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Estudios de Relaciones Laborales El personal directivo en la Administración local Rafael Jiménez Asensio 4

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Estudiosde RelacionesLaborales

El personal directivo en la Administración local

Rafael Jiménez Asensio

consorci d’estudis,mediació i conciliacióa l’administració local

4El CEMICAL, constituido por la Diputación de Barcelona, la Federación de Municipios de Cataluña, la Asociación Catalana de Municipios y Comarcas, la Federación de Servicios Públicos de la UGT de Cataluña y la Federación de Servicios Públicos de CCOO, tiene dos objetivos: promocionar el progreso de las relaciones entre los representantes de las entidades locales y el personal a su servicio, y favorecer la resolución de los conflictos laborales. Con la colección Estudios de Relaciones Laborales, el consorcio se propone facilitar el diálogo social, mediante la reflexión y el debate, y abordar cuestiones objeto de discusión en las mesas de negociación.

El presente trabajo aborda la dirección pública profesional en las administraciones locales desde diferentes puntos de vista. La primera parte trata sobre la necesidad de incorporar esta figura en los gobiernos locales. La segunda analiza su proceso normativo e institucional de implantación en el ámbito local. Y en la tercera y última se esboza una suerte de guía para su inserción en dicho ámbito.

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3 El acoso moral:incidencia en el sector público

4 El personal directivoen la Administración local

2 La conciliación de la vida laboral y familiar del personal al servicio de las entidades locales

1 La carrera administrativa:nuevas perspectivas

www.diba.cat/cemical

ISBN 978-84-9803-333-5

9 7 8 8 4 9 8 0 3 3 3 3 5

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Estudiosde RelacionesLaborales4

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© Diputación de BarcelonaMayo 2009Diseño gráfico: Jordi PalliComposición y producción: Dirección de Comunicación de la Diputación de BarcelonaImpresión: Gráficas Varona, SAISBN: 978-84-9803-333-5DL: S. 615-2009

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A Alicia Martín, de nuevo; pues sin su apoyo permanenteestas «pequeñas cosas» difícilmente verían la luz.

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Índice

La «dirección pública profesional»: su aplicación al gobierno local .......................................................................................................................... 9

Introducción. De la politización a la (tímida) introducción de una burocratización de la dirección pública en España ...................................... 9

El modelo profesional de dirección pública: breves reflexiones ........................... 14

Las dificultades del proceso de implantación de una direcciónpública profesional en el sistema político español. Especial atención a los poderes públicos locales ................................................................................................... 20

El proceso de institucionalización de la dirección pública local en España ...................................................................................................... 27

Introducción ......................................................................................................................................... 27

¿De dónde venimos? El momento histórico de la dirección pública local ......................................................................................................................................... 28

¿Dónde estamos? Las primeras reformas de la dirección pública en las grandes ciudades ................................................................................................................ 36

Introducción ................................................................................................................................... 36El caso «Barcelona»: la pretensión de crear una estructura gerencial. El denominado «personal de alta dirección» ......................................... 38La función directiva en los municipios de gran población (Ley 57/2003, de medidas para la reforma del gobierno local) ......................... 43La regulación de la función directiva en la Ley de capitalidad y régimen especial de Madrid .............................................................................................. 51Breve referencia al nuevo modelo de estructura directiva de la Diputación de Barcelona ........................................................................................... 58

¿Adónde vamos? La regulación de directivos públicos en el Estatuto Básico del Empleado Público. Escenarios de futuro ............................... 61

Antecedentes ................................................................................................................................. 61La regulación del personal directivo en el Estatuto Básico del Empleado Público ............................................................................................................... 68El personal directivo local: el desarrollo del artículo 13 del EBEP. Contenido del anteproyecto de Ley básica de gobierno y Administración local de 2007 en materia de directivos locales: líneas generales de la regulación propuesta ................................................................ 92

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EpílogoGuia básica para implantar un sistema de dirección pública profesional en las administraciones locales ........................... 101

A modo de introducción ............................................................................................................. 101

Directivos públicos profesionales y organización ...................................................... 102

Directivos públicos profesionales, racionalización de la organización y gestión de políticas públicas ..................................................... 104

Competencias de los directivos públicos profesionales .......................................... 104

Algunas notas sobre régimen jurídico de los directivos públicos profesionales en la Administración local ......................................................................... 114

Bibliografía ..................................................................................................................................... 119

El autor ............................................................................................................................................... 125

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La «dirección pública profesional»: su aplicación al gobierno local

Introducción. De la politización a la (tímida) introducción de una burocratización de la dirección pública en España

En el funcionamiento de las estructuras de las administraciones públicas españo-las, con las excepciones que seguidamente veremos, la figura del directivo público profesional ha estado prácticamente ausente. Hay muchas razones para que esto haya sido así, pero principalmente esa ausencia encuentra su explicación más cabal, al menos desde 1978, en la omnipresencia de la política y en la debilidad consustancial del sistema burocrático-funcionarial.

Posiblemente no se terminará de comprender qué es la dirección pública pro-fesional y cuál es su papel si antes no se deja sentado que ese espacio directivo profesional se encuadra naturalmente en los dos polos de un binomio, como es el de las complejas relaciones entre política y Administración.

En España es oportuno poner de relieve que la pauta dominante ha sido la ocu-pación de ese espacio directivo por personas reclutadas políticamente, en virtud de la confianza política o personal que ofrecían al órgano que realizaba el nombra-miento y, en este proceso de designación, las aptitudes profesionales y de idonei-dad para el desempeño del puesto de naturaleza directiva podían o no ser tenidas en cuenta, pero en todo caso, si se valoraban, eso era exclusivamente desde la perspectiva individual; es decir, en nuestras administraciones públicas los puestos directivos no se han cubierto nunca con criterios competitivos.

Esta ausencia de competición en la cobertura de puestos de naturaleza di-rectiva ha eliminado de raíz uno de los elementos nucleares de su configuración como profesionales, pues el sistema dominante en la provisión de puestos direc-tivos ha sido el de confianza política o, como he resaltado en otro lugar, el de ca-rácter «politizado».1

1. Véase mi trabajo: Directivos públicos. Oñate: IVAP, 2006.

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No es menos cierto que esa politización de la alta administración (sea estatal, autonómica o local) se produjo principalmente a raíz de la implantación del siste-ma democrático tras la Constitución de 1978. Con anterioridad, sobre todo duran-te la etapa franquista (pero con precedentes en la dictadura de Primo de Rivera) el modelo de alta administración era claramente «burocrático-corporativo», pues eran por lo general los miembros de los cuerpos de elite quienes estaban llamados a ejercer funciones directivas en el sector público.

El sistema politizado de cobertura de puestos de naturaleza directiva hunde sus raíces en el viejo sistema del clientelismo político que reinó en España durante buena parte del siglo xix y principios del xx. La vuelta a los postulados democráti-cos tras cuarenta años de dictadura franquista supuso, sin embargo, «repescar» en buena medida nuestros viejos demonios y ancestrales patologías en la concep-ción de lo público: el retorno –como diría Varela Ortega– de «los amigos políticos».2 Así, la concepción patrimonial de lo público, el favor político, el nepotismo, el viejo y denostado «enchufismo», y un largo etcétera de lacras y patologías fueron asen-tándose cómodamente en el espacio de decisión política, sin que la sociedad es-pañola, con una débil cultura de lo público, construyera los necesarios anticuerpos para hacer frente a tan letal enfermedad.

Bien es cierto que esa concepción tradicional de la dirección pública como es-pacio reservado a la confianza política fue mostrando, tal como se verá, algunas fisuras, por lo demás muy poco profundas. En efecto, la aprobación en 1996 de la Ley de organización y funcionamiento de la Administración del Estado (LOFAGE), por el primer Gobierno del PP, recuperó una idea que comenzó a tomar cuerpo en el último Gobierno del PSOE, y que no era otra que la estructuración de la «alta administración» en dos tipos de órganos, los «superiores» y los «directivos». Con esta idea se introdujo en la Administración del Estado la noción de «órgano direc-tivo», aunque con perfiles muy vagos y con una construcción conceptual muy frá-gil. Pero lo más relevante es que el modelo de politización se recondujo mediante la introducción de criterios burocrático-corporativos para el nombramiento de los titulares de tales órganos.

Aunque esa relativización del modelo de dirección pública politizado tuvo su prolongación en el espacio local de gobierno, a través de la Ley 57/2003, lo cierto es que el sistema no había cambiado en su sustancia, sino que únicamente pre-vió que determinados puestos directivos en las administraciones del Estado y local (sólo en los municipios de gran población) se deberían cubrir entre personas que acreditaran previamente tener la condición de funcionarios públicos de cuerpos o escalas para ingresar en los cuales se exigiera titulación superior.

Esta leve, pero importante, corrección no tuvo lugar hasta bien avanzada la

2. Véase su excelente obra Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (1875-1900). Madrid: Alian za, 1977.

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dé cada de los noventa en lo que se refiere a la Administración del Estado, y has-ta principios del siglo xxi en lo que respecta a la Administración Local (municipios de gran población). Y sólo lo fue para determinados puestos de naturaleza directi-va, admitiéndose por lo demás excepciones a la regla general, esto es, que fueran nombrados titulares de órganos directivos personas que no tuviesen los requisitos antes mencionados.

Esta operación de «maquillaje» fue revestida bajo el manto del «principio de profesionalización de la Administración General del Estado», en palabras de la ex-posición de motivos de la LOFAGE.3 Bajo estas premisas, cualquier ingenuo podría pretender extraer que se había producido un cambio de paradigma: del modelo politizado habíamos pasado, sin solución de continuidad, al modelo «profesional» de dirección pública. Nada más lejos de la realidad.

En efecto, lo que la LOFAGE hizo no fue otra cosa que poner «negro sobre blanco» una práctica que ya era común en la Administración del Estado: los pues-tos de titular de determinados órganos directivos (sólo de algunos, como eran las Subsecretarías, Secretarías Generales Técnicas, Direcciones Generales y Subdirecciones, así como los Subdelegados del Gobierno), se deberían proveer entre funcionarios públicos de cualquier administración pública pertenecientes a cuerpos y escalas para cuyo ingreso se exigiera titulación superior. Solo en el caso de las Direcciones Generales se admitían excepciones, siempre que así lo previera el Decreto de estructura orgánica del departamento ministerial correspondiente.

Intentar extraer de esta regla, que tiene su consabida excepción, que el mode-lo de dirección pública implantado a partir de 1997 es el «profesional» no deja de ser un exceso de optimismo del legislador del momento. Lo único «profesional» del modelo era que el nombramiento debía recaer en ese tipo de funcionario público. El nombramiento seguía siendo libre (y, en consecuencia, discrecional), y el cese también. No obstante, se indicaba, que los titulares de los órganos directivos eran nombrados «atendiendo a criterios de competencia profesional y experiencia, en la forma establecida en esta Ley [...]» (artículo 6.10 LOFAGE), pero nada se reco-gía en la misma en torno a la acreditación de esa (indefinida) «competencia pro-fesional y experiencia».

Repare el lector en un dato: el nombramiento se llevaba a cabo «atendiendo» a esos criterios vagos y nunca concretados, lo que lisa y llanamente dejaba al órgano que llevaba a cabo el nombramiento unos amplísimos márgenes de discrecionali-dad. Porque el dato determinante de ese sistema –luego trasladado al ámbito de la alta administración de los municipios de gran población– era básicamente que se trataba de un sistema no competitivo.

3. Así se expresaba la exposición de motivos de la LOFAGE: «Como garantía de objetividad en el servicio a los intereses generales, la Ley consagra el principio de profesionalización de la Administración General del Estado, en cuya virtud los Subsecretarios y Secretarios Generales Técnicos, en todo caso, y los Directores Generales con carácter general, son altos cargos con responsabilidad directiva y habrán de nombrarse entre funcionarios para los que se exija titulación superior».

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Y este es, efectivamente, el elemento crucial. No puede existir un sistema de dirección pública «profesional» si previamente no hay un sistema competitivo en la provisión de tales puestos directivos, esto es, que los diferentes aspirantes a ese puesto directivo puedan presentar su candidatura, los órganos encargados del nombramiento valorar la idoneidad de los diferentes aspirantes para cubrir ese puesto y, en última instancia, el nombramiento recaiga sobre alguna de las perso-nas que previamente haya demostrado que posee los conocimientos, destrezas y aptitudes (esto es, las competencias) requeridos para el desempeño de tal pues-to directivo.

Seamos honestos y francos. Lo que la LOFAGE hizo fue una operación mucho más sencilla: blindó una buena parte de los órganos directivos de la Administración General del Estado para los funcionarios pertenecientes a los cuerpos de elite de esa misma Administración. En realidad, insisto, puso en «negro sobre blanco» una práctica que ya se producía en esa administración pública, aunque con desigual intensidad, desde principios de la reimplantación del sistema democrático.

A partir de la aprobación de la LOFAGE, la política y, por tanto, los aparatos de los partidos políticos se encontraron con un «dique» o «barrera» que les impedía nombrar como subsecretarios, secretarios generales o directores generales, a per-sonas que no pertenecieran a la nómina de los cuerpos de elite de la Administración General del Estado. Esta sencilla opción normativa, si bien de hondo calado socio-lógico, ha tenido sin embargo serias consecuencias políticas: aunque los partidos políticos obviamente nombran a «funcionarios militantes» en sus propias filas o a personas afines (o presuntamente afines) con su línea política, lo cierto es que en muchas ocasiones el «espíritu de cuerpo» puede más que la afinidad a deter-minadas siglas, y ese nivel directivo se muestra como elemento de reacción o de bloqueo de determinadas políticas públicas que quieren poner en marcha los res-ponsables políticos de los diferentes departamentos.

Cualquiera que conozca con cierto detalle la Administración General del Estado podrá convenir en que, por ejemplo, uno de los factores actuales de resistencia a las políticas de descentralización (como es el caso, sin ir más lejos, del desarrollo del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006) encuentra su clave explicativa en este dato. Y no es el único ejemplo: los responsables «políticos» ministeriales (ministros, secretarios de estado y secretarios generales, principalmente) tienen que dejar en manos de esa tecnoestructura burocrático-corporativa (que son, no se olvide, los puestos directivos de la Administración General del Estado) el diseño y puesta en práctica de muchas políticas públicas.

Se objetará al argumento anterior que la LOFAGE lo único que hace es requerir la pertenencia del funcionario a un cuerpo o escala de titulación superior, indepen-dientemente de la administración pública de procedencia. Eso es así sobre el pa-pel. En la realidad, sin embargo, se pueden contar con los dedos de una mano los

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titulares de los órganos directivos de cada ministerio que no son funcionarios de la Administración del Estado y a su vez miembros de los cuerpos de elite. ¿Cuántos funcionarios de las administraciones autonómicas o locales han sido nombrados titulares de órganos directivos en los diferentes departamentos ministeriales en las últimas legislaturas? Hagan el recuento y saquen las preceptivas conclusiones.

Este proceso, tal como hemos visto, no es además una «profesionalización» de la dirección pública ni nada que se le parezca. A todos los rasgos ya menciona-dos se añade que la «competencia profesional» y la «experiencia» de quienes son nombrados titulares de esos órganos directivos les son reconocidas como funcio-narios, y no como directivos públicos. No creo necesario insistir en exceso en esta idea, por lo demás muy clara: se puede ser un excelente funcionario público y, a su vez, un pésimo directivo.

Sobre esta idea me detendré de inmediato, pero conviene ir erradicando una concepción muy asentada que consiste en presumir que tener la condición de fun-cionario público (y más aún si se pertenece a «cuerpos de elite») ya habilita para el ejercicio de funciones directivas. Dicho en términos más contundentes todavía: es una auténtica falacia pretender hacer valer el número de temas que se han su-perado en una oposición para justificar las aptitudes que una persona tiene de desempeñar puestos de naturaleza directiva. Una persona puede ser un excelente fiscal, juez o abogado del Estado, pero no por ello esas cualidades profesionales se proyectan sobre la dirección pública profesional. Es más, hay casos «sonados» de personas pertenecientes a cuerpos de elite de la Administración que han demos-trado su ineptitud «profesional» para dirigir un sector de la administración pública o ser titulares de un puesto de responsabilidad directiva. En la mente de todos es-tarán presentes varios ejemplos.

Ese «modelo LOFAGE» de dirección pública se ha importando, de forma muy difuminada y desigual, en algunas comunidades autónomas. No obstante, por re-gla general, las comunidades autónomas han seguido configurando los puestos de naturaleza directiva dentro de la categoría de «altos cargos» y como puestos de exclusiva confianza política. El viejo modelo politizado sigue –con excepciones de matiz que no vienen al caso– plenamente asentado en las comunidades autóno-mas, lo que no es óbice para que en muchos casos esos puestos de altos cargos se cubran con personas de procedencia funcionarial por razones que ahora no pueden ser explicitadas. Pero esta última precisión no cambia la raíz del modelo, sólo matiza su aplicación.

Si me he detenido con cierto detalle en el examen de ese pretendido (y fracasa-do) cambio de paradigma, esto es, de la transición de un modelo politizado «puro» a un modelo «politizado» con dosis innegables del modelo burocrático-corporativo, es porque de forma un tanto insólita ese modelo LOFAGE se trasladó, con correc-ciones que no vienen al caso, a los municipios de gran población por medio de la reforma de la Ley de bases de régimen local que tuvo lugar en 2003. Este es un

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punto en el que me detendré en pasajes posteriores de este trabajo, pero valga por ahora con indicar que esa traslación se llevó a cabo de forma «descontextua-lizada» y, como tantas otras reformas que se hacen en este país, sin un mínimo análisis de cuáles podían ser sus efectos reales. Esa traslación a los municipios de gran población del sistema LOFAGE implicó introducir en el espacio de gobierno local una figura similar a «los altos cargos», pero vestida (o travestida) de perso-nal directivo en cuanto que es titular de un órgano directivo de esa Administración Local. Sin embargo, esa traslación se ha hecho con muchos déficit y no pocas la-gunas, lo que como veremos complicará en exceso la articulación de un sistema racional de dirección pública en el ámbito local.

A veces uno tiene la impresión de que estamos en un proceso permanente de «reinvención del agua caliente». Sin embargo, sin ánimo de caer en un escepti-cismo fácil, se debe indicar que las tímidas limitaciones que se introdujeron en la LOFAGE y en la LBRL para el nombramiento de titulares de los órganos directivos han sido un pequeño avance, al menos en la línea de ensayar la disección –siem-pre difícil– entre órganos de naturaleza política y aquellos otros de carácter directivo profesional, y también, aunque en menor medida, porque en esa timorata normati-va se incluyeron conceptos como «profesionalización», «competencia profesional», «experiencia» y «responsabilidad por la gestión», que ya estaban en el Proyecto de Ley de organización elaborado por el Gobierno socialista en 1996, y que tienen una estrecha conexión con la dirección pública profesional.

Sería razonable pensar que esta normativa (o esta institucionalización frágil, como luego diré) de la función directiva juegue como una suerte de modelo de transición hacia lo que debería ser un sistema de dirección pública profesional en nuestras administraciones públicas, incluidas obviamente entre ellas las administra-ciones locales. En cualquier caso, este objetivo está plagado de dificultades. Sobre ellas volveré en el último apartado de este primer epígrafe.

El modelo profesional de dirección pública: breves reflexiones

De lo expuesto hasta ahora se puede concluir fácilmente que, a pesar de la retórica que emplean las leyes, en las administraciones públicas españolas no ha habido un modelo profesional de dirección pública. Para ratificar ese aserto nada más oportuno que ensayar una descripción de cuáles son los elementos que definen a un modelo de dirección pública como «profesional».

La dirección pública se califica de «profesional», como el propio adjetivo indi-ca, cuando se hace del ejercicio de esa función una profesión determinada. Puede parecer un argumento circular, pero no lo es. Veamos.

Si reparan su atención sobre la dirección en el sector privado, rápidamente advertirán que aquellas personas que dirigen una actividad empresarial o un de-

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partamento de una empresa son, por lo común, profesionales de la dirección. Es posible, sin embargo, que todas esas personas dispongan de una titulación aca-démica concreta y, por lo general, inicialmente habrán desempeñado una activi-dad profesional vinculada en mayor o menor medida a esa titulación. Pero, llegado un momento, han dejado de ser ingenieros, economistas, médicos o abogados, para pasar a ser directivos, ya sea de un departamento concreto (marketing, fi-nanzas, comercial, recursos humanos, etc.) o como gerentes de una empresa. Lo relevante de esta situación es que esas personas desarrollan una carrera «pro-fesional» en el campo de la dirección y, también por lo común, nunca vuelven a desempeñar funciones profesionales vinculadas exclusivamente con su titula-ción académica.

En realidad, si queremos establecer una dirección pública «profesional» en el sector público, su articulación institucional debería asentarse sobre esos mismos parámetros. Cabría suponer que todo funcionario o empleado público que asume funciones de dirección en el sector público ha optado por una vía profesional de-terminada. Por tanto, en un determinado momento de su carrera profesional ese funcionario o empleado público dejará las funciones propias de su cuerpo, escala o puesto de trabajo y se volcará de lleno en una nueva actividad profesional, como es la de dirigir lo público.

Este esquema de institucionalización de la función directiva existe en algunos países. Con todos los matices que se quieran incorporar, este es el modelo del SES (Senior Executive Service) de la administración federal estadounidense. Con me-nos intensidad en su estructuración, el modelo británico del Senior Civil Service tiene algunos de estos rasgos en los puestos directivos. E igualmente el modelo de la dirigenza en Italia bebe en cierta medida de las mismas fuentes.4

Al margen de estos y otros ejemplos comparados, la idea fuerza de esa con-cepción de dirección pública profesional es bien precisa: la función de dirigir el sector público es una actividad profesional diferente de la de ejercer funciones pro-fesionales propias de una determinada titulación o actividades estrictamente fun-cionariales vinculadas con un cuerpo o escala. Además, es una actividad profesio-nal a la que la persona dedicará todo su tiempo y todas sus energías en el futuro, por lo que no tiene (o no debería tener) «marcha atrás», esto es, una persona que ocupa un nivel directivo no debería retornar a ejercer funciones propias de los fun-cionarios o empleados públicos. Dirigir no es, o no debería ser, una actividad con billete de ida y vuelta. Sin embargo, estas apreciaciones, se compartan o no (esa es otra cuestión), son de muy difícil proyección sobre nuestro espacio directivo en el sector público.

4. Sobre estos temas puede consultarse, entre otros títolos: F. Merloni, Dirigenza Pubblica e amministrazione imparziale, Bolonia: Il Mulino, 2006; M. Sánchez Morón (coordinador), La función pública directiva en Francia, Italia y España, Madrid: INAP, 2006; y l. MaeSo, «Una aproximación al régimen jurídico de los directivos públicos: el caso de Francia, Reino Unido, Italia y España», Comisión de estudio del estado actual y perspectivas de la Administración General del Estado, documento de trabajo, enero, 2007.

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Aun así, en este marco conceptual, la dirección pública profesional como «tipo ideal» debería asentarse, por tanto, en esta primera premisa: los directivos públicos son personas reclutadas mediante procesos competitivos por las administraciones públicas en función de sus conocimientos, destrezas, aptitudes, habilidades y ac-titudes para dirigir un determinado ámbito o sector de lo público.

Evidentemente, estas personas deben tener conocimiento del contexto y del en-torno en que han de desempeñar su actividad profesional, por lo que es común que en todo modelo de dirección pública profesional, incluso en aquellos que se pue-den calificar de «abiertos» (esto es, en los que pueden competir para esos pues-tos directivos tanto personas provenientes del sector público como del privado), la mayor parte de los directivos provengan de la cantera funcionarial. En el Reino Unido, por ejemplo, a pesar de que los puestos de director ejecutivo de las agen-cias están abiertos a personas que proceden del sector privado, más del ochenta y cinco por ciento de los puestos directivos son cubiertos por personal procedente del Civil Service. Y esta es una regla general en todos los países. Incluso existen otros sistemas que se articulan como «modelos cerrados», no pudiendo aspirar a tales puestos directivos más que personas provenientes del sector público.

Las razones de la escasa presencia de directivos públicos procedentes del sec-tor privado en los modelos de dirección pública profesional son evidentes. Por un lado, está la necesidad de que el directivo público conozca el contexto normativo singular (las reglas de funcionamiento en materias tales como presupuestos, con-tratación, recursos humanos, procedimiento, etc., que difieren sustancialmente del sector privado), así como la necesidad también de que el directivo esté fami-liarizado con el peculiar entorno institucional en el que ha de desarrollar sus fun-ciones (ciclo político, papel de la oposición, control parlamentario o de la asam-blea, control de los medios de comunicación, etc.). No es menos evidente que el directivo público deberá tener presente una serie de valores que informan toda su actuación y que deben inspirar su funcionamiento dentro de los estándares de la ética pública: los valores y principios constitucionales y estatutarios, la condición de gestor de intereses públicos (con lo que ello implica), la rectitud en su gestión y el decoro de su imagen externa, así como un largo etcétera. Sobre ello volveremos en otro momento de este trabajo.

Por otro lado, es evidente que, por lo común, el sector privado retribuye más a sus directivos que el sector público, por lo que no es frecuente el trasvase de aquél a éste. En efecto, no es habitual que personas que desarrollan su carrera profesio-nal de dirección en el sector privado recalen en el sector público. Las diferencias retributivas pueden ser (y de hecho son) un freno a ese trasvase, pero también lo es que, tal como decíamos, el contexto normativo y el entorno institucional son radicalmente diferentes, lo que conlleva un coste adicional de aprendizaje cuyos efectos generan no pocas dificultades de adaptación de quien llega del sector pri-vado al público y asimismo genera notables disfunciones a las propias administra-

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ciones públicas que incorporan ese tipo de personal. Salvo en casos de servicios finalistas (y aun así con muchas cautelas) o en ámbitos muy específicos (servicios financieros), los supuestos de trasvase de directivos del sector privado al sector pú-blico se suelen saldar con fracasos rotundos en el proceso de adaptación y gestión y con costes adicionales de notable magnitud para la organización que ha llevado a cabo esa singular apuesta de captar savia directiva en el sector privado. También se podrían aportar innumerables ejemplos de esos fracasos.

En todo caso, la apertura o cierre de los modelos de dirección pública varían mucho según los países y los contextos. Las diferencias entre sector público y pri-vado son muy acusadas en los sistemas administrativos continentales de herencia francesa, pero esas «distancias» son sin duda menores en los sistemas anglosajo-nes y en los modelos administrativos de los países nórdicos.

La profesionalización de la dirección pública implica, además, que quienes va-yan a desempeñar esas funciones directivas dispongan de conocimiento, expe-riencia y un desarrollo profesional previo en ese sector o ámbito de actividad. De ahí que en el mundo anglosajón ese estrato directivo se acuñe con la expresión de Senior Civil Service. Dicho de otro modo, quienes acceden a dirigir el sector público han de ser personas con cierta edad, madurez y experiencia: la función de dirigir lo público requiere conocimiento previo, por lo que no cabe –conceptualmente ha-blando– que una organización pública sea dirigida por una persona sin experiencia que ha accedido recientemente a la función pública. Aquí se puede vislumbrar una diferencia notable entre el sector público y el sector privado (al menos en determi-nados países con desarrollos institucionales fuertes, lo que no es nuestro caso), pues la edad y la madurez (así como el conocimiento que da la experiencia) son hoy por hoy un valor todavía apreciado en el entorno público desarrollado institu-cionalmente, pues en estos casos se desconfía (e incluso «se huye») del directivo «bisoño», pues este sería incapaz de asumir tareas complejas como la gestión de un determinado ámbito de lo público.

Sin embargo, esta apuesta por el «directivo senior» no es generalizada, pues muchas administraciones públicas, con desarrollos institucionales deficientes y con escasa cultura de la dirección pública, se han visto «contagiadas» por el «estilo» del sector privado y comienzan a considerar que lo fundamental, también en la dirección pública, es «rejuvenecer las plantillas». Aparte de la estrechez de miras que presenta el argumento, llama la atención cómo determinadas organizaciones públicas echan literalmente a la basura el conocimiento adquirido con presupues-tos conceptuales tan limitados. El coste que ello tiene para el funcionamiento del sector público no es fácil de calcular, pero vaya por delante que no es una opera-ción que salga «gratis» ni siquiera que carezca de efectos. Las administraciones públicas de contextos institucionales desarrollados nunca harían una apuesta por eliminar el conocimiento de sus directivos profesionales «senior» y, menos aún, con argumentos tan insensatos como el del «cambio generacional»: ¿puede la dirección

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pública cabalmente ser ejercida por quienes no disponen todavía de las competen-cias necesarias para su desarrollo? Contesten ustedes a la pregunta.

La dirección pública tampoco es algo que se adquiera en cursos de formación o en los numerosos, costosos y, a veces, escasamente útiles (por descontextualiza-dos), programas de las denominadas «Escuelas de Negocios». Como bien señalaba Mintzberg, enseñar a dirigir a alguien que no ha dirigido nunca es como pretender enseñar psicología a quien nunca ha conocido a un ser humano. Lo razonable, tal como se analizará en momentos posteriores de este estudio, es que la formación de directivos sea una herramienta de la que se haga uso para capacitar a aquellas personas que ya están desempeñando funciones directivas o que se encuentran en posiciones pre-directivas. La formación es, sin duda, un elemento central en el desarrollo de las capacidades directivas. Pero a dirigir no se aprende en el aula y sin contacto previo con las organizaciones. La formación de directivos debe ser confi-gurada como un elemento más del sistema de organización y gestión de recursos humanos en una administración pública y, en general, como medio de capacitar a aquellos altos funcionarios que acrediten las aptitudes y actitudes requeridas para desempeñar tales funciones.

La profesionalización de la dirección pública requiere, asimismo, la existencia acumulada de otra serie de elementos que son necesarios para el desarrollo de este modelo o «tipo ideal». A saber:

1. En primer lugar, cualquier modelo de dirección pública profesional se asien-ta previamente sobre la base de describir con precisión cuál es el perfil exacto del puesto directivo que se pretende cubrir. El perfil del puesto directivo es el elemen-to nuclear sobre el que se ha de articular posteriormente un correcto proceso de selección o identificación de las personas que pueden desempeñar esas funcio-nes y tareas directivas.

2. En segundo lugar, el modelo profesional de dirección pública exige un proce-so de selección que tenga carácter competitivo y, en consecuencia, esté inspirado en los principios de mérito, capacidad e idoneidad. Se trata de identificar a través de este proceso qué candidatos disponen de las competencias para desempeñar el puesto de carácter directivo. Este proceso pueden estar a cargo de oficinas de selección propias de las entidades del sector público o ser encargado a empre-sas especializadas. El resultado del proceso puede ser identificar a la persona que tiene las mejores competencias o también identificar cuáles de los candidatos demuestran tener las competencias mínimas requeridas para el desempeño del puesto directivo, y dejar un margen de discrecionalidad al órgano que proceda al nombramiento con el fin de que sea éste quien, en función de otra serie de varia-bles (empatía, sintonía personal, género, etc.) y previa realización, en su caso, de entrevistas (o cualquier otra prueba de carácter complementario), elija la persona adecuada. Lo que sí exige el modelo profesional es «competencia», o si se prefie-re, publicidad y libre concurrencia.

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3. En tercer lugar, el directivo público ha de tener competencias propias o dele-gadas. Sobre todo ha de disponer de unos márgenes razonables de autonomía de gestión en materias tales como la organización, recursos humanos y gestión pre-supuestaria. Sin esa autonomía de gestión es muy difícil hablar de dirección públi-ca profesional, pues si las decisiones sobre organización, personal y presupuestos están centralizadas, el margen de maniobra del que dispondrá un directivo público será francamente reducido.

4. En cuarto lugar, el modelo de dirección pública profesional se asienta sobre la existencia de un marco de responsabilidad directiva o gerencial. En efecto, la dirección pública profesional no es sino una pieza más en el engranaje de un sis-tema de gestión que se fundamenta en un proceso de racionalización que arran-ca de la definición precisa de los objetivos de la organización y de la articulación de un contrato de gestión (acuerdo de gestión o contrato programa) en el que se expondrán esos objetivos, se determinarán los recursos personales, materiales y financieros que se le asignan, y se establecerán los indicadores en virtud de los cuales esa gestión será evaluada. Se trata, sin duda, de la pieza maestra del mo-delo, pero que está directamente imbricada con la autonomía de gestión derivada de las competencias propias o delegadas de que debe disponer todo directivo pú-blico. Es, asimismo, la cuestión más compleja de articular técnicamente, y de su buen diseño y ejecución depende la coherencia final del modelo.

5. En quinto lugar, y complementario del anterior, el modelo requiere un siste-ma de incentivos o, con palabras más gráficas, un sistema de «premios y casti-gos». Los incentivos pueden ser de muchos tipos, pero habitualmente son los de carácter retributivo los más generalizados (aunque se podría motivar al personal con otro tipo de incentivos no retributivos). Si se superan los objetivos no cabe duda que el directivo ha de ser gratificado económicamente, y si no se alcanzan, ha de ver mermados sus ingresos. En consecuencia, las retribuciones variables son uno de los elementos nucleares del modelo. No obstante, tampoco hay que magnifi-car este elemento. Como pone de relieve un reciente estudio de la OCDE sobre el Senior Civil Service, en diferentes países las retribuciones variables de los directi-vos públicos se mueven por lo común en una horquilla que oscila desde el 5 al 15 por ciento de las retribuciones totales.5

6. Finalmente, en sexto lugar, el elemento de cierre del modelo. Me refiero a la trascendental cuestión del «cese» del directivo público. En el modelo profesional de dirección pública el cese sólo puede obedecer al transcurso del período para el que el directivo fue contratado o a razones derivadas de unos resultados insuficien-tes en la gestión. No cabe el cese discrecional «por pérdida de confianza», pues

5. La OCDE publicó en 2003 un importante documento titulado Managing Senior Management. Senior Civil Service Reform in OECD member countries. En el año 2008 ha elaborado otro documento que lleva por título The Senior Civil Service in National governments of OECD countries. Y es también de notable interés en estos temas el documento elaborado por a. MatheSon, B. WeBer, n. Mannging y e. arnaud, titulado (en su versión francesa) Étude sur la participation politique aux décisions relatives à la nomination des hauts fonctionnaires et sur la délimitation des responsabilités entre ministres et hauts fonctionnaires. OCDE, 2007.

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esta idea colisiona frontalmente con la concepción que alimenta el modelo en sí. En efecto, si una persona ha sido designada por disponer de unas competencias

profesionales acreditadas en un proceso competitivo, si se le han marcado unos objetivos y se la dota de instrumentos para alcanzarlos, si obtiene unos resultados buenos o extraordinarios en su gestión y recibe las compensaciones oportunas al efecto, ¿qué sentido tendría cesarla en el desempeño de su puesto directivo por pérdida de confianza? Insistimos: en el modelo profesional de dirección pública la confianza política no tiene campo de juego, es un elemento extraño al modelo y, por tanto, inaplicable al mismo. Esta afirmación no debe impedir, como ya hemos visto, un cierto margen de libertad (o de discrecionalidad) en el proceso de desig-nación, siempre y cuando se haya acreditado por parte de diferentes candidatos que se disponen de las competencias y de la experiencia necesarias para el des-empeño del puesto directivo en cuestión.

Estos son, en consecuencia, los elementos o notas que caracterizan a la direc-ción pública profesional como «tipo o modelo ideal». En verdad, para que podamos hablar en sentido pleno de que una determinada organización pública ha incorpo-rado la dirección pública profesional a su esquema de funcionamiento, deberíamos contrastar si dispone de todos los elementos que se han citado en estas páginas. En defecto de uno o varios de estos elementos, podremos hablar de un modelo incompleto de dirección pública profesional o, en algunos casos, de un modelo de transición, siempre que quede claro que el objetivo final a conseguir es el citado.

Las dificultades del proceso de implantación de una dirección pública profesional en el sistema político español. Especial atención a los poderes públicos locales

Si partimos del presupuesto de que una dirección pública profesional sólo es aque-lla que dispone de los elementos enunciados, fácil será concluir que nos encontra-mos muy lejos de ese modelo. En efecto, nuestras administraciones públicas siguen siendo cautivas en su mayor parte de un sistema de dirección pública muy atado al ciclo de la política y a las veleidades del mundo de la política. Con las excepciones expuestas del modelo LOFAGE y de la LBRL (municipios de gran población), así como de otras que se examinarán a continuación, la confianza política sigue siendo el motor principal del funcionamiento de la dirección pública.

Con este punto de partida, causa, en principio, una relativa sorpresa la deci-sión adoptada por el legislador básico, que en el subtítulo I del Título II del EBEP califica a la dirección pública de profesional. Esta caracterización no debería ser neutra y más adelante examinaremos su exacto alcance. Baste por ahora con su-brayar que si realmente se quiere implantar una dirección pública profesional en

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nuestro sector público (más exactamente en nuestras administraciones públicas) falta un largo trecho por recorrer.

