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EL PROGRESO SOCIAL POR MEDIO DE JESUCRISTO AUTORIDAD todo Sermones del Padre Félix . S.J Francia Notre Dame 1859 1 de 16 1 EL PROGRESO SOCIAL POR MEDIO DE JESUCRISTO AUTORIDAD 1 La autoridad es la primera condición del Progreso social; ella crea el orden por medio de la estabilidad, el movimiento por medio de la libertad, y mediante una y otra la facultad de producir; de ese modo da a la sociedad creada por ella misma estos tres grandes atributos: belleza, grandeza y poderío. Ahora bien; mientras que la autoridad es lo más necesario que hay para el Progreso social, resulta que la autoridad es también lo que está más comprometido en nuestro siglo. Todo el movimiento que se apellida moderno bajo cualquier aspec- to que se le contemple, es una agresión siempre creciente contra la autoridad: el protestantismo, atentado contra la autoridad de la Iglesia; al racionalismo, ateísmo contra la autoridad de Jesucristo; la demagogia, atentado contra la autoridad de los reyes; el socialismo, atentado contra la autoridad de los propietarios: tal es la co- rriente que arrastra a las sociedades modernas a la destrucción de toda autoridad. Esa agresión bajo el nombre de Progreso no ha preparado hasta aquí sino nuestra decadencia; en nuestros días ha tomado proporciones que amenazan a todas las sociedades de Europa con un trastorno inaudito; y abre ante nosotros abismos cu- ya profundidad apenas se atreve uno a medir. Nada, pues, importa más que hacer ver dónde reside hoy la fuerza moral ca- paz de servir de salvaguardia al mismo tiempo que a toda legítima autoridad, a nuestro progreso social. La autoridad es la fuente del Progreso; ¿mas dónde se halla la fuente de la autoridad? ¿Quién la crea en el mundo tal cual debe existir para el Progreso de las sociedades? Aquí de nuevo, Señores, me complazco en encontrar a Aquel a quien mi corazón y mi alma adoran; Aquel en quien todo se sostiene, así en el orden social como en el orden moral, por ser fundamento, centro y corona de to- do en las sociedades cristianas, Jesucristo Señor nuestro. En medio del abatimiento y las tinieblas en que cree uno ver a las sociedades oscurecerse y bajar a medida que las autoridades bajan y pierden su prestigio, Je- sucristo se me presenta como el único sostén de las sociedades: Hombre Dios, en- viado para salvarlo y restaurarlo todo, levantase en medio de nuestros días siempre respetado, siempre amado, siempre obedecido por toda la humanidad cristiana, y nos dice: “No temáis, yo soy la Autoridad. Mientras que me respeten, me amen y me obedezcan los hombres, la autoridad vivirá obedecida, amada y respetada; y la so- ciedad humana, apoyada en mi divinidad, irá de progreso en progreso.” Tal es, Señores, la verdad gravísima y en extremo decisiva que quisiera escla- recer por completo: Jesucristo restaurador de la autoridad, y como tal causa eficaz del Progreso social. El año pasado terminé mostrándoos a Jesucristo en el centro del hombre, motor de la vida individual y del Progreso moral; quiero hacer ver este año a Jesucristo en el centro de la sociedad, motor de la vida pública y del Progreso social. Jesucristo, al tomar posesión de la humanidad y perpetuarse asimismo en la Iglesia, ha creado una autoridad que ha trasformado divinamente el mando y la obediencia, y ensanchado por medio de uno y otra el orden social entero. Esto es lo que hemos de comprender bien desde luego, porque ahí reside el secreto divino que trasforma a la sociedad. Me contentaré por hoy con considerar esa gran institución de la autoridad en su conjunto haciendo abstracción de los tipos particulares que la han representado. Diremos lo que esa autoridad de Jesucristo encarnada y perma- nente en la Iglesia Católica es con respecto a las sociedades cristianas; investigare- mos en seguida lo que han llegado a ser las sociedades modernas con respecto a esa autoridad; y la misma verdad nos revelará que el progreso o la decadencia en

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EL PROGRESO SOCIAL POR MEDIO DE JESUCRISTO AUTORIDAD todo

Sermones del Padre Félix . S.J Francia Notre Dame 1859 1 de 16

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EL PROGRESO SOCIAL POR MEDIO DE JESUCRISTO AUTORIDAD 1

La autoridad es la primera condición del Progreso social; ella crea el orden por medio de la estabilidad, el movimiento por medio de la libertad, y mediante una

y otra la facultad de producir; de ese modo da a la sociedad creada por ella misma estos tres grandes atributos: belleza, grandeza y poderío.

Ahora bien; mientras que la autoridad es lo más necesario que hay para el Progreso social, resulta que la autoridad es también lo que está más comprometido

en nuestro siglo. Todo el movimiento que se apellida moderno bajo cualquier aspec-

to que se le contemple, es una agresión siempre creciente contra la autoridad: el protestantismo, atentado contra la autoridad de la Iglesia; al racionalismo, ateísmo

contra la autoridad de Jesucristo; la demagogia, atentado contra la autoridad de los reyes; el socialismo, atentado contra la autoridad de los propietarios: tal es la co-

rriente que arrastra a las sociedades modernas a la destrucción de toda autoridad. Esa agresión bajo el nombre de Progreso no ha preparado hasta aquí sino nuestra

decadencia; en nuestros días ha tomado proporciones que amenazan a todas las sociedades de Europa con un trastorno inaudito; y abre ante nosotros abismos cu-

ya profundidad apenas se atreve uno a medir.

Nada, pues, importa más que hacer ver dónde reside hoy la fuerza moral ca-paz de servir de salvaguardia al mismo tiempo que a toda legítima autoridad, a

nuestro progreso social. La autoridad es la fuente del Progreso; ¿mas dónde se halla la fuente de la autoridad? ¿Quién la crea en el mundo tal cual debe existir para el

Progreso de las sociedades? Aquí de nuevo, Señores, me complazco en encontrar a Aquel a quien mi corazón y mi alma adoran; Aquel en quien todo se sostiene, así en

el orden social como en el orden moral, por ser fundamento, centro y corona de to-do en las sociedades cristianas, Jesucristo Señor nuestro.

En medio del abatimiento y las tinieblas en que cree uno ver a las sociedades

oscurecerse y bajar a medida que las autoridades bajan y pierden su prestigio, Je-sucristo se me presenta como el único sostén de las sociedades: Hombre Dios, en-

viado para salvarlo y restaurarlo todo, levantase en medio de nuestros días siempre respetado, siempre amado, siempre obedecido por toda la humanidad cristiana, y

nos dice: “No temáis, yo soy la Autoridad. Mientras que me respeten, me amen y me obedezcan los hombres, la autoridad vivirá obedecida, amada y respetada; y la so-ciedad humana, apoyada en mi divinidad, irá de progreso en progreso.”

Tal es, Señores, la verdad gravísima y en extremo decisiva que quisiera escla-recer por completo: Jesucristo restaurador de la autoridad, y como tal causa eficaz

del Progreso social. El año pasado terminé mostrándoos a Jesucristo en el centro del hombre, motor de la vida individual y del Progreso moral; quiero hacer ver este

año a Jesucristo en el centro de la sociedad, motor de la vida pública y del Progreso social.

Jesucristo, al tomar posesión de la humanidad y perpetuarse asimismo en la Iglesia, ha creado una autoridad que ha trasformado divinamente el mando y la

obediencia, y ensanchado por medio de uno y otra el orden social entero. Esto es lo

que hemos de comprender bien desde luego, porque ahí reside el secreto divino que trasforma a la sociedad. Me contentaré por hoy con considerar esa gran institución

de la autoridad en su conjunto haciendo abstracción de los tipos particulares que la han representado. Diremos lo que esa autoridad de Jesucristo encarnada y perma-

nente en la Iglesia Católica es con respecto a las sociedades cristianas; investigare-mos en seguida lo que han llegado a ser las sociedades modernas con respecto a

esa autoridad; y la misma verdad nos revelará que el progreso o la decadencia en

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los pueblos cristianos no es más que el acrecentamiento o la disminución del reino de Jesucristo Soberana Autoridad.

