El príncipe de St. Katherine

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Novela sobre la vida en la Isla de Providencia y Santa Catalina

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HAZEL ROBINSON ABRAHAMS

NACIONASEDE CARIBE

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Queda prohibida la reproducciónparcial o total de esta obra por cualquier medio,sin permiso escrito del editor.Todos los derechos reservados.

El príncipe de St.Katherine

© Hazel Robinson Abrahams, 2009© Universidad Nacional de Colombia, 2009 Instituto de Estudios Caribeños Sede Caribe

Edición Santiago Moreno G.

Corrección de estiloFredy Javier Chaparro Ordóñez

Diseño & Diagramacióna4 proyectos gráficos

ImpresiónGráficas Colorama

Compuesto en caracteres Goudy Old Style 12/15Impreso en ColombiaPrinted in Colombia

ISBN: 978-958-44-5442-3

NACIONASEDE CARIBE

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ÍNDICE

Presentación 9

Un viaje deseado 13

Identificando culpable 25

Quince años de un deseo 33

Puritanos, corsarios y piratas 37

The farther the distancethe better the acquaintance 53

La medicina de los puritanos 59

Sorpresa en la emergencia 63

Wine, woman and song 71

En busca de una isla de paz 79

De regalo... una sinfonía 89

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La despedida 107

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Presentación

En 1902, las islas de Providencia y Santa Catalina navegaban en el mar de la soledad en una esquina del Caribe después de haber sido escogidas como lugar adecuado para fomentar la industria de Inglaterra de 1629 a 1641 y de perder el privilegio de lugar estratégico para la piratería en los siglos siguientes. Hoy sigue completamente al amparo de su suerte.

También como al principio del siglo XX la cara nueva que visita se de-tecta de inmediato y si decide prolongar su estadía recibe la acogida o indiferencia de la comunidad. El idioma de las islas era el inglés formal o standard, especialmente entre la población mayor y obligado en las Igle-sias protestantes. Pero, en el diario vivir de los nativos era y sigue siendo una mezcla de un inglés arcaico con fragmentos de dialectos africanos y palabras náuticas.

La presencia del Estado colombiano se limitaba a la bandera izada en las instalaciones gubernamentales, la filosofía de la religión protestante, y su práctica dominaba todos los aspectos del diario vivir de la comunidad. La venida de los misioneros católicos austriacos y algunos protestantes americanos, jugaron un papel importante y determinante hasta cierta

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época. Pero no más que los aventureros anónimos en busca de la paz de las islas.

La navegación, la pesca, la carpintería y la agricultura eran la base de la economía. Los espacios de esparcimiento se limitaban a las carreras de caballo y regatas de veleros.

La costa de Centroamérica y el resto de islas del caribe constituían el mundo conocido para la gran mayoría. Los acontecimientos noticiosos o sus protagonistas en el resto del mundo eran desconocidos.

Aún es facil imaginar las islas desprovistas de todo lo que trajo el llamado progreso del siglo XX y caminar en los pasos de quienes las escogieron como refugio. Sin lugar a dudas, el sitio ideal para una vida escogida para vivir en el anonimato.

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A man is immortal as long as his name is remembered on earth.

A todos los que encontraron la paz del anonimato en nuestras islas.

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Miss Mary (como era conocida, con acento en la última sílaba y antepo-niendo el adjetivo “Miss” que reciben algunas mujeres en las islas como forma de respeto y admiración y no por su estado civil o por su edad) miraba unas hojas arrugadas y amarillentas que había conservado en un baúl por más de setenta años y que ahora estaban regadas en la cama despidiendo aroma de cedro, miraba con ojos que antes eran azules pero que ahora estaban nublados por velos de catarata e inundados por lágri-mas que llegaron por los recuerdos y la desesperación ante la incapacidad de leer. Con manos temblorosas las acercó a sus ojos tratando de leer, pero en vano: no podía distinguir las letras que daban vida a las frases, la única forma que ella había descubierto para mantener por años un grato recuerdo.

Con desilusión se convenció de que sólo los ojos de su alma podían revi-vir lo que había dejado en esas páginas pensando en que era la forma de obligar el pasado a volver.

Vencida, pensó, no importa, con ciento dos años aún recordaba la única vez que sintió amor en su vida. Y eso tendría que ser lo que es el amor. Nunca antes lo había sentido y jamás lo volvió a sentir después. La ver-

Un viaje deseado

CAPÍTULO 1

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dad sobre ese hombre y la relación de ella con él durante quince años. Siete décadas después recordaba eso y todo lo que evitó la confesión pro-metida, y tal vez el sueño deseado de toda mujer: amar y ser amada. Los recuerdos la perseguían como un chisme difícil de creer. Pero de no haberlo vivido juraría que es otro cuento inventado como los que se acostumbran en estas islas cuando no se tiene acceso a la verdad. Miss Mary miró por última vez las páginas y decidió que lo dejaría para que lo contara otra persona. ¿A quién?, seguramente nadie creería… Pensaba: era un príncipe, mi príncipe.

Sin saberlo y sin ayuda, había descubierto parte del secreto de Herman Timgen.

Se retiró caminando lentamente apoyada en un bastón hasta el balcón y descansó su frágil figura en la mecedora que le había dejado de herencia su hermana Catherine. Miró hacia la bahía imaginando y recordando más que viendo. Buscó en su memoria y, con dolor y nostalgia, recordó la época y la última vez que vio al doctor Herman Timgen. Recordaba que en ese entonces recibió una carta del alcalde Abél donde le decía que Miss Joséfa, Joséphine y Grace, las tres parteras de Providencia, habían viajado, las dos primeras a Colón y la tercera a Cartagena, con la espe-ranza de averiguar algo con respecto a la desaparición de su marido en el viaje de este puerto a San Andrés abordo de la goleta Pbody.

Providencia se quedó sin parteras y con cuatro señoras embarazadas en el último mes de gestación. Decidieron entre todas invitarla a ella o a Miss Anna para que pasara un mes en la isla a la espera de la llegada de cuatro o más habitantes a la isla en septiembre y ofrecieron pagarle el pasaje de la goleta y cinco dólares cada una por el servicio. Miss Anna de plano rechazó la oferta: tenía pendiente en dos meses el matrimonio de su hija Alexandra y no podía abandonar su casa.

Mary recordaba que leyó varias veces la nota y pensó, “Otra vez lo haces, Herman Timgen”, pues sabía que el doctor Timgen estaba en la isla y si en veintitrés años no había salido sospechaba que tampoco lo haría en estos meses, pero además sabía que, por una razón que ella desconocía, él se negaba a atender partos. De todos modos, decidió que, en este viaje, se armaría de valor para saber la razón.

Encargó la casa a Mary, su hija mayor, que ya tenía veintidós años; Pedro,

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su marido, se encargaría del resto. Empacó su baúl y José, su segundo hijo, la ayudó a subirse al caballo, y entre los dos cargaron el baúl y el bulto con la ropa de cama que necesitaría para su camarote y tomaron el camino a North End de San Andrés, donde estaba anclada la goleta que –Pedro había averiguado– saldría esa tarde para Providencia. Antes de abordar la goleta que la llevaría a Providencia, se acercó a saludar a su hermana Catherine. Como respuesta al saludo, su hermana Catherine le dijo: “Tenga cuidado con el doctor Timgen”, pero ella no respondió. Seguidamente pasó al “Stanco Shop” y compró un cuarto de libra de que-so, unas galletas de soda y una botella de Kola. Luego fue hasta el muelle del almacen y pidió al joven “Fetico”, que pescaba desde el muelle, que llamara a la goleta para que la recogieran. El joven caminó hasta el final del muelle y, ahuecando sus manos encima de la boca, gritó “Bird ahoy!”. Con ese grito sabrían en la goleta que alguien necesitaba transporte para llegar abordo. Esperó en el muelle hasta la llegada de la canoa; el remero la ayudó a bajar a la canoa y se dirigieron hacia la goleta. Mientras el marinero con los remos buscaba paso entre el agua y se acercaba cada vez más a la goleta, se preguntó quiénes heredarían The Bird. El capitán y dueño había muerto hacía poco dejando esta y otras goletas, la mitad de Providencia en tierras para ganado, una viuda y treinta hijos como herederos.

Subió abordo ayudada por otro marinero, dio las buenas tardes y se aco-modó en el piso de la cubierta de popa de la embarcación. The Bird salió de la bahía a las seis de la tarde, pero estuvieron en la boca de la entrada en un zigzagueo constante por los cambios de la brisa hasta la mediano-che. Tan pronto la luz de la torre de la iglesia de la loma desapareció en el horizonte como bienvenida al mar abierto, el viento aumentó y la lluvia no se hizo esperar, lo que obligó al capitán Leopoldo, uno de los hijos del difunto dueño de la goleta, a dar la orden a los pasajeros de “All hands below” y a los marineros gritó: “Stand by”, lo cual obligaba a los que habían pensado viajar en la cubierta pasar a la cabina y, a los marineros, bajar parte del velamen de la goleta para poder enfrentar la tormenta.

Todos los camarotes de la cabina estaban ocupados y el recinto lo inun-daba el sonido característico que hace el estómago cuando está buscando devolver su contenido. Aunque por más de quince años se había dedica-do a recibir lo que el cuerpo despedía en forma de un ser humano, en esta ocasión, igual que en muchas otras, le tocó ayudar a recibir lo que el

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estómago despedía por la boca en forma de comida mal digerida. Todos los pasajeros en cabina ya estaban mareados.

Durante toda la noche los acompañó una tormenta, lo que significó que durante cinco horas se oyó el lamento de los pasajeros. De vez en cuan-do, abrían parte de la puerta a la cabina para recibir las bacinillas y la arremetida del océano contra la embarcación entraba bañando a todos. Cerrada la cabina, únicamente se escuchaba la tripulación repitiendo a gritos las órdenes del capitán, “All above board”. Una expresión heredada de los piratas, que se escondían “Below board” antes de un ataque… Y hacía frío, un frío impresionante. Pero al fin, a las cinco de la madrugada, abrieron totalmente la puerta a la cabina y Mary en el acto aprovechó para subir a respirar aire fresco. En el timón estaba el capitán Leopoldo. Lo saludó diciendo:

–Buenos días, capitán, al fin salimos de ese mal tiempo.

A lo que él respondió:

–Miss Mary, estoy seguro de que sabes llevar a buen puerto una criatura, pero no sabrías qué hacer con esta nave en una tempestad.

Mary sonriendo dijo:

–No esté tan seguro, todos los hombres de mi familia son marineros y tengo a mi favor que no siento mareo ni miedo al mar. Providencia ha tenido dos mujeres capitanes, Albaina “Vain” Newball y Margaret “Maggie” Newball. ¿Qué le hace pensar que San Andrés no los pueda tener también?

Para demostrar que tenía “Sea legs”, caminó hasta la esquina de la popa y se sentó. Fue como una bendición sentir las apacibles aguas de la bahía de Providencia y observar con agrado las montañas de esta tierra que, para ella, en nada se comparaba con San Andrés. Recordaba lo que el doctor Timgen dijo en una ocasión: “¿Te imaginas el estruendo y la humarada que llenó el ambiente del Caribe el día que Providencia surgió del fondo del mar?”. Ella trataba de imaginarlo y, contrario al doctor, con sólo pen-sarlo el espectáculo le infundía miedo. Sintió una inmensa alegría volver. Alegría que ella sabía que tenía nombre propio, pero ni en sueños ella debía reconocerlo. Asustaba casi del mismo modo en que pensaba en la isla que irrumpía del fondo del mar.

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Fondeados en la bahía, empezaron a llegar las canoas que recibían pasa-jeros, encargos o simplemente noticias y chismes de San Andrés, Colón y Cartagena. Era la forma de saber cómo estaban, cómo vivían, cómo trabajaban, quiénes estaban enfermos y quiénes se habían muerto fuera de las islas.

En una de las canoas llegó el alcalde Abél Hoy junto con el capitán de puerto. Al subir abordo dijo:

–Welcome home, Captain.

A lo que el capitán respondió:

–Thank you. Feel good to get back to the old place.

El alcalde Hoy, viendo a Mary parada al lado del timón, le dijo:

–Welcome to Providence Miss Mary. How was your trip?

–Thank you. The trip was rough but safe.

De inmediato Hoy le dijo:

–Miss Mary get ready to go ashore.

El alcalde Hoy fue quien solicitó su venida, por lo tanto ella supuso que se hospedaría en su casa.

Al subir al muelle en Town, fue recibida igualmente por los familiares de las otras tres señoras que esperaban su llegada, pero les informó que había aceptado la invitación del alcalde.

Encontró a Miss Nelly, la esposa del alcalde Hoy, con una barriga ya bas-tante grande, pero al preguntarle en qué mes estaba lo único que pudo responder es que su última regla había llegado durante la celebración del 20 de julio del año anterior; después, en octubre, Miss Grace la asistió en un aborto.

Ya estaban a finales de agosto y, como quien dice, su trabajo había inicia-do. La acomodaron en un cuarto del segundo piso de la casa y después de ordenar sus cosas bajó a darse un buen baño y decidió pasar a visitar a su amigo el doctor Timgen.

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Pensó “A mi amigo”, pero Dios sabía que el doctor Timgen no era amigo de nadie. Siempre la saludaba diciéndole “Bienvenida a Providencia” y preguntaba sobre el viaje y el comportamiento de la goleta y el motivo de su viaje; sin embargo, al momento de la llegada, nunca sentía que se encontraba ante una persona a la que conociera. Sabía que con los días el trato, que al principio Timgen hacía sentir como si fuera un reclamo por su ausencia, cambiaría con el paso de los días. Mary sonreía al pensar que el doctor Timgen la extrañaba, pero era una locura.

Ese día era la décima vez que se encontraban en quince años; ella lo admiraba como médico, pero, tenía que reconocerlo, lo admiraba más como hombre. Como médico había aprendido muy poco de él, pero había llegado a sentir la necesidad de estar en su compañía. Por fortuna, él desconocía sus sentimientos, o por lo menos así pensaba ella.

Le agradecía la comprensión con que la trataba cuando por ignorancia daba su opinión sobre situaciones desconocidas, cuando reconocía que desconocía todo sobre los libros o pronunciaba mal las palabras en inglés; la miraba de un modo muy distinto a como Pedro lo hacía en situaciones similares, a pesar de que ella jamás lo rectificaba o se burlaba cuando se equivocaba hablando el dialecto de la isla o cuando trataba de hablar un inglés formal. Además, Pedro tomaba siempre la posición de maestro y a ella eso no le gustaba.

El doctor Timgen no trataba de enseñarle nada que no fuese por solici-tud de ella. No la trataba como maestro y estudiante; ella lo trataba como a un médico y él a ella casi como su igual.

La casa de Herman Timgen estaba situada en la ladera de una montaña con vista al pueblo, además de que tenía un completo dominio del Town y la bahía. Fue la primera construcción habitacional en cemento en la isla y también el primer cuarto de baño con batería sanitaria moderna traído de Colón, con el pozo séptico directamente debajo del piso, en vez de los desagües al mar. La novedad de la época en la isla era el baño del doctor Timgen, obra que él mismo dirigió. Era una casa de dos pisos; en el primero, estaban el comedor, la cocina y el baño; las ventanas tenían persianas de madera que llegaban del piso hasta el segundo nivel; en el segundo nivel, había otra habitación y la sala, y lo único de madera en la segunda planta era el piso. El balcón, de cemento, abrazaba un costa-

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do de la casa y el frente, que a su vez estaban encerrados con pequeños postes decorados, estos también de cemento. Y para subir a la casa, el doctor Timgen construyó escaleras desde la calle separadas en grupos de tres, que terminaban al lado de la cisterna, que a su vez formaba una pared de la casa. En 1905 sólo las cisternas para almacenar el agua de lluvia se construían en cemento. Esta construcción de aspecto sólido en comparación con las casas de madera llamó mucho la atención. Visitar la casa del doctor Timgen era el anhelo de todos en las dos islas, pues se consideraba digna de conocerse. El patio era amplio, tenía muchos árboles frutales, pero estaba desnivelado y era muy rocoso. Además sus blancas paredes sobresalían entre el follaje. Todos los muebles eran de estilo colonial americano y fueron salvados del naufragio de una embar-cación en los arrecifes.

Mary caminó hacia la casa de Timgen sin un aviso previo, una costumbre en las islas que, sabía, Timgen desaprobaba con pasión. Pero estaba tan ansiosa de verlo que no reparó en que debió haber enviado un emisario anunciando su llegada.

A pesar de la falta, Timgen la recibió con una sonrisa, algo que él pocas veces regalaba. Lo que Mary no sabía es que Timgen, desde el momento en que supo que Joséphine, Joséfa y Grace viajarían, sospechó que Mary o Anna vendrían, y su temor era que fuese la segunda quien aceptara la solicitud. La vio abordo cuando entró la goleta y vigiló todos sus pasos hasta que entró en la casa del alcalde Hoy. Ahora Mary le contaba que había llegado para ayudarlo en los cuatro partos y de inmediato él res-pondió:

–Mary, sabes muy bien que no tomo parte en partos y sé muy bien que sabrás hacerlo sola.

Mary decidió hacer la pregunta que por años le preocupaba.

–Why? Doctor.

–Why what? –respondió él.

–Why delivery of a child is a “not” for you?

–El dolor, Mary, no me acostumbro.

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Ante eso, Mary se quedó en silencio. ¿Un médico que no tolera el dolor de sus pacientes?

Entonces Mary le dijo:

–A veces pienso que su presencia al lado de la cama de los enfermos haría mucho bien. No sé cómo aceptar su excusa y tampoco eso de limitarse a leer sus quejas y recomendar por escrito su diagnóstico. Y respecto al dolor… yo creo que con su presencia bastaría para quitar el susto y la vergüenza de las mujeres.

–No me regañe, Mary –dijo Timgen–. ¿Por qué cree que mi presencia haría bien y por qué desaprueba después de veintitrés años mi forma de atender a los enfermos?

–Bueno –dijo Mary–, yo comprendo que, al no cobrar, usted tiene dere-cho a escoger su “forma de atender”, pero desde el momento en que acepta hacerlo, cobrando o no, creo que debería seguir el método que le enseñaron y que tuvo que haber practicado con éxito al principio de su carrera. Y también siento que siendo un hombre tan distinto a todos no dejaría de ser alivio inmediato para una enferma… Pero, sabe que no, per-sonalmente no me hubiera gustado verlo atendiéndome en un parto.

–¿Por qué, Mary?

–No lo quiero explicar.

–Mary, ¿quién te atendió durante los partos?

–El doctor Hymans.

Timgen cambió de inmediato la conversación. No sabía cómo manejar con Mary lo que acababa de oír. Y decidió preguntar por lo que pasaba en la otra isla. No se volvió a tocar el tema médico, pero se quedó pensan-do sobre todo lo dicho por Mary, como siempre algo impulsiva.

Pensó: tantos años deseando de ella una invitación a tocar el tema y cuan-do llegó el momento no supo cómo manejarlo. Siguieron hablando de las goletas por llegar y por primera vez la invitó a almorzar con él.

