EL POSItivismo juridico

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EL POSITIVISMO JURÍDICO Norberto Bobbio INTRODUCCIÓN l. Derecho natural y Derecho positivo en el pensamiento clásico El curso de este año está dedicado al positivismo jurídico y se dividirá en dos partes, la primera referida a los problemas históricos y la segunda a los teóricos. La expresión «positivismo jurídico» no procede de la de «positivismo» en sentido filosófico, aunque en el siglo pasado haya existido una cierta relación entre los dos términos, en cuanto que algunos positivistas jurídicos eran al mismo tiempo positivistas en

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EL POSITIVISMO JURÍDICO

Norberto Bobbio

INTRODUCCIÓN

l. Derecho natural y Derecho positivo en el pensamiento clásico

El curso de este año está dedicado al positivismo jurídico y se dividirá en dos partes, la primera referida a los problemas históricos y la segunda a los teóricos.

La expresión «positivismo jurídico» no procede de la de «positivismo» en sentido filosófico, aunque en el siglo pasado haya existido una cierta relación entre los dos términos, en cuanto que algunos positivistas jurídicos eran al mismo tiempo positivistas en sentido filosófico: pero es tan cierto que en sus orígenes (que se encuentran a comienzos del siglo XIX), el positivismo jurídico no tiene nada que ver con el filosófico como que mientras que el primero surge en Alemania, el segundo lo

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hace en Francia. La expresión «positivismo jurídico» deriva de la locución Derecho positivo en contraposición a la de Derecho natural. Por consiguiente, para com-prender el significado de positivismo jurídico es necesario aclarar el senti-do de la expresión Derecho positivo.

Toda la tradición del pensamiento jurídico occidental está dominada por la distinción entre «Derecho positivo» y «Derecho natural», distinción que respecto al contenido conceptual, se encuentra ya en el pensamiento griego y latino; el uso de la terminología «Derecho positivo» es, sin embargo, relativamente reciente, ya que aparece en los textos latinos medievales.

En el latín de la época romana, el término positivus, en sentido similar al que asumirá en la locución «Derecho positivo» se encuentra en un único texto. Se trata del pasaje de las Noches áticas de Aulo Gellio, donde se dice:

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Quod P. Nigidus argutissime docuit nomina non positiva esse, sed naturalia.

Como puede observarse, en este fragmento, la contraposición entre “positivo» y «natural» se realiza respecto a la naturaleza, no ya del Derecho, sino del lenguaje: se refiere al problema (que encontramos ya en las disputas entre Sócrates y los sofistas) de la distinción entre aquello que es naturaleza (physis) y aquello que es por convención o establecido por

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los hombres (thésis). El problema que se plantea respecto al lenguaje, esto es, si es «natural» o «convencional», se plantea de igual forma en relación al Derecho. La primera vez que aparece en el latín postclásico la expresión positivus referida al Derecho es en un párrafo del Comentario de Ca1cidio al Timeo de Platón (esta obra de Ca1cidio, un neoplatónico o glosador de Platón,

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fue durante mucho tiempo —hasta el siglo XII— la única fuente de conocimiento, en la Edad Media, de Platón). En éste se dice:

Ex quo adparet in hoc libro [es decir, en el Timeo] principaliter id agi, contemplationem considerationem, que institui non positivae, sed naturalis illius justitiae atque aequitatis, quae inscripta instituendis legibus describendisque formulis tribuit ex genuina moderatione substantiam.

Aquí, el término «positivo» va referido a la justicia: el pasaje quiere decir precisamente que el Timeo trata de la «justicia natural» (es decir, de las leyes naturales que rigen el cosmos y, por tanto, de la cosmología, de la creación y constitución del universo), y no de la «justicia positiva» (esto es, de la leyes reguladoras de la vida social).

Como hemos dicho, la distinción

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conceptual entre Derecho natural y Derecho positivo se encuentra ya en Platón y en Aristóteles. Este último inicia precisamente así el capítulo VII del Libro V de su Ética a Nicómaco 1:

La justicia política puede ser natural y legal; natural es la que tiene en todas partes la misma fuerza y no está sujeta al parecer humano; legal, la que considera a las acciones en su origen indiferentes, pero que cesa de serlo una vez que ha sido establecida.

En este texto, el Derecho positivo es denominado «Derecho legal» (nomikón díkaion) y el natural es llamado physikón: advirtamos que no es adecuado traducir el término díkaion con la palabra «Derecho» (aunque lo hagamos por motivos prácticos), en cuanto que el griego díkaion (como el latino jus) tiene un doble significado indicando al mismo tiempo la idea de «justo» y la de

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«Derecho». Dos son los criterios de los que se sirve Aristóteles para distinguir el Derecho natural del positivo:

a) el Derecho natural es aquel que tiene en todas partes (pantachoú) la misma eficacia (el filósofo pone el ejemplo del fuego que todo lo quema), mientras el Derecho positivo tiene eficacia solamente en aquellas comunidades políticas en las que está establecido;

b) el Derecho natural prescribe acciones cuyo valor no depende del juicio que emita un sujeto sobre ellas, sino que existe independientemente de que éstas parezcan buenas para unos y malas para otros. Es decir, prescribe acciones cuya bondad es objetiva (acciones que son buenas en sí mismas, dirían los escolásticos medievales). El Derecho positivo, por el contrario, es aquel que establece acciones que, antes de ser reguladas, resulta indiferente que se realicen de una forma u otra, pero, una vez

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reguladas por la ley, es menester (es decir, es bueno y necesario) que se realicen en la forma prescrita por ella. Aristóteles pone este ejemplo: antes de que exista una ley ritual es indiferente sacrificar una oveja o dos cabras a una divinidad; pero desde que existe una ley que ordena sacrificar una oveja, esto se convierte en obligatorio; es decir, es bueno sacrificar una oveja y no dos cabras no porque esa acción sea buena por su naturaleza, sino porque es conforme a una ley que así lo dispone.

Esta dicotomía se encuentra también en el Derecho romano, donde es formulada como distinción entre «Derecho natural» (y conviene apuntar que también el jus gentium es incluido muchas veces en éste) y jus civile (no en sentido estricto —como contrapuesto al jus honorarium— sino en sentido lato —como contrapuesto al jus gentium o jus naturale— Así, al comienzo de las Instituciones se encuentra la triple distinción entre jus naturale, jus

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gentium y jus civile. La primera categoría (jus naturale) —definido como quod natura omnia animalia docui—no nos interesa, ya que estamos examinando la categoría del jus gentium que corresponde al concepto de Derecho natural, así como el jus civile corresponde a nuestro concepto de Derecho positivo. La distinción entre jus gentium y jus civile se formula en estos términos:

Jus naturale est quod natura omnia animalia docuit ... Jus autem civile vel gentium ita dividitur: omnes populi qui legibus et moribus reguntur, par-tim suo proprio, partim communi omnium hominum jure utentur; nam quod quisque populus ipse sibi jus constituit, id ipsius proprium civitatis est vocaturque jus civile, quasi jus proprium ipsius civitatis: quod vera naturalis ratio inter omnes

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homines constituit, id apud omnes populos peraeque custoditur vocaturque jus gentium, quasi quo jure omnes gentes utuntur. (1, 1,2, 1).

Eljus gentium y eljus civile se corresponden con nuestra distinción entre Derecho natural y Derecho positivo, en cuanto el primero sitúa en primer lugar a la naturaleza (naturalis ralio) y el segundo a las normas del populus. De la distinción ahora apuntada se deduce que son dos los criterios para distinguir el Derecho positivo (jus civile) del natural (jus gentium):

a) el primero pertenece a un determinado pueblo, mientras el segundo no tiene confines;

b) el primero es establecido por el pueblo (es decir, por una entidad social creada por los hombres), mientras que el segundo es establecido por la naturalis ratio.

En un pasaje posterior se introduce

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un tercer criterio distintivo:

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Sed naturalia quidem jura, quae apud omnes gentes paraeque servantur, divina quadam providentia constituta semper firma atque inmutabilia permanent: ea vero, quae ipsa sibi quaeque civitas constituit, saepe mutari solent vel tacito consensu populi vel alia postea lege lata. (1, 1, 2, 11).

Por consiguiente, mientras el Derecho natural es inmutable en el tiempo, el positivo cambia, tanto en el espacio como en el tiempo, en cuanto que una norma puede ser creada de la nada o modificada tanto por una costumbre (costumbre abrogativa) como por obra de otra ley.

Otra célebre definición se encuentra en un fragmento de Pablo

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reproducido en el Digesto:

Jus pluribus modis dicitur: uno modo, cum id quod semper aequum ac bonum est jus dicitur, ut est jus naturale altero modo, quod omnibus aut pluribus in quaque civitate utile est, ut est jus civile. (D. 1, 1, 11).

Dos son los criterios en los que se basa la distinción de Pablo entre Derecho natural y Derecho civil:

a) el Derecho natural es universal e inmutable (semper), mientras el civil es particular (en el tiempo y en el espacio);

b) el Derecho natural establece lo que es bueno (bonum et aequum), mientras el civil establece lo que es útil: el juicio concerniente al primero se funda en un criterio moral, el del segundo en uno económico o utilitario.

2. Derecho natural y Derecho positivo

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en el pensamiento medieval

Según los resultados alcanzados por Kuttner en sus investigaciones, la primera utilización de la fórmula jus positivum se encuentra en un filósofo medieval, de finales del siglo XI, concretamente en Abelardo (en cambio, según indagaciones precedentes de Kantorowicz, se consideraba que el primer uso de este término correspondía a Dámaso, en el siglo XII: y es probable que investigaciones más profundas permitirían hacer remontar tal uso más allá aún de Abelardo). Este último autor escribe en su Dialogus inter philosophum, judaeum et christianum:

Oportet autem in his quae ad justitiam pertinent, non solum naturalis, verum etiam positivae justitiae tramitem non excedere. Jus quippe aliud naturale, aliud positivum dicitur ...

Después de haber definido el Derecho natural, nuestro filósofo

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prosigue definiendo de esta manera el positivo:

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Positivae autem Justitiae illud est quod ab hominibus institutum, ad utilitatem seil. Vel honestatem tutius muniendum, aut sola eonsuetudine aut scripti nititur auetoritate. (Patr.lat., 178, p. 1656).

Por consiguiente, según Abelardo, el Derecho positivo illud est quod ab hominibus institutum; es decir, su característica principal es la de ser creado por los hombres, a diferencia del Derecho natural que no es creado por ellos, sino por algo (o alguien) que está por encima, como la naturaleza (o Dios mismo).

Esta distinción entre Derecho natural y Derecho positivo se encuentra en todos los escritores medievales: teólogos, filósofos, canonistas. En la Summa theologiea

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(La IIae, q. 90) de santo Tomás 2, por ejemplo, existe una larguísima disertación respecto a los distintos tipos de leyes. El autor destaca cuatro, a saber, la lex aeterna, la lex naturalis, la lex humana y la [ex divina. Dejando a un lado la primera y la cuarta de estas categorías (la [ex aeterna y la lex divina) que ahora no nos interesan, veamos la lex naturalis y la lex humana: éstas corresponden a la distinción entre Derecho natural y Derecho positivo; de hecho santo Tomás no llama positiva a la lex humana debido a que la lex divina es también positiva.

La lex naturalis es definida por el filósofo como:

Partecipatio legis aeternae in rationali creatura.

La lex humana, continúa, deriva de la natural por obra del legislador que la establece y hace valer, pero tal derivación puede realizarse por dos caminos distintos, esto es, per conclusionem o per determinationem.

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a) Se produce la derivación per conclusionem cuando la ley positiva se deduce de la natural a través de un proceso lógico necesario (como si fuese la solución de un silogismo): por ejemplo, la norma positiva de no dar falso testimonio se deduce de la ley natural por la que es necesario decir la verdad;

b) se produce la derivación per determinationem cuando la ley natural es muy general (y genérica), y corresponde al Derecho positivo determinar el modo concreto por el que se debe aplicar: por ejemplo, la ley natural establece que los delitos deben ser castigados, pero la determinación de la pena y de la forma del castigo es hecha por la ley humana. Es esencialmente respecto a esta segunda categoría cuando santo Tomás afirma que la ley humana tiene vigor sólo por la fuerza del legislador que la establece (vigo-rem legis ex sola lege humana).

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3. Derecho natural y Derecho

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positivo en el pensamiento de los iusnaturalistas de los siglos XVII y

XVIII

La distinción más celebre entre Derecho natural y Derecho positivo en el pensamiento moderno se debe a Grocio (considerado como el padre del Derecho internacional), quien, en su De jure belli ac pacis (1, 10) 3, formula tal distinción en los términos de jus naturale y jus voluntarium:

El Derecho natural es un dictamen de la recta razón, dirigido a mostrar que un acto es moralmente censurable o moralmente necesario, según sea o no conforme a la misma naturaleza racional del hombre, y da a entender que tal acto es, como consecuencia de ello, prohibido u ordenado por Dios, en cuanto autor de la naturaleza.

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Y añade:

Los actos respecto a los cuales existe tal dictamen de la recta razón son obligatorios o ilícitos por sí mismos.

El Derecho civil es el que deriva del poder civil, y entiende por poder civil aquel que dirige al Estado. Por Estado la asociación permanente de hombres libres, reunidos conjuntamente con el fin de satisfacer sus propios derechos y perseguir la utilidad común.

En esta última afirmación encontramos una interesante indicación sobre el origen del Derecho positivo, en cuanto se dice que es establecido por el Estado. Sin embargo, observamos que, según Grocio, el Estado es solamente una de las tres instituciones que pueden establecer el «Derecho voluntario»: las otras dos son, la primera, inferior al Estado, la familia, que da lugar al

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Derecho familiar o paterno (también Aristóteles hablaba del dispotikón díkaion, que se podría traducir como «Derecho patriarcal», ya que era establecido por el jefe de la comuni-dad familiar); la otra institución, superior al Estado, es la comunidad internacional que establece el jus gentium entendido no en el sentido (que habíamos visto) de Derecho común a todas las gentes, sino en el de jus inter gentes (es decir, Derecho que regula las relaciones entre los pueblos y los Estados).

Por poner un último ejemplo de la distinción entre Derecho natural y Derecho positivo, lo escogeremos de los umbrales de la edad en la que nace el positivismo jurídico, esto es a finales del siglo XVIII, en Glück, quien en su Commentario alle Pandette (Milán, 1888, vol. 1, pp. 61-62) afirma:

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El Derecho se distingue, según el modo con el que accede a nuestro cono-cimiento, en natural y positivo. Dícese Derecho natural al conjunto de todas las leyes, que por medio de la razón nos son dadas a conocer tanto por la naturaleza como por las cosas, que la naturaleza humana exige como condiciones y medios de consecución de su propios fines ... Derecho positivo se llama en cambio al conjunto de leyes que se fundan sólo en la voluntad declarada de un legislador y que se conocen precisamente a través de tal declaración.

Aquí parece que se nos presenta otro criterio de distinción, que no hace ya referencia a la fuente, es decir, a la forma por la que uno y otro se establecen, sino al modo por el que los destinatarios conocen las

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normas: el Derecho natural es aquel que conocemos a través de la razón, en cuanto deriva de la naturaleza de las cosas; el positivo es aquel que conocemos a través de una declaración de voluntad del legislador. Glück pone como ejemplo de Derecho positivo a la usucapión, porque ésta no deriva de la naturaleza de las cosas sino que es establecida por el legislador, y como ejemplo de Derecho natural al principio pacta sunt servanda y al deber del comprador de pagar al vendedor el precio convenido.

Se puede, por tanto, señalar con toda evidencia la frontera entre Derecho natural y Derecho positivo diciendo: la esfera del Derecho natural se limita a lo que se demuestra a priori; la del Derecho positivo comienza en cambio allí donde la decisión sobre si una cosa es o no Derecho depende de la voluntad de un legislador.

4. Criterios de distinción entre

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Derecho natural y Derecho positivo

Tratemos ahora de reunir, entre las distintas definiciones examinadas con anterioridad, un elenco lo más completo posible de los caracteres diferenciadores de los dos Derechos.

Podemos destacar seis criterios de distinción:

a) El primero se basa en la antítesis universalidad-particularidad y contrapone el Derecho natural, que vale para todos, al positivo, que vale sólo en determinados lugares (Aristóteles, Ist.-1 definición-);

b) el segundo se basa en la antítesis inmutabilidad-mutabilidad: el Dere-cho natural es inmutable en el tiempo, el positivo cambia (Ist. -2.a

definición-, Pablo); este carácter no siempre ha sido reconocido: Aristóteles, por ejemplo, subraya la universalidad en el espacio, pero no recoge la inmutabilidad en el tiempo, entendiendo que también el Derecho natural puede variar;

c) el tercer criterio de distinción, uno

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de los más importantes, se refiere a la fuente del Derecho y se fija en la antítesis natura-potestas o populus (Ist. _La definición-, Grocio);

d) el cuarto criterio se refiere al modo con el que el Derecho es conocido, la forma con la que accede a nosotros (es decir, a los destinatarios), y se fija en la antítesis ratio-voluntas (Glüick): el Derecho natural es aquel que conocemos a través de nuestra razón. (Este criterio está ligado a una concepción racionalista de la ética, según la cual los deberes morales pueden ser conocidos racionalmente, y, en general, a una concepción racionalista de la filosofía); el Derecho positivo, en cambio, se conoce solamente a través de una declaración de voluntad de otro (promulgación);

e) un quinto criterio hace referencia al objeto de los dos Derechos, es decir, a los comportamientos que regulan: los

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comportamientos regulados por el Derecho natural son buenos o malos en sí mismos, los regulados por el Derecho positivo son en sí mismos indiferentes y asumen determinada calificación sólo porque (y después que) han sido regulados de una determinada manera por el Derecho positivo (es justo lo ordenado e injusto lo prohibido) (Aristóteles, Grocio);

f) la última distinción se refiere al criterio de valoración de las acciones, y es enunciado por Pablo: el Derecho natural establece lo bueno, el positivo lo útil.

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Capítulo 1

LOS PRESUPUESTOS HISTÓRICOS

5. Relaciones entre Derecho natural y Derecho positivo

Del breve panorama histórico que

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hemos presentado se deduce que hasta finales del siglo XVIII el Derecho se definía distinguiendo dos especies, la del Derecho natural y la del Derecho positivo. Estas dos especies no se consideran distintas respecto a sus cualidades o calificaciones: si se establece una diferencia entre ellas, ésta se refiere únicamente a su grado (o gradación), en el sentido de que una especie de Derecho se consideraba superior a la otra: es decir, ambos estaban situados en dos planos diferentes.

El examen de las distintas concepciones respecto a la diversidad de los planos en los que se colocan el Derecho natural y el positivo nos llevaría muy lejos. Limitándonos a algunas notas diremos que, en la época clásica, el Derecho natural no era considerado superior al positivo: de hecho se le concebía como «Derecho común» (koinós nómos lo llama precisamente Aristóteles) y al positivo como

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Derecho especial o particular de una determinada civitas; por tanto, atendiendo al principio por el que el Derecho particular prevalece sobre el general (lex specialis derogat generali), el Derecho positivo prevalecía sobre el natural siempre que hubiese contradicción entre ambos (basta recordar el caso de la Antígona, donde el Derecho positivo —el decreto de Creonte— prevalece sobre el natural —el «Derecho no escrito», establecido por los mismos dioses, al que la protagonista de la tragedia apela—

En el medievo, en cambio, la relación entre las dos especies de Derecho da la vuelta; el Derecho natural es considerado superior al positivo en cuanto que el primero no es visto ya como simple Derecho común, sino como una norma fundada en la misma voluntad de Dios y dada a conocer por éste a la razón humana o, como dice san Pablo, como la ley escrita por Dios en

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el corazón de los hombres. Esta concepción del Derecho natural encuentra su consagración oficial en la definición que se da del mismo en el Decretum Gratiani —que es la primera gran colección de Derecho canónico, y que más tarde constituirá la primera parte del Corpus iuris canonici—

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Jus naturale est quod in Lege et in Evangelio continetur

(es decir, el Derecho natural es el contenido en la ley mosaica del Viejo Testamento o en el Evangelio). De esta concepción del Derecho natural como Derecho de inspiración cristiana ha derivado la tendencia constante del pensamiento iusnaturalista de considerar tal Derecho como superior al positivo. Esta superioridad se afirma en el mismo Decretum Gratiani, inmediatamente después del pasaje citado:

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Dignitate vero jus naturale praeponitur legibus ac constitutionibus ac consuetudinibus.

Pero, como hemos dicho, esta distinción de grado no implicaba una diversidad de calificación: Derecho natural y Derecho positivo eran ambos calificados como Derecho en la misma acepción del término.

Llegando al tema de nuestro curso, el positivismo jurídico es una concepción del Derecho que nace cuando «Derecho natural» y «Derecho positivo» no son ya considerados como Derecho en el mismo sentido, sino que sólo se considera Derecho en sentido estricto al positivo. Por obra del posi-tivismo jurídico se produce, por tanto, la reducción de todo el Derecho a Derecho positivo, y el Derecho natural es excluido de la categoría de Derecho: el Derecho positivo es Derecho, el natural no. Desde este momento, la adición del adjetivo «positivo» al término

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«Derecho» se convierte en un pleonasmo precisamente porque —usando una fórmula sintética—

el positivismo jurídico es la doctrina según la cual no existe más Derecho que el positivo.

LA PERSPECTIVA HISTÓRICA DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LA

POSICIÓN DEL JUEZ RESPECTO A LA CREACIÓN DEL DERECHO

ANTES Y DESPUÉS DE LA APARICIÓN DEL ESTADO

MODERNO

Entramos así en el tema de nuestro curso: se trata de establecer por qué, cómo y cuándo se produjo este paso de la concepción iusnaturalista a la positivista, que ha prevalecido en el siglo pasado y que aún lo hace, en gran medida, en la actualidad. El origen de esta concepción está ligado a la formación del Estado moderno que surge con la disolución de la sociedad medieval.

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La sociedad medieval era una sociedad pluralista, en cuanto que estaba constituida por una pluralidad de grupos sociales, cada uno de los cuales tenía su propio Ordenamiento jurídico: el Derecho se presentaba como un fenómeno social, como producto no del Estado sino de la sociedad civil.

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Con la formación del Estado moderno la sociedad asume en cambio una estructura monista, en el sentido de que el Estado concentra en sí todos los poderes, en primer lugar el de crear Derecho: no le basta con colaborar en su creación, sino que quiere ser el único que establece el Derecho, bien directamente a través de la ley, bien indirectamente a través del reconoci-miento y control de las normas de formación consuetudinaria. Se asiste por consiguiente a lo que en otro curso hemos llamado el proceso de monopolización de la producción

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jurídica por parte del Estado.

A esta transformación en la forma de creación del Derecho se corres-ponde un cambio en el modo de concebir la categoría misma de Derecho. Hasta tal punto estamos hoy habituados a considerar Derecho y Estado como la misma cosa que tenemos cierta dificultad para concebir un Derecho no establecido por el Estado sino por la sociedad civil. Sin embargo, originariamente, y durante largo tiempo, el Derecho no era creado por el Estado: basta pensar en las normas consuetudinarias y en su forma de creación, debida a una especie de consenso manifestado por el pueblo a través de un cierto comportamiento constante y uniforme acompañado de la denominada opinio juris ac necessitatis.

El Estado primitivo en general no se preocupaba de producir normas

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jurídicas sino que dejaba su formación al desarrollo de la sociedad y, eventualmente, a quien debía dirimir las controversias, el juez, que tenía la misión de fijar la regla a aplicar en cada caso. Nos hemos referido al juez en cuanto que, siguiendo precisamente los cambios en su posición y su función social, recogeremos el cambio del Derecho no normativo al normativo, y el paso, a tal cambio ligado, de la concepción dualista del Derecho (Derecho natural, Derecho positivo) a la monista (sólo Derecho positivo).

Podemos así definir el Derecho como un conjunto de reglas consideradas (o sentidas) como obligatorias en una determinada sociedad porque su violación dará lugar probablemente a la intervención de un «tercero» (magistrado o eventualmente árbitro), que dirimirá la controversia emitiendo una decisión acompañada de una sanción para el transgresor

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de la norma. (La aplicación de esta sanción se confía, en un primer momento, a la otra parte y, posteriormente, al mismo Estado.) Hablamos entonces de Derecho cuando, al producirse un conflicto entre dos sujetos, interviene un tercero (juez nombrado por el Estado o árbitro elegido por las partes), estableciendo una norma (que probablemente se convertirá en «precedente», es decir, será aplicada también en otros casos), a través de la cual se resuelve la controversia. Si en una sociedad no existe la intervención de un «tercero», no puede hablarse de Derecho en sentido estricto: se dirá que esa sociedad vive según los usos, costumbres (mores), etc ... (Ésta es la razón de que, a menudo, hayan existido reticencias en considerar como verdadero y estricto Derecho al Ordenamiento internacional, al menos hasta que éste

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no ha contado con órganos

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internacionales, como los que hoy se van consolidando, ante los que se discuten las controversias, sino que servía sólo como regla de conductas entre los Estados.)

Si, por consiguiente, definimos al Ordenamiento jurídico como el con-junto de reglas utilizadas (o que tienen posibilidad de serlo) por el juez, y tenemos presente este esquema conceptual, comprenderemos porqué durante un tiempo se habló de Derecho natural y de Derecho positivo, mientras que ahora se habla sólo de Derecho positivo. Antes de la formación del Estado moderno, el juez, en la resolución de las controversias, no estaba obligado a escoger exclusivamente normas emanadas del órgano legislativo del Estado, sino que tenía una relativa libertad de elección en la determinación de la norma a aplicar; podía deducirla de las reglas consuetudinarias, o bien de las elaboradas por los juristas, o bien

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podía resolver el caso en cuestión a través de criterios equitativos, obteniendo la regla a aplicar a través de principios de la razón natural. Todas estas reglas estaban en el mismo plano, entre todas ellas el juez podía extraer las normas a aplicar, y, por tanto, eran todas a la vez «fuentes del Derecho». Esto permitía hablar a los juristas de dos especies de Derecho, natural y positivo, en cuanto que el juez podía obtener la norma tanto de reglas preexistentes en la sociedad (Derecho positivo) cuanto de principios equitativos y de la razón (Derecho natural).

Pero con la formación del Estado moderno, el juez, de órgano libre de la sociedad pasa a ser órgano del Estado, mejor dicho, pasa a ser un auténtico funcionario del Estado. Según el análisis histórico realizado por Ehrlich en su obra La logica dei giuristi, este hecho transforma al juez en titular de uno de los poderes estatales, el judicial, subordinado al

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legislativo; e impone al mismo juez la resolución de las controversias únicamente a través de las reglas emanadas del órgano legislativo o que puedan (tratándose de normas consuetudinarias o de Derecho natural) ser reconocidas de alguna forma por parte del Estado. Las otras normas son descartadas y ya no encuentran más aplicación en los juicios: ésta es la razón por la que, con la formación del Estado moderno, el Derecho natural y el positivo no son ya considerados de igual manera; es decir, solamente el Derecho positivo (el establecido y aprobado por el Estado) es considerado como el único y ver-dadero Derecho: es el único que encuentra ahora aplicación por los tribunales.

Recapitulando: cuando identificamos al Derecho con las normas establecidas por el Estado, no damos un definición general de Derecho, sino que damos un

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definición propia de la situación histórica particular en la que vivimos. Mientras, de hecho, en un estadio primitivo, el Estado se limitaba a nombrar al juez, que dirimía las controversias entre los individuos obteniendo la norma a aplicar al caso a partir de la costumbre o de criterios equitativos, se añadió con posterioridad la función coactiva a la

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judicial, procediendo él mismo a ejecutar las decisiones del juez; con la formación del Estado moderno se sustrae al juez la facultad de obtener de las normas sociales las reglas a aplicar en la resolución de las controversias y se le impone la obligación de aplicar sólo las normas establecidas por el Estado, que se convierte así en el único creador del Derecho.

De esta situación encontramos reflejo en la concepción de los

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iusnaturalistas que admitían la existencia de un estado de naturaleza, esto es, de una sociedad en la que, entre los hombres, existían sólo relaciones intersubjetivas, sin un poder político organizado. En este estado, que habría precedido a la instauración de la sociedad política (o Estado), admitían la existencia de un Derecho que era, precisamente, el Derecho natural. En él, los hombres cultivaban la tierra y se intercambiaban los productos, estaban reunidos en familias y el cabeza de familia tenía siervos a sus órdenes; a la muerte del padre sus haberes se transmitían a los descendientes. Todas estas relaciones sociales se regulaban por normas jurídicas (existían así los derechos reales, el Derecho de obligaciones, el de familia y el de sucesiones). Según los iusnaturalistas, la intervención del Estado se limita a dar estabilidad a estas relaciones jurídicas; por ejemplo, según Kant, el Derecho privado existe ya en el estado de naturaleza y la constitución del Esta-

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do determina sólo la aparición del Derecho público; contrapone el modo de ser del Derecho privado en el estado de naturaleza al del mismo Derecho en la sociedad política, afirmando que en el primer momento se tiene un «Derecho provisional» (es decir, precario), y en el segundo momento un «Derecho perentorio» (es decir, definitivamente afirmado gracias al poder del Estado).

7. Las vicisitudes históricas del Derecho romano

El proceso de monopolización de la producción jurídica por parte de los Estados modernos encuentra un gran precedente en la compilación de Justiniano. El Derecho romano era típicamente un Derecho de formación «social», que se constituyó poco a poco a través de un desarrollo secular sobre la base de las mores, de la jurisdicción del pretor (cuyos resultados se consagraron en el Edictum perpetuum) y, sobre todo, sobre la base de la elaboración de los juristas. Todo este conjunto de

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normas es recogido, por iniciativa de Justiniano, en el Corpus juris civilis, de tal forma que pierden su mismo carácter de Derecho de origen social para asumir el de Derecho que encuentra su fundamento de validez en la voluntad del príncipe, según la fórmula del Codex (que es una de las cuatro partes del Corpus), por la que quod principi placuit legis habet vigorem, que se inspira en otra fór-mula aún más explícita, por la que solus princeps potest facere leges. Y en el desarrollo histórico posterior se entenderá, precisamente, al Derecho

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romano, como Derecho establecido por el Estado (o, más concretamente, por el emperador Justiniano).

