EL REY Y EL ARQUERO
-
Upload
alimeyerezcurra -
Category
Documents
-
view
245 -
download
1
description
Transcript of EL REY Y EL ARQUERO
EL REY Y EL ARQUERO
Anónimo ruso
Cuento
Vivía en cierto reino un zar que no había pensado aún en casarse y que tenía a su servicio un
arquero llamado Andréi.
En cierta ocasión salió Andréi de caza, y aunque anduvo por el bosque todo el día, la suerte no
quiso que cobrara ni una sola pieza. Al anochecer emprendió Andréi el regreso, muy triste por su
mala fortuna, y de pronto vio una tórtola posada en una rama.
“Menos mal -se dijo el buen arquero-, por lo menos no volveré con el morral vacío”.
Disparó Andréi una flecha e hirió al ave. La tórtola cayó sobre la húmeda tierra. Andréi la levantó,
y se disponía ya a retorcerle el cuello, para meterla en el morral, cuando la tórtola le dijo:
-No me mates, arquero Andréi, no me retuerzas el cuello. Llévame viva a tu casa y déjame en el
poyo de la ventana. Cuando veas que me entra sueño, golpéame con la mano derecha cuán fuerte
puedas y alcanzarás una dicha infinita.
Andréi quedó atónito, y no era para menos. ¡La tórtola hablaba como las personas! En fin, llevó
Andréi el ave a su casa, Ía dejó en el poyo de la ventana y se puso a esperar.
Al poco tiempo, la tórtola ocultó la cabeza bajo el ala y se durmió. Recordó Andréi lo que el ave le
había dicho y la golpeó muy fuerte la mano derecha. La tórtola cayó al suelo y quedó convertida
en una doncella, en la princesita María, tan hermosa que ni en los cuentos tenía igual.
La princesita María dijo al arquero:
-Ya que has sabido cazarme, sabe guardarme. Festejemos nuestro encuentro sin grandes prisas y,
después, a casarnos. Seré una mujer fiel y alegre.
Así lo resolvieron. Andréi el Arquero se casó con la princesita María y vivían los dos muy felices. No
obstante, Andréi no olvidaba sus obligaciones: cada día salía al bosque al amanecer y llevaba las
piezas cobradas a la cocina del zar.
Pero no vivieron así mucho tiempo. La princesita María dijo en cierta ocasión:
-Vives muy pobremente, Andréi.
-Como tú misma ves.
-Mira, procúrate unos cien rublos y compra hilos de seda de distintos colores, que lo demás corre
de mi cuenta.
Hizo Andréi lo que su mujer le había dicho, pidió dinero a sus compañeros -a quien un rubio, a
quien dos-, compró los hilos y se los llevó a su mujer. La princesita María tomó los hilos y dijo a su
marido:
-Acuéstate, que mañana será otro día.
Andréi se acostó, y la princesita María se puso a tejer. En una sola noche tejió un tapiz como el
mundo no había visto nunca: en él aparecía dibujado todo el reino, con sus ciudades y pueblos,
con sus bosques y vergeles, con sus aves en el cielo, sus fieras en los montes y sus peces en los
mares; en torno, giraban la luna y el sol...
A la mañana siguiente, la princesita María dio el tapiz a su marido y le dijo:
-Llévalo al bazar y véndelo a algún mercader; pero ten cuidado, no le pongas precio y acepta lo
que te den.
Andréi tomó el tapiz, se lo colgó del brazo y se fue al bazar.
Se le acercó apresuradamente un mercader, que le dijo:
-Escucha, buen hombre, ¿qué pides por el tapiz?
-Ponle precio tú, que eres mercader.
Por más que calculaba, el mercader no podía poner precio al tapiz aquel. Se acercó otro mercader,
luego otro más, y, al poco, toda una muchedumbre contemplaba admirada el tapiz, pero nadie
podía ponerle precio.
Acertó a pasar por allí un consejero del zar y quiso saber de qué hablaban los mercaderes. Se apeó
de la carreta, se abrió paso a duras penas por entre el inmenso gentío y preguntó:
-¡Buenos días, mercaderes venidos de allende el mar! ¿De qué estáis hablando?
-Aquí nos tiene sin poder ponerle precio a este tapiz.
Miró el consejero el tapiz y quedó maravillado.
-Dime, arquero, la pura verdad: ¿de dónde has sacado ese tapiz, tan bello?
-Lo ha bordado mi mujer.
-¿Cuánto quieres por él?
-No lo sé. Mi mujer me dijo que no regateara, que aceptara lo que me diesen.
-Aquí tienes, arquero, diez mil rubios.
Tomó Andréi el dinero, entregó el tapiz y se fue a su casa.
El zar quedó boquiabierto cuando puso sus ojos en aquel tapiz en el que todo su reino se veía
como si se tuviese en la palma de la mano.
-Pídeme lo que quieras -dijo a su consejero-, pero me quedo con el tapiz.
Sacó el rey veinte mil rubIos y los entregó a su consejero. Este se guardó las monedas y pensó:
“No importa, yo pediré que me hagan otro todavía más bello”.
Montó otra vez en su carreta y se dirigió a la barriada en que vivía Andréi. Encontró la isba del
arquero y llamó a la puerta. Le abrió la princesita María. El consejero había pasado ya un pie sobre
el umbral, pero no podía mover el otro y callaba, olvidado de lo que le había llevado allí: ante él
había una mujer tan bella, que se podía estar toda la vida mirándola. La princesita María esperó un
buen rato, pero al ver que el hombre aquel no despegaba los labios, lo tomó de los hombros, le
hizo dar media vuelta y cerró la puerta. El consejero se recobró a duras penas de su asombro y se
fue de muy mala gana a su casa. Desde aquel día perdió el apetito y el sosiego: no se podía quitar
de la cabeza la mujer del arquero.
El rey se dio cuenta de que a su consejero le ocurría algo y le pre¬guntó qué le preocupaba.
El consejero dijo al zar:
-¡Ay, he visto a la mujer de un arquero y no hago más que pensar en ella! He perdido el apetito, y
no hay bebedizo que me pueda hacer olvidarla.
Sintió el zar vivos deseos de ver a la mujer del arquero. Se vistió como la gente del pueblo,
encaminó sus pasos a la isba del arquero Andréi y llamó a la puerta. La princesita María le abrió. El
rey pasó un pie sobre el umbral, pero no podía mover el otro, paralizado de asombro: jamás había
visto una mujer tan bella. Al ver que el hombre aquel no despegaba los labios, la princesita María
le tomó por los hombros, le hizo dar media vuelta y cerró la puerta.
Sintió el zar que se había enamorado perdidamente. “¿Por qué -se decía-vivo soltero? ¡Oh, si
pudiera casarme con esa beldad! No ha nacido para ser la mujer de un arquero, ha nacido para ser
reina”.
Regresó el zar a palacio y concibió un negro designio: quitarle la mujer al arquero. Llamó el rey a
su consejero y le dijo:
-Piensa en lo que se podría hacer para que desaparezca el arquero Andréi. Si se te ocurre algo, te
donaré ciudades y pueblos, y grandes tesoros; si no se te ocurre nada, puedes despedirte de tu
cabeza.
Quedó triste y pensativo el consejero del rey. No se le ocurría de qué modo se podría quitar la vida
al arquero. Resolvió el consejero ahogar en vino sus penas y se fue a la taberna.
Se le acercó allí un borrachín que vestía un caftán hecho unos zorros
y le dijo:
-¿Qué te pasa, consejero de su majestad, por qué te veo triste y cabizbajo?
-¡Déjame en paz, borrachín!
-En vez de gritarme, convídame a un vaso de vino, y te sacaré de apuros.
El consejero convidó a un vaso de vino al borrachín y le contó sus penas.
El borrachín le dijo:
-Acabar con el arquero Andréi no sería difícil, es un simplón, pero su mujer es muy astuta. De
todos modos, idearemos algo superior a su ingenio. Vuelve a palacio y dile al rey que envíe al
arquero Andréi al otro mundo para que se entere de cómo vive el difunto padre del rey: Andréi irá
allí y ya no regresará.
El consejero dio las gracias al borrachín y corrió a palacio.
-Ya he ideado de qué modo se puede acabar con el arquero.
Dijo el consejero al zar a dónde debía enviar a Andréi y para qué.
El rey se puso muy contento y mandó que llamaran a Andréi. Cuando éste se hubo presentado, le
dijo:
-Tú, Andréi, siempre has sido mi fiel súbdito, y quiero que me prestes un servicio: ve al otro mundo
y entérate qué tal vive mi padre. Si no vas, puedes despedirte de tu cabeza.
Andréi regresó a casa y se sentó en un banco, muy abatido, gacha la cabeza. La princesita María le
preguntó:
-¿Por qué estás disgustado? ¿Ha ocurrido algo malo?
Andréi contó a su mujer lo que le había ordenado el rey. La princesita María le consoló, diciendo:
-¿Por tan poca cosa te pones así? Eso no es nada para lo que ha de venir. Acúestate, que mañana
será otro día.
Muy de mañana, cuando Andréi se despertó, la princesita María le dio un saco de galletas y un
anillo de oro y le dijo:
-Ve y dile al zar que debe acompañarte su consejero, pues de lo contrario nadie creería que
estuviste en el otro mundo. En -cuanto salgas, con tu acompañante, a la carretera, echa al suelo el
anillo, y él te mostrará el camino.
Tomó Andréi el saco de galletas y el anillo, se despidió de su mujer y se encaminó a palacio para
pedir al zar que lo acompañara el consejero. El zar no tuvo más remedio que acceder y dispuso
que el
consejero acompañara a Andréi al otro mundo.
En fin, se pusieron los dos en camino. Andréi arrojó al suelo el anillo, que se puso a rodar. Andréi lo
seguía por los despejados cam¬pos, por los musgosos pantanos, por los ríos y lagos, y en pos de
Andréi caminaba el consejero del zar. Cuando se cansaban, hacían un alto y comían unas galletas.
En fin, pasado algún tiempo, no sabemos si mucho o poco, después de cubrir cierta distancia, no
sabemos si grande o pequeña, llegaron a un espeso bosque y bajaron a un profundo barranco. Allí
se detuvo el anillo.
Andréi y el consejero se sentaron para comer unas galletas. De pronto vieron que el viejo zar
tiraba de un enorme carro cargado de leña y que dos diablos, provistos de sendas estacas, lo
arreaban, cada uno por un costado.
Andréi dijo al consejero:
-Mira, ¿no es ese nuestro difunto zar?
-Sí, tienes razón, él es quien tira de ese carro cargado de leña. Andréi gritó a los diablos.
-¡Eh, señores diablos, dejen suelto, aunque sea por un ratito, a ese difunto, que necesito hablar
con él!
Los diablos respondieron:
-No tenemos tiempo que perder. Di, ¿quieres que nosotros mismos tiremos del carro?
-¿Por qué? Aquí tienen a mi compañero, que puede hacer eso
-dijo el arquero.
En fin, los diablos desengancharon al viejo zar, uncieron al carro al consejero y se pusieron a
descargarle estacazos por ambos costados; el consejero, encorvado por el esfuerzo, tiraba del
carro.
Andréi preguntó al viejo zar qué tal vivía.
-¡Ay, arquero Andréi -respondió el rey-, en el otro mundo vivo muy mal! Saluda de mi parte a mi
hijo y dile que sea bueno con la gente, si no le ocurrirá lo mismo que a mí.
Apenas si habían terminado la conversación, cuando los diablos regresaban ya, con el carro vacío.
Andréi se despidió del viejo zar, se hizo cargo del consejero, y ambos emprendieron el regreso.
Llegaron a su reino y se personaron en palacio. El zar vio al arquero y, furioso, le gritó:
-¿Cómo has osado volver?
Andréi le respondió:
-He estado en el otro mundo y he visto a tu difunto padre. Vive mal. Me ha pedido que te salude de
su parte y te diga que seas bueno con la gente.
¿Tienes pruebas de que has estado en el otro mundo y hablado con mi padre?
-¿Pruebas? Su consejero tiene aún en la espalda los cardenales que los diablos le hicieron con sus
estacas.
El zar se convenció de lo que Andréi le decía y no tuvo más remedio que dejar que se fuera a su
casa. Luego, dijo a su consejero:
-Como no se te ocurra algo para acabar con el arquero, despídete de tu cabeza.
El consejero salió de palacio más triste que antes. Entró en taberna, se sentó a una mesa y pidió
vino. Se le acercó el borrachín.
-¿Por qué te veo tan cabizbajo, consejero de su majestad? Convídame a un vaso de vino y te diré
lo que debes hacer.
El consejero convidó al borrachín a un vaso de vino. El borrachín le dijo:
-Vuelve atrás y dile al zar que ordene al arquero algo que no cumplir, sino que hasta imaginárselo
sea difícil. Dile que lo envíe al fin al mundo para que le traiga el Gato del Sueño...
Corrió el consejero a palacio y dijo al zar lo que debía pedir arquero para que éste no pudiera
regresar. El rey mandó llamar a Andréi.
-Andréi -dijo-, ya que cumpliste bien la misión que te encargué ve ahora al fin del mundo y tráeme
el Gato del Sueño. Si no lo traes despídete de la cabeza. Regresó Andréi a casa taciturno y
cabizbajo y contó a su mujer lo que le había ordenado el zar.
-¿Por eso te pones así? Eso no es nada para lo que ha de venir. Acuéstate, que mañana será otra
día.
Andréi se acostó, y la princesita María fue á la fragua y pidió al herrero que le hiciera tres bonetes
de hierro, unas tenazas y tres varillas: una de hierro, otra de cobre y la tercera de estaño.
Muy de mañana, la princesita María despertó a Andréi.
-Aqui tienes tres bonetes y tres varillas; puedes ya ir al fin del mundo. Cuando te falten tres
verstas para llegar, te acometerá un sueño irresistible. Eso será cosa del gato, que procurará
amodorrarte. No duermas, mueve un brazo tras otro y una pierna tras otra, y donde no puedas
andar, avanza a rastras. Si te duermes, el Gato del Sueño te matará.
En fin, la princesita María explicó a su marido todo lo que debía hacer y se despidió de él.
Contar, pronto se cuenta, pero transcurrieron muchos días con sus noches antes de que Andréi
llegara al fin del mundo. Cuando le faltaban unas tres verstas para alcanzar su meta, sintió de
pronto un sueño irresistible. Se puso los tres bonetes de hierro y, moviendo un brazo tras otro y
una pierna tras otra, siguió su camino; donde no podía caminar, avanzaba a rastras.
Sobreponiéndose mal que bien al sueño, llegó Andréi a la vista de un alto poste.
Al descubrir la presencia de Andréi, el Gato del Sueño emitió un gruñido, luego se puso a maullar y
saltó desde lo alto del poste a la cabeza del arquero. Rompió dos bonetes y la emprendió con el
tercero. Pero Andréi asió al gato con las tenazas, lo arrojó al suelo y se puso a golpearlo con las
varillas. Lo azotó primero con la varilla de hierro, hasta que la rompió, luego empuñó la de cobre,
hasta que la partió en dos, y, por último, se puso a azotarlo con la de estaño.
La varilla de estaño se doblaba, pero no se partía. Andréi propinaba golpe tras golpe al gato, y éste
se puso a contar cuentos de los popes, los diáconos y las hijas de los popes. Andréi, sin escucharle,
continuaba alzando y abatiendo la varilla.
Incapaz de resistir más golpes y convencido de que no lograría engañar a Andréi, el gato pidió
clemencia:
-¡No me pegues más, buen hombre, y haré por ti todo lo que me pidas!
¿Te vendrás conmigo?
-Adonde quieras.
Andréi emprendió el regreso, llevando consigo al gato. Llegó por fin a su reino, se presentó con el
gato ante el rey y dijo a éste:
-He hecho, señor, todo lo que me ordenaste, te he traído el Gato del Sueño…
El zar se asombró y dijo:
-¡Ea, Gato del Sueño, muestra tu genio!
El gato afiló sus uñas y quisó desgarrar con ellas el pecho del zar para sacarle el corazón.
El zar gritó asustado:
-¡Andréi, arquero mío, apacigua, por Dios, al Gato del Sueño!
Andréi apaciguó al gato, lo metió en una jaula y se fue a casa, donde esperaba la princesita María.
Vivía Andréi muy feliz con su mujer, pero el zar estaba cada vez más enamorado y llamó de nuevo
a su consejero.
-Arréglatelas como quieras -le dijo-, pero acaba con el arquero; si
no lo consigues, puedes despedirte de la cabeza.
El consejero se fue derecho a la taberna, encontró allí al borrachín y le pidió que le ayudara. El
borrachín se echó al coleto un vaso de vino, se pasó la mano por los bigotes y dijo:
-Ve y dile al zar que ordene a Andréi ir no se sabe a dónde y traer no se sabe qué. Andréi no podrá
cumplir la orden esa en toda su vida y no regresará jamás.
El consejero corrió en un vuelo a palacio y dijo al zar lo que había qué hacer. El zar mandó llamar a
Andréi.
-Ya que has cumplido dos misiones que te encomendé -le dijo-, cumple otra más: ve no se sabe a
dónde y trae no se sabe qué. Si lo haces, te recompensaré generosamente, como corresponde a
soberano, y si no, despídete de la cabeza.
Llegó Andréi a casa, se sentóen el banco y se puso a llorar. La princesita María le preguntó:
-¿Qué te pasa, querido?, ¿por qué lloras?
-¡Ay -respondió Andréi-, cuánto tengo que sufrir por tu belleza! El zar me ha ordenado que vaya no
se sabe a dónde y traiga no se sabe qué.
-¡Esta vez sí que es difícil la cosa! En fin, no te preocupes; acuéstate que mañana será otro día.
La princesita María esperó a que oscureciera del todo, abrió un libro de magia y se enfrascó en su
lectura, pero acabó dejándolo a un lado y llevándose las manos a la cabeza: en el libro no se decía
nada de lo que había ordenado el zar. La princesita María salió a la terracilla, sacó su pañuelo y lo
sacudió. Acudieron todos los pájaros y fierecillas.
-Fierecillas del bosque y pájaros del cielo -dijo la princesita-, vosotros que corréis y voláis por todas
partes, ¿no sabéis cómo se puede ir no se sabe a dónde y traer no se sabe qué?
Las fierecillas y los pájaros respondieron:
-No, princesita María, no lo sabemos. Sacudió la princesita María su pañuelo, y las fierecillas y los
pájaros desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Volvió a sacudir el pañuelo y aparecieron ante
ella dos gigantes.
-¿Qué deseas, señora nuestra? ¿Qué es lo que quieres?
-Llevadme, mis fieles servidores, a mitad del mar océano.
Alzaron los gigantes en vilo a la princesita María, la llevaron al mar océano y, sosteniéndola en sus
manos, se detuvieron, como de altos postes, en medio mismo de las aguas, sobre la fosa más
profunda. La princesita María sacudió su pañuelo y acudieron todos los monstruos y peces del mar.
-Monstruos y peces del mar -dijo la princesita-, vosotros nadáis por todas partes y conocéis todas
las islas, ¿no sabéis cómo se puede ir no se sabe a dónde y traer no se sabe qué?
-No, princesita María, no lo sabemos.
Se puso muy triste la princesita María y ordenó a los gigantes que la llevaran a casa. Los gigantes
volaron con ella hasta la isba de Andréi y la dejaron en la terracilla.
Muy de mañana, la princesita María se despidió de Andréi, dándole, antes de que se pusiera en
camino, un ovillo de hilo y una toalla con bordados.
-Deja que el ovillo ruede ante ti y síguelo. Doquiera que te lleve, ten cuidado, si te lavas, de no
secarte con otra toalla que no sea la que te ¬he dado.
Se despidió Andréi de la princesita María, hizo cuatro profundas reve-rencias, volviéndose hacia los
cuatro puntos cardinales, y se dirigió hacia las puertas de la ciudad. Dejó caer el ovillo y, cuando
éste empezó a rodar, lo siguió.
Contar se cuenta pronto, pero fueron muchos los días que Andréi tuvo que caminar y muchos los
reinos y tierras que cruzó. El ovillo rodaba, yel hilo se iba desenrollando. Se hizo el ovillo pequeño
como un huevo de gallina y, por fin, apenas si se distinguía ya en el camino... Llegó Andréi a un
bosque y vio una isba sobre patas de gallina.
-Isba, isbita, vuelve tu puerta hacia mí y tu parte trasera hacia el bosque.
La isba dio la vuelta, y Andréi vio sentada en un banco a una anciana de pelo blanco que hilaba
con una rueca.
-¡Fu! ¡Fu! No olía aquí a carne rusa, pero ella misma ha venido aquí. Te asaré en el horno, te
comeré y luego montaré a caballo en tus huesos.
-¿Será posible -dijo Andréi- que tú, vieja bruja Yagá, te comas a un caminante? El caminante tiene
mucho hueso, y su carne es dura. Primero prepárame un baño, lávame, tenme al vapor un poco, y
luego podrás hincarme el diente.
La bruja Yagá calentó agua. Andréi se dio un buen baño y, sacando la toalla que le había dado su
mujer, se puso a secarse.
