El retrato de dorian gray oscar wilde (2) (1)

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Basil Hallward es un artista quequeda enormemente impresionadopor la belleza estética de un jovenllamado Dorian Gray y comienza aencapricharse con él, creyendo queesta belleza es la responsable de lanueva forma de su arte. Basil pintaun retrato del joven. Charlando en eljardín de Basil, Dorian conoce aLord Henry Wotton, un amigo deBasil, y empieza a cautivarse por lavisión del mundo de Lord Henry.Exponiendo un nuevo tipo dehedonismo, Lord Henry indica que«lo único que vale la pena en la

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vida es la belleza, y la satisfacciónde los sentidos». Al darse cuenta deque un día su belleza sedesvanecerá, Dorian desea tenersiempre la edad de cuando le pintóen el cuadro Basil. El deseo deDorian se cumple, mientras élmantiene para siempre la mismaapariencia del cuadro, la figuraretratada envejece por él. Subúsqueda del placer lo lleva a unaserie de actos de libertinaje yperversión; pero el retrato sirvecomo un recordatorio de los efectosde cada uno de los actos cometidossobre su alma, con cada pecado la

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figura se va desfigurando yenvejeciendo.

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Oscar Wilde

El retrato deDorian Gray

ePUB v2.1lan_raleigh 13.07.12

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Título original: The Portrait of DorianGrayOscar Wilde, 20 de junio de 1890.Traducción: Julio Gómez de la Serna

Editor original: lan_raleigh (v1.0 a v2.1)ePub base v2.0

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P r e f a c i o

El artista es creador de belleza.Revelar el arte y ocultar al artista

es la meta del arte.El crítico es quien puede traducir

de manera distinta o con nuevosmateriales su impresión de la belleza.La forma más elevada de la crítica, ytambién la más rastrera, es unamodalidad de autobiografía.

Quienes descubren significadosruines en cosas hermosas están

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corrompidos sin ser elegantes, lo quees un defecto. Quienes encuentransignificados bellos en cosas hermosasson espíritus cultivados. Para ellos hayesperanza.

Son los elegidos, y en su caso lascosas hermosas sólo significan belleza.

No existen libros morales oinmorales.

Los libros están bien o mal escritos.Eso es todo.

La aversión del siglo por elrealismo es la rabia de Calibán alverse la cara en el espejo.

La aversión del siglo por elromanticismo es la rabia de Calibán al

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no verse la cara en un espejo.La vida moral del hombre forma

parte de los temas del artista, pero lamoralidad del arte consiste en hacer unuso perfecto de un medio imperfecto.Ningún artista desea probar nada.Incluso las cosas que son verdad sepueden probar.

El artista no tiene preferenciasmorales. Una preferencia moral en unartista es un imperdonableamaneramiento de estilo.

Ningún artista es morboso. Elartista está capacitado para expresarlotodo.

Pensamiento y lenguaje son, para

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el artista, los instrumentos de su arte.El vicio y la virtud son los

materiales del artista. Desde el puntode vista de la forma, el modelo de todaslas artes es el arte del músico. Desde elpunto de vista del sentimiento, elmodelo es el talento del actor.

Todo arte es a la vez superficie ysímbolo.

Quienes profundizan, sincontentarse con la superficie, seexponen a las consecuencias.

Quienes penetran en el símbolo seexponen a las consecuencias.

Lo que en realidad refleja el arte esal espectador y no la vida.

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La diversidad de opiniones sobreuna obra de arte muestra que esa obraes nueva, compleja y que está viva.Cuando los críticos disienten, el artistaestá de acuerdo consigo mismo.

A un hombre le podemos perdonarque haga algo útil siempre que no loadmire. La única excusa para haceruna cosa inútil es admirarlainfinitamente.

Todo arte es completamente inútil.

OSCAR WILDE

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C A P Í T U L O 1

El intenso perfume de las rosasembalsamaba el estudio y, cuando laligera brisa agitaba los árboles deljardín, entraba, por la puerta abierta, unintenso olor a lilas o el aroma másdelicado de las flores rosadas de losespinos.

Lord Henry Wotton, que habíaconsumido ya, según su costumbre,innumerables cigarrillos, vislumbraba,desde el extremo del sofá donde estaba

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tumbado —tapizado al estilo de lasalfombras persas—, el resplandor de lasfloraciones de un codeso, de dulzura ycolor de miel, cuyas ramas estremecidasapenas parecían capaces de soportar elpeso de una belleza tan deslumbrantecomo la suya; y, de cuando en cuando,las sombras fantásticas de pájaros envuelo se deslizaban sobre las largascortinas de seda india colgadas delantede las inmensas ventanas, produciendoalgo así como un efecto japonés, lo quele hacía pensar en los pintores de Tokyo,de rostros tan pálidos como el jade, que,por medio de un arte necesariamenteinmóvil, tratan de transmitir la sensación

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de velocidad y de movimiento. Elzumbido obstinado de las abejas,abriéndose camino entre el alto céspedsin segar, o dando vueltas con monótonainsistencia en torno a los polvorientoscuernos dorados de las desordenadasmadreselvas, parecían hacer másopresiva la quietud, mientras los ruidosconfusos de Londres eran como las notasgraves de un órgano lejano.

En el centro de la pieza, sobre uncaballete recto, descansaba el retrato decuerpo entero de un joven deextraordinaria belleza; y, delante, acierta distancia, estaba sentado el artistaen persona, el Basil Hallward cuya

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repentina desaparición, hace algunosaños, tanto conmoviera a la sociedad ydiera origen a tan extrañas suposiciones.

Al contemplar la figura apuesta yelegante que con tanta habilidad habíareflejado gracias a su arte, una sonrisade satisfacción, que quizá hubierapodido prolongarse, iluminó su rostro.Pero el artista se incorporó bruscamentey, cerrando los ojos, se cubrió lospárpados con los dedos, como si tratarade aprisionar en su cerebro algúnextraño sueño del que temiese despertar.

—Es tu mejor obra, Basil —dijolord Henry con entonación lánguida—,lo mejor que has hecho. No dejes de

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mandarla el año que viene a la galeríaGrosvenor. La Academia es demasiadogrande y demasiado vulgar. Cada vezque voy allí, o hay tanta gente que nopuedo ver los cuadros, lo que eshorrible, o hay tantos cuadros que nopuedo ver a la gente, lo que todavía espeor. La galería Grosvenor es el sitioindicado.

—No creo que lo mande a ningúnsitio —respondió el artista, echando lacabeza hacia atrás de la curiosa maneraque siempre hacía reír a sus amigos deOxford—. No; no mandaré el retrato aningún sitio.

Lord Henry alzó las cejas y lo miró

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con asombro a través de las delgadasvolutas de humo que, al salir de sucigarrillo con mezcla de opio, seretorcían adoptando extrañas formas.

—¿No lo vas a enviar a ningúnsitio? ¿Por qué, mi querido amigo? ¿Quérazón podrías aducir? ¿Por qué sois unasgentes tan raras los pintores? Hacéiscualquier cosa para ganaros unareputación, pero, tan pronto como latenéis, se diría que os sobra. Es unatontería, porque en el mundo sólo hayalgo peor que ser la persona de la que sehabla y es ser alguien de quien no sehabla. Un retrato como ése te colocaríamuy por encima de todos los pintores

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ingleses jóvenes y despertaría los celosde los viejos, si es que los viejos sonaún susceptibles de emociones.

—Sé que te vas a reír de mí —replicó Hallward—, pero no me esposible exponer ese retrato. He puestoen él demasiado de mí mismo.

Lord Henry, estirándose sobre elsofá, dejó escapar una carcajada.

—Sí, Harry, sabía que te ibas a reír,pero, de todos modos, no es más que laverdad.

—¡Demasiado de ti mismo! A femía, Basil, no sabía que fueras tanvanidoso; no advierto la menorsemejanza entre ti, con tus facciones

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bien marcadas y un poco duras y tu pelonegro como el carbón, y ese jovenadonis, que parece estar hecho de marfily pétalos de rosa. Vamos, mi queridoBasil, ese muchacho es un narciso, ytú…, bueno, tienes, por supuesto, un aireintelectual y todo eso. Pero la belleza, labelleza auténtica, termina dondeempieza el aire intelectual. El intelectoes, por sí mismo, un modo deexageración, y destruye la armonía decualquier rostro. En el momento en quealguien se sienta a pensar, todo él seconvierte en nariz o en frente o en algoespantoso. Repara en quienes triunfan encualquier profesión docta. Son

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absolutamente imposibles. Con laexcepción, por supuesto, de la Iglesia.Pero sucede que en la Iglesia no sepiensa. Un obispo sigue diciendo a losochenta años lo que a los dieciocho lecontaron que tenía que decir, y laconsecuencia lógica es que siempretiene un aspecto delicioso. Tu misteriosojoven amigo, cuyo nombre nunca me hasrevelado, pero cuyo retrato me fascinade verdad, nunca piensa. Estoycompletamente seguro de ello. Es unahermosa criatura, descerebrada, quedebería estar siempre aquí en invierno,cuando no tenemos flores que mirar, ytambién en verano, cuando buscamos

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algo que nos enfríe la inteligencia. No tehagas ilusiones, Basil: no eres enabsoluto como él.

—No me entiendes, Harry —respondió el artista—. No soy como él,por supuesto. Lo sé perfectamente. Dehecho, lamentaría parecerme a él. ¿Teencoges de hombros? Te digo la verdad.Hay un destino adverso ligado a lasuperioridad corporal o intelectual, eldestino adverso que persigue por toda lahistoria los pasos vacilantes de losreyes. Es mucho mejor no ser diferentede la mayoría. Los feos y los estúpidosson quienes mejor lo pasan en el mundo.Se pueden sentar a sus anchas y ver la

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función con la boca abierta. Aunque nosepan nada de triunfar, se ahorran almenos los desengaños de la derrota.Viven como todos deberíamos vivir,tranquilos, despreocupados, impasibles.Ni provocan la ruina de otros, ni lareciben de manos ajenas. Tu situaciónsocial y tu riqueza, Harry; mi cerebro, elque sea; mi arte, cualquiera que sea suvalor; la apostura de Dorian Gray: todosvamos a sufrir por lo que los dioses noshan dado, y a sufrir terriblemente.

—¿Dorian Gray? ¿Es así como sellama? —preguntó lord Henry,atravesando el estudio en dirección aBasil Hallward.

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—Sí; así es como se llama. No teníaintención de decírtelo.

—Pero, ¿por qué no?—No te lo puedo explicar. Cuando

alguien me gusta muchísimo nunca ledigo su nombre a nadie. Es comoentregar una parte de esa persona. Conel tiempo he llegado a amar el secreto.Parece ser lo único capaz de hacermisteriosa o maravillosa la vidamoderna. Basta esconder la cosa máscorriente para hacerla deliciosa. Cuandoahora me marcho de Londres, nunca ledigo a mi gente adónde voy. Si lohiciera, dejaría de resultarmeplacentero. Es una costumbre tonta, lo

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reconozco, pero por alguna razón parecedotar de romanticismo a la vida.Imagino que te resulto terriblementeridículo, ¿no es cierto?

—En absoluto —respondió lordHenry—; nada de eso, mi querido Basil.Pareces olvidar que estoy casado, y elúnico encanto del matrimonio es queexige de ambas partes practicarasiduamente el engaño. Nunca sé dóndeestá mi esposa, y mi esposa nunca sabelo que yo hago. Cuando coincidimos,cosa que sucede a veces, porque salimosjuntos a cenar o vamos a casa delDuque, nos contamos con tremendaseriedad las historias más absurdas

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sobre nuestras respectivas actividades.Mi mujer lo hace muy bien; mucho mejorque yo, de hecho. Nunca se equivoca encuestión de fechas y yo lo hago siempre.Pero cuando me descubre, no se enfada.A veces me gustaría que lo hiciera, perose limita a reírse de mí.

—No me gusta nada cómo hablas detu vida de casado, Harry —dijo BasilHallward, dirigiéndose hacia la puertaque llevaba al jardín—. Creo que eresen realidad un marido excelente, peroque te avergüenzas de tus virtudes. Eresuna persona extraordinaria. Nunca daslecciones de moralidad y nunca hacesnada malo. Tu cinismo no es más que

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afectación.—La naturalidad también es

afectación, y la más irritante queconozco —exclamó lord Henry,echándose a reír.

Los dos jóvenes salieron juntos aljardín, acomodándose en un ampliobanco de bambú colocado a la sombrade un laurel. La luz del sol resbalabasobre las hojas enceradas. Sobre lahierba temblaban margaritas blancas.

Después de un silencio, lord Henrysacó su reloj de bolsillo.

—Mucho me temo que he demarcharme, Basil —murmuró—, peroantes de irme, insisto en que me

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respondas a la pregunta que te he hechohace un rato.

—¿Cuál era? —dijo el pintor, sinlevantar los ojos del suelo.

—Lo sabes perfectamente.—No lo sé, Harry.—Bueno, pues te lo diré. Quiero que

me expliques por qué no vas a exponerel retrato de Dorian Gray. Quiero laverdadera razón.

—Te la he dado.—No, no lo has hecho. Me has dicho

que hay demasiado de ti en ese retrato.Y eso es una chiquillada.

—Harry —dijo Basil Hallward,mirándolo directamente a los ojos—,

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todo retrato que se pinta de corazón esun retrato del artista, no de la personaque posa. El modelo no es más que unaccidente, la ocasión. No es a él a quienrevela el pintor; es más bien el pintorquien, sobre el lienzo coloreado, serevela. La razón de que no exponga elcuadro es que tengo miedo de habermostrado el secreto de mi alma.

Lord Henry rió.—Y, ¿cuál es…? —preguntó.—Te lo voy a decir —respondió

Hallward; pero lo que apareció en surostro fue una expresión de perplejidad.

—Soy todo oídos, Basil —insistiósu acompañante, mirándolo de reojo.

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—En realidad es muy poco lo quehay que contar, Harry —respondió elpintor—, y mucho me temo que apenaslo entenderías. Quizá tampoco te locreas.

Lord Henry sonrió y, agachándose,arrancó de entre el césped una margaritade pétalos rosados y se puso aexaminarla.

—Estoy seguro de que lo entenderé—replicó, contemplando fijamente elpequeño disco dorado con plumasblancas—; y en cuanto a creer cosas, mepuedo creer cualquiera con tal de quesea totalmente increíble.

El aire arrancó algunas flores de los

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árboles, y las pesadas floraciones delilas, con sus pléyades de estrellas, sebalancearon lánguidamente. Unsaltamontes empezó a cantar junto a lavalla, y una libélula, larga y delgadacomo un hilo azul, pasó flotando sobresus alas de gasa marrón. Lord Henrytuvo la impresión de oír los latidos delcorazón de Basil Hallward, y sepreguntó qué iba a suceder.

—Es una historia muy sencilla —dijo el pintor después de algún tiempo—. Hace dos meses asistí a una de esasfiestas de lady Brandon a las que vatanta gente. Ya sabes que nosotros, lospobres artistas, tenemos que aparecer en

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sociedad de cuando en cuando pararecordar al público que no somossalvajes. Vestidos de etiqueta y concorbata blanca, como una vez me dijiste,cualquiera, hasta un corredor de Bolsa,puede ganarse reputación de civilizado.Bien; cuando llevaba unos diez minutosen el salón, charlando con imponentesviudas demasiado enjoyadas y tediososacadémicos, noté de pronto que alguienme miraba. Al darme la vuelta vi aDorian Gray por vez primera. Cuandonuestros ojos se encontraron, me notépalidecer. Una extraña sensación deterror se apoderó de mí. Supe que teníadelante a alguien con una personalidad

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tan fascinante que, si yo se lo permitía,iba a absorber toda mi existencia, elalma entera, incluso mi arte. Yo nodeseaba ninguna influencia exterior enmi vida. Tú sabes perfectamente loindependiente que soy por naturaleza.Siempre he hecho lo que he querido; almenos, hasta que conocí a Dorian Gray.Luego…, aunque no sé cómoexplicártelo. Algo parecía decirme queme encontraba al borde de una crisisterrible. Tenía la extraña sensación deque el Destino me reservaba exquisitasalegrías y terribles sufrimientos. Measusté y me di la vuelta para abandonarel salón. No fue la conciencia lo que me

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impulsó a hacerlo: más bien algoparecido a la cobardía. No me atribuyoningún mérito por haber tratado deescapar.

—Conciencia y cobardía son enrealidad lo mismo, Basil. La concienciaes la marca registrada de la empresa.Eso es todo.

—No lo creo, Harry, y me pareceque tampoco lo crees tú. Fuera cualfuese mi motivo, y quizá se trataraorgullo, porque he sido siempre muyorgulloso, conseguí llegar a duras penashasta la puerta. Pero allí, por supuesto,me tropecé con lady Brandon. «¿No iráusted a marcharse tan pronto, señor

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Hallward?», me gritó. ¿Recuerdas lavoz tan peculiarmente estridente quetiene?

—Sí; es un pavo real en todo menosen la belleza —dijo lord Henry,deshaciendo la margarita con sus largosdedos nerviosos.

—No me pude librar de ella. Mepresentó a altezas reales, a militares yaristócratas, y a señoras mayores congigantescas diademas y narices de loro.Habló de mí como de su amigo másquerido. Sólo había estado una vez conella, pero se le metió en la cabezaconvertirme en la celebridad de lavelada. Creo que por entonces algún

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cuadro mío tuvo un gran éxito o almenos se habló de él en los periódicossensacionalistas, que son el criterio dela inmoralidad del siglo XIX. Derepente, me encontré cara a cara con eljoven cuya personalidad me habíaafectado de manera tan extraña.Estábamos muy cerca, casi nostocábamos. Nuestras miradas secruzaron de nuevo. Fue una imprudenciapor mi parte, pero pedí a lady Brandonque nos presentara. Quizá no fueseimprudencia, sino algo sencillamenteinevitable. Nos hubiésemos hablado sinnecesidad de presentación. Estoy segurode ello. Dorian me lo confirmó después.

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También él sintió que estábamosdestinados a conocernos.

—Y, ¿cómo describió lady Brandona ese joven maravilloso? —preguntó suamigo—. Sé que le gusta dar un rápidoresumen de todos sus invitados.Recuerdo que me llevó a conocer a unanciano caballero de rostro colorado,cubierto con todas las condecoracionesimaginables, y me confió al oído, en untrágico susurro que debieron oírperfectamente todos los presentes, losdetalles más asombrosos. Sencillamentehuí. Prefiero desenmascarar a laspersonas yo mismo. Pero lady Brandontrata a sus invitados exactamente como

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un subastador trata a sus mercancías. Olos explica completamente del revés, ocuenta todo excepto lo que uno quieresaber.

—¡Pobre lady Brandon! ¡Eres muyduro con ella, Harry! —dijo Hallwardlánguidamente.

—Mi querido amigo, esa buenaseñora trataba de fundar un salón, perosólo ha conseguido abrir un restaurante.¿Cómo quieres que la admire? Pero,dime, ¿qué te contó del señor DorianGray?

—Algo así como «muchachoencantador, su pobre madre y yoabsolutamente inseparables. He

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olvidado por completo a qué se dedica,me temo que…, no hace nada… Sí, sí,toca el piano, ¿o es el violín, mi queridoseñor Gray?» Ninguno de los dospudimos evitar la risa, y nos hicimosamigos al instante.

—La risa no es un mal principiopara una amistad y, desde luego, es lamejor manera de terminarla —dijo eljoven lord, arrancando otra margarita.

Hallward negó con la cabeza.—No entiendes lo que es la amistad,

Harry —murmuró—; ni tampoco laenemistad, si vamos a eso. Te gusta todoel mundo; es decir, todo el mundo tedeja indiferente.

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—¡Qué horriblemente injusto eresconmigo! —exclamó lord Henry,echándose el sombrero hacia atrás paramirar a las nubecillas que, comomadejas enmarañadas de brillante sedablanca, vagaban por la oquedad turquesadel cielo veraniego—. Sí; horriblementeinjusto. Ya lo creo que distingo entre lagente. Elijo a mis amigos por suapostura, a mis conocidos por su buenareputación y a mis enemigos por suinteligencia. No es posible excederse enel cuidado al elegir a los enemigos. Notengo ni uno solo que sea estúpido.Todos son personas de cierta tallaintelectual y, en consecuencia, me

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aprecian. ¿Te parece demasiada vanidadpor mi parte? Creo que lo es.

—Coincido en eso contigo. Perosegún tus categorías yo no debo de sermás que un conocido.

—Mi querido Basil: eres mucho másque un conocido. —Y mucho menos queun amigo. Algo así como un hermano,¿no es cierto?

—¡Ah, los hermanos! No me gustanlos hermanos. Mi hermano mayor no semuere, y los menores nunca hacen otracosa.

—¡Harry! —exclamó Hallward,frunciendo el ceño.

—No hablo del todo en serio. Pero

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me es imposible no detestar a mifamilia. Imagino que se debe a que nadiesoporta a las personas que tienen susmismos defectos. Entiendoperfectamente la indignación de lademocracia inglesa ante lo que llama losvicios de las clases altas. Las masasconsideran que embriaguez, estupidez einmoralidad deben ser exclusivopatrimonio suyo, y cuando alguno denosotros se pone en ridículo nos vencomo cazadores furtivos en sus tierras.Cuando el pobre Southwark tuvo quepresentarse en el Tribunal de Divorcios,la indignación de las masas fuerealmente magnífica. Y, sin embargo, no

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creo que el diez por ciento delproletariado viva correctamente.

—No estoy de acuerdo con una solapalabra de lo que has dicho y, lo que esmás, estoy seguro de que a ti te sucedelo mismo.

Lord Henry se acarició la afiladabarba castaña y se golpeó la punta deuna bota de charol con el bastón decaoba.

—¡Qué inglés eres, Basil! Es lasegunda vez que haces hoy esaobservación. Si se presenta una idea aun inglés auténtico (lo que siempre esuna imprudencia), nunca se le ocurre nipor lo más remoto pararse a pensar si la

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idea es verdadera o falsa. Lo único queconsidera importante es si el interesadocree lo que dice. Ahora bien, el valor deuna idea no tiene nada que ver con lasinceridad de la persona que la expone.En realidad, es probable que cuanto másinsincera sea la persona, más puramenteintelectual sea la idea, ya que en esecaso no estará coloreada ni por susnecesidades, ni por sus deseos, ni porsus prejuicios. No pretendo, sinembargo, discutir contigo ni de política,ni de sociología, ni de metafísica. Laspersonas me gustan más que losprincipios, y las personas sin principiosme gustan más que nada en el mundo.

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Cuéntame más cosas acerca de DorianGray. ¿Lo ves con frecuencia?

—Todos los días. No sería feliz sino lo viera todos los días. Me esabsolutamente necesario.

—¡Extraordinario! Creía que sólo teinteresaba el arte.

—Dorian es todo mi arte —dijo elpintor gravemente—. A veces pienso,Harry, que la historia del mundo sólo haconocido dos eras importantes. Laprimera es la que ve la aparición de unanueva técnica artística. La segunda, laque asiste a la aparición de una nuevapersonalidad, también para el arte. Loque fue la invención de la pintura al óleo

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para los venecianos, o el rostro deAntinoo para los últimos escultoresgriegos, lo será algún día para mí elrostro de Dorian Gray. No es sólo que loutilice como modelo para pintar, paradibujar, para hacer apuntes. He hechotodo eso, por supuesto. Pero para mí esmucho más que un modelo o un tema. Note voy a decir que esté insatisfecho conlo que he conseguido, ni que su bellezasea tal que el arte no pueda expresarla.No hay nada que el arte no puedaexpresar, y sé que lo que he hecho desdeque conocí a Dorian Gray es bueno, eslo mejor que he hecho nunca. Pero, dealguna manera curiosa (no sé si me

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entenderás), su personalidad me hasugerido una manera completamentenueva, un nuevo estilo. Veo las cosas demanera distinta, las pienso de formadiferente. Ahora soy capaz de recrear lavida de una manera que antesdesconocía. «Un sueño de belleza endías de meditación». ¿Quién ha dichoeso? No me acuerdo; pero eso ha sidopara mí Dorian Gray. La simplepresencia de ese muchacho, porque meparece poco más que un adolescente,aunque pasa de los veinte, su simplepresencia… ¡Ah! Me pregunto si puedesdarte cuenta de lo que significa. Demanera inconsciente define para mí los

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trazos de una nueva escuela, una escuelaque tiene toda la pasión del espírituromántico y toda la perfección de logriego. La armonía del alma y delcuerpo, ¡qué maravilla! En nuestralocura hemos separado las dos cosas, yhemos inventado un realismo que esvulgar, y un idealismo hueco. ¡Harry! ¡Sisupieras lo que Dorian es para mí!¿Recuerdas aquel paisaje mío, por elque Agnew me ofreció tanto dinero,pero del que no quise desprenderme? Esuna de las mejores cosas que he hechonunca. Y, ¿por qué? Porque mientras lopintaba Dorian Gray estaba a mi lado.Me transmitía alguna influencia sutil y

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por primera vez en mi vida vi en unsimple bosque la maravilla que siemprehabía buscado y que siempre se mehabía escapado.

—¡Eso que cuentas esextraordinario! He de ver a DorianGray.

Hallward se levantó del asiento yempezó a pasear por el jardín. Al cabode unos momentos regresó.

—Harry —dijo—, Dorian Gray noes para mí más que un motivo artístico.Quizá tú no veas nada en él. Yo lo veotodo. Nunca está más presente en mitrabajo que cuando no aparece en lo quepinto. Es la sugerencia, como he dicho,

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de una nueva manera. Lo encuentro enlas curvas de ciertas líneas, en elencanto y sutileza de ciertos colores.Eso es todo.

—Entonces, ¿por qué te niegas aexponer su retrato? —preguntó lordHenry.

—Porque, sin pretenderlo, he puestoen ese cuadro la expresión de mi extrañaidolatría de artista, de la que, porsupuesto, nunca he querido hablar conél. Nada sabe. No lo sabrá nunca. Peroquizá el mundo lo adivine; y no quierodesnudar mi alma ante su miradaentrometida y superficial. Nunca pondrémi corazón bajo su microscopio. Hay

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demasiado de mí mismo en ese cuadro,Harry, ¡demasiado de mí mismo!

—Los poetas no son tanescrupulosos como tú. Saben lo útil quees la pasión cuando piensan en publicar.En nuestros días un corazón roto da paramuchas ediciones.

—Los detesto por eso —exclamóHallward—. Un artista debe crear cosashermosas, pero sin poner en ellas nadade su propia existencia. Vivimos en unaépoca en la que se trata el arte como sifuese una forma de autobiografía. Hemosperdido el sentido abstracto de labelleza. Algún día mostraré al mundo loque es eso; y ésa es la razón de que el

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mundo no deba ver nunca mi retrato deDorian Gray.

—Creo que estás equivocado, perono voy a discutir contigo. Sólo discutenlos que están perdidos intelectualmente.Dime, ¿Dorian Gray te tiene muchoafecto?

El pintor reflexionó durante unosinstantes.

—Me tiene afecto —respondió,después de una pausa—; sé que me tieneafecto. Es cierto, por otra parte, que lohalago terriblemente. Hallo un extrañoplacer en decirle cosas de las que sé quedespués voy a arrepentirme. Por reglageneral es encantador conmigo, y nos

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sentamos en el estudio y hablamos demil cosas. De cuando en cuando, sinembargo, es terriblementedesconsiderado, y parece disfrutarhaciéndome sufrir. Entonces siento quehe entregado toda mi alma a alguien quela trata como si fuera una flor que sepone en el ojal, una condecoración quedeleita su vanidad, un adorno para undía de verano.

—En verano los días suelen serlargos, Basil —murmuró lord Henry—.Quizá te canses tú antes que él. Es tristepensarlo, pero sin duda el genio duramás que la belleza. Eso explica que nosesforcemos tanto por cultivarnos. En la

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lucha feroz por la existencia queremostener algo que dure, y nos llenamos lacabeza de basura y de datos, con la tontaesperanza de conservar nuestro puesto.La persona que lo sabe todo: ése es elideal moderno. Y la mente de esapersona que todo lo sabe es una cosaterrible, un almacén de baratillo, todomonstruos y polvo, y siempre conprecios por encima de su valorverdadero. Creo que tú te cansarásprimero, de todos modos. Algún díamirarás a tu amigo, y te parecerá queestá un poco desdibujado, o no tegustará la tonalidad de su tez, ocualquier otra cosa. Se lo reprocharás

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con amargura, y pensarás, muyseriamente, que se ha portado malcontigo. La siguiente vez que te visite, temostrarás perfectamente frío eindiferente. Será una pena, porque tecambiará. Lo que me has contado es unahistoria de amor, habría que llamarlahistoria de amor estético, y lo peor detoda historia de amor es que despuéstino se siente muy poco romántico.

—Harry, no hables así. Mientrasviva, la personalidad de Dorian Grayme dominará. No puedes sentir lo que yosiento. Tú cambias con demasiadafrecuencia.

—¡Ah, mi querido Basil,

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precisamente por eso soy capaz desentirlo! Los que son fieles sólo conocenel lado trivial del amor: es el infielquien sabe de sus tragedias.

Lord Henry frotó una cerilla sobreun delicado estuche de plata y empezó afumar un cigarrillo con un aire tanpagado de sí mismo y tan satisfechocomo si hubiera resumido el mundo enuna frase.

Los gorriones alborotaban entre lashojas lacadas de la enredadera y lassombras azules de las nubes seperseguían sobre el césped comogolondrinas. ¡Qué agradable era estar enel jardín! ¡Y cuán deliciosas las

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emociones de otras personas! Muchomás que sus ideas, en opinión de lordHenry. Nuestra alma y las pasiones denuestros amigos: ésas son las cosasfascinantes de la vida. Le divirtiórecordar en silencio el tedioso almuerzoque se había perdido al quedarse tantotiempo con Basil Hallward. Si hubieraido a casa de su tía, se habríaencontrado sin duda con lord Goodboy,y sólo habrían hablado de alimentar alos pobres y de la necesidad deconstruir alojamientos modelo. Todoslos comensales habrían destacado laimportancia de las virtudes que susituación en la vida les dispensaba de

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ejercitar. Los ricos hablarían del valordel ahorro, y los ociosos se extenderíanelocuentemente sobre la dignidad deltrabajo. ¡Era delicioso haber escapado atodo aquello! Mientras pensaba en sutía, algo pareció sorprenderlo.Volviéndose hacia Hallward, dijo:

—Acabo de acordarme.—¿Acordarte de qué, Harry?—De dónde he oído el nombre de

Dorian Gray.—¿Dónde? —preguntó Hallward,

frunciendo levemente el ceño.—No es necesario que te enfades.

Fue en casa de mi tía, lady Agatha. Medijo que había descubierto a un joven

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maravilloso que iba a ayudarla en elEast End y que se llamaba Dorian Gray.Tengo que confesar que nunca me contóque fuese bien parecido. Las mujeres noaprecian la belleza; al menos, lasmujeres honestas. Me dijo que era muyserio y con muy buena disposición. Alinstante me imaginé una criatura congafas y de pelo lacio, horriblementecubierto de pecas y con enormes piesplanos. Ojalá hubiera sabido que setrataba de tu amigo.

—Me alegro mucho de que no fueseasí, Harry.

—¿Por qué?—No quiero que lo conozcas.

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—¿No quieres que lo conozca?—No.—El señor Dorian Gray está en el

estudio —anunció el mayordomo,entrando en el jardín.

—Ahora tienes que presentármelo—exclamó lord Henry, riendo.

El pintor se volvió hacia su criado, aquien la luz del sol obligaba aparpadear.

—Dígale al señor Gray que espere,Parker. Me reuniré con él dentro de unmomento.

El mayordomo hizo una inclinación yse retiró.

Hallward se volvió después hacia

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lord Henry.—Dorian Gray es mi amigo más

querido —dijo—. Es una personasencilla y bondadosa. Tu tía estaba en locierto al describirlo. No lo eches aperder. No trates de influir en él. Tuinfluencia sería mala. El mundo es muygrande y encierra mucha gentemaravillosa. No me arrebates la únicapersona que da a mi arte todo el encantoque posee: mi vida de artista depende deél. Tenlo en cuenta, Harry, confío en ti—hablaba muy despacio, y las palabrasparecían salirle de la boca casi contrasu voluntad.

—¡Qué tonterías dices! —respondió

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lord Henry, con una sonrisa.Luego, tomando a Hallward del

brazo, casi lo condujo hacia la casa.

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C A P Í T U L O 2

Al entrar, vieron a Dorian Gray. Estabasentado al piano, de espaldas a ellos,pasando las páginas de Las escenas delbosque, de Schumann.

—Tienes que prestármelo, Basil —exclamó—. Quiero aprendérmelas. Sonencantadoras.

—Eso depende de cómo poses hoy,Dorian.

—Estoy cansado de posar, y noquiero un retrato de cuerpo entero —

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respondió el muchacho, volviéndosesobre el taburete del piano con un gestocaprichoso y malhumorado. Al ver alord Henry, se le colorearon las mejillaspor un momento y procedió a levantarse—. Perdóname, Basil, pero no sabía queestuvieras acompañado.

—Te presento a lord Henry Wotton,Dorian, un viejo amigo mío de Oxford.Le estaba diciendo que eres un modelomuy disciplinado, y acabas de echarlotodo a perder.

—Excepto el placer de conocerlo austed, señor Gray —dijo lord Henry,dando un paso al frente y extendiendo lamano—. Mi tía me ha hablado a menudo

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de usted. Es uno de sus preferidos y,mucho me temo, también una de susvíctimas.

—En el momento actual estoy en lalista negra de lady Agatha —respondióDorian con una divertida expresión deremordimiento—. Prometí ir con ella elmartes a un club de Whitechapel y loolvidé por completo. íbamos a tocarjuntos un dúo…, más bien tres, segúncreo. No sé qué dirá. Me da miedo ir avisitarla.

—Yo me encargo de reconciliarlocon ella. Siente verdadera devoción porusted. Y no creo que importara que nofuese. El público pensó probablemente

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que era un dúo. Cuando tía Agatha sesienta al piano hace ruido suficiente pordos personas.

—Eso es una insidia contra ella ytampoco me deja a mí en muy buen lugar—respondió Dorian, riendo.

Lord Henry se lo quedó mirando. Sí;no había la menor duda de que eraextraordinariamente bien parecido, conlabios muy rojos debidamentearqueados, ojos azules llenos defranqueza, rubios cabellos rizados.Había algo en su rostro que inspirabainmediata confianza. Estaba allí presentetodo el candor de la juventud, así comotoda su pureza apasionada. Se sentía que

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aquel adolescente no se había dejadomanchar por el mundo. No era deextrañar que Basil Hallward sintieraveneración por él.

—Sin duda es usted demasiadoencantador para dedicarse a lafilantropía, señor Gray —lord Henry sedejó caer en el diván y abrió la pitillera.

El pintor había estado ocupadomezclando colores y preparando lospinceles. Parecía preocupado y, al oír laúltima observación de lord Henry, lomiró, vaciló un instante y luego dijo:

—Harry, quiero terminar hoy esteretrato. ¿Me juzgarás terriblementedescortés si te pido que te vayas?

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Lord Henry sonrió y miró a DorianGray.

—¿Tengo que marcharme, señorGray? —preguntó.

—No, por favor, lord Henry. Ya veoque Basil está hoy de mal humor, y no losoporto cuando se enfurruña. Además,quiero que me explique por qué no debodedicarme a la filantropía.

—No estoy seguro de que debadecírselo, señor Gray. Se trata de unasunto tan tedioso que habría que hablaren serio de ello. Pero, desde luego, nosaldré corriendo después de habermedicho usted que me quede. ¿No teimporta demasiado, verdad Basil? Me

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has dicho muchas veces que te gusta quetus hermanas tengan a alguien con quiencharlar.

Hallward se mordió los labios.—Si Dorian lo desea, claro que te

puedes quedar. Los caprichos de Dorianson leyes para todo el mundo, exceptopara él.

Lord Henry recogió su sombrero ysus guantes.

—Eres muy insistente, Basil, pero,desgraciadamente, debo irme. Prometíreunirme con una persona en el Orleans.Hasta la vista, señor Gray. Venga averme alguna tarde a Curzon Street. Casisiempre estoy en casa a las cinco.

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Escríbame cuando decida ir, sentiríamucho perderme su visita.

—Basil —exclamó Dorian Gray—,si lord Henry Wotton se marcha, me iréyo también. Nunca despegas los labioscuando pintas, y es muy aburrido estarde pie en un estrado y tratar de parecercontento. Pídele que se quede. Insisto.

—Quédate, Harry, para complacer aDorian y para complacerme a mí —dijoHallward, sin apartar los ojos delcuadro—. Es muy cierto que nuncahablo cuando estoy trabajando, ytampoco escucho, lo que debe de serincreíblemente tedioso para mis pobresmodelos. Te suplico que te quedes.

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—¿Y qué va a ser del caballero queme espera en el Orleans?

El pintor se echó a reír.—No creo que eso sea un problema.

Siéntate otra vez, Harry. Y ahora,Dorian, sube al estrado y no te muevasdemasiado ni prestes atención a lo quedice lord Henry. Tiene una pésimainfluencia sobre todos mis amigos, sinotra excepción que yo.

Dorian Gray subió al estrado con elaspecto de un joven mártir griego, e hizouna ligera mueca de descontento dirigidaa lord Henry, que le inspiraba ya unagran simpatía. ¡Era tan distinto de Basil!Producían un contraste muy agradable. Y

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tenía una voz muy bella.—¿Es cierto que ejerce usted una

pésima influencia, lord Henry? —lepreguntó al cabo de unos instantes—.¿Tan mala como dice Basil?

—Las buenas influencias no existen,señor Gray. Toda influencia es inmoral;inmoral desde el punto de vistacientífico.

—¿Por qué?—Porque influir en una persona es

darle la propia alma. Esa persona dejade pensar sus propias ideas y de ardercon sus pasiones. Sus virtudes dejan deser reales. Sus pecados, si es que lospecados existen, son prestados. Se

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convierte en eco de la música de otro,en un actor que interpreta un papel queno se ha escrito para él. La finalidad dela vida es el propio desarrollo. Alcanzarla plenitud de la manera más perfectaposible, para eso estamos aquí. En laactualidad las personas se tienen miedo.Han olvidado el mayor de todos losdeberes, lo que cada uno se debe a símismo. Son caritativos, por supuesto.Dan de comer al hambriento y visten aldesnudo. Pero sus almas pasan hambre yellos mismos están desnudos. Nuestraraza ha dejado de tener valor. Quizá nolo haya tenido nunca. El miedo a lasociedad, que es la base de la moral; el

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miedo a Dios, que es el secreto de lareligión: ésas son las dos cosas que nosgobiernan. Y, sin embargo…

—Vuelve la cabeza un poquito máshacia la derecha, Dorian, como un buenchico —dijo el pintor, enfrascado en sutrabajo, sólo consciente de que en elrostro del muchacho había aparecidouna expresión completamente nueva.

—Y, sin embargo —continuó lordHenry, con su voz grave y musical, y conel peculiar movimiento de la mano quele era tan característico, y que ya lodistinguía incluso en los días de Eton—,creo que si un hombre viviera su vida demanera total y completa, si diera forma a

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todo sentimiento, expresión a todopensamiento, realidad a todo sueño…,creo que el mundo recibiría tal empujónde alegría que olvidaríamos todas lasenfermedades del medievalismo yregresaríamos al ideal heleno; puedeque incluso a algo más delicado, másrico que el ideal heleno. Pero hasta elmás valiente de nosotros tiene miedo desí mismo. La mutilación del salvajeencuentra su trágica supervivencia en laautorrenuncia que desfigura nuestravida. Se nos castiga por nuestrasnegativas. Todos los impulsos que nosesforzamos por estrangular semultiplican en la mente y nos envenenan.

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Que el cuerpo peque una vez, y se habrálibrado de su pecado, porque la acciónes un modo de purificación. Después noqueda nada, excepto el recuerdo de unplacer o la voluptuosidad de unremordimiento. La única manera delibrarse de la tentación es ceder anteella. Si se resiste, el alma enferma,anhelando lo que ella misma se haprohibido, deseando lo que sus leyesmonstruosas han hecho monstruoso eilegal. Se ha dicho que los grandesacontecimientos del mundo suceden enel cerebro. Es también en el cerebro, ysólo en el cerebro, donde se cometen losgrandes pecados. Usted, señor Gray,

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usted mismo, todavía con las rosas rojasde la juventud y las blancas de lainfancia, ha tenido pasiones que le hanhecho asustarse, pensamientos que lehan llenado de terror, sueños ymomentos de vigilia cuyo simplerecuerdo puede teñirle las mejillas devergüenza…

—¡Basta! —balbuceó Dorian Gray—; ¡basta! Me desconcierta usted. No séqué decir. Hay una manera deresponderle, pero no la encuentro. Nohable. Déjeme pensar. O, más bien, dejeque trate de pensar.

Durante cerca de diez minutos siguióallí, inmóvil, los labios abiertos y un

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brillo extraño en la mirada. Eravagamente consciente de que influenciascompletamente nuevas actuaban en suinterior, aunque, le parecía a él,procedían en realidad de sí mismo. Laspocas palabras que el amigo de Basil lehabía dicho, palabras lanzadas al azar,sin duda, y caprichosamenteparadójicas, habían tocado algunacuerda secreta, nunca pulsadaanteriormente, pero que sentía ahoravibrar y palpitar con peculiaresestremecimientos.

La música le afectaba de la mismamanera. La música le había conmovidomuchas veces. Pero la música no era

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directamente inteligible. No era unmundo nuevo, sino más bien otro caoscreado en nosotros. ¡Palabras! ¡Simplespalabras! ¡Qué terribles eran! ¡Quéclaras, y qué agudas y crueles! No eraposible escapar. Y, sin embargo, ¡quémagia tan sutil había en ellas! Parecíantener la virtud de dar una forma plásticaa cosas informes y poseer una músicapropia tan dulce como la de una viola ode un laúd. ¡Simples palabras! ¿Habíaalgo tan real como las palabras?

Sí; hubo cosas en su infancia quenunca entendió, pero que ahora entendía.La vida, de repente, adquirió a sus ojosun color rojo encendido. Le pareció que

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había estado caminando sobre fuego.¿Por qué no lo había sabido antes?

Con una sonrisa sutil lord Henry loobservaba. Sabía cuál era el momentopsicológico en el que no había que decirnada. Estaba sumamente interesado.Sorprendido de la impresión producidapor sus palabras y, al recordar un libroque había leído a los dieciséis años, unlibro que le reveló muchas cosas queantes no sabía, se preguntó si DorianGray estaba teniendo una experienciasimilar. Él no había hecho más quelanzar una flecha al aire. ¿Había dado enel blanco? ¡Qué fascinante era aquelmuchacho!

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Hallward pintaba sin descanso conaquellas maravillosas y audacespinceladas suyas que tenían elverdadero refinamiento y la perfectadelicadeza que, al menos en el arte,proceden únicamente de la fuerza. Nohabía advertido el silencio.

—Basil, me canso de estar de pie —exclamó Gray de repente—. Quiero saliral jardín y sentarme. Aquí el aire esasfixiante.

—Tendrás que perdonarme. Cuandopinto me olvido de todo lo demás. Peronunca habías posado mejor. Has estadocompletamente inmóvil. Y he captado elefecto que quería: los labios

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entreabiertos, y el brillo en los ojos. Nosé qué te habrá dicho Harry paraconseguir esta expresión maravillosa.Imagino que te halagaba la vanidad. Nodebes creer una sola palabra de lo quediga.

—Desde luego no me halagaba lavanidad. Tal vez por eso no he creídonada de lo que me ha dicho.

—Reconozca que se lo ha creídotodo —dijo lord Henry, lanzándole unamirada soñadora y lánguida—. Saldré aljardín con usted. Hace un calor horribleen el estudio. Basil, ofrécenos algohelado para beber, algo que tenga fresas.

—Por supuesto, Harry. Basta con

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que llames; en cuanto venga Parker lediré lo que quieres. He de trabajar elfondo; me reuniré después con vosotros.No retengas demasiado tiempo a Dorian.Nunca me he sentido tan en forma parapintar como hoy. Va a ser mi obramaestra. Ya lo es, tal como está ahora.

Lord Henry salió al jardín yencontró a Dorian Gray con el rostrohundido en las grandes flores del lilo,bebiendo febrilmente su perfume frescocomo si se tratase de vino. Se le acercóy le puso una mano en el hombro.

—Está usted en lo cierto al hacereso —murmuró—. Nada, excepto lossentidos, puede curar el alma, como

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tampoco nada, excepto el alma, puedecurar los sentidos.

El muchacho se sobresaltó,apartándose. Llevaba la cabezadescubierta, y las hojas del arbusto lehabían despeinado, enredando lashebras doradas. Había miedo en susojos, como sucede cuándo se despierta aalguien de repente. Le vibraron lasaletas de la nariz y algún nervioescondido agitó el rojo de sus labios,haciéndolos temblar.

—Sí —prosiguió lord Henry—; ésees uno de los grandes secretos de lavida: curar el alma por medio de lossentidos, y los sentidos con el alma.

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Usted es una criatura asombrosa. Sabemás de lo que cree saber, pero menos delo que quiere.

Dorian Gray frunció el ceño y apartóla cabeza. Le era imposible dejar demirar con buenos ojos a aquel joven altoy elegante que tenía al lado. Su rostromoreno y romántico y su aire cansado leinteresaban. Había algo en su voz, gravey lánguida, absolutamente fascinante.Sus manos blancas, tranquilas, quetenían incluso algo de flores, poseían uncurioso encanto. Se movían, cuando lordHenry hablaba, de manera musical, yparecían poseer un lenguaje propio.Pero lord Henry le asustaba, y se

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avergonzaba de sentir miedo. ¿Cómo eraque un extraño le había hechodescubrirse a sí mismo? Conocía aHallward desde hacía meses, pero laamistad entre ambos no lo habíacambiado. De repente, sin embargo, sehabía cruzado con alguien que parecíadescubrirle el misterio de la existencia.Aunque, de todos modos, ¿qué motivohabía para sentir miedo? Él no era uncolegial ni una muchachita. Era absurdoasustarse.

—Sentémonos a la sombra —dijolord Henry—. Parker nos ha traído lasbebidas, y si se queda usted más tiempobajo este sol de justicia se le echará a

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perder la tez y Basil nunca lo volverá aretratar. No debe permitir que el sol loqueme. Sería muy poco favorecedor.

—¿Qué importancia tiene eso? —exclamó Dorian Gray, riendo, mientrasse sentaba en un banco al fondo deljardín.

—Toda la importancia del mundo,señor Gray.

—¿Por qué?—Porque posee usted la más

maravillosa juventud, y la juventud es lomás precioso que se puede poseer.

—No lo siento yo así, lord Henry.—No; no lo siente ahora. Pero algún

día, cuando sea viejo y feo y esté lleno

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de arrugas, cuando los pensamientos lehayan marcado la frente con sus plieguesy la pasión le haya quemado los labioscon sus odiosas brasas, lo sentirá, y losentirá terriblemente. Ahora,dondequiera que vaya, seduce a todo elmundo. ¿Será siempre así?… Poseeusted un rostro extraordinariamenteagraciado, señor Gray. No frunza elceño. Es cierto. Y la belleza es unamanifestación de genio; está incluso porencima del genio, puesto que no necesitaexplicación. Es uno de los grandesdones de la naturaleza, como la luz delsol, o la primavera, o el reflejo en aguasoscuras de esa concha de plata a la que

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llamamos luna. No admite discusión.Tiene un derecho divino de soberanía.Convierte en príncipes a quienes laposeen. ¿Se sonríe? ¡Ah! Cuando la hayaperdido no sonreirá… La gente dice aveces que la belleza es sólo superficial.Tal vez. Pero, al menos, no es tansuperficial como el pensamiento. Paramí la belleza es la maravilla de lasmaravillas. Tan sólo las personassuperficiales no juzgan por lasapariencias. El verdadero misterio delmundo es lo visible, no lo que no seve… Sí, señor Gray, los dioses han sidobuenos con usted. Pero lo que los diosesdan, también lo quitan, y muy pronto.

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Sólo dispone de unos pocos años en losque vivir de verdad, perfectamente y conplenitud. Cuando se le acabe la juventuddesaparecerá la belleza, y entoncesdescubrirá de repente que ya no lequedan más triunfos, o habrá decontentarse con unos triunfosinsignificantes que el recuerdo de supasado esplendor hará más amargos quelas derrotas. Cada mes que expira loacerca un poco más a algo terrible. Eltiempo tiene celos de usted, y luchacontra sus lirios y sus rosas. Se volverácetrino, se le hundirán las mejillas y susojos perderán el brillo. Sufriráhorriblemente… ¡Ah! Disfrute

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plenamente de la juventud mientras laposee. No despilfarre el oro de sus díasescuchando a gente aburrida, tratando deredimir a los fracasados sin esperanza,ni entregando su vida a los ignorantes,los anodinos y los vulgares. Ésos sonlos objetivos enfermizos, las falsasideas de nuestra época. ¡Viva! ¡Viva lavida maravillosa que le pertenece! Nodeje que nada se pierda. Esté siempre ala busca de nuevas sensaciones. Notenga miedo de nada… Un nuevohedonismo: eso es lo que nuestro siglonecesita. Usted puede ser su símbolovisible. Dada su personalidad, no haynada que no pueda hacer. El mundo le

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pertenece durante una temporada… Enel momento en que lo he visto hecomprendido que no se daba ustedcuenta en absoluto de lo que realmentees, de lo que realmente puede ser. Habíaen usted tantas cosas que me encantabanque he sentido la necesidad de hablarleun poco de usted. He pensado en latragedia que sería malgastar lo queposee. Porque su juventud no durarámucho, demasiado poco, a decir verdad.Las flores sencillas del campo semarchitan, pero florecen de nuevo. Lasflores del codeso serán tan amarillas elpróximo junio como ahora. Dentro de unmes habrá estrellas moradas en las

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clemátides y, año tras año, la verdenoche de sus hojas sostendrá sus floresmoradas. Pero nosotros nuncarecuperamos nuestra juventud. El pulsoalegre que late en nosotros cuandotenemos veinte años se vuelve perezosocon el paso del tiempo. Nos fallan lasextremidades, nuestros sentidos sedeterioran. Nos convertimos enespantosas marionetas, obsesionadospor el recuerdo de las pasiones que nosasustaron en demasía, y el de lasexquisitas tentaciones a las que notuvimos el valor de sucumbir. ¡Juventud!¡Juventud! ¡No hay absolutamente nadaen el mundo excepto la juventud!

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Dorian Gray escuchaba, los ojosmuy abiertos, asombrado. El ramilletede lilas se le cayó al suelo. Una sedosaabeja zumbó a su alrededor por uninstante. Luego empezó a trepar condificultad por los globos estrellados decada flor. Dorian Gray la observó con elextraño interés por las cosas trivialesque tratamos de fomentar cuando las másimportantes nos asustan, o cuando nosembarga alguna nueva emoción que nosabemos expresar, o cuando alguna ideaque nos aterra pone repentino sitio a lamente y exige nuestra rendición. Al cabode algún tiempo la abeja alzó el vuelo.Dorian Gray la vio introducirse en la

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campanilla de una enredadera. La florpareció estremecerse y luego sebalanceó suavemente hacia adelante yhacia atrás.

De repente, el pintor apareció en lapuerta del estudio y, con gestos bruscos,les indicó que entraran en la casa.Dorian Gray y lord Henry se miraron ysonrieron.

—Estoy esperando —exclamóHallward—. Vengan, por favor. La luzes perfecta; tráiganse los vasos.

Se levantaron y recorrieron juntos lasenda. Dos mariposas verdes y blancasse cruzaron con ellos y, en el peral queocupaba una esquina del jardín, un mirlo

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empezó a cantar.—Se alegra de haberme conocido,

señor Gray —dijo lord Henry,mirándolo.

—Sí, ahora sí. Me pregunto si mealegraré siempre.

—¡Siempre! Terrible palabra. Haceque me estremezca cuando la oigo. Lasmujeres son tan aficionadas a usarla.Echan a perder todas las historias deamor intentando que duren para siempre.Es, además, una palabra sin sentido. Laúnica diferencia entre un capricho y unapasión para toda la vida es que elcapricho dura un poco más.

Al entrar en el estudio, Dorian Gray

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puso una mano en el brazo de lordHenry.

—En ese caso, que nuestra amistadsea un capricho —murmuró,ruborizándose ante su propia audacia;luego subió al estrado y volvió a posar.

Lord Henry se dejó caer en un gransillón de mimbre y lo contempló. Elroce del pincel sobre el lienzo era elúnico ruido que turbaba la quietud,excepto cuando, de tarde en tarde,Hallward retrocedía para examinar suobra desde más lejos. En los rayosoblicuos que penetraban por la puertaabierta, el polvo danzaba, convertido enoro. El intenso perfume de las rosas

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parecía envolverlo todo.Al cabo de un cuarto de hora

Hallward dejó de pintar, miró durante unbuen rato a Dorian Gray, y luego duranteotro buen rato al cuadro mientras mordíael extremo de uno de sus grandespinceles y fruncía el ceño.

—Está terminado —exclamó por fin;agachándose, firmó con grandes trazosrojos en la esquina izquierda del lienzo.

Lord Henry se acercó a examinar elretrato. Era, sin duda, una espléndidaobra de arte, y el parecido era excelente.

—Mi querido amigo —dijo—, tefelicito de todo corazón. Es el mejorretrato de nuestra época. Señor Gray,

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venga a comprobarlo usted mismo.El muchacho se sobresaltó, como

despertando de un sueño.—¿Realmente acabado? —murmuró,

bajando del estrado.—Totalmente —dijo el pintor—. Y

hoy has posado mejor que nunca. Teestoy muy agradecido.

—Eso me lo debes enteramente a mí—intervino lord Henry—. ¿No es así,señor Gray?

Dorian, sin responder, avanzó conlentitud de espaldas al cuadro y luego sevolvió hacia él. Al verlo retrocedió, lasmejillas encendidas de placer por unmomento. Un brillo de alegría se le

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encendió en los ojos, como si sereconociese por vez primera.Permaneció inmóvil y maravillado,consciente apenas de que Hallwardhablaba con él y sin captar elsignificado de sus palabras. Laconciencia de su propia belleza lo asaltócomo una revelación. Era la primeravez. Los cumplidos de Basil Hallwardle habían parecido hasta entoncessimples exageraciones agradables,producto de la amistad. Los escuchaba,se reía con ellos y los olvidaba. Noinfluían sobre él. Luego se habíapresentado lord Henry Wotton con suextraño panegírico sobre la juventud, su

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terrible advertencia sobre su brevedad.Aquello le había conmovido y, ahora,mientras miraba fijamente la imagen desu belleza, con una claridad fulgurantecaptó toda la verdad. Sí, en un día nomuy lejano su rostro se arrugaría ymarchitaría, sus ojos perderían color ybrillo, la armonía de su figura sequebraría. Desaparecería el rojoescarlata de sus labios y el oro de suscabellos. La vida que había de formarleal alma le deformaría el cuerpo. Seconvertiría en un ser horrible, odioso,grotesco. Al pensar en ello, un dolormuy agudo lo atravesó como un cuchillo,e hizo que se estremecieran todas las

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fibras de su ser. El azul de sus ojos seoscureció con un velo de lágrimas.Sintió que una mano de hielo se le habíaposado sobre el corazón.

—¿No te gusta? —exclamófinalmente Hallward, un tanto dolido porel silencio del muchacho, sin entender susignificado.

—Claro que le gusta —dijo lordHenry—. ¿A quién podría no gustarle?Es una de las grandes obras del artemoderno. Te daré por él lo que quieraspedirme. Debe ser mío.

—No soy yo su dueño, Harry.—¿Quién es el propietario?—Dorian, por supuesto —respondió

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el pintor.—Es muy afortunado.—¡Qué triste resulta! —murmuró

Dorian Gray, los ojos todavía fijos en elretrato—. Me haré viejo, horrible,espantoso. Pero este cuadro siempreserá joven. Nunca dejará atrás este díade junio… ¡Si fuese al revés! ¡Si yo meconservase siempre joven y el retratoenvejeciera! Daría…, ¡daría cualquiercosa por eso! ¡Daría el alma!

—No creo que te gustara mucho esasolución, Basil —exclamó lord Henry,riendo—. Sería bastante inclemente contu obra.

—Me opondría con la mayor energía

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posible, Harry —dijo Hallward.Dorian Gray se volvió para mirarlo.—Estoy seguro de que lo harías. Tu

arte te importa más que los amigos. Parati no soy más que una figurilla debronce. Ni siquiera eso, me atrevería adecir.

El pintor se lo quedó mirando,asombrado. Dorian no hablaba nuncaasí. ¿Qué había sucedido? Parecía muyenfadado. Tenía el rostro encendido y leardían las mejillas.

—Sí —continuó el joven—: para tisoy menos que tu Hermes de marfil o tufauno de plata. Ésos te gustarán siempre.¿Hasta cuándo te gustaré yo? Hasta que

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me salga la primera arruga. Ahora ya séque cuando se pierde la belleza, muchao poca, se pierde todo. Tu cuadro me loha enseñado. Lord Henry Wotton tienerazón. La juventud es lo único quemerece la pena. Cuando descubra queenvejezco, me mataré.

Hallward palideció y le tomó lamano.

—¡Dorian! ¡Dorian! —exclamó—,no hables así. Nunca he tenido un amigocomo tú, ni tendré nunca otro. No medigas que sientes celos de las cosasmateriales. ¡Tú estás por encima detodas ellas!

—Tengo celos de todo aquello cuya

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belleza no muere. Tengo celos de miretrato. ¿Por qué ha de conservar lo queyo voy a perder? Cada momento quepasa me quita algo para dárselo a él.¡Ah, si fuese al revés! ¡Si el cuadropudiera cambiar y ser yo siempre comoahora! ¿Para qué lo has pintado? Seburlará de mí algún día, ¡se burlarádespiadadamente!

Los ojos se le llenaron de lágrimasardientes; retiró bruscamente la mano y,arrojándose sobre el diván, enterró elrostro entre los cojines, como siestuviera rezando.

—Esto es obra tuya, Harry —dijo elpintor con amargura.

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Lord Henry se encogió de hombros.—Es el verdadero Dorian Gray, eso

es todo.—No lo es.—Si no lo es, ¿qué tengo yo que ver

con eso?—Deberías haberte marchado

cuando te lo pedí —murmuró.—Me quedé cuando me lo pediste

—fue la respuesta de lord Henry.—Harry, no me puedo pelear al

mismo tiempo con mis dos mejoresamigos, pero entre los dos me habéishecho odiar la más perfecta de misobras, y voy a destruirla. ¿Qué es,después de todo, excepto lienzo y color?

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No voy a permitir que un retrato seinterponga entre nosotros.

Dorian Gray alzó la rubia cabeza delcojín y, con el rostro pálido y los ojosenrojecidos por las lágrimas lo miró,mientras Hallward se dirigía hacia lamesa de madera situada bajo la altaventana con cortinas. ¿Qué había ido ahacer allí? Los dedos se perdían entre elrevoltijo de tubos de estaño y pincelessecos, buscando algo. Sí, el largocuchillo apaletado, con su delgada hojade acero flexible. Una vez encontrado,se disponía a rasgar la tela. Ahogandoun gemido, el muchacho saltó del divány, corriendo hacia Hallward, le arrancó

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el cuchillo de la mano, arrojándolo alotro extremo del estudio.

—¡No, Basil, no lo hagas! —exclamó—. ¡Sería un asesinato!

—Me alegro de que por fin apreciesmi obra, Dorian —dijo fríamente elpintor, una vez recuperado de lasorpresa—. Había perdido la esperanza.

—¿Apreciarla? Me fascina. Es partede mí mismo. Lo noto.

—Bien; tan pronto como estés seco,serás barnizado y enmarcado y enviadoa tu casa. Una vez allí, podrás hacercontigo lo que quieras —cruzando laestancia tocó la campanilla para pedir té—. ¿Tomarás té, como es lógico,

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Dorian? ¿Y tú también, Harry? ¿O estásen contra de placeres tan sencillos?