I.

Antes de pasar adelante, Señores, es preciso repetir en presencia de vosotros

las grandes palabras que han creado en el mundo la autoridad cristiana.

Un día preguntó el Salvador Jesús a sus discípulos reunidos en torno suyo:

“¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Y ellos respondieron: Los unos

que Juan el Bautista, los otros que Elías, y los otros que Jeremías. Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Simón Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo.”

Y Jesús le dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan: porque no te lo re-veló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalece-rán sobre ella. Y a ti daré las llaves del reino de los cielos. Y todo lo que ligares sobre

la tierra, ligado será en los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra, será tam-bién desatado en los cielos”1.

Otro día, antes de volver al cielo para entrar en la eternidad de su reino invi-sible, Jesucristo resucitado aparece ante todo el colegio de los Apóstoles, y deja caer

sobre ellos estas palabras supremas. “Se me ha dado toda potestad en el cielo y en

la tierra: id pues y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Pa-dre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándolas a observar todas las cosas que os

he mandado. Y mirad que yo estoy con vosotros hasta la consumación de los si-glos2.”

Señores, bajo cualquier punto de vista que uno se coloque es imposible negar la existencia de esas palabras; y más imposible aun poner en duda su poder tras-

formador. Para nosotros que nos complacemos en decir con Pedro a Jesucristo ado-rado: Sois el Cristo, Hijo de Dios vivo, nada más sublime y decisivo puede concebir-

se bajo el punto de vista del Progreso social. Esas palabras, confirmadas por otras

que sería demasiado largo repetir, constituyen en la humanidad una autoridad di-vina. Para todo el que no quiera cegarse voluntariamente, es evidente que esta pa-

labra del Verbo es la creación de una autoridad, y que esta autoridad no es otra que la de Jesucristo: Se me ha dado toda potestad en la tierra y en el cielo, dijo; ahora

bien, esa potestad que me ha sido dada, yo mismo la hago vuestra; porque así como mi Padre me envía, así también os envío yo; y como mi autoridad es la de mi Padre,

la vuestra es mía: El que os oye me oye, y el que os desprecia, me desprecia.

Estoy pronto a conceder que en esas palabras se trata de una autoridad dis-tinta de la que gobierna los Estados. Bástame, por ahora, que esas palabras de Je-

sucristo creen en el mundo una sociedad nueva, y en esta una autoridad que no es otra que la suya. Ahora bien; digo que esa creación de la autoridad ha producido en

toda autoridad una revolución completa que ha preparado el Progreso social. Jesu-cristo, constituyéndose a sí mismo en su Iglesia autoridad viva, ha revelado a la

tierra un ideal de autoridad que la humanidad no conocía; y ese ideal de autoridad

constituida divinamente en la humanidad, ha tenido sobre toda humana autoridad un reflejo necesario que ha ensanchado juntamente con ella todo el orden social.

1 Matt. XVI, 15. 2 Matt. XV, 20

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En efecto, Señores, considerada en su origen, su objeto y fin, esa autoridad de Jesucristo ha producido una trasformación completa en la idea y el ejercicio de

la autoridad humana, curándola de tres vicios principales que oponían al progreso social obstáculos insuperables.

El primer vicio de las autoridades que no dimanan de Jesucristo es este: la ausencia de lo divino.

La autoridad pagana se apoya en el derecho del hombre, y solo el dere-cho del hombre, si es que no llega a oprimirlo. La autoridad cristiana estriba

en el derecho de Dios, y solo en el derecho de Dios. Entre la autoridad cristia-

na y la pagana reina esa diferencia profunda.

Hoy mismo, quitad a Jesucristo de la sociedad cristiana, solo encontrareis

una cosa: el derecho del hombre en el que manda, y la sumisión al hombre en el que obedece; en dos palabras, al hombre gobernando al hombre, y obedeciendo solo

al hombre. He ahí el vicio oculto que corroe sordamente a las autoridades en nues-

tro mundo moderno. La autoridad en las generaciones marcadas con el signo de Jesucristo va volviendo a ser lo que era en los pueblos paganos, el dominio del

hombre sobre el hombre. Si las autoridades van perdiendo cada vez más su aureo-la, es porque lo divino no aparece ya en ellas lo bastante a la vista de los pueblos.

Pidiese el respeto y la obediencia, no ya en nombre de Jesucristo que consagra la autoridad, sino tan solo en nombre del hombre que la ejerce.

De ahí en este siglo una tendencia general que rebaja juntamente con las au-toridades a las sociedades que estas rigen, la tendencia a discutir la autoridad, a

rechazar, a despreciar la autoridad. Un hombre vale tanto como otro; la humanidad

es igual a sí misma. ¿Porqué hay un hombre que me manda? Niego su derecho a mandar y mi deber de obedecer. ¿Quién es nuestro señor? Soy un hombre; y todo

cuanto no sea más que humano no me dominará. Atrás los tiranos que se forjan sobre mí un poder usurpado: todo hombre es un soberano, y la soberanía de uno

vale tanto como la de otro. Luego, caigan los reyes, caigan los emperadores, caiga la autoridad. Tal es el grito de la humanidad en todas partes donde en la autoridad no

ha visto más que al hombre. Por tanto, cuando nada divino subsista ya en las auto-

ridades; cuando todo destello de Dios se haya borrado de la frente de los potenta-dos; cuando esas frentes que aun ciñen una corona carezcan de aureola; entonces,

¡ay de las sociedades! Contra las autoridades que solo se derivan de la humanidad, existirá en todas partes la rebelión del hombre; yendo a parar el ateísmo en la auto-

ridad a este resultado inevitable, la anarquía en la sociedad.

Para curar a las naciones de esa plaga social, he aquí lo que hizo Jesucristo.

Constituyéndose dueño de la humanidad que tenía por misión salvar, constituyó y consagró en el hombre la autoridad de Dios; pues la autoridad de la Iglesia, enten-

dida en su sentido cristiano, es a la letra la autoridad de Dios sobre la tierra. No

solamente lleva el signo de la autoridad divina, sino, que es esa misma autoridad.

Admítase lo que se admitiere acerca del origen de las autoridades humanas,

aun las más legítimas, y cualquier nombre que se les quiera dar, ninguna de ellas puede ofrecer el testimonio auténtico de una investidura semejante. Entre la auto-

ridad de Dios y la de la Iglesia, no hay otro intermediario que el divino Mediador; y ese Mediador no está ni separado de Dios, ni separado de la Iglesia; es Dios mismo

siempre encarnado y siempre vivo en su Iglesia.

Ahora bien, para el que sabe comprender hay en esto una revelación, y en es-

ta revelación una trasformación de la autoridad que tiene con respecto al Progreso

social consecuencias que no se os pueden ocultar.

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Por ese medio ha hecho germinar Jesucristo en las almas esta idea eminen-temente progresiva y social: la autoridad derivada de Dios e imponiéndose en nom-

bre de Dios: ha ostentado a la vista de los pueblos ese tipo sublime de la obediencia transfigurada: el cristiano obedeciendo a Jesucristo que lo gobierna en el hombre.