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Mientras alistaba la mesa, pensó que Mary definitivamente sospechaba que su presencia en la isla no era una casualidad, pero también pensó que ella desconocía por completo el mundo fuera de las islas. Su falta de experiencia y una mente que no daba cabida a la fantasía estaban a su favor.

Sirvió carne en salmuera hervida, con salsa de tomate y bastante cebolla, encurtidos de repollo, arroz y pan con mantequilla. Al sentarse a la mesa dijo:

–Mary, piense que estamos en el campo lejos del protocolo de un almuer-zo formal.

Mary no entendió lo de protocolo pero decidió que nada en la mesa le era extraño, por lo tanto sobraba lo dicho.

Se habló muy poco durante el almuerzo, pero ella se dio cuenta de que sabía utilizar a la perfección los cubiertos y sus modales en la mesa eran muy distintos a los de Pedro: utilizaba la servilleta y no la esquina del mantel como Pedro, costumbre que su hermana Catherine criticaba de Pedro.

Mary, buscando de qué hablar, preguntó:

–Doctor Timgen, Zocam atiende los mandados, a “Wind”, el caballo que nunca lo he visto montar, y el patio. ¿Quién atiende en casa?

–Sisinet –Timgen respondió–, pero ella sabía que si venías a visitarme tendría libre el día.

–¿Por qué? –preguntó Mary–, ¿no le parece un error prohibirle estar aquí cuando yo lo visite?

–No –dijo Timgen–. No quiero compartir estos días con nadie. Y estoy seguro de que ella cree que nos limitamos a los enfermos y las enfermeda-des de la gente de las islas. Y sabe que eso es secreto médico.

Timgen, de pronto, preguntó:

–¿Y cómo dejaste a tu reverendo Birmington?

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–Supongo que bien –respondió ella.

Timgen entonces dijo:

–No puede estar del todo bien, le llegó competencia, los austriacos, ame-ricanos e irlandeses no lo eran, pero ahora debe de estar preocupado con la llegada de los españoles y su proselitismo político. Aunque a la larga será su salvación.

–¿Cómo así?

–Sencillo, Mary. No tendrá que rendir cuentas a la feligresía por la falta de visión con la economía de las islas.

–No le entiendo.

–A Birmington se le acabó el “reinado del coco”, como él lo llamaba, y no tiene más nada que ofrecer. No previno la caída del coco y no preparó a su gente para el cambio.

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Alguien había llegado con una nota y, mientras Timgen lo atendía, Mary permaneció en silencio; mientras tanto, pensó que en San Andrés asistía a las misas de la iglesia desde que se casó con Pedro, quien decía ser cató-lico, apostólico y romano, nombres cuyo significado desconocía pero, según parece, para él eran importantes. Antes de su matrimonio con él, había pertenecido a la Iglesia de Birmington de su madre, que era como uno de los pilares del templo. Pero no volvió después de los trece años, por la llegada de su hija Mary, en 1903, y esto seguramente lo sabía el doctor Timgen: muy poco queda en secreto en un lugar donde parece que detrás de cada árbol de coco se escondiera un chismoso. Le gustó mucho lo que Timgen dijo en una ocasión sobre los chismosos. Según él: “Gossip, as a secret, anonymous weapon, has often been an engine in the hands of the underprivileged and socially helpless”. Ella entendió muy poco, pero le había gustado eso de que el chisme era un arma de los menos privilegiados y desamparados.

Sí, lo que seguramente no había notado en estos quince años era la defensa con la cual ella se armó desde entonces, pero, extrañamente, en su compañía sentía la necesidad de demostrar su verdadera persona,

CAPÍTULO II

Identificando culpable

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aunque no sabía cómo ni por qué.

Por lo que había visto, el doctor Timgen no pertenecía a ninguna de las religiones de la isla, pero según los providencianos en ocasiones los sacerdotes españoles de la iglesia lo visitaban e inclusive recuerdan que cuando llegó a las islas en 1902 se hospedó con los sacerdotes austriacos que trajeron la religión católica a las islas y habían escuchado que hablaba con ellos en un idioma que no era inglés y tampoco español.

Mary había conocido a Timgen en 1910 cuando, a los veinte años, llegó a Providencia solicitando que le enseñara más sobre el oficio de partera. Se volvieron a ver en todas sus visitas a la isla cuando pedían que viniera por enfermedad o viaje de las otras tres parteras, o en los viajes en que ella acompañaba a su hermana Catherine. Siempre incluía en su visita al doctor Timgen y, a decir verdad, ansiaba estos encuentros. Timgen en esas ocasiones evadía el tema médico y siempre trataba de guiar la char-la haciendo preguntas respecto a la aceptación de los nativos a las tres religiones predominantes en las islas y últimamente preguntaba quiénes estaban dominando: los sacerdotes españoles, los ministros protestantes o los políticos.

Cuando Timgen regresó a la mesa, ella trató de retomar el tema sobre Birmington y de explicar lo que Pedro le había dicho. El gobierno colom-biano es católico, el gobierno es quien tiene la plata y el gobierno respal-da a su iglesia.

Todo lo anterior Timgen lo sabía, pero trataba de averiguar cuál de los males era peor y quería saber hasta qué punto Mary y los demás acepta-ban este cambio que aparentemente había llegado para evitar un comple-to desastre económico. Él sabía que, a pesar del dominio de Birmington aconsejando y prácticamente administrando sus vidas, la política y la nueva iglesia católica traerían sus consecuencias y los nativos no estaban preparados para ello. Los estaban obligando a caminar cuando no habían aprendido a gatear. Lo cual es posible, pero quién los tomaría de la mano cuando el máximo dirigente se cruzara de brazos.

Timgen entonces dijo:

–Mary, Birmington tiene el 99% de la población, habla su idioma, pero ya no tiene vínculos con los Estados Unidos. Al gobierno americano

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no le interesa en este momento más que el Canal de Panamá; posible-mente nos miran para depósito de carbón, pero no más. Con la siembra del coco enano en las costas de Salamanca y la plaga que está afectan-do a los cocoteros de la isla, nosotros perderemos el lazo que nos unía a Norteamérica y la única posibilidad de seguir la política económica ideada por Birmington. ¿Cómo será el comportamiento del nativo cuan-do se dé cuenta de que ha perdido definitivamente el mercado de los Estados Unidos? ¿Cuáles son las previsiones de Birmington, las iglesias o los recien nacidos políticos para eso? La falta de preparación de las islas para este cambio va a causar un desastre. El gobierno se ha constituido en el empleador: les da trabajo en las nuevas construcciones de colegios, en la construcción de caminos, ofrece becas para estudiar fuera de la isla con la venida de la iglesia y los padrinos políticos. ¿Cómo puedes ignorar lo que sucederá? Mary, ¿qué pasará con quiénes no pueden trabajar con el gobierno y no pueden vender tampoco sus cocos? Y no pienses que Providencia se escapará por tener las goletas, los capitanes y suerte a San Andrés. Todo lo contrario. La viuda Ethel Roland, por ley, está firmando la condena de Providencia, pero eso es otro cuento.

–Yo pienso que no pasará nada que tenga que asustarnos –dijo Mary–… Los más jovenes abrazarán la religión católica para recibir becas y trabajo y los viejos seguirán en las otras dos iglesias.

–Mary, Mary, la iglesia no da trabajo y no da para comer y esos viejos necesitan por lo menos medicina y comida… ¿Sabes qué es lo que va a pasar? Terminarán hipotecando lo poco que poseen a quienes les ofrez-can comida y ropa. Mary, no te has dado cuenta de que la iglesia de Birmington y las otras han formado en estos casi cien años una menta-lidad en que se espera de ellos cualquier decisión respecto a las islas. Y ahora, ¿qué pasos han dado?, ¿qué sugieren ahora con respecto a lo que hay que afrontar?

–¿Una mentalidad?

–Sí, una manera de pensar y actuar de acuerdo a la de los dirigentes de las iglesias. Está demasiado arraigado. Tal vez la insularidad contribuyó, pero considero más responsable al ejemplo que exigía y exige la iglesia.

–Doctor Timgen, creo que usted exagera, yo pertenecí a una de esas igle-sias y no veo cuál es la diferencia con la iglesia católica a la cual ingresé

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en 1904, en la que había sacerdotes austriacos que celebraban la misa en latín, confesaban predicando y cantaban en inglés; ahora es similar desde que llegaron los sacerdotes que hablan español: celebran la misa en latín, confiesan en español, predican en español y cantan en inglés. Es decir, el comportamiento de los nativos no cambia cuando asisten a las iglesias protestantes donde todo es en inglés y un inglés como el suyo, ya que parece que Dios no entiende el creole nuestro.

–Es precisamente a lo que me refiero –le dijo Timgen–. Pueden cambiar de iglesia y no sentirán sino un alivio ante las exigencias impuestas por Birmington, pero queda lo más peligroso. “That Island Bliss”. Pensar que todo seguirá igual no les importa; hay señales de que un huracán se acerca.

–Doctor –insistió ella–, no lo entiendo y sé que a usted le interesa más hablar conmigo de mi gente que de medicina, pero yo necesito aclarar algo que me sucedió no hace mucho en San Andrés.

–¿Y qué te sucedió?

–Nació una criatura sin complicaciones, pero a los dos días comenzó a sangrar por el ombligo y la sangre no se coagulaba; por más café y nido de arañas que le colocamos no dejó de sangrar y esa pobre criatura lloró hasta su muerte dos días después. Estaba tan desesperada que traté de comunicarme con usted a través de una oración, pero eso tampoco fun-cionó. Dígame, ¿cómo debí haber procedido?

–¿Y qué médicos había?

–Meléndez, el médico del gobierno, atendió el parto y él fue quien me llamó.

Timgen, arqueando las cejas en señal de sorpresa, respondió:

–No lo sé, Mary.

Con esa respuesta, Mary completó cinco preguntas sobre su profesión que el doctor Timgen no le respondía.

Haciendo caso omiso de la importancia de la pregunta anterior, Timgen siguió con el tema del comportamiento de los nativos, y mirándola le dijo:

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–A pesar de la la influencia de un esposo del interior de Colombia y la práctica de una nueva religión, tú también llevas sin saberlo las conse-cuencias de las prédicas de Birmington.

–¿Cómo así? –preguntó a su vez Mary y pensó, “Está tratando de que le cuente la razón que me obligó abandonar esa iglesia, pero no se lo diré, así como él repetidamente deja de responder mis preguntas sobre medi-cina”.

Al despedirse, Mary no ofreció su mano, pero él la miró fijamente y le dijo:

–Sabes lo que admiró en ti, Mary, esa enorme capacidad de evitar que lleguen a tus bellos ojos la alegría de un sentimiento compartido. Pero, tengo esperanza, Mary, y todo el tiempo del mundo.

Mary respondió muy calmada:

–La misma esperanza y tiempo que tengo yo para descubrir la verdad sobre el médico y el hombre que se llama Herman Timgen.

–Mary, Mary, quite contrary, what truth?

Mary, mirándolo fijamente, dijo:

–Me not know.

Respuesta en el creole de las islas que hizo reír a Timgen,

Mary bajó las escaleras pensando “Al fin está mostrando su verdadera cara conmigo” y reconociendo que, no había duda, también sentía por él una atracción como hombre. Cuando la miraba sentía que su mirada le llegaba hasta el alma. Afortunadamente sabía dominar lo que sentía y no dejaría que ese sentimiento olvidara el deseo que tenía por saber el misterio de la venida de Timgen a la isla y su vida antes de llegar a Providencia.

Había escuchado una conversación del pastor Birmington con su madre donde este en voz baja le decía “Miss Elizabeth, siempre he sospechado que el doctor Herman Timgen esconde algo. Nadie con plata, su educa-ción, su porte y sus buenas maneras se pierde sin razón en una isla donde

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a duras penas llega la bondad de Dios”. Y esas palabras dispararon en ella la curiosidad de saber el pasado del doctor Herman Timgen.

Llegó a casa justo a tiempo para cambiarse y montar el caballo que le habían traído y seguir a Lazy Hill. Según el yard boy de los Howard, Miss Susana había iniciado dolores de parto. En todo el trayecto y a pesar de la atención que debía tener por el mal camino, lleno de ramas, charcos y piedras que el invierno había dejado, no lograba olvidar las últimas pala-bras del doctor Timgen: “Sabes lo que admiró en ti, Mary, esa enorme capacidad de evitar que lleguen a tus bellos ojos la alegría de un senti-miento compartido. Pero, tengo paciencia, Mary, y todo el tiempo del mundo”.

Lo que jamás podría dejarle sospechar es que la venida de ella a Providencia sí tenía nombre propio: Herman Timgen. Lo sabía, pero jamás dejaría que sus ojos la traicionaran.

Cuando Mary llegó a la casa de los Howard, encontró a varias parientes de Miss Susana listas para el evento, todas con delantales blancos y la cabeza cubierta con una badana blanca. De la cocina salía el vapor de las ollas donde se hervía agua y afuera en el patio una de las mujeres prepara-ba, encima de una caja de madera, una batea de aluminio con agua para lavar las sábanas y la ropa que se iba a utilizar durante el parto y la que iba a ser necesaria los días posteriores.

Ella sacó su delantal, tomó sus dos trenzas y las enrolló alrededor de la cabeza, y puso un trapo blanco para cubrirlo todo. Lavó las manos en la ponchera de porcelana lista para este fin y se dedicó a examinar a la paciente. No hubo que esperar mucho: ya era su quinto hijo y en menos de una hora ya este nuevo providenciano estaba dando gritos, ocupando su espacio en la casa y en el árbol geneológico de los Howard. Antes de dejar a madre e hijo, solicitó que taparan algunas rendijas de la pared de madera que habían permitido que el brillante sol de la tarde le facilitara su trabajo, pero ahora deberían taparlas para evitar que la madre y su hijo se resfriaran.

Se aseguró de que hubieran enterrado la placenta debajo de un árbol y dio las instrucciones para la noche. En otras circunstancias, dormiría en el lugar los nueve días que la madre le tocaba estar en cama, pero debía estar pendiente de Miss Minca en Bottom House, de Miss Cressida en Santa Catalina y de Miss Nelly en Town.

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Mary se arreglaba frente a un espejo que, apoyado en el piso, llegaba casi al techo de la habitación, y que sin duda lo habían recogido en uno de los encallamientos de barcos, uno de esos barcos que, obligados a pasar cerca de la isla en sus viajes a Jamaica, terminaban depositando su valiosa mercancía en los arrecifes. Peinaba su larga cabellera color oro viejo y, como siempre, pensó que hubiera preferido tener el cabello negro de sus otras cinco hermanas y también la piel morena y los ojos café de ellas. Pero el destino decidió que ella y su hermano mayor, Sam, nacieran de un primer matrimonio de su madre con un hombre blanco que, según los parientes, era su igual. Y razón tendrían, pues su segundo matrimonio con un mestizo de Nicaragua duró solamente para tener siete hijos en ocho años y el escándalo y una nieta. A pesar de esto, hubiera preferido parecerse más a ellas.

Después de arreglarse, tomó el desayuno con el alcalde Hoy y salió de la casa. Caminaba escogiendo por donde pisar para evitar ensuciar sus zapatos. En algún punto se dio media vuelta y miró hacia Jacob Ladder, hacia la casa de Timgen, y lo vio parado en el balcón. Levantó su brazo y le envió un saludo y de inmediato retomó su camino dándole la espalda para dirigirse a la iglesia católica.

CAPÍTULO III

Quince años de un deseo

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Timgen la vio y recreó en sus pensamientos sus ojos verdes, su nariz per-fecta, sus labios invitadores y el marco de su cara, ni muy alargado pero tampoco redondo. Su porte, elegancia y distinción siempre le llamaban la atención. Era sin duda una mujer con un físico perfecto, cuya esbeltez, a los treinticinco años, le recordaba a él el cuerpo de una bailarina de ballet. Era una mujer que podría pasearse con propiedad por los esce-narios más exigentes de Europa y su semblante de curiosidad ante todo aumentaría su belleza... Él admiraba su devoción por el oficio de partera, pero ante todo esa completa ignorancia del mundo fuera de las islas y de su propia persona. Es como si la hubieran sacado de otro mundo y deste-rrado a las islas, pero no, era muy nativa y se había criado igual que todas y aceptaba su mundo con agradecimiento y naturalidad. Y seguramente criaba a sus hijos de la misma manera.

Al principio, es decir hace veintitrés años, a su llegada se dio cuenta de que las islas estaban en manos de dos personas, lo que no constituía un peligro para él y no le importó hasta cuando nacieron sus dos hijas. Ellas fueron criadas por sus madres y sabía que terminarían igual que todos los nativos, pero no podía hacer nada. El matrimonio con alguna de las madres estaba fuera de toda posibilidad. Sabía que era una injusticia que sus descendientes fueran a ser criados en un ambiente tan limitado en todo sentido, sin previsión para el futuro –al que Mary encontraba sin faltas–, pero la realidad era otra.

Había comentado sus observaciones con todos los sacerdotes que pasa-ron por la isla, y ellos no negaron lo observado pero lo calificaron como una natural e inocente manera de vivir que Dios les había permitido. Él pensaba en las consecuencias que el tiempo cobraría a otras genera-ciones. Un crimen perpetrado por todos ellos y que había llegado para obligarlos a adoptar cierto patrón de vida. Aunque tenía que reconocer que su familia era en parte responsable, pues ellos habían colaborado costeando la campaña de proselitismo religioso aquí y en otras partes.

“Providencia –pensó–, surgiste del fondo del mar y tus humeantes mon-tañas debieron opacar por siglos muchas noches de luna y días de sol. A veces siento que saliste de la matriz de la tierra para que personas como yo pudiesen encontrar un lugar donde iniciar otra vida. Me obligaste a despojarme de todo lo innecesario de este mundo, a vivir una vida nunca soñada negándome infinidad de comodidades acostumbradas pero sin

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el deseo de lograrlas. Lo único que me permites, sin misericordia, es el deseo de compartir mi soledad e incluso escoges la víctima y la tentación para lograr mis deseos.

”Han sido veintitrés años, que en ocasiones ha sido imposible calcular. Veintitrés años tratando de borrar lo vivido durante los primeros cuaren-ta. Veintitrés años observando en silencio la obra de los que igual que yo llegaron a estas rocas escondidas en el caribe y, como dijo Shakespeare, ‘Without noise, silent; as the noiseless foot of time’. Imponen cultura, costumbres y dogmas que los nativos reciben tan ávidamente que han llegado a formar su idiosincrasia”.

No obstante, tenía que reconocer que también él se beneficiaba. Según parece la prédica de que mandaba “Perdonar a quienes nos ofenden” no se dirigía solamente a la feligresía de sus iglesias sino que lo incluía también a él. Según el padre John, los nativos perdonaron sin juicio sus “devaneos amorosos”.

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Mary subió a la casa del doctor Timgen después de la misa con el pretexto de informarle sobre su primer trabajo y lo saludó con entusiasmo y más confianza.

Timgen estaba en el balcón mirando por sus binóculos y respondió cor-tésmente: –Buenos días, Mary, ¿cómo te ha ido? Supe que te llamaron a Lazy Hill.

Sí –dijo ella–, ya salimos de ese encargo. La madre mandó a solicitar de usted un nombre para su hijo.

