El país de las pieles - Elejandria

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El país de las pieles Julio Verne

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El país de las pieles

Julio Verne

PRIMERA PARTE

I UNA FIESTA EN EL FUERTECONFIANZA

Aquella noche —17 de marzo de 1859— elcapitán Craventy daba una fiesta en el fuerteConfianza.

Que la palabra fiesta no evoque en la mentedel lector la idea de un sarao grandioso, de unbaile de corte, de una zambra ruidosa o de unfestival a gran orquesta. La recepción del capi-tán Craventy era mucho más modesta, a pesarde lo cual no había perdonado sacrificio paradarle la mayor brillantez posible.

En efecto, bajo la dirección del cabo Joliffe,el espléndido salón del piso bajo habíase trans-formado. Aún se veían las paredes de madera,hechas con troncos apenas labrados, horizon-talmente dispuestos; pero, disimulaban su toscadesnudez cuatro pabellones británicos, coloca-

dos en los cuatro ángulos, y panoplias forma-das con armas tomadas del arsenal del fuerte.

Si las largas vigas del techo, rugosas y en-negrecidas, descansaban sobre sus estribos gro-seramente ajustadas, en cambio, dos lámparas,provistas de sus reflectores de hoja de lata, sebalanceaban como dos arañas al extremo de suscadenas, y proyectaban una luz muy suficientea través de la atmósfera cargada de la sala.

Las ventanas eran estrechas; algunas pare-cían troneras; sus vidrios, blindados por unaespesa escarcha, desafiaban la curiosidad de lavista; pero dos o tres trozos de percalina encar-nada colocados con gusto, llamaban la atenciónde los invitados. El piso estaba formado porpesados maderos yuxtapuestos que el caboJoliffe había barrido con esmero en gracia a lasolemnidad.

Allí no había butacas, ni divanes, ni sillas, niotros muebles modernos; unos bancos de ma-dera, medio empotrados en la anchurosa pared,unos taburetes macizos, hechos de troncos de

árboles cortados a hachazos, y dos mesas degruesos pies, constituían todo el mobiliario delsalón; pero la pared medianera, a través de lacual daba acceso a la pieza contigua una puertade una sola hoja, estaba adornada de un modorico y pintoresco a la vez. De sus vigas pendían,colocadas en orden admirable, pieles extraor-dinariamente valiosas formando un surtido tanabundante y variado como no habría sido posi-ble encontrar en los lujosos escaparates de laRegent-street o de la perspectiva Niewski.Habríase dicho que toda la fauna de las regio-nes árticas se había hecho representar en aque-lla decoración por medio de una muestra desus más bellas pieles.

La mirada vacilaba entre las pieles de lobo,de osos grises, de osos polares, de nutrias, deglotones, de bisontes, de castores, de ratas al-mizcleras, de armiños y de zorras plateadas.

Sobre esta exposición, leíase un lema con le-tras primorosamente recortadas de un trozo de

cartón pintado; el lema de la célebre Compañíade la Bahía de Hudson:

PROPELLE CUTEM —En verdad, cabo Joliffe —dijo el capitán

Craventy a su subordinado—, habéis realizadoun esfuerzo superior a vuestras fuerzas.

—Ya lo creo, mi capitán, ya lo creo; perohay que hacer justicia a todo el mundo. Unaparte de esos elogios corresponden a la señoraJoliffe, que me ha ayudado a disponerlo todo.

—Es una mujer muy habilidosa, cabo. —No existe en el mundo otra igual, mi capi-

tán. En el centro del salón había instalada una

estufa enorme, mitad de ladrillo, mitad de loza,cuya gruesa chimenea de palastro, atravesandoel techo, vertía al exterior torrentes de humonegro. Esta estufa se encandalizaba y rugía bajola influencia de las paletadas de carbón que elfogonero, un soldado especialmente encargadode este servicio, metía sin cesar en ella.

A veces, un remolino de viento obstruía laboca de la chimenea exterior, y entonces unhumo espeso, retrocediendo a través de la estu-fa, invadía el salón; largas llamas lamían susparedes de ladrillo, una nube opaca velaba laluz de la lámpara y tiznaba las vigas del techo.Pero este ligero inconveniente no importabagran cosa a los invitados del fuerte Confianza.

La estufa les calentaba, y bien se podía per-donar el bollo por el coscorrón, porque, fuera,hacía un frío espantoso, avivado por un fuerteviento Norte que redoblaba su intensidad.

Se sentía rugir la tempestad alrededor de lacasa. La nieve, que caía ya casi solidificada,chocaba contra la escarcha de los vidrios. Cier-tos silbidos agudos, al entrar por las rendijas delas puertas y ventanas, elevábanse a veces hastael límite de los sonidos perceptibles. Después sehacía un gran silencio. La naturaleza parecíatomar aliento, y de nuevo se desencadenabanlas ráfagas con una fuerza imponente. Se sentíala casa temblar sobre sus pilares, crujir las alfa-

jías, gemir las tablas. Un extranjero, menosacostumbrado que los invitados del fuerte aestas conmociones de la atmósfera, habría te-mido que la tempestad se llevase aquel conjun-to de vigas y tablones. Pero los huéspedes delcapitán Craventy se preocupaban muy poco dela borrasca, y, aunque se hubiesen encontradoal aire libre, tampoco se habrían asustado, asemejanza de esos petreles satánicos que seburlan de las tempestades.

Respecto a los invitados, es necesario haceralgunas observaciones. Componían la reuniónun centenar de individuos de ambos sexos;pero sólo dos de ellos, dos mujeres, no pertene-cían al personal afecto al fuerte Confianza.

Este personal lo formaban: el capitán Cra-venty, el sargento Long, el teniente Jasper Hob-son, el cabo Joliffe y unos sesenta soldados vempleados de la Compañía. Algunos eran ca-sados, contándose entre éstos el cabo Joliffe,feliz esposo de una canadiense muy lista y vi-varacha; un escocés llamado Mac-Nap, casado

con una escocesa, y Juan Rae, que había toma-do esposa, en época reciente, entre las indias dela comarca. Toda esta gente, sin distinción declases, oficiales, empleados y soldados, eranaquella noche obsequiados por el capitán Cra-venty.

Conviene hacer constar que no era sólo elpersonal de la Compañía el que había aportadosu contingente a la fiesta. Los fuertes vecinoshabían aceptado también la invitación del capi-tán Craventy, y hay que tener en cuenta que, enestas apartadas regiones, se consideran vecinoslos que habitan a cien millas de distancia.

Buen número de empleados y factores habí-an venido del fuerte Providencia y del fuerteResolución, pertenecientes a la circunscripcióndel lago del Esclavo, y hasta del fuerte Chipe-wan y del fuerte Liad, situados más al Sur. Erauna diversión rara, una distracción inesperadaque debían acoger con entusiasmo aquellosprisioneros, aquellos desterrados, medio perdi-dos en las solitarias regiones hiperboreales.

Por último, algunos jefes indios habíanaceptado también la invitación que recibieran.

Estos indígenas, en constante relación conlas factorías, suministraban en gran parte, y acambio de otros objetos, las pieles con que laCompañía traficaba. Eran generalmente indioschipewayos, hombres vigorosos, admirable-mente constituidos, vestidos con chaquetones ycapas de pieles de pintoresco efecto. Sus ros-tros, de un color entre negro y encarnado, pre-sentaban esa máscara especial que la costumbreha impuesto en Europa a los diablos de loscuentos de hadas. Sobre sus cabezas erguíansehermosos penachos de plumas de águila des-plegadas en forma de abanico que oscilaban acada movimiento de sus negras cabelleras.

Estos jefes, cuyo número ascendería a unadocena, no habían traído a sus esposas, desdi-chadas squaws que apenas se elevaban de lacondición de esclavas.

Tal era el personal que componía la reunióna la que el capitán Craventy hacía los honoresde la casa en el fuerte Confianza.

No se bailaba por carecerse de orquesta; pe-ro la abundancia de platos y licores exquisitoscompensaba con creces la ausencia de los músi-cos. Sobre la mesa, alzábase un budín piramidalque la señora Joliffe había confeccionado consus propias manos; era un enorme cono trun-cado, hecho de harina, manteca de reno y debuey almizclero, al que faltaban tal vez loshuevos, la leche y el limón, recomendados porlos tratados de cocina, pero cuyas gigantescasproporciones hacían olvidar este defecto.

La señora Joliffe no cesaba de cortar de él ta-jadas, a pesar de lo cual la enorme masa semantenía siempre firme. Figuraban tambiénsobre la mesa enormes pilas de emparedados,en los que las finas rebanadas de pan inglés conmantequilla, habían sido reemplazadas por nomuy tiernas galletas, entre cada dos de las cua-les habían sido colocadas con ingenio delgadas

tajaditas de carne en conserva que reemplaza-ban el jamón de York y la gelatina trufada quese emplean en el viejo continente. Es de adver-tir que las galletas, a pesar de su dureza, noresistían al diente de los chipewayos.

Por lo que hace a las bebidas, la ginebra y elwhisky circulaban profusamente en vasitos deestaño, sin hablar de un gigantesco ponche conque debía dar fin aquella fiesta, de la que hab-larían los indios largo tiempo en sus miserableswigwames.

¡Cuántas felicitaciones recibieron los espo-sos Joliffe durante aquella velada! Pero, encambio, ¡qué actividad y qué agrado desplega-ron! ¡Cómo se multiplicaban! ¡Con qué amabi-lidad presidían la distribución de las bebidas!Adelantábanse a los deseos de todos. No habíatiempo de pedir, ni aun siquiera de desear. ¡Alos emparedados sucedían las rebanadas delinagotable budín! ¡Al budín, los vasos de gine-bra o de whisky!

—No, gracias, señora Joliffe.

—Es usted demasiado amable, cabo; déjemerespirar.

—Señora Joliffe, le aseguro que ya no puedomás.

—Cabo Joliffe, usted hace de mí cuantoquiere.

—¡No; esta vez, no, señora! ¡Me es comple-tamente imposible!

Tales eran las respuestas que la feliz parejaescuchaba casi siempre. Pero el cabo y su espo-sa insistían con tanto interés, que los más recal-citrantes acababan por ceder, y se comía sindescanso y se bebía sin tino.

El tono de las conversaciones se iba hacien-do cada vez más elevado. Soldados y emplea-dos animábanse por igual. Aquí se hablaba decaza, poco más allá de tráfico. ¡Cuántos proyec-tos forjábanse para la estación venidera! Lafauna entera de las regiones árticas no bastaríapara satisfacer la codicia de aquellos empeder-nidos cazadores. ¡Los osos, los bueyes almizcle-ros, las zorras caían ya bajo sus balas! ¡Cogían

por millares en sus trampas los castores, lasratas, los armiños, las martas y bisontes! Laspieles más estimadas acumulábanse en los al-macenes de la Compañía, que, aquel año, obte-nía inesperados beneficios.

Y mientras los licores, abundantemente dis-tribuidos, inflamaban aquellas imaginacioneseuropeas, los indios, silenciosos y graves, de-masiado altivos para demostrar admiración pornada, demasiado circunspectos para empeñarpromesa alguna, dejaban hablar a aquelloscharlatanes, absorbiendo, entretanto, en altasdosis, el aguardiente del capitán Craventy.

Gozoso éste de contemplar tanta algazara,satisfecho del placer que experimentaban aque-llas pobres gentes, relegadas, por decirlo así,más allá de los límites del mundo habitable,paseábase alegre entre sus convidados, respon-diendo a todas las preguntas que le dirigíanacerca de la fiesta.

—¡Pregúntenselo a Joliffe! ¡Pregúntenselo aJoliffe!

Y, en efecto, todos iban a formular pregun-tas a Joliffe, quien tenía siempre una palabra deagrado para contestar a cada uno.

Entre las personas agregadas a la guardia yal servicio del fuerte Confianza, había algunasque merecen especial mención, porque van aser juguete de circunstancias terribles que laperspicacia humana no podía prever de ningúnmodo. Conviene, pues, citar, entre otros, al te-niente Jasper Hobson, al sargento Long, a losesposos Joliffe y a dos forasteras en cuya obse-quio daba el capitán la reunión.

Era el teniente Jasper Hobson un hombre decuarenta años de edad, corto de talla, delgado,que si no poseía gran fuerza muscular, su ener-gía moral, en cambio, le hacía superior a todaclase de pruebas y acontecimientos. Era, pordecirlo así, un hijo de la Compañía. Su padre, elcomandante Hobson, un irlandés de Dublín,muerto hacía ya algunos años, había ocupado,con su esposa, por espacio de largo tiempo, el

fuerte Assiniboina, donde había nacido JasperHobson.

Allí, en la misma falda de las Montañas Ro-cosas, transcurrieron libremente su infancia ysu juventud. Severamente educado por el co-mandante Hobson, se hizo un hombre por suserenidad y valor, cuando no era, por su edad,más que un adolescente. Jasper Hobson no eraun cazador sino un soldado; un oficial inteli-gente y bravo.

Durante las luchas que la Compañía hubode sostener en el Oregón contra las compañíasrivales, distinguióse por su celo y su audacia, yconquistó rápidamente el grado de teniente; y,a consecuencia de su bien reconocido mérito,acababa de ser designado para el mando deuna expedición en el Norte, que tenía por obje-to el explorar las partes septentrionales del lagodel Oso Grande, y establecer un fuerte en loslímites del continente americano. La partida delteniente Jasper Hobson debía tener efecto en losprimeros días de abril.

Si el teniente era el tipo perfecto del oficialmodelo, el sargento Long, hombre de cincuentaaños, cuya ruda barba parecía hecha de fibrasde coco, era a su vez modelo de soldados, va-liente por naturaleza y obediente por tempera-mento; fiel siempre a la consigna, nc discutíajamás una orden, por extraña que ella fuese; norazonaba siquiera cuando se trataba del servi-cio; era una verdadera máquina con uniforme,pero una máquina perfecta que nunca se des-gastaba, funcionando siempre sin fatigarse ja-más.

Tal vez fuese el sargento Long algo durocon sus soldados, como lo era consigo mismo;no toleraba la menor infracción de la disciplina,y los arrestaba por la falta más insignificante,sin dar motivo jamás para que lo arrestasen aél. Tenía que mandar, porque su grado de sar-gento le obligaba a ello; pero, en realidad, eldar órdenes no le proporcionaba ninguna satis-facción. Era, en una palabra, un hombre nacidopara obedecer, y esta anulación de sí mismo

cuadraba perfectamente con su naturaleza pa-siva. Con estas gentes es con quienes se formanlos ejércitos formidables: son brazos al serviciode una sola cabeza. ¿No es ésta, por ventura, laverdadera organización de la fuerza? Dos tiposha imaginado la fábula: Briareo, con sus cienbrazos, y la Hidra, con sus cien cabezas. Si seentablase entre ambos monstruos un combate,¿quién obtendría la victoria? Briareo.

Ya conocemos al cabo Joliffe. Era tal vez elmoscardón de la sala, pero a todos agradaba eloírle zumbar. Más bien hubiera servido paramayordomo que no para soldado, y compren-diéndolo así, solía titularse a sí mismo el caboencargado del detall; pero en estos detalles sehubiera extraviado cien veces si la recortadaseñora Joliffe no le hubiese guiado con manosegura. De donde se deduce que el cabo obede-cía a su mujer, sin querer confesárselo a símismo, diciéndose, sin duda, como Sancho, elfilósofo: «El consejo de la mujer no vale gran

cosa; pero, ¡se necesita estar loco para no hacer-le caso!»

El elemento extraño en el personal de la re-unión estaba representado, como hemos dichoya, por dos mujeres de unos cuarenta años.

Una de estas mujeres merecía con justiciafigurar en primera línea entre los viajeros céle-bres. Rival de los Pfeiffer, de los Tinné, de losHaumaire de Hell, Paulina Barnett, pues ésteera su nombre, fue honrosamente citada en másde una ocasión en las sesiones de la Real Socie-dad de Geografía.

Paulina Barnett, remontando la corrientedel Bramaputra hasta las montañas del Tíbet, yatravesando un rincón ignorado de Australia,de la bahía de los Cisnes al golfo de Carpenta-ria, había demostrado ser una insigne explora-dora.

Era una mujer de elevada estatura, viudahacía quince años, a quien la pasión por losviajes arrastraba sin cesar a través de los paísesignotos. Su cabeza, rodeada de largas trenzas,

encanecidas ya en algunos lugares, demostrabauna energía real. Sus ojos, un poco miopes,ocultábanse tras unos lentes con montura deplata, que se apoyaban sobre una nariz larga yrecta, cuyas móviles ventanillas parecían aspi-rar el espacio. Su manera de andar, preciso esconfesarlo, era un poco varonil, y toda su per-sona respiraba menos gracia que energía moral.

Era una inglesa del condado de York, po-seedora de cierta fortuna, cuya parte más sa-neada se gastaba en expediciones aventureras;y si en aquellos momentos se encontraba en elfuerte Confianza, era porque los deseos de unanueva expedición la habían conducido hastaallí. Después de haberse lanzado a través de lasregiones equinocciales, quería penetrar, sinduda, hasta los últimos límites de las comarcashiperboreales. Su presencia en el fuerte era unacontecimiento. El director de la Compañíahabíala recomendado, por medio de una cartaespecial, al capitán Craventy, quien, siguiendolas instrucciones que en ésta se le daban, debía

facilitar a la célebre exploradora el proyectoque había concebido de visitar las orillas delmar polar.

¡Magna empresa era ésta! Era preciso rea-nudar el itinerario de los Hearne, los Macken-zie, los Rae y los Franklin. ¡Cuántas penalida-des, fatigas y peligros entrañaba aquella luchacon los terribles elementos de los climas árticos!¿Cómo osaba una mujer aventurarse en lugaresdonde tantos exploradores habían tenido queretroceder, y tantos otros perecido? Pero la fo-rastera que en aquellos momentos se albergabaen el fuerte Confianza no era una mujer cual-quiera: era Paulina Barnett, condecorada por laReal Sociedad.

La célebre exploradora traía en su compañíaa Madge, quien, más que una criada, era unaamiga abnegada y cariñosa, que sólo vivía paraella; una escocesa chapada a la antigua conquien hubiera podido casarse un Caleb sin elmenor desdoro.

Tenía Madge algunos años más que su se-ñora, cinco aproximadamente, y era alta deestatura y poseía una constitución vigorosa.Madge tuteaba a Paulina y Paulina tuteaba aMadge a quien consideraba como una hermanamayor, mientras que Madge trataba a Paulinacomo si fuera hija suya. En suma, aquellos dosseres no eran, en realidad, más que uno solo.

Y para decirlo todo, si el capitán Craventyfestejaba aquella noche a sus empleados y a losindios chipewayos, era sólo en honor de Pauli-na Barnett. En efecto, la ilustre exploradoradebía agregarse al destacamento del tenienteJasper Hobson en su exploración hacia el Norte.Así, pues, la alegre algazara que reinaba en elamplio salón de la factoría a ella sola era debi-da.

Y si durante aquella memorable velada laestufa consumió un quintal de carbón, fue por-que en el exterior reinaba una temperatura de24° Fahrenheit bajo cero (32° centígrados pordebajo del punto de congelación del agua desti-

lada), y porque el fuerte Confianza está situadoa 61° 47' de latitud Norte, o sea a menos de 4odel círculo polar.

II HUNDSON'S BAY FUR COMPANY

—¿Señor capitán? —¿Qué desea, señora Barnett? —¿Qué opinión le merece a usted su tenien-

te, el señor Jasper Hobson? —Creo que es un oficial que irá lejos. —¿Qué quiere usted dar a entender al decir

que irá lejos? ¿Cree usted que irá más allá delparalelo de 80º?

El capitán Craventy no pudo menos de son-reír ante esta pregunta de Paulina Barnett, conquien conversaba al lado de la estufa, mientraslos invitados iban y venían de la mesa de loscomestibles a la de las bebidas.

—Señora, el teniente Jasper Hobson harátodo cuanto puede hacer un hombre. La Com-

pañía le ha encargado que explore el norte desus posesiones y que establezca una factoría lomás cerca posible de los límites del continenteamericano, y la establecerá.

—¡Grande es la responsabilidad que pesasobre el teniente Hobson! — exclamó la explo-radora.

—Sí, señora; pero Jasper Hobson no ha re-trocedido jamás ante un deber que cumplir, porduro que éste fuese.

—Lo creo, capitán —respondió PaulinaBarnett—; y por lo que respecta al teniente, yatendremos ocasión de admirar sobre el terrenosu obra. Pero, ¿qué interés impulsa a la Com-pañía a construir un fuerte en los límites delmar Ártico?

—Un gran interés; señora —respondió elcapitán—; un doble interés, mejor dicho. Pro-bablemente, dentro de no mucho tiempo, cede-rá Rusia sus posesiones del continente ameri-cano al gobierno de los Estados Unidos. Cuan-do esta cesión se realice, el tráfico de la Com-

pañía con el Pacífico se hará mucho más difícil,a menos que el paso del Noroeste, descubiertopor Mac-Clure, no llegue a ser una vía practi-cable. Pronto saldremos de dudas respecto aeste particular, porque el Almirantazgo va aenviar un buque con la misión de remontar la.costa americana, desde el estrecho de Behringhasta el golfo de la Coronación, limite orientalmás acá del cual debe ser construido un nuevofuerte. Si la empresa sale bien, este punto seconvertirá en una factoría importante en la quese concentrará todo el comercio de peletería delNorte. Y mientras que el transporte de pieles através de los territorios indios representa unapérdida considerable de tiempo y una serie degastos enormes, los vapores podrían ir en pocosdías del fuerte que se proyecta al océano Pacífi-co.

—En efecto —respondió Paulina Barnett—,si el paso del Noroeste puede ser utilizado, seobtendrá indudablemente un resultado consi-

derable; mas, ¿no me había usted hablado deun doble interés?

—El otro interés, señora —repuso el capi-tán—, es una cuestión vital para la Compañía,cuyo origen, si usted me lo permite, le voy arecordar en muy pocas palabras; y comprende-rá usted entonces por qué esta sociedad, antestan floreciente, se halla en la actualidad amena-zada en la fuente misma de sus productos.

Y, en efecto, en algunas palabras, relató elcapitán Craventy la historia de esta célebreCompañía.

Sabido es que, desde las más remotas eda-des, el hombre recurrió para vestirse a las pielesde los animales. El comercio de peletería re-móntase, por tanto, a la antigüedad más remo-ta. El lujo en el vestir llegó a desarrollarse hastael punto de haberse con, frecuencia promulga-do leyes denominadas suntuarias, a fin de po-ner coto a la moda que se había fijado con espe-cialidad en las pieles. La marta cebellina y la

ordinaria hubieron de ser prohibidas a media-dos del siglo XII.

En 1553, fundó Rusia varios establecimien-tos en sus estepas septentrionales, y las compa-ñías inglesas no tardaron en imitarle. A la sa-zón se hacía el tráfico de martas cebellinas, ar-miños, castores, etc., por mediación de los sa-moyedos; pero durante el reinado de la reiríaIsabel de Inglaterra fue muy restringido el usode las pieles de lujo por!a voluntad real, y que-dó paralizado, por espacio de algunos años,este ramo del comercio.

El 2 de mayo de 1670 otorgóse un privilegioa la Compañía de las peleterías de la bahía deHudson. Esta sociedad contaba con un ciertonúmero de accionistas entre la alta nobleza,tales como el duque de York, el de Albermale,el conde de Shaftesbury, etcétera. Su capital noascendía por entonces más que a 8.420 librasesterlinas, y tenía por rivales a las compañíasparticulares cuyos agentes franceses, estableci-dos en el Canadá, se lanzaban a excursiones

arriesgadas, pero muy lucrativas. Estos cazado-res intrépidos, conocidos con el nombre de via-jeros canadienses, hicieron tal competencia a lanaciente Compañía, que la existencia de ésta sevio comprometida seriamente.

Pero la conquista del Canadá vino a modifi-car esta situación precaria. En, 1766, tres añosdespués de la conquista de Quebec, el comerciode peletería adquirió otra vez nuevos vuelos.Los factores ingleses se habían familiarizadocon las dificultades de este género de tráfico:conocían las costumbres del país, los hábitos delos indios y los métodos que empleaban en suscambios; pero, a pesar de ello, los beneficios dela Compañía eran nulos aún.

Además, en 1784, unos comerciantes deMontreal, que se habían asociado para la explo-tación de las peleterías, fundaron la poderosaCompañía del Noroeste, que no tardó en acapa-rar todas las operaciones de este género. En1798, las expediciones de la nueva, sociedadascendían a la enorme cifra de 120.000 libras

esterlinas, y la existencia de la Compañía de laBahía de Hudson seguía amenazada.

Bueno será advertir que esta Compañía delNoroeste no retrocedía ante ningún acto inmo-ral cuando de su interés se trataba. Sus agentes,explotando a sus propios empleados, especu-lando con la miseria de los indios, maltratándo-los, robándolos después de haberlos embriaga-do, desobedeciendo abiertamente la ley queprohibía la venta de bebidas alcohólicas en losterritorios indios, realizaban enormes benefi-cios, a pesar de la competencia de las socieda-des americanas y rusas que se habían estableci-do, entre otras la Compañía Americana de Pele-tería, fundada en 1809 con un capital de unmillón de duros, la cual explotaba el Oeste delas Montañas Rocosas.

Pero, de todas estas sociedades, la Compa-ñía de la Bahía de Hudson era la más amena-zada, cuando, en 1821, a consecuencia de trata-dos ampliamente debatidos, absorbió a su anti-gua rival, la Compañía del Noroeste, y adoptó

la denominación general de Hudson's Bay furCompany.

Hoy en día, esta importante sociedad notiene más rival que la Compañía americana delas peleterías de San Luis. Posee establecimien-tos numerosos esparcidos sobre un dominioque mide 3.700,000 millas cuadradas. Sus prin-cipales factorías hállanse situadas en la bahíaJames, enclavada en la desembocadura del ríoSevern, en la parte Sur y hacia las fronteras delAlto Canadá, a orillas de los lagos Athapeskow,Winnipeg, Superior, Methye y Búfalo, y cercade los ríos Columbia, Mackenzie, Saskatcha-wan, Assinipoil, etc.

El fuerte York, que domina el curso del ríoNelson, tributario de la bahía de Hudson, es elcuartel general de la Compañía, y en él tieneestablecido su depósito principal de pieles.

Además, en 1842, tomó en arriendo, me-diante una retribución anual de 200.000 francos,los establecimientos rusos de la América delNorte. Explota, también, por su propia cuenta

los territorios inmensos comprendidos entre elMississipí y el océano Pacífico. Ha lanzado entodas direcciones exploradores intrépidos: aHearn hacia el Mar Polar, para que explorase laCoppernicia, en 1770; a Franklin, de 1819 a1822, que recorrió 5.550 millas del litoral ameri-cano; a Mackenzie, que, después de haber des-cubierto el río al cual dio su nombre, llegó a lasplayas del Pacífico, a los 52° 24' de latitud Nor-te.

En el año económico de 1833 a 1834 expidióa Europa las cantidades de pieles que a conti-nuación se detallan, las cuales darán una ideaexacta del estado de su tráfico:

Castores 1.074 Pergaminos y castores jóvenes 92.288 Ratas almizcleras 694.092 Tejones 1.069 Osos 7.451 Armiños r. 491 Pescadores 5.296 Zorras 9.937

Linces 14.255 Martas 64.490 Vesos 25.100 Nutrias 22.303 Ratones 713 Cisnes 7.918 Lobos 8.484 Glotones 1.571 Semejante producción debía, pues, asegurar

a la Compañía de la Bahía de Hudson benefi-cios muy considerables; pero, desgraciadamen-te para ella, estas cifras no prevalecieron, y, apartir de veinte años atrás, venían decreciendoen proporción siempre ascendente.

El motivo de esta decadencia era lo que elcapitán Craventy explicaba en aquel momentoa Paulina Barnett.

—De suerte, señora —decía el capitán—,que, hasta 1837, la situación de la Compañíapuede afirmarse que fue floreciente. En dichoaño, el número de pieles exportadas habíaseaún elevado a la cifra de 2.358,000; pero, desde

entonces, ha ido disminuyendo considerable-mente, habiéndose reducido en la actualidad amenos de la mitad.

—Pero, ¿a qué causa atribuye usted ese de-crecimiento tan notable en la exportación depieles? — preguntó Paulina Barnett.

—A la despoblación que la actividad y laincuria, a la vez, de los cazadores ha provocadoen los territorios donde se efectúa la caza. Se haperseguido a ésta sin descanso, y se la ha dadomuerte sin discernimiento ninguno, sin respe-tar siquiera las crías ni las hembras en estadode preñez; lo que ha hecho, naturalmente, queel número de animales de piel fina decrezca demanera inevitable. La nutria ha desaparecidocasi por completo, y no se la encuentra ya másque en las proximidades de las islas del PacíficoSeptentrional. Los castores hanse refugiado,formando pequeñas colonias, en las márgenesde los más lejanos ríos, y lo mismo ha sucedidocon otros animales preciosos que han empren-dido la fuga ante la invasión de los cazadores.

Las trampas que antes siempre se encontrabancon caza, permanecen hoy vacías. El precio delas pieles aumenta, y esto ocurre precisamenteen una época en que son muy solicitadas. Poreso los cazadores se aburren, y sólo quedan losinfatigables y audaces que avanzan en la actua-lidad hasta los límites mismos del continenteamericano.

—Ahora comprendo —respondió PaulinaBarnett— el interés que a la Compañía inspirala creación de una factoría a orillas del mar Ár-tico, toda vez que estos infelices animales sehan refugiado más allá del círculo polar.

—Sí, señora —respondió el capitán—. Era,por otra parte, indispensable que la Compañíase decidiese a desplazar más hacia el Norte elcentro de sus operaciones, porque, hace ya dosaños, una decisión del Parlamento británico hareducido mucho sus dominios.

—Y ¿qué ha podido motivar esta reducción? —Una razón económica de trascendental

importancia, señora, que ha debido impresio-

nar vivamente a los hombres de Estado de laGran Bretaña. La misión de la Compañía no eracivilizadora. Por el contrario, su interés particu-lar consistía en que sus inmensos dominios seconservasen incultos. Todo intento de desmon-te, que hubiese alejado a los animales dotadosde pieles finas, hubiera sido ruinoso para ella.Su monopolio es, por tanto, enemigo de todaempresa agrícola. Además, las cuestiones ex-trañas a su industria son invariablemente re-chazadas por su consejo de administración. Surégimen absoluto e inmoral, hasta cierto punto,fue el que provocó las medidas adoptadas porel Parlamento, y, en 1857, una comisión nom-brada por el ministro de las Colonias informóque era preciso anexionar al Canadá todas lastierras susceptibles de ser desmontadas, talescomo los territorios del río Colorado y los dis-tritos del Saskatchawan, sin dejar más que laparte del dominio a la que la civilización noreservaba ningún porvenir. Al año siguiente,perdió la Compañía la vertiente occidental de

las Montañas Rocosas, que pasó a dependerdirectamente del departamento colonial, siendosubstraída de esta suerte a la jurisdicción de losagentes de la bahía de Hudson. Y he aquí, se-ñora, por qué, antes de renunciar a su tráfico depieles, va a intentar la Compañía la explotaciónde estos países del Norte, que apenas son cono-cidos, y a buscar la manera de ponerlos en co-municación por el paso del Noroeste con elocéano Pacífico.

La señora Paulina Barnett estaba ya iniciadaen los proyectos ulteriores de la célebre Com-pañía, e iba a asistir en persona al estableci-miento de un nuevo fuerte en los límites delmar Polar. El capitán Craventy la había puestoal corriente de la situación; pero, probablemen-te, porque era muy hablador, le hubiera revela-do nuevos detalles, si un incidente no le hubie-se cortado la palabra.

En efecto, el cabo Joliffe acababa de anun-ciar en alta vpz que, con la ayuda de su esposa,iba a proceder en seguida a la preparación del

ponche. La noticia fue acogida como merecíaserlo, estallando una salva de aplausos. La pon-chera, que por sus dimensiones parecía un es-tanque, estaba llena de precioso licor, conte-niendo por lo menos diez pintas de aguardien-te. En el fondo amontonábanse los terrones deazúcar, debidamente dosificados por la señoraJoliffe. En la superficie, sobrenadaban las rajasde limón, algo curtido ya por su vejez.

Sólo faltaba inflamar aquel lago alcohólico,y el cabo, con la mecha en la mano, esperabapara ello la orden de su capitán, como si sehubiese tratado de dar fuego a una mina.

—¡Vamos, Joliffe! — dijo el capitán Craven-ty.

Comunicóse la llama al licor y el ponche seinflamó en un instante, entre los entusiastasaplausos de todos los invitados.

Dos minutos después, los vasos rebosantescirculaban entre la muchedumbre, y siemprehallaban quien los acaparase, como los valorespúblicos en los días de grandes alzas.

—¡Hurra! ¡hurra! ¡hurra por la señora Pau-lina Barnett! ¡Hurra por el capitán!

Pero en el momento mismo en que estasaclamaciones resonaban, se oyeron en el exte-rior grandes gritos. Los invitados enmudecie-ron de pronto.

—Sargento Long —dijo el capitán—, vea us-ted qué ocurre fuera.

El sargento, al escuchar la orden de su jefe,abandonó el salón sin siquiera concluir el vasoque estaba bebiendo.

III UN SABIO DESHELADO

AI llegar el sargento Long al estrecho corre-dor en que se abría la puerta del fuerte, oyóredoblarse los gritos. Llamaban violentamentea la poterna que daba acceso al patio, protegidopor altas paredes de madera.

El sargento empujó la puerta, y hundiéndo-se hasta las rodillas en la nieve que cubría el

suelo, cegado por el viento y aterido hasta loshuesos por el frío terrible que reinaba, cruzó elpatio oblicuamente y se dirigió a la poterna.

—¡Quién diablos puede venir hasta aquícon semejante tiempo! —pensaba el sargentoLong mientras quitaba metódicamente, conritmo militar, si se nos permite la frase, las pe-sadas barras que cerraban la poterna—. ¡Sólolos

esquimales son capaces de arriesgarse conun frío como éste!

—Pero abrid, por Dios, de una vez — grita-ban desde fuera.

—Ya abro — respondió el sargento, que pa-recía realmente que abría en doce tiempos.

Por fin, rebatiéronse hacia dentro las hojasde la puerta, y el sargento fue casi derribado enla nieve por un trineo, tirado por seis perros,que penetró como un rayo. Faltó poco para queel digno Long fuese despedazado. Mas, levan-tándose sin siquiera proferir una queja, cerró lapoterna y volvió hacia la casa principal al paso

ordinario, es decir, dando setenta y cinco pasospor minuto.

Pero ya estaban allí el capitán Craventy, elteniente Jasper Hobson y el cabo Joliffe, desa-fiando la temperatura inclemente y examinan-do el trineo, blanco de nieve, que acababa dedetenerse ante ellos.

Un hombre completamente envuelto en pie-les, descendió del vehículo, preguntando:

—¿Es éste el fuerte Confianza? —Este es — respondió el capitán. —¿El capitán Craventy? —Para servirle. ¿Quién es usted? —Un correo de la Compañía. —¿Viene usted solo? —No; traigo conmigo un viajero. —¡Un viajero! ¿Qué viene a hacer aquí? —Viene a ver la Luna. Al escuchar esta respuesta, pensó el capitán

Craventy si estaría hablando con un loco, y enverdad que no le faltaban razones para ello.Pero no era la ocasión más propicia para for-

mular opiniones. El correo había sacado deltrineo una masa inerte, una especie de sacocubierto de nieve, y se disponía a introducirloen la casa, cuando le preguntó el capitán:

—¿Qué saco es ése? —Es mi viajero — respondió el correo. —¿Y quién es ese viajero? —El astrónomo Tomás Black. —¡Pero si está helado! —¡Bien! ya lo deshelaremos entre todos. Tomás Black hizo su entrada en la casa del

fuerte en brazos del sargento, del cabo y delcorreo, y fue depositado en una habitación delprimer piso, cuya temperatura era muy sopor-table gracias a la presencia de una estufa calen-tada hasta el rojo cereza. Extendiéronle sobreun lecho y le tomó la mano el capitán.

Esta mano estaba literalmente helada. Des-pojóse a Tomás Black de las mantas y abrigosde pieles que le envolvían, convirtiéndole en unverdadero paquete, y descubrióse bajo ellas unhombre de unos cincuenta años de edad,

aproximadamente, grueso, bajo de estatura, conel cabello canoso, la barba poco cuidada, losojos cerrados, y la boca apretada como si hubie-se tenido los labios pegados con cola. Aquelhombre no respiraba ya, o lo hacía de un modotan débil, que su aliento apenas hubiera empa-ñado un espejo. Joliffe lo desnudaba, lo movía,lo zarandeaba con presteza, diciendo al mismotiempo:

—¡Vamos, vamos, caballero! ¿No quiere us-ted volver en su conocimiento?

Aquel personaje, llegado en tan especialescircunstancias, parecía un cadáver. Para devol-verle el calor perdido no se le ocurrió al caboJoliffe más que un medio heroico, consistenteen sumergirlo en el ardiente ponche.

Por fortuna, sin embargo, para el pobreTomás Black, el teniente Jasper Hobson discu-rrió otro procedimiento.

—¡Nieve! ¡nieve! —gritó—. Sargento Long,traiga usted algunos puñados de nieve.

Esta substancia abundaba en el patio delfuerte Confianza, y, mientras el sargento iba abuscarla, Joliffe terminó de desnudar al astró-nomo.

El cuerpo del desdichado estaba cubierto deplacas blancuzcas que indicaban que el fríohabía penetrado violentamente en las carnes.Era en extremo urgente hacer acudir de nuevola sangre a las partes atacadas, y esto esperabaJasper Hobson lograrlo mediante vigorosasfricciones de nieve; pues sabido es que éste es elmedio generalmente empleado en las regionespolares para restablecer la circulación que unfrío muy violento ha detenido, como detiene lascorrientes de los ríos.

Cuando volvió el sargento Long, entre él yel cabo Joliffe friccionaron al recién llegado coninusitada energía. Aquello no era ya una lini-ción suave, una fomentación untuosa; sino unvigoroso masaje, practicado por brazos muscu-losos que recordaban más bien los arañazos dela almohada que las caricias de las manos.

Y durante esta operación, el locuaz cabo in-terpelaba sin cesar al viajero que no podía oírle.

—¡Vamos, vamos, señor! ¿A quién se le ocu-rre dejarse enfriar así? ¡Vamos, no sea usted tanterco!

Probablemente, Tomás Black se obstinaba,pues transcurrió media hora sin que consintieseen dar señales de vida. Todos desesperaban yade conseguir reanimarle, e iban ya a suspenderlos masajistas su fatigoso ejercicio, cuando elpobre infeliz exhaló algunos suspiros.

—¡Ah! ¡vive! ¡vuelve en sí!—exclamó JasperHobson.

Después de haber calentado, por medio defricciones, el exterior del cuerpo, no debía olvi-darse el interior; por eso el cabo Joliffe apresu-róse a traer algunos vasos de ponche. El viajerosintióse verdaderamente aliviado; saliéronle loscolores a la cara, recuperaron sus ojos su brillonatural, volvió la palabra a sus labios, conci-biendo por fin el capitán Craventy la esperanzade que Tomás Black le explicase por qué causa

se hallaba en aquel lugar y en tan deplorableestado.

El astrónomo, bien envuelto entre mantas,incorporóse a medias, y, apoyándose sobre elcodo, preguntó con debilitado acento:

—¿El fuerte Confianza? —Es éste — respondió el capitán. —¿El capitán Craventy? —Para servir a usted, caballero, y reciba mi

sincera bienvenida. Pero, ¿me permite ustedque le pregunte para qué ha venido usted a estefuerte?

—Para ver la Luna — respondió el correo,que, sin duda, se tenía aprendida de memoriala respuesta, porque era la segunda vez que laespetaba.

Por lo demás, esta contestación pareció sa-tisfacer a Tomás Black, pues hizo una señalafirmativa, y preguntó nuevamente:

—¿El teniente Hobson? —Servidor — dijo el teniente. —¿No ha partido usted aún?

—Todavía no, señor. —Pues bien, señores —añadió Tomás

Black—, sólo me resta dar a ustedes las gracias,y entregarme al descanso hasta mañana.

El capitán y sus compañeros retiráronse,pues, dejando reposar tranquilamente a aquelsingular personaje.

Media hora después, terminaba la fiesta, yregresaban los invitados a sus respectivas vi-viendas, situadas ya en las habitaciones delfuerte, ya en las cabañas que fuera del recintoexistían.

Al día siguiente, se hallaba Tomás Black casirestablecido. Su vigorosa constitución habíatriunfado de aquel frío excesivo. Otro no sehabría deshelado; pero él no era igual que todoel mundo.

¿Quién era aquel astrónomo? ¿De dóndevenía? ¿A qué obedecía aquel viaje a través delos territorios de la Compañía, en el rigor delinvierno? ¿Qué significaba la respuesta del co-rreo? ¡Ver la Luna! ¿No luce por ventura en

todas partes nuestro argentado satélite? ¿A qué,pues, venir a buscarlo hasta las regiones hiper-boreales?

Todas estas preguntas se hacía el capitánCraventy; pero al día siguiente, después dehaber conversado por espacio de una hora consu nuevo huésped, no había nada que ignorase.

Tomás Black era, en efecto, un astrónomoagregado al Observatorio de Greenwich, quecon tanta inteligencia dirigía el señor Airy. Es-píritu inteligente y sagaz, más bien que teórico,Tomás Black, en los veinte años que había esta-do ejerciendo sus funciones, había prestadoinestimables servicios a las ciencias uranográfi-cas. En la vida privada era un hombre absolu-tamente nulo, que no existía sacándole de lascuestiones astronómicas, y que vivía siempreen el cielo, alejado de la tierra; un descendientede aquel sabio citado por La Fontaine, que sedejó caer en un pozo. No había en él conversa-ción posible si no se le hablaba de estrellas oconstelaciones. Era un hombre nacido para vi-

vir dentro de un telescopio. Pero, en diciendo aobservar, no había quien rivalizara con él entodo el universo. ¡Qué infatigable pacienciadesplegada! Era capaz de acechar durante me-ses enteros la aparición de un fenómeno cósmi-co.

Constituían su especialidad las estrellas er-rantes y los bólidos, y sus descubrimientos eneste ramo de la meteorología merecían ser cita-dos. Por otra parte, cada vez que se trataba deobservaciones minuciosas, de mediciones deli-cadas, de determinaciones precisas, se recurríaa Tomás Black, que poseía una vista excepcio-nal. No todo el mundo sirve para observar. Anadie extrañará, pues, que el astrónomo deGrennwich hubiese sido elegido para operar enla circunstancia siguiente, que era de sumo in-terés para la ciencia selenográfica.

Sabido es que, durante los eclipses totalesde Sol, aparece la Luna rodeada de una coronaluminosa. Pero, ¿cuál es el origen de esta coro-na? ¿Es un objeto real? ¿No es más bien un efec-

to de difracción que los rayos del Sol experi-mentan en las proximidades del disco de laLuna? Cuestión es ésta que los estudios reali-zados hasta hoy no han permitido resolver.

Desde 1706, los astrónomos habían descritocientíficamente esta aureola luminosa. Louvilley Halley durante el eclipse total de 1715, Ma-raldi en 1724, don Antonio de Ulloa en 1778,Bouditch y Ferrer en 1806, observaron minucio-samente esta corona; pero de sus contradicto-rias teorías no se pudo sacar nada en claro. Apropósito del eclipse de 1842, los sabios de to-das las naciones, Airy, Arago, Peytal, Laugier,Mauvais, Otto-Struve, Petit, Baily, etc., trataronde obtener una solución completa en lo tocanteal origen del fenómeno; pero, por muy minu-ciosas que fuesen sus observaciones, «el des-acuerdo, dice Arago, que se echa de ver entrelas observaciones efectuadas en diversos para-jes por astrónomos competentes y prácticos, enun solo y mismo eclipse, ha esparcido sobre lacuestión tales sombras, que ahora ya no es po-

sible llegar a ninguna conclusión cierta acercade la causa del fenómeno». A partir de estafecha, hanse estudiado otros eclipses de Sol,pero las observaciones no han conducido tam-poco a ningún resultado definitivo.

Esta cuestión, sin embargo, era de sumo in-terés para los estudios selenográficos. Era pre-ciso resolverla a toda costa, y ahora se presen-taba otra nueva ocasión de observar la coronaluminosa, tan discutida hasta entonces. El 18 dejulio de 1860 debía tener lugar un eclipse deSol, que sería total para el extremo septentrio-nal de América, España, el norte de África, etc.,y se convino entre los astrónomos de los diver-sos países en efectuar observaciones simultá-neas en los diversos puntos de la zona en que eleclipse había de ser total, encomendándose aTomás Black la tarea de observar el menciona-do eclipse en la parte septentrional de América.Debía, pues, encontrarse aproximadamente enlas mismas condiciones en que se hallaban los

astrónomos ingleses que se trasladaron a Sueciay Noruega con ocasión del eclipse de 1851.

Como era de esperar, Tomás Black acogiócon entusiasmo la ocasión que se le ofrecía deestudiar la aureola luminosa. Debía reconoceral mismo tiempo, hasta donde le fuera dable, lanaturaleza de las protuberancias rojizas queaparecen en distintos puntos del contorno delsatélite terrestre. Si el astrónomo de Greenwichlograba dilucidar la cuestión de un modo irre-futable, tendría dreecho a los elogios de toda laEuropa sabia.

Tomás Black se dispuso, pues, a emprenderel viaje, y obtuvo cartas de recomendación muyeficaces para los agentes principales de laCompañía de la Bahía de Hudson; y como dabala casualidad de que debía partir muy en brevepara los límites septentrionales del continenteuna expedición, con el fin de establecer allí unafactoría, preciso era aprovechar ocasión tanfavorable. Tomás Black partió, pues; atravesó elAtlántico, desembarcó en Nueva York, llegó, a

través de los lagos, al establecimiento del ríoColorado, y después, de fuerte en fuerte, arras-trado por un rápido trineo, conducido por uncorreo de la Compañía, a pesar de la crudezadel invierno, de la intensidad del frío y de to-dos los peligros que ofrece un viaje a través delos países árticos, llegó al fuerte Confianza, el17 de marzo, en las condiciones que ya conoceel lector.

Tales fueron las explicaciones dadas por elastrónomo al capitán Craventy, quien se pusopor completo a la disposición de Tomás Black.

—Pero, señor Black —le dijo—, ¿por quétanta prisa por llegar, si ese eclipse de Sol no hade verificarse hasta 1860, o sea el año que vie-ne?

—Porque —respondió el astrónomo—, tuveconocimiento de que la Compañía enviaba unaexpedición al litoral americano, más allá delparalelo 70°, y no he querido desperdiciar laocasión de partir con el teniente Hobson.

—Señor Black —respondió el capitán Cra-venty—, si el teniente hubiera partido ya, meimpondría el deber de acompañarle a usted enpersona hasta los límites del mar Polar.

Después, repitió la bienvenida al astrónomoy le dijo que podía contar con él para todo.

IV UNA FACTORÍA

El lago del Esclavo es uno de los más exten-sos de la región enclavada más allá del paralelo61°. Mide una longitud de 250 millas por unaanchura de 50, y se halla situado a los 61° 25' delatitud y 114° de longitud Oeste. Toda la regióninmediata desciende en extensos declives haciaun centro común, hacia una vasta depresión delsuelo ocupada por el lago.

La situación de este lago, en medio de losterritorios de caza, en los cuales pululaban an-tes los animales de pieles valiosas, atrajo desdelos primeros tiempos la atención de la Compa-

ñía. Numerosas corrientes de agua nacían odesembocaban allí, como el Mackenzie, el ríodel Heno, el Atapeskow, etc. De igual modo,construyéronse en sus orillas varios fuertesimportantes: el fuerte Providencia, al Norte, elfuerte Resolución, al Sur. En cuanto al fuerteConfianza, ocupa el extremo Nordeste del lago,y no se encuentra a más de 300 millas de la en-trada de Chesterfield, largo y estrecho estuarioformado por las aguas de la bahía de Hudson.

El lago del Esclavo se halla, por decirlo así,sembrado de pequeños islotes, de cien a dos-cientos pies de altura, cuyas moles de granito yde gneis emergen de trecho en trecho. En suorilla septentrional abundan los bosques espe-sos que confinan con esa porción helada y áridadel continente que, no sin razón, ha recibido elnombre de Tierra Maldita. En cambio, la regióndel Sur, formada principalmente de terrenoscalcáreos, es llana, sin un cerro, sin una protu-berancia del suelo. Allí se dibuja el límite queno franquean casi nunca los grandes rumiantes

de la América Polar, esos búfalos o bisontescuya carne constituye casi exclusivamente laalimentación de los cazadores canadienses eindígenas.

Los árboles de la orilla septentrional agrú-panse formando selvas magníficas. No es deextrañar que exista una vegetación tan bella enuna zona tan apartada, porque, en realidad, ellago del Esclavo no se encuentra en una latitudmás elevada que las regiones de Suecia o deNoruega, ocupadas por Estocolmo o Cristianía.Es preciso observar, sin embargo, que las líneasisotermas, que unen los puntos del Globo quedisfrutan de la misma temperatura mediaanual, no siguen en modo alguno los paralelosterrestres, y que, en esta latitud, América esincomparablemente más fría que Europa. Enabril, las calles de Nueva York permanecen aúncubiertas de nieve, a pesar de encontrarse dichaciudad situada casi en el mismo paralelo quelas Azores. Y es que la naturaleza de cada con-tinente, su situación respecto de los océanos, la

configuración misma del suelo influyen nota-blemente sobre sus condiciones climatéricas.

El fuerte Confianza, durante la estación es-tival, se hallaba, pues, rodeado de masas deverdura que regocijaban la vista después de losrigores de un prolongado invierno. No faltabala leña en aquellas selvas compuestas casi úni-camente de álamos, abedules y pinos. Los islo-tes del lago producían sauces magníficos.Abundaba la caza en los bosques, de los cualesno huía ni aun en la mala estación. Más al Sur,los cazadores del fuerte perseguían con éxito alos bisontes, los alces y ciertos puercos espinesdel Canadá, cuya carne es excelente. En lasaguas del lago del Esclavo abundaba mucho lapesca. Sus truchas alcanzaban dimensionesextraordinarias, encontrándose con frecuenciaejemplares de más de sesenta libras de peso.Los sollos, las voraces lampreas, una especiellamada pez azul por los ingleses, e innumera-bles legiones de tittamegs, el corregú blanco delos naturalistas, pululaban en el lago. Así, pues,

la cuestión de la subsistencia de los habitantesdel fuerte Confianza se resolvía fácilmente; lanaturaleza proveía a sus necesidades, y, con talque se vistiesen durante el invierno como lososos, las zorras, las martas y otros animales,podían desaliar ios rigores del clima.

El fuerte propiamente dicho componíase deuna casa de madera, dotada de bajos y un piso,que servía de habitación al comandante y a susoficiales. Alrededor de esta casa alzábanse conregularidad las moradas de los soldados, losalmacenes de la Compañía y los locales en quese efectuaban los cambios. Una pequeña capilla,a la que sólo faltaba un ministro, y un polvoríncompletaban el total de las construcciones delfuerte. El conjunto se hallaba rodeado por unaempalizada de veinte pies de elevación, queformaba un vasto paralelogramo, defendidopor cuatro pequeños baluartes de agudo techo,emplazados en los cuatro ángulos. El fuerte seencontraba, pues, al abrigo de un golpe de ma-no; precaución necesaria en una época en que

los indios, en vez de ser proveedores de laCompañía, luchaban por la independencia desu territorio, y adoptada también contra losagentes y soldados de las compañías rivales,que se disputaban en otro tiempo la posesión yexplotación de aquellos territorios tan ricos enpieles.

La Compañía de la Bahía de Hudson conta-ba a la sazón en todos sus dominios con unpersonal de unos mil hombres, y ejercía sobresus empleados y soldados una autoridad abso-luta, que llegaba hasta el derecho de vida ymuerte. Los jefes de las factorías estaban facul-tados para arreglar, a su antojo, los salarios, yfijar el valor de los objetos de aprovisionamien-to y de las pieles; y, gracias a este sistema des-provisto de toda intervención, no era raro queobtuviese beneficios superiores al trescientospor ciento.

Además, por la siguiente nota de precios,tomada del Viaje del capitán Roberto hade,podrá ver el lector en qué condiciones se efec-

tuaban ante los cambios con los indios, que sonahora los verdaderos y mejores cazadores de laCompañía. La piel de castor era, en aquellaépoca, la unidad que servía de base para lascompras y ventas.

Los indios pagaban en pieles de castor. Por un fusil 10 Por media libra de pólvora 1 Por cuatro libras de plomo 1 Por un hacha 1 Por seis cuchillos 1 Por una libra de objetos de vidrio. 1 Por un traje galoneado 6 Por un traje sin galones 5 Por un traje de mujer galoneado. 6 Por una libra de tabaco 1 Por una caja de polvos 1 Por un peine y un espejo 2 Pero como, de algunos años a esta parte, la

piel de castor se ha hecho tan rara, ha sido pre-ciso cambiar la unidad monetaria, siendo en laactualidad la del bisonte la que sirve de base en

los mercados. Cuando un indio se presenta enun fuerte, los agentes le dan tantas fichas demadera como pieles trae consigo, y allí mismopuede cambiar estas fichas por productos ma-nufacturados. Con este sistema, la Compañía,que, por otra parte, fija arbitrariamente el valorde los objetos que compra y vende, no puedemenos de realizar, y en efecto realiza, benefi-cios considerables.

Tales eran los usos establecidos en las di-versas factorías, y también, por consiguiente, enel fuerte Confianza, y que pudo estudiar Pauli-na Barnett durante su estancia en él, que hubode prolongarse hasta el 16 de abril.

La viajera y el teniente Hobson conversabana menudo, formando soberbios proyectos, per-fectamente decididos a no retroceder ante nin-gún obstáculo. En cuanto a Tomás Black, sólodesplegaba los labios cuando le hablaban de sumisión especial. La cuestión de la corona lumi-nosa y de las protuberancias rojizas de la Lunale apasionaban en extremo. Se comprendía que

todos sus sentidos y potencias se hallaban con-sagrados nada más a la solución de este pro-blema, y acabó por lograr que Paulina Barnettse interesase vivamente en todo lo relativo a laobservación que se le había encomendado. ¡Ah!¡cuan grandes deseos sentían ambos de traspo-ner el círculo polar, y cuan lejos veían aún lafecha del 18 de julio de 1860, sobre todo el im-paciente astrónomo!

Los preparativos de marcha no pudieroncomenzar hasta mediados de marzo, y transcu-rrió un mes largo antes de que estuviesen ter-minados. Era, en efecto, una larga tarea el or-ganizar una expedición a través de las regionespolares; porque había que llevarlo todo pordelante: víveres, utensilios, trajes, herramientas,armas y municiones.

La expedición, mandada por el teniente Jas-per Hobson, debía componerse de un oficial, dedos suboficiales y de diez soldados, tres de loscuales eran casados y llevaban a sus mujeresconsigo. He aquí la relación de estos hombres,

elegidos por el capitán Craventy, entre los másvigorosos y resueltos:

1.° El teniente Jasper Hobson. 2° El sargento Long. 3.° El cabo Joliffe. 4.° Soldado Petersen. 5.° » Belcher. 6.° » Rae. 7.° » Marbre. 8.° » Garry. 9.° » Pond. 10.° » Mac-Nap. 11.° » Sabine. 12.° » Hope. 13.° » Kellet.

Y además: La señora Rae. La señora Joliffe. La señora

Mac-Nap. Personas extrañas al fuerte: La señora Paulina Barnett. Madge.

Tomás Black. En total, diecinueve personas que era preci-

so transportar durante varios centenares demillas, a través de un territorio desierto y pococonocido.

Pero, en previsión de este proyecto, losagentes de la Compañía habían reunido en elfuerte Confianza todo el material necesariopara la expedición. Había preparados una do-cena de trineos, con sus correspondientes tirosde perros. Estos primitivos vehículos consistíanen un sólido conjunto de tablas ligeras, ligadasentre sí por medio de traviesas. Un apéndice,formado por una pieza de madera curvada ylevantada, como la extremidad de un patín,permitía al trineo hendir la nieve sin hundirsemucho en ella. Seis perros, por parejas uncidos,arrastraban cada uno de estos trineos, impri-miéndoles una velocidad de quince millas porhora.

El equipaje de cada uno de los viajeroscomponíase de trajes de piel de reno, forrados

interiormente de pieles de mucho abrigo. Lle-vaban todos trajes interiores de lana, destina-dos a resguardarles contra los cambios bruscosde temperatura, tan frecuentes en aquellas lati-tudes.

Todos, sin distinción de clases ni sexos, ibancalzados con unas botas de piel de foca, cosidascon nervios, que fabrican los indígenas con rarahabilidad. Esta clase de calzado es absoluta-mente impermeable y es muy cómoda para lamarcha a causa de la flexibilidad de sus articu-laciones. A sus suelas podían adaptarse unasplantillas de pino, de tres o cuatro pies de lon-gitud, que son muy a propósito para soportar elpeso de un hombre sobre la nieve menos con-sistente, y permiten deslizarse con extraordina-ria celeridad, como hacen los patinadores sobrelas superficies muy lisas. Unos gorros de pielesy unos cinturones de gamuza completaban suvestimenta.

En materia de armas, llevaba el tenienteHobson las tercerolas reglamentarias facilitadas

por la Compañía, y pistolas y sables de orde-nanza, con municiones abundantes para aqué-llas; en calidad de herramientas, hachas, sierras,azuelas y otros instrumentos necesarios para lacarpintería; y, como utensilios, todo lo necesa-rio para el establecimiento de una factoría entales condiciones, como una estufa, un hornillode fundición, dos bombas de aire para la venti-lación y un halkett-boat, especie de embarcaciónde caucho que se infla en el momento en que sequiere utilizar sus servicios.

En cuanto a las provisiones, se podía contarcon los cazadores del destacamento. Algunosde aquellos soldados eran hábiles perseguido-res de la caza, y los renos nunca faltan en lasregiones polares. Tribus enteras de indios o deesquimales, privados de pan y de todo otroalimento, se mantienen exclusivamente de lacarne de esta especie de venado, que es a la vezsabrosa y abundante. Sin embargo, como eranecesario contar con retrasos inevitables y difi-

cultades de toda clase, fue preciso llevar ciertacantidad de víveres.

Consistían éstos en carne de bisonte, de alcey de gamo cazados en grandes batidas dadas alSur del lago; cecina que se conserva indefini-damente; preparaciones indias, en las que lacarne, rallada y reducida a polvo impalpable,conserva todos sus elementos nutritivos bajoun muy pequeño volumen. Triturada de estemodo, esta carne no exige ninguna cocción, yofrece bajo esta forma una alimentación muynutritiva.

Por lo que a las bebidas respecta, llevaba elteniente Hobson varios barriles de aguardientey de whisky, aunque firmemente resuelto aeconomizar cuanto fuese posible estas bebidasalcohólicas, que son tan perjudiciales para lasalud de los hombres en las latitudes frías. Pe-ro, en cambio, la Compañía había puesto a sudisposición un botiquín portátil, notables can-tidades de zumo de lima, limones y otros pro-ductos naturales, indispensables para combatir

las afecciones escorbúticas, tan terribles en estasregiones, y para prevenirlas en caso necesario.

Todos los hombres habían sido, además,cuidadosamente elegidos, ni demasiado grue-sos, ni demasiado flacos; y habituados desdemuchos años atrás a los rigores del clima, debí-an soportar más fácilmente las fatigas de unaexpedición hacia el océano Polar. Eran, por otraparte, gentes de buena voluntad, animosas,intrépidas, que habían aceptado libremente sudesignación, habiéndoseles asignado doblesueldo durante todo el tiempo que permanecie-sen en los límites del continente americano, silograban establecerse más allá del paralelo de60°.

Se había preparado un trineo especial, algomás cómodo, para la señora Paulina Barnett ysu fiel Madge. La valerosa mujer no quería serconducida de otro modo distinto que sus com-pañeros de viaje; pero tuvo que ceder ante lasinstancias del capitán, que, en esto, se hacía

intérprete de los deseos de la Compañía. Pauli-na Barnett tuvo, pues, que resignarse.

En cuanto al astrónomo Tomás Black, el ve-hículo que le había llevado al fuerte Confianza,debía conducirle hasta el lugar de su destino,con su pequeña impedimenta de sabio. Losinstrumentos del astrónomo, poco numerosospor cierto —un anteojo para las observacionesselenográficas, un sextante destinado a hallar lalatitud, un cronómetro para conocer la longi-tud, y algunos planos y libros—, iban en sumismo trineo, y Tomás Black contaba con quesus fieles perros no le abandonarían en la mitaddel camino.

Como es de suponer, no se había echado enolvido la alimentación de los perros. Eran éstossetenta y dos en total, una verdadera piara quehabía que mantener durante el camino, y erapreciso que los cazadores del destacamentotuviesen un especial cuidado con su alimenta-ción. Estos animales, vigorosos e inteligentes,habían sido comprados a los indios chipewa-

yos, que saben adiestrarlos maravillosamentepara su cometido.

Toda la organización referente a estos ani-malitos quedó pronto dispuesta, desplegandoen su dirección el teniente Jasper Hobson uncelo superior a todo elogio. Orgulloso de lamisión que se le había confiado, y entusiasta desu obra, nada quería descuidar que pudiesecomprometer el éxito que anhelaba. El caboJoliffe, atareadísimo siempre, multiplicábase,sin que ios resultados de sus afanes fuesen de-masiado visibles; pero la presencia de su esposaera y debía ser muy provechosa para la expedi-ción. La señora Paulina Barnett había concebidouna viva simpatía hacia aquella inteligente yvivaracha canadiense, de rubia cabellera ygrandes y dulces ojos.

No es preciso decir que el capitán Craventyno olvidó nada que pudiese contribuir al éxitode la empresa. Las instrucciones que había re-cibido de los agentes superiores de la Compa-ñía demostraban la importancia que asignaban

al resultado de la expedición y al establecimien-to de una nueva factoría más allá del paralelode 60°. Se puede, por lo tanto, afirmar que sehizo todo lo que humanamente era posible,hacer para lograr el fin apetecido. ¿Cerraría lanaturaleza el camino con insuperables obstácu-los al valeroso teniente? He aquí lo que nadiesería capaz de prever.

V DEL FUERTE CONFIANZA AL FUERTE

EMPRESA

Los primeros días de buen tiempo habíanhecho su aparición. Comenzaba a resurgir elfondo verde de las colinas bajo las capas denieve desaparecidas a trechos. Los cisnes, lostetraos, las águilas de cabeza calva y otras avesemigrantes, procedentes del Sur, pasaban através de la atmósfera ya tibia. Las extremida-des de las ramas de los álamos, abedules y sau-ces hinchábanse con los nuevos brotes. Las la-

gunas, formadas de trecho en trecho por eldeshielo, atraían a los patos de cabeza roja, delos cuales existe tan gran variedad de especiesen la América del Norte. Las unas, los pufinos ylos gansos del Norte pasaban hacia las regionesseptentrionales en busca de parajes más fríos.Las musarañas, ratoncillos microscópicos deltamaño de una avellana, aventurábanse fuerade sus madrigueras, y dibujaban en el suelocaprichosos arabescos con las puntas de susrabos. ¡Daba gloria el aspirar y absorber aque-llos rayos solares que tan vivificantes hacían laprimavera! La naturaleza despertaba de su lar-go sueño, después de la interminable nocheinvernal, y sonreía al abrir los ojos. El efecto deeste renacimiento es tal vez más sensible enmedio de los países hiperboreales que en nin-gún otro punto del Globo.

El deshielo no era, sin embargo, aún com-pleto. El termómetro Fahrenheit marcaba 41°sobre cero (5o centígrados sobre el punto decongelación del agua); pero el descenso que

durante las noches experimentaba la tempera-tura, mantenía en su estado sólido la superficiede las llanuras nevadas; circunstancias favora-bles para el deslizamiento de los trineos, de laque Jasper Hobson quería aprovecharse antesde que se completase el deshielo.

Los hielos del lago no habían sido rotos aún.Los cazadores del fuerte hacían excursionesfrecuentes, que el éxito coronaba, recorriendoaquellas vastas llanuras frecuentadas ya por lacaza. La señora Paulina Barnett quedóse admi-rada al observar la asombrosa destreza con queaquellos hombres se servían de sus patines.Con los pies enfundados en aquellos zapatosespeciales para la nieve, tal vez no se hubierandejado adelantar por un caballo al galope.Atendiendo a los consejos del capitán Craven-ty, ejercitóse la viajera en caminar con aquellosaparatos, y no tardó en aprender a deslizarsecon ellos sobre la superficie de la nieve.

Hacía ya algunos días que los indios llega-ban a bandadas al fuerte, con objeto de cambiar

el producto de sus cacerías invernales por obje-tos manufacturados. La estación no había sidobuena. Los animales de pieles no abundaban;las de marta y bisonte alcanzaban una cifrabastante elevada; pero las de castor, nutria,lince, armiño y zorra eran raras. La Compañíaobraba, pues, muy acertadamente al ir a explo-tar otros territorios más septentrionales, noesquilmados aún por la rapacidad de los hom-bres.

En la mañana del 16 de abril, el tenienteJasper Hobson y su destacamento se encontra-ban dispuestos para la marcha. El itinerariohabía podido trazarse de antemano en toda laparte conocida en la región que se extiendeentre el lago del Esclavo y el del Gran Oso, si-tuada más allá del círculo polar. Jasper Hobsondebía llegar al fuerte Seguridad, establecido enla extremidad septentrional de este lago. Unpunto muy indicado para refrescar los víveresdel destacamento era el fuerte Empresa, edifi-cado a 200 millas, en dirección Noroeste, a ori-

llas del pequeño lago Snure. A razón de quincemillas por día, calculaba el teniente Jasper Hob-son que podría detenerse en él en los primerosdías de mayo.

A partir de este punto, la expedición debíallegar por el camino más corto al litoral ameri-cano, y dirigirse en seguida hacia el cabo Bat-hurst. Había quedado perfectamente convenidoque, al cabo de un año, el capitán Craventyenviaría un convoy de víveres al expresadocabo, y que el teniente destacaría algunos hom-bres para que saliesen al encuentro de este con-voy y lo guiasen al lugar donde el nuevo fuertese hubiese establecido. De esta suerte, el porve-nir de la factoría hallábase garantido contratoda eventualidad desgraciada, y aquellos vo-luntarios desterrados conservarían aún algunasrelaciones con sus semejantes.

Desde las primeras horas de la mañana del16 de abril, los trineos enganchados delante dela poterna sólo esperaban a los viajeros. El capi-tán Craventy reunió a los hombres que compo-

nían el destacamento y les dirigió la palabra,recomendándoles sobre todo una constanteunión en medio de los peligros que tendríanque desafiar. La sumisión a sus jefes era unacondición indispensable para el éxito de aquellaempresa, obra de abnegación y sacrificio.

El discurso del capitán fue acogido con en-tusiastas vítores. Despidiéronse todos en se-guida y se acondicionó cada uno en el trineoque de antemano le había sido designado. Jas-per Hobson y el sargento Long marchaban a lacabeza. Seguíales la señora Paulina Barnett yMadge, manejando con habilidad esta última ellargo látigo que los esquimales emplean, termi-nado por una tira de nervio endurecido. TomásBlack y el soldado canadiense Petersen iban enel tercer trineo. Seguían después los otros ocu-pados por los soldados y mujeres, y formabanla retaguardia el cabo Jolifte y su esposa.

Según las órdenes de Jasper Hobson, cadaconductor debía conservar, en lo posible, ellugar que le había sido asignado, y mantener la

distancia reglamentaria, a fin de no producir lamenor confusión, toda vez que el choque de lostrineos, lanzados a toda velocidad, hubiera po-dido provocar accidentes desagradables.

Al abandonar el fuerte Confianza, JasperHobson hizo rumbo al Noroeste. Tuvo queatravesar primero un ancho río que ponía encomunicación el lago del Esclavo con el deWolmsley. Pero su superficie, todavía profun-damente helada, no se distinguía de la inmensaplanicie blanca. Una alfombra uniforme de nie-ve cubría todo el país, y los trineos, arrastradospor sus veloces tiros, volaban sobre aquellacapa endurecida.

El tiempo era bueno, pero demasiado fríoaún. El sol se elevaba poco sobre el horizonte, ydescribía en el cielo una curva muy prolonga-da. Sus rayos, reflejados profusamente por lanieve, daban más luz que calor. Por fortuna,ningún soplo de viento turbaba la atmósfera, yesta calma del aire hacía más soportable el frío.Sin embargo, la brisa, gracias a la velocidad de

los trineos, debía cortar algo el rostro de algu-nos de los compañeros del teniente Hobson queno se hallaban familiarizados con la crudezadel clima polar.

—Esto va bien —decía Jasper Hobson alsargento, que iba inmóvil a su lado como si seencontrase en formación—; el viaje comienzafelizmente. El cielo es favorable, la temperaturapropicia, nuestros tiros nos arrastran con lavelocidad de los trenes expresos, y, a poco quecontinúe este magnífico tiempo, nuestro viajehabrá de efectuarse sin grandes contratiempos.¿Qué opina usted, sargento Long?

—Lo mismo que usted, teniente Jasper —respondió el sargento, que no podía ver lascosas de otro modo distinto de su jefe.

—¿Está usted decidido, como yo —prosiguió el teniente Hobson—, a prolongar lomás lejos posible hacia el Norte nuestras explo-raciones?