Sin embargo, aunque con enorme timidez, algunos pasos se están dando. Un ejemplo de esos tímidos pasos es la Administración General del Estado y, más en concreto, las agencias estatales para la mejora de los servicios públicos creadas a partir de la regulación recogida en la Ley 28/2006, así como algunas experiencias en determinados gobiernos locales. Las comunidades autónomas, por el contrario, andan mucho más rezagadas en ese empeño, tal vez a la espera de la configuración de los diferentes modelos de empleo público como consecuencia del desarrollo del nuevo marco normativo básico derivado del EBEP. Tan sólo la Comunidad de las Islas Baleares ha regulado muy precariamente la figura del directivo público, pero sin mención alguna a su calificativo como «profesional». En el resto de comunida-des autónomas impera la confianza política como medio de provisión de los car-gos directivos que se encuadran en la categoría de «altos cargos» y en los puestos de trabajo de libre designación en la alta función pública. Todo lo más, en algunas leyes autonómicas que regulan la administración o la organización se ha recogido el requisito de que los puestos de directores generales sean cubiertos «preferen-temente» entre funcionarios públicos. Y poco más.

La clave de comprensión de este problema estriba, por tanto, en que partimos de una situación en la que la confianza política (o, en su caso, personal) es el ele-mento central del modelo de dirección pública, pues también en el modelo «mix-to», esto es, «burocrático-politizado», el elemento de la confianza termina siendo la pieza determinante del sistema de provisión y cese de esos puestos directivos.

Si queremos caminar hacia un modelo de dirección pública profesional a quien primero se ha de convencer es a los políticos, pues la primera lectura que lleva a cabo el personal de extracción política (sin duda la lectura más simple y escasa-mente depurada) es que con la implantación de un sistema de dirección pública profesional ese personal pierde espacio de poder. Dicho de otro modo, la objeción típica del político a ese sistema es que ya no podrá formar «equipos» libremente como antaño y, en consecuencia, ya no podrá designar y cesar con la libertad casi absoluta de que antes disponía. El político de miras estrechas piensa, por tanto, que el modelo de dirección pública profesional recorta su margen de maniobra, le «ata de pies y manos» y le impide nombrar o cesar a quien considere pertinente en cada momento.

Sin duda la reflexión anterior debe ser matizada. Realmente no es un determi-nado tipo de político el que mostrará sus resistencias a la implantación del modelo de dirección pública profesional, sino precisamente son los partidos políticos, sus propios aparatos, los que muestran una resistencia feroz y contundente al cambio, pues en esas estructuras todavía anida una concepción de lo público muy mar-cada por concepciones patrimoniales y de desconfianza hacia todo aquel que no muestra externamente sus afinidades ideológicas hacia el partido que gobierna. Se

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trata de una concepción enormemente vieja y periclitada, con efectos letales para las organizaciones públicas y para las propias políticas públicas, pero que tiene raí-ces profundas en todos los partidos políticos, sean del cariz ideológico que sean.

Cambiar ese estado de cosas no es fácil. Se pueden cambiar leyes o reglamentos con mayor o menor dificultad, pero cuando se trata de cambiar mentalidades el problema se multiplica. Y más aún si se trata de concepciones ancladas en lo más hondo del subconsciente colectivo.

Dicho rápidamente, a los políticos y a los partidos políticos hay que convencer-les con argumentos y con hechos que les muestren de forma diáfana y fehacien-te que el modelo de dirección pública profesional es mucho más efectivo para la puesta en marcha de las políticas públicas del gobierno y que sus resultados se-rán a medio plazo infinitamente mejores que los obtenidos por un sistema como el actual. Y aun así las resistencias serán numantinas.

He tenido múltiples ocasiones de plantear este tema a determinados políticos de diferentes niveles de gobierno. Por lo general, hay dos tipos de reacciones. La más común es cerrarse en banda y argumentar que el modelo actual les deja li-bertad de movimientos para elegir y cesar libremente. El argumento adicional es que han ganado las elecciones, deben poner en marcha su programa político y, en consecuencia, deben tener las manos libres para formar equipos cohesionados que puedan desarrollar esas políticas.

El argumento es, ciertamente, una suerte de reedición, por cierto bastante tras-nochada, de la doctrina del spoil system que construyera el presidente de Estados Unidos Andrew Jackson, allá por los años veinte del siglo xix: quien gana las elec-ciones se lleva el botín. El problema central de este razonamiento reside en que, si bien es intachable democráticamente el argumento de que quien gana las elec-ciones debe gobernar, no lo es tanto que quien gana las elecciones tiene patente de corso para nombrar y cesar los niveles intermedios o altos puestos directivos de la respectiva administración pública.

De hecho, la práctica totalidad de las democracias avanzadas han resuelto de manera razonable ese dilema y han ido configurando sistemas institucionales de dirección pública con elementos cada vez más acusados de profesionalidad. En este punto, como ya indiqué en otro lugar, España tiene un notable subdesarrollo institucional, derivado, qué duda cabe, de nuestra débil cultura política y nuestro fragmentado desarrollo democrático, que se ha visto quebrado en diferentes mo-mentos históricos por prácticas autoritarias o dictatoriales.

Dentro de la batería de pretendidas razones que se esgrimen como «escudo», hay una en la que quisiera detenerme por su enorme potencial retórico y por su fuerte carácter destructivo. Me refiero al argumento de «formar equipos», que po-siblemente es uno de las más perversas manifestaciones de esa forma de razonar. En efecto, bajo el manto de «formar equipos» se decapitan constantemente las

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estructuras directivas de los diferentes gobiernos y, lo que es más grave, se des-angra el conocimiento y la continuidad de las diferentes políticas públicas. En un escenario en el que buena parte de las políticas públicas (en materias tales como infraestructuras, enseñanza, sanidad, medio ambiente, etc.) son políticas de largo ciclo o, mejor dicho, que sobrepasan con mucho el alcance de una legislatura, re-sulta muy poco conveniente (por no decir completamente inoportuno) apostar por cambios de «equipo» cada vez que el responsable político cambia o cada vez que hay un cambio de color político. El coste que todos estos cambios tienen sobre el funcionamiento del sector público (dicho de forma más directa, sobre la sociedad y el sistema económico) nadie los ha evaluado todavía, pero intuitivamente puedo indicar que son altísimos.

El argumento de «formar equipos» esconde, sin embargo, algo más turbio. Sin duda es un buen argumento para fomentar la «cohesión ideológica» del cuadro de mandos de una determinada organización, pero también sirve para generar lealtades inquebrantables, ausencia de cualquier atisbo, por mínimo que sea, de crítica o censura de una determinada decisión política y, en el peor de los casos, un medio espurio para «colocar» a fieles, amigos o, incluso, parientes más o me-nos próximos. Pero tiene todavía unos efectos más letales para el sistema político, puesto que sirve para diluir o, en su caso, desviar las responsabilidades políticas en las que pueden incurrir los responsables políticos máximos de un determinado gobierno o de un concreto departamento. En no pocas ocasiones nuestros políti-cos (ministros, consejeros, alcaldes) han huido de asumir responsabilidades políti-cas directas en asuntos de notable envergadura cesando a «mandos intermedios» (esto es, cargos directivos) de su respectiva entidad o departamento. En la mente de todos estarán varios de estos casos.

Pero hay, afortunadamente, otro tipo de reacción de los políticos frente a esta propuesta de implantar un modelo de dirección pública profesional. Se trata de lo que podemos denominar la respuesta positiva o «constructiva» frente a esa im-plantación. No son todavía muchos los políticos que afrontan estos temas con vi-sión estratégica y que huyen, como del demonio, de esa concepción patrimonial y atada al ciclo político inmediato (una perspectiva que me atrevo a calificar de vuelo gallináceo) de la dirección pública. Pero comienza a haber una nueva generación de políticos que confía plenamente en la gestión y la racionalidad de la gestión, y que busca resultados óptimos que mejoren la calidad de vida de los ciudadanos, habiendo encontrado en la importación de algunos elementos del modelo de di-rección pública profesional una ayuda para alcanzar esos objetivos.

Ciertamente, estos políticos con visión estratégica, que son conscientes de que invertir en una dirección pública profesional es introducir factores de racionaliza-ción y modernidad en los aparatos públicos, se encuentran en la actualidad prin-cipalmente en el mundo local. Son normalmente alcaldes que tienen la percepción de que introduciendo mejoras en esos ámbitos el resultado de la gestión municipal

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(y, en consecuencia, los servicios prestados al ciudadano) serán de mayor calidad. Este tipo de alcaldes, con visión y liderazgo, pueden cambiar el ciclo anterior-

mente descrito. Pero la situación de partida no será fácil. No hallarán posiblemen-te mucha comprensión en los propios aparatos de los partidos políticos, que pre-sionarán para que se incorporen a la nómina de la dirección pública personas con «lealtad contrastada». No obstante, la política municipal tiene una ventaja frente a la autonómica y a la estatal, y es que, con excepciones muy singulares, los alcaldes disponen de mayor autonomía de gestión y, también por lo común, permanecen en su cargo varios mandatos, lo que les permite poner en marcha políticas de largo plazo que no vivan atadas al corto plazo del mandato de la legislatura.

En realidad, la apuesta por un modelo de dirección pública profesional no debe-ría levantar, desde un plano meramente conceptual, resistencias tan fuertes. Pues los argumentos a favor de la implantación del modelo profesional son contunden-tes y, además, tienen a su favor el contraste empírico, ya que son modelos asenta-dos en países desarrollados tanto económicamente como democráticamente. Sin embargo, factores «culturales», impregnados de unas notables dosis de ignoran-cia, siguen alimentado resistencias enormes a la introducción de cualquier tipo de modelo que haga de la profesionalidad el valor determinante para el desempeño de puestos de naturaleza directiva.

El modelo politizado e, incluso, el modelo mixto (burocrático-politizado), tie-nen unos auténticos «agujeros negros» de consideraciones notables en su cons-trucción conceptual. Ambos pivotan sobre el eje de la confianza política. Pero el escrutinio del sistema nos muestra todas sus debilidades cuando se examina con cierto detalle. ¿Saben ustedes cómo se reclutan los altos cargos y personal directi-vo de las instituciones públicas en España? Cuando no es el partido quien designa a una determinada persona, generalmente se aplican métodos tan rudimentarios como preguntar a personas conocidas quién puede ser designado para un deter-minado puesto de trabajo. Se echa mano de llamadas de teléfono a determinadas personas para que nos «den nombres». El sistema muestra sus debilidades por la escasa fiabilidad del procedimiento elegido para esa designación. Por un lado, los partidos políticos no garantizan una correcta selección de cuadros (como estamos hartos de comprobar en los sucesivos escándalos en los que unos y otros se han visto afectados) y, por otro, cuando se recurre al procedimiento de «la llamada» o «la pregunta» al fin y a la postre las soluciones ofrecidas dependerán de las filias y las fobias que tenga hacia unos y otros la persona a la que preguntamos.

Lo rudimentario del sistema elegido de «selección» de directivos públicos en el modelo actualmente vigente no puede resistir ni un asalto frente a las fortalezas que muestra el modelo de dirección pública profesional, que si se práctica de for-ma inteligente –como venimos preconizando– puede permitir incluso unos ciertos márgenes de discrecionalidad en el proceso de designación.

Las ventajas son indudables, pero conviene resaltarlas. La primera ventaja es

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que el modelo de dirección pública profesional requiere un proceso de racionali-zación organizativa que no se da en el modelo politizado o en el mixto. En aquél los puestos directivos deben tener su correspondiente perfil, se requieren definir objetivos, establecer indicadores y articular un sistema de evaluación, así como instrumentar un sistema de incentivos. En estos, sin embargo, la administración pública funciona con parámetros decimonónicos, ya que los puestos directivos no disponen de más contenido funcional que el establecido en las normas orgánicas, carecen de fijación de objetivos y de sistema de evaluación, y las retribuciones de los puestos directivos son homogéneas independientemente del contenido funcio-nal del puesto y de sus resultados. En el modelo politizado o en el modelo «mixto» (político-burocrático) de dirección pública lo importante es el «cordón umbilical» (o manto de confianza) que une a la persona designada con el político, y su «gra-cia» consiste en que éste puede romperlo en cualquier momento en que, por los motivos que fuere, le interese o le convenga. El resto de elementos de estos mo-delos, también del «mixto», es pura coreografía.

No cabe duda, por tanto, que todo proceso de modernización de las adminis-traciones públicas debería incorporar la inserción de la dirección pública profe-sional. Así lo afirma, por ejemplo, la propia exposición de motivos del EBEP. En realidad, si se repara atentamente en este dato se podrá comprobar que el man-tenimiento del viejo sistema de confianza política en el nombramiento y cese de los puestos de naturaleza directiva (aunque sea edulcorado con dosis del modelo «burocrático») es una apuesta por una administración pública tradicional, basada en pautas ya superadas, y que tiende a huir del control de la gestión y de los re-sultados, pues difícilmente se podrá implantar un modelo de gestión asentado en resultados si los directivos públicos no están sujetos al mismo y su actividad no es objeto de evaluación.

Se le pueden dar las vueltas que se quiera a los argumentos aquí esgrimidos, se puede intentar justificar lo injustificable, pero creo que ha quedado meridianamente claro que el modelo actualmente vigente de dirección pública es un modelo viejo, sin perspectivas de futuro y con lastres evidentes para el desarrollo institucional, lo que tiene consecuencias directas sobre el plano de la competitividad y sobre el propio modelo de desarrollo económico, como se han cansado de repetir los eco-nomistas y los organismos internacionales (por ejemplo, la OCDE). Sin embargo, la transición será compleja, pues las resistencias al cambio son de magnitudes con-siderables tanto por parte de los partidos políticos como por parte de las manifes-taciones, también fuertes, de corporativismo en algunas administraciones públicas.

Hay asimismo argumentos de otro carácter para defender la implantación del modelo profesional de dirección pública. Aun en su versión más reducida (esto es, la configuración de la dirección pública profesional como una institución que se proyecta exclusivamente sobre los puestos directivos de la alta función pública), el modelo profesional representa una lectura mucho más correcta constitucional-

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mente hablando de los principios de igualdad, mérito y capacidad, en la provisión de puestos de trabajo de carácter directivo en las administraciones públicas que el viejo sistema de la libre designación.

Con frecuencia no se repara en este dato, pero el sistema de libre designación, a pesar de la existencia de una jurisprudencia constitucional que lo avala con ra-zonamientos de una debilidad inusitada, representa una lectura muy forzada de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad. Tras declarar el Tribunal Constitucional que el derecho de acceso en condiciones de igualdad a cargos y funciones públicas juega no sólo en el acceso sino también en la provi-sión de puestos de trabajo, tuvo que limitar el alcance de ese pronunciamiento para justificar la libre designación, puesto que se valió del «argumento» de que el mé-rito y la capacidad ya se han acreditado en el acceso, y en la provisión de puestos de trabajo se pueden tener en cuenta otros criterios tales como el de «eficacia».6

Si no lo hubiera dicho el Tribunal Constitucional y fuera un resultado de un exa-men práctico de cualquier prueba selectiva o de un simple examen de Derecho Administrativo, el suspenso sería sonado. Pero el manto de autoridad del Tribunal Constitucional cubre al parecer los más insospechados despropósitos en su es-quema de razonamiento. Pero dejemos de lado al Tribunal, que bastante pena tie-ne con perder a raudales una legitimidad institucional que tanto costó conseguir y que se dilapida sin un gramo de responsabilidad institucional, y volvamos a nues-tro razonamiento.

El modelo de dirección pública profesional con los elementos expuestos repre-senta, sin duda, una lectura constitucional mucho más correcta, al menos en la medida en que salvaguarda los principios constitucionales de mérito y capacidad, sin perjuicio de que el principio de igualdad pueda verse afectado en alguna me-dida en aquellos supuestos en los que el margen de discrecionalidad en la desig-nación se mantiene. En todo caso, aun con estas limitaciones, la adecuación del sistema de dirección pública profesional a los principios constitucionales y a las previsiones del artículo 23.2 CE es mucho más elevada que el tradicional sistema de libre designación, en el que no existe una acreditación previa de la capacidad e idoneidad para desempeñar esas funciones, y su aval se construye sobre la fic-ción de que el mérito ya fue acreditado en la fase de ingreso y que, por tanto, la capacidad se presume (ante lo que nos preguntamos: ¿lo que se presume es la ca pacidad para dirigir o bien la capacidad para superar un temario?).

Mientras todo el sistema de función pública siga asentándose en la caduca idea de que el acto de ingreso (la superación de las manidas oposiciones) es el momento más relevante de la carrera profesional, la articulación de un sistema moderno de función pública y de dirección pública profesional no pasará de ser un pío deseo.

6. Véanse, por ejemplo, las sentencias del Tribunal Constitucional 192/1991, 200/1991, 293/1993 y 365/1993.

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El proceso de institucionalizaciónde la dirección pública local en España

Introducción

Analizado el marco conceptual de la dirección pública profesional y las dificultades con que choca para ser implantado en las administraciones públicas de nuestro entorno, procede ahora detenerse en examinar cuál ha sido el proceso de institu-cionalización de la dirección pública local. Y para ello el esquema que seguiré es muy sencillo.

Para abordar esta tarea haré, en primer lugar, una sucinta referencia al momen-to histórico en la formación de un sistema de directivos públicos locales; esto es, incidiré en cómo el gobierno local en España apenas se ha ocupado de institucio-nalizar una función directiva en el ámbito local, puesto que tales tareas eran (y son) asumidas habitualmente por la política. En segundo lugar, trataré de los primeros pasos normativos en un proceso de institucionalización débil de la función direc-tiva en el plano local, y que se han concretado en diferentes estadios normativos, como por ejemplo la Carta Municipal de Barcelona (Ley 22/1998), las medidas de modernización del gobierno local (Ley 57/2003) y, en fin, la Ley de capitalidad y de régimen especial de Madrid (Ley 22/2006). Y, en tercer lugar, este epígrafe se cerrará con un ejercicio de prospectiva; es decir, cuáles son las líneas de futuro en la regulación de la función directiva local, sobre todo a partir de la aprobación del Estatuto Básico del Empleado Público y el desarrollo que del mismo se pueda hacer tanto en sede estatal como en el plano autonómico, así como por las pro-pias entidades locales.

En consecuencia, el esquema de este epígrafe se articula en torno a tres ejes que pretenden servir de base para analizar la función directiva en el mundo local, y que son los siguientes: ¿de dónde venimos?, ¿dónde estamos? y ¿a dónde vamos?

Antes de comenzar a analizar tales cuestiones, puede resultar oportuno indicar que la dirección pública en general, y por lo que ahora interesa la dirección públi-ca local en concreto, es un tema que ha entrado de lleno en la agenda legislativa (y, por tanto, en la propia agenda política). Sin duda, esta entrada en la agenda

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legislativa y, por ende, en la agenda política, ha venido impulsada por la aproba-ción del EBEP, pero como veremos los precedentes en el mundo local son varios y no cabe descartar la idea de que en el ámbito local la presencia de la dirección pública (formulada, por ejemplo, con la expresión «gerencia pública») ha estado particularmente presente desde hace muchas décadas.

En todo caso, hoy en día se advierte con claridad una necesidad objetiva de resolver de una vez por todas un problema que no puede (ni debe) aplazarse: los gobiernos locales necesitan reforzar sus niveles intermedios de dirección ejecutiva como una apuesta estratégica con el fin de dotarse de mejores instrumentos para actuar en «un mercado de ciudades» cada vez más competitivo, y con la finalidad de proveer de mejores servicios y prestaciones a los ciudadanos, que al fin y a la postre son los destinatarios últimos (o primeros, según se mire) de la acción de los poderes públicos locales.

Como se ha visto anteriormente, la apuesta por la construcción de una direc-ción pública profesional es, sin duda, un reto estratégico y requiere que los actores políticos sean plenamente conscientes del valor añadido que la misma tiene para la modernización del sistema de gobierno local y para la propia gobernabilidad de la institución. Las leyes y los marcos normativos podrán ayudar algo en esa tarea, pero nada se conseguirá sin un cambio de cultura y de mentalidad sobre cómo se debe gestionar lo público.

Lo que aquí sigue es, sin embargo, un análisis meramente institucional y tam-bién normativo del marco de la dirección pública local. Según se podrá comprobar, ese análisis nos servirá para tener una idea cabal de cómo se ha ido estructuran-do la dirección pública en las administraciones locales y poder detectar asimismo cuáles son los fallos en el sistema de institucionalización, con el fin de poder co-rregirlos, en su caso, y avanzar en un proceso de profesionalización de ese nivel directivo público local.

¿De dónde venimos? El momento histórico de la dirección pública local

No es este lugar adecuado para detenerme en un examen en profundidad de la evolución histórica del problema. Pero, antes de llevar a cabo un estudio del mo-mento actual de la dirección pública local, es obligado detenerse al menos en un somero análisis del problema.

Y a tal efecto, es preciso poner de relieve cómo el nivel local de gobierno antes de la aprobación de la Constitución de 1978 carecía por completo de una función directiva, con las excepciones de aquellos municipios que disponían de régimen especial, como eran Barcelona (1960) y Madrid (1963), que crearon la figura de los «delegados de servicios» inspirados en una suerte de «modelo gerencial», que

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ejercían funciones ejecutivas y que rodeaban al alcalde dotándole de un equipo de mánagers ajeno a las responsabilidades políticas que seguían siendo desem-peñadas por el propio alcalde, por los tenientes de alcalde o por los concejales. En Barcelona, por ejemplo, el Decreto 1166/1960, que estableció el régimen es-pecial del municipio, recogía en una espléndida exposición de motivos cuáles eran las razones que justificaban la implantación de este sistema gerencial en el mundo local. Así se expresaba la citada exposición de motivos:

«En lo orgánico, se ha tenido siempre a la vista que la bondad de una adminis-tración ha de medirse por su eficacia, y que esta suele ser función directa de la unidad en la esfera ejecutiva. Ello conduce derechamente a configurar al alcalde como cargo al que se atribuyen amplias facultades. Sin embargo, de una parte, el singular volumen de las varias funciones inherentes a la administración de toda gran ciudad ofrecía apreciables inconvenientes para que la gestión municipal pu-diera ser confiada con eficacia a una estricta gerencia. Y, de otra, había de tener-se también en cuenta que la administración de la gran urbe ofrece aspectos técni-cos de la mayor importancia. Para conjugar ambas facetas, se rodea al alcalde de un reducido equipo de delegados de servicio directamente designados por aquél, cada uno de los cuales asume la dirección de una de las grandes ramas o depar-tamentos en que ha de dividirse la actividad municipal.»

El modelo «gerencial» de la ciudad de Barcelona implantado –con todas las cautelas que la propia exposición de motivos esgrime– en 1960 era realmente un anticipo de la evolución posterior que tuvo el sistema denominado de «gerencia pública» municipal que llega hasta nuestros días. En realidad se puede afirmar que este sistema «gerencial» contenía ya alguno de los elementos que articulan el sistema de dirección pública profesional. La primera decisión importante es el in-tento de separar la actuación de la política de la intervención de la gestión o de la dirección pública. La propia exposición de motivos de la Ley de 1960 así lo recogía:

«En consonancia con la orientación indicada, la función ejecutiva se centra en la figura del alcalde, pero no como órgano exclusivo, sino asistido, para ciertos ac-tos, por una Comisión Ejecutiva, integrada por los delegados de servicio designados por aquél, en misión complementaria de sus propias actividades [...].»

Las funciones de esos delegados de servicio venían recogidas en el artículo 9 y en su apartado cuatro se preveía que el alcalde, atendiendo al interés del servicio, podía ampliar la facultades anteriormente enumeradas, lo que daba pie, sin duda, a abrir la puerta de «las delegaciones» a favor de esa estructura directiva o gerencial.

La segunda decisión importante fue la creación de seis áreas o delegaciones ejecutivas a cuyo frente se puso a los delegados de servicio, que eran personas reclutadas libremente por el alcalde para hacerse cargo de funciones gerenciales o directivas. La gestión municipal era atribución de estos delegados o gerentes y se coordinaba a través de la creación de un Comité Ejecutivo del que formaban parte el propio alcalde, algunos tenientes de alcalde y los delegados del servicio.

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Ni que decir tiene que dada la naturaleza dictatorial del régimen político impe-rante, el modelo de dirección pública del municipio de Barcelona se basaba prin-cipalmente en el libre nombramiento y libre cese de esos delegados de servicio por parte del alcalde.

Pero lo realmente interesante de este modelo de dirección pública es que el alcalde podía delegar (y delegaba) sus atribuciones de carácter ejecutivo en estos delegados de servicio, que disponían de una autonomía funcional razonable para el ejercicio de sus atribuciones, lo que configuraba uno de los elementos impor-tantes del modelo antes examinado.

Asimismo, este modelo de «gerencia o de dirección pública» se articulaba en el seno de un conjunto de medidas que ahora no pueden ser examinadas, pero formaba parte de un sistema de gobierno que caminaba (aunque con fuertes limi-taciones fruto del propio contexto político en el que emergió) hacia un proceso de racionalización o, si se prefiere de modernización. En esa clave hay que interpre-tar, por ejemplo, los diferentes instrumentos de planificación que se recogían en el Decreto 1166/1960 (Plan General de Actuación Municipal, entre otros), así como la creación del Gabinete Técnico de Programación (auténtico gabinete cuyas fun-ciones exclusivas eran el diseño estratégico de la política municipal) y, en fin, el diseño (todavía muy precario) de la desconcentración territorial de la gestión mu-nicipal a través de la creación de los distritos.

Pero la figura de los managers o gerentes no era ajena al mundo local de gobier-no. Ya estaba incubada la idea en la primera normativa general de la Administración Local auspiciada por Calvo Sotelo en plena Dictadura de Primo de Rivera. En efec-to, en el régimen especial de Carta se preveía precisamente loo que se denomi-naba como el «el gobierno por gerente» (artículo 146 del Estatuto Municipal de 1924). Y esta figura se concretó, por ejemplo, en el Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 1955, donde apareció de forma más precisa la no-ción de la gerencia (véase, por ejemplo, artículo 90). Sin embargo, estos prece-dentes, aun siendo importantes, no conseguirían arraigar una función directiva en el mundo local.

En cualquier caso, el Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 1955 sí que tenía una regulación más detallada de la figura de los gerentes, y en la administración institucional de las entidades locales esta figura ha estado muy presente sobre todo en las sociedades mercantiles constituidas con capital públi-co local ya sea en su totalidad o como «empresas mixtas».

Los cuerpos nacionales de Administración Local tampoco podían ser conside-rados, ni por su formación ni por sus funciones, como directivos públicos o geren-tes en el plano material, sin perjuicio de que en la práctica algunos de sus miem-bros, de forma intuitiva o no formalizada, desempeñaran tales tareas en algunos municipios o entes locales. En realidad, los miembros de los cuerpos nacionales de Administración Local, y en especial los secretarios y los secretarios intervento-

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res, sí que desempeñaron de facto o, incluso, de iure (responsables de personal) muchas funciones propias de la dirección pública, pero lo que no puede dudarse es que ni las exigencias de acceso ni la formación recibida les habilitaba para ta-les funciones, pues sus atribuciones tradicionales seguían girando esencialmente sobre el plano del control de legalidad de la actuación de los diferentes órganos municipales y sobre la fe pública, así como sobre las tareas de asesoramiento le-gal preceptivo a los diferentes órganos de las entidades locales. En todo caso, es evidente que en los municipios pequeños y medianos el secretario (y, en menor medida, el interventor) se veían habitualmente en la obligación de desempeñar un papel próximo en ocasiones a la dirección pública, aunque todo dependía del perfil personal del miembro del cuerpo nacional y de las relaciones que éste entablara con las autoridades políticas.

En la Ley de bases de régimen local de 1975, y posteriormente en el texto arti-culado de 1976, se previó por vez primera en el ámbito local que las funciones di-rectivas pudiesen ser desempeñadas por funcionarios eventuales, una figura que había hecho acto de presencia en la legislación de funcionarios civiles de 1964. Este dato normativo tendrá importantes implicaciones en el devenir de la construc-ción de la dirección pública en el mundo local, pues el funcionario o personal even-tual era una persona designada libremente por el alcalde y quedaba unido «umbi-licalmente» a éste, puesto que se trataba de un caso de personal de confianza o asesoramiento especial, que podía ser reclutado fuera de la función pública local. Ni que decir tiene que la fecha de aprobación de esa normativa, en plena transi-ción política, tendría perturbadoras consecuencias sobre la evolución ulterior del modelo de dirección pública local.

En efecto, cuando en 1979 se constituyeron los primeros ayuntamientos de-mocráticos tras el largo paréntesis franquista, el marco normativo vigente permitía a los alcaldes de los diferentes municipios proveer puestos de naturaleza directiva entre personas «leales» a su ideario político a través del sistema de designación de funcionarios eventuales. No es necesario insistir mucho en esta idea, pero la figura del personal eventual –como se dirá posteriormente– es absolutamente inapropia-da para institucionalizar la función directiva en las administraciones públicas y, en particular, en la Administración Local.

La llegada del sistema democrático al ámbito local, que, tras la aprobación de la Constitución en 1978, se produce de forma efectiva después de las primeras elecciones democráticas en 1979, no cambiaría en exceso este panorama. Sí que introdujo en el mundo local dos cuestiones muy importantes: la primera es que comenzó a reforzarse (pues antes apenas si existía) el principio de autonomía lo-cal como eje de actuación de los nuevos municipios democráticos; y la segunda, que irrumpió en el nivel local de gobierno una clase política reclutada a través de elecciones democráticas que desempeñaría en un futuro las tareas de responsa-bilidad política municipal, pero asimismo se iría haciendo cargo de las funciones

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directivas o gerenciales de ese nivel de gobierno en aquellos casos en los que no hizo uso del personal eventual para desempañar esos cometidos.

La profesionalización de la política local conllevó, al menos en los primeros años y en buena parte de los municipios, que los miembros electos de la mayoría de gobierno no sólo hicieran política, sino que también se ocuparan en algunos casos de la gestión de los asuntos públicos locales. La desconfianza, por un lado, en una función pública local muy raquítica y poco definida institucionalmente, así como la dedicación, por otro, a la actividad «política» local con dedicación exclu-siva, fueron la semilla que gestó uno de los males endémicos del gobierno local durante las décadas de los ochenta y noventa: la «politización» de la gerencia pú-blica o la confusión de roles en la política local, dado que el político local no sólo hacía política sino que, en no pocas ocasiones (con toda la buena voluntad que se quiera, pero este era el dato objetivo) hacía también gestión. De ahí que algunos autores hace algunos años propusieran en retorno a la política o la «repolitización» del mundo local, esto es, que los políticos locales se circunscribieran a la realiza-ción de sus cometido propios, lo que debería conllevar la emergencia, más pron-to que tarde, de una dirección pública profesionalizada en el ámbito local que se ocupara de las tareas de puesta en práctica de las políticas públicas o, si se pre-fiere, de ejecución de las mismas.

De hecho, este proceso de ocupación de la dirección pública local por la po-lítica tuvo, como veíamos, dos manifestaciones. En unos casos, fueron directa-mente los electos locales de la mayoría de gobierno los que asumieron esas fun-ciones directivas como parte de su dedicación exclusiva a las tareas municipales. Hicieron, por tanto, de políticos y gestores, aunque también carecían por lo común de formación apropiada para llevar a cabo esas funciones gerenciales, carencia que era suplida con unas altas dosis de voluntarismo. En otros casos, los electos locales echaron mano de personal eventual que se ocupaba de tareas directivas o gerenciales, pero ese personal eventual era reclutado exclusivamente en lógica política sin exigencias de capacidad ni experiencia de ningún tipo. Se trataba, por lo común, de nombramientos exclusivamente de naturaleza política donde se pre-miaba la militancia y, en consecuencia, la lealtad, dejando de lado cualquier otro tipo de consideraciones. Todo lo más, en ciertos municipios, algunos funcionarios locales eran nombrados directivos y pasaban a la condición de personal eventual. Pero también en estos casos el elemento determinante de los nombramientos era la confianza política.

En el plano normativo (o, mejor dicho, de institucionalización de una función directiva local), los primeros años de la década de los ochenta del siglo pasado fueron sencillamente decepcionantes. Nadie parecía percibir la necesidad de crear una función directiva local, y la Ley de bases de régimen local (la Ley 7/1985) pres-cindió por completo de tratar esta materia. Únicamente transformó a los antiguos cuerpos nacionales de Administración Local en funcionarios con habilitación na-

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cional, reduciéndoles en algún caso sus cometidos funcionales: pero estos funcio-narios con habilitación nacional no eran, propiamente hablando, directivos públi-cos, sin perjuicio de que, como ya se ha dicho, algunos de ellos (principalmente, aunque no de forma exclusiva, en municipios pequeños y medianos) ejercieran de facto como directivos o gerentes municipales.

Tampoco debe extrañar esa ausencia de regulación normativa local de la direc-ción pública, pues como es conocido la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de medidas para la reforma de la función pública tampoco recogió ningún tipo de previsión al respecto, guardando un mutismo absoluto sobre la dirección pública. Hubo que esperar a la Ley 23/1988, de reforma de la Ley de medidas, para que incidental-mente (y sin carácter básico) se hablara de que los puestos directivos o de espe-cial responsabilidad de la función pública se podrían cubrir en la Administración del Estado por el sistema de libre designación. Pero nada más se dijo al respecto, únicamente en una ley de 1983 se ensayó un tímido ensayo de «profesionaliza-ción» de las direcciones generales de la Administración del Estado, entendiendo por «profesionalización» el simple dato de que debieran ser cubiertas por funcio-narios públicos de titulación superior. Tal intento normativo no llegó a cuajar hasta años después.

En el ámbito local hubo que esperar hasta el texto refundido de 1986 (aunque con precedentes en la legislación preconstitucional, tal como se ha visto) para que se previera que las funciones directivas locales pudieran ser desempeñadas por personal eventual, siempre que acreditaran los requisitos exigidos por el pues-to (art. 176 TRLBRL). Ni que decir tiene que el recurso al personal eventual para el desempeño de tareas directivas era el más inapropiado, puesto que, tal como describía el artículo 20 de la Ley 30/1984, este personal se caracterizaba por las notas de la «confianza y el asesoramiento especial»; es decir, el personal eventual era una figura pensada institucionalmente para el desempeño de tareas de «ase-soramiento» o de «confianza» de los políticos (propia, por tanto, de los gabinetes o de funciones de asesores, y desaconsejada en consecuencia para funciones eje-cutivas de carácter directivo o gerencial).

La ausencia en el mundo local de una figura como la de los «altos cargos» hizo proliferar así la figura del personal eventual, que fue creciendo e implantándose en la práctica totalidad de las administraciones locales. Como se ha visto, ya en los primeros años del régimen constitucional se implantó esta figura en las entidades locales y su crecimiento fue sencillamente espectacular. No hay estudios empíri-cos sobre esta materia, pero en muchos municipios la figura del personal eventual sustituyó incluso a la de los funcionarios públicos. La perversión de la figura esta-ba ya incubada, y con el transcurso del tiempo, así como debido a la concepción patrimonial que pesaba como una losa en el ámbito local de gobierno, esa figura se utilizó incluso para «hacer favores a los amigos políticos» cuando no se echó mano de la misma para «colocar» a familiares. El escaso control que estos nom-

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bramientos tenían en la Administración Local hizo que la proliferación y expansión de la figura alcanzara uno volumen ciertamente preocupante.

Sin embargo, la legislación local ofrecía una limitación muy fuerte en relación con la posible aparición de un escalón directivo. Y esa limitación no era otra que una concepción del gobierno local en clave «corporativa», hasta el punto de que las funciones de «gobierno y de administración» se consideraban propias del alcalde y éste sólo las podía delegar en los concejales, nunca en órganos directivos o en gerentes. Esto suponía en la práctica una imposibilidad material de que emergiera una función directiva, pues de hacerlo esta no podría tener en ningún caso com-petencias propias o delegadas. Únicamente, en aquellos casos en que se consti-tuyeran empresas o sociedades públicas se podían producir las condiciones obje-tivas para esa emergencia de directivos públicos o gerentes, pero en estos casos el reclutamiento y el cese de esos directivos se continuó haciendo exclusivamente en clave de designación política.

Tras la aprobación de la LBRL y del texto refundido, las leyes de régimen local que aprobaron algunas comunidades autónomas apenas cambiaron el panorama descrito. De hecho, partiéndose como se partía de una legislación básica que en-corsetaba notablemente los márgenes de configuración del legislador autonómico, era obvio que las posibilidades de construir un modelo de dirección pública particu-lar por parte de las comunidades autónomas se reducía hasta perfilarse como una misión imposible. Si se consulta, por ejemplo, la legislación actualmente vigente en Cataluña en el ámbito local se comprobará fielmente lo expuesto. En efecto, el mo-delo de dirección pública allí recogido parte, como no podía ser de otro modo, de las premisas sentadas por el legislador básico. Así, el artículo 306 del texto refun-dido de la Ley municipal y de régimen local de Cataluña de 2003, regula la figura del «personal directivo», pero la encuadra dentro del personal eventual, puesto que, en principio, no tenía muchos márgenes para articular otro tipo de régimen jurídi-co que vinculara al personal directivo con la Administración Local correspondiente.

