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EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA
Debate sobre la soberanía en los sermones neogranadinos,
1808-1821
VIVIANA ARCE ESCOBAR
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES
FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
DEPARTAMENTO DE HISTORIA
BOGOTÁ, D.C.
2011
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EL PÚLPITO COMO CAMPO DE BATALLA
Debate sobre la soberanía en los sermones neogranadinos,
1808-1821
VIVIANA ARCE ESCOBAR
Trabajo de grado para optar al título de
Magíster en Historia
Trabajo dirigido por:
JAIME H. BORJA GÓMEZ
Phd. en Historia. Universidad Iberoamericana, México
Profesor a tiempo completo de la Universidad de los Andes.
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES
FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
DEPARTAMENTO DE HISTORIA
BOGOTÁ, D.C.
2011
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A Gloria,
Ana María y
José Luis
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Agradecimientos
Este trabajo fue posible realizarlo gracias a la colaboración de distintas personas e
instituciones. Quiero expresar en este corto espacio mis más sinceros agradecimientos a todas ellas.
Deseo agradecer a mi director, Jaime Humberto Borja, quien acompañó con constante interés
la elaboración de esta investigación desde el inicio. Sus persistentes y sabios consejos fueron los que
ayudaron a dar forma a esta “oración sagrada”, que fue cambiando mucho desde lo que se pensó sería
su “exordio” hasta en la “persuasión” en la que terminó convertida. Su experiencia y buen hacer,
como historiador y como persona, fueron un referente continuo para concluir con éxito este escrito.
Guillermo Sossa, coordinador de la sección de historia colonial del Instituto Colombiano de
Antropología e Historia (ICANH), ha mostrado gran interés en esta investigación. Sus orientaciones,
sugerencias bibliográficas y metodológicas fueron de gran ayuda para la elaboración final de este
documento. Quiero corresponder aquí expresamente su apoyo.
A Carolina Vélez, Cindia Arango y Wilson F. Jiménez debo agradecerles haberme
colaboración en la transcripción de muchos de los sermones de 1819 y 1820 que fueron pieza clave
de este trabajo. Sin la colaboración de ellos posiblemente el proceso de escritura y análisis de fuentes
hubiese sido mucho más dispendioso. Igualmente, a Santiago Robledo, que muy generosamente me
cedió el modelo de sus bases de datos. Sin dicho modelo la información recolectada para esta
investigación difícilmente hubiese podido tener un orden metodológico claro.
También deseo agradecer a mis profesores, compañeros y amigos de la maestría en historia,
en cuyo ambiente nació y creció esta investigación. Gracias a los comentarios que muchos hicieron en
el transcurso de estos dos años, este estudio fue tomando forma. Entre ellos, Juan Pablo Cruz no sólo
me brindó grandes aportes para la elaboración de este texto, sino que además me ofreció su amistad.
Por eso puedo asegurar que me llevo de los Andes un título de posgrado y un muy buen amigo más.
Sin la ayuda financiera que la Universidad de los Andes me brindó –especialmente los
Departamentos de Historia y Lenguajes y Estudios Socioculturales– este trabajo no hubiese sido
posible. Gracias al estímulo de becas para posgrados pude realizar mis estudios de maestría,
consolidados en este texto. El apoyo económico que me otorgó el ICANH fue el que hizo posible
ampliar los marcos de esta investigación. A ambas instituciones también mis reconocimientos.
Finalmente, sin el apoyo de mi pareja, José Luis Luna, y el de mi madre y hermana la
realización de este estudio habría sido mucho más difícil. A la compresión y afecto de ellos debo
mucho el aliento que necesité para culminar exitosamente este documento. Les dedico a los tres esta
monografía.
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Tabla de contenido
Introducción .......................................................................................................................................... 5
Capítulo I. Del Derecho Divino de los Reyes al Derecho Natural: debate clerical en torno a la
soberanía ............................................................................................................................................. 14
1. Los cambios discursivos en los sermones neogranadinos ........................................................ 16
2. Crisis de acefalía: el fidelismo al rey ........................................................................................ 19
3. Primeras proclamaciones a favor de la soberanía del pueblo: la llegada de la Primera
República .................................................................................................................................. 25
4. La Reconquista y el retorno de la teoría del Derecho Divino de los reyes ............................... 31
5. El Derecho a gobernarse por sí mismos y el sermón en función del nuevo orden ................... 35
Capítulo II. El púlpito entre el temor y la esperanza: ideas de castigo divino y milenarismos en
la oratoria sagrada ............................................................................................................................. 41
1. Castigo y misericordia divina: entre un Dios temeroso y protector .......................................... 43
1.1 Sanción divina: causa de los conflictos en América y la Península ................................. 43
1.2 Bondades divinas con el pueblo neogranadino: La vuelta del rey o el triunfo
emancipatorio. .................................................................................................................. 49
2. Milenarismos y mesianismos: caos, mesías y advenimientos................................................... 55
2.1 Ideas apocalípticas: teorías sobre las crisis vividas y las futuras ...................................... 56
2.2 De “Fernando José” a “Simón Moisés Macabeo”: imágenes divinizadas en los sermones
neogranadinos.................................................................................................................... 61
3. Designios Divinos: Dios como director de los acontecimientos humanos ............................... 66
Capítulo III. La Biblia como fuente de reflexión política ............................................................... 70
1. Nueva Granada como el pueblo elegido de Dios ...................................................................... 72
1.1 El Antiguo Testamento como prueba del poder regio ....................................................... 74
1.2 La defensa veteroestamentaria al sistema republicano ...................................................... 79
2. Obediencia a las autoridades establecidas: el recurso al Nuevo Testamento ........................... 85
2.1 Las teorías de la sumisión y del apocalipsis como defensoras del derecho divino de los
reyes .................................................................................................................................. 86
2.2 Evangelios y epístolas al servicio del nuevo orden ........................................................... 91
Conclusiones ....................................................................................................................................... 96
Bibliografía ....................................................................................................................................... 101
Anexos ............................................................................................................................................... 109
Anexo 1: Abreviaturas .................................................................................................................... 109
Anexo 2: Selección de sermones (CD-ROM)
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Introducción
Las dos primeras décadas del siglo XIX fueron culminantes para todo el mundo hispánico. A
partir de 1808 se inauguró un período revolucionario tanto en España como en América que terminó
generando la revolución liberal en la metrópoli y las independencias hispanoamericanas. En menos de
veinte años la Corona española perdió el dominio de uno de los más grandes y ricos imperios de la
historia, desaprovechando cuatro virreinatos (Nueva España, Perú, Nueva Granada y Río de la Plata)
e importantes capitanías generales (Chile, Charcas, Quito, Caracas, Santo Domingo, Guatemala,
Yucatán, Nueva Galicia y las Provincias Internas). La población americana despojó a la Corona del
control político de estos territorios y se lanzó a la construcción de repúblicas independientes.
Nueva Granada fue uno de esos virreinatos que comenzó su proceso emancipatorio después
de las abdicaciones reales, ocurridas en Bayona. A partir de entonces, este territorio se embarcó en un
arduo proceso de transformación de la soberanía. Como han sostenido Calderón y Thibaud (2010), no
se trató solamente de hacer un cambio tutelar de poder del rey al pueblo, sino que debió inventarse
una forma de edificar al sujeto de la soberanía y de representarlo. Entre la soberanía del rey y la
soberanía de la nación hubo una variación en la forma y naturaleza del poder, variación que no
supuso un cambio abrupto desde la perspectiva de los actores involucrados. Ninguno de ellos, ni
individuos ni colectivos, anticipó el resultado de dicha mutación, por lo que la soberanía de la nación
reasumió, sin saberlo y sin quererlo, legados del pasado de manera absolutamente inédita (págs. 24-
25).
El “terremoto mental” que acompañó al período tocó de lleno a la Iglesia, dada la naturaleza
misma de la sociedad católica hispana. A inicios del siglo XIX resultaba imposible distinguir la
comunidad de creyentes de la sociedad, puesto que se partía de la suposición de que todo súbdito del
rey era a su vez miembro de la grey católica. La religión estaba tan impregnada en las otras
dimensiones de la vida social que sería anacrónico intentar separarla de ellas para concebirla como
una esfera autónoma (Di Stefano, 2004, pág. 18). El mundo eclesiástico se valió, entre otros recursos,
del sermón para mostrar su postura frente a los hechos ocurridos. La predicación en esa época se
convirtió en un complejo sistema de comunicación, llamado a cumplir un determinado papel en la
vida política de la sociedad neogranadina.
La oratoria sagrada desde tiempos coloniales había sido un instrumento eclesial para el
adoctrinamiento del pueblo, pero ante la crisis monárquica cambió su rumbo misional para
embarcarse en una batalla ideológica en defensa de la mejor forma de gobierno. Es por esto que
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analizamos el discurso sermonario que se construyó en la Nueva Granada de principios del siglo
XIX como medio por el cual se pretendía legitimar la monarquía o la república como regímenes
idóneos sacralizados por Dios.
La disputa por los regímenes en pugna generó que el mundo clerical se hundiera en profundas
divisiones internas. Para los obispos y una gran parte del clero regular la monarquía era el gobierno
idóneo establecido por Dios. La teoría del Derecho Divino de los Reyes aludía a la relación sagrada
entre el monarca y Dios, por lo que la soberanía del rey no podía ser cuestionada bajo ninguna
circunstancia. Para un número importante de párrocos, misioneros y clero secular, por el contrario, la
soberanía residía en el pueblo y la teoría del poder regio había sido sólo una invención de los reyes
absolutistas para amasar más poder bajo su nombre. La radicalidad sacerdotal que acompañó estos
procesos revolucionarios explica por qué el título de esta investigación habla del púlpito como un
campo de batalla. Por medio de la prédica los oradores mostraron abiertamente sus opiniones con
respecto a los sucesos del momento, en especial los que se relacionaban con la soberanía avalada por
Dios. Con esta reflexión de fondo surge la pregunta de ¿los sacerdotes cómo apoyaron y
argumentaron los tipos válidos de gobierno en el contexto revolucionario de la Nueva Granada?
Nuestra hipótesis es que los sacerdotes neogranadinos que debieron afrontar los cambios
vertiginosos sucedidos entre 1808 y 1821, en los dos lados del Atlántico, apoyaron al rey o al sistema
republicano guiados más por un interés político que por uno religioso. Los clérigos gozaban de gran
poder entre la sociedad neogranadina y favorecer al régimen derrotado podría generarles la pérdida de
su hegemonía eclesial en la Nueva Granada. Por lo tanto, de acuerdo a las circunstancias
experimentadas, los sacerdotes utilizaron sus oraciones sermonísticas para entrar a debatir lo que ellos
consideraban el mejor régimen de gobierno, por lo que explícita o tácitamente entraron en la
discusión de quién o quiénes debían ser los legítimos depositarios de la soberanía de Dios.
Precisamente uno de los temas de defensa entre párrocos realistas y patriotas fue mostrar la pureza del
catolicismo de los propios, oponiéndose a la irreligiosidad de los adversarios, que atraídos por valores
laicos se habían dejado contagiar del afrancesamiento del momento.
Para ello oradores de ambos bandos (realista y patriota) retomaron la teología de Santo Tomás
de Aquino y la de su más ferviente seguidor, Francisco Suárez. Fue en la escolástica medieval y en la
neoescolástica española donde los sacerdotes encontraron los mayores argumentos para mostrar lo
provechoso o inconveniente de la monarquía o el sistema republicano. Esta corriente intelectual, que
gozaba de gran influjo entre los clérigos neogranadinos, retomaba el tema de los derechos naturales
del hombre y manifestaba la importancia de las autoridades en una sociedad. Es por esto que los
religiosos rápidamente acogieron los postulados del Aquinate y sus sucesores para avalar uno u otro
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régimen. Aunque existieron otras corrientes intelectuales importantes durante el período,
especialmente las de corte francés como la Ilustración, los clérigos se apoyaron con más fervor en la
escolástica, porque con ella podían vincular los sucesos a un marco de interpretación religiosa. La
Ilustración comenzó a ser cuestionada en esos años críticos, porque se le vio como la precursora de la
invasión napoleónica a España y por ende como la culpable de un pensamiento anticatólico. Es por
esto que nuestros religiosos prefirieron sustentar sus prédicas con Santo Tomás o Francisco Suárez en
vez de valerse de ilustrados como Rousseau o Voltaire.
El tema de la soberanía abordado por los clérigos se articuló con el de milenarismos y castigo
divino. En época de crisis, como la experimentada en esos años, los milenarismos emergieron como
respuesta religiosa a hechos inéditos. La interpretación que los oradores sagrados neogranadinos
dieron de los acontecimientos vividos estuvo relacionada con el universo mental del cristianismo, lo
que significa que para muchos religiosos la invasión napoleónica, la Primera República, la
Reconquista y la batalla de Boyacá fueron anuncios divinos que sirvieron de premonición para revelar
el fin de un período aborrecido por Dios y el comienzo de uno nuevo, avalado y consagrado por Él.
Las derrotas y fracasos militares fueron entendidos por los sacerdotes como castigos celestiales ante
el incumplimiento de los pactos acordados entre los hombres y Dios, por lo que la única alternativa
vista por los religiosos para el triunfo bélico era la reconciliación con el Ser Supremo.
El período que hemos establecido para nuestra investigación parte del año en que se dieron las
abdicaciones de Bayona. Fue en 1808 que el rey Fernando VII fue aprisionado en Francia y este
hecho desencadenó posteriormente la oleada revolucionaria e independentista en América.
Concluimos nuestro estudio en 1821, porque en ese año se promulgó la Constitución de Cúcuta, que
trasladó la soberanía del pueblo a la nación. Ese acto, que se hizo con el fin de evitar más guerras
civiles como las vividas durante los años de la Primera República, generó que los procesos para
consolidar la soberanía de la república se guiaran a partir de materializar la recién creada nación
colombiana. Fue por ello que en 1822 el vicepresidente Francisco de Paula Santander expidió un
Decreto en el que exigió a los clérigos proclamar sermones a favor de la consolidación de la nación1.
Por cumplir las órdenes de ese mandato, los sermones cambiaron su función de difusores de ideales
religiosos para convertirse en lo que Vera (2004) ha denominado una instrumentalización del sermón
al nuevo sistema político republicano, tema que escapa a los intereses de nuestra investigación.
1 Véase Archivo General de la Nación, (desde ahora A.G.N.), Rollo 352, legajo 6601, folio 122. Tres años atrás el mismo
vicepresidente había expedido otro decreto para proclamación de sermones, pero con objetivos distintos. El propósito
principal del Decreto de 1819 era que los sacerdotes, en sus prédicas, persuadieran a su feligresía sobre la pertinencia de la
Independencia. El de 1822, por el contrario, apuntó a que los oradores proclamaran sobre la relevancia de afianzar la
nación.
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No es nuestro objetivo el examen de las prácticas que se generaron a partir de la prédica de
los sermones. Más que interesarnos por la influencia política que ejercían las oraciones sagradas, nos
preocupan las representaciones de la soberanía que los predicadores creaban y difundían en sus
púlpitos entre los fieles y combatientes. Aquí sólo nos detenemos en el significado que conlleva el
mensaje sermonario como discurso oficial que impartió la Iglesia para ser adoptado por la sociedad,
en el ámbito de la Nueva Granada y tomando como ejemplo los sermones tanto de canónigos como
de predicadores seglares y regulares.
La influencia ejercida por los sermones en la sociedad neogranadina se manifestó en doble
vía: por el ejercicio sacerdotal, predicando en las iglesias oraciones sagradas, y por la transcripción y
en ocasiones publicación de las mismas en las imprentas neogranadinas en los años de 1808 a 1820.
El púlpito fue un espacio de reflexión y comunicación entre el sacerdote y el pueblo, donde el
primero, dotado de su poder litúrgico, intentaba persuadir al segundo sobre temas que no
necesariamente se relacionaban con los de la devoción. El traspaso de los sermones al papel, fuera a
mano o a imprenta, servía para que éstos tuvieran mayor nivel de divulgación, haciendo uso de la
lectura en voz alta en distintos espacios católicos.
Sintetizando los planteamientos de autores como Louis Marin (2006) y Roger Chartier (2000
y 1995), desde la Historia Cultural analizamos las prácticas y representaciones del sermón, que nos
permiten comprender los distintos significados que desprende un texto, o un conjunto de textos, y los
modelos ideológicos que se pretendían impartir a través de la palabra de la prédica y, en ocasiones, en
su impresión en el siglo XIX de la Nueva Granada. De esta manera nos situamos cerca de un interés
por lo simbólico y su interpretación que, consciente o inconscientemente, podemos localizar en
cualquier parte, desde el arte hasta la vida cotidiana.
La práctica del sermón es una de las manifestaciones culturales que presenta características
complejas para ser analizadas desde la perspectiva de la Historia Cultural. Imaginemos a nuestros
predicadores preparando sus discursos con material escriturario propio y ajeno. Sus sermones se
proclaman ante un auditorio amplio y heterogéneo, y su éxito o el placer de su escucha hace que
personas letradas se interesen en plasmarlos de forma escrita, ya sea a través del manuscrito o la
imprenta. Se lograría así conservar la oralidad de sus sermones y difundirlos o hacerlos circular de
manera más fácil, para volver a convertirse, mediante la lectura, en inspiración de otros predicadores
que vuelven a construir sermones para darlos a conocer en el púlpito. Como afirma Chartier (2005)
son “hechos para ser dichos o leídos en voz alta y compartidos en una audición colectiva, cargados de
una función ritual, pensados como máquinas de producir efectos, esos textos obedecen a las leyes
propias del performance o de la realización oral y comunitaria. Han sido recibidos, identificados,
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comprendidos a partir de criterios totalmente diferentes de aquellos que caracterizan nuestra relación
con lo escrito” (pág. 28).
En este ir y venir de la oralidad a la escritura y de la escritura a la oralidad, no podemos
olvidar los públicos del sermón. Por un lado, la palabra predicada está dirigida a un público diverso,
alfabetos y analfabetos, capaces de aprehender el mensaje de la proclamación a través de distintos
mecanismos culturales; concurrencia preparada de antemano mediante las estrategias de la
predicación y sobre la que se proyectan los modelos ideológicos que se quieren impartir. Y por otro
lado, la palabra predicada, trasladada a la escritura por medio de libros que recopilan sermones, está
dirigida a un público más concreto y selecto, a un público que necesariamente tiene que ser alfabeto y
que puede estar integrado tanto por predicadores, como por lectores devotos.
La oratoria sagrada debe verse como un canal de difusión de modelos ideológicos y
culturales, desde esta perspectiva hemos enmarcado nuestro estudio sobre el sermón en los primeros
años de República. Para ello, utilizamos tres categorías clave: lengua oficial, legitimación y
autoridad. Las dos primeras desde Pierre Bourdieu (2001 y 1995) y la última desde Richard Sennett
(1982).
Con términos como lengua oficial de Bourdieu (2001) hemos querido mostrar los cambios
que en el corto plazo tuvieron conceptos como el de soberanía en los años estudiados. Si bien es
cierto que para 1821 aún no se había consolidado una definición unívoca de soberanía, los sacerdotes
trabajaron de la mano con las élites criollas en la modificación de su significado. Para el sociólogo
francés, la lengua oficial de una sociedad está vinculada al Estado, las instituciones estatales son las
encargadas de unificar una sola lengua, lo que constituye la condición de la instauración de las
relaciones de dominación lingüística. A pesar de que para las primeras décadas del siglo XIX el
Estado republicano aún no estaba del todo forjado, sí hubo una interacción entre clérigos y sectores
criollos para agrupar una sola lengua de carácter moderno, haciendo uso de conceptos del Antiguo
Régimen, pero renovando sus definiciones. Estos procesos de construcción de una dominación
lingüística no pueden verse como un acto planeado conscientemente por los oradores sagrados. Las
modificaciones conceptuales surgieron como parte del proceso emancipatorio vivido y sin que los
actores lo realizaran con premeditación.
Es por esto que la nueva lengua oficial estuvo acompañada de un proceso de legitimación del
viejo o nuevo orden. Bourdieu (1995) sostiene que toda dominación social debe ser reconocida y
aceptada como legítima. Dicha legitimación se entiende como una “violencia simbólica”, que es
aquella forma de violencia que se ejerce sobre un agente social con la anuencia de éste. Los agentes
sociales son conscientes que, aunque estén sometidos a determinismos, contribuyen a producir la
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eficacia de aquello que los establece, en la medida en que ellos estructuran lo que los fija (pág. 120).
No se trata entonces de una dominación total y arbitraria, sino que en los intersticios hay pactos,
convenios y alianzas que permiten que uno y otro bando obtengan lo que desean. Aquí nosotros sólo
nos interesamos en la legitimación ejercida en el discurso religioso y no en la recepción de estos
mensajes, lo que significa que nos preocupa la “violencia simbólica” que emerge de la prédica para
justificar ya sea el obedecimiento al sistema monárquico o al republicano.
En esa época de crisis y derrumbamiento de imaginarios antes consolidados, la autoridad jugó
un papel determinante, puesto que los sacerdotes le apostaron a legitimar ya fuera la autoridad del rey
o del nuevo orden. Pero para avalar uno u otro régimen, ambos bandos resaltaron la autoridad divina.
El poder de Dios jamás fue puesto en duda y para reforzar las creencias, en una época hasta donde la
fe comenzaba a sufrir grandes desgarros, los sacerdotes presentaron a Dios como un ser temeroso y
bondadoso a la vez. Como ha señalado Sennett (1982), la persona que emite autoridad suele tener
como características la seguridad en sí mismo y la imagen de poder juzgar con toda calma dada su
experiencia. Bajo esa perspectiva fue representado Dios para mostrar la Independencia o
mantenimiento de la Corona como una decisión celestial que debía ser acatada con resignación por
los feligreses.
En nuestro país, las investigaciones acerca de la oratoria sagrada, tanto desde el punto de vista
de la Oratoria o la Literatura, como desde la Historia Cultural o Social, son prácticamente
inexistentes. Tal vez, dos de las posibles causas por las que existe un gran vacío historiográfico en
torno a esta temática, sean la dificultosa lectura de los sermones y la escasa impresión de sermonarios
en la época estudiada. Además, es importante señalar que el sermón no siempre se ha considerado
como una fuente histórica, lo que ha entorpecido su uso en el campo historiográfico2.
Los trabajos más sobresalientes en esta materia son los de Margarita Garrido (2009 y 2005) y
los de Ivonne Vera (2004). La primera ha mostrado la relación que sostuvo el clero con las élites
criollas a partir de un Decreto expedido por Santander en 1819. A través de un interesante rastreo de
sermones, la autora sostiene que los párrocos acataron el mandato haciendo uso de la Biblia para
persuadir a sus fieles de que la emancipación no era pecado. Vera, por su parte, ha señalado que los
sermones proclamados entre 1824 y 1826 se convirtieron en un mecanismo utilizado por el régimen
republicano para divulgar el nuevo orden y legitimar la nueva imagen de nación.
2 El tema de la oratoria sagrada ha despertado mayor interés para el contexto barroco. En España los trabajos de Félix
Herrero Salgado (1996), Miguel Ángel Núñez Beltrán (2000) y Antonio Claret García Martínez (2006) han subrayado la
pertinencia de la oratoria como canal para encausar conductas. Todos ellos parten de la idea de la fuerte relación entre
Iglesia y Corona, que permitió que la prédica se convirtiera en un canal de modelos ideológicos a favor de la conservación
de la Corona española. Cabe resaltar también la labor realizada por Perla Chinchilla (2004) para el caso novohispano,
haciendo énfasis en la predicación jesuita de corte urbano y culterano.
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De otro lado, existen estudios que se han preocupado por el papel que desempeñó la iglesia en
la Independencia, elemento clave en nuestro trabajo porque permite demostrar que el clero no tuvo un
rol pasivo en las luchas por la emancipación. Este aspecto ha sido trabajado tanto por la historia de
corte tradicional y clerical como por historiadores recientes, desde una perspectiva secular. Roberto
Jaramillo (1946), Alfonso Zawadzky (1948), Rafael Gómez Hoyos (1962) y Toro (2008) han
insistido en el carácter apologético de los curas participantes en las contiendas. Retomando lo ya
dicho por José Manuel Groot (1889), en su ya clásico libro Historia eclesiástica y civil de la Nueva
Granada, estos autores han hiperbolizado la actividad de los clérigos en las contiendas por la
emancipación, mostrando a los curas como actores determinantes en los resultados finales de la
independencia.
Trabajos más recientes han cuestionado la alta participación clerical en la revolución y parten
del supuesto de que el sistema religioso no es uniforme y, por lo tanto, analizar el rol asumido por los
clérigos debe verse desde su heterogeneidad de posiciones. Bidegain (2004) ha sostenido que el clero
tuvo una doble participación en los procesos de Independencia, por un lado, algunos se aliaron a la
élite criolla promotora de la emancipación, y por otro, numerosos eclesiásticos se mantuvieron fieles
a la Corona española. Plata (2004, 2005 y 2009) ha señalado que esa doble respuesta se debió tanto a
la jerarquía como a la formación recibida de los clérigos. Sossa (2010), finalmente, ha planteado que
la doble militancia de los sacerdotes se debió a la necesidad de mantener intacta su posición
privilegiada en la sociedad neogranadina.
En América Latina tampoco ha existido un interés ferviente por la oratoria sagrada, aunque ya
se han publicado algunos estudios que a partir del uso de sermones muestran el papel desempeñado
por los curas en los procesos emancipatorios de sus sociedades. Entre los más destacados están los
realizados por Roberto Di Stefano (2003 y 2004), quien ha señalado que por medio de la prédica e
ideas milenaristas, los oradores rioplanteses construyeron los imaginarios necesarios para legitimar
las luchas a favor de la emancipación. Marta Irurozqui (2002), por su parte, ha analizado el papel de
la sermonaria en Charcas, sosteniendo que a través de la predicación y construcción de catecismos se
logró moldear un ideal de ciudadano en dicho territorio. Finalmente, Marie D. Demélas Bohy (1995)
ha estudiado el caso quiteño, donde la predicación se convirtió en un modelo religioso de guerra. Para
la autora, la guerra religiosa apareció en esos años de combate como una lucha dirigida en parte por la
Iglesia, demostrando así el carácter trascendental que tuvo el clero en la emancipación de Quito.
Los estudios citados nos ofrecen un panorama general de la relevancia del clero en los
procesos independentistas. Sin embargo, vemos que el volumen de textos dedicados exclusivamente
al tema de la oratoria sagrada son escasos. El sermón difícilmente se ha abordado desde sus posibles
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enfoques, sean literarios, históricos o sociológicos. Con la pretensión de contribuir al desarrollo de la
investigación en la oratoria sagrada neogranadina emprendimos nuestro estudio. Dividido en tres
capítulos, presentamos aquí sus resultados finales.
En el primero de ellos abordamos los debates sermonarios en torno al tema del derecho divino
de los reyes en contraposición a los derechos naturales. Dependiendo del período experimentado, los
sacerdotes mostraron su adhesión al sistema monárquico o al republicano. Los primeros años de crisis
de acefalía y durante la Reconquista española los predicadores resaltaron la teoría del poder regio,
que aseguraba que la autoridad del rey provenía directamente de Dios. Sin embargo, en los años de la
revolución neogranadina y después de obtenido el triunfo de la batalla de Boyacá, los oradores
recurrieron a la escolástica tomista para afirmar con vehemencia que la teoría del derecho divino era
un invento humano y que la única verdad de fe establecía que los hombres nacían libres y sin
obligación hacia los reyes. Veremos en este apartado que los clérigos acomodaron sus prédicas a las
circunstancias con cierta pericia para siempre resultar aliados del bando victorioso.
En el segundo capítulo presentamos los dos argumentos más comunes usados por los oradores
para justificar los cambios ocurridos en tan corto tiempo: el castigo divino y los milenarismos. Las
abdicaciones de Bayona, la Primera República, la Reconquista y el triunfo militar de 1819 fueron
entendidos por los sacerdotes como presagios divinos. Las derrotas se interpretaron como castigos
enviados por Dios por incumplir los pactos establecidos entre Él y los hombres, y las victorias como
actos que anunciaban el fin de los enemigos y el comienzo de una nueva era, donde el mesianismo
tendría lugar. La legitimación de los hombres más prominentes de la época como Fernando VII y
Simón Bolívar se hizo a partir del conocimiento judaico de corte mosaico. Lo que significa que a
través de la figura de Moisés, imagen de legislador, se construyeron los imaginarios que pretendían
volver héroes santos a los actores sociales más destacados del contexto.
Finalmente, en un tercer capítulo analizamos las fuentes utilizadas por los predicadores para
argumentar sus postulados ya fuera a favor o en contra de la monarquía o la república. Nos hemos
concentrado en la fuente principal de los sermones, la Biblia, analizando cómo su uso sirvió para
legitimar una u otra forma de gobierno. La lectura sistemática de los sermones nos ha puesto al
descubierto un riquísimo aparato crítico que pone de manifiesto el copioso bagaje cultural-espiritual
de los oradores sagrados. Es por esto que nos propusimos un estudio de las referencias bíblicas que
aparecen en los sermones e intentamos aproximarnos al contexto temático de la Biblia a través de
cada uno de los libros que la componen. Metodológicamente esto implicó un depurado, analítico y
minucioso examen de localización de las citas bíblicas para posteriormente evaluarlas desde un punto
de vista crítico y contextual.
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Somos conscientes de que existe una relación entre el discurso y el gesto, entre la escritura y
la palabra. Sin embargo, analizamos únicamente los elementos discursivos, dado que el paso de la
oralidad a la escritura nos impide reconocer del todo las prácticas corporales que también hacían parte
del “performance” de la predicación. No estudiamos entonces la parafernalia que rodea el acto de la
prédica. Nos enfocamos tanto en el poder de la palabra como en el poder del texto escrito en relación
con la clásica fórmula comunicativa que describe el “qué dice” (contenido de los sermones), el “quién
dice” (predicador) y “a quién dice” (público), sin olvidar las intenciones, estrategias y tácticas
inmediatas de los comunicadores en el contexto sociopolítico en el cual actúan. Y, más allá de su
función de legitimar o justificar a la clase dominante, nos preguntamos por la materialidad de los
sermones como instrumentos de transmisión de modelos ideológicos y culturales de los predicadores
que pretendían construir un ideal gobierno y de soberanía, amparados en la cristiandad.
En cuanto al tratamiento de textos, entendemos que no es una edición crítica ni paleográfica,
por lo que hemos preferido modernizar la escritura del texto para una lectura más fluida de los
mismos. Las diversas citas de los sermones las transcribimos respetando su ortografía en cuanto a la
utilización de x/j y c/q. Sin embargo, hemos considerado pertinente acentuar conforme a la norma
actual y modificar la utilización de b/v, j/g, c/z, y/i, h, ç, s doble, etc. Lo que hemos dejado intacta es
la puntuación con el fin de no alterar el sentido y la forma del escrito.
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Capítulo I
Del Derecho Divino de los Reyes al Derecho Natural:
debate clerical en torno a la soberanía
"[…] la guerra contra la que nos defendemos no es
solo una guerra de Estado y por causas políticas.
[…] ella es directamente contra la Religión”
(Lasso de la Vega, 1809)
En el ambiente sociocultural de la Nueva Granada de principios del siglo XIX, la oratoria
sagrada, a través de su principal herramienta, el sermón, fue un canal de difusión de modelos
ideológicos y culturales. Durante el período colonial la perfecta simbiosis entre Iglesia y Corona
había permitido que la sermonaria se convirtiera en uno de los mecanismos del poder establecido para
la evangelización y posterior adoctrinamiento de la sociedad. Sin embargo, en las dos primeras
décadas del siglo XIX y a causa de los acontecimientos políticos vividos en la metrópoli y en
América, la oratoria sagrada se convirtió en un discurso político propiamente católico.
Entre los años de 1808 a 1821 la Nueva Granada se vio sumergida en grandes conflictos
políticos a causa de la pérdida del rey y la posterior decisión de declararse independiente. En esos
cortos, pero álgidos años los sacerdotes se encontraron en medio de los combates ideológicos y
militares que tenían lugar entre las élites y el pueblo llano. Los clérigos, que eran uno de los sectores
sociales más prominentes de la época, no podían escapar a dichas disputas y encontraron en sus
púlpitos el lugar más idóneo para expresar sus opiniones políticas. En tanto soldados del reino de
Dios, los religiosos tenían la responsabilidad de tomar postura frente a los acontecimientos políticos
vividos en los dos lados del Atlántico, por lo que la oratoria sagrada se convirtió en el arma de
formación ideológica de una comunidad acostumbrada a escuchar por muchas horas la palabra divina
y que acudía al templo buscando entretenimiento, información de noticias y otros beneficios
tangenciales al hecho religioso (Irurozqui, 2002, pág. 226).
Recordemos que la Nueva Granada en el contexto estudiado era una sociedad altamente
católica, en ella no había distinción, para nosotros hoy tan clara, entre lo espiritual y lo temporal,
entre lo civil y lo eclesiástico. La religiosidad envolvía el devenir de la existencia, el templo era visto
como un hogar común, donde era posible enaltecer el sacrificio de la vida cotidiana, distraer el ocio y
hallar consuelo de las aflicciones. Es por esto que allí, desde el púlpito, el predicador apeló a la
conciencia cristiana de su grey para persuadirla a tomar postura sobre determinados temas, entre los
que se encontraba el de la soberanía.
15
Ante la abdicación del rey Fernando VII en España a causa de las invasiones napoleónicas en
1808 y la creación de Juntas tanto en la metrópoli como en América, los clérigos se cuestionaron si
aún era viable seguir sosteniendo la noción de derecho divino de los reyes, o si por el contrario era
necesario darle un nuevo sentido al concepto de soberanía. Es por esto que los sermones recobraron
gran importancia entre la sociedad neogranadina, llegando al punto de convertirse en un instrumento
al servicio del nuevo sistema republicano.
De acuerdo a las circunstancias, unos clérigos pretendían mantener inalterable la adhesión al
sistema monárquico frente a discursos emergentes que ponían en duda la legitimidad del rey. Sin
embargo, otros hicieron totalmente lo opuesto, procurando revertir el orden al mostrar su devoción al
nuevo sistema republicano. Es por ello que el proceso de emancipación terminó generando grandes
divisiones entre los eclesiásticos. La ley de Patronato desde 1508 había permitido a los reyes el
privilegio de nombrar en las colonias americanas obispos, prelados y demás cargos eclesiásticos,
religiosos y seglares; de poseer derechos de veto de las disposiciones pontificias, y de recaudar los
impuestos, diezmos y rentas eclesiásticas. Esto generaba que las altas jerarquías de la Iglesia se
encontraran más limitadas a la hora de apelar a nociones de soberanía del pueblo, mientras que los
seculares, en cambio, contaron con un poco más de libertad a la hora de decidir apoyar una
transformación de régimen político. Como ha sostenido Plata (2009), la decisión de los curas de
involucrarse en la contienda fue desigual en número y grado de compromiso. Se implicaron a fondo
aquellos que “no tenían mucho que perder” o compartían lazos familiares o regionales con alguno de
los líderes de la revolución (pág. 308).
Para desarrollar de forma más clara estas ideas, hemos dividido este capítulo en cinco
secciones. En la primera mostraremos las etapas discursivas que tuvieron lugar en los sermones de
acuerdo al contexto vivido. En la segunda presentaremos el discurso de lealtad al rey que tuvo lugar
en los sermones neogranadinos de los años de 1808 y 1809. En la tercera expondremos las oraciones
sagradas a favor del sistema republicano que se proclamaron durante la Primera República. En la
cuarta haremos alusión al resurgimiento de la noción de derecho divino de los reyes a partir de los dos
sermones que se conservan de 1816 y 1817. Por último, plantearemos la consolidación de la oratoria
sagrada como un arma al servicio del nuevo orden después de la puesta en marcha del decreto de
Santander de 1819. En definitiva, vemos entonces que los acontecimientos políticos fueron
determinantes en el enfoque que se le daba a la prédica en Nueva Granada durante los primeros veinte
años del XIX.