—Bastará que lo ordene usted, mi teniente,para que yo obedezca.

—Lo sé, sargento Long —respondió JasperHobson—; sé que basta darle a usted una ordenpara verla ejecutada en seguida. ¡Ojalá pudie-sen comprender, como usted, nuestros solda-dos la importancia de nuestra misión, y se con-sagrasen en cuerpo y alma a los intereses de laCompañía! ¡Ah, sargento Long!, estoy segurode que si le diese a usted una orden imposible...

—No hay órdenes imposibles, mi teniente. —¡Cómo que no! ¿y si le ordenase a usted ir

al Polo? —Iría, mi teniente. —¿Y volvería usted? — añadió Jasper Hob-

son, sonriendo. —Volvería — respondió sencillamente el

sargento. Durante este diálogo, Paulina Barnett y

Madge cambiaban también algunas palabras,cuando una pendiente más acentuada del sueloretardó la marcha del trineo un instante. Lasdos animosas mujeres, con sus gorros de nutriabien calados y medio sepultadas bajo una espe-

sa piel de oso blanco, contemplaban aquellanaturaleza escabrosa y las pálidas siluetas delos elevados hielos que se perfilaban en el hori-zonte.

El destacamento había ya dejado tras sí lascolinas que se elevan en la orilla septentrionaldel lago del Esclavo, cuyas cimas se hallabancoronadas por pelados esqueletos de árboles.La llanura sin límites extendíase hasta perdersede vista con uniformidad no interrumpida. Al-gunos pájaros animaban con su canto y su vue-lo la vasta soledad. Veíanse entre ellos banda-das de cisnes que emigraban hacia el Norte, ycuya blancura confundíase con la de las nieves,no siendo posible distinguirlos más que cuandose proyectaban sobre la atmósfera gris. Cuandose posaban sobre el suelo, confundíanse con él,y el ojo más perspicaz no hubiera logrado des-cubrirlos.

—¡Qué admirable país! —decía PaulinaBarnett—. ¡Qué diferencia entre estas regionespolares y nuestras verdes planicies australia-

nas! ¿Te acuerdas, Madge, cuando nos abrasabael calor en el golfo de Carpentaria? ¿Has olvi-dado aquel cielo cruel, sin una nube, sin el va-por más tenue?

—Hija mía —respondía Madge—, no poseo,como tú, el don de la memoria. Tú conservastus impresiones; yo, pronto las olvido.

—¡Cómo, Madge! ¿has podido olvidar loscalores tropicales de la India y de Australia?¿No conservas en tu ánimo un recuerdo siquie-ra de nuestras torturas cuando nos faltaba elagua en medio del desierto, cuando los rayosdel sol nos abrasaban hasta los mismos huesos,y cuando ni la noche ofrecía un lenitivo a nues-tros padecimientos?

—No, Paulina, no —respondía Madge, en-volviéndose aún más en sus pieles—; no meacuerdo de nada. Y, ¿cómo he de acordarme deaquellos padecimientos de que hablas, de aquelcalor, de aquellas torturas de la sed, sobre todoen estos momentos en que los hielos nos rodeanpor todas partes, en que me bastaría dejar caer

el brazo fuera del trineo para recoger un puña-do de nieve? ¡Me hablas de calor cuando noshelamos debajo de las pieles de oso que noscubren! ¡Te acuerdas de los rayos abrasadoresdel sol, cuando este sol de abril no tiene fuerzani aun para derretir los carámbanos de hieloque cuelgan de nuestros labios! ¡No, hija mía,no me sostengas que hay calor en parte alguna!¡no me repitas que me he quejado jamás de unexceso de temperatura, porque no te lo creeré!

La señora Paulina Barnett no pudo reprimiruna sonrisa.

—Pero, ¿tienes tanto frío, querida Madge?— preguntó a su fiel compañera.

—Ciertamente, hija mía, tengo frío; pero nome desagrada esta temperatura. Por el contra-rio; este clima debe ser muy sano, y estoy segu-ra de que me irá muy bien de salud en esta par-te de América. ¡Es realmente un país muy bello!

—Sí, Madge, es un país admirable; ¡y esoque todavía no hemos visto ninguna de las ma-ravillas que encierra! Pero deja que lleguemos a

los límites del mar Polar, deja que sobrevengael invierno con sus hielos gigantescos, su espe-so manto de nieves, sus tempestades hiperbó-reas, sus auroras boreales, sus espléndidasconstelaciones, su interminable noche de seismeses de duración, y entonces comprenderáscuan nueva es siempre y en todas partes la granobra del Creador.

De este modo se expresaba la señora Pauli-na Barnett, dejándose llevar de su exaltadaimaginación. En aquellas regiones perdidas,bajo un clima implacable, sólo quería ver larealización de los más bellos fenómenos de lanaturaleza. Sus instintos de viajera eran máspoderosos que su misma razón, y para ella nohabía más, en las regiones polares, que la emo-cionante poesía cuya leyenda perpetuaron lossagas y cantaron los bardos en los tiempososiánicos. Pero Madge era más práctica y paraella no pasaban inadvertidos los peligros in-herentes a una expedición a los continentes

árticos, ni los padecimientos que entrañaba unainvernada a menos de 30° del Polo Norte.

Y en efecto, otros más robustos habían su-cumbido ya, víctimas de las fatigas, de las pri-vaciones, de los tormentos morales y físicos,bajo aquellos duros climas. Indudablemente, lamisión del teniente Jasper Hobson no debíaarrastrarle hasta las latitudes más elevadas delGlobo. No se trataba tampoco de llegar al PoloNorte y lanzarse sobre las huellas de los Parry,los Ross, los Mac Clure, los Kean y los Morton;pero desde el momento en que se rebasa el cír-culo polar, los padecimientos son casi en todaspartes los mismos, y no aumentan proporcio-nalmente al crecimiento de las latitudes. ¡JasperHobson no abrigaba el propósito de ir más alládel paralelo de 70°! Convenido; pero, ¡no seolvide que Franklin y sus infortunados compa-ñeros perecieron victimas del hambre y del fríoantes de rebasar los 68° de latitud septentrio-nal!

En el trineo que ocupaban los esposos Joliffehablábase de cosas muy distintas. Tal vez elcabo había empinado el codo algo más de lodebido, con motivo de la despedida, porque,contra su costumbre, rebelábase contra su mu-jer. ¡Sí! osaba contradecirla, lo que sólo ocurríaen, circunstancias excepcionales.

—No, mujer —le decía—, no temas nada; noes más difícil conducir un trineo que un quitrín,y, que cargue con mi cuerpo el diablo, si no soycapaz de dirigir un tiro de perros.

—No niego tu habilidad —respondía la se-ñora Joliffe—; sólo te ruego que moderes tusmovimientos. Te has colocado ya delante de lacaravana, y oigo que el teniente Hobson te gritaque ocupes de nuevo tu puesto7en la extremaretaguardia.

—¡Déjale gritar, mujer, déjale gritar!...

Y el cabo, hostigando sus perros con nuevoslatigazos, hizo aumentar la velocidad del tri-neo.

—¡Ten cuidado, Joliffe! —le repetía su mu-jer—. ¡No tan de prisa, que vamos cuesta abajo!

—¡Cuesta abajo! —respondía el cabo—. ¿Aesto llamas cuesta abajo? ¡Al contrario, mujer, sivamos cuesta arriba!

—¡Te repito que vamos cuesta abajo! —Te sostengo que subimos. ¡Mira cómo ti-

ran los perros! Aunque el terco Joliffe lo asegurase, los pe-

rros no tiraban por cierto. El declive del sueloera, por el contrario, sumamente pronunciado:El trineo deslizábase con una velocidad vertigi-nosa, habiéndose adelantado ya mucho al des-tacamento. Los esposos Joliffe botaban a cadainstante. Las sacudidas provocadas por las des-igualdades de la capa de nieve se multiplica-ban. El marido y la mujer, empujados, ya a laderecha, ya a la izquierda, chocaban uno contraotro y sufrían tremendas conmociones. Pero elcabo no quería escuchar nada: ni las adverten-cias de su esposa, ni los gritos del tenienteHobson; y, comprendiendo éste el peligro de

aquella desenfrenada carrera, hostigaba supropio tiro a fin de alcanzar a los imprudentes,siguiéndole toda la caravana en su rápida ca-rrera.

Pero el cabo corría a rienda suelta, embria-gado por el vértigo de la velocidad, gesticulan-do, gritando y manejando su largo látigo comohubiera podido hacerlo el más hábil caballista.

—¡Admirable instrumento es este látigo —gritaba— que manejan los esquimales con des-treza sin igual!

—Pero tú no eres ningún esquimal — ex-clamaba su esposa, tratando, en vano, de dete-ner el brazo de su imprudente conductor.

—Dicen que los esquimales —replicaba elcabo— tienen tal habilidad, que azotan al perroque quieren y en el lugar que más les acomoda.Aseguran que son capaces de arrancarles, conla extremidad de este nervio endurecido, lapunta de una oreja, si así les viene en gana. Voya probar...

—¡No pruebes, Joliffe, no pruebes! — ex-clamó la pobre mujer, horrorizada de espanto.

—Nada temas, mujer, nada temas; ¡ya sé yolo que me hago! Mira; precisamente el quintoperro de la derecha está haciendo de las suyas.Voy a castigarle ahora mismo...

Pero sin duda el cabo no era bastante es-quimal todavía, ni se hallaba bastante familiari-zado con el manejo de aquel látigo, cuya largatira sobresale cuatro pies del avantrén del tiro;porque el látigo se desarrolló silbando, y, vol-viendo hacia atrás por un contragolpe mal com-binado, arrollóse alrededor del cuello del mis-mo Joliffe, cuyo gorro de pieles voló por el aire,y, a no ser por esta tupida defensa, habríasearrancado su propia oreja.

En aquel momento los perros se apartaron aun lado, volcó el trineo y la pareja cayó sobre lanieve. Por fortuna, la capa era espesa y los es-posos no recibieron daño alguno; pero, ¡quévergüenza para el cabo! Y, ¡qué mirada le diri-gió su mujer! Y, ¡qué reproches le hizo el te-

niente Hobson! Una vez levantado el trineo,decidióse que, en lo sucesivo, llevase la señoraJoliffe las riendas del vehículo, como llevaba yalas de la casa. El cabo, todo avergonzado, hubode resignarse, y la marcha, un momento inte-rrumpida, se

reanudó de nuevo. Durante los quince días subsiguientes, no

ocurrió ningún acontecimiento importante. Eltiempo seguía siendo propicio y la temperaturasoportable, y el 1.° de mayo llegó el destaca-mento al fuerte Empresa.

VI UN DUELO DE WAPITIS

La expedición había recorrido una distanciade 200 millas desde su salida del fuerte Con-fianza. Los viajeros, favorecidos por los largoscrepúsculos, caminaron, durante este trayecto,noche y día en sus trineos, arrastrados a granvelocidad por sus respectivos tiros, los cuales

se encontraban verdaderamente agotados defatiga al llegar al lago Snure, a cuyas orillasalzábase el fuerte Empresa.

Este fuerte, establecido muy pocos años an-tes por la Compañía de la Bahía de Hudson, noera en realidad más que un puesto de aprovi-sionamiento de muy escasa importancia. Servíaprincipalmente de estación a los destacamentosque escoltaban los convoyes de pieles proce-dentes del lago del Gran Oso, situado a cercade 300 millas en dirección Noroeste. Su guarni-ción reducíase a una docena de soldados. Elfuerte consistía solamente en una casa de ma-dera, rodeada por una sólida empalizada. Pero,por muy poco cómoda que esta habitación re-sultase, los compañeros del teniente Hobsonrefugiáronse en ella con placer, descansando,por espacio de ocho días, de las primeras fati-gas de su viaje.

La primavera polar dejaba sentir su modes-ta influencia en aquellos parajes. La nieve sefundía poco a poco, y las noches no eran ya lo

suficientemente frías para helarla de nuevo.Algunos ligeros musgos y desmedradas gramí-neas verdeaban de trecho en trecho, y las des-coloridas florecillas mostraban sus húmedascorolas entre los guijarros. Estas manifestacio-nes de la naturaleza, que empezaba a despertarde su largo sueño invernal, recreaban la vista,dolorida por la blancura de las nieves, alegran-do el espíritu la aparición de aquellos rarosejemplares de la flora ártica.

Paulina Barnett y el teniente Jasper Hobsonaprovecharon el ocio de aquella parada paravisitar las orillas del pequeño lago. Amboscomprendían la naturaleza y admirábanla conentusiasmo; por eso paseaban juntos por entrelos témpanos de hielo fundente y las cascadasque los rayos del sol hacían correr. La superfi-cie del lago Snure estada todavía helada, sinque ninguna grieta anunciase una inmediatacatástrofe. Algunos icebergs ruinosos erizabansu sólida superficie, afectando pintorescas for-mas del efecto más extraño, en especial cuando

la luz, refractándose en sus aristas, cambiaba decolor. Habríase dicho que los pedazos de unarco iris, trazado por una mano poderosa, yací-an, entrecruzados, por el suelo.

—¡Es éste un espectáculo verdaderamentebello, señor Hobson! —repetía a cada instantela señora Paulina Barnett—. Estos efectos de ladifusión de la luz modifícanse de mil modosdistintos, según el lugar que se ocupaba. ¿No leparece a usted que nos hallamos asomados a laabertura de un inmenso caleidoscopio? Pero esposible que esté usted ya aburrido de contem-plar un espectáculo que tan nuevo resulta paramí.

—No, señora —respondió el teniente—. Apesar de haber nacido en este continente y dehaberse en él deslizado mi infancia y mi juven-tud, jamás me canso de ver sus sublimes belle-zas. Pero si su entusiasmo de usted es ya gran-de, cuando el sol derrama sus rayos sobre estepaís, es decir, cuando el astro del día ha modi-ficado ya el aspecto de estas regiones, ¿qué será

cuando pueda usted observar estos territoriosen medio de los grandes fríos invernales? Leconfieso a usted, señora, que el sol, tan preciosoen las regiones templadas, me desluce un pocomi continente ártico.

—¿De veras, señor Hobson? —exclamó Pau-lina Barnett, a quien hizo sonreir la observacióndel teniente—. Paréceme, sin embargo, que esel sol un excelente compañero de viaje, y queno conviene quejarse del calor que nos envía,incluso a las regiones polares.

—¡Ah, señora! —respondió Jasper Hób-son—, yo soy de los que creen que es mejorvisitar Rusia durante el invierno y el Sahara enel estío, porque de esta manera se ven estospaíses bajo el aspecto que los caracteriza. No; elsol es un astro de las zonas tropicales y de lospaíses cálidos. A lo 80° de latitud se halla ver-daderamente fuera de su centro. El cielo deestas regiones es el cielo puro y frío del invier-no, lleno de constelaciones, iluminado a vecespor los regios esplendores de una aurora bo-

real. Este es el país de la noche, no el del día,señora; y esta larga noche del Polo le tiene austed reservados encantos y maravillas que noha podido soñar.

—Señor Hobson —respondió Paulina Bar-nett—, ¿ha visitado usted las zonas templadasde Europa y América?

—Sí, señora, y las he admirado tanto comoellas se merecen; pero he regresado siempre ami país natal con una pasión más ardiente, conun entusiasmo nuevo. Soy el hombre del frío, yno es mérito en mí el desafiarle. Sobre mí notiene poder, y, como los esquimales, puedovivir durante meses enteros dentro de una casade nieve.

—Señor Hobson —replicó la viajera—,habla usted de este temible enemigo de un mo-do que conforta el corazón. Creo que podrémostrarme digna de usted, y, por muy lejos quevaya a desafiar el frío del Polo, me tendrásiempre a su lado.

—Bien, señora, bien, y ¡ojalá todos estoscompañeros que nos siguen, soldados y muje-res, se muestren tan resueltos como usted! Si esasí, con el favor de Dios, iremos lejos.

—Pero no podrá usted quejarse del modocomo ha comenzado este viaje. Hasta el mo-mento actual, no ha ocurrido ni un solo acci-dente; el tiempo ha sido propicio para la mar-cha de los trineos y la temperatura soportable.Todo marcha a pedir de boca.

—Sin duda alguna, señora —respondió Jas-per Hobson—; pero precisamente este sol queusted tanto admira, pronto multiplicará lasfatigas y los obstáculos de nuestra marcha.

—¿Qué quiere usted decir, señor Hobson?— preguntó Paulina Barnett.

—Quiero decir que su calor no tardará entrastrocar el aspecto y la naturaleza del país;que el hielo fundido dejará de presentar unasuperficie favorable para la marcha de los tri-neos; que el suelo se hará duro y escabroso; quenuestros jadeantes perros no nos arrastrarán

con la misma rapidez; que los ríos y los lagosvan a recuperar su estado líquido, y que seránecesario circundar estos últimos y vadear losprimeros. Todos estos cambios, señora, debidosa la influencia solar, traduciránse en retardos,en fatigas, en peligros, los menores de los cua-les son estas nieves deleznables que se escurrenbajo la planta del pie y esas avalanchas que seprecipitan desde las cumbres de las montañasde hielo. He ahí lo que nos producirá ese solque se eleva cada día más y más sobre el hori-zonte. Tenga usted esto siempre presente, seño-ra: de los cuatro elementos de la cosmogoníaantigua, sólo el aire nos es aquí útil, necesario,indispensable; pero los otros tres, la tierra, elfuego y el agua, no debían existir para nosotros.Son contrarios a la naturaleza misma de lasregiones polares...

El teniente exageraba, sin duda. PaulinaBarnett habría podido muy bien refutar estaargumentación, pero no le desagradaba oir aJasper Hobson expresarse con aquel ardor. El

teniente amaba con pasión al país hacia el cualla conducían en aquellos momentos los azaresde su vida de viajera, y era ello una garantía deque no retrocedería ante ningún obstáculo.

Y, sin embargo, Jasper Hobson tenía razóncuando culpaba al sol de los futuros tropiezos;y bien quedó demostrado cuando, tres díasdespués, el 4 de mayo, reanudó el destacamen-to su interrumpida marcha. El termómetromanteníase constantemente, aun en las horasmás frías de la noche, por encima de 32°. Lasdilatadas llanuras sufrían un deshielo comple-to. La blanca sábana convertíase en agua. Lasasperezas del suelo, hecho de rocas de forma-ción primitiva, producían múltiples choquesque sacudían los trineos y a sus ocupantes. Laescabrosidad del piso obligaba a los perros amarchar al trote corto, así, que, ahora, no habríahabido inconveniente en entregar de nuevo lasbridas al imprudente cabo Joliffe. Ni sus gritosni las excitaciones de su látigo hubieran logra-

do imprimir a los fatigados tiros mayor celeri-dad.

Sucedió, pues, que los viajeros decidiéronsea aligerar de cuando en cuando la carga de losperros, marchando a pie buenos ratos. Esta su-erte de locomoción era, además, conveniente alos cazadores del destacamento, que se aproxi-maban insensiblemente a los territorios máspoblados de caza de la América inglesa.

La señora Paulina Barnett y su fiel Madgeseguían estas cacerías con bien marcado interés.Tomás Black, por el contrario, afectaba no inte-resarle lo más mínimo estos ejercicios cinegéti-cos. No se había trasladado a tan apartadasregiones con el fin de cazar bisontes o armiños,sino con el exclusivo objeto de observar la Lunaen el momento preciso en que cubriese con sudisco el del Sol. Por eso, cuando el astro de lanoche se elevaba por encima del horizonte, elimpaciente astrónomo devorábalo con los ojos,lo que incitaba a Jasper Hobson a decirle:

—Oiga usted, señor Black; si, lo que no esimposible, llegase a faltar la Luna a la cita del18 de julio de 1860, ¡buen chasco llevaría usted!

—Señor Hobson —respondía gravemente elastrónomo—, si la Luna se permitise semejanteinconveniencia, habría de exigirle daños y per-juicios.

Los principales cazadores del destacamentoeran los soldados Marbre y Sabine, maestrosconsumados en su oficio, en el que habían ad-quirido una sin igual destreza, hasta el extremode que los más hábiles indios no les aventaja-ban en la perspicacia de la vista ni en la certezadel tiro. A más de excelentes tiradores, conocí-an todos los aparatos y artificios inventadospara apoderarse de las martas, nutrias, lobos,zorras, osos, etc. Ningún ardid les era descono-cido. Eran dos hombres inteligentes y duchos, yel capitán Craventy había procedido con insu-perable acierto al agregarlos al destacamentodel teniente Hobson.

Pero durante la marcha de la pequeña tro-pa, ni Marbre ni Sabine tenían tiempo para ten-der lazos. Sólo podían alejarse de ella duranteuna hora o dos, cuando más, y tenían que con-tentarse con las piezas que pasaban buenamen-te al alcance de sus fusiles. Sin embargo, tuvie-ron la suerte de matar un par de esos rumiantesde la fauna americana que raramente se en-cuentran en latitudes tan altas.

En la mañana del día 15 de mayo, los doscazadores, Paulina Barnett y el teniente Hobsonhabíanse desviado algunas millas al Este delitinerario. Marbre y Sabine habían obtenido desu teniente la debida autorización para seguirciertas huellas recientes que acababan de des-cubrir; y no sólo los autorizó Jasper Hobson,sino que quiso seguirles él mismo en unión dela viajera.

Aquellas huellas eran indudablemente de-bidas al reciente paso de media docena de ga-mos de grandes dimensiones. No había errorposible. Marbre y Sabine afirmábanlo, y hasta,

en caso necesario, hubieran podido nombrar laespecie a la cual pertenecían los rumiantes encuestión.

—Parece que le sorprende a usted la pre-sencia de esos animales en este país, ¿no es cier-to, señor Hobson? — preguntó Paulina Barnettal teniente.

—En efecto, señora —respondió JasperHobson—, es muy raro encontrar tales especiesmás arriba de los 57° de latitud. Sólo solemoscazarlos al Sur del lago del Esclavo, donde cre-cen entre los álamos y sauces ciertas rosas sil-vestres por las que sienten los gamos predilec-ción.

—Es preciso, pues, suponer que estos ru-miantes, lo mismo que los animales dotados depieles sedosas y finas, perseguidos por los ca-zadores, huyen a parajes más tranquilos. —Nohallo otra explicación a su presencia a la alturadel paralelo de 65° de latitud —respondió elteniente—, dando por sentado que nuestros

cazadores no hayan sufrido un error acerca dela naturaleza y origen de estas huellas.

—No, mi teniente —respondió Sabine—, no.Marbre y yo no nos hemos engañado. Estashuellas han sido impresas en el suelo por esosgamos que nosotros los cazadores distinguimoscon el calificaüvo de rojos, y a quienes los indí-genas denominan wapitis.

—Es cierto —añadió Marbre—. Cazadorestan viejos como nosotros no es posible que su-fran un error en este asunto. Además, mi te-niente, ¿no oye usted esos singulares silbidos?

Jasper Hobson, Paulina Barnett y sus com-pañeros habían llegado en aquel momento a lafalda de una pequeña colina cuyas laderas, de-sprovistas de nieve, resultaban practicables, yse apresuraron a subir por ellas, en tanto quelos silbidos señalados por Marbre escuchábansecon cierta intensidad, mezclados en ocasionescon ruidos semejantes a los rebuznos del asno,prueba evidente de que los dos cazadores no sehabían equivocado.

Jasper Hobson, Paulina Barnett, Marbre ySabine, al llegar a la cumbre de la colina, pasea-ron sus miradas por la llanura que se extendía asus pies hacia el Este. El escabroso suelo apare-cía blanco aún en ciertos sitios; pero un ligerotinte verde contrastaba en algunos lugares conlas deslumbradoras placas de nieve. Algunosarbustos descarnados se alzaban de trecho entrecho. En el horizonte, proyectábanse sobre elfondo gris del cielo los grandes icebergs, cuyoscontornos dibujábanse con sorprendente pure-za.

—¡Wapitis! ¡Wapitis! ¡Mírenlos ustedes allá!— exclamaron al mismo tiempo Marbre y Sabi-ne, señalando, a un cuarto de milla de distanciahacia el Este, un compacto grupo de animales alos que se podía reconocer fácilmente.

—Pero, ¿qué hacen? — preguntó la viajera. —Se pelean, señora —respondió Jasper

Hobson—. ¡Esta es su costumbre cuando el soldel Polo les enardece la sangre! ¡He aquí otrodeplorable efecto del astro radiante!

Desde la distancia a que se hallaban, JasperHobson, Paulina Barnett y los dos cazadorespodían distinguir perfectamente el grupo dewapitis. Eran éstos magníficos ejemplares deesa familia de gamos a los cuales se conoce conlos diversos nombres de ciervos de cuernosredondos, ciervos americanos, corzos, alcesgrises y alces rojos.

Aquellos elegantes animales tenían las pier-nas finas. Algunos pelos rojizos, cuyo colordebía acentuarse más aún durante la estacióncálida, salpicaban su pardo ropaje. Por susblancas cornamentas, soberbiamente desarro-lladas, era fácil reconocer que se trataba de ma-chos feroces, porque las hembras hállame enabsoluto desprovistas de semejantes apéndices.

Los wapitis se hallaban en la antigüedadesparcidos por todos los territorios de la Amé-rica Septentrional, existiendo gran número deellos en los Estados Unidos; pero como en todaspartes se efectuaban desmontes y caían los bos-ques bajo las hachas de los leñadores, tuvieron

que refugiarse estos rumiantes en los tranquilosdistritos del Canadá. Pronto faltóles tambiénallí la seguridad, y se corrieron entonces hacialas proximidades de la bahía de Hudson. Enresumen, el wapiti es, sin duda, un animal delos países fríos; pero, como había observado elteniente, no habita, por lo regular, los territo-rios situados más arriba del paralelo de 57°. Porconsiguiente, aquéllos habían subido tanto enlatitud huyendo de los chipewayos, que leshacían una guerra encarnizada, ganosos derecuperar esa tranquilidad que no falta jamásen el desierto.

Entretanto, el combate de los wapitis prose-guía con encarnizamiento. Los animales nohabían advertido la presencia de los cazadores,cuya intervención no habría probablementeparalizado su lucha. Marbre y Sabine, que sabí-an perfectamente cuan grande era la ceguedadcon que estos animales combaten, podían, pues,aproximarse a ellos sin el menor temor, y dis-parar cuando les pareciese oportuno.

Jasper Hobson propuso que así lo hiciesen;pero Marbre le dijo:

—Dispense usted, mi teniente; pero mejorserá que nos ahorremos las balas y la pólvora.Estos animales luchan hasta matarse, y llega-remos a tiempo de recoger los vencidos.

—¿Poseen esos wapitis algún valor comer-cial? — preguntó Paulina Barnett.

—Sí, señora —respondió Jasper Hobson—,y su piel, que es menos gruesa que la del alcepropiamente dicho, produce un cuero muyestimado. Untando esta piel con la grasa y lossesos mismos del animal, adquiere una flexibi-lidad extremada, y soporta perfectamente lomismo la humedad que la sequía. Por eso losindios no desperdician nunca la ocasión deprocurarse pieles de wapitis.

—Y su carne, ¿es tan buena como su piel? —Su carne es muy mediana, señora. Es dura ymuy poco sabrosa. Su grasa se congela en elmomento mismo en que se la retira del fuego, yse adhiere a la dentadura. Es una carne, pues,

poco estimada, e inferior ciertamente a la de losotros gamos. Sin embargo, a falta de otra mejor,durante los días de escasez, se come y nutre alhombre lo mismo que cualquier otra.

Conversaban de esta suerte desde hacía al-gunos minutos Paulina Barnett y Jasper Hob-son, cuando se modificó de improviso la luchade los wapitis. ¿Habíase aplacado la cólera delos rumiantes? ¿Habían descubierto a los caza-dores y presagiaban un peligro inmediato?Cualquiera que fuese la causa, en el mismomomento, a excepción de los wapitis de altatalla, huyó todo el rebaño hacia el Este con cele-ridad sin igual. En algunos instantes desapare-cieron aquellos animales sin que hubiese podi-do darles caza el caballo más veloz.

Pero dos ejemplares soberbios habían que-dado en el campo de batalla. Con las cabezasbajas, las cornamentas fuertemente apretadas, ylas patas traseras poderosamente apoyadas entierra, pugnaban con ardor. Como dos luchado-res que no abandonan su presa cuando han

logrado apoderarse de ella, cuidaban de nosoltarse, girando sobre sus patas delanterascual si hubiesen estado clavados uno a otro.

—¡Qué encarnizamiento! — exclamó Pauli-na Barnett.

—Sí —respondió Jasper Hobson—. Los wa-pitis son muy rencorosos, y estos dos ventilan,sin duda, alguna antigua querella.

—Pero, ¿no sería éste el momento deaproximarse a ellos, mientras les ciega la rabia?— preguntó la viajera.

—Tiempo tenemos, señora —respondió Sa-bine—; esos gamos no pueden escapársenos.Aunque nos encontrásemos a tres pasos de el-los, apuntándoles con el fusil y el dedo en eldisparador, no abandonarían el puesto.

—¿De veras? —En efecto, señora —dijo Jasper Hobson,

que había contemplado con mayor atención alos dos combatientes después de la observacióndel cazador—; y bien a nuestras manos, biendevorados por los lobos, esos dos animales mo-

rirán tarde o temprano en el mismo lugar queocupan actualmente.

—No me explico por qué se expresa ustedasí, señor Hobson — dijo la viajera.

—Puede usted aproximarse, señora —respondióle el teniente—, sin temor de espantara esos wapitis; porque no pueden huir, como hadicho muy bien nuestro cazador.

Paulina Barnett, acompañada de Sabine, deMarbre y del teniente, bajó de la colina. Basta-ron algunos minutos para salvar la distanciaque les separaba del teatro del combate. Loswapitis no se habían movido. Empujábansesimultáneamente con la cabeza, cual hacen loscarneros cuando luchan; pero parecían insepa-rablemente ligados uno al otro.

En efecto, en el ardor del combate, los cuer-nos de los dos wapitis habíanse enredado de talmodo que, sin romperse, no podían desligarseuno del otro. Es éste un hecho que se produce amenudo, no siendo raro en los territorios decaza encontrar en el suelo cornamentas fuerte-

mente enlazadas entre sí. Los animales, inutili-zados de esta suerte, no tardan en perecer dehambre, o en ser impunemente devorados porlas fieras.

Dos balas pusieron fin al combate de loswapitis. Marbre y Sabine despojáronlos en elacto de sus pieles, para adobarlas más tarde, yabandonaron a los osos y los lobos un montónde carne palpitante.

VII EL CÍRCULO POLAR

La expedición siguió avanzando en direc-ción Noroeste; pero el arrastre de los trineossobre un suelo tan escabroso fatigaba extraor-dinariamente a los perros. Estos animosos ani-males, a quienes las manos de sus conductoresapenas podían refrenar al principio del viaje,carecían ya de bríos. Con tiros tan cansados noera posible avanzar más de ocho o diez millaspor día. Jasper Hobson, sin embargo, procuraba

apresurar lo más posible la marcha de su desta-camento, deseoso de llegar cuanto antes al ex-tremo del lago del Gran Oso y de verse en elfuerte Seguridad, donde esperaba recoger al-gunos informes necesarios para su expedición.

¿Habían recorrido ya los parajes cercanos almar los indios que frecuentan las orillas septen-trionales del lago? ¿Estaba libre en esta épocadel año el océano Ártico? He aquí dos cuestio-nes graves que, resueltas de un modo afirmati-vo, podían fijar la suerte de la nueva factoría.

La región que el destacamento cruzaba a lasazón hallábase caprichosamente surcada porun gran número de corrientes de agua, tributa-rias en su mayoría de los dos importantes ríosque, corriendo de Sur a Norte, van a desembo-car en el océano Glacial Ártico, a saber: el Ma-kenzie, al Oeste, y el Coppermine-River, al Este.Entre estas dos principales arterias existíannumerosos lagos, lagunas y estanques. Sus aho-ra desheladas superficies no permitían a lostrineos aventurarse en ellos, siendo, por consi-

guiente, necesario el circundarlos, lo que au-mentaba considerablemente la longitud delcamino.

Decididamente tenía razón el teniente Jas-per Hobson: el invierno es la verdadera esta-ción de estos países hiperbóreos, porque facilitasu recorrido. Paulina Barnett no tendría másremedio que reconocerlo en más de una oca-sión.

Esta región, comprendida en la Tierra Mal-dita, estaba, por otra parte, completamente de-sierta, como lo están casi todos los territoriosseptentrionales del continente americano,habiéndose calculado, en efecto, que el prome-dio de la población no llega a un habitante porcada diez millas cuadradas. Estos habitantesson, sin contar los indígenas cuyo número es yamuy escaso, algunos millares de agentes y sol-dados pertenecientes a las diversas compañíasdedicadas al tráfico de pieles.

Esta población se halla, por lo general, con-centrada en los distritos del Sur y en los alre-

dedores de las factorías. Por eso no se hallóhuella alguna de pasos humanos en la ruta deldestacamento. Las únicas pisadas que se vieronen el suelo pertenecían a joedores y rumiantes.

Viéronse algunos osos, animales terriblescuando se trata de las especies polares. Sin em-bargo, la escasez de estos animales carnívoroscausaba extraordinaria extrañeza a PaulinaBarnett, quien creía, por heberlo leído en losrelatos de los viajeros de las comarcas heladas,que en las regiones árticas debían abundar es-tos temibles animales, toda vez que los náufra-gos y los balleneros de la bahía de Baffin, asícomo los del Spitzberg y Groenlandia, se vendiariamente atacados por ellos. A pesar de todoesto, apenas si se mostraba alguno que otromuy raro a gran distancia del destacamento.

—Espere usted que llegue el invierno, seño-ra —replicábale el teniente Hobson—; espereusted que llegue el frío, que engendra el ham-bre, y tal vez pueda usted disfrutar del espectá-culo que tanto parece interesarle.

Por fin, tras un fatigoso y largo recorrido, el23 de mayo la expedición llegó al límite delcírculo polar. Sabido es que este paralelo, aleja-do 23° 27' 57" del Polo Norte, constituye el lími-te matemático en el que se detienen los rayossolares, cuando este radiante astro describe uncírculo en el hemisferio opuesto. A partir deeste punto, la expedición penetró, pues, fran-camente en los territorios de las regiones árti-cas.

Esta latitud había sido escrupulosamentecalculada con ayuda de instrumentos extraor-dinariamente precisos que el astrónomo TomásBlack y Jasper Hobson manejaban con igualhabilidad. La señora Paulina Barnett, que pre-senció la operación, supo con satisfacción queiba a franquear al fin el círculo polar. Amorpropio de viajera, bien disculpable en verdad.

—Ha pasado usted ya los dos trópicos ensus precedentes viajes —le dijo el teniente Hob-son—, y ahora se encuentra usted en el límitedel círculo polar. ¡Pocos exploradores se han

aventurado, como usted, en zonas tan diferen-tes! Los unos tienen, por decirlo así, la especia-lidad de las tierras cálidas; el África y la Aus-tralia forman, principalmente, el campo de susinvestigaciones, contándose entre ellos losBarth, los Burton, los Livingstone, los Speke, losDouglas, los Stuart, etc. Otros, por el contrario,sienten verdadera pasión por estas regionesárticas, tan imperfectamente conocidas aún,como los Mackenzie, los Franklin, los Penny,los Kane, los Parry y los Rae, cuyas huellas se-guimos en estos precisos momentos. Felicite-mos, pues, a la señora Paulina Barnett, por seruna viajera tan cosmopolita.

—Es preciso verlo todo, señor Hobson —respondió la viajera—, o intentar, por lo menos,verlo todo. Creo que las dificultades y peligrosson próximamente iguales en todas partes,cualquiera que sea la zona en la cual se presen-ten. Si no tenemos que temer en estas tierrasárticas las fiebres de los países cálidos, la insa-lubridad de las altas temperaturas . y la cruel-

dad de las tribus de raza negra, el frío es unenemigo no menos temible. En todas las latitu-des existen animales feroces, e imagino que lososos blancos no acogerán al viajero mejor quelos tigres del Tíbet o los leones del África. Así,pues, más allá de los círculos polares existen losmismos peligros que entre los trópicos. Hayregiones que se defenderán largo tiempo contralas tentativas de los exploradores más audaces.

—Sin duda, señora —respondió JasperHobson—; pero tengo motivos para creer quelas tierras hiperbóreas resistirán más tiempo.En las regiones intertropicales son principal-mente los indígenas los que constituyen el másinsuperable obstáculo, ¡y no ignoro cuántosviajeros han perecido víctimas de esos bárbarosafricanos a quienes una guerra civilizadorareducirá necesariamente algún día! Por el con-trario, en las regiones árticas o antarticas no sonlos habitantes los que detienen la marcha de losexploradores, sino la naturaleza misma; la in-superable barrera de hielos; el frío, implacable

y cruel, que paraliza las energías humanas, —¿Cree usted, pues, señor Hobson, que la zonatórrida será explorada hasta en sus territoriosmás secretos del África y de Australia, antes deque haya sido recorrida toda entera la zonaglacial?

—Sí, señora —respondió el teniente—, y es-ta opinión mía se encuentra basada en hechos.Los más audaces descubridores de las regionesárticas, Parry, Penny, Franklin, Mac Clure, Ka-ne, Morton, no han logrado avanzar más alládel paralelo de 83°, quedando de esta suertedetenidos a más de 7° del Polo. La Australia,por el contrario, ha sido varias veces exploradade Sur a Norte por el intrépido Stuart, y el Áfri-ca misma, tan temible para quien se aventuraen ella, fue totalmente atravesada por el doctorLivingstone, desde la bahía de Loanga, hasta ladesembocadura del Zambeze. Existe, pues, unfundado motivo para pensar que los paísesecuatoriales están más próximos a ser geográfi-camente reconocidos que los territorios polares.

—¿Cree usted, señor Hobson —preguntóPaulina Barnett—, que el hombre podrá algúndía llegar al mismo Polo? —Sin duda alguna,señora —replicó Jasper Hobson—; el hombre...o la mujer —añadió sonriendo—. Sin embargo,me parece que los medios hasta ahora emplea-dos por los navegantes para llegar hasta esepunto, en el cual sabido es convergen todos losmeridianos de la Tierra, deben ser modificadosen absoluto. Se habla del mar libre que asegu-ran haber visto algunos observadores; pero estemar, libre de hielos, suponiendo que exista, esdifícil de alcanzar, y nadie puede afirmar conpruebas fehacientes que se extiende hasta elPolo mismo. Estimo, por otra parte, que el marUbre sería una dificultad, lejos de constituiruna facilidad para los exploradores. Por lo quetoca a mí, preferiría contar durante todo el viajecon un terreno sólido, ya fuese de roca o dehielo. Entonces, por medio de expedicionessucesivas, haría establecer depósitos de carbóny de víveres cada vez más próximos al Polo, y,

de esta suerte, contando con mucho tiempo ymucho dinero, y sacrificando tal vez numerosasvidas humanas a la resolución de este trascen-dental problema científico, creo que llegaría aeste punto inaccesible del Globo. —Soy de sumisma opinión, señor Hobson —dijo PaulinaBarnett—, y si alguna vez intenta usted la aven-tura, no tendré inconveniente en compartir conusted fatigas y peligros para ir a enarbolar en elPolo Norte el pabellón de Inglaterra. Pero, en elmomento actual, no es ése nuestro objetivo.

—En este momento, no, señora —respondióJasper Hobson—. Sin embargo, una vez reali-zados los proyectos de la Compañía, cuandohaya sido construido el nuevo fuerte en el lími-te extremo del continente americano, es posibleque llegue a ser un punto de partida natural detoda expedición que se dirija hacia el Norte. Porotra parte, si los animales de pieles valiosas, alverse perseguidas de cerca, se refugiasen en elPolo, sería preciso ir hasta allí a buscarlos.

—A menos que no pase la costosa moda delas pieles — respondió Paulina Barnett.

—¡Ah, señora! —exclamó Jasper Hobson—,siempre habrá mujeres hermosas que sientan elcapricho de poseer un manguito de cebellina, ouna capa de bisonte, ¡y será necesario compla-cerlas!

—Lo creo —respondió, sonriendo, la viaje-ra—; y es probable que el primer descubridordel Polo llegue a él persiguiendo a alguna mar-ta o a alguna zorra argentada.

—Estoy convencido de ello, señora —respondió Jasper Hobson—. La naturaleza hu-mana es así, y el cebo del lucro arrastrará siem-pre al hombre más lejos y más de prisa que elinterés científico.

—¡Cómo! ¿es usted quien se expresa de esemodo, señor Hobson?

—Pero, ¿no soy yo, por ventura, señora, unempleado de la Compañía de la Bahía de Hud-son? ¿Y hace ésta acaso otra cosa que arriesgar

sus capitales y agentes con la única esperanzade acrecentar sus beneficios?

—Señor Hobson —replicó Paulina Bar-nett—, creo que lo conozco a usted lo bastantepara afirmar que, en caso necesario, sabría us-ted consagrarse a la ciencia en cuerpo y alma. Sifuese necesario remontarse hasta el Polo con unfin puramente geográfico, tengo la seguridadde que no titubearía usted. Pero —añadió son-riendo—, es ésta una cuestión importante cuyasolución está todavía bien lejos. Por lo que anosotros respecta, no hemos llegado aún másque al círculo polar, y espero que lo rebasare-mos sin grandes dificultades. —No lo veo yotan seguro, señora —respondió Jasper Hobson,observando atentamente el estado de la atmós-fera—. El tiempo presenta hace días cariz ame-nazador. Repare usted ese tinte uniforme grisdel cielo. Esas brumas no tardarán en resolver-se en nieve, y, por poco que el viento arrecie,podremos sufrir ios embales de alguna tempes-

tad formidable. ¡Siento vehementes deseos deverme de una vez en el lago del Gran Oso!

—Entonces, señor Hobson —respondióPaulina Barnett, levantándose—, no perdamosel tiempo, y dé usted la señal de partida cuantoantes.

El teniente no tenía necesidad de estímuloalguno. Solo, o acompañado de hombres tanenérgicos como él, hubiera proseguido su mar-cha hacia adelante sin perder ni un día ni unanoche; pero no podía exigir a todos lo que eracapaz de hacer él mismo. Tenía que tener encuenta el cansancio de los demás, aunque pres-cindiese del suyo propio; y por eso, a fuer dehombre prudente, concedió algunas horas dereposo a su destacamento, el cual reanudó lainterrumpida marcha hacia las tres de la tarde.

Jasper Hobson no se había equivocado alpresagiar un cambio próximo en el estado at-mosférico. Este cambio no se hizo esperar enefecto. Durante la tarde de aquel día, espesá-ronse las nubes y adquirieron un tinte rojizo de

siniestro aspecto. El teniente sentía verdaderainquietud, aunque no la dejaba traslucir, y,mientras que los perros de su trineo le arrastra-ban, no sin grandes fatigas, conversaba con elsargento Long, a quien los síntomas de tempes-tad preocupaban bastante.

El terreno que el destacamento atravesabaentonces era, desgraciadamente, poco propiciopara el deslizamiento de los trineos. Aquel sue-lo escabroso, cortado acá y allá por barrancos,erizado unas veces de grandes peñascos degranito, obstruido otras por voluminosos ice-bergs apenas pellizcados aún por el deshielo,retardaban mucho la marcha de los tiros y lahacían penosa en extremo. Los infelices perrosno podían ya más, y los látigos de sus conduc-tores no ejercían sobre ellos el más mínimoefecto.

El teniente y sus hombres se vieron obliga-dos a apearse con frecuencia a ayudar a losrendidos tiros, a empujar por detrás los trineosy hasta a sostenerlos en equilibrio cuando los

bruscos desniveles del suelo amenazaban vol-carlos. Esto era causa de incesantes fatigas quetodos soportaban sin quejarse. Solamente To-más Black, constantemente absorbido en susideas, jamás descendía de su trineo, porque sucorpulencia no le hubiera permitido semejantesejercicios. Después de rebasado el círculo polar,el suelo, como se ve, se había modificado deltodo. Era evidente que alguna conmoción geo-lógica había sembrado en él tan enormes pe-ñascos. Sin embargo, su superficie presentabauna vegetación más completa. En los lugares enque las vertientes de las colinas ofrecían algúnabrigo contra los vientos del Norte, crecían nosólo arbustos, sino árboles corpulentos, comopinos, abetos y sauces cuya presencia atesti-guaba poseían aquellas tierras heladas ciertafuerza de vegetación.

Jasper Hobson abrigaba la esperanza de queaquellos productos de la flora ártica no desapa-recerían al llegar a los límites del océano Gla-cial. Estos árboles significaban madera para

construir un fuerte y para calentar después asus habitantes. Todos pensaban como él al ob-servar el contraste que presentaba esta región,relativamente menos árida, con las extensasllanuras blancas que se extienden entre el lagodel Esclavo y el fuerte Empresa.

Llegada la noche, la bruma amarillenta tor-nóse más opaca. Aumentó la intensidad delviento y la nieve efnpezó a caer en gruesos co-pos, y en algunos instantes quedó el suelo cu-bierto de una muy espesa sábana. En menos deuna hora alcanzó la capa de nieve el espesor deun pie, y como no se solidificaba ya, permane-ciendo en estado de fango líquido, ios trineosavanzaban con suma dificultad, quedando laparte curva que constituía su delantera profun-damente hundida en aquella masa blanda quelos paralizaba a cada instante.

Hacia las ocho de la noche comenzó a so-plar el viento con una violencia extrema. Lanieve, enérgicamente azotada, tan pronto seprecipitaba sobre el suelo, como se levantaba en

el aire, formando un espeso torbellino. Los pe-rros, repelidos por las ráfagas, cegados por losremolinos de la atmósfera, no podían avanzarmás. El destacamento caminaba, a la sazón porun estrecho desfiladero abierto a través de ele-vadas montañas de hielo, por el que se encalle-jonaba la tempestad con inusitada violencia.Los trozos de icebergs, desgajados por el hura-cán, caían por las vertientes hasta el fondo delbarranco, haciendo su travesía extraordinaria-mente peligrosa. Eran, en realidad, pequeñasavalanchas, la menor de las cuales habría bas-tado para aplastar los trineos y a los que losocupaban.

En tales condiciones no era posible conti-nuar avanzando, y Jasper Hobson no se obstinóen ello más tiempo. Después de aconsejarse conel sargento Long, mandó hacer alto. Pero erapreciso encontrar un abrigo contra el huracánque entonces se desencadenaba con más furia.Esto no podía ofrecer grandes dificultades aunos hombres habituados a las expediciones

polares. Jasper Hobson y sus compañeros sabí-an perfectamente cómo debían conducirse ensemejantes circunstancias. No era la primeravez que les sorprendía la tempestad de estasuerte, a algunos centenares de millas de losfuertes de la Compañía, sin tener una cabañade esquimales ni un mal chocín de indios endonde guarecerse.

—¡A los icebergs! ¡a los icebergs! — exclamóJasper Hobson.

El teniente fue comprendido por todos. Tra-tábase de horadar aquellas masas heladas for-mando casas de nieve, o, por mejor decir, ver-daderos agujeros en donde cada cual se cobija-ra durante la tempestad. Las hachas y los cuchi-llos no tardaron en abrir brecha en las delezna-bles paredes de los icebergs. Tres cuartos dehora después habían practicado en ella diezguaridas de boca estrecha, cada una de las cua-les podía contener dos o tres personas. Por loque respecta a los perros, los desengancharon ydejaron en libertad, seguros de que su instinto

les haría encontrar bajo la nieve un abrigo sufi-ciente.

Antes de las diez, todo el personal de la ex-pedición habíase cobijado en las casas de nieve,por grupos de dos o tres personas, siguiendosus especiales simpatías. Paulina Barnett, Mad-ge y el teniente Hobson ocupaban la mismaguarida. Tomás Black y el sargento Long habí-anse guarecido ambos en otro agujero. Los de-más, a su capricho.

Estos orificios se conservan siempre calien-tes, aunque no sean muy cómodos, y es de ad-vertir que los indios y los esquimales no poseenotros refugios, ni aun durante los fríos más in-tensos. Jasper Hobson y los suyos podían, pues,esperar tranquilamente que la tempestad des-fogase, cuidando, sin embargo, que no obstru-yese la nieve las entradas de sus madrigueras.Por eso tenían la precaución de desembarazar-las de ella cada media hora.

Durante esta tormenta apenas si pudieron elteniente y sus soldados poner los pies fuera de

sus refugios; pero, afortunadamente, cada unohabía encerrado consigo provisiones suficien-tes, y pudieron soportar aquella existencia decastores sin padecer frío ni hambre.

La intensidad de la tempestad siguió cre-ciendo por espacio de cuarenta y ocho horas.Mugía el viento en el estrecho desfiladero ydesmoronaba las cumbres de los icebergs.Grandes estruendos, veinte veces repetidos porlos ecos, indicaban en qué puntos se multipli-caban las avalanchas. Jasper Hobson podía te-mer con razón que su marcha entre aquellasmontañas quedase erizada de insuperables obs-táculos. A aquel estrépito mezclábanse tambiénciertos rugidos acerca de cuya naturaleza nopodía engañarse el teniente, quien no ocultó ala animosa Paulina Barnett que los osos debíanrondar el barranco. Por fortuna, sin embargo,estos temibles animales, harto ocupados de símismos, no descubrieron el rastro de nuestrosviajeros. Ni los perros, ni los trineos, ocultosbajo una espesa capa de nieve, atrajeron su

atención, y pasaron de largo sin sospechar cosaalguna.

La última noche, la del 25 al 26 de mayo, fuetodavía más terrible. Hízose tan intensa la vio-lencia del huracán, que temióse que sobrevinie-se un derrumbamiento general de los icebergs.En efecto, estas enormes masas se sentían tem-blar sobre su base de sustentación. Una muerteespantosa hubiera esperado entonces a los infe-lices sepultados por el hundimiento de estasmontañas. Crujían los bloques de hielo con es-trépito espantoso, y ya las oscilaciones ibanabriendo grietas que comprometían su solidez.No ocurrió, sin embargo, ningún derrumba-miento. Resistió la masa entera, y, hacia el finalde la noche, por uno de esos fenómenos tanfrecuentes en los países árticos, decreció súbi-tamente la violencia de la tempestad, bajo lainfluencia de un frío riguroso, y serenóse laatmósfera con los primeros albores del día.

VIII

EL LAGO DEL GRAN OSO

Fue una verdadera suerte. Esos fríos inten-sos, aunque poco duraderos, que se sienten deordinario en ciertos días de mayo —hasta en losparalelos de la zona templada—, bastaron parasolidificar la espesa capa de nieve. El estado delsuelo hízose otra vez propicio. Jasper Hobsonreanudó nuevamente la marcha, y el destaca-mento lanzóse detrás de él a toda velocidad delos tiros.

Entonces modificóse ligeramente la direc-ción del itinerario. En lugar de dirigirse direc-tamente hacia el Norte, avanzó la expediciónhacia el Oeste, siguiendo, por decirlo así, lacurvatura del círculo polar. El teniente deseaballegar al fuerte Seguridad, construido en lapunta extrema del lago del Gran Oso. Aquellospocos días de frío favorecieron extraordinaria-mente sus proyectos; su marcha fue muy rápi-da; no tropezó con ningún obstáculo, y, el día

30 de mayo, llegó a la factoría con su destaca-mento.

El fuerte Seguridad y el fuerte de Buena Es-peranza, situados a orillas del Mackenzie, erana la sazón, los puestos más avanzados hacia elNorte que la Compañía de la Bahía de Hudsonposeía en aquella época.

El fuerte Seguridad, construido en el extre-mo septentrional del lago del Gran Oso, puntode extraordinaria importancia, hallábase, porlas aguas mismas del lago, heladas en inviernoy libres en verano, en fácil comunicación con elfuerte Franklin, situado en su extremidad Sur.

Aparte de los cambios que diariamente sellevaban a cabo con los cazadores indios deestas altas latitudes, estas factorías, y más espe-cialmente el fuerte Seguridad, explotaban lasorillas y las aguas del Gran Oso. Es este lago unverdadero mar Mediterráneo, y se extiendesobre una superficie que abarca varios gradosde longitud y anchura. De configuración irre-gular, estrangulado en su centro por dos pro-

montorios agudos, afecta por el Norte la formade un triángulo ensanchado. En conjunto, seasemeja a la piel extendida de un inmenso ru-miante al que faltase la cabeza toda entera.

En la extremidad de la pata derecha de estasupuesta piel era donde se había construido elfuerte Seguridad, a menos de 200 millas delgolfo de la Coronación, uno de los numerososestuarios que tan caprichosamente perfilan lacosta septentrional de América. Encontrábase,pues, enclavado un poco por encima del Círcu-lo Polar Ártico; pero aún distaba cerca de tresgrados del paralelo 70°, más allá del cual laCompañía de la Bahía de Hudson tenía sumointerés en fundar un nuevo establecimiento.

El fuerte Seguridad presentaba, en conjunto,las mismas disposiciones que las otras factoríasdel Sur. Componíase de una casa para oficiales,alojamientos para los soldados y almacenespara las pieles, todo hecho de madera y rodea-do de un recinto cercado por una empalizada.El capitán que lo mandaba encontrábase ausen-

te a la sazón. Había partido con rumbo hacia elEste, acompañando a una expedición de indiosy de soldados que habían ido a buscar territo-rios más abundantes en caza. La estación últi-ma no había sido buena por falta de pieles dealto precio. En compensación, sin embargo, ygracias a la proximidad del lago, habíase hechobuen acopio de pieles de nutria. Pero las exis-tencias habían sido recientemente enviadas alas factorías centrales del Sur, de manera quelos almacenes del fuerte Seguridad se hallabanen aquel momento vacíos.

En ausencia del capitán, fue un sargentoquien hizo a Jasper Hobson los honores delfuerte. Este suboficial, que era precisamentecuñado del sargento Long, y se llamaba Felton,púsose enteramente a las órdenes del teniente,quien, deseoso de procurar algún descanso asus compañeros, resolvió permanecer dos o tresdías en el fuerte Seguridad.

Ausente la pequeña guarnición, no faltabanalojamientos. Hombres y perros fueron cómo-

damente instalados. La habitación de la casaprincipal fue, naturalmente, reservada a Pauli-na Barnett, a quien el sargento Felton hubo decolmar de atenciones.

El primer cuidado de Jasper Hobson habí»sido preguntar a Felton si había a la sazón al-guna partida de indios septentrionales batiendolas orillas del Gran Oso.

—Sí, mi teniente —respondió el sargento—.Recientemente hemos tenido noticia de que losindios liebres han establecido un campamentoen la otra punta septentrional del lago.

—¿A qué distancia del fuerte? — preguntóJasper Hobson.

—A treinta millas, aproximadamente —respondió el sargento Felton—. ¿Le. con ven-dría a usted quizá entrar en relaciones con esosindios?

—Sin duda de ningún género —respondióJasper Hobson—. Estos indios pueden facili-tarme muy útiles referencias relativas a los te-rritorios que confinan con el mar polar y termi-

nan en el cabo Bathurst. Si el lugar es propicio,pienso establecer allí nuestra nueva factoría.

—Pues bien, mi teniente —respondió Fel-ton—, nada más fácil que trasladarse al cam-pamento de los liebres.

—¿Por la orilla del lago? —No; cruzando sus mismas aguas que en

este momento están libres. El viento es favora-ble. Pondremos a la disposición de usted unbote y un marinero que lo guíe, y, antes de po-cas horas, habrá usted llegado al campamentoindio.

—Bien, sargento —dijo Jasper Hobson—.Acepto su ofrecimiento, y mañana por la ma-ñana, si le parece bien...

—Cuando le convenga a usted, mi teniente— respondió el sargento Felton.

Fijóse la partida para el siguiente día por lamañana.

Cuando Paulina Barnett tuvo noticia delproyecto, pidió a Jasper Hobson permiso para

acompañarle, el cual le fue concedido en segui-da.

Con objeto de pasar lo más agradablementeposible el resto de la jornada, Paulina Barnett,Jasper Hobson, dos o tres soldados, Madge, ylas esposas de Mac-Nap y Joliffe, guiados por elsargento Felton, marcharon a visitar las orillasvecinas del lago, las cuales no se hallaban des-provistas del todo de verdura.

Los ribazos, libres ya de las nieves inverna-les, aparecían de trecho en trecho coronados deárboles resinosos, de la especie de los pinos deEscocia. Elevábanse estos árboles unos cuarentapies sobre el suelo, y suministraban a los habi-tantes del fuerte todo el combustible que nece-sitaban durante los largos meses de invierno.Sus gruesos troncos revestidos de ramas flexi-bles, ofrecían un matiz ceniciento muy marca-do. Pero, formando espesas masas, que descen-dían hasta las orillas del lago, uniformementeagrupados, rectos, casi todos de la misma altu-ra, daban poca variedad al paisaje.

Entre estos grupos de árboles, una especiede hierba blanquecina cubría el suelo y perfu-maba la atmósfera con un suave olor a tomillo.El sargento Felton dijo a sus huéspedes queaquella hierba tan odorífera era conocida con elnombre de hierba incienso, denominación quejustificaba plenamente al ser arrojada sobre lasascuas.

Los paseantes abandonaron el fuerte, y,después de haber recorrido algunos centenaresde pasos, llegaron cerca de un pequeño puertonatural, enclavado entre rocas de granito, quele defendían contra la resaca del lago. En él sehallaba amarrada toda la flota del fuerte Segu-ridad, consistente en un único bote de pesca, elmismo que al día siguiente debía transportar aJasper Hobson y a Paulina Barnett al campa-mento de los indios. Desde aquel punto abar-caba la mirada una gran parte del lago: sus co-linas pobladas de árboles, sus caprichosas már-genes, que formaban numerosos promontoriosy ancones, y sus aguas suavemente onduladas

por la brisa, por encima de las cuales algunosicebergs asomaban aún sus movibles siluetas.Hacia el Sur, perdíase la vista en un verdaderohorizonte marítimo, un línea circular netamentetrazada por el cielo y el agua, que se confundí-an entonces bajo el brillo de los rayos solares.

Aquel vasto espacio, ocupado por la super-ficie líquida del Gran Oso; las orillas sembradasde guijarros y trozos de granito; las rampastapizadas de hierba; las colinas y los árbolesque las coronaban, ofrecían por todas partes laimagen de la vida vegetal y animal.

Numerosas variedades de patos nadabansobre las aguas, chillando ruidosamente. Veí-anse gansos del Norte, silbadores, arlequines yviejas, aves éstas muy alborotadoras cuyo picono se cierra jamás. Algunos centenares de pe-treles y urías escapaban a todo volar en diver-sas direcciones.

Por debajo de los árboles pavoneábanse losquebrantahuesos, aves de dos pies de altura,especie de halcones de vientre ceniciento, patas

y picos azules y ojos anaranjados. Los nidosque estas aves construyen con hierbas marinasen las bifurcaciones de las ramas, presentanuna enorme volumen. El cazador Sabine logróderribar una pareja de estos quebrantahuesosgigantescos, cuyas alas extendidas medían cer-ca de seis pies, magníficos ejemplares de estasaves migratorias exclusivamente ictiófagas, aquienes empuja el invierno hasta las orillas delgolfo de Méjico y regresan en verano hacia lasmás elevadas latitudes de la América septen-trional.

Pero lo que más interesó a los paseantes fuela captura de una nutria, cuya piel valía mu-chos centenares de rublos.

Las pieles de estos anfibios eran antigua-mente muy solicitadas en China; pero, aunquehan sufrido cierta depreciación en los mercadosdel Celeste Imperio, disfrutan todavía de granfavor en los de Rusia, donde hay siempre segu-ridad de poderlas vender a buen precio. Por esolos comerciantes rusos explotan todas las fron-

teras del Nuevo Cornualles, hasta el océanoÁrtico, y persiguen incesantemente a las nu-trias marinas, cuya especie escasea más cadavez. Y ésta es la razón de que estos animaleshuyan siempre de los cazadores, que tienen queseguirles la pista hasta las costas de Kamchatkay las islas del archipiélago de Behring.

—Pero las nutrias americanas —añadió elsargento Felton, después de referir todos estosdetalles a sus huéspedes— no son de desdeñar,y las que frecuentan el lago del Gran Oso salenaún de doscientos cincuenta a trescientos fran-cos cada una.

Eran, efectivamente, unas nutrias magnífi-cas las que vivían bajo las aguas del lago. Unode estos mamíferos, hábilmente apuntado ymuerto por el sargento mismo, valía casi tantocomo los de Kamchatka. Medía dos pies y me-dio de longitud desde la punta del hocico hastala extremidad de la cola; tenía los pies palmea-dos; las piernas cortas, y su pelo de color par-

dusco, más obscuro en el lomo que en el vien-tre, era largo, sedoso y brillante.

—¡Magnífico tiro, sargento! — exclamó elteniente Hobson, haciendo admirar a PaulinaBarnett la piel soberbia del animal derribado.

—En efecto, mi teniente —respondió el sar-gento Felton—; y si cada día pudiera uno apo-derarse de una piel de nutria, no habría motivoalguno de queja. Pero, ¡cuánto tiempo se pierdeen acechar a esos animales, que nadan y sezambullen con una velocidad prodigiosa! Sólocazan durante la noche, y es muy raro que du-rante el día se aventuren fuera de sus guaridas,que esconden en los huecos de los árboles y enlas quiebras de las peñas, siendo en extremodifícil el descubrirlas hasta para los más exper-tos cazadores. —¿Y disminuye también gra-dualmente el número dé estas nutrias? — pre-guntó Paulina Barnett.

—Si, señora —respondió el sargento—; y eldía que desaparezca la especie, disminuirán deun modo alarmante los beneficios de la Com-

pañía. Todos los cazadores se disputan estaspieles, y los americanos, en especial, nos hacenuna ruinosa competencia. ¿No ha encontradousted, mi teniente, durante su viaje, algúnagente de las compañías americanas? —Ninguno —respondió Jasper Hobson—. ¿Fre-cuentan, por ventura, estos territorios de latitudtan elevada?

—A cada instante —respondió el sargen-to—; cuando se les ve por los alrededores con-viene ponerse en guardia.

—¿Son, acaso, esos agentes, salteadores decaminos? — preguntó Paulina Barnett..

—No, señora —respondió el sargento—; pe-ro son rivales temibles, y, cuando la caza esca-sea, los cazadores se la disputan a tiros. ¡Hastame atrevería a asegurar que si el éxito corona latentativa de la Compañía, y logra fundar unfuerte en el límite extremo del continente, notardarán en imitar el ejemplo esos americanos aquienes el cielo confunda.

—¡Bah! —respondió el teniente—, los terri-torios donde abunda la caza son muy vastos yel sol sale para todos. Por lo que respecta a no-sotros, comencemos desde luego. Marchemoshacia adelante mientras la tierra sólida no nosfalte debajo de los pies, y, ¡Dios nos ayudará!

Al cabo de tres horas de paseo, los expedi-cionarios regresaron al fuerte Seguridad. Unabuena comida, compuesta de pescado y cazafresca, esperábales en el salón principal y todoshicieron honor a la mesa del sargento. Algunashoras de conversación pusieron fin a la jornada,y la noche procuró a los huéspedes del fuerteun excelente sueño.

Al día siguiente, 31 de mayo, Paulina Bar-nett y Jasper Hobson estaban ya de pie a lascinco de la mañana. El teniente debía consagrartodo aquel día a visitar el campamento de losindios y a recoger todas las noticias y datos quepudieran serle útiles.

Propuso a Tomás Black que lo acompañaseen aquella excursión; pero el astrónomo prefirió

quedarse en tierra. Deseaba hacer algunas ob-servaciones astronómicas y determinar conprecisión la longitud y latitud del fuerte Segu-ridad.

La señora Paulina Barnett y Jasper Hobsontuvieron, pues, que hacer solos la travesía dellago, guiados por un viejo marino apellidadoNorman, que se hallaba ya hacía muchos añosal servicio de la Cornpañía.

Los dos pasajeros, acompañados por el sar-gento Felton, trasladáronse al puertecillo, don-de el anciano Norman esperábales en su em-barcación. Era ésta un sencillo bote de pesca,sin cubierta, de diez y seis pies de eslora, apare-jado de balandro, que podía ser manejado fá-cilmente por un solo hombre. El tiempo eramagnífico. Soplaba una ligera brisa del Norteen extremo favorable para la travesía. El sar-gento Felton despidióse de sus huéspedes, ro-gándoles que le dispensaran que no les acom-pañase, por no poder abandonar la factoría enausencia de su capitán. Largó la embarcación

sus amarras, y, después de abandonar el puer-to, amuró su vela a estribor, y comenzó a cru-zar veloz las frescas aguas del lago.

Semejante viaje era, en realidad, un paseodelicioso. El viejo lobo de mar, de carácter bas-tante taciturno, manteníase silencioso en la po-pa, con la caña del timón debajo del brazo. Pau-lina Barnett y Jasper Hobson, sentados en losbancos laterales, examinaban el paisaje que seextendía ante sus ojos. El bote barajaba la costaseptentrional del lago del Gran Oso, mante-niéndose a una distancia de tres millas aproxi-madamente con objeto de navegar siempre almismo rumbo. Podían, pues, observar fácil-mente las grandes masas de cerros cubiertos debosques que descendían poco a poco hacia elOeste. Por este lado, la región que formaba laparte Norte del lago parecía ser completamentellana, alejándose en ella la línea del horizonte aconsiderable distancia. Toda esta orilla contras-taba con la que constituía el ángulo agudo, enel cual se elevaba el fuerte Seguridad, que apa-

recía proyectado sobre un fondo de pinos ver-des, y en cuyo torreón se veía aún ondear labandera de la Compañía.

Hacia el Sur y el Oeste, las aguas del lago,heridas oblicuamente por los rayos solares,resplandecían a trechos; pero los que más des-lumhraba la vista eran los icebergs móviles, quesemejaban bloques de plata fundida, cuyas re-verberaciones no podía sufrir la mirada. De lostémpanos que el invierno había formado noquedaban ya vestigios. Sólo las montañas flo-tantes, que apenas podía fundir el astro del día,parecían protestar contra aquel sol polar, quedescribía un arco diurno muy prolongado, yque aun carecía de calor, aunque no de brillo.

Paulina Barnett y Jasper Hobson hablabande todo esto, comunicándose uno a otro, comosiempre, los pensamientos que en ellos provo-caba aquella extraña naturaleza. Enriquecían suentendimiento de recuerdos, en tanto que laembarcación, balanceándose apenas sobreaguas tan apacibles, marchaba con celeridad.

En efecto, había partido a las seis de la ma-ñana, y a las nueve se aproximaba ya a la orillaseptentrional del lago, término de su destino. Elcampamento de los indios hallábase establecidoen el ángulo Noroeste del lago del Gran Oso.Antes de las diez, el viejo Norman había llega-do a este punto, varando su embarcación enuna playa bastante empinada, al pie de unacantilado de regular altura.

El teniente y Paulina Barnett desembarcaronen seguida. Dos o tres indios saliéronles al en-cuentro, entre ellos el jefe de la tribu, personajemuy engalanado de plumas que les dirigió lapalabra en un inglés bastante inteligible.

Estos indios liebres, lo mismo que los indioscobres, los indios castores y otros, pertenecentodos a la raza de los chipewayos, y difieren,por lo tanto, muy poco de sus congéneres en lotocante a sus costumbres y trajes. Mantienen,por otra parte, frecuente relación con las facto-rías, y este comercio lo han, por decirlo así, bri-tanizado, hasta donde puede britanizarse un

salvaje. Llevan los productos de sus cacerías alos futites, donde los cambian por objetos nece-sarios para la vida, que han dejado de elaborarpor sí mismos hace ya bastantes años. Puededecirse que viven a sueldo de la Compañía, ypor eso no es de extrañar que hayan perdidotoda originalidad. Para hallar una raza de indi-os en la que el contacto europeo no haya impre-so ya sus huellas, es preciso remontarse a lati-tudes más elevadas, hasta las regiones glacialesfrecuentadas por los esquimales. El esquimal, lomismo que el groenlandés, es verdadero hijo delas regiones polares.

Paulina Barnett y Jasper Hobson trasladá-ronse al campamento indio, situado a mediamilla de la playa, en el cual encontraron a unostreinta indígenas, entre hombres, mujeres yniños, que vivían de la pesca y de la caza, yexplotaban los alrededores del lago.

Estos indios acababan de llegar precisamen-te de los territorios situados al Norte del conti-nente americano, y facilitaron a Jasper Hobson

algunas noticias, aunque bastante incompletas,acerca del estado actual del litoral en los alre-dedores del paralelo 70°. El teniente supo, sinembargo, con cierta satisfacción, que ningúndestacamento europeo ni americano habíahecho su aparición por los confines del marPolar, y que éste se hallaba libre en aquellaépoca del año. En cuando al cabo Bathurst pro-piamente dicho, hacia el cual tenía intención deencaminarse el teniente, los indios liebres no loconocían. Su jefe habló, además, de la regiónsituada entre el lago del Gran Oso y el CaboBathurst como de un país difícil de atravesar,bastante quebrado, y cruzado por ríos deshela-dos en esta época. Aconsejó al teniente que des-cendiese la corriente del Coppermine-river, quearranca del Nordeste del lago, con objeto dellegar a la costa por el camino más corto. Unavez en las orillas del mar Polar, sería muchomás fácil seguir la configuración de sus costas,y entonces sería dueño Jasper Hobson de dete-nerse en el punto que más le conviniese.

El teniente dio las gracias al jefe indio y sedespidió de él, después de hacerle algunos re-galos. Después visitó los alrededores del cam-pamento, acompañado de Paulina Barnett, y novolvió a buscar su embarcación hasta eso de lastres de la tarde.