A partir de esa regulación, que inicialmente se aprobó en la Ley municipal y de régimen local de Cataluña de 1987, las administraciones públicas catalanas fue-ron configurando sistemas más o menos sofisticados de dirección pública local construidos a través de la figura del personal eventual. En realidad, una vez más, se trataba de premiar la lealtad y la confianza política como elementos sustantivos del modelo. Ciertamente, se pretendía buscar, al menos en algunos casos, perso-nas que acreditaran determinados conocimientos sectoriales o de gerencia pública, pero el hecho determinante en cualquier nombramiento de este tipo, salvo excep-ciones muy puntuales, era la vinculación ideológica o personal que el nombrado tenía con el partido que gobernaba una determinada institución. Este sistema, que como hemos visto no tiene ni mecanismos de escrutinio de las capacidades ni sis-temas de control, da lugar en no pocas ocasiones al nombramiento de personas que no ofrecen ni de lejos las competencias requeridas para el desempeño de un

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determinado puesto de naturaleza directiva, pues obedecen a cuotas de partido o de corrientes internas, a «recolocaciones» para evitar situaciones de desamparo de militantes que antaño habían desempeñado determinadas misiones, y en los casos más extremos, a causas patológicas que demuestran un escaso sentido éti-co de la gestión de los asuntos públicos y una cultura democrática muy poco só-lida (nombramiento de amigos, vecinos, familiares, etc.). Asimismo, no son pocos los casos en los que incluso las exigencias de la normativa vigente, tanto básica como autonómica, se han sorteado. En efecto, se han producido no pocos nom-bramientos de personal eventual para puestos de naturaleza directiva sin titulación de ningún tipo o con titulaciones académicas a todas luces insuficientes para acre-ditar los conocimientos mínimos requeridos para el desempeño del puesto de tra-bajo. En municipios de notable tamaño e, incluso en grandes ciudades, este tipo de nombramientos ha sido una práctica más frecuente de lo que sería deseable. Cualquiera que conozca el funcionamiento de nuestros gobiernos locales podrá avalar esa afirmación con algunos ejemplos concretos.

El mundo local fue configurando la dirección pública con las limitaciones ex-puestas, tanto en la normativa básica como en la legislación autonómica de régi-men local. Sin embargo, ese marco normativo, por cierto muy precario, sería objeto de «presiones externas» que fueron ubicando a la dirección pública en un plano de centralidad en la puesta en marcha de las políticas de modernización.

La entrada en nuestro país a finales de los ochenta de las políticas de moder-nización de la Administración pública, a través de la importación de las técnicas del New Public Managment, podían haber presionado sobre ese marco normativo, pero en los primeros momentos tampoco supusieron cambio cualitativo alguno en este terreno. En efecto, la importación de las técnicas de gestión del mundo priva-do al sector público se hizo aquí más bien desde una perspectiva puramente cos-mética, puesto que en nada se afectó al núcleo de la dirección pública local –todo lo más comenzaron a proliferar por doquier cursos de formación de directivos lo-cales, pero sin que para nada se tocara la estructura de la dirección pública ni las complejas relaciones entre política y administración en el mundo local.

Dicho en términos más precisos, la aplicación de la «nueva gestión pública» en las administraciones locales sí que introdujo gradualmente una notable batería de nuevos conceptos y técnicas (planificación estratégica y operativa, calidad de los servicios públicos, marketing de los servicios públicos, importancia de la gestión presupuestaria y de recursos humanos, y un largo etcétera), pero en nada supuso un avance decisivo sobre la articulación de una dirección pública profesional. Y en esas opciones, al igual que pasó en la Administración General del Estado y de las comunidades autónomas, había bastante de trampa o impostura. Así, es obvio que en todos los procesos de implantación del New Public Management en entornos comparados, la configuración de una dirección pública profesional o gerencial era una de las piezas capitales de todo proceso de modernización. Se puede afirmar

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sin riesgo a equivocarse que no puede haber management sin mánagers, por lo que el traslado de todos esos instrumentos y técnicas se hizo manteniendo incó-lume la estructura directiva de nuestras administraciones públicas y no retocando ninguno de los postulados básicos en la que aquélla se asentaba (confianza polí-tica y libertad absoluta de nombramiento y cese).

En suma, los primeros veinte años desde la reimplantación del sistema demo-crático transcurrieron en este campo sin pena ni gloria. Nada se avanzó, por tanto, en el proceso de institucionalización de una función directiva local, lo cual tampo-co había de extrañar en exceso, puesto que en el ámbito de la Administración del Estado o en el de las comunidades autónomas tampoco la situación era muy dis-tinta. El modelo que se implantó en todo el sistema político-administrativo durante esos veinte años era el modelo de politización intensiva de la alta administración o de la función directiva, un sistema que bebía de las viejas fuentes del spoil sys-tem pero esta vez aplicado únicamente a la zona alta de estas administraciones.

En todo caso, si algo hay que retener de este período es que las secuelas o efectos del mismo han sido sencillamente letales para la articulación de cualquier modelo de dirección pública profesional. De hecho, se sentaron unas prácticas y se configuraron unas instituciones de la dirección pública que estaban manchadas por nuestros males tradicionales: ocupación por la política de la dirección públi-ca, clientelismo en la provisión de esos puestos directivos, confianza política como elemento determinante del modelo, desviaciones patológicas (nepotismo, arbitra-riedad, etc.), que no fueron objeto de control ni reproche alguno (salvo aisladas informaciones en algunos medios de comunicación), y, en fin, una ausencia gene-ralizada (salvo excepciones) de la exigencia de competencias (conocimientos, ha-bilidades, aptitudes, etc.) para el desempeño de tales puestos directivos.

El mérito y la capacidad no formaban parte, por tanto, de los principios que ins-piraban (e inspiran) ese modelo de dirección pública local. Esta es la pesada he-rencia que hemos recibido. Veremos en qué medida se han adoptado soluciones para cambiar ese lamentable estado de cosas.

¿Dónde estamos? Las primeras reformas de la dirección pública en las grandes ciudades

Introducción

El momento actual de la función directiva local, ciertamente, no ha sufrido gran-des cambios frente a la situación descrita en las páginas precedentes. Sí que es cierto que, a pesar de las rémoras «culturales» que se arrastran, se han producido una serie de reformas legislativas que han terminado configurando una suerte de institucionalización débil de la función directiva en el ámbito de los municipios con

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régimen especial (Barcelona en 1998 y Madrid en 2006) o en los denominados como «municipios de gran población» (creados a partir de la Ley 57/2003, que incorporó el nuevo Título X a la LBRL).

El denominador común de estas reformas no es otro que la necesidad objetiva por disponer de un espacio directivo en esas administraciones como consecuen-cia de la propia complejidad estructural y funcional que esos municipios tienen, debido principalmente a su peso poblacional. Pero cada una de estas experiencias tiene sus singularidades y presenta sus propios perfiles, que habrá que ir exami-nando caso por caso.

Pero antes de proceder a este examen, es oportuno tal vez traer a colación una serie de reflexiones adicionales sobre la situación actual de la dirección pública local en los «municipios de régimen común». Cabe señalar que por municipios de régimen común entendemos aquellos que no son ni de régimen especial ni tie-nen la consideración de municipios de gran población. Se trataría, por tanto, de la mayor parte de los municipios. Y aquí el «momento actual» sigue siendo el mismo que el que se ha descrito. Tan sólo, como luego se verá con más detalle, la refor-ma de la LBRL de 2003 incluyó un nuevo artículo 85 bis, que, paradójicamente, sí que preveía determinados requisitos para ser nombrado como directivo local de organismos autónomos y entidades públicas empresariales, siendo esta regulación también de aplicación a los municipios de régimen común.

Por tanto, mientras que la legislación básica nada regula sobre el régimen jurí-dico de los nombramientos de personal directivo municipal, sí prevé que para ser nombrado directivo en esos organismos autónomos o entidades públicas empre-sariales locales se requiere tener la condición de funcionario o laboral de cualquier administración pública o, en su caso, persona externa a las administraciones públi-cas con más de cinco años de experiencia. En cualquiera de estos casos se requie-re asimismo poseer titulación superior. Llama la atención que en los municipios de régimen común las exigencias para ser nombrado directivo público sean mayores si se trata de ocupar puestos directivos en los «organismos públicos», que cuando de proveer un puesto directivo en la administración municipal se trata. Son posible-mente las incongruencias derivadas de una forma de legislar a través de «parches».

Efectivamente, salvo esta regulación aislada y ciertamente poco coherente con el resto, no hay ninguna previsión en la legislación básica y autonómica que «ins-titucionalice» la dirección pública en ese tipo de municipios más allá de las previ-siones recogidas en la legislación básica y en la legislación autonómica de régimen local, según las cuales el personal eventual podrá desempeñar funciones directi-vas en el ámbito local. Sí que es cierto que, como luego examinaremos, el Estatuto Básico del Empleado Público puede plantear algunas dudas en torno hasta qué punto se puede seguir echando mano de la figura del personal eventual para cu-brir puestos de naturaleza directiva en las administraciones locales. Según vere-mos, hay opiniones que sostienen que, tras la entrada en vigor del EBEP, el artículo

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176.3 del TRRL ha quedado virtualmente derogado, por lo que también deberían entenderse «desplazadas» las normas autonómicas que regulen esa misma mate-ria. Pero lo cierto es que el EBEP no hace una derogación expresa del artículo en cuestión y, lo que es más importante, la dirección pública profesional que confi-gura queda pendiente en su aplicación de lo que decidan, en su caso, los pode-res normativos estatal, autonómicos o locales, en su caso. Dicho de otro modo: el artículo 13 del EBEP no establece una norma básica de aplicación directa, sino diferida, e, incluso, como veremos, es una norma básica de naturaleza dispositiva. Volveremos sobre este tema.

Con estas coordenadas, es obvio que el marco normativo actual que regula la dirección pública local es a todas luces insatisfactorio, pues a pesar de los tímidos avances que se han producido en la institucionalización de la dirección pública lo-cal en los municipios de gran población y en los municipios de régimen especial (Barcelona y Madrid), los municipios de régimen común (no se olvide, el grueso de los municipios españoles) no disponen de un sistema institucionalizado ni siquiera en sus elementos mínimos. Esta situación requiere, como luego se dirá, medidas urgentes de carácter normativo que puedan resolver un problema institucional que no es precisamente menor.

El caso «Barcelona»: la pretensión de crear una estructura gerencial. El denominado «personal de alta dirección»

Comprender el caso de la institucionalización de la función directiva del municipio de Barcelona requiere necesariamente hacer mención, siquiera sea sumariamente, a las claves históricas del proceso. En efecto, como ya se ha dicho, la estructura gerencial de la ciudad de Barcelona hunde sus raíces en la regulación que se hiciera en 1960 del régimen especial, por la que se crearon seis delegados de servicio, nombrados libremente por el alcalde (entre personas ajenas a la corporación munici-pal) que realizaban tareas de dirección ejecutiva en determinados ámbitos sectoria-les de la organización municipal; esto es, la organización se dividía en sectores y de cada uno de ellos se hacía cargo un delegado de servicio; los delegados se reunían asimismo, junto a determinados concejales y el propio alcalde, en un órgano que se denominaba, como también se ha dicho, Comité Ejecutivo, y que se constituyó como una suerte de «ejecutivo colegiado» en el que se toman las decisiones pertinentes.

Este diseño institucional, basado en una clara distinción de lo que eran las ta-reas «políticas» (normalmente desempeñadas por el alcalde, los tenientes de al-calde y, en su caso, los concejales) y las funciones «de dirección ejecutiva» o «di-rectivas» (que competían a los propios delegados de servicio), se prolongará en sus perfiles básicos, con las correspondientes adaptaciones, hasta nuestros días. De hecho el modelo ha permanecido más o menos configurado de la misma forma

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(aunque en vez de delegados de servicio se denominaron «gerencias de sector») hasta el presente mandato (2007-2011), pues en los mandatos anteriores había seis «gerencias de sector», que en la actualidad se han incrementado.

Bien es cierto que, tras las primeras elecciones democráticas, el modelo tuvo que adaptarse a los criterios derivados del juego entre mayorías y minorías, que afectó tanto a la composición del gobierno municipal como a la provisión de los cargos directivos. Asimismo, la profundización en la descentralización (a través de la participación ciudadana) y en la desconcentración (mediante la transferencia, vía delegación, de numerosas competencias) a favor de los distritos a partir de 1984, conllevará también algunos ajustes importantes en el terreno de la función directi-va municipal, tal como se verá.

Pero lo cierto es que la institucionalización de esa función directiva (o gerencial) tardará en concretarse, puesto que sólo se hará efectiva tras la entrada en vigor de la Carta Municipal de Barcelona aprobada por la Ley 22/1998, del Parlamento de Cataluña. En efecto, la Carta Municipal de Barcelona consagrará definitivamente un modelo que ya estaba funcionando en la práctica desde varios años antes, y que será, en su configuración normativa, un precedente importante y, sin duda, vanguardista en su diseño de las reformas que posteriormente se llevarán a cabo por parte de la legislación estatal.

¿Cuáles eran, en consecuencia, las líneas básicas de la institucionalización de esa función directiva en el ámbito municipal de Barcelona? Sus rasgos fundamentales pueden ser sintetizados de la siguiente forma:

1. En la ley se diferenciaba nítidamente entre lo que es el gobierno municipal (esto es, los órganos que «hacen política») y la administración ejecutiva municipal (los órganos que «gestionan» o desarrollan esas políticas). Esta importante división entre «política» y «administración» se completaba por la aparición, según veremos, de un «tercer espacio» configurado por el «personal de alta dirección», que venía a asemejarse a una estructura gerencial. Se configuraba, así, una nítida separación entre «política» y «administración», lo que sería un precedente de notable impor-tancia para modificaciones futuras de la legislación de régimen local.

2. Dentro de los órganos de gobierno la ley incluía al Consejo Municipal, al al-calde, a la Comisión de Gobierno, a los presidentes y concejales de distrito y a los Consejos de Distrito. Mientras que sobre los órganos de la administración ejecutiva guardaba un prudente silencio. Tan sólo el artículo 53 de la Carta Municipal recogía la previsión de que el Reglamento Orgánico establecería «el número, la denomi-nación, las funciones y el régimen de puestos de trabajo ocupados por el personal de alta dirección». Tal previsión es, sin duda, enormemente rígida, pues sujeta la estructura directiva del Ayuntamiento a lo que disponga el Reglamento Orgánico (cuya modificación requiere ser tramitada por un procedimiento complejo y apro-bada por mayoría absoluta). La rigidez de esta medida normativa se advierte con

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claridad en el hecho de que tal previsión ha sido incumplida por completo, pues el actual Reglamento Orgánico en vigor nada dice de tal materia ni se ha aprobado ninguna modificación del mismo que recogiera esas previsiones contenidas en la Carta Municipal de Barcelona.

3. En cualquier caso, ha seguido funcionando el Comité Ejecutivo, pero aho-ra limitado en su composición a los gerentes sectoriales, los gerentes de distrito y algunos directivos públicos, presididos por un teniente de alcalde por delegación del propio alcalde. Las funciones del Comité Ejecutivo se centran principalmente en examinar los asuntos que posteriormente serán analizados por el Pleno o por la Comisión de Gobierno.

4. La estructura de la administración municipal ejecutiva dispone, en primer lugar, de un gerente municipal (esto es, un gerente «universal» que representa la cúspide de esa organización municipal ejecutiva y pretende ser una suerte de al-ter ego del alcalde en la administración municipal ejecutiva). Esta figura se asienta sobre una base funcional, dividiéndose la organización municipal en una serie de sectores, a cargo de los cuales se encuentra un gerente.

5. Asimismo, la administración municipal se proyecta territorialmente a través de los distritos, que, como se ha visto, disponen de importantes competencias. Al frente de cada distrito hay un concejal nombrado por el alcalde, pero asimismo exis-te en cada distrito un gerente de distrito encargado de las funciones de dirección y ejecutivas en ese ámbito territorial. Por último hay gerentes también en la amplia y densa administración institucional de que dispone el Ayuntamiento de Barcelona; esto es, organismos autónomos, entidades públicas empresariales y un buen nú-mero de sociedades públicas.

6. Desde el punto de vista de institucionalización de ese estrato gerencial, cabe señalar que la Carta Municipal, dentro de la organización municipal ejecutiva, re-gula la figura del personal de alta dirección con una serie de notas:

a) El «personal de alta dirección» se configura como una modalidad específi-ca del personal eventual, figura que ya hemos dicho que es inadecuada para el desempeño de funciones directivas en el sector público. Por tanto, se configura al personal de alta dirección como personal de «confianza política» sin que sea re-clutado en función de sus competencias profesionales ni definírsele exigencia al-guna de responsabilidad gerencial.

b) Este «personal de alta dirección» resulta una categoría que aglutina en su seno una amplia gama de situaciones, muy dispares entre sí, que van desde el gerente municipal y los gerentes sectoriales hasta el personal directivo, los geren-tes de distrito y los directivos de la alta función pública, debiendo incorporar en su seno también a los gerentes y personal directivo de la administración institucional. En suma, un colectivo que fácilmente aglutina a más de cien personas, pero cuyo sistema de categorías o estratos no está bien definido, aunque pretende jerarqui-zarse a través de una línea, no siempre de perfiles claros, que comienza por el ge-

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rente municipal, continúa por los gerentes sectoriales, sigue por los directivos de nivel 30 y termina en los directivos de nivel 28. Como bien se puede comprobar se mezclan las estructuras directivas de designación política (que alcanzan incluso, de forma paradójica, a los niveles 30, que, en principio, son propios de la estruc-tura de la función pública) con las de libre designación.

c) Uno de los datos positivos de este diseño reside en que el alcalde de Barcelona puede delegar o desconcentrar sus atribuciones en el personal de alta dirección, tal y como prevé el artículo 13.2 de la Carta Municipal de Barcelona. Esta es una característica nuclear para que aparezca una función directiva de corte gerencial, y en este punto la regulación de Barcelona fue, sin duda, pione-ra de lo que más tarde sería reconocido por la Ley 57/2003, de medidas para la reforma del gobierno local, o por la Ley 22/2006, de capitalidad y régimen es-pecial de Madrid.

Sin embargo, el modelo no se «cerraba» correctamente en la ley ni tampoco se desarrolló –tal como se ha dicho– por medio del reglamento orgánico, puesto que todo el sistema se construía en torno al principio de la confianza política; es decir, tanto el nombramiento como el cese se articula sobre presupuestos «políticos» y no necesariamente «profesionales», sin perjuicio de que en el proceso de nombra-miento se busquen profesionales apropiados para desempeñar esas tareas (pero no hay convocatoria pública, tampoco proceso de selección objetivo, ni reclutamiento según competencias profesionales, no existiendo, por tanto, un proceso competi-tivo). El cese se vincula, por tanto, al mandato de quien nombra (habitualmente el alcalde) o, en su caso, a la pérdida de confianza, sin que entren en el mismo otros factores como los resultados obtenidos en la gestión. Tampoco existe un marco de responsabilidades (acuerdos de gestión) ni un sistema de premios o castigos (esto es, de incentivos) en función de los resultados. La responsabilidad gerencial está ausente de este sistema. Se trata, por tanto, de un modelo gerencial puramente nominal y no efectivo, tal como he expuesto en otro lugar.

La configuración del personal de alta dirección que lleva a cabo la Carta de Barcelona consiste en una regulación muy genérica que debería haber sido com-pletada –cosa que no se ha hecho– por el reglamento orgánico (o por un regla-mento orgánico) con la finalidad de conseguir una institucionalización acabada del modelo. Sin embargo, como ya se ha dicho, el sistema se apoyaba y se apoya sobre una base muy endeble: no se puede construir razonablemente una función directiva local partiendo de una relación jurídica de «personal eventual», pues la confianza política no puede servir en ningún caso como modelo para articular un sistema de dirección pública profesionalizada.

La Carta Municipal, dada su anticipación en el tiempo y su carácter avanzado, posiblemente no tuvo otra salida, puesto que en el mundo local no se había creado entonces ninguna regulación que diera cobertura a una suerte de «altos cargos» en el plano local, y echó mano de la única figura que hasta entonces suplía esa

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carencia. Aún así, en la propia Carta se advierte la necesidad, luego no desarro-llada, de que el «personal de alta dirección» tuviera las calificaciones necesarias para desarrollar su función. Así, su artículo 52.1.c) establece que el personal de alta dirección deberá reunir las «aptitudes profesionales correspondientes», lo que requeriría, en buena lógica, un sistema de reclutamiento por mérito y capacidad que mostrara la idoneidad de los diferentes aspirantes para el desempeño de un puesto directivo o gerencial en la administración municipal. Esta previsión legal no ha sido, hasta la fecha, desarrollada.

Pero el marco normativo o formal del modelo no puede esconder otras conse-cuencias derivadas de su aplicación. El «modelo gerencial» de Barcelona muestra claros síntomas de agotamiento. Estaba inspirado en el modelo diseñado en 1960 y fue desarrollado en la década de los ochenta y noventa bajo presupuestos que se enunciaron «gerenciales». Pero toda la apuesta de «gerencialización» del sistema no podía esconder elementos que lo condicionaban fuertemente en su desarrollo.

El denominado «modelo gerencial» tuvo un momento de esplendor.7 Fue en la Bar-celona de las Olimpiadas y en la etapa postolímpica. Allí coincidieron una serie de factores que hicieron de Barcelona el paradigma del modelo gerencial. Un cambio importante de la ciudad y de sus infraestructuras, una renovación urbanística, una imagen realzada de la ciudad en el panorama internacional, etc. En el plano insti-tucional hubo aciertos indudables, como fue la separación de la actividad política de la propiamente gerencial (aunque esta idea ya estaba incubada en la legislación de los sesenta) y la posibilidad de que el alcalde delegara sus competencias no sólo en concejales, sino también en directivos locales. Estos aciertos hicieron que la estructura gerencial del Ayuntamiento de Barcelona se fuera haciendo fuerte en el sistema de gobierno de la ciudad e, incluso, que en ocasiones actuara como «contrapoder» o limitando las facultades de los representantes electos municipales.

Ese momento de esplendor coincidió además con la presencia en la nómina de las estructuras gerenciales del Ayuntamiento de determinadas personas de induda-ble valía profesional. Pero en la práctica el sistema gerencial fue interiorizando las mismas patologías que los modelos que se basaban en el personal eventual para la vinculación del personal directivo. Es más, lo lógico hubiera sido una evolución del modelo «gerencial formal» hacia una profesionalización paulatina. Pero no se hizo así.

El gobierno municipal de Barcelona tenía además la constante hipoteca de es-tar formado por gobiernos de coalición, lo que también impactó sobre la dirección pública local. Pero lo más relevante consistió en que se adoptó la práctica de que los nombramientos directivos eran una suerte de cursus honorum que se debía seguir hasta alcanzar responsabilidades de carácter político. Este modelo llegó a

7. Veáse, por ejemplo, Barcelona: Gobierno y gestión de la ciudad. Una experiencia de modernización municipal. Barcelona: Ayun-tamiento de Barcelona/Díaz de Santos, 1999.

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configurarse como doctrina. En virtud de esta doctrina, como se ha podido com-probar, muchos de los actuales políticos locales e, incluso, algunos autonómicos, han comenzado su carrera política participando primero como «asesores», para después pasar a desempeñar cargos de «gerentes», ya sea de distrito o sectoriales y acabar después sometiéndose al escrutinio de las urnas. En la mente de cual-quier lector estarán los nombres de algunos de estos concejales e, incluso, de va-rios alcaldes que siguieron ese cursus honorum.

Ni que decir tiene que esa «doctrina» se convirtió en pauta de actuación e, incluso, se extendió al resto de fuerzas políticas que en cada momento histórico han formado parte del gobierno municipal. La mayor crítica que se le puede hacer es que mezcla el espacio de la política y el de la dirección pública, ocupando lite-ralmente esta última con postulados exclusivamente de confianza política y sólo residualmente de carácter profesional. No hay convocatorias públicas de puestos de naturaleza directiva, ni tampoco existe competición en la provisión ni, en con-secuencia, acreditación de competencias profesionales. El nombramiento es libre como también lo es el cese. Y todo el sistema sigue girando en torno a la configu-ración exclusiva de la confianza política como clave del modelo.

En realidad, si exceptuamos los elementos arquitecturales del modelo, tales como la diferenciación entre política y administración (más formal que real) y la posibilidad de que el alcalde delegue competencias en los directivos públicos, en el resto de cuestiones el modelo gerencial de Barcelona es prácticamente idénti-co al existente en los municipios de régimen común. Dicho de otro modo, lo que se configuró como una propuesta institucional innovadora (el «modelo gerencial» de Barcelona) se ha quedado en cierta medida obsoleto y no ha sabido evolucio-nar al compás de los tiempos. Posiblemente haya llegado el momento de dar una vuelta de tuerca al modelo y reenfocarlo con la finalidad de limitar en el mismo el alcance de la confianza política, así como reforzarlo institucionalmente mediante la incorporación de elementos de profesionalización (perfiles de los puestos direc-tivos, sistema competitivo, marco de responsabilidades, retribuciones variables, etc.). La ciudad, y sobre todo los ciudadanos, agradecerían a medio plazo ese cambio estratégico.

La función directiva en los municipios de gran población (Ley 57/2003, de medidas para la reforma del gobierno local)

No es este lugar apropiado para llevar a cabo un detenido estudio de este tema, que por lo demás ya he desarrollado en otro lugar.8 En todo caso, sí que nos interesa

8. Véase mi trabajo «Política y Administración en la reforma del gobierno local (un estudio sobre la forma de gobierno y la alta ad-ministración en los municipios de gran población)», en Anuario del Gobierno Local 2003, Instituto de Derecho Público; Fundación Democracia y Gobierno Local. Barcelona, 2004.

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traer a colación cuáles son los rasgos fundamentales de la regulación que sobre la «alta administración» lleva a cabo este nuevo Título X de la LBRL. Y en este sen-tido, la primera reflexión que cabe hacer es la relativa a que el modelo de función directiva por el que apostó la Ley 53/2003 para los «municipios de gran población» estaba directamente inspirado en el diseñado por la LOFAGE (Ley de organización y funcionamiento de la Administración general del Estado). Esta importación al mundo local de un modelo que ofrecía serias disfunciones en su diseño (y cuya única explicación cabal es la ocupación de los puestos directivos de la Adminis-tración del Estado a favor de los cuerpos de elite), no dejaba de ser sorprendente, pues intentaba articular una función directiva local sobre presupuestos ajenos por completo a la realidad y a las necesidades del gobierno local.

En efecto, sorprende sobremanera que a los municipios de gran población se les trasladara mecánicamente un modelo de dirección pública que encontraba su pleno sentido en las singularidades que ofrecía la propia Administración Gene ral del Estado y que se presentaba a todas luces como inapropiado para ser aplicado en la esfera local de gobierno. Al parecer, en el fondo de esa opción se encontraba el razonamiento de que los municipios de gran población no tenían figuras simila-res a los «altos cargos» de las administraciones estatal y autonómica, y el recurso al personal eventual se había mostrado como una opción pla gada de limi taciones.

Algunas grandes ciudades (y entre ellas el municipio de Madrid) mostraron la necesidad de que esas administraciones municipales de ciudades grandes dis-pusieran de una estructura directiva similar, mutatis mutandis, a la que tenían los niveles de gobierno estatal y autonómico. Y el modelo de referencia, dado que la modificación de la LBRL se llevó a cabo durante el segundo mandato del Partido Popular en el gobierno central, fue la LOFAGE. Así, no debe extrañar que para en-tender el modelo de alta administración la fuente fundamental sea la citada Ley de organización y funcionamiento de la Administración general del Estado, a la que me he referido con detalle en la primara parte de este trabajo. Pero, ciertamente, no fue la única fuente de inspiración.

El modelo impuesto por el Título X de la LBRL se inspiraba asimismo, al menos en algunas cuestiones, en el diseñado previamente para la ciudad de Barcelona. A tal efecto, cabe resaltar que la reforma de la LBRL (el régimen de alta adminis-tración de los municipios de gran población) incorporó los elementos que podían considerarse más positivos del «modelo Barcelona», sobre todo si se comparaban con la situación anterior, y estos eran los siguientes:

1. Al igual que hiciera la Carta Municipal de Barcelona, y de acuerdo con lo que también estableció en su día la LOFAGE, en el Título X de la LBRL se llevaba a cabo un ensayo de separación entre lo que eran «órganos políticos» y «órga-nos de gestión o directivos». En efecto, con apoyo expreso esta vez en la distin-ción que en su día estableciera la LOFAGE, el artículo 130 de la LBRL consagraba la diferenciación entre órganos superiores (rectius, de naturaleza exquisitamente

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«política»; esto, es el alcalde y la Junta de Gobierno Local) y órganos directivos (los órganos de gestión o de dirección, que tenían por función principal colabo-rar en la formación y aplicar las políticas públicas diseñadas por los órganos su-periores). Entre los primeros, tal como veíamos, se encuadraban el alcalde y la Junta de Gobierno Local (que, al igual que sucediera en el caso de la Comisión de Gobierno de Barcelona, era dotada de competencias propias, pero más extensas que las recogidas en la Carta Municipal). Y entre los segundos se preveían una amplia gama de cargos directivos, tales como los coordinadores generales, direc-tores generales u órganos similares, secretario general, interventor general, el titu-lar de la asesoría jurídica, etc.

2. Asimismo, inspirado sin duda en el precedente de la Carta Municipal de Barcelona, se preveía que el alcalde (art. 124.5) o, en su caso, la Junta de Gobierno Local (art. 127.2), pudiesen delegar sus competencias en los coordinadores gene-rales o en los directores generales, con lo cual estos directivos públicos pasarían a disponer de competencias o atribuciones efectivas para desarrollar su labor geren-cial, lo cual sentaba las bases para la articulación efectiva de una función directiva sobre presupuestos gerenciales.

Ciertamente, el modelo previsto en la Ley de bases de régimen local para los municipios de gran población iba más lejos del que se recogía en la Carta Municipal, y ello se observaba, según decíamos, por un lado, en que la Junta de Gobierno Local disponía de atribuciones más amplias que las previstas en la Carta Municipal para la Comisión de Gobierno, lo que configuraba a aquella como una suerte de «gobierno municipal» (que compartía las funciones ejecutivas con el alcalde) a diferencia de la Comisión de Gobierno de Barcelona, que se confi-guró más bien como un «gobierno municipal débil», ya que la mayor parte de las competencias ejecutivas eran titularidad del alcalde, quien las distribuía entre los diferentes tenientes de alcalde, concejales o personal directivo, dando lugar a un modelo mucho más atomizado de gobierno municipal; y, por otra parte, cabe su-brayar que la Junta de Gobierno Local podía, asimismo, delegar sus funciones en miembros electos de la mayoría de gobierno o en personal directivo, mientras que la Comisión de Gobierno del Ayuntamiento de Barcelona no puede delegar sus atribuciones en personal directivo (lo que tal vez se explica por su contenido fun-cional más limitado).

Estos dos rasgos, que sin duda eran positivos, convivían con otros que des-merecían bastante de lo que era un diagnóstico del modelo. Dicho de otro modo, junto a esos datos positivos se hallaban elementos que oscurecían la opción por la que se había inclinado el legislador a la hora de configurar el modelo de direc-ción pública de las grandes ciudades. En efecto, el sistema de dirección pública local que diseñó el Titulo X de la LBRL, tal como se ha reiterado en este epígrafe, se asentaba, como hemos dicho, en los presupuestos normativos establecidos por la LOFAGE, y de ella heredó todos sus elementos más negativos que condicionan

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el desarrollo del modelo y su proyección hacia un sistema profesionalizado de di-rección pública. Veamos:

1. El nombramiento y cese de los coordinadores generales y directores gene-rales era libre, pero debía recaer preferentemente entre funcionarios públicos de carrera de la Administración del Estado, de las comunidades autónomas o de las entidades locales, que pertenecieran a cuerpos o escalas para el ingreso en los cuales se exigiera titulación superior. Por tanto, la libertad discrecional en el nom-bramiento se condicionaba al requisito de que la persona designada tuviera la con-dición de funcionario público de cualquier administración pública que perteneciera al antiguo Grupo de Clasificación A. Se añadía que esos nombramientos debían motivarse y que se harían «de acuerdo con criterios de competencia profesional y experiencia en el desempeño de puestos de responsabilidad en la gestión pública o privada». Y este último inciso («en la gestión privada») obedecía a que excep-cionalmente se podía también designar para puestos de coordinador general y de director general a personas que no tuvieran la condición de funcionario público, siempre que el Pleno (en la regulación que estableciera los niveles esenciales de la organización municipal), determinara que, «en atención a las características es-pecíficas del puesto directivo, su titular no reúna dicha condición de funcionario público» (art. 130.3 LBRL). En suma, se trasladaba al ámbito local la regulación recogida para los directores generales por la LOFAGE, y que ha sido interpretada por la jurisprudencia en sentido muy restrictivo, de tal modo que para proveer un puesto de director general entre personas que no tengan la condición de funciona-rio se ha de justificar o motivar claramente en el decreto de estructura orgánica (o en este caso en el reglamento orgánico o en acto de nombramiento) la necesidad de recurrir a nombrar para ese puesto directivo a personal «externo» a la función pública en sentido estricto. En suma, se construye una función directiva sobre pa-rámetros exclusivos de «funcionarización»; esto es, se presume que una persona, por el hecho de pertenecer a cuerpos superiores (del antiguo Grupo A de clasi-ficación), ya dispone de las competencias para desempeñar un puesto directivo, confundiéndose lo que es un núcleo profesional cualificado de la alta función pú-blica (los titulados superiores) con la propia función directiva. Además, al igual que hiciera la LOFAGE, los requisitos de «competencia y experiencia» no tienen ningún sistema de acreditación, por lo que se quedan en exigencias meramente retóricas. Ni que decir tiene que este sistema, llamado de libre nombramiento, tiende a favo-recer la selección como directivos públicos de aquellos funcionarios superiores con adscripciones partitocráticas (configurando una suerte de «spoil system de circui-to cerrado»), tolerando sin duda que el cese se articule única y exclusivamente en torno a la idea de pérdida de la confianza obtenida previamente; por tanto con una naturaleza exquisitamente discrecional. Pero es que, además, el sistema diseñado tiene otros fallos sustantivos. El primero es que, a pesar del alto grado de «labora-lización» que tienen algunas de nuestras administraciones locales, el personal la-

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boral al servicio de la Administración Local correspondiente no puede, en principio (salvo que se prevea la excepción antes citada), ser nombrado personal directivo en los municipios de gran población. Este es un ejemplo de cómo el traslado me-cánico de un modelo de dirección pública de la Administración General del Estado a los municipios de gran población supone afectar a su lógica y coherencia insti-tucional. El segundo consiste en que la idea motriz de ese diseño parecería estar en que el modelo de dirección pública a través de funcionario pretendía favorecer que los puestos directivos de esos municipios de gran población fueran ocupados por funcionarios propios de la citada entidad. Aunque esto sea así en buena parte de los casos, y en realidad, debería ser la pauta dominante, nada impide que sean «importados» de otros niveles de gobierno altos funcionarios para ser nombrados directivos de los municipios de gran población, como así ha sucedido en no pocas ocasiones. El modelo gira únicamente sobre el requisito de que el nombrado sea funcionario de cuerpo o escala de cualquier administración pública perteneciente al antiguo Grupo de Clasificación A.

2. Una regulación muy similar, aunque con algunas variantes, se prevé para los titulares de los órganos directivos de los organismos autónomos y de las enti-dades públicas empresariales, que aparecen recogidos en el artículo 85 bis de la LBRL (en la redacción dada al mismo por la Ley 57/2003). Sin embargo, en esta última regulación se prevé que los titulares de estos órganos directivos sean reclu-tados no sólo entre funcionarios de carrera o laborales de las administraciones pú-blicas, sino también entre profesionales del sector privado, titulados superiores en todos los casos, y exigiéndose –si este directivo procede del sector privado– una experiencia mínima de cinco años en el ejercicio profesional (art. 85 bis b) de la LBRL). Como ya critiqué en su momento, esta regulación se compadece mal con las exigencias de «competencia y experiencia» que se predican en la ley, pues si bien es cierto que tales requisitos se exigen al directivo que provenga del sector privado, ninguna referencia a la experiencia se pide para el que proceda del sector público, sea este funcionario o laboral. Una vez más, el hecho de pertenecer a la plantilla de cualquier administración pública en cualidad de funcionario o laboral de titulación superior parece ser una suerte de patente de corso para el desarrollo de funciones directivas en el sector público. Pero es que, además, esta regulación que, como se ha dicho, es aplicable también a los municipios de régimen común y que hay que entender igualmente aplicable a los municipios de régimen espe-cial, salvo que en su legislación específica se prevea otra cosa, presenta otras in-coherencias del modelo diseñado. En efecto, mientras que para ser directivo de la administración municipal la regla es que se ha de ser funcionario público, en este caso, cuando se trata de ser directivo de organismo autónomo o entidad pública empresarial local los requisitos son diferentes: se puede ser personal laboral o, in-cluso, persona «externa» a la administración siempre que disponga de «titulación superior» y asimismo de un mínimo de cinco años de experiencia en el ejercicio

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profesional. ¿Qué sentido tiene que se exijan cinco años de experiencia en estos casos a las personas externas y ninguno en el supuesto de que esos externos sean nombrados personal directivo municipal en puestos de coordinador general y di-rector general?; ¿por qué se exige experiencia en estos casos y ninguna a los que ya dispongan de la condición de funcionarios públicos?

La regulación de los órganos directivos en el Título X de la LBRL adolece, por tanto, de los mismos defectos que la prevista en la LOFAGE e incluso muestra algunas incoherencias en su diseño final (tal como se ha podido comprobar), pero al menos el modelo de la Administración General del Estado encontraba «su explicación» en la fuerte impronta corporativa que impregna a la alta administra-ción en el Estado y que explica esa suerte de «reserva corporativa» de los pues-tos directivos a favor de una serie de cuerpos de elite de la Administración General del Estado (práctica que, por lo demás, ha sido común sobre todo durante el si-glo xx, independientemente del carácter democrático o no del sistema político impe rante).

