El poder en la historia · El poder en la historia* Michel-Rolph Trouillot Esta es una historia...

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El poder en la historia * Michel-Rolph Trouillot Esta es una historia dentro de una historia –tan deslizada en los márgenes que uno quisiera saber cuándo y dónde comenzó y si alguna vez terminará. A mediados de febrero de 1836, el ejército del general Antonio López de Santa Anna había alcanzado los muros desmoronados de la vieja misión de San Antonio de Valero en la provincia mexicana de Tejas. Pocas huellas de los curas franciscanos que habían construido la misión más de un siglo atrás habían sobrevivido a los asaltos combinados del tiempo y una sucesión de residentes menos religiosos. Los ocupantes ilegales intermitentes, soldados españoles y mexicanos, habían convertido el lugar en una suerte de fuerte apodado El Álamo, por el nombre de una unidad de caballería española que emprendió una de las muchas transformaciones del recinto primitivo. Ahora, tres años después de que Santa Anna accediera por primera vez al poder en el México independiente, unos pocos ocupantes ilegales angloparlantes ocupaban el lugar, negándose a rendirse a su fuerza superior. Afortunadamente para Santa Anna, los ocupantes eran superados numéricamente –a lo sumo 189 luchadores potenciales- y la estructura era en sí misma débil. La conquista sería fácil, o al menos eso pensó Santa Anna. La conquista no fue fácil: el sitio se mantuvo a través de doce días de asedio. El 6 de marzo, Santa Anna tocó las cornetas “a degüello” que los mexicanos tradicionalmente usaban para anunciar un ataque a muerte. Más tarde el mismo día, sus fuerzas finalmente irrumpieron en el fuerte, matando a la mayoría de los defensores. Pero unas pocas semanas más tarde, el 21 de abril, en San Jacinto, Santa Anna cayó prisionero de Sam Houston, el flamantemente reconocido líder de la secesionista República de Texas. Santa Anna se recuperó de ese revés, continuó siendo cuatro veces más el líder un México muy reducido. Pero en un sentido importante, fue doblemente derrotado en San Jacinto. Perdió la batalla del día, pero también la batalla que había ganado en El Álamo. Los hombres de Houston habían marcado sus ataques al ejército mexicano con gritos repetidos de “Recuerden El Álamo! Recuerden El Álamo!” A través de esa * Tomado del original en inglés: Trouillot, Michel-Rolph, Silencing the Past. Power and the Production of History, Boston: Beacon Press, 1995, cap. 1 “The Power in the Story”, pp. 1-30. Traducción de Hernán Sorgentini para uso interno de la cátedra de Introducción a la Historia (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UNLP).

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El poder en la historia*

Michel-Rolph Trouillot

Esta es una historia dentro de una historia –tan deslizada en los márgenes que

uno quisiera saber cuándo y dónde comenzó y si alguna vez terminará. A mediados de

febrero de 1836, el ejército del general Antonio López de Santa Anna había alcanzado

los muros desmoronados de la vieja misión de San Antonio de Valero en la provincia

mexicana de Tejas. Pocas huellas de los curas franciscanos que habían construido la

misión más de un siglo atrás habían sobrevivido a los asaltos combinados del tiempo y

una sucesión de residentes menos religiosos. Los ocupantes ilegales intermitentes,

soldados españoles y mexicanos, habían convertido el lugar en una suerte de fuerte

apodado El Álamo, por el nombre de una unidad de caballería española que emprendió

una de las muchas transformaciones del recinto primitivo. Ahora, tres años después de

que Santa Anna accediera por primera vez al poder en el México independiente, unos

pocos ocupantes ilegales angloparlantes ocupaban el lugar, negándose a rendirse a su

fuerza superior. Afortunadamente para Santa Anna, los ocupantes eran superados

numéricamente –a lo sumo 189 luchadores potenciales- y la estructura era en sí misma

débil. La conquista sería fácil, o al menos eso pensó Santa Anna.

La conquista no fue fácil: el sitio se mantuvo a través de doce días de asedio. El

6 de marzo, Santa Anna tocó las cornetas “a degüello” que los mexicanos

tradicionalmente usaban para anunciar un ataque a muerte. Más tarde el mismo día, sus

fuerzas finalmente irrumpieron en el fuerte, matando a la mayoría de los defensores.

Pero unas pocas semanas más tarde, el 21 de abril, en San Jacinto, Santa Anna cayó

prisionero de Sam Houston, el flamantemente reconocido líder de la secesionista

República de Texas.

Santa Anna se recuperó de ese revés, continuó siendo cuatro veces más el líder

un México muy reducido. Pero en un sentido importante, fue doblemente derrotado en

San Jacinto. Perdió la batalla del día, pero también la batalla que había ganado en El

Álamo. Los hombres de Houston habían marcado sus ataques al ejército mexicano con

gritos repetidos de “Recuerden El Álamo! Recuerden El Álamo!” A través de esa

* Tomado del original en inglés: Trouillot, Michel-Rolph, Silencing the Past. Power and the Production of History, Boston: Beacon Press, 1995, cap. 1 “The Power in the Story”, pp. 1-30. Traducción de Hernán Sorgentini para uso interno de la cátedra de Introducción a la Historia (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UNLP).

referencia, hicieron historia en un sentido doble. Como actores, capturaron a Santa

Anna y neutralizaron sus fuerzas. Como narradores, dieron a la historia de El Álamo un

nuevo significado. De allí en más, la derrota militar de marzo no fue más el punto final

de la narrativa, sino un giro necesario en la trama, la prueba de los héroes que, por el

contrario, tornó inevitable y grandiosa la victoria final. Con el grito de batalla de San

Jacinto, los hombres de Houston revirtieron por más de un siglo la victoria que Santa

Anna pensó que había ganado en San Antonio.

Los seres humanos participan en la historia como actores y como narradores. La

ambivalencia inherente a la palabra “historia” en muchos de los lenguajes modernos,

incluyendo el inglés, sugiere esta participación dual. En el uso vernáculo, historia

significa tanto los hechos que importan como una narrativa de esos hechos, tanto “lo

que ocurrió” como “lo que se dice que ha ocurrido”. El primer significado ubica el

énfasis en el proceso socio-histórico, el segundo en nuestro conocimiento de ese

proceso o en un relato sobre ese proceso.

Si yo digo “La historia de los Estados Unidos comienza con Mayflower”, una

afirmación que muchos lectores pueden hallar simplista y controversial, existirán pocas

dudas de que estoy sugiriendo que el primer acontecimiento significativo en el proceso

que ocurrió en lo que ahora denominamos los Estados Unidos es el arribo del

Mayflower. Consideremos ahora una oración gramaticalmente idéntica a la anterior y

posiblemente igualmente controversial: “La historia de Francia comienza con

Michelet”. El significado de la palabra “historia” ha girado de forma inequívoca del

proceso socio-histórico a nuestro conocimiento de ese proceso. La oración afirma que la

primera narración significativa sobre Francia fue la que escribió Jules Michelet.

Sin embargo, la distinción entre lo que ocurrió y lo que se dice que ocurrió no es

siempre tan clara. Consideremos una tercera oración: “La historia de los Estados Unidos

es una historia de migraciones”. El lector puede elegir entender ambos usos de la

palabra historia en tanto que enfatiza el proceso socio-histórico. Entonces, la oración

parece sugerir que el hecho de las migraciones es el elemento central en la evolución de

los Estados Unidos. Pero una interpretación igualmente válida de esa oración es que la

mejor narrativa sobre los Estados Unidos es un relato de migraciones. Esta última

interpretación prevalece si agregamos unos pocos calificativos: “La verdadera historia

de los Estados Unidos es una historia de migraciones. Esa historia está todavía por

escribirse”.

Sin embargo, una tercera interpretación puede poner el énfasis en el proceso

socio-histórico para el primer uso de la palabra “historia” y en el conocimiento y la

narrativa para el segundo uso en la misma oración, sugiriendo así que la mejor narrativa

sobre los Estados Unidos es aquella en la que las migraciones son el tema central. Esta

tercera interpretación es posible sólo porque reconocemos implícitamente una

superposición entre el proceso socio-histórico y nuestro conocimiento de él, una

superposición suficientemente significativa como para permitirnos sugerir, con grados

variantes de intención metafórica, que la historia de los Estados Unidos es una historia

de migraciones. No sólo puede la palabra historia significar el proceso socio-histórico o

nuestro conocimiento de ese proceso, sino que la frontera entre estos dos significados es

frecuentemente bastante fluida.

El uso vernáculo de la palabra historia nos ofrece de este modo una ambigüedad

semántica: una distinción irreductible y, también, una superposición irreductible entre lo

que ocurrió y lo que se dice que ocurrió. Aún más, el uso de la palabra historia sugiere

la importancia del contexto: la superposición y la distancia entre los dos aspectos de la

historicidad pueden no ser encuadrables en una fórmula general. Los modos en que lo

que ocurrió y lo que se dice que ocurrió son y no son lo mismo pueden ser, en sí

mismos, históricos.

Las palabras no son conceptos y los conceptos no son palabras: entre ambos hay

capas de teoría acumulada a través del tiempo. Pero las teorías son construidas a partir

de palabras y con palabras. Así, no es sorprendente que la ambigüedad del uso

vernáculo de la palabra historia haya capturado la atención de muchos pensadores al

menos desde la antigüedad. Lo que sí es sorprendente es la reluctancia con que las

teorías de la historia han tratado esta ambigüedad fundamental. De hecho, en tanto la

historia se transformó en una profesión distinguible, los teóricos han seguido dos

tendencias incompatibles entre sí. Algunos, influenciados por el positivismo, han

enfatizado la distinción entre el mundo histórico y lo que decimos o escribimos acerca

de él. Otros, que adoptan un punto de vista “constructivista”, han acentuado la

superposición entre el proceso histórico y las narrativas sobre ese proceso. La mayoría

ha tratado la combinación misma, el núcleo de la ambigüedad, como si fuera un mero

accidente del habla vernácula a ser corregido por la teoría. Lo que espero hacer es

mostrar cuanto espacio existe para observar la producción de la historia por fuera de las

dicotomías que estas posiciones sugieren y reproducen.