IX UNA TEMPESTAD EN EL LAGO

El viejo lobo de mar aguardaba con ciertaimpaciencia el regreso de sus pasajeros.

En efecto, hacía ya próximamente una horaque el tiempo había cambiado. El aspecto delcielo, que se había modificado de repente, nopodía menos de inquietar a un hombre acos-tumbrado a consultar los vientos y las nubes. Elsol, obscurecido por una espesa bruma, presen-taba el aspecto de un disco blanquecino, sinbrillo ni esplendor. La brisa había cesado, pero,por la parte del Sur, escuchábase el tempestuo-so rugir de las olas. Estos síntomas, precursores

de un cambio ya muy próximo del estado de laatmósfera, habíanse manifestado con esa rapi-dez peculiar de las latitudes elevadas.

—¡Partamos, mi teniente, partamos en se-guida! —exclamó el anciano Norman, mirandocon aire inquieto las brumas suspendidas sobresu cabeza—. ¡Partamos sin perder un instante!Hay grandes amenazas en el aire.

—En efecto —respondió Jasper Hobson—,el aspecto del cielo no es ya el mismo. No noshabíamos dado cuenta de este cambio, señora.

—¿Teme usted que sobrevenga alguna tem-pestad? — preguntó la viajera, dirigiéndose aNorman.

—Sí, señora —respondió el viejo marino—;las tempestades del lago del Gran Oso son te-rribles. El huracán desencadénase en él lo mis-mo que en pleno Atlántico. Estas repentinasbrumas no presagian nada bueno. Sin embargo,es muy posible que la borrasca no estalle hastadentro de tres o cuatro horas, y de aquí a en-tonces, habremos llegado ya al fuerte Seguri-

dad. Pero partamos sin dilación, porque el botecorrería peligro al lado de estas rocas que seven a flor de agua.

El teniente no podía discutir con Normansobre asuntos en que no era tan entendido co-mo su interlocutor. El viejo lobo de mar era, porotra parte, un hombre acostumbrado desdehacía mucho tiempo a estas travesías del lago;era preciso, pues, confiar en su experiencia.Paulina Barnett y Jasper Hobson se embarca-ron.

Sin embargo, en el momento de ir a largarlas amarras e izar la vela, Norman, cual si expe-rimentase cierto presentimiento, murmuró es-tas palabras:

—¡Quién sabe si sería mejor esperar! JasperHobson, que las oyó, miró al viejo marino, queya había tomado asiento junto a la caña deltimón. Si hubiese estado solo no habría titubea-do en partir; pero la presencia de Paulina Bar-nett exigía que obrase con más prudencia. La

viajera comprendió la vacilación de su compa-ñero.

—No se preocupe usted de mí, señor Hob-son —le dijo—; proceda usted en todo como siyo no me encontrase a su lado. Supuesto queeste experimentado marinero cree convenienteel partir, partamos sin demora.

—¡Dios sobre todo! —respondió Norman,largando las amarras—, y volvamos al fuertepor el camino más corto.

El bote se puso en marcha; pero, duranteuna hora, adelantó poco camino. La vela, ape-nas hinchada por brisas variables, que cambia-ban de dirección a cada instante, chocaban sincesar contra el palo. La bruma se espesaba pormomentos. La embarcación comenzaba a sentirlos efectos de una mar gruesa y tendida, pre-cursora de próximo cataclismo. Los dos pasaje-ros permanecían silenciosos, en tanto que elviejo marino trataba de penetrar, con su perspi-caz mirada, la espesura de la niebla; y, con laescota en la mano, manteníase alerta, prepara-

do a largarla si alguna racha de viento huraca-nado le acometía de improviso.

Hasta entonces, sin embargo, los elementosno habían entrado en lucha, y todo habría mar-chado a pedir de boca si el bote hubiera cami-nado con la velocidad apetecida. Pero, al qabode una hora de viaje, no se habían apartado aúnni diez millas del campamento de los indios.Además, algunas brisas de tierra le habían dis-tanciado de la orilla más de lo conveniente, yya entonces, debido a la suciedad de la atmós-fera, la costa no se distinguía apenas; lo cualconstituía un gran peligro si el viento se fijabaal Norte, porque aquella frágil embarcación, enextremo sensible a la deriva y muy poco a pro-pósito para ceñir el viento, corría riesgo de ver-se arrastrada hacia el centro del lago.

—Apenas caminamos — dijo el tenienteHobson al anciano Norman.

—Apenas, mi teniente —respondió el mari-no—. La brisa no quiere fijarse, y, cuando sedecida a hacerlo, temo desgraciadamente que

sea donde no nos convenga. En este caso —añadió, señalando hacia el Sur con la mano—,podría suceder muy bien que viésemos el fuer-te Franklin antes que el fuerte Seguridad.

—Pues bien —observó bromeando la señoraPaulina Barnett—, si así sucede, habremos dadoun paseo más largo, con lo cual no perderíamosnada. Este lago del Gran Oso es magnífico, ymerece, en verdad, ser visitado de Norte a Sur.Supongo, Norman, que de ese fuerte Franklinse puede siempre volver.

—Desde luego, si se ha logrado llegar a él—dijo el viejo marino—. Pero no son raras eneste lago las tempestades que duran quincedías, y, si nuestra mala suerte nos empujasehasta las orillas del Sur, no me atrevería a pro-meter al señor Hobson que pudiera encontrarsede regreso en el fuerte Seguridad antes de unmes.

—Si es así, pongámonos en guardia —respondió Jasper Hobson—; porque semejanteretraso podría comprometer nuestros proyec-

tos. Proceda con prudencia, amigo mío, y, sifuere necesario, procure usted ganar cuantoantes la orilla Norte del lago. La señora PaulinaBarnett me parece que no retrocederá ante laperspectiva de un viaje de veinte o veinticincomillas por tierra.

—Aunque quisiera volver a la costa Norte,no me sería ya posible, mi teniente —respondióNorman—. Obsérvelo usted mismo. El vientotiene tendencia a fijarse en ese lado. Todo loque puedo intentar es mantener la proa al Nor-deste, y, si no arrecia el viento demasiado, es-pero que caminaremos bastante.

Pero, a eso de las cuatro y media, formalizó-se la tempestad, resonando algunos silbidos enlas capas elevadas del aire. El viento, a quien elestado de la atmósfera mantenía en las capassuperiores,, aún no soplaba sobre la superficiedel lago; pero esto no podía tardar .mucho.

Oíanse los gritos de las aves asustadas, quecruzaban a través de la bruma. Después, repen-tinamente, desgarróse la niebla dejando ver

gruesos nubarrones bajos, de perfiles capricho-sos y como dislocados, verdaderos filones devapor, violentamente empujados hacia el Sur.Los temores del viejo marino habíanse confir-mado. El viento soplaba del Norte, y no tarda-ría en adquirir la fuerza del huracán, descen-diendo sobre el lago.

—¡Cuidado! — gritó Norman, cazando laescota para poner la proa al viento por mediodel timón.

Por fin llegó la ráfaga. El bote se tumbó so-bre un costado primero, y se enderezó después,saltando sobre la cresta de una ola. A partir deeste momento creció la marejada lo mismo queen el mar. En aquellas aguas, relativamentepoco profundas, las olas, al chocar pesadamen-te sobre el fondo del lago, rebotaban en seguidaa una prodigiosa altura.

—¡Ayudadme! ¡ayudadme! — gritó el viejomarino,

tratando de arriar rápidamente la vela.

Jasper Hobson y la misma Paulina Barnetttrataron de ayudar a Norman, pero sin conse-guirlo, porque se hallaban muy poco familiari-zados con la maniobra de una embarcación.

Norman no podía abandonar el timón, y,como la driza se encontraba enredada en lagarganta del mástil, la vela no descendía. Elbote amenazaba hundirse a cada instante, y yalos golpes de mar reventaban sobre su costado.El cielo se ensombrecía más y más. Una lluviafría, mezclada con nieve, caía a torrentes, y elhuracán redoblaba su furor, cubriendo de si-niestra espuma las crestas de las olas.

—¡Cortad! ¡cortad la driza! — gritó el lobode mar, entre los rugidos de la tempestad.

Jasper Hobson, a quien el viento había des-cubierto la cabeza, cegado por la lluvia, apode-róse del cuchillo de Norman y cortó la driza,que se hallaba tiesa como una cuerda de guita-rra. Pero el cabo mojado no corría por la gar-ganta de la polea, y la verga quedó embicadaen el extremo del palo.

Norman quiso entonces huir delante de latempestad; correr hacia el Sur, ya que no podíamantenerse con la proa al viento; correr, aun-que la maniobra fuese extremadamente peli-grosa, en medio de aquellas olas cuya veloci-dad era muy superior a la de la embarcación;correr, aunque tuviese que ser irremisiblementearrastrado hasta las costas meridionales dellago del Gran Oso.

Jasper Hobson y su animosa compañera sedaban cuenta perfecta del peligro que les ame-nazaba. La frágil embarcación no podría resistirlargo tiempo los embates de las embravecidasolas. Sería destrozada o se iría a pique. Las vi-das de los que iban dentro estaban en manos deDios.

Sin embargo, ni el teniente ni Paulina Bar-nett se entregaron a la desesperación. Agarra-dos a las bancadas, mojados de pies a cabezapor las olas y la lluvia, ateridos por el frío, azo-tados por las rachas de viento, miraban a travésde la niebla, sin divisar tierra alguna. A un ca-

ble de distancia del bote se confundían porcompleto las nubes con las aguas. Después in-terrogaban sus ojos al viejo marinero, el cual,con los dientes apretados, y oprimiendo concrispadas manos la caña del timón, trataba to-davía de seguir ciñendo el viento. Pero arrecióde tal modo la violencia del huracán, que laembarcación no pudo seguir navegando enaquella forma. Las olas que chocaban contrasus amuras la habrían desbrozado sin remedio.Ya sus primeros forros comenzaban a desligar-se, y cuando caía con todo su peso en los senosde las olas, parecía que no iba a levantarse ja-más.

—¡Es preciso correr a toda costa! — mur-muró el viejo marino.

Y, metiendo toda la caña a la banda y arri-ando casi en banda la escota, hizo virar el boteen redondo, que quedó con la proa al Sur. Hen-chida entonces la vela con violencia, arrastró laembarcación con rapidez vertiginosa. Pero lasimponentes olas caminaban con mayor veloci-

dad, haciendo muy peligrosa aquella corrida enpopa. Rompían sobre el coronamiento del botey penetraban en su interior, amenazando inun-darlo, siendo preciso achicar sin descanso elagua para que no zozobrase.

A medida que avanzaban hacia la parte másancha del lago, alejándose de la costa, crecía laviolencia del mar. No había allí cortinas de ár-boles, ni sucesión de colinas, ni abrigo algunocontra el desencadenado huracán. Durante al-gunos claros, debidos al desgarramiento de lasbrumas, entreveíanse enormes icebergs, querodaban como boyas bajo la acción de las olas,empujados también hacia la parte meridionaldel lago.

Eran las cinco y media. Ni Norman ni JasperHobson podían calcular el camino recorrido, nitampoco la dirección que habían llevado. Noeran ya dueños de su embarcación, y se halla-ban abandonados a los caprichos de la tempes-tad.

En aquel preciso momento, a cien pies dedistancia de la popa del bote, elevóse una olaenorme, coronada de blanca cresta. Por delantede ella, la desnivelación de la supeficie líquidaformaba como una especie de sima. Todas laspequeñas ondulaciones intermedias habíandesaparecido, aplastadas por el viento. El aguapresentaba un color negro en aquel móvilabismo, a cuyo fondo, cada vez más profundo,iba descendiendo el bote. La gran ola avanzabadominando a todas las otras. Acercábase a laembarcación amenazando aplastarla. Normanla vio venir, por haber vuelto la cara. JasperHobson y Paulina Barnett la miraron tambiéncon los ojos desmesuradamente abiertos, espe-rando el momento en que se precipitase sobreellos y sin poderla sortear.

Por fin se desplomó sobre el bote con espan-toso estrépito, cubriendo por completo su popa.Sobrevino un choque espantoso. Escapóse ungrito terrible de los labios del teniente y de sucompañera, al verse sepultados bajo aquella

montaña líquida, y debieron creer que habíallegado el momento de irse a pique.

El bote, casi lleno de agua, volvió a flotar,sin embargo... ¡pero el viejo marino había des-aparecido!

Jasper Hobson lanzó un grito de desespera-ción. Paulina Barnett miróle sobresaltada.

—¡Norman! — exclamó el teniente, mos-trándole, vacío, el lugar que ocupaba el marinoen la popa. —¡Desdichado! — murmuró la via-jera. Jasper Hobson y ella se habían puesto depie, corriendo el riesgo de ser despedidos fuerade la embarcación, que saltaba sobre las olas;pero no vieron nada. No se oyó ningún grito, nivoz alguna que demandara socorro, ni ningúncuerpo flotando sobre la blanca espuma... Elviejo lobo de mar había hallado la muerte entrelas olas.

Jasper Hobson y Paulina Barnett se dejaroncaer nuevamente sobre las bancadas. Solos abordo, de ellos exclusivamente dependía supropia salvación. Pero ni el teniente ni su com-

pañera conocían el manejo de las embarcacio-nes, y, en tan comprometidas circunstancias,hasta el más consumado marino se habría vistoen gran aprieto. El bote era juguete de las olas.La vela, henchida por el huracán, lo arrastrabacon velocidad increíble. ¿Cómo podría JasperHobson detenerle en su loca carrera?

¡Era una situación espantosa para aquellosdesdichados, sorprendidos por la tempestaddentro de una frágil barquilla, que no sabíangobernar!

—¡Estamos perdidos! — exclamó el tenien-te. —Nada de eso, señor Hobson —respondióla valerosa Paulina Barnett—. Ayudémonosnosotros primero, que el Cielo vendrá en nues-tra ayuda después.

Jasper Hobson comprendió entonces lo quevalía aquella animosa mujer, cuya suerte com-partía en aquellos momentos. Lo más urgenteera arrojar del interior del bote aquella masa deagua que amenazaba hundirlo. Otro golpe demar podría acabarlo de llenar en el instante

menos pensado, y entonces se iría a pique sinremedio. Era conveniente, además, que la em-barcación se encontrase boyante para que sepudiese elevar fácilmente sobre las crestas delas olas, a fin de que el peligro de zozobrar fue-se menor.

Jasper Hobson y Paulina Barnett vaciaron,pues, con presteza, aquel agua que, por su mo-vilidad, constituía un peligro. No fue esto fáciltarea, porque a cada momento, embarcaba al-guna ola, y era preciso estar siempre con elachicador en la mano. La viajera encargóseprincipalmente de este trabajo, mientras sucompañero empuñaba la caña del timón y diri-gía el bote lo mejor que le era da,do, corriendopor delante del viento.

Para colmo de peligro, la noche, o si no lanoche, ya que en esta latitud y en esta época delaño dura algunas horas, la obscuridad, por lomenos, era cada vez mayor. Las nubes bajas,mezcladas con la bruma, formaban una densaniebla, apenas iluminada por una luz difusa.

No se veía nada a una distancia de dos largosde bote, el cual se hubiera hecho astillas sihubiese tropezado contra algún hielo flotante,que podía surgir inopinadamente; y, a aquellavelocidad, no habría medio de evitar el encuen-tro.

—¿No tiene usted confianza en sí mismo,señor Hobson? — preguntó Paulina Barnettdurante un recalmón.

—No, señora —respondióle el teniente—;debe usted estar preparada para cualquier ac-ontecimiento.

—Ya lo estoy — respondió sencillamente laanimosa mujer.

En aquel momento escuchóse un ensorde-cedor estrépito. La vela, desgarrada por el vien-to, huyó cual blanco vapor. El bote, impulsadopor la velocidad adquirida, prosiguió todavíasu carrera durante algunos instantes; detúvosedespués, y las olas lo agitaron como un casca-rón de nuez. Jasper Hobson y Paulina Barnettse consideraron perdidos. Sentíanse sacudidos

de una manera espantosa, arrojados de susbancadas, contusionados, heridos. No había abordo ni un mal pedazo de tela con que impro-visar una vela.

Los dos infortunados apenas si se divisabanuno al otro en medio de aquella niebla espesí-sima, de aquellos abundantes chubascos deagua y nieve. No podían oírse tampoco, y per-manecieron así por espacio de una hora, espe-rando a cada instante la muerte, yencomendándose a la Providencia, que era laúnica que podía salvarlos.

¿Cuánto tiempo erraron aún, zarandeadospor las embravecidas olas? Ni el teniente Hob-son ni Paulina Barnett hubieran podido decirlo,cuando hubo de producirse un choque extraor-dinariamente violento.

El bote acababa de estrellarse contra unenorme iceberg; un inmenso bloque flotante dehielo, de paredes resbaladizas y empinadas, enlas cuales no hubiera encontrado la mano sitioalguno donde asirse.

A consecuencia de este choque, que nohabía podido ser evitado, entreabrióse la proade la embarcación y empezó a penetrar en ellael agua a torrentes.

—¡Nos hundimos! ¡nos hundimos! — gritóel teniente Hobson.

En efecto, el bote se sumergía, y el agua lle-gaba ya a la altura de las bancadas.

—¡Señora! ¡señora! —exclamó Jasper Hob-son—. Aquí estoy... ¡No me separaré de su la-do!

—Eso no, señor Jasper —exclamó Paulina—. Solo, podrá usted salvarse... ¡Juntos, perece-remos ambos! ¡Apártese de mí! ¡Déjeme sola!

—¡Jamás! —exclamó Jasper Hobson. Pero apenas acabó de pronunciar estas úl-

timas palabras, cuando la embarcación, sacudi-da por un nuevo golpe de mar, se fue a pique.

Ambos desaparecieron en el remolino cau-sado por el hundimiento de la embarcación;pero, pocos instantes después, volvieron a lasuperficie. Jasper Hobson nadaba vigorosamen-

te con un brazo, y sostenía a su compañera conel otro. Pero era evidente que su lucha contralas embravecidas olas no podría durar largotiempo, y que perecería juntamente con la quequería salvar.

En aquel momento llamaron su atención ci-ertos sonidos extraños. No eran gritos de asus-tadizas aves, sino voces humanas que llama-ban. Jasper Hobson, haciendo un esfuerzo su-premo, elevóse sobre las olas y lanzó en tornosuyo una rápida mirada; pero nada logró des-cubrir en medio de la densa niebla.

Los gritos, sin embargo, seguían escuchán-dose más próximos cada vez. ¿Quiénes eran losaudaces que así osaban acudir en su auxilio?Pero, quienesquiera que fuesen, llegarían de-masiado tarde. Embarazado por sus propiosvestidos se sentía arrastrado hacia el fondo conaquella infeliz mujer a quien no podía ya soste-ner con la cabeza fuera del agua.

Entonces, impulsado por un postrer instin-to, lanzó el teniente un grito desgarrador, ydesapareció debajo de una enorme ola.

Pero Jasper Hobson no se había engañado.Tres hombres que voltejeaban por el lago, habí-an acudido en su auxilio al presenciar el nau-fragio. Aquellos hombres, los únicos que podí-an desafiar con algunas probabilidades de éxitoel embate del agua enfurecida, navegaban enlas únicas embarcaciones capaces de resistiraquella tempestad. Eran tres esquimales, sóli-damente atados cada uno a su kayak.

El kayak es una larga piragua, levantadapor sus dos extremidades, formada por un ar-mazón extraordinariamente ligero, sobre el cualse extienden pieles de foca bien cosidas connervios de vaca marina. La parte superior delkayak se halla también recubierta de piel entoda su longitud, excepto en su parte céntrica,donde lleva una abertura. Por ella se introduceel esquimal, y, atando su chaqueta impermea-ble al borde que forma la piel en torno del orifi-

cio, queda formando una sola pieza con su em-barcación, en la cual no puede entrar ni unasola gota de agua.

El kayak es flexible y ligero; insumergible,camina siempre sobre las crestas de las olas, y,aunque un golpe de mar llegue a tumbarlo, loendereza con facilidad el siguiente; de suerteque puede sostenerse incólume en lugaresdonde el embate de las olas destrozaría irremi-siblemente otras embarcaciones.

Los tres esquimales llegaron a tiempo al lu-gar del naufragio, guiados por el último gritode desesperación que había lanzado el teniente.Jasper Hobson y Paulina Barnett, medio as-fixiados ya, sintieron, sin embargo, que unamano vigorosa los extraía del abismo. Pero, enmedio de aquella obscuridad, no podían reco-nocer a sus salvadores.

Uno de los esquimales cogió al teniente y locolocó atravesado sobre su embarcación; otrohizo lo mismo con Paulina Barnett, y los treskayaks, hábilmente empujados por finas palas

de seis pies de longitud, avanzaron rápidamen-te en medio de las olas.

Media hora más tarde, los dos náufragoseran depositados sobre una playa de arena, atres millas más abajo del fuerte Providencia.

¡El viejo lobo de jnar era el único que falta-ba!

X OJEADA RETROSPECTIVA

A eso de las diez de la noche, la señora Pau-lina Barnett y Jasper Hobson llamaban a la po-terna del fuerte, cuyos ocupantes experimenta-ron extraordinaria alegría al volverlos a ver,porque los consideraban perdidos. Pero a estejúbilo sucedió una profunda aflicción cuandotuvieron noticia de la muerte del anciano Nor-man. Este excelente hombre era querido portodos, y su memoria fue honrada con el másvivo dolor.

Por lo que toca a los valerosos y abnegadosesquimales, después de haber recibido con lamayor flema las afectuosas muestras de agra-decimiento del teniente y su compañera, nohabían querido ni aun siquiera acompañarles alfuerte. Lo que habían hecho parecíales la cosamás natural del mundo. No era aquél el primersalvamento que habían llevado a cabo, y otravez reanudaron, sin pérdida de tiempo, susarriesgadas excursiones por el lago, que reco-rrían día y noche cazando nutrias y pájarosacuáticos.

La noche inmediata al regreso de JasperHobson, el día siguiente, 1.° de junio, y la nochedel 1 al 2, fueron enteramente consagrados alreposo. Todos los que formaban la pequeñaexpedición se encontraban allí muy a gusto;pero el teniente se hallaba decidido a partir eldía 2.por la mañana, y, afortunadamente, latempestad amainó.

El sargento Felton había puesto todos losrecursos de la factoría a la disposición del des-

tacamento. Fueron reemplazados algunos tirosde perros, y, en el momento de emprender lamarcha, encontró Jasper Hobson sus trineosformados en buen orden a la entrada del recin-to.

Después de las despedidas de rúbrica, die-ron todos las gracias al sargento Felton, que tanhospitalario habíase mostrado en aquella oca-sión. No fue Paulina Barnett la última en mani-festarle su gratitud; y puso fin a esta escena unvigoroso apretón de manos que dio el sargentoa su cuñado Long.

Cada pareja subió al trineo que le estaba de-signado, y, esta vez, Paulina Barnett y el tenien-te Hobson ocuparon el mismo vehículo, segui-dos por Madge y Long.

Siguiendo los consejos que el jefe indio ledijera, resolvió Jasper Hobson ganar la costaamericana por el camino más corto, marchandoen línea recta entre el fuerte Seguridad y el lito-ral.

Después de haber consultado sus cartas,que sólo daban de un modo aproximado la con-figuración del territorio, juzgó conveniente des-cender por el valle del Coppermine, río de bas-tante importancia que va a verter sus aguas enel golfo de la Coronación.

Entre el fuerte Seguridad y la desemboca-dura de este río, existe aproximadamente unadistancia de grado y medio, es decir, unasochenta y cinco o noventa millas. La profundaescotadura que forma el golfo termina al Nortecon el cabo Krozenstern, y, después de estecabo, corre francamente Ja costa hacia el Oeste,hasta el momento en que se eleva más allá delparalelo de 70°, formando la punta de Bathurst.

Jasper Hobson modificó, pues, el caminoque había seguido hasta entonces, y se dirigióhacia el Este, con objeto de llegar en algunashoras al río, marchando en línea recta, lo quelograron al siguiente día, 3 de junio, por la tar-de.

El Coppermine, de aguas puras y rápidas,libre a la sazón de hielos, arrastraba su enormecaudal por un extenso valle, regado por multi-tud de arroyuelos caprichosos, fácilmente va-deables; de suerte que la marcha de los trineosno halló obstáculos formales, y hubo de des-arrollarse con bastante velocidad.

Mientras les arrastraba su tiro, Jasper Hob-son relató a su compañera la historia del paísque atravesaban. Entre la viajera y el tenientehabíase establecido una verdadera intimidad,una sincera amistad, autorizada por la situa-ción y la edad de ambos. Paulina Barnett eramuy aficionada a instruirse, y, como poseía elinstinto de los descubrimientos, gustaba de oirhablar de los descubridores.

Jasper Hobson, que se sabía de memoria suAmérica Septentrional, pudo satisfacer porcompleto la curiosidad de su compañera.

—Hace próximamente unos noventa años—le dijo—, todo este territorio, surcado por elrío Coppermine, era desconocido, siendo los

agentes de la Compañía de la Bahía de Hudsonquienes lo han descubierto. Sólo, señora, que,cual casi siempre acontece en el mundo científi-co, se descubren unas cosas cuando se buscanotras. Colón buscaba el Asia, y tropezó conAmérica.

—Y, ¿qué buscaban los agentes de la Com-pañía? —preguntó Paulina Barnett—. ¿El famo-so paso del Noroeste, por ventura?

—No, señora —respondió el joven tenien-te—. Hace un siglo, la Compañía no tenía inte-rés en que se explotase esta nueva vía de co-municación, que entonces habría sido más ven-tajosa para sus competidores que para ellamisma. Hasta se dice que, en 1741, un tal Cris-tóbal Middleton, encargado de explorar estosparajes, fue públicamente acusado de haberrecibido 5.000 libras de la Compañía por decla-rar que la comunicación por mar entre los dosocéanos no existía ni podía existir.

—Esto no es muy glorioso para la célebreCompañía — respondió Paulina Barnett.

—En esto, no la defiendo —replicó JasperHobson—; y aun añadiré que el Parlamentoinglés vituperó severamente sus manejos cuan-do, en 1746, prometió una prima de 20.000 li-bras a quienquiera que descubriese el paso encuestión. Por eso vemos que este año mismo,dos intrépidos exploradores, Guillermo Moor yFrancisco Smith, remontáronse hasta la bahíade la Repulsa con la esperanza de descubrir laansiada comunicación. El éxito, sin embargo,no coronó sus esfuerzos; y, después de unaausencia de año y medio, tuvieron que regresara Inglaterra.

—Pero, ¿no se lanzaron sobre sus huellasotros capitanes decididos y audaces? — pre-guntó Paulina Barnett.

—No, señora; y, durante otros treinta años,a pesar de la recompensa ofrecida por el Par-lamento, no se hizo la menor tentativa por rea-nudar la exploración geográfica de esta porcióndel continente americano, o, mejor dicho, de laAmérica inglesa, porque conviene conservarle

este nombre. Hasta 1769 no trató un agente dela Compañía de reanudar los trabajos de Moory de Smith.

—¿Había, pues, la Compañía renunciado asus ideas egoístas y estrechas, señor Jasper?

—Todavía no, señora. Samuel Hearne, queasí se llamaba el agente, no tenía otra misiónque la de reconocer la situación de una mina decobre que los indígenas habían denunciado. El6 de noviembre de 1769, salió este agente delfuerte del Príncipe de Gales, emplazado en laorilla del río Churchill, cerca de la costa occi-dental de la bahía de Hudson. Samuel Hearneavanzó intrépidamente hacia el Noroeste; peroel frío se hizo tan intenso que, una vez conclui-dos los víveres, tuvo que regresar al fuerte delPríncipe de Gales. Afortunadamente, no erahombre que se desanimase fácilmente. El 23 defebrero del año. siguen te, partió de nuevo, lle-vando en su compañía algunos indios. Las fati-gas de este segundo viaje fueron inenarrables.La caza y el pescado, con los cuales contara

Samuel Hearne, faltáronle con frecuencia. Has-ta llegó una vez a estar siete días seguidos sincomer más que frutas silvestres, trozos de cueroviejo y huesos quemados; y de nuevo se vioprecisado tan intrépido explorador a volver a lafactoría sin haber obtenido el menor resultado.Mas no se arredró por eso. Partió por terceravez el 7 de diciembre de 1770, y, después dediecinueve meses de luchas, el 13 de julio de1772, descubrió el Coppermine-river, cuyo cur-so descendió hasta su desembocadura, dondecreyó ver el mar libre. Era la primera vez quellegaban los hombres a la costa septentrional deAmérica.

—Pero el paso del Noroeste, es decir, la co-municación directa entre el Atlántico y el Pací-fico, ¿no había sido descubierto? — preguntóPaulina Barnett.

—No, señora —respondió el teniente—; y,¡cuántos aventureros navegantes lo buscaron apartir de aquel momento! Phipps, en 1773; Jai-me Kook, y Qerke, de 1776 a 1779; Kotzebue, de

1815 a 1818; Ross, Parry, Franklin y muchosotros consagráronse a esta difícil tarea; mas envano; es preciso descender hasta los explorado-res contemporáneos, hasta el intrépido MacClure, para encontrar al único hombre que hapasado realmente de un océano al otro a travésdel mar Polar.

—En efecto, señor Jasper —respondió Pau-lina Barnett—, es un hecho geográfico del quedebemos enorgullecemos nosotros, los ingleses;pero dígame usted: la Compañía de la Bahía deHudson, después de cambiar sus antiguas ideaspor otras más generosas, ¿no ha estimulado aningún otro explorador después de SamuelHearne?

—Sí, señora; y, gracias a ella, pudo el capi-tán Franklin realizar su viaje, de 1819 a 1822,precisamente entre el río de Hearne y el caboTurnagain. Esta exploración no se llevó a cabosin fatigas y sufrimientos. Las provisiones lle-garon varias veces a faltar por completo a losviajeros. Dos canadienses fueron asesinados

por sus camaradas, y devorados... A cambio detantas torturas, logró el capitán Franklin reco-rrer un espacio de 5.500 millas a través de estaporción, hasta entonces desconocida, del litoralde la América del Norte. —Era un hombre deextraordinaria energía —exclamó Paulina Bar-nett—, y bien lo demostró cuando, a pesar detodo lo que ya había sufrido, lanzóse nueva-mente a la conquista del Polo Norte.

—Es muy cierto —respondió Jasper Hob-son—, y el audaz explorador halló una muertecruel en el teatro mismo de sus descubrimien-tos. Pero se ha demostrado de una manera evi-dente que todos los compañeros de Franklin noperecieron con él. Muchos de estos desdichadosandan todavía errantes en medio dé estas sole-dades glaciales. ¡Ah! ¡no puedo pensar en esteterrible abandono sin que el corazón se meoprima! Día llegará, señora —añadió el tenienteHobson, lleno de confianza y emoción—, enque pueda yo recorrer estas tierras desconoci-

das en las cuales tuvo efecto la funesta catástro-fe, y...

—Y ese día —dijo Paulina Barnett, estre-chando la mano del teniente—, ese día seré yosu compañera de exploración. ¡Sí! más de unavez be pensado yo en eso, lo mismo que usted,señor Jasper; y mi corazón se emociona, comoel suyo, al pensar que compatriotas nuestros,ingleses como nosotros, esperan tal vez un so-corro...

—Que llegará demasiado tarde para la ma-yoría de ellos, señora, pero que llegará al fin;¡no lo dude usted un momento!

—¡Dios le escuche a usted, señor Hobson!—respondió Paulina Barnett—. Añadiré, ade-más, que los agentes de la Compañía que vivenen las proximidades del litoral, me parece quese hallan en mejor situación que los otros paratratar de cumplir este deber de humanidad.

—Soy de su opinión, señora —replicó el te-niente Hobson—, porque estos agentes están,además, acostumbrados a los rigores de los

continentes árticos. Y bien lo han demostradoen muchas ocasiones. ¿No fueron ellos quienesauxiliaron al capitán Back, durante su viaje de1834, que dio por resultado el descubrimientode la Tierra del Rey Guillermo, en la cual ocu-rrió precisamente la catástrofe de Franklin? ¿Nofue por ventura a dos de nuestros compañeros,a los valerosos Dease y Simpson, a quienes elgobernador de la bahía de Hudson, en 1838,encargó especialmente de explorar las costasdel mar Polar, siendo reconocida por primeravez, durante esta exploración, la Tierra Victo-ria? Creo, pues, que el porvenir reserva a nues-tra Compañía la conquista definitiva del conti-nente ártico. Poco a poco, sus factorías irán su-biendo hacia el Norte, refugio obligado de losanimales de piel, y día llegará en que se cons-truya un fuerte en el Polo mismo, en ese puntomatemático donde se cruzan todos los meridia-nos del Globo.

Durante esta conversación, y muchas otrasque le sucedieron, refirióle Jasper Hobson sus

propias aventuras desde que se hallaba al ser-vicio de la Compañía; sus luchas con los com-petidores de las agencias rivales y sus tentati-vas de exploración de los territorios deconoci-dos del Norte y del Oeste.

Por su parte, Paulina Barnett relatóle tam-bién sus peregrinaciones a través de los paísesintertropicales. Dijo todo lo que había hecho ytodo lo que pensaba hacer algún día. Habíaseestablecido entre el teniente y la viajera unagradable cambio de relatos que servían deentretenimiento mutuo durante las largas horasde viaje.

Durante este tiempo, los trineos arrastradosal galope de los perros, avanzaban sin cesarhacia el Norte. El valle del Coppermine se en-sanchaba sensiblemente a medida que seaproximaba al mar Ártico. Las colinas laterales,algo menos abruptas, disminuían de altura po-co a poco. Ciertos grupos de árboles reisnososrompían de trecho en trecho la monotonía deaquellos paisajes extraños.

Algunos trozos de hielo, arrastrados por lacorriente del río, resistían aún la acción del sol;pero su número disminuía de un día para otro,y habría sido posible descender sin peligro lacorriente en una frágil barquilla, toda vez quesu curso no se hallaba interrumpido por ningu-na barrera natural ni ningún cantil de piedras.

El lecho del Coppermine era profundo y an-cho. Sus aguas, cristalinas y puras, alimentadaspor la fusión de las nieves, corrían con rapidez,aunque sin formar nunca tumultuosos rauda-les. Su cauce, muy sinuoso al principio, en laparte alta del río, tendía poco a rectificarse, co-rriendo sin sepentear por espacio de muchasmillas. En cuanto a sus orillas, entonces anchasy llanas, formadas de arena dura y fina, y tapi-zadas en ciertos lugares de hierba seca y corta,prestábanse perfectamente a la marcha de lostrineos y al desarrollo de la larga línea que for-maba el destacamento.

No había cerros, y, por tanto, los tiros traba-jaban con holgura sobre aquel nivelado terreno.

El destacamento avanzaba, pues, a gran ve-locidad. Se caminaba día y noche, si es quepuede aplicarse esta expresión a un país sobreel cual trazaba el sol un círculo casi horizontal yapenas si desaparecía. La noche verdadera noduraba dos horas en aquella latitud, y el alba,en esta época del año, sucedía casi sin interrup-ción el crepúsculo. El tiempo, por lo demás, erahermoso, el cielo bastante despejado, auncuando en el horizonte se observasen algunasbrumas, y el destacamento realizaba su viaje enexcelentes condiciones.

Por espacio de dos días siguieron orillandosin dificultad el curso del Coppermine. Lasproximidades de este río eran poco frecuenta-das por los animales de pieles; pero las avesabundaban en ellos, pudiéndoselas contar pormillares. Esta ausencia casi completa de martas,de castores, de armiños, de zorras y de otrosanimales análogos no dejaba de preocupar alteniente, sospechando si aquellos territorios nohabrían sido abandonados, como los del Sur,

por los carnívoros y roedores demasiado per-seguidos.

Esto parecía probable, porque se encontra-ban con frecuencia restos de campamentos,hogueras apagadas que delataban el paso máso menos reciente de cazadores indígenas o ex-tranjeros. Jasper Hobson veía perfectamenteque tendría que remontarse con su expediciónmás al Norte, y que, cuando llegase a la desem-bocadura del Coppermine, sólo habría efectua-do una parte de su viaje. Urgía, pues, llegar alpunto del litoral visto por Samuel Hearne, yactivaba cuanto le era posible la marcha deldestacamento.

Por otra parte, todos participaban de la im-paciencia de Jasper Hobson. Cada cual se apre-suraba con objeto de llegar cuanto antes a lascostas del mar Ártico. Una indefinible atracciónimpulsaba a aquellos atrevidos exploradores. Elprestigio de lo desconocido ofuscaba sus ojos.Quizás las verdaderas fatigas comenzasen enaquella tan ansiada costa; pero no importaba:

todos anhelaban desafiarlas, marchar directa-mente a su objetivo. El viaje que a la sazón rea-lizaban no era más que un paso al través de unpaís que no podía interesarles de una maneradirecta; en las costas del mar Ártico daríanprincipio las verdaderas exploraciones. Todoshabrían deseado verse ya en aquellos parajes,cortados, a algunos centenares de millas más aleste, por el paralelo de 70°.

Por fin, el 5 de junio, cuatro días después dehaber abandonado el fuerte Seguridad, vio elteniente Jasper Hobson que el Coppermine seensanchaba considerablemente. La orilla occi-dental se desarrollaba formando una línea lige-ramente curva, y corría casi directamente haciael Norte; en tanto que, por el Este, se redondea-ba hasta los últimos límites del horizonte.

Jasper Hobson se detuvo en seguida y mos-tró a sus compañeros con la mano el mar sinlímites.

XI

SIGUIENDO EL PERFIL DE LA COSTA

El vasto estuario adonde el destacamentoacababa de llegar, al cabo de seis semanas deviaje, formaba una escotadura trapezoidal,practicada con limpieza en el continente ameri-cano. En su ángulo Oeste abríase la desembo-cadura del Coppermine. Por el contrario, suángulo oriental formaba una especie de embu-do muy prolongado que ha recibido el nombrede entrada de Bathurst. Por este lado, la costa,caprichosamente festoneada, llena de ensena-das y ancones, erizada de cabos agudos y deabruptos promontorios, iba a perderse en eseconfuso laberinto de estrechos, canales y pasosque dan a los mapas de las regiones polares unaspecto tan extraño. Por el lado opuesto, a par-tir de la misma desembocadura del Coppermi-ne, la costa se remontaba hacia el Norte, rema-tando en el cabo Kruzenstern.

Este estuario llevaba el nombre de golfo dela Coronación, y sus aguas se hallaban sembra-

das de islas, cayos e islotes, los cuales constitu-yen el archipiélago del Duque de York.

Después de haber conferenciado con el sar-gento Long, Jasper Hobson decidió conceder enaquel lugar un día de reposo a sus compañeros.

La exploración propiamente dicha, que de-bía permitir al teniente determinar el parajemás propicio para el establecimiento de unafactoría, iba entonces a comenzar realmente. LaCompañía había recomendado a su agente quese mantuviese, mientras le fuera posible, porencima del paralelo de 70° y en las costas delocéano Glacial. Ahora bien, para cumplir estaorden, el teniente sólo podía buscar hacia elOeste un lugar que, teniendo esa elevación enlatitud, perteneciese al continente americano,toda vez que, hacia el Este, todas aquellas tie-rras tan divididas y fraccionadas, forman partemás bien de los territorios árticos, excepciónhecha, tal vez, de la Tierra de Boothia, cortadaindudablemente por el paralelo citado, pero

cuya configuración geográfica es aún bastanteindecisa.

Una vez tomadas la latitud y la longitud,Jasper Hobson, después de haberse situado enel mapa, vio que se encontraba aún a más decien millas al Sur del paralelo de 70°. Pero másallá del cabo Kruzenstern, la costa se dirigíahacia el Nordeste y cortaba, formando con él unángulo muy brusco, el mencionado paralelo,próximamente por el meridiano de 130°, y pre-cisamente a la altura del cabo Bathurst, desig-nado para lugar de reunión por el capitán Cra-venty. Aquél era, pues, el punto donde, convenía llegar para establecer el nuevo fuerte, siel paraje ofrecía los necesarios recursos parauna factoría.

—Mire usted, sargento Long —dijo el te-niente mostrando a su subordinado el mapa delas regiones polares— este punto reúne lascondiciones que la Compañía nos ha impuesto.En este lugar, el mar, libre durante una granparte del año, permitirá a los buques del estre-

cho de Behring llegar hasta nuestro fuerte, conobjeto de abastecerlo y transportar sus produc-tos.

—Sin contar con que nuestros hombres —añadió el sargento Long— tendrán entoncesderecho a doble sueldo, toda vez que se habránestablecido más al Norte del paralelo de 70°.

—Por supuesto —respondió el tenienteHobson—, y me parece que lo aceptarán sinmurmuraciones.

—Está bien, mi teniente; de este modo, sólonos queda partir con rumbo al cabo Bathurst —dijo simplemente el sargento.

Pero, como se había concedido un día dedescanso, la marcha no tuvo lugar hasta el si-guiente día, 6 de junio.

Esta segunda parte del viaje debía ser, y fueen efecto, por completo diferente de la primera.Habían sido dejadas en suspenso las disposi-ciones que hasta entonces habían regularizadola marcha de los trineos. Cada tiro caminabacomo le era más cómodo. Se marchaba a pe-

queñas jornadas, deteniéndose en todos losángulos que formaba la costa, y caminando apie con frecuencia. Sólo una recomendaciónhabía hecho el teniente Hobson a sus compañe-ros: que no se separaran del litoral más de tresmillas y que se incorporaran al destacamentodos veces al día, por lo menos: al mediodía yakcaída de la tarde. Por la noche, se acampaba. Eltiempo en esta época era siempre bueno, y latemperatura bastante elevada, toda vez quesolía mantenerse a unos 59° Fahrenheit, queequivalen a 15° centígrados sobre cero. En doso tres ocasiones sobrevinieron rápidas tempes-tades de nieve; pero su duración fue muy corta,de suerte que no llegaron a modificar la tempe-ratura de una manera sensible.

Toda esta parte de la costa americana com-prendida entre el cabo Kruzenstern y el caboParry, que se extiende sobre un espacio de dos-cientas cincuenta millas, fue, pues, examinadacon un cuidado extremo del 6 al 20 de junio, almismo tiempo que el reconocimiento geográfi-

co de esta región se llevó a cabo con toda es-crupulosidad, pudiendo Jasper Hobson, eficací-simamente ayudado en esta empresa por To-más Black, hasta rectificar algunos errores deltrazado hidrográfico; los territorios vecinosfueron no menos minuciosamente exploradosdesde el punto de vista especial que directa-mente interesaba a la Compañía de la Bahía deHudson.

¿Abundaba en aquellos territorios la caza,tanto comestible como productora de pieles?¿Bastarían los recursos del país para abastecerpor sí solos una factoría, durante el estío, por lomenos? Tal era la gravé cuestión que preocu-paba al teniente y que le interesaba esclarecer, yhe aquí los resultados de sus observaciones.

La caza propiamente dicha, aquella a queconcedían marcada preferencia el cabo Joliffe yotros, no abundaba en aquellos parajes. Losvolátiles, pertenecientes a la numerosa familiade los patos, no faltaban, sin duda; pero la tribude los roedores se hallaba insuficientemente

representada por algunas liebres polares, a lasque era difícil acercarse.

Por el contrarío, los osos debían ser bastantenumerosos en aquella porción del continenteamericano. Sabine y Mac-Nap habían descu-bierto con frecuencia huellas frescas de estoscarnívoros. Hasta los descubrieron en más deuna ocasión; pero, al verse perseguidos, toma-ban las de Villadiego. En todo caso, resultabaprobado que, durante la estación invernal, estoshambrientos animales debían frecuentar asi-duamente las costas del mar Glacial, proceden-tes de latitudes más septentrionales.

—Hay que tener presente —decía el caboJoliffe, a quien siempre preocupaba la cuestiónde las provisiones—, que cuando el oso está enla despensa no es bocado despreciable; pero,cuando aún no está en ella, su caza es muyproblemática y hay que andarse con tino; por-que, si le es posible, hace sufrir a sus persegui-dores la suerte que ellos le tenían reservada.

Imposible expresarse de un modo más ra-zonable. No podía contarse con los osos, de unamanera segura, para el abastecimiento de losfuertes. Por fortuna, aquel territorio era visita-do, además, por numerosos rebaños de otrosanimales más útiles que los osos, cuyas excelen-tes carnes constituyen la base de la alimenta-ción de muchas tribus de indios y esquimales.Aludimos a los renos, y el cabo Joliffe compro-bó con evidente satisfacción que abundabanestos rumiantes en aquella parte del litoral. Lanaturaleza, en efecto, parecía haberlo dispuestoallí con ánimo de atraerlos, haciendo crecer conabundancia en la tierra esa especie de liquenque tanto agrada al reno, quien sabe desente-rrarlo de debajo de la nieve, y que constituye suúnica alimentación durante todo el invierno.

No fue la satisfacción de Jasper Hobsonmenor que la del cabo al descubrir en muchoslugares las huellas de estos rumiantes, huellasque es posible reconocer fácilmente, porque lapezuña del reno, en vez de dejar impresa en su

cara interior una superficie plana, deja una su-perficie convexa, disposición análoga a la delpie del camello. Hasta se vieron rebaños bas-tante considerables de estos animales que va-gan en estado salvaje por ciertas regiones deAmérica, y a menudo se reúnen formando pia-ras de muchos miles de cabezas.

Vivos, se dejan domesticar fácilmente, yprestan entonces inapreciables servicios a lasfactorías, ora suministrando una leche excelen-te y más substancial que la de vaca, ora sir-viendo para tirar de los trineos. Muertos, noson menos útiles, porque su piel, que es muygruesa, sirve para hacer vestidos; su pelo pro-porciona un hilo excelente; su carne es muysabrosa y no existe un animal más precioso enaquellas latitudes. La presencia comprobada delos renos debió, pues, animar a Jasper Hobsonen sus proyectos de establecerse en un punto deaquel territorio.

También debió quedar satisfecho por lo quehace relación a los animales de pieles valiosas.

En los riachuelos, veíanse numerosas cabañasde castores y de ratas almizcleras. Los tejones,los linces, los armiños, los glotones, las martasy bisontes, a quienes la ausencia de los cazado-res había dejado hasta entonces tan tranquilos,frecuentaban también aquellos parajes, en losque la presencia del hombre no se había reve-lado aún por traza alguna; motivo por el cualhabían encontrado en ellos un refugio seguro.

Descubriéronse así mismo huellas de esasmagníficas zorras azules y argentadas, especieque se va haciendo más rara cada vez y cuyapiel vale, por decirlo así, tanto como pesa enoro. Sabine y Mac-Nap tuvieron durante estaexploración diversas ocasiones en que poderderribar una cabeza de precio; pero el tenienteHobson había tenido el buen acierto de prohi-bir toda caza de este género. No quería espan-tar a estos animales antes de que llegasen losmeses de invierno durante los cuales sus pielesadquieren mayor valor por hallarse mucho,más pobladas de pelo. Por otra parte, era inútil

sobrecargar los trineos. Sabine y Mac-Napcomprendieron estas buenas razones; pero seles iban las manos cuando veían al alcance desu fusil una marta cebellina o alguna zorra deprecio. Sin embargo, las órdenes del tenienteHobson eran en extremo severas, y no consen-tía jamás que se infringiesen.

Los tiros de los cazadores durante este se-gundo período del viaje, sólo fueron, pues, di-rigidos a los osos polares, que se dejaban veralgunas veces por los flancos del destacamento.Pero, como no se hallaban hostigados por elhambre, desaparecían prontamente sin que supresencia constituyese ningún peligro serio. Sinembargo, si bien los cuadrúpedos no tuvieronque sufrir a consecuencia de la llegada del des-tacamento, no sucedió lo propio a las aves, quepagaron por todo el reino animal.

Matáronse águilas de cabeza blanca, enor-mes volátiles que lanzan estridentes gritos; hal-cones pescadores, que anidan, por lo común, enlos troncos de los árboles muertoSj y que du-

rante el verano se remontan hasta las latitudesárticas; gansos de nieve, de una blancura admi-rable; bernachos silvestres, los mejores ejempla-res de la tribu de los ánsares desde el punto devista alimenticio; patos de cabeza roja y piconegro; cornejas cenicientas, especies de grajosburlones de fealdad poco común; gansos delNorte, cercetas y otras muchas aves que ensor-decían con sus gritos los ecos de aquellos acan-tilados árticos. Estas aves habitan por millonesaquellas heladas comarcas, siendo su númeromuy superior a todo lo calculable en el litoraldel océano Glacial.

Se comprenderá, pues, con qué ardor los ca-zadores, a quienes les estaba severamente pro-hibida la caza de los cuadrúpedos, se desquita-rían con las aves. Durante aquellos quince pri-meros días fueron muertos muchos centenaresde éstas, pertenecientes en su inmensa mayoríaa las especies comestibles, lo que les permitióañadir a la ración ordinaria de carne en conser-va y galleta un suplemento bastante apetitoso.

Así, pues, los animales no faltaban en esteterritorio. La Compañía podría fácilmente aba-rrotar sus almacenes, y el personal del fuerte aodejaría vacías sus despensas. Empero no basta-ban estas dos condiciones para garantizar elporvenir de la factoría. No era posible estable-cerse en un país tan elevado en latitud si no seencontraba en él, con la abundancia necesaria,el combustible indispensable para combatir losrigores de los inviernos árticos.

Por fortuna, el litoral hallábase cubierto debosques. Las colinas que se alzaban por detrásde la costa aparecían coronadas de verdes árbo-les, entre los cuales predominaba el pino. Tra-tábase de importantes aglomeraciones de espe-cies resinosas, a las cuales se podía en ciertoslugares aplicar el nombre de selvas. Algunasveces también observó Jasper Hobon gruposaislados de sauces, álamos, abedules enanos ynumerosos arbustos cargados de madroños.

En esta época del estío, todos estos árbolesparecían verdes, lo que chocaba no poco a la

vista acostumbrada ya a los perfiles ásperos ydesnudos de los paisajes polares. El suelo, alpie de las colinas, hallábase tapizado de unahierba corta que los renos pacen con avidez yque constituiría su alimento en invierno. Comose ve, el teniente no podía menos de felicitarsede haber ido a buscar a la región Noroeste delcontinente americano el nuevo teatro de unaexploración.

Hase dicho también que, si los animales nofaltaban en este territorio, los hombres, por elcontrario, no habitaban en él. No se veían niesquimales, cuyas tribus prefieren recorrer losdistritos cercanos a la bahía de Hudson, ni in-dios, que, por lo general, no se aventuran tantohacia el Norte del círculo polar. Y, en efecto, aestas distancias, los cazadores pueden ser sor-prendidos por constantes malos tiempos, porun súbito recrudecimiento del invierno, y verinterceptadas de este modo sus comunicacio-nes.

Como es de suponer, al teniente no le pesa-ba la ausencia de sus semejantes, en los quesólo hubiera podido hallar rivales. Lo que élbuscaba era un país no ocupado por nadie, unpaís desierto donde tuviese interés en refugiar-se la caza; y, con este motivo, Jasper Hobsonhacía a Paulina Barnett, que se interesaba mu-chísimo por el éxito de la empresa, las más ati-nadas observaciones. La viajera no olvidabaque era huésped de la Compañía de la Bahía deHudson, y hacía votos por el éxito de los pro-yectos del teniente.

Juzgúese, pues, el desencanto de Hobsoncuando, en la mañana del 20 de junio, tropezóde improviso con un campamento que acababade ser más o menos recientemente abandonado.

Hallábase establecido en el fondo de una es-trecha bahía, conocida con el nombre de bahíade Darnley, cuya punta más avanzada hacia elOeste la forma el cabo Parry. Veíanse en estelugar, en la falda de una pequeña colina, esta-cas que habían servido para trazar una especie

de cerca, y cenizas, ya frías, amontonadas enlos lugares donde habían ardido hogueras.

Todo el destacamento habíase reunido alpie de este campamento; a nadie se ocultó queeste hallazgo debía desagradar grandemente aJasper Hobson.

—¡He aquí un desagradable detalle! —dijoéste, en efecto—. ¡La verdad es que hubierapreferido encontrarme de manos a boca contoda una familia de osos polares!

—Pero las personas, quienesquiera quesean, que han acampado en este lugar —observó Paulina Barnett—, deben ya estar lejos,sin duda; y es posible que hayan ya regresado asus habituales cazaderos, situados más hacia elSur.

—No lo sabemos, señora —respondió el te-niente—. Si aquellos cuyas huellas contempla-mos son esquimales, es probable que hayanproseguido su camino hacia el Norte. Pero si,por el contrario, son indios, es posible que sepropongan explorar estos nuevos cazaderos,

como estamos haciendo nosotros, y repito queesto sería para mí una verdadera contrariedad.

—Pero, ¿no puede conocerse a qué raza per-tenecen esos viajeros? —preguntó Paulina Bar-nett—. ¿No es posible averiguar si se trata deesquimales o de indios del Sur? Me parece quetribus tan diferentes por su origen y costum-bres no deben acampar de igual modo.

Paulina Barnett tenía razón, y era posibleque tan importante punto quedase dilucidadodespués de una detenida inspección del cam-pamento.

Jasper Hobson y algunos de sus compañe-ros dedicáronse a este examen, y buscaron mi-nuciosamente cualquier traza, cualquier objetoolvidado, cualquier huella que pudiera darlesluz; pero ni el terreno, ni aquellas frías cenizashabían conservado suficientes indicios. Tampo-co revelaban nada algunos huesos de animalesacá y allá esparcidos.

Despistado por completo el teniente, dispo-níase ya a abandonar aquel inútil examen,

cuando oyó que le llamaba la señora Joliffe, lacual se había alejado, hacia la izquierda, uncentenar de pasos.

Jasper Hobson, Paulina Barnett, el sargento,el cabo y algunos otros más dirigiéronse enseguida hacia el punto donde se hallaba la jo-ven canadiense, la cual permanecía inmóvil,examinando el suelo con la mayor atención.Cuando llegaron a su lado, dijo al tenienteHobson: —¿No buscaba usted huellas? Puesbien, helas aquí. Y la señora Joliffe mostrábaleal mismo tiempo numerosas huellas de pasosconservadas con toda claridad sobre el sueloarcilloso.

Aquello podría ser un indicio característico,porque los pies de los indios y los de los es-quimales, lo mismo que sus calzados respecti-vos, difieren completamente.

Mas, ante todo, llamó la atención de JasperHobson la disposición singular de aquellashuellas. Procedían indudablemente de la pre-sión de un pie humano, y hasta de un pie cal-

zado; pero, ¡extraña circunstancia!, parecían nohaber sido hechas más que con la punta del pie.Faltábales la señal del talón. Además, las repe-tidas huellas aparecían singularmente multipli-cadas, próximas, entrecruzadas, aunque conte-nidas todas dentro de un estrecho círculo.

Jasper Hobson hizo observar a sus compa-ñeros este detalle.

—No son pisadas de una persona que anda— dijo. —Ni de una persona que salta, puestoque no hay señales del talón — añadió PaulinaBarnett.

—No —respondió la señora Joliffe—, ¡sonpasos de una persona que baila!

La señora Joliffe había dicho la verdad. Ex-aminadas bien las pisadas, no era posible dudarde que pertenecían a un hombre que se hubieseentregado a algún ejercicio coreográfico; perono a un baile pesado, rítmico, majestuoso, sinomás bien a una danza ligera, simpática, alegre.Esto era indiscutible. Pero, ¿quién podría ser elindividuo lo bastante alegre de carácter para

haberse dejado seducir por la idea de bailar tanalegremente en los límites del continente ame-ricano, varios grados más al Norte del CírculoPolar?

—¡No es un esquimal, ciertamente! — dijoel teniente Hobson.

—¡Ni un indio! — exclamó el cabo Joliffe. —¡No! ¡es un francés! — dijo tranquilamen-

te el sargento Long. ¡Y todos convinieron en que sólo un francés

habría sido capaz de bailar en semejante lugarde la Tierra!

XII EL SOL DE MEDIANOCHE

¿No era acaso demasiado aventurada estaobservación del sargento Long? Era evidenteque alguien había bailado; pero, por mucha quefuese su ligereza, ¿podía deducirse que sola-mente un francés hubiera podido ejecutar aque-lla danza ?

Sin embargo, el teniente Hobson fue delmismo parecer que el sargento, y a nadie pare-ció esta opinión demasiado aventurada. Todos,por el contrario, dieron por descontado que unacaravana de viajeros, de la cual formaba partepor lo menos un compatriota de Vestris, había-se recientemente detenido en aquel lugar.

Como es fácil comprender, semejante des-cubrimiento no satisfizo al teniente. JasperHobson debió temer que otros competidores lehubiesen tomado la delantera en los territoriosde la América inglesa, y que el secreto que laCompañía había tratado de tener tan oculto, sehubiese divulgado por los centros comercialesdel Canadá o de los Estados Unidos.

Al reanudar su marcha, un instante inte-rrumpida, Jasper Hobson parecía muy preocu-pado; pero a la altura en que se hallaba ya de suviaje, no podía soñar en volver sobre sus pasos.

Después de este incidente, le hizo PaulinaBarnett la siguiente pregunta:

—Pero, señor Jasper, ¿hay todavía francesesen los territorios del continente ártico?

—Sí, señora —respondió Jasper Hobson—;o si no talmente franceses, canadienses al me-nos, que viene a ser casi lo mismo, pues des-cienden de los antiguos colonos del Canadá, enla época en que el Canadá era de Francia; y, adecir la verdad, estas gentes son nuestros mástemibles rivales.

—Pues yo tenía entendido —replicó la via-jera—, que, desde que absorbió a la Compañíadel Noroeste, la Compañía de la Bahía de Hud-son no tenía competidores en el continenteamericano.

—Señora —respondió Jasper Hobson—,aunque es cierto que no existe ninguna asocia-ción importante, aparte de la nuestra, que sededique ahora al tráfico de pieles, hay, sin em-bargo, sociedades particulares perfectamenteindependientes. Por regla general, son socieda-des americanas, que conservan a su servicioagentes o descendientes de agentes franceses.

—¿Eran tenidos, pues, en alta estima estosagentes? — preguntó Paulina Barnett.

—Ciertamente, señora, y no sin justo moti-vo. Durante los noventa y cuatro años que duróla supremacía de Francia en el Canadá, mostrá-ronse estos agentes franceses siempre superio-res a los nuestros. Es preciso saber hacer justiciaincluso a nuestros propios rivales.

—¡Sobre todo a nuestros rivales! — añadióPaulina Barnett.

—Sí... sobre todo... En aquella época, los ca-zadores franceses partían de Montreal, su prin-cipal establecimiento, y avanzaban hacia elNorte con más intrepidez que los nuestros. Vi-vían años enteros entre las tribus indias, en lascuales buscaban esposas a veces. Conocíaselescon los nombres de «recorredores de bosques»o «viajeros canadienses», y se trataban los unosa los otros de primos y de hermanos. Eranhombres audaces, hábiles, muy entendidos encuestiones de navegación fluvial, muy valien-tes, muy poco reflexivos, allanándose a todo

con esa flexibilidad propia de su raza, muyleales, muy alegres y dispuestos constantemen-te, en todas las circunstancias, lo mismo a can-tar que a bailar.

—¿Y supone usted que esa partida de viaje-ros, cuyas huellas acabamos de descubrir, nopuede haberse remontado a latitudes tan altasmás que con el fin de cazar animales dotadosde pieles?

—No hay manera de admitir otra hipótesisdistinta, señora —respondió el teniente Hob-son—. Es seguro que esas gentes van buscandonuevos territorios de caza. Pero, supuesto queno existe ningún medio de detenerlos, tratemosde alcanzar cuanto antes nuestro objetivo, ylucharemos denodadamente contra toda com-petencia.

El teniente Jasper Hobson dio ya por des-contado que tendría que luchar con una compe-tencia probable, a la cual, por otra parte, nohabía medio de oponerse, y apresuró la marchade su destacamento con objeto de rebasar lo

antes posible el paralelo de 70°, animado por laesperanza de que sus rivales no le seguiríanhasta allí.

Durante los días inmediatos, los expedicio-narios volvieron a bajar unas veinte millashacia el Sur, a fin de contornear más fácilmentela bahía de Franklin. El país conservaba siem-pre su aspecto verde y lozano, frecuentado porgran número de cuadrúpedos y aves de lasclases ya observadas, y era muy probable quetoda la extremidad Noroeste del continenteamericano se encontrase poblada de aquel mo-do.

El mar que bañaba aquel litoral extendíaseahora sin límites delante de la vista. Los mapasmás recientes no señalaban, por otra parte, tie-rra alguna al Norte del litoral americano, sien-do sólo los bancos de hielo los que habían im-pedido que los navegantes del estrecho de Beh-ring se remontasen hasta el Polo.

El 4 de julio, el destacamento había contor-neado otra bahía, que se internaba mucho en la

tierra, denominada bahía de Whasburn, y lle-gaba a la punta extrema de un lago poco cono-cido hasta entonces, que sólo ocupaba una pe-queña porción de territorio, que apenas llegaríaa dos millas cuadradas. Era, verdaderamente,una laguna de agua dulce, un gran estanque,mas no un lago propiamente dicho.

Los trineos caminaban tranquila y fácilmen-te. El aspecto del país era tentador para la fun-dación de una factoría nueva, siendo probableque un fuerte, establecido en la extremidad delcabo Bathurst, con aquella laguna detrás y de-lante el gran camino del estrecho de Behring, osea el mar libre a la sazón, y que debía estarlotambién durante los cuatro o cinco meses deestío, se hallaría en una situación en extremofavorable para la exportación de sus productosy su propio aprovisionamiento.

Al siguiente día, 5 de junio, a eso de las tresde la tarde, detúvose el destacamento, por fin,al extremo del cabo Bathurst. Era preciso dete-minar la posición exacta de este cabo, que los

mapas situaban más arriba del paralelo de 70°;pero no había que fiarse de sus indicaciones,pues las costas aquellas no habían sido hidro-gráficamente estudiadas con la precisión sufi-ciente. Entretanto, resolvió Jasper Hobson de-tenerse en aquel sitio.

—¿Quién nos impide el establecernos aquídefinitvamente? —preguntó el cabo Joliffe—.Convendrá usted conmigo, mi teniente, en queel sitio es seductor.

—Más seductor le parecerá a usted, de se-guro —respondió el teniente Hobson—, si leabonan a usted doble sueldo. —Eso no cabeduda —respondió el cabo Joliffe—, y es precisoconformarse con las instrucciones de la Com-pañía. —Tenga usted, pues, paciencia hastamañana —respondió Jasper Hobson—, y si,como lo espero, este cabo Bathurst se encuentrasituado a más allá de 70° de latitud Norte, fija-remos en él nuestros reales.

El lugar era favorable, en efecto, para fun-dar en él una factoría. Las orillas de la laguna,

rodeadas de colinas pobladas de bosques, po-dían suministrar con abundancia los pinos, losabedules y otras maderas necesarias para laconstrucción, y, más tarde, para la calefaccióndel nuevo fuerte. El teniente avanzó con algu-nos de sus compañeros de viaje hasta el extre-mo del mismo cabo, y observó que, hacia elOeste, recurvaba la costa formando un arcomuy prolongado. Cantiles bastante elevadoscerraban el horizonte algunas millas más lejos.En cuanto a las aguas de la laguna, viose queeran dulces, contra lo que hubiera podido espe-rarse dada su proximidad al mar. Pero, de to-das maneras, el agua dulce nunca hubiera fal-tado a la colonia, ni aun en el caso de que las dela laguna hubiesen sido impotables; porque unriachuelo, fresco y límpido entonces, corríahacia el océano Glacial, en el que se vertía poruna desembocadura muy estrecha, a algunoscentenares de metros al Sudeste del cabo Bat-hurst. Esta desembocadura, protegida, no porrocas, sino por una acumulación bastante sin-

gular de tierras y arenas, formaba un puertonatural, en el que hubieran podido hallar segu-ro refugio contra los temporales dos o tres bu-ques al menos. Esta disposición podría ser ven-tajosamente utilizada para la carga y descargade los barcos que en lo sucesivo viniesen delestrecho de Behring. Jasper Hobson tuvo lagalantería de bautizar este arroyuelo con elnombre de Paulina Barnett, asignando ademásal puertecillo el nombre de Puerto Barnett, porlo que se mostró la viajera en extremo agrade-cida.

Construyendo el fuerte un poco detrás de lapunta formada por el cabo Bathurst, lo mismola casa principal que los almacenes quedaríanperfectamente resguardados de los vientos másfríos. La elevación misma del cabo contribuiríaa defenderlos contra aquellas borrascas de nie-ve que, en algunas horas, podían sepultar habi-taciones enteras bajo sus espesas avalanchas. Elespacio comprendido entre el pie del promon-torio y el margen de la laguna era lo suficien-

temente amplio para que cupiesen en él lasconstrucciones indispensables para la explota-ción de una factoría. Hasta podía rodeárselasde un recinto formado por una empalizada, quese apoyase en los primeros cantiles del pro-montorio, y coronar el cabo mismo con un re-ducto fortificado; trabajos puramente defensi-vos, pero útiles en el caso de que los competi-dores tratasen de establecerse en aquel territo-rio. También observó con satisfacción JasperHobson, aunque sin hallarse resuelto a ejecutar-los aún, que la posición era fácil de defender.

El tiempo era entonces muy bueno y el calorconsiderable. Ninguna nube empañaba el cénitni el horizonte; aunque, naturalmente, no eraposible encontrar en aquellas latitudes el cieloesplendoroso de los países templados y cálidos.

Durante el estío, una ligera bruma perma-necía de continuo suspendida en la atmósfera;pero, al llegar el invierno, cuando se inmovili-zasen las montañas de hielo, cuando los roncosvientos del Norte azotasen de. pleno los canti-

les, cuando se sxtendiera sobre aquellos conti-nentes una noche de cuatro meses, ¿qué sería elcabo Bathurst? Ninguno de los compañeros deJasper Hobson pensaba en ello entonces, por-que el tiempo era magnífico, la campiñahalláb.ase cubierta de verdura, la temperaturatemplada y el mar resplandeciente.

Preparóse para pasar la noche un campa-mento provisional, con material suministradopor los trineos, a la orilla misma de la laguna.Hasta el obscurecer, la señora Paulina Barnett,el teniente, Tomás Black y el sargento Longrecorrieron los alrededores a fin de averiguarsus recursos. El paraje convenía por todos con-ceptos. Jasper Hobson ardía en deseos de queamaneciese el nuevo día paa determinar susituación exacta, y saber de este modo si llena-ba las condiciones recomendadas por la Com-pañía.

—He aquí, señor teniente —exclamó TomásBlack cuando dieron por terminadas sus inves-tigaciones—, una comarca realmente encanta-

dora, como no creí jamás que pudiera existir enestas latitudes.

—¡Ah, señor Black! ¡aquí es donde se venlos paisajes más bellos del mundo! —respondióJasper Hobson—. Siento verdaderamente im-paciencia por determinar sus coordenadas geo-gráficas.

—¡Su latitud sobre todo! —respondió el as-trónomo, que sólo pensaba siempre en su futu-ro eclipse—; y paréceme que sus bravos com-pañeros de usted sienten la misma impaciencia,señor Hobson. ¡Como que devengarán doblesueldo si se halla situado más al Norte del para-lelo de 70º!

—Y usted también, señor Black —dijo Pau-lina Barnett—, ¿no tiene usted un gran interés,un interés puramente científico, se entiende, enrebasar el mentado paralelo?

—Indudablemente, señora —le respondió elastrónomo—, tengo gran interés en rebasarlo;pero no demasiado, sin embargo. Según loscálculos nuestros, que son de una exactitud

absoluta, el eclipse de Sol, que tengo la misiónde observar, no será total más que para los ob-servadores situados un poco más al Norte delparalelo 70°. Comprenderá usted, por tanto,que tengo tanto interés e impaciencia por de-terminar la situación del cabo Bathurst comonuestro teniente.

—Pero, ahora que pienso en ello, señorBlack —observó la viajera—, si mis noticias sonciertas, ese eclipse de Sol no ha de tener lugarhasta el día 18 de julio.

—Sí, señora; el 18 de julio de 1860. —¡Y aún estamos a 5 de julio de 1859! ¡En-

tonces ese fenómeno no habrá de acontecerhasta dentro de más de un año!

—Desde luego, señora —respondió el as-trónomo—; pero, convenga usted conmigo enque, si no hubiera emprendido el viaje hasta elaño que viene, me habría expuesto a llegar de-masiado tarde.

—En efecto, señor Black —replicó JasperHobson—, y ha hecho usted perfectamente en

partir con un año de anticipación. De este mo-do, puede usted estar seguro de que no se leescapará el eclipse. Porque le garantizo a ustedque nuestro viaje del fuerte Confianza al caboBathurst se ha efectuado en condiciones tanextraordinariamente favorables, que constitu-yen una excepción. Hemos experimentado muypocas fatigas, y, como consecuencia, el retardoha sido escaso. Si le he de decir la verdad, nocontaba con haber llegado a esta parte del lito-ral antes de mediados de agosto, y si el eclipsehubiera debido acontecer el 18 de julio de 1859,es decir, este año, se habría usted expuesto aperderlo. Aparte de que aún no sabemos si noshallamos más al Norte del paralelo de 70°.

—Por eso, mi querido teniente —respondióTomás Black—, no me arrepiento de haberhecho el viaje en compañía de usted, y esperarécon paciencia el eclipse hasta el año que viene.¡Creo que la rubia Febe bien merece el honor deque se la espere!

