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1 Modalidad: Castellano Categoría: Primer ciclo de ESO Autora: Alberto Navalón Lillo de 2º ESO A EL PERGAMINO PERDIDO Junio de 1812. Las tropas napoleónicas comenzaron su marcha hacia Moscú, tras no recibir contestación de su oferta de paz por parte del comandante ruso Alejandro I. Continuaron cabalgando a través de la taiga y los bosques de abetos y pinos del este europeo. El paisaje era repetitivo. Los suministros y las provisiones comenzaban a escasear, pero pensaron que no sería ningún problema para continuar con su campaña de invasión de Rusia, ya que en Moscú recogerían más suministros. Entonces llegó septiembre. La urbe moscovita se divisaba en lontananza. No obstante, su aspecto no era entonces el de una ciudad normal de la Siberia occidental, sino que todos los majestuosos e imponentes edificios estaban envueltos en llamas, y nadie ni nada había moviéndose en sus calles, a excepción de las llamas que surgían de todo alrededor y de algún que otro tablón de madera calcinado que se desprendía de algún edificio. Alguien había advertido a los rusos de su llegada, y estos habían incendiado y evacuado la ciudad. Su Majestad dijo uno de los sargentos al capitán, nuestras tropas están exhaustas y hambrientas. No hemos encontrado absolutamente nada que echarnos a la boca. Si no hacemos nada, pronto perecerán. ¡Sigamos! exclamó Napoleón Bonaparte, con la esperanza de conseguir algo de alimento fuera de la urbe, a la vez que receloso de que no fuera así.

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Modalidad: Castellano Categoría: Primer ciclo de ESO Autora: Alberto Navalón Lillo de 2º ESO A

EL PERGAMINO PERDIDO

Junio de 1812.

Las tropas napoleónicas comenzaron su marcha hacia Moscú, tras no recibir contestación

de su oferta de paz por parte del comandante ruso Alejandro I.

Continuaron cabalgando a través de la taiga y los bosques de abetos y pinos del este

europeo. El paisaje era repetitivo. Los suministros y las provisiones comenzaban a

escasear, pero pensaron que no sería ningún problema para continuar con su campaña de

invasión de Rusia, ya que en Moscú recogerían más suministros.

Entonces llegó septiembre. La urbe moscovita se divisaba en lontananza. No obstante, su

aspecto no era entonces el de una ciudad normal de la Siberia occidental, sino que todos

los majestuosos e imponentes edificios estaban envueltos en llamas, y nadie ni nada había

moviéndose en sus calles, a excepción de las llamas que surgían de todo alrededor y de

algún que otro tablón de madera calcinado que se desprendía de algún edificio.

Alguien había advertido a los rusos de su llegada, y estos habían incendiado y evacuado

la ciudad.

– Su Majestad –dijo uno de los sargentos al capitán–, nuestras tropas están exhaustas y

hambrientas. No hemos encontrado absolutamente nada que echarnos a la boca. Si no

hacemos nada, pronto perecerán.

– ¡Sigamos! –exclamó Napoleón Bonaparte, con la esperanza de conseguir algo de

alimento fuera de la urbe, a la vez que receloso de que no fuera así.

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Así pues, continuaron con su marcha hacia el interior de Siberia. Los caballos ya solo

trotaban. El invierno polar se les echaba encima, y todos sabían que apenas nadie sería

capaz de sobrellevar aquella campaña suicida.

Más de 300 000 hombres habían muerto ya antes incluso de llegar a Moscú, al estar

expuestos a temperaturas de escasos grados sobre cero, junto al problema del hambre.

Cabalgaron a través de las vacías y lúgubres calles de la ciudad. Tras unas cuantas horas

de marcha, llegaron al extremo oriental de la urbe, pero se toparon con todo lo contrario a

lo que esperaban: más y más desolación en todas partes en las cercanías, y aun en la

lejanía solamente se veían los cerros completamente cubiertos por la nieve desoladora.

En un ataque de ira, el gran Napoleón Bonaparte arrojó su espada al suelo, y esta quedó

clavada en la nieve bajo sus pies.

– ¡Retirada! –exclamó su Majestad, visiblemente más irritado que antes.

Obedeciendo a su capitán y emperador, las tropas napoleónicas pusieron rumbo al oeste

por la misma carretera de Smolensk que les había llevado allí inútilmente.

Como último recurso para su supervivencia, muchos de los soldados de la Grande Armée

y de los ejércitos aliados cambiaron de bando al de los rusos, para recibir alimento y algo

de, para ellos invaluable, cobijo, a cambio de proporcionar al ejército de Alejandro I valiosa

información acerca del estado del ejército francés.

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Por suerte o por desgracia, gracias a los desertores había menos soldados que alimentar

entre las filas del bando francés, que podían subsistir pobremente gracias a la carne de sus

caballos, que morían al estar las praderas rusas carecientes de pastos. Sin embargo, la

muerte de sus portadores obligaba a los soldados a desplazarse lentamente a pie, lo que

también aumentaba el riesgo de hipotermia o de congelación. Tampoco era una muy buena

opción, pero era la única.

Todo esto, el clima frío y la falta de alimento causó miles de bajas entre las filas de la Grande Armée, que solo podía esperar lo peor.

Varias semanas de lenta marcha en interminables bosques llevaban. Era otro cansado día

más, y muchos de los soldados se quedaron atrás. Toda la armada había de cruzar el río

Berézina por un estrecho puente de piedra. Sin advertir absolutamente nada, prosiguieron

con su travesía, pero el ejército ruso contraatacó. Habían bloqueado completamente el

paso a los franceses, y la única forma de salir de allí era batallando. Y así fue. Más de 30

000 soldados franceses perecieron en aquella emboscada. El ejército de Napoleón era más

débil que nunca: apenas 70 000 soldados quedaban con vida, aunque muchos de ellos la

perderían en los días posteriores. Un único ataque más y Napoleón –vivo o muerto– sería

el hazmerreír de toda Europa, el emperador que perdió su ejército por culpa del invierno.

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Évreux, febrero de 1813.

Poco más de dos meses hacía desde el repliegue de las tropas francesas en el fracasado

intento de invadir Rusia. No obstante, el emperador seguía irritado por haber fracasado en

una misión así teniendo al ejército más poderoso de Europa en aquel entonces. Por ello,

hizo reunir a todos los mandatarios de los reinos conquistados en Évreux, una pequeña

ciudad al norte de Francia.

