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El presente documento tiene como finalidad impulsar la lectura hacia aquellas

regiones de habla hispana en las cuales son escasas o nulas las publicaciones,

cabe destacar que dicho documento fue elaborado sin fines de lucro, así que se

le agradece a todas las colaboradoras que aportaron su esfuerzo, dedicación y

admiración para con el libro original para sacar adelante este proyecto

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............................................................................................................................... 4 SINOPSIS

1. Hora de visita ....................................................................................................................... 7

2. Peregrinaje de humillación ................................................................................................. 20

3. Mira cómo me consumo ..................................................................................................... 27

4. 12.51 ................................................................................................................................. 42

5. El vía crusis de los descarriados ......................................................................................... 51

6. Cuento de hadas de New York ........................................................................................... 59

7. El alma a los pies ............................................................................................................... 68

8. Resurrección rebelde .......................................................................................................... 81

9. Domad la lengua ................................................................................................................ 89

10. Amor en vela ..................................................................................................................106

11. La mañana después .........................................................................................................119

12. Exorcizad los demonios de vuestro corazón ....................................................................130

13. El recorrido del laberinto ................................................................................................139

14. La inmaculada confusión ................................................................................................146

15. Rapto de fe......................................................................................................................157

16. La hora santa...................................................................................................................170

17. Antes que el diablo sepa que has muerto .........................................................................177

18. La viuda virgen ...............................................................................................................186

19. Or@ción .........................................................................................................................190

20. Al tercer día ....................................................................................................................195

21. Gritad por última vez ......................................................................................................202

22. La cabeza hecha añicos ...................................................................................................202

23. Las aves y las ánimas ......................................................................................................222

24. Des/gracia .......................................................................................................................235

25. Última llamada ...............................................................................................................242

26. A los altares ....................................................................................................................249

27. Intervención divina .........................................................................................................255

28. Las chicas que lo hacen ...................................................................................................261

29. Han llegado las polillas ...................................................................................................271

................................................................................................................................287 NOTAS

..........................................................................................................................289 CRÉDITOS

........................................................................................................................290 BIOGRAFIA

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Tres chicas perdidas, cada una en busca de algo distinto. Pero lo

que acaban encontrando supera los límites de la razón.

Cuando Agnes, Cecilia y Lucy ingresan la noche de Halloween en

la hospital Perpetual Help no imaginan lo mucho que cambiarán sus

desastrosas vidas. Tres pulseras entregadas por un chico anónimo

las unirá a las puertas de una iglesia a punto de ser derruida, y lo

que allí vivan durante 3 días cambiará no solo cómo son sino lo que

son. Agnes, Cecilia y Lucy son herederas del destino de tres santas

mártires que deben luchar contra un mundo cada vez peor. La

cruzada de las chicas se convierte en un juego por adivinar quién es

bueno y quién malo, a quién amar y en quién confiar. Estas díscolas

extrañas se embarcan en una búsqueda del amor para encontrarse a

sí mismas.

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gnes! —gimió Martha, que se aferraba al brazo pálido de su única hija—. ¿De

verdad se merece tanto ese chico? ¿Se merece esto?

La mirada perdida de Agnes no se apartaba de su madre en sus intervalos de

consciencia e inconsciencia. Descargaron su cuerpo por la parte de atrás de la ambulancia como quien

le trae las piezas de carne al carnicero local. Se veía incapaz de aunar fuerzas para alzar la cabeza o la

voz en respuesta. La sangre se filtraba hasta la colchoneta de cuero sintético sobre la que se encontraba,

se encharcaba y corría hasta sus bailarinas de color azul verdoso antes de acabar goteando por la pata

de acero inoxidable de la camilla con ruedas.

—¡Agnes, respóndeme! —le exigió Martha, más enrojecida de ira que de empatía, mientras un técnico

sanitario de Urgencias ejercía presión sobre las heridas de su hija.

La estridencia de su grito atravesó el ruido estático y chirriante de las emisoras de la policía y los

escáneres de frecuencias de los sanitarios. Las puertas de Urgencias se abrieron de golpe, y las ruedas

de la camilla comenzaron a traquetear como un metrónomo al recorrer el viejo suelo de linóleo del

hospital del Perpetuo Socorro de Brooklyn en sincronía con los pitidos procedentes del monitor del

pulso cardiaco conectado a la paciente. Aquella mujer consternada iba corriendo, y aun así era incapaz

de alcanzar a su niña. Lo único que podía hacer era observar cómo su única hija se vaciaba de plasma,

o de testarudez e idealismo en estado líquido, tal y como ella lo veía.

—Mujer, dieciséis años. T. A. diez-seis y bajando. 10-56 A.

El código policial de un intento de suicidio resultaba ya demasiado familiar para el personal de

Urgencias.

—Está hipovolémica —observó la enfermera tras coger el antebrazo frío y pegajoso de la joven

paciente—. Se desangra.

Alargó el brazo en busca de unas tijeras y, con cuidado y rapidez, cortó la camiseta de Agnes a lo largo

de la costura lateral y la retiró para dejar al descubierto un top de tirantes ensangrentado.

—¡Mira lo que te ha hecho! ¡Mírate! —soltó Martha al tiempo que mesaba el cabello ondulado, largo y

caoba de Agnes. Estudió asombrada el aspecto glamouroso de la joven, al estilo del antiguo

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Hollywood, su piel perfecta y las delgadas ondas de pelo cobrizo que enmarcaban su rostro, más

perpleja aún ante el hecho de que hubiera sido capaz de hacer algo tan drástico por un chico. Ese

chico—. ¿Y ahora dónde está? ¡Aquí no, desde luego! Mira que te lo he dicho por activa y por pasiva.

Y ahora esto, ¡esto es lo que has conseguido!

—Vamos a tener que pedirle que se calme, señora —le advirtió el técnico sanitario de Urgencias, que

apartó a la madre de Agnes a un brazo de distancia para dar un giro pronunciado a la camilla camino de

la zona cortinada de triaje—. No es el momento.

—¿Se va a poner bien? —suplicó Martha—. Si le pasase algo, yo no sé lo que haría.

—A su hija ya le ha pasado algo —dijo la enfermera.

—Es que estoy tan… decepcionada —le confesó Martha, y se secó los ojos—. No la eduqué para que

se comportase de una forma tan desconsiderada.

La enfermera se limitó a alzar las cejas ante aquella muestra inesperada de falta de compasión.

Agnes la escuchó con la suficiente claridad, pero no dijo nada; no le sorprendió que su madre

necesitase consuelo, el refuerzo de que sin lugar a dudas había sido una buena madre, incluso en

aquellas circunstancias.

—No puede pasar a las salas de Trauma —le dijo a Martha la enfermera, pensando que sería buena

idea que se tranquilizase—. Ahora mismo no puede hacer nada, así que, ¿por qué no se marcha a casa a

por ropa limpia para su hija?

Martha, mujer delgada de más y con el pelo corto y oscuro, asintió con los ojos vidriosos y vio cómo su

hija desaparecía por un pasillo cuya iluminación ofrecía un violento contraste. La enfermera se quedó

atrás y le entregó a Martha la camiseta de color verde azulado de Agnes, llena de manchas. Algunas de

ellas aún se encontraban húmeda y rezumaban un brillo rojo, y otras, ennegrecidas, ya se habían secado

y crujieron cuando Martha dobló la camiseta y la aplastó en sus brazos.

No hubo lágrimas, ni una sola.

—No se va a morir, ¿verdad? —preguntó.

—Hoy no —contestó la enfermera.

Agnes no podía hablar. Estaba aturdida, más en un estado de shock que con dolor. Tenía las muñecas

envueltas en unos vendajes blancos de algodón lo bastante apretados como para contener el sangrado y

absorberlo. Con la mirada fija en los fluorescentes rectangulares del techo que pasaban uno detrás de

otro, se sintió como si acelerase por la pista de un aeropuerto, a punto de despegar rumbo a aquel lugar,

justo donde cualquiera se puede imaginar.

Una vez llegaron al área de Trauma, la escena se volvió aún más frenética: los médicos y enfermeras de

Urgencias se arremolinaron a su alrededor, la alzaron a una cama, la conectaron a diversos monitores,

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le colocaron una vía intravenosa y comprobaron sus constantes vitales. Tuvo la sensación de haberse

metido en una fiesta sorpresa de cumpleaños: todo parecía estar pasando por ella, pero sin ella.

El doctor Moss le sujetó la muñeca derecha, retiró el vendaje y la situó con pulso firme bajo la luz que

tenía sobre la cabeza para poder inspeccionar la hendidura sangrienta. Hizo lo mismo con la muñeca

izquierda y recitó sus observaciones para que las registrase la enfermera que se encontraba a su lado.

Agnes, que iba recobrando levemente la capacidad de respuesta, consiguió apartar la mirada.

—Heridas verticales de cinco centímetros, una en cada muñeca —dictó—. Laceración de piel, vena,

vasos subcutáneos y tejido ligamentoso. Lo que tenemos aquí es algo más que el grito de alguien que

pide ayuda —dijo al reparar en la gravedad y la localización de los cortes profundos, mientras la

miraba a los ojos—. Abrirte las venas en la bañera… a la antigua usanza.

Ya habían iniciado una transfusión de sangre, y ella empezó a volver en sí, muy despacio. Observó con

cautela, absorta, cómo la sangre de algún extraño iba entrando en su cuerpo gota a gota, y se preguntó

si aquello surtiría algún cambio en ella. Cierto era que no se trataba de un trasplante de corazón, pero la

sangre que correría por sus venas no sería del todo suya.

Agnes comenzó a quejarse y se puso en cierto modo combativa.

—Nadie está pidiendo ayuda —dijo para indicar que sabía perfectamente lo que estaba haciendo—.

Déjeme ir.

—Tienes suerte de que tu madre anduviese cerca —le advirtió el doctor.

Agnes sacó fuerzas de flaqueza para poner los ojos en blanco en un gesto leve.

Apenas un instante después, oyó el ruido que hizo el médico al quitarse el guante de látex.

—Cosedla —ordenó—. Y enviadla a Psiquiatría para que la evalúen cuando termine la transfusión y se

encuentre… estable.

—¿Al doctor Frey? —preguntó la enfermera.

—¿Aún sigue ahí arriba? ¿A estas horas?

—Es Halloween, ¿no? —refunfuñó ella—. No queda nadie más que él y una panda de esqueletos.

—Eso es dedicación —observó Moss.

—Tal vez, pero a mí me parece que le gusta estar ahí arriba.

—En esa sala tiene a lo peor de lo peor. No estoy muy seguro de que tenga elección.

Agnes lo estaba oyendo y no se podía quitar de la cabeza la imagen de una fiesta loca de personajes de

terror allá arriba. Y si estaban esperando a que se «estabilizase», les iba a tocar esperar muchísimo más

incluso que a esos pobres de la sala de espera que venían sin seguro médico en busca de un tratamiento.

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—Otro cuerpo que sobrevive a la mente —dijo el doctor Moss entre dientes, al tiempo que desaparecía

tras la cortina para ayudar con un caso de resucitación que ya estaba bien avanzado. Agnes ya se sentía

mucho más en sí, y agradeció el tumulto de forma egoísta, aunque solo fuese para distraerla de sus

propios problemas por un segundo. Le ofreció la muñeca a la ayudante del médico y se concentró en el

barullo de allí al lado, como esa música molesta de la radio de un coche bajo la ventana de su casa en

una calurosa noche de verano.

—¡Mujer, diecisiete años! —gritó la asistente sanitaria de Urgencias sin dejar de aplicar

compresiones—. ¡Posible ahogamiento!

La joven que se hallaba frente al interno, extremadamente delgada y con los labios azulados, no daba

muestras de vida y palidecía aún más a cada segundo que pasaba. El médico intentó examinarle las

uñas, pero ya las tenía pintadas de azul.

—¿En el río? —preguntó el interno.

—En la calle —contestó la asistente sanitaria, despertando la sorpresa en la expresión de todos los

presentes—. Boca abajo en un charco.

—Está en parada total. Desfibrilador.

Tras varias rondas de sacudidas asistidas por ordenador en el pecho y en las costillas, la joven tatuada

dio un bote sobre la camilla, sufrió unos espasmos y volvió en sí.

—¡Intubadla! —ordenó una enfermera.

Antes de que pudiesen introducirle la intubación por la garganta, la chica se puso a toser y a escupir

agua sucia sobre las batas del personal que la atendía, hasta que la baba se le cayó por la barbilla.

Habría vomitado, incluso, de haber comido algo aquel día. Teñida por el color del lápiz de labios, la

descarga fangosa dejó a la joven con un aspecto sanguinolento y empantanado. Unos restos líquidos y

mugrientos le gotearon por su abdomen de persona infraalimentada y se le fueron mezclando en el

ombligo hasta llenarlo, de manera que el piercing que llevaba —una barra de acero rematada en una

bola en cada extremo— parecía más bien un trampolín cuya punta se movía arriba y abajo.

Ya le habían puesto una vía intravenosa; le habían tomado muestras de sangre que iban camino del

laboratorio.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó la enfermera para comprobar su estado.

—CeCe —dijo la joven con cautela—. Cecilia.

—¿Sabes dónde estás? —continuó la enfermera.

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CeCe miró a su alrededor, vio a médicos y enfermeras corriendo de aquí para allá, y escuchó los

incesantes quejidos procedentes de unos vagabundos tumbados en unas camillas aparcadas en el

pasillo.

—En el infierno —contestó. Levantó la mirada hacia el crucifijo situado sobre la puerta y reconsideró

su respuesta—. En el hospital.

Se quedó mirando la mugre sobre su desgastado corpiño Vivienne Westwood de segunda mano, el

anillo doble de oro grisáceo con las garras de un faisán aferradas a sus dedos corazón y anular, unos

leggings de cuero y botines negros.

—¿Qué estoy haciendo aquí?

—Técnicamente, digamos que te has ahogado —dijo la enfermera—. Te han encontrado boca abajo en

un par de centímetros de agua.

—¡Dios mío! —chilló Cecilia antes de desembocar en un violento acceso de histeria.

La enfermera le sujetó la mano e intentó calmarla antes de descubrir que Cecilia no estaba llorando,

sino que se estaba riendo de manera descontrolada. Tanto, que se estaba quedando sin su valioso

aliento, estaba agotando el oxígeno que le quedaba.

—No tiene ninguna gracia —el doctor Moss observó los restos de suciedad y los tubos acrílicos que

surgían de ella—. Has estado a punto de morir.

Estaba claro que el médico tenía razón, y ella tampoco le estaba tomando el pelo al personal sanitario,

tan solo se reía del patético desastre en que se había convertido. Esnifarse un charco lleno de mierda de

la calle. ¿Hasta dónde eres capaz de caer? ¿Tan bajo, literalmente? Seguro que su amigo Jim, que se

suicidó tirándose del puente de Brooklyn y se pegó un buen trago de «chop suey» de agua espesa y

mugrienta del East River, se habría partido la caja con aquello. Este pensamiento hizo que recuperase la

suficiente compostura como para volver a ver la película de aquella tarde, visualizar al tío con el que se

estaba enrollando en el tren de la línea F de vuelta a Brooklyn desde Bowery, un tío cuyo nombre no

recordaba; y la actuación que no le habían pagado.

—¿Número de contacto en caso de urgencia? —preguntó la enfermera.

Cecilia lo negó con la cabeza.

—¿Dónde está mi guitarra? —palpó alrededor de la camilla igual que un amputado en busca del

miembro que le falta.

Poseía una belleza natural, el don de unos ojos de color verde oscuro con forma de almendra y unas

facciones definidas ya desde una temprana infancia. Llevaba una melena oscura a la altura de los

hombros, meticulosamente descuidada al estilo pelo pincho. Alta y flaca, de largos huesos y músculos.

Solían decirle que lo habría tenido más fácil si se hubiera hecho modelo, y no de esas reclutadas en los

quioscos de los centros comerciales por chicas monas bronceadas con camisetitas que enseñan el

ombligo, de esas que trabajan a tiempo parcial, sino una modelo de las de verdad. Y para ella, la moda

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importaba; pero es que no podía soportar la idea de convertirse en la valla publicitaria de la creatividad

de otro. Ya le resultaba bastante estresante vender a voces la suya propia. Si tenía que transmitir algún

mensaje, ya puestos, que fuera el suyo. Además, la música y su imagen eran lo que la sacaba de la

cama ya pasado el mediodía. Eran por lo que ella vivía.

—En el mostrador de Admisión habrá un registro de cualquier cosa con la que llegases al hospital —

dijo el doctor Moss—. Yo buscaré tu guitarra cuando las cosas se calmen un poco por aquí.

—¿De verdad sucede eso alguna vez? —preguntó. La leve sonrisa que arrancó al médico le dio

ánimos—. Gracias —dijo Cecilia con sinceridad mientras el doctor se retiraba para valorar la situación

de la joven—. Tío, eres un ángel.

—No, soy médico. Solo curo cuerpos heridos.

—¡Doctor! ¡Aquí! —llamó la enfermera jefe, que interrumpió la intentona de un moralismo de telefilm

a cargo del médico.

Sin mayor aviso, una situación de locura irrumpió por la puerta de acceso al servicio de Urgencias y le

indicó a Cecilia que tal vez pasase un rato antes de que le echase el guante a su instrumento.

—Jesús bendito —dijo CeCe, que intentaba descifrar qué podrían ser los flashes de luz brillante que se

reflejaban en la pared por encima de la cortina de división. No se parecía a nada que ella hubiese visto

u oído antes; casi como si se hubiera colado en la sala una tormenta de aparato eléctrico. Los aullidos

que acompañaban los flashes sonaban como si una manada de bestias hambrientas se peleasen por unos

huesos. Eran los fogonazos de las cámaras y las maldiciones de los paparazzi luchando por ganar la

posición, todos intentando sacar una foto. La foto.

—¡Lucy, aquí! —gritó uno.

—¡Lucy, una con el gotero puesto! —le pidió otro.

—No veo nada —murmuró Lucy mientras se ponía sobre la cabeza el abrigo vintage de visón blanco

para protegerse los ojos y cubrirse la cara, justo antes de desmayarse.

—¡Apártense de una vez! —gritó en repetidas ocasiones un guardia de seguridad desde el mostrador de

visitas.

Ni Agnes ni Cecilia eran capaces de distinguir mucho más allá de lo que veían por debajo de las

cortinas, y del término sobredosis, que no dejaban de oír por todas partes. Comenzó a caer al suelo toda

una serie de prendas de vestir: un zapato de tacón de aguja con tachuelas en primer lugar, y otro a

continuación; unas medias negras, un wonderbra sin tirantes, una diadema Swarovski, un bolso de

mano de Chanel y, por último, un vestido de seda que parecía flotar con gracia en el aire como un

pequeño paracaídas negro.

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—Otra que se pasa del límite de la tarjeta y le toca devolver sus trapitos —se dijo Cecilia entre dientes.

—Pero ¿esto qué es, la noche joven o qué? —preguntó el doctor Moss de forma retórica mientras

preparaba la dosis de carbón por vía oral.

—No, solo un sábado por la noche en Brooklyn —respondió la enfermera—. Los ataques al corazón

son los lunes…

—¡Lucy! —gritó otra enfermera—. ¿Puedes oírme, Lucy? —no le hizo falta siquiera comprobar el

nombre en el informe. Cualquiera que leyese los blogs o las revistas locales del corazón sabía quién era

la chica y por qué la acosaban a gritos los reporteros.

Agnes pudo oír la charla entre el médico y el responsable de las relaciones públicas del hospital, que se

encontraban al otro lado de su cortina.

—Saca de aquí a esos buitres —ordenó el médico sin perder de vista a la hilera de fotógrafos que

salivaban inquietos y apostados en la sala de espera—. Que nadie haga ningún comentario ni confirme

nada, ¿está claro?

El doctor Moss regresó dentro para examinar a Lucy. El tratamiento con carbón activado por vía oral

ya estaba en marcha. A la joven, el tubo le producía arcadas, algo que él interpretó como una buena

señal. Lucy se despertó de forma abrupta, como si alguien hubiese dado un tirón del cordel del motor

de arranque de una segadora de césped. Totalmente despierta, consciente por completo.

—¡Sáquenme de aquí! —chilló tras arrancarse el tubo de la garganta. Estaba inquieta, enloquecida, casi

frenética.

—Relájate, cielo —le dijo una enfermera tan voluminosa como autoritaria, que le empujó con suavidad

en los hombros para tumbarla—. Estás a salvo de todos esos reporteros de ahí afuera.

—¿A salvo? —se mofó Lucy con voz áspera, toqueteándose a ciegas el maquillaje—. ¿Está de coña?

Esta foto le paga la universidad al hijo de uno de esos.

A la enfermera no solo le desconcertó a las claras aquel comentario, sino también el hecho de que la

chica que se encontraba allí tumbada en la camilla se comportase como si estuviera a punto de posar en

un photo-call.

—¿De qué estás hablando?

—¿Una foto en Urgencias? ¿Sabe dónde sacan eso? —le echó una miradita de arriba abajo a la irritable

enfermera y se percató de que con toda probabilidad no lo sabía—. Qué va a entender esta.

Lucy tiró de la lámpara que había un poco más allá de su cabeza para acercársela, y comprobó su

reflejo en la bandeja cromada situada sobre su camilla.

—Quizá consigas que el oficial de policía de ahí afuera entienda algo mejor qué hacía alguien de tu

edad sin conocimiento en el baño de una discoteca.

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Lucy se negó a reconocer la seriedad de su situación, médica o legalmente hablando, y se esforzó en

recoger los componentes desperdigados de su atuendo. Pasado apenas un segundo, un dolor lacerante la

detuvo en seco, se dobló por la cintura y se echó las manos al estómago mientras se retorcía.

La enfermera le colocó unos electrodos adhesivos en el pecho y los conectó al monitor del ritmo

cardiaco junto a su camilla. Presionó el interruptor y, en lugar del esperado bip… bip del pulso de la

chica, el sonido que emitió fue un pitido largo y continuo que indicaba una línea plana.

Y después… nada.

Las cejas de Lucy se arquearon nerviosas mientras la joven observaba a la enfermera toquetear el

aparato.

—Todo el mundo dice que tengo el corazón de piedra —se mofó.

—Deja ya de moverte —le ordenó la enfermera—. Estás liando el monitor.

—Aj, creo que me ha bajado la regla —Lucy dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre la almohada

minúscula que había encima de la camilla—. Tráigame vicodina.

El doctor Moss hizo un gesto negativo con la cabeza y salió del cubículo cortinado. Se percató de que

los fotógrafos y los blogueros se dedicaban a subir fotos y postear comentarios desde sus móviles,

llamaban a sus fuentes y, llenos de entusiasmo, ponían a sus editores al tanto de la última hora sobre

aquella chica del famoseo de segunda fila. De repente, como si hubiera cesado la alarma de incendios,

la multitud se dispersó, se marchó a perseguir la siguiente ambulancia.

La enfermera asomó la cabeza por el reservado de Lucy para hacerle saber que las cosas se habían

calmado.

—¡Mierda! —soltó Lucy, una vez echada a perder su ocasión de ser portada de las revistas por culpa de

la tragedia personal de otro.

Pasaron las horas, disminuyó la intensidad de las luces; cambiaron el personal, los turnos y los

vendajes; y cada quince minutos tuvieron lugar las comprobaciones de que Agnes estaba bajo control

—procedimiento por otro lado obligatorio—, pero el sonido de los enfermos, los heridos y los

moribundos persistió mucho más allá de la hora de visita, entrada la noche. Era aleccionador y

deprimente. Los pacientes iban y venían, unos dados de alta, otros ingresados, y otros —como Agnes,

Lucy y Cecilia— abandonados en el limbo, a la espera de una cama libre o una observación posterior,

obligados a soportar el sufrimiento de los demás aparte del suyo propio.

Sonó el móvil de Agnes, y supo que era su madre en cuanto empezó a oírse la sintonía de la serie de

televisión Dinastía. Apretó el botón SILENCIAR y, con flojera, tiró el teléfono a la mesita del monitor

que tenía junto a su camilla haciendo a la llamada el mismo caso que había hecho a la cascada de

mensajes de texto que a esas alturas llenaban su buzón. Suspiró y, al igual que Lucy —para quien su

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instantánea perdida y una primera ronda de interrogatorio a cargo del Departamento de Policía de

Nueva York demostraron ser absolutamente agotadoras—, se dejó caer en el sueño.

Todo estaba prácticamente en silencio. Inmóvil.

Un ATS de Urgencias abrió la cortina de golpe y de par en par, como si estuviese quitando una tirita, e

introdujo un carrito portátil con un ordenador.

—Tengo que hacerte unas preguntas, Cecilia… Trent.

Cecilia no movió un pelo.

—¿Domicilio?

—Paso.

—Ah, vale —escudriñó la pantalla en busca de una pregunta más fácil—. ¿Religión?

—Actualmente practico el ancestral arte del —hizo una pausa mientras él escribía— me la suda-ismo.

El ATS no dejó de escribir hasta que terminó la frase y, a continuación, presionó la tecla DELETE.

—Eso no lo puedo poner.

—Seguro que sí.

—No, no puedo.

—Y luego dicen que estamos en un país libre —dijo Cecilia—. Vale, soy nihilista practicante.

—Será mejor que vuelva un poco más tarde —sacó de allí el carrito del ordenador y cerró la cortina.

—No te pongas así —le voceó ella a modo de disculpa—, es que me aburro.

—Descansa un poco.

Con toda la sedación que llevaba en el cuerpo, tenía que haber sido capaz de hacerlo, pero no pudo. No

dejaba de reproducir aquella tarde una y otra vez en su cabeza, lo poco que recordaba de ella. Pasado

un rato, Urgencias se quedó prácticamente en absoluto silencio a excepción de unos pasos acelerados.

Sonaban pesados, no como los botines de papel de los cirujanos o el andar apresurado de las suelas de

goma de las enfermeras que habían estado atravesando la sala hasta entonces. Cecilia, ave nocturna

experimentada por naturaleza y profesión, se sintió inquieta por primera vez en mucho tiempo.

Levantó la vista y distinguió sobre su cortina la sombra de la silueta de un hombre, que pasaba por su

cubículo.

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—¿Vienes a por más, o qué? Siempre igual.

Bajó la vista al suelo y divisó unas botas negras de motero, las más alucinantes que jamás había visto.

Aun por la silueta podía adelantar que, quienquiera que fuese, estaba como un tren. Desde luego que no

era ese ATS vomitivo. Se le daba ya bastante bien lo de catalogar los «atributos» de un tío en la

oscuridad.

El hombre se detuvo, como si estuviese meditando algo con mucha intensidad, de espaldas a la

cortinilla, y le dio tiempo a Cecilia a pensar acerca de él. La hora de visita había pasado, y a decir de la

silueta de su pelo, vaqueros y cazadora en una luz cercana al claroscuro, se preguntó si sería el tío con

el que se había enrollado. Apenas podía recordar su aspecto, pero quizá se las hubiese ingeniado para

colarse por delante del mostrador e ir a verla. A ver si estaba bien. Aunque fuese por un sentimiento de

culpa.

—¿Estás decente? —preguntó él—. ¿Puedo entrar?

—No y sí. Dos cosas sobre mí: nunca me subo a un avión con una estrella del country, y tengo la

costumbre de no decir nunca que no a un tío —respondió ella, y sintió un cosquilleo en el estómago

cuando él apartó la cortina.

Parecía ansioso, casi como un fumador empedernido que ha dejado el tabaco ese mismo día. Tenso.

Entró deprisa, agachando la cabeza. Era alto y esbelto, con la piel morena, el pelo espeso y bien

peinado, brazos largos y ligeramente musculados, y un pecho fornido que apenas cabía dentro de la

cazadora y una camiseta de The Kills.

Una aparición.

—No pensé que hubiera nadie despierto —dijo en un susurro de barítono.

—¿Has venido a darme la extremaunción?

—¿Sientes una pulsión hacia la muerte?

—Después de anoche, es posible.

—¿Sueles invitar a desconocidos a entrar en tu cuarto?

—Prefiero la compañía de gente a la que no conozco demasiado bien.

—Suena a soledad.

Se produjo un silencio incómodo, y Cecilia tuvo que apartar de él la mirada. La comprensión y

compasión presentes en su voz resultaban abrumadoras. Los ojos se le llenaron de lágrimas de manera

inesperada.

—No estoy llorando. Seguro que sigo puesta o algo así.

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—Ya entiendo —dio un paso al frente. Más cerca de ella. Redujo el espacio entre ambos. Olía a

incienso. Cecilia comenzó a cuestionar que fuese inteligente confiar en aquel individuo. Los tíos

buenos que se recorren los clubes nocturnos eran una cosa, pero los tíos buenos que se cuelan por los

hospitales eran otra bien distinta. Se puso en tensión.

—¿Te conozco?

—¿No lo sabrías si me conocieses?

La verdad era que Cecilia salía con un montón de chicos, y le resultaba complicado situarlos, así que

tropezarse con uno se convertía para ella en una especie de juego de las veinte preguntas. Algo que se

le daba muy bien.

—¿Estuviste anoche en mi concierto? ¿Me trajiste tú aquí?

—No… —dijo lentamente—. Cecilia.

—¿Sabes cómo me llamo? Más te vale ser adivino, tío, porque si no, me pongo a gritar —le dijo ella, y

retrocedió de manera repentina.

Él señaló en dirección a los pies de la cama.

—Pone tu nombre en ese portapapeles.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Cecilia mientras mantenía en alto los brazos perforados por las

agujas, tan lejos como le permitían los tubos de vinilo, como una marioneta medicinal—. Sé cuidar de

mí misma, a pesar de lo que parezca ahora.

—Eso ya lo veo —asintió y le dio un toque muy suave en la mano.

—¿Quién eres? —ella retiró la mano de inmediato.

—Sebastian —respondió él, y volvió a alargar el brazo para tocarla.

Cecilia se relajó bajo su roce.

Sebastian reparó en el estuche de guitarra apoyado contra la pared junto a su cama. Tenía pegatinas,

manchas, golpes y desconchones. Aunque aquel objeto había dejado atrás su mejor época, a él le daba

la sensación de que protegía algo valioso.

—¿Te dedicas a la música?

—Eso fue lo que les dije a mis padres cuando me largué.

—Todo el mundo huye de algo o persigue algo.

—Y bien, entonces —dijo ella con una cierta sensación de camaradería—, ¿en qué dirección vas tú?

—En ambas, supongo.

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—Al menos tenemos algo en común.

—Al menos.

—En serio, es que siempre me he sentido como si muy dentro de mí llevara algo que tenía que contar

—intentó explicarse CeCe—. Algo que…

—¿Intentaba salir a la luz? —preguntó él.

Cecilia levantó la vista hacia él, sorprendida. Sebastian lo entendía.

—Eso.

—Otra cosa que tenemos en común —dijo él.

Se acercó a ella todavía más. Se puso a la luz, lo suficientemente cerca para que ella sintiese el calor de

su cuerpo y su aliento. Para verle. Para olerlo.

—Así que, Sebastian… —se sentía atraída incluso por su nombre. Le pegaba. Conocía a los de su

clase: un tío brutalmente guapo, de agradables maneras, pero que lo más seguro era que estuviese

engañando a su novia enfermera del turno de noche delante de sus narices—. ¿Qué estás haciendo

aquí?

—Una visita.

—¿A una novia?

—No.

—No tienes pinta de chupasangre, traficante de órganos ni ladrón de cadáveres… —dijo ella—. ¿Eres

uno de esos que van buscando chicas malas por los hospitales?

Los sorprendió el fuerte ruido metálico de la caída de una bandeja y una charla en el pasillo. Ya desde

el principio, el chico parecía tener los nervios a flor de piel, pero a Cecilia ahora le dio la sensación de

que estaba a punto de marcharse. Justo en ese momento.

—¿Estás buscando a alguien, o es que alguien te está buscando a ti?

—He encontrado lo que buscaba —dijo, y se metió la mano en el bolsillo de los vaqueros.

—Eh, tío, ¿qué narices estás haciendo? —estiró el brazo en busca del botón para llamar a la enfermera,

pero él lo alcanzó antes que ella y lo apartó. Cecilia extendió la mano de inmediato para agarrarlo, y a

continuación hizo un gesto de dolor y la retiró cuando la vía intravenosa se tensó al máximo y tiró de

sus venas—. Entérate: voy a hacerte daño.

Sebastian extrajo del bolsillo una pulsera maravillosa hecha de lo que parecían las más antiguas y más

extraordinarias cuentas de marfil sin tratar, y colgando de ellas, una ancestral espada de oro con un arco

de violonchelo alargado y atado desde el mango a la punta.

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—Joder —se maravilló Cecilia al verla, y se quedó tan conmovida como asustada ante el hecho de que

un extraño le hiciese un regalo tan suma, obvia e increíblemente caro, personal y único—. ¿Fuiste tú

quien me trajo aquí? —le preguntó—. ¿Fuiste tú quien me salvó?

Sebastian le puso la pulsera en la mano, cerró la suya en torno a esta, con suavidad y con firmeza, y

luego retrocedió hacia la cortina.

—Más adelante.

Algo hubo en su voz que a ella le sonó como una afirmación literal. Le creyó. Aquella había sido quizá

la conversación más sincera que había mantenido con un chico en toda su vida. Y era un absoluto

desconocido. Pero era alguien con mucho equipaje. Como ella.

—Oye, tengo unos conciertos esta semana. Cecilia Trent. Búscame en Google. A lo mejor me

encuentras y te apetece pasarte a ver qué pinta tengo sin las vías intravenosas.

—A lo mejor me encuentras tú primero —dijo él.

—Espera —susurró Cecilia con voz quebrada a su espalda, mostrándole la muñeca adornada con la

pulsera—. ¿Qué es esto?

—Algo a lo que aferrarte.

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omingo por la mañana.

Día de descanso. Arrepentimiento. Y de boca algodonosa.

Lucy estaba tumbada de costado cuando volvió en sí. Se dedicó a escuchar un rato antes de abrir los

ojos, aferrada a aquel instante de serenidad previo a que sus actos de la noche pasada se revelasen ante

su cerebro, sobrio y plenamente consciente. Esa fracción de segundo antes de que apareciesen las

excusas de una abuela enferma o de una amiga confundida, y todo eso mientras una se pasea por ahí en

ropa interior.

Su primer reflejo fue meter la mano debajo de la almohada en busca de su petaca de Hermès, que con

esas tonalidades de salmón y de gris, sus tiras de cuero negro y el tapón de plata de ley, parecía más un

collar de tamaño desproporcionado que algo pensado para ocultar alcohol. Se la dieron los promotores

de Sacrifice, un selecto nightclub de la zona del Dumbo, como regalo después de celebrar una fiesta

exclusiva de Hermès para la semana de la moda… junto con un refill gratis de por vida con alcohol de

primera, algo que la traía siempre de vuelta ya que los tiques con consumición eran algo del siglo

pasado. Esa mañana, sin embargo, no había consuelo por ninguna parte, ni debajo de la almohada ni en

ningún otro sitio; no encontró ninguna petaca.

La funda de la almohada se encontraba parcialmente desplazada, de manera que Lucy tenía la boca en

contacto directo con el cojín de plástico azul. Bastó un instante para que lo advirtiese, le entrase el

pánico y empezase a realizar un inventario mental de quién podía haber fallecido sobre ella y haberse

quedado allí tumbado durante horas, perdiendo fluidos corporales en ella y dentro de ella. Las

almohadas de los hospitales, como las de las líneas aéreas, eran reutilizables, y nadie había llegado a

ver cómo las cambiaban jamás, de eso estaba segura. El protector de plástico no la engañó ni por un

segundo: todo su contenido infeccioso ya le andaba rondando la boca, jugando al corre que te pillo con

su sistema inmune. Fuera lo que fuese, ya lo llevaba dentro.

Lucy abrió esos ojos azules suyos —tan espectralmente pálidos, atravesados por unos vasos sanguíneos

que se extendían por el blanco como una tela de araña—, y supo que se encontraba en un hospital.

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Intentó volver a dormirse, regresar al entumecimiento, pero los pitidos y zumbidos del equipo médico

al ponerse en marcha, junto con la cháchara del pasillo, hicieron que le resultase imposible, al igual que

la mezcolanza de los vapores de amoniaco, heces, sangre seca y vómitos que parecían inundar toda la

sala de Urgencias.

—Tengo que salir de aquí —dijo, y despegó la cara de la almohada de plástico.

La enfermera se limitó a ignorarla y comenzó a tomarle las constantes vitales antes de retirarse a su

papeleo. Lucy tenía los ojos clavados en su bolso parisino de fin de semana, el mismo que le regaló su

padre cuando visitaron aquel rastrillo en Francia. Estaba hecho de un paño muy antiguo: flores cosidas

a mano de rojos vivos, magentas brillantes, azules marinos y verdes amarillentos.

Su padre la llevó a Francia cuando tenía diez años, después de decirle que quería que su primer viaje a

París fuese con un hombre que la quisiera para siempre. Eso fue justo antes de que su madre los dejase:

se marchó cuando aún era joven. Decidió que no quería verse atada a un marido y una hija, así que

cogió y se largó a L.A. Más adelante, Lucy se percataría de que esas iniciales también eran las suyas

propias, además de las de la ciudad de Los Ángeles, entre otras cosas. Si aquella decisión tan drástica

consistió en algún tipo de sueño anterior no cumplido o si fue simplemente una respuesta instintiva ante

un modo de vida tradicional, Lucy jamás lo supo con certeza. Para ella resultó tan formativo como

informativo: tiñó sus puntos de vista acerca de la vida y el amor con un tinte decididamente

asentimental.

Fuera por la razón que fuese, su padre era todo lo que tenía Lucy, y ahora apenas hablaba ya con él

siquiera. A menos que hubiese algún problema con su cheque para pagar el alquiler. Se había aferrado

a aquel bolso y a lo que él le había dicho conforme el dulce recuerdo se había ido convirtiendo en una

amarga mentira. Y eso era todo lo que quedaba: equipaje. Y cuando hablaba con él, siempre recibía la

acusación de ser exactamente igual que su madre, algo que para su padre resultaba imperdonable.

Lucy sacó del bolso su ropa de la noche anterior. Ya era una tragedia lo bastante grande —pensaba

ella— haber acabado en el hospital, pero sin otra cosa que ponerse, lo que tenía garantizado era una

pasarela de humillación. Se preguntó quién pagaría por una foto así, y cuánto, e inmediatamente buscó

su teléfono móvil. Fue entonces cuando algo cayó al suelo.

Bajó la mirada y vio una pulsera hecha con las más exquisitas cuentas de color crudo y un colgante

muy peculiar, de oro, con dos ojos.

Una versión Quinta Avenida de la pulsera de la cábala, pensó mientras se agachaba a recogerla. De

algún iluminado en busca de una limosna, supongo.

Antes siquiera de tenerla ante sus ojos, ya había decidido incorporarla a su atuendo. La Barney’s de

Nueva York estaba preparando toda una línea de inspiración religiosa para el otoño siguiente, y aquella

pequeña pieza le serviría a ella para ir por delante de la temporada. Falsa, seguro, pero sé cómo hacer

que quede bien.

Se acercó la pulsera a la cara, la estudió y se dio cuenta de que era cualquier cosa menos falsa. El

reflejo de la luz fluorescente del techo hizo que Lucy entrecerrase los ojos como un joyero. Por lo

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general, era capaz de distinguir una baratija a un kilómetro de distancia, y aquella era de verdad.

Increíble. Con el aspecto de una pieza de anticuario. Pesada. Tallada a mano. Por un instante se lanzó a

fantasear acerca de la posibilidad de que hubiese pasado de generación en generación a través de los

siglos como una joya de familia, o bien oculta como un tesoro enterrado que sería descubierto cientos

de años más tarde.

Desenterrada.

Seguro que esto vale una fortuna que alucinas, no como esas imitaciones de máquina de chicles que

venden en los puestecillos de las aceras de Atlantic Avenue, pensó. Se volvió sobre su espalda y la

sostuvo en alto frente a su rostro, jugueteando con el colgante de oro. No se parecía a nada que hubiera

visto jamás, ni siquiera en las subastas del famoseo, y desde luego que se trataba de una pieza única; le

resultaba a la vez extraña y familiar. Casi costaba mirarla. Pero tuvo la sensación de que, de un modo

que incluso a ella le resultaba difícil describir, la pulsera debía ser suya. Y ahora lo era.

—¿Ha venido mi padre? —preguntó a la enfermera con un tono de voz cargado de ilusión, como si

volviese a ser una niña pequeña en Navidad, acariciando aquella rareza que se había encontrado—. ¿Ha

sido él quien me ha dejado esto?

—No —dijo la enfermera a modo de apisonadora sobre las infantiles ansias de Lucy.

—Ya, claro, él jamás pondría un pie en un hospital de Brooklyn. Rara vez sale de Manhattan.

La enfermera elevó la mirada al techo.

—¿A qué hora dan aquí el alta? —siguió preguntando la chica, aún traspuesta ante aquella fruslería.

La mujer se encogió de hombros en un gesto de indiferencia y regresó a sus preocupaciones.

—Zorra —farfulló Lucy conforme la enfermera regordeta se alejaba caminando como un pato.

Al observar cómo se alejaba la enfermera, Lucy reparó en un rostro que le resultaba familiar al otro

lado del pasillo: no se trataba de una amistad, ni siquiera de trato esporádico pero amable, sino de una

antigua compañera de clase y competidora a ultranza por el valioso espacio en las columnas de cotilleo.

Aquella chica jamás había conseguido que se publicase nada sobre ella hasta que, poco tiempo atrás,

comenzaron a circular rumores de que se había quedado embarazada de un exnovio, ahora

universitario. Lucy lo sabía todo acerca del tema porque había sido ella quien lo puso en marcha. Y

ahora, justo al lado de la chica se encontraba su novio.

No había cortina en su cubículo, estaban completamente a la vista.

—Eh, Sadie —Lucy atrajo la atención de la chica.

Sadie estaba doblada de dolor, se quejaba y se agarraba el estómago. Se encontraba demasiado débil

para responder o para defenderse.

—Vaya, parece increíble el tipo tan genial que se te ha quedado después de dar a luz —dijo Lucy—.

Cuesta creer que estuvieses embarazada hace apenas, no sé… una hora.

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Consciente de lo que estaba a punto de suceder, la chica escondió la cabeza en la capucha de su

sudadera, muy al estilo de un mafioso al que ha cogido una familia rival y a quien se llevan en el

asiento de atrás de un coche. Sin embargo, el chico ni siquiera intentaba esconder la cara, sino más bien

todo lo contrario.

No cabe duda de que al dar el chivatazo sobre Sadie impresionaría a Jesse y colocaría la historia de su

paso por Urgencias en un lugar más visible. Es más, podría incluso garantizarle una entrada de

videoblog. Lo único que tenía en la cabeza era: Premio. En los círculos en que se movía ella, una cosa

era un embarazo adolescente, que te obligaba a aguantar unos días de publicidad vergonzosa antes de

convertirse en un noble sacrificio, y otra muy distinta era un aborto. Eso podía significar el exilio. Y

una rival menos para Lucy. Era incapaz de contar las veces que ellos habían intentado humillarla.

Ojo por ojo.

Lucy le sacó una foto con el móvil y le echó un vistazo. Era perfecta, captaba todo el sufrimiento y las

lágrimas de Sadie. No obstante, la mirada de consternación en el rostro de la chica, su vulnerabilidad,

conmovió a Lucy de un modo que ella no se esperaba. Y más aún le conmovió el novio de Sadie, Tim,

cogido a ella de la mano, a su lado. Allí no había nadie que hubiese ido a verla a ella, ni siquiera el

hombre al que más le debería haber preocupado, su padre.

Cruzó una mirada con la pareja y sintió que le suplicaban por la piedad de los medios, sintió su dolor

—algo totalmente impropio de ella—, y presionó ENVIAR.

—Tienes el alta —le dijo la enfermera a Lucy con voz cortante conforme bajaba por el pasillo—. Tus

cosas están en esa bolsa, y el papeleo, en el mostrador de la entrada.

—¿Eso es todo? —preguntó la chica, en cierto modo contrariada.

—¡Ja! ¿Y qué esperabas?

Lucy frunció el ceño muy levemente, lo justo para provocar en la enfermera de noche una mueca de

satisfacción.

—¿Qué le parece? —inquirió Lucy al tiempo que ondeaba con aire regio su muñeca engalanada.

—Creo que te va —dijo la mujer—. Intenta no salir corriendo a empeñarlo.

Lucy enseñó los dientes, adoptó con la perfecta manicura de sus uñas la pose de unas garras, propia de

un gato erizado, y desdeñó la energía negativa de la enfermera con un bufido.

Agarró su bolso de fin de semana y salió al exterior por las puertas giratorias. Estaba amaneciendo, esa

hora en que la gente se levanta para ir a trabajar y, en el caso de Lucy, esa hora en que regresaba a casa

después de haber salido. Su hora punta.

Fue caminando hasta un puesto de comida y pidió unas claras de huevo revueltas con carne sobre un

bagel y una taza de café caliente. Sin dejar de pensar en lo que le acababa de hacer a Sadie, lo bajo que

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había caído, observó cómo el dependiente cascaba los huevos; cómo apartaba la yema, el núcleo, la

parte más sustanciosa, y la desechaba.

—Vacíelo —ordenó, e insistió en que le quitase la miga al bagel mientras veía cómo una pareja,

claramente desfavorecida, pedía un refresco Dr. Pepper para su hijo pequeño.

Justo entonces sintió una mano flacucha que la tomaba por el brazo. No necesitaba ni mirar para saber

a quién pertenecía: la manga negra de la cazadora de Jesse lo delataba.

—Quítame las manos de encima, capullo —ladró Lucy al tiempo que se liberaba con una sacudida sin

darse la vuelta siquiera para mirarle a la cara. Jesse era alto, un tanto encorvado a causa de tanto tiempo

dedicado al ordenador, y delgado. Intentaba ir a la moda, pero se pasaba, y daba la impresión de ir

incómodamente vestido por una novia; novia que no tenía.

—Aaaah —se quejó—. ¿Es que te has levantado por el lado izquierdo de la camilla o qué?

De pronto, Lucy quedó cegada por el reflejo del sol en el colgante dorado con los dos ojos. Habría

jurado que la miraban fijamente.

—Jesse, esto se ha acabado para mí. Esta vez lo digo en serio.

—¿Qué es lo que se ha acabado? Pero si llevas una vida de ensueño.

—¿El ensueño de quién?

—El tuyo, ¿o es que se te ha olvidado?

—Solo sé que me podía haber quedado metida ahí dentro, pudriéndome, y a nadie le hubiera importado

una mierda.

—Yo he venido.

—Pues eso, lo que yo te decía.

—No digas ridiculeces, Lucy. Has salido en todas partes.

Se puso a toquetear su teléfono, con la pantalla hacia arriba.

—No me refiero a despertar la curiosidad morbosa de la gente, Jesse —dijo ella—. Me refiero a que

nadie se ha preocupado por mí.

—Creo que necesitas dormir un poco.

—Tú no tienes ni idea de lo que necesito.

Jesse evaluó a la chica despeinada que tenía delante. Por lo general, se le daba bien interpretarla, pero

aquella mañana había algo diferente. Estaba más melancólica de lo que jamás hubiese visto en ella.

—¿Es que no has podido pararte en el servicio para arreglarte esa cara?

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Lucy se llevó la mano al rostro, y cuando lo hizo, Jesse pudo ver la pulsera.

—Muy bonita —dijo, y alargó la mano hacia el colgante—. ¿De dónde la has sacado?

—¡Ni la toques!

—Joder. Bueno, al menos le importas a alguien, ¿no?

—Eres un demonio.

—Le dijo la sartén al cazo.

—Tengo que irme.

—Que no se te olvide. Hicimos un trato.

Lucy no pudo evitar percatarse de que la sombra que ella proyectaba engullía a Jesse por completo.

—No te debo nada.

—Me ha encantado la pillada de la triste Sadie. Ya la he pasado.

—Entonces ya estamos más que en paz.

—¿Es que has cogido algo en Urgencias, o qué? —le tomó el pelo el chico, que intentaba mantenerse a

su paso.

—Sí, claro, un poco de conciencia —metió la mano en el bolso en busca de un cigarrillo y dinero para

un taxi—. Apártate de mí, no vaya a ser contagioso.

Jesse advirtió que la mano de Lucy salió vacía del bolso.

—¿Dinero para un taxi? —sacó un billete de veinte dólares nuevecito del bolsillo de la cazadora y se lo

ofreció sujeto entre los dedos, finos y alargados.

—No me tientes, igual que haces con todo el mundo.

—Un poco tarde para eso, ¿no te parece?

—Nunca es demasiado tarde.

Lucy dio media vuelta sobre sus tacones de diez centímetros, dejó que las gafas de sol —impenetrables

y de un tamaño exagerado— cayesen sobre sus ojos para poner un punto final dramático a la

conversación, y se alejó caminando y dejándolo plantado como solo ella era capaz. Estaba sin blanca, y

Jesse lo sabía. Hasta el último céntimo que tenía, o había cogido prestado, lo llevaba puesto. Se dijo

que con un poco de suerte, al billete de metro que llevaba aún le quedaría algún viaje.

—Mira tu e-mail cuando llegues a casa —voceó Jesse a su espalda, indiferente.

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Lucy se detuvo un solo instante, se bajó un poco el vestido, que notaba cómo se le iba subiendo por el

muslo, y siguió caminando manzana abajo. A continuación se aseguró de que nadie la veía y cruzó por

mitad de la calle hasta una parada de autobús al otro lado de la avenida, rezando para que nadie la viese

vestida con la misma ropa de la noche anterior. O peor, en una parada de autobús. Todas las casillas de

su desfile de la vergüenza estaban verificadas:

Pelo: apelmazado.

Pintura de labios: hecha un desastre.

Ojos: negros a causa del rímel corrido.

Vestido: sucio y arrugado.

Cabeza: baja de vergüenza.

Dignidad: perdida.

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aba la casualidad de que la planta de Psiquiatría del Perpetuo Socorro era también la

más alta. Al personal le gustaba llamarlo «el Ático», de manera eufemística. En aquel

momento, Agnes solo era capaz de pensar en que se trataba de un sitio maravilloso

desde el que tirarse, que con toda probabilidad era lo mismo que la dirección del hospital tenía en

mente cuando trasladó allí la unidad. La manera más simple de todas de recortar gastos.

Cuando la introdujeron en la sala de espera iba tumbada boca arriba en la camilla, pero se obligó a

incorporarse hasta una posición sentada en cuanto que la «aparcaron». Fue girando el torso muy

despacio hacia el borde de la camilla, hasta que las piernas acabaron cayendo. Se encontraba mareada,

se agarró al borde de la camilla y presionó con fuerza, algo que le produjo un dolor infernal. No se

había dado cuenta de hasta qué punto eran necesarios los músculos del antebrazo y la muñeca a la hora

de guardar el equilibrio de ese modo. Agnes levantó la cabeza para echar un vistazo en torno a sí.

Se trataba de un sitio lúgubre, con barrotes, silencioso, de iluminación tenue, paredes pintadas en

colores neutros y el mobiliario atornillado al suelo de manera discreta, sin aristas afiladas por ninguna

parte. Apagado y monótono con una sola excepción: una historiada ventana con una vidriera. Agnes se

zambulló en las esquirlas de luz de luna que refulgían a través de ella. Era la única nota de color que se

podía hallar en el suelo, y cuyo reflejo caleidoscópico de piedras preciosas resultaba tranquilizador, tal

vez incluso ligeramente hipnótico. En el otro extremo, el no tan brillante, el lugar olía a carne fiambre,

puré de patatas instantáneo, judías verdes caldosas de lata y desinfectante. Nauseabundo. Hora de

comer para los lunáticos, pensó.

La espera parecía interminable, pero le dio tiempo para reflexionar. Se encontraba sola, sin nadie cerca

a quien ella pudiese oír. De repente se abrió la puerta. Una enfermera joven acompañó a un niño al

interior de la sala, se dio media vuelta y lo dejó allí encerrado sin mediar palabra. Era bastante

pequeño, no mayor de diez años; demasiado joven para estar allí, eso sin duda, y desde luego que no

encajaba en la fauna que ella esperaba encontrar a tenor de las historietas de acampada que la

enfermera de Urgencias estaba contando en el piso de abajo.

Agnes le dedicó una sonrisa, pero él no mostró interés en comunicarse por gestos o siquiera en mirarla,

para el caso.

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Estaban solos.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

El niño permaneció sentado en silencio durante un largo e incómodo rato, inmerso en su propio y

reducido universo y sin mostrar el más mínimo interés por mantener una charla con una desconocida.

—No pasa nada si no quieres…

—¡Jude! —gritó, como si la palabra hubiese ido acumulando presión en su interior y ahora la hubiesen

lanzado como un cohete—. Me. Llamo. Jude.

En cuanto se quitó de en medio una presentación tan forzada, Jude salió disparado hacia una estatua de

Jesucristo muy vieja y deteriorada cuya mano izquierda señalaba con delicadeza su corazón expuesto.

El tiempo y la indiferencia habían pasado factura a la imagen, salpicada de un moteado blanco allá

donde la pintura y la escayola tenían muescas o se habían desprendido. Agnes supuso que la habían

trasladado a la unidad de Psiquiatría para quitarla de en medio, exactamente igual que habían hecho

con todo y con todos los que se encontraban allá arriba. Le recordaba a las estatuas que adornaban el

vestíbulo de su colegio, la Academia del Inmaculado Corazón de María, pero en unas condiciones

mucho peores que, paradójicamente, le otorgaban una especie de compasión natural, algo con total

seguridad más que pretendido en su origen.

De repente. Sin previo aviso. El niño saltó sobre el pedestal de la estatua y la rodeó con ambos brazos

entre gruñidos, forcejeando con ella como si se estuviesen peleando.

No, si al final este crío no va a ser demasiado pequeño para estar ingresado en Psiquiatría, pensó.

—¡Di que te rindes, Jesús! —dijo el niño, que intentaba contener el aliento.

Agnes no quiso mirar.

El niño se comportaba de un modo cada vez más enloquecido y fuera de control… Colgado del cuello

de una estatua de tamaño casi natural, propinaba repetidos puñetazos en la cabeza de yeso del

Redentor.

—¡Que lo digas! —exigió el niño como si la estatua se le estuviera resistiendo.

Agnes estaba sorprendida y se preguntaba qué clase de crío abusaría de una estatua, y no digamos ya de

una de… Jesucristo. Sus ojos se clavaron en el rostro pintado y observaron con atención cómo de

repente surgieron varias gotas de sangre que brotaban del ceño y descendían por la frente.

Sus ojos siguieron incrédulos el recorrido de las gotas en su caída hasta el suelo, manchas de un rojo

brillante que salpicaban el mármol blanco encerado y ponían de manifiesto que si uno se empeña —

cierto «uno», quizá—, algo sí que te da una piedra, aunque sea sangre.

Perpleja por un instante, pensó que podría estar viendo visiones, algo milagroso tal vez, hasta que

reparó en que Jude tenía los nudillos en carne viva y sangrando. Impertérrito, el niño se examinó el

puño, lo sacudió y regresó presto a sus capones, que interrumpió solo para pasar la mano y palpar por

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detrás de la cabeza de la estatua. Cuando extrajo la mano y saltó del pedestal para dirigirse de vuelta

hacia ella, Agnes se percató de que llevaba algo agarrado.

—Ha dejado esto para ti —dijo Jude, y le entregó a Agnes la pulsera blanca más espectacular a la que

jamás le hubiese echado la vista encima—. Quería que me asegurara de que la recibieses.

Agnes estaba atónita. Sin palabras. Se sentía como si el corazón se le fuese a salir del pecho, y estaba

segura de que cualquiera que se fijase en su batín con la suficiente atención podría apreciarlo. Las

gruesas cuentas —perlas, quizá, dedujo ella— se hallaban cosidas junto con un colgante de oro sin

lustre, tallado con un corazón envuelto en llamas. Sintió cómo le temblaban y cosquilleaban sus cortes

al pasarle los dedos por encima.

—Cuéntale que te lo he dado —dijo el niño con orgullo y sin la menor vacilación o tartamudeo—.

¿Vale?

—Agnes Fremont —llamó la enfermera.

Jude la oyó y regresó con diligencia a su asiento y su silencio.

—¿A quién? ¿Que se lo cuente a quién? —insistió Agnes al niño con una urgencia repentina y una

mirada de sospecha hacia la estatua.

El niño no contestó.

Entretanto, Agnes se encontraba en una especie de estado de shock.

Tuviera el niño el problema que tuviese, aquella baratija era extraordinaria. Agnes ocultó las cuentas

bajo su camisón de hospital e introdujo el colgante de oro por debajo del vendaje para mantenerlo a

salvo y fuera de la vista. El corazón en llamas presionaba de manera incómoda contra la herida; le

dolía, pero aquel dolor que le causaba le hacía sentirse de algún modo más tranquila. Seguía realmente

viva.

—Agnes Fremont —volvió a llamar la enfermera, esta vez con voz más impaciente—. ¿Vienes?

Agnes dio un salto para bajar de la camilla y aguardó inquieta junto a la puerta, como un perrito que no

ha salido a la calle en todo el día. Se volvió a mirar al niño, ahora sentado allí en su sitio como un

ángel, y siguió a la enfermera pasillo abajo.

Conforme la conducían por la zona de los pacientes, Agnes iba mirando hacia el interior de las

habitaciones; nunca había estado en un área de Psiquiatría, de manera que la curiosidad fue más fuerte

que ella y no pudo evitar echar sus miraditas al pasar. Por otro lado, todas las chicas que se encontraban

en aquellas habitaciones minúsculas al estilo de un colegio mayor estaban haciendo lo mismo con ella.

Todos los rostros transmitían abatimiento, uno tras otro, desubicados. Algunas miradas se perdían en la

nada, otras se limitaban a… esperar. Tuvo la sensación de que no tenía nada en común con ellas,

excepto que sí lo tenía.

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La enfermera le hizo un gesto para que entrase en un despacho hasta que el médico pudiese verla. No

era como esas oficinas de los psiquiatras de las películas que ella se esperaba, con sus cortinas pesadas,

una alfombra gruesa, un sofá confortable y una caja de pañuelitos de papel. Tampoco había una pipa

encendida con tabaco de cerezas por ninguna parte, ni estanterías de pared a pared con libros de Freud

y Janov. La habitación era pequeña, aséptica, pintada en color beis y con una luz bastante molesta:

hacía juego a la perfección con el pasillo excepto por la evidente falta de la iconografía religiosa que

salpicaba el resto del hospital. Nada de estatuas, cuadros ni imágenes de Jesús en 3-D de esas que te

siguen con la mirada. Contra la pared se apoyaba un armario botiquín de acero inoxidable con puertas

acristaladas, lleno de gráficos añejos y réplicas de cerebros, completos y en sección transversal. Se

sentó en la silla —una pieza con el asiento acolchado en color verde guisante y brazos metálicos— que

se encontraba frente a una típica mesa de institución pública y una silla de oficina de respaldo alto de lo

más normal. Había una placa sobre la mesa, pero todo lo que fue capaz de leer desde aquel ángulo fue

JEFE DE PSIQUIATRÍA. La habían llevado a ver al jefazo.

Al no contarse la paciencia entre sus virtudes, poco tiempo transcurrió antes de que Agnes se viese

pellizcando de manera mecánica la gomaespuma del color del pus que asomaba por debajo de la

cobertura de cuero vieja y rajada de su asiento. De no haber sido aquello, se habría estado pellizcando

las heridas, pero estas se encontraban vendadas con la fuerza suficiente para que la joven no pudiese

hacerse mucho más daño. La austeridad del entorno la estaba poniendo más y más nerviosa, y se

descubrió pensando en el niño del pasillo. Qué pequeño era para estar tan pirado. Hasta entonces,

Agnes se imaginaba que su juventud, esa naturaleza suya tan claramente desafiante, podría resultar de

ayuda a la hora de poner su conducta en contexto, de excusarla como un lapsus momentáneo en su

buen juicio, y que la dejarían marchar con algún tipo de advertencia. Estaba claro que ella no sufría

ningún trastorno mental, ni mucho menos.

La puerta se abrió de golpe e irrumpió un hombre de mediana edad, bien arreglado y con una bata

blanca de médico a la antigua usanza. Agnes se quitó de debajo de las uñas los últimos restos de

gomaespuma y se sentó recta, con las manos cogidas con delicadeza sobre su regazo. Se percató de que

el colgante asomaba del vendaje, y enseguida se echó el pelo a un lado, sobre la muñeca, para taparlo.

—Hola… —hizo una pausa. Escrutaba su informe en busca de su nombre—, Agnes… Soy el doctor

Frey. Jefe de Psiquiatría.

—Ya lo veo —dijo imperturbable al tiempo que lanzaba una mirada a la placa sobre la mesa del

médico—. ¿Trabajando hasta tan tarde en la noche de Halloween? —preguntó Agnes.

—Una de mis noches más ajetreadas del año —replicó el doctor Frey, sonriente.

Una de las cosas que odiaba de sí misma era su impulsividad. Tendía a juzgar de forma acelerada, y ya

había decidido que aquel médico no le caía bien. Había algo en su cortesía automatizada y en la

formalidad elitista de sus maneras que despertaba rechazo en ella, aunque Agnes tampoco tenía

exactamente la intención de abrirse. Tal vez fuese el hecho de que el médico no se hubiera molestado

en buscar su nombre antes de presentarse. Qué más daba. Frey no parecía estar por la labor de

dedicarse a una charla superficial; ella tampoco. Agnes decidió cooperar en la medida en que fuese en

su propio interés: quería salir.

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—Estoy segura de que ya le han dicho esto antes, pero… —farfulló Agnes.

—Pero usted no está loca —la interrumpió él para terminar su frase con total naturalidad y sin levantar

la vista hacia ella siquiera.

—Yo no tendría que estar aquí —dijo casi como una súplica al tiempo que se inclinaba hacia él con los

brazos extendidos y, de forma desprevenida, dejaba a la vista las manchas de sangre de sus heridas

autoinfligidas.

—¿Y qué es eso, señorita Fremont? ¿Tatuajes? —la miraba por encima de las gafas—. ¿Verdad que

no? Entonces es muy probable que usted sí tenga que estar aquí en este momento.

Agnes retiró los brazos y bajó la barbilla, incapaz de mirarle a los ojos; aun así no podía evitar oírle, y

el doctor seguía hablando.

—Dice su expediente que es una buena estudiante, muy sociable, que nunca se ha metido en ningún lío

digno de mención, sin historial de depresiones —pasó hacia delante y hacia atrás las páginas grapadas

dentro de una carpetilla de cartulina—. ¿Qué es lo que ha cambiado, entonces?

Agnes no contestó y se revolvió inquieta en su asiento a causa del dolor que le provocaban tanto la

pregunta como el colgante.

—¿Quiere usted hablarme de él?

—¿Y por qué tiene que ser siempre por un chico? —le soltó Agnes, que intentaba contener las lágrimas

que decían lo contrario.

—Porque suele ser así —dijo Frey.

Agnes hizo una pausa. En un instante recordó prácticamente todas las relaciones que había tenido, se

remontó hasta la primera vez que se coló por alguien. No cabía duda de que seguían un patrón: ninguna

duró. Hasta sus amigas comenzaban a tomarle el pelo con que no era capaz de retener a un tío. En

opinión de ella, todo se reducía a que su corazón era demasiado grande para que aquellos chicos lo

asimilasen. Con que encontrase uno solo capaz de hacerlo, todo iría bien.

—Mi madre cree que me enamoro con demasiada facilidad.

—¿Y es así?

—Me limito a hacer caso a mi corazón. Siempre lo he hecho.

—Eso es una cualidad llena de virtud, Agnes, aunque casi le lleva a una vía muerta.

Agnes se encogió de hombros con indiferencia.

—Cuando las relaciones acaban, es como una muerte. Siempre quedan cicatrices.

—Es muy fácil acabar decepcionado cuando la forma que uno tiene de sentir es tan intensa, ¿no cree?

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Por lo general, Agnes no solía ser tan cínica, pero el médico había puesto el dedo en la llaga.

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Sayer.

—Hábleme de Sayer.

Agnes se sentía un poco descolocada al verse obligada a hablar de un modo tan abierto mientras una

enfermera permanecía de pie a su espalda, situada allí principalmente para la protección del médico,

tanto legal como de otro tipo.

Un testigo.

—Bueno, según mi madre… —comenzó a decir.

El doctor le hizo un gesto con la mano y se inclinó hacia delante. Crujió su silla.

—¿Y según usted? —hizo una pausa—. ¿Según Agnes?

—Quiere dirigir mi vida porque odia la suya —explotó Agnes.

—Entiendo que usted y su madre tengan distintos pareceres sobre ciertas cosas, pero yo le he

preguntado a usted sobre el chico —se mostraba resuelto. Decidido. Lo que había empezado como una

evaluación psiquiátrica había ido ganando en intensidad hasta convertirse en un interrogatorio.

Hasta ese momento, Agnes no se había dado cuenta de que no había pensado siquiera en su novio

pasajero desde que la ingresaron; su interés en él había abandonado su cuerpo a través de sus venas

junto con su sangre la noche previa.

—Bueno, tampoco es que Sayer fuese tan importante. Solo el más reciente.

—¿No tan importante? —Frey entrecerró los ojos y los dirigió hacia sus vendajes—. No puedo

ayudarla si no es usted sincera conmigo.

—Me gustaba. Vale, me gustaba mucho, pero mi madre pensó que era malo para mí, exactamente igual

que cualquier otro de los tíos con los que salga. Eso puso demasiada presión sobre… la relación. Él no

pudo seguir aguantándolo. Y yo tampoco. Es obvio.

—¿Qué había de malo en él?

—Todo, al parecer. Ni siquiera merece la pena hablar de ello.

—Pero ¿sí merece que se suicide por él? —tanteó el doctor Frey—. ¿Está enfadada por que no

funcionase, o porque su madre pudiese haber acertado?

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Agnes empezaba a tener la sensación de que el doctor y su madre estaban conectados por telepatía.

Frey la interpretaba y la empujaba hacia donde ella no quería ir, y eso no le gustaba.

—Pues tal vez ambas cosas. Pero yo creo en el amor.

—¿Se sintió presionada en lo relativo al sexo?

—No he hablado de sexo. He hablado de amor. Amor verdadero.

—¿Le parece que eso podría ser demasiado idealista a su edad?

—¿Qué edad tenía Julieta? —contraatacó ella.

El doctor hizo una pausa al percibir la rapidez de su ingenio, en especial bajo aquellas circunstancias.

No es que se tratase de un diagnóstico médico, pero se le pasó por la cabeza la probabilidad de que

aquella chica le diese bastante guerra.

—Eso es solo ficción, Agnes. Fantasía. Y mire cómo acabó.

—Sin sueños, doctor, solo quedan las pesadillas.

Agnes se sintió como si le acabase de dar una lección al experto.

—Hay otras formas de solucionar los problemas, de hacerles frente. Terapia, por ejemplo —le explicó

el doctor Frey—. El suicidio no es la solución.

Agnes asimiló aquello y se preguntó seriamente por cuántas ganas de suicidarse había en aquel intento,

o si por el contrario se trataba de una forma de vengarse —de hacer daño a Sayer por engañarla, de

hacer daño a su madre por no apoyarla— haciéndose daño ella misma.

—No tengo muy claro que hiciesen falta siquiera las terapias —dijo Agnes—, si todos tuviésemos a

alguien a quien amar que nos correspondiese de manera equivalente. Incondicional.

El doctor Frey sonrió ante su inocencia, o al menos fue así como ella lo interpretó. Estaba claro que, en

opinión del médico, el amor no era la única respuesta.

—¿Qué cree usted que sucede después de morirnos, doctor? —preguntó ella, y dirigió su atención

hacia las maquetas de los cerebros expuestas de manera cuidadosa en el interior del armario botiquín.

—Creo que usted, Agnes, se encuentra en una posición mejor que la mía para responder a esa pregunta

—dijo Frey, que se sintió nervioso, como si Agnes estuviese intentando molestarle—. Ha estado usted

bastante cerca esta noche.

—Me refiero a que sin duda usted habla una y otra vez con pacientes que han intentado suicidarse o

que han tenido alguna experiencia extracorporal.

—Me temo que el más allá queda fuera de mis competencias —contestó el doctor Frey con frialdad—.

Soy un científico. No dedico demasiado tiempo a especular sobre cosas que no puedo observar,

reproducir o demostrar.

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—A mí me parece que es probable que la vida tenga más de experiencia extracorporal —dijo ella—.

¿Es que no siente usted curiosidad?

—Solo puedo verificar los procesos bioquímicos que se producen en el momento de la muerte. El cese

en la actividad del conjunto de las sinapsis, la muerte de las células cerebrales a causa de la privación

de oxígeno. Si lo que busca es una explicación para la luz al final del túnel, esta es.

—En su opinión —aclaró ella.

—¿Y no es eso lo que me ha pedido? Siento mucho que no sea lo que deseaba oír.

—Imagino que todos acabaremos descubriendo quién tiene razón. Y quién no.

—Quizá, pero no hay ninguna prisa, ¿verdad, señorita Fremont?

Cuanto más hablaban, más le dolía. No podía ser que ya se le estuviese pasando el efecto de los

analgésicos, le acababan de chutar una tonelada en el piso de abajo. Agnes creyó que podría incluso

estar sangrando, pero no se atrevió a dejar la pulsera a la vista delante de él. Y no sabía decir por qué

exactamente. Fuera como fuese, el niño lo había guardado todo muy en secreto, y ella no quería

meterlo en un lío.

—¿Se encuentra bien? —el doctor hizo un gesto de asentimiento a la enfermera para que dejase

constancia escrita de la agitación de Agnes.

—Estoy bien. En serio. Puedo con esto.

—Podemos darlo por terminado…

Agnes tragó saliva con fuerza.

—No. De manera que está diciendo que somos como cualquier máquina, el motor de un coche o un

ordenador, que se rompe por las buenas —vio una sonrisa irónica en el rostro del psiquiatra—. ¿Es eso

lo que piensa?

—Sí.

—No es muy romántico.

—No —contestó él—. Pero es honesto.

—¿Por qué trabaja, entonces, en un hospital católico? —preguntó Agnes—. ¿No es algo hipócrita?

—Es donde se me necesita ahora mismo.

El dolor de las muñecas era punzante, y Agnes no podía continuar aunque quisiese.

Frey tomó unas breves notas en su historia médica y la cerró para entregarle una receta a la enfermera.

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—¿Va a dejar que me marche? —preguntó Agnes para volver a centrarse en el tema que los ocupaba—

. ¿O va a venir mi madre a hacerse cargo de mi custodia?

—Eso parece un poco exagerado.

—No conoce usted a mi madre.

—Espero que se pueda marchar mañana, pero tengo que mantenerla aquí esta noche —dijo, con la

mirada puesta en la muñeca de Agnes—. En observación.

—¿Como con uno de sus experimentos?

—No sería usted la primera —le ofreció la mano casi para obligarla a que estirase el brazo—.

Encantado de conocerla.

Lucy se frotó los ojos, tiró sus llaves sobre la mesa, se quitó los tacones de un puntapié, se tumbó sobre

el estómago en el sofá y encendió el ordenador portátil. Ajustó el contraste de la pantalla para ver

mejor y tiró de él hacia sí. La dirección de la página web apareció conforme empezó a escribirla.

Presionó ENTER y aguardó con ansia a que la pantalla se actualizase. Llevaba siglos tirando de la wifi

desprotegida de otro de los vecinos alquilados, así que no tenía la conexión garantizada. Desde que se

fue a vivir por su cuenta, había aprendido bien a tirar por la calle de en medio y a canalizar todo su

disponible hacia su apariencia externa.

—Sin contraseñas, esa es la forma de llevarse bien con los vecinos —se dijo Lucy mientras se cargaba

la web a pantalla completa. Allí estaba, en la página de inicio. Tal y como Jesse había dicho.

Exclusiva: DesLUCYda

Pero bueno, ¿es que LULU la ha perdido ya de verdad? Nos referimos a la chaveta, claro. Esta

fiestera de postín, la afortunada LUcky LUcy Ambrose, hizo anoche honor a su apodo cuando

tuvieron que sacarla en camilla a altas horas de la madrugada del garito burlesque BAT que acaban

de inaugurar en Brooklyn. A continuación fue trasladada en ambulancia al hospital del Perpetuo

Socorro, en Cobble Hill. Nuestra querida y etílica amiga se encontraba en la sala VIP del nightclub,

celebrando por todo lo alto el concurso benéfico de disfraces de Halloween de alta costura, ¡cuando

le sucedió algo absolutamente ZORRIpilante! Sus allegados más cercanos cuentan que se la

encontraron en el suelo del lavabo de caballeros, inconsciente y con una cogorza de primera, y que

tuvo que recibir asistencia médica in situ. Ha sido dada de alta esta mañana, aunque se desconocen

los detalles de su diagnóstico. El Departamento de Policía de Nueva York envió a unos agentes a

interrogarla. Ni la debutante del famoseo ni el portavoz del hospital se prestaron a hacer ningún tipo

de declaraciones.

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Estado: ¡EN CURSO!

Haz clic AQUÍ para acceder a una galería de fotos en exclusiva de LULU a su llegada al club

anoche, antes del suceso.

En un gesto de aprobación, Lucy iba asintiendo conforme repasaba la página con la mirada. Las fotos

eran buenas, lo que significaba principalmente que se trataba de algo grande; y habían conseguido sacar

una toma muy nítida de su bolso y sus zapatos nuevos. Eso valía dinero. Y visibilidad, lo que suponía

más cosas gratis.

—Esto va a llegar lejos —dijo Lucy con total naturalidad, y se puso a subir el enlace a todos sus sitios

web—. Disfrutadlo, cabrones.

Lucy comenzó un recorrido de visitas por el resto de páginas de cotilleos, y allí estaba. A pesar de ser

su mejor aparición hasta la fecha, percibía una sensación de náuseas en el estómago. Ni siquiera le

reconfortaba su pasatiempo favorito: juzgar a los demás. Había tenido una revelación al hojear la

plétora de diarios sensacionalistas que se amontonaba sobre su edredón. En lugar de ir echando un

vistazo a las fotos de las estrellas que asistían a entregas de premios, estaban de vacaciones, de

compras, comiendo en un restaurante, y sentir celos de ellos, Lucy bajó un poco el ritmo y dedicó un

segundo extra a observar cada foto. Cuanto más tiempo los miraba, más feos se volvían, y más

divertida se tornaba la experiencia para ella.

Lucy medía su vida en clics; y los seguidores y el estatus —tanto el real como todas sus variedades

online— lo eran todo. No se andaba con el menor remilgo ante nada, y había llevado la desvergüenza a

cotas desconocidas: se colaba en las fiestas de presentación de libros, discos, preestrenos

cinematográficos, inauguraciones de grandes almacenes, recaudaciones de fondos para las

enfermedades más raras; siempre estaba allí a tiempo, como se suele decir, para salir en la foto. Se

trataba de una técnica tan antigua que difícilmente se la podría culpar por ello, pero lo que irritaba a

todo el mundo era justo el hecho de recibir tanta atención, en especial por parte de Byte, el blog más

influyente y leído de la ciudad. Gracias a ella.

Sus pensamientos retrocedieron a cómo Byte había echado a andar menos de un año atrás como un

pequeño y ácido diario online a cargo de Jesse Arens con la intención de saldar lo que él percibía como

los desaires de sus enemigos, una camarilla de estirados de alta alcurnia de instituto privado que se

dedicaba a ir de fiesta en fiesta, grupo del cual Lucy era miembro fundador. Lo mismo que Jesse, para

el caso, pero la cuestión es que no despegó hasta que se unió Lucy, en un principio, de manera

involuntaria. Jesse era consciente de que ella no disfrutaba de una posición tan acomodada como el

resto de su círculo, de que se fundía entera a primeros de mes la asignación que le pasaba su padre

ausente, de modo que a finales estaba tiesa y desesperada por algo de cash y de atención. Jesse conocía

también sus secretos, la historia de su madre, fuente de una enorme vergüenza para Lucy, una historia

que no deseaba compartir.

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En un esfuerzo por evitar un ataque denodado, personal y sensacionalista a través de la publicación de

los humillantes detalles, Lucy accedió. En secreto, le proporcionaría a Jesse información comprometida

de sus amigos de clase alta, y él se encargaría de que toda vez que ella moviese un dedo, todo lo que

ella dijese, comiese o vistiese, tendría cobertura mediática. Cuanto más exclusiva era la información,

más gente leía Byte y, a su vez, más fama adquiría Lucky Lucy —o LULU—, lo cual se traducía en

detalles gratuitos, bolsas con regalos y las tan codiciadas invitaciones para ella. Su apodo de chica con

suerte, Lucky, procedía del hecho de que nadie fuese capaz de imaginar qué había hecho para merecer

tanta atención. Con poco más que agallas y ambición, había llegado a dominar el juego de la fama. El

pacto de Lucy con el diablo digital había dado sus frutos.

La fama podía traer muchas cosas consigo: apariencia, contratos de publicidad, viajes, ropa y

complementos gratis, barra libre en clubes nocturnos… pero había algo mucho más grande que no

podía darle. Las yemas de sus dedos acariciaban cuidadosas la pantalla de su smartphone y recorrían

los e-mails personales atrasados. No había uno solo de alguien a quien conociese y que le preguntase

cómo se encontraba. Tenían que saberlo, tenían que haber visto la cobertura mediática en el hospital.