Sin embargo, la traslación de este modelo de dirección pública al ámbito local parece apostar por la implantación de un modelo de dirección pública inspirado en pautas burocráticas, aunque también con no pocas disfunciones en su diseño y algunos importantes matices que inmediatamente se dirán. En efecto, una de las características del «modelo burocrático de dirección pública» es que la cap-tación de la savia directiva se lleva a cabo entre personas de la propia organiza-ción; es decir, se articula un «sistema de carrera» en virtud del cual los altos fun-cionarios tienen la posibilidad de aspirar a puestos de naturaleza directiva una vez que cumplan los requisitos exigidos para ello. Por el contrario, el sistema diseñado en el Titulo X de la LBRL (y aplicable a los municipios de gran población) única-mente prevé que los titulares de esos órganos directivos hayan de ser reclutados preferentemente entre funcionarios públicos de cualquier administración pública pertenecientes a cuerpos o escalas para el acceso a los cuales se exija titulación superior. Aunque esta previsión también esta recogida en la LOFAGE, lo cierto es que el mundo local puede dar lugar a un «desembarco» de funcionarios de otras administraciones públicas en los puestos directivos, debilitando así la pretendida configuración del modelo como de carácter «burocrático».

En realidad, como hemos visto, el modelo LOFAGE de dirección pública, al igual que el regulado para los municipios de gran población, no es en puridad, ni de le-jos, un modelo de dirección pública burocrático, sino que tiene la caracterización de «modelo mixto», aunque con un elemento dominante derivado de la libertad de nombramiento y cese, que lo aproxima en cierta medida al modelo «politizado» de di rección pública. Es cierto que, salvo excepciones, los directivos locales han de ser funcionarios, pero no lo es menos que esos nombramientos pueden recaer en cualquier funcionario de cualquier administración pública que pertenezca a Cuerpo o Escala para cuyo ingreso se haya exigido titulación superior. Lo que implica que,

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a pesar de que la ley exija «competencia y experiencia», y dado que no se estable-ce ningún medio de comprobación de la competencia, mientras que la experiencia sólo se valora para cubrir los puestos de directivos de organismos autónomos o entidades públicas empresariales locales de quienes no sean empleados públicos, nada impide que se pueda nombrar como directivos públicos a cualquier funcio-nario público que reúna los requisitos exigidos en la ley. La práctica dominante, salvo excepciones singulares, es que el nombramiento de este personal directivo recaiga sobre personas que tienen afinidad ideológica o militancia con el partido o partidos que ejercen el gobierno municipal. Por lo tanto, el avance real de este sis-tema, como ya poníamos de manifiesto, radica en que se ha desplazado el spoil system, en la medida en que para esos puestos directivos no se puede nombrar a cualquier persona, pero ese desplazamiento ha sido «relativo», ya que se ha im-puesto un modelo que puede ser calificado de spoil system de circuito cerrado; esto es, los nombramientos deben recaer fundamentalmente en personas que ya tienen la condición de funcionarios, pero nada impide que esos nombramientos sean abso lutamente discrecionales y que, en consecuencia, el color político del funcionario pese mucho más que sus calificaciones profesionales.

Este modelo de dirección pública prescinde, en efecto, de incorporar elemento alguno de «selección por mérito o idoneidad», lo cual lo aleja de los sistemas de dirección pública profesionalizados; del mismo modo, nada regula en torno a la implantación de un marco de responsabilidades gerenciales, de retribuciones va-riables o de garantizar la permanencia en el puesto en función de los resultados. No hay publicidad ni sistema competitivo, por lo que falla uno de los elementos nu-cleares que tienden a salvaguardar la idoneidad de las personas nombradas para el desempeño de los puestos directivos.

No se puede hablar, por tanto, de que a través de esta regulación se haya im-plantado una «profesionalización» de la función directiva ni mucho menos. El sis-tema sigue estando marcado por un sesgo muy acusado de los elementos propios del modelo «politizado», pero con una aplicación acotada: esto es, se designa li-bremente (y se cesa libremente) al directivo público únicamente en función de cri-terios políticos, con la única limitación de que, salvo excepciones puntuales, ese nombramiento deba recaer en un funcionario público de carrera perteneciente a cuerpo o escala para cuyo ingreso se exija titulación superior.

Pero igualmente grave es que este modelo prescinde por completo de estructu-rar un «marco de responsabilidad gerencial o directiva por la gestión». A diferencia del modelo LOFAGE, que sí prevé (aunque no se haya aplicado) que los titulares de los órganos directivos estén sujetos a responsabilidad por la gestión, así como al control y evaluación de la gestión por el órgano superior o directivo competen-te (artículo 6.10, apartados a. y b.), en la LBRL nada se dice al efecto en relación con el personal directivo de los municipios de gran población, salvo la referencia a que serán nombrados «de acuerdo con criterios de competencia profesional y ex-

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periencia en el desempeño de puestos de responsabilidad en la gestión pública o privada» (artículo 130.3 LBRL).

Las carencias que muestra este modelo de dirección pública regulado en el Título X de la LBRL son manifiestas. Y los problemas que ahora se plantean no son menores, puesto que, como se verá más adelante, la primera cuestión que surge es la de hasta qué punto es compatible el modelo previsto en ese Título X de la LBRL con el regulado en el EBEP (artículo 13). Asimismo, se puede cues-tionar hasta qué punto ese nivel directivo previsto en la LBRL para los municipios de gran población es realmente equiparable a los «directivos públicos profesio-nales» tal como ha sido configurada esa categoría por el propio EBEP. En fin, son muchas las preguntas y pocas las respuestas que en estos momentos podemos dar al respecto, y me remito a lo que más tarde de se dirá en torno a este y otros temas.

Lo que sí parece obvio es que esa regulación del Título X de la LBRL debería ser repensada en su totalidad; igualmente, tendría que ser objeto de una regulación nueva que partiera de unos presupuestos diametralmente diferentes de los que contiene la actual normativa básica. Esto presupuestos podrían ser los siguientes:

1. En primer lugar, cabría plantearse hasta qué punto el legislador básico de ré-gimen local dispone de título competencial para regular el personal directivo local y si no se debería entender que esa regulación básica ya está directamente reco-gida en el artículo 13 del EBEP.

2. En segundo lugar, si el legislador básico de régimen local actuara en este te-rreno su regulación debería ser de mínimos, y de hecho muy similar a la prevista en el artículo 13 del EBEP, con las adaptaciones necesarias para el mundo local.

3. En tercer lugar, se debe salvaguardar plenamente el principio de autonomía local constitucionalmente garantizado y, en consecuencia, el principio de autoor-ganización de las entidades locales.

4. En cuarto lugar, si los postulados anteriores se cumplen, nada impediría que la regulación básica de mínimos sobre la dirección pública fuese general y no se estableciera distinción alguna entre municipios de régimen común y municipios de gran población. Tal vez convendría que los municipios de régimen especial, dado que la dirección pública es un elemento capital del sistema de organización insti-tucional, quedaran fuera de esa normativa básica de baja densidad.

En todo caso, se ha de ser plenamente conscientes de que la regulación reco-gida en el Título X de la LBRL tenía como objetivo principal crear una estructura directiva en la administración municipal que fuera equiparable a la existente en la Administración del Estado y en la Administración de las comunidades autónomas. Ciertamente, lo que la reforma pretendía era principalmente acabar con el «vacío» que representaba en el mundo local la ausencia de una categoría de «altos car-gos». Por tanto, en principio, ese escalón directivo que regulaba la LBRL es el que podríamos denominar de directivos vinculados epidérmicamente con la política o,

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como luego diremos, «directivos de carácter superior». Esta idea, sin embargo, se ha terminado plasmando de forma un tanto desigual, pues, mientras por un lado se reformó la legislación de función pública para que los funcionarios públicos que fueran nombrados «directivos municipales» pudieran ser declarados en la si-tuación administrativa de servicios especiales (supuesto que ha sido igualmente incorporado al EBEP en su artículo 87 f.), en materia de incompatibilidades no se les aplica el régimen relativo a los altos cargos de la Administración del Estado y de las comunidades autónomas, salvo en lo que afecta a una parte de la legisla-ción de conflictos de intereses (artículo 8, de la Ley 5/2006), tal como prevé la disposición adicional novena de la Ley del suelo de 2007, por medio de la cual se modificó la LBRL para hacer extensiva buena parte de la legislación estatal (Ley 5/2006) a esos directivos públicos. Curiosamente, en el ámbito local, salvo esas excepciones recogidas actualmente en la Disposición Adicional decimoquinta de la LBRL (e incorporadas por la Ley del suelo 8/2007, de 28 de mayo), el resto del cuadro de incompatibilidades se rige por la Ley 53/1984, de 26 de diciembre, de incompatibilidades del personal al servicio de las administraciones públicas. El cuadro normativo vigente, como venimos señalando, no deja de ser muy precario y un tanto contradictorio, también en lo que concierne a estos directivos públicos de los municipios de gran población.

La regulación de la función directiva en la Ley de capitalidad y régimen especial de Madrid

El Ayuntamiento de Madrid, por lo que se refiere a regulación de la función directiva, estaba sujeto a las prescripciones de la Ley 57/2003, que modificó el Título X de la LBRL, pues la única excepción recogida expresamente en esa ley era la relativa al municipio de Barcelona, que se regulaba por lo dispuesto en la Carta Municipal (disposición transitoria cuarta de la Ley 57/2003). Además, como hemos expuesto, la innovación normativa que supuso el régimen de organización de los «munici-pios de gran población», sobre todo en lo que afecta a la alta administración, vino impulsada por las autoridades del propio municipio madrileño, que pretendían así disponer de herramientas adecuadas para estructurar una dirección pública municipal a imagen y semejanza de la existente en las administraciones públicas estatal y autonómica.

Sin embargo, aun habiendo sido impulsor principal de la citada reforma, el municipio de Madrid terminó por configurar un sistema de «alta administración» o de dirección pública propio, aunque basado, en sus grandes líneas, en el mo-delo matriz de la LOFAGE y que luego fuera trasladado al Título X de la LBRL. En consecuencia, el modelo es originariamente de pretendida impronta burocrática, aunque con una fuerte presencia de politización, pero que puede derivar, según

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se concrete ulteriormente, en diferentes soluciones institucionales. Al menos en su diseño actual, directamente influenciado en los parámetros de la reforma de 2003, el sistema de dirección pública del Ayuntamiento de Madrid puede encuadrarse fácilmente en un modelo burocrático atenuado por la influencia de la política en la selección de cuadros directivos.

En cualquier caso, la Ley 22/2006, de capitalidad y régimen especial de Madrid, prevé una regulación de la función directiva que se asienta sobre los siguientes criterios:

1. Se establece una nítida separación entre lo que son órganos ejecutivos de go-bierno (que son el alcalde, la Junta de Gobierno, así como los tenientes de alcalde; aunque también cabría incorporar dentro de esta noción a los concejales con res-ponsabilidades de gobierno y a los miembros no electos de la Junta de Gobierno), que tienen como función ejercer la dirección política y administrativa del munici-pio, y los órganos directivos.

2. El estatus de los titulares de unos y otros órganos es muy diferente. Así, los miembros o titulares de los «órganos de gobierno» se regulan en el artículo 18.1 de la Ley 22/2006. Y allí se indica que, sin perjuicio de los requisitos específicos que se puedan prever en cada caso, «para ser titular o miembro de un órgano eje-cutivo de dirección política y administrativa se requiere en todo caso, ser mayor de edad, disfrutar de los derechos de sufragio activo y pasivo en las elecciones muni-cipales y no estar inhabilitado para ejercer empleo o cargo público por sentencia judicial firme». En suma, las exigencias, como no podía ser de otro modo dada la naturaleza representativa y electiva de los titulares de esos órganos, son aquellas que se predican para el acceso a cargos públicos en cualquier asamblea legisla-tiva o en los niveles políticos de las estructuras gubernamentales. Son, por tanto, cargos de naturaleza exquisitamente política y, en consecuencia, no se considera adecuado que se requiera para su desempeño una determinada titulación, cono-cimientos o experiencia. Asimismo, en el apartado dos del artículo 18, y en lo que afecta al régimen de incompatibilidades de este colectivo, se prevé lo siguiente: «Los titulares o miembros de órganos ejecutivos de gobierno quedan sometidos al régimen de incompatibilidades establecido para los concejales en la legislación de régimen local y en la presente Ley».

3. El régimen jurídico de los «órganos directivos» se regula, a su vez, en el artí-culo 21 de la citada Ley, y sus notas distintivas serían las siguientes:

a) Es a la Junta de Gobierno, en el marco de lo que disponga el Reglamento Orgánico, a la que corresponde crear órganos directivos en el ámbito de la adminis-tración del Ayuntamiento de Madrid (art. 21.1). Esta fórmula es lo suficientemente flexible como para no encorsetar la definición de la alta administración, que debe ser adaptada puntualmente en función de las necesidades objetivas y de las pro-pias circunstancias que concurran en cada caso. No obstante, tal creación deberá ser hecha de acuerdo con lo que disponga el correspondiente reglamento orgáni-

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co, pues según el artículo 11.1.c) (como igualmente recuerda el propio 21.1) «la regulación de la organización política y administrativa del Ayuntamiento» es una materia reservada al Reglamento Orgánico. En todo caso, lo realmente relevante de esta regulación –y a diferencia de la Ley 57/2003– radica en que no se establece en la ley cuáles son las figuras u órganos directivos que conformaran esa alta ad-ministración, lo que deja un amplio campo de juego a la potestad de autoorgani-zación del municipio en esta materia.

b) Tal como se prevé en la Ley de capitalidad, al igual que se recogiera en la reforma de la LBRL, buena parte de las competencias que tiene el alcalde, así como algunas atribuidas a la Junta de Gobierno Local, pueden ser delegadas, además de en los concejales y miembros no electos de la Junta, en personal directivo. Por lo que resulta obvio que el modelo de dirección pública posibilita que emerja un espacio directivo público en el Ayuntamiento de Madrid que tenga atribuidas competencias delegadas tanto por el alcalde como por la Junta de Gobierno.

c) También la regulación de Madrid se aparta de la prevista en los «municipios de gran población» en relación con los requisitos que deben acreditar las personas que vayan a ser nombradas titulares de órganos directivos. En efecto, el artículo 21.2 prevé expresamente que los titulares de los órganos directivos serán nombra-dos «atendiendo a criterios de competencia profesional y de experiencia [...] y de acuerdo con lo que se determine, en su caso, en el correspondiente Reglamento Orgánico». Por tanto, según la Ley 22/2006 no se exige que los titulares de los órganos directivos tengan la consideración de funcionarios públicos de carrera, lo cual permite encuadrar en la función directiva municipal tanto a funcionarios su-periores como a cualquier otro funcionario, sea de carrera o interino, al personal eventual, al personal laboral o a cualquier profesional externo a la administración pública. Se diseña así, en cuanto al círculo de posibles candidatos a ser titulares de órganos directivos, un modelo muy abierto, que posiblemente podrá cerrarse en algunos casos según lo que establezca el reglamento orgánico o en el momen-to de creación de tales órganos por la Junta de Gobierno. En todo caso, hay un re-envío al reglamento orgánico para que desarrolle los criterios de nombramiento, lo que podría dar lugar perfectamente a que a través de esa norma se configurara un modelo de designación de directivos públicos municipales basado en presupuestos de idoneidad, competencia, de libre concurrencia y, en fin, con marcado sello de profesionalidad. Pero, como inmediatamente se dirá, el modelo que se configura de dirección pública en la Ley de capitalidad sólo se refiere a la dirección pública superior o la que dispone de una impronta evidente de «dirección política», pues sus miembros hasta la fecha son nombrados y cesados discrecionalmente por los órganos competentes.

d) En lo que afecta a su estatus y en relación con las incompatibilidades, la Ley prevé en su artículo 21.4 que los titulares de estos órganos directivos queda-

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rán sujetos al régimen de incompatibilidades establecido en la Ley 53/1984, así como a lo que pueda preverse en otras normas estatales o autonómicas que sean de aplicación (piénsese en la modificación de la LBRL a través de la disposición adicional novena de la Ley del suelo). En todo caso, aquí se advierte, según se indicaba, el distinto tratamiento que en esta materia de incompatibilidades se le da a los «altos cargos» de la Administración del Estado y de las comunidades au-tónomas, que se rigen por una normativa específica en cada caso, y el aplicable a los directivos locales, cuya dispersión normativa provoca no pocas confusiones e inseguridades en torno a cuál es el sistema aplicable. En este caso, nótese que se aplica el régimen de incompatibilidades del personal al servicio de la adminis-tración pública (funcionarios y laborales), obviamente con las modulaciones pre-vistas en la disposición adicional decimoquinta de la LBRL que fue incorporada por la citada Ley del suelo (Ley 8/2007) y con las recogidas en el EBEP (dispo-sición final tercera).

e) Un aspecto importante de esta regulación, sobre todo porque es la primera vez que se lleva a cabo en la legislación española, es el ámbito funcional de los ór-ganos directivos; o dicho de otro modo, qué es lo que singulariza funcionalmente a los directivos públicos frente a los políticos o funcionarios. En efecto, la legislación española (con la salvedad de lo previsto en el artículo 23.1 de la Ley 28/2006, de agencias, que recoge una definición de las funciones directivas francamente de-ficiente), no incluye otra regulación al respecto. El artículo 21. 3 de la Ley de ca-pitalidad establece una cláusula general de funciones y luego detalla el contenido de las mismas. Así, prevé que a los órganos directivos corresponde «desarrollar y ejecutar los planes de actuación y decisiones adoptadas por los órganos ejecuti-vos de dirección política y administrativa competente». Y esta función, genérica, se desglosa en una serie de funciones específicas. Corresponde, en particular, a los órganos directivos el desarrollo de las siguientes funciones:

– El impulso de la ejecución de las decisiones adoptadas por los órganos po-líticos.– La planificación y coordinación de actividades, evaluación y propuesta de innovación y mejora en relación con los servicios y actividades de su ámbito competencial.– Y las demás funciones específicas que se les deleguen o atribuyan como propias. Posiblemente ese alcance funcional de lo que compete al personal directivo sea

mejorable en algunos aspectos puntuales, pero no cabe duda de que se trata de un ensayo muy acertado de intentar delimitar qué es lo que hace en las adminis-traciones públicas locales un directivo público.

El modelo de dirección pública previsto en la Ley 22/2006 para el municipio de Madrid se aparta, por tanto, de las líneas básicas expuestas en la Ley de me-didas para la reforma del gobierno local. Se trata, sin duda, de un modelo mejor

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articulado, tanto por su flexibilidad como por la definición del ámbito funcional de los órganos directivos, pero adolece de los mismos males que aquejan a la direc-ción pública local en general. En efecto, no se avanza prácticamente un ápice (a salvo de lo que prevea en su caso el reglamento orgánico) en la profesionaliza ción de la dirección pública local, puesto que no se prevén sistemas de designación basados en criterios de idoneidad y de competencias profesionales (así como de libre concurrencia). Tampoco se articula ningún «marco de responsabilidades ge-renciales» por medio de la evaluación de los resultados de la organización, ni se prevén, en consecuencia, sistemas de incentivos (retribuciones variables en fun-ción de resultados). No hay garantía de permanencia en el puesto a pesar de que los resultados de la gestión sean buenos, puesto que el sistema sigue inspirado (insisto, a salvo de lo que prevea el reglamento orgánico) en el libre nombramiento y, en consecuencia, en el libre cese. Se trata, una vez más, de un modelo híbrido que actualmente se configura como una mixtura entre el modelo burocrático de-bilitado y un sistema de confianza política. Todo dependerá de cómo se aplique, pues, dada la flexibilidad del marco legal (y esta es una gran ventaja), el modelo puede evolucionar fácilmente (si hay voluntad política) hacia un sistema de direc-ción pública profesionalizado.

En este sentido conviene traer a colación las interesantes reflexiones recogi-das en un Estudio sobre el Estatuto Básico del Empleado Público editado por el Ayuntamiento de Madrid, que fue elaborado por un grupo de directivos y profe-sionales provenientes de la Administración municipal, de la del Estado, de la de la Comunidad Autónoma de Madrid, así como por tres expertos, entre los que parti-cipó el autor de este trabajo.

En ese Informe se examina el alcance de las previsiones del EBEP en rela-ción con la Ley de capitalidad de Madrid y se enumeran algunas propuestas. Sucintamente estas son algunas ideas que allí se contienen:

1. La Ley de capitalidad y de régimen especial de Madrid limita exclusivamen-te a tres los puestos reservados a los funcionarios de habilitación con carácter es-tatal, que también tienen naturaleza directiva exclusivamente: son los titulares de la Intervención, de la Tesorería y de la Secretaría General del Pleno. El órgano de apoyo a la Junta de Gobierno Local no debe ser cubierto con funcionarios de ese carácter, lo que ratifica aún más el carácter de órgano colegiado de gobierno que tiene la Junta.

2. El Ayuntamiento de Madrid puede valorar la conveniencia de implantar la fi-gura del directivo público profesional en su administración municipal. Así, se parte del hecho de que podría desarrollar normativamente esta figura de forma directa a través de un reglamento orgánico, definiendo qué puestos tendrían la considera-ción de directivos públicos profesionales.

3. La cuestión central estriba en si el personal directivo (rectius, los titulares de los órganos directivos), tal como está regulado en la Ley de capitalidad, y que se

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podrían enunciar como «directivos políticos», deben o no pasar a formar parte de la regulación que, en su caso, se haga de los directivos públicos profesionales en el Ayuntamiento de Madrid.

4. La respuesta a esta pregunta no puede ser unívoca, pues las opciones que tiene el Ayuntamiento de Madrid en esta materia son varias y de diferente intensi-dad, según los casos. A saber:

a) Podría incluir a todos los órganos directivos dentro de la figura de directivos públicos profesionales, regulada en el EBEP. Así, si esta fuera la opción elegida, formarían parte de la dirección pública profesional del Ayuntamiento de Madrid los titulares de los órganos directivos tal y como están recogidos en el artículo 21 de la Ley 22/2006 («directivos políticos», actualmente), así como, en su caso, los puestos directivos que se definan genéricamente en el reglamento orgánico y que sean concretados por la Junta de Gobierno Local.

b) La segunda opción sería incluir sólo a parte de los órganos directivos de los regulados en el artículo 21, así como al resto de puestos directivos de la alta función pública que se determinase. Por tanto, si esta fuera la solución institucional adoptada ello implicaría que se debería determinar previamente qué órganos directivos se encuadrarían dentro de la dirección pública profesional y cuáles deberían continuar siendo de provisión exclusivamente política («directivos políticos»).

c) La tercera opción consistiría en establecer que la dirección pública profesio-nal se limitase a los puestos directivos de la alta función pública o puestos simila-res en régimen laboral, quedando completamente fuera de esa caracterización los que actualmente tienen la consideración de órganos directivos, que seguirían nom-brándose a través de las previsiones recogidas en la Ley de capitalidad sin añadir ningún otro requisito adicional.

Estas son las tres opciones que se barajaron en el citado estudio. Todo depen-derá de cuál sea la que finalmente se adopte en la normativa que el propio Ayuntamiento de Madrid está elaborando en estos momentos, en desarrollo del EBEP (cuando esto se escribe se encuentra en trámite de aprobación). La institu-cionalización de una función directiva profesional para todos los puestos directivos (sean los órganos directivos, propiamente hablando, o el resto de puestos que así se determinen) tiene la ventaja de que establece un sistema en el que las compe-tencias profesionales se han de tener en cuenta en el nombramiento, se establece un marco de responsabilidades gerenciales o directivas con sometimiento a eva-luación según objetivos y, en fin, cabe articular un sistema de retribuciones varia-bles y ciertas garantías frente a los ceses discrecionales.

Sin embargo, la extensión de un modelo de dirección pública profesional a todos los puestos directivos de la administración municipal (a los actuales «di-rectivos políticos» y al resto) plantea no pocas dificultades de orden práctico y de asunción «cultural». Por eso se propuso que lo más razonable es que, si esta

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era la opción (o si la opción era asimismo la segunda de las propuestas), se es-tructurara la dirección pública profesional en dos niveles o estratos, con algunas diferencias en su régimen jurídico: i) dirección pública superior; ii) dirección pú-blica básica. Los actuales «directivos políticos» se encuadrarían en la dirección pública superior y sus exigencias de «profesionalización» serían diferentes de las del otro estrato. Así, el nombramiento tendría amplios márgenes de discreciona-lidad, pudiendo designarse a cualquier persona que acreditara las competencias previstas en el perfil del puesto titular del órgano directivo, y asimismo el cese seguiría siendo discrecional. Mientras que en los directivos públicos básicos, ca-tegoría en la que se encuadrarían los puestos directivos de la alta función públi-ca y asimilados en el campo laboral (tanto de la administración municipal como de sus organismos autónomos y entidades públicas empresariales), el régimen jurídico sería diferente.

En fin, el citado Estudio se planteaba por último la posibilidad de extender el régimen del personal directivo que en su momento establezca el reglamento orgá-nico asimismo a las sociedades mercantiles de capital exclusiva o predominante-mente municipal, así como a las fundaciones.

El proceso de reflexión abierto culminará, tal como decía, en una normativa específica que ha de aprobarse en un breve plazo. Cuando menos, independien-temente de cuál sea el resultado final de este proceso, el Ayuntamiento de Madrid ha abierto un interesante debate en torno a si los titulares de los órganos directi-vos, tal como están configurados en la Ley de capitalidad, deben ser encuadrados dentro de la categoría de directivos públicos profesionales. Ciertamente, si esos titulares de órganos directivos se asemejan a los «altos cargos», no cabe otra so-lución que la descrita: establecer dos tipos de regímenes jurídicos de personal directivo, con una base común y algunas diferencias. Pero sobre ello volveremos, puesto que el debate de fondo pretende dilucidar qué alcance e intensidad debe tener la dirección pública profesional en una administración pública determinada. Hasta ahora, los pocos ejemplos existentes no van en la buena dirección, pues limitan la intensidad de la dirección pública a los puestos de la alta función pú-blica (Islas Baleares) o establecen una distinción que no pasa de ser un tanto equívoca entre directores o presidentes de agencia (de naturaleza predominante-mente política) y personal directivo (de extracción preferentemente funcionarial, aunque con la posibilidad de incluir «externos» a través de la relación laboral es-pecial del personal de alta dirección), como es el caso de la Ley 28/2006, de agencias estatales para la mejora de los servicios públicos (artículo 23) y los di-ferentes estatutos de agencia aprobados hasta la fecha.9

9. Véanse, por ejemplo, los siguientes estatutos de agencias: Real Decreto 1403/2007, de 26 de octubre, por el que se aprueba el Estatuto de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (BOE núm. 283 de 26 de noviembre), y Real Decreto 1495/2007, de 12 noviembre, por el que se crea la Agencia Estatal Boletín oficial del Estado y se aprueba su estatuto (BOE número 272, de 13 de noviembre).

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Breve referencia al nuevo modelo de estructura directiva de la Diputación de Barcelona

Aunque desde el punto de vista de régimen jurídico o legal el modelo de la Dipu-tación de Barcelona no tiene ninguna singularidad frente al resto, dado que no se le aplica el régimen previsto en la Ley de bases de régimen local para los muni-cipios de gran población previsto en el Título X (y que, paradójicamente, la LBRL sí que extiende su aplicación a los cabildos insulares en los términos que prevé la disposición adicional decimocuarta de la LBRL), puede ser oportuno detenerse aquí en su análisis. Lo cierto es que, como venimos señalando, las diputaciones provinciales no tienen ninguna singularidad en relación con la estructura directiva ni con el sistema de delegaciones, que sólo puede proyectarse sobre los cargos electos de la respectiva institución.

Sin embargo, puede ser oportuno introducir alguna referencia –siquiera sea de forma muy resumida– al «modelo de estructura directiva» de la Diputación de Barcelona, porque incluye algunos elementos interesantes e innovadores en su diseño y porque, en definitiva, la citada Diputación de Barcelona ha sido siempre (y continúa siéndolo) una institución referente en los temas de organización y re-cursos humanos en al ámbito local.

A grandes rasgos, los elementos más relevantes de este nuevo modelo de di-rección pública serían los siguientes:

1. Se trata de un modelo que parte del Plan de mandato de la Diputación de Barcelona (2007/2011), que se basa en tres grandes ejes: la creación de valor público, la incorporación de nuevos valores a la cultura corporativa y el estableci-miento de un marco de responsabilidad directiva.

2. Tras definir una serie de señas de identidad del modelo, éste se asienta en el liderazgo efectivo, tanto político como en el ámbito de la gestión.

3. La estructura directiva se descompone en dos niveles de dirección pública: la alta dirección de la Diputación de Barcelona y la estructura directiva comple-mentaria.

4. La alta dirección se configura, a su vez, en dos tipos de órganos: uniperso-nales y colegiados. Estos últimos se vertebran en dos tipos de comisiones: comi-sión de coordinación y comisión técnica. La primera es la comisión de soporte al gobierno de la Diputación, que tiene por objeto la propuesta, la coordinación y el seguimiento de las líneas estratégicas de la Diputación. Y la segunda es un órga-no colegiado de coordinación de las líneas ejecutivas de los diferentes ámbitos de actuación corporativa.

5. La alta dirección se estructura, a su vez, en cuatro niveles u órganos de ca-rácter unipersonal: i) coordinador general; ii) gerencia; iii) coordinador de área; iv) gerencia y direcciones de servicios o ámbitos. Estos cuatro niveles u órganos uni-personales tienen atribuidas diferentes funciones.

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6. El coordinador general, el gerente y los coordinadores de área son figuras cuyas personas son designadas y cesadas libremente por la Presidencia de la Diputación, que tendrán la consideración de personal eventual en el caso de que la persona designada no fuera funcionario de carrera.

7. Los gerentes de servicio y los directores de servicio o de ámbito son desig-nados por convocatoria pública por el sistema de libre designación, atendiendo a los principios de mérito y capacidad y a criterios de idoneidad. Las personas de-signadas serán funcionarios de carrera del grupo de clasificación A, subgrupo A1, o personal laboral sometido a la relación especial de alta dirección.

8. Los subdirectores y los titulares de los servicios y oficinas son personal direc-tivo complementario, y su designación será llevada a cabo mediante convocatoria pública por el sistema de libre designación, atendiendo a los principios de mérito y capacidad y a criterios de idoneidad. Los titulares de esos órganos directivos de-berán ser funcionarios públicos de carrera del grupo de clasificación A, subgrupo A1, en el caso de los subdirectores, y de los subgrupos A1 y A2 en el caso de los servicios y oficinas.

Tras esta breve descripción del modelo, sí que puede ser oportuno traer a colación unas rápidas reflexiones sobre este nuevo modelo de institucionalización de la fun-ción directiva en la Diputación de Barcelona, que ofrece sin duda puntos fuertes, pero también algunos puntos débiles. Veamos.

Como puntos fuertes se podrían recoger los siguientes: 1. Los ejes en los que se basa el modelo de dirección pública están bien cons-

truidos, y sobre todo puesto que se trata de un modelo que pretende potenciar una cultura corporativa orientada a la gestión de resultados, lo que se habrá de con-cretar más tarde o más temprano en la implantación de un sistema de evaluación de resultados por la gestión.

2. Es un modelo muy desarrollado tanto en su estructura como en sus funcio-nes, que se expresan de modo diáfano, y que intenta combinar dos espacios de dirección pública que, en ocasiones, convergen y en otras no: la dirección pú-blica de carácter más «político» o estratégico, y la dirección pública técnica o de gestión de recursos internos. A tal efecto se articula una estructura de órganos unipersonales y colegiados que obedece a esa finalidad.

3. A pesar de no aplicársele a las diputaciones provinciales el modelo de di-rección pública «de los municipios de gran población», en algunos puntos se ha tomado éste como referente, aunque en otros muchos se ha distanciado de forma clara y precisa. Es un modelo con una impronta de modernidad en su diseño mu-cho más alta que el previsto en el Título X de la LBRL.

4. Dispone de una figura de coordinador general que puede ser enormemen-te útil (e incluso imprescindible) en una institución en la que los miembros de la Diputación Provincial (empezando por su presidente) dedican buena parte de su

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tiempo a su actividad principal de electos municipales. En las diputaciones la im-plantación de esta figura o la de un gerente «universal» puede tener, por tanto, pleno sentido.

5. El sistema de provisión de puestos directivos se ha basado parcialmente en el artículo 13 del Estatuto Básico del Empleado Público, aunque –tal como se dirá– no ha sabido extraer todo el potencial modernizador que esa norma prevé.

6. A grandes rasgos ha establecido dos niveles de dirección pública (la «alta dirección» y la «dirección complementaria»). Esta distinción está correctamente hecha, pues una organización del tamaño de la Diputación de Barcelona ha de tener necesariamente esos dos niveles directivos. Razonablemente, establece algunas modulaciones en cuanto a los requisitos y formas de provisión en fun-ción de qué nivel de la estructura directiva se trate.

7. Es razonable, asimismo, que los puestos de subdirectores y de jefes de ser-vicio o de oficinas, se reserven en exclusiva a funcionarios públicos, no admitién-dose en este caso excepciones.

8. Parece oportuna la inserción dentro de la estructura directiva de los titulares de los órganos de servicios y oficinas, y en este último caso se incluye la posibili-dad de que tales puestos directivos sean cubiertos por funcionarios públicos per-tenecientes al grupo de clasificación A, subgrupo A2.

Como puntos débiles, se podrían aportar los siguientes: 1. El modelo de dirección pública de la Diputación de Barcelona sigue hacien-

do uso, aunque ciertamente muy limitado, de la figura del personal eventual para el desempeño de funciones directivas. Se trata, como se ha dicho, de una figura inadecuada para el ejercicio de tales funciones, y muy discutida actualmente (aun-que personalmente no comparto esas críticas) por parte de la doctrina e, incluso, por parte del MAP (que defiende que no se puede recurrir a ella tras la entrada en vigor del EBEP para ejercer funciones directivas).

2. La «dualidad» de figuras y de dos circuitos directivos en función de crite-rios tales como el diseño e impulso de la estrategia de la institución o de la ges-tión corporativa de recursos internos, a pesar de su buena intención, puede dar lugar a incrementar los costes de coordinación y transacción para hacer efectivas esas políticas.

3. La estructura directiva tiene un recorrido jerárquico posiblemente demasia-do largo o profundo, pues no es fácil que pueda articularse racionalmente un mo-delo de dirección pública con seis o siete niveles directivos. Tal vez sería oportuno simplificarlo, aunque parte de la complejidad procede de esa dualidad de figuras y circuitos antes enunciada.

4. El recurso a la figura del personal de alta dirección (relación laboral especial) sólo se podrá llevar a cabo en aquellos puestos de trabajo directivo que por su con-tenido funcional no deban ser reservados a funcionarios públicos.

5. El modelo de dirección pública de la Diputación de Barcelona se asienta so-

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bre la traslación del «sistema de libre designación» como procedimiento de provi-sión de puestos de trabajo a la dirección pública profesional. Se han incorporado, en efecto, algunos elementos del EBEP (mérito, capacidad e idoneidad, así como publicidad), pero de una forma tibia y algo descontextualizada. En efecto, tal como se dirá, el artículo 13 del EBEP prevé un sistema de designación «alternativo» a la libre designación, que puede ser un procedimiento de provisión o, en algún caso, un sistema de designación con cierto componente «selectivo».

6. La consideración del sistema de provisión de puestos directivos como de «libre designación» (que se regula en el artículo 80 EBEP y no en el artículo 13) hace difuminarse hasta desaparecer por completo los principios de mérito y ca-pacidad, así como los criterios de idoneidad. Lo más correcto en estos casos es, como también se dirá, hablar de «procedimiento de designación», en el que pre-viamente a la actuación de la discrecionalidad que se puede anudar o no a la pro-visión de tales puestos, se deban acreditar los requisitos y competencias exigidas para el correcto desempeño del puesto directivo.

7. Se trata posiblemente de un modelo inicial que admite evoluciones claras y evidentes hacia la implantación de un modelo de dirección pública profesional, del que todavía en su diseño actual queda lejos. Las inercias del pasado y las pautas culturales que anidan en todas las instituciones públicas posiblemente han pesa-do mucho para que esta evolución pudiera llevarse a cabo de forma más acabada. Pero, al menos, es un paso adelante, que convendrá reforzar institucionalmente en un futuro si realmente se quiere caminar a una implantación de un modelo profe-sional de dirección pública.

¿Adónde vamos? La regulación de directivos públicos en el Estatuto Básico del Empleado Público. Escenarios de futuro

Antecedentes

Como hemos visto, la problemática de la dirección pública ha entrado de lleno en la agenda política y, asimismo, en la agenda legislativa. Ello no debe extrañar, porque en relación a otros países de nuestro entorno resultaba ya evidente que el estado en el que se encontraba la dirección pública en España era más propio, como también decíamos, de un país con fuerte subdesarrollo institucional que de una economía que pretenda homologarse con los estados más avanzados de Europa. La progresión del problema, como se ha visto, ha caminado hacia una creciente institucionalización, aunque todavía muy tibia, de la función directiva, al menos en la Administración del Estado y en algunas administraciones locales. Sin embargo, en el nivel autonómico los avances, al menos hasta la fecha, son prácticamente inexistentes (con la excepción, tal como veremos, de la Ley 4/2007, de 28 de

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marzo, de función pública de las Islas Baleares, artículo 35; y la Ley 8/2007, del Instituto Catalán de la Salud, artículo 20).