Sí, yo cristiano, desde que Cristo se hizo rey en la humanidad, llevo en mi flaqueza esta altiva energía; me siento demasiado grande para aceptar el

solo imperio del hombre. Tengo en tan alta estima mi respeto y mi obedien-cia, que para inclinar la frente, encuentro que no es demasiado sentirla to-

cada por el cetro de Dios. No venga el hombre que solo es hombre a pedirme que le obedezca, no obedeceré; más venga en nombre de esa Majestad de

quien todo deriva en el cielo y en la tierra; y heme aquí dócil, obediente y respetuoso. Sé que una orden recibida de tan alto lugar no puede rebajarme;

mientras más obedezco, más me honro y me engrandezco a mí mismo; y pa-réceme como que me elevo otro tanto de lo que me humillo. La misma servi-

dumbre no puede ya envilecerme: o más bien la servidumbre no puede ya

existir para mí: agobiado bajó el peso de las cadenas, prisionero del César, soy libre aun; porque si inclino mi cuerpo bajo el peso de su poder, siento que

en mi alma solo obedezco a Dios; y con un Pontífice ilustre sufriendo el do-minio de un potentado famoso, puedo repetir estas palabras de Tertuliano:

“Cautivo, me siento en medio de mis cadenas soberanamente libre; pues solo

tengo un Señor, que es también Señor del César.”

El segundo vicio radical de la autoridad pagana derivado del primero, era la

invasión de la conciencia humana por el poder del hombre. Los dueños del cuerpo

habían codiciado el dominio de las almas, y en todas partes su dominación trataba de invadirlo. Para dominar las conciencias y dar á su usurpación un prestigio di-

vino, los reyes y emperadores se hacían proclamar pontífices; y para encubrir mejor a los ojos del pueblo la usurpación de los derechos del hombre, usurpaban también

los de la Divinidad. Esos hombres hechos emperadores por el juego de la fortuna, instalados pontífices por la locura de las naciones, se proclamaban a sí mismos

dioses en el vértigo de su propia soberbia. Así de la humanidad a la soberanía, de

la soberanía al pontificado, del pontificado a la divinidad, aquellos locos ilus-tres se elevaban en tres pasos. Por medio de esa doble usurpación de los reyes,

los hombres se hallaban sujetos a una esclavitud en que el sacrilegio se añadía al oprobio de una doble servidumbre, entregando sus conciencia a usurpadores con-

vertidos en pontífices, y dirigiendo sus adoraciones a monstruos trocados en dioses.

Para librar a las sociedades de esa abyección en que el hombre tenía a las

almas cautivas, y devolverles juntamente con su legítima independencia su legítima altivez ¿qué se necesitaba? Crear y hacer respetar en el mundo una autoridad que

tuviese a las almas por dominio así como tiene a Dios por principio: era preciso

constituir divinamente un gobierno de los espíritus y una soberanía de las almas.

Esto hizo nuestro Señor Jesucristo: “Toda potestad me ha sido dada en el cie-lo y en la tierra; id, pues, y enseñad a las ilaciones bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cuanto atareis sobre la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra desatado será en el cielo.”

Ya lo veis, Jesucristo da a sus Apóstoles una autoridad, un poder, ¿pero qué

poder y qué autoridad?

No les dice: He aquí una espada que pongo en vuestras manos: id, herid, subyugad los cuerpos.

Sino: He aquí una palabra que pongo en vuestros labios: id, hablad y ense-ñad a las naciones; haced que entren las almas en el dominio de la verdad. Quien

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no os crea, no necesita; a que la espada lo hiera; sino que recibirá con la condena-ción de mi Padre su verdadero castigo. Así crea Jesucristo la soberanía de las

almas; y esa soberanía la constituye él mismo. Presentase en medio de los siglos y dice: He aquí mi reino; las almas a Oriente, las almas a Occidente, las almas en todos los extremos del mundo; sí, yo, Dios Hombre, soy Señor de las almas, y no hay otro.

Esa soberanía personificada en él, ha sido constituida y encarnada en la

Iglesia por Jesucristo, para gobernar a las almas hasta los extremos de la tierra y hasta el fio del mundo. Ésa es nuestra fe: sí, lo creo. Hay en el mundo una sobe-

ranía de las almas, y esa soberanía reside en la Iglesia nuestra madre por medio de Jesucristo Señor nuestro. Esa soberanía es una, incomunicable, privilegio y propie-

dad de la Iglesia. Filósofos, potentados y legisladores podrán disputársela; más ella seguirá siendo lo que Dios la hizo: la autoridad confiada a la Iglesia por nuestro Se-

ñor Jesucristo para el gobierno de las almas. Ahora bien; nadie dirá jamás cuanto

ha hecho semejante institución para elevar juntamente con ellas al de la autoridad, la obediencia y la libertad cristiana.

Desde que Jesucristo constituyó dicha autoridad en el mundo, hay despo-tismos que no pueden ya imponerse sin promover allá en el fondo de las almas una

protesta vengadora. No, la tiranía no podrá ya, sin provocar estremecimientos so-lemnes, aherrojar con las mismas cadenas los cuerpos y los espíritus. Si pueblos

apóstatas de la verdad católica pueden volver a caer en semejante oprobio, humillar

sus conciencias al mismo tiempo que sus cuerpos bajo el mismo yugo del hombre, la verdad católica no incurrirá en él. En los umbrales de la conciencia católica, ha-

brá un límite que ni cónsules, ni reyes, ni emperadores volverán a pasar: todos los Césares y los Alejandros todos se detendrán ante esa conciencia humana, bastante

altiva ya para rechazar el cetro del hombre, y que de hoy más no volverá a abrirse sino para dar entrada juntamente con Jesucristo al gobierno de Dios.

He ahí porqué existen allá en el fondo de las almas, desde que Jesucristo las sometió a su imperio, estas palabras más fuertes que el poder de todos los re-

yes: Non possumus.

Nos pedís que sometamos nuestra conciencia al cetro de un hombre: Non pos-sumus.

Nos pedís que sacrifiquemos a la voluntad de un hombre un solo pensamiento de Jesucristo: Non possumus.

Nos pedís que os hagamos compartir con él ese imperio que solo a él pertenece: ¡oh reyes! conformaos: Non possumus

Podemos abdicar lo que es nuestro; pero abdicar lo que es de Jesucristo, jamás: Non possumus.

Un tercer vicio radical corrompe a la autoridad que no dimana de Jesucristo: el egoísmo en el ejercicio del poder. La autoridad pagana existía y funcionaba por sí

misma; tenía un fin esencialmente personal y egoísta. Donde quiera que Jesucristo no mande ya como soberano, la autoridad encuentra aun dentro de sí misma ese

instinto degradante que la hace propender a la tiranía. La autoridad pagana es un egoísmo sentado en un trono para explotar a un pueblo. Jesucristo ha obrado aquí

en la autoridad una trasformación que ha preparado para el porvenir un orden so-

cial verdaderamente nuevo. Ha anunciado el fin de la autoridad, o más bien lo ha vuelto a colocar en su lugar; este fin residía en el hombre que mandaba, y ahora lo

ha puesto en el hombre que obedece. Ese es el carácter esencial y la señal distintiva de toda autoridad verdaderamente cristiana: mandar para servir, reinar para

sacrificarse.

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Dominar a los demás sirviéndose a uno mismo, esa era la autoridad pa-gana; servir a los demás dándose uno mismo, esa es la autoridad cristiana. Un gran Obispo ha dicho: “Dios, al comunicar su poder a los reyes, les manda que ha-

gan uso de él, como lo hace él mismo, para bien del mundo.”