–Dile que Bertram –y pensó: “A veces me siento como Bertram, el pro-tagonista de All’s well that ends well de Shakespeare”–. Mary –continuó Timgen–, te faltan tres, que seguramente vendrán uno detrás del otro. Lo cual quiere decir que te irás en la primera goleta de octubre.

–No tanto así –respondió ella–. Necesito recibir de usted instrucciones sobre cómo tratar cierta enfermedad. A veces me solicitan ayuda, no solamente en partos, sino por una enfermedad, tanto de hombres como mujeres, y no sé cómo como ayudarlos.

CAPÍTULO IV

Puritanos, corsarios y piratas

“There is no Death! What seems so is transition; This life of mortal breath Is but a suburb of the life élysian, Whose portal we call Death”

Henry Wadsworth Longfellow

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–¿Me estás hablando de esa enfermedad que traen los hombres de tierra firme?

–Pues sí –dijo Mary–, aunque no estoy segura de dónde viene, ya que me ha tocado casos en mujeres y hombres que no han salido de las islas.

–Mary, Mary, tu inocencia es increíble.

–No le entiendo, doctor.

“Yo lo sé –pensó él–, pero una explicación sería como abrir viejas heri-das”.

–¿No me digas que quieres competir con tu mentor el doctor Hymans y los demás médicos?

–Nooo –dijo ella, enfática–. Lo que pasa es que muchas de estas personas son amigos de los médicos y no les interesa compartir sus problemas con ellos.

Timgen pensó, “Parte del comportamiento del insularismo”.

–Mary, ¿a qué te hubieras dedicado de no haber escogido ser partera?

–Escribir.

Timgen, algo sorprendido, repitió:

–¿Escribir? ¿Escribir sobre qué, Mary?

–Sobre usted, por ejemplo.

–¿Y qué escribirías sobre mí? –y pensó: “Bien lo ha dicho Stefan Zweig: ‘Mystery excites creation’”.

–Haría un cuento sobre un hombre muy serio pero cariñoso, que aten-día los enfermos sin cobrar. De poca paciencia, que no se equivocaba al hablar, muy inteligente, que lee mucho, le gusta la música, pero no los himnos. Escribe, aunque no sé de qué escribe. Que conoce el resto del mundo, que sonríe muy poco, pero cuando lo hace quisiera una poder guardarlo para los días tristes. Haaa, pero no le contaré lo que escribiría sobre su aspecto físico, podría llegar a creer mi descripción. Escribiría

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sobre cómo se adaptó a la vida en la isla, tanto así que no volvió a tierra firme. De cómo se enamoraban de usted las mujeres y cómo su indiferen-cia las enfermaba. Y terminaría colocándolo en una canoa despidiéndolo mar afuera por no haber compartido su amor con nadie.

–Mary –dijo Timgen–, te prometo que no despertarás vanidad y mucho menos orgullo si me cuentas cómo harías mi descripción física.

Mary aclaró su garganta con risa y dijo:

–“Vanidad de vanidades”, diría mi abuela. Entonces, creo que escribi-ría así: Un hombre que las olas trajeron un día, no sabemos de dónde. Blanco pero que el sol y la sal de Providencia han dejado de un color, hummm, parecido al nuestro –y Timgen sonrió–. Alto, de hombros anchos, pecho levantado como de militar, cabeza bien formada, cabello abundante y canas en una abundante patilla, orejas grandes, ojos como el mar, nariz un poco abultada en la punta. Boca, labios y dientes, hummm, no sé cómo describiría esa parte. Creo que escribiría que empezó hace quince años, cuando lo conocí, y escribiría todo lo que he pensado sobre usted durante este tiempo.

Timgen la miró largo rato sin decir nada. Se preocupó por la descripción y decidió no decir nada y así evitar su sorpresa y delatar su preocupación. Al fin dijo:

–Mary, si decidieras escribir, quiero ser la primera persona en leer lo que escribes, ¿me lo prometes?

–Prometido –dijo ella.

El silencio entre los dos pesaba, pero él logró volver al principio de la conversación y la solicitud de Mary y dijo:

–Mary, te daré un remedio para los casos que mencionaste, pero de una vez te digo que solamente los gritos de sacerdotes y pastores desde el pul-pito infundirá algo de temor y a la larga tal vez detenga la proliferación de infectados mientras logremos sanar algunos y la muerte se lleve a otros, pero la razón de la proliferación no hay duda de que seguirá. Hay dema-siada soledad y falta de oportunidades para la creatividad. Anota: Bin-iodide of mercury, 1 g; extract of licorice, 32 g; make into 16 pills. Take

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one morning and night. Lotion-Bichride of mercury, 15 g; Lime water, 1 pt; shake well, and wash affected parts night and morning… Por ahora es lo único que te puedo recomendar. Y cuidado con recetarlo a mujeres embarazadas o a niños… Ahora hablemos de ti.

Mary seguidamente preguntó:

–Doctor Timgen, ¿qué ha hecho usted para evitar “The Island Bliss”?

–Mary, yo llegue aquí a los cuarenta años, lo cual fue una buena defensa y por eso puedo hablar de él. Y no te niego que sería muy fácil adoptarlo, pero estaría consciente y responsable de mi comportamiento.

–Entonces, doctor, si tanto le preocupa eso de lo cual habla y que yo no comprendo muy bien, lo considera perjudicial y casi como una condena, con toda la influencia y poder que tiene usted con los que mandan es su obligación advertirlos del peligro. ¿No le parece?

–Mary –dijo él–, soy egoísta, me conviene dejar las cosas tal como las encontré. Además, este comportamiento está demasiado arraigado. Le corresponde a una persona reconocer el problema, saber presentarlo sin provocar pánico y proponer una solución económica viable para las dos islas, de modo que se enfrente a las iglesias y al Estado haciéndolos reco-nocer sus errores y culpas para lograr su colaboración. Una decisión del Estado sin la total comprensión y colaboración de todos los habitantes sería un desastre.

–Pero, doctor Timgen –insistía Mary–, explíqueme cuál es el comporta-miento que desaprueba, pero antes explíqueme qué quiere decir “Island Bliss”; no robamos, sólo somos algo chismosos, eso sí, casi toda la pobla-ción pertenece a una de las tres iglesias. Todos los que pueden traba-jar lo hacen en Panamá, en las goletas o en las islas. En San Andrés, con los cocos y las verduras, y ahora en la construcción del Palacio del Intendente, la casa de los policías, el colegio para varones, la calle de North End. Aquí, en Providencia, con el ganado y las frutas, y en el colegio para niñas. Bueno, acepto que los hombres no se limitan a una familia oficial y abundan los hijos por fuera del matrimonio, pero de eso no puede usted hablar; además, la población está siempre dispuesta para ofrecer ayuda en caso de necesidad, ¿qué más se puede exigir, doctor Timgen?

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–Mary, jamás trataré de cambiar tu manera de pensar. Creo que te haría mucho daño. Lo que tienes no solamente es herecia cultural, creo que también es genética. Y con “Island Bliss” quiero decir “La felicidad de las islas”, pero una felicidad sin una base firme.

–No entiendo.

–Mary, a tus abuelos, a la vez que se les infundía el temor a Dios, se les trazó cierto tipo de vida y la siguieron sin protestar. Claro, no podían comparar porque estaban en una isla adonde no llegaba la influencia de tierra firme. Pero la realidad en el mundo dista mucho del desarrollo de vida de las islas, donde todo es inmediato y exigente. Existen planes para el presente y el futuro, competencia, y hay que aprender a manejarlos. Birmington ofrece la fe como remedio inmediato y una vida mejor des-pués de la muerte. Lo que su reverendo no recomienda es que la actual vida debe ir acompañada de acción individual de trabajo, de planes. Dicho de un modo más sencillo: a la población se le enseñó a depender de Birmington para todo, y el día que él no pueda ofrecer esa protección tendrán que acudir a otras iglesias o a la política, y eso es a otro precio, un precio que no estarán dispuestos a pagar los unos, y que los otros no sabrían cómo hacer para beneficiarse. Y tú sabes bien quiénes son los que están en Panamá. Ellos no volverán si pueden llegar a los Estados Unidos. Y los que deciden volver es poco lo que pueden aportar. Lo que no entiendo es –Timgen hablaba para sí–: si los puritanos que llegaron a estas islas en 1629 eran gente educada, de una clase social alta, tra-bajadores, ambiciosos, optimistas y con espíritu de independencia, por qué lo único que lograron perpetuar entre sus descendientes, además del idioma, fue la endogamia.

–¿Endo qué?

La miró, y dudo sobre la explicación:

–Los matrimonios o uniones entre familiares.

–Doctor Timgen, me voy, que tenga usted una feliz noche.

–Tú también, Mary, no dejes que mis observaciones te perturben, man-tén la misma inocente percepción de la vida. Con su belleza tendrás siem-pre un hombre que vele por ti.

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Mary lo miró entrecerrando los ojos tratando de comprender sus pala-bras. ¿La estaba insultando?

Timgen despidió a Mary en el balcón de su casa y se dirigió después a una de las mecedoras que estaban colocadas de manera que pudiera observar todos los acontecimientos de Town.

Recogió del piso un libro de poemas de Henry Longfellow y leyó varias veces una estrofa del poema “Resignation”, y pensó, “Lo anotaré, es lo que quisiera dejar en mi tumba”. Luego de leer hasta que la luz de la tarde lo permitió, se levantó y se acercó a la mesa donde había una lám-para y una linterna de kerosene y prendió la primera. Se pasó luego al gramófono y puso en el aparato uno de los dos discos que tenía, regalo del padre John en la última Navidad que pasó en la isla, luego de la cual falleció en un hospital de Panamá. Dio vueltas a la clavija del aparato y colocó la aguja en el disco.

Volvió al balcón, se sentó en la mecedora y dejó que las notas del Adagio en G Menor de Tomaso Albinoni llevaran sus pensamientos a valles y montañas parecidas a Providencia pero lugares donde el tiempo ya había discurrido por siglos, mientras Providencia exhibía sin temor una virgi-nidad conservada en todos los aspectos. Al terminar esa pieza, puso el Impromptu #3 en C Mayor Opus 90 de Schubert, pero, como siempre, no terminó de escucharlo: esa pieza le producía una excesiva tristeza. La misma nostalgia que la “Ständchen” de Schubert le producía en su juventud.

Había decidido que no hablaría más con Mary sobre lo que él había denominado “Island Bliss”, decisión que había tomado también con los sacerdotes. Ellos, junto con los ministros protestantes, habían sembrado la semilla, y el comportamiento de Mary y su gente eran el resultado.

Seguiría dejando sus observaciones en los cuadernos. Entre otras cosas, estos cuadernos que le había regalado el padre José habían sido envia-dos por el gobierno de Colombia para ser repartidos en las escuelas… El gobierno central, otro indiferente de lo que estaba sucediendo en las islas y que, sin saberlo, terminará siendo el gran culpable.

De pronto, allí estaba ella de nuevo, como si algo se le hubiese olvidado. Antes de expresar la razón de su regreso, Timgen le preguntó:

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–Mary, ¿qué haces en San Andrés en los días que no necesitas estar al lado de la cama de una parturienta o en espera de que te llamen?

Ella respondió caminando hacia el balcón:

–Como recordarás, tengo un marido, una hija, un hijo y una casa grande que atender.

–¿Y Pedro Afortunado qué hace ?

–Pedro es policía de monte –y se quedó mirando la bahía de Providencia y sin mirar a Timgen le dijo por primera vez–… A Mary la tuve a los trece años, me casé con Pedro a los catorce y mi hijo me llegó a los quince.

–¿Cúantos años tiene Pedro Afortunado?

–Cincuenta y cinco.

–¿Y cúantos años tienes tú, Mary?

–Yo, treinta y cinco, ¿y usted, doctor Timgen?

Timgen, algo indeciso, respondió:

–Creo que sesenta y tres.

–¿Y cuántos años lleva en Providencia?

–Veintitrés.

–Toda una vida –dijo ella.

Y él respondió:

–Una segunda vida.

–¿Y cómo era la primera?, ¿me cuenta?

–No sabría cómo, de cualquier modo sobrepasa tu realidad.

Mary insistió, con voz implorante:

–Relátemelo, yo tengo buena imaginación. Por ejemplo, todo lo que cuenta la Biblia me lo puedo imaginar.

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–¿Todo, Mary?

–Sí, todo.

Timgen mirándola pensaba: “A quien más que a ti, Mary, podría yo con-tar lo que han sido estos veintitrés años. Aunque tengo que reconocer que, sin saberlo, tú me devolviste la vida en los últimos quince. Nunca se me olvidará cuando de joven llegaste solicitando que te enseñará el oficio de partera. Cuando yo mismo no sabía y por eso me había tocado acudir a Joséphine, Anna y Joséfa. Desde entonces no has salido de mi vida”.

A veces se preguntaba por qué había esperado quince años si, desde que la conoció, sintió por ella lo que no había sentido por ninguna otra mujer. Estaba tan acostumbrado a no mendigar atención femenina que no sabía cómo hacer cuando una mujer como Mary le interesaba y ella, sea por su religión, su sentido de la fidelidad, su carácter o su crianza, no demostraba el menor interés en él como hombre. Ahora, con sesenta y tres años, el único consuelo que tenía es que Mary le había contado que su madre se había casado con su padre estando ella de dieciséis y su padre de setenta y se había dado cuenta de que Pedro Afortunado le llevaba veinte años a Mary.

Y siguió dirigiéndose a ella:

–Aquí el alma vive en paz. No hay preocupaciones y, si las hay, es porque uno las ha provocado. Lo único que falta en esta privilegiada paz es bue-na música, la música que merece la historia del lugar y todo lo que ha transcurrido en él.

Mary observándolo dijo:

–Yo tengo dos discos; uno se llama “On the Beautiful Blue Danube” y el otro Libebes… algo así, pero como no tenemos aguja para el gramófono no los hemos puesto.

Timgen, algo sorprendido, le preguntó:

–¿Y dónde conseguiste “On the Beautiful Blue Danube” de Strauss y “Liebestraum” de Liszt?

–Mi hermana Jane, la que se fugó con el capitán del barco, me los mandó.

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Sí, ahora recordaba que alguien le había contado que una hermana de Mary se había lanzado al mar y nadó hasta un barco que llegó a la rada del Cove en San Andrés. Y salió con ellos de la isla.

–Mary, te regalaré agujas para tu gramófono, pero te voy a pedir que cada vez que escuches esos discos en San Andrés te acuerdes de mí. ¿Me harías ese favor?

Mary respondió:

–Para eso no son necesarios los discos. Pero dime, ¿son canciones?

–No, Mary, el primero es un vals, que es música para bailar, y el otro lo compuso Liszt especialmente para una mujer. Si pudiera, te enseñaría a bailar el vals; me fascinaría bailarlo contigo.

–¿Y qué tanta diferencia hay con el modo con el que bailamos acá?

–Mary, bien se ha dicho que el vals es la forma más directa de expresar sensualidad; es una música llena de pasión, deseo, ternura y belleza. Es irresistible. No tiene comparación con esos raspados en el piso al son de tambores.

–¿Y usted, doctor, lo bailó mucho?

–Sí, Mary, mucho.

Y de inmediato Mary preguntó:

–¿Y cuándo me contará sobre esa vida?

–Mary, ojalá pudiera, pero ya te he dicho: la verdad de mi vida no tiene cabida en la realidad que te han fabricado.

Mary se quedó en silencio como buscando un tema de conversación mientras entraba de nuevo en la sala; luego se acomodó en una silla con claras muestras de que había encontrado una nueva pregunta para él.

–Doctor –dijo Mary–, ¿a usted por qué no le gusta la vida religiosa casi puritana de las islas?

–¿Puritana, Mary? La vida en estas islas sólo es puritana según sus con-

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veniencias. Es algo en que siempre he pensado. Las religiones actuales lograron cincelar en la vida de la población todas las costumbres purita-nas menos una...

–Entonces, doctor Timgen, usted está diciendo que no vivimos como puritanos.

–Solamente en lo que les conviene.

–¿Y cómo vivían los puritanos? En las islas todos dicen que heredamos nuestro comportamiento de ellos.

–Mary, ¿usted sabe quiénes eran los puritanos?

–Según mi abuelo, gente muy religiosa, buena y trabajadora que vino de Inglaterra y que vivió en las dos islas pero que fue expulsada por los españoles por practicar la religión protestante. Entonces los que pudie-ron volver vivieron por más de cien años sin Dios y sin ley hasta que llegó Birmington y los adventistas. Después llegaron los sacerdotes que trajeron la religión católica. Y nadie volvió a practicar la religión de los puritanos. Mi abuelo dice que es una lástima; de no haber sido por los españoles, nosotros seríamos súbditos ingleses.

–¿Y qué sabes de Inglaterra, Mary?

–Todos mis libros de colegio fueron traídos de Inglaterra, y decían “ROYAL PRIMER T. Nelbon & Sons Ltd. London”.

Timgen tomó un grabado que tenía el mapa del mundo y le indicó a Mary dónde quedaba Inglaterra y dónde quedaría Providencia si lo hubiesen colocado en el mapa.

Entonces Mary dijo:

–Los puritanos hicieron lo mismo que usted: se cansaron de Inglaterra y se vinieron para Providencia.

–No exactamente –respondió él–. La venida de los puritanos a Providencia y la mía no tienen comparación.

–¿Cúal es la diferencia?

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–Yo llegué obligado por las circunstancias sin la posibilidad de retroce-der; ellos escogieron el lugar y estaban libres de recoger sus pasos.

–Mi abuelo dijo que eran personas muy distinguidas de Inglaterra.

–Sí, los que se ofrecieron a la aventura y muchos de los que decidieron venir; te contaré: En 1629… ¿Mary, eres capaz de imaginar a Providencia en esas épocas?... bueno, en 1629 un grupo de personas importantes de Inglaterra, que se denominaban puritanos porque estaban inconformes con la iglesia católica y con los cambios en la nueva iglesia de Inglaterra, decidieron buscar un lugar dónde vivir de acuerdo a los preceptos de la Biblia. Al mismo tiempo, este lugar, que se llamaba en ese entonces Santa Catalina, sería la cabecera de una gran colonia de puritanos en Centroamérica donde con la siembra de insumos para la industria textil y médica lograría estabilidad económica para Inglaterra. La compañía que se formó, según tu abuelo, de socios muy importantes o distinguidos se llamó The Providence Island Company. Estas mismas personas, diez años después, fueron los responsables de la dirección de la guerra civil en Inglaterra.

–Y doctor, ¿usted cómo sabe todo eso sobre los puritanos?

–Lo descubrí antes de emprender mi aventura por el Caribe.

–¿Y por qué dice usted que llegaron a Santa Catalina, luego no pasaron de esa isla?

–Mary, no había división entre las dos islas, no estaban separadas y se llamaba Santa Catalina y ellos le pusieron el nombre de Providencia.

–¿Y quién dividió las islas?

–Creo que fue el huracán de 1818; unió los dos lados del mar y logró hacer parecer como si estuvieran separadas cuando en verdad, como tú sabes, se puede caminar de la una a la otra sin problemas. Entonces, cuando lle-garon los españoles, siguieron llamando a la isla “Santa Catalina”, pero los puritanos que regresaron y poblaron la parte grande, donde estamos ahora, siguieron llamándola “Providencia”.