16
1. Los cambios discursivos en los sermones neogranadinos
Independientemente de la jerarquía eclesial al interior de la iglesia, los sacerdotes eran vistos
como los portavoces de una institución legítima y ello hacía que su palabra fuera valorada como
verdad irrefutable. Como ha sostenido Bourdieu (2001), el representante de un grupo o una
institución es visto como un “portavoz dotado del poder de hablar y actuar en nombre del grupo”
(pág. 66). El lenguaje representa a la autoridad de la que hace parte su portavoz. En este caso, el
lenguaje litúrgico era representado por la palabra oficial del sacerdote que se expresaba en situación
solemne con una autoridad cuyos límites coincidían con los que imponía la delegación de la
institución eclesiástica. El poder del sermón residía en el hecho de que el predicador que lo
pronunciaba no lo hacía a título personal, él sólo era un portavoz autorizado de la Iglesia que actuaba
sobre sus fieles a través del contenido de la palabra predicada en la medida en que su mensaje
concentraba el capital simbólico acumulado de la institución eclesiástica.
A pesar de que en esta época la Iglesia mostró sus propias incisiones, muchos clérigos
hicieron énfasis en que sus proclamaciones a favor o en contra del rey eran órdenes de sus superiores.
El cura de Tausa, por poner un caso, señalaba al inicio de un sermón pronunciado en 1819 que su
exhortación sobre la obediencia a las autoridades republicanas era un mandato de su provisor, vicario
capitular y gobernador del arzobispado, Nicolás Cuervo (fol. 106r). Esto señala que la mayoría de los
sacerdotes no actuaban por cuenta propia, sino como portavoces de su institución e hicieron uso del
capital simbólico de la Iglesia para explicar los acontecimientos ocurridos3.
Los religiosos que proclamaron en la Nueva Granada durante los años estudiados se valieron
principalmente de la escolástica medieval y la neoescolástica española para sustentar sus postulados
con respecto al tema de la soberanía del rey o del pueblo. Si analizamos los discursos religioso-
políticos de estos curas observamos que tanto los monarquistas como los republicanos utilizaron el
mismo entramado argumental para sustentar sus afirmaciones. La fuerza persuasiva del sermón estaba
más en el campo del origen social y el capital escolar del predicador que en los razonamientos dados
por éste. Según las condiciones en las que adquirieron su capital cultural, algunos sacerdotes lograron
demostrar que el poder de los reyes emanaba directamente de Dios y, por lo tanto, había que
obedecerlos sin refutar, pues hacerlo significaba ir en contravía a lo designado por Dios. Otros
refutaron esta postura y afirmaron que por derecho natural la soberanía era del pueblo y éste sólo la
cedía en pro del bien común de la comunidad, pero si por algún motivo (tiranía, usurpación, entre
otros) el poder cedido dejaba de ser legítimo, la sociedad podía nuevamente apropiarse de ella.
3 Otros sacerdotes que también manifestaron en sus sermones seguir las órdenes vicepresidenciales por mandato de sus
jerarquías eclesiásticas fueron (Urréa, 1820) y (Pérez, 1820).
17
En lo que respecta al origen social y capital cultural de los clérigos, debemos hacer la
distinción que hizo Chinchilla (2004) para el caso novohispano del siglo XVII. Las ciudades
generaron una “elite de predicadores”, que disponían de fama y credibilidad total. Estos oradores de
“villa y corte” se caracterizaban por tener amplias solicitudes de predicación y por usar un estilo culto
y elegante que los identificara. Ellos, integrados a una sociedad urbano-cortesana, distaban de los de
“plaza y pasión”; oradores “no oficiales” que se encargaban de llevar la palabra de Dios a los lugares
más recónditos de la cristiandad. Los últimos eran destinados normalmente a sitios donde no era
necesario un sermón laborioso en el aspecto ornamental y estilístico. En el caso de la Nueva
Granada del XIX la situación no era muy distinta a la mexicana barroca. Había unos sacerdotes,
como José Hilarión Lasso de la Vega, Antonio Torres y Peña, José Domingo Duquesne, Juan
Fernández de Sotomayor, entre otros; que gozaban de prestigio en ciudades como Santafé y
Cartagena por sus grandes piezas de oratoria sagrada. Otros, por el contrario, eran designados a
pueblos alejados de las urbes y no contaban con el bagaje cultural de estos prelados mencionados,
por lo que sus sermones no solían tener el prestigioso público del que gozaban los de “villa y corte”.
En cuanto al tema de la soberanía, hemos encontrado que las dos caras del debate tuvieron
lugar en cuatro períodos. El primero, que va de 1808 a 1809, se caracterizó por un fidelismo al rey.
François Xavier Guerra fue uno de los primeros historiadores en hacer notar la relevancia de estos dos
años en el contexto de las independencias hispanoamericanas, pues en ellos se dan las abdicaciones
de Bayona, acontecimiento que terminó por desembocar en los procesos emancipatorios (1992)4. De
estos dos años se conservan seis sermones y todos ellos pertenecen al género gratulatorio y constan de
una escritura tripartita: exordio-salutación, narración-ampliación y confirmación. Los seis fueron
concebidos como textos que debían ser impresos y leídos en otros púlpitos para aumentar la difusión
del mensaje. Es precisamente por su intención de ser publicados que tienen una extensión muy
superior a la usual5.
El segundo período corresponde a los años de la Primera República, entre 1810 y 1815. De
esa época quedan cuatro piezas oratorias, todas a favor de la República. Las cuatro no necesariamente
se escribieron con el objeto de ser publicadas, sin embargo, todas terminaron siendo llevadas a la
imprenta después de haber sido pronunciadas. El caso más excepcional fue el de Joaquín Guerra y
Sixto, quien se vio obligado a publicar su sermón como constancia de que no estaba proclamando en
4 Por muchos años la historiografía sostuvo que las independencias de las colonias americanas habían surgido por
elementos internos, sin embargo esta perspectiva de Guerra, que ya está consolidada en la historiografía actual, ha
mostrado la pertinencia de entender las Independencias desde un enfoque más amplio y como respuesta a la intervención
napoleónica a España. Para este debate Véase (Lempérière, 2006). 5 Normalmente un sermón para una hora de homilía estaba entre las 10 y 15 páginas, sin embargo, estos sermones de 1808
a 1809 superan incluso las 60 cuartillas.
18
contra del nuevo orden. Es por ello que estas oraciones sagradas se caracterizaron por contener
censuras y licencias en los preliminares del sermón, que se hacían con el objeto de controlar lo que se
escribía.
El tercer período es el de los años de Reconquista, de 1815 a 1816. En este período los
ejércitos “pacificadores” se encargaron de censurar y enviar a la hoguera cualquier tipo de
proclamación en contra del sistema monárquico. Pablo Morillo creó la figura del Capellán Mayor y
capellanes auxiliares para que juzgaran en primera instancia a los curas que se habían revelado. Es
por esto que sólo nos quedan dos sermones impresos de esos años y ambos a favor de la Corona y en
defensa del derecho divino de los reyes.
Finalmente, nuestro cuarto período corresponde a los sermones proclamados después de
obtenida la Batalla de Boyacá en agosto de 1819. Unos pocos meses después de dicha victoria militar,
el recién nombrado vicepresidente de la república, Francisco de Paula Santander, expidió un decreto
en el que exigía a los clérigos proclamar sermones a favor de la Independencia bajo tres argumentos:
la independencia no iba en contra de la doctrina de Jesucristo, seguirla no significaba ser hereje y
sufrir otra Reconquista sería el peor de los males que se podría padecer (Garrido, 2004, pág. 462). De
estos dos años hay una gran cantidad de piezas oratorias, pues al parecer el decreto también exigía el
envío a presidencia de cuaderno de sermones, que debían compilar todas las prédicas hechas en un
mismo curato. La noticia del nuevo reglamento de prédica tardó en llegar a los distintos territorios de
la Nueva Granada, es por ello que de 1819 no quedan sino siete sermones manuscritos y dos
impresos. Para 1820 el mandato ya se había expandido por varios curatos, por lo que se conservan
cerca de sesenta sermones de ese año. Aquí hemos privilegiado sólo las piezas oratorias de ese año
que contienen autor para poder determinar el capital cultural de los sacerdotes que proclamaron en
esta época6.
De 1821 no se conserva ningún sermón y un año después Santander expidió otro decreto,
teniendo en cuenta “la influencia que tiene en estos fines el ministerio del altar” (A.G.N., 1822, fol.
122). En dicho mandato, el vicepresidente señalaba que la homilía debía encaminarse a la
conservación de la religión católica y al progreso de la República de Colombia, recomendando
siempre a los pueblos la obediencia y sumisión a las leyes y a las autoridades establecidas. Además,
insistía en que era deber de los sacerdotes ilustrar a su feligresía sobre la justicia y necesidad de
permanecer unidos en nación independiente de la antigua metrópoli. A partir de entonces, como ya ha
6 De los 58 sermones de 1820 que se conservan en el A.G.N., en el Fondo Enrique Ortega y Ricaurte, serie oratoria sagrada
(caja 184, carpetas 674-677); hemos elegido 44 que son los que contienen el nombre del sacerdote que predicó la homilía.
19
señalado Vera Prada, los sermones cumplieron otra función: la de ayudar a la construcción del estado-
nación (2004, pág. 10).
En suma, vemos que de acuerdo al período que se estaba viviendo, los clérigos le apostaron a
proclamar a favor del derecho divino de los reyes o al derecho natural, que avalaba la soberanía de los
pueblos. Para apoyar una u otra causa, hicieron uso de su capital cultural: la escolástica, corriente que
había impregnado las aulas de los colegios y universidades neogranadinas, y se encontraba plasmada
en muchos de los libros que reposaban en las bibliotecas de Santafé (Gómez Hoyos, 1962). Los
religiosos también recurrieron a la filosofía moderna, de raíz enciclopedista francesa o estirpe
anglosajona, para poder argumentar con alto nivel persuasivo sus oraciones sagradas. A partir de estas
herramientas intelectuales, los sacerdotes entraron a ser parte del debate sobre las formas de gobierno
avaladas por Dios. Independientemente de la postura, los clérigos siempre afirmaron con vehemencia
que la soberanía provenía de Dios y, por lo tanto, era él el que decidía a quién entregársela y del lado
de qué bando estaba. Con esta aseveración, unánime entre religiosos realistas y patriotas, los
predicadores lograron sostener la religión y la fe católica en una época en que hasta las mismas
creencias comenzaban a ser cuestionadas.
2. Crisis de acefalía: el fidelismo al rey
En los primeros años de 1800 Napoleón Bonaparte se encontraba ampliando su imperio y a pesar
de que España se había mostrado como su aliada, terminó siendo parte de los deseos expansionistas
del galo. Sumado a esto, la Corona española sufría problemas internos ante el excesivo poder que
venía ejerciendo el primer ministro del monarca, Manuel Godoy, y los deseos cada vez mayores del
príncipe Fernando de proclamarse rey. En medio de esta crisis y ante la poca legitimidad que ejercían
los reyes en España, el príncipe Fernando logró que el 19 de marzo de 1808 abdicaran sus padres,
proclamándose soberano del trono español. Sin embargo, su coronación se vio rápidamente
interrumpida por la invasión francesa, que terminó deponiendo al monarca, dejándolo detenido en
Bayona por seis años, y proclamando a José Bonaparte como monarca de España (Anna, 1986, págs.
48-53).
Al igual que en la metrópoli, la respuesta en este lado del Atlántico fue la de total apoyo al rey
cautivo y deslegitimación absoluta al usurpador francés. En España se construyeron distintas juntas
provinciales que pretendían salvaguardar la soberanía del rey mientras éste estuviera prisionero. El
virreinato de la Nueva Granada apoyó estas juntas y mostró su lealtad al rey desde el 11 de
septiembre de 1808, día en que el virrey proclamó al nuevo soberano. El gobierno de Fernando VII, a
pesar de comenzar con el fracaso de su pérdida de trono, daba la esperanza de cambiar el régimen que
20
se vivía bajo la sombra del primer ministro del rey (Deas, 2003, pág. 177). Prontamente Fernando fue
designado “el deseado”, pues en él recaía el anhelo de un gobierno más justo y menos absolutista
como el que había caracterizado a su padre, Carlos IV.
Durante estos años ni la élite ni el clero pusieron en duda la majestad del rey y esto, como lo
han manifestado Calderón y Thibaud (2010), se debía en cierta forma a que para la época la majestad
real representaba la majestad infinita de Dios. Atentar contra el rey era hacerlo contra el propio Dios.
(pág. 49). Si sentimientos de unión y lealtad al rey se encontraban en las élites7, mucho más en los
clérigos. La noción de derecho divino de los reyes, avalada por la Iglesia, era el mayor justificante
para que los religiosos mostraran su adhesión incuestionable al sistema monárquico. Esta teoría tuvo
su esplendor y consolidación en la Europa moderna, especialmente a fines del siglo XVI y durante
todo el XVII. Ella sostenía que la monarquía era una institución de ordenación divina y, por lo tanto,
el derecho hereditario era irrevocable. La sucesión monárquica estaba reglamentada por la ley de la
primogenitura y, en ese sentido, el derecho adquirido por virtud del nacimiento no podía perderse por
actos de usurpación, cualquiera que fuese su duración; ni por incapacidad del heredero, ni por acto
alguno de deposición. Mientras el heredero tuviera vida era el rey por derecho hereditario, incluso en
el caso en que una dinastía usurpadora llegara a reinar por mil años (Figgis, 1982, pág. 16).
Bajo esta perspectiva los sacerdotes que proclamaron en Nueva Granada después de las
abdicaciones de Bayona mostraron la ilegitimidad del gobierno francés en España. Ni Napoleón ni su
hermano José eran de la familia real y, por lo tanto, no había ley de primogenitura que avalara su
gobierno. Los sacerdotes recordaron a su feligresía que por el juramento al monarca era insostenible
cualquier argumento a favor de la intervención gala. Desde este momento el tema de la soberanía
apareció en los sermones proclamados para hacer énfasis en que a pesar de su cautividad Fernando
VII seguía siendo el legítimo soberano.
El Canónigo José Hilarión Rafael Lasso de la Vega8 pronunció un sermón el 22 de noviembre
de 1808 a petición del virrey Antonio Amar por las primeras victorias que comenzaban a obtener los
ejércitos españoles en contra de los franceses. En él, Lasso hacía énfasis en que la corona española no
era alienable y, por lo tanto, la toma francesa era usurpación ilegítima del poder. Proponía que la
hermana de Fernando VII, Carlota, reina de Portugal, ejerciera temporalmente la soberanía de España
7 Antonio Nariño pidió que lo dejaran hacer la jura al rey, Camilo Torres rogó en cartas privadas por la preservación de la
monarquía y Francisco Antonio de Ulloa se enorgulleció del valor hispánico que había permitido doblegar a los indígenas
(Vanegas, 2010). 8 Lasso de la Vega fue un cura realista hasta el movimiento español de Riego y Quiroga, en 1820. Ejerció importantes
cargos eclesiásticos como Canónigo doctoral de Santafé desde 1804 y obispo de Mérida a partir de 1816. Luego de apoyar
la Independencia de la Nueva Granada, se desempeñó como senador de la república entre 1823 y 1824. Para mayores
detalles de su biografía Véase (Gómez Hoyos, 1962) y (Toro Jaramillo, 2008).
21
y las Indias: “Sepa pues, Napoleón, y todo el mundo que la corona de España no es renunciable, por
el solemne juramento que hacen nuestros Reyes de su conservación, y la de los fueros y derechos
nacionales: y que no gobierna entre nosotros la Ley Sálica de Francia. Por consiguiente la Señora
Carlota Princesa de Brasil debía ser admitida a la corona a falta de sus hermanos varones” (pág. 27).
Explícitamente el sacerdote acude a la noción de derecho divino para señalar la pertinencia de la ley
de primogenitura. La usurpación del trono por parte de los Bonaparte no era aceptable y la alternativa,
ante la cautividad del rey, era que otro miembro de su familia (en este caso la única persona que se
encontraba fuera del dominio napoleónico) asumiera el poder de forma temporal.
Lasso que se formó en el Colegio del Rosario, caracterizado por su énfasis en la escolástica,
acudió a los planteamientos de Santo Tomás de Aquino para rechazar cualquier intento de legitimidad
del gobierno francés en la Nueva Granada. El Aquinate había sostenido en Summa Theologiae y De
regnum, que el soberano principal era Dios y él había entregado en los inicios del mundo la soberanía
al pueblo, pero este último por naturaleza o instinto había mostrado la necesidad de conformarse en
sociedad y elegir a alguien para que los gobernara y salvaguardara el bien común de la comunidad. Al
seleccionar al individuo más idóneo para asumir el gobierno de la sociedad, el pueblo cedía su
soberanía y ésta no podía pedirse de nuevo a menos que se cometiera un acto de tiranía, considerada
para el dominico italiano como la forma más corrupta de gobernar porque no buscaba el interés
general, sino el bien particular del gobernante (Summa Theologiae, II-II, q10, a10. De regnum, Lib. I,
Cap. 1)9. Desde este pensamiento, el canónigo nacido en Santiago de Veragua sostuvo que Napoleón
era un tirano que había usurpado ilegítimamente el trono español. La tiranía no tenía por qué ser
aceptada por los neogranadinos o metropolitanos y, en ese sentido, su gobierno no gozaba de
autoridad en ninguno de los dos lados del Atlántico.
Si bien los clérigos que proclamaron sermón en estos dos años no mencionaron la posibilidad
de revertir la soberanía ante la falta del rey, sí enfatizaron en que el verdadero soberano era Dios y él
era que decidía a quién entregarle su poder en la tierra. El catalán Ramón Lázaro de Duo y de Bassol
también hizo alusión a la suprema potestad al afirmar que ésta provenía de Dios y la elección de los
hombres no era más que un hecho accidental, un “instrumento” de la divinidad para trasmitir la
soberanía (Instituciones del derecho público general de España, 1800. Citado en: Portillo Valdéz,
pág. 649). Esta idea no era novedosa ni se debía al fervor que sucitaba la crisis del momento, ya en el
Diccionario de Autoridades la palabra Rey significaba: “Título que con toda propiedad se dá a Dios,
9 Siguiendo la convención tradicional de citación de los textos de Santo Tomás de Aquino, a la Summa Theologiae la
referiremos identificando la parte del libro (I: Primera parte; I-II: Segunda parte, primera sección; II-II, Segunda parte,
segunda sección y III: Tercera parte), la cuestión a la que hacemos mención (q.) y el artículo que especificamos (a.).
Asimismo, De regnum lo referenciamos señalando el libro (Lib.) y el capítulo (Cap.)
22
como absoluto y despótico Señor del Cielo y Tierra, y que con su poder y providencia manda, rige y
gobierna todas las cosas” (1739, pág. 615). En este sentido, el lealismo al rey Fernando VII se debía a
que Dios lo había designado a él como depositario de su soberanía, en ningún momento Dios avalaba
el interés arbitrario de Napoleón de apoderarse de la corona española.
Este argumento permitió que los clérigos neogranadinos no desafiaran el status quo
establecido desde la colonia, procurando mantener el orden bajo el monismo de Corona e Iglesia.
Existía para la época una unidad político-religiosa, basada en la adhesión a los valores de una
monarquía concebida como una “Monarquía católica”. Esta noción, que se remontaba a los albores
del siglo XVI, estaba impregnada de providencialismo. Dios había escogido a la monarquía para
defender a la cristiandad contra los enemigos y para la propagación de la fe, elemento fundamental,
dado que esto era lo que legitimaba el dominio español en América. Por esto la lealtad al rey era
indisoluble de la adhesión a la religión (Guerra, 1995).
Dios se convirtió en conductor de los acontecimientos y siempre se mostró como aliado de los
españoles, por lo que la victoria era un hecho que sólo debía esperarse con paciencia y resignación.
Así lo manifestaba el cura doctrinero del pueblo de Enemocón (actualmente Nemocón-
Cundinamarca), Antonio Torres y Peña, en un sermón gratulatorio proclamado a petición del Cabildo
en Santafé, donde sostenía que la conservación de la corona española, a pesar del cautiverio del rey,
se debía a que era una monarquía católica que contaba con el apoyo de Dios:
[…] yo sólo trato de hacer notorias las glorias de la verdadera Religión, y que ésta es la que
conserva la Monarquía Católica, y asegura el éxito feliz de sus empresas. Me contentaré, por
tanto, con hacer ver, que la Religión Católica es la que ha conservado y conserva la Corona a
nuestro Augusto Soberano el SEÑOR DON FERNANDO SÉPTIMO, en medio de los mayores
esfuerzos de la impiedad para arrancar de sus sienes: Que la Religión Católica asegura a la
fidelidad de sus Pueblos, que será su reinado de colmo de las felicidades de España. La reunión de
las Provincias de España, su constante felicidad, la prudencia y valor que manifiestan, es obra sola
de la verdadera Religión, para conservar la Corona Católica (1808, pág. 8)10.
Claramente el cura apeló a la monarquía católica como garante del éxito militar. Dios fue
presentado como el que manejaba los hilos de la historia y, además, como el verdadero soberano, que
decidió a quién otorgarle su poder terrenal. Torres logró articular en un mismo entramado argumental
la idea de Dios como soberano y la noción de derecho divino de los reyes, en el sentido en que era el
Ser Supremo el que le otorgaba al monarca su poder absoluto. José Domingo Duquesne, que contaba
con cargos eclesiásticos tales como Canónigo de la Catedral Metropolitana, Provisor, Vicario General
y Gobernador del Arzobispado, también mostró a Dios como director de los acontecimientos
10
La mayúscula sostenida es del autor.
23
humanos y recalcó en una homilía hecha por encargo del virrey y por motivo de la instalación de la
Junta Central en España, que Fernando VII había sido ofrecido a Dios desde su nacimiento:
“Acordaos, Señor, de que vos mismos habéis formado en vuestro Fernando un Rey digno del Trono
de las Españas y de las Indias, ofrecido a vos desde la infancia baxo los auspicios de San Fernando
III, cuya Corona ha heredado junto con sus heróicas virtudes; en quien habéis destilado la Sabiduría
de vuestras escrituras; en quien habéis derramado con tanta efusión el espíritu de piedad” (1809a,
págs. 25-26).
Nuevamente un clérigo invocó el derecho divino para mostrar la legitimidad de su gobierno,
aunque no pudiera ejercerlo en el momento. Recordarle al auditorio, por medio de un diálogo
imaginado con Dios, que los reyes eran ofrecidos al mismo Dios y que éste los avalaba para que
gobernaran un trono; era descalificar tajantemente la intervención napoleónica. A partir de sugerentes
afirmaciones, los religiosos ratificaron el dominio del rey y no pusieron en duda su legitimidad en
América.
Como ha expresado Sennett (1982), el vínculo de la autoridad está formado por imágenes de
fuerza y debilidad, en el sentido en que es la expresión emocional del poder. Toda sociedad necesita
de una autoridad y de hecho existe un temor persistente a que se prive de esta experiencia (págs. 11-
12). Por ello, la pérdida del rey implicaba un temor a la falta de autoridad, sentimiento de desarraigo
que debía ser subsanado a partir del convencimiento de que éste aún reinaba, aunque no estuviera de
frente en su trono. En la sociedad española y americana de principios del siglo XIX era necesario
impregnar en el imaginario de las gentes la sensación de estabilidad y de orden, beneficios que, según
Sennett, se supone trae consigo un régimen que posee autoridad. Cualquier desequilibrio o
sentimiento de inseguridad podría generar un colapso y esto fue exactamente lo que ocurrió en
América después de los fracasos militares en España, que llevaron a la desintegración de la Junta
Central y la instauración de un Consejo de Regencia.
La cada vez mayor intervención de las tropas francesas en el territorio español terminó por
generar sospecha entre criollos americanos. Fue entonces cuando se empezaron a hacer visibles las
primeras tensiones en la Nueva Granada con la península y las autoridades establecidas. Murmullos
que ponían en duda la lealtad del virrey, roces de los regidores de diversos cabildos con los
gobernadores de sus provincias, representaciones quejosas ante el gobierno peninsular, presión en
Santafé para que el Virrey instituyera una junta semejante a las de la metrópoli, entre otras. Todas
estas tensiones con las autoridades, no obstante, se mostraron como formas de defensa de los
derechos del rey sobre los dominios americanos, amenazados por los franceses, que las autoridades
24
cuestionadas no estaban supuestamente dispuestas a defender con toda la firmeza y lealtad necesarias
(Vanegas, 2010).
Duquesne (1809b), posiblemente conociendo el alzamiento de la Audiencia de Quito del 10
de agosto de 1809, manifestó en un sermón pronunciado a petición del virrey el 24 de septiembre de
ese mismo año, que las autoridades locales debían ser obedecidas sin cuestionamientos: “Pensar que
se pudiera conservar al Rey la propiedad de estos dominios, y deshacerse al mismo tiempo de sus
Xefes, que mantienen la posesión en su nombre, es un insulto extravagante […]. Decir que los
pueblos de la América divididos y separados de su centro común podrían resistir mejor al enemigo, es
una quimera […]” (pág. 18). Para el clérigo madrileño no era congruente expresar la fidelidad al rey
y a la vez cuestionar a los gobernantes locales. Ser leal al rey implicaba obedecer a sus funcionarios y
en esto Duquesne también dejaba ver su capital cultural basado en la escolástica.
Para Santo Tomás de Aquino era preferible incluso someterse temporalmente a un gobierno
tiránico, si éste no cometía excesos, que oponerse a él, porque dicha oposición podría implicar
mayores peligros que la misma tiranía. Podría suceder que quienes se opusieran al tirano no lo
pudieran vencer y éste se ensañara más contra toda la sociedad. Incluso si se lograra vencer podría
ocurrir que los insurrectos mostraran discordias entre ellos, dividiéndose el pueblo en distintas
facciones sin respetar la autoridad de ninguno (De regnum, Lib. I, Cap. 6). Basado en este
planteamiento tomista, el canónigo enfatizaba en la importancia de mantenerse apegado a las
autoridades, pues podría llegar a desatarse un desorden con características de anarquía, vista por los
escolásticos como el peor mal en el que podría incurrir una comunidad.
No obstante, la falta de decisión de las autoridades, entre muchos otros motivos, terminó
permitiendo la creación de juntas territoriales en 1810 por todo el territorio neogranadino. Todas
ellas, como habían hecho la Junta Central y luego la de Regencia en España, se entendieron como
depositarias de la soberanía del rey cautivo. Ninguna se proclamó soberana, sino instituciones
tutelares de la soberanía de Fernando VII (Portillo Valdéz, 2002, págs. 649-650). Sin embargo,
muchas negaron el acatamiento a la Regencia y expulsaron a las autoridades locales.
La idea de una democracia representativa fue tomando peso y la imagen del rey fue perdiendo
legitimidad. El monarca comenzó a ser considerado el generador de miedo y de servilismo, que
envilecían a los hombres. Algunos clérigos, por su parte, comenzaron a cuestionar la justicia
impartida por los borbones. Los cuestionamientos a la familia real por parte de los curas permitió ir
encaminando el debate hacia la idea del bien común, extraída del pensamiento tomista. Apareció
entonces el interrogante de si los reyes españoles realmente procuraban el bien de los americanos o si,
25
por el contrario, habían privilegiado sus intereses particulares frente a los de la población de ultramar.
Todo esto fue dando paso a la posibilidad de una soberanía sin rey, pero nunca sin Dios.
Como veremos en el siguiente apartado, el mayor argumento sustentado tanto por sacerdotes
como por criollos después de 1810 fue que ante la acefalía de la monarquía, la soberanía retornaba al
pueblo. Si bien el levantamiento se hizo en nombre de la defensa del rey y de la fe, la lucha se
sustentó con las doctrinas de la escolástica jurídica que hacían referencia a la monarquía usufructuaria
y a la soberanía popular, que fueron vigorizadas con algunas ideas liberales del siglo XVIII. Según
dicha doctrina, las abdicaciones de los reyes españoles eran nulas, porque el contrato social tácito
entre los monarcas y el pueblo sólo era alienable por herencia. Desprenderse de la Corona a favor de
otra dinastía implicaba que los reyes consultaran con anterioridad la voluntad de la nación. Como este
no era el caso, la cesión hecha a Napoleón era ilegítima. La vacante del trono real significaba que la
soberanía retrovertía al pueblo, por lo que era este último, mediante las cortes, el que debía dirigir la
nación. Este postulado desconoció la abdicación de Fernando VII y justificó la conformación de las
juntas como nuevos órganos de gobierno, sin romper abruptamente con el Antiguo Régimen
(Bidegain, 2004, pág. 164).
La Regencia fue vista como un “monstruo”, pues representaba una falsa cabeza, porque no
participaba del consentimiento de los cuerpos, es decir, no contaba con el apoyo total y absoluto de
todo el territorio español y americano (Calderón & Thibaud, 2010). El poder que pretendía ejercer se
interpretaba en este lado del Atlántico como una expresión inaceptable de la tiranía y, por lo tanto,
carente de legitimidad. Las provincias de la Nueva Granda, con temor a la desintegración resultante
de la ilegitimidad de la Regencia, reasumieron su soberanía en un esfuerzo por restituirse e impedir la
anarquía.
3. Primeras proclamaciones a favor de la soberanía del pueblo: la llegada de la
Primera República
Con la desaparición del rey y el consiguiente vacío inicial en el centro de la monarquía, el Nuevo
Reino de Granada se embarcó en una revolución política como también lo hicieron otros territorios
americanos. Como ha sostenido Lempérière (2006), antes que una acción la revolución fue una
reacción de emergencia, pues la pirámide institucional estaba destruida, sin que los futuros
protagonistas de la revolución hubieran contribuido mínimamente a ello (pág. 58). Al derrumbarse la
monarquía, la soberanía recayó en “los pueblos” del conjunto imperial. Con la conformación de
juntas provinciales, la Nueva Granada se volvió policéntrica, desembocando a su vez en la
fragmentación política del territorio.
26
Entre 1810 y 1813 las principales provincias del Nuevo Reino de Granada fueron haciendo sus
primeras declaraciones de autonomía frente al poder temporal de España. Salvo las dos provincias
que permanecieron leales a España, Santa Marta y Pasto, las demás lideraron un cambio del sistema
de gobierno, modificando sus maneras de ver las fuentes de legitimidad del poder estatal. “Ya no
sostenían el principio dinástico, ni la envestidura divina del Rey, derecho divino propio del
absolutismo; ahora recurrían al principio de la soberanía del pueblo que además de proclamarlo y
defenderlo con el periodismo político fue establecido en las constituciones” (König, 1988, pág. 195).
Las más importantes provincias de la Nueva Granada se unieron en la confederación denominada
Provincias Unidas de la Nueva Granada, dentro de ella se promulgaron distintas constituciones.
Mientras tanto, la provincia de Bogotá formó un Estado propio por fuera de la confederación. Esta
diferencia que se resumió en la historiografía colombiana como el enfrentamiento entre el
federalismo, liderado por las Provincias Unidas, y el centralismo de Bogotá terminó por generar una
guerra civil que duró de 1812 a 1815. Estas contiendas políticas y militares permitieron que la
soberanía que reposaba en el rey, durante el Antiguo Régimen, fuera transferida a las constituciones
de cada provincia y no al pueblo como tal (Restrepo Mejía, 2005, pág. 103).
En cuanto a nuestros sacerdotes, la lucha no se dio en el campo de batalla ni en las juntas, sino en
los púlpitos11. Allí los clérigos que se mostraron defensores de la emancipación alzaron su voz contra
los reyes de España. Los líderes de la revolución exigieron de los párrocos un juramento de fidelidad
a la causa republicana, por lo que atrás quedaron los deseos clericales del retorno del rey y las
proclamaciones mesiánicas hacia Fernando VII. En este caso, los religiosos retomaron la idea de
derecho natural de los pueblos y desecharon radicalmente la teoría del poder regio.
La idea escolástica de derecho natural tenía sus raíces en lo planteado por el Aquinate, quien hizo
la diferencia entre derecho divino, natural, positivo y de gentes. El primero era exclusivamente
concerniente a Dios y solo él regia y mandaba sobre aquel. El derecho natural, por el contrario, era
relativo al hombre y se relacionaba con su propia naturaleza. Existían ciertas normas generales para
todos los hombres que ninguno podía violar, ni siquiera su gobernante. Dichas normas se establecían
por derecho natural. Distinto a esto eran los convenios públicos o privados que se hacían entre los
mismos individuos, en ese caso, había un derecho positivo y en él no regía Dios, sino solamente los
hombres. El derecho de gentes, finalmente, partía de los convenios que habían hecho entre sí todos
los pueblos; difería del positivo en la medida en que este último se reducía a los pactos hechos por
11
Aunque hubo participación de algunos clérigos en los combates militares y en las juntas provinciales, ésta no fue
significativa (Bidegain, 2004). Más importante fue su contribución al debate de la soberanía a través de la oratoria sagrada.
27
una sola comunidad y distaba del natural porque competía exclusivamente a los hombres y no a todos
los seres de la naturaleza (Summa Theologiae II-II, q. 57. a. 2-3).
Estos derechos planteados por el Aquinate fueron revalorados por la neoescolástica española de
los siglos XVI y XVII12. Religiosos como Francisco Suárez actualizaron lo planteado por el dominico
medieval para mostrar el desacuerdo con los gobiernos despóticos de su época13. El jesuita español
retomó la idea del origen del Estado de Santo Tomás y la acomodó a las necesidades de la España
moderna. El doctor Eximius, como también se le conoció, se adhirió a la idea tomista del nacimiento
libre de los hombres y de la decisión autónoma de éstos de reunirse en comunidad, pero modificó lo
dicho por el Aquinate al sostener que el agrupamiento en sociedad daba vida a la potestad civil o
“poder de jurisdicción”, que era salvaguardado por todo el pueblo perfecto y no por un solo hombre
designado. Por consiguiente, la democracia era para él la forma originaria de la comunidad política y
del gobierno que en ella residía, y la soberanía pertenecía racional y naturalmente al mismo pueblo.
Los clérigos que proclamaron en Nueva Granada retomaron el debate sobre el derecho natural
introducido por Santo Tomás y continuado por Suárez para descalificar el derecho divino de los
reyes, teoría que hacía poco defendían. El párroco de Mompox, Juan Fernández de Sotomayor (1815),
en un sermón proclamado en el quinto aniversario de la Independencia de la Nueva Granada
agradecía a Dios haberles devuelto sus derechos naturales, usurpados por los españoles, y permitirles
elegir por sus propios medios a sus gobernantes. Acudió a la idea tomista-suarizta de la sociabilidad
natural del hombre y de la pertinencia del bien común:
El constitutivo y esencia de la sociedad consiste en este precioso e inestimable derecho [esencial].
Quando los hombres se reunieron al principio en sociedad conocieron que esta no podía subsistir
sin Xefe ó Cabeza que dirigiese la fuerza y la voluntad particular de los asociados hacia el bien
común y no habiendo en la multitud reunida un solo hombre con derecho a gobernar á los otros,
fue necesario que por todos […] se eligiese y designase el primero entre los demás. Mientras los
hombres no han pensado dominar á sus semejantes, ellos no se han gobernado de otra manera
[…]. Así no hay ni puede haber jamás caso en que el hombre pierda este derecho, ni menos en que
pueda renunciarlo ó abdicarlo en favor de una familia á perpetuidad. Nosotros lo hemos
recobrado, y su exercisio nos proporciona la más grande e incalculables ventajas […] (pág. 28).