Cuando Bossuet pronunciaba esas sencillas y sublimes palabras ante uno

de los reyes más grandes de la tierra, no hacía más que traducir en su magnífico lenguaje la idea de la autoridad revelada por el Evangelio. Escuchemos, Señores,

como Jesucristo, al constituir su autoridad en la Iglesia, determina sus funciones de abnegación y su fin generoso. Jesús ha oído a sus discípulos disputando entre sí

sobre cuestiones de preeminencia, y les dice: “Sabéis que los príncipes de las gentes avasallan a sus pueblos, y que los que son mayores ejercen potestad sobre ellos. No será así entre vosotros: más entre vosotros todo el que quiera ser mayor sea vuestro criado, y el que entre vosotros quiera ser primero, sea vuestro siervo. Así como el Hijo del hombre no vino para ser servido sino para servir, y para dar su vida en redención por muchos.”3

Estas palabras salidas de boca del que se presentó en los siglos como Rey y

Señor de los hombres han trasformado divinamente la autoridad restituyéndole su destino. Por medio de ellas vuelve la autoridad por su mismo principio a su verda-

dero fin: la autoridad derivada de Dios y bajando a la tierra con la Divinidad para emplearse en servicio de la humanidad. Todo poder salido de Jesucristo deberá ha-

cer lo que hizo Jesucristo. Jesucristo vino para servir: la autoridad emanada de él y

hecha á su imagen servirá: toda autoridad social que se desvíe de ese fin, cesará por esta parte de ser verdaderamente cristiana. Lo mismo que toda obediencia que

termina en el hombre y no se remonta a Dios no es cristiana, del mismo modo toda autoridad cesa de ser cristiana cuando no se emplea en servicio del hombre.

Tal es la ley que domina la organización jerárquica de la autoridad de Dios en la Iglesia Católica. Mientras más crece en ella la dignidad, más »e engrandece la

servidumbre. La jerarquía católica es el orden de servicios graduado para cada uno por la parte de autoridad de que Dios le ha hecho depositario. En ella todo sacerdo-

te es siervo, todo obispo siervo, todo arzobispo siervo también; y el hombre a quien

Dios coloca en la cumbre de la jerarquía, para mandar desde allí a todo el universo, el hombre que Jesucristo ha hecho su representante visible sobre la tierra y que ha

recibido de él la plenitud de autoridad, ese hombre lleva un nombre que expresa muy bien sus funciones y su grandeza original; llamase siervo de los siervos; escla-

vo sublime de todos, porque sus funciones consisten en mandar a todos.

El que en esa jerarquía de servicios constituidos prosigue otro fin, miente a

Dios que le llama, a la humanidad a quien ultraja, y a la Iglesia que deshonra.

Esta idea y esta práctica de la autoridad cristiana partida de todos los gra-dos, y sobre todo de la cúspide de la jerarquía católica, han bajado al dominio de

las autoridades puramente temporales, y se ha manifestado hasta en las palabras que expresan las funciones de la autoridad. Las dignidades y autoridades en el cris-

tianismo se han llamado cargos, ministerios, servicios; como para hacer compren-der mejor hasta en su nombre a los depositarios del poder, que en el cristianismo,

gobernar es sacrificarse, y reinar es servir. Por tanto jamás ha resplandecido tanto la idea de la autoridad cristiana en la sociedad como cuando se vio en ella en los

órganos constituidos del poder, juntamente con las distinciones honoríficas, fun-

ciones gratuitas. Admirable invención que hacía ver a los más distraídos, que en la

3 Matth. XX, 25

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sociedad donde reina Jesucristo, la honra de gobernar a los hombres no es otra co-sa que la de servir a hermanos; y que la gloria de subir más alto en la escala del

poder y de la dignidad se confunde en ella con la gloria de subir más alto en la ab-negación de sí mismo y el sacrificio para con los demás.

Lo pregunto ¿cómo semejante idea yendo a pasar por las almas y de las al-mas a los hechos no había de trasformar la autoridad y de transfigurar el orden

social? La trasformación se llevó a cabo, en efecto, y la transfiguración se efectuó.

Desde que el gran espectáculo de la autoridad sacrificándose fue dado a la tierra, toda autoridad que ostentaba otra ambición que la de servir a los hombres seria

anatematizada por los pueblos y caería agobiada bajo un cúmulo de desprecios. Merced al progreso inmenso realizado por medio de esa trasformación de la autori-

dad, hay en el ejercicio del poder satúrales de egoísmo que no podrían ya producir-se y mucho meros perpetuarse en medio de los cristianos.

Que un emperador pagano diese fuego a Roma para procurarse la vista de

un incendio, y que quemase cristianos para iluminar sus fiestas; que otro emplease el sudor y la sangre de ochenta mil hombres en el cimento de un solo edificio, para

proporcionarse la alegría de ver con sus propios ojos y de dejar a la posteridad el más prodigioso conjunto de piedras que haya visto jamás el mundo; que la riqueza

del orbe entero llevare a Roma por mil canales diversos sus aguas mezcladas con las lágrimas de los pueblos para edificar a Nerón, Tito, Caraoalla, Adriano y Dio-

cleciano, casas, termas y dorados palacios, a cual más espléndido, sin otro ha que halagar la vanidad de un monstruo: el buen pueblo de Roma ni aun siquiera pen-

saba en extrañarlo.

El egoísmo del poder se había introducido en las costumbres; y nadie extra naba que el advenedizo del imperio ostentase a la vista de todos lo mismo que cada

uno reconocía habría hecho en su lugar. Y hoy misino, en naciones que sin ser cris-tianas han tenido al menos el contacto del cristianismo, si queréis contar los millo-

nes que puede exigir un monarca para componer la lista civil de sus placeres y el presupuesto de sus libertinajes, sin indignar ¿ la nación testigo y víctima de esos

egoísmos sin nombre en nuestro idioma generoso; si queréis preguntaros lo que

sucedería en medio de una nación cristiana donde la autoridad, olvidando su voca-ción y su destino, ostentare hasta semejante punto el oprobio de su egoísmo; oh!

entonces comprenderíais la trasformación que ha obrado Jesucristo con estas dos palabras siempre predicadas y practicadas en el cristianismo: El que entre vosotros

quiera ser primero, sea vuestro siervo; y diréis: ¡Gloria a Jesucristo, que ha transfi-gurado el orden social trasformando la autoridad!

He ahí, señores, el triple carácter con que Cristo ha señalado en su Iglesia la autoridad creada por él mismo para el Progreso social del mundo; ella es divina en

su principio, espiritual en su dominio, y llena de abnegación en su fin. Divina, pro-

duce la obediencia que solo se concede gustoso a Dios. Espiritual, produce el respe-to que niega el hombre a lo que solo es material. Llena de abnegación, produce el

amor que no se da al egoísmo. De ese modo ha fundado Jesucristo en la humani-dad, en el mismo seno de su Iglesia, la mayor escuela de obediencia, la mayor es-

cuela de respeto y la mayor escuela de amor, y juntamente con esa triple escuela, la mayor escuela de Progreso social que ha visto jamás sobre la tierra. La autoridad

católica en 'mundo es Jesucristo siempre obedecido, Jesucristo siempre respetado, Jesucristo siempre amado por las generaciones cristianas: luego las generaciones

cristianas siempre educadas en esa divina escuela de obediencia, respeto y amor, y

siempre creciendo en el seno de la Iglesia su madre por medio de Jesucristo Señor nuestro.

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Esa autoridad creada por Jesucristo se ha hecho por su progreso natural tan alta, tan fuerte, tan universal y tan perpetua, que es imposible calcular con exacti-

tud cuál ha sido su ascendiente para enaltecer juntamente con su respeto, su amor y su obediencia, la vida entera de las naciones cristianas.

