto es la Vida en sentido amplio, el ser humano

tiene una posición peculiar frente a otras formas de vida. El mundo natural expresa

ineludiblemente ese movimiento de la Vida (la tierra gira sobre su propio eje cada día,

la semilla llega a ser un frondoso árbol, el ave quiebra el cascarón en el momento justo,

y ellos no han de hacer nada por sí mismos para lograr tal cosa). Pero el ser humano no

se limita a ser cauce del obrar de la Vida en él, el que le empuja a actualizar todas sus

posibilidades latentes, sino que en virtud de su autoconciencia se sabe partícipe de dicho

movimiento y colabora conscientemente con él. “Sólo al ser racional le ha sido dado

seguir voluntariamente los acontecimientos, pues seguirlos sin más es obligatorio para

todos” (Marco Aurelio)44

. En otras palabras, el ser humano puede crear, crearse a sí

mismo; o, más propiamente, co-crear, pues si bien despliega voluntaria, consciente y

creativamente muchas de sus posibilidades, en ningún caso ha elegido estas últimas,

pues él no es el creador de su propio potencial. La conciencia de su conatus, del sentido

inteligente de la vida en él, especifica al ser humano frente a otras realidades.

Tradicionalmente se ha descrito el potencial que constituye la esencia dinámica

del ser humano como constituido por tres cualidades básicas: energía,

inteligencia/conciencia, amor/bienaventuranza. Como ha descrito Antonio Blay45

, el

aspecto energía se expresa en todo lo que en nosotros es energía vital y psicológica:

ganas de vivir, capacidad combativa, capacidad de defender y afirmar lo que somos,

capacidad de hacer, de llevar a la acción, etc. El aspecto inteligencia se manifiesta en

nuestra capacidad de conocer: de percibir, de pensar (relacionar, abstraer, juzgar), de

intuir, de comprender, de tomar conciencia. De la cualidad esencial amor/felicidad

derivan todas nuestras experiencias y capacidades relacionadas con el sentir: la

capacidad de experimentar placer-displacer sensible, la alegría, el sentimiento de belleza

y armonía, el amor, la beatitud, etc.46

El desenvolvimiento del ser humano sigue, por

41

Ética, III, Prop. VI y VII, pp. 203 y 204. 42

El retrato de Dorian Gray. Madrid: Biblioteca Nueva, 1941, pp. 129 y 130. 43

“De la esfera y de los deberes del Gobierno”. Citado por John Stuart Mill al inicio de su obra Sobre la

libertad. Trad. de Pablo de Azcárate y prólogo de Isaiah Berlin, Madrid. Alianza Editorial, 2005, p. 55. 44

Meditaciones. Introd., trad. y notas de Bartolomé Segura Ramos. Madrid: Alianza editorial, 1999, libro

X, 28, p. 143. 45

Cfr. Ser. Curso de psicología de la autorrealización. Barcelona: Indigo, 1992, cap. 1. 46

Cfr. Ibid. Desde esta perspectiva, sólo tienen sustancialidad las cualidades y los denominados

“defectos” no son más que cualidades deficientemente desarrolladas o cualidades filtradas por ideas

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tanto, un cauce específico definido por las respuestas que le son propias, es decir, por

sus posibilidades y potencias específicas —poderes cognitivos, afectivos y activos—. A

su vez, la actualización de su potencial va acompañada necesariamente por una

conciencia subjetiva de satisfacción, de serena plenitud.

“La alegría es el paso del hombre de una menor a una mayor perfección.”

(Spinoza)47

El término actualización significa que nuestro crecimiento (y la plenitud

subjetiva consiguiente) sigue una dirección muy concreta: de dentro hacia fuera.

Nuestro crecimiento no viene dado por lo que nos pasa, sino por las respuestas activas

que damos ante lo que nos pasa. Significa que nuestra plenitud específica no procede de

lo que tenemos o adquirimos, sino de lo que actualizamos, de lo que somos y

expresamos. Crece nuestra potencia de obrar cuando la ejercitamos de forma activa

situando dentro de nosotros el origen y la meta de nuestros movimientos, cuando

actuamos en lugar de reaccionar. Nuestra comprensión no aumenta porque

incorporemos toda la erudición posible, sino cuando asimilamos dicha información

activamente, cuando ejercitamos nuestra capacidad de ver, de penetrar en el sentido de

las cosas, de pensar por nosotros mismos, de tomar conciencia. Crece y madura nuestra

afectividad no en virtud del amor que recibimos, sino del que damos y expresamos.

Somos activos y dueños de nuestras respuestas cuando tenemos la actitud de

movilizar lo mejor de nosotros mismos, de vivir en acto el potencial que somos, aunque

el exterior no lo justifique ni lo provoque, porque hacerlo es nuestra naturaleza. Sólo

entonces dejamos de ser un eco pasivo del exterior y comenzamos a estar vivos,

despiertos, presentes. La única plenitud existencial real y permanente —la que puede

estar presente incluso en situaciones y circunstancias difíciles y dolorosas— procede de

la conciencia de estar creciendo, afirmando lo que íntimamente somos, de estar

actualizando nuestro potencial. Esta conciencia equivale a la experiencia del sentido de

la vida en el plano existencial.

Para la filosofía estoica, si bien los bienes exteriores y los bienes del cuerpo no

siempre dependen de nosotros, sí dependen en toda circunstancia de nosotros las

respuestas que damos ante las situaciones externas o internas. Esta capacidad de

sobreponernos a lo dado y de ser dueños de las respuestas activas que damos ante ello

está garantizada por la presencia del Lógos en nosotros, por nuestra prohaíresis

(albedrío) o hegemonikon (principio rector), aquello “que se despierta a sí mismo, se

encauza y se hace a sí mismo como quiere ser; el que hace que todo lo que acontece le

aparezca como él quiere” (Marco Aurelio)48

. Incluso en medio de las situaciones

objetivamente más difíciles y limitadas siempre podemos hallar en nuestro más íntimo

centro un espacio de libertad y de poder incoercibles que nos permite ser dueños de la

actitud que adoptamos ante dichas situaciones y que nos permite dar ante las mismas

una respuesta actualizadora y creadora.