Al día siguiente, 6 de julio, poco antes demediodía, Jasper Hobson y Tomás Black habíantomado sus disposiciones para obtener con to-da exactitud la situación geográfica del caboBathurst. Aquel día brillaba el sol con la clari-dad suficiente para que se precisasen bien suscontornos. Además, en esta época del año habíaadquirido ya su máxima altura sobre el hori-zonte, y, por consecuencia, su culminación, alhallarse sobre el meridiano, debía facilitar eltrabajo de los observadores.

Ya la víspera, y aquella misma mañana, to-mando diferentes alturas, y por medio de uncálculo de ángulos horarios, el teniente y elastrónomo habían obtenido con escrupulosaprecisión la longitud del lugar. Pero su eleva-ción en latitud era la circunstancia que sobretodo preocupaba a Jasper Hobson. Poco impor-taba, en efecto, cuál fuese el meridiano del caboBathurst, con tal de que se hallase situado másal Norte del paralelo de 70°.

Aproximábase el mediodía. Todos los hom-bres que componían el destacamento rodeabana los observadores, que tenían en las manos sussextantes. Aquellos exploradores intrépidosesperaban el resultado de la observación conuna impaciencia bien fácil de comprender. Enefecto, se trataba para ellos de saber si habíanllegado al término de su viaje, o si debían se-guir buscando en otro punto del litoral un terri-torio situado en las condiciones que la Compa-ñía deseaba.

Ahora bien, esta última tentativa no hubieradado probablemente ningún resultado satisfac-torio. En efecto, según los mapas que, aunqueimperfectos, había de esta porción de la costaamericana, a partir del cabo Bathurst, ésta seinflexionaba hacia el Oeste, descendía otra vezmás abajo del paralelo de 70°, y no volvía aremontarlo hasta la América rusa, en la cual losingleses no tenían aún el derecho de establecer-se. No sin razón, Jasper Hobson, después dehaber estudiado concienzudamente la cartogra-

fía de estas tierras boreales, habíase dirigidohacia el cabo Bathurst.

Este cabo, en efecto, avanza como una pun-ta hasta más arriba del paralelo de 70°, y, entrelos meridianos de 100 y 150° no existe otropromontorio que, perteneciendo al continentepropiamente dicho, es decir, a la América in-glesa, se proyecte más al Norte de este círculo.Quedaba, pues, por determinar si realmente elcabo Bathurst ocupaba la posición que le asig-naban los mapas más modernos.

Tal era, en suma, la importante cuestión quelas observaciones precisas de Tomás Black yJasper Hobson iban a resolver.

El sol se aproximaba en aquel momento alpunto culminante de su carrera. Los dos obser-vadores dirigieron los anteojos de sus respecti-vos sextantes hacia el astro, que aún subía. Pormedio de los espejos inclinados que poseenestos instrumentos, el sol debía ser aparente-mente llevado hasta el horizonte mismo, y elmomento en que pareciese tocarlo con el borde

inferior de su disco, sería precisamente aquelen que ocupase el punto más elevado de suarco diurno, y, por consiguiente, el momentoexacto de su paso por el meridiano, o sea elmediodía del lugar.

Todos les contemplaban, guardando reli-gioso silencio.

—¡Mediodía! — exclamó de repente JasperHobson.

—¡Mediodía! — repitió en el mismo instanteTomás Black. .

Bajaron los sextantes, y el teniente y el as-trónomo leyeron en sus limbos graduados elvalor de los ángulos que acababan de obtener,procediendo inmediatamente a efectuar losoportunos cálculos.

Pocos minutos después, levantóse el tenien-te Hobson, y, dirigiéndose a sus compañeros,les dijo:

—Amigos míos: ¡a partir de este día, 6 de ju-lio, la Compañía de la Bahía de Hudson contrae

por mi mediación el compromiso de abonarosdoble sueldo del que habéis cobrado hasta hoy!

—¡Hurra! ¡hurra! ¡hurra por la Compañía!— exclamaron a una voz los dignos compañe-ros del teniente Hobson.

En efecto, el cabo Bathurst y el territorio quecon él confinaba hallábanse sin género algunode duda situados más al Norte del paralelo de70°.

He aquí, calculados con menos de un se-gundo de error, las coordenadas que debíantener más adelante una importancia tan grandeen el porvenir del nuevo fuerte.

Longitud: 127° 36' 12" Oeste del meridianode Greenwich.

Latitud: 70° 44' 37" Norte. Y aquella misma noche, aquellos expedicio-

narios intrépidos, acampados tan lejos delmundo habitado, a más de 800 millas del fuerteConfianza, vieron al astro refulgente tangentearlos bordes, del horizonte occidental, sin que la

más mínima porción de su esplendoroso discofuese mordida por éste.

El sol de medianoche brillaba por primeravez antes sus ojos.

XIII EL FUERTE ESPERANZA

El emplazamiento del fuerte estaba irrevo-cablemente fijado. Ningún otro lugar podría sermás favorable que aquel terreno, naturalmentellano, situado al abrigo del cabo Bathurst, en laorilla oriental de la laguna. Jasper Hobson re-solvió; pues, comenzar inmediatamente la cons-trucción de la casa principal. Entretanto, tuvocada uno que arreglárselas como mejor pudo,siendo utilizados los trineos de una maneraingeniosa para formar el campamento provi-sional. Por otra parte, gracias a la habilidad desus agentes, Jasper Hobson contaba con que enel plazo de un mes, todo lo más, estaría cons-truida la casa principal, la cual debería ser lo

suficientemente amplia para cobijar provisio-nalmente a las diecinueve personas que forma-ban el destacamento. Más tarde, y antes de lallegada de los fríos intensos, si el tiempo no loimpedía, se construirían los salones destinadosa los soldados, y los almacenes para el depósitode las pieles. Pero Jasper Hobson no suponíaque estos trabajos pudiesen estar terminadosantes de que finalizara septiembre; y como, apartir de este mes, las noches son ya largas, losmalos tiempos frecuentes, el invierno se echaencima y aparecen los primeros hielos, habríanecesidad de paralizar los trabajos. De los diezsoldados elegidos por el capitán Craventy, doseran ante todo cazadores: Sabine y Marbre. Losotros ocho manejaban el hacha con tanta habi-lidad como el fusil. A fuer de buenos marinos,servían para todo y no había cosa que no supie-sen hacer. Pero en aquellos momentos debíanser utilizados más bien como obreros que comosoldados, toda vez que se trataba de la cons-

trucción de un fuerte que ningún enemigo tra-taba por entonces de atacar.

Petersen, Belcher, Rae, Garry, Pond, Hope yKellet formaban un grupo de hábiles y celososcarpinteros que Mac-Nap, un escocés de Stir-ling, muy entendido en la construcción de casasy aun en la de buques, debía dirigir. Abunda-ban las herramientas, tales como hachas, deuno y dos filos, serruchos, azuelas, cepillos,sierras, mazos, martillos, formones, etc. Uno deaquellos hombres. Rae, cuyo oficio principal erael de herrero, podía fabricar, con auxilio de unafragua portátil, todos los tornillos, clavos, pa-sadores, pernos, clavijas y tuercas que se nece-sitasen para la debida trabazón de las maderas.

No había ni un solo albañil entre todosaquellos obreros; pero, en realidad, no hacíafalta, puesto que todas las casas de las factoríasdel Norte se construyen de madera.

Afortunadamente, no faltaban los árbolesen los alrededores del cabo Bathurst; pero, poruna rareza que ya había observado Jasper Hob-

son, no había en aquel territorio ni una roca, niuna piedra, ni siquiera un guijarro: sólo habíatierra y arena. La playa estaba sembrada de unamultitud de conchas bivalvas, destrozadas porla resaca, y de plantas marinas o de zoófitos,consistentes principalmente en erizos y estrellasde mar. Pero, como el teniente hizo observar aPaulina Barnett, no había en los alrededores delcabo ni una sola piedra, ni un solo trozo desílice, ni un solo pedazo de granito. El cabomismo sólo estaba formado por un amontona-miento de tierras movedizas, cuyas moléculasse encontraban apenas acopladas por las raícesde algunos vegetales.

Aquella tarde, Jasper Hobson y el maestrocarpintero Mac-Nap fueron a determinar elsitio que la casa principal debería ocupar en lameseta que se extendía al pie del cabo Bathurst.Desde allí, la mirada abarcaba la laguna y elterritorio situado al Oeste, hasta una distanciade diez o doce millas. A la derecha, pero a cua-tro millas de distancia, por lo menos, escaloná-

banse unos acantilados de bastante elevación,que las brumas no dejaban ver claramente. Porla izquierda, por el contrario, extendíanse in-mensas llanuras, prolongadas estepas que, du-rante el invierno, deberían confundirse en abso-luto con las superficies heladas de la laguna ydel mar.

Una vez elegido este lugar, Jasper Hobson yel maestro Mac-Nap trazaron con un cordel elperímetro de la casa. Este trazado formaba unrectángulo cuyo lado mayor medía sesentapies, y treinta el más pequeño. La fachada prin-cipal debería, pues, medir sesenta pies de largo,y presentar cuatro huecos: una puerta y tresventanas por el lado del promontorio, comuni-cando con lo que había de ser patio interior, ycuatro ventanas por la parte de la laguna. Lapuerta, en vez de abrirse en el centro de la fa-chada posterior, colocóse en el ángulo izquier-do, a fin de hacer más habitable la casa. En efec-to, esta disposición no permitía a la temperatu-ra exterior pehetrar tan fácilmente hasta las

últimas habitaciones, situadas en la parteopuesta del edificio.

El teniente y su carpintero decidieron dar ala nueva casa la siguiente distribución interior:una primera pieza, que formaría la antecámara,cuidadosamente defendida contra los embatesdel viento por una doble puerta; un segundodepartamento reservado únicamente a los tra-bajos culinarios, a fin de que no trascendiese lahumedad a los cuartos habitados; una vastasala que serviría de comedor para todos, y, porúltimo, un compartimiento dividido en varioscamarotes, como la cámara de un barco.

Los soldados deberían ocupar provisional-mente el gran salón, en cuyo fondo se construi-ría una especie de cama de campaña.

El teniente, Paulina Barnett, Tomás Black,Madge, y las señoras Joliffe, Mac-Nap y Raedeberían alojarse en los camarotes del cuartodepartamento. Valiéndonos de una expresiónvulgar, pero exacta, podríamos decir que esta-rían amontonados los unos sobre los otros; pero

este estado de cosas no debería durar mucho, y,en cuanto se hallase construido el alojamientode los soldados, la casa principal quedaría re-servada únicamente al jefe de la expedición, asu sargento, a Paulina Barnett, a quien noabandonaría su fiel Madge, y al astrónomoTomás Black. Entonces tal vez fuese posibledividir el cuarto departamento en cuatro habi-taciones solamente, y destruir los camarotesprovisionales, porque existe una regla que nodeben olvidar las personas que tienen que in-vernar, y que puede traducirse en el grito de:¡Guerra a los rincones!

En efecto, los rincones y ángulos son otrostantos receptáculos de hielo; los tabiques impi-den que la ventilación se efectúe de un modoconveniente, y la humedad, pronto convertidaen nieve, hace las habitaciones malsanas e in-habitables, y provoca las más graves enferme-dades en los que las ocupan. Por eso ciertosnavegantes, cuando se disponen a invernar enmedio de los hielos, preparan una sala única en

el interior de sus buques, donde toda la tripula-ción, oficiales y marineros, habitan en común.Empero Jasper Hobson no podía proceder deesta suerte por diversas razones fáciles de com-prender.

Se ve, pues, por esta descripción anticipadade una casa que no existía aún, que la viviendaprincipal del fuerte sólo se componía de unpiso bajo, sobre el cual debería elevarse un am-plio techo, cuyas vertientes, extraordinariamen-te empinadas, facilitarían el desagüe. Por lo querespecta a las nieves, formarían sobre el techouna capa, la cual, una vez bien cuajada, tendríala doble virtud de cerrar herméticamente lahabitación y de conservar constante su tempe-ratura interior. La nieve es, en efecto, muy malaconductora del calor; y si bien es verdad queevita que éste penetre, impide también que seescape, lo cual es de extraordinaria importanciadurante los inviernos árticos.

Por encima del techo deberían elevarse doschimeneas: una correspondiente a la cocina, y

la otra a la estufa del salón central, la cual debe-ría calentar al mismo tiempo los camarotes delcuarto departamento. De este conjunto no re-sultaría ciertamente una obra arquitectónicanotable; pero quedaría la casa en las mejorescondiciones posibles de habitabilidad. ¿Quémás se podía pedir?

Por otra parte, bajo aquel sombrío crepúscu-lo, en medio de las ráfagas de nieve, medioenterrada bajo los hielos, blanca desde la basehasta la extremidad superior del tejado, con suslíneas grasicntas, sus humos grises arremolina-dos por el viento, aquella casa de invernantespresentaría aún un aspecto extraño, sombrío,lamentable, que un artista no podría olvidar.

El plan de la nueva casa estaba, pues, con-cebido; faltaba solamente ejecutarlo, de lo cualse encargaron el maestro Mac-Nap y sus peo-nes.

Mientras los carpinteros trabajaban, los ca-zadores de la expedición, los encargados de su

aprovisionamiento, no permanecían ociosos.Para todos había ocupación.

El maestro Mac-Nap fue a elegir, ante todo,los árboles necesarios para su construcción.Encontró en lo alto de las colinas gran númerode esos pinos que tanto recuerdan al pino esco-cés. Eran árboles de mediana altura, muy apropósito para la casa que se trataba de edifi-car. En efecto, en estas ordinarias viviendas,muros, suelos, techos, tabiques, puntales y re-fuerzos se hacen todos con tablas, maderos yvigas.

Como es fácil comprender, esta clase deconstrucciones sólo exige una mano de obramuy elemental, de suerte que Mac-Nap podíaproceder sin muchos requisitos, lo cual no per-judicaría en nada la solidez de la casa.

El maestro Mac-Nap eligió árboles bien rec-tos, que hizo cortar a un pie del suelo. Despoja-dos de sus ramas un centenar de estos pinos,sin descortezar ni escuadrar, quedaron conver-tidos en vigas de veinte pies de longitud. El

hacha sólo los labró en sus extremidades, paraformar en ellas las espigas y muescas que debí-an fijarlos los unos a los otros. Esta operaciónexigió solamente algunos días para quedarterminada, y pronto aquellos maderos, arras-trados por los perros, fueron transportados a lameseta que debía ocupar la casa pincipal, lacual había sido previamente nivelada.

El piso, formado por una mezcla de tierra yarena, fue perfectamente apisonado. Las hier-bas cortadas y los desmirriados arbustos que lotapizaban habían sido quemados de antemano,y las cenizas resultantes de su cremación for-maron en la superficie una capa espesa, absolu-tamente impermeable a la humedad, obtenien-do de esta suerte Mac-Nap un suelo limpio yseco, sobre el cual pudo establecer con todaseguridad los primeros cimientos.

Una vez terminados estos trabajos prelimi-nares, en cada ángulo de la casa y en los puntoscorrespondientes a cada pared divisoria, colo-cáronse verticalmente los pilares que debían

sostener el armazón del edificio, haciendo pe-netrar algunos pies en la tierra sus extremida-des, después de haberlas endurecido a fuego.Estas perchas, un poco escopleadas en sus caraslaterales, recibieron las vigas que formaban lapared propiamente dicha, dejando entre ellaslos huecos correspondientes a las puertas yventanas. Por su parte superior fueron reunidastodas estas vigas por medio de largueros que,bien encastrados en sus mortajas, consolidaronasí el conjunto de la construcción. Estos largue-ros figuraban las cornisas de las dos fachadas, ysobre sus extremidades descansáronse las vigadel techo, cuya puntas inferiores sobresalían dela pared, como los aleros de un tejado. Sobre elcuadro del entablamento se alinearon las vigue-tas del techo, y sobre la capa de cenizas las delsuelo.

Inútil es decir que lo mismo estas viguetasque las de las paredes exteriores e interiores,sólo fueron yuxtapuestas. En ciertos puntos, ypara asegurar mejor su unión, el herrero Rae

habíalas taladrado, ligándolas por medio delargas chavetas de hierro, a las que se forzó aentrar merced a fuertes golpes de mazo.

Pero la yuxtaposición no podía ser perfecta,y fue preciso tapar herméticamente los intersti-cios. Con este fin, empleó Mac-Nap con éxito elcalafateado, que tan bien impermeabiliza loscostados y fondo de los buques; y para el cala-fateo valióse, a guisa de estopa, de una especiede musgo seco que abundantemente alfombra-ba la vertiente oriental del promontorio queformaba el cabo Bathurst. Este musgo fue in-troducido en los intersticios por medio de bo-tadores batidos a martillazos, y en cada ranuravertió el maestro carpintero varias capas debrea caliente que extrajeron de los pinos. Lasparedes y los suelos construidos de este modopresentaban una impermeabilidad perfecta,siendo su espesor una garantía contra los vien-tos huracanados y los fríos del invierno.

La puerta y las ventanas, abiertas en ambasfachadas, eran toscas, pero sólidas. Estas últi-

mas tenían, en vez de cristales, esa substanciacórnea, amarillenta, apenas diáfana, que pro-duce la cola de pescado seca; pero forzosamen-te era preciso contentarse con aquello. Además,durante la buena estación era preciso tenerconstantemente abiertas las ventanas con objetode ventilar la casa; y, durante el invierno, comono había que esperar claridad ninguna de aquelcielo obscurecido por la noche ártica, las venta-nas debían permanecer, por el contrario, siem-pre herméticamente cerradas por gruesas por-tezuelas provistas de resistentes herrajes capa-ces de soportar los embates de las tempestades.

En el interior de la casa quedó todo rápida-mente arreglado. Una doble puerta, instaladadetrás de la primera en el departamento queformaba la antecámara, permitía a las personasque entraban o salían pasar por una temperatu-ra media entre la interior y la exterior. De estamanera, el viento, cargado de frialdades agudasy de humedades glaciales, no podía llegar tam-poco directamente hasta las habitaciones.

Instaláronse además las bombas de airetraídas del fuerte Confianza, a fin de podermodificar en la proporción debida la atmósferade la habitación, en el caso en que los fríos de-masiado vivos impidiesen en absoluto la aper-tura de puertas y ventanas. Una de estas bom-bas debería arrojar el aire del interior cuando sehallase demasiado cargado de elementos dele-téreos, y lá otra introducir el aire puro del exte-rior, para renovar el viciado de todos los com-partimientos. El teniente Hobson dedicó a estainstalación, que, en casos necesarios, debíaprestar inestimables servicios, sus más exquisi-tos cuidados.

El principal utensilio de la cocina fue unamplio fogón de fundición que habían traídodesarmado del fuerte Confianza. El herrero Raesólo tuvo que tomarse el trabajo de montarlo, loque no fue operación ni larga ni difícil; pero lostubos destinados a la salida del humo, lo mis-mo el de la cocina que el de la estufa del salón,reclamaron más tiempo e ingenio. No era posi-

ble utilizar los tubos de palastro, porque nohubieran resistido mucho tiempo los embatesdel viento equinoccial, y fue preciso emplearmateriales de mayor resistencia. Después devarios ensayos, que no dieron el resultado ape-tecido, decidióse Jasper Hobson a utilizar otramateria distinta de la madera. Si hubiese tenidopiedra a su disposición, la dificultad habríasido rápidamente vencida; pero ya se ha dichoque, por una rareza bastante inexplicable, nohabía piedras de ninguna clase en los alrededo-res del cabo Bathurst.

En cambio, también se ha consignado, lasconchas se acumulaban por millones sobre laarena de las playas.

—Está bien —dijo el teniente Hobson almaestro Mac-Nap—, fabricaremos con conchasmarinas los tubos de nuestras chimeneas.

—¡De conchas marinas! — exclamó el car-pintero.

—Sí, Mac-Nap —respondió Jasper Hob-son—; de conchas trituradas, calcinadas y con-

vertidas en cal, con la cual fabricaremos unasespecies de losetas que utilizaremos como losladrillos ordinarios.

—¡Bien! ¡Pues vaya por las conchas! — res-pondió el carpintero.

La idea del teniente Hobson era buena y fuepuesta en práctica al punto. La playa se hallabacubierta de un número incalculable de conchascalcáreas que formaban parte de las piedrascalizas que constituyen la capa inferior de losterrenos terciarios. El carpintero Mac-Nap hizorecoger varias toneladas de ellas, y construyóuna especie de horno para descomponer, pormedio de la cocción, al carbonato que entra enla composición de estas conchas marinas, obte-niendo de esta suerte una cal muy a propósitopara los trabajos de albaflilería.

En esta operación se invirtieron doce horas.Tal vez exageraríamos si dijéramos que JasperHobson y Mac-Nap obtuvieron por estos ele-mentales procedimientos una cal de primera,grasa, exenta de toda materia extraña, que se

deshacía al contacto del agua, aumentaba devolumen como los productos de buena calidady podía formar una pasta aglutinante con unexceso de líquido; pero tal como era, pudo uti-lizarse convenientemente para la construcciónde las chimeneas de la casa. En pocos días, ele-vábanse por encima del tejado dos tubos cóni-cos, cuyo espesor era una garantía contra losembates del viento.

Paulina Barnett felicitó al teniente y al car-pintero por haber llevado a cabo felizmente yen poco tiempo aquella difícil obra.

—¡Ahora lo que es necesario es que las chi-meneas tiren bien! — añadió con sonrisa pica-resca.

—¡Ya lo creo que tirarán, señora! —respondió filosóficamente Jasper Hobson—.¡No lo dude usted un momento! ¡Todas laschimeneas tiran!

La gran obra quedó en el plazo de un mescompletamente acabada, señalándose el día 6

de agosto para celebrar la inauguración de lacasa.

Pero, mientras que Mac-Nap y sus hombrestrabajaban sin descanso, y la señora Joliffe or-ganizaba los servicios culinarios, su esposo, elsargento Long y los cazadores Marbre y Sabine,dirigidos por Jasper Hobson, habían exploradolos alrededores del cabo Bathurst, comproban-do, con gran satisfacción, que abundaban enellos los animales de pelo y pluma.

Las cacerías no estaban organizadas aún,tratando más bien los cazadores de explorar elpaís. Sin embargo, lograron apoderarse de al-gunas parejas de renos vivos, que resolvierondomesticar, con objeto de qiie se reprodujeran yles suministraran leche, encerrándolos, a tal fin,dentro de una empalizada, que se construyó alefecto, a unos cincuenta pasos de la casa, y en-cargando especialmente de su custodia y cui-dado a la esposa del herrero Rae, que, por serindia, era muy entendida en todos estos asun-tos.

Paulina Barnett quiso ocuparse, ayudadapor su fiel Madge, en la organización interior, yno debía tardar en sentirse la bienhechora in-fluencia de esta buena e inteligente mujer enuna multitud de detalles en los que Jasper Hob-son y sus compañeros jamás probablementehabríanse ocupado.

Después de haber explorado el territorio enun radio de varias millas, reconoció el tenienteque formaba una vasta península cuya superfi-cie medía una extensión de ciento cincuentamillas cuadradas, aproximadamente, unida alcontinente americano por un istmo de cuatromillas de ancho, cuando más, el cual se exten-día desde el fondo de la bahía de Wasburn, alEste, hasta una escotadura correspondiente dela costa opuesta. La delimitación de esta penín-sula, a la que bautizó Jasper Hobson con elnombre de Península Victoria, quedaba de estasuerte perfectamente marcada.

Jasper Hobson quiso saber en seguida quérecursos ofrecían la laguna y el mar y no tardó

en ver su curiosidad favorablemente satisfecha.Las aguas de la laguna, aunque muy poco pro-fundas, eran muy abundantes en pesca y pro-metían una gran reserva de truchas, sollos yotros peces de agua dulce, con lo que debíacontarse.

El riachuelo daba asilo a apetitosos salmo-nes que remontaban con facilidad su corriente,y a familias bulliciosas de blancas y de esperin-ques.

El litoral del mar parecía menos ricamentepoblado que la laguna; pero, de vez en cuando,veíanse pasar a lo largo enormes catáceos, ba-llenas y cachalotes, que huían sin duda algunade los arpones de los pescadores que recorrenel estrecho de Behring, y no parecía imposibleque alguno de aquellos mamíferos viniese avarar en la costa, que era sin duda la única ma-nera de que los colonos del cabo Bathurst sepudiesen apoderar de algunos ejemplares.

Por lo que respecta a la parte de la playa si-tuada al Oeste, era a la sazón frecuentada por

numerosas familias de focas; pero Jasper Hob-son recomendó a sus compañeros que no die-sen inútilmente caza a estos animales, pues másadelante verían si convenía sacar partido deellos.

El 6 de agosto tomaron posesión los colonosdel cabo Bathurst de su nueva residencia, asig-nándole previamente, por unanimidad, y trasuna discusión en la que todos tomaron parte,un nombre de buen augurio.

Aquella apartada mansión, o, mejor dicho,aquel fuerte, que era entonces el puesto másavanzado con que contaba la Compañía en ellitoral americano, fue bautizado con el nombrede fuerte Esperanza.

Y si en la actualidad no figura en los mapasmás recientes de las regiones árticas, es porquele estaba reservada una suerte terrible, en unporvenir muy cercano, en detrimento de la car-tografía moderna.

XIV

ALGUNAS EXCURSIONES

El arreglo de la nueva morada efectuóse rá-pidamente. La cama de campaña instalada en elgran salón quedó lista bien pronto. El carpinte-ro Mac-Nap había fabricado una amplia mesa,de gruesos pies, pesada y maciza, que porgrande que fuese el peso de los manjares jamásla haría crujir. Alrededor de esta mesa hallá-banse dispuestos bancos no menos sólidos, pe-ro fijos, y, por consiguiente, poco a propósitopara justificar la denominación de muebles conque sólo son designados los objetos movibles.Algunos asientos sueltos y dos amplios arma-rios completaban, por último, el mobiliario deaquel departamento.

La cámara del fondo estaba lista también.Espesos tabiques dividíanla en seis camarotes,de los cuales únicamente dos recibían luz porlas dos ventanas extremas abiertas en las fa-chadas anterior y posterior. El mobiliario decada camarote componíase tan sólo de un lecho

y de una mesa. Paulina Barnett y Madge ocu-paron el que daba directamente a la laguna.Jasper Hobson había ofrecido a Tomás Black elotro camarote iluminado por la ventana quedaba al patio, y el astrónomo no se hizo repetirla invitación, tomando posesión de él al instan-te. Por lo que respecta a él mismo, mientras nose alojaban sus soldados en nuevos departa-mentos construidos ex profeso, contentóse conuna especie de celda semiobscura, inmediata alcomedor, y que, mal que bien, recibía algunaluz por una claraboya abierta en la pared prin-cipal.

Las señoras Joliffe, Rae y Mac-Nap ocupa-ron, con sus respectivos esposos, los otros ca-marotes. Eran tres excelentes matrimonios, es-trechamente unidos, a quienes hubiera sido unacrueldad separar. Por lo demás, la pequeñacolonia no debía tardar en contar con un nuevomiembro, toda vez que el maestro Mac-Nap,cierto día, no había titubeado en preguntar aPaulina Barnett si querría hacerle el honor de

ser madrina para fines de año, a lo que accedióella con gran satisfacción.

Los trineos habían sido descargados porcompleto, transportando los avíos de cama a lasdiversas habitaciones. Las herramientas, lasprovisiones y las municiones, de las cuales nohabía de hacerse un uso inmediato, almacená-ronse en el desván, al cual se subía por unaescalera situada en el fondo del corredor deentrada. Los vestidos de invierno, botas, abri-gos y pieles fueron acondicionados en los am-plios armarios, al abrigo de la humedad.

Terminados estos primeros trabajos, ocupó-se el teniente en la calefacción de la casa. Man-dó recoger, en las colinas próximas, una consi-derable provisión de combustible, por no igno-rar que en ciertas semanas de invierno seríaimposible salir al exterior. Pensó también enutilizar la presencia de las locas en el litoralpara procurarse una abundante reserva de acei-te, toda vez que los fríos polares es precisocombatirlos por los procedimientos más enérgi-

cos. Por orden suya y bajo su dirección, estable-ciéronse en la casa unos condensadores desti-nados a recoger la humedad interior, aparatosque sería fácil desembarazar del hielo de que sellenarían en invierno.

La cuestión de la calefacción, que era de lasmás graves, preocupaba en extremo a JasperHobson.

—Señora —decía algunas veces a la viaje-ra—, soy hijo de las regiones árticas, poseo al-guna experiencia de las cosas, y, sobre todo, heleído y releído muchos relatos referentes a lasinvernadas. Todas las precauciones son pocascuando se trata de pasar la estación fría en estascomarcas. Es preciso preverlo todo, porque unolvido, uno solo, puede ocasionar irreparablescatástrofes durante las invernadas.

—Lo creo, señor Hobson —respondió Pau-lina Barnett—, y veo con satisfacción que el fríotendrá en usted un adversario terrible. Pero,¿no asigna usted la misma importancia a lacuestión relativa a la alimentación?

—La misma, señora, y abrigo la esperanzade poder vivir a expensas de lo que produce elpaís con objeto de economizar nuestras reser-vas. Por eso, dentro de unos días, cuando nosencontremos completamente instalados, orga-nizaremos cacerías para refrescar nuestros ví-veres. Por lo que respecta a la cuestión de losanimales dotados de rica piel, trataremos deresolverla más tarde y de abarrotar los almace-nes de la Compañía. No es, por otra parte, laépoca de cazar la marta, el armiño, la zorra niotros animales análogos. Aún no han echado elpelo de invierno, y sus pieles perderían el vein-ticinco por ciento de su valor si las almacená-semos ahora. No. Limitémonos por lo pronto arellenar la despensa del fuerte Esperanza. Losrenos, los alces, los wapitis, si es que han avan-zado algunos hasta estos elevados parajes, de-ben constituir el único objetivo de nuestros ca-zadores; porque, en efecto, me preocupa bas-tante la cuestión de alimentar a veinte personasy sesenta perros.

Bien se echa de ver en seguida que el te-niente era un hombre de orden que en todoquería obrar con método, y, si sus compañros lesecundaban, tenía la seguridad de salir airosode su difícil empresa.

El tiempo, en esta época del año, era casisiempre magnífico. El período de las nieves riodebía comenzar antes de transcurrir cinco se-manas. Cuando la casa principal estuvo termi-nada, mandó proseguir Jasper Hobson los tra-bajos de carpintería, haciendo construir unaamplia perrera destinada a guarecer los tiros deperros, la cual fue emplazada al pie mismo delpromontorio, apoyada sobre sus propios flan-cos, y a unos cuarenta pasos del costado dere-cho de la casa. A la izquierda, y enfrente de laperrera, debería emplazarse el alojamiento paralos soldados, en tanto que los almacenes y elpolvorín ocuparían la parte anterior del recinto.

Jasper Hobson, con prudencia tal vez exage-rada, resolvió construir este recinto antes de lallegada del invierno. Una buena empalizada,

sólidamente construida y hecha de troncos bienaguzados, debería garantizar la factoría no so-lamente contra los ataques de los animales ma-yores, sino también contra las agresiones de loshombres, en caso de que se presentase algunapartida enemiga, ora fuese de indios, ora decualquier otra raza. El teniente no había echadoen olvido las huellas encontradas en el ütoral, amenos de doscientas millas del fuerte Esperan-za. Conocía los violentos procedimientos de loscazadores nómadas, y pensó que valía más, entodo caso, prevenirse contra un golpe de mano.Trazóse, pues, la línea de circunvalación demanera que rodease la factoría, y en los dosángulos anteriores que miraban a la laguna,encargóse el maestro Mac-Nap de construir dospequeñas garitas de madera, muy convenientespara abrigar a los centinelas.

Con un poco de diligencia, y con aquellosdenodados obreros que trabajaban sin descan-so, sería posible terminar estas nuevas cons-trucciones antes de que llegase el invierno.

Durante este tiempo, organizó Jasper Hob-son diversas cacerías. Aplazó por algunos díasla expedición que proyectaba contra las focasdel litoral, y ocupóse más especialmente en losrumiantes cuya carne, seca y conservada, debe-ría asegurar la alimentación de los habitantesdel fuerte durante la mala estación.

Así, pues, a partir del 8 de agosto, Sabine yMarbre, unas veces solos, otras acompañadospor el teniente y el sargento Long, que erantambién excelentes cazadores, batieron diaria-mente la campiña en un radio de varias millas.A menudo les acompañaba también la incansa-ble Paulina Barnett, siempre con su fusil, quemanejaba con extraordinaria destreza, y a quiennunca dejaban atrás sus compañeros de caza.

Durante todo el mes de agosto, estas expe-diciones fueron muy productivas, y el desvándestinado a guardar las provisiones se iba lle-nando rápidamente. Es preciso decir que niSabine ni Marbre ignoraban todas esas astuciasque conviene emplear en estos territorios, espe-

cialmente con los renos, cuya desconfianza esextraordinaria. ¡Con qué paciencia orientábansepara caminar siempre cara al viento, a fin de noser husmeados por el sutil olfato de estos ani-males!

A veces los atraían agitando por encima delos jarales de abedules enanos algún magníficotrofeo tíe las cacerías anteriores, y los renos, opor mejor decir, los caribúes, designándoloscon el nombre que los indios les dan, engaña-dos por la apariencia, se aproximaban al alcan-ce de los cazadores, que nunca erraban el tiro.

Con frecuencia, también, un pájaro delator,bien conocido de Marbre y de Sabine, una es-pecie de buho diurno, del tamaño de una pa-loma, señalábales la guarida de los caribúes.Llamaba a los cazadores lanzando un grito,parecido al de los niños pequeños, justificandode este modo el nombre de monitor con que ledesignaban los indios.

De este modo fueron muertos unos cincuen-ta rumiantes, cuya carne, cortada a largas tiras,

formó una provisión considerable, en tanto quesus pieles deberían servir para la confección decalzados.

No fueron exclusivamente los caribúesquienes contribuyeron a acrecentar las reservasalimenticias; las liebres polares, que se habíanmultiplicado prodigiosamente en aquellos terri-torios, aportaron también su contingente. No semostraban tan espantadizas como sus congéne-res de Europa, y se dejaban matar de la maneramás estúpida.

Eran grandes roedores, de orejas largas, ojospardos, y pelo blanco como el plumón de loscisnes, y pesaban de diez a quince libras. Loscazadores mataron gran número de estos ani-males, cuya carne es realmente suculenta,ahumándose centenares de ellas, sin contar conlas muchas que las hábiles manos de la señoraJoliffe transformaron en apetitosos pasteles.

Pero, mientras se acumulaban así los recur-sos para lo porvenir, no se descuidaba tampocola alimentación cotidiana. Muchas de aquellas

liebres polares servían para plato del día, y nilos cazadores ni los obreros del maestro Mac-Nap eran gentes capaces de desdeñar un trozode caza fresca y sabrosa. En el laboratorio de laseñora Joliffe sufrían estos roedores las másvariadas combinaciones culinarias, y la hábilmujercilla se daba excelentes trazas, con gransatisfacción de su esposo, que andaba siempresolicitando para ella elogios que, por otra parte,nadie le regateaba.

Algunas aves acuáticas servían así mismopara variar.la comida diaria. Además de lospatos que abundaban en las orillas de la lagu-na, conviene citar otras aves que se dejabancaer en numerosas bandadas en los sitios don-de crecían algunos raquíticos sauces. Pertenecí-an a la especie de las perdices, las cuales nocarecen de denominaciones zoológicas. Por eso,cuando Paulina Barnett preguntó por vez pri-mera a Sabine cuál era el nombre de aquellasaves, le respondió el cazador:

—Señora, los indios las llaman tetraos de lossauces, pero, para nosotros, los cazadores eu-ropeos, son verdaderos gallos silvestres.

A decir verdad, parecían perdices blancas,con grandes plumas moteadas de negro en laextremidad de la cola. Constituían una cazaexcelente, que sólo necesitaba una ligera cochu-ra en un fuego bastante vivo.

A estas diversas especies de caza añadieronsu contingente las aguas del riachuelo y la la-guna. El más entendido en materia de pesca erael cachazudo y pacífico sargento Long. Ya deja-se que los peces mordiesen su anzuelo biencebado, ya azotase las aguas con su sedal pro-visto de anzuelos sin cebo alguno, nadie podíarivalizar con él en habilidad y paciencia, si seexceptúa la fiel Madge, la compañera de Pauli-na Barnett. Estos dos aventajados discípulos delcélebre Isaac Walton permanecían sentados,durante horas enteras, uno al lado de la otra,con la caña en la mano, acechando sus presas,sin pronunciar una sola palabra; pero, gracias a

ellos, no faltó el pescado jamás, pues extraíandiariamente del riachuelo y la laguna magnífi-cos ejemplares de la familia de los salmones.

Durante estas excursiones, que hubieron deprolongarse casi diariamente hasta fines deagosto, tuvieron los cazadores que habérselascon frecuencia con animales muy peligrosos.Jasper Hobson comprobó, no sin cierta apren-sión, que abundaban mucho los osos en aquellaparte del territorio. En efecto, era raro quetranscurriese un día sin que se advirtiese lapresencia de alguna pareja de estos formidablescarnívoros, contra los que se hicieron numero-sos disparos. Unas veces, descubríase una ma-nada de osos pardos, muy comunes en toda laregión de la llamada Tierra Maldita; otras, unafamilia de osos polares, de talla gigantesca, aquienes los primeros fríos obligarían a aproxi-marse en mayor número a los alrededores delcabo Bathurst. En efecto, en los relatos de lasgrandes invernadas es fácil observar que losexploradores o los balleneros se hallan expues-

tos muchas veces al día a un encuentro con es-tos feroces carnívoros.

Marbre y Sabine descubrieron también mu-chas veces grandes manadas de lobos que, alaproximarse los cazadores, huían como una olaque se desplaza. Se les oía ladrar, sobre todocuando corrían en persecución de un reno o unwapiti. Eran grandes lobos grises, de tres piesde elevación, dotados, de larga cola, y cuya pielse blanquea cuando se aproxima el invierno.Aquel territorio tan poblado ofrecíales una ali-mentación abundante y segura, y por esoabundaban en él.

No era raro encontrar en ciertos parajes cu-biertos de bosque, madrigueras con varias en-tradas, en las que se guarecen estos animales lomismo que las zorras. Sin embargo, en estaépoca, como se hallaban hartos, huían de loscazadores en cuanto advertían su presencia,con esa cobardja que distingue a los de su raza;pero, cuando les hostigase el hambre, aquellosanimales podían constituir un serio peligro

debido a su gran número; y aquellas madrigue-ras eran la demostración más palpable de queno abandonaban la región ni aun durante losfríos del invierno.

Un día, los cazadores llevaron al fuerte Es-peranza un animal horrible, que todavía nohabían visto ni Paulina Barnett, ni el astrónomoTomás Black. Tratábase de un plantígrado quetenía bastante semejanza con el glotón de Amé-rica; un espantoso carnívoro, de cuerpo abulta-do y piernas cortas, armado de garras encorva-das y de formidables mandíbulas, de ojos fero-ces y duros y lomo flexible como el de todos losfelinos.

—¿Qué horrible animal es ése? — preguntóPaulina Barnett.

—Señora —respondió Sabine, que era siem-pre algo dogmático en sus respuestas—, unescocés le diría que es un quickhatch, un indio,que es un okelcoohaw-gew, un canadiense, quees un carcajou...

—¿Y vosotros, cómo le llamáis? — preguntóPaulina Barnett.

—Un glotón, señora —respondió Sabine,evidentemente satisfecho del giro que habíadado a su respuesta.

En efecto, glotón era la verdadera denomi-nación zoológica de aquel singular cuadrúpe-do, temible roedor nocturno, que se cobija enlos huecos de los árboles y en las quiebras delas peñas, gran destructor de castores, ratasalmizcleras y otros roedores, enemigo declara-do del lobo y de la zorra, a quienes no temedisputarles sus presas; animal muy astuto, demusculatura de acero y finísimo olfato, que seencuentra hasta en las más elevadas latitudes, ycuya piel, de pelo corto, casi negra durante elinvierno, da un contingente importante a lasexportaciones de la Compañía.

Durante estas excursiones, la flora del paíshabía sido estudiada con la misma atención quela fauna. Pero los vegetales eran necesariamen-te menos variados que los animales, por carecer

de la facultad que poseen éstos de buscar du-rante la estación invernal otros climas más be-nignos.

El pino y el abeto eran los árboles que másabundaban en las colinas que bordeaban la ori-lla oriental de la laguna. Jasper Hobson observótambién algunos tacamahacs, especies de ála-mos balsámicos de gran altura, cuyas hojas,amarillas al nacer, adquieren un matiz verdosoal final de la estación. Pero estos árboles eranraros, lo mismo que algunos alerces raquíticos aquienes los rayos oblicuos del sol no lograbanvivificar.

Ciertos abetos negros crecían más frondo-sos, sobre todo en las quebradas gargantasabrigadas contra los vientos del Norte. La pre-sencia de este árbol fue acogida con satisfac-ción, porque con sus yemas fabrícase una cer-veza bastante estimada, conocida en la Américadel Norte con el nombre de cerveza de abeto.Hízose una buena recolección de estas yemas,

que fueron almacenadas en el desván del fuerteEsperanza.

Los otros vegetales consistían en abedulesenanos, arbustos de dos pies de altura, propiosde los climas muy fríos, y en grupos de cedrosque suministran una leña excelente para la cale-facción.

En cuanto a los vegetales silvestres que bro-tan espontáneamente en aquella tierra avara ypodían ser utilizados para la alimentación, eranen extremo raros. La señora Joliffe, a quien labotánica positiva interesaba muy de cerca, nohabía encontrado nada más que dos plantasdignas de figurar en su cocina.

Una, una raíz bulbosa, difícil de descubrir,toda vez que pierde la hoja en el preciso mo-mento en que entra en el período de floración,no era otra cosa que el puerro silvestre, el cualsuministraba una abundante cosecha de cebo-llas, del tamaño de un huevo de gallina, quefueron acertadamente empleadas a manera delegumbres.

La otra planta, conocida en todo el Norte deAmérica con el nombre de té del labrador, cre-cía abundantemente a orillas de la laguna, entrelos grupos de sauces y madroños, y constituyeel alimento favorito de las liebres polares. Esteté, hecho en efusión en agua hirviendo, y adi-cionándole algunas gotas de coñac o de gine-bra, constituye una excelente bebida; y la pro-visión que se hizo de esta planta permitió eco-nomizar el té chino traído del fuerte Confianza.

Pero, para obviar la escasez de vegetalesalimenticios, habíase previsto Jasper Hobson decierta cantidad de granos que pensaba sembrarcuando llegase la ocasión oportuna. Consistíanprincipalmente en semillas de coclearia y ace-deras, cuyas propiedades antiescorbúticas sonmuy apreciadas en aquellas latitudes. El tenien-te abrigaba la esperanza de que, eligiendo unterreno abrigado contra las brisas agudas quequeman como una llama toda la vegetación,prevalecerían las semillas en la próxima esta-ción.

Por lo demás, la farmacia del nuevo fuerteno se hallaba desprovista de substancias anties-corbúticas. La Compañía había proporcionadoalgunas cajas de limones y limas, inestimablesproductos de los cuales no puede prescindirninguna, expedición polar; pero importabaeconomizar estas reservas, lo mismo que otrasmuchas, porque una serie de temporales podríainterrumpir las comunicaciones entre el fuerteEsperanza y las factorías del Sur.

XV A QUINCE MILLAS DEL CABO BAT-

HURST

Habían llegado los primeros días de sep-tiembre. Dentro de tres semanas, aun en lasmás favorables circunstancias, los malos tiem-pos interrumpirían los trabajos. Era necesario,pues, darse prisa. Afortunadamente, las nuevasconstrucciones se habían llevado a cabo connotable rapidez. El maestro Mac-Nap y sus

peones realizaban verdaderos prodigios deactividad. A la perrera sólo le faltaban ya losúltimos martillazos, y la empalizada alzábaseya casi entera siguiendo el perímetro trazadopreviamente para el fuerte. Entonces procedió-se a construir la poterna que debía dar acceso alpatio interior. La empalizada, construida congruesas estacas puntiagudas, de quince pies dealtura, formaba una especie de bastión en suparte anterior; pero, a fin de completar el sis-tema de fortificación, era preciso coronar lacumbre del cabo Bathurst, que dominaba laposición.

Como se ve, el teniente Hobson era partida-rio del recinto continuo y los fuertes destaca-dos, que constituyen un gran adelanto en elarte de los Váuban y de los Cormontaigne. Peromientras no se coronaba el cabo, la empalizadaera muy suficiente para poner las nuevas cons-trucciones al abrigo de un golpe dé garra, si node un golpe de mano.

El 4 de septiembre decidió Jasper Hobsonque se dedicase el día a la caza de los anfibiosdel litoral. Tratábase, en efecto, de abastecerse ala vez de combustible y de luz, antes que co-menzasen los fríos.

El campamento de las focas hallábase aunas quince millas de distancia. Jasper Hobsonpropuso a Paulina Barnett que se incorporase ala expedición, cosa que aceptó la viajera, noporque la matanza proyectada ofreciese paraella atractivos, sino para ver el país y contem-plar los alrededores del cabo Bathurst, puesprecisamente aquella parte del litoral, con sucosta acantilada, despertaba su curiosidad enun grado extraordinario.

El teniente Hobson designó para que leacompañasen al sargento Long y a los soldadosPetersen, Hope y Kellet.

La expedición partió a las ocho dela.mañana, seguida de dos trineos, tirados porseis perros cada uno, los cuales deberían trans-portar al fuerte los cuerpos de los anfibios.

Como los trineos iban vacíos, el teniente,Paulina Barnett y sus acompañantes tomaronasiento en ellos. El tiempo era bueno; pero lasbrumas concentradas en el horizonte tamizabanlos rayos del sol, cuyo disco amarillento en estaépoca del año permanecía ya oculto durantealgunas horas de la noche.

Esta parte del litoral, al Oeste del cabo Bat-hurst, presentaba una superficie absolutamentellana, que se elevaba apenas algunos metrossobre el nivel del océano Polar; y esta disposi-ción del suelo llamó la atención del tenienteHobson, por la siguiente razón.

Las mareas son muy vivas en los océanosárticos, o, al menos, así se cree. Muchos nave-gantes que las han observado, como Parry,Franklin, los dos Ross, Mac Clure y Mac Clin-tock, han visto subir el mar, en la época de lassicigias, de veinte a veinticinco pies sobre sunivel medio. Si esta observación era exacta, yno existía motivo para poner en duda la veraci-dad de los expresados marinos, trataba el te-

niente Hobson de explicarse por qué causa elocéano, hinchado bajo la acción de la Luna, noinvadía aquel litoral tan poco elevado sobre elnivel del mar, ya que ningún obstáculo, ni du-nas, ni protuberancia alguna del suelo, se opo-nía a la propagación de las aguas; por qué mo-tivos el fenómeno de las mareas no iba acom-pañado de la sumersión completa del territoriohasta los límites más apartados del horizonte, yno provocaba la mezcla de las aguas del lago ydel océano Glacial. Sin embargo, era evidenteque esta sumersión no se producía y que nuncase había efectuado.

Jasper Hobson no pudo por menos de haceresta observación, lo que indujo a su compañeraa responderle que indudablemente, y a pesarde cuanto se hubiera dicho, las mareas eraninsensibles en el océano Glacial Ártico.

—Al contrario, señora —respondió JasperHobson—, todas las noticias de los navegantesse hallan de acuerdo acerca de que el flujo yreflujo son muy pronunciados en los mares

polares, y no es posible admitir que todas susobservaciones sean falsas.

—Entonces, señor Hobson —replicó PaulinaBarnett—, ¿quiere usted explicarme por qué lasolas del océano no inundan esta región que nose eleva arriba de diez pies sobre el nivel de labajamar?

—¡Ah, señora! —exclamó Jasper Hobson—;eso es precisamente lo que en este momento mepreocupa, que no sé cómo explicarme estehecho. Desde que hace un mes, nos hallamos eneste litoral, he observado en varias ocasionesque el nivel del mar apenas si se eleva un pie encircunstancias ordinarias, y casi me atrevería aasegurar que, dentro de quince días, el 22 deseptiembre, en pleno equinoccio, es decir, en elmomento en que adquiere el fenómeno sumáxima intensidad, el desplazamiento de lasaguas no llegará a pie y medio en las playas delcabo Bathurst. Poco hemos de vivir para noverlo.

—Pero, en fin, señor Hobson, ¿cuál es la ex-plicación de este hecho? Porque todo en elmundo tiene su explicación.

—Pues bien, señora —respondióle elteniente—, aquí ocurre una de estas dos cosas:o los navegantes han efectuado mal sus obser-vaciones, lo que no puedo admitir tratándosede personajes de la altura de Franklin, Perry,Ross y otros, o las mareas son nulas en estepunto preciso del litoral americano, tal vez porlas mismas razones que las hacen insensibles enciertos mares interiores, entre otros el Mediter-ráneo, donde la proximidad de los continentesque los cercan y la estrechez de los canales nodan suficiente acceso a las aguas del Atlántico.

—Admitamos esta última hipótesis, señorJasper — respondió Paulina Barnett.

—No hay otro remedio —respondió elteniente, sacudiendo la cabeza—; y, sin em-bargo, no me satisface del todo, porque pre-sumo que debe existir alguna singularidadnatural que no atino a comprender.

A las nueve, los dos trineos, después dehaber seguido una playa constantemente llanay arenosa, llegaron a la bahía ordinariamentefrecuentada por las focas. Dejáronse atrás lostiros a fin de no espantar a estos animales, aquienes importaba sorprender en la orilla.

¡Cuan diferente era esta parte del territoriode la que confinaba con el cabo Bathurst!

En el punto donde los cazadores habíansedetenido, el litoral, caprichosamente quebradoy carcomido, por decirlo así, removido de unmodo singular en toda su extensión, delatabaevidentemente su origen plutónico, bien dis-tinto, en efecto, de las formaciones sedimen-tarias que caracterizaban los alrededores delcabo.

El fuego de las épocas geológicas, y no elagua, había, sin duda alguna, formado aquellosterrenos. La piedra que faltaba en el caboBathurst, particularidad, digámoslo de paso, nomenos explicable que la ausencia de las mareas,reaparecía allí bajo la forma de bloques erráti-

cos y rocas profundamente encastradas en elsuelo. Por todas partes, sobre una arena ne-gruzca y en medio de lavas vesiculares, veíanseesparcidos guijarros pertenecientes a esos sili-catos aluminosos comprendidos bajo el nombrecolectivo de feldespato, cuya presenciademostraba de un modo irrefutable que aquellitoral no era más que un terreno de cristali-zación. Sobre su superficie brillaban innumer-ables labradoritas, guijarros variados, de vivose irisados reflejos, azules, rojos y verdes; ydespués, de trecho en trecho, algunas obsidi-anas y trozos de piedras pómez. Por detrás ex-tendíanse largos acantilados, que se elevaban adoscientos pies sobre el nivel del mar.

Jasper Hobson resolvió trepar hasta la cimade estos acantilados con objeto de examinardesde allí toda la parte oriental de la región.Tenía tiempo para ello, pues la hora de la cazade las focas no había llegado aún. Veíanse so-lamente algunas parejas de estos anfibios, reto-zando en la playa, y convenía esperar a que se

reuniese el mayor número posible de ellos, a finde sorprenderlos durante la siesta, es decir,durante el sueño que el sol del mediodía pro-voca en estos mamíferos marinos.

El teniente Hobson reconoció además queaquellos anfibios no eran focas propiamentedichas como sus gentes le habían anunciado.Pertenecían, ciertamente, al grupo de los pin-nipedos; pero eran en realidad vacas y caballosmarinos, que forman en la nomenclatura zo-ológica el género de las morsas, distin-guiéndose por sus caninos superiores, que for-man largos colmillos dirigidos hacia abajo.

Los cazadores, contorneando la pequeñabahía, por la que tan gran predilección parecíansentir aquellos animales, y a la que dieron elnombre de bahía de las Morsas, treparon porlos cantiles del litoral. Petersen, Hope y Kelletpermanecieron sobre un pequeño promontorioa fin de vigilar a los anfibios; en tanto que Pau-lina Barnett, Jasper Hobson y el sargento lle-gaban a la cumbre de aquellas escabrosas

prominencias desde donde se descubrían todoslos accidentes de la región que los rodeaba;cuidando, empero, de no perder de vista a sustres compañeros que tenían el encargo de pre-venirles, por medio de una señal convenida,cuando el número de morsas reunidas fuese yasuficiente.

En un cuarto de hora, el teniente, su com-pañera y el sargento llegaron a la cumbre másalta, desde donde pudieron contemplar fácil-mente todo el territorio que se extendía antesus ojos.

A sus pies se extendía el mar inmenso quecerraba por el Norte el horizonte del cielo. Nose descubría tierra alguna, ni bancos de hielo,ni icebergs. El océano se hallaba libre de hielosaún más allá de donde alcanzaba la vista, y,probablemente, bajo aquel paralelo, aquellaporción del mar Ártico debía ser navegablehasta el estrecho de Behring. Durante el estío,los buques de la Compañía podrían, pues,

fácilmente recalar en el cabo Bathurst por elpaso del Noroeste.

Volviéndose hacia el Oeste, descubrió Jas-per Hobson una comarca completamente nuevay halló la explicación de aquellos despojos vol-cánicos que infestaban realmente el litoral.

A unas diez millas alzábanse unas colinasignívomas, en forma de conos truncados, queno podían verse desde el cabo Bathurst porocultarlas el cantil, y cuyos contornos se desta-caban muy confusamente sobre el cielo, cual siuna mano trémula hubiese dibujado su perfil.Jasper Hobson, después de haberlas observadocon atención, mostróselas con el dedo al sar-gento y a Paulina Barnett, y luego, sin decirnada, volvió la vista hacia la región opuesta.

Por el Este, prolongábase la playa hasta elcabo Bathurst, sin la menor irregularidad, sinun solo movimiento del terreno. Un observadorprovisto de un buen anteojo hubiera podidodescubrir a lo lejos el fuerte Esperanza, y hastael humo blanquecino que en aquellos momen-

tos deberían despedir los hornillos de la señoraJoliffe.

Por detrás, ofrecía el territorio dos aspectosbien diferentes. De Este a Sur se extendía unavasta llanura de varios centenares de millascuadradas, que confinaba con el cabo. Por elcontrario, a espaldas de los cantiles, desde labahía de las Morsas hasta las montañas vol-cánicas, el país, espantosamente abrupto, indi-caba claramente que debía su origen a unasacudida eruptiva.

El teniente observaba el marcado contrasteque presentaban aquellas dos porciones delterritorio, que, preciso es confesarlo, le parecíamuy extraño.

—¿Piensa usted, mi teniente —preguntóle elsargento Long de improviso— que esas mon-tañas que cierran por el Oeste el horizonte sonvolcanes?

—Sin duda alguna, sargento —respondióJasper Hobson—. Ellas son las que han lanzadohasta aquí estos trozos de piedra pómez, estas

ohsidianas, estas, innumerables labradoritas, y,con sólo avanzar dos o tres millas, pisaríannuestros pies sobre lavas y cenizas.

—¿Y cree usted, mi teniente, que esos vol-canes se encuentran todavía en actividad? —preguntó el sargento. —A eso no me es posibleresponder. —Sin embargo, en este momento nose descubre humo alguno sobre sus cráteres.

—Eso no es una razón, sargento Long.¿Acaso lleva usted siempre la pipa en la boca?—No, señor, mi teniente.

—Pues bien, sargento Long; con los vol-canes ocurre exactamente lo mismo. Nohumean constantemente.

—Le comprendo a usted, mi teniente —respondió el sargento Long—; pero lo que nome explico es que existan volcanes en los conti-nentes polares.

—No hay muchos — observó Paulina Bar-nett. —No, señora —respondió el tenienteHobson—; pero existe, sin embargo, ciertonúmero de ellos: en la isla de Juan Mayen, en

las Aleutinas, en Kamchatka, en la Américarusa, en Islandia, y además, en el Sur, en laTierra del Fuego en los continentes australes.Estos volcanes no son más que las chimeneasde ese amplísimo laboratorio central donde sefabrican los productos químicos del Globo, yme parece que el Creador de todas las cosas haabierto esas chimeneas en todos los lugaresdonde las ha creído necesarias.

—Sin duda, mi teniente —respondió el sar-gento—; ¡pero en el Polo, en estos climas glacia-les!...

—¡Qué importa eso, sargento! ¡Qué más daque sea en el Polo o en el Ecuador! Hasta meatrevería a decir que estos respiraderos de-berían ser más numerosos en los alrededoresde los Polos que en ningún otro punto de laTierra.

—Y, ¿por qué, mi teniente? — preguntó elsargento, a quien pareció sorprender extraordi-nariamente la afirmación de Hobson.

—Porque si estas válvulas se han abiertobajo la presión de los gases interiores, ha de-bido esto ocurrir en los lugares en que la cor-teza terrestre posee menor espesor; y, en virtuddel aplastamiento de la tierra por los polos,parece natural que... Pero ya veo la señal quenos hace Kellet —exclamó de improviso elteniente, interrumpiendo su argumentación—.¿Quiere usted acompañarnos, señora?

—Los esperaré a ustedes aquí, señorHobson —respondió la viajera—. ¡Esa matanzade morsas no tiene verdaderamente ningúnatractivo para mí!

—Entendido, señora —respondió JasperHobson—; y si quiere usted reunirse connosotros dentro de una hora, emprenderemosjuntos el camino de regreso.

Quedóse Paulina Barnett en la cumbre delcantil, contemplando el variado panorama quese extendía ante su vista, y un cuarto de horadespués Jasper Hobson y el sargento Long lle-gaban a la playa.

Las morsas eran numerosas entonces, pu-diéndose contar un centenar de ellas. Algunasse arrastraban por la arena con ayuda de suspies palmeados y cortos; pero la mayor partede ellas dormían, agrupadas por familias. Unoo dos de los machos mayores, que medían tresmetros de longitud, de pelo poco espeso y decolor pardusco, parecían vigilar, a modo decentinelas, el resto de la manada.

Las cazadores tuvieron que avanzar consuma prudencia, aprovechando el abrigo de lasrocas y las ondulaciones de la tierra, con objetode cercar algunos grupos de morsas y cortarlesla retirada hacia el mar, toda vez que estosanimales son en tierra pesados, poco ágiles ytorpes. Caminan a saltitos o produciendo con ellomo cierto movimiento de arrastre. Pero den-tro del agua, que es su verdadero elemento, seconvierten de nuevo en peces ágiles, en nada-dores temibles que ponen en peligro con fre-cuencia a los botes que los persiguen.

Los grandes machos desconfiaban, sin em-bargo; parecían presentir un peligro próximo.Levantaban la cabeza y dirigían la mirada entodas direcciones; pero antes de que hubiesentenido tiempo de dar la señal de alarma, JasperHobson y Kellet se lanzaron por un lado, y elsargento, Petersen y Hope por el otro, e hiri-eron con sus balas cinco morsas, rematándolasdespués con sus picas, mientras el resto de lapiara se precipitaba en el mar.

La victoria había sido fácil. Los cinco an-fibios eran de gran tamaño. El marfil de suscolmillos, aunque algo granoso, parecía ser deprimera calidad; pero lo que más apreciabaJasper Hobson eran sus cuerpos abultados ygrasosos, que prometían suministrar una grancantidad de aceite. Fueron inmediatamentecolocadas en los trineos, y con ellas ya teníancarga suficiente los perros.

Era entonces la una, y en aquel momentoreunióse con sus compañeros la señora PaulinaBarnett, y todos emprendieron, por la playa, el

camino de regreso, en demanda del fuerteEsperanza.

No es preciso decir que la vuelta se hizo apie, por ir los trineos completamente cargados.Sólo había que recorrer unas diez millas, perosiempre en línea recta, y no hay nada queparezca tan largo como un camino que carezcade recodos, como dice muy acertadamente unantiguo proverbio inglés.

Por eso, para distraerse de la monotonía delviaje, hablaron los cazadores de una porción deasuntos. Paulina Barnett tomaba parte con fre-cuencia en su conversación, instruyéndose deeste modo, gracias a los conocimientos especia-les de aquellas buenas gentes. Pero la verdadera que no se caminaba muy de prisa.

Aquellas masas carnosas constituían paralos perros una carga demasiado pesada, y lostrineos se deslizaban en muy malas condi-ciones. Sobre una capa de nieve endurecida, losperros habrían franqueado en menos de dos

horas la distancia que separaba la bahía de lasMorsas del fuerte Esperanza.

Varias veces tuvo Jasper Hobson que haceralto para proporcionar algunos instantes dereposo a sus perros, que estaban casi agotados.

—Estas morsas —observó el sargentoLong— hubieran hecho muy bien en establecersus reales más cerca de nuestro fuerte, y así nonos darían tanto trabajo.

—No habrían encontrado allí ningún lugarfavorable — respondió el teniente Hobson,sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué, señor Hobson? — preguntóPaulina Barnett, sorprendida de aquella re-spuesta.

—Porque estos anfibios sólo frecuentan lasplayas de pendiente suave, por las cuales sepueden arrastrar cuando salen del agua.

—¿Pero el litoral del cabo...? —El litoral del cabo —respondió Jasper

Hobson— está acantilado como el muro de unafortaleza, careciendo en absoluto de playa.

Diríase que había sido cortado a pico. He aquí,señora, otra singularidad inexplicable de esteterritorio; y cuando nuestros pescadoresquieran pescar en sus orillas, tendrán que usarsedales de trescientas brazas de longitud,cuando menos. ¿Cuál es la causa de esta dis-posición? No lo sé; pero me inclino a creer que,hace muchísimos siglos, una rotura violenta,debida a algún accidente volcánico, habráseparado del litoral una porción del continente,que se tragó el océano Glacial.

XVI DOS DISPAROS

Había transcurrido la primera mitad delmes de septiembre. Si el fuerte Esperanza hubi-ese estado situado en el Polo mismo, es decir,20° más alto en la latitud, el 21 de aquel mes lanoche polar hubiérale dejado ya sumido en lastinieblas. Pero en el paralelo de 70°, el sol se-guiría describiendo diariamente su órbita circu-

lar por encima del horizonte durante más de unmes todavía. La temperatura, no obstante, em-pezaba ya a refrescar de una manera sensible.Durante la noche descendía el termómetro a 31°Fahrenheit, que equivalen a 1° centígrado bajocero, y empezaban a formarse nuevos hielos,que los últimos rayos solares se encargaban dedisolver durante el día. Algunas borrascas denieve descargaban entre los chubascos de aguay viento, y la estación invernal se aproximaba apasos de gigante.

Pero los habitantes de la nueva factoríapodían esperarla sin zozobra. Las provisionesque tenían almacenadas eran más que sufi-cientes. Las reservas de caza seca habían sidoacrecentadas; habían sido muertas otras veintemorsas más; Mac-Nap había tenido tiempo deconstruir un establo bien abrigado, con destinoa los renos domésticos, y, a la.espalda de lacasa, un amplio cobertizo, que estaba abarro-tado de leña. El invierno, es decir, la noche, elfrío, la nieve, el hielo, podían venir cuando lo

considerasen oportuno, pues todo estaba dis-puesto para recibirlos dignamente.

Pero después de haber proveído a las nece-sidades futuras de los habitantes del fuerte,pensó Jasper Hobson en los intereses de laCompañía. Se aproximaba el momento en quelos animales dotados ya del pelo propio delinvierno constituían presas magníficas. Laépoca era favorable para batirlos a tiros, mien-tras no se cubriese la tierra uniformemente denieve, permitiendo tenderles lazos. JasperHobson organizó, pues, cacerías.

En aquellas elevadas latitudes no eraposible contar con el concurso de los indios,que son, por lo general, quienes proveen depieles a las factorías; porque estos indígenasfrecuentan los territorios más meridionales.

El teniente Hobson, Marbre, Sabine y dos otres de sus compañeros tuvieron, pues, quecazar por cuenta de la Compañía; y, como secomprenderá, no les faltó ocupación.

Había sido señalada la presencia de unatribu de castores en un afluente del riachuelo, aseis millas, sobre poco más o menos, del fuerte,y contra ellos dirigió Jasper Hobson su primeraexpedición.

En épocas anteriores, cuando en la som-brerería se utilizaba principalmente el pelo decastor, solía éste valer hasta cuatrocientos fran-cos el kilo; pero, si el empleo de su pelo hadisminuido mucho, sus pieles, sin embargo,conservan todavía en los mercados un precioconsiderable, superior al que antes obtenían;porque esta raza de roedores, cruelmenteperseguida, tiende a desaparecer.

Los cazadores trasladáronse por el río allugar indicado, donde el teniente hizo admirara Paulina Barnett las ingeniosas disposicionesque estos animales adoptan para preparar con-venientemente su ciudad submarina. Había uncentenar de castores que ocupaban por parejasmadrigueras construidas en las proximidadesdel afluente. Pero ya habían comenzado la con-

strucción de su ciudad de invierno, en la queasiduamente trabajaban.

A través de este arroyuelo, de aguas rápidasy bastante profundas para que sus capas inferi-ores no se helasen ni aun en los más rigurososinviernos, los castores habían construido undique, un poco arqueado hacia arriba. Consistíaeste dique en una sólida trabazón de estacasclavadas verticalmente, entrelazadas con ramasflexibles y troncos de árboles que se apoyabantransversalmente en ellas; el conjunto se hallabaligado y cementado con tierra arcillosa, ama-sada previamente por los pies de los roedores,de cuya cola ovalada y larga, aplastada hori-zontalmente y recubierta de pelos escamosos sesirven a manera de paleta para formar pellas dearcilla, con la que revisten uniformemente todala madera del dique.

—Este dique, señora —dijo JasperHobson—, ha tenido por objeto dar al río unnivel constante, y ha permitido a los ingenierosde la tribu establecer más arriba esas cabañas

de forma redonda cuyas cúpulas está ustedviendo. Son sólidas construcciones cuyas pare-des de madera y arcilla miden dos pies de esp-esor, y no es posible penetrar en su interior másque por una estrecha puerta situada debajo delagua, lo que obliga a cada uno de sus habi-tantes a sumergirse, cuando quiere entrar osalir de su casa; pero, por otra parte, garantizala seguridad de la familia. Si se destruye una deestas cabañas, se ve que está compuesta de dospisos: uno inferior, que sirve de almacén paralas provisiones de invierno, tales como ramas,cortezas y raíces, y otro superior, al cual nollega el agua, y donde el propietario habita consu familia.

—Pero no veo ninguno de estos industrio-sos animales —dijo Paulina Barnett—. ¿Habránabandonado por ventura la construcción de laaldea?

—No, señora —replicó el tenienteHobson—; pero en estos momentos los obrerosestán descansando, entregados al sueño;

porque estos animales sólo trabajan de noche, ylos vamos a sorprender en sus mismas madri-gueras.

Y, en efecto, la captura de aquellos roedoresno ofreció la menor dificultad. En el transcursode una hora, fueron apresados más de un cen-tenar de ellos, entre los cuales había algunos degran valor comercial, toda vez que sus pieleseran absolutamente negras. Los otros tenían unpelaje sedoso, largo, brillante, pero de un matizrojo, tirando a castaño, bajo el cual se percibíaun vello fino y tupido, de color gris argentado.Los cazadores regresaron al fuerte sumamentesatisfechos del resultado de la cacería. Laspieles de los castores fueron almacenadas yregistradas bajo la denominación de pergami-nos o jóvenes castores, según su precio.

Durante todo el mes de septiembre y hastamediados de octubre, aproximadamente,prosiguieron estas expediciones, que dieronexcelentes resultados.

Se cogieron algunos tejones; pero en cortacantidad. Estos son muy buscados por su piel,que sirve para guarnecer los collerones de loscaballos de tiro, y por su pelo, del que se fabri-can pinceles y brochas. Estos carnívoros, que noson en realidad más que unos osos pequeños,pertenecen a la especie de los tejones carcajus,que son peculiares de la América del Norte.

Otros ejemplares de la tribu de los roedores,y casi tan industriosos como el castor, ingresa-ron en gran cantidad en los almacenes de lafactoría. Eran ratas almizcleras, de más de unpie de longitud, sin contar con el rabo, y cuyapiel es bastante estimada. Se las coge en suspropias madrigueras, sin trabajo, porque pulu-lan con esa abundancia peculiar de su especie.

Algunas especies de la familia de los felinos,tales como los linces, exigieron el empleo de lasarmas de fuego. Estos animales, ágiles y flexi-bles, de pelaje rojo claro moteado de manchasnegruzcas, a quienes temen hasta los mismosrenos, no son, en realidad, más que lobos cerva-

les que se defienden con intrepidez. Pero noeran aquéllos los primeros linces con que se lashabían Sabine y Marbre, quienes mataron unascinco docenas de ellos.

Algunos glotones, de piel bastante hermosa,fueron cazados también en las mismas condi-ciones.

Los armiños se mostraron raras veces. Estosanimales, que forman parte de la tribu de lasmartas, lo mismo que los vesos, no lucían aúnsu bello ropaje de invierno, que es enteramenteblanco, si se exceptúa un punto negro en la ex-tremidad de la cola. Su pelaje era todavía rojo,por encima, y de un color gris amarillento, pordebajo, y por este motivo Jasper Hobson habíarecomendado a sus compañeros que los respe-taran por el momento. Era preciso esperar ydejar que madurasen, valiéndonos de la expre-sión del cazador Sabine, es decir, que se blan-queasen con el frío del invierno.

Por lo que respecta a los vesos, cuya caza esmuy desagradable a causa del olor fétido que

despiden, se cogieron gran número de ellos,unas veces sorprendiéndolos en los huecos delos árboles, que les sirven de madrigueras, yotras persiguiéndolos a tiros, cuando se escur-rían por entre las ramas.