Este razonamiento fue claramente extraído del pensamiento escolástico. El cura partió de recordar
cómo el hombre se conformaba en sociedad por instinto natural, tal como ya lo había expresado el
Aquinate, y luego aseveró que por derecho natural ningún hombre podía ser gobernado por otro. Sin
12
Entre los teólogos españoles que hicieron grandes aportes desde la escolástica están: Francisco de Vitoria, Domingo de
Soto, Luis Molina, Alfonso Orozco, Santiago Simancas, Pedro Rivadeneira, Juan de Mariana y fray Juan de Torres.
Aunque entre ellos hay discrepancias, son más los puntos en común en lo que se refiere a la construcción de una doctrina
política. 13
El debate de Suárez en contra del derecho divino de los reyes se debía principalmente a los intereses despóticos del rey
inglés Jacobo I.
28
necesidad de citar fielmente al teólogo medieval o a los modernos españoles, Sotomayor visiblemente
retomó su formación escolástica para descalificar al gobierno del rey14. Si bien Santo Tomás expuso
que los humanos mostraban la necesidad de ser gobernados por otro, Suárez insistió en que el pueblo,
mirado en su conjunto, era libre por derecho natural y no podía estar sometido a ningún hombre, por
lo que la comunidad perfecta debía gobernarse a sí misma. La diferencia entonces entre estos dos
teólogos, recogidos por los curas neogranadinos, era que mientras el primero apoyaba a la monarquía,
el segundo se inclinaba más por la democracia. Fue por esto que los clérigos que proclamaron en
Nueva Granada durante los años de la Primera República recurrieron con más vehemencia a los
planteamientos del teólogo español para corroborar sus postulados a favor de la soberanía del pueblo,
claro está que sin desconocer las ideas escolásticas del Aquinate.
Tanto para Santo Tomás como para el Doctor Eximius la paz pública y la protección de toda la
comunidad eran los deberes máximos del gobernante. Si éste no cumplía dichos preceptos y en
cambio se interesaba únicamente en su propio bien, caía en tiranía y en estos casos era lícito revertir
la soberanía del rey al pueblo. Este planteamiento fue retomado por el sacerdote Juan Agustín de
Estévez (1813), quien aseguró en un sermón proclamado en la Iglesia Mayor de Tunja que los
conquistadores en el momento del “descubrimiento” no se habían interesado en construir una
sociedad en América guiada por el bien común, sino que la ambición y sus intereses personales
habían sito el motor de la conquista, fomentado así la usurpación de los territorios y el exterminio
sucesivo de nativos (pág. 6).
Estévez en la caracterización que hizo de los conquistadores les atribuyó los defectos propios
que Santo Tomás encontraba en un tirano: codicia y violencia innecesaria contra los súbditos (De
regnum Lib. I, Cap. 3). Los españoles que llegaron por primera vez a América, según el sacerdote
neogranadino, estaban enceguecidos por el afán excesivo de conseguir riqueza y dicha ambición los
había incentivado a matar a cientos de indígenas. Si bien por mucho tiempo para la mayoría de los
clérigos la conquista había sido un acto legítimo porque había permitido la evangelización de los
nativos, en las primeras décadas del siglo XIX comenzó a ser visto como un hecho despreciable,
caracterizado por la codicia y crueldad de los hombres españoles. Esa visión por supuesto no era
nueva, sólo revivía el debate acerca de los justos títulos de la conquista15.
14
El clérigo cartagenero se formó en Bogotá, donde asistió al curso de filosofía de San Bartolomé e hizo estudios de
jurisprudencia civil y derecho canónico en El Rosario. Estas dos instituciones bogotanas se caracterizaron desde su
constitución por seguir a cabalidad las ideas neoescolásticas, especialmente las proclamadas por Francisco de Suárez.
(Gómez Hoyos, 1962). Para una biografía más amplia de este fraile Véase (Rojas Muñoz, 2001) y (Ocampo López, 2010). 15
Para mayor desarrollo de este tema Véase (König, 1988).
29
La deslegitimación religiosa al gobierno del rey se hizo entonces a partir de la idea de tiranía.
Fernández de Sotomayor (1815) señaló que antes de la llegada de los conquistadores América ya era
una sociedad que tenía sus propios gobernantes. Éstos eran “respetados, amados y obedecidos”
porque “sólo consultaban al bien” y felicidad de sus súbditos (pág. 16). Para el párroco la armonía
entre nativos y caciques hacía más que impertinente la llegada de los conquistadores al territorio,
puesto que el gobierno americano tenía una “antigüedad respetable” que estuvo obligada a
desaparecer a causa de “la tiranía más espantosa” que llegó a asesinar a los indígenas bajo el escudo
falso de llevar el evangelio de Jesucristo. Ese fue “el pretexto para conmover y destruir los reynos,
destronar y asesinar a los príncipes legítimos [...]” (pág. 17).
El párroco de Mompox acudió al capital cultural escolástico para mostrar su descontento con
los españoles. El Aquinate había señalado que para que un gobierno no fuera tiránico era necesario
primero elegir al rey de forma consensuada por aquellos a quienes correspondiera esa tarea y luego
era indispensable ordenar el gobierno del reino para que el monarca electo se le sustrajera cualquier
intento de tiranía. La llegada de los españoles a América estaba lejos de ser un acto pactado entre
indígenas y españoles, los indígenas ya tenían un gobierno antes de este acontecimiento y dicho
gobierno era el legítimamente avalado por el pueblo americano. Los españoles se convertían desde
esta perspectiva en usurpadores del territorio y en tiranos guiados por la ira de asesinar. El único
justificante que para el clérigo habían tenido los occidentales para apropiarse del territorio era la
evangelización y bajo este telón habían cometido los peores actos de crueldad.
Como vemos el argumento es muy similar al que apelaron los religiosos que proclamaron en
los años de 1808 y 1809. Si para hombres como Lasso, Torres o Duquesne el gobierno francés en la
metrópoli era ilegítimo porque no había sido pactado con los españoles y americanos; para religiosos
como Estévez y Sotomayor ese era el motivo que descalificaba al gobierno monárquico en la Nueva
Granada. Además, estaba el hecho de que la usurpación había sido violenta, lo que mostraba la tiranía
que había caracterizado al proceso, hecho que según Fernández de Sotomayor (1815) se había
perpetuado durante los tres siglos de dominación colonial, por lo que la población del momento no
estaba menos oprimida que las generaciones anteriores. (pág. 6).
Era entonces la tiranía, tanto la cometida en el siglo XVI como la que había perdurado hasta
el XIX, la que legitimaba la revolución. La corrupción de la monarquía, en palabras de Aquino, le
permitía al pueblo recobrar sus derechos naturales y gobernarse por sí mismo. Con este cambio en el
discurso, los párrocos colaboraron en las transformaciones que se venían presentando en cuando a las
representaciones de la autoridad. Desde la perspectiva de Weber (2002), nos encontramos en una
sociedad que va dejando de lado una autoridad tradicional para ir adaptando una de tipo legal-racional
30
(págs. 173-193). En la Primera República los que estaban sujetos a la autoridad obedecían a unos
superiores no por dependencia personal, como había sucedido en el Antiguo Régimen, sino porque
aceptaban las normas impersonales que definían a sus gobernantes. Ya no se rendía fidelidad personal
a un superior, sino que se cumplían las órdenes dentro del ámbito restringido en que su jurisdicción
estaba claramente especificada. Los individuos de las provincias se veían en la obligación de
obedecerle a la confederación, mientras que los de Santafé a su junta.
Pero los cambios no estaban solamente en el ámbito político, también se encontraban en el orden
lingüístico. Al proponer desde sus púlpitos que los hombres eran libres de gobernarse por sí mismos,
por derecho natural, los religiosos terminaron apostándole a una transformación del lenguaje. Como
ha planteado Bourdieu (2001), la lengua oficial de una sociedad está vinculada al Estado. Son las
instituciones públicas las encargadas de unificar una sola lengua y crear así una “comunidad
lingüística” homogénea (pág. 20). Este fue precisamente el reto que tuvieron los párrocos
comprometidos con la emancipación, debieron darle un nuevo significado al concepto ya antiguo de
soberanía y con ello apoyaron el proyecto estatal de construir una nueva dominación lingüística.
El proceso de emancipación generó una crisis en el lenguaje, derivada de las nuevas realidades y
las formas de representación que de estas se hacían. En poco tiempo los conceptos comenzaron a
transformarse, dejaron de significar lo que antes confería su sentido, para pasar a redefinirse o a hacer
uso de nuevos términos y nuevas metáforas políticas. Es así como el concepto de soberanía tuvo un
significado específico a mediados del siglo XVIII y uno diferente, dependiendo del contexto y del
enunciador, después de 1808. Nuestros clérigos, apoyados en sus prédicas, terminaron mostrando en
estos años de la Primera República que la soberanía de Dios residía en el pueblo y no en un solo
hombre. La comunidad perfecta, en palabras de Suárez, era la que designaba a sus gobernantes y ante
actos de tiranía y crueldad podían nuevamente ejercitar su dominio sobre ella.
Aunque el discurso escolástico no era novedoso para los religiosos, utilizarlo para defender
rotundamente una soberanía del pueblo en vez de generar confianza entre las élites terminó por crear
sospecha. Para varios criollos de la época era menester controlar en parte lo que los clérigos
deliberadamente y amparados en la legitimidad de su liturgia le decían a su grey con respecto a temas
tan complejos como el de la soberanía.
Antonio Nariño, por poner un caso, advertió del posible riesgo que representaba la ambigüedad
de los sacerdotes. En su Bagatela del 12 de enero de 1812 el revolucionario centralista se enfocó en
señalar el lugar que debía tener el clero en la transformación política que se estaba llevando a cabo, y
en alertar sobre las distorsiones que desde su perspectiva existían. Afirmó con vehemencia que los
clérigos “se han salido de la esfera de su ministerio sagrado” y “dotados de un espíritu de
31
dominación”, “todo lo quieren saber y gobernar”, “son ciudadanos cuando les conviene y
eclesiásticos cuando se les quiere tocar el pellejo”. Reclaman “los derechos de ciudadanía en lo
favorable”, pero “cuando se trata de imponerles alguna pena pecuniaria o personal” alegan el fuero
(Citado por Sossa, 2010).
La eficacia de los discursos sermonísticos se debió a la correspondencia tácita entre la estructura
del espacio social en el que fueron creados y la estructura del campo de los sectores sociales en los
que se ubicaban los receptores y con relación a lo que interpretaban del mensaje suministrado
(Bourdieu, 2001, pág. 15). La semejanza entre las oposiciones de los campos especializados y el
campo de las clases sociales generó un doble sentido o más de una interpretación de lo que se estaba
diciendo. Esto quiere decir que mientras el pueblo llano favorecía los discursos de los religiosos, la
élite criolla se mostraba incrédula de las pretensiones de los curas. Dicho recelo pervivió en todo el
período y estuvo bien sustentado, en la medida en que los sacerdotes lograron acomodar sus piezas
oratorias a las circunstancias del momento, apostándole a los que en la ocasión fueran los victoriosos.
Los argumentos eclesiásticos a favor de la emancipación fueron abruptamente interrumpidos por
la Reconquista española. Como ha afirmado Bushnell (1996), los desacuerdos entre los patriotas a
propósito de la mejor forma de gobierno constituyeron uno de los factores que contribuyeron al
colapso de la Primera República. Otra causa fue la total falta de experiencia de los criollos
revolucionarios, pocos de los cuales habían estado expuestos al trabajo de gobernar más allá del nivel
municipal (págs. 68-69). Estos factores permitieron la intromisión de los ejércitos españoles, bajo el
mando del general Pablo Morillo, para reapropiarse del territorio neogranadino después de que en
1814 Fernando VII había recuperado su trono. Como veremos a continuación, este acontecimiento
militar modificó por completo el mensaje de las predicaciones de los sacerdotes que proclaman en
Nueva Granada a favor de la soberanía del pueblo. Sin embargo, la base teológica siguió siendo la
escolástica.
4. La Reconquista y el retorno de la teoría del Derecho Divino de los reyes
Dos años después de haber vuelto al trono, Fernando VII encargó a Pablo Morillo una fuerza
expedicionaria que se encargara de “pacificar” a las colonias rebeladas, la llegada de estos ejércitos a
Nueva Granada provocó gran conmoción. Como ha señalado Thibaud (2003), el bando realista,
reforzado por los batallones españoles, abandonó en gran parte la guerra irregular y no tuvo más
necesidad de recurrir a la guerra popular o a la sublevación de las masas contra los patriotas, como se
había visto forzado a hacerlo durante los años de la Primera República. El bando patriota, por el
contrario, privados de gobierno y de administración, se vieron obligados a recurrir a los métodos que
32
habían utilizado sus contrincantes años anteriores: el reclutamiento de la población para sobrevivir y
reconquistar una base territorial (pág. 263).
Mientras esto ocurría en el ámbito militar, en el religioso los clérigos patriotas se vieron
obligados a exiliarse para no enfrentarse a los juicios que el general Morillo estaba dispuesto a
hacerles; abandonando así el proyecto de una nueva comunidad lingüística que reconociera y se
apropiara de otra definición del concepto de soberanía. Precisamente de las listas de eclesiásticos
procesados por el militar español es que pueden corroborar dos cosas16. En primer lugar, la mayor
parte del clero que se comprometió decidamente con la Independencia procedía del clero secular
(Plata, 2009, pág. 299). En segundo lugar, se puede desmentir la afirmación de Jorge Tadeo Lozano
hecha en el discurso de la apertura del Colegio Electoral de Cundinamarca, en 1813, que sostenía que
la revolución de 1810 fue una “revolución clerical”17. Si bien hubo una importante participación
clerica, tampoco se le puede considerar como una verdadera rebelión religiosa, desconociendo los
aportes de otros significativos sectores de la sociedad.
Para octubre de 1816 ya había en curso al menos cincuenta causas contra religiosos por
infidelidad. Después de esta fecha muchos clérigos fueron desterrados por orden de Morillo. “Haber
participado en las Juntas de gobierno, ser miembros de Colegios Electorales, haber jurado las
constituciones criollas, eliminar la mención del rey en la misa, escribir, leer y propagar papeles
insurgentes, fueron entre otros los cargos levantados” (Sossa, 2010). En este período algunos clérigos
manifestaron que si habían predicado a favor de la Independencia durante la Primera República fue
porque se sintieron intimidados por las autoridades republicanas. El Prebendo de la iglesia Catedral
de Santafé de Bogotá, Antonio de León (1816), afirmó en su sermón sobre el derecho divino de los
reyes que durante los años de revolución no se escaparon de la “cruel ira de los rebeldes” ni siquiera
los predicadores, que fueron condenados en “las sacrílegas juntas” y otros “consumidos de pesares
acabaron con dolor la existencia de una vida penosa y llena de trabajos”. Otros, finalmente, fueron
“expatriados con ignominia, o detenidos en presión por no haber querido condescender con las
iniquas y tumultarias ideas de un cisma político, y sedicioso” (págs. 38-39).
En este caso de León relataba lo que le había sucedido a los clérigos que se habían resistido a ser
parte del sistema republicano. Clérigos prominentes, como el caso de Lasso de la Vega, se negaron a
prestar el juramento de obediencia a la Junta Suprema, lo que les costó sus puestos e incluso su
libertad. El provisor del obispado de Santa Marta, Nicolás de Valenzuela y Moya (1817), sostenía en
16
Para los procesos en contra de los clérigos Véase (Hernández de Alba, 1962). 17
Distinto fueron los casos de Quito y México, donde la participación clerical fue determinante en la conformación de las
juntas y en el proceso militar de emancipación. Para el caso de Quito Véase (Demélas-Bohy & Saint-Geours, Jerusalén y
Babilonia, Religión y política en Sudamérica, el caso de Ecuador, 1988)
33
un sermón de la época que él se había resistido a toda costa a ser parte del gobierno republicano, por
lo que debió sufrir el destierro y abandono de su curato:
En el año de 11, el Cabildo de Neyva puso oficio político al Autor, dándole parte de haberle
elegido para predicar en la Misa de acción de gracias solemne por la derrota de D. Miguel Tacón,
Gobernador de Popayán, y triunfo de las armas revolucionarias contra las del Rey, en Palacé. El
Autor se denegó y desatendió al Cabildo, quien no consiguió ni aun conocerlo sin embargo de las
muchas instancias que hizo para mezclarse en sus Colegios y Juntas. Viose en fin precisado por el
Gobierno a dexar el Curato de Yquira, que servía, y salir de la Provincia, emigrar tres años por los
lugares de montaña, librándose así el horrendo y execrable juramento de la independencia y
reconocerla. Execrable he dicho porque se hizo contra los juramentos solemnemente irrevocables
a favor de Fernando VII y Gobierno Español por cuyo cumplimiento, según la doctrina de Santo
Tomás, debe el hombre que es christiano y respeta el nombre de Dios perder sus bienes y sujetarse
a los trabajos antes que faltar a él (pág. 8)18.
El clérigo en este fragmento no sólo reclamaba el trato incorrecto que había recibido por parte de
los republicanos, sino que además descalificaba a la Primera República por ir precisamente contra los
preceptos establecidos por Santo Tomás en relación a la obediencia a las autoridades legítimas. Tal
como Duquesne lo había advertido en 1809, Valenzuela señalaba que los gobernantes españoles eran
los genuinamente establecidos por Dios y, por lo tanto, las desavenencias hacia ellos eran a la vez
oposiciones al mismo Ser Supremo. Desde la teoría del derecho divino, los reyes eran responsables
sólo ante Dios, la monarquía era pura puesto que la majestad radicaba por entero en el rey, cuyo
poder rechazaba toda limitación legal. No era posible limitar, dividir o enajenar la majestad del rey en
detrimento del cabal ejercicio de la misma por su sucesor. Los defensores de esta postura sostenían
que la no resistencia y la obediencia pasiva por parte de los súbditos estaban regidas por
prescripciones divinas19. En cualquier circunstancia la resistencia al rey era vista como un pecado y
acarreaba la condenación eterna (Figgis, 1982, pág. 16).
Con esta idea tanto de León como Valenzuela lograron reincorporan en la escena político-
religiosa el tema de la autoridad debida a los reyes. Para el prebendo de Santafé, la religión católica
apoyaba exclusivamente al gobierno de uno solo, en la medida en que los monarcas eran los únicos
que contaban con el aval divino, por lo cual sólo la monarquía podía “hacer humanamente felices a
los Pueblos” (De León, 1816, pág. 4). El clérigo enfatizaba en que había un pacto entre el altar y el
trono que hacía incongruente la adhesión a la religión y la deslealtad al rey. El énfasis en el monismo
entre Iglesia y Corona fue entonces uno de los argumentos más sólidos de estos clérigos realistas en
los años de Reconquista para descalificar al gobierno republicano.
18
El sermón de Nicolás de Valenzuela fue proclamado el 1 de septiembre de 1816 y se llevó a la imprenta un año después. 19
Entre los que se mostraron a favor de la noción de derecho divino estaban el francés Jacques Bénigne Bossuet, el inglés
sir Robert Filmer y el capuchino neogranadino Joaquín de Finestrad.
34
En estos años los eclesiásticos también utilizaron el recurso de la tiranía como lo habían hecho
sus antecesores, la diferencia estaban en que ahora el tirano no era el rey, sino la confederación. Así,
Valenzuela y Moya (1817), sostenía que el Congreso había sido tiránico y sus líderes unos opresores:
Los esfuerzos, y los estragos de la guerra civil, obligaron en fin a las Provincias a recibir el tirano
yugo del Congreso, y Gobierno exterminador. Su fin se había de ver antes de salir de la cuna de la
tiranía. No podía florecer la paz, donde la violencia había encendido las llamas de una implacable
discordia. Las conmociones populares, y la severidad despótica del Congreso, llenaron de terror y
espanto a la Metrópoli. Prisiones intempestivas, calabozos, cárceles, destierros y seqüestros eran
las imágenes de ésta que se llamó la Constitución feliz (pág. 20).
Para Nicolás de Valenzuela las guerras que caracterizaron la Primera República eran muestra de
la tiranía del Congreso de las Provincias Unidas, pues los neogranadinos habían aceptado esta forma
de gobierno sólo por el temor que infringían sus líderes. No había sido un pacto consensuado lo que
había generado la revolución, sino la violenta dominación de unos pocos; dominación, además,
caracterizada por la ambición y la crueldad. Dos términos que también habían utilizado los clérigos
patriotas para oponerse a los conquistadores y que tenían honda raíces en el pensamiento del
Aquinate.
Mientras que después de 1810 los sacerdotes consideraron ilegítima la intromisión de los
españoles en América por la violencia y horror causados por la conquista, los clérigos de 1816
encontraron que precisamente el temor y la intimidación eran lo que descalificaba cualquier intento
de sublevación por parte de los neogranadinos. Para estos religiosos América había gozado de paz y
tranquilidad durante los trescientos años de colonización. En todo ese tiempo, según ellos, América
no había conocido lo que era la guerra, acto que experimentó precisamente después de la revolución.
Bajo este razonamiento los clérigos de la Reconquista desecharon la idea del mal gobierno del rey y
se encargaron en mostrar los horrores padecidos los años inmediatamente anteriores. Vemos entonces
que los sacerdotes del período de Morillo recurrieron a la misma argumentación de sus adversarios,
pero acomodando los razonamientos a su conveniencia.
De León (1816), por ejemplo, se basó en la idea de “lesa majestad” planteada por el Aquinate
para descalificar a la revolución. Desde un razonamiento escolástico, el clérigo sustentaba que la
emancipación representaba la desobediencia de la que ya había advertido el teólogo medieval. En este
caso, el sacerdote no cuestionaba el gobierno del rey, como habían hecho sus antecesores, sino que
mostraba la Independencia como un acto despótico que violaba los pactos establecidos:
[La revolución] Ha sido, hablando con propiedad, un crimen de lesa Magestad por haber sacudido
el yugo de la obediencia que por humano, y divino derecho le es muy debida a los Reyes que
mandan a nombre de Dios. Ha sido un crimen de lesa Patria, cuya ruina únicamente se ha
35
procurado de todos modos baxo el pretexto de la libertad, con la que se han esclavizado todos los
Pueblos para llenarlos de calamidades, y despecho. Y ha sido finalmente, un crimen de lesa
naturaleza; cuyas obligaciones y sagrados derechos se han escandalozamente violado, faltando a
los deberes de la humanidad, y a los vínculos de la amistad, y de la sangre que han respetado
siempre hasta las Naciones más incultas y groseras para que de este modo fuese la escarapela
nacional, o divisa tricolor de la Nueva República de las Américas, la injusticia, la ingratitud, y la
alevosía (pág. 49).
El prebendo de Santafé en este fragmento pone sobre la mesa el tema del contrato no firmado
entre América y España. Para de León los americanos debían obediencia voluntaria al monarca
porque su autoridad estaba basada en el derecho divino de los reyes. Ir en contra de este derecho
implicaba a la vez estar en desacato con la patria y con los mismos preceptos naturales, en la medida
en que por ley divina el monarca era el representante, en lo civil, de Dios en la tierra. Notemos que el
sacerdote no diferenció, como hicieron sus colegas de la Primera República, la ley divina de la
natural. La articulación de los preceptos religiosos con los instintivos del hombre le permitieron a de
León mostrar la revolución no sólo como un acto injusto e ingrato, sino también como perfidia.
Como podemos apreciar para estos dos clérigos realistas los acontecimientos más inmediatos, la
Revolución y la confederación de las Provincias Unidas, se convirtieron en el descalificante a
cualquier tipo de gobierno distinto al de la monarquía. El mayor argumento esgrimido era la falta de
obediencia, que desde una posición tomista era completamente cuestionable. La mayor razón
otorgada por ellos para la pervivencia del rey en América era que el monarca recibía la unción del
mismo Dios y este acto litúrgico providencial no podía ser sustituido por ningún hombre, pues por
encima de la ley humana estaba la eterna.
En resumen, nos encontramos con que los argumentos dados por los sacerdotes realistas durante
el período de Reconquista no distaron mucho de los presentados por los eclesiásticos patriotas en los
años de la Primera República. En ambos casos se sostuvo la soberanía de Dios por encima de los
gobernantes terrenales y se descalificó al contrario a partir de la idea tomista de tiranía. Sin embargo,
como veremos en seguida, la apuesta de los religiosos realistas por la defensa del derecho divino de
los reyes se vio rápidamente sustituida por el apoyo a una soberanía del pueblo, después de obtenida
la victoria de la Batalla de Boyacá por parte de las tropas patriotas.
5. El Derecho a gobernarse por sí mismos y el sermón en función del nuevo
orden
Obtenido el triunfo patriota en la Batalla de Boyacá en agosto de 1819, los discursos clericales a
favor de la Reconquista desaparecieron. En esta época se consideró que se había consagrado la
Independencia de la Nueva Granada, pero aún quedaban fuertes bastiones realistas y, por lo tanto, se
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planearon campañas para seguir combatiéndolos. El nuevo orden republicano que se impuso tras el
éxito militar, generó replantearse el lugar de Dios, del ejército, de la Constitución y de la ciudadanía.
Todos ellos estaban relacionadas con la cuestión fundamental del entendimiento de la soberanía
popular (Garrido, 2009, pág. 106).
Después de esta fecha, en el campo religioso siguió la batalla de representaciones sobre la
relación del pueblo con Dios y con el rey. Dichas batallas tuvieron profundas implicaciones en el
imaginario social, religioso y político. Los clérigos realistas, como el obispo de Cartagena, Gregorio
José Rodríguez, seguía alentando a los párrocos y sacerdotes en la defensa del rey. Sin embargo,
después de expedido el decreto vicepresidencial el sermón se convirtió en un arma al servicio del
nuevo orden. “Con ello pues, se apuntaba a legitimar la Independencia y a los nuevos gobernantes y
sobre todo a eliminar el posible conflicto entre la lealtad a Dios y la deslealtad al rey” (Garrido, 2004,
pág. 462).
La decisión del vicepresidente de legalizar los sermones de los curas para que no hubiese otras
orientaciones distintas a las ligadas a la soberanía del pueblo no nos debe extrañar, era una forma de
evitar que los religiosos se excedieran en sus discursos, llegando al punto de desarticular el proceso
emancipatorio. Meses antes de obtenida la Independencia total, el coronel José María Barreiro le
escribió al virrey Sámano la siguiente misiva, firmada el 8 de junio de 1819, con el fin de advertirle
del riesgo que representaban varios religiosos que se hacían pasar por realistas, pero que en realidad
apoyaban a los revolucionarios:
Puedo asegurar que por lo que respecta a los sacerdotes, la mayor parte son sospechosos: unos por
desear nuestro exterminio y el triunfo de los rebeldes y otros por ser verdaderos egoístas que están
al partido que más pueden, y por cuya razón huyen de cuanto les pueda comprometer, afectando
todos con una hipocresía religiosa estar imbuidos en el culto de su ministerio y que desprecian las
cosas mundanas. Por este estilo tiene vuestra excelencia llenos los pueblos y los conventos, unos y
otros protegen a los rebeldes, les suministran todo obsequio y cuantas noticias llegan a adquirir y
con nosotros aparentan un gran interés y deseos de tranquilidad, siendo por consiguiente muy
difícil conocerlos, pero sí muy extraño lo que con sinceridad se expresen en estos términos”
(Citado por Sossa, 2010).
Lo que planteaba Berreiro demuestra el impacto de las palabras de los clérigos en la población
y el recelo que despertaban en las élites. Las ambigüedades de los sacerdotes y su afán de acomodarse
al mejor postor hacían que fueran mirados con sospecha entre la élite realista y patriota. Sin embargo,
en el pueblo llano su palabra siempre era reconocida como la del portavoz autorizado y no se ponían
en duda sus afirmaciones a favor o contra de una postura política. Es por esto que, ante la
institucionalización política del sermón, la construcción de una nueva comunidad lingüística
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encaminada a proponer el nuevo significado de la palabra soberanía retomó sus labores en la oratoria
sagrada.
Como ha señalado Garrido (2004), antes de dictarse el decreto posiblemente fue discutido con
las autoridades eclesiásticas como el deán y el cabildo del arzobispado y los principales prelados de
los conventos (pág. 463), pues los religiosos seguían las órdenes de sus superiores clericales y no las
de los nuevos jefes políticos. Esto puede corroborarse en varios de los sermones de los clérigos que
predicaron después de la proclamación del mandato. Muchos afirmaron en sus piezas oratorias estar
cumpliendo las órdenes de sus superiores, incluso algunos se disculparon en notas finales o iniciales
por tardarse en el envío del sermón y aprovecharon las excusas para reafirmar que lo que estaban
proclamando sólo se hacía con el fin de seguir los mandatos impuestos. Así lo expuso el párroco
Gómez Quevedo (1820), del pueblo de Pacho:
Comunicando á usted que he recibido el oficio que se ha dignado participar con fecha 22 de Enero
del que rige por orden del Excelentísimo Vice-Presidente y Comandancia General: interado [Sic]
de su contenido: digo, ingenuamente que no dirijo quaderno de sermones desde que entraron las
tropas republicanas porque yo ignoraba del todo la nueva disposición del Supremo Gobierno, sin
embargo en fuerza y rigor de mi Ministerio, que obtengo por la Divina providencia no he dexado
de exponer el Santo Evangelio, que voceo cada Domingo en términos lacónicos: costumbre que he
habituado de seguir el estylo de las Aulas mayores: e igualmente haciéndoles ver á los poquísimos
oyentes, que concurren á misa las obligaciones, tan urgentes y necesarias para conservar el Estado
por medio de seguir la opinión segura, constante: y lo mismo la justísima causa de la libertad que
debemos seguir y acompañar con la gratitud y amor la ternura de hijos y de vasallos el debido
respeto al que es Padre común de los Pueblos (págs. 14-15).
El cura Gómez Quevedo se excusaba así de su tardanza en mostrar evidencias de sus
proclamaciones a favor del sistema republicano. Desde la perspectiva weberiana nos encontramos en
medio de una sociedad más jurídico-racional, que comienza a notar la necesidad de basarse en la
legalidad de las normas y en respetar el derecho y las órdenes de los que ocupan cargos públicos
(Weber, 2002, págs. 173-180). No bastaba con que los sacerdotes hicieran sus rogativas a favor del
nuevo orden, era menester enviar copia escrita de lo pronunciado y para mayor constancia de lo
entregado debía contar con la firma de autoridades civiles como el Alcalde o Regidor. Aunque la
mayoría de estos sermones no conocieron la imprenta, sí iniciaron un proceso mayor de
burocratización que el que se vivía en el Antiguo Régimen.
Los sermones posdecreto vicepresidencial fueron pronunciados principalmente por sacerdotes de
“plaza y pasión”, que no contaban con el mismo bagaje cultural de sus colegas de Santafé y
Cartagena. Sin embargo, eso no implicó que la escolástica medieval y la neoescolástica española
siguieran siendo parte del entramado argumental. Aunque con menor estilo culto que el de Lasso o
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Fernández, por poner dos ejemplos, estos curas también contaron con el capital simbólico de la
Iglesia. Muestra de ello fue el clérigo Luis Calvo (1819), quien sostenía en su sermón pronunciado en
Sotaquirá:
Que admirable se deja ver el autor divino en la palabra del universo; por más admirable ostenta su
poder y sabiduría en la formación del hombre, este Dios es el que crió al hombre libre e
independiente Adán y sus sucesores, que gozaron de esta excelencia, no tuvieron reyes, ni otro
superior sobre la tierra aumentándose progresivamente, el número de los vivientes y reflexionando
estos, que el andar errantes por selvas y el decidir sus diferencias por la fuerza, era un estado
violento miserable, y que los conducía a la destrucción y la ruina, se reunieron en sociedades, y
nombraron de entre ellos mismos que les conservasen sus derechos y dirimiesen sus
desavenencias. He aquí el origen de los gobiernos y cumplido, lo que Dios mandó después que
eligiesen para que los gobernasen, uno de sus hermanos y no de fuera, origen que manifiesta muy
bien, que estos gobiernos, deben ser obra de los pueblos, que no es legítimo, el que no se establece
con el consentimiento de ellos (fols. 112v-113r)20.
Claramente el clérigo Luis Calvo recurrió a su capital cultural para mostrar la pertinencia de la
soberanía del pueblo. Santo Tomás había señalado que el hombre se organizaba en sociedad por
derecho natural y no por obligación divina. Igual argumento utilizó Calvo para señalar que al
principio del mundo los hombres andaban vagando por él hasta que decidieron reunirse en comunidad
y fue en ese momento, y por convicción de los propios hombres, que se decidió establecer
gobernante. Calvo omitió el pasaje tomista que mostraba a la monarquía como la forma más idónea
de gobierno y lo reemplazó por el enunciado que afirmaba que los gobernantes debían ser elegidos de
la misma comunidad perfecta y no de afuera. Con ello rechazó el gobierno del rey, no por ser el de
uno solo, sino porque Fernando VII no era americano. El clérigo de Sotaquirá concluía recordando el
planteamiento del Aquinate, que sostenía la pertinencia del consenso como elemento de legitimidad
de los gobiernos.
El cura de Turmequé (1819), por su parte, no cuestionó el origen de la soberanía del rey en
América. Para él la ilegitimidad del gobierno monárquico (tanto el Asturia como el Borbón) radicaba
en que los reyes españoles no respetaron el acuerdo social tácito establecido entre el pueblo y su
gobernante:
Es cierto que hemos vivido bajo la dominación de España por más de trescientos años: pero es
mucho más cierto que los que han empuñado el cetro, y ceñido la corona para gobernarnos, en
nada menos han pensado, que en guardarnos nuestros pactos sociales, siendo estos los cimientos
en que se amparaba la soberanía, que les habíamos transmitido, para que nos mirasen, y tuviesen
por partes integrantes de la monarquía, y no para que nos tratasen como a esclavos: pero qué digo
20
Las cursivas son nuestras. El fragmento que señala que la exigencia de Dios fue elegir un gobernante hermano y no
extranjero se basa en el pasaje bíblico del Dt 17:15 “deberás poner sobre ti un rey elegido por Yahveh, y a uno de entre tus
hermanos pondrás sobre ti como rey; no podrás darte por rey a un extranjero que no sea hermano tuyo.
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guardarnos los pactos sociales; cuando toda su política ha sido tratarnos como unos colonos,
graduantes de idiotas (fols. 53r-53v).
Para el cura del pueblo de Turmequé, el pacto social no firmado hecho entre españoles y
americanos debía regirse por el buen gobierno. Ante la esclavitud que por tres siglos debieron vivir
los americanos, el pacto se había roto y la soberanía, entregada al rey, revertía nuevamente al pueblo.
Sin necesidad de citar a las autoridades reconocidas en el tema, el cura mostraba la distinción entre el
derecho positivo (el pacto social) y el derecho natural (la libertad). Ambos habían sido injuriados por
el rey y su corona y, por lo tanto, su gobierno era ilegítimo.
Pero no sólo se apeló al derecho natural y positivo, sino también al de gentes. El clérigo Diego
Chacón y Galindo (1820) partió de la idea de origen de la sociedad de Santo Tomás para luego
señalar que la esclavitud y servidumbre se había debido al derecho de gentes, que recordemos distaba
del natural. Según el sacerdote, los hombres nacían libres, pero originadas las guerras se produjo la
servidumbre y cautividad, y de allí provenía el derecho de gentes. Eso era lo que había sucedido en
América, pues antes de la conquista los nativos habían gozado de plena libertad por algunos siglos,
pero después de este acontecimiento los americanos habían quedado en la servidumbre (fol. 153r).
Para el religioso neogranadino la conquista era producto del derecho internacional y no un acto de
derecho natural, lo que otorgaba legitimidad a la acción bélica a favor del recobro de la libertad.