Esa autoridad, casi todos los pueblos la han conocido, amado y respetado y la han obedecido: las más bárbaras se han inclinado ante ese cetro tan grande y

tan suave, que en nombre de la Iglesia, a quien proclamaran madre suya, y en

nombre de Jesucristo, de quien se declaran hermanos, tocaba su frente feroz y re-votaba a su alma sumisa y santamente prosternada una grandeza que no creían

poseer. Del mismo modo que la elevación de la nación francesa salió del abatimien-to de Clodoveo inclinado bajo esa autoridad que le dijo un día: Dobla la cerviz, altivo

Sicámbro; así también la grandeza de esos pueblos convertidos en vanguardia de todos los progresos del mundo, salió de su unánime y voluntaria humillación ante

esa autoridad que obtenía su obediencia aun sin necesitar pedírsela. Esa autoridad,

todos los siglos cristianos la han visto a la luz del sol, cambiando, según los tiem-pos, las formas variables de su mando y su intervención en las cosas del tiempo,

sin cambiar ella a su vez, y pasando en medio de los siglos con un aparato diverso bajo el arco triunfal del mismo respeto, igual amor e idéntica obediencia. Y llegada a

la aurora de nuestras sociedades modernas, la encuentro aun sosteniendo en sus maternales brazos a esa humanidad por ella enaltecida, y prometiéndole para el

porvenir grandezas nuevas, si consiente en conservar siempre el culto de esa auto-ridad que produjo su grandeza primera. Pues bien, Señores, ¿qué han hecho las

sociedades modernas con respecto a esa divina autoridad? Esto es lo que nos falta

investigar.

Después de haber visto lo que ha llegado a ser con respecto a la sociedad la

autoridad divina organizada en la Iglesia por Jesucristo mediador, es del mayor in-terés preguntarnos también lo que ha llegado a ser la sociedad moderna con respec-

to á esa misma autoridad. Bajo cualquier punto de vista que uno se coloque, esa autoridad divina viviendo y obrando en una institución que ha conquistado la doble

universalidad del tiempo y el espacio, es cosa absolutamente decisiva en el destino

de las sociedades, dependiendo manifiestamente su progreso o su decadencia de la actitud que tomen coto respecto a dicha autoridad. Aun no admitiendo, como afec-

tan hacerlo ciertos pensadores, la existencia de esa divina autoridad sino como simple hipótesis, desde el momento en que esa autoridad se tiene a si misma por

divina, que ejerce en las naciones un gobierno real y efectivo, y que en roce con los hombres por su misma acción, tiene con el mundo social relaciones necesarias, es

imposible que las sociedades no tomen con respecto a ella una actitud determinada, y que dicha actitud deje de ser para ellas lo más decisivo que existe en el orden de

su propio destino. ¿Y qué actitud han tomado las sociedades modernas para con la

autoridad de Jesucristo constituida en la Iglesia, y qué hemos de esperar de ella en cuanto al Progreso del mundo?

Permaneciendo bajo el punto de vista rigurosamente social, el único de que me ocupo en este momento, distingo en las sociedades humanas con respecto a esa

autoridad divina, tres modos de ser más o menos antagonistas, y que habremos de considerar pomo tres errores funestos al Progreso social del mundo moderno.

La primera actitud de la sociedad moderna en presencia de la autoridad divi-na de Jesucristo vivo en la Iglesia, actitud que tengo por un error fatal para nuestro

Progreso, es, por parte de las constituciones o sistemas de gobierno, la indiferencia

pública. En medio de un mundo que en su conjunto sigue siendo cristiano, tratar a Jesucristo cual un desconocido, y a la institución donde reside su autoridad como

una extraña sin derecho de ciudadanía; he ahí lo que yo llamo en las constituciones o sistemas de gobierno la indiferencia pública. Sí, Señores, en pleno Cristianismo

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Sermones del Padre Félix . S.J Francia Notre Dame 1859 9 de 16

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ha ocurrido ese pensamiento a la sociedad moderna, y esta ha tratado de realizar un designio que hubiera llenado de asombro a vuestros mayores: en medio de pue-

blos cristianos tratar socialmente a Jesucristo cual si fuera un extraño: esto equiva-lía a mirar como extraño al señor en su dominio al soberano en su reino, agraván-

dose la injuria por ser “Jesucristo señor y rey divino”.

Hemos dado la definición de la autoridad social diciendo que es la que tiene

el poder de crear la sociedad. Según esta noción sencillísima e incontrovertible, Je-

sucristo era en el mundo cristiano la gran autoridad social. Las sociedades cristia-nas eran, al pié de la letra, obra suya; él las había creado, no de la nada como el

mundo en la primera creación, sino de sí mismo y para sí mismo; las había llenado de su vida, para hacerlas a su imagen y asociarlas a su gloría. Jamás príncipe al-

guno de la tierra pudo decir en una nación, con el mismo derecho, lo que Jesucris-to, padre y creador de los siglos nuevos podía y puede decir aun en medio de las

sociedades cristianas: Ego autem constitute sum rex: yo soy el rey constituido por mi

Padre en los pueblos cristianos: obra mía son las naciones cristianas; yo soy su creador, y por tanto su señor y soberano; cristianos, todo es vuestro, omnia neutra

sunt; pero vosotros sois de Cristo, como Cristo es de Dios: Vos autem Christi: Chris-tus autem Dei4.

Sí, nosotros, pueblos y reinos cristianísimos, pertenecíamos a Jesucristo,

pues de él proveníamos. Todo en el mundo cristiano emanaba y procedía de nuestro Cristo: su pensamiento residía en nuestras inteligencias, su moral se hallaba en

nuestras costumbres, su caridad en nuestras instituciones, su justicia en nuestras leyes, su nombre en nuestro nombre, su acción en nuestra historia, su culto en

nuestra religión, su bandera en nuestra sociedad, y su autoridad en nuestra obe-diencia. Jesucristo se encontraba, pues, en la sociedad cristiana dentro de su pro-

pio dominio. ¿Qué digo? No solamente era dueño en las sociedades cristianas, sino que constituía la vida que las animaba: centro de este mundo nuevo salido de él y

viviendo también de él, clamaba en medio de los siglos a las sociedades cristianas

que gravitaban en torno suyo: Cristo es vuestra vida, Christus vita vestra.

Pues bien, Señores, ¿qué han hecho las sociedades modernas con respecto a

ese creador de las sociedades cristianas? Helo aquí: Han querido alejar, y si me es lícito decirlo, despedir a Jesucristo. Han puesto al Señor fuera de las leyes, fuera de

las constituciones, fuera de los gobiernos. Nunca tuvo más solemne, más público cumplimiento esta palabra de S. Juan: In propria venit, et sui eum nom receperunt.5

Los legisladores, reformadores y constituyentes nuevos de la sociedad euro-pea le han dicho con ingrata indiferencia: “Recede a nobis”: “Retírate, no te conoce-mos ya. Adórete el creyente, si le place, en su corazón: la sociedad no tiene ya Dios: nuestras leyes son humanas, humanas nuestras instituciones, humanos nuestros gobiernos; para nosotros pueblos modernos todo es humano, y lo divino no se toma ya en cuenta. No conocemos sino hombres: hombres para obedecer, hombres para

mandar; y para organizar el mando y la obediencia constituciones inventadas por

nuestros grandes hombres.”

Jesucristo así despedido tocaba a la puerta de los palacios legislativos, de las asambleas deliberantes, y del gabinete de los reyes; y decía: “Vuestras leyes proce-den de mí, de mí vuestras instituciones; vuestra igualdad, vuestra fraternidad, vues-tra libertad en cuanto tienen de verdadero, son herencia mía; todo el progreso que

4 I Cor. III. 22

5 Joan. I , II

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habéis realizado, en mí lo habéis efectuado; y el que deseáis aun, no lo lograreis sin mí. ¿Por qué me desecháis? ¿Porqué me arrojáis?”