Una vez allí, sentados a la mesa en la sacristía de la catedral, el emperador extendió un

papel que rezaba:

Debido a la gran injusticia que el Imperio Ruso ha tenido la mala bondad de remitir contra

Francia y su Imperio, todos nosotros, José I Bonaparte, rey de España y de Nápoles;

Eugène de Beauharnais, virrey de Italia, y Napoleón Bonaparte, emperador de Francia y

todas sus colonias, hacemos constar que nuestras respectivas naciones y colonias estarán

dispuestas a prestar ayuda militar a Francia para cualquier campaña contra Rusia.

– Firmad –ordenó el emperador, con un tono amable.

José estaba ebrio, por lo que firmó sin aun leer el tratado, cosa de la que después toda

España se arrepentiría. Y Eugène simplemente no entendía la caligrafía del que lo había

criado como un padre tras la ejecución de su verdadero progenitor diez años atrás, así que

confió en la palabra de su Majestad, y firmó.

Por último escribió su nombre Napoleón Bonaparte, lo que hizo oficial el Tratado de Évreux:

un tratado secreto firmado en 1813, en que algunas de las naciones más importantes de

Europa, como España, Italia y Alemania (Confederación del Rin), deberían

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mandar sus ejércitos a la guerra si Francia así lo decidía. Nadie sabía de su existencia, por

lo que siguió vigente con el paso de los años. Fue secreto durante muchos años. Hasta

hoy.

• • •

Madrid, septiembre de 1982. – Un exfuncionario del servicio secreto francés ha desvelado la existencia de un tratado…

Daniel Torres golpeó descaradamente el pulsador sobre el reloj para ordenarle que

guardase silencio hasta la siguiente alarma. Era otro día normal, un miércoles por la

mañana, en el que iría a trabajar, comería, seguiría trabajando, cenaría, dormiría y volvería

a comenzar el ciclo al día siguiente.

– ¡Vamos, Dani, que llegarás tarde! Y todavía no has desayunado… – Mamá, no tengo cinco años… –dijo mientras se desperezaba.

– ¡Exacto! ¡Y sigues viviendo en casa de tu madre a los veintisiete! Desayuna y vete al

trabajo.

– Que sí, mamá…

Daniel engulló las tostadas con tomate que su madre había dejado sobre la encimera de

la cocina. Se puso el abrigo y fue a salir por la puerta principal.

– Sin la tarjeta no te dejarán entrar al metro, ¿no crees?

– ¡Ay, madre, es verdad!

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Cogió la tarjeta y pretendió besar a su madre en la mejilla, pero acabó dándole un beso al

aire, cuando le hizo agacharse para besarle a él en la frente.

– Ay, hijo mío, qué despistado eres…

Hizo un ademán con la mano para despedirse, y se encaminó a la parada central del barrio

madrileño de Tetuán, el barrio que le había visto dar sus primeros pasos, su primera palabra,

su primer suspenso, su primer brazo roto…

Daniel Torres, a pesar de su falta de orden y responsabilidad, era doctor en Historia

Contemporánea y profesor en la Complutense. Hoy iba explicar a sus pupilos la Revolución

Francesa desde cero, como si no se la hubiesen explicado veinte veces desde la primaria.

Le gustaba su trabajo, pero este tipo de cosas le irritaban.

El resto del día transcurrió igual que cualquier día anterior y cualquier día posterior… ¿O

no? Daniel acababa de salir del agujero y le cegaron los focos del Santiago Bernabéu,

donde algún partido se estaba jugando. Eran apenas las ocho de la tarde, y pasó por

delante de una cervecería donde vio un periódico del día anterior sobre una de las mesas

de la terraza, en cuya portada ponía:

Exfuncionario del servicio secreto francés desvela la existencia de un tratado que podría

llevar occidente a la catástrofe

– ¿Puedo llevármelo? –preguntó Daniel al dueño del local.

– Como quieras. Es de ayer…

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Daniel le dio las gracias y prosiguió el camino hacia su casa. Una vez allí, se sentó en el

sillón del salón y empezó a leer:

El pasado lunes, el exfuncionario del servicio secreto francés, Pierre Beauvois, según ha

relatado a la prensa, afirma la existencia del Tratado de Évreux, firmado en 1813 por

Napoleón, su hermano y su hijo adoptivo, y nunca derogado a causa de su

desconocimiento, podría obligar a los ejércitos español, alemán e italiano a formar parte de

una guerra contra la URSS si el presidente francés François Mitterrand así lo deseara. No

obstante, esto sería poco probable, ya que ambos gobiernos tienen una visión política

similar. En cambio, el exfuncionario nada ha comunicado acerca de su paradero.

En estos momentos, Pierre Beauvois está en dependencias de la policía francesa y a la

espera de un juicio por difusión de información secreta gubernamental en varias ocasiones

y el incumplimiento del acuerdo de confidencialidad firmado por él mismo algunos años

atrás. La fiscalía pide nueve años de prisión para el acusado.

Una vez hubo leído la noticia, bajó precipitado por las escaleras para dirigirse a la cabina

telefónica más cercana, porque su madre estaba usando el del salón y se hacía a la idea

de que no tardaría menos de dos horas en terminar.

Se encerró en el cubículo acristalado e introdujo dos monedas en la ranura

apresuradamente, más que suficiente para dos minutos de llamada.

– ¿Hola? –se escuchó en el auricular.

– ¿Lucía? ¿Me oyes? – ¡Ah, hola Daniel! ¿Qué quieres de mí?

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– Escúchame bien, creo que tengo una nueva investigación… ¡Coge el próximo metro y

ven para acá!

– ¿Qué? ¿Pero no es ya muy tarde? – Tú hazme caso y ven. Si quieres te invito a cenar.

– ¡Está bien, voy para allá!

Y colgó el teléfono. Se vio reflejado en una de las paredes de cristal, y se dio cuenta de que

tenía un aspecto horrible. Allí mismo se peinó con los dedos y se rascó el sarro entre sus

dientes con la uña. Paró cuando vio a un niño pequeño y a su madre, que llevarían varios

minutos allí, observando con cara de asco a aquel especímen que se retiraba la suciedad

de los dientes en una cabina de teléfono, además con las uñas más sucias incluso que los

dientes, por lo que el resultado fue aún más catastrófico.

– ¡Ay madre, Lucía ya habrá llegado! Y qué pintas llevo… –pensó, aunque en voz alta. A

veces le pasaba.

Avergonzado de su aspecto, entró a un bar y corrió al aseo. Allí, sin pensar lo que hacía,

se roció la boca con jabón de manos con aroma de melocotón. Frotó su dentadura sin

piedad, y tuvo miedo de que se arrancase algún diente. Salió del aseo con un aspecto

bastante cómico, con la cara llena de espuma hasta las orejas, y pidió una botella pequeña

de agua, con la intención de echársela por encima y sacar la espuma de todos los orificios

de la cara, y después fingir que acababa de correr quince kilómetros.