Las martas propiamente dichas fueron ob-jeto de una caza especial. Sabido es cuan esti-madas son las pieles de estos carnívoros, aun-que no alcancen tan elevado valor como lascebellinas, que ostentan un pelaje obscuro eninvierno; pero las cebellinas sólo frecuentan lasregiones septentrionales de Europa y del Asia,hasta Kamchatka, siendo los siberianos quienescon más actividad las persiguen. Sin embargo,en el litoral americano del mar Ártico se en-cuentran otras martas cuyas pieles conservantodavía un gran valor, tales como el visón y elpekán, conocidos también con el nombre demartas del Canadá.

Estas martas y visones, durante el mes deseptiembre, sólo proporcionaron a la factoríaun número muy escaso de pieles. Son animales

tan ágiles como vivos, de cuerpo largo ydelgado que les ha valido la denominación devermiformes. Y, en efecto, pueden alargarsecomo un gusano, y escurrirse, en su consecuen-cia, por las más estrechas rendijas; de suerteque bien se comprende que pueden escaparfácilmente de la persecución de los cazadores,siendo mucho más fácil cazarlos por medio detrampas durante la estación invernal.

Marbre y Sabine sólo esperaban el momentofavorable de convertirse en laceros, convenci-dos de que, al llegar la primavera, no faltaríanni martas ni visones en los almacenes de laCompañía.

Para terminar la relación de las pieles conque se enriqueció el fuerte Esperanza duranteestas expediciones, conviene hablar de laszorras azules y de las argentadas, a las cuales seconsidera en los mercados de Rusia y de In-glaterra como los más valiosos animales de pielfina.

Por encima de todas ellas debemos colocarla zorra azul, conocida zoológicamente con elnombre de isatis. Este precioso animal tiene elhocico negro y el pelo ceniciento o rubio ob-scuro, pero jamás azul como pudiera creerse.Su pelaje es muy largo, tupido y suave; es ad-mirable y posee todas las cualidades que con-stituyen la belleza de una piel: suavidad, sol-idez, longitud de pelo, espesor y color. La zorraazul es indiscutiblemente el rey de los animalesde piel fina; y, por eso, su piel vale seis vecesmás que cualquier otra, y un manto per-teneciente al emperador de Rusia, hecho todoentero con piel de cuello de zorra azul, que esla parte más estimada, fue tasado, en la exposi-ción de Londres de 1851, en 3.400 libras esterli-nas, equivalentes a 85.000 francos.

Algunas de estas zorras habían sido vistasen los alrededores del cabo Bathurst; pero loscazadores no habían podido apoderarse deellas, porque estos carnívoros son astutos,ágiles y difíciles de atrapar; pero se logró matar

una docena de zorras argentadas, cuyo pelo, deun espléndido color negro, se halla punteadode blanco. Aunque la piel de estas últimas notenga tanto valor como la de las zorras azules,es, no obstante, un rico despojo que alcanza unalto precio en los mercados de Rusia e In-glaterra.

Una de estas zorras argentadas era un ani-mal soberbio, cuya talla sobrepujaba un poco ala de la zorra común. Tenía las orejas, el lomo yla cola de un color negro de humo; pero el ex-tremo de su apéndice caudal y la parte superiorde sus cejas eran blancos.

Las especiales circunstancias en que fuemuerta esta zorra merecen ser relatadas contodos sus detalles, porque justificaron ciertasaprensiones del teniente Hobson, así como cier-tas precauciones que había creído convenienteadoptar.

En la mañana del 24 de septiembre, dostrineos habían conducido a Paulina Barnett, alteniente, al sargento Long, a Marbre y a Sabine

a la bahía de las Morsas. La víspera de aqueldía, algunos hombres del destacamento habíandescubierto huellas de zorras sobre las rocasentre las cuales crecían raquíticos arbustos, eindicios indiscutibles que delataban su paso.Excitada la codicia de los cazadores, trataron devolver a encontrar aquella pista que les pro-metía despojos de alto precio, y, en efecto, suspesquisas no resultaron estériles. Dos horasdespués de su llegada, una hermosa zorra ar-gentada rodaba por el suelo sin vida.

Viéronse después dos o tres ejemplares másde estos carnívoros, y los cazadores di-vidiéronse entonces. Mientras Marbre y Sabinese lanzaban sobre la pista de una zorra, elteniente Hobson, Paulina Barnett y el sargentoLong trataron de cortar la retirada a otro her-moso animal que procuraba esconderse tras lasrocas.

Fue naturalmente preciso rivalizar en as-tucia con aquel animal que se arrastraba pru-

dentemente con objeto de no exponer partealguna de su cuerpo al choque de las balas.

Prolongóse la persecución por espacio deuna hora sin resultado alguno. Sin embargo, elanimal hallábase cercado por tres flancos, y elmar le cerraba el cuarto; y haciéndose cargobien pronto de lo comprometido de su situa-ción, resolvió escapar de ella dando un saltoprodigioso que no dejase a los cazadores otrorecurso que no fuese tirarle al vuelo.

Brincó, pues, salvando una roca; pero JasperHobson, que la estaba acechando, en el mo-mento mismo en que la vio pasar como unasombra, saludóla con una bala.

En el mismísimo instante, escuchóse otrodisparo, y la zorra, mortalmente herida, cayó alsuelo.

—¡Hurra! ¡hurra! —gritó Jasper Hobson—.¡Es mía!

—¡Y mía! — respondió un extranjero, hol-lando con su pie el cuerpo del animal en el

momento en que el teniente la iba a coger con lamano.

Jasper iíobson retrocedió, estupefacto.Había creído que la segunda bala había partidodel fusil del sargento, y se hallaba en presenciade un cazador desconocido cuya escopetahumeaba todavía.

Los dos rivales miráronse cara a cara. Paulina Barnett y el sargento Long llegaron

entonces, y Marbre y Sabine no tardaron enreunírseles, mientras una docena de hombres,contorneando las peñas, se aproximaban al ex-tranjero, que se inclinó cortésmente ante la via-jera.

Era un hombre de elevada estatura, que of-recía el tipo perfecto de esos viajeros canadien-ses cuya competencia tanto temía JasperHobson. Llevaba aquel cazador el traje tradi-cional que el novelista americano WashingtonIrving ha descrito de un modo tan exacto:manta dispuesta en forma de capote, camisa dealgodón a rayas, anchos pantalones de paño,

polainas de cuero, mocasines de piel de ga-muza, cinturón de lana abigarrada, del cualpendían el cuchillo, la bolsa del tabaco, la pipay algunos utensilios de campamento; en unapalabra, un traje medio salvaje, medio civili-zado. Cuatro de sus compañeros estaban vesti-dos como él, aunque no con tanta elegancia.Los otros ocho, que les servían de escolta, eranindios chipewayos.

Jasper Hobson no se equivocó; tenía frente así a un francés, o, por lo menos, a un descendi-ente de los franceses del Canadá, y tal vez unagente de las compañías americanas, encargadode vigilar el establecimiento de la nueva fac-toría.

—Esta zorra me pertenece, caballero — dijoel teniente, después de algunos momentos desilencio, durante los cuales su adversario y él sehabían contemplado de hito en hito.

—Le pertenecerá a usted si es usted quien laha matado — respondió el desconocido, en

correcto inglés, aunque con ligero acento ex-tranjero.

—Se equivoca usted, caballero —replicó conbastante viveza Jasper Hobson—. ¡Este animalme pertenece aun cuando lo haya matado subala de usted, y no la mía.

Una desdeñosa sonrisa acogió esta re-spuesta, henchida de todas las pretensiones quela Compañía se arrogaba sobre los territorios dela bahía de Hudson, del Atlántico al Pacífico.

—Según eso, caballero —replicó el descono-cido, apoyándose con elegancia sobre suescopeta—, ¿usted considera que la Compañíade la Bahía de Hudson es la dueña absoluta detodo este dominio del Norte de América?

—Sin duda de ningún género —respondióel teniente Hobson—; y si usted, caballero, per-tenece, cual supongo, a alguna sociedad ameri-cana...

—A la Compañía de Peletería de San Luis— dijo el cazador, inclinándose.

—Creo —prosiguió el teniente— que lesería a usted muy difícil mostrar una disposi-ción soberana que le otorgue el menor privile-gio sobre parte ninguna de este territorio.

—¡Disposiciones soberanas! ¡Privilegios! —dijo el canadiense con desdén—. Esas sonpalabras de la vieja Europa que suenan mal enAmérica.

—¡Es que no está usted en América, sinosobre el suelo mismo de Inglaterra! — re-spondió, con altivez, Jasper Hobson.

—Señor teniente —respondió el cazador,animándose un poco—, no es éste el momentoindicado para entablar semejante discusión.Conocemos desde hace larga fecha cuáles sonlas pretensiones de Inglaterra en general y de laCompañía de la Bahía de Hudson en particularacerca de estos territorios de caza; pero creoque, tarde o temprano, se encargarán los acon-tecimientos de modificar este estado de cosas, yque América será americana desde el estrechode Magallanes hasta el Polo Norte.

—No lo creo — respondió secamente JasperHobson. —Como quiera que sea —replicó elcanadiense—, le propongo que dejemos a unlado la cuestión internacional. Sean cualesfueren las pretensiones de la Compañía, es evi-dente que, en las comarcas más septentrionalesdel continente, y especialmente en este litoral,pertenece la tierra a quien la ocupe. Ustedeshan fundado una factoría en el cabo Bathurst;pues bien, nos abstendremos de cazar en sustierras, y ustedes, por su parte, respetarán lasnuestras cuando las Peleterías de San Luis ha-yan establecido otro fuerte en otro punto en-clavado en los límites septentrionales deAmérica. La frente del teniente arrugóse,porque no se le ocultaba que, dentro de unporvenir no lejano, la Compañía de la Bahía deHudson tendría que luchar con formidablesrivales hasta en el litoral; que sus pretensionesrelativas a la posesión de todos los territoriosde la América del Norte no serían respetados yque surgirían frecuentes tiroteos entre los com-

petidores. Pero comprendió al mismo tiempoque no era, efectivamente, el momento opor-tuno para discutir una cuestión de privilegios,y observó sin disgusto que el cazador, con cor-tesía exquisita, conducía el debate por otro der-rotero. —Por lo que hace referencia —dijo elviajero canadiense— al asunto que ventilamosde momento, su importancia es muy escasa, ycreo que debemos zanjarlo como buenos ca-zadores. Su escopeta de usted y la mía son dediferente calibre, de suerte que sus balas es fácilreconocerlas. ¡Llévese, pues, la zorra quien lahaya, de los dos, muerto realmente!

La proposición era justa. La cuestión rela-tiva a la propiedad del animal derribado podíaresolverse de aquel modo con certeza.

Examinado minuciosamente el cadáver dela zorra, viose que tenía alojadas en su cuerpolas balas de los dos cazadores: una, en uncostado; la otra, en el corazón, siendo estaúltima la del canadiense.

—Este animal es de usted — dijo JasperHobson, disimulando mal su despecho, al verpasar tan magnífica pieza a manos de un ex-tranjero.

El viajero tomó la zorra, y, en el momentoen que todos creyeron que se la iba a echar alhombro y a marcharse con ella, exclamó, ade-lantándose hacia Paulina Barnett:

—Las señoras son muy aficionadas a laspieles hermosas. ¡Si supiesen con qué fatigas, y,a menudo, con qué peligros se las obtiene, talvez no las codiciarían tanto! Pero el hecho esque les gustan con pasión. Permítame, pues,señora, que le ofrezca ésta, en recuerdo denuestro encuentro.

Paulina Barnett no se atrevía a aceptar; peroel cazador canadiense habíale ofrecido aquellamagnífica piel con tanta gracia y de un modotan sincero, que su negativa hubiera constituidouna ofensa.

La viajera aceptó, pues, y dio al extranjerolas gracias.

En seguida, inclinóse éste ante Paulina Bar-nett, saludó después a los ingleses, y desapare-ció entre las rocas del litoral, seguido de suscompañeros.

El teniente y los suyos emprendieron el re-greso al fuerte Esperanza; empero, JasperHobson marchaba muy pensativo. La situacióndel nuevo establecimiento, fundado con tantocariño por él, era ya conocida por una com-pañía rival, y aquel encuentro con el viajerocanadiense le dejaba entrever grandes dificul-tades para lo porvenir.

XVII LA APROXIMACIÓN DEL INVIERNO

Corría ya el 21 de septiembre. El sol pasabaentonces por el equinoccio de otoño, es decir,que el día y la noche tenían igual duración parael mundo entero.

Las sucesivas alternativas de obscuridad yde luz habían sido acogidas con gran satisfac-

ción por los habitantes del fuerte, quienes dor-mían mejor durante las horas de la noche. Enefecto, la vista reposa y se rehace en las tinie-blas, sobre todo cuando algunos meses de per-petuo sol la han fatigado de una manera obsti-nada.

Durante el equinoccio se sabe que las mar-eas son ordinariamente muy vivas, porque,cuando el Sol y la Luna se¡encuentran en con-junción, súmase su doble influencia paraacreditar la intensidad del fenómeno. Aquéllaera, pues, la ocasión de observar con cuidado laamplitud de las mareas que iban a producirsesobre el litoral del cabo Bathurst.

Jasper Hobson había establecido algunosdías antes una especie de mareógrafo, a fin deevaluar exactamente la diferencia de nivel delas aguas entre la bajamar y la pleamar; y pudocomprobar también esta vez que, a pesar de lasobservaciones de los navegantes, la influenciasolar y lunar apenas se dejaban sentir enaquella porción del océano Glacial. La marea

era casi nula, lo cual estaba en abierta contra-dicción con las noticias que acerca de esteasunto se tenían.

—¡Aquí hay algo que no es natural! — sedijo el teniente Hobson.

La verdad es que no sabía qué pensar; perootros nuevos cuidados absorbieron su atención,y no trató por más tiempo de explicarse aquellaanomalía.

El día 29 de septiembre modificóse el estadode la atmósfera. El termómetro descendió a 41°Fahrenheit (5º centígrados bajo cero); cubrióseel cielo de brumas, que pronto se resolvieron enlluvia, y la mala estación avanzaba a grandespasos.

La señora Joliffe, antes de que la nieve cu-briese el suelo, ocupóse en las siembras. Era deesperar que las semillas de acederas ycodearías, abrigadas bajo las capas de nieve,resistieran la crudeza del clima y germinasen alllegar la primavera. Un terreno de varios acresde extensión, situado al abrigo de los cantiles

del cabo, había sido labrado de antemano, y fuecubierto de simiente en los últimos días de sep-tiembre.

No quiso esperar Jasper Hobson la llegadade los grandes fríos para hacer que sus com-pañeros se vistiesen de invierno; de suerte queno tardaron en estar convenientemente abri-gados, llevando ropa de lana a raíz de la carne,capotes de piel de gamuza, pantalones de cuerode foca, gorros de piel de abrigo y botas im-permeables. Puede decirse que lo mismo sehizo con las habitaciones, tapizando con pielessus paredes, a fin de impedir que, debido aciertos descensos de la temperatura, se for-masen capas de hielo en sus superficies.

El maestro Rae instaló entonces los conden-sadores destinados a recoger el vapor de aguasuspendido en el aire, los cuales deberían servaciados dos veces por semana. En cuanto a laestufa, se fue graduando el fuego, según lasvariaciones de la temperatura exterior, demodo que la interior se mantuviera a 50° Fahr-

enheit, que equivalen a 10° centígrados sobrecero. Por otra parte, la casa no tardaría en serrecubierta por una espesa capa de nieve, queevitaría toda pérdida del calor interno,abrigándose la esperanza de poder combatireficazmente por todos estos medios los dosprincipales enemigos de los invernantes: el fríoy la humedad.

El 2 de octubre, la columna termométricahabía bajado aún más, y las primeras nievesinvadieron todo el territorio que rodea al caboBathurst. La brisa era suave, así que no formóesos torbellinos, tan comunes en las regionespolares, a los que dan los ingleses la denomi-nación de drifts. Una vasta alfombra blanca,uniformemente dispuesta, confundió bienpronto en un mismo color el cabo, el recinto delfuerte y la dilatada playa del litoral.

Sólo las aguas del mar y de la laguna, queno estaban heladas todavía, contrastaban porsu tinte grisáceo, opaco y sucio. Sin embargo,en la parte septentrional del horizonte distin-

guíanse los primeros icebergs que se destaca-ban sobre el cielo brumoso. Aun nó se habíaformado el gran banco de hielo; pero ya lanaturaleza acopiaba los materiales que el frío seencargaría de cimentar bien pronto para formaresta impenetrable barrera.

Los primeros hielos no tardaron, por otraparte, en solidificar las superficies líquidas delmar y de la laguna. El fenómeno comenzó poresta última, apareciendo de trecho en trecho,sobre su superficie, grandes manchas de uncolor blanco grisáceo, precursoras de una he-lada próxima que favorecía la calma de la at-mósfera.

En efecto, habiéndose mantenido el ter-mómetro durante toda la noche a 15° Fahren-heit (9º centígrados bajo cero), la laguna aman-eció al día siguiente con una superficie lisa quehubiera satisfecho a los más exigentes pati-nadores de la Serpentina. Además, en el hori-zonte, el cielo presentaba un color especial quedesignan los balleneros con el nombre de blink,

producido por la reverberación de los camposde hielo.

El mar no tardó tampoco en helarse en unaextensión inmensa. Formóse poco a poco unvasto campo de hielo, mediante la agregaciónde los témpanos esparcidos, y se soldó allitoral. Pero la superficie de este campo de hielooceánico no era ya tersa y lisa como la de lalaguna. La agitación de las olas había alteradosu pureza. Ondeaban acá y allá grandes piezassolidificadas, imperfectamente reunidas por susbordes, algunos de esos hielos flotantes conoci-dos bajo la denominación de drift-ices, y, en fin,en muchos lugares notábanse protuberancias,extumescencias a menudo muy pronunciadas,producidas por la presión, a las que los ballen-eros designan con el nombre de hummocks,que quiere decir montículo.

El aspecto del cabo Bathurst y de sus al-rededores transformóse por completo en pocosdías. Paulina Barnett, perpetuamente extasiada,asistía a aquel espectáculo tan nuevo para ella.

¡Cuántos padecimientos y fatigas no hubieradado por bien empleados su alma de viajerapor poder contemplar tamañas maravillas!¡Nada tan sublime como aquella invasión delinvierno, como aquella toma de posesión de lasregiones hiperbóreas por el frío invernal! Nin-guno de los puntos de vista, ninguno de lossitios hasta entonces observados por ella podíaser reconocido. La comarca se metamorfoseaba,y un país nuevo nacía ante sus miradas; un paísimpregnado de una tristeza grandiosa.

Desaparecían los detalles, y las nieves nodejaban al paisaje más que sus grandes líneas,que apenas se esfumaban en medio de las bru-mas. Era una decoración que reemplazaba aotra con una intrepidez mágica. Ya no existíamar alguno en el sitio donde antes se extendíael vasto océano; el suelo de colores variadoshabía desaparecido bajo una deslumbradoraalfombra de nieve. Las selvas de diversos árbo-les habíanse convertido en una confusión desiluetas retorcidas, cubiertas por la escarcha.

Del sol radiante ya no quedaba más que unpálido reflejo: un disco descolorido que, ar-rastrándose a través de las nieblas, describía enel cielo un arco de escasísima altura durantebien pocas horas. Por fin, el horizonte del mar,que antes se dibujaba netamente sobre el cielo,había sido reemplazado por una interminablecadena de icebergs, caprichosamente descantil-lada, que formaba esa banca infranqueable quela naturaleza ha interpuesto entre el Polo y susaudaces exploradores.

¡A cuántas conversaciones dieron pie lasmaravillosas transformaciones de aquellaregión ártica! Tomás Black fue el único tal vezque permaneció insensible a las sublimesbellezas de aquel espectáculo. Pero, ¿qué podíaesperarse de un astrónomo tan absorto, y que,hasta entonces, no había formado parte real-mente del personal de la pequeña colonia?Aquel sabio exclusivo vivía sólo para la con-templación de los fenómenos celestes; no sepaseaba más que por las azules vías del firma-

mento, y sólo abandonaba una estrella paradirigirse a otra. Y precisamente se le cerraba sucielo, las constelaciones desaparecían de suvista, un velo impenetrable de brumas se ex-tendía entre sus ojos y el cénit. ¡Estaba ver-daderamente furioso! Pero Jasper Hobson loconsoló prometiéndole que no tardarían enllegar las hermosas noches frías tan propiciaspara las observaciones astronómicas, para elestudio de las auroras boreales, los halos, lasparaselenes y tantos otros fenómenos pecu-liares de las regiones polares, dignos de provo-car su admiración.

Sin embargo, la temperatura era todavíasoportable. No hacía viento, que es el queagudiza los efectos del frío; así que las caceríasprolongáronse algunos días más, encerrándosenuevas pieles en los almacenes de la Compañía,y nuevas provisiones de boca en la despensadel fuerte. Las perdices y chochas pasaban engrandes bandos, en su huida a regiones mástempladas, proporcionando a la pequeña colo-

nia una carne fresca y sana. Pululaban las lie-bres polares, luciendo ya su pelaje invernal. Uncentenar de estos roedores, cuyo paso se re-conocía fácilmente por las huellas que dejabanen la nieve, acrecentaron pronto las reservas delfuerte.

Pasaron así mismo numerosas bandadas decisnes silbadores, una de las especies más bellasde la América del Norte, derrribando los ca-zadores algunas parejas de ellos. Eran avesmagníficas, de cuatro a cinco pies de longitud,y de blanco plumaje, si bien en la cabeza y en laparte superior del cuello presentaban un tintecobrizo, las cuales iban a buscar, bajo una zonamás hospitalaria, las plantas acuáticas y losinsectos necesarios para su alimentación, vo-lando con una rapidez extraordinaria, porqueel aire y el agua son sus verdaderos elementos.

Otros cisnes, denominados cisnes trom-petas, cuyo grito recuerda el toque de un clarín,observóse así mismo que emigraban en bandosnumerosos. Eran blancos también, como los

silbadores, y tenían aproximadamente igualtamaño que éstos, diferenciándose de ellos portener las patas y el pico negros. Ni Marbre niSabine tuvieron la suerte de derribar ningunode estos trompetas, aunque los saludaron consus tiros, despidiéndose de ellos hasta la vista;porque estas aves debían regresar, en efecto,con las primeras brisas de la primavera, siendoen esta época del año cuando se dejan atraparmás fácilmente. Su piel, su pluma y su plumónson causa de que los persigan con encarni-zamiento los cazadores y los indios, habiendoaños en que las factorías envían a los mercadosdel antiguo continente muchas decenas de mil-lar de estos cisnes, que se venden a mediaguinea cada uno.

Durante estas excursiones, que no durabanmás que algunas horas, y que los malos tiem-pos interrumpían con frecuencia, tropezaron amenudo con bandadas de lobos, sin necesidadde ir muy lejos, pues estos animales, cuya au-dacia se acrecienta cuando los hostiga el ham-

bre, aproximábanse ya a la factoría. Tienen elolfato muy fino y los atraen las apetitosasemanaciones de las cocinas. Durante la noche,oíaseles aullar de una manera siniestra. Estoscarnívoros, poco peligrosos cuando se encuen-tran aislados, son temibles cuando se reúnen enconsiderable número; por eso los cazadores nosalían del recinto del fuerte sin ir perfectamentearmados.

Los osos, por otra parte, mostrábanse másagresivos. No pasaba un solo día sin que sedejase ver alguno de estos animales, que avan-zaban hasta el pie mismo de la empalizadacuando llegaba la noche. Algunos fueron heri-dos a tiros y se alejaron regando con su sangrela nieve; pero hasta el 10 de octubre, ningunohabía aún entregado su preciosa piel en manosde los cazadores. Además, Jasper Hobson nopermitía a sus soldados que atacasen a estasformidables fieras. Era preferible con ellaspermanecer a la defensiva que atacarlas. Talvez se aproximaba el momento en que, agui-

joneadas por el hambre, intentasen algunaagresión contra el fuerte Esperanza, y entoncessería ocasión de defenderse y de abastecerse ala vez.

Durante algunos días el tiempo permanecióseco y frío. La nieve presentaba una superficiedura, muy favorable a la marcha; circunstanciaque se aprovechó para emprender algunas ex-cursiones por el litoral y la región situada al Surdel fuerte. El teniente deseaba saber si losagentes de las Peleterías de San Luis habíanabandonado el territorio, dejando algunas huel-las de su paso; pero todas las pesquisas fueroninfructuosas. Era de suponer que aquellosamericanos se habrían retirado hacia algúnfuerte meridional, con objeto de pasar en él losmeses de invierno.

Aquellos hermosos días no duraron muchotiempo, y, durante la primera semana denoviembre, roló el viento al Sur, y, si bien latemperatura se hizo más soportable, la nievecayó en abundancia, no tardando en cubrir el

suelo y en alcanzar una altura de muchos pies.Era necesario despejar diariamente los alrede-dores de la casa, y desembarazar el camino queconducía a la poterna, al cobertizo, al establo delos renos y a la perrera. Las excursiones fueroncada vez menos frecuentes, y fue preciso recur-rir al empleo de las raquetas, o calzado propiopara caminar sobre la nieve; porque, cuandoésta se endurece por efecto del frío, soporta sinceder el peso de un hombre, presentando unsólido punto de apoyo, lo que permite caminarpor su superficie sin dificultad alguna; perocuando está blanda, sería imposible dar unpaso sobre ella sin hundirse hasta las rodillas.Para evitar este grave inconveniente, recurrenlos indios al empleo de las raquetas.

El teniente Hobson y sus compañeros esta-ban acostumbrados a servirse de estos snow-shoes, corriendo con la ayuda de ellos sobre lanieve blanda con la misma rapidez que un pat-inador sobre el hielo. Paulina Barnett habíaseya acostumbrado a esta clase de calzado, y no

tardó en poder rivalizar en velocidad con suscompañeros.

Diéronse también rápidos paseos lo mismosobre la superficie de la laguna, ya helada, quepor el litoral, y aun fue posible internarse variasmillas por encima de la superficie del océano,porque el hielo medía entonces un espesor devarios pies. Pero fue ésta una excursión en ex-tremo fatigosa, porque el campo de hielo eraescabroso, y había por todas parte témpanos dehielo superpuestos, formando pequeñas coli-nas, que era preciso contornear; más lejos, lacadena de icebergs, o, mejor dicho, el granbanco de hielo, presentaba un obstáculo infran-queable, porque su cresta se elevaba a una al-tura de quinientos pies. Estos icebergs, pin-torescamente amontonados, resultabanmagníficos. Semejaban aquí las blancas ruinasde una ciudad, con sus monumentos, columnasy murallas derribadas; allá, una región vol-cánica,, de superficie abrupta; un amonto-namiento de témpanos formando cadenas de

montañas, con su línea de vértices en forma desierra, sus contrafuertes y valles; ¡toda unaSuiza de hielo!

Algunas aves retrasadas, como petreles, al-cas y urías, animaban aún aquella soledad ylanzaban estridentes gritos. Grandes osos blan-cos aparecían entre los montículos de hielo,confundiéndose con su deslumbradora blan-cura. A decir verdad, no faltaron a la viajeraemociones, de las que participó su fiel Madge,que la acompañaba. ¡Qué lejos estaban ambasde las zonas tropicales de India y Australia!

Hiciéronse varias excursiones sobre aquelocéano congelado, cuya espesa corteza hubierasoportado sin hundirse parques de artillería einmensos monumentos; pero pronto aquellospaseos se hicieron tan penosos que hubo nece-sidad de suspenderlos en absoluto. En efecto, latemperatura descendía sensiblemente, y el me-nor trabajo, el menor esfuerzo producía unasofocación que casi paralizaba. La intensa blan-cura de la nieve atacaba también los ojos,

siendo imposible soportar mucho tiempoaquella reverberación que provoca numerososcasos de ceguera entre los esquimales. Y, en fin,por un singular fenómeno debido a la refrac-ción de los rayos luminosos, las distancias, pro-fundidades y espesores no aparecían con susdimensiones reales; sucediendo con frecuenciaque, cuando era preciso salvar la distancia decinco o seis pies existente entre dos témpanos,la vista no medía más que uno o dos, oca-sionando esta ilusión óptica caídas muy nu-merosas, y de serios resultados a veces.

El 14 de octubre, el termómetro acusó 3ºFahrenheit bajo cero (16° centígrados por de-bajo del punto de congelación del agua), tem-peratura difícil de soportar, y mucho más difícilaún porque el viento soplaba con fuerza. El aireparecía hecho de agujas, y el que permaneciesefuera de la casa corría grave peligro de helarseinstantáneamente, si no se lograba restablecerla circulación de la sangre en la parte atacadapor medio de fricciones de nieve. Varios de los

huéspedes del fuerte viéronse atacados de estacongelación súbita, entre otros Garry, Belcher yHope; pero, friccionados a tiempo, lograronescapar del peligro.

Se comprenderá fácilmente que, en estascondiciones, todo trabajo manual resultaba im-posible. Además, en esta época, los días eranextremadamente cortos. El sol sólo permanecíaalgunas horas encima del horizonte,sucediéndole un largo crepúsculo. Iba acomenzar la verdadera invernada, es decir, lasecuestración. Las últimas aves polares habíanabandonado el litoral sombrío, no quedando yamás que algunas parejas de esos halconesmoteados, a quienes los indios designan con elnombre de invernantes, porque permanecen enlas regiones heladas hasta que principia la no-che polar, y aun estos mismos no tardarían endesaparecer.

Esto hizo que el teniente Hobson activase elestablecimiento de las trampas y lazos que de-

bían quedar tendidos para el invierno en losalrededores del cabo Bathurst.

Estas trampas consistían simplemente enpesados maderos, sostenidos por otros tres queformaban una especie de número 4, dispuestosen equilibrio inestable, de suerte que el másligero roce provoca su caída. Eran, en grantamaño, las mismas trampas que se empleanpara coger los pájaros en el campo. La extremi-dad del madero horizontal se cebaba con de-spojos de caza, y todo animal de medianotamaño, zorra o marta, que en ellos pusiese sugarra, quedaba sin remisión aplastado. Talesson las trampas que los famosos cazadorescuya vida de aventuras ha descrito Cooper deun modo tan poético, tienden durante el in-vierno en un espacio que comprende con fre-cuencia varias millas. Por fin, quedaron esta-blecidas unas treinta de estas trampas alrede-dor del fuerte Esperanza, las cuales habría queinspeccionar a intervalos no muy largos.

El 12 de noviembre acrecentóse con unnuevo miembro la pequeña colonia. La señoraMac-Nap dio a luz un robusto niño, perfecta-mente constituido, que fue el orgullo del maes-tro carpintero. Paulina Barnett fue madrina delrecién nacido, a quien se impuso el nombre deMiguel Esperanza. La ceremonia del bautizollevóse a cabo con cierta solemnidad, celebrán-dose en la factoría una gran fiesta en honor deaquel ser que acababa de venir al mundo másal Norte del paralelo de 70° de latitud.

Algunos días después, el 20 de noviembre,hubo de ocultarse el sol debajo del horizontepara no reaparecer antes de seis meses. ¡La no-che polar había dado comienzo!.

XVIII LA NOCHE POLAR

Comenzó esta larga noche con una tem-pestad espantosa. El frío quizá fuese menosvivo; pero la humedad de la atmósfera era ter-

rible. A pesar de todas las precauciones, estahumedad penetraba en la casa, y al limpiarcada mañana los condesadores, sacábanse deellos varias libras de hielo.

En la parte exterior, pasaban las ventiscasgirando como trombas. La nieve, en vez de de-scender verticalmente, caía casi en sentidohorizontal. Jasper Hobson tuvo que prohibirque abriesen la puerta, porque penetraba talcantidad de ella, que el corredor se hubieraobstruido casi instantáneamente. Los in-vernantes se encontraban ya presos.

Las hojas de las ventanas habían sido her-méticamente cerradas, teniendo las lámparasque permanecer continuamente encendidasdurante las horas de aquella larga noche inver-nal que no se consagraban al sueño.

Pero si bien la obscuridad reinaba fuera, elruido de la tempestad había reemplazado alsilencio casi absoluto de las altas latitudes. Elviento, que se encallejonaba entre la casa y elcantil del promontorio, mugía con gran ímpetu,

azotando de través la habitación, que temblabasobre sus pilares; y, a no ser por la gran solidezcon que se la había edificado, no hubiera resis-tido sus embates. Afortunadamente, la nieve, alamontonarse alrededor de sus paredes, amorti-guaba el ímpetu de las huracanadas rachas.Mac-Nap sólo temía por las chimeneas, cuyocañón exterior, construido con ladrillos de cal,podía ceder a la presión del viento. No fue así,sin embargo, pues resistieron bien; pero habíaque desatascar con frecuencia su orificio ob-struido por la nieve.

En medio de los bramidos de la tormenta,oíanse algunas veces extraordinarios estruen-dos, con cuya explicación no daba Paulina Bar-nett. Reconocían por causa ciertos derrum-bamientos de icebergs, que se producían en elmar. Repetidos por los ecos, estos ruidos re-cordaban el redoblar del trueno. Incesantescrepitaciones acompañaban las dislocaciones deciertas partes de icebergs, desprendidas a con-secuencia de la caída de estas montañas. Era

preciso tener el alma ya muy hecha a las vio-lencias de estos ásperos climas para no experi-mentar una siniestra impresión. El tenienteHobson y sus compañeros estaban ya avezadosa ello, y Paulina Barnett y Madge no tardaronen acostumbrarse también. No era, por otraparte, la primera vez que experimentaban, du-rante sus viajes, los embates de estos vientosterribles que alcanzan una velocidad de cuar-enta leguas por hora y arrastran cañones deveinticuatro. Pero allí, en el cabo Bathurst, elfenómeno se verificaba con las circunstanciasagravantes de la continuidad de la noche y dela nieve. Aquel viento, que no demolía, enter-raba, y era probable que a las doces horas deiniciada la tempestad, la casa, la perrera, el co-bertizo y la empalizada hubiesen desaparecidobajo una capa de nieve de extraordinario espe-sor.

Durante el encierro, habíase organizado lavida interior de la casa. Todas aquellas gentesesforzadas se entendían entre sí perfectamente,

y la existencia en común, en tan reducido espa-cio, deslizábase sin el menor rozamiento. ¿Noestaban por ventura acostumbrados a vivir enestas condiciones lo mismo en el fuerte Em-presa que en el fuerte Confianza? Por eso aPaulina Barnett no le causó extrañeza el verlostan bien avenidos.

El trabajo por una parte, y la lectura y losjuegos, por otra, ocupaban todos los instantesde su vida. El trabajo consistía en la confeccióny repaso de la ropa, limpieza de las armas,elaboración de calzados, redacción del diarioque llevaba el teniente Hobson al día, y en elcual anotaba los menores acontecimientos de lainvernada, el estado del tiempo, la tempera-tura, la dirección de los vientos, la aparición demeteoros, tan frecuentes en las regiones po-lares, etc., sin olvidar la limpieza de la casa, elbarrido de las habitaciones y salas, el examendiario de las pieles almacenadas, con objeto deevitar que la humedad las alterase; la vigilanciadel fuego y del buen funcionamiento de las

estufas y del tiro de las chimeneas, y la ince-sante persecución de las moléculas de hum-edad que se deslizaban en los rincones.

Cada cual tenía asignado su cometido espe-cial con arreglo a un reglamento fijo en el salóncentral. Sin estar recargados de trabajo, loshabitantes del fuerte no se hallaban jamásdesocupados. Durante este tiempo, TomásBlack cuidaba incesantemente sus instrumentosy repasaba sus cálculos astronómicos; casisiempre encerrado dentro de su camarote, re-negaba de la tempestad, que le impedía todaobservación nocturna. En cuanto a las tres mu-jeres casadas, la esposa de Mac-Nap se hallabadedicada a su hijo, que se desarrollaba de unmodo maravilloso, en tanto que la del caboJoliffe, ayudada por la de Rae y aguijoneadapor el cazolero de su marido, presidía las oper-aciones culinarias.

Para las distracciones, que se verificaban encomún, habíanse reservado ciertas horas deldía y los domingos enteros. Consistían, ante

todo, en la lectura de la Biblia y de algunos li-bros de viajes, pues no contaba con otros labiblioteca del fuerte: mas con ellos tenían sufi-cientes sus tan poco exigentes habitantes. Porregla general, era Paulina Barnett la encargadade leer, y sus oyentes experimentaban un ver-dadero placer en escucharla. Tanto las historiasbíblicas, como las aventuras de viajes, ad-quirían un encanto especial cuando su vozpenetrante y persuasiva leía algún capítulo delos libros santos. Los personajes imaginarios,los héroes legendarios se animaban, ad-quiriendo una vida sorprendente; por eso todossentían una gran satisfacción cuando la amablemujer tomaba el libro a la hora acostumbrada.

Era, por otra parte, el alma de aquel mundopequeño, instruyéndose e instruyendo a losotros, dando y recibiendo consejos, y dispuestasiempre y a todas horas a prestar a su prójimosus inestimables servicios. Reunía en sí todaslas bondades y gracias peculiares a la mujer,combinadas con la energía moral propia del

hombre, cualidades inestimables que realzabansu valer ante aquellos rudos soldados que, en-tusiasmados, locos, hubiesen sacrificado gusto-sos por ella su existencia.

Conviene advertir que Paulina Barnett hacíavida común con todos los habitantes del fuerte;que no vivía encerrada en su camarote; quetrabajaba en medio de sus compañeros de in-vernada; y que, por último, con sus amablespreguntas, daba ocasión a todos para quetomasen parte en la conversación general. Nilas manos ni la lengua permanecían, pues,nunca ociosas en el fuerte Esperanza. Se traba-jaba, se conversaba, y es preciso añadir quetodos se encontraban satisfechos y gozaban deun excelente humor que les ayudaba a conser-var una envidiable salud y a triunfar del abur-rimiento de aquel prolongado encierro.

La tempestad no amainaba, sin embargo:Hacía tres días que los invernantes se hallabanencerrados en la casa sin que disminuyese laintensidad de la ventisca. Jasper Hobson se

impacientaba. Urgía renovar la atmósfera inte-rior de las habitaciones, tan demasiado cargadade ácido carbónico, que ya las lámparas em-pezaban a palidecer en aquel medio malsano.Cuando se quiso hacer uso de las bombas deaire, viose que sus tubos estaban llenos de hieloy. que no funcionaban, por lo tanto; de suerteque sólo servían para el caso en que la casa nose hallase sepultada bajo masas de nieve tangrandes. Era, pues, necesario adoptar una de-terminación. El teniente aconsejóse con el sar-gento Long y decidieron abrir, el 23 denoviembre, una de las ventanas situadas en lafachada anterior, que era el lado menos com-batido por el viento.

No fue operación sencilla; porque, si bienlos batientes se abrieron con facilidad haciadentro, no sucedió lo mismo Con las hojas exte-riores, que oprimidas por la nieve cuajada, re-sistieron los mayores esfuerzos, siendo precisodesmontarlas de sus goznes, y atacar despuésla nieve con los pico y las palas. Medía la capa

de hielo por lo menos diez pies de espesor, yhubo necesidad de abrir una especie de zanjaque dio bien pronto acceso al aire exterior.

.jasper Hobson, el sargento, algunos solda-dos y Paulina Barnett aventuráronse en seguidaa salir por aquella zanja, lográndolo a duraspenas, pues el viento penetraba por ella conuna velocidad extraordinaria.

¡Qué aspecto el del cabo Bathurst y el de lallanura limítrofe! Eran las doce del día y apenassi algunos resplandores crepusculares matiza-ban el horizonte del Sur. El frío no era tan in-tenso como hubiera podido creerse, pues eltermómetro sólo indicaba 15° Fahrenheit sobrecero (9º centígrados por debajo del punto decongelación del agua destilada); pero laventisca seguía desencadenándose con incom-parable violencia, y el teniente y sus com-pañeros, lo mismo que la viajera, habrían sidoderibados sin remedio si la capa de nieve, en lacual se habían hundido hasta la cintura, no leshubiera defendido contra la impetuosidad del

viento. No podían hablar ni veían, cegados porun torbellino de blancos copos de nieve. Enmenos de media hora se habrían visto sepulta-dos. Todo a su alrededor estaba blanco; la em-palizada se hallaba enterrada del todo; el techode la casa y sus muros desaparecían bajo unpromontorio de nieve, y, a no ser por dos tor-bellinos de humo azulado que se retorcían en elaire, nadie hubiera podido sospechar la exis-tencia en aquel sitio de una cabaña habitada.

En estas condiciones, el paseo fue muycorto; pero la viajera había tenido tiempo deechar una ojeada rápida sobre aquel desoladopaisaje. Había entrevisto el horizonte polar,batido por las nieves, y el sublime horror de lastempestades árticas, y regresó a su prisión lle-vando consigo un imperecedero recuerdo.

El aire de la casa había sido renovado en al-gunos instantes, disipándose los vapores per-judiciales bajo la acción de una corriente atmos-férica vivificante y pura. El teniente Hobson ysus compañeros apresuráronse, a su vez, a

refugiarse en ella, cerrando la ventana tras el-los; pero, en lo sucesivo, tuvieron buen cuidadode dejar expedita cada día la abertura, en in-terés de la ventilación.

Así transcurrió la semana. Afortunada-mente, los renos y los perros tenían comidaabundante y no fue necesario visitarlos. Losinvernantes viéronse de esta suerte aprisiona-dos por espacio de ocho días, lo cual resultababastante desagradable para hombres acostum-brados a vivir al aire libre, como soldados ycazadores que eran. Por eso sucedió que, poco apoco, la lectura perdió para ellos buena partede su encanto, y que el cribbage acabara porresultarles monótono. Acostábanse con laesperanza de oir, al despertar, los últimosmugidos de la tempestad, mas todo en vano. Lanieve seguía amontonándose contra los vidriosde las ventanas, el viento rugía huracanado, losicebergs se quebraban con ensordecedor estru-endo, el humo retrocedía a las habitaciones,provocando incesantes toses, y no sólo no

amainaba la borrasca, sino que parecía quenunca iba a terminar.

Por fin, el 28 de noviembre el barómetro an-eroide, colocado en el salón principal, subió deun modo sensible, presagiando una próximamodificación del estado atmosférico. Al mismotiempo, el termómetro colocado en el exteriorbajó casi repentinamente a menos de 4º Fahr-enheit bajo cero (20° centígrados bajo cero),síntomas ambos que no permitían dudar. Enefecto, el 29 de noviembre los habitantes delfuerte Esperanza pudieron reconocer, por lacalma que en el exterior reinaba, que la tem-pestad había cesado.

Todos trataron entonces de salir más que deprisa, porque el encierro había durado bastante;pero la puerta se hallaba por completo ob-struida, siendo preciso salir por la ventana ydesembarazarla de los últimos montones denieve. Pero esta vez no se trataba de taladraruna capa blanda; porque el intenso frío había

solidificado toda la masa y fue necesario ata-carla con los picos.

Empleóse media hora en esta operación, alcabo de la cual todos los invernantes, a excep-ción de la señora Mac-Nap, que aún no se le-vantaba, retozaban por el patio interior.

Era el frío extremadamente vivo; pero comono hacía viento, era fácil soportarlo. Sin em-bargo, al salir de un recinto caliente, todo elmundo debe adoptar precauciones para afron-tar una diferencia de temperatura de 54°aproximadamente (30° centígrados).

Eran las ocho de la mañana. Constelacionesde admirable pureza resplandecían desde elcénit, donde brillaba la estrella Polar, hasta losúltimos límites del horizonte. El ojo del obser-vador creía descubrir millones de ellas; perosabido es que el número de estrellas visibles asimple vista en toda la esfera celeste no pasa de5.000. Tomás Black se deshacía en exclama-ciones de admiración, aplaudiendo, lleno deentusiasmo, aquel estrellado firmamento no

velado por ningún vapor ni bruma. ¡Jamáshabían contemplado los ojos del astrónomo uncielo tan admirablemente bello!

Mientras que Tomás Black, indiferente acuanto acontecía en la tierra, se extasiaba en lacontemplación del espacio, sus compañerosalejábanse hasta lost límites del recinto fortifi-cado. La capa de nieve tenía la dureza de lapiedra, pero era resbaladiza en extremo, demanera que hubo algunas caídas, aunque sinconsecuencias.

No es preciso decir que el patio del fuerteestaba lleno de nieve hasta la altura de la cerca,sobresaliendo tan sólo el techo de la casa sobrela masa blanca, que presentaba una perfectahorizontalidad, pues el viento había pasadosobre su superficie su nivelador rasero. Sólo seveían de la empalizada los extremos de las es-tacas, de tal suerte que no hubiera servido paracontener ni al menos flexible de los roedores.Pero, ¿qué remedio quedaba? No era posiblepensar en arrancar de un espacio tan amplio

diez pies de nieve endurecida. Lo más quepodía hacerse era tratar de desembarazar laparte exterior de la cerca a fin de formar unfoso cuya contraescarpa protegiese aún el re-cinto; pero el invierno no había hecho más queempezar, y era muy de temer que una nuevatempestad cegase en pocas horas el foso.

Mientras el teniente examinaba las obrasque ya no podrían defender la casa principal,en tanto que los rayos del sol no fundiesenaquella capa de nieve, exclamó la señora Joliffe:

—¿Y nuestros perros? ¿Y nuestros renos? Y,en efecto, era preciso preocuparse de la suertede estos animales. La perrera y el establo,menos elevados que la casa, debían estar com-pletamente enterrados, siendo muy de temerque les hubiese faltado el aire a estos animales.Todos se precipitaron entonces, los unos haciala perrera, los otros hacia el establo; pero latranquilidad no tardó en renacer en el espíritude todos. La muralla de hielo, que enlazaba elángulo norte de la casa con el promontorio,

había protegido en parte las dos construccionesalrededor de las cuales la altura de la capa denieve no pasaba de cuatro pies, de suerte quelos postigos abiertos en sus paredes no se hal-laban obstruidos. Los animales todos se encon-traban en excelente estado de salud, y, encuanto se les abrió las puertas a los perros, lan-záronse al exterior ladrando alegremente.

El frío, sin embargo, empezaba a hacersesentir vivamente, y, después de un paseo deuna hora, acordáronse todos de la bienhechoraestufa que chisporroteaba en el salón central; y,como no había nada que hacer allí fuera enaquellos momentos, toda vez que las trampas,enterradas bajo diez pies de nieve, no podíanser visitadas, regresaron a la casa, cerraron laventana y se sentaron en seguida a la mesa,pues la hora de comer había llegado.

Como podrá comprenderse, la conversaciónversó sobre aquel súbito frío que tan rápida-mente había solidificado la espesa capa denieve. Era una circunstancia lamentable que

comprometía, hasta cierto punto, la seguridaddel fuerte.

—Pero, señor Hobson —preguntó PaulinaBarnett—, ¿no podemos esperar que sobreven-gan algunos días de más dulce temperatura queconvierta en agua este hielo?

—No, señora —replicó Jasper Hobson—; undeshielo en esta época del año no es probable.Creo más bien que aumentará todavía la inten-sidad del frío, siendo sensible que no hayamospodido retirar esta nieve cuando aún estabablanda.

—¡Cómo! ¿suponéis que la temperaturahabrá de sufrir aún un descenso considerable?

—Sin duda ninguna, señora. Cuatro gradosbajo cero (20° centígrados bajo el punto de con-gelación del agua destilada) no es nada parauna latitud tan elevada.

—Pues, ¿qué sería si nos encontrásemos enel Polo? — preguntó Paulina Barnett.

—El Polo, señora, no es probablemente elpunto más frío de la tierra, toda vez que la

mayoría de los navegantes coinciden en laopinión de que en él existe el mar libre. Hastaparece que, a consecuencia de ciertas disposi-ciones goegráficas e hidrográficas, el puntodonde la temperatura media es más baja sehalla situado a los 95° de longitud y los 78° delatitud, es decir, en las costas de la Georgia sep-tentrional. Allí, esta temperatura media seríasolamente de 2° bajo cero (19° centígrados bajocero) para todo el año, dándose comúnmente aeste punto el nombre de polo del frío.

—Pero señor Hobson —respondió PaulinaBarnett—, nos hallamos a más de 8º de latitudde ese temible lugar.

—Por eso abrigo la esperanza de que nohemos de padecer tanto en el cabo Bathurstcomo padeceríamos en la Georgia septen-trional. Pero si le hablo a usted del polo del frío,es para decirle que no hay que confundirlo conel Polo propiamente dicho, cuando de tempera-tura se trata. Conviene tener en cuenta, además,que en otros lugares del Globo se han experi-

mentado también grandes fríos, solamente queno han sido duraderos.

—¿En qué puntos, señor Hobson? —preguntó Paulina Barnett—. Le aseguro que enestos precisos momentos la cuestión del frío meinteresa de un modo extraordinario.

—Si no recuerdo mal —respondió elteniente Hobson—, los viajeros árticos hancomprobado que en la isla de Melville la tem-peratura ha bajado hasta 61° bajo cero, y hasta65° bajo cero en Puerto Félix.

—Pero esa isla de Melville y ese Puerto Fé-lix, ¿no están más elevados en latitud que elcabo Bathurst?

—Sin duda alguna, señora; pero, despuésde cierto límite, la latitud no significa nada.Basta el concurso de diversas circunstanciasatmosféricas para producir fríos considerables.Y, si no me es infiel la memoria, en 1845... Sar-gento Long, ¿no estaba usted entonces en elfuerte Confianza? —Sí, mi teniente — re-spondió el aludido. —Pues bien, ¿no fue en

enero de aquel año cuando experimentamos unfrío extraordinario?

—En efecto —respondió el sargento—; meacuerdo muy bien de que el termómetro de-scendió a 70° bajo cero (50° centígrados bajocero).

—¡Cómo! —exclamó Paulina Barnett—, ¿70°bajo cero en el fuerte Confianza, en el lago delEsclavo?

—Sí, señora —respondió el teniente—; ¡a los65° de latitud solamente, que no llega a ser ni lade Cristianía ni la de San Petersburgo!

—Entonces, señor Hobson, debemos estarpreparados para todo.

—Sí, para todo, en verdad, cuando se in-verna en las regiones árticas.

Durante los días 29 y 30 de noviembre nodecreció la intensidad del frío, y fue necesarioactivar el fuego de la estufa, porque, de lo con-trario, la humedad se habría convertido enhielo en todos los rincones de la casa. Pero,como había gran abundancia de combustible,

no se economizó, lográndose de este modo sos-tener en el interior una temperatura media de52° Fahrenheit (10° centígrados sobre cero).

A pesar del descenso de la temperatura, ten-tado Tomás Black por la pureza de aquel cielo,quiso hacer algunas observaciones de estrellas,con la esperanza de desdoblar algunos deaquellos magníficos astros que centelleaban enel cénit; pero tuvo que renunciar a sus planes,porque sus instrumentos le quemaban lasmanos. Quemar es la única palabra que puededar la impresión producida por un cuerpometálico sometido a tales fríos. Por otra parte,el fenómeno, físicamente considerado, esidéntico. La impresión es la misma, ya sea in-troducido bruscamente el calor en la carne, pormedio de un cuerpo ardiente, ya sea violenta-mente retirado de ella por un objeto helado; yel digno sabio comprobó esta verdad de unamanera tan práctica, que dejó la piel de sus de-dos pegada al anteojo, viéndose, naturalmente,precisado a suspender sus observaciones.

Pero el cielo recompensólo con creces ofre-ciéndole el espectáculo indescriptible de dos desus más bellos meteoros: de una paraselene,primero, y de una aurora boreal, después.

La paraselene, o halo lunar, formaba un cír-culo blanco, orlado de un tinte rojo pálido al-rededor de la Luna. Este aro luminoso, debidoa la refracción de los rayos lunares a través delos cristalitos prismáticos de hielo que flotan enla atmósfera, presentaba un diámetro de unos45° aproximadamente. El astro de la nochebrillaba con su más vivo fulgor en el centro deaquella corona, semejante a esas bandaslechosas y diáfanas de los arcos iris lunares.

Quince horas después, desplegóse sobre laparte septentrional del horizonte una magníficaaurora boreal, que describía un arco de más de100° geográficos, y cuyo vértice se encontrabasensiblemente situado sobre el meridianomagnético; y, por una rareza que algunas vecesse observa, hallábase adornado el meteoro portodos los colores del prisma, entre los que se

destacaba el rojo. En ciertos lugares del cielo lasconstelaciones parecían estar sumergidas ensangre. De la aglomeración brumosa que form-aba, en el horizonte, el centro del meteoro, seirradiaban ardientes efluvios, algunos de loscuales rebasaban el cénit y hacían palidecer laluz de la luna, que aparecía sumergida enaquellas ondas eléctricas. Estos rayos vibrabancomo si una corriente de aire agitase sus molé-culas. No hay palabras con que describir la sub-lime magnificencia de aquella aurora que ra-diaba en todo su esplendor en el polo borealdel mundo. Después de media hora de incom-parable brillo, sin que se hubiera estrechado nireducido, sin que siquiera hubiese disminuidosu luz, extinguióse de repente el espléndidometeoro, cual si una invisible mano hubiese deimproviso agotado las fuentes eléctricas que lovivificaban.

¡Y ya era hora por cierto! porque, cincominutos más tarde, el estudioso astrónomo se

habría helado en el sitio desde donde lo con-templaba.

XIX UNA VISITA ENTRE VECINOS

El día 2 de diciembre, la intensidad del fríohabía disminuido. Los fenómenos paraselé-nicos eran un síntoma que no hubieran dejadodudar a ningún meteorólogo, puesto quedemostraban la presencia en la atmósfera decierta cantidad de vapor; y, en efecto, elbarómetro bajó ligeramente al mismo tiempoque subía la columna termométrica a 15° sobrecero (9° centígrados).

Aunque esta temperatura habría parecidorigurosa todavía en las regiones de la zonatemplada, los invernadores de profesión lasoportaban fácilmente. La atmósfera, además,estaba en calma.

Habiendo observado Jasper Hobson que lascapas superiores de la nieve helada habíanse

ablandado, mandó despejar de ella la parteexterior de la cerca, formando de esta suerte unfoso. Mac-Nap y sus peones acometieron laempresa con bríos, quedando terminada enpocos días.

Al mismo tiempo, descubriéronse las tram-pas hundidas y se las puso de nuevo en estadode funcionar. Numerosas huellas probaban quelos animales dotados de pieles codiciables sehabían aglomerado en los alrededores del caboBathurst, y, como quiera que la tierra negábalestodo alimento, debían dejarse coger fácilmente,atraídos por el cebo de los lazos.

Siguiendo los consejos del cazador Marbre,construyóse también una trampa para renospor el método de los esquimales. Consistía enun hoyo que medía diez pies de ancho y largo,y doce de profundidad, recubierto por unaplancha, dotada de movimiento bascular, quepodía volver automáticamente a su posiciónnatural cuando se la separaba de ella. El ani-mal, atraído por las hierbas depositadas en la

extremidad de la plancha, se precipitaba inevi-tablemente en el hoyo, del cual no podía salir.Se comprenderá fácilmente que por este sis-tema de báscula, la trampa se armaba en se-guida automáticamente, y que, después de unreno, podían caer otros varios.

Marbre no encontró más dificultad paraconstruir su trampa que la de tener que per-forar un suelo excesivamente duro; pero ex-perimentó gran sorpresa —y no fue menor lade Hobson— cuando su piqueta, después dehaber perforado cuatro o cinco pies de tierra yarena, tropezó debajo con una capa de nieve,dura como la roca, que parecía tener gran espe-sor.

—Es preciso —dijo el teniente, después dehaber observado esta disposición geológica—que esta parte del litoral haya estado sometida,hace ya muchos años, a un frío excesivo du-rante un lapso de tiempo muy largo; y después,las arenas y la tierra habrán cubierto poco a

poco esa masa de hielo que debe descansarprobablemente sobre un lecho de granito.

—En efecto, mi teniente —respondió el ca-zador—; pero eso no quitará mérito a nuestratrampa. Al contrario, los renos tropezarán conuna pared resbaladiza, sobre la que no encon-trarán ningún punto de apoyo.

Marbre tenía razón, y los acontecimientosvinieron a justificar sus previsiones.

El 5 de diciembre, al ir él y Sabine a exami-nar la trampa, y oir que de su interior se es-capaban amenazadores rugidos, detuviéronse.

—Ese no es el bramido del reno —dijo Mar-bre—; capaz soy de apostar doble contra sen-cillo a que acierto la clase de animal que hacaído en nuestra trampa.

—¿Un oso? — preguntó Sabine. —Sí — dijo Marbre, cuyos ojos brillaban de

satisfacción. —Pues a fe que nada perderemos en el

cambio —replicó Sabine—. Los bistecs de ososon tan sabrosos como los de reno, y su piel

vale bastante más. Vamos a apoderarnos de lapresa.

Los dos cazadores, que iban naturalmentearmados, metieron una bala en sus escopetas,ya cargadas con perdigones, y avanzaron haciala trampa. La báscula estaba armadanuevamente, pero el cebo había desaparecido.Cuando Marbre y Sabine llegaron cerca de ella,escudriñaron con la vista el fondo de la fosa.Los rugidos redobláronse entonces. Se tratabade un oso, en efecto.

En un rincón de la fosa veíase agazapadauna masa gigantesca, un verdadero fardo delanas blancas, apenas visible en la sombra, enmedio de la cual brillaban dos ojos relucientes.Las paredes de la fosa estaban arañadas a zar-pazos, y, sin duda alguna, si hubiesen sido detierra, el oso habría logrado abrirse camino ha-cia afuera; pero, en el resbaladizo hielo, susgarras no habían podido asirse, y si bien habíaconseguido ensanchar su prisión, no logró es-capar de ella.

En estas condiciones, la captura del animalno ofrecía grandes dificultades. Hiriéronle dosbalas en el fondo de la fosa, quedando despuésla parte más difícil, que era sacarle de ella.

Los dos cazadores volvieron a la factoríapara buscar refuerzos. Una docena de com-pañeros suyos, provistos de fuertes cuerdas,siguiéronles hasta la trampa, no costando pocotrabajo sacar de la fosa a la fiera. Era un animalgigantesco, que medía seis pies de altura ypesaba por lo menos seiscientas libras, y cuyasfuerzas debieron ser prodigiosas. Pertenecía alsubgénero de los osos blancos a juzgar por sucráneo aplastado, su cuerpo prolongado, susuñas cortas y poco recurvadas, su hocico fino ysu pelaje completamente blanco. En cuanto alas partes comestibles del animal, fueron lle-vadas a la señora Joliffe y figuraron como platode refuerzo en la comida de aquel día.

Las semanas siguientes funcionaron lastrampas con bastante fortuna. Cayeron en ellasveinte martas, cuyas pieles se hallaban entonces

en toda la esplendidez que adquieren en el in-vierno; pero sólo dos o tres zorras. Estos astutosanimales adivinan el lazo que se les ha tendido,siendo lo más frecuente que socaven el suelojunto a la trampa, logrando de este modoapoderarse del cebo y salirse en seguida dedebajo del tablón que ha caído sobre ellas. Estodesesperaba a Sabine y le hacía montar encólera, pues decía que «semejante subterfugioera indigno de zorras honradas». Hacia el 10 dediciembre, roló el viento al Sudoeste y volvió anevar otra vez, no con copos espesos, sino unanieve fina y poco abundante, pero que se he-laba en seguida, porque hacía un frío muy in-tenso; y como la brisa era fuerte, no se le podíaresistir. Fue necesario, pues, acuartelarse denuevo y reanudar los trabajos interiores.

Por precaución, repartió Jasper Hobson atodo el mundo pastillas de cal y zumo delimón, porque la persistencia de aquel fríohúmedo aconsejaba el empleo de estos anties-corbúticos. Sin embargo, hasta entonces,

ningún síntoma de escorbuto se había mani-festado entre los habitantes del fuerteEsperanza. Gracias a las precauciones higiéni-cas adoptadas, la salud había sido siempre ex-celente.

La noche polar era entonces profunda.Aproximábase el solsticio de invierno, época enque el astro del día alcanzaba su máximo de-scenso debajo del horizonte para el hemisferioboreal. Durante el crepúculo de medianoche, elborde meridional de las vastas llanuras blancasteñíase apenas de matices menos sombríos. Unaverdadera impresión de tristeza desprendíasede aquel territorio que las tinieblas envolvíanpor todas partes.

Pasáronse en la casa algunos días. JasperHobson se hallaba más tranquilo en lo tocanteal peligro de un ataque de las fieras desde quese formó el foso alrededor de la empalizada; y afe que no fue poca suerte, pues se oían rugidossiniestros acerca de cuya naturaleza no eraposible dudar. En cuanto a la visita de los ca-

zadores indios o canadienses, no era de temeren aquella época.

Sin embargo, sobrevino un incidente, quepodríamos llamar un episodio en aquella largainvernada, y que vino a demostrar que ni aunen el rigor del invierno se hallaban aquellassoledades enteramente despobladas. Algunosseres humanos recorrían aún el litoral, cazandomorsas y acampando sobre la nieve. Per-tenecían a la raza de los devoradores depescado crudo, que es lo que significa, literal-mente traducida, la palabra esquimal, loscuales se hallan caprichosamente esparcidospor el continente americano, desde el mar deBaffin hasta el estrecho de Behring, y a quienesparece servir de límite meridional el lago delEsclavo.

En la mañana del 14 de diciembre, o, parahablar con mayor propiedad, a las nueve antesdel mediodía, el sargento Long, al volver deuna excursión a lo largo del litoral, terminó larelación que de ella hizo al teniente diciéndole

que, si sus ojos no le habían engañado, unatribu de nómadas debía estar acampada acuatro millas del fuerte, cerca de un pequeñocabo que allí formaba la costa.

—¿Quiénes son esos nómadas?—preguntóJasper Hobson. —O son hombres o son morsas—respondió el sargento Long—. ¡No existe otromedio!

Grande habría sido la sorpresa del valientesargento si le hubiesen dicho que ciertos natu-ralistas han admitido precisamente la existenciadel medio que él no admitía. Y, en efecto, al-gunos sabios, más o menos formalmente, hanmirado a los esquimales como una especie deser intermedio entre el hombre y la vaca ma-rina.

En seguida el teniente Hobson, PaulinaBarnett, Madge y algunos otros decidieron ir acomprobar la presencia de los visitantes. Per-fectamente abrigados para evitar los efectos deuna congelación súbita, armados de fusiles y dehachas, calzados con botas forradas de pieles

que hallaban en la nieve helada sólido punto deapoyo, salieron por la poterna y siguieron ellitoral, cuyo borde estaba sembrado detémpanos de hielo.

La luna, que se hallaba en su cuarto men-guante, derramaba vagos resplandores a travésde las brumas del cielo. Después de caminarpor espacio de una hora, debió creer el tenienteque se había equivocado su sargento o, por lomenos, que sólo había visto morsas, las cualeshabían sido sin duda regresado a su elementopor los orificios que mantienen siempre abier-tos en medio de los campos de hielo.

Pero el sargento Long, señalando un remo-lino grisáceo que salía de una extumescenciacónica que se elevaba a algunos centenares depasos sobre el campo de hielo, limitóse a decirtranquilamente:

—¡He ahí el humo de las morsas! En aquelmomento salieron de la cabaña algunos sereshumanos, arrastrándose por la nieve. Eran sinduda esquimales, pero sólo un indígena habría

sido capaz de decir si eran hombres o mujeres,pues su vestimenta era idéntica.

A decir verdad, y sin que nuestro ánimo seaaprobar la opinión de los naturalistas citadosmás arriba, parecían focas reales, verdaderosanfibios, cubiertos de vellos y pelos. Eran seis,cuatro grandes y dos pequeños, anchos de es-paldas, a pesar de su mediana estatura, con lanariz aplastada, los ojos cubiertos por párpadosenormes, la boca grande, los labios gruesos, loscabellos negros, largos y rudos, y la cara de-sprovista de barba. Su vestido consistía en unatúnica redonda de piel de morsa, y uncapuchón, botas y mitones de igual naturaleza.

Aquellos seres medio salvajes habíanseacercado a los europeos y los contemplaban ensilencio.

—¿Nadie sabe hablar entre ustedes el len-guaje de los esquimales? — preguntó a suscompañeros Jasper Hobson. Nadie conocía di-cho idioma; pero de improvisto escuchóse una

voz que les daba la bienvenida en inglés: —¡Welcome! ¡Welcome!

Era un esquimal, o, por mejor decir, pues nose tardó en saberlo, una esquimal, que, avan-zando hacia Paulina Barnett, la saludó con lamano.

Sorprendida la viajera, contestó con algunaspalabras que la indígena pareció comprenderfácilmente, y la familia de esquimales fue invi-tada a seguir a los europeos hasta el fuerte.

Los esquimales se miraron unos a otroscomo si se consultaran si deberían aceptar, ydespués, tras algunos instantes de vacilación,acompañaron al teniente Hobson caminando encompacto grupo.

Al llegar a la empalizada, la mujer esqui-mal, viendo la casa cuya existencia no sospech-aba siquiera, exclamó:

—¡House! ¡house! ¿Snow-house? Preguntaba si era aquello una casa hecha de

nieve; y bien podía creerlo, porque la habi-

tación perdíase entonces bajo aquella masablanca que cubría todo el suelo.

Diósele a comprender,que era una casa demadera; la esquimal dijo entonces algunaspalabras a sus compañeros; hicieron estos unsigno afirmativo, pasaron todos la poterna, y,un instante después, eran introducidos en elsalón principal, donde se quitaron loscapuchones, pudiéndose entonces reconocersus respectivos sexos.

Había dos hombres de cuarenta a cincuentaaños de edad, de tez amarilla-rojiza, dientesagudos y pómulos abultados, lo que les dabauna vaga semejanza con los carnívoros; dosmujeres, jóvenes todavía, cuyos trenzados ca-bellos hallábanse adornados con dientes y uñasde osos polares; y, por último, dos niños decinco a seis años, pobres seres de rostro despe-jado, que miraban con ojos desmesuradamenteabiertos.

—Como los esquimales deberemos suponerque tienen siempre hambre —dijo el teniente

Hobson—, creo que un buen trozo de caza nodesagradará a nuestros huéspedes.

Al oir estas palabras, trajo el cabo Joliffe al-gunas tajadas de reno, sobre las que se arro-jaron aquellas pobres gentes con una avidezbestial. Sólo la joven esquimal que se había ex-presado en inglés dio muestras de cierta re-serva, mirando, sin separar la vista de ella, aPaulina Barnett y a las otras mujeres de la fac-toría. Después, como advirtiese quel a señoraMac-Nap tenía en los brazos un niño reciénnacido, levantóse, y, aproximándose a él, sepuso a acariciarlo con cariño, dirigiéndole almismo tiempo las palabras más dulces delmundo.

Aquella joven indígena parecía ser, si nosuperior a sus compañeros, por lo menos máscivilizada que ellos, lo cual se echó de ver másclaramente cuando, acometida por un ligeroacceso de tos, se colocó la mano delante de laboca, según las reglas más elementales de labuena educación.

Este detalle no pasó para nadie inadvertido.Paulina Barnett, hablando con la esquimal yempleando las palabras inglesas más usuales,supo, por algunas frases, que esta joven habíaservido durante un año en casa de un gober-nador danés de Uppernawick, cuya esposa erainglesa; pero más tarde había abandonado laGroenlandia para seguir a su familia por losterritorios de caza.

Los dos hombres eran hermanos suyos, y laotra mujer, esposa de uno de ellos, era madrede aquellas dos criaturas, y cuñada suya, natu-ralmente.

Venían todos de la isla de Melbourne,situada al Este, en el litoral de la América in-glesa, y dirigíanse al Oeste, en demanda de lapunta Barrow, en la Georgia occidental de laAmérica rusa, donde habitaba su tribu, causán-doles extraordinaria sorpresa el hallar una fac-toría instalada en el cabo Bathurst. Los dos es-quimales habían sacudido la cabeza al ver elestablecimiento. ¿Era que desaprobaban tal vez

la construcción de un fuerte en aquel punto dellitoral? ¿Encontraban acaso el sitio mal elegido?A pesar de su gran paciencia, no logró elteniente Hobson que se explicasen acerca deeste particular, o, al menos, no comprendió susrespuestas.

En cuanto a la joven esquimal, llamábaseKalumah, y tomó al parecer, gran afecto a Pau-lina Barnett. Sin embargo, la pobre muchacha,por muy sociable que fuese, no echaba demenos la posición que en otro tiempo ocuparaen casa del gobernador de Uppernawick, ydaba muestras de sentir gran apego a su fa-milia.

Después de atracarse a su gusto y de haberapurado media pinta de aguardiente, del quetambién bebieron los pequeños, despidiéronselos esquimales de sus huéspedes; pero, antes departir, invitó la joven indígena a Paulina Bar-nett a visitar su cabaña de nieve, prometiéndolela viajera ir a ella al día siguiente, si no lo im-pedía el tiempo.

Al día siguiente, en efecto, acompañada deMadge, del teniente Hobson y de algunossoldados armados —no para defenderse deaquellas pobres gentes, sino de los osos blan-cos, si tropezaban con ellos—, trasladóse Pau-lina Barnett al cabo Esquimal, nombre con quefue bautizada la punta en cuyas proximidadesalzábase el campamento de los indígenas. Cor-rió Kalumah al encuentro de su amiga de lavíspera, y mostróle su cabaña con aire satis-fecho. Era un gran cono de nieve, con unaestrecha abertura en su vértice que daba salidaal humo de un hogar interior, en el que los es-quimales habían excavado su transitoria vivi-enda. Estas casas de nieve que ellos hacen conrapidez extremada, reciben el nombre de iglooen la lengua del país. Son maravillosamenteapropiadas para el clima de las regiones po-lares, y sus habitantes soportan dentro de ellas,sin fuego muchas veces y sin padecer dema-siado, fríos de 40° bajo cero. Durante el estío,los esquimales acampan bajo las tiendas de piel

de reno y de foca, que reciben el nombre detupie.