Para estos clérigos lo más relevante era establecer que el derecho natural, que les garantizaba su
libertad, era dado por el mismo Dios, por lo que exigir un gobierno propio no implicaba renunciar a
sus creencias. Dios siempre fue presentado como el verdadero soberano, solamente cambió el
poseedor de la misma: “El Dios de las alturas, que rige, y gobierna, no sólo el orden de la naturaleza
creada, y temporal, sino también a la espiritual, pone fin a cada individuo seguro para que haya sido
creado. El hombre creado a su imagen y semejanza le condecoró desde el principio que fue formado
con el don de su libertad, es dueño de sus acciones dirigidas según la Ley Divina, y razón natural”
(Sermón predicado en el Pueblo de Pasca, Cantón de Bosa, 1819, fol. 127r).
Bajo esta afirmación el cura de Pasca establecía que apoyar la Independencia no iba en contra de
Dios, refutando lo dicho por los sacerdotes realistas, especialmente los de la Reconquista. Uno de los
grandes temores que existían en la época era que ante la proclamación de la emancipación se
estuviera cometiendo un acto contra el Ser Supremo. Una de las tareas de los clérigos posdecreto fue
precisamente intentar calmar esos miedos comunes. La forma más idónea de hacerlo fue a través de la
ratificación de que Dios estaba a favor del movimiento libertario y que él era el verdadero soberano
que decidía a quién cedércela. Así lo afirmaba el presbítero de menores observantes, fray Manuel
Garay, la noche del 04 de diciembre de 1819: “Dios ha dicho […] que da y quita los reinos a quien
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quiere y quando quiere: es decir que la medida de la duración de los reinos son los crímenes de los
mismos que reinan. Por eso los devastadores del mundo son llamados en la escritura santa, el azote de
la humanidad e instrumentos de la ira de Dios” (1826, págs. 10-11)21.
Con esto el fraile mostraba a Dios como verdadero conductor de la historia humana y como
soberano supremo. Él era el que decidía a quién o qué cederle su suprema potestad en la tierra, pero
así mismo tomaba la decisión de revertirla al encontrar que el gobierno establecido era despóstico,
acto que desataba su ira. El clerigo desde esta postura mostraba que Dios en un principio había
apoyado la soberanía del rey en América, pero ante su gobierno tiránico le había quitado su aval y se
lo había entregado al sistema republicano.
Tal como había ocurrido en la Primera República, la soberanía no revertió directamente en el
pueblo, sino en el Congreso de Angostura y luego en la constitución de Cúcuta. La diferencia entre el
primer intento de emancipación y la carta magna de 1821 radicaba en que esta última trasladó la
soberanía a la nación. “Contrariamente a las constituciones de la primera independencia, los
constituyentes de Cúcuta derivan todo el poder [en] un lugar vacío y abstracto, con el fin de evitar
toda forma de usurpación o de alienación del mismo. […] Levantan de esta manera una soberanía
unitaria y abstracta que se ejerce sobre una república dividida en departamentos, provincias, cantones
y parroquias” (Calderón & Thibaud, 2010, pág. 197).
En resumidas cuentas, los clérigos que proclamaron en la Nueva Granada durante estos años
hicieron énfasis en que por derecho natural la soberanía revertía al pueblo, sólo que ese éste fue
entendido no como la unión de todos los miembros de la sociedad, sino como la nación misma.
Apoyados en su capital cultural, los sacerdotes desafiaron la comunidad lingüística del Antiguo
Régimen y se incorporaron al proyecto estatal de crear una nueva lengua oficial que modificó las
definiciones de viejos conceptos como el de soberanía. Aunque aún faltaban varios años para que ese
nuevo significado se consolidara del todo, un hecho era evidente: la ruptura total con la teoría
absolutista de derecho divino de los reyes. La escolástica medieval y la neoescolástica española
fueron mucho más coherentse en el contexto vivido, puesto que limitaban los poderes del rey y
mostraba la usurpación como un delito tiránico.
En el siguiente capítulo mostraremos que las distintas soberanías que tuvieron lugar en estos años,
la del rey, la del pueblo y la de la nación estuvieron también articuladas a ideas de castigo divino y a
milenarismos. A partir del temor a Dios los clérigos procuraron explicar los cambios en el gobierno,
evitando que la sociedad cayera en anarquía, el gran miedo de toda la comunidad católica.
21
El sermón de fray Manuel Garay se predicó el 4 de noviembre de 1819 y se imprimió siete años después.
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Capítulo II
El púlpito entre el temor y la esperanza:
ideas de castigo divino y milenarismos en la oratoria sagrada
“[…] los Ministros del Santuario, encargados de repartir a los Pueblos
el Pan de la divina palabra, tenemos estrecha obligación de manifestarles […]
Que serán víctimas de la ambición, inequidad e injusticia,
si no llevan por delante en sus empresas el temor Santo del Señor
y el cumplimiento de su ley [...]”
Joaquín Guerra y Sixto, 1814
El tema de la soberanía en la oratoria sagrada de la Nueva Granada de principios del siglo
XIX estuvo articulado a nociones judeocristianas de castigo divino y a escatológicas de milenarismos.
Con el fin de explicar los acontecimientos vertiginosos por los que se estaba pasando, los párrocos
recurrieron a ideas de sanción divina y fin del mundo para mostrarse a favor o en contra del poder
regio o de la soberanía popular. El orador, según Bourdieu (1995), era quien intentaba actuar en el
mundo y sobre él gracias a la eficacia performativa de la palabra (pág. 106) y por medio de ella
conectaba los sucesos del momento con el pensamiento católico. Las persuasiones que generaban el
temor a Dios deben entenderse en el marco de sus funciones prácticas y políticas, puesto que las
relaciones lingüísticas que se daban entre el sermón y el auditorio que lo escuchaba siempre eran
relaciones de fuerza simbólica a través de las cuales las relaciones de poder entre los predicadores y
su auditorio se actualizaba bajo una forma transfigurada.
Cualquier intercambio lingüístico conlleva la virtualidad de un acto de poder, tanto más
cuanto involucra actores sociales que ocupan posiciones asimétricas en la distribución del capital
pertinente (Bourdieu & Wacquant, 1995, pág. 104). En nuestro caso, la prédica tenía implícita el
poder del sacerdote, quien ostentaba un lugar más preponderante en la sociedad que el que tenía el
pueblo llano que lo escuchaba cada día en la misa y contaba con un capital cultural distinto al de la
élite. El hombre del altar también era el hombre del púlpito y la plebe se sentía más conforme con ese
último, en la medida en que dejaba de ser un individuo que rezaba en latín y de espaldas al pueblo y
se convertía en uno que los miraba a la cara y les proclamaba en su propio idioma el evangelio moral
y práctico capaz de transformar a los simples en sujetos artificiosos (Di Stefano, 2004).
Entender el entramado argumental acerca del castigo divino y el fin del mundo implica
comprender que los sacerdotes neogranadinos de principios del XIX hicieron uso de las armas
discursivas de las que disponían. Se trató de una delicada operación mental que requería enmarcar los
acontecimientos vividos en la historia de Dios. Lo que significa que por medio de la prédica y los
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lentos procesos de persuasión, los sacerdotes lograron conectar los hechos inéditos ocurridos con lo
plasmado en la Biblia cientos de años antes. El propósito era demostrar que si bien había habido un
cambio de régimen, la religión seguía intacta. Yahveh fue presentado como el protagonista de los
sucesos revolucionarios y contra revolucionarios, por lo que cuanto estaba ocurriendo en los dos
lados del Atlántico era sólo la ejecución de los designios divinos.
Esta postura llevó a vincular las ideas judeocristianas de temor a Dios con las de paz y
tranquilidad. La ira de Yahveh se articuló a su misericordia y las ideas del fin del mundo se enlazaron
con aquellas esperanzadoras que señalaban que en breve se produciría una consumación maravillosa
y llegaría un tiempo en el que el bien triunfaría sobre el mal y lo reduciría a cenizas para siempre. En
dicho tiempo unos elegidos comenzarían a vivir como una sociedad armónica y sin conflictos, tal
como la de los orígenes que mencionaba Santo Tomás. Estas visiones tenebrosas y a la vez utópicas
también se entrecruzaron con imaginarios mesiánicos que enaltecían a individuos de la historia como
héroes divinos. En todas estas visiones apologéticas los episodios experimentados fueron siempre
presentados como un plan de Dios. Es por esto que las ideas de castigo divino y las de milenarismos
fueron pieza clave entre los sermones estudiados, siendo uno de los temas más comunes en todos
ellos.
Hemos dividido nuestro capítulo en tres secciones. En la primera mostraremos las nociones de
castigo divino a la que apelaron los clérigos neogranadinos para justificar los sucesos trágicos que se
vivían. Veremos que esta posición fue matizada con la idea de misericordia divina, que procuraba
llevar un mensaje esperanzador al auditorio. En la segunda expondremos cómo estas ideas de castigo
y misericordia también se articularon a ideas escatológicas como los milenarismos de la época, que
procuraron exhibir al enemigo como parte de las huestes infernales y al bando amigo como próximo
grupo elegido para reinar con Jesús por mil años antes de la llegaba del Juicio Final. Estas visiones
apocalípticas se acompañaron de mesianismos que pretendían sacralizar a unos individuos y
descalificar a otros. Finalmente, sostendremos que este paradigma providencialista mostró siempre a
Dios como el verdadero conductor de la historia humana, por lo que la revolución y los cambios en el
tema de la soberanía jamás se presentaron en contradicción con la fe y las creencias católicas. Dios
fue exhibido ante la plebe como el protagonista de los acontecimientos, ostentándolo como el aliado
del bando victorioso e incluso en ocasiones como compañero infalible del perdedor, en la medida en
que fracasar implicaba purgar las culpas.
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1. Castigo y misericordia divina: entre un Dios temeroso y protector
El objetivo último de la predicación era lograr persuadir o conmover al auditorio que escuchaba la
prédica. El orador estaba llamado a obrar un cambio en los comportamientos de sus gentes por medio
de la palabra, “[…] moviendo los sentimientos del alma; tocando los resortes misteriosos del corazón
humano para que se decida a apartarse del vicio y seguir la virtud; fin noble y santísimo que se
propone en la moción de los afectos” (Sánchez Arce y Peñuela, 1862, pág. 53). Si bien es cierto que
en las dos primeras décadas del siglo XIX la oratoria sagrada neogranadina se enfocó principalmente
en dar respuestas a los acontecimientos políticos, no olvidó del todo su propósito central: persuadir
para evitar el desequilibrio social. Los clérigos de la Nueva Granada encontraron que la mejor forma
de explicar los abruptos cambios en la soberanía y en las formas de gobierno era a través de la ira de
Dios y su misericordia. A partir del temor podían evitar que la sociedad cayera en anarquía, desatando
un caos sin precedentes, y por medio de la bondad celestial lograban sostener la autoridad de Dios en
una época donde las creencias comenzaban a ser cuestionadas.
Estos imaginarios que se pueden incluso rastrear en el pensamiento medieval, fueron un recurso
con el que los clérigos pudieron mostrar a Dios como aliado de la monarquía o del sistema
republicano, dependiendo del contexto. Veremos primero cómo apelaron al temor a Yahveh para
asegurar la autoridad de éste y luego cómo se ayudaron de la imagen del Dios paterno y bondadoso
para calmar los ánimos. Ambas nociones siempre se articularon al problema de la soberanía; aunque
nunca se cuestionó que el verdadero soberano era Yahveh, el debate alrededor del castigo y la
misericordia se prestó para legitimar al poseedor terrenal de ésta.
1.1 Sanción divina: causa de los conflictos en América y la Península
En los libros proféticos de la Biblia, como el de Daniel y el de las Lamentaciones, existen pasajes
que aseguran que por haber abandonado a Yahveh el pueblo elegido deberá ser castigado con el
hambre y la peste, la guerra y la cautividad. Por dicha falta será sometido a un juicio inquisitorial
severo, que permitirá la absoluta purificación del pasado culpable. Sin embargo, el juicio no será el
fin del pueblo elegido, pues una parte de Israel sobrevivirá a los castigos y merced a él se cumplirá el
designio divino. Después de que la nación haya sido regenerada y reformada, Yahveh culminará su
venganza y se convertirá en el Libertador. Concluida la catástrofe surgirá una nueva nación que nada
tendría que envidiarle al Edén (Cohn, 1983, pág. 19). Lo profetizado para Israel sirvió de tipología
para explicar lo ocurrido en América y especialmente en Nueva Granada. Los pecados eran el móvil
principal que había acarreado las desgracias, pero después de su purificación la naciente república se
convertiría en una sociedad más pura y más cercana a Dios.
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Frye (1988) ha planteado que la Biblia ha sido interpretada de forma binaria entre “tipos” y
“antitipos”. El mundo cristiano ha creído que en el Antiguo Testamento, el Nuevo está oculto y en
este último el Antiguo se revela. Todo lo que sucede en el texto veterotestamentario es un “signo” o
presagio de algo que sucederá en el Nuevo Testamento, a esto Frye le llama “tipología”. Ejemplo de
ello es que Adán es visto en los escritos neotestamentarios como un “tipo” de Cristo. Lo que sucede
en el Nuevo Testamento constituye un “antitipo”, una forma realizada de lo profetizado en el Antiguo
Testamento (págs. 103-104). Nuestros sacerdotes hicieron uso de este pensamiento tradicional del
cristianismo para dar respuesta a los sucesos del momento. Según ellos, lo anunciado para el pueblo
hebreo (tipo) se revelaba en los sucesos ocurridos en el momento (antitipo).
Como ha señalado Núñez (2002), el carácter personal de Dios lleva implícito la creencia en un
Ser Supremo no indiferente ante el mundo y los hombres, sino con sentimientos, que se irrita y
aplaca. Las desgracias se explican desde la indignación divina por los pecados de los hombres (pág.
280). En nuestro caso, las desgracias ocurridas ya fuera por la invasión napoleónica, la revolución o
la reconquista se explicaron a partir de esta idea de ira de Dios. Los clérigos tomaron una posición
pesimista con respecto a la humanidad, señalando que los hombres se ven siempre empujados a la
desmesura y esto sin cesar acarrea la cólera de Yahveh.
Como desarrollaremos más detenidamente, en las proclamaciones hechas en los años de crisis de
acefalía se argumentó que la invasión napoleónica era producto de la “depravación” en la que se
encontraba España y del hecho de haber sido aliada de Francia. En el período de la Primera República
fue común afirmar que las guerras internas eran producto de una condena celestial. Durante la época
de Reconquista los sacerdotes proclamaron que la revolución de independencia había sido un castigo
divino por los pecados de los americanos durante trescientos años. Finalmente, los sermones
promulgados durante 1819 y 1820 establecieron que la Reconquista había sido una sanción divina por
haber fracasado la Primera República. En pocas palabras, los sacerdotes utilizaron el recurso de la ira
de Dios para justificar los acontecimientos más próximos. En una época de rápidas y álgidas
transformaciones, tuvieron que buscar distintos argumentos para legitimar, desde la religión, lo que
estaba sucediendo.
Para el canónigo Lasso de la Vega (1808) el relajamiento moral en que se encontraba España era
lo que había generado la invasión de las tropas francesas: “No hablaré de la moral relajada porque esa
¡ay de mí! seguida con libertad por muchos de los nuestros, debemos confesar es la causa por que
Dios nos castiga” (págs. 17-18). Haber sido aliada de Francia y haber permitido la intromisión de la
filosofía ilustrada en España habían permitido que la metrópoli descuidara sus creencias católicas y
eso había desatado la ira de Dios. La invasión napoleónica, desde la perspectiva del predicador, era
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un castigo celestial. Yahveh fue mostrado como el personaje que manejaba los hilos de la historia, su
ira era causada por los pecados humanos y ella desataba los conflictos y calamidades por las que se
atravesaba.
Pero cuestionar los pecados y relajamiento moral de España no implicaba una crítica a su sistema
en esos primeros años de cautividad del rey. Duquesne se mostraba irritado en un sermón proclamado
el 19 de enero de 1809 por los actos pecaminosos que habían producido la intervención bonapartista,
pero a la vez exponía su adhesión al sistema monárquico y a la teoría del derecho divino al
enfrentarse desde su púlpito a Napoleón: “Y vosotros impíos, no penséis que vuestro linaje ha sido
abandonado. Aguardad un poco, y veréis los castigos que os amenazan. Nosotros padecemos, porque
hemos pecado contra nuestro Dios, y su Majestad ha hecho cosas dignas de admiración en nosotros.
Pero tú [Napoleón], Apóstata feroz no te imagines que ha de quedar sin castigo la guerra, que has
intentado contra Dios” (1809a, pág. 26). Para el sacerdote madrileño la guerra contra España era a la
vez una guerra contra la religión católica y su dios. La alevosía del pueblo galo terminaría generando
su fracaso y una cólera mayor de Yahveh. Duquesne, en ese sentido, no dejaba de mostrar su
fidelidad al rey, a pesar de cuestionar las actitudes de sus gentes que había desatado el desastre
vivido.
El cura doctrinero Antonio Torres y Peña (1809) iba en la misma línea de Duquesne, pero
ampliaba sus críticas a España al cuestionar el gobierno del primer ministro del rey, Manuel Godoy:
¿Y no ha sido muy semejante a este, Señores, el estado de depravación que hemos visto en España?
¿No es cierto que ese Monstruo avariento y ambicioso: ese hombre el más malvado, que en todos los
siglos ha producido el pueblo Español, tenía oprimida desde el trono hasta la última clase de los
vasallos? ¿No hacía éste que reinase sólo el desorden, la disolución, y la violencia; y que sirviese solo
la sombra, y el nombre de nuestro augusto Soberano Don Carlos, para autorizar sus execrables
desafueros? (pág. 11).
Para el clérigo el gobierno absolutista y bastante cuestionado de Godoy era lo que en últimas
había desatado la ira de Dios, provocando la invasión francesa. Este personaje era tan odiado en la
península como en América, sólo que en este lado del Atlántico algunos de los virreyes y miembros
de las audiencias que gobernaban en 1808 habían sido protegidos de Godoy o designados por él, lo
que produjo una ola inicial de descontento en contra de los amigos del favorito, quienes como el
virrey de México, cayeron rápidamente como una reacción local o bien fueron reemplazados por
nuevas personas designadas por el gobierno temporal de España (Anna, 1986, pág. 58). En todo caso,
el desprecio que generaba el primer ministro de Carlos IV terminó sirviendo para explicar la invasión
francesa desde una perspectiva providencialista y a la vez ayudó a construir la imagen sacralizada del
rey cautivo, que se esperaba fuera más condescendiente con su pueblo que lo que había sido su padre.
46
Sin embargo, las explicaciones escatológicas a favor del rey y en contra de la invasión
napoleónica rápidamente fueron reemplazadas por las que sostenían que el verdadero castigo eran las
guerras internas producidas por la disputa entre centralistas y federalistas, en la Primera República.
Los predicadores de estos años más allá de descalificar al bando contrario quisieron mostrar los
peligros de la división y de las guerras civiles, así lo hizo el clérigo Joaquín Guerra y Sixto, para
quien estas divisiones internas eran la verdadera muestra de la ira de Dios:
Pecadores, vosotros entendéis las desgracias de nuestros continentales en los extraordinarios
movimientos de la tierra que los originaron. Supisteis que casi sobre las mismas ruinas perecieron a
filo de Espada multitud de víctimas; estáis viendo los torrentes de Sangre que se derraman todos los
días en diferentes puntos de nuestro suelo ¿Podéis negarme que estos son castigos de la divina justicia
y al mismo tiempo auxilios de la infinita misericordia? De ningún modo [...] (1814, págs. 15-16).
A través de una pregunta retórica el clérigo Guerra y Sixto cuestionaba a su feligresía sobre los
actos trágicos por los que atravesaba la Nueva Granada. El sacerdote se mostraba muy ambiguo en su
sermón en lo que respectaba a tomar postura frente al nuevo orden. La politización del momento
generó que los clérigos utilizaran su prédica para hacer explícitas sus posiciones políticas, pero este
capellán del Monasterio de la Esperanza procuraba mostrarse como neutral22. La falta de polarización
de Guerra y Sixto hacía que viera las luchas internas como el verdadero castigo de Dios. El sacerdote
recurrió al pensamiento judeocristiano, propio del caudal simbólico de la Iglesia, para mostrar la
articulación entre catástrofe e ira de Dios. Como estaba consignado en la Biblia, las sanciones divinas
solían ocurrir después de faltar a la Alianza hecha entre hombres y Dios.
Esta visión del cura hacía que se mostrara tácitamente más a favor del rey que en su contra, pues
sus oponentes podrían haber argumentado que el sacerdote quería mostrar la Primera República como
un acto de la ira de Dios, especialmente porque el clérigo emprendió en su sermón un diálogo
imaginado con María, donde la interpelaba por las actitudes de sus fieles, que cada vez se mostraban
más libertinos y menos propensos a recibir la palabra de Dios. Aseguraba que las “ovejas” se
encontraban dispersas viviendo gustosas en el libertinaje mientras en todas partes ardía “el fuego de
la división” (Guerra y Sixto, 1814, pág. 13). Con esta frase el sacerdote claramente hacía alusión a las
guerras internas que se llevaban a cabo en la Nueva Granada, pero lo que más atormentaba al clérigo
era ver a su grey dispersada y sin acatar las órdenes religiosas encaminadas a la virtud. Esa vida
pecaminosa era la verdadera causa de las desgracias, pues había desatado la cólera de Yahveh que
para sancionarlos los había divido en dos facciones políticas. Desde la perspectiva de Guerra y Sixto,
22
La neutralidad del cura Joaquín Guerra y Sixto despertó la sospecha de los criollos, que lo obligaron a imprimir la pieza
oratoria bajo el testimonio de oyentes que garantizaron que el escrito entregado a la imprenta contenía las mismas palabras
pronunciadas desde el púlpito el viernes santos de 1814. Esto se expone en los preliminares del ejemplar impreso.
47
los avatares históricos de la Nueva Granada no podían desligarse del comportamiento de sus gentes.
Así como Dios se había servido de Francia para castigar a España, se valía ahora de las politizaciones
políticas para castigar a la Nueva Granada.
El clérigo realista Antonio de León (1816), que proclamó durante la Reconquista, no estuvo ajeno
a la postura de Guerra y Sixto. La revolución para él había sido la verdadera catástrofe que había
generado castigos divinos. El intento infructuoso de emanciparse en 1810 había sido una sanción
divina para purgar los pecados de sus fieles. Dios había aguantado de forma tolerante durante
trescientos años los pecados de los americanos, pero cansado ya de las faltas de sus feligreses había
enviado la revolución sólo como castigo:
Es una verdad de fe, que la multitud y malicia de los pecados han acarreado en todos tiempos los
rayos de la divina venganza, y también lo es que una vez determinado Dios a descargar el azote de su
justicia sobre los Pueblos, permite por sus adorables juicios que caigan los hombres en cierta especie
de pecados de tan gravedad y peso, que esta misma permisión es el mayor castigo, y la que justamente
prueba el colmo de su indignación […]. En todas las historias sagradas y profanas se nos presenta a
cada paso las conmociones populares, como la última señal de la cólera de Dios contra los pecadores,
a manera de un torrente impetuoso que todo lo arrebata y lo destruye. Y tal ha sido la de nuestras
Américas en el siglo 19, siglo verdaderamente de la justicia de un Dios provocado, e irritado hasta lo
sumo con el exceso de nuestras culpas (pág. 11).
El clérigo partía del hecho de que los castigos divinos eran una verdad de la Iglesia y no podían
ser cuestionados. La historia de Israel era la muestra más fidedigna de que los pecados del pueblo
desataban sentimientos de furia y rabia en Dios. Según el prebendo, aunque Yahveh era tolerante y
aguardaba con paciencia que su feligresía retomara el camino del bien, llegaba un punto en que la
caridad terminaba y daba paso a la fiereza divina. Durante tres siglos Dios había estado resignado,
esperando la conversión del pueblo americano, pero esa paciencia había llegado a su fin en el siglo
XIX, generando la revolución neogranadina sólo como una condena. Es por esto que de León no
distaba de lo que sostenía Guerra y Sixto en 1814, pues aunque este último no lo expresó en esos
términos, sí insinúo que las guerras de la Primera República eran una sanción celestial.
En otra dirección caminaron los clérigos que proclamaron después de expedido el decreto
vicepresidencial. Para ellos, que debían apostarle a una desacralización total del sistema monárquico,
el castigo divino de la Nueva Granada había sido estar subyugada a España por tres siglos. La
descalificación a la Madre Patria fue el recurso más común para explicar lo sucedido durante la
Reconquista y a la vez avalar la soberanía popular como la forma más idónea de gobierno. Los
sacerdotes posdecreto hallaron en el temor a Dios la mejor manera de mostrarse aliados al nuevo
orden.
48
Esto no quiere decir que las desgracias hayan dejado de mostrarse como producto de los pecados
de los fieles. Esa idea reposaba en el imaginario católico desde la Edad Media y no desapareció en
este contexto. Así lo demuestra la exhortación del cura de Tausa, hecha el 21 de diciembre de 1819:
“¿Si por nuestros pecados la mano del señor nos castiga, haciendo, que sucumbamos nuevamente,
que males no nos esperan? Y no creáis señores, que otra es la causa de nuestras aflicciones sino el
pecado, el vicio, y la iniquidad” (fol. 108r). El sacerdote apelaba en este caso al pasado más reciente:
la Reconquista. El temor que había impuesto las tropas de Morillo debía servir de escarmiento a la
grey para proteger la Independencia. Esto además hacía parte de lo estipulado en el decreto de
Santander. El tercer argumento al que debían apelar los clérigos era precisamente al de que una nueva
Reconquista sería el peor de todos los males que podría soportar la reciente República.
No es gratuito entonces que la libertad perdida durante los años de Reconquista fuera mostrada
como un castigo celestial. El cura de Guaduas, Gutiérrez (1820), persuadía de esta manera a su
feligresía, sosteniendo que Dios había enviado la Reconquista para: “castigarnos el poco aprecio que
hacíamos del mayor bien que el hombre puede adquirir en sociedad: esa libertad que nos proporcionó
sin esfuerzo de nuestra parte”. También para sancionarlos por lo poco que le temían a la “fiereza
española, y la dominación de un rey déspota. Para castigar la insensata credulidad de los que se
fiaban de sus promesas, y los esperaban como a pacificadores” y, por último, para “uniformar la
opinión, y que todos nos dispongamos a ser libres o morir” (fol. 137v).
En ese punto el clérigo apelaba tácitamente al pensamiento escolástico que sostenía que por
derecho natural los hombres nacían libres. Los americanos, sin embargo, no la habrían sabido
aprovechar y eso habría generado la ira de Dios que los castigó por medio de las tropas
“pacificadoras” de Morillo. Recurrir a los episodios más recientes en la memoria de los creyentes era
la forma más idónea de garantizar el éxito de la persuasión. Con este temor los religiosos incentivaron
a su feligresía a hacer parte de las batallas que garantizaran la Independencia definitiva. Por medio de
la prédica se fomentó la acción del pueblo llano, al que se solía incentivar para ser parte de los
ejércitos libertarios.
En suma, la noción de castigo divino, que tenía honda raíces en el pensamiento teológico de los
clérigos, ayudó a explicar los acontecimientos inmediatos y a la vez mostrar las ventajas o
menoscabos del sistema republicano. La legitimidad de la autoridad, según Sennett (1982), surge de
una percepción de las diferencias en cuanto a fuerza. La autoridad comunica y el súbdito percibe, por
lo que el carácter de la autoridad tiene algo de inalcanzable. Existe un poder, una seguridad en sí
mismo que la autoridad posee y en las que el súbdito no puede penetrar (págs. 23-54). Esta diferencia
despierta tanto temor como respeto, la combinación de estos sentimientos es lo que consiguió el
49
temor a Dios en los fieles neogranadinos. Los poderes que convierten a una autoridad en juez
permiten que éste también dé seguridades. Es fuerte y a partir de esa fuerza puede proteger a los
demás. En nuestro caso, Dios es mostrado como un juez furibundo que para proteger a su feligresía
del fuego eterno lo purifica por medio del castigo.
Sin embargo, como veremos a continuación, no siempre se apeló al miedo para persuadir al
auditorio a tomar postura frente a lo sucedido, en ocasiones también se dieron mensajes
esperanzadores y utópicos que calmaban los sentimientos de desarraigo de los fieles y a la vez los
incentivaba a seguir batallando para su bando.
1.2 Bondades divinas con el pueblo neogranadino: La vuelta del rey o el triunfo
emancipatorio.
Apelar a un Dios vengador podía coartar al auditorio para que éste no desconfiara de la autoridad
poderosa del Ser Supremo, miedo latente entre los clérigos que ante los actos revolucionarios temían
que se pusiera en duda las creencias y la legitimidad de Dios. Sin embargo, la invocación a la ira de
Yahveh debía ser matizada, en la medida en que el temor podía ser una mala base para crear un
verdadero respeto al Padre. Era más efectivo presentar a Dios como una autoridad fuerte, pero a la
vez protectora que garantizaba la seguridad de su pueblo. Para ello los clérigos neogranadinos
también se acogieron a la idea de misericordia de Dios, que planteaba que después del sentimiento de
rabia venía el de consuelo. Yahveh después de infligir castigos hacía actos bondadosos para mostrar
el amor que sentía por sus fieles. Era una visión paternalista comparada con la del padre que castiga a
su hijo para que éste aprenda a no cometer actos indebidos, lo hace entonces por su propio bien.
De acuerdo a las circunstancias y a la posición del cura se señaló que la misericordia sería el
retorno del rey o la total victoria de la Independencia. Para los clérigos leales al monarca que
proclamaron entre 1808 y 1809, si bien Dios los había castigado con la invasión napoleónica, la
recompensa sería la restitución de la corona en manos de Fernando VII. Para los curas de la Primera
República haber restituido la libertad usurpada por trescientos años era la mayor muestra de la
bondad divina. Por el contrario, los clérigos realistas de la Reconquista sostuvieron que el retorno del
sistema monárquico a América era la verdadera prueba de la misericordia de Dios. Por último, los
sacerdotes que proclamaron después del decreto vicepresidencial de 1819 plantearon que la victoria
de la Batalla de Boyacá y la emancipación definitiva eran en realidad señal de la protección celestial.
Como vemos aunque el discurso cambió de acuerdo al período histórico que se estuviera viviendo
el eje del mensaje siguió siendo la misericordia de Dios, lo que permitía a los curas sacralizar de
forma utópica el escenario vivido. Había una postura sincrónica y diacrónica a la vez en la medida en
50
que mientras la idea de misericordia no cambiaba su justificante estaba determinado por las
transformaciones políticas del momento. Esta similitud en la argumentación de uno y otro bando
puede explicarse a través del capital simbólico de la Iglesia. Los curas, independientemente de qué
lado estuvieran, habían sido formados con iguales herramientas ideológicas. Lo que hicieron los curas
fue traducir su caudal eclesiástico de acuerdo a las circunstancias, acomodando sus prédicas al bando
victorioso, todo con el fin de sostener la hegemonía clerical, en una época de derrumbamientos
sociales.
Lasso de la Vega (1808), en su prédica de acción de gracias por las primeras victorias que
comenzaban a tener las tropas españolas, señalaba varios episodios presentes y pasados en la historia
de España como pruebas de la misericordia de Dios. Para el canónigo la desolación de algunos
territorios españoles por la guerra contra Francia era una purificación de Dios, que animaba a las
tropas de Sevilla a continuar luchando con la certeza de que la mano divina los protegía. No
importaba si el número de soldados españoles era desproporcional al de los franceses, los primeros
contaban con el apoyo del Dios de los ejércitos, que podía vencer a muchos con pocos. Otra prueba
de la bondad divina era la ayuda que había estado brindando Inglaterra, que a pesar de ser antes el
enemigo de España ahora se mostraban como su aliado. Pero para Lasso la mayor muestra de
misericordia la mostró Dios cuando protegió al entonces príncipe Fernando de las conspiraciones de
Manuel Godoy, quien intentó hacer una oposición al futuro rey (págs. 32-41). En este punto el
sacerdote articuló los designios divinos con el derecho divino de los reyes. Dios era el que decidía
con quién hacer el pacto de unción que le permitía ceder su soberanía, desde antes de su coronación
Fernando VII ya estaba designado por la mano divina y ante un intento de evitar su coronación Dios
intervino, mostrando su bondad y protección a los reyes.
Acudir a la misericordia de Dios no era contradecir al Yahveh castigador, todo lo contrario, la
dualidad era lo que permitía legitimar la autoridad divina. Desde la perspectiva de Sennett (1982) una
figura de autoridad debe caracterizarse por su fuerza, pero también por su protección. Desde esta
dicotomía el cura doctrinero Torres y Peña (1808) explicaba a su feligresía la razón por la cual Dios
en ocasiones castigaba como acto de bondad. Según él, si bien Dios había mostrado su furia con
España al enviar la invasión francesa, este acto demostraba también su protección, en la medida en
que por medio de él había “reanimado la fe” entre los peninsulares y americanos, había “vigorizado
las tropas” y había permitido conocer a ciencia cierta quién era el verdadero Napoleón. (pág. 23).
Para el sacerdote si el castigo había sido la invasión francesa, combatirla de forma victoriosa sería
la recompensa divina. Lo que había desatado la ira de Dios era que España fuera pecaminosa y aliada
de Francia, pero precisamente la intervención de los galos en la metrópoli permitía conocer al
51
verdadero enemigo, no era Inglaterra sino Francia, pues bajo artimañas los había utilizado. Con este
razonamiento el clérigo logró explicar los acontecimientos que se estaban viviendo en la península y
a la vez dar un mensaje de optimismo, Dios estaba de su lado y el mal del momento era en pro de un
bien mayor, del que se disfrutaría en un futuro cercano.
Sin embargo, ese optimismo que profetizaba la victoria española ante el auxilio de Dios
prontamente fue oscurecido por los refuerzos militares de Napoleón en Madrid que generaron el
fracaso de la Junta Central y la instalación de la Regencia (Guerra F. X., 1992, págs. 131-132). Ante
las cada vez mayores derrotas en el campo militar en España, los criollos se alzaron en contra de la
legitimidad de las juntas españolas y construyeron las propias, por lo que los discursos religiosos que
garantizaban el retorno a la normalidad gracias a la bondad de Dios debieron ser modificados.
Así lo mostró Fernández de Sotomayor (1815) en su sermón por el quinto aniversario de la
Independencia, para él la bondad divina podía rastrearse en la restitución de la libertad neogranadina:
“En efecto, yo creo no equivocarme si numero entre los grandes y extraordinarios prodigios, con que
el Señor de quando en quando quiere hacer ostentación de su Omnipotencia, el recobro de nuestra
libertad y la humillación de nuestros opresores […] El Cielo se declaró en nuestro favor, y el Señor
derramó sobre nosotros su espíritu, así como sobre nuestros opresores el de vértigo y
atolondramiento” (pág. 23). Para los clérigos de la Primera República, como el párroco de Mompox,
el castigo divino había sido la usurpación del territorio americano en manos de los españoles, pero
Dios había mostrado su bondad y protección para los neogranadinos al devolverles su soberanía para
que ellos mismos se gobernaran. Desde la perspectiva del sacerdote, Dios dirigía los acontecimientos
al mostrarse aliado de los americanos en su intento de emancipación y en contra de los españoles al
revertir la soberanía en el pueblo y no en el rey cautivo.
Como podemos apreciar los discursos políticos de los frailes de la Primera República distaban de
los de Lasso y Torres. La bondad de Dios no se reflejaba en la protección a la monarquía católica,
sino precisamente en el término de ésta. Pero el interrogante que surge es por qué Dios castigó por
trescientos años a los americanos con la intromisión de los españoles. El cura Juan Agustín Estévez
(1813) tenía una respuesta a esa duda. Según él, había sido la idolatría de las comunidades indígenas
lo que había desatado la furia celestial. Claramente, el sacerdote encontró en el pasado un justificante
a los actos del momento. Sin planearlo, el cura incorporó una conciencia histórica en su prédica. A
través del acto pasado de la Conquista encontró justificantes para interpretar los sucesos que vivía.