Ni un pariente o amiga, ni un exnovio, por muy pocos que tuviese. A decir verdad, ya no tenía

amistades, solo competidores, víctimas sacrificadas; se había distanciado de su gente tanto por culpa de

su propia y repentina fama como a causa de los medios por los cuales la había logrado. Resultaba más

duro traicionar a la gente a la que se sentía unida, incluso para una mercenaria de las portadas como

Lucy, y especialmente en los últimos tiempos, cuando sus amigas íntimas de antaño sospechaban de

ella cada vez más.

La verdad sea dicha, Lucy no las echó de menos hasta que se vio ingresada en Urgencias y comprobó

de primera mano que nadie la echaba verdaderamente de menos a ella. Nadie aparte de Jesse. Pero sus

motivos no eran lo que se dice honestos, y siempre llegaban con alguna condición. Cuanto más

frenética era su búsqueda online de alguna muestra de preocupación, más deprimida se quedaba.

Entonces le sonó el móvil. Comprobó quién era y no tuvo la certeza de si debía cogerlo o no, aunque

acabó haciéndolo de todas formas.

—Qué.

—¿Lo has visto? —preguntó Jesse.

—¿Cómo iba a perdérmelo?

—Lo hemos vuelto a conseguir. Casi se me cae el servidor por culpa del tráfico.

Lucy contuvo la sensación de náuseas que comenzaba a darle vueltas en el estómago.

—¿Dónde vas a estar durante la próxima hora?

—En la cama.

—Voy para allá.

—¿Eeeeh? No. Cerdo.

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—No es para un revolcón, sino para unas fotos. Necesito un posado. Los suscriptores premium quieren

algún contenido en exclusiva. Para ver qué… pinta tienes.

Lucy estaba acostumbrada a que la tratasen de esa manera. Como a un objeto. Por lo general no le

importaba, pero aquella noche era diferente.

—¿Es que no puedes esperar a que se enfríe el cadáver?

—En Byte no. Solo nos va lo caliente.

Es que hasta nuestras discusiones giran en torno a la imagen de marca, pensó.

—Ponte algo provocativo, ya sabes, tacones y unos boxers, pero no te maquilles —dijo Jesse en su

habitual papel de director artístico con ella.

—Pero qué vulgar eres —un escalofrío le ascendía por brazos y piernas.

—Venga, Lucy, no exhibas tanta superioridad moral, que nadie te ha puesto una pistola en el pecho,

¿eh?

—Ojalá lo hubiera hecho alguien —contestó ella—. Mañana te mando algo.

—Necesito visitas y anunciantes —insistió Jesse—. Ahora.

Lucy cruzó las piernas y miró fijamente el decenario, aquel rosario de pulsera. El grabado del colgante,

con los ojos abiertos, le estaba empezando a poner un poco de los nervios, como si la estuviese mirando

otra vez. Lo observó un instante y le dio la vuelta para que los ojos mirasen para otro lado.

—A mí no me hables como si yo fuera tu putita. Eres tú quien me necesita a mí. Hay más gente

deseando leer lo que yo me escriba en la suela del zapato que tu blog. Por última vez, ¡vete a tomar por

culo! —gritó Lucy, y colocó el teléfono de un golpe en la base del cargador.

Volvió a sonar de inmediato.

—¿Se puede saber qué coño te pasa? —preguntó Jesse.

—¿Es que no pillas que todo esto da verdadero asco?

—Yo no soy cura, así que no pierdas el tiempo confesándote conmigo.

—No te estoy pidiendo que me perdones, tonto del culo.

—Tenemos un acuerdo, Lucy.

—Queda ahí para siempre, Jesse. No se borrará nunca. Hasta sus nietos lo podrán buscar en Internet.

—¿Y?

—Que tengo que vivir con esa gente, mirarlos a la cara. Saben que soy yo, y veo en sus rostros cómo se

sienten traicionados cuando leen toda esa mierda en tu web.

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—De mierda nada —le reprendió Jesse—. Contenidos. Que aportas tú. Además, si ya no vas a clase y

apenas ves a esa gente excepto durante unas horas en algún que otro banquete chabacano.

—Necesito un descanso.

—No puedes ganar pasta sin que haya consecuencias, Lucy.

—No te lo estoy pidiendo, Jesse, por Dios, te lo estoy contando —replicó ella, que se sublevaba ante

aquel intento desesperado de explotarla.

—Si no tenemos esa foto en menos de una hora, el rumor se nos cae —dijo él. Lucy podía percibir la

desesperación en el tono de su voz.

—Es que siempre hay algo más: la última foto, la última tragedia, el último fracaso, el último pedo…

Siempre corriendo detrás de algo.

—Tan solo recuerda lo que está en juego.

—¿Como la reputación de esa gente de la que voy largando a cambio de una portada de mierda?

—Su reputación —arrancó Jesse—, o la tuya.

La enfermera acompañó fuera a Agnes y le entregó un vasito de papel de color blanco con una pastilla

verde menta.

—Tómatela —le ordenó.

—¿No hay más terapia ni nada? —preguntó Agnes.

—Esta es la terapia.

Agnes se colocó la píldora en la lengua, se la mostró a la enfermera y se la tragó con un sorbo de agua

del grifo con sabor a tubería metálica. En condiciones normales, se mostraría reacia a probar tal

medicación. Solo tomaba remedios holísticos a menos que se encontrase realmente enferma, pero ahora

esperaba que aquella pastilla le ayudase a dejar de pensar en Sayer o en cualquier otro del que se

hubiera enamorado. Quería estar anestesiada.

—Abre —ordenó la enfermera.

La chica abrió la boca para enseñarle que realmente se la había tragado.

Tras documentar la prueba en su portapapeles, le entregó a Agnes una camisola suelta de psiquiátrico

de color blanco nuclear y unos pantalones blancos de celador, y la condujo hasta el final del pasillo.

Una vez allí, la desnudaron.

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Entera.

Todo excepto los vendajes y la pulsera oculta.

Ante ella, un tentador laberinto de duchas alicatadas y mohosas, con cuartillos abiertos, ventanas

empañadas, unos rociadores de tamaño exagerado y los suelos de baldosas con una ligera pendiente

hacia la zona central para favorecer un drenaje en condiciones. En la sala de acceso había un área

pequeña para sentarse, también alicatada, con desagües aquí y allá, y un largo banco de vestuario hecho

de madera.

No era capaz de decidir si se parecía más a un puñetero spa o a la funeraria donde estuvo trabajando

durante un verano inolvidable. Allí, su responsabilidad consistía en sacar la manguera al final del día y

limpiar por el desagüe los restos de pelo, uñas, piel, polvos, gasa y cualquier otra cosa que se mezclase

allí dentro, todo ello en un remolino con el líquido de embalsamar de color naranja brillante de forma

que se convertía en un pastiche de residuo líquido. Solo trabajó allí un verano porque el propietario, el

embalsamador, se suicidó. De una cierta y extraña manera, a Agnes le resultó aquello un consuelo, y

además dio lugar a esa preocupación por la vida y la muerte que acababa de compartir con el doctor

Frey. Al fin y al cabo, el embalsamador trabajaba con muertos; quizá tuviese acceso a algún tipo de

información privilegiada que le ayudase a tomar la decisión.

A continuación, el lavado.

La ducharon. Fue poco digno, pero al igual que tantas otras cosas poco dignas, no le pareció del todo

mal. El agua estaba fría; no tanto como para terminar de despertarla del sopor de la medicación en el

que se encontraba, aunque sí lo suficiente para recordarle que seguía siendo un ser humano: cuerpo,

sangre y cinco sentidos. De repente se sintió lo bastante espabilada como para llorar; unas lágrimas

cálidas que brotaban en sus ojos, se precipitaban en caída libre y se entremezclaban de forma

indistinguible con el agua hasta que golpeaban el suelo de baldosín y se perdían por el desagüe

oxidado. Deseó marcharse con ellas.

Agnes se secó y se puso el atuendo que le habían facilitado. Solo había dos ocasiones en que una

disponía de la posibilidad de hacerse con un conjunto tan impoluto: cuando la ingresaban en un

psiquiátrico y el día de su boda. Acto seguido la condujeron a una habitación cuadrada y minúscula, sin

ventanas, pero con una compañera.

El lugar era anodino, impersonal, con el aspecto de una habitación en una residencia cuyo inquilino

jamás recibía paquetes de casa. Lo único que colgaba de una pared era un cuadro descolorido de lo que

parecía ser una imagen religiosa.

Agnes la observó con detenimiento; perdió la noción del tiempo y de que no se encontraba sola.

—Santa Difna —dijo su compañera de cuarto con voz débil—. La santa patrona de los enfermos

mentales y los trastornos nerviosos.

Agnes se volvió hacia la chica, que estaba tumbada en la cama mirando hacia la pared.

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—Su padre la asesinó —dijo la chica—. Era un rey pagano, mientras que su madre era una devota

cristiana que murió cuando Difna tenía catorce años. Su padre quería tanto a su madre que se volvió

completamente loco cuando falleció e intentó liarse con Difna «porque le recordaba mucho a ella» —la

chica cerró los ojos e hizo acopio de fuerzas para continuar—. Huyó, y cuando su padre dio con ella…

sacó la espada. Entonces… —hizo una pausa y tragó saliva—. Le cortó la cabeza. Tenía dieciséis años,

como yo.

—Desde luego, te conoces bien su historia —dijo Agnes.

—Me llamo Iris.

Iris se dio la vuelta hacia Agnes. Tenía aspecto enfermizo y los ojos demacrados.

Agnes pensó que Iris se conocía la historia de Difna demasiado bien.

—Yo me llamo Agnes.

—Y bien, Agnes, ¿por qué estás aquí?

Después de mirar a los vulnerables ojos de la chica, Agnes extendió los brazos frente a ella y le mostró

las muñecas vendadas.

—Sí, yo también —dijo Iris.

—¿Y por qué lo hiciste tú? —le preguntó Agnes.

—Da lo mismo. De todas formas, nadie me cree.

La chica se volvió a girar para ponerse de cara a la pared.

—Yo lo haré —dijo Agnes, sorprendida consigo misma ante la seguridad de su respuesta. Tal vez sea

la pastilla, o tal vez sea otra cosa, pensó.

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ouché, hijoputas! —gritó Cecilia, una esbelta silueta que blandía su guitarra

desde la oscuridad del escenario de madera del Continental, un bar del Bowery.

Cecilia estaba de muerte.

Como siempre.

Era la noche en que le tocaba ser cabeza de cartel. Jueves. Pase de medianoche.

Su paseo por Urgencias del fin de semana anterior era un recuerdo lejano, y los únicos que parecían

boquear ahora faltos de respiración eran los embelesados fans que tenía ante sí. Los tenía agarrados —

musicalmente hablando— por el cuello, sin piedad.

Se encendieron las luces Vari-Lite. Unos rayos incandescentes brillaron alrededor de su cabeza y de sus

hombros como un halo de láser fracturado, multicolor.

El sistema de sonido crujió de manera expectante.

El público aguardaba el sonido surround de su sermón.

Allí estaba ella de pie.

Silente y poderosa. La nívea visión de una bruja de vanguardia.

Una pantalla en blanco, preparada para que el público proyectase lo que quisiera sobre ella. Con su

pose de «a mí no me toques las pelotas» y su arma preferida, CeCe estaba lista para los hipsters

apáticos de las manos en los bolsillos, los guardianes de la escena nocturna de los clubes neoyorquinos.

Aceptó el desafío.

Y desde luego que daba el pego. Llevaba la cabeza cubierta con un velo blanco muy fino de rejilla,

pegado, que ocultaba su rostro incluso para los de la primera fila junto al escenario; el pelo recogido en

un peinado romántico y greñudo. El cuello, largo y delgado, quedaba al descubierto. Vestía un chaleco

antibalas de color blanco, muy ceñido con tiras de velcro por encima del ombligo; unos leggings de

vinilo blanco de McQueen en plan mercadillo y atados por delante. De su hombro desnudo colgaba una

charretera de cota de malla con una banda simple de cuentas viejas de estrás que le cruzaba el torso.

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Llevaba las uñas pintadas de blanco con algunas letras de imprenta apenas visibles: las había metido en

alcohol y había presionado sobre ellas las páginas de una Biblia cutre que se había agenciado su amigo

Bill —el poeta indigente—, para que las letras se transfiriesen a las uñas. Se había pintado los ojos

oscuros, de un negro ahumado y gris, y los labios en un gloss color carne.

La mirada de Cecilia se perdía hacia el fondo de la sala estrecha y alargada, sobrevolando el público

que tenía ante sí desde el podio de la batería, las piernas abiertas, guitarra Fender colgada baja hacia la

cintura y el brazo recto y extendido hacia delante, como si estuviese apuntando un arma hacia el

público. Era una pose agresiva, una pose que Cecilia creyó que merecía la pena adoptar.

Radiante. Bella. Cañera.

Más que asistir a sus conciertos semanales en el Continental, la gente se dedicaba a merodear por allí.

Cecilia reunía a un grupo variopinto, y estaba orgullosa de ello. Por la oscuridad de la sala acechaban

unos cuantos habituales de la zona, niñatos de instituto privado de visita por los barrios bajos, los

peluqueros de algunos músicos de primera línea que iban con la intención de «tomar prestado» su look,

chicos que engañaban a sus novias, camareros de brazos cruzados, una pandilla de chicas

excesivamente entusiastas que se amontonaban de manera innecesaria al borde del escenario

minúsculo, y los cuatro o cinco tíos del fondo que asistían, básicamente, a desnudarla con la mirada.

Esa noche había ido mucha gente a verla, aunque faltaba la única persona a quien ella esperaba ver. Era

consciente de que no tenía ningún derecho a confiar en que se presentase, pero aun así se sentía

contrariada.

Dirigió la mirada por encima de las cabezas de los presentes, respirando el hedor de su propia

transpiración mezclada con la madera astillada de los tablones del suelo, macerada a base de cerveza

derramada, saliva, humo y la ceniza de unas colillas ya pisadas mucho tiempo atrás, antes de que se

modificasen las normas sobre el tabaco en la ciudad. Una noche de jueves bastante típica a excepción

del adorno nuevo que lucía: el decenario de pulsera que le habían regalado en la sala de Urgencias se

aferraba a su bíceps, retorcido como un torniquete, a juego con su deslumbrante atuendo blanco y con

aquel colgante tan exclusivo que pendía vertical de él.

Para ella, el aplauso no pintaba nada. Se trataba de comunicarse. Era la mirada de adoración en sus ojos

lo que buscaba. Lo que necesitaba. Era su respeto, no su aprobación, lo que le ponía. Fue eso en un

principio lo que la inspiró, la misma compulsión que había movido a sus ídolos musicales y a la gente

que ella admiraba. Contar la verdad. Revelar a la gente lo que ya saben en lo más hondo de su ser.

Sacudirlos.

Sebastian era un total desconocido, pero había captado aquello en Cecilia. Y ella había percibido la

misma vibración en él. No le iba lo de ir a lo seguro, sino que su objetivo, de ser algo, consistía en

volver a introducir el riesgo, lo inesperado, en la música y en la vida, para el caso.

En el fondo, solo quería apartar tanta mierda, al menos sobre el escenario, si no fuera de él, un lugar

donde encarnaba un personaje que daba al tiempo la imagen de un soldado herido y del acero afilado,

pero más el de un estilete que el de un estoque. La sugestión de la violencia, la alteración, tras un velo

fino y siempre presente.

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No le daba miedo demostrar que era una tía con un par.

Intimidar.

Ser dura.

La reina guerrera de su propia distopía personal.

A la vez que mantenía su dramática pose y la atención del público, su mirada traspasó el brillo de los

focos y se posó en los ojos de los presentes. Era hipnótico.

Se detuvo a mirar fijamente a todos y cada uno de ellos. Escudriñó entre la gente en busca de uno en

particular. Sebastian. Pero no apareció por ningún lado. Un plante.

Sintió a todos ellos.

Observándola.

Expectantes por ver qué haría a continuación.

Los camareros descruzaron los brazos.

Las chicas se quedaron inmóviles.

Los tíos, a la espera, pacientes.

A la espera de ella.

De que moviese ficha.

Cecilia abrió la mano lentamente, sin dejar de mirar al público, y dejó caer a sus pies la púa de la

guitarra, que se precipitó fuera del escenario. Las miradas perdidas y solitarias de una salida de jueves

por la noche se dirigían a ella en busca de algo. Algo que ella —se percató— no podía darles. No

aquella noche.

—¡Pero qué pasa aquí! —gritó un tío entre la gente—. ¡Ponte a tocar!

—¡Cecilia, ponte a tocar! —comenzó a canturrear la gente al unísono.

Si no puedo tocar para él, pensó ella, tocaré por él.

Se deslizó con picardía el decenario por el brazo y por la muñeca y se rodeó la mano con él —el puño

americano más maravilloso que jamás se haya visto—, de modo que el colgante con la espada quedó

suspendido a la altura precisa para que ella lo cogiese como si fuera una púa, entre los dedos índice y

pulgar. Se colocó más alta la guitarra y se arrancó en un solo desgarrador que canalizó todos sus

sentimientos en una vorágine de agresividad sonora. El arco del colgante rasgaba las cuerdas de acero y

se acoplaba de manera despiadada con los amplificadores y hacia el público.

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CeCe atacó los trastes y estranguló las cuerdas en unas notas tan apasionadas que casi desafina el

instrumento. El extremo puntiagudo del colgante con la espada se le clavó y le produjo un corte

profundo, y de la palma de su mano surgieron unas gotas de sangre que descendieron por sus dedos

hasta llegar a las cutículas de las uñas y de ahí al golpeador de la guitarra y la palanca del trémolo. Sin

soltar una palabra, acababa de expresarle a la atónita concurrencia todo lo que necesitaba decir.

Agotada, se volvió y miró al batería, al borde de las lágrimas, y gesticuló con los labios: no puedo.

Pero ya lo había hecho.

CeCe salió disparada del escenario, guitarra en mano, y se fue directa hacia la zona del backstage que

hacía también las veces de camerino. Agarró su bolso, lo palpó para asegurarse de que aún contenía su

cartera, se miró con indiferencia en el minúsculo espejo de maquillaje de la puerta y se dirigió a la

salida.

—¿Dónde crees que vas? —la interrogó una voz áspera—. Te he pagado una hora de concierto.

—No me has pagado nada, Lenny —le recordó Cecilia—. Teníamos un acuerdo sobre la taquilla,

¿recuerdas? Yo me quedo con la entrada y tú con la barra.

—¿Qué barra? Esos colgados que has traído son menores. No gano dinero sirviendo ginger-ales.

—Eso es problema tuyo.

—Y tuyo, ahora. No vuelvas por aquí.

—Esa era la idea —Cecilia no tenía muy claro qué era lo que le había pasado.

—Te estaba haciendo un favor, dándote una noche aquí para que te sirviese de escaparate. Para montar

algo. Tu grupo de fans.

—¿Un favor? —vociferó ella—. ¿Te refieres quizá a esa sesión de fotos que intentaste sacarme

mientras me cambiaba con esa cámara que has puesto en los lavabos? Lo único que quieres tú es

meterme mano.

—No, gracias, encanto —Lenny le hizo un gesto admonitorio con uno de sus dedos artríticos—. Me da

demasiado miedo lo que me pueda encontrar ahí dentro.

—Págame —ordenó Cecilia, que extendió la mano manchada de sangre.

—Ja. Eres como todas. Jodes a un tío y después quieres que te paguen.

CeCe permaneció allí, a la espera de que Lenny le soltara la pasta. Él, en lugar de pagarle, le agarró la

muñeca, sacó la lengua, le lamió la palma de la mano con sangre y todo y escupió al suelo con un

juramento.

—Después de esa mierda que te has marcado ahí fuera, no me vas a sacar un chavo.

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—Quédatelo —dijo al tiempo que se limpiaba cualquier resto de saliva y de sangre en la camisa de

Lenny—. Y el herpes también.

Cecilia se marchó muy airada y reparó en un rostro tan familiar como pálido en la oscuridad

polvorienta. Ricky Pyro. Un prometedor vocalista punk gótico y drogata metido en aquel mundillo.

Desde luego que no era el tío que ella esperaba ver. Era muy distinto de Sebastian, y aunque a Ricky lo

conocía desde hacía bastante tiempo y a Sebastian apenas de un momento, curiosamente Ricky le

resultaba a ella más desconocido. Lo llamaba «sociópata». Un tipo con las miras puestas en sí mismo.

Sin misterio. Sin modales. Burdo. El extremo opuesto de Sebastian. Ricky era un camarada

combatiente de las trincheras musicales y un revolcón ocasional. Habían tenido sus historias, y no

necesariamente buenas. Cecilia se puso a recoger sus cosas.

—¿Has visto eso, verdad? —le soltó.

—Sí, lo he visto.

—El negocio del espectáculo.

Ricky hizo un gesto de asentimiento.

—Un bolo corto pero cañero, ¿eh?

—Tengo que pirarme de aquí. ¿Ahora vas tú?

—Ajá.

—¿Qué nombre le has puesto al grupo esta noche?

—Pagans —respondió él al tiempo que se metía la mano en el bolsillo y la miraba de arriba abajo.

—Ese nombre me suena. Mejor, llama a tu abogado —se rio ella, consciente de que estaba tan tieso

que solía negociar las actuaciones de su grupo haciéndose pasar por su propio agente.

Pero claro, ella también lo hacía.

—Esos eran The Pagans, listilla —la corrigió para señalar una distinción aunque ninguna diferencia—.

Eran un grupo punk. Encontré al solista. Ahora trabaja de conserje o algo así. Me dijo que podíamos

usar el nombre si tocábamos todas las noches uno de sus antiguos temas. Los derechos siguen siendo

suyos. Negocios, ya sabes.

—Tiene que ser un catálogo valioso. ¿Qué canción?

—What is this shit called love?[1]

—Precioso. Mucha mierda ahí fuera. Ah, y gracias por llevarme al hospital la otra noche.

—¿Al hospital?

—Olvídalo —dijo y se apresuró hacia la puerta.

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—¿Adónde vas?

—No sé —voceó y se dio la vuelta al llegar al umbral. El rugido interior engulló el silencio de fuera—.

Ah, por cierto, ya estoy mejor. ¡Gracias por tu interés!

—¿Quedamos luego?

—Naaa —dijo ella con una mirada a las grupis de Ricky, que matarían por irse con él—. No te pilles

nunca por mí, Ricky.

—Demasiado tarde —contestó él.

Miró entonces de manera condescendiente a los miembros del grupo de Ricky.

—Ah, y que sepas que da igual el nombre que les pongas, siguen siendo un asco.

—No tanto como tú —le gritó el batería.

CeCe presionó la barra de la puerta trasera y salió al callejón donde se habían congregado algunos de

sus fans, los más acérrimos. Todos sus «apóstoles», como los llamaba ella, imitaban su look con

distintos grados de éxito. Cecilia los apreciaba, agradecía su lealtad y devoción por encima de todo,

pero en aquel preciso momento, ni siquiera ellos eran suficiente.

—¿Qué ha pasado? —preguntó una cuando pasó veloz entre ellos—. ¿Va todo bien?

—Estoy bien —sonrió de manera poco convincente, como alguien que está a punto de vomitar, y siguió

caminando.

—Qué pasada de pulsera —le gritó otra chica—. ¿Dónde la has conseguido?

—Un tío —respondió ella, que prefirió guardarse los detalles para sí.

Levantó el brazo tanto para mostrar su decenario como señal de despedida. Las chicas se miraron unas

a otras con los ojos como platos, la mano tapándose la boca y con unas risitas ahogadas, engullendo la

información privilegiada que les acababan de echar. Era grosera, y no se merecían eso. Merecían una

explicación, pero ¿qué tengo que ganar aquí predicando a los conversos, a mis seguidores?, pensó

CeCe. Dijera lo que dijese, se limitarían a asentir con la cabeza, a escuchar con atención, a fruncir el

entrecejo para mostrar comprensión, y estarían de acuerdo con todas y cada una de sus palabras.

Necesitaba un poco de crítica, algo de perspectiva.

Quizá debería haber admitido ante ellos que toda aquella bravuconería y charla motivadora que se

gastaba ella ahí fuera no era más que un montón de mierda, un disfraz de escenario que se ponía y se

quitaba igual que cambiaba de atuendo o de novio. Que el dueño del club era un pervertido al que ella

había dado pie de manera sutil con tal de que la mantuviese en cartel una vez a la semana; que con las

entradas y las ventas por Internet apenas sacaba para ir y venir en taxi desde su apartamento; que había

dejado que se aprovechara de ella cualquier tío con pinta de sucedáneo de los Strokes con cazadora de

cuero y vaqueros ajustados desde Williamsburg hasta el East Village; y que por fin se había hartado.

Aún seguía tosiendo mugre del charco del fin de semana anterior, si es que necesitaba alguna prueba

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más. Por lo menos se consolaba con saber que les había regalado una interesante actualización de su

estado de cara a sus webs de fans.

Farsantes, mentirosos, putañeros, aprovechados, pervertidos, sucedáneos y peores. A todos les abría la

puerta, los dejaba entrar poco a poco, hasta que parecía casi… normal. Hasta que se sentía cómoda, con

ellos y consigo misma por haberlos elegido. Hasta que casi los necesitaba. El colmo del autoengaño,

ella lo sabía, pero hacía que resultase mucho más sencillo pasar el día —y la noche— la mayor parte

del tiempo. Parecía que Sebastian podría ser el antídoto de todo aquello. Aunque claro, tal vez no. Él ni

siquiera tenía por qué haberse molestado en venir.

—Pero qué ojo que tengo.

Sintió de repente un ruido sordo y fuerte contra el pecho que la sacó sorprendida del sopor de

autocompasión en que nadaba.

—¡Oh, cuánto lo siento! —entonó una voz dulce aunque temblorosa.

—¡Mira por dónde vas! —ladró CeCe, que rodeó a la persona con la que se acababa de topar.

—¿Te importaría firmarme esto? —le pidió la chica con timidez, mientras le ofrecía un folleto del

concierto con la imagen de Cecilia, que lo ocupaba entero—. Si no es mucha molestia.

Cecilia se detuvo en seco y apretó los dientes. Era lo último que le apetecía hacer en aquel preciso

instante, pero aún se acordaba de cuando no importaba a nadie. Su ego surtió efecto.

—Claro —CeCe le arrebató el póster de estilo punk y colores rosa y verde neón a la chica de entre los

dedos temblorosos—. Ya veo que me han anunciado esta noche —dijo y cayó en la cuenta de que

Lenny la necesitaba a ella mucho más que ella a él—. Nunca tengo oportunidad de ver uno de estos.

—Estoy segura de que tus fans los arrancan por la calle y los tienen colgados en la pared de su

habitación.

Cecilia le clavó la mirada.

La chica se percató de que ella misma era uno de esos fans.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Cecilia con impaciencia.

—Catherine —dijo la chica, nerviosa, incapaz de ocultar la emoción—. Yo también soy de Pittsburgh.

Qué curioso lo de Nueva York, lo de Brooklyn en particular, pensó Cecilia. Si vives aquí, eres de aquí.

Dicen que pasados diez años se te considera nacido allí, pero en realidad daba igual cuánto tiempo

pasase. Al instante te veías absorbida en ella y por ella. Partías totalmente de cero. Para ella, Pittsburgh

era ya un recuerdo muy lejano. Otra vida.

—¿Qué has venido a hacer por aquí? —preguntó con los ojos concentrados en la mano mientras

firmaba el póster con su nombre.

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La chica se limitó a encogerse de hombros en silencio y mostró una amplia sonrisa.

—Lo mismo que tú. Intentar ser alguien. Conocí por Internet a un fotógrafo de Nueva York que me

dijo que debería ser modelo, y algunos del grupo de Ricky Pyro me contaron que a lo mejor podía

hacer un álbum.

Cecilia se sobresaltó de forma muy leve ante la mención del nombre de Ricky, y una mirada de

preocupación se apoderó de su semblante. Levantó la cabeza para mirar a la chica a los ojos y pudo ver

que era joven, tal vez incluso un poco más joven que ella, de ojos claros y piel lívida. Bonita y sin

pretensiones; alegre de un modo inocente y agradable. «De verdad» sería una forma de describirla.

Cecilia vio en aquella chica algo de sí misma; ella misma un año atrás aproximadamente. No le había

llevado demasiado tiempo a la desilusión el instalarse en ella. Se sintió tentada de decirle algo, pero se

abstuvo al reconocer que eso no le correspondía a ella.

Catherine prosiguió casi sin detenerse a respirar.

—Ricky me dijo que podíamos grabar la sesión en vídeo y subirla a Internet, y tal vez surgiese alguna

oferta que otra o una audición para un concurso de talentos en la tele.

—Sí, ya. Bueno, tampoco te hagas demasiadas ilusiones con llegar a disputar el premio gordo del final,

¿eh?

—Es que se me ocurrió que debía intentarlo todo.

—Catherine —dijo CeCe con semblante adusto—. La vida no es un concurso de la tele.

—¿Sabías que hay algunos chavales que se siguen reuniendo a la puerta de tu casa? —dijo Catherine

con entusiasmo, como si aquel cotilleo de barrio fuese a significar algo para ella—. Imagino que eran

fans de tu primer grupo, aquel de cuando tenías… ¿cuántos, quince años? Perdona, pero es que no me

acuerdo del nombre.

—The Vains —dijo Cecilia con una leve sonrisa que iba asomando a sus labios conforme se le pasaban

por la cabeza los recuerdos de aquel estreno suyo con un trío psicopop de chicas—. Fue bonito

mientras duró. Antes de tu época.

Catherine le devolvió la sonrisa con timidez.

—¿Por qué os separasteis?

—Lo típico. Traiciones dentro del grupo. Novios dominantes. Egos descontrolados. Así que me largué

—dijo CeCe casi con nostalgia—. Sobre todo porque creía que ellas no estaban por la música tanto

como yo. Y aquí estoy.

—Supongo que es realmente difícil saber lo que quieres siendo tan joven —dijo Catherine como

refuerzo—. O a cualquier edad, para el caso.

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—¿En serio? Yo ya sabía qué quería hacer cuando tenía cinco años —le soltó con aspereza CeCe,

nunca dada a fomentar los tópicos vacíos—. Si lo llevas dentro, te encuentra. O lo encuentras tú. Pero

si no…

Catherine estaba sorprendida. Se dijo que la diatriba de CeCe parecía demasiado personal, algo más

semejante a un ataque, aunque también motivador a su propia manera. CeCe se había tragado el mito

del Rock-and-Roll. Catherine lo veía claro. Una verdadera creyente; había nacido para hacer lo que

estaba haciendo. Lo sabía, sin más; y nadie podía convencerla de lo contrario. A pesar de la seguridad

en sí misma que destilaban las palabras de CeCe, sin embargo, la mirada herida de su semblante

hablaba por sí sola.

—No parece que a tus padres les guste que esos chavales vayan por allí. Las persianas siempre están

bajadas, y nunca hablan con ninguno de ellos.

—Menuda sorpresa —dijo Cecilia, incómoda—. A mí tampoco me hablan.

—Vaya —dijo Catherine con la sensación de haber hurgado en una herida—. ¿Es que no aprueban lo

que haces?

—¿Aprobar? —preguntó CeCe levantando la voz y arrugando la nariz como si acabase de oler aguas

fecales. Aquella palabra casi le dio escalofríos. Cualquiera que fuese el antónimo de aprobar, eso era lo

que sus padres sentían al respecto de sus decisiones y representaba el poco apoyo que le habían dado.

Le habían proporcionado una buena casa, buena ropa, cosas buenas; todo menos lo que ella anhelaba.

Por eso huyó. Dejó de buscar su aprobación en el instante en que se bajó del autobús en la estación de

Port Authority. El simple hecho de que Catherine utilizase siquiera esa palabra le dijo a Cecilia todo lo

que necesitaba saber sobre aquella niña. Aún se valoraba conforme a las normas de sus padres.

Ingenua. Dependiente. Aún oía sus voces en su interior, algo que podía ser peligroso en aquella ciudad

donde a los complacientes se los comían vivos y los escupían como a desechos en la línea C.

—Perdona, no pretendía meterme donde no me llaman —dijo Catherine.

—Tranqui, eso pasó hace un siglo, ya ves. Ya lo he superado. Esto me da toda la aprobación que

necesito —respondió CeCe con un gesto de la barbilla en dirección al estuche de su guitarra.

Catherine notaba que a CeCe se le había agotado toda la paciencia y la cortesía que había sido capaz de

aunar y que se estaba hartando de la cháchara por la senda de los recuerdos.

—¿Algún consejo, entonces?

Cecilia hizo una pausa para meditar sus palabras.

—Vete a casa, Catherine —le aconsejó Cecilia con una sonrisa tensa mientras sacaba una botella de

medio litro de vodka del bolsillo de su abrigo y la levantaba en un simulacro de brindis—. Solo vete a

casa.

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gnes se sintió como la alarma de un coche que salta pasada la medianoche mientras

recorría los venerados pasillos de la Academia del Inmaculado Corazón de María, y

como si los vendajes de sus muñecas fueran su sirena. La carga de aquella cruz le

resultaba casi inaguantable, más aún que las heridas supurantes que amenazaban con mancharle el libro

de historia a través del jersey azul marino del uniforme del instituto.

Estar de vuelta en clase resultaba humillante, pero para ella era de lejos preferible a la alternativa de

quedarse en casa. No obstante, los cortes que esperaba recibir por parte de sus compañeras iban a ser

sin duda más profundos y dolorosos que cualquiera que ella se hubiese autoinfligido.

—¿Un toque de complementos? —decía el malicioso suspiro procedente de una rubia superficial que

venía por el pasillo y gesticulaba con el dedo formando un círculo y la mirada fija en las muñecas de

Agnes. Cuanto más comentaban, más se remangaba ella y se ofrecía desafiante a sus ridiculizaciones.

—Me encantan tus pulseras de sutura.

La estaban acribillando. Con palabras.

—Penosa.

—La próxima vez, inténtalo con más ganas.

Se lo tragó todo. Cada chaparrón verbal. Cerrando los ojos durante un instante tras cada uno de ellos,

recuperándose, para después seguir avanzando.

—¡Escoge la vida! —se mofó otra con su libro de literatura comparada en alto, como si de un

predicador febril que golpea su Biblia se tratase.

—Niñatas —masculló Agnes para el cuello de su camisa. Continuó caminando, con la mirada al frente,

tragándose todo lo que le espetaban con fortaleza y dignidad. Había un cierto orgullo en estar dispuesta

a morir por algo o por alguien, se dijo. Fuera como fuese, hacía los reproches algo más soportables.

Su amiga Hazel llegó para ponerse a su lado.

—Tíos… no puedes vivir con ellos ni te puedes morir por ellos.

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—Ahora no, Hazel —sonrió Agnes—. Luego hablo contigo.

—¡Espero que sea así! —dijo Hazel y se partió de risa ante su propia gracia.

Agnes continuó pasillo abajo, observando cómo la miraba todo el mundo. No se le acercó nadie. Se

sintió traicionada.

No obstante, le costaba culpar a ninguna de ellas. No es que fuese particularmente dada al perdón,

porque no lo era. Se trataba sin más de que aquellas no eran lo que se dice enemigas. Amigas tampoco,

en realidad, sino más bien conocidas. Gente con la que iba por ahí al salir de clase, asistía a fiestas o

con quienes se hacía fotos en grupo sacando la lengua de manera sugerente o le sacaban el dedo a

alguien que se encontraba fuera de plano. Con quien analizaba al detalle los libros de horóscopos y

estudiaba la numerología que concernía a ciertos tíos y si ellas les gustarían o no. Eran parte de su

grupo y ella formaba parte de los grupos de ellas, significara eso lo que significase. Divertidas pero

anestesiadas por dentro, todas ellas. No habría esperado demasiada compasión por su parte ni aunque

hubiesen sabido cómo expresarla. Era consciente de cómo eran y cómo podía ser ella, de vez en

cuando. Solo que resultaba un asco cuando cambiaban las tornas. Malo.

Sonó el timbre que anunciaba la siguiente clase. Salvada, pensó, y se sintió más como si se encontrara

en un cuadrilátero de boxeo que en el pasillo de un instituto. No esperaba cuartel, y no lo hubo.

Protégete a todas horas, como dicen. Había recibido una paliza, pero levantó la guardia en el instante en

que lo vio venir al torcer la esquina. Agnes se dio media vuelta y esperó que la bomba de adrenalina en

su interior se encontrase en buenas condiciones para un segundo asalto.

—Puedo oír cómo pones los ojos en blanco —dijo ella al sentir la presencia de Sayer a su espalda.

—Oye —dijo él en un intento de mostrarse preocupado.

—¿Has estado llorando? —se mofó ella al reparar en sus ojos rojos y ser plenamente consciente de que

iba colocado.

—¿Cómo estás? —preguntó Sayer.

—Más bien, ¿cómo estás tú? —respondió Agnes.

Sayer era de complexión delgada y pelo largo; por lo general, se mostraba aturdido y con aspecto

nervioso, y enseñaba los dientes en una sonrisita de colocado como si hubieran estado a punto de

cazarlo haciendo algo malo, a medio reírse, aunque sin llegar a tener claro qué había hecho. Su porte

natural encajaba a las mil maravillas con tal supuesto. La despreocupación de Agnes le resultó del todo

inesperada. Creía que le iba a leer la cartilla, pero al parecer ella le estaba ofreciendo la pipa de la paz.

—Estoy bien —respondió él.

—Oh, menudo alivio. Había dado por supuesto que te habías roto los dedos, las piernas o algo.

Se aferró al colgante del corazón en llamas que ocultaba bajo el vendaje de la muñeca y se dedicó a

seguir su silueta con el dedo mientras charlaba con Sayer.

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—¿Eh?

—Claro, pensé que de otro modo, sin la menor duda, te pasarías a verme, me llamarías o me mandarías

algún mensaje —prosiguió Agnes—. Entonces caí en que debían de ser las erupciones solares.

—¿Erupciones solares?

—Ya sabes, fastidiando Internet. Quiero decir que tenía que pasar algo realmente fuerte para que no

vinieras a verme o por lo menos me preguntases cómo estaba, ¿no?

—Abrirte las venas es algo bastante fuerte, Agnes —medio susurró Sayer, y puso la guinda a su falta

de sensibilidad con una risa floja—. Me dio así como, no sé… miedo. No sabía qué hacer o qué decir.

—Así que no hiciste nada —dijo Agnes—. No dijiste nada.

—Nada no, exactamente —replicó él—. Estuve pensando en ti todo el rato.

—¿Entonces se supone que ahora tengo telepatía? ¿Pensando en mí? ¿Cuándo? ¿Entre los canutos y las

risas?

Por primera vez era capaz de ver en él al fumado egoísta, greñudo, entontecido e indigno de confianza

que su madre reprobaba con tanta vehemencia. La vacuidad de la conversación la había sacado de

quicio por completo, y comenzó a castigarse por haber sido tan impulsiva y tan estúpida, por sus

momentos de debilidad y de rebeldía; pero si algo bueno había resultado de aquel episodio

autodestructivo, era que se había disipado la neblina mental que generaba aquella relación. Por fin, algo

en lo que su madre y ella podían estar de acuerdo.

—¿Te dolió? —preguntó él, despacio, pasándose el dedo por su propia muñeca de manera enfática.

—No tanto como ahora.

—Supongo que soy penoso como hombre.

—¿Solo como hombre? —dijo Agnes en ese tono que suelen utilizar los padres y los abogados cuando

hacen una pregunta que lleva la respuesta implícita—. Se suponía que eras mi hombre.

Sayer no destacaba en agilidad mental, y respondió con disculpas torpes al sarcasmo del interrogatorio

de Agnes.

—Lo siento, ¿vale? —dijo en un tono de queja infantil, la expresión emotiva más auténtica que ella

recordaba haber obtenido realmente de él.

—¿Eso es todo? —siseó ella—. ¡Me pusiste los cuernos!

—Nunca dije que lo nuestro fuera en exclusiva.

—Sabías lo que sentía por ti.

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—Es que era demasiada presión, ya sabes. Todo ese rollo del amor —dijo Sayer—. Solo quería

divertirme un poco.

—¿Te parece divertido esto? —gritó Agnes mostrándole los vendajes frente a los ojos, en un volumen

tan alto como para que se detuviese el tráfico de gente que atestaba el pasillo en el cambio de clase.

Sayer se limitó a inclinar la cabeza.

—No lo merece —dijo Agnes, y le dio la espalda para ponerse a rebuscar en su taquilla—. Supongo

que no eras más que una excusa. Para mí.

—¿Me perdonas? —preguntó él, que había estirado el brazo en busca del hombro de Agnes con el

mejor semblante de preocupación que había sido capaz de componer—. Por favor.

Sorprendida por su gesto de comprensión, le miró y se lo pensó sinceramente por un momento. El

chico estaba cumpliendo con su papel, nada más. Lo sentía, al menos tanto como a él le resultaba

posible. Agnes era capaz de verlo incluso en su rostro inexpresivo y sus ojos vidriosos; solo que Sayer

se había adentrado ya en ese territorio de su cabeza del «pero ¿en qué estaría yo pensando?». El peor

sitio en que se puede meter un tío.

—Mi madre tenía razón sobre ti —dijo Agnes, unas palabras con las que casi se ahoga.

—Por fin lo admites, al menos. Los dos sabemos que el problema nunca fui yo.

—No le des la vuelta a la tortilla —dijo ella con lágrimas que comenzaban a brotar más por vergüenza

que por el dolor—. Te aprovechaste de mí. Yo te creí.

—En realidad no, no tuve oportunidad de aprovecharme de ti, ¿recuerdas?

—Si me hubiera acostado contigo, ¿entonces quizá te habría importado? Menudo chiste —aferrada con

fuerza al brazo de Sayer, casi le gruñe.

Sayer arrastró los pies en el sitio y se dedicó a hacer mohines con la cabeza gacha, como un crío, a la

espera de que finalizase su descanso. Agnes le soltó el brazo y lo apartó de sí con un empujón.

—Casi muero por ti —dijo Agnes.

—Yo casi te espero —dijo él.

Como si ambas cosas fueran de igual importancia.

Como de costumbre, abrieron paso a Lucy de inmediato hasta la zona VIP del Sacrifice, el afterhours

del Dumbo. Ambos puentes —el de Brooklyn y el de Manhattan— iluminaban el espacio oscuro y

generaban auras alrededor de los invitados famosos y los patrocinadores. Llevaba unos pendientes con

bolitas de estrás de las que sobresalían puntas de oro en sentido radial; el pelo, recién teñido de rubio,

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liso, recto y lustroso. Se había puesto un vestido corto gris de alta costura tipo túnica con mangas de

piel de zorro teñidas de color azul marino. Los zapatos de antelina teñidos en el mismo azul con el

tacón de aguja en oro a juego con los pinchos de sus pendientes.

Es increíble, pensó, qué rápido te puedes llegar a acostumbrar a un trato preferente, lo merezcas o no,

o a acabar perdiéndolo. A todo el mundo le pasaba en algún momento. Era como la muerte: siempre al

acecho, y, con el tiempo, tu destino. Más increíble aún era el minúsculo trecho que había de recibirlo a

exigirlo, y de exigirlo a necesitarlo. Tan adictivo como cualquier droga.

Echó un vistazo alrededor en busca de alguien a quien de verdad conociese y hubo algún que otro

saludo. Poco más que miradas planas de menores de edad con opiniones de pacotilla que formaban

parte del mundillo, sabuesos del curioseo cargados de bótox y rostros de Joker corregidos a base de

cirugía y con el abdomen tallado, las cejas arqueadas contra natura y unos labios hinchados que

ofrecían sonrisas tirantes e imposibles de distinguir de una mueca de extrañeza. Todos ellos buscadores

de la atención digital, con un millón de preguntas que se morían por hacer y cuyas respuestas estaban

dispuestos a vender al mejor postor. Era un cuadrilátero enrejado para un combate de ambición más

intenso que trepar por cualquier estructura corporativa o jerarquía de instituto. Un deporte sangriento

que olía más a perfume caro que a sudoración.

La competitividad era palpable, vírica. La reconocía en los demás porque era uno de ellos, de los

desgraciados que cogían cualquier ola que los transportase a la cálida playa de sus fantasías de la

Quinta Avenida. Daba igual si la cogían limpia o si enganchaban un revolcón y acababan estampados

en la arena, hacían exactamente lo mismo. Un nuevo día, la misma noche. Todo igual.

Jesse se encontraba cómodo en la tenue luz de su reservado, solo, por propia elección, observando

cómo se desplegaba aquel universo diminuto como un telescopio Hubble en miniatura. Estaba apostado

en un lugar estratégico con vistas elevadas. De fondo, las luces de la ciudad y los puentes, y una más

que apropiada gabarra de transporte de basuras que bajaba por el East River a su espalda. Vestía de

negro de los pies a la cabeza, como de costumbre, algo que le facilitaba el pasar desapercibido contra el

telón de fondo excepto por sus ojos, siempre vigilantes, y por sus manos, que no dejaban de escribir,

para darle el aspecto del Hombre Invisible en negativo. Lucy vio cómo la miraba y se dio la vuelta

justo cuando él se llevaba un dedo a la ceja y a continuación la señalaba a ella en una especie de saludo

repelente. No tenía muy claro si se trataba de una demostración repulsiva de que la había visto llegar o

de que él se encontraba allí. Fuera como fuese, Jesse era la última persona a quien Lucy deseaba ver.

Una voz aguda y agresiva que no fue capaz de reconocer rasgó el pulso del altavoz de bajos del DJ y se

dirigió hacia ella por su ángulo muerto.

—¡Tú, zorra! —gritó aquella hidra enfurecida de los círculos de sociedad, blandiendo la mano en el

aire alrededor de la cabeza de Lucy—. ¡Serás traidora, cobarde escurridiza!

Lucy poseía una buena capacidad de visión periférica y un instinto de supervivencia aún mejor, así que

esquivó con facilidad a aquella fiera de segunda categoría, pero la chica era rápida y actuaba con

determinación. Se volvió y agarró algunos mechones del peinado de Lucy con sus garras de manicura,

y de esa forma le cubrió los ojos y tiró de la cabeza hacia delante. Lucy no veía nada que no fuesen los

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brillantes zapatos cobrizos de tacón de la chica que se clavaban en la moqueta roja y sucia del suelo,

iluminados por los flashes de las cámaras de fotos y los teléfonos móviles. Agarró a la chica por las

piernas, a la altura de las rodillas, y la hizo caer de espaldas entre gritos y exclamaciones procedentes

en su mayoría de los tíos que se estaban poniendo las botas a base de primeros planos de sus bragas a

modo de obsequio. De entre todas las cosas, curiosamente, lo que más le preocupaba a Lucy era su

pulsera, que se pudiese estropear.

Los de seguridad llegaron antes de que aquello se convirtiera en una pelea de barro con todas las de la

ley, y obligaron a las dos VIP a separarse. Por fin pudo Lucy echar un buen vistazo a su oponente y la

reconoció como la novia oficial de Tim, el tío del que ella le había pasado el soplo a Jesse, el que

estaba con Sadie en el hospital. Pero ¿cómo había sido capaz aquel bomboncito descerebrado de

relacionarla a ella con el asunto? ¿Cómo podía saberlo?

Lucy lanzó a Jesse una mirada condescendiente para darle a entender que lo sabía. Ha sido él. Tuvo que

ser él, se dijo. El pago por su ingratitud y un aviso de lo que tenía reservado para su querida protegida,

su capricho rebelde. Jesse le sostuvo la mirada un instante y regresó a su teléfono, a escribir frenético.

Ella se recompuso y se sentó. Alguna que otra invitada se le acercó para darle palique.

—¿De qué círculo del infierno se ha escapado esa? —dijo una—. De todas formas, ¿qué más da? Esto

va a correr como la pólvora.

—Oye, esto era un tostón hasta hace un minuto —le dijo otra—. ¿Has visto a Jesse allí arriba? Creo

que lo ha pillado todo.

—Deberías hablar con el fabricante de las extensiones de pelo —le dijo una tercera con insidia—.

Aquella Xena no te las ha podido arrancar de la cabeza.

Sorprendida por igual ante la ferocidad del ataque y la indiferencia calculadora de las yonquis de bar y

encefalograma plano que tenía a su alrededor, Lucy se quedó mirando al frente con ojos vacíos,

intentando digerir la nueva profundidad en la que había caído.

—Estoy bien, gracias —gruñó en un sarcasmo al tomar nota de que nadie se había molestado en

preguntarle si se encontraba bien. No había tomado ni una sola copa y todo le daba ya vueltas en la

cabeza.

—Vimos el número de Byte del pasado finde —le dijeron mientras la seguían—. Qué alucinante que

acabases en Urgencias. Tan… efectista.

—Yo habría mandado un e-mail a toda mi lista de contactos nada más pisar el hospital —confesó otra

en voz alta.

Un año atrás, esa misma podría haber sido ella, pensó. Comentarios irritantes, bruscos y roncos acerca

de las nimiedades del ascenso social de lameculos de alta costura. Era igual que ellas…, excepto que,

de alguna manera, ya no era como ellas. No desde el hospital. Calculadora, astuta, egoísta y centrada en

sí misma, sí; pero no sin conciencia. Prefería verse a sí misma como una flor entre la maleza. Un único

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brote, destacado, sobresaliente por encima de los campos de malas hierbas salvo que, como a toda flor

en un rodal de cardos, las malas hierbas estaban empezando a asfixiarla.

Ella se había convertido en su ídolo, quien iluminaba el camino al resto de novatas del famoseo en la

Gran Manzana, atractivas y ambiciosas aunque por otro lado sin nada destacable. Para ellas, su propia

Estatua de la Celebridad, con el deslumbrante fulgor de su antorcha de notoriedad brillando desde las

salas VIP en las azoteas por toda la ciudad. Por una módica suma, por supuesto. Como legado no era

mucho, se había dado cuenta. «Traedme a vuestros nobles, vuestros egoístas, a vuestras hacinadas

masas ávidas de atención, que anhelan la fama…». Había alzado su candil junto al umbral dorado, pero

más y más, sentía que la luz dentro de ella se extinguía.

—Perdona, Lucy —la llamó otra voz a su espalda, y de inmediato se puso en tensión, preparada para

un nuevo golpe traicionero.

—Oh, Tony —suspiró al ver una cara amiga, y se abrazó a él—. Gracias a Dios.

—Escucha —el corpulento portero se quitó sus brazos de alrededor del cuello, se inclinó hacia ella y le

habló con la mayor discreción posible en un sitio tan público—. No puedo permitir esta movida aquí

dentro. Me han dicho que los maderos van detrás de lo del finde pasado, y yo no quiero más marrones

que los que ya tengo. A los dueños se les está hinchando la vena.

—Me estarás tomando el pelo, ¿no? —dijo Lucy, atónita.

—Te estoy pidiendo como amigo que no vuelvas por aquí. Al menos por una buena temporada.

—Me han agredido. Tenéis suerte de que no os meta una denuncia.

—Lucy, no me obligues a ponerte en la lista negra.

—¿Lista negra? ¿A mí? Pero si fui yo quien puso este antro en el mapa. Sin mí nadie encontraría este

sitio ni con el Google Maps, salvo, claro, si eres menor de edad —replicó echando un vistazo a la

sala—. ¿Estás seguro de que estáis pidiendo los carnés esta noche, Tony?

Tony mantuvo la calma y la firmeza ante sus amenazas.

—No me toques las pelotas, Lucy. Puede que para ti toda prensa sea buena prensa, pero no para mí. Lo

siento.

Entonces supo que aquello era un sálvese quien pueda y que en aquel mundillo, hasta las tarjetas de

felicitación iban contra reembolso. Agarró sus cosas, si bien, antes de que lograse escabullirse, Jesse se

deslizó a su lado para charlar un rato.

—Buen trabajo —dijo él, apartándose el flequillo greñudo de su peinado mod a capas—. Si no te

conociera, habría pensado que todo el numerito este en plan club de la lucha te lo habías montado tú

misma.

—¿Me estás acusando de ser una trepa de sociedad? —soltó airada poniéndose a la altura de su rostro.

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—Eres una trepa de sociedad, querida.

—Solo te llaman trepa cuando no se te da demasiado bien —dijo Lucy, que se encaminó a la puerta

principal comprobando su móvil por la que sería la última vez mientras salía—. Esto me lo merezco —

le dijo a Jesse. En el mismo instante, le saltó en el teléfono una alerta de últimas noticias, llena de fotos

poco favorecedoras y testimonios desagradables de «gente que lo ha presenciado todo». El único

detalle consolador en aquel episodio tan sórdido era que su decenario había conseguido su propia foto

como representante de una nueva tendencia de moda que ella inauguraba. La miró fijamente durante un

rato y se palpó la pulsera en la muñeca. Sonrió. Y luego tiró el móvil a la calle.

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o es muy habitual que yo tenga algo que darte —le dijo el viejo a Cecilia, ofreciéndole

una bolsa de papel marrón arrugada y húmeda con manchas de whisky para que la

cogiese.

—Gracias, pero ya he bebido bastante —contestó ella.

—Ábrela —le exigió con su voz áspera.

Después de cada concierto, Cecilia subía a la azotea de su edificio de cinco plantas sin ascensor del

barrio de Williamsburg para verle y para darle un bocadillo y una botella de vodka. Para ella, eso había

formado siempre parte del trato. Era un tío delgado y mayor, un okupa de unos setenta y tantos que

siempre vestía traje y sombrero y que se había montado su hogar en aquel tejado de tela asfáltica, bajo

las estrellas, donde se dedicaba a escribir su poesía beat y sus novelas psicodélicas.

Cecilia abrió la bolsa que le estaba ofreciendo, y extrajo despacio una tira de capuchas de agujas

hipodérmicas enhebradas de forma meticulosa con un trozo de cable negro.

—Es un collar —le dijo él—. No tenía suficientes para hacer una lámpara de araña para el techo.

—Gracias a Dios —dijo ella aliviada, y lo colgó de su largo y pálido cuello—. ¿Te has puesto a

reciclar, o qué? —se lo estaba probando del revés, fijando todos los capuchones de manera que

apuntasen hacia abajo formando una «V»—. ¿No me digas que te vas a poner en plan ecologista

conmigo?

No cabía la menor duda de que iba a ser la envidia de todo aspirante a diseñador desde Smith Street

hasta el Bowery, pero para Cecilia se trataba del gesto más amable que podía tener un amigo, hecho

solo para ella y con sus propias manos. Con lo único que tenía.

Se habían conocido varios años atrás: pasaba todos los días por delante de él camino del metro, y de

manera rutinaria le daba lo que le quedaba de su bagel de huevo con queso. Poeta punk en su época que

tropezó durante los difíciles tiempos que le tocó vivir a su mediana edad, te ofrecía gustoso cualquier

ocurrencia genial de Jim Carroll o de Billy Childish —o sus anécdotas personales del Chelsea Hotel o

del Beat Hotel parisino— a cambio de lo que le hiciese falta aquel día.

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No fue solo aquella dosis diaria de sabiduría lo que le delató como escritor ante los ojos de Cecilia. Fue

la Royal vintage, la máquina de escribir en estado calamitoso —su preciada posesión— que colocaba

ante sí convirtiendo la acera en una especie de mesa de despacho. Todas las teclas parecían funcionar,

pero no contaba con carrete ni papel, algo que para ella gozaba de un significado más profundo que

cualquier cosa que el anciano pudiese haber dicho o escrito. La ausencia de tinta no impedía al viejo

golpear las teclas en modo alguno, mecanografiar sus pensamientos al éter como si estuviese

escribiendo en voz alta o dictando a una secretaria imaginaria de un pasado muy lejano. Ya fuese

cuestión de drogas, enfermedad mental o pura y simple determinación, aquel hecho —y aquel viejo—

le resultaba motivador.

Sus palabras le llegaban al alma, más que las de cualquier predicador, figura espiritual o gurú de la

autoayuda. Un maestro que tocaba su máquina de escribir como un instrumento musical con el que

interpretaba sus pensamientos. Alguien con quien ella, como músico, se podía identificar. Él necesitaba

escribir, pero no requería de nadie que lo leyese; una confianza que ella se esforzaba por alcanzar pero

que aún le faltaba. Cecilia le llevaba papel y tinta cuando se los agenciaba, y cazaba lo que podía.

Su aspecto era sofisticado, como un doble de William Burroughs allí sentado con traje suelto, incluso

elegante, a pesar de que nadaba dentro de los pantalones y la chaqueta de sport. Estaba tan famélico por

culpa de su tendencia a beberse el dinero de la comida, que Cecilia estaba segura de que sus bocadillos

eran el único alimento sólido que ingería. No es que ella fuese uno de esos en plan «cadena de

favores». Nunca había sido destinataria de mucha amabilidad o generosidad que poder trasladar a otros.

Además, ya había conocido a una buena cantidad de gente así, y detectaba en ellos algo

incómodamente interesado. Beatos ansiosos por hacer de voluntarios o realizar donaciones, pero no si

eso les dolía, no si aquello requería de algún esfuerzo o compasión, y solo cuando hubiese alguien

mirando, mientras hubiese un mérito que apuntarse a cambio de su esplendidez.

La relación entre ambos se estrechó la noche en que unos matones de barrio atacaron a Bill, y ella le

ofreció la azotea de su edificio. No es que el sitio le perteneciese, pero sí era una puerta que ella podía

abrirle. Desde entonces, no había dejado de llevarle bocadillos, vodka y un interminable suministro de

papel.

Cecilia entregó a Bill una botella de Stoli que había sacado del concierto. Parecía enfermo, su mirada

hundida y desesperada, y ella sabía que necesitaba un trago. Aunque él jamás lo reconocería ni se lo

pediría. A ella no. Pero claro, tampoco necesitaba hacerlo.

—¿Sabes lo que te digo? Que esta mierda es como beber veneno —dijo Cecilia mientras apartaba de un

puntapié varias agujas para llegar hasta él.

—No, Reina de la Noche. La ira es como beber veneno…

—Y esperar que quien se muera sea el otro.

—A mí, esa parte me recuerda más a los celos.

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—Eres un hombre inteligente —le dijo conforme iba quitándole el envoltorio al bocadillo para

asegurarse de que Bill comiese algo.

—No soy más que un yonqui con una máquina de escribir.

—Muy bien, entonces, eres un tío peligroso.

Se sentó allí, en la oscuridad, junto a un hilo de humo de sándalo, tocando para él hasta que terminase

de comer. Después cada uno cantó su parte del dúo Fairytale of New York.[2]

Cecilia lo observó cuando comenzó a quedarse dormido, aún aferrado a la botella.

Una nana yonqui.

Era igual todas las noches: Cecilia lo arropaba con una chaqueta de sobra que él llevaba consigo,

terminaba de fumarse el cigarrillo que ya tenía encendido, le cogía de la máquina de escribir el último

poema que había escrito y se dirigía hacia la puerta de acero reforzado para bajar a su apartamento.

Leía su obra aquella noche y se la devolvía antes de que Bill se despertara por la mañana. De todas

formas, él escribía para ella. Bill jamás vendería su alma, pero sí que la daría sin pedir nada a cambio,

se la prestaría a alguien que necesitase una. A ella.

Aquella noche en particular, al llegar a su planta y doblar la esquina, pudo ver el cartel en la puerta.

Cecilia estaba marcada.

Había visto esos carteles en las puertas de otros y sabía exactamente lo que significaba.

AVISO DE DESAHUCIO

El arrendador se halla en posesión legal de esta propiedad por orden de la Sala de lo Civil del

Tribunal de Justicia.

Apoyó el estuche de la guitarra contra la pila de bolsas grandes de basura que se habían ido

amontonando junto a su puerta, encendió la vieja bombilla que tenía sobre su cabeza, buscó su llave e

intentó introducirla en la cerradura, en vano. No tenía ni la más remota posibilidad de que entrase, y

tras unos breves y frustrantes segundos de recapitulación de las fases del duelo, se rindió. No fue la

película de su vida entera lo que se le pasó en un instante por la cabeza, sino una serie de cartas

certificadas procedentes del casero que habían ido llegando en las últimas semanas. Cartas apiladas, sin

abrir, que alcanzaban ya los quince centímetros de altura sobre la encimera de la cocina junto a su tan

querido exprimidor manual vintage y un terrario hecho en una botella rota de licor que le había

regalado Bill las Navidades pasadas. Contenía musgo, una colilla, un pegote de chicle masticado, un

viejo recuerdo del metro y una navaja automática, todo ello en órbita alrededor de una figurilla

minúscula de plástico de un bebe: una banderilla —de esas que se pinchan en las magdalenas en la

fiesta de bienvenida de un bebé— que había recogido del contenedor de una pastelería. Bill tituló la

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obra Vida en la calle. Cecilia le dijo en broma que se la podría vender por cien pavos a alguna boutique

de Bedford Avenue. Pero ella jamás haría tal cosa. Ni por un millón. Ni siquiera ahora.

Se derrumbó contra la puerta, y se golpeó la cabeza contra esta con la fuerza suficiente como para que

le doliese, con la fuerza suficiente como para recordarle lo mal que se habían puesto las cosas, con la

fuerza suficiente como para arrancar una lágrima a través del denso cargamento de rímel que llevaba en

los ojos.

Además de no tener un sitio donde dormir o darse una ducha, lo que más contrariaba a CeCe era el

elemento de rechazo al que se veía sometida, y que era por culpa suya. Estaba acostumbrada a que la

echasen de apartamentos a altas horas de la noche, solo que, por lo general, no era el suyo. Lo otro era

mucho menos egotista si bien igual de urgente. Cogió su guitarra y se la colgó a la espalda, y dos

negros afluentes descendieron serpenteantes por sus mejillas hasta que fundieron sus cauces para dar

lugar a un parche oscuro y líquido bajo su mentón, mientras ella leía lo que Bill había escrito.

De las Angustias, Nuestra Señora,

esperanza ya no me queda,

ni alma que prestar pueda,

en tus manos se encuentra ahora.

Por un instante, una sonrisa se abrió paso a través de las lágrimas de Cecilia, que se encaminó al

exterior con su guitarra a la espalda. Con la barbilla hizo un gesto de despedida a su amigo de la azotea

y levantó la mano para llamar a un bicitaxi.

—¡No vuelvas a dirigirme la palabra! —chilló Agnes a su madre, con los párpados ahora en forma de

media luna. Su ánimo era una llaga expuesta, en carne viva, en la que Martha no paraba de meter el

dedo, implacable, para reventarla a la fuerza de cualquier modo que le resultara posible.

—¿Por qué? ¿Porque tenía yo razón? ¿Por qué te da tanto miedo escuchar la verdad?

—Es tu verdad, madre.

—La verdad es la verdad, Agnes.

Aquello le sonaba. Agnes empezó a preguntarse si su madre y el doctor no estarían compinchados, pero

con la misma rapidez, se negó a ceder ante la paranoia.

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—He roto con él. ¿Qué más quieres que haga? ¿Qué me postre ante ti y suplique tu perdón por haberme

apartado del buen camino?

—No te pongas histérica, que vas a hacer que se te salte uno de esos puntos.

—Ya veo, o sea, que ahora estoy loca y no soy capaz de tomar mis propias decisiones, ¿no? Muy

bonito, madre.

—¿Qué quieres decir con «ahora»?

—Te odio.

—¿Por qué has de llegar a tales extremos? Jamás lo entenderé —dijo Martha mientras intentaba

arreglarle el vendaje a Agnes.

—No, nunca lo harás —respondió Agnes, y retiró el brazo—. Yo no temo por mi futuro. No me da

miedo hacer caso al corazón.

—Qué ingenua. Eres joven. Ya te darás cuenta.

—Qué amargada que eres. No me extraña que papá se marchase.

Martha se quedó blanca. Aquello era lo más dañino que su hija le podía haber soltado a la cara. Y ya

era demasiado tarde para retirarlo. Agnes, sin embargo, se sintió liberada al atacar de lleno el tema tabú

de la casa. Sonó el hielo dentro de la coctelera de Martha.

—Cuando yo me casé con tu padre…

—No fue una boda; fue un sacrificio —la interrumpió Agnes—. ¿Verdad que sí?

—A mí no me hables de ese modo. Soy tu madre.

—En teoría.

—El chico de los Harrison es un verdadero encanto. De buena familia, los mejores colegios, educado,

refinado al hablar, con unas notas espectaculares de acceso a la universidad. Tiene todo lo que tú

necesitas para lograr algo en la vida. No como ese fumeta de segunda con el que salías.

—Oh, venga, madre. No empieces a hacer de casamentera otra vez. Es penoso.

—Claro, como a ti te va tan bien, ¿verdad?

—¿«El chico de los Harrison»? Pero si ni siquiera sabes cómo se llama. ¿Qué es esto, los años

cincuenta? Además, estoy segura de que busca una de esas que parecen formalitas pero luego son unas

putas en la cama, exactamente igual que todos esos futuros ejecutivos de Wall Street.

—¡No te atrevas a utilizar ese lenguaje conmigo!

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—¿Y tú sí puedes tratarme a mí así? La cuestión es que yo no lo puedo decir en voz alta. Ya lo pillo.

Yo no soy así, en absoluto. Como él.

—Los opuestos se atraen —le soltó Martha enseguida.

—Tengo dieciséis años, madre. No estoy buscando un Donald Trump.

—¿Y tanto esfuerzo te supondría tirar el anzuelo en unas aguas menos contaminadas? ¿O hacer algo

con ese pelo que te tapa toda la cara? Ponte unos tacones y maquíllate de vez en cuando. Arréglate un

poco, por el amor de Dios.

—¿Qué te parece si me visto como una puñetera geisha? Sé perfectamente que hay algo mejor para mí

ahí fuera. No necesito tener preparado un plan magistral.

—No, no lo necesitas porque ya me encargo yo de hacer el trabajo duro. Soy yo quien hace los

sacrificios para que tú no tengas que hacerlos.

—¡Eres mi madre! ¿Acaso quieres una medalla? —chilló Agnes, frustrada ante el nivel que alcanzaba

su egoísmo. Ambas respiraron hondo—. Cuando lo encuentre, lo sabré. De manera instantánea. No me

hará falta el informe de una auditoría para convencerme.

—¿Encontrar qué, Agnes? Resulta más que obvio que no tienes la menor idea de lo que estás buscando,

saltando de fracasado en fracasado como una sentimentalona de folletín.

—Amor, madre. Verdadero amor. En cuerpo y alma, y no un talonario andante. Tan simple como eso.

—Por favor —suplicó Martha—, no me sueltes otro discurso sobre el amor a primera vista, Agnes.

Agnes se quedó mirando fijamente a su madre hasta que la obligó a bajar los ojos. Ambas rezumaban

resentimiento.

—¿Sabes qué explicación das tú al amor a primera vista, madre?

Martha suspiró.

—No, ¿cuál?

—Ninguna. Eso haces.

—Amor verdadero —Martha se carcajeó con sorna, casi haciendo gárgaras con las palabras—. No te

des tantos aires.

Agnes se llevó las manos a los oídos para intentar protegerse del escepticismo, la rigidez de su madre,

que la estaba poniendo en su sitio. Se sintió prácticamente transportada a la sesión de terapia con el

doctor Frey, excepto por el cariz de esta conversación, un poquito menos profesional.

—Fuiste tú quien insistió en un colegio católico.

—¡Y esperaba mejores resultados de la educación que estoy pagando!

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Siempre el dinero, pensó Agnes. Y la culpa. Ella siempre había sido un fracaso para su madre, y su

madre un fracaso para ella. Frunció los labios en un intento por contener la bilis que llevaba meses

acumulando —años, en realidad—, y explotó.

—¿Lo ves? No quiero acabar como tú y como esas supuestas amigas tuyas adictas al quirófano,

borrachas ya antes de la cena, que cambian bótox por mamadas y duermen con sus acuerdos de

divorcio bajo la almohada.

—De anulación.

—De modo que mientras la Iglesia lo apruebe, entonces está bien, ¿no? Vaya hipócrita estás hecha.

—¡Vigila esa lengua, jovencita! ¡No sabes con quién estás hablando!

—Ni tú tampoco —dijo Agnes. Salió como un vendaval camino de su cuarto y dio un portazo que casi

rompe el pomo de cristal de la puerta y la cornamenta que había colgada sobre esta. Su habitación era

su santuario. Su refugio. Tan zen como lo había podido poner, era justo lo que necesitaba en aquel

momento. Inundado de luz, con techos altos y suelos de maderas oscuras, donde las paredes rosadas

suponían un contraste obvio con lo desagradable de la conversación que acababa de tener lugar en el

salón. Unos coloridos fulares cubrían las pantallas de las lámparas apenas a unos centímetros de la

posibilidad de prender un fuego, de la manera exacta en que a ella le gustaba. Un reposapiés tapizado

con un kilim de vivos colores, un butacón de cuero verde botella, libros ilustrados de gran formato

amontonados con cojines que había tirado encima al sentarse en su suntuosa alfombra de borreguillo,

almohadones de loneta, un macetero enorme de cemento plantado entero de suculentas de distintos

tonos de verde, incensarios y una impresionante colección de extraordinarias batas de seda y caftanes.

Encendió su farol marroquí, prendió una vara de incienso, cogió de la cama su manta de punto favorita

—que había heredado— y se envolvió en ella para sentarse ante su mesa, una puerta de anticuario que

había montado sobre unas borriquetas. Su gigantesca gata maine coon de color gris —a la que ella

llamaba Isabel de Hungría— se subió a su regazo de un salto. Acarició el lomo del animal y se quedó

mirando la vitrina donde guardaba su colección de objetos raros y bonitos que había ido recopilando a

lo largo de los años: una mano antigua de madera que usaba para colgar sus collares vintage, una

colección de dedales antiguos y unas exuberantes mariposas con las alas transparentes, antaño vivas y

libres, ahora pinchadas a una tabla. A ella, igual que a su madre, le encantaba coleccionar cosas

hermosas, y a veces Agnes sentía que su madre la contaba a ella como una de sus posesiones más

preciadas. Ya se había hartado de ser parte de la colección de su madre.

Se sujetó la cabeza y comenzó a llorar. Sabía que su madre tenía razón, no en todo, pero sobre él, sin

duda. En aquel preciso instante no sabía qué le dolía más, si los brazos o el ego. Ambos se hallaban

malheridos.

Presionó con una uña en la zona menos curada de su herida, se mordió el labio y forzó un gemido de

dolor. En cierto modo le resultaba práctico tener una herida abierta, mucho mejor que esas lesiones

nimias que se había estado infligiendo. Ahora tenía un blanco lo bastante grande como para

proporcionarle la dosis necesaria de dolor y malestar que sentía que merecía.

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No se cortaba, pellizcaba o rompía los dedos de las manos ni de los pies, por lo general. Se castigaba

rehusando ser ella misma. Negándose a sí misma, a seguir con la vida que su madre había pergeñado

para ella. Hasta poco tiempo atrás, cuando Agnes había empezado a escoger chicos y amigas por su

cuenta y riesgo, a soltarse el pelo, de manera literal. No más feliz, necesariamente, sino más libre.

Su madre lo achacaba todo a la cabezonería, una etapa que estaba atravesando su hija; y había

momentos en que ella misma, Agnes, se sentía de ese modo. Pero aquella no era una de esas ocasiones.

Su madre era demasiado rígida, demasiado amargada a causa de su divorcio y de tanto tira y afloja en

que se había tenido que enzarzar para reconstruir su vida, o, como le gustaba decir a su madre, para

«reubicarse». No podía seguir escuchándola. Allá donde antes se sentía la «preciada posesión» de su

madre, últimamente se había convertido en un obstáculo más, una desobediente ingrata.

—Es que ya no sé qué hacer —se filtró en su habitación la voz de su madre a través de la puerta—.

Está echando a perder su vida. Y la mía.

Agnes recorrió la lista de reproducción de su smartphone en busca de una de sus canciones favoritas,

Summer Lies, mentiras de verano. Colocó el teléfono en su base con altavoces, presionó el PLAY y

arrastró la barra del volumen hasta donde llegaba. Después de todo el tema de Sayer, la canción tenía

un significado especial para ella, pero aún más importante, podía amortiguar la dolorosa conversación

que estaba teniendo lugar justo ante su puerta.

All the sweetest things you said and I believed were summer lies.

Hanging in the willow trees like the dead were summer lies.

I’ll never fall in love again.[3]

Daba igual quién fuese el pariente o el vecino que hubiera escogido su madre para despotricar por

teléfono, para Agnes aquello fue la gota que colmó el vaso. Supo que no podía seguir allí. Se quedó

mirando un rato por la ventana de su dormitorio, viendo cómo arrancaba un coche que estaba aparcado

al otro lado de la calle y desaparecía en el crepúsculo, renunciando a un valioso sitio en su atestada

acera rumbo a otro destino.

I whispered too but the things I said were true,

and I gave up my whole world for you.[4]

El roce repentino de los finos visillos, apartados del alféizar por el viento hasta tocar su mejilla, se le

antojó a Agnes como el portar de una vela que atrapa por fin una brisa y está lista para zarpar.

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I pine and wane, pale and wan, never knowing

when it’s dawn, curtains drawn, hiding in my room,

wasting away, cutting myself.[5]

La canción se había acabado. Abrió la ventana, se abrochó con fuerza la pulsera bajo el vendaje y salió

al exterior, al jardín de su edificio de ladrillo rojo en Park Slope, saltó la valla que separaba su patio del

de sus vecinos y…

Se había ido.

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enuda mariconada de llovizna! —despotricó Lucy mientras abría la puerta

del conductor del taxi que estaba aparcado frente al club y le hacía un gesto

al taxista para que se pasase al asiento del copiloto—. ¡Que llueva de verdad

o que pare de una vez!

—Pero ¿qué hace? —para él, el club era un sitio habitual donde recoger clientes. Había visto ir y venir

a Lucy. Estaba al tanto de ciertas historias.

—¡Conducir! —cerró de un portazo y arrancó a toda prisa, quemando rueda entre los chillidos de los

neumáticos que patinaban sobre los resbaladizos adoquines del Dumbo en dirección a la calle Furman y

Atlantic Avenue. En un principio, el taxista solo había podido ver la ira en los ojos de Lucy, pero el

alcohol en su aliento ya hacía notar también su presencia.

—Señorita, será un placer para mí llevarla a casa.

—No quiero ir a casa. Allí no hay nada para mí excepto mi portátil, y no le puedo hacer frente. ¿Lo

entiende?

—Pero es muy tarde, y viene una tormenta.

—¿Es que tiene algo mejor que hacer? —dijo Lucy arrastrando las palabras y asomando la lengua entre

los labios de forma seductora. No se trataba más que de una provocación de carácter más táctico que

sexual, suficiente para mantenerlo a raya, tal y como ella sabía que haría.

La neblina se iba fundiendo en gotas algo mayores, y entorpecía su visión de la calzada lo justo para ser

un estorbo pero no para hacer que se parase a pensar.

—Las lágrimas de Dios, según dicen —afirmó el taxista sin vacilar.

—¿Qué?

—La llovizna —dijo según miraba a Lucy de arriba abajo para centrarse en sus largas piernas

expuestas a la vista.

—¿Y quién lo dice, exactamente? Creo que se me pasó votar en esa encuesta de Internet.

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—La gente, supongo.

—Bueno, digo yo que quizá tengan razón.

—¿Adónde vamos? —preguntó al tiempo que activaba el taxímetro para después deslizar la mano hasta

la rodilla de Lucy. Ella no tenía coche en la ciudad, de manera que, cuando necesitaba ir a alguna parte,

se ponía al volante de algún taxi. Le solía funcionar gracias a la fuerza de su actitud soberbia, a su

aspecto y a las fantasías de dominación de los taxistas pervertidos, la mayoría de los cuales llevaba

imágenes religiosas en el salpicadero.

—Lo sabré cuando esté allí —Lucy aceleró por la calle Henry cada vez más resbaladiza, zigzagueando

como un borracho para evitar los baches, como alma que lleva el diablo, y sin prestar atención hasta

entonces a la alerta meteorológica urgente que atronaba cada once minutos procedente de una emisora

de radio de noticias. Según el aviso, aquella tormenta iba a ser de proporciones bíblicas.

Un temporal de grandes proporciones, que ya ha sido bautizado como los Tres Días de Tinieblas,

se avecina procedente de la costa de Carolina del Norte y avanza a gran velocidad por toda la

zona de confluencia de los tres estados. Se encuentra activa la alerta por riesgo importante para

las próximas setenta y dos horas. Se esperan intervalos peligrosos de vientos huracanados, lluvias

torrenciales, granizo, aparato eléctrico e inundaciones. Asimismo, se encuentra activa la alerta de

tornado para algunas zonas de Brooklyn y de Queens para altas horas de la noche del sábado. El

Departamento de Policía de Nueva York ha impuesto un toque de queda a causa de los cortes

generalizados del suministro eléctrico que se espera debidos a los daños provocados por el viento

y el agua. Los servicios de metro y de autobuses han quedado suspendidos. Es posible que se

produzcan evacuaciones en las zonas costeras y cortes de carreteras generalizados. Comprueben

las pilas de las linternas, carguen todos sus aparatos eléctricos, hagan acopio de agua

embotellada y, dondequiera que se encuentren, hagan planes para permanecer allí durante al

menos tres días. Los desplazamientos resultarán altamente peligrosos.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Lucy.

—Jueves por la noche —respondió él para corregirse de inmediato tras mirar su reloj—. En realidad, ya

es viernes.