El Derecho romano se eclipsó en la Europa occidental durante el alto medievo, sustituido por las costumbres locales y por el nuevo Derecho propio de los pueblos germánicos (o bárbaros). Pero

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después del oscurecimiento producido en ese período --común, por otro lado, a toda la cultura- resurge hacia el siglo XI con la aparición de la Escuela jurídica de Bolonia y se difunde no sólo en los territorios que habían formado parte del Imperio romano, sino también en otros nunca dominados por éste: así, principalmente en Alemania, donde se produce al comienzo de la edad moderna el fenómeno de la «recepción» gracias a la cual el Derecho romano penetró profundamente en la sociedad alemana (baste pensar que todavía a finales del siglo XIX -antes de la gran codificación producida a comienzos del XX- en los tribunales alemanes se aplicaba el Derecho del Corpus juris -naturalmente modernizado y adaptado a las distintas exigencias sociales- con el nombre de usus modernus Pandectarum); el Derecho romano se difundió además por los Países Bajos, escandinavos y -si bien en medida mucho más limitada- en la misma Inglaterra.

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¿Sobre qué bases se produce esta difusión? Los juristas medievales justificaban formalmente la validez del Derecho romano a través de su consideración como Derecho del Imperio romano que había sido reconstituido por Carlomagno con el nombre de Sacro Imperio Romano: este razonamiento no tenía en cuenta la solución de continuidad que se había verificado entre el Imperio romano-bizantino y el romano-germánico. Pero el verdadero fundamento de validez del Derecho romano era otro: nacía de su consideración como ratio scripta, es decir, como conjunto de reglas fundadas en la razón, expresiones de la esencia misma de la razón jurídica (Juristenrecht), y como tales, idóneas para ser utilizadas en la resolución de todas las controversias posibles, por supuesto, mediante una sabia manipulación de las mismas normas por obra de los intérpretes, a través de la aplicación analógica y de otras técnicas hermenéuticas que permiten

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aplicar las normas establecidas para un caso a casos distintos. Los juristas medievales, en su ingenua e ilimitada admiración por el Derecho romano -como, por otro lado, hacia todo lo romano: baste pensar en el Virgilio de Dante- pensaban que la sabiduría jurídica romana no había elaborado solamente el Derecho propio de una determinada civitas, sino que había formulado normas jurídicas fundadas en la naturaleza y en la razón; así, concebían al Derecho romano como una especie de Derecho natural que, en comparación con él, así es como se entendía comúnmente, presentaba la gran ventaja de estar escrito y codificado en una colección legislativa.

De hecho, en el medievo, el Derecho romano se propaga con el nombre de «Derecho común»,jus commune): esta fórmula se relaciona con la defi-

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nición de Derecho natural dada por los griegos (koinói nómoi, según la expresión aristotélica) y por los romanos (jus gentium), como Derecho común a todos los pueblos. Tal relación es inconsciente pero no casual, en cuanto que el Derecho romano en el medievo tiene precisamente valor de Derecho común a todos los pueblos, siendo considerado expresión de la misma razón. Y como en la Antigüedad clásica el jus gentium se contrapone al jus civile, en el medievo el jus commune se contrapone al jus pro-prium, es decir, al Derecho propio de las distintas instituciones sociales. La sociedad medieval era, como hemos dicho, pluralista, y por consiguiente, todo grupo social tenía su propio Derecho: el Derecho feudal, el Derecho de las corporaciones, el Derecho de las ciudades o civitates (denominado «Derecho estatutario», porque los actos que lo contenían se llamaban «estatutos»), el derecho de los regna. Todos estos Derechos estaban, por principio, subordinados al romano, así como todas las

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organizaciones sociales lo estaban al Imperio. Pero poco a poco, primero los regna (especialmente el reino de Francia), después los civitates (las ciudades), proclamaron su propia autonomía e independencia del Imperio, se declararon jurisdictionem habentes (es decir, imbuidos del poder de establecer el Derecho), se definieron como civitates (o regna) sibi principes» (para señalar que eran independientes del «príncipe» por antonomasia, del emperador).

Se viene a crear entonces un conflicto entre el jus commune y el jus proprium: en este conflicto, el Derecho establecido por el ente político organizado (comuna o reino, es decir Estado) va prevaleciendo sobre el primero (aquel que se remite formalmente a la autoridad del Imperio), hasta la afirmación final según la cual el Derecho común tiene vigor y es aplicable sólo permissione principis, es decir, sólo en cuanto haya sido aprobado por el soberano:

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en este momento, todo el Derecho se reduce a Derecho del Estado. Este proceso es lento, pero ya en el siglo XIV, un comentador de los estatutos comunales, el jurista Alberico da Rosato, afirmaba:

Ubi cessat statutum habet locum jus civile l.

Si tenemos presente cómo se llega a la consideración del Derecho como establecido por el Estado, ya sea en el Imperio bizantino ya sea en las monarquías del siglo XVII, nos daremos cuenta de que este proceso de monopolización de la producción jurídica está estrechamente conec-tado con la formación del Estado absoluto (es decir, de aquel Estado en

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el que, como dice la fórmula justinianea, princeps legibus solutus (est)>».

El punto final de la contraposición

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entre Derecho común y Derecho estatutario está representado por las codificaciones (finales del siglo XVIII-principios del siglo XIX), a través de las cuales el Derecho común es absorbido totalmente por el estatutario. Con la codificación comienza la historia del verdadero y estricto positivismo jurídico.

8. Common law y statute law en Inglaterra: sir Edward Coke y

Thomas H obbes

Para aclarar los orígenes del positivismo jurídico es interesante observar también (aunque sea con unas breves notas) el desarrollo del Derecho en Inglaterra. Este país tuvo una escasa influencia del Derecho común romano; pero también en él encontramos (como en el mundo romano y como en la Europa continental medieval) la contraposición entre un jus commune y un jus particulare (lo que nos hace comprender cómo tal diferencia no se establece en realidad como distinción entre Derecho natural y

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Derecho positivo, sino como distinción entre dos formas de Derecho positivo): el contraste se establece en Inglaterra entre common law (Derecho común o consuetudinario) y statute law (Derecho estatutario o legislativo).

El common law no es el Derecho común de origen romano, del cual hemos hablado en el parágrafo anterior, sino un Derecho consuetudinario típicamente anglosajón que surge directamente de las relaciones sociales y es recogido por los jueces nombrados por el rey; en una segunda fase, se convierte en un Derecho de elaboración judicial, en cuanto que está constituido por reglas utilizadas por los jueces para resolver las distintas controversias (reglas que se convierten en vinculantes para los juicios sucesivos, según el sistema del precedente obligatorio). Al common law se contrapone el Derecho estatutario, establecido por

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el poder soberano (es decir, por el rey, y, en un segundo momento, por el rey y el Parlamento).

El desarrollo de las relaciones entre estos dos Derechos es distinto del que se produce en la Europa continental entre jus commune y jus proprium: mientras para nosotros el segundo prevalece sobre el primero hasta llegar a incorporarlo, esto no sucede (o sucede mucho más lentamente y en menor medida) en Inglaterra, donde permanece el primado del Derecho común incluso cuando la monarquía se refuerza y de monarquía medieval se transforma en monarquía moderna. En Inglaterra ha permanecido nomi-nalmente siempre en vigor el principio por el que el Derecho estatutario es válido en cuanto no contradice al Derecho común: el poder del rey y del Parlamento debía estar limitado por el common law. Según una distinción constitucional de la Inglaterra medieval, el poder

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del soberano se distingue, de hecho, en gubernaculum (poder de gobierno) y jurisdictio (poder de

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aplicar las leyes); el rey, en el ejercicio de lajurisdictio (a través de sus juicios) estaba obligado a aplicar el common law; este último, por tanto, limitaba el poder del soberano. Esto explica por qué la monarquía inglesa no tuvo nunca un poder ilimitado (de forma distinta a las monarquías absolutas continentales), por qué en Inglaterra se desarrolló la separación de poderes (trasladada después a Europa gracias a su teorización por Montesquieu) y por qué este país es la patria del liberalismo (entendido como doctrina de los límites jurídicos del poder del Estado).

Dada esta contraposición entre Derecho común y Derecho estatutario, las tendencias autoritarias y absolutistas tuvieron

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en Inglaterra una de sus típicas manifestaciones en la polémica contra el common law. Los soberanos absolutistas, como Jacobo I y Carlos I, intentaron hacer valer la preemi-nencia absoluta del Derecho estatutario, negando a los jueces el poder de resolver las controversias según el Derecho común; pero encontraron una firme oposición, cuyo máximo portavoz y exponente fue sir Edward Cake (autor de las Instituciones del Derecho inglés, obra considerada como la «summa» del common law).

En el plano doctrinal, uno de los aspectos de la polémica es la crítica que Thomas Hobbes, teórico del poder absoluto y fundador de la primera teoría del Estado moderno, dirigió a Cake. Hobbes combate el common law y defiende el poder exclusivo del soberano de establecer el Derecho, indispensable para asegurar el carácter absoluto del poder estatutario; la crítica de este

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autor al common law es sólo un aspecto concreto y de segundo plano (y por eso mismo, poco conocido, aunque muy interesante) de la que realiza contra todo lo que limita el poder del Estado, en primer lugar contra el poder eclesiástico.

Lo que Hobbes dice para justificar su posición contra el Derecho común es muy importante, hasta el punto que puede ser considerado como el precursor directo del positivismo jurídico. Como buen iusnaturalista (todos los escritores políticos y jurídicos del siglo XVII lo eran), estudia la formación del Estado y de sus leyes analizando el paso del estado de naturaleza al estado civil. En el estado de naturaleza, según Hobbes, existen leyes (Derecho natural): pero, se pregunta, ¿son obligatorias? Su respuesta es digna de ser subrayada en cuanto constituye un razonamiento paradig-mático para todos los iuspositivistas: según Hobbes, el hombre está obliga-

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do a respetadas en conciencia (es decir, frente a sí mismo y, si cree, frente a Dios), pero, ¿tiene una obligación respecto a los demás? Frente al otro, afirma el filósofo, estoy obligado a respetar las leyes naturales solamente en los límites en los que éste las respeta en sus relaciones conmigo. Tomemos, como ejemplo, la regla pacta sunt servanda, o la más fundamental, «no matar»: ¿qué sentido tendría que yo mantuviese los pactos contraídos con otro si éste no los mantiene respecto a mí? ¿O que yo no matase si el otro quiere matarme? ¿Sería razonable este comportamiento?, es decir,

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¿estaría en conformidad con los fines para los que la ley ha sido estableci-da? (Observemos cómo Hobbes planteó el problema en términos de ética utilitarista, es decir, refiriéndose al cálculo del interés propio.) El autor responde que tal comportamiento no sería razonable, porque yo estoy obligado

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externamente a no matar a otro sólo si éste no me mata; por tanto, si considero que el otro quiere matarme, lo razonable no es ya no matarle, sino matarle antes de que me mate a mí. (Poco más o menos en estos términos se plantea, o mejor se planteaba antes de la reciente constitución de organismos internacionales permanentes, el problema del Derecho internacional y de su observancia en las relaciones entre Estados: el Estado agresor no dice nunca que viola el deber de no agredir, sino que se defiende previendo una agresión por parte del otro Estado.)

Por tanto, continúa Hobbes, en este estado de naturaleza, en el que todos los hombres son iguales, y en el que todos tienen derecho a usar la fuerza necesaria para defender sus propios intereses, no existe nunca la certeza de que la ley será respetada por todos y, por tanto, la ley misma pierde toda eficacia: el estado de

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naturaleza constituye un estado de anarquía permanente, en el que todo hombre lucha contra los demás, en donde -según la fórmula hobbesiana- existe una bellum omnium contra omnes. Para salir de esta situación es necesario crear el Estado, es decir, atribuir toda la fuerza a una sola institución: el soberano. En efecto, en tal caso yo puedo (y debo) respetar los pactos, no matar, etc ... , en general obedecer las leyes naturales, porque sé que también el otro las respetará, en cuanto que hay algo a lo que no se puede oponer, cuya fuerza es indiscutida e irresistible (el Estado), que le obligará a respetar si no lo quisiese hacer espontáneamente. Pero esta monopolización del poder coercitivo por parte del Estado comporta una monopolización correlativa del poder normativo: en efecto, por una parte, el Estado posee el poder de establecer normas reguladoras de las relaciones sociales, porque es creado precisamente con este fin; por la otra, sólo las normas establecidas por el Estado son jurídicas, ya que

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son las únicas que se respetan gracias a la coacción del Estado. Desde el momento en el que se constituye el Estado deja, por tanto, de tener valor el Derecho natural (que en realidad no era respetado ni siquiera antes, en el estado de naturaleza) y el único Derecho que vale es el civil o estatutario.

Apoyándose en esta concepción, Hobbes niega la legitimidad del com-mon law, es decir de un Derecho preexistente al Estado e independiente de él (como si fuera una especie de Derecho natural). A esta crítica del common law dedicó el autor una obra de su tardía vejez, titulada Diálogo entre un filósofo y un estudiante del Derecho común de Inglaterra, donde el filósofo (que es el mismo Hobbes) combate el common law, y el estudiante de Derecho (que es un discípulo de sir Edward Cake) lo defiende. En esta obra, pone en boca del filósofo la siguiente afirmación:

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No es la sabiduría, sino la autoridad, la que hace una ley 2.

Esta posición toma partido a favor de una de las dos concepciones típicas del Derecho, la que considera a éste como fruto de la razón y la que lo considera obra de la voluntad (en este sentido los autores medievales diferenciaban, con un expresivo juego de palabras, el Derecho que vale imperio rationis al que vale ratione imperii); para Hobbes, el Derecho es expresión de quien tiene el poder, y por esto niega valor al common law, que es el producto de la sabiduría de los jueces. De hecho prosigue el filósofo:

Pero supongo que lo que él [Coke] quiere decir es que la razón de un juez o de todos los jueces juntos sin el rey es esa summa ratio, y la verdadera ley, porque nadie puede hacer una ley sino el que tiene el poder legislativo.

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Que el Derecho haya sido elaborado por hombres graves y doctos, entiendo por tales a los profesionales del Derecho, es algo manifiestamente falso; pues todas las leyes de Inglaterra han sido hechas por los reyes de Inglaterra, consultando con la nobleza y los comunes en el Parlamento, de los cuales ni siquiera uno de cada veinte era un docto jurista.

Poco después de estas afirmaciones encontramos en el mismo Diálogo una definición del Derecho dada por el filósofo, que podemos considerar como típica de la concepción positivista:

Derecho es un mandato de aquel o aquellos que tienen el poder soberano, dado a quien o quienes son sus súbditos, declarando pública y claramente qué puede hacer cada uno de ellos y qué tiene que abstenerse de

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hacer.

En esta definición encontramos dos caracteres típicos de la concepción positivista del Derecho, a saber, el formalismo y el imperativismo:

a) Formalismo. Como puede observarse, en la definición no se hace referencia ni al contenido, ni al fin del Derecho: no se define el Derecho con una referencia a las acciones que se regulan o al contenido de tal regulación (no se dice, por ejemplo, que el Derecho regula las relaciones externas, o las intersubjetivas), ni con una referencia a los resultados que el Derecho persigue (no se dice que éste está constituido por las normas establecidas para realizar la paz, o la justicia, o el bonum commune). Al contrario, el Derecho es definido sólo en relación con la autoridad que establece las normas y, por tanto, teniendo en cuenta un elemento puramente formal.

b) Imperativismo. El Derecho es

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definido como el conjunto de normas

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con las que el soberano ordena o prohíbe determinados comportamientos a sus súbditos: el Derecho es un mandato. También para Hobbes se verifica aquello que habíamos observado con anterioridad, por lo que la concepción positivista del Derecho está estrechamente conectada a la concepción absolutista del Estado.

¿Cómo se explica la defensa de esta concepción por parte de Hobbes?. Intentemos encontrar no ya una justificación moral o política, sino una justificación histórica. Desde este punto de vista, el proceso de formación del Estado absoluto se explica como reacción o respuesta al estado casi permanente de anarquía en el que se encontraba en aquellos tiempos Inglaterra —y Europa en genera1— como consecuencia de las guerras de religión. Cuando Hobbes describe el estado de naturaleza no piensa en una condición hipotética o

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si se quiere prehistórica de la humanidad, sino que tiene en mente el estado de guerra civil, cuando el poder central se disuelve y, como consecuencia de las luchas internas, falta el orden y la paz: la guerra civil es para Hobbes una vuelta al estado de naturaleza. Y para salir de tal estado escribe sus obras con la intención de contribuir a reestablecer la paz y el orden en su país y en Europa.

9. La monopolización del Derecho por parte del

legislador en la concepción absolutista y en la liberal. Montesquieu y Beccaria

Hobbes, reaccionando ante la anarquía provocada por las guerras de religión, llegó al extremo opuesto: propone eliminar el conflicto entre las distintas Iglesias o confesiones suprimiendo su causa más profunda,

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esto es, la distinción entre el poder del Estado y el de la Iglesia: propugna, de hecho, que no exista otro poder que el del Estado y que la religión sea reducida al culto.

Además de ésta, era posible otra respuesta, como la liberal (que habría exigido una maduración mayor y un proceso más largo y más lento). La respuesta liberal se basa en el concepto de tolerancia religiosa: el Estado liberal no elimina las partes en conflicto, sino que deja que la misma contraposición se desarrolle dentro de los límites del Ordenamiento jurídico establecido por el Estado. Una situación análoga a la del siglo XVII la encontramos en nuestros días, en los que el Estado se encuentra frente a un conflicto no ya entre confesiones religiosas, sino entre clases sociales. También aquí el Estado puede asumir dos posiciones: o eliminar el conflicto social identificándose con una de las dos partes en lucha (es en esta solu-

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ción en la que se inspira el concepto de «dictadura del proletariado»), o bien dejar que el conflicto se desarrolle en el interior del Ordenamiento jurídico del Estado que lo controla y regula. Naturalmente también en este caso la elección entre las dos soluciones no puede hacerse caprichosamen te,

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sino que estará condicionada por las circunstancias históricas; en una sociedad en la que los conflictos de clase sean profundos y violentos, es probable que no exista otra solución que la de la dictadura.

Hemos hecho esta comparación entre concepción absolutista y concepción liberal, porque el paso de una a otra no implica un cambio tan drástico como normalmente se cree, en relación con el problema que nos interesa. En realidad, la concepción liberal acoge la misma solución dada por la concepción absolutista al

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problema de las relaciones entre legisladores y jueces: es decir, el llamado dogma de la omnipotencia del legislador (la teoría del monopolio de la producción jurídica por parte del legislador). Las codificaciones, que representan el máximo triunfo obtenido por este dogma, no son un producto del absolutismo sino de la ilustración y de la concepción liberal del Estado. ¿Cómo se produce este paso de la concepción absolutista a la liberal de la teoría de la omnipotencia del legislador? Para comprenderlo debemos observar que la teoría en cuestión presenta dos aspectos, dos caras, una absolutista y una liberal. De una parte, de hecho, esa teoría elimina los poderes intermedios y atribuye un poder pleno, exclusivo e ilimitado al legislador: y éste es el aspecto absolutista. Pero esta eliminación de poderes intermedios tiene también un aspecto liberal, ya que protege al ciudadano de las arbitrariedades de dichos poderes: la libertad del juez para establecer normas obteniéndolas de su propio

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sentido de la equidad o de la vida social puede dar lugar a arbitrariedades en sus relaciones con los ciudadanos, mientras que el legislador, estableciendo normas iguales para todos, representa un muro contra la arbitrariedad del poder judicial.

Permanece, naturalmente, el problema de la protección del ciudadano frente a las arbitrariedades del mismo poder legislativo, que pueden ser mucho más graves y peligrosas porque si el juez abusa de su poder se resienten sólo las partes cuya controversia resuelve; pero si es el legislador el que abusa, se resiente toda la sociedad. Para reprimir las arbitrariedades del legislador, el pensamiento liberal ha inventado algunos instrumentos constitucionales, siendo dos los principales:

a) la separación de poderes, por la que el poder legislativo no está atri-

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buido al «príncipe» (es decir, al poder ejecutivo), sino a un cuerpo colegiado que actúa junto a él con la consecuencia de que el gobierno está subordinado a la ley;

b) la representatividad, por la que el poder legislativo no es ya expre-sión de una pequeña oligarquía, sino de la nación entera, mediante la técnica de la representación política: siendo así el poder ejercido por todo el pueblo (si bien no directamente, sino a través de sus representantes), es probable que no lo sea arbitrariamente, sino por el bien del pueblo. Este segundo instrumento representa el paso de la concepción estrictamente liberal a la democrática. Esta última, tal y como fue elaborada por Rous seau

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(teoría de la «voluntad general»), no difiere de la absolutista (de Hobbes) en lo que respecta a la definición del poder del Estado y a la afirmación de

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su carácter ilimitado: las diferencias entre las dos concepciones se refieren a la caracterización del titular del poder mismo y a la forma de su ejercicio.

La relación estrecha entre la concepción absolutista y la liberal respecto a la teoría de la monopolización del Derecho por parte del Estado (y por consiguiente, respecto a la doctrina del positivismo jurídico) puede demostrarse por el hecho de que, con frecuencia, los antipositivistas modernos proyectaron su crítica no tanto hacia los teóricos del absolutismo cuanto hacia los pensadores típicamente liberales. Así, por ejemplo, Ehrlich (en su obra ya citada La logica dei giuristi) considera responsables de la codificación del Derecho a Montesquieu y Beccaria, que se encuentran entre los principales exponentes de las concepciones político-jurídicas de inspiración ilustrada y que tuvieron una

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influencia grandísima en los ambientes político-culturales liberales: como es sabido, Montesquieu es el téorico de la separación de poderes y Beccaria el precursor de una concepción liberal del Derecho (especialmente en lo que atañe al Derecho penal). ¿Por qué estos dos autores son considerados responsables de la monopolización del Derecho por parte del legislador?

Así se expresa Montesquieu a propósito de las relaciones entre poder judicial y poder legislativo en su Esprit des lois (1748), libro XI (donde expone la teoría de la separación de poderes, comentando la Constitución inglesa —de forma un poco idealizada— a la que considera como una constitución perfecta porque garantiza la libertad, sumo bien de los ciudadanos):

Si los tribunales no deben ser fijos, los juicios deben serlo; de tal suerte que no sea nunca otra cosa que un texto preciso de la ley3.

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Por tanto, según Montesquieu, la decisión del juez debe ser una fiel reproducción de la ley: al juez no se le debe dar libertad alguna de ejercer su fantasía legislativa, porque si pudiese modificar la ley, teniendo en cuenta criterios equitativos u otros, el principio de la separación de poderes sería invalidado por la presencia de dos legisladores: el verdadero, y el juez, que establecería subrepticiamente sus normas convirtiendo así en inútiles las del legislador. En efecto, prosigue Montesquieu:

Si los juicios fueran nada más que una opinión particular del juez, se viviría en sociedad sin saberse con precisión cuáles son las obligaciones contraídas.

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La subordinación de los jueces a la ley tiende a garantizar un valor mucho más importante: la seguridad jurídica, de forma que el ciudadano

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sepa con certeza si su comportamiento está o no en conformidad con la ley.

Estos conceptos son retornados por Beccaria en su conocida obra De los delitos y las penas (1764) 4. Uno de sus textos más célebres y con fre-cuencia citados en su disputa antipositivista dice, en el § 3:

La primera consecuencia de estos principios es que sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos, y esta autoridad debe residir únicamente en el legislador, que representa toda la sociedad unida por el con-trato social. (Aquí Beccaria se apoya en la concepción contractualista para demostrar que el poder del legislador no es arbitrario sino que se fundamenta en la sociedad y es establecido por ella.)

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Ningún magistrado que es parte de la sociedad puede con justicia decretar a su voluntad penas contra otro individuo de la misma sociedad. Y como una pena extendida más allá del límite señalado por las leyes contiene en sí la pena justa más otra pena adicional, se sigue que ningún magistrado, bajo pretexto de celo o de bien público, puede aumentar la pena establecida contra un ciudadano delincuente.

Beccaria enuncia aquí el principio de «estricta legalidad del Derecho penal», que se expresa con la máxima: Nullum crimen, nulla poena sine lege. En el siguiente § 4 expone además su posición sobre las relaciones entre el juez y la ley: el juez no sólo no puede imponer penas más allá de los casos y en los límites previstos por la ley, sino que ni siquiera puede interpretar la norma jurídica, porque la interpretación da

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a la ley un sentido distinto del dado por el legislador (es ésta una posición extrema que hoy ni siquiera el positivista más empedernido estaría dispuesto a aceptar):

Cuarta consecuencia. Tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales puede residir en los jueces criminales por la misma razón que no son legisladores. Los jueces no han recibido de nuestros antiguos padres las leyes como una tradición y un testamento que dejase a los venideros sólo el cuidado de obedecerlo; recíbenlas de la sociedad viviente, o del soberano su representante, como legítimo depositario en quien se hallan las actuales resultas de la voluntad de todos. Recíbenlas, no como obligaciones de un antiguo juramento, nulo, porque ligaba voluntades no

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existentes, inicuo, porque reducía los hombres del estado de sociedad al estado de barbarie, sino como efectos de otro tácito o expreso, que las voluntades reunidas de los súbditos vivientes han hecho al soberano, como vínculos necesarios para sujetar o regir la fermentación interior de los intereses particulares. [ ... ]

¿Quién será, pues, su legítimo intérprete? ¿El soberano, esto es, el depositario

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de las actuales voluntades de todos, o el juez, cuyo oficio es sólo examinar si tal hombre ha hecho o no una acción contraria a las leyes?

En todo delito debe hacerse por el juez un silogismo

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perfecto. La mayor debe ser una ley general; la menor la acción conforme o no con la ley; la consecuencia, la libertad o la pena. Cuando el juez, por fuerza o voluntad, quiere hacer más de un silogismo se abre la puerta a la incertidumbre.

No hay cosa tan peligrosa como aquel axioma común que propone como necesario consultar el espíritu de la ley. Es un dique roto al torrente de las opiniones.

En este texto Beccaria expone la «teoría del silogismo», bien conocida por los juristas, según la cual el juez al aplicar las leyes debe actuar como aquel que obtiene la solución de un silogismo: haciendo esto no crea nada nuevo sino que hace explícito lo que estaba implícito en la premisa mayor. Beccaria quiere sin más que el silogismo sea «perfecto»: lo que no lo sería el razonamiento del jurista

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fundado en una interpretación analógica de la norma jurídica (en este caso, de hecho, el silogismo es lógicamente imperfecto).

10. La supervivencia del Derecho natural en las concepciones filosófico-

jurídicas del racionalismo del siglo XVIII. Las «lagunas del

Derecho»

Hemos visto que los escritores racionalistas del siglo XVIII han teorizado la omnipotencia del legislador: pero con ellos no hemos llegado todavía al positivismo jurídico estricto. De hecho no conviene olvidar que en este siglo el Derecho natural está todavía vivo, y aún más, consigue uno de sus éxitos más importantes no sólo en el plano doctrinal, sino también en el práctico: basta con recordar la influencia que el pensamiento iusnaturalista ha tenido en la formación de la Constitución

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americana y en las Constituciones de la Revolución francesa. En el pensamiento del siglo XVIII tienen todavía plena vigencia los conceptos-base de la filosofía iusnaturalista, como el estado de naturaleza, la ley natural (concebida como conjunto de normas que se sitúa al lado —más aún, por encima— del Ordenamiento positivo), el contrato social. En el fondo de la realidad del Estado domina aún el Derecho natural: el Estado, de hecho, se constituye sobre la base del Estado de naturaleza, por obra del contrato social, y en esa misma organización estatutaria los hombres conservan todavía ciertos derechos naturales fundamentales.

Las consecuencias de esta concepción se manifiestan de forma particular en un asunto muy importante e interesante, que marca el límite de la omnipotencia del legislador: el caso en el que el legislador hubiese omitido regular determinadas relaciones o

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situaciones, es decir, usando la fórmula común,

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el caso de las «lagunas de la ley». Mientras los iuspositivistas, para ser coherentes hasta el final, excluyendo el recurso al Derecho natural, negaron la misma existencia de lagunas, los autores de los siglos XVII y XVIII no lo hicieron completamente afirmando que en tal caso el juez deberá resolver el conflicto aplicando el Derecho natural. Esta solución es perfectamente lógica para quien admite que el Derecho positivo se funda (con el trámite del Estado y el contrato social que hace surgir a este último del estado de naturaleza) en el Derecho natural: faltando el primero es evidente que debe aplicarse el segundo. Utilizando imágenes diríamos que el Derecho positivo no destruye, sino recubre o sumerge el Derecho natural; si, por tanto, hay un «agujero» en el Derecho positivo, a través de él se ve aparecer al

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natural; o si prefiere, la «sumersión» del Derecho natural no es total porque por encima del nivel del positivo aparecen todavía algunos islotes.

La función subrogatoria del Derecho natural, en el caso de lagunas, respecto del Derecho positivo es una concepción tan difundida en los escritores de los siglos XVII y XVIII que podemos considerada como una communis opinio. Veáse, por ejemplo, lo que dice Hobbes: habíamos considerado a este escritor como precursor del iuspositivismo; en realidad, aunque es un positivista para sus tiempos, es todavía un iusnaturalista en relación al positivismo estricto. Hobbes afirma en el De cive, cp. XIV § 14 — Del ciudadano—:

Ya que es imposible establecer leyes generales con las que se puedan prever todas las controversias que puedan surgir en todo momento, al

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ser éstas infinitas resulta evidente que, en los casos no contemplados por leyes escritas, debe seguirse la ley de la equidad natural que ordena atribuir a personas iguales cosas iguales; lo que se cumple por fuerza de la ley civil, que castiga también a los transgresores materiales de las leyes naturales, cuando la transgresión se ha producido consciente y voluntariamente. (Edic. cit., pp. 276-277)5.

(Por consiguiente, Hobbes contempla un límite a la omnipotencia del legislador humano en el hecho de que éstos, no siendo Dios, no pueden prever todas las circunstancias.) Una afirmación similar es realizada por Leibniz, en una obra que marca un cambio en el estudio sistemático del Derecho, la Nova methodus discendae docendaeque jurisprudentiae: haciendo referencia a la «jurisprudencia crítica» (esto es,

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la que sirve para resolver los conflictos) declara:

In iis casibus, de quibus [ex se non declaravit, secundum jus naturae esse judicandum (§ 71).