Efectivamente, Lucía estaba en su portal, esperándole. Y con cara de pocos amigos.

Seguramente habría llamado al timbre, pero entre la sordera de su madre y la

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interminable conversación con alguna de sus amigas del club de parchís, ella ni siquiera

habría advertido que sonaba.

– Hola –le dijo a Daniel, con un tono seco. – Lo siento mucho, he venido lo más rápido que he podido –le respondió.

– Vale, no pasa nada. Bueno, ¿para qué me has hecho venir aquí? Son las nueve de la

noche.

– Acompáñame.

Daniel introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Aún se oía en el salón a su madre

hablar por el teléfono. Condujo a Lucía a la cocina. Le ofreció unas galletas y se sentaron

a la mesa. Entonces sacó el periódico de su cartera y lo extendió sobre la mesa, mirando

hacia la invitada.

Lucía leyó en voz baja el titular de la noticia, que además no iba acompañada de ninguna

fotografía ni ilustración. Rio burlonamente.

– ¿De verdad crees todo lo que sale en este periódico? –contestó, haciendo una mueca de

burla– Esto no son más que mentiras y más mentiras. Hacen lo que sea por mantener a la

gente engañada.

– Pero, ¿cómo puedes desconfiar tan rápidamente, si todavía no has leído la noticia?

Entonces leyó la noticia. Aun así, tras leerla, parecía desconfiada. – Vale… –respondió– Entonces, ¿ahora qué?

– Nos vamos a París. – ¿Qué? ¿Te has vuelto loco?

– En absoluto. ¡Prepara las maletas, que mañana salimos!

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– Sí. Definitivamente, te has vuelto loco.

– ¿Te quedas a cenar? –preguntó, saliéndose bastante del tema que les ocupaba– Queda

algo de cocido recalentado de anteayer.

– Eh… Creo que mejor me voy a mi casa, que si no te has vuelto loco y de verdad nos

vamos mañana tendré que descansar…

– ¡Claro que es cierto! ¿Realmente me tomabas por loco? – Pues, lo cierto es que sí –rio.

– Nos vemos mañana en tu portal a las ocho.

– Vale, pero esta vez no te retrases tanto como ahora –respondió Lucía, mientras se

dirigía hacia la puerta, acompañada de Daniel.

– Hasta mañana –se despidió Daniel.

– Adiós –y sonrió.

Y Lucía se dirigió hacia el metro. Las calles ya se iban vaciando. Era miércoles por la noche,

y la gente quería dormir lo máximo posible para no caerse dormido en el trabajo al día

siguiente. Sin embargo, ella iba a vivir una aventura más trepidante de lo que se podía

esperar de una investigación de Historia Contemporánea.

• • •

La alarma del reloj de la mesilla sonó igual que la mañana anterior. Era el mismo locutor de

todos los días con su voz sobreenérgica que daba noticias que a nadie le interesaban,

únicamente para enojar a la gente que se despertaba con su programa, en vez de poner

música jazz tranquila, para obligar a la gente a levantarse con el pie correcto.

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Se desperezó muy tranquilamente, quizá más de lo que debería. Se restregó los puños

sobre los ojos. Entonces vio su maleta abierta en el suelo del baño, y entró en pánico, al

darse cuenta de que ni siquiera había metido una sola camisa. Por ello, empezó a meter

ropa al azar y rezó para que hubiera un equilibrio entre pantalones y camisas.

Todavía eran las siete menos cuarto, por lo que su madre aún seguía en la cama. Le dejó

una nota sobre la encimera de la cocina, que decía:

Estaré fuera unos días. Si mi estancia se alarga te llamaré.

Daniel.

Cerró la puerta de la calle tras salir procurando no hacer ruido. Las primeras luces del alba

se divisaban en el horizonte. No lo podía ver a causa de los edificios alrededor, pero lo

supuso porque había un poco de luz en el cielo. Pidió un taxi en vez de ir al metro, porque

era muy perezoso y no quería tener que bajar la maleta por las escaleras, y además la

parada de destino quedaba bastante lejos de casa de su amiga. Al fin y al cabo, ella vivía

en Chamberí, y un viaje en taxi hasta allí no le arruinaría.

– Gracias –le dijo al taxista, y le pagó el importe que marcaba el taxímetro.

Sacó su equipaje del maletero y se dirigió con paso firme y rápido hacia el lugar donde

habían decidido verse –más bien lo había decidido él, pero ella aceptó, así que lo interpretó

como una decisión entre los dos– y allí se encontró con Lucía, que le saludó, definitivamente

más alegre y descansada que la noche anterior. Ella llevaba una maleta muy grande,

colosal comparada con la suya.

– Vamos a la parada del autobús del aeropuerto, que no está muy lejos y será más barato

que ir en taxi –dijo él.

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Entraron a la marquesina de la parada a esperar. Según la tabla de horarios en una de las

paredes el autobús no tardaría más de diez minutos. Tampoco tenían prisa alguna, pues

iban a comprar el pasaje en el aeropuerto.

– Dani, sigo pensando que estás un poco loco, pero si es cierto lo que dices y no lo estás, ¿para qué se supone que vamos a París?

– Recuerdas la noticia de ayer, ¿no? Sencillamente, vamos a buscar ese tratado, lo vamos

a encontrar, vamos a ir al gobierno francés y van a derogarlo. Entonces lo expondremos en

algún museo o bien se lo venderemos a algún millonario que le interesen estas cosas…

– O bien… –le interrumpió ella. – Si no lo derogan, no tendremos más remedio que hacerlo trizas.

Al poco tiempo de decir esto, el autobús llegó y a la media hora estaban en la puerta de la

terminal de vuelos internacionales del aeropuerto Madrid-Barajas. Llegaron al punto de

venta de pasajes de la aerolínea más barata que vieron. El problema estaba en que el vuelo

en que acababan de comprar sus pasajes iba a salir en diez minutos. Sin embargo, la

vendedora descolgó su teléfono y llamó a la puerta de embarque para que esperaran un

poco más, porque había dos pasajeros fuera. Y la puerta estaba en el otro extremo de la

terminal.

Por suerte para ellos, no tardaron más de dos minutos en registrar sus maletas, pues todos

los pasajeros estaban ya sentándose en su incómodo asiento del avión que les llevaría a

París. Tampoco había mucha gente en el control de seguridad.

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Daniel corría todo lo rápido que sus pulmones le permitían sin ahogarse. Activo sería el

último adjetivo que se le podría otorgar. Lucía no tenía problemas para ir rápido. Según

tenía entendido hacía natación por las tardes, y por las mañanas hacía marcha.