—Tres días. Se me acabó el fin de semana.

—En tres días puede pasar de todo.

—Más vale.

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Los servicios de policía, bomberos y emergencias han sido reasignados desde sus tareas

habituales. Se esperan retrasos en el tiempo de respuesta del servicio de emergencias 112.

Permanezcan en sintonía para nuevos avances informativos…

—La tormenta del siglo. Los Tres Días de Tinieblas, bla, bla, bla… —se quejó Lucy—. Eso no es un

parte meteorológico, es una profecía.

Palpó a ciegas en busca del botón de la radio del coche y lo presionó para silenciar de manera

momentánea a aquellos mercaderes del pánico que se hacían pasar por periodistas.

—Esa mierda no pasa en Brooklyn —dijo Lucy—. Menudo trastorno.

El egocentrismo de la chica tenía aterrorizado al taxista.

—No estoy muy seguro de a quién le pide usted que se retracte, señorita.

—¿Por qué las tormentas siempre «se avecinan»? —descargó Lucy, más para sí que para el manojo de

nervios que era el taxista—. ¿Es que no pueden decir «va a llover, quédense en casa»? No, todo tiene

que ser muy misterioso… tan apocalíptico, joder.

—Índices de audiencia —dijo el taxista con un acento de la Europa del Este tan fuerte que hizo que

aquel análisis suyo en plan Hollywood Insider resultase al tiempo triste y gracioso—. Las tormentas

venden.

—Aj —gruñó Lucy, asqueada por el extremo hasta el cual los negocios habían impregnado la cultura,

justo hasta el asiento que había junto al suyo, en realidad. Como la orina caliente impregnaba y

descendía por la pared de un edificio. Exactamente igual que la llovizna.

Pisó el acelerador en una repentina e imaginaria carrera, no con la tormenta, sino con su vida. Le dio la

sensación de hallarse en igualdad de condiciones, ya que ni ella ni los que daban las noticias del tiempo

en la radio parecían saber con exactitud hacia dónde se dirigían. Por un instante, se imaginó a sí misma

como uno de esos cazatormentas desesperados del Medio Oeste que arriesgaban sus vidas persiguiendo

tornados, ¿y a cambio de qué? De unos segundos de conexión en vivo de algún canal del tiempo en la

tele por cable. Ella era capaz de captar el doble de atención con un fugaz vistazo de un tirante del

sujetador en el delicatessen.

—Qué mamones —se rio y frunció los labios con fuerza para contener toda su condescendencia

interior.

El repentino acelerón de los limpiaparabrisas, junto con el viento y la lluvia, le borró de un plumazo la

sonrisa de la cara, y al taxista cualquiera que fuese la expresión de su semblante. Forzó los ojos para

ver a través del cristal. Estaba oscuro, y cada vez oscurecía más, y sobre ella se arremolinaban unos

profundos colores grises, violetas y verdes negruzcos que a Lucy le parecía que guardaban una

similitud casi exacta con el cuadro de la Vista de Toledo de El Greco: las luces de la ciudad oscurecidas

por las nubes. Era como si su mirada se hubiese clavado directamente en el ojo de una tormenta que

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estaba creciendo. De repente, el aire estaba cargado, eléctrico. Ambos sintieron cómo se saturaban las

nubes, y la tensión de su pesado respirar halló un incómodo refugio en el interior del parabrisas y los

envolvió en vaho, por mucho que Lucy lo intentase quitar con la manga de su abrigo de alta costura.

Era inquietante, como mínimo, y la ansiedad del taxista iba creciendo por momentos.

—Ya está bien. Está borracha. Pare el coche o llamo a la policía —insistió el taxista sin apartar ahora la

cautelosa mirada de la carretera y no de ella, hecho un manojo de nervios y aferrado al asa que había

sobre su cabeza.

—Ahórrese la molestia —replicó Lucy, que esquivaba los coches que sobresalían y estorbaban en su

carril al haberlos aparcado de manera apresurada y también a algún transeúnte que aún deambulaba por

allí. Fue aminorando la velocidad de forma gradual, lo suficiente para reparar en lo vacías que se

encontraban las calles—. ¿Dónde se ha metido la gente? Venga ya, pero si solo es un poco de mal

tiempo. No es que se vaya a acabar el mundo ni nada parecido.

Las calles de Brooklyn Heights en dirección a Cobble Hill estaban desiertas. Era como si el barrio

hubiese buscado refugio y se hubiera escondido. Habían metido carritos y maceteros en el interior de

los edificios de ladrillo rojo de los yuppies, mientras que las estropeadas imágenes religiosas —las que

colocaban en pequeñas porciones de césped y patios de cemento frente a los hogares de las viejas

italianas—, esas estaban cubiertas de plásticos y oraciones. Resultaba más que espeluznante.

—La mayoría de la gente hace caso de las alertas de urgencia —dijo el taxista, impaciente.

El estrés de aquella noche —la pelea, Jesse, todo en general— estaba empezando a fatigarla. Si el

responsable de sus ojos somnolientos era el alcohol, la ineficacia del mecanismo para desempañar el

parabrisas o la persistente lluvia, eso ella no lo sabía.

Hasta que de repente lo supo.

Un gigantesco edificio de estilo gótico y piedra de color gris azulado que se encontraba en los primeros

estadios de su restauración, junto con los metros y metros de andamio y apuntalamientos de acero que

lo recorrían de arriba abajo y por todas partes con la apariencia de unas muletas, cautivó

poderosamente toda su atención. Una redecilla negra protectora hecha jirones cubría casi toda la

estructura desde los accesos de la planta inferior hasta el único y erguido chapitel y flameaba al viento

con estrépito como vendajes sueltos. La fachada de la iglesia parecía dotada de una extraordinaria

cantidad de detalles esculturales ocultos bajo tanta madera y tanto metal, circunstancias bajo las cuales

resultaba prácticamente imposible distinguirlos. Ángeles y gárgolas surgían de aquella obra

arquitectónica amortajada y la atraían con su llamada, la advertían.

Entonces los vio.

O ellos la vieron a ella.

Dos ojos tallados en la mampostería que atisbaban a través de la redecilla rasgada.

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Sus dos ojos.

Su colgante. El que pendía de su pulsera y en su muñeca.

Ojos que le sostenían la mirada.

—¿Qué sitio es este? —preguntó ella.

—La iglesia de la Preciosa Sangre —dijo él—. O eso era antes. Pronto será unos apartamentos.

Hundió el zapato de tacón en el pedal del freno y detuvo el coche con el aullido de un derrape sobre el

asfalto empapado por la lluvia. El taxista se fue de cabeza contra el salpicadero, y Lucy se golpeó la

frente contra sus manos, posadas en el volante; de manera más específica, contra el colgante de su

pulsera, que le abrió un pequeño corte en la línea del nacimiento del pelo, bajo el pico que formaba en

el centro de la frente. En un cierto estado de shock, sin certeza de si lo que acababa de suceder había

ocurrido realmente, se palpó en busca de alguna herida con la visión borrosa y volvió su atención de

nuevo a aquel símbolo de la fachada de la iglesia.

—¿Está bien? —le preguntó el taxista antes de saber siquiera si él mismo lo estaba.

—No lo sé —dijo Lucy, incapaz de concentrarse en sus problemas físicos, preocupada por lo que

podrían ser sus problemas mentales.

Se quitó su adorado echarpe de Pucci, esa pieza vintage que jamás prestaba a sus «amigas», la que se

había convertido en su trapito indispensable.

—Tenga, tome esto y presione.

—No podría —dijo, negándose educadamente a secarse la sangre con un complemento tan caro y

lujoso a simple vista.

Lucy retiró el echarpe.

El taxista volvió a llevarse la mano a la frente.

—Bueno, ya que usted no lo coge —se lo enrolló en dos de sus dedos, se inclinó hacia él y, con

suavidad, empezó a secarle la herida al taxista. Él permaneció mirándola, sorprendido ante su

compasión—. Se lo regalo. Ya tiene su sangre.

El taxista aceptó aquel regalo tan generoso a regañadientes y le devolvió una mirada más de

preocupación que de agradecimiento. La sangre había comenzado a manar de la frente de Lucy y

descendía camino de la cuenca de su ojo.

—Usted también está herida —dijo—. Déjeme llamar a una ambulancia.

—No —la atención que iba a recibir no compensaba todas las preguntas que le harían y las

explicaciones que habría de dar. Aquella noche no—. Que sangre. ¿No hay que aprender a vivir con un

poco de dolor?

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—No puedo dejarla salir —dijo el taxista ante el aspecto que tenía el cielo; se diría que estaba cayendo

sobre ellos.

—No me pasará nada —le tranquilizó—. Siento haberle herido.

Lucy salió del coche y tiró en el asiento de atrás todo el dinero que le quedaba en la cartera con la

esperanza de que compensase cualquier daño que hubiese causado. Además, le resultó agradable la

sensación de liberarse de él, lo único que le preocupaba tanto como su imagen pública. El taxista

regresó al asiento del conductor, y el vehículo se alejó en silencio, excepto por el ruido del aguacero

que de manera repentina acribilló el taxi como una interminable ráfaga de metralla. Vio cómo las dos

luces rojas traseras desaparecían en la noche como dos ojos diabólicos en la oscuridad. El conductor ni

se molestó en volver a encender la luz del techo que indicaba que iba de vacío. Lucy había sido su

última carrera de la noche. Cualquiera que pretendiese ahora que le llevara no tendría suerte.

Lucy saltó con pericia sobre sus tacones por encima de los charcos y salió disparada hacia la acera

cubierta de aluminio y madera de contrachapado al otro lado de la calle.

El tramo techado se extendía para dar casi la vuelta a todo el edificio de la iglesia y ofrecía una pobre

protección frente a los elementos, que rugían a su alrededor. Cada una de sus fachadas ocupaba una

manzana entera, y obstruía su visión de todo salvo de la verja negra metálica que rodeaba el perímetro

de la iglesia. Bajó la calle siguiendo la verja hasta más o menos medio camino de la lateral, hasta que

llegó a la altura de un tramo de escaleras con el adorno de una barandilla de hierro forjado a ambos

lados que ascendía a unas gigantescas puertas de madera, cerradas a cal y canto. Las ventanas altas a

cada uno de los lados se hallaban tapadas con tablones y lucían adhesivos con el letrero NO PASAR.

El umbral era demasiado alto y estaba demasiado oscuro. Levantó la muñeca e intentó captar cualquier

rayo de luz procedente de las farolas que se abriese paso hasta ella, pero resultó inútil. La tormenta iba

ganando en violencia de manera paulatina. Las ramas volaban como si fueran palitroques, y las

ventanas, sometidas al ataque del viento y el descenso de la presión atmosférica, crujían y empezaban a

astillarse como caramelos duros de barra. Comenzaron a crepitar los truenos, y los primeros rayos

resplandecieron en el cielo. Sintió que la acechaban, como a una presa. Localizada. Se dijo que

esconderse bajo la cubierta de metal de la acera que rodea un edificio apuntalado con acero en plena

tormenta eléctrica era como pedir a gritos la muerte.

Tenía que meterse dentro.

Si alguna vez había azotado Brooklyn otra tormenta como aquella, Lucy no era capaz de recordarlo. A

esas alturas, las calles de Cobble Hill tenían un aspecto absolutamente inhóspito, y las luces —tanto

interiores como exteriores— estaban comenzando a parpadear camino de apagarse. La red eléctrica se

estaba viendo superada a las claras por los dioses de la climatología. Algunos de sus sitios habituales,

sus pastelerías o boutiques favoritas, ya estaban sufriendo daños en las ventanas o los letreros, como el

anuncio de SIEMPRE DIGNOS de la funeraria, que volaba amenazador calle abajo.

Se colocó de espaldas a las puertas y desde aquel pórtico improvisado miró hacia abajo, a la riada que

corría paralela a la acera. ¿Dónde están todos esos paparazzi que te persiguen cuando de verdad los

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necesitas?, se preguntó. Estaba empapada y muerta de frío, pero aun así el corazón le latía con rapidez

y le sudaban las palmas de las manos. Debería haber hecho caso al taxista. Llegar a casa no sería solo

un problema, sería imposible.

Afortunadamente, Lucy llevaba consigo su bolso de fin de semana con un atuendo de sobra por si acaso

alguna pretendiente a su trono intentaba tenderle una emboscada y le copiaba el look. «Dispara

primero» era su lema, y le había sacado buen partido. Nunca había resultado perdedora en ninguno de

esos artículos comparativos de «a quién le sienta mejor», y tenía la firme determinación de que así

fuese para siempre. Las Urgencias de armario estaban a la orden del día en su mundillo, y ella siempre

se organizaba con antelación, hasta en la toalla de baño compacta del todo a un dólar de su barrio.

Retrocedió un paso con cautela y volvió a observar las ventanas. Esta vez distinguió un tenue brillo que

se colaba por el hueco entre la pared de bloques de granito y la madera de contrachapado. Intrigada e

intimidada, tiró del pomo con más fuerza, sin resultado. Unos truenos, con un estruendo mayor que

antes, mayor de lo que jamás había oído, casi la arrancan de sus zapatos, y una ráfaga repentina de aire

la lanzó contra una de las puertas con la fuerza suficiente para abrir una rendija y que pudiese asomar la

cabeza al interior.

El minúsculo resplandor se había extinguido.

—¿Hola? —dijo entre tiritones de los hombros que ahora se convulsionaban al unísono con la

cabeza—. ¿Hay alguien ahí?

Allí dentro reinaba una total oscuridad, y cada movimiento que hacía resonaba de una forma casi

ensordecedora. Como un invidente, se adentró en el territorio desconocido con los brazos extendidos

para guiarse, palpando frente a sí en busca de algún objeto con el que pudiera tropezarse. Una vez

atravesado el vestíbulo y una segunda entrada a la iglesia propiamente dicha, se detuvo. Se sintió como

ante la entrada de una cueva. Sin saber qué altura ni qué profundidad tenía. El ambiente era fresco, seco

y silencioso, como si hubiese presionado el botón SILENCIAR de la tempestad que evolucionaba en el

exterior. Suspendida en el aire de aquel espacio había una extraña fragancia, el más tenue aroma de

flores frutales en descomposición, como una cata de vinos en una funeraria.

Aquella inesperada cortina de silencio le resultaba pesada e incómoda, igual que le había sucedido a su

ropa. Los relámpagos seguían destellando, y a cada golpe de luz quedaban expuestos algunos detalles y

fragmentos de aquel interior abandonado. Se encontró rodeada de más andamios y otros restos de

trabajos de albañilería que habían sido interrumpidos de manera abrupta. De todas formas, no se trataba

solo de martillos, clavos y lonas.

Veía retazos. Como un pase aleatorio de diapositivas de terror.

Primer relámpago: la afligida estatua de una mujer envuelta en una túnica que sometía con el pie la

cabeza de una serpiente.

Segundo relámpago: un crucifijo astillado.

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Tercer relámpago: una rebuscada pintura al fresco que ocupaba todo el techo abovedado con ángeles

llorando, sangre, linchamiento. Un sufrimiento sobrenatural.

Todo parecía fuera de sitio.

Estaba desorientada, mirando al techo y sintiéndose como si formase parte de aquel mural del más allá,

rodeada de bancos vacíos y vidrieras cubiertas con tablas. Era la sensación que tenía de pequeña,

cuando iba a la iglesia y se veía rodeada de estatuas truculentas que lanceaban demonios y de ángeles

que batían sus alas de piedra, todos ellos ingredientes de sus futuras y duraderas pesadillas.

Lucy se estremeció y alargó el brazo de manera desesperada con la intención de agarrarse a una pila

metálica de agua bendita que tenía a su lado, para sujetarse. Se hallaba vacía, desecada mucho tiempo

atrás, y ahora solo rellena con los restos de lluvia procedentes de su vestido de diseño. Se asió con

fuerza en un intento por mantener el equilibrio, pero sus suelas estaban resbaladizas y perdió pie. La

escayola cedió ante su peso, que arrancó la pila de la pared y aterrizó con ella sobre el suelo de mármol.

Lucy cayó.

Se dio un fuerte golpe contra el suelo, de cabeza, y se quedó allí tumbada un buen rato. ¿Cuánto

tiempo? No podía saberlo con absoluta certeza. Estaba mareada y se quejaba en voz baja, pero con la

suficiente consciencia como para mover los dedos de las manos y los pies.

Se llevó las manos a la cabeza para asegurarse de que seguía entera, sintió algo húmedo sobre la frente

y enseguida advirtió que no se trataba de su pelo húmedo a causa de la lluvia. Se llevó los dedos a la

boca, los chupó y se irguió lentamente hasta sentarse. El goteo de sangre de su golpe contra el volante

se había convertido en un riachuelo que fluía directo al ojo.

—¿Nivel de alcohol en sangre? —dijo arrastrando las palabras—. Hasta las cejas.

No veía nada. Por un segundo deseó haber tenido consigo el echarpe, pero ya sabía ella que no tenía

sentido lamentarse por los Bloody Marys derramados. Aquello prendió la chispa de otro temor de la

infancia: intentó no decir «Bloody Mary» mentalmente tres veces seguidas, ya que aquel juego de niños

que consistía en decirlo mientras una se miraba en un espejo para que se apareciese la imagen de la

Virgen cubierta de sangre le pareció en ese momento una posibilidad bastante real.

—¿Por qué dejaría de fumar? —se lamentó con un quejido mientras buscaba su mechero por los

bolsillos y su bolso en la oscuridad de la iglesia.

Era el mismo mechero que le había abierto paso a través de numerosos cuartos oscuros VIP. Ya casi

había abandonado toda esperanza de encontrarlo cuando allí apareció, en el fondo de su bolso de mano.

Lucy desencajó el resorte de la tapa metálica y la abrió. El pulgar hizo girar la rueda contra la piedra, y

las chispas prendieron la mecha.

—Un milagro —rio para sí.

Se secó el corte profundo y se limpió el ojo con la manga del abrigo lo mejor que pudo. Permaneció

inmóvil por un instante en la oscuridad, para orientarse. En el exterior, la tormenta empeoraba y se

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hacía oír incluso a través de los muros, dentro de aquel espacio fortificado y desierto, para traerla de

vuelta a la realidad de una patada en el trasero. Lo primero que le vino a la cabeza fue que debía de

tratarse de algún tipo de venganza por sus pecados del pasado; al fin y al cabo, no había puesto el pie

en una iglesia en años, y esta vez estaba bebida. Se puso de rodillas y después, lentamente, de pie.

—Muy bien, estamos en paz —dijo con la mirada puesta en el techo. Sus sentidos, mermados, se iban

acostumbrando de manera gradual. Apenas había luz suficiente para ver a un metro de distancia por

delante de ella. Lucy alzó el mechero y consiguió distinguir los primeros de una larga hilera de bancos,

y a su izquierda, una estructura independiente de madera que le dio la impresión de ser el armario más

ornamentado que había visto en su vida, hasta que cayó en la cuenta: era un confesionario.

Utilizó el largo banco a modo de guía y de sujeción para dirigirse entre tambaleos hacia allí y meterse

dentro a toda prisa como una niña que se cubre con la sábana para sentirse más cómoda en su

escondite.

Colocó el encendedor sobre una repisa tallada y cerró la puerta de golpe; echó un vistazo al labrado de

la madera, la meticulosidad con que estaba hecho, y se sentó sobre el cojín de terciopelo rojo gastado.

Era un lugar de otra época.

El único guiño a la modernidad consistía en un cartel que decía lo siguiente: POR FAVOR,

APAGUEN LOS TELÉFONOS MÓVILES Y CUALQUIER OTRO APARATO ELECTRÓNICO. Se

le escapó una risa nerviosa. Le resultaba una extraña forma de paradoja el hecho de que un cartel

propio de las instrucciones previas a un vuelo estuviese clavado en un cubículo donde se estaba a punto

de mantener una conversación tan espiritual. Preparados para el lanzamiento hacia el perdón de los

pecados.

—Necesito un cambio —estrujó las mangas de piel de zorro de color azul de su vestido y se quitó de un

puntapié los zapatos de tacón de antelina azul empapada, en un intento desesperado por centrarse en lo

inmediato.

Abrió el bolso y empezó a sacar ropa seca: una gabardina beis entallada, un par de tacones de

plataforma de terciopelo arrugado de color granate oscuro abiertos por los dedos y un sombrero tipo

fedora granate a juego. Comenzó a quitarse la ropa húmeda —que tuvo que despegarse de la piel—

hasta que se quedó solo con su combinación de seda de color blanco. Liberada de su armadura de

diseño, de inmediato se le hizo presente el hecho de que se encontraba sola: los paparazzis, las

aspirantes y tantos otros que la odiaban y la seguían a todas partes se habían esfumado. La habían

dejado a solas con sus sentimientos más íntimos.

Atascada en un atolladero.

Su vida le daba vueltas, y también la cabeza. Le causaban preocupación. Dolor. La ahogaban en una

riada depresiva.

La llama del mechero, que había ido perdiendo fuerza progresivamente, se extinguió por completo en

una nubecilla de humo.

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—Genial —se quejó inquieta y lanzó un golpe de rabia con la mano contra el lateral de aquel cubículo

de madera de anticuario; el decenario de su muñeca arañó el interior panelado.

Sola.

En la oscuridad total.

En silencio, al fin, con su conciencia.

Allí sentada, en aquel confesionario, Lucy se derrumbó. Sangre seca mezclada con el maquillaje; trazas

negras como el carbón descendían por su rostro de porcelana. Lágrimas sangrientas se extendían por su

combinación inmaculada. Persistente alcohol en su aliento. Quería una ducha, ropa seca y una cama

caliente.

—¡Eh! —se quejó en voz bien alta—. ¡Que alguien me salve de toda esta mierda!

—Sálvate tú misma —le respondió una voz amortiguada e incorpórea a través de la penumbra de la

rejilla del confesionario.

—¡Joder! —chilló ella con un chute de adrenalina que le devolvió la sobriedad al instante. Se puso

alerta, y en su preparación para salir pitando de allí sintió cómo le ardía la cara y le flojeaban los

músculos de los muslos y las pantorrillas. Era incapaz de moverse, pero sabía que tenía que hacerlo.

Lucy tensó la espalda y las rodillas en el estrecho espacio de aquel cubículo y abrió la puerta de una

patada. Salió de allí como un tiro, con los zapatos que había sacado del bolso aún en la mano, y dejó

atrás la gabardina, el sombrero y el propio bolso, en el confesionario, junto con su vergüenza. Para

mayor desesperación, Lucy se golpeó en la rodilla con el borde de uno de los bancos y cayó al suelo.

Otro grito surgió desgarrado de su garganta, y, casi al segundo, sintió una presencia sobre ella.

Una presencia humana.

Masculina.

Sintió que una mano la agarraba del brazo y otra le tapaba la boca y presionaba con fuerza.

—Shhhhhh.

Se resistió, pero una rodilla sobre su espalda la mantuvo sujeta y bajo control. No tenía ninguna

posibilidad de morder, arañar u oponer resistencia en modo alguno. Apenas había empezado a

contemplar la posibilidad de lo peor cuando sintió que aumentaba la presión con la que la sujetaban;

pero no para someterla, sino para levantarla. Fue como si volase hasta caer de pie, como tirada por

cables. Lucy seguía sin ser capaz de verle la cara al extraño, por mucho que la estuviera mirando

fijamente. Lo único que distinguía eran sus ojos de color avellana, que parecían brillar. Le retiró la

mano de la boca.

—¿Es que no sabes quién soy? —farfulló nerviosa—. Me estarán buscando.

El extraño observó a Lucy entre relámpago y relámpago, allí de pie, asustada, calada, desafiante. Su

hermoso pelo rubio descansaba húmedo sobre sus hombros desnudos, y sus labios se mostraban

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temblorosos y fruncidos en actitud insolente. Le sorprendió que Lucy se aferrase a sus zapatos, que

iban a juego con su sangre. Igual que una madre se aferraría a su hijo pequeño para sacarlo de un

edificio en llamas. Aquellos impresionantes ojos azules de Lucy lo cautivaron, como si estuviera

hablando con alguien con quien solo había podido soñar.

—Mira —dijo Lucy entre respiraciones entrecortadas mientras intentaba zafarse de él—. No sé quién

eres ni qué estás haciendo aquí, y me da igual. Suéltame y haré como que esto no ha pasado.

Lucy alzó las muñecas bajo su mentón para intentar una llave de krav maga que le había enseñado un

amigo suyo guardaespaldas con tal de liberarse, cuando, de manera inesperada, sintió que aquellas

manos aflojaban la sujeción de sus brazos. Creyó que el tío se había quedado mirando su combinación,

aunque había sido la pulsera en su muñeca lo que había atraído su atenta mirada. Se apartó de él, pero

se pensó mejor lo de huir, ya que no estaba segura de ser capaz de dar fácilmente con la salida, y

albergó la esperanza de calmarlo antes de que pasase algo malo de verdad.

—¿Has terminado? —preguntó él.

—Dímelo tú —Lucy se sintió aún más aterrorizada cuando se le ocurrió que tal vez la hubiera seguido

hasta allí. Quizá fuese algún acosador de famosos a la espera de una oportunidad de acceder a ella a

solas. De acceder a una portada por haber matado a una famosa. Esa historia ya se la conocía ella. Unas

cuantas, más bien. No obstante, Lucy tuvo también que tener en cuenta que, de haber querido matarla,

era probable que ya estuviese muerta—. ¿Qué es lo que quieres?

—Lo mismo que tú.

Lucy oyó el frotar de la cabeza de una cerilla contra un raspador, después la inflamación incandescente

del fósforo, y tanto el extraño como el pasillo se revelaron a la vista, al menos en parte. Él se dirigió

hacia un lampadario de hierro muy recargado.

Encendió la primera de las velas votivas.

Iluminaba a través de su soporte de cristal rosado. La vela proyectaba más sombras que luz, pero fue la

suficiente para que Lucy lo viese a él, o al menos su silueta proyectada contra el muro del altar lateral.

Le echó un vistazo más exhaustivo. Era joven, probablemente no mucho más mayor que ella, observó,

aunque no había rastro de infantilidad en él. Era irresistiblemente guapo, de facciones definidas y un

mentón marcado; un aire clásico que encajaba a la perfección en el estilo clásico de aquel entorno.

Vestía vaqueros negros y un jersey negro ceñido con cuello de pico que daba la impresión de que se lo

hubiesen encogido una vez puesto. Tenía el pelo castaño oscuro, denso y sexy, como el cantante de un

grupo…, despeinado de la manera más cuidada. Y sus ojos. Aquellos ojos de color avellana que

perforaban la oscuridad resultaban más embelesadores aún a la luz de la vela. Si tenía que quedarse

encerrada durante tres días con alguien, podía haber salido peor parada.

—¿Necesitas un cambio? —preguntó él.

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—Ah, eso era cosa del whisky, que hablaba por mí —dijo Lucy avergonzada por que la hubiese

escuchado en un momento tan vulnerable—. Solo necesitaba protegerme de la tormenta. Para

cambiarme, ya sabes.

—Sí, ya sé.

—Parece que es aquí donde hay que quedarse esta noche, ¿eh?

—En nuestro caso sí, lo es —respondió con una sonrisa—. ¿Cómo te llamas?

No la conocía. Buena señal. Pensó en mentirle, pero tampoco había tenido la necesidad de presentarse a

nadie en una buena temporada. Y le gustó.

—Lucy.

—Sebastian —respondió él, luego se remangó el jersey hasta los codos y le ofreció la mano.

Lucy reparó en el río de tinta negra que recorría sus dos brazos expuestos, desde el bíceps casi hasta la

mano, pero fue el tatuaje que lucía en la muñeca lo que captó su atención. Eso le dio que pensar en un

principio, para dar paso a continuación a un ataque de pánico en toda regla.

Se trataba del tatuaje de una flecha, del mismo estilo que su pulsera. Era complicado: la varilla rodeaba

la muñeca, y la punta y el emplumado se juntaban en la zona de la palma. Casi se tocaban.

Lucy dio un gran paso atrás y se agarró al banco una vez más, tan aturullada que casi tuvo otro traspiés.

—¿Qué es eso?

—Un recordatorio —respondió él.

Lucy tiritaba tanto que no es que la piel se le pusiera de gallina, sino que iba camino de tener el aspecto

del plástico de burbujas.

—Me largo de aquí.

Sebastian no intentó detenerla. De no haberle tenido tanto miedo en aquel instante, Lucy podría haber

interpretado que la estaba dejando marchar. Retrocedió y trató de dirigirse a tientas hacia la puerta por

la que había entrado, pero, para el caso, era como querer orientarse en el pozo de una mina. Resbaló

sobre las rodillas y rompió a llorar.

Lucy cayó por segunda vez.

Vencida tanto por el martilleo que sentía en el interior de su cráneo como por la consciencia de que

posiblemente hubiese cometido el mayor error de su vida al entrar en aquella iglesia. De una cosa

estaba segura, no podía parar. Cuando sus sollozos se intensificaron, volvió a notar sus manos en ella.

Una sujeción firme aunque suave por ambas axilas y de repente se sintió elevada de nuevo hasta verse

en pie, frente a él.

—Levántate —le dijo él con firmeza y mirándola a los ojos.

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—No me hagas daño, por favor —prácticamente desnuda, magullada, sangrando y llena de angustia,

Lucy hizo algo impropio de ella. No plantó batalla. Se resignó y se preparó para un beso a la fuerza, o

mucho peor, para lo que fuese que viniera después. Sebastian levantó la mano y provocó en Lucy un

estremecimiento. Comenzó entonces a secarle las lágrimas con la manga de su jersey negro. Lucy lo

sujetó y lo aguantó un instante para acto seguido poner distancia, sin saber muy bien qué era eso que le

acababa de pasar.

—Parece que ya te has encargado de hacértelo tú solita —dijo Sebastian, que le apartó el pelo del

rostro para ver mejor el corte.

Lucy bajó la cabeza y miró al suelo con los brazos cruzados frente a su pecho tanto para calentarse

como para ocultarse. Sebastian se dio cuenta de que eso era todo lo que ella podía hacer para evitar los

espasmos. Se quitó el jersey.

—¡No, por favor!

Se detuvo. La miró. Y cubrió con suavidad los hombros de Lucy con el jersey.

—Ve —dijo él con un gesto en dirección al confesionario.

—¿Adónde?

—A cambiarte.

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ebastian prestó atención al iracundo rugido de la tormenta en el exterior y aguardó a que

Lucy saliese del confesionario con la certeza de que tendría la cabeza llena de

interrogantes. Interrogantes a los que él no estaba aún en disposición de dar respuesta.

Una respuesta que ella no estaba aún preparada para oír.

Una serie de ruidos sordos a las puertas de la iglesia —que hasta donde él podía imaginar nada tenían

que ver con los vientos huracanados— sorprendió a Sebastian. Tres sonoros golpes anunciaron a un

visitante para el cual, ya fuese bienvenido o no, Sebastian estaba preparado.

Una silueta empapada se deslizó a través de la entrada, y su imagen intermitente brilló a la luz de unos

relámpagos que sacudían con una frecuencia cada vez mayor.

—¡Maldita sea!

Sebastian reconoció la voz de la sala de Urgencias.

Cecilia.

Aun así, él no dijo una palabra.

La chica cerró la puerta a su espalda y se sacudió la lluvia. La oscuridad que se extendía ante ella era

densa e intimidatoria, pero no tanto como el vendaval de fuera. Se quitó el abrigo de plumas de

avestruz, calado, que pesaba una tonelada, hasta quedarse en la camiseta blanca de tirantes que llevaba

debajo. Los leggings negros con piezas de cuero se le ajustaban al cuerpo y parecía una bala perdida

del rock con aquel rímel de kohl oscuro y corrido, la sombra de ojos de color azul marino con reflejos y

un gloss transparente en los labios.

—¿Hay alguien en casa?

No tenía la esperanza de que hubiese «alguien».

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Esperaba que estuviese él.

Se sobresaltó con una chispa en la distancia. No estaba sola. Pensó en sacar la Fender del estuche para

defenderse, algo que en el escenario era una pose pero que ahora podría ser cuestión de vida o muerte.

Buscó a tientas los cierres del estuche, sin apartar la mirada de su enigmático objetivo.

Sebastian levantó a la altura de su cabeza un palito de madera que había prendido con la llama de la

vela votiva y se mostró ante ella, en silencio. A aquella distancia y con una luz tan tenue, Cecilia

apenas podía distinguirlo, pero sentía su presencia, igual que le había pasado en el hospital, y se relajó

lo justo. Su descontento anterior de aquella noche se había desvanecido y había sido reemplazado por

una incredulidad de la mejor clase. Es magia, pensó. Una respuesta a tus oraciones.

Se dirigió hacia él y pudo ver que se encontraba desnudo de cintura para arriba; y todo lo que ella se

había imaginado, también.

Sebastian encendió una segunda vela votiva con la llama de la primera.

—Qué sorpresa —dijo ella.

—¿Lo es?

—Bueno, esperaba, creí que a lo mejor te veía.

—Lo esperabas.

—Algo así.

Sebastian se carcajeó.

—¿Cómo me has encontrado?

—Recordé el olor del incienso de alguna vez que toqué aquí. Jamás olvidaré esas actuaciones, las

mejores que he hecho. Hueles a este sitio. Bueno, eso y el colgante de la pulsera que me regalaste: la

misma espada exacta que hay grabada sobre la puerta. Una señal, supongo.

—¿Buena señal, o mala?

—Ya veremos.

—Me alegro de que hayas venido —Sebastian no pudo evitar fijarse en el aspecto que tenía; el de una

supermodelo a la que hubiesen duchado con una manguera para una sesión de moda. Ya fuese enferma

en la cama o calada hasta los huesos, pensó él, Cecilia poseía una belleza y porte naturales—. ¿Cómo

estás?

—Empapada, sin trabajo, sin hogar… Ya ves, me va mejor. ¿No me digas que era este el sitio al que

tanta prisa tenías por llegar la otra noche? —preguntó.

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—No, no llevo mucho tiempo aquí, pero es seguro. Bastante seguro. Vengo por aquí a veces —

Sebastian caminó hacia ella, tan solo con los vaqueros puestos; sus brazos, largos y musculosos,

acentuados por la luz de las velas; sus ojos clavados en los de ella todo el tiempo.

—Echa el freno, marinero —dijo Cecilia con aire de preocupación, solo medio en broma.

Él sonrió, hizo una bola con un paño de altar, y se la tiró a Cecilia.

—Sécate —le dijo.

—Provocador —se burló ella, que se apartó y se secó las gotas del chaparrón del rostro, el cuello y los

brazos.

Cecilia permaneció allí de pie un instante, se recompuso, sacó de su bolso mojado un cigarrillo de

clavo e intentó encenderlo con sus cerillas empapadas. Sebastian se lo cogió, se lo puso en los labios y

se inclinó sobre la vela para encendérselo. Dio una lenta calada, la inhaló, cerró los ojos, se quitó el

cigarrillo de los labios, lo llevó hasta la boca de Cecilia y lo frotó con suavidad de lado a lado contra

sus labios hasta que ella se relajó y lo aceptó. Sebastian echó la cabeza para atrás y exhaló. Tenía la

mirada de satisfacción —observó ella— de hombre que ha estado atrapado en una isla desierta o de un

interno en una cárcel de máxima seguridad en su hora de patio.

—Es increíble el silencio que hay aquí dentro —dijo Cecilia entrecerrando los ojos para ver el máximo

posible de aquel lugar—. Apenas se oye la locura de ahí fuera.

—Sí, es un remanso de paz —admitió un Sebastian que a ojos de CeCe parecía absolutamente cómodo.

—Bueno, pues ya sabemos qué hago yo aquí, ¿qué me dices de ti?

Se aproximó a él, se quitó el cigarrillo de la boca y lo llevó hasta los labios de Sebastian, a la espera de

una respuesta.

Lucy se sorprendió ante el sonido de una charla en el exterior del confesionario y abrió una rendija en

la puerta. Echó un vistazo afuera, vio a Sebastian con una desconocida y observó unos instantes. Al

principio sintió curiosidad, luego celos, y finalmente ira.

Salió del confesionario a la carga, ruidosa, con el jersey de Sebastian en la mano y llamando la atención

sobre sí tanto como pudo. Cecilia apenas conocía a aquel tío, pero se puso tan colorada como si la

hubiesen sorprendido en pleno adulterio, o como si lo hubiese sorprendido a él.

—Ah, ¿así que es a esto a lo que has venido? —dijo Cecilia.

—¿Qué está pasando aquí? —soltó Lucy, malhumorada, mientras se acercaba a ellos.

—Esto no es lo que parece —intentó explicar a ambas antes de que CeCe le interrumpiese.

—Pero qué mal sabor te deja un plato de segunda mesa, ¿verdad, bonita? —se mofó Lucy con mala

intención.

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—Solo si la cita es cutre —replicó Cecilia.

—Mira, mona, en mí no hay nada de cutre.

Sebastian no soltó prenda.

—De manera que no solo te haces la ronda de los hospitales, ¿eh? ¿También te haces la ronda por las

iglesias? —dijo Cecilia, que aplastó la colilla de un pisotón y se puso a recoger sus cosas—. Tú sí que

tienes clase, chaval.

Sebastian se dirigió hacia ella, pero Cecilia retrocedió. No dispuso de la menor oportunidad de meter

baza mientras CeCe se marchaba y tiraba sus cerillas y cigarrillos con las prisas.

—¿En el confesionario? —criticó Cecilia—. Definitivamente, te doy puntos extra por creatividad…

Venga, desnuda tu cuerpo y tu alma. Para mí que está diciendo a gritos «caliente, caliente».

—Pero ¿quién demonios te crees tú que eres? —le soltó Lucy.

—Oye, que no sabía que te iban las drag-queen —dijo CeCe partiéndose de risa—, y que acabas de

salir del armario, también. Seguro que ni siquiera sabes cómo se llama esta. Ah, espera, que a lo mejor

pillaste su nombre del portapapeles que había a los pies de su cama del hospital, como hiciste con el

mío.

—¿La cama del hospital? —preguntó Lucy—. Espera, ¿qué está pasando aquí?

Al acercarse más, Lucy pudo verla mejor y se sorprendió. Aquella chica no le pareció la típica celosa:

tenía estilo, era guapa y, a juzgar por su atuendo, una tía dura de pelar.

—¿Os conocéis? —preguntó entre el tintineo de sus tacones contra el suelo de mármol al acercarse más

aún.

—Del Perpetuo Socorro —le explicó CeCe—. Estuve allí el pasado finde. Nada serio.

—Yo también —añadió Lucy. Entonces se subió las mangas de la rebeca y Cecilia detectó su

decenario.

CeCe lanzó a Sebastian una iracunda mirada de asco.

—¿Es que tú también tienes una?

—Estaba en mi mesilla de noche, en la sala de Urgencias —admitió Lucy.

—En serio, creía que ya lo había visto todo —dijo CeCe de muy mal humor—. Este tío fue a tirar la

caña. ¡A Urgencias, nada menos! Repartió unos cuantos regalitos monos de despedida para ver quién

picaba. Oye, que cuando te pregunté si te iban las chicas malas solo estaba de coña, ¿eh? No me refería

a «enfermas».

Las dos chicas intercambiaron una mirada, sintiéndose humilladas, e hicieron un gesto negativo al

unísono con la cabeza, como si estuvieran admitiendo el ojo tan increíblemente malo que tenían con los

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hombres. Qué buen equipo hacían, pensó Sebastian, aunque se hubieran vuelto contra él de manera

repentina.

—Yo no os he traído aquí a rastras —dijo él a modo de defensa—. A ninguna de las dos.

—No, solo dejaste unas miguitas de pan —Lucy también se sentía engañada.

—Oye tú, no le des la vuelta a la tortilla —interpuso Cecilia.

—Las dos habéis venido por voluntad propia, ¿o no? Y también os podéis marchar por voluntad propia.

—Buena idea. Hay otros vertederos donde aterrizar. Con ratas más pequeñas.

Cecilia estaba herida. Lucy, abatida.

—¡Creía que esto era especial! —gritó Lucy mientras se quitaba el decenario, y a continuación se lo

tiraba a Sebastian.

Cecilia siguió el mismo camino: se quitó el decenario y se lo lanzó hacia Sebastian con indiferencia.

—Esto ha sido un tremendo error. Vámonos.

Lucy se detuvo y le ofreció una última oportunidad de explicarse, pero Sebastian no lo hizo. Se unió a

Cecilia a regañadientes.

—Son especiales —dijo él al advertir que se iban, en la oscuridad—. Vosotras sois especiales. No ha

sido un error —las chicas se detuvieron y se dieron la vuelta—. Os trajeron aquí. A las dos. Aquí —

dijo—. A mí.

—No, si ahora va a resultar que son localizadores, ¿no? —dijo CeCe.

—Los colgantes. Se llaman milagros[6] —dijo al tiempo que se los devolvía a sus respectivas

dueñas—. Sirven para reafirmaros. Sanaros. Guiaros a vuestra meta, a casa.

—Vale, ¡pues te equivocas! —dijo Cecilia alzando los brazos—. Yo no he llegado a casa. ¡No tengo

casa!

—Oye, ¿por qué no le escuchas un segundo? —le soltó Lucy a Cecilia.

—No me van los tríos —dijo Cecilia, mosqueada ante la indecisión de Lucy—. Que os divirtáis.

Lucy la cogió por el brazo.

—La cosa se va a poner muy mal ahí fuera. Deja que pase.

A Cecilia le pareció detectar una pizca de psicología inversa en el tono de Lucy, como si no sintiese lo

que decía. Esa chica la quería fuera de allí. Quería a Sebastian para ella.

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—¿A que se pase? ¿Como una piedra en un riñón, quieres decir? No, gracias —soltó Cecilia airada,

luego se liberó de la sujeción de Lucy y se quedó mirando a Sebastian—. Yo no he venido aquí a jugar

a El soltero de oro. Además, lo de ahí fuera no puede ser peor que lo de aquí dentro.

Cecilia agarró su guitarra, su pesado abrigo y se abrió paso hasta la puerta a través de la oscuridad. La

entornó y, casi al instante, se vio propulsada de espaldas por una ráfaga de viento brutal que a punto

estuvo de arrancar la puerta de sus goznes. Apenas podía ver nada, pero lo que fue capaz de distinguir

era horrible. Las planchas de metal y los andamios sacudidos y traqueteados por el viento; grandes

ramas arrancadas de los árboles aquí y allá, que habían aplastado los coches aparcados en la calle y

cortaban el paso por la acera bajo el tramo de escaleras y a lo largo de la manzana de edificios de

ladrillo rojo, más allá de donde alcanzaba su vista. El aguacero ya había saturado las alcantarillas e

inundaba bordillos y sótanos. Bolsas de supermercado, envoltorios y plásticos taponaban los desagües,

y el contenido aromático de los cubos de basura volcados pasaba flotando bajo la luz de unas farolas

que se resistían. Para CeCe, toda la zona apestaba al hedor del retrete atascado de un bareto.

Se sujetó con fuerza al lateral del enorme arco de la entrada y se recompuso: la brutalidad del viento

azotaba sus mejillas y convertía su rostro en la máscara de una calavera, y sus brazos y piernas en

jirones enrojecidos de piel mojada y temblorosa. La decisión acerca de si quedarse o marcharse era

inútil.

—¡Cierra esa puerta! —vociferó Lucy—. ¡Se está metiendo dentro!

La puerta que tanto había costado abrir cuando llegaron opuso una resistencia equivalente a la hora de

cerrarla. Lucy corrió hasta la entrada y apoyó también la espalda contra ella, en un momento en que la

caída repentina de la presión atmosférica debida a la formación de la tormenta azuzaba su dolor de

cabeza.

Cecilia y Lucy no llevaban mucho tiempo empujando la puerta contra las ráfagas, cuando un gemido

agudo se abrió paso a través de aquel barullo infame y alcanzó sus oídos.

—Hay algo ahí fuera —dijo Cecilia.

Según lo percibía ella, procedía de un costado, justo al lado del umbral de la puerta. Se preguntó si no

sería un gato callejero que intentaba sobrevivir a la tormenta en las escaleras. Plantó cara a aquel viento

imposible, asomó la cabeza para echar un vistazo a la vuelta de la puerta y dejó escapar un grito de

sorpresa.

—¡Hijo de puta! —chilló CeCe.

—¿Qué pasa? —gritó Lucy—. ¿Qué es?

Cecilia estaba anonadada.

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Se trataba de una chica descalza, que lloraba con el rostro hundido entre las manos, su largo pelo de

color caoba apenas contenido en el interior de la capucha con forro de borreguillo de su poncho.

Ambos empapados. Estaba hecha un ovillo, tiritando de frío y de miedo. Abatida y arrastrada por la

corriente como los restos de un naufragio, a las puertas de la iglesia.

Cecilia puso un pie en el exterior y se vio de inmediato volando de espaldas contra la puerta. Se

arrodilló y extendió el brazo hacia la chica, que se tensó e hizo que fuese más difícil moverla. Se

encontraba prácticamente en estado catatónico, pero aguantaba, inamovible, como si la hubiesen

clavado al suelo.

—Venga, tía, vamos —suplicó Cecilia—. Vas a coger una pulmonía ahí fuera.

Lucy intentaba guardar el equilibrio en el vestíbulo, frustrada, observando aquella negociación con

aspecto de monólogo.

—¡Date prisa! —gritó—. Si quiere ponerse cabezota, déjala. Yo cierro la puerta.

Cecilia se volvió hacia Lucy y la miró en busca de ayuda. Con un gesto de la barbilla, le pidió que se

acercase.

—Pero ¿tú no te ibas? —le recordó Lucy.

—¡Esto no puedo hacerlo sola, mmm…! —gritó Cecilia, que se percató de que no tenía un nombre con

el que rematar una petición tan urgente.

—Lucy, me llamo Lucy.

—Cecilia —contestó con recelo—. Por favor, Lucy, échame una mano.

Lucy accedió de mala gana, y se aproximó con la espalda pegada a la puerta. Las dos juntas lucharon

contra los elementos y contra la chica para ponerla en pie y arrastrarla al interior de la puerta

entreabierta, donde se acurrucaron.

—Más te vale agradecerme esto —le soltó Lucy enfadada a la desconocida, que se aferraba con fuerza

a ambas chicas—. Lo que llevo puesto vale más que tu casa.

Cuando Cecilia y Lucy la agarraron, a la muchacha se le subieron las mangas, y a la vista quedaron

unos vendajes y una pulsera. Una pulsera prácticamente idéntica a las suyas. Las dos intercambiaron

una mirada de incredulidad.

—Está bien —dijo Lucy a la chica mostrándole su decenario.

Les dio la impresión de que se tranquilizó al verlo.

—La he visto —dijo la chica en voz baja—. Ahí fuera.

—Lo sé —respondió Lucy.

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Un flash de luz inesperado, el crujido de un trueno como si se abriese la tierra, un aguacero torrencial y

una explosión de oscuridad cayeron sobre ellas.

—¡Un apagón! —gritó Cecilia.

—¡No veo nada! —chilló Lucy.

Las tres muchachas se tambalearon al borde de los escalones en una desorientación total causada por el

cambio repentino de la situación, y casi se arrastran unas a otras por la barandilla. Cecilia estaba

perdiendo su punto de agarre, y Lucy el equilibrio. Un segundo antes de que cayesen rodando,

Sebastian las alcanzó con ambas manos, las estabilizó y tiró de ellas hacia el interior. Elevó la mirada al

cielo de color negro verdoso que asomaba a través del alero desvencijado y cerró la puerta de un

puntapié.

Regresó corriendo hasta ellas y atendió a la desconocida de manera inmediata; la acompañó cortés

hasta el lampadario donde aún flameaban las dos velas votivas con sus soportes de cristal rojo.

—Aquí estás bien —le dijo Sebastian al tiempo que tomaba su mano entre las suyas.

Encendió una tercera vela votiva.

—Gracias —susurró ella.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Cecilia.

Sebastian le retiró la capucha a la joven y le apartó el pelo, largo y húmedo, de su rostro blanquecino,

luminoso. Su piel daba casi la sensación de hallarse iluminada desde su interior.

—Agnes.

Lucy la ayudó a quitarse el poncho de borreguillo y lo sustituyó por su gabardina seca. La chica tenía

los nervios a flor de piel, maltratada por aquella noche, y se estremecía ante el roce más delicado.

—¿Vamos a morir? —preguntó entre lágrimas.

—Aquí estás a salvo —le prometió Sebastian, sonriente.

Derrotada por el alivio y la pesadumbre, Agnes lloró.

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uéntanos qué está pasando —dijo Cecilia a la luz de las velas; ellas tres y

Sebastian, calados y pasando frío acurrucados alrededor del lampadario votivo

como si de un fuego de campamento se tratase, escuchando el horror al otro lado de

los muros de la iglesia. Desconocidos, pero menos, extrañamente.

—Esa pregunta tiene tela —Sebastian las observó en silencio mientras la tormenta descargaba a su

alredor, las estudió a ellas, el aspecto que tenían, sus estilos, personalidades, sus rarezas, sus puntos

fuertes y sus vulnerabilidades. Cecilia tamborileaba los dedos sobre su muslo; Lucy analizaba de

manera obsesiva las cutículas de los dedos de sus manos; y Agnes, ovillada, abrazaba sus rodillas con

una tiritona que al fin iba cediendo.

—Tenemos tiempo. Tres días, según el parte meteorológico —dijo Lucy—. Siempre que no nos

matemos antes los unos a los otros.

Agnes y Cecilia dirigieron una mirada a Lucy: se trataba de una posibilidad más que evidente. Sin

cambiarse de ropa y sin nada que llevarse a la boca aparte de la comida basura que tenía Sebastian en

su mochila, todo era posible.

—Tres días —repitió Sebastian—. Será tiempo suficiente.

—¿Tiempo suficiente para qué? —le pinchó Cecilia.

—Para que lo entendáis.

A CeCe se le pusieron los pelos de punta.

—Ya no estoy tan segura de querer saberlo —dijo.

—Yo sí —susurró Agnes.

—Estoy sinceramente agradecida por el regalo, pero ¿de dónde has sacado las pulseras? —preguntó

Lucy—. Jamás había visto nada igual.

—Me fueron entregadas —dijo Sebastian.

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Lucy se mostraba escéptica ante la idea de que el chico que tenía frente a sí procediese de una familia

tan adinerada. Habría de pertenecer a la realeza o a alguna clase de aristocracia para recibir tal

herencia.

—¿Las heredaste? Es que son, no sé, muy antiguas, como de museo.

—¿Por qué regalarlas? —insistió CeCe.

—Porque no son mías.

—A ver, te las entregaron, pero no son tuyas. No lo pillo. ¿Es que esto va en plan Robin Hood o algo

así? —preguntó Lucy.

—Eso es todo lo que os puedo contar ahora mismo.

Sebastian se recostó y apoyó la cabeza en el muro a su espalda. La imagen que percibían de él

continuaba distorsionada por las luces y las sombras del titilar de las velas y los resplandores de los

relámpagos, pero notaron que de repente se había quedado pensativo, con un semblante afligido. Todas

ellas sentían curiosidad, aunque ninguna se atrevió a inmiscuirse más. Se encontraban a salvo. Por el

momento.

Agnes alzó la mirada en dirección al estallido de luz que resplandeció a través de las aberturas donde

antaño se alojaban las vidrieras. Los relámpagos eran ahora más frecuentes y violentos, y los truenos

seguían ganando volumen.

—¿Sabíais que se puede saber a qué distancia se encuentra una tormenta si cuentas el tiempo que pasa

entre la luz de un rayo y el sonido de un trueno?

—A mí no me hace falta contar —contestó Cecilia.

—Está cerca —dijo Sebastian.

—Es tan hermoso —dijo Agnes con la mirada fija en el techo—. Una lámpara de lava natural.

—Cósmica. Literalmente —apuntó Cecilia en una muestra de reconocimiento—. No se puede encargar

un espectáculo de luces como este, ni con todo el dinero del mundo.

Lucy no estaba de acuerdo.

—Probablemente sí que puedas, si quieres que te diga lo que pienso.

—Nadie te lo ha preguntado, aguafiestas —contestó Cecilia con mal humor.

Lucy divagaba en voz alta mientras los arcos eléctricos crujían sobre sus cabezas y se desparramaban

por un cielo sin estrellas, lo iluminaban como si del laboratorio de un científico loco se tratase. Golpes

de blanco azulado, naranja rojizo y azul fosforescente, destellos que irrigaban el baldaquino de nubes.

—Pues a mí me recuerdan a la tela de una araña —decía—. Una trampa.

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—Qué reconfortante —apuntó Cecilia.

—O un TAC —añadió Agnes—. Las arterias y venas de las nubes. Un escáner TAC de los cielos.

—Qué romántico —se rio CeCe.

—Gracias —respondió Agnes sin la menor pizca de ironía.

De pronto, Lucy sintió que se le ponía de punta esa pelusilla que tanta rabia le daba tener que

decolorar. Miró hacia arriba y a su alrededor, como si buscase un fantasma, y después a los demás para

verificar que algo había cambiado en el interior de aquel lugar. Observó cómo abrían y cerraban la boca

en un intento inútil por contrarrestar la repentina caída de presión en sus oídos, y ella hizo lo mismo.

Lucy se llevó la mano a la frente, y Agnes a los vendajes, cuya hinchazón se había vuelto infinitamente

más dolorosa. El aire estaba cargado de electricidad, y ellas sentían un hormigueo como si fueran

antenas.

Oleada tras oleada, los nubarrones iban a romper directos sobre la iglesia y descargaban verdaderas

piedras de granizo a diestro y siniestro. La temperatura del interior descendió casi a plomo, y las chicas

se acurrucaron formando ovillos bajo el ataque de aquel aguanieve congelado que caía a su alrededor.

Un estampido resonó por todo el edificio y sintieron cómo las vibraciones les entraban por los pies y

ascendían por sus piernas. Otro trueno, las chicas temblaron y se llevaron de forma instintiva las manos

a los oídos. El brillo de las llamas de las velas aumentó alimentado por la entrada de oxígeno, y a

continuación quedó reducido a un mínimo casi inexistente, prácticamente extinguido por una ráfaga de

viento. Otro relámpago, más fuerte, más brillante y más cercano que antes, y a continuación el sonido

distante de un cristal hecho añicos que parecía proceder de detrás mismo del altar. Luego, tan rápido

como llegó, el granizo cesó y dio paso a una lluvia intensa y fría.

—Esperadme aquí —ordenó Sebastian, que se había puesto en pie de un salto—. Voy a comprobar eso.

—Voy contigo —dijo Cecilia.

—No —dijo él con una firmeza que las mantuvo a raya.

—Quiero ayudarte.

—Volveré.

—Ten cuidado —le dijo Agnes conforme se marchaba.

Sebastian desapareció en la oscuridad. Al principio oían el sonido de sus pasos, pero los perdieron en el

estruendo de la noche de tormenta. Crujió una puerta en la zona frontal de la iglesia, después el familiar

sonido de un pestillo y a continuación silencio. Se había ido.

—¿Ayudarle? —Lucy se mofó de Cecilia—. Lo que buscabas era quedarte a solas con él.

Cecilia puso los ojos en blanco y cambió de tema. Aquel comentario tenía más picardía que maldad, y

el deshielo en la gélida distancia entre ellas resultaba palpable.

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Con Sebastian fuera de allí, con la oscuridad, el frío y la inseguridad que minaban su testarudez como

si de un cilicio se tratase, las chicas se sintieron más empujadas a decir abiertamente lo que pensaban.

—¿Creéis que las ha robado? —preguntó CeCe, que acariciaba su pulsera.

—La verdad es que me da igual —dijo Lucy—. Me encanta.

—Vale, pero ¿por qué nosotras? Ni nos conocemos unas a otras ni lo conocemos a él.

Las tres lo consideraron en silencio hasta que Agnes saltó.

—Pero ¿y lo que ha dicho, eso de que nos han traído hasta aquí? No sé vosotras, chicas, pero yo jamás

había estado aquí antes. Y de repente ha sido como si este lugar fuese el sitio exacto donde tuviera que

ir.

—A lo mejor es un pirado —dijo Cecilia—. Es probable que lo único que haya hecho sea regalárselas a

las tres primeras tías con las que se cruzó en el hospital.

—Eso no lo piensas de verdad —dijo Agnes.

—Oye, la gente hace todo tipo de estupideces —respondió Lucy.

—¿Cómo colarse en una iglesia por la noche? —le tomó el pelo Agnes.

—¿Por qué le defiendes? —preguntó Cecilia.

—No lo hago. Es que no veo por qué no debemos creerle.

—¿Que por qué? —saltó Lucy—. ¿Qué te parece el hecho de que sea un absoluto desconocido, para

empezar?

—Eso no hace de él un mentiroso. Tampoco os conozco a vosotras, pero os estoy escuchando.

—No está siendo sincero con nosotras, Agnes —la contradijo Cecilia—. A ver, ¿qué está haciendo

aquí? En serio.

—¿Por qué no se lo preguntas? —respondió Agnes—. Estoy segura de que no hay tanto misterio.

—Yo le perdonaría eso, de momento —contrarrestó Lucy—. Ni siquiera sabemos por qué estamos aquí

nosotras.

Agnes alzó la mano y blandió su decenario con orgullo, como si tuviese tinta húmeda.

—Este es el porqué.

—¿Es que tú te crees todo lo que te dice un tío sin poner nada en duda? —preguntó Cecilia.

—Lo único que digo es que tal vez sean de verdad para nosotras.

—Y lo único que digo yo es que me quedo… ¿Cuánto era, tres días?

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—Tres Días de Tinieblas —dijo Lucy riéndose del hombre del tiempo de la radio.

—Mujer de poca fe —dijo Agnes con acritud.

—Mujer de poca madurez —le soltó Cecilia en respuesta.

Se miraron las unas a las otras, agotadas, hipersensibles y hartas de aquella conversación por el

momento.

—¿Sabe alguien qué hora es? —preguntó CeCe.

—Ni idea —dijo Lucy—. Muy tarde. O muy temprano.

—Sea lo que sea, yo no me puedo quedar sentada —dijo CeCe.

—Vamos a echar un vistazo a este sitio —sugirió Lucy.

—Sebastian dijo que esperásemos aquí —les recordó Agnes.

—Tú misma —Lucy agarró un puñado de velas largas y muy finas que estaban amontonadas en el

suelo junto al lampadario votivo. Ofreció una a Agnes, y ella la aceptó. Cada una de las tres encendió la

suya, añadieron a las velas una especie de empuñadura hecha con papel de aluminio y se alejaron

lentamente del altar lateral del fondo por el pasillo central de la iglesia. La cera goteaba y se endurecía

en cuanto entraba en contacto con sus nudillos. Disponían de la luz suficiente para guiarse, para verse

las unas a las otras, pero no tanta como para llamar la atención vistas desde el mundo exterior, si es que

ahí fuera quedaba aún algo de mundo. Las llamas de las velas ondulaban de lado a lado a pesar de que

las chicas hacían sus mejores esfuerzos para protegerlas, inútiles contra la ventolera que había logrado

abrirse paso a través de los cristales rotos de las ventanas.

Poco había que ver. Lucy, Agnes y Cecilia colocaron sus velas en el candelabro al pie del altar. CeCe

encendió un cigarrillo con la llama e inhaló.

—Sabes, esto es como un enfermo terminal de cáncer —Cecilia observaba el entorno y exhalaba nubes

de humo hacia el techo mientras hablaba—. Los restos mortales de algo que antes tenía tanta vida.

—Con una orden de «no reanimar» —asintió Lucy apartando el humo con la mano.

Unos riachuelos de agua de lluvia que se filtraban a través del techo dañado llamaron la atención de

Cecilia. Cogió varios cubos oxidados de agua bendita apilados junto a la balaustrada de mármol del

altar y se los entregó a Agnes y a Lucy para que los colocasen bajo las goteras.

Agnes se quejó un poco ante aquella analogía, al tener aún bien fresco en la memoria su reciente

encontronazo con la muerte.

—No me parece que sea para tomárselo a broma.

—No te ofendas, pero entiendes a qué me refiero, ¿verdad? —se quejó Cecilia—. Este sitio ya se

estaba muriendo antes de que lo adquiriesen los promotores.

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—Cuando has necesitado refugio de la tormenta, has venido aquí. Ya entiendes a qué me refiero,

¿verdad? —dijo Agnes.

—No hace falta que andemos con esos aires de superioridad —criticó Lucy—. Agnes tiene razón.

Todas sabemos por qué estamos aquí, queramos admitirlo las unas delante de las otras o no.

—Habla por ti —dijo CeCe—. ¿Por qué estás tú aquí?

La riña las llevó de vuelta a la conversación anterior, en la que no habían terminado de entrar de lleno.

Sebastian había argumentado que se encontraban allí por decisión propia, pero ¿de verdad lo estaban?

Los decenarios decían lo contrario.

—Por el mismo motivo que tú —contestó Lucy en tono lacónico—. No es que hubiese muchas otras

opciones disponibles ahora mismo.

—¿Es cierto eso? A mí me parece que no tienes mucha pinta de dedicarte al couchsurfing —apuntó

CeCe.

—Atención, exclusiva —dijo Lucy—: Eso es porque yo no me quedo a dormir en casa de cualquiera.

—Das asco —le respondió CeCe.

—Claro, como tú eres más fácil que desbloquear la pantalla del móvil, ¿no? —se carcajeó Lucy, e hizo

como si deslizase el dedo por una pantalla táctil imaginaria para desbloquearla con suma facilidad.

Agnes dedicó una mirada de comprensión a Cecilia e hizo un gesto negativo con la cabeza.

El volumen de las voces ascendía conforme la discusión descendía a las profundidades de la

mezquindad. El techo abovedado capturaba el sonido cacofónico y lo rebotaba de vuelta hacia ellas; y

así amplificaba la sensación de angustia hasta que sus propias voces terminaban por sonar con tanto

retardo en el eco y tan distorsionadas que apenas si eran capaces de entenderse.

—¿Y tú qué miras? —ladró Lucy en dirección a Agnes con una irritación que superaba cualquier

sentimiento compasivo que hubiera sentido hacia aquella chica en un principio—. No me has quitado

ojo desde que llegaste.

—Nada —respondió Agnes con timidez—. Es solo que tu cara me suena.

—Sí, a mí también —coincidió Cecilia—. Es más, creo que te conozco.

—Créeme —le aseguró Lucy—. Tú no me conoces.

—Quiero decir que sé quién eres.

Lucy palideció, la sangre abandonó su rostro como si fuese un menor al que pillan intentando entrar en

una discoteca con un carné falso. CeCe se preparó para pasar al ataque.

—Tan meticulosamente arreglada, por lo general, bien vestida y con ese aire regio —Cecilia la

examinaba—. Mascota de los ricos y descarados.

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Lucy se mantuvo firme, y encajó el castigo como un amortiguador. En silencio y con los ojos clavados

en CeCe. Un poco de burla no era nada nuevo para ella.

—Oh, disculpa, ¿me das permiso para mirarte a los ojos?

—Vaya —soltó Lucy fingiendo incredulidad—. No sabía lo rápido que eres capaz de avergonzarte de

tus amigas.

—¿Amigas? ¿Ya? —se mofó CeCe—. En tu mundo, tal vez.

—Cuesta creer que una guarrilla tan delgaducha como tú se mantenga en pie con ese equipaje tan

pesado que llevas a cuestas.

—Pues no se me ha quejado ninguno —dijo CeCe airada—. ¿Qué excusa tienes tú?

—¿Qué se supone que quieres decir con eso? —siseó Lucy—. Para tu información, yo tengo a los tíos

haciendo cola.

—Los fotógrafos no cuentan —contraatacó CeCe—. Les pagan para que te persigan.

—No me hace falta pagar a mis citas —se erizó Lucy—. Y ellos tampoco me pagan a mí.

—Claro que no, vosotros os utilizáis mutuamente para la foto, vendéis los derechos y cortáis. Tú no

sales con tíos. Tú recaudas fondos.

—Estoy muy orgullosa de firmar mis cheques por la parte de atrás, no por delante.

Agnes estaba perpleja ante lo venenosa que se había vuelto la discusión. Exactamente igual que las

peleas entre su madre y ella. Sabía demasiado bien cómo iba a acabar aquello.

Cecilia no lo dejaba estar.

—Pues, la verdad, no eres en absoluto igual que en las fotos, pero tampoco te lo voy a restregar con la

noche que hace.

De repente, Agnes cayó también en la cuenta. Dejó escapar un grito ahogado.

—Lucky Lucy.

—La mismísima Miss Prensa Rosa Juvenil de Brooklyn —se burló Cecilia.

—Es lo que hay —Lucy se encogió de hombros, encantada de admitir su reputación—. Ya podéis dejar

de moriros de envidia.

—Lo dudo mucho —dijo CeCe, y tiró el cigarrillo al suelo—. Pero al menos eres consciente de lo que

eres.

—Zorra —dijo Lucy.

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—Dios mío, ¿cuándo legalizarán el asesinato con fines terapéuticos? —se dijo Cecilia en voz alta y

elevando la mirada a los cielos.

—¡Me estáis provocando dolor de cabeza! —Agnes se estaba cansando y se le empezaba a notar.

Todas lo estaban.

—Tú no te metas, Rapunzel —dijo Cecilia un poco irritada con sus largas melenas y su pose bohemia

de pacotilla.

El rostro de Lucy no era el único que le sonaba a Agnes. Cuanto más escuchaba los aguijonazos de

CeCe contra ella, más cuenta se daba de que la cara de Cecilia también le sonaba.

—Y yo sé quién eres tú —le dijo Agnes—. Fuiste la telonera de aquel grupo en mi instituto hace unos

meses.

—No puede ser cierto —se partió de risa Lucy—. Pero si eres una artista. Una diosa indie. Un espíritu

libre.

—Fue un acto benéfico —explicó Cecilia con timidez.

—Ahí, dándole caña al polideportivo del cole —se burló Lucy con malicia—. Hay que estar

desesperada.

—Cañera que es una, vaya donde vaya —se rio CeCe.

—Entonces, ya tenemos algo en común —dijo Lucy.

—La verdad es que no, porque yo sí hago algo.

—Parad ya —exigió Agnes. Con puntos anotados en ambos marcadores, Lucy y Cecilia terminaron por

seguir el consejo de Agnes y respiraron hondo. Se dejaron caer a plomo en bancos separados y

observaron cómo ardían las mechas, sentadas unas cerca de las otras pero a la distancia suficiente para

quedarse cada una a solas con sus propios pensamientos. Y las tres coincidían en que lo peor estaba aún

por llegar, según fuese creciendo la tensión entre ellas, como si se hubiesen quedado encerradas en un

ascensor atascado—. Las tres estamos muy tensas. Permanezcamos calladas, en silencio.

—Yo solo estaba buscando una salida —soltó Lucy—. Ese es el verdadero motivo por el que estoy

aquí.

—Entiendo que para esconderte —dijo CeCe.

—¿Y quién no? —coincidió Agnes—. Aunque existen otros sitios para desaparecer.

—¿No busca todo el mundo una iglesia abandonada con un tío bueno para esconderse? —replicó Lucy

en un intento por aplastar el pensamiento mágico de Agnes.

El repentino sonido de un golpeteo, el clavar de unos clavos en una madera, las sobresaltó y puso un

momentáneo punto y aparte en su conversación.

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—¿Sebastián? —gritó Cecilia sin obtener respuesta, sino más martilleo.

—La verdad es que existe un amplio historial de gente que se ha refugiado en iglesias. Para huir de la

persecución —intervino Agnes—. Brooklyn es conocido como el «distrito de las iglesias».

Cecilia y Lucy se limitaron a mirarla con cara de escepticismo.

—Tiene su lógica —añadió Lucy—. Yo me siento perseguida constantemente.

—Tú y tus dramas de pija —contraatacó Cecilia, y encendió otro cigarrillo con una de las velas del

altar—. Sigue sin dar respuesta a la pregunta fundamental: ¿por qué nos hemos visto arrastradas las tres

hasta aquí, a este lugar, y con él, precisamente?

—Supongo que la respuesta sincera es «no lo sé» —dijo Lucy—. Yo no soy religiosa, en absoluto. Ni

siquiera digo «Jesús» cuando alguien estornuda. ¿Y tú? —preguntó a Cecilia—. Y gritar «Dios, sí» al

amanecer los domingos no cuenta como religioso.

—Soy una eclesiófoba total —respondió CeCe.

—Espera, ¿es que te dan miedo las iglesias?

—Apuesto a que es por alguna buena razón —añadió Lucy con malicia.

—Prefiero los sermones que proceden de un ampli, y no de un altar.

—Qué posmoderna —se burló Lucy.

Perdida por un instante en sus pensamientos, Cecilia hizo caso omiso. No se sentía incómoda en

absoluto, para su sorpresa.

—La majestuosidad, los rituales, la historia, el arte. Hay mucho en ello que está bien —prosiguió

CeCe—. Lo entiendo. Pero me resulta difícil creer en algo que no puedo percibir con los sentidos.

—Yo no voy mucho a la iglesia, sobre todo porque mi madre lo convierte en un acontecimiento —

reconoció Agnes—. Pero sí que voy a un instituto católico.

—Esos son los peores. Si fuera tú, lo dejaría ya —dijo Lucy con maldad—. Ay, espera, que yo ya dejé

el instituto.

—Mi madre pensó que sería un entorno mejor para mí.

Lucy tradujo sus palabras.

—Más disciplinado, quiere decir.

—¿Tan malo es eso? —preguntó Agnes.

—Dímelo tú —respondió Lucy apuntando a las muñecas de Agnes—. ¿Qué tal te va a ti?

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—Mis padres intentaron eso conmigo, también, pero les dije que me largaría antes que ir allí —confesó

CeCe.

Agnes admiró su seguridad.

—¿Y te obligaron a ir?

—No, me largué —dijo CeCe—. El hecho de que fuese un instituto público o uno religioso no era la

cuestión. Ir al instituto tampoco.

—Y aquí estamos: un okupa, una que se ha fugado de casa, otra que dejó el instituto y una suicida en

potencia. ¿Cuatro pecadores en una iglesia enorme y ninguno de nosotros sabe por qué? —resumió

Lucy—. ¿Es así, sin más?

—Uno de nosotros sí lo sabe —dijo Cecilia con una voz ronca, cada vez más áspera a causa del polvo y

la humedad.

—¿Saber qué? —dijo Sebastian, al tiempo que surgía de la oscuridad.

—¿Poniendo la antena? —le preguntó Lucy.

—No hacía falta —contestó Sebastian—. Me sorprende que nadie oyese desde fuera esa pelea de gatas.

—Bueno, ¿al final qué era? —preguntó Agnes.

—Un árbol enorme partido por la mitad que ha destrozado una de las ventanas. Hay cristales por todas

partes. He hecho todo lo que he podido para taparla. No se puede mantener a raya eternamente.

—¿La tormenta? —preguntó Lucy.

Sebastian guardó silencio una vez más.

—Nos preguntábamos unas a otras cómo habíamos acabado aquí —añadió Agnes con calma—.

Ninguna tiene la menor idea.

—¿Y tú? —preguntó Lucy.

Sebastian se sentó en el grupo que habían formado.

—Mi historia con este sitio se remonta muy atrás —comenzó a decir—. Fui monaguillo aquí cuando

era niño.

—Demasiada información —soltó Lucy.

—Nada de eso —contestó Sebastian—. Aquí aprendí mucho sobre mí mismo.

—¿Por eso te conoces esto tan bien? —preguntó Cecilia.

—Más o menos —dijo él, titubeante—. Crecí con mi abuela; ella me traía aquí los domingos. Cuando

murió, hace unos años, dejé de venir.

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—¿Es que perdiste la fe o algo así? —preguntó Agnes.

—No, creo que tal vez otra gente perdiera la suya.

—¿Llevas solo desde entonces?

—Fui rebotando de un hogar de acogida a otro dentro del barrio, pero eso tampoco duró mucho.

Estaba claro que Sebastian se sentía incómodo contando tantos detalles de su vida privada.

—Bueno, pues estamos todos aquí —observó Cecilia.

Agnes se iba calmando, pero Sebastian notaba que seguía pálida y temblorosa.

—¿Estás bien? —le preguntó él con cortesía.

—No —respondió ella.

Sebastian fue hasta su banco, la ayudó a levantarse y la trasladó al final de la iglesia, donde se sentó

junto a ella tras dejar a Lucy y a Cecilia juntas y a solas.

—Mira tú qué oportuno —susurró Lucy a CeCe mientras Sebastian se llevaba a Agnes—. La tía se está

currando todo ese rollo en plan doña vulnerable, y no veas cómo está mordiendo él el anzuelo. Bueno,

no sabe lo que se pierde.

—Lo que haga con su vida no es asunto nuestro, y viceversa —cuchicheó Cecilia—. Una vez haya

pasado la tormenta, volveremos a nuestras vidas como si nada de esto hubiese pasado nunca.

—Que sí, pero lo que te estoy diciendo es que esa historia del monaguillo parece un poco sospechosa

—insistió Lucy—. Yo creo que vive aquí y que le da demasiada vergüenza decírnoslo.

—¿Y qué, si es así?

—Odio el potencial desperdiciado. Es listo, interesante, guapísimo. Puede llegar donde quiera —dijo

Lucy.

—No todo el mundo quiere lo mismo que tú. Quizá él tenga otros planes para su propio futuro. Cosas

mejores que colar su foto en el periódico o en la web de algún bloguero.

—¿Cómo qué? ¿Tocar en antros y fingir que se es feliz? —dijo Lucy con insidia—. Vivimos en un

mundo de grandes titulares, y ese tío es de primera plana. Es más, diría que me recuerda a mí. Las

cosas que me gustan, en todo caso.

—¿Es que eres bipolar o algo así? —dijo CeCe, cortante.

—Dime que no te sientes así tú también, ¿eh? Es sensible con Agnes, a ti te inspira y a mí me

tranquiliza. Ni siquiera nos conoce, pero sabe lo que queremos. Lo que necesitamos.

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—Tus teorías me están empezando a cansar —Cecilia bostezó, y se puso en pie—. Además, ¿a ti qué te

importa?

—En realidad, a mí no… Bueno, sí —dijo Lucy—. ¿Es que a ti no?

Cecilia permaneció en silencio mientras se encaminaban a un banco en la parte delantera de la iglesia

con alguna que otra mirada furtiva hacia Sebastian, que reconfortaba a Agnes.

—Sí, supongo que sí, a mí también —reconoció.

—Da igual, esto será una buena historia algún día —dijo Lucy poniéndose en modo «autopromoción»,

tal y como había aprendido a hacer en situaciones difíciles—. Quizá sea un fanático religioso, un beato

o algo parecido.

—De verdad, espero que no.

—¿Por qué?

Una sonrisa atravesó fugaz el rostro de CeCe.

—No me lo monto con beatos.

—Seguro que sí —se rio Lucy.

—Por el amor de Dios, que estamos en una iglesia —dijo CeCe con una indignación fingida.

—Mira quién fue a hablar —le recordó Lucy.

Cecilia sintió que se le doblaban ligeramente las rodillas.

—No sé qué será, pero la cabeza me da vueltas. Necesito relajarme un rato.

—Sí, claro —coincidió Lucy, cuyo dolor de cabeza seguía mortificándola—. Yo tampoco me

encuentro muy bien.

—Creo que te hace falta dormir un poco —dijo CeCe—. Todos lo necesitamos.

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su chaqué, cuando ella era pequeña se lo imaginaba como salido de un cuento de hadas. En aquellos

días le valía con que hubiera salido de la portada de Rolling Stone.

Qué diferente estaba resultando su vida. En lugar del abrazo de un príncipe encantador, era un desfile

interminable de babosos pervertidos, todos dispuestos a recibir sin dar nada a cambio. Su atractivo para

ella pronto se convirtió en su absoluta predictibilidad. Obtenían lo que iban buscando, y ella recibía lo

que había pedido. Un círculo vicioso de aburrimiento, culpa, castigo y odio hacia sí misma. No esperes

nada y nunca sufrirás una decepción, había oído decir. Cecilia jamás quedaba decepcionada.

Admiró su vestido y tuvo la sensación de que había sido hecho justo para ella, pero cuándo y por quién,

no tenía la menor idea. Se sentía como una diosa. Al aproximarse al altar, bajó la vista hacia los dos

escalones de mármol que lo antecedían, y volvió a alzar los ojos a Sebastian, que aguardaba en pie

cerca del atril, con un arpa a su espalda. La invadió un repentino brote de vértigo, y comenzaron a

pitarle los oídos, como si se hubiese dado un golpe en la cabeza. Sintió que perdía el equilibrio, se

ralentizó.

—Estoy esperando… —dijo él—. A ti.

—¿Dónde están los demás?

—Aquí estamos nosotros —Sebastian y extendió su mano hacia ella.

—No sé. Algo no va bien.

—¿El altar o yo? —dijo él, con aquella mirada penetrante que se apoderó de sus ojos, que fundió su

resistencia.

—¿Hay alguna diferencia? —para ella, ambos eran uno. Un sacrificio.

—No temas —dijo en tono tranquilizador con los brazos abiertos hacia ella.

Levantó el pie del suelo y lo posó en el primer escalón. Le costaba mucho respirar.

—Me siento como una niña. ¿Por qué me cuesta tanto?

—Porque está bien.

Bajó la cabeza y comenzó a balancearla con suavidad al compás del sonido del arpa, que quedaba justo

fuera de su alcance.

—Oigo música.

—¿Y qué es?

—Una canción de amor. ¿La oyes?