—Adoro los placeres sencillos —dijo lord Henry—. Son el último refugiode las almas complicadas. Pero no megustan las escenas, excepto en el teatro.¡Qué personas tan absurdas sois los dos!Me pregunto quién definió al hombrecomo animal racional. Fue la definiciónmás prematura que se ha dado nunca. Elhombre es muchas cosas, pero noracional. Y me alegro de ello después detodo: aunque me gustaría que no ospelearais por el cuadro. Será muchomejor que me lo des a mí, Basil. Estepobre chico no lo quiere en realidad, y

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yo en cambio sí.—¡Si se lo das a otra persona, no te

lo perdonaré nunca! —exclamó DorianGray—; y no permito que nadie mellame pobre chico.

—Ya sabes que el cuadro es tuyo,Dorian. Te lo di antes de que existiera.

—Y también sabe usted, señor Gray,que se ha dejado llevar por lossentimientos y que en realidad no leparece mal que se le recuerde cuánjoven es.

—Me hubiera parecido francamentemal esta mañana, lord Henry.

—¡Ah, esta mañana! Ha vivido ustedmucho desde entonces.

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Se oyó llamar a la puerta, entró elmayordomo con la bandeja del té y lacolocó sobre una mesita japonesa. Seoyó un tintineo de tazas y platillos y elsilbido de una tetera georgiana. Entró unpaje llevando dos fuentes con forma deglobo. Dorian Gray se acercó a la mesay sirvió el té. Los otros dos se acercaronlánguidamente y examinaron lo quehabía bajo las tapaderas.

—Vayamos esta noche al teatro —propuso lord Henry—. Habrá algo quever en algún sitio. He quedado paracenar en White's, pero sólo se trata deun viejo amigo, de manera que le puedomandar un telegrama diciendo que estoy

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enfermo o que no puedo ir en razón deun compromiso ulterior. Creo que seríauna excusa bastante simpática, ya quecontaría con la sorpresa de lasinceridad.

—¡Es tan aburrido ponerse deetiqueta! —murmuró Hallward—. Y,cuando ya lo has hecho, ¡se tiene unaspecto tan horroroso!

—Sí —respondió lord Henrydistraídamente—, la ropa del siglo XIXes detestable. Tan sombría, tandeprimente. El pecado es el únicoelemento de color que queda en la vidamoderna.

—No deberías decir cosas como ésa

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delante de Dorian, Harry.—¿Delante de qué Dorian? ¿El que

nos está sirviendo el té o el del cuadro?—De ninguno de los dos.—Me gustaría ir al teatro con usted,

lord Henry —dijo el muchacho.—Venga, entonces; y tú también,

Basil.—La verdad es que no puedo. Será

mejor que no. Tengo muchísimo trabajo.—Bien; en ese caso, iremos usted y

yo, señor Gray.—Encantado.El pintor se mordió el labio y, con la

taza en la mano, se acercó al cuadro.—Me quedaré con el verdadero

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Dorian —dijo tristemente.—¿Es ése el verdadero Dorian? —

exclamó el original del retrato,acercándose a Hallward—. ¿Soyrealmente así?

—Sí; exactamente así.—¡Maravilloso, Basil!—Tienes al menos el mismo

aspecto. Pero él no cambiará —suspiróHallward—. Eso es algo.

—¡Qué obsesión tienen las personascon la fidelidad! —exclamó lord Henry—. Incluso el amor es simplemente unacuestión de fisiología. No tiene nada quever con la voluntad. Los jóvenes quierenser fieles y no lo son; los viejos quieren

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ser infieles y no pueden: eso es todo loque cabe decir.

—No vayas esta noche al teatro,Dorian —dijo Hallward—. Quédate acenar conmigo.

—No puedo, Basil.—¿Por qué no?—Porque he prometido a lord Henry

Wotton ir con él.—No mejorará su opinión de ti

porque cumplas tus promesas. Élsiempre falta a las suyas. Te ruego queno vayas.

Dorian Gray rió y negó con lacabeza.

—Te lo suplico.

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El muchacho vaciló y miró hacialord Henry, que los contemplaba desdela mesita del té con una sonrisadivertida.

—Tengo que ir, Basil —respondió eljoven.

—Muy bien —dijo Hallward; y,alejándose, depositó su taza en labandeja—. Es bastante tarde y, dado quetienes que vestirte, será mejor que nopierdas más tiempo. Hasta la vista,Harry. Hasta la vista, Dorian. Ven prontoa verme. Mañana.

—Desde luego.—¿No lo olvidarás?—¡No, claro que no! —exclamó

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Dorian.—Y…, ¡Harry!—¿Sí, Basil?—Recuerda lo que te pedí cuando

estábamos esta mañana en el jardín.—Lo he olvidado.—Confío en ti.—Quisiera poder confiar yo mismo

—dijo lord Henry, riendo—. Vamos,señor Gray, mi coche está ahí fuera, lepuedo dejar en su casa. Hasta la vista,Basil. Ha sido una tarde interesantísima.

Cuando la puerta se cerró tras ellosel pintor se dejó caer en un sofá yapareció en su rostro una expresión desufrimiento.

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C A P Í T U L O 3

A las doce y media del día siguientelord Henry Wotton fue paseando desdeCurzon Street hasta el Albany paravisitar a su tío, lord Fermor, un viejosolterón, cordial pero un tanto brusco, aquien en general se tachaba de egoístaporque el mundo no obtenía de élbeneficio alguno, pero al que la buenasociedad consideraba generoso porquedaba de comer a la gente que le divertía.Su padre había sido embajador en

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Madrid cuando Isabel II era joven ynadie había pensado aún en el generalPrim, pero abandonó la carreradiplomática caprichosamente por eldespecho que sintió al ver que no leofrecían la embajada de París, puesto alque creía tener pleno derecho en razónde su nacimiento, de su indolencia, delexcelente inglés de sus despachos y desu desmesurada pasión por los placeres.El hijo, que había sido secretario de supadre, y que presentó también ladimisión, gesto que por entonces seconsideró un tanto descabellado,sucedió a su padre en el título unosmeses después, y se consagró a cultivar

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con seriedad el gran arte aristocráticode no hacer absolutamente nada. Aunqueposeía dos grandes casas en Londres,prefería vivir en habitacionesalquiladas, que le causaban menosmolestias, y hacía en su club la mayoríade las comidas. Se preocupaba algo dela gestión de sus minas de carbón en lasMidlands, y se excusaba de aquelcontacto con la industria alegando queposeer minas de carbón otorgaba a uncaballero el privilegio de quemar leñaen el hogar de su propia chimenea. Enpolítica era conservador, exceptocuando los conservadores gobernaban,periodo en el que los insultaba

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sistemáticamente, acusándolos de seruna pandilla de radicales. Era un héroepara su ayuda de cámara, que lotiranizaba, y un personaje aterrador parala mayoría de sus parientes, a quienesél, a su vez, tiranizaba. Era una personaque sólo podía haber nacido enInglaterra, y siempre afirmaba que elpaís iba a la ruina. Sus principiosestaban anticuados, pero se podía decirmucho en favor de sus prejuicios.

Cuando lord Henry entró en lahabitación de su tío lo encontró vestidocon una tosca chaqueta de caza, fumandoun cigarro habano y refunfuñandomientras leía The Times.

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—Vaya, Harry —dijo el ancianocaballero—, ¿qué te ha hecho salir tanpronto de casa? Creía que los dandis nose levantaban hasta las dos y que noaparecían en público hasta las cinco.

—Puro afecto familiar, tío George,te lo aseguro. Quiero pedirte algo.

—Dinero, imagino —respondió lordFermor, torciendo el gesto—. Bueno;siéntate y cuéntamelo todo. En estostiempos que corren los jóvenes seimaginan que el dinero lo es todo.

—Sí —murmuró lord Henry,colocándose mejor la flor que llevabaen el ojal de la chaqueta—; y cuando sehacen viejos no se lo imaginan: lo

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saben. Pero no quiero dinero. Sólo laspersonas que pagan sus facturasnecesitan dinero, tío George, y yo nuncapago las mías. El crédito es el capital deun segundón, y se vive agradablementecon él. Además, siempre me trato conlos proveedores de Dartmoor y, enconsecuencia, nunca me molestan. Loque quiero es información: noinformación útil, por supuesto;información perfectamente inútil.

—Te puedo contar todo lo quecontiene cualquier informe oficial,aunque quienes los redactan hoy en díaescriben muchas tonterías. Cuando yoestaba en el cuerpo diplomático las

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cosas iban mucho mejor. Pero, segúntengo entendido, ahora les hacen unexamen de ingreso. ¿Hay que extrañarsedel resultado? Los exámenes, señor mío,son pura mentira de principio a fin. Siuna persona es un caballero, sabe másque suficiente, y si no lo es, todo lo quesepa es malo para él.

—El señor Dorian Gray no tienenada que ver con el mundo de losinformes oficiales, tío George —dijolord Henry lánguidamente.

—¿El señor Dorian Gray? ¿Quiénes? —preguntó lord Fermor, frunciendoel espeso entrecejo cano.

—Eso es lo que he venido a

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averiguar, tío George. Debo decir, másbien, que sé quién es. Es el nieto delúltimo lord Kelso. Su madre era unaDevereux, lady Margaret Devereux.Quiero que me hables de su madre.¿Cómo era? ¿Con quién se casó?Trataste prácticamente a todo el mundoen tu época, de manera que quizá lahayas conocido. En el momento actualme interesa mucho el señor Gray.Acaban de presentármelo.

—¡Nieto de Kelso! —repitió elanciano caballero—. El nieto deKelso… Claro… Conocí muy bien a sumadre. Creo que asistí a su bautizo. Erauna joven extraordinariamente hermosa,

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Margaret Devereux, y volvió loco a todoel mundo escapándose con un joven queno tenía un céntimo, un don nadie, señormío, un suboficial de infantería o algopor el estilo. Ya lo creo. Lo recuerdotodo como si hubiera sucedido ayer. Alpobre infeliz lo mataron en un duelo enSpa pocos meses después de la boda.Una historia muy fea. Dijeron que Kelsose agenció un aventurero sin escrúpulos,un animal belga, para que insultara enpúblico a su yerno; le pagó, señor mío,para que lo hiciera; le pagó y luegoaquel individuo ensartó al suboficialcomo si fuera un pichón. Echaron tierrasobre el asunto, pero, cielo santo, Kelso

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comió solo en el club durante ciertotiempo después de aquello. Recogió a suhija, según me contaron, pero la chicanunca volvió a dirigirle la palabra. Sí,sí, un asunto muy feo. Margaret tambiénse murió, en menos de un año. Demanera que dejó un hijo, ¿no es eso? Lohabía olvidado. ¿Cómo es el chico? Sies como su madre debe de ser bienparecido.

—Es bien parecido —asintió lordHenry.

—Espero que caiga en buenas manos—prosiguió el anciano—. Heredará unmontón de dinero si Kelso se ha portadobien con él. Su madre también tenía

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dinero. Le correspondieron todas laspropiedades de Selby, a través de suabuelo. Su abuelo odiaba a Kelso, loconsideraba un tacaño de muchocuidado. Y no se equivocaba. Fue aMadrid en una ocasión cuando yo estabaallí. Cielo santo, logró que meavergonzase de él. La reina mepreguntaba quién era el noble inglés quesiempre se peleaba con los cocheros porel precio de las carreras. Menudahistoria. Pasé un mes sin aparecer por laCorte. Confío en que tratara a su nietomejor que a los cocheros de alquiler.

—No lo sé —respondió lord Henry—. Imagino que al chico no le faltará de

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nada. Todavía no es mayor de edad. Séque Selby es suyo: lo sé porque me lo hadicho él. Y…, ¿su madre, entonces, eramuy hermosa?

—Margaret Devereux era una de lascriaturas más encantadoras que he vistonunca, Harry. Qué la impulsó acomportarse como lo hizo es algo quenunca entenderé. Podría haberse casadocon quien hubiera querido. Carlingtonestaba loco por ella. Pero era unaromántica. Todas las mujeres de esafamilia lo han sido. Los hombres novalían nada, pero, cielo santo, lasmujeres eran maravillosas. Carlington sedeclaró de rodillas. Me lo dijo él

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mismo. Margaret Devereux se rió de él,y no había por entonces una chica enLondres que no quisiera pescarlo. Y, porcierto, Harry, hablando de matrimoniosestúpidos, ¿qué es esa patraña que mecuenta tu padre de que Dartmoor sequiere casar con una americana? ¿Es quelas chicas inglesas no son lo bastantebuenas para él?

—Ahora está bastante de modacasarse con americanas, tío George.

—Yo apoyo a las mujeres inglesascontra el mundo entero, Harry —dijolord Fermor, golpeando la mesa con elpuño.

—Todo el mundo apuesta por las

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americanas.—No duran, según me han dicho —

murmuró su tío—. Las carreras de fondolas agotan, pero son inigualables en lasde obstáculos. Lo saltan todo sinpestañear. No creo que Dartmoor tengala menor posibilidad.

—¿Quiénes son sus padres? —gruñóel anciano—. ¿Acaso los tiene?

Lord Henry negó con la cabeza.—Las jóvenes americanas son tan

inteligentes para esconder a sus padrescomo las mujeres inglesas para ocultarsu pasado —dijo lord Henry,levantándose para marcharse.

—Serán chacineros, supongo.

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—Eso espero, tío George, por elbien de Dartmoor. Me dicen que lachacinería es una de las profesiones máslucrativas de los Estados Unidos,después de la política.

—¿Es bonita esa muchacha?—Se comporta como si fuese

hermosa. La mayoría de las americanaslo hacen. Es el secreto de su encanto.

—¿Por qué no se quedan en su país?Siempre nos están diciendo que es elparaíso de las mujeres.

—Lo es. Ésa es la razón de que,como Eva, estén tan excesivamenteansiosas de abandonarlo —dijo lordHenry—. Adiós, tío George. Gracias

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por darme la información que quería.Me gusta saberlo todo sobre mis nuevosamigos y nada sobre los viejos.

—¿Dónde almuerzas hoy, Harry?—En casa de tía Agatha. He hecho

que me invite, junto con el señor Gray,que es su último protégé.

—¡Umm! Dile a tu tía Agatha, Harry,que no me moleste más con susempresas caritativas. Estoy harto.Caramba, la buena mujer cree que notengo nada mejor que hacer que escribircheques para sus estúpidas ocurrencias.

—De acuerdo, tío George, se lodiré, pero no tendrá ningún efecto. Laspersonas filantrópicas pierden toda

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noción de humanidad. Se las reconocepor eso.

El anciano caballero gruñóaprobadoramente y llamó para queentrara su criado.

Lord Henry atravesó unos soportalesde poca altura para llegar a BurlingtonStreet, y dirigió sus pasos en dirección ala plaza de Berkeley.

Aquélla era, por tanto, la historiafamiliar de Dorian Gray. Pese a loesquemático del relato, le habíaimpresionado porque hacía pensar enuna historia de amor extraña, casimoderna. Una mujer hermosa que searriesga a todo por una loca pasión.

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Unas pocas semanas de felicidad sinlímite truncadas por un crimen odioso,por una traición. Meses de silenciosossufrimientos, y luego un hijo nacido enel dolor. La madre arrebatada por lamuerte, el niño abandonado a la soledady a la tiranía de un anciano sin corazón.Sí; unos antecedentes interesantes, quesituaban al muchacho, que le añadíanuna nueva perfección, por así decirlo.Detrás de todas las cosas exquisitas hayalgo trágico. Para que florezca la máshumilde de las flores se necesita elesfuerzo de mundos… Y, ¡quéencantador había estado durante la cenala noche anterior, cuando, la sorpresa en

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los ojos y los labios entreabiertos por elplacer y el temor, se había sentado frentea él en el club, las pantallas rojas de laslámparas avivando el rubor despertadoen su rostro por el asombro! Hablar conél era como tocar el más delicado de losviolines. Dorian respondía a cada toquey vibración del arco… Había algoterriblemente cautivador en influir sobrealguien. No existía otra actividadparecida. Proyectar el alma sobre unaforma agradable, detenerse un momento;emitir las propias ideas para que lasdevuelva un eco, acompañadas por lamúsica de una pasión juvenil; transmitira otro la propia sensibilidad como si se

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tratase de un fluido sutil o de un extrañoperfume; allí estaba la fuente de unaalegría verdadera, tal vez la mássatisfactoria que todavía nos permite unaépoca tan mezquina y tan vulgar como lanuestra, una época zafiamente carnal ensus placeres y enormemente vulgar ensus metas… Aquel muchacho a quienpor una extraña casualidad habíaconocido en el estudio de Basilencarnaba además un modelomaravilloso o, al menos, se le podíaconvertir en un ser maravilloso. Suyoera el encanto, y la pureza inmaculadade la adolescencia, junto a una bellezaque sólo los antiguos mármoles griegos

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conservan para nosotros. No había nadaque no se pudiera hacer con él. Se lepodía convertir en un titán o en unjuguete. ¡Qué lástima que semejantebelleza estuviera destinada amarchitarse!… ¿Y Basil? Desde unpunto de vista psicológico, ¡quéinteresante era! Un nuevo estiloartístico, un modo nuevo de ver la vida,todo ello sugerido de manera tan extrañapor la simple presencia de alguien queera todo eso de manera inconsciente; elespíritu silencioso que mora en bosquessombríos y camina sin ser visto porcampos abiertos, mostrándose, derepente, como una dríade, y sin temor,

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porque en el alma que la busca se hadespertado ya esa singular capacidad ala que corresponde la revelación de lascosas maravillosas; las simples formas,los simples contornos de las cosas quese estilizaban, por así decirlo,adquiriendo algo semejante a un valorsimbólico, como si fuesen a su vez elesbozo de otra forma más perfecta, acuya sombra dotaban de realidad: ¡quéextraño era todo! Recordaba algoparecido en la historia del pensamiento.¿No fue Platón, aquel artista de lasideas, quien lo había analizado por vezprimera? ¿No había sido Buonarottiquien lo esculpió en el mármol

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multicolor de una sucesión de sonetos?Pero en nuestro siglo era extraño… Sí;trataría de ser para Dorian Gray lo queél, sin saberlo, había sido para el autorde aquel retrato maravilloso. Trataría dedominarlo; en realidad ya lo había hechoa medias. Haría suyo aquel espíritumaravilloso. Había algo fascinante enaquel hijo del Amor y de la Muerte.

De repente, lord Henry se detuvo ycontempló las casas que lo rodeaban. Sedio cuenta de que había dejado atrás lade su tía y, sonriendo, volvió sobre suspasos. Cuando entró en el vestíbulo, untanto sombrío, el mayordomo le hizosaber que los comensales ya se habían

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sentado a la mesa. Entregó el sombreroy el bastón a uno de los lacayos y pasóal comedor.

—Tarde como de costumbre —exclamó su tía, reprendiéndolo con unmovimiento de cabeza.

Lord Henry inventó una excusa banaly, después de acomodarse en el sitiovacío al lado de lady Agatha, miró a sualrededor para ver a los invitados.Dorian Gray le hizo una tímidainclinación de cabeza desde el extremode la mesa, apareciendo en sus mejillasun rubor de satisfacción. Frente a éltenía a la duquesa de Harley, una damacon un carácter y un valor admirables,

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muy querida por todos los que laconocían, y con las ampliasproporciones arquitectónicas a las quelos historiadores contemporáneos,cuando no se trata de duquesas, dan elnombre de corpulencia. A su derechaestaba sentado sir Thomas Burdon,miembro radical del Parlamento, queseguía a su líder en la vida pública y alos mejores cocineros en la privada,cenando con los conservadores ypensando con los liberales, según unaregla tan prudente como bien conocida.El asiento a la izquierda de la duquesaestaba ocupado por el señor Erskine deTreadley, anciano caballero de

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considerable encanto y cultura, quehabía caído sin embargo en la malacostumbre de guardar silencio, puestoque, como explicó en una ocasión a ladyAgatha, todo lo que tenía que decir lohabía dicho antes de cumplir los treinta.A la izquierda de lord Henry se sentabala señora Vandeleur, una de las amigasmás antiguas de su tía, santa entre lasmujeres, pero tan terriblemente pocoatractiva que hacía pensar en unhimnario mal encuadernado.Afortunadamente para él, la señoraVandeleur tenía a su otro lado a lordFaudel —una mediocridad muyinteligente, de más de cuarenta años y

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calva tan rotunda como una declaraciónministerial en la Cámara de losComunes—, con quien conversaba deesa manera tan intensamente seria que esel único error imperdonable, como élmismo había señalado en una ocasión,en el que caen todas las personasrealmente buenas y del que ninguna deellas escapa por completo.

—Estamos hablando del pobreDartmoor, lord Henry —exclamó laduquesa, haciéndole, desde el otro ladode la mesa, un gesto amistoso con lacabeza—. ¿Cree usted que se casarárealmente con esa joven tan fascinante?

—Creo que la joven está decidida a

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pedir su mano, duquesa.—¡Qué espanto! —exclamó lady

Agatha—. Alguien debería tomar cartasen el asunto.

—Me han informado, de muy buenatinta, que su padre tiene un almacén deáridos —dijo sir Thomas Burdon conaire desdeñoso.

—Mi tío ha sugerido y a que se tratade chacinería, sir Thomas.

—¡Áridos! ¿Qué mercancías sonésas? —preguntó la duquesa, alzandosus grandes manos en gesto de asombroy acentuando mucho el verbo.

—Novelas americanas —respondiólord Henry, mientras se servía una

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codorniz.La duquesa pareció desconcertada.—No le haga caso, querida —

susurró lady Agatha—. Mi sobrinonunca habla en serio.

—Cuando se descubrió América…—intervino el miembro radical de laCámara de los Comunes, procediendo aenumerar algunos datos aburridísimos.Como todas las personas que tratan deagotar un tema, logró agotar a susoyentes. La duquesa suspiró e hizo usode su posición privilegiada parainterrumpir.

—¡Ojalá nunca la hubierandescubierto! —exclamó—. A decir

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verdad, nuestras jóvenes no tienen ahorala menor oportunidad. Es una graninjusticia.

—Quizá, después de todo, Américanunca haya sido descubierta —dijo elseñor Erskine—; yo diría más bien quefue meramente detectada.

—Sí, sí, pero yo he vistoespecímenes de sus habitantes —respondió vagamente la duquesa—. Hede confesar que la mayoría de lasmujeres son extraordinariamentebonitas. Y además visten bien. Comprantoda la ropa en París. Me gustaría poderpermitírmelo.

—Dicen que cuando mueren, los

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americanos buenos van a París —rióentre dientes sir Thomas, que tenía ungran armario de frases ingeniosas yadesechadas.

—¿De verdad? Y, ¿adónde van losmalos? —quiso saber la duquesa.

—Van a los Estados Unidos —murmuró lord Henry.

Sir Thomas frunció el ceño.—Me temo que su sobrino tiene

prejuicios contra ese gran país —le dijoa lady Agatha—. He viajado por todo elterritorio, en coches suministrados porlos directores, que son, en esascuestiones, extraordinariamentehospitalarios. Le aseguro que es muy

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instructivo visitarlos Estados Unidos.—¿De verdad tenemos que ver

Chicago para estar bien educados? —preguntó el señor Erskinequejumbrosamente—. No me sientocapaz de emprender ese viaje.

Sir Thomas agitó la mano.—El señor Erskine de Treadley

tiene el mundo en las estanterías de subiblioteca. A nosotros, los hombresprácticos, nos gusta ver las cosas, noleer su descripción. Los americanos sonun pueblo muy interesante. Y totalmenterazonable. Creo que es la característicaque los distingue. Sí, señor Erskine, unpueblo totalmente razonable. Le aseguro

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que los americanos no se andan por lasramas.

—¡Terrible! —exclamó lord Henry—. No me gusta la fuerza bruta, pero larazón bruta es totalmente insoportable.No está bien utilizarla. Es como golpearpor debajo del intelecto.

—No le entiendo —dijo sir Thomas,enrojeciendo considerablemente.

—Yo sí, lord Henry —murmuró elseñor Erskine con una sonrisa.

—Las paradojas están muy bien a sumanera… —intervino el baronet.

—¿Era eso una paradoja? —preguntó el señor Erskine—. No me loha parecido. Quizá lo fuera. Bien, el

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camino de las paradojas es el camino dela verdad. Para poner a prueba larealidad, hemos de verla en la cuerdafloja. Cuando las verdades se hacenacróbatas podemos juzgarlas.

—¡Dios del cielo! —dijo ladyAgatha—, ¡cómo discuten ustedes loshombres! Estoy segura de que nuncasabré de qué están hablando. Por cierto,Harry, estoy muy enfadada contigo. ¿Porqué tratas de convencer a nuestro DorianGray, una persona tan encantadora, paraque renuncie al East End? Te aseguroque sería inapreciable. A nuestroshabituales les hubiera encantado oírletocar.

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—Quiero que toque para mí —exclamó lord Henry sonriendo. Cuandomiró hacia el extremo de la mesa captócomo respuesta un brillo en la mirada deDorian.

—Pero en Whitechapel la gente esmuy desgraciada —protestó ladyAgatha.

—Soy capaz de simpatizar concualquier cosa menos con el sufrimiento—dijo lord Henry, encogiéndose dehombros—. Hasta eso no llego. Esdemasiado feo, demasiado horrible,demasiado angustioso. Hay algoterriblemente morboso en la simpatía denuestra época por el dolor. Debemos

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interesarnos por los colores, por labelleza, por la alegría de vivir. Cuantomenos se hable de las miserias de lavida, tanto mejor.

—De todos modos, el East End es unproblema muy importante —señaló sirThomas, con un grave movimiento decabeza.

—Muy cierto —respondió el jovenlord—. Es el problema de la esclavitud,y tratamos de resolverlo divirtiendo alos esclavos.

El político le miró con muchointerés.

—¿Qué cambio propone usted, enese caso? —preguntó. Lord Henry se

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echó a reír.—No deseo cambiar nada en

Inglaterra, a excepción del clima —respondió—. Me basta y me sobra conla contemplación filosófica. Pero comoel siglo XIX se ha arruinado por unexcesivo gasto de simpatía, sugiero quese acuda a la ciencia para solucionarlo.La ventaja de las emociones es que nosllevan por el mal camino, y la ventaja dela ciencia es que excluye la emoción.

—Pero tenemos gravísimasresponsabilidades —aventurótímidamente la señora Uandeleur.

—Sumamente graves —se hizo ecolady Agatha.

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Lord Henry miró con detenimiento alseñor Erskine.

—La humanidad se toma demasiadoen serio. Es el pecado original delmundo. Si los cavernícolas hubieransabido reír, la historia habría sidodistinta.

—No sabe cuánto me consuela oírle—gorjeó la duquesa—. Siempre mesiento muy culpable cuando vengo a vera su querida tía, porque no me interesoen absoluto por el East End. En el futuropodré mirarla a la cara sin sonrojarme.

—Sonrojarse es muy favorecedor,duquesa —señaló lord Henry.

—Sólo cuando se es joven —

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respondió ella—. Cuando una ancianacomo yo se sonroja, es muy mala señal.¡Ah, me gustaría que me dijera ustedcómo volver a ser joven!

Lord Henry meditó unos instantes.—¿Recuerda usted algún gran error

que cometiera en sus primeros tiempos,duquesa? —preguntó mirándola desde elotro lado de la mesa.

—Muchos, por desgracia —exclamóella.

—Pues vuelva a cometerlos —dijoél con gravedad—. Para recuperar lajuventud, basta con repetir las mismaslocuras.

—¡Deliciosa teoría! —exclamó ella

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—. He de ponerla en práctica.—¡Una teoría peligrosa! —dijo sir

Thomas, la boca tensa. Lady Agathamovió desaprobadoramente la cabeza,pero la idea le pareció de todos modosdivertida. El señor Erskine escuchaba.

—Sí —continuó el joven lord—; setrata de uno de los grandes secretos dela vida. En la actualidad la mayoría dela gente muere de una indigestión desentido común y descubre cuando ya esdemasiado tarde que lo único que nuncalamentamos son nuestros errores.

Se oyeron risas en torno a la mesa.Lord Henry jugó con la idea,

animándose cada vez más; la lanzó al

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aire y la transformó; la dejó escapar yvolvió a capturarla; la adornó con todoslos fuegos de la fantasía y le dio alascon la paradoja. El elogio de la locura,mientras lord Henry proseguía, se elevóhasta las alturas de la filosofía, y lafilosofía misma se hizo joven y,contagiada por la música desenfrenadadel placer, vestida, cabría imaginar, consu túnica manchada de vino y unaguirnalda de hiedra, danzó como unabacante sobre las colinas de la vida y seburló del plácido Sileno por susobriedad. Los hechos huyeron ante ellacomo asustados animalitos del bosque.Sus pies alabastrinos pisaron el enorme

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lagar donde sienta sus reales el sabioOmar, hasta que el zumo rosado de lavid se elevó en torno a sus extremidadesdesnudas en oleadas de burbujasmoradas, o se deslizó en espuma por lasnegras paredes inclinadas de la cuba.Fue una extraordinaria improvisación.Lord Henry sentía fijos en él los ojos deDorian Gray, y saber que había entrequienes lo escuchaban alguien a quiendeseaba fascinar parecía dar mayoragudeza a su ingenio y prestar coloresmás vivos a su imaginación. Se mostróbrillante, fantástico, irresponsable.Encantó a sus oyentes haciendo que seolvidaran de sí mismos, y que siguieran,

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riendo, la melodía de su caramillo.Dorian Gray nunca apartó de él los ojos,y permaneció inmóvil como si estuvieraencantado, sucediéndose las sonrisassobre sus labios, mientras el asombro,en el fondo de sus ojos, adoptaba unapensativa gravedad.

Finalmente, cubierta con la librea dela época, la realidad entró en la estanciaen forma de lacayo para decir que a laduquesa la esperaba su coche. La nobleseñora se retorció las manos con fingidadesesperación.

—¡Qué fastidio! —exclamó—. Hede marcharme. Tengo que recoger a mimarido en el club para llevarlo a

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Willis's Rooms, donde debe presidir nosé qué absurda reunión. Si llego tarde seenfurecerá sin duda, y no puedoexponerme a una escena con estesombrero. Es demasiado frágil. Unapalabra dura acabaría con él. No, he deirme, mi querida Agatha. Hasta la vista,lord Henry, es usted absolutamentedelicioso y terriblementedesmoralizador. Desde luego, no sabríaqué decir sobre sus ideas. Tiene quevenir a cenar con nosotros una de estasnoches. ¿El martes? ¿Está usted libre elmartes?

—Por usted, duquesa, ¿de quién noprescindiría yo? —respondió lord

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Henry, con una inclinación de cabeza.—¡Ah! ¡Muy amable y muy cruel por

su parte! —exclamó la duquesa—; perono se olvide de venir —y abandonó lahabitación seguida por lady Agatha y lasotras damas. Cuando lord Henry se hubosentado de nuevo, el señor Erskine,dando la vuelta a la mesa, y colocándosea su lado, le puso una mano en el brazo.

—Usted habla mucho de libros —dijo—; ¿por qué no escribe uno?

—Me gusta demasiado leerlos paramolestarme en escribirlos, señorErskine. Desde luego, me gustaríaescribir una novela, una novela quefuese tan encantadora y tan irreal como

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una alfombra persa. Pero en Inglaterrano hay público más que para periódicos,libros de texto y enciclopedias. No hayen todo el mundo personas con menossentido de la belleza literaria que losingleses.

—Me temo que tiene usted razón —respondió el señor Erskine—. Yo mismotuve ambiciones literarias, pero lasabandoné hace mucho. Y ahora, mi joveny querido amigo, si me permite que le déese nombre, ¿le puedo preguntar simantiene usted todo lo que nos ha dichodurante el almuerzo?

—He olvidado por completo lo quehe dicho —sonrió lord Henry—. ¿Tan

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inmoral era?—Sumamente inmoral. De hecho le

considero extraordinariamentepeligroso, y si algo le sucede a nuestrabuena duquesa le tendremos porresponsable directo. Pero me gustaríahablar con usted sobre la vida. Lageneración de la que formo parte esfrancamente aburrida. Algún día, cuandose canse de Londres, venga a Treadley,expóngame su filosofía del placermientras degustamos un excelenteborgoña que tengo la fortuna de poseer.

—Me encantará. Una visita aTreadley será un gran privilegio. Cuentacon un perfecto anfitrión y una

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biblioteca igualmente perfecta.—Su presencia le añadirá un nuevo

encanto —respondió el ancianocaballero, con una cortés inclinación—.Y ahora tengo que despedirme de suexcelente tía. Me esperan en elAtheneum. Es la hora en que dormimosallí.

—¿Todos, señor Erskine?—Cuarenta, en cuarenta sillones.

Hacemos prácticas para una AcademiaInglesa de las Letras.

Lord Henry rió, poniéndose en pie.—Me voy al parque —exclamó.Al atravesar la puerta, Dorian Gray

le tocó en el brazo.

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—Permítame ir con usted —murmuró.

—Creía que le había prometido aBasil Hallward que iría usted a verlo —respondió lord Henry.

—Prefiero ir con usted; sí, sientoque debo ir con usted. Permítamelo. Yprometa hablarme todo el tiempo. Nadielo hace tan bien.

—¡Ah! Ya he hablado más quesuficiente por hoy —dijo lord Henry,sonriendo—. Todo lo que quiero ahoraes mirar la vida. Puede usted venir ymirarla conmigo, si lo tiene a bien.

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C A P Í T U L O 4

Cierta tarde, un mes después, DorianGray estaba recostado en un lujososillón, en la pequeña biblioteca de lacasa de lord Henry en Mayfair. Setrataba, en su estilo, de una habitaciónmuy agradable, con alto revestimientode madera de roble color oliva, friso decolor crema, techo de escayola yalfombra de fieltro color ladrillo, sobrela que se habían extendido otrasalfombras persas de seda, más

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pequeñas, con largos flecos. En unadiminuta mesa de madera de satín habíauna estatuilla obra de Clodion y, junto aella, un ejemplar de Les CentNouvelles,encuadernado para Margarita de Valoispor Clovis Eve y adornado con lasmargaritas que la reina había elegidocomo emblema. Algunos grandesjarrones de porcelana azul con tulipanesde colores abigarrados ocupaban larepisa de la chimenea y, a través de losemplomados rectángulos de cristal de laventana, se derramaba la luz de coloralbaricoque de un día de verano enLondres.

Lord Henry no había vuelto aún.

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Siempre se retrasaba por principio, yaque, en su opinión, la puntualidad es elladrón del tiempo. De manera que elmuchacho parecía bastante enfurruñadomientras con una mano distraída pasabalas páginas de una edición de ManonLescaut, suntuosamente ilustrada, quehabía encontrado en una de lasestanterías. El solemne y monótonotictac del reloj Luis XIV le molestaba.Una o dos veces pensó en marcharse.

Finalmente oyó pasos fuera y seabrió la puerta.

—¡Qué tarde llegas, Harry! —murmuró.

—Me temo que no se trata de Harry,

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señor Gray —respondió una voz muyaguda.

Dorian se volvió rápidamente,poniéndose en pie.

—Le ruego me disculpe. Creí…—Creyó usted que era mi marido.

Soy sólo su mujer. Permítame que mepresente. A usted lo conozco bien porsus fotografías. Me parece que mimarido tiene diecisiete.

—No, lady Wotton, ¡no diecisiete!—Dieciocho, entonces. Y los vi

juntos la otra noche en la ópera —riócon nerviosismo mientras hablaba,contemplándolo con sus ojos azules, unpoco vagos, de nomeolvides. Era una

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mujer curiosa, cuyos vestidos siempredaban la impresión de haber sidodiseñados en la cólera y utilizados en latempestad. De ordinario estabaenamorada de alguien y, como su pasiónnunca era correspondida, habíaconservado todas sus ilusiones. Tratabade conseguir una apariencia pintoresca,pero sólo conseguía dar sensación dedesaseo. Se llamaba Victoria y tenía lamanía perseverante de ir a la iglesia.

—Se trataba de Lohengrin, si norecuerdo mal.

—Sí, era mi querido Lohengrin. Lamúsica de Wagner me gusta más queninguna otra. Es tan ruidosa que se

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puede hablar todo el tiempo sin queotras personas oigan lo que se dice. Esoes una gran ventaja, ¿no le parece, señorGray?

La misma risa, nerviosa yentrecortada, se escapó de los delgadoslabios, y sus dedos empezaron a jugarcon un abrecartas de carey.

Dorian sonrió y negó con la cabeza.—Me temo que no estoy de acuerdo,

lady Wotton. Nunca hablo cuando suenala música; al menos, si se trata de buenamúsica. Si la música es mala, es nuestrodeber ahogarla con la conversación.

—¡Ah! Ésa es una de las ideas deHarry, ¿no es así, señor Gray? Siempre

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oigo las ideas de Harry de labios de susamigos. Es así como me entero de queexisten. Pero no debe usted pensar queno me gusta la buena música. La adoro,pero me da miedo. Me pone demasiadoromántica. Sencillamente, venero a lospianistas; dos a la vez, en algunasocasiones, me dice Harry. No sé qué eslo que tienen. Quizá el ser extranjeros.Todos lo son, ¿no es cierto? Incluso losque han nacido en Inglaterra seconvierten en extranjeros con el tiempo,¿no le parece? ¡Qué habilidad la suya! Ypara el arte, ¡qué excelente cumplido! Lahace sumamente cosmopolita, ¿verdad?¿No ha estado usted nunca en alguna de

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mis fiestas, señor Gray? Tiene que venir.No puedo permitirme orquídeas, pero noreparo en gastos con extranjeros. ¡Hacenque la casa parezca tan pintoresca! ¡Peroaquí está Harry! Harry, vine buscándotepara preguntarte algo, no recuerdo qué, yencontré al señor Gray. Hemos tenidouna conversación muy agradable sobremúsica. Tenemos exactamente lasmismas ideas. No; creo que nuestrasideas son completamente distintas. Peroha sido la simpatía personificada. Y mealegro mucho de haberlo conocido.

—Espléndido, amor mío, espléndido—dijo lord Henry, alzando la doblemedia luna oscura de las cejas y

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contemplando a ambos con una sonrisadivertida.

—Siento llegar tarde, Dorian. Fui enbusca de una pieza de brocado antiguoen Wardour Street, y he tenido queregatear durante horas para conseguirla.En los días que corren la gente sabe elprecio de todo y el valor de nada.

—Me temo que he de irme —exclamó lady Wotton, rompiendo unsilencio embarazoso con su repentinarisa sin sentido—. He prometido salir encoche con la duquesa. Hasta la vista,señor Gray. Hasta luego, Harry. Imaginoque cenas fuera. Yo también. Quizá tevea en casa de lady Thornbury.

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—Imagino que sí, querida mía —lord Henry cerró la puerta tras ella,cuando, con el aspecto de un ave delparaíso que se hubiera pasado toda lanoche bajo la lluvia, salió revoloteandode la habitación, dejando un leve olor atarta de almendras; luego encendió uncigarrillo y se dejó caer en el sofá.

—Nunca te cases con una mujer conel pelo de color pajizo, Dorian —dijodespués de lanzar unas cuantasbocanadas de humo.

—¿Por qué, Harry?—Porque son muy sentimentales.—Pero a mí me gusta la gente

sentimental.

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—No te cases, Dorian. Los hombresse casan porque están cansados; lasmujeres, porque sienten curiosidad: unosy otras acaban decepcionados.

—Creo que no es probable que mecase, Harry. Estoy demasiadoenamorado. Ése es uno de tus aforismos.Lo estoy poniendo en práctica, y hagotodo lo que recomiendas.

—¿De quién te has enamorado? —preguntó lord Henry, después de unapausa.

—De una actriz —dijo Dorian Gray,ruborizándose. Lord Henry se encogióde hombros.

—Es un debut bastante corriente.

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—No dirías eso si la vieras, Harry.—¿Quién es?—Se llama Sibyl Vane.—Nunca he oído hablar de ella.—Nadie ha oído. Pero todo el

mundo oirá algún día. Es un genio.—Mi querido muchacho, ninguna

mujer es un genio. Las mujeres son unsexo decorativo. Nunca tienen nada quedecir, pero lo dicen encantadoramente.Representan el triunfo de la materiasobre la mente, de la misma manera quelos hombres representan el triunfo de lamente sobre la moral.

—¿Cómo puedes decir una cosa así,Harry?

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—Mi querido Dorian, no es más quela verdad. Estoy analizando a lasmujeres en el momento actual, demanera que debo saberlo. No es un tematan abstruso como yo pensaba. Descubroque, en último extremo, sólo hay dosclases de mujeres, las corrientes y lasque se pintan. Las primeras son muyútiles. Si quieres conseguir unareputación de persona respetable, bastacon invitarlas a cenar. Las otras mujeresson sumamente encantadoras. Perocometen un error. Se pintan con el fin deparecer jóvenes. Nuestras abuelas sepintaban para tratar de hablar conbrillantez. Rouge y esprit solían ir

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juntos. Ahora eso se ha acabado.Siempre que una mujer pueda parecerdiez años más joven que sus hijas, estaráperfectamente satisfecha. En cuanto aconversación, sólo hay cinco mujeres enLondres con las que merece la penahablar, y a dos de ellas no las recibe labuena sociedad. De todos modos,háblame de tu genio. ¿Cuánto hace quela conoces?

—¡Harry, Harry! Tus opiniones meaterran.

—No te preocupes por eso. ¿Cuántohace que la conoces?

—Unas tres semanas.—Y, ¿cómo te tropezaste con ella?

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—Te lo voy a contar, Harry; perotienes que ser comprensivo. Después detodo, no me habría pasado si no tehubiera conocido. Hiciste que sintieraun tremendo deseo de saberlo todoacerca de la vida. Durante varios días,después de conocerte, algo especial melatía en las venas. Mientras estaba en elparque o me paseaba por Picadilly,miraba a todas las personas con las queme cruzaba, preguntándome contremenda curiosidad cómo era su vida.Algunas personas me fascinaban. Otrasme llenaban de horror. Venenosexquisitos flotaban en el aire. Sentíapasión por las sensaciones… Bien, una

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tarde, hacia las siete, decidí salir enbusca de alguna aventura. Sentía queeste Londres nuestro, tan gris y tanmonstruoso, con sus miríadas depersonas, sus sórdidos pecadores y susespléndidos pecados, tal como tú dijisteuna vez, me reservaba algo. Me imaginémil cosas. La simple sensación depeligro me llenaba de gozo. Recordé loque me habías dicho en aquellamaravillosa velada cuando cenamosjuntos por vez primera, sobre el hechode que la búsqueda de la belleza es elverdadero secreto de la vida. No sé quéesperaba, pero salí a la calle y me dirigíhacia el este, perdiéndome muy pronto

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en un laberinto de calles mugrientas yplazas oscuras y sin hierba. A eso de lasocho y media pasé por delante de unabsurdo teatrillo, con luces brillantes ycarteles chillones. En la entrada habíaun judío horroroso, con el chaleco másexótico que he visto en mi vida yfumando un cigarro apestoso. El cabellole caía en bucles grasientos y en mitadde una sucia camisa resplandecía unenorme diamante. «¿Un palco, milord?»,dijo al verme, y se quitó el sombrerocon un aire fascinantemente servil.Había algo en él que me divirtió, Harry.¡Era tan monstruoso! Te vas a reír de mí,lo sé, pero entré y pagué nada menos que

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una guinea por un palco junto alescenario. Todavía hoy sigo sin saberpor qué lo hice; pero si no lo hubierahecho, mi querido Harry, me hubieraperdido la gran historia de amor de mivida. Veo que te estás riendo. ¡Qué malme parece!

—No me río, Dorian; al menos, nome río de ti. Pero no debes decir la granhistoria de amor de tu vida. Debes decirla primera. Siempre te querrán, y túsiempre estarás enamorado del amor.Una grande passion es el privilegio dequienes no tienen nada que hacer. Ésa esla única utilidad de las clases ociosasde un país. No tengas miedo. Te están

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reservadas aventuras exquisitas. Esto noes más que el principio.

—¿Tan superficial me consideras?—exclamó Dorian Gray, muy dolido.

—No; te creo muy profundo.—¿Qué quieres decir?—Mi querido muchacho, las

personas que sólo aman una vez en lavida son realmente las personassuperficiales. A lo que ellos llaman sulealtad, y su fidelidad, yo lo llamo soporde rutina o falta de imaginación. Lafidelidad es a la vida de las emocioneslo que la coherencia a la vida delintelecto: simplemente una confesión defracaso. ¡Fidelidad! Tengo que

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analizarla algún día. La pasión de lapropiedad está en ella. Hay muchascosas de las que nos desprenderíamos sino tuviéramos miedo de que otros lasrecogieran. Pero no te quierointerrumpir. Sigue con tu historia.

—Bueno, me encontré sentado en unpalquito espantoso, con un telón de lomás vulgar delante de los ojos. Desdemi discreto escondite me dediqué aexaminar la sala. Era un lugarperfectamente chabacano, todo élcupidos y cornucopias, como una tartanupcial de cuarta categoría. El paraíso yla platea estaban bastante llenos, perolas dos primeras filas de descoloridas

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butacas se hallaban completamentevacías y apenas había nadie en lasmejores entradas del anfiteatro. Habíamujeres vendiendo naranjas y refrescosy se consumían grandes cantidades defrutos secos.

—Debía de ser como en los díasgloriosos del drama británico.

—Precisamente, creo yo, y muydeprimente. Empezaba a preguntarmequé demonios estaba haciendo allí,cuando me fijé en el programa. ¿Quéobra crees que representaban, Harry?

—Imagino que El joven idiota oMudo pero inocente. A nuestros padresles gustaba ese tipo de obras, según

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creo. Cuantos más años tengo, Dorian,más convencido estoy de que lo que erasuficientemente bueno para nuestrospadres no lo es para nosotros. En arte,como en política, les grand-péres onttoujours tort.

—La obra era suficientemente buenapara nosotros, Harry. Se trataba deRomeo y Julieta. He de reconocer queno me hizo mucha gracia la idea de verrepresentar a Shakespeare en un antrocomo aquél. Pero sentí interés, de todosmodos. Decidí presenciar al menos elprimer acto. Había una orquestadetestable, presidida por un hebreojoven sentado ante un piano desafinado

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que casi me echó del teatro; perofinalmente se alzó el telón y comenzó laobra. Romeo era un caballerocorpulento y con muchos años a susespaldas, cejas pintadas con negro decorcho, ronca voz de tragedia y siluetacíe barril de cerveza. Mercutio era casiigual de siniestro. Lo interpretaba uncómico de la legua que había añadido altexto chistes de su cosecha y manteníarelaciones sumamente amistosas con laplatea. Los dos eran tan grotescos comoel decorado, que parecía salido de unabarraca de feria. Pero, ¡Julieta!Imagínate una muchachita de apenasdiecisiete años, con un rostro como de

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flor, una cabecita griega con cabellos decolor castaño oscuro recogidos entrenzas, ojos que eran pozos violeta depasión, labios como pétalos de rosa. ¡Lacriatura más encantadora que había vistonunca! Una vez me dijiste que elpatetismo no te conmovía en absoluto,pero que la belleza, la simple belleza,podía llenarte los ojos de lágrimas. Telo aseguro, Harry, apenas veía a esamuchacha porque siempre tenía los ojosnublados por las lágrimas. ¡Y su voz! Nohe oído nunca una voz semejante. Sóloun hilo al principio, con notas bajas ymelodiosas, que parecían caer una a unaen el oído. Luego creció en volumen, y

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sonaba como una flauta o un lejanooboe. En la escena del jardín tuvo todoel júbilo estremecido de los ruiseñorescuando cantan poco antes del amanecer.Hubo momentos, más adelante, en losque alcanzó la desenfrenada pasión delos violines. Sabes perfectamente cuántopuede afectarnos una voz. Tu voz y la deSibyl Vane son dos cosas que nuncaolvidaré. Cuando cierro los ojos lasoigo, y cada una dice algo diferente. Nosé a cuál seguir. ¿Por qué tendría que noamarla? La quiero, Harry. Para mí lo estodo. Voy a verla actuar día tras día. Unanoche es Rosalinda y la siguienteImogen. La he visto morir en la

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penumbra de un sepulcro italiano,recogiendo el veneno de labios de suamante. La he contemplado atravesandoel bosque de las Ardenas, disfrazada demuchacho, con calzas, jubón y un gorrodelicioso. Ha sido la loca que sepresenta ante un rey culpable, dándoleruda para llevar y hierbas amargas quegustar. Ha sido inocente, y las negrasmanos de los celos han aplastado sucuello de junco. La he visto en todas lasépocas y con todos los trajes. Lasmujeres ordinarias no hacen volarnuestra imaginación. Están ancladas ensu siglo. La fascinación nunca lastransfigura. Se sabe lo que tienen en la

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cabeza con la misma facilidad que si setratara del sombrero. Siempre se lasencuentra. No hay misterio en ninguna deellas. Van a pasear al parque por lamañana y charlan por la tarde enreuniones donde toman el té. Tienen unasonrisa estereotipada y los modales delmomento. Son transparentes. ¡Pero unaactriz! ¡Qué diferente es una actriz,Harry! ¿Por qué no me dijiste que laúnica cosa merecedora de amor es unaactriz?

—Porque he querido a demasiadas,Dorian.

—Sí, claro; gente horrible con elpelo teñido y el rostro pintado.

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—No desprecies el pelo teñido y losrostros pintados. En ocasiones tienen unencanto extraordinario —dijo lordHenry.

—Ahora quisiera no haberte contadonada sobre Sybil Vane.

—No hubieras podido evitarlo,Dorian. A lo largo de tu vida mecontarás todo lo que hagas.

—Tienes razón, Harry; creo queestás en lo cierto. No puedo dejar decontarte las cosas. Tienes una curiosainfluencia sobre mí. Si alguna vezcometiera un delito, vendría aconfesártelo. Tú lo entenderías.

—Personas como tú, los caprichosos

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rayos de sol de la vida, no delinquen.Pero, de todos modos, te quedo muyagradecido por ese cumplido. Y ahoradime…, alcánzame las cerillas, como unbuen chico, gracias… ¿Cuáles son tusrelaciones actuales con Sybil Vane?

Dorian Gray se puso en pie de unsalto, las mejillas encendidas y los ojosechando fuego.

—¡Harry! ¡Sybil Vane es sagrada!—Sólo las cosas sagradas merecen

ser tocadas, Dorian —dijo lord Henry,con una extraña nota de patetismo en lavoz—. Pero, ¿por qué tienes queenfadarte? Supongo que será tuya algúndía. Cuando se está enamorado,

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empiezas por engañarte a ti mismo yacabas engañando a los demás. Eso eslo que el mundo llama una historia deamor. Al menos, la conocespersonalmente, imagino.

—Claro que la conozco. La primeranoche que estuve en el teatro, el horriblejudío viejo se presentó en el palcodespués de que terminara larepresentación y se ofreció a llevarmeentre bastidores y presentármela.Consiguió enfurecerme, y le dije queJulieta llevaba muerta cientos de años yque su cuerpo yacía en Verona, en unatumba de mármol. Por la mirada deasombro que me lanzó, creo que tuvo la

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impresión de que había bebidodemasiado champán o algo parecido.

—No me sorprende.—Luego me preguntó si escribía

para algún periódico. Le dije que nuncalos leía. Pareció terriblementedecepcionado al oírlo, y me confesó quetodos los críticos teatrales le eranhostiles y que a todos se los podíacomprar.

—No me extrañaría que tuvierarazón en eso. Pero, por otra parte, ajuzgar por el aspecto que tiene lamayoría, no deben de ser demasiadocaros.

—Bien; pero él parece pensar que

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están por encima de sus posibilidades—rió Dorian—. Para entonces, sinembargo, ya estaban apagando las lucesdel teatro y tuve que irme. El judío quisoque probara unos cigarros de los quehizo grandes alabanzas. Pero decliné suofrecimiento. A la noche siguiente,volví, por supuesto. Al verme, me hizouna profunda reverencia y me aseguróque yo era un munificente protector delarte. Es un ser insufrible, peroShakespeare le apasiona. Ya me hadicho, visiblemente orgulloso, que suscinco bancarrotas se debieronenteramente a «el Bardo», como insisteen llamarlo. Parece considerarlo un

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timbre de gloria.—Lo es, mi querido Dorian; un

verdadero timbre de gloria. La mayoríade la gente se arruina por invertirdemasiado en la prosa de la vida.Arruinarse por la poesía es un honor.¿Cuándo hablaste por vez primera con laseñorita Sybil Vane?

—La tercera noche. Habíainterpretado a Rosalinda. Me fueimposible no ir a verla. Le habíalanzado unas flores y ella me miró; almenos, imaginé que lo había hecho. Elviejo judío insistió. Estaba decidido allevarme entre bastidores, de maneraque acepté. Es curioso que no deseara

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conocerla, ¿no te parece?—No; no me parece curioso.—¿Por qué, mi querido Harry?—Te lo diré en alguna otra ocasión.

Ahora quiero saber más sobre esa chica.—¿Sybil? ¡Tan tímida y tan amable!

Hay algo infantil en ella. Abrió mucholos ojos con el más sincero de losasombros cuando le dije lo que pensabade su interpretación, y pareció no tenerconciencia de su talento. Creo que losdos estábamos bastante nerviosos. Eljudío viejo sonreía desde la puerta delpolvoriento camerino, diciendo frasesrebuscadas sobre los dos, mientras Sibyly yo nos mirábamos como niños. El

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viejo insistía en llamarme «mylord», ytuve que explicar a Sybil que no eranada parecido. Ella me dijo: «Más bienparece usted un príncipe. Le llamaréPríncipe Azul».

—A fe mía, Dorian, la señorita Sybilsabe cómo hacer cumplidos.

—No la entiendes, Harry. Me veíasólo como un personaje en una obra deteatro. No sabe nada de la vida. Vivecon su madre, una mujer apagada yfatigada que, con una túnica más omenos carmesí, interpretó la primeranoche a la señora Capuleto; una mujercon aspecto de haber conocido díasmejores.

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—Conozco ese aspecto. Me deprime—murmuró lord Henry, examinando sussortijas.

—El judío me quería contar suhistoria, pero le dije que no meinteresaba.

—Tuviste toda la razón. Siempre hayalgo infinitamente mezquino en lastragedias de los demás.

—Sybil es lo único que me interesa.¿Qué más me da de dónde haya salido?Desde la cabecita a los piececitos esabsoluta y enteramente divina. Nochetras noche voy a verla actuar, y cadanoche lo hace mejor que la anterior.

—Imagino que ésa es la razón de

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que ya nunca cenes conmigo. Pensaba, yestaba en lo cierto, que quizá tuvierasentre manos alguna curiosa historia deamor. Pero no se trata exactamente de loque yo imaginaba.

—Mi querido Harry, tú y yoalmorzamos o cenamos juntos todos losdías; y he ido varias veces a la óperacontigo —dijo Dorian, abriendo mucholos ojos para manifestar su asombro.

—Siempre llegas terriblementetarde.

—No puedo dejar de ver actuar aSybil —exclamó—, aunque sólopresencie el primer acto. Sientonecesidad de su presencia; y cuando

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pienso en el alma maravillosa escondidaen ese cuerpecito de marfil, me lleno deasombro.

—Esta noche cenas conmigo, ¿no escierto?

Dorian Gray hizo un gesto negativocon la cabeza.

—Hoy hace de Imogen —respondió—, y mañana por la noche será Julieta.

—¿Cuándo es Sybil Vane?—Nunca.—Te felicito.—¡Qué malvado eres! Sybil es todas

las grandes heroínas del mundo en unasola. Es más que una sola persona. Teríes, pero yo te repito que es

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maravillosa. La quiero, y he de hacerque me quiera. Tú, que conoces todoslos secretos de la vida, dime cómohechizar a Sybil Vane para que mequiera. Deseo dar celos a Romeo.Quiero que todos los amantes muertosoigan nuestras risas y se entristezcan.Quiero que un soplo de nuestra pasiónremueva su polvo, despierte sus cenizasy los haga sufrir. ¡Cielos, Harry, cómo laadoro! —iba de un lado a otro de lahabitación mientras hablaba. Manchasrojas, como de fiebre, le encendían lasmejillas. Estaba terriblemente exaltado.

Lord Henry sentía un secreto placercontemplándolo. ¡Qué diferente era ya

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del muchachito tímido y asustado quehabía conocido en el estudio de BasilHallward! Había madurado,produciendo flores de fuego escarlata.Desde su secreto escondite, el alma sele había salido al mundo, y el Deseohabía acudido a reunirse con ella por elcamino.

—Y, ¿qué es lo que te proponeshacer? —dijo finalmente lord Henry.

—Quiero que Basil y tú vengáisconmigo alguna noche para verla actuar.No tengo el menor temor al resultado.Sin duda, reconoceréis su genio. Luegohemos de arrancarla de las manos de eseviejo judío. Está atada a él por tres

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años, al menos dos años y ocho meses,desde el momento presente. Tendré quepagarle algo, por supuesto. Cuando todoesté arreglado, la traeré a algún teatrodel West End y la presentaré como esdebido. Enloquecerá al mundo como meha enloquecido a mí.

—¡Eso es imposible, amigo mío!—Lo hará. No sólo hay en ella arte,

arte e instinto consumados; también tienepersonalidad; y tú me has dicho amenudo que son las personalidades, nolos principios, lo que mueve nuestraépoca.

—Bien; ¿qué noche iremos?—Déjame ver. Hoy es martes.

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Quedemos para mañana. Mañanainterpreta a Julieta.

—De acuerdo. En el Bristol a lasocho; yo llevaré a Basil.

—A las ocho no, Harry, te lo ruego.A las seis y media. Hemos de estar allíantes de que se levante el telón. Has deverla en el primer acto, cuando conoce aRomeo.

—¡Seis y media! ¡Qué horas! Seríacomo tomar una merienda—cena o leeruna novela inglesa. Tiene que ser a lassiete. Ningún caballero cena antes de lassiete. ¿He de ver a Basil de aquí amañana? ¿O bastará con que le escriba?

—¡El bueno de Basil! Hace una

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semana que no le pongo la vista encima.Me da muchísima vergüenza, porque meha enviado el cuadro con un magníficomarco, especialmente diseñado por él y,aunque estoy un poco celoso del retratopor ser un mes más joven que yo, deboadmitir que me maravilla verlo. Quizásea mejor que le escribas, no quieroestar a solas con él. Dice cosas que mefastidian. Se empeña en darme buenosconsejos.

Lord Henry sonrió.—A la gente le encanta regalar lo

que más necesita. Es lo que yo llamo elinsondable abismo de la generosidad.

—No, no; Basil es la mejor de las

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personas, pero un tanto prosaico. Lo hedescubierto a raíz de conocerte, Harry.

—Basil, mi querido muchacho, poneen el trabajo todas sus mejorescualidades. La consecuencia es que parala vida sólo le quedan los prejuicios, losprincipios y el sentido común. Losúnicos artistas encantadores queconozco son malos artistas. Los buenossólo existen en lo que hacen y, enconsecuencia, carecen por completo deinterés como personas. Un gran poeta, unpoeta verdaderamente grande, es lamenos poética de todas las criaturas.Pero los poetas de poca monta sonabsolutamente fascinantes. Cuanto

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peores son sus rimas, más pintoresco essu aspecto. El simple hecho de haberpublicado un libro de sonetos desegunda categoría hace a un hombreabsolutamente irresistible. Vive lapoesía que es incapaz de escribir. Losotros escriben la poesía que no seatreven a poner por obra.

—Me pregunto si es realmente así,Harry —dijo Dorian Gray, derramandosobre su pañuelo un poco de perfume deun gran frasco con tapón dorado queestaba sobre la mesa—. Debe de ser, sitú lo dices. Y ahora tengo quemarcharme. Imogen me espera. No teolvides de mañana. Hasta la vista.

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Cuando Dorian Gray salió de lahabitación, lord Henry cerró los ojos yempezó a pensar. Ciertamente, pocaspersonas le habían interesado tantocomo Dorian Gray, si bien la desmedidaadoración del muchacho por otrapersona no le producía la menorpunzada de fastidio ni de celos. Leagradaba, por el contrario. Lo convertíaen un objeto de estudio más interesante.Siempre le habían cautivado losmétodos de las ciencias naturales, perono su materia habitual, que le parecíatrivial y sin importancia. De manera quehabía empezado por hacer vivisecciónconsigo mismo y había terminado

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haciéndosela a otros. La vida humanaera lo único que le parecía digno deinvestigar. Comparado con eso, no habíanada que tuviera el menor valor. Aunquesi se contemplaba la vida en su curiosocrisol de dolor y placer, no era posiblecubrir el propio rostro con una máscarade cristal, ni evitar que los vaporessulfúricos alterasen el cerebro yenturbiaran la imaginación conmonstruosas fantasías y sueñosdeformes. Existían venenos tan sutilesque para conocer sus propiedades habíaque enfermar con ellos. Y enfermedadestan extrañas que era necesariopadecerlas para entender su naturaleza.