Historicidad unilateral

Las revisiones sumarias de corrientes intelectuales y sub-disciplinas siempre

sub-aprecian los distintos autores que reagrupan algo compulsivamente. No intento

hacer aquí dicho reagrupamiento. Espero que el apartado que sigue logre mostrar de

manera suficiente las limitaciones que cuestiono1.

El positivismo tiene mala prensa hoy, pero al menos parte de ese desdén es bien

merecido. En tanto la historia se consolidó como una profesión en el siglo diecinueve,

académicos influenciados significativamente por visiones positivistas trataron de

teorizar la distinción entre proceso histórico y conocimiento histórico. De hecho, la

profesionalización de la disciplina parte parcialmente de esa distinción: cuanto más

distante está el proceso histórico de su conocimiento, más fácil es pretender un

profesionalismo “científico”. Así, los historiadores y, más particularmente, los filósofos

de la historia, estuvieron orgullosos de descubrir o reiterar ejemplos en los que la

distinción era supuestamente incontrovertible porque estaba marcada no sólo por el

contexto semántico, sino también por la morfología o por el léxico mismo. La distinción

del latín entre res gesta y (historia) rerum gestarum, o la distinción del alemán entre

Geschichte y Geschichtschreibung, ayudó a inscribir una diferencia fundamental, a

veces ontológica, a veces epistemológica, entre lo que ocurrió y lo que se dice que

ocurrió. Estas fronteras filosóficas, a cambio, reforzaron la frontera cronológica entre

pasado y presente heredada de la antigüedad.

La posición positivista dominó la producción académica occidental de un modo

suficiente como para influenciar la visión de la historia entre los historiadores y

filósofos que no necesariamente se ven a sí mismos como positivistas. Principios

emanados de esta visión todavía informan el sentido público de la historia en la mayor

parte de Europa y Norteamérica: el rol del historiador es revelar el pasado, descubrirlo

o, al menos, aproximarse a la verdad. Dentro de este punto de vista, el poder no es un

problema, es irrelevante para la construcción de una narrativa en cuanto tal. En el mejor

de los casos, la historia es un relato sobre el poder, un relato sobre los que ganaron.

La proposición de que la historia es una forma más de ficción es casi tan vieja

como la historia misma, y los argumentos que se han usado para defenderla han variado

enormemente2. Como sugiere Tzvetan Todorov, no hay nada nuevo incluso en la

pretensión de que todo es interpretación, excepto la euforia que ahora la rodea. Lo que

yo denomino visión constructivista de la historia es una versión particular de estas dos

proposiciones que ha ganado visibilidad en la academia desde los años setenta. Esta

versión se construye a partir de avances recientes en la teoría crítica, en la teoría de la

narrativa y la filosofía analítica. En su versión dominante, sostiene que la narrativa

histórica rodea la cuestión de la verdad por la virtud de su forma. Las narrativas están

puestas necesariamente en una trama de un modo en que la vida no lo está. De este

modo, necesariamente distorsionan la vida, tanto si la evidencia sobre la que se basan

puede ser probada como correcta como si no. Dentro de este punto de vista, la historia

se transforma en uno entre muchos tipos de narrativas sin ninguna distinción particular

excepto su pretensión de verdad3. Mientras que la visión positivista oculta los tropos del

poder detrás de una epistemología naïve, la visión constructivista niega la autonomía del

proceso socio-histórico. Tomada desde el punto al que conduce su lógica, el

constructivismo ve la narrativa histórica como una ficción entre otras.

Pero, ¿qué hace que unas narrativas en lugar de otras sean suficientemente

poderosas como para pasar por historia aceptada sino la historicidad misma? Si la

historia es meramente el relato contado por los que ganaron, ¿cómo ganaron ellos en

primer lugar? ¿Y por qué no todos los ganadores cuentan el mismo relato?

Entre la verdad y la ficción

Cada narrativa histórica renueva la pretensión de verdad4. Si escribo un relato

describiendo cómo las tropas estadounidenses que entraron a una prisión alemana en el

final de la Segunda Guerra mundial masacraron quinientos gitanos; si pretendo que este

relato está basado en documentos recientemente hallados en los archivos soviéticos y

corroborado por las fuentes alemanas, y si fabrico esas fuentes y publico mi relato como

tal, no he escrito ficción, he producido una falsificación. He violado las reglas que

gobiernan la pretensión de verdad histórica5. Que estas reglas no hayan sido las mismas

en todos los tiempos y todos los lugares ha conducido a muchos académicos a sugerir

que algunas sociedades (las no occidentales, por supuesto) no diferencian entre ficción e

historia. Esta aserción nos recuerda los debates del pasado entre algunos observadores

occidentales sobre los lenguajes de los pueblos colonizados. Porque no encontraron

libros de gramática o diccionarios entre los denominados salvajes, porque no pudieron

entender o aplicar las reglas gramaticales que gobiernan esos lenguajes, estos

observadores concluyeron que dichas reglas no existían.

Como en el caso de las comparaciones entre Occidente y los muchos otros

subalternos que Occidente creó para sí mismo, el campo fue desigual desde el

comienzo, los objetos contrastados eran eminentemente incomparables. La comparación

yuxtapuso injustamente un discurso sobre el lenguaje y la práctica lingüística: el

metalenguaje de los gramáticos probó la existencia de gramática en los lenguajes

europeos; el discurso espontáneo probó su ausencia en todos los demás lugares.

Algunos europeos y sus estudiantes colonizados vieron en esta supuesta ausencia de

reglas la libertad infantil que llegaron a asociar con el salvajismo, mientras que otros

vieron en ella una prueba de la inferioridad de los no-blancos. Nosotros sabemos ahora

que ambas partes estaban equivocadas: la gramática funciona en todos los lenguajes.

Podría decirse lo mismo acerca de la historia, ¿o es la historia tan infinitamente

maleable en algunas sociedades que pierde su pretensión diferencial de verdad?

La clasificación de todos los no occidentales como fundamentalmente no

históricos está ligada también al supuesto de que la historia requiere un sentido del

tiempo lineal y acumulativo que permita al observador aislar el pasado como una

entidad distinta. Sin embargo, Ibn Khaldhún aplicó fructíferamente una visión cíclica

del tiempo al estudio de la historia. Más aún, la adhesión exclusiva a una visión lineal

del tiempo por parte de los historiadores occidentales, y el concurrente rechazo de los

pueblos dejados “sin historia” datan ambos del siglo diecinueve6. ¿Tuvo Occidente una

historia antes de 1800?

La perniciosa creencia de que la validez epistemológica importa sólo a las

poblaciones educadas en los parámetros occidentales, ya sea porque otros carecen de un

sentido apropiado del tiempo o de un sentido apropiado de la evidencia, se contradice

por el uso de marcadores evidenciales en un número importante de lenguajes no

europeos7. Una aproximación desde el inglés sería una regla que forzara a los

historiadores a distinguir gramaticalmente entre “escuché que ocurrió,” “vi que ocurrió”

o “obtuve evidencia de que ocurrió” cada vez que usan el verbo ocurrir. El inglés, por

supuesto, no tiene esa regla gramatical para valorar la evidencia. ¿El hecho de que el

tucuya tiene un sistema elaborado de marcadores evidenciales predispone a sus

hablantes amazónicos a ser mejores historiadores que la mayoría de los ingleses?

Arjun Appadurai argumenta convincentemente que las reglas sobre lo que él

llama “la debatibilidad del pasado” operan en todas las sociedades8. Aunque estas reglas

exhiben variaciones sustantivas en tiempo y espacio, en todos los casos buscan

garantizar una credibilidad mínima en la historia. Appadurai sugiere un número de

obligaciones formales que imponen universalmente la credibilidad y el límite del

carácter de los debates históricos: autoridad, continuidad, profundidad e

interdependencia. En ningún lugar la historia es infinitamente susceptible a la

invención.

La necesidad de un tipo diferente de credibilidad coloca a la narrativa histórica

aparte de la ficción. Esta necesidad es tanto contingente como necesaria. Es contingente

en tanto algunas narrativas van y vienen a través de la línea entre ficción e historia,

mientras otras ocupan una posición indefinida que parece negar la misma existencia de

una línea. Es necesaria en tanto que, en cierto punto, grupos humanos históricamente

específicos deben decidir si una narrativa particular pertenece a la historia o a la ficción.

En otras palabras, la ruptura epistemológica entre historia y ficción es siempre

expresada concretamente a través de una evaluación de narrativas específicas situada

históricamente.

¿Es el canibalismo isleño hecho o ficción? Los académicos han tratado

ampliamente de confirmar o desacreditar las controversias de algunos de los tempranos

colonizadores españoles acerca de que los nativos americanos de las Antillas

practicaban el canibalismo9. La asociación semántica entre caribes, caníbales y Calibán,

¿está basada en algo más que fantasmas europeos? Algunos académicos afirman que la

fantasía ha alcanzado tal significación para Occidente que importa poco si está basada

en hechos. ¿Significa ésto que la línea entre historia y ficción carece de utilidad?

Mientras las conversaciones reúnen a europeos hablando de indios muertos, el debate es

meramente académico.

Pero incluso los indios muertos pueden retornar para atormentar a los

historiadores profesionales y aficionados. El Consejo Inter-Tribal de Indios Americanos

afirma que los restos de más de un millar de individuos, mayormente americanos

nativos católicos, están enterrados en los suelos adyacentes a El Álamo, en un viejo

cementerio otrora ligado a la misión franciscana, del cual las huellas más visibles han

desaparecido. Los esfuerzos del Consejo por obtener el reconocimiento del carácter

sagrado de esos suelos por parte del estado de Texas y la ciudad de San Antonio han

alcanzado un éxito sólo parcial. Aún así, han sido suficientemente impresionantes como

para amenazar el control que la organización que custodia El Álamo, las Hijas de la

República de Texas, ha mantenido sobre el sitio histórico concedido a ella por el estado

desde 1905.