De todos modos, la regulación recogida en la LOFAGE y en las distintas leyes que abordan el fenómeno desde la perspectiva local dista todavía mucho de aproxi-mar el modelo de dirección pública a uno de tipo profesionalizado, pues la impronta de la política, en algunos casos, o la «corporativización» de la alta administración, en otros, siguen siendo una pesada losa que impide construir un modelo de direc-ción pública profesional bajo los parámetros que existen en otros contextos que tomamos como comparación.10

En cualquier caso, la situación deja de ser estática, pues los avances parece que poco a poco van tomando cuerpo. Y si bien no se advierte todavía un cambio de paradigma, sí que al menos algunos de los elementos de la dirección pública pro-fesional, aunque sea sólo parcialmente, impregnan cada vez más los textos legales y permiten advertir algunos signos de cambio en un ámbito que había permanecido inamovible, al menos hasta bien entrada la década de los noventa del siglo pasado.

Con anterioridad a la regulación del EBEP que será objeto de análisis deteni-do en estas páginas, puede resultar oportuno traer a colación dos antecedentes especialmente importantes en la gestación de esa normativa. Prescindimos aquí de cualquier referencia al Proyecto de Ley de función pública de 1999, que llegó a presentarse en las Cortes Generales pero que no se tramitó, y que contenía asi-mismo un artículo sobre los directivos públicos, pues su influencia sobre el proce-so ulterior será prácticamente inexistente.

Los antecedentes citados eran los siguientes: 1. En primer lugar, el Informe de la Comisión para el Estudio y Preparación del

Estatuto Básico del Empleado Público. 2. Y el segundo es la regulación de la Ley de agencias para la mejora de los

servicios públicos (Ley 28/2006), que en su artículo 23 recoge un marco norma-tivo general de la figura de los «directivos públicos».

Veamos brevemente cuáles fueron las aportaciones de esos dos textos, uno «doctrinal» y el otro «normativo».

El «personal directivo» en el Informe de la Comisión para el Estudio y Preparación del Estatuto Básico del Empleado Público

Ante la situación de vacío normativo o de institucionalización «débil» de la figura de los directivos públicos en las administraciones públicas españolas, el Informe de la Comisión para el Estudio y Preparación del Estatuto Básico del Empleado Pública (que fue entregado al ministro el 25 de abril de 2005 por el presidente de la Comisión, profesor Miguel Sánchez Morón) llevó a cabo un diagnóstico de

10. Véase a este respecto: The Senior Civil Service in Nacional Governments of OECD countries, OCDE. París, 2008.

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la situación y propuso una serie de medidas para realizar una regulación mínima de esta materia en el citado Estatuto. Las propuestas de la Comisión se pueden sintetizar del siguiente modo.

Se partía de la constatación de que una administración moderna necesita dis-poner de directivos cualificados. Y esta idea se contrastaba con el entorno com-parado, donde se detectaba que uno de los ejes de los procesos de reforma (o modernización) en las administraciones públicas había sido precisamente la ins-titucionalización de la figura del directivo público profesional. Se llegaba así a la conclusión de que se debía crear un grupo profesional que se insertara entre la dirección política y la función pública superior de carrera.

En todo caso, el informe reflejaba que tanto en la Administración del Estado (a través de la LOFAGE) como en la Administración Local (por medio de la Ley 57/2003), la figura del directivo público había comenzado a insertarse en nuestras organizaciones públicas. Pero aún así este incipiente sistema de directivos públi-cos estaba marcado por una serie de rémoras, como eran, por un lado, la fuerte presencia de la confianza política en el proceso de designación y cese de los titu-lares de los órganos directivos, y, por otro, la «funcionarización» de la provisión de esos puestos directivos, cuya cobertura se pretendía reservar (salvo excepciones muy tasadas) a favor de los funcionarios de cuerpos o escalas de titulación su-perior («cuerpos de elite»), confundiendo lo que eran tareas directivas con tareas funcionariales cualificadas.

El Informe hacía una apuesta clara por regular un estatuto de directivos públi-cos en el que se configurase una clase de personal específica que fuera la de «di-rectivo público profesional». No obstante, conscientes de que el punto de partida era, sin duda, el de un modelo muy alejado de un escenario de profesionalidad, la Comisión abogó por una suerte de «modelo de transición» en el que, a la hora de definir el régimen jurídico del estatuto de directivos públicos (y teniendo en cuen-ta de que se trataba de una normativa básica, que posteriormente deberían de-sarrollar tanto el Estado como las comunidades autónomas a través de ley), se re-cogiesen una serie de datos que se consideraban de suma importancia, a saber:

1. Se habría de definir en qué casos el acceso a los puestos directivos debería quedar reservado a funcionarios y en qué circunstancias se podría optar por un modelo más abierto (esto es, por la incorporación de personal laboral al servicio de las administraciones públicas o de externos a la administración pública para la cobertura de puestos de naturaleza directiva).

2. En los procesos de selección se debía conjugar inteligentemente la necesi-dad de acreditar el mérito y la capacidad para el desempeño de esos puestos di-rectivos junto con un cierto espacio (mayor o menor según el puesto a cubrir) en el que jugara la confianza personal o política (esto es, en el nombramiento, al me-nos de determinados puestos directivos, debería haber un margen razonable de discrecionalidad).

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3. En materia de funciones, debía existir una atribución legal o normativa de determinadas funciones reservadas a este personal directivo.

4. Las condiciones de trabajo del personal directivo no deberían ser objeto de negociación colectiva, lo que implicaba la determinación unilateral por parte de la propia Administración.

5. El trabajo directivo debería ser objeto de control en cuanto a sus resultados por medio de un sistema de evaluación.

6. Y en lo que concierne al cese, se debía establecer un cese discrecional o establecer un período de estabilidad, en función del tipo de puestos directivos de los que se tratara.

El modelo propuesto por la Comisión era, por tanto, meramente embrionario y se podía calificar como de «mínimos», puesto que al tratarse una normativa bási-ca la legislación de desarrollo podía mejorar ese proceso de institucionalización a través de una articulación más depurada de lo que era el régimen jurídico de ese personal directivo.

En todo caso, al margen de esas reflexiones de la Comisión, el Informe hacía hincapié en otros pasajes de la existencia de una práctica en la Administración Local mediante la cual el personal directivo al servicio de ésta se vinculaba a tra-vés de la figura del personal eventual. La Comisión ponía en tela de juicio el uso y abuso de esa figura del personal eventual en el espacio local de gobierno, abo-gando por una reconducción de la misma.

En todo caso, el Informe de la Comisión era un conjunto de propuestas de las que algunas fueron seguidas por el legislador básico (EBEP) y, en otros casos, en cambio, el Estatuto Básico se apartó considerablemente de su sentido y fina-lidad.

El personal directivo en la Ley de agencias para la mejora de los servicios públicos

Antes de que se elaborara el Estatuto Básico del Empleado Público, el legislador estatal aprobó la Ley 28/2006, de 18 de julio, de agencias estatales para la mejora de los servicios públicos. Y en el artículo 23 de esta Ley se recoge una regulación de directivos públicos que mejora sustancialmente la existente hasta la fecha (la prevista en la LOFAGE), por lo que se puede hablar de que, efectivamente, es una regulación pionera en esta materia que acoge algunas de las propuestas antes esbozadas, pero que incorpora otras que es preciso resaltar aquí.

Aunque, ciertamente, cabe poner de relieve que en el citado artículo 23 la Ley de agencias reguló como «personal directivo» únicamente el personal directi-vo «básico» o de «segundo nivel» –esto es, los puestos directivos de la estructu-ra de las agencias ocupados por funcionarios o laborales–, pero no encuadró en esa noción de directivo público a los directores o presidentes de las agencias, que

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seguían configurándose como personal de designación política. Con lo cual «la distancia» entre el modelo de la Ley de agencias y el modelo gerencial de agen-cias existente en el Reino Unido (así como en otros países), donde el «director ejecutivo» de la agencia es designado tras un proceso público y competitivo, era más que considerable. Esta cuestión se ha intentado matizar en algunos estatu-tos de agencia que se han aprobado recientemente, en el que se caracteriza a los directores de las agencias como «personal directivo», incluyendo incluso algunos requisitos, más bien genéricos, para la designación de director o presidente de la agencia (por ejemplo, el Estatuto de la Agencia de Cooperación Internacional para el Desarrollo).11

Las líneas básicas de esta regulación de directivos públicos que conviene re-cordar en estos momentos serían las siguientes:

1. Se califica como personal directivo a aquel que ocupa puestos de trabajo determinados como tales en el Estatuto de la Agencia, pero se prevén en la Ley (art. 23.1) una serie de criterios orientadores para calificar a un puesto como di-rectivo (cosa que no aparecerá, según veremos, en el Estatuto Básico del Empleado Público): los puestos se calificarán como directivos en razón a la especial respon-sabilidad, competencia técnica y relevancia de las tareas a ellos asignadas. Se trata, ciertamente, de unos criterios orientadores marcados por la imprecisión y la vaguedad. Parece obvio que los puestos que conlleven «especial responsabili-dad» (aunque cabría añadir «en la gestión») tengan la consideración de puestos directivos. Ello nos sitúa inmediatamente ante la exclusión de tales puestos del sistema de libre designación, que pasaría a ser así un sistema de provisión de puestos de trabajo de naturaleza residual en las agencias estatales. Más discuti-ble es que un puesto de trabajo sea calificado como directivo en función de la «competencia técnica», puesto que tal característica definirá el mayor o menor nivel de un puesto de trabajo, pero no su naturaleza directiva. Tampoco parece un elemento determinante para calificar un puesto como directivo «la relevancia de sus tareas», salvo que esa relevancia se refiera puntualmente a tareas de na-turaleza directiva.

2. El personal directivo será nombrado entre titulados superiores, prefe-rentemente funcionarios, por el Consejo Rector a propuesta del director de la agencia, atendiendo a criterios de competencia profesional y experien-cia. No se habla, por tanto, de un proceso selectivo, aunque tal idea se reco-ge posteriormente, como inmediatamente se verá. El problema que plantea esa redacción del artículo 23 («entre titulados superiores») consiste en determinar si dentro de esa categoría cabe entender que sólo pueden ser nombrados directivos públicos los funcionarios pertenecientes al actual Grupo de Clasificación A1 o tam-

11. Véase especialmente el artículo 38 de los Estatutos de la Agencia de Cooperación Internacional para el Desarrollo (RD 1403/2007, de 26 de octubre, BOE núm. 282).

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bién podrían serlo en un futuro los del A2, al unificarse la titulación en el «Grado universitario». Esa duda ha sido solventada por los diferentes estatutos que se han aprobado en desarrollo de la Ley de agencias.12

3. El proceso de provisión podrá ser realizado por «órganos especializados de selección», que formularán una propuesta motivada al director de una terna de candidatos para cada puesto a cubrir. Cabe advertir aquí del carácter potestativo de este procedimiento, pero que al menos configura un auténtico procedimiento de selección de aquellos candidatos que disponen de mejores competencias pro-fesionales para el desempeño de los puestos convocados. La atribución del pro-cedimiento «de provisión» al órgano especializado de selección que disponga la agencia nos pone sobre la pista de algo que posteriormente trataremos con cierto detalle: el modelo de dirección pública de la Ley de agencias es, en realidad, una suerte de articulación de un sistema de provisión de puestos de trabajo alternati-vo y sustitutivo en cierta medida del «viejo» sistema de libre designación; es decir, los puestos directivos de esas agencias, que antes se cubrían por el sistema de li-bre designación, se proveerán ahora mediante este procedimiento de provisión de puestos directivos que se regula en la Ley de agencias y que se desarrolla en los estatutos de cada una de ellas.

4. El personal funcionario que sea nombrado directivo público permanecerá en la situación de servicio activo en su cuerpo o escala, mientras que si se trata de personal laboral no queda claro en qué situación quedaría (la Ley habla de «la que corresponda con arreglo a la legislación laboral»). La situación de «servicio activo» nos muestra una vez más que este modelo no supone alteración alguna respecto al previamente existente de la libre designación y también nos aleja notablemente de la configuración como directivos públicos de los directores o presidentes de las agencias, que, en cuanto personal asimilado a la condición de «alto cargo», si son funcionarios, serán declarados en situación de servicios especiales.

5. En las agencias, tal como recoge el artículo 23.3, se pueden prever pues-tos directivos «de máxima responsabilidad» a cubrir por medio de la relación la-boral especial de «alta dirección». Una extensión de la figura que, al igual que en el caso del EBEP, debe ser aquí criticada, pues «la máxima responsabilidad» es, obviamente, la del director de la agencia, que en principio está fuera de esta re-gulación del artículo 23. No se entiende, por tanto, que el personal no funcionario deba necesariamente vincularse con la agencia con esa relación laboral especial de alta dirección, puesto que ello puede ser desaconsejable en aquellos casos en que las agencias dispongan de una presencia notable de personal laboral en su seno, pues la promoción de éste a niveles directivos se deberá hacer necesaria-mente a través de esa vía. Volveremos sobre el tema.

12. Puede verse, por ejemplo, el artículo 23 del Estatuto de la Agencia «Boletín Oficial del Estado» (RD 1495/2007, de 12 de no-viembre, BOE 272).

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6. El personal directivo estará sujeto en el desarrollo de sus funciones a evalua-ción con arreglo a los criterios de eficacia, eficiencia y cumplimiento de la legalidad, responsabilidad por su gestión y control de resultados en relación con los objeti-vos que le hayan sido fijados. Como veremos, la única diferencia con la regulación del EBEP radica en que se incorpora el criterio de «cumplimiento de la legalidad», que ha de considerarse obvio. No se comprendería cabalmente una dirección pú-blica que no tuviese como criterio de actuación el cumplimiento de la legalidad.

7. Una nota singular de este personal directivo es que recibirá parte de sus re-tribuciones como incentivo de rendimiento, mediante el correspondiente comple-mento que valore la productividad, de acuerdo con los criterios y porcentajes que establezca el Consejo Rector, a propuesta de los órganos directivos de la agencia. Como veremos, el EBEP no incorporará este sistema de incentivos a través de las retribuciones variables dentro de los principios que caracterizan la configuración de los directivos públicos profesionales.

Esta regulación del personal directivo de las agencias representa, por tanto, un importante paso adelante en el proceso de institucionalización de la función direc-tiva, si bien el problema radica en que la normativa aprobada sólo se aplica a las agencias de la Administración del Estado. De todos modos, hay algunos aspectos que se dejan a la definición futura de lo que haga, en su caso, una normativa más específica de la Administración del Estado que desarrolle esta materia (ley que re-gule el Estatuto de la Función Pública de la Administración General del Estado o Real Decreto que establezca el régimen jurídico del personal directivo de esa misma administración). También hay que examinar cómo se está regulando ese personal directivo en los diferentes estatutos de las agencias que se han aprobado hasta la fecha, tarea que excede con mucho el objetivo de estas páginas.

La Ley 28/2006 no establece –y esto es particularmente importante– ninguna previsión específica en relación con el importante tema del cese del personal direc-tivo, sino que deja abierto en principio el «cese discrecional», lo que sencillamente arruinaría las buenas intenciones del diseño configurado por el legislador. Sí que puede afirmarse, por último, que la regulación del artículo 23 de la Ley de agencias, aun siendo anterior en el tiempo a la prevista en el Estatuto Básico del Empleado Público (en lo sucesivo, EBEP), no se ve afectada por la regulación de este, pues, como decía, en algunos aspectos mejora sustancialmente lo previsto en el artículo 13 del EBEP. La clave de esta aparente «falta de sintonía» entre la regulación de la Ley de agencias y el EBEP radica en que aquélla no es una normativa básica, puesto que se aplica sólo a las agencias «estatales», mientras que el EBEP sí que recoge una normativa básica que, en principio, debe ser tenida en cuenta por las comunidades autónomas a la hora de legislar.

Es cierto, en cualquier caso, que tal como está redactado el artículo 23 de la Ley de agencias admite muchas posibilidades de aplicación y todas muy diferen-

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tes. Puede dar lugar a una «lectura continuista» y que pretenda sustituir el viejo sistema de libre designación por una «designación de directivos públicos» que, bajo el manto de la publicidad, el mérito y la capacidad, siga siendo (o pretenda seguir siendo) discrecional. Esta vía, en mi opinión, estaría cegada, puesto que el artículo 23 de la Ley de agencias habla expresamente del «mérito y la capacidad», por lo que deberá haber algún procedimiento objetivo que acredite que la perso-na nombrada dispone de tales atributos. También, aunque de forma más forzada, ese artículo 23 puede admitir una interpretación que avale que el cese no puede ser discrecional, puesto que el citado artículo utiliza conjuntamente las expresio-nes «nombramiento y cese» y las vincula a que deben atender a los principios de mérito, capacidad y publicidad. Si el nombramiento se produce atendiendo a esas variables, parece obvio que el cese (más aún cuando hay evaluación del cumpli-miento de objetivos) atienda también a tales premisas.

La regulación del personal directivo en el Estatuto Básico del Empleado Público

Introducción

Si alguna normativa está llamada a tener un impacto directo sobre esta materia de la dirección pública es, sin duda, el Estatuto Básico del Empleado Público, máxime si se tiene en cuenta que se trata de una norma básica aplicable –con las modulaciones que se dirán– a todas las administraciones públicas.

Antes de realizar una exégesis del artículo 13, resulta oportuno señalar que en la tramitación parlamentaria del proyecto ante el Congreso de los Diputados se in-corporó al personal directivo como una clase más de empleado público, junto a los funcionarios de carrera, los funcionarios interinos, el personal laboral (ya sea fijo o temporal) y el personal eventual. Esta incorporación como «clase de personal», que ya había sido defendida por el Informe de la Comisión para la elaboración del Estatuto del Empleado Público (MAP, Madrid, 2005), hubiese podido tener impor-tantes consecuencias estructurales, puesto que en ese caso los directivos públi-cos ya no se confundirían con la alta función pública o con puestos laborales o eventuales, sino que tendrían un régimen jurídico específico y presumiblemente diferente de los anteriores, lo que hubiese podido producir la formación de un au-téntico estrato directivo en el sector público español.

Sin embargo, esa caracterización de los «directivos públicos profesionales» como clase de personal desapareció en la fase final de la tramitación parlamenta-ria del proyecto en la sesión del Pleno del Senado de 21 de marzo de 2007, mo-mento en el cual la regulación del personal directivo profesional fue objeto de una importante cadena de enmiendas que dejó en precario la figura del directivo pú-

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blico en el propio Estatuto. Así, por ejemplo, se preveía una situación administra-tiva específica para el «personal directivo», que también fue suprimida junto a la caracterización como «clase de personal».

Tras un largo proceso de elaboración y numerosos cambios en su contenido du-rante la tramitación parlamentaria, el 13 de abril de 2007, se publicó en el Boletín Oficial del Estado la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público. Habían tenido que transcurrir casi treinta años para que el mandato cons-titucional previsto en el artículo 103.3 de la Constitución española de 1978 se hi-ciera efectivo. Pero a nuestros efectos, lo que interesa resaltar aquí es que este Estatuto Básico se hace eco de esta figura del personal directivo en diferentes pa-sajes del texto (que, por lo demás, ya fue recogida, aunque de forma menos pre-cisa, como se ha dicho, en un Proyecto de Ley de Estatuto Básico de la Función Pública de 1999).

La regulación principal del personal directivo «profesional» se recoge en el ar-tículo 13 del EBEP, que forma parte, como precepto huérfano, de un Subtítulo («Personal directivo») del Título II, que se enuncia como «Clases de personal al servicio de las administraciones públicas». Es curiosamente el único «Subtítulo» que se prevé en toda la Ley.

De esta ubicación sistemática se podrían extraer algunas consecuencias pre-cipitadas tales como que este «personal directivo» no sería propiamente hablando una «clase de personal al servicio de las administraciones públicas» sino otra cosa diferente (lo cual es difícilmente sostenible) o, más precisamente, que este personal directivo no es en puridad una «clase de empleado público», pues no está recogido con ese carácter en el artículo 8.2 (aunque sí lo estuvo en algunos momentos de la tramitación parlamentaria). De ser ciertas estas precisiones cabría preguntarse qué sentido tiene regular al personal directivo en el EBEP. Realmente, la función directiva tiene esa doble condición: afecta, por un lado, a la función pública o al empleo público, como estrato superior a la misma o de la misma; y, por otro, tie-ne una dimensión organizativa innegable. La regulación en el EBEP de esta figura sólo puede encontrar explicación en que se pretende que los funcionarios públi-cos o empleados de una determinada administración pública puedan cubrir esos puestos de naturaleza directiva o, incluso, que esos puestos directivos formen parte de la estructura más alta de los puestos cubiertos por funcionarios públicos o por personal laboral al servicio de las administraciones públicas.

En todo caso, la difuminada y escasamente estructurada regulación del EBEP sobre la figura del directivo público profesional abre un sinfín de incógnitas sobre cuál es el régimen jurídico aplicable a este tipo de puestos directivos en determi-nadas materias. Por ejemplo, ¿hasta qué punto se les aplica a los directivos públi-cos profesionales la regulación que lleva a cabo el EBEP en materias tales como carrera profesional, derechos, jornada y permisos, código ético, situaciones admi-nistrativas y responsabilidad disciplinaria? Todo parece apuntar, en principio, a que

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la aplicabilidad de tales materias a los directivos públicos profesionales es máxima, pues cuando el EBEP ha querido vedar o modular el ejercicio de algunas cuestiones así lo ha previsto expresamente (por ejemplo, en el caso de la negociación colec-tiva de las condiciones de trabajo o en la evaluación de resultados por la gestión).

Por tanto, siendo más pragmáticos creo que hay que defender la tesis de que los directivos públicos son, cuando menos, empleados públicos a los que se les apli-can, con las modulaciones debidas (por ejemplo, en materia de selección, provisión de puestos o en el caso de la negociación colectiva) las previsiones del Estatuto o, al menos, aquellas previsiones del Estatuto que puedan aplicárseles en función de la naturaleza de sus funciones. Aunque el propio EBEP, más que parco, omi-te cualquier tipo de determinación en torno al estatuto de esos directivos públicos profesionales. Lo cual no deja de plantear, como decíamos, importantes incógni-tas en torno a la aplicación, por ejemplo, a los directivos públicos profesionales de aspectos del régimen jurídico tales como los derechos, permisos y los deberes (así como el código ético), las retribuciones o el régimen disciplinario, por sólo traer al-gunos ejemplos a colación. Las pregunta obvias al respecto serían las siguientes: la condición de directivo público profesional, ¿no debería modular de algún modo la aplicación de esos o de algunos ámbitos del EBEP?; ¿deben tener, por ejemplo, los directivos públicos el mismo sistema retributivo que los empleados públicos en lo que afecta a retribuciones variables?; ¿han de tener la misma jornada?, ¿y los permisos? Al quedar fuera de la negociación colectiva, parece evidente que sus condiciones de trabajo serán definidas unilateralmente por cada administración pú-blica, lo que en la práctica creará situaciones consolidadas de diferencias notables entre uno (empleados públicos) y otro colectivo (directivos públicos profesionales).

La figura del directivo público en el EBEP (con excepción del artículo 13)

Además, en el EBEP, paradójicamente, no deja de haber contradicciones internas (o si se prefiere, por emplear una noción más suave, «tensiones internas») en esta materia concreta. En efecto, si se quiere disponer de una fotografía completa de cómo se regula la figura de los directivos en el EBEP, así como de cuáles son las «tensiones internas» que se producen en esa regulación, es preciso analizar las referencias directas o indirectas que asimismo se recogen en el Estatuto al personal directivo. Veamos:

1. La exposición de motivos de la ley dedica específicamente un párrafo a la figura del directivo público. Y de allí claramente se puede interpretar que, a pesar de la dicción de los artículos 8.2 y 13 del EBEP, el personal directivo es –o se pre-tendía que fuera– una clase de personal al servicio de la administración pública. Entre otras cosas, el citado párrafo dice lo siguiente: «[...] el Estatuto Básico defi-ne las clases de empleados públicos –funcionarios de carrera e interinos, perso-nal laboral, personal eventual– regulando la nueva figura del personal directivo [...]

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conviene avanzar decididamente en el reconocimiento legal de esta clase de perso-nal, como ya sucede en la mayoría de los países vecinos». Posiblemente el hecho de que se siga denominando «clase de personal» al personal directivo se debe a que, como se suprimió esa consideración por la aceptación de una enmienda en el Pleno del Senado, nadie reparó en el hecho de que había de modificarse también la exposición de motivos en esa línea. Pero la citada exposición de motivos tam-bién justifica la creación de esta figura en la necesidad que nuestras administra-ciones públicas tienen de disponer de una gestión profesional sometida a criterios de eficacia y eficiencia, responsabilidad y control de resultados en función de los objetivos, así como por el innegable «factor de modernización administrativa» que esta figura representará para nuestras organizaciones públicas.

2. El citado artículo 8.2 EBEP omite, sin embargo, que se trate de «una clase de personal». Aún así, como decía, durante buena parte de la tramitación parla-mentaria existió una letra «e)» («personal directivo») que finalmente se suprimió en el Pleno del Senado de 21 de marzo de 2007.

3. El artículo 20 EBEP prevé una regulación de la «evaluación del desempeño» que, sin embargo, no puede ser extrapolada a la evaluación del personal directivo que se recoge en el artículo 13.3, puesto que de la dicción concreta del artículo claramente se prevé que va dirigida a los empleados públicos, funcionarios o labo-rales, pero no a los directivos públicos. Las referencias a la «carrera horizontal» o el sistema de cese en puestos obtenidos por concurso así lo confirman. El sistema de evaluación de directivos públicos deberá tener en cuenta posiblemente algunos de los principios recogidos en el artículo 20, por un elemental sentido de que se trata de propuestas razonables, pero puede tener una configuración y debe ser aplicado con parámetros específicos. En todo caso, la evaluación de los directivos públicos podría tener efectos «similares» a los previstos para el resto de empleados públicos, al menos en lo que afecta a la formación, provisión de puestos directivos, retribu-ciones variables y cese o remoción, en su caso. Más complejo es cómo articular el sistema de carrera profesional, sobre todo de carácter horizontal, en estos su-puestos de cobertura de un determinado puesto de trabajo por directivos públicos.

4. En materia de negociación colectiva (Capítulo IV del Título III), hay alguna referencia directa o indirecta al personal directivo. En efecto, el artículo 37.2.c) rei-tera algo que ya está previsto en el artículo 13.4, primer inciso, EBEP, pues se es-tablece que queda excluida de la obligatoriedad de la negociación «la determina-ción de condiciones de trabajo del personal directivo». Sin embargo, siendo esto razonable, no se entiende por qué el personal directivo funcionario que mantenga la situación administrativa de «servicio activo» sí que puede ser elector y elegible, según prevé el artículo 44 EBEP (lo que resulta claramente contradictorio con el es-píritu de la norma: las condiciones de trabajo del directivo público no se nego cian, pero el directivo sí puede participar en el proceso de negociación como elector o elegible en la determinación de las condiciones del resto de empleados públicos).

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5. En materia de situaciones administrativas, reguladas en el Título VI EBEP, se puede decir lo siguiente en relación al personal directivo:

a) En el artículo 85.1 no está prevista una situación administrativa específica de «personal directivo», aunque sí que estuvo recogida durante buena parte de la tramitación parlamentaria como letra «f )», pero que a través de una enmienda en el Senado se suprimió. Por tanto, el personal directivo deberá acogerse a alguna de las situaciones previstas en el texto de la ley o de las leyes que desarrollen en el EBEP dentro de los límites que el propio Estatuto establece.

b) Así, los funcionarios públicos que accedan a desempeñar puestos de na-turaleza directiva que no sean alguno de los previstos en el artículo 87 EBEP se hallarán en situación de servicio activo (dado que se encuadran en esta situación aquellos funcionarios a quienes «no les corresponda quedar en otra situación»). Y, en consecuencia, este personal (insisto, con las modulaciones que sean precisas) se «regirá por las normas de este Estatuto y por la normativa de función pública de la administración pública en que presten servicios» (art. 86.2 EBEP).

c) No obstante, conforme establece el artículo 87.1 EBEP (apartados a) y c), serán declarados en situación de servicios especiales los funcionarios que sean nombrados altos cargos de la Administración del Estado, de las administraciones autonómicas, de las ciudades de Ceuta y Melilla, o que sean nombrados para desempeñar puestos directivos asimilados en su rango administrativo al de los altos cargos en organismos autónomos o entidades públicas dependientes de las administraciones antes citadas. En consecuencia, los directivos públicos que ten-gan a su vez la condición de alto cargo (subsecretarios, secretarios generales técnicos, directores generales, directores de organismos autónomos o entidades públicas empresariales, etc.) serán declarados en situación de servicios espe-ciales.

d) La misma regulación se aplica a los directivos municipales, tal como prevé el apartado f ) del artículo 87.1.f ). Y esta lacónica referencia del EBEP debe ser in-terpretada exclusivamente en el sentido de que se declararía en esta situación ad-ministrativa a los directivos públicos previstos en el Título X de la LBRL (esto es, de los municipios de gran población), así como a los de los regímenes especiales de Barcelona y Madrid, pero no podría hacerse extensiva esa normativa a cualquier directivo público municipal que fuera creado y designado por los gobiernos loca-les, salvo los previstos para organismos autónomos y entidades públicas empre-sariales, tal como aparecen reguladas en el artículo 85 bis de la LBRL (pues esta regulación sí que es aplicable a todas las entidades locales). Esta interpretación se debe a que en los «municipios de régimen común» no existe, en principio, otra dirección pública institucionalizada que no sea la de los organismos autónomos y entidades públicas empresariales locales.

e) El artículo 87.3, en sus dos últimos incisos, establece un régimen jurídico específico de «retribuciones» para aquellos funcionarios que hayan sido nombra-

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dos «altos cargos» (al margen de que lo hace extensivo a otros supuestos que ahora no interesan). En efecto, tal precepto recoge una genérica previsión de que las «Administraciones públicas velarán para que no haya menoscabo en el de-recho a la carrera profesional» de estos funcionarios, pero establece un mínimo de garantía para este colectivo, cuando afirma lo siguiente: «[...] estos funciona-rios [como mínimo] recibirán el mismo tratamiento en la consolidación de grado y conjunto de complementos que el que se establece para quienes hayan sido directores generales y otros cargos superiores de la correspondiente administra-ción pública». En virtud de esta previsión, el directivo público con la condición de «alto cargo» mantendrá el privilegio de disponer del complemento de «director general» cuando retorne a su puesto de funcionario durante el resto de sus días de servicio en la administración pública, independientemente de que sea aquella en la que ha prestado servicios como alto cargo u otra diferente, asimismo inde-pendientemente de cuál sea el puesto de trabajo que ocupe y el grupo de clasifi-cación al que pertenezca. Como es conocido, esta discutible interpretación (que «sanciona» a la administración de origen del funcionario cuando este presta ser-vicios como alto cargo en otra diferente) fue considerada constitucional en una polémica sentencia del Tribunal Constitucional (STC 32/2000), luego proseguida de otras que abordaron este mismo tema. Las consecuencias en la aplicación de esta norma tienden a otorgar descaradamente una serie de privilegios económi-cos a aquellos funcionarios públicos que han adoptado públicamente compromi-sos con determinadas fuerzas políticas al haber desempeñado cargos públicos que, hasta la fecha, son cargos de «designación política» (cuyo elemento central en el proceso de designación, sin perjuicio de que puedan intervenir otros facto-res, es la confianza política). Ese proceso de designación es plenamente consti-tucional y obviamente lícito, pero lo que puede ofrecer flanco a la crítica es que quienes han desempeñado cargos públicos de designación política, por su mayor o menor compromiso con los partidos que les han propuesto, vean «favorecida» y «enriquecida» su carrera profesional en la función pública, pues, aparte de verse afectada su neutralidad e imparcialidad, es evidente que la «carrera profesional», como su propio nombre indica, no debería valorar factores exógenos a las propias exigencias de profesionalidad.

f ) Como es sabido, el ámbito de aplicación del EBEP no alcanza a las empre-sas y sociedades públicas de capital total o mayoritariamente público ni a las fun-daciones «públicas», por lo que, en consecuencia, el personal directivo de estas entidades no está, en principio, sujeto a lo previsto en el artículo 13 del EBEP. Se produce –o, mejor dicho, se puede producir–, de acuerdo con lo previsto en la disposición adicional primera del EBEP, una clara «fuga» de la regulación de los directivos públicos profesionales en estos casos, puesto que tales puestos directi-vos se podrán seguir cubriendo, no por criterios profesionales, sino entre personas «amateurs» o que no acrediten competencias para su desempeño. Ciertamente,

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esta restricción en el ámbito de aplicación del EBEP no impide de ninguna de las maneras que el legislador autonómico o, en su caso, la administración pública com-petente opten por una profesionalización de ese escalón directivo de las socieda-des públicas y fundaciones del mismo carácter, así como de los consorcios que, en su caso, puedan quedar fuera del ámbito de aplicación de la ley. Esta opción por profesionalizar el escalón directivo de este tipo de organizaciones (de marcado carácter público) sería, sin duda, la opción más razonable si de verdad se apues-ta por una modernización del sector público en su conjunto y por un tratamiento mínimamente unificado del mismo.

g) Los funcionarios con habilitación de carácter estatal se regulan en la dis-posición adicional segunda del EBEP. Ciertamente, en esta larga y prolija regula-ción nada se dice de que desarrollen funciones directivas, pero de hecho muchos de estos funcionarios, aparte de las funciones reservadas que pueden tener en ciertos casos un posible sesgo directivo (en municipios de cierto tamaño), de-sarrollan también funciones de contenido directivo. Así, el Título X de la LBRL, relativo a los «municipios de gran población», encuadra a los funcionarios con «habilitación nacional» que ocupen determinados puestos en la estructura mu-nicipal como «órganos directivos» en sentido estricto. Pero, a diferencia del res-to de titulares de órganos directivos municipales, el régimen jurídico de su nom-bramiento es singular, lo que no deja de ser ciertamente llamativo y erosiona en cierta medida la apuesta por configurar a ese personal como directivo público profesional. En efecto, la provisión de puestos de trabajo de esos funcionarios con habilitación de carácter estatal se realiza por los sistemas tradicionales de concurso (que es el sistema normal de provisión) o por «libre designación» (que es un sistema excepcional para supuestos tasados). Y en este último caso sí que ha habido ciertos cambios, con repercusiones todavía un tanto indefinidas. En efecto, el sistema de libre designación se puede aplicar excepcionalmente «para los municipios de gran población previstos en el artículo 121 de la Ley 7/1985, así como las Diputaciones Provinciales, Cabildos y Consejos Insulares» (antes lo era potestativamente para los puestos de diputaciones, cabildos, consejos insu-lares, ayuntamientos capitales de provincia y aquellos municipios de más de cien mil habitantes, siempre que tuvieran asignado un complemento de destino de nivel 30). Pues bien, en virtud de esa regulación los municipios de más de cien mil habitantes que no se hayan constituido en «municipios de gran población» (a efectos de la aplicación del Título X de la LBRL) no serán provistos por el sis-tema de libre designación sino por el de concurso. Es más, un municipio como Barcelona, al que no se aplica el Título X de la LBRL, debería cubrir –lo que no deja de ser ciertamente insólito y hasta cierto punto absurdo– a partir de aho-ra sus puestos de funcionarios con habilitación de carácter estatal por medio de concurso. Creo que se debe buscar una interpretación más razonable de esos enunciados legales. También pueden proyectarse esas dudas al caso de Madrid,

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pues a pesar de que el Título X ha resultado desplazado en su totalidad por la regulación de la Ley 22/2006, nada se dice en esa Ley en relación a que no sea aplicable el citado Título X, aunque es obvio que su régimen jurídico está ya ex-tramuros del previsto para los municipios de «gran población» y la propia Ley de capitalidad –a diferencia de la Carta Municipal de Barcelona– regula con cierto detenimiento estas figuras de los funcionarios «con habilitación nacional». Pero esa enmienda que se aprobó también en el Pleno del Senado de 21 de marzo de 2007 puede tener, como se ve, serias implicaciones para determinados munici-pios. En Cataluña, por ejemplo, hay un buen número de municipios que superan los cien mil habitantes y disponen de menos de dos cientos cincuenta mil, y no se han constituido como «municipios de régimen de gran población», por lo que la interpretación más razonable es que tales municipios deberán sacar a concurso las plazas vacantes de funcionarios con habilitación de carácter estatal. Lo para-dójico es que, hasta la aprobación del EBEP, tales puestos se podían cubrir por medio del procedimiento de libre designación.

h) Hay, asimismo, una referencia al personal directivo en la disposición adicio-nal cuarta del EBEP, relativa a las ciudades de Ceuta y Melilla. Allí se dice que, en el marco de lo previsto en el apartado uno de esa misma disposición (un marco, por cierto, de notable confusión) las asambleas de estas ciudades podrán regular el procedimiento de provisión de puestos directivos, así como su régimen de per-manencia y cese (apartado c) del punto dos de esta disposición adicional).

i) La disposición adicional undécima extiende el ámbito de aplicación del artículo 87.3 también al personal recogido en el artículo 4, «en la medida en que dicha aplicación resulte compatible con lo establecido en su legislación especí-fica».

j) Y, en fin, la disposición final tercera, apartado dos, endurece el régimen de incompatibilidades del personal directivo (o, mejor dicho, de aquel personal que se calificado como tal), puesto que no se le puede autorizar o reconocer compatibili-dad alguna. La exposición de motivos del EBEP dice lo siguiente: «La Disposición Final tercera refuerza la total incompatibilidad del personal directivo, incluido el sometido a la relación laboral de carácter especial de alta dirección, para el des-empeño de cualquier actividad privada». En cualquier caso, según se deriva del párrafo segundo del apartado dos, de la disposición final cuarta del EBEP, esa dis-posición final tercera 2 no entrará en vigor hasta que se aprueben las leyes de fun-ción pública de las administraciones autonómicas, manteniéndose vigente hasta ese momento la actual normativa. No obstante, dado que esa vigencia diferida se condiciona «a la entrada en vigor del Capítulo III del Título III (derechos retributi-vos) con la aprobación de las leyes de función pública», por parte del Ministerio de Administraciones Públicas, en la Instrucción publicada en su día, se ha consi-derado que la referencia a las incompatibilidades del personal directivo tiene apli-cabilidad directa.