“¿Se puede, entonces, sacar provecho de esto? De todo. ¿Y también del que insulta? Sí.

¿Cuánto aprovecha el entrenador al atleta? Muchísimo. Pues el que me insulta se vuelve

entrenador mío; entrena mi capacidad de aguante, mi docilidad, mi mansedumbre. (...)

Si alguien me entrena en la docilidad, ¿no me aprovecha? (...)

inadecuadas. Por ejemplo, “el odio es una inclinación a desechar algo que nos ha causado un mal”

(Spinoza. Tratado breve. Trad., prólogo y notas de Atilano Domínguez. Madrid: Alianza Editorial, p.

113). Es una cualidad —el impulso autoafirmativo de nuestro conatus, que nos conduce a buscar nuestro

bien— expresada como odio a causa de los juicios erróneos, pues, como sostiene Spinoza, tal odio jamás

hubiera surgido si se conociera la naturaleza del verdadero bien. 47

Ética, III, Prop. LIX, p. 263. 48

Meditaciones, libro VI, 8, p. 78.

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¿Un mal vecino? Para sí mismo, pero para mí bueno. Entrena mis buenos

sentimientos, mi ecuanimidad. ¿Un mal padre? Para sí, pero para mí bueno. Esto es la

varita de Hermes: ‘Toca lo que quieres —dice— y se convertirá en oro”. No, sino:

‘Venga lo que quieras y yo lo convertiré en un bien.’” (Epicteto)49

La felicidad, que es el fin último del ser humano, no consiste —sostiene

Aristóteles en su Ética a Nicómano— ni en el placer, ni en la riqueza, ni en los honores,

ni en la fama, ni en el poder, ni en ningún bien exterior, ni en algún bien del cuerpo,

sino en la operación o actividad humana conforme a su naturaleza específica, en la

actualización de sus potencias propias, entre las cuales el noûs, lo que hay “de más

divino en él”, ocupa el lugar privilegiado.

Spinoza describe esta tendencia universal hacia la felicidad o hacia lo que cada

cual juzga como bueno, afirmando que “el deseo de vivir felizmente, o sea, de vivir y

obrar bien, etc., es la misma esencia del hombre, es decir, el esfuerzo que cada uno

realiza por conservar su ser”50

; un esfuerzo que es efectivo y actualizador, que permite

el desenvolvimiento de nuestra naturaleza propia, cuando está guiado por lo que

especifica a esta última, la Razón, pues, como veremos, “las acciones del alma se siguen

sólo de las ideas adecuadas, y el alma sólo es pasiva porque tiene ideas inadecuadas”51

.

Todo ser humano tiende a su autoafirmación y plenitud ontológicas. Esta es la

dirección de la vida en él. Al afirmar esto introducimos en la consideración del sentido

existencial la causa final. Pero se trata de una causa final que, si bien define una

dirección, no implica proyectar en el futuro la experiencia del sentido, pues el

crecimiento vivenciado subjetivamente como plenitud es el movimiento activo de la

vida en el presente. Sólo cabe vivir y obrar bien ahora52

. El fin del crecimiento es

crecer. El fin de la vida es vivir.

“Si alguien durante mil años preguntara a la vida: “¿Por qué vives?”... ésta, si fuera

capaz de contestar, no diría sino: “Vivo porque vivo”. Esto se debe a que la vida vive de

su propio fondo y brota de lo suyo; por ello, vive sin porqué, justamente porque vive para

sí misma. Si alguien preguntara entonces a un hombre veraz, uno que obra desde su

propio fondo: “¿Por qué obras tus obras?”... él, si contestara bien, no diría sino: “Obro

porque obro.” (Maestro Eckhart)53

Esta búsqueda universal del propio bien, esta tendencia a la autoafirmación

ontológica, trasciende el dilema ficticio entre egoísmo y altruismo. “El supremo bien de

los que siguen la virtud es común a todos, y todos pueden gozar de él igualmente”

(Spinoza)54

. Pues el impulso autoafirmativo se torna necesariamente inclusivo cuando

se comprende vivencialmente que el genuino bien del otro no puede colapsar con

nuestro verdadero bien, desde el momento en que este último depende únicamente de

nuestras respuestas activas, y, más aún, cuando se comprende que nuestro supremo bien

es común y difusivo, pues el aislamiento ontológico es una ficción. El aumento de la

propia capacidad de obrar es indisociable del aumento de la capacidad de amar, de la

capacidad de otorgar a los demás el espacio en que ellos también puedan florecer.

49

Disertaciones por Arriano. Trad., introd. y notas de Paloma Ortiz García. Madrid: Gredos, 1995, Libro

III, XX, pp. 314-315. 50

Ética, IV, Prop. XXI, p. 310. 51 Spinoza. Ética, III, Prop. III, p. 202. 52

“Nadie se esfuerza por conservar su ser a causa de otra cosa”. Spinoza. Ética, IV, Prop. XXV, p. 312. 53

Tratados y Sermones. Trad., introd. y notas de Ilse M. De Brugger, Barcelona: Edhasa, 1983, pp. 307 y

308. 54

Ética, IV, Prop. XXXVI, p. 323.

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El sentido de la vida y la dinámica real de la vida son idénticos. Por eso sólo

cuando nos alineamos con la dinámica de la vida tenemos la experiencia positiva de

dicho sentido. Ahora bien, dado que este sentido está siempre presente, puesto que

“aquello de lo que uno puede desviarse no es el Tao” (Chung Yung), también la

experiencia del sinsentido ha de ser necesariamente una manifestación del sentido de la

vida. Y así es. La propia insatisfacción y el sufrimiento humanos son una constatación

de que hay en nosotros una suerte de movimiento inteligente que avanza en una

determinada dirección, que nos orienta hacia nuestra plenitud y que se expresa en el

lenguaje de la insatisfacción o del sufrimiento cuando ese avance se frena. La

experiencia dolorosa del sinsentido es, paradójicamente, una experiencia del sentido,

pues es un signo de que la demanda de este último es intrínseca a nuestra constitución.