Estévez añadió que Dios al ver a los americanos conversos había perdonado sus culpas y les había
restituido su libertad (pág. 4). Es por esto que los castigos y la penitencia debían asumirse con
52
resignación e incluso con alegría, puesto que se fundaban en el anhelo a la futura recompensa
misericordiosa.
Así lo expresaba el presbítero de la Religión de Hospitalarios del Patriarca San Juan de Dios,
Miguel Antonio Escalante (1814), quien veía la penitencia como el medio más eficaz para aplacar la
ira de Yahveh: “[…] solo ella [la penitencia] puede revocar la sentencia dada contra el pecador;
porque […] sólo ella es también la que puede aplacar la ira y la indignación de Dios” (págs. 29-30).
Con esta afirmación el sacerdote invitaba a su grey a la conversión, si la furia de Dios se había
desatado ante la idolatría de los indígenas era menester vivir en penitencia, según los preceptos
cristianos, para conservar la libertad que como acto misericordioso Dios les había devuelto. El
discurso de Escalante tenía mucho más de moral que de político, lo que lo diferenciaba del de sus
colegas del mismo período. Por medio de esta prédica se procuraba legitimar la Independencia y a la
vez proteger el buen comportamiento de los fieles. Otro de los miedos latentes de la época era que
ante el cambio de régimen las actitudes cristianas enseñadas con gran estilo culterano desde el púlpito
durante los siglos XVII y XVIII se perdieran. Era necesario articular en el mismo entramado
argumental la obediencia al nuevo orden y el comportamiento idóneo del buen cristiano,
caracterizado por seguir las virtudes y desechar los vicios.
Estas prédicas que mostraban la libertad restituida como misericordia de Dios fueron
abandonadas ante la llegada de las tropas de Morillo a la Nueva Granada. Recordemos que varios
clérigos patriotas fueron condenados por el general español e incluso algunos murieron fusilados,
dado que se consideró un delito mayor poner las verdades de la religión al servicio de la causa de la
Independencia (Bidegain, 2004, pág. 173). Ante el horror causado por los militares peninsulares y las
tropas realistas locales, el religioso Antonio de León (1816) le apostó a mostrar la restitución de la
monarquía como un acto digno de la misericordia celestial:
Dejadme, pues, exclamar con el más agradecido de los Reyes, y decirle a Dios: cantaré, oh Señor, sin
cesar tus divinas misericordias, porque os habéis dignado quebrantar las penosas cadenas que nos
habían oprimido. Así es, sin la menor duda, y por tanto os aseguro: Que si la rebelión de las
Américas ha sido un efecto de la justicia de Dios irritado por nuestras culpas; su pacificación, y
reconquista lo es de su misericordia, condolido de nuestros padecimientos (págs. 9-10)23.
Según el prebendo, el pecado que había generado el castigo divino no era la idolatría de los
indígenas antes de la llegada de los españoles, como habían sostenido los curas de la Primera
República, para él la revolución significaba un acto de alevosía y ese era considerado un pecado
gravísimo. La misma rebelión era vista como una sanción divina, pero como Dios era bondadoso y
23
Cursivas del autor.
53
protector de su pueblo había restituido a la monarquía como efecto de su perdón. Las penas se habían
purgado con las guerras internas y dicha penitencia permitía el retorno del sistema monárquico a la
Nueva Granada. La idea utópica de misericordia de Dios le permitía al eclesiástico manifestar su
adhesión al gobierno del rey y descalificar cualquier intento de alzamiento.
El clérigo recurría sin mencionarlo a los planteamientos tomistas, que sostenían la pertinencia de
mantenerse obedientes al rey. Al mostrar la vuelta a la monarquía como premio divino no sólo se
vinculaba a Dios a los acontecimientos humanos, sino que además se le mostraba como seguidor del
poder regio. Santo Tomás ya había planteado que cuando los reyes combatían a sus enemigos Dios
los recompensaba con la victoria y la subyugación del perdedor (De regnum, Lib. I, Cap. 8). Esto
hacía ver a Yahveh como un Ser amigo de los reyes. Fernando VII había logrado vencer a Napoleón
al verse éste obligado a liberarlo, eso permitía enlazar los hechos históricos con un plan divino. La
recompensa del rey español, al recobrar su trono en 1814, era poder subyugar nuevamente a América.
Claro está que en la práctica Fernando VII estaba lejos de ser un individuo victorioso. Su
liberación se debía a que Napoleón había sido derrotado en Rusia en 1812 y ese fracaso militar había
generado el entusiasmo de varios reyes europeos para formar una coalición en contra del emperador
francés, que además había sido vencido en España por las tropas inglesas dirigidas por Wellington.
Era la inminente derrota de Bonaparte por parte de otros ejércitos europeos distintos al español lo que
había generado que Napoleón tomara la decisión de liberar a Fernando VII y al Papa Pío VII, quien
también se encontraba prisionero (Bidegain, 2004, pág. 172). No obstante, ese no fue el discurso que
promovieron los curas realistas de la Reconquista, ellos se enfocaron en mostrar que la vuelta del rey
era un acto providencial, porque necesitaban reforzar su imagen desacralizada años antes para lograr
persuadir sobre la pertinencia del gobierno del rey. Al volver al soberano liberado en un ser heroico,
los curas le apostaron a la restitución de la monarquía y a la vuelta de la teoría del poder regio.
Nicolás de Valenzuela (1817) sostenía que la fuga y exilio de muchos miembros del
levantamiento también eran consecuencia de la bondad divina. La huida de los líderes de la
revolución permitía la restitución del gobierno monárquico y ello era para el cura un acto
predestinado por la mano de Dios. Para el provisor del obispado de Santa Marta, estos hombres eran
“un mal perpetuo” que habían privado al pueblo “de los bienes de la naturaleza” y de la religión. Por
ello, también eran enemigos de Dios y de su culto (pág. 27). Valenzuela con esto lograba no sólo
mostrar la restitución de la autoridad del rey en Nueva Granada como una decisión divina, sino que
además descalificaba a sus contrincantes bajo el telón de la falta de fe. Esta aseveración recurrente
entre los clérigos realistas, fue uno de los grandes retos de los sacerdotes posdecreto vicepresidencial.
Era tanto el desprestigio al que habían sido sometidos los republicanos como individuos ateos que
54
atentaban contra la religión católica, que los discursos clericales a favor de la emancipación después
de 1819 debieron centrarse, entre otros temas, a aclarar que ser leal a la República no implicaba la
deslealtad a Dios.
Por ello los curas que proclamaron después de la Batalla de Boyacá mostraron el fin de la
dominación española como la mayor muestra de bondad divina, apelaron nuevamente al discurso de
los sacerdotes de la Primera República, pero además insistieron en la pertinencia de no pecar más con
guerras civiles para evitar una nueva ira de Dios. La Reconquista, que todos tenían muy presente en
su memoria, también fue utilizada con el fin de producir temor, ella había sido un castigo por el
fracaso del primer intento emancipatorio y si bien la Independencia total era muestra de que Dios los
había redimido, no podían permitir una nueva sanción divina como otra intromisión militar española.
El cura de Umbita en un sermón hecho a su feligresía el 22 de diciembre de 1819 sostenía que
Dios se había mostrado doblemente bondadoso al darles por segunda vez la libertad, por ello insistía
en que no se debía abusar de su clemencia, permaneciendo todos los neogranadinos unidos en pro de
resistir otro ataque militar (fols. 121v-122r). El recurso a la Reconquista permitía que los frailes
acudieran al recuerdo tormentoso más próximo que tenían muchos neogranadinos. Los fuertes
combates y los duros saqueos que habían protagonizado los soldados españoles y neogranadinos
realistas hacía ver la importancia de conservar la emancipación. Desde una mirada providencial y
utópica los clérigos ubicaban a Dios a favor de la República. Él era el que había restituido la libertad,
nada tenían que ver las victorias militares, ellas sólo eran resultado de las decisiones celestiales. Para
conservar la libertad era menester vivir en penitencia y en rogativa a Dios para que no los volviera a
aplacar con su brazo vengador.
Así lo exponía el cura José María Urrea en una exhortación hecha en el pueblo de Guacamaya en
1820: “[...] ya que hemos tenido la dicha de salir de aquella peste intolerable, hemos de hacer
penintencia, e implorar a cada instante, la misericordia de Dios para que no nos castigue de nuevo,
haciendo que por nuestras culpas volvamos a sucumbir al yugo de los Españoles, pues si habiendo
venido llamándose pacificadores, nos han afligido con tantos males, y oprimido de un modo tan
inhumano, ¿qué sería si volvieramos a quedar debajo de su dominio?” (fol. 223v). La penitencia
entonces era mostrada por el cura como la única forma de evitar una nueva intromisión española. Con
esta premisa el sacerdote enlazaba la historia humana con la de Dios; si se vivía según los preceptos
cristianos era posible mantener la Independencia, pero si se vivía en pecado y guiado por los vicios
una nueva Reconquista llegaría como venganza divina. Claramente los sacerdotes de este período
lograron articular sus discursos morales con uno político. Mientras se enseñaban los modelos idóneos
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de comportamiento se iba legitimando el nuevo orden, aspecto que permitía corroborar que ser leal al
sistema republicano no implicaba dejar de ser católico.
Vemos que así como se recurrió al temor a Dios para justificar los acontecimientos políticos y
mantener a la grey controlada bajo un sistema, ya fuera monárquico o republicano, también se utilizó
el recurso de la misericordia de Dios con el fin de calmar los ánimos de los feligreses atemorizados.
No bastaba mostrar un modelo divino castigador y autoritario, era impresindible articular esa figura
con la del Dios amable que protegía a su pueblo. Sólo en esta ambivalencia se lograba mantener
intacta la autoridad del Ser Supremo y a la vez avalar o descalificar una de las dos formas de gobierno
que estaban en disputa en estos primeros años del siglo XIX en América.
En definitiva, las ideas de castigo divino y misericordia de Dios tuvieron eco en los sermones de
los predicadores neogranadinos de las dos primeras décadas del siglo XIX. En todos ellos la ira divina
había sido causada por los mismos actos humanos. Los feligreses debían aceptar con sumisión el
castigo y redimirse con el propósito de recibir luego los premios divinos, como un paraíso donde no
existiera hambre ni guerra. Para lograr la bondad de Dios era necesario purgar las culpas, redimirse
por medio de condenas terrenales. La imagen del Dios castigador no se apartaba de la del Dios
misericordioso, pues si bien Dios había impuesto estas sanciones, también los había librado de ellas.
Para los clérigos realistas la gratificación era volver al yugo monárquico y para los sacerdotes
patriotas era haberse librado precisamente de éste. De esta manera los sacerdotes enlazaron las ideas
de castigo, culpa y perdón divino con el tema de la soberanía. Como expondremos a continuación
estas ideas se vincularon a miradas milenaristas que procuraban demostrar que los sucesos acaecidos
estaban directamente conectados con los designios de Dios.
2. Milenarismos y mesianismos: caos, mesías y advenimientos
La cristiandad ha tenido siempre una escatología, en el sentido de una doctrina, respecto a los
“tiempos finales”, los “últimos días” o “el estado final del mundo”. El milenarismo cristiano no fue
más que una modalidad de la escatología cristiana, que se refería a la creencia de algunos cristianos
que sostenía que Cristo, después de la Segunda Venida, establecería un reino mesiánico sobre la tierra
y reinaría en ella durante mil años antes del Juicio Final. Según el Apocalipsis, los ciudadanos de este
reino serían los mártires cristianos, quienes renacerían mil años antes de la resurrección de los demás
muertos. Pero ya los primeros cristianos interpretaron esta parte de la profecía en un sentido más
liberal que literal, equiparando a los fieles sufrientes –es decir, ellos mismos– con los mártires,
esperando la Segunda Venida durante su vida mortal. En los últimos años, en las ciencias sociales se
ha difundido la costumbre de usar la palabra “milenarismo” en un sentido más amplio. El concepto se
56
ha convertido en una etiqueta convencional para un tipo particular de salvacionismo (Cohn, 1983,
pág. 14). En ese sentido lo usaremos aquí.
Los movimientos milenaristas han solido concebir la salvación como un colectivo, en el sentido
de que debe ser disfrutado por los fieles como sociedad; como terrenal, dado que debe realizarse en la
tierra y no en un cielo fuera de este mundo; como total, porque se supone debe transformar
completamente la vida en la tierra, de tal modo que la nueva dispensa no sea una mera mejoría del
presente, sino la perfección, y como milagrosa, puesto que debe realizarse por o con la ayuda de
intervenciones sobrenaturales (Cohn, 1983, pág. 15). Los clérigos neogranadinos acudieron a estas
ideas de salvación para dar respuesta a los múltiples acontecimientos inéditos por los que se estaba
pasando. Guiados por el capital simbólico de la Iglesia, los curas encontraron que las Sagradas
Escrituras podían interpretarse remitiéndose a la secuencia de los hechos históricos actuales. A partir
de una posición sincrónica del bien y del mal lograron mostrarse aliados u opositores del sistema
monárquico o del gobierno republicano. Los sucesos del momento fueron direccionados hacia un
futuro utópico, donde reinaría la felicidad completa.
Los predicadores también relacionaron a los individuos del momento con profecías bíblicas. En
un momento determinado Fernando VII fue visto como un ser enviado por Dios para reinar de una
forma menos absolutista que la de su padre Carlos IV. Sin embargo, esta imagen idealizada se
transformó rápidamente en una antagónica ante los sucesos que demostraron que su gobierno no
diferiría mucho del de su antecesor. Simón Bolívar y otros líderes de la revolución también fueron
enaltecidos y comparados con personajes bíblicos con el objeto de convertirlos en figuras
sacralizadas. Como desarrollaremos en seguida, tanto las posiciones milenaritas como las mesiánicas
de nuestros curas permitieron articular los acontecimientos experimentados con un plan divino.
2.1 Ideas apocalípticas: teorías sobre las crisis vividas y las futuras
Los acontecimientos por los que atravesaba Europa y América: la Revolución francesa, las
detenciones de los papas Pío VI y Pío VII, la difusión de las ideas ilustradas, la abdicación de los
reyes españoles, la revolución americana, entre muchos otros, permitió a los religiosos justificar los
acontecimientos desde estas posturas escatológicas. Di Stefano, estudiando el caso de la
Independencia del virreinato del Río de la Plata, asegura que muchos clérigos de la época sentían que
realmente estaban viviendo el principio del fin del advenimiento del Milenio (el reino de mil años de
Cristo y de los elegidos antes del fin de la historia), creencia de profundas raíces en distintas
corrientes apocalípticas judeocristianas.
57
Sacerdotes rioplatenses citaron a personajes como el ex jesuita y milenarista Manuel Lacunza y
clérigos como Castro Barros (1815) afirmaron que Jesucristo llegaría a la tierra con vestidura de rey
temporal a sentarse en el trono de David para reinar toda la tierra por muchos años. Estas ideas
escatológicas no sólo se encontraban en el pensamiento de los religiosos, varios criollos rioplatenses,
en su afán por conseguir el aval papal de la Independencia, sostuvieron que la revolución debía servir
para separar a América de los vicios e irreligión de Europa, seducida por los proyectos reformistas del
siglo XVIII (Di Stefano, 2003, pág. 216).
Nuestros curas no estaban muy lejos de la mentalidad de sus contemporáneos rioplatenses.
Muchos de ellos interpretaron los distintos sucesos como la llegada del fin de los tiempos. Como ha
señalado Shaffer, tradicionalmente esa visión escatológica ha ido acompañada de una de esperanza o
temor al fin. En el imaginario judeocristiano se ha entendido el fin de los tiempos como el final de los
“otros”, del enemigo, de los indignos, de los actuales opresores; pero no de “nosotros” (1998, pág.
161). Esa era la mirada apocalíptica que los curas neogranadinos de inicios del siglo XIX tenían.
Para varios el fin de sus opresores estaba cerca y el inicio de una nueva era cargada de tranquilidad y
armonía para Nueva Granada estaba por comenzar.
Para los oradores que proclamaron durante la invasión napoleónica a España, después de sufrir las
desgracias de la toma francesa, la metrópoli se convertiría en un pueblo elegido donde reinaría la paz.
Por el contrario, los que predicaron durante la Primera República, sostuvieron que América era el
lugar donde prevalecería la armonía después de tres siglos de catástrofes. Distinta fue la opinión de
los eclesiásticos realistas de la Reconquista, que consideraron que el período de crimen había sido la
revolución y la tranquilidad llegaría después de restituido el gobierno monárquico en toda la Nueva
Granada. Finalmente, los clérigos que dieron sermón después del decreto de Santander de 1819
sostuvieron que la concordia llegaría a América si no se permitía nuevamente la intromisión de
ejércitos pacificadores provenientes de España. Como podemos ver, los eclesiásticos aprovecharon su
púlpito y las ideas milenaristas para legitimar una u otra forma de gobierno. De acuerdo a las
circunstancias y al bando político del que se hacía parte, se sostuvo que el fin de los tiempos estaba
cerca para la monarquía o para los republicanos.
El clérigo Antonio Torres y Peña arremetió en su sermón de 1808 contra el invasor francés,
planteando que los galos querían destruir la religión católica, pero que los españoles se habían
mantenido fieles a su rey y a su religión (pág. 18). Para argumentar esto, el predicador asemejó al
emperador francés con la Bestia del Apocalipsis. El relato bíblico hace alusión al poder entregado por
el Dragón de Satán a una bestia muy poderosa que difícilmente puede ser combatida (Ap 13). Al
58
Torres y Peña asegurar que esa bestia era Napoleón, mostraba al emperador francés como parte de las
huestes infernales que sólo podían ser combatidas por medio de la fe.
Fue precisamente esa conexión entre Bonaparte y los seres infernales lo que generó temor entre la
población neogranadina, que ante la crisis de las juntas españolas contemplaron la posibilidad de que
el emperador llegara a gobernar América. Los oradores patriotas apelaron a ese miedo común para
legitimar la Independencia de la Nueva Granada. Según ellos, el propósito de emanciparse era “salvar
a América, quizás, de la acción del Anticristo, identificado con un personaje –Napoleón– o con un
estado de cosas” (Di Stefano, 2003, pág. 216). El sacerdote Guerra y Sixto apeló durante la Primera
República a ese miedo generalizado que representaba Francia para mostrar los peligros de guiarse por
el pensamiento Ilustrado, tan frecuente en esa época:
Decidlo vosotros desgraciados Pueblos de la Europa decidlo vosotros, que víctimas infelices de una
filosofía anti-christiana, de una filosofía que llevando por divisa en sus empresas el hermosísimo
aspecto de una eloqüencia brillante, y aun sólida en la apariencia, caísteis por último en los lazos que
con mucha antelación se os dispusieron. En esas bellísimas teorías, bajo especiosos títulos de
humanidad, bien público, derechos del hombre, equidad y justicia, os ha conducido
ignominiosamente atados al carro de su triunfo, ese monstruo del medio día, ese Ángel exterminador,
y terrible azote de la justicia divina (1814, pág. 13)
“El ángel exterminador” al que hace alusión el capellán es semejante al que se menciona en 1
Cro 21:1524. Según este relato bíblico, Yahveh, enfurecido con Jerusalén por culpa de Satanás, envió
un ángel para aplacar los pecados de su pueblo. Arrepentido, ordena al espíritu celeste interrumpir su
acto castigador. Para Guerra y Sixto, Dios había enviado a la filosofía ilustrada a Europa como azote
de su justicia divina. Era una forma de purgar las penas de los occidentales, que se estaban alejando
de las creencias católicas. La intención del sacerdote era persuadir a su grey sobre el peligro que
representaba seguir estas teorías “anticristianas”. El sacerdote aclaraba en la dedicatoria de su
sermón, hecha a Juan Manuel García del Castillo, que el nuevo orden debía incorporar estos temores
en el pueblo para evitar el caos y el desorden social. Según el clérigo, fomentar el temor a las lecturas
ilustradas evitaría que el pueblo llano encontrara motivos no religiosos para alzarse contra el nuevo
gobierno.
En una postura similar estuvo su colega Escalante (1814), quien interpeló a las mujeres de su
auditorio preguntándoles qué harían ante la llegada del Juicio Final. Recurrió a Lm 1:3-425, donde se
24
“Mandó Dios un ángel contra Jerusalén para destruirla; pero cuando ya estaba destruyéndola, miró Yahveh y se
arrepintió del estrago, y dijo al ángel Exterminador: « ¡Basta ya; retira tu mano!» […]”. 25
“Judá está desterrada, en la postración y en extrema servidumbre. Sentada entre las naciones, no encuentra sosiego. La
alcanzan todos sus perseguidores entre las angosturas. Las calzadas de Sión están de luto, que nadie viene a las
solemnidades. Todas sus puertas desoladas, sus sacerdotes gimiendo, afligida sus vírgenes ¡y ella misma en amargura!”.
59
muestra el detrimento de Jerusalén y el estado decadente en el que se hallaban las mujeres vírgenes y
los sacerdotes. El propósito del presbítero era comparar una Jerusalén lúgubre con una futura Nueva
Granada en igual circunstancia. El relato bíblico termina su descripción de Sión señalando que
brotará un sentimiento de invencible confianza a Dios y un hondo arrepentimiento. Nuestro clérigo al
hacer el paralelo entre las ruinas de Jerusalén y un latente Juicio Final en Nueva Granada, lo que en el
fondo quería era dar un mensaje de esperanza desde una perspectiva escatológica, en realidad
esperaba mostrar que con la llegada de la Primera República una situación alentadora podría ocurrir
(pág. 29).
Sin embargo, ese mensaje entrecruzado de temor y esperanza que impartieron los curas patriotas
de la Primera República fue reemplazado en los años de Reconquista por uno que representaba a los
amigos de Satanás en la confederación de las Provincias Unidas. Así lo expuso el prebendo de León
(1816): “[...] pero nada ciertamente le ha cansado mayores males a todo el Reyno, como el aspecto
feroz de aquel horrible Dragón de siete Cabezas que vio San Juan en su Apocalipsis, y apareció en el
Horizonte de la Nueva Granada, con el nombre del primer Cuerpo de la Nación, o del Soberano
Congreso de las Provincias Unidas” (pág. 43). El Dragón de siete cabezas, mencionado en Ap 12: 326,
ha simbolizado en la tradición judeocristiana el poder del mal, hostil a Dios y a su pueblo y que Dios
habría de destruir al final de los tiempos. La comparación de la confederación con este signo de la
maldad, implicó en el caso del prebendo de León desacralizar el primer intento de República y
mostrar a los líderes de la revolución como ajenos a las creencias católicas. Desde esta perspectiva,
estar del lado del alzamiento significaba estar en contra de Dios y aliado a Satanás.
Igual postura tenía Valenzuela (1817), para quien la intromisión de la filosofía francesa en Nueva
Granada había sido obra del propio Diablo. Arremetiendo directamente en contra de Rousseau y
Voltaire, el provisor del obispado de Santa Marta sostenía que la obra de los ilustrados habían sido
escritas en “la Academia del Infierno” con el objeto de deslegitimar a Dios y a los reyes (págs. 11-
12). Al vincular a los filósofos ilustrados con seres infernales, el clérigo desacralizó algunos de los
argumentos de las élites rebeldes, que se habían valido del pensamiento francés para legitimar la
Independencia. Con ello entonces se satanizó el alzamiento, mostrándolo como un acto diabólico
dirigido por el mismo Satán, quien había hecho de los filósofos sus títeres para engañar y seducir con
ideas falsas a la feligresía de Dios.
Ante estos mensajes de desprestigio, los clérigos que proclamaron después de expedido el decreto
de Santander de 1819 se vieron en la tarea de mostrar que el verdadero aliado de Satanás era el
26
Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete
diademas.
60
gobierno monárquico y que la llegada de la República lo que representaba era una época de paz y
tranquilidad. A través de un pensamiento escatológico los curas de este período volcaron la
argumentación a su favor para cumplir con el mandato civil. Cohn (1983) ha sostenido que desde
tiempos medievales se creó una “escatología revolucionaria”, que planteaba que el mundo estaba
dominado por un poder maligno y tiránico con una capacidad de destrucción ilimitada, un poder que
no se imagina como humano, sino como diabólico. La tiranía de ese poder se haría cada vez más
insoportable, los sufrimientos de sus víctimas cada vez más intolerables hasta que, de forma
repentina, llegaría la hora en que los santos de Dios pudieran levantarse y destruirlo. Entonces los
elegidos, el pueblo santo que hasta el momento sufría bajo el talón del opresor, heredaría a su vez el
dominio sobre la tierra, llegando el triunfo de los antes mártires (págs. 20-21).
Esta “escatología revolucionaria” también la tenían nuestros predicadores posdecreto, que
creyeron que el poder tiránico de la monarquía había llegado a su fin y ellos, como pueblo elegido,
comenzarían a disfrutar de un período de armonía. Según Delumeau (2002), la base fundamental de
las creencias milenaristas no es el anuncio de las desgracias que deben ocurrir en el año mil o dos mil;
es la certeza de que habrá, entre el tiempo vivido (con sus desgracias y crímenes) y la eternidad
posterior al último juicio, una etapa intermedia de paz y de felicidad en el mundo terrenal. Cristo
reinaría en este mundo con los “justos” resucitados. Dicho reino estaría precedido por secuencias de
cataclismos y de guerras, siendo más corta esta etapa que la del gobierno de Cristo (pág. 9).
Así lo demuestra el cura José M. Fernández Saavedra (1820), que en el sermón proclamado en el
primer aniversario de la Batalla de Boyacá sostuvo que se estaba viviendo en una etapa de armonía y
calma después de obtenida la victoria de 1819. Para el sacerdote, las tropas patriotas contaban con la
bendición divina y eso las dotaba de providencialismo (pág. 10). Para persuadir a su público de que el
nuevo orden era el momento esperado y lo vivido antes había sido el presagio del final, los clérigos
mostraron a la Reconquista como el verdadero episodio de cataclismo.
Para el cura de Pasca (1819), los ejércitos de Morillo en realidad eran ejércitos de Satán: “En
efecto hermanos muy amados; consolaos ya que los males fenecieron. Deposuit potentes de sede27.
Llegó el día, llegó el momento, en que nuestros competidores habían de desaparecer; en que había de
ser habitado la soberbia, el orgullo, la ambición, y la tiranía: y ser elevada la humildad. [...] Et
exaltavit humiles28. Desaparecieron las huestes infernales y se han restituido los derechos de los
americanos” (fol. 127v). El clérigo mostraba la victoria militar a favor de los republicanos como un
acto de Dios. Los hombres aquí tenían un papel secundario, en la medida en que la lucha se había
27
“Derribó a los potentados de su trono”. (Lc 1:52). Traducción Biblia de Jerusalén. 28
“y exaltó a los humildes”. (Lc 1:52). Traducción Biblia de Jerusalén.
61
dado realmente entre Dios y las huestes de Satán. Los humanos sólo reproducían las disputas que en
el ultramundo se llevaban a cabo en pro de la libertad de los americanos.Yahveh había derribado a los
españoles de su trono y había exaltado a los americanos, restituyéndoles sus derechos naturales. En
este punto el sacerdote logró articular las ideas escatológicas que mostraban el fin del mal y el
comienzo de un tiempo armoníco, con la perspectiva juríco-política de los derechos del hombre,
extraída del pensamiento tomista.
En resumen, vemos que los sacerdotes acudieron a visiones escatológicas para mostrar cuál era la
mejor forma de gobierno. Los que estaban a favor del rey encontraron el mal diabólico en Francia y
en la confederación de las Provincias Unidas. Por el contrario, los religiosos que apoyaron el nuevo
orden vieron las huestes infernales en España y especialmente en los ejércitos de Pablo Morillo. La
oratoria sagrada, dotada de una eficacia de la que nadie dudaba, sirvió en este caso para poner en
juego recursos simbólicos significativos como el del milenarismo para legitimar o desacralizar las dos
formas de gobierno en disputa. Como veremos en el siguiente ítem, los sacerdotes articularon estas
teorías apocalípticas con las de mesianismo, que pretendían enaltecer a individuos del momento para
conectarlos con un plan divino.
2.2 De “Fernando José” a “Simón Moisés Macabeo”: imágenes divinizadas en
los sermones neogranadinos
El mesianismo alude a un personaje anunciado por los profetas en el que se ha depositado, a lo largo
de los siglos, la esperanza de Israel. Desde la anexión de Palestina por Pompeyo en el año 63 a.C.
hasta la guerra de los años 66-72 d.C., las disputas de los judíos con los romanos estuvieron
acompañadas de una corriente apocalíptica militante. Ella insistía en la fantasía de un salvador
escatológico, un mesías. Para los cristianos ese mesías, descendiente de David, era Jesucristo, que
prometía una segunda venida, según el Libro del Apocalipsis (Lledó, 1999, pág. 14).
Las figuras mesiánicas no se hicieron esperar en el territorio neogranadino después de los
movidos acontecimientos sufridos en Europa y América. Si bien Fernando VII fue el primer
individuo enaltecido desde los púlpitos, luego de los sucesos que generaron las juntas
independentistas y la emancipación total terminaron por desacralizar su imagen y enaltecer otras,
como la de Simón Bolívar. Para este juego dicotómico, donde se encumbraron a unos sujetos y se
vilipendiaron a otros, los religiosos siempre acudieron a personajes bíblicos que les ayudaran a
mostrar las analogías y santidad de estos personajes de la historia del momento.
Como hemos venido planteando, Fernando VII representó entre 1808 y 1809 una esperanza
para el pueblo español en cuanto generaba la ilusión de cambiar las formas de gobierno manejadas
62
hasta entonces por el supuesto amante de su madre, Manuel Godoy. El canónigo José Domingo
Duquesne (1809a) llenó de halagos al rey cautivo y lo presentó como un ser amado y enviado por
Dios para salvar al pueblo peninsular y americano (págs. 22-23). Lasso de Vega (1809) incluso llegó
más allá que su colega madrileño y mostró que la designación del número siete para el rey tenía una
explicación mesiánica. Este número ha significado en el pensamiento cristiano la perfección y por
ello no es gratuito que el sacerdote tratara de ubicar su discurso sermonario en ese sentido. Según el
canónigo el número que distinguía al monarca español había sido impuesto por el mismo Dios, así lo
demostraba la interpretación del sueño del Faraón por José, hijo de Jacob, que pronosticó que las siete
vacas y siete espigas vistas en el sueño significaban épocas de bonanza y decadencia en Egipto. En
palabras de Lasso: “Yo veo un hijo de José que le imita en sus trabajos, y que para que se cumpliese
más lo que el Salmo dixo, nuestro Monarca fue conducido como oveja a las manos de su enemigo
[…]” (pág. 62).
El número siete fue usado por Lasso para mostrar un enlace entre el pasado del pueblo de
Israel y el actual momento de España y América. El sermón utilizó dos figuras humanas (Fernando
VII y Napoleón) y dos divinas (José y el Faraón). El paralelo entre los personajes bíblicos y los reales
no deja de tener sentido. El hijo menor de Jacob había llevado la fortuna a su pueblo, así como se
esperaba el monarca la llevara al suyo y el Faraón aprisionó a José como lo hizo Bonaparte con el rey
peninsular. Vemos entonces que para el clérigo existió una fuerte conexión entre lo escrito en la
Biblia y los momentos vividos, por lo que el destino del monarca español ya estaba anunciado en las
Sagradas Escrituras. Nuevamente aquí vemos la combinación tipológica de Frye (1988). El José
veterotestamentario constituye el “tipo” plasmado en el “antitipo” de Fernando VII. La imagen
idealizada del rey cautivo hizo parte del pensamiento tradicional de la Iglesia y emergió como
respuesta a su encierro y necesidad de mantener viva su legitimidad.
El prebendo Antonio de León no se quedó atrás en los halagos mesiánicos al rey en 1816,
cuando “el deseado” ya se encontraba nuevamente en su trono. En este caso el cura comparó a
Fernando VII con Moisés, señalando que así como Dios salvó de la aguas del Nilo al legislador judío
para librar a su pueblo de la dominación egipcia, había liberado al rey “sin cuya reposición al trono
jamás hubieran pacificado los Reynos rebelados, ni quedarán abolidos los peligrosos estatutos de una
constitución temeraria y dispuesta al antojo de los filósofos de nuestro siglo” (pág. 19). De León, a
diferencia de sus colegas que predicaron en los años de 1810 a 1815, no veía la autonomía con
España como un acto de libertad y restitución de derechos naturales, para él representaba la sumisión
de los neogranadinos que habían aceptado la revolución sólo por la persuasión de las armas, por lo
que la verdadera libertad había estado en el restablecimiento del gobierno monárquico.
63
Sin embargo, así como la imagen de Napoleón cambió abruptamente en Nueva Granada
después de las abdicaciones de Bayona29, la de Fernando VII también sufrió fuertes modificaciones
después de conseguida la Independencia total. Su imagen fue reemplazada principalmente por la de
Simón Bolívar. Aunque los sacerdotes de la Primera República no recurrieron al mesianismo para
exaltar a personalidades del momento, los que proclamaron después de 1819 aprovecharon su púlpito
para crear imágenes idealizadas de los nuevos dirigentes. Lo interesante es que recurrieron
usualmente a los personajes bíblicos ya usados para enaltecer al rey, como el caso de Moisés.
El cura Josef Toribio García (1819) comparó a Bolívar con el protagonista del Éxodo (así
como de León lo había hecho con Fernando VII), señalando que los padecimientos que sufrió el
libertador de Israel eran semejantes a los que vivió el libertador de la Nueva Granada:
Cansado ya nuestro Moisés Bolívar de ver las crueldades del tirano español, descubrió su corazón
en defensa de la libertad americana, y como esta es la primera época el americano no conocía el
bien de la libertad que nos anunciaba nuestro caudillo Bolívar, unos incrédulos, otros aterrados,
otros apatrias, y otros desafectos; dio causa a que hubiera de sufrir algunos reveces nuestro
General; y retirándose a los llanos, como Moisés a los Madianitas, filosofando la táctica militar,
estimando en poca sabida, comiendo sin sal, sin pan, ni alimentos sazonados, donde allá
observaba los padecimientos de los unos y la crueldad de los otros […] (fol.117Dv).
El destierro de Bolívar en los años de Reconquista fue comparado al exilio que vivió Moisés
después de asesinar al soldado egipcio para salvar a una hebrea. El personaje bíblico se había
refugiado en los montes Madianitas, lugar en el que recibió el mandato de Yahveh de liberar al
pueblo hebreo, y Bolívar había sufrido el destierro a causa de la Reconquista. En los llanos orientales
había recibido la bendición divina para ganar la Batalla de Boyacá.
El uso de Moisés no es sorprendente, éste ha sido una de las figuras bíblicas más influyentes
de la Iglesia católica. Es mostrado como guía y legislador de los judíos, portador de las tablas de la
Ley, que liberó al pueblo de Israel de la esclavitud egipcia, llevándolo a través del desierto a la tierra
prometida (Puech, 2003, págs. 88-91). En una época de crisis, donde la ley y el orden estaban en
juego, el recurso al libertador de Israel permitía recordarle a la feligresía que Dios había estipulado
unas normas que todos debían cumplir. Moisés servía de sustento para mostrar con argumentos
religiosos la importancia de regirse por medio de normas y leyes, convirtiéndose en un exempla
29
Tal como lo ha mostrado Garzón Marthá (2010), la imagen de Napoleón en Nueva Granada era muy favorable hasta el
conocimiento público de lo sucedido en 1808. Incluso Antonio de León imprimó en 1807 un sermón titulado Discurso
sobre el triunfo de Buenos-Ayres, contra los ingleses, donde se mostraba agradecido con Bonaparte por su ayuda a España
en el conflicto con el virreinato rioplatense e Inglaterra y lo enalteció al punto de denominarlo “el más grande héroe de
todos los siglos”.