La bruja le preguntó:
-¿De dónde has sacado esa toalla? ¿ La ha bordado mi hija?
-Tu hija es mi mujer, y ella es quien me la ha dado.
-¡Ay, querido yerno!, ¿con qué quieres que te agasaje?
En fin, la bruja Yagá puso la mesa y sirvió a Andréi delicados manjares y excelente vino e
hidromiel. Andréi se sentó a la mesa sin hacerse de rogar y se puso a comer a dos carrillos. La
bruja Yagá se sentó al lado y, mientras él cenaba, le preguntó cómo se había casado con la
princesita María y qué tal vivían juntos. Andréi le contó cómo se habían casado y le dijo luego
qu+e el zar lo había enviado no se sabía a dónde a traer no se sabía qué.
-¿No podrías ayudarme, abuelita?
-¡Ay, querido yerno, ni siquiera he oído hablar de ese portento!
La única que sabe de él es una vieja rana que lleva viviendo en el pantano trescientos años... En
fin, no te preocupes, acuéstate, que mañana será otro día.
Andréi se acostó, y la bruja tomó dos escobas, voló al pantano y llamó a voces:
-¿Abuela rana, estás viva?
-Sí.
-Sal del pantano.
La vieja rana salió del pantano, y la bruja Yagá le preguntó:
-¿Sabes dónde está no se sabe qué?
-Sí.
-Ten la bondad de decírmelo. A mi yerno le han ordenado que vaya no se sabe a dónde y traiga no
se sabe qué.
La rana respondió:
-Yo le acompañaría, pero soy muy vieja y no podría saltar hasta allí. Si él me lleva en leche recién
ordeñada hasta el Río de Fuego, se lo diré.
La bruja Yagá levantó la rana, voló con ella a casa, llenó de leche recién ordeñada un puchero,
metió allí a su acompañante y muy de mañana despertó a Andréi.
-¡Ea, querido yerno, vístete, toma este puchero lleno de leche recién ordeñada, en el que va la
rana, monta mi caballo y él te llevará hasta el Río de Fuego!
Andréi se vistió, tomó el puchero y montó el caballo de la bruja Yagá. Pasado algún tiempo, no se
sabe si poco o mucho, el caballo lo llevó hasta el Río de Fuego, que no podían cruzar ni las fieras ni
los pájaros.
Andréi echó pie a tierra, y la rana le dijo:
-Sácame, galán, del puchero, que debemos cruzar el río.
Andréi sacó del puchero la rana y la dejó en el suelo.
-¡Ea, galán, acomódate en mi espalda!
-¿Qué dices, abuelita? i Te voy a aplastar, eres muy pequeña!
-No temas, no me aplastarás. Acomódate y sujétate con fuerza.
Andréi montó la rana. Esta empezó a inflarse. hasta adquirir el tamaño de una gavilla de heno.
-¿Te sujetas bien?
-Sí, abuela.
La rana siguió inflándose y pronto era como un almiar.
-¿Te sujetas bien?
-Sí, abuela.
Siguió la rana inflándose, y al poco era más alta que el bosque. De pronto dio un salto y cruzó el
Río de Fuego, dejó a Andréi en la orilla opuesta y recobró su tamaño natural.
-Sigue, galán, ese sendero y verás algo que lo mismo puede ser un palacete, una isba o un
cobertizo que no serio. Entra y escóndete detrás del horno. Allí encontrarás no se sabe qué.
Andréi tomó el sendero que le había dicho la rana y vio, tras un seto una vieja isba sin ventanas ni
terracilla. Entró y se escondió detrás del horno.
Pasados unos instantes, se oyó en el bosque un estruendo terrible y entró en la isba un hombrecito
del tamaño de una uña, con una barba de una vara de largo, que vociferó:
-¡Eh, compadre Naúm,quiero comer!
Al instante apareció una mesa puesta, en la que había un barril de cerveza y un toro asado al
horno, con un cuchillo clavado en un costado. El hombrecito se sentó frente al toro, sacó el afilado
cuchillo, se puso a cortar carne, y, mojándola en una salsa de ajo, la comía, haciéndose lenguas de
su buen sabor.
Dejó el hombrecito mondos los huesos del toro, se bebió todo el barril de cerveza y gritó:
-¡Eh, compadre Naúm, retira las sobras!
La mesa desapareció al instante, con los huesos y el barril, como si nunca hubiera estado allí...
Andréi esperó a que el hombrecito se marchara y, haciéndose el ánimo, gritó:
-¡Dame de comer, compadre Naúm!...
La mesa volvió a aparecer, abarrotada de manjares delicados y de excelentes vinos e hidromiel.
Andréi se sentó y dijo:
-Compadre Naúm, siéntate, hermano, a mi lado y comamos juntos.
Una voz le respondió:
-¡Gracias, buen hombre! Muchos años hace que sirvo aquí sin que me hayan dado ni una cortecilla
de pan, y tú me invitas a com¬partir contigo la comida.
Miró Andréi en torno y quedó asombrado: no se veía a nadie, pero los manjares desaparecían de la
mesa como si alguien los barriera, los vinos y el hidromiel se vertían ellos mismos en las copas, y
éstas se alzaban y bajaban sin que nadie las tocase.
Andréi dijo:
-¡Deja que te vea, compadre Naúm!
-No puede verme nadie -respondió la voz-, soy no se sabe qué. -¿Quieres ser mi criado, compadre
Naúm?
-¿Por qué no? Veo que eres una buena persona.
En fin, terminaron de comer, y Andréi dijo:
-¡Ea, quita la mesa y vente conmigo!
Salió Andréi de la isba y miró hacia atrás.
-¿Estás aquí, compadre NaúÍn? -preguntó.
-Sí. No temas, no quedaré rezagado -contestó la voz de Naúm. Llegó Andréi al Río de Fuego, donde
le estaba esperando la rana.
-Dime, galán -preguntó la rana, ¿has encontrado no se sabe qué?
-Sí, abuelita.
-Monta encima de mí.
Andréi volvió a montar a lomos de la rana, ésta se puso a inflarse, saltó luego el Río de Fuego y
dejó a Andréi en la orilla.
El arquero dio las gracias a la rana y emprendió el camino hacia su reino. Con frecuencia volvía la
cabeza y preguntaba:
-¿Estás aquí, compadre Naúm?
-Sí. No temas, no quedaré rezagado.
Caminó Andréi un día y otro, hasta que sus rápidas piernas se cansaron y sus brazos se abatieron.
-¡Huy, qué cansado estoy! -exclamó.
El compadre Naúm dejó oír su voz:
-¿Por qué no lo dijiste antes? Yo te hubiera llevado en un dos por tres a cualquier sitio.
Levantó a Andréi un torbellino y lo arrastró; abajo desfilaban con rapidez vertiginosa montes y
bosques, ciudades y pueblos. Al cruzar el hondo mar, Andréi se atemorizó y dijo:
-¿No podríamos descansar un poco, compadre Naúm?
El viento amainó al punto, y Andréi empezó a descender hacia el mar. Vio que donde alborotaban
las olas había aparecido un islote con un palacio de techumbre de oro y un bello jardín. El
compadre Naúm dijo a Andréi:
-Descansa, come, bebe y contempla el mar. Pasarán ante el islote tres mercaderes en sus barcos.
Invita a los comerciantes y agasájalos con largueza, pues tienen tres portentos. Cámbiame por
ellos y no temas, que yo volveré a ti.
Pasado un tiempo, no se sabe si poco o mucho, aparecieron por Poniente tres barcos. Desde ellos
vieron la isla con el palacio techado de oro y el bello jardín.
-¿Qué maravilla es ésa? -dijeron los mercaderes-. La de veces que hemos navegado por estas
aguas y nunca habíamos visto nada que no fuera el mar azul. Bajemos a tierra.
Los tres barcos echaron anclas, y los tres mercaderes montaron en una frágil barquilla y se
dirigieron a la isla. Andréi salió a recibirles y les dijo:
-¡Bienvenidos sean ustedes!
Los mercaderes no cabían en sí de asombro: la techumbre del palacio ardía como si fuera una
llama, en los árboles cantaban los pajarillos, y por los senderos del jardín jugueteaban fierecillas
nunca vistas.
-Di, buen hombre, ¿quién ha construido este maravilloso palacio?
-inquirieron los mercaderes.
-Lo ha levantado, en una sola noche, mi criado, el compadre Naúm -respondió Andréi e invitó a los
mercaderes a entrar en el palacio.
-¡Eh, compadre Naúm -ordenó luego-, pon la mesa!
Por arte de birlibirloque apareció una mesa abarrotada de manjares y vinos para todos los gustos.
Los mercaderes, atónitos, dijeron:
-Escucha, buen hombre, cédenos a tu criado y toma en cambio una de nuestras maravillas.
-Puedo cambiar, pero ¿qué maravillas son esas de que habláis? Uno de los mercaderes sacó del
seno una estaca y explicó a Andréi: -En cuanto le digas, “¡Estaca, mídele las costillas a este
hombre!”, se pone ella misma a repartir leña y deja molido a cualquier fortachón. Otro mercader
sacó de debajo de su chaquetón un hacha, la colocó cabeza arriba y ella misma se puso a trabajar
y -tap-tap-tap-hizo un barco y, luego -tap-tap-tap-, otro. Llevaban los barcos velas, cañones y
bravos marineros. Los barcos navegaban, los cañones hacían fuego, y los bravos marineros
preguntaban qué ordenaba su dueño y señor.
Volvió el mercader el hacha cabeza abajo, y al instante desaparecieron los barcos, como si nunca
hubieran existido.
El otro mercader sacó del bolsillo un caramillo, lo tocó y al instante apareció un ejército, con
caballería e infantería, con fusiles y caño¬nes. Las tropas desfilaban, tocaba la música, flameaban
las banderas, galopaban los jinetes, y los oficiales preguntaban qué les ordenaba su dueño y
señor.
Sopló el mercader en el caramillo por el extremo opuesto y todo desapareció.
Andréi dijo:
-Buenas son vuestras maravillas, pero la mía vale más. Si queréis cambiar, dadme por mi criado, el
compadre Naúm, las tres maravillas juntas.
-¿No será eso mucho?
-Como queráis, pero si no me las dais, no haremos el cambio. Los mercaderes se pusieron a pensar
y terminaron diciéndose:
“¿Para qué queremos nosotros la estaca, el hacha y la flauta? Cambiaremos, pues con el compadre
Naúm estaremos siempre, sin preocupación alguna, bien comidos y bebidos”.
Entregaron los mercaderes a Andréi la estaca, el hacha y la flauta
y gritaron:
-¡Eh, compadre Naúm, te llevamos con nosotros! ¿Serás nuestro fiel servidor?
Una voz les respondió:
-¿Por qué no? A mí me da lo mismo a quién servir.
Regresaron los mercaderes a sus barcos y se pusieron a beber y comer, gritando a cada instante:
-¡Date prisa, compadre Naúm, trae esto, trae aquello!
En fin, se embriagaron y se quedaron dormidos los tres. Mientras, el arquero estaba muy triste en
su palacio. “¿Ay, pensaba, dónde estará ahora mi fiel compadre Naúm?”
-Estoy aquí. ¿Qué quieres? -se oyó la voz del compadre. Andréi se alegró mucho y dijo:
-Escucha, compadre Naúm, ¿no te parece que ya es hora de que regresemos al terruño, a ver a mi
mujercita? Llévame a casa.
El torbellino volvió a levantar a Andréi y lo llevó a su casa.
Los mercaderes se despertaron y quisieron tomar unos tragos de vino para matar la resaca:
-¡Eh, compadre Naúm -gritaron-, trae de comer y de beber, date prisa!
Pero por más voces que dieron, todo fue inútil. Miraron en torno y no vieron la isla: donde
estuviera, se alborotaba el mar azul.
Se apenaron los mercaderes y dijeron: “¡Ay, nos ha engañado una mala persona!”, pero, como
nada podían hacer, izaron velas y se dirigieron hacia la meta de su viaje.
Mientras tanto, el arquero Andréi llegó a su tierra natal, descendió cerca de su casa y vio que de
ella no quedaba más que la chimenea.
Abatió Andréi la cabeza y salió de la ciudad en dirección al azul mar, a la orilla desierta. Se sentó,
colmado de pena. De pronto llegó volando una tórtola gris, se golpeó contra el suelo y se convirtió
en su joven mujer, en la princesita María.
Se abrazaron, se saludaron y se pusieron a contarse su vida el uno al otro.
La princesita María dijo:
-Desde que te marchaste de casa, he estado volando, convertida en tórtola gris, por los bosques y
las selvas. El zar envió tres veces en busca mía, pero no me encontraron y prendieron fuego a
nuestra casita.
Andréi dijo:
-Compadre Naúm, ¿no podrías levantar un palacio en este lugar desierto, a orillas del mar azul?
-¿Por qué no?-respondió Naúm-. Ahora mismo cumplo tu voluntad.
En un abrir y cerrar de ojos apareció un palacio precioso, mejor que el del zar, y en torno un verde
jardín; los pajaritos cantaban posadas en las ramas, y en los senderos jugueteaban fierecillas
nunca vistas.
Entraron el arquero Andréi y la princesita en el palacio, se sentaron a la ventana y se pusieron a
conversar, mirándose embelesados. Vivieron sin penas ni preocupaciones tres días, uno tras otro.
Quiso la suerte que el zar fuera de caza a la orilla del mar azul y viera, donde antes nada había,
aquel palacio maravilloso.
-¿Quién es el idiota que, sin pedir permiso, ha construido un palacio en mis tierras?
Corrieron los cortesanos a enterarse y luego anunciaron al zar que el palacio aquel lo había
construido el arquero Andréi y vivía allí con su joven mujer, la princesita María.
El zar perdió los estribos y envió a saber si Andréi había ido no se sabía a dónde y había traído no
se sabía qué.
Regresaron los cortesanos y dijeron al rey:
-Andréi ha ido no se sabe a dónde y ha traído no se sabe qué.
El rey se salió de sus casillas y ordenó que sus tropas fueran a la orilla del mar, arrasaran el
palacio y dieran cruel muerte a Andréi y a su mujer, la princesita María.
Viendo que avanzaba un fuerte ejército, Andréi empuñó apresuradamente el hacha y la puso
cabeza arriba. El hacha se movió rápida -tap-tap-tap-, y en el mar apareció un barco; luego -tap-
tap-tap-, apareció otro, y así hasta cien.
Andréi sacó la flauta, sopló y apareció un ejército con caballería e infantería, con cañones y
banderas.
Los oficiales galopaban y esperaban órdenes. Andréi ordenó que dieran comienzo a la batalla.
Sonaron las cornetas, redoblaron los tambores, y los regimientos se lanzaron al ataque. La
infantería arrollaba a los soldados del zar, y la caballería cargaba sobre ellos y los hacía
prisioneros. Desde los cien barcos, los cañones disparaban sin cesar sobre la capital del reino.
Vio el zar que sus tropas hufan a la desbandada y quiso detenerlas.
En aquel mismo instante, sacó Andréi la estaca y ordenó:
-¡Ea, estaca, mídele las costillas al zar!
La estaca rodó de un extremo a otro del campo de batalla, dio alcance al zar y le golpeó con fuerza
en la frente, matándolo.
Terminó con esto la batalla. De la ciudad salieron grandes muche¬dumbres para pedir a Andréi
que empuñara el timón del reino.
Andréi no se hizo mucho de rogar. Dio un festín para todo el pueblo y junto con la princesita María,
reinó en aquellas tierras hasta la vejez.
EL SOLLO MAGO
Anónimo ruso
Cuento
Érase un viejo que tenía tres hijos. Dos de ellos eran listos y hacendosos; el menor, Emelia, era
tonto y perezoso.
Los hermanos mayores trabajaban, pero Emelia se pasaba el día tumbado a la bartola en lo alto
del horno y no quería saber nada de nada.
En cierta ocasión, los hermanos mayores se fueron al bazar, y sus esposas, las cuñadas de Emelia,
dijeron a éste:
-Ve por agua, Emelia.
El tonto les respondió desde arriba del horno:
-No tengo ganas.
-Ve, Emelia, si no tus hermanos, cuando regresen del bazar, no te harán ningún regalo.
-Bien, iré -accedió Emelia.
Bajó Emelia del horno, se calzó, se puso el abrigo, tomó dos cubos y se puso a mirar por el
boquete. De pronto, vio un sollo, Emelia lo atrapó y dijo:
-¡Buena sopa de pescado va a salir!
El sollo habló con voz humana:
-Suéltame, Emelia, que algún día te seré útil.
-¿En qué puedes serme útil? -rió Emelia-. No; te llevaré a casa y les diré a mis cuñadas que hagan
una sopa de pescado. ¡Saldrá estupenda!
El sollo dijo implorante:
-Suéltame, Emelia, y haré por ti todo lo que me pidas.
-Está bien, te soltaré, pero antes demuéstrame que no me engañas.
-Dime, Emelia -preguntó el sollo-¿qué deseas en este momento?
-Quiero -contestó Emelia-que los cubos vayan solos a casa y que el agua no se vierta por el
camino.
-No te olvides de lo que voy a decirte -aconsejó a Emelia el sollo-. Siempre que quieras algo, di:
“Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo”… y expresas a continuación tu deseo.
Emelia se apresuró a pronunciar:
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, id a casa vosotros mismos, cubos.
En cuanto lo hubo dicho, los cubos salieron solos del cauce del río. Emelia echó el sollo al agua y
corrió en pos de los cubos.
Los cubos iban solos por la aldea, la gente los miraba llena de asombro, y Emelia los seguía,
riéndose para su capote. Los cubos entraron en la casa y ellos mismos se subieron al banco.
Emelia trepó a lo alto del horno.
Al cabo de un rato, las cuñadas le dijeron:
-¿Qué haces ahí tumbado, Emelia? ¿Por qué no partes leña?
-No tengo ganas -respondió el tonto.
-Si no partes leña, tus hermanos no te harán ningún regalo cuando regresen del bazar.
Emelia bajó muy a disgusto del horno. Se acordó de lo que le había dicho el sollo y pronunció muy
quedo:
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, ve, hacha, a partir leña; una vez partida, que la
leña venga a la isba y se meta ella misma en el horno.
Al cabo de un buen rato, las cuñadas dijeron:
-Emelia, no tenemos ya leña. Ve al bosque por ella.
Emelia les respondió desde lo alto del horno:
-¿Y para qué estáis vosotras?
-¿Cómo que para qué? ¿Crees que es cosa de mujeres ir por leña al bosque?
-Yo no tengo ganas de ir.
-Pues te quedarás sin regalos.
En fin, Emelia bajó del horno, se calzó, se puso el abrigo, tomó una cuerda y el hacha, salió al patio
y se montó en el trineo.
-¡Mujeres -gritó-, abrid el portón!
Las cuñadas le dijeron:
-¿Por qué, tontilón, has montado en el trineo y no has enganchado el caballo?
-No lo necesito -respondió Emelia.
Las cuñadas abrieron el portón, y Emelia dijo muy bajo:
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, vamos al bosque, trineo.
El trineo se deslizó tan rápido, que ni el mejor caballo hubiera podido darle alcance.
Para ir al bosque había que cruzar la ciudad, y el trineo atropelló ahí a mucha gente. Los
ciudadanos gritaban: “¡Paradle! ¡Detenedle!”, pero Emelia no hizo caso de los gritos y al poco
llegaba al bosque.
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo -dijo-, corta, hacha, troncos secos, y vosotros,
troncos, cargaos en el trineo y ataos vosotros mismos…
El hacha se puso a talar árboles secos, y los leños saltaban al trineo y ellos mismos se sujetaban
con la cuerda. Luego, al trineo y ellos mismos se sujetaban con la cuerda. Luego, Emelia ordenó al
hacha que le cortara una estaca que apenas pudiese levantar. Hecho todo esto, montó en el trineo
y dijo:
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, vamos a casa, trineo.
El trineo corrió hacia la casa. Emelia volvió a cruzar la ciudad en la que había atropellado a tanta
gente, pero allí estaban ya esperándole. Le hicieron bajar del trineo y se pusieron a prodigarle
insultos y golpes.
Viendo que las cosas tomaban mal cariz, Emelia musitó muy bajito:
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, mídeles las costillas, estaca.
La estaca saltó del trineo y se puso a descargar golpes a diestro y siniestro. La gente huyó
espantada, y Emelia llegó a casa y se tendió en lo alto del horno.
Al cabo de cierto tiempo se enteró el zar de las trastadas que había hecho Emelia y mandó a un
oficial que lo encontrara y lo llevara a palacio.
Llegó el oficial a la aldea en que vivía Emelia, entró en la casa y dijo:
-¿Eres tú Emelia el tonto?
Emelia respondió desde lo alto del horno:
-¿Qué quieres de mí?
-Ponte en seguida el abrigo, que tengo que llevarte a presencia del zar.
-No tengo ganas de ir.
El oficial montó en cólera y propinó a Emelia una bofetada. Emelia dijo para su capote:
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, mídele las costillas, estaca.
La estaca se puso a golpear al oficial, que escapó de allí más muerto que vivo.