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La misma solución se da en un tratado escolástico de Derecho natural, titulado Jus naturae in usum auditorum (7ª ed., 1774), de Achenwall. Según este autor, el Derecho natural tiene particular vigencia en tres campos:

a) el Derecho natural se ap1ica principaliter (es decir, normalmente) en las relaciones entre los Estados;

b) se aplica, también principaliter, en las relaciones entre príncipes y súbditos (en el Estado absoluto, no estando el príncipe sometido a las leyes positivas —legibus solutus— sus relaciones con los súbditos no pueden ser reguladas por el Derecho positivo, sino sólo por el natural, esto es, en definitiva, por normas de

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naturaleza moral);

c) finalmente, el Derecho natural se aplica subsidiarie (subsidiariamen-te), en el caso de existencia de lagunas en el Derecho positivo (por consiguiente, también en las relaciones de quienes están sometidos al poder del Estado):

Vero ad dijudicandas actiones et terminandas lÚes etiam allorum omnium qui certo juri humano subsunt, uti hoc humanum scU, jus plane deficit, quippe tum, si opus fuerit, ad jus naturale est recurrendum.

Esta concepción del Derecho natural como instrumento para la resolución de las lagunas del Derecho positivo ha sobrevivido hasta el período de la codificaciones, y tiene un fiel reflejo en la misma codificación: en el artículo 7 del Código austriaco de 1811 se establece que siempre que un asunto no pueda ser decidido teniendo en

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cuenta una disposición de ley precisa, o recurriendo a la aplicación analógica, deberá decidirse según los principios de Derecho natural. (Distinta es, como veremos, la solución del Código de Napoleón, con el que nace el más riguroso positivismo jurídico.)

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Capítulo II

LOS ORÍGENES DEL POSITIVISMO JURÍDICO EN ALEMANIA

11. La «Escuela histórica del Derecho» como preparación del

positivismo jurídico. Gustavo Hugo

Para que el Derecho natural decaiga completamente es necesario otro paso, esto es, es necesario que la filosofía iusnaturalista sea

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criticada a fondo y que sus concepciones, o si se prefiere, sus «mitos» (estado de naturaleza, ley natural, contrato social...) desaparezcan de la conciencia de los estudiosos. Estos mitos estaban ligados a una concepción racionalista (la filosofía de la Ilustración, que encontraba su matriz en el pensa-miento cartesiano): así, fue precisamente en el marco general de la polémica antirracionalista, dirigida, en la primera mitad del siglo XIX, por el historicismo (movimiento filosófico-cultural del que hablaremos en el siguiente parágrafo), cuando se produjo la «desconsagración» del Derecho natural.

La aparición del positivismo jurídico tuvo que pasar de esta polémica producida en el clima del romanticismo: el paso ha sido magistralmente descrito por Meinecke en su obra sobre Le origini delto storicismo (que tendremos

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ocasión de citar nuevamente). En el campo filosófico jurídico, el historicismo dio lugar a la Escuela histórica del Derecho, que surge y se extiende fundamentalmente en Alemania entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, y de la que Savigny fue el máximo exponente. Obsérvese bien que «escuela histórica» y «positivismo jurídico» no son la misma cosa: no obstante, la primera preparó al segundo a través de su crítica radical al Derecho natural.

De hecho, la primera obra que se puede considerar como expresión (o quizá mejor, anticipo) de la escuela histórica es un escrito de Gustavo Rugo (también alemán, como Savigny, aunque ambos nombres son de origen francés) de 1798, cuyo título es, más que nunca, sintomático e interesante: Trattato del diritto naturale come filosofia del diritto positivo (Lehrbuch des Naturrechts als einer Philosophie des positiven

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Rechts, 3ª ed., Berlín, 1809). ¿Qué quiere decir este título? Significa que el Derecho natural

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no es concebido ya como un sistema normativo particular, como un conjunto de reglas distinto y separado del sistema del Derecho positivo, sino como un conjunto de consideraciones filosóficas sobre el mismo Derecho positivo. De hecho, Rugo define así la «filosofía del Derecho positivo», justo al comienzo de su obra:

La filosofía del Derecho positivo o de la jurisprudencia es el conoci-miento racional, por medio de conceptos, de lo que puede ser Derecho en el Estado (p. 1).

El autor, considerando al Derecho natural como filosofía del Derecho positivo, lo concibe como un conjunto de conceptos jurídicos generales elaborados sobre la base del Derecho

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positivo (no del Derecho positivo de un Estado específico, sino del que existe, o puede existir, en cualquier Estado). Utilizando una terminología moderna, podemos decir que Ruga elabora, más que una «filosofía del Derecho», una «teoría general del Derecho». Con la reducción del Derecho natural a filosofía del Derecho positivo, la tradición iusnaturalista desapareció (aunque, naturalmente, resurgirá por otros caminos): la obra de Rugo marca, por tanto, la frontera entre la filosofía iusnaturalista y la positivista (lato sensu).

Rugo señala como precedentes de «filosofía del Derecho positivo» al pensamiento de Montesquieu (con una perspectiva de dos siglos, la obra del escritor francés nos parece muy distinta a la del autor alemán, y parece además difícil encontrar un punto de conexión entre ellas, en cuanto que el Espíritu de las leyes constituye más bien lo que hoy

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calificaríamos como un estudio de sociología jurídica). De cualquier modo, Ruga se remite a Montesquieu, ya que, de hecho, la obra de éste no se interesa por el Derecho natural, sino por las experiencias jurídicas concretas de los distintos pueblos, desde la época de los bárbaros a la civil: es un estudio comparado de las legislaciones, realizado con el fin de conocer el «espíritu de las leyes», es decir, con el fin de determinar la función del Derecho, sus relaciones con la sociedad, las leyes históricas que regulan su evolución.

Rugo se pregunta qué es exactamente el Derecho positivo, y responde que es el Derecho establecido por el Estado: por tanto, el Derecho internacional, como Derecho entre Estados (y no establecido por el Estado), no es auténtico Derecho, sino una especie de norma moral (el autor adelanta así una concepción del Derecho

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internacional que será desarrollada también por Austin). Observamos, sin embargo, que para Rugo «Derecho establecido por el Estado» no significa necesaria y exclusivamente Derecho establecido por el legislador (como sostendrá el positivismo jurídico en el sentido estricto y angosto del término). En efecto, el autor en el § 134 de su obra (dedicado a las «fuentes» del Derecho) se pregunta:

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¿Deben todas las normas jurídicas reposar en la voluntad expresa, o al menos tácita, del legislador, o hay además otra fuente del Derecho positivo, igual que para la lengua o las costumbres de un pueblo, la cual puede por tanto llamarse Derecho consuetudinario, doctrina científica o jurisprudencia?

Rugo no responde en términos afirmativos, sino problemáticos,

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formulando dos concepciones:

Tanto en los Estados orientados hacia el despotismo, como allí... donde se antepone la certeza del Derecho a cualquier otra cosa, se responde a menudo afirmativamente a la primera alternativa; viceversa, en favor de la otra opinión está no sólo la historia natural de la constitución de todo Dere-cho positivo, y por ejemplo de todos los pueblos civiles, sino también la probabilidad mayor de que un Derecho libremente aceptado por el mismo pueblo sea aplicable e idóneo, y hasta la absoluta imposibilidad de abarcar todos los asuntos con leyes expresas (p. 135).

Por los términos utilizados, parece que Rugo se inclina hacia la segunda solución propuesta.

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La obra aquí examinada es importante, más que por su valor intrínseco, por el nuevo modo de entender el Derecho, que ejercerá una notable influencia en el pensamiento de John Austin, considerado como el fundador del positivismo jurídico estricto: de hecho, este estudioso inglés pondrá como subtítulo de su obra fundamental (de 1832) el mismo título que el libro de Rugo (al cual hace referencia expresa), es decir: Filosofía del Derecho positivo.

12. Los caracteres del historicismo. De Maistre, Burke,

Moser

Para comprender qué es el historicismo no hay nada mejor que leer algunas páginas de Meinecke, contenidas en la Introducción a Le origini dello storicismo (trad. it., Sansoni, Florencia, 1954) 1 —El historicismo y su génesis— en donde, entre otras cosas, encontramos una célebre definición del significado y de la función del

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iusnaturalismo:

Digamos aquí brevemente aquello que es esencial... El primer principio del historicismo consiste en la sustitución de una concepción generalizante y abstracta de las fuerzas histórico-humanas por un análisis de sus propios caracteres individuales ... Se creía (por parte de los iusnaturalistas) que el

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hombre con su razón y sus sufrimientos, con sus virtudes y sus vicios, había permanecido en todos los tiempos sustancialmente igual. Esta opinión contiene ciertamente un germen de verdad, pero no comprende las profundas transformaciones que la vida moral y espiritual del

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individuo y de la comunidad experimenta y asume, a pesar del mantenimiento de fundamentales cualidades humanas. La postura iusnaturalista del pensamiento, predominante desde la Antigtiedad, inculcaba la fe en la inmutabilidad de la natura-leza humana, mejor, de la razón humana ...

Este iusnaturalismo ... ha sido la estrella polar en medio de todas las tempestades de la historia, ha constituido para el hombre pensante un punto firme en la vida, tanto más fuerte si estaba sostenido por la fe en la Revelación. (Pref., pp. X-XI).

Lo que caracteriza, por tanto, al historicismo es el hecho de que considera al hombre en su individualidad y en todas las variedades que ésta comporta, en

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contraposición al racionalismo (algo estilizado por motivos de acomodo en la forma en la que los historicistas lo representan), que considera a la humanidad en abstracto. Tratemos de agrupar algunos caracteres fundamentales del historicismo.

1) El sentido de la variedad de la historia deducida de la variedad del hombre: no existe el Hombre (con la H mayúscula) poseedor de ciertos caracteres fundamentales siempre iguales e inmutables, como pensaban los iusnaturalistas: existen muchos hombres distintos entre sí por la raza, el clima, el período histórico ... De Maistre (considerado como un antecesor del historicismo), defensor del ancien régime y contrario a la Revolución francesa, en su panfleto antirrevolucionario, Considérations sur la France, hablando de la Constitución francesa de 1795, que fue difundida por los franceses en toda la Europa invadida por las armas de la Revolución, hace una afirmación que expresa icásticamente este planteamiento de

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los historicistas en polémica con los racionalistas:

La Constitución de 1795 fue hecha por el hombre. Ahora bien, no existen hombres en el mundo. He visto, en mi vida, franceses, italianos, rusos, etcétera; y sé también, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa; pero en cuanto al hombre, declaro no haberle encontrado nunca en mi vida; y si existe, es ciertamente sin saberlo yo.

2) El sentido de lo irracional de la historia, en contraposición a la interpretación racionalista propia del pensamiento ilustrado: el resorte fun-damental de la historia no es la razón, el cálculo, la valoración racional, sino la sin-razón, el elemento pasional y emotivo del hombre, el impulso, la pasión, el sentimiento (de tal manera, el historicismo se convierte en Romanticismo, que exalta cuanto de

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misterioso, oscuro y turbio hay en el alma humana). Los historicistas se burlan así de las concepciones iusnaturalistas,

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como la idea de que el Estado haya surgido como consecuencia de una decisión racional y ponderada de dar origen a una organización política que corrigiese los inconvenientes del estado de naturaleza. En relación con esta concepción historicista, que hace protagonista de la historia no a la razón, sino a lo irracional, el marxista húngaro Lukacs ha hablado controvertidamente de «destrucción de la razón».

3) Estrechamente conectada a la idea de la irracionalidad de la historia está la de su caracter trágico (pesimismo antropológico): mientras el ilustrado es fundamentalmente optimista porque cree que el hombre puede mejorar la sociedad y transformar el mundo con su razón,

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el historicista es pesimista, porque no comparte esta confianza, no cree en las «espléndidas fortunas y progresos» de la humanidad. Esta posición está convenientemente ilustrada por una afirmación de Burke, el más lúcido de estos pensa-dores (que generalmente tenían planteamientos mentales de tendencia mística), el cual, en su obra Reflexiones sobre la Revolución francesa, critica precisamente el deseo excesivo de los revolucionarios de cambiar el estado de cosas existentes:

La historia, en gran parte, consiste en miseria, que la soberbia, la ambición, la avaricia, la venganza, la codicia, la rebelión, la hipocresía, los deseos no controlados y las pasiones desenfrenadas han difundido por el mundo ... Tales vicios son la causa de estas tempestades. Religiones, morales, leyes, privilegios, libertades,

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derechos del hombre, son los pretextos de los que se sirven los poderosos para poder gobernar a la masa humana levantando y jugando con sus pasiones 2.

En estas pocas palabras está esculpida la postura profundamente pesimista de los historicistas: la historia es una continua tragedia. (La alusión hecha por Burke a los «derechos del hombre», considerados como un simple «pretexto», saca a la luz la matriz ideológica y social del historicismo, que está estrechamente ligado a unos intereses y a una mentalidad conservadora; no por nada se desarrolla sobre todo en Alemania, el país de la Restauración. )

4) Otro carácter del historicismo es el elogio y el amor por el pasado: no confiando en la mejora futura de la humanidad, los historicistas, en compensación, tienen una gran admiración hacia el pasado que no

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puede ya retornar, y que aparece a sus ojos idealizado. Por esto, se interesan por los orígenes de la civilización y por las sociedades primitivas. También este punto de vista está en claro contraste con los ilustrados, quienes por el

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contrario desprecian el pasado y se burlan de la ingenuidad e ignorancia de los antiguos, exaltando al contrario las «luces» de la edad racionalista: esta diferencia entre racionalistas e historicistas se acentúa sobre todo en relación con el medievo, considerado por los primeros como una edad oscura y bárbara, y revalorizado por los segundos, como la época en la que se realizó una civilización profundamente humana, expresión del espíritu del pueblo y de la fuerza de los sentimientos más altos.

Esta temática es desarrollada particularmente por Justus Möser: se

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trata de un oscuro estudioso de la segunda mitad del siglo XVIII, amigo de Goethe, quien le cita frecuentemente en sus Coloquios, descubierto y revalorizado posteriormente por la Escuela histórica (Savigny le cita, al Iado de Hugo, como precursor de sus ideas). Möser era el típico estudioso «provinciano», que vivía en un ambiente social cerrado y aislado de las corrientes de la cultura contemporánea: se dedicó al estudio de la historia de su tierra (Osnabriick). Sus obras principales, Historia osnabriickense (Osnabriikis-che Geschichte, 1768) y Fantasias patrióticas (Patriotische Phantasien, 1764)3, representan el fruto de su profundización e investigación en la historia de su provincia, con el fin de poner de relieve ciertos caracteres olvidados por la historiografía oficial. Los resultados a los que llega son éstos: la verdadera civilización germana consiste en la «libertad sajona», destruida por la conquista carolingia. Desde Carlomagno en adelante no ha habido nada bueno ni

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válido en la historia de su país; es necesario, por tanto, volver al pasado para encontrar en lo remoto y lejano los orígenes de Alemania, la esencia de la civilización alemana, la libertad de los antiguos sajones.

En este orden de ideas, el más importante representante del primer historicismo alemán fue Herder, cuyas obras principales son: De nuevo una filosofía de la historia para la educación de la humanidad e Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad.

5) Un nuevo carácter del historicismo es el amor por la tradición, es decir, hacia las instituciones y costumbres existentes en la sociedad y formadas a través de un lento y secular desarrollo. Esta idea es expresada tanto por Herder como por Burke, quien elabora el concepto de «prescripción» histórica: al igual que el ejercicio de hecho de un derecho durante un largo período de tiempo hace conquistar tal

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derecho incluso si originariamente su ejercicio no estaba fundado en un título jurídico válido, así sucede respecto a todas las instituciones sociales: vale aquello que se ha formado en el curso de la historia, aquello que se ha consagrado en el tiempo, por el solo hecho de existir desde hace mucho tiempo. El tiempo cura las heridas de la historia. Así, a propósito de las revueltas producidas en Francia, Burke defendió el principio de legitimidad y la herencia de los cargos.

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También esta posición historicista es antitética a la de los pensadores ilustrados, quienes despreciaban la tradición: para ellos era sospechoso aquello que los hombres respetaban mecánicamente, por fuerza de la inercia, y querían que el hombre aplicase su espíritu innovador para reformar las instituciones y costumbres sociales adaptándolas a las exigencias de la razón (basta recordar la crítica de Voltaire a las

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supersticiones).

13. La escuela histórica del Derecho. C. F. Savigny

Si tomamos los caracteres del historicismo, que han sido enunciados en el parágrafo precedente, y los aplicamos al estudio de los problemas jurídicos, podemos hacemos una idea bastante precisa de la doctrina de la escuela histórica del Derecho, cuyo principal exponente es Carlos Federico von Savigny:

1) Individualidad y variedad del hombre. Aplicando este principio al Derecho, se produce la afirmación a través de la cual no existe un Derecho único, igual para todos los tiempos y lugares: el Derecho no es una idea de la razón, sino un producto de la historia. Nace y se desarrolla en la historia, como todos los fenómenos sociales, y por consiguiente varía en el tiempo y en el espacio.

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2) Irracionalidad de las fuerzas históricas: el Derecho no es fruto de una valoración y de un cálculo racional, sino que brota del sentimiento de la justicia. Hay un sentimiento de lo justo y lo injusto, grabado en el corazón del hombre y que se expresa directamente a través de las formas jurídicas primitivas, populares, que se encuentran en los orígenes de la sociedad, debajo de las incustraciones artificiales creadas por el Estado moderno sobre el Derecho.

3) Pesimismo antropológico: la desconfianza en la posibilidad del progreso humano y en la eficacia de las reformas induce a la afirmación de que, también en el campo del Derecho, es necesario conservar los ordenamientos existentes y no confiar en las nuevas instituciones y en los cambios jurídicos que se quieren imponer a la sociedad, porque detrás de ellos se esconden solamente improvisaciones nocivas.

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Así, la escuela histórica se opuso, como veremos detenidamente a continuación, al proyecto de codificar el Derecho germánico, considerando la cristalización del Derecho en una única colección legislativa, como inapropiada para la civilización y el pueblo alemán: los exponentes de esta escuela vencieron en su batalla contra los defensores del Derecho establecido por el legislador, hasta el punto de que la codificación se produce un siglo después respecto a los demás países, es decir, a principios del siglo XX.

4) Amor por el pasado: para los juristas seguidores de la escuela histórica este amor significó el intento de escapar de la recepción del Derecho romano en Alemania,

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para descubrir, revalorizar y, posiblemente, hacer revivir el antiguo Derecho germánico (aparecieron así los «germanistas»,

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esto es, los estudiosos de este Derecho, en contraposición a los «romanistas»). De hecho, a los ojos de los juristas seguidores del historicismo la recepción aparecía como un intento de inspiración típicamente ilustrada de trasplantar en Alemania un Derecho extranjero, no adecuado al pueblo alemán, un Derecho que era ilusorio y arbitrario pretender que se considerase como ratio scripta.

5) Sentido de la tradición: para la escuela histórica este sentimiento significa revalorización de una forma particular de producción jurídica, la costumbre, en cuanto que las normas consuetudinarias son precisamente expresión de una tradición, se forman y se desarrollan por una lenta evolución en la sociedad: la costumbre es, por tanto, un Derecho que nace directamente del pueblo y que expresa el sentimiento y el «espíritu del pueblo» (Volksgeist). De tal forma se da la vuelta a la clásica

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relación entre las dos fuentes del Derecho, la refleja (la ley) y la espontánea (la costumbre), en cuanto que generalmente se considera a la primera prevalente sobre la segunda.

Si queremos encontrar expuesta la summa de la doctrina de la escuela histórica del Derecho, deberemos leer el célebre libro del fundador de la escuela, Carlos Federico van Savigny: De la vocación de nuestra época para la legislación y la ciencia del Derecho (Von Beruf unserer Zeit fur Gesetzgebung und Rechtswissenschaft); libro escrito precisamente con ocasión de la polémica contra el proyecto de codificación, y del que citamos aquí algunos pasajes relevantes del capítulo I (al término del cual se encuentran citados Rugo y Moser como precursores de la escuela histórica):

En todas las naciones, cuya historia no ofrece duda, vemos al Derecho civil

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revestir un carácter determinado, peculiar de aquel pueblo, del propio modo que su lengua, sus costumbres y su constitución política. Todas estas diferentes manifestaciones no tienen, en verdad, una existencia aparte, sino que son otras tantas fuerzas y actividades del pueblo, indisolublemente ligadas, y que sólo aparentemente se revelan a nuestra observación como elementos separados. Lo que forma un único todo es la universal creencia del pueblo, el sentimiento uniforme de necesidades íntimas, que excluye toda idea de un origen meramente accidental y arbitrario.

El autor prosigue afirmando que

semejantes actividades características hacen de cada pueblo un individuo.

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y que

la infancia de la sociedad (no) transcurrió en una condición completamente

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animal... (sino que es) un período en el que el Derecho vive al igual que la lengua en la conciencia popular...

Esa natural dependencia del Derecho de la costumbre y del carácter del pueblo se conserva también con el progreso del tiempo, al igual que ocurre con el lenguaje ( ... ).

El Derecho progresa con el pueblo, se perfecciona con él, y por último perece cuando el pueblo ha perdido su carácter. (De la vocación, etc., Verona, 1857, pp. 103-104)4.

14. El movimiento en defensa de la codificación del Derecho.

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Thibaut

Como habíamos ya apuntado, la escuela histórica del Derecho (y el historicismo en general) se pueden considerar precursores del positivismo jurídico sólo en el sentido de que representan un crítica radical al Derecho natural, tal y como era concebido por la Ilustración, esto es, como un Derecho universal e inmutable obtenido de la razón. Al Derecho natural, la escuela histórica contrapone el Derecho consuetudinario considerado como la forma genuina del Derecho, en cuanto expresión inmediata de la realidad histórico-social y del Volksgeist. La postura antiiusnaturalista es connatural a cualquier pensamiento jurídico que sitúe la costumbre en un primer pla-no. Recordemos que en Inglaterra, donde la fuente principal del Derecho era el common law, el estudio del Derecho natural era desatendido hasta el punto de que un comentador como Bracton afirma (con una expresión que llegaría a ser

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proverbial):

In Anglia minus curatur de jure naturali quam in aliqua regione de mundo.

Pero, dicho esto, es necesario recalcar que la escuela histórica del Derecho debe ser considerada precursora no tanto del positivismo jurídico, cuanto de ciertas corrientes filosófico-jurídicas (como la escuela sociológica y la realista desarrolladas sobre todo en el mundo anglosajón), que a finales del siglo XIX y comienzos del XX asumieron una posición crítica en relación con el iuspositivismo.

El hecho histórico que constituye el origen del positivismo jurídico debe en cambio ser buscado en las grandes codificaciones, producidas entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, que representaron la realización política del principio de la omnipotencia del legislador: respecto a este movimiento la

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escuela histórica asume una posición de neta hostilidad,

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como veremos en el próximo parágrafo. Las codificaciones representan el resultado de una larga batalla llevada a cabo, en la segunda mitad del siglo XVIII, por un movimiento político-cultural ilustrado, que produjo lo que podríamos llamar «positivación del Derecho natural». Según este movimiento, el Derecho es, al mismo tiempo, expresión de la autoridad y de la razón: es expresión de la autoridad en cuanto que no es eficaz, no vale si no es establecido y hecho valer por el Estado (y en esto precisamente puede verse en el movimiento en favor de la codificación una raíz del positivismo jurídico); pero el Derecho establecido por el Estado no es fruto del mero arbitrio, al contrario, es la expresión de la misma razón (de la razón del príncipe, y de la razón de los «filósofos», es decir, de los sabios

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que el legislador debe consultar).

Los autores ilustrados someten a un crítica demoledora al Derecho consuetudinario (tan querido por la escuela histórica), considerándolo como una molesta y dañosa herencia del denostado medievo (el siglo de las tinieblas), contrario a las exigencias del hombre civil y de la sociedad inspirada en los principios de la civilisation, en cuanto expresión no de la razón sino de lo irracional innato en toda tradición. Consideran posible y necesario sustituir la congerie de normas consuetudinarias por un Derecho constituido por un conjunto sistemático de normas jurídicas deducidas de la razón e impuestas a través de la ley: el movimiento en favor de la codificación representa así el desarrollo extremo del racionalismo que estaba en la base del pensamiento iusnaturalista, ya que a la idea de un sistema de normas descubiertas por la misma razón se

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une la exigencia de consagrar tal sistema en un código establecido por el Estado.

Estas ideas, en cuanto que se apoyaban no sólo en la razón, sino también en la autoridad del Estado, encontraron favorable acogida en las monarquías absolutas del siglo XVIII y son también expresión del fenóme-no histórico conocido con el nombre de absolutismo ilustrado. La estrecha relación entre ilustración (más exactamente entre iusnaturalismo racionalista y estatalista) y codificaciones es puesta en evidencia por algunas afirmaciones efectuadas por las autoridades políticas en ocasión de tales codificaciones. Así, Federico II de Prusia, en el momento de encargar al jurista Cocceio la preparación de un proyecto de código civil para sus estados, expresaba la idea de que el nuevo Derecho prusiano debía fundarse «en la razón» (auf die Vernunft) y constituir un jus certum et

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universale. Igualmente, el artículo I (después suprimido en la redacción definitiva) del proyecto preliminar Código civil francés declaraba:

Existe un Derecho universal e inmutable, fuente de todas las leyes positivas: no es otro que la razón natural en cuanto que gobierna a todos los hombres.

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(Observemos cómo la expresión raison naturelle de este artículo recuerda, traducida casi literalmente, la gayana naturalis ratio: la continuidad histórica del Derecho natural se expresa a través de esta terminología que —asumiendo poco a poco distintos significadosa-— permanece inmuta-ble durante siglos.)

Cuando los ejércitos de la Francia revolucionaria ocuparon una parte de Alemania extendieron también el Código de Napoleón, que, por el

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hecho de amparar el principio de la «igualdad formal» de todos los ciudadanos (es decir, el principio de igualdad ante la ley, aunque las posiciones económico-sociales sean distintas), constituía una innovación auténticamente revolucionaria en un país todavía semifeudal como era la Alemania de aquellos tiempos, donde la codificación prusiana de 1797 conservaba aún la distinción de la población en tres clases o «estados»: nobles, burgueses, campesinos. Entre las muchas agitaciones provocadas en Alemania por la ocupación napoleónica se produjo también un movimiento que propugnaba la creación de un Derecho único y codificado para toda Alemania (extendiendo la aplicación del mismo Código de Napoleón o redactando uno particular sobre su modelo), con el fin de eliminar las graves dificultades que la pluralidad y el fraccionamiento del Derecho causaban en la práctica jurídica.

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Estos propósitos suscitaron la oposición de los ambientes conservadores que, en nombre de la defensa de las características nacionales de la civilización alemana, defendían en realidad los privilegios que una legislación, de tipo francés, amenazaría. De esta oposición se hizo portavoz Rehberg (típico reaccionario añejo alemán) que en 1813 escribió un artículo titulado: Sobre el Código de Napoleón y su introducción en Alemania.

Tal escrito provocó una recensión aparecida, en 1814, en los Anales de Heidelberg: la recensión era anónima, pero su autor era uno de los principales juristas alemanes de la época, Antonio Federico Justo Thibaut (17721840; de la misma generación por tanto de Hugo, nacido en 1774, y de Savigny, nacido en 1779).

Thibaut había escrito en 1798 una

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obra titulada: Sobre la influencia de la filosofía en la interpretación de las leyes positivas. Por el título de esta obra, la escuela que tiene como máximo representante a este autor es llamada «escuela filosófica», pero se trata de una denominación completamente inapropiada porque tal escuela podría ser llamada con más exactitud «positivista». De hecho, si se lee atentamente la obra antes citada, se ve que su autor no pretende hacer sobrevivir las ideas del iusnaturalismo de vieja estampa (que contraponía el verdadero Derecho, inmutable al estar fundado en la razón, al Derecho mutable producto del desarrollo histórico): al contrario, rechaza la idea de que se pueda obtener un sistema jurídico completo a partir de algunos principios racionales a priori. Por «influencia de la filosofía sobre la interpretación del Derecho» Thibaut mantenía una

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cosa mucho más simple (e incluso,

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podríamos añadir, más banal, por lo que no era el caso de incomodar el término «filosofía»): con un lenguaje moderno podríamos decir que el autor intentaba sacar a la luz la incidencia del razonamiento lógico-sistemático en la interpretación del Derecho. Para interpretar una norma, decía, no basta con conocer cómo se ha formado, sino que es necesario también ponerla en relación con el contenido de otras normas, es decir, se necesita analizarla lógicamente y encuadrarla sistemáticamente (no por nada Thibaut escribió en 1799 otra obra significativamente titulada: Sobre la interpretación lógica de las leyes, de la que existe una antigua traducción italiana, Nápoles 1872).

Thibaut, por lo demás, no asumía del todo una postura extremista: para él la interpretación «filosófica» (esto es, lógico sistemática) no se contra-pone a la histórica, sino que la integra. Es decir, trataba de asumir

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una posición moderada, de conciliación, entre historia y razón —como se desprende de esta afirmación:

Sin filosofía no hay nunca historia completa; sin historia ninguna aplicación segura de la filosofía.

(Esta formulación lleva a la mente la posición de un gran filosófo nues-tro de la historia y del Derecho, G. B. Vico, según el cual en el estudio de la historia es necesario unir «filosofía» y «filología».)

A Thibaut, por tanto, no le interesaba resucitar el iusnaturalismo, sino construir un sistema de Derecho positivo: de hecho en 1803 escribió un Sistema del Derecho de las Pandectas (System des Pandektenrechts), que representa la primera tentativa de ordenar sistemáticamente el Derecho positivo (especialmente el privado). Poco después (1807) apareció una

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obra similar de Heise: Principios de un sistema de Derecho civil común (Grundriss eines Systems des gemeinen Zivilrechts). Estas dos obras representan el comienzo de la escuela alemana que, en la primera mitad del siglo XIX, sistematizó científicamente el Derecho común vigente en Alemania y que lleva el nombre de «escuela pandectista».