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El artículo 13 del Estatuto Básico del Empleado Público

Al margen de todas estas previsiones, sin duda importantes, lo que nos interesa especialmente tratar en estos momentos no es otra cosa que la regulación especí-fica que del personal directivo se lleva a cabo en el artículo 13 del EBEP, sobre todo para examinar hasta qué punto esa regulación se aplica a las entidades locales y de qué manera las obliga a las mismas.

El enunciado de este precepto se encabeza, por cierto a diferencia del enuncia-do del subtítulo, con la locución «personal directivo profesional». Y este calificativo de «profesional» no es, a mi juicio, precisamente neutro, sino que tiene (o debería tener) importantes consecuencias prácticas. Veamos.

En efecto, el dato de que el artículo 13 califique al personal directivo como pro-fesional plantea interesantes cuestiones en torno a qué significa precisamente ese calificativo y, asimismo, sobre cuáles son o han de ser los directivos públicos que se encuadren dentro de esa figura. En relación con el primer punto, se ha de de-cir que calificar a la dirección pública como «profesional» implica reconocer que hay un núcleo de personas en la administración pública que desempeñan tareas directivas, pero más aún significaría aceptar que tales personas hacen del desem-peño directivo su profesión principal, para la cual disponen de los conocimientos exigidos, de las habilidades y destrezas requeridas y tienen, asimismo, las aptitudes y aptitudes necesarias para su correcto desempeño. Sin embargo, esta lectura de la «profesionalidad» de los puestos directivos, vinculada a la idea de la existencia de «una estructura directiva permanente» en la que los potenciales directivos se encuadran, no parece haber cuajado definitivamente en el modelo diseñado por el EBEP, máxime cuando se ha prescindido de caracterizarlo como «clase de em-pleado público» distinta y diferente del resto. Ello no impediría, en ningún caso, la apuesta de un legislador autonómico por establecer un sistema de dirección públi-ca profesional que esté basado más en la configuración del mismo como un «mo-delo de carrera» que en su diseño como un «sistema de puestos».13

El carácter «profesional» de la dirección pública implicaría también que tales personas acreditan las competencias necesarias para ejercer las funciones asig-nadas a cada puesto directivo en concreto. El hecho, por tanto, que una persona sea funcionario cualificado no le acreditaría, en principio, para el desempeño de esas funciones directivas, pues las funciones y tareas propias de un funcionario son, por lo común, diametralmente distintas de las derivadas de la función directi-va. Quien desease ejercer tareas directivas debería, por tanto, acreditar experiencia en ese terreno, haberse formado en técnicas y habilidades y, asimismo, disponer de una personalidad acorde con las exigencias de los puestos directivos. En suma,

13. Esa es la propuesta que se deriva de un interesante documento elaborado por M. Villoria Mendieta, sobre personal directivo para un grupo de trabajo de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha.

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debería acreditar las competencias, tanto genéricas como específicas, necesarias para el desempeño del puesto de trabajo directivo. Por eso, como luego diremos, es tan importante que, con carácter previo a cualquier convocatoria, se defina el perfil del puesto de trabajo directivo que se pretende cubrir.

La profesionalización de la función directiva plantea, asimismo, otra compleja incógnita. ¿Qué puestos deben ser calificados de «profesionales» en la dirección pública?, ¿dónde trazamos la difícil (y un tanto arbitraria) línea de lo que son pues-tos de naturaleza exquisitamente política y los que requieren competencias profe-sionales en el campo de la dirección pública? Estas preguntas son posiblemente las más complejas de responder, puesto que la delimitación de la frontera entre puestos de naturaleza política y los de naturaleza directiva profesional es un te-rreno siempre pantanoso y movedizo, pues dependen en última instancia de has-ta qué punto la clase política haya interiorizado (y consensuado plenamente entre ella) la necesidad objetiva de disponer de una dirección pública profesionalizada en la administración pública. Al fin y a la postre, hay que tener en cuenta que la introducción de la dirección pública profesional en cualquier estructura de gobier-no supone alterar los equilibrios de poder. Y para ello hay que tener ideas claras y decisiones muy precisas.

Si la opción es por «sustraer» del espacio político puro determinados puestos directivos que hoy en día son cubiertos por criterios de designación política (por ejemplo, direcciones generales en las comunidades autónomas), la única solución cabal es comprender que el espacio de la dirección pública tiene dos niveles o es-tratos, a saber: los más cercanos a la actividad estrictamente política y los que tie-nen un perfil más acusadamente gerencial. Esta afirmación nos plantea de inme-diato la necesidad de articular una función directiva basada en unos presupuestos básicos comunes ciertamente limitados para toda la «dirección pública profesional» y, acto seguido, establecer dos regímenes jurídicos diferenciados (al menos en al-gunos aspectos: proceso de designación y sistema de cese, principalmente) para dos tipos de directivos públicos en función de la proximidad mayor o menor a los niveles políticos. Así, como decíamos, unos, los que están más epidérmicamente en contacto con los cargos de designación política en sentido estricto (en los que la confianza o la sintonía personal o, en su caso, política, ha de permitir unos már-genes razonables de discrecionalidad en la designación y/o cese), y otros los que ejercen funciones directivas de carácter más ejecutivo o que están subordinados a los anteriores (en los que el margen de discrecionalidad en el nombramiento de-bería ser mucho menor, limitándose todo lo más a la formulación de una terna de aspirantes que reúnan las competencias, mientras que el margen de cese debería impedirse para el período de tiempo que el directivo haya sido nombrado, salvo como consecuencia de los malos resultados de la gestión). Tendríamos así dos ti-pos de directivo públicos «profesionales»: a) los directivos públicos de «nivel supe-rior» que ostentan la condición de altos cargos y asimilados (de los que habría que

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exceptuar los órganos superiores y aquellos órganos directivos que se considerara que están más próximos a la política); y b) los directivos públicos de «nivel inter-medio» o de «nivel básico», que están directamente subordinados a los anteriores.

Sin embargo, estas apreciaciones no se derivan del modelo previsto en el ar-tículo 13 del EBEP, pues en esa regulación no se determina qué puestos tendrán la consideración de directivos públicos profesionales, pudiendo ser el sistema de dirección pública profesional más amplio o más limitado, según lo determine en cada caso la administración pública correspondiente. Es más, aunque dados los ambiguos términos de la normativa básica todo podría caber, la «solución EBEP» parece ir dirigida a establecer una dirección pública profesional sólo en la alta fun-ción pública, pues, si no, difícilmente se podría comprender que esta materia se regulara en el Estatuto Básico y no en una Ley de organización. En efecto, dise-ñar una dirección pública profesional sobre bases nuevas, esto es, incluir dentro de ella a algunos de los actuales niveles de «altos cargos», requiere dos solucio-nes alternativas. La primera, la más limpia, exige modificar las leyes de gobierno y administración de las comunidades autónomas (así como la LOFAGE) y, asimis-mo, el resto de leyes que establezcan un régimen singular para esos altos cargos (incompatibilidades, conflicto de intereses, sistema retributivo, etc.). La segunda, también transitable, es configurar algunos de esos puestos cubiertos actualmente por el sistema de «altos cargos» como dentro de la dirección pública profesional, lo que implicaría «desclasificar» algunos puestos de altos cargos e insertarlos en la dirección pública profesional (por ejemplo, algunas direcciones generales, las direcciones de servicio, etc.).

No se nos escapa que estas dos soluciones plantean notables dificultades de aplicación en el ámbito local, especialmente en lo que respecta a los municipios de gran población, pues el Título X de la LBRL determina unos determinados ór-ganos como directivos y, en consecuencia, establece ya qué puestos de esas or-ganizaciones locales tienen la consideración de «directivos». Asimismo, esa nor-mativa regula un sistema de nombramiento y cese de los titulares de tales órganos directivos. La doble pregunta en este caso es la siguiente: Esos órganos directivos previstos en la LBRL, ¿tienen la consideración de directivos públicos profesionales a efectos del EBEP? El sistema de nombramiento (o de designación), ¿se ha de ver afectado por las previsiones recogidas en el propio EBEP? A ambas preguntas intentaremos dar respuesta, pero vaya por delante que caben soluciones diferen-tes en los dos casos.14

Entrando ya en el examen del contenido del artículo 13 EBEP, conviene dete-nerse en el primer párrafo de este precepto, pues de su redacción se suscitan no pocas dudas en torno a su alcance. El texto del enunciado –tal como quedó defi-nitivamente aprobado tras la enmienda del Senado– es el siguiente:

14. Véase el estudio sobre el Estatuto Básico del Empleado Público publicado por el Ayuntamiento de Madrid. Madrid, 2008.

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El gobierno y los órganos de gobierno de las comunidades autónomas podrán establecer,

en desarrollo de este Estatuto, el régimen jurídico específico del personal directivo así como los

criterios para determinar su condición, de acuerdo, entre otros, con los siguientes principios.

De este párrafo se pueden suscitar una serie de dudas y no pocas reflexiones. En primer lugar, la habilitación a que se regule vía reglamento el régimen jurídico específico del personal directivo, así como los criterios para determinar su condi-ción, ¿impide su regulación por ley?; en segundo lugar, ¿qué limitaciones tiene la opción del legislador en relación con el contenido de ese régimen jurídico?; en ter-cer lugar, ¿qué poder normativo (el del Estado o el de las comunidades autónomas) puede regular la dirección pública en el ámbito local?; y, por último, ¿se trata de una norma básica no obligatoria, esto es, que faculta la creación de ese personal directivo o que permite, en su caso, no ser desarrollada?

En relación con la primera pregunta, cabe afirmar que la habilitación al Gobierno o a los gobiernos autonómicos para desarrollar esta materia no impide de ninguna de las maneras que sea el legislador el que lo haga. Es más, durante la práctica totalidad de la tramitación parlamentaria este artículo 13 estaba redactado en tér-minos muy diferentes, puesto que se indicaba que serían las leyes de desarrollo del Estatuto de cada administración pública las que podrían establecer el régimen jurídico específico del personal directivo. La modificación de ese enunciado en el Senado se debió, al parecer, a la voluntad del Ministerio de Administraciones Públicas de regular uno de los «temas estrella» del EBEP durante la legislatura que estaba acabando, para lo cual era necesario que tal desarrollo se hiciera por de-creto y no por ley (pues no había «tiempo político» para tramitar y aprobar ésta). Sin embargo, como se decía, nada impide que el legislador estatal o autonómico actúe, siendo además lo natural que lo haga, puesto que una parte sustantiva del régimen jurídico del personal directivo está sujeto a la reserva de ley (incompati-bilidades, situaciones administrativas, retribuciones, etc.), y además no existe en nuestro ordenamiento jurídico –como es conocido– la reserva reglamentaria. La regulación por ley tendría, por otra parte, una vocación de permanencia y estabi-lidad en el tiempo, estando así al abrigo de cambios permanentes y constantes.

Tal como se acaba de indicar, y ya en relación a la segunda cuestión, el poder reglamentario tiene aquí unas limitaciones evidentes, puesto que hay materias re-servadas a la ley o reguladas por esta que no pueden ser objeto de regulación pri-maria por parte de un Real Decreto o de un Decreto de las comunidades autóno-mas. Por consiguiente, el poder reglamentario podrá ser utilizado para establecer algunos aspectos del régimen jurídico del personal directivo que estén muy vincu-lados con el sistema de organización, pero no con la finalidad de configurar un ré-gimen jurídico completo y cerrado. En efecto, a través de una norma reglamenta-ria (y con la precaria estabilidad que ella conlleva) se podrían definir los siguientes puntos del régimen jurídico de este personal directivo:

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1. El modelo de función directiva: si se trata de un sistema de puestos direc-tivos o de agrupación de puestos directivos, así como en el caso de ser un sistema cerrado (sólo funcionarios), parcialmente abierto (preferentemente funcionarios o empleados públicos en régimen laboral) o abierto (funcionarios, laborales y externos).

2. La definición de qué puestos tienen la consideración de directivos, por un lado mediante la definición de lo que hace un directivo público, y, por otro, de la concreción de si los directivos públicos profesionales conforman un solo colectivo o se deben desglosar a efectos de definición de su régimen jurídico en dos estratos: directivos públicos superiores o de máxima responsabilidad y directivos públicos in-termedios. En cualquier caso, esta posibilidad tiene asimismo muchas limitaciones, puesto que si los órganos directivos están ya definidos por ley (véase, por ejemplo, la LOFAGE o las diferentes leyes autonómicas que regulan la alta administración o las incompatibilidades de los «altos cargos») es obvio que se requiere una norma con rango de ley para determinar asimismo qué órganos tendrán la condición de directivos públicos profesionales.

3. El sistema de designación o selección, en su caso, de directivos públicos, con la concreción de si existirán órganos técnicos especializados de selección. Asimismo, esta normativa puede definir, entre otras cosas, la necesidad de confi-gurar un perfil de competencias de cada puesto directivo, las exigencias mínimas para participar en un proceso selectivo (años de experiencia, requisitos de titula-ción, formación previa, etc.).

4. El sistema de evaluación del rendimiento de la gestión del personal directi-vo, que ha de ser específico para este personal sin perjuicio del que se establezca en su caso para el resto de empleados públicos. La correcta implantación de un sistema de evaluación de directivos es, además, un prius para el desarrollo y éxito del sistema de evaluación en el resto del empleo público. Cabe subrayar que difícil-mente podrá tener éxito un sistema de evaluación de empleados públicos si previa-mente (o en paralelo) no se ha puesto en marcha un sistema objetivo de evaluación de directivos. Todo ello requiere, asimismo, determinar con claridad cuáles son los objetivos que se deben alcanzar, así como arbitrar un sistema de indicadores que facilite conocer si esos objetivos se han alcanzado y en qué medida.

5. La articulación de un sistema de retribuciones variables en función de los resultados de la gestión, y, en todo caso, la diferenciación de las retribuciones de los puestos directivos, no en función de su denominación formal, sino de sus ta-reas y responsabilidades (personal a su cargo, presupuesto, tipo de actividad, etc.).

6. El sistema de cese, que puede combinar, como decía, márgenes relativos de discrecionalidad (siempre que se refieran a personal directivo vinculado directa-mente con los órganos de naturaleza política), con un cese basado exclusivamen-te en los resultados por la gestión, con la articulación de un período temporal del desempeño (tres, cuatro o cinco años) en los que la remoción discrecional no ca-

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bría y el titular del puesto directivo podría participar, una vez acabado el período, en la nueva convocatoria (valorándose, obviamente, los resultados de su gestión). No obstante, como medida de transición, el cese se podría mantener con carácter discrecional para aquellos puestos directivos dependientes directamente de car-gos de naturaleza política.

La tercera cuestión que nos planteábamos tiene una estrecha conexión con el objeto de este estudio: ¿Qué poder normativo ha de regular la dirección pública lo-cal? Aquí es donde se advierte, una vez más, la incoherencia de la atribución de la regulación del régimen jurídico al poder reglamentario del Estado o de las comuni-dades autónomas, pues de ser ello cierto significaría que la dirección pública pro-fesional en el ámbito local debería ser regulada por un Real Decreto del Gobierno central o por un Decreto de la comunidad autónoma, según la instancia que fuera competente. La cuestión no es menor si se repara en que tanto en los municipios de gran población como en los de régimen especial ha sido el legislador el que, con mayor o menor intensidad y acierto, ha venido regulando esa función directi-va. Asimismo, en los organismos autónomos y entidades públicas empresariales locales algunos de los principios que caracterizan la dirección pública están reco-gidos en el artículo 85 bis LBRL.

Lo cierto es que con las prisas a la hora de introducir la enmienda antes citada los errores cometidos fueron abundantes. Y uno de ello consistió en «olvidarse», literalmente hablando, del nivel local de gobierno. Este «olvido» a la hora de defi-nir qué poderes normativos reglamentarios pueden determinar el régimen jurídico de los directivos públicos (con la exclusiva referencia al Gobierno y a los órganos de gobierno de las comunidades autónomas), no implica en ningún caso que los poderes públicos locales no puedan desarrollar directamente las previsiones re-cogidas en el artículo 13 del EBEP y definir, así, para su respectiva administración pública, cuál es el modelo de dirección pública profesional por el que apuestan. Por tanto, nada impediría, sino todo lo contrario, que el poder normativo local se ejerciera en este terreno, mediante la elaboración del correspondiente reglamento (en el caso de los municipios de gran población y en los de régimen especial es apropiado que tenga la naturaleza de «orgánico», como se deduce de la legisla-ción básica general y especial), que previera todos aquellos aspectos que han sido recogidos con anterioridad (modelo de función directiva; determinación de qué puestos tendrán la consideración de directivos públicos profesionales; sistema de designación o selección, en su caso; sistema de evaluación; retribuciones varia-bles, y, en fin, el sistema de cese).

El poder normativo local, por tanto, podría perfectamente desarrollar las pre-visiones recogidas en el artículo 13 del EBEP, con la única limitación de no poder regular ex novo todo lo que esté materialmente reservado a la ley o previamente regulado por ésta. De hecho, ya ha habido algunos municipios que lo han hecho y otros que están en fase de aprobar una modificación de la normativa municipal en

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esa dirección.15 Ciertamente, hay que ser conscientes de que las objeciones que plantea una regulación municipal «anticipada» a la ley son obvias: la más importan-te hace referencia a que la aprobación posterior de la ley pueda desplazar algunas de las previsiones del reglamento orgánico municipal que regule esta materia. La objeción puede ser calificada de menor, puesto que cualquier regulación local que refuerce el principio de autonomía local en esta materia debería prevalecer frente a la ley, por lo que el desplazamiento de las normas locales sólo se produciría en aquellos supuestos en que la regulación municipal salvaguardara menos la auto-nomía local que la propia ley posterior. Téngase en cuenta, porque es un aspecto importante, que la dirección pública profesional forma parte consustancial de las potestades de autoorganización local, pues ambos planos (organización y dirección pública) están directamente imbricados entre sí, como además lo pone de relieve la regulación del Título X de la LBRL.

Por lo que afecta a la última cuestión, cabe señalar que tal como aparece re-dactado el artículo 13 («podrán») da la impresión que esa regulación del personal directivo no es obligatoria para las diferentes administraciones públicas, que po-drían así desarrollar ese precepto o no hacerlo. De la dicción del enunciado del ar-tículo 13 cabe deducir –lo que no deja de ser ciertamente paradójico– que se trata de una norma básica de naturaleza dispositiva, una curiosa modalidad de «norma básica» hasta ahora nada frecuente en nuestro sistema de fuentes del Derecho. Sin embargo, cabría hacer otra lectura de ese enunciado, más acorde con las fi-nalidades recogidas en la exposición de motivos, y que iría encaminada a defen-der que la fórmula verbal «podrán» lo único que hace es habilitar al Gobierno o a los gobiernos de las comunidades autónomas (así como al poder normativo local) para que, por medio de norma reglamentaria, regulen el régimen jurídico especí-fico de este personal directivo, puesto que en caso contrario el desarrollo debe-ría ser obviamente realizado por ley. No obstante, somos conscientes de que esta interpretación no es acorde con «la voluntad del legislador», pues la formulación verbal «podrán» se encontraba desde el principio de la tramitación parlamentaria del Proyecto de ley.

Y esta reflexión es importante por lo que diré al final de la exégesis de este pre-cepto, puesto que si esa regulación de principios no es obligatoria, ¿qué sentido tiene su inclusión como norma básica dentro del EBEP?, ¿qué factor de moderni-dad añadiría a nuestro sistema administrativo?, ¿por qué, entonces, no se ha es-tablecido su vigencia diferida como se ha hecho en otros casos?, ¿obliga, en con-secuencia, a los gobiernos locales a su aplicación inmediata?, ¿es necesaria, por tanto, una regulación complementaria del artículo 13, sea por vía de ley o de regla-mento, para que los principios allí recogidos sean directamente aplicables? Todas estas cuestiones distan de estar claras con la redacción finalmente dada al artí-

15. Es el caso, por ejemplo, del Ayuntamiento de Donostia-San Sebastián. Véase su Reglamento Orgánico Municipal y de Gijón..

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culo 13. Lo único que resulta obvio es que si el poder reglamentario (ya sea estatal, autonómico o local) o el legislador, en su caso, desarrollan el artículo 13 y prevén la existencia de un personal directivo profesional, deberán respetar los principios recogidos en ese precepto.

Si se centra la atención sobre cuáles son los principios que, como mínimo, de-berá respetar el desarrollo de este artículo 13 EBEP, ya sea por ley o reglamento, las cuestiones que se suscitan serían las siguientes.

¿Quiénes son directivos públicos profesionales? La identificación de cuáles son las funciones directivasLa definición que hace el EBEP de quiénes tienen la consideración de directivos públicos es un tanto circular, pues nos dice que son directivos públicos quienes desarrollen funciones directivas profesionales en las administraciones públicas, «definidas como tales en las normas específicas de cada Administración».

La identificación de cuáles sean esas funciones directivas se reenvía a lo que determinen las normas específicas de la administración pública. Aquí parece ha-ber imperado un criterio pragmático, pero puede dar lugar a la construcción de modelos de función directiva de geometría variable; esto es, en algunos casos se insertarán figuras directivas dentro del personal directivo profesional que no en-contrarán acomodo en otros sistemas. El ejemplo más evidente puede ser la in-serción o no dentro de este personal directivo profesional de determinadas cate-gorías de altos cargos que ejercen funciones directivas. En efecto, el legislador (el «poder reglamentario» o «el poder normativo local») puede estar tentado de no incorporar dentro de la categoría de «directivos públicos profesionales» a los altos cargos y asimilados, que seguirían por tanto siendo designados por el sistema de libre nombramiento y libre cese.

El problema se plantea en el ámbito local, tal como decíamos, en los términos siguientes: en los municipios de gran población, o en el régimen especial de Madrid, ¿los titulares de los órganos directivos municipales tienen la consideración de «di-rectivos públicos profesionales» a efectos del EBEP? Dicho de otra manera, ¿los coordinadores generales y los directores generales de esos municipios tienen esa consideración? Vaya por delante que la respuesta no es sencilla, pues esos «órga-nos directivos» se incorporaron en el ámbito local como sustitutivos de la ausencia de la figura de los «altos cargos» y de forma mimética a la regulación establecida por la LOFAGE. A la espera de que el legislador de desarrollo desvele esa incógni-ta, la solución más razonable es considerar que tales órganos directivos formarán parte de la dirección pública profesional si el reglamento orgánico municipal así lo prevé, pues será esta norma la que establezca qué puestos de la organización municipal se encuadran en la figura del personal directivo profesional, debiendo asimismo establecer su régimen jurídico. Mientras tanto, cabe presumir que esos puestos «directivos» no se encuadran en la figura de los «directivos públicos pro-

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fesionales». Aún así, ha habido quienes han defendido la tesis de la aplicabilidad directa del artículo 13 del EBEP también a los titulares de los órganos directivos de los municipios de gran población, lo que ha dado lugar a que determinados ayun-tamientos hayan procedido a la convocatoria pública de tales puestos directivos.16

Las opciones, por tanto, son dos: la primera, que podríamos denominar avan-zada, apostaría por insertar dentro de la dirección pública profesional a los titulares de los órganos directivos y a los altos puestos de la función pública; la segunda, incorporaría sólo a este último colectivo. Esta segunda es, sin duda, una lectura muy limitada de lo que debe ser la función directiva profesional en el sector públi-co que, a la postre, significa dejar las cosas prácticamente como están, pues im-plica únicamente extraer determinados puestos del «sistema de libre designación» para incorporarlos en la función directiva profesional. Esta ha sido, por ejemplo, la opción de la Ley 3/2007, de 27 de marzo, de la función pública de las Islas Baleares (BOE de 27 de abril de 2007, núm. 101), pues en su artículo 35, al regular los puestos de naturaleza directiva, se indica que tendrán tal condición los puestos superiores de la estructura de la función pública (esto es, los clasificados con el nivel 30, los que impliquen jefatura de departamento o jefatura de servicio). Esa misma es la lectura que se impuso en la ya examinada Ley de agencias para la mejora de los servicios públicos, interpretación que ha sido ratificada por los dife-rentes estatutos que se han aprobado de las distintas agencias.

El debate no es menor, puesto que también incide, como se ha visto en el caso del Ayuntamiento de Madrid, a la hora de deslindar cuáles son los directivos pú-blicos en las entidades locales. El problema se suscita, como también se ha visto, asimismo, de inmediato en el caso de los municipios de gran población.

Lo más razonable sería, sin duda, que en el ámbito local no se establecieran muchas distinciones entre el tipo de personal directivo existente («directivos polí-ticos» y «directivos públicos profesionales»), pero las reflexiones que se han plan-teado en el Ayuntamiento de Madrid sin duda se extenderán al menos a los muni-cipios más grandes. Habrá, en efecto, fuertes resistencias políticas (también aquí) a que los directivos públicos «superiores» (por ejemplo, coordinadores generales y directores generales) deban someterse al régimen jurídico de los directivos pú-blicos profesionales. Aún así, sería razonable que en la esfera local se caminara decididamente hacia una profesionalización del nivel directivo que alcance tanto a los actuales directores generales como a los puestos más altos de la función pú-blica y del empleo público laboral del municipio respectivo. Tal vez, de forma más pragmática, se podría reconocer que, en determinados municipios, los coordina-dores generales puedan tener una impronta política más acusada. Pero lo mejor sería no hacer excepciones al respecto, puesto que una vez que se prevea una ex-

16. Véase el caso del Ayuntamiento de Gijón. Por ejemplo, Resolución de la Alcaldía de 20 de julio de 2007, de determinación de áreas directivas. Asimismo, las Bases de convocatoria para la provisión de determinados cargos directivos del Ayuntamiento de Gijón. O, por último, la resolución de la Alcaldía de 17 de enero de 2008 por la que se determinan las funciones de cada una de las áreas directivas.

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cepción las posibilidades de profesionalizar ese espacio serán posiblemente nulas.En cualquier caso, y al tratarse de una normativa básica, el EBEP se ha inclinado

por no establecer un catálogo de figuras directivas que deban encuadrarse dentro de ese personal directivo profesional y reenviar el tema, dentro de las potestades de autoorganización, a lo que en cada caso dispongan las normas específicas de cada administración pública (salvo que la ley especifique qué puestos de natura-leza directiva se encuadrarán dentro del personal directivo). Dicho de otro modo: ante la dificultad de definir lo que sean esas funciones directivas, se aboga porque sean las normas específicas de cada administración (cabe pensar que serán las leyes de desarrollo y, en su caso, las normas que definan la estructura organizativa de cada entidad) las que concreten cuáles son esos órganos cuyos titulares han de tener la consideración de directivos públicos y sobre todo qué funciones tendrán.

Esta remisión que lleva a cabo el EBEP nos sitúa el problema de forma más co-rrecta. En efecto, como se viene afirmando a lo largo de estas páginas, la dirección pública no es, en realidad una materia propia del Estatuto Básico del Empleado Público, pues las posibilidades de regulación de la institución que tiene una nor-ma de este tipo son muy reducidas, dado que sólo puede extenderse a los pues-tos de naturaleza directiva cubiertos por empleados públicos. En realidad, el ré-gimen jurídico del personal directivo debería regularse en las leyes o normas de organización de cada entidad o, en su caso, en un estatuto del directivo público profesional que tuviera identidad propia y diferenciada frente a las leyes y normas reguladoras del empleo público. La elaboración del estatuto del directivo público profesional es una vieja propuesta que se puso en circulación en los años noventa y que prácticamente ha quedado enterrada y, por tanto, fuera del mercado de las ideas. Sin embargo, mientras no se resuelva el problema de la estrecha vinculación entre organización y dirección pública profesional, menos posibilidades habrá de avanzar en la construcción de un modelo racional de dirección pública profesional en España. Por eso, las entidades locales, y particularmente los municipios, tienen aquí una gran oportunidad, puesto que las posibilidades de intervenir en esta ma-teria a través de la potestad normativa municipal son muy elevadas. Es allí donde pueden configurar modelos racionales y coherentes de dirección pública profesio-nal aunque con la ayuda del legislador autonómico sobre todo en los municipios de régimen común (mediante la previsión de que ese personal directivo profesio-nal pueda ejercer competencias delegadas del alcalde).

¿Modelo abierto o cerrado de función directiva?En cuanto a si el sistema de dirección pública previsto en el EBEP se inclina por un modelo «cerrado» o «abierto» (esto es, si los directivos públicos deben ser reclutados entre funcionarios públicos o pueden ser «laborales» al servicio de las administraciones públicas o, incluso, personas «externas» a la organización), tam-poco el EBEP contiene decisiones definitivas. No obstante, en su redacción inicial el

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Proyecto de EBEP incluía una previsión que parecía inclinar claramente la balanza hacia lo que previsiblemente sería un modelo parcialmente cerrado de dirección pública. Me refiero al inciso en el que se indicaba que el personal directivo que ejerza funciones que impliquen la participación directa o indirecta en el ejercicio de las potestades públicas o en la salvaguardia de los intereses generales deberá ser funcionario público. Esta previsión se ha eliminado, pero se mantiene la redac-ción del artículo 9.2, por lo que cabe entender que resultará plenamente aplicable también al personal directivo cuyos cometidos funcionales se vieran afectados por lo dispuesto en tal precepto. Y la citada previsión normativa no hace otra cosa que trasladar al plano interno la noción restrictiva que de funcionario público ha ido construyendo el Derecho Comunitario (al menos, tal y como ha sido interpretado el artículo 39.4 del TCE por la jurisprudencia comunitaria) con el fin de permitir la libre circulación de trabajadores. Y esta importación planteará –qué duda cabe– no pocos problemas de deslinde y posiblemente terminará siendo fijada «casuística-mente» por los tribunales de justicia.

Esa previsión recogida en el artículo 9.2, que para el ámbito local de gobierno se completa con lo previsto en el apartado primero de la Disposición Adicional se-gunda del EBEP, debería implicar que todos los puestos directivos del mundo local cuyo ejercicio suponga desempeñar funciones que impliquen ejercicio de autoridad, de fe pública y asesoramiento legal preceptivo, de control y fiscalización interna de la gestión económico-financiera y presupuestaria, de contabilidad y tesorería, así como las que impliquen ejercicio directo o indirecto de potestades públicas o la sal-vaguardia de intereses generales, deberán ser cubiertos por funcionarios públicos. Es más, se puede decir que buena parte de los puestos directivos de las adminis-traciones locales tendrán que ser cubiertos por funcionarios públicos, quedando un espacio residual en la administración municipal y más amplio en la administración instrumental para que sea designado como directivo personal laboral al servicio de las administraciones públicas o personal externo a la administración pública.

Se objetará a lo anterior que, proviniendo la definición del Derecho Comunitario y habiendo sido interpretada la misma con carácter restrictivo por el TJCE, lo lógi-co es que los puestos de naturaleza laboral sean muchos. Sin embargo, este ra-zonamiento olvida que la interpretación jurisprudencial comunitaria encuentra su acomodo en la finalidad de garantizar la libre circulación de trabajadores por el espacio comunitario, mientras que la finalidad del artículo 9.2 del EBEP (y la del apartado primero de la Disposición Adicional segunda del mismo texto legal que la «concreta» y «complementa» para el ámbito local) es muy diferente, y ha de ser puesta en conexión con el modelo de función pública que se diseña a partir de los presupuestos constitucionales.

Por tanto, pese a los temores que se han difundido de que a través del EBEP se permitía una «laboralización» de la función directiva local, la tesis que aquí se mantiene es precisamente la contraria: los puestos directivos públicos locales han

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de cubrirse preferentemente entre funcionarios públicos, al menos los que desem-peñen cargos directivos cuyas funciones impliquen autoridad, ejercicio directo o indirecto de potestades públicas o salvaguardia de intereses de la propia adminis-tración pública. Ello no impide que se cubran determinados puestos directivos con contratos de alta dirección de carácter laboral y, en consecuencia, entre personas que no tengan la condición de funcionarios públicos, pero serán obviamente algu-nos de los puestos directivos del sector público «empresarial» local o puestos de naturaleza gerencial que tengan un contenido finalista y no dispongan de ninguno de los requisitos exigidos. También se podría explorar la calificación de los puestos directivos como «funcionariales», pero su cobertura habría de tener carácter tem-poral, esto es, por un período de cuatro o cinco años, finalizado el cual la persona que lo ocupara debería concursar de nuevo. No obstante, esta solución encuentra problemas de régimen jurídico para su inserción, pues, descartada la figura del personal eventual para estas tareas directivas, únicamente cabría que el legisla-dor autonómico previera una figura específica de naturaleza temporal a la hora de regular esa función directiva como función reservada a funcionarios públicos de naturaleza temporal dentro de su régimen jurídico. No es fácil.

La «designación» de directivos públicos: principiosEl Estatuto Básico se inclina, además, porque los directivos públicos deban ser designados «atendiendo» (expresión que ya aparecía en la LOFAGE) a los prin-cipios de mérito y capacidad, así como de idoneidad, mediante procedimientos que garanticen la publicidad, habiéndose añadido en el trámite ante el Congreso de Diputados el requisito de «la concurrencia». Este sistema de selección se pre-sume objetivo (aunque el EBEP habla de «designación» y no de selección), pues tiene por finalidad hacer efectivo el componente «profesional» de esos directivos públicos. No se trata, en ningún caso (y esto debe quedar claro), de reproducir para el acceso a los puestos directivos sistemas de selección propios de la función pública ni tampoco de trasladar los sistemas tradicionales de provisión de puestos de trabajo (concurso y libre designación).

El Estatuto Básico es, en este punto, una normativa de mínimos, aunque nos da algunas pistas relevantes sobre el alcance del procedimiento de «designación», exigiendo a tal efecto cuatro requisitos: la idoneidad (esto es, el candidato al pues-to directivo debe acreditar el perfil de competencias exigido para el desempeño del puesto); el mérito y la capacidad (en el procedimiento de acreditación debe medirse la experiencia y los conocimientos de los aspirantes de forma objetiva); la publicidad (deben convocarse los puestos directivos de forma tal que puedan participar en estos procesos todos los que dispongan de los requisitos exigidos en cada convocatoria); y la concurrencia (lo que debe dar lugar a procesos compe-titivos abiertos a diferentes candidatos que reúnan los requisitos exigidos en las convocatorias).

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Una regulación que, según cómo se desarrolle y se aplique, puede dar lugar a soluciones institucionales muy diferentes, pues si bien es cierto que puede sentar las bases para una profesionalización paulatina de esos directivos públicos, tam-bién lo es que puede dar lugar a aplicaciones mecánicas que disten poco del «li-bre nombramiento» o del procedimiento de «libre designación». Sin duda, la opción por un sistema de dirección pública profesional, tal como ha sido configurado en el EBEP, implicará automáticamente sustraer esos puestos directivos del espacio reservado a la libre designación. En realidad, como venimos afirmando a lo largo de estas páginas, el modelo de dirección pública profesional que diseña el EBEP es una suerte de sistema alternativo a la libre designación de provisión de pues-tos de trabajo de naturaleza directiva, al menos por lo que a la función pública se refiere. En consecuencia, la dirección pública profesional y la libre designación de puestos de trabajo de carácter directivo o de especial responsabilidad son dos sis-temas o modelos antagónicos que difícilmente pueden sobrevivir en paralelo, sal-vo, quizás, con carácter transitorio.

El sometimiento a evaluación del personal directivo: la responsabilidad por la gestiónEl personal directivo, como por lo demás también los empleados públicos, estará sujeto a evaluación, de acuerdo con los criterios de eficacia y de eficiencia, respon-sabilidad por la gestión y control de resultados en relación con los objetivos que les hayan sido fijados. Lo más relevante de esa regulación recogida en el artículo 13 del EBEP es que se habla expresamente de responsabilidad por su gestión y de control de resultados de acuerdo con los objetivos que se les hayan fijado.

Esta importante previsión recoge, tal vez, lo que es la médula de la función di-rectiva: la responsabilidad por la gestión, que para ser llevada a cabo requiere una determinación clara y precisa de los objetivos que ha de cumplir el puesto direc-tivo o la unidad directiva correspondiente (que, en otro contextos, se formaliza a través de «acuerdos de gestión»), y un buen sistema de medición o de evaluación de su cumplimiento. Ni qué decir tiene que este es el punto central para articular una función directiva profesional en las administraciones públicas, y que su desa-rrollo requerirá de una fuerte inversión en recursos humanos y en técnicas de eva-luación y medición, pues de su éxito o fracaso depende en buena medida el final, feliz o no, del modelo propuesto.