El debate sobre los suelos encaja dentro de una guerra más amplia que algunos

observadores han apodado “la segunda batalla de El Álamo”. Esta controversia mayor

atañe al sitio del recinto de 1836 por las fuerzas de Santa Anna. ¿Es aquella batalla un

momento de gloria en el que los anglos amantes de la libertad, superados en número

pero no intimidados, eligieron espontáneamente pelear hasta la muerte antes que

rendirse a un corrupto dictador mexicano? ¿O es un brutal ejemplo del expansionismo

de los Estados Unidos, la historia de unos pocos predadores blancos apoderándose de lo

que era un territorio sagrado y sólo a medias de buena gana proveyendo, con sus

muertes, la coartada para una anexión bien planeada? Expuesto en estos términos, el

debate evoca cuestiones que han dividido a algunos historiadores y habitantes de Texas

a lo largo de los últimos veinte años. Además, en tanto la población de San Antonio está

ahora compuesta por un 56 por ciento nominal de hispanos, muchos de los cuales

reconocen además algún ancestro indígena, “la segunda batalla de El Álamo” ha llegado

literalmente a las calles. Manifestaciones, desfiles, editoriales y demandas presentadas

ante varios municipios o cortes –incluyendo una que bloquea las calles que ahora

conducen a El Álamo- marcan el debate entre partes crecientemente enfadadas.

En el contexto acalorado de este debate, defensores de ambos lados están

cuestionando aseveraciones factuales, cuya exactitud importaba a pocos hace medio

siglo. Los “hechos”, tanto triviales como prominentes en relativo aislamiento, son

cuestionados o anunciados por cada campo.

……………………..

Los historiadores han cuestionado ampliamente la veracidad de algunos de los

acontecimientos en las narrativas de El Álamo, más notablemente la historia de la línea

en el suelo. De acuerdo con esa historia, cuando estuvo claro que la elección para los

189 ocupantes de El Álamo era entre escapar y la muerte segura a manos de los

mexicanos, el comandante William Barret Travis trazó una línea en el suelo. Luego

pidió a todos los que estaban dispuestos a pelear que la cruzaran. Supuestamente, todos

cruzaron –excepto por supuesto el hombre que convenientemente escapó para contar la

historia. Los historiadores de Texas, y especialmente los autores del lugar que escriben

textos escolares e historia popular, han coincidido desde hace tiempo en que esta

particular narrativa es sólo “una buena historia”, y que “no importa realmente si es

verdadera o no”10. Dichos señalamientos fueron hechos antes de la presente ola

constructivista por gente que por otra parte creía que los hechos eran hechos y nada más

que hechos. Pero en un contexto en el que el coraje de los hombres que permanecieron

en El Álamo es abiertamente cuestionado, la línea en el suelo pasa de repente a integrar

los muchos “hechos” que son sometidos a un examen de credibilidad.

La lista es infinita11. ¿Dónde estaba exactamente el cementerio, y están todavía

allí los restos? Las visitas turísticas a El Álamo, ¿están violando los derechos religiosos

de los muertos y entonces el estado de Texas debería intervenir? ¿Pagó el mismo estado

de Texas un precio arreglado a la iglesia católica romana por la capilla de El Álamo? Si

no fue así, ¿son los custodios usurpadores de un sitio histórico? James Bowie, uno de

los líderes estadounidenses blancos, ¿enterró un tesoro robado en el sitio? Si fue así,

¿fue esa la razón real por la que los ocupantes eligieron pelear o, por el contrario,

Browie trató de negociar para salvar tanto su vida como su tesoro? En breve, ¿cuánto

hubo de codicia, antes que de patriotismo, en la batalla de El Álamo? ¿Creyeron

erróneamente los sitiados que había refuerzos en camino y, si fue así, hasta qué punto

podemos creer en su coraje? ¿Murió Davy Crockett durante o después de la batalla?

¿Trató de rendirse? ¿Realmente llevaba puesto un sombrero de mapache?

La última pregunta puede sonar como la más trivial de una ya bizarra lista, pero

se descubre como menos insignificante y para nada bizarra cuando notamos que el

sepulcro de El Álamo es una de las principales atracciones turísticas de Texas, que

recibe unos tres millones de visitantes por año. Ahora que las voces locales se han

hecho oír lo suficiente como para cuestionar la inocencia de un pequeño gringo

luciendo un sombrero de Davy, mamá y papá pueden pensar dos veces antes de comprar

uno, y los custodios de la historia tiemblan, preocupados porque el pasado se pone al día

demasiado rápido con el presente. En el contexto de esa controversia, de repente

importa cuán real fue Davy.

La lección del debate es clara. A cierto nivel, por razones que son ellas mismas

históricas, la mayor parte de las veces estimuladas por la controversia, las colectividades

experimentan la necesidad de imponer un examen de credibilidad sobre ciertos

acontecimientos y narrativas porque les importa a ellas si esos acontecimientos son

verdaderos o falsos, si esas historias son hecho o ficción.

Los que les importa a ellos no necesariamente nos importa a nosotros. Pero,

¿cuán lejos podemos llegar con nuestro aislamiento? ¿Realmente no importa si la

narrativa dominante del Holocausto judío es verdadera o falsa? ¿Realmente no hace

ninguna diferencia si los líderes de la Alemania nazi realmente planearon y supervisaron

la muerte de seis millones de judíos o no?

Los asociados del Instituto de Revisión Histórica sostienen que la narrativa del

Holocausto importa, pero también que es falsa. Generalmente acuerdan que los judíos

fueron víctimas durante la Segunda Guerra Mundial, y algunos incluso aceptan que el

Holocausto fue una tragedia. Sin embargo, la mayoría profesa clarificar tres cuestiones:

el número reportado de seis millones de judíos asesinados por los nazis, el plan

sistemático de los nazis para el exterminio de los judíos; la existencia de “cámaras de

gas” para asesinatos masivos12. Los revisionistas sostienen que no existe evidencia

irrefutable para sostener ninguno de esos “hechos” centrales de la narrativa dominante

del Holocausto, la que sirve solamente para perpetuar varias políticas estatales en los

Estados Unidos, Europa e Israel.

Las tesis de los revisionistas han sido refutadas por varios autores. El historiador

Pierre Vidal-Naquet, cuya madre murió en Auschwitz, ha usado sus repetidas

refutaciones de las tesis revisionistas para plantear preguntas poderosas acerca de la

relación entre producción académica y responsabilidad política. Jean-Pierre Pressac, él

mismo un revisionista, documenta mejor que cualquier otro historiador la maquinaria de

la muerte alemana. El libro más reciente de Deborah Lipstadt sobre el tema examina las

motivaciones políticas de los revisionistas para lanzar una crítica ideológica al

revisionismo. A este último tipo de crítica, los revisionistas responden que ellos son

historiadores: ¿por qué sus motivos importan si ellos siguen “los métodos

consuetudinarios de la crítica histórica”? No podemos desechar la teoría heliocéntrica

sólo porque Copérnico aparentemente odiaba a la Iglesia Católica13.

El hecho de que los revisionistas reivindiquen su adherencia a los

procedimientos empíricos provee un caso perfecto para evaluar los límites del

constructivismo histórico14. Las cuestiones políticas y morales inmediatas en juego para

muchos alrededor del mundo en las narrativas del Holocausto, y la intensidad y

resonancia de distintos grupos en los Estados Unidos y Europa, dejan a los

constructivistas desprovistos tanto política como teóricamente. Porque para los

constructivistas la única posición lógica en el debate sobre el Holocausto es negar que

haya un asunto en debate. Los constructivistas pueden sostener que no importa

realmente si hubo cámaras de gas o no, si los muertos doblaron uno o seis millones, o si

el genocidio fue planeado. Y, de hecho, el constructivista Hayden White llegó

peligrosamente a estar cerca de sugerir que la principal relevancia de la narrativa

dominante sobre el Holocausto es que sirve para legitimar las políticas del estado de

Israel15. White posteriormente matizó su posición constructivista extrema y ahora

sostiene un relativismo mucho más modesto16.

Pero, ¿cuánto podemos reducir lo que ocurrió a lo que se dice que ocurrió? Si

seis millones no importan realmente, ¿sería suficiente con dos millones, o algunos de

nosotros resolveríamos la diferencia postulando tres millones? Si el significado es

totalmente riguroso a partir de un referente que está “allí afuera”, si no hay propósito

cognitivo, nada que probar o desaprobar, ¿cuál es entonces la finalidad del relato? La

respuesta de White es clara: establecer autoridad moral. Pero entonces, ¿por qué

molestar con el Holocausto y la esclavitud en las plantaciones, Pol Pot o la Revolución

Francesa, cuando tenemos a Caperucita Roja?

El dilema del constructivismo es que mientras puede señalar cientos de relatos

que ilustran su tesis general de que las narrativas son producidas, no puede dar cuenta

en forma completa de la producción de una sola narrativa. Porque, o bien todos

nosotros compartimos relatos de legitimación, o las razones por las cuales un relato

específico importa son ellas mismas históricas. Afirmar que una narrativa particular

legitima políticas particulares es referir implícitamente a un relato “verdadero” de esas

políticas a través del tiempo, un relato que en sí mismo puede tomar la forma de otra

narrativa. Pero admitir la posibilidad de esta segunda narrativa es, por el contrario,

admitir que el proceso histórico tiene alguna autonomía vis-a-vis de la narrativa. Es

admitir que tan ambigua y contingente como sea, la frontera entre lo que ocurrió y lo

que se dice que ocurrió es necesaria.

No se trata de que algunas sociedades distingan entre ficción e historia y otras

no. Por el contrario, la diferencia es la gama de narrativas que colectividades específicas

deben poner a su propio examen de credibilidad histórica debido a las cuestiones en

juego en esas narrativas.