La definición más exacta de la posición de Thibaut ha sido dada por Landsberg, que, en su monumental Historia de la ciencia jurídica alema-na, llama al pensamiento de este autor positivismo científico (wissenschaftlicher Positivismus).

15. La polémica entre Thibaut y Savigny sobre la codificación

del Derecho en Alemania

Volviendo a la recensión del artículo de Rehberg escrita por Thibaut, en ella, entre otras cosas, el recensor afirmaba:

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Los alemanes han estado durante muchos siglos paralizados, oprimidos, separados los unos de los otros, a causa de un laberinto de usos heterogéneos, en parte irracionales, y perniciosos. Precisamente ahora se presenta una ocasión inesperadamente favorable para la reforma del Derecho civil como no se había presentado y seguramente no se presentará más en mil años ( ... ). La convicción de que Alemania ha estado hasta ahora aquejada de muchas enfermedades, de que puede y debe mejorar, es universal. El precedente dominio francés ha contribuido a ello. Nadie que quiera ser imparcial puede negar que en las instituciones francesas se contienen muchas cosas

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buenas y que el Code y las discusiones y discursos sobre él, así como el código prusiano y el austriaco, han llevado a nuestra filosofía más vida fresca y arte civilista que el vocerío de nuestros tratados sobre el Derecho natural. Si en la actualidad, los príncipes alemanes acordasen redactar un código general alemán civil, penal y procesal, y empleasen sólo por cinco años lo que cuesta medio regimiento de soldados, no podríamos dejar de recibir algo notable y sólido. La positiva adquisición de un código tal sería incalculable. (Landsberg, op. cit., vol. I1I, p. 79).

Thibaut, después de este escrito polémico, vuelve sobre el argumento de la codificación del Derecho con su

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ensayo aparecido pocos meses des-pués y titulado: Sobre la necesidad de un Derecho civil general para Ale-mania (Heidelberg, 1814). Este ensayo, muy importante porque expresa la posición de la llamada «escuela filosófica del Derecho» y porque provocó la toma de posición contraria de Savigny, comenzaba hablando del renacimiento de la nación alemana, haciendo un elogio del pueblo alemán y preguntándose qué deberían hacer los príncipes para favorecer este proceso de renovación. Una de las principales tareas que el autor atribuye a los soberanos alemanes es precisamente la de promover la codificación del Derecho:

Soy de la opinión de que nuestro Derecho civil ( ... ) tiene necesidad de una completa y rápida transformación y de que los alemanes no podrán ser felices en sus relaciones civiles hasta que todos los príncipes alemanes con sus

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fuerzas unidas no traten de redactar un código válido para toda Alemania y sustraído del arbitrio de cada estado 5.

Thibaut prosigue ilustrando los dos requisitos fundamentales que debe tener una buena legislación, esto es, la perfección formal y la perfección sustancial: la legislación debe ser perfecta formalmente, es decir, debe

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enunciar normas jurídicas de manera clara y precisa; y debe ser perfecta sustancialmente, es decir, debe contener normas que regulen todas las relaciones sociales. En Alemania desgraciadamente, afirma el autor, no existe ninguna legislación que cumpla estos requisitos: no los tiene el Derecho de origen germánico, que es insuficiente, oscuro y primitivo; no los tiene el Derecho canónico, que es tosco y difícil de interpretar; no los tiene ni siquiera el Derecho romano común, que es complicado e incierto

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(de hecho señala cómo Justiniano al compilar el Corpus había deformado el pensamiento genuino de los juristas clásicos, cuya reconstrucción por parte de los estudiosos modernos da lugar a infinitas controversias y es, por tanto, fuente de incertidumbre). Frente a esta situación desoladora del Derecho alemán Thibaut afirma la necesidad de una legislación general, es decir, de una verdadera codificación, y señala sus ventajas tanto para los juristas, como para los estudiosos del Derecho, como para los simples ciudadanos; la codificación además llevaría consigo algunas ventajas políticas, en cuanto que daría un impulso decisivo a la unificación alemana.

El autor prevé también las objeciones que podrían ser planteadas a su proyecto, especialmente aquella según la cual la codificación tiene algo de innatural, en cuanto que formaría

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como una capa de plomo impuesta a la vida del Derecho que seca las fuentes y paraliza su desarrollo (y de hecho esta es la objeción que será planteada por Savigny). Thibaut responde afirmando que en realidad, en las materias importantes para la vida social, las variaciones del Derecho son mucho menores de lo que se cree:

Muchas partes del Derecho civil son por así decir solamente una especie de pura matemática jurídica sobre la que no puede haber influjo alguno decisivo, como la doctrina de la propiedad, de la sucesión, las hipotecas, etcétera. (Op. cit., p. 62).

Retorna aquí un tema típicamente ilustrado, afirmando que en las insti-tuciones fundamentales del Derecho se encuentra una disciplina universal (que tiene su justificación en la universalidad de la naturaleza humana); y así da la vuelta a la clásica argumentación de la escuela

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histórica. Mientras para ésta la codificación (tendiendo a imponer un Derecho universal) es artificial y arbitraria, para Thibaut, las diversidades locales del Derecho no tienen nada de natural sino que son debidas únicamente al arbitrio de los distintos príncipes que imponen tales diversidades.

La inspiración ilustrada de Thibaut se ve claramente en las últimas páginas de su escrito, donde entra en polémica contra el excesivo respeto hacia la tradición, afirmando que el hombre no debe sucumbir ante ella sino que debe superarla y renovarla, y concluye esta peroración con la cita del lema: sapere aude. Estas palabras, de Horacio, habían sido hechas célebres por los escritores más desaprensivos de la Ilustración, que las habían

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considerado como su grito de batalla, asumiéndolas —en contraposición a

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la monitoria paulina (Rom., 11,20): noli autem sapere, sed time—como una llamada y una invitación al coraje intelectual, como una incitación a no dejarse vencer por las formas tradicionales del saber y afrontar con la propia razón todos los problemas.

Antes de Thibaut, este lema había sido acogido por Kant, quien en un escrito de 1784 titulado ¿Qué es la ilustración? (Was ist Aufklarung?), escribió:

La Ilustración es la salida del hombre de la minoría de edad de la que él mismo es culpable. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para

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servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración. (Kant, Scritti politici, UTET, 1956, p. 141)6.

(A propósito del lema sapere aude en la cultura de la Ilustración se ha desarrollado recientemente un interesante debate en la Rivista sto rica italiana entre dos profesores de nuestra Universidad, Venturi y Firpo. Venturi encontró este dicho grabado en una medalla acuñada en 1736 por el círculo de los Aletofili de Berlín; Firpo lo encontró ya citado un siglo antes por el francés Gassendi, filósofo epicúreo, en un diario de su amigo Sorbiere, quien afirma que Gassendi lo citaba para expresar su propia postura filosófica.)

Volviendo al escrito de Thibaut, su aparición suscitó una vasta discusión, determinando una toma de posición

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en sentido contrario por parte de Savigny, que el mismo año (1814), publicó su opúsculo De la vocación de nuestra época para la legislación y la ciencia del Derecho (ya citado al final del § 13). Savigny había nacido en 1779 y, cuando publicó este escri-to, era ya conocido como uno de los mayores juristas alemanes de su tiempo: en 1803 había publicado el Tratado sobre la posesión, una de sus principales monografías, y en 1810 había sido llamado a enseñar a la Universidad de Berlín.

En este libro suyo (importante porque contiene la primera enunciación de las teorías de la escuela histórica) el autor declara no ser contrario a la codificación del Derecho en línea de principio, sino sólo por razón del particular momento histórico en el que se encontraba entonces Alemania: con-sideraba que su tiempo no estaba maduro para una obra de tanta importancia.

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Para justificar esta posición alude a una afirmación de Bacon, según el cual, se debe proceder a la instauración de un nuevo sistema jurídico solamente en una época en la que el nivel civil y cultural sea muy superior al de las épocas precedentes:

Optandum esset ut hujusmodi legum instauratio illis temporibus suscipiatur, quae antiquioribus, quorum acta et opera tractant, literis et rerum cognitione praestiterint... Infelix namque res est, cum ex judicio et delectu aetatis minus prudentis et eruditiae atiquorum opera mutilantur et recomponuntur7•

Por consiguiente, Savigny afirma que la Alemania de su época no se encuentra en condiciones culturales particularmente felices que hagan posible una codificación, sino que por el contrario se encuentra en un

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período de decadencia sobre todo en lo que se refiere a la ciencia jurídica.

Si analizamos un poco más a fondo el pensamiento del autor, veremos, sin embargo, que detrás de la hostilidad frente a la codificación por motivos históricos hay una auténtica oposición de principio: porque, en efecto, para que tal oposición no fuese absoluta, Savigny habría debido indicar una fase histórica favorable a una obra de legislación general; pero, según él, una época tan favorable no existirá nunca. No es oportuno proceder a la codificación en una época jurídicamente primitiva —en la que el Derecho está en transformación— ya que, haciéndolo, se bloquearía el proceso natural de desarrollo y de organización del Derecho. En la fase de madurez del Derecho, cuando pasa de las manos de la casta sacerdotal o del pueblo a las de los juristas laicos (es decir, a la de los científicos del Derecho), la

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codificación sería posible, pero no es ni necesaria ni oportuna porque los fines perseguidos por ella están perfectamente asegurados por el Derecho científico (es decir, por el Derecho elaborado por los juristas o Juristenrecht). En una época de decadencia de la civilización jurídica, finalmente, la codificación es dañosa porque cristaliza y perpetúa un Derecho ya decadente; así, la compilación justinianea ha transmitido a sus descendientes el Derecho romano no en su pureza clásica, sino tal y como se había ido corrompiendo en los últimos siglos del Imperio.

Ahora bien, según Savigny, también Alemania, a comienzos del siglo XIX, se encontraba en una época de decadencia de la civilización jurídica; por esto, la codificación, antes de obviar unos males universalmente lamentados, los habría agravado y perpetuado. En cambio, para poner remedio al

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estado de cosas existente era necesario, según el autor, promover vigorosamente el renacimiento y desarrollo del Derecho científico, es decir, de la elaboración del Derecho por obra de la ciencia jurídica. De

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hecho, concluye así su obra, haciendo referencia a los propósitos de Thibaut:

En cuanto al fin, estamos de acuerdo: queremos la fundación de un derecho no dudoso, seguro contra las usurpaciones de la arbitrariedad y los asaltos de la injusticia; este derecho ha de ser común para toda la nación y han de concentrarse en él todos los esfuerzos científicos. Para este fin desean ellos un Código, con el cual sólo una mitad de Alemania alcanzaría la anhe-lada unidad, mientras la otra mitad quedaría aún más separada. Por mi parte, veo

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el verdadero medio en una organización progresiva de la ciencia del Derecho, la cual puede ser común a toda la nación. (De la vocación ... , op. cit., páginas 201, 202).

Para Savigny, las fuentes del Derecho son sustancialmente tres: el Derecho del pueblo, el Derecho científico y el Derecho legislativo. El primero es propio de las sociedades en formación; el segundo de las sociedades más maduras; el tercero de las sociedades en decadencia. Consideraba, por tanto, que el único modo de escapar a la progresiva decadencia jurídica era el de promover un Derecho científico más robusto por obra de los juristas, mientras que el efecto más seguro de la codificación habría sido el hacer aún más grave la crisis de la ciencia jurídica en Alemania.

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CAPÍTULO III

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EL CÓDIGO DE NAPOLEÓN Y LOS ORÍGENES DEL POSITIVISMO

JURÍDICO EN FRANCIA

16. El significado histórico del Código de Napoleón. La

codificación justinianea y la napoleónica

En 1804 entró en vigor en Francia el Código de Napoleón: es éste un suceso fundamental, que ha tenido una vasta repercusión y una profunda influencia en el desarrollo del pensamiento jurídico moderno y contemporáneo. Hoy estamos acostumbrados a pensar en el Derecho en términos de codificación, como si debiera estar contenido necesariamente en un código: se trata de una actitud particularmente enraizada en el hombre común, y de la que los jóvenes que inician sus estudios jurídicos deben tratar de liberarse. En efecto, la idea de la codificación apareció, por obra del pensamiento ilustrado, en la segunda mitad del siglo XVIII y ha sido realizada en el siglo pasado: por

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consiguiente, sólo desde hace dos siglos el Derecho ha permanecido codificado. Por otra parte, no se trata de un rasgo común a todo el mundo y a todos los países: basta con pensar que la codificación no se produce en los países anglosajones. Ésta representa en realidad una experiencia jurídica, de los últimos dos siglos, típica de la Europa conti-nental.

Puede afirmarse que han sido dos las codificaciones que han tenido una influencia fundamental en el desarrollo de nuestra cultura jurídica: la justinianea y la napoleónica. Sobre la obra de Justiniano se basó la elaboración del Derecho común romano en el medievo y en la edad posterior; el Código de Napoleón ha tenido una influencia fundamental en la legislación y en el pensamiento jurídico de los últimos dos siglos, ya que los códigos de muchos países han sido realizados según su modelo:

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basta con recordar la codificación belga y las distintas codificaciones realizadas en Italia. (En el mismo espacio de tiempo en el que apareció el Código de Napoleón se llevaron a cabo también codificaciones en otros países, como Prusia y Austria: pero el código prusiano —algunos años anterior al francés— no tuvo un significado histórico particular, estando dirigido hacia el pasado; y también el código austriaco —aparecido en 1811— es de secundaria importancia

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por lo que respecta a la influencia por él ejercida sobre la legislación fuera de Austria.)

Aunque hemos comparado la codificación justinianea a la napoleónica, no conviene creer que posean caracteres idénticos. Solamente la legislación napoleónica representa un verdadero y estricto código, tal y como hoy lo entendemos, es decir, un cuerpo de normas expresamente elaboradas y

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organizadas sistemáticamente. El Corpus juris civilis es en cambio una colección de leyes precedentes: incluso el Digesto (una de sus cuatro partes) no es un código en sentido estricto, sino más bien una antología jurídica, estando constituido por trozos (llamados «fragmentos») de los principales juristas romanos, distribuidos por materias y a menudo unidos entre sí y adaptados a las exigencias de la sociedad bizantina con el sistema de las «interpolaciones» (esto es, añadidos, modificaciones o cortes hechos por los compiladores).

Los franceses son totalmente conscientes del significado de su Código y en 1904, con ocasión del centenario de su promulgación, publicaron una obra en dos volúmenes, titulada Le livre du centenaire, en la que contribuyeron todos los juristas relevantes de Francia, y que celebra precisamente la importancia histórica de la

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codificación napoleónica. En la introducción a esta publicación, el historiador de la Revolución francesa, Albert Sorel, levantó un himno al Código y a Napoleón que había promovido el Código, considerando esta obra legislativa como la más importante de Bonaparte (por otra parte, Napoleón mismo solía repetir que el Código era aquello que no desaparecería de su obra política).

17. Las concepciones filosófico-jurídicas de la Ilustración

inspiradoras de la codificación francesa.

Las declaraciones programáticas de las

Asambleas revolucionarias

Hemos visto, hablando de la polémica sobre la codificación en Alemania entre la escuela filosófica y la histórica, cómo la exigencia de la codificación nace de una concepción sencillamente ilustrada, como

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demuestra el lema sapere aude citado por Thibaut. También en Francia (y, con mayor razón, siendo este país la patria de la Ilustración) la idea de la codificación es fruto de la cultura racionalista, y si allí pudo convertirse en realidad, es precisamente porque las ideas ilustradas se encarnaron en fuerzas histórico-políticas, dando lugar a la Revolución francesa. Es precisamente durante el desarrollo de ésta (entre 1790 y 1800) cuando toma consistencia política la idea de codificar el Derecho.

Este proyecto nace de la convicción de que puede existir un legislador universal (esto es, un legislador que dicta leyes válidas para todos los tiempos y lugares) y de la exigencia de realizar un Derecho sencillo y unitario.

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Sencillez y unidad del Derecho es el leit-motiv, la idea de fondo, que guía a los juristas que en este período luchan por la codificación: se trata de

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una exigencia que en Francia era especialmente sentida (hasta alcanzar extremos de paroxismo), ya que la sociedad francesa no tenía un único ordenamiento jurídico civil, penal y procesal, sino una multiplicidad de derechos territorialmente limitados. En concreto, estaba dividida en dos partes: la septentrional, donde estaban vigentes las costumbres locales (droit coutumier), y la meridional, donde regía el Derecho común romano (droit écrit). Ahora bien, la concepción racionalista consideraba la multiplicidad y la complicación del Derecho como fruto del arbitrio de la historia: la viejas leyes debían, por tanto, ser sustituidas por un Derecho simple y unitario, que habría sido dictado por la ciencia de la legislación, una nueva ciencia que, interrogando a la naturaleza del hombre, habría establecido cuáles eran las leyes universales e inmutables que habrían debido regular la conducta del hombre. Los hombres de la Ilustración estaban de hecho conven-

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cidos de que el Derecho histórico, constituido por una selva de normas complicadas y arbitrarias, era sólo una especie de Derecho «fenoménico» y que más allá de él, fundado en la naturaleza de las cosas cognoscible por la razón humana, existía el verdadero Derecho: pues bien, la naturaleza profunda, la esencia verdadera de la realidad, es simple, y sus leyes están armónica y unitariamente ligadas; por esto, también el Derecho, el verdadero Derecho fundado en la naturaleza, podía y debía ser simple y unitario.

Esta concepción jurídica representa un aspecto de aquella vuelta a la naturaleza, de aquel contraste entre naturaleza e historia, que es típico del pensamiento ilustrado; tal posición tiene su más peculiar expresión en Rousseau quien en su primera obra, el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres 1, consideró a la civilización y a sus costumbres como

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la causa de la corrupción del hombre que es «bueno por naturaleza». Inspirándose precisamente en las concepciones roussonianas e ilustradas en general, los juristas de la Revolución francesa se proponen eliminar ese montón de normas jurídicas producidas por el desarrollo histórico e instaurar en su lugar un Derecho fundado en la naturaleza y adecuado a las exigencias humanas universales. Habíamos dicho que, siendo, según estos juristas racionalistas, la naturaleza de las cosas simple y unitaria, también el Derecho debía serlo: y es sobre todo en la simplicidad en lo que ellos insisten, hasta transformar esta exigencia en un auténtico mito. Su lema es: pocas leyes. La multiplicidad de las leyes es fruto de su corrupción.

Esta idea (o esta ilusión) de la simplicidad se desprende con claridad de numerosos documentos de la época revolucionaria. Así, por

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ejemplo, Saint-Just (cuyos apuntes político-filosóficos —que debían servir para

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componer un estudio sobre las Instituciones republicanas— fueron publicados hace algunos años por las ediciones Einaudi con el título Fragmentos de la Instituciones republicanas} escribe en sus Fragmentos:

Las leyes extensas son calamidades públicas. La monarquía oprimía con las leyes; y la causa de que todas las pasiones y voluntades del patrón se convirtiesen en leyes no se comprendía nunca.

Se necesitan pocas leyes. Donde hay muchas, el pueblo es esclavo ...

Quien da al pueblo demasiadas leyes es un tirano. (Op. cit., p. 45).

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La idea de la codificación breve, simple y unitaria se encuentra expre-sada en varios textos legislativos y en proyectos de leyes del período revo-lucionario. Ya en la Ley sobre el Ordenamiento judicial de 16 de agosto de 1790 (título II, art. 19) se dispone:

Las leyes civiles serán revisadas y reformadas por los legisladores, y se hará un código general de leyes simples, claras y adaptadas a la Constitución.

El principio de la codificación fue, desde luego, consagrado en la Constitución (aprobada por la Asamblea constituyente) de 5 de septiembre de 1791. Al final del Título 1 (titulado Disposiciones fundamentales garantizadas por la Constitución y colocado después de la Declaración de Derechos) se establece:

Se hará un código de leyes civiles comunes a todo el reino.

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El mismo principio se contiene en el artículo 85 (titulado De la justicia civil) de la Constitución del 24 de junio de 1793 (la segunda de las tres principales Constituciones de la Revolución):

El código de leyes civiles y criminales es uniforme para toda la República.

La idea de que, una vez realizada la codificación, el Derecho se conver-tiría en simple, claro y accesible a todos, fue expresada de manera particularmente enérgica y significativa en un debate de 1790 en la Asamblea constituyente sobre la instauración de los juzgados populares (es decir, del instituto judicial compuesto no por jueces togados, sino por simples ciuda-danos, quienes deben juzgar sobre las cuestiones de hecho, especialmente en las causas penales: se trata de una institución de inspiración democrática). Siéyes, aduciendo un argumento en favor de

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tales instituciones, sostiene que, el día en que la codificación fuese realizada, el procedimiento judicial se convertiría ya solamente en un juicio de hecho (es decir, en averiguar si se verificaron los hechos previstos en la ley), en cuanto que el

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Derecho sería tan claro que la quaestio juris (esto es, la determinación de la norma jurídica a aplicar en el caso en cuestión) no presentaría dificultad alguna, dado que todas las cuestiones de Derecho que tradicionalmente comportaban un juicio (y que requerían la intervención de técnicos del Derecho) eran exclusivamente fruto de la multiplicidad y de la irracional complicación de las leyes. Por tanto, cuando se realizase la codificación, afirmaba Siéyés,

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cualquier ciudadano podría ser elegido miembro del jurado; en espera de ello, proponía en el artículo 84 de un proyecto de ley (que no fue nunca aprobado) que fuesen elegibles como jueces populares sólo las personas expertas en Derecho:

En el presente y hasta que Francia no sea liberada de las diferentes costumbres que la dividen y un nuevo código completo y simple no se promulgue para todo el reino, todos los ciudadanos conocidos por el nombre de juristas (gens de loi) y actualmente ocupados en esta calidad serán por Derecho inscritos en el registro de los elegibles para los jurados.

El artículo 32 del mismo proyecto repetía el principio programático de la codificación:

Los sucesivos legisladores se preocuparán de dar a los franceses un nuevo código

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uniforme de legislación y un nuevo procedimiento, reducidos uno y otro a su más perfecta simplicidad.

18. Los proyectos de codificación de inspiración

iusnaturalista: Cambacérés

Después de haber examinado el clima filosófico e ideológico en el que nace la idea de la codificación, veamos ahora cómo se realizó esta idea, después de una serie de tentativas que no alcanzaron resultados definitivos: en este estudio nos daremos cuenta de cómo el Code civil, en su realiza-ción, se fue alejando progresivamente de su inspiración original, ilustrada e iusnaturalista, para aproximarse decididamente a la tradición jurídica francesa del Derecho romano común.

El proyecto definitivo, que es

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aprobado en 1804, fue precedido de algunos otros proyectos, nacidos del clima de la Convención, y por consiguiente todavía con un carácter netamente ilustrado, los cuales, sin embargo,como ya se ha apuntado, no fueron nunca aprobados. El protagonista deesta primera fase de la historia de la codificación francesa fue Cambacérés( 1753-1824): se trataba de un hombre de leyes, y, al mismo tiempo un político sagaz, que supo atravesar indemne toda la Revolución y conseguir unpuedo eminente en el período del Imperio. Fue en primer lugar magistradode Montpellier y después abogado en París: resultó elegido miembro de la

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Convención, y, en tal calidad, fue uno de los «regicidas», es decir, participó en la sesión de la

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Convención que decidió la condena de muerte de Luis XVI. Pero, aun siendo un radical, Cambacérés no era, sin embargo, un fanático extremista, hasta el punto de que fue oponente de Robespierre: esto hizo que, a la caída de éste, no corriese ningún peligro; permaneció un tanto en la sombra durante el Directorio; volvió, no obstante, bien pronto al primer plano, ya que, después del golpe de Estado de Napoleón del 18 Brumario, fue nombrado cónsul segundo; y cuando Napoleón, primer cónsul, fue coronado emperador, fue nombrado archicanciller del Imperio. Camba-cérés permaneció fiel a Bonaparte incluso durante los Cien días, cubriendo en aquel breve período el cargo de presidente de la Cámara de los Pares; esta fidelidad le provocó tres años de exilio después de la caída definitiva del emperador (1815-1818), transcurridos los cuales pudo volver a París, donde vivió tranquilamente hasta su muerte,

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acaecida en 1824.

Durante la Convención y el Directorio, Cambacérés presentó, en menos de cuatro años, tres proyectos de Código civil de inspiración iusnaturalista. Para tener una idea de las concepciones jurídicas de este personaje, recordaremos cuanto dijo en ocasión del debate (ya aludido en el § precedente) sobre la institución de los jurados populares. Asumió una posición bastante afín a la de Siéyés, sosteniendo que, como consecuencia de la codificación, las cuestiones de Derecho perderían toda importancia:

Observarán, ciudadanos, que una de las grandes objeciones contra la medida que propongo es la imposibilidad de separar el hecho del Derecho... Pues bien, respondo que en el futuro los procesos no presentarán, casi nunca, punto de Derecho a aclarar y que la

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mayor parte serán concluidos por un informe de expertos o por una prueba testimonial.

Es bien significativo lo que Cambacérés afirmó el 4 de junio de 1793 con ocasión de la presentación de su proyecto de ley para la equiparación de los hijos naturales a los legítimos (se trataba de una propuesta radical-mente innovadora respecto a la tradición jurídica fundada en el principio de la distinción entre hijos legítimos y naturales: se inspiraba de hecho en la concepción iluminística-revolucionaria de la familia, fundada sobre los tres principios de la igualdad de los cónyuges, de la fácil posibilidad de deshacer el matrimonio mediante el divorcio y de la comunidad patrimonial entre los cónyuges). En aquel discurso afirmó:

Existe una ley superior a todas las demás, una ley eterna,

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inalterable, propia de todos los pueblos, conveniente a todos los climas: la ley de la naturaleza. He aquí el código de las naciones, que los siglos no han podido alterar, ni los comentadores transformar. Es ella únicamente lo que se necesita consultar.

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(Subrayemos cómo esta formulación tan explícita e intransigente recuerda la célebre definición ciceroriana del Derecho natural; y obsérvese, en la afirmación por la que tal Derecho es «conveniente a todos los cli-mas», la estocada polémica contra Montesquieu, para quien también las diversidades del clima tienen una influencia determinante en los regímenes políticos y en las leyes.)

Cambacérés presentó su primer proyecto de código civil en agosto de 1793, declarando que éste se inspiraba en tres principios

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fundamentales: reacercamiento a la naturaleza, humanidad y simplicidad. Este proyecto, que comprendía 719 artículos y se dividía en dos partes dedicadas respectivamente a las personas y a los bienes, estaba inspirado en la concepción individualista-liberal de la que quería garantizar dos postulados esenciales: la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y la libertad personal (que, en el campo del Derecho privado, significaba ante todo libertad contractual, en contraposición con las innumerables limitaciones establecidas por el régimen corporativo y el Antiguo Régimen al libre intercambio comercial). Este proyecto no recorrió mucho camino, ya sea porque en aquellos tiempos a la Convención majora premebant, habiendo cuestiones mucho más excitantes que discutir; ya sea incluso porque no contó con la simpatía de los diputados, quienes lo consideraron poco «filosófico» y excesivamente «jurídico» (en el sentido de que

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concedía demasiado a las particularidades técnicas queridas por los juristas), hasta el punto de que fue sometido a un examen por una comisión de filósofos.

El segundo proyecto fue presentado por Cambecérés el 9 de septiembre de 1794 (mes y medio después de la caída de Robespierre): se trata de un proyecto menos técnico, más simple (287 artículos), que el mismo autor califica como «código de leyes fundamentales» (en el sentido de que en ellas se establecían solamente los principios esenciales en los cuales se habrían debido inspirar, o los legisladores posteriores, o los jueces al establecer la norma específica que aplicar en el caso en cuestión). Al presentar este proyecto, su autor afirma que se apoya en tres principios fundamentales, que se corresponden con las tres exigencias que el hombre tiene en

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la sociedad:

a)ser dueño de sí mismo;b)tener suficientes bienes para satisfacer sus propias necesidades;c) poder disponer de estos bienes en su propio interés y en el de su familia.

A estos tres principios se corresponden las tres partes del proyecto dedicadas respectivamente a las personas, a los derechos reales y a las obligaciones.

También este proyecto tuvo poca fortuna: de él se discutieron sólo 10 artículos, después de que su mismo ponente se diese cuenta de que había suscitado demasiadas hostilidades y lo dejara caer.

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El tercer proyecto es presentado por nuestro personaje el 24 de junio de 1796, durante el Directorio, en el Consejo de los Quinientos. Éste marca un paso adelante (desde el punto de vista de la mayor elaboración técnico-jurídica y de la mayor conexión con la experiencia jurídica tradicional); o, si se prefiere, un paso atrás (desde el punto de vista del abandono de los principios del iusnaturalismo racionalista): Cambacérés se había dado cuenta de que la oposición de los juristas tradicionales (que, en el clima moderado del Directorio, había recobrado gran autoridad) hacía imposible la realización de un «código de la naturaleza», simple y unitario, como el que él había deseado. Por tanto, el proyecto de 1796 presenta, de un lado, una mayor elaboración técnica (estaba compuesto de 1.004 artículos) y, del otro, una notable atenuación de las ideas iusnaturalistas.

Este tercer proyecto tampoco fue aprobado: sin embargo, tuvo

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mayor importancia histórica, en cuanto que fue el único de los tres proyectos presentados por Cambacérés que ejerció cierta influencia en la elaboración del proyecto definitivo del Código civil (aunque los miembros de la comisión preparatoria trataron de esconder las relaciones de su proyecto con todos los precedentes).

En la prehistoria del Código de Napoleón falta finalmente hacer alusión, a puro título de curiosidad, a un cuarto proyecto, obra casi exclusivamente personal del juez Jacqueminot, presentado en 1799, pero que no fue siquiera discutido.

19. La elaboración y

aprobación del proyecto

definitivo: Portalis

El proyecto definitivo del Código civil fue obra de una

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comisión nombrada por Napoleón, cónsul primero, en 1800 y compuesta por cuatro juristas: Tronches, Maleville, Bigot-Préameneau y Portalis.

El papel más importante en esta comisión fue desempeñado por Porta-lis. Jean Etienne Marie Portalis (1746-1807) era también, como Cambacérés, jurista y político, pero, a diferencia de este último, era un liberal moderado: por sus posiciones políticas fue hecho prisionero por Robespierre, mientras que durante el Directorio alcanzó una posición política de notable relevancia; pero en 1797 fue acusado (parece ser injustamente) de haber tenido contactos con los emigrantes políticos y, para evitar la condena, estuvo tres años en el exilio (1797-1800); de regreso a su patria, volvió otra vez a la escena política y fue senador y ministro durante el Consulado y el Imperio.