El zar se asombró de que el oficial no hubiera podido con Emelia y envió a casa del tonto a su más
alto dignatario, a quien dijo:
-Trae a palacio al tonto de Emelia o despídete de tu cabeza.
El dignatario compró pasas, ciruelas secas y rosquillas y se dirigió a la aldea. Una vez allí entró en
casa de Emelia y preguntó a las cuñadas qué era lo que más le gustaba al tonto.
-Si se le trata con cariño y se le promete un caftán rojo, hace todo lo que se le pide -respondieron
las mujeres.
Eldignatario agasajó a Emelia con pasas, ciruelas secas y rosquillas y le dijo:
-¿Qué haces tumbado en el horno, Emelia? Vamos a ver al zar.
-Me encuentro muy a gusto aquí…
-Escucha, Emelia, en palacio te tratarán a cuerpo de rey, comerás y beberás lo que quieras. ¡Ea,
vamos!…
-No tengo ganas de ir.
-Emelia, el zar te regalará un caftán rojo, un gorro y unas botas nuevas.
Emelia lo pensó y dijo:
-Está bien; ve, que ya te daré alcance.
El dignatario se marchó, y Emelia siguió tumbado y al cabo de un rato dijo:
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, vamos, horno, a ver al zar.
Los ángulos de la isba crujieron, el tejado osciló, una de las paredes se vino abajo, y el horno corrió
por la calle en dirección al palacio del zar.
El soberano estaba mirando por la ventana y quedó maravillado.
-¿Qué prodigio es este? -exclamó.
El dignatario le dijo:
-Es Emelia, que viene a verte montado en su horno.
El zar salió a la puerta de palacio y dijo al tonto:
-Tengo muchas quejas de ti, Emelia. Has atropellado a un montón de gente.
-¿Por qué no se apartaron al ver el trineo?
En aquellos instantes, la princesa María, la hija del zar, estaba mirando por la ventana. Emelia la
vio y dijo para su capote:
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, que se enamore de mí la hija del zar…
Luego, añadió:
-¡Ea, horno, vámonos a casa!
El horno dio la vuelta, corrió a la casa, se metió en ella y se detuvo donde estaba antes. Emelia
seguía tumbado en lo alto.
Mientras, en palacio todo eran gritos y lágrimas. La princesita María echaba de menos a Emelia, no
podía vivir sin él y pedía a su padre que la casara con el tonto. El zar, entristecido, dijo a su
dignatario:
-Si no traes a Emelia vivo o muerto, puedes despedirte de tu cabeza.
Compró el dignatario vinos dulces y delicados manjares y se fue en busca de Emelia. Entró en la
isba y se puso a agasajar al tonto.
Emelia bebió y comió por tres, pero el vino se le subió a la cabeza, y se tendió en el horno. El
dignatario aprovechó la ocasión, lo llevó a su carreta y se dirigió con él a palacio.
El zar ordenó inmediatamente que le trajeran un barril con aros de hierro. Metieron en él a Emelia
y la princesita María, lo calafatearon y lo arrojaron al mar.
Al cabo de un tiempo, Emelia se despertó y vio que lo rodeaba una oscuridad impenetrable.
-¿Dónde estoy? -preguntó.
Le respondió una voz:
-¡Qué desesperación, Emelia! Nos metieron en un barril y nos arrojaron al mar azul.
-¿Quién eres? -inquirió el tonto.
-Soy la princesita María -dijo la voz.
Emelia musitó:
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, sacad el barril a la seca orilla, a la arena amarilla,
vientos desatados.
Soplaron con fuerza los vientos. El mar se agitó y arrojó el barril a la seca orilla, a la arena
amarilla. Emelia y la princesita María salieron de su prisión.
-¿Dónde vamos a vivir, Emelia? -dijo la princesita-. Haz una choza, por mala que sea.
-No tengo ganas.
Como la princesita insistiera, Emelia dijo:
-Porque así lo manda el sollo y así lo quiero yo, que aparezca un palacio de piedra con el tejado de
oro.
Apenas Emelia hubo dicho estas palabras, cuando apareció un palacio de piedra con tejado de oro.
En torno se extendía un verde jardín esmaltado de flores, en el que cantaban armoniosos los
pajaritos. La princesita María y Emelia entraron en el palacio y se sentaron a la ventana.
-Emelia -dijo la princesita-, ¿no puedes convertirte en un apuesto galán?
Emelia, sin pensarlo más, musitó:
-Porque así lo manda el sollo y porque así lo quiero yo, seré de hoy en adelante un apuesto galán.
Emelia adquirió al instante un aspecto tan arrogante y apuesto, que ni en los cuentos podía
encontrarse un mozo tan agraciado.
Quiso el azar que saliera de caza el monarca y viera aquel palacio donde antes no había edificio
alguno.
-¿Quién ha osado construir un palacio en mis tierras sin pedirme permiso? -exclamó indignado el
zar, y envió a sus criados a enterarse de quién vivía allí.
Los criados llegaron al pie de la ventana y preguntaron.
Emelia respondió:
-Decidle al zar que venga a visitarme y yo mismo se lo diré.
El zar entró en el palacio. Emelia le recibió y le hizo sentarse a la mesa. Dio comienzo el festín. El
zar comía y bebía y preguntaba maravillado.
-¿Quién eres, galán?
-Te acuerdas del tonto Emelia, que fue a verte montado en su horno y lo hiciste meter, junto con
tu hija, en un barril que arrojaron al mar. Pues yo soy ese mismo Emelia. Si me viene en gana,
puedo incendiar tu reino y arrasarlo.
El zar se llevó un susto de muerte e imploró perdón, diciendo:
-¡Cásate con mi hija, Emelia, y toma mi reino, pero no me mates!
En fin, dieron un festín fabuloso, y Emelia se casó con la princesita y se puso a gobernar el reino.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
LOS DOS IVANES
Anónimo ruso
Cuento
Vivían en una aldea dos hermanos, Iván el Rico e Iván el Pobre. Iván el Rico nadaba en la
abundancia, su granero estaba repleto de excelente trigo, sus vacas pastaban en el verde
robledal, sus ovejas pacían a la orilla del río y, en su horno, se cocían esponjosos panes. Iván el
Rico no tenía hijos ni grandes ni pequeños, toda su familia la constituían su mujer y él.
Iván el Pobre no tenía más animales que una rana que vivía en un charco de su corral y un gato
que moraba en una cesta vieja. Tenía en cambio, siete hijos. Los chicos se sentaban todos en un
banco y pedían gachas. Pero no había en la casa ni un grano de cereal ni un pellizco de harina.
Quieras que no, Iván el pobre tuvo que ir a casa de Iván el Rico.
-Buenos días, hermano.
-Buenos días, pobretón. ¿Qué te trae por aquí? ¿Es que la casa se te cae encima?
-Préstame un poco de harina, hermano. Luego te la pagaré.
-Está bien -respondió Iván el Rico-, te prestaré una escudilla de harina y tu me devolverás luego un
saco.
-¿No te parece mucho, hermano, pedir un saco por una escudilla?
-Si no te hace, lárgate con viento fresco.
¿Qué podía hacer Iván el Pobre? Tomó llorando la escudilla de harina yse fue. Pero cuando se
disponía a cruzar el umbral de su casa, sopló ululante el viento, arremolinó toda la harina de la
escudilla -no dejó más que un poco de polvo en el fondo-y se alejó volando.
Iván el Pobre montó en cólera y dijo:
¡Oh, travieso viento norte, has dejado hambrientos a mis hijitos!
Espera, que ya daré contigo y te haré responder de tus travesuras!
Salió Iván el Pobre en persecución del viento. Si el viento volaba Por el camino, por el camino iba
Iván. Si el viento se adentraba en el bosque, Iván le seguía. Llegaron a un corpulento roble. El
viento se ocultó en un hueco del árbol, e Iván se metió también allí.
Vio el viento a Iván y le dijo:
¿Qué te trae por aquí, mujik?
Llevaba un puñado de harina a mis hijos hambrientos -respondió Iván y tú, malvado, soplaste
ululante y esparciste la harina. ¿Quieres que vaya a casa con las manos vacías?
-¿Eso es todo? -dijo el viento-. No te apures. Aquí tienes un mantel mágico, que te proporcionará
todo lo que desees.
Iván, loco de alegría, hizo una reverencia al viento y corrió a casa.
En cuanto hubo llegado, tendió el mantel sobre la mesa y dijo:
Mantel mágico, danos de comer y de beber.
Apenas dichas estas palabras, aparecieron sobre el mantel pastelillos y rosquillas, sopa de carne,
jamón y dulce jalea.
Iván y sus hijos se dieron el gran hartazgo y se acostaron. A la mañana siguiente, cuando se
disponían a almorzar, se presentó en la casa Iván el Rico.
Al ver la mesa repleta de manjares, el ricachón enrojeció de rabia y dijo a su hermano:
-¿Qué veo, hermano, es que te has vuelto rico?
-Rico no soy, pero tengo lo bastante para comer yo mismo y para agasajarte. Mira, ahora te
devuelvo el saco de harina que te debo. ¡Mantel mágico, dame un saco de harina!
Apenas hubo dicho estas palabras, apareció sobre el mantel un saco de harina.
Iván el Rico lo cogió y salió de la casa sin decir palabra. Al atardecer se presentó de nuevo y pidió:
-Querido hermano, hazme un gran favor. Han venido de visita unos amigos de la aldea vecina y no
tengo con qué agasajarles, pues hoy no hemos encendido el horno ni cocido pan. Déjame,
hermano, por una hora, tu mantel mágico.
Iván el Pobre dejó el mantel a su hermano.
El ricachón agasajó a las visitas y, cuando éstas se marcharon, guardó el mantel mágico en un
baúl y llevó a casa de Iván el Pobre otro idéntico, pero sin magia alguna.
-¡Gracias, hermano -dijo el ricachón-, hemos comido de primera!
Iván el Pobre se sentó a la mesa con sus hijos, dispuesto a cenar, y extcndió el mantel.
¡Mantel mágico, danos de cenar!
El mantel yacía sobre la mesa, blanco, limpio, pero la cena no aparecía.
Iván el Pobre corrió a casa de su hermano.
-¿Qué has hecho de mi mantel, hermano?
-No sé a qué te refieres. Tal como te lo llevé, te lo devolví. Iván el Pobre se echó a llorar y regresó
a su casa. Pasaron dos días, y los chicos de nuevo se pusieron a llorar, pidiendo de comer. Pero en
la casa no había ni un grano de cereal ni un pellizco de harina. Quieras que no, Iván el Pobre tuvo
que ir a casa de Iván el Rico.
¡Buenos días, hermano!
Buenos días, pobretón. ¿Qué te trae por aquí? ¿Es que la casa se te encima?
-Los chicos lloran, tienen hambre. Damc, hermano, un poco de harina, de grano o de pan.
Tomó Iván el Pobre el plato de jalea y se fue a su casa. El sol calentaba de lo lindo, y lajalea
empezó a derretirse y se vertió al suelo. No quedó de ella más que un pequeño charco en medio
del camino. Iván el Pobre montó en cólera y dijo:
-¡Ay, sol insensato! ¡Tus bromas son una desgracia para mis hijos! ¡Espera, que ya daré contigo y
te haré responder de tus travesuras!
Salió Iván el Pobre en busca del sol. Caminaba sin descanso, pero el sol le llevaba siempre la
delantera, hasta que, al atardecer, se puso detrás de una montaña. Allí le encontró Iván.
El sol vio a Iván y le dijo:
-¿Qué te trae por aquí, Iván?
-Llevaba a mis hijos hambrientos -le dijo Iván- un plato de jalea, ¡pero tú, sol insensato, te pusiste
a calentarla, la derretiste y cayó toda al camino. ¿Quieres que vaya a casa con las manos vacías?
-No te preocupes -respondió el sol-, ya que te he gastado una mala broma, te sacaré de apuros. Te
daré una cabra de mi rebaño. Tú aliméntala con bellotas y, cuando la ordeñes, te dará oro.
Iván hizo una reverencia al sol y llevó la cabra a casa. Una vez allí, Ir dio unas bellotas y se puso a
ordeñarla. En vez de leche, la cabra daba oro. En fin, Iván empezó a vivir bien, y sus hijos ya no
pasaban hambre.
Iván el Rico se enteró de que su hermano tenía una cabra mágica y se presentó en la casa.
-Buenos días, hermano.
-Muy buenos días.
-Sácame de apuros, hermano querido, déjame tu cabra por una hora. Debo pagar una deuda y no
tengo dinero.
Llévatela, pero no vuelvas a engañarme.
Se llevó Iván el Rico la cabra, la ordeño, tomó el oro, encerró el animal en una jaula y llevó a Iván
el Pobre una cabra sin magia alguna.
¡Gracias, hermano, me has sacado de apuros!
Dio Iván el Pobre a la cabra unas bellotas y se puso a ordeñarla... Salía de las ubres leche y corría
por las pezuñas, sin que la cabra diera oro.
Corrió Iván el Pobre a casa de su hermano, que le dijo:
-No sé qué quieres. Tal como me la llevé, te la devolví.
Iván el Pobre rompió a llorar y se marchó a su casa. Pasaron los días y las semanas. Los chicos
lloraban, pidiendo de comer. El invierno era muy inclemente, y en la casa no había ni un grano, de
cereal ni un pellizco de harina. Quieras que no, Iván el Pobre tuvo que ir a ver a su hermano.
-Los chicos lloran, tienen hambre. Dame, hermano, un puñado de harina.
-No te daré ni harina ni grano. Si quieres, puedes llevarte las sobras de la sopa de coles que
comimos ayer, están en el estañte de la despensa.
Tomó Iván el Pobre la cazuela con la sopa de coles de la víspera y se dirigió hacia su casa. Aullaba
la tempestad de nieve y arreciaba el frío. Se puso el frío a jugar con la sopa de coles, cubriéndola
de hielo y espolvo-reándola de nieve. Y estuvo jugando con ella hasta que la heló por completo y
no había ya en la cazuela más que un oscuro pedazo de hielo, que no se podía comer.
Iván el Pobre montó en cólera y dijo:
-¡Ay, frío, frío, narizota roja! Tus bromas son una desgracia para mis hijos! ¡Espera, que ya daré
cóntigo y te haré responder de tus travesuras!
Salió Iván el Pobre en busca del frío. Si el frío iba por los campos, por los campos iba Iván. Si se
adentraba en los bosques, Iván le seguía. Por fin, el frío se tendió bajo un gran montón de nieve, e
Iván se metió también allí.
El frío le vio y dijo asombrado:
-¿Qué te trae por aquí, Iván?
-Llevaba a mis chicos las sobras de la sopa de coles que había comido mi hermano, y tú te pusiste
a jugar con ella y la helaste. ¿Quieres que vaya a casa con las manos vacías? Mi hermano me ha
quitado el mantel mágico y la cabra de oro, y tú has echado a perder la sopa.
-¿Eso es todo? -dijo el frío-. Toma en compensación esta bolsa mágica. Cuando necesites algo di:
“¡Salid de la bolsa!”, lo que salga de ella cumplirá tus deseos. Cuando digas: “¡A la bolsa!”, se
ocultará.
Hizo Iván una reverencia al frío y se marchó. Al llegar a casa, sacó la bolsa y dijo:
-¡Salid de la bolsa!
Al instante salieron de la bolsa dos estacas de pino y se pusieron a medirle las costillas a Iván el
Pobre, al tiempo que decían:
-¡No creas, pobre, a los ricos! ¡No creas, Iván, a tu hermano el ricachón, aprende de una vez!
Iván, jadeante, apenas si pudo gritar:
-¡A la bolsa!
Las estacas se ocultaron al punto.
Al atardecer se presentó en la casa Iván el Rico y dijo:
-¿Dónde has estado, Iván? ¿Qué has traído?
-He visitado al frío, hermano, y he traido una bolsa mágica. En cuanto dices: “¡Salid de la bolsa!”,
salen dos y hacen lo que uno necesita.
-¡Ay, hermano, déjame la bolsa por un día! La techumbre de mi casa se está cayendo, y no
encuentro quien la arregle.
-Llévate la bolsa, hermano.
El ricachón se fue a su casa con la bolsa, cerró la puerta nada más llegar y dijo:
-¡Salid de la bolsa!
Salieron al instante de la bolsa dos estacas de pino y se pusieron a medir las costillas al ricachón,
al tiempo que decían:
-¡No engañes, ricachón, al pobre! Devuelve, ricachón, a Iván el mantel y la cabra.
Iván el Rico corrió seguido de las estacas a casa de Iván el Pobre, e imploró:
¡Sálvame hermano! ¡Te devolveré el mantel mágico y la cabra!
-¡A la bolsa! -gritó Iván el Pobre.
Las estacas se ocultaron en la bolsa. Iván el Rico llegó a su casa más muerto que vivo y devolvió a
su hermano el mantel mágico y la cabra de oro.
Iván el Pobre y sus hijos vivieron desde entonces felices y contentos.
Ahora, los siete chicos se sientan en el banco y comen con cucharas de madera barnizada ricas
gachas adobadas con mantequilla.
LA SORTIJA ENCANTADA
Anónimo ruso
Cuento
Había una vez un viejo matrimonio que tenía un hijo llamado Martín. El marido enfermó y murió y,
aunque se había pasado toda la vida trabajando no dejó más herencia que doscientos rublos. La
viuda no quería gastar este dinero. ¿Mas, qué remedio le quedaba? Como no tenían qué comer
hubo de recurrir a la vasija en que guardaba el patrimonio. Contó cien rublos y mandó a su hijo a
comprar pan para todo el año. Martín, el hijo de la viuda, fue a la ciudad. Al llegar al mercado le
sorprendió un tumulto del que salían gritos que asordaban y, al inquirir la causa, se enteró de que
los carniceros habían atado un perro a un poste y le pegaban sin misericordia. Martín se
compadeció del perro y dijo a los carniceros:
-Hermanos míos, ¿por qué pegáis al perro tan desalmadamente?
-¿Por qué no hemos de pegarle, si ha echado a perder todo un cuarto de ternera?
-¡Pero no le peguéis más, hermanos! Más os valdría vendérmelo.
-Cómpralo, si quieres -le replicaron los carniceros burlándose de él.- Pero no te daremos por menos
de cien rublos semejante alhaja.
-Y bien, cien rublos no son más que cien rublos, después de todo.
Y Martín dio los cien rublos por el perro, que se llamaba Jurka, y se volvió a casa.
-¿Qué has comprado? -le preguntó su madre.
-¡Mira, he comprado a Jurka! -contestó el hijo. Su madre le armó un escándalo y lo reprendió,
gritando:
-¿No te da vergüenza? ¡Pronto no tendremos nada que llevarnos a la boca y tú has ido a tirar el
dinero en un condenado perro!
Al día siguiente la mujer mandó a su hijo a la ciudad y le dijo:
-Piensa que te llevas los últimos cien rublos. Compra pan. Hoy recogeré la poca harina que queda
en los rincones y aun haré alguna torta, pero mañana no tendremos nada que comer.
Martín fue a la ciudad y se paseaba por las calles curioseando cuando vio un chico que arrastraba
a un gato atado por el cuello.
-¡Espera! -le gritó Martín.- ¿Por qué arrastras a Miz?
-¡Voy a ahogarlo!
-¿Pues qué ha hecho?
-Es un granuja. Ha robado un ganso.
-No lo ahogues. Más te valdrá vendérmelo.
-¡No te lo vendería por menos de cien rublos!
-Y bien, cien rublos no son más que cien rublos, después de todo. Aquí los tienes.
Y se llevó a Miz.
-¿Qué has comprado, hijo mío?, -le preguntó su madre cuando llegó a casa.
-¡El gato Miz!
-¿Y qué más?
-Tal vez quede algún dinero y podremos comprar otra cosa.
-¡Oh, santo cielo! ¡Qué necio eres! -chilló la madre.- ¡Sal ahora mismo de casa y gánate la vida!
Martín no se atrevió a replicar a su madre. Cogió a Jurka y a Miz y se marchó a la próxima aldea en
busca de trabajo. Allí encontró a un rico granjero que le preguntó:
-¿Dónde vas?
-Voy a ajustarme como jornalero.
-Ven conmigo. Yo tomo jornaleros sin contrato, pero si me sirves bien durante un año, no te
arrepentirás.
Martín se avino y durante un año trabajó para el granjero sin descanso. Llegado el día del pago, el
granjero condujo a Martín al pajar, le mostró dos sacos llenos y le dijo:
- Coge el que quieras.
Martín examinó los sacos. El uno estaba lleno de monedas y el otro de arena, y él pensó para sí:
"Esto no está hecho sin razón alguna; sin duda es un engaño. Cogeré el de arena y no dudo que
saldrá algo bueno".
Martín se cargó el saco de arena y fue en busca de trabajo a otro pueblo. Anda que andarás, anda
que andarás, llegó a un bosque enmarañado y en el interior del bosque había un claro y en el claro
un círculo de fuego y en el centro del círculo una doncella tan hermosa que daba gloria mirarla. Y
la hermosa doncella le dijo:
-Martín, hijo de la viuda, si quieres ser feliz, sírveme; apaga el fuego con la arena que has ganado
con tu trabajo.