La tristeza, la insatisfacción y carencia de sentido, lejos de ser expresión del sinsentido

de la vida, son una manifestación de la dirección inteligente que hay en ella, de nuestro

impulso hacia la felicidad. El anhelo de sentido es la expresión del Sentido. El

sufrimiento es un eco en nuestra vida psíquica de la voz del Lógos, del Sentido de la

vida, una manifestación inequívoca de su inteligencia. Este sentido, de nuevo, no es

algo abstracto, una mera hipótesis teórica, sino una vivencia concreta y sentida —

aunque con frecuencia no reconocida— con la que estamos en contacto directo de

continuo.

4. El sentido subjetivo de la vida

“La felicidad es el buen decurso de la vida.” (Zenón)

55

Hemos visto que el sentido de la vida coincide con la dirección que define la tendencia

al crecimiento intrínseca a toda realidad, y que, dado que la vida ya tiene un sentido, es

cuando sintonizamos con el movimiento de la vida en nosotros y coincidimos con él

cuando tenemos la experiencia positiva de dicho sentido.

Apuntamos también cómo las tradiciones sapienciales comparten con buena

parte de la sensibilidad contemporánea que los significados y propósitos pertenecen a la

esfera subjetiva.

“Para Zeus todo es bello, bueno y justo; los hombres, por el contrario, tienen unas cosas

por justas y otras por injustas.” (Heráclito, fr. 102)

“Si se las ve desde el punto de vista del Tao, en las cosas no existe la diferencia entre lo

precioso y lo vil; mirándolas desde el punto de vista de las mismas cosas, cada cosa se

tiene a sí por preciosa y a las demás por viles; mirándolas desde el punto de vista del

sentir mundano, lo precioso y lo vil no están en las cosas mismas [están en la valoración

que se hace de ellas].” (Chuang Tzu)56

En efecto, estamos en cada momento interpretando y significando nuestra

experiencia, unas atribuciones de significado que dependen de nuestras concepciones

sobre lo que sea bueno o malo, valioso o carente de valor, deseable o indeseable. El

mundo humano no es un mundo de hechos brutos, neutros, sino un mundo de

atracciones y repulsiones, un mundo interpretado, sentido, valorado. Utilizo

habitualmente la expresión “filosofía operativa” para apuntar a la filosofía que subyace

55

Citado por Clemente de Alejandría. Los estoicos antiguos, p. 118. 56

Chuang-Tzu, c. 17, 4, p. 116.

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a —y se encarna en— nuestro modo de vivir y de ver, la que explica por qué hacemos

unas cosas y no otras, por qué buscamos unas situaciones y huimos o pasamos por alto

las contrarias, por qué nos motivamos, nos desmotivamos, nos alegramos, nos

entristecemos o experimentamos frustración, por qué algo nos atrae o nos contraría, etc.

Esta filosofía operativa, latente en nuestro modo de interpretar y de valorar cada acto y

cada situación, y que se evidencia en nuestras conductas y emociones habituales, no

siempre coincide con nuestra filosofía teórica, con lo que creemos pensar sobre esto o lo

otro o con los valores que decimos sostener.

Desde este supuesto, cabe denominar sentido subjetivo de la vida a la dirección

concreta que sigue la vida de cada cual en función de los significados que atribuye a los

distintos hechos, situaciones y experiencias. Esta dirección se descubre al observarnos

vivir y al advertir que suelen ser siempre las mismas las cosas que nos ilusionan y

desilusionan, las que nos dan energía o nos la quitan, las que nos llevan a hacer o a no

hacer; al advertir en nuestro modo de tratar a los demás, en nuestros anhelos y temores,

esquemas recurrentes. Cada cual otorga, por tanto, una dirección o un sentido particular

a su vida, un perfil singular, en el que se dibujan patrones y consignas reconocibles

(intentar demostrar que soy o que no soy algo, conseguir esto o lo otro, evitar el

esfuerzo o el conflicto, etc.).

De esta filosofía latente y encarnada en nuestro funcionamiento cotidiano, de

nuestras interpretaciones y atribuciones de significados —señalábamos—, depende en

buena medida el que juzguemos algo como positivo o negativo, como valioso y

significativo o como carente de valor. De esto se deriva, a su vez, que con frecuencia

vivenciamos algo como negativo o carente de sentido únicamente debido a nuestro

empeño en que las cosas sean como queremos que sean, y no como son; lo juzgado

como negativo no lo es en sí, sino sólo en función de nuestra forma particular de

interpretar y significar la realidad.

Y es que si bien otorgamos una dirección concreta a nuestra vida, esta última,

como hemos venido viendo, tiene ya un sentido y unos ritmos propios, de modo que si

el sentido particular que pretendemos asignarle no respeta ni se ajusta a su sentido

objetivo, habrá sufrimiento, frustración y un sentimiento de falta de realización. Dicho

de otro modo, si nuestra visión de las cosas y nuestras concepciones sobre lo que sea

aceptable o inaceptable son inapropiadas, nos eludirá la experiencia efectiva del sentido,

del ajuste con lo que es. Sentiremos que la vida es absurda o nos maltrata, cuando lo

único errado es nuestra propia visión, nuestras propias concepciones sobre lo bueno y lo

malo, lo razonable o lo irracional:

“Lo único insoportable para el ser racional es lo irracional, pero lo razonable se puede

soportar: los golpes no son insoportables por naturaleza. ¿De qué manera? Mira cómo:

los lacedemonios son azotados porque han aprendido que es razonable. ¿No es

insoportable ahorcarse? Pero cuando alguien siente que es razonable, va y se ahorca.