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¡Qué grande, sin embargo, larecompensa recibida! ¡Qué cosa tanmaravillosa llegaba a ser el mundoentero! Percibir la peculiar lógicainflexible de la pasión, y la vida delintelecto emocionalmente coloreada;observar dónde se encontraban y dóndese separaban, en qué punto funcionabanal unísono y en qué punto surgían lasdiscordancias: ¡qué gran placer el asíobtenido! ¿Qué importancia tenía elprecio? Nunca se pagaba demasiado porlas sensaciones.

Sabía perfectamente —y la ideaprodujo un brillo de placer en sus ojosde ágata—que gracias a determinadas

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palabras suyas, palabras musicalesdichas de manera musical, el alma deDorian Gray se había vuelto haciaaquella blanca jovencita y se habíainclinado en adoración ante ella. En granmedida aquel muchacho era unacreación suya. Había acelerado sumadurez, lo que no carecía deimportancia. La gente ordinariaesperaba a que la vida les desvelase sussecretos, pero para unos pocos, para loselegidos, la vida revelaba sus misteriosantes de apartar el velo. Esto era aveces consecuencia del arte, y sobretodo del arte de la literatura, que seocupa de manera inmediata de las

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pasiones y de la inteligencia. Pero decuando en cuando una personalidadcompleja ocupaba su sitio y asumía lasfunciones del arte, y era, de hecho, a sumanera, una verdadera obra de arte,porque, al igual que la poesía, laescultura o la pintura, la vida cuenta conrefinadas obras maestras.

Sí; el adolescente era precoz. Estabarecogiendo la cosecha todavía enprimavera. Tenía dentro de sí el latido yla pasión de la juventud, pero empezabaa reflexionar sobre todo ello. Eradelicioso contemplarlo. Con su hermosorostro y su alma igualmente hermosa, eraun motivo de asombro. Daba lo mismo

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cómo terminara todo o cómo estuviesedestinado a terminar. Era como una deesas figuras llenas de encanto en unacabalgata o en una obra de teatro, cuyasalegrías nos parecen muy lejanas, perocuyos pesares despiertan nuestro sentidode la belleza, y cuyas heridas son comorosas rojas.

Alma y cuerpo, cuerpo y alma, ¡quémisteriosos eran! Había animalismo enel alma, y el cuerpo tenía sus momentosde espiritualidad. Los sentidos podíanrefinarse y la inteligencia degradarse.¿Quién podía decir dónde cesaba elimpulso carnal o empezaba el psíquico?¡Qué superficiales eran las arbitrarias

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definiciones de los psicólogosordinarios! Y, sin embargo, ¡qué dificilpronunciarse entre las afirmaciones delas distintas escuelas! ¿Era el alma unfantasma que habitaba en la casa delpecado? ¿O el cuerpo se funderealmente con el alma, como pensabaGiordano Bruno? La separación entreespíritu y materia era un misterio, y launión del espíritu con la materia tambiénlo era.

Empezó a preguntarse si alguna vezse conseguiría hacer de la psicologíauna ciencia tan exacta que fuese capazde revelarnos hasta el último manantialde la vida. Mientras tanto, siempre nos

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equivocamos sobre nosotros mismos yraras veces entendemos a los demás. Laexperiencia carece de valor ético. Essencillamente el nombre que dan loshombres a sus errores. Por regla generallos moralistas la consideran unaadvertencia, reclaman para ella ciertaeficacia ética en la formación delcarácter, la alaban como algo que nosenseña qué camino hemos de seguir yqué abismos evitar. Pero la experienciacarece de fuerza determinante. Tiene tanpoco de causa activa como la mismaconciencia. Lo único que realmentedemuestra es que nuestro futuro seráigual a nuestro pasado, y que el pecado

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que hemos cometido una vez, y conamargura, lo repetiremos muchas veces,y con alegría.

Consideraba evidente que el métodoexperimental era el único que le llevaríaal análisis científico de las pasiones;Dorian Gray, por su parte, era el sujetosoñado, y parecía prometer abundantes ypreciosos resultados. Su repentino einsensato amor por Sybil Vane era unfenómeno psicológico de interés nadadesdeñable. Sin duda, la curiosidadtenía mucho que ver con ello; lacuriosidad y el deseo de nuevasexperiencias; no se trataba, sin embargo,de una pasión simple sino muy

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complicada. Lo que había en ella deinstinto adolescente puramente sensualhabía sido transformado gracias a laactividad de la imaginación,transformado en algo que al muchachomismo le parecía alejado de los sentidosy que era, por esa misma razón, muchomás peligroso. Las pasiones sobre cuyoorigen uno se engaña son las que mástiranizan. Los motivos que mejor seconocen tienen mucha menos fuerza.Cuántas veces sucedía que, al creer quese experimenta sobre otros,experimentamos en realidad sobrenosotros mismos.

Un golpe en la puerta sacó a lord

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Henry de aquella larga ensoñación. Suayuda de cámara le recordó que teníaque vestirse para cenar. Se levantó ymiró hacia la calle. El ocaso habíadeshecho en dorados escarlatas lasventanas altas de las casas de enfrente.Los cristales brillaban como láminas demetal al rojo vivo. Arriba, el cielo eracomo una rosa marchita. Lord Henrypensó en su amigo, en aquella vidacoloreada por todos los fuegos de lajuventud, y se preguntó cómo terminaríatodo.

Cuando regresó a su casa, a eso delas doce y media, vio un telegrama sobrela mesa del vestíbulo. Al abrirlo

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descubrió que era de Dorian Gray. Leanunciaba que se había prometido con laseñorita Sibyl Vane.

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C A P Í T U L O 5

—¡Qué feliz soy, madre! —susurró lamuchacha, escondiendo el rostro en elregazo de la marchita mujer, de aspectocansado, que, vuelta de espaldas a la luzdemasiado estridente de la ventana,estaba sentada en el único sillón quecontenía su sórdida sala de estar—. Soymuy feliz —repitió—, ¡y tú tambiéndebes serlo!

La señora Vane hizo una mueca dedolor y puso las delgadas manos, con la

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blancura de los afeites, sobre la cabezade su hija.

—¡Feliz! —repitió como un eco—.Sólo soy feliz cuando te veo actuar. Sólodebes pensar en tu carrera. El señorIsaacs ha sido muy bueno con nosotras, yle debemos dinero.

La muchacha alzó la cabeza e hizoun puchero.

—¿Dinero, madre? —exclamó—,¿qué importancia tiene el dinero? Elamor es más que el dinero.

—El señor Isaacs nos ha adelantadocincuenta libras para pagar nuestrasdeudas, y para vestir a James como esdebido. No debes olvidarlo, Sibyl.

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Cincuenta libras es mucho. El señorIsaacs ha tenido muchas consideracionescon nosotras.

—No es un caballero, madre, y medesagrada mucho la manera que tiene dehablarme —dijo la muchacha,poniéndose en pie y acercándose a laventana.

—No sé cómo podríamosarreglárnoslas sin él —respondió lamujer de más edad con tonoquejumbroso.

Sibyl movió la cabeza y se echó areír.

—Ya no nos hace falta, madre. Elpríncipe azul gobierna ahora nuestras

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vidas —luego hizo una pausa. Una rosase agitó en su sangre, encendiéndole lasmejillas. La respiración, acelerada,abrió los pétalos de sus labios, quetemblaron. Un viento meridional depasión sopló sobre ella, moviendo losdelicados pliegues del vestido—. Lequiero —añadió con sencillez.

—¡Estúpida niña!, ¡estúpida niña!—fue la frase cotorril que recibió comorespuesta. El movimiento de unos dedosdeformados, cubiertos de falsas joyas,dio un carácter grotesco a aquellaspalabras.

La muchacha volvió a reírse. Su vozreflejaba la alegría de un pájaro

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enjaulado. Sus ojos retomaron lamelodía y le hicieron eco con su brillo:luego se cerraron por un momento, comopara ocultar su secreto. Cuando sevolvieron a abrir, los velaba la nieblade un sueño.

La sabiduría de unos labiosdemasiado finos le habló desde el sillóndesgastado, aconsejando prudencia, concitas de ese libro sobre la cobardía cuyoautor se disfraza con el nombre desentido común. No la escuchó. Era libreen la cárcel de su pasión. Su príncipe, elpríncipe azul, estaba con ella. Habíallamado a la memoria parareconstruirlo. Envió a su alma a

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buscarlo, y su alma volvió con él. Subeso le quemaba de nuevo la boca. Sualiento le entibiaba los párpados.

La sabiduría cambió entonces demétodo y habló de espiar y descubrir.Aquel joven podía ser rico. En casoafirmativo, había que pensar en elmatrimonio. Contra la concha del oídode Sibyl se estrellaban las olas de laprudencia mundana. Las flechas de laastucia pasaban sin tocarla. Vio que losfinos labios se movían, y sonrió.

De repente sintió la necesidad dehablar. El silencio lleno de palabras ladesazonaba.

—Madre, madre —exclamó—, ¿por

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qué me quiere tanto? Sé que yo lequiero. Le quiero porque es la imagende lo que el mismo Amor debe ser. Pero,¿qué ve él en mí? No soy digna de él. Ysin embargo, aunque me veo tan pordebajo de él, no siento humildad: sientoorgullo, un orgullo terrible, pero no séexplicar por qué. Madre, ¿querías a mipadre como yo quiero al príncipe azul?—la mujer de más edad palideció bajolos polvos demasiado visibles que leembadurnaban las mejillas, y sus labiossecos se estremecieron en un espasmode dolor. Sibyl corrió hacia ella, seabrazó a su cuello y la besó—.Perdóname, madre. Ya sé que hablar de

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mi padre te hace sufrir. Pero sufresporque lo querías muchísimo. No teentristezcas. Soy tan feliz hoy como loeras tú hace veinte años. ¡Ah, déjameque sea feliz para siempre!

—Hijita mía, eres demasiado jovenpara pensar en enamorarte. Además,¿qué sabes de ese joven? Ni siquiera sunombre. Todo esto es muy pococonveniente y, a decir verdad, cuandolames está a punto de irse a Australia yyo tengo tantas preocupaciones, he dedecir que podrías haber mostrado unpoco más de consideración. Sinembargo, como ya he dicho antes, en elcaso de que sea rico…

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—¡Madre, madre! ¡Permíteme serfeliz!

La señora Vane se la quedó mirandoy, con uno de esos falsos gestos teatralesque con tanta frecuencia se conviertencasi en segunda naturaleza para un actor,la estrechó entre sus brazos. En aquelmomento se abrió la puerta, y un jovende áspero pelo castaño entró en lahabitación. Era más bien corpulento,tenía grandes los pies y las manos y semovía con cierta torpeza. No poseía ladelicadeza de su hermana y era difíciladivinar el estrecho parentesco queexistía entre los dos. La señora Vane fijósus ojos en él, y su sonrisa se

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intensificó. Mentalmente elevaba a suhijo a la categoría de público. Estabasegura de que el tableau era interesante.

—Podrías guardar algunos de tusbesos para mí, Sibyl, pienso yo —dijoel muchacho con tono de amablereproche.

—¡Pero si no te gusta que te besen!—exclamó su hermana—. Siempre hassido un cardo borriquero.

Y cruzó corriendo la habitación paraabrazarlo.

James Vane contempló con ternura elrostro de su hermana.

—Ven conmigo a dar un paseo,Sibyl. No creo que vuelva a ver nunca

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este horrible Londres. Estoy seguro deque no lo echaré de menos.

—No digas esas cosas tan horribles,hijo mío —murmuró la señora Vane,retomando, con un suspiro, unachabacana pieza de vestuario teatral queempezó a remendar. La apenaba un tantoque James no se hubiera incorporado ala compañía, lo que hubiera aumentadoel pintoresquismo teatral de la situación.

—¿Por qué no, madre? Es lo quesiento.

—Me duele que digas eso, hijo mío.No pierdo la esperanza de que regresesde Australia después de hacer fortuna.Creo que la buena sociedad no existe en

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las colonias; al menos, nada de lo queyo considero buena sociedad; de maneraque cuando hayas triunfado deberásvolver a Londres y convertirte aquí enuna persona conocida.

—¡Buena sociedad! —murmuró elmuchacho—. No me interesa nada labuena sociedad. Me gustaría ganar algúndinero para sacaros a ti y a Sibyl de losescenarios. Aborrezco la vida del teatro.

—¡Jim! —exclamó Sibyl, riendo—,¡qué poco amable por tu parte! ¿Deverdad quieres dar un paseo conmigo?¡Eso está bien! Temía que fueses adespedirte de algunos de tus amigos…,de Tom Hardy, que te regaló esa pipa

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espantosa, o de Ned Langton, que tetoma el pelo fumando en ella. Meconmueve que me concedas tu últimatarde. ¿Qué hacemos? ¿Vamos alparque?

—No tengo ropa adecuada —respondió su hermano, frunciendo elceño—. Al parque sólo va genteelegante.

—Tonterías, Jim —susurró Sibyl,acariciándole la manga de la chaqueta.

James vaciló un momento.—De acuerdo —dijo por fin—, pero

no tardes demasiado en vestirte.Sibyl dio unos pasos de baile hasta

la puerta. Se la oyó cantar mientras

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subía corriendo las escaleras y luego elruido de sus pies en el piso superior.

Su hermano recorrió la habitacióndos o tres veces antes de volverse haciala figura inmóvil en el sillón.

—¿Están listas mis cosas, madre? —preguntó.

—Todo está preparado, James —respondió la señora Vane sin levantarlos ojos de su labor. Desde hacía variosmeses se sentía incómoda cuando sequedaba a solas con aquel hijo suyo tantosco y tan severo. Temía revelar susecreta frivolidad cada vez que susmiradas se cruzaban. Y se preguntabacon frecuencia si James sospechaba

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algo. El silencio, porque su hijo no hizoya ninguna otra observación, llegó aresultarle intolerable y empezó aquejarse. Las mujeres se defiendenatacando, como también atacan medianterepentinas y extrañas rendiciones—.Espero que estés satisfecho con tu vidaen el mar —dijo—. Recuerda que erestú quien la ha elegido. Podrías haberentrado en el bufete de un abogado. Losabogados son personas muy respetables,y en provincias comen a menudo con lasmejores familias.

—Aborrezco los despachos y losoficinistas —replicó su hijo—. Perotienes toda la razón. Soy yo quien ha

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elegido vivir así. Sólo te pido quecuides de Sibyl. No permitas que lesuceda nada malo. Tienes que cuidarla,madre.

—Hablas de una manera muyextraña, James. Claro está que cuidaréde Sibyl.

—Me han dicho que hay uncaballero que va todas las noches alteatro y luego charla con ella entrebastidores. ¿Es cierto? ¿Qué hay de eso?

—Hablas de cosas que no entiendes,James. En nuestra profesión estamosacostumbradas a recibir atenciones.Hubo un tiempo en que yo misma recibíamuchos ramos de flores. Entonces sí que

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se entendía el trabajo de los actores. Encuanto a Sibyl, ignoro si en el momentoactual su interés es serio o no. Pero nohay duda de que el joven que mencionases un perfecto caballero. A mí me tratacon extraordinaria corrección. Por otraparte, da la sensación de ser rico, y lasflores que manda son muy bonitas.

—Pero no sabes cómo se llama —dijo el muchacho con aspereza.

—No —respondió la señora Vanecon una plácida expresión en el rostro—. No ha revelado aún su verdaderonombre. Y me parece muy romántico.Probablemente se trata de un aristócrata.

James Vane se mordió los labios.

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—Cuida de Sibyl, madre —exclamó—. ¡Cuídala!

—Hijo mío, me duelen mucho tuspalabras. Siempre cuido de Sibyl demanera muy especial. Por supuesto, siese caballero es rico, no hay razón paraque no se case con él. Estoy segura deque se trata de un aristócrata. Tiene todoel aspecto, no hay la menor duda. Seríaun matrimonio brillantísimo para Sibyl.Harían una pareja encantadora. Es unmuchacho muy apuesto, todo el mundo loadvierte.

El joven murmuró algo para susadentros y tableteó sobre el cristal de laventana con sus dedos de trabajador.

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Acababa de volverse para decir algocuando se abrió la puerta y entró Sibyl.

—¡Qué serios estáis! —exclamó—.¿Qué sucede?

—Nada —respondió su hermano—.Supongo que a veces hay que ponerseserio. Hasta luego, madre; cenaré a lascinco. El equipaje está hecho, aexcepción de las camisas, así que notienes que preocuparte.

—Hasta luego, hijo mío —respondióella, con una inclinación resentidamentemajestuosa.

Estaba muy molesta con el tono quesu hijo había adoptado con ella, y habíaalgo en su mirada que le hacía sentir

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miedo.—Bésame, madre —dijo Sibyl. Sus

labios florales tocaron la marchitamejilla, entibiando su escarcha.

—¡Hija mía, hija mía! —exclamó laseñora Vane, alzando los ojos al techoen busca de un imaginario anfiteatro.

—Vamos, Sibyl —dijo su hermanocon impaciencia. Le irritaba lateatralidad de su madre.

Salieron a una luz de reflejosagitados por el viento y empezaron acaminar por la deprimente Euston Road.Los viandantes miraban con asombro aljoven corpulento y hosco que, con ropabasta y nada favorecedora, iba

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acompañado de una joven tan atractiva yde aspecto refinado. Era como un vulgarjardinero paseando con una rosa.

Jim fruncía el ceño de cuando encuando al sorprender la miradainquisitiva de algún desconocido.Sentía, ante las miradas insistentes, eldesagrado que los genios sólo conocenya tarde en la vida, y que siempreacompaña a las personas corrientes.Sibyl, sin embargo, no se daba cuenta enabsoluto del efecto que causaba. Elamor le temblaba en los labios en formade risa. Pensaba en el príncipe azul y,para poder hacerlo con mayor libertad,se lanzó a parlotear sobre el barco en el

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que Jim iba a hacerse a la mar, sobre eloro que sin duda encontraría, sobre lamaravillosa heredera cuya vida salvaríade los malvados bandidos de camisaroja. Porque no seguiría siendomarinero, o sobrecargo, o lo que fueseque hiciera a bordo. ¡No, no! Laexistencia de un marinero era espantosa.Qué absurdo encerrarse en un horriblebarco que las grupas monstruosas de lasolas trataban de invadir, mientras unviento aciago derribaba mástiles yrasgaba velas hasta convertirlas enlargos colgajos desmelenados yrugientes. Sin duda, Jim abandonaría lanave en Melbourne, se despediría

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cortésmente del capitán y se pondría encamino hacia las explotacionesauríferas. Antes de que transcurriese unasemana habría encontrado una enormepepita, la mayor jamás descubierta, y latransportaría hasta la costa en unacarreta protegida por seis policías acaballo. Los salteadores los atacaríantres veces, y serían rechazados coninmensas pérdidas. O mejor, no. No iríaa las explotaciones auríferas, que eranunos sitios horribles, donde los hombresse emborrachaban y se peleaban a tirosen los bares y decían palabrasmalsonantes. Se dedicaría a criar ovejasy, una noche, cuando regresara a su casa

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a caballo, al ver a la bella heredera,raptada por un ladrón con un caballonegro, los daría caza y la rescataría. Porsupuesto la muchacha se enamoraría deél, y él de ella, se casarían, volverían aInglaterra y vivirían en una inmensa casalondinense. Sí, le esperaban aventurasmaravillosas. Pero tenía que ser muybueno, y no enfadarse, ni gastarse eldinero tontamente. Sibyl sólo era un añomayor que Jim, pero sabía mucho mássobre la vida. También tenía queescribirle siempre que hubiera correo, ydecir sus oraciones todas las nochesantes de acostarse. Dios era muy buenoy cuidaría de él. También ella rezaría

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por él, y al cabo de muy pocos añosregresaría, muy rico ya y muy feliz.

El muchacho la escuchó hoscamentey no hizo ningún comentario. Se le partíael corazón al pensar en abandonar suhogar.

Pero no era sólo eso lo que ledeprimía y ponía de mal humor. Pese asu falta de experiencia, se daba cuentacon toda claridad de los peligros de lasituación de Sibyl. Aquel joven dandique le hacía la corte no le traería lafelicidad. Era un caballero y loaborrecía por eso, con una extrañarepugnancia instintiva que no sabíaexplicar y que, por esa misma razón,

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resultaba aún más imperiosa. Tampocose le ocultaba la superficialidad yvanidad de su madre, y advertía en elloun peligro infinito para Sibyl y para sufelicidad. Los hijos comienzan la vidaamando a sus padres; al hacersemayores, los juzgan, y en ocasiones losperdonan.

¡Su madre! Había algo que queríapreguntarle y que le obsesionaba, algosobre lo que llevaba muchos mesescavilando en silencio. Una frase casualque había oído en el teatro, un susurroburlón, que llegó una noche hasta susoídos mientras esperaba junto a la salidade artistas, habían puesto en marcha una

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horrible cadena de pensamientos. Lorecordaba como un golpe de fusta enpleno rostro. Frunció el ceño formandoun surco muy profundo y con unestremecimiento doloroso se mordió loslabios.

—No escuchas una sola palabra delo que digo, Jim —exclamó Sibyl—, apesar de que hago los planes másmaravillosos para tu futuro. Haz el favorde hablarme.

—¿Qué quieres que diga?—Pues que vas a ser un buen chico y

que no te olvidarás de nosotras —respondió su hermana, sonriéndole.

Jim se encogió de hombros.

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—Será más fácil que tú te olvides demí que yo de ti.

Sibyl se ruborizó.—¿Qué quieres decir? —preguntó.—Tienes un nuevo amigo, según he

oído. ¿Quién es? ¿Por qué no me hashablado de él? No te hará ningún bien.

—¡No sigas, Jim! —exclamó—. Nodigas nada contra él. Lo quiero.

—¡Cómo es posible! Ni siquierasabes su nombre —respondió elmuchacho—. ¿Quién es? Tengo derechoa saberlo.

—Se llama príncipe azul. ¿No tegusta? ¡Vamos, no seas tonto! No debesolvidarlo nunca. Si lo vieras, te darías

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cuenta de que es la persona másmaravillosa del mundo. Algún día loconocerás, cuando vuelvas de Australia.Te gustará mucho. Le gusta a todo elmundo; y yo… yo lo quiero. Ojalápudieras venir esta noche al teatro.Estará allí, y yo voy a hacer de Julieta.¡Ah, cómo interpretaré mi papel!¡Imagínate, Jim! ¡Estar enamorada einterpretar a Julieta! ¡Tenerlo allí,viéndome! ¡Interpretar para darle gusto!Tengo miedo de asustar a la compañía,de asustarlos o de cautivarlos. Amar essuperarse. Ese pobre y terrible señorIsaacs se hará lenguas de mi talento antelos holgazanes de su bar. Me ha

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predicado como un dogma; esta nocheme anunciará como una revelación. Loadivino. Y es todo suyo, únicamentesuyo, de mi príncipe azul, mi enamoradomaravilloso, mi dador divino de todaslas gracias. Pero soy pobre a su lado.¿Pobre? ¿Qué importa eso? Si lapobreza llama humildemente a la puerta,el amor entra por la ventana. Hay quevolver a escribir nuestros refranes. Sehicieron en invierno, y ahora estamos enverano; primavera para mí, creo yo, unbaile de botones de rosa en un cieloazul.

—Es un caballero —dijo elmuchacho con resentimiento.

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—¡Un príncipe! —exclamó ella, suvoz llena de música—. ¿Qué más senecesita?

—Quiere esclavizarte.—Me estremece la idea de ser libre.—Ten cuidado, te lo ruego.—Verlo es adorarlo, conocerlo es

confiar en él.—Has perdido la cabeza, Sibyl.Su hermana se echó a reír y lo tomó

del brazo.—Mi querido y maduro Jim, hablas

como si tuvieras cien años. Algún díatambién tú te enamorarás. Entoncessabrás de qué se trata. No pongas esegesto tan enfurruñado. Debe alegrarte

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pensar que, aunque tú te vayas, me dejasmás feliz que nunca. La vida ha sidodura para nosotros dos, terriblementedura y difícil. Pero a partir de ahoraserá diferente. Tú te vas a un mundonuevo, y yo he descubierto uno. Aquíhay dos sillas libres; vamos a sentarnosy a ver pasar a la gente elegante.

Se sentaron en medio de una multitudde ociosos. Los macizos de tulipanes alotro lado de la avenida ardían,convertidos en palpitantes anillos defuego. Un polvo blanco, se diría unatrémula nube de polvo de lirios, flotabaen el aire jadeante. Los parasoles decolores brillantes subían y bajaban

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como mariposas gigantes.Sibyl hizo hablar a su hermano de sí

mismo, de sus esperanzas, de susproyectos. Jim se expresaba lentamentey con dificultad. Fueron pasándosepalabras como los jugadores se pasanfichas. Sibyl empezó a deprimirse. Nolograba comunicar su alegría. Todos susesfuerzos no conseguían otro eco queuna débil sonrisa en las comisuras deaquella boca adusta. Después de algúntiempo dejó de hablar. De repentevislumbró unos cabellos dorados y unoslabios que reían: Dorian Gray pasaba enun coche abierto con dos damas.

Sibyl se puso en pie de un salto.

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—¡Ahí está! —exclamó.—¿Quién?—Mi príncipe azul —respondió

ella, siguiendo la victoria con la vista.También su hermano se puso en pie y

la agarró bruscamente por el brazo.—Enséñamelo. ¿Quién es?

Señálamelo. ¡Tengo que verlo! —exclamó; pero en aquel momento seinterpuso el coche del duque deBerwick, tirado por cuatro caballos, ycuando de nuevo se despejó elhorizonte, el otro vehículo habíaabandonado el parque.

—Se ha ido —murmuró Sibyl,entristecida—. Me gustaría que lo

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hubieras visto.—A mí también me hubiera gustado,

porque tan cierto como que hay un Diosen el cielo, si alguna vez te hace daño,lo mataré.

Su hermana lo miró horrorizada. Jimrepitió lo que había dicho, y suspalabras cortaron el aire como un puñal.La gente a su alrededor se quedóboquiabierta. Una señora que estabamuy cerca rió nerviosamente.

—Vámonos, Jim, vámonos —susurró Sibyl. Él la siguió, sin dejarseintimidar, a través de la multitud. Sealegraba de haber dicho lo que habíadicho.

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Cuando llegaron a la estatua deAquiles, Sibyl se volvió hacia suhermano. La piedad de sus ojos setransformó en risa al llegar a los labios.

—Estás loco, Jim, completamenteloco —le dijo, moviendo la cabeza—;un chico con muy mal genio, eso es todo.¿Cómo puedes imaginar cosas tanhorribles? No sabes lo que dices.Sencillamente tienes celos y eres muypoco amable. ¡Ojalá te enamorases! Elamor hace buenas a las personas, y esoque has dicho ha sido una maldad.

—Tengo dieciséis años —respondióJim—, y sé lo que me digo. Nuestramadre no te ayuda en absoluto. No sabe

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cómo hay que cuidarte. Preferiría notener que irme a Australia. Estoy pormandarlo todo a paseo. Lo haría si nohubiera firmado el contrato.

—No te pongas tan serio, Jim. Erescomo uno de los héroes de esosmelodramas estúpidos que a nuestramadre tanto le gustaba representar. Nome voy a pelear contigo. Lo he visto yverlo es la felicidad perfecta. Noreñiremos. Sé que nunca harás daño aalguien a quien yo ame, ¿verdad que no?

—No, mientras todavía lo quieras,imagino —fue su hosca respuesta.

—¡Le querré siempre! —exclamóSibyl.

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—¿Y él?—¡También siempre!—Más le vale.Sibyl se apartó ligeramente de él.

Luego se echó a reír y le puso la manoen el brazo. No era más que un niño.

En Marble Arch tomaron un ómnibusque los dejó cerca de su modesto hogar.Eran más de las cinco, y Sibyl tenía quedescansar echada un par de horas antesde la representación. Jim insistió en quelo hiciera. Dijo que prefería despedirsede ella cuando su madre no estuvierapresente. Con toda seguridad haría unaescena, y Jim detestaba cualquier clasede escena.

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Se separaron en la habitación deSibyl. El corazón del muchacho estabadominado por los celos, y sentía un odioferoz, asesino, contra aquel extraño que,en su opinión, se había interpuesto entreellos. Sin embargo, cuando Sibyl le echólos brazos al cuello y le acarició elcabello con los dedos, Jim se ablandó yla besó con sincero afecto. Tenía losojos llenos de lágrimas mientras bajabalas escaleras.

Su madre lo esperaba abajo. Sequejó de su falta de puntualidad al verloentrar. Jim no respondió, pero se sentópara consumir su modesta cena. Lasmoscas zumbaban en torno a la mesa y

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corrían sobre el mantel poco limpio.Entre el ruido sordo de los ómnibus y elalboroto de los coches de punto, oía lavoz monótona que devoraba cada uno delos minutos que le quedaban.

Al cabo de algún tiempo apartó elplato y ocultó la cabeza entre las manos.Estaba convencido de que tenía derechoa saber. Tendrían que habérselo dichoantes, si todo había sucedido como élsospechaba. Su madre lo observabadominada por el miedo. Las palabrassalían maquinalmente de sus labios. Conlos dedos retorcía un pañuelo de encajehecho jirones. Al darlas seis el reloj depared, Jim se puso en pie y se dirigió

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hacia la puerta. Luego se volvió y susmiradas se encontraron. En los ojosmaternos descubrió una desesperadasolicitud de compasión que lo llenó decólera.

—Madre, hay algo que tengo quepedirte —dijo. Los ojos de la señoraVane deambularon sin rumbo por elcuarto, pero no contestó—. Dime laverdad. Tengo derecho a saber. ¿Estabascasada con mi padre?

La señora Vane dejó escapar unhondo suspiro, un suspiro de alivio. Elterrible momento, el momento que habíatemido de día y de noche, durantesemanas y meses, había llegado al fin,

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pero no sentía terror. En cierta medida,de hecho, fue más bien una desilusión.Una pregunta tan vulgarmente directaexigía una respuesta igualmente directa.No era una situación a la que se hubierallegado poco a poco. Era tosca. A laseñora Vane le hizo pensar en un ensayopoco satisfactorio.

—No —respondió, maravillada dela dura simplicidad de la vida.

—¡En ese caso mi padre era unsinvergüenza! —exclamó el muchacho,apretando los puños.

Su madre negó con la cabeza.—Yo sabía que no estaba libre. Nos

queríamos mucho. Si hubiera vivido,

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habría atendido a nuestras necesidades.No lo condenes, hijo mío. Era tu padre yun caballero. Pertenecía a una excelentefamilia.

A Jim se le escapó un juramento.—A mí no me importa —exclamó—,

pero no permitas que a Sibyl… Es uncaballero, no es eso, el tipo que estáenamorado de ella, ¿o dice que lo está?De una familia excelente, también,imagino.

Por un instante, la señora Vane sesintió terriblemente humillada. Inclinó lacabeza. Se limpió los ojos con manostemblorosas.

—Sibyl tiene madre —murmuró—;

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yo no la tenía.El muchacho se conmovió. Fue hacia

ella, se inclinó y la besó.—Siento haberte apenado,

preguntándote por mi padre —dijo—,pero no he podido evitarlo. He de irmeya. Adiós.

No olvides que ahora sólo tienes quecuidar de Sibyl, y créeme cuando te digoque si ese hombre engaña a mi hermana,descubriré quién es, lo encontraré y lomataré como a un perro, lo juro.

Lo desmedido de la amenaza, elgesto apasionado que la acompañó, laspalabras melodramáticas, hicieron quepor un momento la vida recuperase algo

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de su brillo para la actriz. Todo aquellorecreaba un ambiente con el que estabafamiliarizada. Respiró con mayorlibertad y por primera vez en muchosmeses sintió verdadera admiración porsu hijo. Le hubiera gustado continuar laescena en el mismo nivel emocional,pero Jim se lo impidió. Había que bajarbaúles, localizar alguna prenda deabrigo. El criado para todo de lapensión entraba y salía sin cesar. Eranecesario ajustar el precio con elcochero. La intensidad del momento seperdió en detalles vulgares. Desde laventana, la señora Vane agitó sumaltrecho pañuelo de encaje con un

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renovado sentimiento de decepciónmientras su hijo se alejaba. Se dabacuenta de que se había perdido una granoportunidad. Se consoló diciendo aSibyl cuán desolada sería su vida ahoraque sólo tenía a una hija a quien cuidar.Recordaba la frase de Jim, que le habíagustado. De sus amenazas no dijo nada.La manera de expresarla había sidovigorosa y dramática. La señora Vanetenía la impresión de que algún díatodos la recordarían riendo.

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C A P Í T U L O 6

—¿Has oído las noticias? —preguntólord Henry aquella noche a Hallwardcuando un camarero lo hizo entrar en elpequeño reservado del Bristol dondeestaba preparada una cena para tres.

—No —respondió el artista,entregando sombrero y abrigo alcamarero, quien procedió a hacerle unareverencia—. ¿De qué se trata? Nadaque tenga que ver con la política,espero. No me interesa. Apenas hay una

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sola persona en la Cámara de losComunes que se merezca un retrato,aunque muchos de ellos mejoraríanblanqueándolos un poco.

—Dorian Gray se ha prometido —dijo lord Henry, examinando atentamentea su amigo mientras hablaba.

Hallward se sobresaltó y luegofrunció el entrecejo.

—¡Dorian prometido! —exclamó—.¡Imposible!

—Es absolutamente cierto.—¿Con quién?—Con una actricilla de poco más o

menos.—No me lo puedo creer. Dorian es

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demasiado sensato.—Dorian es demasiado prudente

para no hacer alguna tontería de cuandoen cuando, mi querido Basil.

—Casarse es una cosa quedifícilmente se puede hacer de cuandoen cuando, Harry.

—Excepto en los Estados Unidos —replicó lánguidamente lord Henry—.Pero yo no he dicho que se haya casado.He dicho que se ha prometido. Hay unagran diferencia. Recuerdo con muchaclaridad estar casado, pero no tengorecuerdo alguno de estar prometido. Meinclino a creer que nunca estuveprometido.

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—Pero piensa en la cuna de Dorian,en su posición, en su riqueza. Seríaabsurdo que se casara tan por debajo desus posibilidades.

—Si de verdad quieres que se casecon la chica, dile precisamente eso.Puedes estar seguro de que lo hará.Siempre que un hombre hace algoperfectamente estúpido, lo hace por elmás noble de los motivos.

—Espero que la chica sea buena. Noquisiera ver a Dorian atado a algunahorrenda criatura que pueda envilecer sucuerpo y destruir su inteligencia.

—No, no; la chica es mejor quebuena…, es hermosa —murmuró lord

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Henry, saboreando un vaso de vermutcon zumo de naranjas amargas—.Dorian dice que es hermosa, y no sueleequivocarse en ese tipo de cuestiones.Tu retrato ha afinado su apreciación delas personas. Ése ha sido, entre otros,uno de sus excelentes resultados. Vamosa conocerla esta noche, si es que esemuchacho no olvida su cita connosotros.

—¿Hablas en serio?—Completamente en serio. Me

sentiría terriblemente mal si creyera quealguna vez llegaré a hablar másseriamente que en este momento.

—Pero, ¿tú lo apruebas, Harry? —

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preguntó el pintor, paseando por elreservado y mordiéndose los labios—.Es imposible que lo apruebes. Se tratasólo de un capricho.

—Yo ya no apruebo ni desapruebonada. Es una actitud absurda ante lavida. No se nos pone en el mundo paraairear nuestros prejuicios morales.Nunca doy la menor importancia a loque dice la gente vulgar, y nuncainterfiero con lo que hacen las personasencantadoras. Si una personalidad mefascina, cualquier modo de expresiónque elija me parecerá delicioso. DorianGray se enamora de una hermosamuchacha que interpreta a Julieta y se

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propone casarse con ella. ¿Por qué no?Si contrajera matrimonio con Mesalinano me parecería menos interesante.Sabes perfectamente que no soydefensor del matrimonio. El verdaderoinconveniente del matrimonio es quemata el egoísmo. Y las personas sinegoísmo son incoloras. Carecen deindividualidad. De todos modos, hayalgunos temperamentos que se hacenmás complejos con el matrimonio.Conservan su egoísmo y le añaden otrosmuchos. Se ven forzados a vivir más deuna vida. Se convierten en personassumamente organizadas, y organizarsemuy bien la vida, creo yo, es el objeto

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de la existencia humana. Además, todaexperiencia tiene valor y, se diga lo quese quiera contra el matrimonio, no cabeduda de que es una experiencia. Esperoque Dorian Gray haga de esa muchachasu esposa, que la adoreapasionadamente por espacio de seismeses y que luego, de repente, quedefascinado por otra persona. Será unmaravilloso tema de estudio.

—No crees ni una sola palabra de loque dices; sabes perfectamente que no.Si Dorian Gray echara a perder su vida,nadie lo sentiría más que tú. Eres muchomejor persona de lo que finges.

Lord Henry se echó a reír.

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—La razón de que nos guste pensarbien de los demás es que tenemos miedoa lo que pueda sucedernos. La base deloptimismo es el terror. Pensamos quesomos generosos porque atribuimos anuestro vecino las virtudes que máspueden beneficiarnos. Alabamos albanquero para que no nos penalice porestar en números rojos y encontramosbuenas cualidades en el salteador decaminos con la esperanza de que respetenuestra bolsa. Creo todo lo que hedicho. Desprecio profundamente eloptimismo. En cuanto a echar a perderuna vida, una vida sólo se echa a perdercuando se detiene su crecimiento. Si

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quieres estropear una personalidad,basta reformarla. Por lo que hace almatrimonio, por supuesto que sería unaestupidez, pero hay otros vínculos,mucho más interesantes, entre hombres ymujeres. Estoy desde luego dispuesto aalentarlos. Tienen el encanto de estar demoda. Pero aquí llega Dorian, que te locontará todo mejor que yo.

—Basil, Harry, ¡los dos tenéis quefelicitarme! —dijo el muchacho,desprendiéndose impaciente de la capacon forro de satén y procediendo aestrechar la mano de sus dos amigos—.No he sido nunca tan feliz. Ya sé que esrepentino; todo lo realmente delicioso lo

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es. Y, sin embargo, me parece que no hebuscado otra cosa en toda mi vida —tenía la tez encendida a causa de laalegría y la emoción, y parecíasingularmente apuesto.

—Espero que seas siempre muyfeliz, Dorian —dijo Hallward—, perono te perdono del todo que no me hayasinformado de tu compromiso. A Harry síse lo has dicho.

—Y yo no te perdono que lleguestarde a cenar —intervino lord Henry,poniendo una mano en el hombro delmuchacho y sonriendo mientras hablaba—. Vamos a sentarnos y a enterarnos dequé tal es el nuevo chef, y luego nos

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explicarás cómo ha sucedido todo.—En realidad no hay mucho que

contar —exclamó Dorian mientras lostres ocupaban sus sitios en torno a lareducida mesa redonda—. Ayer,sencillamente, después de dejarte;Harry, me vestí, cené en el pequeñorestaurante italiano de Rupert Street quetú me hiciste conocer, y a las ochoestaba en el teatro. Sibyl interpretaba aRosalinda. Por supuesto, el decoradoera horroroso y el actor que hacía deOrlando absurdo. ¡Sibyl, en cambio!¡Tendrías que haberla visto! Cuandoapareció vestida de muchacho estabaabsolutamente maravillosa. Llevaba un

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jubón de terciopelo color musgo conmangas de color canela, calzasmarrones, un precioso sombrerito verdecon una pluma de halcón sujeta por unajoya, y un gabán con capucha forrado derojo mate. Nunca me había parecido tanexquisita. Tenía la gracia delicada deesa figurilla de Tanagra que tienes en tuestudio, Basil. Los cabellos rodeándolela cara como hojas oscuras en torno auna pálida rosa. En cuanto a suinterpretación…, bueno, vais a verlaesta noche. Es, ni más ni menos, unaartista nata. Me quedé completamenteembobado en mi palco cochambroso.Me olvidé de que estaba en Londres y en

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el siglo XIX. Me había ido con miamada a un bosque que nadie había vistonunca. Cuando terminó larepresentación, pasé entre bastidores yhablé con ella. Mientras estábamossentados uno al lado del otro, aparecióde repente en sus ojos una mirada que yono había visto nunca. Mis labios semovieron hacia los suyos. Nos besamos.No soy capaz de describiros lo que sentíen aquel momento. Me pareció que lavida entera se concentraba en un puntoperfecto de alegría color rosa. Sibyl sepuso a temblar de pies a cabeza,estremeciéndose como un narcisoblanco. Luego se arrodilló y me besó las

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manos. Comprendo que no deberíacontaros todo esto, pero no puedoevitarlo. Por supuesto, nuestrocompromiso es un secreto total. Sibyl nisiquiera se lo ha dicho a su madre. Nosé lo que dirán mis tutores. Lord Radleymontará sin duda en cólera. Me da igual.Seré mayor de edad en menos de un año,y entonces podré hacer lo que quiera.¿No es cierto que he hecho bien sacandoa mi amor de la poesía y encontrando ami esposa en las obras de Shakespeare?Labios a los que Shakespeare enseñó ahablar han susurrado su secreto en mioído. Me han rodeado los brazos deRosalinda y he besado a Julieta en la

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boca.—Sí, Dorian —dijo Hallward,

hablando muy despacio—; supongo quehas hecho bien.

—¿La has visto hoy? —preguntólord Henry.

Dorian Gray negó con la cabeza.—La dejé en el bosque de Arden y

hoy la encontraré en un huerto deVerona.

Lord Henry saboreó su champán conaire meditabundo.

—¿En qué punto mencionaste lapalabra matrimonio, Dorian? ¿Y quérespondió ella? Quizá lo hayas olvidadopor completo.

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—Mi querido Harry, no mecomporté como si fuera un tratocomercial, y no le hice explícitamenteuna propuesta de matrimonio. Le dijeque la amaba y ella respondió que noera digna de ser mi esposa. ¡Que no eradigna! ¡Cuando el mundo entero no esnada para mí comparado con ella!

—Las mujeres son maravillosamenteprácticas —murmuró lord Henry—;mucho más prácticas que nosotros. Ensituaciones como ésa, olvidamos confrecuencia mencionar la palabramatrimonio, pero ellas nos lo recuerdansiempre.

Hallward le puso una mano en el

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brazo.—No, Harry. Has disgustado a

Dorian, que no es como otros hombres.Dorian nunca haría desgraciada a otrapersona. Tiene demasiada delicadezapara una cosa así. Lord Henry miró porencima de la mesa.

—Dorian no está nunca disgustadoconmigo —respondió—. He hecho lapregunta por la mejor de las razones,por la única razón, a decir verdad, quedisculpa de hacer cualquier pregunta: lasimple curiosidad. Mantengo la teoríade que son siempre las mujeres quienesnos proponen el matrimonio y nonosotros a ellas. Excepto, por supuesto,

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las personas de la clase media. Pero locierto es que las clases medias no sonmodernas.

Dorian Gray se echó a reír y movióla cabeza.

—Eres completamente incorregible,Harry; pero no me importa. Esimposible enfadarse contigo. Cuandoveas a Sibyl Vane comprenderás que elhombre que la tratara mal sería undesalmado, un ser sin corazón. Noentiendo que nadie quiera avergonzar alser que ama. Y yo amo a Sibyl Vane.Quiero colocarla sobre un pedestal deoro, y ver cómo el mundo venera a lamujer que es mía. ¿Qué es el

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matrimonio? Una promesa irrevocable.Por eso te burlas de él. ¡No lo hagas! Esuna promesa irrevocable la que yoquiero hacer. La confianza de Sibyl mehace fiel, su fe me hace bueno. Cuandoestoy con ella, reniego de todo lo queme has enseñado. Me convierto enalguien diferente del que has conocido.He cambiado y el simple hecho de tocarla mano de Sibyl Vane hace que teolvide y que olvide tus falsas teorías,tan fascinantes, tan emponzoñadas, tandeliciosas.

—¿Mis teorías…? —preguntó lordHenry, sirviéndose un poco de ensalada.

—Tus teorías sobre la vida, tus

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teorías sobre el amor, tus teorías sobreel placer. Todas tus teorías, de hecho.

—El placer es la única cosa sobre laque merece la pena elaborar una teoría—respondió lord Henry separando bienlas palabras con su voz melodiosa—.Pero mucho me temo que no me puedoatribuir esa teoría como propia. No mepertenece a mí, pertenece a laNaturaleza. El placer es la prueba defuego de la Naturaleza. Cuando somosfelices siempre somos buenos, perocuando somos buenos no siempre somosfelices.

—Sí, pero, ¿qué quieres decir conbueno? —exclamó Basil Hallward.

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—Sí —asintió Dorian, recostándoseen el asiento, y mirando a lord Henrysobre el tupido ramo de iris moradosque ocupaba el centro de la mesa—,¿qué quieres decir con bueno?

—Ser bueno es estar en armonía conuno mismo —replicó lord Henry,tocando el delicado pie de la copa condedos muy blancos y finos—. Haydisonancia cuando uno se ve forzado aestar en armonía con otros. La propiavida…, eso es lo importante. En cuantoa la vida de nuestros vecinos, si unoquiere ser un hipócrita o un puritano,podemos hacer alarde de nuestras ideassobre moral, pero en realidad esas

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personas no son asunto nuestro. Por otraparte, las metas del individualismo sonlas más elevadas. La moralidad modernaconsiste en aceptar las normas de lapropia época. Pero yo considero que,para un hombre culto, aceptar lasnormas de su época es la peorinmoralidad.

—Pero, por supuesto, si uno vive tansólo para uno mismo, ha de pagar unprecio terrible por hacerlo, ¿no escierto, Harry? —preguntó el pintor.

—Sí, en los tiempos que corren senos cobra excesivamente por todo.Tengo la impresión de que la verdaderatragedia de los pobres es que no pueden

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permitirse nada excepto renunciar a símismos. Los pecados hermosos, comolos objetos hermosos, son el privilegiode los ricos.

—Hay que pagar de otras manerasademás de con dinero.

—¿De qué maneras, Basil?—Imagino que con remordimientos,

sufriendo…, bueno, dándose cuenta dela degradación.

Lord Henry se encogió de hombros.—Amigo mío, el arte medieval es

encantador, pero las emocionesmedievales están anticuadas. Se laspuede utilizar en las novelas, porsupuesto. Pero las cosas que se pueden

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utilizar en la narrativa son las que handejado de usarse en la vida real.Créeme, ningún hombre civilizado searrepiente nunca de un placer, y los nocivilizados nunca llegan a saber qué esun placer.

—Yo sé lo que es el placer —exclamó Dorian Gray—. Adorar aalguien.

—Sin duda eso es mejor que seradorado —respondió lord Henry,jugueteando con una fruta—. Seradorado es muy molesto. Las mujeresnos tratan como la humanidad trata a susdioses. Nos rinden culto y están siempremolestándonos para que hagamos algo

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por ellas.—Yo diría que cualquier cosa que

piden nos la han dado antes —murmuróel muchacho con mucha seriedad—.Crean el amor en nuestra alma. Tienenderecho a pedir correspondencia.

—Eso es completamente cierto —exclamó Hallward.

—Nada es completamente cierto —dijo lord Henry.

—Esto sí —le interrumpió Dorian—. Has de admitir, Harry, que lasmujeres entregan a los hombres el oromismo de sus vidas.

—Es posible —suspiró el otro—,pero inevitablemente lo reclaman en

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calderilla. Ése es el problema. Lasmujeres, como dijo en cierta ocasión unfrancés con mucho ingenio, despiertanen nosotros el deseo de producir obrasmaestras, pero luego nos impidensiempre llevarlas a cabo.

—¡Eres horrible, Harry! No sé porqué te tengo tanto afecto.

—Me lo tendrás siempre —replicólord Henry—. ¿Tomaréis café?Camarero, traiga café, fine champagne ycigarrillos. No, olvídese de loscigarrillos; tengo algunos yo. Basil, note permito que fumes puros. Enciende uncigarrillo. El cigarrillo es el perfectoejemplo de placer perfecto. Es exquisito

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y deja insatisfecho. ¿Qué más se puedepedir? Sí, Dorian, siempre me tendrásafecto. Represento para ti todos lospecados que nunca has tenido el valorde cometer.

—¡Qué cosas tan absurdas dices! —exclamó el muchacho, utilizando elencendedor de plata con forma dedragón que el camarero había dejadosobre la mesa.

—Vámonos al teatro. Cuando Sibylsalga a escena, encontrarás un nuevoideal de vida. Significará para ti algoque nunca has conocido.

—Lo he conocido todo —dijo lordHenry, en sus ojos una expresión de

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cansancio—, pero siempre estoydispuesto a experimentar una nuevaemoción. Mucho me temo, sin embargo,que, al menos para mí, eso es algo queno existe. De todos modos, quizá tumaravillosa chica me subyugue. Meencanta el teatro. Es mucho más real quela vida. Vamos, Dorian. Tú vendrásconmigo. Lo siento, Basil, pero sólo haysitio para dos en la berlina. Tendrás queseguirnos en un coche de punto.

Se levantaron para ponerse losabrigos, tomándose el café de pie. Elpintor, preocupado, había enmudecido.Le había invadido la melancolía. Ledesagradaba mucho aquel matrimonio,

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aunque en realidad le parecía mejor queotras muchas cosas que podrían habersucedido. Muy poco después salían a lacalle. Hallward se dirigió solo hacia elteatro, como habían convenido, y estuvocontemplando las luces parpadeantes dela berlina que le precedía. Tuvo laextraña sensación de haber perdidoalgo. Sintió que Dorian Gray ya no seríanunca para él lo que había sido en elpasado. La vida se había interpuestoentre los dos… Los ojos se le llenaronde oscuridad y vio las calles,abarrotadas y centelleantes, a través deuna niebla. Cuando el coche de punto sedetuvo ante el teatro tuvo la sensación

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de haber envejecido varios años.

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C A P Í T U L O 7

Aquella noche, por alguna razón, elteatro estaba abarrotado, y el gordoempresario judío que los recibió en lapuerta, sonriendo trémulamente de orejaa oreja con expresión untuosa, procedióa escoltarlos hasta el palco conpomposa humildad, agitando sus gruesasmanos enjoyadas y hablando a voz engrito. Dorian Gray sintió que ledesagradaba más que nunca. Le parecióque viniendo en busca de Miranda se

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había encontrado con Calibán. A lordHenry, por el contrario, más bien legustó. Al menos eso fue lo que dijo, einsistió en estrecharle la mano,asegurándole que estaba orgulloso deconocer al hombre que habíadescubierto a una joya de lainterpretación y que se había arruinado acausa de un poeta. Hallward se divirtiócon los rostros del patio de butacas. Elcalor era insoportable, y la enormelámpara ardía como una daliamonstruosa con pétalos de fuegoamarillo. Los jóvenes del paraíso sehabían quitado chaquetas y chalecos,colgándolos de las barandillas.

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Hablaban entre sí de un lado a otro delteatro y compartían sus naranjas con lasllamativas chicas que los acompañaban.Algunas mujeres reían en el patio debutacas, con voces chillonas ydiscordantes. Desde el bar llegaba elruido del descorchar de las botellas.

—¡Qué lugar para encontrar a unadiosa! —dijo lord Henry.

—¡Es cierto! —respondió DorianGray—. Pero fue aquí donde laencontré, y Sibyl es la encarnación de ladivinidad. Cuando actúe, te olvidarás detodo. Esas gentes vulgares y toscas, derostros primitivos y gestos brutales, setransforman cuando Sibyl está en el

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escenario. Callan y escuchan. Lloran yríen cuando Sibyl quiere que lo hagan.Consigue que respondan como lascuerdas de un violín. Los espiritualiza, yse siente que están hechos de la mismacarne y sangre que nosotros.

—¡La misma carne y sangre quenosotros! ¡Espero que no! —exclamólord Henry, que observaba a losocupantes del paraíso con sus gemelosde teatro.

—No le hagas caso, Dorian —dijoel pintor—. Yo sí entiendo lo quequieres decir y estoy convencido de queesa chica es como dices. La mujer aquien tú ames ha de ser maravillosa, y

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cualquier muchacha que consigue elefecto que describes ha de serespléndida y noble. Espiritualizar a lapropia época…, eso es algo que merecela pena. Si Sibyl es capaz de dar unalma a quienes han vivido sin ella, sicrea un sentimiento de belleza enpersonas cuyas vidas han sido sórdidasy miserables, si los libera de su egoísmoy les presta lágrimas por sufrimientosque no son suyos, se merece toda tuadoración, se merece la adoración delmundo entero. Tu matrimonio con ella esun acierto. Al principio no lo creía así,pero ahora lo veo de otra manera. Losdioses han hecho a Sibyl Vane para ti.

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Sin ella hubieras quedado incompleto.—Gracias, Basil —respondió

Dorian Gray, dándole un apretón demanos—. Sabía que me entenderías.Harry es tan cínico que me aterra. Peroaquí llega la orquesta. Aunqueespantosa, sólo toca unos cinco minutosaproximadamente. Luego se levanta eltelón, y veréis a la muchacha a quienvoy a dar toda mi vida, y a la que ya hedado todo lo bueno que hay en mí.

Un cuarto de hora después,acompañada de unos aplausosestruendosos, Sibyl Vane apareció en elescenario. Sí, no había duda de suencanto; era, pensó lord Henry, una de

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las criaturas más encantadoras que habíavisto nunca. Había algo de gacela en sugracia tímida y en sus ojossorprendidos. Un ligero arrebol, comola sombra de una rosa en un espejo deplata, se asomó a sus mejillas cuandovio el teatro abarrotado y entusiasta.Retrocedió unos pasos y pareció que letemblaban los labios. Basil Hallward sepuso en pie y empezó a aplaudir.Inmóvil, como en un sueño, Dorian Graysiguió sentado, mirándola fijamente.Lord Henry la examinó con sus gemelosy murmuró: «Encantadora, encantadora».

La acción transcurría en el vestíbulode la casa de los Capuleto, y Romeo,

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vestido de peregrino, había entrado conMercutio y sus amigos. Los músicostocaron unos compases de acuerdo consus posibilidades y comenzó la danza.Entre la multitud de actoresdesangelados y pobremente vestidos,Sibyl Vane se movía como una criaturade un mundo superior. Su cuerpo seagitaba, al bailar, como se mueve unaplanta dentro del agua. Las ondulacionesde su garganta eran las ondulaciones deun lirio blanco. Sus manos parecíanhechas de sereno marfil.

Y, sin embargo, resultabacuriosamente apática. No manifestósigno alguno de alegría cuando sus ojos

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se posaron sobre Romeo. Las pocaspalabras que tenía que decir:

Buen peregrino, no reprochestanto

a tu mano un fervor tanverdadero:

si juntan manos peregrino ysanto,

palma con palma es beso depalmero

Junto con el breve diálogo que sigue,fueron pronunciadas de maneracompletamente artificial. La voz eraexquisita, pero desde el punto de vista

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de tono, absolutamente falsa. Lacoloración era equivocada. Privaba devida a los versos. Hacía que la pasiónresultase irreal.

Dorian Gray fue palideciendomientras la contemplaba. Estabadesconcertado y lleno de ansiedad.Ninguno de sus dos amigos se atrevía adecir nada. Sibyl les parecíaabsolutamente incompetente. Se sentíanhorriblemente decepcionados.

De todos modos, comprendían que laverdadera prueba de cualquier Julieta esla escena del balcón en el segundo acto.Esperarían a que llegara. Si fallaba allí,todo habría acabado.

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De nuevo estaba encantadora cuandoreapareció al claro de luna. Eso no sepodía negar. Pero lo forzado de suinterpretación resultaba insoportable, yfue empeorando con el paso del tiempo.Sus gestos se hicieron absurdamenteartificiales. Subrayaba excesivamentetodo lo que tenía que decir. El hermosopasaje:

La noche me oculta con suvelo;

si no, el rubor teñiría mismejillas

por lo que antes me has oídodecir.

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Fue declamado con la penosaprecisión de una colegiala a quien haenseñado a recitar un profesor deelocución de tercera categoría. Y cuandose asomó al balcón y llegó a losmaravillosos versos:

Aunque seas mi alegría,no me alegra nuestro acuerdo

de esta noche:demasiado brusco,

imprudente, repentino,igual que el relámpago, que

cesaantes de poder nombrarlo.

Amor, buenas noches.

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Con el aliento del verano,este brote amoroso

puede dar bella flor cuandovolvamos a vernos

Dijo las palabras como si carecieranpor completo de sentido. No eranerviosismo. De hecho, lejos de estarnerviosa, parecía absolutamente dueñade sí misma. Era sencillamente una malainterpretación, y Sibyl un completodesastre.

Incluso el público del patio debutacas y del paraíso, vulgar y sineducación, había perdido interés por laobra. Incómodos, empezaban a hablar en

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voz alta y a silbar. El empresario judío,de pie tras los asientos del primeranfiteatro, golpeaba el suelo con lospies y protestaba indignado. Tan sóloSibyl permanecía indiferente.

Al término del segundo acto seprodujo una tormenta de silbidos. LordHenry se levantó de su asiento y se pusoel gabán.

—Es muy hermosa, Dorian —dijo—, pero incapaz de interpretar.Vámonos.

—Voy a quedarme hasta el final —respondió el joven, con una vozcrispada y llena de amargura—. Sientomucho baberos hecho perder la velada.

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Os pido disculpas a los dos.—Mi querido Dorian, a mí me

parece que la señorita Vane está enferma—interrumpió Hallward—. Vendremosotra noche.

—Ojalá estuviera enferma —replicóDorian Gray—. Pero a mí me haparecido sencillamente insensible y fría.Ha cambiado por completo. Anoche erauna gran artista. Hoy es una actrizvulgar, mediocre.

—No hables así de alguien a quienamas, Dorian. El amor es másmaravilloso que el arte.

—Los dos son formas de imitación—señaló lord Henry—. Pero será mejor

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que nos vayamos. No debes seguir aquípor más tiempo, Dorian. No es buenopara la moral ver una malainterpretación. Además, supongo que noquerrás que tu esposa actúe en el teatro.En ese caso, ¿qué importa si interpretaJulieta como una muñeca de madera? Esencantadora, y si sabe tan poco de lavida como de actuar en el teatro, seráuna experiencia deliciosa. Sólo hay dosclases de personas realmentefascinantes: las que lo sabenabsolutamente todo y las que no sabenabsolutamente nada. Santo cielo,muchacho, ¡no pongas esa expresión tantrágica! El secreto para conservar la

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juventud es no permitirse ningunaemoción impropia. Ven al club con Basily conmigo. Fumaremos cigarrillos ybeberemos para celebrar la belleza deSibyl Vane, que es muy hermosa. ¿Quémás puedes querer?

—Vete, Harry —exclamó el joven—. Quiero estar solo. Y tú también,Basil. ¿Es que no veis que se me estárompiendo el corazón?

Lágrimas ardientes le asomaron alos ojos. Le temblaban los labios y,dirigiéndose al fondo del palco, seapoyó contra la pared, escondiendo lacara entre las manos.

—Vámonos, Basil —dijo lord

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Henry, con una extraña ternura en la voz.Un instante después habíandesaparecido.

Casi enseguida se encendieron lascandilejas y se alzó el telón para eltercer acto. Dorian Gray volvió a suasiento. Estaba pálido, pero orgulloso eindiferente. La obra se fue arrastrando,interminable. La mitad del públicoabandonó la sala, haciendo ruido consus pesadas botas y riéndose. Larepresentación había sido un fiascototal. El último acto se interpretó anteuna sala casi vacía. Una risa contenida yalgunas protestas saludaron la caída delúltimo telón.

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Nada más terminar la obra, Dorianpasó entre bastidores, para dirigirse alcamerino de la actriz. Encontró allí aSibyl, con una expresión triunfal en elrostro y los ojos llenos de fuego. Estabaradiante. Sonreía, los labios ligeramenteabiertos, a causa de un secreto muypersonal.

Al entrar Dorian, la muchacha lomiró y apareció en su rostro unaexpresión de infinita alegría.

—¡Qué mal he actuado esta noche,Dorian! —exclamó.

—¡Horriblemente mal! —respondióél, contemplándola asombrado—.¡Espantoso! Ha sido terrible. ¿Estás

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enferma? No puedes hacerte idea de loque ha sido. No te imaginas cómo hesufrido.

La muchacha sonrió.—Dorian —respondió, acariciando

el nombre del amado con la prolongadamúsica de su voz, como si fuera másdulce que miel para los rojos pétalos desu boca—. Dorian, deberías haberloentendido. Pero ahora lo entiendes ya,¿no es cierto?