¿Y qué contestó el espíritu moderno sentado en el sillón de los legistas, aca-démicos parlamentarios, y constituyentes a quienes inspiraba en aquel tiempo? Contestó: “No os arrojamos, os dejamos; pasó vuestro tiempo; una nueva era comien-za: las sociedades han crecido demasiado para ser de hoy más contenidas en vos; ya no guardáis proporción con ellas. El siglo os agradece cuanto habéis hecho para crear y educar nuestras sociedades. Pero pasó la infancia; pasó la adolescencia; el mundo nuevo va llegando ya a la edad viril; el mismo es su maestro y su guía; y se siente bastante fuerte para rendir su jornada y cumplir su destino. Proseguid, si queráis, allá en el misterio de las almas, vuestro dominio invisible; más no nos pidáis un reino público, ni un culto social; la sociedad moderna no os reconoce; ya que de hoy en más

ella es su propia autoridad, su religión y su Dios.”

Así habló el espíritu moderno, o como se dice en el día, el espíritu humano.

En verdad, he ahí un espíritu humano que habla divinamente. Y porque posee el secreto de crear siempre palabras soberbias para dar a sus errores una consagra-

ción magnífica, ese modo de tratar a Jesucristo en pleno cristianismo se ha llamado secularizar: palabra ingeniosa a la cual no faltan ni cierto sentido profundo, ni

cierta agudeza: secularizar; como si dijéramos: tomar a Jesucristo y a la Iglesia cuanto es suyo; y luego darlo todo a un ente impersonal, ávido, rapaz, muy antipá-

tico a Jesucristo y a la Iglesia, y que se llama el siglo; la sociedad, en fin, no recono-

ciendo ya a Cristo, ni sacerdotes, ni cristianos, sino solo hombres, legos, un siglo y seglares: he ahí lo que el espíritu humano llama ingenuamente secularizar.

Hay algunos, lo sé, que admiten bajo esa expresión ideas menos anticristianas, y pretensiones menos insolentes más no nos engañemos, los verdaderos enemigos de

la Iglesia no la entienden de otro modo.

¿Qué hemos de pensar de esa actitud de las sociedades modernas en presen-

cia de Jesucristo y de su Iglesia? bajo el punto de vista rigurosamente cristiano, es una apostasía y un insulto público hecho a Jesucristo; es Jesucristo socialmente

renegado, desposeído, expulsado. Considerado en los hombres bautizados que han

tomado su iniciativa, ese movimiento de los tiempos modernos es anticristiano, im-pío, sacrílego. No acrimino las intenciones, caracterizo una tendencia. Por más que

quiera excusar aquí a los hombres con demasiada frecuencia engañados en sus designios, no puedo llegar hasta encontrar cristiana una tendencia que nos separa

de Jesucristo.

Y socialmente, ¿cómo nombrar ese movimiento nuevo? Socialmente, es con-

tradictorio, incoherente, retrógrado. Si las sociedades cristianas, según atestigua la historia, han crecido y elevándose por medio de Jesucristo y en Jesucristo, ¿cómo

habían de encontrar su grandeza separándose prácticamente de Jesucristo?

¡Qué! ¡Constituciones destinadas a regir cristianos haciendo oficialmente abstracción de toda creencia cristiana!

¡Qué! ¡Gobiernos creados para hombres que tienen la obligación soberana de obedecer a Jesucristo afectando una indiferencia sistemática en presencia de la au-

toridad y legislación de Jesucristo!

¡Qué! ¡El cuerpo social lleno aun todo él de la savia de Cristo, en las leyes

que le organizan no teniendo en lo más mínimo en cuenta la vida que circula por

las venas de todos sus miembros! ¡Y he ahí lo que se nos propone aceptar como la emancipación de los pueblos y el engrandecimiento de las sociedades!

Ah! Señores, permitid que os lo diga: no. Esa secularización anticristiana y antisocial, ese empeño en poner fuera de las leyes y constituciones modernas a Je-

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sucristo creador de las sociedades cristianas, no es, no, ni la emancipación del si-glo, ni el progreso de las naciones; es un círculo doblemente vicioso en el cual se ha

encerrado la sociedad moderna, y de donde so saldrá sino volviendo públicamente a Jesucristo, nuestro autor, nuestro maestro y legislador.

Ciertamente, Señores, bien lo sé, Jesucristo para conservar su imperio sobre las almas no invoca como una necesidad el auxilio de vuestras leyes; la Iglesia que

creó para la inmortalidad nunca pedirá a vuestras constituciones el secreto de su

vida; pudiendo nosotros pasar sin lo que habéis nombrado Religión de Estado.

Pero cuidado; si Jesucristo no necesita vuestras leyes ni vuestras cons-tituciones, vuestras constituciones y vuestras leyes necesitan de Jesucristo: y

el error que consiste en tratarle como extraño, será siempre, piensen lo que pensaren los sistemas, un error cristianamente impío y socialmente desastro-

so.

Pero el error de las sociedades modernas no se limita a tratar a Jesucristo

como extraño, sino que fácilmente llega a tratarle como rival. Poco cuesta decretar en las constituciones la indiferencia pública con respecto a Jesucristo y su Iglesia:

más no es tan fácil hacerla entrar en los hechos. Ese Dios a quien se declara extra-ño, bien se sabe que siempre está presente; y mientras que las constituciones ha-

blan como si hubiera dejado de existir, los gobiernos, de grado o por fuerza, lo sien-ten á su lado. Ahora bien, notadlo, tal es la propensión de la naturaleza humana:

toda autoridad que el hombre ve al lado de la suya le importuna, sintiéndose tenta-do a envidiarla. Esta envidia crece cuando dicha autoridad se enaltece, llegando a

su colmo si esa misma autoridad se proclama sobrehumana. Esa vecindad de una

autoridad divina molesta al hombre en su imperio: diríase que envidia la divinidad que siente en ella.

No hay hombre que teniendo la ambición del poder, no pretenda imitarla, y procurarse gobernando a las almas un placer divino. Gustoso dice a ese rey de las

almas el hombre ambicioso: “Toma tu cetro y vete; puesto que en el cielo moras, ve a reinar en tu cielo, y déjame a mí solo dueño de reinar en mi dominio”. Tal es la tenta-

ción de los reyes y lo que pudiera llamarse el flanco de los poderosos de la tierra. De

ahí en los que tienen la misión de gobernar una actitud de desconfianza en presen-cia de esa autoridad divina, actitud en la cual parece el hombre tomar sus precau-

ciones contra las usurpaciones de Dios. De ahí también oposiciones ya sordas, ya ruidosas, en que puede verse a un cristiano revelarse como rival de Jesucristo, feliz

en verdad si no se siente tentado a cifrar su grandeza en humillar en su presencia a esa majestad divina.

Pues bien, Señores, ¿qué hay que pensar de semejante actitud bajo el punto

de vista de la verdad de las cosas y del progreso social? La autoridad de la Iglesia, que la de Jesucristo en la humanidad, ¿es acaso realmente una autoridad antago-

nista, y tienen razón los príncipes de la tierra para tratar como rival a esa hija del cielo?

¿Es cierto que la gloria de esa divina soberanía recae como un oprobio sobre su diadema?

¿Es cierto, como pueden sentirse inclinados a creerlo, que aumentan la dicha

de su pueblo y el esplendor de su majestad con cuanto arrebatan a esa misma au-toridad?

¿Es cierto en fin que ellos mismos y sus gobiernos se enaltecen con todos esos abatimientos y se fortalecen con todos en los descaecimientos?