64
destinado a ilustrar un discurso apologético: los hombres que se vuelven héroes terminan siéndolo
porque cuentan con el aval de Dios y tienen el apoyo divino porque no están por fuera de la ley.
Gutiérrez (1820), cura de Guaduas, comparó a Simón Bolívar con Simón Macabeo30,
cotejando cómo ambos personajes liberaron a sus respectivos pueblos (fol. 137v). El personaje
bíblico había luchado en contra de un rey idólatra igual que Bolívar, por lo que la analogía le permitió
al orador demostrar que Dios aborrecía el gobierno de los reyes y avalaba la insubordinación,
logrando así enlazar en un mismo entramado argumental la sacralización de Bolívar y la legitimidad
al nuevo orden. David y Josué también sirvieron de similitud para asemejarlos al libertador. Estos
personajes del Antiguo Testamento habían contado con el aval divino para llevar a cabo sus
empresas. El cura Victorino Moreno, en una rogativa a San Nicolás hecha en 1820, señalaba que Dios
había enviado a Bolívar para liberarlos de la tiranía del español, igual que había enviado a Moisés
para liberar al pueblo hebreo, a Josué para salvarlos de los amorreos y a David para protegerlos de los
filisteos (fols. 187r-187v).
Pero no sólo Bolívar fue enaltecido como figura sacralizada, Santander, aunque en menor
proporción, también fue alabado por los curas después de proclamado su decreto. Precisamente esta
norma fue la excusa para volverlo una figura antitética a la del rey Jeroboam, que después de ser
proclamado rey de Israel sedujo al pueblo a construir becerros de oro y adolarlos, despertando así la
ira de Dios. El vicepresidente, por el contrario, mostraba la adhesión del nuevo orden a las creencias
católicas al exigir rogativas de acuerdo al patrono del día en cada pueblo para allí mostrar la
pertinencia de la República (Chacón y Galindo, 1820). Según los párracos, con esta norma Santander
impedía que Dios volviera a enfurecerse con los neogranadinos, desatando así otro castigo como el de
la Reconquista.
Urdaneta, Bolívar y Santander, le merecen unas palabras al clérigo de Charalá (1820), que
comparó a estos líderes de la revolución con “el ángel exterminador” que envió Dios para acabar con
el ejército del rey asirio Senaquerib: “[…] el inmortal Bolívar, el bravo Urdaneta, el célebre
Santander, y todos los demás ilustres personajes que como otros Wasingthones del Norte,
encarbolaron las banderas de las libertad en el Sur, y vinieron como aquel Ángel exterminador de los
ciento ochenta y cinco mil hombres del soberbio y blasfemo Senaquerib a exterminador y hacer
desaparecer de nuestro suelo las banderas de la opresión y tiranía, y a romper nuestras cadena” (fol.
251v).
30
De este personaje y su familia hablaremos más a fondo en el próximo capítulo III: “La Biblia como fuente de reflexión
política”.
65
El rey de Asiria era un monarca muy poderoso y había sometido ya a varias naciones y
asediaba a Israel, Asiria era en ese momento toda una potencia, por lo que atacar a Israel no era para
Senaquerib un reto mayúsculo. Para él, Israel no podría ser salvada por Yahveh, pues no tenía la
capacidad militar para contrarestar el ataque de una nación tan poderosa. Sin embargo, Yahveh envió
un ángel para arrasar el ejército asirio. Después de una gran masacre, Senaquerib se marchó de Israel.
Este episodio bíblico le permitió al cura mostrar a los revolucionarios como enviados de Dios.
Aunque la Corona española podía ser considerada todo un imperio, en mejores condiciones militares
que Nueva Granada, pereció porque Yahveh no estaba con ella. El ángel exterminador no es el mismo
del de 1 Cro, que es remitido por Yahveh para aplacar a su pueblo; éste, mencionado en 2 R 19:35 e
Is 37:36, es mandado a salvar a la Israel oprimida en manos de un tirano. Por ello, el cura de Charalá
lo asemejó a aquellos individuos que habían liberado a la Nueva Granada del yugo español. El
combate entonces, aunque en desventaja para los americanos, no había sido una preocupación, puesto
que Dios era el que había asegurado la victoria.
Estas imágenes sacralizadas se acompañaron comunmente de figuras antagónicas, que
ayudaban a marcar una distinción con el enemigo. Napoleón fue asemejado al anticristo y a Goliat, un
fariseo que por más grande y fuerte no fue capaz de vencer a David. La semejanza con el personaje
del Antiguo Testamento permitía a los curas realistas demostrarle a su feligresía que a pesar de que
Bonaparte tuviera un ejército más poderoso que el español no terminaría derrocando a España.
Fernando VII, que fue mostrado al inicio del XIX como un mesias, fue luego presentado por otros
curas como un rey despóta, llegando a ser comparado con Roboam, hijo de Salomón o con Antíoco,
un rey idólatra (Gutiérrez, 1820, fol 123v)31. Por último, Bolívar fue comparado con el rey
Nabuconodosor por los curas realistas, al presentarlo como un individuo sanguinario que había
liderado grandes guerras internas (De León, 1816, pág. 43).
En conclusión, los modelos mesiánicos extraídos de la Biblia le permitieron a los curas de la
Nueva Granada mostrarse aliados u opositores de las formas de gobierno en disputa. Enaltecer al rey
comparándolo con José o Moisés permitía conservar su autoridad en un período de crisis donde su
legitimiadad en América comenzaba a ser cuestionada. Respaldar a los líderes de la revolución, por
otro lado, con exemplas extraídos de las Sagradas Escrituras ayudaba a crear un orígen bíblico a la
recién creada República. Los sacerdotes, por medio de su prédica, crearon un “poder simbólico” que
transformó una visión del mundo de Antiguo Régimen, guiada por la noción de poder regio, y
construyó otra, encaminada a ver los beneficios del orden republicano. Con un poder casi mágico, en
31
De los modelos bíblicos de Roboam y Antíoco hablaremos con más detalle en el capítulo III: “La Biblia como fuente de
reflexión política”.
66
palabras de Bourdieu (1995, pág. 106), lograron con su palabra el equivalente de lo que puede ser
obtenido por la fuerza (física o económica), gracias al efecto específico que producían sus
persuasiones. Dicho efecto usualmente se debía, como veremos a continuación, a que sus
proclamaciones enlazaban la historia de los hombres con la Dios, éste hilaba los caminos de los
hombres y sus designios eran los que generaban los cambios o trasformaciones a corto y largo plazo.
3. Designios Divinos: Dios como director de los acontecimientos humanos
Los sacerdotes neogranadinos procuraron articular los sucesos del momento con los mandatos
divinos, para ello revivieron antiguos modelos de interpretación con el fin de mostrar el devenir
humano no como una sucesión de hechos que sucumben, sino como prefiguraciones de la mano de
Dios. A través del dios de Israel los clérigos intentaron justificar las distintas guerras que tuvieron
lugar en América y la península durante los años estudiados. Bajo el epíteto de “Dios de los ejércitos”
conectaron la historia presente con los designios divinos.
Como ha señalado Partner (2007), la guerra santa constituye un caso especial, puesto que no sólo
cuenta con la aceptación divina, sino que el mismo Dios exige a sus fieles que luchen en ella. La
marca de Dios distingue al guerrero santo de todos los demás, en la medida en que puede servirse de
las armas del espíritu y las de la carne (pág. 16). A esa santidad del conflicto militar fue a la que
apelaron nuestros clérigos para incentivar entre el pueblo llano su participación en la lucha armada.
No es gratuito que los líderes de la revolución hayan enfocado sus esfuerzos en ganar la confianza de
párrocos, misioneros y similares, dado que eran ellos y no otros los que tenían el control de la
población, de donde se reclutaban todas las tropas utilizadas en la guerra (Plata, 2009, pág. 299). Era
el interés de fomentar entre la grey la unión a un ejército lo que incentivó con vehemencia a los curas
patriotas a mostrar a Dios como garante de la guerra. Fue precisamente después de 1819 que los
sacerdotes hicieron énfasis en el Dios batallador, pues el miedo a otra reconquista implicaba persuadir
al pueblo a unirse al ejército emancipador y garantizar así la Independencia total.
Legitimar una dominación implica poner en marcha una “violencia simbólica”, que consiste en el
poder de imponer significaciones o definiciones de la realidad para la acción. El ejercicio del poder
simbólico, ya sea por un grupo, una clase o una nación, tiene como propósito principal imponer algo
como verdad a pesar de que se trate de un “arbitrario cultural” (Bourdieu, 2008). En nuestro caso, los
curas patriotas y algunos realistas hicieron uso de la noción de designio divino para fomentar la
participación de la plebe en el campo de batalla, con el objeto de defender una u otra soberanía, la del
poder regio o la del pueblo. La idea de Dios como director de los acontecimientos políticos y
67
militares permitió a varios curas de ambos bandos imponer posturas de la realidad vivida para que en
la práctica su auditorio pusiera en acción lo dicho en la prédica.
El cura doctrinero Torres y Peña afirmaba en un sermón proclamado en 1809, en la iglesia de las
Nieves en Santafé, que los españoles habían recibido la invasión napoleónica por decisión del mismo
Dios. Éste aborrecía el gobierno francés guiado por los filósofos ilustrados y por ello había enviado a
Bonaparte a España, que era una “nación” católica para que allí pereciera. El sacerdote recordaba a su
público cómo España ya había afrontado antes una guerra en su propio suelo (contra los musulmanes)
y la recompensa recibida después de años de lucha había sido conquistar América. Igual sucedería en
el caso de la invasión francesa, después de las batallas vendría la gratificación de vencer a un pueblo
guiado por la filosofía y liderado por hombres “malvados” como el rey Luis XVI (págs. 21-22).
El clérigo neogranadino mostraba a Dios como el verdadero actor de estos acontecimientos
pasados y presentes. Era él el que había llevado el islam a la metrópoli y era él el que había generado
la invasión napoleónica. En ambos casos se había mostrado aliado de España por ser católica y, por lo
tanto, el triunfo en contra de los Bonaparte ya estaba escrito en el libro divino. La unción que recibía
el monarca español del mismo Ser Supremo hacía que éste se mostrara como su aliado y desde antes
de que ocurrieran los acontecimientos ya tenía redactado el final, que garantizaba la victoria
peninsular y la de la religión.
El canónigo madrileño José Domingo Duquesne (1809a) rogó a Dios por la restitución de
Fernando VII al trono, recordándole que Él conducía los hilos de la historia humana: “Concedednos a
nuestro Fernando; restituidlo, Señor, a su Trono, para beneficio de nuestra Iglesia. Haced conocer a
los iniquos, que vos solo sois el Dios de los exércitos, en cuyas manos están los destinos de los
hombres, la suerte de los imperios, y el gobierno del Mundo” (pág. 26). En esta rogativa, Duquesne
mostró a Yahveh como un ser batallador, que era parte de los ejércitos españoles, pero además lo
ubicó como director de los episodios humanos, Él era el que decidía la suerte de los contrincantes en
medio de una guerra santa. La prédica del canónigo tuvo más de apologético que de utópico, pues no
se presentó con aliento la batalla campal entre españoles y franceses, todo lo contrario, la súplica a
Dios se hizo con desesperación, rememorándole que Él siempre había tomado postura en las guerras a
favor de la conservación de la fe católica. Es claro que para inicios de 1809 ya comenzaba a primar el
pesimismo con respecto al triunfo frente a Bonaparte.
Pero no sólo los clérigos lealistas al rey cautivo mostraron a Dios como conductor de las
guerras humanas, para el párroco de Mompox, Fernández de Sotomayor (1815), la Independencia de
la Nueva Granada había sido un acto divino: “La [Revolución ] de América ha sido dirigida por la
mano de Dios, y ella ha apartado de nosotros los grandes males que fundadamente se debían recelar”
68
(págs. 24-25). Con esta afirmación el clérigo desechó el imaginario de desprestigio que afirmó que
ser republicano era ir en contra de Dios. Al ubicar al Ser Supremo como protagonista de los hechos
ocurridos en 1810, el párroco logró demostrar que la Independencia no constituía un pecado o un acto
de herejía, como tanto se había dicho entre opositores.
La guerra santa en Fernández de Sotomayor era una forma de agresión consagrada, aceptable
como modo de regular las relaciones entre españoles y americanos. El clérigo fomentó desde su
púlpito el fervor religioso de su feligresía para convertirlos en soldados santos. Recordemos que el
párroco predicó su sermón el 20 de julio de 1815, meses después de que llegara a la península de
Paria el primer escuadrón de las tropas de Morillo. El peligro de una Reconquista estaba más que
cerca y la mejor forma de impedir el éxito militar de los españoles era vincular a Dios en la guerra
venidera.
Es curioso que durante los años de Reconquista los sacerdotes relegaron al olvido al Dios de
los ejércitos. Ni de León ni Valenzuela hicieron alusión en sus piezas oratorias a Dios como director
de los actos humanos. Estos clérigos se enfocaron más en insistir en la teoría del poder regio que en
buscar aliados para la guerra. El mayor reto en los años en que dominaron las tropas de Morillo no era
adquirir soldados, sino reestablecer la legitimidad del rey. Por el contrario, después de obtenida la
victoria de la Batalla de Boyacá los clérigos movieron sus púlpitos en búsqueda de soldados piadosos
que defendieran a toda costa la Independencia nuevamente conseguida.
Manuel Garay en su prédica del 4 de diciembre de 1819 mostró la propia batalla del 7 de
agosto como un acto liderado por Dios (1826, pág. 11). Conectar los designios divinos con la victoria
militar no sólo permitía ratificar la idea de que estar con la República no significaba estar sin Dios,
sino que además lograba llevar un mensaje utópico que garantizaba una armonía futura. Si Yahveh
había comandado el triunfo emancipatorio, él permitiría la vida en tranquilidad, sin más guerras.
El cura de Turmequé (1819) fue más allá en su discurso al invitar con vehemencia a su
público a unirse en las batallas contra los aún existentes bastiones realistas. Instigó a poner los
“pechos como un muro”, con la certeza de que “el brazo del todo poderoso, que está de vuestra parte
los destruirá” (fol. 54v). Aquí no se apeló al temor a Dios, sino a la seguridad de que Él los
protegería. Con un mensaje igual de esperanzador el cura de Pasca (1819) sostuvo que combatir a los
enemigos implicaría vivir en paz y tranquilidad (fol. 129r). El sacerdote recurrió a la idea milenarista
del fin de los opresores y comienzo de un nuevo momento como incentivo para agrupar a sus
feligreses en un solo ejército en contra de los españoles. El cura vicario Chacón y Galindo (1820)
constató además que la victoria de Boyacá era un designio divino, en la medida en que las tropas
69
patriotas estuvieron en desventaja con las españolas y aun así habían logrado el éxito militar. Dicho
triunfo era sólo una obra divina (fol. 153r).
En conclusión, vemos que el recurso a Dios como batallador sirvió para incentivar a la grey
que escuchaba sermón a unirse a las tropas libertarias. El Dios de los ejércitos fue más una figura de
los patriotas que de los realistas, pues en su afán por conseguir la victoria dotaron a la contienda de
santidad. Era un juego por doble vía, en primer lugar se desmentía la idea de que ser leal al nuevo
orden implicaba la deslealtad a Dios y, en segundo lugar, promovía el uso de las armas en contra de
los peninsulares como un acto bendecido por Yahveh. Éste no sólo apoyaba a los españoles en contra
de Napoleón y a los neogranadinos en contra de los peninsulares, sino que hacía parte de las mismas
batallas.
La prédica no sólo se concentró en informar lo que estaba ocurriendo en el escenario político,
sino que también cumplió su labor de ilustradora moral, sobre todo al mostrar las reacciones de Dios
ante los comportamientos humanos. A partir de historias tomadas del Antiguo Testamento, los curas
aproximaron el presente de conflicto bélico con el pasado del pueblo de Israel. Presentaron a los
infractores de la ley divina como individuos vituperados y a los seguidores de la norma de Dios como
seres mesiánicos, que ya tenían escrita su suerte en el libro celestial. Los trasgresores eran los
culpables de los más terribles castigos causados por la ira de Dios, por lo que ser pecador generaba
sanciones divinas tales como la esclavitud a un régimen no deseado. No obstante, Dios también era
un ser misericordioso que se compadecía de su pueblo desobediente y después del castigo otorgaba
recompensas terrenales, como la vuelta a la libertad o el retorno del rey.
Como veremos en el próximo capítulo, los oradores hallaron en las Sagradas Escrituras
elementos para interpretar los acontecimientos del momento. Ellos recurrieron a su capital cultural y
al capital simbólico de la Iglesia para seguir interviniendo en política y mover a sus oyentes en
terrenos que no eran exclusivos de la devoción.
70
Capítulo III
La Biblia como fuente de reflexión política
“Parece que los libros santos solo existen para
consignar estas dos clases: de perseguidores y perseguidos,
de víctimas y sacrificadores: la libertad de los hombres
de las manos de los otros hombres: he aquí el
asunto de toda la Sagrada Biblia”
(Fray Manuel Garay, 1819)
Para los clérigos neogranadinos de principios del siglo XIX y muchos de sus feligreses los
acontecimientos vividos en los dos lados del Atlántico podían ser comprendidos y aceptados sólo en
la medida en que la clave para descifrarlos se dedujese de alguna manera del caudal simbólico del
cristianismo. Los símbolos y significados del Antiguo Régimen debían ser reformulados y
reorganizados en un nuevo campo discursivo que se adecuara al caso de la Nueva Granada. Para
lograrlo, los predicadores buscaron en las Sagradas Escrituras casos análogos a los que se estaban
experimentando en la práctica. Este fue el mejor modo de evitar eventuales objeciones de carácter
moral que pudieran censurar un discurso a favor o en contra de una de las dos soberanías defendidas.
La Biblia, al igual que otras fuentes como los clásicos grecorromanos, ayudaba a respaldar las
aseveraciones en cualquier campo del conocimiento humano, lo que era posible dado los mecanismos
que permitían la percepción de la realidad, que se concebía como un texto cuyo mensaje lo moldeaba
un trasfondo mítico-religioso. La tradición primitiva del cristianismo había establecido lo mítico del
Antiguo y Nuevo Testamento como criterio de verdad (Borja Gómez, 2002, pág. 131), es por esto que
su uso en las prédicas sacerdotales era ineludible y muchos preceptistas, que se encargaban de
enseñar los cánones y reglas cristianas, estaban de acuerdo en que las Sagradas Escrituras eran la
autoridad por excelencia en la predicación32.
Por su carácter teológico del plan de salvación, las Sagradas Escrituras hacían énfasis en el
curso de la historia y sus relaciones con la revelación, lo que le proporcionaba los arquetipos sobre los
cuales se pensaba el devenir humano. Los predicadores al recurrir a ellas lo hacían desde la
suposición de que no sólo contenían verdades doctrinales, sino también verdades reales. Las
narraciones del Antiguo y Nuevo Testamento explicaban la realidad del pasado, y como tales
representaban el presente. Al considerarse el relato bíblico como verdad irrefutable, lo ocurrido en la
historia era la lógica del plan de Dios, por lo que negar la historicidad de la Biblia era refutar los
fundamentos propios de la experiencia cristiana. En consecuencia, cuando el predicador recurría a las
32
Ejemplo de ello fueron (Granada, 1778) y (Velasco, 1677).
71
Sagradas Escrituras como fuente de autoridad tenía la obligación de hacer coincidir el hecho narrado
con la verdad revelada, allí estaba la responsabilidad de conectar los sucesos del momento con el plan
divino de salvación (Borja Gómez, 2002, págs. 137-138).
Como ha señalado Núñez Beltrán para el caso de los sermones sevillanos del siglo XVII,
“desde el texto sagrado se estudian modelos de vida acomodándolos a las situaciones históricas”
(2000, pág. 99). Nuestros clérigos recurrieron a las Sagradas Escrituras para mostrar la tipología
existente entre el pueblo de Israel, que era el elegido por Dios, y el pueblo neogranadino. Jerusalén
fue asemejada a la Nueva Granada y los individuos protagonistas de los libros del pentateuco y
proféticos se convirtieron en las referencias obligadas para representar a los actores políticos del
momento. Es por esto que hubo un mayor acercamiento al Antiguo Testamento que al Nuevo, pues el
primero daba la posibilidad de articular el pasado del pueblo de Dios con el presente de América y la
península. No obstante, los textos neotestamentarios citados fueron determinantes para hablar sobre
temas como la obediencia y la sumisión a las autoridades establecidas.
A través del libro sagrado se logró defender un tipo de soberanía. La Biblia sirvió para
defender uno de los dos regímenes en disputa durante los primeros años del siglo XIX. Los curas
realistas hallaron en el texto sagrado herramientas para defender el poder regio y los predicadores
patriotas encontraron allí mismo la constatación de que Dios prefería un gobierno republicano. Los
sacerdotes que defendían la teoría del derecho divino se apoyaron en pasajes bíblicos que mostraban
la adhesión de Dios a la monarquía y los curas que apuntaban al proceso independentista
consiguieron demostrar que el Dios de Israel aborrecía a los reyes y los había impuesto como castigo.
Como ha señalado Guerra, la presencia de la referencia bíblica en la reflexión política de estos años
no es un fenómeno anecdótico, sino uno de los registros argumentativos de ambos bandos (2002, pág.
155). La Biblia, además, sirvió para sustentar las ideas escatológicas de las que hablamos en el
capítulo anterior. A partir de los profetas mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel), algunos
menores (como Miqueas, Habacuc, Zacarías, entre otros) y el libro del Apocalipsis, los sacerdotes
corroboraron sus posturas con respecto al fin de los enemigos y el inicio de un nuevo pueblo, ya
purgado de sus culpas.
La dificultad que se genera a la hora de estudiar la Biblia como cimiento de las afirmaciones
de los predicadores es establecer el número de veces que la citan. Los sermones que se llevaron a la
imprenta suelen gozar de notas al pie que indican el libro del que se está hablando, el capítulo y el
72
versículo correspondiente33. Sin embargo, la mayoría de los manuscritos no suelen contener nada de
esto, por lo que reconocer el pasaje bíblico enunciado nos ha implicado inferir a qué episodio se
refieren a partir de los elementos suministrados. Recordemos que nos encontramos en medio de una
sociedad que aún no veía la pertinencia de la cita como fuente recurrente de rigurosidad. Eso quiere
decir que aunque no siempre se especifique a qué o quién se hace referencia no implica que no esté
dentro del capital simbólico de la Iglesia.
Pero no sólo la Biblia fue utilizada por los clérigos neogranadinos para sustentar sus posturas
políticas, hubo una revalorización de la obra de Bartolomé de las Casas entre los predicadores
patriotas, que pretendían defender la idea de los justos títulos de conquista y también se recurrió a los
hechos pasados de España y Europa para avalar una de las dos posturas políticas del momento. Los
clérigos también mencionan, muy de pasada y escasamente, a algunos autores clásicos haciendo
alusión a Grecia o Roma. Ya fuera para criticar o para corroborar algo dicho, las fuentes hoy
consideradas seculares (cartas, gacetas, cronistas, etc.) también hicieron parte del entramado
argumental de los sermones. Aquí nos detendremos en analizar las Sagradas Escrituras como fuente
recurrente al interior de la prédica porque fue de allí de donde se extrajo con mayor énfasis las
explicaciones a los sucesos acaecidos, dejamos entonces abierta la brecha para otras posibles
investigaciones que analicen esas otras fuentes que también hicieron parte del cuerpo de los
sermones.
Para esta exposición hemos dividido nuestro capítulo en dos apartados. En el primero
abordaremos el uso del Antiguo Testamento como fuente eclesial que sirvió para hacer la analogía
entre el pueblo de Israel y la Nueva Granada. En el segundo, analizaremos el Nuevo Testamento
como recurso que sirvió para declarar la ilegitimidad de la desobediencia a las autoridades
constituidas, fueran estas monárquicas o republicanas, y para corroborar la soberanía de Dios frente a
la humana.
1. Nueva Granada como el pueblo elegido de Dios
Como fuente de argumentación el Antiguo Testamento tuvo un estatuto diferente según el
predicador, la época, el tema y la finalidad del sermón. En ocasiones fue el argumento supremo de
revelación divina, un catálogo de modelos políticos o un elenco de personajes destinados a ilustrar un
discurso. En este libro los oradores encontraron claves para interpretar los acontecimientos y otorgar
33
Aunque esto es de gran ayuda a la hora de establecer qué tipo de textos bíblicos estaban privilegiando los predicadores,
es importante señalar que en ocasiones el dato suministrado es erróneo, citándose equivocadamente un pasaje bíblico que
no tiene relación con lo que se está enunciando.
73
sanción religiosa a la causa americana. Los episodios de la historia sagrada evocados son figuras de
los hechos de que son testigos (Di Stefano, 2004, pág. 116).
Los sacerdotes que predicaron durante 1808 y 1809 y en los años de Reconquista española
utilizaron especialmente el Antiguo Testamento para demostrar el apego de Dios al gobierno de uno
solo. Los oradores que pregonaron sus discursos en los años de la Primera República y después del
triunfo militar de 1819 también hallaron en el Antiguo Testamento las pruebas necesarias para
desmentir la teoría del poder regio y presentar a Dios como aliado de las repúblicas.
Los primeros, que llamaremos monarquistas, se concentraron principalmente en los libros
sapiensales y proféticos34, porque de ahí podían extraer los argumentos necesarios para explicar el
estado de crisis del momento. Las narraciones bíblicas elegidas por estos oradores como los Salmos y
el libro de Isaías, se encaminaron a mostrar la Alianza hecha entre Yahveh y su pueblo35. Desafiar la
alianza generaba la ira de Dios encarnada en castigos, pero reconstruirla y seguirla siempre permitía
períodos de armonía en los que Yahveh se mostraba satisfecho con los comportamientos de sus
gentes. Para nuestros predicadores, vivir bajo la ley divina y humana traía la convivencia pacífica,
pero alterar el orden siempre significaba un designio divino desafortunado para los humanos. Apelar
a la alianza era recordarle a la feligresía que ya existían unos pactos establecidos entre americanos y
la Corona española y querer romper este convenio podía acarrear el infortunio de la sociedad
neogranadina.
Los segundos, que denominaremos republicanistas, se enfocaron más especialmente en los libros
históricos y el pentateuco36, puesto que por medio de ellos podían crear un origen mítico-religioso a
la recién constituida República. El cautiverio del pueblo en Egipto, su éxodo y la legislación mosaica
fueron de gran interés principalmente para los predicadores que proclamaron después del decreto
vicepresidencial de 1819. Esa es una de las razones por las cuales la figura de Moisés, modelo de
34
Los sapiensales están compuestos por los escritos de estilo poético como son los de Job, Salmos, Proverbios,
Eclesiastés, Cantares de los Cantares, Sabiduría y Eclesiásticos. Los proféticos, por otra parte, componen los escritos de
Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y el de los Doce Profetas, incluido también la pequeña obra de las Lamentaciones. 35
Recordemos que la Alianza se da entre Yahveh y el pueblo de Israel después de que el primero liberara a los segundos de
la servidumbre en que se hallaban bajo el dominio del faraón egipcio. En el Sinaí Yahveh dio sus órdenes, dictó una ley y
con ella selló la alianza con Israel. Para asegurar su perpetuación como pueblo y sus éxitos, así como para continuar siendo
el pueblo del dios invencible, Israel no tenía sino que mantenerse fiel a los mandamientos recibidos en el Sinaí (Puech,
2003, pág. 97). 36
El pentateuco llamado la Tora por los judíos, está compuesto por el Génesis, que relata los orígenes del mundo;
Éxodo, que inicia dando cuenta de la salida del pueblo hebreo de Egipto; Levítico, que contiene la ley de los sacerdotes de
la tribu de Leví; Números, llamado así por los censos de los primeros cuatro capítulos, y Deuteronomio, que narra la
segunda ley, según una interpretación griega. Los libros históricos comienzan con la llegada de los israelitas a la tierra
prometida, en tiempos de Josué, y concluye con la revuelta de los Macabeos.
74
legislador, fue tan relevante en esos años37. Por otra parte, los libros históricos permitían vincular el
pasado del pueblo de Israel con el presente de la Nueva Granada, revelando de esta manera el destino
del pueblo americano, ya anunciado en la Biblia.
Hubo además algunos libros en particular que fueron usados por ambos bandos indistintamente
porque daban la posibilidad de mostrar los acontecimientos vividos como parte del plan de Dios. Tal
fue el caso del primer libro de Samuel, que permitió debatir acerca de la monarquía o la república
como formas de gobierno avaladas o descalificadas por Dios. Aunque no puede considerarse que este
libro oscilen entre una escritura “pro monárquica” y otra “anti monárquica”, lo cierto que algunos
capítulos muestran el reinado como una forma de gobierno conveniente (1 S 9:1-10, 16, 11: 1-15) y
otros como un castigo celestial (1 S 8:10-22, 10:17-21, 12:1-15). Es por ello que Samuel fue una
referencia obligada para los dos bandos contrarios de sacerdotes, que buscaban encontrar en la Biblia
argumentos que establecieran cuál era el régimen más idóneo.
Partiremos primero de mostrar los argumentos veteroestamentarios dados por los sacerdotes
monarquistas durante los años de crisis de acefalía y la Reconquista, para luego desarrollar los de los
republicanistas, que predicaron en años de revolución y después de la victoria de la Batalla de
Boyacá.
1.1 El Antiguo Testamento como prueba del poder regio
Los clérigos monarquistas encontraron en profetas como Isaías, Daniel y Habacuc las respuestas
tanto al cautiverio del rey como a su poder en América. Salmos a nombre del monarca,
lamentaciones, entre otros, también sirvieron para hacer la apología al soberano. De las ocho piezas
sermonísticas que se conservan de los años 1808-1809 (6) y 1816-1817 (2), hay una preponderancia
del Antiguo Testamento (63%) frente al Nuevo
(17%) y otras fuentes (20%)38. Como nos lo
muestra el gráfico, el interés más agudo estuvo
en aquellos textos que de forma poética o
profética permitieron dar respuesta a los
momentos de crisis.
Ante el cautiverio de Fernando VII, el cura
37
Como lo anunciamos en el capítulo anterior, algunos de los predicadores que recurrieron a la figura de Moisés como
ícono mesiánico fueron: de León (1816, pág. 9), fray Manuel Garay (1819, pág. 12), Josef Toribio García (1819, fols.
117Bv y 117Dr), el párroco Gallo (1820, fol. 177v), Faustico Pérez (1820, pág. 257v), entre otros. 38
Por otras fuentes entiéndase citas a teólogos, Padres de la Iglesia, autores clásicos y distintos documentos seculares como
cartas, periódicos, cronistas, entre otros.
75
doctrinero Torres y Peña (1808) y el canónigo José Domingo Duquesne (1809b) vincularon en sus
sermones el Sal 20, que es una oración al rey después de salir de la guerra. En él, se muestra la
victoria militar del soberano de Israel como parte del plan divino y se asegura que Dios dará la
salvación a su ungido. Con el énfasis en este pasaje sapiensal, los clérigos realistas reafirmaron el
pacto entre Dios y el rey, mostrando al primero como protector del segundo. En tiempos de crisis de
acefalía, cuando se comenzaba a cuestionar por vez primera la legitimidad del rey cautivo y de las
juntas provinciales de España, recordar por medio de pasajes bíblicos el poder regio de los reyes
significaba reafirmar su soberanía y acallar esas primeras voces que intentaban discutir la autoridad
del monarca.
Duquesne (1809b) vio el gobierno aún sin comenzar de Fernando VII como el de David. El
primer ungido del Señor fue utilizado para recordar a la feligresía el pacto divino entre Dios y los
monarcas, pacto que garantizaba la autoridad del rey a pesar de su ausencia. El canónigo se preguntó
si era posible que el rey se encontrara con hombres envidiosos como Saúl (1 S 19) o con traiciones
como la de Absalón (2 S 15), para responder que Nueva Granada siempre se mantendría obediente al
rey cautivo. A su retorno, el rey encontraría a sus vasallos con el mismo amor fervoroso que serviría
de ejemplo a otros que ya comenzaban a quebrantar los lazos de fidelidad (pág. 22). El religioso
posiblemente se refería al caso quiteño, que para entonces ya había instaurado su primera junta.
Vemos entonces que el recurso a los libros de Samuel sirvió en este caso para mostrar la
pertinencia de mantenerse sujetos a las autoridades sin cuestionarlas o irlas a traicionar. Duquesne
(1809a), en otro sermón, expresaba su confianza absoluta en el retorno heroico del rey, porque éste
contaba con la protección divina. Según el canónigo, Dios salvaría a Fernando VII porque en la Biblia
estaba escrito que Yahveh siempre salvaba a su pueblo y en especial a su ungido (Ha 3:13)39. El
pasaje bíblico del profeta del exilio ayudó a revelar verdades políticas que justificaron el absolutismo
con la autoridad de la revelación divina. Si Dios avalaba las monarquías era irrefutable su autoridad.
El primer libro de Crónicas también fue usado en ese sentido. Esta vez fue Antonio de León
(1816) el que mostró la relación entre las Sagradas Escrituras y el poder regio. Según el prebendo,
cuando Yahveh engrandeció a Salomón frente a todo Israel, dándole un reinado glorioso sin
precedentes en la historia del pueblo hebreo quedó consignado en la Biblia la fidelidad incuestionada
a los monarcas40. Este acontecimiento era la mayor muestra del derecho divino de los reyes, pues si
39
“Tú sales a salvar a tu pueblo, a salvar a tu ungido”. 40
Los versículos referenciados por de León señalan: “Todos los jefes y valientes, y también todos los hijos del rey David,
prestaron obediencia al rey Salomón. Y Yahveh engrandeció sobremanera a Salomón a los ojos de todo Israel, y le dio un
reinado glorioso como nunca había tenido ningún rey de Israel antes de él” (1 Cro 29: 24-25).
76
en las Sagradas Escrituras se establecía la unción de los soberanos, ningún humano podía refutar esa
verdad de fe.
Tanto para de León como para Valenzuela, el Deuteronomio era la mejor manera de representar
lo ocurrido en Nueva Granada después de la revolución. Según ellos, el pueblo no se había alzado en
contra del gobierno del rey, sino en contra de Dios, pero este último a pesar de la infidelidad de los
neogranadinos los habría perdonado al retornar el gobierno de Fernando VII por medio de la
Reconquista. De León (1816) citó además al Dt 27 para afirmar que “todo hombre inferior debe estar
sujeto a uno superior” (pág. 16) y con ello enfatizar en la pertinencia de mantenerse sumisos y
obedientes a la autoridad del monarca. Como ha asegurado Guerra (2002), no se trató sólo de una
defensa del Antiguo Régimen, sino de una ideología contra-revolucionaria militante que atacó todos
los principios de la política moderna, amparada en el derecho natural (pág. 188).
Los predicadores realistas no se dedicaron exclusivamente a demostrar con la Biblia el poder
regio, también se preocuparon por describir el estado decadente de la sociedad, haciendo una
comparación entre Jerusalén y la Nueva Granada. La analogía entre la ciudad santa y el territorio
neogranadino no era nueva. Incluso cuando se presentó la protesta de los comuneros en 1781 un
testigo describió los hechos como “se vio temblar Jerusalén” (Silva, 2005, pág. 197), lo que corrobora
que la similitud entre estos dos lugares ya se encontraba en el imaginario de las gentes.