-Y bien, ¿por qué no? -pensó Martín.- ¿Qué he de hacer con este saco que pesa tanto? Es preferible
socorrer con él a una persona.
Y como lo pensó lo hizo. Desató el saco y esparció la arena por el fuego. Enseguida se extinguió la
hoguera, pero la hermosa doncella se transformó en una serpiente, se enroscó a la cintura y al
cuello del muchacho y le dijo:
-¡No temas, Martín, hijo de la viuda! Ve sin miedo a la tierra de Tres Veces Diez, al mundo
subterráneo que gobierna mi padre. Pero ten presente lo que te digo: él te ofrecerá plata y oro y
piedras preciosas a manos llenas; tú no aceptarás nada de lo que te ofrezca, pero le pedirás la
sortija que lleva en el dedo meñique. Esa sortija no es una sortija cualquiera. Si la cambias de
dedo, doce jóvenes campeones se te aparecerán inmediatamente, y en una noche harán lo que les
mandes
El mozo se puso a caminar y al cabo de muchos días y muchas noches llegó al país de Tres Veces
Diez, y al pasar por una roca levantada en medio del camino, la serpiente saltó de su cuello y se
convirtió en la hermosa doncella de antes.
-Sígueme -dijo a Martín, mostrándole un agujero debajo de la roca.
Durante mucho tiempo estuvieron andando por aquel túnel hasta que llegaron a una llanura al aire
libre, y en mitad de esta llanura se levantaba un castillo de alabastro, con tejados de escamas de
oro, y pináculos de oro.
-Ahí es donde vive mi padre, el Zar de esta región subterránea -dijo la hermosa doncella.
Los viajeros entraron al castillo y el Zar los recibió amablemente.
-Mi querida hija, no esperaba verte por aquí. ¿Por dónde te has estado arrastrando todo este
tiempo?
-¡Mí querido padre y luz de mis ojos: me hubiera perdido para siempre a no ser por este joven que
me salvó de una muerte irremediable!
El Zar se volvió a mirar amistosamente a Martín y dijo:
-Gracias, joven. Estoy dispuesto a premiarte con lo que desees. Toma cuanto quieras de mi plata,
de mi oro y de mis piedras preciosas.
-Gracias, soberano Zar, por tu generosidad; no quiero plata ni oro ni piedras preciosas, pero si
quieres premiarme a medida de tu magnanimidad, te ruego que me des la sortija que luce en el
dedo meñique de tu real diestra. Siempre que la mire me acordaré de ti, y si algún día encuentro
la mujer que rinda mi corazón, se la regalaré.
El Zar se quitó inmediatamente la sortija y se la dio a Martín, diciendo:
-No faltaba más, buen joven. Toma mi sortija y que te aproveche. ¡Pero no digas a nadie que no es
una sortija como cualquier otra, porque podría acarrearte graves perjuicios!
Martín, el hijo de la viuda dio las gracias al Zar y tomó la sortija. Luego se volvió por donde había
entrado al reino subterráneo. Llegó a su casa, consoló a su madre y vivieron los dos sin que nada
les faltara. Pero, a pesar de la buena vida que se daba, Martín estaba triste. ¿Y cómo no había de
estarlo si deseaba casarse y el objeto de su amor no era una muchacha de su clase sino nada
menos que la hija del rey? Consultó a su madre y le rogó que hiciese de casamentero, diciéndole:
-Ve tu misma a ver al Rey y pídele para mí la mano de su hija, la sin par Princesa.
-Pero, hijo mío, ¿no sería mejor que tú mismo cuidaras de eso? ¿Cómo quieres que vaya yo a ver al
rey a pedirle su hija para ti? Eso equivaldría a pedir que nos cortasen la cabeza a los dos.
-¡No tengas miedo, madre mía! Cuando yo te mando, puedes ir tranquila. Y procura no volver sin
una contestación.
La buena anciana se dirigió, sin más, al palacio real, y sin hacerse anunciar empezó a subir la regia
escalera. Los guardias le impidieron el paso con las armas pero ella las apartó sin inmutarse y
continuó subiendo. Luego acudieron lacayos que la cogieron suavemente del brazo con intención
de echarla, pero la mujer movió tal zipizape y lanzó tales chillidos, que el mismo Rey oyó el ruido y
salió a la ventana a ver qué pasaba. Y, en efecto, vio que sus lacayos trataban de hacer retroceder
a una mujer que gritaba con todas sus fuerzas.
-¡No quiero marcharme! ¡He venido a ver al Rey, porque tengo que darle un encargo que le
conviene!
El Rey ordenó que dejasen pasar a la anciana, y ésta fue admitida en el suntuoso salón del trono,
donde la esperaba el Rey rodeado de sus ministros. La anciana invocó a los santos y se inclinó
ante el Rey.
-¿Qué tienes que decirme, anciana? -preguntó el Rey.
-Pues, Señor, he venido a ver a su Majestad... que no ofendan mis palabras... ¡He venido a ver a su
Majestad como casamentera!
-¿Has perdido el seso, abuela? -gritó el Rey, frunciendo el ceño.
-No, padrecito, no te enojes y dame una contestación. Tú tienes la mercancía: una hijita, una
belleza; yo tengo el comprador: un joven, tan listo, tan inteligente, tan entendido en todo negocio,
que no podrías encontrar mejor yerno. Dime, por lo tanto, sin rodeos: ¿quieres casar a tu hija con
mi hijo?
El Rey la escuchaba en silencio mientras su ceño se oscurecía como la noche, pero pensó: "¿Por
qué un rey como yo se ha de encolerizar con una pobre vieja?" Y los ministros se asustaron viendo
que se desfruncía el ceño del rey y que éste la miraba sonriendo.
-Si tu hijo es tan listo y entendido en toda clase de negocios que me construya en veinticuatro
horas un palacio más suntuoso que el mío, y que entre su palacio y el mío cuelgue un puente de
cristal, y que a lo largo del puente haya manzanos con frutos de oro y en las ramas de estos
árboles canten aves del paraíso. Y a la derecha del puente de cristal erija una catedral de cinco
pisos de altura, con cúpulas de oro, donde pueda ser coronado con mi hija el día que se casen.
Pero si tu hijo no puede hacer esto, en castigo a vuestra presunción, haré que os unten de
alquitrán y os cubran de plumas, y os colgaré enjaulados en la plaza del mercado para que la
buena gente se ría de vosotros.
Y el Rey sonrió con más complacencia, mientras sus magnates y sus ministros se desternillaban de
risa y elogiaban a voz en grito la sabiduría de su soberano, pensando: "¡Qué divertido será ver a la
vieja y a su hijo colgados en jaulas! Y que lo veremos es tan claro como la luz del sol. Antes nos
crecerá barba en la palma de la mano que ese joven realice lo que se le manda". Y la pobre madre
estaba a punto de desvanecerse.
-¡Cómo! -preguntó- ¿Esa es tu última palabra de rey? ¿Ésa es la contestación que he de dar a mi
hijo?
-Sí, has de decirle esto: Si realizas ese trabajo te dará la mano de su hija; de lo contrario, nos
encerrará en jaulas.
La pobre mujer llegó a casa más muerta que viva. Se tambaleaba y la ahogaba el llanto. Cuando
vio a Martín empezó a gritarle desde lejos:
-¿No te dije, hijo mío, que fueras tú mismo? ¡Ahora sí que estamos perdidos sin remedio! -Y le
contó lo sucedido.
-Anímate, madre -dijo Martín.- Reza y échate a dormir, que la almohada es buena consejera.
Pero él salió de casa, cambió la sortija de dedo e inmediatamente aparecieron los doce jóvenes.
-¿Qué quieres de nosotros?
Les dijo lo que el rey exigía de él y los jóvenes contestaron:
-Mañana estarán cumplidos tus deseos.
Al levantarse el rey al día siguiente, le sorprendió ver construido un magnífico palacio que se
comunicaba con el suyo por un puente de cristal. Y a cada lado del puente crecían hermosos
manzanos en cuyas ramas cantaban aves del paraíso. Y a la derecha del puente, resplandeciendo
como el fuego a los rayos del sol se levantaba una catedral con sus altivas cúpulas de oro. Y las
campanas de la catedral tocaban arrebatadamente llamando en todas direcciones. El rey hubo de
cumplir su palabra. Elevó a su yerno a la más alta jerarquía, le dio a su hija por esposa, y celebró
la boda con grandes festejos. El vino corría a torrentes y todos bebieron hasta no poder más.
Martín vivía en su palacio y comía y bebía de lo mejor, y su mujer era con él suave como la
manteca; pero no lo quería de corazón y cuando pensaba que no se había casado con el hijo de un
Zar o el hijo de un rey o al menos un príncipe del mar, sino con Martín, el hijo de la viuda, se sentía
humillada y deprimida. Y empezó a pensar en la mejor manera de deshacerse de un marido a
quien odiaba. Lo acariciaba, lo lisonjeaba, lo mimaba, y cuando estaban solos le rogaba que le
descubriese el misterio de su sabiduría. Y sucedió que un día que el rey lo invitó a su mesa,
después de mucho beber y divertirse con todos los cortesanos, al volver a casa se acostó a
descansar y la princesa lo llenó de atenciones y caricias y lo engatusó y le hizo beber de tal
manera, que logró de él lo que quería, pues Martín le habló de su sortija encantada y de la manera
de servirse de ella. Y apenas Martín se durmió y se puso a roncar, la Princesa le quitó el anillo del
dedo y bajó al patio, donde cambió la sortija de un dedo a otro, e inmediatamente se le
aparecieron los doce jóvenes.
-¿Qué deseas?
-Que mañana por la mañana hayan desaparecido el palacio, el jardín y la catedral y no quede en
su lugar más que una humilde cabaña, adonde trasladaréis a este borracho; pero a mí me llevaréis
al Imperio de Tres Veces Diez.
-Se hará como dices -contestaron los jóvenes a una voz.
Al día siguiente, cuando el Rey se levantó, quería devolver la visita a su yerno y se asomó a la
galería. Pero cuál no fue su sorpresa al no ver ni palacio ni jardín ni catedral, y sólo una miserable
cabaña que apenas se sostenía. El Rey mandó que fuesen en busca de su yerno y le preguntó qué
significaba todo aquello, pero Martín, sin saber qué contestar, permaneció mudo y cabizbajo. Y el
Rey ordenó que un tribunal juzgase a su yerno por haberlo engañado con artes de magia y haber
causado la desaparición de su hija, la sin par Princesa, y condenaron a Martín a permanecer en lo
alto de un estrecho torreón, sin nada que comer ni que beber, hasta que muriese de hambre.
Fue entonces cuando Jurka y Miz recordaron que Martín les había salvado la vida y tuvieron los dos
una conferencia para fijar su conducta ante aquella situación. Jurka ladraba y enseñaba los
colmillos dispuesto a despedazarlo todo para salvar a su amo, pero Miz maullaba y arqueaba el
lomo y se pasaba las patitas por la oreja, reflexionando con más calma. Y el astuto gato llegó a
una conclusión, que expuso a Jurka.
-Vamos a dar una vuelta por la ciudad y cuando veamos un panadero con una cesta de rosquillas
en la cabeza, te pones delante de él para que tropiece y caiga. Yo iré detrás y cogeré las cosquillas
y se las llevaré al amo.
Y dicho y hecho. Jurka y Miz dieron una vuelta por la ciudad y no tardaron en encontrar un
panadero que iba gritando:
-¡Rosquillas calentitas! ¿Quién compra rosquillas?
Jurka se le puso entre las piernas, el panadero tropezó y la cesta de cosquillas cayó al suelo, y
mientras el enojado panadero perseguía al perro, el gato se apoderó de todas las rosquillas y en
compañía de Jurka corrió al torreón. Trepó hasta la ventana y llamó a su amo:
-Estás vivo, ¿eh?
-Estoy famélico y no tardaré en morir de hambre.
-No te apures, que enseguida podrás comer. Nosotros velamos por que nada te falte
Y empezó a subirle cosquillas, empanadas y todo lo que llevaba el panadero en la cesta. Luego le
dijo:
-Amo, yo y Jurka vamos al reino de Tres Veces Diez y te traeremos la sortija encantada. Procura
que te dure la comida hasta que estemos de regreso.
Jurka y Miz se despidieron de su amo y emprendieron, el camino.
Anda que anda, corre que corre, lo husmeaban todo a su paso y escuchaban lo que la gente decía.
Se hicieron amigos de todos los perros y gatos que hallaron, les preguntaron por la Princesa y
supieron que no estaban lejos del reino de Tres Veces Diez a donde la habían transportado los
doce jóvenes.
Llegaron al reino, se dirigieron al palacio y se hicieron amigos de todos los perros y gatos que lo
habitaban, les preguntaron por las costumbres de la Princesa y sacaron a relucir en la
conversación la sortija mágica; pero nadie pudo darles noticias ciertas sobre aquel objeto.
Pero un día, fue Miz a cazar a los sótanos del palacio. Vio pasar una rata gorda, se lanzó sobre ella
y le clavó las uñas. Ya estaba a punto de hincarle los dientes para empezar a comérsela por la
cabeza, cuando la rata le habló y dijo:
-¡Querido gatito, no me muerdas, no me mates! Tal vez pueda hacerte algún favor. Haré lo que me
mandes. Pero si me matas, a mí, que soy la reina de las ratas, todo el reino ratonil será desolado.
-Bueno -dijo Miz,- te perdono, con una condición. En este palacio vive la Princesa, la malvada mujer
de nuestro amo. Ha huido robándole la sortija que obra prodigios. Mientras no me traigas la sortija
no te escaparás de mis zarpas con ningún pretexto.
-Conforme -dijo la reina de las ratas- trataré de complacerte.
Silbó llamando a todo su pueblo e inmediatamente acudió una multitud de ratas y ratones,
grandes y pequeños, jóvenes y viejos, que esperaron las órdenes que había de darles su reina
desde las garras de Miz. Y la reina de las ratas les dijo:
-La que me traiga la sortija que obra prodigios y que está en poder de la Princesa me salvará de
una muerte cruel y yo la elevaré a la más alta dignidad.
Entonces una ratita se acercó y dijo:
-Yo entro con frecuencia en el dormitorio de la Princesa y vengo observando que los ojos de la
Princesa descansan más que nada en una sortija que durante el día lleva en la mano, pero que de
noche se mete en la boca y duerme con ella entre los dientes y la mejilla. Si esperáis un poco, yo
os traeré ese anillo.
La ratita se alejó corriendo, se introdujo en el dormitorio de la Princesa y esperó a que durmiese. Y
mientras la Princesa dormía, sacó la borla de la polvera y le frotó con ella las narices. Aspiró la
Princesa los polvos, que penetraron en su nariz y en su garganta y enseguida hubo de incorporarse
para toser y estornudar. La sortija se le escapó así de la boca, la ratita la cogió y se la llevó
corriendo, para salvar la vida de la reina.
Miz y Jurka se apresuraron a devolver a su amo la sortija prodigiosa y cuando llegaron al torreón,
ya Martín estaba a punto de morir de desfalle-cimiento. El gato trepó inmediatamente hasta la
ventana y llamó a su amo:
-¿Estás vivo, Martín, hijo de la viuda?
-Apenas puedo con mi alma. Hoy es el tercer día que no como.
-Pues, bien, ya se te acabó el sufrir; puedes cantar victoria, porque te traemos la sortija.
Martín estaba loco de alegría, acariciaba el lomo del gato y éste se refregaba contra su amo y
murmuraba sus sencillas canciones, mientras, al pie del torreón, Jurka saltaba batiendo la cola y
ladrando de alegría y haciendo piruetas como un saltimbanqui.
Martín cogió el anillo y lo cambió de un dedo en otro. Inmediatamente se presentaron los doce
jóvenes.
-¿Qué deseas y qué ordenas?
-Traedme de comer y de beber hasta que no pueda más y que sobre el lecho del torreón toque una
música todo el día.
Cuando la gente oyó la música en lo alto del torreón se apresuró a decir al Rey que Martín ya no
estaba en su cárcel.
-Ya no debe pertenecer al mundo de los vivos -decían- y está gozando de la gloria en lo alto del
torreón. Allí se canta y se baila y chocan las copas y se oye ruido de vajilla y una música tan
celestial, que uno se queda escuchando con la boca abierta.
El Rey envió un mensajero al torreón y el mensajero no volvió porque se quedó escuchando la
música; luego mandó a su oficial mayor y también se quedó regalándose los oídos. Fue el mismo
Rey al torreón y se quedó como una estatua, encantado con la música. Pero Martín llamó a los
doce jóvenes y les dijo:
-Reconstruid mi palacio como antes, echad un puente de cristal entre el del Rey y el mío y a un
lado volved a erigir la catedral de cinco pisos de altura, y haced que mi infiel esposa vuelva al
palacio.
Y mientras él expresaba sus deseos se iban realizando. Luego bajó del torreón, cogió a su suegro
de la mano y lo condujo al dormitorio, donde la Princesa, temblando de miedo, esperaba una
muerte cruel.
-Mi querido padrecito político, tu hija me ha ocasionado una gran desgracia. ¿Qué castigo merece?
-Mi querido yerno, deja que la clemencia prevalezca sobre la justicia; muévela a la enmienda con
buenas palabras y vive con ella como antes.
Martín siguió el consejo de su suegro, reprendió a su mujer, afeándole su conducta y ya no se
separó en toda su vida de la sortija ni de Jurka ni de Miz, ni conoció más miseria.
LOS DOS CAMINOS
Anónimo ruso
Cuento
En una pobre aldea del gobierno de Perm había dos "mujiks" muy pobres que apenas podían
satisfacer su hambre, pese a los esfuerzos de ambos por comer con alguna regularidad. Su traje
corría parejas con su despensa, de modo que cubrían sus cuerpos con unos calzones destrozados,
un "caftán" de piel de carnero, raída a más no poder, y unas abarcas de corteza de árbol que
apenas libraban a sus pies del roce de las piedras y las espinas del bosque.
Cierto día estaban los dos lamentándose de su miseria, y comparaban sus respectivos modos de
ganarse el pan. Uno de ellos, llamado Sergio, era un hombre joven, bondadoso, que sentía el
temor de Dios y era incapaz de cometer la menor incorrección. Todos sus esfuerzos tendían a vivir
mediante un trabajo honrado, pero su compañero, en cambio, llamado Pedro, era un tuno de
marca mayor, que no perdía la ocasión de hurtar cuanto podía, pero no por eso conseguía quitarse
el hambre que le molestaba sin cesar.
-No hay duda de que tu modo de vivir -decía Sergio a Pedro- ha de terminar muy mal, porque, más
pronto o más tarde, recibirás tu castigo. Más vale vivir honradamente, aunque se sufra alguna
miseria.
Pedro no estaba conforme con estas opiniones de Sergio, y así discutieron largo rato, aunque sin
lograr ponerse de acuerdo.
Y aferrado cada uno de ellos a sus propias opiniones, no querían dar su brazo a torcer, de modo
que, al fin, decidieron echar a andar por la carretera y preguntar su opinión a cuantos encontrasen
al paso.
Poco tardaron en hallar a otro "mujik", que estaba ocupado en arar su campo. Acercáronse a él, y
Pedro le dirigió la palabra, diciéndole
-Buenos días, amigo. Te rogamos que nos des tu opinión acerca de una discusión que ha surgido
entre nosotros. ¿Cómo crees que debe vivir el hombre, honradamente o no?
-¡Caramba! - exclamó el labrador-. En nuestros tiempos vivir honradamente es casi imposible. En
cambio, resulta muy sencillo no tener en cuenta para nada las leyes divinas y humanas. El hombre
honrado casi nunca tiene camisa que ponerse, pero los pillos visten bien, comen mejor y no
carecen de 10 rublos. Por ejemplo, nosotros los "mujiks" hemos de trabajar todo el día para
nuestros "bacines" y, en cambio, no podemos casi hacerlo en nuestro propio beneficio. A veces
hemos de fingir que estamos enfermos para ir a cortar un poco de leña, a fin de calentar nuestras
"isbas" , y aun eso hemos de hacerlo de noche, porque si nos sorprendieran los guardas, nos
meterían en la cárcel.
-¿Lo ves? -exclamó Pedro, dirigiéndose a Sergio-. Ahora comprenderás que tenía razón.
Continuaron su camino y, poco después, se cruzaron con un rico comerciante que guiaba su trineo.
-Deteneos un momento, señor, y hacednos el favor de contestar a una pregunta: ¿Cómo conviene
vivir, honrada o inicuamente?
-¡Hombre! -contestó el comerciante, deteniendo sus caballos-. En nuestros días resulta muy difícil
vivir honradamente. Por ejemplo, a nosotros, los comerciantes, nos engaña todo el mundo y...
claro está, a nuestra vez hemos de engañar a los demás.
-¿Qué te parece? - preguntó Pedro a Sergio-. Ya ves cómo, también, me ha dado la razón.
Poco después encontraron en la carretera a un "barine" montado a caballo.
-Deteneos un instante, señor. Os rogamos que tengáis la bondad de darnos vuestra opinión acerca
de una duda que tenemos. ¿Cómo conviene que viva el hombre, honrada o inicuamente?