No era operación fácil penetrar en aquellacabaña. Sólo tenía una entrada a ras del suelo, yera preciso deslizarse por una especie de corre-dor, de tres a cuatro pies de longitud, porquelas paredes de nieve medían cuando menoseste espesor. Pero una exploradora de profe-sión, laureada por la Real Sociedad, no podíatitubear, y Paulina Barnett no vaciló un mo-mento. Seguida de Madge, introdújose vale-rosamente por la estrecha abertura, detrás de lajoven indígena. El teniente y sus soldados re-nunciaron a esta visita.

No tardó en comprender Paulina Barnettque no era lo más difícil el penetrar en aquellacabaña, sino el permanecer en su interior. Suatmósfera caldeada por un hogar en el queardían huesos de morsas, infectada por el fétidoaceite de una lámpara, impregnada por lasemanaciones de las grasicntas ropas y de lacarne de anfibio que constituye el alimento

pricipal de los esquimales, resultaba realmenteintolerable. Madge no la pudo resistir y salióinmediatamente. Paulina Barnett dio muestrasde un valor sobrehumano, por no causar dolora la joven indígena, y prolongó su vista porespacio de cinco interminables minutos quehubieron de parecerle cinco siglos.

Sólo halló en el interior a los dos niños y sumadre; la caza de las morsas había dejado a losdos hombres a cuatro o cinco millas del cam-pamento.

Paulina Barnett, una vez fuera de la cabaña,aspiró con embriaguez el aire fresco y puro delambiente, que devolvió a sus mejillas los per-didos colores.

—¿Qué le han parecido a usted las casas delos esquimales? — preguntóle el tenienteHobson.

—La ventilación en ellas deja mucho quedesear — respondió simplemente la viajera.

La interesante familia indígena permanecióacampada en aquel mismo lugar por espacio de

ocho días. De cada veinticuatro horas, los es-quimales pasaban doce cazando morsas. Iban,con una paciencia que sólo los cazadores deoficio podrán comprender, a acechar a los an-fibios al borde de los orificios por donde salen arespirar a la superficie de los campos de hielo,y, tan pronto como aparecía la morsa, laenlazaban con un nudo corredizo, por debajode las aletas pectorales, y, no sin grandes traba-jos, la izaban inmediatamente y la remataban ahachazos. Realmente, esto puede decirse que esmás bien una pesca que una caza. Después elgran regalo consistía en beberse la sangre cali-ente del anfibio, que constituye para los esqui-males un embriagador placer.

Kalumah iba cada día al fuerte Esperanza, apesar de lo desapacible de la temperatura.Agradábale en extremo recorrer las diversashabitaciones de la casa, viendo coser ysiguiendo todos los detalles de las manipula-ciones culinarias de la señora Joliffe.Preguntaba cómo se llamaban en inglés todas

las cosas y conversaba con Paulina Barnett du-rante horas enteras, si la palabra conversarpuede emplearse cuando se trata de un sencillocambio de vocablos largo tiempo rebuscadospor una u otra parte. Cuando la viajera leía enalta voz, Kalumah la escuchaba con extraordi-naria atención, a pesar de no comprender nada.

Kalumah cantaba también, con voz bastantedulce, canciones de ritmo extraño, melancóli-cas, frías, glaciales. Paulina Barnett tuvo la pa-ciencia de traducir una de esas sagas groenlan-desas, curiosa muestra de la poesía hiperbórea,a la que una música triste, que procedía porintervalos singulares, prestaba un indefiniblecolor. He aquí una traducción literal y en prosade esta poesía copiada en el albúm mismo de laviajera.

«CANCIÓN GROENLANDESA

»¡El cielo está negro y el sol se arrastra ap-enas! ¡Mi pobre e incierta alma está llena dedesesperación! ¡La rubia niña se ríe de mis can-

ciones, y el invierno pasea sus témpanos dehielo sobre su corazón!

»i Ángel soñado! ¡Tu amor vivificante meembriaga, y be desafiado la escarcha por verte,por seguirte! ¡Pero ¡ab! que no he logradodisipar las nieves de tu corazón con el dulcecalor de mis besos!

»¡Ah! ¡Ojalá llegue el día en que se com-penetren nuestras almas, y mi mano estrecheamorosamente la tuya! ¡El sol brillará ennuestro cielo y derritirá las nieves de tucorazón!»

El 20 de diciembre la familia esquimal fue alfuerte Esperanza a despedirse de sus habi-tantes. Kalumah le había tomado cariño a laviajera, quien, de muy buena gana, la hubieraretenido a su lado; pero la joven indígena noquiso abandonar a los suyos, prometiendo, noobstante, volver el verano próximo al fuerteEsperanza.

La despedida fue conmovedora. La esqui-mal regaló a Paulina Barnett una sortija de

latón, recibiendo de ésta un collar de azabacheque se puso en seguida entusiasmada. JasperHobson no dejó partir a aquellas pobres gentessin una buena provisión de víveres, que carga-ron en su trineo; y, después de algunaspalabras de agradecimiento, pronunciadas porKalumah, la interesante familia emprendió lamarcha dirigiéndose hacia el Oeste, y no tardóen desaparecer en medio de las espesas brumasdel litoral.

XX DONDE EL MERCURIO SE HIELA

La sequedad del tiempo y la serenidad de laatmósfera favorecieron aún a los cazadoresdurante algunos días. Sin embargo, no se aleja-ban del fuerte, porque la abundancia de la cazales permitía operar en un radio restringido.

Así pues, el teniente Hobson no podía pormenos de felicitarse por haber fundado su esta-blecimiento en aquel punto del continente. Las

trampas aprisionaron un gran número de ani-males dotados de piel fina, pertenecientes atodas las especies. Sabine y Marbre mataronuna buena cantidad de liebres polares, y fueronderribados a tiros unos veinte lobos hambrien-tos.

Estos carnívoros mostrábanse demasiadoagresivos, y, reuniéndose en grandes bandosalrededor del fuerte, atronaban el aire con susroncos ladridos. Por el lado del campo de hielopasaban con frecuencia, entre las pequeñas co-linas, grandes osos, cuya aproximación se vigi-laba con el mayor cuidado.

El 25 de diciembre fue preciso abandonarotra vez todo proyecto de excursión. Saltó elviento del Norte y el frío se dejó sentirnuevamente con extraordinaria viveza. No eraposible permanecer al aire libre sin riesgo decongelarse instantáneamente. El termómetroFahrenheit descendió a 18° bajo cero (28°centígrados bajo cero). La brisa silbaba comouna descarga de metralla. Antes de encerrarse

en la casa, Jasper Hobson tuvo la precaución desuministrar a los animales comida suficientepara varias semanas. El 25 de diciembre era el día de Navidad, esafiesta del hogar doméstico que tanto se celebraen Inglaterra, la cual solemnizóse en el fuertecon el más religioso celo. Los invernantesdieron gracias a la Providencia por haberlosprotegido hasta entonces; los trabajadores hol-garon en tan sagrado día, y se reunierondespués en espléndido festín, en el que figura-ban dos gigantescos budines.

Por la noche, un abundante ponche flameósobre la amplia mesa, en medio de los vasosrelucientes. Apagáronse las lámparas, y elsalón, iluminado por la lívida luz del alcohol,adquirió un aspecto fantástico. Los rostros deaquellos excelentes soldados animáronse, a sustrémulos reflejos, con una animación que iba aacrecentar más todavía la absorción del bril-lante líquido.

Después, amortiguóse la llama, esparciósealrededor del pastel nacional en forma delengüetas azuladas, y extinguióse.

¡Fenómeno inaudito! A pesar de no habersevuelto a encender aún las luces, el salón noquedó a obscuras. Penetraba por la ventana unaviva luz rojiza que el brillo de las lámparas nohabía dejado ver hasta entonces.

Todos los convidados pusiéronse de pie, ex-traordinariamente sorprendidos, interrogán-dose unos a otros con la mirada.

—¡Un incendio! — exclamaron algunos. Pero, a menos que la casa misma no ardiese,

no había posibilidad de que estallase un incen-dio en los alrededores del cabo Bathurst.

El teniente corrió hacia la ventana y recono-ció en seguida la causa de aquel fenómeno: erauna erupción volcánica.

En efecto, por detrás de los acantilados delOeste, más allá de la bahía de las Morsas,aparecía encendido el horizonte. No podíandescubrirse las cumbres de las montañas

ignívomas, situadas a treinta millas del caboBathurst; pero el penacho de llamas elevábase auna prodigiosa altura, y cubría todo el territo-rio con sus rojizos reflejos.

—¡Esto es todavía más bello que una auroraboreal — exclamó Paulina Barnett.

Tomás Black protestó contra esta afirma-ción. ¡Un fenómeno trrestre más bello que unmeteoro! Pero, en vez de discutir esta tesis, apesar del intenso frío y de la aguda brisa, todosabandonaron la sala y salieron a contemplar elmaravilloso espectáculo de aquel refulgentepenacho que se proyectaba sobre el fondo ob-scuro del cielo.

Si Jasper Hobson y las personas que leacompañaban no hubiesen llevado las bocas ylas orejas cubiertas por densas pieles, hubieranpodido oir los ruidos sordos de la erupción quese propagaban a través de la atmósfera, y sehabrían comunicado las impresiones que enellos engendraba tan sublime espectáculo. Pero

iban tan tapados, que no podían hablar ni oir,teniendo que contentarse con ver.

Pero, ¡qué imponente escena se presentóante sus ojos! ¡qué recuerdo para su entendi-miento! Entre la profunda obscuridad del fir-mamento y la blancura de la inmensa alfombrade nieve, la expansión de las llamas volcánicasproducía efectos de luz que el más acabadopincel no sería capaz de imitar, ni la pluma másexperta podría describir.

La intensa reverberación se extendía hastamás allá del cénit, apagando gradualmente to-das las estrellas, El blanco suelo revestíase dedorados matices. Los montículos del campo dehielo, y, en el fondo, los enormes icebergs, refle-jaban sus diversos resplandores como otrostantos espejos ardientes. Los haces luminososvenían a quebrarse o refractarse en todos estosángulos, y los planos, diversamente inclinados,reflejábanlos con fulgores más vivos y maticesmás variados. Era un choque de rayos ver-daderamente mágico, que semejaba la inmensa

decoración de espejos de algún cuento de hadaspreparada ex profeso para aquella fiesta de luz.

Pero el frío excesivo no tardó en obligar alos espectadores a encerrarse de nuevo en sucaldeada vivienda, y más de una nariz estuvo apunto de pagar demasiado caro el placer quelos ojos se habían dado, en detrimento suyo,exponiéndola a semejante temperatura.

Durante los días inmediatos acrecentóse laintensidad del frío, haciendo temer que el ter-mómetro de mercurio no bastase para señalarla temperatura reinante y que fuese precisorecurrir al empleo del de alcohol. Y, en efecto,en la noche del 28 al 29 de diciembre la col-umna descendió a 32° bajo cero (37° centígra-dos bajo cero).

Las estufas fueron abarrotadas de combus-tibe, pero no huno manera de mantener en elinterior de la casa una temperatura superior a20° (7° centígrados bajo cero). Sentíase un in-tenso frío hasta en los dormitorios, y fuera deun círculo de diez pies de radio alrededor de la

estufa, desaparecía el calor por completo; poreso en aquel sitio, que era el mejor de la casa,había sido colocada la cuna del recién nacido,que se complacían en mecer todos los que seaproximaban a la lumbre.

Prohibióse en absoluto el abrir ningunapuerta o ventana, porque el vapor concentradoen las habitaciones se hubiera convertido in-stantáneamente en nieve. Ya, en los c ¡redores,la respiración de los hombres producía unfenómeno idéntico. Oíanse por todas partesdetonaciones secas, que sorprendían a las per-sonas que no estaban acostumbradas a losfenómenos propios de estos climas. Eran lostroncos de árboles que formaban las paredes dela casa, que crujían bajo la acción del frío. Laprovisión de licores, coñac y ginebra, fue pre-ciso bajarla del desván al salón principal,porque todo el alcohol se hallaban concentradoen el fondo de las botellas formando una espe-cie de bola. La cerveza fabricada por las yemasde los abetos, hacía estallar los barriles al he-

larse. Todos los cuerpos sólidos, como petrifi-cados, resistían a la penetración del calor. Lamadera ardía con dificultad, y Jasper Hobsontuvo que sacrificar cierta cantidad de aceite demorsa para activar su combustión. Afor-tunadamente, las chimeneas tiraban bien, im-pidiendo toda emanación desagradable en elinterior; pero, fuera, debía señalarse a lo lejos lapresencia del fuerte Esperanza por el olor acrey fétido de sus humos, mereciendo, además, serclasificado entre los establecimientos insalu-bres.

Un síntoma notable era la extraordinariased de que todos se sentían devorados poraquel intenso frío, siendo preciso para satis-facerla, deshelar constantemente los líquidos allado del fuego, porque, bajo la forma de hielo,habrían sido impropios para apagar la sed.

Otro síntoma contra el cual el tenienteHobson encargaba a sus compañeros que sedefendiesen con tenacidad era una somnolenciaobstinada que algunos no lograban vencer.

Paulina Barnett, tan animosa como siempre,combatía esta tendencia, no sólo en su propiapersona, sino en las de los otros, alentándoloscon su conversación y sus consejos. Leía confrecuencia algún libro de viajes, o cantabaconocidas canciones inglesas, que todos corea-ban luego; y estos cantos despertaban, de gradoo por fuerza, a ios dormidos, que no tardabanen acompañarles también.

De esta suerte transcurrían las largas jorna-das en un encierro absoluto, y Jasper Hobson,consultando a través de los vidrios el ter-mómetro colocado en el exterior, observaba queel frío crecía cada vez más. El 31 de diciembreel mercurio se heló por completo dentro de lacubeta del instrumento, lo cual quería decir quela temperatura ambiente era inferior a 44° bajocero (42° centígrados bajo cero).

Al día siguiente, 1.° de enero de 1860, elteniente Jasper Hobson felicitó por la entradadel nuevo año a Paulina Barnett, aplaudiendoel valor y buen humor con que soportaba las

fatigas y privaciones de la invernada. Los mis-mos cumplimientos dedicó después al as-trónomo, quien no veía en aquel cambio de1859 a 1860 más que la entrada del año en quesu famoso eclipse había de tener efecto.

Todos los individuos de aquella pequeñacolonia, tan estrechamente unidos los unos alos otros, cambiaron también entre sí las felici-taciones propias del día. Su salud, gracias alCielo, seguía siendo excelente; pues, si bien sehabían presentado algunos síntomas de escor-buto, habían cedido en seguida al oportunoempleo del zumo de limón y de las pastillas decal.

¡Pero todavía era pronto para cantar victo-ria! La mala estación debía durar aún tres me-ses. El sol, sin duda, no tardaría en reaparecersobre el horizonte; pero nada probaba que elfrío hubiese alcanzado su máxima intensidad;y, por regla general, en todas las zonas bo-reales, los mayores descensos de la temperaturaocurren en el mes de febrero.

Sea de ello lo que quiera, el rigor de la at-mósfera disminuyó durante los primeros díasdel año nuevo, y el 6 de enero el termómetro dealcohol colocado en la parte exterior de la ven-tana del corredor, marcó 66° bajo cero (52°centígrados bajo cero). Algunos grados más, yla temperatura mínima observada en el fuerteConfianza, en 1835, iba a ser alcanzada y auntal vez excedida.

La persistencia de un frío tan violento in-quietaba más y más cada vez a Jasper Hobson.Temía que los animales de pieles valiosas sevieran obligados a buscar más al Sur un climamás benigno, lo que hubiera contrariado susproyectos de caza en la próxima primavera. Oíaademás con frecuencia, a través de las capassubterráneas, ciertos ruidos sordos relaciona-dos evidentemente con la erupción volcánica.El horizonte occidental seguía alumbrado porel fuego terrestre y no cabía duda de que unformidable trabajo plutónico se estaba llevandoa cabo en las entrañas del Globo. ¿No sería pe-

ligroso para la nueva factoría la vecindad deaquel volcán? Este pensamiento asaltaba coninsistencia a Jasper Hobson cada vez que sor-prendía alguno de aquellos rugidos internos.Pero estas aprensiones, muy vagas por otraparte, se las reservó para sí.

Con semejante frío, nadie pensaba en aban-donar la casa, como se comprenderá fácilmente.Los perros y los renos se hallaban abundante-mente abastecidos, de suerte de estos animales,que se hallan además habituados a sufrir largosayunos durante la estación invernal, noreclamaban los servicios de sus amos. No ex-istía, pues, motivo alguno para exponerse a lasinclemencias de la atmósfera. Era ya suficienteel padecer los rigores de una temperatura queapenas si la combustión de la madera y delaceite lograba hacer soportable.

A pesar de todas las precauciones adopta-das, deslizábase la humedad en las salas noventiladas, depositando sobre las maderas bril-lantes capas de hielo que se iban espesando por

días. Los condensadores se hallaban obstrui-dos, y hasta estalló uno de ellos bajo la presióndel agua solidificada.

En estas condiciones, no pensó el tenienteHobson en economizar el combustible, sinoque, por el contrario, prodigábalo a fin de sos-tener la temperatura que, en cuanto aflojabanlos fuegos de la estufa y del hornillo, por muypoco que fuese, descendía a veces a 15° Fahr-enheit (9º centígrados bajo cero). Por eso se es-tableció una guardia, que se relevaba de horaen hora, cuya única misión era vigilar y sos-tener la lumbre.

—La leña se acabará pronto — dijo un día elsargento Long al teniente.

—¿Que se acabará la leña? — exclamó Jas-per Hobson. —Quiero decir —replicó el sar-gento— que la provisión que tenemos en lacasa se va agotando ya, y que dentro de pocoserá preciso salir para irla a buscar al cobertizo;y sé por propia experiencia que exponerse al

aire ambiente, con un frío tan intenso, es arries-gar la vida.

—Sí, sí —respondió el teniente—; hemoscometido la falta de construir el cobertizo ais-lado de la casa principal y sin comunicacióndirecta con ella; pero lo advierto ya tarde. Debítener en cuenta que íbamos a invernar más ar-riba del paralelo de 70°; pero, en fin, ya no tieneremedio. Dígame, Long, ¿qué cantidad de leñaqueda en casa?

—La suficiente para alimentar la estufa y elfogón durante dos o tres días a lo sumo — re-spondió el sargento.

—Esperemos que de aquí a entonces —dijoel teniente Hobson— haya disminuido el rigorde la temperatura, y sea posible atravesar singran riesgo el patio del fuerte.

—Lo dudo, mi teniente —replicó el sargentoLong, moviendo sentenciosamente la cabeza—.La atmósfera está despejada, el viento se man-tiene fijo al Norte y no me sorprenderá que este

frío se prolongue durante quince días más, esdecir, hasta la nueva luna.

—Pues bien, valiente Long —replicó JasperHobson—, me parece que no es cosa de dejar-nos morir de frío; de suerte que el día que seanecesario exponer el pellejo...

—Lo expondremos, mi teniente — re-spondió el valeroso sargento.

Jasper Hobson estrechó la mano de Long,cuya abnegación le era bien conocida.

Alguien podrá decir que Jasper Hobson y elsargento Long exageraban al creer que la súbitaimpresión de semejante frío sobre el organismopodía causar la muerte; pero, habituados comoestaban a las violencias de los climas polares,habían adquirido con la práctica una gran ex-periencia. Habían visto a hombres robustos, encircunstancias idénticas, caer desvanecidos so-bre el hielo en el mismo momento de salir alexterior. Faltábales la respiración, y se les le-vantaba asfixiados. Estos hechos, por increíblesque parezcan, se han producido muchas veces

durante ciertas invernadas. En su viaje por lascostas de la bahía de Hudson, en 1746, Gui-llermo Moor y Smith han citado varios acci-dentes de este género, habiendo perdido al-gunos de sus compañeros muertos súbitamentepor el frío. No cabe la menor duda de que elatreverse a afrontar una temperatura cuya in-tensidad no puede medir ni aun la misma col-umna mercurial, es exponerse a sufrir unamuerte repentina.

Tal era la situación, bastante inquietante porcierto, de los habitantes del fuerte Esperanza,cuando vino un incidente a agravarla más aún.

XXI LOS GRANDES OSOS POLARES

La tínica de las cuatro ventanas que per-mitía ver el patio del fuerte era la que se abríaen el fondo del corredor de entrada, cuyaspuertas exteriores no habían sido cerradas. Peropara que la mirada pudiese atravesar sus

vidrios velados a la sazón por la espesa capa dehielo, era preciso lavarlos con agua hirviendopreviamente; operación que se efectuaba variasveces al día, por orden del teniente, pudiéndoseasí observar cuidadosamente el estado del cieloy el termómetro de alcohol colocado en el exte-rior al mismo tiempo que los alrededores delcabo Bathurst.

Pues bien, el día 6 de enero, a eso de lasonce de la mañana, el soldado Kellet, encar-gado de la observación, llamó de improviso alsargento y mostróle ciertas masas que semovían confusamente en la sombra.

Acercóse el sargento a la ventana, y exclamóimperturbable :

—¡Son osos! Y, en efecto, media docena de estos ani-

males habían logrado salvar la empalizada, y,atraídos por las emanaciones del humo, avan-zaban hacia la casa.

Tan luego como tuvo noticia Jasper Hobsonde la presencia de los formidable carnívoros,

dispuso que atrancaran bien por dentro la ven-tana del corredor; y como que aquélla era laúnica entrada practicable, una vez ejecutada suorden, parecióle imposible que pudieran lososos penetrar en el interior de la casa. La ven-tana, pues, fue cerrada por medio de fuertesbarrotes que el carpintero Mac-Nap sujetósólidamente, no sin antes haber practicado unaestrecha abertura para poder observar lasmaniobras de los inoportunos visitantes.

—Ahora —dijo el maestro carpintero—,esos señores no entrarán en nuestra casa sinnuestro consentimiento. Tenemos tiempo, pues,de celebrar un consejo de guerra.

—Ahora sí que podremos decir, señorHobson —dijo ¡Paulina Barnett—, que nadahabrá faltado a nuestra invernada; después delfrío, los osos.

—Después, no —respondió el teniente—,sino durante él, lo cual es mucho más grave;porque se trata de un frío que nos impide salir

al exterior, de suerte que no sé cómo vamos alibrarnos de tan maléficas fieras.

—Supongo que se les acabará la paciencia—respondió la viajera—, y que se marcharánpor donde mismo vinieron.

Jasper Hobson sacudió la cabeza comohombre que no está convencido, exclamando:

—¡No conoce usted a esos animales, señora!Este riguroso invierno los tiene medio locos dehambre, y no abandonarán este lugar si no lesobligamos a ello.

—¿Y eso le inquieta a usted, señor Hobson?— replicó Paulina Barnett.

—Sí, y no —respondió el teniente—. Sé muybien que los osos no entrarán en nuestra casa;pero ignoro al mismo tiempo sómo saldremosde ella si es necesario.

Dicho esto, Jasper Hobson dirigióse denuevo a la ventana.

Durante este tiempo, Paulina Barnett y lasotras mujeres, congregadas en torno del sar-gento, escuchaban al valiente soldado que dis-

ertaba acerca de los osos, como hombre ex-perimentado en estos lances. Muchas veces elsargento se las había tenido que haber conaquellos carnívoros, cuyo encuentro es fre-cuente, hasta en los territorios del Sur; perosiempre había sido en circunstancias propiciaspara atacarlos con éxito. En el caso actual,hallábanse sitiados, y el frío les impedía inten-tar ninguna salida.

Durante todo el día vigiláronse atentamentelas idas y venidas de los osos. De vez encuando, alguno de aquellos animales acercabasu gruesa cabeza a la ventana, dejando oir unsordo rugido de cólera. El sargento y el tenientecelebraron una conferencia, y resolvieron que,si los osos no se marchaban, se practicaríanalgunas aspilleras en las paredes de la casa a finde ahuyentarlos a tiros. Pero decidieron almismo tiempo esperar un día o dos antes derecurrir a este medio; porque Jasper Hobsonquería evitar el establecer toda comunicaciónentre la temperatura ambiente y la del interior

de la casa, que era ya bastante fría. El aceite demorsa que se introducía en las estufas estabahelado, y, tan duro, que era preciso partirlo ahachazos.

La jornada terminó sin otro incidente nota-ble. Los osos iban y venían y daban constantesvueltas alrededor de la casa, pero sin intentarcontra ella ningún ataque directo. Se veló todala noche, y, a eso de las cuatro de la madru-gada, llegó a creerse que los asaltantes habíanabandonado el patio, porque ya no se veían porningún sitio. Pero, a eso de las siete, Marbre,que había subido al desván con objeto de reco-ger provisiones, bajó inmediatamente diciendoque los osos se estaban paseando por el tejadode la casa.

Jasper Hobson, el sargento, Mac-Nap y doso tres soldados, cogieron sus armas y sedirigieron precipitadamente a la escalera delcorredor que comunicaba con el desván pormedio de un escotillón. En esta pieza era tal laintensidad del frío que, al cabo de algunos

minutos, el teniente y sus compañeros nopodían ni aun sostener en las manos loscañones de sus fusiles. El aire húmedo que alrespirar expelían, caía convertido en nieve al-rededor de ellos.

Marbre no se había engañado; los osos ocu-paban el techo de la casa. (Díaseles correr ygruñir, y sus uñas a veces, después de atravesarla capa de la nieve, incrustábanse en las tablasde la techumbre, siendo muy de temer que tu-viesen las fuerzas necesarias para arrancarlas.

El teniente y sus hombres, al verse acometi-dos por el aturdimiento que aquel frío insos-tenible provocaba, decidieron bajar, dandocuenta a los otros Jasper Hobson de lo serio dela situación.

—Los osos —dijo— se encuentran sobre eltejado, lo cual es una circunstancia en extremodesagradable. Sin embargo, no hay nada quetemer todavía, por lo que a nosotros mismosrespecta; porque esos animales no podránpenetrar en las habitaciones; pero sí es muy

posible que fuercen la entrada del desván ydevoren las pieles que en él hay depositadas; ycomo quiera que estas pieles pertenecen a laCompañía, tenemos el deber de conservarlasintactas. Os pido, pues, amigos míos, que meayudéis a colocarlas en lugar seguro.

Al instante, todos los compañeros delteniente escalonáronse a lo largo de la sala, lacocina, el corredor y la escalera. Dos o tres quese relevaban a cortos intervalos, pues no hubi-esen podido resistir por mucho tiempo un tra-bajo sostenido, afrontaron la temperatura deldesván, y, en una hora, las pieles, pasando demano en mano, quedaron almacenadas en elsalón central.

Durante esta operación, los osos proseguíansus maniobras y trataban de levantar las vigasprincipales del techo. En algunos puntos erafácil ver las tablas cimbrearse bajo su peso. Elmaestro Mac-Nap se hallaba bastante inquieto,pues, no habiendo contado al construir la casa

con que el techo hubiese de soportar una cargasemejante, temía que pudiese ceder.

Aquel día transcurrió, sin embargo, sin quelos asaltantes lograsen pentrar en el desván;pero otro enemigo no menos formidable in-trodújose poco a poco en las habitaciones: esteenemigo era el frío. El fuego languidecía en lasestufas; la reserva de combustible se hallabacasi agotada. Antes que transcurriesen docehoras, el último trozo de leña sería devoradopor las llamas y se apagaría la estufa.

Esto sería la muerte, la muerte por el frío,que es la más espantosa de todas. Ya aquellosinfelices, apretados los unos contra los otrosalrededor de aquella estufa que se enfriaba porgrados, sentían que les abandonaba su propiocalor también. Pero nadie profería la menorqueja. Hasta las mismas mujeres soportabanheroicamente aquellas horribles torturas. Laesposa de Mac-Nap oprimía convulsivamente asu tierno hijo contra su helado pecho. Algunossoldados dormían, o languidecían más bien en

un sombrío estupor que distaba bastante de sersueño.

A las tres de la mañana consultó JasperHobson el termómetro colgado en la parte inte-rior de la pared del salón, a menos de diez piesde la estufa, y observó que marcaba 4º Fahren-heit bajo cero (20° centígrados por debajo delpunto de congelación del agua destilada).

El teniente pasóse la mano por la frente,miró a sus compañeros que formaban un gruposilencioso y compacto, y permaneció inmóvildurante algunos momentos. El vapor mediocondensado de su respiración rodeábalo de unanube blancuzca.

En aquel instante sintió que sobre su hom-bro se posaba una mano; dio vuelta a la cabeza,estremecido, y sus ojos tropezaron con los dePaulina Barnett.

—Es preciso hacer algo, señor Hobson —ledijo la valerosa mujer—; ¡no podemos dejarnosmorir de este modo, sin siquiera defendernos!

—Sí —respondió el teniente, sintiendo des-pertarse en él la energía moral—, ¡es precisohacer algo!

Jasper Hobson llamó al sargento Long, aMac-Nap y al herrero Rae, es decir, a los hom-bres más valientes de su tropa, y, acompañadosde Paulina Barnett, aproximáronse a la ventana,lavaron con agua hirviendo su vidrio y consul-taron al termómetro colocado en la parte exte-rior.

¡Setenta y dos grados! (40° centígrados bajocero) —exclamó Jasper Hobson—. Amigosmíos, nos quedan solamente dos partidos quetomar: o arriesgar nuestras vidas para renovarla provisión de combustible, o quemar poco apoco los bancos, los tabiques, las camas y todolo que tenemos dentro de la casa que puedaalimentar las estufas. Pero es éste un recursosupremo, porque el frío puede durar, toda vezque no hay nada que presagie un próximocambio de tiempo.

—¡Arriesguémonos! — respondió el sar-gento Long. Esta fue también la opinión de susotros dos camaradas. Sin pronunciar ningunaotra palabra, cada cual aprestóse a ponermanos a la obra.

He aquí lo que se convino, y las precau-ciones que se adoptaron para salvaguardar enlo posible las vidas de los que iban a sacri-ficarse por la salvación de todos.

El cobertizo en que estaba almacenada laleña se elevaba a unos cincuenta pasos a laizquierda y por detrás de la casa principal, y sedecidió que un hombre tratase de llegar hastaél a la carrera. Debía llevar una cuerda arrol-lada a la cintura, y además otra suelta, uno decuyos extremos conservarían sus compañeros.Una vez llegado al cobertizo, cargaría de com-bustible uno de los trineos a cuya parte anteriorataría la cuerda últimamente nombrada, haci-endo firme además a su parte posterior el otroextremo de la que llevaba arrollada a la cintura,con ayuda de la cual podría atraer nuevamente

hacia él el trineo una vez descargado;quedando de este modo establecida una comu-nicación entre el cobertizo y la casa, que per-mitiría renovar, sin demasiado peligro, la pro-visión de madera. Una sacudida impresa acualquiera de las dos cuerdas indicaría que eltrineo estaba, o cargado en el cobertizo, o des-cargado en la casa.

El plan estaba sagazmente meditado; perodos circunstancias podían hacerlo abortar; poruna parte, era posible que la puerta del cober-tizo, obstruida por el hielo, fuese muy difícil deabrir; y, por otra, era de temer que los osos,descendiendo del techo de la casa, acudiesenpresurosos al patio. Eran, pues, dos azares quehabía que arrostrar sin remedio.

El sargento Long, Mac-Nap y Rae ofre-ciéronse los tres de una manera espontánea aafrontar todo el peligro; pero alegó el primeroque los otros dos eran casados, insistiendo enejecutar él la tarea.

También pretendía el teniente intentar enpersona la aventura; pero la viajera le dijo:

—Señor Jasper, usted es nuestro jefe, y suvida es tan útil para todos que no tiene ustedderecho a arriesgarla. Deje usted, pues, quevaya el sargento Long.

Jasper Hobson comprendió los deberes quesu posición le imponía, y, llamado a decidirentre sus compañeros, pronuncióse en favor delsargento. Paulina Barnett estrechó con entusi-asmo la mano del valeroso Long.

Los demás habitantes del fuerte, dormidos oamodorrados, ignoraban la tentativa que iba ahacerse.

Preparáronse dos largas cuerdas. El sar-gento arrollóse la una alrededor de su cuerpo,por encima de los cálidos abrigos con que serevistió, consistentes en pieles que sumaban unvalor de más de 1.000 libras esterlinas. La otrase la ató a la cintura, de la cual se colgó ademásun puñal y un revólver cargado. Después, en elmomento de partir, se echó al pecho medio

vaso de coñac, a lo que llamaba él beber unbuen trago de combustible.

Jasper Hobson, Long, Mac-Nap y Rae sa-lieron entonces de la sala común. Pasaron porla cocina, cuyo hogar acababa de apagarse, yllegaron al corredor. Allí, Rae, subiendo hastael escotillón del desván, y entreabriéndolo,aseguró que los osos permanecían aún en eltejado de la casa. Era, pues, el momento deobrar.

Abrieron la primera puerta del corredor, yJasper Hobson y sus compañeros, a pesar desus gruesos abrigos, se sintieron helados hastala medula de los huesos. Abrieron en seguida lasegunda puerta, que daba directamente alpatio, y todos, por instinto, retrocedieron unmomento, medio sofocados. El vapor húmedoque el aire del corredor contenía en suspensión,condensóse instantáneamente, y una nievefinísima cubrió entonces el suelo y las paredes.

El tiempo en el exterior era en extremo seco.Las estrellas resplandecían con brillo extraordi-nario.

El sargento Long, sin perder un instante,lanzóse en medio de la obscuridad, arrastrandoen su carrera el extremo de la cuerda cuyo caboconservaban sus compañeros. Empujaron éstosen seguida la puerta exterior hasta dejarla enca-jada, y Jasper Hobson, Mac-Nap y Rae retro-cedieron al corredor, cuya segunda puerta cer-raron herméticamente, y esperaron llenos deimpaciencia.

Si Long no volvía transcurridos algunosminutos, debía suponerse que su empresamarchaba por buen camino, y que, instalado enel cobertizo, preparaba la primera carga deleña. Mas para esta operación debían bastardiez minutos en el caso de que la puerta delalmacén no hubiese resistido. Cuando partió elsargento, Jasper Hobson y Mac-Nap regresaronal fondo del corredor, en tanto que Rae vigilabael desván y los osos.

Dada la obscuridad de la noche, podía es-perarse que no hubiesen advertido estos últi-mos el rápido paso de Long.

Diez minutos después de la partida de éste,Jasper Hobson, Mac-Nap y Rae volvieron alestrecho espacio comprendido entre las dospuertas del corredor, y esperaron en él quefuese hecha la señal de halar el trineo.

Transcurrieron aún cinco minutos más. Lacuerda cuyo extremo sostenían continuaba enreposo. ¡Juzgúese la ansiedad de aquellos hom-bres!

Hacía más de un cuarto de hora que habíapartido el sargento, tiempo más que suficientepara cargar el trineo, sin haberles transmitido laseñal convenida.

Jasper Hobson esperó todavía algunos in-stantes, y después, tirando del extremo de lacuerda, hizo señas a sus compañeros para quele ayudasen a halar. Si el trineo no estuvieseaún cargado, ya sabría el sargento impedir quecontinuasen tirando.

Halaron, pues,, vigorosamente de la cuerda,y sintieron que un objeto pesado era arrastradopor ella sobre la superficie de la nieve, el cualno tardó en llegar a la puerta exterior...

Era el cuerpo del sargento, atado por la cin-tura. El desdichado Long no había podido lle-gar al cobertizo siquiera. Había caído en elcamino como herido por el rayo. ¡Su cuerpo,expuesto por espacio de cerca de veinteminutos a tan irresistible temperatura, debía sersólo un cadáver!

Mac-Nap y Rae lanzaron un grito de deses-peración y transportaron el cuerpo al corredor;pero en el instante preciso en que pretendió elteniente cerrar la puerta exterior, sintió que eraviolentamente rechazada, oyéndose al mismotiempo un espantoso rugido.

—¡Socorro! — gritó Jasper Hobson. Mac-Nap y Rae iban a precipitarse en su

auxilio; pero se les adelantó Paulina Barnettque vino a sumar sus esfuerzos a los delteniente Hobson para cerrar la puerta. Pero la

monstruosa fiera, haciendo pesar sobre ellatodo el peso de su cuerpo, la hacía retrocederpoco a poco, e iba a forzar la entrada del corre-dor...

Entonces Paulina Barnett apoderándose deuna de las pistolas que pendían de la cinturadel teniente, esperó con serenidad el instante enque el oso introdujera la cabeza entre la puertay el quicio, y, cuando lo hubo hecho, disparólaa boca de jarro en las fauces abiertas de la fiera.

El oso desplomóse hacia atrás herido mor-talmente sin duda, y la puerta, después de cer-rada, quedó sólidamente apuntalada.

En seguida condujeron el cuerpo del sar-gento al salón y lo extendieron ai lado de laestufa. ¡Pero las últimas brasas se extinguían enaquel momento! ¿Cómo reanimar a aquel des-venturado? ¿Cómo devolverle una vida cuyossíntomas todos parecían haber desaparecido?

—¡Yo iré! ¡yo iré! —exclamó, consternado, elherrero Rae—; yo iré a buscar la leña o...

—Sí, sí —dijo a su lado una voz—, ¡iremosjuntos por ella!

Era su valerosa mujer quien de aquellamanera se expresaba.

—¡No, amigos mío, no! —exclamó elteniente Hobson—. No podríais libraros del fríoni de los osos. ¡Quememos todo lo que puedaarder aquí dentro, y después que Dios nos am-pare!

Y en seguida, todos aquellos infelices, me-dio helados, levantáronse como locos, con lashachas en la mano. Los bancos, las mesas, lostabiques, todo fue demolido y destrozado yconvertido en leña; y la estufa del salón, y elhogar de la cocina zumbaban al poco rato bajola acción de una ardiente llama que algunasgotas de aceite de morsa activaron más aún.

La temperatura interior subió pronto docegrados, Prodigáronse al sargento los más ex-quisitos cuidados. Frotáronsele los brazos concoñac caliente, y, poco a poco, se fue restableci-endo la circulación de la sangre. Las manchas

blanquecinas de que se habían cubierto ciertaspartes de su cuerpo empezaron a desaparecer;pero el desdichado Long había padecidocruelmente, así que transcurrieron varias horasantes de que pudiese articular una palabra.Acostáronle en un lecho bien caldeado, y Pau-lina Barnett y Madge le velaron hasta el díasiguiente.

Entretanto, Jasper Hobson, Mac-Nap y Raemeditaban la manera de salvar la situación tanhorriblemente comprometida. Era evidenteque, a los dos días, a lo sumo, faltaría tambiénaquel nuevo combustible que habían encon-trado dentro de la misma casa. ¿Qué sería en-tonces de ellos todos si persistían los fríos?

La luna era ya nueva hacía cuarenta y ochohoras; mas su reaparición no había provocadoningún cambio de tiempo. El viento Norte aso-laba el país con su hálito glacial, el barómetrose mantenía por las nubes, y, de aquel sueloque no formaba ya más que un inmenso campode hielo, no se desprendía el menor vapor,

siendo muy de temer que el frío tardase en ce-sar. ¿Qué partido adoptar, pues? ¿Debíarepetirse la tentativa de volver al cobertizo, máspeligrosa ahora todavía por hallarse los osossobre aviso? ¿Era posible dar a estos animalesla batalla al aire libre? No por cierto; hubierasido un acto de locura que habría dado porresultado la pérdida de todos.

Entretanto, la temperatura de las habi-taciones se había hecho más soportable.Aquella mañana la señora Joliffe sirvióles unalmuerzo compuesto de carnes calientes y té.No se economizaron los humeantes grogs, y elvaliente sargento Long pudo ya participar en elfestín.

El fuego bienhechor de las estufas, al elevarla temperatura, animaba al mismo tiempo aaquellas pobres gentes, que sólo esperaban laorden de Jasper Hobson para atacar a los osos.Pero el teniente rio quiso exponer su gente, porno parecerle igual la partida. El día iba, portanto, a transcurrir, al parecer, sin ningún otro

incidente, cuando, a eso de las tres de la tarde,sintióse un gran ruido en el techo de la casa.

—¡Ya los tenemos ahí! — exclamaron a corodos o tres soldados, armándose precipitada-mente de pistolas y de hachas.

Era evidente que los osos, después de ar-rancar una de las vigas maestras del techo,habían forzado la entrada del desván.

—¡Que no se mueva nadie! —gritó con voztranquila el teniente—. ¡Rae el escotillón!

El herrero corrió hacia el pasillo, subió a sal-tos la escalera y sujetó el escotillón sólidamente.

Se sentía un ruido espantoso sobre el techo,que parecía cimbrearse bajo los pies de los osos;una confusa mezcla de gruñidos, patadas yzarpazos.

¿Cambiaría aquel incidente la situación? ¿Seagravaba el mal, o no? Jasper Hobson y algunosde sus compañeros celebraron una consultaacerca del particular. La mayoría estimaba quesu situación se había mejorado. Si los osos sehallaban todos reunidos dentro del desván, lo

que parecía probable, tal vez fuese posible ata-carlos en aquel reducido espacio sin temor aque el frío asfixiase a los combatientes o lesarrebatase las armas de las manos. Es verdadque un combate cuerpo a cuerpo con seme-jantes fieras era peligroso en extremo; pero, enfin, ya no existía una imposibilidad física queimpidiera en absoluto intentarlo.

Quedaba por resolver si se atacaría o no alos asaltantes en el lugar que ocupaban, oper-ación tanto más peligrosa cuanto que los solda-dos no podían entrar más que uno a uno en eldesván por el estrecho escotillón.

Se comprende fácilmente que el tenientevacilase en iniciar el ataque. Después de reflex-ionarlo mucho y de escuchar los consejos delsargento y de otros cuya valor no admitía dis-cusión, decidióse a esperar. Tal vez pudierasobrevenir un incidente que acrecentase lasprobabilidades de éxito.

Por otra parte, era casi imposible que lososos lograsen levantar las vigas del techo, que

eran mucho más sólidas que las del tejado; desuerte que no parecía probable que lograsenbajar al piso bajo.

Aguardaron, pues, todos, y el día transcur-rió sin otra novedad. Por la noche fue tangrande el alboroto que armaron las enfurecidasfieras, que nadie pudo dormir.

Al día siguiente vino a complicar la situa-ción un nuevo acontecimiento que obligó aobrar al teniente. Sabido es que las chimeneasde la estufa y del hogar atravesaban el desvánen toda su altura. Estas chimeneas, hechas conladrillos de cal e imperfectamente cimentadas,no podían resistir una fuerte presión lateral.Ocurrió, pues, que los osos, sea que las atacasendirectamente, sea que se apoyaran en ellas paramejor percibir el calor que despedían, el hechoes que las fueron destruyendo poco a poco. Seoyó caer por su interior los trozos de ladrillos, ybien pronto dejaron de tirar la estufa y el fogón.

Era aquella desgracia irreparable quehubiera arrebatado la esperanza sin duda a

gentes menos enérgicas, y que trajo consigo unanueva complicación; porque, al par que losfuegos se apagaban, un humo negro, acre ynauseabundo, producido por la combustiónimperfecta de la leña y el aceite, invadió toda lacasa, haciéndose tan espeso en algunosminutos, que eclipsó la luz de las lámparas.

Jasper Hobson se veía precisado a aban-donar la casa, so pena de perecer asfixiado; ¡yabandonar la casa era perecer de frío! Em-pezaron las mujeres a dar gritos, y entonces elteniente, empuñando un hacha, gritó con enér-gico acento:

—¡A los osos, amigos míos! ¡a los osos!

No quedaba otra solución. Urgía exterminara aquellos animales. Todos, sin excepción, cor-rieron hacia el pasillo y se lanzaron por la esca-lera arriba con Jasper Hobson a la cabeza. Le-vantóse el escoten y oyéronse varios tiros enmedio de los torbellinos de humo negro. Hubogritos mezclados de rugidos y la sangre corrió

en abundancia. Batíanse con los osos en mediode la obscuridad más espantosa...

Pero en aquel momento escucháronse terri-bles estruendos y violentas sacudidas agitaronel helado suelo. Inclinóse la casa como si hubi-ese sido arrancada de sus pilares. Los maderosque constituían las paredes desuniéronse, y,por sus aberturas, Jasper Hobson y sus com-pañeros pudieron contemplar, estupefactos,que los osos, espantados como ellos, huían lan-zando aullidos a través de las tinieblas.

XXII DURANTE CINCO MESES

Un terremoto terrible acababa de conmoveraquella parte del continente americano. Seme-jantes sacudidas debían, a no dudarlo, ser fre-cuentes en aquel suelo volcánico. La conexiónque existe entre los fenómenos sísmicos y loseruptivos quedaba una vez más patentizada.

Jasper Hobson comprendió lo que había ac-ontecido, aguardó con terrible inquietud, te-meroso de que se abriera el suelo y le tragaracon todos sus compañeros. Pero afortunada-mente se produjo una sola sacudida que fuemás bien una repercusión que no un golpe di-recto. A consecuencia de ella, inclinóse la casahacia el lado del lago, destrabándose las pare-des; pero el suelo recuperó en seguida su esta-bilidad y quietud.

Era preciso pensar en lo más urgente. Lacasa, aunque desvencijada, estaba todavía hab-itable. Tapáronse rápidamente las aberturasproducidas por la disyuntura de las vigas, y serepararon, lo mejor que fue posible, las chime-neas.

Las heridas que algunos soldados habíanrecibido durante la lucha con los osos eran,afortunadamente, ligeras, y no exigieron másque una sencilla cura.

Aquellas pobres gentes pasaron dos díasterribles en semejantes condiciones, quemando

la madera de las camas y las tablas de lostabiques, y durante este tiempo Mac-Nap y suspeones hicieron en el interior las reparacionesmás urgentes. Las columnas, sólidamenteclavadas en el suelo, no habían cedido, y el con-junto se mantenía firme.

Lo que resultaba evidente era que el terre-moto había provocado una desnivelación ex-traña en la superficie del litoral, y que se habíanefectuado grandes cambios en aquella porcióndel territorio. Jasper Hobson ardía en impa-ciencia por conocer estos resultados que, hastacierto punto, podían comprometer la seguridadde la factoría; pero el frío cruel no permitía anadie salir al exterior.

Observáronse, sin embargo, algunos sín-tomas que indicaban un cambio de tiempo bienpróximo. Podía observarse, a través de la ven-tana, una disminución apreciable en el brillo delas constelaciones. El día 11 de enero elbarómetro bajó algunas líneas. Formábansevapores en el aire y su condensación debía

producir una elevación más o menos impor-tante de la temperatura.

En efecto, el 12 de enero rolóse el viento alSudoeste, acompañado de nieve intermitente.El termómetro interior subió casi de repente a15° sobre cero (9º centígrados bajo cero), tem-peratura que, para aquellos invernantes tancruelmente tratados, resultaba primaveral.

Aquel día, a las once de la mañana, todosestaban fuera de la casa. Parecían un grupo decautivos que inesperadamente hubieran reco-brado su libertad; pero se prohibió en absolutoel salir del recinto, por temor a malos encuen-tros.

En esta época del año no había reaparecidoaún el sol; pero se aproximaba al horizonte lobastante para producir un largo crepúsculo quepermitía distinguir con bastante claridad losobjetos situados dentro de un radio de dos mil-las.

La primera mirada de Jasper Hobson fuepara aquel territorio que tan modificado habríadebido quedar a causa del terremoto.

En efecto, se habían producido varios cam-bios. El promontorio en que terminaba el caboBathurst encontrábase, en parte, desmochado,habiéndose desprendido grandes trozos delacantilado, que cayeron hacia el lado del río.Parecía también como si toda la masa del cabose hubiese inclinado hacia el lago, sin exceptuarla meseta sobre la cual descansaba la casa. Todoel suelo, en general, se había hundido por elOeste y levantado por el Este.

Esta desnivelación debía traer consigo unaconsecuencia grave, a saber: que las aguas dellago y del río Paulina, tan pronto como el de-shielo las dejase en libertad, mudarían de sitiobuscando el nivel más bajo, siendo probableque se inundase una porción del territorio delOeste; y el riachuelo, además, cambiaría decauce, lo cual comprometería la existencia delpuerto natural formado en su desembocadura.

Las colinas de la costa oriental parecíanhaber disminuido considerablemente la altura;pero, por lo que respecta a los acantilados delOeste, no era posible juzgar, a causa de sumucha distancia. En una palabra, la importantemodificación provocada por el terremoto con-sistía en que, en una superficie de cuatro ocinco millas al menos, la horizontalidad delsuelo había sido destruida, adquiriendo unpronunciado declive de Este a Oeste.

—Ya ve usted, señor Hobson —dijo la via-jera riendo—, usted, en su amabilidad, habíadado mis nombres al río y al puerto, y ahora yano existe ni río Paulina ni puerto Barnett. Espreciso reconocer que no tengo gran suerte.

—En efecto, señora —respondió elteniente—; pero si ha desaparecido el río, ellago continúa en su mismo puesto; de suerteque, si me lo permite usted, le llamaremosdesde hoy el lago Barnett. Me complazco encreer que éste le será a usted fiel.

El cabo Joliffe y su esposa, en cuanto sa-lieron de la casa, dirigiéronse el uno a la per-rera y la otra al establo de los renos. Los perrosno habían padecido demasiado durante sulargo encierro, y se lanzaron dando saltos dealegría al patio interior. Un reno habíafallecido, datando su muerte de muy pocosdías; los otros, aunque alguno más delgados,parecían encontrarse en buen estado de conser-vación.

—Bien, señora —dijo el teniente Hobson aPaulina Barnett, que caminaba a su lado—, he-mos salido del paso bastante mejor de lo quehubiéramos podido esperar.

—Jamás perdí la esperanza, ¿señor Hobson—respondió la viajera—. Hombres como ustedy sus compañeros no creí nunca que se dejaranvencer por las penalidades y fatigas de unainvernada.

—Señora, desde que vivo en las regionespolares —replicó Jasper Hobson— jamás heexperimentado un frío semejante, y, para no

ocultarle nada, creo firmemente que si hubierapersistido algunos días más estábamos perdi-dos sin remedio.

—¿Entonces ese terremoto ha venido comollovido del cielo para ahuyentar a los osos, y hacontribuido tal vez a modificar los rigores de latemperajura? — preguntó la viajera.

—Es posible, señora; muy posible, en ver-dad —respondió el teniente—. Todo estosfenómenos de la naturaleza guardan relaciónentre sí y se modifican mutuamente. Pero le hede confesar que me inquieta la composiciónvolcánica de este suelo. La vecindad de ese vol-cán en actividad me parece dañosa para nues-tra factoría. Si sus lavas no pueden alcanzarle,provoca, por lo menos, sacudidas que la com-prometen. ¡Mire usted el aspecto que presentanuestra pobre casa! —Ya la hará usted reparar,señor Hobson —respondió Paulina Barnett—,en cuanto comience el buen tiempo, aprove-chando la lección recibida para aumentar susolidez.

—Sin duda alguna, señora; pero, tal comohoy se encuentra, temo mucho que no la halleusted muy cómoda.

—¿A mí me dice usted eso, señor Hobson?—respondió Paulina Barnett, riendo—. ¡A mí!¡A una exploradora! Me figuraré que vivo en elcamarote de un buque que va escorado, y,desde el momento en que su casa de usted nose balancea, no temo marearme.

—¡Bien, señora, muy bien! —respondió Jas-per Hobson—. ¡No hay palabras bastante ele-vadas para calificar su carácter de usted, que esde todos conocido! Con su energía moral y subuen humor delicioso, ha contribuido usted asostenernos a todos durante estas duras prue-bas, y le doy a usted las gracias en mi nombre yen él de mis compañeros.

—Le aseguro, señor Hobson, que exagerausted...

—No, no; lo que digo a usted se lo repetirántodos... Pero permítame usted que le haga unapregunta. Ya sabe usted que, en el mes de junio

próximamente, el capitán Craventy debe envi-arnos un convoy de víveres que se llevará, a suregreso, nuestras existencias de pieles al fuerteConfianza. Es probable que nuestro amigoTomás Black, que ya habrá observado sueclipse, regrese en julio con este destacamento.¿Me permitirá usted, señora, que le pregunte sitiene usted intención de acompañarle?

—¿Es que me despide usted, señor Hobson?— preguntó, sonriendo, la viajera.

—¡Oh señora!...

—Pues bien, mi teniente —respondió Pau-lina Barnett, tendiéndole la mano a JasperHobson—, me voy a permitir la libertad depedirle a usted permiso para pasar otro in-vierno en el fuerte Esperanza. Es probable queel año próximo venga algún buque de la Com-pañía a fondear al abrigo del cabo Bathurst, y loaprovecharé para irme; porque me agradaría,después de haber venido por tierra, marcharmepor el estrecho de Behring.

El teniente escuchó con extraordinaria ale-gría la determinación de la viajera, a quienconocía ya a fondo y apreciaba como merecía.Una inmensa simpatía ligábale a aquella ani-mosa mujer, quien a su vez tenía formado de élun elevado concepto. A decir verdad, ningunode los dos habría visto venir sin gran pena lahora de la separación. ¿Quién sabe, por otraparte, si el Cielo no les tenía reservadas aúnterribles pruebas, durante las cuales debieraunirse su doble influencia para la común sal-vación?

El 20 de enero reapareció por primera vez elsol y terminó la noche polar. Sólo permanecióbreves instantes encima del horizonte, y fuesaludado por los invernantes con clamorososhurras. A partir de esta fecha, la duración deldía creció incesantemente.

Durante el mes de febrero, y hasta el 15 demarzo, hubo aún transiciones muy bruscas debueno y de mal tiempo. Los días buenos fueronmuy fríos y en los malos nevó mucho.

Durante los primeros, el frío impedía a loscazadores salir; y durante los últimos, eran lastempestades de nieve ias que les obligaban apermanecer dentro de casa. Hubo, pues, quecontentarse con ejecutar en los días indecisosciertos trabajos exteriores, sin intentar siquieraninguna excursión lejana.

Por otra parte, ¿a qué alejarse del fuerte, silas trampas funcionaban con excelente éxito?Durante el final de aquel invierno, las martas,las zorras, los armiños, los glotones y otrosanimales dotados de valiosísimas pieles se de-jaron cazar en gran número, de suerte que loscazadores no permanecieron ociosos a pesar deno alejarse de los alrededores del cabo Bathurst.

Una sola excursión llevada a efecto enmarzo a la bahía de las Morsas dio a conocerque el terremoto había modificado de unamanera notable la forma de los acantilados,cuya elevación había disminuido mucho. Máslejos, las montañas ignívomas, coronadas de

ligeros vapores, parecían momentáneamenteapaciguadas.

Hacia el 20 de marzo, señalaron los ca-zadores la presencia de los primeros cisnes, queemigraban de los territorios meridionales y sedirigían hacia el Norte, lanzando agudos silbi-dos. También se vieron algunos verderones delas nieves y halcones invernantes; pero el suelose hallaba cubierto todavía de una inmensaalfombra blanca, y los rayos del sol no poseíanaún las suficiente fuerza para fundir la superfi-cie sólida del mar y de la laguna.

El desastre no llegó hasta los primeros díasde abril. La ruptura de los hielos se operaba conespantoso estruendo, que a veces semejaba des-cargas de artillería. En el banco de hielo pro-ducíanse bruscas alteraciones. Más de un ice-berg, derruido por los choques, socavado porsu base, desplomábase con estrépito terrible, aconsecuencia del desplazamiento sufrido porsu centro de gravedad, siendo ésta la causa

principal de los desmoronamientos que precipi-taban la rotura del gran campo de hielo.

En esta época la temperatura media era detreinta y dos grados sobre cero (0º centígrados),de suerte que los primeros hielos de la playa notardaron en fundirse, y la banca, arrastrada porlas corrientes polares, retiróse poco a poco entrelas brumas del horizonte.

El día 15 de abril el mar estaba ya libre, y unbuque procedente del océano Pacífico, despuésde atravesar el estrecho de Behring y barajar lacosta americana, habría podido fondear perfec-tamente al abrigo del cabo de Bathurst.

Al mismo tiempo que el océano Ártico li-bróse el lago Barnet de su coraza de hielo, congran satisfacción de los millares de patos yotras aves acuáticas que pululaban en sus oril-las; pero, como lo había previsto JasperHobson, sus contornos se habían modificado aconsecuencia del nuevo declive del suelo. Laporción de su playa que se extendía delante dela empalizada del fuerte y que limitaban por el

Este las colinas cubiertas de bosque, habíanseensanchado considerablemente. Jasper Hobsoncalculó en ciento cincuenta pasos el retrocesode las aguas del lago en su orilla oriental. En laparte opuesta habían debido desplazarse otrotanto hacia el Oeste, e inundar el país, si no lashabía contenido alguna barrera natural.

En resumen, que había sido una suerte quela desnivelación del suelo se hubiera efectuadode Este a Oeste, pues si se hubiese producidoen sentido contrario, la factoría se hubierasumergido irremisiblemente.

Por lo que respecta al riachuelo, secóse encuanto el deshielo restableció su corriente, pu-diéndose afirmar que las aguas remontaron sucurso, retrocediendo hacia su propia fuente,por haberse establecido en su lecho de Norte aSur la pendiente.

—He aquí —dijo Jasper Hobson al sar-gento— un río que hay que borrar de los mapasde las regiones polares. Si no hubiésemos con-tado más que con ese arroyuelo para surtirnos

de agua, nos veríamos a estas horas en un for-midable aprieto. Afortunadamente, nos quedatodavía el lago Barnett, y me atrevo a asegurarque entre todos no lograremos agotarlo pormucho que bebamos.

—En efecto —respondió el sargento Long—, el lago... Pero, ¿seguirán siendo dulces susaguas?

Jasper Hobson miró fijamente al sargento ysus cejas contrajéronse. No se le había ocurridopensar en que una fractura del suelo podíahaber establecido una comunicación entre lalaguna y el mar; desgracia irreparable quehubiera forzosamente traído aparejada la ruinay abandono de la naciente factoría.

El teniente y el sargento Long corrieron pre-surosos hacia el lago... ¡Sus aguas seguíansiendo dulces!

En los primeros días de mayo, la tierra, lim-pia de nieve en algunos parajes, empezó a re-verdecer bajo la influencia de los rayos solares.Algunas gramíneas y musgos asomaron tímid-

amente sus puntas fuera del suelo. Las semillasde acederas y de codearías, sembradas por laseñora Joliffe, germinaron también. La capa denieve habíalas protegido contra los rigores delfrío de aquel riguroso invierno; pero ahora erapreciso protegerlas contra los picos de lospájaros y los dientes de los roedores, impor-tante tarea que le fue encomendada al dignocabo Joliffe, el cual desempeñó a conciencia ycon la seriedad de un maniquí colocado a guisade espantajo en un huerto, su difícil cometido.

Cuando se hicieron más largos los días, re-anudárone las partidas de caza.

Jasper Hobson quería completar la existen-cia de pieles que debían ser entregadas a losagentes del fuerte Confianza dentro de algunassemanas. Marbre, Sabine y otros cazadorespusiéronse en campaña. Sus excursiones,empero, no fueron fatigosas ni largas. Jamás seapartaban arriba de las dos millas del caboBathurst. No habían visto jamás territoriosdonde tanto abundase la caza, y se hallaban

naturalmente tan sorprendidos como satis-fechos. Las martas, los renos, las liebres, loscaribúes, las zorras y los armiños venían mate-rialmente a colocarse delante de los cañones desus escopetas.

Sólo tenían una queja, y era ésta que, coninmenso sentimiento de todos los invernantes,que les guardaban implacable rencor, no vieronun solo oso, ni aun siquiera encontraron sushuellas. Parecía como si al huir los que les ata-caron la casa hubieran arrastrado tras ellos atodos sus congéneres. Tal vez aquel terremotohabría asustado más particularmente a estosanimales, cuya organización es delicada en ex-tremo y que son muy nerviosos, si es que sepuede aplicar a un sencillo cuadrúpedo estecalificativo.

El mes de mayo fue bastante lluvioso, cay-endo alternativamente agua y nieve. La tem-peratura media fue de 41° sobre cero (5ocentígrados sobre cero). Las nieblas fueron fre-cuentes, y a veces tan espesas que habría ido

una imprudencia el separarse del fuerte. Kellety Petersen, perdidos por espacio de cuarenta yocho horas, causaron las más vivas inquietudesa sus compañeros. Un error en la dirección, queno pudieron rectificar, los había llevado haciael Sur, cuando se creían en las proximidades dela bahía de las Morsas. Cuando regresaronvenían completamente extenuados y mediomuertos de hambre.

Llegó junio, por fin, y con él el buen tiempo,y hasta verdadero calor en algunas ocasiones.Los habitantes del fuerte habíanse despojadode sus vestidos de invierno. Trabajábase acti-vamente en la reparación de la casa, que se pre-tendía enderezar, y al mismo tiempo hacía con-struir Jasper Hobson un amplio almacén en elángulo Sur del patio. La abundancia de cazaque había en el territorio justificaba plenamentela oportunidad de esta nueva construcción. Lacantidad de pieles acopiadas era considerable,y se hacía necesario disponer de un local desti-nado especialmente para su almacenaje.

Entretanto, Jasper Hobson esperaba de undía a otro la llegada del destacamento que de-bía enviarle el capitán Craventy. Faltaban to-davía numerosos objetos en la nueva factoría, yera necesario renovar las municiones. Si dichodestacamento había salido del fuerte Confianzaa primeros de mayo, debía llegar al caboBathurst hacia mediados de junio. Como serecordará, éste era el punto de reunión con-venido entre el capitán y el teniente; y, comoJasper Hobson había establecido el nuevofuerte en el cabo mismo, los agentes enviadosen su busca no tendrían mas remedio que en-contrarle.

A partir del 15 de junio hizo vigilar elteniente los alrededores del cabo. El pabellónbritánico había sido arbolado en la cumbre delpromontorio para que fuera visto desde lejos.Era de suponer, por otra parte, que el convoyde abastecimiento seguiría el mismo itinerario,sobre poco más o menos, que había seguido elteniente, costeando el litoral desde el golfo de

la Coronación hasta el cabo Bathurst. Era la víamás segura, si no la más corta, en una época delaño en que el mar, libre de hielos, delimitabaperfectamente las orillas, permitiendo seguirsus contornos.

A pesar de todo esto, terminó el mes dejunio sin que apareciese el convoy. JasperHobson sintió alguna inquietud, sobre todocuando las nieblas envolvieron de nuevo elterritorio. Temía por los agentes que se habíanaventurado en aquel desierto, y a quienesaquellas persistentes brumas podían oponerserios obstáculos.

Jasper Hobson hablaba con frecuencia conPaulina Barnett, el sargento, Mac-Nap y Rae deaquel estado de cosas. El astrónomo TomásBlack no ocultaba sus temores, porque, una vezobservado el eclipse, contaba con volverse conel destacamento; y si éste no llegaba, veríasecondenado a una nueva invernada, perspectivaque no le entusiasmaba. Aquel abnegado sabio,no deseaba otra cosa que marcharse una vez

cumplida su misión; por eso, con frecuencia,solía comunicar sus temores a Jasper Hobson,quien no sabía, en verdad, qué responderle.

Llegó el 4 de julio, y seguían sin noticias.Algunos hombres enviados a reconocer la costaa tres millas de distancia, regresaron sin hallarvestigio alguno.

Era, pues, necesario admitir que los agentesdel fuerte Confianza, o no habían salido de él, ose había extraviado por el camino. Por desgra-cia, esta última hipótesis era la más probable.Jasper Hobson conocía muy a fondo al capitánCraventy, y no dudaba de que la expediciónhubiese salido del fuerte Confianza en la épocaconvenida.

¡Fácil es comprender cuan vivas se haríanentonces sus inquietudes! La buena estacióntranscurría insensiblemente. Dentro de un parde meses, el cruel invierno ártico, con sus vien-tos huracanados, sus torbellinos de nieve y susnoches interminables descendería nuevamentesobre aquella desolada región.

No era el teniente Hobson hombre apropósito para permanecer en aquella incer-tidumbre. Era preciso adoptar una resolución, yhe aquí lo que decidió, después de haber con-sultado con todos sus compañeros, no siendonecesario decir que el astrónomo apoyó el plancon todas sus energías.

Estaban a 5 de julio. Dentro de 14 días, el 18de aquel mismo mes, se verificaría el eclipsesolar, y al día siguiente mismo podría TomásBlack abandonar el fuerte Esperanza. Acordóse,por consiguiente, que si, de allí a entonces, losagentes esperados no llegaban, saldría de lafactoría un convoy, compuesto de algunoshombres y cuatro o cinco trineos, con direcciónal lago del Esclavo. Conduciría este convoy laparte más valiosa de las pieles almacenadas, y,en seis semanas lo más, es decir, hacia fines deagosto, podría llegar al fuerte Confianza.

Una vez decidido esto, volvió a ser TomásBlack el hombre absorto siempre en sus medi-taciones, que sólo esperaba el momento en que

la Luna, matemáticamente interpuesta entre ély el astro radioso, eclipsase el disco del Sol to-talmente.

XXIII EL ECLIPSE DEL 18 DE JULIO DE 1860

Las brumas, entretanto, no acababan dedisiparse. El sol sólo se mostraba a través deuna opaca cortina de vapores, lo que no dejabade atormentar al astrónomo, acordándose de sueclipse. La niebla era a menudo tan intensa quedesde el patio del fuerte no se alcanzaba a verla cumbre del promontorio.

La inquietud del teniente Hobson era cadavez mayor, y no dudaba ya de que el convoysalido del fuerte Confianza se había extraviadoen el desierto. Su espíritu se sentía agitado porvagas aprensiones y tristes presentimientos.Aquel enérgico ser miraba el porvenir con an-siedad. ¿Por qué? El mismo no hubiera sabidoexplicarlo.

Todo, no obstante, parecía salir bien. Apesar de los rigores de aquel invierno cruel, supequeña colonia gozaba de excelente salud.Entre sus compañeros no existía el menor de-sacuerdo, cumpliendo cada cual su cometidocon intachable celo. El territorio era abundanteen caza. La recolección de pieles había sidomagnífica, y la Compañía no podría menos demostrarse satisfechísima de los resultados ob-tenidos por su agente. Y, aún admitiendo que elfuerte Esperanza no fuese abastecido de nuevo,ofrecía el país los suficientes recursos para quepudiese afrontarse sin temor la perspectiva deuna segunda invernada. ¿Por qué el tenienteHobson perdía, pues, la confianza?

Más de una vez Paulina Barnett y él conver-saron acerca de este asunto, tratando la primerade tranquilizarle, haciéndole ver las razonesarriba enumeradas. Aquel día, paseándose conél por la playa, defendió con más insistenciaque nunca la causa del cabo Bathurst y de lafactoría fundada a costa de tantos trabajos.

—Sí, señora, sí; tiene usted mucha razón —le respondió Jasper Hobson—; pero los presen-timientos no dependen de la voluntad. No creausted, por eso, que yo sea un visionario. Veinteveces, en mi larga carrera de soldado, me hevisto en circunstancias muy críticas sinhaberme conmovido un solo instante; y, sinembargo, ahora, por primera vez en mi vida,me inquieta el porvenir. Si viera frente a mí unpeligro cierto, no lo temería: se lo aseguro austed; pero se trata de un peligro indetermi-nado, vago, que no hago más que presentir...

—Pero, ¿qué peligro? —preguntó PaulinaBarnett. ¿Teme usted a los hombres, a los ani-males o a los elementos?

—¿A los animales? De ninguna manera —respondió Jasper Hobson—. Ellos son los quehan de temer a los cazadores del cabo Bathurst.¿A los hombres? Tampoco. Estos territoriossólo son frecuentados por los esquimales, y losindios se aventuran en ellos raras veces...

—Y fíjese usted señor Hobson —añadióPaulina Barnett—, que esos canadienses, cuyavisita hubiera usted podido temer durante labuena estación, no han venido siquiera...

—Bastante lo siento, señora.

—¡Cómo! ¿siente usted que no hayanvenido esos competidores cuyas intencioneshacia la Compañía son hostiles sin género deduda?

—Señora —respondió el teniente—, losiento, y no lo siento, a un tiempo mismo... Estoes bastante difícil de explicar. Observe ustedque el convoy del fuerte Confianza debía haberllegado y no ha llegado. Lo mismo ocurre conlos agentes de las Peleterías de San Luis, quepodían venir y no han venido. Ni un esquimalsiquiera ha visitado esta parte del litoral du-rante todo el verano...

—¿Y qué deduce usted de ahí, señorHobson? — preguntó Paulina Barnett.

—Que no se llega tal vez al cabo Bathurst yal fuerte Esperanza con la facilidad que se quis-iera, señora.

La viajera miró al teniente Hobson, cuyafrente se hallaba evidentemente ensombrecida,y que había subrayado con singular acento lapalabra facilidad.

—Teniente Hobson —le dijo—, puesto queno teme usted nada de los hombres ni de losanimales, preciso será que crea que son loselementos...

—Señora —respondió Jasper Hobson—, nosé si tengo la razón perturbada, si mis presen-timientos me ciegan; pero creo que nos halla-mos en un país muy extraño. Si lo hubieraconocido mejor, me parece que no me habríaestablecido en él. Le he hecho observar a ustedya ciertas particularidades que me han pare-cido inexplicables, tales como la falta absolutade piedras en todo eL territorio, y el corte dellitoral, tan limpio y tan marcado. La formaciónprimitiva de este extremo del continente no me

parece muy clara. Sé muy bien que la vecindadde un volcán puede producir ciertosfenómenos... ¿Recuerda usted lo que le he di-cho acerca de las mareas?