Durante el exilio Portalis

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escribió una obra cuyo título nos dice de inmediato cuál era su orientación (y, de reflejo, cuál fue la inspiración del Código de Napoleón): Este escrito (que es publicado póstumamente por uno de los hijos del autor en 1982 y del que hizo también, algún decenio

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después, una traducción italiana) se titula Del uso y del abuso del espíritu filosófico durante el siglo XVIII. El espíritu filosófico, al que el autor hace referencia, es el ilustrado (los racionalistas, de hecho, en el siglo XVIII eran considerados los filósofos por antonomasia): una notable parte de esta obra se dedica a refutar el pensamiento kantiano (con el que Portalis había tenido contacto durante su exilio, que transcurre primero en Suiza y después en Alemania) y representa, por tanto, la primera crítica a Kant desde el punto de vista de la mentalidad «latina» y, en

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particular, francesa. En este escrito suyo, Portalis pone el acento sobre aquello que según él ha sido el abuso del espíritu filosófico, es decir, la crítica indiscriminada conducida por el racionalismo contra toda la cultura pasada, crítica que llevó a la destrucción de la tradición, al ateísmo y al materialismo, y a la parte más nefasta de la Revolución francesa (el autor dedica unas páginas a la censura del Terror, que anticipan los temas contrarrevolucionarios característicos de los escritores de la Restauración).

Esta obra (aunque sea particularmente infeliz por su extensión y su estilo pesado y verdaderamente indigesto) tiene cierto significado en la historia de las ideas, porque representa el puente entre la filosofía ilustrada de la Revolución y la de la Restauración (de inspiración espiritualista-romántica): la postura filosófica de Portalis puede considerarse expresión del

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espiritualismo ecléctico que tuvo sus mayores exponentes en Victor Cousin y en Rosmini: Lavollée, su biógrafo, lo compara con mucha audacia con Chateaubriand.

La Comisión para la redacción del proyecto de Código civil elaboró un proyecto que fue sometido al Consejo de Estado, donde se discutió en memorables sesiones, frecuentemente presididas por el mismo Napoleón (57 del conjunto de las 102 sesiones), quien tomó parte activa en el examen de las disposiciones del Código, demostrando saber encontrar soluciones a las controversias que surgían con mayor perspicacia y rapidez que los juristas consumados que constituían el Consejo (es éste uno de los temas más queridos de la hagiografía napoleónica; pero quizá pueda recordarse que la rapidez del primer cónsul en la resolución de las controversias jurídicas era debida no sólo a su intuición fulgurante sino también al hecho de que su palabra era ley).

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A medida que los títulos del proyecto eran aprobados, se promulgaban como leyes separadas (34 en total): éstas fueron recogidas después en 1804 y emanadas con el nombre de Code civil des Fracais: solamente en la segunda edición, de 1807, toma el nombre (con el que ha sido transmitido en la historia) de Code Napoleon.

El proyecto definitivo abandonó decididamente las concepciones iusnaturalistas (que incluso Cambacérés, entonces miembro del Consejo de Estado, no defiende ya): el último residuo de iusnaturalismo, representado por el artículo 1 del Título 1 (cuyo texto ha sido ya citado en el § 14), es eliminado después de una viva discusión en el Consejo de Estado.

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El Código de Napoleón representa en realidad la expresión orgánica y

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sintética de la tradición francesa del Derecho común: en particular es elaborado sobre la base del Tratado de Derecho civil de Pothier, el mayor jurista francés del siglo XVIII. Esta derivación del Código francés de Pothier fue especial-mente demostrada por Fenet, que en su estudio Pothier y el Código civil desarrolla un examen de los pasajes paralelos, comprobando que las disposiciones del Código coinciden en la mayoría de los casos con las soluciones dadas por Pothier a los distintos problemas jurídicos.

20. Las relaciones entre el juezy la ley según el artículo 4

del Código civil.z

El discurso preliminar de

Portalis

El paso de los proyectos revolucionarios al redactado por la comisión napoleónica, para ser comprendido plenamente, debe

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encuadrarse en su contexto histórico, esto es, en la evolución del movimiento revolucionario desde su fase culminante en los años de la Convención (1793-94) a la de su conclusión en los años del Consulado (1800-1804). Los proyectos inspirados en las ideas del iusnaturalismo racionalista representaban a la Revolución en el punto álgido de su desarrollo, cuando ésta quería hacer tabula rasa de todo el pasado: la vuelta a la naturaleza, en la que tales proyectos se inspiraban, quería ser precisamente un desafío al pasado, a la disciplina jurídica que el Derecho romano, la monarquía francesa y las demás instituciones tradicionales habían ido creando durante siglos y siglos. En las intenciones de la comisión napoleónica, en cambio, el nuevo código no debería constituir un comienzo, un punto de partida absolutamente nuevo y exclusivo, sino más bien un punto de llegada y de partida al mismo tiempo, una síntesis del pasado que no debería

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excluir la supervivencia y la aplica-ción del Derecho precedente (costumbre y Derecho común romano), al menos en los casos para los que la nueva legislación no estableciese norma alguna.

Si el Código de Napoleón ha sido considerado el comienzo absoluto de una nueva tradición jurídica que sepulta completamente a la anterior, esto es debido a los primeros intérpretes, y no a los redactores del Código: es en efecto a aquéllos, y no a éstos, a quienes se debe la acogida del principio de la omnipotencia del legislador, principio que constituye, como ya se ha dicho otras veces, uno de los dogmas fundamentales del positivismo jurídico (es precisamente por su incidencia en el desarrollo de esta doctrina jurí-dica por lo que nos estamos ocupando de la historia del Código francés).

La distinta posición de los redactores y de los intérpretes del

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Código de Napoleón respecto al dogma ahora recordado se desprende del diferente significado que unos y otros atribuyeron al artículo 4 del mismo código (el único de los artículos de carácter general contenidos en el proyecto que fue mantenido en el texto legislativo). Este artículo dispone:

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El juez que rehusare juzgar bajo pretexto de silencio, de oscuridad o de insuficiencia de la ley, podrá ser procesado como culpable de denegación de justicia.

Este artículo establece, por tanto, que el juez debe resolver siempre la controversia que se le ha presentado, estando excluida la posibilidad de abstenerse de decidir (el llamado juicio de non liquet), apoyándose en el hecho de que la ley no ofrece ninguna regula decidendi. En concreto reúne bajo

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tres conceptos los casos en los que el juez podría encontrar dificul-tades:

a) oscuridad de la ley: en este caso el juez debe aclarar, a través de la interpretación, la disposición legislativa que resulta oscura;

b) insuficiencia de la ley, en cuanto que no resuelve completamente un caso, dejando sin considerar algún elemento: en tal caso, el juez debe completar el precepto legislativo (integración de la ley);

e) silencio de la ley, cuando ésta calla sobre una determinada cuestión (es éste el caso típico de las «lagunas», que, por otro lado, se producen también en el caso de insuficiencia de la ley): en este supuesto el juez debe suplir la ley, obteniendo de algún modo la

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regla para resolver la controversia a examen.

En el caso del silencio (y también de la insuficiencia) de la ley, el problema fundamental es éste: el juez, que necesita una regla para suplir (o integrar) la ley, ¿debe buscarla en el interior del mismo sistema legislativo (recurriendo a la aplicación analógica o a los principios generales del Ordenamiento jurídico) o fuera de él, obteniéndola de un juicio personal de equidad (lo que significa: recurrir a un sistema normativo —el moral o el del Derecho natural— distinto del sistema del Derecho positivo)? Los teóricos modernos del Derecho llaman a la primera solución autointegración y a la segunda heterointegración del Ordenamiento jurídico. La solución asumida por el positivismo jurídico en sentido estricto es la primera: el dogma de la omnipotencia del legislador implica, de hecho, que el juez debe siempre encontrar en

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el interior de la ley la respuesta a todos los problemas jurídicos, en cuanto que en ella están contenidos los principios que, por medio de la interpretación, permiten identificar una disciplina jurídica para cada caso. El dogma de la omnipotencia del legislador implica, por tanto, otro dogma estrechamente conectado al primero, que es el de la plenitud del Ordenamiento jurídico.

La solución que buscaban los redactores del artículo 4 era en cambio la segunda: dejar abierta la posibilidad de la creación libre del Derecho por parle del Juez. Esta intención aparece con claridad en un célebre discurso

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de Portalis presentando el proyecto de Código al Consejo de Estado, y del que ofrecemos un resumen y los pasajes más importantes para nuestro argumento.

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El orador afirma entre otras cosas que no se trata de simplificar hasta reducir las leyes a pocos principios generales, en cuanto que tal reducción se produce sólo en los Estados despóticos donde

existen más jueces y verdugos

que leyes.

(Se observará cómo esta afirmación está en contraposición con los criterios inspiradores de los proyectos que habían sido presentados a la Convención; y también cómo el curioso razonamiento empleado para sostenerla representa el vuelco del de Saint-Just al que habíamos hecho referencia en el § 17.)

Pero, continúa Portalis, no se trata siquiera de establecer un Código que prevea todos los casos posibles:

Hágase lo que se haga, las leyes positivas no podrán

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nunca sustituir completamente al uso de la razón natural en los asuntos de la vida. (Op. cit., página 3);

y esto, bien porque muchos de éstos pasan necesariamente inadvertidos al legislador, bien porque, mientras las leyes no cambian, la vida social que éstas regulan está en continuo movimiento:

una gran cantidad de cosas son, por tanto, abandonadas al imperio del uso, a la discusión de los hombres cultos, al arbitrio de los jueces (op. cit., p. 3).

Corresponde por consiguiente al juez «penetrando en el espíritu general de las leyes» decidir sobre los detalles, aplicando los criterios establecidos por las mismas leyes: así, en todas las naciones civilizadas, junto al santuario de las leyes se forma un depósito de

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máximas, de decisiones y de doc-trina que constituyen un verdadero complemento. Parecería deseable que todas las materias fuesen reguladas por las leyes; pero

a falta de un texto preciso sobre cualquier materia, un uso antiguo, constante y bien establecido, una serie no interrumpida de decisiones similares, una opinión o una máxima adoptada, tienen valor de ley. Cuando no se está

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dirigido por nada de aquello establecido o conocido, cuando se trata de un hecho absolutamente nuevo, se llega a los principios del Derecho natural. Porque, si la previsión de los legisladores es limitada, la naturaleza es infinita; ésta se aplica a todo aquello que puede interesar a los hombres. (Op. (-¡t., p. 4).

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La integración de la ley debe hacerse, prosigue Portalis, recurriendo al juicio de equidad, a propósito del cual (enfrentándose a quienes quieren que las decisiones del juez, no sólo en materia penal, sino también en la civil, estén basadas siempre en una ley ya que la equidad es subjetiva y, por tanto, arbitraria), afirma:

La arbitrariedad aparente de la equidad es aún mejor que el tumulto de las pasiones. (Op. (,¡t., p. 5).

(El orador se da cuenta de la relatividad del juicio de equidad fundado en una valoración personal y subjetiva del juez, pero considera preferible resolver una controversia mediante la decisión de un juez que actúa según criterios racionales antes que dejarla a las reacciones emotivas de las partes enfrentadas.)

Que la intención de los

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redactores del art. 4 fuese la de dejar una puerta abierta al poder creador del juez se desprende claramente del tenor del artículo 9 del Libro preliminar del proyecto (artículo que es eliminado por el texto definitivo por obra del Consejo de Estado):

En las materias civiles, el juez, a falta de leyes precisas, es un ministro de la equidad. La equidad es el retorno a la ley natural y a los usos adoptados en el silencio de la ley positiva.

(Nótese cómo este artículo, como por otra parte en el discurso de Porta-lis, se distingue el Derecho civil del penal; sólo respecto al primero se admite el recurso a criterios distintos de la norma positiva; el segundo debe en cambio fundarse exclusivamente en la ley, en homenaje al principio fun-damental del pensamiento jurídico ilustrado-liberal nullum crimen, pulla poena sine lege, principio que

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tiende a garantizar la libertad del individuo contra las arbitrariedades del poder estatal; en materia penal, por tanto, el caso de la inexistencia de norma positiva no puede verificarse, existiendo una norma general excluyente por la que todo lo que no está prohibido por la ley está permitido.)

Portalis, en su discurso, repite casi literalmente el concepto de equidad expresado en el art. 9 ahora citado (que probablemente había redactado él mismo).

Cuando la ley es clara, es necesario seguirla; cuando es oscura, se necesita profundizar en sus disposiciones. Si falta la ley, se necesita consultar el uso y la equidad. La equidad es el retorno a la ley natural, en el silencio, oposición u oscuridad de las leyes positivas. (Op. cit., p. 5).

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La ratio del art. 4 del Código de Napoleón, en la intención de sus compiladores, era la de evitar los inconvenientes de una práctica judicial instaurada durante la Revolución, por la que los jueces, cuando no disponían de una norma legislativa precisa, se abstenían de decidir la causa y reenviaban los actos al poder legislativo para obtener disposiciones sobre el caso: y esto, en muchos casos, estaba impuesto por la misma ley revolucionaria que quería llevar hasta el extremo el principio de la separación de poderes; en otros casos, era sugerido al juez por criterios de prudencia política, para evitar que con el cambio de las relaciones de fuerza entre los distintos grupos revolucionarios se convirtiese en responsable de la aplicación de una ley creada por un grupo para combatir a otro.

Los redactores del Código de Napoleón habían querido eliminar este inconveniente, dictando el art.

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4, que imponía al juez decidir en todo caso, y el art. 9, que indicaba los criterios de decisión ante el silencio o la incertidumbre de la ley. Eliminado el segundo artículo, el primero —considerado aisladamente y prescindiendo de los motivos históricos que estaban en su origen— es entendido por los primeros intérpretes de forma completamente distinta: es interpretado en el sentido de que se debía siempre extraer de la misma ley la norma para resolver cualquier controversia. De hecho, tal artículo ha sido uno de los argumentos más frecuentemente citados por los iuspositivistas para demostrar que, desde el punto de vista del legislador, la ley comprende la regulación de todos los casos (es decir, para demostrar la así llamada plenitud de la ley).

Es en esta forma de entender el art. 4 en la que se fundó la escuela de los intérpretes del Código civil, conocida como «escuela de la

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exégesis» (école de l'exégése); ésta fue acusada de fttichismo de la ley, porque consideraba al Código de Napoleón como si hubiese sepultado todo el Derecho precedente y contuviese en sí las normas para todos los casos futuros posibles, y pretendía fundar la resolución de cualquier cuestión en la intención del legislador.

A esta escuela se contrapone a finales del siglo pasado una nueva corriente, llamada escuela científica del Derecho, que criticó a fondo a la anterior y, a la par, las concepciones del positivismo jurídico.

21. La escuela de la exégesis:

las causas históricas de su

nacimiento

Por consiguiente, en la realidad de los hechos, el art. 4 no desempeñó la función de válvula de

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seguridad que garantiza el poder creador del Derecho por parte de los jueces, como era la intención de sus redactores y, en particular

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de Portalis: por el contrario, se produjo aquel fenómeno histórico que Savigny en 1814, escribiendo De la vocación de nuestro tiempo para la legislación y la jurisprudencia, había previsto y temido en el caso de que se hubiese realizado la codificación en Alemania, esto es, la brusca inte-rrupción del desarrollo de la tradición jurídica, y sobre todo de la ciencia jurídica, y la pérdida por parte de esta última de su capacidad creadora. Esto sucede efectivamente en Francia con la escuela de la exégesis, cuyo nombre nos dice cómo ésta se limitó a un interpretación pasiva del Código, mientras que su sucesora,

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la escuela científica, asumió este nombre precisamente para subrayar que proponía una elaboración autónoma de datos y conceptos jurídicos cuya validez fuese independiente del mismo Código.

Si buscamos las causas que determinaron la llegada de la escuela de la exégesis parece que pueden reagruparse en cinco puntos:

a) La primera causa consiste en el propio hecho de la codificación: ésta sirve como una especie de prontuario para resolver, si no todas, sí al menos las principales controversias. Como ha puesto de manifiesto Ehrlich en su obra ya citada La lógica de los juristas, los operadores del Derecho (jueces, administradores públicos, abogados) buscan siempre la vía más simple y breve para resolver una cuestión determinada; ahora

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bien, es indudable que, existiendo un Código, la vía más simple y breve consiste en buscar la solución en el mismo Código, dejando a un lado las demás fuentes de las que se podría obtener una norma de decisión (costumbre, precedentes judiciales, doctrina, etc...), al ser éstas más complejas y difíciles de manejar que el Derecho codificado.

b) Una segunda razón está representada por la mentalidad de los juristas dominada por el argumento de autoridad: el argumento fundamental que guía a los operadores del Derecho en su razonamiento jurídico es el argumento de autoridad, es decir, la voluntad del legislador que ha establecido la norma jurídica; pues bien, con la codificación la voluntad del legislador se expresa de forma segura y completa, por lo que no hay nada mejor que atenerse al dictado de la autoridad soberana. Esta mentalidad está expresada de forma paradigmática en el parecer formulado por el Tribunal de

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apelación de Rouen a propósito del discurso preliminar de Portalis (del cual hemos hablado ampliamente en el parágrafo precedente), discurso que había sido distribuido junto al texto del proyecto de código a los órganos judiciales superiores de Francia para que dieran su parecer.

Este discurso parece conceder demasiada amplitud al juez. No hay necesidad de reclamar, de provocar, por decirlo así, las interpretaciones, los comentarios, las jurisprudencias locales. Estos azotes destructores de la ley, que primero la debilitan, después la minan poco a poco y terminan por usurpar los derechos, reaparecerán demasiado pronto. ¡Ay de la época en la que, como en el pasado, se buscará menos lo que dice la ley que lo que se le hace

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decir! ¡Dónde la opinión de un hombre... tendrá la misma autoridad que la ley! ¡Dónde un error cometido por uno, y sucesivamente adoptado por otros, se convertirá en verdad! Dónde una serie de prejuicios reunidos por los compiladores, ciegos o serviles, violentará la conciencia de los jueces y sofocará la voz del legislador'.

c) Una tercera causa, que puede considerarse como la justificación jurídico-filosófica de la fidelidad al Código, está representada por la doctrina de la separación de poderes, que constituye el fundamento ideológico de la estructura del Estado moderno (fundada en la distribución de las competencias, es decir, en la atribución de las tres funciones estatales fundamentales —la

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legislativa, la ejecutiva y la judicial— a tres órganos constitucionales distintos): en base a esta teoría, el juez no podía crear Derecho, ya que invadiría la esfera de competencia del poder legislativo, sino que debía, según la expresión de Montesquieu, ser sólo la boca a través de la cual habla la ley (nótese cómo esta imagen reaparece en la expresión del Tribunal de Rouen, por el cual la llamada a elementos normativos extraños al código habría sofocado la voz del legislador).

d) Otro factor de naturaleza también ideológica está representado por el principio de la certeza del Derecho, según el cual los miembros de la sociedad pueden tener en el Derecho un criterio seguro de conducta solamente conociendo por anticipado y con exactitud las consecuencias de su comportamiento. En este momento, la certeza está garantizada sólo en cuanto que

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existe un cuerpo estable de leyes, y que quienes deben resolver las controversias se basan en sus normas y no en otros criterios: en caso contrario, la decisión se convierte en arbitraria y el ciudadano no puede ya prever con seguridad las consecuencias de sus propias acciones (recuérdense las célebres palabras dichas a este propósito por Montesquieu y Beccaria). La exigencia de la certeza del Derecho hace así que el jurista deba renunciar a toda contribución creativa en la interpretación de la ley, para limitarse simplemente a hacer explícito a través de un procedimiento lógico (silogismo) aquello que está ya implícitamente establecido en la ley.

La influencia del principio de la certeza del Derecho en la interpretación puramente exegética de las normas jurídicas codificadas se deduce claramente de los conceptos expresados por un

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filósofo del Derecho del siglo pasado (que fue profesor de la Universidad de Turín), Pescatore, en sus estudios sobre la lógica del Derecho. Este autor, teniendo un altísimo concepto del significado histórico de la codificación, divide la historia del Derecho en cuatro épocas, la última de las cuales comienza con la Revolución francesa y está constituida precisamente por la fase del Derecho codificado.94

La codificación es una verdadera revolución en la ciencia de la legislación: demanda a un tiempo a todas la instituciones jurídicas seculares e inmemoriales a rendir cuenta de sí mismas: es el triunfo de la razón jurídica natural.

Pescatore, después de haber repetido en el texto de su obra este concepto, definió así las relaciones entre codificación y ciencia jurídica:

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La codificación... depura, y establece en los órdenes civiles, el predominio seguro de la razón jurídica natural, armada de lógica, ayudada y protegida por la legalidad... Sin embargo, no es que la codificación destruya todos los elementos del pasado que no utiliza en el momento: no, ella sólo los aparta: más tarde la doctrina, la lógica del Derecho, la jurisprudencia los llamará lenta y sosegadamente a examen, dará nueva vida y forma a los que no hayan perdido toda razón de existir, incorporándolos y coordinándolos en el nuevo organismo. (01). cit., p. 231).

La codificación representa así un descanso y no una inmovilización en el desarrollo del Derecho: la tarea de la doctrina es la de utilizar la tradición jurídica trabajando en el interior de la

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codificación, absorbiendo tal tradición e incorporándola al sistema legislativo. Pescatore llama lógica del Derecho a la ciencia jurídica precisamente porque considera que ésta tenía solamente una misión puramente explicativa, y no creativa, debía únicamente extraer las consecuencias de unos presupuestos que no son estableci-dos por la ciencia misma sino exclusivamente por el legislador; sólo así la doctrina jurídica puede garantizar la certeza del Derecho. De hecho en el capítulo VII de su obra, titulado Sobre la lógica del Derecho y el principio de legalidad, después de haber dicho que

la forma del Derecho es una regla cierta; su razón es el proceso lógico que establece un principio y deduce todas sus consecuencias (op. (-¡t., p. 64),

afirma:

Sin esta forma el Derecho pierde, por así decir, toda

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consistencia objetiva y desaparece. Los ciudadanos no encuentran una norma igual para todos, una norma segura para sus actos civiles; las disposiciones subjetivas de los jueces, los errores, las opiniones prejuzgadas (si se quita la juris ratio, la forma lógica del Derecho, la regla cierta) ocupan el lugar del propio Derecho. La Inspiración se convierte en arbitrariedad, y ésta en beneplácito y favor, siempre injusto, en la administración de justicia, incluso cuando no está soezmente viciado por la corrupción. El genio de la jurisprudencia fue

95quien introdujo la lógica del Derecho y un admirable magisterio fue impuesto a la justicia y a la equidad por la disciplina de la razón jurídica (op. (-¡t., p. 65).

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e) Un último —pero no menos importante— motivo es de naturaleza política: está representado por las presiones ejercidas por el régimen napoleónico sobre los reorganizados Institutos de enseñanza superior del Derecho (las viejas Facultades jurídicas de las Universidades habían sido susti-tuidas por las Escuelas centrales por obra de la República, transformadas después bajo el Imperio en Escuelas de Derecho y sometidas al control directo de las autoridades políticas), con el fin de que fuese enseñado solamente el Derecho positivo y se dejasen aparte las teorías generales del Derecho y las concepciones iusnaturalistas (todas ellas inútiles, o peligrosas, a los ojos del gobierno napoleónico que, no olvidemos, fue netamente arbitrario). La influencia ejercida por el poder político sobre el desarrollo de las tendencias positivistas es ilustrada de forma ejemplar por el radical cambio de dirección en la propia

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enseñanza realizado tras 1804 y 1805 por un jurista de la época, Morand. Según lo que se dice en un discurso conmemorativo', este jurista (que antes de serlo fue matemático) había enseñado primero, como titular de una cátedra de legislación (que los mismos interesados no sabían bien a qué disciplina se refería), una especie de teoría general del Derecho (por él llamada Derecho natural) que quería identificar «el modelo ideal de todas las leyes positivas» (Bonnecase, op. cit., página 19). Pues bien, a pesar de estos intereses netamente especulativos, entre 1804 y 1805, con ocasión de la organización de la Escuela de Derecho, Morand «se convirtió a la exégesis» y fue nombrado profesor del Código civil en la escuela de París. Como explica Blondeau,

la misión de los primeros profesores de esta escuela era la de sustituir la enseñanza genérica creada por la ley de

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Brumario por una positiva y práctica. Todos fueron penetrados en exceso por esta misión; olvidaron la filosofía y la historia... (Op. cit., p. 21).

Este nuevo curso era fruto de instrucciones precisas procedentes de arriba, hasta el punto que, como narra Blondeau,

un suplente que tenía en París ad interim una cátedra de Derecho romano, habiendo osado abandonar las directrices de Heineccius al hablar a sus discípulos de las clasificaciones de Bentham y de la historia de Hugo, recibió

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una reprimenda de la autoridad superior y fue invitado a abstenerse desde entonces en adelante a explicar las doctrinas alemanas. (Op. cit., p. 21).

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Podemos, por tanto, concluir con

Bonnecase:

Se desprende claramente del discurso de Blondeau que el gobierno imperial ordenó la exégesis, las Facultades de Derecho teniendo como pri-mer objetivo el luchar contra las tendencias filosóficas que se habían manifestado, pobremente por otra parte en la mayor parte del tiempo, en el curso de legislación de las escuelas centrales. (Op. cit., p. 19).

El espíritu y el método de la escuela de la exégesis se expresa en una afirmación que se atribuye a un exponente secundario de tal escuela, Bugnet, quien habría declarado:

Yo no conozco el Derecho civil, enseño el Código de

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Napoleón. (Bonnecase, op. cit., pp. 29-30).

Sus discípulos describieron así la forma en la que Bugnet concibió y practicó la exégesis en su enseñanza:

Partidario del método analítico, comentaba el Código en su orden. Tomaba cada artículo, lo leía lentamente, lo disecaba, por usar su expresión original, destacaba toda palabra importante, y después, para llevar a la teoría lo poco de abstracto que tenía... ponía un ejemplo vivo, animado, atrayente. (Bonnecase, op. cit.,.

22. La escuela de la exégesis: sus principales exponentes y

sus características fundamentales

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La escuela de la exégesis debe su nombre a la técnica adoptada por sus primeros exponentes en el estudio y exposición del Código de Napoleón, técnica consistente en asumir, para el desarrollo científico, el mismo sistema de distribución de la materia seguido por el legislador e, inmediatamente, en reducir tal desarrollo a un comentario, artículo por artículo, del mismo Código.

La interpretación exegética, por otra parte, es siempre el primer modo con el que se inicia la elaboración científica de un Derecho que ha sido codificado ex novo por el legislador (véase, por ejemplo, la escuela de los glosadores, que constituyó en el medievo la primera fase del desarrollo del derecho común fundado en la compilación justinianea).

Hay un episodio característico que ilustra cuándo se erradico en la

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mentalidad de los juristas franceses de primeros del siglo XIX la interpretación 97exegética: el primer estudio del Código de Napoleón en el que se abandona el método legislativo para seguir uno distinto, apoyado en criterios científicos, se debe a un alemán, Karl S. Zachariae (hombre de desmesurada cultura y de variados intereses, que se extendían de la filosofía —fue en sus inicios un kantiano de estricta observancia—a la historia y al Derecho: su interés por el Código francés se explica en cuanto que éste estaba muy difundido en Alemania a causa de la influencia ejercida por la ocupación napoleónica); y bien, cuando el Tratado sobre el Derecho civil francés de Zachariae (una de las mejores obras sobre este tema, como los mismos franceses reconocen) se traduce por primera vez al francés (como veremos, hay también una segunda y más

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importante traducción), los tra-ductores (Massé y Vergé), para adaptar la obra a las concepciones predominantes en Francia, abandonaron el orden sistemático y volvieron al del Código.

La historia de la escuela de la exégesis (para cuyo conocimiento son fundamentales la obra ya citada de Bonnecase y la monografía Les interprétes du Code civil de Charmont y Chause contenida en el Livre du centenaire, vol. I) se puede dividir, según Bonnecase, en tres períodos: los inicios (de 1804 a 1830); el apogeo (de 1830 a 1880); el declive (de 1880 en adelante, hasta finales del siglo pasado). Los exponentes más importantes de esta escuela, cuyas obras aparecen precisamente durante la segunda fase de su historia, son:

— Alexandre Duranton (que fue profesor en París) cuya obra funda-mental es el Curso de Derecho francés según el Código civil

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(Cours de droit.fi-anl-ais suivant le Code civil) en 21 volúmenes aparecidos entre 1825 y 1837.

— Charles Aubry y Frédérie Charles Rau (profesores en la Universidad de Estrasburgo), un binomio indisoluble, cuyo principal trabajo es el Curso de Derecho civil francés (Cours de droit civil fi-anl-ais ' ) en 5 volúmenes publicados en su primera edición entre 1838 y 1844. Esta obra suscitó muchas polémicas sobre su originalidad y sus relaciones con el tratado de Zachariae, ya que en sus dos primeras ediciones es presentada como traducción de este último: en realidad, en las ediciones posteriores fue poco a poco reelaborada radicalmente por los dos autores franceses, hasta consti-tuir una obra autónoma y original.

— Jean Ch. F. Demolombe cuyo Cours de Code Napoléon en 31 volúmenes aparecidos entre 1845 y 1876 gozó en su tiempo de una fama extraordinaria.

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— Y, finalmente, Troplong, autor de El Derecho civil explicado según el orden de los artículos del Códiiio, una obra en 27 volúmenes publicada a partir de 1833: es considerado el «filósofo», es decir, el teórico de la escuela de la exégesis.