-La respuesta no ofrece duda. Vale más lo segundo. En nuestros tiempos no existe la justicia. Y si
alguno se atreve a reclamarla, le llaman picapleitos y lo destierran a Siberia.
-¿Lo has oído? -exclamó Pedro-. Fíjate en que todo el mundo me da la razón.
-Sí. Ya lo veo -replicó Sergio-. Pero, así y todo, no he quedado convencido. Yo estoy persuadido de
que el hombre ha de vivir como Dios manda y a pesar de los pesares.
Por mi parte, estoy firmemente resuelto a no mudar de conducta.
Continuaron su camino y decidieron seguir adelante para ganarse la vida. Pedro se arreglaba
siempre de manera que, con sus engaños y trapacerías, en todas partes le daban de comer y aun
lo suficiente para llenar su alforja. Sergio, en cambio, obraba de buena fe y se esforzaba en
trabajar todo lo posible. Era muy desgraciado, porque, a costa de una penosa jornada, sólo podía
alimentarse de pan y agua. Sin embargo, estaba siempre muy satisfecho y aguantaba de buena
gana las burlas de su compañero.
Así continuó la cosa entre los dos y llegó, por fin, la ocasión en que Pedro iba con la barriga llena y
el zurrón bien provisto, en tanto que Sergio no había comido desde veinticuatro horas antes y no
tenía un solo pedazo de pan que llevarse a la boca. Por último, el hambre le obligó a pedir a su
compañero algo que comer, pero Pedro, que era un tuno y un mal hombre, sonrió con sarcasmo y
se negó a acceder a aquella petición.
-Ahora te convencerás de lo poco que obtienes gracias a tu honradez. Fíjate en que nadie te da
trabajo, ni modo de ganar un pedazo de pan, en tanto que a mí no me falta la buena comida ni las
provisiones de viaje. Y como no quiero cargar con tu manutención, te advierto que no voy a darte
cosa alguna y que de mí no debes esperar, ni ahora ni en adelante, el más ligero socorro.
-Me alegro mucho de que me hables con esta claridad -contestó el buen Sergio-, y tu dureza de
corazón me aconseja separarme definitivamente de un hombre como tú. Sigue, pues, tu camino,
porque yo me quedo aquí, seguro de que Dios no me abandonará. ¡Ojalá El te proteja a ti también
y nunca te deje sin recursos!
Dicho esto, Sergio fué a tenderse al pie de un roble, en tanto que Pedro se alejaba, después de
dirigirle una mirada burlona.
En cuanto Sergio se hubo quedado solo, empezó a buscar con la mirada algo que hincar el diente,
pero las matas que vio a su alrededor no eran comestibles ni podían servirle para calmar el
hambre. Sin embargo, persuadido como estaba de que Dios no le abandonaría, decidió no moverse
de aquel lugar para no malgastar las fuerzas, y en cuanto llegó la noche creyó preferible refugiarse
entre las ramas del roble, para evitar el posible ataque de las fieras.
Tuvo la suerte de encontrar un lugar apropiado en la horquilla de una rama, en donde podía
tenderse con alguna comodidad y sin miedo de caer al suelo, y, después de haber rezado sus
oraciones, convencido de que el sueño hace olvidar el apetito, cerró los ojos disponiéndose a
dormir.
Concilió el sueño y, sin duda, estuvo dormido algunas horas, cuando despertó al oír un ruido
extraño que, de momento, le alarmó. Semidormido no pudo acertar la causa del leve rumor que
percibía, pero en cuanto se hubo despertado del todo, oyó claramente algunas voces que hablaban
con voz queda. Eso le extrañó sobremanera, porque tenía la persuasión de estar solo en aquel
bosque, y así aguzó el oído para enterarse de quiénes, podrían ser aquellos extraños individuos.
El ruido de las voces le guió hacia el lugar de que procedían y no tardó en descubrir entre las
ramas de roble y a mayor altura, unas formas vagas, que, de momento, le parecieron aves de gran
tamaño, pero luego, al fijarse mejor, vio con espanto que eran dos diablos de aspecto horrible y
provistos de unas alas de gran tamaño, que en aquel momento tenían plegadas.
Mientras estaba escuchando, oyó el ruido de algunos aletazos que se aproximaban al árbol y muy
en breve se posaron en la misma rama en que estaban los otros, tres diablos más, de aspecto
absolutamente semejante.
Aquellos cinco espíritus infernales, empezaron a dar cuenta de las maldades que habían realizado
durante el día, y sus carcajadas de horrible expresión eran capaces de helar la sangre en las venas
del más valiente. Sergio se sintió preso de pánico y tanto por impedírselo el terror, como también
por prudencia, no se movió del lugar que ocupaba y se dedicó a escuchar con cuanta atención era,
capaz.
Después que tres de aquellos diablos hubieron referido sus aventuras durante el día tomó la
palabra el cuarto y dijo:
-Habéis de saber que yo he pasado casi todo el día en el palacio de la hermosa Zarina. Hace ya
diez años que está enferma por mi causa, pues me divierto en grande causándole toda suerte de
molestias y de dolores. No os podríais imaginar siquiera las cosas que han llegado a hacer para
curar a la soberana. Pero yo no me marcho del lugar que ocupo, aunque vengan frailes descalzos.
Estoy allí muy bien, muy calentito en la cama, y pasando unos inviernos deliciosos.
Sin embargo, los muy bestias, ignoran que con la mayor facilidad podrían obligarme a huir,
curándose así la Zarina, si a la cabecera de su cama pusieran el icono que tiene en su casa el
comerciante en telas que hay a la entrada del pueblo inmediato.
Tomó la palabra el quinto diablo y refirió a su vez sus aventuras, los sustos, molestias y dolores
que había causado a unos desgraciados "mujiks" y, por fin, cuando empezó a apuntar la aurora, los
cinco espíritus infernales emprendieron ruidosamente el vuelo y se alejaron para dedicarse
nuevamente al mal.
El pobre Sergio no había podido conciliar el sueño desde el momento en que fue despertado por
los diablos y resuelto, por otra parte, a no pasar una noche más en aquel árbol, que ya le resultaba
espantoso, emprendió el camino en dirección a la ciudad.
Las palabras que oyera del cuarto diablo le infundieron el deseo de hacer cuanto pudiera para
curar a la pobre Zarina enferma, mas antes era preciso apoderarse del icono milagroso y así, en
cuanto llegó a los arrabales de la población, empezó a buscar el establecimiento del mercader de
telas indicado por el espíritu infernal.
No tardó en encontrarlo y asomándose a la puerta vio al mercader en persona que esperaba la
llegada de los compradores.
-Muy buenos días, señor -dijo Sergio-. Estoy sin trabajo y quisiera pediros el favor de emplearme. Y
si queréis aceptarme en vuestra casa, estoy dispuesto a trabajar un año entero, sin otra
recompensa que este icono viejo y sin valor que tenéis ahí.
El mercader contempló a Sergio, lo examinó de pies a cabeza, y comoquiera que el aspecto del
joven le causara buena impresión, le contestó aceptando su ofrecimiento, pues, por otra parte, le
convenía utilizar sus servicios sin otra paga que la entrega de aquel icono que, para él, carecía de
todo valor.
El comerciante no tuvo que arrepentirse de su decisión, porque Sergio era un muchacho laborioso,
honrado e inteligente, que le prestó muy buenos servicios. Por fin, al terminar el año, el joven dijo
a su amo que en cumplimiento de lo pactado, quería marcharse una vez éste le hubiese dado el
icono que se hallaba sobre un pequeño pedestal, colgado de una de las paredes del
establecimiento.
-El caso es, buen Sergio -dijo el mercader - que estoy muy contento de tus servicios, pero preferiría
pagarte con dinero en vez de darte el icono.
El comerciante habló así, suponiendo que cuando el joven se contentaba con tan poca paga, la
imagen en cuestión tendría mucho más valor de lo que él suponía, pero Sergio se apresuró a
contestarle
-Trato es trato, señor. Bien recordaréis las condiciones en que entré a trabajar en vuestra casa. Por
consiguiente, no tenéis más remedio que entregarme esa imagen.
El comerciante se resistió y, por fin, acabó diciendo que si quería lograr tal premio sería preciso
que trabajara un año más en su casa.
Sergio se conformó con la exigencia de su patrono, cosa que a éste le llamó mucho la atención, y
así, cuando hubo terminado el segundo año, se negó nuevamente a cumplir lo pactado, alegando
que el valor de aquel icono merecía por parte de Sergio otro año de trabajo.
A regañadientes se resignó el joven a esta nueva informalidad, pensando que, por fin, acabaría por
conseguir su objeto y no dejaba de pensar con frecuencia en la pobre Zarina que, mientras tanto,
estaría sufriendo a causa de su enfermedad. Pero no quiso decir cosa alguna, ni significar la
importancia que para él tenía la posesión de la imagen, pues temía que, de hacerlo, el
comerciante le impusiera algunos años más de trabajo o bien él mismo fuese a recoger el fruto de
los afanes del pobre muchacho.
Cuando, por fin, llegó el término del tercer año, el mercader tomó el icono, que era una imagen
ruda y nada artística, que quería representar a San Pedro, y entregándoselo a Sergio, le dijo:
-Toma esta imagen. Ya es tuya, porque bastante te la has ganado en tres años de trabajo honrado
e inteligente. Vete, pues, y te deseo que te acompañen Dios, Nuestro Señor, y Santa María de
Kazán.
Sergio, satisfecho en extremo, al pensar que, por fin, había alcanzado su objeto y que ya podría
realizar la buena obra de curar a un enfermo, tomó la imagen y despidiéndose del mercader,
emprendió el camino del palacio del Zar, aunque sintiendo el recelo de que la pobre Zarina
hubiese muerto durante aquel largo plazo.
Tuvo que hacer un largo viaje para llegar a la capital del Estado y, al penetrar en sus calles,
observó que todo el mundo parecía estar muy triste y aun vio a algunos que lloraban
desesperados, cual si fuesen víctimas de una gran desgracia.
Preso de tristes presentimientos, Sergio se dirigió a un hombre, que parecía más sereno que los
demás, y le preguntó
-¿Qué ocurre en esta ciudad? ¿Os amenaza alguna calamidad pública? Os ruego, por Dios, que me
lo comuniquéis, porque me apena verdaderamente ser testigo de esta tristeza general.
-¡Oh! - replicó el interpelado-. Estamos todos muy tristes, porque nuestra adorada Zarina, que es la
mujer más bella y más santa que ha existido en el mundo, está, ya hace varios años, gravemente
enferma y parece que ha empeorado de tal manera que ni siquiera podrá pasar de esta noche.
-¿De modo que vive todavía? -preguntó Sergio con acento de alegría.
-Si. Aun vive. Pero, por desgracia, entregará en breve su alma a Dios.
-En tal caso -dijo Sergio- os ruego que me llevéis cuanto antes al palacio del Zar, porque tengo
medios de curar a vuestra soberana.
El interlocutor de Sergio abrió en extremo los ojos, y por un momento pudo creer que el joven
había perdido el juicio, más, por fin, su propio deseo de que aquellas palabras fuesen ciertas, le
convenció de la verdad del caso. Algunas personas que se habían congregado alrededor de los dos
hombres, se enteraron también de las palabras del forastero y algunos echaron a correr, llenos de
alegría y publicando a gritos la noticia de que aquel desconocido estaba en situación de devolver
la salud y la vida a su amada Zarina.
Espontáneamente se organizó una comitiva de gente de pueblo, que acompañaba a Sergio al
palacio del monarca. Al llegar a su puerta principal, los guardias trataron de impedir la
aproximación de la multitud, pero tal era el entusiasmo de que estaba poseída y tales fueron las
voces que resonaron, asegurando que traían la curación de la soberana, que acudieron algunos
oficiales y después de poner el hecho en conocimiento de sus superiores, permitieron la entrada
del portador de la imagen milagrosa.
Sergio vióse conducido a presencia del mismo Zar, quien, lleno de deseo de ver curada a su
amada esposa, no se fijó siquiera en el traje ni en el aspecto del recién llegado, sino que
inmediatamente lo condujo a presencia de la enferma.
Esta no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. La enfermedad la había dejado pálida,
demacrada y desprovista de una gran parte de la belleza que antes poseía, pero aun así resultaba
hermosa y era altamente conmovedor ver cómo su hija, la princesa heredera, tenía cogida una de
las manos de la enferma y la besaba humedeciéndola con sus lágrimas.
Sergio se apresuró a descubrir la imagen de San Pedro y la situó sobre la cabecera de la cama
imperial. En el mismo instante la enferma abrió los ojos, miró muy extrañada a su alrededor, dio
algunos suspiros profundos y el color empezó a animar sus pálidas mejillas. Poco después dirigió
una sonrisa a su hija y a su esposo, y recobrando milagrosamente las fuerzas, se incorporó sola en
la cama, en tanto que la vida y la salud volvían a animar su debilitado organismo, de tal manera
que apenas habían pasado cinco minutos cuando se sintió restablecida por completo.
Inútil es decir cuál fué la alegría del Zar, de su hija y de la misma Zarina ante aquel hecho
verdaderamente milagroso. Aquellos tres grandes personajes, acostumbrados a recibir las
manifestaciones de respeto y de afecto de todo el mundo, no sabían cómo demostrar su agrade-
cimiento hacia el buen Sergio, que había sido el instrumento elegido por Dios para operar aquella
maravilla.
Le ofrecieron toda clase de riquezas, posesiones y títulos de nobleza, pero Sergio no quiso aceptar
nada en absoluto, diciendo que había tenido la mayor satisfacción en curar a la Zarina, simple-
mente por el placer de hacer el bien.
Estas sencillas y modestas palabras llenaron de admiración a todos y era tal la bondad, la nobleza
y la modestia del joven, que la princesa se sintió impresionada hasta lo más profundo de su ser,
diciéndose que en ninguna parte encontraría a un hombre tan digno de su amor como aquél. Por
esta razón se arrojó en brazos de su padre y, después de besarle con el mayor cariño, se sonrojó
intensamente y pronunció unas palabras a su oído.
El Zar sonrió con expresión placentera, dio un beso a su hija y luego le golpeó cariñosamente la
mejilla, dirigiéndole, al mismo tiempo, una mirada tranquilizadora. E inmediatamente, volviéndose
hacia el salvador de la soberana, le dijo:
-Pues bien, amigo mío. Ya que te niegas a aceptar honores y riquezas, voy a ofrecerte algo que sin
duda no rechazarás. Por de pronto te nombro príncipe y, además, te ofrezco la mano de mi hija, la
princesa heredera.
Atónito se quedó Sergio al oír tales palabras, pero luego recobrando la serenidad, hizo un esfuerzo
y balbuceó:
-¡Oh, señor! Te agradezco infinito tu buena voluntad para conmigo, pero ten en cuenta que soy un
mísero "mujik" y que carezco de toda instrucción y de todo refinamiento.
-Eso no importa -replicó el Zar-. Ante todo, quiero que el esposo de mi hija sea un hombre bueno, y
nadie mejor que tú tiene derecho a ser considerado así.
La Zarina, que aun seguía sentada en la cama, le miró sonriendo con el mayor afecto y le dijo
-Si no quieres verme enfermar nuevamente y a causa del pesar, te ruego que aceptes, salvador
mío.
La princesa, por su parte, le dirigió una tímida sonrisa y una amorosa mirada, y Sergio no pudo ya
seguir negándose y consintió en aceptar el honor y la felicidad que le ofrecían.
A partir de aquel momento se alojó en el palacio del Zar, en donde le rodearon de toda clase de
comodidades y de atenciones. Ante todo numerosos criados cuidaron de bañarle, perfumarle y
peinarle, y algunos sastres se encargaron de confeccionar para él numerosos trajes, que le
entregaron a las pocas horas, de modo que cuando Sergio se presentó por la noche ante la
princesa y sus augustos padres, éstos tuvieron que hacer un esfuerzo para reconocer en aquel
apuesto y elegante joven al mismo "mujik" que aquella mañana llegara a palacio.
Pocos días después se celebró, con gran pompa, el matrimonio de Sergio y de la princesa Fedora,
así como también numerosos festejos para solemnizar tan fausto acontecimiento.
Cosa de dos meses más tarde, el príncipe Sergio rogó un día a su esposa y a sus padres políticos
que le permitiesen regresar a su pueblo porque allí había dejado a su anciana madre, que le había
dado una educación cristiana, causante de su prosperidad. Además, tenía grandes deseos de ver
nuevamente a la pobre anciana.
La princesa y sus padres aprobaron aquel deseo y, además, la primera quiso acompañar a su
marido. Partieron en una espléndida carroza, acompañados por numeroso séquito, y poco después
perdieron de vista la capital del Imperio.
Al cabo de algunas horas de viaje, el príncipe Sergio se asomó por casualidad a la ventanilla del
vehículo y pudo ver a poca distancia a su antiguo compañero Pedro; pero su aspecto estaba
cambiado en extremo. Cuando Sergio fue abandonado por él, Pedro, gracias a sus engaños y a su
conducta desprovista de escrúpulos, tenía un aspecto en cierto modo opulento, estaba gordo y
satisfecho de la vida, pero, en cambio, ahora lo vió reducido a la más extremada miseria, cubierto
de harapos, pálido, demacrado y medio muerto de hambre.
El príncipe Sergio dio orden de parar el carruaje y poniendo pie a tierra se dirigió a su antiguo
compañero, diciéndole
-Dios te guarde, amigo. ¿No me reconoces? ¿No te acuerdas de mí ni de cuando sostenías que la
conducta malvada daba mejores resultados que la vida inspirada en los principios de la honradez?
Cuando Pedro hubo reconocido a su antiguo compañero y lo vio salir de una dorada carroza y
escoltado por un lujoso séquito y gran número de cosacos, se sintió paralizado por el temor y se
creyó perdido. Recordó en el acto la falta de caridad de que hizo víctima a su compañero de
camino, y no tuvo fuerzas para pronunciar siquiera una sola palabra.
-No tengas ningún miedo -le dijo el príncipe Sergio-. Bien sabes que soy incapaz de guardar rencor
a nadie.
Luego le refirió lo que le había sucedido, desde que el otro lo abandonara en el bosque y
desprovisto de recursos, y Pedro le escuchaba lleno de envidia, arrepintiéndose de haber tratado
tan mal a su compañero, porque éste, por lo menos, no le haría partícipe de su buena fortuna. El
príncipe Sergio echó mano al bolsillo, le entregó un puñado de rublos, recomen-dándole al mismo
tiempo, que acudiese a él cuantas veces tuviera necesidad de algún auxilio, y luego volvió a
montar en la carroza y continuó su viaje.
Quince días más tarde la lujosa comitiva llegó al pueblecillo en que vivía la anciana madre del
príncipe Sergio. La pobre mujer estaba triste y apesadumbrada, en vista de que, a pesar del
tiempo transcurrido, carecía de noticias de su amado hijo. Creía que habría muerto, y todas las
noches rogaba a Dios que le quitase la vida para ir a reunirse con su hijo Sergio.
Al ver que aquella espléndida carroza se detenía ante su humilde y destar-talada "isba", se frotó
los ojos creyendo soñar y, cuando el joven príncipe y su esposa echaron pie a tierra y penetraron
en la humilde vivienda, no reconoció ni por asomo a su hijo, sino que se figuró no haber visto en su
vida a aquel personaje.
Pero su pasmo y su asombro llegaron al colmo cuando el príncipe se arrojó en sus brazos y le dio
el nombre de madre. Entonces creyó soñar, pero luego se atrevió a dirigir una mirada a aquel
espléndido señor y, al fin, se convenció de que era su hijo, a quien tantas veces llorara por muerto.
Los sollozos le impidieron pronunciar una sola palabra, y cuando la princesa, con la mayor bondad
y afecto, la abrazó a su vez, dándole el nombre de madre, tuvo que dejarse caer sentada sobre la
silla, porque sus piernas se negaban a sostenerla.
En cuanto la felicidad de volverse a verles permitió hablar, diéronse cuenta de sus respectivas
vidas y, por fin, el príncipe la invitó a ir a vivir con él y con su esposa, en el palacio del Zar. Pero la
anciana se negó tenazmente a ello, alegando que no quería abandonar su pueblo natal ni aquel
paisaje en que había transcurrido toda su vida. Y al observar el príncipe que nada sería capaz de
hacerla cambiar de propósito, le asignó una renta más que suficiente para que pudiese rodearse
de toda suerte de comodidades, dejó a dos criados y otras tantas criadas para que cuidasen de
ella, y aquel mismo día, al anochecer, emprendió su viaje de regreso a la capital.
Pedro, por su parte, reflexionó profundamente después de haber encontrado al nuevo príncipe. Se
dijo que el origen de su fortuna era el haber permanecido una noche entera entre las ramas de un
roble del bosque en que él mismo lo dejara abandonado. Creyó que, si hacía lo mismo que Sergio,
sorprendería, a su vez, algún valioso secreto de los diablos. Y así emprendió el camino hacia aquel
lugar, adonde llegó hacia el mediodía.