—Perfectamente, señor Hobson. —En un lugar donde el mar, según las ob-

servaciones practicadas por los exploradores deestas regiones, debería elevarse de quince aveinte pies, apenas si se eleva uno solo.

—Sin duda —respondió Paulina Barnett—;pero ya explicó usted esta anomalía por la con-figuración especial de las costas, la falta de am-plitud de los estrechos...

—He tratado de explicarlo nada más —respondió el teniente Hobson—; pero anteayerobservé un fenómeno todavía más inverosímil,que no sabré explicar, y dudo que puedan ha-cerlo las personas más doctas e ilustradas.

—¿Qué fenómeno es éste? — preguntó Pau-lina Barnett, contemplando al teniente con cu-riosidad no exenta de inquietud.

—Anteayer, señora, correspondió elplenilunio, y la marea, según el calendario, de-bía ser muy viva: Pues bien, el mar no se haelevado ni un pie siquiera, como otras veces.¡No ha sufrido la menor elevación!

—¿No se habrá usted equivocado? —preguntó Paulina al teniente.

—No; no, señora; la he observado yomismo. Anteayer, 4 de julio, la marea ha sidonula, ¡absolutamente nula en el litoral del caboBathurst!

—Y, ¿qué deduce usted de ello, señorHobson?

—Deduzco, señora —respondió elteniente—, que, o las leyes de la naturaleza hancambiado, o que este país se encuentra en unasituación especial... O, mejor dicho, yo no de-duzco nada... yo no comprendo nada... yo no séexplicar nada... pero... ¡siento una gran inquie-tud!

Paulina Barnett no quiso insistir más.

Evidentemente, aquella ausencia total demarea era inexplicable, extranatural, como losería la ausencia del sol en el meridiano a me-diodía. A menos que el terremoto no hubiesemodificado por completo la configuración dellitoral y de las tierras árticas... Pero esta hipóte-sis no podía satisfacer a ningún observadorserio de los fenómenos terrestres.

En cuanto a suponer que el teniente sehubiese equivocado en sus observaciones, noera en modo alguno admisible; y además, aquelmismo día, 6 de julio, Paulina Barnett y él com-probaron, por medio de señales practicadas enel litoral, que la marea, que un año antes subíaun pie por lo menos, era en la actualidad nula,¡completamente nula!

Acerca de esta extraña observaciónguardóse el mayor secreto. Jasper Hobson noquería, y con razón, despertar la menor inquie-tud en el ánimo de sus compañeros; pero éstosle veían con frecuencia solo, inmóvil, silencioso,en la cumbre del promontorio, observando el

mar, libre a la sazón, que se extendía ante susojos.

Durante aquel mes de julio hubo de sus-penderse la caza de los animales de piel deabrigo, porque las martas, las zorras y otrosvarios habían perdido ya su pelo de invierno.Fue preciso limitarse a perseguir la caza comes-tible, como los caribúes, las liebres polares yotros animales análogos, que, por un caprichocuando menos extraño, como observó la mismaPaulina Barnett, pululaban materialmente enlos alrededores del cabo Bathurst, a pesar deque los tiros parecía natural que los hubiesenido ahuyentando lentamente.

El día 15 de julio la situación no había cam-biado. Seguíase sin noticias del fuerte Confi-anza. El anhelado convoy no acababa de pre-sentarse. Jasper Hobson resolvió poner en prác-tica su proyecto, e ir al capitán Craventy, yaque el capitán Craventy no venía a él.

Como era natural, el, jefe del pequeño de-stacamento no podía ser otro más que el sar-

gento Long. Bien hubiera deseado éste nosepararse de su teniente. Tratábase, en efecto,de una ausencia bastante prolongada; porqueno era posible volver al fuerte Esperanza antesdel verano próximo, y el sargento tendría nece-sidad de pasar la mala estación dentro delfuerte Confianza. Era, pues, una ausencia deocho meses por lo menos.

Cierto que Rae o Mac-Nap habrían podidoreemplazar al sargento Long; pero estos dosbravos hombres eran casados. Además, Mac-Nap, como carpintero, y Rae, como herrero,eran necesarios en la factoría, donde no eraposible prescindir de sus servicios.

Tales fueron las razones que le expuso elteniente Hobson al sargento, y ante las cualeséste tuvo que capitular. Para acompañarlefueron designados los soldados Belcher, Pond,Petersen y Kellet, quienes manifestaron que sehallaban dispuestos a partir.

Preparáronse para emprender el viajecuatro trineos con sus correspondientes tiros,

los cuales debían conducir los víveres necesa-rios y las pieles más valiosas que había almace-nadas, como martas, armiños, zorras, cisnes,linces, ratas almizcleras y glotones.

Para fecha de partida fijóse la mañana del19 de julio, es decir, el mismo día siguiente aleclipse. No es necesario decir que Tomás Blackacompañaría al sargento Long, y que uno de lostrineos serviría para transportar su persona einstrumentos.

Precisó es confesar que el digno astrónomopadeció extraordinariamente durante los díasque precedieron al fenómeno tan anhelado porél. Las intermitencias de buenos y malos tiem-pos; la frecuencia de las brumas; la atmósferaunas veces cargada de lluvia, otras, de niebla; lainconstancia del viento, que no acababa de fi-jarse en ningún punto preciso del horizonteinquietábale con razón. No comía, ni dormía, nivivía. Si durante los escasos minutos que habíade durar el eclipse el cielo se cubría de vapores;si el astro de la noche y el del día se ocultasen

{ras un opaco velo; si él, Tomás Black, enviadoexpresamente para observar la corona luminosay las protuberancias rojizas, no lograse cumplirsu cometido, ¡qué contrariedad! ¡qué chasco!¡qué lástima de fatigas tan infructuosamentesufridas! ¡qué dolor de peligros con tanta in-trepidez desafiados! —¡Venir tan lejos para verla Luna —exclamaba con acento cómico—, ytenerse que marchar sin verla!

¡No! ¡no podía acostumbrarse a semejanteidea! En cuanto obscurecía, trepaba el dignosabio a la cumbre del promontorio y escudri-ñaba el cielo. No tenía ni siquiera el consuelode poder contemplar la rubia Febé en aquellosmomentos; porque sólo faltaban tres días parael novilunio, y acompañaba, por consiguiente,al Sol en sus revoluciones alrededor de laTierra, no permitiendo ver su melancólica fazlos deslumbrantes fulgores del astro rey.

Tomás Black desahogaba con frecuencia suspenas en el corazón de Paulina Barnett. Labondadosa señora no podía menos de com-

padecerle, y un día le tranquilizó lo mejor quepudo asegurándole que el barómetro mostrabacierta tendencia a subir, y repitiéndole que sehallaban precisamente en el centro de la buenaestación.

—¡La buena estación! —repitió TomásBlack, encogiéndose de hombros—; ¿existe porventura ninguna estación buena en semejantepaís?

—Pero, en fin, señor Black —respondió Pau-lina Barnett—, aun admitiendo que tuvieseusted la desgracia de que se le escapase esteeclipse, supongo que ocurrirán otros. ¡El 18 dejulio no es el último del siglo!

—No, señora —respondió el astrónomo—.Después de éste se verificarán todavía cincoeclipses totales de aquí al año de 1900; elprimero, el 31 de diciembre de 1861, que serátotal para el Océano Atlántico, el mar Mediter-ráneo y el desierto de Sahara; el segundo, el 22de diciembre de 1870, total para las Azores,España meridional, Argelia, Sicilia y Turquía; el

tercero, el 19 de agosto de 1887, total para elNordeste de Alemania, Rusia meridional y Asiacentral; el cuarto, el 9 de agosto de 1896, visibleen Groenlandia, Laponia y Siberia, y, en fin, elquinto, el 28 dé mayo de 1900, que será totalpara los Estados Unidos, España, Argelia yEgipto.

—Pues bien, señor Black —replicó PaulinaBarnett—, si pierde usted el eclipse del 18 dejulio de 1860, se puede consolar con el del 31 dediciembre de 1861. ¿Qué son diecisiete meses?

—Para consolarme, señora —respondiógravemente el astrónomo—, no son diecisietemeses, sino treinta y seis años los que tendréque aguardar. —Y, ¿por qué?

—Porque de todos estos eclipses, sólo el del9 de agosto de 1896 será total para lugaressituados en altas latitudes, tales como Laponia,Siberia o Groenlandia.

—Pero, ¿qué interés tiene usted en efectuaruna observación de un eclipse en latitudes tanaltas? — preguntó Paulina Barnett.

—¿Que qué interés, señora? —exclamóTomás Black—. Un interés científico de la mástrascendental importancia. Rara vez han sidoobservados los eclipses en regiones cercanas alPolo, donde el Sol, tan poco elevado sobre elhorizonte, presenta, en apariencia, un discoconsiderable. Lo mismo ocurre con la Luna quelo oculta, y es posible que en estas condicionesel estudio de la corona luminosa y de las pro-tuberancias pueda ser más completo. He aquí,señora, el motivo de que haya venido a operarmás arriba del paralelo de 70°. Ahora bien, es-tas condiciones no volverán a reproducirsehasta el año de 1896, y, ¿me asegura usted,señora, que viviré para entonces?

Ante esta argumentación, nada había queresponder. Tomás Black siguió estando de unhumor insoportable, porque la inconstancia deltiempo amenazaba jugarle una mala pasada.

El 16 de julio hizo un tiempo magnífico;pero, en cambio, al siguiente día, permaneció el

cielo cubierto de espesas brumas. ¡Era paraperder la paciencia!

Tomás Black estuvo enfermo realmentetodo el día. El estado febril en que pasaba lavida desde algún tiempo atrás, amenazaba de-generar en una verdadera enfermedad. JasperHobson y Paulina Barnett procuraban en vanocalmarle. En cuanto al sargento Long y susotros compañeros no podían comprender queel amor a la Luna hiciese tan desgraciado alastrónomo.

Llegó, por fin, el gran día, ¡el 18 de julio! Eleclipse total debía durar, según los cálculos delos almanaques, cuatro minutos treinta y sietesegundos, es decir, desde las once cuarenta ytres minutos y quince segundos, hasta las once,cuarenta y siete minutos y cincuenta y sietesegundos de la mañana.

—Pero, ¿tanto es lo que pido? —exclamabacon lastimero acento el astrónomo, mesándoselas cabellos—; pido tan solamente que unpedazo de cielo, nada más que el pequeño

rincón donde se ha de verificar el eclipse,quede limpio de nubes. ¿Y por cuánto tiempolo pido? ¡Durante cuatro tristes minutos! ¡Ydespués que nieve, que truene, que se desen-cadenen todos los elementos! ¡Todo me impor-tará un bledo!

Tomás Black tenía algunas razones paradesesperar por completo. Parecía probable quela observación no pudiera efectuarse. Al aman-ecer, los horizontes estaban cubiertos de bru-mas. Elevábanse espesas nubes por la parte delSur, precisamente en la región del cielo en queel eclipse debía verificarse. Pero, sin duda al-guna, el dios de los astrónomos tuvo piedad deBlack; porque, a eso de las ocho de la mañana,saltó una brisa bastante fresca del Norte quebarrió todas las brumas y despejó el firma-mento.

¡Ah! ¡qué gritos de gratitud! ¡qué exclama-ciones de júbilo se escaparon del pecho del ab-negado sabio! En medio de un cielo puroresplandecía un magnífico sol esperando que la

Luna, cuya faz eclipsaba aún sus rayos, lo fueseobscureciendo poco a poco.

Lleváronse en seguida a la cumbre delpromontorio los instrumentos <le Tomás Black,quien después de instalarlos debidamente,dirigió sus objetivos hacia el horizonte del Sur,y esperó.

Había recuperado toda su acostumbradapaciencia, toda la sangre fría necesaria para suobservación. ¿Qué podía temer ahora? Nada, ano ser que el cielo se desplomase sobre su ca-beza. A las nueve, no había ni una sola nube, niel más ligero vapor del horizonte al cénit.¡Jamás una observación astronómica habíasepresentado en condiciones más favorables!

Jasper Hobson, Paulina Barnett y todos loshabitantes del fuerte habían querido presenciarla operación. La colonia entera hallábase re-unida sobre el cabo Bathurst, alrededor del as-trónomo. El Sol se elevaba lentamente, de-scribiendo un arco muy amplio sobre la in-mensa planicie que se extendía hacia el Sur.

Nadie se atrevía a hablar, esperando todos consolemne ansiedad la realización del fenómeno.

A eso de las nueve y media comenzó laocultación. El disco de la Luna mordió el discodel Sol; pero el primero no debía cubrir porcompleto al segundo más que desde las once,cuarenta y tres minutos y quince segundos;hasta las once, cuarenta y siete minutos y cin-cuenta y siete segundos, que era el tiemposeñalado por el almanaque para el eclipse total;y nadie ignora que no puede haber ningún er-ror en estos cálculos hechos, comprobados yrevisados por los astrónomos de todos los ob-servatorios del mundo.

Tomás, Black había traído en su equipaje ci-erta cantidad de cristales ennegrecidos que dis-tribuyó entre sus compañeros, de suerte quetodos pudieron seguir los progresos delfenómeno sin detrimento de su vista.

El pardo disco de la Luna avanzaba lenta-mente. Ya los objetos terrestres adquirían untinte especial anaranjado. La atmósfera en el

cénit había cambiado de color. A las diez ycuarto, la mitad del disco solar hallábase ob-scurecido. Algunos perros, que gozaban delibertad, iban y venían de un lado para otro,dando muestras de cierta inquietud y ladrandoen ocasiones de un modo lastimero. Los patos,inmóviles en las orillas del lago, gritaban comoen la hora del crepúsculo y buscaban un lugar apropósito para entregarse al sueño. Las madresllamaban a sus pequeñuelos, que se refugiabandebajo de sus alas. Para todos aquellos ani-males se aproximaba la noche, y con ella lahora del sueño.

A las once, las dos terceras partes del discosolar hallábanse cubiertas. Los objetos habíanadquirido un tinte vinoso. Reinaba entoncesuna semiobscuridad que debía hacerse comple-tamente durante los cuatro minutos que eleclipse total iba a durar. Pero ya se distinguíanalgunos planetas, como Mercurio y Venus, y lasprincipales estrellas de ciertas constelaciones,

sobresaliendo entre ellas las del Toro y Orion.Las tinieblas aumentaban de minuto en minuto.

Tomás Black, sin apartar la pupila del ocu-lar de su potente anteojo, seguía los progresosdel fenómeno inmóvil y silencioso. A las once ycuarenta y tres los dos discos debían encon-trarse colocados exactamente el uno delante delotro.

—¡Las once y cuarenta y tres! — dijo JasperHobson, que observaba atentamente el segun-dero de su cronómetro.

Tomás Black, inclinado sobre el instru-mento, no se movía en absoluto. Transcurriómedio minuto.

Tomás Black enderezóse con los ojos des-mesuradamente abiertos. Colocóse en seguidaotra vez delante del ocular durante otro mediominuto, y, enderezándose de nuevo, gritó convoz ahogada:

—¡Se va! ¡Se va! ¡La Luna! ¡La Luna se mar-cha! ¡Huye! ¡Desaparece! Y, en efecto, el discolunar deslizábase sobre el del Sol sin haberlo

cubierto todo entero. ¡Solamente las dos ter-ceras parte habían sido obscurecidas!

¡Tomás Black se había quedado estupefacto!Los cuatro minutos habían transcurrido ya. Laluz iba aumentando. ¡La corona luminosa no sehabía producido!

—Pero, ¿qué ocurre? — preguntó JasperHobson.

—¡Que qué ocurre! —exclamó el as-trónomo—. ¡Ocurre que el eclipse no ha sidototal para este lugar del Globo!

¿Me entiende usted? ¡Que no ha sido total! —En ese caso, las indicaciones de su al-

manaque de usted son falsas. —¡Falsas! ¡Vamos, hombre! ¡A otro con ese

cuento, señor Hobson! —Pero, entonces... — exclamó Jasper

Hobson, cuya fisonomía modificóse de súbito. —Entonces —respondió Tomás Black—, es

que no nos hallamos en el paralelo de 70°. —¡Cómo es posible eso! — exclamó Paulina

Barnett.

—¡Pronto saldremos de dudas! —exclamó elastrónomo, cuyos ojos respiraban a la vez ira,rabia y decepción—. Dentro de algunosminutos el sol pasará por el meridiano... ¡Misextante! ¡pronto! ¡pronto!

Corrió un soldado a la casa, y no tardó enregresar con el instrumento pedido.

Tomás Black dirigió el anteojo hacia el astrodel día, esperó que pasase por el meridiano, y,abandonando en seguida su sextante y efectu-ando con rapidez algunos cálculos en su librode memorias, preguntó:

—¿Cuál era la latitud del cabo Bathurstcuando, hace un año, a nuestra llegada a estesitio, calculamos sus coordenadas geográficas?

—70° 44' y 37" — respondió el tenienteHobson.

—Pues bien, señor teniente, ahora su latitudes de 73° 1' y 20". ¡Ya ve usted cómo no estamosen el paralelo de 70º!

—Mejor haría usted en decir que ya no es-tamos — murmuró el teniente Hobson.

Una revelación repentina se había verifi-cado en su mente. Todos los fenómenos hastaentonces inexplicables se explicaban ahora de lamanera más clara...

El territorio del cabo Bathurst había de-rivado tres grados hacia el Norte desde la lle-gada a él del teniente y sus compañeros.

SEGUNDA PARTE

I UN FUERTE FLOTANTE

¡El fuerte Esperanza, fundado por elteniente Jasper Hobson en los límites del océ-ano Glacial Ártico, había derivado! ¿Se habíahecho acreedor el valeroso agente de la Com-pañía a algún reproche? No, por cierto.Cualquier otro hubiérase engañado como él.Ninguna previsión humaba podía haberlepuesto en guardia contra una eventualidadsemejante. ¡Creyendo edificar sobre roca había

edificado sobre arena! La porción de territorioque forma la península Victoria, y que los ma-pas más exactos de la América inglesa repre-sentaban unido al continente americanohabíase separado de él bruscamente. La penín-sula no era en realidad más que un inmensotémpano de 150 millas cuadradas de superficie,sobre el cual los aluviones sucesivos habíanformado en apariencia un terreno sólido, en elque no faltaba ni vegetación ni tierra vegetal.Ligado al litoral hacía millares de siglos, el ter-remoto del 3 de enero había roto sin duda suslazos, y la península se había convertido en isla;pero en isla vagabunda y errante, arrastradadesde tres meses atrás por las corrientes através del océano Ártico.

¡Sí! ¡aquello no era más que un témpanoinmenso sobre el que navegaban el fuerteEsperanza y sus habitantes! Jasper Hobsonhabía comprendido en seguida que no se podíaexplicar de otra suerte el desplazamiento enlatitud observado. El istmo, es decir, la lengua

de tierra que unía la península Victoria al con-tinente, habíase evidentemente roto bajo el es-fuerzo de una convulsión subterránea, provo-cada por la erupción volcánica de algunos me-ses atrás. Mientras duró el invierno boreal y elmar permaneció solidificado bajo el intensofrío, esta rotura no produjo cambio alguno en laposición geográfica de la península. Perocuando, sobrevino el deshielo, cuando sefundieron los témpanos bajo la influencia de losrayos del sol, cuando la inmensa banca dehielo, repelida mar adentro, retrocedió más alláde los últimos límites del horizonte, cuando elmar, en fin, quedó libre, este territorio, que re-posaba sobre su base de hielo, marchóse a laderiva con sus bosques, sus acantilados, supromontorio, su laguna y su litoral bajo la in-fluencia de alguna corriente desconocida.

Hacía varios meses que era de este modoarrastrado, sin que los invernantes, que durantesus cacerías no se habían alejado mucho delfuerte Esperanza, lo hubiesen advertido. La

falta de puntos de referencia, pues las espesasbrumas no permitían ver a algunas millas dedistancia, y la inmovilidad aparente del suelo,fueron causa de que ni el teniente Hobson nisus compañeros se diesen cuenta de que, decontinentales que eran, se habían convertido eninsulares. Era extraño que la orientación de lapenínsula no se hubiese alterado, a pesar de sudesplazamiento; pero esto era debido sin dudaa su gran extensión y a la dirección rectilínea dela corriente. En efecto, si la situación de lospuntos cardinales respecto del cabo Bathurst sehubiese modificado, si la isla hubiera giradosobre sí misma, si la Luna y el Sol hubiesensajido o se hubiesen puesto por un horizontenuevo, Jasper Hobson, Tomás Black, PaulinaBarnett o cualquiera otro se hubiesen dadocuenta de lo que había ocurrido. Pero, por al-guno razón ignorada, el desplazamiento sehabía verificado hasta entonces según uno delos paralelos del Globo, y, por rápido que fuese,nadie lo había notado.

Aunque no dudase Jasper Hobson del valor,la serenidad y la energía moral de sus com-pañeros, no quiso, sin embargo, manifestarlesla verdad. Tiempo habría de exponerles lanueva situación en que se hallaban, cuandohubiese sido debidamente estudiada. Afor-tunadamente, aquellas animosas gentes no en-tendían gran cosa de observaciones astronómi-cas ni de cuestiones de longitud y latitud; desuerte que del cambio que en algunos meseshabían experimentado las coordenadas de lapenínsula no podían deducir las consecuenciasque con tanta razón preocupaban a JasperHobson. Resuelto el teniente a guardar silencioen tanto que le fuese posible, y a ocultar unasituación para la que no encontraba remedio demomento, puso a contribución todas sus ener-gías. Mediante un supremo esfuerzo de su vol-untad, que no pasó inadvertido para PaulinaBarnett, volvió a ser dueño de sí mismo, y sededicó a consolar lo mejor que pudo a Tomás

Black, quien se lamentaba amargamentemesándose el cabello.

Porque el astrónomo no sospechaba lo másmínimo el fenómeno de que era víctima. Nohabiéndose fijado, como el teniente Hobson, enlas anomalías que se observaban en el territo-rio, no podía comprender ni imaginar cosa al-guna fuera del hecho funesto de no habercubierto aquel día y a la hora indicada la Lunael disco del Sol. Pero, ¿qué era lo natural quepensase? ¿Que, con mengua de los observato-rios, las indicaciones de los almanaques eranfalsas; y que aquel eclipse tan anhelado, eleclipse que él, Tomás Black, había venido aobservar tan lejos y a costa de tantas fatigas,nunca debió ser total para la zona del esferoideterrestre situado en el paralelo 70º? ¡No! ¡jamáshubiera admitido esto! ¡Jamás! Por eso su de-sorientación era inmensa. Pronto sabría la ver-dad el astrónomo.

Entretanto, Jasper Hobson, dejando creer asus compañeros que el incidente del malogrado

eclipse no podía interesar más que al as-trónomo, y que a ellos les tenía sin cuidado,habíales inducido a reanudar sus tareas, lo cualse disponían a hacer ellos. Pero, en el momentomismo en que se preparaban para descender dela cima del cabo Bathurst, para regresar a lafactoría, detúvose de pronto el cabo Joliffe, y,aproximándose al teniente, con la mano en lagorra, le dijo con respeto:

—¿Me permite usted, mi teniente, que lehaga una pregunta?

—Sí, cabo —respondió Jasper Hobson, sinsospechar adonde iba a ir a parar su subordi-nado—. Vamos a ver; hable usted.

Pero el cabo no despegó los labios. Parecíadudar. Por fin, como le tocase su mujer con elcodo, dijo:

—Pues bien, mi teniente, mi pregunta ha dereferirse a ese paralelo 70°. Si no he compren-dido mal, resulta que no nps hallamos dondeusted creía que estábamos... El teniente fruncióel entrecejo.

—En efecto —respondió evasivamente—,nos hemos equivocado en los cálculos... nuestraprimera observación ha sido errónea... Pero,¿por qué le preocupa a usted eso?

—A causa de la paga, mi teniente —respondió el cabo con aire picaresco—. Sabeusted perfectamente que la doble paga promet-ida por la Compañía...

Jasper Hobson respiró. En efecto, recordaráel lector que sus gentes tenían derecho a unsueldo más elevado si lograban establecerse delparalelo 70° de latitud para arriba; y el caboJoliffe, qué seguía siendo tan interesado comosiempre, no había visto en todo aquello másque una cuestión de dinero, y recelaba que elderecho a la ventaja ofrecida no hubiese sidoadquirido todavía.

—Tranquilícese usted, cabo —respondióJasper Hobson, sonriendo—, y tranquilice ustedtambién acerca de este particular a sus com-pañeros. Nuestro error, que resulta verdadera-mente inexplicable, no les reportará a ustedes,

afortunadamente, ningún perjuicio. No estamosmás abajo, sino más arriba del paralelo 70°, y,por tanto, tienen ustedes todos derecho al doblesueldo.

—Muchas gracias, mi teniente —dijo enton-ces el cabo, en cuyo rostro pintóse el mayorjúbilo—, muchas gracias. No es que se tengaapego al dinero, pero, sin el oro maldito, la vidaes imposible.

Tras esta reflexión, el cabo y sus com-pañeros retiráronse sin abrigar la más leve so-specha acerca de la terrible y extraña modifica-ción que la naturaleza y la situación de aquelterritorio habían experimentado.

También Long disponíase a bajar hacia lafactoría, cuando le detuvo Jasper Hobsondiciéndole: —No se vaya usted, sargento.

El suboficial giró sobre sus talones, y esperórespetuosamente que el teniente le dirigiese lapalabra.

Las únicas personas que a la sazón ocupa-ban la cumbre del promontorio eran PaulinaBarnett, Madge, Tomás Black, el teniente y elsargento.

Desde el incidente del eclipse, la viajera nohabía despegado sus labios, interrogando acada momento con los ojos a Jasper Hobson,quien parecía evitar el encuentro de aquellamirada. El rostro de Paulina Barnett reflejabamás sorpresa que inquietud. ¿Lo había adivi-nado todo? ¿Habíase hecho la luz bruscamenteante sus ojos lo mismo que ante los delteniente? ¿Conocía la situación y su espíritupráctico había deducido las consecuencias deella? Como quiera que fuese, permanecía ensilencio, apoyada sobre Madge, cuyo brazorodeaba su talle.

El astrónomo iba y venía sin poder estarsequieto. Tenía los cabellos erizados. Gesticulabade una manera espantosa. Retorcíase las manosy en seguida la dejaba caer con furor, lanzandoal mismo tiempo exclamaciones de desesper-

ación. Miraba al sol de hito en hito, con riesgode abrasarse los ojos, y le mostraba los puñoscon gesto amenazador.

Por fin, al cabo de algunos minutos,calmóse su agitación interior. Sintió que yapodía hablar, y, con los brazos cruzados, el ros-tro encendido de cólera, la frente amenazadora,fue a cuadrarse ante el teniente Hobson, ex-clamando:

—¡Ahora ajustaremos cuentas los dos, señoragente de la Compañía de la Bahía de Hudson!

El tono y la actitud del astrónomo parecíanuna provocación. Jasper Hobson, no obstante,no quiso parar mientes en ello, y se contentócon mirar al pobre hombre, de cuya contra-riedad se hacía exacto cargo.

—Señor Hobson —dijo Tomás Black conacento de mal contenida irritación—, ¿me haráusted el favor de explicarme lo que esto sig-nifica? ¿Es usted quien me ha preparado estaburla? En este casó, señor mío, sus tiros de

usted llegarían mucho más arriba de mí, y talvez tenga usted que arrepentirse de ello.

—¿Qué quiere usted decir, señor Black? —preguntó Jasper Hobson con calma.

—Quiero decir, señor mío —respondióTomás Black—, que usted se había compro-metido a conducir su destacamento al límite delgrado 70 de latitud...

—O más allá — le interrumpió JasperHobson.

—¡Más allá! —exclamó el astrónomo—. ¿Yque se me había perdido a mí más allá? Paraobservar este eclipse de Sol no debía apartarmede la línea circular de sombra que tenía porlímite, en esta parte de la América inglesa, elparalelo 70°, ¡y he aquí que nos hallamos tresgrados más al Norte!

—Pues bien, señor Black —respondió JasperHobson, con acento tranquilo—, esto quieredecir que nos hemos equivocado, y nada más.

—¿Nada más? — exclamó el astrónomo, ex-asperado por la calma del teniente.

—Le advierto a usted, además —replicóJasper Hobson—, que si yo me he equivocado,usted, señor Black, ha cometido el mismo errorque yo; porque a nuestra llegada al caboBathurst calculamos los dos al mismo tiemposus coordenadas geográficas, usted con susinstrumentos y yo con los míos; de suerte queno tiene usted derecho a hacerme responsablede un error que ha cometido usted lo mismoque yo.

Esta respuesta anonadó a Tomás Black,quien no supo qué replicar a pesar de su pro-funda irritación. ¡No había excusa posible! Sihabía habido falta, él también era culpable, yentonces, ¿qué pensaría la Europa científica?¿qué el observatorio de Greenwich de un as-trónomo tan torpe que se equivocaba de unmodo tan grosero en la determinación de unasimple latitud? ¡Un Tomás Black cometer unerror nada menos que de tres grados al tomar laaltura del Sol! ¡Y en qué circunstancias!¡Cuando la determinación exacta de un paralelo

debía darle ocasión para observar un eclipsetotal de Sol, en condiciones que no debía re-producirse en muchos años! ¡Tomás Black eraun astrónomo deshonrado!

—Pero, ¿cómo he podido equivocarme deeste modo? —exclamó nuevamente, mesándoseotra vez los cabellos—. ¿Es, por ventura, que heolvidado ya cómo se maneja un sextante? ¿queno sé calcular una altura? ¡Si es así, no mequeda más solución que arrojarme de cabezadesde este promontorio!...

—Señor Black —dijo entonces JasperHobson, con voz grave—, no se acuse usted a símismo. No ha cometido usted ningún error deobservación, ai tiene que reprocharse nada ab-solutamente...

—Entonces ha sido usted... —Tampoco yo soy culpable, señor Black.

Hágame el favor de escucharme, y usted tam-bién, señora —añadió dirigiéndose a PaulinaBarnett—, y usted también, Madge, y usted,sargento Long. Les ruego únicamente que

guarden el más absoluto secreto acerca de loque les voy a comunicar. Es inútil asustar,desesperar tal vez a nuestros compañeros deinvernada.

Paulina Barnett, su compañera, el as-trónomo y el sargento se aproximaron más aúnal teniente. No respondieron nada, pero huboun a modo de consentimiento tácito respecto aguardar el secreto relativo a la revelación queles iba a hacer el teniente.

—Amigos míos —díjoles Jasper Hobson—,cuando, hace un año, llegamos a este lugar dela América inglesa, y determinamos la situacióndel cabo Bathurst, vimos que se encontrabaexactamente sobre el paralelo mismo de 70°;por consiguiente, si ahora su latitud es superiora 73°, es decir, que se hallaba tres grados más alNorte, es porque ha derivado.

—¡Derivado! —exclamó Tomás Black—. ¡Aotro con ese cuento, caballero! ¿Desde cuándoderivan los cabos?

—No le quepa a usted duda, señor Black —respondió gravemente Jasper Hobson—. Todaesta península no es más que una isla de hielo.El terremoto la ha separado del litoral ameri-cano, y ahora navega arrastrada por una de lasgrandes corientes árticas...

—¿Hacia dónde? — preguntó el sargentoLong.

—¡Hacia donde Dios quiera!—respondióJasper Hobson Los compañeros del tenientepermanecieron silenciosos. Sus miradas sedirigieron involuntariamente hacia el Sur, másallá de las vastas llanuras, hacia el lado delistmo roto; pero desde el lugar que ocupaban,no podían divisar el horizonte del mar, queahora les rodeaba por todas partes. Si el prom-ontorio se hubiese elevado algunos centenaresde pies más sobre el nivel del océano, clara-mente habrían observado que se hallaban sobreuna isla.

Una viva emoción apoderóse de todos alver el fuerte Esperanza, juntamente con sus

moradores, arrastrado por las corrientes, lejosde toda costa hospitalaria, y juguetes del vientoy de las olas.

—De este modo se explican fácilmente —dijo Paulina Barnett— todas las anomalías quehabía usted observado en este territorio, ¿no escierto, señor Hobson?

—Sí, señora —respondió el teniente—,ahora todo se explica. Esta ex península Victo-ria, isla en la actualidad, que debíamos creerinalterablemente fija sobre su base, no era másque un inmenso témpano soldado desde hacemuchos siglos al continente americano. Poco apoco, los vientos han ido depositando sobre éltierra y arena, y sembrando los gérmenes quehan producido estos musgos y estos bosques.Las nubes fueron arrojando sobre su superficieel agua dulce que formó el arroyuelo y la la-guna. La vegetación, después, lo ha transfor-mado. Pero debajp de este lago y de esta tierra,y de esta arena, y de nuestros pies, en fin, existeun suelo de hielo que flota sobre el mar, por

razón de su ligereza específica. ¡Sí, sí! No lesquepa duda, es un témpano de hielo que nossostiene y arrastra, y por eso, desde que lo habi-tamos, no hemos encontrado ni una piedra, niun guijarro sobre su superficie. Y he aquí porqué sus orillas están cortadas a pico; por quécuando cavamos la fosa para construir latrampa destinada a cazar renos, tropezamoscon el hielo a diez pies de profundidad; y porqué, en fin, las mareas no son sensibles en estelitoral, supuesto que toda la península elévase ydesciende con el flujo y el reflujo.

—Todo se explica, en efecto, señor Hobson—respondió Paulina Barnett—, y no le han en-gañado a usted sus presentimientos. Sólo de-searía preguntarle ¿por qué estas mareas, bulasen la actualidad, eran aún ligeramente sensiblesa nuestra llegada al cabo Bathurst.

—Precisamente señora —respondió elteniente Hobson—, porque, a nuestra llegada,la península se encontraba ligada todavía, porun istmo flexible, al continente americano,

oponiendo de esta suerte cierta resistencia alflujo, de suerte que, en su litoral Norte,desplazábase de la superficie del agua dos piespoco más o menos, en vez de veinte pies quehubiera debido elevarse. Y de este modo, desdeel momento en que el terremoto ha producidola ruptura, desde el instante en que la penín-sula, libre ya por completo, ha podido subir ybajar con las aguas, la marea se ha hecho nulaen absoluto, como ambos hemos podido com-probar hace unos días, en el momento del no-vilunio.

Tomás Black, a pesar de su natural deses-peración, había escuchado con extraordinariointerés las explicaciones de Jasper Hobson. Lasconsecuencias deducidas por el teniente de-bieron parecerle acertadas; pero furioso por elhecho de que semejante fenómeno, tan raro, taninesperado, tan absurdo, según decía él, sehubiese producido precisamente para im-pedirle la observación del eclipse, no despegó

los labios, permaneciendo sombrío y, pordecirlo así, avergonzado.

—¡Pobre señor Black! —dijo Paulina Bar-nett—. ¡Preciso en convenir en que nunca as-trónomo alguno, desde que el mundo existe, hasido víctima de semejante infortunio!

—En todo caso, señora —observó JasperHobson—, nosotros no hemos tenido la culpa.La Naturaleza lo ha hecho todo, y ella es laúnica culpable. El terremoto ha roto el lazo queretenía la península unida al continente, y nocabe duda de que vamos navegando sobre unaisla flotante. Y esto explica, además, por qué losanimales dotados de pieles de abrigo y otros,presos como nosotros en un territorio pequeño,abundan tanto en los alrededores del fuerte.

—Y por qué —dijo Madge— no hemos reci-bido este verano esos competidores cuyapresencia tanto temía usted, señor Hobson.

—Y por qué —añadió el sargento— no hapodido llegar al cabo Bathurst el destacamentoenviado por el capitán Craventy.

—¡Y por eso, en fin —dijo Paulina Barnett,mirando al teniente Hobson—, tengo que re-nunciar, al menos por este año, a todaesperanza de regresar a Europa!

La viajera había hecho esta última reflexióncon acento que hacía comprender que se re-signaba a su suerte con más filosofía de lo quehubiera sido de esperar. Parecía haber tomadode repente su partido ante aquella situación tanextraña, que le reservaba, sin duda, una seriede interesantes observaciones. Por otra parte,aunque se desesperase, y se quejaran sus com-pañeros y recriminasen a alguien, ¿podríanimpedir un hecho ya consumado? ¿Podíandirigir el rumbo de la isla errante? ¿Podían, envirtud de alguna maniobra, unirla de nuevo alcontinente? No por cierto. Sólo Dios era dueñodel porvenir del fuerte Esperanza, y no qued-aba otro recurso que someterse a su voluntad.

II LA SITUACIÓN DE LA ISLA

La nueva e imprevista situación creada a losagentes de la Compañía necesitaba serestudiada con el mayor cuidado, y JasperHobson dedicóse a esta tarea con los planos a la, vista. Pero era indispensable esperar alsiguiente día para hallar la longitud de la islaVictoria, nombre con que en lo sucesivo des-ignáronla, toda vez que para ello era precisotomar dos alturas de sol, antes y después de supaso por el meridiano, y medir dos ánguloshorarios.

A las dos de!a tarde, el teniente Hobson yTomás Black midieron con sus sextantes la al-tura del sol sobre el horizonte; al día siguiente,a eso de las diez de la mañana, contaban conreanudar la operación, a fin de deducir de lasdos alturas la longitud del punto que en aquel-los momentos ocupaba la isla en el océano Po-lar.

Pero no regresaron inmediatamente alfuerte, sino que la conversación prosiguió por

espacio de bastante tiempo entre JasperHobson, el astrónomo, el sargento, PaulinaBarnett y Madge. Esta última no se acordabasiquiera de sí misma, hallándose resignada conla voluntad de la Providencia. En cuanto a suseñora, a su hija Paulina, como solía llamarla,no podía mirarla sin emoción, pensando en lasrudas pruebas y quizá en las catástrofes que leestaban reservadas para lo porvenir. Madgeestaba dispuesta a dar por Paulina su vida;pero, ¿salvaría este sacrificio a la que amabasobre todas las cosas del mundo? ¿Como quieraque fuese, constábale que Paulina Barnett noera mujer que con facilidad desmayase; su Va-leroso espíritu contemplaba ya el porvenir sinterror, y, preciso es decirlo, aún no tenía ningúnmotivo para desesperar.

No existía, en efecto, ningún peligro inmi-nente para los habitantes del fuerte Esperanza,y todo inducía a creer que podría conjurarse lacatástrofe suprema, como les explicó JasperHobson con toda claridad.

Dos peligros amenazaban a la isla flotante:que las corrientes del mar libre la impeliesen aesas latitudes polares de las que no se vuelve, oque la arrastrasen hacia el Sur, a lo largo tal vezdel estrecho de Behring, hasta el océanoPacífico.

En el primer caso, aprisionados los in-vernantes por los hielos, detenidos por labarrera infranqueable que éstos forman y sinninguna comunicación posible con sus seme-jantes, perecerían de hambre o frío en las sole-dades hiperbóreas.

En el segundo caso, arrastrada la isla Victo-ria por las corrientes hasta las aguas más cáli-das del Pacífico, se iría lentamente fundiendopor su base, y acabaría por hundirse bajo lospies de sus habitantes.

En ambos casos, significaría la pérdida in-evitable del teniente Hobson, de todos suscompañeros y de la factoría construida a costade tantas fatigas.

Pero, ¿se presentaría alguno de ellos? No;no era lo probable.

En efecto, la estación estaba muy avanzada.Antes de que transcurrieran tres meses, losprimeros fríos del polo congelarían la superficiedel mar. Formaríase el campo de hielo sobretodo el océano, y, por medio de los trineos, po-drían llegar a las tierras más próximas, bienfuese a la América rusa, si la isla se había sos-tenido en la región oriental, bien a las costasasiáticas, si había sido arrastrada hacia el Oeste.

—Porque —decía Jasper Hobson— no so-mos dueños de nuestra isla flotante. Como nonos es posible izar en ella una vela, cual si setratase de un buque, no podemos imprimirleuna determinada dirección. Iremos adonde noslleve.

La argumentación del teniente Hobson erabien clara y precisa, y fue admitida sin el másleve reparo. Era indudable que los grandesfríos del invierno la soldarían al inmensocampo de hielo, siendo de presumir que no

derivase entretanto ni demasiado hacia el Norteni demasiado hacia el Sur; y la perspectiva detener que caminar algunos centenares de millassobre el campo de hielo no podía arredrar aaquellos hombres animosos y resueltos, acos-tumbrados a los climas polares y a las largasexcursiones de las regiones árticas. Claro es quehabría que abandonar aquel fuerte Esperanza,objeto de sus desvelos, y perder los beneficiosde tantos trabajos; pero, ¿qué hacer si no? Lafactoría establecida sobre aquel suelo movibleno podía prestar el menor beneficio a la Com-pañía de la Bahía de Hudson. Por otra parte, undía u otro, más tarde o más temprano, elmovimiento de la isla arrastraríala al fondo delocéano. Era, pues, necesario abandonarla tanpronto como lo permitieran las circunstancias.

La única probabilidad desfavorable, y elteniente insistió sobre este punto de unamanera especial, era que durante las ocho onueve semanas que faltaban aún para la solidi-ficación del mar Ártico, fuese la isla Victoria

arrastrada demasiado hacia el Norte o hacia elSur; pues se leen, en efecto, en los relatos de losinvernantes, ejemplos de arrastres muy rápidosa considerables distancias, sin que haya habidomedio de atajarlos.

Todo dependía, pues, de las corrientes des-conocidas que existiesen en la entrada delestrecho de Behring, e importaba estudiar sudirección en los planos del océano Ártico. Jas-per Hobson poseía uno de estos mapas, y rogóa sus interlocutores que le siguiesen a su cama-rote; pero antes de abandonar la cumbre delcabo Bathurst, recomendóles de nuevo queguardasen el más absoluto secreto acerca de loque ocurría.

—La situación no es tan desesperada —lesdijo—, y, por tanto, paréceme inútil el sembrarla zozobra y la inquietud en el ánimo denuestros compañeros, que tal vez no supieranverla más que por su lado adverso.

—Sin embargo —observó Paulina Barnett—, ¿no sería prudente construir desde luego una

embarcación lo suficientemente grande paracontenernos a todos, y que pudiese permaneceren el mar durante una travesía de algunos cen-tenares de millas?

—Sería prudente, en efecto —respondió elteniente Hobson—, y pondremos la idea enpráctica. Inventaré un pretexto para comenzaren seguida los trabajos, y daré al carpintero lasórdenes oportunas para que proceda a la con-strucción de una embarcación sólida. Perotengo para mí que este recurso es el menosseguro y el último a que debemos recurrir, porlo tanto. Lo importante es evitar que nos coja enJa isla la dislocación de los hielos, y debemoshacer lo imposible para llegar al continente tanpronto como solidifiquen los fríos la superficiedel océano.

Era, en efecto, éste el mejor procedimiento.Hacían falta por lo menos tres meses para con-struir una embarcación de treinta o treinta ycinco toneladas, y cuando estuviese terminadaresultaría inútil, porque entónese el mar se hal-

laría ya congelado. Pero si para esa mismaépoca lograse el teniente Hobson repatriar supequeña colonia, guiándola hasta el continentea través del campo de hielo, sería éste un felizdesenlace de tan embarazosa situación; porqueel embarcar a toda aquella gente en la época deldeshielo sería un medio demasiado peligroso.Razón tenía, pues, Jasper Hobson en considerarla embarcación proyectada como último ymenos seguro recurso, y de su ilustradaopinión hubieron de participar todos.

De nuevo le ofrecieron todos guardarle susecreto, y, algunos minutos después de haberabandonado la cumbre del cabo Bathurst, lasdos mujeres y los tres hombres se sentaban a lamesa en la sala del fuerte Esperanza, en la queno había nadie en aquellos momentos, por hal-larse cada cual ocupado en los trabajos exteri-ores.

Sacó el teniente una excelente carta de lascorrientes atmosféricas y oceánicas, y pro-cedióse a un examen minucioso de la parte del

océano Glacial que se extiende desde el caboBathurst hasta el estrecho de Behring.

Dos corrientes principales dividen los pe-ligrosos parajes comprendidos entre el círculopolar y la zona poco conocida, llamada paso delNoroeste desde el audaz descubrimiento deMac Clure; al menos, las observaciones hidro-gráficas no señalan otras.

La una, que recibe el nombre de corrientede Kamchatka, nace frente a la península deeste mismo nombre, sigue la costa asiática yatraviesa el estrecho de Behring lamiendo elcabo Oriental, punta avanzada del país de losChukchis. Su dirección general de Sur a Nortese inflexiona bruscamente a unas seiscientasmillas más allá del estrecho, y se dirige franca-mente hacia el Este, siguiendo aproximada-mente el paralelo del paso de Mac Clure, con-tribuyendo a hacerlo navegable durante lospocos meses que dura la estación cálida.

La otra, llamada corriente de Behring, sedirige en sentido contrario. Después de seguir

la costa americana de Este a Oeste, a cien millasa lo sumo del litoral, va, por decirlo así, a cho-car con la corriente de Kamchatka a la entradadel estrecho; y descendiendo después hacia elSur y aproximándose a las playas de laAmérica rusa, acaba por precipitarse a travésdel mar de Behring, yendo a estrellarse contraesa especie de dique circular que forman lasislas Aleutinas.

La carta era un resumen de las observa-ciones náuticas más recientes; de suerte quemerecía confianza.

Jasper Hobson la examinó atentamente an-tes de emitir su parecer; y después de pasarse lamano por la frente, como si hubiese queridodesterrar un triste presentimiento, dijo:

—Debemos esperar, amigos míos, que la fa-talidad no nos lleve hasta esos lejanos parajes,de donde nuestra isla errante correría el peligrode no salir jamás.

—Y, ¿por qué, señor Hobson? — preguntóvivamente la viajera.

—¿Por qué, señora? —replicó el teniente—.Mire usted esta parte del océano Ártico y locomprenderá fácilmente. Dos corrientes pe-ligrosas para nosotros corren en sentido in-verso. En el punto donde se encuentranquedaría nuestra isla forzosamente inmovili-zada y a gran distancia de toda tierra; inver-naría allí, y, cuando sobreviniese el deshielo,seguiría la corriente de Kamchatka hacia lasregiones ignotas del Noroeste, o bien sufriría lainfluencia de la corriente de Behring, e iría aabismarse en las profundidades del Pacífico.

—Eso no ocurrirá, señor teniente —dijoMadge, con profunda convicción—; Dios no lopermitirá.

—Mas no puedo comprender —dijo PaulinaBarnett— en qué parte del mar Polar nos hal-lamos en este momento; porque, frente al caboBathurst, sólo veo esa peligrosa corriente deKamchatka que va directamente hacia el Nord-este. ¿No es de temer que nos haya arrastrado

en su curso y naveguemos con rumbo a las tier-ras de la Georgia septentrional?

—No lo creo — respondió Jasper Hobson,después de reflexionar un momento.

—¿Por qué no? —Porque esa corriente es muy rápida,

señora; y si fuésemos navegando en su senohace tres meses, tendríamos ya alguna costa ala vista, lo que, como usted ve, no sucede.

—¿Dónde supone usted que nos encon-tramos, entonces? — preguntó la viajera.

—Sin duda alguna —replicó JasperHobson—, entre la corriente de Kamchatka y lacosta; probablemente en una especie de extensoremolino que debe haber en las proximidadesdel litoral.

—Eso no puede ser, señor Hobson — rep-licó vivamente Paulina Barnett.

—¿Que no puede ser? Y, ¿por qué razón,señora?

—Porque si la isla Victoria se hallase en unremolino y errase, por consiguiente, sin una

dirección fija, hubiera experimentado algúnmovimiento de rotación; y como su orientaciónsabemos que no ha cambiado en estos últimostres meses, la hipótesis no es admisible.

—Tiene usted razón, señora —respondióJasper Hobson—. Veo que se hace usted per-fecto cargo de las cosas y nada tengo que ob-jetar a su observación... a menos que no existaalguna corriente desconocida que no esté mar-cada aún en esta carta. Verdaderamente, estaincertidumbre es espantosa. Quisiera que fuereya mañana para salir de dudas de una vezacerca de la situación de la isla.

—Ya llegará el día de mañana — dijoMadge.

Era preciso esperar. Separáronse y cada cualreanudó sus habituales quehaceres. El sargentoLong previno a sus compañeros que la salidapara el fuerte Confianza no sería al díasiguiente, como se había fijado. Les dijo, amodo de excusa, que, tras largas reflexiones,habíase pensado que la estación estaba dema-

siado avanzada para poder llegar a la factoríaantes de los grandes fríos; que el astrónomo séhabía decidido a sufrir una nueva invernada,con objeto de completar sus observaciones me-teorológicas; que la reposición de los víveresdel fuerte Esperanza no era indispensable, etc.,cosas todas que a aquellas buenas gentes lestenían muy sin cuidado.

Jasper Hobson ordenó a los cazadores querespetasen en lo sucesivo a los animales de pielfina, y que persiguiesen en cambio a la cazacomestible, a fin de refrescar las provisiones dela factoría. Prohibióles además que se alejasenmás de dos millas del fuerte, para evitar queMarbre, o Sabine, u otro cazador cualquieradescubriesen a lo mejor el horizonte del mar enel sitio donde hacía algunos meses estaba elistmo que unía la península Victoria al conti-nente americano; toda vez que el descu-brimiento de la desaparición de esta estrechalengua de tierra les hubiera revelado la situa-ción.

Aquel día parecióle interminable al teniente.Volvió repetidas veces a la cumbre del caboBathurst, unas acompañado de Paulina Barnett,otras solo. Poseía la viajera un alma vig-orosamente templada, difícil de intimidar. Elporvenir no le parecía pavoroso, y hasta solíabromear diciéndole a Jasper Hobson queaquella isla errante, sobre la cual caminaban, talvez fuese el único vehículo para llegar al Polo.Con una corriente favorable, ¿por qué nohabrían de llegar a este punto inaccesible delGlobo?

El teniente sacudía la cabeza al escuchar lasextrañas reflexiones de su amiga; pero sus ojosno se apartaban del horizonte, por ver si descu-bría en lontananza alguna tierra conocida oignota. Mas el cielo y la tierra confundíanse enuna línea circular y continua, lo cual confirm-aba a Jasper Hobson en su idea de que la islaVictoria marchaba a la deriva hacia el Oeste.

—Señor Hobson —dijo Paulina Barnett—,¿no piensa usted dar una vuelta a nuestra islalo más pronto posible?

—Sí por cierto, señora —le contestó elteniente—. Tan pronto como hayamos fijado susituación exacta, pienso reconocer su forma yextensión. Considero que es esto una medidaindispensable para poder apreciar en lo porve-nir las modificaciones que sufra. Pero todo in-duce a creer que la rotura debe haberse efec-tuado por el istmo, y que, por consiguiente, lapenínsula toda entera hase transformado enisla.

—¡Singular es, en verdad, nuestro destino,señor Hobson! —exclamó Paulina Barnett—.Otros vuelven de sus viajes después de haberañadido nuevas tierras al continente geográfico;nosotros, por el contrario, lo habremos dis-minuido, borrando de los planos la que sellamó hasta ahora península Victoria.

Al día siguiente, 18 de julio, a las diez de lamañana, con un cielo sereno y despejado, tomó

el teniente Hobson una buena altura de Sol; y,efectuando luego los cálculos debidos con éstay la de la víspera, determinó con exactitudmatemática la longitud del lugar.

Durante la observación permaneció el as-trónomo encerrado en su camarote, llorandocomo un chiquillo.

La longitud calculada era de 157° 37' alOeste del meridiano de Greenwich, y se re-cordará que la latitud encontrada la vísperahabía sido de 73° T 20".

El punto fue situado en la carta, en presen-cia de Paulina Barnett y del sargento Long.

Fue aquél un momento de verdadera an-siedad.

La isla errante había sido arrastrada hacia elOeste, como lo había previsto Jasper Hobson;pero una corriente no marcada en la carta, unacorriente desconocida de los hidrógrafos quelevantaron el plano, la arrastraba evidente-mente hacia el estrecho de Behring. Eran, pues,de temer todos los peligros presentidos por el

teniente, si, antes de la llegada del invierno, nose soldaba otra vez al litoral la isla Victoria.

—Pero, ¿a qué distancia exacta nos halla-mos del continente americano? —preguntó laviajera—. Esto es por el momento lo que másnos interesa saber.

Tomó el compás Jasper Hobson; midió so-bre la carta la menor distancia existente entre ellitoral y el paralelo 73°, y respondió después:

—Nos hallamos actualmente a más de do-scientas cincuenta millas de la extremidad sep-tentrional de la América rusa formada por lapunta Barrow.

—¿Cuántas millas ha derivado, pues, la isladesde su antigua posición en el cabo Bathurst?— preguntó el sargento Long.

—Setecientas lo menos — respondió JasperHobson, después de consultar nuevamente lacarta.

—Y, ¿en qué época puede calcularse, sobrepoco más o menos, que comenzó su viaje?

Sin duda, a fines de abril —respondió elteniente Hobson—; porque en estos días dis-gregóse el campo de hielo, y fueron arrastradoshacia el Norte los témpanos de hielo que el solno logró fundir. Puede, pues, admitirse que laisla Victoria, solicitada por la corriente paralelaal litoral, navega hacia el Oeste desde haceaproximadamente tres meses, lo que pruebaque se halla animada de una velocidad mediade nueve a diez millas diarias.

—Pero ésa es una velocidad bastante con-siderable, ¿no es cierto? — preguntó PaulinaBarnett.

—Considerable, en efecto —respondió Jas-per Hobson—, y puede usted calcular hastadónde podrá arrastrarnos en los dos meses querestan aún de estío, durante los cuales perman-ecerá libre esta porción del océano Ártico.

El teniente, el sargento y la viajera perman-ecieron silenciosos durante algunos instantes,sin levantar la vista del mapa de aquellas re-giones polares que tan obstinadamente se de-

fienden contra las investigaciones del hombre,y hacia las cuales se sentían tan irresistible-mente arrastrados.

—¿De suerte —preguntó la viajera— que enesta situación no es posible intentar ni hacernada?

—Nada, señora —respondió el tenienteHobson—, nada absolutamente. Es preciso es-perar, llamar a voz de grito a ese invierno árticotan justa y generalmente temido por todos losnavegantes, y que es el único que a nosotrospuede salvarnos. El invierno es el hielo, señora,y el hielo es nuestra ancla de salvación, nuestraancla de la esperanza, la única que puede de-tener la marcha de la isla errante.

III UNA VUELTA ALREDEDOR DE LA ISLA

A partir de aquel día, decidióse hallar diari-amente la situación de la isla, como es costum-bre hacer en los barcos, a no ser que el estado

de la atmósfera impidiese toda observaciónastronómica. ¿No era acaso la isla Victoria unbajel desamparado, que erraba a la aventura,sin velas y sin timón?

Al día siguiente, después de las observa-ciones de rúbrica, comprobó el teniente Hobsonque la isla, sin haber variado de latitud, habíasido arrastrada algunas millas más hacia elOeste.

Mac Nap recibió orden de construir unaamplia embarcación, dándole Jasper Hobsonpor pretexto que deseaba reconocer, el veranopróximo, el litoral de la América rusa. Elcarpintero, sin meterse en más averiguaciones,dedicóse a elegir las maderas y dispuso su as-tillero en la playa situada al pie del caboBathurst, a fin de poder botar al agua fácil-mente su nave.

Aquel mismo día hubiera Jasper Hobsondeseado poner en ejecución el proyecto quehabía concebido de reconocer el territorio sobreel cual sus compañeros y él se hallaban apri-

sionados. Podían verificarse cambios consider-ables en la configuración de aquella isla dehielo, expuesta a la influencia de la temperaturavariable de las aguas, e importaba determinarsu forma actual, su superficie y hasta sü espe-sor en algunos lugares. Era preciso examinarcon detenimiento y cuidado la línea de ruptura,que debía hallarse en el istmo, y sobre la frac-tura aún reciente tal vez fuese posible distin-guir las capas estratificadas de hielo y de tierraque constituían el suelo de la isla.

Pero aquel día el cielo se nubló súbitamente,y, una fuerte borrasca, acompañada de nieblasespesísimas, se desencadenó por la tarde, notardando en llover torrencialmente. El granizochocaba con estrépito contra el techo de la casa,y hasta oyéronse algunos truenos lejanos,fenómeno que se observa raras veces en lati-tudes tan altas.

El teniente Hobson tuvo que aplazar suviaje en espera de que los elementos se cal-masen; pero durante los días 20, 21 y 22 de julio

no se modificó el estado de la atmósfera. Latempestad fue violenta,, cargóse extraordinari-amente el cielo y las olas azotaron el litoral conensordecedor estruendo. Las avalanchas líqui-das estrellábanse contra el cabo Bathurst contan extraordinaria violencia, que hacían temerpor su solidez, que era bien problemática, todavez que se trataba únicamente de una masa detierra y arena sin una base estable. ¡Desdi-chados los buques a quienes cogiese en el maraquel temporal deshecho! Pero la isla errante semantenía en reposo, porque su enorme masahacíala insensible a la agitación de las aguas.

Durante la noche del 22 al 23 amainó latempestad súbitamente. Una fuerte brisa deNordeste barrió las últimas brumas acumula-das en el horizonte; el barómetro subió algunaslíneas y el teniente juzgó favorables las condi-ciones atmosféricas para emprender el viaje.

Paulina Barnett y el sargento Long deberíanacompañarle en el reconocimiento. Tratábasede una ausencia de uno o dos días, que no

podía despertar sospecha alguna en los habi-tantes del fuerte, y se proveyeron para ella decierta cantidad de cecina, de galleta y de al-gunos frascos de aguardiente, sin recargar ex-cesivamente las mochilas de los exploradores.Los días eran a la sazón muy largos y el sol noabandonaba el horizonte más que contadashoras.

No era de temer, probablemente, ningúnencuentro con fieras; pues los osos, guiados porsu instinto, parecían haber abandonado lapenínsula Victoria antes de que se convirtieseen isla. Sin embargo, Jasper Hobson, el sargentoy Paulina Barnett armáronse de fusiles, porpura precaución. Además, el teniente y elsuboficial llevaban consigo el hacha y elcuchillo de nieve, instrumentos que no aban-dona jamás un buen explorador de las regionespolares.

Durante la ausencia del teniente Hobson ydel sargento Long, recaía el mando del fuerte,según jerarquía militar, en el cabo Joliffe, es

decir, en su mujer, y Jasper Hobson sabía per-fectamente que podía tener en ésta una confi-anza absoluta. En cuanto a Tomás Black, nopodía contarse ya con él para nada, ni aunsiquiera para acompañar a los exploradores. Sinembargo, el astrónomo prometió vigilar cuida-dosamente los parajes del Norte, durante laausencia del teniente, y anotar cuantos cambiospudieran producirse, ya en el mar, ya en la ori-entación de la isla.

Paulina Barnett había tratado de hacer en-trar en razón al pobre sabio, pero sin conse-guirlo. Considerábase engañado por la Natu-raleza, y no perdonaba a ésta que se hubieseburlado de él.

Después de vigorosos apretones de manoscambiados entre los expedicionarios y los quese quedaban, a guisa de despedida, PaulinaBarnett y sus dos compañeros abandonaron lacasa del fuerte, traspusieron la poterna y sedirigieron hacia el Oeste, siguiendo la curva

prolongada que formaba el litoral desde el caboBathurst hasta el cabo Esquimal.

Eran las ocho de la mañana. Los oblicuosrayos del sol animaban la costa matizándolacon sus dorados efluvios. El mar se serenabalentamente. Los petreles, urías, chochas, alcas ydemás aves dispersadas por la tempestad,habían vuelto por millares. Grandes bandadasde patos acudían presurosos a las orillas dellago Barnett, yendo a caer, incautos, en la ca-cerola de la señora Joliffe. Algunas liebres po-lares, martas, ratas almizcleras y armiños salíande entre los pies de los viajeros, huyendo, aun-que no con demasiada precipitación. Los ani-males se sentían evidentemente impulsados abuscar la compañía del hombre por el presen-timiento instintivo de un inmediato peligro.

—Saben perfectamente que se hallanrodeados por el mar —dijo Jasper Hobson; yque no pueden ya abandonar la isla.

—Estos roedores —preguntó Paulina Bar-nett—, ¿no tienen la costumbre de trasladarse

hacia el Sur, antes de la llegada del invierno, enbusca de otros climas más benignos?

—Sí, señora —respondió Jasper Hobson—,pero esta vez, a menos que no puedan huir através de los campos de hielo, tendrán quepermanecer presos como nosotros, siendo muyde temer que, durante la estación invernal, lamayor parte de ellos mueran de inanición o defrío.

—Me parece que estos animales nos haránel favor de alimentarnos —observó el sargentoLong—; y a fe que ha sido suerte que su in-stinto no les haya iducido a escapar antes de laruptura del istmo.

—Pero los pájaros sí nos abandonarán, ¿noes cierto, señor Hobson? — preguntó PaulinaBarnett.

—Sí, señora —respondió Jasper Hobson—.Todos estos ejemplares de la especie de losvolátiles huirán con los primeros fríos. Puedencruzar, sin cansarse, considerables distancias, y

más felices que nosotros, lograrán alcanzar latierra firme.

—Y, ¿por qué no los utilizamos como men-sajeros? — propuso Paulina Barnett.

—Es una idea excelente, señora —dijo elteniente Hobson—. Nada nos impedirá atraparalgunos centenares de estos pájaros y amarrar-les al cuello un papel donde se indique el se-creto de nuestra situación. Ya Juan Ross, en1848, trató, por un medio análogo, de dar aconocer la presencia de sus buques, la Entre-prise y el Investigator, en los mares polares, alos supervivientes de la expedición de Franklin.Cogió, por medio de lazos, algunos centenaresde zorras blancas, colocóles al cuello collares delatón que llevaban grabadas las oportunas indi-caciones, y soltólas después en todas direc-ciones.

—¿Y caerían, por ventura, algunos de esosanimales en manos de los náufragos? —preguntó Paulina Barnett.

—Tal vez —respondió Jasper Hobson—. Entodo caso, recuerdo que una de estas zorras, yavieja, fue capturada por el capitán Hatterasdurante su viaje de exploración, y llevaba aúnen el cuello un collar ya en mal estado, ocultoentre su blanco pelo. Nosotros, como no nos esposible repetir el expediente con cuadrúpedos,lo haremos con estas aves.

Conversando de esta suerte y forjandoproyectos para lo porvenir, los dos explora-dores y su compañera seguían el litoral de laisla, sin observar en él cambio alguno. Eransiempre las mismas playas, bastante acantila-das, recubiertas de tierra y arena, las cuales nopresentaban ninguna nueva fractura que hici-era sospechar que el perímetro de la isla sehabía modificado en época reciente. Sin em-bargo, era de temer que el inmenso témpano, alatravesar corrientes más cálidas, se desgastasepor su base, disminuyendo, por tanto, su espe-sor, hipótesis que con razón inquietaba alteniente.

A las once de la mañana habían los explo-radores salvado las ocho millas que los separa-ban del cabo Esquimal, sobre cuyo litoral en-contraron vestigios del campamento que ocu-para la familia de Kalumah. Las casas de nievehabían desaparecido, como es fácil suponer;mas las cenizas y los huesos de foca delatabanaún el paso de los esquimales.

Paulina Barnett, Jasper Hobson y el sar-gento Long hicieron alto en aquel lugar, con elpropósito de pasar las cortas horas de noche enla bahía de las Morsas, adonde esperaban llegaralgunas horas más tarde. Almorzaron sentadossobre un pequeño cerro, cubierto de raquíticahierba. Ante sus ojos extendíase un bello hori-zonte de mar cuya línea destacábase con nota-ble nitidez. Ni un iceberg, ni una vela anima-ban aquel inmenso desierto de agua.

—¿Le sorprendería a usted, señor Hobson,que algún buque se presentase a la vista? —preguntó Paulina Barnett.

—No me sorprendería demasiado, señora—respondió el teniente Hobson—; y, sobretodo, confieso que la sorpresa sería muy agrad-able. Durante la buena estación, no es raro quelos balleneros de Behring se remonten hastaestas latitudes, en especial desde que el océanoÁrtico se ha convertido en vivero de cachalotesy ballenas. Pero estamos a 23 de julio y elverano está ya muy avanzado. Toda la flotillapescadora se encuentra, sin duda alguna, en lospresentes momentos, en el golfo de Kotzebue, ala entrada del estrecho. Los balleneros descon-fían, con razón, de las sorpresas del mar Ártico.Temen sus hielos y procuran no dejarse apri-sionar por ellos. Y, ¡oh contraste!, esos icebergs,esos témpanos, ese banco de hielo que ellostanto temen, son precisamente los que anhela-mos nosotros con todo nuestro corazón.

—Ya vendrán, mi teniente —exclamó elsargento Long—; armémonos de paciencia,que, antes de un par de meses, dejarán de azo-tar las olas las tierras del cabo Esquimal.

—¡El cabo Esquimal! —dijo Paulina Barnett,sonriendo—; ese nombre, como todos los quehemos dado a las bahías y puntas de la penín-sula, me parece un poco aventurado. Hemosperdido ya el puerto Barnett y el río Paulina,¿quién sabe si el cabo Esquimal y la bahía de lasMorsas no desaparecerán a su vez?

—También desaparecerán, señora —dijo elteniente Hobson—, y tras ellos, la isla Victoriaentera, supuesto que nada la liga ya al conti-nente y se halla fatalmente condenada a pere-cer. Este resultado es inevitable, de suerte quehemos creado en balde toda una nomenclaturageográfica. Menos mal que nuestras denomina-ciones no habían sido aún adoptadas por laReal Sociedad, y su digno presidente, RodericoMurchison, no tendrá que hacer borrar ningúnnombre de sus mapas.

—¡Sí, uno solo! — dijo el sargento.

—¿Cuál? — preguntó Jasper Hobson?

—El cabo Bathurst — respondió el sargento.

—En efecto, tiene usted razón, sargento; hayque hacer desaparecer el cabo Bathurst de lacartografía polar.

Dos horas de reposo habían bastado a losexploradores, quienes se dispusieron a prose-guir su viaje a la una de la tarde.

En el momento de partir, Jasper Hobsondirigió una última mirada, desde lo alto delcabo Esquimal, al mar que les rodeaba; y,después, como no viene nada que le llamase laatención, volvió a bajar y se unió a Paulina Bar-nett y al sargento que le esperaban.

—Señora —preguntó a la primera—, ¿haolvidado usted la familia de esquimales queepcontramós en este lugar algo antes de termi-nar el invierno?

—No, señor Hobson —respondió la via-jera—; por el contrario, he conservado deaquella simpática Kalumah un excelente re-cuerdo. Por cierto que ya no podrá cumplir lapromesa que nos hizo de hacernos una visita

este año eri el fuerte Esperanza. Pero, ¿apropósito de qué me dirige usted esa pregunta?

—Porque recuerdo un hecho, señóYa, alcual entonces no concedí mucha importancia, yque ahora acude a mi mente.

—¿Cuál? —¿Se acuerda usted de aquel asombro, no

exento de inquietud, de que los esquimalesdieron muestras al ver que habíamos fundadouna factoría en el cabo Bathurst?

—Perfectamente, señor Hobson. —¿Se acuerda usted que hice cuanto me fue

posible por comprender, por adivinar el pen-samiento de aquellos indígenas, sin lograrlo?

—En efecto. —Pues bien, ahora —dijo el teniente

Hobson— me explico perfectamente todos susaspavientos. Por tradición, experiencia u otromotivo cualquiera, conocían, sin duda, la natu-raleza de la península Victoria. Sabían que nohabíamos edificado sobre un terreno sólido;pero como aquel estado anómalo de cosas de-

bía datar de muchos siglos, no han debido con-siderar el peligro inminente y por eso no se hanexplicado de un modo más categórico.

—Así debe ser, señor Hobson —respondióPaulina Barnett—; pero seguramente Kalumahignoraba las sospechas de sus compañeros,porque, si la pobre niña hubiese estado en elsecreto, no habría titubeado en decírmelo.

Acerca de este particular fue Jasper Hobsonde la misma opinión que Paulina Barnett.

—¡Preciso es reconocer —dijo el sargento—que ha sido una gran fatalidad que hayamosvenido a instalarnos en esta península pre-cisamente en la época en que había desepararse del continente para navegar por losmares! Porque la verdad es, mi teniente, quehacía mucho tiempo que las cosas permanecíanen este estado. ¡Tal vez siglos!

—Ya puede usted decir millares y millaresde años, sargento —respondió Jasper Hobson—. Considere usted que esta tierra vegetal quepisamos ha sido traída aquí por los vientos, que

esta arena ha volado hasta aquí grano a grano.¡Considere usted el tiempo que han necesitadolas simientes de pinos, abedules y madroñospara germinar, multiplicarse y convertirse enarbustos y árboles! ¡Es posible que el témpanoque nos sostiene y arrastra se soldase al conti-nente aun antes de la aparición del hombresobre la tierra!

—¡Bien podía haber esperado algunos siglosmás este caprichoso témpano antes de mar-charse a la deriva! —dijo el sargento Long—.Así nos hubiera evitado numerosas inquietudesy tal vez muchos peligros.

Con esta razonable reflexión del sargentoterminó la pequeña plática, y los tres explora-dores reanudaron su viaje. Desde el cabo Es-quimal a la bahía de las Morsas corría la costasensiblemente de Norte a Sur, siguiendo laproyección del meridiano 127°. Por detrás di-visábase, a una distancia de cuatro a cinco mil-las, la extremidad puntiaguda de la laguna, quereflejaba los rayos del sol, y, un poco más allá,

las laderas cubiertas de bosque cuya verduraformaban marcp a sus aguas.