Al fin llegaron a la puerta de embarque correspondiente, treinta y cinco minutos después

de comprar los billetes. Cuando entraron, el resto de pasajeros miró con cara de enfado a

los dos jóvenes que habían retrasado su vuelo por más de media hora.

Tras unas pocas horas en la aeronave, el tren de aterrizaje tocó tierra en Orly. Cuando

salieron de la terminal, la luz del día les cegó momentáneamente.

– Entonces, ¿ahora adónde se supone que vamos? –preguntó Lucía. – Pues a algún hotel, ¿dónde si no? Y mañana iremos a conocer a Pierre Beauvois. Anoche

estaban hablando al respecto en la radio, y dijeron que iba a conceder una rueda de prensa

en la comisaría en la que está detenido.

Pidieron un taxi y Daniel le pidió al taxista que le llevara al hotel más barato que conociese.

Tras una hora de viaje en taxi, llegaron a un edificio medio ruinoso, que más que un hotel

parecía una pocilga. Lucía hizo un ademán de vomitar.

– Solo será una noche. Mañana seguramente volvamos a casa –dijo Daniel, con un tono

tranquilizador.

En resumen de aquella noche, Daniel creyó que una rata asomaba bajo su cama, se le

cayó un trozo de yeso mohoso del techo a la cara, y se encontró una cucaracha muerta en

el lavabo, por lo que pensó que sería mejor pasar la noche en un banco. No obstante resistió

la hora que le quedaba dentro de aquel nido de enfermedades, pues acababan de

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tocar las seis de la mañana. Con miedo a que alguna rata con la peste negra le mordiese

el pie, se subió a la mesita de noche y pasó la hora restante cual gárgola. La única diferencia

entre una gárgola y él era que si expulsaba algo por la boca sería vómito en vez de agua

de lluvia.

Finalmente, Lucía despertó y Daniel suspiró aliviado de que aquella noche de pesadilla

hubiese terminado. Ella parecía despejada, mucho más que él. Seguramente tuviese un

sueño muy profundo.

Daniel se apresuró a meter la ropa que había sacado en la maleta, para poder salir lo antes

posible de aquella pocilga asquerosa. Salieron del hotel sin aun decir adiós ni gracias al

recepcionista, y pidieron un taxi. Daniel le mostró en un papel la dirección en que, según

había entendido, estaba la comisaría donde Pierre Beauvois iba a dar la rueda de prensa.

– 26 rue Louis Blanc –dijo el taxista para sí mismo.

Sin formular una palabra más, pisó el acelerador y en un silencio muy incómodo que se

alargó durante cincuenta minutos, se iban acercando al que pensaban que sería su único

destino en su viaje. La rueda de prensa iba a comenzar en cinco minutos. Se colocaron

detrás de las cámaras de cadenas de televisión de toda Europa, junto con alguna

estadounidense, y unas cuantas asiáticas. Apenas podían ver al exfuncionario, que estaba

tras una multitud de gente que le preguntaba las mismas cosas que Daniel había leído en

el periódico y había escuchado en la radio. Al terminar, tras marcharse casi todos los

periodistas, Daniel y Lucía se acercaron a Pierre. Cuando él les vio venir hacia él, les dijo

en castellano, aunque con un acento francés muy marcado:

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– ¡Eh, vosotros! Venid aquí, rápido.

¿Cómo sabía él que eran españoles? ¿Les había oído hablar, ya les conocía de algo?

Obedeciendo a Pierre, se acercaron rápidamente a él. Hizo un ademán de que acercaran

la oreja. Entonces él susurró a sus oídos:

– Si me traéis ese tratado, os pagaré todos los millones que queráis. Pero necesito que

esto no salga de entre nosotros…

Uno de los agentes que estaban en el extremo de la sala advirtió la extraña actitud del

detenido, y decidió que la rueda de prensa había terminado. Se acercó a la mesa, y le dijo

algo a Pierre en francés, que los jóvenes investigadores no pudieron comprender. Le obligó

a levantarse de la silla en la que estaba, y se lo llevó por un pasillo al extremo derecho de

la sala. Justo antes de desaparecer tras la puerta, se giró hacia los jóvenes y, únicamente

moviendo los labios y según lo que Lucía pudo entender, dijo:

– La fin de l’empereur.

¿La fin de l’empereur, «el fin del emperador»? ¿Qué significaría eso? Daniel obviaba que

se trataba de Napoleón. No pensó que se tratase de Carlomagno, pues aquello no tendría

relación alguna con lo que les ocupaba. Entonces, Pierre se refería a «el fin de Napoleón».

Y, por cierto, ¿por qué quería él confiarle la búsqueda de su mayor tesoro a dos

desconocidos cualesquiera?

Daniel sabía que Napoleón Bonaparte fue derrotado en la batalla de Waterloo, en 1815, y

que después fue exiliado a la isla de Santa Elena, donde permaneció hasta su fallecimiento

en 1821. Pero, ¿aquello qué significaba? ¿Acaso lo que buscaban estaba en

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una isla en el medio del Atlántico? Era una posibilidad. Decidió que había que estar seguro.

Fueron hasta la Biblioteca Nacional Francesa, donde estuvieron los dos jóvenes buscando

información por unas cuantas horas. Para su desagradable sorpresa, más de tres mil libros

habían allí con Napoleón como tema principal donde mirar. Con tanta información, a Daniel

le parecía que le estallaría la cabeza. Sin ningún resultado buscaron entre las montañas de

libros. Eran ya cerca de las siete de la tarde, y a Lucía le sorprendió un tomo, forrado en

cuero, donde la única palabra que se mostraba en la portada era Testimonios.

Lucía agarró el tomo cuidadosamente y lo depositó sobre la mesa donde estaban

trabajando. Abrió el libro, y un olor a cerrado se esparció por la zona. El libro era una

compilación de testimonios de gente sobre la vida de Napoleón, ya fueran cartas o

testimonios orales. Había desde su infancia hasta el día de su muerte, de gente de todo el

mundo, y además estaban ordenados cronológicamente, por lo que no le costó mucho

encontrar algunos entre el 1813, cuando se firmó el tratado; y 1815, cuando fue exiliado a

Santa Elena. Y lo encontró.

Era un testimonio de uno de los tripulantes del barco en que Napoleón viajaba a la isla de

Santa Elena. Lucía lo tradujo del francés lo mejor que pudo:

Recuerdo que el emperador no llevaba ningún tipo de equipaje. Lo único que tenía eran las

ropas que llevaba puestas y un pergamino enrollado bajo el brazo. Siempre lo llevaba

consigo. Quisiera saber qué era aquello.