—¿Entender qué? —preguntó él,colérico.

—El porqué de que lo haya hechotan mal esta noche. El porqué de que deahora en adelante lo haga siempre mal.

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El porqué de que no vuelva nunca aactuar bien.

Dorian se encogió de hombros.—Supongo que estás enferma.

Cuando estés enferma no deberíasactuar. Te pones en ridículo. Mis amigosse han aburrido. Yo me he aburrido.

Sibyl parecía no escucharlo. Estabatransfigurada por la alegría. Dominadapor un éxtasis de felicidad.

—Dorian, Dorian —exclamó—,antes de conocerte, actuar era la únicarealidad de mi vida. Sólo vivía para elteatro. Creía que todo lo que pasaba enel teatro era verdad. Era Rosalinda unanoche y Porcia otra. La alegría de

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Beatriz era mi alegría, e igualmente míaslas penas de Cordelia. Lo creía todo. Lagente vulgar que trabajaba conmigo meparecía tocada de divinidad. Losdecorados eran mi mundo. Sólo sabía desombras, pero me parecían reales.Luego llegaste tú, ¡mi maravillosoamor!, y sacaste a mi alma de su prisión.Me enseñaste qué es la realidad. Estanoche, por primera vez en mi vida, hevisto el vacío, la impostura, la estupidezdel espectáculo sin sentido en el queparticipaba. Hoy, por vez primera, mehe dado cuenta de que Romeo erahorroroso, viejo, y de que ibamaquillado; que la luna sobre el huerto

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era mentira, que los decorados eranvulgares y que las palabras que decíaeran irreales, que no eran mías, no eranlo que yo quería decir. Tú me has traídoalgo más elevado, algo de lo que todo elarte no es más que un reflejo. Me hashecho entender lo que es de verdad elamor. ¡Amor mío! ¡Mi príncipe azul!¡Príncipe de mi vida! Me he cansado delas sombras. Eres para mí más de lo quepueda ser nunca el arte. ¿Qué tengo yoque ver con las marionetas de una obra?Cuando he salido a escena esta noche,no entendía cómo era posible que mehubiera quedado sin nada. Pensabahacer una interpretación maravillosa y

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de pronto he descubierto que era incapazde actuar. De repente he comprendido loque significa amarte. Saberlo me hahecho feliz. He sonreído al oír protestara los espectadores. ¿Qué saben ellos deun amor como el nuestro? Llévamelejos, Dorian; llévame contigo a dondepodamos estar completamente solos.Aborrezco el teatro. Sé imitar unapasión que no siento, pero no la quearde dentro de mí como un fuego.Dorian, Dorian, ¿no entiendes lo quesignifica? Incluso aunque pudierahacerlo, sería para mí una profanaciónrepresentar que estoy enamorada. Tú mehas hecho verlo.

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Dorian se dejó caer en el sofá yevitó mirarla.

—Has matado mi amor —murmuró.Sibyl lo miró asombrada y se echó a

reír. El muchacho no respondió. Ella seacercó, y con una mano le acarició elpelo. A continuación se arrodilló y seapoderó de sus manos, besándoselas.Dorian las retiró, estremecido por unescalofrío.

Luego se puso en pie de un salto,dirigiéndose hacia la puerta.

—Sí —exclamó—; has matado miamor. Eras un estímulo para miimaginación. Ahora ni siquieradespiertas mi curiosidad. No tienes

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ningún efecto sobre mí. Te amabaporque eras maravillosa, porque teníasgenio e inteligencia, porque hacíasreales los sueños de los grandes poetasy dabas forma y contenido a las sombrasdel arte. Has tirado todo eso por laventana. Eres superficial y estúpida.¡Cielo santo! ¡Qué loco estaba alquererte! ¡Qué imbécil he sido! Ya nosignificas nada para mí. Nunca volveré averte. Nunca pensaré en ti. Nuncamencionaré tu nombre. No te das cuentade lo que representabas para mí.Pensarlo me resulta intolerable.¡Quisiera no haberte visto nunca! Hasdestruido la poesía de mi vida. ¡Qué

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poco sabes del amor si dices que ahogael arte! Sin el arte no eres nada. Yo tehubiera hecho famosa, espléndida,deslumbrante. El mundo te hubieraadorado, y habrías llevado mi nombre.Pero, ahora, ¿qué eres? Una actriz detercera categoría con una cara bonita.

Sibyl palideció y empezó a temblar.Juntó las manos, apretándolas mucho, ydijo, con una voz que se le perdía en lagarganta:

—No hablas en serio, ¿verdad,Dorian? —murmuró—. Estás actuando.

—¿Actuando? Eso lo dejo para ti,que lo haces tan bien —respondió él conamargura.

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Alzándose de donde se habíaarrodillado y, con una penosa expresiónde dolor en el rostro, la muchacha cruzóla habitación para acercarse a él. Lepuso la mano en el brazo, mirándole alos ojos. Dorian la apartó con violencia.

—¡No me toques! —gritó.A Sibyl se le escapó un gemido

apenas audible mientras se arrojaba asus pies, quedándose allí como una florpisoteada.

—¡No me dejes, Dorian! —susurró—. Siento no haber interpretado bien mipapel. Pensaba en ti todo el tiempo.Pero lo intentaré, claro que lo intentaré.Se me presentó tan de repente…, mi

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amor por ti. Creo que nunca lo habríasabido si no me hubieras besado, si nonos hubiéramos besado. Bésame otravez, amor mío. No te alejes de mí. No losoportaría. No me dejes. Mi hermano…No; es igual. No sabía lo que decía. Erauna broma… Pero tú, ¿no me puedesperdonar lo que ha pasado esta noche?Trabajaré muchísimo y me esforzaré pormejorar. No seas cruel conmigo, porquete amo más que a nada en el mundo.Después de todo, sólo he dejado decomplacerte en una ocasión. Pero tienestoda la razón, Dorian, tendría que haberdemostrado que soy una artista. Quécosa tan absurda; aunque, en realidad,

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no he podido evitarlo. No me dejes, porfavor —un ataque de apasionadossollozos la atenazó. Se encogió en elsuelo como una criatura herida, y loslabios bellamente dibujados de DorianGray, mirándola desde lo alto, securvaron en un gesto de consumadodesdén. Las emociones de las personasque se ha dejado de amar siempre tienenalgo de ridículo. Sibyl Vane le resultabaabsurdamente melodramática. Suslágrimas y sus sollozos le importunaban.

—Me voy —dijo por fin, con vozclara y tranquila—. No quiero parecerdescortés, pero me será imposiblevolver a verte. Me has decepcionado.

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Sibyl lloraba en silencio, pero norespondió; tan sólo se arrastró, paraacercarse más a Dorian. Extendió lasmanos ciegamente, dando la impresiónde buscarlo. El muchacho se dio lavuelta y salió de la habitación. Unosinstantes después había abandonado elteatro.

Apenas supo dónde iba. Más tarderecordó haber vagado por calles maliluminadas, de haber atravesadolúgubres pasadizos, poblados desombras negras y casas inquietantes.Mujeres de voces roncas y risas ásperaslo habían llamado. Borrachos de pasoinseguro habían pasado a su lado entre

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maldiciones, charloteando consigomismos como monstruosos antropoides.Había visto niños grotescos apiñados enumbrales y oído chillidos y juramentosque salían de patios melancólicos.

Al rayar el alba se encontró cerca deCovent Garden. Al alzarse el velo de laoscuridad, el cielo, enrojecido pordébiles resplandores, se vació hastaconvertirse en una perla perfecta.Grandes carros, llenos de liriosbalanceantes, recorrían lentamente lacalle resplandeciente y vacía. El aire sellenó con el perfume de las flores, y subelleza pareció proporcionarle unanalgésico para su dolor. Siguió

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caminando hasta el mercado, ycontempló cómo descargaban losvehículos. Un carrero de blusa blanca leofreció unas cerezas. Dorian le dio lasgracias y, preguntándose por qué el otrose había negado a aceptar dinero acambio, empezó a comérselasdistraídamente. Las habían recogido amedia noche, y tenían la frialdad de laluna. Una larga hilera de muchachos quetransportaban cajones de tulipanes y derosas amarillas y rojas desfilaron anteél, abriéndose camino entre enormesmontones, verde jade, de hortalizas.Bajo el gran pórtico, de columnas grisesdesteñidas por el sol, una bandada de

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chicas desarrapadas, con la cabezadescubierta, esperaban, ociosas, a queterminara la subasta. Otras seamontonaban alrededor de las puertasbatientes del café de la Piazza. Lospesados percherones se resbalaban ygolpeaban con fuerza los ásperosadoquines, agitando sus arneses concampanillas. Algunos de los cocherosdormían sobre montones de sacos. Consus cuellos metálicos y sus patasrosadas, las palomas corrían de acá paraallá picoteando semillas.

Después de algún tiempo, DorianGray paró un coche de punto que lollevó a su casa. Una vez allí, se detuvo

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unos instantes en el umbral, recorriendocon la mirada la plaza silenciosa, consus ventanas vacías, sus contraventanas,y los estores de mirada fija. El cielo sehabía convertido en un puro ópalo, y lostejados de las casas brillaban comoplata bajo él. De alguna chimenea alotro lado de la plaza empezaba a alzarseuna delgada columna de humo quepronto curvó en el aire nacarado susvolutas moradas.

En la enorme linterna veneciana —botín dorado de alguna góndola ducal—que colgaba del techo del gran vestíbulorevestido de madera de roble, aúnardían las luces de tres mecheros,

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semejantes a delgados pétalos azulescon un borde de fuego blanco. Los apagóy, después de arrojar capa y sombrerosobre la mesa, cruzó la biblioteca endirección a la puerta de su dormitorio,una amplia habitación octogonal en elpiso bajo que, dada su reciente pasiónpor el lujo, acababa de hacer decorar asu gusto, colgando de las paredescuriosas tapicerías renacentistas quehabían aparecido almacenadas en unático olvidado de Selby Royal. Mientrasgiraba la manecilla de la puerta, sumirada se posó sobre el retrato pintadopor Basil Hallward. La sorpresa leobligó a detenerse. Luego entró en su

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cuarto sin perder la expresión deperplejidad. Después de quitarse la florque llevaba en el ojal de la chaqueta,pareció vacilar. Finalmente regresó a labiblioteca, se acercó al cuadro y loexaminó con detenimiento. Iluminadopor la escasa luz que empezaba aatravesar los estores de seda de colorcrema, le pareció que el rostro habíacambiado ligeramente. La expresiónparecía distinta. Se diría que habíaaparecido un toque de crueldad en laboca. Era, sin duda, algo bien extraño.

Dándose la vuelta, se dirigió haciala ventana y alzó el estor. El resplandordel alba inundó la habitación y barrió

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hacia los rincones oscuros las sombrasfantásticas, que se inmovilizaron,temblorosas. Pero la extraña expresiónque Dorian Gray había advertido en elrostro del retrato siguió presente, másintensa si cabe. La temblorosa y ardienteluz del sol le mostró los pliegues cruelesen torno a la boca con la misma claridadque si se hubiera mirado en un espejodespués de cometer alguna acciónabominable.

Estremecido, tomó de la mesa unespejo oval, encuadrado por cupidos demarfil, uno de los muchos regalos quelord Henry le había hecho, y lanzó unamirada rápida a sus brillantes

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profundidades. Ninguna arruga parecidahabía deformado sus labios rojos. ¿Quésignificaba aquello?

Después de frotarse los ojos, seacercó al cuadro y lo examinó de nuevo.No había ninguna señal de cambiocuando miraba el lienzo y, sin embargo,no cabía la menor duda de que laexpresión del retrato era distinta. No selo había inventado. Se trataba de unarealidad atrozmente visible.

Dejándose caer sobre una sillaempezó a pensar. De repente, como enun relámpago, se acordó de lo que dijeraen el estudio de Basil Hallward el díaen que el pintor concluyó el retrato. Sí;

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lo recordaba perfectamente. Habíaexpresado un deseo insensato: que elretrato envejeciera y que él seconservara joven; que la perfección desus rasgos permaneciera intacta, y que elrostro del lienzo cargara con el peso desus pasiones y de sus pecados; que en laimagen pintada aparecieran las arrugasdel sufrimiento y de la meditación, peroque él conservara todo el brillodelicado y el atractivo de unaadolescencia que acababa de tomarconciencia de sí misma. No era posibleque su deseo hubiera sido escuchado.Cosas así no sucedían, eran imposibles.Parecía monstruoso incluso pensar en

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ello. Y, sin embargo, allí estaba elretrato, con un toque de crueldad en laboca.

¡Crueldad! ¿Había sido cruel? Sibylera la culpable y no él. La había soñadogran artista, y por creerla grande lehabía entregado su amor. Pero Sibyl lehabía decepcionado, demostrando sersuperficial e indigna. Y, sin embargo, unsentimiento de infinito pesar se apoderóde él, al recordarla acurrucada a suspies y sollozando como una niñita.Rememoró con cuánta indiferencia lahabía contemplado. ¿Por qué lanaturaleza le había hecho así? ¿Por quése le había dado un alma como aquélla?

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Pero también él había sufrido. Durantelas tres terribles horas de larepresentación había vivido siglos dedolor, eternidades de tortura. Su vidabien valía la de Sibyl. Ella lo habíamaltratado, aunque Dorian le hubierainfligido una herida duradera. Lasmujeres, además, estaban mejorpreparadas para el dolor. Vivían de susemociones. Sólo pensaban en susemociones. Cuando tomaban un amante,no tenían otro objetivo que disponer dealguien a quien hacer escenas. LordHenry se lo había explicado, y lordHenry sabía cómo eran las mujeres.¿Qué razón había para preocuparse por

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Sibyl Vane? Ya no significaba nada paraél.

Pero, ¿y el retrato? ¿Qué iba a decirdel retrato? El lienzo de Basil Hallwardcontenía el secreto de su vida, narrabasu historia. Le había enseñado a amar supropia belleza. ¿Le enseñaría también aaborrecer su propia alma? ¿Volveríaalguna vez a mirarlo?

No; se trataba simplemente de unailusión que se aprovechaba de sussentidos desorientados. La horriblenoche pasada había engendradofantasmas. De repente, esa minúsculamancha escarlata que vuelve locos a loshombres se había desplomado sobre su

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cerebro. El cuadro no había cambiado.Era locura pensarlo.

Sin embargo, el retrato seguíacontemplándolo, con el hermoso rostrodeformado por una cruel sonrisa. Suscabellos resplandecían, brillantes, bajoel sol matinal. Los ojos azules del lienzose clavaban en los suyos. Un indeciblesentimiento de compasión le invadió,pero no por él, sino por aquella imagenpintada. Ya había cambiado y aúncambiaría más. El oro se marchitaría engris. Las rosas, rojas y blancas,morirían. Por cada pecado quecometiera, una mancha vendría aensuciar y a destruir su belleza. Pero no

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volvería a pecar. El cuadro, igual odistinto, sería el emblema visible de suconciencia. Resistiría a la tentación.Nunca volvería a ver a lord Henry: novolvería a escuchar, al menos, aquellasteorías sutilmente ponzoñosas que, en eljardín de Basil Hallward, habíandespertado en él por vez primera eldeseo de cosas imposibles. Volveríajunto a Sibyl Vane, le pediría perdón, secasaría con ella, se esforzaría poramarla de nuevo. Sí; era su deberhacerlo. Sin duda había sufrido más queél. ¡Pobre chiquilla! ¡Qué cruel y egoístahabía sido! La fascinación queprovocara en él renacería. Serían felices

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juntos. Su vida con ella sería hermosa ypura.

Se levantó de la silla y colocó unbiombo de grandes dimensiones delantedel retrato, estremeciéndose mientras locontemplaba. «¡Qué horror!», murmuró,y, acercándose a la puerta que daba aljardín, la abrió. Al pisar la hierba,respiró hondo. El frescor del airematutino pareció ahuyentar todas sussombrías pasiones. Pensaba sólo enSibyl. Un débil eco del antiguo amorreapareció en su pecho. Repitió muchasveces su nombre. Los pájaros quecantaban en el jardín empapado de rocíoparecían hablar de ella a las flores.

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C A P Í T U L O 8

Era más de mediodía cuando sedespertó. Su ayuda de cámara habíaentrado varias veces de puntillas en lahabitación, preguntándose qué hacíadormir hasta tan tarde a su amo. Doriantocó finalmente la campanilla, y Víctorapareció sin hacer ruido con una taza deté y un montón de cartas en una bandejitade porcelana de Sévres. Luegodescorrió las cortinas de satén coloroliva, con forro azul irisado, que

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cubrían las tres altas ventanas de laalcoba.

—El señor ha dormido muy bienesta noche —dijo, sonriendo.

—¿Qué hora es, Víctor? —preguntóDorian, todavía medio despierto.

—La una y cuarto, señor.¡Qué tarde ya! Se sentó en la cama y,

después de tomar unos sorbos de té, seocupó del correo. Una de las cartas erade lord Henry, y la habían traído a manopor la mañana. Dorian vaciló unmomento y luego terminó por apartarla.Las demás las abrió distraídamente.Contenían la usual colección de tarjetas,invitaciones para cenar, entradas para

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exposiciones privadas, programas deconciertos con fines benéficos y otrascosas parecidas que llueven todas lasmañanas sobre los jóvenes de la buenasociedad durante la temporada. Habíatambién una factura considerable por unjuego de utensilios de aseo Luis XV deplata repujada, factura que Dorian no sehabía atrevido aún a reexpedir a sustutores, personas extraordinariamentechapadas a la antigua, incapaces decomprender que vivimos en una épocaen la que ciertas cosas innecesarias sonnuestras únicas necesidades; tambiénencontró varias comunicaciones,redactadas en términos muy corteses, de

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los prestamistas de Jermyn Street,ofreciéndose a adelantarle cualquiercantidad de dinero sin molestas esperasy a unas tasas de interés sumamenterazonables.

Al cabo de unos diez minutos Dorianse levantó y, echándose por los hombrosuna lujosa bata de lana de Cachemiracon bordados en seda, entró en el cuartode baño con suelo de ónice. El aguafresca lo despejó después de las muchashoras de sueño. Parecía haber olvidadolo sucedido el día anterior. Una vagasensación de haber participado enalguna extraña tragedia se le pasó por lacabeza una o dos veces, pero con la

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irrealidad de un sueño.En cuanto se hubo vestido, entró en

la biblioteca y se sentó a tomar un ligerodesayuno francés, servido sobre unamesita redonda, próxima a la ventanaabierta. Hacía un día maravilloso. Elaire tibio parecía cargado de especias.Una abeja entró por la ventana y zumbóalrededor del cuenco color azul conmotivos de dragones que, lleno de rosasamarillas, tenía delante. Dorian se sintióperfectamente feliz.

De repente, su mirada se posó sobreel biombo situado delante del retrato yse estremeció.

—¿El señor tiene frío? —preguntó

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el ayuda de cámara, colocando unatortilla sobre la mesita—. ¿Cierro laventana?

Dorian negó con un movimiento decabeza.

—No tengo frío —murmuró.¿Era cierto todo lo que recordaba?

¿Había cambiado de verdad el retrato?¿O le había hecho ver su imaginaciónuna expresión malvada donde sólo habíaun gesto alegre? Era imposible que unlienzo cambiara. Absurdo. Sería unaexcelente historia que contarle a Basilalgún día. Le haría sonreír.

Sin embargo, ¡qué preciso era elrecuerdo! Primero en la confusa

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penumbra y luego en el luminosoamanecer, había visto el toque decrueldad en los labios contraídos. Casitemió que llegara el momento en que elcriado abandonase la biblioteca. Sabíaque cuando se quedara solo tendría queexaminar el retrato. Le daba miedoenfrentarse con la certeza. Cuando,después de traer el café y los cigarrillos,Víctor se volvió para marcharse, Doriansintió un absurdo deseo de decirle quese quedara. Mientras la puerta secerraba tras él, lo llamó. Víctor sedetuvo, esperando instrucciones. Dorianse lo quedó mirando unos instantes.

—No estoy para nadie —dijo,

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acompañando las palabras con unsuspiro.

Víctor hizo una inclinación decabeza y desapareció.

Dorian se alzó entonces de la mesa,encendió un cigarrillo y se dejó caersobre un diván extraordinariamentecómodo, situado delante del biombo. Elbiombo era antiguo, de cuero españoldorado, estampado con un dibujo LuisXIV demasiado florido. Dorian loexaminó con curiosidad, preguntándosesi habría ocultado ya alguna vez elsecreto de una vida.

¿Debía realmente apartarlo, despuésde todo? ¿Por qué no dejarlo donde

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estaba? ¿De qué servía conocer laverdad? Si resultaba cierto, era terrible.Si no, ¿por qué preocuparse? Pero, ¿y si,por alguna fatalidad o una casualidadaún más terrible, otros ojos hubieranmirado detrás del biombo, comprobandoel horrible cambio? ¿Qué haría si sepresentara Basil Hallward y pidiesecontemplar el cuadro? Era seguro queBasil acabaría por hacer una cosa así.No; tenía que examinar el retrato, yhacerlo de inmediato. Cualquier cosamejor que aquella espantosa duda.

Se levantó y cerró las dos puertascon llave. Al menos estaría solomientras contemplaba la máscara de su

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vergüenza. Luego apartó el biombo y sevio cara a cara. Era totalmente cierto. Elretrato había cambiado.

Como después recordaría confrecuencia, y siempre con notableasombro, se encontró mirando al retratocon un sentimiento que era casi decuriosidad científica. Que aquel cambiohubiera podido producirse le resultabaincreíble. Y, sin embargo, era un hecho.¿Existía alguna sutil afinidad entre losátomos químicos, que se convertían enforma y color sobre el lienzo, y el almaque habitaba en el interior de su cuerpo?¿Podría ser que lo que el alma pensaba,lo hicieran realidad? ¿Que dieran

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consistencia a lo que él soñaba? ¿Ohabía alguna otra razón, más terrible? Seestremeció, sintió miedo y, volviendo aldiván, se tumbó en él, contemplando elretrato sobrecogido de horror.

Comprendió, sin embargo, que elcuadro había hecho algo por él. Le habíapermitido comprender lo injusto, locruel que había sido con Sibyl Vane. Noera demasiado tarde para reparar aquelmal. Aún podía ser su esposa. El amoregoísta e irreal que había sentido daríapaso a un sentimiento más elevado, setransformaría en una pasión más noble, yel retrato pintado por Basil Hallwardsería su guía para toda la vida, sería

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para él lo que la santidad es paraalgunos, la conciencia para otros y eltemor de Dios para todos. Existíannarcóticos para el remordimiento,drogas que acallaban el sentido moral ylo hacían dormir. Pero allí delante teníaun símbolo visible de la degradación delpecado. Una prueba incontestable de laruina que los hombres provocan en sualma.

Sonaron las tres de la tarde, lascuatro, y la media hora dejó oír su doblecarillón, pero Dorian Gray no se movió.Trataba de reunir los hilos escarlata dela vida y de tejerlos siguiendo unmodelo; encontrar un camino, perdido

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como estaba en un laberinto de pasionesdesatadas. No sabía qué hacer, ni quépensar. Finalmente, volvió a la mesa yescribió una carta ardiente a lamuchacha a la que había amado,implorando su perdón y acusándose dedemencia. Llenó cuartilla tras cuartillacon atormentadas palabras de pesar yotras aún más patéticas de dolor. Existela voluptuosidad del autorreproche.Cuando nos culpamos sentimos quenadie más tiene derecho a hacerlo. Es laconfesión, no el sacerdote, lo que nos dala absolución. Cuando Dorian terminó lacarta sintió que había sido perdonado.

De repente, llamaron a la puerta, y

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oyó la voz de lord Henry en el exterior.—Dorian, amigo mío. He de verte.

Déjame entrar ahora mismo. Esinaceptable que te encierres de estamanera.

Al principio no contestó,inmovilizado por completo. Pero losgolpes en la puerta continuaron,haciéndose más insistentes. Sí, eramejor dejar entrar a lord Henry yexplicarle la nueva vida que habíadecidido llevar, reñir con él si eranecesario hacerlo, alejarse de él si laseparación era inevitable. Poniéndoseen pie de un salto, se apresuró a correrel biombo para que ocultara el cuadro, y

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luego procedió a abrir la puerta.—Siento mucho todo lo que ha

pasado, Dorian —dijo lord Henry alentrar—. Pero no debes pensardemasiado en ello.

—¿Te refieres a Sibyl Vane? —preguntó el joven.

—Sí, por supuesto —respondió lordHenry, dejándose caer en una silla yquitándose lentamente los guantesamarillos—. Es horrible, desde ciertopunto de vista, pero tú no tienes laculpa. Dime, ¿fuiste a verla después deque terminara la obra?

—Sí.—Estaba convencido de que había

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sido así. ¿Le hiciste una escena?—Fui brutal, Harry, terriblemente

brutal. Pero ahora todo está resuelto. Nosiento lo que ha sucedido. Me haenseñado a conocerme mejor.

—¡Ah, Dorian, cómo me alegro quete lo tomes de esa manera! Temíaencontrarte hundido en el remordimientoy mesándote esos cabellos tuyos tanagradables.

—He superado todo eso —dijoDorian, moviendo la cabeza y sonriendo—. Ahora soy totalmente feliz. Sé lo quees la conciencia, para empezar. No es loque me dijiste que era. Es lo más divinoque hay en nosotros. No te burles, Harry,

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no vuelvas a hacerlo…, al menos,delante de mí. Quiero ser bueno. Nosoporto la idea de la fealdad de mialma.

—¡Una encantadora base artísticapara la ética, Dorian! Te felicito porello. Pero, ¿cómo te propones empezar?

—Casándome con Sibyl Vane.—¡Casándote con Sibyl Vane! —

exclamó lord Henry, poniéndose en pie ycontemplándolo con infinito asombro—.Pero, mi querido Dorian…

—Sí, Harry, sé lo que me vas adecir. Algo terrible sobre el matrimonio.No lo digas. No me vuelvas a decircosas como ésas. Hace dos días le pedí

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a Sibyl que se casara conmigo. No voy afaltar a mi palabra. ¡Será mi esposa!

—¿Tu esposa…? ¿No has recibidomi carta? Te he escrito esta mañana, y teenvié la nota con mi criado.

—¿Tu carta? Ah, sí, ya recuerdo. Nola he leído aún, Harry. Temía quehubiera en ella algo que me disgustara.Cortas la vida en pedazos con tusepigramas.

—Entonces, ¿no sabes nada?—¿Qué quieres decir?Lord Henry cruzó la habitación y,

sentándose junto a Dorian Gray, le tomólas dos manos, apretándoselas mucho.

—Dorian… —dijo—, mi carta…,

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no te asustes…, era para decirte queSibyl Vane ha muerto.

Un grito de dolor escapó de loslabios del muchacho, que se puso en piebruscamente, liberando sus manos de lapresión de lord Henry.

—¡Muerta! ¡Sibyl muerta! ¡No esverdad! ¡Es una mentira espantosa!¿Cómo te atreves a decir una cosa así?

—Es completamente cierto, Dorian—dijo lord Henry, con gran seriedad—.Lo encontrarás en todos los periódicosde la mañana. Te he escrito para pedirteque no recibieras a nadie hasta que yollegara. Habrá una investigación, porsupuesto, pero no debes verte mezclado

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en ella. En París, cosas como ésa ponende moda a un hombre. Pero en Londresla gente tiene muchos prejuicios. Aquíes impensable debutar con un escándalo.Eso hay que reservarlo para dar interésa la vejez. Imagino que en el teatro nosaben cómo te llamas. Si es así no hayningún problema. ¿Te vio alguiendirigirte hacia su camerino? Eso esimportante.

Dorian tardó unos instantes encontestar. Estaba aturdido por el horror.

—¿Has hablado de unainvestigación? —tartamudeó finalmentecon voz ahogada—. ¿Qué quieres decircon eso? ¿Acaso Sibyl…? ¡Es superior

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a mis fuerzas, Harry! Pero habla pronto.Cuéntamelo todo inmediatamente.

—Estoy convencido de que no hasido un accidente, aunque hay queconseguir qué la opinión pública lo veade esa manera. Parece que cuando salíadel teatro con su madre, alrededor de lasdoce y media más o menos, dijo quehabía olvidado algo en el piso de arriba.Esperaron algún tiempo por ella, perono regresó. Finalmente la encontraronmuerta, tumbada en el suelo de sucamerino. Había tragado algo porequivocación, alguna cosa terrible queusan en los teatros. No sé qué era, perotenía ácido prúsico o carbonato de

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plomo. Imagino que era ácido prúsico,porque parece haber muertoinstantáneamente.

—¡Qué cosa tan atroz, Harry! —exclamó el muchacho.

—Sí, verdaderamente trágica, desdeluego, pero tú no debes verte mezcladoen ello. He visto en el Standard quetenía diecisiete años. Yo la hubieracreído aún más joven. ¡Tenía tal aspectode niña y parecía una actriz con tan pocaexperiencia! Dorian, no debes permitirque este asunto te altere los nervios.Cenarás conmigo y luego nos pasaremospor la ópera. Esta noche canta la Patti yestará allí todo el mundo. Puedes venir

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al palco de mi hermana. Irá con unasamigas muy elegantes.

—De manera que he asesinado aSibyl Vane —dijo Dorian Gray,hablando a medias consigo mismo—;como si le hubiera cortado el cuello conun cuchillo. Pero no por ello las rosasson menos hermosas. Ni los pájaroscantan con menos alegría en mi jardín. Yesta noche cenaré contigo, y luegoiremos a la ópera y supongo queacabaremos la velada en algún otrositio. ¡Qué extraordinariamentedramática es la vida! Si todo esto lohubiera leído en un libro, Harry, creoque me habría hecho llorar. Sin

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embargo, ahora que ha sucedido deverdad, y que me ha sucedido a mí,parece demasiado prodigioso paraderramar lágrimas. Aquí está la primeracarta de amor apasionada que he escritoen mi vida. Es bien extraño que miprimera carta de amor esté dirigida auna muchacha muerta. ¿Tienensentimientos, me pregunto, esos blancosseres silenciosos a los que llamamos losmuertos? ¿Puede Sibyl sentir, entender oescuchar? ¡Ah, Harry, cómo la amabahace muy poco! Pero ahora me pareceque han pasado años. Lo era todo paramí. Luego llegó aquella noche horrible,¿ayer?, en la que actuó tan

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espantosamente mal y en la que casi seme rompió el corazón. Me lo explicótodo. Era terriblemente patético. Pero nome conmovió en lo más mínimo. Mepareció una persona superficial. Aunqueluego ha sucedido algo que me ha dadomiedo. No puedo decirte qué, pero hasido terrible. Y decidí volver con Sibyl.Comprendí que me había portado malcon ella. Y ahora está muerta. ¡Dios delcielo, Harry! ¿Qué voy a hacer? Nosabes en qué peligro me encuentro, y nohay nada que pueda mantenerme en elcamino recto. Sibyl lo hubieraconseguido. No tenía derecho a quitarsela vida. Se ha portado de una manera

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muy egoísta.—Mi querido Dorian —respondió

lord Henry, sacando un cigarrillo de lapitillera y luego un estuche para cerillascon baño de oro—, la única manera deque una mujer reforme a un hombre esaburriéndolo tan completamente quepierda todo interés por la vida. Si tehubieras casado con esa chica, habríassido muy desgraciado. Por supuesto lahubieras tratado amablemente. Siemprese puede ser amable con las personasque no nos importan nada. Pero habríadescubierto enseguida que sólo sentíasindiferencia por ella. Y cuando unamujer descubre eso de su marido, o

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empieza a vestirse muy mal o llevasombreros muy elegantes que tiene quepagar el marido de otra mujer. Y nohablo del faux pas social, que habríasido lamentable, y que, por supuesto, yono hubiera permitido, pero te aseguroque, de todos modos, el asunto habríasido un fracaso de principio a fin.

—Imagino que sí —murmuró elmuchacho, paseando por la habitación,horriblemente pálido—. Pero pensabaque era mi deber. No es culpa mía queesta espantosa tragedia me impida actuarcorrectamente. Recuerdo que en unaocasión dijiste que existe una fatalidadligada a las buenas resoluciones, y es

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que siempre se hacen demasiado tarde.Las mías desde luego.

—Las buenas resoluciones sonintentos inútiles de modificar leyescientíficas. No tienen otro origen que lavanidad. Y el resultado es absolutamentenulo. De cuando en cuando nosproporcionan algunas de esas suntuosasemociones estériles que tienen ciertoencanto para los débiles. Eso es lomejor que se puede decir de ellas. Soncheques que hay que cobrar en unacuenta sin fondos.

—Harry —exclamó Dorian Gray,acercándose y sentándose a su lado—,¿por qué no siento esta tragedia con la

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intensidad que quisiera? No creo que mefalte corazón. ¿Qué opinas tú?

—Has hecho demasiadas tonteríasdurante los últimos quince días para quese te pueda acusar de eso, Dorian —respondió lord Henry, con su dulcesonrisa melancólica.

El muchacho frunció el ceño.—No me gusta esa explicación,

Harry —replicó—, pero me alegra queno me juzgues sin corazón. No esverdad. Sé que lo tengo. Y sin embargohe de reconocer que lo que ha sucedidono me afecta como debiera. Me parecesencillamente un final estupendo parauna obra maravillosa. Tiene la belleza

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terrible de una tragedia griega, unatragedia en la que he tenido un papelmuy destacado, pero que no me hadejado heridas.

—Es un caso interesante —dijo lordHenry, que encontraba un placer sutilenjugar con el egoísmo inconsciente desu joven amigo—; un caso sumamenteinteresante. Creo que la verdaderaexplicación es ésta: sucede confrecuencia que las tragedias reales de lavida ocurren de una manera tan pocoartística que nos hieren por lo crudo desu violencia, por su absolutaincoherencia, su absurda ausencia designificado, su completa falta de estilo.

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Nos afectan como lo hace la vulgaridad.Sólo nos producen una impresión defuerza bruta, y nos rebelamos contra eso.A veces, sin embargo, cruza nuestrasvidas una tragedia que posee elementosde belleza artística. Si esos elementosde belleza son reales, todo el conjuntoapela a nuestro sentido del efectodramático. De repente descubrimos queya no somos los actores, sino losespectadores de la obra. O que somosmás bien las dos cosas. Nosobservamos, y el mero asombro delespectáculo nos seduce. En el casopresente, ¿qué es lo que ha sucedido enrealidad? Alguien se ha matado por

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amor tuyo. Me gustaría haber tenidoalguna vez una experiencia semejante.Me hubiera hecho enamorarme del amorpara el resto de mi vida. Las personasque me han adorado (no han sidomuchas, pero sí algunas), siempre haninsistido en seguir viviendo después deque yo dejase de quererlas y ellasdejaran de quererme a mí. Se han vueltocorpulentas y tediosas, y cuando meencuentro con ellas se lanzaninmediatamente a los recuerdos. ¡Ah,esa terrible memoria de las mujeres!¡Qué cosa más espantosa! ¡Y qué totalestancamiento intelectual revela! Sedeben absorberlos colores de la vida,

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pero nunca recordar los detalles. Losdetalles siempre son vulgares.

—He de sembrar amapolas en eljardín —suspiró Dorian.

—No hace falta —replicó su amigo—. La vida siempre distribuye amapolasa manos llenas. Por supuesto, de cuandoen cuando las cosas se alargan. En unaocasión no llevé más que violetasdurante toda una temporada, a manera deluto artístico por una historia de amorque no acababa de morir. A la larga,terminó por hacerlo. No recuerdo ya quéfue lo que la mató. Probablemente, supropuesta de sacrificar por mí el mundoentero. Ése es siempre un momento

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terrible. Le llena a uno con el terror dela eternidad. Pues bien, ¿querráscreerlo?, la semana pasada, en casa delady Hampshire, me encontré cenandojunto a la dama de quien te hablo, einsistió en revisar toda la historia, endesenterrar el pasado y en remover elfuturo. Yo había sepultado mi amor bajoun lecho de asfódelos. Ella lo sacó denuevo a la luz, asegurándome que habíadestrozado su vida. Me veo obligado aseñalar que procedió a devorar una cenacopiosísima, de manera que no sentí lamenor ansiedad. Pero, ¡qué falta de buengusto la suya! El único encanto delpasado es que es el pasado. Pero las

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mujeres nunca se enteran de que hacaído el telón. Siempre quieren un sextoacto, y tan pronto como la obra pierdeinterés, sugieren continuarla. Si se lasdejara salirse con la suya, todas lascomedias tendrían un final trágico, ytodas las tragedias culminarían en farsa.Son encantadoramente artificiales, perocarecen de sentido artístico. Tú hastenido más suerte que yo. Te aseguro queninguna de las mujeres que he conocidohubiera hecho por mí lo que Sibyl Vaneha hecho por ti. Las mujeres ordinariasse consuelan siempre. Algunas se lanzana los colores sentimentales. Nunca tefíes de una mujer que se viste de malva,

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cualquiera que sea su edad, o de unamujer de más de treinta y cincoaficionada a las cintas de color rosa.Eso siempre quiere decir que tienen unpasado. Otras se consuelandescubriendo de repente las excelentescualidades de sus maridos. Hacenostentación en tus narices de su felicidadconyugal, como si fuera el másfascinante de los pecados. Algunas seconsuelan con la religión, cuyosmisterios tienen todo el encanto de uncoqueteo, según me dijo una mujer encierta ocasión; y lo comprendoperfectamente. Además, nada le hace auno tan vanidoso como que lo acusen de

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pecador. La conciencia nos vuelveegoístas a todos. Sí; son innumerableslos consuelos que las mujeresencuentran en la vida moderna. Y, dehecho, no he mencionado aún el másimportante.

—¿Cuál es, Harry? —preguntó elmuchacho distraídamente.

—Oh, el consuelo más evidente. Elque consiste en apoderarse deladmirador de otra cuando se pierde alpropio. En la buena sociedad esosiempre rehabilita a una mujer. Pero,realmente, Dorian, ¡qué diferente debíade ser Sibyl Vane de las mujeres queconocemos de ordinario! Hay algo que

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me parece muy hermoso acerca de sumuerte. Me alegro de vivir en un sigloen el que ocurren tales maravillas. Lehacen creer a uno en la realidad decosas con las que todos jugamos, comoromanticismo, pasión y amor.

—Yo he sido horriblemente cruelcon ella. Lo estás olvidando.

—Mucho me temo que las mujeresaprecian la crueldad, la crueldad pura ysimple, más que ninguna otra cosa.Tienen instintos maravillosamenteprimitivos. Las hemos emancipado, perosiguen siendo esclavas en busca dedueño. Les encanta que las dominen.Estoy seguro de que estuviste

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espléndido. No te he visto nuncaenfadado de verdad, aunque me imaginoel aspecto tan delicioso que tenías. Y,después de todo, anteayer me dijistealgo que me pareció entonces puramentecaprichoso, pero que ahora consideroabsolutamente cierto y que encierra laclave de todo lo sucedido.

—¿Qué fue eso, Harry?—Me dijiste que para ti Sibyl Vane

representaba a todas las heroínasnovelescas; que una noche eraDesdémona y otra Julieta; que si moríacomo Julieta, volvía a la vida comoImogen.

—Nunca resucitará ya —murmuró el

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muchacho, escondiendo la cara entre lasmanos.

—No, nunca más. Ha interpretado suúltimo papel. Pero debes pensar en esamuerte solitaria en un camerino deoropel como un extraño pasajeespeluznante de una tragedia jacobea,como una maravillosa escena deWebster, de Ford, o de Cyril Tourneur.Esa muchacha nunca ha vividorealmente, de manera que tampoco hamuerto de verdad. Para ti, al menos,siempre ha sido un sueño, un fantasmaque revoloteaba por las obras deShakespeare y las hacía másencantadoras con su presencia, un

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caramillo con el que la música deShakespeare sonaba mejor y más alegre.En el momento en que tocó la vida real,desapareció el encanto, la vida la echó aperder, y Sibyl murió. Lleva duelo porOfelia, si quieres. Cúbrete la cabeza concenizas porque Cordelia ha sidoestrangulada. Clama contra el cieloporque ha muerto la hija de Brabantio.Pero no malgastes tus lágrimas por SibylVane. Era menos real que todas ellas.

Hubo un momento de silencio. Latarde se oscurecía en la biblioteca.Mudas, y con pies de plata, las sombrasdel jardín entraron en la casa. Loscolores desaparecieron cansadamente de

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los objetos.Después de algún tiempo Dorian

Gray alzó los ojos.—Me has explicado a mí mismo,

Harry —murmuró, con algo parecido aun suspiro de alivio—. Aunque sentía loque has dicho, me daba miedo, y no eracapaz de decírmelo. ¡Qué bien meconoces! Pero no vamos a hablar más delo sucedido. Ha sido una experienciamaravillosa. Eso es todo. Me preguntosi la vida aún me reserva alguna otracosa tan extraordinaria.

—La vida te lo reserva todo,Dorian. No hay nada que no seas capazde hacer, con tu maravillosa belleza.

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—Pero supongamos, Harry, que mevolviera ojeroso y viejo y me llenara dearrugas. ¿Qué sucedería entonces?

—Ah —dijo lord Henry, poniéndoseen pie para marcharse—, en ese caso,mi querido Dorian, tendrías que lucharpor tus victorias. De momento, se tearrojan a los pies. No; tienes que seguirsiendo como eres. Vivimos en una épocaque lee demasiado para ser sabia y quepiensa demasiado para ser hermosa. Nopodemos pasarnos sin ti. Y ahora másvale que te vistas y vayamos en coche alclub. Ya nos hemos retrasado bastante.

—Creo que me reuniré contigo en laópera. Estoy demasiado cansado para

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comer nada. ¿Cuál es el número delpalco de tu hermana?

—Veintisiete, me parece. Está en elprimer piso. Encontrarás su nombre enla puerta. Pero lamento que no cenesconmigo.

—No me siento capaz —dijo Doriandistraídamente—, aunque te estoyterriblemente agradecido por todo loque me has dicho. Eres sin duda mimejor amigo. Nadie me ha entendidonunca como tú.

—Sólo estamos al comienzo denuestra amistad —respondió lord Henry,estrechándole la mano—. Hasta luego.Te veré antes de las nueve y media,

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espero. No te olvides de que canta laPatti.

Cuando se cerró la puerta de labiblioteca, Dorian Gray tocó lacampanilla y pocos minutos despuésapareció Víctor con las lámparas y bajólos estores. Dorian esperó conimpaciencia a que se fuera. Tuvo laimpresión de que tardaba un tiempoinfinito en cada gesto.

Tan pronto como se hubo marchado,corrió hacia el biombo, retirándolo. No;no se había producido ningún nuevocambio. El retrato había recibido antesque él la noticia de la muerte de Sibyl.Era consciente de los sucesos de la vida

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a medida que se producían. La disolutacrueldad que desfiguraba las delicadaslíneas de la boca había aparecido, sinduda, en el momento mismo en que lamuchacha bebió el veneno, fuera el quefuese. ¿O era indiferente a losresultados? ¿Simplemente se enteraba delo que sucedía en el interior del alma?No sabría decirlo, pero no perdía laesperanza de que algún día pudiera vercómo el cambio tenía lugar delante desus ojos, estremeciéndose al tiempo quelo deseaba.

¡Pobre Sibyl! ¡Qué romántico habíasido todo! ¡Cuántas veces había fingidoen el escenario la muerte que había

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terminado por tocarla, llevándoselaconsigo! ¿Cómo habría interpretadoaquella última y terrible escena? ¿Lohabría maldecido mientras moría? No;había muerto de amor por él, y el amorsería su sacramento a partir de entonces.Sibyl lo había expiado todo con elsacrificio de su vida. No pensaría másen lo que le había hecho sufrir, enaquella horrible noche en el teatro.Cuando pensara en ella, la vería comouna maravillosa figura trágica enviada alescenario del mundo para mostrar lasuprema realidad del amor. ¿Unamaravillosa figura trágica? Los ojos sele llenaron de lágrimas al recordar su

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aspecto infantil, su atractiva y fantasiosamanera de ser y su tímida graciapalpitante. Apartó apresuradamenteaquellos recuerdos y volvió a mirar elcuadro.

Comprendió que había llegado deverdad el momento de elegir. ¿O acasola elección ya estaba hecha? Sí; la vidahabía decidido por él; la vida y suinfinita curiosidad personal sobre lavida. Eterna juventud, pasión infinita,sutiles y secretos placeres, violentasalegrías y pecados aún más violentos; noquería prescindir de nada. El retratocargaría con el peso de la vergüenza;eso era todo.

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Un sentimiento de dolor le invadióal pensar en la profanación queaguardaba al hermoso rostro del retrato.En una ocasión, en adolescente burla deNarciso, había besado, o fingido besar,aquellos labios pintados que ahora lesonreían tan cruelmente. Día tras díahabía permanecido delante del retrato,maravillándose de su belleza, casi —leparecía a veces—enamorado de él.¿Cambiaría ahora cada vez que cedieraa algún capricho? ¿Iba a convertirse enun objeto monstruoso y repugnante, quehabría de esconderse en una habitacióncerrada con llave, lejos de la luz del solque con tanta frecuencia había

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convertido en oro deslumbrante laondulada maravilla de sus cabellos?¡Qué perspectiva tan terrible!

Por un momento pensó en rezar paraque cesara la espantosa comunión queexistía entre el cuadro y él. El cambio sehabía producido en respuesta a unaplegaria; quizás en respuesta a otravolviese a quedar inalterable. Y, sinembargo, ¿quién, que supiera algo sobrela Vida, renunciaría al privilegio depermanecer siempre joven, porfantástica que esa posibilidad pudieraser o por fatídicas que resultaran lasconsecuencias? Además, ¿estabarealmente en su mano controlarlo?

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¿Había sido una oración la causa delcambio? ¿Podía existir quizá algunarazón científica? Si el pensamientoinfluía sobre un organismo vivo, ¿nocabía también que ejerciera esainfluencia sobre cosas muertas einorgánicas? Más aún, ¿no era posibleque, sin pensamientos ni deseosconscientes, cosas externas a nosotrosvibraran en unión con nuestros estadosde ánimo y pasiones, átomo llamando aátomo en un secreto amor de extrañaafinidad? Pero poco importaba la razón.Nunca volvería a tentar con una plegariaa ningún terrible poder. Si el retratotenía que cambiar, cambiaría. Eso era

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todo. ¿Qué necesidad había deprofundizar más?

Porque sería un verdadero placerexaminar el retrato. Podría así penetrarhasta en los repliegues más secretos desu alma. El retrato se convertiría en elmás mágico de los espejos. De la mismamanera que le había descubierto sucuerpo, también le revelaría el alma. Ycuando a ese alma le llegara el invierno,él permanecería aún en donde laprimavera tiembla, a punto deconvertirse en verano. Cuando la sangredesapareciera de su rostro, para dejaruna pálida máscara de yeso con ojos deplomo, él conservaría el atractivo de la

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adolescencia. Ni un átomo de su bellezase marchitaría nunca. Jamás sedebilitaría el ritmo de su vida. Como losdioses de los griegos, sería siemprefuerte, veloz y alegre. ¿Qué importaba loque le sucediera a la imagen coloreadadel lienzo? Él estaría a salvo. Eso era loúnico que importaba.

Volvió a colocar el biombo en suposición anterior, delante del retrato,sonriendo al hacerlo, y entró en eldormitorio, donde ya le esperaba suayuda de cámara. Una hora después seencontraba en la ópera, y lord Henry seinclinaba sobre su silla.

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C A P Í T U L O 9

Cuando estaba desayunando a la mañanasiguiente, el criado hizo entrar a BasilHallward.

—Me alegro de haberte encontrado,Dorian —dijo el pintor con entonaciónsolemne—. Vine a verte anoche, y medijeron que estabas en la ópera.Comprendí que no era posible. Perosiento que no dijeras adónde ibas enrealidad. Pasé una velada horrible,temiendo a medias que a una primera

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tragedia pudiera seguirle otra. Creo quedeberías haberme telegrafiado cuando teenteraste de lo sucedido. Lo leí casi porcasualidad en la última edición delGlobe, que encontré en el club. Vineaquí de inmediato, y sentí mucho noverte. No sé cómo explicarte cuántolamento lo sucedido. Me hago cargo delo mucho que sufres. Pero, ¿dóndeestabas? ¿Fuiste a ver a la madre de esamuchacha? Por un momento pensé enseguirte hasta allí. Daban la dirección enel periódico. Un lugar en Euston Road,¿no es eso? Pero tuve miedo de avivarun dolor que no me era posible aliviar.¡Pobre mujer! ¡En qué estado debe

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encontrarse! ¡Y su única hija! ¿Qué hadicho sobre lo sucedido?

—Mi querido Basil, ¿cómo quieresque lo sepa? —murmuró Dorian Gray,bebiendo un sorbo de pálido vinoblanco de una delicada copa de cristalveneciano, adornada con perlas de oro,con aire de aburrirse muchísimo—.Estaba en la ópera. Deberías haber idoallí. Conocí a lady Gwendolen, lahermana de Harry. Estuvimos en supalco. Es absolutamente encantadora; yla Patti cantó divinamente. No hables decosas horribles. Basta con no hablar dealgo para que no haya sucedido nunca.Como dice Harry, el hecho de

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expresarlas es lo que da realidad a lascosas. Aunque quizá deba mencionarque no era hija única. Existe un varón,un muchacho excelente, según creo. Perono se dedica al teatro. Es marinero oalgo parecido. Y ahora háblame de ti yde lo que estás pintando.

—Fuiste a la ópera —exclamóHallward, hablando muy despacio, lavoz estremecida por el dolor—. ¿Fuistea la ópera mientras el cadáver de SibylVane yacía en algún sórdido lugar?¿Eres capaz de hablarme de loencantadoras que son otras mujeres y dela maravillosa voz de la Patti, antes deque la muchacha a la que amabas

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disponga siquiera de la paz de unsepulcro donde descansar? ¿Acaso nosabes los horrores que aguardan a esecuerpo suyo todavía tan blanco?

—¡Basta! ¡No estoy dispuesto aescucharlo! —exclamó Dorian,poniéndose en pie con brusquedad—.No me hables de esas cosas. Lo que estáhecho, está hecho. Lo pasado, pasadoestá.

—¿Al día de ayer le llamas elpasado?

—¿Qué tiene que ver el lapso detiempo transcurrido? Sólo las personassuperficiales necesitan años paradesechar una emoción. Un hombre que

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es dueño de sí mismo pone fin a unpesar tan fácilmente como inventa unplacer. No quiero estar a merced de misemociones. Quiero usarlas, disfrutarlas,dominarlas.

—¡Eso que dices es horrible,Dorian! Algo te ha cambiadocompletamente. Sigues teniendo elmismo aspecto que el maravillosomuchacho que, día tras día, venía a miestudio para posar. Pero entonces erasuna persona sencilla, espontánea yafectuosa. Eras la criatura más íntegrade la tierra. Ahora, no sé qué es lo quete ha sucedido. Hablas como si notuvieras corazón, como si fueras incapaz

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de compadecerte. Es la influencia deHarry. Lo veo con toda claridad.

El muchacho enrojeció y, llegándosehasta la ventana, contempló durante unosinstantes el verdor fulgurante del jardín,bañado de sol.

—Es mucho lo que le debo a Harry—dijo por fin—; más de lo que te deboa ti. Tú sólo me enseñaste a servanidoso.

—Sin duda estoy siendo castigadopor ello; o lo seré algún día.

—No entiendo lo que dices, Basil—exclamó Dorian Gray, volviéndose—.Tampoco sé lo que quieres. ¿Qué es loque quieres?

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—Quiero al Dorian Gray cuyoretrato pinté en otro tiempo —dijo elartista con tristeza.

—Basil —dijo el muchacho,acercándose a él, y poniéndole la manoen el hombro—, has llegado demasiadotarde. Ayer, cuando oí que Sibyl Vane sehabía quitado la vida…

—¡Quitado la vida! ¡Cielo santo!¿Se sabe a ciencia cierta? —exclamóHallward, mirando horrorizado a suamigo.

—¡Mi querido Basil! ¿No pensarásque ha sido un vulgar accidente? Porsupuesto que se ha suicidado.

El hombre de más edad se cubrió la

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cara con las manos.—Qué cosa tan terrible —murmuró,

el cuerpo entero sacudido por unestremecimiento.

—No —dijo Dorian Gray—; notiene nada de terrible. Es una de lasgrandes tragedias románticas de nuestraépoca. Por regla general, los actoresllevan una vida bien corriente. Sonbuenos maridos, o esposas fieles, o algoigualmente tedioso. Ya sabes a qué merefiero, virtudes de la clase media ytodas esas cosas. ¡Qué diferente eraSibyl, que ha vivido su mejor tragedia!Fue siempre una heroína. La últimanoche que actuó, la noche en que tú la

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viste, su interpretación fue mala porquehabía conocido la realidad del amor.Cuando conoció su irrealidad, murió,como podría haber muerto Julieta.Volvió de nuevo a la esfera del arte.Había algo de mártir en ella. Su muertetiene toda la patética inutilidad delmartirio, toda su belleza desperdiciada.Pero, como iba diciendo, no debespensar que no he sufrido. Si hubierasvenido ayer en cierto momento, hacia lascinco y media, quizá, o las seis menoscuarto, me habrías encontrado llorando.Incluso Harry, que estaba aquí y fuequien me trajo la noticia, no se diocuenta de lo que me sucedía. Sufrí

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inmensamente. Luego el sufrimientoacabó. No puedo repetir una emoción.Nadie puede, excepto las personassentimentales. Y tú eres terriblementeinjusto, Basil. Vienes aquí a consolarme.Es muy de agradecer. Me encuentrasconsolado y te enfureces. ¡Bien por laspersonas compasivas! Me haces pensaren una historia que me contó Harryacerca de cierto filántropo que se pasóveinte años tratando de rectificar unagravio o de cambiar una ley injusta, norecuerdo exactamente de qué se trataba.Finalmente lo consiguió, y su decepciónfue inmensa. Como no teníaabsolutamente nada que hacer, casi se

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murió de ennui, convirtiéndose en unperfecto misántropo. Y además, miquerido Basil, si realmente quieresconsolarme, enséñame más bien aolvidar lo que ha sucedido o a verlodesde el ángulo artístico másconveniente. ¿No era Gautier quienhablaba sobre la consolafon des arts?Recuerdo haber encontrado un día en tuestudio un librito con tapas de vitela enel que descubrí por casualidad esa frasedeliciosa. Bien, no soy como el joven dequien me hablaste cuando estuvimosjuntos en Marlow, el joven para quien elsatén amarillo podía consolar acualquiera de todas las tristezas de la

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vida. Me gustan las cosas hermosas quese pueden tocar y utilizar. Brocadosantiguos, bronces con cardenillo,objetos lacados, marfiles tallados,ambientes exquisitos, lujo, pompa: esmucho lo que se puede disfrutar contodas esas cosas. Pero el temperamentoartístico que crean, o que al menosrevelan, tiene todavía más importanciapara mí. Convertirse en el espectador dela propia vida, como dice Harry, esescapar a sus sufrimientos. Ya sé que tesorprende que te hable de esta manera.No te has dado cuenta de cómo hemadurado. No era más que un colegialcuando me conociste. Soy un hombre ya.

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Tengo nuevas pasiones, nuevospensamientos, nuevas ideas. Soydiferente, pero no debes tenerme menosafecto. He cambiado, pero tú serássiempre mi amigo. Es cierto que a Harryle tengo mucho cariño. Pero sé que túeres mejor. Menos fuerte, porque letienes demasiado miedo a la vida, peromejor. Y, ¡qué felices éramos cuandoestábamos juntos! No me dejes, Basil, nite pelees conmigo. Soy lo que soy. Nohay nada más que decir.

El pintor se sintió extrañamenteemocionado. Apreciaba infinitamente aDorian, y gracias a su personalidad suarte había dado un paso decisivo. No

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cabía seguir pensando en hacerlereproches. Tal vez su indiferencia fueseun estado de ánimo pasajero. ¡Habíatanta bondad en él, tanta nobleza!

—Bien, Dorian —dijo, finalmente,con una triste sonrisa—; a partir de hoyno volveré a hablarte de ese suceso tanterrible. Sólo deseo que tu nombre no sevea mezclado en un escándalo. Lainvestigación judicial se celebra estatarde. ¿Te han convocado?

Dorian negó con la cabeza; y unaexpresión de fastidio pasó por su rostroal oír mencionar la palabra«investigación». Todo aquel asunto teníaalgo de vulgar y de tosco.

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—No saben cómo me llamo —respondió.

—¿Tampoco ella?—Sólo mi nombre de pila, y estoy

seguro de que nunca se lo dijo a nadie.En una ocasión me contó que todostenían una gran curiosidad por saberquién era yo, pero siempre les decía queera el Príncipe Azul. Una delicadeza porsu parte. Has de hacerme un dibujo deSibyl, Basil. Me gustaría tener algo másque el recuerdo de algunos besos y unaspalabras entrecortadas llenas depatetismo.

—Trataré de hacer algo, Dorian, sieso te agrada. Pero tienes que venir y

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posar para mí de nuevo. Sin ti no hagonada que merezca la pena.

—Nunca volveré a posar para ti. ¡Esimposible! —exclamó Dorian,retrocediendo.

El pintor lo miró fijamente.—¡Mi querido Dorian, eso es una

tontería! —exclamó—. ¿Quieres decirque no te gusta el retrato tuyo que pinté?¿Dónde está? ¿Por qué has colocado esebiombo delante? Déjamelo ver. Es lomejor que he hecho. Haz el favor deretirar el biombo, Dorian. Me parecevergonzoso que tu criado esconda miretrato de esa manera. Ahora comprendopor qué la habitación me ha parecido

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distinta al entrar.—Mi criado no tiene nada que ver

con eso. ¿No imaginarás que le dejoarreglar la biblioteca por mí? A vecescoloca las flores…, eso es todo. No; soyyo quien lo ha hecho. La luz erademasiado fuerte para el retrato.

—¡Demasiado fuerte! No puede ser.Es un sitio admirable para ese cuadro.Déjamelo ver.

Un grito de terror escapó de la bocade Dorian Gray, que corrió a situarseentre el pintor y el biombo.

—Basil —dijo, sumamente pálido—, no debes verlo. No quiero que loveas.

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—¡Que no vea mi propia obra! Nohablas en serio. ¿Por qué tendría que noverlo? —preguntó Hallward, riendo.

—Si tratas de verlo, te juro por mihonor que nunca volveré a dirigirte lapalabra mientras viva. Hablocompletamente en serio. No te doyninguna explicación, ni te permito queme la pidas. Pero, recuérdalo, si tocasese biombo, nuestra amistad se habráterminado para siempre.

Hallward quedó anonadado. Miró aDorian Gray con infinito asombro.Nunca lo había visto así. El muchachoestaba lívido de rabia. Apretaba lospuños y sus pupilas eran como discos de

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fuego azul. Temblaba de pies a cabeza.—¡Dorian!—¡No digas nada!—Pero, ¿qué es lo que te pasa? Por

supuesto que no voy a mirarlo si tú noquieres —dijo, con bastante frialdad,girando sobre los talones y acercándosea la ventana—. Pero me parece bastanteabsurdo que no pueda ver mi propiaobra, sobre todo cuando me dispongo aexponerla en París en otoño.Probablemente tendré que darle otramano de barniz antes, de manera quetendré que verlo algún día, y ¿por qué nohoy?

—¿Exponerlo? ¿Quieres exponerlo?

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—exclamó Dorian Gray, sintiendo quele invadía un extraño terror. ¿Iba a ser elmundo testigo de su secreto? ¿Sequedaría la gente con la boca abiertaante el misterio de su vida? Imposible.Había que hacer algo, no sabía aún qué,y hacerlo de inmediato.

—Sí; espero que no te opongas.George Petit va a reunir mis mejoresobras para una exposición personal en larue de Séze que se inaugurará la primerasemana de octubre. El retrato sólo estaráfuera un mes. Creo que podrás pasartesin él ese tiempo. De hecho es seguroque no estarás en Londres. Y si lo tienesdetrás de un biombo, quiere decir que no

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te importa demasiado.Dorian Gray se pasó la mano por la

frente, donde habían aparecido gotitasde sudor. Se sentía al borde de unespantoso abismo.