–Entonces, doctor, ¿hasta cuándo estuvieron los puritanos en la isla?

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–Como puritanos, estuvieron de 1629 a 1641. Pero en 1636 se convirtie-ron en corsarios, con un permiso que el rey Carlos I de Inglaterra firmó el 21 de diciembre de 1635 bajo el pretexto de que la isla no producía suficientes recursos para sostenerse y la actividad de corsarios debilitaría el envío de riqueza para la guerra de los Habsburgos o de España con Inglaterra. Entonces se convirtieron en el terror del Caribe. Eran cor-sarios para Inglaterra, y piratas para España. Y España, cansada de los saqueos y la quema de sus embarcaciones, en 1641 atacó Providencia y logró sacarlos llevando la gran mayoría a tierra firme en Centroamérica. Según parece, algunos de ellos o de sus descendientes volvieron a la sali-da de los españoles, se apoderaron de estas tierras y se inició de nuevo la comunidad de las islas, y tú, Mary, eres descendiente de estos puritanos piratas.

–No le entendí nada, pero sus hijas también son descendientes.

–Así parece… El primer poblado que iniciaron los puritanos se ubicó en lo que es hoy Old Town y se llamó New Westminster. Y el primer gobernador de la isla fue Phillip Bell; y el primer pastor o ministro de iglesia, Lewis Morgan. Ellos trajeron los primeros esclavos; la mayoría los consiguieron atracando las embarciones que los traían del África para Jamaica y las otras islas. Con el ministro Lewis Morgan, tuvieron muchos problemas y terminaron desterrándolo de la isla.

–¿Y la cabeza del pirata Morgan en Santa Catalina?

–Es un mito –respondió Timgen–. Los colonos puritanos prácticamente pidieron la cabeza de Lewis Morgan y creo que de allí recibió el nom-bre la montaña. El pirata Henry Morgan sí utilizó las islas para atacar a Panamá, pero más influencia tuvo el otro Morgan.

–¿Y fueron ellos los que obligaron a los negros esclavos a vivir en Bottom House?

–Colocarlos en Bottom House para vivir era cuestión de necesidad. Ellos iniciaron huidas al lugar que se llamaba entonces “Palmeto Grove”. Ten en cuenta que Old Town y Bottom House son los lugares más planos de la isla, por lo tanto al dejarlos allá evitaban tener que llevarlos por mar todos los días a trabajar en los sembrados. El nombre de Bottom House llegó mucho después, con los nuevos colonos.

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–Dime entonces –dijo Mary–, si dices que no vivimos como puritanos, ¿qué nos quedó de ellos?

–El idioma inglés, Mary, aunque bastante influenciado por el ambiente en el acento, el tono y la pronunciación, y la mezcla del inglés con los dia-lectos africanos; las frutas que ahora se cosechan; costumbres en la comi-da como el pan horneado en ollas y con leña; los Journey Cake; el Duff que comes en Navidad; el bonnyclabber o vanyclever, como dicen aquí; el modo providenciano de elaborar la mantequilla y el queso; el pescado salado; el té de las cuatro; el pasto para la fiebre; la menta; el condimento “basíl” que ustedes llaman “bazcli”; el café que aquí llaman “Piss a bed caffe”; muchas de las plantas que trajeron los puritanos aún existen como monte en las islas. El bread fruit no lo trajeron ellos, llegó de Jamaica en el siglo XVIII, pero la yuca, los plátanos, la batata fueron traídos para ali-mentar a los esclavos. El Hog Apple como purgante y alimento de cerdos. Las yerbas que utilizan para los baños de los enfermos. Socialmente lo único que ha quedado es la costumbre de los matrimonios entre familia-res, aunque la poligamia y la poliandría no se permitían. Los puritanos castigaban severamente la flojera; la consideraban la madre de todos los vicios. En segundo lugar la intemperancia.

–Doctor –dijo Mary ansiosa–, explique eso de poli… qué y de intem… qué.

–Poligamia es que no se le permitía al hombre tener varias mujeres sin matrimonio y la poliandría de que tampoco a la mujer se le permitía tener varios hombres. Y con la intemperancia me refiero a que el alcoho-lismo era severamente castigado.

–¿Y el Rondown y los cangrejos, el Bami, y el almidón, el Sorél y el Bush rum? –preguntó ella.

–Eso vino de los esclavos africanos. En Inglaterra no hay cocos. Y los can-grejos en Inglaterra son de mar. Aquí no comen los de mar, según parece les gustan más los negros de tierra. Todo lo que se hace con el maíz y la yuca, como el pan, los dulces, el posole y el ron de monte lo trajeron los indios misquitos que visitaban.

Timgen, cambiando la conversación, le dijo:

–Mary, el otro día me regañaste por no atender partos, y, según tú, les

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haría bien lo contrario. Explícame tú la razón.

–¡Ah! –dijo Mary sorprendida–, como dice mi madre: “La vanidad nunca muere”.

Timgen pensó, “¿Vanidad, Mary? Qué bueno que no puedes ni imaginar la vanidad, las pompas y privilegios de mi doloroso pasado, una verdad que difiere tanto de la realidad que te parecería una mentira o una fan-tasía de mi mente”.

Timgen insistió:

–¿Qué me estás diciendo, que sólo las parturientas estarían conscientes de lo que dices?

–Absolutamente no –dijo ella–. Todas las mujeres de la isla dicen “What a good looking man is doctor Timgen!”. Pero también se han dado cuen-ta de que las dos mujeres, sino las tres que han trabajado con usted, han tenido hijos suyos, lo cual me hace pensar que es mejor que siga diagnos-ticando por escrito.

–Mary, Mary –dijo Timgen–, ¿y tú?, ¿qué pensarán de ti en mi compañía? Te veo muy poco, pero pasamos bastante tiempo juntos, lo suficiente para proponerte lo mismo que a las otras. ¿No tienes miedo?

–Nooo –y el “no” de Mary fue rotundo.

–¿Y por qué estás tan segura de que no lo haría?

–Porque nunca lo has hecho.

Timgen algo sorprendido preguntó:

–¿Cómo?

–Es decir, usted nunca propone, se sabe, y no necesito hacerlo.

–Mary, ¿y cómo sabes eso?

Mary haciendo una mueca de indiferencia:

–Aquí todo se sabe.

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–Mary –dijo Timgen–, ¿así que no te preocupa lo que dirán por tus visi-tas a mi casa? Tus visitas por un tiempo prolongado pueden incitar a las habladurías, que no me importarían si fuesen ciertas, pero no estoy dispuesto a recibir la condena sin haber pecado.

Mary se levantó de inmediato y mientras salía por la puerta dijo:

–No se preocupe, doctor, le aseguro que nadie inventaría que Mary Anne Maynard se dejaría conquistar por el doctor Herman Timgen, yo agoté desde los trece años todo el espacio para chisme y escándalos en mi vida –y salió caminando hacia la puerta, bajó por las escaleras del segundo piso y por último por las que daban a la calle. Al final volteó a mirar la casa y, viéndolo parado en el balcón observandola, le gritó:– Necesito nombres para los otros tres por nacer.

Timgen, elevando un poco la voz, dijo:

–Peter, Elizabeth, Joseph… repítelos si llegan mellizos.

Mary dio las gracias y siguió su camino guiada por los ojos de Timgen.

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Timgen se sentó en su mecedora completamente aturdido por las res-puestas de Mary. ¡Cómo le hubiera gustado demostrarle que sí sabía pro-poner y más cómo lograr lo que deseaba sin proponer!, pero el lugar que Mary había llegado a ocupar en su corazón no lo podía marchitar de esa forma. Además, a ratos sentía que ella necesitaba de él algo más que una relación de colegas pero no estaba seguro, y, como había dicho ella, nunca le había tocado demostrar interés por una mujer ni estaba acostumbrado a coquetear. Al parecer con Mary tendría que cambiar. La intención lo desvelaba y pensaba: “Si la quiero, ¿por qué no se lo puedo decir? Mary, Mary, me haces pensar y siento que todo estará bien, pero ¿qué me detiene?, ¿será la necesidad de ser sincero por primera vez en mi vida? Sí, Mary, contigo quiero ser sincero, pero estoy seguro de que tú, Mary, no sabrías manejar esa verdad”.

En el camino a casa Mary se encontró con Mr. Bob, el diácono de una de las iglesias, quien la saludó y le preguntó hasta cuándo calculaba su estadía en Providencia, a lo que ella respondió:

–Hoy salí de uno de mis encargos; me faltan tres, pero estoy segura de que para octubre estarán de vuelta Miss Joséphine, Grace y Joséfa. Creo

CAPÍTULO V

The farther the distancethe better the acquaintance

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que volveré a San Andrés en la primera goleta de noviembre.

–¿Y cómo encontró al doctor Timgen?

–Como siempre: dedicado a su trabajo.

–Dime, Mary, ¿qué te ha comentado con respecto a sus dos hijas?

–Nada –respondió ella–, ¿qué podría comentarme?

–Pues si piensa casarse con alguna de las madres.

Mary arqueó las cejas sorprendida. Aunque no sabía la razón, jamás se le ocurrió que Timgen pudiera casarse con una de ellas. No había ningún impedimento social para esto y las dos venían de familias muy cristianas, pero había algo en el comportamiento del doctor Timgen que no permi-tía imaginarlo casado con ninguna mujer de las islas.

–No, pastor –respondió ella–, es un tema que él no ha tocado conmigo.

–Pues –siguió Bob– si llegas a tener la oportunidad, no dejes de tocarlo, las dos eran de mi iglesia y me gustaría que por lo menos a una la convir-tiera en una mujer decente.

Mary sonrió y dijo:

–Le preguntaré si llega la oportunidad. –Y pensó que quería salvar a una y que la otra se fuera al infierno. ¿Cuál escogería? En eso sí le ganaban los puritanos, ellos hubieran permitido que se quedará oficialmente con las dos. Las dos se salvarían de la condena de la sociedad y el infierno.

Pasó una semana ayudando a Miss Nelly en casa y anotando las conver-saciones que había sostenido con el doctor Timgen y que no se atrevía a comentar con nadie. No lo volvió a visitar, pero pensaba constantemente en él y desde la casa lo observaba cuando se paseaba por el balcón de su casa, cuando se sentaba en la mecedora a leer, cuando observaba a través de sus binóculos el horizonte o hablaba con Zocam Dios sabe cómo, pues Zocam era sordomudo de nacimiento y lo poco que entendía era en el dialecto de la isla, pero, según le había contado el doctor Timgen, lo

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empleó desde su llegada a la isla, cuando Zocam tenía veinte años.

Cuando ya llevaba quince días en la isla, recibió una invitación de los Archbold para pasar unos días en South West Bay y decidió aceptarla tratando así de poner distancia entre su corazón y el doctor Timgen. Sabía que estaba enfrentada a una situación que ella no sabía manejar. Además, en Bottom House tenía una paciente y le quedaría muy cómo-do evitar realizar un viaje de urgencia, en canoa o a caballo desde Town, en cualquier momento, sea con sol, con lluvia o durante la noche, que en Providencia sin duda era más negra, y los acompañantes que, como acostumbraban, le gritarían anécdotas sobre fantasmas que habitaban en determinados sectores del camino. No, ella no creía en fantasmas, pero tampoco le gustaba escuchar siempre las mismas historias.

Se sintió bien recibida en casa de los Archbold. Aunque ellos eran adven-tistas y ella católica, fuera de algunas observaciones sobre la costumbre católica de adorar a la madre de Dios y los servicios en latín que nadie entendía, no hubo más comentarios.

En la madrugada del quinto día de su visita, escuchó el pregonero que cabalgando anunciaba la muerte de alguien en Bottom House. Nunca le gustó ese nombre –“Bottom House”– y se preguntaba por qué lo acepta-ban los que vivían alla. Se sabe que el lugar originalmente era Palmetto Grove y que los colonos del siglo XVII y XVIII fueron los que decidieron llamarlo Bottom House cuando decidieron obligar a los hijos y a los nie-tos de esclavos a que se imitaran únicamente a ese lugar. Esos anuncios siempre la inquietaban. En cinco ocasiones le había tocado ser la primera testigo de la muerte de una de sus pacientes por hemorragias que no se pudieron contener. Y eso no se olvidaba… Había comentado con el doc-tor Timgen las situaciones en que se había visto envuelta, pero de nada le había servido, él simplemente decía, “Esas cosas suceden y seguirán sucediendo”. El doctor Hymans, en cambio, le había dicho que una de las causas era la prevalente anemia en las madres de las islas.

Al tercer día, no bien había compartido el desayuno de leche, recién ordenada para su café, huevos y Bread Fruit fritos, llegaron a buscarla. Miss Minca había despertado con dolores después de escuchar la noticia

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de la muerte por el pregonero. No fue mucha la demora: para el almuerzo ya había nacido otro habitante de Providencia. Teniendo en cuenta que obtenía bastante ayuda de madres, tías, primas y amigas, decidió volver a Town. Le faltaba solamente Miss Nelly y Miss Cressida, y, no lo podía evitar, ansiaba la compañía del doctor Timgen. Ya no bastaban los recuer-dos; ella necesitaba estar físicamente a su lado.

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Como siempre, Mary se justificó a sí misma su visita a Timgen para infor-mar sobre su trabajo. Tan pronto entró en la casa, él dijo antes que ella:

–Buenos días, Mary, cómo dirían en las islas “Your rigging is ship shape” –un inesperado elogio a su vestimenta: un pantalón largo, costumbre que ella impuso en Providencia, una camisa de manga larga que recibió de su hermana Jane y que usaba para montar a caballo. Tanto en San Andrés como en Providencia, vestirse con pantalones y no cabalgar de medio lado hacía que la gente levantara las cejas.

Le sorprendió el elogio de Timgen y lo único que pudo responder fue:

–Gracias, según veo, usted copia fácilmente el modo de hablar de la isla. Para una persona que no nació aquí y no sabe nada de mar, es extraordi-naria la facilidad. Esas son expresiones de marineros.

A lo que él respondió:

–No se sabe cómo ni cuándo esta isla y sus costumbres te van cambiando sin dolor y sin cobro. –Y siguió– Según parece, tu regreso a San Andrés será más pronto de lo que pensabas, es decir, si aparece una goleta. ¿Y cómo te fue en Bottom House?

–Muy bien.

CAPÍTULO VI

La medicina de los puritanos

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–Dime –preguntó él–, ¿qué tanto hablabas el otro día con el diácono Bob? Si se puede saber…

Ella se limitó a decir:

–Él quería saber hasta cuándo estaría en la isla y cómo estaban mis pacien-tes… Dígame, doctor, ¿quién escogió el nombre de sus hijas?

–Sus madres.

–¿Y quién atendió a Joséfa en el parto?

–Joséphine.

–¿Y quién atendió a Joséphine?

–Joséfa.

–Increíble, dos parteras atendiéndose para traer al mundo las hijas del mismo hombre.

Timgen la miró, sonrió y dijo:

–Mary, estamos en Providencia, donde todo es posible. Utópico.

–¿U… qué? –preguntó ella.

–Diferente, posible, único.

–Así parece. –Y luego ella añadió– Yo he estado muy ocupada, doctor, ¿usted qué trabajo ha tenido durante estos quince días?

–Ninguno, Mary, me dedique a pensar en ti.

–¿Y qué pensó sobre mí?

–Que me hacías falta, que no bastaba recordarte, que te necesitaba físi-camente a mi lado.

Después de lo dicho, los dos terminaron riendo.

–¿Tengo una curiosidad, doctor?

–¿Sólo una Mary? Yo creo que son varias, pero te escucho.

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–¿Cómo hicieron los puritanos para atender los enfermos?

–Fueron muy precavidos –dijo Timgen–: trajeron boticarios que sabían todo sobre yerbas y barberos para las contusiones, el sangrado y las ampu-taciones; además trajeron parteras (la primera se llamó Dorcas Horsham) y muchas yerbas; la creencia en medicina natural era igual que ahora. La medicina en la isla no era muy distinta a los conocimientos que tenemos hoy.

–Bueno –dijo ella–, es suficiente sobre medicina, pasemos a la histo-ria, ¿por qué siendo un territorio tan pequeño los puritanos decidieron ponerles dos nombres a las dos islas si dices que estaban unidas?

–Como te dije anteriormente, estaban unidas y se llamaban Santa Catalina y San Andrés. Cuando llegaron los puritanos, ellos los cam-biaron a Providencia y Henrietta. Cuando llegaron los españoles, se siguió llamado Santa Catalina y cuando volvieron los puritanos y el mar había separado algo a la otra isla decidieron ponerles Providencia y Santa Catalina.

–Y, doctor, ¿usted qué encontró en Providencia distinto a San Andrés que lo convenció vivir en esta isla y no en la otra?

–La distancia, la ubicación, la topografía… Y el silencio –y pensó, “and the almost uncharted waters”.

–¿La topo… qué?

–Las montañas. Además, en San Andrés me hubiera tocado ser goberna-do por Birmington y no estaba dispuesto a eso. Y algo más, me sorpren-dió y me agradó la cantidad de mujeres viviendo en la isla. Hasta que descubrí la razón, pensé que era una isla de mujeres.

A lo que ella dijo:

–Increíble, a diferencia de San Andrés, los hombres de Providencia están trabajando en Colón o como marineros abordo de una goleta. Los de San Andrés en tierra y ahora los trabajos que ofrece el gobierno. Muy pocos han decidido lanzarse al mar y menos aventurarse a tierra firme.

–Mary, Mary, sabes bien la razón –le dijo Timgen–. Ninguno sale de las islas a recibir humillaciones sin necesidad.

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No bien habían terminado de hablar sobre los puritanos cuando llegó Zocam, completamente alterado tratando de explicar algo. Timgen le pre-guntó:

–¿Dónde?

Y él los hizo mirar hacia el muelle, donde había una cantidad de gente reunida, la mayoría mujeres. Mientras miraban tratando de averiguar el motivo de la aglomeración, llegó Johnny, un empleado de la alcaldía, para avisarles que los necesitaban con urgencia en el muelle.

–¿Para qué? –preguntó Timgen.

–Un pescador se quitó la mano con una bomba.

Tanto Timgen como Mary se miraron y salieron hacia el lugar. Mary le preguntó:

–¿No vas a llevar el maletín?

–No tengo uno –respondió–. Veamos qué pasó y lo decidiremos.

CAPÍTULO VII

Sorpresa en la emergencia

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Mary estaba nuevamente confundida con esta respuesta. Ninguno de los tres médicos de San Andrés hubiera dejado su maletín para visitar un enfermo o asistir una emergencia.

Sobre el muelle, una construcción hecha de troncos de árboles como postes enterrados en el lecho del mar y cubiertos arriba igualmente con troncos desbastados de diámetros más pequeños, estaba acostado uno de los hombres que después de años de trabajar en la zona del Canal de Panamá había vuelto y con sus ahorros había construido su casa y se había dedicado a la pesca. Mary lo conocía: su primer hijo nació en San Andrés y ella atendió a su esposa Miss Florine.