Sencillamente, si nos fijamos, hallaremos que nada abruma tanto al ser racional como lo

irracional y, a la vez, nada le atrae tanto como lo razonable. Mas cada uno experimenta

de modo distinto lo razonable y lo irracional, igual que lo bueno y lo malo y que lo

conveniente y lo inconveniente. Ésa es la razón principal de que necesitemos la

educación, que aprendamos a adaptar de modo acorde con la naturaleza el concepto de

razonable e irracional a los casos particulares.” (Epicteto)57

Nuestros anhelos nos vienen dados, nuestras demandas profundas nos vienen

dadas. Tenemos necesidades —inclinaciones afectivas, una necesidad de comprender y

57

Disertaciones por Arriano, I, II, pp. 60 y 61.

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de saber a qué atenernos, de autoexpresión creativa, etc.— que no hemos elegido. Todo

ello es un reflejo de la dirección de la vida en nosotros. No somos, por tanto, libres de

querer cualquier cosa ni de que nos haga feliz cualquier cosa. Y el empeño en ser felices

de modos no acordes a nuestras exigencias profundas —por ejemplo, eludiendo una

vida interiormente activa y esperando que sea lo externo (cosas, personas y situaciones)

lo que nos otorgue nuestra plenitud—, tarde o temprano trae consigo insatisfacción o

sufrimiento. Esto implica poner límites al constructivismo extremo postmoderno. Los

significados son construidos, sí, pero la realidad tiene sus exigencias. Y si bien hay un

margen inagotable para la creatividad, para la creación de un modo propio de vivir

acorde a nuestra singularidad y a nuestras preferencias, esta creación tiene sus límites.

Esto último es algo difícil de advertir cuando se ha eliminado de la realidad todo sentido

intrínseco (al hacer equivaler sentido con significado), y cuando nos creemos separados

de ella y de otra naturaleza que ella.

5. Vivir conforme a la naturaleza o el ajuste del sentido subjetivo al sentido

objetivo de la vida

"Nuestro soberano interior, cuando es conforme a la

naturaleza, tiene ante los acontecimientos una actitud tal

que siempre se adapta fácilmente a lo dado." (Marco

Aurelio)58

Si bien todos tendemos universal e ineludiblemente al bien, nuestros juicios sobre lo

bueno son divergentes y pueden ser errados. Es preciso, por tanto, que la filosofía de

cada cual, la que le permite comprender, interpretar y significar su realidad, posibilite el

ajuste del sentido subjetivo de su vida a su sentido objetivo, que no dé lugar a la

pretensión de introducir cambios en nuestra vida que vayan en contra del sentido y del

ritmo de las cosas, que nos enseñe a aceptar la vida tal como es, a respetar las demandas

propias de cada realidad y nuestras propias demandas. Vivir conforme a la naturaleza —

una expresión que resume uno de los objetivos de las filosofías sapienciales— precisa,

por tanto, como nos decía Epicteto, educación, en concreto, de nuestras concepciones

sobre el bien y el mal.

5.1 Lo que depende y lo que no depende de nosotros

Los filosóficos estoicos ofrecen con este fin una pauta tan sencilla como práctica.

Establecen, como ya mencionamos, una diferencia decisiva entre “lo que depende de

nosotros” —lo que depende del Principio rector, es decir, aquello que en ningún caso

nos puede ser arrebatado y que se resume en el uso correcto de las representaciones, en

nuestra capacidad de interpretar y significar la realidad de un modo u otro, en nuestros

juicios sobre el bien y sobre el mal59

— y “lo que no depende de nosotros” —todo lo

58

Ibid, IV, 1, p. 49. 59

Matizo en este punto que me aparto de las interpretaciones habituales de la filosofía estoica que la

consideran una filosofía voluntarista e individualista. Considero, de hecho, que en la línea de tantas otras

filosofías sapienciales, cuestiona la concepción convencional del libre arbitrio. Para los estoicos, la

libertad del Principio rector es pura y exclusivamente la libertad del Lógos, su irreductibilidad a lo dado.

A su vez, el Principio rector es fuente de discernimiento y capacidad de asentir o no a las

representaciones, pero en un mismo acto, y no como si el entendimiento y la voluntad fueran dos

facultades distintas, es decir, como si fuera posible comprender bien y actuar mal. Spinoza sostiene, en

esta línea, que “en el alma no se da ninguna volición, en el sentido de afirmación o negación, aparte de

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demás: la fama, la aprobación ajena, la salud, la riqueza, la suerte de nuestros seres

queridos, etc.—. Y es que si bien los hechos y situaciones de nuestra vida dependen de

nosotros en grado variable, lo que siempre está en nuestra mano es cómo interpretemos

y signifiquemos esos hechos y situaciones y, por tanto, el tipo de relación que

establezcamos con ellos, la actitud con que los afrontemos. Según Epicteto, aquello que

no depende de nosotros es, desde un punto de vista ético, indiferente, no merece ser

calificado de bien o de mal; abarca, sin duda, hechos o estados preferibles o indeseables,

pero que no tienen la capacidad de afectar a nuestro Principio rector, que no son capaces

de tornarnos mejores o peores seres humanos, y sólo aquello que puede incumbir a la

parte más noble del ser humano merece el calificativo de verdadero bien o de verdadero

mal.

“(...) la divinidad hizo a todos los hombres para ser felices, para vivir con equilibrio.

Para eso nos dio recursos, entregando a cada uno unos como propios y otros como ajenos.

Los que pueden ser impedidos y arrebatados y los coercibles no son propios, y son

propios los libres de impedimentos. Pero la esencia del bien y del mal, como convenía que

lo hiciera quien se preocupa de nosotros y nos guarda paternalmente, reside en los

propios.” (Epicteto)60

El sentido subjetivo de la vida concuerda con su sentido objetivo, por tanto,

cuando elegimos conscientemente situar nuestro bien incondicional sólo en aquello que

depende de nosotros. Cuando así lo hacemos descubrimos que para lo que

esencialmente somos no existen los obstáculos, que ante todo podemos dar una

respuesta activa y creadora, que todo puede convertirse en una ocasión de crecimiento

íntimo, que nada nos impide actualizar nuestra humanidad, afirmarnos ontológicamente;

que podemos, por ejemplo, sentirnos acosados, pero no necesariamente destruidos, por

la enfermedad, por la calumnia, por las pérdidas…, que podemos incluso convertirlas en

un triunfo interior.