Empezó a murmurar, después a tararear para acabar cantando en voz baja, como si estuviese

sintonizando un karaoke invisible. Era una vieja costumbre. Un cántico para preparar su corazón de

cara a la batalla.

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—La oigo —dijo él—. ¿Un blues?

—Johnny Cash —dijo ella—. Hurt.[7]

—Cántala para mí.

—No. Demasiado triste. La canción más triste que jamás he oído.

—La más alegre.

—¿Hay alguna diferencia? —desplazó el otro pie al primer escalón y después al segundo, con la

música, atronadora, en la cabeza. Fue a sus brazos y presionó el oído contra su pecho. Era fornido,

duro, nada parecido a los tíos con los que solía «salir». Allí descansó, en su calidez, por un rato y sintió

cómo sus manos descendían por su espalda, de la que siempre se había sentido acomplejada. Cosa de

todos aquellos años de ballet de pequeña, suponía ella. La columna sobresalía a todo lo largo de su

espalda curvilínea, una cordillera de ángulos óseos que emergían bajo su piel. Reptiliana. Al menos,

ese era el modo que ella tenía de describirla. Fealdad interior pugnando por salir, o si no, por hacerse

visible. Una advertencia. Una forma de hacer que el amor guardase las distancias. Como una cobra que

enseña los colmillos.

—Qué hermosa eres —dijo él.

Estaba avergonzada tanto por la ternura de sus palabras como por la profundidad de su propio odio

hacia sí misma. Ya había oído antes aquellas palabras, en labios de fans, chicas entusiasmadas en

exceso que soltaban retahílas aleatorias de halagos, o de rollos melosos de una noche intentando

hacerse los amables antes de pedirle que se largase. Había oído esas palabras, pero jamás las había

escuchado, hasta entonces.

—El amor no está hecho para mí —susurró ella; enseguida alzó la mirada hacia él en busca de una

reacción y regresó al refugio que se había buscado en su pecho.

—Porque el amor nunca se ha hecho en ti —dijo él, que la apartó de sí, sujeta con ambas manos.

—No, por favor.

Sebastian introdujo la mano en un relicario de cristal y extrajo un anillo de boda de platino puro.

—La elección es tuya —dijo él al tiempo que le ponía el anillo en el dedo y la abrazaba con fuerza—,

no mía.

—El amor nunca es una elección. ¿No crees?

Sebastian sujetó su rostro con firmeza y lo orientó hacia arriba, hacia el suyo, para besarla. Sus labios

se encontraron y se unieron en una delicada colisión de confusión y deseo. Cecilia sintió la aspereza del

roce de su barba de tres días en el mentón y los pómulos. Le dolió, y le gustó. Y sintió una paz que

jamás había conocido, y todo a una, también una angustia como nunca había sentido. La canción del

arpa sonó más fuerte. Ella se sintió como una cuerda pulsada. Vibrante, afinada.

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Su corazón latía aún más rápido ahora, de manera casi peligrosa, y notó que la sangre le abandonaba la

cabeza. Se le entumecieron las manos y sintió flojas las rodillas. ¿Esto es amor, pensó ella, un ataque

de pánico u otra cosa?

—No estoy preparada —surgió su voz ahogada a través de los labios amoratados.

—¿Hay elección? —preguntó él.

Cecilia había pensado en más de una ocasión que el amor la mataría, pero aquello era diferente de

cualquier cosa que se hubiese imaginado. Como si tuviera el corazón demasiado lleno, y no roto.

—Me estoy muriendo —dijo, y llevó su mano a la de él, que ejercía una presión cada vez mayor,

aferrada al esbelto cuello de ella—. Tú me estás matando.

—No temas —susurró él de nuevo a su oído, y apretaba cada vez más fuerte.

—No tengo fe —boqueó Cecilia— en el amor.

—Qué hermosa eres —volvió a decir él—. Tanto. Demasiado. Hermosa.

Cecilia no dejaba de forcejear, pero se debilitaba con rapidez. Se sintió incapaz de volver a inhalar toda

la vida que estaba abandonando su cuerpo.

Los ojos se le salían de las órbitas, clavados en un mural ilusionista pintado, brillante, en el techo.

Ángeles y un cielo azul despejado allá arriba, que parecía ir cobrando vida conforme ella se iba

muriendo. Entonces, Cecilia clavó sus ojos en los de él, que la miraba lleno de amor. Tan apasionado.

Como jamás la habían mirado antes.

—Te amo, pero no debo pensar en ti.

Volvió a sentirse limpia.

Su vestido se convirtió en satén de un blanco puro. Como su piel. Del sarmiento espinoso enredado en

su pelo brotaron florecillas rojas, minúsculas y delicadas, tal y como ella había soñado siempre de

pequeña.

Su pecho se agitó, y en el instante en que la abandonó su último aliento, sus brazos cayeron inertes a

ambos costados, y un hilo de sangre carmesí fue coloreando sus labios maquillados al tiempo que un

lecho de rosas negras se formaba en torno a sus pies. Cesó la música. Su consciencia se desvaneció en

la oscuridad, y, de repente, un estallido blanco.

Sintiéndose más viva que nunca, pronunció su última palabra:

—Sebastian.

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gnes estaba mareada.

Y asustada.

Tenía miedo de la oscuridad, y siempre lo había tenido. Era algo irracional, de eso era consciente. No

había empezado a dormir realmente sola hasta cumplidos los catorce, e incluso entonces, lo hacía solo

con una lámpara encendida en la mesilla y una rendija abierta en la puerta del dormitorio. Era probable

que esa fuese una de las razones por las que su madre veía tan justificado interferir en su vida. A los

dieciséis, no es que fuese joven sin más, es que a los ojos de su madre seguía siendo una niña en gran

medida. Era cabezota, pero no independiente.

Lucy y Cecilia estaban dormidas en los bancos que había a su alrededor, y aún aguardaba el regreso de

Sebastian. Se sentía rodeada, pero sola. «Engullida» describía bien la sensación de hallarse envuelta en

la oscuridad de la nave de la iglesia. La realidad de lo que estaba haciendo comenzó a calar en ella

como el agua de lluvia penetraba por las goteras del techo.

Su madre iba a alucinar cuando entrase en su cuarto a despertarla para ir a clase y se encontrara la

habitación vacía y la cama hecha, con el edredón encima y las sábanas bien remetidas. ¿Qué haría a

continuación? Sin duda alguna, llamar a todas sus amigas para recabar apoyos, y atención para sí, pero

después vendría el pánico, eso seguro. Ella lo era todo para su madre.

Pensar en la angustia de su madre ahondó más sus propias neurosis, y comenzaba a pellizcar de manera

inconsciente el esparadrapo que sujetaba sus vendajes cuando el sonido de unas pisadas a su espalda y

el roce de una mano sobre su hombro enviaron una corriente eléctrica a través de todo su cuerpo.

—¿Estás bien? —susurró Sebastian.

Sumergida en sus pensamientos, Agnes se había sorprendido, se había asustado. En lugar de apartarse,

Sebastian se inclinó sobre ella a la espera de su respuesta.

—Sí —aseguró ella, aunque sus ojos dijesen lo contrario—. Es que no puedo dormir.

Sebastian llevó la mano a la piel desnuda de sus brazos, y a continuación la pasó por la frente de

Agnes. Estaba ardiendo.

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—¿Duelen? —preguntó mientras deslizaba la mano hombro abajo, por el brazo.

—No —volvió a decir ella, esta vez con mayor convicción, pero se desdijo de inmediato al ver el

escepticismo en los ojos de él—. Sí.

—Ven conmigo.

Sebastian le ofreció la mano y la ayudó a ponerse en pie con delicadeza. Agnes iba descalza. Vestía una

falda —empapada por la lluvia— de arrugas estilo hippy, con mucho vuelo, que le llegaba por aquellos

tobillos suyos de color blanco lechoso. La falda tenía unos volantes superpuestos que, cada uno en una

tonalidad diferente, recordaban la imagen de una nevada en la ciudad: el primero era absolutamente

blanco, los intermedios iban en distintos tonos de gris que decaían hasta el último, del color negro

suave del hollín.

La guio por el pasillo lateral hasta la parte delantera de la iglesia, a través de una puerta y al interior de

un cuartillo detrás del altar. Hacía frío, y el aire estaba cargado de aromas de sándalo, balsamina y

rosas. Agnes tenía un olfato magnífico, y se enorgullecía de su capacidad para distinguir hasta las

fragancias más escondidas en las colonias personalizadas y los jabones que hacía ella a modo de regalo

de cumpleaños para sus amigas. El único olor que no percibía ella, que inundaba todo el edificio, era el

de su propio deterioro.

Sebastian prendió una cerilla, encendió una de aquellas velas finas y alargadas y permaneció de pie

frente a un gran armario de madera con cajones y dobles puertas, una a cada lado. Se trataba de una

antigüedad, de estilo tradicional, aunque resultaba difícil verlo entero con aquella iluminación tan

tenue. Era ese tipo de mueble gigantesco en busca del cual Agnes y sus amigas se pasaban horas

eternas recorriendo de arriba abajo el mercadillo de segunda mano de Park Slope. Sebastian volcó la

vela hacia un lado para que gotease algo de cera de la mecha y formase un montículo fundido y

maleable sobre la encimera de madera. Presionó el pie de la vela contra el montículo de cera caliente y

lo aguantó unos segundos mientras se adhería, para mantener la vela en pie.

Entonces, por primera vez, Agnes tuvo la oportunidad de ver el cuarto en el que se habían metido. Un

gran crucifijo de oro sobre el armario, y tras la puerta colgaba de unos ganchos toda una colorida serie

de túnicas blancas, verdes y violetas. Había un reclinatorio y algunas sillas de madera labrada con

mucho detalle y con los asientos forrados en terciopelo de color burdeos. Localizó dos puertas: una

grande junto al armario que conducía a un cuarto de baño pequeño, y otra negra y más reducida en el

muro del fondo. Desparramadas por la parte superior del armario había unas cajas con velas finas, velas

votivas, apagavelas dorados, paquetes de incienso y urnas de bronce con cadenas, dispensadores de

cristal y de porcelana, copas de oro y platos como nunca los había visto antes. Había un atril con un

libro de oraciones abierto que tenía las tapas de cuero, los cantos bañados en oro y diversos marcadores

de satén de colorines que sobresalían de otras tantas páginas seleccionadas. Agnes estaba asombrada y

algo más que un poco incómoda.

—¿Dónde estamos? —preguntó Agnes.

—En la sacristía. Una especie de rincón privado de los sacerdotes.

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—A mí me parece más un quirófano —replicó con la mirada puesta en toda aquella muestra de

parafernalia propia del sacerdocio.

—Hablando de lo cual… —Sebastian tiró de la puerta del armario y la abrió.

Los aromas ascendieron y se volvieron más intensos aún, casi en exceso para ella. Sebastian alcanzó

una vinajera de cristal de entre varias que había en una repisa, se giró hacia ella y le quitó el tapón.

Agnes se volvió sin esfuerzo hacia él, como la delicada bailarina de una caja de música.

—Dame los brazos —dijo Sebastian con ternura.

—¿Por qué?

—Está bien —dijo él con una sonrisa de preocupación, y extendió la mano para recibir la de Agnes—.

No te haré daño.

Ella subió los brazos y los estiró hacia el frente, con las muñecas hacia arriba, casi como si le ofreciese

sus heridas a Sebastian. La mirada del chico se detuvo en el decenario.

—Me lo dio él —dijo Agnes—. Justo como le pediste.

—Es un buen chico —dijo Sebastian mientras sujetaba con delicadeza los vendajes de sus muñecas.

Despegó lentamente el esparadrapo y retiró el vendaje protector de gasa hasta que lo único que quedó

sobre cada muñeca fue una almohadilla absorbente rectangular manchada de un rojo pardusco por su

sangre. Lo más preocupante eran los tonos amarillos en la gasa.

—Creo que se está infectando —dijo Agnes con una mueca de dolor.

Sebastian le echó el mejor vistazo que pudo a la luz de la vela. La herida iba sanando. Los cortes que se

había hecho eran profundos, y había más puntos de sutura de los que era capaz de contar.

—Se suponía que hoy tenía que volver al médico —dijo ella con nerviosismo—, pero he discutido con

mi madre y…

—¿Te llevas bien con ella?

—Es que vemos las cosas de manera diferente.

—¿Cómo qué?

—No sé —vaciló Agnes—. ¿El amor? ¿La vida?

—¿Eso es todo?

Agnes sonrió.

—¿Y tú?

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—A mí no me queda ninguna familia —dijo Sebastian—. Hace que las cosas resulten más fáciles, en

cierto sentido.

—Y más duras también, ¿no? —observó Agnes, y llevó la mano hasta su brazo.

Sebastian bajó la mirada.

—Estoy seguro de que tu madre te quiere —opinó él—. Es mejor no contar con que eso va a estar ahí

siempre.

—Intento no hacerlo, pero es que todo lo que hace es tan premeditado… Quiere que yo sea igual que

ella, pero no puedo.

—Debes ser consecuente contigo misma —dijo Sebastian, directo al quid de la cuestión—. Siempre.

—¡Sí! —exclamó Agnes, casi con alivio—. Cómo me alegro de que lo entiendas. Hay veces que la

gente me hace sentir como si fuera idiota. Y, la verdad, casi me lo estoy empezando a creer.

—No lo hagas —dijo él.

—Me da la sensación de que, si no llego a salir de allí, habría perdido la cabeza por completo.

El peso de la tristeza y del mareo se iban dejando notar en Agnes, que comenzaba a mostrar los ojos

llorosos.

—Ahora estás aquí —dijo Sebastian, sujetándola.

—Ella piensa que soy débil porque creo en el verdadero amor. Como si el mundo me fuese a triturar o

algo parecido.

—No creo que haya nada más poderoso. Si puedes cambiar la forma de sentir, puedes cambiar la forma

de pensar.

Sebastian era un apoyo. Abierto. No era mucho más mayor, pero sí más sabio que el resto de chicos

que conocía del instituto. Sus amigas no eran mucho mejores. Por primera vez en años, no se sintió tan

sola.

—Es como si quisiera cambiarme, cambiar lo que soy.

—Tú no eres la única que se ha sentido así. Yo también he pasado por eso —dijo él mientras sostenía

con ternura las manos de Agnes entre las suyas—. No puedes permitir que eso ocurra.

—Lo sé. Eso sería peor que…

—¿La muerte?

—Sí —Agnes abrió la boca sorprendida de que él hubiese rematado lo que ella estaba pensando—. La

muerte.

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Todo en él resultaba reconfortante para Agnes, y su tensión y ansiedad se diluyeron. La infección, por

desgracia, perduró.

Sebastian notaba en el rostro de Agnes que la conversación le estaba resultando muy exigente, y que

tampoco podía dar mucho más.

—Vamos a cuidarte eso, ¿vale?

Sebastian orientó la vela hacia la pared a su espalda y cogió una estola de un gancho, se la llevó al

cuarto de baño y la empapó de agua fría en el lavabo. Escurrió el paño, fue hasta Agnes y se lo colocó

sobre la herida con una leve presión, primero en una muñeca y después en la otra.

El paño frío y húmedo sobre su piel proporcionó a la chica un alivio que no se había imaginado. Casi

podía sentir cómo se contraían sus tejidos hinchados y lacerados. Cerró los ojos y exhaló lentamente.

—Gracias.

—No me las des todavía —Sebastian alcanzó la vasija abierta de aceite aromático y vertió un poco en

el cuenco de su mano, mojó los dedos índice y corazón en el aceite y lo extendió por las yemas.

Agarró la muñeca de Agnes.

La sujetó con firmeza.

Agnes se puso en tensión.

—Relájate —dijo él—. Confía en mí.

—Tengo miedo —confesó ella.

—Cierra los ojos.

Agnes cerró los ojos lentamente y respiró hondo.

Se rindió a él por completo. Estaba a su merced.

Sebastian aplicó el aceite de sus dedos en el interior de la herida.

Estaba dentro de ella.

Agnes dejó escapar un quejido ahogado.

Sebastian acarició su piel suave y blanquecina, y mantuvo su mano sujeta mientras se aplicaba sobre

ella. Agnes era tan delicada y tan… tocable.

—No —dejó escapar ella de repente, al tiempo que se apartaba un poco.

—Está bien —dijo Sebastian en un intento por calmarla; le acarició el pelo—. Este aceite tiene

propiedades antibacterianas.

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Aplicó el improvisado ungüento con profusión sobre la herida, y a continuación le frotó la parte interior

de los antebrazos con el aceite.

—Eso es agradable.

—Lo es.

Sebastian cogió dos estolas blancas limpias y, lentamente, con cuidado, volvió a vendarle las muñecas.

Agnes abrió los ojos y le observó. La ternura de su técnica. Estaba concentrado, como si tuviese entre

manos algo muy frágil y valioso.

—¿Dónde has dicho que te sacaste el título? —preguntó con un deje de sarcasmo que asomaba a sus

labios junto con una sonrisa.

—¿Un chiste? —dijo Sebastian con incredulidad—. Debes de sentirte mucho mejor, que digamos.

—Digamos.

Agnes sonrió, y su mirada se desplazó hasta la pequeña puerta al fondo de la habitación.

—¿Eso qué es, otra salida?

—Tal vez.

—¿Es que no lo sabes?

—Lo sé.

—Pero no vas a contármelo.

—No.

—Lucy y Cecilia creen que nos estás ocultando algo.

—Están en lo cierto.

Agnes se sorprendió.

—Entonces ¿nos has mentido?

—No —dijo él—. No os he mentido. Os he contado lo que puedo.

Agnes echó un vistazo a la puerta y después volvió a mirar a Sebastian. Notaba que era importante para

él. Aun en la debilidad de su estado, su curiosidad y su tozudez estaban pudiendo con ella.

—¿Qué hay ahí abajo?

—Una capilla.

Agnes insistió.

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—¿Está ahí abajo la respuesta?

—Míralo por ti misma.

—Vale. Voy a hacerlo.

Agnes se acercó a la puerta, llevó la mano hacia el pomo con cautela y se detuvo. No podía hacer

fuerza al agarrarlo, y el aspecto de la puerta resultaba intimidatorio; le preocupaba no ser capaz de

hacer fuerza alguna con los antebrazos para girar un pomo tan pesado. Que le doliese si lo intentaba.

—Odio las puertas cerradas con llave.

—¿Cómo sabes que está cerrada con llave?

Agnes volvió a aproximarse a la puerta y, esta vez sí, agarró el pomo. Hizo una pausa e intentó

concentrar toda su fortaleza y su voluntad en su muñeca izquierda. Buscó fuerzas una y otra vez, pero

fue en vano. Sebastian estaba impresionado ante su determinación. Agnes se detuvo y volvió a

retroceder con un semblante apesadumbrado, como el de un apostador de tienda de barrio con un boleto

no premiado en la mano.

—No puedo abrirla —dijo Agnes, frustrada aunque sin perder la determinación—. Aún.

—Vuelve a intentarlo más adelante.

—¿Cuándo?

—Cuando estés preparada.

—Buen consejo para abrir tanto puertas como corazones —dijo Agnes.

Sebastian le abrió los brazos para darle un abrazo que la reconfortase. Agnes titubeó, pero se encaminó

lentamente hacia él, a la espera. Ladeó la cabeza y presionó la mejilla contra su pecho, con su larga

melena en cascada como único obstáculo que se interponía entre ambos. Sintió los latidos del corazón

de Sebastian, fuertes, constantes, al contrario que los de ella, que parecían acelerados y arrítmicos.

Sebastian apretó los brazos a su alrededor, y ella le rodeó la cintura con los suyos y con toda la fuerza

que no había logrado aunar unos instantes atrás ante el pomo de la puerta. Aquello podría no ser aún

amor verdadero, pensó ella, pero así era como había de hacerle sentir el amor. Pasión y paz, peligro y

seguridad, todo a una.

—No deberíamos —hablaron sus pensamientos, que habían tomado una ligerísima delantera a su

corazón.

Sebastian ni se inmutó, y ella en realidad no deseaba que lo hiciese.

Agnes se enderezó, y Sebastian cayó de rodillas. Levantó los ojos hacia ella, con su larga melena

ondulante sobre sus hombros desnudos hasta la altura del pecho, donde la camisola se aferraba a su

pálida piel. Parecía una estatua.

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Sebastian tomó su mano lentamente.

—Mmm, creo que las otras estarán preocupadas —dijo ella a regañadientes—. Deberíamos salir.

Se separaron muy despacio, con la mirada fija el uno en el otro. Después de unos instantes incómodos,

Agnes se pasó la melena a la espalda y carraspeó.

—¿Puedo darte ya las gracias?

—Puedes —dijo Sebastian con una leve reverencia por la cintura y un gesto formal hacia la puerta.

Cuando se enderezó, se encontró de nuevo cara a cara con ella, mirada con mirada.

—Gracias —apenas consiguió dejar escapar Agnes de entre sus labios.

Sebastian se inclinó hacia ella, reduciendo lentamente la distancia entre ambos. Agnes lo hizo hacia él,

expectante, y volvió a cerrar los ojos, despacio.

La pulsión de la tormenta en el exterior proporcionaba el realce perfecto para un amor prohibido.

Un primer beso.

El beso que ambos sentían inmediato se vio cercenado por el estallido de un trueno terrible.

Como un dedo que, admonitorio, les hacía un gesto desde las alturas.

Sonó el teléfono. Era el director. O, al menos, una buena imitación.

—«Debido a las condiciones meteorológicas de emergencia en toda la zona y por la seguridad de los

alumnos y el profesorado…».

Una llamada automática del instituto para comunicar la cancelación de las clases. Martha descolgó el

teléfono, escuchó grogui y colgó. ¿Hacía falta llamar, de verdad?, pensó.

—Agnes —gritó su nombre—. ¡Agnes!

El viento soplaba con fuerza contra las ventanas y hacía que le resultase imposible oír nada o

cerciorarse de que la hubiese oído.

—¡Maldito temporal! —exclamó, salió de la cama y se dirigió pasillo abajo hacia el cuarto de su hija—

. ¿Es que no se va a pasar nunca?

Llegó hasta la puerta, de la que colgaba un letrero oxidado de un muelle que decía NO PASAR y que

Agnes se había llevado a rastras en el tren a la vuelta de las vacaciones del verano anterior en Montauk.

A Martha le molestaba. No podía evitar tomarse a título personal que Agnes dedicase tantos esfuerzos a

hacer público su deseo de intimidad, en especial teniendo en cuenta que allí vivían ellas dos solas.

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Puestos a pensar en ello, los problemas entre ambas se remontaban a aquel verano anterior y al

comienzo de la relación de Agnes con Sayer, aquel muchacho que ella misma tanto desaprobaba.

Madres e hijas, las unas al cuello de las otras. Una historia tan antigua como el tiempo. Agnes

acabaría entrando en razón, y todo quedaría olvidado. Al final.

—Agnes, llamaban del instituto —dijo con varios toques en la puerta, pero sin respuesta—. Te puedes

quedar en la cama.

La paradoja de despertar a Agnes para decirle que podía seguir durmiendo no se le pasó a Martha por

alto, y se le escapó una sonrisa. No obstante, le sorprendía un poco que su hija fuera capaz de continuar

durmiendo con aquella tormenta de proporciones épicas. Por lo general, Martha se habría despertado

para encontrarse a Agnes metida en su cama, a su lado. Su estado de ánimo y su tono de voz se

suavizaron de manera considerable.

—Venga, cielo. No seguirás enfadada todavía, ¿verdad?

Llevó la mano al pomo de la puerta y lo giró. Esperaba encontrársela cerrada con pestillo, pero no fue

así. La puerta se abrió apenas una rendija bajo su propio peso, y Martha reparó de inmediato en las

cortinas, que volaban al viento. El alféizar y la alfombra que había debajo de este se encontraban

empapados de agua; el aire había tirado algunos objetos de las estanterías, y en la habitación hacía un

frío espantoso. Empujó la puerta y se abrió de par en par, igual que le sucedió a su boca. La cama

estaba hecha, sin deshacer más bien. El ordenador de Agnes seguía encendido, aunque volcado, y el

teléfono móvil continuaba cargándose en la mesita de noche pintada de color turquesa. Su ropa se

hallaba en el mismo sitio donde había aterrizado la noche anterior.

Martha cogió el teléfono y repasó la lista de llamadas perdidas de Agnes. Seleccionó LLAMAR sobre

el nombre de un contacto que reconoció, y se dirigió hacia el ordenador para revisar el correo

electrónico de su hija, enviado y recibido, que permanecía abierto en la pantalla.

—Hola, ¿Hazel? Soy la señora Fremont.

Siempre utilizaba su apellido de casada, por mucho que su matrimonio hubiese acabado largo tiempo

atrás. Era por el bien de Agnes. Tener el mismo apellido las mantenía en cierto modo conectadas y

daba una mejor impresión de cara a los desconocidos, a pesar de la apariencia de autoengaño que

aquello tenía para los bien informados.

—Ah, hola. Creí que era Agnes.

—¿No está contigo? —dijo Martha en un esfuerzo por ocultar la dimensión de su pánico.

—¿Es que no está en casa?

—No. ¿Tienes alguna idea de dónde podría haber ido?

—Pensé que se habría ido temprano a la cama, para descansar de su… ya sabe… intento.

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—Gracias —dijo Martha con voz preocupada y caso omiso a la falta de delicadeza—. Si te enteras de

algo…

—No se preocupe, que Agnes pasa ya totalmente de Sayer. Seguro que vuelve más tarde. Es probable

que solo esté intentando cabrearla.

—Pero con la tormenta y sus brazos… —se quejó Martha—. Hace un tiempo espantoso ahí fuera.

Dicen que se espera un tornado. ¡En Brooklyn! Y Agnes no se encuentra en un estado anímico, ni de

ninguna otra clase, como para andar por ahí fuera en estos momentos. Sola. En esto.

—¿Verdad que sí? Es increíble. Llevamos sin luz desde anoche. Hay árboles caídos por todas partes.

Ni siquiera se puede salir a la calle.

A Martha no le podía haber importado menos en aquel instante.

—Es que no es propio de ella levantarse y marcharse así. Me refiero a que hemos tenido discusiones

mucho peores.

—Es solo que se siente muy frágil ahora mismo. Voy a mensajear a todo el mundo. Aparecerá.

Sí, pero esperemos que no sea en un contenedor, fue todo lo que Martha pudo pensar.

Sebastian y Agnes abrieron la puerta de la sacristía y se quedaron sorprendidos al encontrarse allí

mismo a Lucy y a Cecilia, de pie, a punto de llamar a la puerta e igualmente sorprendidas.

—¿Habéis oído ese trueno? —dijo Lucy, que se cogía los brazos en un escalofrío—. Os estábamos

llamando a gritos.

Agnes se sonrojó ante la incomodidad de un instante tan embarazoso, y se pasó el pelo, nerviosa, por

encima del hombro para después cruzarse de brazos a la defensiva y bajar la mirada.

—No hemos interrumpido nada, ¿verdad? —dijo Cecilia en una pregunta retórica.

—Estaba ayudándola con sus muñecas —dijo Sebastian, y Agnes asintió.

—Cecilia se ha despertado entre gritos. Me sorprende que no lo hayáis oído —les pinchó Lucy.

—Muy agradable, sí —dijo Cecilia aún afectada.

—¿El mal tiempo o un mal sueño? —preguntó Agnes en tono comprensivo.

—Una pesadilla —asintió CeCe.

Agnes no estaba segura de que CeCe se estuviera refiriendo al sueño propiamente dicho o a la situación

comprometida en que se encontraba ella en aquel instante.

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—Es que apenas se oye nada ahí dentro —protestó Agnes de forma un poco exagerada.

—Ya, claro —dijo Lucy, que de inmediato se distrajo con un objeto deslumbrante que asomaba de un

cajón entreabierto dentro de la sacristía al que le había echado el ojo—. Pero bueno, ¿qué es eso?

—Es un armario para las vestiduras religiosas —explicó Sebastian.

—No, el armario no. Dentro del cajón.

No tenía la plena certeza de no estar alucinando después del golpe que se había dado en la cabeza, así

que lo señaló con la esperanza de que los demás lo vieran también.

—¿Ropa de sacerdote? —preguntó él.

Lucy caminó hasta el cajón y lo abrió para dejar a la vista una pila de ropa doblada con mucho mimo,

las prendas más ornamentadas que jamás había visto. Husmeó en el armario y observó todo tipo de

paños blancos, rojos, verdes, violetas y dorados con bordados majestuosos que se habían dejado allí.

Estaban tejidos con hilo de oro y de plata. Pudo admirar su belleza aun en la oscuridad, y sus dedos

recorrieron la tela para sentir su peso y aquellas puntadas tan precisas. Hizo un gesto a las otras chicas

para que se acercaran a echar un vistazo.

—Ya no se hacen como estos —dijo—. Tienen que ser antiquísimos.

—Alta costura sagrada —añadió CeCe, igualmente embelesada—. Qué tentador.

—Chica mala —dijo Lucy de manera insinuante y sacando pecho—. ¡Buena chica! —dijo después

arqueando la espalda en retroceso.

—¿Hay alguna diferencia? —preguntó Cecilia, como en un eco inconsciente de su sueño.

Sebastian le dedicó una sonrisa, como si supiese lo que estaba pensando, igual que había hecho en el

hospital, cuando se conocieron.

Lucy sacó la casulla, se la pasó por la cabeza, la dejó caer sobre sus hombros, casi hasta el suelo, y

comenzó a adoptar poses de santos. La espalda de aquella prenda estaba cubierta con la imagen de una

joven coronada que sujetaba un ramo de palma en una mano y un plato en la otra. El cuidado con que

estaba hecha y con que estaba guardada les hizo preguntarse por el motivo que tendría alguien para

abandonarla allí.

—Chicas, ¿qué os parece mi traje de los domingos? —dijo Lucy con malicia y absorbiendo hacia

adentro las mejillas—. ¿Excesivo?

—Una loba con piel de pastor —dijo CeCe al tiempo que tanto ella como Agnes fingían dar un aplauso

afectado en señal de aprobación, como si de un par de editoras imperturbables de revista de moda en

primera línea de un desfile se tratase.

Sebastian sonrió llevado por el entusiasmo de las chicas en el primer instante de verdadera relajación

que disfrutaba cualquiera de ellas desde que llegaron allí.

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—Con ustedes, La Pasión —anunció Lucy con un gesto hacia el armario como el que adoptan las

modelos presentadoras en los concursos de la tele, justo antes de tirar unos espléndidos ponchos a las

otras dos chicas.

Cecilia lanzó sobre sus hombros aquella prenda como si fuera una túnica muy pesada, de lana, en

colores violeta oscuro y dorado, y se la ató en la cintura con uno de los escapularios que colgaban de un

gancho detrás de la puerta. Utilizó otro para recogerle a Agnes el pelo en una coleta y la ayudó a

ponerse la suya.

—¡Madre Cecilia! —se rio Lucy.

—Y la hermana Agnes —dijo Cecilia mientras Agnes pasaba los brazos por los orificios laterales de su

prenda, y su escueta figura desaparecía bajo el tejido blanco.

Sebastian seguía observando, con algo más de preocupación. Agnes levantó la vista hacia los retratos

enmarcados y los cuadros con escenas bíblicas colgados a su alrededor. Imágenes de fe y devoción que

ya había visto en el colegio, pero con las cuales no había tenido mucho que ver en el plano personal.

—Tengo una idea —dijo Lucy—. Ahí fuera tenemos la pasarela más alucinante del mundo. ¿Quién se

apunta?

—Yo siempre estoy lista para dar la nota —añadió Cecilia.

—¿El altar? —preguntó Agnes—. No sé yo. ¿No está fuera de lugar?

—¿Sebastian? —gruñó Lucy.

Las chicas se volvieron a Sebastian en busca de su aprobación, pero él ya se había apartado de ellas y

observaba el diluvio del exterior a través de una ventana pequeña, sucia y rota. Ni siquiera había oído la

pregunta.

—Supongo que eso es un no —concluyó Cecilia.

—Vale, no era más que una idea —añadió Lucy a la defensiva.

Sebastian no reaccionó. Se encontraba a miles de kilómetros de distancia.

—Cómo pesa esto —dijo Agnes con voz cansina para poner punto final a sus alegrías. No tenía buen

aspecto. Sebastian la sostuvo por el brazo.

—Último aviso —rezongó Cecilia mientras las chicas renunciaban a sus atuendos clericales y los

dejaban caer con descuido para acabar convirtiendo el suelo de la sacristía en el probador de unos

grandes almacenes.

—Deberíamos llevarnos algo de esto —dijo Sebastian al coger unas estolas y unos aceites con la

intención de usarlos como vendajes y ungüentos para Agnes en caso de necesidad, y Lucy y Cecilia

siguieron su ejemplo.

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—Gracias por cuidar de mí —susurró Agnes.

Sebastian le apretó el brazo en un gesto de ternura.

Agnes observó los utensilios que llevaban al regresar al interior de la iglesia.

—Me hace sentir un poco rara que nos llevemos todo esto por mí —dijo Agnes—. Como si

saqueásemos una iglesia.

—No estamos saqueando —dijo Sebastian—. Solo he cogido lo que necesitamos.

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ínea uno —dijo la secretaria—. Es el capitán Murphy.

El doctor Frey cerró la puerta de su oficina y se sentó en su silla, echado hacia

delante.

—Sí, oficial.

—Capitán —le corrigió.

—Disculpe mi error. ¿Qué puedo hacer por usted?

La relación entre el médico y el capitán era, en el mejor de los casos, controvertida. Frey había

testificado como experto muchas veces en defensa de los acusados para mayor pesadumbre del

Departamento de Policía de Nueva York y de la fiscalía. Era de una cordialidad superficial, pero

ninguno de los dos sentía inclinación alguna a prestar su ayuda al otro más allá de lo que se les exigía

profesionalmente hablando.

—Me sorprende localizarle en el hospital, doctor.

—Estamos en confinamiento, funcionando con generadores, y hago falta aquí.

—Yo estoy prácticamente solo en la comisaría.

—Yo también ando escaso de personal hoy, como se podrá imaginar, y estoy muy ocupado. ¿Me llama

para darme alguna noticia?

—No las que usted está esperando. Le llamo por una denuncia de desaparición de otro de sus pacientes.

—¿De quién se trata?

—Agnes Fremont. Su madre se encontró la habitación vacía esta mañana, después de que anoche

mantuviesen una discusión.

—Ya veo —dijo el doctor mientras recorría sus archivos con el dedo.

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—Tengo entendido que hace poco ingresó allí, en Urgencias, después de un posible intento de suicidio,

y que la mantuvieron una noche en observación, a su cuidado, ¿es así?

—Sí, así es. Fue dada de alta y entregada a la custodia de su madre al día siguiente, y esa fue la última

vez que la vi o que tuve noticias de ella, me temo.

—Y eso fue el 1 de noviembre, ¿no?

Frey vaciló, y comprobó el calendario de su mesa mientras meditaba la fecha.

—Doctor, ¿está usted ahí?

—Sí —contestó, desconcertado de un modo que no era habitual en él—. Ingresó en la noche del 31 de

octubre y fue dada de alta el 1 de noviembre.

—El Día de Todos los Santos —apuntó Murphy.

—¿Qué? —preguntó Frey, aún distraído—. Ah, sí, eso parece.

—Entra una pecadora y sale una santa, ¿eh? —bromeó el policía.

—¿Está usted intentando hacerse el gracioso?

—Oiga, doctor, si un paciente con personalidad múltiple intenta suicidarse, ¿habría que considerarlo

intento de asesinato? Eso es ser gracioso.

—Como ya le he dicho, estoy muy ocupado —la carencia de sentido del humor de Frey era bien

conocida—. Y ahora especialmente.

—Muy bien. ¿Alguna idea de hacia dónde podría haberse largado? La madre está fuera de sí, ya se

imagina, con el tiempo que hace y todo esto que… ha pasado.

—Ninguna.

—¿Algo fuera de lo normal en ella, o sobre lo que pudiera haber hablado con ella durante su

evaluación?

—No, pero tampoco se lo podría contar de ser el caso. Confidencialidad con el paciente, capitán. Digo

yo que conocerá usted la ley.

La línea telefónica permaneció en silencio unos segundos, mientras el capitán decidía hasta dónde se

debía ofender con los comentarios del doctor.

—Hasta donde nosotros sabemos, se trata de una cría que anda sola por la calle. Si no se la lleva

alguien de por ahí, la tormenta lo hará.

—La relación con la madre parecía deteriorada, según recuerdo. ¿No estará con alguna amiga? A mí no

me dio la impresión de que supusiese un peligro de fuga.

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—¿Mostró ser consciente de lo que sucedió la otra noche?

—No que ella lo comentase conmigo. ¿Por qué?

—Se encontraba en Urgencias cuando se escapó ese chico, su paciente.

—¿Y?

—Las cámaras de vigilancia del edificio estaban manipuladas, de manera que no podemos estar

seguros, pero nuestra principal sospecha es que salió del hospital por la sala de Urgencias.

—¿Y cree usted que podrían haber tenido algún contacto?

—Es una suposición, pero hemos de seguir todas las pistas. Nos están presionando mucho para que

demos con la chica. No quiero que esto se filtre y que la prensa los relacione antes de que lo hagamos

nosotros.

—Yo no me preocuparía tanto aún —dijo Frey para llevarle la contraria con cierto desdén—. ¿En qué

estado se encuentra la investigación de la desaparición de Sebastian?

—¿Que en qué estado? En marcha. He asignado al caso algunos hombres que han sido relevados de las

tareas de emergencia por el temporal.

Frey no parecía complacido.

—¿Ha comprobado ya las iglesias?

—El primer sitio en que buscamos. Nada.

—Este tema es urgente. Cuestión de seguridad pública. ¿Acaso tiene su departamento la costumbre de

dejar que los asesinos anden sueltos por las calles? La policía de Nueva York: para proteger y servir,

sin duda.

—¿Se puede saber qué le pasa a usted con ese chico?

—Que lo conozco, capitán. Eso es todo. Sin la atención precisa, ese muchacho podría ser un peligro

para los demás y para sí mismo.

—Con el debido respeto, doctor, su falta de cooperación no ha ayudado mucho que digamos a avanzar

en el caso. Él no es el único sospechoso.

—Si desea hablar con otros pacientes a mi cuidado, en esta planta de Psiquiatría, tendrá que ceñirse al

procedimiento. Yo tengo un trabajo que hacer y unos derechos del paciente que proteger.

—¿Aparece muerto uno de sus celadores en el fondo del hueco del ascensor, y usted me va a obligar a

pedir una orden judicial para hablar con esa panda de lunáticos?

—Esos lunáticos son seres humanos.

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—Yo mismo he detenido a uno de sus actuales pacientes, Sicarius. Ese hombre es un desalmado y un

malnacido sediento de sangre. ¿Qué pinta él allí con usted, en una zona del hospital con mínima

seguridad, en lugar de encontrarse en aislamiento? Eso es una perversión de la justicia.

—No soy yo quien hace las leyes. Además, está medicado, controlado. Apenas supone ningún

problema.

—Ese tipo es un cabrón enfermo. Con lo que le hizo a esas crías. A sus propias hijas, maldita sea. Si

quiere que le diga quién sospecho yo que tiró a ese celador suyo por el hueco del ascensor, él tiene

todas las papeletas.

—No quiero que sospeche. Quiero que encuentre a Sebastian.

—Ese chico no tiene ningún historial de violencia.

—¿A pesar del hecho de que desapareciese justo la noche antes de que fuese hallado el celador?

—No me diga cómo tengo que hacer mi trabajo, doctor.

—No me atrevería, capitán —dijo el doctor Frey con un tonillo condescendiente en su voz.

—Por el momento, la muerte del celador se considera accidental. No queremos alarmar a la población

con titulares exagerados sobre pacientes mentales huidos y adolescentes secuestradas, y más con esta

locura de tiempo que tenemos. ¿Lo entiende? Lo encontraremos.

—Cuanto antes, mejor.

—Pasaré por allí a interrogar a Sicarius y algún otro más en cuanto esto amaine.

—Y traerá su orden judicial, ¿verdad?

—Gracias por su tiempo, doctor. Si se le ocurre algo en referencia a la chica de los Fremont, deme un

toque.

—Adiós, capitán.

El doctor Frey siguió revisando el calendario y el archivo de Agnes, repasando sus notas,

reconstruyendo sus impresiones acerca de la chica y de su consulta. De los pacientes inestables que

había visto de manera reciente, ella era la más estable, y sus heridas eran más una declaración de

intenciones que un desequilibrio mental. Siendo como era poco amigo de tomar riesgos innecesarios,

decidió estudiarlo con mayor detenimiento.

—Enfermera —llamó—. Traiga el registro de pacientes de Urgencias del pasado fin de semana.

—Creo que no hay nadie en el archivo ahora mismo —le advirtió la enfermera—. ¿Es urgente?

—¡Hágalo!

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A Cecilia le costó sacudirse su sueño y solo comenzó a recuperarse cuando los sonidos de la calle

empezaron a abrirse paso a través de los muros de la iglesia. Agnes estaba sentada cerca de ella, aunque

no demasiado. Se percató de la agitación de Cecilia.

—¿Quieres que te traiga un poco de agua? —ofreció, y se olvidó de su propio malestar.

—Estoy bien —soltó Cecilia—. Solo necesito ser yo misma por un instante.

CeCe se levantó y se encaminó hacia el final de la iglesia, entró en el vestíbulo y se detuvo. Se volvió

hacia Agnes.

Perdona, gesticuló con los labios. Gracias.

Agnes, Sebastian y Lucy se quedaron mirando cómo se aproximaba a las puertas de la iglesia, pero

desapareció de su vista antes de llegar a ellas. No obstante, sí oyeron abrirse una puerta y los pasos de

las botas de Cecilia sobre una escalera. Reapareció por encima de ellos, en el palco que había frente a

un órgano gigantesco, como el fantasma de una ópera rock. Los observó desde allá arriba, como si

escrutase el público desde el escenario, se volvió y se sentó en el banco frente al teclado.

Se mecía mientras pulsaba las teclas, que generaban un sonido ahogado, amortiguado por el polvo y

por los años, pero lo bastante alto para que su reducido público de la platea escuchase la música.

Cecilia comenzó a cantar y sintió un sudor frío. Parecía hallarse en un rapto, aturdida. Era un canto

llano, en acordes menores, un lamento agridulce. Casi un cántico con una melodía etérea, cadenciosa.

A Cecilia le resultaba sencillo divagar, pero en ningún sitio como allí: vacío y medio desmoronado, no

parecía otra cosa más que el escenario de un teatro en pleno proceso de construcción, o desmontaje —

quién sabe—, pero había mucho más allí encerrado.

Lean out your window, golden hair,

I heard you singing in the midnight air.

My book is closed, I read no more,

watching the fire dance, on the floor.[8]

Era un arreglo musical de un poema de James Joyce que le encantaba. Jamás había tocado en público

de un modo semejante, o para nadie que no fuese ella misma. El sello de su música era la agresividad,

la confrontación, pero aquellos eran sonidos de aquiescencia, de resignación.

Llenos de gracia.

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—Las pruebas para el coro son la semana que viene —gruñó Lucy.

Resultaba obvio el tinte de los celos en el tono de voz de Lucy, que observaba a Agnes y Sebastian

embelesados con la actuación de Cecilia.

—¿Por qué no nos limitamos a escuchar, vale? —saltó Agnes, irritada ante la mezquindad de Lucy.

I’ve left my book, I’ve left my room,

for I heard you singing through the gloom.

Singing and singing, a merry air,

lean out the window, golden hair.[9]

Su voz resonaba por toda la cámara, reverberaba a través de todos aquellos elementos de metal y

madera colocados, amontonados y colgados por toda la iglesia.

Al finalizar, Cecilia se puso en pie silenciosa y volvió a bajar con los demás.

—Ha sido muy hermoso —dijo Sebastian—. Espiritual.

—Gracias —respondió ella con timidez.

—Syd Barrett —dijo él.

—Sí —admitió Cecilia—. Uno de mis auténticos ídolos. ¿Cómo es que lo conoces?

Las conexiones más fuertes que había establecido, todas, habían llegado a través de la música. A quién

escuchabas, qué te conmovía, lo decía todo acerca de ti. Era como un idioma secreto. Algo que ahora

sentía que compartía con él.

—Toda una leyenda en su época —añadió Sebastian—. Y un alma atribulada.

CeCe asintió.

—No sé de dónde ha salido esto, la verdad —dijo Cecilia, mientras se miraba las manos con

asombro—. Jamás había tocado algo así.

—Quizá estuvieras… inspirada —respondió él, sonriente, al cogerla por los brazos con fuerza.

Cecilia se sonrojó y apartó la mirada. No se avergonzaba ni se conmovía con facilidad cuando un tío la

tocaba, pero aquella sensación fue distinta. Y especialmente entonces. Todavía seguía asustada por el

sueño que había tenido, pero también la había emocionado de un modo que jamás había sentido hasta

ese momento. Apenas lo conocía aún, y sin embargo ya sentía que se estaba enamorando de Sebastian.

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Elevó la mirada hacia él, esbozó una leve sonrisa y se cruzó de brazos, desnudos y en carne de gallina

tanto por él como por la humedad del lugar. Caminó hasta Agnes y Lucy. La primera la recibió con un

abrazo cariñoso; la segunda, con halagos a regañadientes.

Dispuestos a admitirlo o no, estaban todos conmovidos. Cada uno con la sensación de que les estaba

cantando directamente a ellos y sobre ellos. Para ellos.

—Precioso, pero a mí no me parece que vaya a ser un éxito —dijo Lucy a la defensiva.

—¿A qué viene esa obsesión tuya por ser la mejor y llamar la atención más que nadie? —preguntó

Agnes.

—No lo decía totalmente en serio, pero piensa en ello, ¿por qué molestarte en dedicarte a algo si no

apuntas a lo más alto? —se despachó Lucy.

—¿Qué te parece llegar al corazón de unos pocos? —dijo Cecilia para unirse a la refriega en defensa

propia—. Prefiero conmover solo a unos pocos que de verdad lo entiendan.

—Qué arrogante —se burló Lucy—. ¿Los que de verdad lo entiendan? Es tu trabajo lograr que se te

entienda.

—Estamos un poco quisquillosas con el tema de las ventas, ¿no te parece? —replicó CeCe—. El arte

no es un trabajo, o no debería serlo.

—Por favor —contestó Lucy—. Si lo que querías era dedicarte a cantar, eso lo podías haber hecho en

el sótano de la casa de tus padres, o delante del espejo del cuarto de baño, pero en el instante en que

sacas ahí fuera tu música, cobras por una descarga o por una entrada en un bareto cutre, entonces estás

en el negocio de la música. Le pides a la gente que tome una decisión sobre si comprar o no, que elija.

—¿Y qué es lo que vendes tú? —preguntó Cecilia.

—Una fantasía —dijo Lucy—. Yo.

—¿Te va eso de ser una fantasía? —le preguntó Agnes.

—Es todo cuestión de números, de alcance. Solo hay una como yo —dijo Lucy—, pero todo el mundo

tiene una fantasía.

—Pues a mí me parece buena idea que te pienses bien lo que mandas antes de darle a enviar —dijo

Cecilia.

—Guau, menuda resentida —se burló Lucy—. Tal vez yo me sentiría igual si tocase en esos antros

mugrientos en los que tú eres cabeza de cartel.

—Yo intento llegar a la gente —dijo CeCe—, no humillarla ni venderme al mejor postor.

—¿Venderme? Bonita, no me confundas contigo.

—Ni loca. Prefiero desnudar mi alma a venderla.

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—Lo que yo te estoy diciendo es que vayas a por todas o que no vayas. Todo lo demás es una pérdida

de tiempo.

—A mí me ha llegado —dijo Agnes en voz baja—. Ha tocado lo que yo he sentido siempre en mi

interior.

Sebastian observó cómo transcurría la discusión, y escuchó a cada chica defender sus argumentos. Lo

que estaban diciendo y lo que había detrás de lo que decían.

—Ambos hacen falta —dijo para poner fin a la discusión y a sus diferencias—. Tanto el mensaje como

el mensajero.

La esquina superior derecha de los archivos del hospital se encontraba doblada y amarillenta del uso, y

la leve sombra de una huella dactilar —la del doctor Frey— comenzaba a aparecer en ella. Pellizcando

aquellas esquinas, había ido yendo de una página a la siguiente, escrutándolas una detrás de otra, en

busca de cualquier tipo de conexión, un hilo conductor, persona, lugar o cosa en sus pasados. Era

mucha coincidencia que aquella cría —pensaba él— hubiera desaparecido de una forma tan inmediata

tras Sebastian.

Sebastian. Agnes. Sebastian. Agnes. Sebastian. Agnes.

Una revisión superficial de sus informes y las evaluaciones de sus profesores no reveló nada

extraordinario que los pudiese atraer; en conjunto, eran opuestos radicales. Ambos jóvenes, ambos

inteligentes. Y tozudos. Eso lo sabía de primera mano. No obstante, ahí se terminaban las similitudes.

Donde ella mostraba dedicación, tenacidad, ambición y meticulosidad, él parecía indiferente, rebelde,

cabezota y desconectado del mundo a su alrededor, y cada vez más. En él, el comportamiento

maniático se había convertido en la norma, junto con los delirios y el exagerado ego que a menudo

venían asociados. Como mínimo, la autoestima de Agnes necesitaba un buen empujón.

Cuando hojeaba los formularios de ingreso de Urgencias, surgió una conexión más importante: otras

dos adolescentes, más o menos de la misma edad, ingresaron casi a la misma hora.

Cecilia Trent. Edad: 18. Estatura: 1,75 m. Peso: 52 kg. Pelo: castaño. Ojos: verdes.

Sin seguro, sin médico asignado, sin parientes cercanos, sin teléfono de contacto. Domicilio en

Williamsburg. Llega inconsciente. Posible ahogamiento. Reanimada in situ y trasladada por servicio de

ambulancias.

Diagnóstico: intoxicación aguda.

Estaba leyendo con la mayor de las atenciones los resultados de su análisis de sangre y le pareció

curioso tener tal cantidad de información sobre aquella persona y, al tiempo, prácticamente ninguna.

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Acababa de echar un vistazo a su interior, dicho sea en sentido literal, sin haberle puesto siquiera los

ojos encima.

—La tecnología.

Tratamiento: fluidos, reposo en cama.

Alta: 1 de noviembre.

—1 de noviembre.

Al contrario que los médicos de Urgencias, él estaba tan interesado en su mente como en su cuerpo.

Reunir un perfil a partir de una amalgama tan dispar de datos no era solo una habilidad que había

desarrollado con años de experiencia, era su trabajo. Y era muy bueno en lo que hacía. Buscó su

nombre en Google y dio rápidamente con toda una serie de enlaces a webs con anuncios de sus

conciertos en bares de la zona y clubes de Brooklyn, Queens y el Lower East Side. Antros, imaginó el

doctor, dada la ausencia de información acerca de los locales. Los vídeos de sus actuaciones que

reprodujo se entrecortaban y eran muy oscuros, no solo en la temática, sino literalmente oscuros.

Aquella chica era como una antena que retransmitiese su ira al espacio, una guerrera No Wave. No es

que estuviese lista para entrar en combate, es que iba buscando uno.

Al examinar las fechas de sus próximas actuaciones en sus webs de fans, se enteró de que la actuación

de la noche previa, que dejó a medias, era ya motivo de controversia. Bajó hasta los comentarios al

final de la página y leyó toda una cadena de ataques y quejas despiadadas:

Rat In A Cage dice:

¡Menudo plante! Estas promesas del rock tan arrogantes que se cagan en sus fans me tienen

hasta las narices. ¡A mí no me vuelves a engañar, cabrona! Tengo pases para la semana que

viene. ¿Quién se apunta?

KeOdio88 dice:

Espero que sufra una muerte lenta y dolorosa por dejar colgados a los fans en pleno concierto.

Seguro que llegaba tarde a una cita con alguno de esos promotores babosos a los que se suele

cepillar por una pasta gansa. Es coña. ¡Pero cómo la adoooooro!

GuerreraFandemonium dice:

¿Qué os apostáis a que dentro de nada cuelga una disculpa en su web diciendo que había un

acosador entre el público? ¡Un momento, que no soy yo, eh!

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MusikaMeMata666 dice:

Eh, gente, dos palabras: ¡¡Qué caña!!

BebéAdulto7 dice:

La prima tercera del novio de mi hermana fue con ella al instituto en Pittsburgh antes de que

dejase las clases, y dice que algo terrible le tiene que haber pasado para que se largue así de un

concierto. ¡Rezad todos por su alma y echad un vistazo a mi nuevo videoblog!

Con fans como estos, pensó Frey, ¿quién quiere enemigos? Aunque tal vez esa fuese precisamente la

cuestión. Sin una mezcla tan volátil de amor y odio, no puede haber pasión. Y aunque no fuese más que

eso, podía ver que a aquella gente le importaba. Y mucho. Estaban entregados a ella. No había término

médico para el carisma, pero surgiera este de donde surgiese, aquella chica lo tenía a patadas.

En el último videoclip posteado de su actuación de la noche previa, el doctor reparó en algo que no

esperaba ver. Algo alarmante. Un brazalete de cuentas que llevaba en el bíceps. Lo reconoció.

Prestó atención al otro «código rojo» del turno de Urgencias. El nombre le resultaba vagamente

familiar.

Lucy Ambrose. Edad: 17. Estatura: 1,68 m. Peso: 54 kg. Domicilio: Bridge Street, 7.

—La zona más emocionante del Dumbo —observó.

Persona de contacto y número de teléfono: Jesse Arens y un número con prefijo 718.

No es una muerta de hambre. Nuevos ricos. Se la imaginó mirando por la ventana de la parte de atrás

de su apartamento, hacia el East River, hacia el espacio vacío antes ocupado por las Torres Gemelas del

World Trade Center, los altos edificios de Wall Street, el bullicio de Tribeca, el SoHo y el Lower East

Side, y los puentes, como líneas de vida, tentándola.

Una búsqueda rápida le devolvió como resultado varias páginas de fotos y cotilleos de webs sobre

moda y vida nocturna del centro. De entre todas las fuentes, había una que despuntaba como el origen

de todo aquel archivo cibernético de documentación, con reportajes que detallaban todos y cada uno de

sus movimientos desde su aparición en las ligas menores hasta convertirse en una party girl VIP de

primera división.

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Repasando una serie interminable de inauguraciones de galerías, galas benéficas y fiestas privadas, la

cantidad de referencias a Lucy le pareció increíble, y eran principalmente incongruencias

entontecedoras: rumores sobre problemas con la bebida y las drogas que surgían justo después del

anuncio de un contrato de publicidad con algún fabricante de bebidas energéticas, diseñadores del

centro o de haberse sometido a intervenciones de cirugía plástica, hasta que todo parecía desaparecer

como si fueran las piezas de un puzle gigantesco. Montones de robados en poses seductoras o atuendos

provocativos, pero escasísimas menciones de líos de una noche, novios o siquiera amigos, para el caso,

completaban el perfil de un chica que básicamente mantenía una relación sentimental consigo misma.

Una narcisista, sin duda; un trastorno límite histriónico de personalidad, era probable. Nada raro,

consideró el doctor, pero sí acentuado de una forma inusual para ser tan joven.

La fama en la era del trastorno por déficit de atención, pensó Frey. Era un ejemplo de ascenso social y

de una carrera a base de instantáneas digitales tan perfecto como se pudiese uno haber imaginado o

incluso haber deseado. Una chica inmortalizada en píxeles sin otro motivo que la propia glorificación.

La fama como un fin. La mera intangibilidad de todo aquello resultaba impresionante, pero de todas las

imágenes que agredieron sus sentidos, la que atrapó su atención fue la del post más reciente: la imagen

de Lucy levantándose de la lona de la vida nocturna. No obstante, no fue el valor de la chica lo que

admiró, sino más bien el accesorio que detectó en su muñeca. Prácticamente idéntico a la baratija de

cuentas que adornaba el brazo de la cantante.

La verdad era que no había llegado a ver a Agnes con una, pero sí la vio trajinar con algo durante la

consulta, como si lo estuviese ocultando. Su mentalidad científica lo condujo a una única conclusión:

—Está sucediendo.

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ye, tú, monaguillo —susurró Lucy para despertar a Sebastian de un sueño

profundo—. Estoy lista.

—¿Lista?

—Para mí cambio.

Ambos se pusieron en pie y se encaminaron hacia el fondo de la iglesia, lejos de las otras dos chicas.

Ninguno dijo una palabra, pero ambos sabían adónde iban, guiados tan solo por las velas que llevaba

cada uno de ellos. Sobraban las palabras.

Se detuvieron delante del confesionario.

—El escenario del crimen —bromeó Lucy acerca del lugar de su primer encuentro.

—No culpable —dijo él, y alzó los brazos para rendirse.

Lucy llevó la mano a la puerta del penitente y la abrió. Él entró por la del sacerdote. Ambos se cuidaron

de cerrar las puertas con cuidado y en silencio. Lucy y Sebastian se acomodaron en sus respectivos

compartimentos, sin poder verse el uno al otro hasta que Sebastian descorrió una portezuela de madera.

Aun entonces, todo lo que el uno podía ver del otro era una silueta a través de una rejilla oscura de

metal que los separaba. Era como una ventana indiscreta del alma en plan Hitchcock. Lucy se arrodilló

y aproximó el rostro a la rejilla.

—Qué morbo que da esto —se le escapó a Lucy.

—No estoy muy seguro de que esto deba empezar de esa manera.

—¿Por qué no? Con honestidad.

—Cierto, pero…

—Vale. ¿Empezamos de nuevo la confesión? —Lucy respiró hondo, y cambió por completo el

ambiente dentro del cubículo. Sebastian se inclinó hacia delante para acercarse a la rejilla y presionó la

oreja contra ella—. No quiero que esto suene como lo que no es, pero ¿pasa algo malo conmigo?

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—No me estoy enterando de nada.

Sebastian apenas pudo decir lo que pensaba antes de que Lucy le pasara por encima como una

apisonadora a causa de una frustración que, apenas contenida hasta entonces, saltaba por los aires.

—Siempre te pones de su lado. No sé si esto va de algún rollo pasivo agresivo para castigarme por ser

tan ambiciosa, o es que me odias sin más.

—Yo no te odio, Lucy.

—Es que la gente tiene tantas ideas preconcebidas y falsas sobre mí… No soy como ellos creen.

Estaba abrumada. Los golpes, la tormenta… Las lágrimas comenzaron a fluir igual que sus

sentimientos, lentamente al principio, y a mares cuando se encorvó, se le agitó la respiración y se tapó

la boca para evitar que las otras la oyesen.

—No tienes que cambiar nada, ni por mí ni por nadie.

—A ver, tú y yo tenemos mucho más en común. No les digas a las otras que lo he dicho, pero es que

resulta tan obvio…, ¿no crees? Siento que conectamos de inmediato. Eso no me pasa nunca.

Sebastian no podía decir una palabra, y aunque hubiese sido capaz, habría dado lo mismo. De

momento, aquello era un monólogo.

—Además —sollozó ella—, ¡yo llegué aquí primero!

Era una pataleta infantil, pero sentida y encantadora en su petulancia.

—No estoy escogiendo a nadie por encima de ti.

Lucy carraspeó, y de repente le sobrevino un aire de rabia. Enderezó la espalda.

—Bien, porque aún tengo mi orgullo. No he venido aquí a jugar a las tres esposas del sultán.

El ultimátum le sentó mal a Sebastian, lo malinterpretó.

—Esto tampoco es el burdel de La casa más divertida de Texas —dijo categóricamente—. Mírame a

los ojos.

Lucy levantó la mirada, inyectada en sangre bajo las pestañas apelmazadas, y se encontró con la de

Sebastian a través de aquellas aberturas minúsculas, como dos prisioneros solitarios en celdas

adyacentes.

—Si estás aquí, es por algún motivo.

—Lo sé. Estoy aquí por ti.

Él no contestó.

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No era la respuesta de confirmación que ella esperaba. Se sentía en plena competición, y en aquel lugar

de entre todos los sitios posibles, al igual que le sucedía fuera, en su vida cotidiana. Lucy había

albergado la esperanza de huir de tanto teatro, dejarse de juegos durante un rato; sin embargo, estos

parecían haberla seguido hasta allí dentro. Y al igual que en su día a día, tenía la firme determinación

de no ser ella la perdedora.

—Me estoy poniendo al descubierto por ti. Necesito saber qué suelo piso.

—No podría escoger entre vosotras. No lo haré.

El rechazo era un idioma desconocido para Lucy. No había estado con muchos chicos, pero desde

luego que se daba por sentado que era ella quien escogía. Y no solo ella lo tenía asumido. Jesse

mataría por verme así, pensó, porque se trataba de una situación en que ningún hombre aparte de su

padre había sido capaz de ponerla jamás. Sebastián la estaba obligando a esforzarse. A pensar. A sentir.

—¿Qué me estás haciendo? Yo no soy así.

—¿Cómo?

—Necesitada —se acercó a él y susurró.

—Yo también te necesito.

—No me mientas.

—Jamás.

—Estoy hecha un lío. Quiero confiar en ti.

—Entonces, confía en mí.

Lucy cogió su vela votiva, frunció los labios y sopló con suavidad hasta apagarla. Y se relajó.

—Cuando era pequeña, mi abuela encendía una vela junto a mi cama. Una vez terminaba de arroparme,

me dejaba soplar para apagarla. Si el hilo de humo descendía, significaba que yo iría al infierno. Si

ascendía, significaba que iba a ir al cielo. Ella siempre se aseguraba de que ascendiese, soplando a

escondidas, dirigiendo el humo con su aliento, y yo me iba a la cama con una sonrisa en la cara todas

las noches. La creía. Igual que te creo a ti.

Lucy bajó la vista a la mecha extinguida y pudo ver que el humo se elevaba. Notaba cómo Sebastian lo

estaba soplando. Lucy se aproximó, acercó la boca al panel que los separaba. Liberada y relajada. La

abrió ligeramente, de un modo seductor, presionando los labios contra la rejilla.

Sebastian se inclinó hacia delante.

Lucy cerró los ojos.

Los dedos de Sebastian dibujaron la silueta de los labios de Lucy a través del panel.

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Las lágrimas de ella se derramaron sobre la rejilla y formaron unos prismas minúsculos en su recorrido.

—Es que estoy harta de dar siempre la nota.

—Nunca te disculpes por ser quien eres.

—Cómo odio tener que ocultar mi verdadero yo —dijo Lucy—. Me da la sensación de que sabes a qué

me refiero.

—Lo sé.

El recorrido en coche hasta la residencia pastoral de Queens suponía un alto riesgo a causa de las calles

inundadas y semáforos apagados, pero Frey estaba decidido. Era casi la hora en que cerraban cuando el

doctor aparcó el coche y se encaminó a toda prisa y bajo un diluvio hacia la puerta principal. La

recepcionista, entrada en años, ya había desviado todas las llamadas al buzón de voz y se encontraba

recogiendo sus cosas para retirarse a su habitación a esperar a que pasase la tormenta cuando sonó el

timbre de la puerta principal. El sonido era crispante, en un marcado contraste con la belleza de las

campanas que tocaban a vísperas cada noche y hoy acababan de empezar. Lo primero que pensó fue

que debía de tratarse de algo urgente como para traer a alguien hasta la puerta con aquel tiempo. Una

enfermedad repentina que requiriese de una extremaunción, o un médico en una visita a domicilio.

—Monseñor Piazza, por favor.

—¿A quién debo anunciar?

—Soy un viejo amigo. Alan Frey.

Un momento de lo más extraño para una visita de índole personal, si bien, la mirada en los ojos de

aquel hombre le decía, primero, que se trataba de una cuestión de cierta importancia y, segundo, que no

era asunto suyo.

—Se lo haré saber. Aguarde usted un segundo.

Frey esperó con impaciencia. Calado a causa de la lluvia, se situó sobre un felpudo de goma que había

junto a un perchero y un paragüero en la entrada forrada con paneles de madera. Por un lado, no

deseaba estropear la antiquísima alfombra que tenía bajo sus pies, y por otro tampoco quería dejar el

menor rastro de su visita, por muy fugaz que resultase esta. Pasados unos instantes, le llamó la atención

un reloj de pie apoyado en una de las paredes del vestíbulo. De pronto se sintió invadido por una nítida

consciencia del paso del tiempo. La cuenta atrás le resultó enloquecedora. Se sintió como un luchador

inmovilizado contra la lona del cuadrilátero.

La recepcionista se excusó de manera apresurada al aparecer la larga y delgada sombra de monseñor

Piazza por delante de él en la sala. El prelado anciano y adusto se dirigió a la zona de recepción con

una leve cojera al confirmar con su vista mermada la identidad de su inesperado visitante. De su cadera

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colgaba un pesado rosario de madera, que se balanceaba al compás tanto de su paso desgarbado como

del reloj de pie conforme el prelado iba atravesando el vestíbulo de mármol.

Piazza permaneció de pie frente al doctor y guardó silencio mientras recordaba todas y cada una de las

conversaciones que habían mantenido y lo examinaba. El doctor le devolvió la mirada. El hombre tan

frágil que tenía ante sí había perdido mucho de aquel porte regio que había estado a punto de valerle el

nombramiento como obispo. Sus poblados rizos canosos ahora clareaban, tenía la espalda encorvada,

los brazos débiles, las piernas inestables, los pómulos marcados y los ojos cansados y blanquecinos.

Una fuerza agotada.

—Bonito sitio, padre. Me alegra ver que están cuidando de usted.

—¿Qué quiere de mí, doctor? —preguntó el sacerdote, lacónico.

Frey le hizo un gesto para que le acompañase a dar un paseo por el jardín encharcado, protegido tan

solo por las hojas de las plantas de una pérgola mientras caía la lluvia a su alrededor.

—No seguirá culpándome por el cierre de la iglesia, ¿verdad?

—Me culpo a mí mismo. Yo perdí mi iglesia. Pero doy por sentado que no ha venido hasta aquí en

busca de perdón.

—Se trata de una cuestión urgente. El niño. Sebastian. Se acordará de él.

El doctor reparó en la aparición de un temblor, por muy leve que fuese, en las manos del prelado ante la

mención de aquel nombre.

—Era un niño —dijo el sacerdote con un tono inconfundible de lamento— cuando se lo envié a usted.

—Ahora es más mayor, padre, pero no más inteligente.

El sacerdote se permitió una leve sonrisa ante la insinuación de la rebeldía, el asomo de un cierto

orgullo en su cargo de antaño.

—¿Son esas las noticias tan urgentes que ha venido a traerme en una tarde tan amenazadora?

—Ha hecho algo terrible. Secuestro. Asesinato.

—No me lo creo.

—Pues no se fíe de mi palabra. La policía ha tomado cartas en el asunto, y ellos sí se lo creen. De no

ser por este temporal, ya lo tendrían bajo custodia.

El semblante del prelado permaneció voluntariamente impasible.

—Bien, fuera como fuese, yo estoy jubilado, como ve usted. ¿Qué pretende que haga al respecto?

—¿Acaso se llega uno a jubilar alguna vez en nuestro oficio, padre? Forma parte de nosotros, desde el

principio hasta el final, ¿no cree?

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—Es su paciente —dijo Piazza con un gesto de desdén.

—Era mi paciente. Ahora es un fugitivo.

Aquello le sonó a acusación al sacerdote, como si él pudiese tener al chico escondido.

—¿Y usted cree que yo sé dónde está? —preguntó Piazza con resentimiento.

—Eso he venido a preguntarle. Usted lo conocía mejor que nadie.

El sacerdote apuñaló con la mirada al hombre bien vestido que tenía ante sí. Él había hecho el voto de

guiar a su rebaño, pero Frey era una oveja descarriada. Muy descarriada.

—Nunca debí habérselo enviado a usted.

—Sé que para usted es un tema desagradable…

El prelado soltó un bufido ante tal descripción.

—¿Desagradable? ¿Ver destruida la vida de un niño? ¿Traicionado por aquellos en quienes confiaba?

Sí, desde luego que es de lo más desagradable.

—Usted hizo lo que tenía que hacer, monseñor. Era ingobernable. Deliraba. Necesitaba ayuda médica y

psiquiátrica a la desesperada.

—Una ayuda que con tanto éxito le proporcionó usted, según veo.

—Con el mismo éxito que usted, padre.

El sacerdote se sentó en un banco de piedra ante una gruta que giraba en torno a una estatua de Santo

Domingo, fundador de su Orden, santo patrón de los acusados bajo falso testimonio. Hundió el rostro

entre las manos y exhaló con fuerza.

—Estaba diciendo la verdad, pero yo no lo creí —se lamentó el sacerdote.

—¿La verdad? Está usted tan loco como él.

—Desde el instante en que se lo confié a usted, ingenuo de mí, la Preciosa Sangre comenzó a morirse.

Sin los decenarios, sin Sebastian, el propósito de la iglesia se marchitó y se perdió. Yo me vi perdido.

Fue entonces cuando supe que las leyendas eran ciertas. Que él tenía razón.

—No todo se perdió, padre. Mis socios en el sector inmobiliario y yo fuimos capaces de asegurar la

estructura, y muy pronto le daremos un uso mucho más práctico.

—Eso a lo que usted llama «estructura» fue erigido sobre los sepulcros de unos hombres santos con un

propósito de santidad.

—Sí, claro, pues podría decirse que su misión se fue al traste —replicó Frey en un tono sarcástico.

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—Así fue, hasta que llegó Sebastian. Él lo entendió e intentó que otros lo entendiesen. Un heraldo. Sin

embargo, en lugar de credulidad, lo que halló fue una traición.

—Eso no son más que los desvaríos de esa anciana que lo crió.

—Era una mujer santa.

—Era una bruja. Y usted mismo lo afirmó.

Monseñor Piazza se puso en pie, desafiante, para salir en defensa de aquella mujer y de Sebastian.

—No era una bruja. Practicaba la benedicaria. El Camino de Bendición. Transfirió ese conocimiento al

chico.

—¿Conocimiento? Pero si eso es un vudú medieval para el populacho ignorante. Lo que hizo esa mujer

fue llenarle al chico una mente fácilmente impresionable como la suya con un sinsentido. A un crío

huérfano y solitario que deseaba sentirse especial. ¡Menuda lástima!

El sacerdote miró al médico con desprecio.

—Lo llenó de fe y de pasión. Era capaz de reconocer la maldad en otros, cosa que ni siquiera yo podía.

Eso lo veo ahora, y ruego a Dios que me perdone por mi ceguera.

—No he venido hasta aquí para rememorar con usted el pasado, monseñor. No tengo tiempo para eso.

—¿Cuál es el verdadero motivo de su visita entonces, doctor? No creerá que lo tengo aquí escondido,

¿verdad?

—Antes de escapar, dijo que había otros. ¿Llegó a comentar con usted alguna vez tal cosa? ¿Tenía

amigos o conocidos en quienes confiase?

—Otros —repitió el sacerdote, como si acabase de recibir la noticia de un milagro que había estado

esperando toda su vida—. Como ministro de la Iglesia, no podría decirle si los tenía o no. Secreto de

confesión.

—No es momento de votos anticuados, padre —le sermoneó Frey—. A usted le importa el chico, su

bienestar, ¿no es así? Es posible que no sobreviva a esto si la policía le encuentra primero. Podría haber

rehenes.

El sacerdote se estaba cansando rápidamente de la fachada altruista del médico. Ya lo habían engañado

en una ocasión.

—¿Y qué será de él si es usted quien lo encuentra primero?

—Vivir es siempre mejor que morir, monseñor.

—No si el precio que uno ha de pagar es su alma, doctor.

—Yo puedo salvarlo. Salvarlo de sí mismo.

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—Su compasión me conmueve. Al fin y al cabo, lo que no queremos es convertirlo en un mártir, por

así decirlo, ¿verdad? —el tono de voz del prelado rezumaba la ironía y la condescendencia combativa

por las que tan conocido era en sus años de juventud. Piazza estaba poniendo al médico de los nervios.

Una vez rasgado el velo de la cortesía, la frustración de Frey lo condujo a traspasar la línea de la

educación.

—Está loco —opinó el doctor—. Padre, las enfermedades como esa son contagiosas entre las personas

con poca fuerza de voluntad, los vulnerables, los deprimidos. Es peligroso.

—¿Peligroso para quién? Habla usted de la transmisión de la fe como de una enfermedad.

—Toda esa palabrería sobre la fe y el alma… Eso es de otra época. ¿No habíamos conseguido dejar

atrás todo esto, padre?

—No lo sé, ¿lo habíamos hecho? Parece usted bastante preocupado por algo en lo que no cree.

—¡Cuentos de hadas! ¡Mentiras! Y eso con la intención de controlar las mentes y la conducta de la

gente, ¿con qué fin? ¿Dinero? ¿Poder?

—Igual que las píldoras que usted receta, doctor: alterar las mentes y controlar la conducta. ¿Qué tiene

Sebastian que tanto miedo le da y que le ha traído hasta aquí hoy? Tal vez deba el psiquiatra hacerse a

sí mismo esa pregunta.

El médico se esforzaba por mantener la compostura.

—Muéstreme un alma —descargó—. ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué tacto? ¿A qué sabe? ¿Cuánto pesa?

Enséñeme un alma y yo le creeré. A usted y a Sebastian.

—Bienaventurados los que no vieron y creyeron.

—Bienaventurados —murmuró Frey—. Ese es el problema, ¿no es cierto?

—Para usted sí, doctor. Para mí, una solución.

—Monseñor, aquella iglesia vieja era un horror que llevaba años aguantando en las últimas. Allí no iba

nadie, y nadie la echará de menos, gracias en gran medida a su propia incompetencia. Ya no sirve para

nada, excepto para convertirse en un bloque de apartamentos destinado a corredores de bolsa y sus

familias; con lo cual espero embolsarme una suma cuantiosa.

Monseñor Piazza valoró su argumento y llegó a una conclusión por completo distinta. Ahora era

consciente de que la Preciosa Sangre había conservado su fin, ya tuviese toda una congregación o un

solo feligrés. O cuatro.

—Quizá tenga usted razón —dijo—, o quizá no.

—Mire a su alrededor —le sugirió Frey, y le señaló en dirección al mobiliario antiguo de la

residencia—. Su momento ha pasado.

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—Me reservaré el derecho a una segunda opinión, doctor —replicó el sacerdote en tono de desafío y

con una leve sonrisa que se asomaba a sus labios—. Creo que ya hemos terminado. Yo le conozco a

usted. Conozco a los de su clase. No va a obtener de mí lo que busca. Esta vez no.

—La decisión de entregar al chico fue suya; no me eche a mí la culpa —replicó Frey—. Ya es

demasiado tarde para andarse con lamentaciones.

—Nunca es demasiado tarde.

Cesaron las campanas a vísperas. Piazza se santiguó y bendijo a su incómoda visita, que ya se

marchaba.

—No pierda el tiempo —se burló Frey.

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l colarse la luz grisácea de las últimas horas de la tarde por los bordes alabeados de los

tablones que cubrían las ventanas, la iglesia de la Preciosa Sangre se reveló ante sus

ojos en toda su destartalada gloria. Sebastian se encontraba sentado en silencio en la

parte frontal de la iglesia. Agnes y Cecilia recorrían el perímetro de la nave, y no tardó mucho en unirse

a ellas Lucy, que parecía estar sufriendo una verdadera resaca de sinceridad. Se detuvieron a observar

unas extrañas marcas en las muros, catorce en total, situadas a intervalos regulares y a la altura de la

cabeza. Siluetas, más que otra cosa, que no les resultaron reconocibles hasta que Agnes las descifró.

Eran sombras quemadas en las paredes de escayola, ahora delimitadas por un borde de pintura

desconchada y polvo tras décadas de exposición al sol en sus amaneceres y crepúsculos.

—Las estaciones —dijo Agnes.

—Las estaciones del vía crucis —añadió Lucy.

—Las desapariciones del vía crucis, más bien —asintió Cecilia para apuntar la falta de los iconos

correspondientes.

—Se me escapa —dijo Lucy en voz alta y negando al tiempo con la cabeza—. Nunca lo he entendido

—algo en lo que todas podían estar de acuerdo—. Un hombre humillado, torturado y ejecutado, ¿para

qué? —se planteó Lucy—. Para que un conejo imaginario pueda poner un cesto entero de huevos de

chocolate y gominolas en Pascua.

—Podría decirse que hay belleza en el sufrimiento —dijo Agnes casi con nostalgia, dirigiendo la

atención sin pretenderlo hacia sus heridas autoinfligidas—. Y en el sacrificio.

—Oye, no te estarás comparando, ¿verdad? Que esto no va de discusiones con tu madre sobre la hora

de estar en casa por la noche o de las movidas con el novio —dijo Lucy mientras señalaba el VI en

números romanos que destacaba de la pintura desvaída a su alrededor—. Esta angustia alcanza unos

niveles totalmente distintos.

—Va de llevar el peso del mundo sobre tus hombros —dijo Cecilia, que estudiaba cada imagen

conforme iban caminando—. Te da la verdadera dimensión de tus problemas.

—¿Tú crees…? —dijo Lucy.

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Comenzaron su recorrido. Sebastian las observaba desde el altar mayor mientras terminaba de preparar

una comida improvisada para ellas.

I, II…

Cecilia se detuvo en la segunda estación. Se quedó allí de pie frente a una imagen de aquel hombre

santo, bondadoso, que portaba una cruz a través de una muchedumbre. Una pesada carga que con tanta

disposición se echó al hombro. Y le azotaban y escupían.