Sacó el zurrón y de él algunas provisiones para hacer una ligera colación y en cuanto el sol
empezó a descender hacia occidente, se encaramó a las ramas del roble, que recordaba muy bien,
buscó un lugar que le permitiese pasar la noche con cierta comodidad y esperó los
acontecimientos.
Nada ocurrió antes de anochecer, pero en cuanto la obscuridad extendió su manto sobre la tierra,
oyó un ruido de alas, y no tardó en ser testigo de la llegada de los diablos. En cuanto se hubieron
reunido los cinco, uno de ellos tomó la palabra, diciendo:
Habéis de saber, hermanos, que hace cinco años, día por día, que nos reunimos en este lugar
oculto para referir nuestras respectivas aventuras, en la seguridad de que nadie sorprendería
nuestras palabras. Pero lo cierto es que nos engañamos, porque entre las ramas de este árbol
había un individuo que se enteró de lo que decíamos y lo utilizó para medrar. Por consiguiente, y a
fin de que no vuelva a ocurrirnos una cosa parecida, propongo que antes de empezar la sesión
hagamos un registro minucioso del árbol y de sus alrededores.
Sus oyentes dieron su conformidad a la proposición y en el acto empezaron a registrar las ramas
del roble. No tardaron en descubrir a Pedro y, sin darle tiempo a que se aprestara a defenderse,
cosa por otra parte inútil, lo cogieron con sus garras, le clavaron sus horquillas y se lo llevaron al
Infierno, en donde había de arder eternamente, en castigo de sus crímenes.
LA REINA MARÍA
Anónimo ruso
Cuento
Vivía en un lejano reino un zarevitz llamado Iván. Tenía el zarevitz tres hermanas: María, Olga y
Ana. Antes de morir, sus padres dijeron al zarevitz:
“Casa a tus hermanas con el primero que pida su mano, no las tengas a tu lado mucho tiempo”.
Enterró el zarevitz a sus padres y, apenado, salió con sus hermanas a dar una vuelta por el jardín
de palacio.
De pronto, un negro nubarrón cubrió el cielo y estalló una tormenta espantosa.
-Vamos a casa, hermanitas -dijo el zarevitz Iván.
Apenas si habían entrado en el palacio, cuando cayó un rayo, el techo se hendió y entró en el
aposento en que se hallaban un halcón. El halcón se dejó caer con fuerza contra el piso y se
convirtió en un apuesto galán, que dijo:
-Buenos días, zarevitz Iván, antes venía por aquí de visita, pero ahora he venido a pedir la mano
de tu hermana María.
-Si mi hermana te quiere -respondió el zarevitz-, puede casarse contigo, yo no me opondré a su
voluntad.
-La princesita María accedió. El halcón se casó con ella y se la llevó a su reino.
Fueron pasando las horas una tras otra, se sucedieron los días y transcurrió todo un año. El
zarevitz Iván salió con sus hermanas a dar una vuelta por el jardín. De nuevo un negro nubarrón
cubrió el cielo y estalló una tormenta acompañada de rayos y de torbellinos.
-Vamos a casa, hermanitas dijo el zarevitz.
Apenas si habían entrado en el palacio, cuando cayó un rayo, el techo se hendió y entró en el
aposento un águila. El águila se dejó caer con fuerza contra el piso y se transformó en un apuesto
galán.
-Buenos días, zarevitz Iván -dijo-, antes venía de visita pero ahora he venido a pedirte la mano de
tu hermana Olga.
El zarevitz le respondió:
-Si te quiere, puede casarse contigo, yo no me opondré a su voluntad.
La princesita Olga accedió a casarse con el águila, que se la llevó a su reino.
Pasó otro año. El zarevitz Iván dijo a su hermana la menor:
-Vamos a dar una vuelta por el jardín.
Salieron a dar un paseo y, al poco, estallaba una tormenta acompañada de rayos y torbellinos.
-Volvamos a casa, hermanita -dijo el zarevitz.
Regresaron al palacio, pero antes de que tuvieran tiempo de sentarse, cayó un rayo, el techo se
hendió y entró en el aposento un cuervo. El cuervo se dejó caer con fuerza contra el piso y se
convirtió en un apuesto galán. Si los otros dos eran agraciados, éste lo era todavía más.
Antes, zarevitz Iván -dijo-, venía por aquí de visita, pero ahora he venido a pedirte la mano de tu
hermana Ana.
-Si te quiere -respondió el zarevitz-, puede casarse contigo, yo no me opondré a su voluntad.
La princesita Ana se casó con el cuervo, que se la llevó a su reino.
El zarevitz Iván se quedó solo. Vivió un año entero sin ver a sus hermanas y empezó a echarlas de
menos.
-Iré a ver a mis hermanitas -dijo el zarevitz.
Se puso en camino y a los pocos días vio en un campo multitud de guerreros muertos. Gritó:
-¿Queda vivo alguien que pueda decirme quién ha exterminado estas mesnadas?
-Estas grandes mesnadas -respondió un guerrero que todavía un había muerto-las ha exterminado
la bella reina María.
Siguió el zarevitz Iván su camino y llegó a un campamento con blancas tiendas de campaña. Salió
a su encuentro la bella reina María.
-Buenos días, zarevitz -dijo-, ¿vas por esos mundos de buen grado o no?
El zarevitz le respondió:
-Los valientes no viajan de mal grado.
-En fin, si no tienes prisa, puedes pasar unos días en mi campamento.
El zarevitz aceptó gustoso la invitación y pasó dos días con sus noches en el campamento. La reina
se enamoró de él y se casaron.
La bella reina María llevó al zarevitz a su reino. Vivieron tranquilamente durante algún tiempo,
hasta que ella resolvió emprender una guerra. Dejó el reino confiado al zarevitz Iván y le dijo antes
de partir:
-Anda por todas partes, vigílalo todo, pero no se te ocurra entrar en este desván.
Intrigado, el zarevitz abrió la puerta del desván, en Cuanto la bella reina María se hubo marchado,
y vio que allí sujeto con doce cadenas, pendía Koschéi el Inmortal.
Koschéi imploró al zarevitz Iván:
-Compadécete de mí, dame agua, llevo aquí diez años sin comer ni beber, tengo la garganta seca,
seca como un estropajo.
El zarevitz le dio un cubo de agua.
Koschéi se la bebió y dijo:
-Un cubo es poco para mitigar mi sed; dame otro.
El zarevitz le ofreció otro cubo de agua. Koschéi se lo bebió y pidió más. Cuando se hubo bebido el
tercer cubo, recobró sus fuerzas, tiró de las doce cadenas y las partió.
-Gracias, zarevitz Iván -dijo Koschéi-, ya puedes despedirte para siempre de la reina María, que no
la volverás a ver.
Koschéi salió por la ventana transformado en un torbellino, dio alcance a la bella reina María y se
la llevó a sus dominios.
El zarevitz Iván vertió amargas lágrimas y se puso en camino, diciéndose: “¡Cueste lo que cueste,
encontraré a la reina María!”
Tres días llevaba cabalgando cuando vio un palacio maravilloso, ante el que se alzaba un roble con
un halcón posado en una rama. El halcón se dejó caer del árbol al suelo y quedó convertido en un
apuesto galán, que gritó:
-¡Oh, mi querido cuñado!
Salió presurosa María, acogió llena de gozo al zarevitz Iván, le preguntó por su salud y luego le
contó su vida desde que se habían separado. El zarevitz Iván pasó en el palacio tres días y dijo:
-No puedo quedarme más tiempo, voy en busca de mi mujer, la bella reina María.
-Difícil te será encontrarla -le dijo el halcón-. Deja aquí por si acaso, tu cuchara de plata, la
miraremos y te recordaremos.
El zarevitz Iván dejó al halcón la cuchara de plata y prosiguió su viaje.
Al amanecer del tercer día vio un palacio todavía más hermoso; ante el palacio se alzaba un roble,
y en el árbol había posada un águila.
El aguila se dejó caer al suelo y quedó convertida en un apuesto galán, que gritó:
-¡Levántate, Olga, que ha venido a vernos nuestro querido hermano!
Olga salió al instante, colmó de besos a su hermano, le preguntó por su salud y le contó su vida. El
zarevitz Iván pasó tres días en el palacio y dijo:
-No puedo estar con vosotros más tiempo, debo buscar a mi mujer, la bella reina María.
El águila observó:
-Te será difícil encontrarla. Deja aquí tu tenedor de plata, lo miraremos y te recordaremos.
El zarevitz Iván dejó allí su tenedor de plata y prosiguió su camino.
Al amanecer del tercer día vio un palacio más bello todavía que los dos anteriores. Ante el palacio
había un roble. Un cuervo estaba posado en el árbol.
El cuervo se dejó caer del roble al suelo y quedó convertido en un apuesto galán, que gritó:
-Ana, sal corriendo, que ha venido a vernos nuestro hermano.
Ana salió presurosa, acogió llena de gozo al zarevitz Iván, lo colmó de besos, le preguntó por su
salud y le contó su vida.
El zarevitz Iván pasó en el palacio tres días y dijo:
-Perdonad, pero debo ir en busca de mi mujer, la bella reina María.
El cuervo respondió:
-Te será difícil encontrarla. Deja aquí tu tabaquera de plata, la miraremos y te recordaremos.
El zarevitz Iván dio al cuervo su tabaquera de plata, se despidió y reanudó su viaje.
A los tres días llegó a donde estaba la reina Maria.
Al ver a su amado esposo, María se precipitó a su encuentro y dijo, anegada en llanto:
-¡Ay, zarevitz Iván! ¿por qué no me hiciste caso?, ¿por qué abriste el desván y dejaste escapar a
Koschéi el Inmortal?
-Perdona, María, ¡a lo hecho, pecho! Vente conmigo ahora que no está Koschéi, quizás no nos
alcance.
Se pusieron en camino. Koschéi estaba de caza. Al atardecer, cuando regresaba, su caballo
tropezó de pronto.
-¿Por qué tropiezas, jamelgo famélico? -preguntó Koschéi ¿es que presientes alguna desgracia?
El caballo le respondió:
-Ha venido el zarevitz Iván y se ha llevado a la reina María.
-¿Podremos alcanzarles?
-Los alcanzaremos incluso si antes de emprender la persecución sembramos trigo, esperamos a
que madure, lo segamos, lo trillamos, lo molemos, cocemos cinco hogazas y las comemos
después.
Koschéi picó espuelas y dio alcance al zarevitz Iván.
-Mira, zarevitz -dijo-, la primera vez te perdono por tu bondad, porque me diste de beber; volveré a
perdonarte otra vez, pero a la tercera, ten cuidado, que te descuartizaré.
En fin, Koschéi se llevó a la reina María, y el zarevitz Iván se quedó llorando, sentado en una
piedra.
Cuando sus lágrimas se secaron, volvió sobre sus pasos en busca de la reina María. Koschéi el
Inmortal no estaba en casa.
-¡Vámonos, María! -dijo el zarevitz.
-¡Ay, zarevitz Iván, volverá a alcanzarnos! -exclamó la reina.
No importa; por lo menos, pasaremos juntos unas horas -respondió el zarevitz.
En fin, se pusieron en camino.
Koschéi regresaba a casa cuando su caballo tropezó de pronto.
-¿Por qué tropiezas, jamelgo famélico? ¿Es que presientes alguna desgracia? -preguntó Koschéi.
El caballo respondió:
-Ha venido el zarevitz Iván y se ha llevado a la reina María.
-¿Podremos alcanzarles?
-Los alcanzaremos incluso si antes de emprender la persecución sembra-mos cebada, esperamos a
que madure, la segamos, la trillamos, hacemos cerveza, nos embriagamos con ella y dormimos
después la borrachera.
Koschéi picó espuelas y dio alcance al zarevitz Iván.
-¿No te advertí de que te despidieras para siempre de la reina María? -dijo Koschéi al zarevitz, y se
llevó a la reina.
El zarevitz Iván se quedó solo, llorando desconsolado, y luego volvió sobre sus pasos para llevarse
otra vez a su mujer. Cuando llegó, Koschéi no estaba en casa.
-¡Vámonos, María! -dijo el zarevitz.
-¡Ay, zarevitz Iván! -exclamó la reina-, Koschéi nos dará alcance y te descuartizará.
- Que me descuartice; de todos modos, no puedo vivir sin ti.
Se pusieron en camino. Koschéi regresaba a casa cuando su caballo tropezó.
-¿Por qué has tropezado? ¿Es que presientes alguna desgracia? -preguntó Koschéi.
El caballo respondió:
- Ha venido el zarevitz Iván y se ha llevado a la reina María.
Koschéi picó espuelas, dio alcance al zarevitz Iván, lo descuartizó y metió los pedazos en un barril
lleno de pez. Luego tomó el barril, lo reforzó con aros de hierro y lo arrojó al mar azul. Hecho esto,
Koschéi sc llevó a la reina María.
Vieron los cuñados del zarevitz Iván que los objetos de plata que él les había dejado se ponían
negros.
-¡Ay -dijeron-, se ve que le ha ocurrido una desgracia!
El águila voló al mar azul y sacó el barril a la orilla.
El halcón voló por agua de la vida, y el cuervo, por agua de la muerte.
Se reunieron los tres en un mismo sitio, rompieron el barril, sacaron los pedazos del zarevitz Iván,
los lavaron y los dispusieron como correspondía.
El cuervo los roció con agua de la muerte, y los pedazos se pegaron. El halcón los roció con agua
de la vida, y el zarevitz Iván se estremeció y abrió los ojos. Luego, se levantó y dijo:
-Cuánto tiempo he estado dormido!
-Más hubieras estado de no ser por nosotros -le respondieron sus cuñados-. ¡Ea, vámonos!
-No puedo, hermanos, debo ir en busca de la reina María.
Llegó el zarevitz a donde estaba la reina María y le dijo:
-Pregúntale a Koschéi el Inmortal de dónde ha sacado un caballo tan veloz.
La reina María aprovechó una ocasión propicia y preguntó a Koschéi de dónde había sacado aquel
caballo.
-Lejos, muy lejos -respondió Koschéi-, en un reino situado en la orilla opuesta del Río de Fuego,
vive la bruja Yagá. Tiene la bruja una yegua en la que, cada día, recorre el mundo de punta a
punta. l’osce otras muchas yeguas magníficas. Fui tres días yegüerizo suyo y no dejé escapar ni
una sola bestia. La bruja Yagá me regaló por eso un potrillo.
-¿Y cómo cruzaste el Río de Fuego?
Tengo un pañuelo mágico. Basta con sacudirlo hacia la derecha tres veces para que se tienda un
puente muy alto, al que el fuego no llega.
María contó todo al zarevitz Iván y, además, le dio el pañuelo, se las había ingeniado para
sustraérselo a Koschéi.
El zarevitz Iván cruzó el Río de Fuego y se dirigió a donde vivía la bruja Yagá. Tuvo que caminar
mucho, sin comer ni beber nada. De pronto vio un ave rara con sus polluelos. El zarevitz Iván
-Mc comeré un polluelo.
-No te lo comas, Iván zarevitz -imploró el ave-, que dentro de poco te seré útil.
Prosiguió el zarevitz su camino. Al cruzar un bosque descubrió un panal, y dijo:
-Comeré un poco de miel.
La reina del panal le imploró:
-No toques mi miel, zarevitz Iván, que dentro de poco te seré útil. El zarevitz Iván no tocó la miel y
siguió adelante. Al poco veía una leona con un leoncillo.
-Me comeré el leoncillo -dijo el Zarevitz-, pues me caigo de hambre.
-No toques mi leoncillo, zarevitz Iván -imploró la leona-que dentro de poco te seré útil.
El zarevitz siguió hambriento su camino y, por fin, llegó a donde vivía la bruja Yagá. En torno a la
casa había hincadas en el suelo doce estacas, y en once de ellas podía verse sendas calaveras.
-¡Buenos días, abuela!
-¡Buenos días, zarevitz Iván! ¿Has venido de buen grado o traído por la necesidad?
-He venido para merecerme un buen caballo.
-Con mil amores, zarevitz; para eso no tendrás que estar a mi servicio un año, sino tan sólo tres
días. Si no se te pierde ninguna de mis yeguas, te daré un buen caballo, pero si se te escapa
alguna, tu cabeza coronará la estaca libre.
El zarevitz Iván aceptó las condiciones. La bruja Yagá le dio de comer y de beber y le dijo que
pusiera manos a la obra.
En cuanto el zarevitz Iván hubo sacado las yeguas al campo, las bestias alzaron la cola y se
dispersaron por los prados, perdiéndose de vista en un dos por tres.
El zarevitz se echó a llorar, se sentó en una piedra y se durmió.
Se estaba ya poniendo el sol, cuando llegó volando el ave rara, despertó al zarevitz y le dijo:
-Levántate, Iván, que las yeguas están ya en casa.
El zarevitz se levantó y dirigió sus pasos a casa de la bruja Yagá. La bruja gritaba muy enfadada a
sus yeguas:
-¿Por qué habéis vuelto?
-¿Cómo no íbamos a volver, si acudieron todos los pájaros del inundo y casi nos saltan los ojos?
-Mañana no corráis por los prados, dispersaos por los espesos bosques.
El zarevitz Iván pasó durmiendo toda la noche. A la mañana siguicnte la bruja Yagá le dijo:
-Mira, zarevitz, si no vuelves con todas las yeguas, si se pierda alguna, tu rizada cabeza coronará
la estaca.
El zarevitz sacó las yeguas a pastar, pero las bestias alzaron la cola y se dispersaron por los
espesos bosques. El zarevitz volvió a sentarse en una piedra, se echó a llorar y luego se durmió. El
sol se puso tras el bosque. Acudió la leona y dijo al zarevitz:
-Levántate, zarevitz Iván, que las yeguas están ya juntas. Kl zarevitz Iván volvió a casa. La bruja
Yagá gritaba a las yeguas, más violenta aún que la víspera:
-¿Por qué habéis vuelto?
-¿Cómo no íbamos a volver, si acudieron las fieras de todo el mundo y estuvieron a punto de
hacernos trizas?
-Bien, mañana huid al mar azul.
Aquella noche, el zarevitz Iván se la pasó también durmiendo. A la mañana siguiente, la bruja Yagá
le ordenó que llevara las yeguas a pastar.
-Si se te escapa alguna, tu rizada cabeza coronará la estaca.
El zarevitz Iván sacó las yeguas a pastar, pero las bestias alzaron al punto la cola, se perdieron de
vista y galoparon al mar azul, sumergiéndose en él hasta el cuello. El zarevitz Iván se sentó en una
piedra, rompió a llorar y luego s durmió. El sol se había puesto ya tras el bosque, cuando llegó
volando la reina de las abejas y le dijo:
-Levántate, zarevitz, que todas las yeguas están ya juntas. Procura que la bruja Yagá no te vea
cuando vuelvas a casa, métete en la cuadra y ocúltate tras el pesebre. Hay allí, tendido en el
estiércol, un potrillo débil y tiñoso. A medianoche, coge el potrillo ese y márchate.
El zarevitz Iván se levantó, se metió en la cuadra y se tendió tras el pesebre. La bruja Yagá gritaba
furiosa a sus yeguas:
-¿Por qué habéis vuelto?
-¿Cómo no íbamos a volver, si acudieron nubes de abejas de todo el mundo y se pusieron a
picarnos hasta hacernos sangrar?
La bruja Yagá se durmió y, a medianoche, el zarevitz Iván le quitó el potrillo tiñoso, lo ensilló y
galopó hacia el Río de Fuego. Al llegar a la orilla sacudió tres veces hacia la derecha el pañuelo, y,
por arte de birlibirloque, apareció un puente alto y bello.
El zarevitz cruzó el puente y sacudió el pañuelo hacia la izquierda dos veces, con lo que sobre el
río quedó un puente muy estrecho.
Al despertarse a la mañana siguiente, la bruja Yagá advirtió que el potrillo tiñoso había
desaparecido y voló en pos del zarevitz Iván. Volaba como una exhalación, montada en su almirez,
al que acuciaba con el majadero, y borraba las huellas con una escoba.
Llegó al Río de Fuego, miró el puente y se dijo: “¡Buen puente!“
Pero apenas si habla llegado a la mitad, cuando el puente se derrumbó, y la bruja Yagá encontró la
muerte en las llamas.
El potrillo del zarevitz Iván estuvo pastando en verdes prados, y pronto llegó a ser un caballo de
hermosa estampa.
Llegó el zarevitz Iván a donde estaba la reina María. Ella salió a su encuentro, lo abrazó
emocionada y le preguntó:
-¿Cómo lograste escapar a la muerte?
El zarevitz se lo contó y le dijo que había llegado para recogerla.
-¡Temo que Koschéi nos alcance y pueda descuartizarte otra vez, zarevitz Iván! -exclamó María.
-¡No me alcanzará! -respondió el zarevitz-. Tengo ahora un magnífico caballo, rápido como un
pájaro.
En fin, montaron el bruto y se pusieron en camino.
Regresaba a casa Koschéi, cuando su caballo dio un tropezón.
-¿Por qué tropiezas, jamelgo famélico? -preguntó Koschéi ¿Presientes alguna desgracia?