“En esto consiste la educación: en aprender a querer cada una de las cosas tal y

como son” (Epicteto)61

. Dejamos de adaptar a los casos particulares de un modo acorde

con la naturaleza el concepto de lo razonable e irracional cuando yerra nuestro

discernimiento acerca de lo que depende o no depende de nosotros y cuando juzgamos

como intrínsecamente bueno o malo lo que no depende de nosotros. Estos errores de

juicio están presente cuando, por un exceso de pasividad y una falta de confianza en la

presencia del Lógos en nosotros, olvidamos que nada puede vencer al albedrío, que

siempre podemos sobreponernos a lo dado y dar una respuesta actualizadora ante ello; o

cuando pretendemos controlar desordenadamente lo que no depende de nosotros,

olvidando que este control tiene sus límites y que, ante estos últimos, la única actitud

activa posible es la aceptación.

La actitud interiormente activa —la disposición a vivir en acto el potencial que

somos— y la aceptación de lo inevitable —de los aspectos irrevocables de la existencia,

aquella que está implícita en la idea en cuanto que es idea” (Ética, II, Prop. XLIX, p. 177). Es decir, no

hay tal cosa como una voluntad autónoma que niegue o afirme lo verdadero y lo falso, sino que la

naturaleza de la idea (que sea clara y distinta, confusa, etc.) determina necesariamente nuestra afirmación

(en la forma de certeza o de carencia de duda sin certeza), nuestra negación o nuestra abstención de

juicio. Por eso afirma Spinoza más adelante que: “La voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo”

(Ética, II, Prop. XLIX, p. 179). La voluntad es la facultad de afirmar o negar, de asentir o no a una idea,

un asentimiento que está implícito en la idea en cuanto tal. Ésta es también la base del mal llamado

“intelectualismo socrático”: el mal es, en último término, ignorancia. 60

Disertaciones por Arriano, III, XXIV, p. 343. 61

Disertaciones por Arriano, I, XII, p. 97.

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entre ellos, el pasado y el presente tal y como se está manifestando— alumbran la

experiencia positiva del sentido de la vida. La aceptación así entendida no equivale a la

resignación, a dejar de intentar cambiar lo que puede ser cambiado; no requiere que nos

guste lo aceptado, ni exige la renuncia a nuestras preferencias por ciertas condiciones

frente a otras ni al esfuerzo por hacerlas prevalecer; equivale, eso sí, al abandono de la

creencia de que sólo una de esas condiciones debería existir, al abandono de la

exigencia de que la realidad sea de una determinada manera, la que se corresponde con

nuestras ideas sobre cómo deberían ser las cosas. El sufrimiento psicológico y la

experiencia del sinsentido no radican en el dolor físico o anímico, que es un aspecto

ineludible de la existencia; se sostienen en la creencia “esto no debería ser como es”, en

la lucha con la realidad, la única batalla que siempre está perdida de antemano.

“No pretendas que los sucesos sucedan como quieres, sino que quiere los sucesos como

suceden y vivirás sereno.” (Epicteto)62

“La esencia de la sabiduría es la total aceptación del momento presente, la armonía con

las cosas en el modo en que suceden. Un sabio no quiere que las cosas sean distintas de

como son; él sabe que, considerando todos los factores, las cosas son inevitables. Es

amigo de lo inevitable y, por lo tanto, no sufre. Puede que conozca el dolor, pero éste no

lo alterará. Si puede, hará lo necesario para restablecer el equilibrio perdido, o dejará

que las cosas sigan su curso.” (Nisargadatta)63

La aceptación de lo inevitable madura cuando, de ser una simple constatación del

sinsentido de negar lo que es, da paso a una serena confianza en el fondo de la realidad

y, más aún, a una gratitud maravillada ante la inteligencia rectora de la vida, ante el

orden natural de las cosas y sucesos. En esta actitud culmina la esencia de la vida

filosófica: el ajuste lúcido con “lo que es”.

“A la Naturaleza, que da y que quita todo, el que está instruido y es discreto dice: ‘Dame

todo lo que quieras; quítame lo que quieras’. Esto lo dice sin animosidad contra ella, sino

sólo obedeciéndola y teniéndole buena fe.” (Marco Aurelio)64

“No tenemos la potestad absoluta de amoldar según nuestra conveniencia las cosas

exteriores a nosotros. Sin embargo, sobrellevaremos con serenidad los acontecimientos

contrarios a las exigencias de nuestra utilidad, si somos conscientes de haber cumplido

con nuestro deber, y de que nuestra potencia no ha sido lo bastante fuerte como para

evitarlos, y de que somos una parte de la naturaleza total, cuyo orden seguimos. Si

entendemos eso con claridad y distinción, aquella parte nuestra que se define por el

conocimiento, es decir, nuestra mejor parte, se contentará por completo con ello,

esforzándose por perseverar en ese contento. Pues en la medida en que conocemos, no

podemos apetecer sino lo que es necesario, ni, en términos absolutos, podemos sentir

contento si no es ante la verdad. De esta suerte, en la medida en que entendemos eso

rectamente, el esfuerzo (conatus) de lo que es en nosotros la mejor parte concuerda con el

orden de la naturaleza entera.” (Spinoza)65

5.2 La noción filosófica de providencia

62

Manual, en Tabla de Cebes. Musonio Rufo: Disertaciones, Framentos menores. Epicteto: Manual,

Fragmentos. Trad., introd. y notas de Paloma Ortiz García. Madrid: Gredos, 1995, 8, p. 187. 63

I Am That, p. 270. 64

Ibid, X, 14, p. 140. 65

Ética, IV, c. XXXII, p. 379.