En todo caso, como ya se ha indicado, la evaluación prevista para el personal directivo no se encuadra en los parámetros de la regulación prevista del artículo 20 del EBEP, sino que deberá tener un diseño y una aplicación específicos que se determinaran a la hora de fijar el régimen jurídico de este personal directivo profe-sional por cada administración.

De todos modos, tampoco hay que pecar de excesivo optimismo con la regu-lación contenida en el artículo 13 del EBEP en esta materia, pues a la «responsa-

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bilidad por la gestión» y «sujeción al control y evaluación de la gestión» ya se re-fería el artículo 6.10 de la LOFAGE hace más de diez años, sin que esas «buenas intenciones» del legislador hayan supuesto hasta la fecha notables avances en la institucionalización de la función directiva ni en la racionalización del sector pú-blico español. Así que frente a este nuevo marco normativa debemos actuar con prudencia, y no echar las campanas al vuelo.

Las condiciones de trabajo del personal directivo no están sujetas a evaluaciónEste es un punto al que ya se ha hecho referencia anteriormente. Partiendo de que el personal directivo forma parte integrante de la alta administración y, en conse-cuencia, sus funciones se engarzan plenamente en la dirección de la administra-ción pública, sus condiciones de trabajo no serán objeto de negociación colectiva, puesto que en tales procesos son habitualmente la parte que representa a la propia administración pública. En consecuencia, su estatuto jurídico y sus condiciones de empleo se fijarán unilateralmente por la propia administración pública.

Esta idea plantea interesantes reflexiones en torno a definir hasta qué punto deben ser oídos o no (o simplemente consultados) en el diseño del modelo de di-rección pública tanto los sindicatos como las organizaciones profesionales de fun-cionarios públicos (sobre todo aquellas que representan a los intereses corporati-vos de elite en la función pública). Vistos los términos contundentes que emplea el legislador, y además por partida doble, resulta claro que la determinación de las condiciones de trabajo del personal directivo es una materia excluida del ámbito de negociación colectiva, puesto que forma parte integrante del núcleo duro de la potestad de autoorganización propia de cada administración.

En realidad, el personal directivo profesional representa la institucionalización de un tercer espacio diferente, como decíamos, del ámbito de la política y de la función pública o del empleo público como tradicionalmente han sido entendidos. Esta idea nos puede conducir a considerar a este personal directivo profesional como una suerte de «reencarnación» de la vieja concepción del funcionario pú-blico en la que la determinación de sus condiciones de trabajo se fijaba unilateral-mente por la administración y estas quedaban, por tanto, fuera de la negociación colectiva. Esta es una de las razones por la que los sindicatos no muestran gran interés por todas las cuestiones que se refieren a la dirección pública profesional, en cuanto que es un espacio que queda fuera de su poder de influencia directo.

El personal directivo con la condición de personal laboral: personal de alta direcciónY, en fin, cuando el personal directivo tenga la condición de personal laboral, su relación jurídica estará sometida a la relación laboral especial de alta dirección, regulada por el Real Decreto 1382/1985. Como ya indiqué en otro lugar, la figura

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del personal de alta dirección no es posiblemente la más apropiada para ser tras-ladada al ámbito del sector público, al menos tal como aparece configurada en el citado Real Decreto.17 Ciertamente, las administraciones públicas españolas vienen usando y abusando de esta figura, sobre todo cuando de insertarla en el sector público empresarial se trata. Aquí el legislador ha optado por la comodidad de su traslación, evitando así tener que armar un nuevo tipo de relación laboral especial de dirección pública aplicable sólo en el sector público (lo que, tal vez, hubiese sido un opción más recomendable).

De todos modos, la relación laboral especial de alta dirección se verá mo-dulada por lo previsto en el artículo 13 del EBEP, sobre todo en lo que respec-ta a la designación (pues deja de ser libre y se transforma en condicionada), y debería estar modulada en lo que afecta al cese, pero aquí se plantea el pro-blema de que esta materia se encuentra regulada en el RD 1382/1985, por lo que cualquier modificación de la misma debería ser hecha por medio de otro Real Decreto, sobre todo teniendo en cuenta que las comunidades autónomas en materia laboral disponen únicamente de competencias de ejecución de la legislación del Estado, sin que puedan normar sobre este tema y, menos aún, modificar la normativa laboral aprobada por el Estado. Por tanto, lo más razo-nable sería que el Gobierno central, a través de un Real Decreto (impulsado por el Ministerio de Administraciones Públicas junto con el Ministerio de Trabajo e Inmigración) aprobara una normativa específica que regulara una relación la-boral de alta dirección en el sector público, o que al menos adaptara las pre-visiones del Real Decreto de 1985 a las singularidades que se presentan en el sector público.

A grandes rasgos esta es la exégesis que se puede hacer de la regulación del personal directivo en el EBEP. Lo más relevante de esta regulación es, tal como decía, que tiene que ser completada o acabada por el poder reglamentario del Gobierno o de los órganos de gobierno de las comunidades autónomas, o, en su caso, por el legislador, estatal o autonómico, por medio de la aprobación del Estatuto de la Función Pública de la Administración del Estado y por leyes de las comunidades autónomas. También, como se viene reiterando, el poder normativo local puede intervenir en el desarrollo de ese precepto, a la espera de lo que de-cida, en su caso, el legislador estatal o autonómico.

Esta regulación del EBEP es, como también decía, una normativa básica o de mínimos, que puede ser completada por la normativa de desarrollo. Tiene, no obs-tante, algunos elementos críticos y alguna omisión ciertamente grave. Los elemen-tos críticos se sitúan en los siguientes puntos:

1. No se define la función directiva, a diferencia de lo que se preveía en la Ley

17. Sobre este punto, véase R. JiMénez aSenSio, Altos cargos y directivos públicos. Un estudio sobre las relaciones entre política y administración en España. Oñate: IVAP, 2ª edición, 1998.

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de agencias y, sobre todo, en la Ley de capitalidad y de régimen especial de Madrid, donde se contiene la definición más acabada de lo que sea el personal directivo.

2. Las funciones directivas reservadas a funcionarios serán objeto de una más que previsible disputa en cuanto a su alcance.

3. El sistema de acceso debe concretarse en sus detalles (en este caso, sí que es cierto que «el diablo» está en los detalles).

4. La introducción de un sistema de evaluación depende de una previa identifi-cación precisa de objetivos y de la introducción de técnicas de medición objetivas.

5. Y, en fin, la figura del personal de alta dirección no es precisamente la más apropiada para insertarla como régimen jurídico aplicable al personal laboral (pues al fin y la postre generará dos tipos de régimen jurídico del personal directivo: el personal directivo funcionario y el personal directivo laboral de «alta dirección»).

Las omisiones, sin embargo, son más graves, pues dejan incompleta la inserción de un modelo de dirección pública profesional, tal como hemos visto en páginas precedentes. En efecto, en la regulación básica nada se dice de que los directivos públicos vayan a tener competencias propias o delegadas para poder ejercer razo-nablemente sus funciones (se presume, pero no se dice). Tampoco hay ninguna referencia a la existencia de órganos de selección especializados para la importante tarea del reclutamiento. Se omite, asimismo, toda cuestión relativa a la formación de esos directivos públicos.

Pero lo más trascendente son dos omisiones que conviene analizar individual-mente.

La primera es que nada se indica en la legislación básica en relación a que los directivos públicos percibirán retribuciones variables en función de los resulta-dos obtenidos en su gestión (cuestión que sí se aborda por ejemplo en el artícu-lo 23.5 de la Ley 28/2006, de agencias para la mejora de los servicios públicos). Ciertamente, no habría costado nada añadir esa previsión a la legislación básica, pues en todo caso se infiere que de un sistema de evaluación o medición de resul-tados se han de derivar consecuencias en el plano de los incentivos.

Y la segunda, que es sin duda la más relevante, tiene que ver con el sistema de cese, pues el EBEP omite completamente este tema, lo que parece apuntar a que se mantendrá la libertad discrecional de cese. Si así fuera (como todo hace pre-ver), el modelo se cierra en falso. Efectivamente, ¿qué sentido tiene incrementar las exigencias para proceder a la designación o arbitrar un sistema de responsabilidad por la gestión si un directivo puede ser cesado libremente a los días de ser nom-brado o a pesar de que su gestión al mando de su entidad sea excelente? Dicho en términos más gráficos y contundentes: ¿Es razonable que si se ha designado a un directivo público en virtud de sus competencias profesionales acreditadas en un proceso competitivo y este directivo alcanza sobradamente los resultados exigidos en su gestión pueda ser cesado discrecionalmente? ¿No se estaría incurriendo, en este caso, en arbitrariedad más que en discrecionalidad?

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Este es, posiblemente, el verdadero «nudo» del problema. Ni que decir tiene que el «legislador de desarrollo» (o, en su caso, «el poder reglamentario» o «el po-der normativo local») deberá concretar estos dos extremos con la finalidad de ins-titucionalizar un modelo de función directiva profesional con fundamentos sólidos y que, a su vez, esté plenamente cerrado en su diseño. Dicho de otra manera, si se quiere institucionalizar una función directiva no se puede cerrar en falso el pro-blema y, por tanto, habría que prever una (relativa) permanencia en las funciones directivas (a través de “temporalizar” su ejercicio) y, en todo caso, sujetar la conti-nuidad en el ejercicio de funciones directivas en la obtención de unos buenos re-sultados por la gestión.

El personal directivo local: el desarrollo del artículo 13 del EBEP. Contenido del anteproyecto de Ley básica de gobierno y Administración local de 2007 en materia de directivos locales: líneas generales de la regulación propuesta

Por lo que afecta ya más concretamente al personal directivo local, la regulación recogida en el artículo 13 –como ya se ha visto puntualmente– plantea numerosas incógnitas en el plano aplicativo o de desarrollo. Algunas ya han sido examinadas, pero conviene repasar los problemas que la introducción de los directivos públicos profesional puede generar en el ámbito de gobierno local.

Lo que sí parece obvio es que esta normativa al tener la condición de básica, sin perjuicio de los matices que se introducen en la disposición final segunda,18 se aplica a todas las administraciones públicas y, en consecuencia, también a la Admi nistración Local, si bien es cierto que con las cautelas antes enunciadas de que parece tratarse de una «norma básica de carácter dispositivo».

La pregunta es si esas previsiones del legislador básico deben ser tenidas en cuenta a la hora de designar personal directivo. Lo cierto es que algunos munici-pios, se presume que empujados por ciertas interpretaciones doctrinales, han con-siderado que las previsiones del artículo 13 del EBEP son de directa aplicación en el caso del nombramiento del personal directivo municipal y, más concretamente, del personal directivo recogido en la LBRL para los municipios de gran población.19

Sin perjuicio de que esas interpretaciones sean razonables, pues nada impide

18. Que establece lo siguiente: «Las previsiones de esta Ley son de aplicación a todas las comunidades autónomas respetando en todo caso las posiciones singulares en materia de sistema institucional y las competencias exclusivas y compartidas en materia de función pública y de autoorganización que les atribuyan los respectivos estatutos de autonomía». Enigmática previsión que parece salvar en principio las competencias que en esta materia se han reconocido en la LORAFNA y, asimismo, por lo que afecta al personal directivo, las recogidas en el artículo 150 a) del Estatuto de Autonomía de Cataluña, que prevé competencia exclusiva para la regulación de los órganos y directivos públicos de la Generalidad de Cataluña.

19. Un caso al que nos hemos referido a lo largo de este trabajo es el del Ayuntamiento de Gijón, tampoco el único, pues, por ejemplo, el Ayuntamiento de Irún (entre otros) también procedió a esas convocatorias para proveer puestos directivos de régimen laboral especial de alta dirección.

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que se apliquen los principios previstos en el artículo 13 del EBEP en la provisión de puestos de carácter directivo, hay que partir de que, para su aplicación efec-tiva, las previsiones del artículo 13 del EBEP han de ser objeto de un desarrollo normativo, sea legal o, al menos, de carácter reglamentario o por el poder norma-tivo local. Sin ese desarrollo difícilmente se puede definir a qué puestos directivos se les aplica la dirección pública profesional, pues ha de ser cada administración pública la que lo establezca en sus «normas específicas» (artículo 13.1 EBEP).

Puede alegarse frente a la afirmación anterior que en los municipios de gran población y en los de régimen especial (al menos, en el municipio de Madrid), las respectivas leyes (LBRL y LCREM) ya definen qué puestos tienen carácter directivo. Sin embargo, esta apreciación no deja de ser falsa, pues nada condu-ce a deducir que los titulares de los órganos directivos de los municipios de gran población sean necesariamente el personal directivo profesional que se regula en el artículo 13 del EBEP. Esa deducción puede ser cierta, siempre que así lo determine el legislador o el poder normativo local, pero también se podría dar perfectamente el caso de que, ante la ausencia de una regulación legal que de-termine qué puestos directivos de las entidades locales se encuadran dentro de la categoría de personal directivo profesional, un determinado municipio de gran población estableciera que todos o parte de los titulares de los órganos directi-vos tal como se establecen en la LBRL no tendrán la consideración de personal directivo profesional.

Sin duda ésta sería una decisión que iría encaminada a configurar una direc-ción pública profesional de bajo nivel, y que en consecuencia pretendiera mantener el sistema actual de designación «político-burocrática», pero ningún impedimento legal se advierte en una decisión de ese carácter. Asimismo, puede caber la op-ción de que la legislación autonómica que regule esta materia se incline –como así apunta que será en la mayor parte de los casos– por sustraer a los puestos direc-tivos que se encuadran en la categoría de «altos cargos» de la dirección pública profesional. Si así fuera, y al margen de que se trate de un error en la configuración del modelo, no es muy aventurado presumir que los municipios de cierto tamaño (al menos los calificados como de «gran población») apuesten también por sus-traer a los titulares de los órganos directivos (coordinadores generales y directores generales) de la dirección pública profesional, con el fin confesable o no de conti-nuar proveyendo tales puestos directivos con los actuales márgenes de discrecio-nalidad que la legislación vigente les permite.

Dificultades adicionales planteará, tal como ya se ha visto, determinar cuál es el legislador competente para regular los directivos públicos locales: ¿Puede el Estado invocar la competencia de «bases del régimen jurídico de las administra-ciones públicas» del artículo 149.1.18 CE para regular los elementos básicos del personal directivo local? ¿Dispone, por tanto, el Estado de una doble competencia básica, en virtud de la cual regula las bases del régimen del personal directivo en

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razón de la competencia, reconocida en el artículo 149.1.18, de dictar las bases del régimen estatutario de los funcionarios públicos y, asimismo, regula las ba-ses del personal directivo local amparándose en el título de bases del régimen jurídico de las administraciones públicas?

Esta doble competencia es cuando menos muy discutible, pues parece am-parar una primera regulación básica del personal directivo de contenido amplio y una segunda regulación, ya referida al personal directivo local, de contenido más concreto. Conforme se ha expuesto, la alternativa más razonable tal vez sería que el legislador autonómico fuera el que regulara en toda su plenitud esta materia y que, en consecuencia, el legislador estatal que redefina las «bases de régimen lo-cal» no se interfiriera en esta materia, dejando amplios márgenes de configuración al legislador autonómico que, en cualquier caso, deberá respetar el principio de autonomía local constitucionalmente garantizado.

Efectivamente, esta última observación no es precisamente baladí, puesto que la dirección pública forma parte de la organización político-institucional de los go-biernos locales. Y, en consecuencia, se debe partir de que cualquier normativa que pretenda regular esta materia deberá tener en cuenta las potestades de auto-organización de las entidades locales y, por tanto, dejar que sean éstas las que en última instancia definan el modelo de dirección pública que se adoptará en cada organización municipal y, por tanto, permitir que decida autónomamente qué pues-tos tendrán, en su caso, la consideración de puestos directivos reservados a la di-rección pública profesional y sujetos a los principios recogidos en el EBEP.

En el caso de Cataluña hay que partir de las previsiones recogidas en el Estatuto de Autonomía de 2006, aprobado por Ley orgánica 6/2006, de 19 de julio. En esta norma institucional básica se prevé expresamente que la Generalidad tiene com-petencia exclusiva para regular los órganos y el personal directivo de su propia ad-ministración pública (artículo 150 a). Este título competencial avala, en principio, una interpretación en virtud de la cual el artículo 13 del EBEP no sería de aplica-ción a la Administración de la Generalidad, de conformidad con lo dispuesto en la Disposición final segunda del EBEP.20

En cualquier caso, hay que ser conscientes de que el contenido del artículo 13 del EBEP es meramente de «principios», y su densidad normativa, muy baja. Además, tal como se ha dicho, se trata de una normativa básica de carácter «dis-positivo», por lo que se podrá o no introducir la figura de los directivos públicos profesionales en la legislación correspondiente. Ahora bien, si se introdujera esa figura, resulta obvio que los principios recogidos en el artículo 13 del EBEP serían aplicables a la legislación autonómica correspondiente. Y es aquí donde se advier-te una singularidad o excepcionalidad en lo que se refiere a la Administración de

20. Sobre el alcance de esta Disposición final segunda, puede verse nuestro trabajo: «Marco competencial de la Generalidad en materia de empleo público y estructura y ordenación del empleo público desde la perspectiva local», Revista Vasca de Administración Pública, núm. 80, 2008.

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la Generalidad de Cataluña, pues el artículo 150 del Estatuto atribuye competencia exclusiva en materia de personal directivo a la propia Generalidad.

Al margen de cuál sea el alcance real de esa competencia autonómica, cues-tión en la que no puedo detenerme en estos momentos, sí parece obvio que el ámbito material del título competencial se limita a la administración pública de la Generalidad de Cataluña, quedando fuera las administraciones locales. Tal vez se pretenda llevar a cabo una interpretación ciertamente «voluntarista» de ese enunciado que parta de la consideración de que el Estatuto incorpora den-tro del sistema institucional de la Generalidad también a los municipios, comar-cas y veguerías (artículo 2 del EAC). Sin embargo, pensamos que el artículo 150 del Estatuto de Autonomía es muy preciso en sus términos, ya que, por un lado, cita a la «Administración» en singular, y, por otro, se refiere expresamente a la Administración de la Generalidad de Cataluña.

Sin perjuicio del presunto carácter anfibológico que pueda tener la expresión «Generalidad» en el Estatuto de Autonomía de 2006, creo que está meridianamen-te claro que el título competencial en cuestión no alcanza al personal directivo de las entidades locales. Por tanto, este personal directivo se deberá abordar ya sea en la ley que regule los gobiernos locales de Cataluña (por lo que afecta a la orga-nización político-institucional del municipio). ya sea en la ley que regule el empleo público de Cataluña, en el momento en que se trate, en su caso, el personal direc-tivo profesional.21 Sin duda, consideramos más acertada esta segunda opción, que evitaría un fraccionamiento definitivo de la función directiva profesional en Cataluña en función de su procedencia institucional.

Cabe, en cualquier caso, echar mano de las previsiones recogidas en el artí-culo 136 del Estatuto de Autonomía de Cataluña, concretamente de la competen-cia exclusiva en materia de «función pública» siempre que esta se extienda, por ejemplo, sobre la ordenación y estructura de la función pública. Hay que tener en cuenta que esa competencia se extiende, esta vez sí, «a todas las administracio-nes públicas catalanas», por lo que nada impediría regular, con amparo en este título competencial, la dirección pública profesional de las administraciones loca-les conjuntamente con la de la Administración de la Generalidad, aunque en este caso las posibilidades de configuración normativa sean más amplias por parte del legislador catalán. Parece la opción más razonable.

No obstante, se debe señalar que la dirección pública de las entidades locales, dependiendo de la intensidad de la regulación de la misma, tendría encaje asimis-mo en las competencias de organización de las entidades locales, que están recogi-das como competencia exclusiva en el artículo 160 del Estatuto de Autonomía. Por

21. En este aspecto, el anteproyecto de Ley de gobiernos locales de Cataluña (septiembre de 2008) reenvía en uno de sus artículos (precisamente el último: artículo 350) a la futura regulación general que sobre esta materia se haga en la Ley del Empleo Público de Cataluña. Más impreciso es el anteproyecto de Ley del Área Metropolitana de Barcelona (noviembre 2008), pues cuando trata del personal directivo vuelve a establecer que su régimen jurídico será el de personal eventual.

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tanto, cabría ampliar el alcance de la competencia autonómica y, en consecuencia, correspondería al legislador autonómico regular con más intensidad esa materia.

Sea como fuere, dado que las previsiones recogidas en el artículo 13 del EBEP no son ciertamente limitadoras de la libertad de configuración del legislador auto-nómico (y en este caso del Parlamento de Cataluña), lo más razonable sería que esa legislación estableciera una regulación común del régimen jurídico y princi-pios de la dirección pública profesional, al margen de que, de acuerdo con la au-tonomía local, cada entidad local pudiera definir. dentro de ese marco normativo-institucional, cuál sería su modelo de dirección pública profesional y sobre todo la intensidad de su aplicación. Se trata, en consecuencia, de que el legislador auto-nómico establezca una regulación de mínimos en esta materia que posteriormente sea desarrollada en el ámbito local por los productos normativos correspondientes, dando así plena acogida al principio de autonomía local en una materia, como la organizativa, que es consustancial al principio mismo de autonomía local constitu-cionalmente garantizada.

La otra opción –que como se indicaba es muy discutible en términos de ade-cuación al sistema constitucional de distribución de competencias– sería que el legislador básico de régimen local regulara dentro de esa normativa básica algu-nas previsiones relativas al personal directivo público profesional en el ámbito lo-cal. Tal opción nos parece desaconsejable, pues mantendría la denunciada «doble competencia» que no parece encontrar acomodo constitucional. Según afirmá-bamos en pasajes anteriores, si esta es la opción del legislador básico, lo único que podría hacer sería repetir los principios recogidos en el artículo 13 del EBEP y, todo lo más, adecuarlos en su caso a las peculiaridades que puede ofrecer una Administración Local ciertamente de dimensiones muy variables en función del municipio. Y nada más.

Hay, no obstante, un precedente muy poco edificante, como sin duda fue la reforma de la LBRL por medio de la Ley 57/2003, y la incorporación de un Títu-lo X en el que la legislación básica interfiere de manera evidente tanto en las com-petencias autonómicas en esta materia como en las propias competencias locales (esto es, su potestad de organización). Y lo cierto es que, mientras ese Título X siga plenamente vigente, su naturaleza básica –hasta ahora no puesta en entredicho por el Tribunal Constitucional– condiciona sobremanera la actuación del legislador autonómico a la hora de definir un modelo de dirección pública de los municipios.

En la pasada legislatura (2004-2008), a partir de las propuestas del Libro Blanco sobre la Reforma del Gobierno Local, el Ministerio de Administraciones Públicas elaboró diferentes borradores del anteproyecto de Ley básica del gobier-no y de la Administración local (el último está fechado en febrero de 2007). Y en los últimos borradores de este Anteproyecto se ha incluido precisamente una de-tallada regulación de la figura de los directivos públicos locales, lo que apunta, por tanto, a que el MAP se abona a la segunda alternativa descrita; esto es, que pese

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a que el legislador básico ha regulado ya los criterios o elementos esenciales del personal directivo en el Estatuto Básico del Empleado Público, corresponde tam-bién al legislador básico de régimen local concretar esos criterios en lo que afec-ta al personal directivo local. Bajo este punto de vista, la opción del Ministerio de Administraciones Públicas era, ciertamente, muy discutible en lo que se refiere a su ajuste al sistema constitucional de distribución de competencias.

Pero siendo cierto lo anterior, no lo es menos que la regulación del personal di-rectivo local que se recogía en el anteproyecto de Ley básica del gobierno y de la Administración local preveía una regulación sobre esta materia que posiblemen-te era la mejor articulada de cuantas se habían aprobado o estaban en trámite de aprobación. Por tanto, dejando en estos momentos de lado los problemas compe-tenciales ya expuestos, en lo que afecta a la sustancia de la regulación se puede afirmar que ese anteproyecto apostaba claramente por construir una función di-rectiva profesional en el mundo local, que. de haberse hecho efectiva, poco ten-dría que envidiar a los modelos comparados más desarrollados en materia de di-rección pública profesional.

Veamos, sucintamente, cuáles son los rasgos más sobresalientes, que apare-cen recogidos en el artículo 58 del Anteproyecto citado:

1. Se establece que es personal directivo local el que desarrolla funciones di-rectivas profesionales en la Administración Local, y que cada entidad deberá de-terminar en su Estatuto local (actual Reglamento Orgánico), qué puestos de su or-ganización podrán revestir este carácter, correspondiendo su concreta creación al Consejo de Gobierno. Se sigue aquí, pues, el esquema conceptual del EBEP, pero se incorporan determinados elementos de flexibilización traídos de la Ley 22/2006, de capitalidad y régimen especial de Madrid, tales como que la creación de esos puestos directivos corresponda al Consejo de Gobierno (que era tal como se «re-bautizaba» a la Junta de Gobierno Local en el anteproyecto).

2. Se detallan las funciones de esos órganos directivos locales, en una redac-ción que es idéntica a la prevista en el artículo 21.3 de la Ley 22/2006.

3. La «designación» corresponderá al Consejo de Gobierno atendiendo a crite-rios de competencia profesional y experiencia y mediante procedimientos que ga-ranticen el mérito, la capacidad y publicidad, entre funcionarios públicos del Grupo A y titulados superiores, si no pertenecen a la función pública. Por tanto, se trata de un sistema «abierto» tanto a funcionarios como a laborales o a «externos» a la administración. No se incluye el criterio de «la concurrencia», y se sigue hablando de «designación» (y no de selección), al igual que hace el EBEP. Por tanto, el mo-delo parecía girar claramente en torno a que, más que selección, lo que el siste-ma establecía era un «procedimiento singular de provisión de puestos de trabajo».

4. La nota más relevante es que en el acuerdo de nombramiento, que será mo-tivado, se deberán especificar las funciones de ese órgano directivo y los objetivos de su gestión. Este último requisito exigirá un alto grado de racionalización a los

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municipios, puesto que, según cómo se articulen estos objetivos, se estará en la antesala de elaborar auténticos «contratos o acuerdos de gestión» sobre los que hacer efectivo el principio de responsabilidad gerencial. Sin duda, planteada en esos términos, esta era una de las apuestas más avanzadas, puesto que exigía a las entidades locales una previa definición de cuáles iban a ser los objetivos «ma-cro» en la correspondiente legislatura antes de poder definir qué objetivos «micro» debería llevar a cabo cada unidad regentada por un directivo público profesional.

5. El personal directivo local estará sujeto a evaluación, en los mismos términos que los previstos en el EBEP, pero añadiendo –al igual que hiciera también la Ley de agencias– el «cumplimiento de la legalidad».

6. Lo más importante de esta regulación es, sin duda, que los resultados de la evaluación se anudan a dos consecuencias trascendentales. A saber: por un lado, se afirma que «la evaluación deberá reflejarse en sus condiciones retributi-vas», por lo que al personal directivo local se le aplicará un sistema de incentivos en función de los resultados obtenidos (o si se prefiere, un sistema de premios y castigos); y, por otro, se añade que el cese estará vinculado al resultado de la ges-tión, lo que parece erradicar de una vez por todas los ceses discrecionales y es, según se articule, un paso de gigante en la instauración de una función directiva profesional en el ámbito local.

7. También, al igual que el EBEP, se afirma que la determinación de las condi-ciones de empleo del personal directivo local no tendrá la consideración de mate-ria objeto de de negociación colectiva.

8. Una previsión importante es la que se refiere, de forma un tanto genéri-ca o poco concreta, a que «en los pequeños y medianos municipios, las funcio-nes directivas de carácter gerencial podrán ser asumidas por los funcionarios de Administración Local con habilitación de carácter nacional que desempeñen los puestos a ellos reservados, conforme a lo que determine la normativa autonómica». Ello supone reconocer una realidad que ya se produce en algunos de estos muni-cipios, pero la concreción de todos los detalles (qué municipios y en qué circuns-tancias) se dejaba a la libre determinación del legislador autonómico.

9. En la línea asimismo de la redacción inicial del EBEP, se indica que el perso-nal directivo local que ejerza funciones que impliquen la participación directa o in-directa en el ejercicio de potestades públicas o en la salvaguardia de los intereses generales de la Administración Local será, en todo caso, funcionario público. Ya he hecho referencia a las dificultades hermenéuticas que planteará este precepto.

10. El personal directivo local que tenga la condición de funcionario permane-cerá en situación de servicio activo, circunstancia ya prevista en el artículo 23 de la Ley de agencias.

11. Cuando el personal directivo reúna la condición de personal laboral estará sometido –tal y como prevé también el EBEP– a la relación laboral de alta direc-ción. Aspecto éste también criticado en páginas precedentes.

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12. Al personal directivo local le será de aplicación el régimen de incompatibi-lidades previsto en la Ley 53/1984, así como en otras normas estatales o autonó-micas que le sean de aplicación. Pero, asimismo, se le hacen extensivas las limi-taciones al ejercicio de actividades privadas establecidas en el artículo 8 de la Ley 5/2006, de regulación de conflictos de intereses de los miembros del Gobierno y de los altos cargos de la Administración General del Estado.

Este anteproyecto de Ley básica del gobierno y Administración local no tuvo tiempo político para tramitarse, pues de hecho estaba prácticamente ultimado en septiembre de 2006 y, sin embargo, se paralizó a la espera –se dijo– de que pasaran las elecciones locales de mayo de 2007. Únicamente, y con carácter excepcional, se incorporaron algunas de las previsiones recogidas en ese ante-proyecto en la Ley del suelo, que se publicó inmediatamente después de las elec-ciones locales de 2007. Tales reformas se encuadraban dentro de un paquete de medidas denominadas «anticorrupción» y que fueron incorporadas a la legisla-ción, como siempre ocurre en este país, debido a las presiones de la coyuntura (el caso Marbella).

No sabemos hasta qué punto este anteproyecto será recuperado por el actual equipo directivo del Ministerio de Administraciones Públicas (todo apunta, en es-tos momentos, a que ha caído en «cajón del olvido»). Pues cabe resaltar que el anteproyecto fue impulsado por la Dirección General de Administración Local, y por el entonces director, Manuel Zafra, que una vez cesado el ministro Sevilla, fue asimismo cesado en sus funciones por la nueva responsable del Ministerio. Con lo cual, esta propuesta normativa sin duda innovadora y que supone –como se ha dicho– la formulación más avanzada en lo que a regulación normativa de la direc-ción pública se refiere, quedará definitivamente aparcada.

Pero los problemas surgirán ante el «vacío» normativo que se plantea; esto es, si el legislador básico no actúa en el terreno de la definición del personal directi-vo local, no cabe duda de que el legislador autonómico puede (y debe) intervenir para regular esa materia con una libertad de configuración sólo limitada por las bases recogidas en el Estatuto Básico del Empleado Público. Aunque aquí, como se ha visto, se suscitaría el problema de que siguen siendo básicos (al menos formalmente) los postulados recogidos en la Ley 57/2003 e incorporados a la Ley de bases de régimen local en materia de órganos directivos de los municipios de gran población.

En fin, mucho me temo que la regulación del personal directivo local esté pla-gada de innumerables dificultades, pues es un ámbito material que ha quedado oscuramente distribuido en la actual regulación que se está haciendo, tanto por las normas que forman parte del bloque de la constitucionalidad como por las re-cogidas en el Estatuto Básico del Empleado Público. En cualquier caso, lo más ra-zonable es que, ante la inacción normativa del Estado, las leyes que aprueben las comunidades autónomas que desarrollen el EBEP regulen de forma minuciosa la

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función directiva local. Y un buen punto de partida para esa regulación sería, sin duda, la propuesta que el propio Ministerio de Administraciones Públicas hizo en el artículo 58 del Anteproyecto citado. Si las leyes autonómicas toman como «mode-lo» esa propuesta, con las puntuales correcciones que puedan hacerse, se habrá dado un paso importante en el complejo y difícil proceso de institucionalización de esa función directiva local.

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Epílogo

Guia básica para implantar un sistema de dirección pública profesional en las administraciones locales

A modo de introducción

El objeto de estas líneas es únicamente esbozar una suerte de guía básica u «hoja de ruta» que pretende abordar los problemas (o, al menos algunos problemas) para facilitar la implantación de la dirección pública profesional en la Administración local.

Su finalidad es bien obvia: facilitar la transición de un sistema de dirección pú-blica con evidentes connotaciones de influencias políticas en el proceso de de-signación y cese a otro modelo en el que se vaya implantando gradualmente la «profesionalización» de ese escalón directivo.

Lo que aquí sigue, por tanto, no pasa de ser una mera aproximación a un obje-to que debe ser tratado con mayor detalle. Pero, aun con las limitaciones expues-tas, se pretende ayudar a aquellos responsables políticos locales y a los propios directivos que apuesten por invertir en profesionalizar la dirección pública de sus respectivas organizaciones.

En todo caso, esta guía ofrece únicamente soluciones parciales y, algunas de ellas, pendientes todavía de análisis más depurados, como es el caso del comple-jo tema de las «competencias directivas», en el que las diferencias de enfoque y de percepción del problema, distan de ofrecer soluciones válidas o, al menos, do-tadas de un mínimo de coherencia y viabilidad. Por competencias directivas en-tendemos aquí un conjunto de conocimientos, aptitudes, destrezas y rasgos de la personalidad que se predican del directivo como persona y que, en consecuencia, se adecuan al perfil del puesto de trabajo.

La presente guía parte, en esencia, de las posibilidades de respuesta que tienen por sí solas las administraciones públicas locales para institucionalizar una función directiva profesional, sin necesidad de requerir una «ayuda externa», esto es, una intervención del legislador autonómico o estatal, para lograr la efectiva implanta-ción de ese modelo de dirección pública profesional.

Esta opción tiene –y hay que ser consciente de ello– muchas limitaciones. Lo razonable –y, sin duda, óptimo- sería que el legislador actuara convenientemente y estableciera un régimen jurídico de la dirección pública profesional que ahorrara

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infinidad de problemas que se le pueden plantear a las entidades locales a la hora de proceder a la institucionalización de esta figura (por ejemplo, la delegación de competencias del alcalde a los directivos públicos en los municipios de régimen común, los requisitos para acceder a esos puestos directivos, las peculiaridades del régimen jurídico de los directivos en materias tales como derechos y deberes, carrera profesional, retribuciones, incompatibilidades, situaciones administrativas o responsabilidad disciplinaria, entre otras).

A pesar de las innumerables limitaciones que las Administraciones locales tie-nen en este terreno, nada, en principio, les impide desarrollar directamente el artí-culo 13 del EBEP y tampoco nada les puede impedir echar mano de esa figura de los directivos públicos profesionales en sus respectivas organizaciones.

Es más, algunos municipios que tienen configurada su función directiva bajo la figura del personal eventual es razonable que apuesten por la institucionalización y profesionalización de esos niveles directivos con el fin de evitar cualquier duda al respecto, puesto que, como se ha visto, tras la entrada en vigor del Estatuto Básico del Empleado Público, hay determinadas posiciones doctrinales e, incluso, institucionales (“Criterios de aplicación del EBEP en la Administración Local ela-borados por el MAP”) que defienden la imposibilidad de recurrir a esa figura del personal eventual para realizar tales cometidos. Ya se ha dicho también que esta tesis, cuando menos, habría que matizarla mucho. Pero no es ahora momento de hacerlo. Simplemente que se tenga en cuenta.

El recurso a esta figura del directivo público profesional debería, no obstante, seguir unos pasos que seguidamente se exponen.

Directivos públicos profesionales y organización

La dirección pública profesional es ante todo y sobre todo un problema de organi-zación. Por tanto, si una entidad local desea incorporar esa figura a su organización debería seguir los siguientes pasos:

1. Lo más razonable es que en el propio Reglamento orgánico se establezcan los criterios que definen qué puestos de la organización deben tener carácter o naturaleza directiva y que luego sea la Junta de Gobierno Local (en los municipios de gran población) o el alcalde (en los municipios de régimen común) los órganos que especifiquen en cada caso qué órganos directivos existirán en el respectivo organigrama municipal.

2. Sin embargo, esta operación que es muy razonable formulada en estos términos plantea algunos problemas en los municipios de régimen común, aunque hay que considerar que el Pleno debería limitar su actuación a establecer esos criterios

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generales sin entrar a detallar en cada caso los puestos concretos que tienen la consideración de directivos. Además, en los municipios de régimen común, a diferencia de los municipios de gran población, no hay reserva en esta materia al Reglamento orgánico, por lo que se podría regular en un Reglamento de directivos públicos profesionales. Aunque, dada su relación directa con la organización, lo más cabal puede ser regularlo en el Reglamento orgánico.

3. Tal regulación normativa debería establecer, asimismo, el régimen jurídico de esos directivos públicos profesionales acogiendo en su seno las propuestas que seguidamente se formulan en relación con esta materia.

4. Cada entidad local deberá, por tanto, identificar con carácter previo qué pues-tos de trabajo de su estructura tendrán la consideración de puestos de directivos públicos profesionales. Esta operación es capital, y debe tener vocación de per-manencia o estabilidad, a riesgo si no de someter a la organización a una serie de alteraciones que pueden perjudicar la continuidad del sistema y su propia funcionalidad y eficacia.