La que se arrodilló ante Albert, el hombre accidentado, fue ella. Y de inmediato, sin esperar instrucciones de Timgen, revisó la herida y se dio cuenta de que la mano parecía estar enteramente destrozada y sangraba bastante, a pesar de que alguien había amarrado en la muñeca un pañue-lo. Pidió agua y lavó la herida. Miró a Timgen, que seguía parado miran-do como cualquier espectador, y le preguntó:

–¿Qué opina, doctor?

A lo que él respondió:

–Iré a casa y te enviaré las instrucciones. Mientras tanto, que le den leche con brandy. En ese momento apareció Hoy, el alcalde, y dijo:

–Llévenlo a la cárcel.

–¿Por qué? –preguntó Mary.

–Porque está prohibido pescar con dinamita y ya me habían informado que los disparos que escuchabamos cuando él salía a pescar eran dinami-ta pero no lo podía comprobar. Seguramente aprendió algo en su trabajo en Panamá con la construcción del canal. Se sabe que fue mucha la dina-mita que se utilizó.

Todos se quedaron en silencio mientras colocaron al herido en una tabla y con su compañero los llevaron a la cárcel.

Timgen dictó el remedio al mensajero Johnny (hacer una pasta de bicar-bonato de soda y colocarlo en la herida). Mary siguió las instrucciones y

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dejó al herido en manos de familiares y amigos.

Mary iba a verlo todos los días y, después de las visitas, se dirigía de inmediato a la casa de Timgen para contarle sus observaciones, que él escuchaba sin hacer comentarios. Ella le contaba que seguía con fiebre y no había mejoría. La mano había tomado un color oscuro y seguía muy inflamada.

Inclusive le comentó a Timgen que ella había visto algo parecido cuando un poste del alumbrado público que estaban instalando en San Andrés se había caído sobre el pie de uno de los panyas y el doctor Francis tuvo que amputarlo hasta la rodilla cuando lo invadió la cangrena. La expre-sión de Timgen ante su relato la confundió, tal parecía que ella hubiera contado un disparate. Timgen desvió la conversación diciéndole que los puritanos habían traído muchas plantas medicinales a la isla y que ella o alguien interesado en la medicina debería descubrirlas para bien de los pobladores.

No bien terminaron de hablar, apareció el alcalde Hoy. Después de salu-dar le dijo a Timgen:

–Doc, necesito que vaya y mire a Albert; creo que vamos a tener que amputarle parte del brazo. Aunque, usted, que es el médico, dirá.

Timgen lo miró y dijo:

–Yo no puedo hacer eso.

–¿Por qué?, acaso no es una práctica común cuando comienza la cangre-na, que es lo que parece.

Timgen caminó hacia el interior de su casa y dijo:

–No lo haré.

A lo que Hoy respondió:

–Doctor, usted lo hará, y hoy. Se lo exijo como alcalde. Allá lo espero –y bajó corriendo las escaleras.

Timgen, mirando a Mary, dijo:

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–Usted lo vio hacer en San Andrés, así que tendrá que ayudarme.

–Claro –dijo ella, aún sorprendida por el intercambio de palabras entre Timgen y Hoy.

Cuando llegaron a la cárcel, que se encontraba en el primer piso de la alcaldía, no encontraron al enfermo, pero de inmediato les informaron que lo habían llevado cargado al inodoro que estaba instalado al otro lado del camino sobre el mar.

Al regreso, Mary hizo que lo colocaran sobre una mesa y, después de lavarle la herida de la pasta de bicarbonato que llevaba días colocándole y secar el sudor frío que bañaba la frente de Albert, Mary limpió la heri-da con yodo hasta más allá del codo, el lugar donde ella pensaba que Timgen cortaría. Pidió brandy para darle, y Albert se lo tomó de un solo sorbo; escuchó de las mujeres presentes que Albert era un cristiano y no deberían darle bebidas embriagantes. Mary las oyó y, de reojo, miró a Timgen. Se sorprendió de encontrarlo más blanco que su color original y decidió “Esto lo haré yo”. Solicitó que una persona se parara detrás de la cabeza y le tomara por los hombros y brazos, y que otra persona le agarrara las piernas. Tomó de la bandeja que Timgen había puesto los intrumentos, con tiempo suficiente para compararlos con los del doctor Livingston (que había traído a las islas un equipo, según él, de la mejor marca, y, en cualquier caso, la cantidad, los usos y la brillantez del metal impresionaba). Después, sin mediar palabra, tomó la botella de clorofor-mo y, empapando un pedazo de algodón, lo pasó varias veces por la nariz de Albert hasta dormirlo. Tomó después el elástico que había servido de torniquete y lo puso en el brazo arriba del codo. De inmediato cortó la parte alrededor del brazo como a la mitad del antebrazo y seguidamente, sin detenerse, cambió de instrumento, cogió la pequeña sierra y serruchó el hueso. Colocó nuevamente yodo en la herida y lo tapó. Puso una asti-lla entre el torniquete y el brazo y lo fue sacando poco a poco, pero no del todo, hasta asegurarse que la sangre había coagulado, aunque inicial-mente había perdido mucha sangre. Albert fue despertando y ella solicitó más brandy, esta vez con huevo crudo y leche. Se quedó con él y lo dejó acostado sobre la mesa toda la noche.

Nadie pensó que la intervención de Mary en la amputación del brazo de Albert había sido por la cobardía o desconocimiento del procedimiento

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por parte del doctor Timgen. Lo que todos los presentes creyeron y lo que contaron después por toda la isla es que Mary ya había aprendido del doctor a practicar cirugías. Contaban que el doctor se había limitado a mirar cómo hacía Mary las cosas y algunos hasta inventaron que la había felicitado, mientras otros dijeron que le había llamado la atención sobre algo. La verdad es que Timgen no salió del cuarto porque no pudo. Cuando trató de salir encontró que la puerta estaba cerrada con llave, lo que el alcalde Hoy tuvo que hacer para evitar la entrada de curiosos.

Mary no vio a Timgen sino dos días después. Ni siquiera le dio las gracias y menos aún comentó o preguntó sobre el paciente. Por un momento, Mary pensó que estaría ofendido por haber tomado ella la delantera en el asunto pero no había duda: él no lo quería hacer o no lo sabía hacer.

En vez de preguntar cómo seguía el enfermo, Timgen inició la conversa-ción después de dar el saludo de la tarde con:

–¿Supiste que la viuda del capitán Roland repartirá entre los treinta hijos la herencia?

A lo que Mary respondió:

–God bless her heart.

–Sabes, Mary, nuevamente mi opinión dista mucho de la tuya.

–¿Cómo podría ser? –respondió ella–. Luego no crees que todos esos hijos tienen derecho, sean legítimos o no.

A lo que él respondió:

–Sí tienen derecho, pero ten en cuenta que el capitán ejercía un com-pleto monopolio sobre todo en la isla. De él son las mejores tierras, sino todas. El ganado que sale siempre era de su propiedad o era comprado a los ganaderos más pequeños; además las frutas, las verduras, el pescado, incluso el transporte estaba en manos del capitán Roland. Él manejaba la economía de la isla. Y si ella reparte, en vez de seguir el negocio o formar una sociedad con los herederos, y cada uno va por su lado con lo recibi-do, Providencia se hundirá. Y no solamente ahora sino por siglos. No es lo mismo 1.500 personas exportando, vendiendo a un solo exportador, que treinta tratando de buscar mercado. La mayoría no tiene idea de los

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negocios, o no los saben hacer o no les importa.

–Doctor –dijo ella–, no estará usted exagerando algo.

–No, Mary, la experiencia me enseñó que los pequeños agricultores y ganaderos, cuando dependen de un solo comprador al tratar de vender sus productos directamente, no siempre obtienen buenos resultados por la falta de experiencia en el mercado, y si es así en tierra firme, me imagino el desastre en una isla. Es lo que traté de explicarte hace días. Birmington y Roland tenían en sus manos la economía de las islas y con la costa de Salamanca ofreciendo cocos y Miss Ethel obligada a repartir Providencia a jóvenes, niños y mujeres sin experiencia o capacidad para seguir en el mercado. Tal vez con el agua bendita en la cabeza de los bau-tizados y la papeleta del voto para los más astutos salvaremos las islas por un tiempo, pero la población aumentará y lo que estamos viendo ahora no será más que agua tibia. Dentro de unas décadas los puestos públicos serán insuficientes; los becados volverán y no habrá infraestructura para emplearlos. ¿Y qué pasará, Mary? Adivínalo.

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–Doctor, hace quince años he querido preguntarle: ¿Cómo ha podido vivir aquí sin la comodidad acostumbrada de otra vida, sin los bonitos restaurantes, clubes, bailes y amigos con educación y mujeres elegantes y bonitas?

Timgen la miró algo sorprendido:

–Mary, ¿cómo sabes o por qué deduces que en mi vida anterior a Providencia estaba acostumbrado a todo lo que dices? y ¿dónde viste todo eso?

–En mi viaje a Colón. Mi hermana vive en la zona del Canal y fui a res-taurantes, clubes, bailes y vi mujeres elegantes y bonitas y hombres como usted.

–¿Y te gustó o te gustaría vivir allá?

Mary se quedó pensando, lo miró y dijo:

–No.

CAPÍTULO VIII

Wine, woman and song

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–Me imagino muy bien tu experiencia, pero personalmente nada de eso me ha hecho falta en Providencia.

–¿Ni siquiera las mujeres? –insistió ella.

Mirándola en la forma que siempre la turbaba dijo:

–Yo sé que por humildad no lo crees, Mary, pero tú eres más mujer que cualquiera de ellas y, lo que es más importante, desconoces ese mundo y esa educación de constante exhibición. Logras atracción con sinceridad. Y tienes una nobleza y elegancia innata que el ambiente isleño trata de opacar. Tal vez lo único que me ha hecho falta en Providencia es la músi-ca. ¡Qué no daría por volver a escuchar una sinfonía de Beethoven!

Mary decidida dijo:

Creo que a usted le hace falta algo más que la música. Lo que más nece-sita usted en Providencia es una esposa.

–Una esposa –repitió él y sonrió, algo nervioso–. ¿Por qué piensas eso?

–Porque no comprendo cómo puede vivir aquí solo, sin tener con quién hablar, y si llegara a enfermarse nadie lo sabría hasta que lo encontrara Sisinet o Zocam. Su única diversión es la ayuda que proporciona a la comunidad, no tiene ni siquiera con quién disgustarse. Muy triste, doc-tor Timgen.

–Mary –dijo él–, no me tenga lástima. Tienes razón, me gustaría tener con quién compartir muchas cosas: la música que escucho, los libros que leo, mis observaciones sobre el futuro de las islas, las noticias que llegan por la radio y las noches de luna. Escuchar sus recuerdos, sanar los malos y darle la felicidad que no ha conocido. Y lo que yo no he conocido pero que Providencia me promete. Amanecer todos los días acompañado. Pero la única mujer que llenaría ese vacío en mi vida pertenece legalmente a otro hombre.

–¿Y quién es ella?

–Mary, prometo que te la presentaré, no volverás a San Andrés sin cono-cerla.

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Mary estaba bastante turbada por la confesión de Timgen, pero trató de cambiar el tema insistiendo:

–No me ha dicho, ¿cómo logro cambiar su anterior vida por esta?, ¿por qué lo hizo?

–Por amor.

Sorprendida, casi gritando:

–¿Amor, por quién?

–Más bien, Mary, ¿a qué? –y cambió el tema como siempre–. Dime, ¿cuán-do vamos a seguir hablando de los puritanos?

–Bien –dijo ella–, ¿cómo era el amor entre los puritanos?

Timgen sonriendo:

–Muy puritano... Mary, ¿te has enamorado alguna vez?

–No lo sé, a veces creo que no –respondió ella–. ¿Y usted?

–Creo que sí.

–¿Y cómo lo sabes?

–Si he podido esperar quince años para sentirme correspondido, debe de ser que estoy enamorado.

Mary se levantó precipitadamente, y se despidió apenas levantando la mano en señal de adiós y salió de la casa.

Timgen se quedó pensando… Mary, Mary, te lo juro, esta vez será con amor y si el mundo llegara a saberlo, que se revuelva en su siempre enor-me capacidad de sorpresa.

Mary, tan pronto llegó a su casa, le escribió a su hermana Jane en Colón y le pidió que le enviara un disco que se llamaba “Sinfonía”. Bajó al muelle y le entregó la carta al capitán Connolly y le solicitó que le trajera la respuesta a Providencia. La goleta “Mary K.V.” salía esa misma tarde para San Andrés y luego de dos días en San Andrés se iría a Colón. Mary

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esperaba recibir respuesta antes de su salida de Providencia. En quince días máximo.

Al regresar a casa, se sintió algo apenada; no había escrito a Pedro y tampoco había alistado la caja con huevos, naranjas, dulces de coco, papaya, ciruela y naranja que le habían regalado. Tenía que reconocerlo, Providencia la envolvía y hacía que se sintiera a miles de millas distancia de San Andrés, tanto en distancia como de sentimiento. Tenía que recor-dar que estaba a sólo cincuenta millas, y allí estaban su marido y sus dos hijos, y que aunque la ceremonia del matrimonio hubiera sido en latín y aunque ella a los catorce años no hubiera entendido nada sobre la religión católica, sabía que se había comprometido a ser fiel y a respetar a Pedro. Y también amarlo. Sin embargo, alguien le había dicho que en ninguna parte de la Biblia se decía que una estaba obligada a amar al marido. Y amar es lo que ella no lograba. Se preguntaba, “¿Qué se siente cuando se ama?”. Y recordaba que la otra palabra era “fidelidad”, la cual descartó de sus pensamientos porque se preguntaba “¿Cómo puedo ser fiel si no siento amor?”. Pues sí, por respeto, supongo. En resumidas cuentas, ella viviría con respeto y agradecimiento a Pedro el resto de sus días.

Ya no faltaba sino atender a Miss Nelly y a Miss Cressida, pero hubiera querido que fuesen diez más, y se preguntaba qué le pasaba. No era el tra-bajo de partera ni eran las buenas atenciones de los providencianos. Le fascinaban las montañas y la vida sin obligaciones hogareñas, pero no era eso tampoco. Reconocía que había encontrado algo en alguien pero, ¿qué era ese algo?, ¿qué recibía del doctor Timgen que nadie más le ofrecía?

¿Qué tenía el doctor Timgen que le faltaba a Pedro? Pedro era un hom-bre atractivo: ella, desde el día que lo conoció, cuando llegó a su casa como inspector de policía para averiguar lo sucedido con ella y el maes-tro y director de la escuela –que toda la isla sabía que había huido a Nicaragua–, de inmediato y a pesar de su dolor y vergüenza pensó que este panya se parecía a la estatua del hombre que habían colocado en el parque en North End y que decían se llamaba Simón Bolívar. Recordó que un día llevaron a los niños de los tres colegios a cantar el nuevo him-no. Y se les dijo que ya no cantarían “God save the King” en memoria de haberse liberado de la esclavitud, sino el himno nacional de Colombia.

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Dios sabe que ella vivía agradecida con Pedro por haberla salvado de la humillación y el dolor y no fue fácil al principio, pero logró dominar la aversión y pudo concebir un hijo de Pedro.

Pero la necesidad que ella tenía de la compañía del doctor Timgen era diferente a cualquier sentimiento conocido en sus treinta y cinco años. Con el doctor Timgen conversaba de religión, de las familias de las islas, de medicina (a veces), de casi todos los temas, incluso de música (aunque a Timgen no le gustaban los himnos de las iglesias y era la única música que ella conocía, y él decía que era una música que invitaba a la depre-sión). Le fascinaba su voz, le fascinaba su forma de dirigirse a ella. ¿Qué tenía la voz del doctor Timgen?, ¿qué la obligaba a escucharlo? No busca-ba las palabras, siempre las tenía. Y cuando él decía “Mary”, ¡sonaba tan distinto!, lo decía en una sola palabra y rápido, no como todos en la isla que dividían el nombre. Con el acento en las dos últimas letras: Ma-ry. Últimamente ella había dejado de saludarlo o despedirse ofreciendo su mano; el contacto en ocasiones la dejaba tan ofuscada que estaba conven-cida de que un día le daría un desvanecimiento y terminaría en el piso a sus pies.

“Pedro, mi fiel Pedro”, pensaba... No hablaba sino del campo, sus sem-brados y sus animales, y eso que había dominado muy bien el idioma de las islas.

En plena batalla con sus sentimientos y deseos, evitó subir a la casa de Timgen, pero al saber que Alexandra había llegado de San Andrés deci-dió vigilar el camino para saber cuándo visitaría al doctor para mostrarle su ajuar. Todos en las islas sabían que el doctor le había regalado cien dólares para que viajara a Colón a comprar su vestido de novia. Y si había llegado era para mostrarlo. Alexandra vivía en San Andrés y estaba próximo a casarse con el dentista panya que había llegado hacía unos seis meses.

Miraban el vestido las dos, y Mary toda embobada con el velo, los zapatos, el ramo y la corona, hecha de esperma. Mary se imaginó a Alexandra con el vestido y el velo. Sin ser una belleza, tenía su atractivo. Debió de here-dar las facciones de sus abuelos, pues en nada se parecía a su mamá, aun-que el exigente comportamiento suyo era muy parecido al de su padre. Llegó con todo perfectamente empacado en una caja que dos parientes

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tuvieron que subir a la casa de Timgen. A pesar de que Alexandra lo visi-taba para que él viera lo que había comprado, Timgen apenas vio abrir la caja se retiró a una ventana a mirar la bahía. Y Alexandra, tan entusias-mada, ni se dio cuenta de que él no reparó en el contenido de la caja.

Se despidió toda apurada diciendo que tenía que ir a Fresh Water Bay a visitar a unos parientes suyos en esa vereda. Ya habían llegado con los caballos, y ella se montó en uno y en la silla del otro colocaron la caja y la amarraron. Acompañaban a Alexandra un primo y dos primas en la caravana.

Alexandra tenía veintitrés años, como quien dice nació en el mismo año de la llegada del doctor a Providencia. Sin que hiciera falta, desde su nacimiento él veló por ella, pues su madre, Anna, fue la primera partera que trabajó con el doctor Timgen. Su marido trabajaba en la zona del Canal.

La madre vivía relatando el amor que Timgen tenía por su hija e incluso contaba que había escogido su nombre y se sabía que había costeado sus estudios en la capital.

Timgen seguía en la ventana mucho después de que la caravana hubie-ra desaparecido, parecía estar contando los pajaros “Man a War” que hacían piruetas sobre la bahía en su constante búsqueda de peces. Mary decidió aprovechar el silencio y dijo:

–¿Doctor Timgen? –este dio media vuelta, sorprendido de que ella siguie-ra allí y de que no se hubiera ido con los otros.

–Sí, Mary....

Mary, mirándolo directamente a los ojos, protegidos detrás de los ante-ojos, le preguntó:

–¿Alexandra es su hija?

–Mary, Mary –respondió sonriendo–, eres la única persona que se ha atrevido a hacerme esa pregunta, a pesar de que no hay un alma distinta de su madre y su padre en Providencia que no lo suponen.