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23

“Todo se me acomoda lo que a ti se acomoda. ¡Oh, Cosmos!

Nada me llega tarde, nada demasiado pronto, si llega a punto

para ti.” (Marco Aurelio)66

Las filosofías sapienciales siempre han invitado a la aceptación serena de lo inevitable,

una actitud que se sustenta en la confianza en la inteligencia rectora de la vida. De

hecho, esta aceptación no es posible sin confianza. Si creemos que las cosas y procesos

de la vida no tienen inteligencia propia, sentiremos que sin nuestro control están

abocadas al sinsentido y al caos y no podremos dejar de manipular a los demás, a la

realidad y a nosotros mismos. Esta confianza arraiga, por tanto, en la intuición del

Lógos, del Tao, del dharma67

, del Sentido de la vida como un proceso intrínsecamente

inteligente.

La intuición del Lógos está en la base, a su vez, de la noción filosófica de

providencia (prónoia), presente en la filosofía antigua y desarrollada particularmente

por Sócrates, Platón y la tradición estoica. Esta noción apunta al cuidado del Lógos,

expresa la convicción de que la Naturaleza procura a todas las cosas vivientes los

medios para conservarse, para hacerse con lo que es conveniente para ellas, para

satisfacer su función propia, de modo que puedan alcanzar su fin individual y, a la vez,

vivir en armonía y conformidad con el todo.

Aplicada al mundo humano, esta noción parece ingenua y problemática y

despierta objeciones análogas a las que pone Séneca en boca de Lucilio en su diálogo

“Sobre la providencia”: “Me preguntaste, Lucilio, por qué, si la providencia rige el

mundo, suceden algunas desgracias a los hombres buenos”68

. Las guerras, las

injusticias, la pobreza, el hambre, las vidas sumidas en el sufrimiento y en el sinsentido,

especialmente las de los justos e inocentes, no parecen evidenciar dicho cuidado

providente. Estas objeciones siguen siendo vigentes y son la réplica habitual ante la

concepción más generalizada de la providencia, la asociada a una concepción

antropomórfica de lo divino, la de un padre bondadoso que vela por cada una de las

criaturas y atiende las peticiones de los seres humanos, hasta el punto de que éstas

pueden cambiar su Voluntad, y que únicamente permite los llamados “males” (la

injusticia, la enfermedad…) para que obtengamos de ellos mayores bienes. Pero la

noción filosófica de “providencia”, en particular la concepción estoica de la misma,

tiene otra naturaleza bien distinta. Según esta última concepción, decíamos, el Lógos —

que no es una Voluntad disociada de nosotros, sino nuestro más íntimo sí mismo—

garantiza que podamos vivir en conformidad con nuestra naturaleza y función propias y

que podamos alcanzar nuestro fin individual. Ahora bien, nuestra naturaleza propia y

específica es el Principio rector. Nuestro fin individual, a su vez, consiste en vivir en

conformidad con nuestra naturaleza; radica, pues, en la virtud, no en la mera auto-

conservación biológica. La providencia del Lógos se manifiesta en la vida humana, por

tanto, en que, si vivimos en armonía con el Principio rector, es decir, si situamos el bien

y el mal en lo que depende de nosotros, podremos vivir serenos y libres y no habrá

motivos para reprochar nada a la vida. Radica en la confianza de que:

66

Meditaciones, IV, 23, p. p. 54. 67

Dharma es un término sánscrito que significa “orden natural”, “orden eterno” o ‘realidad’, aquello que,

oculto, sostiene todo. Su raíz significa ajustar, sostener, soportar, mantener unido. El dharma es lo que

sostiene y mantiene unido el cosmos, lo que posibilita la armonía cósmica. El término dharma también

alude al modo de obrar de cada ser prescrito por su naturaleza, y a la rectitud y virtud, que es la

colaboración humana activa en el mantenimiento del orden cósmico. 68

Diálogos I. Edición bilingüe. Introd., trad y notas de Antonio Cursi. Buenos Aires: Losada, 2007, p.

215.

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24

“El ánimo no puede estar nunca en el destierro, pues es libre y pariente de los dioses

(…) Este pequeño cuerpo (…) es zarandeado de una lado a otro; en él aparecen las

torturas, los hurtos, las enfermedades. En lo que respecta al ánimo en sí, es inviolable y

eterno, y no existe mano que pueda golpearlo.” (Séneca)69

El cuidado del Lógos en el que Epicteto confiaba no le evitó ser esclavo,

humillado, cojo y desterrado, pero se manifestó en que nada de eso le impidió vivir

“cantando un himno a la divinidad” (“¿Qué otra cosa puedo hacer yo, un anciano cojo,

más que cantar un himno a la divinidad?”70

). No libró a Sócrates de la calumnia y de la

condena injusta, pero se reflejó en su vida en que nada de ello minó su libertad interior y

su contento íntimo. Ésta es la naturaleza del cuidado del Lógos cuando nos alineamos

conscientemente con él, con su Curso en nosotros.

“Nunca harás reproches a la divinidad ni le reclamarás el despreocuparse de ti si no te

apartas de lo que no depende de nosotros y pones el bien y el mal sólo en lo que

depende de nosotros. Porque si supones que algo de aquello es un bien o un mal, es de

toda necesidad que hagas reproches y odies a los causantes cuando falles en lo que

quieres y vayas a dar en lo que no quieres. Pues todo ser vivo es de ese natural: rehuir y

apartarse de lo que le parece perjudicial y de sus causas e ir en busca de lo beneficioso y

sus causas y admirarlo.” (Epicteto)71

6. Conclusión

“Ha sido el hombre quien ha inventado la idea de fin;

pues en realidad no hay finalidad alguna.”