Nuestros clérigos recurrieron a esta semejanza para generar sentimientos opuestos entre sus
públicos. El declive de Jerusalén servía para explicar el caos vivido, lo que despertaba desolación
entre los neogranadinos, y a la vez para recordar que Yavheh siempre se había mostrado protector de
su pueblo salvándolo del declive, lo que movía al auditorio hacia sentimientos de esperanza y
confianza en los designios divinos. Para hacer la comparación entre Sión y Nueva Granada, los
predicadores se valieron principalmente del libro de Isaías. El primer capítulo del profeta describe a
Judá no como un lugar geográfico, sino como la designación del pueblo elegido para cuya instrucción
se pronuncian todos los oráculos. En él se muestra al pueblo ingrato que se ha rebelado contra
Yahveh, lo que le merece un castigo. La Jerusalén descrita por Isaías es una pecadora que se ha
alejado de Yahveh, por lo que es una ciudad desolada, adúltera y pecaminosa. El profeta contrasta esa
decadencia con la fidelidad primera de Jerusalén, a la que volverá purificada por la condena (Biblia
de Jerusalén, 1975).
España, para predicadores como Torres y Peña (1808) y Duquesne (1809a) se había prostituido
como su análoga bíblica. La península se había dejado contagiar de las ideas ilustradas provenientes
de Francia y eso la había convertido, como la ciudad bíblica, en ingrata y apartada de Dios. Esa
imagen desoladora de los primeros años de 1808 y 1809, estuvo acompañada de la desacralización a
77
Napoleón. Él había causado la depravación española y por esto fue comparado con la última de las
cuatro bestias descritas en Dn 741 (Torres y Peña, 1809, pág. 22-23). La interpretación bíblica del
sueño de Daniel ha establecido que esa cuarta bestia se refería a Antíoco IV Epifanes, un rey
idolátrico caracterizado por su hábil elocuencia y arrogancia blasfema (Biblia de Jerusalén, 1975).
Igualar a Napoleón con este personaje no sólo llenaba de escatología los sucesos ocurridos en la
península, sino que también mostraba la batalla europea como una guerra por la defensa de la fe. No
se luchaba en contra de un emperador con pretensiones totalitarias, sino contra un enviado de Satán
que quería destruir la religión católica. Los sacerdotes de esta manera llenaron de providencialismo la
contienda occidental.
Relatos similares fueron usados por los clérigos de la Reconquista. Valenzuela (1817) vio a
Nueva Granada en el mismo estado deplorable en que Isaías había visto a Jerusalén. Según el
provisor sinodal, el territorio americano al dejarse seducir por ideas revolucionarias había dejado de
ser la “villa fiel”, cayendo en la anarquía. Por eso Yahveh había quitado todo su sustento y apoyo y
les había dado mozos por jefes (Is 3:1-7):
Viose entonces aquella pintura horrible de Isaías hecha de un Pueblo que mereció las iras de Dios. Yo
quitaré de en medio de vosotros a todo varón fuerte, capaz de sostener la verdad; a todo sabio y
consejero prudente. Os daré por Príncipes unos tiranos jóvenes, y afeminados. En el Pueblo se
levantará el hermano contra el hermano, el mozo contra el viejo, y el plebeyo contra el noble. Elegirán
por Juez al primero que tenga el vestido menos pobre, y aun éste responderá: No os engañéis que en
mi casa no hay pan, ni tengo oficio de qué subsistir, no me hagáis pues, vuestro Gobernador. Mas aun
peor fue nuestra desdicha, pues recibiendo las Presidencias y Diputaciones unos hombres indignantes,
y sin destino, anhelaban con ansia a mejorar de fortuna a costa de los pueblos, y no se engañaron en
sus deseos (págs. 19-20).
La descripción de la Jerusalén anárquica hecha por Isaías sirve en este caso para mostrar el estado
lamentable de la Nueva Granada revolucionaria y a la vez para deslegitimar el gobierno republicano.
El relato del profeta sostiene que el Dios vengador quita todo su sustento y apoyo a la ciudad
corrupta, dándoles líderes sin experiencia. Valenzuela ubicó de forma tipológica a los jefes ineptos de
Israel con los criollos revolucionarios. La anarquía de Israel fue vista así como el tipo de la
degradación social de Nueva Granada (antitipo). Tácitamente Valenzuela también llevó a colación el
gobierno idóneo de Santo Tomás al afirmar que los criollos revolucionarios no se guiaron por el bien
común de la sociedad, sino por sus intereses particulares, lo que convertía a su mandato en uno
tiránico y, por lo tanto, ilegítimo. De León (1816) no se quedó atrás en su intento por mostrar la
prostitución de Nueva Granada durante la Primera República, sólo que esta vez se basó en la pequeña
41
Esta bestia era, según el profeta, extraordinariamente fuerte y se distinguía de las tres anteriores por unos cuernos. Entre
ellos había uno pequeño que tenía ojos como los de un hombre y una boca que decía grandes cosas (Dn 7: 1-8).
78
obra de las Lamentaciones. Según el prebendo durante la revolución Nueva Granada estuvo huérfana,
sin sus verdaderos padres: Dios y el rey. Las mujeres tuvieron que soportar la viudez y el hambre fue
la compañía en medio de la soledad (pág. 44).
Estos predicadores de la Reconquista, al igual que sus colegas de 1808 y 1809, también
articularon esa visión decadente de Nueva Granada con la escatología. Apoyados en Job, sostuvieron
que los males individuales causados por Satán y que servían a Dios para probar la fidelidad de su
pueblo se experimentaron durante los años de la Primera República. Nueva Granada había fallado el
examen, pero como Dios no sólo era castigador, sino también misericordioso, les había enviado la
Reconquista como señal de su reconciliación. Según de León (1816), Job hubiese preferido morir en
el vientre de su madre antes de ser testigo de la revolución del 20 de julio de 1810 (pág. 44) y para
Valenzuela (1817), Job había ya pronosticado el castigo divino que recibieron los insurrectos (pág.
36). Con estas afirmaciones los religiosos lograron atemorizar a su grey con respecto a que su
adhesión al nuevo orden implicaba una traición a Dios y despertaron sentimientos de desolación por
el estado triste en que se encontraban.
Esas imágenes funestas de España y América fueron contrastadas con unas esperanzadoras. Para
los clérigos de los años de crisis de acefalía el retorno de Fernando VII a su trono sería la muestra de
la misericordia de Dios y para los curas de la Reconquista era precisamente este acontecimiento
militar lo que mostraba la salvación de Nueva Granada. Como sugiere Cohn (1995) para el caso de la
Jerusalén bíblica, “se trata de un mensaje alentador para un pueblo que necesitaba ánimos con
desesperación. En el pasado, Yahveh se había mostrado con frecuencia iracundo y castigador, pero
ello se debía a que los judíos no habían observado los requisitos de la Ley. Si en el futuro la
respetaban, todo iría bien” (pág. 163). Igual sucedía con Nueva Granada, si se acogía a las leyes
humanas y divinas, su declive terminaría y reinaría nuevamente la armonía entre el pueblo
neogranadino y Dios.
Ese mensaje esperanzador fue respaldado a través de Salmos. Los sacerdotes de León Y
Valenzuela privilegiaron aquellos poemas de David que mostraban la adhesión de Dios al gobierno de
los monarcas. Los Sal 18, 21 y 116 fueron reiterativamente citados como acción de gracias por los
beneficios concedidos al soberano. Igualmente, el 84, 106, 136 y 137 fueron entonados como himnos
de alabanza divina. Su uso deja ver que estos clérigos se movieron dicotómicamente entre una prédica
atemorizante y otra alentadora. Si la descripción de Nueva Granada prostituida servía para dejar en
claro que no podía permitirse nuevamente una revolución, las alabanzas al rey ayudaban a ratificar su
dominio en América y a mostrar las bondades de regirse por el gobierno de uno solo.
79
En estos dos períodos (1808-1809 y 1816-1817), el uso del Antiguo Testamento sirvió para
justificar el retorno del rey y descalificar al gobierno republicano. La defensa al monarca no dejó de
contener ideas escatológicas que igualaban a una Jerusalén destruida con una Nueva Granada
revolucionaria. Lo profetizado para el pueblo de Israel valió para el caso neogranadino, por lo que el
futuro pronosticado para Sión por Isaías o por el libro de Lamentaciones ayudó a ensalzar un futuro
utópico para el territorio americano, donde la reconciliación con el rey lo haría más fuerte y más
cercano a Dios. Sin embargo, como veremos a continuación, otro discurso pregonaron los sacerdotes
patriotas, quienes privilegiaron otros libros veteroestamentarios para desmentir la idea de que la
Biblia mostraba la legalidad del gobierno monárquico.
1.2 La defensa veteroestamentaria al sistema republicano
Los clérigos a favor del nuevo orden recurrieron a las Sagradas Escrituras para hacer una crítica a
la monarquía hereditaria, señalando que la realeza no sólo estaba en contradicción con el derecho
natural, sino también con la Biblia. Al igual que sus detractores, recurrieron principalmente al
Antiguo Testamento para encontrar argumentos que desmintieran la teoría del derecho divino como
premisa bíblica. De los 56 sermones patriotas estudiados (4 de la Primera República y 51 posdecreto
vicepresidencial), el 64% de las citas son del Antiguo Testamento, el 22% del Nuevo Testamento y el
restante 14% de otras fuentes. Lo que demuestra la preponderancia de la Biblia judía para explicar los
acontecimientos del momento.
Como nos lo muestra el siguiente gráfico, el mayor
foco de interés estuvo en los libros históricos. De
ellos Judit, Jueces, 1 Samuel y 1 Macabeos
tuvieron mayor preponderancia. Del pentateuco, el
Éxodo y el Deuteronomio fueron los escritos de
interés. De los demás también se referenciaron
Salmos, algunos pasajes de Isaías, Lamentaciones,
etc. Los libros seleccionados sirvieron para mostrar que Dios aborrecía a los gobiernos monárquicos y
había preferido las sublevaciones a la subyugación a un gobierno déspota.
El recurso al libro de Judit entre los clérigos patriotas revela el interés de mostrar la legitimidad
de la sublevación. El escrito se basa en la guerra del pueblo de Israel contra el ejército asirio (en
realidad el de babilonia). Una viuda hebrea, Judit, descubre que el general invasor Holofernes,
enviado por el rey Nabucodonosor, está interesado en ella, por lo que engaña al militar
embriagándolo y luego degollándolo. El asesinato de Holofernes permite luego la victoria de Israel
80
frente al ejército invasor. En nuestro caso, el libro sirvió para mostrar que era posible levantarse en
contra de un gobierno tiránico e idolátrico (como el de Nabucodonosor). El clérigo Fernández de
Sotomayor (1815) comparó el 20 de julio de 1810 con el día en que la viuda asesinó al militar,
señalando que ambas fechas fueron días de gloria amparadas en la providencia divina (pág. 23).
El cura del cantón de la Mesa (1819) señaló algo similar años posteriores al comparar al rey
babilónico con Fernando VII y a Holofernes con Pablo Morillo (fols. 123Ar- 123Av). Según el
predicador, Nabucodonosor era tan poderoso y ambicioso como el rey español. Ambos habían
intentado apoderarse de muchas naciones extranjeras por medio de las armas, pero habían encontrado
como barrera a sus pretensiones al pueblo de Dios. Ya fuera éste Israel o Nueva Granada, las súplicas
y oraciones constantes habían generado que Yahveh se mostrara aliado de su pueblo y rechazara las
monarquías corruptas.
Aunque el levantamiento lo habían propiciado los humanos, representados en la figura de Judit,
en realidad los clérigos mostraron estos episodios bíblicos desde una óptica providencialista. Dios era
el señor de la historia y la conducta de los individuos sublevados debía estar guiada por sus leyes.
Recordemos que para los clérigos existían dos tipos de leyes, ambas establecidas por Dios, la ley
divina y la ley natural. Como ha señalado Guerra (2002) para el caso de Locke, el uso de la Biblia no
es un artificio para ganar el favor de un público convencido de la autoridad suprema de la Escritura,
aunque sin duda también está este propósito. Es sobre todo una manera de captar a partir de ella la ley
natural (pág. 176). Además, la Biblia era considerada criterio de verdad, es decir, contenía realidades
reveladas, por lo que su uso no era meramente retórico, sino una enérgica fuente de argumentación.
Nuestros clérigos para mostrar la contradicción que existía entre el derecho natural y la monarquía
hicieron uso de libros como el de Judit, que permitían mostrar la importancia de la libertad y el
aborrecimiento de Dios a un gobierno tiránico e idolátrico como el de Nabucodonosor para el caso de
Israel y el de Fernando VII para el caso americano.
El uso del libro de los Jueces mostró que Israel estuvo en una época gobernado por un régimen
republicano. Yahveh jamás estuvo en desacuerdo con esta forma de gobierno y por el contrario
presentó a la monarquía como pecado judío. Al seguir las costumbres paganas, en la época de los
Jueces existió la tentación de la realeza y la sucesión hereditaria, por lo que Yahveh como castigo
envió monarcas déspotas para que su pueblo comprendiera lo perjudicial del gobierno de uno solo.
Así se lo expuso el cura de Guaduas, Gutiérrez (1820), a su feligresía: “[...] enojado el Señor lo puso
[a Israel] en poder del rey de Mesopotamia a quien sirvieron 8 años pero arrepentido de sus crímenes
se volvieron a Dios, y el señor encargó a Otoniel los librase y este los libró, y gobernó cuarenta años”
(fols. 138v-139r).
81
El cura se refería a Jc 3:8-11, con el que pretendía sostener que el pueblo de Israel había
comprendido que el auténtico soberano era Dios y no podían dejarse llevar por deseos terrenales
como los de la monarquía. Desde esta perspectiva, Yahveh fue presentado como el único rey de reyes
y el gobierno de uno solo como un acto pecaminoso. Desde esta postura se deslegitimó tajantemente
cualquier intento de encontrar en la Biblia argumentos a favor de la teoría divina de los reyes.
El padre de Aratoca, José Gabriel Silva (1820), también encontró en varios pasajes del libro de
los Jueces (3:12-29, 4:1-24 y 7) la explicación del porqué Dios en ocasiones envía gobiernos
monárquicos. Según el predicador, Yahveh lo hacía enfurecido por la idolatría de sus gentes y el
relajamiento de las costumbres. Pero todos esos mandatarios déspotas fueron luego destruidos por
Dios (fol. 215v). Nuevamente aquí Yahveh fue presentado como el que manejaba los hilos de la
historia, por lo que la instauración o deposición de un rey siempre era obra divina. Sin citar un
episodio en particular, el cura de Garagoa (1820) comparó la época bíblica de los jueces con la que le
sucedió en monarquías:
[...] los reyes [...] en efecto [...] han sido peste de las ciudades, y langosta del género humano;
mientras el pueblo de Dios mantuvo con el gobierno sencillo de sus jueces, siempre conservó paz y
tranquilidad interior; y cuando se ofrecían guerras con extranjeros, cada uno del pueblo contribuía
para sostener la guerra con lo que voluntariamente podía sin que ninguno fuese maltratado ni
extorsionado, hasta que cansado el pueblo con el gobierno suave de los jueces. Pidió rey; entonces
irritado Dios le mandó por castigo al gobierno monárquico [...] (fol. 143r).
Para el cura, la época de Israel gobernada por jueces, y entendido en ese momento como un
período republicano, era un tiempo de armonía avalado por Dios, pero el pueblo ingrato, inconforme
con ese tiempo, terminó privilegiando un gobierno monárquico, que Dios sólo concedió como
castigo. Esta idea fue recurrente en los sermones proclamados después del decreto vicepresidencial y
otro libro histórico del Antiguo Testamento permitía conectar esa idea de monarquía igual a castigo
divino, estamos hablando de 1 Samuel. El pasaje más usado fue el capítulo 8, donde se relata la
petición de un rey por el pueblo hebreo. El capítulo, ubicado en un punto crucial de la historia política
y religiosa de Israel, narra cómo los ancianos del pueblo se reunieron con Samuel y le solicitaron la
proclamación de un rey. Aunque el profeta recibió la solicitó de mala gana, consultó con Yahveh y
éste aceptó el pedido del pueblo no sin antes advertir que dicha súplica significaba el rechazo a la ley
divina, por lo que los monarcas serían impuestos como castigo para subordinar a los vasallos hasta
esclavizarlos. Yahveh también le advirtió a Samuel que cuando su pueblo callera en cuenta del error
cometido, Él (Dios) no escucharía sus lamentos.
82
Este pasaje claramente antimonárquico fue usado en los años de 1819 y 1820 para defender al
nuevo orden y a la vez acallar aquellas voces que sostenían que un castigo divino se aproximaba por
haber proclamado la Independencia. En contravía a esa postura realista, el cura José Antonio Gómez
(1820) afirmó que la monarquía era un pecado y para sopesar su postura citó a 1 S: 8, “[…] su
monarquía es considerada en la escritura como uno de aquellos pecados de los Judíos, por los quales
se declaró contra ellos una maldición reservada. Quien dudase de esta verdad revise el libro 1 de los
reyes capítulo 8 […]” (fol. 280r)42. Esta misma aseveración la sostuvieron los curas Gutiérrez (1819),
José María Vargas (1820) y José Segundo Pérez (1820). Lo que demuestra la recurrencia de su uso en
esos cortos años.
Apelar a la monarquía como pecado y como castigo divino significaba trastocar notablemente el
imaginario de los fieles que por trescientos años habían escuchado por el mismo medio de la prédica
el tema de la unción real. El argumento de que los reyes no eran de naturaleza regia y que no estaban
fundados en el derecho de primogenitura, no sólo mostraba la contradicción entre la realeza y el
derecho natural, sino también la que existía entre la monarquía y el Antiguo Testamento. Como ha
sostenido Estenssoro (2003) para el caso peruano del siglo XVII, el sermón puede tener un efecto
inmediato gracias a su violencia persuasiva, modificando una conducta explícita. Pero también más
lentamente, sigue su efecto sobre la imaginación y se convierte en clave de lectura moral para
interpretar los acontecimientos de la vida (págs. 271-272).
El 1 Samuel también fue usado para referirse a la batalla entre David y Goliat. Esta escena fue de
ayuda para describir la lucha por la Independencia. América fue vista como el débil David frente a un
gran “monstruo filisteo”, encarnado en la corona española. Frente a cualquier pronóstico, el joven
guerrero venció a Goliat, poniendo fin a la guerra y decidiendo la suerte de los dos pueblos. Igual
había sucedido con la Batalla de Boyacá, que había otorgado la independencia total a la Nueva
Granada. Como ha planteado Demélas-Bohy (1995), en los casos bíblico e hispánico, el combate
nacional se tradujo en una lucha por la defensa de la verdadera fe. Esto significa que América, a pesar
de su inferioridad militar había logrado la victoria frente a España sólo porque tenía por objetivo
conservar la religión católica, que en Europa ya estaba siendo cuestionada.
Es por esto que nuestros clérigos prestaron gran atención a 1 Macabeos, que describe la historia
de Matatías Macabeo y sus hijos. Toda la familia se alzó contra el rey Antíoco43 por aquel seguir la
idolatría y en un caso como ese Dios aprobaba la sublevación del pueblo. Tomando a los Macabeos
como modelo, los sacerdotes neogranadinos sostuvieron que Dios apoyaba la independencia porque
42
Recordemos que en la Vulgata latina el primer libro de los reyes es en realidad el primer libro de Samuel. 43
El mismo rey con que José Antonio Torres y Peña había comparado años atrás a Napoleón. Véase el apartado anterior.
83
se mostraba en defensa del cristianismo. Seguir bajo el dominio español podría generar que América
se “contaminara” de las ideas liberales que circulaban en Europa y que habían cometido actos tan
pródigos como el encarcelamiento de Pío VII a manos de Napoleón. Este modelo, altamente
conservador, mostró a los líderes de la independencia como los nuevos Macabeos, que más que
buscar una separación de gobierno, querían proteger a la Iglesia y su fe.
Otro episodio de los libros históricos del Antiguo Testamento fue también común entre clérigos a
favor del nuevo orden: 2 Cro: 1044, que expone el cisma política vivido por Roboam, hijo de
Salomón. Este último había hecho un gobierno déspota, por lo que a la llegada de Roboam al poder,
el pueblo de Israel se reunió con él para solicitarle que hiciera un gobierno más justo que el que había
caracterizado a su padre. Roboam, mal asesorado, no sólo no acató el pedido de su pueblo, sino que
los amenazó con un gobierno más severo que el anterior, lo que terminó generando la sublevación de
diez de las doce tribus de Israel. Con este episodio bíblico, los curas neogranadinos señalaron que
ante un gobierno despótico como el de Carlos IV y que Fernando VII esperaba continuar, era válido
un alzamiento. Lo interesante es que en este modelo los hombres tienen mayor protagonismo que
Dios. Los humanos son los que deciden armar una rebelión en contra de un monarca arbitrario. La
aprobación divina sólo llega después de haberse consumado el acto revolucionario, por lo que no se
trata de una iniciativa salvífica de Dios hacia los hombres, mostrados usualmente como pasivos en
sus actos de rebelión.
La analogía entre las diez tribus israelitas rebeldes y América permitió entonces mostrar que por
derecho natural es legítimo liberarse de un rey que no busca el bien común de su pueblo, rompiendo
así los pactos establecidos. La violación de los concesos humanos es lo que termina avalando la
insurrección a los ojos de Dios. Como sostiene Di Stefano (2004): “la idea que se intenta transmitir
con este episodio es que ambos derechos, el natural y el divino, sancionan la legitimidad de los
gobernantes instituidos por los pueblos y por ende la de los mecanismos electivos de sucesión” (pág.
121). El segundo libro de Crónicas sirvió en pocas palabras para refutar la teoría del poder regio. El
poder de los monarcas era establecido por el mismo pueblo y ante una falta del gobernante, la
sociedad estaba en pleno derecho de revertir la soberanía cedida.
Pero no sólo los libros históricos sirvieron para justificar el derecho de insurrección contra
poderes tiránicos como el de Fernando VII, el pentateuco (especialmente el Éxodo) hacía la apología
a la libertad. El recurso al libro del Éxodo remite a un esquema providencial en el que el sujeto
actuante es Dios, mientras que las “tribus” americanas permanecen relegadas en un segundo plano
44
Este episodio también es abordado en 1 R: 12 e igualmente fue citado por algunos clérigos patriotas.
84
como objeto de redención. En este libro, la lucha se entabla entre Yahveh y el Faraón, por lo que en
América la batalla se presentó entre Dios y los peninsulares (Di Stefano, 2004, pág. 119). Nuestros
predicadores hicieron alusión principalmente a aquellos pasajes que relatan la vida de Moisés y donde
se muestran los arduos retos que debieron afrontar los hebreos durante sus años en el desierto. El
mayor propósito trazado por los predicadores era poder comparar la liberación del pueblo de Israel
con el de América. El proceso no había sido fácil en ninguno de los dos casos, pero ambos habían
contado con la protección divina y eso había garantizado su éxito. Bajo esta argumentación los
oradores pretendían desmentir aquellas acusaciones hechas años atrás por los curas realistas, que
sostenían que ser leal a la revolución implicaría el aborrecimiento de Dios. Para los sacerdotes de este
período Dios había hecho a los hombres libres, por lo que el sometimiento a un faraón o a un rey no
estaba dentro de los planes divinos.
Así lo expuso Josef Toribio García en un sermón hecho al pueblo de Villeta en 1819: “Dios crio
libres, e independientes [a todas las criaturas] para que obrasen a su arbitrio para aumentar y
conservar su especie; entonces conoció la razón y justicia de los hebreos, y le pareció pequeño el
orgullo de los faraones estimando en poco la vida y fortunas mundanas, en defensa de la libertad de
los hijos de Israel, lo que defendió como cosa santa y mandada por Dios. ¿Y acaso católicos la
libertad americana, será menos justa que aquella? No mis oyentes, pues cuando no sea más justa será
igualmente justa [...]” (fol. 117Dv). Por medio de una pregunta retórica, el cura de Villeta mostraba la
similitud existente entre el caso bíblico y el americano. La Independencia era justa porque Dios había
creado a los hombres libres, violar ese derecho era atentar contra la ley divina y humana. Tácitamente
el clérigo retomó el tema tomista de los derechos naturales del hombre, al asegurar que el designio
divino era la autonomía del hombre y no su sometimiento.
Pero no sólo se usó el Éxodo para hacer alusión a la libertad restituida, también se hizo énfasis
con él en el tema de la Alianza. La libertad que Yahveh otorgó al pueblo de Israel era una libertad con
limitantes. Dios salvó a su pueblo contra todo pronóstico, pero lo hizo establecer con Él un pacto. La
violación recurrente a dicha alianza la pagaron los judíos con fuertes castigos providenciales. En un
período donde se procuraba legitimar una nueva constitución de carácter republicana era fundamental
centrarse en el tema de los pactos sociales. Con esto, los predicadores neogranadinos lograron
santificar la constitución, dotándola de un carácter divino. Las leyes estatales también eran leyes
divinas y por lo tanto quebrantarlas acarrearía nuevos castigos, como otra reconquista.
Después de instalado el Congreso de Angostura el 15 de febrero de 1819, Bolívar aludió a los
representantes como definidores del nuevo pacto social, pero en tan solo dos años disminuyó el
acento en el pueblo como fuente de voluntad y legitimidad política, enfatizando en las leyes que
85
debían limitar la soberanía popular. La conclusión a la que llegaron los participantes de la convención
de 1821 fue que el pueblo no tenía suficiente “civilización” para participar en la definición de las
leyes y que los representantes debían responder a Dios y a su conciencia. De esta manera, la
constitución estableció que la soberanía recaía en la nación, quedando así restringida la soberanía del
pueblo a las elecciones primarias (Garrido, 2009, págs. 114-115). Los sacerdotes que le apostaron al
modelo bíblico del Éxodo lo que en el fondo deseaban era legitimar ese traspaso de soberanía del rey
a la constitución. Lejos estaban de querer defender una soberanía literalmente del pueblo, pues a éste
se le recordó que la Alianza con Dios siempre era restringida y para garantizar la armonía en sociedad
y con él debían regirse por normas constitucionales.
En definitiva, siguiendo la historia del pueblo de Israel, los clérigos neogranadinos de este
período lograron demostrar que la monarquía no se constituía por derecho divino de los reyes.
Personajes como Judá, José, Moisés o Josué no ejercieron su poder por una ley de primogenitura.
Incluso después de la instauración de la realeza en Israel, muchos reyes no fueron herederos, sino
hermanos menores. Con esto los sacerdotes a favor del nuevo orden calmaron los ánimos de su grey
que se sentía atemorizada por las repercusiones divinas que podía acarrear adherirse al gobierno
republicano. Desacralizado el rey, el apoyo al nuevo orden era mucho más fácil, por lo que la tarea no
se basó solamente en descalificar a Fernando VII, sino también en santificar la constitución naciente
de 1821.
A continuación veremos que estas ideas sobre el origen mítico de la república o la legitimidad del
gobierno monárquico fueron avaladas desde el Nuevo Testamento. Aunque la historia de Jesús no se
acomodaba muy bien a los intereses políticos de los sacerdotes, sí dio las pautas de comportamiento
entre gobernantes y gobernados. Para avalar dichas relaciones, varios sacerdotes apelaron a teorías
apocalípticas que permitían ejercer control en la sociedad.
2. Obediencia a las autoridades establecidas: el recurso al Nuevo Testamento
El Nuevo Testamento sirvió para mostrar la pertinencia de mantenerse sujeto a las
autoridades. Para los sacerdotes realistas eso significaba respetar la autoridad del rey y sus designados
locales y para los patriotas tal cosa representaba sujetarse a las autoridades recientemente
constituidas. Unos y otros recurrieron especialmente a las epístolas para formular los principios
generales sobre la relación entre dominados y dominadores. Los evangelios de Mateo y Lucas, así
como el Apocalipsis fueron también privilegiados para hacer alusión a la cercanía del “Reino de los
Cielos”. En particular los clérigos de los años de acefalía sintieron estar en el inicio del fin. La
86
invasión napoleónica generó un sentimiento de desarraigo, que hizo traer a colación lo anunciado en
forma apologética por los evangelistas y por el libro de la Revelación.
Como ha señalado Guerra (2002), la vida de Jesús, la historia de las primeras décadas de la
iglesia y las enseñanzas de los apóstoles fueron útiles para la reflexión política del momento, en la
medida en que formulan los principios generales sobre la relación entre los gobernantes y gobernados
fuera del marco restringido y particular del pueblo de Israel (págs. 157-158). En esos años de crisis en
los que se intentaba legitimar el poder de las juntas, avalar la revolución, persistir en el poder regio o
justificar la independencia total era imprescindible abordar desde el punto de vista bíblico el asunto
de las autoridades aceptadas por Dios y el Nuevo Testamento brindó las herramientas para ello. A
continuación veremos que haciendo uso casi de los mismos pasajes bíblicos los sacerdotes de ambos
bandos encontraron en los escritos neotestamentarios razonamientos a favor del rey o de la república.
2.1 Las teorías de la sumisión y del apocalipsis como defensoras del derecho
divino de los reyes
Los Predicadores monarquistas no recurrieron con tanta frecuencia al Nuevo Testamento. De los
ocho sermones de la época sólo hay 42 citas de los distintos textos neotestamentarios. Su uso sirvió
para mostrar la relación tipológica entre lo anunciado en los evangelios y epístolas, y lo sucedido en
España y América durante los años de invasión francesa y retorno del rey. Los textos
neotestamentarios fueron vistos como los tipos o figuras que se veían reflejados en los antitipos
vividos en esos momentos tanto en la península como en Nueva Granada.
Como apreciamos en el gráfico, entre los
escritos escogidos del Nuevo Testamento
el Apocalipsis, Mateo y Romanos fueron
los de mayor preponderancia. El interés en
estos textos se debió básicamente a que los
sacerdotes articularon sus visiones
escatológicas con el debate en torno a la
soberanía.
En los años de crisis de acefalía fue
común entre los clérigos referirse a la época como un período apocalíptico. Predicadores como Torres
y Peña, Duquesne y Lasso de la Vega recurrieron principalmente al libro de la Revelación para
sustentar sus posturas escatológicas. Para ellos, el presente vivido ya estaba determinado de
87
antemano, por lo que el curso de la historia de España ya se hallaba inscrito en el libro celestial.
Como ha señalado Bull (1998), en el cristianismo la forma más común de interpretar las Escrituras ha
sido remitiéndose a la secuencia de los acontecimientos ocurridos en la historia religiosa y política
(pág. 14). Nuestros clérigos se guiaron por una “escatología popular”, caracterizada por enfocar los
hechos que ocurren en el presente y en el futuro inmediato. Eso quiere decir que el milenarismo de
estos religiosos no se basó en una escatología elevada, a menudo preocupada por el pasado y el futuro
distante, sino que se enfocó en analizar los acontecimientos del momento conectándolos con los
designios divinos.
Según estos predicadores cada suceso relevante, como la invasión francesa, era augurio del fin, lo
que hacía más apremiante el llamado que hacían a su público al arrepentimiento. Sus sermones se
caracterizaron por la sensación de haber sido pronunciados al término de una era, en el fin de un
período, por lo que invitaban a la obediencia como único medio para alcanzar la gloria eterna, que se
hallaba cerca. El Apocalipsis fue usado entonces para aplacar los intentos de sublevación, que ya
comenzaban a hacerse presentes en otras partes de la región como en Quito.
El libro de la Revelación, al igual que el de Daniel, muestra a un Dios distante de los hombres. A
otros profetas Yahveh les había hablado directamente, pero desde entonces se había alejado de los
seres humanos y de sus intereses, ubicando como canal de comunicación a un ángel. Él era el que
acompañaba y guiaba a los apocalípticos en sus excursiones visionarias, dilucidaba el significado de
las visiones y se erigía en garante de autenticidad (Cohn, 1995, pág. 182). Por esto, el recurso al ángel
apocalíptico es común entre los sermones del período. Además, existía una conexión entre el Antiguo
y el Nuevo Testamento. Como ha señalado Frye (1988), El Nuevo Testamento afirma ser, entre otras
cosas, la clave para descifrar los textos veteroestamentarios, en la historia de Jesús está su verdadero
significado. Los discípulos de Cristo no pudieron entender la resurrección hasta que el mismo Jesús
les explicó su relación con las profecías del Antiguo Testamento (pág. 104). Esta relación tipológica
que articula los dos libros de la Biblia también la podemos apreciar en las piezas sermonísticas que
hemos estudiado.
El cura doctrinero Torres y Peña (1808) asemejó al ángel enviado de Dios con las provincias
españolas que luchaban por sostener la soberanía del rey:
Cuando yo veo […] las acertadas providencias de todas las Provincias de España, para conservarse, y
conservar la Corona de su Soberano, en las circunstancias más críticas, y dificultosas; se me
representa aquel Ángel que se nos expresa en el capítulo catorce del Apocalipsis, volando por la mitad
del Cielo, con el Evangelio entero en sus manos, para anunciarlo a todos los habitadores de la tierra.
[…] dirige una gran voz, que solo les dice: Temedle al Señor, y dadle honor, porque ha venido la hora
de su juicio, y adora al que hizo el Cielo y la Tierra, el mar y las fuentes de las aguas. Pero esta voz
88
que no se percibe en los órganos del sentido corporal, no hace impresión, ni puede insinuar en los
corazones de aquellos Pueblos que viven en la noche de la incredulidad, y de la herejía (pág. 7).
El clérigo consideraba que España se encontraba en un momento preliminar antes del Juicio
Final. El capítulo referenciado hace alusión a los ángeles que notifican la hora del Juicio. Ellos
invitan a los impíos perseguidores a que se arrepientan, pero éstos continúan obstinados. Torres y
Peña asemejó las provincias españolas que resistían con dichos ángeles y a los impíos con los
franceses. Según él, el día final estaba anunciado y los invasores perecerían mientras los peninsulares
saldrían victoriosos. Esta visión apocalíptica sirvió para generar temor entre el público y a la vez para
reforzar la autoridad del monarca cautivo. Defender al rey implicaba ser parte de los fieles que se
salvarían en el momento último, mientras que apoyar a los galos generaba la condenación eterna.
Desde esta perspectiva la obediencia al monarca en un instante decisivo no podía ser cuestionada.
Para reforzar aún más esta postura escatológica, Lasso de la Vega (1809) comparó a Napoleón
con la bestia satánica descrita en Ap 13 (1809, pág. 45). Así como Torres y Peña había asimilado al
emperador con la bestia descrita en Dn 7, el canónigo hizo alusión a la contemplada en el Nuevo
Testamento. Pero Lasso no se quedó en la mera desacralización de la figura de Bonaparte, sino que
sostuvo además que éste no reconocía la autoridad divina de Dios, que era la que regía a todo el
universo. La satanización de Napoleón estaba entonces ligada a la falta de sumisión de éste a Yahveh,
que era el soberano principal del mundo. Invadir España no era sólo un acto políticamente
estratégico, sino también un hecho de alevosía que atacaba la religión católica y a su Dios. Por lo
tanto, defender al monarca cautivo representaba proteger su majestad y la del Altísimo.
La referencia al capítulo 13 del Apocalipsis no es gratuita, pues los pasajes allí consignados
representan el antiguo mito de combate. Bajo el aspecto de un gran dragón rojo de siete cabezas y
diez cuernos, Satán aparece en el cielo y se dispone a diezmar el mundo. Después de acabar con
estrellas, se enfrenta con una mujer que está a punto de dar a luz y una vez nace el niño el dragón
intenta devorarlo. Pero Dios se lleva al infante a su trono y refugia a la mujer en el desierto. El rescate
providencial del niño es la señal que desata la guerra en el cielo. El arcángel Miguel, también usado
en Daniel como el ángel patrón de Israel, se erige en defensor de la Iglesia cristiana. Con ayuda de un
ejército de ángeles termina el combate victorioso. Como en el imaginario judeocristiano existe la
creencia de que lo que sucede en el cielo determina lo que sucede en la tierra, la mujer representa a
Israel y el niño simboliza la comunidad cristiana. Para Cohn (1995) se trata de contrapartidas
celestiales del verdadero Israel y su descendencia cristiana en la tierra (pág. 233). Para nosotros, la
referencia bíblica de Lasso de la Vega representa la protección de Dios a España y a la comunidad
cristiana que no se reduce a la península, sino también al espacio americano.