Los caracteres fundamentales de la escuela de la exégesis (como se

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desprende sobre todo de las Introducciones de las obras de sus mayores exponentes y del desarrollo de los problemas de particular interés teórico, como los de las fuentes, el método de interpretación, etc.) pueden, siguiendo el tratamiento de Bonnecase, ser reunidos en cinco puntos:

a) Inversión de las relaciones tradicionales entre Derecho natural y Derecho positivo: frente a la bimilenaria tradición cultural de

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juristas, filósofos, teólogos, relativa al Derecho natural, los exponentes de la escuela exegética se sienten un poco intimidados y no osan negar sic et simpliciter ese Derecho, pero devalúan su importancia y significado práctico reduciéndolo a una noción privada de interés para el jurista. Así, por ejemplo, Aubry y Rau, sin negar «la existencia de ciertos principios absolutos e inmutables, anteriores y superiores a toda legislación positiva», afirmaron sin embargo, que «el Derecho natural no constituye un cuerpo completo de preceptos absolutos e inmutables», en cuanto que tales principios absolutos son muy vagos, y pueden ser determinados solamente por el Derecho positivo al cual debe exclusivamente dirigirse el jurista; de hecho, el lema de Aubry era: «toda la ley... pero nada más que la ley» (Bonnecase, op. cit. página 161). Particularmente característica es la opinión de Demolombe, según el cual, aunque existe un Derecho natural distinto

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del positivo, es irrelevante para el jurista hasta que no sea incorporado a la ley:

El jurista no debe adherirse a un modelo más o menos perfecto, a un tipo más o menos ideal; ... el Derecho natural, para ellos, no es siempre el mejor, ni el más excelente; pero el Derecho natural posible, practicable, realizable, es sobre todo aquel que se conforma y asimila mejor al espíritu, a los principios y a las tendencias generales de la legislación escrita; he aquí por qué pienso que es siempre a partir de esta misma legislación de la que es preciso obtener, directa o indirectamente, todas las reglas de las soluciones jurídicas. (Bonnecase, op. cit., nota 1, p. 170).

Demolombe realiza, por tanto,

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una inversión, típicamente positivista, de las relaciones entre Derecho natural y Derecho positivo: antes que medir la validez del Derecho positivo teniendo en cuenta su conformidad con el natural, afirma que este último es relevante en cuanto es consagrado por el primero. Esta inversión lleva inmediatamente a una formulación lógicamente contradictoria, en cuanto que el autor dice que el Derecho natural no es necesariamente el mejor Derecho, dado que la definición misma de Derecho natural lleva implícita la idea de su excelencia y superiori-dad respecto al positivo.

La escuela de la exégesis rechaza la concepción tradicional de las relaciones entre Derecho natural y Derecho positivo también respecto a otro problema, el de la aplicabilidad subsidiaria del Derecho natural en caso de lagunas en el Derecho positivo. Según la interpretación dada por Portalis en su discurso preliminar (veáse el

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20), el art. 4 del Código de Napoleón

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admitía tal función subsidiaria del Derecho natural; pero la escuela de la exégesis cambia la interpretación de este artículo, afirmando que en su virtud el juez debe apoyarse únicamente en la ley para resolver cualquier controversia. Así, Demolombe escribe:

Me parece que incluso en materia civil, si el autor no invoca, como fundamento de su pretensión, más que una pura regla de Derecho natural, no sancionada siquiera indirectamente, ni aun implícitamente por la ley, el juez no deberá adoptarla en sus conclusiones (es decir, no deberá admitir sus demandas);

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y, después de haber hecho alusión a algunos aspectos de la interpretación del art. 4, el autor concluye que, en su virtud,

el juez no puede pretender legalmente que la ley no le da los medios para resolver la causa que le es sometida. (Bonnecase, op. cit., p. 168).

La interpretación del art. 4 dada por Demolombe lleva, por tanto, a afirmar el principio de la plenitud de la ley.

b) Un segundo carácter está representado por la concepción rígidamente estatalista del Derecho, según la cual son únicamente jurídicas las normas establecidas por el Estado, o si se quiere, reconducibles a un reconocimiento por parte de éste: tal concepción implica el principio de la omnipotencia del legislador, del que ya hemos hablado más veces; este principio no coincide con la negación genérica del Derecho

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natural, porque conlleva también la negación de todo tipo de Derecho positivo distinto del establecido por la ley, como el Derecho consuetudinario, el judicial y, sobre todo, el científico. Las siguientes afirmaciones de Mourlon pueden considerarse una summula de las concepciones del iuspositivismo francés sobre el problema de las fuentes del Derecho:

Para el jurista, para el abogado, para el juez, existe sólo un Derecho, el Derecho positivo... Éste se define: el conjunto de leyes que el legislador ha promulgado para regular las relaciones de los hombres entre sí... Las leyes naturales o morales no son, en efecto, obligatorias sino en cuanto han sido sancionadas por la ley escrita... Al legislador sólo le corresponde el derecho de determinar, entre las numerosas reglas del Derecho natural, cuáles son igualmente obligatorias... Dura lex, sed lex; un buen magistrado

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humilla su razón frente a la de la ley: puesto que está instituido para juzgar según ella y no para juzgarla. Nada hay por encima de la ley y el eludir sus disposiciones bajo el pretexto de que están en oposición a la equidad natural no es otra cosa que prevaricar. En la jurisprudencia no hay, no pueden existir razones más razonables, equidad más igual que la razón o la equidad de la ley. (Bonacase. Op.cit.., p. 150)

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Queda claro, por consiguiente, que según la escuela de la exégesis, la ley no debe ser interpretada según la razón y los criterios valorativos de quienes deben aplicarla, sino que, por el contrario, éstos deben someterse completamente a la razón expresada en la misma ley; en este sentido un exponente de tal escuela, D'Argentré, sentenciaba:

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Stulta sapientia quae vult lege sapientior esse. (Bonnecase, op. cit., página 151).

c) De esta posición frente a la ley nace un tercer carácter del positivismo jurídico francés: la interpretación de la ley está fundada en la intención del legislador. Se trata de una concepción de la interpretación que tiene una gran importancia en la historia y en la práctica de la jurisprudencia, habiendo continuado hasta nuestros días. Ésta es perfectamente coherente con los postulados fundamentales de la escuela de la exégesis: si el único Derecho es el contenido en la ley, entendida como manifestación escrita de la voluntad del Estado, entonces es natural concebir la interpretación del Derecho como la búsqueda de la voluntad del legislador en los casos (oscuridad o laguna de la ley) en los que ésta no se desprende inmediatamente del mismo texto legislativo, y todas las

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técnicas hermenéuticas estudio de los trabajos preparatorios, de las finalidades por las que la ley ha sido emanada, del lenguaje legislativo, de las relaciones lógico-sistemáticas entre una disposición legislativa determinada y las demás, etc.— son utilizadas para conseguir este fin. La voluntad del legislador se distingue entre voluntad real y voluntad presunta: se busca la voluntad real del legislador cuando la ley regula efectivamente una relación determinada, pero el tenor de tal regulación no se desprende claramente del texto legislativo (entonces se indaga, con investigaciones de carácter esencialmente histórico, lo que quiso decir efectivamente el autor de la ley); se busca en cambio la voluntad presunta del legislador (lo que se resuelve en último término en una ficción jurídica) cuando el legislador ha omitido regular determinada relación (laguna de la ley): entonces, recurriendo a la analogía y a los principios

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generales del Derecho, se trata de establecer cuál habría sido la voluntad del legislador si hubiese previsto el caso en cuestión.

A la interpretación basada en la voluntad del legislador se contrapone hacia finales del siglo pasado la fundada en la voluntad de la ley: mientras el primer método se apoya en una concepción subjetiva de la voluntad de la ley (entendida como voluntad del legislador que la ha establecido históricamente), el segundo se basa en una concepción objetiva de la voluntad de la ley (entendida como el contenido normativo que la ley tiene en sí misma, prescindiendo de las intenciones de sus autores); mientras el primer método liga la interpretación de la ley al momento de su emanación y comporta, por tanto, una interpretación estática y conservadora, el segundo

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método desvincula la

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interpretación de la ley del contexto histórico en el que ha aparecido y permite una interpretación progresiva o evolutiva, esto es, una interpretación que tiene en cuenta el cambio de las condiciones his-tórico- sociales.

d) La identificación del Derecho con la ley escrita lleva consigo, como cuarto carácter, el culto al texto de la ley, por el que el intérprete debe estar rigurosamente —y, podemos decir, religiosamente— subordinado a las disposiciones de los artículos del Código. Esta posición está expresada ejem-plarmente en las siguientes palabras de Demolombe:

Mi lema, y también mi profesión de fe es: ¡los textos antes que nada! Yo publico un Curso del Código de Napoleón; por consiguiente, tengo como fin interpretar, explicar, el mismo Código de Napoleón,

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considerado como ley viviente, como ley aplicable y obligatoria, y mi preferencia por el método dogmático no me impedirá el tomar siempre como base los artículos mismos de la ley. (Bonnecase, op. cit., p. 129).

d) El último carácter de la escuela de la exégesis que debemos destacar es el respeto al argumento de autoridad. El intento de demostrar la justicia o la verdad de una proposición recurriendo a la afirmación de un personaje cuya palabra no puede ser puesta en discusión es permanente y general en la historia de las ideas: baste con recordar el Ipse dixit, esto es, la llamada a las enseñanzas de Aristóteles (el Filósofo por excelencia), con el que hasta el umbral de la edad moderna se tendía a resolver cualquier cuestión científica o filosófica. En el pensamiento científico y filosófico moderno, el argumento de

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autoridad ha sido abandonado completamente: no tendría sentido, hoy, recurrir a la palabra de un maestro (por muy grandes que sean sus méritos) para demostrar la validez de una proposición.

El recurso al argumento de autoridad es en cambio comúnmente practicado en el campo del Derecho; más bien, tal principio es de la máxima importancia para comprender la mentalidad y el comportamiento jurídicos. Tal recurso no se debe a un mal hábito de los juristas (es decir, al hecho de que el pensamiento jurídico haya permanecido en una fase precientífica), sino a la naturaleza misma del Derecho, que es una técnica de organización social que debe establecer, de forma vinculante para todos los asociados, lo que es lícito y lo que no lo es: si los juristas debiesen proceder exclusivamente teniendo en cuenta las afirmaciones verificables racional o empíricamente no

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podrían cumplir su propia función, en cuanto que no sería siempre posible llegar a un juicio unánime sobre lo que es lícito y lo que no lo es. Por esto se hace necesario atribuir a alguna persona el poder de establecer lo que es justo e injusto, de modo que su decisión no pueda ser puesta en discusión y que los juristas tengan, por consiguiente, un seguro ubi consistam en su propio razonamiento: este personaje es precisamente el legislador

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Ahora bien, en la escuela de la exégesis el recurso al argumento de autoridad es particularmente relevante no sólo por el respeto absoluto que sus exponentes tienen por la ley, sino también por la gran autoridad de la que gozaron algunos de los primeros comentadores del Código, cuyas afirmaciones fueron acogidas por los juristas posteriores como verdaderos dogmas.

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CAPÍTULO IV

LOS ORÍGENES DEL POSITIVISMO JURÍDICO EN INGLATERRA:

BENTHAM Y AUSTIN

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23. Bentham: apuntes biográficos. La inspiración

ilustrada de su ética utilitarista

Después de haber descrito los movimientos filosófico-jurídicos más significativos de Alemania y Francia, con este capítulo concluimos nuestro recorrido por los orígenes del positivismo jurídico examinando la contribución de Inglaterra a la aparición de esta doctrina.

Observemos el curioso destino de la idea de la codificación: en Alemania no se realizó (en el período histórico examinado por nosotros), ya que los juristas que eran contrarios a ella (sobre todo Savigny, que podemos denominar como el teórico de la anticodificación), lograron hacer prevalecer su punto de vista; en Francia se llevó a cabo la codificación, a pesar de que no se

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desarrollara su teoría (los juristas de la Revolución propugnaron la codificación de hecho, pero sin embargo no la teorizaron; y Montesquieu, el filósofo del Derecho más importante de la Ilustración francesa, no se puede considerar ciertamente como teórico de la codificación); en Ingla-terra, en cambio, donde ya en el siglo XVII se encontraba el más importante teórico de la omnipotencia del legislador (Thomas Hobbes), no se realizó la codificación, pero sí fue elaborada su más amplia teoría, la de Jeremías Bentham, llamado precisamente el «Newton de la legislación».

El pensamiento de Bentham tuvo una enorme influencia en todo el mundo civil: en Europa, en América, incluso en la India, pero no así en Inglaterra. En realidad, el destino histórico-cultural de este autor es menos extraño de lo que pueda parecer: si no tuvo éxito en

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Inglaterra fue debido al hecho de que algunas influencias que experimentó no eran inglesas sino continentales, sobre todo francesas. De hecho su pensamiento se inserta en la corriente de la Ilustración. Experimentó, entre otras, la influencia de un pensador italiano, Becearia, como demuestra no sólo su idea de la soberanía de la ley y de la subordinación del juez a ella (que había sido precisamente formulada por Beccaria: cfr. § 9), sino el mismo postulado fundamental

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de su utilitarismo, que expresa con la fórmula: la mayor felicidad del mayor número, que repite casi literamente la de Bcecaria: la mayor felicidad repartida entre el mayor número.

Esta inspiración ilustrada del pensamiento de Bentham podría ponerse en duda por su neta oposición al iusnaturalismo, doctrina típicamente ilustrada. En

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realidad era contrario a esta doctrina sólo porque le parecía inconciliable con su empirismo, al estar situada en la metafísica, y fundada en un concepto —el de naturaleza humana— no susceptible de conocimiento experimental. Pero tiene en común con los filósofos racionalistas la idea fundamental de la que nace el iusnaturalismo: la convicción de la posibilidad de establecer una ética objetiva, es decir, una ética fundada en un principio objetivamente válido y científicamente verificado, del cual se pueden deducir todas las reglas del comportamiento humano, que, por tanto, vienen a tener el mismo valor que las leyes descubiertas por las ciencias matemáticas y naturales (mientras los defensores de la ética subjetiva entienden que los criterios respecto a los cuales se formulan los juicios de valor están fundados exclusivamente en el mismo sujeto que juzga y no son reconducibles a un principio objetivamente verificable). La diferencia entre

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Bentham y los iusnaturalistas consiste sólo en que éste sitúa ese principio fundamental y objetivo no ya en la naturaleza del hombre, sino en el hecho empíricamente verificable de que todo hombre persigue su propia utilidad: la ética se convierte así en el conjunto de reglas a través de las cuales el hombre puede conseguir de la mejor forma lo que le es útil.

Toda la obra de Bentham está guiada por la convicción de que es posible establecer una ética objetiva: es precisamente esta convicción la que justifica su fe en el legislador universal, es decir, en la posibilidad de establecer leyes racionales válidas para todos los hombres; y es ésta también una idea típicamente ilustrada (un racionalista francés, Helvetius, afirmó que las leyes pueden ser deducidas de principios ciertos como los de la geometría). El parentesco espiritual de Bentham con el pensamiento jurídico de la

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Ilustración francesa puede verse claramente en estas afirmaciones suyas, que fijan las cualidades esenciales de las leyes en la claridad y en la brevedad, las mismas cualidades sobre las que habían insistido los redactores franceses de los primeros proyectos de codificación (cfr. §§ 17 y 19):

El fin de la ley es dirigir la conducta de los ciudadanos. Dos cosas son necesarias para el cumplimiento de este fin: 1) que la ley sea clara, es decir, que ofrezca a la mente una idea que represente exactamente la voluntad del legislador; 2) que la ley sea concisa, con el fin de que se fije fácilmente en la memoria. Claridad y brevedad: he aquí las dos cualidades esenciales (Traités de législation chile et pénale, 1802, T. IV, cap. XXXIII)'.

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La postura ilustrada de

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Bentham se manifiesta también en su posición frente a la Revolución francesa: pertenece al restringido grupo de intelectuales progresistas ingleses que (en contraposición a la hostilidad general que los acontecimientos de Francia suscitaron en Inglaterra: baste recordar la posición asumida por Burke cfr. § 12) simpatizaron con la primera fase de la Revolución, cuando parecía que ella debía limitarse a introducir en Francia el sistema constitucional propio de Gran Bretaña (pero frente a los desarrollos sucesivos —regicidio, proclamación de la República, etc.—también estos intelectuales, incluido Bentham, cambiaron su postura). En 1791, nuestro autor escribió para sus amigos de la Asamblea Nacional un Ensayo de táctica política con el fin de comunicar a los franceses los resultados de la experiencia inglesa en materia de política constitucional; en el mismo año envió a la Asamblea francesa un proyecto de prisión moderna con

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posibilidad de vigilar simultáneamente a todos los detenidos desde un lugar estratégico (y puesto que Bentham tenía, no sólo la manía de las invenciones de carácter social, sino también la de acuñar nuevos tér-minos —se le atribuye la introducción en la lengua inglesa de los términos codification e international— este proyecto fue bautizado por él Panopticon). Al mismo tiempo criticaba la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano (porque recordaba a las concepciones del Derecho natural), y el proyecto presentado a la Asamblea Nacional para la reorganización del poder judicial.

En agosto de 1792, la Asamblea Legislativa concedió la ciudadanía francesa a algunos intelectuales ingleses simpatizantes de la Revolución, entre los cuales estaba Bentham, que, sin embargo, acogió tal honor con indiferencia, ya que en aquel momento su entusiasmo por el

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movimiento revolucionario se había apagado.

Bentham vivió de 1748 a 1832: era un poco misántropo, siempre encerrado en sus pensamientos y estudios, cultivaba poco las relaciones sociales y tenía escasa experiencia de la vida real: el mayor estudioso inglés del utilitarismo, Stephen, dice que era «el más no-práctico (unpractical) de los filosófos que se habían ocupado de cosas prácticas». Es difícil indicar las obras principales de Bentham ya que éste, que escribía sin interrupción, no se preocupó nunca de publicarlas, por lo que circulaban manuscritos entre sus amigos y discípulos. Fue precisamente uno de éstos, el suizo Dumont, que estuvo en relación con nuestro filósofo desde 1778, quien preparó su publicación, difundiéndola por Europa en lengua francesa. Particular importancia tuvieron los Traités de législation civile et pénale (que recogen los principales, estudios

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benthamianos de filosofía del Derecho) publicados

107en 1802, y, en una segunda edición, en 1823. Finalmente, otro díscipulo de Bentham, el inglés Bowing, utilizando directamente sus manuscritos, publicó todas las obras de Bentham en 11 volúmenes entre 1838 y 1843. Pocos son en cambio los escritos de Bentham publicados inmediatamente después de su composición, y entre ellos son de recordar especialmente: el Fragmento sobre el gobierno (Fragment on government) de 1776; la Defensa de la usura (Defence of Usury) de 1787 y la Introducción a los principios de la moral y de la legislación (Introduction to principies of morals and legislation) de 1798. En esta última está ya contenido en gran medida el pensamiento benthamiano, salvo lo que atañe al problema de la codificación.

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Las concepciones de Bentham a propósito de la codificación alcanzaron una madurez completa solamente hacia 1811, después de un largo período de gestación que puede dividirse en tres fases.

En un primer momento se propone una reforma y reorganización sistemática del Derecho inglés en sus distintas ramas. El Derecho inglés era —y sigue siendo— un Derecho no codificado, cuyo desarrollo estaba esencialmente confiado a la actividad de los jueces; es decir, no se fundaba en leyes generales, sino en «casos», según el sistema del precedente obligatorio: era, por tanto, radicalmente asistemático, en cuanto no presentaba una línea uniforme de desarrollo legislativo, sino más bien una pluralidad de líneas de desarrollo judicial, cada una de las cuales se interrumpía en un determinado punto para ser sustituida por otra, quedando siempre la posibilidad de que la abandonada fuese retomada. Esta

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situación parecía intolerablemente caótica a la mente de un pensador racionalista como Bentham, quien, después de haber realizado los estudios jurídicos y haber emprendido la carrera forense, abandonó la actividad práctica (también por su malestar en relación al bajo nivel moral de los abogados) para dedicarse completamente al estudio de los problemas fundamentales relacionados con la reforma legislativa. Al comienzo de este parágrafo habíamos comparado a Bentham con Hobbes: hay otro dato característico que acerca a estos dos autores. Igual que Hobbes en el siglo XVII había difundido sus concepciones en favor de la producción legislativa del Derecho frente a un jurista, Coke, defensor del common law, así también Bentham desarrolla su crítica a este último en polémica con el mayor estudioso de su tiempo del Derecho inglés, Blackstone, que había sido su maestro en los estudios uni-

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versitarios, y que en 1765 había publicado los Comentarios sobre el Derecho común inglés, en donde el sistema del conunon law, era, con gran optimismo, considerado como perfecto porque se fundaba y era expresión del Derecho natural.

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En la segunda fase Bentham proyecta una especie de Digesto del Derecho inglés que habría debido contener, expuestas sistemáticamente, sus reglas constituyentes y los principios fundamentales del Ordenamiento jurídico inglés.

Por último, en la tercera fase (de 1811 en adelante) proyecta una reforma radical del Derecho mediante una completa codificación que habría debido sistematizar toda la materia jurídica en tres partes: Derecho civil, Derecho penal y Derecho constitucional. De los proyectos de codificación elaborados es especialmente

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importante, además del código penal, el del constitucional, que contiene los principios en los que se inspiran las Constituciones democrático-liberales del siglo XIX. Políticamente Bentham puede ser considerado como el fundador del radicalismo democrático del siglo XIX.

La codificación proyectada por Bentham (y que bautizó primero como Pandikaion y en un segundo momento como Pannomion) habría debido ser universal, en el sentido de que habría servido no sólo a su país, sino a todo el mundo civilizado. De hecho, trató, a decir verdad sin fortuna, de realizar sus proyectos de reforma poniéndose en contacto con gobernantes y hombres políticos de distintos Estados, ofreciéndoles sus servicios como reformador. En 1811 escribió al presidente de los Estados Unidos, Madison, sugiriéndole un proyecto de renovación integral del sistema jurídico, fundado en el commom law, que América había

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heredado de Inglaterra: en 1816 (después de 5 años) el presidente le respondió con una cortés carta de rechazo, dando como justificación el que no estaba entre sus poderes constitucionales el transmitir al Congreso las propuestas enviadas por el filósofo inglés. Más fortuna tuvo Bentham con el gobernador de Pennsylvania quien transmitió al Senado de su Estado el proyecto benthamiano acompañándolo de una nota: pero el Senado rechazó las propuestas de reforma.

Sucesivamente entró en contacto con el zar Alejandro de Rusia, que había constituido una comisión de juristas con el encargo de realizar una colección de los decretos y rescriptos imperiales (es decir, de compilar un código en el sentido justinianeo del término); el zar respondió invitando al filósofo a ponerse en contacto directamente con la comisión legislativa, propuesta que éste rechazó desdeñadamente porque, como veremos, tenía una neta hostilidad

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hacia las comisiones legislativas compuestas por juristas. En 1820, con ocasión de la revolución española que estableció las Cortes (órgano legislativo representativo), Bentham entabló relaciones episto-lares con algunos políticos españoles, en particular con el conde Toreno, proponiendo un proyecto de reforma del Derecho penal; pero estas relaciones permanecieron en un plano puramente privado, sin ninguna consecuencia política relevante.

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Mayor éxito tuvo en sus tentativas con Portugal: se le felicitó públicamente por sus propuestas, que fueron sometidas al examen de las Cortes, pero la contrarrevolución mutiló las instituciones parlamentarias y, con ellas, los proyectos de reformas.

De las ambiciones reformadoras de Bentham han permanecido así únicamente los escritos que tratan de este problema, de los que los principales son: los Apuntes sobre

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la Codificación y la Enseñanza Pública (Papers upon Codification and Public Instruction) de 1817; las Cartas al conde Toreno sobre el proyecto de Código penal publicadas en 1822; las Propuestas de codificación (Codification Proposals) de 1823, que son el ensayo principal para el conocimiento de la teoría de Bentham sobre la codificación; y finalmente una publicación preparada por Dumont en 1823 donde se reúnen varios de sus escritos sobre este argumento, con el título De la organización judicial y de la Codificación (De l'organisation judiciaire et de la Codification).

24. Bentham: la crítica al

common law y la teoría de la

codificación

Como habíamos ya apuntado, los proyectos de codificación de Bentham nacen de su crítica radical al sistema del common law,

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es decir, a la producción judicial del Derecho. En este sentido, esto es lo que afirma en el prólogo de la Introducción a los principios de la moral y de la legislación:

El Derecho común, como se dice en Inglaterra, el Derecho judicial, como más correctamente se llama en otro lugar esta composición ficticia que no tiene a ninguna persona conocida por autor, ni un conjunto conocido de palabras como su contenido, forma en todo lugar la parte principal de la fábrica legal: como ese éter imaginario que, a falta de materia sensible, empapa el universo. Piezas y trozos del Derecho real, puestos en contacto sobre esa base imaginaria, componen el equipo de todo código nacional. ¿Con qué consecuencia? Que quien... desee un ejemplo de un cuerpo completo de leyes a las que referirse debe

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comenzar haciendo uno. (01). cit., p. XI).

Cinco son los defectos fundamentales que Bentham señala en su crítica al common lave, como se desprende de la Introducción arriba citada:

a) Falta de certeza del common law: el Derecho judicial no satisface la exigencia fundamental de toda sociedad, esto es, la certeza del Derecho, que permite al ciudadano prever las consecuencias de sus propias acciones:

Por donde se deja subsistir una jurisprudencia no escrita, un Derecho consuetudinario, o eso que se llama en Inglaterra Derecho común, no hay seguridad en los derechos de los individuos, o al menos hay un grado de seguridad muy inferior al que se puede obtener con leyes escritas. (De la organización judicial y de la codificación.

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P. 391). 110

El distinto grado de certeza del Derecho legislativo y del judicial depende del hecho de que mientras está claramente establecida la fuente y, por consiguiente, el autor, del primero, no es de ningún modo posible señalar la fuente y, por consiguiente, el autor del segundo: ¿puede de hecho considerarse al juez como autor del common law? Según Blackstone, el juez está vinculado al precedente, a condición de que éste sea rationabilis: pero, observa Bentham, ¿qué es esta racionalidad? (rationabilitas) respecto a la cual el juez decide acoger o rechazar un precedente? Ésta no es un criterio objetivo, sino una valoración personal del juez la cual permite cualquier arbitrio. Bentham critica además la ideología con la que los jueces ocultan su propia actividad creadora del Derecho: ellos

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pretenden limitarse a descubrir el «verdadero Derecho» que se encuentra detrás de las sentencias constitutivas de los precedentes. Eso, afirma, es una ficción intolerable y se puede comparar la actividad de los jueces a la de los restauradores: como un restaurador trata de completar una estatua antigua completamente carcomida reconstruyendo las partes perdidas como eran en un principio, así los jueces pretenden basarse en los precedentes para reconstruir un sistema jurídico completo, ya preexistente; con la diferencia de que mientras sabemos bien que las partes que el primero añade a la estatua para completarla son nuevas, distintas de las antiguas destruidas, el segundo pretende que el Derecho que crea no sea Derecho nuevo sino sólo el redescubrimiento y la enunciación de un Derecho preexistente.

b) Retroactividad del Derecho común: cuando el juez crea un

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nuevo precedente, esto es, cuando, encontrándose frente a un caso que no puede ser resuelto en base a una norma deducible de las sentencias anteriores, resuelve este caso con una norma que en realidad crea él mismo ex novo, esa norma tiene eficacia retroactiva, en cuanto que es aplicada a un com-portamiento realizado cuando aún ella no existía; es decir, toda norma de nueva creación judicial ordena hacia el pasado (en lo referente al caso con ocasión del cual es creada: manda, en cambio, evidentemente hacia el futuro en cuanto, convirtiéndose en un precedente, será también aplicada a los casos posteriores). De tal forma, el Derecho común viola una exigencia fundamental del pensamiento jurídico liberal: la irretroactividad de la ley (especialmente de la penal), por la que una norma no debe aplicarse a un hecho ocurrido antes de su creación (ya que el ciudadano no puede saber que una ley posterior declarará ilegítimo su comportamiento).

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e) El tercer defecto del Derecho común está representado por el hecho de no estar, fundado en el principio de utilidad: mientras el legislador puede crear un sistema completo de normas jurídicas que se fundan en algunos principios básicos (y en primer lugar en el de utilidad), el juez no puede seguir tal criterio, sino que aplica (y crea) el Derecho apoyándose en una regla preexistente, el] la analogía entre el caso que debe resolver y el regulado en una sentencia precedente.

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Observamos cómo en este punto Bentham se opone a la concepción típicamente positivista de la actividad judicial, concebida como aplicación de reglas preexistentes prescindiendo de la naturaleza de los intereses en juego dentro del caso a resolver. La posición de nuestro autor es, en este sentido,

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análoga a la de la jurisprudencia de intereses (Interesseniurisprudenz), corriente jurídica que aparecerá en Alemania en la segunda mitad del siglo XIX, según la cual el juez debe resolver los conflictos teniendo en cuenta los intereses en juego. Bentham se distingue, sin embargo, de esta doctrina, en cuanto exigía que tal valoración no fuese hecha caso por caso por el juez, sino de una vez por todas, en términos generales, por el legislador.

d) El cuarto defecto está representado por el deber que tiene el juez de resolver cualquier controversia que se le presente, mientras que necesariamente está falto de una capacidad específica en todos los campos regulados por el Derecho; este inconveniente es, por el contrario, eliminado con la producción legislativa del Derecho, en cuanto la redacción de los distin-tos códigos y leyes se confía a individuos o a comisiones que poseen esa capacidad.

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e) La última crítica es de carácter político: el pueblo no puede contro-lar la producción del Derecho de los jueces, mientras, si el Derecho fuera creado a través de leyes aprobadas por el Parlamento, su producción podría ser controlada por el pueblo o podría decirse que el Derecho es expresión de su voluntad.

Estas críticas de Bentham al Derecho común son importantes porque nos permiten conocer los motivos que llevaron al movimiento ilustrado a enfrentarse al sistema de Derecho entonces vigente y a propugnar la codificación.

Bentham poseía unas ideas muy personales, aunque poco prácticas, sobre el modo en el que se habría debido proceder a la redacción de un código. Era absolutamente contrario a confiar tal redacción a una comisión de juristas: en primer lugar, porque desconfiaba completamente de los

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juristas (jueces y abogados), los cuales, según él, tenían todo el interés de mantener en vida la situación caótica entonces existente en el Derecho, porque era precisamente de ésta de la que derivaban sus beneficios profe-sionales; si se hubiera creado un Derecho simple y claro la necesidad de su obra se habría reducido. Esperar una contribución de los juristas a la codificación era, por tanto, igual de ingenuo como aguardar que los fabricantes de armas se pusiesen a hacer propaganda por la paz. En segundo lugar, Bentham desconfiaba de las comisiones porque entendía que la redacción del código debía ser obra de uno solo. De esta forma demostraba una vez más su mentalidad típicamente racionalista: un código unitario, coherente, simple, es decir, que fuera válido como ley universal, no podía ser obra más que de una única persona, con principios estables e ideas claras: evidentemente pensaba en sí mismo.