—Hace un mes me dijiste que no loexpondrías nunca —exclamó—. ¿Porqué has cambiado de idea? Las personasque presumís de coherentes sois tancaprichosas como todo el mundo. Laúnica diferencia es que vuestroscaprichos carecen de sentido. No esposible que lo hayas olvidado: measeguraste con toda la solemnidad delmundo que nada te impulsaría amandarlo a ninguna exposición. Y a

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Harry le dijiste exactamente lo mismo.Se detuvo de repente y apareció en

sus ojos un brillo especial. Recordó quelord Henry le había dicho en unaocasión, medio en serio medio enbroma: «Si quieres pasar un cuarto dehora insólito, haz que Basil te cuente porqué no quiere exponer tu retrato. A míme lo contó, y fue toda una revelación».Sí; quizá también Basil tuviera susecreto. ¿Y si tratara de interrogarlo?

—Basil —le dijo, acercándosemucho y mirándolo fijamente a los ojos—, los dos tenemos un secreto. Hazmesaber el tuyo y yo te contaré el mío.¿Qué razón tenías para negarte a exponer

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el retrato?El pintor se estremeció a su pesar.—Si te lo dijera, quizá disminuyera

el aprecio que me tienes, y sin dudaalguna te reirías de mí. Me resultainsoportable que suceda cualquiera deesas dos cosas. Si no quieres que vuelvaa ver el cuadro, lo acepto. Siemprepuedo mirarte a ti. Si quieres que mimejor obra permanezca oculta para elmundo, me doy por satisfecho. Tuamistad es más importante para mí quela fama o la reputación.

—No, Basil; me lo tienes que contar—insistió Dorian Gray—. Creo quetengo derecho a saberlo —el sentimiento

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de terror había desaparecido, sustituidopor la curiosidad. Estaba decidido adescubrir el misterio de Basil Hafward.

—Vamos a sentarnos, Dorian —dijoel pintor con gesto preocupado—.Siéntate y respóndeme a una solapregunta. ¿Has notado algo peculiar enel cuadro? ¿Algo que probablemente noadvertiste en un primer momento, peroque se te ha revelado de repente?

—¡Basil! —exclamó el muchacho,agarrándose a los brazos del sillón conmanos temblorosas, y mirándolo conojos más llenos de miedo que desorpresa.

—Ya veo que sí. No digas nada.

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Espera a escuchar lo que tengo quedecir. Desde el momento en que teconocí, tu personalidad ha tenido sobremí la más extraordinaria de lasinfluencias. Has dominado mi alma, micerebro, mis energías. Te convertiste enla encarnación tangible de ese idealnunca visto cuyo recuerdo obsesiona alos artistas como un sueño inefable. Teidolatraba. Sentía celos de todas laspersonas con las que hablabas. Te queríapara mí solo. Sólo era feliz cuandoestaba contigo. Y cuando te alejabas demí seguías presente en mi arte… Porsupuesto nunca te hice saber nada detodo eso. Hubiera sido imposible. No lo

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habrías entendido. Apenas lo entendíayo. Sólo sabía que había visto laperfección cara a cara, y que, ante misojos, el mundo se había convertido enalgo maravilloso; demasiadomaravilloso, quizá, porque en unaadoración tan desmesurada existe unpeligro, el peligro de perderla, nomenos grave que el de conservarla…Pasaron semanas y semanas, y yo estabacada día más absorto en ti. Luegosucedió algo nuevo. Te había dibujadocomo Paris con una primorosaarmadura, y como Adonis con capa decazador y lanza bruñida. Coronado conflores de loto en la proa de la falúa de

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Adriano, mirando hacia la otra orillasobre las verdes aguas turbias del Nilo.Inclinado sobre un estanque inmóvil enalgún bosque griego, habías visto en laplata silenciosa del agua la maravilla detu propio rostro. Y todo había sido,como conviene al arte, inconsciente,ideal y remoto. Un día, un día fatídico,pienso a veces, decidí pintar unmaravilloso retrato tuyo tal como eres,no con vestiduras de edades muertas,sino con tu ropa y en tu época. No sé sifue el realismo del método o lamaravilla misma de tu personalidad, quese me presentó entonces sinintermediarios, sin niebla ni velo. Pero

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sé que mientras trabajaba en él, concada pincelada, con cada toque de colorme parecía estar revelando mi secreto.Sentí miedo de que otros advirtieran miidolatría. Comprendí que había dichodemasiado, que había puesto demasiadode mí en aquel cuadro. Decidí entoncesno permitir que el retrato se expusieranunca en público. Tú te molestaste unpoco; pero no te diste cuenta de todo loque significaba para mí. Harry, a quienle hablé de ello, se rió de mí. Pero nome importó. Cuando el cuadro estuvoterminado, y me quedé a solas con él,sentí que yo tenía razón… Luego, a lospocos días, el lienzo abandonó mi

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estudio, y tan pronto como me libré de laintolerable fascinación de su presencia,me pareció absurdo imaginar quehubiera algo especial en él, aparte delhecho de que tú eras muy bien parecidoy de que yo era capaz de pintar. Inclusoahora no puedo por menos de pensar quees un error creer que la pasión que sesiente durante la creación aparece deverdad en la obra creada. El arte essiempre más abstracto de lo queimaginamos. La forma y el color sólonos hablan de sí mismos…, eso es todo.Con frecuencia me parece que el arteesconde al artista mucho más de lo quelo revela. De manera que cuando recibí

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la invitación de París decidí hacer de turetrato la pieza principal de miexposición. Nunca se me ocurrió que tenegaras. Ahora comprendo que teníasrazón. El retrato no se puede mostrar.No te enfades conmigo por lo que te hecontado, Dorian. Como le dije a Harryen una ocasión, estás hecho para seradorado.

Dorian Gray respiró hondo. Susmejillas recobraron el color y sus labiosjuguetearon con una sonrisa. Habíapasado el peligro. De momento estaba asalvo. Pero no podía dejar de sentir unapiedad infinita por el pintor que acababade hacerle aquella extraña confesión, al

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tiempo que se preguntaba si alguna vezllegaría a sentirse tan dominado por lapersonalidad de un amigo. Lord Henrytenía el encanto de ser muy peligroso.Pero nada más. Era demasiadointeligente y demasiado cínico para quenadie sintiera por él un afectoapasionado. ¿Habría alguna vez alguienque suscitara en él, en Dorian Gray, tanextraña idolatría? ¿Era ésa una de lascosas que le reservaba la vida?

—Me parece extraordinario, Dorian—prosiguió Hallward—, que hayasdescubierto mi secreto en el retrato. ¿Lohas visto de verdad?

—Vi algo en él —respondió el joven

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—; algo que me pareció sumamentecurioso.

—Bien; ahora ya no te importará quelo vea, ¿no es cierto?

Dorian negó con un movimiento decabeza.

—No me pidas eso, Basil. No puedopermitir que veas ese cuadro cara acara.

—Pero llegará algún día en que sí.—Nunca.—Bien; quizás estés en lo cierto. Me

despido de ti. Has sido la única personaque de verdad ha influido en mi arte. Sihe hecho algo que merezca la pena, te lodebo a ti. ¡Ah! No sabes lo que me ha

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costado decirte todo lo que te he dicho.—Mi querido Basil —respondió

Dorian—, ¿qué es lo que me hascontado? Simplemente, que te parecíaque me admirabas demasiado. Eso nisiquiera llega a ser un cumplido.

—No era mi intención hacerte uncumplido. Ha sido una confesión. Ahoraque ya la he hecho, tengo la impresiónde haber perdido algo de mí mismo.Quizá nunca se deba traducir enpalabras un sentimiento de adoración.

—Ha sido una confesión muydecepcionante.

—¿Qué esperabas, Dorian? No hasvisto ninguna otra cosa en el cuadro, ¿no

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es cierto? ¿Había algo más que ver?—No, no había nada más. ¿Por qué

lo preguntas? Pero no debes hablar deadoración. No tiene sentido. Tú y yosomos amigos, y hemos de seguirsiéndolo siempre.

—Tienes a Harry —dijo el pintorcon tristeza.

—¡Ah, Harry! —exclamó elmuchacho con una carcajada—. Harry sepasa los días diciendo cosas increíblesy las veladas haciendo cosasimprobables. Exactamente la clase devida que me gustaría llevar. Pero detodos modos no creo que fuese en buscade Harry cuando tuviera problemas.

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Creo que iría antes a verte a ti.—¿Volverás a posar para mí?—¡Imposible!—Destrozas mi vida de artista

negándote. Nadie se tropieza dos vecescon el ideal. Y son muy pocos los que loencuentran siquiera una.

—No te lo puedo explicar, pero nopuedo volver a posar para ti. Hay algofatal en un retrato. Tiene vida propia. Iréa tomar el té contigo. Será igual deplacentero.

—Placentero para ti, mucho me temo—murmuró Hallward, pesaroso—. Yahora, adiós. Siento que no me dejes verel cuadro una vez más. Pero qué se le va

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a hacer. Entiendo perfectamente tussentimientos.

Mientras lo veía salir de lahabitación, Dorian Gray no pudo evitaruna sonrisa. ¡Pobre Basil! ¡Qué lejosestaba de saber la verdadera razón! ¡Yqué extraño era que, en lugar de verseforzado a revelar su propio secreto,hubiera logrado, casi por casualidad,arrancar a su amigo el suyo! ¡Cuántascosas le había explicado aquella extrañaconfesión! Los absurdos ataques decelos del pintor, su desmedida devoción,sus extravagantes alabanzas, suscuriosas reticencias…, ahora lo entendíatodo, y sintió pena. Le pareció que había

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algo trágico en una amistad tan cercanaal amor.

Suspiró y tocó la campanilla. Teníaque ocultar el retrato a toda costa. Nopodía correr de nuevo el riesgo de versedescubierto. Había sido una locurapermitir que continuara, ni siquiera poruna hora, en una habitación dondeentraban sus amigos.

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C A P Í T U L O 1 0

Cuando entró el criado, lo mirófijamente, preguntándose si se le habríaocurrido curiosear detrás del biombo.Absolutamente impasible, Víctoresperaba sus órdenes. Dorian encendióun cigarrillo y se acercó al espejo. En élvio reflejado con toda claridad el rostrodel ayuda de cámara, máscara perfectade servilismo. No había nada que temerpor aquel lado. Pero enseguida pensóque más le valía estar en guardia.

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Con voz reposada, le encargódecirle al ama de llaves que queríaverla, y que después fuese a la tiendadel marquista y le pidiese que enviara ados de sus hombres al instante. Lepareció que mientras salía de lahabitación, la mirada de Víctor sedesviaba hacia el biombo. ¿O eraimaginación suya?

Al cabo de un momento, con suvestido negro de seda, y mitones de hiloa la vieja usanza cubriéndole las manos,la señora Leaf entró, apresurada, en labiblioteca. Dorian le pidió la llave delaula.

—¿La antigua aula, señor Dorian?

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—exclamó el ama de llaves—. ¡Pero siestá llena de polvo! Tengo que limpiar yponer orden antes de dejarle entrar. Nose la puede ver tal como está, no señor.

—No quiero que ponga usted orden,Leaf. Sólo quiero la llave.

—Lo que usted diga, señor, pero sellenará de telarañas. Hace casi cincoaños que no se abre, desde que murió suseñoría.

Dorian puso mala cara al oír hablarde su abuelo. Tenía muy malosrecuerdos suyos.

—No importa —dijo—. Sólo quieroverla, eso es todo. Déme la llave.

—Y aquí la tiene —dijo la anciana,

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repasando el contenido de su manojo dellaves con manos trémulamenteinseguras—. Ésta es. La sacaréenseguida. ¿No pensará usted vivir allí,tan cómodo como está aquí?

—No, no —exclamó Dorian, algoirritado—. Muchas gracias, Leaf. Eso estodo.

El ama de llaves tardó aún unosmomentos en retirarse, extendiéndosesobre algún detalle del gobierno de lacasa. Dorian suspiró, y le dijo que loadministrara todo como mejor lepareciera. Finalmente se marchó,deshaciéndose en sonrisas.

Al cerrarse la puerta, Dorian se

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guardó la llave en el bolsillo y recorrióla biblioteca con la mirada. Sus ojos sedetuvieron en un amplio cubrecama desatén morado con bordados en oro quesu abuelo había encontrado en unconvento próximo a Bolonia. Sí; serviríapara envolver el horrible lienzo. Quizásse había utilizado más de una vez comomortaja. Ahora tendría que ocultar algocon una corrupción peculiar, peor que lade los muertos: algo que engendraríahorrores sin por ello morir nunca. Loque los gusanos eran para el cadáver,serían sus pecados para la imagenpintada en el lienzo, destruyendo suapostura y devorando su gracia. Lo

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mancharían, convirtiéndolo en algovergonzoso. Y sin embargo aquella cosaseguiría viva, viviría siempre.

Dorian se estremeció y durante unosinstantes lamentó no haberle contado aBasil la verdadera razón para esconderel retrato. El pintor le hubiera ayudado aresistir la influencia de lord Henry, yotra, todavía más venenosa, queprocedía de su propio temperamento. Enel amor que Basil le profesaba —porquese trataba de verdadero amor— no habíanada que no fuera noble e intelectual. Noera la simple admiración de la bellezaque nace de los sentidos y que muerecuando los sentidos se cansan. Era un

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amor como el que habían conocidoMiguel Ángel, y Montaigne, yWinckelmann, y el mismo Shakespeare.Sí, Basil podría haberlo salvado. Peroya era demasiado tarde. El pasadosiempre se podía aniquilar.Arrepentimiento, rechazo u olvidopodían hacerlo. Pero el futuro erainevitable. Había en él pasiones queencontrarían su terrible encarnación,sueños que harían real la sombra de superversidad.

Dorian retiró del sofá la gran telamorada y oro que lo cubría y, con ella enlas manos, pasó detrás del biombo. ¿Sehabía degradado aún más el rostro del

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lienzo? Le pareció que no habíacambiado; la repugnancia que leinspiraba, sin embargo, iba en aumento.Cabellos de oro, ojos azules, labiosencendidos: todo estaba allí. Tan sólo laexpresión era distinta. Le asustó sucrueldad. Comparado con lo que éldescubría allí de censura y de condena,¡cuán superficiales los reproches deBasil acerca de Sibyl Vane!Superficiales y anodinos. Su almamisma lo miraba desde el lienzollamándolo a juicio. Dolorosamenteafectado, Dorian arrojó la lujosamortaja sobre el cuadro. Mientras lohacía, llamaron a la puerta. Salió de

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detrás del biombo cuando entraba elcriado.

—Señor, han llegado esas personas.Dorian sintió que tenía que

deshacerse de Víctor lo antes posible.No debía saber adónde se llevaba elcuadro. Había algo malicioso en él, y ensus ojos brillaba el cálculo y la traición.Sentándose en el escritorio, redactóvelozmente una nota para lord Henry,pidiéndole que le mandara algunalectura y recordándole que habíanquedado en verse a las ocho y cuarto.

—Espere la respuesta —le dijo alayuda de cámara al tenderle la misiva—, y haga pasar aquí a esos hombres.

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Dos o tres minutos después se oyóde nuevo llamar a la puerta, y el señorHubbard en persona, el famosomarquista de South Audley Street, entrócon un joven ayudante de aspecto másbien tosco. El señor Hubbard era unhombrecillo de tez colorada y patillasrojas, cuyo entusiasmo por el artequedaba atemperado por la persistentefalta de recursos de la mayoría de losartistas que con él se relacionaban. Enprincipio nunca abandonaba su tienda.Esperaba a que los clientes fuesen averlo. Pero siempre hacía una excepciónen favor del señor Gray. Había algo enDorian que seducía a todo el mundo.

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Verlo ya era un placer.—¿Qué puedo hacer por usted, señor

Gray? —dijo, frotándose las manos,rollizas y pecosas—. He pensado quesería para mí un honor venir en persona.Acabo de adquirir un marco que es unajoya. En una subasta. Florentino antiguo.Creo que viene de Fonthill.Maravillosamente adecuado para untema religioso, señor Gray.

—Siento mucho que se haya tomadotantas molestias, señor Hubbard. Irédesde luego a su establecimiento paraver el marco, aunque últimamente no meinteresa demasiado la pintura religiosa,pero en el día de hoy sólo se trata de

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subir un cuadro a lo más alto de la casa.Pesa bastante, y por eso he pensado enpedirle que me prestara a un par dehombres.

—No es ninguna molestia, señorGray. Es una alegría para mí serle deutilidad. ¿Cuál es la obra de arte?

—Ésta —replicó Dorian Gray,apartando el biombo—. ¿Podrá ustedmoverlo, con la tela que lo cubre, talcomo está? No quiero que se roce porlas escaleras.

—No hay ninguna dificultad —dijoel afable marquista, empezando, con laayuda de su subordinado, a descolgar elcuadro de las largas cadenas de bronce

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de las que estaba suspendido—. Yahora, señor Gray, ¿dónde tenemos quellevarlo?

—Le mostraré el camino, señorHubbard, si es tan amable de seguirme.O quizá sea mejor que vaya usteddelante. Mucho me temo que lahabitación está en lo más alto de la casa.Iremos por la escalera principal, que esmás ancha.

Mantuvo la puerta abierta paradejarlos pasar, salieron al vestíbulo einiciaron la ascensión por la escalera.La barroca ornamentación del marcohabía hecho que el retrato resultase muyvoluminoso y, de cuando en cuando,

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pese a las obsequiosas protestas delseñor Hubbard, a quien horrorizaba,como les sucede a todos los verdaderoscomerciantes, la idea de que uncaballero haga algo útil, Dorianintentaba echarles una mano.

—No se puede decir que seademasiado ligero —dijo el marquistacon voz entrecortada cuando llegaron alúltimo descansillo, procediendo asecarse la frente.

—Me temo que pesa bastante —murmuró Dorian, mientras, con la llaveque le había entregado la señora Leaf,abría la puerta de la estancia que iba aguardar el extraño secreto de su vida y a

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ocultar su alma a los ojos de loshombres.

Hacía más de cuatro años que noentraba allí, aunque en otro tiempo lahubiera utilizado como cuarto de juegosprimero y más adelante como sala deestudio. Habitación amplia y bienproporcionada, el difunto lord Kelso lahabía construido especialmente para elnieto al que siempre había detestado porel notable parecido con su madre —ytambién por otras razones—, y al quequería mantener lo más lejos posible. ADorian le pareció que había cambiadomuy poco. Allí estaba el enormecassone italiano, con sus paneles

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cubiertos de fantásticas pinturas y susdeslustradas molduras doradas, en cuyointerior se había escondido de pequeñocon tanta frecuencia. Allí estaba lalibrería de madera de satín, llena de suslibros escolares, con signos evidentesde haber sido muy usados. De la paredde detrás aún colgaba el mismo tapizflamenco muy gastado, donde unosdescoloridos rey y reina jugaban alajedrez en un jardín, mientras un grupode cetreros pasaba a caballo, con avesencapuchadas en las muñecasenguantadas. ¡Qué bien se acordaba detodo! Los recuerdos de su solitariainfancia se le agolparon en la memoria

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mientras miraba a su alrededor. Recordóla pureza inmaculada de su vidaadolescente, y le pareció horrible quefuese allí donde tuviera que esconder elfatídico retrato. ¡Qué poco habíaimaginado, en aquellos días muertospara siempre, lo que el destino lereservaba!

Pero no había en toda la casa unlugar donde fuese a estar mejorprotegido contra miradas inquisitivas.Con la llave en su poder, nadie máspodría entrar allí. Bajo su mortajamorada, el rostro pintado en el lienzopodía hacerse bestial, deforme,inmundo. ¿Qué más daba? Nadie lo

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vería. Ni siquiera él. ¿Por qué tendríaque contemplar la odiosa corrupción desu alma? Conservaría la juventud: esobastaba. Y, además, ¿no cabía laposibilidad de que algún día nacieran enél sentimientos más nobles? No habíarazón para pensar en un futurovergonzoso. Quizá el amor pudieracruzarse en su vida, purificándolo yprotegiéndolo de aquellos pecados queya parecían agitársele en la carne y elespíritu: aquellos curiosos pecadostodavía informes cuya indeterminaciónmisma les prestaba sutileza y atractivo.Tal vez, algún día, el rictus de crueldadhabría desaparecido de la delicada boca

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y él estaría en condiciones de mostrar almundo la obra maestra de BasilHallward.

No; eso era imposible. Hora a hora,semana a semana, la criatura del lienzoenvejecería. Quizá evitara la fealdad delpecado, pero no la de la edad. Lasmejillas se descarnarían y se haríanfláccidas. Amarillas patas de galloaparecerían en torno a ojos apagados. Elcabello perdería su brillo, la boca seabriría o se le caerían las comisuras,dando al rostro una expresión estúpida ogrosera, como sucede con las bocas delos ancianos. Y la garganta se le llenaríade arrugas, las manos de venas azuladas,

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el cuerpo se le torcería, como sucedieracon el de su abuelo, tan severo con él ensu adolescencia. Había que esconder elcuadro. No cabía otra solución.

—Haga el favor de traerlo aquí,señor Hubbard —dijo con voz cansada,volviéndose—. Siento haberle hechoesperar tanto. Estaba pensando en otracosa.

—Siempre es bueno descansar unpoco, señor Gray —respondió elmarquista, que aún respiraba con ciertaagitación—. ¿Dónde tenemos queponerlo?

—Oh, en cualquier sitio. Aquímismo; aquí estará bien. No lo quiero

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colgar. Apóyelo contra la pared.Gracias.

—¿Se puede contemplar la obra dearte, señor Gray?

Dorian se sobresaltó.—No le interesaría, señor Hubbard

—dijo, mirándolo fijamente. Se sentíadispuesto a abalanzarse sobre él yarrojarlo al suelo si se atrevía a alzar lalujosa tela que ocultaba el secreto de suvida—. No deseo molestarle más. Leestoy muy agradecido por su amabilidadal venir en persona.

—Nada de eso, en absoluto, señorGray. Siempre estaré encantado de hacercualquier cosa por usted —y el señor

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Hubbard bajó ruidosamente lasescaleras seguido por su ayudante, quese volvió a mirar a Dorian con unaexpresión de tímido asombro en sustoscas facciones. Nunca había visto anadie tan maravilloso.

Cuando se perdió el ruido de suspisadas, Dorian cerró la puerta y seguardó la llave en el bolsillo. Ahora sesentía seguro. Nadie volvería acontemplar a aquella horrible criatura.Ninguna mirada que no fuera la suyavería su vergüenza.

Al entrar en la biblioteca se diocuenta de que acababan de dar las cincoy de que ya le habían traído el té. Sobre

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una mesita de oscura madera fragantecon abundantes incrustaciones de nácar,regalo de lady Radley, la esposa de sututor, una enferma profesional de gustosdelicados, que había pasado en El Cairoel invierno anterior, se hallaba una notade lord Henry y, a su lado, un libro decubierta amarilla, ligeramente rasgada ycon los bordes estropeados. En labandeja del té descansaba también unejemplar de la tercera edición de The StJames's Gazette. Era evidente queVíctor había regresado. Se preguntó sise habría cruzado en el vestíbulo con elseñor Hubbard cuando se marchaba,interrogándolo discretamente para saber

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qué habían hecho él y su ayudante. Sinduda echaría de menos el cuadro; lohabría echado ya de menos mientrascolocaba el servicio del té. El biombono había vuelto a ocupar su sitio y elhueco en la pared resultabaperfectamente visible. Quizás algunanoche encontrara a su criado subiendosigilosamente las escaleras e intentandoforzar la puerta de la antigua sala deestudio. Era horrible tener a un espía enla propia casa. Había oído historiassobre personas con mucho dinero,chantajeadas toda su vida por un criadoque había leído una carta, u oídocasualmente una conversación, o que se

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había guardado una tarjeta con unadirección, o que había encontrado bajouna almohada una flor marchita o unarrugado jirón de encaje.

Suspiró y, después de servirse unataza de té, leyó la nota de lord Henry.Sólo le decía que le enviaba elperiódico de la tarde y un libro quequizá le interesase; y que estaría en elclub a las ocho y cuarto. Dorian abriólánguidamente The Gazette para echarleuna ojeada. En la página cinco, unpárrafo marcado con lápiz rojo atrajo suatención:

«INVESTIGACIÓN JUDICIAL

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SOBRE UNA ACTRIZ. Estamañana, en Bell Tavern, HoxtonRoad, el señor Danby, coroneldel distrito, ha llevado a cabouna investigación acerca de lamuerte de Sibyl Vane, jovenactriz recientemente contratadapor el Royal Theatre deHolberon. El veredicto ha sidode muerte accidental. Sonmuchas las muestras decondolencia que ha recibido lamadre de la desaparecida, que seha mostrado muy afectada porlos hechos durante su testimoniopersonal, al que ha seguido el

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del doctor Birrell, autor delexamen post-mortem de lafallecida».

Dorian frunció el entrecejo y,rasgando el periódico en dos, cruzó lahabitación y se deshizo de los trozos.¡Qué desagradable era todo ello! ¡Ycómo la fealdad contribuía a hacer másreales las cosas! Se sintió un tantomolesto con lord Henry por haberleenviado aquella noticia. Y desde luegoera un estupidez que la hubiera señaladocon lápiz rojo. Víctor podía haberlaleído. Sabía inglés más que suficientepara hacerlo.

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Quizá lo había hecho, y empezaba asospechar algo. ¿Qué más daba, detodos modos? ¿Qué tenía que ver DorianGray con la muerte de Sibyl Vane? Nohabía nada que temer. Él no la habíamatado.

Contempló el libro que lord Henryle enviaba. Se preguntó qué sería. Fuehacia la mesita octogonal de color perla,que siempre le había parecido obra deunas extrañas abejas egipcias quetrabajasen la plata, tomó el volumen, sedejó caer en un sillón y empezó a pasarlas páginas. A los pocos minutos lehabía capturado por completo. Setrataba del libro más extraño que había

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leído nunca. Se diría que los pecadosdel mundo, exquisitamente vestidos, yacompañados por el delicado sonar delas flautas, pasaban ante sus ojos comouna sucesión de cuadros vivos. Cosasque había soñado confusamente sehicieron realidad de repente. Cosas quenunca había soñado empezaron arevelársele poco a poco.

Era una novela sin argumento y conun solo personaje, ya que se trataba, enrealidad, de un estudio psicológico decierto joven parisino que empleó la vidatratando de experimentar en el siglo XIXtodas las pasiones y maneras de pensarpertenecientes a los siglos anteriores al

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suyo, resumiendo en sí mismo, por asídecirlo, los diferentes estados de ánimopor los que había pasado el espíritu delmundo, y que amó, por su mismaartificialidad, esos renunciamientos alos que los hombres llamanerróneamente virtudes, al igual que lasrebeldías naturales a las que losprudentes llaman pecados. El libroestaba escrito en un estilo curiosamenteornamental, gráfico y oscuro al mismotiempo, lleno de argot y de arcaísmos,de expresiones técnicas y de lascomplicadas perífrasis que caracterizanla obra de algunos de los mejoresartistas de la escuela simbolista

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francesa. Había en él metáforas tanmonstruosas como orquídeas, y con lamisma sutileza de color. Se describía lavida de los sentidos con el lenguaje dela filosofía mística. A veces era difícilsaber si se estaba leyendo ladescripción de los éxtasis de algún santomedieval o las morbosas confesiones deun pecador moderno. Era un librovenenoso. El denso olor del inciensoparecía desprenderse de sus páginas yturbar el cerebro. La cadencia misma delas frases, la sutil monotonía de sumúsica, tan lleno como estaba decomplejos estribillos y de movimientoselaboradamente repetidos, produjo en la

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mente de Dorian Gray, al pasar decapítulo en capítulo, algo semejante auna ensoñación, una enfermedad delsueño que le hizo no darse cuenta de queiba cayendo el día y creciendo lassombras.

Limpio de nubes y atravesado poruna estrella solitaria, un cielo de colorcobre verdoso resplandecía del otrolado de las ventanas. Dorian siguióleyendo con su pálida luz hasta que yano pudo seguir. Luego, después de que elayuda de cámara le hubiera recordadovarias veces que se estaba haciendotarde, se puso en pie y, trasladándose ala habitación vecina, dejó el libro en la

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mesa florentina que siempre estaba juntoa su cama, y empezó a vestirse para lacena.

Casi eran las nueve cuando llegó alclub, donde encontró a lord Henry, solo,en una habitación que se utilizaba porlas mañanas como sala de estar, con airede infinito aburrimiento.

—Lo siento, Harry —exclamó elmuchacho—, pero en realidad has tenidotú la culpa. El libro que me has prestadoes tan fascinante que se me ha pasado eltiempo volando.

—Sí; me pareció que te gustaría —replicó su anfitrión, levantándose delasiento.

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—No he dicho que me guste, Harry.He dicho que me fascina. Hay una grandiferencia.

—Ah, ¿ya has hecho esedescubrimiento? —murmuró lord Henry,mientras se dirigían hacia el comedor.

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C A P Í T U L O 1 1

Durante años, Dorian Gray no pudolibrarse de la influencia de aquel libro.O quizá sea más exacto decir que nuncatrató de hacerlo. Encargó que le trajerande París al menos nueve ejemplares dela primera edición en papel de grantamaño, con márgenes muy amplios, ylos hizo encuadernar en coloresdiferentes, de manera que seacomodaran a sus distintos estados deánimo y a los cambiantes caprichos de

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una sensibilidad sobre la que, a veces,parecía haber perdido casi por completoel control. El protagonista, el asombrosojoven parisino cuyos temperamentosromántico y científico estaban tanextrañamente combinados, se convirtióen prefiguración de sí mismo. Y, dehecho, el libro entero le parecíacontener la historia de su vida, escritaantes de que él la hubiera vivido.

Había, sin embargo, un punto en elque era más afortunado que el fantásticoprotagonista de la novela. Nuncapadeció el terror, un tanto grotesco —nunca, de hecho, tuvo razón alguna paraello—, que inspiraban los espejos, las

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brillantes superficies de los metales y elagua inmóvil al joven parisino desdeuna temprana edad, terror ocasionadopor la repentina desaparición de unabelleza que en otro tiempo, al parecer,había sido extraordinariamentellamativa. Dorian Gray solía leer, con unjúbilo casi cruel —y quizá en casi todaslas alegrías, como sin duda en todos losplaceres, la crueldad tiene su lugar— laúltima parte del libro, con su relatoverdaderamente trágico, aunque hastacierto punto demasiado subrayado, deldolor y la desesperación de alguien quehabía perdido lo que apreciaba, porencima de todo, en otras personas y en

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el mundo.Porque la singular belleza que tanto

había fascinado a Basil Hallward y aotros muchos nunca parecíaabandonarlo. Incluso quienes habíanoído de él las mayores vilezas —yperiódicamente extraños rumores sobresu manera de vivir corrían por Londresy se convertían en la comidilla de losclubs—, no les daban crédito si llegabana conocerlo personalmente. Dorian Grayconservaba el aspecto de alguien que seha mantenido lejos de la vileza delmundo. Las conversaciones groseras seinterrumpían cuando entraba en unahabitación. Había una pureza en su

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rostro que tenía todo el valor de unreproche. Su mera presencia parecíadespertar el recuerdo de una inocenciamancillada. Todo el mundo sepreguntaba cómo alguien tan atractivo ypuro había escapado a la corrupción deuna época sórdida a la vez que sensual.

Con frecuencia, al regresar a su casade una de aquellas misteriosas yprolongadas ausencias que daban pie atan extrañas conjeturas entre quieneseran, o creían ser, sus amigos, DorianGray se deslizaba escaleras arriba hastala habitación cerrada del ático, abría lapuerta con la llave que nunca seseparaba de su persona, y se colocaba,

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con un espejo, delante del retratopintado por Basil Hallward, mirandounas veces al rostro malvado yenvejecido del lienzo y otras lasfacciones siempre jóvenes y bienparecidas que se reían de él desde labrillante superficie de cristal. La nitidezmisma del contraste aumentaba suplacer. Se fue enamorando cada vez másde la belleza de su cuerpo einteresándose más y más por lacorrupción de su alma. Examinaba conminucioso cuidado, y a veces con unjúbilo monstruoso y terrible, losespantosos surcos que cortaban suarrugada frente y que se arrastraban en

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torno ala boca sensual, perdido todo suencanto, preguntándose a veces qué eralo más horrible, si las huellas delpecado o las de la edad. Tambiéncolocaba las manos, nacaradas, junto alas manos rugosas e hinchadas delcuadro, y sonreía. Se burlaba del cuerpodeforme y de las extremidadesclaudicantes.

De noche, insomne en su dormitorio,siempre perfumado por delicadosaromas, o en la sórdida habitación deuna taberna de pésima reputación cercade los muelles, que tenía por costumbrefrecuentar disfrazado y con nombrefalso, había momentos, efectivamente, en

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los que pensaba en la destrucción de sualma con una compasión que eraespecialmente patética por puramenteegoísta. Pero aquellos momentos no seprodigaban. La curiosidad acerca de lavida, que lord Henry despertara por vezprimera en él cuando estaban en eljardín de su amigo Basil, parecía crecera medida que se satisfacía. Cuanto mássabía, más quería saber. Padecíahambres locas que se hacían másdevoradoras cuanto mejor lasalimentaba.

No se dejaba ir por completo, sinembargo, al menos en sus relaciones conla buena sociedad. Una o dos veces al

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mes durante el invierno, y los miércolespor la tarde durante la temporada, abríaal mundo las puertas de su magníficacasa y contrataba a los músicos máscelebrados del momento para quedeleitaran a sus invitados con lasmaravillas de su arte. Sus cenas íntimas,en cuya organización siemprecolaboraba lord Henry, eran famosaspor la cuidadosa selección ydistribución de los invitados, así comopor el gusto exquisito en la decoraciónde la mesa, con su sutil arreglo sinfónicode flores exóticas, manteles bordados yantigua vajilla de oro y plata.Abundaban de hecho, especialmente

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entre los más jóvenes, quienes veían, oimaginaban ver, en Dorian Gray, laverdadera encarnación de un modelocon el que habían soñado a menudo ensus días de Eton y de Oxford, unapersona que conjugaba en cierto modo lacultura del erudito con el encanto, ladistinción y los perfectos modales de unciudadano del mundo. Les parecía queformaba parte del grupo de aquellos alos que Dante describe porque tratan de«hacerse perfectos mediante el cultorendido a la belleza[1]. Como Gautier,era alguien para quien existía el mundovisible[2]».

Para él, ciertamente, la Vida era la

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primera y la más grande de las artes, ytodas las demás no eran más que unapreparación para ella. La moda, pormedio de la cual lo puramente fantásticose hace por un momento universal, y eldandismo que, a su manera, trata deafirmar la modernidad absoluta de labelleza, le fascinaban. Su manera devestir y los estilos peculiares, que decuando en cuando propugnaba, teníanuna marcada influencia en los jóveneselegantes que se dejaban ver en losbailes de Mayfair o detrás de losventanales de los clubs de Pall Mall, yque copiaban todo lo que Dorian Grayhacía, esforzándose por reproducir el

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encanto pasajero de sus graciosascoqueterías, que, para él, nunca llegabana ser del todo serias.

Porque, si bien estaba totalmentedispuesto a aceptar la posiciónprivilegiada que se le ofreció casi deinmediato al alcanzar la mayoría deedad, y hallaba un placer sutil en la ideade que podía verdaderamenteconvertirse para el Londres de su épocaen lo que el autor del Satiricón habíasido en otro tiempo para la Romaimperial de Nerón, en lo más íntimo desu alma deseaba ser algo más que unsimple arbiter elegantiarum, a quien seconsulta sobre la manera de llevar una

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joya, de cómo anudar una corbata osobre cómo manejar un bastón. DorianGray trataba de inventar una nuevamanera de vivir que descansara en unafilosofía razonada y en unos principiosbien organizados, y que hallara en laespiritualización de los sentidos su metamás elevada.

El culto de los sentidos ha sidocensurado con frecuencia y con muchajusticia, porque al ser humano sunaturaleza le hace sentir un terrorinstintivo ante pasiones y sensacionesque le parecen más fuertes que él, y quees consciente de compartir con formasinferiores del mundo orgánico. Pero

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Dorian Gray consideraba que nunca sehabía entendido bien la verdaderanaturaleza de los sentidos, que habíanpermanecido en un estado salvaje yanimal sencillamente porque el mundohabía tratado de someterlos por elhambre y matarlos por el dolor, en lugarde proponerse convertirlos en elementosde una nueva espiritualidad, en la que elrasgo dominante sería un admirableinstinto para captar la belleza. Alcontemplar el camino recorrido por elser humano desde los albores de lahistoria, le dominaba un sentimiento depesar. ¡Eran tantas las capitulaciones! ¡Ycon tan escasos resultados! Se habían

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producido rechazos insensatos, formasmonstruosas de mortificación, deautotortura, cuyo origen era el miedo ysu resultado una degradacióninfinitamente más terrible que ladegradación imaginaria de la que el serhumano, en su ignorancia, había tratadode escapar. La naturaleza, utilizando sumaravillosa ironía, empujaba alanacoreta a alimentarse con los animalessalvajes del desierto y al ermitaño ledaba por compañeros a las bestias delcampo.

Sí; tenía que haber, como lord Henryhabía profetizado, un nuevo hedonismoque recreara la vida, que la salvara de

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ese puritanismo tosco y violento queestá teniendo en nuestra época unextraño renacimiento. Un hedonismo queutilizaría sin duda los servicios de lainteligencia, pero sin aceptar teoría osistema alguno que implicara elsacrificio de cualquier modalidad deexperiencia apasionada. Su objetivo,efectivamente, era la experiencia mismay no los frutos de la experiencia, tantodulces como amargos. Prescindiría delascetismo que sofoca los sentidos y dela vulgar desvergüenza que los embota.Pero enseñaría al ser humano aconcentrarse en los instantes singularesde una vida que no es en sí misma más

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que un instante.Son muy pocos aquellos de entre

nosotros que no se han despertado aveces antes del alba, o después de unade esas noches sin sueños que casi noshacen amar la muerte, o de una de esasnoches de horror y de alegríamonstruosa, cuando se agitan en lascámaras del cerebro fantasmas másterribles que la misma realidad,rebosantes de esa vida intensa,inseparable de todo lo grotesco, que daal arte gótico su imperecedera vitalidad,puesto que ese arte bien parecepertenecer sobre todo a los espíritusatormentados por la enfermedad del

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ensueño. Poco a poco, dedos exangüessurgen de detrás de las cortinas yparecen temblar. Adoptando fantásticasformas oscuras, sombras silenciosas seapoderan, reptando, de los rincones dela habitación para agazaparse allí.Fuera, se oye el agitarse de pájarosentre las hojas, o los ruidos que hacenlos hombres al dirigirse al trabajo, o lossuspiros y sollozos del viento quedesciende de las montañas y vagaalrededor de la casa silenciosa, como sitemiera despertar a los que duermen,aunque está obligado a sacar a todacosta al sueño de su cueva de colormorado. Uno tras otro se alzan los velos

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de delicada gasa negra, las cosasrecuperan poco a poco forma y color yvemos cómo la aurora vuelve a dar almundo su prístino aspecto. Los lívidosespejos recuperan su imitación de lavida. Las velas apagadas siguen estandodonde las dejamos, y a su lado descansael libro a medio abrir que nosproponíamos estudiar, o la florpreparada que hemos lucido en el baile,o la carta que no nos hemos atrevido aleer o que hemos leído demasiadasveces. Nada nos parece que hayacambiado. De las sombras irreales de lanoche renace la vida real queconocíamos. Hemos de continuar allí

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donde nos habíamos vistointerrumpidos, y en ese momento nosdomina una terrible sensación, la de lanecesidad de continuar, enérgicamente,el mismo ciclo agotador de costumbresestereotipadas, o quizá, a veces, el locodeseo de que nuestras pupilas se abranuna mañana a un mundo remodeladodurante la noche para agradarnos, unmundo en el que las cosas poseeríanformas y colores recién inventados, yserían distintas, o esconderían otrossecretos, un mundo en el que el pasadotendría muy poco o ningún valor, osobreviviría, en cualquier caso, sinforma consciente de obligación o de

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remordimiento, dado que incluso elrecuerdo de una alegría tiene suamargura, y la memoria de un placer, sudolor.

A Dorian Gray le parecía que lacreación de mundos como aquéllos erala verdadera meta o, al menos, una delas verdaderas metas de la vida; y en subúsqueda de sensaciones que fuesen almismo tiempo nuevas y placenteras, yposeyeran ese componente de lodesconocido que es tan esencial para elensueño, adoptaba con frecuenciaciertos modos de pensamiento que sabíaeran realmente ajenos a su naturaleza,abandonándose a su sutil influencia, y

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luego, después de impregnarse, por asídecirlo, de su color, y una vez satisfechasu natural curiosidad, los abandonabacon esa curiosa indiferencia que no esincompatible con un temperamentoverdaderamente ardiente, y que, dehecho, según ciertos psicólogosmodernos, es frecuentemente sucondición indispensable.

En una ocasión se rumoreó que sedisponía a convertirse al catolicismo; y,desde luego, el ritual romano siempre lehabía atraído mucho. El diario sacrificiode la misa, más terriblemente real quetodos los sacrificios del mundo antiguo,le conmovía tanto por su supremo

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desprecio del testimonio de los sentidoscomo por la primitiva simplicidad desus elementos y el eterno patetismo de latragedia humana que trataba desimbolizar. Le gustaba arrodillarsesobre el frío suelo de mármol, ycontemplar al sacerdote, con su tiesacasulla floreada, apartar lentamente consus manos marfileñas el velo deltabernáculo, y alzar la custodia con lapálida hostia que a veces, a uno legustaría creer, es realmente el paniscaelestis, el alimento de los ángeles; o,revestido con los atributos de la pasiónde Cristo, partir la sagrada forma ygolpearse el pecho para pedir la

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remisión de todos los pecados. Loshumeantes incensarios, que los seriosmonaguillos, con sus encajes y sussotanas rojo escarlata, lanzaban al airecomo grandes flores doradas, ejercíansobre Dorian Gray una sutil fascinación.Al salir de la iglesia, miraba conasombro los negros confesionarios, y lehubiera gustado sentarse en el interiorde uno de ellos para escuchar cómohombres y mujeres susurraban a travésde la gastada rejilla la verdaderahistoria de su vida.

Pero nunca cometió el error dedetener su desarrollo intelectualaceptando de manera oficial credo o

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sistema alguno, ni convirtiendo enmorada permanente una posada que sóloes conveniente para pasar un día, o unaspocas horas de una noche sin estrellas yen la que la luna esté de parto. Elmisticismo, con su maravilloso poderpara convertir en extrañas las cosascorrientes, y el sutil antinomismo[3] quesiempre parece acompañarlo, leconmovió durante una temporada; ydurante otra se inclinó hacia lasdoctrinas materialistas del movimientodarwinista alemán y encontró un curiosoplacer en retrotraer los pensamientos ylas pasiones de los hombres a algunacélula nacarada de su cerebro, o a algún

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nervio blanquecino de su cuerpo,encantado con la idea de que el espíritudependiera absolutamente de ciertascondiciones físicas, morbosas o sanas,normales o patológicas. Sin embargo,como ya se ha dicho de él, ningunateoría sobre la vida le parecíaimportante comparada con la vidamisma. Era muy consciente de laesterilidad de toda especulaciónintelectual si se separa de la acción y dela experiencia. Sabía que los sentidos,no menos que el alma, tenían misteriosespirituales que revelar.

Por ello se entregó durante algúntiempo al estudio de los perfumes y a los

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secretos de su fabricación, destilandoaceites intensamente aromáticos, yquemando gomas odoríferas del Oriente,lo que le permitió darse cuenta de queno había estado de ánimo que no tuvieracorrespondencia en la vida de lossentidos, consagrándose a descubrir susverdaderas relaciones, preguntándosepor qué el incienso empuja a la mística,por qué el ámbar gris desata laspasiones, por qué la violeta despierta elrecuerdo de amores muertos y por qué elalmizcle perturba el cerebro y elchampac[4] la imaginación, tratando enrepetidas ocasiones de elaborar unaverdadera psicología de los perfumes, y

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de calcular las diversas influencias delas raíces poseedoras de olores suaves,de las flores cargadas de polen, o de losbálsamos aromáticos, de las maderasoscuras y fragantes, del espicanardo queprovoca la náusea, de la hovenia queenloquece y de los áloes de los que sedice que logran expulsar del alma lamelancolía.

En otra época se dedicó por entero ala música, y en una amplia habitacióncon celosías, techo bermellón y oro yparedes lacadas en verde oliva, dabacuriosos conciertos en los que cíngarosfrenéticos arrancaban músicas salvajesde cítaras diminutas, o serios tunecinos

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vestidos de amarillo pulsaban las tensascuerdas de monstruosos laúdes, mientrasnegros sonrientes golpeabanmonótonamente tambores de cobre yesbeltos indios enturbanados, cruzadosde piernas sobre esteras de colorescarlata, tañían largas flautas de caña ode bronce y encantaban, o fingíanencantar, a grandes cobras y horriblesvíboras cornudas. Los ritmossincopados y las estridentes disonanciasde aquellas músicas bárbaras leconmovían en momentos en que elencanto de Schubert, los hermosospesares de Chopin y hasta lasmajestuosas armonías del mismo

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Beethoven no conseguían hacer mella ensu oído. Reunió, procedentes de todaslas partes del mundo, los instrumentosmás extraños que pueden encontrarse,tanto en los sepulcros de pueblosdesaparecidos como entre las escasastribus salvajes que han sobrevivido alcontacto con las civilizacionesoccidentales, y disfrutaba tocándolos yprobándolos. Poseía los misteriososjuruparis de los indios de Río Negro,instrumentos que no se permite mirar alas mujeres y que incluso los jóvenessólo pueden ver después de someterse alayuno y al cilicio; las vasijas de barrode los peruanos de los que extraen gritos

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agudos como de pájaros, y flautasfabricadas con huesos humanos, comolas que Alfonso de Ovalle[5] escuchó enChile, y los sonoros jaspes verdes quese encuentran cerca de Cuzco y queproducen notas de singular dulzura.Dorian Gray poseía calabazas pintadas,llenas de guijarros, que resonabancuando se las agitaba; el largo clarín delos mexicanos, en el que el intérprete nosopla, sino que a través de él aspira elaire; el tosco ture de las tribusamazónicas, que hacen sonar loscentinelas que permanecen todo el díaen árboles altísimos y a los que se puedeoír, según cuentan, a una distancia de

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tres leguas; el teponaztli, compuesto dedos láminas vibrantes de madera, y quese golpea con palillos recubiertos de lagoma elástica que se obtiene de la savialechosa de algunas plantas; lascampanas yotl de los aztecas, que secuelgan en racimos, como si fuesenuvas; y un enorme tambor cilíndrico,cubierto con las pieles de grandesserpientes, como el que Bernal Díaz delCastillo vio cuando entró con Cortés enel templo mexicano, y de cuyo sonidoquejumbroso nos ha dejado unadescripción tan gráfica.

El carácter fantástico de aquellosinstrumentos le fascinaba, y le producía

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un curioso placer la idea de que el arte,como la naturaleza, tiene sus monstruos,criaturas de forma bestial y vocesodiosas. Sin embargo, al cabo de algúntiempo se cansaba de ellos, y regresabaa su palco en la ópera, ya fuese solo oen compañía de lord Henry, paraescuchar con profundo placerTannhäuser, viendo en el preludio deesa gran obra una interpretación de latragedia de su alma.

En otra ocasión emprendió elestudio de las joyas, y se presentó en unbaile de disfraces como Anne deJoyeuse[6], almirante de Francia, con untraje recubierto de quinientas sesenta

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perlas. Esta afición lo cautivó duranteaños y puede decirse, de hecho, quenunca le abandonó. Con frecuenciaempleaba un día entero colocando yvolviendo a colocar en sus estuches lasdiferentes piedras que habíacoleccionado, como el crisoberilo verdeoliva que se enrojece a la luz de unalámpara, la cimofana, atravesada poruna línea de plata, el peridoto, de colorverde pistacho, topacios rosados odorados como el vino, carbunclosferozmente escarlata con trémulasestrellas de cuatro puntas, granates deCeilán rojo fuego, las espinelas naranjay violeta, y las amatistas, con sus capas

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alternas de rubí y zafiro. Le encantaba elrojo dorado de la piedra solar y lablancura de perla de la piedra lunar, asícomo el arco iris roto del ópalo lechoso.Consiguió en Amsterdam tresesmeraldas de extraordinario tamaño yriqueza de color, y poseía una turquesade la vieille roche[7] que era la envidiade todos los entendidos.

Descubrió igualmente historiasmaravillosas sobre joyas. En suDisciplina Clericales, Pedro Alfonso[8]

menciona una serpiente con ojos deauténtico jacinto, y en la vida noveladade Alejandro se dice del conquistadorde Ematia que encontró en el valle del

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Jordán serpientes «en cuyas espaldascrecían collares de verdaderasesmeraldas». Existe, nos dice Filóstrato,una piedra preciosa en el cerebro deldragón y «si se le muestran letrasdoradas y una túnica escarlata» elmonstruo se sume en un sueño mágico yes posible matarlo. Según el granalquimista Pierre de Boniface, eldiamante proporciona invisibilidad, y elágata de la India, elocuencia. Lacornalina calma la cólera, el jacintoinvita al sueño y la amatista disipa losvapores del vino. El granate ahuyenta alos demonios, y el hidropicus priva a laluna de su color. La selenita crece y

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mengua con la luna, y al meloceo,descubridor de ladrones, sólo le afectala sangre del cabrito. LeonardusCamillus había visto extraer de un saporecién muerto una piedra blanca,antídoto infalible contra el veneno. Elbezoar, que se encuentra en el corazóndel ciervo de Arabia, es un hechizo quepuede curar la peste. En los nidos de lospájaros de Arabia se halla el aspilatesque, según Demócrito, evita a quien lolleva todo peligro de fuego.

El rey de Ceilán, en la ceremonia desu coronación, atravesó su capital acaballo con un gran rubí en la mano. Laspuertas del palacio del Preste Juan

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«estaban hechas de sardónice,incrustado de cuernecillos de cerasta ovíbora cornuda, de manera que nadiepudiera introducir venenos en suinterior». Sobre el gablete había «dosmanzanas de oro con dos carbunclos»,de manera que el oro brillara de día ylos carbunclos de noche. En la extrañanovela de Lodge, A Margarite ofAmerica, se afirma que en la cámara dela reina podía verse a «todas las damascastas del mundo, en relicarios de plata,que miraban a quienes las contemplabana través de hermosos espejos decrisolitas, carbunclos, zafiros y verdesesmeraldas». Marco Polo había visto a

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los habitantes de Cipango colocar perlasrosadas en la boca de los difuntos. Unmonstruo marino estaba enamorado de laperla que el buceador llevó al rey Peroz,por lo que mató al ladrón y guardó lutodurante siete lunas en razón de supérdida. Cuando los hunos lograronatraer al rey a una gran fosa, el monarcala arrojó lejos —así lo relata Procopio— y nunca se la volvió a encontrar, pesea que el emperador Anastasio ofreciócomo recompensa quinientos quintalesde piezas de oro. El rey de Malabarhabía mostrado a cierto veneciano unrosario de trescientas cuatro perlas, unapor cada dios al que rendía culto.

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Cuando el duque de Valentinois[9],hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII,su caballo, nos cuenta Brantóme, ibacargado de hojas de oro, y su gorroestaba adornado con dos hileras dedeslumbrantes rubíes. Carlos deInglaterra, cuando montaba a caballo,llevaba unas espuelas adornadas concuatrocientos veintiún diamantes.Ricardo II tenía un gabán, valorado entreinta mil marcos, que estaba recubiertode balajes, rubíes de color morado. Halldescribía a Enrique VIII, de caminohacia la Torre de Londres antes de sucoronación, con «una veste recamada enoro, el jubón bordado con diamantes y

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otras piedras preciosas y, en torno alcuello, un gran collar de grandesbalajes». Los favoritos de Jacobo Illevaban pendientes hechos deesmeraldas montadas en filigrana deoro. Eduardo II dio a Piers Gaveston unaarmadura de oro rojo tachonada dejacintos, un collar de rosas de oro conturquesas y un gorro parsemé de perlas.Enrique II utilizaba guantes enjoyadosque le llegaban hasta el codo, y poseíaun guante de cetrería adornado de docerubíes y cincuenta y dos grandes perlasde Oriente. Del sombrero ducal deCarlos el Temerario, último duque deBorgoña de su estirpe, tachonado de

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zafiros, colgaban perlas con forma depera.

¡Cuán exquisita era la vida en otrostiempos! ¡Qué magnificencia en lapompa y en la ornamentación! La simplelectura de lo que fue el lujo de antañomaravillaba.

Dorian Gray se interesó másadelante por los bordados y los tapicesque hacían oficio de frescos en las fríassalas de las naciones septentrionales deEuropa. Mientras investigaba el tema —y siempre tuvo la extraordinaria facultadde sumergirse por completo, llegado elmomento, en el tema que abordaba—casi le entristeció reflexionar sobre los

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destrozos que el Tiempo causa en todolo que es hermoso y extraordinario. Él,al menos, había escapado a aquellacondena. Los veranos se sucedían, losjunquillos dorados habían florecido ymuerto muchas veces, y noches dehorror repetían la historia de su infamia,pero Dorian seguía siempre igual. Elinvierno no estropeaba su tez nimarchitaba el esplendor de su juventud.¡Bien distinto era lo que sucedía con lascosas materiales! ¿Qué se había hechode ellas? ¿Dónde estaba el gran manto,de color azafrán, tejido por morenasdoncellas para complacer a Atenea, porel que los dioses habían luchado contra

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los gigantes? ¿Dónde estaba el inmensovelarium que Nerón extendiera sobre elColiseo romano, aquella titánica velamorada en la que estaba representado elcielo estrellado, y Apolo conduciendoun carro tirado por blancos corceles conriendas de oro? Dorian anhelaba ver lascuriosas servilletas confeccionadas parael Sacerdote del Sol, en las que sehabían representado todas las golosinasy viandas que pudieran desearse para unfestín; el paño mortuorio del reyChilperico, con sus trescientas abejasdoradas; las extravagantes túnicas quedespertaron la indignación del obispodel Ponto, donde estaban representados

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«leones; panteras, osos, perros, bosques,rocas, cazadores: todo lo que, de hecho,un pintor puede copiar de la naturaleza»;y el jubón que vistiera en cierta ocasiónCarlos de Orleans, en cuyas mangas sehabía bordado la letra de una canciónque empezaba con «Madame, je suistout joyeux», en hilo de oro elacompañamiento musical de laspalabras, y cada nota, de formacuadrada en aquellos tiempos, formadapor cuatro perlas. También supo DorianGray de la habitación que se preparó enel palacio de Reims para albergar a lareina Juana de Borgoña, decorada con«mil trescientos veintiún loros

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adornados con las armas reales, yquinientas sesenta y una mariposas,cuyas alas lucían, de manera similar, lasarmas de la reina, todo el conjuntotrabajado en oro». Catalina de Médicisse hizo preparar un lecho fúnebre deterciopelo negro tachonado de mediaslunas y soles. Sus cortinas eran dedamasco, adornadas con frondosascoronas y guirnaldas sobre un fondo deoro y plata, los bordes decorados conbordados de perlas, que se colocó enuna estancia de cuyo techo colgabanhileras de divisas de la reina enterciopelo negro sobre paño de plata.Luis XIV tenía, en sus apartamentos,

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cariátides bordadas en oro de quincepies de altura. El lecho de gala de JuanIII Sobieski, rey de Polonia, estabahecho de brocado de oro de Esmirna enel que se habían escrito con turquesasversículos del Corán. Los apoyos erande plata dorada, bellamente cincelados,y profusamente adornados conmedallones esmaltados y enjoyados. Setrataba de un botín de guerra, tomado delcampamento turco durante el sitio deViena, y el estandarte de Mahoma habíaflotado al viento bajo los vibrantesdorados de su baldaquín.

Y así, durante todo un año, Dorian seesforzó por acumular los ejemplares

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más exquisitos de tejidos y bordados:delicadas muselinas de Delhi,exquisitamente trabajadas con adornosde palmas en hilo de oro y tachonadascon alas de escarabajos irisados; gasasde Dacca, a las que, dada sutransparencia, se conocen en Orientecomo «aire tejido» y «agua corriente», ytambién como «rocío nocturno»; telas deJava con extrañas figuras; tapicesamarillos muy refinados procedentes deChina; libros encuadernados en saténleonado o bellas sedas azules, yadornados con flores de lis, pájaros eimágenes; velos de lacis tejidos conpunto de Hungría; brocados sicilianos y

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tiesos terciopelos españoles; telasgeorgianas con sus monedas doradas, yfukusas japonesas con sus dorados detonos verdes y sus aves de maravillosoplumaje.

También sentía una especial pasiónpor las vestiduras eclesiásticas, comode hecho por todo lo referente alservicio de la Iglesia. En los largosbaúles de cedro, dispuestos a lo largode la galería oeste de su casa, habíaalmacenado gran número de ejemplaresraros y soberbios de lo que es realmenteel aderezo de la Esposa de Cristo, quedebe adornarse con la púrpura, las joyasy el lino de mejor calidad para ocultar

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su pálido cuerpo, mortificado, gastadopor el sufrimiento que ella misma buscay herido por los dolores que se inflige.Dorian poseía una suntuosa capa pluvialde seda carmesí y damasco con hilo deoro, en la que las granadas repetían unmotivo estilizado de flores de seispétalos, a cuyos lados se reproducía enperlas finas el emblema de la piña. Losorifrés estaban divididos en panelesrepresentando escenas de la vida de laVirgen, y bordada su coronación ensedas de colores sobre la capucha. Setrataba de un trabajo italiano del sigloXV. Otra capa pluvial era de terciopeloverde, bordado con grupos de hojas de

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acanto en forma de corazón, de los quesurgían flores blancas de largo tallo,trabajadas en hilo de plata y cristales decolores. El broche lucía una cabeza deserafín bordada en relieve con hilo deoro. Los orifrés estaban tejidos en unadamascado de seda roja y oro, yconstelados con medallones de muchosmártires y santos, entre los que sehallaba san Sebastián. También se hizocon casullas de seda color ámbar, y sedaazul y brocado de oro, y de sedaadamascada amarilla y paño de oro, conrepresentaciones de la Pasión y laCrucifixión de Cristo, y bordadas conleones y pavos reales y otros emblemas;

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dalmáticas de satén blanco y dedamasco de seda rosa, decoradas contulipanes y delfines y flores de lis;frontales de altar de terciopelo carmesíy lino azul; y muchos corporales, velosde cáliz y sudarios. En la utilizaciónmística asignada a aquellos objetoshabía algo que estimulaba suimaginación.

Porque aquellos tesoros y todo loque coleccionaba en su hermosamansión estaba destinado a servirle demedio para el olvido, eran una manerade escapar, durante una temporada, almiedo que a veces le parecía casidemasiado intenso para poder

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soportarlo. En una pared de la solitariahabitación, siempre cerrada con llave,donde transcurriera una parte tanconsiderable de su infancia yadolescencia, había colgado con suspropias manos el terrible retrato cuyosrasgos cambiantes le mostraban laverdadera degradación de su vida, ydelante, a modo de cortina, habíacolocado el paño mortuorio de colormorado y oro. Pasaba semanas sin subir,olvidándose de aquella espantosapintura, recuperando la ligereza deespíritu, la maravillosa alegría de vivir,dejándose absorber apasionadamentepor la existencia misma. Luego, de

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repente, una noche cualquiera, salíafurtivamente de su casa, bajaba hastaalguno de los terribles lugares próximosa Blue Gate Fields, y allí se quedaba,por espacio de varios días, hasta que loechaban. Al regresar a su casa, sesentaba delante del retrato, a vecesaborreciéndolo y aborreciéndose, perodejándose dominar, en otras ocasiones,por ese orgulloso individualismo quesupone buena parte de la fascinación delpecado, y sonreía, secretamentecomplacido, a la imagen deforme,condenada a soportar el peso quedebiera haber caído sobre sus espaldas.

Al cabo de algunos años empezó a

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resultarle imposible pasar mucho tiempofuera de Inglaterra, y renunció a la villaque había compartido en Trouville conlord Henry, así como a la blanca casitade Argel, aislada por un alto muro,donde ambos habían pasado más de unavez el invierno. No podía vivir lejos delretrato que era un elemento tanimprescindible de su vida, y temía,además, que, durante su ausencia,alguien entrara en la habitación, a pesarde los complicados cerrojos que habíahecho instalar.