Historicidad de un sólo lado

Nos equivocaríamos si pensáramos que estas cuestiones proceden naturalmente

de la importancia del acontecimiento original. La extendida noción de la historia como

reminiscencia de experiencias importantes del pasado conduce a equivocaciones. El

modelo en sí mismo es bien conocido: la historia es a la colectividad lo que el recuerdo

es a un individuo, la más o menos consciente recuperación de experiencias del pasado

depositadas en la memoria. Dejando de lado sus numerosas variaciones, podemos

denominarlo, en breve, el modelo de almacenamiento de memoria-historia.

El primer problema con el modelo de almacenamiento es su edad, la ciencia

anticuada sobre la que se sostiene. El modelo asume una visión del conocimiento como

recolección, que se remonta a Platón, una visión hoy cuestionada por filósofos y

científicos cognitivos. Más aún, la visión de la memoria individual desde la que el

modelo se construye ha sido fuertemente cuestionada por investigadores de distintas

estirpes desde, por lo menos, fines del siglo diecinueve. En esta visión, los recuerdos

son representaciones discretas guardadas en un armario, cuyos contenidos son

generalmente precisos y accesibles a voluntad. Investigaciones recientes han

cuestionado todos estos supuestos. Recordar no es siempre convocar representaciones

de lo que ocurrió. Atar un zapato requiere de la memoria, pero pocos de nosotros nos

dedicamos a recordar explícitamente imágenes cada vez que rutinariamente nos atamos

los zapatos. Tanto si la distinción entre memoria implícita o explícita implica sistemas

de memoria diferentes como si no, el hecho de que estos sistemas están

inextricablemente ligados en la práctica parece ofrecer una razón más para explicar

porqué los recuerdos explícitos cambian. En todo caso, existe evidencia de que los

contenidos de nuestro armario no son nunca fijos ni son accesibles a voluntad17.

Más aún, si esos contenidos se completan, no forman una historia. Consideremos

un monólogo que describa en una secuencia todos los recuerdos de un individuo.

Sonaría como una cacofonía sin sentido incluso para el narrador. Más aún, es al menos

posible que acontecimientos por otra parte significativos para la trayectoria de vida no

fueran conocidos por el individuo en el tiempo que ocurrieron y no puedan ser contados

como experiencias recordadas. El individuo sólo puede recordar la revelación, no el

acontecimiento mismo. Puedo recordar que fui a Japón sin recordar como se sentía estar

en Japón. Puedo recordar que me dijeron que mis padres me llevaron a Japón cuando

tenía seis meses. Pero entonces, ¿es sólo la revelación la que pertenece a mi historia de

vida? ¿Podemos excluir con seguridad de la historia de uno todos los acontecimientos

no experimentados o no revelados aún, incluyendo, por ejemplo, una adopción al

momento del nacimiento? Una adopción podría proveer una perspectiva crucial acerca

de episodios que en verdad ocurrieron antes de su revelación. La revelación en sí misma

puede afectar la memoria futura del narrador acerca de acontecimientos que pasaron

antes.

Si los recuerdos en tanto que historia individual son construidos, incluso en este

sentido mínimo, ¿cómo es posible fijar el pasado que ellos recuperan? El modelo de

almacenamiento no tiene respuesta a este problema. Tanto en su versión popular como

académica supone la existencia independiente de un pasado fijo y propone a la memoria

como la recuperación de aquel contenido. Pero el pasado no existe independientemente

del presente. De hecho, el pasado es pasado sólo porque hay un presente, sólo en tanto

puedo señalar algo allí porque estoy aquí. Pero nada está inherentemente allí o aquí. En

ese sentido, el pasado no tiene contenido. El pasado –o, más precisamente, el carácter

pasado del pasado- es una posición. Así, de ningún modo podemos identificar el pasado

como pasado. Dejando a un lado por ahora el hecho de que mi conocimiento de que una

vez fui a Japón, no importa cuan indirecto, puede no ser de la misma naturaleza que

recordar cómo se sentía estar en Japón, el modelo supone que ambas clases de

información existen previamente a que yo las recuperara. ¿Pero cómo las recupero

como pasado sin un conocimiento previo o memoria de lo que constituye el carácter

pasado del pasado?

Los problemas de determinar qué pertenece al pasado se multiplican una decena

de veces cuando se dice que el pasado es colectivo. De hecho, cuando la ecuación

memoria-historia se transfiere a una colectividad, todo el peso del individualismo

metodológico se agrega a las dificultades inherentes del modelo de almacenamiento.

Con el objetivo de realizar una descripción, podemos querer suponer que la historia de

vida de un individuo comienza con su nacimiento. ¿Pero cuándo comienza la vida de

una colectividad? ¿En qué punto establecemos el comienzo del pasado que

recuperamos? ¿Cómo decidimos –y cómo decide la colectividad- qué acontecimientos

incluir y cuáles excluir? El modelo de almacenamiento supone no sólo el pasado que es

recordado sino también el sujeto colectivo que hace el recuerdo. El problema con este

supuesto dual es que el pasado construido en sí mismo es constitutivo de la colectividad.

¿Recuerdan los europeos y norteamericanos blancos el descubrimiento del

Nuevo Mundo? Ni Europa tal como la conocemos hoy, ni la blancura tal como la

experimentamos hoy, existían como tales en 1492. Ambas son constitutivas de esta

entidad retrospectiva que ahora denominamos Occidente, sin la cual el

“descubrimiento” es impensable en su forma presente. ¿Pueden los ciudadanos de

Québec, cuyas patentes orgullosamente dicen “yo recuerdo”, realmente recuperar

recuerdos del estado colonial francés? ¿Pueden los macedonios, quien quiera que

puedan ser, recuperar los conflictos tempranos y las promesas del panhelenismo?

¿Puede cualquier persona en cualquier lugar realmente recordar la primera conversión

en masa de los serbios al cristianismo? En estos casos, como en muchos otros, los

sujetos colectivos que supuestamente recuerdan no existían como tales en el tiempo de

los acontecimientos que sostienen recordar. Por el contrario, su constitución como

sujetos va de la mano de la continua creación del pasado. En este sentido, ellos no

suceden a ese pasado: son sus contemporáneos.

Incluso cuando las continuidades históricas son incuestionables, no podemos

asumir de ningún modo una correlación simple entre la magnitud de los

acontecimientos en tanto ocurrieron y su relevancia para las generaciones que los

heredan a través de la historia. El estudio comparativo de la esclavitud en las Américas

provee un ejemplo atractivo de cómo lo que frecuentemente denominamos el “legado

del pasado” puede no ser algo legado por el pasado en sí mismo.

A primera vista, parecería obvio que la relevancia histórica de la esclavitud en

los Estados Unidos procede de los horrores del pasado. Ese pasado es evocado

constantemente como el punto de inicio de un trauma que continúa y como una

explicación necesaria de las desigualdades que sufren los negros en el presente. Yo sería

el último en negar que la esclavitud de plantación fue una experiencia traumática que

dejó heridas profundas en el continente americano. Pero la experiencia de los afro-

americanos fuera de los Estados Unidos desafía la correlación directa entre traumas del

pasado y relevancia histórica.

En el contexto del hemisferio, los Estados Unidos importaron un número

relativamente reducido de africanos esclavizados tanto antes como después de la

independencia. Durante cuatro siglos, el comercio de esclavos trajo al menos diez

millones de esclavos al Nuevo Mundo. Los africanos esclavizados trabajaron y

murieron en el Caribe un siglo antes de la fundación de Jamestown, Virginia. Brasil, el

territorio donde la esclavitud duró más, recibió la parte del león de los esclavos

africanos, cerca de cuatro millones. La región del Caribe como un todo importó incluso

más esclavos que Brasil, distribuidos entre las colonias de varios poderes europeos. Más

aún, las importaciones eran altas dentro de los territorios individuales del Caribe,

especialmente las islas azucareras. Así, la isla caribeña francesa de Martinica, un

territorio minúsculo que abarca menos de un cuarto del tamaño de Long Island, importó

más esclavos que todos los estados de los Estados Unidos combinados18. Ciertamente,

para principios del siglo diecinueve, los Estados Unidos tenían más esclavos criollos

que cualquier otro país americano, pero su número se debía al incremento natural. Más

aún, tanto en términos de su duración como en términos del número de individuos

involucrados, de ningún modo podemos decir que la magnitud de la esclavitud en los

Estados Unidos superó a la de Brasil o el Caribe.

Segundo, la esclavitud fue al menos tan significativa para la vida cotidiana de

Brasil y las sociedades caribeñas como para la sociedad estadounidense como un todo.

Las islas azucareras británicas y francesas en particular, desde Barbados y Jamaica en el

siglo diecisiete a Santo Domingo y Martinica en el dieciocho, no eran simplemente

sociedades que tenían esclavos: eran sociedades esclavistas. La esclavitud definía su

organización económica, social y cultural: era su razón de ser. La gente que vivía allí,

libres o no, vivían allí porque allí había esclavos. El equivalente en el norte sería que la

totalidad de la parte continental de los Estados Unidos luciera como el estado de

Alabama en el momento pico de la carrera del algodón.

Tercero, no necesitamos asumir que el sufrimiento humano puede ser medido

para afirmar que las condiciones materiales de los esclavos no eran mejores fuera de los

Estados Unidos que dentro de sus fronteras. Más allá de las alegaciones de

paternalismo, sabemos que los esclavistas norteamericanos no eran más humanos que

sus contrapartes brasileños o caribeños. Pero sabemos también que la cuota humana de

la esclavitud, tanto física como cultural, estaba íntimamente ligada a las exigencias de

producción, fundamentalmente el régimen de trabajo. Las condiciones de trabajo

generalmente impusieron una menor expectativa de vida, altas tasas de mortalidad y

tasas de natalidad mucho más bajas entre los esclavos caribeños y brasileños que entre

sus contrapartes estadounidenses19. Desde este punto de vista, la caña de azúcar fue la

tortura más sádica para los esclavos.