–¿Y cuál es la respuesta?

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Él, sonriendo, le dijo:

–Mary: “Do not become a distributer of the small talk of a community. The smiles of your auditors do not mean respect”.

Mary, sin otro comentario, se despidió. Y Timgen pensó… Mary, Mary, cómo me gustaría desahogarme en tus brazos, mirar tu semblante de sorpresa e incredulidad por todo lo que te contaría, compartir contigo el resto de vida que me queda y escuchar de ti, para consolarte, todo ese dolor que debes de tener guardado.

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Sentado en el balcón de su casa con los ojos cerrados repasaba su llega-da a San Andrés, adonde no había vuelto desde entonces, desde hacía veintitrés años. Recordaba que en la goleta “Vaicarius” había llegado del puerto de Limón, Costa Rica, y que había entrado a la bahía del Gaugh en la mañana. Las autoridades portuarias les dieron la bienvenida al capi-tán y al único pasajero y, sin mirarle el pasaporte, dijeron “Aquí tenemos otro alemán, vive en el norte de la isla”.

Ya le habían informado que un médico de la isla vivía allí mismo en San Luis, pero a él le interesaba conocer primero al alemán. En tierra averi-guó dónde vivía el alemán Chapman y le contaron que era hombre de pocos amigos, vivía solo y con una escopeta siempre a la mano.

Le habían presentado a Miss “Put”, quién le ofreció cama y comida, pero al insistir en conocer al alemán ella le dijo que tendría que ir a North End a la zona del gobierno y la iglesia católica hacia una punta llamada Chapman Point. Miss “Put” le consiguió una yegua de aspecto tan lamen-table que se sintió insultado, pero la tomó. Después de salir del Gaugh, considerada la zona comercial de la isla, anduvo un buen trecho por un camino que era como una selva de palmas de coco sembradas al azar sin ninguna técnica o consideración para la tierra, el árbol o el espacio. Al fin había llegado a North End, una hilera de casas de madera pintadas todas de blanco y adornos en café, azul y amarillo y techo rojo. Unas

CAPÍTULO IX

En busca de una isla de paz

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recientemente pintadas y otras algo abandonadas, la mayoría de dos pisos franqueadas por el mar por un lado y más palmeras de coco por el otro. La brisa traía un olor a algas secas. Averiguó con las pocas personas que andaban por el camino la dirección a Chapman Point y todos le dije-ron “Keep going up until u meet plenti cocoplum on the bay”. Él siguió siempre hacia el norte hasta que encontró un terreno bastante arenoso y sembrado de icacos como le habían dicho.

Como a diez metros de lo que parecía una cabaña de paja, escuchó unos gritos “Go back or I will kill you!”. En el último trecho, un joven lo venía siguiendo, pero al escuchar los gritos salió corriendo. Él se bajó del caba-llo, aseguró la rienda a un palo de icaco y siguió caminando hasta llegar a la puerta del patio. Pensó que si estuviera tan loco como decían, no esperaría cada dos meses a que le entregaran la plata de la venta de sus cocos ni enviaría listas para sus compras.

Lo vio. Estaba parado al lado de la choza con un rifle apuntando hacia él. Se notaba a leguas que el rifle tenía el aspecto de haber dejado de fun-cionar hacía más de cincuenta años. Él le grito en alemán, “¡Baje el rifle!, sé cómo dispararlos y a ese le falta el flint”. Los ojos azules del hombre brillaron más por el susto y la curiosidad que por la rabia. Tenía barba y cabellos largos y canosos, y una tez que alguna vez fue blanca; era difícil calcular su edad, pues además era alto y estaba encorvado. Decidió entrar al patio y caminar hacia él. Tuvo que pasar por la puerta de la verja atra-vesando la pierna por encima. No había forma de abrirla; tenía también un candado completamente oxidado.

Cuando llegó a menos de dos metros de Chapman, este le preguntó:

–¿Qué buscas?

Él respondió:

–Simplemente hablar sobre la isla, necesito, igual que usted, descansar aquí un rato y creo que la mejor persona para informarme es usted.

–¿Con quién vino y qué le han dicho de mí?

–Llegué solo y me advirtieron que estaba loco.

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No lo invitó a seguir, pero Chapman entró en su choza y Timgen lo siguió. Entonces le preguntó:

–¿Hasta cuándo vas a seguir engañando a los isleños con ese mosquet viejo? Hoy me hiciste pasar como un héroe.

Chapman se tiró sobre unas hojas de plátano secas y Timgen hizo lo mismo. Era lo único que invitaba al descanso. Después descubrió que en todas las esquinas existían estos nidos de hojas que seguramente Chapman utilizaba como sillas o cama dependiendo dónde, cuándo y cómo quería descansar.

Y seguía recordando…

Desde esta posición bastante cómoda después del largo viaje desde Colón, Panamá, Limón, Costa Rica, Belice en Honduras y el camino de San Luis al Norte, mirando a Chapman, le dijo:

–No vengo a reemplazarte. Si decido vivir en las islas, necesito saber con quién estoy compartiendo mi vida. Quiero saber todo lo concerniente a la isla y a ti, pues los isleños tienen una visión muy distinta respecto a sus islas. Para ellos la llegada de extranjeros es lo más grato, para nosotros es lo contrario. ¿Qué opinas? –le preguntó sonriendo para demostrarle que no le temía en lo más mínimo.

Chapman, completamente desarmado, muy lentamente al principio, casi contando sus palabras, como sin aliento, le fue contando la vida de la isla. Le contó la historia de cómo las islas fueron pobladas después del siglo XVII, pero omitiendo por completo su propia llegada y las razones que lo impulsaron a vivir en el estado casi salvaje en que lo había descu-bierto.

Por último, le contó la historia de George y Elizabeth y terminó diciendo: “Ahora encontrarás muchos Georges”. Los ex exclavos, con los pocos blancos que se quedaron, formaron una mezcla y, aunque sea sorpren-dente y suene increíble, arrastran el mismo odio que sus antepasados blancos hacia los negros. Terminó diciendo:

–Todo gira en círculos, no hay la menor duda. Es todo lo que te puedo contar de estas islas. Pero dígame, ¿cómo se atrevió llegar hasta mí?

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–Muy sencillo –respondió Timgen–, por la misma razón que le impidió que disparara contra mí. No podía, pero me hubiera podido tirar un machete.

Chapman respondió:

–Decidí que el valor que demostrabas valía la pena averiguarlo.

Timgen no reparó en lo dicho por Chapman, solamente dijo:

–Mañana me iré a la otra isla. No puedo quedarme a que tú te mueras para reemplazarte, y no soy un criminal.

Timgen se levantó, dijo adiós y salió de la choza y el patio.

Tenía hambre y recogió unos icacos que le supieron a gloria. La yegua lo devolvió al Gaugh por el mismo camino acompañado de una impresio-nante sensación de tranquilidad y paz. El silencio de la naturaleza permi-tía escuchar el ruido de la brisa al jugar a las escondidas entre las palme-ras, el golpe seco de los cocos al caer y el ruido de la marea al abrazar la orilla. Al llegar a la casa de Miss “Put”, se dio un baño de mar, se refrescó con agua dulce, comió ávidamente el pescado frito con pan de maíz y algo como una sopa dulce de maíz que ella llamó “posole”, una especie de papilla dulce hecha de maíz, y durmió hasta el amanecer.

Al día siguiente, caminó hasta la casa del doctor Rudolph haciendo pre-guntas que todos estaban dispuestos a responder, y, pasando por el patio de varias casas, llegó a la casa que una vez estuvo pintada de blanco pero que las constantes brisas habían dejado de color casi gris, curtido de sal, que hacía sentir al tacto una pelusa que el viento formó al deshacer la madera.

Encontró la casa y el médico cuyo nombre estaba pintado en una tabla guindada encima de la puerta de entrada del balcón de la casa que la brisa abanicaba como en señal de bienvenida. Era un hombre de baja estatura, de una tez negra suave a la vista, con facciones que el dolor ajeno había suavizado y sonrisa de médico de familia, de aspecto noble, hablar pausado y un correcto inglés.

Timgen se presentó al doctor Rudolph y le dijo que era médico; que pensaba establecerse en la isla de Providencia, y quería saber si, en caso de que la necesitara, podía contar con su ayuda.

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–Con el mayor gusto –le dijo el doctor Rudolph–. Me alegra mucho esa noticia. Creo reconocer su acento. ¿Usted es alemán?

–Sí –respondió Timgen–. Soy de Hannover.

–¿Y cuándo viajará a Providencia?

–Hoy mismo –respondió Timgen.

–¿Sabe? –le dijo el doctor Rudolph–, los padres Stefan y John se alegra-rán, yo a veces voy a Providencia más para aprovechar los consejos de los sacerdotes que para visitar enfermos. Los providencianos no se enferman. Lo más recurrente son los partos en los meses de septiembre y octubre y esos los atienden muy bien Miss Anna, Joséphine y Joséfa –y sin más nada que compartir, se despidieron como amigos.

Salió de los recuerdos de hace veintitrés años y volvió de nuevo a su reali-dad. Ese día, casi un cuarto de siglo después –pensaba Timgen–, resucité en Providencia. En este paraíso pago con soledad y aislamiento mi pecado de hijo rebelde, marido infiel y amante incansable, pero jamás criminal y traidor a su patria, como se han atrevido a decir. Y monótonos serían los días de no ser por algunos sobresaltos imprevistos, y no devaneos amoro-sos, como los calificaron los defensores de la virtud providenciana.

Conoció a Mary Anne, y su vida desde entonces giró alrededor de las llegadas de ella a la isla, pero, por razones que no sabría explicar, decirle que la amaba y que lo único que deseaba era tenerla a su lado no pasaba de ser un deseo inconfeso por quince años. Sabía que estaba casada y que tal vez los recuerdos de la violación que sufrió a los trece años podían haber dejado huellas imborrables, aunque él estuviera seguro de poder borrarlas.

Últimamente no se sentía bien, pero no sabía si eran las ansias de recibir una respuesta de Mary, o algún padecimiento físico. Lo que esta mujer lograba en él sin proponérselo era algo que jamás había sentido por nin-guna de las muchas mujeres que pasaron por su vida, aunque en la isla creyeran lo contrario. Dios sabe que lo que pasó con las madres de sus hijas no fueron “licentious enjoyments”, como dijo el padre John; a decir verdad, ni se acordaba qué sucedió para provocar los encuentros y sólo por las consecuencias se acordaba. Dios sabe que merecía perdón. Tanto él como ellas.

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Para completar, no lograba dejar un “R.I.P.” en el pasado, los aconteci-mientos de su segunda noche en la isla de Providencia, hacía veintitrés años, cuando el padre Stefan que llegó a decirle:

–Abajo hay alguien que desea verlo. Es una partera.

Aunque el padre Stefan no lo sabía, era la mejor noticia que había reci-bido. Él estaba preparado para diagnosticar pastillas para casi todos los males, pero tenía que reconocer que nunca le había interesado la forma en que llegaba un ser humano al mundo. Las veces en que pasaba por pueblos y le informaban de que alguien había solicitado permiso para que los paramédicos de la tropa ayudaran a alguna partera en problemas, daba el permiso, pero jamás quiso saber después lo que había pasado.

Al bajar a la sala de la rectoría esa noche, se encontró con una mujer no muy alta, cara redonda blanca, cabellos negros en trenzas enrolladas alrededor de su cabeza, ojos claros grandes y expresivos, boca pequeña y, de no estar en Providencia, diría que muy parecida a cualquier campesina de las campiñas europeas.

Ella ofreció su mano y él la estrechó, ya se habían acostumbrado. Había olvidado el leve inclinar de las rostros. Ella le dijo su nombre y, ensegui-da, como algo que hubiera practicado con el padre Stefan, le contó que había venido para ofrecer sus servicios como enfermera y partera. Claro, había otras dos parteras, pero ella vivía en el pueblo y había decidido presentarse antes que ellas.

Timgen agradeció la visita y le dijo que tan pronto estuviera instalado le pediría el favor de que lo acompañara.

Demostró apuro para despedirse y él se dio cuenta de que Anna recogió una linterna del piso; ella entonces le explicó que en la venida se le había caído y se había roto la pantalla, lo cual significaba que tendría que tomar el camino de regreso en plena oscuridad.

Eran las siete de la noche y la luna, que era el único alumbrado público, no se había pasado del lado oriente de la isla al occidente –lo que no sucedería hasta el amanecer– y la oscuridad no discriminaba entre el mar y la tierra, más bien cubría todo de un manto negro que solamente de vez en cuando el resplandor de las lámparas y linternas de las casas lograban

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con esfuerzo penetrar.

Timgen pensó: “¿Cómo puedo permitir que esta mujer regrese sola, a pesar de saber que vivía en Town y que el trayecto a pie no era muy lar-go?”. Y aunque el padre Stefan le había contado que a lo único que le temían los providencianos era a los muertos, decidió acompañarla y, pen-só, era la primera vez en su vida que acompañaba a una mujer en estas circunstancias. Cuando le dijo que la acompañaría, ella demostró sorpre-sa y dijo que no era necesario. Él insistió y emprendieron el camino. Ella llevaba zapatos con tacones y las piedras del camino parecían conspirar haciendo que recordara su falta de experiencia con ellos y logrando que se tambaleara en varias ocasiones, lo que a su vez hacía que rozara el bra-zo de su acompañante, que siempre estaba listo para sostenerla y a que se rieran los dos de lo sucedido.

No habían llegado aún a ninguna casa donde les pudieran facilitar una linterna para el resto del camino, cuando a Anna se le enterró el tacón entre dos piedras y terminó sostenida por Timgen; entonces se descalzó y recogió el zapato. Se rieron y ella dijo:

–Me quede sin tacón pero… no es problema –y se quitó el otro zapato, los llevó en la mano y siguió descalza. Él decidió caminar más despacio pen-sando en que para ella sería imposible andar cómodamente sin zapatos.

Habían pasado suficientes años para olvidar, pero él seguía buscando en sus recuerdos la razón de su comportamiento esa noche. Acaso la oscuri-dad de la noche que siempre invita a lo prohibido, o tal vez la atmósfera de silencio, sin ningún espectador, o la infantil coquetería de Anna, la nostalgia de él o la soledad que se sentía estar en una isla rodeada del océano, o el simple deseo.

Nunca supo qué sentimiento lo impulsó a dejar su brazo en el hombro de Anna y luego, al caminar, pasarlo por su cintura, gesto que ella sintió como una invitación para que hiciera lo mismo y más: él finalmente se dejó guiar por ella hasta la orilla del camino para que descansaran. Él aceptó la invitación de sentarse encima de una mata que resultó ser Fever Grass, que Anna equivocadamente tomó por King grass, que era la que comía el ganado. Pensando que tal vez ella no podía seguir caminando sin zapatos, le preguntó y Anna dijo riendo que andar descalza no era problema para ella. Pero se habían sentado porque quería invitarlo a que

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escuchara la música de los grillos. Y la llegada de la luna por este costado de la isla.

Timgen aún se preguntaba cómo fue que él, sin pensarlo, le propuso que descansaran un rato, y él, que aún la tenía rodeada con sus brazos, iniciara una lenta demostración de lo que proponía. Esa noche conoció Timgen el olor y dolor del Fever Grass cuando lastima, el chillar de los grillos en busca de compañía, el amor inflingido por las pequeñas sierras del filo de las hojas de la mata, el amor buscado al compás de las olas que llegaban a la playa tratando de alcanzarlos y el maravilloso e indes-criptible rumor en la naturaleza como agradecimiento y bienvenida al resplandor que llegaba de la luna detrás de las montañas.

Anna había salido esa tarde de su casa con la intención de ofrecer su conocimiento de partera y dispuesta a conquistar a Timgen. Lo había visto a su llegada a la isla y decidió que le gustaba. Romper la linterna fue fácil, escoger el lugar podía ser peligroso, pero se atrevería, lo único era calcular todo antes de la llegada de la luna.

Cuando Timgen se separó de ella, acostado sobre la mata, se encontró de lleno con el resplandor de la luna y se sintió desnudo sin la oscuridad anterior; no sabía si debía buscar palabras de excusa o quedarse callado. Cuando se incorporaron, ella le dijo muy calmada:

–Devuélvase, ya puedo llegar sola a casa.

Timgen la besó en la frente y retomó el camino a la casa cural algo sor-prendido de su comportamiento, pero, como siempre, o como en su anterior vida, sin ninguna vergüenza, temor o arrepentimiento.

Anna caminó sola el trayecto a su casa, entró en el patio, dio media vuelta a la casa, se dirigió hacia el muelle donde se encontraba la caseta del baño, se quitó la ropa y se puso un viejo vestido convertido en bata de baño; bajó a la ribera y se hundió en el mar hasta el cuello, como era su costumbre en las noches de luna, y esta noche, para desinfectar todas las laceraciones del Fever Grass, resultaba lo más indicado. El mar estaba frío, pero el lamento de Anna fue por el escozor que causó la sal al con-tacto con su piel lastimada. Se puso de espalda sobre el mar y, con los ojos cerrados, se juró que no volvería a provocar esa locura.

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Al rato subió y se retiró a su habitación. Acostada, recreaba la tarde y después se dedicó a calcular los días que faltaban para que su marido regresara de Colón.

Timgen llegó a la casa cural y entró de inmediato en la habitación que le habían asignado. Pensó en la falta de respeto a sus anfitriones, pero lo que más ocupó sus pensamientos era la posibilidad de que esta mujer deci-diera, después de lo ocurrido esta noche, no volver a verlo. Sin embargo, según ella, había dos parteras más. Era su segunda noche en Providencia y, como no había dormido bien la noche anterior, decidió buscar el sue-ño así vestido como estaba, oliendo a sudor y mugre de tierra seca, per-fume de marca indefinido, estiércol de ganado, Fever Grass y la sangre coagulada de las docenas de pequeñas heridas que le habían provocado los filos de la yerba. Sonrió, y se quedó dormido.

Ese día Mary se había ido sin despedirse. O tal vez lo hizo y él no la escu-chó. Le pediría perdón. Él a veces anhelaba la compañía de una mujer en su casa, alguien con quien compartir el resto de su vida y ella era la única que satisfaría ese deseo, pero no estaba seguro de que Mary lo aceptara sin la respuesta al silencio a su pasado y, de contarsélo, tal vez no entendería. A pesar del tiempo que había pasado en su compañía, ella consideraba la relación una simple amistad. Mientras él, en ocasiones, se encontraba a punto de gritarle que lo viera como hombre y pensaba que, o ella sabía manejar muy bien la situación, o su fidelidad a Pedro era más que una promesa, un juramento que ella respetaba por encima de todo, aunque otros sentimientos trataran de imponerse.

Conocía a Mary hacía ya quince años, y desde entonces vivía para sus visi-tas a Providencia. Había algo en ella, además de su belleza, que lo había cautivado. Una dignidad a prueba de Herman Timgen. Una inocencia que él culpaba al insularismo, un inmenso y desinteresado cariño por todos, y, definitivamente, su valor en todo y por todo. Tenía que recono-cer que el sentimiento que creció entre ellos tenía un nombre que él no se atrevió por mucho tiempo a otorgarle: amor.