III, IV, V, VI…

Agnes se detuvo ante la sexta estación. Se sentó en el banco que había frente a ella. Contempló la

imagen de una mujer hermosa, arrodillada delante de un Jesús sufriente que cargaba con su cruz. La

mujer sostenía un velo de gasa blanca, a punto de enjugar el hermoso rostro del condenado.

—Eso era todo lo que tenía aquella mujer, todo lo que podía hacer. Y eso a él le dio fuerzas —dijo

asombrada.

VII, VIII, IX, X…

Lucy se quedó sorprendida por la décima estación. Jesús despojado de sus vestiduras. Qué humillante

hubo de ser para él que lo dejasen prácticamente desnudo, que le arrancasen la piel adherida al manto a

causa del deterioro sufrido en el camino, privado de su dignidad. Y mientras, preparaban su cruz frente

a él. Moriría sin posesiones terrenales.

Tras un meditabundo instante de silencio, se volvieron a reunir y continuaron el recorrido.

XI, XII…

—Esto —se percató Lucy de repente— es a lo que yo me refería. Esto es una pasada.

Jesucristo muere en la cruz.

—¿Jesucristo superstar? —la reprendió Agnes—. ¿Era ese tu argumento?

—Lo montamos en el instituto. Yo hice de María Magdalena —dijo Cecilia encogiéndose de hombros.

—Tremendo —dijo Lucy, que de pronto se llevó la mano a la frente y se fue de espaldas contra la

pared que había detrás de ella.

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—El símbolo de la cruz es reconocible para todo el mundo y en todas las épocas. Lo ves y al instante

recuerdas la historia. Sientes algo. Lo entiendes —dijo Agnes.

—La diferencia entre la flor de un día y la fama eterna —dijo Lucy—. Para que luego hablen de

imagen de marca.

—Porque tiene un sentido —dijo Cecilia—. Todo el mundo se puede identificar con el sufrimiento y el

sacrificio en mayor o menor grado.

Lucy sintió un dolor en la forma de un pinchazo detrás de los ojos, que se fue desvaneciendo y a su

paso dejaba unas chiribitas, como la última bocanada de un cohete del 4 de julio. Cecilia alargó la

mano para sujetarla, pero Lucy le hizo ver con un gesto que no era necesario.

—Qué mala pinta tiene ese golpe —observó Cecilia—. Ojalá tuviésemos un poco de hielo.

—Estoy bien.

Lucy se tambaleó hasta llegar a sentarse en un banco y levantó la vista hacia la pared contra la que se

acababa de apoyar. Tenía que haber sido una mezcla de lo de la noche anterior con las estaciones.

Recordó que le daban miedo de pequeña, como si fueran una historieta de esas dibujadas en la esquina

de las páginas de un cuaderno para simular que se movían, pero con un hombre acusado injustamente,

condenado, humillado, torturado y clavado en la cruz. Y todo aquello parecía tan inevitable… Una

condición contra la que ella había luchado toda su vida. De hecho, nada había que la asustase más.

—Era el Hijo de Dios. ¿Cómo pudo dejarse pegar así, a traición? —murmuró Lucy—. Jesucristo, nada

menos.

—Las cartas estaban marcadas desde el comienzo —dijo Cecilia—. Y él jugó la mano que le tocó.

—Y lo sabía —añadió Sebastian, que se aproximaba por la espalda de las chicas. Su semblante se

endureció al quedarse mirándolas. La expresión de inquietud en su rostro era obvia. Se unió a ellas para

las dos últimas estaciones.

XIII…

Bajan a Jesús de la cruz. Sus ojos contemplaban un magnífico cuadro de Jesús, ahora con un halo

dorado, en brazos de sus seres queridos. Le rezaban. Lo adoraban.

—Me encanta cómo toman la agonía y el sufrimiento de la realidad y los mitifican de un modo tan

bello y glorificado —dijo Cecilia—. Aunque de todas formas no sea más que una historia.

—Sí, pero una muy buena —dijo Sebastian.

—La historia más grande jamás contada —añadió Agnes.

—Eso dicen —asintió Lucy.

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—Una historia por la que la gente estaba dispuesta a morir —dijo Sebastian.

—Y a matar —añadió CeCe para hacer constar las dos caras de la moneda.

—Las religiones son las personas. Algunas son buenas, otras no —dijo Sebastian—. Como en todo lo

demás. No se puede culpar a Jesús de todo ello.

—Tontos del culo los hay en todas partes —dijo CeCe.

—Un sermón al que todos nos podemos sumar —coincidió él.

—¿Sabíais que el que hace de cura mayor en El exorcista interpretó a Jesús en esa película de La

historia más grande jamás contada? Lo conocí en un preestreno —añadió Lucy.

—Solo a ti se te ocurriría dejar caer que conoces a Jesucristo —dijo Cecilia.

XIV…

Jesús es enterrado en el sepulcro.

Cuando alcanzaron la última estación, Lucy se sintió desvinculada, no de los demás, sino de su propio

cuerpo. Ni siquiera tenía la plena seguridad de encontrarse allí o en cualquier otro sitio. Se sintió como

si flotase, viendo cómo se desarrollaba toda la escena desde unos tres metros de altura. Alguna vez le

había sucedido en discotecas abarrotadas, pero jamás en una situación tan relajada y silenciosa como

aquella. No era propio de Lucy. Todos comenzaron a sentir algo raro. El viento azotaba, los truenos

estallaban y los relámpagos parpadeaban, pero fue un ruido mucho menos violento y procedente de la

entrada de la iglesia el que captó toda su atención. En especial la de Sebastian.

—¿Qué es eso? —preguntó Agnes, totalmente alerta.

La puerta de la iglesia se abrió apenas una rendija, pero bastó para que sus inquilinos lo oyesen. Las

chicas se agazaparon detrás de los bancos de manera instintiva, no querían que las encontrasen.

Sebastian permaneció en pie, como un mástil que sobresalía del suelo.

—¿Esperabas a alguien más? —susurró Lucy a Sebastian.

—No.

Una solitaria figura atravesó renqueante el vestíbulo y se internó en la iglesia, empujada por el viento,

impertérrita ante la oscuridad. Aun con tan poca luz, Sebastian notaba que era un hombre delgado y

frágil, probablemente anciano, demasiado mayor para enfrentarse a los elementos en aquella hora

crepuscular.

Sebastian continuó observando.

Las chicas oían cómo se acercaban los pasos del desconocido.

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—¿Quién es? —susurró Lucy, nerviosa.

El hombre avanzaba, lento pero seguro. Estaba claro que sabía por dónde iba. Sebastian reconoció su

forma de caminar, su silueta, incluso a la luz de las velas.

—El padre Piazza.

El anciano se detuvo y volvió la cabeza de un lado a otro, arriba y abajo, escrutando en la oscuridad.

Tenía el aspecto de alguien que regresaba a su ciudad natal pasados muchos años para encontrársela

cambiada, alterada, aunque no tanto como para no reconocerla, lo justo para conservar algo que

rememorar o algo que llorar. No había vuelto por allí desde que la iglesia fue desconsagrada y sus

feligreses desperdigados por otras parroquias; ni siquiera para verla desde el exterior. Pero ahora había

regresado, en una tormenta tan terrible, arriesgando su propia vida; debía hacerlo aunque fuera lo

último que hiciese. Piazza recordó sus tibios esfuerzos para salvar la iglesia y a la congregación de las

garras de los promotores, y el alivio que sintió al fracasar: al fin y al cabo, él ya estaba a punto de

jubilarse, y la diócesis no se hallaba en situación de seguir inyectando unas cantidades de dinero cada

vez mayores en otro patrimonio económicamente ruinoso. Sebastian era el último cabo suelto de su

ministerio. Quería mucho al chico, e hizo grandes esfuerzos junto con el asistente social para

encontrarle un buen hogar dentro de la comunidad. Una y otra vez lo intentó. Una y otra vez fracasó.

Sebastian se estaba volviendo «crecientemente inestable». «Mal comportamiento». «Dice

insensateces». «Blasfema». Resultaba desagradable incluso a la más comprensiva de las familias de

acogida. El sacerdote no sabía si era debido a una depresión causada por la muerte de su abuela, a las

hormonas de la adolescencia o a algo más serio. ¿Qué otra cosa podía haber hecho, pensó, salvo lo que

hice? Piazza recurrió en nombre del chico a los médicos de clase alta con los que había entablado

amistad a través de los años. La reputación de Frey era impecable. Si alguien podía cambiar a aquel

muchacho, darle un poco de paz, ese era él.

El prelado suspiró con resignación. Sus hombros se encorvaron al exhalar, y prosiguió por el pasillo.

Aquel lugar estaba patas arriba. Los suelos de terrazo y mármol cortado y pulido a mano estaban

cubiertos de polvo; los bancos de madera tallada y acabados ornamentales habían sido arrancados de

sus sujeciones y apilados contra las entradas laterales; los andamios se alzaban hasta unas alturas que

antaño solo rozaban las voces de los fieles; largueros amontonados con planchas de yeso y restos de

fontanería delante de unos pedestales vacíos donde antes eran veneradas las estatuas de santos con

coloridos radiantes. ¿A quién podía culpar de aquello? ¿De lo de Sebastian?

Solo a sí mismo.

El anciano sacerdote se acercó al altar, paso a paso, hasta alcanzar el centro de la iglesia. Una vez allí,

realizó una genuflexión, se santiguó, hizo una reverencia con la cabeza, cayó de rodillas y juntó las

manos en el susurro de una ferviente oración.

quia peccavi nimis

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cogitatione, verbo

opere et omissione…

—¿Qué dice? —preguntó Lucy.

—Está haciendo acto de contrición —le explicó Sebastian con los ojos clavados en el penitente.

Piazza hizo un alto y se golpeó el pecho con el puño una vez. El ruido seco y ensordecedor de su mano

artrítica contra el esternón sonaba como un cuerpo al caer de un edificio.

—Mea culpa.

Y otra vez.

—Mea culpa.

Y una última vez, casi entre lágrimas.

—MEA MÁXIMA CULPA.

El padre Piazza se levantó y miró al frente, al altar y a la silueta de Sebastian ante él.

—¡Sebastian! —gritó con todas sus fuerzas.

A Agnes le entró el pánico.

—¿Cómo sabe que estás aquí?

—Calla —le dijo Cecilia mientras cubría con la mano la boca de Agnes.

—Sí, padre.

—La tuya, Sebastian, es una senda de soledad. Una soledad acrecentada por mis actos.

—No estoy solo —dijo Sebastian—. Jamás lo estuve.

Lucy, Cecilia y Agnes salieron de detrás del banco. Aunque estaban confundidas con aquella

conversación, sentían que ya no tenían por qué ocultarse. El sacerdote no podía ver sus rostros, pero los

decenarios brillaban en sus muñecas a la tenue luz.

El padre Piazza estaba abrumado.

—Vendrán a por ti.

—Lo sé.

—Lo siento —dijo Piazza con una voz que se le quebraba de la emoción.

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Sebastian dejó que sus palabras reverberasen en el espacio cavernoso de aquel lugar, hasta que se

desvanecieron en el aire.

El prelado alzó su mano temblorosa en una bendición, tal y como había hecho en incontables ocasiones

entre aquellos muros sagrados de la Preciosa Sangre, e hizo la señal de la cruz.

—La paz sea contigo —dijo Sebastian.

—Y con tu espíritu —el sacerdote bajó la cabeza ante Sebastian en señal de reverencia, y después a las

chicas, se dio la vuelta y se alejó. En una procesión de un solo hombre. De regreso por donde había

venido.

—Padre —le llamó Sebastian—. ¿No se le olvida algo?

—Sí —el sacerdote se detuvo y los miró a todos, allí de pie. Cualquier información sobre ellos se la

llevaría consigo a la tumba—. Todo.

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ué… raro ha sido esto —dijo Lucy con aspereza.

—¿Un hombre rezando? —replicó Sebastian, lacónico.

—Tú ya sabes a qué me refiero —insistió ella—. Para que un hombre mayor salga en medio de un

temporal como este, tiene que haber sido importante.

—Ya te digo, cuestión de vida o muerte —dijo Cecilia—. Se ha arriesgado mucho ahí fuera.

—¿Quién es? —preguntó Agnes, a quien le había picado la curiosidad.

—Se llama Piazza. Fue párroco aquí durante muchos años. Acaba de hacer el viaje más importante que

hará jamás.

—¿Lo conocías bien? —preguntó Agnes con delicadeza.

—Eso creía —respondió Sebastian con un inconfundible rastro de dolor y traición en su voz.

—¿Estás metido en alguna clase de lío? —le preguntó Cecilia en tono protector—. Nos lo puedes

contar.

CeCe recordaba el aspecto tan cauteloso que tenía Sebastian en el hospital, cuando se conocieron.

—Ha dicho que alguien va a venir a por ti —insistió Agnes—. ¿Es la policía?

—Es algo ante lo cual yo no puedo hacer nada.

—Nosotros —puntualizó Agnes—. Sea lo que sea o quien sea, podemos hacer algo.

—Juntos —dijo Cecilia.

Incluso Lucy se unió también.

—Conozco gente que podría ayudar. Sea lo que sea.

—Eso significa mucho para mí —dijo Sebastian al ver su disposición a respaldarle, y más importante

aún, su compañerismo.

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El semblante de Sebastian irradió una melancólica expresión de alegría y de lamento. Se frotó las

sienes y se incorporó para poner punto y final a aquella serie de preguntas y respuestas. Como si

hubiera recibido la señal que estaba esperando.

—¿Adónde vas? —preguntó Agnes.

Sebastian no respondió, y continuó caminando. Las chicas lo vieron desaparecer en la oscuridad que

amortajaba la parte del fondo de la iglesia y las escaleras, con el sonido de los tacones de sus botas al

raspar el suelo.

—¿Creéis vosotras que todo esto tiene que ver con las pulseras? —preguntó Lucy.

—Creo que estamos a punto de enterarnos —dijo Cecilia.

—Yo no salgo de aquí —dijo Agnes—. Hasta que lo sepa.

La respuesta se encontraba en los ojos de Agnes, en los de todas ellas. Estaban decididas a quedarse.

—Me parece que solo nos falta un día de tinieblas para enterarnos —dijo Lucy al recordar el parte

meteorológico de su paseo en el taxi—. Algo va mal, de eso no cabe la menor duda.

—Parece preocupado —añadió Agnes.

—¿Por él mismo? —preguntó Cecilia—. ¿O por nosotras?

—¿Me sigues?

Aquel saludo tan familiar era más corto, y el pitido electrónico del buzón de voz que sonaba a

continuación era más largo de lo que ambos deberían ser en opinión de Jesse, y más agresivos también.

No estaba acostumbrado a que los mensajes que le dejaba a Lucy quedasen sin respuesta. A pesar del

odio personal que se profesaban el uno al otro, o al menos del que ella le profesaba a él, ambos se

entendían. Sin embargo, habiendo pasado ya dos días sin una respuesta, con tantos daños como estaban

causando las lluvias torrenciales y con el tornado que sin duda se avecinaba, Jesse comenzó a pensar en

lo peor.

—El buzón de voz del número al que llama está lleno y no admite más mensajes —dijo la cotorra

electrónica.

Jesse miró el número para asegurarse de que había marcado bien, algo inútil ya que tenía a Lucy en su

lista de marcación rápida. Cabezota como siempre, volvió a marcar. El teléfono le dio por fin señal de

llamada en lugar de desviarlo directamente al buzón de voz.

—Q’pasa —contestó una voz grave con acento de Brooklyn, un hombre.

La cobertura era mala, y la señal venía cargada de ruidos estáticos y eco. Era muy difícil oír o hablar.

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—¿Dónde está Lucy? —Jesse se incorporó en su silla y se inclinó hacia delante.

—¿Qué Lucy?

—¿Tú quién coño eres? —preguntó Jesse—. ¿Dónde está?

—Está aquí conmigo, capullo —dijo el hombre—. Espera, que la pongo boca arriba para que te pueda

decir hola.

Una intensa ola de celos, más que de ansiedad, se apoderó de Jesse cuando este se imaginó que un

«guido» de Gravesend se estaba tirando a su protegida.

—Escucha, gilipollas, no sé quién eres ni dónde está Lucy, pero te juro que vas a tener ahí a la poli

antes de que te puedas poner tu camiseta blanca de tirantes y el anillo en el meñique.

—Oye, tío, tranqui, ¿vale? Que solo me estoy quedando contigo. Este móvil me lo encontré en la calle,

en la puerta del Sacrifice. Lo pillé justo antes de que empezase la tormenta. Yo curro allí.

—Entonces voy a hacer que te echen a la puta calle.

Aquel aire de superioridad acabó por sonar alto y claro a través del teléfono, lo suficiente para que el

tío se preocupase.

—Mierda, tío, ¿eres Jesse? Soy Tony. Ya sabes, Anthony Esposito. De seguridad.

—Querrás decir el gorila de la puerta —bufó Jesse con aire de condescendencia.

—Sí, el mismo —confirmó Tony con resentimiento.

—El chivatazos —dejó escapar Jesse. La mayoría de sus buenas historias tenían su origen en mensajes

de texto de Tony, cuando no de Lucy—. Ese móvil que tienes en la mano es el de Lucy.

—No jodas, tío. El móvil de Lucky Lucy. Llevaba un montón de adornos, pero no tenía ni idea de

quién sería el dueño. El teclado estaba bloqueado. Parecía el móvil de una tía, así que pensé que me lo

podía quedar para devolvérselo a cambio de un favorcito.

—¿Qué le has hecho? —preguntó Jesse, cada vez más airado—. ¿Dónde está?

—¿Y cómo cojones quieres que yo lo sepa? —dijo Tony—. ¿Qué pasa, es que crees que está muerta?

—¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—Pues igual que tú, seguramente. Hace un par de noches, justo cuando me encontré el móvil, mira tú

por dónde. Se piró a toda leche del club y se pilló un taxi, creo, pero no estoy seguro. En serio, tío, no

he visto ni he oído nada de ningún cliente desde la tormenta. Qué coño, ni siquiera hemos abierto,

estamos esperando al gran final. Dicen que un tornado. Es increíble, ¿qué no?

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Jesse se regodeó con la imagen mental de todos aquellos capullos sobre los que escribía volándose con

el viento, hinchados y azules, arrastrados por el agua hasta alguna costa rocosa y lejana. Todos excepto

Lucy, por supuesto.

—Tío, ¿estás ahí? —preguntó Tony.

—Sí, quizá se haya quedado encerrada en alguna parte —dijo Jesse, pensativo, en un intento por

convencerse a sí mismo más que otra cosa.

—Ya sabes lo que se dice: sin noticias, buenas noticias, digo yo, ¿no?

—Para mí no —se revolvió Jesse—. Ni para ti tampoco, ya puestos.

Deja que se ocupe este tocapelotas, pensó Tony, en lugar de joder tu sustento, su «soplo» de pasta,

como él lo llamaba. Ya había palmado dos días de paga por culpa de la tormenta.

—Por algo será, tío. Yo solo estaba intentando hacer las cosas bien. Mira, te dejo el móvil en el

guardarropa para que lo recojas en cuanto abra el garito. Entre nosotros, capisce? Lo único es que no sé

cuándo será eso. Aquí todo está hecho un desastre. Agua por las rodillas, cristales rotos. De mierda

hasta las cejas.

—Si te enteras de algo, házmelo saber —dijo Jesse, distraído de repente por una llamada en espera.

—Siempre lo hago, tío —dijo Tony rechinando los dientes.

Sebastian ascendió por la escalera de caracol hasta la vieja torre del campanario, los escalones de dos

en dos, casi absorbido hacia arriba por el vacío que se generaba en la escalera. No le gustaba la idea de

dejarlas solas, ni siquiera por unos instantes, pero sentía que el tiempo se acababa. Se abrió camino a

través de los tablones desperdigados, las vigas y los restos oxidados del enrejado de las ventanas que

bloqueaban su paso, llegó a lo alto y respiró hondo de aquel aire tenebroso que le rodeaba.

Desde el campanario, estudió los edificios de ladrillo rojo de más abajo, a través de un iracundo cielo

de nubes oscuras y amenazadoras que pasaban como una caricia sobre el distrito de las iglesias. La

vidriera de la tracería estaba hecha añicos y no había sido sustituida. La celosía de acero ondulaba a su

alrededor de manera incierta, y varias ventanas habían quedado al descubierto a causa de los vientos

huracanados que continuaban azotándolas. El suelo de la torre y el tejado principal, bajo sus pies,

estaban cubiertos de fragmentos de colores de los paneles rotos. Las esquirlas brillaban y parpadeaban

como luces de Navidad. Aquellas luces suelen ser anuncio de una ocasión llena de gozo, pero no estas.

La torre llevaba años sin uso, desde mucho antes de que la diócesis cerrase el edificio y los promotores

de la zona le echasen el ojo. Ni siquiera tenía campanas. ¿Por qué molestarse en llamar a la oración a

una gente que no iba a venir de todas formas?, pensó Sebastian.

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Aguardó allí como un centinela, como un Quasimodo del siglo XXI que hacía guardia sobre sus

destartalados dominios y sus tres Esmeraldas. Ahora estaban juntos. Sintió la presencia de las chicas;

no solo junto a él, sino dentro de él, de un modo tan claro como aquella noche en el hospital. La noche

que huyó de Frey. La noche que dio con ellas. Nunca podría haber imaginado que esa sería la parte

fácil. Quería contarles todo, pero sabía que no podía. No obstante, el momento se aproximaba. ¿Le

creerían siquiera?

Sebastian entrecerró los ojos para otear el puerto en la distancia, y Manhattan más allá, envuelto en una

neblina que evolucionaba en su dirección, cruzando el East River hacia los muelles que se extendían

desde Red Hook hasta Vinegar Hill. Desde su cofa de piedra y cemento, se imaginó a sí mismo capitán

de un navío asediado que transportaba una preciosa mercancía hasta orillas lejanas. Surcando mares

procelosos y afilados arrecifes. Rodeado de navíos enemigos, invisibles mas siempre presentes.

Mucho más fácil de distinguir desde aquellas alturas era la planta de la iglesia que tenía justo debajo de

él. Desde el interior, aquella iglesia no parecía más que enorme y cavernosa. Tan familiar y tan similar

a tantas otras iglesias en el hecho de que se prestaba poca atención a su planta. Pero desde allá arriba, la

intención era más evidente. Los transeptos se extendían hacia el exterior, como unos brazos abiertos a

cada lado de la nave, la porción central del edificio. Tenía la forma de una cruz. La razón obvia, se

figuró Sebastian, era para que Dios la pudiese ver desde el cielo, pero justo en aquel instante tenía otro

tipo de vigilancia en mente. Iban a venir a por él, y pronto. De eso estaba seguro.

Sería mucho más fácil acabar con todo aquí mismo. Tirarse y ya está. Abrir bien los brazos, cerrar los

ojos y dejarse caer con gracilidad, pensó, como uno de esos pajarillos mecánicos de las tiendas de

artículos de broma que no paran de zambullir el pico en un vaso de agua para echar un trago. El pájaro,

sin embargo, continuaría haciéndolo. Él no sería tan afortunado. No sería por que no hubiera valorado

tal posibilidad con frecuencia durante los interminables días que pasó encerrado en el psiquiátrico del

doctor Frey, desmoralizado y sin que nadie le creyese, observando desde las ventanas del Ático cómo

se elevaba el andamiaje alrededor de la Preciosa Sangre. Pero aun entonces, él era consciente de que no

disponía del lujo del suicidio, y con tanto que había en juego, su propio sufrimiento difícilmente

importaba. Había aceptado aquello al aceptarse a sí mismo. Todavía le quedaba mucho por hacer.

Mucho que contarles sobre quién era él, sobre quiénes eran ellas y sobre por qué se encontraban allí. Ni

nada ni nadie iba a impedírselo. Sentía que era poca la elección que había tenido en cuanto había

acaecido hasta ahora, pero al menos le quedaba eso. Tenía su espíritu.

Sebastian se quedó observando durante largo tiempo con la esperanza de que la mente se le vaciase al

mismo ritmo que las calles. Unos recuerdos de imágenes congeladas y tan afiladas como los cristales

que había a sus pies, imágenes que revivían y que laceraban su conciencia, lo atormentaban y le hacían

caer de rodillas. Se sentía tan abrumado que apenas notaba cómo las esquirlas le agujereaban los

vaqueros y se le incrustaban en la piel. Qué fluido se había vuelto el tiempo. Podía haber pasado

semanas atrás, u horas. Se vio a sí mismo arrastrado a la planta de Psiquiatría, atado, sedado, evaluado.

Contra su voluntad. Como un espécimen de rana en clase de biología, hurgado, toqueteado y a punto de

recibir descargas que lo dejaban consciente e inconsciente de manera alternativa. Formateado.

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Lo revivía cada vez que cerraba los ojos. Un bucle interminable de sufrimiento. Las esposas, los

interrogatorios disfrazados de terapia, la sala de un color blanco desagradable, la máquina para el

tratamiento por electro shock, la cara de póquer del doctor Frey, la fuerza con que le sujetaba el

celador.

—¿Acaso te impido hacer algo?

—Sí.

—¿Sabes por qué estás aquí?

—Usted es el médico. Dígamelo usted.

—Obsesión, alucinaciones, depresión, paranoia.

—Son todo mentiras.

—Negación.

—Este no es mi sitio.

—¿Cuál es tu sitio?

—Con ellos.

—¿Con quiénes? ¿Con los curas? ¿El padre Piazza?

—No. Él tampoco me creyó. Pero eso usted ya lo sabe. Él me envió aquí, ¿verdad?

—Solo deseaba lo mejor para ti. Como todos nosotros.

—Querrá decir lo mejor para ustedes.

Recordó cómo se tensó la expresión en el rostro del doctor Frey. No estaba acostumbrado a que lo

desafiasen, y no digamos ya a verse cuestionado. Su irritación resultaba palpable, contraria a la calma y

la conducta tranquila que solía mostrar al recorrer los pasillos del hospital y en las cenas ceremoniales.

Estaba acostumbrado a que lo tratasen con respeto, con deferencia. Se lo había ganado. Títulos de

medicina, psicología, sociología; era un científico, con las credenciales que se les supone. Y todo un

humanitario. Apenas quedaba espacio en las estanterías del vestíbulo para los honores que le habían

sido concedidos. A Sebastian lo hacían desfilar todos los días por delante de ellos junto con los demás

pacientes. Dando la vuelta de honor en su nombre. La primera parada de la visita guiada a la planta de

Psiquiatría.

Frey no se había encontrado de mucho humor para aguantar las insolencias de aquel crío gamberro con

complejo mesiánico. Había intentado mantener la frialdad analítica por la que era conocido, pero

Sebastian estaba empezando a irritarle.

—Lo único que traías cuando te ingresaron eran estos tres juegos de cuentas. Los cogiste de la vieja

capilla que hay bajo la iglesia de la Preciosa Sangre.

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—Souvenirs. Ese sitio lo están cerrando. ¿Qué problema hay?

—Objetos robados. ¿No es eso un pecado?

—Yo no he robado nada. Solo me llevé lo que necesitaba.

—¿Necesitabas?

—Me las quitaron. Por miedo a que me ahorcase o a que me las metiese en la boca y me ahogase.

—Tú no presentas el típico cuadro de suicida, Sebastian.

—Entonces, devuélvamelos.

—¿Por qué deseas tanto tenerlos?

—¿Por qué le importa?

—Tal vez me ayude a entenderte mejor.

—¿Es que no se lo han dicho, doctor? A mí me va lo espiritual.

—Eso he oído.

—¿Acaso es ahora una enfermedad?

—Todo depende, Sebastian.

—Si quiere ayudarme, permítame tenerlos. Podría tranquilizarme. ¿No es eso lo que quiere?

—Eso lo podríamos valorar si dejaras de rechazar la medicación.

—Estoy perfectamente bien siendo quien soy.

—¿Y quién eres tú?

—No me creería si se lo dijese.

—Ponme a prueba.

El celador estaba tomando notas por algún motivo, pero no eran para la historia médica oficial de

Sebastian. Frey estaba llevando dos registros diferentes sobre él.

—¿No hay ahí lo suficiente para condenarme? ¿Para encerrarme de por vida?

—No estoy aquí para juzgarte. Los tribunales ya tomaron su decisión.

—Basándose en su autoridad, doctor, en su testimonio.

—Y en el del padre Piazza. Fue él quien te envió aquí en un principio.

—Querrá decir quien me hizo arrestar e ingresar, siguiendo sus recomendaciones, doctor.

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—Por tu propio bien.

—Ustedes tienen gente en todas partes, ¿verdad? Incluso en el clero.

—Él te conocía de niño, Sebastian. Te vio robar las reliquias de la capilla. ¿Sigo?

—Quería que se me escuchase.

—Él te escuchó. Escuchó tus desvaríos, tus alucinaciones. No había más elección que traerte aquí. Yo

no fui a buscarte.

—Sin dejar ningún rastro, ¿verdad, doctor? Usted no me condenó, y tampoco está aquí para juzgarme.

—Más delirios. Estás enfermo, Sebastian.

—Es así como funciona, ¿verdad? Ni saludos secretos, ni un club, ni uniformes. Solo un consorcio de

personalidades con ideas afines y posiciones de poder y aquellos a quienes pueden utilizar para sus

fines malvados.

—Parece que ya lo tienes todo claro.

—Lo sé todo de usted. Me fue revelado. Todo.

—Llevas aquí tres años, Sebastian. ¿No te parece que ya es hora de que compartas esa revelación

conmigo? ¿O acaso tienes miedo?

—No soy yo quien tiene miedo.

—Libérate de esa carga y podremos detener esto. ¿Por qué no me lo cuentas?

—Porque usted ya lo sabe. No intente hacerse pasar por tonto.

—No estoy aquí para reírme de ti.

—No, está aquí para eliminarme.

—No, para ayudarte.

—No importa. Habrá otros.

—¿Otros? ¿Quién? ¿Dónde?

—Más cerca de lo que usted se imagina, pero ¿por qué habría de contárselo?

—Puedes hablar conmigo. Cualquier cosa que digas quedará en confianza.

—Perdóneme por no creer ni una sola palabra de lo que dice.

—La relación médico-paciente es sagrada, Sebastian.

—¿Sagrada? Qué curioso. Eso mismo dijo el padre Piazza.

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La expresión del rostro de Sebastian se retorció de odio con solo pensarlo.

—Te sentirás mucho mejor cuando todo esto se haya acabado.

—¿Siempre hace usted estas entrevistas a altas horas de la noche, doctor? ¿Y en fin de semana, cuando

esto está vacío? ¿Con un paciente en ropa de calle?

—Sujétalo.

—¿Por qué se siente tan amenazado por mí? ¿Es porque usted me cree? ¿Es por eso?

El doctor hizo un gesto de asentimiento a su ayudante para que comenzase.

—¿Es esta la idea que tiene usted de un tratamiento?

—Ya lo hemos probado todo.

—¿Acaso intenta acercarme un poco más a Dios, doctor?

—No, a la cordura, Sebastian.

Aún hoy podía Sebastian sentir el forcejeo. Los músculos contraídos, en tensión, al recordar cómo lo

arrastraban centímetro a centímetro hacia la mesa. Las sujeciones colgaban sueltas, a la espera de sus

brazos y piernas. Las vías intravenosas cargadas de anestesia y hambrientas de sus venas. El bocado de

goma en una bandeja metálica junto a la camilla, inerte, aguardando el mordisco de sus dientes.

—Va a necesitar la ayuda de más de un tío.

La sonrisa arrogante en el rostro del celador sugería lo contrario.

—Sicarius está aquí al lado, por si le necesito.

—¿Con la correa?

—Sédalo.

—Relájate. Un pinchacito, y no te acordarás de nada.

El celador se aproximó a Sebastian, pero él se libró de su presa, le dio la vuelta para que quedase

mirando al doctor y le aplicó una llave de estrangulamiento. El hombre forcejeó y boqueó, agitó los

brazos, se le puso la cara roja, después morada y de un pálido fantasmal mientras Sebastian presionaba

con todas sus fuerzas y observaba al doctor, que no hizo nada a pesar de que el celador se encontraba a

punto de perder la consciencia. Un último apretón silencioso del brazo de Sebastian, y el hombre cayó

impotente al suelo.

—Muy bien —dijo el doctor—, ahora no eres solo un psicótico; eres un asesino.

—No está muerto.

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Sebastian se abalanzó sobre Frey, lo estampó contra la pared y lo sujetó allí con una fuerte presión de

su antebrazo contra la garganta del médico. Frey no se resistió.

—¿Ahora me toca a mí? —le provocó Frey.

—Los decenarios —exigió Sebastian.

Frey se los entregó.

Sebastian rebuscó en el bolsillo del doctor, le quitó sus llaves y retiró la batería de su teléfono móvil.

Salió sin hacer ruido y encerró a Frey en la sala de tratamientos.

—Anda, llama a Sicarius ahora —gritó Sebastian—. A ese, estaría encantado de matarlo.

—¿Matar a alguien malvado no te convierte a ti también en malvado?

—Eso no es más que lo que yo haría. No soy quién para juzgarlo.

—Te volveré a ver, Sebastian —dijo a través del grueso cristal de la ventana de la puerta metálica.

—Que Dios le ayude si lo hace, doctor.

Vio cómo la cara de niño bueno que tenía Jude se asomaba de su habitación, sorprendido por aquel

tumulto tan poco habitual a altas horas de la noche. El niño estaba claramente asustado por él. A pesar

de la diferencia de edad, habían trabado amistad a lo largo de todo el tiempo que habían compartido en

Psiquiatría. Sebastian se había convertido en un hermano mayor. Jude señaló en dirección a la puerta de

Sicarius con una advertencia para que guardase silencio, pero Sebastian le hizo un gesto

despreocupado. Si Frey hubiera tenido alguna intención de ir a por todas, ya lo habría hecho.

Besó uno de los decenarios y se lo lanzó a Jude.

—Dáselo a ella en mi nombre —dijo Sebastian—. Y ten cuidado.

El niño asintió y no requirió ninguna otra instrucción.

—Ten. Cuidado. Tú —dijo Jude a trompicones con los ojos entrecerrados y un temblor en los labios.

—No me olvidaré de esto —dijo Sebastian, que se apresuraba en dirección a las escaleras—. Recuerda

todo lo que te he dicho.

Jude sonrió y volvió a meter la cabeza en su habitación.

Una ráfaga brutal de viento seguida del silencio más atronador que jamás había oído trajo de golpe a

Sebastian de regreso al presente. Crepitaba el aire a su alrededor, los oídos se le taponaron de forma

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dolorosa y se le liberaron a continuación, de manera que acabó perdiendo el equilibrio y aterrizando en

el suelo de lo alto de la torre.

Luchó contra un fuerte viento y, despacio, se puso en pie.

Por muy dolorosos que fueran los recuerdos de su cautividad, estaba orgulloso de haberse zafado de

Frey. Contra todo pronóstico, había conseguido escapar y ya casi había cumplido con su misión.

Sebastian levantó un puño triunfal, se enfrentó al viento y la lluvia y desafió al rayo a que lo alcanzase.

La vieja torre comenzó a temblar de manera violenta a causa del viento y de la violencia del sonido de

los truenos, que sacudieron algún cemento suelto en las juntas entre las piedras y parte del halo ideal de

sus recuerdos. Tuvo de golpe una sensación de mareo en el estómago que no venía causada por sus

logros, sino por lo que se había perdido, lo que él había pasado por alto. ¿Se había escapado de verdad,

al fin y al cabo, o su orgullo desmedido acerca de aquel momento le había nublado el juicio? Repasó la

escena mentalmente, una y otra vez, intentando encontrarle algún sentido. Frey no se resistió. ¿Por

qué? Y entonces cayó. Con tanta fuerza como el tornado que se precipitaba sobre la Preciosa Sangre.

—Pero ¿qué es lo que he hecho? —repitió y escondió el rostro entre sus manos en un momento poco

habitual en él de dudas y autocompasión.

Un ardor repentino le recorrió brazos y piernas. Los cristales de colores, las astillas de madera y los

clavos que habían estado descansando a sus pies habían empezado a elevarse en un remolino, como un

vórtice en un viento huracanado, como un enjambre de mosquitos hambrientos que daba vueltas a su

alrededor. Tenía la tormenta encima. Se cubrió la cabeza cuando en torno a él comenzaron a caer

tablones y maderas, implacables, y lo tiraron al suelo de cemento del campanario. El estruendo se

asemejaba al de un campo de batalla, pero lo único que Sebastian oía era el sonido de su propia voz con

la carga de una dolorosa revelación. Había puesto a las chicas en peligro, mucho más de lo que nunca

podría haberse imaginado.

—Oh, Dios mío, Frey tuvo ocasión de detenerme. Me dejó marchar.

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e está poniendo muy oscuro —dijo Agnes al percatarse de que las cosas se habían

quedado extrañamente inmóviles por un instante—. ¿Dónde está?

CeCe se preguntaba lo mismo.

—Tal vez debería…

El estallido que sonó en el campanario reverberó por toda la iglesia, y las vigas que habían quedado

debilitadas por los trabajos de restauración y la tormenta salieron volando como si fuesen

mondadientes. El órgano comenzó a sonar, notas aleatorias pulsadas por los temblores y por la escayola

que caía del techo. Unos ríos de agua penetraron por el tejado y convirtieron el palco en una catarata de

interior.

—¡Tornado! —gritó Lucy, que se sujetaba mientras todo el edificio de la iglesia parecía dar vueltas de

delante hacia atrás y de lado a lado.

Cecilia llegó hasta el vestíbulo a trompicones y gritó escaleras arriba sin éxito alguno. Los escombros y

el polvo que caían rodando como si de un vómito se tratase cubrieron la barandilla, los escalones y

hasta sus botas. Cogió una buena bocanada de mugre y empezó a toser. El polvo de escayola le había

llenado las fosas nasales y los senos paranasales. Enrojecida y moqueando, gritó hacia lo alto tan fuerte

como pudo.

—¡Sebastian!

Prestó atención a su respuesta, pero no llegó ninguna. Estaba a punto de salir corriendo a por él cuando

Lucy la sujetó por detrás.

—¡Suéltame! Podría haberse hecho daño.

—Podrías hacerte daño tú —le regañó Lucy, que tenía una terrible sensación de que algo iba mal.

—No voy a dejarle morir ahí arriba.

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—Tenemos que permanecer juntas. O moriremos aquí abajo —Lucy levantó la mirada y señaló. Justo

sobre sus cabezas se estaban agrietando unas planchas enormes de escayola, por todo el techo del

vestíbulo.

—¡Corre! —gritó CeCe y tiró de Lucy hacia la nave central de la iglesia con tanta fuerza que a esta casi

se le caen sus zapatos abiertos.

Se estaba desatando un infierno, fuera y dentro.

Una ráfaga de aire, y los tablones de las ventanas superiores comenzaron a crujir y a soltarse con

fuertes sacudidas. La iglesia entera se estaba convirtiendo en un gigantesco túnel de viento conforme se

les venía encima el tornado. Sintieron que les arrancaban el oxígeno de los pulmones. Aquello quitaba

el aliento, literalmente.

Los cristales del claristorio, que ya estaban rajados y deteriorados por el efecto de los martillos

neumáticos de los trabajos de construcción, se hicieron pedazos afilados y cayeron sobre los alféizares

y los pasillos, para detonar contra el suelo a escasos centímetros de sus talones y convertir así aquella

que antaño fuese la casa del Señor en una verdadera casa del terror. Los andamios se balancearon con

la fuerza del viento y se vinieron abajo como si fueran pequeños edificios en una demolición. CeCe y

Lucy se cubrieron la cabeza y corrieron hacia el altar con las pantorrillas ametralladas de astillas y

afiladas esquirlas de vidrio pesado y multicolor, cubiertas de mugre y de gotas de sangre.

El azote del viento y la lluvia penetraban por los huecos de las ventanas y descendían hacia ellas por el

pasillo central y casi por toda la iglesia. Cecilia hizo un gesto a Agnes, que se encontraba un poco más

adelante, agarrada con desesperación a la balaustrada de mármol del altar mayor, y las tres chicas se

lanzaron de cabeza a la relativa seguridad que ofrecían los bancos antes de que alguna otra parte de

aquel edificio sentenciado se viniera abajo. Cecilia cubrió a Agnes con su cuerpo para protegerla de los

fragmentos de madera y cristal, como un soldado que se lleva un balazo por un compañero.

—¡Creía que aquí estaría a salvo! —chilló Agnes.

—Lo estás —dijo Cecilia—. Estás conmigo.

—¡Es como si nos estuvieran atacando! —gritó Lucy.

Cecilia tomó la decisión de replegarse.

—Tenemos que salir de aquí.

—¿Para ir dónde? ¿A darnos una vuelta subidas en la montaña rusa de ahí fuera? —cuestionó Lucy—.

¿Se te ha ido la pinza?

Cecilia pasó un dedo por el líquido templado que le caía por las piernas y se llevó el dedo a la boca. Era

sangre. Su mirada se detuvo en los vendajes de Agnes.

—A la sacristía. Seguidme.

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Salieron disparadas hacia la puerta de la sacristía, Cecilia tirando de Agnes, mientras Lucy —con sus

tacones caros ahora en la mano— se iba quedando rezagada con rapidez.

Hermanas de armas que se apresuraban para ponerse a cubierto. Le echaban una carrera a la tormenta,

corrían por sus vidas.

Chapotearon para atravesar charcos de agua de lluvia y suelos de mármol embarrado. Sus pies

descalzos no encontraban agarre en aquellas baldosas tan resbaladizas.

Agnes se soltó de la mano mojada de Cecilia y se tropezó con unos trozos de madera que había en el

suelo del pasillo, aterrizó sobre las manos y dejó escapar un fuerte grito.

Lucy se detuvo y puso a Agnes en pie de un tirón de fuerza bruta producto de la adrenalina, algo muy

similar a lo que Sebastian había hecho con ella. Tuvo mucho cuidado de no tirarle de las muñecas.

—¡Vamos! —gritó Lucy mientras ayudaba a Agnes.

Cecilia alcanzó la puerta y la abrió de golpe. Agnes se agachó para entrar, y Lucy dio un portazo tras de

sí para cerrarle el paso a lo peor de la tormenta. La tranquilidad fue un alivio.

—¿Es que no puedes ir más despacio, eh? —le soltó Lucy a Agnes de pura frustración—. Teníamos

que haberte dejado ahí tirada.

—Lo siento. He hecho todo lo que he podido —dijo Agnes mientras se apartaba de la cara la melena

apelmazada—. Gracias por ayudarme.

—Oye —dijo Cecilia con un gesto a Lucy para que no insistiese—. Calma.

—No, soy yo quien lo siente —se disculpó esta.

—No pasa nada —dijo Agnes, y recostó la cabeza sobre el hombro de Lucy.

El contacto físico la pilló desprevenida. Hacía mucho que no dejaba a una amiga acercarse lo suficiente

como para tocarla, y no digamos ya consolarla. Si es que alguna vez había hecho tal cosa. Alargó los

brazos hacia Agnes y deslizó las manos bajo su espesa melena, a ambos lados de la cara.

—Nunca te haría algo así —susurró.

Agnes se arrodilló y pasó los dedos por las piernas de las otras dos chicas para palpar los fragmentos de

cristal, que fue retirando con delicadeza uno por uno a cada una de ellas. Enjugó los cortes minúsculos

con la gasa de sus vendajes.

—No es muy higiénico, que digamos —dijo—, pero es lo mejor que puedo hacer.

Cecilia y Lucy repasaron la habitación del suelo al techo. Los desconchones de pintura, la escayola

abombada, los daños causados por el agua y el moho que ascendía por los muros hasta el techo les

dejaban claro que Agnes estaba más que en lo cierto.

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Lucy dirigió la mirada a los vendajes de Agnes, que tenían pinta de estar húmedos no solo por la sangre

de sus piernas y las de Cecilia, sino también por la suya propia.

—Tal vez deberíamos cambiártelos —le dijo—. ¿Qué tal tienes los brazos?

—Me duelen.

Lucy se puso en pie, llevó la mano a la frente de Agnes para tomarle la temperatura y notó su piel fría y

húmeda. Se dio cuenta de que Agnes parecía cada vez más inestable cuando se encontraba de pie, y que

cada vez se agarraba a su brazo con más fuerza. La luz diurna de noviembre se desvanecía tan rápido

como iba cobrando fuerza de nuevo la tormenta. Ante la ausencia incluso del mortecino brillo

blancuzco de las farolas, cegadas aún por el apagón, la oscuridad de la noche caía de manera

irremisible.

Cecilia encendió las velas votivas del armario con la única vela que llevaba, y las situó por toda la

habitación de forma que las sombras que bailaban en los muros recordaban a los espejos deformados

del parque de atracciones.

Agnes tenía un aspecto azorado y sudoroso.

—Déjame que les eche un vistazo —dijo Lucy—. Cecilia, ¿puedes acercar un poco esa vela?

Se frotó los ojos: le lloraban y notaba la visión borrosa a causa del polvo y del moho. Agnes hizo un

gesto de dolor cuando Lucy le desató el nudo en la tela que sujetaba los vendajes. Los hilos negros que

suturaban las heridas brillaban a la luz, mientras que los bordes de los cortes continuaban rojos,

húmedos y supurantes. No habían curado. Se encontraban en esa fase en que uno no sabría decir si

mejoraban o empeoraban.

Lucy emitió un diagnóstico de aficionado pero bastante preciso.

—Esto no tiene buena pinta.

—No la asustes —susurró Cecilia con severidad.

—A lo mejor deberías irte —insistió Lucy—. Volver al hospital.

—¡No! —gritó Agnes que hizo acopio de todas sus fuerzas.

—No se va a ninguna parte con este tiempo. A lo mejor ese hospital ni siquiera sigue en pie —dijo

Cecilia para hacerse cargo de la situación—. Por ahora, vamos a limitarnos a mantener limpias y secas

esas heridas.

Agnes se apartó rápidamente: deambulaba con los brazos caídos junto al cuerpo y expuestos al aire frío

y húmedo, como si recorriese la barra fija en el gimnasio.

—No le sigas la corriente. Esto es serio. Tiene las muñecas infectadas —dijo Lucy, agarrando a Cecilia

por el brazo—. La gente se muere por culpa de mierdas como esta.

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—¡Y también en los tornados! —gritó Cecilia—. Hablaré con ella, dame solo un minuto, ¿vale?

Lucy asintió.

—¿No oléis algo? ¿Algo dulce? —preguntó Agnes—. ¿No son rosas? Huele a rosas.

Fue entonces cuando Cecilia comenzó a preocuparse. Tampoco es que ella fuese capaz de distinguir

mucho los olores, pero el único aroma que comenzaba a captar era el hedor de la putrefacción en los

brazos de Agnes.

—Quizá hayan sobrevivido algunas flores tardías en el jardín —dijo en un tono poco convincente, dado

que había hecho demasiado frío en la fechas pasadas.

—No quiero partir —suplicó Agnes.

—¿De aquí? ¿Del lado de Sebastian? —preguntó Cecilia mientras abría el grifo y limpiaba las heridas

de Agnes con delicadeza.

—Vosotras tampoco. Lo veo en tu rostro, y en el de Lucy.

—Todos tendremos que acabar marchándonos —dijo Cecilia—. La tormenta no puede durar

eternamente. Nada puede.

—Tal vez no, pero tenemos que preocuparnos por el presente más inmediato —intervino Lucy—. Esa

puerta no va a aguantar mucho más.

CeCe se dio prisa en vendar los brazos de Agnes e intentó pensar en algo.

El pesado portal de madera con incrustaciones de bronce comenzó a vibrar de repente en sus goznes

oxidados. Era bello, sólido, una obra de arte en sí y de por sí, o antaño lo había sido, hasta que lo

dejaron caer en tal estado de abandono. Al no contar con nada con que apalancar la puerta, esta pronto

resultaría inútil frente al azote del viento. La lluvia torrencial ya había empezado a filtrarse por debajo.

Se vieron atrapadas.

—Tenemos que ponernos en marcha —dijo Cecilia con un tono de renovada urgencia.

—¿Hacia dónde? —preguntó Lucy.

—Por allí —Agnes señalaba la puerta pequeña de la parte de atrás.

—¿Fuera?

—No. Sebastian dijo que da a unas escaleras que bajan a una capilla.

—¿Bajo la iglesia? —quiso saber Cecilia, que se preguntaba si Agnes no estaría delirando por

completo—. ¿La has visto?

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—No —respondió ella al tiempo que le mostraba las muñecas—. Intenté abrirla pero no pude.

Sebastian dijo que debería volver a intentarlo cuando estuviese preparada.

—Ahí abajo no llega la tormenta ni de coña —observó Lucy con la mirada puesta en la puerta.

—Y dijo algo más —añadió Agnes.

—A ver, ¿qué dijo? —preguntó Lucy con escepticismo.

—Que las respuestas estaban ahí abajo.

—¿Las respuestas? —preguntó CeCe.

—A nuestras preguntas. Por qué estamos aquí.

Lucy estaba empezando a asustarse. Pensaba que la chica divagaba, que era la elevada cantidad de

glóbulos blancos que había en su sangre la que hablaba por ella, que le distorsionaba su realidad. La de

Agnes. La de todas ellas. Le daba miedo bajar, pero la alternativa resultaba mucho más aterradora.

—¡Rápido! Esa puerta ya no es segura —apremió Cecilia, y las tres corrieron hacia la otra puerta—.

Ahora o nunca. ¿Estamos listas para intentarlo?

—Lista —dijo Agnes.

—¿Lucy?

—Lista —respondió ella.

Las tres agarraron el gran pomo ovalado.

—¡Tirad! —gritó Lucy.

—¡Venga, que podemos! —gimió CeCe.

Tiraron de ella con todas sus fuerzas. Una y otra vez.

Las tres juntas.

Sin parar.

Hasta que cedió.

—Estamos salvadas —resolló Agnes.

—Ya veremos —dijo CeCe.

Atravesaron el umbral justo cuando la puerta de la sacristía se soltaba de sus bisagras para ir a golpear

contra la del sótano y cerrarla con un terrible estampido. Se vieron empujadas a una oscuridad total,

mayor aún que cuando llegaron a la iglesia en un principio.

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Lucy encendió una pequeña vela que llevaba consigo y se la entregó a Cecilia, que estiró sus largos

brazos al frente.

—Esto, o es una escalera, o es el vestidor más grande de la historia —dijo Lucy. Bajaron despacio. Los

escalones de adoquín estaban resbaladizos por la condensación, como los del sótano viejo de uno de

aquellos edificios de ladrillo rojo. El olor del aire viciado se intensificaba a cada escalón que

descendían.

Con una única y minúscula llama para iluminar el camino, la escalera les parecía interminable, como si

se adentrasen en unas catacumbas, las mismísimas entrañas de la ciudad, de la tierra, incluso. El pasillo

se angostaba, y el techo iba perdiendo altura, pero cuanto más profundo bajaban, más seguras se

sentían. Más seguras que nunca, en realidad, desde que hubieron llegado a la iglesia.

—¿Todo bien? —dijo Cecilia al hacer una pausa.

—Sí —dijo Lucy—. En la oscuridad es donde mejor me muevo.

—Demasiado club nocturno —le atizó Cecilia para darle un respiro cómico al asunto.

—Mira quién fue a hablar —respondió Lucy.

Al final de las escaleras se fue divisando de manera gradual otra puerta de madera más pequeña y

achaparrada que la de arriba, según se veía a la luz de la vela, con los paneles pintados al estilo

medieval: a cada lado de la entrada, como si guardasen la puerta, se hallaban unos relieves toscos

labrados en la piedra en lugar de estar moldeados en escayola que mostraban unas cabezas de ángel con

expresión atenta y alerta, con las manos de niño bajo el mentón angelical. Sobre la entrada reposaba

una cruz de hueso.

—Esto no sé yo… —dijo Lucy sin quitarle ojo al crucifijo blancuzco y descolorido.

—¿Crees que es como una de esas advertencias del Salvaje Oeste? ¿Como una cabellera clavada en un

poste? —Cecilia adoptó entonces su tono de voz más ominoso—. Tú no pasar.

Agnes cogió otra vela, la prendió y proyectó algo más de luz sobre la puerta. Luego pasó los dedos por

un surco en la madera.

Las palabras Omnes Sancti estaban grabadas en la puerta. Había algo más escrito de una punta a otra

del dintel, en pintura dorada descascarillada y desvaída, que apenas eran capaces de leer o entender.

—Tú eres la niña de colegio de monjas —le dijo Lucy a Agnes—. Venga, dale y haz que tu madre se

sienta orgullosa.

Agnes leyó a trompicones las desconocidas palabras de aquella inscripción:

Probasti cor meum

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visitasti nocte

igne me examinasti

et non est inventa in me iniquitas.[10]

—¿Qué crees que significa? —preguntó Cecilia—. Es que yo solo hablo latín vulgar, ya ves.

—No tengo ni idea —se disculpó Agnes.

—Tanto dinero para nada —dijo Cecilia con la mano en el hombro de Agnes.

—Seguro que dice algo como «Para subir tienes que ser más alto que este número romano» —bromeó

Lucy, nerviosa, al tiempo que recorría con los dedos los irregulares surcos de las letras como una

persona ciega.

—No —dijo Agnes, que recurría al poco latín que había aprendido en clase—. Creo que dice algo

sobre un juicio.

—¿Por qué iba a haber un tribunal debajo de una iglesia? —preguntó Lucy.

—¿O una cárcel? —añadió Cecilia.

Todas y cada una de ellas sintieron cómo una ola de dudas y temores les ascendía por la espalda, como

la descarga eléctrica de castigo de una caja de Skinner, si bien ninguna dijo nada.

—Venga, tías —dijo Cecilia tras respirar hondo—. No nos rayemos, ¿vale?

—Tal vez deberíamos esperar a Sebastian —sugirió Agnes—. Quién sabe qué habrá ahí dentro.

Lucy no le hizo el menor caso y dio un paso al frente para tomar el mando.

—Ver es creer —dijo al llevar la mano al ornamentado pomo de hierro. Se quedó boquiabierta cuando

el interior apareció ante sus ojos—. No hace falta esperar a Sebastian. Creo que sabe dónde está este

sitio.

Cecilia pasó junto a ella y atravesó el umbral de la puerta seguida de Agnes. Su reacción fue también el

silencio, enmudecidas por una sobrecarga sensorial completa.

En contraste con la lobreguez de la escalera y de la iglesia en la planta superior, la capilla se encontraba

magníficamente iluminada con una estación tras otra de velas votivas encendidas y enfundadas en

portavelas de cristal, rosados y opacos. Unos charcos de cera semiendurecida crecían gota a gota en el

suelo bajo las velas. El destello de aquella luz era casi doloroso, refulgía en todas y cada una de las

grietas de la capilla, brillante y llamativa, que rebosaba de signos de vida y recordatorios de la muerte,

todo a una.

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Lo más sorprendente era una lámpara enorme —o más bien un candelabro— que colgaba del centro de

la capilla, y que estaba hecha con maestría y por entero a base de huesos humanos. La corriente de aire

fresco que se colaba por la puerta abierta la balanceaba apenas, y los portavelas —llenos de parafina

fundida que borboteaba amenazadora— luchaban por contener un rebosamiento que parecía inevitable.

Había diversos fragmentos de huesos de distintos tamaños y formas desperdigados como conchas rotas

en una playa pedregosa.

Dos grandes custodias guardaban un pequeño altar cuyo pie estaba hecho también de huesos, además

de dos atriles que sostenían sendos libros abiertos.

Tres reclinatorios de madera y terciopelo bordeaban la parte delantera del altar. Detrás de él, un fresco

del suelo al techo mostraba el Sagrado Corazón atravesado y rodeado por una corona de espinas que

rezumaba sangre. Cuatro esculturas cubiertas por velos de lino fuertemente atados con cáñamo se

erguían ante este y sobre unos pedestales de mármol.

—Ni la sala de un tribunal ni una cárcel —observó Cecilia con voz débil.

—Una tumba —sugirió Agnes.

Entraron muy despacio, volviendo la cabeza de un lado a otro y hacia el techo a cada paso que daban

en un intento por captar el compacto esplendor de la estancia. Era un lugar bello y escalofriante, y

provocó en ellas una reacción mucho más intensa que el gran edificio de arriba.

El perímetro se encontraba rodeado por unas ventanas con gruesas vidrieras: escenificaban horribles

episodios de torturas y muerte que casi cobraban vida al titilante brillo de las llamas. Decapitaciones,

apaleamientos, gente quemada en la hoguera y otras cosas peores quedaban allí plasmadas de un modo

muy recargado, con un hermoso y truculento nivel de detalle. A la temblorosa luz de las velas, las

ventanas adquirían prácticamente un relieve tridimensional, y sus imágenes flotaban en la bruma como

a las órdenes de un proyeccionista de cine de medianoche. Era en parte una capilla y en parte una

cámara de los horrores.

—Y a nosotras nos parece que tenemos problemas… —dijo Cecilia a Lucy al estudiar los paneles.

A Cecilia le pareció extraña la presencia de las ventanas a lo largo del perímetro de la sala cuando, a

aquellas profundidades, resultaba imposible que a través de ellas entrase luz natural alguna.

Lucy caminó hasta una de las imágenes de los pedestales e intentó sin éxito liberar el nudo de cáñamo.

Delante de las estatuas, y en una base propia, Cecilia vio en la penumbra una caja de cristal enmarcada

en oro, exactamente igual que la de su pesadilla, envuelta en un aire neblinoso y rota en su parte

frontal. Limpió el polvo y la suciedad con cuidado, en busca de los anillos de su sueño.

Se quedó confundida, y permaneció durante unos segundos frotando la suciedad entre las yemas de sus

dedos.

—¿Qué es este sitio? —musitó.

—¿Una cripta? —respondió Agnes, sobrecogida.

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—La verdad es que se parece a un lugar que visité con mi padre en la República Checa —dijo Lucy—.

Como un osario. Un cuarto para los huesos. Era una capilla construida enteramente con trozos de

esqueletos debajo de la iglesia del Cementerio de Todos los Santos.

—¿Y te fuiste allí de vacaciones? —preguntó Cecilia.

—Resultaba grotesco, pero extraordinariamente hermoso al mismo tiempo —contaba Lucy—. Todos

aquellos huesos, que pertenecían a gente que murió durante la Peste Negra, fueron exhumados, y un

monje medio ciego los colocó de manera intrincada para formar el mobiliario y las figuras religiosas.

—Vamos mejorando —murmuró Cecilia.

—Fue una visión increíble, como esta. Una obra de arte. Una verdadera obra maestra. Estuvimos

hablando sobre aquel lugar durante horas, días —Lucy divagaba. La idea de estar con su padre

aparcaba el temor que iba abriéndose paso conforme observaba las ventanas alineadas a lo largo de

todo el perímetro de la estancia.

Agnes se acercó a los atriles que había a ambos lados del altar y se detuvo. Los dos libros estaban

abiertos. Estaba claro que uno de ellos era una Biblia. Del libro colgaba un marcador con cinco cintas,

y ella lo abrió por la página que indicaba la primera de ellas. Psalmus, decía. Frustrada tanto por la

dificultad que tenía para ver las páginas en la humareda de la estancia como por su incapacidad para

entenderlas, se desplazó al otro atril y vio tres marcadores en aquel libro.

Se trataba de un tomo encuadernado en cuero, ilustrado con imágenes muy elaboradas, que descansaba

dentro de un estuche de madera. Sobre las páginas abiertas reposaba una llave minúscula para un

candado, supuso ella. No había visto nunca nada parecido, y lo hojeó con el mayor de los cuidados. Era

el primer libro que se encontraba que requiriese protección. ¿Estará encerrado para protegerlo, o para

proteger a la gente de él?, se preguntó para sus adentros.

—¿Qué es eso, las instrucciones de este sitio? —intervino Cecilia en plan sarcástico.

—Algo así —dijo Agnes mientras volvía las páginas muy lentamente—. Son historias. Biografías, diría

yo.

Al igual que las marcas en la puerta, el texto se hallaba en latín y, hasta donde ella podía imaginarse,

era muy antiguo. Tomó el libro y le dio la vuelta a la cubierta.

Decía: Legenda Aurea.

Lucy estaba intentando encontrarle el sentido a una serie de objetos sueltos: una caja de madera con la

forma de una persona y en tamaño natural, como un sarcófago, con orificios para los ojos pero sin

ningún tipo de rasgo facial. Tallada en madera con bisagras, la tapa tenía una inscripción que no era

capaz de entender:

Mortificate ergo membra vestra quae sunta super

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terram.[11]

La abrió y se sorprendió al encontrarse hileras de agujas muy finas y pinchos adheridos en el interior.

Aterrorizada, se apartó, con miedo de cerrarla o siquiera tocarla. Aquello le pareció mucho más

terrorífico que sagrado, pero no tanto como lo siguiente con que se tropezó.

Un espejo veneciano. Una antigüedad recubierta de hollín. Lucy se lamió el borde de la mano y lo pasó

por el vidrio del espejo. Solo fue capaz de limpiar una pequeña porción, lo justo para ver el reflejo de

sus ojos: rojos, hinchados y manchados de rímel corrido. Era la primera vez que se veía en condiciones

desde que llegó a la iglesia. Intentó limpiar el resto, pero cuanto más veía, menos le gustaba.

Despeinada. Mechones de sangre seca de cuando llegó, aún visibles en la frente y en la nariz.

—Pero qué pinta tan… horrible tengo —murmuró para sí en un tono desacostumbradamente

autocrítico.

Menos ominoso pero de igual modo extraño le resultó a Cecilia su hallazgo de una caja de herramientas

oxidada, aperos de chimenea, tablones y cuerda desparramados por allí. Ninguno de aquellos utensilios

tenía aspecto de ser moderno ni de proceder de la iglesia de allá arriba. Eran más antiguos. El origen de

aquella neblina oscura, cálida y cargada de hollín que invadía la estancia era una estufa de carbón muy

mal ventilada, que emitía humo y un brillo rojizo. Sobre ella descansaba una urna también repleta de

carbones encendidos. Parecía una sauna: cálida y vaporosa de un modo incómodo y antinatural. Un

lugar para exudar impurezas. Conforme se iba ventilando el humo gris por la apertura parcial de la

puerta, el resto de la estancia se reveló ante sus ojos.

La sala entera les recordó a un almacén que hubiese caído en el olvido mucho tiempo atrás.

Agnes se apartó del altar y se quedó mirando el suelo bajo sus pies.

—¿Veis esto? —preguntó a las otras dos.

En el suelo de baldosas se encontraban los símbolos de sus decenarios, idénticos a los grabados en la

puerta.

—Parece —dijo Cecilia— que nos estaban esperando.

—¿Jesse Arens? —preguntó Frey con una voz que sonaba entrecortada a causa de la horrible calidad de

la comunicación.

—Depende. ¿Quién es?

—Tengo una exclusiva para usted —le anunció el doctor sin dar a conocer su identidad—. Porque a

usted le gustan las exclusivas, ¿verdad?

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—¿Quién es? ¿Cómo ha conseguido este número?

—Ha habido un asesinato. La víctima fue hallada en el fondo del hueco de un ascensor en el Perpetuo

Socorro. El sospechoso es un paciente que ha huido de la planta de Psiquiatría del hospital.

—Pues llame a la policía. O a la sección de noticias locales del periódico. Digamos que los homicidios

no son precisamente mi rollo. ¿Por qué me llama a mí?

Estaba a punto de colgar.

—¿Ha visto últimamente a su amiga Lucy?

Jesse sintió el cuerpo anestesiado y una náusea que ascendía de su estómago.

—No —dijo con aire lacónico e hizo una pausa—. ¿Por qué?

—Ayer denunciaron la desaparición de una chica de Park Slope, una estudiante de instituto. Lo mismo

sucedió con una cantante de Williamsburg. Creo que su amiga también puede estar en cierto modo

implicada. Todas ellas fueron atendidas el sábado por la noche en Urgencias, la noche en que escapó el

asesino.

—¿Esto de qué va? ¿Es que está intentando convencerme de eso de que «las desgracias nunca vienen

solas», o qué? —se rio Jesse, de pura tensión—. Qué quiere que le diga, a mí me suena un poco a

exageración.

—No soy en absoluto supersticioso.

Aquel tío parecía estar hablando muy en serio, pensó Jesse. Y nadie más se hallaba al tanto de que

Lucy había desaparecido, hasta donde él sabía, aparte del gorila del club. Estaba empezando a

preocuparse.

—Se lo vuelvo a preguntar: ¿por qué me cuenta esto a mí?

—Porque usted la quiere, ¿no? Haría lo que fuera por ayudarla, por encontrarla.

—Usted no tiene la menor idea de lo que está hablando. Si de verdad sabe algo, sabrá que ella me odia.

—¿Acaso no lo sé? He visto sus posts, la forma en que escribe sobre ella, con tantos halagos. Cómo la

fotografía, solo en ciertos ángulos, las piernas, el pecho, las manos, los labios.

—Es trabajo, nada más —afirmó un Jesse poco convincente—. ¿Quién coño es usted?

La línea quedó muerta.

Se mordió impaciente las uñas y aguardó a que volviese a llamar, pero no sucedió tal cosa. El nombre

que daba el identificador de llamada decía simplemente «Hospital Perpetuo Socorro». El sitio era

enorme. Podría haber sido cualquiera, pensó Jesse. Sin embargo, quienquiera que fuese le había leído

el pensamiento hasta la última letra. Por fin, presionó el botón para devolver la llamada y fue

transferido a un contestador.

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—Ha contactado con el departamento de Psiquiatría y con la oficina del jefe del departamento, el

doctor Frey. Para solicitudes de recetas, por favor, pulse uno. Para pedir hora con…

La voz femenina automatizada se vio sustituida por otra masculina y más familiar para Jesse:

—… doctor Alan Frey… —entonó este.

—… por favor, pulse dos.

Jesse pulsó dos.

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gnes concentró la mirada en la parte alta de los muros, y las otras dos hicieron lo

mismo. Una única palabra había sido escrita de manera reciente en color negro, una y

otra vez, en los espacios libres que quedaban entre las ancestrales sentencias en latín

originalmente grabadas en el techo de escayola y dorado. Arremolinadas. Retorcidas. Giradas.

Cífero.

—Je-sús —suspiró Cecilia con asombro.

—Sebastian —susurró Agnes para poner voz al pensamiento que las tres compartían.

—Esto es escritura automática —masculló Lucy—. Rollo trastorno obsesivo compulsivo total.

—Más como un grafiti, diría yo —añadió Cecilia—. Una especie de advertencia.

El calor y la nube de humo resultaban opresivos. Peor que cualquier otra cosa que hubiesen

experimentado aun en el día más sofocante y bochornoso en la ciudad.

—Me… estoy… mareando —dijo Agnes, arrebatada, para caer en los brazos de Cecilia.

—¡Agnes! —gritó esta mientras caía al suelo de rodillas con Agnes en su regazo como una Piedad de

carne y hueso.

Lucy se apresuró hacia ellas, comprobó la respiración y el pulso de Agnes y le tomó la temperatura con

la mano en la frente.

—Está ardiendo —dijo en tono acusatorio—. Tenía que haberse marchado. Teníamos que haberla

obligado a marcharse.

—Por favor, despierta —le rogaba Cecilia, que acariciaba la melena de Agnes con delicadeza mientras

la sujetaba con el otro brazo. Agnes hizo caso. Deliraba. Su cuerpo se puso rígido y echó hacia atrás la

cabeza de golpe.

—¡Creo que está sufriendo un ataque! —vociferó Lucy.

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—Ne discesseris a me —gimió Agnes una y otra vez, vomitando latín como si se hallase en trance—.

Quoniam tribulatio proxima est quoniam non est qui adiuvet.

Cecilia se apartó un poco, y los ojos de Lucy se abrieron como platos. Aterrorizada. Elevó la mirada a

su alrededor y se llevó las temblorosas manos a los labios, como si de repente se hubiese percatado de

algo.

—Ahora sí que se me está yendo la olla —dijo Lucy—. ¿Estás pensando lo mismo que yo?

—Venga, tía, no seas ridícula —le regañó Cecilia—. Está enferma. Son palabras sueltas.

—Cecilia —tartamudeó Lucy, que señalaba una porción del muro por encima de ellas—. No está

delirando. Está…, está leyendo.

—Pero si tiene los ojos cerrados… —se perdió la voz de Cecilia.

—Parece poseída, o algo así. Ha perdido la cabeza.

—¿Poseída? ¿En una iglesia? A mí…

Lucy se volvió hacia la puerta, alarmada por el chirrido y el salto de unas viejas bisagras. Como un

ladrido.

—¿Oyes eso? Hay perros detrás de la puerta. ¡Cecilia!

Salió corriendo hacia la puerta y la empujó para cerrarla. Luego permaneció con la espalda contra la

puerta por unos momentos, con los ojos cerrados, con la necesidad de sentir algo sólido donde

apoyarse, mientras esperaba a que se desvaneciesen los gruñidos. Aliviada, abrió los ojos, pero ahora

resultaba más difícil ver nada. El portazo había apagado las hileras de velas votivas, y habían quedado

no más de tres de ellas encendidas para convertir la capilla prácticamente en una cueva iluminada tan

solo por la llama de aquellas mechas. La oscuridad cayó sobre ellas como un sudario.

—Creo que estaríamos mejor arriba. Cecilia. ¿Cecilia? ¿Es que no me oyes?

—Oigo música.

—¿Qué?

El semblante de Cecilia era inexpresivo, mas no por el miedo, sino porque se hallaba sumida en una

meditación profunda. Extasiada. Empezó a perder color, y su piel adquirió el tono ámbar de las llamas

de las velas. Se balanceó al intentar tomarle el pulso a Agnes.

—Entiendo —dijo Cecilia llena de asombro—. La entiendo. «No estés alejado de mí, que estoy

angustiada; acércate, pues nadie viene en mi ayuda».

Repitieron juntas aquellas palabras, al unísono, como una oración. Agnes en latín, y Cecilia en su

propio idioma. El sonido reverberó por toda la estancia circular, como un remolino.

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—¡Parad! —gritó Lucy, abrumada. Se agarró el rostro con las manos y cayó de rodillas al inundarse

sus oídos de aquel cántico—. Cecilia, algo va muy mal aquí. ¿Qué demonios está pasando?

Lucy levantó la vista a la imagen del Sagrado Corazón que tenía ante sí y sintió que la piel se le

sonrojaba y el corazón le latía cada vez más rápido, como si acabase de correr una maratón. Mientras

intentaba calmarse con todas sus fuerzas, se le empezaron a formar unas gotas de sudor en los poros de

la cara y del cuero cabelludo; le caía por la frente, las mejillas, el mentón. Del corazón parecieron

surgir unos rastros negros de sangre, aunque no podía estar segura de que no fuesen más que las

lágrimas que brotaban en sus ojos o los daños causados por el agua que se hubiese podido filtrar a

través de la escayola agrietada. La imagen del muro del fondo comenzó a ondular en las oleadas de

neblina.

—¿Veis eso? —preguntó, e intentó volver a enfocar su vista a través del humo y la glicerina—. Está

latiendo.

Lucy estaba petrificada.

Con cuidado, Cecilia dejó a Agnes tumbada sobre su espalda y se puso en pie.

—Yo también lo veo —dijo. No apartó la mirada hasta que se sintió demasiado mareada como para

mantenerse en vertical. Cecilia comenzó a tambalearse como un suicida en el alféizar de una ventana

estrecha. Se puso casi tan pálida como los huesos de la lámpara que colgaba del techo y tropezó hacia

atrás, se resbaló y fue a parar al interior de la dama de hierro que se encontraba a su espalda, con la

suficiente fuerza como para que la tapa se cerrase tras ella.

Las pequeñas puntas adheridas al interior del sarcófago se le clavaron por la espalda, por delante y por

los costados, demasiadas como para contarlas, y se vio obligada a permanecer muy recta e inmóvil. Un

centímetro hacia delante o hacia atrás suponía el riesgo de un sufrimiento inimaginable. Si aquello

había sido ideado para lograr el arrepentimiento o el perdón, desde luego que no haría falta demasiado

tiempo para conseguirlo, de eso Cecilia estaba segura. Permaneció clavada en el sitio, muerta de miedo.

Atrapada.

Entumecida por el dolor.

En un esfuerzo por mantener la consciencia en aquel calor sofocante.

Aferrada a un único pensamiento.

Vamos a morir.

—¡Ayudadme! —gritó en vano.

El llanto de Cecilia sacó a Lucy de su trance; se volvió en dirección al sarcófago donde la chica se

encontraba atrapada y vio cómo comenzaba a abrirse.

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Cecilia soltó un alarido horrible al hacer acopio hasta de su último gramo de fuerza y de sensatez para

empujar la tapa y apartarla de sí, sin poder evitar que los clavos le atravesaran las manos de parte a

parte.

—Mis manos —gimoteó al deslizarlas por los clavos para liberarlas y caer de rodillas.

Entre tics y temblores, sobre su regazo, ambas palmas se llenaban de sangre y sudor.

Agnes gateó hasta llegar a CeCe, la tomó por las muñecas y se frotó sus heridas por toda la cara y el

pelo de forma que la sangre se le secó en una horrible máscara de color rojo y le apelmazó los rizos.

Reanudó sus plegarias con un fervor aún mayor, mientras se pellizcaba los vendajes sucios, lentamente

en un principio, para acabar tirando de ellos en busca de algún alivio de la claustrofobia que le estaban

haciendo sentir, como un prisionero que intentase zafarse de unas esposas. Los vendajes cayeron al

suelo e inundaron el aire con el hedor fétido de la putrefacción.

Agnes recitó:

Cor meum tamquam cera liquescens in medio ventris mei.

Ipsi vero consideraverunt et inspexerunt me.

Concilium malignantium obsedit me.

Sicut aqua effusus sum et dispersa sunt universa

ossa mea factum.[12]

Lucy comenzó a sufrir arcadas y a ahogarse por el olor. Incapaz de seguir aguantándolo por más

tiempo, se purgó y devolvió un vómito acuoso repleto de bilis en parte a causa de la peste de la carne

podrida y en parte por el dolor de cabeza. Recorrió a gatas el breve pasillo hasta el altar en busca de un

sitio que no se hubiera ensuciado, sin dejar de sentir arcadas en todo el camino.

Finalmente, se vino abajo.

Agnes continuaba con su cántico, aportando una narración surrealista a su tormento.

Inimici mei animam meam circumdederunt super me.[13]

—Lucy —gimió Cecilia—. Sal de aquí. Encuentra a Sebastian.

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Lucy la oyó, pero en lugar de hacer eso, se encaminó hacia el espejo que antes la había horrorizado. Se

quedó mirando su propia imagen, sus ojos, que ahora parecían brillar y la estaban mareando una vez

más. Se golpeó de frente contra el cristal. Uno por uno, los afilados fragmentos irregulares de vidrio se

le clavaron en la cabeza. Ella no se movió. Permaneció allí y lo aceptó.

Otro.

Y otro más.

Se le incrustaron en el cuero cabelludo hasta que formaron un halo alrededor de su cabeza. Se miró en

el espejo destrozado, con la sangre que manaba de sus heridas. El reflejo que devolvía cada fragmento

del espejo hecho añicos era el de sus propios ojos, que le sostenían la mirada.

—No juzguéis y no seréis juzgados —susurró Agnes.

Lucy se llevó las manos a los oídos.

Agnes se arrastró hasta el lampadario de velas votivas con la mirada perdida en la llama baja de la vela

y estiró la mano, tensa, sobre ella, como una niña que siente curiosidad ante un horno caliente. Poco a

poco fue descendiendo la mano, y varias gotas de la sangre que manaba de su herida cayeron en el

portavelas y crepitaron. Siguió bajando hasta que alcanzó una altura en que la llama le causaba dolor.

El pelo estaba lo suficientemente cerca como para arder. Cuando las irregulares puntas comenzaron a

prenderse, el olor acre del pelo quemado se mezcló con la fetidez de la estancia.

A través de la penumbra neblinosa, Agnes se apareció a Lucy, que ahora se hallaba tumbada en un

lecho de fragmentos de cristal espejado, como un patético espectro condenado a repetir hasta el infinito

un ritual que algún día podría valerle el perdón. Susurraba:

Dinumeraverunt omnia ossa mea.[14]

Lucy sacó fuerzas para alcanzar sus tacones y ponérselos con el fin de protegerse los pies de cualquier

otra lesión provocada por los restos, y se dirigió renqueante hacia Agnes. Antes de que pudiese

apartarle el brazo y el pelo del fuego, la chica se dio la vuelta para enfrentarse ella. Levantó la mano

con la palma hacia Lucy en un gesto silencioso que la conminaba a detenerse donde se encontraba.

—Estás enferma —insistió Lucy con la esperanza de infundirle algo de razón—. Esta no eres tú.

—Lo soy —dijo Agnes—. Las tres lo somos.

Los ojos de Agnes atravesaron a Lucy, como si no estuviera allí. Una mirada de un kilómetro para

cubrir apenas unos centímetros.

La estancia era una pantalla dividida en escenas de dolor y de sufrimiento, y Lucy no sabía hacia dónde

dirigirse, a quién ayudar primero cuando ni siquiera se veía capaz de ayudarse a sí misma. Entendió de

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qué manera podía apoderarse la locura incluso de la mente más sensata y lúcida, esa mente que

consideraba la suya. La proximidad de la locura resultaba abrumadora, y mantenerla a raya, una batalla

perdida. La demencia tiraba de ella. No dejaba de repetirse respira hondo con la idea de regresar a su

cuerpo, pero era incapaz de hacerlo siquiera una vez.