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¿Qué podría ser aquello si no era lo que estaban buscando? Exacto, nada. Aquello no

podría ser depositado en manos de cualquier imprudente que se encontrase por la calle.

Lo que llevaba en aquel papel podría decidir el destino de Europa. Y eso es bastante

delicado. Si estuviera al alcance de cualquiera, se podría generar un conflicto bélico que

primero acabaría con Europa, y seguramente después entrarían en juego distintas naciones

de todo el mundo, y terminaría por ser la Tercera Guerra Mundial.

– Dani –dijo Lucía, entusiasmada–, ¡lo he encontrado! – ¡Shhhh! –Lucía había subido demasiado la voz.

– Déjame ver eso –le respondió a Lucía, casi arrancándole el tomo de entre las manos,

casi con ansia.

Daniel leyó el texto que Lucía le señalaba con el dedo. – ¿Estás segura de que es eso lo que buscamos? –preguntó Daniel.

Lucía le cogió el libro a Daniel, y buscó más testimonios de aquella época. Cerca de

media hora después se volvió a dirigir a su compañero:

– Ahora sí.

Le señaló otro texto con el dedo, que rezaba lo siguiente: Un día le pregunté acerca de aquel pergamino que siempre llevaba consigo. Le pregunté:

«¿Qué es eso que llevas bajo el brazo?». Y él simplemente me respondió: «Una cosa que

podría decidir la vida de los humanos en un futuro, amigo».

– Ya es evidente. Tiene que ser lo que buscamos –dijo Lucía, esperanzada. Ahora era ella

quien llevaba las riendas de la investigación, pensó.

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Tras leer el texto con atención, dijo:

– Es cierto. Mucho me temo que tendremos que irnos de vacaciones unos días… – ¿Qué? –exclamó Lucía, sorprendida.

– En algún lugar tendrá que estar, ¿no?

Así, sin aún estar muy seguros de lo que estaban haciendo, cogieron un tren hasta El Havre,

una mediana población de la costa norte de Francia, desde donde cogieron un ferry hasta

la ciudad inglesa de Portsmouth. Allí les esperaba el barco carguero en que viajarían junto

a la tripulación hasta la isla, puesto que el barco estaba pensado para llevar alimentos y

objetos varios a la isla, pues en una pequeña elevación de la tierra en medio del Atlántico

es bastante complicado conseguir muchas cosas. Excepto pescado.

A su llegada, todavía era de día. Su barco partía en tres horas. Daniel aprovechó para

buscar una cabina telefónica y llamar a su madre, que pensaría que en un día o dos estaría

en casa de vuelta.

– ¿Mamá? – ¡Hola, hijo! ¿Dónde estás? Estaba preocupada.

– Pues… Ahora mismo estoy en Portsmouth…

– ¿Dónde? ¿Posrchmú?

– P-o-r-t-s-m-u-t-h, mamá. En Inglaterra.

– ¿Cómo? ¿Pero qué estás haciendo allí? –exclamó, sorprendida.

– Estoy en medio de una investigación…

– ¡Ay! ¡Ahora tendré que tirar el plato de cocido que hice ayer para ti!

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– Vaya, una verdadera pena… –dijo Daniel, intentando parecer triste, aunque realmente no

le gustaba el sabor del cocido– Escucha, te llamaba para decirte que tardaré más de lo que

esperaba… Estaré unas semanas fuera. Ya te diré más cosas a mi vuelta.

– Pero, ¡hijo! ¡Necesito que vayas a hacerme la compra!

Y colgó. La siguiente semana y media a bordo del carguero fue bastante aburrida y

redundante, y por suerte transcurrió sin incidentes, excepto un día en que el gorro de Daniel

se fue volando por culpa del viento cuando salió a cubierta. Su rutina a bordo de la nave

era: dormir, pasearse por la cubierta, –a veces– vomitar, comer, echarse una siesta,

sentarse en el borde del camastro, tener dudas existenciales, cenar, dormir y repetir el ciclo.

Era de noche cuando Daniel escuchó el sonido del motor del remolcador al acercarse a la

proa por su lado del barco, lo que le indicaba que en escasos minutos atracarían en el

puerto de Jamestown. Le daba pena tener que despertar a su compañera, que dormía

plácidamente en el camastro a su izquierda. Mejor eso que la megafonía del barco, pensó.

Entonces despertó a Lucía, que al principio se enojó un poco al ver que Daniel le había

despertado aun siendo plena noche, pero luego se alegró al ver las primeras luces de la

pequeña población de la isla.

La había despertado justo a tiempo, pues al minuto siguiente el capitán del barco anunció

por megafonía que fueran despertándose y recogiendo su equipaje, ya que en diez minutos

llegarían a puerto.

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Al fin sintió como sacaban los puentes desde la cubierta para bajar al muelle. Un hombre

con aspecto de autoridad, que le otorgaban el uniforme y la gorra, pasó por los camarotes

dando la información de que ya se podía bajar a tierra.

Daniel bostezó, agarró su maleta de mano por el asa, y salió al pasillo, sucedido por Lucía.

Para su agradable sorpresa, el barco ya no tambaleaba continuamente, y se podía caminar

por el laberinto de corredores del buque tranquilamente y sin miedo a caerse.

Subieron a la cubierta, para poder salir por uno de los pontezuelos de maderos cruzados

que se tambaleaban peligrosamente. Sin embargo, pasar por ellos no le dio tanto miedo

como para subir, pues entonces era de día y podía advertir la altura que separaba a su

cuerpo del suelo. Pero ahora, sumidos en la más absoluta oscuridad, excepto la de una

farola a unos quince metros de distancia, no temía la inestabilidad de los maderos

entrelazados.

Los locales estaban echados a las puertas de sus casas. Todos querían saber quiénes eran

los visitantes, pues las llegadas de este tipo no eran muy usuales. Para su suerte, había un

típico Bed & Breakfast abierto, donde decidieron hospedarse, al menos aquella noche.

Indudablemente aquello era infinitamente mejor que aquel nido de enfermedades donde

durmieron su primera –y única– noche en París.

Al mediodía siguiente –pues estaban tan cansados a su llegada que durmieron hasta la

hora de comer–, estaban completamente reconfortados, y llenos de energía.

– Dani, ¿qué hora es? –le preguntó Lucía a su compañero, mientras se desperezaba.

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– Las… ¡Las dos y media! –se sobresaltó. Debían ir a comer, o en unas horas su estómago

empezaría a rugir por el hambre.