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No, Señores, no, no es cierto; no hay error más funesto para la majestad de los reyes, para la fuerza de sus gobiernos y la felicidad de sus súbditos que esa su-

puesta rivalidad entre la autoridad de la Iglesia y la de los príncipes. Yo, hijo de la Iglesia, afirmo en nombre de mi madre que la autoridad de la Iglesia no es ni rival

ni antagonista de ninguna autoridad humana. Una madre no puede ser rival de sus hijos; la Iglesia es madre; todos los cristianos, aun los mismos reyes, son hijos su-

yos; y yo juro por su corazón que no existe parte alguna autoridad más simpática a

la autoridad de los gobiernos humanos, ni más protectora de sus derechos que la autoridad de la Iglesia. No tiene la Iglesia antipatía contra los gobiernos, aun que

sean herejes, cismáticos y apóstatas. Puede lamentar su herejía, su cisma, su apos-tasía;

Puede lamentar juntamente con las rasgaduras de la verdad as ofensas he-chas por ellos a su autoridad; pero ama, y en cuanto puede protege el orden que

ellos se esfuerzan por sostener en medio de sus pueblos; elevar a la humanidad en-

tera es su misión sobre la tierra; y no puede tener un motivo para odiar o conmover a las autoridades que concurren con ella, aunque en distinta esfera, para promover

el progreso de las naciones.

Sermón del Padre Félix S.J dado en Notre Dame Paris 1859 – Francia

II

No solamente no es esa autoridad divina6 en presencia de los gobiernos un

poder rival, sino que por el contrario es un poder aliado y verdaderamente protec-tor. Mientras más crece su ascendiente en el alma de los pueblos» más también cre-

ce el prestigio de la autoridad en la frente de los reyes. Cuanto le dan en respeto y obediencia, otro tanto reciben con usura en poder y majestad. El respeto de la auto-

ridad de Jesucristo en la Iglesia por parte de los príncipes de la tierra es la defensa más tutelar de la autoridad de los príncipes por parte de la Iglesia.

Un destello de grandeza moral desciende de la frente de esa autoridad vene-rada por los reyes y sus pueblos, el cual sirve de salvaguardia a la vez a la obedien-

cia de los pueblos y a la majestad de los reyes. Y así, esa autoridad tratada como

rival tiene sobre el Progreso social un influjo indirecto pero poderoso, que las nacio-nes sufren sin comprenderlo siquiera, y que la Iglesia ejerce sin pensar tan solo en

ello.

Pero existe en esa misma autoridad un influjo aun más poderoso y decisivo,

que debe hacerla aceptar como la gran motriz del Progreso social. Porque la autori-dad de la Iglesia, divina en su principio, espiritual en su dominio y llena de abnega-

ción con respecto a su fin, produce directa y eficazmente el bien y la vida moral en

los pueblos modernos. Los gobiernos tienen por objeto coadyuvar a que el bien se haga, e impedir que sucumba bajo la opresión del mal; pero por su naturaleza son

incapaces de producirlo ellos mismos. “El poder humano, ha dicho uno de los pen-sadores más grandes de los modernos tiempos, José de Maistre, “no se extiende sino hasta quitar o combatir el mal para separar de él el bien y devolver a este la fa-cultad de germinar según su naturaleza.”

Hay encerrada mayor copia de ciencia gubernativa en esas pocas palabras

que en millones de libros y discursos, políticos como los que se dan a luz desde ha-ce un siglo. “El poder se extiende hasta quitar el mal para separar de él el

6 La de la Iglesia

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bien y devolver a éste la facultad de germinar según su naturaleza”, si, hasta ahí se extiende; dichoso en demasía si siempre logra desempeñar esa función pro-

tectora. Pero por si solo no pasa de ahí, ni llega hasta hacer germinar directamente el bien. Hasta ese punto llega la autoridad de la Iglesia. Ahí reside juntamente con

su acción directa el secreto de su poder; abandonada a su propia espontaneidad hace germinar el bien en el fondo de las almas, y produce la vida social.

Esa diferencia es radical, y el que no la ve se ciega voluntariamente. Ahora

bien, de esa diferencia esencial en la acción directa de ambas potestades nace entre una y otra una armonía de acción y abnegación para dicha de los pueblos y progre-

so de las sociedades. Por una parte, la Iglesia con su autoridad espiritual y divina derrama la vida y hace germinar el bien en medio de las naciones; y por otra, el Go-

bierno impide que el bien sea ahogado por el mal, y da a la vida el lugar que le co-rresponde conteniendo con su mano cuanto propende a dar la muerte.

La una arroja en el campo abierto de las sociedades humanas toda simiente

fecunda hace brotar a su vista y en presencia de su corazón todas las flores bellas que constituyen el brillo y la fragancia del orden social; mientras que el otro impide

que las pasiones humanas extraigan en su furor esa vegetación venida de Dios por medio del corazón de la Iglesia.

En esa esfera del bien, en que se despliega como en su propio lugar la auto-ridad de Dios personificada en los hombres, quiere y debe la Iglesia tener su inde-

pendencia; más no le es posible exigir una separación sistemática de los gobiernos humanos que rayaría en desconfianza ó en hostilidad. Piden la distinción entre am-

bos poderes, no su separación; acepta su unión, jamás su confusión; se complace

en la armonía de las fuerzas concurriendo al progreso de los pueblos, y deplora su antagonismo que causa la desdicha de las sociedades.

Si los príncipes le ofrecen una mano amiga y una protección desinteresada, acepta una alianza que hace a los pueblos dichosos sin hacerla a ella cautiva.

Si los príncipes se retiran o no le ofrecen sino una alianza egoísta o una pro-tección despótica, pide su libertad, toda su libertad; pasa como Jesucristo haciendo

el bien, pidiendo siempre y en todas partes, a los príncipes la libertad y la dicha de

los pueblos, y a estos el amor y el respeto a sus príncipes; llegando a ser su comple-ta libertad de acción la más brillante manifestación de su vida en los pueblo cris-

tianos. Así pues, esa autoridad divina tratada como rival por los príncipes y sus gobiernos, se presenta como la aliada más sincera y poderosa de los gobiernos y

príncipes; simpática hacia todo orden y fecunda de todo bien, produce junta-mente con ellos el verdadero Progreso social.

Ah! Señores, si pudierais dudar aun de la solidaridad fraternal que liga a esa autoridad divina con los gobiernos humanos, su grandeza con la de estos, y su es-

tabilidad con la suya, solo tendría que deciros: Interrogad a los revolucionarios; ved

la actitud que en todas partes toman hoy en presencia de la autoridad de Jesucristo y de su Iglesia. Esta vez, no es ya tan solo la actitud de indiferencia, de rivalidad,

tomada por los gobernantes, sino la actitud de odio tomada por los ingobernables. Algunos gobiernos han tratado a la autoridad de la Iglesia como extraña, otros co-

mo rival; los ingobernables, o dentro modo, los revolucionarios, la tratan como enemiga.

La autoridad es el punto en el cual adivina y comprende la Revolución a la Iglesia con un infalible instinto. La Revolución tal como lo hemos visto en sus fases

diversas, es en su esencia el antagonismo de la autoridad. Por largo tiempo encu-

bierta con hipócrita velo, ha arrojado el antifaz, y dicho a quien ha querido oírla: “Conocedme bien, a mí la Revolución, yo soy el odio contra la autoridad.”