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Mary, como todos los habitantes de la isla que vivían al lado de la ribera, lo primero que hizo al levantarse esa mañana fue mirar hacia la bahía y descubrió que había llegado la goleta “Mary K.V.”. Y pensó que las gole-tas, como Santa Claus, llegan siempre de noche. De inmediato se alistó. Ella sabía que el alcalde Hoy iría abordo, y quería acompañarlo para saber si su hermana le había enviado el disco de la canción “Sinfonía”.

Mientras la canoa los llevaba a la goleta, Mary miró hacia la ladera de Jacob Ladder y a la casa del doctor Timgen. Y sí, alcanzó a verlo en el balcón mirando a través de los binoculos la bahía y a la “Mary K.V.”. Timgen reconoció a Mary en la canoa y levantó su mano en señal de saludo.

“Sí, doctor Timgen –pensaba Mary–, hasta el saludo suyo es distinto al de los demás”. Timgen había levantado la mano como haciendo una señal de STOP, lo que le hacía recordar a Mary los policías del canal que dirigían el tráfico. Timgen nunca saludaba moviendo la muñeca. Ella respondió el saludo, pero abanicando su mano.

“Sí, eres distinto. Hablas el inglés distinto, caminas como un militar,

CAPÍTULO X

De regalo... una sinfonía

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como los militares en Colón. Tus miradas matan. Siempre me haces pen-sar que detrás de esos ojos se esconde un mundo de cosas por contar. También he visto en esos ojos tristeza y, para que negarlo, deseo. Y dolor, especialmente en las despedidas. Y aunque no lo sabes, es lo que me hace regresar. Eso que existe entre los dos y que se interrumpe cada vez que te digo adiós… ¿Quién eres, Herman Timgen?, ¿qué te trajo a Providencia?, ¿qué tenía tu mundo que no te gustó y decidiste esconderte entre noso-tros?”.

Mientras tanto, Timgen miraba la canoa que llevaba a Mary y dedujo que acompañaba a Hoy, seguramente para saber de su familia en San Andrés. Y pensó que era una mujer enormemente atractiva, pero que ningún nativo se atrevería a tener un mal pensamiento con ella. No sólo por estar casada, sino por su papel de partera, que la hacía intocable, respetada y admirada. Él no sentía lo mismo. Le era muy difícil verla de esa manera, para él era la única mujer de las islas que él sentía la necesidad de volver a ver y cuya compañía le agradaba. Le gustaba su risa, su tristeza cuando se apenaba por algún comentario fuera de tono o preguntaba por algo que desconocía. A veces era completamente impulsiva e irreflexiva. Todas las mujeres distintas a ella estaban siempre dispuestas a complacerlo, sin que él demostrara interés alguno. Mary, al contrario, buscaba en él ayuda para su profesión y sin duda estaba curiosa por saber más de su vida, pero aunque para él cada vez era más difícil verla como una colega, ella sabía muy bien cómo llevar la relación sin que se salieran de ese terreno.

Subieron abordo y de inmediato el capitán la saludó y le informó:

–No solamente te traje un paquete de tu hermana, sino una sorpresa que está en la cabina. Vi a Pedro en San Andrés, pero no le entregué el paquete cuando me contó que seguías en Providencia.

Mary, curiosa, pasó a la cabina y se sorprendió cuando la saludó su her-mana Catherine, que había venido para traer el vestido que le había con-feccionado a la novia, la hija del capitán Hawkins.

Poco después llegaron de Lazy Hill buscando a Catherine y se despidie-ron prometiéndose ver en el matrimonio.

Mary abrió el paquete en casa. Además de tres discos, encontró un vesti-do, una caja de polvo Cotty y unas medias. Los discos estaban en sobres

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de papel café, pero podía leer lo que decían: “RCA VICTOR, Symphony #40 in G Minor K550, composed by Wolfgang Amadeus Mozart”. Se sorprendió, no tenía idea de que la canción “Sinfonía” fuera tan larga.

Se fue inmediatamente a la casa del doctor Timgen. Él la vio desde que salió de su casa y sabía que venía hacia él. Y el mismo entusiasmo que ella sentía, él lo experimentaba al verla acercarse y subir las escaleras con la agilidad y apariencia de una gacela. No tenía la menor idea sobre la sorpresa que le iba a dar.

Cuando al fin llegó y le entregó los discos, Timgen los miró y, sorprendi-do, le preguntó:

–¿De dónde sacaste estos discos?

Ella se limitó a decir:

–Son mi regalo de cumpleaños.

–¿Cumpleaños? –preguntó él–, ¿y tú cómo sabes cuándo cumplo yo?

–No lo sé –respondió ella–. Pero, como todo el mundo, debes de tener uno.

Timgen se había cuidado mucho de no mencionar nunca su fecha de nacimiento.

–Pero dime –le dijo Timgen–, ¿cómo conseguiste estos discos?

–Se los pedí a mi hermana en Colón. La verdad es que pensé que la can-ción “Sinfonía” era un solo disco.

–¿Pediste expresamente esta sinfonía?

–Le dije que me comprara el disco de la canción “Sinfonía”.

–Gracias, Mary. ¿Quieres escucharlo conmigo? ¿Has escuchado antes una sinfonía?

–No –dijo ella–, ¿pero entonces hay otro que se llama “Sinfonía”? Debe de ser largo: ocupa tres discos y los dos lados de los discos.

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–Sí –dijo él–, es largo pero muy bonito. Siéntate, quiero escucharlo con-tigo.

Timgen pasó al gramófono, cambió la aguja, puso el primer disco, dio varias vueltas a la manija del motor, bajó la aguja hasta la cara del disco y el ambiente se llenó de la magia que esta sinfonía de Mozart en particular lograba cada vez que la escuchaba. La Sinfonía 40 de Mozart siempre fue para él un consuelo porque sabía que Mozart logró esta composición de hondos y puros sentimientos en la época más difícil de su vida. Con los ánimos más decaídos supo imprimir a la obra elegancia y romanticismo; sin duda una inspiración divina. Timgen, sentado en una mecedora, con la cabeza recostada en el espaldar, parecía estar absorbiendo en su cuerpo entero cada nota para conservarla para el futuro perfectamente, cons-ciente de la posibilidad de que no se volvería a repetir jamás ese mágico momento.

De vez en cuando miraba a Mary, que estaba muy callada, lo miraba de reojo y pensaba que le gustaría que la música hiciera lo mismo con ella.

Era la primera vez que escuchaba una melodía como esa. Siempre había oído los himnos o las canciones que tocaban los hijos de su hermana en Colón. De este disco “Sinfonía” había partes que le gustaron y otras que no le parecieron interesantes, pero lo que más la impresionó fue la atención que Timgen dedicó a escuchar el disco. ¡Qué no hubiera dado para saber lo que pensaba durante el rato que duró la primera cara del disco, luego la segunda y después todas sin hacer comentario y ni siquie-ra mirarla! ¡Como si se hubiera olvidado que ella estaba presente! Se preguntaba a dónde se había transportado mientras escuchaba el disco. ¿Qué recuerdos evocaba con esas notas?

Cuando se terminó la música, él la miró y dijo:

–Mary, solamente tú en Providencia, nadie más, me haría un regalo como este. No son unos discos, Mary, es la posibilidad de vivir un rato en otro mundo. ¿A ti qué te pareció?

–Doctor Timgen, hay partes que me gustaron… pero nunca antes había escuchado esa música.

–Mary, sería un placer poder compartir esta música contigo. Algo en ti

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me hace pensar que te llegaría a gustar. Gracias por el regalo. Lo escucha-ré siempre pensando en ti.

–Me voy, estoy invitada al matrimonio de la hija del capitán Hawkins; mi hermana Catherine llegó esta mañana para traer el vestido de novia, así que iré desde hoy a Lazy Hill, dormiré allá esta noche y también mañana.

–Yo también recibí invitación, pero me limitaré a mandar un regalo. Sabes, Mary, me gustaría ir solamente para verte.

–Entonces ve –dijo ella.

–No, Mary, nunca he ido a un matrimonio y puede provocar habladurías innecesarias; enviaré el regalo con Zocam con deseos de mucho amor.

–Doctor Timgen, usted nunca me contó cómo era el amor entre los puri-tanos.

–Ya te dije, Mary, muy puritano. Imagínate, Mary, según un escrito que encontré en una Biblia que me regalaron, las declaraciones amorosas eran tomadas de la Biblia. Según parece, el novio le pasaba la Biblia a la joven que le interesaba y le indicaba el fragmento que quería que ella leyera, la segunda epístola de Juan, versículo cinco, que dice: “Y ahora te ruego, señora, no como escribiendo un nuevo mandamiento, sino el que hemos tenido desde el principio, que nos amemos unos a otros”. Entonces la joven le devolvía la Biblia señalando Ruth II, versículo diez, que dice: “Ella entonces, bajando su rostro, se inclinó a tierra y le dijo: ¿Cómo he hallado gracia a tu ojos para que te fijes en mí siendo yo extranjera?”. Entonces el joven le devolvía la Biblia marcando la tercera epístola de Juan, versículo 5, que dice: “Yo tenía muchas cosas que escribirte, pero no quiero escribírtelas con tinta y pluma, porque espero verte en breve, y hablaremos cara a cara”. Y después celebraban el matrimonio. Y creo que debo contarte que los puritanos no usaban la versión de la Biblia de King James que tienen ustedes ahora en la Iglesia, sino la versión cono-cida como The Geneva Bible, que fue la versión traducida en Ginebra, en cuyas márgenes se explicaba claramente el comportamiento que se debía al rey… Mary, los puritanos eran muy fervorosos, se reunían por la mañana y por la tarde para rezar. Además, la costumbre de celebrar el Olde Christmas viene de ellos. Cuando el papa Gregorio XIII descon-tó 11 minutos 15 segundos de cada año e igualmente los 10 días que

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sobraban, este nuevo calendario gregoriano fue adoptado por todos los católicos de Europa, pero los protestantes europeos decidieron que ellos no aceptarían los mandatos del Papa y siguieron con el viejo calendario de Julio César; esto significó que iban a tener diez días más que los otros, y celebrando el año nuevo el 25 de marzo, en vez del primero de enero, se trató de poner orden en 1751 obligando a unificar las fechas, pero algunos siguieron celebrando la Navidad el 6 de enero en vez del 25 de diciembre… Y cuando se trataba de trabajar, lo hacían no solamente por necesidad sino para evitar un castigo. Y pensar que solamente el cincuen-ta por ciento de lo que producían era para ellos. Como tampoco eran de ellos los dos acres de terreno donde tenían que sembrar o criar ganado, cerdo, gallinas y caballos.

–No le entiendo bien –dijo Mary– el cambio de fecha, pero ahora entien-do porque mi abuelo hablaba de “Old Chistmás”.

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El matrimonio se celebró en el patio de la casa de la novia donde colo-caron tres mesas largas, sillas y bancas por doquier; como escenario de fondo, estaba la impresionante vista de la bahía de Lazy Hill en la que se encontraban el cielo y el mar en el horizonte…

Cubrieron las mesas con los manteles blancos que la novia había bordado en el colegio. Y en cada mesa, un ramo de Hibiscus o Shoe black, como eran denominados en la isla porque se usaban también para embetunar los zapatos. Encima de una de las mesas dispusieron los regalos; en otra, las tortas decoradas con azúcar de colores y las botellas de vino, los vasos, los platos y las cucharas. Y en otra, estaba sentada Amarette, la novia, Edburn, el novio, los dos testigos, el juez, su secretario y los padres de la novia: el capitán Thimoty Hawkins y su esposa Mélissa. Como la novia era católica y el novio protestante, les estaba vedado el sacramento del matrimonio en la iglesia católica y una ceremonia protestante no sería válida. Entonces, como era costumbre, se recurrió a la exigencia de la iglesia de que uno de los dos contrayentes renunciara a la fe católica, se hiciera público esto durante la misa por tres domingos seguidos, se regis-trara la solicitud de matrimonio civil en la notaría y el bando se fijara a la

CAPÍTULO XI

El príncipe de St. Katherine

“Look not mournfully into the past. It comes not back again. Wisely improve the present. It is thine. Go forth to meet the shadowy future. Without fear, and with a manly heart.”

Henry Wadsworth Longfellow

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vista del público por quince días antes de la fecha escogida para el matri-monio. Respecto a la iglesia, esta especie de apostasía no impedía que Amarette siguiera sintiéndose fervorosamente católica, asistiera a misa a sabiendas de que aun confesando su arrepentimiento la eucarista le sería negada. Sin embargo, podía bautizar sus hijos como católicos.

Adornando la mesa principal, estaba la Biblia de la familia del novio, una edición tamaño púlpito que había sido editada para conmemorar la revolución de los Estados Unidos de América en 1776.

La llegada de Timgen a la mitad de la ceremonia sorprendió a todos; el juez al instante detuvo la lectura del acta matrimonial e hizo señas al violinista, que estaba tocando mientras él leía.

Timgen bajó del caballo y lo entregó a Zocam. De inmediato fue reci-bido por el padre del novio, el capitán John Bryan, que caminó con él hacia el grupo de hombres que estaban parados debajo de un árbol de mango. Saludó tomando entre el pulgar y el índice el ala del sombrero y agachando levemente la cabeza, y de este mismo modo lo saludaban a él. A ninguno le ofreció su mano.

El juez retomó la lectura y el violinista siguió tocando, de memoria y con impresionante destreza, la Serenata de Shubert, hasta que cada uno de los contrayentes y testigos firmó. Todos los invitados se sintieron honra-dos con la presencia del doctor Timgen, a la vez que complacidos con su compañía. Nunca antes lo habían visto asistiendo a un matrimonio o a reunión social alguna en Providencia.

Mary estaba en la casa de la novia cuando vio llegar a Timgen montado en “Wind”; vio cómo entró al patio, galopando con la experiencia de alguien acostumbrado a montar, a pesar de que ella sabía que nunca montaba a “Wind” (o “Vind” como lo pronunciaba él). Estaba vestido con botas negras, pantalón y saco café, camisa blanca, corbatín azul y un sombrero Panamá. Y, para su sorpresa, al bajar del caballo retiró un bas-tón. También se dio cuenta de que las canas en las sienes brillaron con el sol de la tarde. Nunca lo había visto tan elegantemente vestido y sintió sincera admiración por él y tuvo la convicción de que había asistido por ella y pensó “Llegó mi príncipe”, pero no salió a saludarlo.

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Timgen estuvo muy atento a las palabras del juez. Y le sorprendió sobre-manera la presentación del “Städchen” de Schubert por el violinista… No tenía idea de que alguien en Providencia supiera tocar buena música. Esperó un rato a que los padres y suegros saludaran a la novia y, cuando esto no sucedió, él se adelantó, los saludó y sacó del bolsillo de su saco un sobre y lo entregó al novio.

Eran ya las siete de la noche cuando comenzó el baile. Timgen pidió excu-sas y se retiró del grupo de hombres para observar a los que bailaban en la sala de la casa. Varias personas se acercaron para saludarlo, pero él estaba preocupado por la ausencia de Mary y no se atrevía a preguntarle a nadie por ella. Se quedó mirando a las parejas bailando al son de las guitarras, el violín, la mandolina y las maracas, e intentaba descubrir el origen de la coreografía del baile, el arrastrar los pies contra el piso mientras el cuerpo llevaba el ritmo de la música, cuando escuchó “Your Highness, for you, vino y torta”. Timgen se asustó con el saludo, pero de inmediato recobró la calma. Reconoció la voz de Mary y respondió: “Uneasy lies the head that wears a crown” (Shakespeare). Dio media vuelta y, sin hacer pregun-tas sobre el saludo, dijo:

–Al fin apareces. –Y con voz baja– Gracias por hacerme partícipe de lo que traes, pero me harías un gran favor si me ayudas con ello. No como torta y no quiero vino, pero tampoco quiero herir al no aceptarlos. Lo cierto es que de buena gana hubiera tomado la botella entera de vino, pero el bouquet que despedía el vaso anticipó su desagrado.

Mary entonces se comió la torta y tomó vino sin retirarse de su lado. Comentaban sobre la concurrencia y él le habló de su sorpresa por el vio-linista y la pieza que tocó. Ella dijo que siempre se tocaba esa música en los matrimonios civiles. En la iglesia se tocaría “Here comes the bride”; dijo además:

–Me gusta mucho lo que tocan, pero me entristece.

Él mirándola dijo:

–Mary, estás bella.

–Gracias –dijo ella–, el vestido me lo mandó mi hermana de Colón.

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El vestido era de color verde, con el talle hasta la cadera y la falda muy amplia y un cuello bordado y botoncitos forrados de la misma tela desde el cuello hasta el encuentro con la falda en la cadera y las mangas igual-mente con una hilera de botones que llegaba hasta algo más abajo del codo. Timgen la miró y pensó “Qué gusto me daría desabotonar todos y cada uno de esos botones Mary”. Su cabello lo llevaba suelto y llegaba casi a la cintura. Y tenía unos zapatos blancos altos con una correa que se amarraba sobre el empeine del pie.

Antes de que ella pudiera decirle que él también estaba elegante y que su entrada a caballo le recordaba un cuento que leyó en Colón sobre un príncipe árabe que, montado en su caballo, buscaba una mujer, llegó ante ellos la hermana de Mary, Miss Catherine, a la que Timgen saludó. La había conocido cuando ella lo visitó por problemas de rodillas des-pués de haberse caído de un caballo; pero Catherine, sin responder el saludo, lo miró fijamente y le dijo:

–Herman Timgen don’t hurt Mary Anne, because you will pay for it –y se retiró.

Tanto él como Mary se miraron sorprendidos pero no dijeron nada. Se quedaron en el mismo lugar sin hablar, hasta que Timgen al fin dijo:

–Mary, no te puedo invitar a bailar y, mientras estés a mi lado, nadie te va a invitar. Creo que es mejor que me retiré… adiós.

Levantando un poco su sombrero, se despidió igualmente de los padres de la novia y el novio y de otros que lo miraban. Y se acercó a Zocam que, muy orgulloso de su presencia en el lugar, nunca se alejó de él. Zocam le trajo el caballo, se montó y se fue galopando con seguridad y elegancia. No hubo ojos que no siguieran la salida de Timgen en “Wind” bajo el resplandor de una esplendorosa luna. Todos, incluso Zocam, estaban sorprendidos. Siempre pensaron que no sabía montar y que temía caerse de un caballo. “Wind” era conocido como el caballo más brioso, veloz y temperamental de Providencia, además de que solamente se dejaba mon-tar por Zocam. En las pocas ocasiones que Timgen permitió que otra persona tratara de montarlo, esta siempre terminaba en el piso.

Timgen lo había comprado al capitán de un naufragio en los arrecifes; lo llevaban de Panamá a Jamaica y, por el mal tiempo, tratando de entrar

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a Providencia terminaron encallados en los arrecifes. Según decían, era hijo de un corcel árabe. Todo en él era de admirar, menos su compor-tamiento con extraños. Timgen accedió en varias ocasiones a las solici-tudes y prestó a “Wind” como semental, aunque los resultados nunca igualaron el original. Alto, de patas largas, ancho de pecho, una crin muy negra, ojos vivos y sin una sola mancha en el cuerpo.