Se vistieron rápidamente, y salieron a la calle. Primeramente, la luz del día les hizo girarse

y hacer una visera improvisada con sus manos. Posteriormente prosiguieron con su camino,

aunque un camino sin un rumbo determinado, pues aún no conocían la zona y no sabían

donde podrían comer.

– ¡Lucía, mira! Ahí veo un restaurante –y señaló a la esquina de la calle siguiente, donde

se veía un letrero donde ponía Restaurant. Caminaron despacio hacia el restaurante, pues

aunque se sentían enérgicos, energía era de lo que más faltos iban. Por desgracia, cuando

llegaron vieron la reja metálica que cerraba la entrada. ¡No habían tenido en cuenta que allí

comían con horarios diferentes a España!

Realmente, estaban buscando un restaurante casi tres horas después de la hora de la

comida habitual para los locales. Azotados por el hambre y desesperados por encontrar

algo que echarse a la boca, recorrieron las escasas calles del pueblo y, al fin, encontraron

un pequeño establecimiento de Fish & Chips cerca del paseo marítimo, que estaba a punto

de echar el cierre, pero los jóvenes entraron rápidamente y le rogaron al dueño que les

diera algo para comer. El hombre volvió a entrar dentro, y echó sin ganas un puñado de

patatas fritas y dos trozos de merluza rebozada en dos conos de papel que hizo en el

momento. Parecía, y seguramente estuviesen en lo cierto, que les había echado la comida

que quedaba al fondo de la freidora que nadie quería porque estaba casi calcinada. De

hecho, las patatas habían perdido su color amarillo y ahora eran de un marrón oscuro más

cercano al negro.

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Se sentaron en un banco cerca de la playa de rocas, y comieron la comida que tanto les

había costado encontrar, en medio del vendaval. Los vientos eran tan fuertes que incluso

se llevaron una de las patatas marrones de Daniel, porque la estaba cogiendo únicamente

con las puntas de los dedos, y acabó cayendo dentro del mar. Al ver lo que le había pasado,

Lucía comenzó a reír a carcajadas, y la cara de Daniel se enrojeció de la vergüenza, pero

al momento siguiente estaba riendo junto a su compañera.

Cuando finalizó, Daniel se masajeó la barriga y bostezó. – ¿Qué deberíamos hacer ahora? –preguntó Lucía.

– Creo que deberíamos investigar el pasado del emperador aquí, en la isla.

– De momento, solamente se me ocurre preguntar a los locales si conocen algo sobre él

por parte de sus antepasados.

– ¡Buena idea!

Era la hora del té, así que la mayoría de la gente estaría despierta y dispuesta a hablar, así

que tocaron a la puerta de la primera casa que vieron, y tras presentarse y decir que eran

investigadores, preguntaron si sabían algo que pudiera serles útil acerca de la vida del

emperador en la isla. En las primeras cinco casas no consiguieron nada, ya que era sobre

todo gente joven quien había en esas casas, que seguramente hubiesen llegado hacía no

mucho tiempo. No obstante, cuando llegaron a la sexta, convencidos en que tampoco

conseguirían nada que les fuese de utilidad, fue una señora mayor quien les abrió.

–¡Gracias al cielo! –murmuró Daniel.

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Lucía le preguntó a la anciana si conocía algo acerca del emperador, y ella, emocionada,

le contestó que nadie sabía más acerca de él en toda la isla que su marido, cuyo abuelo

tuvo una relación de amistad con el mismísimo Napoleón Bonaparte, y que estuvo a su lado

todo el tiempo, hasta su fallecimiento.

– Come in! –dijo la anciana a los jóvenes, mientras se adentraba en la vivienda.

En la sala de estar, se encontraba el marido de la anciana, que leía una obra de William

Shakespeare.

– ¿Quiénes son los invitados, querida? –le preguntó el anciano a su esposa, sin siquiera

levantar la vista del libro.

– Hasta donde conozco, son investigadores españoles que están interesados en el exilio

de Napoleón aquí, en la isla. Dicen ir buscando algo que el emperador llevaba siempre

consigo, pues era muy valioso. Pensé que tú podrías ayudarles.

Daniel y Lucía se presentaron, y el anciano les dijo que se llamaba Charles, y su esposa,

Mary.

– Según nos ha dicho su esposa –dijo, dirigiéndose a Charles– su abuelo fue amigo del

exiliado, ¿cierto?

– Así es, según me contó hace muchos años, iban juntos a todas partes. El emperador era

varios años mayor que él, pero aquello no impidió su amistad.

» También recuerdo que, según mi abuelo, que en paz descanse, Napoleón le dijo que era

su único amigo, tanto en la isla como fuera. En el viejo mundo ya nadie le quería. Sin

embargo, con él podía vivir sin preocupaciones, no mantener secretos. Entre ellos no había

secretos, excepto uno, que es muy probable que esté directamente relacionado con

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lo que buscáis: el del pergamino enrollado que siempre llevaba bajo el hombro. A lo largo

de los años en que el emperador estuvo aquí en vida, muchas veces le había preguntado

qué era aquello, pero él siempre le respondía lo mismo: Una cosa que podría decidir la vida

de los humanos en un futuro, amigo.

– Dani –susurró Lucía al oído de Daniel–, acabo de tener un dejà vu. ¿Dónde he oído eso?

Lucía quedo pensativa unos instantes, y entonces lo recordó: – ¡Ah, ya me acuerdo! –exclamó– ¡Era la segunda cita que encontré en el libro

Testimonios!

El anciano se sobresaltó al escuchar repentinamente a Lucía exclamando. Estaba

acostumbrado a usar un tono más leve.

– Pero, ¿usted sabe dónde podríamos encontrar ese pergamino? –preguntó Daniel,

impaciente.

– Mi abuelo decía que su amigo siempre lo dejaba en su mesilla de noche en la casa de

Longwood, donde vivió sus últimos seis años de vida, pero le advertía que si lo tocaba lo

pagaría muy caro. Era ya un adulto y con experiencia, como me decía siempre, y no quería

correr riesgos. Es posible que empezar buscando allí fuese una buena opción.

Daniel estrechó las manos con el anciano y dio dos besos a la anciana de forma cortés y,

agradeciendo mucho su ayuda, se marcharon.

Ya en la calle, Daniel levantó las manos en dirección a Lucía para chocar los cinco. Pero

ella, emocionada, ignoró las manos y abrazó fuertemente a Daniel. Él enrojeció.

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– ¡Lo tenemos! –exclamó ella.

– Bueno, pues vayamos a la casa de Longwood, ¿no? – ¡Pero si está anocheciendo! Todavía puede esperar hasta mañana.