(Nietzsche)72

La sensibilidad contemporánea tiende a negar la existencia de sentidos objetivos y

absolutos, es decir, de un significado esencial (el significado de “todo”); se considera

que sólo cabe hablar de significados existenciales, aquellos que hacen que, para cada

cual, algo resulte significativo. Desde el punto de vista de las filosofías sapienciales, no

hay, en efecto, un significado esencial, objetivo y absoluto, pero sí hay un Sentido

objetivo cuya vivencia es máximamente significativa y valiosa —pues equivale, de

hecho, al contacto con la fuente ontológica de todo lo significativo y valioso—.

Nuestros significados subjetivos pueden ocultar dicho Sentido o bien revelarlo y

encauzarlo, pero en ningún caso crearlo.

Hemos distinguido, pues, entre la experiencia del Sentido en el nivel esencial y

en el nivel existencial. La primera es la experiencia del Ser, del Sentido de la Vida,

como nuestra realidad originaria, plena en sí misma en el presente atemporal y que, por

tanto, no necesita subordinarse a nada extrínseco, fines, razones o propósitos;

totalmente autojustificada y, por ello, fundamento de toda justificación y porqué

relativos. El sentido existencial, a su vez, es la expresión dinámica del Sentido: la

plenitud que se posee en perfecta simultaneidad en el ahora atemporal, se expresa en el

tiempo como un proceso de actualización y de consecución de dicha plenitud. Estos dos

69

“Consolación a Helvia”, en Escritos Consolatorios. Introd., trad. y notas de Perfecto Cid Luna. Madrid:

Alianza editorial, 1999, p. 132. 70

Disertaciones por Arriano, libro I, XVI, p. 106. 71

Manual, 31, p. 200. 72

Nietzsche, El Ocaso de los ídolos. Cómo se filosofa a martillazos. Trad. de Francisco Javier Carretero

Moreno. Madrid: M. E. Editores, 1993, p. 81.

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25

puntos de vista, lejos de ser contrarios, son los dos rostros, invisible e visible, de un

único sabor, el del sentido de la vida, allí donde se comprende vivencialmente que la

sede del devenir es la plenitud del ser, que la sede del tiempo es la atemporalidad, que

podemos, por tanto, estar en el devenir sin ser de él. Sólo así la existencia deja de

percibirse como un proceso enajenado que busca su sentido en un futuro siempre

elusivo, para pasar a constituir la expresión de la plenitud que en nuestro más íntimo

fondo ya somos.

Precisamente en la síntesis de ambos puntos de vista, no procesual y procesual,

radica la esencia de todo proceso creativo: cada instante del mismo es un fin en sí,

perfectamente satisfactorio y total, que no se subordina ni adquiere sentido en función

del resultado final, aunque la mirada no creadora circunscrita al espacio y al tiempo sólo

advierta ahí una actividad procesual e intencional que busca su fin fuera de sí, sin

sospechar que la plenitud buscada es ya y lo es en cada instante de la misma.

Se puede entender ahora por qué buena parte de las metafísicas y cosmologías

tradicionales coinciden en afirmar que la acción creativa por excelencia es la acción

misma de lo real. La acción del Ser, del Fundamento de lo existente, no busca fuera de

sí su plenitud —pues nada queda fuera del Ser—; es la expresión de su incontenible

autosuficiencia. Es una acción, por lo tanto, “sin porqué”, como afirma el Maestro

Eckhart y Angelo Silesio; o, como sostiene Sânkara, sin referencia a ningún propósito.

Esta acción “sin porqué”, si hubiera que expresarla mediante algunas analogías de

nuestro mundo relativo, éstas sólo podrían ser las de la “creación artística” y el “juego”,

en tanto que actividades absolutamente gratuitas y autojustificadas. De aquí que ambas

metáforas hayan sido utilizadas en numerosas tradiciones metafísicas de Oriente y

Occidente para aludir a la actividad propia del Ser, la que compete a su naturaleza. En la

tradición vedânta de la India, por ejemplo, se describe metafóricamente la acción de lo

Supremo como mero deporte, juego o expresión dramática: Brahma crea, conserva y

destruye los mundos como expresión y goce de su propia naturaleza creativa, sin

referencia a ningún propósito, y de forma tan natural como el hombre espira e inspira.

El mundo es, para esta tradición, la interminable expresión del artista embriagado por el

éxtasis de su propia creatividad sin fin. Por eso, el secreto del Universo —dirá

Aurobindo— es la alegría pura del Niño que juega. Ya en nuestra tradición afirmaba

Heráclito —con unas palabras que retomará Heidegger—: el Ser es un niño que juega.

De aquí que, también para estas tradiciones metafísicas, la plenitud subjetiva del

ser humano coincida con su capacidad de reconocer dentro de sí, y de encauzar, esta

actividad de auto-expresión que no tiene más meta que sí misma. La actitud que

posibilita la íntima realización metafísica coincide, por lo tanto, con la del artista puro:

aquel que, cuando crea, es uno con su obra y para el que cada instante del proceso

creador es un fin en sí mismo, plenamente satisfactorio y total, que en ningún caso se

subordina o adquiere sentido en su referencia al producto final. Para el genuino artista,

la técnica ha de culminar en el olvido de dicha técnica, y en el olvido, por consiguiente,

de sí mismo en tanto que “hacedor” de la obra. Sólo entonces —cuando la persona se

hace transparente en cuanto tal— es cuando, en expresión de Whistler, “Arts happen”

(el arte sucede); y sucede como parte del mismo “acontecer” de lo existente, es decir,

como co-creación metafísica que encauza el Sentido de la vida, la acción creadora del

Ser. Si, como afirmaba Simone Weil, “el genio real no es otra cosa que la virtud

sobrenatural de la humildad en el dominio del pensamiento”73

, cabría decir que el genio

en el vivir coincide con la máxima expresión de la humildad en el dominio del

pensamiento y de la acción.

73

“La persona y lo sagrado”, Revista Archipiélago: cuaderno de crítica de la cultura, nº 43, p. 92.