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Para proceder a la creación de un buen código, según Bentham, se había debido abrir un concurso público para la presentación de proyectos y de propuestas de reformas; el gobierno debería encargar la redacción del código al vencedor del concurso, quien no recibiría remuneración alguna por su trabajo (con el fin de evitar abusos o confabulaciones de intrigantes); el código, como acabamos de decir, habría debido ser obra de una sola persona, que podía ser incluso extranjera —es ésta una cláusula que evi-dentemente Bentham añade pro domo sua_; de cualquier modo la justifica, con un razonamiento típicamente ilustrado, afirmando que un extranjero podía, mejor que un ciudadano nacional, dar a una nación un cuerpo de leyes buenas y apropiadas, en cuanto estaría libre de prejuicios locales, refirmando una vez más la idea racionalista del

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legislador universal.

Según la sinopsis llevada a cabo por Dumont, cuatro son los requisitos fundamentales que Bentham exigía a un código: utilidad, plenitud, posibilidad de conocimiento y justificación.

a) El código debe inspirarse en el principio del utilitarismo: la mayor felicidad para el mayor número, por el que todas sus disposiciones deben ser valoradas y tomadas teniendo en cuenta la utilidad que ésta acarreará al mayor número posible de ciudadanos;

B) el código debe ser completo (principio típico del positivismo jurídico), porque si contuviese lagunas se volvería a abrir la puerta al Derecho judicial con todos sus inconvenientes:

El código debe ser completo o, en otros términos, incluir todas las obligaciones jurídicas a las que el

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ciudadano debe estar sujeto.

y poco después especifica:

Redacción completa, he aquí la primera regla. Todo lo que no está en el cuerpo de la ley no será ley. No conviene dejar nada a los usos, a las leyes extranjeras (aquí Bentham pensaba particularmente en el Derecho romano), al pretendido Derecho natural, al pretendido Derecho de gentes. (Op. cit., p. 337);

c) el código debe ser redactado en términos claros y precisos, de forma que su contenido pueda ser conocido por todos los ciudadanos;

d) además, la ley debe ir acompañada de una motivación, que indique la finalidad que ésta se propone alcanzar, porque sólo cuando se conocen sus motivos se hace comprensible. Para Bentham una ley es tal no sólo porque es establecida por la autoridad, sino

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también porque es establecida por determinados motivos, cognoscibles racionalmente. Esta motivación, observa el filósofo, es sumamente útil no sólo para los ciudadanos, sino también para los magistrados y para la enseñanza del Derecho.

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25. Austin: el intento de mediación entre la escuela

histórica alemana y el utilitarismo inglés

Austin es el último de los autores que tratamos en nuestro recorrido histórico sobre los orígenes del positivismo jurídico no sólo porque su obra (de 1832) es cronológicamente posterior a los escritos de Bentham, a los de los exponentes de la escuela histórica o al Código de Napoleón, sino también y ante todo porque representa en cierta medida el trait d'union entre las distintas corrientes que contribuyeron a la

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aparición del positivismo jurídico, y particularmente entre la escuela histórica alemana y el utilitarismo inglés: de hecho, de forma distinta a los demás pensadores ingleses que son inequívocamente «insulares» (es decir, ligados estre-chamente a la tradición cultural inglesa y ajenos a la europeo-continental), Austin fue un gran admirador de los juristas alemanes, especialmente de Savigny (cuyo Tratado sobre la propiedad era considerado por él como una de las principales obras jurídicas jamás escrita) y también de Thibaut. Aun siendo su forma mentis típicamente inglesa (esto es, empirista y utilitarista), contó con la influencia de la escuela histórica alemana, que trató (veremos con qué resultados) de aclimatar a la cultura anglosajona.

John Austin (1790-1859) ejerció durante un breve espacio de tiempo (de 1818 a 1825) la profesión forense, pero después se

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alejó de ésta, tanto por motivos de salud como por motivos morales (también él, como Bentham, experimentaba un sentimiento de repulsa y desagrado respecto a ese ambiente), y se dedicó a los estudios filosóficos, entrando a formar parte del cenáculo de utilitaristas que se había ido constituyendo en torno a Bentham (y del que formaban parte también los dos Mill: James y John Stuart). Fueron precisamente éstos los amigos que hicieron obtener a Austin su cátedra de Jurisprudence (una disciplina que se corresponde grosso modo con nuestra Teoría general del Derecho) en la recién constituida Universidad de Londres (que fue inaugurada en 1828); antes de iniciar su enseñanza se trasladó durante dos años a Alemania para tomar contacto con el nuevo pensamiento jurídico que allí se estaba desarro-llando, llegando así a conocer a los exponentes y obras de la escuela histórica.

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Austin enseñó en la Universidad de Londres de 1828 a 1832: al principio sus lecciones fueron seguidas por un denso y atento auditorio, pero después —pasada la moda de los utilitaristas— sus discípulos fueron disminuyendo cada vez más, hasta que finalmente, desilusionado y amargado, se retiró de la enseñanza y de la vida pública en general (aunque tuvo todavía algún encargo oficial, relacionado con la reforma de la legislación) de regreso al continente, pasó algunos años en Alemania y en París hasta que, alarmado por la revolución de julio de 1848, abandonó Francia para volver a Inglaterra, donde transcurrió los últimos años de su vida ignorado por todos.

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Austin es el típico auctor unius libri: en efecto, durante su vida publicó una única y breve obra titulada The province

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ojVuris1)rudence determinad (es decir, La determinación del campo de la jurisprudencia, 1832), que recogía las seis primeras lecciones introductorias de su curso: sólo después de su muerte su devota mujer, Sarah, publicó todas las lecciones y algunos apuntes con el título de Lecturas on Jurisprudence (Lecciones de jurisprudencia) en dos volúmenes'.

Esta obra lleva como subtítulo la expresión The philosoph-

of'positii,e lavv, (Filosojia del Derecho positivo), porque así era como Austin designaba a su propio pensamiento y enseñanza. De hecho distinguía netamente la Jurisprudencia de la ciencia de la legislación: la primera estudia el Derecho vigente, tal y como es efectivamente; la segunda estudia el Derecho tal y como debería ser teniendo en cuenta ciertos principios asumidos como criterios de valoración (Bentham expresaba la misma distinción utilizando los términos jurisprudencia expositiva y

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jurisprudencia censoria). Mientras Bentham se ocupaba sobre todo de la ciencia de la legislación, Austin se interesaba en cambio por la jurisprudencia, que subdividía en jurisprudencia general y particular: mientras la segunda estudia las características propias de un determinado Ordenamiento jurídico, la primera estudia los principios, nociones y conceptos que son comunes a todos los ordenamientos jurídicos, es decir, a todo Derecho positivo posible (o, para ser más exactos, al Derecho positivo de cualquier sociedad que haya alcanzado un cierto grado de civilización, con exclusión de los ordenamientos de los grupos sociales primitivos).

Austin se interesa precisamente por la jurisprudencia general, cuyo objeto define así:

La jurisprudencia general, o filosofía del Derecho positivo, no se interesa directamente por la ciencia de la legislación. Se interesa

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directamente por los principios y distinciones que son comunes a los distintos sistemas de Derecho particular y positivo, y que están contenidos inevitablemente en ellos, sean dignos de alabanza o de censura, esté esto de acuerdo o no con una determinada medida o criterio. O sea (cambiando la frase) la jurisprudencia general o filosofía del Derecho positivo, contempla al Derecho como necesariamente es', antes que el Derecho como debería (ought) ser; el Derecho como debe necesariamente (must) ser, sea éste bueno o malo, antes que el Derecho como debe necesariamente ser, para ser bueno. (Lect. on Jur., vol. I, p. 32).

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A propósito de la expresión «filosofía del Derecho positivo»,

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que en el párrafo citado se repite dos veces, el lector recordará que ésta había sido acuñada por Hugo (cfr. § 11); se trata de una influencia que Austin reconoce expresamente, declarando en un pasaje inmediatamente anterior al ahora reproducido:

De todas las expresiones concisas que he examinado mentalmente, la de «la filosofía del Derecho positivo» indica de la forma más significativa el sujeto y el ámbito de mi curso. He tomado la expresión de un tratado de Hugo, célebre profesor de jurisprudencia de la Universidad de Góttingen y autor de una excelente historia del Derecho romano. Aunque el tratado en cuestión tenga por título El Derecho natural, no se ocupa del Derecho natural en el significado común del término. En el lenguaje del autor el libro se ocupa del

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«Derecho natural como filosofía del Derecho positivo» . (Lect. on Jur., vol. I, p. 32).

Si pacífica es la derivación de la locución «filosofía del Derecho positivo» de la terminología de la escuela histórica alemana, mucho más delicado y discutido es el problema de la influencia de esta escuela en la esencia del pensamiento austiniano. Nosotros consideramos que ésta no debe ser exagerada, y que las correspondencias y coincidencias entre el pensamiento de la escuela histórica y el de Austin son bastante limitadas y superficiales, y reducibles en último término a un solo punto: el rechazo de la consi-deración del Derecho natural como Derecho verdadero y estricto, el concebir la efectividad del Derecho existente en las distintas sociedades como fundamento de su validez, el determinar en suma en el Derecho aquello que efectivamente es el

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objeto de la ciencia jurídica. Respecto a lo demás existe entre los dos pensamientos una divergencia profunda no sólo en lo que se refiere a los presupuestos filosóficos (Austin es un utilitarista y un empirista a quien son absolutamente extraños los planteamientos historicistas y románticos), sino también en lo que atañe a las mismas concepciones jurídicas: la escuela histórica alemana, en homenaje a la ideología del Volksgeist, veía en el Derecho consuetudinario el prototipo del Derecho positivo y, en el plano de la política legislativa, era decididamente hostil a la codificación; Austin, en cambio, veía en la ley (esto es, en el mandato emanado del soberano) la forma típica del Derecho y el fundamento último de toda norma jurídica, y, en el plano de la política legislativa, era defensor convencido de la reforma del Derecho a través de la legislación, lo que demuestra que estaba íntegramente en la línea directriz del pensamiento

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hobbesiano o benthamiano.

Que las relaciones entre Austin y la escuela histórica son de tal género, se deduce claramente de un pasaje de las Lectores en donde el autor, para conciliar su apoyo en la escuela histórica con la fidelidad a la ortodoxia del utilitarismo benthamiano, declara:

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Bentham pertenece estrictamente a la escuela histórica de jurisprudencia. El significado exacto de este término, tal y como es utilizado por los alemanes, es que los juristas así llamados piensan que un cuerpo de leyes no puede ser obtenido del desarrollo de algunos principios generales asumidos a priori, sino que debe estar fundado en la experiencia de los sujetos y de los objetos a los que el

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Derecho se refiere. Bentham por eso pertenece mani-fiestamente a esta escuela.

Y después de haber aludido al hecho de que algunos exponentes de la escuela histórica (Hugo y Savigny) eran contrarios a la codificación, mientras otros juristas (como Thibaut) eran favorables, prosigue:

El significado del hecho de que éstos (los juristas arriba nombrados) sean llamados escuela histórica es simplemente que concuerdan con Bentham en pensar que el Derecho debería estar fundado en una visión experi-mental de los sujetos y de los objetos del Derecho, y debería estar determinado por la utilidad general, y no por algunas asunciones a priori arbitrarias denominadas Derecho natural. Un nombre más idóneo sería el de la

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escuela inductiva y utilitarista. (Op. cit., vol. II, p. 679).

Como puede observarse, para conciliar a Bentham con la escuela histórica Austin se ve obligado a dar una «versión» inglesa de ésta, es decir, a sacar a la luz un único carácter suyo (la crítica antfitisnaturalista), olvidándose en cambio de los aspectos más peculiares y de las exigencias de fondo e, inmediatamente, a añadir y atribuir a esta escuela un concepto (el de utilidad general) que le es extraño. En sustancia, Austin concilia a la escuela histórica con Bentham haciendo de éste, con un notable pero inconsciente forzamiento, un historicista, y de Savigny un utilitarista.

26. Austin: su concepción del

Derecho positivo

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Procediendo a definir al Derecho positivo, Austin lo distingue, en primer lugar, de los otros tipos de normas. A este propósito conviene recalcar que existe una dificultad de naturaleza lingüística en la descripción de la distinción de este autor: utiliza el término inglés law que significa al mismo tiempo ley, en el sentido generalísimo de norma, y derecho, en el sentido específico de norma jurídica (mientras que para indicar la «ley» en el sentido de Derecho emanado del órgano legislativo del Estado —en contraposición a la «costumbre»— en inglés se usa el término statute).

Austin define la ley como un mandato general y abstracto: es decir, excluyente ante todo del concepto de la ley las ordenes «incidentales» u «ocasionales”, es decir, las órdenes dirigidas a una persona determinada para que

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cumpla una acción específica. El mandato es definido como la expresión de un deseo: pero no toda expresión de un deseo es un mandato (así, por ejemplo, no lo es la plegaria); ¿cuál es entonces la nota característica del mandato? Ésta está representada por el hecho de que, en el mandato, la persona a la que se expresa el deseo está sujeta a padecer algún mal por obra de aquel que emite el deseo en caso de que éste sea incumplido: así pues, el mal previsto es llamado sanción. El mandato implica, por consiguiente, el concepto de sanción y el de deber, como se deduce de esta cita en la que Austin expone su pensamiento con claridad:

Un mandato... es una expresión de deseo. Pero un mandato es distinto de otras expresiones de deseo por la siguiente característica: que la parte a la que se dirige está sujeta a un mal por obra del otro, en el caso de

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que no satisfaga su deseo. Estando sujeto a un mal por parte tuya, si yo no satisfago un deseo que tú expresas, estoy vinculado u obligado por tu mandato, o bien, me encuentro con el deber de obedecerlo... mandato y deber son, por esto, términos correlativos, en el sentido de que el significado denotado por uno está incluido tácitamente en el otro. O, en otras palabras, siempre que exista un deber, se ha expresado un mandato; y siempre que se ha expresado un mandato, se ha impuesto un deber. Concisamente, el significado de la correlación es éste: Quien quiere infligir un mal en el caso de que su deseo no haya sido respetado expresa un mandato declarando o imponiendo su deseo. Quien está sujeto a un mal en el caso de no

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respetar el deseo está vinculado u obligado por el mandato. (Lect. on Jur., vol. 1, p. 89).

Definida la noción de ley, Austin distingue dos categorías de leyes, fundadas en el sujeto de quien procede el mandato (el destinatario es siempre el mismo, esto es el hombre): leyes divinas y leves humanas; las primeras se distinguen a su vez en leyes divinas reveladas y leyes divinas no reveladas (pero es una distinción que no nos interesa, porque se refiere a la esfera ético-religiosa); las segundas se subdividen en leyes positivas (o, como sería más exacto traducir el término lave, Derecho positivo) y en moralidad positiva.

Se trata entonces de establecer cuál es la diferencia específica entre Derecho positivo y moralidad positiva: el autor determina tal diferencia en el hecho de que el

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primero está constituido por los mandatos emanados del soberano en una sociedad política` independiente. Soberano y sociedad política independiente son dos conceptos estrechamente relacionados; con la expresión «sociedad política independiente» Austin se refiere a la entidad social denominada comúnmente Estado: esta sociedad es llamada política indicando que esta compuesta por un número relevante de personas sujetas a un superior común (por lo que se distingue de la sociedad familiar y de las demás formas más primitivas de agrupaciones sociales); y es llamada

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independiente, indicando que es autónoma o soberana, es decir, que no depende de otras entidades sociales. La sociedad política independiente comporta en su interior una estructura jerárquica, o

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sea la subordinación de la masa de sus miembros a un superior soberano (que puede ser bien una única persona, bien un grupo de personas). Para que pueda hablarse de soberanía son necesarios, según Austin, dos requisitos:a) el hábito de obediencia de una masa de individuos a un superior común;b) la ausencia de toda relación de subordinación y de obediencia de este superior respecto de cualquier otro superior humano.

En otras palabras, para que una sociedad pueda ser considerada independiente no basta con que posea una estructura jerárquica, sino que es necesario también que esta última se instaure en el interior de la propia sociedad.

He aquí dos pasajes de las Lectures on Jurisprudence, el primero de los cuales contiene una definición sintética del Derecho

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positivo, mientras el segundo examina más ampliamente las relaciones entre el concepto de Derecho y el de soberanía:

El objeto de la jurisprudencia es el Derecho positivo, o el Derecho en sentido estricto, o el Derecho impuesto por los superiores políticos a los inferiores políticos. (Op. cit., vol. 1, p. 86).Toda ley positiva, o sea toda ley en sentido estricto, es impuesta por una persona soberana o por un cuerpo soberano de personas a uno o más miembros de la sociedad política independiente en la que la persona o el cuerpo es soberano o supremo. O, en otras palabras, ésta está establecida por un monarca o grupo soberano a una o más personas en situación de sujeción respecto de su autor. (01). cit., vol. 1, p.

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220).

Refiriéndonos ahora a la moralidad positiva, ésta se distingue del Derecho positivo precisamente porque está establecida por un sujeto humano que no tiene la calidad de soberano a otro u otros sujetos humanos. Austin diferencia en la vasta categoría de la moralidad positiva los tipos de normas que son leyes propiamente dichas en cuanto que tienen la estructura de mandato, y otras normas que son leyes impropiamente dichas porque no tienen el carácter de auténticos mandatos. Estas últimas son las que hoy llamaríamos normas de la costumbre social (reglas del honor, del trato social, del juego, de la moda, etc., que son establecidas por la opinión pública): éstas no son mandatos en sentido estricto, porque un mandato, para ser tal, debe provenir de un superior concreto, mientras la opinión pública es un fenómeno social que esquiva cualquier intento de

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concreción, es decir, de reducción a una persona o a un grupo de personas determinadas.

Las normas de la moralidad positiva que son leyes en sentido estricto se distinguen por Austín en tres categorías:

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a) Leyes que regulan la vida de los individuos en el estado de naturale-za (no son normas jurídicas, porque no existe el Estado, pero son leyes, porque tienen naturaleza de mandato).a) Leyes que regulan las relaciones entre los Estados (es decir, el Dere-cho internacional): según Austin, no tiene naturaleza jurídica porque estando la comunidad internacional basada en una relación de coordinación y no de subordinación, sus reglas no son mandatos dirigidos por un superior político a un súbdito. Esta es una de las numerosas doctrinas que niegan la juridicidad del Ordenamiento internacional, y

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tiene el mérito de estar fundada en criterios lógicos claros y rigurosos: una vez admitida la definición austiniana de Derecho positivo, no se puede hacer otra cosa que negar a las normas internacionales su carácter jurídico.c) Las leyes de las sociedades menores, como la familia, la corporación, etc...: estas sí que son mandatos de un superior a un inferior (por ejemplo: el mandato del padre al hijo), pero no son Derecho porque el superior del que emana el mandato no es soberano (al estar sometido a su vez al poder del Estado).

A continuación presentamos un esquema que reproduce las diferentes distinciones austinianas relativas a la ley. Entre las diversas categorías pueden establecerse interesantes relaciones. —las leyes divinas y el Derecho positivo constituyen los mandatos soberanos; —el Derecho positivo y las leyes propiamente dichas de la moralidad

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positiva son mandatos humanos; —las leyes positivas, el Derecho positivo y las leyes propiamente dichas de la moralidad positiva (es decir, todas las leyes excluidas las impropiamente dichas de la moralidad positiva) son mandatos.

Si examinamos la concepción austiniana del Derecho positivo, veremos que comporta tres principios fundamentales típicos del positivismo jurídico: a)la afirmación de que el objeto de la jurisprudencia (es decir, de la ciencia del Derecho) es el Derecho que es, y no el Derecho que debería ser (concepción positivista del Derecho); b)la afirmación de que la norma jurídica tiene la estructura de un mandato (concepción imperativista del Derecho); c) la afirmación de que el Derecho es establecido por el soberano de la comunidad política independiente —es decir, en términos modernos, por el órgano

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legislativo del Estado— (concepción estatalista del Derecho).

Nótese que estos tres principios no dependen lógicamente entre sí, sino que son recíprocamente autónomos: así Thon, un jurista alemán de la segunda mitad del siglo XIX que será citado en la segunda parte, es un típico exponente de la concepción imperativista del Derecho, pero rechaza la estatalista.

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27. Austin: la distinción entre Derecho legislativo y

Derecho judicial; la crítica al Derecho judicial

Hemos hablado de la concepción estatalista del Derecho de Austin. Pero ¿tal concepción no estaba en contraposición con el tipo de fuentes del Derecho vigentes en Inglaterra (Derecho judicial), de

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manera que habría debido o negar la juridicidad del common law, o renunciar a su propia concepción? Nuestro autor no niega completamente la juridicidad del Derecho establecido por los jueces, pero, por otra parte, no considera que esa situación esté en contraposición con su concepción. Para ello recurre al concepto de autoridad subordinada, que establece el Derecho en base al poder delegado por el soberano: es cierto que los jueces crean Derecho, pero esto no excluye su estatalidad, en cuanto que actúan por medio del poder atribuido por el Estado. La distinción entre Derecho legislativo y Derecho judicial expresa, por tanto, una distinción no entre Derecho estatal y Derecho no estatal, sino entre Derecho establecido de forma inmediata y Derecho establecido de forma mediata por el soberano de la sociedad política independiente:

Aunque directamente (la ley) tuvo su origen en otra

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fuente, es una ley positiva o ley en sentido estricto por obra de la institución del soberano presente que ostenta la condición de superior político. (Op. (-¡t., vol. I, p. 220).

Una vez resuelta esta cuestión prejudicial, el autor pasa a analizar la diferencia existente entre Derecho judicial y Derecho legislativo, sometiendo a un crítica profunda los lugares comunes concernientes a este problema

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y formulando una solución particularmente clara. La diferencia entre Derecho judicial y Derecho legislativo no radica en las fuentes que los producen, sino en el modo en el que son producidos: el Derecho legislativo está constituido por normas generales y abstractas, es decir, por normas que no regulan un caso singular existente en el

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momento de su emanación, sino un número indeterminado (o clase) de casos que se verificarán en el futuro; el Derecho judicial está en cambio constituido por normas particulares, emanadas con el propósito de regular una controversia singular, específica.

El Derecho legislativo y el Derecho judicial no se identifican necesariamente con el Derecho emanado respectivamente del soberano o de los jueces: el soberano puede también establecer normas que resuelvan un caso singular (y entonces actúa como juez), mientras que el juez (como el pretor romano, por el poder con el que está investido, o el juez inglés, por el valor de precedente que puede asumir su decisión) puede también establecer normas con carácter general (y entonces actúa como legislador).

Austin pasa finalmente a examinar el valor de estos dos tipos de Derechos, para establecer cuál

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es el mejor. Considera que el Derecho legislativo es superior al judicial (y en esto sigue la enseñanza de su maestro Ben-tham), y para demostrar tal superioridad enumera toda una serie de defectos del Derecho judicial, dedicando a este examen un capítulo especial (el XXXIX) de las Lectures. Pero antes de desarrollar su crítica refuta algunas objeciones contra el Derecho judicial que no considera válidas: entre ellas hay dos que nos interesan particularmente, porque habían sido formuladas por Bentham; en este punto, por tanto, el discípulo está en desacuerdo y critica al maestro (aunque no alude a él directamente).

La primera objeción que Austin rechaza la formula así: la producción del Derecho judicial no puede estar controlada por la comunidad política, mientras la del Derecho legislativo permite tal control. Esta objeción evoca a la de Bentham, pero no la reproduce

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fielmente: en efecto, Bentham hablaba de la posibilidad de controlar la producción legislativa del Derecho refiriéndose no a la realidad de hecho, sino a un ideal Estado democrático; Austin, por el contrario, formula la objeción refiriéndola a la realidad de hecho. De tal forma, lleva a cabo el fácil juego de rechazar la afirmación de su maestro, poniendo de relieve que la posibilidad del control popular no depende de la naturaleza judicial o legislativa del Derecho sino del tipo de constitución propia del órgano productor del Derecho: en una monarquía absoluta existe una producción legislativa del Derecho que no consiente control alguno, mientras esto es posible en la producción judicial del Derecho si los jueces son elegidos democráticamente. La segunda objeción benthamiana rechazada por Austin se refiere a la naturaleza arbitraria del Derecho judicial, que estaría creado por los jueces sin ningún criterio objetivo, sin límites

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ni controles; en realidad, observa nuestro autor, el juez no es libre de actuar como quiera, sino que está sometido a múltiples vínculos122

y controles: está vinculado al sistema de precedentes; está controlado por la autoridad soberana que puede suspenderlo en sus funciones si no respeta las normas jurídicas existentes; y está controlado por los órganos judiciales superiores que anulan las decisiones que hubieran sido dictadas de forma arbitraria.

Pasando a las objeciones formuladas por Austin, éstas pueden ser expuestas en siete puntos: a)el Derecho judicial es menos accesible a su conocimiento que el legislativo (se trata de una crítica que hemos encontrado ya más veces); b)el Derecho judicial es producido con menor ponderación que el legislativo, ya que el primero

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es emitido en el apresurado despacho de las tareas judiciales, mientras el segundo es (o puede ser) formulado después de una deliberación madura; c) el Derecho judicial es a menudo emitido ex post facto (es decir, con eficacia retroactiva; también ésta es una crítica que Austin toma de Bentham); d) el Derecho judicial es más impreciso e incoherente que el legislativo bien por la masa enorme de documentos en los que está disperso, bien por la dificultad de extraer de los distintos casos decididos una regula decidendi general; e) una cuarta objeción, particularmente interesante, se refiere a la dificultad de averiguar la validez de las normas de Derecho judicial. Para el Derecho legislativo, según Austin, el problema no presenta dificultad, en cuanto rige el criterio de que es válida la norma emanada del órgano legislativo; pero tal criterio no se puede aplicar al Derecho

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judicial, y por consiguiente no se puede afirmar que es válida la norma emanada por un juez, en cuanto que nos podemos encontrar frente a una pluralidad de reglas —que regulan de forma distinta la misma cuestión— emitidas por jueces diferentes en tiempos y lugares diversos. En este caso, ¿qué criterio debe seguirse para identificar la norma a aplicar? El autor afirma que no hay un único criterio, sino varios, o por usar su expresión, existen distintas pruebas posibles de la validez de la decisión de los jueces, que son: 1) el número de las decisiones (siguiendo este criterio, se considera válida la norma que ha sido aplicada un número de veces mayor); 2) la elegantia regulae (siguiendo este criterio, se considera válida la norma que resuelve la cuestión de forma más satisfactoria desde el punto de vista técnico y equitativo); 3) la coherencia de la regla con el

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Ordenamiento jurídico en su conjunto-, 4)la autoridad del juez que ha adoptado la norma de su decisión.

f) La sexta crítica se refiere a la escasa comprensibilidad del Derecho judicial, ya que éste no regula categorías abstractas de hechos sino casos concretos, donde es necesario proceder a una difícil obra de abstracción o inducción para obtener de los casos resueltos una regla general;123 g) finalmente, el Derecho judicial no es nunca autosuficiente, sino que tiene siempre necesidad de ser «remendado» aquí y allá con normas legislativas, determinando así la existencia de un Ordenamiento jurídico híbrido, en el que se encuentran yuxtapuestos dos sistemas normativos distintos y poco homogéneos; además, el Derecho legislativo que se emite con esta función integradora es de calidad decadente como el Derecho judicial que debe integrar.

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He aquí un pasaje de las Lecture on Jurisprudence que constituye en cierta medida la síntesis de las críticas austinianas al Derecho judicial:

En todo país en el que una gran parte del Derecho consiste en el Derecho judicial, el sistema jurídico en su conjunto, o el corpus jures completo, es necesariamente un caos monstruoso: en gran parte está formado por Derecho judicial, introducido poco a poco, y disperso en un enorme montón de decisiones jurídicas particulares, y en parte por Derecho legislativo añadido en forma de remiendo al Derecho judicial y disperso en un enorme cúmulo de leyes ocasionales y suplementarias. (Op. cit., vol. II, p. 660).

28. Austin: el problema de

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la codificación

La conclusión de esta crítica al Derecho judicial es que éste debe ser sustituido por una forma superior de Derecho, esto es, por la codificación. Para confirmar esta tesis, Austin describe la ley histórica según la cual el Derecho se desarrolló en la sociedad, distinguiendo seis fases:

a) la primera fase está representada por la moralidad positiva: se trata de una fase prejurídica, porque no existen todavía auténticas normas de Derecho, sino solamente normas consuetudinarias. Posteriormente existen tres fases de desarrollo del Derecho judicial, que son: b) primero, los jueces acogen y hacen valer como Derecho las mismas normas de la moralidad positiva (Derecho judicial con fundamento consuetudinario);

c) posteriormente, los jueces integran las normas de la

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costumbre transformadas en Derecho con otras normas elaboradas por ellos en base al principio de la analogía (Derecho judicial con fundamento científico); c) por último, los jueces crean ellos mismos el Derecho teniendo en cuenta sus propios criterios de valoración (creación judicial del Derecho). En este punto aparece el Derecho legislativo, que se desarrolla a través de dos fases: e) primero, el Derecho legislativo emana de forma ocasional, para integrar al judicial en materias concretas; f) finalmente, la ley se convierte en la única fuente de producción del Derecho y regula sistemáticamente, con normas generales y abstractas, todas las relaciones sociales: es decir, la legislación culmina en la codificación.