Estaba tan emocionado que ni siquiera advirtió que las farolas estaban encendiéndose, y

que el viento soplaba incluso más fuerte que al mediodía. Él quería ir directamente a la

aventura. Lucía era más calmada y sabía el momento idóneo para realizar cualquier cosa.

Así pues, siguiendo las indicaciones de Lucía, que ya se orientaba, y recordaba las calles

por donde habían venido, finalmente llegaron al Bed & Breakfast donde estaban alojados.

La dueña les recibió alegremente. Ahora, Daniel solo quería que la noche pasara ya para

poder visitar la residencia de Napoleón a la mañana siguiente.

• • •

Por desgracia para Daniel, justamente en la noche que más rápido quería que pasara, el

vendaval arreció fuertemente contra las ventanas durante toda la noche, y se producía

constantemente un silbido fuerte a causa del mal sellado de las ventanas, lo que no le

permitió conciliar el sueño por más de una hora y media seguida. Pero al fin llegó la mañana,

las primeras luces del alba, con las que se levantó y se encerró en el aseo para no tener

de nuevo al maldito silbido taladrándole los oídos. Un único minuto más y se volvía loco, y

hasta donde sabía no había ningún psiquiatra en la isla…

– ¿Has acabado ya? –preguntó Lucía, alzando la voz para estar segura de que Daniel le

escuchaba.

– Un momento…

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Daniel metió la cabeza bajo el grifo y salió con una toalla enrollada alrededor de la cintura,

y otra con que se secaba el pelo que acababa de mojarse, para fingir que se había dado

una ducha. Se vistió con ropa limpia y salieron a la calle. Eran las nueve de la mañana, el

sol ya había salido por completo. Se dirigieron a la parada de autobús en la carretera

principal que llevaba al pueblo de Longwood, a unos seis kilómetros de distancia.

Estuvieron esperando veinte minutos hasta que llegó el primer autobús del día, que hacía

la ruta de Jamestown a Longwood y viceversa.

Llegaron a su destino en un poco menos de quince minutos, pues las carreteras no eran

tan grandes ni estaban en tan buen estado como para ir por ellas a toda velocidad. Una vez

allí, caminaron varios minutos hasta llegar al portón del camino de entrada a la casa, que

estaba abierta, por lo que se internaron en el recinto. No obstante, cuando fueron a entrar

al edificio, el guardia de seguridad que había a la entrada les dijo que el acceso para visitas

estaba restringido, y que solo se podía entrar con acreditación.

–¡Uy, lo siento! Las he olvidado en la maleta –mintió Daniel al guardia–. En un rato

volveremos con ellas.

Se alejaron por el mismo camino por el cual habían venido. Una vez estuvieron fuera del

recinto, donde el guardia no les vería ni oiría, Lucía le dijo a Daniel:

– ¿Por qué le has mentido tan descaradamente? – Porque tengo una idea.

Volvieron a la parada, esta vez a la de Longwood, y volvieron a Jamestown. Una vez allí,

se dirigieron al Bed & Breakfast. Daniel se había dado cuenta de que la dueña del

alojamiento tenía una máquina de escribir, lo que daría más credibilidad a sus nuevas

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credenciales. Así que le pidió amablemente a la señora usar la máquina de escribir, y le

dijo que tenía que escribir una carta. La amable señora le dejó a Daniel la máquina y se

marchó.

Entonces, cogió dos papeles en blanco y escrinió en cada uno de ellos lo siguiente:

LE HA SIDO CONCEDIDO PERMISO PARA ACCEDER A

LA CASA DE LONGWOOD, LONGWOOD, SANTA ELENA

A

Y después, con su bolígrafo azul escribió sus nombres completos, uno en cada hoja, y

usando una caligrafía de aspecto formal. Tras eso, hizo unos rayajos debajo de todo ello

pretendiendo ser la firma del embajador del Reino Unido en España.

Comieron en el restaurante que estaba cerrado al día anterior porque habían llegado

demasiado tarde, y luego volvieron a ir en autobús hasta Longwood, desde donde

caminaron de nuevo hasta la casa de Longwood.

– ¡Hola de nuevo! –les saludó el guardia– ¿Tienen ya sus credenciales? – Sí –afirmó Daniel, y le tendió los dos papeles.

El guardia no parecía entender el castellano, así que, confiando en que fueran verdaderos,

les abrió el portón de madera. Parecía que el interior no se hubiese tocado en muchos años.

No obstante, a pesar de la enorme capa de polvo que recubría casi todo, la majestuosidad

seguía siendo la misma que dos siglos atrás. Habían sido advertidos de que no tenían

permiso para tocar, mover, quitar o poner cualquier cosa dentro del edificio.

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Así pues, pasaron un par de horas revisando habitaciones sin encontrar absolutamente

nada. Entonces, llegaron al dormitorio principal, donde dormía el emperador. Allí se llevaron

una gran sorpresa.

Encontraron una nota escrita a mano en una de las mesitas de noche a los costados, que

rezaba:

Sé que mi hora final se aproxima, pero hágase que lo que siempre llevo bajo el brazo, me

acompañe en mi camino al Cielo.

– ¡Esto tiene que ser del mismísimo Napoleón! –exclamó Daniel. – ¡Es cierto! Pero recuerda que ni siquiera podemos tocarlo.

– ¿Qué crees que significa? –le preguntó a Lucía.

– Es evidente que se trata de lo que vamos buscando, y según lo que he comprendido,

está pidiendo que, cuando fallezca, que sea enterrado junto con ello para tenerlo consigo

también tras la muerte.

– Entonces… ¿Eso significa que el pergamino está dentro del sepulcro del emperador? – Eso parece…

– Napoleón fue enterrado en el Palacio de Los Inválidos, en París. Lo que implicaría

volver a París a buscarlo…

– Por qué no nos hemos dado cuenta antes, y hubiéramos evitado recorrer medio

mundo…

– Pero, lo importante es que has disfrutado de la aventura y el viaje, ¿o no?

– Nunca antes había disfrutado tanto en una investigación de Historia Contemporánea –

Lucía sonrió.

– En ese caso, no te preocupes, pues todavía nos queda mucho camino por recorrer.

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Más que satisfechos con lo que habían conseguido, salieron del edificio siendo ya de noche.

Tuvieron que correr bajo la lluvia que comenzaba a caer sobre la isla para llegar a tiempo

de subir al último autobús. Para su suerte, llegaron prácticamente a la vez, así que no

tuvieron problemas para volver al pueblo.

Durmieron tranquilamente en su última noche en Santa Elena, escuchando el choque de

las gotas de agua pura de lluvia contra los cristales de las ventanas. A Lucía le parecía

relajante, y estuvo despierta unos veinte minutos escuchando únicamente a las gotas

chocar.