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Tal es el sentido radical en que tomo aquí la palabra Revolución, y suplico a cuantos me escuchan que no se equivoquen acerca del particular. Algunas perso-

nas pueden haberse acostumbrado a dar a esa voz un sentido menos absoluto. No tengo que ocuparme de ello. Yo entiendo por revolución, no tales o cuales derechos,

tales o cuales sistemas: entiendo por la expresión la idea anárquica que atraviesa por el mundo; entiendo la contradicción sistemática a la autoridad entiendo el odio

a esa misma autoridad. Y esto os explica porqué la Revolución asoma en presencia

de la Iglesia católica esa actitud del odio. La Revolución hace en la tierra lo que hizo allá en el cielo: separa a la humanidad de Dios, como separó a los ángeles, recha-

zando la autoridad de su Verbo. Satanás rehusando con los suyos inclinarse ante el Verbo de Dios ofrecido a sus adoraciones fue la Revolución en el cielo. Desde aquel

día, fecha histórica de la Revolución primera, no ha cambiado el objeto del odio re-volucionario, ni cambiará jamás: lo que rechaza en la tierra es lo mismo que recha-

zó en el cielo: la autoridad del Verbo de Dios presente en la Iglesia. Ahí reside la

razón secreta de ese odio anticristiano y antisocial declarado por la Revolución a la Iglesia de Dios: juramento de Aníbal hecho contra la nueva Roma por todos los re-

volucionarios en aras de la Revolución, su única divinidad.

He ahí porqué, siempre y en todas partes abre el infierno sus abismos y vo-

mita sus hordas contra la autoridad de la Iglesia apoyada en Pedro, del mismo mo-do que la autoridad de Pedro lo está en Jesucristo: y a no ser por la palabra que la

hace más fuerte que todo odio, así sea el de Satanás, mil veces hubiera derribado el demonio de la Revolución la autoridad de la Iglesia; pero la palabra del Señor per-

manece enteramente: las puertas del infierno no prevalecerán contra ella! Cuál roca

inmóvil en medio del furor del Océano, la autoridad de la Iglesia permanece serena en medio de la tempestad de todas las iras; más en torno a ella y contra ella, las

olas del odio revolucionario no cejarán de bramar, agitada por el soplo del infierno; pues la autoridad de la Iglesia es Dios, y la Revolución, Satanás en la humanidad.

No os extrañéis pues, Señores, que formule tan osadamente el antagonismo profundo que arma a los soldados de la Revolución contra la autoridad de la Iglesia.

Existen hoy en Europa y en el mundo entero millones de hombres inciertos y vaci-

lantes que creen poder librar al mundo de su crisis solemne dando la mano izquier-da a la Iglesia y la derecha a la Revolución. ¡Desdichados de los pusilánimes! des-

dichados de los que sueñan en pactos mortales con la Revolución en que esta tiene siempre que triunfar!

No hay alianza entre Jesucristo y Satanás. Preciso es saber en fin dónde se encuentra, juntamente con los enemigos de toda autoridad y de todo gobierno, el

verdadero peligro de la sociedad; precisa saber dónde existe para los gobiernos y la sociedad la verdadera defensa.

Pues bien, Señores, tenedlo entendido, y ¡ojalá que todos aquellos de cuyos

consejos dependen los destinos del mundo moderno lo tengan entendido juntamen-te con vosotros!: el enemigo está en la Revolución que no puede ver ninguna autori-

dad: y la defensa, la salvaguardia, quiero decir, la defensa y la salvaguardia moral, residen en la Iglesia de Jesucristo que es sobre la tierra la autoridad más elevada.

Ah! si lo ignoráis, vuestros enemigos lo saben. ¿Por qué contra la Iglesia de Dios, en nuestros tiempos modernos, esos clamores, esas maquinaciones, esas conjuracio-

nes, y ese prolongado estremecimiento de los pueblos? Quare fremuerunt gentes, et poputi miditati sunt inania?....

Porque la Revolución atacando la autoridad de la Iglesia corre al asalto de la

autoridad de Dios: Adversas Dominun et adversus Christum ejus.

Si, los revolucionarios han dicho en sus maquinaciones: Rompamos las ca-

denas con que esa autoridad nos carga; y ese yugo que tiene a los pueblos sujetos a

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la obediencia y a los gobiernos sometidos al respeto, rechacémoslo: Dirumpamus vinvula corum, et projiciamus a nobis jugum ipsorum.

He ahí lo que explica mejor que nada la conspiración que se agita en torno del centro de la Iglesia; he ahí lo que está diciendo bastante alto a los que quieren

oírlo, porqué la tierra privilegiada donde tiene su asiento esa grande autoridad, se

asemeja en nuestros días a una tierra volcánica de donde amenaza escaparse lava ardiente que da muerte a las naciones. Esto consiste en que los enemigos del orden

social, por medio del instinto de un genio que no los engaña, Mente n que llegando a conmoverse y a caer bajo sus golpes eso centro de la autoridad moral, nada ya del

orden social protegido por esa misma autoridad podría subsistir: pues la mayor fue-ra del mundo reside en verdad allí donde aparece exteriormente la mayor flaqueza.

¿Cómo comprender de otro modo, decídmelo, esa conspiración de quejas

clamores, insultos, desprecios y mentiras que bajo todas las formas y por todos los medios posibles está organizando cada día la Revolución en torno del trono del ca-

tolicismo? ¿De dónde le proviene en fin a Roma el privilegio incomparable de atraer las iras y concentrar las injuriáis? ¿De dónde le proviene a ese poder humanamente

tan débil la honra insigne de irritar a los que son gigantes y hacer volver contra ella el brazo armado de tantos fuertes? ¿Por qué no se agita la Revolución en torno del

santo sínodo de la Iglesia ortodoxa? ¿Por qué deja tan tranquilos todos los pontifi-cados de la iglesia anglicana? ¿Por qué nada tiene que pedir, con la amenaza en los

labios y el puñal en la mano, a la Iglesia presbiteriana, luterana, calvinista o soci-

niana?

¿Porqué no acuden esos grandes reformadores a Berlín, Stotkolmo, Londres,

la Haya y San Petersburgo, en nombre de la civilización y del progreso, para pedir a esas religiones que se transformen, se regeneren y revolucionen, o en otros térmi-

nos, que se supriman? Ah! voy a duros la explicación do ese misterio: es porque en Berlín, en Stockolmo, en Londres, en San Petersburgo hay religiones débiles prote-

gidas por gobiernos materialmente fuertes; mientras que en el centro del catolicis-mo, existe la religión más fuerte de todas protegida por el gobierno materialmente

débil; es, en fin, porque esa gran potencia moral, asentada en la nada de la fuerza

material, es el más fuerte baluarte de todos los gobiernos de la tierra.

He ahí porqué la Iglesia católica, y especialmente la Iglesia romana disfruta,

el privilegio del odio revolucionario; y si Bossuet estuviese aquí, cerniéndose con sus alas de águila sobre esas conspiraciones y luchas que agitan al mundo, me pa-

rece que exclamaría de nuevo, pero con una voz aumentada por nuestras desgra-cias y conmovida en presencia de nuestros peligros: El nunc, regis, intelligente;

crudimini, qiti judicata terram.

¡Oh Iglesia de Jesucristo! tú eres la autoridad de Dios sobre la humanidad; permanece en medio de nosotros cual salvaguardia y baluarte inmutable de toda

Humana autoridad!

¡Oh Iglesia de Jesucristo! algunos gobiernos te han tratado como extraña,

otros como rival, y los ingobernables como enemiga. Pero la humanidad que te comprende no es víctima de semejante vértigo; sabe que eres madre y que una ma-

dre no puede ser ni enemigo, ni rival, ni extraña para sus hijos

¡Oh Iglesia de Jesucristo? eres la a autoridad, pero también la bondad de

Dios bajada a la tierra; bendice a los que te desconocen; bendice a los que te envi-

dian; bendice sobre todo a los que te persignen! Bendícenos a todos por mano de ese amado pontífice que lleva en su corazón el tesoro de tu amor, y en su frente la

señal de tu autoridad; y que esa bendición venga a sellar en nuestros corazones,

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con nuestro afecto hacia ti, nuestro respeto, nuestra obediencia y nuestro amor a todos los poderes que te veneran, te aman y obedecen!