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Pasando ahora a exponer las concepciones de Austin relativas a

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la codificación, advirtamos que son particularmente interesantes porque, a diferencia de Bentham que se fijaba en una sola idea de código un tanto abstracta y racionalista, Austin tiene en cambio una viva sensibilidad hacia la realidad de los problemas jurídicos, y además conocía la polémica sobre la codificación desarrollada en Alemania: durante su estancia en este país había estudiado la obra de Savigny, por quien sentía gran admiración, y, como sabemos (cfr. § 15), Savigny había sido el principal protagonista de la lucha contra la codificación. La primera preocupación de nuestro autor es, por tanto, la de superar las objeciones de Savigny, lo que hace afirmando que éstas no criticaban la idea en sí de la codificación, sino, ante todo, el propósito de realizarla en Alemania: ahora bien, observa Austin, el hecho de que la codificación no sea oportuna para aquel país no dice nada contra el valor del Derecho codificado en general (pero este modo de inter-

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pretar, y por consiguiente superar la crítica de Savigny, es insatisfactorio, porque en realidad, como hemos visto, éste era contrario por principio a la codificación). Las restantes críticas de Savigny se referían a la forma en la que se habían realizado las codificaciones en su tiempo (la prusiana y, sobre todo, la francesa); Austin acepta gran parte de estas críticas, dirigiendo algunas en particular al Código de Napoleón:

a) en este Código faltan definiciones técnicas de los términos jurídicos utilizados; b) no tiene suficientemente en cuenta al Derecho romano, que representa la mayor tradición jurídica continental (ésta es una objeción típica de Savigny);

e) el legislador francés no ha concebido el Código como totalizador (recuérdese a este propósito cómo entendía Portales el art. 4), sea porque no ha eliminado el Derecho preexistente, sea porque admite, junto al Derecho

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codificado, otras fuentes subsidiarias del Derecho (Derecho natural, judicial, consuetudinario), lo que crea una situación de ambigüedad e incertidumbre;

d) el Código de Napoleón, en definitiva, ha sido redactado demasiado deprisa.

Pero también estas críticas, observa Austin, se refieren sólo al modo en el que han sido realizadas en el pasado algunas codificaciones, y no anulan para nada la validez del principio de la codificación. Por otra parte, es importante señalar que aquello que nuestro autor considera necesario no es un código comoquiera que éste sea, sino un buen código: «es mejor el Derecho judicial que un mal código», dice con frecuencia, ya que un mal código tiene todos los defectos del Derecho judicial sin tener sus pocas virtudes.

En cuanto a los requisitos del

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código, Austin especifica que por código debe entenderse, como a menudo se hace (hablando, por ejemplo, de

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«codificación justinianea»), no una simple colección de leyes preexistentes, sino la reformulación ex novo de todo el Derecho vigente en una sociedad, para producir un texto legislativo coherente y unitario; de otra parte, sin embargo, subraya que la innovación debe concernir a la forma, y no al contenido del Derecho que es codificado: es decir, la codificación debe limitarse a dar una vestimenta nueva —unitaria, coherente, técnicamente perfecta— al mismo Derecho que rige ya. En este punto se manifiesta una divergencia importante entre la concepción de Austin y la de Bentham, divergencia que tiene su fundamento en la distinta posición política de los dos pensadores, liberal-moderada la de Austin,

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democrático-radical la de Bentham, para quien la codificación debía representar una renovación integral del Derecho, tanto en la forma como en el contenido. Mientras Bentham concebía la codificación como un instrumento de progreso político-social, Austin la concebía como un instrumento de progreso puramente técnico-jurídico.

Austin trató de condensar sus ideas sobre la codificación (que se encuentran expuestas ocasionalmente, de forma dispersa, en su obra principal) en un escrito, que quedó sin embargo en notas, y por tanto incompleto y fragmentario, titulado Notes on Cociffication (Notas sobre la Codificación), que está publicado en las Lectures on Jurisprudence (vol. 11, pp. 1021 y ss.). En estas notas se examinan y refutan completamente catorce objeciones contra la idea general de la codificación (hemos visto ya más arriba cómo Austin responde a aquellas fundadas en críticas

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contra los ejemplos concretos de codificación).

De estas objeciones examinaremos sólo las cinco más interesantes. Como podrá observar el lector, las dos primeras pueden ser relacionadas teniendo en cuenta el criterio de oposición (en cuanto que tienden a anularse recíprocamente), mientras las dos siguientes pueden unirse atendiendo al criterio de la afinidad; se observará cómo las respuestas de Austin consisten a menudo en una retorsión, es decir, en demostrar cómo el Derecho judicial tenía en medida mucho más grave los mismos defectos reprochados al Derecho codificado: a) Todo código es necesariamente incompleto y no puede resolver todos los casos futuros (de tal forma, la codificación no realizaría su fin fundamental que es, precisamente, el de la plenitud del Derecho). El autor responde que el código es en verdad incompleto, pero que tiene

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muchas menos lagunas que el Derecho judicial que es «necesariamente tímido e inadecuado». b) Todo código, para acercarse a la plenitud, debe consistir en un cúmulo tal de normas numerosas y minuciosas, que es imposible para la mente humana conocerlo y abarcarlo en su totalidad. Austin responde que la plenitud de1 código no consiste en regular lodos los casos considerados de forma individual, sino en el establecimiento de normas, cada una de las

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cuales sea aplicable a una categoría de casos (en lenguaje moderno diríamos que la norma identifica una cuestión concreta). c) Todo código es inalterable, en el sentido de que sus normas no pueden adaptarse a los cambios que se producen continuamente en la sociedad (es éste el argumento de la cristalización del Derecho, típico de Savigny). Austin responde

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observando que el Derecho judicial es mucho más inalterable que el legislativo, porque está fundado en el sistema de los precedentes y, por tanto, una regla apoyada en una decisión establecida en una época histórica anterior continúa sobreviviendo a pesar de los cambios sociales, y es más, prolifera continuamente, dado que los jueces desarrollan el Derecho basándose sólo en la analogía y no en una libre actividad creadora. d) El Derecho codificado es menos dúctil (es decir, no se aplica con facilidad a los casos concretos) que el Derecho judicial. Austin responde que esto es cierto, pero que la mayor rigidez del Derecho codificado representa no ya un inconveniente sino una ventaja, porque la excesiva docilidad determina incertidumbre en el Derecho en cuanto éste puede ser alterado más fácilmente. e) El Derecho codificado, lejos de reducir las controversias, las favorece ya que hace posible un

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número mayor de «conflictos de analogías opuestas» (en el sentido que crece el número de los casos que admiten una pluralidad de soluciones, siendo posible subsumirlos, con el procedimiento analógico, bajo más normas distintas entre sí); además los defectos del Derecho codificado —por el hecho de que éste se formula en términos claros y precisos— son más evidentes y más difícilmente remediables que los del Derecho judicial.

El autor rechaza esta crítica, afirmando que la codificación elimina los equívocos y las ambigüedades, y por consiguiente hace imposibles las controversias fundadas en meros sofismas de interpretación. A este propósito expresa una opinión que era también mantenida por Bentham, y es que la codificación promovería una elevación del nivel ético y técnico de la profesión forense, eliminando de ella a los leguleyos, cuya única actividad consistía en

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aprovechar sin escrúpulos las oscuridades e incertidumbres del Derecho, y favoreciendo el ingreso en la profesión de hombres de alto nivel moral e intelectual. La codificación determinaría también, entre otras cosas,

una mejora del carácter de la profesión legal. Si la ley fuese más simple y científica, mentes de orden superior entrarían en la profesión, y hombres con una posición independiente la abrazarían, mientras los unos y los otros están ahora alejados por su carácter desagradable; porque realmente lo es. Qué hombres de educación literaria y de intelecto cultivado pueden soportar lo absurdo de los libros de práctica forense, por ejemplo, y de muchas „tras panes del Derecho? Nada más que una fuerte necesidad o una fuerte

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decisión de alcanzar lo racional del Derecho atravesando la incrustación que lo recubre podría sostener una persona así en tal empresa. Pero si en tal empresa. Pero si el

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Derecho fuese convenientemente codificado, tales mentes lo estudiarían; y nosotros podríamos entonces esperar una legislación incomparablemente mejor, y una administración de la justicia mejor que la actual. La profesión no sería meramente corruptible y dirigida a acumular minutas como en el presente, sino, como en la antigua Roma, constituiría el camino que lleva al honor y al prestigio político. (Op. cit., vol. II, pp. 680-81).

Como puede verse, Austin

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asume en este fragmento una posición antitética respecto a la de Savigny, según el cual la codificación habría puesto en crisis a la ciencia jurídica, sosteniendo, por el contrario, que es el Derecho judicial el que hace imposible el desarrollo de la jurisprudencia, la cual recibiría un gran impulso con la codificación. A prósito de la posición asumida frente a la de Savigny observa:

Su oposición a los Códigos es el efecto de un prejuicio de Gelehrter (docto) en favor del Derecho romano, y de antipatía nacional (Lect. on Jur., vol. II, p. 1037).

(Aludiendo al prejuicio en favor del Derecho romano, que Savigny tendría como Gelehter, es decir, como docto o como profesor, Austin parece así insinuar que el estudioso alemán se oponía a la codificación por miedo a que ella hiciese inútil su profesión de romanista; en realidad, la codificación, lejos de extinguir los estudios romanistas,

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ha favorecido un espléndido florecimiento de ellos, liberando a los estudiosos de la preocupación de adaptar el Derecho del Corpus juris a las exigencias modernas y permitiéndoles estudiarlo desde un punto de vista y con un método rigurosamente histórico.)

Los motivos por los que Austin defiende la codificación pueden considerarse sintetizados en esta afirmación suya:

Es mejor tener un Derecho expresado en términos generales, sistemático, conciso (compact) y accesible a todos, que un Derecho disperso, sumido en un cúmulo de particularidades, desmesurado (bulkY) e inaccesible. (Lect. on Jur., vol. ti, pp. 1023-1024).

Estas dos series contrapuestas de cuatro adjetivos nos ofrecen prácticamente la descripción del

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conjunto de las exigencias que determinaron el movimiento en favor de la codificación y de los argumentos con que ésta es defendida.

La mayor dificultad que encontraba Austin (como también Bentham) en la promoción de la codificación no era la de su defensa en el plano teórico frente a las críticas de sus adversarios, sino la de elaborar un procedimiento que garantizase su eficaz realización. Se da cuenta de que la codificación no puede ser obra de una sola persona (como quería Bentham,

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porque nadie puede tener un conocimiento exhaustivo de todo el Derecho; además ésta no puede si quiera ser realizada por una comisión, porque sus componentes tendrían probablemente concepciones y principios distintos, lo que produciría una legislación incoherente. Austin formula una solución intermedia: el proyecto

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debe ser redactado por una sola persona, pero después será examinado por una comisión que proporcionará las correcciones e integraciones que resultaren necesarias.

Un último punto en el que Austin difiere de Bentham se refiere al requisito de la accesibilidad del código: para Bentham éste debe ser accesible a todos los ciudadanos; para Austin en cambio debe ser accesible sólo a los juristas, y no a la masa.

Un código accesible a todos sería un mal código, bien porque al ser comprensible para el hombre de la calle debería ser demasiado simple, bien sobre todo porque un código accesible a todos estaría continuamente sometido a la discusión y a la crítica de la opinión pública que exigiría constan-temente nuevas reformas. Este motivo de divergencia pone una vez

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más a la luz la distinta posición intelectual y política de Bentham y de Austin: el primero es un filósofo (con una buena dosis de abstracción) y un radical; el segundo es un jurista (sensible a las exigencias técnicas) y un conservador.

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CONCLUSIÓN DE LA PARTE

HISTÓRICA

29. El hecho histórico de la producción legislativa del Derecho está en la base del positivismo jurídico; el significado de la legislación

Tratemos ahora, extrayendo las conclusiones del análisis histórico llevado a cabo con anterioridad, de precisar el significado histórico del positivismo jurídico que al comienzo de este curso habíamos definido

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provisionalmente como «aquella doctrina según la cual no existe más Derecho que el positivo» (cfr. p. 14); podemos ahora precisar que esta corriente doctrinal entiende el término «derecho positivo» de un modo específico, como Derecho establecido por el poder soberano del Estado mediante normas generales y abstractas, esto es, como «ley». El positivismo jurídico nace, por tanto, del movimiento histórico en favor de la legislación, se realiza cuando la ley se convierte en la única fuente —o si se quiere, en la fuente absolutamente prevalente— del Derecho, y su resultado último está representado por la codificación.Nosotros hemos investigado el surgir de la idea de legislación en el proceso de formación del Estado moderno: un estudioso sueco, Gagner, en un libro suyo aparecido recientemente en alemán, titulado Estudios sobre la historia de la idea de legislación (Studien zur Ideengeschichte der Geset-,7gebung,

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Uppsala, 1960), ha querido identificar el origen de esta idea en los siglos XII y XIII, es decir, en la época en la que se constituyó la doctrina canonista; en efecto, según este autor, la idea de la ley, esto es, de la producción de normas jurídicas generales por parte de una persona investida de un poder soberano, apareció por obra de los estudiosos del Derecho canónico y sólo en un segundo momento ha pasado a la sociedad civil y entrado en el patrimonio de los juristas.Si investigamos las ideas-madres (los principios ideológicos) que están detrás del movimiento en favor de la codificación de la legislación tal y como se ha verificado durante la formación del Estado moderno, podemos distinguir dos, una y otra de impronta netamente racionalista:a) El dar prevalencia a la ley como fuente del Derecho expresa una específica concepción de este último que es entendido como ordenamiento racional de la sociedad: tal ordenamiento no

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puede nacer de mandatos indi-viduales y (porque entonces el Derecho sería capricho y arbitrariedad), sino solamente de normas generales, y coherentes establecidas

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por el poder soberano de la sociedad, así como el orden del universo reposa sobre leyes naturales, universales e inmutables.

b) El dar prevalencia a la ley como fuente del Derecho nace del propósito del hombre de modificar la sociedad. Como el hombre puede controlar la naturaleza a través del conocimiento de sus leyes, así también puede transformar la sociedad mediante la renovación de las leyes que la rigen; pero para que eso sea posible, para que el Derecho pueda modificar las estructuras sociales, es necesario que sea establecido conscientemente según una finalidad racional; es, por tanto, necesario que se establezca a través de la ley. El Derecho

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consuetudinario no puede en efecto servir a este fin porque es inconsciente, irreflexivo, es un Derecho que expresa y representa la estructura actual de la sociedad y por consiguiente no puede incidir en ella para modificarla; la ley en cambio crea un Derecho que expresa la estructura que se quiere hacer asumir a la sociedad: la costumbre es una fuente pasiva, la ley es una fuente activa de Derecho.

En síntesis: el movimiento en favor de la legislación nace de la doble exigencia de poner orden en el caos del Derecho primitivo y de sumistrar al Estado un instrumento eficaz para intervenir en la vida social.

El movimiento en favor de la legislación no es un hecho limitado y contingente, sino histórico universal e irreversible, indisolublemente ligado a la formación del Estado moderno: en todos los países no se ha llegado a la codificación (resultado último y concluyente de la legislación), pero

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sí se ha realizado la supremacía de la ley sobre las restantes fuentes del Derecho. Esto se ha verificado también en Inglaterra: aunque en este país no se ha realizado el proyecto de codificación de Bentham, su pensamiento ha tenido gran influencia en las reformas legislativas y en el desarrollo del sistema de fuentes del Derecho. No por nada el siglo XIX ha sido llamado el siglo benthamiano, ya que vio afirmarse en Inglaterra la prevalencia del Derecho legislativo sobre el common lave paralelamente a la consolidación del Estado parlamentario.

Que la idea de la legislación no tiene solamente una impronta continental se deduce claramente de lo que afirma un estudioso anglosajón, Plucknett, en su obra A •oncise history of the common law (Breve historia del Derecho común):

En el presente el instrumento más potente de cambio jurídico en las manos del Estado es la legislación. Toda nación moderna

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posee una o más legislaturas —en América hay más de cuatro docenas— y son extremadamente activas.

Una inmensa cantidad de Derecho legislativo es producido en cada sesión; una gran cantidad de éste afecta, ciertamente, a problemas de administración y policía, no obstante, no se puede negar que en el día de hoy la legislación ocupa un puesto importante en los sistemas jurídicos modernos. Pocos,

argumentos de historia del Derecho son más interesantes que el de la aparición y progreso de la legislación, el desarrollo de órganos especiales

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destinados a crear el Derecho legislativo y el comportamiento de los tribunales al interpretar los resultados de la actividad de estos órganos. (Op. cit., página 298).

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30. La frustada codificación en Alemania: la función histórica del Derecho científico

Hay otro hecho histórico que parece poner en duda el carácter universal del movimiento en favor de la legislación: se trata del hecho de que en el siglo pasado la codificación no se ha llevado a cabo en Alemania, gracias al «contramovimiento» provocado por la escuela histórica y, en particular, por Savigny.Antes de nada, observemos que la frustrada codificación tiene su explicación en la situación política particular en la que se encontraba Alemania en aquel período, esto es, en su fraccionamiento político-territorial. Pero sobre todo es necesario destacar que incluso la escuela histórica, aun oponiéndose a la codificación, compartía las mismas exigencias que estaban en la base del movimiento en favor de la legislación, es decir, la exigencia de dar a una sociedad determinada

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un Derecho unitario y sistemático. También la escuela histórica compartía la crítica benthamiaria al Derecho judicial: sólo que consideraba que los defectos del Derecho existente podían ser remediados mediante la ciencia jurídica más eficazmente que con la codificación, en cuanto que la primera produciría un Derecho con los mismos requisitos positivos (unidad y sistematicidad) obtenibles mediante la segunda, y además aseguraría otra ventaja —una mayor docilidad, una más fácil adaptabilidad del Derecho— que la segunda no podía procurar (es decir, el Derecho científico remediaría el defecto de la rigidez propio del Derecho legislativo).

En la Alemania del siglo XIX, por tanto, la función histórica de la legislación fue asumida por el Derecho científico; por consiguiente, también éste puede considerarse como un filón de la corriente del positivismo Juridico, ya que se funda en dos de sus

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postulados típicos: la concepción del Derecho como una realidad socialmente «dada» o «puesta», y como unidad sistemática de normas generales. Sólo que la doctrina del Derecho científico considera como materal jurídico «dado» o «puesto» de forma definitiva al Derecho romano y considera que es tarea propia de la ciencia jurídica, antes que del legislador, transformar este material en un Ordenamiento jurídico unitario y sistemático.

El Derecho científico alemán, que en la primera mitad del siglo XIX dio origen a la doctrina pandectista, tuvo su culminación hacia la mitad del aquel siglo, dando lugar a la que fue llamada Begriffsjurisprudenz o jurisprudencia de conceptos. Aunque es difícil dar un elenco de

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obras o de autores que sean

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expresión de esta corriente, ya que el término «Begriffsjurisprudenz» fue usado sobre todo con un fin crítico por sus adversarios, puede decirse que la obra más representativa de la concepción que sobre la ciencia jurídica tenían los estudiosos alemanes convertidos en representates de esta doctrina es El espíritu del Derecho romano (Der Geist des r(imischen Rechts, en cuatro volúmenes, publicados entre 1852 y 1865) de Rudolf von Ihering: en un segundo período este jurista abandonará la jurisprudencia de conceptos para hacerse promotor de la que fue llamada Interessen-jurisprudenZ (jurisprudencia de intereses) con su obra El fin en el Derecho (Der Zweck ¡m Recht, 2 vol., 1877-1883)'.

31. Ihering: el método de la ciencia jurídica

En la Alemania de principios del siglo pasado, el Derecho científico constituyó la verdadera alternativa al derecho codificado. Para los

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pandectistas la codificación se había realizado ya una vez, y era la de Justiniano. Desde entonces, el desarrollo del Derecho debía ser llevado a cabo no tanto por el legislador como por el jurista. En la polémica contra la codificación, la escuela histórica no exaltó ciertamente al Derecho judicial, sino al Derecho científico. El Derecho judicial ni tan siquiera aparecía en el sistema de fuentes tal y como era enunciado por la escuela histórica (veáse p. 68).

Se ha exagerado, quizá, la importancia que tuvo en la escuela histórica el Derecho popular o consuetudinario. Aquello que deseaba Savigny no era tanto una exaltación del Derecho popular cuanto una reforma del Derecho científico. La sustancia del pensamiento de la escuela histórica, primero, y de la pandectística, después, no era que no hubiese nada que cambiar en el sistema de Derecho vigente en Alemania, sino que si algo debía

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ser cambiado, el mejor remedio no era la codificación sino el desarrollo de la ciencia jurídica. También los juristas alemanes, como los franceses y los ingleses, estaban presionados por la cantidad de material jurídico confuso y disperso, pero consideraban que la tarea de poner orden en el caos les correspondía a ellos mismos y no ya a un más o menos astuto legislador. Este concepto está expresado muy claramente por Savigny en el siguiente pasaje de la Vocación:

Estos materiales nos sitian y siguen por todos lados, sin que a menudo lo sepamos. Quizá alguien crea que esta acción se podría destruir, procurando romper todo hilo histórico y comenzar una vida completamente nueva (la alusión a los defensores de la codificación es evidente); pero también semejante empresa estaría fundada en una ilusión... En suma, esta predominante

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influencia de los materiales existentes no puede evitarse en modo alguno: sino que será para nosotros perniciosa si la sufrimos ignorándola; benéfica si le oponemos una fuerza viva y creadora (y esta fuerza no es otra que la ciencia del Derecho), y si mediante un profundo conocimiento histórico nos apoderamos de aquellos materiales, apropiándonos de todo el patrimonio de las pasadas generaciones. (Op. (,¡t., p. 171).

Savigny precisaba, a continuación, que los alemanes estaban particularmente preparados para esta tarea científica por la «tendencia científica general connatural a los alemanes y gracias a la cual se adelantan en no pocas cosas a las demás naciones» (p. 171).

Al final del parágrafo precedente dijimos que la teoría de esta

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concepción de la ciencia jurídica fue elaborada sobre todo por Ihering. En el último volumen de El espíritu del Derecho romano afirma que la ciencia jurídica es universal y que «los juristas de todos los países y épocas hablan la misma lengua». El nacionalismo de Savigny estaba ya superado: esta idea de una ciencia jurídica universal estaba mucho más cercana a la concepción racionalista del Derecho que a la historicista. Esta universalidad de la ciencia jurídica es posible porque se sirve de un método propio, de ciertas técnicas de investigación elaboradas y refinadas a lo largo de siglos, que son válidas para el estudio de cualquier Ordenamiento. Ihering definió este método como un precipitado de la sana razón humana en materia de Derecho. Un iusntauralista no habría usado un lenguaje muy distinto.

La operación más importante a la que debe dedicarse el jurista, además de la aplicación del

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Derecho, es, según Ihering, la simplificación de los materiales jurídicos. Distingue entre una simplificación cuantitativa y una cualitativa. He aquí cómo define la primera:

La simplificación cuantitativa tiende a disminuir la masa de los materiales sin prejuzgar, no obstante, los resultados que se quieran alcanzar. Hacer lo más posible con el menor número de elementos posibles, ésta es su ley: cuanto más escueto sea el material, más fácil es de manejar. (Op. (,¡t., trad. fr., vol. 111, p. 22).

Como se ve, una de las tareas principales de la ciencia jurídica coincidía perfectamente con una de las tareas principales de la codificación.

Las operaciones características de la simplificación cuantitativa son esencialmente tres:

a) 1,'1 análisis jurídico, que

consiste en descomponer el material jurídico recibido a lo largo del tiempo en sus elementos simples

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(como hace la química con la materia). En este capítulo, Ihering se vale esencialmente de la analogía con el alfabeto. La labor del análisis jurídico es la de poner junto a los elementos simples de la experiencia jurídica una especie de alfabeto jurídico, que debería servir para compilar, poniendo las distintas

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letras en diferentes combinaciones, todos los conceptos de la ciencia jurídica. Puede suceder, por poner un ejemplo, que el concepto de «error», como vicio de la voluntad, aparezca por primera vez en un contrato de compraventa; pero después, constatando que este problema se presenta en otras relaciones, hagamos abstracción de la noción de error como noción de carácter general no referida ya a un asunto particular. El procedimiento fundamental en esta sede es la abstracción, que nos permite separar la noción general del caso particular en el que ha surgido.

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b) La concentración lógica, que cumple el camino inverso respecto a la operación precedente en cuanto que consiste en reconstruir aquello que ha sido descompuesto. Si la primera operación es el análisis, la segunda, como por lo demás en todas las ciencias, es la síntesis. A través de esta obra de recomposición, el jurista llega a la formulación del principio latente y casi siempre no expresado en las leyes. El legislador difícilmente reconoce el principio; gira en torno a él con distintas disposiciones particulares. Corresponde al jurista hacer el giro de toda la circunferencia hasta encontrar la vía para llegar al centro. Cuando lo ha hecho es signo de que ha llegado al principio desde el que se domina y se dirige toda la circunferencia. El descubrimiento de los principios es de importancia capital para la ciencia jurídica no sólo por la concentración a la que da lugar, sino también por las nuevas reglas que brotan de ella.

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Obsérvese que esta presunción de obtener reglas del principio abstracto ha sido objeto, precisamente, de las críticas más violentas dirigidas a la jurisprudencia de conceptos, acusada de obtener las reglas jurídicas por un procedimiento meramente lógico y no a través de una valoración concreta de los intereses en juego. Uno de los mayores críticos de este procedimiento será el segundo Ihering: leánse algunas de las divertidas páginas de la

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obra Serio e faceto pella giurisprudenza, trad. ¡t., Florencia, Sansoni 1954.

c) El Ordenamiento sistemático, que permite al jurista no solamente echar una ojeada general sobre los datos de la experiencia jurídica, sino además producir nuevas reglas. Ihering habla en esta sede de una verdadera función productiva de la ciencia del Derecho. He aquí cómo se expresa sobre el valor del sistema en una página concluyente:

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El sistema abre a la ciencia un campo de actividad ilimitado, una mina inagotable de investigación y de descubrimiento; es una fuente de las más vivas joyas intelectuales. Los límites estrechos de la ley positiva no le señalan límites, las cuestiones prácticas inmediatas no le marcan algún camino preestablecido... Llegados a esta concepción de la jurisprudencia y del Derecho no nos parecerá sorprendente que durante más de cinco siglos esta ciencia haya podido ejercer en Roma la más viva atracción y ocupar el puesto de

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la primera de todas las ciencias. Abría al espíritu romano un gimnasio para un ejercicio dialéctico. Y nos explica al mismo tiempo por qué los romanos no hicieron filosofía; la ciencia del Derecho daba completa satis-facción y suministraba amplia

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materia a toda tendencia filosófica. (Op. cit., páginas 77-78).

La simplificación cualitativa se resuelve toda en una operación fundamental por la que se vuelve a asumir el valor científico de la jurisprudencia. Esta operación es la construcción, en la que Ihering ve la aplicación del método de la historia natural a la materia jurídica. La construcción es la que permite distinguir una jurisprudencia superior de una jurisprudencia inferior. Mientras esta última se detiene en la interpretación de la ley (piénsese, por ejemplo, en la función del jurista según la escuela de la exé-gesis), la primera va más allá y llega a aquella operación específica del jurista científico que es la construcción. Todos los juristas hablan de construcción, pero ninguno ha examinado su carácter. Para Ihering, la construc-ción consiste en la caracterización y aislamiento de los institutos jurídicos, que denomina, para

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continuar su analogía con la ciencia natural, cuerpos jurídicos. Una vez caracterizado uno de estos cuerpos jurídicos, la labor de la ciencia jurídica es la de hacer su teoría, que se desarrolla esencialmente a través de estas fases casi obligadas: definición del instituto, o noción que se da con el estudio de sus elementos constitutivos, que son el sujeto, el objeto, el contenido, el efecto, la acción; evolución del instituto, que está comprendida entre su nacimiento y su muerte (y eventuales modificaciones); relación de este instituto con otros; finalmente, inserción del instituto así construido en el sistema.

La construcción, para ser adecuada a su fin, debe seguir algunas reglas, de las que Ihering precisa las tres siguientes:

a) la construcción debe aplicarse exclusivamente al Derecho positivo, del que debe respetar su contenido, aun siendo libre en cuanto a la forma;

b) debe tender a la unidad

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sistemática, eliminando, por ejemplo, las llamadas imposibilidades jurídicas y tratando de conciliar lo más posible lo antiguo con lo nuevo;

c) debe tender a una construcción simple y clara antes que complicada y desgarbada (si bien esta regla es menos absoluta que las demás). Ihering habla a este propósito de una auténtica ley estética de la construcción jurídica. Para que una construcción sea, además de lógicamente (segunda regla), también estéticamente perfecta, conviene que sea clara, es decir, que pueda hacer que la relación sea fácilmente accesible a nuestro entendimiento, de forma que las consecuencias de una determinada relación aparezcan sin velos; natural, es decir, que no pueda derogar a las leyes del mundo físico natural.

No me atrevería a decir que todas estas cosas dichas por Ihering sobre

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el método de la ciencia jurídica son exactas y convincentes. Pero ciertamente son indicativas de cierta mentalidad, de la mentalidad del jurista teórico que construye un bello sistema preocupándose más de la lógica y de la estética que de las consecuencias prácticas de sus construcciones. Es la mentalidad que generalmente ha sido atribuida al jurista partidario del positivismo. Y es por esto por lo que hemos creído necesario hablar de ella aquí como conclusión del panorama histórico de esta corriente. En lo sucesivo la construcción jurídica fue considerada tan indicativa de una mentalidad, que el mismo Ihering, en la segunda fase de su pensamiento, cambiando completamente respecto a la primera, la ponía en ridículo de esta manera:

... pues la construcción es para un jurista moderno lo que la crinolina

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para una dama que se presenta en sociedad. No sé quién es el padre de esta moda. Sólo sé que hubo quien llegó al extremo de construir la misma construcción y de dar indicaciones sobre cómo hacer esto. Llegó incluso a erigir, para cumplir esta tarea, otro piso sobre el edificio de la ciencia jurídica, un piso que en consecuencia se ha llamado «jurisprudencia superior». En el piso de abajo se realizan las tareas más rústicas; allí la materia prima es abatanada, curtida, puesta en adobo, en una palabra, interpretada, para pasar luego en el piso superior a las manos de los artífices juristas, quienes la modelan y le dan forma artística. Encontrada esa forma, la masa inerte se convierte en un ser vivo; mediante algún proceso místico se le insufla vida y aliento, como a la figura de arcilla de Prometen, y el homúnculos jurídico, esto es, el concepto, llega a ser fecundo, se aparea con otros de su especie y prolifera. (Serio e faceto, cit., p. 13). 138

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