En síntesis, existe una masa de evidencia suficientemente grande para sostener

un modesto alegato empírico: de ningún modo podemos afirmar que el impacto de la

esclavitud como realmente ocurrió haya sido más fuerte en los Estados Unidos que en

Brasil y el Caribe. Pero entonces, ¿por qué tanto la relevancia simbólica de la esclavitud

en tanto trauma como la relevancia analítica de la esclavitud como explicación socio-

histórica son más importantes hoy en los Estados Unidos que en Brasil o el Caribe?

Parte de la respuesta puede estar en los modos en que la esclavitud

estadounidense terminó: una guerra civil por la cual los blancos parecen culpar más a

los esclavos que a Abraham Lincoln –cuyo propios motivos en la empresa, por otra

parte, permanecen disputados. Parte de la respuesta puede ser el destino de los

descendientes de los esclavos, pero esa, en sí misma, no es una cuestión del “pasado”.

La perpetuación del racismo en los Estados Unidos es menos un legado de la esclavitud

que un fenómeno moderno renovado por generaciones de inmigrantes blancos cuyos

propios ancestros fueron probablemente ocupados en formas de trabajo forzado, en uno

u otro tiempo, en el interior de Europa.

De hecho, no todos los negros que fueron testigos de la esclavitud creían que

ésta fuese un legado cuyo peso ellos y sus hijos cargarían por siempre20. Medio siglo

después de la emancipación, la esclavitud no era tampoco un tema principal entre los

historiadores blancos, aunque por distintas razones. La historiografía estadounidense, tal

vez por razones no demasiado diferentes de las de su contraparte brasileña, produjo sus

propios silencios sobre la esclavitud de los afro-americanos. Más temprano en este

siglo, hubo negros y blancos en Norteamérica que discutieron tanto acerca de la

relevancia simbólica como de la relevancia analítica de la esclavitud para el presente

que estaban viviendo21. Esos debates sugieren que la relevancia histórica no procede

directamente del impacto original de un acontecimiento, ni de su modo de inscripción,

ni siquiera de la continuidad de esa inscripción.

Los debates sobre El Álamo, el Holocausto o la significación de la esclavitud en

los Estados Unidos involucran no sólo a los historiadores profesionales sino también a

líderes étnicos y religiosos, políticos, periodistas y asociaciones varias de la sociedad

civil, así como a ciudadanos independientes, no todos los cuales son militantes. Esta

variedad de narradores es uno de los varios elementos que indican que las teorías de la

historia tienen una visión más bien limitada del campo de la producción histórica. Estas

teorías desestiman equivocadamente el tamaño, la relevancia y la complejidad de los

sitios superpuestos en que se produce la historia, fundamentalmente afuera de la

academia22.

La fuerza de la corporación de historiadores varía de una sociedad a otra. Incluso

en las sociedades altamente complejas en las que el peso de la corporación es

significativo, nada hace de la producción de los historiadores un corpus cerrado. Al

contrario, esa producción interactúa no sólo con el trabajo de otros académicos, sino

también de manera importante con la historia producida afuera de las universidades.

Así, la conciencia temática de la historia no es activada sólo por académicos

reconocidos. Todos somos historiadores aficionados con varios grados de conciencia

acerca de nuestra producción. También aprendemos historia de aficionados semejantes.

Las universidades y las publicaciones universitarias no son los únicos loci de

producción de la narrativa histórica. Los libros se venden incluso mejor que los

sombreros de mapache en el negocio de regalos de El Álamo, al cual media docena de

títulos de historiadores aficionados le reportan más de 400.000 dólares por año. Como

argumenta Marc Ferro, la historia tiene muchos hogares y los académicos no son los

únicos profesores de historia en la tierra23.

La mayoría de los europeos y norteamericanos aprende sus primeras lecciones

de historia a través de los medios, que no están sujetos a los estándares establecidos por

las revisiones de pares, las publicaciones universitarias o los comités doctorales. Los

ciudadanos promedio acceden a la historia a través de celebraciones, visitas a sitios y

museos, películas, feriados nacionales y libros de enseñanza primaria mucho antes de

leer a los historiadores que han establecido los estándares del momento para colegas y

estudiantes. Ciertamente, las visiones que aprenden allí son, por el contrario, sostenidas,

modificadas o cuestionadas por académicos que hacen investigación primaria. En tanto

la historia continúa consolidándose profesionalmente, en tanto los historiadores se

vuelven cada vez más rápidos en modificar sus objetivos y redefinir sus herramientas de

investigación, el impacto de la historia académica crece, incluso si lo hace

indirectamente.

Pero no nos permitamos olvidar cuan frágil, cuan limitada y cuan reciente esa

hegemonía aparente puede ser. No nos permitamos olvidar que, hace bastante poco

tiempo, en muchas partes de los Estados Unidos la historia nacional y del mundo

prolongaba una narrativa providencial con fuertes tonos religiosos. La historia del

mundo comenzaba entonces con la Creación, cuya fecha era supuestamente bien

conocida, y continuaba con el Destino Manifiesto, como adecuaciones de un país

privilegiado por la Divina Providencia. Las ciencias sociales estadounidenses tienen

todavía que deshacerse de la creencia en el excepcionalismo estadounidense que permeó

su nacimiento y evolución24. Asimismo, el profesionalismo académico no ha logrado

todavía silenciar la historia creacionista, la que está todavía viva en enclaves dentro del

sistema educativo.

Ese sistema educativo puede no tener la última palabra en cualquier cuestión,

pero su eficiencia limitada se corta en ambos sentidos. Desde mediados de los años

cincuenta hasta fines de los sesenta, los estadounidenses aprendieron acerca de la

historia de la Norteamérica colonial y el oeste americano más por las películas y la

televisión que por los libros de estudiosos. ¿Recuerdas El Álamo? Aquella fue una

lección de historia dada por John Wayne en la pantalla. Davy Crockett fue un personaje

televisivo que se transformó en una figura histórica significativa más que lo contrario25.

Antes y después del largo compromiso de Hollywood con la historia de vaqueros y

pioneros, libros de historietas antes que libros de texto, canciones folklóricas antes que

tablas cronológicas llenaron las grietas dejadas por las películas del oeste. Entonces

como ahora, los niños de los Estados Unidos y unos cuantos varones jóvenes en todas

partes aprendieron a tematizar partes de esa historia jugando a los vaqueros y los indios.

Finalmente, la corporación comprensiblemente refleja las divisiones sociales y

políticas de la sociedad estadounidense. Más aún, en virtud de sus pretensiones

profesionales, la corporación no puede expresar opiniones políticas en cuanto tales –al

contrario de, por supuesto, militantes y lobbistas. Así, irónicamente, cuanto más

importante es una cuestión para segmentos específicos de la sociedad civil, más

apagadas serán las interpretaciones de los hechos ofrecidas por la mayoría de los

historiadores profesionales. Para la mayoría de los individuos involucrados en las

controversias que rodean el quinto centenario de Colón, el “último hecho” exhibido en

el Museo Smithsoniano sobre la Enola Gay e Hiroshima, la excavación de cementerios

de esclavos o la construcción del Memorial de Vietnam, las afirmaciones producidas

por la mayoría de los historiadores parecen sosas o irrelevantes. En estos casos, como

en muchos otros, aquellos a quienes más les importa la historia buscaron

interpretaciones históricas en los márgenes de la academia cuando no completamente

fuera de ella.

Aún así, el hecho de que la historia también sea producida afuera de la academia

ha sido ampliamente ignorado en las teorías de la historia. Más allá de un amplio –y

relativamente reciente- acuerdo sobre el carácter situado del historiador profesional,

existe poca exploración concreta de las actividades que ocurren en todos los otros

lugares pero que impactan significativamente en el objeto de estudio. Ciertamente, ese

impacto no se presta fácilmente a fórmulas generales, un predicamento que reprochan la

mayoría de los teóricos. He señalado que mientras la mayoría de los teóricos reconoce

en principio que la historia involucra tanto el proceso social como las narrativas sobre

ese proceso, las teorías de la historia en verdad privilegian uno de estos dos aspectos,

como si el otro no importara.

Esta unilateralidad es posible porque las teorías de la historia raramente

examinan en detalle la producción concreta de narrativas específicas. Las narrativas son

ocasionalmente evocadas como ilustraciones o, en el mejor de los casos, descifradas en

cuanto textos, pero el proceso de su producción raramente constituye el objeto de

estudio26. De modo similar, la mayoría de los académicos admitiría de buena gana que

la producción histórica ocurre en muchos lugares. Pero el peso relativo de esos lugares

varía con el contexto y estas variaciones imponen en el teórico el peso de lo concreto.

Así, un examen de los palacios franceses como sitios de producción puede ofrecer

lecciones ilustrativas para una comprensión del papel de Hollywood en la conciencia

histórica estadounidense, pero ninguna teoría abstracta puede establecer, a priori, las

reglas que gobiernan el impacto relativo de los castillos franceses y los de las películas

norteamericanas en la historia académica producida en estos dos países.

Cuanto más pesado es el peso de lo concreto, más probable es que sea evitado

por la teoría. Así, incluso los mejores tratamientos de la historia académica proceden

como si lo que ocurrió en otros sitios fuera ampliamente inconsecuente. Pero, ¿carece

realmente de consecuencias el hecho de que la historia de los Estados Unidos está

siendo escrita en el mismo mundo en que pocos niños pequeños quieren ser los indios?

Teorizando la ambigüedad y rastreando el poder

La historia es siempre producida en un contexto histórico específico. Los actores

históricos son también narradores y viceversa.

La afirmación de que las narrativas son siempre producidas en la historia me

conduce a proponer dos opciones. Primero, sostengo que una teoría de la narrativa

histórica debe reconocer tanto la distinción como la superposición entre proceso y

narrativa. Así, aunque este libro trata fundamentalmente de la historia como

conocimiento y narrativa27, considera de un modo completo la ambigüedad inherente en

los dos aspectos de la historicidad.