—Ver es creer —se mofó Agnes, y se le escapó una risa floja. Tenía el rostro y las manos tan

ensangrentados que casi desaparecían en la penumbra: daba la impresión de que se trataba de un torso

decapitado y desmembrado que flotaba en el aire—. ¿Qué pinta tengo?

—¡Se supone que este es un lugar sagrado! —chilló Lucy, pero sus ruegos se vieron sofocados por un

dolor explosivo, el peor de todos. Una lluvia de cera líquida se precipitó sobre ella desde el candelabro

de araña, gotas de fuego que salpicaron los ojos de Lucy, todo su rostro, el pelo. Quedó bañada,

cubierta, como un molde. Sintió como si le hubiesen pegado los párpados cerrados y se le hubieran

cocido los globos oculares dentro de sus órbitas, como dos canicas pegajosas.

Cegada.

Asfixiada.

Sin piedad.

—No… veo… nada.

Su instinto fue arrancárselo, pero no lo hizo. En lugar de eso, recorrió con sus dedos temblorosos las

crestas en proceso de enfriamiento de aquella masa texturizada, la segunda piel que la cubría. Tuvo la

sensación de estar mudando la piel, pero de fuera a dentro. O de verse enclaustrada, como una mecha

dentro de aquellas velas alargadas a la espera de que una cerilla la prendiese, la quemara y se

consumiese.

Lucy cayó de rodillas.

Las recitaciones de Agnes se volvieron más frenéticas, más urgentes.

Suplicantes.

Petite et dabitur vobis quaerite et invenietis

pulsate et aperietur vobis.

Omnis enim qui petit accipit et qui quaerit

invenit et pulsanti aperietur.[15]

—¡Sebastian! —gritó CeCe a la desesperada con la poca fuerza que le quedaba. En estado de shock,

observaba con las pupilas dilatadas la truculenta escena que se desarrollaba ante ella: la capilla bañada

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en sangre, sudor, lágrimas, pus y vómito. Magulladas, golpeadas, avergonzadas y laceradas, su interior

se les escapaba lenta pero inexorablemente, como el aceite sucio del motor frío de un coche—. ¡Por

favor! ¡Que alguien nos ayude!

Un gemido estridente y repentino que procedía del otro lado de la capilla perforó el silencio.

—¡Dios mío! —chilló Agnes como si despertase de una pesadilla horrible, en plena desesperación—.

¡Ayúdanos!

Agnes gritó una última vez:

Adtendite a falsis prophetis qui veniunt ad vos in vestimentis

ovium intrinsecus autem sunt lupi rapaces.[16]

Perdieron la consciencia y la estancia quedó en silencio. No podían estar seguras de cuánto tiempo

había transcurrido hasta que volvieron en sí. Tanto el tiempo como su sufrimiento parecían haberse

detenido en aquel preciso instante.

Una mano bajo su cabeza y otra que arañaba sobre sus ojos despertaron a Lucy. Eran las manos de

Sebastian. No necesitaba que sus ojos se lo contaran para saberlo. Oyó que Agnes y Cecilia tosían y se

llamaban la una a la otra mientras Sebastian retiraba los últimos fragmentos de cera. Pensó que al

menos estaban vivas.

—Estoy contigo —dijo él—. Estás conmigo.

—Sebastian —dijo Lucy, agradecida—. Puedo ver.

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ube? —preguntó el amable ascensorista.

Jesse asintió y entró nervioso en aquel ascensor que para él tenía pinta de

antiguo, con el suelo y las paredes embaldosadas en estilo art déco, el mismo

aire que el aplique del techo. Barandillas doradas relucientes. Le recordó a los ascensores del elegante

edificio de sus abuelos, en Park Avenue, de antes de la guerra y que siempre olía a alfombras mohosas

y a gente mayor.

Jesse estaba calado hasta los huesos, aquel peinado suyo que tanto se arreglaba quedaba ahora chafado,

y se le formaban charcos en los pies. Esa tregua momentánea en la tormenta que le había inducido a ir

hasta el hospital para ver en persona al doctor Frey no había sido más que una finta meteorológica.

Pero ni siquiera el chaparrón repentino que le atacó justo cuando se dirigía al vestíbulo del sanatorio

bastaba para ahogar su curiosidad. Tenía que enterarse de algo sobre Lucy.

El ascensorista le sonrió.

—Veo que se ha traído la tormenta consigo. ¿Piso?

Jesse se sentía desganado, suspicaz incluso. Se imaginó que aquel tío estaba entrenado para mantener

un ambiente distendido en beneficio de los pacientes que llegaban. Y eso estaba bien, excepto que él no

era un paciente ni estaba por la labor de que le viesen o le tratasen como si lo fuera.

—Arriba del todo.

No sabía el número exacto del piso y tampoco se veía con fuerzas para pronunciar el nombre del

servicio.

El operario deslizó la puerta plegable y la cerró, movió hacia delante la palanca del ascensor y engranó

el motor de la polea. El ascensor dio un tirón y comenzó a subir. El ascensorista se volvió hacia Jesse,

le sonrió una vez más y regresó a su posición, mirando al frente y observando cómo subía el ascensor

piso tras piso hacia lo más alto. Jesse se sintió como si lo hubiesen enjaulado, y tanto su claustrofobia

como su paranoia empezaron a hacer sentir sus efectos. Tampoco ayudaba el hecho de estar subiendo a

la planta de Psiquiatría. Se aferró al pasamanos y no se soltó, fue contando los pisos conforme pasaban.

A causa de aquel comportamiento neurótico suyo, se preguntó por quién le tomaría el ascensorista, si

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por una visita o por un paciente. Era tarde, al fin y al cabo, altas horas de la noche, y con el azote de

aquella tormenta, resultaba poco probable que nadie salvo los locos más perdidos se aventurasen a

capear el temporal. Una visita podía esperar, una cita con el doctor no.

—Ático —anunció el ascensorista, que deslizó la puerta para abrirla—. Que pase un buen día, señor.

Jesse exhaló con fuerza y salió rápidamente, de un saltito y sin decir una palabra. En el mejor de los

casos, no le iban mucho las conversaciones intranscendentes, y no sentía necesidad alguna de ser

amable con un empleado.

La puerta del ascensor se cerró a su espalda, y él se adentró cauteloso en la sala de espera. Los suelos

relucientes y las suelas mojadas de sus zapatos no eran una buena combinación. Abrió los brazos para

guardar el equilibrio como si de un par de alas se tratase después de que sus pies resbalasen de forma

traicionera sobre el linóleo pulido. Se le escapó una risa nerviosa para sus adentros al pensar que, de

haber podido verle así el ascensorista, pocas dudas le habrían quedado acerca de su estado mental. Un

chiflado de tomo y lomo recién aterrizado sobre el nido del cuco.

No había mostrador de recepción, solo un puesto de enfermeras desierto. Echó un vistazo en busca de

ayuda y vio a los internos en la distancia, deambulando por los pasillos.

Era exactamente como se lo había imaginado. Como se había temido.

Demasiado calor. Paredes incoloras. Suelos y mostradores de fácil limpieza. Nada de bordes afilados

por ninguna parte. Carros y carros de desinfectante. Bolígrafos encadenados a los mostradores. Y el

olor, a aire viciado y a plástico, a orina vulcanizada. Lo peor de todo eran unos pacientes con la mirada

perdida y que se dedicaban a coser agujeros imaginarios, a levantar paquetes imaginarios, a observar

mundos imaginarios a través de las ventanas y a mantener conversaciones imaginarias. La mayoría

consigo mismos, de vez en cuando los unos con los otros.

—¿Señor Arens?

—Qué quiere —dijo sorprendido.

La nerviosa falta de modales de Jesse solo se veía igualada por la indiferencia de la enfermera.

—El doctor Frey ya puede verle.

Siguió a la enfermera pasillo abajo y al interior de la oficina del jefe del departamento de Psiquiatría.

Fue dejando atrás puerta tras puerta, todas con su ventanuco de vidrio grueso reforzado con tela

metálica colocado a la altura de los ojos. Fue mirando a través de todas aquellas ventanas que le

ofrecían todo un muestrario de los horrores cotidianos aunque poco vistos de las enfermedades

mentales, nada sorprendente en ninguno de ellos. Hombres y mujeres atados, en plena agitación y lucha

por liberarse; otros sedados, inconscientes que hallaban la libertad o la paz únicamente en sus sueños.

Lo que no se esperaba ver era un niño. Un chaval con la cabeza baja, las manos juntas y los dedos

entrelazados a la altura de la cadera, sentado perfectamente inmóvil, como si rezase.

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Jesse se detuvo.

El niño levantó la vista y le miró a la cara. Sus miradas se encontraron. El niño hizo un leve gesto

negativo con la cabeza, de lado a lado, y regresó a sus oraciones.

—No hagamos esperar al doctor Frey —se volvió la enfermera para llamarle.

Jesse retomó su camino hacia el despacho del doctor, que ya estaba a la vista. Sus últimos pasos le

hicieron dejar atrás toda una serie de consultas y salas de tratamiento con las paredes blancas para

llegar a una última puerta, junto a la de la oficina de Frey, que era distinta del resto. Era más sólida,

más gruesa, hecha de metal en vez de madera. La estancia se hallaba a oscuras a excepción de una

única luz ámbar que colgaba del techo. Debajo de ella había un hombre sentado, grande, fornido y

calvo. Le resultaba relativamente conocido, pero dada la profundidad de las sombras que caían sobre

las cicatrices y las marcas de viruela de su rostro, a Jesse le costó reconocerlo.

—Sicarius —susurró casi de manera reverencial.

Allí estaba. El protagonista de tantas pesadillas de su infancia. Lo más cercano a un verdadero hombre

del saco de carne y hueso que jamás había tenido Brooklyn. Prueba tangible —recordaba Jesse que

decían sus padres— de que los monstruos sí que existen. Un infame asesino en serie que había

aterrorizado el distrito durante meses casi una década atrás y que había logrado esquivar la pena de

muerte gracias a una exitosa declaración de enajenación mental.

—¡Señor Arens! —insistió la enfermera.

Su tono de voz en plan «¿es que no sabe leer los carteles?» era como el de un cuidador del zoo que

ordenaba a un visitante que no diese de comer a los animales salvajes.

Jesse se apartó de la puerta y finalizó su paseo hasta el interior del despacho de Frey aún ligeramente

desorientado por lo que acababa de ver. Por un breve instante se mostró inquieto en la silla y se dedicó

a tirar de su ropa húmeda para separarla de la piel, hasta que apareció el doctor.

—Señor Arens, soy el doctor Frey —le dijo, antes de situarse tras su mesa y tender una mano hacia

él—. Gracias por venir. Sé que no le habrá resultado sencillo llegar hasta aquí.

Jesse le dio la mano de forma breve; no quería coger ninguna cosa rara que pudiera estar pululando por

allí.

—Sí —respondió—. Estaban diciendo en las noticias que hay tan poquita gente en las calles que

incluso los índices de criminalidad han descendido a mínimos. A usted, sin embargo, parece que le

tienen aquí muy ocupado.

—Así es —dijo el doctor sin hacer caso a la falta de sensibilidad del adolescente—. Muy ocupado. Las

enfermedades mentales son una epidemia silenciosa que no discrimina a nadie ni se detiene por las

tormentas.

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—Ni siquiera para los niños ni los asesinos —dijo Jesse, aún alterado por lo que había visto en el

pasillo.

—Es usted observador, como debe serlo alguien de su oficio —le halagó Frey—. Ese niño, Jude, tiene

tendencia a los brotes repentinos de violencia. Viene y va. Lo tenemos en observación como paciente

externo, fundamentalmente.

—No parecía violento —apuntó Jesse.

—Se inicia a edades tempranas —le informó Frey—. Niños, adolescentes. Siempre es mejor arrancarlo

de raíz cuando se tiene la posibilidad. Las apariencias engañan, tal y como se suele decir.

—No hay nada de engañoso en la apariencia de Sicarius —lo paró Jesse en seco.

—Ah, es inofensivo siempre y cuando esté sometido a tratamiento. Y, como habrá visto usted, se

encuentra bastante contenido —respondió Frey—. Lo mantengo en todo momento bastante cerca.

Inofensivo. No fue aquella la primera idea que se le pasó a Jesse por la cabeza, pero el médico era Frey,

y bien respetado según había oído, así que él lo sabría mejor. Además, el programa terapéutico del

servicio de Psiquiatría del hospital del Perpetuo Socorro no era lo que le había llevado hasta allí.

—¿Por qué estoy aquí, doctor?

—Tal y como ya le mencioné, por su amiga Lucy —empezó a decir el doctor.

—Espero que no me hiciese venir para contarme que es una lunática —le advirtió Jesse—. Para

empezar, eso ya lo sé, y para continuar, yo soy el único que puede afirmarlo.

—La lealtad es una cualidad admirable —dijo Frey—. Estoy seguro de que es correspondida —Jesse

guardó silencio—. Como le iba diciendo, según usted su amiga ha desaparecido.

—Un portero del nightclub donde la vi por última vez se encontró su móvil en la calle. No está en casa,

y no la ha visto ninguno de nuestros conocidos. Espero que no sea más que la tormenta, pero…

—Pero tiene un mal presentimiento —Frey completó lo que Jesse estaba pensando—. Tiene usted un

buen instinto. No me extraña que le vayan tan bien las cosas.

Adulación. Algo a lo que Jesse era bastante susceptible.

—Sí —reconoció—. Pero esto no es la oficina de personas desaparecidas, así que ¿qué tiene eso que

ver con usted?

—Creo que tal vez yo sepa qué le ha pasado.

El doctor alargó el brazo con calma hacia su espalda en busca de unos archivos, que dejó sobre la mesa.

Los abrió, llegó a una serie de fotografías y comenzó su explicación. Jesse escuchaba.

—Había aquí un paciente, un joven llamado Sebastian. Un muchacho muy enfermo.

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Jesse observó la foto con despreocupación. Era de un chico más o menos de su edad. Llamaba la

atención, tenía magnetismo, las facciones marcadas, los ojos profundos y la mirada ausente. Le

sorprendió no haberlo visto por allí, aunque a tenor de lo que decía el doctor, Sebastian tenía otras

prioridades. Qué lástima, pensó Jesse, un tío con aquel aspecto y aquella presencia podría llegar lejos si

tenía el respaldo de la gente adecuada. Pero incluso en la foto, a Jesse le quedaba claro que aquel tío se

encontraba en otro lugar totalmente distinto en su mente.

—Esto es un manicomio. ¿Aquí no está muy enfermo todo el mundo?

—No como él.

—¿Qué está intentando decir?

—Tiene ciertas ocurrencias —le contó Frey—. No voy a aburrirle con los detalles clínicos, pero resulta

bastante peligroso.

—¿Para sí o para los demás?

—Ambas cosas. Este paciente se escapó de aquí la otra noche. Creemos que salió al exterior a través de

Urgencias. Sigue libre.

—¿Le importa, doctor?

Jesse echó mano de su bloc de notas, el mismo que solía utilizar para registrar las idas y venidas de las

aspirantes a famosillas de baja estofa cuya historia pudiese llegar a los medios generalistas y las

revistillas semanales. Esto era diferente.

—Adelante —dijo Frey en tono aprobatorio—. Fue la misma noche que su amiga ingresó en

Urgencias.

—¿Está diciendo usted que ella estuvo implicada de algún modo en la desaparición? No lo veo

probable. En primer lugar, es demasiado egoísta como para ayudar a nadie.

—No. Lo que estoy diciendo es que él podría estar implicado en la desaparición de ella. Ya ve,

Sebastian no se limitó a escapar. Ha muerto un hombre.

Secuestro. Asesinato. Demencia. Todo aquello era carne de primera plana, pensó Jesse cuando empezó

a sentir sequedad en la boca y que la garganta se le iba cerrando de forma leve. Él no tenía experiencia

en aquel tipo de periodismo, es más, en ningún tipo de periodismo de verdad. Comenzó a sentir que

aquello le podría venir grande.

—¿Y cree usted que él podría tener a Lucy? ¿Por qué?

Frey abrió la página web del propio Jesse y bajó hasta un fragmento de Byte de unas noches atrás.

—¿Recuerda esta foto?

—Por supuesto que la recuerdo. La saqué yo. Estaba allí mismo cuando sucedió.

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—¿Qué es lo que ve?

—Veo dos tías buenas revolcándose por una sala VIP.

—Fíjese mejor —dijo Frey.

Jesse observó la imagen e hizo un esfuerzo por encontrar algún tipo de fallo con el vestuario o alguna

pillada con la falda subida que se le hubiera pasado al colgar el post.

—Pues no veo nada más aparte de la pulsera.

—¡Sí! Eso es.

Jesse estaba un poco confundido. Frey vestía bien, pero tampoco era que pareciese un loco de la moda

a juzgar por la camisa normalita y los pantalones tipo chinos que llevaba. No era la clase de persona

que le presta excesiva atención a una pulsera.

—¿Y? Es bonita —dijo Jesse—. Recibí una avalancha de e-mails y mensajes de texto de un montón de

chicas que querían saber dónde la había conseguido. Más de lo habitual, incluso.

—Yo sé dónde la consiguió —dijo el doctor.

Frey abrió la primera carpetilla que había sobre su mesa y la empujó hacia Jesse. Contenía tres

fotografías, cada una de ellas la imagen de una pulsera similar pero con colgantes distintos que pendían

de ellas. Una era idéntica a la que llevaba Lucy en el club.

—¿Qué es esto? ¿Una especie de marca diabólica? —preguntó señalando el colgante.

—No, más bien lo contrario. Es un milagro. El tipo de emblema que se suele encontrar colgando de las

cuentas de un rosario, engarzado en alguna prenda de vestir o en un decenario como estos.

—¿Y qué hay en ellos que sea tan especial?

—No estoy muy seguro, pero eran lo suficientemente especiales para Sebastian como para robarlos de

la vieja capilla que hay bajo la iglesia de la Preciosa Sangre.

Un ladrón de reliquias. Jesse no estaba impresionado en absoluto. La iglesia llevaba en obras bastante

tiempo. Quizá quisiese un recuerdo o algo que empeñar. Para él, aquello sonaba más a gamberrada que

a complot misterioso.

—No tengo muy claro adónde pretende usted llegar con esto. Lucy no es religiosa, doctor. El único

atractivo que tendría esa pulsera para ella sería como adorno. Por lo que yo sé, se la podría haber

encontrado en la calle.

—Cuando él llegó aquí, se las quitamos. Tres pulseras. Cuando se marchó, habían desaparecido.

—¿Y cree que se las dio a Lucy, a propósito?

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La idea de regalarle a un extraño un rosario para la oración era algo que Jesse había visto tan solo en

alguna esquina de la calle o en un festival de música al norte del estado, pero claro, aquel tío estaba

loco.

—Casualmente, otras dos chicas ingresaron en Urgencias aquella noche, y ambas han desaparecido.

Jesse observó la foto del decenario con detenimiento.

—¿Dos y tres? —dijo con solemnidad.

—Exactamente —dijo el doctor—. La madre de la segunda chica denunció ayer su desaparición. Se

llama Agnes Fremont. Intento de suicidio. Yo mismo la examiné aquí.

—¿Y la tercera?

—Una cantante que se dedica a tocar en clubes de Brooklyn y del Bowery… Cecilia Trent.

—Me suena… —dijo Jesse mientras repasaba su archivo mental, hasta que el nombre le hizo clic—.

Está bien esa tía. Es la niña mimada de la crítica, y viste que te pasas. Creo que tiene un pequeño grupo

de seguidores, del tipo superfán. Una vez estuve a punto de escribir algo sobre ella.

—Desde hace unas noches, se han cancelado de manera inexplicable todos sus conciertos. Es raro

porque jamás se había perdido una actuación hasta ahora, hiciera el tiempo que hiciese, según he

podido saber. Apenas vive al otro lado de la calle del garito donde se suponía que tenía que dar esos

conciertos en acústico. El club ha estado abierto para la gente del barrio a pesar del apagón y todo.

—Sí, esa tía es de los que tocarían para una sala vacía si se lo pidiesen —admitió Jesse—. Pero es que

ahí fuera está cayendo una que parece el fin del mundo. ¿Quién la culparía por no presentarse?

Jesse estaba empezando a sentirse incómodo, como si le estuviesen implantando una historia en el

cerebro.

Frey deslizó hacia él la carpetilla con la foto de CeCe.

—¿Es esta la pinta que tiene una niña que se asusta con cuatro gotas?

Jesse se mostró reacio a aceptar tamaño eufemismo.

—¿Cuatro gotas?

El doctor se limitó a sonreír.

Tenía capacidad de persuasión, eso había que reconocérselo. Y claro, había sido Frey quien libró a

Sicarius del corredor de la muerte, ¿no? Jesse se puso en pie de repente y se apartó de la mesa mientras

un escalofrío le bajaba por la columna vertebral.

—¿Por qué me cuenta a mí todo esto, doctor? En serio, esto es cosa de la policía.

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—Ya están al tanto, pero el temporal lo ha ralentizado todo, incluida la investigación. Han asignado

todos sus recursos a los servicios de emergencia…, hasta que amaine. Después vendrán las tareas de

limpieza.

—¿Y el muerto?

—Por el momento, las causas has sido declaradas accidentales, y el caso ha quedado apartado de las

noticias por la información sobre la tormenta —dijo Frey—. ¿Le interesa?

Jesse no pudo aguantarse. Su ego tomó el mando.

—Me interesa.

—Este tipo es peligroso, y hay que encontrarlo lo antes posible, antes de que pueda hacer más daño a

esas chicas.

—Así es.

—Ni que decir tiene que, si usted me atribuye a mí cualquier cosa relacionada con esto, lo negaré todo,

de manera que confío en que lo mantenga en la confidencialidad.

—Se me da bien guardar secretos, doctor.

—Bien, porque no creo que le interese entrar en una competición de credibilidad conmigo.

—¿Amenazas? ¿Ya, tan pronto?

—Le estoy ofreciendo un futuro, Jesse. Este es ese tipo de historias con las que uno se labra una

carrera.

—Un pacto con el diablo.

—Nada de eso —dijo el doctor.

—Solo una pregunta más, doctor —dijo Jesse—. Ha dicho usted que era peligroso, que tenía delirios.

¿A qué se refiere exactamente?

El doctor hizo una pausa que duró una incómoda eternidad. Se tomó su tiempo para escoger con

cuidado sus palabras.

—Él cree que está llevando a cabo una misión.

—¿Una misión? ¿Acaso es una especie de veterano destarifado con síndrome de estrés postraumático?

—Está allanando el camino —dijo Frey.

—¿Qué camino? ¿Para quién?

—¿Para quién cree usted?

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—Ni-de-co-ña… —tartamudeó Jesse cuando quedó claro a qué se refería Frey.

—Él cree…

—¿Qué cree?

—Cree que es un santo.

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ebastian llevaba a Agnes en sus brazos, era la última a la que llevaba arriba. La escalera

era muy empinada, y él tenía ya cansados los brazos y las piernas. La depositó con

delicadeza sobre el terciopelo rojo de los escalones del presbiterio de la iglesia, igual que

había hecho con Lucy y Cecilia. Llena de luz, tenía el aspecto de estar durmiendo sobre un lecho de

rosas. Volvió lentamente en sí. Sebastian fue lo primero que vieron sus ojos. Agnes sonrió.

Las tres chicas estaban desperdigadas, distribuidas alrededor del altar entre los cascotes causados por el

tornado, como las víctimas de un sacrificio, como si acabasen de caer en otro planeta. Sebastian las

atendió. Portaba un cáliz con agua. Les iba sujetando la cabeza y levantándola para llevarles el cáliz

lentamente a los labios. Les limpió y secó las heridas.

En cierto modo, las cosas eran diferentes. Por un momento, había silencio; habían cesado los rayos y

los truenos. El aire estaba menos cargado de humedad, menos mohoso. Más claro.

—¿Dónde estabas? —preguntó Agnes un poco grogui—. Creía que habías muerto.

—Jamás volveré a abandonaros —dijo él—. Bebe.

—¿Estás bien? —preguntó Lucy a Cecilia con los labios agrietados.

Cecilia asintió.

Se miró las manos.

Estaban envueltas en trapos.

Contrajo los dedos, los estiró. Aún podía moverlos.

Las dos miraron y vieron a Sebastian. Una visión para unos ojos doloridos. Y repararon en Agnes, que

intentaba arreglárselas para incorporarse. Hacía un esfuerzo para ponerse de rodillas, pero se volvía a

caer al suelo a cada intento por mantenerse erguida, como una niña que aprendiese a dar sus primeros

pasos. Sebastian la sujetó por debajo de los brazos y la levantó.

—Gracias —le susurró débilmente.

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—¿Gracias? ¿Por hacer qué? —intervino Lucy—. ¿Por qué no nos ayudaste?

—¿Qué era eso? —preguntó Cecilia, aún débil por lo que le acababa de suceder—. La capilla bajo

tierra. Los huesos. Este sitio está poseído.

La neblina en sus mentes comenzaba a levantar, como la tormenta, y regresaban sus sospechas.

—No os lo podía contar antes —dijo Sebastian.

—Pues me parece que ya va siendo hora de que nos lo cuentes, ahora —contestó Lucy.

—Esta iglesia —arrancó Sebastian— es especial.

—¿No lo son todas? —dijo Cecilia.

—Mi abuela me habló de ella cuando era niño —les explicó él—. La Preciosa Sangre no pretende solo

ser un lugar sagrado. Está levantada sobre un sitio sagrado.

—Eso cuéntaselo a los promotores —dijo Lucy.

—Unos hombres murieron aquí. Obreros irlandeses que excavaban los túneles del metro hace casi un

siglo.

—Entonces está encantada —le cortó Lucy.

La expresión en el rostro de Sebastian se tornó seria; la historia que comenzó a contar resultaba tan

aterradora como cualquier relato de fantasmas.

—Encantada no, Lucy —corrigió—. Santificada. Eran hombres especiales, descendientes de un linaje

de guardianes a quienes se había confiado el legado ancestral de ciertas santas. Jóvenes, de una edad

similar a la nuestra, que cambiaron el mundo en el que vivían con su ejemplo y su sacrificio.

Las chicas escuchaban con mucha atención.

—Excavaron esa capilla con sus propias manos. En roca y arena, con picos y hachas. Un altar y

reclinatorios con tablones sobrantes de los que utilizaban para apuntalar el túnel. La adornaron con

estatuas de su tierra. Era un lugar de culto en el más real de los sentidos. Construida por gente con fe,

literalmente de la nada.

—Ahí abajo se percibe algo vivo, eléctrico —dijo Cecilia—. Yo ya he sentido eso en el escenario. Una

fuerza que te rodea incluso en una sala vacía.

—Lo que sentisteis en la capilla fue su presencia —dijo él—. Yo también la he sentido.

—¿Fantasmas? —preguntó Lucy.

—Espíritus —corrigió Agnes—. Almas.

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—Se necesitó mucho tiempo para sacar de allí a los tres hombres, pero sus familias y la comunidad en

general se mantuvieron en vigilia. Rezaron día y noche. Primero por su rescate, y después por la

recuperación de sus cadáveres. Se tardó semanas.

—Qué manera más horrible de morir —se compadeció Agnes.

—Cuando por fin llegaron hasta ellos, los encontraron caídos sobre los reclinatorios frente al altar que

habían construido los tres juntos.

—Estaban rezando, ¿no? —dijo Lucy con aire cínico—. Pues ya podían haberse dedicado a cavar, para

intentar salir.

—Lo estaban —respondió Sebastian—. Intentando salir.

—¿Y abandonaron? —preguntó Cecilia.

—No, se entregaron —contestó Sebastian—. La gente acudió aquí durante años después de aquello,

bajaban hasta el túnel del metro para ver la capilla subterránea, para recordar a aquellos hombres, para

orar, con la esperanza de un milagro.

—Suena peligroso —dijo Agnes.

—Lo era, y pasado un tiempo, recaudaron dinero para erigir esta iglesia encima.

—¿Y todos esos huesos? —preguntó Cecilia.

—No estoy muy segura de querer saberlo —dijo Agnes.

—Son sus huesos, y los huesos de aquellos que creían en lo que estaban haciendo aquellos tres

hombres. Santos, dicen algunos.

—¿Un culto? —preguntó Cecilia.

—No según lo entendemos nosotros —explicó Sebastian—. Un culto a los santos.

—¿Y no podría ser que tu abuela te contase una historieta? —preguntó Lucy, nerviosa—. Ya sabes, un

cuento de viejas.

—Lo que hemos sentido ahí abajo era real —interrumpió Agnes—. Lo sabes.

Sebastian se sintió inquieto de repente. Frustrado ante la posibilidad de no estar explicándose como era

debido.

—Era una benedetta —dijo a la defensiva y caminando de un lado a otro delante de ellas—. Una

sanadora de cuerpos y de almas. Una mujer de fe. Jamás me mintió.

Su incomodidad generó una pausa en la conversación.

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—Solo es que parece extraño que la mantuviesen abierta después de un accidente tan trágico —dijo

Agnes.

Sebastian la miró con cara de escepticismo.

—Yo no he dicho que fuese un accidente.

—¿Los asesinaron? ¿Por qué? —preguntó Cecilia llena de incredulidad.

—Para impedírselo.

—¿Impedir qué?

—Que cumpliesen con su propósito.

Entre los sucesos de la capilla y el relato de Sebastian, aquello acabó por ser demasiado, en especial

para Lucy.

—¿Y qué tiene todo esto que ver contigo, o con nosotras?

—Las santas cuyos legados habían recibido el encargo de perpetuar los obreros eran Lucía, Cecilia e

Inés.[17]

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esse se apresuró a regresar a su apartamento desde el hospital, imbuido de una sensación de

poderío. Ese tipo de poder que solo te da el conocer un secreto. Su mente hervía de

posibilidades, como ese caldo primigenio en los últimos momentos antes de que los

primeros organismos unicelulares se aglutinasen e instalasen la vida en la senda al infinito. Para él, esto

era igual de grande.

Se metió bajo el brazo el sobre de color sepia que le había entregado el doctor, giró la llave y abrió la

puerta; miró rápidamente por encima de su hombro antes de cerrarla de un portazo, a su espalda. Ya le

habían confiado secretos con anterioridad, todas las movidas importantes para el mundo de los blogs.

Quién sale con quién, quién pone los cuernos a quién, quién le levanta la pareja a quién, quién es bi,

quién se mete bótox, quién está en la ruina… Al no ser un verdadero periodista, Jesse no sentía ni la

más mínima obligación de contrastar los hechos, de buscar fuentes diversas o de mantenerse neutral.

Byte era para él un verdadero diario digital de instituto, una fantasía de venganza en formato de píxeles

alimentada por sus fuertes vaivenes emocionales, su hipersensibilidad defensiva y sus conocimientos

técnicos, que le había situado en la provechosa senda hacia la seminotoriedad de la corriente

dominante. Su plan de negocio era simple: ¿quién podría evitar obsesionarse con la mezquindad y la

banalidad de una panda de niñatos malcriados y privilegiados de la ciudad de Nueva York, que no

dejaban de darse puñaladas traperas? Con sabio criterio, no confió al público la elección de la estrella

emergente; él escogió una por ellos, Lucy, y se nombró a sí mismo autor —director, guionista y

productor— de su vida. Y ella había interpretado su papel a la perfección, hasta hacía bien poco,

cuando se había creído que se podía apropiar de todo aquel circo.

Jesse revisó sus notas y los archivos de las chicas. Había muchísimas lagunas, pensaba él, que

conducían a una gran cantidad de preguntas. Demasiadas cosas que no tenían sentido. A Lucy no la

embaucaba cualquiera, ni siquiera él mismo. ¿Por qué iba a dejar que un psicópata esquizofrénico le

tomase el pelo?

Subió un retrato de Lucy de baja calidad, sacado de su anuario del instituto, y se puso a redactar el post.

¿ALGUIEN HA VISTO A ESTA CHICA? Decía el pie de foto en negrita, justo debajo de la imagen

JPEG.

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¡LULU se ha perdido!

LUcky LUcy Ambrose ha desaparecido. Hace tres días que nadie la ve ni sabe nada de la reina de

la fiesta, y en Byte nos hemos enterado de que su desaparición ha sido notificada al

Departamento de Policía de Nueva York. Vuelan los rumores de un secuestro o de algo peor, ya

que un enfermo mental cuya identidad desconocemos se escapó del hospital del Perpetuo Socorro

la misma noche que ingresaron allí a Lucy, y continúa en paradero desconocido. También se ha

informado de la desaparición de otras dos jóvenes de Brooklyn que, casualmente, también

ingresaron en Urgencias el fin de semana pasado. El operativo de emergencia y las tareas de

limpieza debidas al tornado han sometido a la policía a una gran tensión. Hasta ahora, la

dirección del hospital del Perpetuo Socorro había conseguido mantener en secreto la huida y los

posibles secuestros.

Jesse leyó y releyó varias veces lo que había escrito e hizo una pausa con el dedo sobre la tecla

ENTER, en un momentáneo debate acerca de si postear la historia y compartirla con el mundo o no.

Omitió los nombres de Cecilia y Agnes por temor a una demanda, bien consciente de que aquellos

detalles acabarían saliendo antes o después.

—Enviar —dijo al presionar la tecla—. Y a esperar.

Se recostó y observó cómo empezaba a comentar la gente. Likes, shares, tuits, retuits, mensajes de

texto… Aquello era un frenesí virtual de feeds. El portátil pitaba con cada notificación de un nuevo e-

mail entrante. El hilo crecía y se ramificaba como la tela de una araña.

«Ya lleva una temporadita bastante perdida», decía un comentario ambivalente.

«Supongo que con esto se le acabó la racha de Lucky», se reía otro.

«Si está muerta, me pido sus zapatos y sus joyas», posteó LucyBFF.

«No te molestes, que todavía debe todas sus compras», respondió LULUesUnaChoni.

Al menos no había ningún comentario del tipo «¡Muérete, zorra!», pensó él, pero claro, aún era pronto.

Allí se estaba aireando hasta el último pensamiento retorcido, una irrupción en toda regla de un vómito

de bilis al espacio electrónico. En la batalla entre la compasión y el regodeo ante el mal ajeno, la

compasión iba segunda y con mucha distancia.

Qué curioso, pensó Jesse, que procediera justo de las mismas personas que le lamerían a Lucy el

trasero si se la encontrasen en un nightclub y suplicarían por subirse a su carro con tal de pisar una

alfombra roja camino de bebida gratis o de un pase a la zona VIP. Hipócritas todos. Exactamente igual

que ella. Exactamente igual que él.

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Entonces sonó el teléfono.

—¿Dígame?

—¿Jesse Arens?

—Sí.

—Soy Richard Jensen, de la oficina de Amalgamated Press en Nueva York. Le llamo por su artículo.

—¿Y?

—Acabo de colgar con la comisaría del distrito setenta y seis, y ellos no confirman una sola palabra.

—¿Y?

—¿Puede usted verificar alguna de sus informaciones, o nombrar a alguien que pueda?

—No revelo mis fuentes.

Frustrado, el periodista insistió.

—¿Cómo sé yo, entonces, que lo que ha publicado es cierto?

—No lo sabe.

—Mira, chaval, tienes que darme algo. ¿Cómo sabes que las chicas están vinculadas con ese tío?

Jesse le colgó el teléfono. Pensó en los decenarios y en el hecho de que los había dejado al margen del

post —junto con los nombres— de manera intencionada. No era un detalle que estuviese dispuesto a

revelar. Se guardaría la información para sí, en todos los sentidos. Quizá hubiese algo más que

exprimirle a aquella historia en caso de que reventase. Dinero, por ejemplo.

Se sentía muy cómodo jugando a ser Dios, decidiendo a golpe de teclado quién sufría humillaciones y

quién se salvaba de las miradas indiscretas. Además, dejar que se retorciesen aquellos dinosaurios de

los medios que tan a menudo le ignoraban y vilipendiaban era, como mínimo, divertido. La llamada

significaba que la historia ya estaba en circulación, y él no iba a mover un dedo para hacerles el trabajo.

No obstante, la pregunta que le había hecho el periodista era buena. Él solo tenía que seguir el relato

del doctor, y a saber qué planes tenía. Aquellas chicas no se conocían entre sí; hasta donde él sabía, sus

caminos no se habían cruzado. Vivían en mundos completamente distintos. La única conexión con

Sebastian que, hasta donde le habían contado, se podía establecer eran las pulseras. Sabía que Lucy era

capaz de ser muy superficial, pero ¿qué atractivo podía haber en una pulsera, o en un tío, para dejar

colgada su vida, para dejarlo colgado a él? No, eso no podía ser voluntario.

Se pasó un buen rato estudiando la última foto de la pelea en el club. Hizo uso de la pantalla táctil para

agrandar cada fragmento de la imagen, incluido el cuerpo de Lucy, algo que de todas formas ya era un

hábito para él. Sus ojos se centraron largo y tendido en el decenario, en un esfuerzo por descifrar la

fascinación que este hubiera podido ejercer sobre ella, fuera la que fuese. En aquel objeto había algo

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que a Jesse le resultaba vagamente familiar, pero no podía estar seguro de que no se tratase de un

simple recuerdo de la otra noche.

El teléfono volvió a sonar, aunque en esta ocasión era el fijo, una línea que él rara vez utilizaba. Jesse

dejó que saltase el buzón de voz.

—No nos aburras. Ve al grano —exigía su mensaje.

—Señor Arens, soy el capitán Murphy, de la comisaría del setenta y seis.

Jesse cogió el teléfono.

—Se han dado prisa.

—Nos gustaría mantener una conversación con usted acerca de su artículo. Le esperamos por aquí, en

la comisaría, mañana por la mañana. Si eso no le viene bien, estoy seguro de que podremos quedar en

su apartamento. No me haga esperar.

Psiquiatras, periodistas, investigadores. Todo aquello se estaba empezando a poner un poco serio. Echó

un vistazo por la ventana y notó que el tiempo iba mejorando, a pesar del aluvión de mierda que

acababa de poner en marcha. Jesse cogió el móvil, las llaves y se largó a la calle a aclararse las ideas y

la conciencia. Y a echar un vistazo.

Martha continuaba allí de pie, mirando al patio pequeño por la ventana del dormitorio de Agnes.

Apenas se había movido del sitio en el tiempo que había pasado desde que se marchó su hija. Para ella,

esperar significaba que Agnes iba a regresar. Si alguien te espera, si te aguarda, entonces no te queda

más remedio que volver antes o después. No habían sido más que dos noches, pero parecía una

eternidad.

El golpe sonoro de una llamada a la puerta principal de su casa la trajo de regreso a la realidad. Martha

salió corriendo hacia allí con la esperanza de que fuese la testaruda de su hija, que volvía a casa. Al

abrir, la adusta expresión en el rostro de la vecina que había llamado la hizo desear que no lo hubiera

hecho.

—¿Lo has visto?

—¿El qué?

A la vecina le estaba costando mirarla a los ojos.

—Las noticias, ahora mismo. Me preguntaba si ya sabrías algo…

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Martha cogió el mando a distancia y puso uno de los canales locales. Ya había dejado de escucharlo

todo mientras la alegre cortinilla en 3-D del programa no dejaba traslucir la seriedad de la noticia

principal. Se le vino el alma a los pies. Se sintió como si se acabase de caer de un rascacielos.

—Acabamos de recibir la noticia —leía el arregladísimo presentador con la apropiada mezcla de

seriedad y de urgencia.

Martha observaba petrificada las imágenes que estaban poniendo. Tres chicas y un loco peligroso y

carismático, posiblemente un asesino. Todos desaparecidos. Sin identificar excepto Lucy Ambrose. Era

probable que estuviesen juntos. ¿Un secuestro? No tan rápido. Aquello estaba girando a toda velocidad

para convertirse en alguna cuestión relacionada con algún culto, y en la pantalla pasaban imágenes de

archivo de las chicas de Charles Manson. Los detalles eran muy esquemáticos, pero los daban por

ciertos.

—Estoy segura de que la policía te lo habría notificado si…

Martha tenía los ojos en blanco, clavados en el avance informativo.

—Si hay algo que yo pueda hacer… —se ofreció la vecina conforme se dirigía a la puerta.

Martha estaba en estado de shock. Ni siquiera fue capaz de sacar fuerzas para darle las gracias. Alargó

la mano para coger el teléfono, con calma, como un autómata, y llamó a la policía.

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omingo por la mañana.

Día de reflexión. Y de reconstrucción.

Aún estaba oscuro en el interior, pero las primeras luces ascendían lentamente por los muros exteriores

y se colaban por las ventanas hechas añicos.

En el exterior de la iglesia, el zumbido de las sierras mecánicas y las voces de los trabajadores habían

reemplazado el rumor de los truenos. En la distancia se oían las sirenas de los coches de policía y los

camiones de bomberos que se abrían paso por calles inundadas y obstruidas con árboles caídos.

Por fin había pasado la tormenta.

Lucy, Cecilia y Agnes estaban sentadas en silencio, valorando lo que Sebastian les acababa de revelar.

Ninguna de ellas sabía qué pensar.

Cómo sentirse.

Se oyó un ruido de crujir de cristales que procedía de la capilla lateral. Las ventanas habían volado por

los aires y se habían convertido en una vía de entrada para cualquier intruso.

Apareció un brillo azulado del tamaño de una cajita, de la pantalla de un móvil grande, que iluminaba

los cautelosos pasos que resonaban por la bóveda.

—¿Lucy? —llamó una voz trémula y nerviosa, a buen volumen—. ¿Estás ahí, Lucy?

La voz le resultaba familiar y de lo más inoportuna. Lucy caminó rápido hacia la luz rectangular.

—Jesse —susurró con aspereza mientras lo cogía firmemente por el brazo.

Jesse retrocedió hasta que sus ojos la reconocieron. Aquella chica le resultaba familiar, pero a su

mirada era distinta de como era apenas unos días antes.

—Lo sabía —dijo, menos sorprendido que complacido consigo mismo.

—¿Sabías qué?

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—Que estarías aquí.

—¿Qué? Pero ¿por qué te ibas tú a preocupar siquiera por buscarme?

—Créeme, no soy el único que te está buscando.

—¿Cómo me has encontrado?

—Por la pulsera —dijo Jesse—. Sabía que ya había visto antes ese símbolo con los dos ojos. Era de un

artículo que hice sobre la rueda de prensa que dieron para la transformación de la iglesia en

apartamentos. Me acordé de la talla en la fachada. Fue casi como si me trajese aquí.

El sonido de una cerilla y el olor a sulfuro llenaron la quietud del aire, seguidos de un fogonazo de luz

en el cirio del altar. Jesse vio la poderosa silueta del personaje imponente que se encontraba en el altar

y sacudió la cabeza como si hubiera visto un fantasma. Era el tío de la foto.

—Sebastian —se dijo, igual que hacía con los famosos sobre los que había escrito pero a quienes nunca

había llegado a ver en persona.

Lucy se apartó de él, hacia el altar, y se unió a Agnes y a Cecilia, que flanqueaban a Sebastian.

—¿Qué quieres de nosotros? —le dijo Sebastian.

—Deja que se vayan —dijo Jesse.

Las chicas se extrañaron, y Cecilia se rio con desdén de aquel adolescente pálido y frágil del pasillo.

—¿Dejar que se vaya quién? —le preguntó Agnes—. No somos rehenes.

Era la primera vez que alguna de ellas hacía uso de aquella palabra, aunque se estaban empezando a

sentir como tales. No secuestradas en el sentido criminal, sino rehenes maniatadas por su propia fibra

sensible.

—Sé quién eres —le bufó Cecilia—. Tú eres el bloguerucho retorcido ese de mierda, ¿no, Lucy?

—Ese es, el mismo —respondió Lucy—. ¿No te había dicho que no quería tener nada que ver contigo?

—Es tu amigo —dijo Cecilia—. Tú te encargas de él.

—No somos amigos.

—Oye, ya sé que me odias —arrancó Jesse—, pero he venido a ayudaros. A las tres.

—No necesito… no necesitamos que nos ayudes.

—¿«Necesitáis»? ¿Es que estamos escogiendo bandos? Esto no es un juego, Lucy. Ese tío no es quien

creéis que es.

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—Muy bien, ¿y quién es, entonces? —se burló Cecilia, al tiempo que agarraba un apagavelas dorado,

metálico, y se lo entregaba a Sebastian, que ya se encaminaba hacia Jesse con lentitud, de manera

amenazadora—. Tienes diez segundos.

—Sí —dijo Sebastian—. ¿Quién soy yo?

—Está loco —tartamudeó Jesse señalando a Sebastian—. Tiene alucinaciones.

A cada invectiva arrojada, cada acusación proferida, Sebastian se acercaba un paso más.

—Se escapó del manicomio en Halloween.

—¿Te ha enviado Frey? —le preguntó Sebastian, que se había acercado ya lo bastante como para que

Jesse percibiera la intensidad de su mirada.

—¿Enviarme? —se erizó—. Oye, tío, que yo no soy el recadero de nadie. Estaba preocupado por Lucy.

Frey me contó lo que sabía.

—Te contó lo que él quería que supieras —se burló Sebastian—. ¿Qué más te dijo?

—¡Que eres un asesino! —chilló Jesse cuando Sebastian se situó a centímetros de su rostro.

—¡Miente! —gritó Sebastian a Jesse a la cara, y le hizo sentir en su interior el temor de Dios.

La luz del cirio del altar iluminó el capuchón del apagavelas cuando Sebastian lo alzó a la altura de los

hombros. Refulgió como la hoja de una guillotina que está a punto de cumplir con su veloz y

sangriento deber. Jesse tragó saliva. Dio la impresión de que algo se había quebrado en el interior de

Sebastian. Las chicas notaron cómo cambiaba su gesto y su semblante se endurecía ante sus ojos.

—Podría partirte el cráneo por la mitad, fracasado —dijo Sebastian con una mueca de asco. Agarró la

barra metálica y la presionó contra la garganta de Jesse.

—¿Es que me vas a matar a mí también? —dijo este con voz ahogada—. ¿Cuál de ellas será la

siguiente?

Lucy ya había visto con anterioridad a dos tíos pelearse por ella, pero nunca con tanto como había en

juego ahora. Jesse le importaba lo justo como para no permitir que Sebastian le hiciese daño, y

Sebastian era tan importante para ella como para no dejar que hiciese una tontería.

Se acercó a él por detrás, le tocó el brazo e hizo un gesto para que perdonase a Jesse.

—No lo hagas —dijo ella—. Por favor.

Sebastian dejó caer el apagavelas al suelo y retrocedió. El repiqueteo del metal contra el mármol obligó

a los demás a llevarse las manos a los oídos.

Jesse expulsó lentamente el aire de los pulmones, mantuvo los ojos clavados en Sebastian e hizo un

gesto a Lucy para que se acercase.

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—Está loco, Lucy. Y es peligroso. Tienes que salir de aquí. Aléjate de él.

—Te ganas la vida mintiendo —le recordó ella—. ¿Por qué razón íbamos a creerte?

—No tienes que fiarte de mi palabra —dijo Jesse, que se agachaba para recoger su móvil del suelo—.

Puedes verlo por ti misma —pasó el dedo por la pantalla táctil, y se abrió la aplicación de su blog. Se lo

entregó a Lucy.

Ella leyó su artículo una y otra vez, y siguió los enlaces a otras fuentes mucho más reputadas. Agnes y

Cecilia se acercaron y también lo leyeron.

—Ya está en todas partes —dijo Jesse—. Periódicos, televisión… Os están buscando. Y a él también.

—Gracias a ti, no cabe duda —dijo Cecilia.

—No me lo creo —susurró Agnes cuando Cecilia y ella terminaron de leerlo—. Sebastian, ¿es cierto

esto?

—No lo es, pero ¿acaso importa? —dijo él—. La gente se lo creerá porque quiere creérselo.

—¿Y a quién creeríais vosotras, eh? —se defendió Jesse—. ¿A un okupa que te pone los pelos de punta

y que se esconde en una iglesia abandonada, o al jefe de Psiquiatría del hospital del Perpetuo Socorro?

—¿El doctor Frey? —preguntó Agnes.

—Sí —contestó Jesse.

—Es mi médico.

—Mira tú qué coincidencia —dijo Jesse con un tono de sarcasmo y los ojos puestos en sus muñecas

vendadas—. El suyo también.

Jesse había sentado a Sebastian en el banquillo, y ahora soltaba sus recriminaciones como un fiscal que

busca socavar la credibilidad del acusado. Montaba su alegato, frase irrefutable tras frase irrefutable,

hasta que el conjunto resultase indiscutible. Se encontraba en el lugar apropiado para un sermón.

Retrocedió hacia las puertas mientras enumeraba los cargos, por si acaso.

Sebastian guardó silencio.

—Las tres estabais en Urgencias la noche que él se escapó de la planta de Psiquiatría, y ahora estáis

todos aquí. ¿Qué, es otra coincidencia?

Poco a poco, Jesse las iba convenciendo.

—¿Y esas pulseras que os ha regalado? Las que lleváis en las muñecas. Las robó de la capilla. Son

antigüedades de un valor incalculable, reliquias de alguna clase. ¿Acaso creéis que él se las puede

permitir?

—¡Cierra ya el pico, Jesse! —gritó Lucy.

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—Si él no lo niega, ¿por qué tienes tú que defenderle?

Agnes estaba a punto de echarse a llorar.

—Sebastian, ¿es cierto eso?

—Jamás llegaste a contarme qué hacías en el hospital aquella noche —le dijo Cecilia a Sebastian para

pedirle una explicación.

—¿Por qué estabas allí? —se unió Lucy—. Cuéntanoslo.

Sebastian no abrió la boca.

Jesse se había envalentonado, y sintió que la determinación de las chicas se debilitaba.

—Os lo cuento yo —continuó Jesse—. Estaba ingresado. Encerrado. Se negaba a recibir tratamiento.

—¿Tratamiento para qué? —preguntó Agnes.

—Pues yo no soy un facultativo, pero creo que el término médico es «lunático». Cree que…

—¿Cree que qué? —le interrumpió Cecilia.

—¿Es que no te lo ha contado? —dijo Jesse en medio de un intento infructuoso por sofocar una

carcajada que se elevó y resonó por los muros de la iglesia—. Cree que es un santo.

Lucy se abalanzó sobre Jesse y lo tiró contra el muro de detrás; la espalda de él golpeó contra el

recipiente vacío de agua bendita. Lucy dio rienda suelta a tanta ira y frustración contenidas en contra de

él y de sí misma. Lo agarró por los huevos y apretó. Fuerte.

—Eres un cabrón, un celoso y un falso —dijo Lucy entre los quejidos de dolor de Jesse—. Siempre

metiendo las narices en los problemas de los demás para arruinarles la vida.

—Es todo verdad, Lucy. Os ha lavado el cerebro, o drogado.

—¿Sabe alguien más dónde estamos? —le preguntó en un rechinar de dientes.

—No, no —respondió Jesse, sin aliento, que comenzaba a agitarse.

—Bien. Y tú no se lo vas a contar a nadie, ¿verdad que no?

—Te lo juro. No lo haré.

—¿Lo juras? ¿Tú? No me impresionas —dijo Lucy, que apretó con un poco más de fuerza.

—Suéltalo —dijo Sebastian.

Lucy retrocedió, y Jesse cayó al suelo de rodillas, a los pies de Sebastian, tosiendo y boqueando.

—¿Vas a dejar que me vaya? —preguntó Jesse incrédulo—. ¿Cómo sabes que no voy a llamar a la

policía en cuanto salga de aquí?

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—No lo sé —dijo Sebastian; luego le entregó a Jesse su teléfono móvil y le dio la espalda.

Lucy se quedó sola, de pie, cara a cara frente a Jesse, que se limpiaba de la barbilla los restos de saliva

y de humillación.

—Él no ha hecho nada malo. Y yo he decidido abrir los ojos.

Jesse ya había visto antes en Lucy aquella mirada resolutiva y de determinación, en muchas ocasiones,

pero nunca con aquella intensidad. Era una Lucy distinta.

—Ven conmigo —le dijo en una última tentativa—. Podemos darle la vuelta a todo este rollo de novias

devotas que os habéis montado. Tía, eres más trending que nunca.

—No es más que curiosidad —dijo Lucy—. Lárgate de aquí. Solo con verte ya siento asco de mí

misma.

—Tú me necesitas, Lucy —dijo Jesse de manera poco convincente, como un exnovio desesperado al

que le hubieran dado la patada.

—Eso es lo que yo creía.

El rechazo de Lucy convirtió la inseguridad de Jesse en amargura a sangre fría.

—¿Sabes lo que te digo? Que te quedes aquí jugando a las okupas obnubiladas con ese asesino. Lo

siguiente que voy a escribir sobre ti va a ser tu esquela.

—Asegúrate de poner una buena foto —le soltó Lucy. Se acercó a él un poco más y plantó su cara

frente a la del bloguero—. Jesse, te acabo de salvar la vida. No volveré a hacerlo. Si le cuentas a

alguien dónde estamos —dijo ella y le agarró por los huevos una última vez, de regalo, para obligarle a

ponerse de puntillas—, te mato.

Había anhelado una mirada intensa de Lucy en sus ojos. Pero no como aquella.

Lucy le dio la espalda y caminó hacia los demás mientras él se abría paso a través de los restos de la

tormenta, hacia la salida. No le hacía falta ver cómo se iba Jesse. Después de aquello, sabía que no se

quedaría por allí.

—Jesse podrá ser muchas cosas —argumentó Lucy—, pero valiente no es una de ellas. Le tiene que

haber costado un mundo venir hasta aquí y soltar lo que ha dicho. Ahora te toca a ti confesar.

La verdad de Sebastian salió a borbotones. Una verdad increíble.

—Estáis bendecidas. Ungidas. Cada una de vosotras tres —dijo él con las manos juntas y los dedos

entrelazados—. Eso es lo que os trajo aquí.

—¿Bendecidas por quién? ¿Por unos obreros muertos del metro? —preguntó Lucy—. ¿Es eso lo que

esperas que nos creamos?

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—Mira, yo no estoy aquí para juzgarte —prosiguió Cecilia—, pero los manicomios y los asesinatos no

dan mucha credibilidad, que digamos.

—Solo dinos la verdad —suplicó Agnes, que le cogió de la mano.

—La verdad, ahora, reside en vuestro interior al igual que reside en el mío. No hay nada más que yo

pueda decir.

En realidad, no había nada más que pudiese decir ninguno de ellos.

—Se acabaron las adivinanzas. Se acabaron las pérdidas de tiempo. La verdad es que estás loco y nos

has vuelto locas también a nosotras —dijo Lucy.

—Siempre ha habido algo en vuestro interior. Algo que os ha hecho sentir diferentes. Yo también lo

sentí. Esta vida os tiene reservado algo más, y vosotras lo habéis sentido en lo más hondo de vuestro

ser. Ya no tenéis que seguir sufriendo o sentiros frustradas. Eso es lo que os trajo aquí. Y por eso no os

marchasteis.

La estancia se quedó en silencio.

—No, por eso me largo de aquí —dijo Lucy.

Cecilia accedió un poco reacia.

—Ha pasado la tormenta. Es hora de irse.

—Mi madre tiene que estar preocupadísima —dijo Agnes con timidez al tiempo que dejaba caer su

mano y la separaba de la de Sebastian—. No te preocupes. No se lo diremos a nadie.

Las tres se quitaron los decenarios, recogieron sus cosas y recorrieron el pasillo hacia la salida como

tres novias a la fuga. Se deslizaron por la puerta y desaparecieron en la luz del amanecer.

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esse llevaba tanto tiempo con los ojos clavados en el cursor intermitente que casi llegó a

creer que este lo había hipnotizado. «Paralizado» se parecía más a la realidad. Su buzón de

voz, que no dejaba de reproducir una vez tras otra, se estaba llenando de mensajes de la

policía, que quería verle. El tono iba perdiendo cordialidad de manera decidida.

Tenía la historia muy clara en la cabeza. Sabía exactamente lo que quería contar, pero no tanto si de

verdad quería contarlo. No se debía a las amenazas de Lucy, por mucho que nunca la hubiese visto tan

inflexible. Se trataba de una sensación incómoda que había tenido desde que salió de la iglesia, una

sensación de desasosiego y de incertidumbre. Le había quedado claro que Sebastian estaba trastornado,

pero ¿que fuese un asesino?

Sin duda Jesse había captado el atractivo que tenía Sebastian para las chicas: sexy, inteligente,

siniestro, incomprendido, un buen aspecto byroniano y el tufillo a tragedia que llevaba consigo. Era el

lote completo. No le hacía falta drogarlas ni lavarles el cerebro para mantenerlas a su lado. Él mismo ya

había escrito demasiadas historias sobre galanes locales de poca monta y sus conquistas que se

encontraban por encima de sus posibilidades como para tragarse ahora aquella. En especial, ahora que

lo había conocido a él o, al menos, que se había enfrentado con él.

Siempre existía la posibilidad, pensó, de que no hubiera conocido al «verdadero» Sebastian. Al fin y a

la postre, los delincuentes y los pirados eran unos embaucadores consumados, y según el doctor Frey,

Sebastian era ambas cosas. Los blogueros no les iban muy a la zaga, de manera que podía sentirse

identificado. Él no tenía el aire tosco ni la personalidad seductora, pero sí las ganas y la necesidad de

hacerse entender. Y de las muchas historias que había contado sobre Lucy —ciertas o no—, ninguna

era más importante que aquella. Las anteriores tenían por objeto crearle una vida. El de esta era

salvársela. Siendo así, ¿por qué no era capaz de ponerse a escribirla?

Lo único que pudo imaginarse fue que tal vez Lucy tuviese razón y aquello fuera contagioso. Tal vez

también él estuviese desarrollando una conciencia. Jesse repasó su lista de contactos en el móvil y

presionó la tecla LLAMAR.

—El doctor Frey, por favor.

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Sebastian se irguió, se quedó sentado en el duro banco de madera en el que se había tumbado, y estiró

los brazos. Inspiró y espiró hondo con mayor facilidad que antes. La humedad se había disipado junto

con el mal tiempo, y se había esfumado la neblina mohosa que se hallaba suspendida por toda la iglesia

como una cortina de verdín. Aquel sitio volvía a estar desierto, como estaba cuando él llegó. Su más

cercana compañía volvían a ser los martillos, las sierras, las ratas y las cucarachas que había

desperdigados por aquel lugar antaño reluciente y santo.

Echaba de menos a Lucy.

Echaba de menos a Cecilia.

Echaba de menos a Agnes.

No obstante, el tiempo para el regodeo se había agotado ya hacía mucho. Cogió los decenarios que

dejaron las chicas y se dirigió a la sacristía.

Sebastian reparó en las casullas tiradas por todas partes. Tenía más el aspecto de los probadores de una

tienda de moda de Smith Street que la sala preparatoria de un sacerdote. Desde luego, pensó, estas

chicas han dejado aquí tanta huella como el lugar ha dejado en ellas. Tiró de la puerta y la abrió para

acceder a las escaleras del osario, se detuvo y pensó en Agnes y en su sufrimiento para girar el pesado

pomo, y en tantos sufrimientos que aguardaban.

Descendió muy despacio por las escaleras hasta el osario, tanteando cada escalón bajo sus pies antes de

ir a por el siguiente. Atravesó la puerta de la capilla y pasó directamente bajo la lámpara de huesos

hacia el reclinatorio central. Continúa tan robusto y tan sólido como el día que lo hicieron. De madera

de sanguino rojo, como los que se alineaban, enfermos, plagados y moribundos en los jardines del

exterior de la iglesia. Una madera perfecta para hacer armas, vagones o cruces.

Sanguinos rojos, sanguinos floridos, sanguinos rosas, todos plantados para honrar a aquellos hombres

olvidados largo tiempo atrás y que murieron allí; y a las santas por quienes ellos murieron. Aquellos

eran especiales. Florecían en otoño, cerca de primeros de noviembre. El aire estaba cargado del aroma

a incienso aún candente dentro de la urna de metal y de las flores de los sanguinos que él mismo había

conseguido reunir de los árboles que habían caído y atravesado las ventanas.

Levantó la vista y observó el nombre de su enemigo. El enemigo de todos ellos. Ese nombre que él

mismo había garabateado por los muros de la capilla.

Cífero.

Frey iba ganando la partida. De eso no cabía la menor duda. Y todo ello sin mover un dedo. Sebastian

estaba huido. Abandonado. Repudiado. Lucy, Cecilia y Agnes se habían ido. En la soledad en que se

hallaba sin ellas, tampoco podía evitar sentir cierto alivio. Si se encontraban lejos de él, al menos quizá

pudiesen mantenerse a salvo. Se trataba de un triste consuelo, pero era cuanto le quedaba después de

todo lo que les había hecho, del peligro al que las había expuesto. Había actuado lo mejor que había

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podido. Había entregado el mensaje tal y como le fue encargado. Si aceptarían su palabra o no, él no lo

sabía. Su destino estaba sellado, pero el de ellas se encontraba aún en sus propias manos.

Sebastian devolvió los decenarios al relicario de cristal del que los había sacado, hizo una reverencia

con la cabeza y meditó para prepararse. En lugar de hallar paz, lo único que fue capaz de conjurar en su

interior fue desesperación. E ira.

—He fallado.

Volcó los reclinatorios a patadas y gritó con todas sus fuerzas.

—¿Qué más queréis de mí? —dijo Sebastian airado. Volcó la dama de hierro y tiró por la estancia el

resto de instrumentos de mortificación—. He hecho cuanto me habéis pedido. ¡He entregado mi

corazón, mi alma, mi mente! ¿Para qué?

Ascendió hasta el altar, estiró la mano para coger la Legenda y la sacó de su estuche.

—¡Dolor! ¡Rechazo! ¡Muerte!

Levantó aquel pesado tomo por encima de su cabeza y localizó el relicario de cristal que contenía los

decenarios. Estaba a punto de hacerlo añicos.

Sintió unas manos sobre sus hombros. Manos fornidas. Un toque invisible que le reforzaba en aquel

instante de angustia. Sintió que se le vaciaban los pulmones y se le encogía el pecho, como si lo

aplastase un desprendimiento de tierras. Bajó el libro y lo depositó sobre el altar con delicadeza.

Entre la neblina, sobre el altar delante de él, surgieron tres débiles siluetas. Hombres. Eran obreros,

cada uno de ellos con la herramienta que le era propia en la mano. Una pala, un pico y un hacha.

Ya los había visto antes. Eran quienes le hablaron. Sobre él mismo. Sobre los decenarios. Sobre las

chicas. En su momento pensó que se habría tratado de un sueño, de una pesadilla, pero ya no lo

pensaba. De todas formas, era demasiado tarde.

—Perdonadme por mi debilidad —suplicó, cayó de rodillas y se preparó para el castigo.

Levantaron sus herramientas. No para golpearle, sino para saludarle, en un gesto de aliento y de

respeto.

—Has obrado bien —dijo uno de ellos—. Has honrado a tu linaje.

—Tu hora está próxima —advirtió otro.

—La paz sea contigo —dijo el último.

Las siluetas misteriosas se fueron tan rápido como habían llegado. Sebastian sintió el ánimo que le

infundía la fe que habían depositado en él y se vio fortalecido en su fe en sí mismo.

—Estoy preparado.

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Frey estaba ocupado, apenas fue consciente de la presencia del joven que ya se sentaba en su oficina,

cuando apareció por la puerta sin interrumpir una conversación con un colega. El ego de Jesse podía

tolerar la mala educación, pero no el ser ignorado.

—Oh, cuánto lo siento —dijo el médico, distraído—. Había olvidado nuestra cita. Solo dispongo de un

segundo.

—Los he visto.

—Le escucho —respondió Frey, y se sentó despacio tras su mesa con la mirada atenta sobre Jesse.

—Ese tío, Sebastian, es un lunático —se fue Jesse por las ramas y evitó la mirada del doctor—.

Desvaría tal y como usted dijo. Y está contagiando al resto.

—¿Cómo es eso? —inquirió Frey entonces, presa tanto de su curiosidad como de su yo analítico.

—Síndrome de Estocolmo. Totalmente. Ojos desorbitados. Jamás había visto así a Lucy, tan protectora

con alguien.

—Impresionante —admitió Frey—. Ya confirmaré yo su diagnóstico para que actualice el artículo. Off

the record, claro.

—La policía se muere de ganas por saber de dónde he estado sacando una información tan detallada —

dijo Jesse—. No tengo la certeza de poder evitarlos por mucho más tiempo.

Jesse buscaba una reacción.

—Ahora que usted sabe dónde están, se acabó la partida. La policía quedará satisfecha con

encontrarlos, y usted compartirá el mérito. Victoria segura.

—Veo que ya lo tiene todo planeado, ¿no es así, doctor?

—Tampoco es que estemos hablando de neurocirugía, ¿no cree? —dijo Frey muy serio. Un chiste de

psiquiatra. Y no muy gracioso. Quien salía allí beneficiado, conjeturó Jesse, no eran las chicas, ni la

policía, ni siquiera él mismo. Era Frey. Se las había arreglado para no pringarse con todo aquello, pero

había logrado exactamente lo que quería. Casi.

—Y bien, ¿dónde están?

—Ahí está la cosa —dijo Jesse con una cierta superioridad moral—. No se lo voy a decir a la policía. Y

a usted tampoco.

—¿Y por qué no iba a hacerlo? —le preguntó—. Si le ha visto usted, sabrá entonces lo peligroso que

es.

—¿Peligroso para quién? He visto a Sebastian. He hablado con él. Me podía haber matado allí mismo

de haber querido, pero no lo hizo. Usted es el psiquiatra, dígame, ¿por qué actuó así?

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—Obra con descaro. Es impredecible. Solo porque no le matase a usted, eso no significa que no sea un

asesino. No se deje engañar.

—Buen consejo, doctor —respondió Jesse—. No volverá a pasarme.

—¿Me está acusando de mentirle?

—No —respondió Jesse con parsimonia—. Le estoy acusando de algo mucho peor que eso.

—Yo le doy una oportunidad única en la vida y esto es lo que recibo —dijo Frey con desdén—. Tal vez

fuese bastante predecible en alguien con su pasado.

—No me había percatado de que se me estuviese haciendo un perfil —bromeó Jesse—. Adelante,

hábleme usted de mí, deme su opinión profesional.

—En mi opinión profesional, usted es un altanero, un falso, un interesado, indigno de confianza y

codicioso. En terminología médica, señor Arens, un lameculos de los famosos.

—Ya veo que ha estado charlando con mis amigos.

—Si ha venido a reclamar un sobresueldo, olvídelo —dijo Frey—. Yo no soy uno de esos compañeros

suyos de clase a los que puede chantajear.

—Excompañeros —resopló para confirmar con orgullo su carencia de estudios superiores—. Tengo

alma de empresario.

—Ya se nota —apuntó Frey a modo de fría crítica de su breve currículum académico.

—Sí, soy una persona curiosa, entre otras cosas —respondió Jesse—. Y siento curiosidad acerca del

motivo por el cual un médico respetado arriesgaría su reputación y tiraría su juramento a la basura para

ayudar a alguien con mi…, ¿cómo lo llama usted? Ah, sí, con mi «perfil».

—Quería a Sebastian fuera de circulación antes de que se hiciese daño o se lo hiciese a otros.

—Pero qué magnánimo…

El doctor estaba claramente irritado, pero recobró enseguida la compostura.

—Bien, no tiene importancia. Ya lo encontraremos nosotros.

—¿Nosotros? —preguntó Jesse.

—Ya sabe, usted no tiene por qué seguir preocupándose por esto, ni tampoco seguir evitando a la

policía, Jesse —dijo el doctor Frey con brusquedad.

—¿Y eso por qué, doctor? —dijo Jesse con escepticismo.

—Porque le están esperando a usted en el vestíbulo. Y ahora, si me disculpa…

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El corazón de Jesse comenzó a latir con fuerza. Supo al instante que le habían tendido una trampa. La

clásica traición. Daba igual que se lo hubiese contado a Frey o no. Su propósito estaba servido. Y a él

lo iban a encerrar.

—No sabe las ganas que tengo de contárselo todo —le amenazó Jesse.

—Hágalo, por favor —dijo Frey con una astuta sonrisa conforme se marchaba—. Es incluso posible

que le crean.

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adre! —gritó Agnes al abrirse paso entre los escombros del pasillo—. ¿Estás

aquí? —le preocupaba que le hubiese pasado algo, que hubiera resultado

herida a causa del tornado o algo aún peor—. ¡Madre! —volvió a llamarla,

desesperada.

Martha bajó corriendo los escalones, algunos de ellos totalmente hechos polvo, y esquivó agujeros y

trozos de madera. Pero eso no la detuvo.

—Gracias, Dios mío —dijo Agnes, aliviada—. ¡Estás bien!

Martha fue corriendo hasta Agnes, la miró de arriba abajo y a continuación le dio una bofetada en la

cara.

—¿Dónde demonios te habías metido? Creí que estabas… ¿Tienes idea de lo que me has hecho pasar?

—la chica aún sentía el picor de la bofetada de su madre un rato después de que esta le hubiese

impactado en la cara—. Ya no aguanto más, Agnes.

Martha rompió a llorar.

—Lo siento —dijo Agnes, y la abrazó mientras lloraba. Por primera vez en mucho tiempo, aceptó que

su madre correspondiese a su abrazo. Pasados unos instantes, la soltó—. Necesito una ducha caliente

—dijo antes de dirigirse a su habitación.

Sonó el teléfono. Martha lo cogió al primer timbrazo.

—Ha vuelto a casa. Se ha ido directa a su cuarto —dijo Martha al aparato—. No, no tengo ni idea de

dónde ha estado. No quiero atosigarla con eso ahora mismo.

Como de costumbre, la conversación transcurría a un volumen lo bastante alto como para que Agnes la

oyese, pero en contra de lo habitual, no se quejó. En comparación con lo que acababa de vivir, un poco

de cotilleo vecinal resultaba un cambio incluso agradecido. Solo habían sido tres días, pero parecía una

eternidad. Además, aquello no era sino el principio. Sabía lo que vendría al día siguiente, pensó

mientras se quitaba la ropa sin prisa alguna. Las «amigas» curiosas de Martha empezarían a asomarse

por las ventanas de su piso bajo, que iban del suelo al techo, o se quedarían ahí paradas frente a la

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escalinata de la puerta principal. Los chavales más pequeños del colegio y del vecindario, fascinados

con la historia de su desaparición, comenzarían a inventarse cosas, sacadas de la manga. Cosas del

estilo de que a Agnes «se la había tragado la tormenta», y que «la chica que ha regresado en realidad no

es Agnes, sino una especie de doble, una zombi o un robot». Los cotilleos inconscientes y las

historietas de terror se extenderían por el vecindario como las hiedras silvestres. Ya lo habían hecho

antes y con mucho menos motivo. La verdad era irrelevante, y de todas formas, ¿quién se la iba a

creer?

—Sí, eso es lo más curioso —le dijo Martha a su interlocutora—, las heridas de las muñecas ya han

sanado prácticamente del todo. Sea donde sea que haya estado, tiene que haber sido un lugar seguro y

limpio. Han cuidado bien de ella.

Mientras su madre hablaba, Agnes se examinó las muñecas, pasó los dedos por las escisiones en

remisión. Poco quedaba aparte de las cicatrices que la relacionase ahora físicamente con él, eran su

único recordatorio del daño que había intentado hacerse y de lo que él había hecho para ayudarla a

ayudarse a sí misma.

—Pues ha vuelto sana y salva y no ha sido víctima de un maníaco loco —dijo Martha; por fin aparecía

en ella la figura de la madre aliviada—. Gracias, querida. Desde luego que te llamaré si necesitamos

cualquier cosa.

—Ya te digo que lo harás —dijo Agnes entre dientes mientras abría el grifo de la ducha y se metía

dentro.

Martha se estaba deleitando con tantas atenciones. El peligro había pasado, y ella iba camino de

exprimir hasta el último gramo de compasión de su círculo de amistades, y cualquier otra cosa que se le

pudiera ocurrir a cambio de satisfacer su curiosidad.

¿Un maníaco? Vaya calificativo tan raro para él.

Sebastian era muchas cosas, pero no un maníaco, dijera lo que dijese aquel bloguero. Pero ¿cómo iba a

saberlo su madre o cualquier otra persona? Solo sabían lo que habían contado en las noticias, y a tenor

de lo que ella misma había leído en el móvil de Jesse, los detalles no eran tan importantes como el

titular.

Eso la hizo pensar en toda la gente a la que con toda probabilidad había juzgado de manera errónea.

El teléfono volvió a sonar. Le había dado instrucciones a su madre. Nada de amigas. Nada de

profesores. Nadie.

—¡Agnes! —gritó Martha como por obligación—. Otra vez el doctor Frey.

Agnes no respondió.

—Lo siento, debe de estar dormida —dijo su madre a modo de disculpa—. Ha sido un fin de semana

muy largo. Estaremos en contacto para programar otra cita cuando se encuentre mejor…, más

descansada, seguro. Claro, le mantendré informado. Adiós.

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Frey era la última persona a la Agnes deseaba ver, con quien deseaba hablar, o a quien desease

mantener informada.

Martha había notificado a la policía que Agnes había regresado, y ellos a su vez se lo habían

comunicado al doctor Frey, quien había intentado atemorizar a Martha contándole que, de ser ciertos

los informes, Agnes podría estar sufriendo una folie à quatre: un trastorno psicótico compartido y

definido por la transmisión de una creencia delirante entre personas que se encuentran en una situación

emocional delicada, por lo general en relaciones muy próximas. De todas formas, Martha no se tragaba

aquello. Su cinismo le venía bien a Agnes de vez en cuando.

Lo único que consiguió la llamada de Frey fue intensificar sus pensamientos acerca de Sebastian. Lo

que había dicho. Cerró el agua, salió de la ducha y encendió el portátil.

—S-A-N-T-A I-N-É-S —dijo mientras escribía.

Surgió toda una serie de páginas con entradas, la mayoría de ellas, sitios web de culto o de devoción.

Le echó un vistazo a varias que había sobre la Legenda Aurea, traducida como Leyenda dorada, y la

reconoció de la capilla. Estaba en lo cierto, pensó. Eran biografías. Las vidas de los santos. Leyendas.

«Inés. Virgen y mártir».

—Virgen.

«Una de las siete mujeres conmemoradas por su nombre en el Canon de la Santa Misa. Nacida el 28 de

enero de 291».

—Hace mucho tiempo.

«Martirizada el 21 de enero de 304. A la edad de trece años. Decapitada y quemada».

—Trece. Dios mío. ¿Por qué?

«Se negó a casarse con un miembro de la nobleza romana… arrastrada desnuda por las calles, enviada

a un burdel para ser violada en repetidas ocasiones… al rezar, le creció el pelo para cubrir su cuerpo…

para protegerla… después la ataron en una hoguera para quemarla, pero las llamas se apartaban de

ella… al final halló la muerte por la espada de un soldado, que le atravesó la garganta.

»Santa patrona de las vírgenes, las muchachas, las víctimas de violación… representada por lo general

con un cordero, símbolo de la castidad».

Agnes sintió que estaba a punto de llorar.

—No tenía ni idea.

Buscó los nombres de Santa Cecilia y Santa Lucía, y se encontró con que sus historias eran igualmente

asombrosas y brutales. Ambas mártires. Ambas entre las siete.

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«Lucía, denunciada a causa de su fe por su propio marido… cuando la sentenciaron a muerte, no

pudieron moverla ni tampoco quemarla… ella misma se sacó los ojos… para ser menos atractiva… en

lugar de poner en riesgo su castidad. Santa patrona de los ciegos».

Y Cecilia. «Intentaron cortarle la cabeza, pero no pudieron… se pasó tres días cantando su fe mientras

yacía moribunda. Santa patrona de los músicos».

Finalmente, Sebastian. «San Sebastián. Mártir. Santo patrón de los atletas y soldados. Capitán de la

guardia pretoriana que se convirtió al cristianismo en secreto. Condenado a muerte por convertir a

otros».

Agnes estaba impactada.

Martha llamó a la puerta.

—¿Estás bien?

—Sí, madre.

—¿Te traigo algo de comer?

—No, gracias, no tengo hambre.

No era más que charla intrascendente. Agnes sabía que a su madre le rondaba algo en la cabeza.

—Agnes, ¿en qué estabas pensando?

Era una pregunta lógica, y no la había hecho en el tono de juicio que estaba acostumbrada a recibir de

su madre.

—No estaba pensando. Estaba sintiendo —aquella no era una respuesta válida, pero sí la más honesta

que podía ofrecer.

—Las noticias dijeron que te podía haber raptado una especie de chico psicótico junto con otras dos

chicas.

—Madre, no sé de qué me estás hablando. ¿Te crees todo lo que ves en la tele?

—Estaba muerta de miedo.

—Se acabó ya, madre —dijo Agnes—. Ya estoy aquí.

Para su sorpresa, Martha lo dejó ir. Ninguna charla. Ninguna pelea. Ninguna exigencia de disculpas.

Ningún remordimiento. ¿Pasiva-agresiva, o pasiva-compasiva? Difícil saberlo. Tal vez la tormenta se

hubiese llevado un poco de mala sangre. Fuera como fuese, aquel era el mejor regalo de bienvenida a

casa que podía haber recibido. La verdad de su marcha permanecería sin explicar y sin resolver, por el

momento al menos.