Se daba cuenta, por otra parte, contoda claridad, de que el retrato nadarevelaría. Era cierto que todavía

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conservaba, bajo la vileza y fealdad delrostro, un considerable parecido con eloriginal; pero, ¿qué consecuencias sepodían extraer de ello? Dorian Gray sereiría de cualquiera que intentaseutilizarlo en su contra. No lo habíapintado él. ¿Qué le importaba lo vil yabyecto de su apariencia? Aunquerevelase la verdad, ¿quién la creería?

Pero eso no impedía que sintieramiedo. A veces, cuando se hallaba en lagran mansión familiar deNottinghamshire, donde recibía a losjóvenes elegantes de su misma posiciónsocial que eran sus compañeroshabituales, y donde asombraba a todo el

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condado por el lujo gratuito y lasuntuosidad desmedida de su manera devivir, abandonaba de repente a susinvitados para regresarprecipitadamente a la capital ycomprobar que nadie había forzado lapuerta y que el retrato seguía en su sitio.¿Qué sucedería si alguien lo robara? Lamera posibilidad le helaba de horror.Sin duda el mundo llegaría entonces aconocer su secreto. Quizá el mundo losospechaba ya.

Porque, si bien era cierto quefascinaba a muchos, había ya bastantespersonas que desconfiaban de él. Casiestuvieron a punto de negarle la

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admisión en un club del West End, pesea que su cuna y su posición socialjustificaban plenamente que se le dierauna respuesta afirmativa; también secontaba que, en una ocasión, al llevarleuno de sus amigos al salón parafumadores del Churchill, el duque deBerwick y otro caballero se pusieron enpie de manera muy ostensible y seretiraron. Curiosas historias acerca desu persona empezaron a hacersefrecuentes una vez que cumplió losveinticinco años. Se rumoreaba que sele había visto peleándose con marinerosextranjeros en un local de pésimareputación en las profundidades de

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Whitechapel, e igualmente que serelacionaba con ladrones y monederosfalsos y que conocía todos los misteriosde sus oficios. Sus sorprendentesausencias se hicieron famosas, y cuandoreaparecía entre la buena sociedad, lagente cuchicheaba en los rincones, odejaba escapar una risa burlona al pasara su lado, o lo miraba con fríos ojosinterrogadores, como si estuvierandecididos a descubrir su secreto.

Dorian Gray, por supuesto, noprestaba la menor atención a talesinsolencias y desprecios deliberados y,en opinión de la mayoría, su naturalidady su aire jovial, su encantadora sonrisa

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adolescente y la gracia infinita de lamaravillosa juventud que parecía noabandonarle nunca, eran por sí solasrespuesta suficiente a las calumnias,porque así las calificaba la mayoría, quecirculaban acerca de él. Se señalaba, detodos modos, que algunas de laspersonas con las que había tenido untrato más íntimo parecían, al cabo dealgún tiempo, evitarlo. Mujeres quemanifestaron hacia él una adoración sinlimites, que desafiaron por él la censuróde la sociedad y que prescindieron detodas las convenciones, palidecían devergüenza y horror si Dorian Grayentraba en el salón donde se

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encontraban.Aquellos escándalos susurrados sólo

servían, sin embargo, a ojos de muchos,para acrecentar su extraño y peligrosoencanto. Su gran fortuna era,indudablemente, un elemento deseguridad. La sociedad, la sociedadcivilizada al menos, nunca está muydispuesta a creer nada en detrimento dequienes son, al mismo tiempo, ricos yfascinantes. Siente, de manera instintiva,que los modales tienen más importanciaque la moral y, en su opinión, larespetabilidad más acrisolada valemuchísimo menos que la posesión de unbuen chef. Y, a decir verdad, consuela

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muy poco saber que la persona que teinvita a una cena execrable o que tesirve un vino de mala calidad esirreprochable en su vida privada. Nisiquiera las virtudes cardinalesjustifican unas entrées semifrías, comoseñaló en una ocasión lord Henry en undebate sobre aquel tema; y existen sinduda excelentes razones para sostenerese punto de vista. Porque los cánonesde la buena sociedad son, o deberíanser, los mismos que los cánones del arte.La forma es absolutamente esencial. Lavida social debe tener la dignidad deuna ceremonia, y también su irrealidad,y combinar la insinceridad de una

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comedia romántica con el ingenio y labelleza que la dotan de encanto paranosotros. ¿Acaso la insinceridad es unacosa tan terrible? No lo creo. Es,sencillamente, un método que nospermite multiplicar nuestraspersonalidades.

Tal era, al menos, la opinión deDorian Gray, que se asombraba de lasuperficialidad de esos psicólogos paraquienes el Yo es algo sencillo,permanente, fiable y único. Para él, elhombre era un ser dotado deinnumerables vidas y sensaciones, unacriatura compleja y multiforme quealbergaba curiosas herencias de

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pensamientos y pasiones, y cuya carnemisma estaba infectada por lasmonstruosas dolencias de los muertos.Disfrutaba paseando por el frío corredorde su casa solariega donde sealmacenaban los cuadros familiares,para contemplar los diferentes retratosde aquellos cuya sangre corría por susvenas. Allí estaba Philip Herbert, dequien Francis Osborne, en su Memoireson the Reigns of Queen Elizabeth andKing James, nos dice que era «mimadopor la corte debido a su apostura,aunque su bello rostro no lo acompañódurante mucho tiempo». ¿Acaso la vidaque él llevaba era semejante a la del

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joven Herbert? ¿Acaso algún extrañogermen venenoso había ido pasando deorganismo en organismo hasta alcanzarfinalmente el suyo? ¿Era el sentimientoconfuso de aquella gracia perdida lo quele había lanzado, tan de repente y casisin motivo, a pronunciar, en el estudiode Basil Hallward, la plegaria insensataque había cambiado su vida? Y allí, consu jubón rojo bordado en oro, gabánenjoyado, gorguera y puños con bordesdorados, se hallaba sir Anthony Sherard,con la armadura negra y plata a los pies.¿Qué había heredado Dorian de aquelhombre? El amante de Giovanna deNápoles, ¿le había legado algún pecado,

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alguna infamia? ¿No eran sus accionesotra cosa que los sueños que los muertosno se habían atrevido a poner por obra?Allí, desde el lienzo de coloresapagados, sonreía lady ElizabethDevereux, con su capucha de gasa, petode perlas y mangas rosas acuchilladas.Una flor en la mano derecha, y en laizquierda un collar esmaltado de rosasblancas y damasquinadas. Sobre unamesa, a su lado, descansaban unamandolina y una manzana. Y grandesrosetas sobre sus puntiagudos zapatitos.Dorian sabía de su vida, y las extrañashistorias que se contaban sobre susamantes. ¿Había en él algo de su

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temperamento? Sus ojos almendrados depesados párpados parecían mirarlo concuriosidad. ¿Y qué decir de GeorgeWilloughby, con su peluca empolvada ysus lunares extravagantes? ¡Quéperverso parecía! El rostro taciturno ymoreno, y los labios sensuales en losque se dibujaba una mueca de desdén.Delicados puños de encaje caían sobrelas largas manos amarillentas demasiadocargadas de sortijas. Había sido unpisaverde del siglo XVIII, y amigo, ensu juventud, de lord Ferrars. ¿Y delsegundo lord Beckenham, compañerodel Príncipe Regente en sus años máslocos, y uno de los testigos de su

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matrimonio secreto con la señoraFitzherbert? ¡Qué orgulloso y apuesto,con sus bucles de color castaño y supose de perdonavidas! ¿Qué pasiones lehabía legado? El mundo le atribuyótodas las infamias. Había dirigido sinduda las orgías de Carlton House. Perosobre su pecho brillaba la estrella de lajarretera. Junto al suyo podía verse elretrato de su esposa, una pálida mujervestida de negro, de labios muy finos.También aquella sangre corría por lasvenas de Dorian. ¡Qué curioso parecíatodo! Y su madre, con el rostro a lo ladyHamilton y los labios frescos,humedecidos por el vino: Dorian sabía

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lo que había recibido de ella. Le habíatransmitido su belleza, y la pasión por labelleza de otros. Se reía de él con suholgado vestido de bacante. Había hojasde viña en sus cabellos. La copa quesostenía derramaba púrpura. Losclaveles del cuadro se habíanmarchitado, pero los ojos seguían siendomaravillosos por su profundidad y lamagia de su color. Y parecían seguirlodondequiera que fuese.

Pero también se tienen antepasadosliterarios, además de los de la propiaestirpe, muchos de ellos quizá máspróximos por la constitución y eltemperamento, y con una influencia de la

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que se era consciente con mucha mayorclaridad. Había ocasiones en que aDorian Gray le parecía que la totalidadde la historia no era más que el relato desu propia vida, no como la había vividoen sus acciones y detalles, sino como suimaginación la había creado para él,como había existido en su cerebro y ensus pasiones. Tenía la sensación dehaberlas conocido a todas, a aquellasextrañas y terribles figuras que habíanatravesado el gran teatro del mundo,haciendo del pecado algo tanmaravilloso y del mal algo tan sutil. Leparecía que, de algún modo misterioso,sus vidas habían sido también la suya.

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El protagonista mismo de lamaravillosa novela que tanto habíainfluido en su vida tuvo aquella curiosaimpresión. En el capítulo séptimo cuentacómo, coronado de laurel para evitar serherido por el rayo, había sido Tiberio,que leía, en un jardín de Capri, las obrasescandalosas de la autora griegaElefantis, mientras enanos y pavosreales se paseaban a su alrededor, y elflautista imitaba el ir y venir delincensario; había sido Calígula, defrancachela en los establos conpalafreneros de casaca verde antes decenar en un pesebre de marfil junto a uncaballo con la frente cubierta de joyas; y

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Domiciano, vagabundo por un corredorcon espejos de mármol, buscando portodas partes, con ojos enfebrecidos, elreflejo de una daga destinada a poner fina sus días, y enfermo de ese ennui, deese terrible taedium vitae, destinocomún de todos aquellos a quienes lavida no ha negado nada; más adelante,también había presenciado, a través deuna transparente esmeralda, lassangrientas carnicerías del Circo paraluego, en una litera de perlas y púrpura,tirada por mulas con herraduras deplata, regresar, por la calle de lasGranadas, a la Casa Dorada, mientrasque, a su paso, los habitantes de Roma

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aclamaban al César Nerón; había sidoHeliogábalo, el rostro pintado decolores, que trabajaba en la rueca entrelas mujeres, y que trajo de Cartago a laLuna, para dársela al Sol en matrimoniomístico.

Dorian leía una y otra vez tanfantástico capítulo, y los dos siguientes,que presentaban, como lo hacen ciertostapices singulares o ciertos esmaltesextraños hábilmente trabajados, lasformas estremecedoras y espléndidas deaquellos a quienes el Vicio y la Sangre yel Tedio convirtieron en monstruos o enlocos: Filippo, duque de Milán, queasesinó a su esposa y le pintó los labios

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con un veneno escarlata para que suamante sorbiera la destrucción de lacriatura muerta que acariciaba; PietroBarbi, el veneciano, conocido con elnombre de Paulo II[10], quien, en suvanidad, quiso reclamar el título deFermosus, y cuya tiara, valorada endoscientos mil florines, se compró alprecio de un pecado abominable; GianMaria Visconti, que utilizaba sabuesospara cazar hombres, y cuyo cuerpo, almorir asesinado, cubrió de rosas unahetaira que lo había amado; el Borgiasobre su corcel blanco, y el Fratricidacabalgando a su lado, con el mantomanchado por la sangre de Perotto;

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Pietro Riario, el joven cardenalarzobispo de Florencia, hijo y favoritode Sixto IV, de belleza sólo igualada porsu libertinaje, que recibió a Leonor deAragón en un pabellón de seda blanca ycarmesí, lleno de ninfas y de centauros,y que recubrió a un jovencito de panesde oro para que hiciera las veces, conmotivo de la fiesta, de Ganímedes o deHilas; Ezzelino[11] cuya melancolía sólose curaba con el espectáculo de lamuerte y que sentía pasión por la sangre,como otros hombres la tienen por elvino tinto; hijo del Maligno, se decía,que había hecho trampas a su infernalpadre cuando se jugaba el alma a los

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dados; Giambattista Cibo, que, porburla, tomó el nombre de Inocente[12], yen cuyas venas aletargadas un doctorjudío inyectó la sangre de tres jóvenes;Segismundo Malatesta, el amante deIsotta y señor de Rímini, cuya efigie fuequemada en Roma como enemigo deDios y de los hombres, que estranguló aPolyssena con una servilleta, dio aGinebra de este veneno en una copa deesmeralda y, queriendo honrar unapasión vergonzosa, construyó una iglesiapagana para el culto cristiano; CarlosVI, tan terriblemente enamorado de laesposa de su hermano que un leproso leadvirtió de la locura que se le avecinaba

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y que, cuando su cerebro enfermó yempezó a desvariar, sólo era posiblecalmarlo con naipes sarracenos,ilustrados con imágenes del Amor, de laMuerte y de la Locura; y, con su elegantejubón, gorro enjoyado y rizos comohojas de acanto, Grifonetto Baglioni,que dio muerte a Astorre junto con suprometida, y Simonetto con su paje,cuyo atractivo era tal que, mientrasagonizaba, tendido en la plaza amarillade Perusa, quienes lo habían odiado sesintieron conmovidos hasta las lágrimas,y a quien Atalanta, que lo habíamaldecido, lo bendijo.

Todos despertaban en Dorian una

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horrible fascinación. Los veía de nochey le perturbaban durante el día. ElRenacimiento conoció extrañas manerasde envenenar: por medio de un casco yuna antorcha encendida; de un guantebordado y un abanico enjoyado; de unaalmohadilla perfumada y un collar deámbar. A Dorian Gray lo habíaenvenenado un libro. En determinadosmomentos veía el mal únicamente comoun medio que le permitía poner por obrasu concepción de lo bello.

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C A P Í T U L O 1 2

Fue el nueve de noviembre, la vísperade su trigésimo octavo cumpleaños,como Dorian recordaría después confrecuencia.

Regresaba de casa de lord Henry,donde había cenado, a eso de las once,bien envuelto en un abrigo de piel,porque la noche era fría y neblinosa. Enla esquina de Grosvenor Square y SouthAudley Street, un individuo quecaminaba muy deprisa, alzado el cuello

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del abrigo, se cruzó con él entre laniebla. En la mano llevaba un maletín.Dorian lo reconoció. Era BasilHallward. Una extraña sensación demiedo, inexplicable, lo dominó. No hizogesto alguno de reconocimiento y siguiócaminando a buen paso en dirección a sucasa.

Pero Hallward lo había visto.Dorian le oyó primero detenerse y luegoapresurar el paso tras él. Al cabo deunos instantes sintió su mano en elbrazo.

—¡Dorian! ¡Qué suerte la mía! Llevodesde las nueve esperándote en labiblioteca de tu casa. Finalmente me he

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compadecido de tu criado, que parecíamuy cansado, y, mientras meacompañaba hasta la puerta, le he dichoque se fuera a la cama. Salgo para Parísen el tren de medianoche, y tenía muchointerés en verte antes. Me ha parecidoque eras tú o, más bien, tu abrigo depieles, cuando te has cruzado conmigo.Pero no estaba seguro. ¿No me hasreconocido?

—¿Con esta niebla, mi queridoBasil? ¡Soy incapaz de reconocerGrosvenor Square! Creo que mi casaestá por aquí cerca, pero tampoco estoydemasiado seguro. Siento que te vayas,porque llevo siglos sin verte. Pero

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supongo que volverás pronto.—No; voy a estar ausente seis

meses. Me propongo alquilar un estudioen París, y encerrarme hasta que acabeun cuadro muy importante que tengo enla cabeza. Pero no quiero hablarte demí. Ya estamos delante de tu casa.Permíteme entrar un momento. Tengoalgo que decirte.

—Encantado. Pero, ¿no perderás eltren? —preguntó Dorian Graylánguidamente, mientras subía losescalones de la entrada y abría la puertacon su llave.

La luz del farol más cercano seesforzaba por atravesar la niebla, y

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Hallward consultó su reloj.—Tengo tiempo de sobra —

respondió—. El tren no sale hasta lasdoce y cuarto y sólo son las once. Dehecho me dirigía al club, para ver si teencontraba allí, cuando nos hemoscruzado. No tendré que esperar por elequipaje, porque ya he facturado losbaúles. Todo lo que llevo conmigo eseste maletín, y no tardaré más de veinteminutos en llegar a Victoria.

Dorian sonrió, mirándolo.—¡Qué manera de viajar para un

pintor célebre! ¡Un maletín y un abrigocualquiera! Entra, o la niebla se nosmeterá en casa. Y hazme el favor de no

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hablar sobre nada serio. Nada es serioen los tiempos que corren. Por lo menos,no debería serlo.

Hallward movió la cabeza mientrasentraba, y siguió a Dorian hasta labiblioteca. En la gran chimenea ardía unalegre fuego de leña. Las lámparasestaban encendidas y, encima de unamesita de marquetería, descansaba,abierto, un armarito holandés de platapara licores, con algunos sifones y altosvasos de cristal tallado.

—Como ves, tu criado no ha podidotratarme mejor. Me ha dado todo lo quequería, incluidos tus mejores cigarrillosde boquilla dorada. Es una persona muy

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hospitalaria. Me gusta mucho más queaquel francés que tenías antes. Porcierto, ¿qué se ha hecho de él?

Dorian se encogió de hombros.—Creo que se casó con la doncella

de lady Radley, y la ha instalado enParís como modista inglesa. Laanglomanie está ahora muy de modaallí, según me dicen. Parece un pocotonto por parte de los franceses, ¿nocrees? En realidad no era en absoluto unmal criado. Nunca me gustó, pero notengo motivos de queja. A veces uno seimagina cosas muy absurdas. Me teníacariño y, según tengo entendido, sintiómucho marcharse. ¿Quieres otro coñac?

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¿O prefieres vino del Rin con agua deSeltz? Eso es lo que yo tomo siempre.Seguramente habrá una botella en lahabitación de al lado.

—Gracias, no quiero nada más —dijo el pintor, quitándose la gorra y elabrigo, y arrojándolos sobre el maletínque había dejado en un rincón—. Yahora, mi querido Dorian, tenemos quehablar seriamente. No frunzas el ceño.Me lo pones mucho más difícil.

—¿De qué se trata? —exclamóDorian, sin esconder su irritación,dejándose caer en el sofá—. Espero queno tenga nada que ver conmigo. Estanoche estoy cansado de mí mismo. Me

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gustaría ser otra persona.—Se trata de ti —respondió

Hallward con voz seria y resonante—, yno tengo más remedio que decírtelo.Sólo necesito media hora.

Dorian suspiró y encendió uncigarrillo.

—¡Media hora! —murmuró.—No es demasiado lo que te pido, y

hablo únicamente en interés tuyo. Creoque es justo que sepas que en Londres sedicen de ti las cosas más espantosas.

—No quiero saber nada de eso. Meencantan los escándalos acerca de otraspersonas, pero las habladurías que meconciernen no me interesan. Carecen del

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encanto de la novedad.—Deben interesarte, Dorian. Todo

caballero está interesado en su buennombre. No puedes querer que la gentehable de ti como de alguien vil ydepravado. Disfrutas, por supuesto, detu posición, y de tu fortuna, y todo lo quellevan consigo. Pero posición y fortunano lo son todo. Yo no doy ningún créditoa esos rumores. Al menos, no los creocuando te veo. El pecado es algo que loshombres llevan escrito en la cara. No sepuede ocultar. La gente habla a veces devicios secretos. No existe tal cosa. Si unpobre desgraciado tiene un vicio, lodenuncian las arrugas de la boca, la

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caída de los párpados, incluso la formade las manos. Alguien, no voy a decir sunombre, pero a quien tú conoces, vino amí el año pasado para que pintara suretrato. Nunca lo había visto antes, nitampoco había oído nada acerca de élpor aquel entonces, aunque después sí hesabido muchas cosas. Me ofreció unacantidad exorbitante. Me negué aretratarlo. Había algo en la forma de susdedos que me pareció detestable. Ahorasé que la impresión que me produjo noera equivocada. Su vida es un horror.Pero tú, Dorian, con ese rostro tuyo,inocente, luminoso, con esa maravillosajuventud tuya que permanece siempre

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igual, ¿cómo voy a creer nada malo deti? Y sin embargo te veo muy pocasveces, nunca vienes al estudio, y cuandoestoy lejos de ti y oigo todas esas cosasodiosas que la gente susurra, no sé quédecir. ¿Por qué, Dorian, una personacomo el duque de Berwick abandona elsalón de un club cuando tú entras en él?¿Por qué hay en Londres tantoscaballeros que no van a tu casa ni teinvitan a la suya? Eras muy amigo delord Staveley. Coincidí con él en unacena la semana pasada. Tu nombre salióen la conversación, con motivo de lasminiaturas que has prestado para laexposición en la galería Dudley.

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Staveley hizo un gesto de desagrado, ydijo que quizá tuvieras unos gustos muyartísticos, pero que no debía permitirseque conocieras a ninguna joven pura; yque ninguna mujer casta debía sentarsecontigo en la misma habitación. Lerecordé que yo era amigo tuyo y le pedíque explicara lo que quería decir. Lohizo. Lo hizo delante de todo el mundo.¡Fue horrible! ¿Por qué tu amistad es tandesastrosa para los jóvenes? Está elcaso de ese desgraciado muchacho de laGuardia que se suicidó. Eras su amigoíntimo. Pienso en sir Henry Ashton, quetuvo que abandonar Inglaterra, sureputación manchada para siempre.

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Erais inseparables. ¿Y qué decir deAdrian Singleton, que terminó de unamanera tan terrible? ¿Y el hijo único delord Kent y su carrera? Ayer me tropecécon su padre en St. James Street. Parecíadeshecho por la vergüenza y la pena. ¿Yel joven duque de Perth? ¿Qué vidalleva en la actualidad? ¿Qué caballeroquerrá que se le vea con él?

—Ya basta, Basil. Estás hablando decosas de las que nada sabes —dijoDorian Gray mordiéndose los labios ycon un tono de infinito desprecio en lavoz—. Me preguntas por qué Berwickse marcha de una habitación cuando yoentro. Se debe a todo lo que yo sé

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acerca de su vida, no a lo que él sabeacerca de la mía. Con la sangre quelleva en las venas, ¿cómo podría ser unapersona sin mancha? Me preguntas porHenry Ashton y el joven Perth. ¿Acasosoy yo quien les ha enseñado sus viciosa uno y al otro su libertinaje? Si el tontodel hijo de Kent va a buscar a su mujeren el arroyo, ¿qué tiene eso que verconmigo? Si Adrian Singleton reconoceuna deuda firmando el pagaré con elnombre de uno de sus amigos, ¿acasosoy yo su guardián? Sé muy bien hastaqué punto les gusta hablar a los ingleses.Las clases medias airean sus prejuiciosmorales en sus vulgares comedores, y

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murmuran sobre lo que ellos llaman ladepravación de las clases superiorescon el objeto de hacer creer quepertenecen a la buena sociedad y soníntimos de las personas a las quecalumnian. En este país basta que unhombre sea distinguido e inteligentepara que todas las lenguas vulgares sedesaten contra él. Dime tú, ¿qué vidallevan todas esas personas que presumende ser los guardianes de la moralidad?Mi querido amigo, olvidas que vivimosen el país de la hipocresía.

—Dorian —exclamó Hallward—,no es ése el problema. Inglaterra no estálibre de pecado, lo sé, y la sociedad

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inglesa tiene mucho de qué arrepentirse.Ésa es precisamente la razón de que a tite quiera yo intachable. Pero no lo hassido. Se puede juzgar a una persona porel efecto que tiene sobre sus amigos. Lostuyos parecen perder por completo elsentimiento del honor, de la bondad, dela pureza. Lo único que les transmites esuna sed desenfrenada de placer, y no, sedetienen hasta llegar al fondo delabismo. Pero eres tú quien los hallevado hasta allí. Sí, has sido tú, y sinembargo aún eres capaz de sonreír,como lo estás haciendo ahora. Perotodavía hay más. Sé que Harry y tú soisinseparables. Por esa misma razón, si no

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por otra, no deberías haber permitidoque su hermana se convirtiera en lacomidilla de toda la ciudad.

—Cuidado, Basil. Estás yendodemasiado lejos.

—He de hablar y tú tienes queescucharme. Cuando conociste a ladyGwendolen no la había rozado aún ni lamás leve sombra de escándalo. ¿Perohay una sola mujer decente en Londresque esté ahora dispuesta a pasear encoche con ella por el parque? ¡Nisiquiera a sus hijos se les permite vivircon ella! Y luego hay otros rumores…,rumores según los cuales se te ha vistosalir sigilosamente al amanecer de casas

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espantosas e introducirte disfrazado enlas madrigueras más infames deLondres. ¿Son ciertos esos rumores?¿Pueden ser verdad? Cuando los oí porvez primera me eché a reír. Ahora,cuando los oigo, hacen que meestremezca. ¿Qué decir de tu casa en elcampo y de la vida que allí se hace? Nosabes lo que se cuenta de ti, Dorian. Note voy a decir que no quierosermonearte. Recuerdo cómo Harryafirmó en una ocasión que todo hombreque, en un momento determinado, decidedesempeñar el papel de sacerdote,empieza diciendo eso, y acto seguidoprocede a faltar a su palabra. Quiero

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sermonearte. Deseo que tu vida haga queel mundo te respete. Que tengas unnombre sin tacha y una reputación porencima de toda sospecha. Que te libresde esas terribles personas con las que tetratas. No te encojas de hombros una vezmás. No te muestres tan indiferente. Esmucha la influencia que tienes. Que seapara el bien, no para el mal. Dicen quecorrompes a todas las personas con lasque intimas, y que cuando entras en unacasa, llega, pisándote los talones, lavergüenza de una u otra especie. No sési es cierto o no. ¿Cómo podría saberlo?Pero eso es lo que dicen de ti. Me hancontado cosas que parece imposible

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poner en duda. Lord Gloucester era unode mis mejores amigos en Oxford. Memostró una carta que le escribió suesposa cuando moría, sola, en su villade Mentone. Tu nombre aparecía en ella,mezclado con la más terrible confesiónque he leído nunca. A él le dije que eraabsurdo; que te conocía perfectamente, yque eras incapaz de nada parecido. ¿Teconozco? Me pregunto si es verdad quete conozco. Antes de contestar tendríaque ver tu alma.

—¡Ver mi alma! —murmuró DorianGray, alzándose del sofá y palideciendode miedo.

—Sí —respondió Hallward con

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mucha seriedad y un tono profundamentepesaroso—; ver tu alma. Pero eso sólolo puede hacer Dios.

Una amarga risotada de burla salióde los labios de su interlocutor.

—¡Vas a tener ocasión de verla estamisma noche! —exclamó, tomando unalámpara de la mesa—. Ven: es obra tuya.¿Por qué tendría que ocultártela?Después se lo podrás contar al mundo,si así lo decides. Nadie te creerá. Si deverdad te creyeran, aún me tendrían enmayor aprecio. Conozco la época en quevivimos mejor que tú, aunque peroressobre ella tan tediosamente como lohaces. Ven, te digo. Ya has hablado

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bastante de corrupción. Ahora vas atener ocasión de verla cara a cara.

La locura del orgullo estaba presenteen cada palabra. Dorian Gray golpeó elsuelo con el pie con insolencia de niño.La idea de que alguien compartiera susecreto le producía una espantosaalegría, y más aún que el hombre quehabía pintado el retrato que era el origende toda su vergüenza cargara para elresto de su vida con el horrible recuerdode lo que había hecho.

—Sí —continuó, acercándosele más,y mirando sin pestañear los ojos severosde su amigo—. Voy a mostrarte mi alma.Voy a mostrarte esa cosa que, según

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imaginas, sólo Dios puede ver.Hallward retrocedió instintivamente.—¡Eso es una blasfemia, Dorian! —

exclamó—. No debes decir esas cosas.Son horribles, y no significan nada.

—¿Es eso lo que crees? —le replicóDorian Gray, riendo de nuevo.

—Lo sé. En cuanto a lo que te hedicho esta noche, lo he hecho por tubien. Sabes que he sido siempre unamigo fiel.

—No me toques. Termina lo quetengas que decir.

El dolor crispó por un instante lasfacciones del pintor. Quedó mudo,invadido por un sentimiento de

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compasión infinita. Después de todo,¿qué derecho tenía él a inmiscuirse en lavida de Dorian? Aunque no hubierahecho más que una décima parte de loque de él se contaba, ¡cuánto tenía quehaber sufrido! Pero enseguida se irguió,dirigiéndose hacia la chimenea, y allí sequedó, contemplando los leños, queardían con cenizas semejantes a laescarcha y corazones palpitantes hechosde llamas.

—Estoy esperando, Basil —dijo eljoven, con voz clara y dura.

El pintor se volvió.—Lo que tengo que decir es esto —

exclamó—. Has de darme alguna

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respuesta a las terribles acusaciones quese hacen contra ti. Si me dices que sonabsolutamente falsas de principio a fin,te creeré. ¡Niégalas, Dorian, hazme elfavor de negarlas! ¿No ves lo mucho queestoy sufriendo? ¡Dios del cielo! No medigas que eres un malvado, un corrupto,un infame.

Dorian Gray sonrió. Un gesto dedesprecio le curvó los labios.

—Sube conmigo, Basil —dijo concalma—. Llevo un diario de mi vida queno sale nunca de la habitación donde seescribe. Te lo enseñaré si meacompañas.

—Subiré contigo, Dorian, si así lo

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deseas. Veo que ya he perdido el tren.Da lo mismo. Saldré mañana. Pero nome pidas que lea nada esta noche. Todolo que quiero es una respuesta directa ami pregunta.

—Te será dada en el último piso. Note la puedo dar aquí. No será necesarioque leas mucho rato.

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C A P Í T U L O 1 3

Dorian salió de la habitación y empezó asubir, seguido muy de cerca por BasilHallward. Caminaban sin hacer ruido,como se hace instintivamente de noche.La lámpara arrojaba sombras fantásticassobre la pared y la escalera. El viento,que empezaba a levantarse, hacíatabletear algunas ventanas.

Cuando alcanzaron el descansillodel ático, Dorian dejó la lámpara en elsuelo y, sacando la llave, la introdujo en

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la cerradura.—¿De verdad quieres saberlo,

Basil? —le preguntó en voz baja.—Sí.—No te imaginas cuánto me alegro

—respondió, sonriendo. Luego añadió,con cierta violencia—: eres la únicapersona en el mundo que tiene derecho asaberlo todo de mí. Estás másestrechamente ligado a mi vida de lo quecrees —luego, recogiendo la lámpara,abrió la puerta y entró en la antigua salade juegos. Una corriente de aire frío losasaltó, y la lámpara emitió por unosinstantes una llama de turbio colornaranja. Dorian Gray se estremeció—.

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Cierra la puerta —le susurró a Basil,mientras colocaba la lámpara sobre lamesa.

Hallward miró a su alrededor,desconcertado. Se diría que aquellahabitación llevaba años sin usarse. Undescolorido tapiz flamenco, un cuadrodetrás de una cortina, un antiguo cassoneitaliano, y una librería casi vacía eratodo lo que parecía encerrar, además deuna silla y una mesa. Mientras DorianGray encendía una vela medioconsumida que descansaba sobre larepisa de la chimenea, Basil advirtióque todo estaba cubierto de polvo y quela alfombra tenía muchos agujeros. Un

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ratón corrió a esconderse tras elrevestimiento de madera. La habitaciónentera olía a moho y a humedad.

—De manera que, según tú, sóloDios ve el alma, ¿no es eso? Descorre lacortina y verás la mía.

La voz que hablaba era fría y cruel.—Estás loco, Dorian, o representas

un papel —murmuró Hallward,frunciendo el ceño.

—¿No te atreves? En ese caso loharé yo —dijo el joven, arrancando lacortina de la barra que la sostenía yarrojándola al suelo.

De los labios del pintor escapó unaexclamación de horror al ver, en la

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penumbra, el espantoso rostro que lesonreía desde el lienzo. Había algo ensu expresión que le produjo deinmediato repugnancia y aborrecimiento.¡Dios del cielo! ¡Era el rostro de DorianGray lo que estaba viendo! Lamisteriosa abominación aún no habíadestruido por completo su extraordinariabelleza. Quedaban restos de oro en loscabellos que clareaban y una sombra decolor en la boca sensual. Los ojoshinchados conservaban algo de la purezade su azul, las nobles curvas no habíandesaparecido por completo de lacincelada nariz ni del cuello bienmodelado. Sí, se trataba de Dorian.

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Pero, ¿quién lo había hecho? Le parecióreconocer sus propias pinceladas y, encuanto al marco, también el diseño erasuyo. La idea era monstruosa, pero, detodos modos, sintió miedo.Apoderándose de la vela encendida, seacercó al cuadro. Abajo, a la izquierda,halló su nombre, trazado con largasletras de brillante bermellón.

Se trataba de una parodiarepugnante, de una infame e innoblecaricatura. Aquel lienzo no era obrasuya. Y, sin embargo, era su retrato. Nocabía la menor duda, y sintió como si, enun momento, la sangre que le corría porlas venas hubiera pasado del fuego al

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hielo inerte. ¡Su cuadro! ¿Quésignificaba aquello? ¿Por qué habíacambiado? Volviéndose, miró a DorianGray con ojos de enfermo. La boca se lecontrajo y la lengua, completamenteseca, fue incapaz de articular el menorsonido. Se pasó la mano por la frente,recogiendo un sudor pegajoso.

Su joven amigo, apoyado contra larepisa de la chimenea, lo contemplabacon la extraña expresión que sedescubre en quienes contemplanabsortos una representación teatralcuando actúa algún gran intérprete. Noera ni de verdadero dolor ni deverdadera alegría. Se trataba

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simplemente de la pasión delespectador, quizá con un pasajeroresplandor de triunfo en los ojos. DorianGray se había quitado la flor quellevaba en el ojal, y la estaba oliendo ofingía olerla.

—¿Qué significa esto? —exclamóHallward, finalmente. Su propia voz leresultó discordante y extraña.

—Hace años, cuando no era más queun adolescente —dijo Dorian Gray,aplastando la flor con la mano—, meconociste, me halagaste la vanidad y meenseñaste a sentirme orgulloso de mibelleza. Un día me presentaste a uno detus amigos, que me explicó la maravilla

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de la juventud, mientras tú terminabas elretrato que me reveló el milagro de labelleza. En un momento de locura delque, incluso ahora, ignoro aún silamento o no, formulé un deseo, aunquequizá tú lo llamaras una plegaria…

—¡Lo recuerdo! ¡Sí, lo recuerdoperfectamente! ¡No! Eso es imposible.Esta habitación está llena de humedad.El moho ha atacado el lienzo. Loscolores que utilicé contenían algúndesafortunado veneno mineral. Teaseguro que es imposible.

—¿Qué es imposible? —murmuróDorian, acercándose al balcón yapoyando la frente contra el frío cristal

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empañado por la niebla.—Me dijiste que lo habías

destruido.—Estaba equivocado. El retrato me

ha destruido a mí.—No creo que sea mi cuadro.—¿No descubres en él a tu ideal? —

preguntó Dorian con amargura.—Mi ideal, como tú lo llamas…—Como tú lo llamaste.—No había maldad en él, no tenía

nada de qué avergonzarse. Fuiste paramí el ideal que nunca volveré aencontrar. Y ése es el rostro de un sátiro.

—Es el rostro de mi alma.—¡Cielo santo! ¡Qué criatura elegí

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para adorar! Tiene los ojos de undemonio.

—Todos llevamos dentro el cielo yel infierno, Basil —exclamó Dorian conun desmedido gesto de desesperación.Hallward se volvió de nuevo hacia elretrato y lo contempló fijamente.

—¡Dios mío! Si es cierto —exclamó—, y esto es lo que has hecho con tuvida, ¡eres todavía peor de lo queimaginan quienes te atacan! —acercó denuevo la vela al lienzo para examinarlo.La superficie parecía seguir exactamentecomo él la dejara. La corrupción y elhorror surgían, al parecer, de lasentrañas del cuadro. La vida interior del

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retratado se manifestabamisteriosamente, y la lepra del pecadodevoraba lentamente el cuadro. Ladescomposición de un cadáver en unsepulcro lleno de humedades no sería unespectáculo tan espantoso.

Le tembló la mano; la vela cayó dela palmatoria al suelo y empezó achisporrotear. Hallward la apagó con elpie. Luego se dejó caer en ladesvencijada silla cercana a la mesa yescondió el rostro entre las manos.

—¡Cielo santo, Dorian, qué lección!¡Qué terrible lección! —no recibiórespuesta, pero oía sollozar a su amigojunto a la ventana—. Reza, Dorian, reza

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—murmuró—. ¿Qué era lo que nosenseñaban a decir cuando éramos niños?«No nos dejes caer en la tentación.Perdona nuestros pecados. Borranuestras iniquidades.» Vamos a repetirlojuntos. La plegaria de tu orgulloencontró respuesta. La plegaria de tuarrepentimiento también será escuchada.Te admiré en exceso. Ambos hemos sidocastigados.

Dorian Gray se volvió lentamente,mirándolo con ojos enturbiados por laslágrimas.

—Es demasiado tarde —balbució.—Nunca es demasiado tarde.

Arrodillémonos y tratemos juntos de

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recordar una oración. ¿No hay unversículo que dice: «Aunque vuestrospecados fuesen como la grana,quedarían blancos como la nieve[13]»?

—Esas palabras ya nada significanpara mí.

—¡Calla! No digas eso. Ya hashecho suficientes maldades en tu vida.¡Dios bendito! ¿No ves cómo esa odiosacriatura se ríe de nosotros?

Dorian Gray lanzó una ojeada alcuadro y, de repente, un odioincontrolable hacia Basil Hallward seapoderó de él, como si se lo hubierasugerido la imagen del lienzo, como sise lo hubieran susurrado al oído

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aquellos labios burlones. Las pasionessalvajes de un animal acorralado seencendieron en su interior, y odió alhombre que estaba sentado a la mesamás de lo que había odiado a nada ni anadie en toda su vida. Lanzó a sualrededor miradas extraviadas. Algobrillaba en lo alto de la cómoda pintadaque tenía enfrente. Sus ojos sedetuvieron sobre aquel objeto. Sabía dequé se trataba. Era un cuchillo que habíatraído unos días antes para cortar untrozo de cuerda y luego había olvidadollevarse. Se movió lentamente en sudirección, pasando junto a Hallward.Cuando estuvo tras él, lo empuñó y se

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dio la vuelta. Hallward se movió en lasilla, como disponiéndose a levantarse.Arrojándose sobre él, le hundió elcuchillo en la gran vena que se halladetrás del oído, golpeándole la cabezacontra la mesa, y apuñalándolo despuésrepetidas veces.

Sólo se oyó un gemido sofocado, yel horrible ruido de alguien a quienahoga su propia sangre. Tres veces losbrazos extendidos se alzaron, convulsos,agitando en el aire grotescas manos dededos rígidos. Dorian Gray aún clavó elcuchillo dos veces más, pero Basil no semovió. Algo empezó a gotear sobre elsuelo. Dorian Gray esperó un momento,

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apretando todavía la cabeza contra lamesa. Luego soltó el arma y escuchó.

Sólo se oía el golpear de las gotasde sangre que caían sobre la raídaalfombra. Abrió la puerta y salió aldescansillo. La casa estaba en absolutosilencio. Nadie se había levantado.Durante unos segundos permanecióinclinado sobre la barandilla, intentandopenetrar con la mirada el negro pozo deatormentada oscuridad. Luego se sacó lallave del bolsillo y regresó a lahabitación del retrato, encerrándosedentro.

El cuerpo seguía sentado en la silla,tumbado en parte sobre la mesa, la

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cabeza inclinada, la espalda doblada ylos brazo caídos, extrañamente largos.De no ser por el irregular desgarrón rojoen el cuello, y el charco oscuro casicoagulado que se ensanchaba lentamentesobre la mesa, se podría haber pensadoque la figura recostada no hacía otracosa que dormir.

¡Qué deprisa había sucedido todo!Sintió una extraña tranquilidad y,acercándose al balcón, lo abrió parasalir al exterior. El viento se habíallevado la niebla, y el cielo era como larueda de un monstruoso pavo real,tachonado de innumerables ojosdorados. Al mirar hacia la calle vio al

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policía del barrio haciendo su ronda ydirigiendo el largo rayo de su linternasorda hacia puertas de casas silenciosas.La mancha carmesí de un coche de puntobrilló en la esquina para desaparecer uninstante después. Una mujer con un chalagitado por el viento avanzaba despacio,con paso inseguro, apoyándose en lasrejas de los jardines. De cuando encuando se detenía y volvía la vista atrás.En una ocasión empezó a cantar con vozronca. El policía se le acercó y le dijoalgo. La mujer se alejó a trompicones,riendo. Una ráfaga de viento muy fríoazotó la plaza. Las luces de gasparpadearon, azuleando, y los árboles

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desnudos agitaron sus negras ramas dehierro. Dorian Gray se estremeció yregresó a la habitación, cerrando elbalcón.

Al llegar a la puerta hizo girar lallave y la abrió. Ni siquiera se volviópara lanzar una ojeada al cadáver.Comprendía que el secreto del éxitoconsistía en no darse cuenta de losucedido. El amigo que había pintado elretrato fatal, causante de todos sussufrimientos, había desaparecido de suvida. Eso era suficiente.

Fue entonces cuando se acordó de lalámpara. Era un ejemplo más biencurioso de artesanía musulmana, labrada

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en plata mate con incrustaciones dearabescos de acero bruñido, tachonadade turquesas sin pulimentar. Quizás sucriado la echara de menos e hicierapreguntas. Vaciló un momento, peroacabó entrando de nuevo yrecuperándola. Esta vez no pudo pormenos que ver el cadáver. ¡Qué inmóvilestaba! ¡Qué horriblemente blancas ylargas parecían las manos! Era como unaespantosa figura de cera.

Después de cerrar nuevamente lapuerta con llave, Dorian Gray bajó ensilencio la escalera. Los crujidos dealgunos escalones le parecieron ayes dedolor. Se detuvo varias veces y esperó.

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No: todo estaba en silencio. Era tan sóloel ruido de sus pasos.

Al llegar a la biblioteca, vio en unrincón el abrigo, la gorra y el maletín.Había que esconderlos en algún sitio.Abrió un ropero secreto, oculto en elrevestimiento de madera, dondeocultaba sus curiosos disfraces, y losdejó allí. Podría quemarlos sinproblemas más adelante. Luego sacó elreloj. Eran las dos menos veinte.

Se sentó y empezó a pensar. Todoslos años —todos los meses casi— seahorcaba a alguien en Inglaterra por uncrimen similar al que acababa decometer. Se diría que había surgido en el

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aire una locura asesina. Alguna rojaestrella se había acercado demasiado ala Tierra… Si bien, ¿qué pruebas habíaen contra suya? Basil Hallwardabandonó la casa a las once. Nadie lohabía visto entrar de nuevo. La mayoríade los criados estaban en Selby Royal.Su ayuda de cámara se había acostado…¡París! Sí. Basil se había marchado aParís en el tren de medianoche, tal comose proponía hacer. Habida cuenta de lacuriosa reserva que lo caracterizaba,pasarían meses antes de que surgieranlas primeras sospechas. ¡Meses! Todopodía estar destruido mucho antes.

Una idea se le pasó de repente por la

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cabeza. Se puso el abrigo de piel y elsombrero y salió al vestíbulo. Luego sedetuvo, al oír en la acera los pasoslentos y pesados del policía y ver en laventana el reflejo de la linterna sorda.Esperó, conteniendo la respiración.

Al cabo de unos momentos descorrióel cerrojo y salió sigilosamente,cerrando después la puerta con gransuavidad. Luego empezó a tocar lacampanilla de la entrada. Unos cincominutos después apareció su ayuda decámara, vestido a medias y con airesomnoliento.

—Siento haber tenido quedespertarle, Francis —dijo Dorian Gray,

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entrando en la casa—, pero me olvidéde las llaves. ¿Qué hora es?

—Las dos y diez —respondió elcriado, mirando el reloj y parpadeando.

—¿Las dos y diez? ¡Horriblementetarde! Despiérteme mañana a las nueve.Tengo que hacer un trabajo urgente.

—Sí, señor.—¿Ha venido alguna visita esta

tarde?—El señor Hallward. Estuvo aquí

hasta las once, y luego se marchó paratomar el tren.

—¡Ah! Siento no haberlo visto.¿Dejó algún mensaje?

—No, señor, excepto que le

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escribiría desde París, si no loencontraba en el club.

—Nada más, Francis. No se olvidede llamarme mañana a las nueve.

—Sí, señor.El criado se alejó por el corredor,

arrastrando ligeramente las zapatillas.Dorian Gray arrojó sombrero y

abrigo sobre la mesa y entró en labiblioteca. Durante un cuarto de horaestuvo paseando, mordiéndose loslabios y pensando. Luego tomó unanuario de una de las estanterías yempezó a pasar páginas. «AlanCampbell, 152 Hertford Street,Mayfair». Sí; era el hombre que

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necesitaba.

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C A P Í T U L O 1 4

A las nueve de la mañana del díasiguiente, el criado entró con una taza dechocolate en una bandeja y abrió lascontraventanas. Dorian dormíaapaciblemente, tumbado sobre el ladoderecho, con una mano bajo la mejilla.Parecía un adolescente agotado por eljuego o el estudio.

A las nueve de la mañana del díasiguiente, el criado entró con una taza dechocolate en una bandeja y abrió las

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contraventanas. Dorian dormíaapaciblemente, tumbado sobre el ladoderecho, con una mano bajo la mejilla.Parecía un adolescente agotado por eljuego o el estudio.

El ayuda de cámara tuvo que tocarledos veces en el hombro paradespertarlo, y mientras abría los ojos lasombra de una sonrisa cruzó por suslabios, como si hubiera estado perdidoen algún sueño placentero. En realidadno había soñado en absoluto. Ningunaimagen, ni agradable ni dolorosa, habíaturbado su descanso. Pero la juventudsonríe sin motivo. Es uno de susmayores encantos.

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Volviéndose, Dorian Gray empezó atomar a sorbos el chocolate, apoyándoseen el codo. El dulce sol de noviembreentraba a raudales en el cuarto. El cieloresplandecía y había en el aire unatibieza reconfortante. Era casi como unamañana de mayo.

Poco a poco, los acontecimientos dela noche anterior penetraron en sucerebro, avanzando a pasos furtivos conlos pies manchados de sangre, hastarecobrar su forma con terrible claridad.En su rostro apareció una mueca dedolor al recordar todo lo que habíasufrido y, por un momento, volvió aapoderarse de él, llenándolo de una

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cólera glacial, el extraño sentimiento deodio que le había obligado a matar aBasil Hallward. El muerto seguía sinduda sentado en la silla, iluminadoahora por el sol. ¡Qué horrible imagen!Cosas tan espantosas como aquélla eranpara la oscuridad de la noche, no para laluz del día.

Sintió que si meditaba sobre lo quele había sucedido se exponía a enfermaro a volverse loco. Había pecados cuyafascinación residía más en la memoriaque en su misma realización; extrañostriunfos más gratificantes para el orgulloque para las pasiones, y que daban a lainteligencia un sentimiento de alegría

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más vivo, superior al gozo que procurano podrían jamás procurar a los sentidos.Pero este último no pertenecía a esacategoría. Se trataba de algo que eranecesario expulsar de la mente,adormecerlo con opio, estrangularloantes de que pudiera estrangularlo a uno.

Cuando el reloj dio la media, DorianGray se pasó la mano por la frente, selevantó con decisión, y se vistió con máscuidado incluso del habitual, prestandogran atención a la elección de la corbatay del alfiler, y cambiando más de unavez de sortijas. También dedicó muchotiempo al desayuno, probando losdiferentes platos, hablando con su ayuda

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de cámara sobre las nuevas libreas queestaba pensando encargar para loscriados de Selby, y revisando lacorrespondencia. Algunas de las cartasle hicieron sonreír. Tres le aburrieron.Una la leyó varias veces y luego larasgó con un ligero gesto de irritación enel rostro. «¡Qué calamidad, losrecuerdos de una mujer!», como lordHenry había dicho en una ocasión.

Después de beber la taza de cafésolo, se limpió lentamente los labios conla servilleta, hizo un gesto a su criadopara que esperase y, dirigiéndose haciasu escritorio, se sentó y redactó doscartas. Guardó una en el bolsillo y

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tendió la otra al criado.—Llévela al 152 de Hertford Street,

Francis, y si el señor Campbell hasalido de Londres, pida que le den sudirección.

Cuando se quedó solo encendió uncigarrillo y empezó a hacer dibujos enun trozo de papel: primero flores, luegodetalles arquitectónicos y, finalmente,rostros. De repente advirtió que todaslas caras que dibujaba parecían tener unextraño parecido con Basil Hallward.Frunció el ceño y, poniéndose en pie, seacercó a una estantería y tomó unvolumen al azar. Estaba decidido a nopensar en lo que había sucedido hasta

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que fuese absolutamente necesariohacerlo.

Después de tumbarse en el sofá miróel título del libro. Se trataba de Émauxet Camées[14], la edición de Charpentieren papel japón, con un grabado deJacquemart[15]. La encuadernación erade cuero verde limón, con un enrejadoen oro, salpicado de granadas. Se lohabía regalado Adrian Singleton. Alpasar las páginas, sus ojos se detuvieronen un poema sobre la mano deLacenaire[16], la helada manoamarillenta «du supplice encore mallavée», con su vello rojo y sus «doigtsde faune». Dorian Gray se miró los

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dedos, blancos como la cera, tuvo unestremecimiento a su pesar, y siguióadelante, hasta que llegó a lasespléndidas estrofas dedicadas aVenecia:

Sur une gammechromatique,

Le sein de perles ruisselant,La Vénus de l'Adriatique

Sort de feau son corps roseet blanc.

Les dômes, sur l'azur desondes

Suivant la phrase au pur

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contour,S'enflent comme des gorges

rondes

Que soulève un soupird'amour.

L'esquif aborde et medépose

Jetant son amarre au pilfer,Devant une façade rose,Sur le marbre d'un escalier.

¡Qué versos exquisitos! Al leerlos setenía la impresión de estar flotando porlos verdes canales de la ciudad de colorrosa y gris perla, sentado en una góndola

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negra con la proa de plata y unoscendales arrastrados por la brisa. Losversos mismos le parecían las rectasestelas azul turquesa que siguen alvisitante cuando navega hacia el Lido.Los repentinos estallidos de color lerecordaban los destellos de las palomas—la garganta de color ópalo e iris—que revolotean en torno al esbeltocampanile acolmenado, o que pasean,con tranquila elegancia, entre lospolvorientos arcos en penumbra.Recostándose, con los ojossemicerrados, Dorian repitió una y otravez los versos:

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Devant une façade rose,Sur le marbre d'un escalier.

Toda Venecia estaba contenida allí.Recordó el otoño que había pasado en laciudad, y el maravilloso amor que leempujó a desenfrenadas y deliciosaslocuras. Había poesía por doquier.Porque Venecia, como Oxford,conservaba el adecuado ambientepoético y, para el verdadero romántico,el ambiente lo era todo, o casi todo.Basil pasó con él algún tiempo duranteaquella estancia, y se habíaentusiasmado con Tintoreto. ¡PobreBasil! ¡Qué muerte tan horrible la suya!

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Dorian Gray suspiró, abrió de nuevoel libro de Gautier, y se esforzó porolvidar. Leyó los versos dedicados alpequeño café de Esmirna donde loshayis pasan sus cuentas de ámbar, y losmercaderes enturbantados fuman suslargas pipas adornadas con borlas, altiempo que conversan sobre temasprofundos mientras las golondrinasentran y salen haciendo rápidosquiebros; leyó sobre el obelisco de laPlace de la Concorde que llora lágrimasde granito en su solitario exilio sin sol yanhela volver al ardiente Nilo cubiertode flores de loto, donde hay esfinges eibis rosados y buitres blancos de garras

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doradas y cocodrilos con ojillos deberilo que se arrastran por el humeantecieno verde; y empezó a soñar con lasestrofas que, extrayendo música delmármol manchado de besos, hablan dela curiosa estatua que Gautier comparacon una voz de contralto, el «monstrecharmant» tumbado en el Louvre en lasala de los pórfidos. Pero al cabo dealgún tiempo el libro se le cayó de lasmanos. Le fue dominando elnerviosismo, que culminó con untremendo ataque de terror. ¿Quésucedería si Alan Campbell no estaba enInglaterra? Tendrían que pasar días ydías antes de que regresara. Quizás se

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negara a volver. ¿Qué hacer entonces?Cada minuto contaba; era de importanciavital. Habían sido grandes amigos enotro tiempo, cinco años atrás; casiinseparables, a decir verdad. Luego suintimidad terminó bruscamente. Cuandose encontraban en público, era DorianGray quien sonreía, nunca AlanCampbell.

Se trataba de un jovenextraordinariamente inteligente, aunquesin verdadero aprecio por las artesplásticas y que, si en algo había llegadoa captar la belleza de la poesía, se lodebía por completo a Dorian. Su pasiónintelectual dominante era la ciencia. En

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Cambridge pasaba gran parte del tiempotrabajando en el laboratorio, y habíaobtenido una buena calificación en elexamen final de ciencias naturales. Dehecho, aún seguía dedicado al estudio dela química, y tenía laboratorio propio,donde solía encerrarse el día entero, loque irritaba mucho a su madre, quetendía a confundir a los químicos conlos boticarios, y a quien ilusionabasobre todo que consiguiese un escaño enel Parlamento. Campbell era, por otraparte, un músico excelente, y tocaba elviolín y el piano mejor que la mayoríade los aficionados. La música habíasido, de hecho, el lazo de unión entre

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Dorian Gray y él: la música y laindefinible capacidad de atracción queDorian podía utilizar a voluntad y quede hecho utilizaba con frecuencia sin.ser consciente de ello. Se habíanconocido en casa de lady Berkshire lanoche en que tocó allí Rubinstein[17], ydespués se los veía con frecuenciajuntos en la ópera y dondequiera que seinterpretara buena música. Su intimidadhabía durado dieciocho meses.Campbell estaba siempre en SelbyRoyal o en Grosvenor Square. Para él,como para muchos otros, Dorian Grayrepresentaba el modelo de todo lo que lavida tiene de maravilloso y fascinante.

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Nadie sabía si habían llegado apelearse. Pero, de repente, otraspersonas se dieron cuenta de que apenashablaban cuando se veían, y de queCampbell se marchaba pronto de lasfiestas a las que asistía Dorian Gray.Había cambiado, por otra parte: semostraba extrañamente melancólico aveces, casi parecía que la música ledesagradase, y no tocaba nunca, dandocomo excusa, cuando se le pedía queinterpretase algo, estar tan absorto en laciencia que le faltaba tiempo parapracticar. Y era sin duda cierto. Cadadía que pasaba daba la impresión deestar más interesado por la biología, y

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su nombre había aparecido una o dosveces en algunas dulas revistascientíficas, en relación con ciertoscuriosos experimentos.

Tal era el hombre que Dorian Grayesperaba. Su mirada se volvía hacia elreloj a cada momento. A medida quepasaban los minutos aumentaba suagitación. Finalmente se levantó yempezó a pasear por la estancia, con elaspecto de un bello animal enjaulado.Caminaba a grandes zancadas que teníanalgo de furtivo. Y las manos se le habíanquedado extrañamente frías.

La incertidumbre se hizoinsoportable. Tuvo la impresión de que

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el tiempo se arrastraba con pies deplomo, mientras él, empujado pormonstruosos huracanes, avanzaba haciael borde dentado de un negro precipicio.Dorian sabía lo que le esperaba allíabajo; lo veía, incluso, y, estremecido,se aplastó con manos húmedas lospárpados ardientes como si quisierarobarle la vista al cerebro mismo,empujando los globos de los ojos hastael fondo de las órbitas. Pero era inútil.El cerebro disponía de su propioalimento, en el que se cebaba, y laimaginación, lanzada a grotescosexcesos por el terror, se retorcía ydeformaba como un ser vivo a causa del

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dolor, bailaba como una horriblemarioneta sobre un escenario, y hacíamuecas detrás de máscaras animadas.Luego, de repente, el Tiempo se detuvopara él. Sí; aquella dimensión ciega, delentísima respiración, dejó dearrastrarse, y horribles pensamientos,puesto que el Tiempo había muerto,emprendieron una veloz carrera ydesenterraron el espantoso futuro de sutumba para mostrárselo. Dorian locontempló fijamente. Y el horror quesintió lo dejó petrificado.

Finalmente la puerta se abrió, dandopaso al ayuda de cámara. Dorian Graylo miró con ojos vidriosos.

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—El señor Campbell —anunció.Un suspiro de alivio escapó

entonces de los labios resecos deDorian Gray el color regresó a susmejillas.

—Hágalo pasar ahora mismo,Francis —sintió que volvía a ser el desiempre. Había superado el momento decobardía.

El criado hizo una inclinación decabeza y se retiró. Instantes despuésentró Alan Campbell, con aspectosevero y bastante pálido, la palidezintensificada por los cabellos y las cejasde color negro azabache.

—¡Alan! ¡Cuánta amabilidad por tu

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parte! Te agradezco mucho que hayasvenido.

—Me había propuesto no volver apisar tu casa, Gray. Pero se me ha dichoque era una cuestión de vida o muerte —su voz era dura y fría y hablaba conestudiada lentitud. Había una expresiónde desprecio en la mirada insistente conque procedió a estudiar el rostro deDorian. Mantenía las manos en losbolsillos de su abrigo de astracán y diola impresión de no haberse percatadodel gesto con el que había sido recibido.

—Sí; se trata de una cuestión devida o muerte, Alan, y para más de unapersona. Haz el favor de sentarte.

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Campbell ocupó una silla junto a lamesa, y Dorian se sentó frente a él. Losdos hombres se miraron a los ojos. Enlos de Dorian había una infinitacompasión. Sabía que lo que se disponíaa hacer era espantoso.

Después de un tenso momento desilencio, se inclinó hacia adelante ydijo, con mucha calma, pero atento alefecto de cada palabra sobre el rostrode su visitante:

—Alan, en una habitación cerradacon llave en el ático de esta casa, en unahabitación a la que nadie, excepto yomismo, tiene acceso, hay un muertosentado ante una mesa. Hace ya diez

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horas que falleció. No te muevas, ni memires de esa manera. Quién es esapersona, por qué ha muerto, cómo hamuerto, son cuestiones que no teconciernen. Lo que tienes que hacer esesto…

—Basta, Gray. No quiero saber nadamás. Ignoro si lo que me acabas decontar es mentira o verdad. No meimporta. Me niego por completo a vermemezclado en tu vida. Guarda para ti solotus horribles secretos. Han dejado deinteresarme.

—Tienen que interesarte, Alan. Éste,en concreto, va a tener que interesarte.Lo siento muchísimo por ti, pero no

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puedo evitarlo. Eres la única personaque me puede salvar. Estoy obligado aforzar tu intervención. No tengoalternativa. Eres un hombre de ciencia,Alan. Sabes química y otras cosasrelacionadas con ella. Has hechoexperimentos. Se trata de que destruyasel cuerpo sin vida que está ahí arriba; dedestruirlo de manera que no quede elmenor rastro. Nadie vio entrar a esapersona en esta casa. Se piensa, dehecho, que se encuentra actualmente enParís. Pasarán meses antes de que se leeche de menos. Cuando eso suceda, espreciso que no quede aquí traza algunasuya. Tú, Alan, debes encargarte de

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convertirlos, a él y a todas suspertenencias, en un puñado de cenizasque puedan esparcirse al viento.

—Estás loco, Dorian.—¡Ah! Esperaba anhelante a que me

llamaras Dorian.—Estás loco, te lo repito… Loco

por imaginar que vaya a alzar un dedopor ayudarte, loco por hacer esaconfesión monstruosa. No quiero tenernada que ver con ese asunto, se trate delo que se trate. ¿Me crees dispuesto aponer en peligro mi reputación por ti?¿Qué me importa en qué tarea diabólicate hayas metido?

—Se trata de un suicidio, Alan.

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—Me alegro de saberlo. Pero,¿quién lo ha empujado al suicidio?Estoy seguro de que has sido tú.

—¿Sigues negándote a hacer lo quete pido?