La historia, como proceso social, involucra a las personas en tres capacidades

distintas: 1) como agentes, u ocupantes de posiciones estructurales; 2) como actores en

interacción constante con un contexto; y 3) como sujetos, esto es, como voces

conscientes de su vocalidad. Los ejemplos clásicos de lo que denomino agentes son los

estratos y posiciones a los que las personas pertenecen, tales como clase y status, y los

roles asociados con ellos. Los trabajadores, los esclavos y las madres son agentes28. Un

análisis de la esclavitud puede explorar las estructuras socioculturales, políticas,

económicas e ideológicas que definen las posiciones de esclavos y esclavistas.

Por actores, quiero significar el haz de capacidades que son específicas en

tiempo y espacio en modos en que tanto su existencia como su entendimiento se apoyan

fundamentalmente en particulares históricos. Una comparación de la esclavitud afro-

americana en Brasil y los Estados Unidos que vaya más allá de la tabla estadística debe

considerar los particulares históricos que definen las situaciones comparadas. Las

narrativas históricas consideran situaciones particulares y, en ese sentido, deben

considerar a los seres humanos como actores29.

Pero hombres y mujeres son también los sujetos de la historia del modo en que

los trabajadores son los sujetos de una huelga: ellos definen los mismos términos bajo

los cuales algunas situaciones pueden ser descriptas. Consideremos una huelga como

acontecimiento histórico desde un punto de vista estrictamente narrativo, esto es, sin las

intervenciones que usualmente ponemos bajos las etiquetas de la interpretación y la

explicación. No hay modo en que podamos describir una huelga sin hacer de las

capacidades subjetivas de los trabajadores una parte central de la descripción30. Señalar

su ausencia de los lugares de trabajo es ciertamente insuficiente. Necesitamos señalar

que ellos llegaron colectivamente a la decisión de permanecer en sus hogares en lo que

se suponía que iba a ser una jornada de trabajo. Necesitamos agregar que ellos actuaron

colectivamente en esta decisión. Pero incluso esta descripción, que toma en cuenta la

posición de los trabajadores como actores, no llega a ser una descripción correcta de una

huelga. De hecho, hay algunos otros contextos en los cuales esta descripción podría dar

cuenta de algo más. Los trabajadores podrían haber decidido: si la tormenta de nieve

excede las diez pulgadas esta noche, ninguno de nosotros vendrá a trabajar mañana. Si

aceptamos escenarios de manipulación o errores de interpretación entre los actores, las

posibilidades se vuelven ilimitadas. Así, más allá de considerar a los trabajadores como

actores, una narrativa competente de una huelga necesita reivindicar el acceso a los

trabajadores como sujetos con propósitos, conscientes de sus propias voces. Necesita

su(s) voz(ces) en primera persona o, al menos, una paráfrasis de esa primera persona. La

narrativa nos debe dar pistas tanto sobre las razones por las cuales los trabajadores se

niegan a trabajar como de los objetivos que ellos creen estar persiguiendo –incluso si tal

objetivo se limita a expresar la protesta. Para decirlo de manera más simple, una huelga

es una huelga sólo si los trabajadores creen que están haciendo una huelga. Su

subjetividad es una parte integral del acontecimiento y de cualquier descripción

satisfactoria de ese acontecimiento.

Los trabajadores trabajan mucho más frecuentemente de lo que paran, pero su

capacidad de parar nunca está completamente removida de la condición de trabajadores.

En otras palabras, las personas no son siempre sujetos que están confrontando la historia

permanentemente como algunos académicos desearían, pero la capacidad desde la cual

actúan para transformarse en sujetos forma siempre parte de su condición. Esta

capacidad subjetiva asegura confusión porque hace a los seres humanos doblemente

históricos o, más apropiadamente, completamente históricos. Los considera

simultáneamente en el proceso socio-histórico y en las construcciones narrativas sobre

ese proceso. La consideración de esta ambigüedad, que es inherente a lo que denomino

los dos aspectos de la historicidad, es la primera opción de este libro.

La segunda opción de este libro es un enfoque concreto en el proceso de

producción histórica antes que en una preocupación abstracta por la naturaleza de la

historia. La exploración de la naturaleza de la historia nos ha conducido a negar la

ambigüedad y, o bien a demarcar de manera precisa y para todos los tiempos la línea

divisoria entre el proceso histórico y el conocimiento histórico, o bien a amalgamar en

todos los casos el proceso histórico y la narrativa histórica. Así entre los extremos

mecánicamente “realista” e ingenuamente “constructivista”, existe la tarea más seria de

determinar no qué es la historia –un objetivo desesperanzador si lo concebimos en

términos esencialistas- sino cómo funciona la historia. Porque qué es la historia cambia

con el tiempo y el espacio o, mejor dicho, la historia se revela sólo a través de narrativas

específicas. Lo que más importa son el proceso y las condiciones de producción de esas

narrativas. Sólo un enfoque que se oriente hacia ese proceso puede descubrir los modos

en que los dos aspectos de la historicidad se entrelazan en un contexto particular. Sólo a

través de la superposición podemos descubrir el ejercicio diferencial del poder que hace

posibles algunas narrativas y silencia otras.

Rastrear el poder requiere una visión de la producción histórica más rica que la

que la mayoría de los teóricos reconoce. No podemos excluir por adelantado a ninguno

de los actores que participan en la producción de la historia ni ninguno de los sitios en

que la producción puede ocurrir. Junto a los historiadores profesionales descubrimos

artesanos de distinto tipo, trabajadores del campo impagos o no reconocidos que

incrementan, desvían o reorganizan el trabajo de los profesionales, como políticos,

estudiantes, escritores de ficción, directores de películas o miembros participantes del

público. Al hacer esto, ganamos una visión más compleja de la historia académica

misma, en tanto no consideramos a los historiadores profesionales los únicos

participantes de su producción.

Esta visión más comprensiva expande las fronteras cronológicas del proceso de

producción. Podemos ver que ese proceso comienza antes y continúa después de lo que

la mayoría de los teóricos admite. El proceso no termina con la última frase de un

historiador profesional ya que el público bastante probablemente contribuirá a la

historia aunque más no sea agregando sus propias lecturas a –y sobre- la producción

académica. Más importante, tal vez, en tanto la superposición entre la historia como

proceso social y la historia como conocimiento es fluida, los participantes de cualquier

acontecimiento pueden entrar en la producción de una narrativa sobre ese

acontecimiento antes que el historiador como tal entre a escena. De hecho, la narrativa

histórica dentro de la cual un hecho real ingresa pudo preceder a ese hecho mismo, al

menos en teoría, pero posiblemente también en la práctica. Marshall Sahlins sugiere que

los hawaianos leen su encuentro con el capitán Cook como la crónica de una muerte

anunciada. Pero estos ejercicios no están limitados a las gentes sin historiadores. ¿Hasta

qué punto las narrativas del final de la guerra fría encajan en una historia previamente

establecida del capitalismo en armadura caballeresca? William Lewis sugiere que una

de las fortalezas políticas de Ronald Reagan fue su capacidad para inscribir su

presidencia en una narrativa preestablecida de los Estados Unidos. Y una visión general

de la producción histórica mundial a través del tiempo sugiere que los historiadores

profesionales no establecen solos el marco narrativo en que sus historias encajan. Más

frecuentemente, alguien más ha entrado ya a escena y ha establecido el ciclo de

silencios31.

¿Permite esta visión expandida generalizaciones pertinentes sobre la producción

de la narrativa histórica? La respuesta es un sí sin calificativos, si acordamos que estas

generalizaciones elevan nuestra comprensión de prácticas específicas pero no proveen

esquemas que la práctica supuestamente seguirá o ilustrará.

Los silencios entran en el proceso de producción histórica en cuatro momentos

cruciales: el momento de la creación de los hechos (la formación de las fuentes); el

momento de reunión de los hechos (la formación de los archivos); el momento de

recuperación de los hechos (la formación de narrativas); y el momento de significación

retrospectiva (la formación de la historia en su instancia final).

Estos momentos son herramientas conceptuales, abstracciones de segundo nivel

de procesos que se alimentan unos a otros. Como tales, no están pensadas para proveer

una descripción realista de la formación de cualquier narrativa individual. Al contrario,

nos ayudan a entender porqué no todos los silencios son iguales y porqué no pueden ser

considerados –o reparados- de la misma manera. Para ponerlo en términos diferentes,

cualquier narrativa histórica es un haz particular de silencios, el resultado de un proceso

único, y la operación requerida para deconstruir esos silencios variará en consecuencia.

Las estrategias desplegadas en este libro reflejan estas variaciones. Cada una de

las narrativas tratadas en los tres capítulos siguientes combina diversos tipos de

silencios. En cada caso, estos silencios se entrecruzan o acumulan a través del tiempo

para producir una mezcla única. En cada caso, uso una aproximación diferente para

revelar las convenciones y tensiones dentro de esa mezcla.

En el capítulo 2, trazo la imagen de un ex esclavo convertido en coronel, ahora

una figura olvidada de la Revolución Haitiana. La evidencia requerida para contar su

historia estaba disponible en el corpus que yo estudié, más allá de la pobreza de las

fuentes. Yo sólo reubico esa evidencia para generar una nueva narrativa. Mi narrativa

alternativa, en tanto se desarrolla, revela los silencios que enterraron, hasta ahora, la

historia del coronel.

El silenciamiento general de la Revolución Haitiana por la historiografía

occidental es el tema del capítulo 3. Este silenciamiento se debe también al poder

desigual en la producción de las fuentes, archivos y narrativas. Pero si estoy en lo cierto

respecto de que esta revolución fue impensable cuando ocurrió, la significación de la

historia está ya inscripta en las fuentes, más allá de lo que éstas revelan. No hay hechos

nuevos aquí; ni siquiera hechos desatendidos. Aquí, tengo que hacer que los silencios

hablen por ellos mismos. Lo hago yuxtaponiendo el clima de los tiempos, los escritos de

los historiadores sobre la revolución misma, y las narrativas de la historia universal en

la que la efectividad del silencio original se hace completamente visible.