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Se dejó caer en la cama y se encontró en la mesilla de noche un té de camomila en su vaso marroquí

favorito, grana y oro, que se compró en Atlantic Avenue. Calentito.

Gracias, mamá.

Agnes se quedó allí tumbada y agradeció la suavidad de su ropa de cama, acurrucada con Isabel de

Hungría, incapaz de dormir. Estuvo pensando en la noche en que él le vendó las muñecas. En que cuidó

de ella. En que la embaucó.

Toda la noche, hasta el alba, hasta que el sol se elevó sobre los tejados y le coronó la cabeza con un

halo fulgurante amarillo y naranja…

No dejó de pensar en él.

Cecilia no solo se había quedado ahora en la calle, también se había quedado en paro. Aquel temporal

de mil demonios había arrasado el club del Bowery, y el Saint Ann’s Warehouse había cancelado todas

las actuaciones debido a las inundaciones provocadas por la crecida del East River. Lenny, el promotor

de conciertos, había sido una de las infortunadas víctimas, de manera que tampoco podía ir detrás de él

a otro club para sacar alguna actuación. Al parecer, había muerto al intentar rescatar todas las botellas

de garrafón que pudiese, pero amontonó demasiadas cajas unas encima de otras en el minúsculo

callejón trasero y se le vinieron encima, como si fuera uno de los desafortunados acaparadores a los que

intentan curar en ese programa de la tele por cable. Siempre dijo que él moriría en aquel lugar. Al final,

Lenny resultó ser un profeta. Aunque Cecilia no lo podía aguantar, él le había dado un sitio donde

tocar, una oportunidad, y por eso se entristeció al recibir la noticia. Quizá porque se dio cuenta de que

ella sería probablemente una de las personas que mejor lo conocían. Una triste circunstancia para

ambos, concluyó.

Aquella noche, la del día en que dejó a Sebastian, se apretó contra la espalda de un tío para colarse por

los tornos de la estación de Jay Street cuando él pasó su billete. Consiguió acceso al metro y un

moratón en el trasero. Tocó un poco la guitarra para conseguir unas monedas y después siguió con su

rutina de comprar una botella y unos bocatas para Bill en la tienda de alimentación de la esquina: le

encantaban sus filetes, y solo se comía los de allí. Era un indigente; y un sibarita. Una rara

combinación, pero claro, Bill también lo era. El hombre más sofisticado y clarividente que jamás se

había encontrado, siempre vestido para alguna ocasión. «Nunca sabes cuándo llegará el final, o el

principio», que diría él. Se dio una ducha en uno de los locales de la asociación de jóvenes cristianos y

se pasó por su tienda vintage de referencia, propiedad de una joven llamada Myyrah —una promesa del

diseño recién salida del Fashion Institute of Technology de Nueva York— que la vestía para sus galas.

Adoraba el estilo de Cecilia y a menudo se llevaba el mérito de sus ideas de diseño. Tiraba de CeCe

para sesiones de fotos de moda, como de una musa, y Cecilia, a cambio, recibía prendas únicas y

hechas a mano. Cogió algunas cosas que ponerse, las echó en el estuche de su guitarra y se puso un

poco de maquillaje de Myyrah antes de largarse directa a casa, al tejado, con Bill.

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—Pero bueno, mira lo que nos ha dejado por aquí el traidor diablo —dijo Bill al levantar la vista y ver

allí a Cecilia de pie, como un alma gemela y perdida mucho tiempo atrás a la que pensaba que no

volvería a ver nunca—. Nuestra Señora de las Nieves.

Aparte de la referencia a la nieve, no le preguntó si había pillado: sabía que ella lo entendería si, en

efecto, tuviera algo para pasar. Se sintió aliviado solo con verla. Para un yonqui, eso lo era todo.

—¿Cómo has sobrevivido al tornado aquí arriba? —le preguntó ella, cuando lo que en realidad quería

saber era «¿cómo has sobrevivido sin mí?».

—Las cucarachas y los yonquis —dijo con aquella voz cascada y arrastrada suya— siempre

sobreviven.

Cecilia se sintió reconfortada con aquello, tal y como él sabía que haría.

—Te han estado buscando —le dijo él con estoicismo, sinceridad y preocupación.

Cecilia estaba acostumbrada a aquellas charlas de «ida de olla» por su parte, pero a lo que no estaba

acostumbrada era a su sinceridad y su intensidad al hablar. Era como si Bill fuese veinte años más

joven y estuviese completamente sobrio. La imagen fugaz del hombre que fue. Alguien que se

preocupaba por ella más allá de su exterior y sus debilidades. Más allá de las drogas.

—Aquí no te encontrarán —dijo él—. De eso me encargo yo.

CeCe le dio su bocadillo, y después, una botella de whisky barato. Apenas se detuvo a tomar aire,

sediento por llegar al fondo de aquella botella.

—Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los

cielos —dijo Bill al percatarse de que Cecilia no tenía dinero pero aun así se las había arreglado para

llevarle comida y bebida. Siempre significaba mucho para él, pero en ese momento significó más aún.

Cecilia le contó todo conforme fue cayendo la noche. Confiaba en él, y le reveló hasta el más íntimo

detalle de lo que había sucedido en la iglesia. Lo que vieron, lo que experimentó ella, lo que sintió.

Acerca de Sebastian.

Bill permaneció atento a todas y cada una de sus palabras. Cada sílaba, como si se estuviese metiendo

un chute verbal directo en vena. No se atrevió a preguntar nada por temor a que Cecilia perdiese el hilo

y se olvidase del más mínimo detalle. Observó sus labios y sintió un cosquilleo en el estómago, como si

fueran dos chicas adolescentes en plena charla en una noche de quedarse a dormir juntas.

—¿Por qué no te trajiste un poquito de esa mierda para acá? —le preguntó Bill al finalizar ella su

historia, después de insistir en que lo más probable era que Sebastian les hubiese puesto algún

alucinógeno de los buenos, como los que se pilló el propio Bill una vez, justo en la acera de enfrente

del hospital que tuvo al chico de inquilino en la planta de Psiquiatría. Cecilia se sentía traicionada por

Sebastian, pero al mismo tiempo, no podía evitar pensar en él. Sacó la guitarra y cantó para él.

Cada palabra.

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Por él.

Lucy firmó el contrato de un móvil nuevo, pagó y salió de la tienda con él activado. En unos segundos

ya estaba vibrando. Jesse, por supuesto. ¿A quién si no le iba a corresponder el honor de estrenarle el

móvil? Su primer episodio de ira telefónica desde que empezase la tormenta. Pulsó SILENCIAR y

metió el teléfono en el bolso con la firme determinación de no volver a hablar jamás con él. Y lo volvió

a sacar con la misma exacta determinación.

—Qué quieres.

—Eres mi única llamada —dijo Jesse con desesperación—. No cuelgues.

Lucy sabía exactamente lo que significaba eso.

—¿Dónde estás? ¿Y por qué me llamas a mí?

—En el Centro D —dijo Jesse mientras le apremiaban para que colgase—. Tienes que venir enseguida.

Tengo que hablar contigo.

Clic.

—¿En la cárcel? —gritó Lucy tan alto como para que lo oyese todo el mundo en Gold Street.

Gruñó de pura frustración, enfadada ya consigo misma a causa de lo que estaba a punto de hacer. Pero

es que se encontraba a una distancia como para ir a pie. Y sentía curiosidad. Lucy sabía que, fuera lo

que fuese lo que hubiera hecho Jesse —o hubiera dejado de hacer— para acabar en el Centro D, se

trataba de algo serio. Serio de verdad.

Jesse era un imbécil. Pero era un imbécil con buenas intenciones. A veces.

Atravesó el Dumbo justo cuando el metro pasaba a toda velocidad por el puente de Manhattan, en su

recorrido desde su apartamento en Vinegar Hill. Empezó a sentir un latido fuerte en la cabeza cuando el

ruido del metro le sacudió el interior del cerebro junto con todo lo demás. Pasó caminando por delante

del Sacrifice, pero por la acera de enfrente. La puerta del club seguía cerrada con tablones, como gran

parte del barrio. Arrasado, así de duro. Conforme iba viendo los árboles caídos, las calles de adoquines

inundadas, los coches abandonados, los cables de la luz cortados y desperdigados, se fue dando cuenta

de que la tormenta que había transformado su mundo también la había cambiado a ella, de verdad. No

eran solo las infraestructuras lo que había quedado hecho jirones.

Tony, el portero, asomó por la doble puerta negra y la vio, una figura solitaria que caminaba por el otro

lado de la calle. La saludó con la mano y Lucy se llevó el dedo a los labios, ese gesto universal de

«como digas algo, te corto las pelotas». Él asintió; entendía que Lucy no deseara que nadie supiese que

estaba por allí, o viva siquiera, para el caso. Aunque Lucy tenía la reputación de una narcisista

interesada, fría e implacable, todo ello en un pack de alta gama, Tony estaba allí por ella. La clave en el

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mundo de Lucy eran las relaciones: tú me rascas la espalda, y yo me dedico a rajar en cuanto te des la

vuelta. Tony sonrió y le enseñó su antiguo teléfono móvil para mostrarle que lo había mantenido a

salvo y que se ofrecía a devolvérselo. Ella le hizo un gesto negativo con la cabeza. Tony lo tiró al suelo

y lo hizo añicos con el tacón del zapato de forma que sus contactos, sus e-mails guardados y sus

fotografías jamás caerían en las manos equivocadas. Le mandó un beso a distancia y siguió caminando.

Cuesta arriba.

Lucy estaba tan preocupada que casi pasó por delante de su pizzería favorita, Paisan’s, sin apenas echar

un vistazo al escaparate. Estantes repletos con todo tipo de pizzas conocidas. Pegó la nariz al cristal y

se prometió que regresaría más tarde.

—Eh, Lucy, ¿dónde andabas? —Sal, el pizzero, la estaba llamando desde el ventanuco que daba a la

calle con su vozarrón profundo.

—En misa, Sal —sonrió ella y le guiñó un ojo.

El pizzero grandullón se partió de risa con su delantal blanco lleno de harina.

—Esta sí que no me la trago, chata. ¿Hace una porción? Va de mi cuenta, que pareces… con hambre.

—Para llevar, ¿vale? Me voy pitando.

—¿Adónde?

—A la cárcel —dijo ella.

—Esa es todavía mejor —asintió Sal.

Pasó al interior y regresó enseguida con una porción humeante, recién sacada del horno.

A Lucy le entraron ganas de llorar.

—Gracias, Sal —le dijo, y le dio un agradecido beso en la mejilla por primera vez.

—Largo de aquí —le dijo él, medio sonrojado.

La gente del barrio. Los amaba más que a nada. Sin pretensiones. Sin presión. De no ser por Sal, a ella

se le habría olvidado comer la mitad de las veces. Lo cierto era que podía contar con él. Como con

Tony. No se parecían en nada a Sebastian, pero este sí era como ellos en el sentido más importante:

eran de verdad.

Lucy conocía el Centro de Detenidos de Brooklyn, el Centro D, como lo llamaban por allí. A ella, por

su parte, le hubiera gustado poder llamarlo «el penal comercial»: los primeros calabozos en un casco

urbano con un centro comercial en la planta baja, pero el proyecto no iba a salir. Se trataba de un

mamotreto de edificio de once plantas en la intersección de Atlantic con Smith que se elevaba por

encima de las construcciones de ladrillo rojo y los callejones de aquel barrio que se aburguesaba a toda

velocidad. El único honor que cabía atribuirle era que nadie se había escapado jamás de allí. Y no era

probable que Jesse fuera el primero.

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—Lucy Ambrose, para ver a Jesse Arens —dijo al tiempo que deslizaba sus oscuras y enormes gafas de

sol sobre la nariz delante del guardia del control de entrada.

Atravesó la máquina de Rayos X y soportó un cacheo de manos de una mujer de aspecto bastante

varonil. Pensó que ojalá hiciesen cosas como aquella en tamaño de bolsillo para poder escanear a

cualquiera. Cómo molaría poder ver a alguien por dentro en lugar de tener que imaginárselo.

Escoltaron a Lucy hasta los cubículos de visitas y aguardó impaciente bajo aquella luz blanca tan

desagradable hasta que trajeron a Jesse esposado. Lucy se quedó mirándolo mientras él arrastraba los

pies hasta su silla, con un ojo amoratado y un aspecto lamentable.

—¿Fianza fallida o qué?

—Nadie se va a rascar el bolsillo por mí —dijo Jesse lánguido—. Eso lo tengo claro.

—Necesitas unas vacaciones, joder —dijo ella a través del auricular del teléfono de las visitas, que

sostenía a unos quince centímetros de la cara para que no se le contagiara ningún germen, o la pobreza.

—Y tú también —dijo Jesse al percatarse de que Lucy tenía el mismo aspecto de apaleado que él, si no

peor—. Me gustan esos ojos de mapache, aunque normalmente son del maquillaje de la noche anterior,

¿no?

—¿Incluso aquí tengo que aguantar que me juzguen?

Jesse sonrió y ella le correspondió con otra sonrisa.

—Tengo que contarte algo.

—¿Qué tal si empiezas por la parte en que me cuentas qué narices estás haciendo aquí?

—Ese tío, Sebastian…

—Ya lo sé, ya lo sé —le interrumpió Lucy—. Crees que es un asesino. Vale, ya paso de él. Las tres

pasamos.

—No —la cortó él con firmeza, mirando cauteloso de un lado a otro—. Creo que dice la verdad. Ya

sabes, en cierto modo.

Lucy estaba impactada por aquella revelación. Y tenía sus sospechas.

—¿A qué viene esta conversión tan repentina? —quiso saber. Se preguntaba si aquello no sería alguna

treta de psicología inversa por parte de Jesse para volver a caer en gracia ante ella.

—Hace unos segundos que me has preguntado el motivo por el que estoy aquí. Es porque no le conté a

Frey dónde estaba ese tío. Después de haberos encontrado, fui a verle y puse en duda la historia que me

contó. No le gustó nada, y la policía me estaba esperando.

—¿Crees que miente sobre Sebastian?

Una oleada de náuseas y remordimientos casi se apodera de ella.

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—No lo sé, pero hay algo que no encaja.

—¿Y no les has dicho nada? —dijo Lucy sorprendida ante el hecho de que no hubiera cantado allí

mismo como una diva de un garito del West Village con tal de salvar el pellejo.

—No.

—¿De cuánto es tu fianza? —preguntó Lucy mientras metía la mano en el bolso para sacar la cartera—.

Te voy a sacar de aquí.

—Gracias, pero no te molestes. Estoy retenido durante setenta y dos horas.

—¿Y estarás bien? —era la pregunta más sincera que jamás le había hecho.

—No estoy preocupado por mí, Lucy.

Jesse hizo una pausa.

—¿Qué?

—Ciertas miradas se centran en ti.

—Jesse, siempre he sido centro de ciertas miradas. Ese era nuestro objetivo, ¿no?

—No es una broma. Quieren a Sebastian.

—Ese ya no es mi problema —dijo Lucy—. Solo deseo olvidarme de toda esa historia.

—Pero no puedes, ¿eh?

—Me siento como en el limbo. No estoy muy feliz con quién era antes y tampoco estoy muy segura de

quién soy ahora. Algo ha cambiado en mí, de eso no cabe duda, aunque todo esto no hubiera sido más

que una fantasía disparatada en la que me hubiesen metido. Como la que me hizo creer mi madre antes

de marcharse, que me quería por quién era yo, que nada importaba excepto yo. Todos sabemos cómo

acabó esa mierda. Pero es que no sé… Esto, él, era distinto. Me sentí en conexión con algo más grande

que yo. Algo real. No puedo explicarlo.

—Muy bien, fantasía o no, yo no creo que esto se vaya a olvidar sin más. No hasta que lo cojan.

—¿Que lo coja quién? ¿La poli?

—Quizá, pero es Frey quien mueve los hilos de esto. Por alguna razón tiene miedo de Sebastian.

—Deja ya de una vez toda esa paranoia, Jesse.

—Creo que te están vigilando, Lucy.

—Me estás asustando.

Jesse llevó la mano al cristal, al encuentro de la suya.

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—Bien.

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Intentaba obtener más de él. Pero cuanto más obtenía, menos le bastaba.

Ahora, sus cicatrices goteaban sangre en el agua y la tiñeron de rojo. Los peces emergían y se

sumergían en su calidez. Lentamente.

Aplicó presión en sus muñecas curadas para cortar la hemorragia, pero la sangre fluía de manera

irremisible. Todo se encontraba fuera de su control. Se llevó los labios a las heridas y comenzó a mover

la lengua con suavidad, lamiéndolas, aunque el dulce olor a rosas que emanaba de ellas era demasiado

intenso como para tragárselo. Era tan fuerte que tenía la seguridad de que despertaría a su madre, en el

interior de la casa.

Cuando se relajó, la sensación fue agradable.

Estaba eufórica.

Había sucedido.

—Sebastian.

—Conozco tus flaquezas. Entiendo tus misterios.

Agnes creyó.

—Estoy contigo siempre.

Bajó la vista al agua negra y vio el reflejo de Sebastian.

—Me reconozco en ti.

Agnes se volvió sobre su costado, para enfrentarse a él.

—Cada día que te amo, soy más yo misma.

—Eso es el verdadero amor.

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a madre naturaleza se está portando mal —dijo Cecilia al contemplar los montones

de camisas de las cigarras que cubrían los bordillos.

Desde la tormenta, Brooklyn se había visto afligido por plagas de insectos e incluso

de roedores. Los repelentes de insectos se habían agotado en los supermercados. En la tele le echaban

la culpa a las zonas de agua estancada, que permitían que los mosquitos y otros bichos se multiplicasen

a gran escala, a las bodegas, los sótanos y los túneles del metro inundados, que empujaban a sus

inquilinos habituales como las ratas y los ratones hacia la superficie.

Todo el mundo hablaba, blogueaba y tuiteaba sobre el antinatural ciclo de las cigarras, que se

encontraba en su auge, y de cuya explotación se estaban aprovechando ciertos comercios locales. Había

quien hacía camisetas con cigarras que decían CALLA DE UNA P*TA VEZ; en algunos restaurantes

locales se estaba sirviendo la cigarra salteada como un plato exótico. Había incluso piruletas de cigarra:

bichos con sus alas transparentes y venosas, sus ojos rojos, fosilizados en caramelo rojo para los niños.

Era lo único de lo que hablaba la gente tras el tornado y la campaña Totó, me parece que esto no es

Brooklyn, ¿sabes?

Los habitantes de Brooklyn se encontraban divididos en dos bandos: o bien todo cobraba sentido como

premonición del fin de los días —todos aquellos sucesos antinaturales—, o bien no eran dignos de su

más mínima preocupación. Cecilia se hallaba en el segundo bando, por el momento. Ya estaba bien

para ella de ideas apocalípticas, a no ser que estuvieran relacionadas con supervivencia cotidiana. Lo

único que tenía en mente en aquel instante era conseguir una actuación. Estaba desesperada por subirse

a un escenario, a cualquiera, y tocar conectada a cualquier trasto que se pareciese a un ampli. Llevaba

demasiadas cosas dentro que quería sacar, y esa era la única forma en que sabía hacerlo. Su terapia.

Partió a atravesar el puente de Williamsburg camino de Alphabet City en una decidida cruzada en pos

de un garito dispuesto a ir a medias con ella en el importe de la entrada.

El murmullo de las cigarras casi sacudía el puente mientras ella lo recorría con su guitarra a cuestas.

Por mucho que no temiese a aquellos bichos chirriantes como un signo del fin del mundo, para ella

resultaban perturbadores en un aspecto mucho más personal. Como si el mismo Sebastian estuviese

sacudiendo la estructura del puente para recordarle aquello que con tantas ganas ella intentaba olvidar.

La tormenta. Él.

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Una vez superada la sección suspendida, atravesó deambulando el Lower East Side y subió por Ludlow

Street camino del East Village antes de agacharse para entrar en un sitio pequeño y oscuro en Avenue

B. Un sitio al que hacía bastante tiempo que no iba, donde sus fans no la encontrarían. Llevaban días

mandando mensajes y posteando, preguntándose dónde se había metido, pero CeCe no aguantaba

ponerse a responder, enfrentarse a ellos. Si daban con ella, qué se le iba a hacer; aunque no se lo iba a

poner nada fácil.

Por aquella zona, las puertas de los clubes que daban a la calle solían quedarse abiertas, y tanto podías

estar tocando en un sitio con electricidad como en otro que no; dependía más de la penosa gestión

financiera de los dueños que del mal tiempo. Pasó decidida por delante del tío de la puerta, se fue

derecha al escenario y se sentó en el borde. Soltó a su lado el estuche de la guitarra y lo abrió para dejar

al descubierto no solo una Telecaster de madera clara muy maltratada, sino también algunas prendas de

vestir sueltas y un par de zapatos alucinante.

Cecilia se quitó de un puntapié las botas de motero con las que había entrado y las reemplazó por un

par de plataformas de terciopelo blanco con una cremallera por la parte de atrás y unos tacones de

veinte centímetros hechos de lo que parecía un auténtico hueso. Una calavera minúscula se asomaba

esculpida en la parte trasera de cada uno de los tacones. Una idea suya, realizada de manera artesanal

por Myyrah. Lo que todo el mundo —incluida ella— se preguntaba era cómo pensaba mantenerse en

pie sobre aquello, pero de todos modos se sentía empujada a ponérselos para una actuación tan

exclusiva como aquella. Llevaba el pelo echado hacia atrás con dos bandas de pasta de color blanco,

una a cada lado, y daba la imagen de una virgen mohicana. Se había puesto un vestido vintage de

lentejuelas doradas y con la espalda al aire, y en las orejas, un par de aros enormes que se había

montado ella misma con alambre de espino viejo que había por el tejado. Se comportaba de manera que

daba la impresión de que aquel era su sitio, así que nadie dijo nada; se limitaron a escuchar.

—Esta va por vosotros, borrachuzos de Alphabet —dijo al micro, e hizo un gesto con la barbilla al

batería del local para que se sentase a lo suyo, en el escenario.

Enchufó la guitarra y dejó que el sonido se acoplase unos instantes; y fue entonces cuando todo

empezó.

Cecilia tocaba y cantaba con suavidad al principio. Vulnerable. El crujido de su voz en un bello tono

lastimero a través de la estática del amplificador.

Encendieron las luces.

Rompió a sudar y vio que le sangraban las manos justo por donde se las había perforado la dama de

hierro. Algo se estaba apoderando de ella.

El batería se le unió de inmediato en el escenario.

Cecilia se puso una toalla sobre la cabeza y comenzó a moverse con paso decidido mientras tocaba a su

propio ritmo, lento y arrastrado. Entonces hizo un gesto al batería para que doblase el tempo.

Era como si necesitase una banda sonora para sacar todo lo que llevaba dentro.

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Sintió que estaba ardiendo, se quitó la toalla y la tiró.

Cecilia juraría haberla visto prenderse en llamas.

Comenzó a chillar tan alto como pudo. Aullaba como un ánima del purgatorio iracunda o como una

gata en celo. Más que cualquier otra cosa, aquello parecía un exorcismo, y CeCe tenía que liberar algún

demonio que otro.

Al principio, la canción resultaba irreconocible. Una lectura punk, intensa y descarnada de algo con

alma de blues. Al estilo de Cecilia. Crudo y violento.

Aquel era un lugar donde la música tenía su peso. Y Cecilia era una joven para quien la música tenía su

peso. Tal para cual. Era su corazón, su alma y su realidad.

Y entonces se reveló la canción, o fue revelada a través de ella.

—Whipping Post.[18]

Al reducido grupo de entendidos displicentes allí reunidos se le escapó un grito ahogado, y un

murmullo comenzó a levantarse en la sala. Como pasa con la música en directo, aquella actuación era

sagrada.

Los habituales del bar empezaron a prestar atención.

Cecilia desgarraba y chillaba, encorvada en aquel escenario del tamaño de una caja de cerillas.

El público, una mezcla de gente chic del centro y frikis musicales en la onda, empezó a entrar a

raudales por la puerta de la calle, ya fuese por si estaban matando a alguien o por si se trataba de una

actuación salvaje. En este caso era ambas cosas. Y presenciar cualquiera de las dos ya les compensaba

el dinero.

Cecilia arañaba la guitarra y aullaba:

My friends tell me

that I’ve been such a fool

and I have to stand down and take it, babe,

all for lovin’ you.[19]

Tanto Cecilia como la sala se hallaban envueltas en una emoción febril. Fuera lo que fuese lo que

estaba sucediendo en su interior, le estaba empezando a resultar inaguantable, aunque parecía

entretenido también. La maldición del intérprete. Crear uno de esos momentos de «yo estuve allí» para

el público. Y uno de esos momentos de «esto es un infierno» para ella.

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I drown myself in sorrow

as I look at what you’ve done.

Nothin’ seems to change.

Bad times stay the same

and I can’t run.[20]

El club llegó enseguida al límite de su aforo, el rumor se extendió como la pólvora de garito en garito

por todo el barrio. Estaba en carne viva, irradiaba sensualidad, vulnerabilidad, rebeldía e ira, todo al

mismo tiempo. Era como si algo grande se canalizase a través de ella, utilizada como vehículo de algo

o alguien distinto.

Sometimes I feel,

sometimes I feel

like I’ve been tied

to the whipping post.

Tied to the whipping post.

Tied to the whipping post.

Oh Lord, I feel like I’m dyin’.[21]

Soltó un berrido y comenzó a rodar por el suelo. Las heridas de la capilla continuaban abiertas y sin

sanar. Cuanto más rodaba y se restregaba contra los tablones irregulares, se revolvía contra ellos, más

se le hinchaban y se le abrían estas. Sintió que algo le golpeaba en la espalda. Pensó que se trataba de

una cuerda díscola de la guitarra, así que comprobó su arma, pero las seis cuerdas aún seguían en su

sitio. Miró al techo, en el espejo roto que había allí montado, y creyó ver que le salía una marca roja en

la espalda.

Algo estaba sucediendo.

Cecilia dirigió su mirada de dolor hacia la zona donde daba botes el público, pero no vio gente, solo

fragmentos humanos entre mueca y mueca de dolor: manos, dientes, tatuajes, codos, cabellos, zapatos.

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Gimió en su agonía. Recibía latigazos verbales del gentío, típico de una actuación sobrenatural, y

latigazos físicos procedentes como de la nada.

Latigazo tras latigazo, azote tras azote, resistió delante de todo el mundo. Era como si su propio yo la

estuviese azotando. Un inquisidor invisible.

Tied to the whipping post.

Tied to the whipping post.

Good Lord, I feel like I’m dyin’.[22]

Cantar aquella estrofa era lo último que recordaba.

Cecilia se despertó.

En el tejado, junto a Bill.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella con desesperación—. ¿Qué está pasando?

—Ahora las cosas son diferentes.

—Tengo que marcharme de aquí.

—Lo sé —empezó a decir él—. ¿Puedo hacer algo por ti?

Cecilia recogió algunos de sus atuendos que tenía colgados secándose en un conducto del aire y los

metió en el estuche de su guitarra antes de desaparecer escaleras abajo.

—Puedes escribirlo todo.

La gala del Brooklyn Museum, o «el baile», como se la conocía por allí, era el evento social del año en

el distrito. Lucy nunca se había perdido la oportunidad de caminar por la alfombra roja, y aquel año no

iba a ser una excepción. Con Jesse detenido, se había quedado sin acompañante, y se sintió extraña.

Habían acudido juntos a aquel evento durante los últimos años: a ella le garantizaba la presencia en los

medios, y a él una entrada. A Lucy también le aseguraba el tener alguien con quien hablar; estaba

llegando a ser uno de los rostros más conocidos de la ciudad, aunque no el más popular.

No estaba segura de que se fuera a notar su reciente «paréntesis», pero la clave del éxito en el famoseo

era no perderse jamás una celebración importante. La. Que. Fuese. Era una obligación que tenía.

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Consigo misma. Asistir a aquel evento sería como cabalgar de nuevo y de la manera más pública

posible. Aún no tenía claro qué quería para el futuro más inmediato, de modo que le pareció que lo más

adecuado sería dedicarse a lo que mejor conocía.

El espectáculo debía continuar, se imaginó. Y para Lucy continuaba de John Galliano, un vestido de

alta costura de tafetán negro con escote por debajo de los hombros, corsé incorporado y falda de cola

con mucho vuelo a base de una intrincada combinación de volutas también de tafetán negro. Su rostro

estaba impoluto: pálido y liso, e incluso llevaba los labios retocados con corrector, como el resto de la

cara a excepción de los ojos, cubiertos de arriba abajo con sombra de color rosa para camuflar la ligera

decoloración que aún persistía causada por las quemaduras de cera en la capilla y, al tiempo, para crear

la próxima tendencia en moda. Además, tampoco es que fuera la primera chica en pasear por la

alfombra roja con aspecto de que le acabasen de hacer un peeling.

Para variar, había algo más que simple egoísmo o autopromoción en las razones que tenía Lucy para

asistir. Se ofreció a ser objeto de una subasta benéfica durante la cena de la gala, una magnífica forma

de conocer a personas influyentes, había pensado ella en un principio. Pero ahora, dada la devastación

que había dejado la tormenta a su paso, y con todo lo que había sucedido de manera reciente, sentía una

verdadera emoción al respecto.

El baile era célebre por sus costumbres estrafalarias, y aquel año se habían superado: literalmente,

había alterado el orden de las cosas. La alfombra roja iba a continuación del cóctel y de la cena, en un

esfuerzo —según trataron de explicar los organizadores a través de un comunicado de prensa— por

alentar a los asistentes a mezclarse y, sobre todo, a quedarse y pujar en la subasta benéfica en lugar de

largarse tras unas cuantas fotos. Los famosos, por otro lado, sospechaban que aquello era en realidad

una manera fantástica que tenía el comité organizador de asegurarse en prensa las fotografías de algún

nombre de primera línea achispado que se tropezase y se cayese, o que en un descuido regalase el

primer plano de un pezón al bajar por la alfombra camino de su limusina.

A Lucy no podía importarle menos. Fuera por el motivo que fuese, se imaginó que era mucho más

interesante para los espectadores y que tenía mucho mayor valor como noticia para la prensa ver a los

famosos cocidos y con la tripa llena después de haberse atiborrado de canapés y alcohol. Al llegar,

reparó en el tamaño del gallinero, lleno de fans profesionales y mantenido a raya por miembros de

seguridad privada y un acordonado de terciopelo, todos ellos en una paciente espera para rugir de

forma indiscriminada en señal de aprobación al concluir la fiesta, y supo que aquella iba a ser una

noche muy exitosa para su ego y para su imagen de marca.

—Llegas tarde —la reprendió un insolente guardaespaldas de esmoquin con un portapapeles y un

pinganillo.

Y llegaba tarde. Su sentido del tiempo no era ni mucho menos el mismo desde la tormenta, y sin Jesse

que la riñese, había sido afortunada de llegar hasta allí siquiera. Lucy optó por la excusa estándar.

—Mi coche ha llegado tarde.

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A tenor de la mirada de exasperación en el rostro del de seguridad, no era la primera vez que la oía esa

noche.

—Problemas de ricos —bufó, y presionó el botón para hablar por el micro de su pinganillo—. La

tengo.

Lucy se sintió como uno de esos animales que de tanto en tanto se escapan del zoo y causan estragos.

Perseguida.

Capturada.

—Qué, ¿no hay dardo tranquilizante?

—Casi ha terminado la cena —dijo él con desdén al cogerla con fuerza por el brazo—. Eres la primera

de la subasta.

Mientras la llevaban camino de la cortina de la parte trasera del escenario como si fuera una bailarina

amateur en un programa de baile de la tele, Lucy se fijó en una serie de cabezas alineadas boca abajo

que pendían bajo los focos y sobre los carritos de canapés en la zona del picoteo. Todas estaban hechas

con moldes que representaban a las personas más ricas y famosas de la ciudad. Cuando encendieron los

focos que había sobre las cabezas —hechas de queso comestible—, estas comenzaron a derretirse

lentamente y a gotear sobre las galletitas saladas de los patrocinadores situados debajo, expectantes.

Las cabezas recalentadas tenían el aspecto de hallarse en un incendio en Madame Tussauds.

Lucy observó que una de las cabezas se parecía a ella.

La habían decapitado.

Y quemado.

Sus rasgos desaparecían poco a poco y goteaban en largos hilos que iban a parar a las bocas

hambrientas.

No podían haberle hecho mayor honor.

Lucy se detuvo de forma abrupta, y el guardaespaldas la soltó al pie de una pequeña escalinata.

—Cuando digan tu nombre, subes y sales al escenario.

—¿Y qué tengo que hacer después?

—Quedarte ahí sin hacer nada —dijo, para retomar una conversación de radio cargada de interferencias

con un colega situado en alguna parte desconocida del museo—. Eso se te da bien.

Una manada de treintañeros bien casados y obviamente supercompetitivos, todos miembros de la clase

benefactora, susurraba mientras le echaba fugaces miradas por encima del borde de la copa de champán

ya mediada. Estaba claro que las espadas se encontraban en todo lo alto. Mientras aguardaba a que la

nombrasen, Lucy se estaba empezando a sentir cada vez más incómoda. Sentía las miradas sobre ella,

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agresivas y salvajes, descuartizándola, evaluando su atuendo y calculando su valor. Codiciosas de su

juventud, su imagen, su ambición, su éxito. Intentó mantener la cabeza alta, pero aún le dolía. Podía

contar los latidos del corazón con el golpeo en sus sienes.

—… desde Brooklyn, la mismísima Lucky Lucy Ambrossssse.

Se había concentrado tanto en el dolor —que de inmediato había llevado sus pensamientos hacia

Sebastian—, que apenas oyó su nombre de labios del presentador, ni el educado aplauso y los silbidos a

los que dio paso.

El de seguridad apareció detrás de ella y le dio un empujón.

—¡Vamos!

Lucy salió de detrás de la cortina y se dirigió prácticamente al galope hacia el borde del escenario con

las manos en las caderas, lista para romper moldes. Adoptó una pose de confrontación, seductora,

porque si de algo sabía ella, era de cómo venderse. Y aquella noche se había ofrecido al mejor postor

de manera literal. Tenía a la gente en el bolsillo.

—Muy bien, damas y caballeros, ¿cuánto ofrecen por una cena privada en el River Café con esta

encantadora joven?

Las pujas comenzaron a saltar con rapidez y dinamismo, cada una superaba a la anterior, mesa por

mesa, entre voces y gritos, toda sombra de decoro defenestrada. Hombres adinerados, en su mayoría,

dejaban los cubiertos, se limpiaban los jugos que chorreaban por el mentón, se aflojaban la corbata y se

desabrochaban del cuello de la camisa al verla; y echaban mano de sus chequeras. Novios y maridos

vigilados muy de cerca por sus novias celosas y por la desaprobación de sus esposas. Se convirtió en

una escena primaria cuando incluso el olor floral de la sala que emitían los centros de mesa cambió de

forma sutil al almizcle crudo de un gimnasio sudado y bochornoso.

—Vamos, amigos, que hay que llenar esas despensas. ¡Y no podemos hacerlo sin ustedes!

Se preguntaba por el aspecto que tendría todo aquello desde fuera. Toda esa gente haciendo ofertas por

su tiempo, su atención. Qué mercantil resultaba todo. ¿Sabían siquiera qué acto de caridad estaban

apoyando? Ella apenas se hallaba al tanto, pero al igual que quienes pujaban, quería ganar, quería ser la

más valiosa, la más preciada de la noche. Y además, no dependía de ella quién pagase el precio.

—¡Que llueva el dinero, caballeros! —gritó Lucy con descaro—. ¡Hasta que les duela!

Lucy estaba absolutamente metida en el papel, y lo sacó adelante. Cuanto más alta la puja, más se

apartaba de la parte frontal del escenario, les tomaba el pelo, los provocaba junto con el presentador

para que subiesen y subiesen. Resultaba degradante y al tiempo le otorgaba una extraña sensación de

poder. Tener tal control, tal influencia. Exigir tanta atención.

—¡Vamos, no se queden cortos, gente de posibles! —gritó el presentador—. ¡Que es por una buena

causa!

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Con aquel desafío, una oferta descomunal que doblaba cualquier otra surgió de entre el público. La

multitud guardó silencio cuando el presentador preguntó si alguien daba más.

—A la una.

—A las dos.

—¡Adjudicada! Señorita Ambrose, por favor, acérquese a la mesa número seis para conocer al donante

ganador.

Lucy descendió con cuidado al comedor oscurecido, preocupada por que el dolor de cabeza había

regresado y le estaba afectando a la vista. Dejó atrás varias mesas entre tambaleos y llegó a la suya, que

se encontraba vacía excepto por el hombre sentado que la presidía.

—Buenas noches, señorita Ambrose.

—Buenas noches.

—Un evento fantástico. Y muy generoso por su parte aguantar todo eso. Aun por caridad.

—Lo que sea por una buena causa —dijo y sonrió—. A propósito, enhorabuena.

Lucy entrecerró los ojos en busca de una etiqueta con el nombre que aquel señor parecía no llevar.

—Doctor Frey —dijo él al levantarse y ofrecerle la mano con toda formalidad—. Por favor, siéntese.

Cuando Lucy situó aquel nombre, la mano se le quedó inerte de golpe y la retiró de la de Frey. A ojos

del doctor parecía enferma. Inestable, puso la mano en la mesa para mantenerse en pie.

—¿Se encuentra bien? —preguntó él.

—Sí, perfectamente.

—Esa tormenta ha pillado a muchos, y ahora están enfermos —dijo mirándola con mucha atención—.

Dolor de cabeza, ojos rojos e hinchados. Una mala gripe. Lo estamos viendo mucho por el hospital.

Frey la estaba tanteando de una forma evidente.

—Yo he estado a cubierto.

—Por supuesto —dijo él—. Eso explica por qué no hemos tenido muchas noticias sobre usted en los

últimos días.

—No pensaba que un hombre de sus responsabilidades supiese siquiera quién soy.

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—Muy al contrario. Sé con exactitud quién es usted —dijo el doctor, y ella tragó saliva—. ¿Acaso no

lo sabe todo el mundo? —concluyó Frey con una sonrisa.

A Lucy se le estaban empezando a aflojar las rodillas, se le doblaban.

—Lo siento, pero la verdad es que no me encuentro demasiado bien. Quizá podría concederme un

aplazamiento para la cita.

—No hay problema —la tranquilizó Frey, que se llevó la mano al bolsillo—. Aquí tiene mi tarjeta.

Llámeme con plena libertad y programaremos esa cena para cuando se sienta mejor.

—Gracias —Lucy se dio media vuelta para marcharse, y miró a ver si él la seguía, pero no lo hizo. La

dejó marchar. La muchacha se mordió el labio para no soltar un grito.

—Ah, señorita Ambrose.

Lucy se quedó paralizada. Tenía que prestarle atención. Todo el mundo miraba. Escuchaba.

—Me sorprende que no lleve hoy su pulsera —dijo Frey—. Tratándose de un evento tan excepcional,

hubiera sido el complemento perfecto.

—¿Qué pulsera? —preguntó Lucy, que sabía perfectamente bien de qué le estaba hablando.

—Oh, disculpe. Me refería a la de cuentas blancas que lleva usted en una de sus fotos de Internet. ¿De

dónde la sacó?

—Fue un regalo.

—Vaya, quienquiera que se la regalase, la debe de conocer muy bien —dijo él—. Le pega.

Lucy se volvió y dedicó a Frey una media sonrisa tensa y fugaz para mantener la compostura apenas

unos segundos más.

—En nombre de los patrocinadores del Brooklyn Museum, le doy las gracias por su generosa

contribución, doctor.

—Usted vale hasta el último penique, Lucy —respondió Frey.

Lucy sintió que tenía la cabeza a punto de explotar. Dejó caer al suelo la tarjeta del doctor, la pisó y se

limpió la mano mientras iba como un rayo camino de una salida, cualquier salida, pero se encontraba

con un obstáculo cada dos por tres en aquella sala abarrotada: una mesa, un camarero, un admirador,

alguien que la odiaba. Las mesas medio llenas tenían un aspecto surrealista, con sus centros florales de

papel maché con la forma de la cabeza de Warhol vomitando rosas entre sobras de comida y

desperdicios, vasos manchados de lápiz de labios y platos sucios con restos de cochinillo y de conejo

salvajemente devorados por bellezas igualmente salvajes con sus acompañantes sobrealimentados. Era

como si la recaudación de fondos por los daños de la tormenta se hubiese convertido en una caseta de

feria. Estaba abrumada.

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—Por favor —suplicó Lucy al abrirse paso a través de la muchedumbre—. Tengo que salir de aquí.

Cuando se dirigió hacia una puerta abierta, la agarraron y tiraron de ella hacia un lado. Casi la arrancan

de sus tacones de quince centímetros.

—La alfombra roja es por aquí.

El gorila que le habían asignado no iba a aceptar un no por respuesta. Recibió un empujón a través de

una puerta de salida, directa a la alfombra del mismo modo que antes la habían empujado escaleras

arriba.

Arrojada.

Fogonazos de las cámaras. Docenas de ellos.

—¡Lucy!

Los fotógrafos la llamaban a gritos, y también los fans. Todos suplicando un poco de atención, como

ardorosos amantes. La situación era ruidosa y caótica. Desorientadora. Enloquecedora. Lo que antaño

era un gran placer ahora parecía un castigo. Los flashes bombearon su migraña por encima del límite, y

el dolor la llevó a agarrarse la frente, mareada y presa del pánico.

—¡Ayuda! —chilló.

En el efecto estroboscópico de los espacios negros entre flash y flash, Lucy juraría haber visto a

Sebastian, que irrumpía entre la multitud de los medios e intentaba llegar hasta ella. Le llamó a gritos

de manera infructuosa.

—¡Sebastian!

Descendía por aquella alfombra interminable, deambulando con torpeza, sola, a la vista de todos, sin

soltarse la cabeza y con la suficiente consciencia como para percatarse de que los editores de fotografía

lograrían a sus expensas esa ansiada foto humillante que tanto buscaban, cuando se oyó un chillido

espeluznante.

—¡Oh, Dios mío! —gritó una bloguera que señalaba a las rodillas de Lucy.

Unas gotas sanguinolentas le manchaban las piernas y formaban un pequeño charco de sangre sobre la

alfombra, debajo de ella. En un principio se produjo un grito ahogado y colectivo de bochorno. A la

gente le pareció que le acababa de venir el periodo, pero cuando Lucy se quitó las manos de la cara y

levantó la vista, el verdadero origen se reveló ante ellos.

Lloraba lágrimas de sangre.

Los fogonazos volvieron a entrar en frenesí.

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El blanco de los ojos de Lucy brillaba rojo en aquel río de sangre. Elevó el rostro a la tela blanca sobre

su cabeza y sintió que se desenfocaba más y más, hasta que no pudo distinguir casi aquel baldaquino

gigantesco.

—Mis ojos —repetía sin cesar.

No pudo ver nada hasta que los cerró. Y entonces, él fue todo lo que pudo ver.

Una mujer mayor, una camarera de la gala, había contemplado lo suficiente y había salido corriendo

hacia aquella chica a la que había visto llevarse lo peor del brutal ataque de los medios. Ayudó a Lucy

a llegar a una zona apartada, fuera del alcance de los fotógrafos, donde la joven se desmayó en sus

compasivos brazos. El personal de la organización comenzó a arremolinarse a su alrededor, más

preocupados por su posible responsabilidad que por Lucy. Una simple mirada de la camarera bastó para

dispersarlos.

—¿Llamamos a una ambulancia? —preguntó el de seguridad conforme retrocedía.

—No —contestó la mujer con toda autoridad.

Sacó un pañuelo de lino blanco y encaje y lo colocó sobre el rostro de Lucy, de manera que la tela

absorbiese la sangre y las lágrimas. Cuando lo retiró, vio que el rostro de la joven había quedado

marcado en él, delineado en sangre. La mujer se guardó el pañuelo en el bolsillo frontal de su blusón,

con cuidado y respeto, y se dedicó a consolarla. Le apartó el pelo de la cara, apelmazado.

—Oh, la cabeza —se quejaba Lucy—. Me va a estallar.

La mujer tomó la mano de Lucy con toda delicadeza y le pasó los dedos por la muñeca, en el lugar

exacto donde había llevado el decenario, y comenzó a hacer cruces minúsculas mientras susurraba

oraciones al oído de Lucy.

Lucy bostezó.

Una y otra vez.

—Bien, sácalo todo —dijo la mujer.

El dolor parecía escaparse por la boca abierta de Lucy, que se relajó cuando la mujer la acunó en sus

brazos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó cuando el dolor de cabeza se hubo desvanecido.

—Una fatura —dijo la mujer con un fuerte acento italiano—. El malocchio.

—No lo entiendo —dijo Lucy mientras se frotaba los ojos y la cara.

—Es como una maldición. El mal de ojo.

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—Ah, yo no creo en esos rollos.

—Da igual que creas o no. La verdad es lo que importa.

—Ya no sé qué es verdad y qué no lo es —dijo Lucy mientras se ponía en pie—. Gracias por

ayudarme.

—No —dijo ella—. Soy yo quien te da las gracias.

Lucy se sintió halagada ante el impacto que había causado en la mujer. Nunca se imaginó que su fama

hubiese calado tan hondo, en especial en su propio barrio, donde solía ser la menos popular y la más

odiada.

Le dio un fuerte abrazo a la mujer, tal y como se imaginó que abrazaría a su madre si acaso volvía a

verla alguna vez. La camarera metió la mano en otro bolsillo de su blusón, extrajo un colgante de oro

con la forma de una cornucopia y se lo puso a Lucy en la mano.

—¿Quién eres tú? —le preguntó Lucy.

—Perpetua —sonrió la mujer mayor—. Vivo en el barrio. Cerca de la Preciosa Sangre. Yo le acogí

cuando escapó, para que no diesen con él si lo buscaban en la iglesia.

—¿A Sebastian? —preguntó Lucy, sorprendida.

Vivían en mundos diferentes. Hasta entonces.

—Uno te ha echado el mal. Tres pueden salvarte. ¿Me entiendes?

—Sí —respondió Lucy—. Creo que sí.

—Entonces vuelve a él.

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eguramente piensas que soy una especie de psicótica, ¿no? —soltó Agnes mientras

recogía sus cosas y se dirigía a la puerta en una paranoia que alcanzaba nuevas cotas

y con la sensación de estar siendo vigilada aun dentro de la casa.

—Solo sé lo que veo —respondió su madre con aire despreocupado, sin mostrar indignación ni

comprensión conforme Agnes se preparaba para dejarla otra vez.

—¿Te parezco una loca? —preguntó Agnes en un intento por provocar alguna reacción.

—Pareces —dijo Martha con franqueza y mirando a su única hija de arriba abajo— una chica sin nada

que perder.

Agnes salió por la puerta, y su madre le dijo a voces:

—Rezo por ti.

—No, madre —empezó a decir Agnes, que se ponía su poncho de borreguillo—. Soy yo quien reza por

ti.

Agnes salió corriendo por la acera de su manzana y se detuvo en seco ante el sonido de unos niños que

jugaban y la visión de uno de ellos, pequeño, en el patio del colegio de St. John’s. Era Jude.

Salió disparada hacia la valla de tela metálica que se alzaba alrededor del patio de juegos y se aferró a

ella con todas sus fuerzas y con la esperanza de recibir algún gesto del niño —una mirada, una sonrisa,

cualquier cosa—, sin demasiada fortuna. Jude se encontraba de pie junto a una mujer de mediana edad,

una monja, ante un muñeco colgado hecho a mano. Agnes quería llamarlo a voces, pero se controló y

decidió escuchar la lección que estaba recibiendo.

—Los siete puntos de la piñata simbolizan los siete pecados capitales —le explicaba la hermana

conforme los iba señalando con una vara de madera—. Soberbia. Avaricia. Envidia. Ira. Lujuria. Gula.

Pereza.

La monja sacó una tira de trapo y la puso delante del rostro del niño, la dobló y comenzó a atársela

alrededor de la cabeza. Una vez sujeto el trapo, le dio a Jude varias vueltas sobre sí mismo y le explicó

el profundo significado presente en aquel juego tradicional.

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Agnes tragó saliva. Le inquietaba la imagen del niño vendado.

—La persona cegada representa la fe. Las vueltas simbolizan la forma en que desorienta la tentación.

Colocó la vara en la mano de Jude y le dio la orden de comenzar. Agnes se sentía nerviosa por él. Ella

misma había jugado a aquello en innumerables ocasiones, en fiestas de cumpleaños. Era difícil, y a

juzgar por lo que ella había visto, Jude no era el «típico» niño.

—Los golpes a la piñata recuerdan la batalla contra el mal. Derrótalo y la recompensa te será revelada.

Un poco fuerte para un crío, ¿no? Fue todo lo que Agnes fue capaz de pensar mientras escuchaba.

Jude sujetó la vara frente a sí y la agarró con las dos manos para darle firmeza. Tanteó la piñata una vez

para tomar la distancia que le separaba de ella. Alzó la vara hacia atrás, por encima de la cabeza, como

si fuese un caballero medieval con un espadón. Agnes casi podía ver en la mueca del rostro de Jude al

blandir la vara frente a la piñata las ganas con que el niño deseaba los caramelos. La golpeó por arriba,

por abajo, de un lado y del otro. Agnes quedó sorprendida ante el acierto de sus golpes, aunque no

dejaban signos de haber causado daños.

Resultaba obvio que Jude se estaba frustrando y que, cuanto más duraba el juego, más se contrariaba.

La monja tomó la vara de sus manos y golpeó la piñata ella misma, también sin éxito. Le devolvió la

vara a Jude.

—Otra vez —dijo para aconsejarle paciencia y perseverancia.

El niño lanzó varios golpes y volvió a entregarle la vara a la monja, que siguió haciendo lo mismo. Una

y otra vez.

A Agnes le maravilló aquella combinación de instrucción religiosa y terapia ocupacional, posiblemente

la primera que veía. Otros niños comenzaron a volverse hacia Jude, a contar los golpes y a relamerse

con impaciencia ante la idea de los caramelos que podrían quedar sueltos. Por su parte, Agnes se estaba

empezando a sentir mal por la piñata.

El siguiente golpe de la monja resultó productivo. Hizo mella. Pero entonces Jude tomó su turno y la

abrió de golpe con un poderoso tajo. Cayeron los caramelos, y los niños llegaron a la carrera.

—¿Lo ves, Jude? —dijo la monja al arrodillarse para ayudar a los niños a recoger tan azucarado

tesoro—. No siempre puedes lograrlo solo. Todo el mundo tiene un papel que desempeñar.

Agnes sonrió, no solo por el niño y por su logro, sino también por la idea de Sebastian, Cecilia y Lucy,

que se le pasó por la cabeza en ese instante. Sintió que en aquel juego había algo más que una lección.

Había un mensaje. Un mensaje para ella.

Para su sorpresa, Jude se quitó la venda de los ojos y miró justo en la dirección en que se encontraba

ella, como si hubiera sabido todo el rato que estaba allí. Agnes le hizo un gesto para que se acercase, y

el niño, que aprovechó un momento de distracción de la monja, renunció a los caramelos que se había

ganado y salió corriendo hacia ella.

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—Se lo conté —le dijo Agnes.

El niño le dio un beso a través de la verja.

—Hay serpientes ocultas detrás de las rocas. Puede que no las veas. Pero sabes que están ahí —dijo

Jude en un susurro.

Justo en ese momento, la monja llegó con rapidez y cogió a Jude de la mano.

—No deberías salir corriendo de esa manera —le reprendió la monja con severidad y mirándole a los

ojos.

—Creo que quería decirme algo —sugirió Agnes con la esperanza de ahorrarle un problema al niño.

—Lo siento, pero eso es imposible —le dijo la monja a Agnes—. No habla.

A Cecilia la despertó una llovizna calentorra como una meada que se filtraba a través de la rejilla de la

calle, y caía sobre ella en la esquina mugrienta y alicatada de blanco de la estación de metro a la que en

ese instante llamaba hogar. Abrió los ojos para confirmar que, en efecto, se trataba de la lluvia y no de

algún pervertido o un vagabundo que se divertía aliviando sus necesidades sobre ella. O algo peor.

La noche anterior se había colado en el metro a echar una cabezada, y había tenido la espeluznante

sensación de que alguien la seguía. No es que el metro fuese el mejor lugar para esconderse, que

digamos, pero sí el más iluminado a aquella hora de la noche, y eso era un plus. Resultó que no se

equivocaba del todo. Había una persona a sus pies, acurrucada en posición fetal. Demasiado cerca para

resultar cómodo.

—Eh —dijo Cecilia al darle un toque a la chica con el pie—. ¡Arriba!

La otra soltó un quejido, se dio la vuelta lentamente y se puso a cuatro patas.

Cecilia la reconoció de inmediato aunque el pelo largo y greñudo de la chica colgaba y le oscurecía la

mayor parte de la cara.

Era Catherine, la fan de Pittsburgh. Lo que quedaba de ella.

—¿Eras tú quien me estaba siguiendo?

—No —dijo Catherine en voz baja, levantando el rostro a la luz molesta.

Saltaba a la vista que estaba muy magullada, apaleada. Tenía el pelo apelmazado. La ropa sucia y

maltratada por las inclemencias del tiempo. Estaba claro que aquella no era su primera noche en la

calle. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que la vio a las puertas del club? CeCe le daba vueltas medio

dormida. ¿Una semana? ¿Dos? Por la vaciedad de la mirada de Catherine bien podría decirse que

hubiesen pasado años.

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—¿Quién coño te ha hecho esto? —le preguntó Cecilia al tomar el rostro de la joven entre sus manos.

—¿Importa eso? —respondió Catherine con los labios hinchados, apenas capaz de reunir fuerzas para

formar las palabras.

—Sí —dijo Cecilia, que ya empezaba a sospechar la respuesta—. Dímelo.

—El grupo de Ricky. Me dijeron que podía cantar una canción con ellos —le contó Catherine—.

Dijeron que íbamos a su local de ensayo en Williamsburg. Que me podía quedar allí con ellos.

Cecilia no necesitaba oír el resto. Lo conocía.

—Nueva York no es lugar para alguien como tú —cargó contra la ingenuidad de la chica—. Te lo dije.

Tienes que irte a casa.

—Les creí —respondió Catherine con tristeza—. Me siento tan avergonzada…

Cecilia dejó de sermonearla, dejó de intentar resolverle sus problemas. Ella había pasado ya una vez

por aquello mismo. Había cometido sus propios errores. Era como mirarse en un espejo. Sacó un

pañuelo de papel del bolsillo y le limpió los ojos y la cara.

—Todo el mundo pone alguna vez toda su confianza en la persona equivocada.

—¿Y tú qué hubieras hecho? ¿De verdad te habrías largado? ¿Habrías renunciado a tus sueños, sin

más? —Cecilia no respondió a Catherine—. Eso me parecía —siguió hablando la chica agotada a

través de sus labios cortados y heridos—. Por eso eres genial.

Cecilia sacó la guitarra, echó unas monedas en una taza sucia de café y se puso a tocar.

—¿Aún quieres ser como yo?

—¿Qué pasó? —preguntó Catherine.

—La realidad. Es una mierda, pero la vida está llena de ella.

—Sí.

—¿Sí, qué? —preguntó Cecilia, que dejó la guitarra.

—Que sí, que aún quiero ser como tú.

—¿Por qué? ¿Para tener que cantar para comer, vivir en la calle y ahogarte en tantos malos tratos?

—No me puedo marchar, rendirme sin más.

Cecilia escuchó sus palabras y pensó en Agnes. Era consciente de que no había manera de convencer a

Catherine de lo contrario.

—Tú misma, Catherine. No le debes nada a nadie.

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—Es que no siento que tenga elección siquiera. Es como el destino.

La mirada de Cecilia se perdía al frente, pensando en Sebastian.

—Es decir, creo que son nuestros sueños los que nos escogen a nosotros hagamos lo que hagamos, y no

al revés —prosiguió la chica—. Se supone que tengo que quedarme, hacer lo que vine a hacer. Sea lo

que sea, ¿sabes?

—Lo sé —Cecilia volvió a coger la guitarra.

—Vuelta al trabajo —dijo Catherine—. ¿Me puedo quedar un rato?

—Por favor —respondió Cecilia, y empezó a tocar lentamente un taciturno acorde menor—, así al

menos tendré la seguridad de que una persona me escucha.

—Solo necesitas una.

—Ya te digo, tía.

Cecilia canturreó unas cuantas frases sobre la secuencia de acordes que había tocado en la iglesia.

—Es alucinante —dijo Catherine—. ¿Va sobre un tío al que conoces?

—Sí.

—¿Se la has cantado a él alguna vez?

Tan solo por un instante, una pizca de esa fan devota de ojos abiertos de par en par se asomó por su

rostro, y CeCe sonrió.

—Todavía no.

Un tren entró en la estación, ruidoso, para cortar la charla, aunque no la canción de Cecilia. Siguió

tocando y cantando en el estruendo de aquel traqueteo, ojos cerrados, cabeza gacha, mientras unos

pocos viajeros corrían camino de unas puertas que se cerraban y el último tren se marchaba. Hizo un

gesto negativo con la cabeza, alzó la mirada hacia la soledad y la miseria que las rodeaba a ambas, y

miró a Catherine.

—¿A ti te parece que esto es un sueño? —preguntó Cecilia, más a sí misma que a la propia Catherine.

—No —admitió la joven—. No me lo parece.

—Bueno, ¿y qué te parece, entonces?

—Una vocación —respondió Catherine.

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—¿Descafeinado o normal? —preguntó la camarera.

—Normal —contestó Lucy como un acto reflejo.

La camarera llenó una taza de cerámica delante de Lucy, a quien se le había quedado mal cuerpo

después de su experiencia en el museo. Se encontró en una cafetería de Cadman Plaza a altas horas de

la madrugada. Sola. Como de costumbre, no era capaz de recordar cómo había llegado hasta allí,

excepto que por esta vez la razón no eran el vodka ni la vicodina; esta vez era sobrenatural.

Se sentía observada, pero no por los habituales mirones y acosadores que la seguían a todas partes.

—¿Necesitas espabilar? —le preguntó una voz nasal femenina que parecía salida de la nada.

Se sorprendió. En el barrio solían dejarla en paz.

—El café… —insistió la chica.

Lucy levantó la vista. Era Sadie. No la había visto desde aquella noche, en Urgencias.

—¿Sadie? —dijo, y se puso en pie tímidamente—. Ah, ¿cómo estás?

Los ojos de la chica estaban llenos de tristeza, y Lucy se preparó para la retahíla de acusaciones que

ciertamente le aguardaba y el juicio que ciertamente se merecía. Preparó una defensa con rapidez. Jesse

me obligó a hacerlo fue lo primero que le vino a la cabeza. Era la verdad, pero también una débil

excusa para largarle a Jesse todo sobre ella. Tenía que haber sido capaz de mantener en privado su

embarazo y lo que había hecho. Bajó la mirada al vientre de la chica de manera casi automática, aunque

allí no había señal alguna a la que echarle el ojo.

—Solo quiero darte las gracias —dijo Sadie.

—¿Por qué?

—Por ayudarme a darle un giro a mi vida.

—¿En serio? —dijo Lucy con genuina sorpresa—. ¿Cómo?

—Tú me dejaste al descubierto.

—No entiendo nada.

—Cuando circuló la historia con esa foto que sacaste, y todo el mundo comenzó a lanzarme miradas

desagradables, a cotillear, me di cuenta de en qué se había convertido mi vida. Quiénes eran mis

verdaderas amistades. Qué era verdaderamente importante para mí.

Aquello no sonaba mucho como un halago a los oídos de Lucy, sino más bien como un insulto

preparado con mucha habilidad. Algo en lo que Sadie había sido una experta.

—Sigo sin ver…

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—No aborté, Lucy. Perdí el bebé.

Lucy se mordió el labio inferior para evitar que le temblase. ¿Cómo podía haberse equivocado tanto?

—Cuánto lo siento, Sadie —a su rostro se asomaba la sombra de una preocupación y un remordimiento

sinceros. Lo sentía. Sentía haber hecho la broma del aborto, sacarle la foto, y aún sentía más la

tremenda pérdida que, de un modo u otro, tenía que sobrellevar Sadie.

—Está bien —dijo ella—. Estoy fuera de ese mundo ahora. Para siempre.

—¿Y qué pasa con Tim? —preguntó Lucy—. ¿Cómo lo lleva él?

—Está genial —le explicó Sadie obligándose a esbozar una sonrisa entre las lágrimas—. Ha vuelto con

su novia. Se lo contó a su abuela, y ella le dijo que el niño iba a ser tan hermoso que los ángeles

quisieron quedárselo.

—Estoy segura de que tiene razón —dijo Lucy, y alargó su mano hasta alcanzar la de Sadie—. Sé que

la tiene.

Bajó la mirada a su taza de café, que se enfriaba, solo para darse cuenta que había perdido el apetito.

—El simple hecho de hablarlo contigo está haciendo que me sienta mejor. Aún no se lo he contado a

nadie ajeno a mi familia. Me da igual lo que piensen los demás. Ya tienen una opinión formada que no

van a cambiar, pase lo que pase.

—Sabes que no tienes nada de lo que avergonzarte, ¿verdad? —le preguntó Lucy de manera

comprensiva—. No hiciste nada malo. No es culpa tuya.

—Gracias —dijo Sadie entre sollozos—. Intentaré recordarlo.

Lucy se sentía avergonzada por la facilidad con que la había traicionado en un momento de necesidad,

exactamente igual que había hecho con Sebastian. Sintió que se avecinaban las lágrimas y supo que

tenía que arreglarlo.

—Lo siento muchísimo —volvió a decirle Lucy, y abrazó a Sadie tan fuerte como pudo.

—Te perdono.

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aía la noche, y una por una fueron llegando a la iglesia. En el orden en que aparecieron

en un principio.

Lucy. Cecilia. Agnes.

Todas sin aliento y con un mal presagio inevitable. Con miradas por encima del hombro. Se

encontraron en el vestíbulo de una forma relativamente inesperada y se sonrieron unas a otras con

empatía. Ni abrazos ni besos. Ni palabras. Nada de aquello era necesario. Solo suspiros de alivio y

conmiseración.

—Vosotras también lo sentisteis, ¿verdad? —les dijo Lucy.

Sabían a qué se refería. Era un impulso en el centro de su ser. Un fuego metido en la cabeza, en lo más

hondo de sus corazones, más ardiente cuanto más tiempo pasaban alejadas. Una inquietud que todas

habían sentido incluso de niñas, y después con mayor intensidad de adolescentes, de que había algo

más grande reservado para ellas. Pero más que nada se trataba del deseo de regresar a él. Era todo la

misma compulsión.

—Sí —respondió Cecilia.

—Sí —dijo Agnes.

Agnes les habló de sus homónimas, de las leyendas de las santas y de los papeles tan influyentes que

desempeñaron. De su martirio.

—Ya te lo dije, yo no soy religiosa —dijo Lucy.

—¿Virgen? —dijo Cecilia—. Eso me descarta.

—Esa no es la cuestión. Era una época diferente —rebatió Agnes—. Se trata de darse cuenta de lo que

es más importante, de lo que una ha de ser. Y de lo que estás dispuesta a sacrificar por ello. Ellas dieron

todo cuanto tenían por aquello en lo que creían. Y lo dieron con agrado. Un amor, un deber, una

vocación que iba más allá de ellas mismas.

—Sí, claro, ¿y cuál es nuestra vocación? —preguntó CeCe.

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—No lo sé, pero sea lo que sea, creo que se trata de algo que no podemos hacer cada una por nuestra

cuenta. Como al abrir la puerta de la capilla —insistió Agnes—. Hemos estado pensando que lo que

quería era traernos aquí a las tres, a él. Lo que yo creo es que quería reunirnos a las tres.

—Sabemos algo más —dijo CeCe—. Sabemos que alguien está intentando evitarlo.

—Pero ¿por qué? —preguntó Agnes.

—Él nos lo puede contar —y Lucy llamó a Sebastian a gritos, sin respuesta.

—¿Crees que sigue aquí? —preguntó Cecilia.

—Debe —se inquietó Lucy—. ¿No estará enfadado con nosotras?

—Está aquí —dijo Agnes con seguridad—. En el osario.

Caminaron sobre la senda de restos de tablones alabeados, vigas astilladas, cristales rotos y fragmentos

desprendidos de escayola húmeda que cubría el pasillo lateral, y contemplaron la vieja iglesia como el

lugar emblemático que estaban a punto de derribar para dejar sitio a una nueva construcción.

Atravesaron la puerta de la sacristía, que aún mostraba restos del registro al que la habían sometido días

atrás. No parecía que hubiese habido allí un alma desde entonces.

La puerta que daba a la escalera apareció ante ellas, y Lucy se detuvo.

—Todos nuestros problemas, todas nuestras preguntas, empezaron cuando entramos aquí.

—Empezaron mucho antes de eso —dijo Cecilia, luego se liberó de la sujeción de Lucy y llevó la

mano al pomo de la puerta.

—Eh, Bill. ¿Cómo lo llevas, viejo?

El yonqui entrecerró aquellos ojos resacosos frente a un joven muy delgado con un corte de pelo

greñudo, una camiseta rota en lugares estratégicos, vaqueros ajustados y una gruesa cadena para la

cartera. Todo en él decía a gritos que se trataba de un capullo. Es más, Bill hubiera jurado que era una

chica, o un travesti como mínimo, de no haber sido por su voz grave.

—Soy Ricky. Ricky Pyro —dijo sin parar quieto—. Me has visto tocar. Una vez sampleé tu máquina

de escribir para una de mis canciones.

Bill permaneció inexpresivo, rebuscando en las neuronas que se hubieran podido secar desde su último

trago. Seguía sin reconocer al chaval.

—Venga, tío, ya sabes. Ricky Rehab. Del programa de desintoxicación del doctor Frey, en el hospital

—dijo el roquero en voz mucho más baja, al oído de Bill.

—Ah, sí, ya me acuerdo. Ricky.

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—Eso es, Bill. ¿Te importa que me haga un hueco aquí en el suelo?

Ricky se sentó sobre su trasero huesudo y descansó los antebrazos en las rodillas. El viejo no pudo

evitar fijarse en la bolsa de papel que llevaba el muchacho. Ricky no pudo evitar fijarse en que Bill se

había fijado.

Como era de suponer, la bolsa era para romper el hielo. Bill se volvió muy sociable de repente.

—Tú eres amigo de CeCe, ¿verdad?

—Algunas noches —dijo Ricky con una risotada y un codazo al viejo como si fuese un colega de una

fraternidad—. ¿La has visto por aquí?

—Últimamente no mucho, pero sí se pasó anoche —dijo Bill con otro codazo mucho menos

convincente—. Me trae el desayuno de vez en cuando.

—¿No te ha dicho por dónde ha estado?

—Ya lo creo que sí. Incluso me ha pedido que lo escriba todo.

Bill sacó de su abrigo unas pocas páginas manuscritas apenas legibles y se las mostró a Ricky de

manera tentadora.

—Parece una buena historia. Cuéntamela.

Bill desconfiaba. Era un adicto, pero no un idiota.

—No puedo hacer eso. Me hizo jurar que le guardaría el secreto. Una promesa es una promesa.

Ricky sacudió un poco la bolsa. El familiar sonido de un líquido chapoteando dentro de una botella

resultó más que obvio para el viejo.

—Claro, pero CeCe ya conoce cómo va eso de los yonquis y las promesas.

El otro bajó un poco la cabeza.

—Muy bien, entonces, Bill. Tengo que largarme. Me alegro de haberte visto —dijo Ricky.

El joven comenzó a levantarse del suelo cuando Bill lo agarró por el brazo, el de la botella.

—Dime, hijo, ¿qué llevas ahí?

—Agua de fuego —dijo el rockero con una sonrisa.

—Agua bendita, querrás decir —replicó el viejo con una pequeña carcajada.

—Todo depende de tu punto de vista, supongo —observó Ricky.

A Bill se le pusieron los ojos vidriosos y se concentraron en la bolsa, como un gato hambriento en el

callejón trasero de un restaurante. El agradable sonido del chapoteo del whisky resultaba tan seductor

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para él como el oleaje en un balneario junto al mar. El tono de voz de Ricky se fue volviendo más serio

y exigente de manera exponencial.

—Cuéntame lo de CeCe —dijo.

—No sé —dijo Bill, nervioso—. Es muy personal. Le prometí que lo mantendría entre nosotros dos.

—Ella nunca lo sabrá, Bill.

Ricky sacó de la bolsa el cuello de la botella y la abrió. El aroma del alcohol deambuló bajo la nariz de

Bill como una anestesia. No podía resistirlo más.

—Vale, pero no te piques conmigo si hiere tus sentimientos. Yo solo soy el mensajero.

—No lo haré. Lo juro.

—Conoció a un tío durante la tormenta. Supongo que se enrollaron y pasaron unas cuantas noches en

esa vieja iglesia grande que están reformando. Ya sabes cuál.

—Claro —dijo Ricky, mientras su expresión se tensaba y sus ojos se entrecerraban—. Ya sé cuál.

Bill podría ser un viejo y un borracho, pero se le daba bien interpretar las caras.

—Dijo que era algo espiritual. Nunca la había oído hablar así.

—Yo tampoco.

—Ya te he dicho que podías enfadarte.

Bill extendió la mano expectante.

Ricky se levantó, bajó la vista hacia el viejo y le ofreció la botella, justo a su alcance. El viejo la agarró

como si fuese maná caído del cielo.

—Gracias, hijo.

—De nada, viejo. Una promesa es una promesa.

Ricky se alejó caminando lentamente por la manzana hasta una de las escasas cabinas que quedaban en

una esquina de Williamsburg, echó unas pocas monedas y marcó un número.

—Con el doctor Frey, por favor.

—Lo siento, pero no está disponible ahora mismo. ¿Desea dejarle un mensaje?

—Soy Ricky Pyro, uno de sus pacientes de desintoxicación. ¿Podría decirle que he tenido que cancelar

mi cita? Esta noche voy a dar un concierto especial, en la iglesia de la Preciosa Sangre de Cobble Hill.

Él ha estado preguntando al respecto. Dígale que no debería perdérselo.

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Cecilia, Lucy y Agnes descendieron por los escalones de adoquín como ya lo hicieran una vez y se

detuvieron ante la puerta achaparrada y estrecha. Se encontraba entornada. Cecilia la empujó para

abrirla y dejó que entrasen las otras dos. Era deslumbrante. Todas las velas votivas estaban encendidas,

ardiendo y emitiendo una luz rojiza y unas espesas sombras por todas las antigüedades sagradas que

engalanaban la capilla y sobre una figura solitaria sentada con las piernas cruzada y las manos juntas

con los dedos entrelazados, silenciosa, con la cabeza baja, y un ligerísimo balanceo frente al altar.

Refulgía a la luz de las velas y la sombra del fresco del Sagrado Corazón que tenía ante sí.

—Sebastian —susurró Cecilia.

Todas se sentían nerviosas por acercarse a él, que parecía en trance. Débil, con una respiración poco

profunda e irregular. Como un cautivo que sobrevive en medio de una huelga de hambre.

—¿Está bien? —preguntó Agnes, que quería salir corriendo hacia él y descubrirlo.

Lucy se encogió de hombros, sin ninguna certeza.

—Está vivo. Creo.

Por fin, habló.

—No tengo ni idea de qué sucederá, o en qué lugares sobrevendrá el dolor —musitó antes de abrir los

ojos para verlas. Quedaron inmersas en una mirada que las dejó preguntándose si se habría vuelto

completamente loco.

Agnes se encaminó muy despacio hacia él y cayó de rodillas.

—Sebastian, estamos aquí.

Él sonrió y le acarició la mejilla con la mano.

—Agnes.

Lucy y Cecilia se aproximaron y se arrodillaron también. Sebastian miró a los ojos a cada una de ellas.

—Habéis vuelto —dijo.

—Por nuestra propia voluntad —añadió Lucy.

—Creo que nos están vigilando. Tienes que salir de aquí —dijo Cecilia.

—¿Por qué? No hay adónde ir.

Le estaba costando ofrecerles respuestas completas, casi como si escuchase y respondiese preguntas

distintas de las que le estaban haciendo.

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Miraron a su alrededor, entre sobrecogidas y atemorizadas, el recuerdo de unos días antes aún fresco y

visible, manchas de sangre todavía en el suelo. Sus decenarios seguían en el relicario.

—¿Qué fue lo que nos pasó aquí abajo? —le preguntó Lucy—. Necesitamos saberlo.

Sebastian hizo lo que pudo para explicárselo y a la vez tranquilizarlas.

—Yo nunca os haría daño a ninguna de vosotras.

Deseaban ser escépticas, combatir lo que sentían en su interior, pero era tan hermoso, tan genuino, tan

real y ahora tan vulnerable que resultaba casi imposible no perderse en él.

—Queremos comprenderlo —añadió Cecilia—. Queremos creerte.

Sebastian se sintió alentado por su confianza.

—Os contaré todo lo que sé —dijo al hacer un gesto hacia el altar con el pie hecho con huesos. Estaba

rodeado por cuatro cirios, uno en cada esquina, y cubierto con las casullas que ellas se habían probado.

Un mantel parcheado de telas verdes, rojas y blancas, y bordados de intrincadas imágenes de hombres y

mujeres jóvenes coronados con halos y vestidos de manera gloriosa. Sobre estos, la disposición de la

mesa resultaba magnífica: platos de oro y brillantes copas de plata con el pie muy alargado. En el

centro, la Legenda Aurea que Agnes había hojeado en el atril.

Las chicas se unieron a él ante el altar y se sentaron en los antiquísimos bancos cortos que Sebastian

había dispuesto alrededor. Se sintieron como la realeza.

—¿Qué es esto? —preguntó Cecilia.

Sebastian cogió una varilla dorada para encender las velas que estaban apoyadas contra el altar y

prendió una cerilla. Encendió una de las velas, fue pasando la vara y pidiendo a cada una de las chicas

que hiciese lo mismo.

Era un ritual, pero no se parecía a los que ellas habían pasado con anterioridad. Este era solo para ellas.

Cuando hubo prendido la última vela, Sebastian tomó la caja que contenía los decenarios y la colocó

sobre el altar, ante ellas.

—¿Nos los devuelves?

—Sí.

—Pero, Sebastian, no te pertenecen —dijo Agnes.

—Eso es cierto.

—Jesse dijo que los robaste —le recordó Lucy.

—No los robé. Los cogí —admitió.

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—No lo entiendo. ¿Los cogiste pero no los robaste? —preguntó CeCe.

—Los cogí —explicó él— para poder devolvérselos a sus legítimas propietarias.

—¿Nosotras? —preguntó Lucy.

—Esos decenarios están hechos con reliquias sagradas, con los huesos de Santa Lucía, Santa Cecilia y

Santa Inés, como prueba de su existencia a través de los años, guardada con esmero generación tras

generación de hombres y mujeres que les rendían culto, devotos a ellas, y que rezaban por su retorno

cuando el mundo se encontraba más necesitado de ellas.

—¿Ahora? —preguntó Lucy.

—Ahora —dijo Sebastian—. Este legado, estos decenarios son vuestra herencia. Yo os los tenía que

entregar antes de que Frey me lo impidiese.

—¿Por qué?

—Porque sabe quiénes somos, e intentará detenernos como pueda.

—¿Y cómo puede hacer eso? —dijo Cecilia—. No tiene ningún control sobre nosotros.

—Has dicho que creías que os vigilaban, que os seguían. Os está utilizando para encontrarme. Para

poder cogernos a todos —de repente, Sebastian se puso muy serio—. No es que os estén siguiendo. Os

están dando caza.

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l oficial de prisiones deambulaba por el pasillo de suelo de cemento del Centro de

Detenidos de Brooklyn. Incluso para un curtido veterano del sistema, el lugar

intimidaba. Pero claro, así se suponía que debía ser. En épocas pasadas, aquel podía

considerarse uno de esos sitios donde lo envían a uno a que se le «afloje la lengua», y aún conservaba

tal efecto. Se trataba de una fábrica de chivatos, en especial para tipos como Jesse, pero él no cedió. Y

estaba orgulloso de ello.

—¡Arens!

Se levantó lentamente del duro camastro. El guarda presionó el botón de la cerradura a un lado de la

celda, y la puerta se deslizó y se abrió con un ruido metálico muy sonoro. Salió cauteloso, desconfiado

ante la posibilidad de que se tratase de algún tipo de truco.

—Te puedes marchar.

—¿Que me sueltan? ¿En serio? ¿Ha pagado alguien mi fianza?

Su búsqueda de un buen samaritano había quedado sin recompensa a causa de un tecnicismo, aunque

apenas se podía creer que le importase lo suficiente a nadie que conociera.

—No hay ninguna acusación contra ti. Han pasado setenta y dos horas. Has cumplido tu retención.

—¿Tan pronto? —preguntó con malicia—. Jamás me han acusado de nada. Una retención ¿por qué?

—Por ser una mierda —contestó desdeñoso el oficial.

—Ah, vale, entonces culpable —dijo Jesse conforme extendía los brazos en un gesto como para que le

pusieran unas esposas.

—Recoge tus cosas en el mostrador y lárgate de aquí.

—Oiga, yo me encargo de llevar el Sacrifice unas noches a la semana. A lo mejor le gustaría pasarse

por allí con los colegas. Avíseme. Lo mismo hasta les invito.

—Eso es un soborno, capullo.

—Usted sabrá.