5. Una vez identificados los puestos que se encuadrarán en la dirección pública profesional, habría que elaborar unas monografías de los puestos de trabajo di-rectivos, en las que se detallen aquellos elementos nucleares que definan el perfil del puesto (funciones que se han de desarrollar, tareas, posición del puesto de trabajo en la estructura, relaciones con otros puestos o con terceros, etc.), lo que determinará unas características o capacidades específicas de la persona para su mejor desempeño (competencias). Tampoco debe complicarse en exceso la construcción del perfil del puesto de trabajo directivo y, por tanto, las monogra-fías del puesto (al menos en un primer momento) pueden y deben ser más bien sencillas, perfeccionándose conforme se tenga un mejor conocimiento del puesto en cuestión.

6. La trascendencia de la construcción de un perfil del puesto directivo es obvia. Este es el documento que ha de proveer de los elementos de predicción necesa-rios para poder llevar a cabo una correcta selección o un proceso adecuado de designación del personal directivo profesional. O en otros términos: a través de este documento se deberían poder identificar qué competencias genéricas y específicas son necesarias para el correcto desempeño de un puesto de trabajo de carácter directivo, con el fin de apuntalar la profesionalidad del modelo de dirección pública profesional y poder designar a una persona que reúna las competencias exigidas (conocimientos, aptitudes, destrezas y rasgos de personalidad).

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Directivos públicos profesionales, racionalización de la organización y gestión de políticas públicas

1. Es impensable implantar un sistema de dirección pública profesional que no esté estrechamente ligado a un proceso de racionalización de los objetivos y metas de la entidad local correspondiente. Por tanto, la DPP requiere un marco de actuación general y otro concreto o particular.

2. A tal efecto, la implantación de la DDP exige con carácter previo que el municipio o entidad local correspondiente proceda a la aprobación al inicio de cada mandato de un Plan de actuación cuatrienal que deberá impulsar el gobierno local y que, lógicamente, tendrá que ser aprobado por el Pleno de cada entidad local (no se nos escapan los problemas que pueden existir en los casos de gobiernos de carácter minoritario). Al menos, ante la ausencia de aprobación del Plan de actuación mu-nicipal por parte del Pleno, el Alcalde y el gobierno municipal deberían ser capaces de formular un instrumento en el que se proyecte el programa de gobierno durante su propio mandato y que sea capaz de establecer o definir líneas estratégicas de actuación sobre las cuales diseñar intervenciones concretas.

3. Ese Plan de actuación debería definir los objetivos estratégicos en las diferentes áreas del gobierno local para los cuatro próximos años, y en el marco de ese Plan se deberían insertar planes anuales, que ambos instrumentos servirían a su vez de marco para elaborar los correspondientes acuerdos de gestión o contratos de gestión entre el gobierno local y las respectivas unidades y sus directivos públicos profesionales.

4. En efecto, a través de los acuerdos o contratos de gestión se deberían identificar los objetivos que se han de cumplir en cada unidad organizativa, pero asimismo se deberían concretar los recursos personales, materiales y financieros que cada unidad y directivo público profesional dispondrá para alcanzarlos.

5. Lo razonable sería que las citadas unidades organizativas dispusieran de auto-nomía de gestión (o ciertos márgenes de autonomía de gestión) al menos en los campos relativos a organización, recursos humanos y gestión presupuestaria. Esto sólo se podría conseguir actualmente –tal como se ha hecho en la Administración del Estado con las agencias- cuando se eche mano de formas de «Administración instrumental» (entidades públicas empresariales, fundaciones, sociedades mer-cantiles, etc.), pero se pueden establecer formas de flexibilización interna de la gestión en algunos de estos temas (sobre todo en materia de recursos humanos y de gestión presupuestaria).

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6. Sin autonomía de gestión y sin atribuciones propias o delegadas la DPP queda muy limitada y puede transformarse en algo meramente formal, pero aún así se pueden dar pasos en su implantación, pues posiblemente estos requisitos (atribu-ciones propias o delegadas y autonomía de gestión) se adherirán al modelo como una necesidad objetiva cuando la DPP comience a desarrollarse mínimamente en cualquier organización.

7. La implantación de un modelo de DPP conlleva necesariamente un proceso de racionalización tanto de la política como de la gestión en el funcionamiento del gobierno local y de la propia Administración local. Pero los planes de actuación, los planes anuales y, sobre todo, los contratos o acuerdos de gestión deben ser objeto de evaluación. Y para llevar a cabo la evaluación se han de definir bien cuáles son los objetivos, pero también se han de fijar indicadores que sirvan para medir el logro de los resultados de la gestión, pues sin ellos la determinación de objetivos se configura como un ejercicio vacío.

8. La DPP debe, por tanto, ser evaluada tanto en sus resultados por la gestión como en el desarrollo de las competencias directivas al efecto de poder mejorar alguna de ellas. Para evaluar los resultados de la gestión se habrán de definir in-dicadores cuantitativos que sirvan para medir el logro de los objetivos planteados. Obviamente, estos indicadores deberían ser lo más objetivos y fiables posibles. Los resultados de la gestión deberían estar relacionados directamente con un sistema de incentivos (retribuciones variables, premios y reconocimientos, «retribuciones indirectas», etc.).

9. La evaluación por competencias requiere como paso previo definir claramente cuáles son las competencias que debe tener un DPP para ejercer correctamente las funciones y tareas asignadas al puesto de trabajo, así como fijar de modo adecuado indicadores. Y esa operación no es sencilla y, menos aún, pacífica. Pero cualquier esfuerzo que se haga en ese sentido mejorará la calidad de la DPP y, en conse-cuencia, la eficacia y eficiencia de la organización. La evaluación por competencias tiene un fundamento asentado principalmente en la mejora del desarrollo directivo y, en consecuencia, de la propia organización.

10. En efecto, siguiendo un esquema diseñado por Gorriti, identificando carencias en las competencias directivas se pueden diseñar programas de formación que tiendan a solventar los déficits observados (¿por qué el directivo no sabe hacer determinadas cosas?). En otra dimensión, la evaluación por competencias también puede identificar supuestos en los que un directivo «no puede ejercer» las funcio-nes propias del puesto. En este caso, cabría estudiar la posibilidad de removerlo hacia otro puesto directivo que requiera competencias que la persona sí posee.

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Y, en fin, se podría dar el caso extremo de que un directivo «no quiera» desempeñar sus funciones, que se demostraría a través de determinadas conductas y actitudes: en ese supuesto se han de prever mecanismos de responsabilidad sancionadora o de remoción inmediata. Pero tales medidas deberían estar siempre conectadas con una declarada y manifiesta voluntad de «no hacer».

Competencias de los directivos públicos profesionales

1. Las competencias de los directivos públicos profesionales sigue siendo, hoy todavía, un terreno poco explorado o mal explorado, pues toda la construcción de las competencias de la DPP se ha asentado sobre modelos preexistentes en el ámbito de la dirección en el sector privado.

2. Se pueden importar algunos conceptos y esquemas argumentales del sector privado al ámbito público, pero en lo que afecta a las competencias de los DPP hay que ser plenamente conscientes del entorno institucional y del contexto organizativo en el que un DPP desarrolla sus funciones, que son muy diferentes al entorno y al contexto en el que operan los directivos del sector privado.

3. Muy unido a lo anterior está, sin duda, la importancia que adopta en la direc-ción pública la conducta profesional y ética de los DPP. Los valores públicos han de ser plenamente interiorizados y asumidos por quienes desempeñan tareas de dirección pública profesional en las organizaciones públicas. Una mala conducta de un directivo público tiene «resonancia» y produce unos efectos letales sobre la imagen y la legitimidad de las instituciones, aparte de los efectos destructivos sobre un intangible como es la moral de las organizaciones y de los miembros que las integran.

4. Las competencias de los directivos públicos se han pretendido construir a través de los «roles» que ejerce un directivo público. Es un camino aparentemente sencillo que nos puede ayudar a identificar algunas competencias que debe tener un direc-tivo público y a estratificar cuáles son las competencias de los directivos públicos en función de los niveles de responsabilidad. Pero esta opción metodológica tiene indudables limitaciones en su recorrido.

5. Así, por ejemplo, del «rol» de líder se ha derivado una competencia de liderazgo, de los de «portavoz» y «monitor» una de comunicación eficaz, del de gestor de recursos una de conductor o director de equipos, del de negociación la de requerir determinadas habilidades directivas en ese campo, y un largo etcétera.

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6. Sin embargo, la extracción de las competencias del DPP a través de los roles de un directivo se inspira en exceso en los papeles que lleva a cabo un directivo en el sector privado. No en vano, la construcción de ese modelo está inspirada en el esquema propuesto por Mintzberg en su ya clásica obra de La naturaleza del trabajo directivo.

7. Las competencias de los DPP, en cambio, deben construirse a través de su encuadre y desarrollo profesional en el sector público y, por tanto, algunas com-petencias propias de los directivos del sector privado nos serán útiles, pero habrá que añadir una serie de competencias (sobre todo conocimientos y experiencia) que son propias y exclusivas del sector público.

8. En última instancia, y en su aplicación concreta al mundo local, se trata de evitar la construcción de modelos muy sofisticados, que luego sean de difícil aplicación a la práctica cotidiana. En el campo de «las competencias» se tiende a sofisticar mucho las construcciones, con lo cual «vender» la aplicación o puesta en marcha de un modelo de gestión por competencias no es fácil, y menos aún para entida-des locales cuya capacidad de gestión en esta materia es muy limitada. Es cierto, en cualquier caso, que en las Administraciones locales de Cataluña, por ejemplo, ya se tiene algún recorrido y experiencia en esta materia. Así, el Ayuntamiento de Manlleu dispone de un completo sistema de gestión por competencias de los re-cursos humanos, que se aplica también a los puestos directivos (Noguer-Guzman). E, igualmente, en la Diputación de Barcelona se ha desarrollado en estos últimos años un modelo de gestión por competencias que no está exento de notable interés (Pascualena).

9. Las competencias, como ha sido reconocido desde la aportación doctrinal también ya clásica de Boyatzis, deben ser comprendidas como una serie de «características subyacentes a una persona, casualmente relacionadas con una actuación exitosa en el puesto directivo». Como se ha dicho, las competencias, en buena medida, no son sólo conocimientos técnicos sino rasgos de carácter de la persona.

10. Por tanto, las competencias se tienen, aunque también se pueden aprender y, en su caso, «adquirir». Bien es cierto que determinadas habilidades directivas son más fáciles de aprehender por personas que ya disponen de «predisposición» de carácter o de aptitudes para desarrollarlas. Pero, en definitiva, lo que hay que ser ple namente conscientes es que, a pesar del aprendizaje, hay determinadas personas que tienen más aptitudes y/o actitudes para el desempeño de tareas directivas que otras. ¿Por qué? Simplemente porque acreditan disponer de las competencias requeridas para el desempeño del puesto o, cuando menos, mues-

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tran un catálogo de aptitudes y actitudes que permiten predecir que esa persona puede disponer de un buen perfil directivo.

11. La construcción de las competencias de los DPP debe ensayarse a través de dos líneas básicas:a) La primera es la de identificar cuáles son las competencias genéricas o básicas que ha de tener un DPP para el correcto desempeño de sus funciones como «di-rectivo» en una organización del sector público. b) La segunda es concretar cuáles son las competencias específicas que de debe acreditar un DPP para el correcto desempeño de las funciones del puesto de tra-bajo concreto de directivo público.

12. Manuel Villoria parte de otra construcción de las competencias de los DPP, divi-diéndolas en «competencias básicas gerenciales» y «competencias trans versales».

Entre las primeras (las competencias básicas gerenciales) incluye a las si-guientes:

a) Pensar en términos estratégicos.b) Extraer lo mejor de las personas. c) Aprender a perfeccionarse.d) Concentrarse de resultados. e) Dar dirección y sentido (visión).f ) Producir impacto personal (dar ejemplo).g) Capacidad de crear y generar redes y coaliciones para la prestación de los servicios públicos. Entre las segundas (las competencias transversales) incluye a las siguientes: a) Habilidades interpersonales.b) Comunicación oral.c) Integridad/Honestidad.d) Comunicación escrita.e) Aprendizaje continuo.f ) Motivación por el servicio público.

13. El panorama de competencias propuesto es, ciertamente, muy completo, pues cada competencia genérica se subdivide en tres competencias de desarrollo. Pero el resultado final es un modelo muy sofisticado o complejo. En cualquier caso, este primer modelo de definición de competencias directivas ha sido perfeccionado por el citado autor en un completo trabajo que no puede ser analizado aquí en estos momentos y que verá la luz en breve plazo.22

22. Sobre este tema se puede consultar su trabajo: «La función directiva profesional». Allí analiza una serie de competencias clave para el éxito del directivo público y, entre ellas, recoge las siguientes: que sean capaces de proporcionar a sus ministros información clara, simple y concisa; que tengan habilidad para decidir por sí mismos lo no relevante políticamente; que sean capaces de reducir

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14. De hecho, hay algunas competencias tanto gerenciales básicas como trans-versales que son más bien «metacompetencias» (Gastón). Así, por ejemplo, las de comunicación oral y escrita se pueden sintetizar en una metacompetencia como es la de «comunicación eficaz» (que se proyecta sobre numerosos ámbitos o roles del directivo: portavoz, monitor, negociador, etc.). Las organizaciones pú-blicas actúan en un sistema de redes internas y externas y la comunicación se ha convertido en una competencia central para poder trasladar mensajes, directrices, marcar objetivos, negociar o, en fin, responder frente a determinadas críticas. Lo mismo podría decirse de algunas competencias transversales, que claramente se encuadran dentro de la noción de liderazgo, que asimismo puede ser calificada de «metacompetencia».

15. Mikel Gorriti dentro de las competencias de los DPP se ha centrado recien-temente en el estudio del liderazgo, que aglutina a los conocimientos, aptitudes, destrezas y rasgos de personal requeridos para el ejercicio de funciones directivas. Posiblemente sea, tal como decíamos, una suerte de metacompetencia, que in-corpora en su seno a muchas de aquellas competencias básicas y transversales. Pues, efectivamente, como bien señala este autor, el liderazgo tiene como meta final la obtención de la «eficacia del grupo», pues éste y no otro es el verdadero criterio del éxito del directivo público profesional.

16. También Gorriti nos proporciona en su trabajo qué conductas (o, si se prefiere, qué competencias) son predicables del liderazgo para alcanzar a ser un liderazgo eficaz. Y a tal efecto nos propone diferentes modelos de conductas o competencias directivas. Veamos.

En primer lugar, se hace eco de siete conductas del liderazgo, tal como fueron propuestas por Cunningham-Snell & Wigfield. A saber:

a) Comunicación.b) Motivar y conformar equipos.c) Confianza e integridad.d) Planificación y supervisión.e) Resolución de problemas.f ) Autoconciencia y eficacia situacional.g) Conseguir metas.Cada una de estas conductas se desglosa en diferentes competencias y, a su

vez, en una serie de criterios que ahora no pueden ser desarrollados en esta sede.En segundo lugar, recoge las conductas o competencias que un directivo ha

de disponer para un desempeño eficaz de sus funciones, tal y como han sido

el conflicto y asegurar las relaciones fluidas con los agentes críticos del área correspondiente; que tengan sensibilidad política y sepan dónde y con quién hablan y comparten información y confidencias; que no dejen de observar a sus ministros, para conocer su psicología, sus prioridades personales y su personalidad.

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formuladas por el Cabinet Office de la Administración del Reino Unido en 2008. Veamos:

a) Dirigir y dar sentido: crear y comunicar una visión de futuro.b) Impacto personal: Dirigir con el ejemploc) Pensamiento estratégico: Emparejar ideas y oportunidades para conse-

guir metas.d) Conseguir lo mejor de las personas: motivar y desarrollar a las personas para

conseguir metas. e) Aprender y mejorar: extraer de la experiencia nuevas ideas para mejorar re-

sultados.f ) Centrarse en el producto: lograr valor por dinero y resultados.El modelo propuesto parte de un planteamiento dicotómico entre «conductas

eficaces» y «conductas ineficaces». Obviamente, las competencias del directivo público hay que construirlas a partir de las conductas eficaces, que al fin y a la postre son las que proveen de un modelo de referencia para el buen rendimiento del trabajo directivo.

17. Como bien puede verse, en este rápido repaso a diferentes ensayos por crear una taxonomía de competencias directivas, hay puntos de encuentro evidentes entre los modelo propuestos, pero también hay una cierta dispersión a la hora de estructurar de forma estable qué competencias son necesarias para desempeñar el trabajo directivo en el sector público. Y para dar un cierto orden y sentido a este tema tal vez convenga llevar a cabo una primera aproximación conceptual y sistemática.

18. ¿Para qué sirve identificar las competencias de los directivos públicos? La pre-gunta no es baladí. Pues se puede afirmar que es el presupuesto para un ensayo de definir lo que sería un modelo de gestión por competencias directivas. Así, la identificación de las competencias directivas tiene cinco grandes proyecciones o utilidades:

a) Sirve para diseñar programas para la formación de cuadros directivos de per-sonas que ocupan puestos de trabajo pre-directivos. O si se prefiere: Formación previa al acceso a funciones directivas.

b) Es una herramienta imprescindible para seleccionar directivos a través de la adecuación de las competencias profesionales y personales al perfil del pues-to de trabajo.

c) Tiene una proyección importante también para construir sistemas de eva-luación de directivos a partir de competencias.

d) Resulta una herramienta capital para construir programas de desarrollo di-rectivo a partir de las necesidades y déficit que se identifiquen en los procesos de evaluación.

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e) Y, en fin, es una pieza necesaria para diseñar planes de carrera profesio-nal de directivos públicos profesionales y, asimismo, como elemento central en la provisión de puestos de naturaleza directiva (movilidad horizontal o vertical de los directivos públicos).

19. Si tenemos claro que las competencias directivas tienen esas cinco proyeccio-nes estructurales sobre el modelo de dirección pública profesional, la tarea siguien-te –por cierto nada sencilla- es procurar sistematizar cuáles son las competencias que un directivo público profesional debe disponer para desempeñar correctamente las funciones y tareas de un determinado puesto directivo.

20. Y la respuesta no puede ser unívoca, porque la dirección pública profesional (incluso en el ámbito local de gobierno) tampoco obedece a patrones comunes. En efecto, la dirección pública profesional tiene diferencias de calado entre sí en dos dimensiones: a) en la dimensión vertical; y b) en la dimensión horizontal. En la dimensión vertical, puesto que se puede afirmar que existen dos grandes estratos o niveles en la DPP: i) la DPP «superior», en contacto epidérmico con la política y mucho más expuesta «al exterior» (control político y medios de comunicación); ii) la DPP «básica», de naturaleza más técnica, sin perjuicio de que coadyuve a la formulación y ejecución de políticas públicas. Y, en la dimensión horizontal, porque habitualmente las organizaciones del sector público disponen de niveles directivos con funciones muy diferentes entre sí, particularmente entre las «direc-ciones transversales» (asesorías jurídicas, intervención, recursos humanos, etc.) y las «direcciones finalistas» o de un área sectorial concreta. Ni que decir tiene que las competencias requeridas en unos y otros supuestos varían ostensiblemente.

21. En el ámbito de la Administración local (o de los gobiernos locales), las com-petencias de los directivos públicos profesionales deben construirse con el mínimo de sofisticación posible, con el fin de poder ofrecer un modelo de salida a partir del cual se pueda desarrollar este embrionario sistema de gestión por competencias directivas. Pues, insisto, se trata de que los gobiernos locales puedan construir razonablemente un sistema de gestión que les permita:

a) Formar directivos locales. b) Seleccionar directivos locales. c) Evaluar directivos locales y retribuir en función de resultados.d) Articular programas de desarrollo directivoe) Establecer modelos de carrera profesional de directivos y sistemas idóneos

de provisión de puestos directivos.

22. A tal efecto, el modelo de competencias directivas que se propone giraría sobre los siguientes ejes:

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a) Competencias vinculadas con el contexto y el entorno del sector público local: – Conocimiento del marco institucional de la dirección pública local.

Imprescindible para el diseño y ejecución de políticas públicas. El ciudadano como centro de atención de la actuación del DPP.

– Valores públicos y ética pública. Transcendental para transmitir una imagen de integridad (vinculada como factor a los rasgos de personalidad) y para la legiti-midad de las instituciones. Transparencia y código de conducta.

– Conocimiento y aprendizaje continuo, así como «familiaridad» sobre la orga-nización local y su contexto: ¿Cuáles instrumentos son necesarios para poner en marcha políticas públicas?

– Conocimiento y manejo (experiencia) del entorno del trabajo directivo en el sector público y, especialmente, en el local (por tanto, destrezas). Los DPP se en-cuentran en una encrucijada en la que intervienen muchos (infinitos) actores: po-líticos, oposición, gerentes y directivos públicos, sindicatos, empleados públicos, medios de comunicación, grupos de presión y ONG, stakeholders, etc. Todos ellos interactúan con poco orden y concierto con los directivos públicos locales.

b) Competencias genéricas o básicas que debe acreditar un directivo público profesional en el ámbito local:

– Planificación, supervisión y evaluación. Especialmente buen manejo de los instrumentos de planificación estratégica y operativa y de los sistemas de evalua-ción. Saber fijar metas y objetivos, establecer prioridades, uso del cuadro de man-do, determinar indicadores, etc.

– Gestión de personas. Buen conocimiento y aplicación de las técnicas de ges-tión de recursos humanos (descripción de puestos, selección, carrera profesional, provisión, retribuciones, etc.).

– Gestión presupuestaria. Conocimiento y aplicación del papel de los Presupuestos en el diseño y aplicación de las políticas públicas.

– Gestión de tecnologías de la información y de las comunicaciones. Aprovechar todas las potencialidades de los sistemas de información en la gestión e impulsar la implantación de la e-Administración en los gobiernos locales.

– Gestión de la calidad y del marketing público e institucional. Herramientas imprescindibles para prestar mejores servicios a los ciudadanos y posicionar a los gobiernos locales en un mercado público competitivo.

c) Competencias personales y destrezas que debe acreditar un DPP en el ám-bito local.

– Comunicación eficaz. Tanto oral como escrita. Las herramientas comunica-tivas son fundamentales en el desarrollo del trabajo directivo y, en especial, a la hora de interactuar con el entorno mediato e inmediato plagado de actores y de procesos de negociación y transacción.

– Dirigir equipos. Es una competencia necesaria del DPP, que, entre otras co-sas, requiere un estilo de dirección abierto y receptivo, así como ser capaz de es-

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timular a las personas que trabajan en su entorno para que desarrollen sus fun-ciones de forma más eficiente, coordinada y mediante el contraste permanente de los diferentes puntos de vista.

– Resolución de problemas. Identificación correcta del problema y búsqueda inmediata de soluciones. Una competencia vinculada a la inteligencia o al manejo de la complejidad. El DPP es, sobre todo, al menos en organizaciones de «respues-tas inmediatas» como son las administraciones locales, un «gestor de anomalías». El desarrollo de habilidades en este campo es capital para el buen quehacer del DPP. Saber gestionar la contingencia y dar respuestas rápidas y eficientes a los problemas es una necesidad objetiva en el ámbito local.

– Trabajar por resultados. El DPP debe centrar su trabajo en la obtención de resultados, siendo en todo momento consciente que los recursos son ajenos y que los ciudadanos deben recibir los mejores servicios y al menor coste. Ha de saber involucrar a sus empleados en la obtención de las metas marcadas y poder pre-miarlos si su gestión es eficiente.

– Equilibrio personal y emocional, así como focalizar la atención sobre la mejora continua. El DPP debe ser plenamente consciente de que su «imagen» transcien-de externamente a la organización. Su carácter y estilo de dirección «contamina», positiva o negativamente, a las personas que con él trabajan. Una organización será «sana» o «tóxica» dependiendo en buena medida del estilo de dirección. El equilibrio emocional representa, entre otras cosas, saber gestionar con inteligencia el tiempo, los silencios y tener el don de la oportunidad (no del «oportunismo»).

d) Competencias específicas del puesto directivo concreto.Se han de determinar en cada momento, pero en este caso han de vincularse

estrechamente con los conocimientos y la experiencia contrastada en el desem-peño de puestos directivos que pertenezcan a la misma «familia de puestos» o a «familias próximas». Las competencias específicas pueden existir en cualquier tipo de puestos, pero deben ser mínimas, salvo en los puestos directivos de naturale-za «transversal» en los que el conocimiento, la experiencia y las destrezas acredi-tadas en ese campo concreto deben ser generalmente un “prius” o un elemento de predicción clave del buen desempeño futuro del puesto de trabajo directivo.

23. Esta propuesta es, simplemente, un primer esbozo en el largo y complejo cami-no de identificar competencias directivas en el ámbito local. Un DPP «completo», o con un desarrollo profesional excelente, debería acreditar todas esas competencias. Pero, en la práctica, ningún gobierno local encontrará ese «mirlo blanco», pues podrá hallar personas con buenas competencias del entorno o del contexto, pero posiblemente tenga algún déficit en materia de competencias genéricas o de alguna de ellas, o viceversa. Se podrá hallar un perfil directivo (procedente por ejemplo del sector privado) que nos ofrezca un conjunto de competencias personales di-rectivas muy potente, pero que tenga carencias fuertes o intensas en lo que afecta

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a competencias de contexto y entorno, así como a competencias genéricas de los directivos públicos.

24. Por tanto, este cuadro o esquema de competencias (que habrá que desarrollar y, posiblemente, corregir en algunos puntos), nos sirve como punto de partida para intentar construir una DPP en la Administración local, pero siendo conscientes de esa construcción se trata de un proceso que, como quien dice, estamos comen-zado a dar los primeros pasos. En todo caso, este cuadro-esquema nos puede ayudar para cubrir, al menos, tres proyecciones de la gestión por competencias directivas: a) formación previa; b) selección; y c) programas de desarrollo directivo. Nos puede ser útil para construir la evaluación por competencias de los directivos públicos, así como –si da buenos resultados en la selección y evaluación– puede ser una herramienta importante de gestión de carreras profesionales, pero sobre todo es un indicador fiable en la provisión de puestos directivos.

Algunas notas sobre régimen jurídico de los directivos públicos profesionales en la Administración local

1. Determinados los puestos de trabajo que tendrán el carácter de directivos pú-blicos profesionales en cada organización, será necesario reflejar los mismos en una relación de puestos de trabajo o instrumento similar. A nuestro juicio, sería pertinente que las relaciones de puestos de trabajo u instrumentos similares de los DPP se previeran en un documento diferente del resto de las relaciones de puestos de trabajo de los empleados públicos.

2. En efecto, las condiciones de trabajo de los DPP no son objeto de negociación colectiva y se determinan unilateralmente por parte de la respectiva Administra-ción. Además, los datos que se incluyan en la relación de puestos de trabajo del personal DPP no tienen por qué ser los mismos (o, al menos, no idénticos) que los recogidos para los empleados públicos funcionarios ni para los empleados públicos laborales.

3. Es muy importante que los procesos de designación de DPP se definan de ese modo. Esto es, las convocatorias para cubrir puestos de DPP deben enunciarse así: convocatoria o procedimiento para «designar» un puesto de directivo público profesional.

4. El sistema de designación que prevé el EBEP para los DPP no es ni un proce-dimiento de libre designación ni, mucho menos, un concurso de méritos. Algunos ayuntamientos han procedido a convocar este tipo de procedimientos de provisión,

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olvidando que el sistema de designación de DPP puede ser tanto un «procedimiento de provisión» (cuando se convoca determinado puesto directivo para su cobertura entre personal funcionario de la propia entidad) o un «procedimiento de selección» (en aquellos casos en que el puesto directivo se oferta también a personas externas a la organización).

5. Cualquiera que sea la dimensión del proceso de designación (sistema de provisión o de selección), lo cierto es que el EBEP exige únicamente que estos procedimientos de selección se lleven a cabo de acuerdo con los principios de publicidad (que no tiene que ser una publicidad «formal», o en diarios oficiales) y de libre concurrencia (esto es, que garanticen la competición entre diferentes candidatos).

6. Asimismo, se exige que el proceso de designación «atienda» a los principios de mérito, capacidad e idoneidad. Ello no es óbice para que, acreditadas las com-petencias exigidas para el desempeño del puesto de DPP por diferentes candida-tos, no puedan actuar márgenes razonables de discrecionalidad en el proceso de designación. Es decir, encaja perfectamente dentro del espíritu del EBEP que se constituya un órgano técnico que evalúe las diferentes candidaturas y, previas las pruebas o entrevistas que considere pertinentes (entrevista de incidentes críticos, entrevista conductual estructurada, etc.), presente a la autoridad encargada del nombramiento una terna con los mejores perfiles de candidatos para ese puesto directivo. Aquí, acreditadas previamente las competencias, puede entrar la discre-cionalidad a actuar plenamente.

7. Nos hemos detenido en detallar todas estas cuestiones relacionadas con el pro-ceso de designación porque el éxito o fracaso de este sistema de dirección pública profesional depende en buena medida de evitar a toda costa su judicialización. Dicho de otra manera, es un sistema de provisión o selección de candidatos, que atiende a los méritos, competencias e idoneidad de los mismos, pero que admite márgenes más o menos amplios, según los casos, de discrecionalidad. El control jurisdiccional tiene, aquí, indudables limitaciones.

8. En el acto de nombramiento del DPP o, en su caso, en el contrato de alta dirección (si es personal laboral), deberían incluirse cuáles son los objetivos que se deben alcanzar en ese puesto de trabajo directivo, así como los medios (perso-nales, materiales, financieros y tecnológicos) para alcanzarlos. Al menos, se debe contener la previsión de que la Administración local (el gobierno municipal), de acuerdo con la persona designada, confeccionará en el plazo de tres meses un acuerdo o contrato de gestión complementario al nombramiento o al contrato de alta dirección, en el que se determinarán los extremos citados.

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9. La entidad local correspondiente puede requerir como mérito relevante para el acceso a la condición de DPP, la realización de programas de dirección pública o de función directiva impartidos por instituciones públicas u homologados por éstas.

10. Si la Administración local se inclina por implantar un sistema de dirección pú-blica profesional, será conveniente que a través de un reglamento o acuerdo que regule el Estatuto del Directivo Público Profesional, se determinen unilateralmente las condiciones de empleo de este personal (derechos, permisos, deberes, vaca-ciones, jornada, sistema retributivo, régimen disciplinario, etc.). Tales condiciones, que se han de determinar unilateralmente por la Administración, conviene que al menos se elaboren para cada mandato.

11. Es importante, siquiera sea como herramienta de mejora de la gestión, incluir algún sistema específico de evaluación de los resultados de la gestión del DPP (o, al menos, de su unidad), así como una evaluación por competencias, dirigida a mejorar continuamente el desempeño que el DPP desarrolle en cada organización. A estas evaluaciones se les puede anudar un sistema de retribuciones variables, que no sea superior en ningún caso al 10 por ciento del total de retribuciones. Se recomienda en todo caso que los efectos retributivos sólo se incluyan cuando el sistema de evaluación sea relevante, fiable y no contaminado por nada que no sea desempeño directivo y, por tanto, haya sido comprobada empíricamente su objetividad.

12. En cuanto a la situación administrativa en la que quedan los funcionarios que son nombrados directivos públicos profesionales, si los titulares de los órganos directivos de los municipios de gran población se califican como DPP, es obvio que en estos casos podrían ser declarados en situación de servicios especiales (artículo 87 EBEP). No así los DPP de las diputaciones provinciales ni de los municipios de régimen común, a los que se les debería aplicar la situación de servicio activo.

13. Al no poderse acudir, en principio, a la figura del personal eventual para el desarrollo de funciones de DPP, la solución más cabal es que el legislador autonó-mico, cuando desarrolle el EBEP, extienda la situación administrativa de servicios especiales (aunque sea sin reserva concreta del mismo puesto de trabajo), también al personal DPP de los municipios de régimen común. Otra solución, más forzada, es interpretar que la referencia del artículo 87 EBEP a los «directivos municipales» lo es también a los DPP de los municipios de régimen común y a las Diputaciones provinciales.

14. En materia de incompatibilidades de los DPP parece obvio que se les aplica la Ley 53/1984, con la modificación prevista en la disposición final tercera del

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EBEP. En lo que afecta a los «conflictos de intereses» se ha de tener en cuenta la modificación de la LBRL que llevó a cabo la Ley 8/2007, del suelo. No sería im-procedente que las diferentes administraciones locales, o las propias federaciones o asociaciones de municipios, elaboraran códigos de transparencia y conducta de los directivos públicos profesionales.

15. Y, en fin, el régimen jurídico del cese del DPP es la clave de bóveda para saber si existe realmente un sistema de dirección pública profesional. Lo razonable es que la regulación local que se elabore prevea expresamente este punto. Y, asimis-mo, lo razonable es que, si se han seguido criterios de profesionalización para la designación del DPP, si este lleva a cabo sus funciones cumpliendo los objetivos marcados y, por tanto, percibe una serie de incentivos por su gestión, el DPP no sea cesado discrecionalmente (esto es, no se admita este tipo de cese).

16. Sin embargo, este es un punto en el que la «cultura» y las «resistencias al cambio» serán mucho más fuertes. El abanico de soluciones que cabe en este caso, sería el siguiente:

a) El DPP sólo podría ser cesado por resultados insuficientes en su gestión, si no su puesto tendría carácter permanente.

b) El DPP sería designado para un período de tiempo (3, 4 o 5 años), en el que permanecería con garantía de puesto siempre y cuando sus resultados de gestión fueran buenos. Podría ser cesado en caso de resultados insuficientes.

c) El DPP sería designado para un período de tiempo (3, 4 o 5 años), finaliza-do el cual cabría una prórroga por igual período siempre que los resultados de la gestión fueran buenos.

d) El DPP podría ser removido discrecionalmente sólo en aquellos casos en que cambiara el responsable político que le designó.

e) El DPP podría ser removido discrecionalmente en todo caso y en cualquier momento.

17. Por tanto, este «continuo» de soluciones expuestas va desde un «modelo de profesionalización de la dirección pública» muy elevado (soluciones a y b), a un modelo de profesionalización de la dirección pública muy débil o poco consistente (alternativas e y f ). Tal vez, en las opciones intermedias esté la virtud (alternativas b y c). Pero, en todo caso, en este tema –como decía– las decisiones no serán precisamente fáciles.

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El autorDoctor en derecho por la Universidad del País Vasco (1988), Rafael Jiménez Asen-sio es, en la actualidad, socio del Estudio de Consultoría Sector Público (Estudi.Con) y profesor de derecho constitucional de la Universidad Pompeu Fabra. Es también consultor del Banco Interamericano de Desarrollo en Programas de re-forma del Estado.

Es funcionario excedente de la Administración pública vasca (letrado del Gobierno vasco, 1981-1992) y de la Universidad del País Vasco (profesor titular de uni-versidad, 1993-2001). Ha sido letrado del Consejo General del Poder Judicial (1999-2001), profesor catedrático de ESADE (2001-2004) i director de los Servi-cios Jurídicos del Ayuntamiento de Barcelona (2004-2007). Está acreditado como investigador avanzado por la Agencia para la Calidad del Sistema Universitario de Cataluña (2004), que habilita para el acceso a catedrático laboral.

En el ámbito del empleo público ha sido vocal de la Comisión para el Estudio y Preparación del Estatuto Básico del Empleado Público (2004-2005) y, actual-mente, realiza funciones de consultor en esta materia en diferentes comunidades autó nomas y ayuntamientos. Es director del Programa avanzado en dirección pú-blica local de EUDEL/IVAP y ha dirigido asimismo el Programa en dirección públi-ca (edi ción 2008) y el Programa de formación en competencias directivas, ambos del Instituto Aragonés de Administración Pública. Es profesor en cursos de docto-rado en gestión pública y programas de postgrado en dirección pública de diferen-tes instituciones y universidades españolas y extranjeras.

Es también autor de quince monografías en el campo del derecho público, cinco de ellas en ámbitos relacionados con el empleo público. Sobre la materia de directivos públicos, es autor de los siguientes libros:

Altos cargos y directivos públicos. Un estudio sobre las relaciones entre política y Admi nistración en España. Oñate: Instituto Vasco de Administración Pública, 1996; 2ª edición, 1998. Directivos públicos. Oñate: Instituto Vasco de Administración Pública, 2006.

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Estudiosde RelacionesLaborales

El personal directivo en la Administración local

Rafael Jiménez Asensio

consorci d’estudis,mediació i conciliacióa l’administració local

4El CEMICAL, constituido por la Diputación de Barcelona, la Federación de Municipios de Cataluña, la Asociación Catalana de Municipios y Comarcas, la Federación de Servicios Públicos de la UGT de Cataluña y la Federación de Servicios Públicos de CCOO, tiene dos objetivos: promocionar el progreso de las relaciones entre los representantes de las entidades locales y el personal a su servicio, y favorecer la resolución de los conflictos laborales. Con la colección Estudios de Relaciones Laborales, el consorcio se propone facilitar el diálogo social, mediante la reflexión y el debate, y abordar cuestiones objeto de discusión en las mesas de negociación.

El presente trabajo aborda la dirección pública profesional en las administraciones locales desde diferentes puntos de vista. La primera parte trata sobre la necesidad de incorporar esta figura en los gobiernos locales. La segunda analiza su proceso normativo e institucional de implantación en el ámbito local. Y en la tercera y última se esboza una suerte de guía para su inserción en dicho ámbito.

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3 El acoso moral:incidencia en el sector público

4 El personal directivoen la Administración local

2 La conciliación de la vida laboral y familiar del personal al servicio de las entidades locales

1 La carrera administrativa:nuevas perspectivas

www.diba.cat/cemical

ISBN 978-84-9803-333-5

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