El descubrimiento de América, el tema del capítulo 4, me ofrece otra

combinación más, forzando aún a una tercera estrategia. Aquí había una abundancia de

fuentes y narrativas. Hasta 1992, había incluso un sentido –aunque fraguado y reciente-

de acuerdo global sobre la significación del primer viaje de Colón. Los principios

principales de los escritos históricos estaban declinando y se reafirmaron a través de las

celebraciones públicas que parecían reforzar esta significación. Dentro de este corpus

ampliamente abierto, los silencios eran producidos no tanto por una ausencia de hechos

o interpretaciones como a través de apropiaciones contrapuestas de la persona de Colón.

Aquí, no sugiero que una nueva lectura de la misma historia, como hago en el capítulo

2, o incluso interpretaciones alternativas, como en el capítulo 3. Más bien, muestro

cómo el supuesto acuerdo sobre Colón en verdad oculta una historia de conflictos. El

ejercicio metodológico culmina en una narrativa sobre las apropiaciones del

descubrimiento que compiten entre sí. Los silencios aparecen en los intersticios de los

conflictos entre interpretaciones previas.

La producción de una narrativa histórica no puede ser estudiada, por lo tanto, a

través de una mera cronología de sus silencios. Los momentos que distingo aquí se

superponen en el tiempo real. Como recursos heurísticos, sólo cristalizan los aspectos

de la producción histórica que mejor exponen cuándo y dónde el poder ingresa en el

relato.

Pero incluso esta expresión conduce a equivocaciones si sugiere que el poder

existe fuera del relato y puede por lo tanto ser frenado o eliminado. El poder es

constitutivo del relato. Rastrear el poder a través de varios “momentos” simplemente

ayuda a enfatizar el carácter fundamentalmente procesual de la producción histórica, a

insistir en que importa menos qué es la historia que cómo funciona la historia; que el

poder en sí mismo funciona junto con la historia; y que las preferencias políticas

reivindicadas por los historiadores tienen escasa influencia sobre la mayoría de las

prácticas reales del poder. Es útil una advertencia de Foucault: “no creo que la pregunta

‘¿quién ejerce el poder?’ pueda ser resuelta a menos que otra pregunta ‘¿cómo sucede

esto?’ sea resuelta al mismo tiempo”32.

El poder no entra en el relato de una vez y para siempre, sino en diferentes

momentos y desde diferentes ángulos. Precede a la narrativa propiamente dicha,

contribuye a su creación y a su interpretación. Así, continúa teniendo relación incluso si

imaginamos una historia totalmente científica, incluso si relegamos las preferencias y

cuestiones en juego de los historiadores a una fase separada, post-descriptiva. En la

historia, el poder comienza en la fuente.

El juego de poder en la producción de narrativas alternativas comienza con la

creación conjunta de hechos y fuentes por al menos dos razones. En primer lugar, los

hechos nunca carecen de significado: de hecho, se transforman en hechos sólo porque

importan en algún sentido, aunque sea mínimo. En segundo lugar, los hechos no son

creados iguales: la producción de pistas es siempre también la creación de silencios.

Algunos fenómenos ocurridos son observados desde el comienzo; otros no. Algunos son

grabados en cuerpos individuales y colectivos; otros no. Algunos dejan marcas físicas,

otros no. Los que ocurrió deja rastros, algunos de los cuales son bastante concretos –

edificios, cuerpos muertos, censos, monumentos, diarios, fronteras políticas- que limitan

el alcance y significación de cualquier narrativa histórica. Esta es una entre las muchas

razones por las que cualquier ficción puede pasar por historia: la materialidad del

proceso socio-histórico (historicidad 1) establece el escenario para futuras narrativas

históricas (historicidad 2).

La materialidad de este primer momento es tan obvia que algunos de nosotros la

dan por supuesta. No implica que los hechos son objetos carentes de significado que

esperan ser descubiertos bajo cierto precinto intemporal sino, al contrario, más

modestamente, que la historia comienza con cuerpos y artefactos: cerebros vivientes,

fósiles, textos, edificios33.

Cuanto más grande es la masa material, más fácilmente nos entrampa: fosas

comunes y pirámides acercan la historia en tanto nos hacen sentir pequeños. Un castillo,

un fuerte, una iglesia, todas esas cosas mayores a las que infundimos con la realidad de

las vidas pasadas, parecen hablar de una inmensidad de la que sabemos poco, excepto

que somos parte de ella. Demasiado sólidos para permanecer sin marcas, demasiado

conspicuos para ser cándidos, ellos encarnan la ambigüedad de la historia. Nos dan el

poder de tocarlos, pero no de tomarlos firmemente en nuestras manos –de allí el

misterio de sus muros maltrechos. Sospechamos que en su aspecto concreto esconden

secretos tan profundos que ninguna revelación podría disipar completamente sus

silencios. Imaginamos las vidas bajo la mortaja, pero ¿cómo reconocemos el final de un

silencio insondable?

1 Las teorías de la historia que han generado tantos debates, modelos y escuelas de pensamiento al menos desde principios del siglo diecinueve han sido objeto de un número importante de estudios, antologías y sumarios. Ver Henri-Irénée Marrou, De la Connaissance historique (Paris: Seuil, 1975 [1954]); Patrick Gardiner ed., The Philosophy of History (Oxford: Oxford University Press, 1974); William Dray, On Historyand Philosophers of History (leiden, new Cork: Brill, 1989); Robert Novick, That Noble Dream: The “Objectivity Question” and the American Historical Profession (Cambridge: Cambridge University Press, 1988). Mi argumento aquí es que demasiadas conceptualizaciones de la historia tienden a privilegiar un lado de la historicidad por sobre el otro; que la mayoría de los debates sobre la naturaleza de la historia, subsecuentemente, surgen de una u otra versión de esta unilateralidad; y que esta unilateralidad misma es posible porque la mayoría de las teorías de la historia son construidas sin prestar mucha atención al proceso de producción de narrativas históricas específicas. Varios autores han tratado de trazar un plan entre los polos de la historicidad descriptos aquí. Desde algunas apreciaciones sueltas del Marx del 18 Brumario hasta el trabajo de Jean Chesnaux, Marc Ferro, Michel de Certeau, David W. Cohen, Ranajit Guha, Krzystof Pomian, Adam Schaff y Tzvetan Todorov cruzan este libro, no siempre a través del medio mecánico de las citas. Ver Jean Chesneaux, Du Passé faisons table rase (Paris: F. Maspero, 1976); David W. Cohen, The Combing of History (Chicago: Chicago University Press, 1994); Michel de Certeau, L’Écriture de l’histoire (Paris: Gallimard, 1975); Marc Ferro, L’Histoire sous surveillance (Paris: Calmann-Lévy, 1985); Ranajit Guha, “The Prose of Counter Insurgency”, Subaltern Studies, vol. 2, 1983; Kart Marx, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte (London: G. Allen & Unwin, 1926); Krysztof Pomian, L’Ordre du temps (Paris: Gallimard, 1984); Adam Schaff, History and Truth (Oxford: Pergamon Press, 1976); Tzvetan Todorov, Les Morales de l’histoire (Paris: Bernard Grasset, 1991). 2 Todorov, Les Morales, 129-130. 3 Hayden White, Metahistory: The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1978); The Content of the Form: Narrative Discourse and Historic Representation (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1987). 4 De hecho, cada narrativa debe renovar su pretensión en un doble sentido. Desde el punto de vista de su(s) productor(es) inmediato(s), la narrativa formula una pretensión de conocimiento: que lo que se dice que ha ocurrido se dice que se sabe que ha ocurrido. Cada historiador, más allá del hecho de cuán