La mañana fue soleada, y los charcos reflejaban la luz que había en el cielo. El barco que

les llevaría de vuelta estaba a punto de atracar. Estaban sentados en un banco sobre el

muelle, mirando hacia el horizonte, al mar calmo, sobre el que volaban una gran cantidad

de gaviotas.

Nuevos visitantes llegaban a la isla, a la vez que otros, junto a ellos dos, se marchaban. De

nuevo, el viaje en barco duró una semana y media, pero esta vez no fue tan aburrido como

la ida, porque tenían en qué pensar. A su llegada a Portsmouth, realizaron el mismo viaje

en ferry a El Havre, y desde ahí un viaje en tren de un par de horas hasta la capital. A su

llegada a París era más de la medianoche, así que buscaron un hotel. Pero esta vez se

decidieron por un hotel céntrico y con algo más de clase.

Aquella noche durmieron entre nubes, pues los colchones de aquel hotel eran, según el

criterio de los dos jóvenes, los más cómodos en que se habían tumbado en muchos años.

– ¡Buenos días! –dijo Lucía, desperezándose y bostezando a la misma vez.

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– ¿En qué país estamos hoy? –preguntó Daniel con voz ronca.

– Anda, levanta ya, que hoy tenemos mucho que hacer.

Daniel se levantó con dificultad de su nube, pero en apenas diez minutos ya estaba listo

para salir. Se ató los cordones de los zapatos y ambos salieron a la calle. Eran las nueve y

media de la mañana. Tenían que ir al Palacio de los Inválidos, que estaba bastante lejos de

la zona donde estaban, así que optaron llegar allí con el metro. Compraron sus billetes y

subieron al primer tren que pasó, por suerte, el tren al que necesitaban subir. Un cuarto de

hora más tarde se encontraban al principio del inmenso paseo que terminaba en la puerta

del palacio.

Estuvieron hablando de cualquier cosa que les viniese a la cabeza en lo que duraba el

paseo hasta la entrada. Sin embargo, al llegar allí se encontraron con que el lugar estaba

precintado con cinta policial.

– ¿Qué ha ocurrido aquí? –preguntó Daniel a uno de los policías que cuidaban que nadie

sin autorización entrase al recinto.

– Un robo. No lo sé seguro, pero creo que han robado algo parecido a un pergamino. – ¡No puede ser! –exclamó Daniel hacia Lucía– Alguien se nos ha adelantado.

– Espías.

– ¿Cómo?

– Seguramente hayamos tenido a algún espía francés detrás de nosotros, y cuando

descubrimos el lugar donde se hallaba el pergamino, corrió la voz, y es probable que sean

agentes secretos del gobierno de Mitterrand quienes robaron lo que buscamos.

– Entonces –dijo Daniel–, si lo ha robado el propio gobierno, solo puede estar en un lugar:

el Archivo Nacional Francés.

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Tras llegar a esa conclusión, abandonaron el lugar y pusieron rumbo al Hôtel de Clisson,

sede del Archivo Nacional en París. Volvieron al metro, el cual estaba hasta arriba, pues

era casi la hora de comer, y fueron hacia allí.

– Saca tu tarjeta universitaria –informó Daniel–. La necesitarás para que te dejen entrar.

Lucía hundió una mano en su mochila y sacó su tarjeta. Cuando llegaron a la entrada, les

hicieron un control de seguridad y les pidieron la tarjeta. Como no eran individuos calificados

de peligrosos, y trabajaban en una universidad, les otorgaron acceso.

Aquello era colosal. Miles y miles de estantes por todas partes repletos hasta los topes con

millones de papeles. Pero Daniel sabía que lo que buscaban no lo encontrarían en esa

zona. Había que adentrarse un poco más.

Así llegaron pues al Archivo Secreto Nacional, donde les hicieron otro control y les pidieron

la tarjeta de nuevo, y les dejaron pasar porque estaban realizando una investigación.

Daniel conocía el Archivo de otras veces en que había estado ahí, y también sabía que no

podrían encontrar la gran novedad en esa zona. Había que adentrarse otro poquito más.

En el Departamento de Investigación. Era el más protegido de todos. Había un guardia las

24 horas del día vigilando que nadie entrase por la única puerta al pequeño habitáculo que

era el Departamento de Investigación.

Pero Daniel venía preparado. Lucía fue a preguntarle cosas cualesquiera acerca de algún

documento aleatorio, mientras que Daniel introducía unas gotas de laxante en el café del

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guardia, que había dejado sobre una mesa. A partir de ahí, lo demás fue fácil. Esperaron a

que tuviera que ir al baño corriendo y, apresurándose todo lo posible, entraron al habitáculo

y buscaron el pergamino. ¡Eureka! Estaba en uno de los estantes. Lo cogieron y lo

escondieron en una bolsita pequeña. Volvieron a la sala anterior y, por una de las ventanas,

dejaron caer la bolsita, que llegó detrás de un contenedor, por lo que nadie se dio cuenta.

Entonces salieron calmadamente por la puerta principal, relajados y hablando, para no

despertar sospechas. Consiguieron salir exitosamente. Una vez en la calle, corrieron detrás

del contenedor y recogieron el pergamino, teniendo cuidado de que nadie les viera desde

la misma ventana desde la cual habían tirado la bolsita.

Se alejaron a paso normal del lugar, en dirección al hotel. Había oscurecido cuando llegaron

a su habitación. Daniel cogió algo de su maleta que Lucía no llegó a distinguir, y se lo echó

al bolsillo.

– Acompáñame –le dijo a Lucía.

Obedeciéndole, Lucía acompañó a Daniel hasta las escaleras. Señaló hacia arriba y le

indicó que subiera. Él subió detrás. Llegaron hasta la azotea. Se veía la Torre Eiffel

iluminada a lo lejos, y la avenida de los Campos Elíseos, al igual que el Arco de Triunfo. Le

indicó a Lucía que se acercara al borde.

Daniel sacó el pergamino del bolsillo interior de su chaqueta, y con la otra mano, un

mechero del bolsillo derecho.

– Coge el mechero –dijo Daniel, tendiéndoselo.

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Lucía cogió el mechero de la mano derecha de Daniel. Él sostuvo en alto el pergamino,

estirado.

– Ahora, quémalo. – ¿Estás seguro?

– Es lo mejor para todos.

Lucía prendió el mechero y lo acercó cuidadosamente a una de las puntas del pergamino,

que al entrar en contacto con la llama, se convirtió en una bola de fuego. Daniel liberó de

entre sus manos aquello que tanto les había costado conseguir, que por el bien del mundo,

se convertiría en una nube de cenizas y polvo.