—Claro que me niego. No quierotener nada que ver con ello. No meimporta lo que te acarree. Mereces todolo que te suceda. No me entristeceráverte deshonrado, públicamentedeshonrado. ¿Cómo te atreves apedirme, a mí especialmente, que tomeparte en ese horror? Hubiera creído queentendías mejor la manera de ser de laspersonas. Quizá tu amigo lord HenryWotton no te ha enseñado tanto sobre

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psicología, aunque te haya enseñadomucho sobre otras cosas. Nada mellevará a dar un paso por ayudarte. Tehas equivocado de persona. Acude aalguno de tus amigos. No a mí.

—Ha sido un asesinato, Alan. Lo hematado. No sabes lo que me ha hechosufrir. Se piense lo que se quiera de mivida, él ha contribuido más a destrozarlaque el pobre Harry. Quizá no fuera suintención, pero el resultado ha sido elmismo.

—¡Asesinato! ¡Cielo santo, Dorian!¿A eso has llegado finalmente? No tedenunciaré. No es asunto mío. Además,sin necesidad de que yo mueva un dedo

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acabarán por detenerte. Nadie cometenunca un delito sin hacer algo estúpido.Pero me niego a intervenir.

—Tendrás que hacerlo. Espera,espera un momento; escúchame. Sólotienes que oírme. Todo lo que te pido esque lleves a cabo un determinadoexperimento científico. Vas a loshospitales y a los depósitos decadáveres y los horrores que ves allí note afectan. Si en una espantosa sala dedisección o en un laboratorio malolienteencontraras a un ser humano sobre unamesa de plomo al que se han hecho unasincisiones rojas para permitir que salgala sangre, lo mirarías como una cosa

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admirable. No te inmutarías. Nopensarías que estabas haciendo nadareprobable. Considerarías, por elcontrario, que trabajabas en beneficio dela raza humana, o que aumentabas sucaudal de conocimientos, o satisfacíassu curiosidad intelectual, o algo por elestilo. Lo que quiero que hagas es,sencillamente, algo que ya has hechomuchas veces. A decir verdad, destruirun cadáver debe de ser mucho menoshorrible que lo que estás acostumbradoa hacer. Y recuerda que es la únicaprueba contra mí. Si se descubre, estoyperdido; y se sabrá sin duda, a menosque tú me ayudes.

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—No tengo el menor deseo deayudarte. Eso es algo que olvidas. Loúnico que me inspira todo este asunto esindiferencia. No tiene nada que verconmigo.

—Alan, te lo suplico. Piensa en quésituación me encuentro. Unos instantesantes de que llegaras el terror casi hahecho que me desmayara. Quizá tútambién conozcas el terror algún día.¡No! No pienses en eso. Míralo desdeuna perspectiva estrictamente científica.Tú no preguntas de dónde proceden loscadáveres con los que experimentas.Tampoco es necesario que lo investiguesahora. Ya te he contado demasiado. Pero

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te suplico que lo hagas. Fuimos amigosen otro tiempo, Alan.

—No hables de eso. Aquellos díasestán muertos.

—A veces lo que está muertoperdura. El individuo del ático nodesaparecerá. Está sentado en la mesacon la cabeza caída y los brazoscolgando. ¡Alan, por favor! Si no vienesen mi ayuda, estoy perdido. ¡Meahorcarán! ¿Es que no lo entiendes? Meahorcarán por lo que he hecho.

—No sirve de nada que prolonguesesta escena. Me niego categóricamente aintervenir en este asunto. Tienes queestar loco para pedirme una cosa así.

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—¿Te niegas?—Sí.—Te lo suplico, Alan.—Es inútil.La misma expresión compasiva

apareció de nuevo en los ojos de DorianGray. Luego extendió el brazo, tomó untrozo de papel y escribió algo en él. Loreleyó dos veces, lo doblócuidadosamente y lo empujó hasta elotro lado de la mesa. Después selevantó, acercándose a la ventana.

Campbell le miró sorprendido, yluego recogió el papel y lo abrió.Mientras lo leía su rostro adquirió unapalidez cenicienta y tuvo que recostarse

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en el respaldo de la silla. Le invadió unasensación de náusea infinita. Sintió queel corazón le latía en una vacíapremonición de muerte.

Al cabo de dos o tres minutos deterrible silencio, Dorian, abandonandola ventana, se situó tras él y le puso unamano en el hombro.

—Lo siento por ti, Alan —murmuró—, pero no me has dado otra opción. Lacarta está escrita. La tengo aquí. Ya vesa quién va dirigida. Si no me ayudas, laenviaré. Sabes cuáles serán lasconsecuencias. Pero me vas a ayudar. Esimposible que te niegues. He tratado deevitártelo. Has de reconocerlo. Te has

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mostrado inflexible, duro, ofensivo. Mehas tratado como nadie se ha atrevido atratarme nunca; nadie que esté vivo, almenos. Lo he soportado todo. Peroahora soy yo quien impone lascondiciones.

Campbell ocultó el rostro entre lasmanos, recorrido el cuerpo por unestremecimiento.

—Sí; soy yo quien pone lascondiciones, Alan. Ya sabes cuáles son.Se trata de hacer algo muy sencillo.Vamos, no te desesperes. Es inevitable.Acéptalo, y haz lo que tienes que hacer.

A Campbell se le escapó un gemido,y empezó a temblar de pies a cabeza. Le

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pareció que el tictac del reloj situado enla repisa de la chimenea dividía eltiempo en átomos de dolor, cada uno deellos demasiado terrible parasoportarlo. Sentía como si un anillo dehierro, lentamente, se estrechara entorno a su frente, como si el deshonorcon que se le amenazaba hubieradescendido ya sobre él. La mano posadasobre su hombro parecía hecha deplomo.

—Vamos, Alan; tienes que decidirteya.

—No lo puedo hacer —dijomaquinalmente, como si las palabraspudieran alterar la realidad.

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—Has de hacerlo. No tieneselección. No te empeñes en retrasarlo.

Campbell vaciló un momento.—¿Hay un fuego en la habitación del

ático?—Sí; una toma de gas con placas de

amianto.—Tendré que ir a mi casa y recoger

algunas cosas del laboratorio.—No, Alan; no puedes salir de esta

casa. Escribe en un papel lo que quieresy mi criado irá en un coche a buscarlo.

Campbell garrapateó unas líneas,secó la tinta, y escribió en un sobre elnombre de su ayudante. Dorian tomó lanota y la leyó cuidadosamente. Luego

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tocó la campanilla y entregó la carta a suayuda de cámara, ordenándole quevolviera cuanto antes con las cosassolicitadas.

Al cerrarse la puerta principal,Campbell tuvo un sobresalto y,levantándose de la silla, se acercó a lachimenea. Temblaba como atacado porla fiebre. Durante cerca de veinteminutos nadie habló. Una mosca zumbóruidosamente por el cuarto y el tictac delreloj era como el golpear de un martillo.

Cuando el carillón dio la una,Campbell se volvió y, al mirar a DorianGray, vio que tenía los ojos llenos delágrimas. Había algo en la pureza y el

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refinamiento de aquel rostro lleno detristeza que pareció enfurecerlo.

—¡Eres un infame! ¡Un serabsolutamente repugnante! —murmuró.

—Calla, Alan: me has salvado lavida —dijo Dorian Gray.

—¿La vida? ¡Cielo santo! ¿Qué vidaes ésa? Has ido de corrupción encorrupción y ahora has coronado tushazañas con un asesinato. Al hacer loque voy a hacer, lo que me obligas ahacer, no es en tu vida en lo que estoypensando.

—Alan, Alan —murmuró DorianGray con un suspiro—, quisiera quesintieras por mí una milésima parte de la

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compasión que me inspiras —se volviómientras hablaba y se quedó mirando eljardín.

Campbell no respondió.Al cabo de unos diez minutos se oyó

llamar a la puerta, y entró el criado conuna gran caja de caoba llena deproductos químicos, junto con un rollode hilo de acero y platino, así como dospinzas de hierro de forma bastanteextraña.

—¿He de dejar aquí estas cosas? —le preguntó a Campbell.

—Sí —respondió Dorian—. Ymucho me temo, Francis, que aún tengootro encargo para usted. ¿Cómo se llama

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esa persona de Richmond que llevaorquídeas a Selby?

—Harden, señor.—Eso es, Harden. Tiene usted que ir

a Richmond de inmediato, ver a Hardenen persona y decirle que mande el doblede orquídeas de las que habíaencargado, y que de las blancas ponga elmenor número posible. De hecho, dígaleque no quiero ninguna blanca. Hace muybuen día, Francis, y Richmond es unsitio muy bonito, de lo contrario no lediría que fuese.

—No es ninguna molestia, señor. ¿Aqué hora debo estar de vuelta?

Dorian miró a Campbell.

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—¿Cuánto durará tu experimento,Alan? —preguntó con voz tranquila,indiferente. La presencia de una tercerapersona en la habitación parecía darleun valor extraordinario.

Campbell frunció el entrecejo y semordió los labios.

—Unas cinco horas —respondió.—Bastará, entonces, con que esté de

vuelta para las siete y media. Mejor,quédese allí: deje las cosas preparadaspara que pueda vestirme. Tómese latarde libre. No cenaré en casa, demanera que no voy a necesitarlo.

—Muchas gracias, señor —dijo elayuda de cámara, abandonando la

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habitación.—Bien, Alan, no hay un momento

que perder. ¡Cuánto pesa esta caja! Yo tela llevaré. Encárgate tú de lo demás —hablaba rápidamente y con acentoautoritario. Campbell se sintiódominado por él. Juntos salieron de lahabitación.

Cuando llegaron al descansillo delático, Dorian sacó la llave y la hizogirar en la cerradura. Luego se detuvo,una mirada de incertidumbre en los ojos.Se estremeció.

—Me parece que no soy capaz deentrar —murmuró.

—No importa. No te necesito para

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nada —respondió Campbell confrialdad.

Dorian Gray abrió a medias lapuerta. Al hacerlo, vio el rostro delretrato, mirándolo, socarrón, iluminadopor la luz del sol. En el suelo, delante,se hallaba la cortina rasgada. Recordóque la noche anterior había olvidado,por primera vez en su vida, esconder ellienzo maldito, y se disponía aabalanzarse, cuando retrocedió,estremecido.

¿Qué era aquel repugnante rocío rojoque brillaba, reluciente y húmedo, sobreuna de sus manos, como si el lienzohubiera sudado sangre? ¡Qué cosa tan

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espantosa! Por un momento le pareciómás espantosa aún que la presenciasilenciosa derrumbada sobre la mesa, lapresencia cuya grotesca sombra en laalfombra manchada de sangre leindicaba que seguía sin moverse, queseguía allí, en el mismo sitio donde él lahabía dejado.

Respiró hondo, abrió un poco más lapuerta y, con los ojos medio cerrados yla cabeza vuelta, entró rápidamente,decidido a no mirar ni siquiera una vezal muerto. Luego, agachándose, recogióla tela morada y oro y la arrojódirectamente sobre el cuadro.

A continuación se inmovilizó,

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temiendo volverse, y sus ojos seconcentraron en las complejidades delmotivo decorativo que tenía delante.Oyó cómo Campbell entraba en el cuartocon la pesada caja de caoba, así comocon los hierros y las otras cosas quehabía pedido para su espantoso trabajo.Empezó a preguntarse si Basil Hallwardy Alan se habrían visto alguna vez y, enese caso, qué habrían pensado el uno delotro.

—Ahora déjame —dijo tras él unavoz severa.

Dorian Gray dio media vuelta ysalió precipitadamente, no sin advertirque el muerto había vuelto a apoyar la

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espalda contra la silla y que Campbellcontemplaba un rostro amarillento quebrillaba. Mientras descendía lasescaleras oyó cómo la llave giraba pordentro en la cerradura.

Hacía tiempo que habían dado lassiete cuando Campbell se presentó denuevo en la biblioteca. Estaba pálido,pero muy tranquilo.

—He hecho lo que me habías pedidoque hiciera —murmuró—. Y ahora,adiós. Espero que no volvamos a vernosnunca.

—Me has salvado del desastre,Alan. Eso no lo puedo olvidar —dijoDorian Gray con sencillez.

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Tan pronto como Campbell salió dela casa, subió al ático. En la habitaciónhabía un horrible olor a ácido nítrico.Pero la cosa sentada ante la mesa habíadesaparecido.

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A las ocho y media, unos criados queprodigaban reverencias hicieron entraren el salón de lady Narborough a DorianGray, vestido de punta en blanco y conun ramillete de violetas de Parma en elojal de la chaqueta. Le latían las sienescon violencia, y se sentía presa de unaextraordinaria agitación nerviosa, perosus modales, cuando se inclinó sobre lamano de su anfitriona, tenían la mismaelegancia y naturalidad de siempre.

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Quizá uno nunca se muestra tan naturalcomo cuando representa un papel. Desdeluego, nadie que observara aquellanoche a Dorian Gray podría habercreído que acababa de vivir una tragediacomparable a las más horribles denuestra época. Imposible que aquellosdedos tan delicadamente cinceladoshubieran empuñado un cuchillo conintención pecaminosa o que aquelloslabios sonrientes hubieran podidoblasfemar y burlarse de la bondad. Élmismo no podía por menos deasombrarse ante su propia calma y, porunos momentos, sintió intensamente elterrible júbilo de quien lleva con éxito

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una doble vida.Se trataba de una cena con pocos

invitados, reunidos de manera más bienprecipitada por lady Narborough, mujermuy inteligente, poseedora de lo quelord Henry solía describir como restosde una fealdad realmente notable, quehabía resultado ser una excelente esposapara uno de los más tediososembajadores de la corona británica, yque, después de enterrar a su marido contodos los honores en un mausoleo demármol, diseñado por ella misma, y decasar a sus hijas con hombres ricos y deedad más bien avanzada, se habíadedicado a los placeres de la narrativa

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francesa, de la cocina francesa e inclusodel esprit francés cuando se ponía a sualcance.

Dorian era uno de sus invitadospreferidos, y siempre le decía que sealegraba muchísimo de no haberloconocido de joven. «Sé, querido mío,que me hubiera enamoradoperdidamente de usted», solía decir, «yque me habría liado la manta a la cabezapor su causa. Es una suerte que nadiehubiera pensado en usted por entonces.Cabe, de todos modos, que la idea de lamanta no me atrajera demasiado, porquenunca llegué a coquetear con nadie.Aunque creo que la culpa fue más bien

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de Narborough. Era terriblementemiope, y se obtiene muy poco placerengañando a un marido que no veabsolutamente nada».

Sus invitados de aquella noche eranpersonas más bien aburridas. La verdad,le explicó la anfitriona a Dorian Graydesde detrás de un abanico bastantevenido a menos, era que una de sus hijascasadas se había presentado de repentepara pasar una temporada con ella y,para empeorar las cosas, lo había hechoacompañada por su marido.

—Creo que ha sido una crueldad porsu parte, querido mío —le susurró—. Escierto que yo los visito todos los

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veranos al regresar de Homburg, perouna anciana como yo necesita aire frescoa veces y, además, consigo despertarlos.No se puede imaginar la existencia quellevan. Vida rural en estado puro. Selevantan pronto porque tienen mucho quehacer, y también se acuestan prontoporque apenas tienen nada en quépensar. No ha habido un escándalo porlos alrededores desde los tiempos de lareina Isabel, y en consecuencia todos sequedan dormidos después de cenar.Haga el favor de no sentarse junto aninguno de los dos. Siéntese a mi lado.

Dorian murmuró el adecuadocumplido y recorrió el salón con la

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vista. Sí; no era mucho lo que cabíaesperar de aquellos comensales. A dosde los invitados no los había vistonunca, y los restantes eran: ErnestHarrowden, una de las mediocridadesde mediana edad que tanto abundan enlos clubs londinenses y que carecen deenemigos pero a quienes sus amigosaborrecen cordialmente; lady Ruxton,una mujer de cuarenta y siete años y denariz ganchuda, que se vestía conexageración y trataba siempre decolocarse en situacionescomprometidas, si bien, para grandesencanto suyo, nadie estaba nuncadispuesto a creer nada en contra suya,

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dada su extrema fealdad; la señoraErlynne, una arribista que no era nadie,con un ceceo delicioso y cabellos decolor rojo veneciano; lady AliceChapman, la hija de la anfitriona, unaaburrida joven sin la menor elegancia,con uno de esos característicos rostrosbritánicos que, una vez vistos, jamás serecuerdan; y su marido, criatura demejillas rubicundas y patillas canas que,como tantos de su clase, vivíaconvencido de que una desmedidajovialidad es disculpa suficiente para laabsoluta falta de ideas.

Estaba ya bastante arrepentido dehaber aceptado la invitación cuando

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lady Narborough, mirando al gran relojdorado que dilataba sus llamativascurvas sobre la repisa de la chimenea,cubierta de tela malva, exclamó:

—¡Qué mal me parece que HenryWottom llegue tan tarde! Esta mañana, alazar, he mandado a un propio a su casa,y ha prometido con gran seriedad nodefraudarme.

Era un consuelo contar con lacompañía de Harry, y cuando se abrió lapuerta y Dorian oyó su voz, lenta ymelodiosa, que prestaba encanto a unadisculpa poco sincera por su retraso, leabandonó el aburrimiento.

Durante la cena, sin embargo, fue

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incapaz de comer. Los criados le fueronretirando plato tras plato sin queprobase nada. Lady Narborough no cesóde reprenderlo por lo que ella calificabade «insulto al pobre Adolphe, que hainventado el menú especialmente parausted», y alguna vez lord Henry lo miródesde el otro lado de la mesa,sorprendido de su silencio y su airedistante. De cuando en cuando elmayordomo le llenaba la copa dechampán. Dorian Gray bebía con avidez,pero su sed iba en aumento.

—Dorian —dijo finalmente lordHenry, mientras se servía el chaud froíd—, ¿qué te pasa esta noche? Pareces

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abatido.—Creo que está enamorado —

exclamó lady Narborough—, y no seatreve a decírmelo por temor a quesienta celos. Y tiene toda la razón,porque los sentiría.

—Mi querida lady Narborough —murmuró Dorian Gray sonriendo—.Llevo sin enamorarme toda una semana;exactamente desde que madame deFerroll abandonó Londres.

—¡Cómo es posible que los hombresse enamoren de esa mujer! —exclamó laanciana señora—. Es algo que noconsigo entender.

—Se debe sencillamente a que

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madame de Ferroll se acuerda de laépoca en que usted no era más que unaniña, lady Narborough —dijo lordHenry—. Es el único eslabón entrenosotros y los trajes cortos de usted.

—No se acuerda en absoluto de mistrajes cortos, lord Henry. Pero yo larecuerdo perfectamente en Viena hacetreinta años, así como los escotes quellevaba por entonces.

—Sigue siendo partidaria de losescotes —respondió lord Henry,cogiendo una aceituna con los dedos—,y cuando lleva un vestido muy eleganteparece una édítion de luxe de una malanovela francesa. Es realmente

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maravillosa y siempre depara sorpresas.Su capacidad para el afecto familiar esextraordinaria. Al morir su terceresposo, el cabello se le pusocompletamente dorado de la pena.

—¡Harry, cómo te atreves! —protestó Dorian.

—Es una explicación sumamenteromántica —rió la anfitriona—. Pero,¡su tercer marido, lord Henry! ¿Noquerrá usted decir que Ferroll es elcuarto?

—Efectivamente, lady Narborough.—No creo una sola palabra.—Bien, pregunte al señor Gray. Es

uno de sus amigos más íntimos.

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—¿Es cierto, señor Gray?—Eso es lo que ella me ha

asegurado, lady Narborough —respondió Dorian—. Le pregunté si, aligual que Margarita de Navarra, habíaembalsamado los corazones de losdifuntos para colgárselos de la cintura.Me dijo que no, porque ninguno de ellostenía corazón.

—¡Cuatro maridos! A fe mía que esoes trop de zéle.

—Trop d'audace, le dije yo —comentó Dorian Gray.

—No es audacia lo que le falta,querido mío. Y, ¿cómo es Ferroll? No loconozco.

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—Los maridos de mujeres muyhermosas pertenecen a la clase delictiva—dijo lord Henry, saboreando el vino.Lady Narborough le golpeó con suabanico.

—Lord Henry, no me sorprende enabsoluto que el mundo diga de usted quees extraordinariamente malvado.

—Pero, ¿qué mundo dice eso? —preguntó lord Henry, alzando las cejas—. Sólo puede ser el mundo venidero.Este mundo y yo mantenemos excelentesrelaciones.

—Todas las personas que conozcodicen que es usted de lo más perverso—exclamó la anciana señora, moviendo

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la cabeza.Lord Henry adoptó por unos

instantes un aire serio.—Es perfectamente intolerable —

dijo, finalmente— la manera en que lagente va por ahí diciendo, a espaldas deuno, cosas que son absoluta ycompletamente ciertas.

—¿Verdad que es incorregible? —exclamó Dorian, inclinándose haciaadelante en el asiento.

—Eso espero —dijo, riendo, laanfitriona—. Pero si todos ustedesadoran a madame de Ferroll de esamanera tan ridícula, tendré que volver acasarme para estar a la moda.

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—Nunca volverá usted a casarse,lady Narborough —intervino lord Henry—. Era usted demasiado feliz. Cuandouna mujer vuelve a casarse es porquedetestaba a su primer marido. Cuando unhombre vuelve a casarse es porqueadoraba a su primera mujer. Las mujeresprueban suerte. Los hombres arriesganla suya.

—Narborough no era perfecto —exclamó la anciana señora.

—Si lo hubiera sido, no lo hubierausted amado, mi querida señora —fue larespuesta de lord Henry—. Las mujeresnos aman por nuestros defectos. Sitenemos los suficientes nos lo perdonan

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todo, incluida la inteligencia. Mucho metemo que después de esto nunca volveráusted a invitarme a cenar, ladyNarborough, pero es completamentecierto.

—Claro que es cierto, lord Henry. Silas mujeres no amaran a los hombres porsus defectos, ¿dónde estarían todosustedes? Ninguno se habría casado.Serían una colección de solterosinfelices. Aunque tampoco eso loshabría cambiado mucho. En los días quecorren todos los hombres casados vivencomo solteros, y todos los solteros comocasados.

—Fin de siécle —murmuró lord

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Henry.—Fin de globe —respondió su

anfitriona.—Sí que me gustaría que fuese fin

de globe —dijo Dorian con un suspiro—. La vida es una gran desilusión.

—Ah, querido mío —exclamó ladyNarborough calzándose los guantes—,no me diga que ya ha agotado la vida.Cuando un hombre dice eso, ya se sabeque es la vida la que lo ha agotado a él.Lord Henry es muy perverso, y a mí aveces me gustaría haberlo sido; perousted está hecho para ser bueno: parecetan bueno que he de encontrarle unaesposa encantadora. ¿No le parece, lord

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Henry, que el señor Gray deberíacasarse?

—Es lo que yo le digo siempre, ladyNarborough —respondió lord Henry conuna inclinación de cabeza.

—De acuerdo; en ese caso debemosbuscarle un buen partido. Esta nocheexaminaré cuidadosamente el Debrett yprepararé una lista con las jóvenes másadecuadas.

—¿Sin olvidar la edad de lascandidatas, lady Narborough? —preguntó Dorian.

—Sin olvidar la edad, por supuesto,aunque ligeramente revisada. Pero nodebe hacerse nada con prisas. Quiero

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que sea lo que The Morning Post llamaun enlace conveniente, y que los dossean felices.

—¡Qué cosas tan absurdas dice lagente sobre los matrimonios felices! —exclamó lord Henry—. Un hombrepuede ser feliz con una mujer siempreque no la quiera.

—¡Ah! ¡Qué cinismo el suyo! —dijola anciana señora, empujando la sillahacia atrás y haciendo un gesto con lacabeza a lady Ruxton—. Tiene quevolver muy pronto a cenar conmigo. Esusted realmente un tónico admirable,mucho mejor que lo que sir Andrew mereceta. Ha de decirme con qué personas

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le gustaría encontrarse. Deseo que seauna velada absolutamente deliciosa.

—Me gustan los hombres con futuroy las mujeres con pasado —respondiólord Henry—. ¿O cree que seríademasiado grande el desequilibrio?

—Mucho me temo —dijo ellariendo, mientras se ponía en pie—. Milperdones, mi querida lady Ruxton —añadió al instante—. Veo que no haterminado usted su cigarrillo.

—No se preocupe, lady Narborough.Fumo demasiado. Tengo intención dehacerlo menos en el futuro.

—No lo haga, se lo ruego, ladyRuxton —intervino lord Henry—. La

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moderación es una virtud muyperniciosa. Bastante es tan malo comouna comida. Demasiado, tan bueno comoun festín.

Lady Ruxton lo miró con curiosidad.—Tendrá usted que venir y

explicármelo alguna tarde, lord Henry.Parece una teoría fascinante —murmurómientras abandonaba la habitación.

—Por favor, caballeros, no sequeden ustedes demasiado tiempohablando de política y de escándalos —exclamó lady Narborough desde lapuerta—. Si lo hacen, acabaremospeleándonos en el piso de arriba.

Los varones rieron, y el señor

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Chapman se levantó solemnemente delfondo de la mesa y pasó a ocupar lacabecera. Dorian Gray también cambióde sitio y fue a colocarse junto a lordHenry. El señor Chapman empezó ahablar, alzando mucho la voz, sobre lasituación en la Cámara de los Comunes,riéndose de sus adversarios. La palabradoctrinaire (un vocablo que inspiraterror a las mentes británicas)reaparecía de cuando en cuando entresus explosiones de carcajadas. Unprefijo aliterativo servía comoornamento a su elocuencia, mientrasalzaba la bandera del Imperio sobre lospináculos del Pensamiento. La estupidez

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innata de la raza (él lo llamabajovialmente el buen sentido comúninglés) se ofreció a los presentes comoel baluarte que la Sociedad necesitaba.

Una sonrisa curvó los labios de lordHenry, quien, volviéndose, miró aDorian.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó—. Parecías un poco perdido durante lacena.

—Estoy perfectamente, Harry. Unpoco cansado. Eso es todo.

—Anoche te superaste a ti mismo.La duquesita sólo ve por tus ojos. Me hadicho que irá a Selby.

—Ha prometido estar allí para el

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día veinte.—¿También irá Monmouth?—Sí, Harry.—Me aburre terriblemente, casi

tanto como la aburre a ella. Mi prima esmuy inteligente, demasiado inteligentepara una mujer. Le falta el encantoindefinible de la debilidad. Los pies debarro dan todo su valor a la imagen deoro. Tiene unos pies preciosos, pero noson de barro. Blancos pies de porcelana,si quieres. Han pasado por el fuego, y loque el fuego no destruye, lo endurece.Ha tenido experiencias.

—¿Cuánto tiempo lleva casada? —preguntó Dorian.

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—Una eternidad, me dice. Según ellibro nobiliario, creo que diez años,pero diez años con Monmouth puedenser una eternidad e incluso un poco más.¿Quiénes son los otros invitados?

—Los Willoughby, lord Rugby y suesposa, nuestra anfitriona, GeoffreyClouston, los habituales. Le he pedido alord Grotrian que vaya.

—Me gusta —dijo lord Henry—.Hay mucha gente que no está de acuerdo,pero yo lo encuentro encantador.Compensa sus ocasionales excesos en elvestir con una educación siempreultrarrefinada. Es una persona muymoderna.

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—No sé si podrá formar parte delgrupo, Harry. Quizá tenga que ir aMontecarlo con su padre.

—¡Ah! ¡Qué molestas son lasfamilias! Procura que vaya. Por cierto,Dorian, anoche desapareciste muypronto. ¿Qué hiciste después? ¿Volverdirectamente a casa?

Dorian lo miró un momento y fruncióel entrecejo.

—No, Harry —dijo finalmente—.No volví a casa hasta cerca de las tres.

—¿Fuiste al club?—Sí —respondió. Luego se mordió

los labios—. No; no era eso lo quequería decir. No fui al club. Estuve

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paseando. No recuerdo lo que hice…¡Qué inquisitivo eres, Harry! Siemprequieres saber lo que uno hace. Yosiempre quiero olvidarlo. Regresé acasa a las dos y media, si quieres saberla hora exacta. Me había dejado la llave,y Francis tuvo que abrirme la puerta. Sinecesitas confirmación sobre ese punto,puedes preguntárselo.

Lord Henry se encogió de hombros.—¡Mi querido amigo, como si a mí

me importara! Subamos al salón. No,muchas gracias, señor Chapman, noquiero jerez. A ti te ha sucedido algo,Dorian. Dime qué ha sido. Te encuentrodistinto esta noche.

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—No lo tomes a mal, Harry. Estoynervioso y de mal humor. Iré mañana opasado mañana a verte. Presenta misexcusas a lady Narborough. No voy asubir a reunirme con las señoras. Tengoque ir a casa. Debo ir a casa.

—Muy bien. Espero verte mañana ala hora del té. Vendrá la duquesa.

—Procuraré estar allí —dijo DorianGray, abandonando la habitación.Mientras regresaba a su casa se diocuenta de que el sentimiento de terrorque creía haber sofocado volvía a haceracto de presencia. Las preguntasintrascendentes de lord Henry le habíanhecho perder la calma unos instantes, y

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debía conservarla a toda costa. Habíaque destruir objetos peligrosos. Surostro se crispó. Aborrecía hasta la ideade tocarlos.

Pero había que hacerlo. Locomprendía perfectamente y, después decerrar con llave la puerta de labiblioteca, abrió el armario secreto encuyo interior arrojara el abrigo y elmaletín de Basil. En la chimenea ardíaun fuego muy vivo. Añadió un troncomás. El olor de la ropa y del cuero alquemarse era horrible. Fueronnecesarios tres cuartos de hora para quetodo se consumiera. Al acabar se sentíadébil y mareado y, después de quemar

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algunas pastillas argelinas en unpebetero de cobre, se mojó las manos yla frente con vinagre aromatizado alalmizcle.

De repente tuvo un sobresalto. Susojos se iluminaron extrañamente yempezó a mordisquearse el labioinferior. Entre dos de las ventanas de labiblioteca había un voluminosobargueño florentino de caoba, conincrustaciones de marfil y lapislázuli. Locontempló como si fuera algo terrible yfascinante al mismo tiempo, como sicontuviera algo que anhelaba y que, sinembargo, casi aborrecía. Su respiraciónse aceleró. Un deseo furioso se apoderó

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de él. Encendió un cigarrillo que tiróinstantes después. Dejó caer lospárpados hasta que las largas pestañascasi le tocaban la mejilla. Pero seguíamirando al bargueño. Finalmente selevantó del sofá donde había estadotumbado, se acercó a él y, después dedescorrer el pestillo, tocó un resorteescondido. Lentamente apareció uncajón triangular. Sus dedos se movieroninstintivamente hacia su interior y seapoderaron de algo. Era una cajita chinade laca negra recubierta de polvo deoro, delicadamente trabajada; susparedes estaban decoradas con sinuosasondulaciones, y de los cordoncillos de

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seda colgaban cristales redondos yborlas tejidas con hilos metálicos.Dorian Gray la abrió. Dentro había unapasta verde que tenía el brillo de la ceray que desprendía un olor peculiar, densoy persistente.

Vaciló unos momentos, con unaextraña sonrisa inmóvil en el rostro.Luego, tiritando, aunque en la bibliotecahacía muchísimo calor, se irguió y miróel reloj. Faltaban veinte minutos para lasdoce. Devolvió la cajita china albargueño, cerró la puerta y pasó a sudormitorio.

Cuando la medianoche desgranabadoce golpes de bronce en la oscuridad,

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Dorian Gray, vestido con ropa nadallamativa y una bufanda enrollada alcuello, salió sigilosamente de su casa.En Bond Street encontró un coche depunto con un buen caballo. Lo llamó,pero al dar en voz baja una dirección, elcochero movió la cabeza.

—Es demasiado lejos para mí —murmuró.

—Aquí tiene un soberano —le dijoDorian Gray—. Le daré otro si vadeprisa.

—De acuerdo, señor —respondió elcochero—; estaremos allí dentro de unahora —y después de que su pasajerosubiera al vehículo, hizo dar la vuelta al

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caballo y se dirigió rápidamente hacia elrío.

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C A P Í T U L O 1 6

Empezó a caer una lluvia fría, y losfaroles desdibujados no lanzaban ya,entre la niebla, más que un resplandordescolorido. Era el momento en quecerraban los establecimientos públicos,y hombres y mujeres todavía reunidosdelante de sus puertas empezaban adesperdigarse. Del interior de algunasde las tabernas brotaban aún horriblescarcajadas. En otras, los borrachosdiscutían y gritaban.

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Casi tumbado en el coche de punto,el sombrero calado sobre la frente,Dorian Gray contemplaba conindiferencia la sórdida abyección de lagran ciudad, y de cuando en cuando serepetía las palabras que lord Henry lehabía dicho el día que se conocieron:«Curar el alma por medio de lossentidos, y los sentidos por medio delalma». Sí, ése era el secreto. DorianGray lo había probado con frecuencia yse disponía a volver a hacerlo. Habíafumaderos de opio donde se podíacomprar el olvido, antros espantablesdonde se podía destruir el recuerdo delos antiguos pecados con el frenesí de

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los recién cometidos.La luna, cerca del horizonte, parecía

un cráneo amarillo. De cuando encuando una enorme nube deformeextendía un largo brazo y la ocultaba porcompleto. Los faroles de gas se fuerondistanciando, y las calles se hicieronmás estrechas y sombrías. En unaocasión el cochero se equivocó decamino, y tuvo que volver sobre suspasos casi un kilómetro. El caballoquedaba envuelto en nubes de vaporcuando pisoteaba los charcos. Lasventanas del coche de punto se fueroncubriendo de una película de cienosemejante a franela gris.

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«¡Curar el alma por medio de lossentidos y los sentidos por medio delalma!» ¡Cómo resonaban aquellaspalabras en sus oídos! Su alma, desdeluego, tenía una enfermedad mortal.¿Sería verdad que los sentidos podíancurarla? Se había derramado sangreinocente. ¿Cómo expiarlo? No; no habíaexpiación posible; pero aunque elperdón fuera imposible, el olvido no loera, y Dorian Gray estaba decidido aolvidar, a pisotear aquel recuerdo, aaplastarlo como aplastamos a la víboraque nos ha inyectado su ponzoña.Después de todo, ¿qué derecho teníaBasil a hablarle como lo había hecho?

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¿Quién le había otorgado la potestad dejuzgar a otros? Había dicho cosasespantosas, horribles, insoportables.

El coche de punto avanzabalaboriosamente, disminuyendo lavelocidad, le parecía a Dorian Gray, concada paso. Abrió con violencia latrampilla del techo y ordenó al cocheroque acelerase la marcha. La terribleansia del opio empezaba a devorarlo. Leardía la garganta y sus delicadas manosse habían contagiado de un temblornervioso. Sacando un brazo por laventanilla golpeó ferozmente al caballocon su bastón. El cochero se echó a reíry también él utilizó su látigo. Dorian

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Gray respondió riendo a su vez y el otroguardó silencio.

El trayecto parecía interminable, ylas calles se asemejaban a los negroshilos de una inmensa telaraña. Lamonotonía se hizo insoportable y, alespesarse la niebla, Dorian Gray sintiómiedo.

Luego pasaron junto a las solitariasfábricas de ladrillos. La niebla era allímenos densa, y pudo ver los extrañoshornos con forma de botella y suslenguas de fuego anaranjado que seextendían como abanicos. Un perroladró cuando pasaban y a lo lejos, en laoscuridad, chilló una gaviota vagabunda.

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El caballo tropezó en un bache delcamino, dio un bandazo y empezó agalopar.

Después de algún tiempo dejaron elcamino de tierra y volvieron a traquetearpor calles mal pavimentadas. Lamayoría de las ventanas estaba a oscuraspero, a veces, sombras fantásticas sedibujaban sobre los estores iluminadospor alguna lámpara. Dorian Gray lascontemplaba con curiosidad. Se movíancomo marionetas monstruosas y hacíangestos de criaturas vivas. Sintió que lasaborrecía. Tenía el corazón dominadopor una rabia sorda. Al torcer unaesquina, una mujer les gritó algo desde

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una puerta abierta, y dos hombrescorrieron tras el coche de punto porespacio de unos cien metros. El cocherolos golpeó con el látigo.

Se dice que la pasión hace que sepiense en círculos. Y, ciertamente, loslabios que Dorian Gray no cesaba demorderse formaban y volvían a formar,en espantosa repetición, las sutilespalabras que se ocupaban del alma y delos sentidos, hasta encontrar en ellas laplena expresión, por así decirlo, de suestado de ánimo, y justificar así,aprobándolas intelectualmente, pasionesque sin esa justificación habríandominado su voluntad. De célula en

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célula aquella idea única se apoderabade su cerebro; y el arrebatado deseo devivir, el más terrible de los apetitoshumanos, redoblaba el vigor de cadanervio y músculo temblorosos. Lafealdad que en otro tiempo le habíaparecido odiosa porque hacía las cosasreales, le resultaba ahora amable poresa misma razón. La fealdad era la únicarealidad. La trifulca vulgar, el antrorepugnante, la violencia brutal de unavida desordenada, la vileza misma delladrón y del fuera de la ley, tenían másvida, creaban una impresión de realidadmás intensa que todas las elegantesformas del Arte, que las sombras

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soñadoras de la Canción. Eran lo quenecesitaba para alcanzar el olvido. En elespacio de tres días quedaría libre.

De repente, el cochero se detuvo conun movimiento brusco al comienzo deuna callejuela en sombras. Sobre losbajos tejados, erizados de chimeneas, sealzaban las negras arboladuras de losbarcos. Espirales de niebla blanca seaferraban a las vergas como velasfantasmales.

—Está en algún sitio por estosalrededores, ¿no es cierto, señor? —preguntó el cochero con voz ronca através de la trampilla.

Dorian, sobresaltado, miró a su

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alrededor.—Déjeme aquí —respondió y,

después de apearse precipitadamente yde entregar el dinero prometido, se alejóa toda prisa en dirección al muelle. Aquíy allá una linterna brillaba en la proa dealgún gigantesco barco mercante. La luztemblaba y se descomponía en loscharcos. De un vapor a punto de partirque avivaba el fuego para aumentar lapresión de la caldera salía un resplandorrojo. El suelo resbaladizo parecía unimpermeable húmedo.

Dorian Gray apresuró el paso haciala izquierda, volviendo la cabeza decuando en cuando para comprobar si

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alguien lo seguía. Siete u ocho minutosdespués llegó a una casita destartalada,encajonada entre dos lúgubres fábricas.En una de las ventanas del piso superiorbrillaba una luz. Se detuvo ante la puertay llamó de una manera peculiar.

Al cabo de algún tiempo oyó pasosen el corredor y luego el deslizarse deun cerrojo. La puerta se abrió sin ruido yDorian Gray entró sin decir una solapalabra a la deforme criatura rechonchaque se aplastó contra la pared en sombrapara darle paso. Al final del vestíbulocolgaba una andrajosa cortina verde,agitada y estremecida por el golpe deviento que siguió a Dorian Gray desde

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la calle. Apartándola, penetró en unahabitación alargada y de techo bajo quedaba la impresión de haber sido en otrotiempo una sala de baile de terceracategoría. Sobre las paredes ardían,sibilantes, mecheros de gas, cuyaimagen, apagada y deforme, reproducíanotros tantos espejos, negros de manchasde moscas. Los reflectores grasientos deestaño ondulado, colocados detrás, losconvertían en temblorosos discos de luz.El suelo estaba cubierto de serrín ocre,que, a fuerza de pisarlo, se habíatransformado en barro, manchado,además, por oscuros redondeles debebidas derramadas. Algunos malayos,

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acurrucados junto a una pequeña estufade carbón de leña, jugaban con fichas dehueso y enseñaban unos dientes muyblancos al hablar. En un rincón, lacabeza escondida entre los brazos, unmarinero se había derrumbado sobre unamesa, y junto al bar chillonamentepintado, que ocupaba uno de loslaterales de la habitación, dos mujeresojerosas se burlaban de un anciano quese sacudía las mangas de la chaquetacon expresión de repugnancia.

—Cree que le atacan hormigas rojas—rió una de ellas cuando Dorian Graypasó a su lado.

El anciano la miró aterrorizado y

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empezó a gemir.Al fondo de la habitación, una

escalerita conducía a una habitaciónoscura. Mientras Dorian se apresuraba aascender los tres desvencijadosescalones, el denso olor del opio leasaltó. Respiró hondo y las aletas de lanariz se le estremecieron de placer. Alentrar, un joven de lisos cabellos rubiosque, inclinado sobre una lámpara,encendía una larga pipa muy fina, miróen su dirección y le saludó, titubeante,con una inclinación de cabeza.

—¿Tú aquí, Adrian? —murmuróDorian.

—¿Dónde quieres que esté? —

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respondió el otro apáticamente—. Todosmis amigos me han retirado el saludo.

—Creía que habías dejadoInglaterra.

—Darlington no hará nada contra mí.Mi hermano acabó por pagar la deuda.George tampoco me dirige la palabra…Me tiene sin cuidado —añadió con unsuspiro—. Mientras esto no falte no senecesitan amigos. Creo que teníademasiados.

El rostro de Dorian Gray se crispóun instante; luego contempló lasgrotescas figuras que yacían sobre losmugrientos colchones en extrañasposturas. Los miembros contorsionados,

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las bocas abiertas, las miradas perdidasy los ojos vidriosos le fascinaban. Sabíaen qué extraños paraísos se dedicaban alsufrimiento y qué tristes infiernos lesenseñaban el secreto de alguna nuevaalegría. Eran más afortunados que él,prisionero de sus pensamientos. Lamemoria, como una horribleenfermedad, le devoraba el alma. Decuando en cuando le parecía ver los ojosde Basil Hallward que lo miraban.Comprendió, sin embargo, que no podíaquedarse allí. La presencia de AdrianSingleton le perturbaba. Quería estar enun lugar donde nadie supiera quién era.Quería huir de sí mismo.

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—Me voy al otro sitio —dijo,después de una pausa.

—¿En el muelle?—Sí.—Esa gata loca estará allí con toda

seguridad. Aquí ya no la admiten.Dorian se encogió de hombros.—Estoy harto de mujeres que me

quieren. Las mujeres que odian sonmucho más interesantes. Además, lamercancía es allí mejor.

—Más o menos la misma cosa.—Yo la prefiero. Ven a beber algo.

Necesito una copa.—No quiero nada —murmuró el

joven.

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—Da lo mismo.Adrian Singleton se levantó con aire

cansado y siguió a Dorian Gray hasta elbar. Un mulato, con un turbante hechojirones y un largo abrigo mugriento, lesobsequió con una mueca espantosa amanera de saludo mientras colocabaante ellos una botella de brandy y dosvasos. Las mujeres se acercaron yempezaron a parlotear. Dorian lesvolvió la espalda y dijo algo en voz bajaa su acompañante.

Una sonrisa tan retorcida como uncris malayo se paseó por el rostro deuna de las mujeres.

—¡Qué orgullosos estamos esta

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noche! —fueron sus burlonas palabras.—Por el amor de Dios, no me

dirijas la palabra —exclamó Dorian,golpeando el suelo con el pie—. ¿Quées lo que quieres? ¿Dinero? Aquí lotienes. Pero no vuelvas a dirigirme lapalabra.

En los ojos de la mujer,embrutecidos por el alcohol,aparecieron por un momento dosdestellos rojos, pero volvieron aapagarse enseguida, dejándolos otra vezmuertos y vidriosos. Luego sacudió lacabeza y con dedos avarientos recogiólas monedas del mostrador. Sucompañera la contempló con envidia.

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—Es inútil —suspiró AdrianSingleton—. No tengo ganas de volver.¿Qué más da? Estoy muy bien aquí.

—Me escribirás si necesitas algo,¿de acuerdo? —dijo Dorian después deuna pausa.

—Quizá.—Buenas noches, entonces.—Buenas noches —respondió el

joven, volviendo a subir los escalonesmientras se limpiaba la boca reseca conun pañuelo.

Dorian se dirigió hacia la puerta conuna expresión dolorida en el rostro.Cuando apartaba la cortina verde, unarisa espantosa salió de los labios

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pintados de la mujer que había recogidolas monedas.

—¡Ahí va el protegido del diablo!—exclamó con voz ronca entre dosataques de hipo.

—¡Maldita seas! —respondióDorian—, ¡no me llames eso!

La mujer chasqueó los dedos.—Príncipe azul es lo que te gusta

que te llamen, ¿no es eso? —le gritómientras salía.

El marinero adormilado se levantóde un salto al oír a la mujer, y miró conojos enloquecidos a su alrededor. Elsonido de la puerta al cerrarse llegóhasta sus oídos, y salió

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precipitadamente, como en persecuciónde alguien.

Dorian Gray avanzaba a buen pasopor el muelle sin importarle la lluvia. Suencuentro con Adrian Singleton le habíaemocionado extrañamente, y sepreguntaba si aquel desastre eraresponsabilidad suya, tal como BasilHallward le había dicho de manera taninsultante. Se mordió los labios y porunos instantes sus ojos se llenaron detristeza. Aunque, después de todo, ¿a élqué más le daba? La vida es demasiadocorta para cargar con el peso de loserrores ajenos. Cada persona gastaba supropia vida y pagaba su precio por

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vivirla. Lo único lamentable era que poruna sola falta hubiera que pagar tantasveces. Que hubiera, efectivamente, quepagar y volver a pagar y seguir pagando.En sus tratos con los seres humanos, elDestino nunca cerraba las cuentas.

Hay momentos, nos dicen lospsicólogos, en los que la pasión por elpecado, o por lo que el mundo llamapecado, domina hasta tal punto nuestroser, que todas las fibras del cuerpo, aligual que las células del cerebro, no sonmás que instinto con espantososimpulsos. En tales momentos hombres ymujeres dejan de ser libres. Se dirigenhacia su terrible objetivo como

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autómatas. Pierden la capacidad deelección, y la conciencia quedaaplastada o, si vive, lo hace para llenarde fascinación la rebeldía y dar encantoa la desobediencia. Cuando aquelespíritu poderoso, aquella perversaestrella de la mañana cayó del cielo, lohizo como rebelde.

Insensible, sin otra meta que el mal,contaminado el espíritu y el almahambrienta de rebeldía, Dorian Gray seapresuró, acelerando el paso a medidaque avanzaba. Pero en el momento enque se desviaba con el fin de penetrarpor un pasaje oscuro que con frecuenciale había servido de atajo para llegar al

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lugar adonde se dirigía, sintió que losujetaban por detrás y, antes de quetuviera tiempo para defenderse, se vioarrojado contra el muro, con una manobrutal apretándole la garganta.

Luchó desesperadamente y, con unterrible esfuerzo, logró librarse de lacreciente presión de los dedos. Pero unsegundo después oyó el chasquido de unrevólver y vio el brillo de un cañón quele apuntaba directamente a la cabeza, asícomo la silueta imprecisa del individuobajo y robusto que le hacía frente.

—¿Qué quiere? —jadeó.—Estese quieto —dijo el otro—. Si

se mueve, disparo.

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—Ha perdido el juicio. ¿Qué tienecontra mí?

—Usted destrozó la vida de SibylVane —fue la respuesta—. Y Sibyl Vaneera mi hermana. Se suicidó. Lo sé. Ustedes el responsable. Juré matarlo. Llevoaños buscándolo. No tenía ninguna pistani el menor rastro. Las dos personas quepodían darme una descripción suya hanmuerto. Sólo sabía el nombre cariñosoque Sibyl utilizaba. Hace un momento lohe oído por casualidad. Póngase a biencon Dios, porque va a morir esta noche.

Dorian Gray se sintió enfermar demiedo.

—No sé de qué me habla —

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tartamudeó—. Nunca he oído esenombre. Está usted loco.

—Más le vale confesar su pecado,porque va a morir, tan cierto como queme llamo James Vane.

Durante un terrible momento, Dorianno supo qué hacer ni qué decir.

—¡De rodillas! —gruñó su agresor—. Le doy un minuto para que searrepienta, nada más. Me embarco parala India, pero antes he de cumplir mipromesa. Un minuto. Eso es todo.

Dorian dejó caer los brazos.Paralizado por el terror, no sabía quéhacer. De repente sé le pasó por lacabeza una loca esperanza.

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—Espere —exclamó—. ¿Cuántohace que murió su hermana? ¡Deprisa,dígamelo!

—Dieciocho años —respondió elmarinero—. ¿Por qué me lo pregunta?¿Qué importancia tiene?

—Dieciocho años —rió DorianGray, con acento triunfal en la voz—.¡Dieciocho años! ¡Lléveme bajo la luz ymíreme la cara!

James Vane vaciló un momento, sinentender de qué se trataba. Luego sujetóa Dorian Gray para sacarlo de lossoportales.

Si bien la luz, por la violencia delviento, era débil y temblorosa, le

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permitió de todos modos comprobar elespantoso error que, al parecer, habíacometido, porque el rostro de su víctimaposeía todo el frescor de laadolescencia, la pureza sin mancha de lajuventud. Apenas parecía superar lasveinte primaveras; la edad que tenía suhermana, si es que llegaba, cuando él seembarcó por vez primera, hacía yatantos años. Sin duda no era aquél elhombre que había destrozado la vida deSibyl.

James Vane aflojó la presión de lamano y dio un paso atrás.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Y medisponía a matarlo!

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Dorian Gray respiró hondamente.—Ha estado usted a punto de

cometer una terrible equivocación —dijo, mirándolo con severidad—. Que lesirva de escarmiento para no tomarse lajusticia por su mano.

—Perdóneme —murmuró el otro—.Estaba equivocado. Una palabra oída enese maldito antro ha hecho que meconfundiera.

—Será mejor que vuelva a casa yabandone esa arma. De lo contrario,tendrá problemas —dijo Dorian Gray,dándose la vuelta y alejándoselentamente calle abajo.

James Vane, horrorizado, inmóvil en

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mitad de la calzada, empezó a temblarde pies a cabeza. Poco después, unasombra oscura que se había idoacercando sigilosamente pegada a lapared, salió a la luz y se le acercó conpasos furtivos. El marinero sintió unamano en el brazo y se volvió a mirarsobresaltado. Era una de las mujeres quebebían en el bar.

—¿Por qué no lo has matado? —lesusurró, acercando mucho el rostroojeroso al de James—. Me di cuenta deque lo seguías cuando saliste corriendode casa de Daly. ¡Pobre imbécil!Tendrías que haberlo matado. Tienemucho dinero y es lo peor de lo peor.

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—No es el hombre que busco —respondió James Vane—, y no meinteresa el dinero de nadie. Quiero unavida. Quien yo busco anda cerca de loscuarenta. Ese que he dejado ir es pocomás que un niño. Gracias a Dios no mehe manchado las manos con su sangre.

La mujer dejó escapar una risaamarga.

—¡Poco más que un niño! —repitiócon voz burlona—. Pobrecito mío, hacecasi dieciocho años que el PríncipeAzul hizo de mí lo que soy.

—¡Mientes! —exclamó el marinero.La mujer levantó los brazos al cielo.—¡Juro ante Dios que te digo la

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verdad! —exclamó.—¿Ante Dios?—Que me quede muda si no es

cierto. Es el peor de toda la canalla queviene por aquí. Dicen que vendió elalma al diablo por una cara bonita. Hacecasi dieciocho años que lo conozco. Noha cambiado mucho desde entonces. Yo,en cambio, sí —añadió con una horriblemueca.

—¿Me juras que es cierto?—Lo juro —las dos palabras

salieron como un eco ronco de su bocahundida—. Pero no le digas que lo hedenunciado —gimió—. Le tengo miedo.Dame algo para pagarme una cama esta

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noche.James Vane se apartó de ella con una

imprecación y corrió hasta la esquina dela calle, pero Dorian Gray habíadesaparecido. Cuando volvió la vista,tampoco encontró a la mujer.

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C A P Í T U L O 1 7

Una semana después, Dorian Gray, en elinvernadero de Selby Royal, hablabacon la duquesa de Monmouth, una mujermuy hermosa que, junto con su marido,sexagenario de aspecto fatigado,figuraba entre sus invitados. Era la horadel té y, sobre la mesa, la suave luz de lagran lámpara cubierta de encajeiluminaba la delicada porcelana y laplata repujada del servicio. La duquesahacía los honores: sus manos blancas se

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movían armoniosamente entre las tazas,y sus encendidos labios sensualessonreían escuchando las palabras queDorian le susurraba al oído. Lord Henry,recostado en un sillón de mimbrecubierto con un paño de seda, loscontemplaba. Sentada en un diván colormelocotón, lady Narborough fingíaescuchar la descripción que le hacía elduque del último escarabajo brasileñoque acababa de añadir a su colección.Tres jóvenes elegantemente vestidos deesmoquin ofrecían pastas para el té aalgunas de las señoras. Los invitadosformaban un grupo de doce personas, yse esperaba que llegaran algunos más al

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día siguiente.—¿De qué estáis hablando? —

preguntó lord Henry, acercándose a lamesa y dejando la taza—. Confío en queDorian te haya hablado de mi plan pararebautizarlo todo, Gladys. Es una ideadeliciosa.

—Pero yo no quiero cambiar denombre, Harry —replicó la duquesa,obsequiándole con una maravillosamirada de reproche—. Me gusta muchoel que tengo, y estoy seguro de que alseñor Gray también le satisface el suyo.

—Mi querida Gladys, no oscambiaría el nombre por nada delmundo a ninguno de los dos. Ambos son

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perfectos. Pensaba sobre todo en lasflores. Ayer corté una orquídea paraponérmela en el ojal. Era una pequeñamaravilla jaspeada, tan eficaz como lossiete pecados capitales. En un momentode inconsciencia le pregunté a uno delos jardineros cómo se llamaba. Me dijoque era un hermoso ejemplar deRobinsoniana o algún otro espantoparecido. Es una triste verdad, perohemos perdido la capacidad de ponernombres agradables a las cosas. Losnombres lo son todo. Nunca me quejo delas acciones, sólo de las palabras. Ésees el motivo de que aborrezca elrealismo vulgar en literatura. A la

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persona capaz de llamar pala a una palase la debería forzar a usarla. Es la únicacosa para la que sirve.

—Y a ti, Harry, ¿cómo deberíamosllamarte? —preguntó la duquesa.

—Se llama Príncipe Paradoja —dijo Dorian.

—¡No cabe duda de que es él! —exclamó la duquesa.

—De ninguna de las maneras —riólord Henry, dejándose caer en una silla—. ¡No hay forma de escapar a unaetiqueta! Rechazo ese título.

—La realeza no debe abdicar —fuela advertencia que lanzaron unoshermosos labios.

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—¿Deseas, entonces, que defiendami trono?

—Sí.—Ofrezco las verdades de mañana.—Prefiero las equivocaciones de

hoy —respondió ella.—Me desarmas, Gladys —exclamó

lord Henry, advirtiendo lo obstinado desu actitud.

—De tu escudo, pero no de tu lanza.—Nunca arremeto contra la belleza

—dijo él, haciendo un gesto de sumisióncon la mano.

—Ése es tu error, Harry, créeme.Valoras demasiado la belleza.

—¿Cómo puedes decir eso?

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Reconozco que, en mi opinión, es mejorser hermoso que bueno. Pero, por otraparte, nadie está más dispuesto que yo aadmitir que es mejor ser bueno que feo.

—En ese caso, ¿la fealdad es uno delos siete pecados capitales? —exclamóla duquesa—. ¿Y qué sucede con tumetáfora sobre la orquídea?

—La fealdad es una de las sietevirtudes capitales, Gladys. Tú, comobuena tory, no debes subestimarlas. Lacerveza, la Biblia y las siete virtudescapitales han hecho de nuestra Inglaterralo que es.

—¿Quiere eso decir que no te gustatu país? —preguntó la duquesa.

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—Vivo en él.—Para poder censurarlo mejor.—¿Prefieres que acepte el veredicto

de Europa? —quiso saber lord Henry.—¿Qué dicen de nosotros?—Que Tartufo ha emigrado a

Inglaterra y ha abierto una tienda.—¿Es eso de tu cosecha, Harry?—Te lo regalo.—No podría utilizarlo. Es

demasiado cierto.—No tienes por qué asustarte.

Nuestros compatriotas nunca reconocenuna descripción.

—Son gente práctica.—Son más astutos que prácticos. A

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la hora de la contabilidad, compensanestupidez con riqueza y vicio conhipocresía.

—Hemos hecho grandes cosas, detodos modos.

—Grandes cosas se nos han venidoencima, Gladys.

—Hemos cargado con su peso.—Sólo hasta el edificio de la Bolsa.La duquesa movió la cabeza.—Creo en la raza —exclamó.—La raza representa el triunfo de

los arribistas.—Eso significa progreso.—La decadencia me fascina más.—¿Y dónde dejas el arte? —

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preguntó ella.—Es una enfermedad.—¿El amor?—Una ilusión.—¿La religión?—El sucedáneo elegante de la fe.—Eres un escéptico.—¡Jamás! El escepticismo es el

comienzo de la fe.—¿Qué eres entonces?—Definir es limitar.—Dame una pista.—Los hilos se rompen. Te perderías

en el laberinto.—Me desconciertas. Hablemos de

otras personas.

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—Nuestro anfitrión es un temainmejorable. Hace años le pusieron elnombre de Príncipe Azul.

—¡Ah! No me lo recuerdes —exclamó Dorian Gray.

—Nuestro anfitrión no está hoydemasiado amable respondió laduquesa, ruborizándose—. En miopinión, cree que Monmouth se casóconmigo por razones puramentecientíficas, por ser el mejor ejemplardisponible de la mariposa moderna.

—Espero que no la retengaclavándole alfileres, duquesa —rióDorian.

—Eso ya lo hace mi doncella, señor

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Gray, cuando está enfadada conmigo.—Y, ¿qué motivos tiene para

enfadarse con usted, duquesa?—Las cosas más triviales, señor

Gray, se lo aseguro. De ordinario mepresento a las nueve menos diez y ledigo que debo estar vestida para lasocho y media.

—¡Qué poco razonable por su parte!Debería usted despedirla.

—No me atrevo, señor Gray. Inventasombreros para mí, sin ir más lejos.¿Recuerda el que me puse para la fiestaal aire libre de lady Hilstone? Claro queno, pero es usted muy amable fingiendolo contrario. Bien: me lo hizo ella de

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nada. Todos los buenos sombreros estánhechos de nada.

—Como todas las buenasreputaciones, Gladys —le interrumpiólord Henry—. Cada efecto que unoproduce le crea un enemigo. Paraconseguir la popularidad hay que sermediocre.

—No en el caso de las mujeres —dijo la duquesa agitando la cabeza—; ylas mujeres gobiernan el mundo. Teaseguro que no soportan a losmediocres. Nosotras las mujeres, comodice alguien, amamos con los oídos,igual que vosotros, los hombres, amáiscon los ojos, si es que amáis alguna vez.

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—Yo diría que apenas hacemos otracosa —murmuró Dorian.

—En ese caso, señor Gray, ustednunca ama de verdad —dijo la duquesacon fingida tristeza.

—¡Mi querida Gladys! —exclamólord Henry—. ¿Cómo puedes decir eso?El sentimiento romántico se alimenta dela repetición, y la repetición convierteun apetito en arte. Además, cada vez quese ama es la única vez que se ha amadonunca. La diversidad del objeto noaltera la unicidad de la pasión. Tan sólola intensifica. En el mejor de los casos,sólo podemos tener una experiencia enla vida, y el secreto es reproducirla con

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la mayor frecuencia posible.—¿Incluso cuando se ha quedado

herido por ella, Harry? —preguntó laduquesa después de una pausa.

—Sobre todo cuando uno haquedado herido —respondió lord Henry.

La duquesa se volvió a mirar aDorian Gray con una curiosa expresiónen los ojos.

—¿Qué dice usted a eso, señorGray? —quiso saber. Dorian vaciló unmomento. Luego echó la cabeza haciaatrás y rió.

—Siempre estoy de acuerdo conHarry, duquesa.

—¿Incluso cuando se equivoca?

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—Harry nunca se equivoca,duquesa.

—Y, ¿le hace feliz su filosofía?—La felicidad no ha sido nunca mi

objetivo. ¿Quién quiere felicidad?Siempre he buscado el placer.

—¿Y lo ha encontrado, señor Gray?—Con frecuencia. Con demasiada

frecuencia.La duquesa suspiró.—Mi objetivo es la paz —dijo—. Y

si no me marcho y me visto no tendréninguna esta noche.

—Permítame traerle unas orquídeas,duquesa —exclamó Dorian, poniéndoseen pie y alejándose hacia el fondo del

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invernadero.—Coqueteas desaforadamente con él

—le dijo lord Henry a su prima—. Teaconsejo prudencia. Es una criaturafascinante.