89
La visión apocalíptica de los sacerdotes de la Reconquista se vio expresada en su recurso al
evangelio de Mateo, que hace alusión al Reino de los Cielos45. A partir de este escrito, el prebendo
Antonio de León (1816) defendió el poder regio del rey y satanizó a los Ilustrados franceses.
Amparado en Mt 7:1546, el cura sostuvo que los filósofos eran aquellos “falsos profetas”, anunciados
por el evangelista, que disfrazados de piel de oveja iban a devorar el rebaño de Jesucristo (pág. 16).
Esos “falsos profetas” son interpretados en la Biblia como “doctores de mentira” que seducen al
pueblo con apariencias de piedad, persiguiendo en el fondo fines interesados (Biblia de Jerusalén,
1975). Ellos, según el evangelio, el día del Juicio implorarán a Jesús por su salvación, pero éste los
rechazará tajantemente (Mt 7: 21-23).
Al de León afirmar que esos falsos profetas de Mateo en realidad eran los ilustrados franceses, no
sólo reforzó la idea de que la suerte de América y la península ya estaban inscritas en el libro sagrado,
sino que también mostró su irritación con un pensamiento que refutaba la teoría del derecho divino de
los reyes. Como ha afirmado Guerra (2002), el retorno al absolutismo no es una vuelta al status quo
ante, sino un nuevo régimen que rechazó en buena parte la Ilustración, incluso cristiana, del siglo
XVIII. Rousseau, Voltaire, entre otros fueron explícitamente atacados en los años de Reconquista,
porque conducían a cambios continuos de gobierno y con ellos a la anarquía y la ruina (págs. 188-
189).
Pero el evangelio de Mateo no sólo fue usado en términos escatológicos, también sirvió para
mostrar la pertinencia del tributo como una obligación de toda la sociedad. El conocido pasaje bíblico
donde Jesús afirma que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt
22:21), fue utilizado por el prebendo de León para recalcar que en época de guerra era indispensable
colaborar financieramente con el bando pacificador que pretendía contrarrestar los ataques de los
revolucionarios. La Biblia en este caso fue usada para promover una acción inmediata: la recolección
del tributo. Si Jesús había establecido que era responsabilidad del pueblo darle a sus gobernantes lo
que a ellos correspondía, ningún discurso alterno podía contradecir esa verdad de fe.
En el mismo sentido fue recurrentemente citado Rm 13:147. El predicador Torres y Peña (1808)
recurrió a este versículo para recordarle a su feligresía que la autoridad del rey emanaba directamente
de Dios y, por lo tanto, no podían dudar de su legitimidad a pesar de que el monarca se encontrara
45
El libro del Mt puede caracterizarse como un drama en siete actos sobre la venida del Reino de los Cielos: los
preparativos en la persona del mesías niño, la promulgación de su programa ante los discípulos y otras gentes en su sermón
de la montaña, su predicación misionera, los obstáculos por los que debió atravesar, su comienzo en un grupo de
discípulos, la crisis que prepara el advenimiento y el advenimiento mismo con sus respectivos sentimientos contradictorios
de dolor y triunfo por la pasión y resurrección (Biblia de Jerusalén, 1975). 46
“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” 47
Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por
Dios han sido constituidas”
90
cautivo: “[Los vasallos] saben cuán fuertes y sagrados son los vínculos que los unen con un Monarca
Católico, a quien sólo reconocen por su legítimo Soberano. Y su religión les enseña que toda potestad
legítima viene de Dios, y que él resiste a la potestad, resiste al orden que Dios tiene establecido” (pág.
17). Con esta afirmación, amparada en un episodio bíblico, el sacerdote impedía cualquier
cuestionamiento a la autoridad del rey y recordaba los pactos hechos entre la sociedad y su
gobernante.
Duquesne (1809b) no se quedó atrás en su intento de persuadir sobre la legitimidad del gobierno
del rey al sostener, citando a Rm 13:2-448, que el que se opone a las autoridades constituidas se rebela
contra Dios, por lo que no era posible afirmar que se podía ser leal al rey y a la vez desleal con los
gobernantes locales (pág. 15). Recordemos que el canónigo madrileño predicó este discurso poco
tiempo después de la sublevación de Quito, por lo que su sermón procuraba mostrar la importancia de
la sumisión a los poderes civiles, aunque no se estuviera conformes con ellos.
El prebendado de León, en 1816, también apeló al mismo pasaje bíblico para recordar los pactos
que unían al pueblo con el monarca. Rm 13:1 claramente establece que no hay autoridad que no
provenga de Dios y con ello el sacerdote demostró el carácter divino del rey. Si la autoridad de
Fernando VII era dada por Dios, por medio de la unción, nada podía apelarse en su contra, por lo que
los discursos insurgentes que deslegitimaban el gobierno del rey quedaban refutados por medio de la
Biblia. De León también se apoyó en 1 P 2:13-1549 para argumentar que por mandato divino se debía
ser sumiso al rey. Al mostrar la obediencia al monarca como un dictamen celestial no sólo corroboró
la teoría del derecho divino, sino que además presentó la revolución como una afrenta hacia Dios. No
es gratuito entonces que en los años de 1819 y 1820 los sacerdotes patriotas hayan tenido que dedicar
grandes pasajes de sus sermones a desmentir la idea de que desobedecer al rey era una injuria divina.
Valenzuela (1817) por su parte se preocupó más en mostrar a quién se debía obedecer. Hizo toda
una caracterización de lo que era un “hombre sabio”, amparándose en 1 Tm 3, y de aquellos que se
apartan de la verdad. El primer grupo lo protagonizaba el rey Fernando VII, que contaba con
cualidades tales como la sensatez y la sobriedad, el segundo los líderes de la revolución, que fueron
presentados como “falsos doctores” (Tt 1:14)50 que habían engañado al pueblo, por lo que
recomendaba no acatar sus órdenes: “No obedezcáis los mandatos de los hombres que se apartan de la
48
“De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos
la condenación. En efecto, los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal. ¿Quieres no
temer la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella elogios, pues es para ti un servidor de Dios para el bien. Pero, si obras
el mal, teme: pues no en vano lleva espada: pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra el mal”. 49
“Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana: sea al rey, como soberano, sea a los gobernantes, como
enviados por él para castigo de los que obran el mal y alabanza de los que obran el bien. Pues esta es la voluntad de Dios:
que obrando el bien, cerréis la boca a los ignorantes insensatos”. 50
“Y no den oídos a fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres que se apartan de la verdad”
91
verdad” (pág. 32). En este caso, el provisor del obispado de Santa Marta exhibía a los líderes de la
revolución como hombres dobles que por medio de artimañas habían mentido a la sociedad
neogranadina. El recurso al Nuevo Testamento sirvió a este religioso no para insistir en la obediencia
al rey por exigencia de Dios, sino para descalificar a través de pasajes bíblicos a sus oponentes.
En resumen, el uso de escritos neotestamentarios en los sermones de los predicadores realistas de
1808-1809 y 1816-1817, aunque poco en número, tuvo una relevancia determinante para hacer la
apología al rey. Mientras los sacerdotes de los años de invasión francesa aprovecharon su púlpito para
enlazar la sumisión al soberano con ideas escatológicas, los clérigos de la Reconquista lo utilizaron
para refutar el derecho de resistencia a la opresión, declarando pecado cualquier intento de revuelta
contra las autoridades legítimas, encarnadas en el monarca y sus delegados locales. Sin embargo, el
conjunto de razonamientos político-religiosos a favor de la majestad del rey sufrieron un eclipse en
los años de la Primera República y más especialmente después de la Batalla de Boyacá. Tanto la
acefalía regia como la independencia total hicieron que para legitimar la resistencia a Napoleón o a
una segunda reconquista, se apelara a los derechos de la república y del pueblo como depositarios
últimos de la soberanía. Para ello se recurrió casi a los mismos pasajes bíblicos del Nuevo
Testamento, sólo que esta vez para mostrarlos como textos no absolutistas que hacían alusión a pactos
sociales y no a unciones celestiales.
2.2 Evangelios y epístolas al servicio del nuevo orden
El clero a favor del sistema republicano tuvo la ardua tarea de desmentir la campaña de
desprestigio hecha por los sacerdotes realistas en sus púlpitos. La revolución fue atacada como un
acto diabólico que iba en contra de los preceptos de la Iglesia, por lo que la labor de comunicación y
socialización política de los predicadores patriotas estuvo dirigida a expresar con un lenguaje
neotestamentario que la revolución no constituía una traición a Dios o a su religión. Como ha
planteado Di Stefano (2004), se trató de articular en un discurso coherente una visión creíble de lo
que estaba ocurriendo, de otorgar inteligibilidad y sentido a un contexto donde los criterios de
obediencia y fidelidad del viejo orden entraban progresivamente en conflicto con los que constituían
la base del nuevo aún en ciernes (pág. 113).
Para cumplir con este objetivo, nuestros predicadores republicanistas encontraron en los
evangelios y epístolas del Nuevo Testamento la mejor forma de construir una nueva sociedad51.
Como se expresa en el siguiente gráfico, la preponderancia de los evangelios frente a otros
51
Recordemos que de los 55 sermones patriotas estudiados (4 de la Primara República y 51 posdecreto), el 22% de las citas
corresponden al Nuevo Testamento.
92
documentos del Nuevo Testamento radica en que por medio de ellos los sacerdotes pudieron mostrar
la Independencia neogranadina como una conservación de la fe católica.
Para contrarrestar la idea de que la
Independencia significaba la deslealtad a Dios,
los sacerdotes de la Primera República alzaron la
bandera de la conversión como el mejor garante
de que ser independiente no significaba dejar de
ser católico. Para ello se ampararon
principalmente en Mateo, que no sólo servía para
recordar la proximidad del Reino de los Cielos,
sino también para reforzar las creencias de los
neogranadinos. El presbítero Miguel A. Escalante (1814), recurrió al evangelista para recordarle a su
feligresía la importancia de la penitencia para alcanzar la salvación, amparo que había perdido la
“España afrancesada” (págs. 13-21)52.
Mateo también fue útil en el sentido de mostrar la traición como un pecado que se paga con la
condenación eterna. Esta última idea fue asumida por el capellán Joaquín Guerra y Sixto (1814),
quien citó a Mt 15:8 y Mt 26:47-75 para mostrar a la filosofía ilustrada como un acto de traición a
Dios ejercido por los peninsulares y que Nueva Granada no podía cometer. Curiosamente estos
clérigos no utilizaron un discurso muy distinto al de sus oponentes. Para los sacerdotes monarquistas
la revolución era un acto de infidelidad a Dios promovido por el pensamiento ilustrado y para los
republicanos mantenerse sometida a España podía convertirse en una traición a Dios en la medida en
que era posible que por medio de la metrópoli las ideas francesas llegaran a seducir a los
neogranadinos. Para ambos bandos el enemigo real era Francia y sus corrientes filosóficas, que se
entendían sobre todo como ateas. Es por esto que los sermones independentistas “tuvieron la
capacidad de polarizar a la población frente a los sucesos peninsulares, siendo el resultado un
progresivo resquebrajamiento de la autoridad que fue tornando las posturas de fidelidad al rey en
soluciones prácticas antimonárquicas” (Irurozqui, 2002, págs. 224-225).
Los sacerdotes que predicaron entre 1819 y 1820 recurrieron a Mateo con otra intención: marcar
una diferencia con los oponentes. Mt 7:20, citado por el párroco Gómez Quevedo (1820) mostró a los
españoles como falsos profetas, reconocidos como tales por sus propias acciones. Recordemos que la
idea de falsos profetas fue antes un recurso de los sacerdotes de la Reconquista, lo que indica que el
52
Las referencias a este evangelio fueron: Mt 3:2, Mt 5:44, Mt 11:12, Mt 12:41, Mt 25:8-12, Mt 26:75 y Mt 27:3.
93
mismo nivel de argumentación fue usado por ambos bandos para distinguirse del adversario en lo que
podríamos llamar una guerra del púlpito, que procuraba legitimar el combate propio y desacreditar el
del antagonista.
Así también lo hizo el cura Luis Calvo (1819), que por medio de Mt 23:2353 cuestionó las
donaciones de algunos neogranadinos a las tropas pacificadoras. El cura les auguraba a aquellos
realistas un infortunio el día del advenimiento (fols. 114v-115r). El sacerdote José Antonio Gómez
(1820), con una postura similar a la de su colega, sostenía amparado en Mt 22:21 que cuando Jesús
había señalado que había que darle a César lo que es del César, no se refería a un gobierno
monárquico, sino a uno con magistrados y jueces, por lo que el tributo se debía dar a las autoridades
nacientes y no a los designados del rey (fols. 278r-278v). En suma, vemos que el recurso a Mateo
sirvió tanto para generar temor entre los adversarios (pronosticándoles castigos divinos para la
eternidad) como para mostrar la importancia de saber a qué bando patrocinar sin ir en contravía de los
postulados de Jesús.
En igual sentido fue usado Lucas, referenciado por el predicador José María Urrea (1820) para
descalificar a los españoles. El cura afirmó con vehemencia que si éstos buscaran a Dios como
escudriñaron oro en América nada tendría en su contra, pero ellos eran en realidad unos seres
ambiciosos que bajo el telón de la evangelización habían saciado su hambre de riqueza (fols. 224v-
225r). En este caso el eclesiástico mostraba al gobierno monárquico como ilegítimo por haber
privilegiado los intereses particulares de sus conquistadores en vez del bien común de la sociedad
americana, representado en la conversión católica. Como ha señalado Guerra (1995), poco a poco se
incorporó un discurso con visiones negativas de la conquista, ya procedente de la misma España,
como la de Bartolomé de las Casas, o del acerbo de la llamada “leyenda negra” europea. Hubo una
reaparición del debate del siglo XVI sobre los “justos títulos” de la Conquista de América, debate que
recogió tanto argumentos de orden teológico o canónico, como otros nuevos fundados en los derechos
de los pueblos (pág. 230).
Los curas republicanistas también se apoyaron en las epístolas para desmentir a sus colegas
contrincantes. Si Rm 13 y 1 P 2 habían sido usados para persuadir sobre la obediencia al rey por
mandato divino, los clérigos patriotas encontraron en esos mismos pasajes que las autoridades
emanaban de Dios, pero que dichas autoridades no necesariamente tenían que ser de carácter
monárquico. Según el padre José Gabriel Silva (1820), el uso de Pablo por parte de los curas realistas
53
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del aneto y del comino, y descuidáis
lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe! Esto es lo que había que practicar, aunque sin descuidar
aquello”.
94
sufrió una mala interpretación, pues éste nunca se mostró a favor de los reyes, sino de las autoridades
constituidas: “Veamos si en el Evangelio de Jesuchristo se ordena que la América esté sujeta a la
España y en verdad que jamás nos pondrán los contrarios un texto que semejante cosa afirme, toda la
fuerza de sus argumentos, se apoya con la doctrina de San Pablo, que ordena, que todos estemos
sujetos a las autoridades legítimas que nos gobiernan” (fol. 215v). Con esto, el orador descalificaba
tajantemente los esfuerzos difamatorios contra del sistema republicano. La misma Biblia, el mismo
pasaje, servía para mostra la conveniencia del nuevo orden.
Igual argumento usó el fraile de Charalá (1820), para quien dicho pasaje bíblico daba cuenta de
la obediencia a las autoridades por emanar éstas de Dios, pero a la vez dejaba claro que para que
procedieran del altísimo no podían ir en contra de la religión o de la ley divina (fol. 254r).
Nuevamente un clérigo recurrió a la falta de creencias de los españoles como escudo para
salvaguardar la Indepedencia. La prédica sirvió en este caso para ir marcando un distanciamiento con
los oponentes, la mejor forma de hacerlo fue reemplazando el significado de la palabra español, que
ahora denotaba tiranía, ambición, crueldad e irreligión.
Así como los predicadores colaboraron con el naciente régimen en el cambio de significado del
concepto de soberanía, también lo hicieron para transformar la definición de lo que se conocía como
español. Recordemos que para que exista una dominación lingüística por parte de los sistemas
políticos es impresindible unificar una sola lengua (Bourdieu, 2001, pág. 66). Los conceptos del
Antiguo Régimen ya no servían para las nuevas representaciones sociales que emergieron con el
nuevo orden. Los clérigos a través de su prédica y su púlpito acompañaron el lento proceso de
construcción de una nueva “lengua oficial”, dándole nuevos significados a términos ya viejos como el
de español.
Al mostrar a los peninsulares como antirreligiosos, la independencia se mostraba como un acto
para conservar la fe. Obedecer a las nuevas autoridades implicaba seguir no sólo la ley natural, sino
sobre todo la divina. Si el Dios de los ejércitos había dado la victoria al sistema republicano era
porque confiaba en sus líderes para gobernar la Nueva Granada, estos hombres eran los elegidos por
Dios para mantener firme la religión católica en el territorio americano, esa era la verdadera razón
que encontraba el cura José María Vargas (1820), siguiendo a Rm 13:2, para respetar y seguir con
sumisión al nuevo orden (fol. 149v).
Los razonamientos a favor de la sumisión se ampararon principalmente en 1 Pedro. Esta epístola
en su segundo capítulo ordenaba a todos los hombres el sometimiento a los gobernantes, porque ellos
eran enviados por Dios para castigar a los pecadores y alabar a los virtuosos. Desde la perspectiva de
este pasaje bíblico, citado por clérigos como Miguel Escalante (1814) y Juan Fernández de
95
Sotomayor (1815) durante la Primera República y por el cura de Charalá en 1820, las autoridades
humanas eran las representantes de Dios en la tierra. Por esto tenían la facultad de proporcionar
castigos o ensalzar a individuos que caminaban por la senda del bien. En últimas, el argumento
enaltecía a la soberanía de Dios, los humanos tenían un lugar secundario en la historia, dado que era
el Altísimo el que designaba a los hombres que lo representarían en la tierra y éstos sólo gozaban de
legitimidad al mostrar su adhesión a la causa divina.
Claramente los argumentos de ambos bandos fueron muy similares y esto demuestra que en el
fondo Nueva Granada tenía una misma cultura política, una misma forma de interpretar los
acontecimientos. Era Dios el soberano de soberanos o el rey de reyes, su autoridad jamás fue puesta
en duda y esto se debe en parte a que su figura fue siempre mostrada por los clérigos como una
imagen de fuerza capaz de convertir el poder de los humanos en simples proyecciones del poder
celestial. La autoridad de Dios, por lo tanto, no se agota, distinto a la humana, que según Sennett
(1982) “no es un estado de ser, sino un acontecimiento en el tiempo regido por el ritmo de crecer y
morir” (pág. 158). Esto quiere decir que todo régimen es suceptible de fracasar en la medida en que
ninguna autoridad humana es omnipotente, distinta a la de Dios que es inagotable.
En definitiva, vemos que el Nuevo Testamento sirvió básicamente para dos fines: insistir en la
legitimidad de los gobiernos, fuera monárquico o republicano, y mostrar la soberanía de Dios como la
única inmutable. De Él emanaban las autoridades constituidas y eso era lo que les otorgaba su
legitimidad. Ya fuera por medio de la unción o de la democracia, Dios avaló los regímenes de turno y
se mostró favorito de uno u otro bando. Aunque para el público debió ser difícil entender que el Ser
Supremo en unos años se mostraba adicto a la monarquía y en otros a la república, lo cierto es que su
soberanía nunca fue cuestiona y esto fue la base para mostrar que la mejor forma de gobierno era la
que pretendía salvaguardar a la religión. Los realistas mostraron cómo siempre la monarquía había
sido antes que nada católica y los patriotas presentaron la emancipación como un acto para la
conservación de la fe. Unos y otros apelaron a las ideas ilustradas para mostrar la irreligiosidad de sus
adversarios y el catolicismo extremo de los suyos.
96
Conclusiones
La oratoria sagrada neogranadina en las primeras décadas del siglo XIX fue utilizada como
una herramienta política para dar cuenta de los sucesos del momento. Desde el Concilio de Trento la
prédica se había convertido en una de las mejores armas persuasivas para la evangelización. Sin
embargo, en los primeros años de 1800 y ante los avatares políticos del momento, el sermón dejó en
segundo plano su objetivo de modular conductas y se concentró en presentar las contiendas políticas
como una guerra religiosa. La invasión bonapartista en España, la Primera República, la Reconquista
española y el triunfo de las tropas patriotas en la Batalla de Boyacá fueron analizadas por los clérigos
a partir del capital simbólico del cristianismo.
La crisis generada por la falta de rey condujo a un debate sobre cuestiones lingüísticas y
conceptuales. La rápida llegada de un nuevo sistema de gobierno implicó buscar significados alternos
para definir términos ya viejos. Entre ellos estaba el de soberanía, que fue revalorado para establecer
en quién recaía, si en el monarca o en el pueblo. Los sacerdotes se incorporaron en esta disputa
conceptual, utilizando las herramientas intelectuales de las que disponían. Por medio de sus púlpitos
expresaron sus opiniones políticas, despertando incluso resquemor entre la élite criolla realista y
patriota, que vieron cómo la prédica se convirtió en otra de las armas de lucha a favor o en contra del
nuevo orden.
Los clérigos se dividieron en dos grandes grupos, unos apoyaron la conservación de la
monarquía en América y otros se inclinaron por la república. Esta fragmentación estuvo en parte
determinada por el cargo eclesiástico que se ostentaba y por el contexto vivido. Los más realistas
fueron usualmente las altas jerarquías de la Iglesia, que por la ley de Patronato Real tenían más
vínculos con los peninsulares. Los obispos eran en su mayoría parte de la élite española, por lo que se
mostraron más conformes con los intereses de la metrópoli y condenaron el proceso independentista,
al que catalogaron de pecaminoso. Además de ellos, la generalidad del clero regular se mantuvo
conforme a las reglas de sus órdenes, descalificando el proceso emancipatorio. Como ha sostenido
Rojas Muñoz: “este clero realista no sólo financió y armó la contrarevolución, sino que también
participó excomulgando a los revolucionarios” (2001, pág. 13). No en vano el padre Gallo (1820)
cuestionó a sus colegas realistas que habían “prostituido la cátedra del Espíritu Santo”, fomentando el
derramamiento de sangre (fols. 176v-177r). Distinto a ellos, otro grupo de eclesiásticos, en su
mayoría provenientes del bajo clero y el secular, apoyaron la causa independentista. Muchos de estos
sacerdotes estaban resentidos por el monopolio peninsular para aspirar a cargos eclesiásticos
97
importantes y además habían sufrido con las reformas borbónicas, que les había quitado gran parte de
sus ingresos54.
Sosteniendo que Dios era el verdadero poseedor de la soberanía, los religiosos realistas
sostuvieron que por el acto de unción la autoridad terrenal era del monarca, y los oradores patriotas
plantearon que Dios cedía su soberanía al pueblo y era este último el que tomaba la decisión de a
quién entregársela para que lo gobernara. En ninguno de los dos casos se puso en duda el poder
divino, por lo que la lucha por la fidelidad al rey o por la Independencia se entendió como un acto por
la conservación de la fe.
A pesar de las incisiones entre clérigos, la eficacia de sus sermones estaba estrechamente
relacionada con la autoridad que ellos tenían al ser presentados como portavoces de la Iglesia. Para
los feligreses las palabras de sus oradores tenían sentido en la medida en que expresaban el caudal
simbólico de la Iglesia, que proporcionaba modelos de interpretación religiosos para entender los
acontecimientos vividos. El mayor sustento de ambos bandos fue la escolástica medieval y la
neoescolástica española.
Las teorías ya clásicas de Santo Tomás acerca del principio del Estado, del origen divino de la
autoridad, del traspaso del poder político y de las limitaciones y reversiones de la soberanía sirvieron
a clérigos patriotas y realistas para explicarle a su feligresía el porqué de los cambios políticos
vividos. Los predicadores que deseaban mantener la fidelidad al rey hallaron en Summa Theologiae y
De regnum las herramientas necesarias para persuadir acerca la pertinencia del gobierno de uno solo.
El Aquinate había sostenido que el mejor sistema era la monarquía, porque era más fácil detener la
ambición de una sola persona que la de muchos, como ocurriría en una democracia. Sin embargo,
también había advertido del peligro de que un monarca privilegiara sus intereses particulares frente a
los de su comunidad. En tal caso dejaba de existir la monarquía para darle paso a la tiranía, que según
el dominico medieval era la peor corrupción que podía cometer un régimen. Esta ambivalencia del
pensamiento tomista fue aprovechada por clérigos patriotas y realistas para mostrar la pertinencia o
no de uno de los dos regímenes en pugna.
Desde una mirada milenarista y apologética, los oradores reconocieron que la invasión
napoleónica, la revolución o la reconquista eran señales divinas que anunciaban la llegada del fin de
los enemigos y el inicio de una nueva era, donde reinaría la armonía y concordia entre todos los
54
Andrés Rosillo, Fray Ignacio Mariño y Diego Padilla también fueron eclesiásticos destacados durante los años de
evolución, aunque no se conservan sermones de ellos. Rosillo tuvo una dirección política, Mariño fue líder guerrillero en
los llanos orientales y Padilla fundó El Aviso Público, donde divulgó su ideología emancipatoria. Véase (Gómez Hoyos,
1962).
98
miembros de la comunidad. Ese providencialismo generó que los sucesos fueran presentados como
actos divinos, donde los seres humanos tenían un relegado segundo plano.
Haciendo uso de la Biblia, los predicadores recurrieron a figuras bíblicas para volver héroes a
personajes del momento. Desde una postura mesiánica hombres como Fernando VII y Simón Bolívar
fueron asemejados a José, Moisés o alguno de los Macabeos. “José trajo la fortuna a su pueblo;
Moisés liberó a los hebreos de la tiranía del faraón y Judas Macabeo luchó contra Antíoco Epifanio y
sus partidarios judíos, que intentaban destruir la fe monástica” (Demélas-Bohy, 1995, pág. 155).
Todos estos personajes sirvieron para conectar los sucesos del momento con los designios divinos.
La mayor fuente de argumentación para avalar uno de los dos regímenes en disputa así como
para sustentar las posturas escatológicas fue la Biblia. En ella los sacerdotes encontraron las
respuestas necesarias para explicarle a su feligresía Dios del lado de quién estaba. El recurso a los
textos sagrados no hacía parte solamente del mundo eclesiástico, era usada indistintamente por
diferentes miembros de la comunidad, dado que se veía como revelaciones de verdades no solo
doctrinales, sino también reales. Las Sagradas Escrituras debían responder por el destino incierto que
se presentaba en la península y en América, ellas estaban obligadas a marcar el rumbo a seguir. Fue
por esto que su uso sirvió para ir más allá de explicaciones religiosas a acontecimientos civiles
inéditos.
Pero no sólo la Biblia fue usada como prueba de verdad. Los sacerdotes apelaron a otro tipo
de fuentes para dar cuenta de lo sucedido. El uso a autores clásicos grecorromanos, aunque no fue
frecuente, sí cumplió un papel clave en el pensamiento religioso de estos sacerdotes, puesto que por
medio de personalidades como Séneca o Cicerón intentaron mostrar las bondades del sistema
republicano. Si bien ya existe un trabajo riguroso sobre las fuentes griegas y latinas en el pensamiento
de las élites criollas que lideraron la emancipación (Molino García, 2007), aún falta por hacerse un
estudio que aborde esta temática en el caso de los actores clericales.
Otro tema que queda abierto es el de la experiencia histórica en los sacerdotes neogranadinos.
Especialmente los oradores que proclamaron después del decreto vicepresidencial de 1819 se
preocuparon por articular los sucesos del momento con hechos pasados de la historia de Europa y
particularmente de España55. Algunos religiosos recordaron el proceso de emancipación que libró la
península con los musulmanes para concluir que si los españoles habían podido liberarse de los
moros, los americanos estaban en igualdad de condiciones para independizarse de la Corona. Con un
55
Entre los predicadores que usaron el pasado como fuente de argumentación, creando así una conciencia histórica, están:
el cura de Umbita (1819), el padre del pueblo de Pasca (1819), José Fernando Saavedra (1820), Gutiérrez (1820), el cura de
Garagoa (1820), el párroco Gallo (1820), José Gabriel Silva (1820) y Gerardo Gaitán (1820), entre muchos otros.
99
argumento similar, otros clérigos recordaron a su feligresía las independencias de Suiza y Holanda,
revoluciones que habían contado con el apoyo de los reyes españoles. Con esta rememoración los
oradores esperaban hacer entender que la independencia de la Nueva Granada no constituía un pecado
ni un acto de alevosía contra Dios, como bien habían sustentado los sacerdotes realistas.
Recurrir a hechos históricos en particular para legitimar la emancipación neogranadina
muestra que ya para principios del siglo XIX existía entre las gentes una conciencia histórica que
podía servir para marcar una analogía o distinción con los sucesos presentes. Como ha sostenido
Maravall (1998), desde los orígenes del cristianismo se comenzó a crear una conciencia de las edades,
que terminó por construir un tiempo lineal marcado por el pasado de los judíos y griegos y por un
futuro salvífico, caracterizado por la segunda venida de Cristo. La conciencia de la diferencia de
épocas –que no se repite, que no se reproducen cíclicamente– es una de las mayores aportaciones
fundamentales de la mente cristiana a la historiografía, tal como la ha entendido el europeo (págs.
138-140). El hecho de que nuestros clérigos recurrieran a acontecimientos en el pasado para hacer
alusión a su presente muestra el carácter lineal del tiempo que ya prevalecía en la época, no es
entonces una novedad de los predicadores del XIX, sino uno de los grandes aportes de la cristiandad,
que incluso se puede rastrear en escritores paleocristianos.
Los sermones estudiados, siguiendo el rastro del pensamiento cristiano, partían de la creencia
de que la historia seguía un curso continuo, necesario y regulado. Es por ello que varios predicadores
consideraban que las transformaciones vividas, especialmente las relacionadas a cambios de
gobierno, eran efecto de un nexo causal que operaba regularmente y que ya estaba escrito en la
Biblia. Además, aseveraban que el curso de esos cambios de gobierno había generado, y seguirían
llevando, una mejora de las condiciones de vida de los neogranadinos. Difícil sería asegurar que aquí
ya existía una idea de progreso, que tanto auge cobró en la segunda mitad del siglo XIX, pero por lo
menos ya prevalecía una idea que separaba los tiempos pasados de los futuros, encontrando en este
último unos anhelos optimistas que auguraban un mayor bienestar para la reciente república. No es
gratuito entonces el uso recurrente de los evangelios de Mateo y el libro del Apocalipsis, ambos
partían de la idea de un Reino de los Cielos, de un fin de la historia terrenal y el inicio de una historia
eterna.
El carácter histórico de los sermones no supuso únicamente el reconocimiento de que los
hechos humanos ocurrían. Esto era más que obvio, su historicidad no se tradujo en que hablaran de
acontecimientos pasados como la expulsión de los musulmanes de España o el apoyo de las tropas
españolas a las independencias de otras sociedades como la holandesa, suiza o francesa. Lo que
pretendían estas oraciones sermonísticas era mostrar que los hechos humanos cambian y cada uno es
100
singular e irrepetible, aunque sean actos de Dios y no de los propios hombres. Todos ellos quedaban
insertos en el acontecer, según el hilo de una unidad de sentido. La actuación de los humanos en la
tierra estaba guiada por un sentido que se revelaba y enriquecía con el tiempo, para llegar finalmente
a su plenitud. Es por ello que para los oradores la historia caminaba hacia adelante sin repetir sus
pasos, aunque los enlazaba uno con otro y eso permitía creer que el futuro era la parte que
decisivamente predominaba en el curso de la historia de la Nueva Granada. Atrás quedaba la
subyugación a la monarquía, ahora comenzaba una nueva sociedad de carácter republicano.
Desde sus púlpitos, los oradores batallaron con las armas del discurso para persuadir sobre el
mejor régimen de gobierno. Terminó ganando el sistema republicano no tanto por los razonamientos
dados por los clérigos, sino por el éxito militar. A partir de 1819 dejaron de proclamarse sermones a
favor del rey y por un decreto vicepresidencial todos debieron encaminarse a mostrar las bondades
divinas de la Independencia. Francisco de Paula Santander sabía del poder de la palabra que
caracterizaba a la prédica y por ello redactó el mandato que prohibía cualquier otro intento de
proclamar en contra del nuevo orden. Desde esa época el sermón se convirtió en un instrumento para
la consolidación del sistema republicano. Las élites criollas y los sacerdotes eran conscientes de que
la única manera de dotar de legitimidad a la república era por medio de una “violencia simbólica”,
con la que se podía encausar la adhesión del pueblo llano al orden recientemente constituido.
Los sacerdotes acataron el pedido vicepresidencial a sabiendas de los beneficios que podía
constituir abrazar al nuevo régimen. La hegemonía de la que había gozado la Iglesia durante los
trescientos años de período colonial podía derrocarse si algunos clérigos continuaban obstinados a
mostrarse fieles al rey. Es por ello que como colectivo se tomó un único camino, el de la adhesión a la
república. Posiblemente muchos religiosos siguieron siendo leales al monarca, sólo que ya no lo
podían expresar a través de sus púlpitos. Este lugar, que se volvió un verdadero campo de batalla
durante las dos primeras décadas del siglo XIX, terminó enfocándose en legitimar el nuevo orden.
Dos años más tarde, en 1822, el vicepresidente expidió otro decreto relacionado con la prédica, esta
vez no para legitimar la Independencia, sino para ir forjando los cimientos de una nación en
construcción. Aún no terminaba el debate de la soberanía, pero sí el de la obediencia a esas nuevas
autoridades constituidas.
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Éxodo……………................ Ex Marcos…………………… Mc
Levítico.................................. Lv Lucas……………………... Lc
Números……. …………….. Nm Juan………………………. Jn
Deuteronomio……................ Dt Hechos…………………… Hch
Romanos………………….. Rm
Josué………………………. Jos Corintios………………….. 1 Co 2 Co
Jueces……………………… Jue Gálatas…………………… Ga
Rut…………………………. Rt Efesios…………………… Ef
Samuel…………………….. 1 S, 2 S Filipenses………………… Flp
Reyes……….. …………….. 1 R , 2 R Colosenses………………... Col
Crónicas…………………… 1 Cro, 2 Cro Tesalonicenses……………. 1 Ts 2 Ts
Esdras……………... ……… Esd Timoteo………………….. 1 Tm, 2 Tm
Nehemías………………….. Ne Tito……………………….. Tt
Tobías……………………… Tb Filemón…………………... Flm
Judit……………………….. Jdt Hebreos…………………... Hb
Ester……………………...... Est Santiago………………….. St
Macabeos………………….. 1 M, 2 M Epístola de Pedro………… 1 P 2 P
Epístola de Juan…….. …… 1 Jn, 2 Jn, 3Jn
Job………………… ……… Jb Epístola de Judas………… Jud
Salmos…………………….. Sal Apocalipsis……………… Ap
Proverbios…………………. Pr
Eclesiastés (Qohélet)……… Qo
Cantares…………………… Ct
Sabiduría…………………... Sb
Eclesiástico (Sirácida)…….. Si
Isaías………………………. Is
Jeremías…………………… Jr
Lamentaciones……………. Lm
Baruc……………………… Ba
Ezequiel…………………… Ez
Daniel……………………… Dn
Oseas………………………. Os
Joel………………………… Jl
Amós……………................. Am
Abdías……………………... Ab
Jonás………………………. Jon
Miqueas…………………… Mi
Nahúm…………………….. Na
Habacuc…………………… Ha
Sofonías…………………… So
Ageo………………………. Ag
Zacarías…………................. Za
Malaquías…………………. Ml