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26

“Se actúa lo que se ve y se siente, se pone en práctica no el capricho de una voluntad

autónoma, sino la inspiración que surge de las entrañas mismas del Ser cuando el

hombre obedece, esto es, oye los latidos puros de su corazón. Y es actuando, como él

mismo se sorprende creando, co-creando, puesto que él no sabe qué hay en el Abismo,

quién habita en las profundidades del Ser. La creación es tan de la Nada que no hay

telos, no hay modelo, ni siquiera ideal, no hay causa final. “Die Rose ist ohne Warum!”.

Este sería el sentido profundo de la contemplación: se escucha, se actúa y se crea al

mismo tiempo y en un solo acto.”74

Esta visión está muy alejada de la que propicia nuestro contexto cultural. Éste

nos ha habituado a asociar la experiencia del sentido de la vida a la consecución de una

misión especial asociada a la importancia individual y a la orientación hacia el logro

futuro. Propicia el apego a metas, ideales y esperanzas, a las que se subordina buena

parte de la acción presente. Se exalta la esperanza y las religiones ofrecen un consuelo

sustentado en ella. Para muchos, el sentido de la existencia sólo se alumbra en la

orientación a un telos futuro; un telos que, ante el colapso de la muerte, se proyecta en

un más allá histórico o supraterrenal.

Las filosofías sapienciales no niegan lo evidente: que la existencia humana en el

tiempo se proyecta estructuralmente hacia el futuro o, como sostenía Ortega, que “la

vida es futurición”75

. Pero nos recuerdan que esta proyección y el devenir en su

conjunto descansan en el seno de un eterno presente, en el presente de nuestra Presencia

consciente, intocada por el movimiento mental de la rememoración y la anticipación;

nos recuerdan que es propio del ser humano estar en el devenir sin ser de él, actuar

teniendo en cuenta el pasado y el futuro sin por ello instrumentalizar el momento

presente, sabiendo que el ahora eterno es la sustancia del tiempo, y la libertad creativa,

la fuente y matriz de todo devenir causal. Tampoco niegan la conveniencia psicológica

de proyectarse alentadoramente en el futuro, pero advierten que la vivencia del sentido

que esta orientación propicia no equivale a la experiencia más originaria del sentido de

la vida. Las metas individuales y colectivas son indispensables, estructuran nuestra

acción, proporcionan orientación y energía y permiten soportar las adversidades, pues

“quien posee su propio porqué de la vida soporta casi todo cómo”76

. Pero esas mismas

metas, cuando se erigen en fuente exclusiva de sentido, distraen de un presente que no

agrada, agudizan la distancia entre lo que es y nuestras creencias sobre lo que debería

ser, nos dividen, por tanto, psicológicamente e imposibilitan la unificación y el ajuste

con el corazón del presente que sólo la aceptación plena hace posible. La motivación y

la energía que surgen de la esperanza son falaces cuando condicionan la mente a mirar

hacia el futuro para saborear algo parecido al sentido y a la realización77

.

Las tradiciones filosóficas que he denominado sapienciales coinciden al apuntar

que la genuina experiencia del sentido es la experiencia del Lógos entendido como

fuente y dinámica misma de la vida, en la que de hecho ya estamos insertos, y que, por

tanto, sólo el ajuste con dicha dinámica permite al ser humano alcanzar la experiencia

incondicional del sentido de la vida, la que es independiente de los avatares biográficos

de cada cual.

74

Raimon Panikkar. La experiencia filosófica de la India. Madrid: Trotta, 1997, p. 66. 75

Ortega y Gasset. ¿Qué es filosofía? Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial, 200117

, p. 191. 76

Nietzsche, El Ocaso de los ídolos. Cómo se filosofa a martillazos, p. 41. 77

Spinoza es contundente a este respecto: “Los afectos de la esperanza y el miedo no pueden ser buenos

(…) cuanto más nos esforzamos en vivir según la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en no

depender de la esperanza”. Ética, IV, Prop. XLVII, pp. 339 y 340.

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27

Este abordaje trasciende la especulación acerca de cuál sea el sentido-significado

de la vida como un todo, y no aporta argumentos teóricos que puedan acallar

superficialmente la sed de sentido, pero que son en realidad meros sucedáneos del

mismo. Tampoco proporciona creencias que la mente pueda utilizar como “trucos” para

propiciar la “aceptación” (por ejemplo, la de que los actos malos se castigarán y los

buenos se premiarán a la medida de nuestras exigencias humanas de justicia, etc.). De

aquí el interés de esta perspectiva para el momento actual, pues confluye con un aspecto

paradigmático del mismo. El relativismo contemporáneo y la crisis de los grandes

sistemas ideológicos y de las tradiciones religiosas han propiciado que ya no haya

sistemas de creencias, instituciones sociales o cosmovisiones incuestionables. El

individuo medio carece de referencias indiscutibles sobre qué sea la realidad y, en

general, de referentes sólidos en los que apoyarse. Pero ya no quiere sucedáneos; ya no

puede dar marcha atrás para retornar al calor de una seguridad que ahora, con la nueva

perspectiva lograda, resultaría ficticia. Y lo que las tradiciones sapienciales ofrecen

como respuesta a la pregunta por el sentido de la vida no es un sistema de creencias

más, ni más promesas de futuro, sino algo que, para la mente que aferra en su búsqueda

de seguridad, resulta muy parecido al vacío. Pues son muchos los que, insatisfechos con

la especulación filosófica sustentada en la opinión y desenraizada de la praxis cotidiana,

con las respuestas de las religiones tradicionales y con sus sustitutos banales, como la

religión del consumo, no han caído en las garras del cinismo y aún mantienen una

confianza inarticulada en el fondo misterioso de la vida, una confianza que no necesita

creencias relativas al más allá ni construcciones teóricas siempre inciertas acerca de los

porqués y los “paraqués”. Son estas personas las que están redescubriendo las

intuiciones perennes de las grandes tradiciones sapienciales.

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