—Si no lo fuera, no habría lucha.—¿Se trata entonces de un griego

contra otro?—Yo estoy de parte de los troyanos.

Lucharon por una mujer.—Fueron derrotados.—Hay cosas peores que ser

capturado —respondió ella.—Te lanzas al galope y sueltas las

riendas.—La velocidad es vida —fue su

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respuesta.—Lo anotaré esta noche en mi

diario.—¿Qué anotarás?—Que a un niño con quemaduras le

gusta el fuego.—Ni siquiera me he chamuscado.

Tengo las alas intactas.—Las usas para todo menos para

volar.—El valor ha pasado de los

hombres a las mujeres. Es una nuevaexperiencia para nosotras.

—Tienes una rival.—¿Quién?Su primo se echó a reír.

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—Lady Narborough —susurró—. Loadora.

—Me llenas de aprensión. Lasrománticas no podemos competir con elatractivo de la Antigüedad.

—¡Románticas! Empleáis todos losmétodos de la ciencia.

—Los hombres nos han educado.—Pero no os han explicado.—Describe a las mujeres —fue su

desafío.—Esfinges sin secretos.Lo miró, sonriendo.—¡Cuánto tarda el señor Gray! —

dijo—. Vayamos a ayudarle. No le hedicho el color de mi vestido.

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—¡Ah! tendrás que elegir el vestidode acuerdo con sus flores, Gladys.

—Eso sería una rendiciónprematura.

—El arte romántico empieza en elmomento culminante.

—He de reservarme una posibilidadde retirada.

—¿A la manera de los partos?—Encontraron la salvación en el

desierto. Eso no está a mi alcance.—A las mujeres no siempre se les

permite escoger —respondió lordHenry.

Pero apenas terminada la frase, delextremo más alejado del invernadero

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llegó un gemido ahogado, seguido delruido sordo de una caída. Todo el mundose sobresaltó. La duquesa permanecióinmóvil, horrorizada. Y lord Henry, elmiedo en los ojos, corrió entre palmerasagitadas hasta encontrar a Dorian Graytumbado boca abajo sobre el sueloenlosado, víctima de undesvanecimiento semejante a la muerte.

Se le transportó al instante al salónazul, colocándolo sobre uno de lossofás. Poco después recobró elconocimiento y miró a su alrededor conaire desconcertado.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó—.¡Ah! Ya recuerdo. ¿Estoy a salvo aquí,

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Harry? —y empezó a temblar.—Mi querido Dorian —respondió

lord Henry—, no has hecho más quedesmayarte. Eso ha sido todo. Debes dehaberte fatigado más de la cuenta. Serámejor que no bajes a cenar. Yo haré tusveces.

—No; bajaré —dijo, poniéndose enpie con algún esfuerzo—. Prefierohacerlo. No debo quedarme solo.

Fue a su habitación para vestirse.Cuando se sentó a la mesa, había en suactitud una extraña alegría temeraria,aunque, de cuando en cuando, le recorríaun estremecimiento al recordar que,aplastado, como un pañuelo blanco,

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contra el cristal del invernadero, habíavisto el rostro de James Vane que lovigilaba.

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C A P Í T U L O 1 8

Al día siguiente Dorian Gray no salió dela casa y, de hecho, pasó la mayor partedel tiempo en su habitación, presa de unloco miedo a morir y, sin embargo,indiferente a la vida. El convencimientode ser perseguido, de que se le tendíantrampas, de estar acorralado, empezabaa dominarlo. Si el viento agitabaligeramente los tapices, se echaba atemblar. Las hojas secas arrojadascontra las vidrieras le parecían la

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imagen de sus resoluciones abandonadasy de sus vanos remordimientos. Cuandocerraba los ojos, veía de nuevo el rostrodel marinero mirando a través del cristalempañado por la niebla, y creía sentiruna vez más cómo el horror le oprimíael corazón.

Aunque quizás sólo su imaginaciónhubiera hecho surgir la venganza de lanoche, colocando ante sus ojos lasformas horribles del castigo. La vidareal era caótica, pero la imaginaciónseguía una lógica terrible. Laimaginación enviaba al remordimientotras las huellas del pecado. Laimaginación hacía que cada delito

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concibiera su monstruosa progenie. Enel universo ordinario de los hechos nose castigaba a los malvados ni serecompensaba a los buenos. El éxitocorrespondía a los fuertes y el fracasorecaía sobre los débiles. Eso era todo.Además, si algún desconocido hubieramerodeado por los alrededores de lacasa, los criados o los guardas lohubieran visto. Si se hubieranencontrado huellas en los arriates, losjardineros habrían informado de ello.Sin duda se trataba sólo de suimaginación. El hermano de Sibyl Vaneno había venido hasta Selby Royal paramatarlo. Se había hecho a la mar en su

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barco para irse finalmente a pique enalgún mar invernal. De él, al menos,nada tenía que temer. Aquel pobredesgraciado ni siquiera sabía quién era,no podía saber quién era. La máscara dela juventud lo había salvado.

Pero si sólo había sido una ilusión,¡qué terrible pensar que la concienciapudiera engendrar fantasmas tantemerosos, dándoles forma visible,haciendo que se movieran como seresreales! ¿Qué clase de vida sería la suyasi, de día y de noche, sombras de sucrimen le observaban desde rinconessilenciosos, se burlaban de él desdelugares secretos, le susurraban al oído

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en medio de un banquete, lo despertabancon dedos helados mientras dormía? Alpresentársele aquella idea en el cerebro,palideció de terror y tuvo la impresiónde que el aire se había enfriado derepente. ¡En qué espantosa hora delocura había asesinado a su amigo! ¡Quéatroz el simple recuerdo de la escena!Volvía a verlo todo. Cada odioso detallese le aparecía con renovado horror. Dela negra caverna del tiempo, terrible yenvuelva en escarlata, se alzaba laimagen de su pecado. Cuando lordHenry se presentó a las seis en punto, loencontró llorando como alguien a quienestá a punto de rompérsele el corazón.

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Tan sólo al tercer día se aventuró asalir. Había algo en el aire límpido deaquella mañana de invierno, en la queflotaba el aroma de los pinos, quepareció devolverle la alegría y el ansiade vivir. Pero no sólo las condicionesexteriores habían provocado el cambio.Su propia naturaleza se rebelaba contrael exceso de angustia que había tratadode alterar, de mutilar, su serenidadperfecta. Siempre es así contemperamentos sutiles y delicados. Suspasiones ardientes hieren o ceden.Matan o mueren. Los sufrimientos y losamores superficiales viven largamente.A los grandes amores y sufrimientos los

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destruye su propia plenitud. Dorian Grayestaba convencido además de haber sidovíctima de una imaginación aterrorizada,y veía ya los temores de ayer con unpoco de compasión y una buena dosis dedesprecio.

Después del desayuno paseó con laduquesa por el jardín durante una hora, yluego atravesó el parque en coche parareunirse con la partida de caza. Laescarcha matinal recubría la hierbacomo un manto de sal. El cielo era unacopa invertida de metal azul. Unadelgada capa de hielo bordeaba el lagoinmóvil donde crecían los juncos.

En el límite del pinar reconoció a sir

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Geoffrey Clouston, el hermano de laduquesa, que expulsaba dos cartuchosvacíos de su escopeta de caza.Apeándose del vehículo, después dedecirle al palafrenero que regresara conla yegua, se abrió camino hacia suinvitado entre los helechos secos y laespesa maleza.

—¿Buena caza, Geoffrey? —preguntó.

—No demasiado buena, Dorian. Meparece que la mayoría de las aves hansalido ya a cielo abierto. Espero quetengamos más suerte después delalmuerzo, cuando iniciemos otra batida.

Dorian caminó a su lado. El aire

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intensamente aromático, losresplandores marrones y rojos queaparecían momentáneamente en el pinar,los gritos roncos de los ojeadores queresonaban de cuando en cuando y elruido seco de las detonaciones que losseguían eran para él motivo defascinación, y lo llenaban de undelicioso sentimiento de libertad. Ledominaba la despreocupación de lafelicidad, la suprema indiferencia de laalegría.

De repente, de una espesa mata dehierbas amarillentas, a unos veintemetros de donde ellos se encontraban,erguidas las orejas de puntas negras,

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avanzando a saltos sobre sus largaspatas traseras, salió una liebre, que sedirigió de inmediato hacia un grupo dealisos. Sir Geoffrey se llevó la escopetaal hombro, pero algo en los ágilesmovimientos del animal cautivóextrañamente a Dorian Gray, quien gritóde inmediato:

—¡No dispares, Geoffrey! Déjalavivir.

—¡Qué absurdo, Dorian! —rióClouston, disparando cuando la liebreentraba de un salto en la espesura. Se,oyeron dos gritos: el de la liebre heridade muerte, que es terrible, y el de un serhumano agonizante, que es todavía peor.

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—¡Cielo santo! ¡He alcanzado a unojeador! —exclamó sir Geoffrey—.¡Qué estupidez ponerse delante de lasescopetas! ¡Dejen de disparar! —gritócon todas sus fuerzas—. Hay un herido.

El guarda mayor llegó corriendo conun bastón en la mano.

—¿Dónde, señor? ¿Dónde está? —gritó. Al mismo tiempo cesó el fuego entoda la línea.

—Ahí —respondió muy irritado sirGeoffrey, acercándose al bosquecillo—.¿Por qué demonios no controla a sushombres? Me han echado a perder todauna jornada de caza.

Dorian los contempló mientras

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penetraban en el alisal, apartando lasdelgadas ramas flexibles. Al verlosreaparecer a los pocos momentos,arrastrando un cuerpo sin vida quellevaron hasta el sol, se dio la vueltahorrorizado. Le pareció que lasdesgracias lo seguían dondequiera queiba. Oyó preguntar a sir Geoffrey siaquel hombre estaba realmente muerto, yla respuesta afirmativa del guardamayor. Tuvo de pronto la impresión deque el bosque se había llenado derostros. Oía los pasos de miles de pies yun murmullo confuso de voces. Un granfaisán de pecho cobrizo pasó aleteandoentre las ramas más altas.

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Después de unos momentos quefueron para él, dada la agitación de suespíritu, como interminables horas dedolor, sintió que una mano se posaba ensu hombro. Sobresaltado, volvió lavista.

—Dorian —dijo lord Henry—. Serámejor decirles que por hoy se haterminado la caza. No parecería bienseguir adelante.

—Me gustaría detenerla parasiempre, Harry —respondióamargamente—. Todo es horrible ycruel. ¿Está…?

No pudo terminar la frase.—Mucho me temo —replicó lord

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Henry—. La descarga le alcanzó delleno en el pecho. Debe de haber muertode manera casi instantánea. Ven;volvamos a casa.

Echaron a andar, uno al lado delotro, en dirección al paseo, yrecorrieron casi cincuenta metros sinhablar. Luego Dorian miró a lord Henryy dijo, con un hondo suspiro:

—Es un mal presagio, Harry; unpésimo presagio.

—¿A qué te refieres? —preguntólord Henry—. Ah, hablas del accidente,imagino. Pero, ¿quién podía preverlo?La culpa ha sido suya. ¿Qué hacía pordelante de la línea de fuego? En

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cualquier caso no es asunto nuestro.Molesto para Geoffrey, sin duda. Noestá bien visto agujerear ojeadores.Hace pensar a la gente que uno no sabedónde tira. Y Geoffrey lo sabeperfectamente; donde pone el ojo ponela bala. Pero no sirve de nada hablar deeste asunto.

Dorian hizo un gesto negativo con lacabeza.

—Es un mal presagio, Harry. Sientocomo si algo horrible nos fuese asuceder a alguno de nosotros. A mí, talvez —añadió, pasándose las manos porlos ojos, con un gesto de dolor.

Su amigo de más edad se echó a reír.

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—Lo único horrible en el mundo esel ennui, Dorian. Ése es el único pecadoque no tiene perdón. Pero no esprobable que lo padezcamos, a no serque nuestros amigos sigan hablandodurante la cena de lo sucedido. He dedecirles que es un tema tabú. En cuantoa presagios, no existe nada semejante. Eldestino no nos envía heraldos. Esdemasiado prudente o demasiado cruelpara eso. Además, ¿qué demoniospodría sucederte? Tienes todo lo que unhombre puede desear. Cualquiera secambiaría por ti.

—No hay nadie con quien yo noestaría dispuesto a cambiarme, Harry.

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No te rías así. Te estoy diciendo laverdad. Ese pobre campesino que acabade morir es más afortunado que yo. Nole tengo miedo a la muerte. Es su formade llegar lo que me aterroriza. Sus alasmonstruosas parecen girar en el aireplomizo a mi alrededor. ¡Dios del cielo!¿No has visto a un hombre moviéndosedetrás de aquellos árboles, un individuoque me vigila, que me está esperando?

Lord Henry miró en la dirección queseñalaba la temblorosa manoenguantada.

—Sí —dijo sonriendo—; veo unjardinero que te espera. Imagino quedesea preguntarte qué flores quieres esta

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noche en la mesa. ¡Qué increíblementenervioso estás, mi querido amigo! Hasde ir a ver a mi médico cuando vuelvasa Londres.

Dorian dejó escapar un suspiro dealivio al ver acercarse al jardinero,quien, llevándose la mano al sombrero,miró un momento a lord Henry, comodubitativo, y luego sacó una carta, queentregó a su amo.

—Su gracia me ha dicho queesperase la respuesta —murmuró.

Dorian se guardó la carta en elbolsillo.

—Dígale a su gracia que llegaréenseguida —respondió con frialdad. El

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mensajero se dio la vuelta, regresandorápidamente hacia la casa.

—¡Cuánto les gusta a las mujereshacer cosas peligrosas! —rió lordHenry—. Es una de las cualidades quemás admiro en ellas. Una mujer puedecoquetear con cualquiera con tal de quehaya otras personas mirando.

—¡Cuánto te gusta decir cosaspeligrosas, Harry! En este caso teequivocas por completo. Me gustamucho la duquesa, pero no estoyenamorado de ella.

—Y la duquesa te quiere más de loque le gustas, de manera que estáisperfectamente emparejados.

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—¡Eso es difamación, Harry, ynunca hay motivo alguno para ladifamación!

—El fundamento de toda difamaciónes una certeza inmoral —dijo lordHenry encendiendo un cigarrillo.

—Sacrificarías a cualquiera por unepigrama.

—El mundo camina hacia el ara pordecisión propia —fue la respuesta.

—Me gustaría ser capaz de amar —exclamó Dorian Gray con una nota deprofundo patetismo en la voz—. Pero sediría que he perdido la pasión yolvidado el deseo. Estoy demasiadocentrado en mí mismo. Mi personalidad

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se ha convertido en una carga. Quieroescapar, alejarme, olvidar. Ha sido unatontería volver aquí. Creo que voy atelegrafiar a Harvey para que prepare elyate. En el yate estaré a salvo.

—¿A salvo de qué, Dorian? Tienesalgún problema. ¿Por qué no me dicesde qué se trata? Sabes que te ayudaría.—No te lo puedo decir, Harry—respondió con tristeza—. Y supongo quesólo se trata de mi imaginación. Esedesgraciado accidente me hatrastornado. Tengo un horriblepresentimiento de que algo parecidopuede sucederme a mí.

—¡Qué absurdo!

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—Espero que tengas razón, pero asíes como lo siento. ¡Ah! Ahí está laduquesa, que parece Artemisa en trajesastre. Ya ve que estamos de regreso,duquesa.

—Me han informado de todo, señorGray —respondió ella—. El pobreGeoffrey está terriblemente afectado. Yal parecer usted le había pedido que nodisparase contra la liebre. ¡Qué curioso!

—Sí; muy curioso. No sé qué fue loque me empujó a decirlo. Un impulsorepentino, supongo. Me pareció unabestiecilla encantadora. Siento que lehayan hablado del ojeador. Es una cosalamentable.

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—Es un tema molesto —intervinolord Henry—. Carece de valorpsicológico. En cambio, si Geoffrey lohubiera hecho aposta, ¡qué interesantesería! Me gustaría conocer a unverdadero asesino.

—¡Qué desagradable eres, Harry! —exclamó la duquesa—. ¿No le parece,señor Gray? Harry, el señor Gray vuelvea no encontrarse bien. Me parece que seva a desmayar.

Dorian hizo un esfuerzo parareponerse y sonrió.

—No es nada, duquesa —murmuró—; tan sólo que estoy muy nervioso.Nada más que eso. Me temo que he

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caminado demasiado esta mañana. Nohe oído lo que ha dicho Harry. ¿Algomuy inconveniente? Me lo tendrá quecontar en otra ocasión. Creo que voy a ira tumbarme un rato. Me disculparáusted, ¿no es cierto?

Habían llegado ya a la gran escaleraque llevaba desde el invernadero hastala terraza. Mientras la puerta de cristalse cerraba detrás de Dorian, lord Henryse volvió y miró a su prima con ojoslánguidos.

—¿Estás muy enamorada de él? —preguntó.

La duquesa tardó algún tiempo encontestar, contemplando, inmóvil, el

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paisaje.—Me gustaría saberlo —dijo,

finalmente.Lord Henry movió la cabeza.—Saberlo sería fatal. Es la

incertidumbre lo que nos atrae. Un pocode niebla mejora mucho las cosas.

—Se puede perder el camino.—Todos los caminos llevan al

mismo sitio, mi querida Gladys.—¿Que es…?—La desilusión.—Fue mi debut en la vida —suspiró

la duquesa.—Pero llegó con la corona ducal.—Estoy harta de hojas de fresa.

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—Te sientan bien.—Sólo en público.—Las echarías de menos —dijo lord

Henry.—No renunciaría ni a un pétalo.—Monmouth tiene oídos.—Los ancianos son duros de oído.—¿No ha tenido nunca celos?—Ojalá los hubiera tenido.Lord Henry miró a su alrededor

como si buscara algo.—¿Qué estás buscando? —preguntó

ella.—El botón de tu florete —respondió

él—. Se te acaba de caer.La duquesa se echó a reír.

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—Todavía me queda la máscara.—Hace que tus ojos parezcan

todavía más hermosos —fue surespuesta.

Su prima volvió a reír. Sus dientesbrillaron como simientes blancas en unfruto escarlata.

En el piso alto, Dorian Gray estabatumbado en un sofá de su cuarto,sintiendo vibrar de terror todas lasfibras de su cuerpo. De repente la vidase había convertido en un pesoinsoportable. La horrible muerte deldesdichado ojeador, derribado entre lamaleza como un animal salvaje, le habíaparecido una prefiguración de su propia

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muerte. Casi se había desmayado al oírla broma cínica que lord Henry habíalanzado al azar.

A las cinco llamó a su criado y leordenó que le preparase una maleta pararegresar a Londres en el expreso de lanoche, y que la berlina estuviera delantede la puerta a las ocho y media. Habíadecidido no dormir una noche más enSelby Royal. Era un lugar de malosaugurios. La muerte se paseaba por allía la luz del día. La hierba del bosque sehabía manchado de sangre.

Luego escribió una nota para lordHenry, diciéndole que regresaba aLondres para consultar a su médico, y

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pidiéndole que distrajera a sushuéspedes durante su ausencia. Cuandola estaba metiendo en el sobre, oyóllamar a la puerta, y su ayuda de cámarale informó de que el guarda mayorquería verlo.

Dorian Gray frunció el ceño y semordió los labios.

—Dígale que pase —murmuró,después de una breve vacilación.

Tan pronto como entró su visitante,Dorian sacó de un cajón el talonario decheques y lo abrió.

—Imagino, Thornton, que viene parahablarme del desafortunado accidente deesta mañana —dijo, empuñando la

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pluma.—Así es, señor —respondió el

guardabosque.—¿Estaba casado ese pobre infeliz?

¿Tenía personas a su cargo? —preguntóDorian, con aire aburrido—. Si es así,no quisiera que pasaran necesidades, yestoy dispuesto a enviarles la cantidadque usted considere necesaria.

—No sabemos quién es, señor. Esoes lo que me he tomado la libertad devenir a decirle.

—¿No saben quién es? —preguntóDorian distraídamente—. ¿Qué quieredecir? ¿No era uno de sus hombres?

—No, señor. No lo había visto

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nunca. Parece un marinero, señor.A Dorian Gray se le cayó la pluma

de la mano, y tuvo la sensación de que elcorazón dejaba de latirle.

—¿Un marinero? —exclamó—. ¿Hadicho un marinero?

—Sí, señor. Parece como si hubierasido marinero o algo parecido; tatuajesen los dos brazos y otras cosas por elestilo.

—¿Llevaba algo encima? —preguntó Dorian, inclinándose haciaadelante y mirando al guardabosque conojos llenos de sobresalto—. ¿Algo quenos permita saber su nombre?

—Algo de dinero, señor, no mucho,

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y un revólver de seis tiros. Nada que loidentifique. Aspecto de persona decente,sin ser un caballero. Algo así como unmarinero, creemos nosotros.

Dorian se puso en pie. Unaimposible esperanza le rozó con su ala yse agarró a ella con frenesí.

—¿Dónde está el cadáver? —exclamó—. ¡Deprisa! He de verlocuanto antes.

—En un establo vacío de la granja,señor. Nadie quiere tener una cosa asíen su casa. Dicen que un cadáver traemala suerte.

—¡La granja! Vaya inmediatamenteallí y espéreme. Diga a uno de los

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mozos de cuadra que me traiga elcaballo. No. No se preocupe. Iré yo alestablo. Ahorraremos tiempo.

En menos de un cuarto de horaDorian Gray galopaba por la granavenida. Los árboles parecían desfilar aambos lados como un cortejo defantasmas, y sombras extrañas searrojaban furiosamente en su camino. Enuna ocasión la yegua hizo un extrañoante un poste blanco y estuvo a punto dederribarlo. Dorian le golpeó el cuellocon la fusta. El animal se adentró en laoscuridad como una flecha. Sus cascoshacían volar los guijarros.

Finalmente llegó a la granja y

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encontró a dos hombres ociosos en elpatio. Dorian saltó de la silla y le arrojóa uno de ellos las riendas. En el establomás distante parpadeaba una luz. Algo ledijo que allí se hallaba el cadáver.Corrió hacia la puerta y puso la mano enel picaporte.

Luego se detuvo un momento,sintiendo que estaba a punto de hacer undescubrimiento que haría renacer suvida o la destruiría. A continuaciónabrió la puerta de golpe y entró.

Sobre un montón de sacos vacíos, yen el rincón más alejado de la puerta,yacía el cadáver de un hombre vestidocon una camisa de tela basta y unos

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pantalones azules. Sobre el rostro lehabían colocado un pañuelo de lunares.Una vela de mala calidad, hundida en elcuello de una botella, chisporroteaba asu lado.

Dorian Gray se estremeció. Sintióque no podía ser su mano la que retiraseel pañuelo, y pidió a uno de los gañanesque se acercara.

—Quítenle eso que tiene sobre lacara. Quiero verlo —dijo, agarrándose ala jamba de la puerta para no caer.

Cuando el gañán hizo lo que lepedían, Dorian Gray se adelantó. De suslabios escapó un grito de alegría. Elhombre muerto entre la maleza era

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James Vane.Permaneció allí unos minutos

contemplando el cadáver. Luego regresóa la casa principal con los ojos llenosde lágrimas, sabiendo que estaba, asalvo.

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C A P Í T U L O 1 9

—No me digas que vas a ser bueno —exclamó lord Henry, sumergiendo losdedos en un cuenco de cobre rojo llenode agua de rosas—. Eres absolutamenteperfecto. Haz el favor de no cambiar.

Dorian Gray movió la cabeza.—No, Harry, no. He hecho

demasiadas cosas horribles en mi vida.No voy a hacer ninguna más. Ayerempecé con las buenas acciones.

—¿Dónde estuviste ayer?

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—En el campo, Harry. Solo, en unahumilde posada.

—Mi querido muchacho —dijo lordHenry sonriendo—, cualquiera puedeser bueno en el campo, donde no existententaciones. Ése es el motivo de que laspersonas que no habitan en ciudadesvivan todavía en estado de barbarie. Lacivilización no es algo que se consigafácilmente. Sólo hay dos maneras. O sees culto o se está corrompido. La gentedel campo carece de ocasiones paraambas cosas, de manera que sóloconocen el estancamiento.

—Cultura y corrupción —repitióDorian—. Sé algo acerca de esas dos

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cosas. Ahora me parece terrible quevayan alguna vez unidas. Porque tengoun nuevo ideal, Harry. Voy a cambiar.Creo que ya he cambiado.

—No me has contado cuál ha sido tubuena acción de ayer. ¿O fue más deuna? —preguntó su interlocutor,mientras vertía sobre su plato unapequeña pirámide carmesí de fresasmaduras, blanqueándolas luego conazúcar mediante una cuchara perforadaen forma de concha.

—Te lo puedo contar a ti, Harry,aunque a nadie más. Renuncié aperjudicar a una persona. Parecepretencioso, pero ya entiendes lo que

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quiero decir. Era muy hermosa, yextraordinariamente parecida a SibylVane. Creo que fue eso lo primero queme atrajo de ella. Te acuerdas de Sibyl,¿no es cierto? ¡Cuánto tiempo pareceque ha pasado! Hetty, por supuesto, noes una persona de nuestra posición, tansólo una chica de pueblo. Pero me habíaenamorado. Estoy completamente segurode que la quería. Durante todo este mesde mayo tan maravilloso que hemosdisfrutado iba a verla dos o tres vecespor semana. Ayer se reunió conmigo enun huerto. Las flores de los manzanos lecaían sobre el pelo y se reía mucho.Íbamos a escaparnos juntos hoy por la

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mañana al amanecer. De repente decidíque no cambiara por mi culpa.

—Imagino que la novedad de esesentimiento te habrá proporcionado unestremecimiento de auténtico placer —le interrumpió lord Henry—. Pero estoyen condiciones de contarte el final de tuidilio. Le diste buenos consejos y lerompiste el corazón. Ése ha sido elcomienzo de tu enmienda.

—¡Qué desagradable eres, Harry!No debes decir cosas tan espantosas. AHetty no se le ha roto el corazón. Lloró,por supuesto, y todo lo demás. Pero noha perdido la honra. Puede vivir, comoPerdita[18], en su jardín de menta y

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caléndulas.—Y llorar por la infidelidad de

Florisel —dijo lord Henry, riendo,mientras se inclinaba hacia atrás en lasilla—. Mi querido Dorian, tienescuriosas ideas de adolescente. ¿Deverdad crees que esa muchacha secontentará ahora con alguien de suposición? Imagino que algún día lacasarán con un carretero mal hablado ocon un labrador chistoso. Y el hecho dehaberte conocido, y de haberte amado,le permitirá despreciar a su marido, loque la hará perfectamente desgraciada.Desde el punto de vista de la moral, nopuedo decir que tu gran renuncia me

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impresione demasiado. Incluso comomodesto principio es muy poquita cosa.Además, ¿quién te dice que en estemomento Hetty no flota en algúnestanque iluminado por las estrellas yrodeada de lirios, como Ofelia?

—¡Eres insoportable, Harry! Teburlas de todo y acto seguido imaginaslas tragedias más espantosas. Sientohabértelo contado. Me tiene sin cuidadolo que digas. Sé que he actuado bien.¡Pobre Hetty! Cuando pasé a caballoesta mañana por delante de su granja, visu rostro en la ventana, como unramillete de jazmines. Vamos a nohablar más de ello, y no trates de

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convencerme de que mi primera buenaacción en muchos años, el primer intentode autosacrificio de toda mi vida es enrealidad otro pecado más. Quiero sermejor. Voy a ser mejor. Cuéntame algosobre ti. ¿Qué está pasando en Londres?Hace días que no voy por el club.

—La gente sigue hablando de ladesaparición del pobre Basil.

—Yo pensaba que ya se habríancansado después de tanto tiempo —exclamó Dorian, sirviéndose un pocomás de vino y frunciendo ligeramente elceño.

—Mi querido muchacho, sólo llevanseis semanas hablando de ello, y el

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público británico necesita tres mesespara soportar la tensión mental querequiere un cambio de tema. De todosmodos, ha tenido bastante suerte en estosúltimos tiempos. Primero fue el caso demi divorcio y el suicidio de AlanCampbell. Ahora se les ofrece lamisteriosa desaparición de un artista.Scotland Yard sigue insistiendo en quela persona con un abrigo gris que elnueve de noviembre tomó el tren demedianoche camino de Francia era elpobre Basil, y la policía gala afirma queHallward nunca llegó a París. Supongoque dentro de un par de semanas se nosdirá que lo han visto en San Francisco.

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Es una cosa extraña, pero de todas laspersonas que desaparecen acabadiciéndose que las han visto en SanFrancisco. Debe de ser una ciudadencantadora, y posee todos losatractivos del mundo venidero.

—¿Qué crees tú que le ha sucedido aBasil? —preguntó Dorian, colocando lacopa de borgoña a contraluz, ypreguntándose cómo era posible quehablara de aquel asunto con tanta calma.

—No tengo ni la más remota idea. SiBasil decide esconderse no es asuntomío. Si ha muerto, no quiero pensar enél. La muerte es la única cosa que deverdad me aterra. La aborrezco.

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—¿Por qué? —preguntó el másjoven con tono cansado.

—Porque —respondió lord Henry,llevándose a la nariz una vinagreradorada y aspirando el olor— en laactualidad se puede sobrevivir a todo,pero no a eso. La muerte y la vulgaridadson los dos hechos del siglo XIX quecarecen de explicación. El café lotomaremos en la sala de música, Dorian.Has de tocar a Chopin en mi honor. Elindividuo con quien se escapó mi mujertocaba Chopin de maneraverdaderamente exquisita. ¡PobreVictoria! Le tenía mucho cariño. La casase ha quedado muy sola sin ella. Por

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supuesto la vida matrimonial no es másque una costumbre, una mala costumbre.Pero la verdad es que lamentamos lapérdida incluso de nuestras peorescostumbres. Quizá sean las que máslamentamos. Son una parte demasiadoesencial de nuestra personalidad.

Dorian no dijo nada, pero se levantóde la mesa y, pasando a la habitaciónvecina, se sentó ante el piano y dejó quesus dedos se perdieran sobre el marfilblanco y negro de las teclas. Cuandotrajeron el café dejó de tocar y,volviéndose hacia lord Henry, dijo:

—Harry, ¿se te ha ocurrido pensaralguna vez que quizá Basil Hallward

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haya muerto asesinado?Lord Henry bostezó.—Basil era muy popular, y siempre

llevaba un reloj Waterbury[19]. ¿Por quétendrían que haberlo asesinado? No eralo bastante inteligente como parahacerse enemigos. Es cierto que poseíaun gran talento para la pintura. Pero unapersona puede pintar como Velázquez yser perfectamente aburrido. Basil lo era.Sólo me interesó una vez, y fue cuandome dijo, hace años, que te adorabalocamente, y que eras el motivodominante de su arte.

—Yo le tenía mucho cariño —dijoDorian con una nota de tristeza en la voz

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—. Pero, ¿no dice la gente que lo hanasesinado?

—Lo dicen algunos periódicos, peroa mí no me parece nada probable. Séque hay lugares terribles en París, peroBasil no era el tipo de persona que va aesos sitios. No tenía curiosidad. Era suprincipal defecto.

—¿Qué dirías, Harry, si te confesaraque había asesinado a Basil? —dijo elmás joven. Luego se lo quedó mirandofijamente.

—Diría, mi querido amigo, quetratas de representar un papel que no teva en absoluto. Todo delito es vulgar, dela misma manera que todo lo vulgar es

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delito. No está en tu naturaleza, Dorian,cometer un asesinato. Siento herir tuvanidad diciéndolo, pero te aseguro quees verdad. El crimen pertenece enexclusiva a las clases bajas. No se locensuro ni por lo más remoto. Imaginoque para ellos es como el arte paranosotros, una manera de procurarsesensaciones extraordinarias.

—¿Una manera de procurarsesensaciones? ¿Crees, entonces, que unapersona que una vez ha cometido unasesinato podría reincidir en el mismodelito? No me digas que eso es cierto.

—Cualquier cosa se convierte enplacer si se hace con suficiente

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frecuencia —exclamó lord Henry,riendo—. Ése es uno de los secretosmás importantes de la vida. Pero meparece, de todos modos, que el asesinatoes siempre una equivocación. Nunca sedebe hacer nada de lo que no se puedahablar después de cenar. Pero vamos aolvidarnos del pobre Basil. Me gustaríapoder creer que ha terminado de unamanera tan romántica como tú sugieres,pero no puedo. Mi opinión, más bien, esque se cayó en el Sena desde la victoriade un autobús, y que el conductor echótierra sobre el asunto para evitar elescándalo. Sí; imagino que fue así comoacabó. Lo veo tumbado de espaldas bajo

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esas aguas de color verde mate con laspesadas barcazas pasándole por encimay con las algas enganchadas en el pelo.¿Sabes? No creo que hubiera hecho enel futuro nada que mereciera la pena.Durante los últimos diez años su pinturahabía caído mucho.

Dorian dejó escapar un suspiro, ylord Henry cruzó la habitación y empezóa acariciar la cabeza de un curioso lorode Java, un ave de gran tamaño yplumaje gris, cresta y cola rojas, que semantenía en equilibrio sobre una perchade bambú. Al tocarle aquellos dedosafilados, dejó caer la blanca espuma desus párpados arrugados sobre ojos

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semejantes a cristales negros, y empezóa mecerse.

—Sí —continuó lord Henry,volviéndose y sacando un pañuelo delbolsillo—, pintaba cada vez peor. Eracomo si hubiera perdido algo.Probablemente un ideal. Cuandodejasteis de ser grandes amigos, Basildejó de ser un gran artista. ¿Qué fue loque os separó? Imagino que te aburríasoberanamente. Si es así, nunca te loperdonó. Es una costumbre que tienenlas personas aburridas. Por cierto, ¿quéha sido de aquel maravilloso retrato quete hizo? No creo haber vuelto a verlodesde que lo terminó. ¡Sí, claro! Hace

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años me dijiste, ahora lo recuerdo, quelo habías enviado a Selby y que seperdió o lo robaron por el camino.¿Nunca lo recuperaste? ¡Qué lástima!Era realmente una obra maestra.Recuerdo que quise comprarlo. Ojalá lohubiera hecho. Pertenecía al mejorperiodo de Basil. Desde entonces, suobra ha tenido esa mezcla curiosa demala pintura y buenas intenciones quesiempre da derecho a decir de alguienque es un artista británicorepresentativo. ¿No publicaste anunciospara intentar recuperarlo? Deberíashaberlo hecho.

—No lo recuerdo —dijo Dorian—.

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Supongo que lo hice. Pero lo cierto esque nunca me gustó de verdad. Sientohaber posado para él. Su recuerdo meresulta odioso. ¿Por qué hablas de aquelretrato? Siempre me recordaba esoscuriosos versos de alguna obra, creo queHamlet… ¿cómo son, exactamente?

¿O eres como imagen dedolor,

como un rostro sin alma?

Sí: eso es lo que era.Lord Henry se echó a reír.—Si una persona trata la vida

artísticamente, su cerebro es su alma —

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respondió, hundiéndose en un sillón.Dorian Gray movió la cabeza y extrajodel piano algunos acordes melancólicos.

—«Imagen de dolor» —repitió—,«rostro sin alma».

Su amigo de más edad se recostó enel sillón y lo contempló con los ojosmedio cerrados.

—Por cierto, Dorian —dijo,después de una pausa—, «¿y quéaprovecha al hombre?»…, ¿cómo acabaexactamente la cita?, «ganar todo elmundo y perder su alma [20]?»

El piano dejó escapar una notadesafinada y Dorian Gray, sobresaltado,se volvió a mirar a lord Henry.

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—¿Por qué me preguntas eso,Harry?

—Mi querido amigo —dijo lordHenry, alzando las cejas en un gesto desorpresa—, te lo preguntaba porque tecreía capaz de darme una respuesta. Esoes todo. Cuando iba por el Parque esteúltimo domingo, me encontré, cerca deMarble Arch, un grupito de gente malvestida escuchando a un vulgarpredicador callejero. Cuando pasabapor delante, oí cómo aquel hombre legritaba esa pregunta a su público. Todoello me pareció bastante dramático. EnLondres abundan los efectos curiososcomo ése. Un domingo lluvioso, un

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vulgar cristiano con un impermeable, uncírculo de blancos rostros enfermizosbajo un techo desigual de paraguasgoteantes, y una frase maravillosalanzada al aire por unos labioshistéricos y una voz chillona…, estuvobastante bien, a su manera: toda unasugerencia. Se me ocurrió decirle alprofeta que el Arte sí tiene un alma, perono el ser humano. Mucho me temo, detodos modos, que no me hubieraentendido.

—No digas eso, Harry. El alma esuna terrible realidad. Se puede comprary vender, y hasta hacer trueques con ella.Se la puede envenenar o alcanzar la

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perfección. Todos y cada uno denosotros tenemos un alma. Lo sé muybien.

—¿Estás seguro, Dorian?—Completamente seguro.—¡Ah! entonces tiene que ser una

ilusión. Las cosas de las que uno estácompletamente seguro nunca son verdad.Ésa es la fatalidad de la fe y la leccióndel romanticismo. ¡Qué aire mássolemne! No te pongas tan serio. ¿Quétenemos tú y yo que ver con lassupersticiones de nuestra época? No;nosotros hemos renunciado a creer en elalma. Toca un nocturno para mí, Dorian,y, mientras tocas, dime, en voz baja,

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cómo has hecho para conservar lajuventud. Has de tener algún secreto.Sólo te llevo diez años, pero tengoarrugas y estoy gastado y amarillo. Túeres realmente admirable, Dorian.Nunca me has parecido tan encantadorcomo esta noche. Haces que recuerde eldía en que te conocí. Eras bastanteimpertinente, muy tímido yabsolutamente extraordinario. Hascambiado, por supuesto, pero tu aspectono. Me gustaría que me dijeras tusecreto. Haría cualquier cosa pararecuperar la juventud, excepto ejercicio,levantarme pronto o ser respetable…¡Juventud! No hay nada como la

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juventud. Es absurdo hablar de laignorancia de la juventud. Las únicaspersonas cuyas opiniones escucho conrespeto son las de personas mucho másjóvenes que yo. Parecen ir por delantede mí. La vida les ha revelado susmaravillas más recientes. En cuanto alas personas de edad, siempre les llevola contraria. Lo hago por principio. Siles pides su opinión sobre algo quesucedió ayer, te dan con todasolemnidad las opiniones que corrían en1820, cuando la gente llevaba mediasaltas, creía en todo y no sabíanabsolutamente nada. ¡Qué hermoso eseso que estás tocando! Me pregunto si

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Chopin lo escribió en Mallorca, con elmar llorando alrededor de la villa dondevivía, y con gotas de agua saladagolpeando los cristales.¡Maravillosamente romántico! ¡Es unabendición que todavía nos quede un arteno imitativo! No te detengas. Esta nochenecesito música. Me pareces el jovenApolo, y yo soy Marsias, escuchándote.Tengo mis propios sufrimientos, Dorian,de los que ni siquiera tú estás enterado.La tragedia de la ancianidad no es serviejo, sino joven. A veces me sorprendemi propia sinceridad. ¡Ah, Dorian, quéfeliz eres! ¡Qué vida tan exquisita latuya! Has bebido hasta saciarte de todos

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los placeres. Has saboreado las uvasmás maduras. Nada se te ha ocultado. Ytodo ello no ha sido para ti más que unoscompases musicales. Nada te ha echadoa perder. Sigues siendo el mismo.

—No soy el mismo, Harry.—Sí que lo eres. Me pregunto cómo

será el resto de tu vida. No la estropeescon renunciaciones. En el momentopresente eres la perfección misma. No tehagas voluntariamente incompleto. No tefalta nada. No muevas la cabeza: sabesque es así. Además, Dorian, no teengañes. La vida no se gobierna ni conla voluntad ni con la intención. La vidaes una cuestión de nervios, de fibras, y

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de células lentamente elaboradas en lasque el pensamiento se esconde y lapasión tiene sus sueños. Quizá teimaginas que estás a salvo y crees queeres fuerte. Pero un cambio casual decolor en una habitación o en el color delcielo matutino, un determinado perfumeque te gustó en una ocasión y que te traerecuerdos sutiles, un verso de un poemaolvidado con el que te tropiezas denuevo, una cadencia de una composiciónmusical que has dejado de tocar… Teaseguro, Dorian, que la vida depende decosas como ésas. Browning escribeacerca de ello en algún sitio, peronuestros propios sentidos lo inventan

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para nosotros. Hay momentos en los queel olor a lilas blancas me domina derepente, y tengo que vivir de nuevo elmes más extraño de mi vida. Bienquisiera cambiarme contigo, Dorian. Elmundo no se cansa de denunciarnos a losdos, pero a ti siempre te ha rendidoculto. Y siempre lo hará. Eres elprototipo de lo que busca esta épocanuestra y tiene miedo de haberencontrado. ¡Me alegro muchísimo deque nunca hayas hecho nada, de quenunca hayas tallado una estatua, nipintado un cuadro, ni producido nadadistinto de tu persona! La vida ha sido tuarte. Has hecho música de ti mismo. Tus

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días son tus sonetos.Dorian se levantó del piano y se

pasó la mano por el cabello.—Sí; la vida me ha dado placeres

exquisitos —murmuró—, pero voy acambiar, Harry. Y no debes hacermeesos elogios tan excesivos. No lo sabestodo. Creo que si lo supieras, también túte alejarías de mí. Ríes. No debierashacerlo.

—¿Por qué has dejado de tocar,Dorian? Vuelve al piano y obséquiameotra vez con ese nocturno. Contempla laenorme luna color de miel que cuelga enla oscuridad. Está esperando a que laencandiles, y si tocas se acercará más a

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la tierra. ¿No quieres? Vayámonosentonces al club. Ha sido una veladadeliciosa y debemos acabarla de lamisma manera. Hay alguien en el Whiteque tiene un deseo inmenso deconocerte: se trata del joven lord Poole,el hijo mayor de Bournemouth. Ya te hacopiado las corbatas, y ahora me suplicaque te lo presente. Es un muchachoencantador y me recuerda mucho a ti.

—Espero que no —dijo Dorian, conuna expresión triste en los ojos—. Locierto es que esta noche estoy cansado,Harry. No voy a ir al club. Son casi lasonce y quiero acostarme pronto.

—Quédate, por favor. Nunca habías

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tocado tan bien como esta noche. Habíaalgo maravilloso en tu estilo. Resultabamás expresivo que nunca.

—Eso se debe a que voy a ser bueno—respondió él, sonriendo—. Ya hecambiado un poco.

—Para mí no puedes cambiar —dijolord Henry—. Tú y yo siempre seremosamigos.

—En una ocasión, sin embargo, meenvenenaste con un libro. Eso no loolvidaré. Harry, prométeme que nunca leprestarás ese libro a nadie. Hace daño.

—Mi querido muchacho, es ciertoque estás empezando a moralizar. Muypronto saldrás por ahí como los

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conversos y los evangelistas, poniendo ala gente en guardia contra todos lospecados de los que ya te has cansado.Eres demasiado encantador para haceruna cosa así. Además, no sirve de nada.Tú y yo somos lo que somos, y seremoslo que seremos. En cuanto a serenvenenado por un libro, no existesemejante cosa. El arte no tieneinfluencia sobre la acción. Aniquila eldeseo de actuar. Es magníficamenteestéril. Los libros que el mundo llamainmorales son libros que muestran almundo su propia vergüenza. Eso es todo.Pero no vamos a discutir sobreliteratura. Ven a verme mañana. Iré a

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montar a caballo a las once. Podemoshacerlo juntos y luego te llevaré aalmorzar con lady Branksome. Es unamujer encantadora, y quiere hacerte unaconsulta sobre ciertos tapices que piensacomprar. No te olvides de venir. ¿O teparece mejor que almorcemos connuestra duquesita? Dice que ahora no teve nunca. ¿Acaso te has cansado deGladys? Ya pensaba yo que terminaríapor sucederte. Esa lengua suya taninteligente acaba por exasperar acualquiera. De todos modos, no dejes deestar aquí a las once.

—¿Es necesario que venga, Harry?—Por supuesto. Ahora el Parque

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está maravilloso. Creo que no ha habidonunca unas lilas tan hermosas desde elaño en que te conocí.

—Muy bien. Estaré aquí a las once—dijo Dorian—. Buenas noches, Harry.

Al llegar a la puerta, vaciló unmomento, como si tuviera algo más quedecir. Luego dejó escapar un suspiro yabandonó la habitación.

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C A P Í T U L O 2 0

El aire de la noche era una delicia, tantibio que Dorian Gray se colocó elabrigo sobre el brazo y ni siquiera seanudó en torno a la garganta la bufandade seda. Mientras se dirigía hacia sucasa, fumando un cigarrillo, dos jóvenesvestidos de etiqueta se cruzaron con él,y oyó cómo uno le susurraba al otro:«Ése es Dorian Gray». Recordó cuántosolía agradarle que alguien lo señalaracon el dedo o se le quedara mirando y

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hablara de él. Ahora le cansaba oír sunombre. Buena parte del encanto delpueblecito adonde había ido con tantafrecuencia últimamente era que nadie loconocía. A la muchacha a la que cortejóhasta enamorarla le había dicho que erapobre, y Hetty le había creído. En otraocasión le dijo que era una personamalvada, y ella se echó a reír,respondiéndole que los malvados eransiempre muy viejos y muy feos. ¡Ah, sumanera de reírse! Era como el canto dela alondra. Y ¡qué bonita estaba con susvestidos de algodón y sus sombreros deala ancha! Hetty no sabía nada de nada,pero poseía todo lo que él había

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perdido.Al llegar a su casa, encontró al

ayuda de cámara esperándolo. Le dijoque se acostara, se dejó caer en un sofáde la biblioteca y empezó a pensar enlas cosas que lord Henry le había dicho.

¿Era realmente cierto que no secambia? Sentía un deseo loco derecobrar la pureza sin mancha de suadolescencia; su adolescencia rosa yblanca, como lord Henry la habíallamado en una ocasión. Sabía queestaba manchado, que había llenado suespíritu de corrupción y alimentado dehorrores su imaginación; que habíaejercido una influencia nefasta sobre

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otros, y que había experimentado, alhacerlo, un júbilo incalificable; y que,de todas las vidas que se habían cruzadocon la suya, había hundido en eldeshonor precisamente las más bellas,las más prometedoras. Pero, ¿era todoello irremediable? ¿No le quedabaninguna esperanza?

¡Ah, en qué monstruoso momento deorgullo y de ceguera había rezado paraque el retrato cargara con la pesadumbrede sus días y él conservara el esplendor,eternamente intacto, de la juventud! Sufracaso procedía de ahí. Hubiera sidomucho mejor para él que a cada pecadocometido le hubiera acompañado su

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inevitable e inmediato castigo. En lugarde «perdónanos nuestros pecados», laplegaria de los hombres a un Dios dejusticia debería ser «castíganos pornuestras iniquidades».

El curioso espejo tallado que lordHenry le regalara hacía ya tantos años sehallaba sobre la mesa, y los cupidos demarfileñas extremidades seguían, comoantaño, rodeándolo con sus risas. Locogió, como había hecho en aquellanoche de horror, cuando por primera vezadvirtiera un cambio en el retrato fatal, ycon ojos desencajados, enturbiados porlas lágrimas, contempló su superficiepulimentada. En una ocasión, alguien

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que le había amado apasionadamente leescribió una carta que concluía con estamanifestación de idolatría: «El mundoha cambiado porque tú estás hecho demarfil y oro. La curva de tus labiosvuelve a escribir la historia». Aquellasfrases le volvieron a la memoria, y lasrepitió una y otra vez. Luego su bellezale inspiró una infinita repugnancia y,arrojando el espejo al suelo, lo aplastócon el talón hasta reducirlo a astillas deplata. Su belleza le había perdido, subelleza y la juventud por la que habíarezado. Sin la una y sin la otra, quizá suvida hubiera quedado libre de mancha.La belleza sólo había sido una máscara,

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y su juventud, una burla. ¿Qué era lajuventud en el mejor de los casos? Unaépoca de inexperiencia, de inmadurez,un tiempo de estados de ánimo pasajerosy de pensamientos morbosos. ¿Por quése había empeñado en vestir suuniforme? La juventud lo había echado aperder.

Era mejor no pensar en el pasado.Nada podía cambiarlo. Tenía que pensaren sí mismo, en su futuro. A James Vanelo habían enterrado en una tumbaanónima en el cementerio de Selby. AlanCampbell se había suicidado una nocheen su laboratorio, pero sin revelar elsecreto que le había sido impuesto. La

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emoción, o la curiosidad, suscitada porla desaparición de Basil Hallwardpronto se desvanecería. Ya empezaba apasar. Por ese lado no tenía nada quetemer. Y, de hecho, no era la muerte deBasil Hallward lo que más le abrumaba.Le obsesionaba la muerte en vida de supropia alma. Basil había pintado elretrato que echó a perder su vida. Esono se lo podía perdonar. El retrato teníala culpa de todo. Basil le dijo cosasintolerables que él, sin embargo, soportócon paciencia. El asesinato fue obra,sencillamente, de una locuramomentánea. En cuanto a AlanCampbell, el suicidio había sido su

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decisión personal. Había elegido actuarasí. Nada tenía que ver con él.

¡Una vida nueva! Eso era lo quenecesitaba. Eso era lo que estabaesperando. Sin duda la había empezadoya. Había evitado, al menos, laperdición de una criatura inocente.Nunca volvería a poner la tentación enel camino de la inocencia. Sería bueno.

Al pensar en Hetty Merton, empezó apreguntarse si el retrato habríacambiado. Sin duda no sería ya tanhorrible como antes. Quizá, si su vidarecobraba la pureza, expulsaría de surostro hasta el último resto de las malaspasiones. Quizás, incluso, habían

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desaparecido ya. Iría a verlo.Tomó la lámpara y subió

sigilosamente las escaleras. Aldescorrer el cerrojo, una sonrisa dealegría iluminó por un instante el rostroextrañamente joven y se prolongó unosmomentos más en torno a los labios. Sí,practicaría el bien, y aquel retratoespantoso que llevaba tanto tiempoescondido dejaría de aterrorizarlo.Sintió que ya se le había quitado un pesode encima.

Entró sin hacer el menor ruido,volviendo a cerrar la puerta con llave,como tenía por costumbre, y retiró latela morada que cubría el cuadro. Un

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grito de dolor e indignación se le escapóde los labios. No se notaba cambioalguno, con la excepción de un brillo deastucia en la mirada y en la boca lasarrugas sinuosas de la hipocresía. Ellienzo seguía siendo tan odioso comosiempre, más, si es que eso era posible;y el rocío escarlata que le manchaba lamano parecía más brillante, con másaspecto de sangre recién derramada.Dorian Gray empezó entonces a temblar.¿Le había empujado únicamente lavanidad a llevar a cabo su única obrabuena? ¿O había sido el deseo de unanueva sensación, como apuntara lordHenry, con su risa burlona? ¿O tal vez el

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deseo apasionado de representar unpapel que nos empuja a hacer cosasmejores de lo que nos corresponde pornaturaleza? ¿O, quizá, todo aquello almismo tiempo? Pero, ¿por qué era másgrande la mancha roja? Parecía haberseextendido como una horrible enfermedadsobre los dedos cubiertos de arrugas.Había sangre en los pies pintados, comosi aquella cosa hubiera goteado…,sangre incluso en la mano que no habíaempuñado el cuchillo. ¿Una confesión?¿Quería aquello decir que iba a confesarsu crimen? ¿Que iba a entregarse paraque lo ejecutaran? Se echó a reír. Laidea le pareció monstruosa. Además,

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aunque confesara, ¿quién iba a creerlo?No había en ninguna parte resto algunodel pintor asesinado. Todas suspertenencias habían sido destruidas. Élmismo había quemado maletín y abrigo.El mundo diría simplemente que estabaloco. Lo encerrarían en un manicomio sise empeñaba en repetir la mismahistoria… Sin embargo, era obligaciónsuya confesar, soportar públicamente lavergüenza y expiar la culpa de maneraigualmente pública. Había un Dios queexigía a los seres humanos confesar suspecados en la tierra así como en elcielo. Nada de lo que hiciera lepurificaría si no confesaba su pecado.

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¿Su pecado? Se encogió de hombros. Lamuerte de Basil Hallward le parecíamuy poca cosa. Pensaba en HettyMerton. Porque aquel espejo de su almaque estaba contemplando era un espejoinjusto. ¿Vanidad? ¿Curiosidad?¿Hipocresía? ¿No había habido más queeso en su renuncia? Había habido algomás. Al menos así lo creía él. Pero,¿cómo saberlo…? No. No hubo nadamás. Sólo renunció a la muchacha porvanidad. La hipocresía le había llevadoa colocarse la máscara de la bondad.Había ensayado la abnegación porcuriosidad. Ahora lo reconocía.

Pero aquel asesinato…, ¿iba a

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perseguirlo toda su vida? ¿Siempretendría que soportar el peso de supasado?

¿Tendría que confesar? Nunca. Nohabía más que una prueba en contrasuya. El cuadro mismo: ésa era laprueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo habíaconservado tanto tiempo? Años atrás leproporcionaba el placer de contemplarcómo cambiaba y se hacía viejo. En losúltimos tiempos ese placer habíadesaparecido. El cuadro le impedíadormir. Cuando salía de viaje, lehorrorizaba la posibilidad de que locontemplasen otros ojos. Teñía demelancolía sus pasiones. Su simple

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recuerdo echaba a perder muchosmomentos de alegría. Había sido para élalgo así como su conciencia. Sí. Habíasido su conciencia. Lo destruiría.

Miró a su alrededor, y vio elcuchillo con el que apuñaló a BasilHallward. Lo había limpiado muchasveces, hasta que desaparecieron todaslas manchas. Brillaba, lanzaba destellos.De la misma manera que había matadoal pintor, mataría su obra y todo lo quesignificaba. Mataría el pasado y, cuandoestuviera muerto, él recobraría lalibertad. Acabaría con aquellamonstruosa vida del alma y, sin susodiosas advertencias, recobraría la paz.

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Empuñó el arma y con ella apuñaló elretrato.

Se oyó un grito y el golpe de unacaída. El grito puso de manifiesto unsufrimiento tan espantoso que loscriados despertaron asustados y salieronen silencio de sus habitaciones. Doscaballeros que pasaban por la plaza sedetuvieron y alzaron los ojos hacia lagran casa. Luego siguieron caminandohasta encontrar a un policía y regresarcon él. Llamaron varias veces al timbre,pero sin recibir respuesta. Con laexcepción de una luz en uno de losbalcones del piso alto, todo estaba aoscuras. Al cabo de un rato, el policía

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se trasladó hasta un portal vecino paracontemplar desde allí el edificio.

—¿Quién vive en esa casa? —lepreguntó el caballero de más edad.

—El señor Dorian Gray —respondió el policía.

Las dos personas que le escuchabanintercambiaron una mirada deinteligencia y, mientras se alejaban,había en su rostro una mueca dedesprecio. Uno de ellos era tío de sirHenry Ashton.

Dentro de la casa, en la zona dondevivía la servidumbre, los criados amedio vestir hablaban en voz baja. Laanciana señora Leaf lloraba y se retorcía

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las manos. Francis estaba tan pálidocomo un muerto.

Transcurrido un cuarto de horaaproximadamente, el ayuda de cámaratomó consigo al cochero y a uno de loslacayos y subió en silencio lasescaleras. Los golpes en la puerta noobtuvieron contestación. Y todo siguióen silencio cuando llamaron a su amo deviva voz. Finalmente, después de trataren vano de forzar la puerta, salieron altejado y descendieron hasta el balcón.Una vez allí entraron sin dificultad: lospestillos eran muy antiguos.

En el interior encontraron, colgadode la pared, un espléndido retrato de su

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señor tal como lo habían visto porúltima vez, en todo el esplendor de sujuventud y singular belleza. En el suelo,vestido de etiqueta, y con un cuchilloclavado en el corazón, hallaron elcadáver de un hombre mayor, muyconsumido, lleno de arrugas y con unrostro repugnante. Sólo lo reconocieroncuando examinaron las sortijas quellevaba en los dedos.

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OSCAR WILDE, (nacido el 16 de octubrede 1854, en Dublín, Irlanda, entoncesperteneciente al Reino Unido fallecidoel 30 de noviembre de 1900, en París,Francia) fue un escritor, poeta ydramaturgo irlandés.

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Wilde es considerado uno de losdramaturgos más destacados delLondres victoriano tardío; además, fueuna celebridad de la época debido a sugran y aguzado ingenio. Hoy en día, esrecordado por sus epigramas, obras deteatro y la tragedia de suencarcelamiento, seguida de su tempranamuerte.

Hijo de exitosos intelectuales deDublín, mostró su inteligencia desdeedad temprana al adquirir fluidez en elfrancés y el alemán. En Oxford estudióen el curso de clásicos, llamado Greatsdio pruebas de ser un prominenteclasicista, primero en Dublín y luego en

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Oxford; guiado por dos de sus tutores,Walter Pater y John Ruskin, se dio aconocer por su implicación en lacreciente filosofía del esteticismo.También exploró profundamente elcatolicismo −religión a la que seconvirtió en su lecho de muerte−. Trassu paso por la universidad se trasladó aLondres, donde se movió en los círculosculturales y sociales de moda.

Como un portavoz del esteticismorealizó varias actividades literarias;publicó un libro de poemas, dioconferencias en Estados Unidos yCanadá sobre el Renacimiento inglés ydespués regresó a Londres, donde

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trabajó prolíficamente como periodista.Conocido por su ingenio mordaz, suvestir extravagante y su brillanteconversación, Wilde se convirtió en unade las mayores personalidades de sutiempo.

En la década de 1890 refinó susideas sobre la supremacía del arte enuna serie de diálogos y ensayos; eincorporó temas de decadencia,duplicidad y belleza en su única novela,El retrato de Dorian Gray. Laoportunidad para desarrollar conprecisión detalles estéticos ycombinarlos con temas sociales leindujo a escribir teatro. En París,

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escribió Salomé en francés, pero surepresentación fue prohibida debido aque en la obra aparecían personajesbíblicos. Imperturbable, produjo cuatrocomedias de sociedad a principios de ladécada de 1890, convirtiéndose en unode los más exitosos dramaturgos delLondres victoriano tardío.

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N o t a s

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[1]La cita está tomada de Marius theEpicurean, de Walter Pater, pero noprocede de Dante.

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[2]Cita de Gautier recogida en el Diariode los hermanos Goncourt, con fechadel 1 de mayo de 1857.

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[3]Doctrina que enseña, en nombre de lasupremacía de la gracia, elindiferentismo con respecto a la ley.

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[4]Perfume que se extrae de las flores decolor naranja de una variante demagnolio, Michelia champaca, muyestimado por los nativos de la India.

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[5]Jesuita chileno (1601-1651), autor dela voluminosa Histórica relación delreino de Chile y de las misiones yministerios que en él ejercita laCompañía de Jesús (1646), publicadaen Roma.

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[6]Duque y par, almirante de Francia(1561-1587), muerto en Coutras frenteal ejército del futuro Enrique IV. Fue unode los validos de Enrique III.

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[7]Literalmente significa que las piedrasse han extraído de minas antiguas.

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[8]Escritor hispanohebreo (1062-c.1135).

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[9]César Borgia (1476-1507), a quienLuis XII, rey de Francia, hizo duque deValentinois.

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[10]Papa de 1464 a 1471. Nacido en1417, sobrino de Eugenio IV, fue obispode Cervia y se le nombró cardenal en1440, a los 23 años.

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[11]Ezzelino III da Romano (1194-1259),podestá de Verona, de Vicenza y dePadua.

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[12]Es decir, Inocente VIII, papa de 1484a 1492.

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[13]Isaías 1,18. Traducción de Nácar yColunga.

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[14]Esmaltes y camafeos.

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[15]El libro se publicó por primera vezen 1852. La edición de Charpentier de1881 contiene un grabado de Jacquemartde Hesdin, miniaturista francés del sigloXIV.

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[16]Pierre-François Lacenaire, nacido en1800, célebre criminal y tambiénperiodista y poeta, guillotinado en 1836.

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[17]Anton Grigórievitch Rubinstein,compositor y pianista ruso.

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[18]La protagonista, junto con el príncipeFlorisel, de El cuento de invierno, deShakespeare.

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[19]Waterbury es una ciudad deConnecticut, famosa por entoncesdebido a los relojes baratos quefabricaba.

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[20]San Marcos 16, 34. Traducción deNácar y Colunga.