Ha venido el zarevitz Iván -respondió el caballo-y se ha llevado a la reina María.
-¿Podremos alcanzarles?
-No sé; ahora el zarevitz Iván tiene un caballo más rápido que yo.
-No puedo consentir que se lleve a María -rugió Koschéi-, los persegui-remos.
Tras de mucho galopar, Koschéi dio alcance al zarevitz Iván, echó pie a tierra y quiso hacerlo
pedazos con su afilado sable, pero el caballo del zarevitz le saltó de una coz la tapa de los sesos, e
Iván lo remató con su cachiporra.
Después, el zarevitz hizo una hoguera, quemó en ella a Koschéi y esparció al viento sus cenizas.
La reina María montó el caballo de Koschéi, y el zarevitz Iván el suyo, y fueron a visitar primero al
cuervo, luego al águila y, por último, al halcón. En los tres palacios les recibieron con grandes
muestras de contento, diciendo:
-¡Ay, zarevitz Iván, no pensábamos ya verte! Comprendemos que te esfor-zaras tanto, pues en
todo el mundo no se encontraría una mujer más bella que la reina María.
En fin, estuvieron de visita, fueron espléndidamente agasajadós y regre-saron a su reino, donde
vivieron felices hasta la más profunda vejez.
LA ZAREVNA BELLEZA INEXTINGUIBLE
Anónimo ruso
Cuento
Hace mucho tiempo, en cierto país de cierto Imperio, vivía el famoso Zar Afron Afronovich. Tenía
tres hijos: el mayor era el Zarevitz Dimitri, el segundo, el Zarevitz Vasili, y el tercero, el Zarevitz
Iván. Todos eran buenos mozos. El menor tenía diecisiete años cuando el Zar Afron frisaba en los
sesenta. Y un día, mientras el Zar estaba reflexionando y contemplando a sus hijos, se le ensanchó
el corazón y pensó: "Verdaderamente, la vida es deliciosa para estos jóvenes, que pueden disfrutar
de este mundo de maravillas que Dios creó; pero yo resbalo por la pendiente de la vejez, empiezan
a afligirme los achaques y poca alegría me ofrece ya este mundo. ¿Qué será de mí en adelante?
¿Cómo podría librarme de la senectud?"
Y así pensando, se quedó dormido y tuvo un sueño. En una tierra desconocida, más allá del país
Tres Veces Nueve, en el Imperio Tres Veces Diez, habitaba la Zarevna Belleza Inextinguible, la hija
de tres madres, la nieta de tres abuelas, la hermana de nueve hermanos, y bajo la almohada de
esta Zarevna se guardaba un frasco de agua de la vida, y todos los que bebían de esta agua
rejuvenecían treinta años.
Apenas se despertó el Zar, llamó a sus hijos y a todos los sabios del reino y les dijo:
-Interpretadme el sueño, sabios y perspicaces consejeros. ¿Qué he de hacer para encontrar a esta
Zarevna?
Los sabios guardaron silencio. Los perspicaces se atusaban la barba, bajaban y levantaban la vista,
se retorcían las manos, y por fin contestaron:
-¡Oh, Soberano Zar! Aunque no hemos visto eso con los ojos, hemos oído hablar de esa Zarevna
Belleza Inextinguible; pero no sabemos dónde se halla ni el camino que conduce a ella.
Apenas oyeron esto los tres Zarevitzs, imploraron los tres a una voz:
-¡Querido padre Zar! Danos tu bendición y envíanos a las cuatro partes del mundo, para que
podamos ver tierras y conozcamos a la gente y nos demos a conocer hasta que descubramos a la
Zarevna Belleza Inextinguible.
El padre accedió, les dio provisiones para el viaje, se despidió de ellos con ternura y los mandó a
las cuatro partes del mundo. Al salir de la ciudad, los hermanos mayores se dirigieron a la derecha,
pero el menor, el Zarevitz Iván, se dirigió a la izquierda. Sólo se habrían alejado de casa unos
centenares de leguas los hermanos mayores cuando acertaron a encontrar en el camino a un
anciano, que les preguntó:
-¿Adónde vais, jóvenes? ¿Hacéis un viaje muy largo?
A lo que replicaron los jóvenes:
-¡Apártate, perillán! ¿Qué te importa a ti?
El anciano siguió su camino en silencio. Los Zarevitzs continuaron andando toda la noche y todo el
día siguiente y una semana entera y llegaron a un paraje tan agreste, que no podían ver ni tierra
ni cielo, ni habitación ni ser viviente, y en lo más desolado de este desierto encontraron a otro
anciano, más viejo que el primero.
-¡Hola, buenos jóvenes! -dijo a los Zarevitzs.- ¿Sois unos holgazanes o vais en busca de algo?
-Claro que vamos en busca de algo. ¡Buscamos a la Zarevna Belleza Inextinguible con su frasco de
agua de la vida!
-¡Ay, hijos míos! -exclamó el anciano.- ¡Cuánto mejor sería que no fueseis allí!
-¿Por qué? ¡Vamos a ver!
-Os lo diré. Tres ríos cruzan este camino, ríos muy anchos y caudalosos. En cada uno de estos ríos
hay un barquero. El primer barquero os cortará el brazo derecho, el segundo os cortará el
izquierdo; pero el tercero ¡os cortará la cabeza!
Los dos hermanos se quedaron tan consternados, que sus rubias cabezas cayeron de sus robustos
hombros, y pensaron para sí: "¿Hemos de perder la vida para salvar la de nuestro padre? Más vale
que volvamos a casa vivos y esperemos el buen tiempo para divertirnos por la playa". Y
retrocedieron. Y cuando estaban a veinticuatro horas de su casa, decidieron quedarse en el
campo. Levantaron sus tiendas con sus mástiles de oro, dejaron que paciesen los caballos y
dijeron: "Aquí descansa-remos esperando a nuestro hermano".
Pero el Zarevitz Iván se condujo en el viaje de muy otra manera. Encontró en el camino al mismo
anciano que se había cruzado con sus hermanos y escuchó de él la misma pregunta:
-¿Adónde vas, joven? ¿Haces un viaje muy largo?
Y el Zarevitz Iván replicó:
-¿Qué te importa? ¡Nada tengo que decirte!
Pero luego, cuando ya se había alejado un poco, reflexionó en lo que había hecho. "¿Por qué he
contestado al anciano tan groseramente? Los hombres de edad saben muchas cosas. Tal vez me
hubiera aconsejado bien".
Volvió grupas, alcanzó al anciano y le dijo:
- ¡Espera, padrecito! No he oído bien lo que me has dicho.
-Te he preguntado si hacías un viaje muy largo.
-Te diré, abuelo. El caso es que voy en busca de la Zarevna Belleza Inextinguible, la hija de tres
madres, la nieta de tres abuelas, la hermana de nueve hermanos. Deseo obtener de ella el agua
de la vida para mi padre el Zar.
-Has hecho perfectamente, buen joven, de contestar como un caballero, y por eso te enseñaré el
camino. Pero nunca llegarías con un caballo ordinario.
-¿Pero dónde podré encontrar un caballo extraordinario?
-Te lo diré. Vuelve a casa y ordena a los palafreneros que lleven hasta el mar azul a todos los
caballos de tu padre, y al que se destaque de los otros para meterse en el agua hasta el cuello y
empiece a beber hasta que el mar azul se agite y rompan las olas de orilla a orilla, elígelo y
móntalo.
-Gracias por tus sabias palabras, abuelo.
El Zarevitz hizo lo que el viejo le aconsejó. Eligió la más briosa cabalgadura entre los caballos de
su padre, veló toda la noche, y cuando al día siguiente salió de la ciudad en su nueva cabalgadura,
el caballo le habló con voz humana:
-¡Zarevitz Iván, apéate! He de darte tres bofetadas para probar tu musculatura de héroe.
Le dio una bofetada, le dio otra; pero no le dio la tercera.
-Estoy viendo -dijo- que si te diera otra bofetada, el mundo no podría sostenernos a los dos.
Entonces, el Zarevitz Iván montó a caballo, se puso la armadura de caballero, y armado con la
espada invencible de su padre, emprendió el viaje. Caminaron día y noche durante un mes y
durante dos meses y durante tres, y llegaron a un terreno donde el caballo se hundía en agua
hasta la rodilla y en hierba hasta el cuello, mientras el pobre joven no tenía nada que comer. Y en
medio de este lugar desierto encontraron una choza miserable que se sostenía sobre una pata de
gallina y dentro estaba la Baba Yaga, la de las piernas huesudas, con las piernas estiradas de un
ángulo a otro. El Zarevitz Iván entró en la choza y gritó:
-¡Hola, abuela!
-Salud, Zarevitz Iván. ¿Vienes a descansar o vas en busca de algo?
-Voy en busca de algo, abuela. Voy más allá de las tierras Tres Veces Nueve al Imperio de Tres
Veces Diez, en busca de la Zarevna Belleza Inextinguible. Quiero pedirle el agua de la vida para mi
padre, el Zar.
La Baba Yaga contestó:
-Aunque no lo he visto con mis ojos, ha llegado a mis oídos; pero no podrás llegar.
-¿Por qué?
-Porque hay tres barqueros que la guardan. El primero te cortará la mano derecha, el segundo te
cortará la mano izquierda, y el tercero te cortará la cabeza.
-Y bien, abuela, ¿qué importa una cabeza?
-¡Ay, Zarevitz Iván! ¡Cuánto mejor sería que te volvieras por donde has venido! ¡Aun eres joven y
tierno, no has estado nunca en lugares peligrosos, no has presenciado grandes horrores!
-¡Calla, abuela! La flecha que sale del arco no vuelve atrás.
Se despidió de Baba Yaga para continuar su viaje y no tardó en llegar a la primera barca. Vio a los
barqueros dormidos en ella y se detuvo a reflexionar. "Si grito para despertarlos -pensó- los dejaré
sordos para toda la vida y si silbo con todas mis fuerzas hundiré la barca". Por consiguiente lanzó
un ligero silbido y los barqueros salieron de su profundo sueño y lo pasaron a remo.
-¿Qué os debo por el trabajo? -les preguntó.
-¡No discutamos y danos tu brazo derecho! ¬contestaron a una los barqueros.
-Mi brazo derecho, no; ¡lo necesito para mí! ¬replicó el Zarevitz Iván. Y desenvainando su pesada
espada empezó a repartir mandobles a diestro y siniestro, hiriendo a los barqueros hasta que los
dejó medio muertos. Y hecho esto prosiguió su camino y usó el mismo procedimiento para abatir a
los otros dos enemigos.
Por fin llegó al Imperio de Tres Veces Diez y en la frontera encontró a un hombre salvaje, alto
como un árbol del bosque y gordo como un almiar, y su mano empuñaba una clava de roble. Y el
gigante dijo al Zarevitz Iván:
-¿Adónde vas, gusano?
-Voy al reino de la Zarevna Belleza Inextinguible en busca del agua de la vida para mi padre el Zar.
-¿Cómo te atreves a tanto, pigmeo? ¿No sabes que hace siglos soy yo el guardián de su reino? Te
advierto que me alimento de héroes, y aunque los jóvenes que vinieron antes montaban más que
tú, todos cayeron en mis manos y sus huesos están esparcidos por aquí. ¡En cuanto a ti, no tengo
para sacar de pena mi estómago, pues no eres más que un gusano!
El Zarevitz comprendió que no podría derribar al gigante y cambió de dirección. Anda que andarás,
se metió con su caballo por lo más intrincado de un bosque, hasta que llegó a una choza donde
vivía una vieja muy vieja, que al ver al joven exclamó:
-¡Salud, Zarevitz Iván! ¿Cómo te ha guiado Dios hasta aquí?
El Zarevitz le reveló sus secretos y la vieja, compadecida de él, le dio un manojo de hierbas
venenosas y una pelota.
-Baja al llano -le dijo,- enciende una hoguera y arroja al fuego esta hierba. Pero ten mucho
cuidado. Si no te pones al lado de donde sopla el viento, el fuego se convertiría en tu enemigo. El
humo llevado por el viento hará caer al gigante en un profundo sueño, entonces le cortas la
cabeza, arrojas la pelota ante ti y la sigues a donde vaya. La pelota te llevará a las tierras donde
reina la Zarevna Belleza Inextinguible. La Zarevna pasea por allí durante nueve días y el día
décimo recobra las fuerzas durmiendo el sueño de los héroes en su palacio. Pero guárdate de
entrar por la puerta. Salta por encima del muro con todas tus fuerzas y procura que no tropiecen
tus pies con los cordeles tendidos en lo alto, porque despertarías a todo el Imperio y no escaparías
con vida. Pero cuando hayas saltado el muro, entra enseguida al palacio y dirígete al dormitorio;
abre la puerta con mucha precaución y coge el frasco de agua de la vida que hallarás bajo la
almohada de la Zarevna. Pero una vez el frasco en tu poder, vuelve atrás inmediatamente y ¡no te
quedes ni un momento contemplando la belleza de la Zarevna, porque en tu mocedad no podrías
resistirla!
El Zarevitz Iván dio las gracias a la vieja e hizo cuanto le ordenó. Apenas encendió el fuego, arrojó
a las llamas la hierba de modo que el humo flotase en dirección al lugar donde el gigante estaba
montando la guardia. Enseguida se le nublaron los ojos, bostezó y cayó al suelo dormido como un
tronco. El Zarevitz le cortó la cabeza, arrojó la pelota y echó a correr tras ella. Corre que correrás,
corre que correrás, la pelota no dejó de rodar hasta que, entre el verde del bosque se destacó
relumbrante el palacio de oro. De pronto se levantó del palacio y a lo largo del camino una nube
de polvo, entre el que relucían lanzas y corazas, y al mismo tiempo llegaba un ruido como de
escuadrones de guerreros en marcha. La pelota se desvió del camino y el Zarevitz la siguió entre
unas malezas que lo ocultaban. Allí se apeó y dejó que el caballo paciese, mientras él observaba a
la Zarevna Belleza Inextinguible que se acercaba con su séquito y se detenía en unos hermosos
prados para recrearse. Y todo el séquito de la Zarevna estaba compuesto de doncellas a cual más
hermosa, pero la belleza inextinguible de la Zarevna se destacaba entre ellas como la luna entre
las estrellas.
Levantaron tiendas de campaña y allí estuvieron distrayéndose durante nueve días con diversos
juegos; pero el Zarevitz como un lobo hambriento, no podía apartar sus ojos de la Zarevna, y por
mucho que miraba nunca estaba satisfecho. Por fin, el décimo día, cuando todo el mundo dormía
en la dorada corte de la Zarevna, el joven espoleó el caballo con todo su fuerza, y de un brinco fue
a parar al jardín del departamento de las doncellas de compañía; ató las riendas de su caballo a un
poste y con las precauciones de un ladrón se introdujo en el palacio y se encaminó directamente al
aposento principesco, donde la Zarevna Belleza Inextinguible, tendida en un blando lecho, dormía
su sueño heroico.
El Zarevitz cogió el frasco del agua de la vida que la durmiente guardaba bajo la almohada, con
propósito de escapar de allí corriendo; pero aquel acto era demasiado tentador para su corazón de
doncel e inclinándose sobre la Zarevna besó tres veces sus labios, más dulces que la miel. Pero no
bien hubo salido del palacio y hubo brincado por encima del muro, montado en su brioso corcel, se
despertó la princesa a causa de los besos.
Belleza Inextinguible montó de un salto su yegua veloz como el viento y se lanzó en persecución
del Zarevitz Iván. Éste estimulaba a su brioso corcel, tirando de las riendas de seda y golpeando
sus ijares con el látigo hasta que el animal volvió la cabeza para hablarle de esta manera:
-¿Qué sacarás con pegarme, Zarevitz Iván? Ni las aves del aire ni las bestias de la selva podrían
escapar ni burlar a esa yegua. ¡Corre tanto, que la tierra tiembla, cruza los ríos de un salto y las
colinas y las cañadas desa-parecen bajo sus patas!
Apenas dichas estas palabras, la Zarevna dio alcance al joven; asestó contra él su espada vibrante
y le atravesó el pecho. El Zarevitz Iván cayó del caballo a la húmeda tierra, sus claros ojos se
cerraron, su sangre moza manaba por la herida. Belleza Inextinguible lo contempló un momento y
experimentó una pena indecible, pues comprendió que en todo el mundo no encontraría un joven
tan hermoso como aquél. Puso su blanca mano sobre la herida, la lavó con agua de la vida vertida
del frasco, y al momento se cicatrizó la herida y se levantó el Zarevitz Iván, sano y salvo.
-¿Quieres casarte conmigo?
-¡Es mi mayor deseo, Zarevna!
-Pues vuélvete a tu reino y si dentro de tres años no me has olvidado, seré tu mujer y tú serás mi
marido.
Los prometidos se despidieron y se alejaron en diferentes direcciones. El Zarevitz Iván caminó
mucho tiempo y vio muchas cosas, y por fin llegó ante una tienda de campaña sostenida por un
mástil dorado, y junto a la tienda vio dos hermosos caballos que se alimentaban de trigo candeal y
se abrevaban en aguamiel, y en la tienda estaban sus dos hermanos tumbados a la bartola,
comiendo y bebiendo y entreteniéndose en mil diversiones. Y el mayor de los hermanos le
preguntó así que lo vio:
-¿Traes el agua de la vida para nuestro padre?
-¡Sí! -contestó Iván, que no acostumbraba guardar secretos y en todo era sincero.
Sus hermanos lo invitaron a comer con ellos, lo embriagaron y lo arrojaron por un precipicio,
después de quitarle el frasco del agua de la vida.
El Zarevitz Iván rodó por la pendiente al fondo de un abismo muy hondo, tan hondo que fue a
parar al Reino Subterráneo. "¡Esto sí que es desgracia! -Pensó para sí.- ¡Nunca encontraré el
camino que pueda sacarme de aquí!" Y se puso a andar por el Reino Subterráneo. Anda que
andarás, anda que andarás vio que el día iba menguando, menguando, hasta que fue
completamente noche. Por fin llegó a un lugar que no era desierto, y junto al mar había un castillo
como una ciudad y una choza como una mansión. El Zarevitz Iván se acercó a buen paso a un
pajar y desde el pajar se introdujo en la choza, rogando a Dios que le concediera un descanso
reparador aquella noche.
Pero en la choza vivía una vieja, muy vieja, muy vieja, toda llena de arrugas y con el pelo blanco,
que le dijo:
-¡Buenos noches, amiguito! Sé bien venido, puedes descansar aquí, pero, dime: ¿cómo has
llegado?
-Muchos años tienes, abuela, pero tu pregunta no denota mucho seso. Lo primero que deberías
hacer es darme de comer y de beber y dejarme dormir, y luego me harás las preguntas que
quieras.
La vieja le sirvió enseguida de comer y de beber, dejó que se acostase a dormir, y luego volvió a
preguntar. Y el Zarevitz le contestó:
-Estuve en el Reino de Tres Veces Diez como huésped de la Zarevna Belleza Inextinguible y ahora
regreso a casa de mi padre el Zar Afron; pero me he perdido. ¿No podrías enseñarme el camino
que me lleve a casa?
-¿Cómo voy a enseñarte lo que yo misma desconozco, Zarevitz? Llevo las nueve décimas partes de
mis años viviendo en esta tierra y nunca había oído hablar del Zar Afron. Bueno, duerme en paz y
mañana llamaré a mis mensajeros y tal vez alguno de ellos lo sepa.
Al día siguiente, el Zarevitz se levantó muy temprano, se lavó bien y salió con la vieja a una
galería, desde donde ella gritó con voz penetrante:
-¡Eh, eh! ¡Peces que nadáis en el mar y reptiles que os arrastráis en la tierra, mis fieles servidores,
reuníos aquí al momento sin que falte ni uno de vosotros!
Inmediatamente se produjo una viva agitación en las azules aguas del mar y todos los peces,
grandes y pequeños, se reunieron; tampoco faltaban los reptiles. Todos se acercaron a la orilla por
debajo del agua.
-¿Sabe alguno de vosotros en qué parte del mundo habita el Zar Afron y qué camino lleva a sus
dominios?
Y todos los peces y reptiles contestaron a una voz:
-Ni lo hemos visto con los ojos ni nos ha llegado la noticia a los oídos.
Entonces la vieja se volvió al otro lado y gritó:
-¡Eh! ¡Animales que andáis sueltos por los bosques, aves que voláis por el aire, mis fieles
servidores, volad y corred aquí al momento sin que falte ni uno de vosotros!
Y las bestias salieron corriendo del bosque a manadas y las aves acudieron a bandadas, y la vieja
les preguntó por el Zar Afron, y todos a una voz le contestaron:
-Ni lo hemos visto con los ojos ni ha llegado la noticia a nuestros oídos.
-Y bien, Zarevitz, ya no queda nadie por preguntar, y ya ves lo que han contestado todos.
Y ya se volvían a la choza, cuando se oyó un ruido como si alguien rasgase el aire, y el pájaro
Mogol apareció volando y oscureciendo el día con sus alas y fue a posarse junto a la choza.
-¿Dónde estabas tú y por qué has tardado tanto? -le chilló la vieja.