calificado sea, da a luz una narrativa con un certificado de autenticidad. Desde el punto de vista de la audiencia, la narrativa histórica debe pasar un examen de aceptación, el cual refuerza la pretensión de conocimiento: que lo que se dice que ha ocurrido se cree que ha ocurrido. 5 Para una discusión de las diferencias entre ficción, falsedad y escritura histórica y de los distintos tipos de pretensiones de verdad ver Todorov, Les Morales, 130-169. Sobre la cuestión de la autenticidad ver también infra, cap. 5. 6 Pomian, L’Ordre du temps, 109-111. 7 Los evidenciales son construcciones gramaticalizadas a través de las cuales los hablantes expresan su compromiso con una proposición a la luz de la evidencia disponible. Ver David Cristal, A Dictionary of Linguistics and Phonetics, 3d ed. (Oxford: Basil Blackwell, 1991), 127. Por ejemplo, un requisito gramaticalizado puede ser la diferencia en la modalidad epistémica entre un testigo y un no-testigo. 8 Arjun Appadurai, “The Past as a Scarce Resource”, Man 16 (1981): 201-219. 9 Actualizaciones de aquella discusión pueden encontrarse en Paula Brown and Donald F. Tuzin, editors, The Etnogrphy of Cannibalism (Washington, D.C.: Society of Psychological Anthropology, 1983); Meter Hulme, Colonial Encounters (London and new Cork: Methuen, 1986); y Philip P. Boucher, Caníbal Encounters (Baltimore: The Johs Hopkins University Press, 1992). 10 Ralph W. Steen, Texas: a Story of Progress (Austin: Steck, 1942), 182; Adrian N. Anderson and Ralph Wooster, Texas and Texans (Austin: Steck-Vaughn, 1978), 171. 11 Esta lista parcial de “hechos” disputados y mi entendimiento de la controversia del Álamo se basan en fuentes orales y escritas. La asistente de investigación Rebecca Benette realizó entrevistas telefónicas con Gail Living Barnes de las Hijas de la República de Texas y Gary J. (Gabe) Gabehart del Consejo Inter-Tribal. Gracias a ambos, así como a Carlos Guerra, por su cooperación. La fuentes escritas comprenden artículos en periódicos locales (especialmente el San Antonio Express News que publica la columna de Guerra): Carlos Guerra, “Is Boota Hidden Near Alamo Saviors Look Alike”, San Antonio Express News, 14 de Febrero de 1994; y Robert Rivard, “The Growing Debate Over the Shrine of Texas Liberty”, San Antonio Express News, 17 de marzo de 1994. Asimismo, las fuentes comprenden también revistas académicas: Edgard Tabor Linenthal, “A Reservoir of Spiritual Power: Patriotic Faith at the Alamo in the Twentieth Century”, Southwestern Historical Quarterly 91 84) (1988): 509-31; Stephen L. Hardin, “The Félix Nuñez Account and the Siege of the Alamo: A Critical Appraisal”, Southwestern Historical Quarterly 94 (1990): 65-84; así como el controvertido libro –Jeff Long, Duel of Eagles: The Mexican and the U.S. Fight for the Alamo (New York: William Morrow, 1990). 12 Arthur A. Butz, “The International ‘Holocaust’ Controversy”, The Journal of Historical Review (n.d.): 5-20; Robert Faurisson, “The Problem of the Gas Chambers”, Journal of Historical Review (1980). 13 Pierre Vidal-Naquet, Les Assassins de la mémoire: “Un Eichmann de papier” et Autres essais sur le révisionnisme (Paris: La Découverte, 1987); Jean-Claude Pressac, Les Crématoires d’Auschwitz: La machinerie de meurtre de masse (Paris: CNRS, 1993); Deborah E. Lipstadt, Denying the Holocaust: The Growing Assault on Truth and Memory (New Cork: The Free Press, 1993); Faurisson, “The Problem of the Gas Chambers”; Mark Weber, “A Prominent Historian Wrestles with a Rising Revisionism”, Journal of Historical Review 11 (3) (1991): 353-359. Las diferencias entre estas refutaciones ofrecen lecciones sobre estrategias históricas. El libro de Pressac confronta directamente el desafío de los revisionistas de tratar la controversia sobre el Holocausto como cualquier otra controversia histórica y tratar con los hechos y sólo los hechos. Es el más “académico” en el viejo sentido. Casi trescientas notas a pie de referencias de archivos, numerosas fotografías, gráficos y tablas documentan la maquinaria de la muerte masiva montada por los Nazis. Lipstadt adopta la posición de que no debería haber debate sobre los “hechos”, porque este debate legitima al revisionismo; pero ella toma polémicamente a los revisionistas acerca de sus motivaciones políticas, lo que requiere numerosas alusiones a las controversias empíricas y me parece que no es menos legitimador. Vidal-Naquet conscientemente rechaza la proposición de que los debates sobre “hechos” y la ideología son mudamente excluyentes. Aunque evita nombrarlos, continuamente expresa su indignación moral no sólo respecto de la narrativa revisionista sino también del Holocausto. No habría revisionismo si no hubiera habido Holocausto. Esta estrategia le deja espacio tanto para una crítica metodológica y política del revisionismo, como para el desafío empírico sobre los “hechos” que elige debatir. Vidal Naquet también evita la trampa del excepcionalismo judío, la cual fácilmente podría conducir a una visión de la historia como revancha y justificar usos y abusos de la narrativa del Holocausto: Auschwitz no puede explicar Chabra y Chatila. 14 Como he señalado, existen amplias variaciones en las visiones expresadas por los revisionistas, pero los últimos quince años han visto un giro hacia una postura más académica, sobre lo que volveré. 15 White, The Content of Form. 16 Ver Hayden White, “Historical Emplotment and the Problem of Truth”, en Probing the Limits of Representation, S. Friedlander, ed., (Berkeley: University of California Press, 1992), 37-53.

17 H. Ebbinghaus, Memory: A Contribution to Experimental Psychology (New Cork: Dover, 1964 [1885]); A. J. Cascardi, “Remembering”, Review of Metaphysics 38 (1984): 275-302; Henry L. Roediger, “Implicit Memory: Retention Without Remembering”, American Psychologist 45 (1990): 1043-1056; Robin Green and David Shanks, “On the Existente of Independent Explicit and Implicit Learning Systems: An Examination of Some Evidence”, Memory and Cognition 21 (1993): 304-317; D. Broadbent, “Implicit and Explicit Knowledge in the Control of Complex Systems”, British Journal of Psychology 77 (1986): 33-50; Daniel L. Schackter, “Understanding Memory: A Cognitive Neuroscience Approach”, American Psychologist 47 (1992): 559-569; Elizabeth Loftus, “The Reality of Repressed Memories”, American Psychologist 48 (1993): 518-537. 18 Las cifras de los Estados Unidos no incluyen la colonia de Luisiana. Acerca de la narrativa y las fuentes detrás de estas estimaciones, ver Philip Curtin, The Atlantic Slave Trade: A Census (Madison: University of Wisconsin Press, 1969). Las actualizaciones parciales de las cifras de Curtin sobre las exportaciones de África no invalidan el cuadro general que provee el autor para las importaciones del continente americano. 19 Robert William Fogel and Stanley L. Enferman, Time on the Cross: The Economics of American Negro Slavery (Boston: Little, Brown, 1974); B. W. Higman, Slave Populationsof the British Caribbean, 1807-1834 (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1984); Ira Berlin and Philip D. Morgan, eds. Cultivation and Culture: Labor and the Shaping of Life in the Ameritas (Charlottesville: The Universito Press of Virginia, 1993); Robert William Fogel, Without Consent or Contract: The Rise and Fall of American Slavery (New Cork: W. W. Norton, 1989). 20 W. E. B. Du Bois, Some Efforts of American Negroes for Their Own Social Betterment (Atlanta: The Atlanta University Press, 1898); Black Reconstruction in America: An Essay Towards a History of the Part Which Black Fol. Placed in the Attempt to Reconstruct Democracy in America, 1860-1880 (New Cork: Russell and Russell, 1962); Eric Foner, Reconstruction: America´s Unfinished Revolution, 1863-1877 (New Cork: Harper & Row, 1988). 21 Por ejemplo, Du Bois, Black Reconstruction; Edgard Franklin Frazier, Black Bourgeisie (Glencoe: Free Press, 1957); Melville J. Herskovits, The Myth of the Negro Past (Boston: Beacon press, 1990 [1941]; Gunnar Myrdal, An American Dilemma: The Negro Problem and Modern Democracy (New Cork, London: Harper & Bros., 1944). 22 Paul Ricoeur correctamente observa que tanto los positivistas lógicos como sus adversarios emprendieron y sostuvieron su largo debate sobre la naturaleza del conocimiento histórico prestando escasa atención a la práctica real de los historiadores. Paul Ricoeur, Time and Narrative, vol. 1, trans. Kathleen Mclaughin and David Pellauer (Chicago: University of Chicago Press, 1984), 95. Ricoeur mismo usa en forma abundante el trabajo de historiadores académicos de Europa y los Estados Unidos. Otros autores recientes también hacen uso de trabajos históricos pasados y actuales, con variados grados de énfasis en escuelas o países particulares, y con distinto tipo de digresiones sobre la relación entre el desarrollo de la historia y el de otras formas institucionalizadas de conocimiento. Ver De Certeau, L’Écriture; François Furet, L’Atelier de l’histoire (Paris: Flammarion, 1982); Joyce Appleby, Lynn Hunt, and Margaret Jacob, Telling the Truth about History (New York: W. W. Norton, 1994). Estos trabajos acercan la teoría a la observación de la práctica real, pero ¿está la producción histórica limitada a la práctica de los historiadores profesionales? En primer lugar, desde un punto de vista fenomenológico, uno podría argumentar que todos los seres humanos tienen una conciencia pre-temática de la historia que funciona como trasfondo para su experiencia del proceso social. Ver David Carr, Time, Narrative, and History (Bloomington: Indiana University Press, 1986), 3. En segundo lugar, y más importante para nuestro propósito aquí, la historia narrativa no es producida solamente por los historiadores profesionales. Ver Cohen, The Combing of History; Ferro, L’Historie sous surveillance; Paul Thompson, The Myths We Live By (London and New York: Routledge, 1990) 23 Ferro, L’Historie sous surveillance. 24 Dorothy Ross, The origins of American Social Science (Cambridge and New York: Cambridge University Press, 1994). 25 Crochet mismo contribuyó a su percepción como héroe, comenzando con su autobiografía. Pero su significación histórica permaneció limitada hasta que las series televisivas y la película de John Wayne de 1960, El Álamo, hicieron de él una figura nacional. 26 Excepciones destacadas, cada una a su modo, son Cohen, The Combing, Ferro, L’Historie sous surveillance y De Certeau, L’Écriture de l’histoire. 27 De hecho, la mayoría de las veces que se usará la palabra “historia” de aquí en más, será considerada primordialmente con este significado en mente. Reservo las palabras proceso histórico para la otra parte de la distinción.

28 Pongo la etiqueta de agentes para los ocupantes de esta y otras posiciones estructurales para indicar en el comienzo un rechazo a la dicotomía estructura/agency. 29 Ver Alain Touraine, le Retour de l’acteur (Paris: Gallimard, 1984), 14-15. 30 Desarrollo aquí a partir de W. G. Runciman, A Treatise on Social Theory, vol. I: The Methodology of Social Theory (Cambridge: Cambridge University Press, 1983). 31 Ferro, L’Histoire sous surveillance; Marshall Sahlins, Historical metaphors and Mythical Realities: Structure in Early History of the Sándwich Islands Kingdom (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1981); Hélène Carrère d’Encausse, La Gloire des nations, ou, la fin de l’empire soviétique (Paris: Fayard, 1990); Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man (New York: Free Press, 1992); William F. Lewis, “Telling America’s Store: narrative Form and the Reagan Presidency”, Quarterly Journal of Speech 73 (1987): 280-302. 32 Michel Foucault, “On Power” (entrevista original con Pierre Boncenne, 1978) en Michel Foucault, Politics, Philosophy, Culture. Interviews and Other Writings, ed. Lawrence D. kritzman (New York and London: Routledge, 1988), 103. 33 La historia oral no escapa a esta ley, excepto que en el caso de la transmisión oral, el momento de la creación del hecho es continuamente pospuesto en los mismos cuerpos de los individuos que participan en esa transmisión. La fuente está viva.