Timgen se fue galopando por un rato, pero al llegar a Camp bajó del caballo, se acercó a la punta y, mirando la bahía, dijo en voz alta como si hubiera otra persona en su compañía:

–Sólo la muerte lo impedirá.

Vio un bote que se acercaba y lo observó hasta que entró a Old Town. Se levantó del viejo cañón donde se había sentado, se acercó a “Wind” y también en voz alta dijo:

–Debes de tener sed. Nos vamos –y se montó otra vez y siguió camino a Town.

Mary hubiera querido ir con Timgen en “Wind”, pero era algo impensa-ble. Quedó apenada y disgustada con su hermana, pero no se atrevió a reclamar nada a Catherine. Buscó soledad para su pena bajando a la pla-ya y, mientras estaba allí, llegaron unos invitados, a los que ella conocía, para tomar su bote e irse, pues su religión les prohibía estar donde había bailes y bebidas embriagantes. Mary les pidió que la llevaran, aunque sabía que vivían en Old Town y ella tendría que caminar hasta Town para llegar a la casa. El viento les fue favorable y el viaje fue corto, si bien que-daron un poco salpicados por la espuma que levantaba el bote al buscar su camino entre el agua.

De Old Town, lentamente, tomó el camino a Town, pero al pasar cerca del lugar donde, según Timgen, los puritanos construyeron el primer asentamiento, que se llamó New Westmisnter, se paró mirando lo único que había quedado como recuerdo: la selva.

Siguió caminando por la orilla sin importarle que sus zapatos se hundie-ran en la arena mojada, saludó con “Alright” a dos personas que pasa-ron al lado suyo y venían en sentido contrario. Se sentía disgustada con Catherine y guardaba sentimientos confusos con respecto a Timgen. Quedó además preocupada por la interpretación que él daría a la amena-za de Catherine.

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Cuando llegó a Free Town, se sentó en la proa de una canoa que descan-saba en la playa. La brisa era fuerte y el cabello de Mary volaba obedecien-do su ritmo. Con la cabeza agachada, dejó que las lágrimas rodaran sin importar que terminaran manchando las faldas de su vestido. Así estaba cuando escuchó el característico sonido de los cascos contra las piedras, los cascos del caballo que venía del camino que ella tendría que recorrer. Era el diácono Mr. Bob, quien, al reconocerla, le dio las buenas noches y al parecer no se sorprendió encontrarla en ese lugar. Le contó que venía de visitar a Miss Cressida en Santa Catalina y sospechaba que pronto la llamarían para atenderla. Se despidió con el acostumbrado “Alright” y “Good night”, y siguió hacia Old Town. Cuando por segunda vez le llegó un sonido de cascos y herradura contra las piedras, escuchó un galope rápido y que venía del camino que ella ya había transitado. Temía que fuese alguien conocido y que quisiera ofrecerse para llevarla hasta Town. Para su sorpresa era Timgen, que la reconoció de inmediato. Se bajó del caballo y se acercó a ella preguntando:

–¡Mary!, ¿qué haces aquí?

Ella no respondió y tampoco levantó la cabeza; él con la mano derecha la tomó por la barbilla levantando su cara hacia él, de modo que descubrió de inmediato las lágrimas. Entonces repitió:

–¿Qué haces aquí? ¿No dijiste que dormirías en Lazy Hill? –pero sin espe-rar respuesta dijo– Mary, Mary, ¿estás triste por lo que dijo tu hermana Catherine?

Mary no respondió. Timgen comprendió que estaba a punto de desha-cerse en lágrimas.

Entonces le dijo:

–Mary, no me preocupa Catherine –seguía con su mano alrededor de la barbilla de Mary, y ella, como única respuesta, bajó su cara y lo besó en la palma de la mano, beso que lo dejó sin habla y le hizo aumentar la pre-sión en la barbilla–. Mary, puedes subir al caballo conmigo o podemos ir caminando, ¿qué escoges?

Ella se levantó y dijo:

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–Vamos caminando.

Timgen le dio una palmada a “Wind”, y el caballo comprendió la orden y siguió caminando al lado de ellos.

Caminaron un trecho sin hablar. Silencio que Timgen mantenía a propó-sito, convencido de que sus sospechas no eran infundadas. La tristeza de Mary residía en que él hubiera descubierto la verdad de sus sentimientos: Catherine había penetrado la coraza que Mary se había fabricado en su relación con él, y ahora su secreto estaba en sus manos. Los sentimientos hacia él no eran de indiferencia. Se sentía feliz por primera vez en más de veinticinco años.

La brisa seguía soplando y Timgen sabía que era pronóstico de lluvia, entonces decidió:

–Mary, te invito a subir conmigo a “Wind” para evitar que te mojes: por aquí no tenemos a donde escapar de la lluvia.

Ella lo miró, sonrió y dijo:

–Why not?

–That’s the girl –respondió él, y se subió primero y ofreció su brazo izquierdo mientras ella colocaba su pie izquierdo en el estribo y ágilmen-te subió a la montura delante de él sentándose de medio lado. Timgen mantuvo las riendas en la mano derecha y pasó la otra por la cintura de Mary. Por un momento se sorprendió de que ella no lo hubiera recha-zado, pero al iniciar de nuevo el camino la brisa se encargó de justificar su atrevimiento. “Wind” dirigía el paso. Timgen no podía ver, el viento hacía que tuviera que esconder completamente su cabeza entre los cabe-llos de Mary y esta posición lo estaba dejando con fuerza únicamente para atraerla más hacia él. En una mano llevaba las riendas y con el otro brazo rodeaba la cintura de ella.

Mary se dio cuenta de que Timgen llevaba muy flojas las riendas del caballo y se las quitó, lo cual permitió que él con sus dos brazos la rodeara completamente, repitiera con desesperación su nombre y la besara casi con furia. Esto perturbó a Mary, pero aun así se quedó callada, lo que le permitió que esta emoción desconocida, jamás soñada, llegara sin negar-

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lo. Timgen pensaba “Presiento que lo que estamos viviendo jamás se repetirá”. Y de pronto algo interrumpió lo que prometía el fin de quince años de anhelo y desesperación.

Una aroma que conoció y que significó mucho en su vida antes de la isla ahora le llegaba de Mary desencadenando en su mente el recuerdo de alguien, y de inmediato el sublime momento, preludio del fin de la larga espera, se desvaneció dolorosamente. Tuvo que aceptar cuán cierto es que el poder del olfato, como el de la música, es tanto que en segundos te puede transportar miles de millas y revivir los años vividos, porque él en esos momentos pudo evocar con la fragancia de “Cotty” los saludos de su madre. Mary mantenía las riendas en sus manos, no obstante “Wind” seguía escogiendo el camino y así lograron llegar a Town. Cuando ella le entregó las riendas, él le preguntó:

–Mary, ¿qué es lo último en que piensas antes de dormir?

–Hummm, You! –le respondió ella, y de un salto bajó del caballo dicien-do adiós y gracias y perdiéndose en la oscuridad y la llovizna.

Timgen pensó con dolor: “¿Quién ha dicho que los hombres no deben llorar?”.

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Timgen pasó la noche escuchando los quejidos de las tablas de madera bajo sus pies al caminar de un lado al otro del balcón de su casa, y, a las cuatro, cuando vio salir la canoa de Santa Catalina directamente a Town, supo que Rupert, el marido de Cressida, no estaba haciendo su salida habitual para recoger las nasas con peces. Venía en busca de Mary; en efecto, luego la vio salir de su casa con una linterna en una mano y su bolsa en la otra. Vigiló su desplazamiento hasta el muelle y después la travesía a Santa Catalina y sintió pánico. Solamente quedaba Nelly, la esposa del alcalde, por atender, y Mary volvería a San Andrés para dejarlo de nuevo desesperado y solo, con dudas y arrepentimientos, odiándose y sintiéndose como un cobarde y se preguntó: “¿Cómo era posible que hubiera podido hacer todo lo que había hecho en su vida y acobardarse ante esta mujer?”.

Tan pronto el sol extendió los primeros rayos sobre Santa Catalina, apa-garon las lámparas en la casa de Miss Cressida. Timgen, desesperado, entró en su habitación, abrió las ventanas y se sentó en la cama sostenien-do su cabeza entre las manos, aún sin saber qué hacer; sus ojos se posaron sobre el vestido que había usado el día anterior y que estaba colgado en

CAPÍTULO XII

La despedida

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el espaldar de una silla, y recordó que se lo habían hecho en Belice hacía veinticinco años. Se quedó mirándolo fijamente, porque en él había des-cubierto tres cabellos de Mary en el saco y la camisa. Se pasó a la sala, tomó la caja de fósforos que estaba al lado de la lámpara y la desocupó en la mesa. Entonces recogió los tres cabellos y los puso en la cajita.

Mientras tanto, Mary, desde las cuatro de la mañana, había estado con Miss Cressida y, a las siete, después de dejar madre e hija limpios y cómo-dos, respiró tranquila: Elizabeth había nacido sana y bella.

Ya había calculado que con este trabajo su estadía llegaba casi a su fin, y oportunamente. La noche anterior ella había descubierto hasta dón-de llegaba lo que ella sentía por Herman Timgen. Pensó sonriendo en “Wind” desbocado y pensó también “¿Quién se atrevía a ponerle fre-nos?”… Sintió miedo de sí misma, y la embargó repentinamente el peso de la promesa que la esperaba en San Andrés.

Timgen salió de la casa en busca de Zocam, quien habían llevado a “Wind” a bañar al mar y ahora, con baldes de agua dulce, le quitaba la sal. Timgen le indicó que lo necesitaba y le hizo una seña a Zocam de que lo siguiera. Sentado en la mesa que utilizaba como escritorio, escribió algo en un papel, lo puso en un sobre y lo selló. Tomó la cajita con los cabellos de Mary y se la mostró a Zocam; este sacudió la cabeza en señal de que sabía de quién eran y, para convencer a Timgen de que sabía a quién pertenecían, arrancó uno de los botones verdes de la camisa y lo posó sobre su ojo... Timgen asintió y después lo llevó al balcón y le mos-tró Santa Catalina y le indicó con la mano una protuberancia en la barri-ga y Zocam entendió de inmediato. Y con el dedo le señaló la caja y la hoja indicando que había entendido que Mary estaba en Santa Catalina atendiendo a Miss Cressida.

Timgen entonces le dio la nota indicándole que se la llevara a Mary. Fue la única vez que Timgen escribió en Providencia. Para sus encargos a los capitánes de las goletas, él les dictaba y ellos anotaban en sus cuadernitos que siempre llevaban para los pedidos, la carga que llevaban, el nombre de los pasajeros y las cuentas con la tripulación.

Los que acudían a Timgen en busca de atención médica tenían que escri-bir sus dolencias y él dictaba las recetas y el pronóstico.

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Mary acababa de rezar con Cressida. Una costumbre que siempre prac-ticaba antes y después de atender un parto. Ya salía de la habitación cuando alguien le dijo que Zocam la buscaba. Sospechó de inmediato de dónde venía Zocam y sintió una extraña debilidad. Zocam se acercó a ella y le entregó la nota. Mary abrió el sobre y leyó:

Mary Anne,

Please, for the love of God, come visit me, avoid me going looking for you.

Love, Herman

Mary no dudó de que escribir esta nota le debió de haber costado mucho, pero a pesar de comprender que el sentimiento era mutuo, Mary no sabía cómo anteponer el amor a la promesa, la admiración y el agradecimiento y respeto a Pedro.

Agradeció el desayuno que le habían preparado, pero no lo tomó. Se des-pidió diciendo que tenía que terminar un trabajo con el doctor Timgen.

En la canoa que la pasaba de Santa Catalina a Town, Mary se debatió pre-guntándose si debía acudir a la llamada de Timgen, pero también sentía que Timgen, así como apareció en el matrimonio, también cumpliría lo dicho en la nota.

Timgen, desde su balcón, vigiló a Zocam hasta que entró en la casa de Cressida y después supervisó toda la maniobra del regreso de Zocam a Town. Pensó que había llegado a Providencia buscando paz en el anoni-mato, pero en esos momentos estaba tirando por la borda un juramento, una promesa, veinticinco años de discreción, de silencio, de soledad, de una obligada y dolorosa falsa existencia, una fiera disciplina y cuidado de sus actos, todo por el amor de una mujer.

Cuando Mary entró a la casa, encontró a Timgen parado en la sala mirando fijamente cada paso que daba ella hacia él. Y tal vez por el susto que ella sentía, Timgen le pareció más alto esa mañana. Y ella se sentía

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menguada y casi sin aliento. No se dieron los buenos días; él le quitó lo que llevaba en la mano y, con las dos manos de ella en la suya, la miraba sin hablar. Mary se sentía muy nerviosa y un poco temblorosa. Ella fue la primera en hablar.

–Doctor, what is the problem?

–You Mary.

–Me? How come? –respondió ella.

–Mary, no quiero que regreses a San Andrés, quédate conmigo. Si no lo haces, me mato.

–Why?

–Because I love you, and I don’t want to live any longer without you.

–Oh my God, you are not serious?

–As there is a God, I am serious.

Mary abrió inmensamente los ojos y por un momento pensó que su debi-lidad estaba por terminar en un desmayo, pero fue capaz de retirar sus manos y buscó una silla y dijo:

–¿Me regalas un vaso de agua?

Timgen de inmediato se dio cuenta de lo que estaba pasando, buscó el agua y, mientras se lo daba, le preguntó:

–¿Trabajaste en ayunas?

–Sí –respondió ella.

Él entonces bajó a la cocina y, en una bandeja de peltre, puso pan, man-tequilla, queso blanco del que hacían en Providencia, jugo de naranja y café. Mary al principio rechazó todo, sin embargo Timgen insistió hasta que la convenció y por un momento llegó a pensar que tal vez el malestar tenía otro nombre y de una vez le preguntó:

–Mary, ¿no estarás embarazada?

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Ella, sorprendida y molesta, dijo:

–Nooo, es imposible.

Timgen no supo qué responder a eso y se limitó a decir:

–Tienes un marido...

Ella más aliviada y mirándolo dijo:

–He estado más cerca de ti que de él.

Timgen aprovechó eso para seguir con su propuesta:

–Mary, es por eso precisamente que te estoy pidiendo, rogando que te quedes conmigo. Por favor, Mary, todavía te falta Nelly por atender y sé que llegará muy pronto la goleta Ethél, pero no quiero que te vayas.

Mary, recuperada, agradeció el desayuno, se levantó, recogió sus cosas para irse, lo miró y dijo:

–Me imagino lo difícil que fue para usted lo que escribió, y lo que me pide; pero se ha preguntado ¿qué siento yo?

Timgen de inmediato dijo:

–Yo estoy seguro de tus sentimientos; de otra forma no lo hubiese hecho.

Mary tenía en el brazo izquierdo su bolsa con medicinas; Timgen la tomó por la mano derecha y la levantó hacia sus labios y la besó del mismo modo como lo hiciera ella la noche anterior y le dijo:

–Te devuelvo el beso de anoche.

Mary sonrió y él creyó ver en esa sonrisa todos sus deseos y anhelos cum-plidos, pero Mary le dijo:

–Doctor Herman Timgen, no podemos olvidar que estoy casada, ya le he dado un escándalo a mi madre, ella no podría vivir con otro. Tengo dos hijos. Según parece, en mi mundo no cabe lo que me propone. Pero le aseguro que no hay nada que me haría más feliz. Ayúdeme, no insista en

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lo que me pide –y diciendo esto salió corriendo de la casa.

Mary no volvió a la casa de Timgen y ocupó sus días en visitar a las señoras que había atendido. Miss Nelly dio a luz el mismo día que llegó la goleta Ethél. El alcalde Hoy decidió que su hijo se llamaría Herman y Mary se dio cuenta de que en menos de una semana ella estaría viajando.

El día que viajaba subió de nuevo a la casa de Timgen para despedirse. Él la vio venir, pero sabía que no era para quedarse. Lo encontró sentado en el balcón. Timgen no se levantó como lo hubiese hecho en otras oca-siones. Lo único que hizo fue agachar su cabeza y tomarla en sus manos como tapándose los oídos para no escuchar lo que ella venía a decirle.

En el suelo, a su lado, había dos libros. Ella se paró detrás de él y puso sus manos sobre los hombros de él y comenzó a hablar:

–Doctor Timgen, me iré de Providencia esta noche, pero quiero agrade-cerle los días más felices de mi vida. En esta ocasión, dejaron un recuerdo que llevaré el resto de mi vida.

Timgen levantó su cabeza, extendió sus brazos hacia arriba y cogió las dos manos sin mirarla, besó cada una y, con lágrimas en los ojos, dijo:

–Mary, para mí igualmente: en esta ocasión, tu estadía en Providencia me hizo reconocer y aceptar sentimientos desconocidos, no creo que vaya a volver a verte, por eso quiero que junto con el recuerdo de las horas que pasamos juntos te lleves un libro que te va a ayudar en tus prácticas. Te confieso que es lo único que yo he tenido para consultar y, Mary, quiero que sepas que eso que ninguno de los dos pudo definir por más de quin-ce años es lo que ninguno de los dos jamás había experimentado antes, yo por mi origen y mi anterior vida, y tú por la villanía que sufriste, pero sin duda lo que hemos descubierto el uno del otro es lo más precioso que nos ha podido suceder y yo me lo llevaré a la tumba.

Mary, con lágrimas que no intentó reprimir, bajó su cabeza y buscó la boca de Timgen y lo besó y se dejó besar y le dijo al oído:

–I have been in love with you for fifteen years.

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Timgen le soltó las manos, recogió el libro del piso, se levantó de la mecedora, se acercó a ella, le entregó el libro y la tomó por los hombros y le dijo:

–Mary, vete, no me obligues a revelarte la parte de mi vida que te ha intrigado. Es la única esperanza que me queda para convencerte de que aceptes lo que los dos deseamos, porque te quiero y quiero ser sincero contigo. Pero también me preocupa que es una verdad que no tendría cabida en tu mundo, así como dices que quedarte conmigo tampoco lo tiene.

Mary seguía llorando, pero Timgen se había recuperado totalmente.

–Mary, alguien dijo: “When you part from a friend, you grieve not; for that which you love in him may be clearer in his absence, as the moun-tain to the climber is clearer from the plain”. Regresa a San Andrés, aquí te espero.

Herman H. Timgen falleció de un ataque al corazón a la semana de la salida de Mary de San Andrés. En un testamento le dejó mil dólares a cada una de sus hijas, Eurélia y Rebeca, a Alexandra la misma cantidad, su violín Stradivarious y sus libros, y para cuatro generaciones de provi-dencianos el misterio de su aparición y su vida por veintitrés años en esta solitaria isla.

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A principios del siglo XX las Islas de Providencia y Santa Catalina parecían aban-donadas por Dios y la humanidad; andaban perdidas en el Caribe, habitadas en su mayo-ría por mujeres debido a la fuerte migración de los hombres al istmo de Panamá en bus-ca de trabajo en el Canal.

No hay duda de que la soledad era la com-pañía obligada y el desconocimiento de los sucesos del resto del mundo llegaría a ser la atracción para algunos.

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