-Estaba volando muy lejos de aquí, sobre el reino del Zar Afron, que se halla al extremo opuesto
del mundo.
-¡Caramba! ¡Sólo tú me hacías falta! Si quieres hacerme ahora un favor que te agradeceré mucho,
conduce allá al Zarevitz Iván.
-Con mucho gusto te serviría, pero necesito montones de carne, porque hay que pasar tres días
volando para ir allá.
-Te daré toda la que necesites.
La vieja preparó provisiones para el viaje del Zarevitz Iván. Colocó sobre el pájaro un tonel de agua
y sobre el tonel una banasta llena de carne. Luego entregó al joven una barra de hierro puntiagudo
y le dijo:
-Mientras vueles a caballo del pájaro Mogol, siempre que éste vuelva la cabeza y te mire, metes
este hierro en la banasta y le das un trozo de carne.
El Zarevitz dio las gracias a la vieja y se acomodó sobre el lomo del enorme pájaro, que
inmediatamente desplegó las alas y emprendió el vuelo. Vuela que volarás, vuela que volarás, se
pasaba el tiempo y venía la gana, y siempre que el animal se volvía a mirar al Zarevitz, éste
hundía la barra de hierro en la carne, sacaba un tasajo y se lo alargaba. Al fin, el Zarevitz Iván vio
que la banasta estaba casi vacía y dijo al pájaro Mogol:
-Mira, pájaro Mogol, ya te queda muy poco alimento; desciende a tierra y te llenaré la banasta de
carne fresca.
Pero el pájaro Mogol contestó diciendo:
-¿Estás loco, Zarevitz Iván? A nuestros pies se extiende un bosque negro y espantoso que está
cuajado de ciénagas y lodazales. Si descendiésemos en él ni tú ni yo saldríamos en toda nuestra
vida.
Cuando ya no quedaba ni un pedazo de carne, el Zarevitz empujó la banasta y el tonel y los arrojó
al espacio; pero el pájaro Mogol seguía volando y volvía la cabeza pidiendo más comida. ¿Qué
hacer en semejante situación? El Zarevitz Iván se quitó el calzado de piel de becerro y poniéndolo
en la punta de la barra de hierro lo presentó al voraz animal que se lo tragó. Poco después
descendía con su preciosa carga para descansar de su largo vuelo en un verde prado sembrado de
azules flores. Apenas el Zarevitz Iván hubo saltado al suelo, el pájaro Mogol devolvió las botas de
piel de becerro, calzó a su dueño, las humedeció con su saliva, y el Zarevitz se alejó caminando
aligerado y reconfortado.
Llegó a la corte del Zar Afron, su padre, y vio que algo extraordinario ocurría en la ciudad. Por las
calles todo era grupos de gente que iban de un lado a otro y los sabios consejeros del Zar,
vagaban como desconcertados haciendo preguntas a cuantos hallaban al paso y moviendo sus
canosas cabezas como si hubieran perdido el juicio. El Zarevitz preguntó al primer ciudadano que
encontró:
-¿A qué se debe esta agitación que se nota en la ciudad?
Y el buen ciudadano le contestó:
-La Zarevna Belleza Inextinguible nos ha declarado la guerra y ha venido contra nosotros con un
ejército innumerable en cuarenta naves. Exige que el Zar le entregue al Zarevitz Iván que la
despertó hace tres años besándole los labios que son más dulces que la miel, y si no se lo entrega
entrará en nuestro país a sangre y fuego.
-¡Caramba! ¡Me parece que no he podido llegar más a tiempo! Quiero a esa Zarevna tanto como
ella me quiere a mí.
Inmediatamente se dirigió a bordo de la nave de la Zarevna donde los dos jóvenes se abrazaron
cariñosamente. Luego fueron juntos a la iglesia donde recibieron la corona nupcial, y desde allí se
dirigieron a presencia del Zar Afron y se lo contaron todo.
El Zar Afron expulsó a sus hijos mayores de la corte, los desheredó y vivió con su hijo menor en
completa felicidad y lleno de prosperidades.
LOS TRES GUERREROS
Anónimo ruso
Cuento
En una aldea de la provincia de Simbirsk y a poca distancia de Karsun, es decir, que pertenecía al
sudeste de Rusia, vivía una pobre mujer muy anciana en compañía de su único hijo, bastante
tonto, llamado Stanislas Pirutz. Todas las mañanas Stanislas salía de su casa llevando por el ronzal
al único caballo que tenían, lleno de años y de mataduras, y, con su auxilio, se dedicaba a labrar el
pequeño campo que poseían la madre y el hijo.
Cierto día Stanislas había uncido el caballo al arado, pero era tanta la debilidad del pobre animal,
que apenas podía andar y trazar un surco, a pesar de los esfuerzos que hacía con mejor voluntad
que fortuna. Por fin, Stanislas, en vista de que el pobre animal no podía más, desistió de animarle
con sus voces y sus latigazos, y le dejó que descansara; pero, mientras tanto, desesperado al ver
lo que ocurría y, sobre todo, desalentado ante la idea de que, una vez perdiese aquel caballo no
tendría dinero ni manera de adquirir otro, se dejó caer sentado sobre un haz de leña que preparara
unos días antes, pero que aún no había llevado a su casa.
Durante los días que la leña permaneció en el lindero del campo, una familia de avispas fabricó su
nido al amparo de las ramas secas. El peso de Stanislas las obligó a salir más que de prisa de su
alojamiento e, irritadas en gran manera contra aquel enemigo que venía a expulsarlas de su
domicilio, se arrojaron contra él, para clavarle frenéticamente sus aguijones.
Stanislas, que no esperaba tal cosa, no pudo emprender la fuga a tiempo y así, cubierto de avispas
de pies a cabeza y sintiendo el escozor de los innumerables aguijones que se clavaban en su cara,
en su cuello, en sus manos y hasta en los tobillos, empezó a saltar como un loco y a revolcarse por
el suelo, hasta que, por último, rabioso por el dolor que sentía, arrancó unas razias verdes y
empezó a golpearse el cuerpo con el mayor frenesí, sin reparar en los golpes que se daba a sí
mismo a fin de librarse de sus feroces enemigos.
Mientras tanto, aumentaba el calor del día a medida que el sol llegaba a su cenit y las moscas
borriqueras empezaron a atacar al pobre caballo que aun seguía uncido al arado. Al principio, el
animal trataba de librarse de ellas arrugando la piel de aquel modo tan característico de los de su
raza y agitando su casi despoblada cola. Luego empezó a patear y, por fin, en vista de que ni aun
así lograba sacudirse a sus enemigos, echó a correr por el campo, coceando a uno y a otro lado,
como si, a ejemplo de su amo, hubiese enloquecido también.
Stanislas consiguió al fin alejar a las avispas que no pudo matar a cañazos, pero los insectos le
habían dejado la cara hinchada, enrojecida y deformada, hasta el punto de que apenas podía abrir
los ojos. Entonces, notando que estaba libre de sus acometidas, volvió satisfecho los ojos a su
alrededor y viendo el suelo cubierto de insectos muertos, los contó y halló más de seiscientos. Mas
al mirar en dirección a su caballo observó se revolcaba a su vez y coceaba en todas direcciones.
De momento creyó que algunas avispas habrían ido a vengar en él la molestia que les causara el
mismo Stanislas, pero en cuanto estuvo cerca vio que no era así, sino que el pobre animal era
víctima de las moscas borriqueras. Empezó a sacudirle cañazos y muy pronto pudo matar a una
gran parte de ellas y, al contarlas, vio que había matado más de cien víctimas.
La mortandad que pudo llevar a cabo gracias a su caña, le consoló bastante de los ataques que él
y su caballo habían sufrido. Empezó a recoger fango húmedo que aplicó al pobre animal para
calmar el dolor que sentía, y en vista de que así se tranquilizaba, pensó sujetarse al mismo
remedio. Después de un rato y de frecuentes aplicaciones de aquellos emplastos, se sintió algo
mejorado y creyó llegada la ocasión de regresar a su casa.
Tan desfigurado estaba, que su madre no le reconoció, y él entonces, dirigiéndose a la anciana, le
dijo:
-Soy yo, Stanislas, madre. Soy Stanislas Pirutz, el valeroso e invicto guerrero que acaba de
sostener dos terribles batallas con enemigos numerosísimos y, a pesar de ello, los he exterminado
a todos, causándoles más de seiscientos muertos. En vista de eso, he resuelto abandonar el
cuidado de la tierra y ser en adelante un guerrero e ir en busca de aventuras. No quiero ser más
"mujik" , porque tengo condiciones para llegar a ser un héroe famoso. Dame, pues, tu bendición y
me marcharé inmediatamente.
Dicho esto, se arrodilló ante la pobre mujer, que al ver a su hijo, tan desfigurado y oyendo sus
extrañas palabras, creyó que se había vuelto loco, y así tendió los brazos al Cielo, exclamando:
-¡Desgraciada de mi! ¿Qué le habrá pasado a mi pequeño Stanislas? ¡Sin duda se habrá vuelto
loco! ¡Qué desgracia, Dios mío!
Pero de nada sirvieron las palabras de la pobre mujer, porque Stanislas estaba empeñado en
recibir su bendición antes de salir a recorrer el mundo en busca de aventuras.
Una vez su madre le hubo bendecido, Stanislas se colgó unas alforjas al hombro, suspendió de su
cinto un largo cuchillo a guisa de espada, y montando en su caballo lleno de mataduras, viejo y
esquelético, se alejó de la aldea, dispuesto a realizar maravillosas proezas.
Después de varios días de camino llegó a un lugar en que había un poste indicador, en el que ya
no se leía cosa alguna, porque los caracteres habían sido borrados por la intemperie. Stanislas
buscó por el suelo un trozo de yeso o de piedra caliza, y en cuanto lo hubo hallado escribió en el
tablero:
"Por aquí ha pasado el valentísimo Stanislas Pirutz, el invicto guerrero que en un combate mató a
más de quinientos enemigos y en otro a más de cien."
Hecho esto montó de nuevo a caballo y continuó su camino.
Poco rato después pasó casualmente por allí un joven guerrero llamado Mikhail Stefanowich,
quien, al leer aquel cartel, se quedó sorprendido e impresionado ante la concisión de la leyenda.
-Bastante se advierte -murmuró- en estas dos líneas, el carácter batallador y valeroso de quien lo
ha escrito. No necesita oro o plata para sus inscripciones, sino que le basta un pedazo de yeso.
Luego desenvainó su espada, y, con la punta, grabó debajo de la inscripción de Stanislas, otra que
decía:
"En seguimiento de Stanislas Pirutz, ha pasado por aquí el valeroso guerrero Mikhail Stefanowich."
Continuó el camino y en cuanto alcanzó a nuestro héroe, le hizo una profunda reverencia y le dijo:
-¿Cómo queréis que os siga, invicto héroe Stanislas Pirutz? ¿Preferís que os preceda o que me sitúe
a vuestro lado o detrás?
-iSígueme! -"le contestó lacónicamente Stanislas.
Acertó a pasar por aquel mismo camino otro joven guerrero, llamado Iván Staline, quien se fijó a
su vez en las inscripciones del poste indicador. Las leyó con la mayor atención, y luego, con la
punta de su lanza, escribió debajo:
"Detrás de Mikhail Stefanowich, va el guerrero Iván Staline."
Una vez hubo trazado estas palabras, espoleó a su caballo y muy pronto alcanzó a Mikhail
Stefanowich.
-¿Cómo queréis que os siga, noble guerrero? ¿Queréis que os preceda, que vaya a vuestro lado o
bien os siga?
-No debéis preguntármelo a mí -contestó Mikhail Stefanowich-, sino al valeroso guerrero que nos
precede, el gran Stanislas Pirutz.
Iván Staline se acercó a Stanislas y, después de, haberle hecho la misma pregunta, recibió la
respuesta:
-¡Sígueme!
Después de muchos días de viajar por países desconocidos, llegaron a unos jardines espléndidos y
allí Iván y Mikhail armaron sus tiendas de campaña, en tanto que Stanislas se tendía en el suelo
sobre un saco.
Aquellos jardines pertenecían al Zar Rojo, el cual estaba en guerra con el Zar Negro, quien envió
contra el primero a sus mejores guerreros.
En cuanto el Zar Rojo se enteró de que en sus jardines había acampado un guerrero tan famoso
como Stanislas Pirutz, se apresuró a mandarle un mensajero, diciéndole
-¡Oh, invicto guerrero Stanislas Pirutz! Yo, el Zar Rojo, estoy en guerra con el Zar Negro. ¿Querrás
hacerme el honor de ayudarme con tu pujante brazo?
En cuanto Stanislas hubo recibido aquel mensaje no contestó cosa alguna, ni se dignó mirar
siquiera al mensajero sino que, con objeto de darse mayor importancia, lo hizo leer por uno de sus
dos compañeros.
En cuanto se enteró de lo que pedía el Zar, se limitó a decir
-Perfectamente.
-¿Queréis ir vos mismo, señor -preguntaron Mikhail e Iván- o preferís no molestaron y que vaya
uno de nosotros?
-Mejor será que vayas tú, valiente Stefanowich -contestó Stanislas.
Este obedeció y partió en busca de los enemigos. En cuanto estuvo ante ellos, sin perder un solo
instante, los atacó con ímpetu extraordinario, de modo que pronto hubo dado muerte a la mitad.
Luego, haciendo girar la espada con rápido movimiento, puso en fuga a los restantes, que echaron
a correr llenos de pánico, abandonando las armas, los bagajes y las provisiones.
En cuanto el Zar Negro se enteró de la derrota sufrida por sus tropas se apresuró a reorganizar las
que le quedaban y preparó una nueva expedición contra el Zar Rojo.
Los espías de éste no tardaron en enterarse de aquellos preparativos y fueron a comunicarlos a su
señor, quien entusiasmado y satisfecho a más no poder por el auxilio que le había proporcionado
el valeroso Stanislas Pirutz, mandándole uno de sus guerreros, fué a solicitar nuevamente su
ayuda.
Mikhail Stefanowich e Iván Staline volvieron a preguntar a Stanislas
-¿Queréis ir vos, señor, o preferís no molestaros y que vaya uno de nosotros?
-Ahora podrás ir tú, valiente Iván Staline.
Iván ensilló su caballo y, empuñando la lanza, se encaminó hacia el campamento enemigo. Llegó
por la noche y así pudo acercarse sin ser visto y cuando menos el adversario lo esperaba. Empezó
a repartir lanzadas de un lado a otro y, mientras tanto, los guerreros del Zar Negro, figurándose
que eran atacados por numerosos enemigos, empezaron a luchar entre si y se armó tal batalla,
que no quedó uno solo ileso.
En cuanto el Zar Negro se enteró de la destrucción de su ejército, reunió las pocas tropas que le
quedaban y decidido a jugarse el todo por el todo, llamó a sus más valientes paladines y les dijo:
-Estoy persuadido de que nuestro enemigo nos ha derrotado hasta ahora valiéndose de la astucia
y no de la fuerza. Por consiguiente, opino que debemos vigilar sus actos e imitarle en cuanto haga.
Por otra parte, yo mismo iré en persona a dirigir el combate.
También los espías del Zar Rojo se enteraron de estos preparativos, que comunicaron a su señor, y
el Zar volvió a solicitar el auxilio del valeroso Stanislas Pirutz.
Como las veces anteriores, Mikhail Stefanowich e Iván Staline preguntaron a su jefe si quería ir él
en persona a combatir a los enemigos o prefería que uno de ellos se encargase del asunto.
Stanislas se dijo que si continuaba mandándoles a luchar contra el enemigo, ellos acabarían por
perder la fe que tenían en su valor, y aunque estaba muerto de miedo, comprendió que no tenía
más remedio que encargarse, aquella vez, de luchar contra los guerreros del Zar Negro. Así, pues,
montó a caballo y fué en busca de sus adversarios.
Mientras se dirigía al lugar en que estaba acampado el enemigo, aumentaba su miedo y no cesaba
de pensar. en el horrible fin que le esperaba. Cada vez se sentía más dominado por el pavor, y
tanto fué su pánico que al fin, comprendió cuán incapaz sería de mirar siquiera a sus contrarios.
Diose por, muerto de antemano y con objeto de no perder el poco ánimo que le quedaba en
cuanto viese a un soldado enemigo, resolvió cubrir se los ojos con un pañuelo y blandir la espada a
diestro y siniestro, con todo su vigor, encomendándose al mismo tiempo a Dios y a todos sus
santos.
De este modo, montado a caballo, con los ojos vendados, y empuñando la espada llegó a la vista
del ejército del Zar Negro. En cuanto éste hubo observado que Stanislas se acercaba a ellos con
los ojos vendados, creyó que sería uno de los medios de que se valía para alcanzar la victoria y
ordenó que sus hombres le imitasen.
Entre tanto, Stanislas, que ya no dudaba lo más mínimo cae su muerte, asomó la mirada por
encima del pañuelo y observando que también los soldados enemigos iban con los ojos cubiertos,
por haberlo ordenado así el Zar Negro, cobró ánimo y seguro de que, por lo menos, podría realizar
una gran matanza, empezó a repartir tajos a derecha y a izquierda.
Por otra parte, los soldados que iban con los ojos vendados, también manejaban a ciegas sus
espadas y se armó una espantosa confusión, de la que resultaron infinitas víctimas, en tanto que
Stanislas acuchillaba a su sabor y sin la menor compasión a sus enemigos.
La derrota fue total y el Zar Negro ordenó tocar retirada en toda la línea.
El violento ejercicio que había realizado el maltrecho caballo de Stanislas lo tenía derrengado,
jadeante e incapaz de dar un paso. Y, tanta fue su debilidad, que cayó al suelo casi privado de
sentido.
Stanislas se apresuró a saltar, para no quedar cogido por su montura y divisando a poca distancia
un hermoso caballo blanco, sin jinete y al parecer de gran fuerza, quiso montarlo. Pero el animal se
resistía y en vista de ello Stanislas lo llevó junto a un árbol y lo ató al tronco. Luego se encaramó
en el árbol y, una vez hubo pasado a una de las ramas que se extendían sobre el caballo, se
descolgó desde ella hasta la montura.
En cuanto el corcel sintió el peso de Stanislas, dio un salto tan violento que desarraigó el árbol y
echó a correr hacia el ejército vencido, arrastrando el árbol corpulento.
Mientras tanto, Stanislas, asustado de veras, pedía socorro a gritos, pero era evidente que el
caballo estaba desbocado. Continuó corriendo sin parar y al tropezar contra los soldados, arrastró
por entre ellos las ramas, el tronco y las raíces del árbol, causando muchas más bajas que el
mismo Stanislas con su espada.
Por fin el valiente corcel, en extremo fatigado, se apaciguó y Stanislas pudo cortar la cuerda que
sujetaba el árbol y emprendió el regreso hacia el palacio del Zar Rojo.
Como es consiguiente, nuestro héroe fue recibido con grandes vítores y aclamaciones y se
organizaron numerosas fiestas en su honor. El Zar, deseoso de recompensarle, le ofreció la mano
de su hija y luego dio; el cargo de generalísimo a los valientes Mikhail Stefanowich e Iván Staline.
EL VALIENTE JORNALERO
Anónimo ruso
Cuento
Un joven entró al servicio de un molinero. El molinero lo mandó echar grano en la tolva, pero el
operario, que no entendía de molinos, echó el trigo sobre la muela y cuando ésta empezó a girar,
todo el grano quedó esparcido por tierra. Cuando el amo llegó al molino y vio aquello, despidió al
jornalero. El pobre joven se volvió a casa, pensando por el camino: "Poco tiempo he trabajado para
el molinero". Tan preocupado estaba, que tomó un camino por otro y se perdió entre unas
malezas, hasta que un río le privó el paso. Y junto al río había un molino abandonado, donde
resolvió pasar la noche.
Ya eran cerca de las doce y aun no había podido conciliar el sueño. Le asustaban todos los ruidos
que llegaban a su oído, pero mucho más hubo de asustarle un ruido de pasos que se acercaban al
abandonado molino. El pobre trabajador se levantó más muerto que vivo y se escondió en la tolva.
Tres hombres entraron al molino y, a juzgar por su aspecto, no eran gente honrada sino ladrones.
Encendieron fuego y procedieron a repartirse el botín. Y uno de los ladrones dijo a los otros:
-Esconderé mi parte bajo el molino.
Y el segundo dijo:
-Esconderé la mía bajo la muela.
Y el tercero dijo:
-Yo esconderé mi parte en la tolva.
Pero el jornalero estaba acurrucado en la tolva y pensó: "Nadie puede morir dos veces, pero todos
hemos de morir una vez. No sé si podré asustarlos. Lo probaré". Y se puso a gritar con toda la
fuerza de sus pulmones:
-¡Dionisio, ven aquí; y tú, Focas, vigila la ventana, y tú, pequeño, no te muevas de ahí! ¡Cogedlos,
que nadie se escape; nada de piedad con ellos!
Los ladrones, presa del pánico, abandonaron el botín y huyeron como alma que lleva el diablo. El
jornalero salió de la tolva, cogió todo el botín y se volvió a casa más que rico.