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Jesse pasó por el registro de salida, abandonó su alojamiento y echó mano de su smartphone. Por

mucho que se hubiera labrado una reputación de nenaza allí dentro, en su recorrido hacia la salida ya se

había asegurado de exagerar su ficha de antecedentes para ganar fama en la calle. Se calzó sus gafas

negras, se levantó el cuello de la cazadora y se vistió de arrogancia en cuanto alcanzó la puerta. Había

un fotógrafo apostado para inmortalizarlo, conforme a lo planeado. No había llegado siquiera a la

esquina, y la foto ya había sido posteada, había recibido sus likes, y se había retuiteado a todo

suscriptor viviente de la ciudad. El eslogan de «Liberad a Jesse» que él mismo había colocado en su

blog en sentido transversal y a toda página, hecho con cinta amarilla y negra de acordonar, ahora había

sido reemplazado por un encabezamiento que decía «Jesse libre» y el icono de un puño cerrado en plan

«el pueblo al poder».

—De la trena a la gloria a golpe de tuit —Jesse estaba de vuelta.

Hizo un recorrido por la competencia, tal y como solía hacer tras pasar uno o dos días sin conectarse —

por vacaciones, generalmente—, solo para ver qué había pasado en su ausencia. Sonrió al ver unas

fotos y un artículo sobre Lucy en el baile. Repasó los jpeg sin prestar demasiada atención, cabreado por

que se hubiese dignado siquiera a ir sin él. Cuando abrió la última foto, se quedó boquiabierto y blanco

como una pared. Era una foto de Lucy con el doctor Frey.

Y entonces se le vino encima, de golpe. Como un autobús urbano.

—Dios mío. Pero ¿cómo he podido ser tan estúpido?

Frey no iba solamente detrás de Sebastian. Envió un mensaje de texto a Lucy:

«112. Estás en peligro».

Levantó el brazo y lo sacudió en el aire como un poseso.

—¡Taxi!

Se metió de un salto en el asiento trasero del primer coche que le paró y salió disparado camino de la

iglesia.

—No —dijo Lucy, que comenzaba a sollozar de manera incontrolada. Agnes y Cecilia intentaron

zafarse de la sujeción de Sebastian para consolarla, pero las tenía agarradas con mucha fuerza—. Yo no

quiero esto —protestaba histérica.

—Sí lo quieres —dijo Sebastian con un tono de voz compasivo—. Has vuelto aquí.

—Me gusta mi vida. ¡Estas tías no tienen nada que perder! —chilló Lucy al tiempo que señalaba con el

dedo a Cecilia y a Agnes—. Con todos los esfuerzos que he hecho para lograr todo lo que he querido…

—Entonces te sentirás feliz. ¿Eres… feliz?

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Sebastian aguardó.

Tras unos pocos sollozos, Lucy recobró la compostura y levantó la mirada hacia los otros tres, allí de

pie, sagrados corazones entre huesos tallados, bañados en una corona de luz de las velas.

—Es quien eres. Quien siempre has sido.

Cecilia y Agnes le ofrecieron sus manos y la invitaron a su exclusivo círculo.

—Ya no estás sola —dijo Cecilia—. Ninguna de nosotras lo está.

Ascendió hasta el altar, como si se asomase al borde de un precipicio, y se unió a ellos. Permanecieron

inmóviles, como saltadores a punto de lanzarse al agua desde un acantilado, en la inquieta espera de

una oportunidad para saltar. Y entonces cesó la tensión. Con las manos agarradas, se relajaron.

Sebastian, Lucy, Cecilia y Agnes bajaron la barbilla y casi se sintieron desaparecer, como si sus

cuerpos se derritiesen junto con la cera de las velas.

Revelados.

Desnudos como aquellos huesos decolorados que adornaban la capilla.

En paz consigo mismos. A una con la capilla y con cada uno de los otros. Una especie de música les

inundaba los oídos, como el zumbido grave de un generador o el leve cántico de un coro, que vibraba

de manera simultánea a través de ellos y del osario, transformándolo en un diapasón gigante.

Canalizaron la fuerza poderosa, la intercambiaron entre sí y con la estancia hasta que todo quedó

imbuido de su energía. Eso convirtió la repentina intrusión de la realidad —el traqueteo de un metro al

pasar— en algo aún más sorprendente.

Sebastian abrió los ojos, levantó la cabeza y se quedó mirando a las vidrieras que tenían a su alrededor.

Escenas de sacrificio procedentes de un pasado lejano que luchaban por abrirse paso hasta el presente.

—Los fieles no son los únicos que se estaban preparando para nuestra venida —les advirtió Sebastian.

—¿Cíferos? —preguntó Cecilia.

—Los cíferos son los líderes. No se esconden. Manipulan, persuaden, seducen y llevan a cabo sus

planes ante nuestras narices.

—¿Como el doctor Frey?

—Sí, y muchos otros sin rostro, que les hacen el trabajo sucio, pero que son igualmente peligrosos.

Vándalos, han venido en llamarlos algunos. Destructores de cuerpos y corruptores de almas.

Amenazados por nuestra sola existencia.

—¿Y qué es eso que tanto temen?

—El poder en vuestro interior —explicó Sebastian—. Que actúe como una llamada a despertar. Ser

ejemplos vivos de que las cosas pueden ser mejores.

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—Modelos de espíritu —dijo Lucy.

—Sí —dijo Sebastian—. La gente está sola, vacía, y sufre. Vosotras llenaréis a esa gente.

Alcanzó el libro sobre el altar, frente a él. Levantó la borla de seda que marcaba una página concreta.

—Me preguntasteis de qué iba todo esto. Todo consiste en vosotras.

Se dirigió a la urna y la trajo de vuelta hasta el altar. Primero, retiró unos rescoldos de la urna y los

vertió en el incensario dorado que tenía ante sí; a continuación metió la mano en un recipiente con

incienso, esparció unos pocos granos resinosos sobre los rescoldos y observó cómo se elevaba el humo.

El ambiente se tornó pesado a causa del fuerte olor, un aroma de cedro y rosas. Las velas ardían

brillantes a su alrededor, casi cantando sus alabanzas. Lucy, Cecilia y Agnes sintieron una presión

invisible sobre ellas, igual que le había sucedido a Sebastian. El peso del mundo.

Sebastian se puso en pie y se apartó para situarse detrás del altar, donde tres envoltorios de tela atados

con cuerda servían de sudario para tres figuras esculpidas. Una por una fue retirando las ataduras y los

envoltorios para revelar unas estatuas impolutas de tamaño real de unas jóvenes hermosas esmaltadas

en los tonos más maravillosos de azul, violeta, rojo, verde, oro y plata. Con expresiones de gozo y de

angustia. Todas con ramos de palma. En la base de cada estatua, una placa.

Santa Lucía.

Santa Cecilia.

Santa Inés.

Les dio un vuelco el corazón.

Se quedaron sobrecogidas por lo que vieron. Símbolos de fe y de pureza dignos de adoración. Santa

Lucía, una corona de rosas y de velas encendidas alrededor de la cabeza, sostenía delante de ella una

bandeja dorada con sus dos bellos ojos azules sobre ella. Santa Cecilia, en una túnica al viento, con un

violín y su arco, un ángel alado sobre el hombro y los ojos elevados al cielo. Santa Inés, largos

riachuelos de rizos que discurrían hasta sus pies y la rodeaban, con un cordero a salvo en su brazo.

Sebastian regresó al altar, tomó asiento y levantó la Legenda hasta la altura de su rostro, de manera que

lo único que ellas veían eran sus ojos.

—Estas son las olvidadas leyendas de vuestras homónimas, mártires que dieron sus vidas por algo más

grande que ellas mismas. Muchachas. Adolescentes, como nosotros, que cambiaron su mundo con su

ejemplo e hicieron el sacrificio último. Seres humanos de inspiración divina, objeto de obras de arte y

arquitectura, poemas y oraciones. Sus imágenes consagradas por doquier. Sus nombres, literalmente, en

boca de todos. Eran grandes estrellas desde casi dos mil años antes de que el mundo se inventase

siquiera. Iconos eternos.

—Resulta difícil creerlo —susurró Lucy, que hablaba por todas ellas.

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Sebastian arrancó las historiadas páginas de pergamino del libro ancestral y le entregó una a cada una

de ellas. Estaban asombradas. La sensación de poderío que sentían era palpable. Algo en los relatos, en

las palabras de Sebastian, resonaba dentro de ellas hasta lo más profundo de sus seres.

—Participáis de su espíritu. Su valentía. Su pasión. Su determinación —proclamó el chico—. Aún sois

vosotras mismas. Pero sois algo más.

»Habéis buscado atención. Adoración. Afecto. Todos los aspectos del amor. Ahora lo encontraréis.

Pero no solo por vuestro propio bien, sino por el bien de todo cuanto toquéis.

Sebastian se quitó la camiseta. Dirigió una mirada profunda a sus ojos y metió la mano en el relicario

para sacar el decenario de Cecilia. Separó el milagro y lo dejó caer en la urna.

—Cecilia, la Mensajera.

Leyó en voz alta:

«Santa patrona de los músicos. Hija de un matrimonio romano de riqueza y posición, pero educada en

secreto entre los fieles, se creía guardada por un ángel. Traicionada por su marido celoso y entregada a

las autoridades por hereje, fue condenada a la decapitación, mas fracasaron los tres intentos llevados a

cabo. Cantó su fe durante otros tres días, aun cuando yacía moribunda. Su cuerpo, exhumado siglos

después de su muerte, se halló incorrupto. En su determinación encontró la fama duradera».

Sebastian tomó el milagro de la urna, que estaba ardiendo, y lo presionó contra su pecho, de manera

que la espada y el arco quedaron marcados justo encima de su corazón. A pesar del suplicio de su piel

quemada, Sebastian no dejó escapar un grito de dolor. Las chicas hicieron una mueca al oír cómo se

achicharraba su piel.

—Tu irresistible canción penetrará en el corazón y la mente de tu prójimo. Saciará con pasión el anhelo

de su alma, que la duda y las falsas promesas dejaron vacía.

Devolvió el decenario a la muñeca de Cecilia.

De igual manera extrajo el decenario de Agnes, separó el milagro con el corazón en llamas y lo

purificó en el fuego mientras decía:

—Agnes, el Cordero.

Siguió leyendo:

«Santa patrona de las vírgenes y las víctimas. Sentenciada a muerte por su credo, fue desnudada y

arrastrada por las calles de Roma y enviada a un burdel para ser violada y humillada. Los hombres que

la atacaban quedaban ciegos. Le creció el pelo, que cubrió la plena desnudez de su cuerpo. Atada a un

poste para arder en la hoguera, las llamas se apartaban para no causarle daño. Finalmente decapitada,

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los creyentes recogieron del suelo con paños su preciosa sangre. Vilipendiada por sus adversarios, si

bien jamás mancillada. Su rechazo a poner en un compromiso su fe o su cuerpo, un eterno testimonio

del poder del amor y la inocencia».

Sacó del fuego el sagrado corazón y lo presionó contra su pecho, al tiempo que interiorizaba el dolor,

sobre la marca de la espada de Cecilia para dar la impresión de que la hoja atravesaba el corazón.

—Tu corazón compasivo y tu virtud a ultranza serán un ejemplo para aquellos que buscan la

honestidad y el verdadero amor. Darás consuelo y comprensión a los atribulados, y les enseñarás no

solo a amarse los unos a los otros, sino también a amarse a sí mismos.

Finalmente, sacó el decenario de Lucy y metió en las llamas el milagro con los dos ojos:

—Lucy, la Luz.

Leyó su pasaje:

«Santa patrona de los ciegos, en cuerpo y alma. Se arrancó los ojos para restarse atractivo ante las

miradas de quienes la deshonraban. Se negó a rechazar su fe, y se mantuvo impávida ante el

sufrimiento. Perdió la vista y la vida a manos de sus torturadores, pero jamás perdió su visión. La senda

de la luz que brilla a través de la oscuridad de la vida».

Tomó el milagro de Lucy y lo situó de manera estratégica sobre las marcas de los otros dos. Tenía ya la

zona en carne viva, pero no vaciló. Llevó el colgante contra su piel y lo presionó de manera que los dos

ojos servían ahora de guarda de la espada.

—Eres el faro que mostrará el camino para salir de la oscuridad hacia la esperanza y hacia una vida

mejor. Una líder visionaria cuya voluntad inquebrantable y férrea determinación son la esencia de la fe.

—Los ojos vigilan la espada que perfora el corazón —observó Lucy.

—Ya no hace falta ningún libro que cuente vuestra historia, ni caja que preserve vuestro legado. La

espera ha concluido. Estáis aquí.

Sus milagros, los tres, en combinación, grabados al rojo en su cuerpo y en su alma, que a él lo

marcaban y a ellas las ligaban, para toda la eternidad.

Habían dejado ya de ser simples leyendas para vivir en él, en ellas.

Un relicario del corazón.

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esse vio un rostro familiar en la esquina. El del doctor Frey.

—Déjeme en la parte de atrás de la manzana —le dijo al taxista.

Se bajó del taxi, pagó el viaje y se marchó caminando por la parte de atrás de la iglesia sin que le

viesen el doctor Frey y el pequeño batiburrillo de tipos ojerosos y repulsivos que se encontraban a su

alrededor. Estaba claro que no eran colegas, en especial el tío enorme y calvo que acompañaba al

doctor. No cabía duda de que era Sicarius. ¿Qué estaría haciendo Frey al sacarlo a dar un paseo? Nada

bueno, de eso Jesse estaba seguro.

En cuanto a los demás allí reunidos, Jesse no recordaba haber visto nunca a un psiquiatra lucir una

chupa de cuero desgastado y unas botas Converse de tela roja. Lo que sí recordaba era ver a algunos

tíos de desintoxicación deambular por los pasillos del manicomio de Frey, haciendo cola para recibir su

dosis diaria de morfina. ¿Cuánto le costaría al doctor conseguir que se pasaran al lado oscuro a cambio

de unos tiritos extra? No mucho.

—Crackeros —masculló para sí.

La verdad es que podía haber tomado aquello por un chanchullo de drogas o incluso por un atraco si no

llega a ser por el aspecto tan tranquilo y bajo control que tenía Frey. Al mando. Aquellos hombres le

resultaban familiares. Eran de un grupo de música local que siempre andaba intentando llamar la

atención, y que siempre que lo conseguía la cagaba bien cagada. Era casi como si tocasen solo por las

drogas. Daban conciertos para amortiguar la realidad, que eran productos de desecho.

Seguro que Frey no se pringa. En el alcance de su radar no parecía haber nada sospechoso, incluido él

mismo, aunque, por otro lado, aquel toque de humanidad era bueno para la recaudación de fondos del

programa de desintoxicación del hospital y para el perfil personal del médico. Al mismo tiempo gozaba

de influencias con los adictos a las recetas de tranquilizantes que procedían de las zonas acomodadas de

Park Slope y de la fama que se había ganado entre los drogatas callejeros que ocupaban las zonas

costeras contaminadas de Greenpoint, dejando a un lado —claro está— que ninguno de ellos llegaba

nunca a curarse, ya que tampoco era ese el propósito realmente. Y entonces Jesse comprendió por qué

Frey se dedicaba a ofrecer tanta igualdad de oportunidades y no sentía ninguna aversión por ciertos

tratamientos a pacientes ambulatorios.

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Observó cómo, de repente, Frey se excusó y se dirigió a un café al otro lado de la calle mientras que los

otros permanecían en un círculo cerrado y no dejaban de mirar nerviosos a la entrada de la iglesia,

cerrada con tablones.

Jesse comprobó su teléfono. Le sudaban las palmas de las manos, y cada vez le resultaba más

complicado pasar el dedo por la pantalla táctil. Ninguna noticia de Lucy. Llamó una y otra vez. Y de

nuevo nada. Si no se encontraba en casa, el único sitio donde podía estar era allí. Y la cobertura sería

horrible con casi total seguridad. Echó un vistazo a Frey junto a la ventana de la cafetería, dando

sorbitos tan tranquilo a su café, y de pronto, sus esbirros se lanzaron hacia las escaleras de la iglesia,

mirando a un lado y a otro para ver si alguien los observaba.

Jesse envió un mensaje de texto:

«Ya vienen».

No tenía ninguna opción, pero estaba desesperado por echar una mano. Se metió en su página web y

actualizó su estado. Es la hora de una quedada, pensó.

«¿Quiere alguien ser testigo?».

Escribió la dirección de la iglesia y pulsó ENVIAR.

La luz de las velas era cada vez menos intensa y puso así un punto final natural a su momento juntos.

Pero aún quedaban preguntas por responder.

—Ya sé quién dices tú que somos, pero sigo sin captar qué tenemos que hacer —dijo Lucy—. O por

qué alguien estaría dispuesto a matar para evitar que intentemos ser nosotras mismas. Ser mejores, ¿no?

—Me da la sensación de que esto no estaba pensado como un seminario de autoayuda, Lucy —

interrumpió Cecilia—. Tiene que haber una razón.

Sebastian se fue hasta el relicario y situó las manos sobre él de un modo reverencial. Hizo una pausa y

a continuación habló con una gran parsimonia.

—El día que cogí los decenarios. Ese día me fue revelado a quién estaban destinados. Y que sería yo

quien los entregase. En ese momento, también me fue revelado mi propio destino.

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—¿Como una profecía? —dijo Agnes, ingenua—. ¿Qué te dijeron?

—Que tenía que encontraros a vosotras antes de que ellos me encontrasen a mí. Antes de que ellos me

matasen.

—¡Sobre mi cadáver! —gritó Cecilia.

—Ya no importa lo que me suceda ahora. Estoy preparado para devolver mi alma. Mi única

desesperación es abandonaros a vosotras tres.

Lucy se encontraba al borde de las lágrimas.

—Te protegeremos, Sebastian.

Sebastian llevó la mano a sus labios.

—Mi misión está cumplida, pero la vuestra apenas acaba de empezar.

—¿Misión?

—La respuesta a vuestra pregunta —dijo Sebastian—. Nuestra razón para encontrarnos aquí.

—¿Qué tenemos que hacer?

—Dos cosas. Llamadlas milagros, si lo preferís. La primera, aceptar quiénes sois, se ha cumplido. La

segunda tendréis que averiguarlo por vosotras mismas. Recordad, no se detendrán hasta que lo hayan

hecho vuestros corazones —prosiguió—. Hasta que vuestra sangre se halle en sus manos.

Sebastian podía ver la determinación en sus ojos.

—Por el primer milagro se dice que sois beatificadas. Por el segundo se os llamará…

—Santas —le interrumpió Agnes.

Los ojos de Sebastian se iluminaron ante su entendimiento.

—Sois las últimas de un linaje —les explicó—. Si una de vosotras cae derrotada antes de llevar a cabo

vuestro segundo milagro, entonces la balanza se inclinará hacia el mal para siempre y el camino no

habrá quedado ni jamás estará preparado. O se inicia de nuevo con vosotras, o acabará con vosotras.

—¿El camino para qué? —preguntó Agnes.

—Para quién —dijo él—. Es una batalla que llevamos perdiendo demasiado tiempo ya. Es una batalla

que debéis ganar.

—¿Una batalla?

—Estamos en guerra, y vosotras sois guerreras. Sois la realización plena de casi dos mil años de

devoción.

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—Yo no sé pelear —dijo Agnes, nerviosa.

—Las tres sois luchadoras. Las armas que necesitáis se hallan en vuestro interior —les aseguró

Sebastian—. El don que habéis recibido fortalecerá vuestra mente y vuestro cuerpo. No solo vuestra

alma. Cuando recurráis a dichas herramientas, allí estarán.

—Has dicho que la tuya era una misión cumplida —dijo Agnes—. ¿Cuál era tu segundo milagro?

—Vosotras.

El orgullo en su voz quedaba atemperado por la tristeza en sus ojos.

—Cuando salisteis de esta sala erais personas diferentes de las que habían entrado en ella —dijo él—.

Ya no tiene vuelta atrás.

—¡Pues convoca a las huestes celestiales, entonces! —no era capaz de explicarlo, pero Cecilia se moría

de ganas por entrar en combate. Para ella, la pasividad no formaba parte de aquella historia.

—Vosotras sois las huestes celestiales, Cecilia —dijo Sebastian en tono ominoso—. No hay ningún

ejército de ángeles en camino para salvaros.

—Tres tías y un tío de Brooklyn.

—¿Por qué no? —se limitó a preguntar él.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire como un castigo. Una sentencia de muerte.

—Sé tú misma —resumió Cecilia.

—Confía en ti misma —dijo Agnes.

—Sálvate tú misma —susurró Lucy en recuerdo de las primeras palabras de su encuentro.

—Tenéis que hacerlo antes de poder salvar a nadie. O amar a nadie más.

—Yo te creo —dijo Lucy.

—No me creas —dijo Sebastian—. Ten fe.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Agnes.

—Un niño cree. En la magia. En las hadas. En monstruos. La fe es conocimiento. Certeza. Sin ella,

fracasamos.

—Pero fe ¿en qué?

—Empezad por vosotras mismas.

—Yo creo en el amor —dijo Agnes.

Sebastian le cogió la mano.

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—El amor no es más que la fe que pones en otra persona.

—Entonces, yo tengo fe en ti —dijo Agnes.

De repente irrumpió un estruendo procedente de arriba, de la iglesia.

—Ya están aquí —dijo, preparándose.

—Voy contigo —exigió Cecilia.

La cogió por los hombros con suavidad, aunque con firmeza.

—No. Juntas seréis más fuertes —insistió él.

El jaleo arriba era cada vez mayor, y el enemigo se encontraba cada vez más cerca. Sebastian salió

corriendo hacia la escalera.

—De manera que, si te creemos, ¿entonces moriremos? —le gritó Agnes.

Sebastian se detuvo, dándoles la espalda. Levantó la mirada al techo e hizo acopio de todas sus fuerzas

para darles su respuesta.

—No, si me creéis, no moriréis nunca.

Monseñor Piazza se apresuró a llegar hasta el reclinatorio de su habitación. Estaba agitado.

Preocupado. Se desabrochó la sotana y la dejó caer hasta la cintura para dejar a la vista las cicatrices de

su torso. Echó mano del trozo de cuerda con colas anudadas. La disciplina se había conservado en el

relicario de cristal de la capilla, y se dio por sentado que había pertenecido a uno de los trabajadores

que murieron allí, junto con los rosarios, el camisón cilicio y otros objetos de mortificación

abandonados ya y que utilizaban los más fieles. Fue lo único que se llevó. El padre Piazza lo blandió

sobre un hombro y luego sobre el otro, una y otra vez, de forma rítmica, un metrónomo de su

sufrimiento. Comenzó a sangrar. Comenzó a orar.

Los labios del anciano se movían en silencio, y solo de tanto en tanto pronunciaban alguna palabra en

voz alta. Fragmentos de unas súplicas que se conocía de memoria. En aquel dolor buscaba la redención

y el castigo de sus pecados. Se azotaba de manera literal por la traición al muchacho que una vez

estuvo a su cargo. Con cada golpe hacía penitencia por su ingenuidad. Con cada laceración en su

espalda, se arrepentía de su arrogancia.

Fue él quien cerró la capilla, al fin y al cabo. Fue él quien evitó el culto que se había generado en torno

a los «santos del metro», como los conocían en el vecindario. Todo en nombre de la modernidad. Se

encontró en la resbaladiza pendiente de la secularización mucho antes de que Sebastian llegase hasta él

siquiera.

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Dentro de la comunidad, e incluso fuera de la propia Iglesia, se labró un nombre entre ciertos cargos

públicos como la «voz de la razón», motivo por el cual fue recompensado con el boato del estatus:

participar en las juntas de ciertos organismos, asistir a entregas de galardones y estancias de fin de

semana en mansiones de la costa. De ese modo, cuando Sebastian llegó hasta él con sus cavilaciones

heterodoxas, sus ojos silvestres, su lengua afilada y su fervor espiritual, Piazza no pudo creerle y

tampoco reconoció una verdad que le estaba mirando a los ojos. Esa gente estaba loca, no eran santos,

había llegado él a asumir.

Sin embargo, ahora lo sabía. Y no lo celebraba. Sufría. No medía su legado en función de lo que había

obtenido, sino de lo que había perdido, o desperdiciado al menos. Su iglesia. Su fe. Y Sebastian.

En la urgencia de sus rezos se reprendía y se recordaba aquello que había ido olvidando de manera

gradual.

Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

El sacerdote dejó caer el cordón y juntó las manos con fuerza bajo la barbilla.

Amén.

—Señor, perdóname —rezaba apretándose el pecho de dolor.

»Sebastian —gimió y se dio un leve golpe en el pecho con el puño al tiempo que bajaba la cabeza.

»Lucy —se volvió a golpear en el pecho y de nuevo bajó la cabeza, para seguir haciéndolo con cada

nombre que mascullaba.

»Cecilia.

»Agnes.

Y con su último aliento:

—Perdonadme.

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261

ucy, Cecilia y Agnes escucharon unos pasos apresurados que bajaban por la escalera.

Se les aceleró el pulso.

—Ya vuelve —dijo Agnes, aliviada.

—No —dijo Cecilia, más suspicaz—. No es él.

CeCe se miró las manos, sus estigmas, y vio cómo empezaban a sangrar. Su aviso de alarma.

—¿Y qué demonios hacemos? —preguntó Lucy con los ojos clavados en las otras dos y un estado

cercano al pánico. Los pasos, cuyo sonido se asemejaba más al de un ejército, se detuvieron un instante

frente a la puerta de la capilla, y las chicas aguardaron tensas, expectantes, las miradas fijas en la puerta

hasta que esta se abrió de una patada.

Cecilia los reconoció nada más verlos.

—Pero mira lo que nos ha dejado Satán por aquí —dijo en un tono de voz despreocupado—. Ricky.

—¿Lo conoces? —preguntó Lucy.

Ricky respondió por ella.

—Me conoce. Íntimamente. ¿No es cierto, CeCe? ¿Sorprendida de verme?

—No mucho, la verdad. Los sótanos son lo tuyo, ¿no? ¿Cómo sabías que estaba aquí?

—Tu coleguita el borracho. Es increíble la de información que puedes sacar a cambio de un lingotazo.

Se lo tengo que contar a la CIA.

—Bill —dijo Cecilia en un susurro ahogado y con una sensación de náuseas en el estómago. Sebastian

tenía razón, pensó. Solían ser los más cercanos a ti.

—No te lo tomes a mal. Lo más seguro es que ni siquiera se acuerde de lo que me contó, ese pobre

borracho bastardo. Te habría encontrado de todas formas. Llevamos una temporadita siguiéndote los

pasos.

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—Tanto merodear y tan poquito ensayar, Ricky. Ya te he dicho que así jamás llegarás a ninguna parte

—dijo Cecilia—. ¿Es que has venido a hacerme pasar el rato?

—No. He venido a matarte. Y a ti. Y a ti —dijo con calma y una sonrisa entre sus dientes manchados

de nicotina mientras señalaba a Lucy y a Agnes—. Ah, y ellos también, por cierto.

Los que estaban detrás de él se pusieron en tensión, listos para una pelea.

—Ninguno de vosotros es lo bastante listo como para organizar esto —dijo CeCe—. ¿Quién os ha

enviado?

—Un amigo médico que conocí en desintoxicación —dijo Ricky—. Hay que relacionarse, ya sabes.

Lucy y Agnes retrocedieron, pero no había ningún otro sitio adonde ir. Tenían la espalda contra el altar

y contra la pared. Cecilia también retrocedió, y su tacón golpeó su guitarra, apoyada contra el altar, que

produjo un ruido terrible.

—¿Tu nueva canción? —dijo Ricky—. ¿Un toque a difuntos, tal vez?

—Un réquiem —respondió Cecilia—. Por ti.

—Qué miedo —dijo con desdén—. ¿Te he comentado ya que te vamos a matar? —dijo Ricky

fingiéndose olvidadizo—. Pero quizá nos lo pasemos bien un ratito primero. ¿Qué me dicen ustedes,

caballeros?

El sonido de unas risas estridentes, compulsivas y hormonales resonó por la pequeña estancia.

—¿Y a quién tenemos aquí? —preguntó Ricky al acercarse a Agnes y acariciarle el pelo—. Carne

fresca.

—¡Déjala en paz, Ricky! —gritó Cecilia.

—Venga ya, no te pongas celosa —dijo él—, que hay para todas.

—Sebastian —susurró Agnes, que se encogía de asco como si intentase desaparecer.

—No te molestes en llamar a tu novio —dijo Ricky, mientras ascendía hacia el altar—. Ahora mismo

se encuentra muy ocupado muriéndose en la planta de arriba.

Ricky volcó el altar de una patada, y el libro, el atril y las velas acabaron en el suelo en medio de un

escándalo. Unos riachuelos de cera burbujeante recorrieron las grietas de la madera y el suelo de

baldosas en busca de algo que prender.

Luego se dirigió hacia las estatuas, recorrió sus cuerpos de porcelana con sus manos llenas de lascivia y

se dedicó a ir metiendo la lengua en aquellas bocas esmaltadas.

—Frías como un témpano —dijo con malicia—. No es que sea muy diferente de besarte a ti, CeCe.

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—¿Tú y yo nos hemos besado, Ricky? —Cecilia escupió—. Estaba convencida de que era un charco de

pis lo que estuve sorbiendo la otra noche.

Ricky levantó las estatuas de sus pedestales y las estampó contra el suelo, una por una, y unos

fragmentos enormes de escayola y de cerámica pintada salieron volando por los aires.

—Pero qué sitio más perfecto para morir, ¿no te parece? —observó rodeado de un humo que

comenzaba a ascender—. Una iglesia y una cripta. Todo en uno.

Él y su banda de sádicos miraron a las chicas con ojos amenazadores, voraces. Por muchas ganas que

tuviesen de hacerlo, Lucy, Agnes y CeCe no se inmutaron. De todas formas, no había manera de huir.

Miraron a sus torturadores de arriba abajo. Era un cara a cara.

—¿Listos para una nueva sesión de ultraviolencia, camaradas?

—Oh, qué original —dijo Cecilia en tono de burla—. La naranja «satánica». Sigues anclado en los

setenta, tío, igual que tu música.

Había llegado la hora. Todos lo presentían.

—Siempre dije que mi grupo daba caña de la buena, ¿verdad?

—Sálvate tú misma —dijo Lucy en el volumen de voz justo para que lo oyesen las otras dos chicas. Lo

entendieron.

Cecilia se puso a contar a sus enemigos en voz alta.

—Uno. Dos. Tres. Cuatro. Esta pelea no está equilibrada.

—La vida es así de injusta —dijo Ricky con frialdad al tiempo que hacía un gesto a uno de los tíos, que

avanzó en silencio y se dirigió hacia Agnes, le cogió un mechón de pelo, lo olisqueó como un cerdo y

alargó la mano hacia el último botón de la blusa de la chica.

—Huele a espíritu adolescente[23] —siseó y lanzó su aliento apestoso directo a los orificios nasales de

Agnes.

—Huele a mierda —dijo ella y le escupió en la cara.

En una fracción de segundo, Cecilia echó la mano a su espalda, agarró el mástil de su guitarra y la

descargó con todas sus fuerzas contra la cabeza del agresor.

Cayó al suelo desplomado, a sus pies.

—Te he dicho que la dejaras en paz.

Levantó la guitarra eléctrica de cuerpo sólido y, con un chillido terrorífico, le incrustó el clavijero en la

parte de atrás de la cabeza, y allí le hundió el mástil como si de un pincho moruno se tratase, casi hasta

decapitarlo. Un mejunje pastoso de sangre, hueso y masa encefálica explotó hacia Ricky y los suyos.

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Lucy y Agnes se quedaron sorprendidas por un instante, pero no se asustaron al ver cómo los fluidos

vitales salían burbujeando de su cabeza y formaban un río en el suelo, a su alrededor. Ricky estaba

impresionado.

—El cazador cazado —dijo CeCe con una mueca burlona en la cara y el tacón de la bota apoyado sobre

la herida como haría un guardia forestal ufano sobre el cadáver de un oso.

—Eso ha sido del todo inapropiado —se burló él mientras sacaba una cadena de motocicleta de su

bolsillo trasero—. ¿No se supone que sois santas o algo así?

—Santas, puede ser. Ángeles no —dijo Cecilia, luego volvió a blandir la guitarra en un amplio círculo

para mantenerlos a raya y para acabar impactando en el pie del altar, a su espalda, y arrancar los huesos

que lo formaban.

Lanzó un fragmento largo de hueso a Agnes y otro a Lucy, que cazaron aquellas cachiporras con la

habilidad de unas atletas y se mostraron preparadas, armadas y peligrosas. Llenas de un fervor y una

confianza que a duras penas se podían haber imaginado siquiera unos minutos antes.

—No tengáis miedo —les ordenó.

—No lo tengo —dijeron ellas al unísono.

Ricky y los suyos se abalanzaron sobre las chicas blandiendo las cadenas por delante de ellos.

Lucy tenía encima a su agresor antes de que le diese tiempo a mover un dedo. La cadena que blandía a

diestro y siniestro impactó en la mandíbula de Lucy y la tiró de espaldas hacia la urna y el relicario.

El vándalo se partió de risa y sacó un móvil del bolsillo.

—Sonríe —dijo mientras le sacaba una foto—. Esto es dinero seguro cuando estés muerta.

Con una mano, Lucy le mostró el dedo corazón, y con la otra le lanzó un martillo que había en el suelo:

le golpeó de lleno en el pecho.

—Zorra, hoy es tu día de suerte —le soltó él llevándose la mano a la entrepierna—. Primero te voy a

matar, y después me voy a follar tu cadáver.

—¿Follarme a mí? —le censuró ella—. Viva o muerta, no iba a sentir nada, fracasado.

—Eso ya lo veremos.

Lucy intentó apelar a cualquier tipo de conocimientos de autodefensa que fuese capaz de utilizar en

aquel instante, pero decidió ir a lo simple. Estiró la pierna de golpe, tacón de aguja dorada de diseño

por delante, para plantárselo directo en los huevos.

—El zapato plano que se lo pongan las mojigatas —se burló.

La cara del tío tomó un color blanco azulado, y él comenzó a caerse al suelo a cámara lenta.

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—¡Jamás se debe pensar con la polla! —vociferó Lucy al tiempo que le arreaba otra patada, esta vez

con la punta del zapato y directa a la nariz: se la destrozó junto con el pómulo. Estaba a punto de

atizarle con su cachiporra de hueso cuando del otro lado de la capilla surgió un grito horrible. Era

Agnes.

—¡Lucy!

Agnes estaba doblada sobre el reclinatorio, con la falda levantada y los panties de encaje al aire; el

vándalo que tenía detrás de ella se buscaba a tientas la cremallera del pantalón. Tenía a Agnes sujeta

por el cuello y por el pelo para tirarle de la cabeza hacia atrás. Inmovilizada. Listo para mancillarla.

—¿Cómo? ¿Que no estás marcada como las putas? —dijo al fijarse en su piel inmaculada mientras se

contoneaba amenazador detrás de ella.

La chica sufrió un espasmo cuando él sacó una llave de su cadena y le grabó una cruz en la parte baja

de la espalda con los dientes afilados, en la piel sobre la rabadilla. La sangre brotó hasta la superficie, y

un dolor ardiente se apoderó de ella. No gritó.

—Así está mejor —dijo él al admirar su crueldad.

Justo en ese momento, Agnes sintió una repentina ola sedosa y agradable: su pelo había comenzado a

crecerle espalda abajo hasta secar su herida y cubrir su desnudez.

—¡Agnes! —gritó Lucy, desesperada por acudir en su ayuda.

De improviso, sintió que una mano le agarraba el tobillo, y no pudo liberarse de la sujeción del salvaje.

Justo detrás de ella se encontraba la cuarta estatua cubierta. Tiró del nudo y lo aflojó, rasgó la tela y

dejó a la vista la figura de un soldado romano con su armadura completa y asaetado por todas partes.

En la base decía SEBASTIÁN.

—Está aquí —dijo ella—. Con nosotras.

Lucy desenvainó la espada y se la lanzó a Agnes, que estaba recibiendo golpes en la cabeza, a diestro y

siniestro. Sufriendo en silencio.

Agnes la agarró en el aire, la levantó tan alto como pudo y la bajó apuntando al suelo con todas sus

fuerzas para hacerla entrar por la parte superior del pie de su atacante y salir por la suela de su zapatilla

de deporte. Estaba literalmente clavado al suelo, desangrándose con rapidez y con las venas del cuello

que le latían del dolor.

Agnes se levantó con calma y se volvió para quedar frente a él.

—Lo siento, debo de haber seccionado una arteria —le dijo con toda la tranquilidad del mundo

mientras observaba cómo se le ponían perdidos de sangre sus zapatos planos.

Se recolocó el pelo y el vestido, le soltó una bofetada humillante al tío, y se limpió en su chaqueta los

mocos que se había llevado con la mano. El matón se debilitaba y era incapaz de defenderse.

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—Te gusta tirar del pelo, ¿eh? —le dijo ella con aire seductor, le pasó sus rizos por el cuello para

envolverlo y tiró de él hacia sí—. A mí también —se inclinó hacia él. Cara a cara, lo bastante cerca

como para besarse de ser las circunstancias algo menos enfrentadas, y apretó el lazo de pelo que ahora

le rodeaba la garganta. Él vio el ardor de sus ojos, y ella observó cómo la vida lo abandonaba

lentamente, como un sol que se pone en el horizonte, poco a poco. Apretó y siguió apretando. Hasta

que los ojos se le salían de las órbitas y la lengua le asomaba por entre los labios. Hasta que estuvo

muerto. Lo liberó y lo dejó caer al suelo.

El matón que había tirado a Lucy al suelo se hallaba encima de ella de manera que su peso le impedía

moverse. Le abrió la blusa a tirones e hizo un juvenil intento de meterle mano.

—Son de verdad, a pesar de lo que puedas haber oído por ahí.

Lucy lo agarró por la garganta y le clavó las uñas. Él echó la mano a los ojos de Lucy e intentó

empujarlos para metérselos hasta la nuca. Ella le tiró de la muñeca hasta que pudo engancharle la mano

con la boca. Le mordió hasta que le arrancó un trozo y lo escupió al suelo, junto a ella. El tío gemía de

dolor. Lucy agarró la Legenda, que se encontraba a sus pies, y le dio una paliza al vándalo que tenía

subido encima con aquel libro pesado y encuadernado en cuero. El antebrazo y las costillas del tipo

crujieron con facilidad bajo la fuerza de sus golpes, y la soltó, pero Lucy no había terminado. Levantó

la vista a las vidrieras, con sus escenas de santos torturados, y halló algo de inspiración. Arrastró al

salvaje medio inconsciente hasta el altar y cogió de la urna unos carbones aún encendidos. Lo agarró

por la quijada hasta que abrió la boca y no se resistió, le echó los carbones encendidos dentro y volvió a

cerrarle la boca con el tacón. Mantuvo el pie allí, besándole los labios con la suela. Las cenizas y el

hollín que desprendían sus labios, cocidos y llenos de ampollas, le manchaban el zapato.

—Qué boca más sucia que tienes.

El tío crepitaba, literalmente. Cocido de dentro a fuera. Sus gritos, un agudo silbido que no se parecía a

nada que ella hubiese oído antes, salían al exterior por las trompas de Eustaquio y por las orejas. Y lo

que expelía por la nariz era vapor, como un toro iracundo en la agonía de su muerte.

—La venganza es una putada. Aunque llegue con unos milenios de retraso.

Lucy le descargó la Legenda Aurea con todas sus fuerzas sobre la cara, y lo mató.

—¿Quién dice que no soy misericordiosa?

Mientras tanto, Ricky se había abalanzado sobre Cecilia, y la había tirado al suelo con fuerza. CeCe,

que se encontraba sin aliento y momentáneamente mareada, elevó la mirada hacia él, la visión borrosa,

las rodillas y los codos arañados y sangrando, mientras Ricky se quitaba el grueso cinturón de cuero y

lo doblaba para darse golpes contra el muslo. CeCe ya lo había visto antes con aquel aspecto y encima

de ella. Con malas intenciones. Entonces, era solo su dignidad lo que estaba en juego. Esta vez, era su

vida. Esta vez, lo comprendió.

—No lo hagas —dijo ella, aún desafiante, mientras se esforzaba por ponerse a gatas—. Harás que me

encienda.

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Ricky sonrió.

—Has sido una chica muy mala.

Soltó un gruñido y la golpeó. Le azotó la espalda, los brazos y las piernas como un salvaje. Le dio

patadas en el culo como si fuese un perro desobediente. Una y otra vez. La piel de CeCe se enrojecía y

le salían moratones casi al instante. Lágrimas de dolor y humillación se acumulaban en sus párpados.

—Lo he sido —confesó ella con remordimiento, encajando el castigo casi para ver cuánto era capaz de

aguantar.

Con las fuerzas que le quedaban, Cecilia gateó hasta el lampadario de velas votivas e intentó ponerse

en pie agarrándose a él, como fuese, mientras Ricky no dejaba de propinarle una lluvia de golpes. Si

para ella todo se iba a acabar allí mismo, entonces habría de ser de pie. Agarró una vela votiva con cada

mano y lanzó el líquido hirviendo con todas sus fuerzas al rostro de Ricky, que dejó caer el cinto y

cayó de rodillas con las manos en la cara, entre gritos más de ira que de dolor. Mientras él se

encontraba temporalmente cegado, Cecilia salió corriendo a su encuentro y le atizó un rodillazo en la

cabeza que lo propulsó boca abajo sobre el altar volcado de madera, sorprendido. Pero no muerto.

—Si me golpeas, será mejor que me mates —rugió Ricky, que se quitaba a tirones de la cara trozos de

cera junto con capas de piel.

Volvió a lanzarse contra ella, la agarró y la lanzó al suelo tan fuerte que CeCe sintió cómo los

pulmones se le golpeaban contra la caja torácica. Boqueó en busca de aire, tumbada boca arriba e

inmóvil. Ricky se apartó de ella, se subió de un salto al altar y le arreó una patada al relicario de cristal,

que se hizo añicos al tiempo que él soltaba un aullido infame y desgarrador, con las venas del cuello a

punto de estallarle mientras tiraba al suelo a manotazos el resto de las velas.

—Siempre quisiste ser el centro de atención: la novia en la boda y el muerto en el entierro. ¡Muy bien,

una de esas dos fantasías está a punto de hacerse realidad por fin!

Exactamente igual que en mi sueño, pensó ella.

—¡Que vivan los santos! —dijo en medio del humo y el fuego que ganaban altura, con la cara herida y

los dientes manchados de sangre otorgándole el aspecto de la bestia salvaje que en realidad era,

regodeándose ante su presa tal y como ella le había permitido regodearse tantas otras veces ya, en

noches en que se sentía perdida y solitaria—. Pero no por mucho tiempo.

Ricky saltó del altar a la lámpara de huesos suspendida del techo de la capilla, se colgó de ella y

comenzó a balancearse hacia delante y hacia atrás, cogiendo impulso con la mirada puesta en Cecilia.

Un péndulo de degradación humana irredimible que oscilaba ominoso en lo alto.

—Creo que ya va siendo hora de que alguien te meta un poco de sentido común en ese cráneo tuyo,

CeCe.

Lo único en que podía concentrarse con una nitidez mínima mientras aguardaba el golpe de gracia eran

las suelas con tacos metálicos de sus botas de tachuelas. Esperó a que las cabezas de los clavos le

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dejasen en el rostro la inmunda impronta de aquella palabra tan simple y sarcástica que se deletreaba en

ellas. DUDA.

Entonces, conforme miraba a Ricky y esperaba, creyó ver algo más. Le dio la impresión de que los

delicados caireles de la lámpara a los que Ricky se había agarrado, hechos con los huesos de los dedos

y las manos, comenzaban a soltarlo lentamente. Desde el punto de vista de CeCe, abajo, era como si

fueran los caireles los que sujetasen a Ricky y no al revés. Él empezó a contar, ajeno a todo lo que no

fuera el inminente deceso de Cecilia.

—Uno —gritó. Cecilia notó que se soltaba un poco más.

Del techo se soltaron fragmentos de escayola centenarios; un líquido ardiente goteó y cayó sobre ella,

que permaneció inmóvil, aceptando el dolor al mismo tiempo que sentía que una fuerza sobrenatural

estaba actuando. Cecilia echó un ojo al mástil partido de su guitarra, en el suelo junto a ella y con el

clavijero ardiendo, y lo tomó como una señal.

—Dos —se balanceó de nuevo sobre ella, y la ráfaga de aire de su desplazamiento sirvió para alimentar

las llamas que ahora prácticamente la rodeaban e impedían el paso de Agnes y Lucy.

Esperó.

—¡Cecilia! —gritó Agnes.

—Tr…

El baldaquino que fijaba la lámpara al techo cedió y cayó con estrépito junto con la intrincada lámpara

de huesos. Cecilia echó mano veloz a su instrumento y lo colocó debajo de Ricky justo cuando

aterrizaba, con el mástil apuntando con fuerza hacia arriba: lo empaló.

Los dos quedaron tumbados cara a cara, a centímetros de distancia, durante un tiempo que parecían

horas pero que no fue más que de unos segundos, igual que tantas otras noches. CeCe observó cómo se

ponía lívido, gorgoteaba intentando respirar y suplicaba por su vida.

—¿Y si mostrases algo de misericordia? —dijo con voz ahogada y patética, cambiando de tono para

adecuarlo a la difícil situación en que se encontraba—. Algo de perdón.

—¿Cómo hiciste tú con Catherine? ¿Con nosotras? —replicó CeCe—. Yo no me encargo de la

misericordia ni del perdón, Ricky. Aquí no soy más que una empleada, así que se lo tendrás que

preguntar tú al jefe.

Cuando la respiración de Ricky se tornó más dificultosa, CeCe acercó más los labios a los suyos y

susurró con dulzura:

—Ya te advertí que nunca te enamorases de mí, ¿recuerdas? Oh, vaya, si ya es demasiado tarde.

CeCe lo apartó de sí con todas sus fuerzas, y al hacerlo, empujó el mástil para que terminase de

atravesarlo por completo.

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Agnes y Lucy cogieron las fundas que antes cubrían las estatuas de los santos para protegerse,

atravesaron de un salto la pared de fuego hasta llegar a Cecilia y la levantaron. Le quitaron los

fragmentos de cristal y las astillas que sobresalían de su piel magullada e hinchada, y limpiaron la

sangre y la ceniza. Agnes colocó su funda sobre los huesos de la lámpara, ahora en el suelo, como si les

estuviese dando sepultura con el mayor de los respetos. Lucy cubrió a Cecilia con la suya.

Cuatro muertos. Tres heridas. Un desaparecido.

—Habrá otros. Eso lo sabéis, ¿verdad? —dijo Cecilia—. Esto no era más que el primer acto.

Las chicas supervisaron la matanza. Un campo brutal de huesos rotos y cristales hechos añicos, cuerpos

desperdigados y maderas rotas por todas partes. Habían convertido la capilla sagrada en la escena de un

crimen. Más apremiante, un riesgo de incendio. La cazadora de Ricky explotó en llamas y prendió

fuego al altar de madera, de tal forma que parecía que las lenguas de fuego azuzaban el fresco del

Sagrado Corazón gigante, que desaparecía en la nube de humo. Lentamente, incineraban los cadáveres

y las pruebas.

—Polvo eres y en polvo te convertirás, capullo —musitó Lucy—. Vámonos.

—Aún no —dijo Cecilia.

Puso en pie los reclinatorios, los únicos objetos de madera que no habían ardido, y se arrodilló para

rezar. Sin mediar palabra, Lucy y Agnes se unieron a ella.

—No sabemos lo que estamos haciendo —dijo Cecilia—. Pero lo haremos lo mejor que sepamos.

Rezaron por recibir orientación, rezaron para pedir sabiduría y fortaleza, rezaron por Sebastian, rezaron

las unas por las otras y por sí mismas. Oraron como no lo habían hecho antes, porque jamás lo habían

hecho. Y sobre todo dieron gracias a quienes las habían precedido, aquellos cuya presencia, fortaleza y

valentía habían sentido en aquella estancia y, ahora, dentro de sí.

Cuando levantó la cabeza, Agnes estaba atribulada. Sufría un ataque de conciencia.

—¿Creéis que matarlos nos convierte en seres malvados? ¿Como ellos?

—Supongo que ya lo descubriremos algún día —dijo Lucy—. Pero no hoy.

—Es hora de irnos —insistió Cecilia.

El fuego ya rugía, y el calor, el humo y el hedor a carne quemada eran sofocantes.

Agnes cogió la Legenda Aurea, la hojeó rápidamente y arrancó una sola página. Lucy cogió un trozo

largo de hueso del osario y lo hundió en el cuerpo ardiendo de Ricky, para convertirlo en una antorcha

con la que iluminar su camino hacia la salida. Cecilia se agachó y recogió el cilicio, el camisón que

había salido despedido del relicario durante la pelea. Hizo una mueca de dolor cuando se lo puso sobre

su espalda ensangrentada.

—Seguidme —dijo Lucy.

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Cuando llegaron a la puerta, Agnes se detuvo y echó la vista atrás.

—¿Somos monstruos ahora? —se preguntó—. ¿Hemos destrozado este lugar?

—¡No! —dijo Cecilia tirando de ella—. Lo hemos restituido.

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as sirenas comenzaron a sonar antes incluso de que los primeros brotes de humo negro

desatascaran la chimenea. Jesse sospechó al instante. Miró hacia la ventana de la

cafetería y vio que Frey acababa de colgar el teléfono y recogía sus cosas.

El humo del fuego en la capilla empezó a escapar por las viejas chimeneas y a salir a cielo abierto.

A Jesse le estaba entrando el pánico. Si Lucy y las demás se encontraban allí dentro —y ahora estaba

seguro de que lo estaban—, no durarían mucho. La jugada de Frey había sido perfecta: literalmente,

había creado una cortina de humo desde detrás de la cual podía manejar los hilos.

Su quedada por medio de las redes sociales llegaba tarde. Estaba claro que la policía se iba a presentar

antes en la escena, y Frey los tenía controlados de arriba abajo. Un gentío, testigos, era su única

esperanza.

—Jesús —se quejó Jesse—. Con lo fácil que es conseguir que cinco mil chavales se pongan a bailar la

puñetera Macarena en sirope de chocolate en Cadman Plaza, va a resultar que nadie quiere presenciar

cómo se comete un asesinato en masa.

El doctor cruzó la calle paseando, como si nada, y subió las escaleras de la iglesia.

—Capullo arrogante.

Jesse se giró y vio a unos pocos chavales que se reunían en la esquina. Ahora que el fuego estaba en

marcha, podrían no ser más que unos curiosos del barrio, pero parecían tener algo más en mente. Quizá

hubiese alguna esperanza.

Allí fuera, pensó, la situación se encarrilaría por sí sola. Era dentro donde él hacía falta. Aguardó un

minuto y siguió a Frey al interior de la iglesia.

Sebastian había sido burlado. Los vándalos lo habían atraído al piso de arriba, se habían deslizado a su

espalda, mientras él buscaba por la iglesia, y habían cerrado la puerta de la sacristía por dentro. Ya

había intentado abrirla a patadas, una tras otra, sin éxito.

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—Que Dios las ayude —rezó entre lágrimas y gotas de sudor que se fundían en angustia y pasión.

—Sebastian —resonó amenazadora una voz desde el fondo de la iglesia para llenar el aire como el

tañido de una campana. No era la voz de Dios.

Sebastian se adentró en la iglesia, mirando al altar. Su espalda, a Frey.

—¿Sabías que los curas solían decir misa de ese modo? ¿De espaldas a la gente? Las cosas cambian —

dijo Frey con añoranza.

El joven se dirigió hacia el altar y ascendió por las escaleras hasta el púlpito de mármol, mirando hacia

el resto de la iglesia y hacia el doctor, que no se encontraba solo. Desde aquel pódium elevado vio otra

figura al fondo. Una cabeza que sobresalía nerviosa de uno de los bancos de detrás. Era Jesse. No

reaccionó, al no tener la certeza de que Frey supiese que el bloguero se había metido en la iglesia detrás

de él.

—¿Está seguro de que quiere entrar aquí, doctor?

Frey suspiró.

—Hacemos lo que debemos, ya sabes.

—Lo sé.

—¿Otro ayudante que sacrificar? —le preguntó Sebastian con un gesto hacia el esbirro de mirada vacía

vestido con el uniforme de Psiquiatría que Frey había traído consigo.

—No —respondió Frey—. Un paciente, como tú. Pensé que teníais que ser debidamente presentados

—le explicó en tono malicioso—. Tenéis mucho en común. Ambos sociópatas y violentos. Asesinos.

Incurables. Aunque en su caso fueron niños pequeños, no jovencitas adolescentes.

La mandíbula de Sebastian se tensó.

—Un candidato a la pena de muerte.

—Casi. Pero tal y como le expliqué al tribunal, no es responsable de sus propios actos.

—Todos somos responsables de nuestros actos, doctor. Y de sus consecuencias.

El doctor le dio unas palmaditas en el hombro a Sicarius y provocó una sonrisa retorcida en el rostro

del criminal deficiente. Resonó el crujido de las pisadas de Frey al acercarse muy despacio con su

asesino.

—Menudo desastre que hay aquí montado todavía. Tengo que acordarme de llamar a los promotores

para hablar de la situación de mis inversiones en la transformación.

—¿Por qué me tiene tanto miedo? —le preguntó Sebastian con aire tranquilo—. Entiendo su necesidad,

la de aquello que usted cree, y aun así no ve sitio para mí.

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—No es miedo, es preocupación. La misma que siento por todos mis pacientes.

—Y una mierda. Intentó borrarme el cerebro. Mi identidad.

—¿Borrártelo, o más bien tratártelo?

—No hay diferencia, doctor.

—Estás enfermo, Sebastian. Crees que yo soy el mal, cuando lo único que he intentado es ayudarte,

protegerte de tu propia demencia. Y una vez demostrada la imposibilidad de lograr eso, proteger de ti a

los demás.

Sebastian luchó contra las ganas de estrangular a Frey allí mismo y no perdió la calma.

—¿Es eso lo que le contó usted a la policía? ¿A Jesse?

—Les dije que eras un asesino y un secuestrador. Un joven extremadamente peligroso y delirante. La

verdad.

—Qué razonable suena todo eso, doctor… incluso para mí.

—Debería. Esas chicas se encuentran en peligro ahí abajo por tu culpa. No por la mía.

—Eso es mentira.

—Les has llenado la cabeza con el mismo sinsentido supersticioso. Hace mucho que esto dejó de ser

necesario —dijo Frey en tono categórico y señalando hacia el altar—. Igual que ha sucedido con los

que son como tú.

—¿Por qué? ¿Porque ahora contamos con usted? —dijo Sebastian en tono de burla desdeñosa—. Usted

no ofrece la felicidad. Usted no ofrece la plenitud. Usted no ofrece el amor. Usted lo receta. Ausencia

de alma. En dosis diarias.

—Mientras funcione… —dijo alegremente.

—¿Y qué pasa cuando se acaban las recetas, doctor?

—Te rellenamos otra receta, Sebastian.

—Aquí siempre me siento lleno —dijo Sebastian—. No necesito que me rellene ningún papel, no

necesito ninguna tarjeta sanitaria ni camisa de fuerza.

—No, tan solo una pequeña donación semanal.

—Nadie me cobró una cuota de inscripción.

—Qué romántico. Ya veo por qué cayeron así las chicas. Les enseñaste unas pulseritas, les contaste que

estabais destinados a estar juntos… Estoy seguro de que hay maneras más sencillas de salir con una

chica.

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—Ellas vinieron a mí. Fueron guiadas hasta mí igual que yo lo fui hasta ellas.

—No hay nada de especial en ti, Sebastian. Te engañas tanto como quien ve la cara de Jesucristo en un

bol de cereales.

—Yo sé lo que sé —dijo Sebastian con firmeza.

—Tú no sabes nada. Tú crees. Te dedicas a extender bulos, bulos peligrosos.

—Nada es más peligroso que la verdad, doctor.

—La ciencia es verdad. Un proceso riguroso de estudio desarrollado durante años para alcanzar

respuestas a preguntas ancestrales. Para separar los hechos de la ficción. Hay estudios, revisados y

publicados, abiertos al escrutinio.

—Y todos pagados por acólitos de esa forma de pensar, doctor. Siempre cambiando. Evolucionando,

según dicen. Lo que yo sé no se puede comprar. Es eterno.

—Pero ¿por qué me preocupo tanto? Hace solo unos días tuve esta misma conversación con el padre

Piazza. ¿Te acuerdas de él?

Frey notó que la sola mención del nombre del anciano sacerdote le resultaba dolorosa a Sebastian.

—Ni siquiera los autoproclamados hombres de Dios te creyeron. Te traicionaron. El mundo ha

cambiado, Sebastian.

—Sí, ha cambiado. Y se ha convertido en una mierda.

—Y tú y tu pequeño harén habéis venido hasta aquí para hacerle un lavado de colon, ¿no? ¿Es eso?

¿Nos vais a limpiar a todos de cara al Segundo Advenimiento? Por favor, no me sermonees.

—Si usted no lo creyese, doctor, si no lo temiese, no estaría aquí ahora.

—Todo hipótesis, Sebastian. Pero tú sigue diciéndote eso…

—Realidad, doctor. Y pronto lo sabrá todo el mundo.

—No, la realidad es que la policía llegará dentro de muy poco. Los bomberos también, por el aspecto

de la situación. Tus novias estarán muertas. Yo seré un rehén. Y a ti te culparán. O te matarán.

—Ellas saben cuidarse solas. Y yo también.

—Menuda fe la tuya, Sebastian. Aunque rara vez puesta a prueba.

Jesse volvió a asomar la cabeza y comenzó a temblar, aterrorizado por Lucy y por las chicas, y por

Sebastian. Lo que venía a continuación era obvio para todos los presentes.

—Sicarius —ordenó Frey.

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El doctor hizo un gesto a su secuaz, y al recibir la orden fue como si este despertase de un letargo:

arrancó a correr por el pasillo como una fiera salvaje que huele la sangre. Sebastian saltó desde el

púlpito al suelo del presbiterio para interceptarlo y defender el santuario de la iglesia como si le fuese la

vida en ello.

Una última batalla.

La brutal colisión acabó con ambos volando por encima del altar hasta caer al suelo en una nube de

arena y polvo. El peso del asesino presionaba con toda su fuerza el cuerpo de Sebastian mientras ambos

forcejeaban y él se afanaba por liberar el brazo antes de quedar fatalmente inmovilizado. Impactó un

codazo en la sien de Sicarius que cogió al matón por sorpresa y le obligó a quitarse de encima. Jesse

capturaba foto tras foto toda la brutalidad que allí se desarrollaba.

Sicarius se puso en pie el primero y agarró una de las pesadas y largas tuberías apiladas junto a la

pared. La descargó hacia Sebastian como si fuese el mango del hacha de un verdugo, pero falló por

centímetros. Sebastian intentó ponerse en pie, pero el psicópata le propinó una patada en el estómago y

otra en la mandíbula que le hizo sangrar por la nariz y por la boca. Le costaba respirar y saboreaba su

propia sangre.

Desde su posición en el suelo, Sebastian localizó un hisopo, un rociador de agua bendita, y rodó hasta

él. Cuando Sicarius alzó la tubería para atacar, Sebastian le estampó el extremo de madera sólida y

metal del hisopo en la rodilla a aquel hombre más grande y más lento que él, y le destrozó la rótula.

Cuando el asesino se agachó, volvió a golpearle con el rociador, en esta ocasión en el plexo solar para

cortarle la respiración y dejarlo incapacitado. Luego se incorporó y con todas sus fuerzas atizó un tercer

golpe a Sicarius con el utensilio sagrado, en plena calva.

Hizo una pausa para limpiarse la sangre del rostro y se agachó, agarró a Sicarius del cuello del mono

que vestía y lo arrastró hasta la gigantesca pila bautismal de mármol frente al presbiterio. Miró a los

ojos al doctor, que no se había inmutado.

—Esto ya no se usa mucho —dijo Sebastian mientras sentaba a Sicarius y le colocaba la cabeza hacia

atrás sobre la balaustrada de la comunión—. Las cosas cambian.

Dicho esto, se dirigió hacia las cubetas de agua bendita que las chicas habían distribuido alrededor del

altar para recoger el agua de las goteras causadas por la tormenta. Cogió tres y los trasladó hasta su

adversario derrotado.

Rechinando los dientes, alzó un cubo y vertió el agua sucia en la boca de Sicarius.

—¿Renuncias a Satanás? —le preguntó dando inicio a un falso ritual de bautismo.

Con las últimas fuerzas que le restaban, Sicarius escupió el agua al rostro de su oponente e intentó

cerrar la boca.

Sebastian le metió el hisopo hasta la garganta, le rompió varios dientes y le forzó a mantener la boca

abierta.

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—¿Y a todas sus obras?

Continuó preguntando a Sicarius conforme al ritual mientras vertía el primer cubo, después un

segundo, después un tercero, por el gaznate, hasta que el agua le empezó a salir por la boca, la nariz y

las orejas como un depósito de gasolina que rebosa.

—¿Y a toda su pompa?

Sicarius tenía el vientre hinchado de manera anormal y los ojos en blanco. Estaba muerto. Ahogado.

Sebastian le sacó el hisopo de la boca y lo lanzó a uno de los cubos vacíos con un estampido metálico.

—Alguien podría decir que todo eso es una blasfemia. Imperdonable —dijo Frey.

—Hacemos lo que debemos —contestó Sebastian con las propias palabras del doctor—. Me arriesgaré.

Exhausto, recapituló. Sabía que Jesse estaba allí y quería que aquello quedase para siempre registrado.

—Usted me tendió una trampa y me dejó escapar. Yo encontré a las chicas. Ellas le llevaron hasta mí.

—Simple, tendrás que admitirlo. E impecable.

—Por eso le pagan la pasta que le pagan, doctor. Lo tiene todo planeado. Totalmente racional, lógico.

—Gracias.

—Excepto por una cosa. ¿Y si no me estaba escondiendo? ¿Y si estaba esperando? ¿Y si quería que

usted me encontrase?

—¿Y por qué ibas a querer tal cosa?

—Tal vez porque soy un demente, doctor. Usted mismo lo ha dicho. Haga cuentas. Puedo acabar con

los suyos uno a uno, aquí y ahora.

Un estruendo que procedía tanto del exterior como del sótano sorprendió a Sebastian y al doctor Frey.

La quedada de Jesse se había materializado, saltaban las vallas, trepaban ágiles por los andamios y

habían empezado a golpear los tablones de las ventanas. Desde la capilla, el humo comenzó a escapar

por las jambas de la puerta, y poco después al interior de la iglesia.

—Estoy seguro de que te gustaría matarme, Sebastian, pero sí que he hecho esas cuentas, y a juzgar por

el sonido de las puertas de los coches ahí fuera, te encuentras en una desventaja numérica considerable.

Sebastian observaba la puerta y el humo que se espesaba con una rapidez creciente cuando esta se abrió

de manera inesperada, y Agnes, Cecilia y Lucy irrumpieron en la estancia, magulladas y

ensangrentadas, procedentes de una sacristía cargada de humo, y con unas lenguas de fuego que les

pisaban los talones. Corrieron de inmediato hacia Sebastian y lo rodearon en el abrazo más fuerte que

ninguna de ellas hubiera sentido nunca.

—¡Estáis vivas! —dijo él, más feliz que nunca a oídos de las chicas—. Gracias a Dios.

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Frey mostraba un semblante adusto. Jesse, aún acomodado en el palco, se sintió tan aliviado al verlas

que casi rompe a llorar.

—Agnes, querida. Es maravilloso volver a verte. ¿No teníamos hora para hacer un seguimiento?

—Tendré que mirar mi agenda.

—Es un fanático. Acabáis de asesinar por él. ¿Hasta dónde pensáis llegar?

—Juegos psicológicos —apuntó Sebastian—. No le escuchéis.

—Lo único que hacéis es darle alas a su fantasía, y a la vuestra.

Lucy habló por todas ellas, abrazada con fuerza a Sebastian.

—Lo que ha pasado ahí abajo no ha sido un sueño. Una pesadilla, tal vez. Pero no ha sido una ilusión.

—Señorita Ambrose. Ahora entiendo por qué no me ha llamado. Veo que ha estado ocupada.

Frey las estaba manipulando. Penetrando en sus mentes.

De pronto, las ventanas se hallaban repletas de francotiradores de la policía. Con el sonido de las

sirenas de fondo, asomaron cañones de rifle por los huecos de los tablones sueltos de las ventanas

superiores e inferiores. El sonido estático de las radios policiales inundó el aire. La iluminación de las

cámaras de los telediarios en el exterior proyectaba un fulgor sobrenatural en el interior de la iglesia.

Sonó una tercera alarma, que llamaba a los bomberos de las estaciones más distantes a dirigirse hacia

allí, y de paso creó un caos aún mayor en el vecindario.

—¡Lo veo, pero no puedo fijar el blanco sobre él! —gritó un oficial—. Demasiado humo.

—¡Los rehenes están demasiado cerca! —gritó otro.

Una voz surgió de un megáfono.

—Soy el capitán Murphy. El edificio está rodeado. No queremos que nadie salga herido. Levante las

manos y camine hacia el frente.

—¡No somos rehenes! —se quejó Cecilia en vano, su voz ahogada por el sonido del helicóptero que

sobrevolaba la zona y el de la muchedumbre expectante a su alrededor.

El jefe de bomberos ordenó a sus hombres que se retirasen hasta que la policía hubiera hecho su

trabajo, y dejó que el fuego creciese. La multitud aumentaba en el exterior.

Sebastian volcó el altar a su espalda, lo puso de lado y acompañó a las chicas para que se arrodillasen

tras él como si fuera un escudo. Él salió de detrás. Vulnerable. Un blanco fácil.

—Apártese de las chicas —ordenó Murphy—. Esta será la última advertencia.

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Jesse estaba de los nervios, seguro de que acabaría en medio de un fuego cruzado, de que todos lo

harían.

—¡No disparen! —tartamudeó desde el palco y se dejó ver—. ¡No disparen!

Frey y las chicas levantaron la mirada hacia él, sorprendidos.

—Llama a la policía y diles que vas a salir —ordenó Sebastian a Jesse—. Con las chicas.

—¡Nosotras no nos vamos! —le chilló Cecilia, que imprimió una mayor fuerza a su abrazo, más

pegada a él.

Jesse asintió nervioso, pero el móvil se le cayó de entre las manos al marcar, y fue a parar al pasillo del

piso de abajo.

—Mierda —dijo lloriqueando, y salió disparado hacia las escaleras.

En ese instante, la escena cobró una nueva intensidad. Unas luces láser de colores rojo y verde se

deslizaban por el humo acre, un increíble espectáculo de luces que no se parecía a ninguno que

hubiesen visto en un concierto. Puntitos brillantes en busca de un blanco.

—¡Al suelo! —gritó Sebastian a Jesse en cuanto que este alcanzó la nave principal de la iglesia.

Jesse echó cuerpo a tierra y reptó por entre los bancos, oculto a la vista.

Sebastian se volvió hacia ellas. Aun en aquella neblina, las chicas pudieron ver el adiós en su mirada.

—Es la hora —dijo—. No sabía que sería tan difícil. Pero lo es. Ahora que os conozco. Ahora que os

amo.

—¡Sebastian, no! —chilló Lucy—. ¡No lo hagas!

—¡Te necesitamos! —gritó Cecilia—. Por favor.

—¡No nos abandones! —lloró Agnes.

—No os abandonaré jamás —dijo—. Aunque no creáis ninguna otra cosa, creed esto.

—Sí que las abandonas —dijo Frey—. Esposado o metido en una bolsa.

—Sebastian, no se andan con bromas —le suplicó Lucy con urgencia—. Entrégate sin más. Pelearemos

por ti pase lo que pase. No dejes que se salga con la suya.

Él sonrió con dulzura.

—¿No lo entendéis? No puede salirse con la suya… Ya no. Depende de vosotras tres.

—¡La noche no ha terminado, Sebastian! —exclamó Frey.

—Doctor, ya le dije que habría otros —le desafió Sebastian—. La guerra continúa conmigo o sin mí.

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—Un daño colateral.

Sebastian se arrancó la camisa y dejó la marca al descubierto —la marca de las chicas en su pecho

agitado—, abrió los brazos y dejó escapar un aullido sonoro.

—Valiente —reconoció el doctor Frey con un atisbo de respeto hacia su adversario—, y estúpido hasta

el final.

—Esto no es el final —le corrigió Sebastian—. Es el comienzo.

Con aquello, Agnes, Lucy y Cecilia salieron de un salto de detrás del altar y se colocaron delante de

Sebastian para formar un escudo humano en su defensa. Frey sonrió. El caos actuaba a su favor, y las

posibilidades de que se produjera un feliz accidente, desde su punto de vista, no quedaban aún

descartadas.

—¡No disparen! —gritó Murphy en los pinganillos de los tiradores.

El tumulto del exterior comenzó a filtrarse dentro de la iglesia, con los golpes que daba el gentío

convocado por Jesse contra las puertas y contra lo que quedase de las ventanas. Cazaban fotos y vídeos

con los móviles que propiciaban un frenesí de mensajes en las redes sociales, a miles. Las tres chicas,

en pie, desafiantes, arriesgando sus vidas por amor y misericordia, eran de repente famosas. «Las

Santas de Sackett Street», las bautizó Jesse.

—¡Que le disparen ya! —gritó alguna voz suelta y sedienta de sangre.

El escenario, tanto en el interior como en el exterior, estaba completamente descontrolado.

—Capitán, no podemos dejar que esto se dilate más. Va a arder todo el vecindario —insistió el jefe de

bomberos—. Tiene que ponerle fin.

Los francotiradores tenían el dedo caliente y listo sobre el gatillo, a la espera de lograr un tiro limpio.

Un movimiento brusco y se acabó. Todos lo sabían.

—Mi corazón es vuestro corazón —susurró Sebastian a las chicas, y le dio un delicado beso de

despedida a cada una de ellas en la mejilla—. Recordad lo que os he dicho. Recordadme a mí.

—Es tu elección —dijo Frey mientras retrocedía del altar y del humo.

Sus palabras resonaron de una forma poderosa:

—Jamás hubo elección.

Antes de que pudiesen sujetarlo, Sebastian irrumpió a través del escudo que formaban las chicas y se

lanzó a por el doctor Frey, que se cayó de espaldas en la cobardía de sus prisas por retirarse.

—Tengo un blanco —dijo un tirador al micro.

Murphy dio la orden.

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—Adelante.

La estancia se inundó con un chillido gutural y prolongado procedente del altar y los gritos ahogados

entre la multitud. Y después el silencio. Completo silencio.

Cinco disparos alcanzaron a Sebastian. Se tambaleó y cayó contra las baldosas del suelo, herido de

muerte.

Lucy, Agnes y Cecilia salieron corriendo a su encuentro, lo rodearon para consolarlo a él y para

consolarse ellas mismas, para llorarle durante los pocos segundos que les quedasen juntos, para

apartarle el pelo de la cara y cubrirle las heridas con sus manos, para profesar su amor imperecedero.

Estaba hermoso.

Sereno.

De no ser por la sangre que abandonaba su cuerpo, bien podría haber tenido el aspecto de un atleta que

se recuperaba de la fatiga y recobraba el aliento. Un aroma de clavo y rosas emanaba de él. Su mirada

era distante, dirigida a los cielos. Con sus últimas fuerzas, Sebastian las miró y les recitó un fragmento

de la oración del Sagrado Corazón:

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De nuevo volveré

y os tomaré conmigo,

para que donde yo estoy,

estéis también vosotras.

—Estaremos esperando —le aseguró Agnes entre sollozos—. Siempre.

Él sonrió y tomó su último aliento.

El doctor contempló insatisfecho el lamentable espectáculo: solo había logrado una victoria parcial.

—Ecce homo —les dijo Frey en tono de burla—. ¿Qué es lo que veis? Un hombre. Nada más que un

hombre.

—Volveremos a verle, doctor —prometió Cecilia entre lágrimas de amargura.

—Lo haréis —coincidió él—. De una u otra forma.

Frey se sacudió el polvo y se encaminó hacia la salida. Localizó el teléfono móvil de Jesse en el suelo y

lo pisó. Machacó el aparato y las pruebas. Lo recogió como si nada y se lo guardó en el bolsillo de un

modo que pasó desapercibido en medio de la confusión. Se volvió para mirar a Jesse, todavía

escondido en el banco.

—¿Vienes conmigo? —le preguntó el doctor.

—No —dijo Jesse.

Frey aceptó la respuesta de Jesse con una expresión de altivez y asco, y se dirigió al exterior para

abrirse paso veloz entre los que aguardaban, una multitud de policía, sanitarios y periodistas, con la

intención de ofrecer su relato de los hechos que acababan de suceder, para que así constase.

La policía y los bomberos entraron a la carga, con las armas desenfundadas y las hachas de mano en

ristre.

—Se acabó —les tranquilizó el oficial de la policía—. Ya estáis a salvo.

Se quedó impresionado ante las miradas inexpresivas de las chicas, y se apresuró a dejarlas en manos

de sus subalternos.

Las mangueras se hinchaban y lanzaban ríos de agua sobre los rescoldos encendidos que lo ahumaban

todo a su alrededor. Los residuos líquidos llenaron las pilas de agua bendita, las repusieron por primera

vez en muchos años. Una por una, las chicas recibieron ayuda para ponerse en pie.

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—No podemos dejarlo aquí, sin más —se quejó Agnes, que limpiaba la sangre y el sudor frío de la cara

de Sebastian con su vestido.

—No lo estamos abandonando —dijo Lucy mientras abrazaba a la chica. Se inclinó, le dio un beso a

Sebastian en la mejilla y posó su mano sobre la de él—. Descansa en paz. Nadie olvidará lo que has

hecho aquí hoy. De eso me encargo yo.

Cecilia se agachó la última, llevó su mano a la de Sebastian y advirtió que tenía asido un rosario negro.

Era pequeño, como el rosario de un niño, tal vez el que recibió cuando era monaguillo. El rosario al que

probablemente se aferró cuando pasó aquellos años ingresado en la planta de Psiquiatría. Lo tenía

agarrado con tanta fuerza… Le abrió la mano y reparó en que le faltaba el crucifijo. Perdido en la lluvia

de disparos. Tomó el rosario de entre sus dedos y lo besó. Se quitó el pendiente y separó el colgante: un

puño americano en miniatura. Lo enganchó al rosario en el lugar en que se encontraba antes el

crucifijo, se lo colgó del cuello y lo besó de nuevo. Después besó a Sebastian.

Mientras las conducían hacia la puerta por el pasillo central de la iglesia, se detuvieron y se dieron la

vuelta para mirar a Sebastian una última vez.

Y vieron entonces cómo sucedía, justo delante de sus ojos.

En el pecho de Sebastian.

De cada uno de los orificios de bala.

Una tras otra.

Surgieron flechas.

Toda duda, toda angustia se desvaneció en ellas.

—Ver es creer —susurró Lucy.

—San Sebastián —dijo Cecilia, sobrecogida por la visión.

Agnes regresó corriendo hasta él. Sacó la página de la Legenda de Sebastian que se había llevado de la

capilla y la dejó junto a él.

—Mi sagrado corazón —dijo antes de besarle por última vez—. Ruega por nosotras.

Se reunió con Lucy y con Cecilia, y las tres se encaminaron hacia el vestíbulo. El dolor se desvaneció

de sus corazones, que sintieron invadidos de valor. El humo negro del interior se volvía de un tono

blanco grisáceo. Una decisión había sido tomada. La amenaza había finalizado. Pero su fuego interior

aún ardía.

Caminaron hacia las puertas de la iglesia.

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Jesse se puso en pie cuando pasaron. La muchedumbre, difícil de controlar, aguardaba fuera. Inquieta.

Bien para absolverlas o para condenarlas, lo que otros pensasen de ellas, las chicas no lo sabían. Y

tampoco les importaba. Quizá por primera vez en sus vidas.

Cecilia se puso la capucha de su sudadera sobre la cabeza y protegió su flequillo recto y su desigual

melena.

Lucy se cubrió la cabeza con un fular de seda de diseño a modo de velo sobre sus rizos dorados.

Agnes se colocó la capucha de su poncho de borreguillo sobre sus largos cabellos de color caoba.

Las tres con la cabeza cubierta se cogieron de las manos y se plantaron en la entrada de la iglesia.

Descendieron los escalones en silencio, humildes y victoriosas entre gritos y vítores, flashes de los

fotógrafos, cámaras de vídeo grabando y brazos con micrófonos que se lanzaban al pasar. Las luces de

las cámaras las iluminaron y crearon auras a su alrededor. Y la marea de policía, medios y curiosos se

abrió de forma reverente ante ellas, conducidas hasta un coche de policía que las aguardaba.

Unos pocos alargaron las manos. Algunos para tocarlas. Otros para increparlas. Alabadas, maldecidas

y, entre medias, todo tipo de cosas.

Marcharon de frente con un claro propósito, insólitos iconos, y Cecilia dijo a Agnes y a Lucy, que la

flanqueaban:

—Hágase tu voluntad.

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Digitalización

Franca

Diseño

Hellcat \m/

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Tonya Hurley, autora de la exitosa serie Ghostgirl,

guionista y productora de importantes series de televisión,

directora de películas independientes y de anuncios

televisivos para las marcas más punteras, nos presenta su

primera colección de libros dirigida a un público young-

adult: The Blessed.

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