Algunas águilas silbadoras cruzaban el fir-mamento atronando el espacio con el ruido desus alas. Numerosos animales de piel fina,como martas, visones y armiños, agazapadostras las dunas u ocultos entre los raquíticosmatorrales de sauces y madroños, contempla-ban confiados a los viajeros, cual si com-prendiesen que no tenían que temer de ellosningún tiro. Jasper Hobson descubría tambiénalgunos castores que erraban a la aventura,desorientados, sin duda, desde la desaparicióndel riachuelo. Sin cabañas donde abrigarse, nicorrientes de agua donde construir sus vivien-das, estaban destinados a perecer de frío encuanto se presentasen las grandes heladas. Elcargento Long vio igualmente una banda delobos que corría a través de la planicie.

Había, pues, motivos suficientes para creerque en la isla flotante había aprisionados ani-males de todas las especies polares, y que los

carnívoros, cuando llegase el invierno, hanansetemibles para los habitantes del fuerte, toda vezque les sería imposible ir a buscar su alimento aotros climas más templados.

Sólo los osos blancos parecían haber desa-parecido de la isla, lo cual no era poca suerte;sin embargo, el sargento creyó distinguir, através de un grupo de abedules, una enormemasa blanca que se movía lentamente; pero,después de un más detenido examen, creyóhaberse equivocado. Esta parte del litoral, queconfinaba con la bahía de las Morsas, era, por logeneral, poco elevada sobre el nivel del mar. Endeterminados puntos apenas sobresalía sobre lamasa líquida, de suerte que las últimas ondula-ciones de las olas corrían, espumosas, sobre susuperficie, como si se tratase de una exten-sísima playa. Era, pues, de temer que en estaparte de la isla hubiese descendido el suelo enépoca reciente; pero, como no existían puntosde referencia, era imposible comprobar estamodificación y determinar su importancia. Jas-

per Hobson arrepintióse de no haber esta-blecido en los alrededores del cabo Bathurst,antes de su partida, señales que le hubiesenpermitido apreciar los hundimientos, y defor-maciones del litoral, y resolvió adoptar estaprecaución a su regreso.

El carácter explorador de la excursión nopermitía a los viajeros caminar con rapidez,pues se detenían con frecuencia a examinar elsuelo, a indagar si había motivo para temeralguna fractura del litoral, teniendo que inter-narse a veces media milla en el interior de laisla. En ciertos puntos tuvo la precaución elsargento de clavar estacas de madera, que de-bían, en lo porvenir, desempeñar el papel dejalones especialmente en los parajes más abrup-tos cuya solidez parecía problemática. De estemodo, sería fácil reconocer los cambios que seprodujesen.

No obstante, se avanzaba siempre, aunquepoco, y. a eso de las tres de la tarde, la bahía delas Morsas distaba sólo tres millas hacia el Sur;

pudiendo desde luego Jasper Hobson hacerobservar a Paulina Barnett la importante modi-ficación que la ruptura del istmo había ya pro-ducido.

Antes, el horizonte hallábase limitado poruna larga línea de alturas ligeramente ar-queada, que forman el litoral de la extensa ba-hía de Liverpool. Ahora se hallaba formado poruna línea de agua. El continente había desa-parecido. La isla Victoria terminaba en un án-gulo brusco, en el paraje mismo donde la frac-tura debió tener lugar, comprendiéndoseclaramente que, al doblar aquel ángulo, el marinmenso se presentaría ante la vista, bañando laparte meridional de la isla en toda aquellalínea, sólida en otro tiempo, que se extendíadesde la bahía de las Morsas a la de Washburn.

Paulina Barnett contempló este nuevo as-pecto no sin cierta emoción. Aunque ya se loesperaba, su corazón latió con violencia. Buscócon la mirada aquel continente que faltaba en elhorizonte, aquel continente que se encontraba

ahora a más de doscientas millas de distancia, ysintió perfectamente que sus pies no se apoya-ban ya en la tierra americana. Para todos losque poseen un alma sensible, es inútil insistirsobre este punto, y es justo hacer constar queJasper Hobson y el sargento participaron deesta emoción.

Todos aligeraron el paso, con objeto de lle-gar cuanto antes al ángulo brusco que aún cer-raba la parte Sur. El terreno se elevaba algo enaquella porción del litoral. La capa de tierra yarena era más espesa, lo que se explicaba por laproximidad de aquella parte al verdadero con-tinente del cual formó parte la isla durantetanto tiempo. El espesor de la corteza helada yde la capa de tierra en aquellos lugares, aumen-tado probablemente cada siglo, demostraba porqué el istmo había resistido mientras unfenómeno geológico no provocó la ruptura. Elterremoto del 8 de enero sólo había agitado elcontinente americano; pero la sacudida había

bastado para segregar la península, entregán-dola a los caprichos del Océano.

Por fin, llegaron al ángulo a las cuatro de latarde. La bahía de las Morsas, formada por unaescotadura de la tierra firme, había desapare-cido, por haber quedado unida al continente.

—A fe mía, señora —dijo el sargento Loflg aPaulina Barnett—, que es suerte para usted queno le hubiésemos dado su nombre a esta bahía.

—En efecto —respondió Paulina Barnett—;porque empiezo a convencerme de que soy unamadrina desgraciada en materia de nomencla-tura geográfica.

IV UN CAMPAMENTO DE NOCHE

Así, pues, Jasper Hobson no se habíaequivocado en lo tocante al punto de ruptura.Era el istmo el que había cedido a las sacudidasdel terremoto. No quedaba traza alguna delcontinente americano; volcanes y acantilados

habían desaparecido al Oeste de la isla. Sólo elmar ser veía por todas partes.

El ángulo producido al Sudoeste de la islapor el desgajamiento del témpano formaba enla actualidad un cabo bastante agudo que, so-cavado por las aguas más cálidas y expuesto atodos los choques, no podía evidentementeescapar a una destrucción bien próxima.

Los exploradores reanudaron, pues, sumarcha siguiendo la línea de ruptura que corríacasi recta de Oeste a Este. La sección aparecíalimpia, cual si hubiese sido producida por uninstrumento cortante. Podíase en ciertos puntosobservar la disposición del suelo que, formadoen parte de hielo y en parte de tierra y arena,emergía unos diez pies fuera del agua. Era elcorte acantilado, careciendo de latitud y pre-sentando en algunos puntos señales evidentes yfrescas de desmoronamientos recientes.

El sargento Long señaló dos o tres pequeñostémpanos, desprendidos de la orilla, que seiban acabando de disolver en el mar. Era evi-

dente que en sus movimientos de resaca, elagua más templada socavaría con mayor facili-dad aquel corte reciente que el tiempo todavíano había tenido lugar de revestir, como el res,todel litoral, de una especie de mortero de nievey arena. No resultaba, pues, muy tranquili-zador aquel estado de cosas.

Paulina Barnett, el teniente Hobson y el sar-gento Long, antes de entregarse al reposo, quis-ieron terminar el examen de esta arista merid-ional de la isla. El sol no debía ocultarse hastalas once de la noche, de suerte que no les fal-taría claridad. Su disco brillante arrastrábasecon lentitud sobre el horizonte del Oeste, y susoblicuos rayos proyectaban de un modo des-mesurado las sombras de los exploradores antesus propios pasos. En ciertos instantes,animábase la conversación de aquéllos, per-maneciendo silenciosos después por espacio delargos intervalos, escudriñando el mar con lavista y pensando en lo porvenir.

La intención del teniente Hobson era acam-par aquella noche en la bahía de Washburn. Alllegar a este punto habrían caminado aproxi-madamente unas dieciocho millas, es decir, lamitad de su viaje circular, si sus suposicioneseran justas. Después, tras algunas horas de re-poso, cuando su compañera se hubiese re-puesto de la natural fatiga, pensaba regresar,por la orilla occidental, al fuerte Esperanza.

Ningún incidente notable hubo que señalardurante la exploración del nuevo litoral com-prendido entre la bahía de las Morsas y la deWashburn. A las ocho de la noche llegó JasperHobson al sitio donde había resuelto acampar,encontrando allí también modificacionesanálogas. De la bahía de Washhburn sóloquedaba la amplia curva formada por la costade la isla, la cual antiguamente la limitaba porel Norte, y que se extendía sin alteración y enuna longitud de siete millas, hasta el cabo quehabía sido bautizado con el nombre de caboMiguel. Esta porción de la isla no parecía haber

sufrido lo más mínimo a consecuencia de laruptura del istmo. Los bosques de pinos ysauces, que se extendían algo adentro,hallábanse cubiertos de verdes hojas en estaépoca del año. Veíanse aún gran número deanimales de piel fina retozar a través de laplanicie.

Los tres exploradores detuviéronse en aquellugar, donde, si bien sus miradas se hallabanlimitadas por el Norte, al menos por el Surpodían abrazar la mitad del horizonte. El soldescribía un arco tan extraordinariamenteabierto, que sus rayos, interceptados por losrelieves del suelo, que se hacían más pronun-ciados hacia el Oeste, no llegaban hasta las pla-yas de la bahía de Washburn. Pero aún no erade noche, ni aun siquiera había llegado la horadel crepúsculo, toda vez que el astro radianteno había desaparecido.

—Mi teniente —dijo entonces el sargentoLong, con el tono más serio del mundo—, si en

virtud de un milagro, sonase una campanaahora mismo, ¿a qué cree usted que tocaría?

—A comer —respondió Jasper Hobson—.Creo, señora, que usted será también de miopinión, ¿no es verdad?

—Por completo —rsepondió la viajera—; ysupuesto que, para disponernos a comer sólotenemos que sentarnos, sentémonos. He aquíuna alfombra de musgo, algo estropeada, esverdad, pero que la Providencia parece haberextendido para nosotros de intento.

Abierto el saco de las provisiones,pusiéronse a devorar un pastel de liebre, pre-parado por la señora Joliffe, cecina y algunasgalletas.

Terminada la comida en un cuarto de hora,volvió el teniente Hobson al ángulo Sudeste dela isla, mientras Paulina Barnett permanecíasentada al pie de un raquítico abeto, que casi notenía ramas, y el sargento Long preparaba elcampamento para pasar la noche.

Deseaba Jasper Hobson examinar la estruc-tura del témpano que constituía la isla, yestudiar, si era posible, de qué modo se habíaformado. Un pequeño declive producido porun derrumbamiento permitióle descender hastael nivel del mar, desde donde pudo observar elacantilado que formaba el litoral.

En aquel punto, el suelo se elevaba tres piesapenas sobre el nivel del Océano. Componíase,en su parte superior, de una capa bastantedelgada de tierra y arena, mezcladas con con-chas reducidas a polvo. Su parte inferior con-sistía en un bloque de hielo duro, compacto ycomo metalizado, que servía de base a la tierravegetal de la isla.

La capa de hielo sobresalía sólo un pie sobreel nivel del mar, pudiéndose distinguir de lamanera más clara en aquel corte reciente lasestratificaciones que dividían uniformemente elcampo de hielo, las cuales parecían indicar quelas heladas sucesivas que las habían formado

habíanse producido en aguas relativamentetranquilas.

Sabido es que la congelación se inicia en laparte superior de los líquidos, y después, si elfrío persevera, el espesor de la corteza sólida vaaumentado de arriba abajo. Esto es lo queocurre, al menos, con las aguas tranquilas. Porel contrario, en las aguas corrientes se ha ob-servado que se forman en el fondo hielos quesuben a la superficie en seguida.

Pero, por lo que respecta al témpano basede la isla Victoria, estaba fuera de duda que sucongelación habíase efectuado en aguas tran-quilas, habiéndose evidentemente producidode arriba abajo, siendo necesario admitir, enbuena lógica, que se operaría su deshielocomenzando por su parte inferior. El témpanodisminuiría de espesor cuando fuese disueltopor aguas más calientes, y entonces de-scendería proporcionalmente la superficie de laisla con respecto al nivel del mar.

Este era el peligro más grave.

Repetimos que Jasper Hobson había obser-vado que la capa solidificada de la isla, eltémpano propiamente dicho, elevábase tan sóloun pie aproximadamente sobre la superficie delmar. Ahora bien, es sabido que las cuatro quin-tas partes del volumen de cualquier hielo flo-tante permanecen sumergidas; es decir, que porcada pie de elevación que presente un iceberg ocampo de hielo sobre la superficie del mar,tiene cuatro debajo del agua. Conviene adver-tir, sin embargo, que la densidad, o, si sequiere, el peso específico de los témpanos flo-tantes varía con su origen o manera como sehan formado. Los constituidos por el agua delmar, porosos, opacos, matizados de verde oazul, según los rayos luminosos que los atravi-esan, son más ligeros que los formados por elagua dulce; de suerte que sobresalen más sobrela superficie del Océano. Teniendo, pues, encuenta que el témpano que servía de base a laisla Victoria habíase formado de agua salada,dedujo Jasper Hobson, habida consideración

del peso de la capa mineral y vegetal que locubría, que su espesor bajo el nivel del mardebía ser de cuatro a cinco pies sobre poco máso menos. En cuanto a los diversos relieves de laisla, a sus protuberancias y eminencias, noafectaban evidentemente más que a su superfi-cie terrosa, debiéndose admitir, por tanto, deun modo general, que la isla errante no tenía deprofundidad arriba de cinco pies.

Esta observación dio bastante que pensar aJasper Hobson. ¡Solamente cinco pies! Y,además, aparte de las causas de disolución aque el témpano podía hallarse sometido, ¿nopodría ocasionar el menor choque la ruptura desu superficie? Una violenta agitación de lasaguas, producida por una tempestad, por unviento huracanado, ¿no podría provocar la dis-locación del campo de hielo, su ruptura envarios témpanos y su completa descomposi-ción? ¡Ah! ¡el invierno, el frío, la columna mer-curial helada dentro de su cubeta de vidrio! ¡Heaquí lo que Jasper Hobson anhelaba con toda

su alma! Sólo el terrible frío de las regiones po-lares, el frío de un invierno ártico podría con-solidar, aumentar el espesor de la base de laisla, estableciendo al mismo tiempo una vía decomunicación entre ella y el continente.

El teniente Hobson regresó después al lugardonde se habían detenido. El sargento trabajabaen la organización de un campamento, porqueno tenía intención de pasar la noche al raso, a loque la viajera, sin embargo, no hubiera puestoreparo, y consultó al teniente su intención decavar en el suelo una gruta de hielo que lespreservaría del frío de la noche de un modomaravilloso.

—En el país de los esquimales —le dijo—,nada más natural que conducirse como ellos.

Jasper Hobson le dio su aprobación, perorecomendóle que no profundizara demasiadoel hielo, pues éste no debía medir arriba decinco pies de espesor.

Long comenzó su tarea. Valiéndose delhacha y el cuchillo de nieve, practicó en la

tierra una especie de corredor de pendientesuave, que iba a parar a la base de hielo, y em-pezó a perforar en seguida aquella masadeleznable que la tierra y arena cubrían desdemuchos siglos atrás.

Una hora bastaría para construir aquellamadriguera de paredes de hielo, tan propiapara conservar el calor, y, por lo tanto, de unahabitabilidad suficiente para pasar en ella al-gunas horas.

Mientras trabajaba el sargento sin descanso,comunicaba el teniente Hobson a su compañerael resultado de sus observaciones relativas a laconstitución física de la isla Victoria, sin ocul-tarle los temores que el examen había dejado ensu espíritu. El poco espesor del témpano debíaprovocar, según él, antes que transcurriesemucho tiempo, grietas en su superficie, y rup-turas después que no era posible prever ni, porconsiguiente, evitar. La isla errante podía acada momento, o sumergirse poco a poco, porefecto de la alteración de su peso específico, o

dividirse en islotes, más o menos numerosos,cuya duración debía ser necesariamenteefímera. Resolvió, pues, ordenar que los habi-tantes del fuerte Esperanza no se alejasen de lafactoría y permaneciesen siempre reunidos enel mismo punto a fin de participar todos juntosde los mismos azares.

Estando en esta conversación, oyéronse derepente unos gritos.

Paulina Barnett y él levantáronse presuro-sos y escudriñaron con la vista el bosque, elmar, la llanura.

Nadie. Los gritos, sin embargo, se hacían más an-

gustiosos cada vez. —¡El sargento! ¡el sargento! — exclamó Jas-

per Hobson. Y, seguido de Paulina Barnett, corrió hacia

el campamento. Apenas llegaron a la abertura anchurosa de

la gruta de nieve, vieron el sargento Long,fuertemente agarrado con ambas manos al

mango de su cuchillo, cuya hoja había hundidoen la pared de hielo, y que pedía socorro conestentórea voz, aunque sin perder su serenidad.

No se veían más que la cabeza y los brazosdel sargento. Mientras ahondaba, había cedidoel piso de hielo de repente debajo de sus pies,quedando sumergido en el agua hasta la cin-tura.

Jasper Hobson contentóse con decirle: —¡Agárrese usted bien! Y, arrastrándose por la rampa, llegó al

borde del agujero y tendió la mano al sargentoque, apoyándose en ella, logró salir de la ex-cavación.

—¡Dios mío, sargento Long! —exclamó Pau-lina Barnett—, ¿qué le ha sucedido a usted?

—Me ha sucedido, señora —respondió elsargento Long, sacudiéndose como un perro deaguas—, que el piso de hielo ha cedido bajo elpeso de mi cuerpo y he tomado un baño a lafuerza.

—Pero —observó Jasper Hobson—, ¿no hatenido usted en cuenta mi recomendación deno ahondar demasiado debajo de la capa detierra?

—Sí, señor, mi teniente; ya puede ustedmismo ver que apenas he profundizado unasquince pulgadas en el hielo; pero sin dudahabría debajo alguna voluminosa ampolla,formando una especie de bóveda interior, demanera que el hielo no reposaba sobre el agua,y me he hundido como por escotillón. Si notengo la suerte de poderme asir al mango de micuchillo, me hallaría a estas horas debajo de laisla, lo cual hubiera sido bastante lamentable,¿no es cierto, señora?

—¡Muy lamentable, sargento! — respondióla viajera, tendiéndole la mano al valeroso mili-tar.

La explicación dada por el sargento Longera exacta. En aquel punto, a consecuencia, sinduda, de algún almacenamiento de aire, o porotra causa cualquiera, el hielo había formado

por su parte inferior una verdadera bóveda, y,por eso, su pared ya poco espesa, debilitadaademás por la labor del sargento, no había tar-dado en romperse bajo el peso de este último.

Esta disposición especial, que debía repro-ducirse, sin duda, en otros muchos puntos delcampo de hielo, no era muy tranquilizadora.¿Dónde sentar el pie en lo sucesivo con enteraconfianza? ¿No podía el suelo hundirse a cadapaso? Y al pensar que debajo de aquelladelgada capa de fierra y hielo abríanse, voraces,los abismos del Océano, ¿qué corazón no habíade sentirse oprimido, por enérgico que fuese?

Entretanto, el sargento Long. sin dar la me-nor importancia al baño que acababa de tomar,quería reanudar en otro punto sus trabajos deminero; pero, en esta ocasión, Paulina Barnettno quiso tolerarlo. Importábale muy poco elpasar una noche al raso. El abrigo del bosquevecino bastaríale, lo mismo que a sus com-pañeros, y se opuso en absoluto a que el sar-

gento Long reanudase su tarea. El bravo militartuvo que obedecer y resignarse.

Establecieron, pues, el campamento a uncentenar de pies de la orilla, sobre un pequeñocerro donde crecían algunos grupos aislados depinos y abedules, cuyo conjunto no merecíaciertamente el nombre de bosque, y encend-ieron una buena hoguera, alimentada conramas secas, a eso de las diez de la noche, en elmomento preciso en que el sol lamía los bordesde aquel horizonte bajo el cual iba a ocultarsesólo por muy pocas horas.

El sargento aprovechó la ocasión para se-carse las piernas, y conversó con el tenientehasta el momento en que el crepúsculo reem-plazó a la luz del día. Paulina Barnett metíabaza en la conversación de vez en cuando,tratando de hacer olvidar a Jasper Hobson susideas un tanto sombrías.

Aquella hermosa noche, sumamente estrel-lada en el cénit, como todas las noches polares,era muy a propósito para infundir tranquilidad

al espíritu. El viento murmuraba a través de losabetos. El mar parecía dormir en el litoral. Ap-enas si alteraba la paz de su superficie algunaanchurosa ola, que venía a expirar, silenciosa,en las playas de la isla. No se oía ni un grito deave en el aire, ni un gemido en la llanura. Sólolos chisporroteos que producían al arder lasresinosas ramas de abeto, y también, de vez encuando, el murmullo de las voces que se perdíaen el espacio, turbaban el silencio de la noche,acrecentando su sublimidad.

—¡Quién diría —exclamó Paulina Barnett—que vamos navegando sobre la superficie delocéano! La verdad es, señor Hobson, que nece-sito hacer un gran esfuerzo para rendirme a laevidencia; porque ese mar nos parece que estáinmóvil, y, no obstante, nos arrastra con irre-sistible poder.

—Sí, señora —respondió Jasper Hobson—,y confieso que si el fondo de nuestro vehículofuese sólido, si la obra viva no debiese faltar,tarde o temprano, a nuestro buque, si no debi-

ese algún día abrirse su cascarón, y si supiera,por último, a donde nos ha de llevar, me agra-daría no poco navegar de esta manera a travésde estos océanos.

—En efecto, señor Hobson —replicó la via-jera—; ¿existe, por ventura, un medio de loco-moción más cómodo y agradable que elnuestro? Navegamos sin darnos cuenta de ello.Nuestra isla se halla animada de la misma ve-locidad exactamente que la corriente que laarrastra. ¿No es éste un fenómeno análogo al deun globo en el aire? ¡Qué encanto no sería elpoder navegar de este modo, en compañía desu casa, su jardín, su parque y hasta su propiopaís! Una isla errante, pero entiéndase bien,una isla verdadera, con una base sólida, in-sumergible, sería verdaderamente el máscómodo y maravilloso vehículo que pudieraimaginarse. La historia nos habla de jardinessuspendidos en el aire; pues bien, ¿por qué, conel tiempo, no se llegará a hacer parques flo-tantes que puedan transportarnos a todos los

países del mundo? Su colosal magnitud losharía insensibles a los movimientos del mar ynada tendrían que temer de las tempestades.¿Quién sabe si, con vientos favorables, podríadirigírseles con colosales velas orientadas con-venientemente? ¡Qué milagros de vegetacióncontemplarían los viajeros cuando de las zonastempladas pasasen a las tropicales! Hasta creoque, con hábiles pilotos, conocedores de lascorrientes oceánicas, sería posible mantenerseen latitudes convenientemente elegidas dondese disfrutase de una eterna primavera. JasperHobson no podía reprimir una sonrisa al oir losensueños de la entusiasta Paulina. La vivaimaginación de aquella audaz mujer transport-aba su mente a las regiones de la fantasía, cualla isla flotante arrastraba su cuerpo a través delocéano de una manera insensible. Dada susituación, no había ciertamente motjvo paraquejarse de aquella extraña manera de cruzarlos mares; pero con la condición de que la isla

no amenazase a cada instante con fundirse ysepultarse para siempre en el abismo.

Llegada la noche, durmieron algunas horas.Al despertar, almorzaron con excelente apetito.El calor de una hoguera encendida con malezasreanimó sus piernas, entumecidas por el frío dela noche.

A las seis de la mañana, los tres reanudaronla marcha.

La costa, desde el cabo Miguel hasta el an-tiguo puerto Barnett, corría casi en línea rectade Sur a Norte, en una longitud de once millasaproximadamente, no ofreciendo ninguna par-ticularidad ni presentando señales de habersufrido ninguna variación desde la ruptura delistmo. Formaba una ladera generalmente baja ypoco ondulada, en la que el sargento Long, pororden del teniente, clavó algunas señales, algoapartadas de la playa, que permitirían mástarde hacerse cargo de sus modificaciones.

Jasper Hobson, con su cuenta y razón, dese-aba llegar aquella misma tarde al fuerte

Esperanza. Por su parte, Paulina Barnett sentíaprisa por volver a ver sus compañeros y ami-gos, y, en las condiciones en que se hallaban, nodebía prolongarse la ausencia del jefe de la fac-toría.

Caminaron, pues, aprisa, cortando por unalínea oblicua, y, a mediodía, daban vuelta alpequeño promontorio que defendía en otrotiempo el Puerto Barnett contra los vientos delEste...

Desde allí al fuerte Esperanza había sóloocho millas, las cuales quedaron salvadas antesde las cuatro de la tarde, siendo saludada lavuelta de los expedicionarios por los entusi-astas mirras del cabo Joliffe.

V DEL 25 DE JULIO AL 20 DE AGOSTO

El primer cuidado de Jasper Hobson alvolver al fuerte fue preguntar a Tomás Blackpor el estado de la pequeña colonia. Ningún

cambio había ocurrido en las veinticuatro horasúltimas; mas la isla, según puso de manifiestouna nueva observación, había descendido ungrado en latitud, es decir, que había bajado ha-cia el Sur, avanzando al mismo tiempo hacia elOeste. Encontrábase a la altura del cabo de losHielos, pequeña punta de la Georgia occiden-tal, y a doscientas millas de la costa americana.

La velocidad de la corriente en aquellosparajes parecía ser algo menor que en la parteoriental del mar Ártico; pero la isla seguíadesplazándose, y con gran contrariedad de Jas-per Hobson, avanzaba hacia el estrecho deBehring. Corría el 24 de julio y bastaría unacorriente algo rápida para arrastrarla en menosde un mes a través del estrecho de Behringhasta las cálidas aguas del Pacífico, donde sefundiría como un terrón de azúcar dentro de unvaso de agua.

Paulina Barnett dio cuenta a Madge del re-sultado de la exploración alrededor de la isla,indicándole la disposición de las capas estratifi-

cadas en la parte quebrada del istmo, el espesorel campo de hielo, apreciado en cinco pies bajoel nivel del mar, el incidente del sargento Longy su baño involuntario, y, en fin, todas las ra-zones que podían provocar a cada instante larotura o la depresión de la isla.

En la factoría reinaba, entretanto, la idea deuna seguridad completa. Jamás se le hubieseocurrido a aquellas buenas gentes la idea deque el fuerte Esperanza flotaba sobre unabismo, y que la vida de todos sus habitantes sehallaba a cada minuto en inminente peligro.Disfrutaban de excelente salud, el tiempo eramagnífico, el clima vivificante y sano, y hom-bres y mujeres rivalizaban en alegría y buenhumor.

El pequeño Miguel medraba maravil-losamente; comenzaba ya a hacer pinos por elrecinto del fuerte, y el cabo Joliffe, que estabaloco con él, quería enseñarle ya el manejo delfusil y los primeros principios de la instruccióndel soldado. ¡Ah! ¡si la señora Joliffe hubiérale

obsequiado con un hijo como aquél! ¡qué granguerrero hubiera hecho de él! Pero la intere-sante familia Joliffe no procreaba, y el Cielo,hasta entonces, al menos, habíales rehusado labendición que imploraban cada día.

En cuanto a los soldados, nunca les faltabaqué hacer. El carpintero Mac-Nap y sus peonesPetersen, Balcher, Garry, Pond y Hope, trabaja-ban con ardor en la construcción de la barca,tarea larga y difícil que debía durar varios me-ses. Pero como esta embarcación no podía serutilizada hasta el verano próximo, después deldeshielo, no se desatendieron por ella los traba-jos más especialmente relacionados con la fac-toría. Jasper Hobson dejábales obrar como si laduración del fuerte estuviese asegurada portiempo ilimitado, resuelto a mantener en susgentes la ignorancia de su situación.

Varias veces había sido tratada esta gravecuestión por lo que podríamos llamar el estadomayor del fuerte Esperanza. Paulina Barnett yMadge no participaban, en este punto concreto,

de las ideas de Hobson, pareciéndoles que suscompañeros, decididos y enérgicos, no deses-perarían fácilmente; y que, en.todo caso, elgolpe sería más rudo cuando los peligros de lasituación se hicieran tan patentes, que fuesenecesario revelárselos. Pero, a pesar del valorde este argumento, no se dio por vencido Jas-per Hobson, siendo el sargento Long de sumismo parecer. Y tal vez tuvieran razón ambos,porque, bien considerado, poseían la experien-cia de las cosas y de los hombres.

Prosiguiéronse también los trabajos de con-solidación y defensa. Reforzóse la empalizadacon nuevas estacas supletorias, y se elevó enmuchos puntos su altura, quedando así for-mado un recinto formidable. Mac-Nap llegó aejecutar uno de los proyectos que más acari-ciaba y que mereció, por fin, la aprobación desu jefe. En los dos ángulos que avanzaban haciael lago, construyó dos garitas, de techo punti-agudo, que completaron su obra, y el caboJoliffe anhelaba que llegase el momento de efec-

tuar en ellas el relevo de los centinelas. Estodaba al conjunto de los edificios un aspectomilitar que le prestaba mayor animación.

Una vez concluida la empalizada, recor-dando Mac-Nap los rigores del invierno ante-rior, construyó, un nuevo cobertizo de maderaapoyado en el costado derecho de la casa prin-cipal, de tal suerte que podía comunicarse conél por medio de una puerta sin necesidad deaventurarse al exterior. De este modo los habi-tantes del fuerte tendrían siempre a mano elcombustible.

Adosada al costado izquierdo, construyó elcarpintero después una amplia sala destinada aalojar a los soldados, con objeto de poder quitarel camastro de campaña que había en el salónde la casa, el cual, en lo sucesivo, dedicóse ex-clusivamente a las comidas, los juegos y el tra-bajo. El nuevo alojamiento sirvió exclu-sivamente de habitación a los tres matrimonios,para los que se construyeron alcobas separadas,y a los otros soldados que constituían la colo-

nia. Construyóse además un almacén especialpara las pieles, detrás de la casa, cerca del pol-vorín, con lo que quedó desembarazado todo eldesván, cuyas tablas y vigas sujetáronse pormedio de grapas de hierro a fin de prevenirtoda agresión.

Mac-Nap tenía intención de construir unacapillita de madera. Este edificio formaba partetambién de los planos primitivos de JasperHobson, y debía completar el conjunto de lafactoría; pero se aplazó su erección para elverano inmediato.

¡Con qué cuidado, qué celo y qué actividadhubiera el teniente Hobson seguido, en otrotiempo, todos estos detalles de su esta-blecimiento! Si hubiese sido edificado sobre unterreno sólido, ¡con qué placer habría vistoaquellas casas, aquellos cobertizos, elevarse entorno suyo! ¡Y el proyecto, inútil ya, de coronarel cabo Bathurst con. una obra de fortificaciónque hubiese asegurado la defensa del fuerteEsperanza! ¡El fuerte Esperanza! ¡Éste nombre

le oprimía el corazón! El cabo Bathurst habíaabandonado para siempre el continente ameri-cano, y el tal fuerte hubiera debido ser rebauti-zado con el nombre de fuerte Desesperación.

Estos trabajos ocuparon la estación toda en-tera, y los brazos no permanecieron ociosos. Laconstrucción del buque marchaba regular-mente. Segtín los cálculos de Mac-Nap deberíadesplazar unas treinta toneladas, capacidadsuficiente para que, a la llegada del buentiempo, pudiese transportar unos veinte pasa-jeros durante algunos centenares de millas. Elcarpintero había tenido la suerte de encontraralgunas maderas curvadas que le permitieroncolocar las primeras cuadernas de la embarca-ción, y bien pronto la roda y el codaste se ir-guieron en las extremidades de la quilla, dandoaspecto de astillero a la explanada que existía alpie del cabo Bathurst, donde se ejecutaban lasobras.

Mientras los carpinteros no daban paz a lashachas, las sierras y las azuelas, los cazadores

dedicábanse a la captura de la caza doméstica,consistente en renos y liebres polares queabundaban en los alrededores de la factoría.

Jasper Hobson ordenó previamente a Mar-bre y a Sabine que no se alejaran del fuerte,dándoles por excusa que, mientras el esta-blecimiento no se hallase terminado, no queríadejar huellas en los alrededores que pudiesenatraer a alguna partida enemiga; pero, en reali-dad, porque no quería que nadie sospechase loscambios que había experimentado la península.

Llegó, por fin, un día en que, preguntándoleMarbre si no había llegado el momento de ir ala bahía de las Morsas con objeto de reanudarla caza de estos anfibios, cuya grasa suminis-traba un combustible excelente, respondióleJasper Hobson con viveza:

—No, no; es inútil, Marbre. El teniente sabía perfectamente que la bahía

de las Morsas demoraba a más de doscientasmillas al Sur, que aquellos anfibios no frecuen-taban actualmente las playas de la isla.

No se crea, sin embargo, que Jasper Hobsonconsideraba la situación como desesperada.Lejos de ello, en más de una ocasión se habíadesahogado con entera franqueza, bien conPaulina Barnett, bien con el sargento Long,afirmándoles del modo más categórico queabrigaba la convicción de que la isla resistiríahasta que los fríos del invierno viniesen a unmismo tiempo a espesar la capa de hielo que lasostenía y a detener su marcha.

En efecto, después de su viaje de ex-ploración, Jasper Hobson había trazado contoda exactitud el plano de la isla, que medíamás de cuarenta millas (unos 52 kilómetros o 13leguas) de perímetro, con una superficie de 140millas cuadradas, por lo menos. Es decir, que laisla Victoria era un poco mayor que la de SantaElena. Su perímetro igualaba casi al de la líneade fortificaciones de París. Aun en el caso deque se dividiesen en fragmentos, podrían éstosconservar una gran extensión que los haríahabitables durante algún tiempo.

Admirábase Paulina Barnett de que uncampo de hielo tuviese una superficie tangrande; pero Hobson le respondía con las ob-servaciones mismas de los navegantes árticos.En más de una ocasión, Parry, Penny y Frank-lin, en sus travesías por las regiones polares,habían encontrado campos de hielo de 100 mil-las de longitud por 50 de ancho. El capitán Kel-let abadonó su buque en un campo de hielo queno medía menos de 300 millas cuadradas. ¿Quéera, en comparación de esto, la isla Victoria?

Su extensión, sin embargo, era ya suficientepara que resistiese hasta la llegada de los fríosdel invierno, antes de que las corrientes deagua templada hubiesen disuelto su base. Jas-per Hobson no dudaba de ello, y es precisoconfesar que el único pesar que sentía era el vertantos trabajos inútiles, tantos esfuerzos perdi-dos, tantos planes deshechos, y sus ensueñosfrustrados cuando estaban ya a punto de re-alizarse. Se comprenderá fácilmente que no leinteresaran lo más mínimo los trabajos actuales,

limitándose simplemente a dejar que los otrosobrasen.

Paulina Barnett hacia de tripas corazón,como suele decirse. Animaba a sus compañerosen sus trabajos y aun tomaba parte en elloscomo si el porvenir le hubiese pertenecido. Así,al ver el interés con que la señora Joliffe se ocu-paba en sus siembras, ayudábala diariamentecon sus consejos. Las acederas y las cocleariashabían producido una buena cosecha, gracias alcabo, quien, con la tenacidad y el fiero conti-nente de un verdadero maniquí, defendía lassementeras contra los obstinados ataques demillares de aves.

La domesticación de los renos se había lle-vado a cabo de una manera perfecta. Variashembras habían tenido crías, y Miguelito fuecriado, en parte, con leche de estos animales. Elrebaño componíase a la sazón de unas treintacabezas, y se le llevaba a pastar al caboBathurst, almacenándose además una buenaprovisión de la hierba corta y seca que crecía en

sus vertientes, para las necesidades del in-vierno. Estos renos, familiarizados ya con loshabitantes del fuerte, y muy fáciles de domesti-car, no se alejaban mucho del recinto,habiéndose utilizado algunos de ellos en el tirode los trineos para el arrastre de la leña.

Además, cierto número de sus congéneresque erraban por las cercanías del fuerte cayeronen la trampa cavada a la mitad del camino queconducía al Puerto Barnett. Recordará el lectorque el año precedente había caído en estatrampa un oso gigantesco; pero durante latemporada actual sólo renos fueron cazados enella. La carne de estos animales fue salada ysecada para la alimentación futura. Cogiéronsea lo menos veinte de estos rumiantes, a quienesel invierno debería pronto acosar hacia las re-giones de más baja latitud.

Pero un día, a consecuencia de la conforma-ción del suelo, quedó inutilizada la trampa, y,el 5 de agosto, al volver el cazador Marbre de

pasarle revista, encaróse con Jasper Hobson,diciéndole con acento especial:

—Vengo de pasar la revista cotidiana a latrampa, mi teniente.

—Bien, Marbre —respondió JasperHobson—; supongo que habrá usted sido hoytan afortunado como ayer, y que habrá ustedhallado en ella una pareja de renos.

—No, mi teniente, no — respondió el ca-zador algo turbado.

—¡Cómo! ¿no ha rendido la trampa su pro-ducto acostumbrado?

—No; y si algún animal hubiese caído enella, habría perecido ahogado.

—¡Ahogado! — exclamó el teniente,mirando al cazador con inquietud.

—Sí, mi teniente —respondió Marbre, queobservaba atentamente a su jefe—; el hoyo estálleno de agua.

—No es extraño —respondió JasperHobson, con e! acento del hombre que no daimportancia al hecho—; ya sabe usted que ese

hoyo estaba abierto, en parte, en el hielo. Lasparedes se habrán derretido con el calor delsol...

—Perdone usted que le interrumpa, miteniente —respondió Marbre—; pero el aguaque hay dentro del hoyo no puede provenir dela fusión del hielo.

—¿Por qué, Marbre? —Porque si el hielo la hubiese producido,

esta agua sería dulce, como en cierta ocasiónme explicó usted, en tanto que la que llena elhoyo es salada.

Por muy dueño que fuese de sí mismo, Jas-per Hobson palideció ligeramente y nada re-spondió. .

—Además —añadió el cazador—, he quer-ido sondar el hoyo para averiguar la altura delagua, y, con gran sorpresa mía, no he podidohallarle el fondo.

—Pues bien, Marbre, ¿qué quiere usted quele diga? —respondió vivamente JasperHobson—; no encuentro en este fenómeno mo-

tivo para asombrarse. Alguna fractura del suelohabrá establecido una comunicación entre latrampa y el mar. Eso ocurre algunas veces...hasta en los terrenos más sólidos. No se inqui-ete usted, pues, amigo mío; renuncie por elmomento al empleo de esa trampa, y conté-ntese con tender lazos alrededor del fuerte.

Marbre saludó militarmente, y, girando so-bre sus talones, alejóse del teniente, no sinhaber dirigido a su jefe una extraña mirada.

Jasper Hobson permaneció pensativo du-rante algunos instantes. Era una noticia muygrave la que acababa de darle el cazador. Evi-dentemente, el fondo del hoyo, adelgazado decontinuo por las aguas más calientes, se habíahundido, formando en la actualidad la superfi-cie del mar la parte inferior de lá trampa.

Jasper Hobson buscó al sargento Long y lecomunicó la noticia, y ambos, sin que los demáslo advirtiesen, trasladáronse al lugar de laplaya, al pie del cabo Bathurst, donde habíancolocado las señales.

Al consultarlas, vieron con la natural alarmaque el nivel de la isla flotante había bajado seispulgadas desde la última observación.

—¡Nos hundimos poco a poco! —murmuróel sargento Long—. El campo de hielo se gastapor la parte inferior.

—¡Oh, el invierno! ¡el invierno! — exclamóJasper Hobson, golpeando con el pie aquelsuelo maldito.

Pero ningún síntoma anunciaba todavía laaproximación de los fríos. El termómetro mar-caba por término medio 59° Fahrenheit (15°centígrados sobre cero), y durante las pocashoras que duraba la noche, la columna mercu-rial apenas si bajaba de tres a cuatro grados.

Los preparativos para la próxima invernadase siguieron haciendo con gran celo. No secarecía de nada, y, a decir verdad, aunque elfuerte Esperanza no había sido aprovisionadopor el destacamento del capitán Craventy,podían esperarse con toda tranquilidad las in-terminables horas de la noche ártica. Sólo hubo

que economizar las municiones. En cuanto a lasbebidas alcohólicas, cuyo consumo, por otraparte, no era grande, y a la galleta, que nopodían ser reemplazadas, aun quedaban exis-tencias bastante considerables. Pero la cazafresca y la carne conservada renovábanse sincesar, y esta alimentación abundante y sana, ala que se agregaban algunas plantas antiescor-búticas, mantenía en excelente estado de saluda todos los miembros de la pequeña colonia.

Hiciéronse importantes talas en los bosquesque bordeaban la costa oriental del lago Bar-nett. Numerosos abedules, abetos y pinoscayeron bajo la hacha de Mac-Nap, encargán-dose los renos de conducir al almacén todoaquel combustible. El carpintero talaba sinpiedad, convencido de que la madera no fal-taría en lo que él consideraba aún como penín-sula; y, en efecto, toda la comarca vecina alcabo Miguel era rica en diversas especies.

Por eso el maestro Mac-Nap se extasiabacon frecuencia, y solía felicitar a su teniente por

haber descubierto aquel territorio bendecidopor el cielo, donde el nuevo establecimientotendría que prosperar forzosamente. Madera,caza, animales de pieles preciosas que acudíanvoluntariamente a llenar los almacenes de laCompañía, una laguna para pescar, cuyos pro-ductos variaban de manera agradable la co-mida ordinaria, pasto para los animales y doblepaga para los hombres, como hubiera añadidoen seguida el cabo Joliffe, ¿no era aquel caboBathurst un rincón privilegiado de la tierra,como no se encontraría jamás otro igual en losdominios del continente ártico? ¡Ah! ver-daderamente el teniente Hobson había tenidobuena mano, y era preciso dar por ello las gra-cias a la Providencia; porque, como aquel terri-torio, no debía existir ningún otro en el mundo.

¡Desdichado Mac-Nap! ¡qué ajeno estaba delas espantosas angustias que despertaban suspalabras en el corazón de su teniente, al expre-sarse así!

Tampoco se descuidó en la pequeña coloniala confección de la ropa dé invierno. PaulinaBarnett y Madge, las señoras Mac-Nap y Rae, yla esposa de Joliffe, cuando el fogón les dejabaratos desocupados, trabajaban asiduamente. Laviajera sabía que el fuerte tendría que ser aba-donado, y en previsión de una larga marchasobre los hielos, cuando, en el corazón del in-vierno, tratasen de llegar al continente ameri-cano, quería que todos fuesen perfectamentevestidos y abrigados. Tendrían que afrontarfríos terribles durante la larga noche polar, porespacio de muchos días, si la isla Victoria sedetenía a gran distancia del litoral. Para atrave-sar centenares de millas en estas condiciones,era preciso no olvidar ni el vestido ni el cal-zado. Por eso Paulina Barnett y Madgepusieron sus cinco sentidos en estas confec-ciones.

Como probablemente sería imposible salvarlas pieles, empleáronlas en todas las formasimaginables. Las cosieron en doble, de manera

que los vestidos presentasen el pelo lo mismo alinterior que al exterior; de suerte que, cuandollegase el momento de ponérselas, aquellasdignas esposas de unos simples soldados, y lossoldados mismos, al igual que los oficiales,irían vestidos con pieles valiosísimas que leshubieran envidiado las más acaudaladas ingle-sas y las más opulentas princesas rusas. Sinduda causó extrañeza a las señoras Mac-Nap,Rae y Joliffe aquel inusitado derroche de lasriquezas de la Compañía; pero la orden delteniente Hobson no podía ser más terminante.Por otra parte, bien veían que las martas, losvisones, las ratas almizcleras, los castores y laszorras pululaban por el territorio, de suerte quesería bien fácil reemplazar las pieles que se uti-lizaban. Sobre todo, cuando vio la mujer deMac-Nap el soberbio traje de armiño queMadge le hizo a su hijo, parecióle todo aquellolo más natural del mundo.

Así transcurrieron los días hasta mediadosde agosto. El tiempo había sido bueno siempre;

y aunque en ciertas ocasiones las brumas em-pañaron el cielo, el sol las había disipado conpresteza.

Jasper Hobson calculaba cada día la situa-ción de la isla, teniendo buen cuidado de ale-jarse del fuerte para efectuar las observaciones,a fin de no despertar las sospechas de sus com-pañeros. Visitaba también las diversas partesde la isla, sin que, afortunadamente, observaseninguna modificación importante.

El día 16 de agosto se encontraba la isla Vic-toria a 167° 27' de longitud y 70° 47' de latitud,es decir, que había derivado algo hacia el Sur,aunque sin aproximarse a la costa, pues éstarecurvaba también en la misma dirección yseguía distando aún más de doscientas millasde ella, en dirección Sudoeste.

En cuanto al camino recorrido por la isladesde la ruptura del istmo, o por mejor decir,desde el último deshielo, podía ya calcularse enunas mil doscientas millas hacia el Oeste.

Pero, ¿qué era esta distancia comparada conla inmensidad de los mares? ¿No se habíanvisto ya a ciertos buques derivar, bajo la acciónde las corrientes, varios miles de millas, como,por ejemplo, el navio inglés Resolute, el ber-gante americano Advance y, por último, el Fox,que fueron arrastrados con los campos de hieloque los aprisionaban por espacio de varios gra-dos, hasta el instante en que el invierno detúvo-los en su marcha?

VI DIEZ DÍAS DE TEMPESTAD

Durante los cuatro días comprendidos entreel 17 y el 20 de agosto, el tiempo se mantuvohermoso y la temperatura elevada. Las brumasdel horizonte no se trocaron en nubes. Era raroque la atmósfera se mantuviese en semejanteestado de pureza en una zona tan elevada enlatitud. Se comprenderá fácilmente que tales

condiciones climáticas no podían satisfacer aJasper Hobson.

Pero el 21 de agosto el barómetro anuncióun cambio próximo del estado atmosférico. Lacolumna de mercurio bajó súbitamente algunosmilímetros. Volvió a subir, no obstante, al díasiguiente, y a descender después, y hasta el día23 no acentuó el descenso de una manera con-tinua.

En efecto, el 24 de agosto, los vapores acu-mulados lentamente, en vez de disiparse, seelevaron hacia la atmósfera. El sol quedó ve-lado por completo en el instante de su culmi-nación, de suerte que Jasper Hobson perdió laobservación y no pudo calcular la situación dela isla. Al día siguiente entablóse el viento delNordeste, soplando con bastante fuerza, y, enciertos recalmones, llovió con abundancia. Latemperatura, no obstante, no hubo de modi-ficarse de una manera sensible, sosteniéndoseel termómetro en 54° Fahrenheit (12° centígra-dos sobre cero).

Afortunadamente, los trabajos proyectadosestaban ya concluidos, y Mac-Nap acababa determinar el esqueleto de la embarcación, fal-tando sólo forrarla. Podía también, sin ningúninconveniente, suspenderse la caza de los ani-males comestibles, por ser ya suficientes lasreservas acumuladas. El tiempo, por otra parte,se hizo pronto tan malo, y el viento tan violentoy la lluvia tan penetrante, y las nieblas tan in-tensas, que hubo que renunciar a salir del re-cinto del fuerte.

—¿Qué piensa usted de este cambio detiempo, señor Hobson? —preguntó PaulinaBarnett, en la mañana del 27 de agosto, viendoque el furor de la tempestad crecía de hora enhora—. ¿No nos será favorable?

—No me atrevería a afirmarlo —respondióel teniente Hobson—; pero no le negaré quecualquier cosa es mejor para nosotros que esetiempo magnífico durante el cual el sol calientalas aguas de los mares. Además, observo que elviento se ha fijado al Noroeste, y, como sopla

con fuerza, nuestra isla, por su masa misma, nopuede substraerse a su influencia; de maneraque no me extrañaría que se acercase al conti-nente americano.

—Por desgracia —dijo el sargento Long—,no podremos calcular nuestra situación diaria-mente. En medio de esta atmósfera de brumasno hay sol, ni luna, ni estrellas. ¡Cualquiera escapaz de tomar una altura en estas condiciones!

—Tiene usted razón, sargento —respondióPaulina Barnett—; pero yo le garantizo que sinos aparece la tierra sabremos reconocerla.Cualquiera que ella fuese será bien recibida,pues tendrá necesariamente que ser una por-ción cualquiera de la América rusa, yprobablemente la Georgia occidental.

—Es de presumir, en efecto —añadió JasperHobson—; porque, por desgracia nuestra, nohay en toda esta porción del océano GlacialÁrtico ni una isla, ni un islote, ni aun siquierauna roca a la cual pudiéramos asirnos.

—¡Bah! —dijo Paulina Barnett—, ¿y por quénuestro vehículo no nos habría de llevar dere-chamente a la costa de Asia? ¿No podría, porventura, arrastrado por las corrientes, pasar pordelante de la embocadura del estrecho deBehring para ir a soldarse al país de los Chuk-chis?

—No, señora, no —respondió el tenienteHobson—; nuestro témpano tropezaría bienpronto con la corriente de Kamchatka, y seríaarrastrado en seguida hacia el Nordeste, lo cualsería muy sensible. No; es mucho más probableque, impelidos por el viento del Noroeste, nosaproximemos a las costas de la América rusa.

—Será preciso estar alerta, señor Hobson —dijo la viajera—; hacer todo lo posible porconocer en todo instante cuál es nuestra situa-ción.

—Estaremos alerta, señora —respondió Jas-per Hobson—; aunque esas densas brumaslimitan de manera extraordinaria el campo denuestra visión. Por más que, si somos arrojados

contra la costa, el choque será violento yhabremos de sentirlo irremisiblemente. ¡Quierael Cielo que entonces nuestra isla no se rompaen pedazos! Pero, en fin, si tal ocurre, tratare-mos de buscarle solución. Entretanto, nada po-demos hacer. Inútil es advertir que esta conver-sación no tenía lugar en la sala común, donde lamayor parte de los soldados y las mujeres sehallaban instalados durante las horas de tra-bajo. Paulina Barnett hablaba de estas cosas ensu propia habitación, cuya ventanadaba a laparte anterior del recinto,y por cuyos opacosvidrios apenas si penetraba la insuficiente luzdel día. Por la parte de fuera se oía pasar laborrasca a manera de avalancha. Afortunada-mente, el cabo Bathurst defendía la casa contralas rachas del Nordeste. Sin embargo, la tierra yla arena, arrebatadas de la cúspide del promon-torio, caían sobre el techo produciendo unruido semejante al del granizo. Mac-Nap sintióotra vez inquieutd por sus chimeneas, y muyen especial por la de la cocina, que debía fun-

cionar incesantemente. A los rugidos del vientomezclábanse los espantosos estruendos pro-ducidos por las embravecidas olas al estrellarsecontra el litoral. La tempestad se convertía enhuracán.

A pesar de la violencia del viento, JasperHobson, el 28 de agosto, quiso a toda costasubir al cabo Bathurst, a fin de observar el hori-zonte y el estado del cielo y del mar. Arropóseperfectamente y se aventuró al exterior.

Llegó sin grades trabajos, después deatravesar el patio interior, al pie del promonto-rio. La tierra y la arena cegábanle; pero, almenos, protegido por el acantilado, no tuvoque luchar directamente con el viento.

Lo más difícil para Jasper Hobson fue treparpor los flancos del macizo cortados casi a pico;sin embargo, asiéndose a las malezas, logróllegar hasta la cresta del cabo. Era tal en aquelpunto la fuerza del huracán, que no hubierapodido sostenerse ni de pie ni sentado; tuvo,pues, que echarse de bruces, al borde del

mismo veril, y que agarrarse a los arbustos, nodejando expuesta a las huracanadas rachas másque la parte superior de la cabeza.

Jasper Hobson se puso a mirar a través delas rociadas que pasaban por encima de él cualsábanas líquidas. El aspecto del océano y delcielo era verdaderamente terrible, con-tundiéndose ambos entre las nieblas a mediamilla del cabo. Veía el teniente negros nubar-rones, bajos y desgarrados, correr sobre su ca-beza con velocidad espantosa, en tanto queanchas fajas de vapores permanecían inmóvilesen el cénit. Sobrevenían por momentos intensosrecalmones en la atmósfera, durante los cualessólo se oía el estruendo del mar embravecido yel estrépito de las olas al reventar en las playas.En seguida volvía a soplar el viento con un fu-ror sin igual, y sentía el teniente Hobson tem-blar sobre su base el promontorio. En algunosinstantes la lluvia era tan violentamente empu-jada por las rachas, que sus gotas corrían con

vertiginosa rapidez casi horizontalmente, for-mando una especie de metralla.

Era un verdadero huracán cuyo vórtice sehallaba situado en el punto más desfavorabledel cielo. Aquel viento Nordeste podía durarmucho tiempo, manteniendo perturbada laatmósfera. Pero Jasper Hobson no exhalaba unaqueja; él, que en otras circunstancias hubieradeplorado los desastrosos efectos de semejantetempestad, la bendecía ahora. Si la isla resistía,lo cual era de esperar, sería inevitablementeempujada hacia el Sudoeste bajo el impulso deaquel viento superior al de las corrientes delmar, y en esta dirección se hallaba el conti-nente, que era la salvación. Sí; para él, para suscompañeros, para todos era preciso que la tem-pestad durase hasta el momento en que losarrojara a la costa, cualquiera que ésta fuese. Loque hubiera causado la pérdida de un buqueera la salvación de la isla errante.

Durante un cuarto de hora permaneció Jas-per Hobson inclinado bajo la violencia del

huracán, empapado por los rociones de aguadulce y del mar, agarrándose al suelo con lasansias del que se siente ahogar y tratando dedescubrir las probabilidades de salvación quela tempestad podía proporcionarles. Después,bajó de nuevo, deslizándose por las laderas delpromontorio, atravesó el patio en medio de lostorbellinos de arena, y entró otra vez en la casa.

El primer cuidado de Jasper Hobson fueanunciar a sus compañeros que la tempestadno había alcanzado aún su máxima intensidad,y que era de esperar que se prolongase porespacio de varios días. Pero el teniente dijo estocon acento de júbilo, como si se tratase de al-guna buena noticia, y los habitantes de la fac-toría no pudieron menos de mirarle con ciertasorpresa. Su jefe parecía contemplar con rego-cijo aquella lucha de los elementos.

El día 30, Jasper Hobson, desafiando denuevo el huracán, volvió, si no a la cresta delcabo Bathurst, a los altozanos de la playa; y allí,en el límite adonde llegaban las olas, que la

barrían de través, descubrió unas hierbas largasque no pertenecían a la flora de la isla.

Dichas hierbas estaban todavía frescas, y sehallaban constituidas por largos filamentos dealgas que, sin duda de ningún género, habíansido recientemente arrancadas del continenteamericano. Este continente, pues, no se encon-traba muy lejos. El viento del Nordeste habíaempujado la isla fuera de la corriente que hastaentonces la arrastrara en su seno. ¡Ah! ¡no fuemayor el gozo que Cristóbal Colón sintió en supecho cuando descubrió las hierbas flotantesque le anunciaron la proximidad de la tierra!

Jasper Hobson volvió al fuerte y dio parteen seguida de su descubrimiento a PaulinaBarnett y al sargento Long.¡En aquellos in-stantes, sintió ganas de confesárselo todo a suscompañeros. ¡Tan segura veía su salvación!Pero le hizo al fin callar un postrer pen-samiento.

Durante aquellos interminables días de en-cierro, los habitantes del fuerte no premanecían

inactivos, ocupados todo el tiempo en trabajosinteriores. A veces practicaban también canal-izos en el patio a fin de dar salida a las aguasque se acumulaban entre los almacenes y lacasa. Mac-Nap, con un clavo en una mano y unmartillo en la otra, tenía siempre algo que haceren algún sitio. Se trabajaba, pues, todo el día sinpreocuparse demasiado de la violencia de latempestad. Pero, llegada la noche, parecía quela violencia del huracán se redoblase, siendoimposible dormir. Las rachas azotaban la casacomo golpes de maza. Á veces se establecía unaespecie de remolino entre el promontorio y elfuerte; algo así como una tromba o un tornadoparcial que abarcaba toda la casa. Las tablascrujían entonces, las vigas amenazaban desli-garse y parecía que todo el edificio iba ahacerse pedazos. Por eso el carpintero sufríacontinuas angustias, y sus hombres tenían quepermanecer siempre alerta.

En cuanto a Jasper Hobson, no era pre-cisamente la solidez de la casa lo que le pre-

ocupaba, sino la del suelo sobre el cual se hal-laba construida. La tempestad se hacía tan ex-traordinariamente violenta, y la mar tan impo-nente, que era muy de temer una dislocacióndel campo de hielo. Parecía imposible queaquel enorme témpano, cuyo espesor habíadisminuido, socavado por su base, sometido alas incesantes desnivelaciones del océano, pu-diera resistir mucho tiempo. Sin duda sus habi-tantes no sentían las agitaciones del mar, a con-secuencia de la gran magnitud de su masa; masno por eso la isla dejaba de sufrir sus efectos. Lacuestión se reducía, pues, a esto: ¿duraría la islahasta el momento en que fuese arrojada a lacosta? ¿No se haría pedazos antes de tocar latierra firme?

Sin duda alguna había resistido hasta en-tonces, como el teniente Hobson explicó a Pau-lina Barnett de un modo categórico. En efecto;si se hubiese producido alguna dislocación, si eltémpano se hubiera dividido en otros más pe-queños, si de la isla se hubiesen formado islotes

más reducidos, los habitantes del fuerteEsperanza se habrían dado cuenta de ello enseguida; porque el trozo de isla que los sosteníaaún, no hubiera permanecido insensible a laagitación del mar; habría sufrido los embatesde las olas, y los que navegaban en él sehabrían visto sometidos a los mismosmovimientos de balance y cabezada que lospasajeros que navegan a bordo de un buque;cosa que no había ocurrido. Tampoco elteniente Hobson había advertido jamás en susobservaciones cotidianas ni el más levemovimiento o vibración de la isla, la cualparecía tan firme, tan inmóvil como si se encon-trase todavía sólidamente unida al continentepor medio del istmo.

Pero la fractura que no se había verificadohasta entonces podía tener lugar de un mo-mento a otro.

La gran preocupación de Jasper Hobson erael saber si la isla Victoria, sacada del cauce de lacorriente e impelida por el viento del Nordeste,

se había aproximado a la costa, pues todas lasesperanzas estribaban en esta probabilidad;pero fácil es comprender que sin sol, sin luna,sin estrellas, los instrumentos resultaban in-útiles, no existiendo manera de calcular lasituación actual de la isla. Si, pues, se aproxi-maban a la tierra, no habría medio deaveriguarlo más que cuando se avistasen suscostas, y ni aun así podría saberlo a tiempo elteniente, si no se trasladaba a la parte merid-ional de aquel peligroso territorio, a menos queno se produjese un gran choque.

En efecto, la orientación de la isla Victoriano había cambiado de una manera apreciable.El cabo Bathurst formaba todavía su extremoseptentrional, como en los tiempos en que con-stituía una punta avanzada del continenteamericano. Era, pues, evidente que la isla, encaso de tropezar con la costa, lo haría por suparte Sur, comprendida entre el cabo Miguel yel ángulo que en otro tiempo se apoyaba en labahía de las Morsas. En una palabra, que la

reunión se verificaría nuevamente por el an-tiguo istmo. Era, pues, esencial y convenienteaveriguar lo que ocurría en esta costa.

Jasper Hobson resolvió trasladarse al caboMiguel, por espantosa que fuese la tempestad;pero decidió al mismo tiempo emprender estaexpedición ocultando a sus compañeros el ver-dadero motivo de ella. Sólo el sargento Longdebería acompañarle mientras rugía el huracáncon inusitada furia.

Aquel día, 31 de agosto, hacia las cuatro dela tarde, a fin de estar dispuesto a toda eventu-alidad, Jasper Hobson mandó llamar al sar-gento, que vino a verlo a su cuarto.

—Sargento —le dijo—, es preciso quesepamos en seguida a qué atenernos sobre lasituación de la isla Victoria, o, por lo menos,que averigüemos si este viento huracanado laha impulsado hacia el continente, como meparece probable.

—También yo lo considero necesario — re-spondió el sargento—, y cuanto más pronto,mejor.

—Tenemos la obligación, por lo tanto —prosiguió Jasper Hobson—, de trasladarnos alSur de la isla.

—Dispuesto estoy, mi teniente. —Ya sé, sargento Long, que está usted

siempre dispuesto a cumplir con su deber; perono irá usted solo. Conviene que seamos dospara caso de que estuviese la tierra a la vista yfuese preciso avisar a los compañeros con ur-gencia. Además, conviene que yo mismo vea...Iremos los dos juntos.

—Cuando usted lo disponga, mi teniente:ahora mismo, si lo estima usted oportuno.

—Partiremos esta noche, a las nueve,cuando todos estén dormidos...

—En efecto, la mayor parte de nuestroshombres querrían acompañarnos, y no convi-ene que sepan el motivo que nos lleva lejos dela factoría.

—No; no conviene —replicó el tenienteHobson—; y, como me sea posible, les evitaréhasta el fin las inquietudes de esta terriblesituación.

—Convenido, mi teniente. —Llevará usted un eslabón y yesca para

poder hacer señales, si fuese necesario, en elcaso en que descubriésemos alguna costa haciael Sur.

—Muy bien. —Nuestra expedición será ruda, sargento. —No importa, mi teniente. Y, a propósito,

¿y nuestra viajera? —No pienso decirle nada, porque querría

acompañarnos. — ¡Eso sería imposible! ¡una mujer no po-

dría luchar contra esta tempestad! ¡Mire ustedcómo crece su furia en este momento!

En efecto, la casa temblaba sacudida por elhuracán, que amenazaba arrancarla de patilla.

—¡No! —dijo Jasper Hobson—, esa valerosamujer no puede ni debe acompañarnos. Pero,

bien pensado, vale más comunicarle nuestrosproyectos. Conviene que los conozca, a fin deque si nos ocurriere en el camino una desgra-cia...

—¡Sí, mi teniente, sí! —respondió el sar-gento Long—. No debemos ocultarle nada... ysi no volviésemos...

—Así, pues, hasta las nueve, sargento. —Hasta las nueve, mi teniente. El sargento Long, después de saludar mili-

tarmente, retiróse. Algunos instantes después conversaba Jas-

per Hobson con Paulina Barnett, explicándolesu proyectada exploración. Como él ya setemía, la valerosa mujer insistió en acompaña-rle, deseosa de desafiar con él las furias de latempestad. El teniente no trató de disuadirlaponderándose los peligros de una expediciónemprendida en semejantes condiciones, sinoque se contentó con decirle que, durante suausencia, consideraba indispensable la presen-cia de Paulina Barnett en el fuerte, dependi-

endo de ello el que él pudiera marcharse conalguna tranquilidad de espíritu. Si ocurrieseuna desgracia, tendría al menos la seguridad deque su valerosa compañera encontrábase allípara reemplazarle en medio de su gente.

Comprendiéndole Paulina Barnett, no in-sistió; pero suplicó a Jasper Hobson que no seaventurase más de lo razonable, recordándoleque era el jefe de la factoría, y que, por con-siguiente, no le pertenecía su vida, por ser ne-cesaria para la salvación de los otros. JasperHobson prometióle ser tan prudente como lasituación lo exigía; pero era indispensable queel reconocimiento de la parte Sur de la isla sehiciese í sin demora, y no lo aplazaría. Al díasiguiente, Paulina Barnett se limitaría a decir asus amigos que el teniente y el sargento habíanpartido con objeto de llevar a cabo un postrerreconocimiento antes de la llegada del invierno.

VII UN GRITO Y UNA LUZ

El teniente y el sargento Long pasaron la ve-lada en el salón del fuerte Esperanza hasta lahora de acostarse. Todos se hallaban reunidosen dicha pieza, a excepción del astrónomo, quepermanecía, por decirlo así, continua y hermé-ticamente encerrado en su camarote. Los hom-bres se dedicaban a diversas ocupaciones: losunos limpiaban sus armas, los otros reparabano afilaban sus herramientas. Las señoras Mac-Nap, Rae y Joliffe cosían en compañía deMadge, mientras Paulina Barnett leía en altavoz. Su lectura se veía interrumpida con fre-cuencia, no sólo por los embates del viento, queazotaba, cual ariete, las paredes de la casa, sinotambién por los llantos del niño. El cabo Joliffe,encargado de entretenerlo, no tenía pequeñatarea. Sus rodillas, convertidas en fogosos ca-ballos, no eran ya suficiente y se sentía cansado.Fue preciso que el cabo se decidiese a depositarsobre la mesa su infatigable jinete, donde el

niño revolcóse a su gusto hasta el momento enque el sueño vino a calmar su agitación.

A las ocho, según era costumbre, rezaron encomún las oraciones de la noche, apagaron lasluces y cada cual metióse en su cama.

Cuando se durmieron todos, el tenienteHobson y el sargento Long atravesaron sinruido la gran sala desierta, y llegaron al corre-dor, donde encontraron ya a Paulina Barnett,deseosa de estrecharles por última vez la mano.

—Hasta mañana — dijo al teniente. —Hasta mañana, señora —respondióle Jas-

per Hobson—, sí... hasta mañana... sin falta... —Pero, ¿y si tardan ustedes? —En ese caso, tendrán ustedes que esperar-

nos con paciencia —respondió el tenienteHobson—; porque después de examinar elhorizonte del Sur durante la obscuridad de lanoche, en medio de la cual pudiera tal vez des-cubrirse alguna luz, en el caso de que noshubiésemos aproximado a las costas de Geor-gia, por ejemplo, tendré que reconocer nuestra

situación de día claro. Es posible que esta ex-ploración se prolongue por espacio de vein-ticuatro horas; pero si podemos llegar al caboMiguel antes de media noche, estaremos deregreso en el fuerte mañana al nochecer. Tengausted, pues, paciencia, señora, y crea que nonos expondremos sin un fin justificado.

—Pero —observó la viajera—, ¿y si no re-gresasen ustedes mañana... ni pasado... ni elotro...?

—¡Será señal de que no volveremos jamás!— respondió simplemente Jasper Hobson.

La puerta abrióse entonces, y Paulina volvióa cerrarla después de haber salido los dos in-trépidos hombres, regresando después, in-quieta y pensativa, a su cuarto, donde le es-peraba Madge.

Jasper Hobson y el sargento Long atravesa-ron el patio interior en medio de un torbellinoque amenazaba derribarles; pero, sosteniéndoseel uno al otro y apoyados en sus bastones her-

rados, franquearon la poterna y avanzaron en-tre las colinas y la orilla oriental de la laguna.

Un vago resplandor crepuscular se extendíasobre el territorio. La luna, que había sidonueva la víspera, no debía salir en toda la no-che, dejando a ésta todo su sombrío horror;pero la obscuridad absoluta no debía durarsino contadas horas. En aquel preciso mo-mento, se veía lo bastante para poder avanzar.

Pero ¡qué viento y qué lluvia! El tenienteHobson y su compañero llevaban los pies cal-zados con botas impermeables y sus cuerposcubiertos con capotes encerados, fuertementesujetos a la cintura, y cuyos capuchones les en-volvían por completo la cabeza. Protegidos deeste modo, marchaban rápidamente, pues elviento, que recibían de espaldas, empujábalescon extremada violencia; y en algunos momen-tos, era tanta la fuerza de las rachas, que leshacía correr contra su voluntad. No podían, sinembargo, cambiar sus impresiones; pues, en-

sordecidos con el estruendo de la tempestad,no hubieran logrado entenderse.

No tenía Jasper Hobson intención de seguirel litoral, cuyas irregularidades hubieran alar-gado inútilmente su camino, exponiéndolesademás al embate directo de las rachas delhuracán. Su propósito era marchar en línearecta, caso de serles posible, desde el caboBathurst hasta el cabo Miguel, habiéndose pro-visto al efecto de una brújula para poder orien-tarse. De esta suerte, sólo tendría que franquearunas diez u once millas para alcanzar su ob-jetivo, y contaba con llegar al término de suviaje próximamente a la hora en que el crepús-culo se extinguiría por completo por espacio dedos horas apenas, durante las cuales quedaríatoda la Naturaleza sumida en la obscuridad.

Jasper Hobson y su sargento, encorvadospor la fuerza del viento, con el espinazo ar-queado, la cabeza encogida entre los hombros,y apoyándose en sus bastones, avanzaban conbastante rapidez. Mientras caminaron por la

orilla oriental del lago, no recibieron el vientode pleno, y no tuvieron que padecer dema-siado. Las colinas y los árboles que coronaban aéstas les abrigaban en parte. Silbaba el vientocon sin igual violencia a través de la enramada,amenazando romper o descuajar algún troncomal asegurado; pero, al pasar, perdía granparte de su fuerza. La lluvia misma llegábalesya reducida a polvo impalpable; de suerte que,durante cuatro millas, viéronse los explora-dores menos maltratados por los elementos delo que hubieran podido temer.

Cuando llegaron a la extremidad merid-ional de la línea de colinas, donde el suelo,completamente liso, sin el más pequeño cerroni arboleda de ninguna clase, era barrido por elviento del mar, detuviéronse un instante.Tenían que recorrer aún seis millas antes dellegar al cabo Miguel.

—¡Esto va a ser algo duro! — gritó elteniente Hobson al oído del sargento Long.

—Sí —respondió este último—; el viento yla lluvia se van a coligar contra nosotros.

—Temo que de vez en cuando les ayudetambién el granizo — añadió el tenienteHobson.

—Siempre será menos mortífero que lametralla —replicó filosóficamente el sargentoLong—. Pero lo mismo usted que yo, miteniente, la hemos desafiado muchas veces;desafiemos también los elementos. ¡Adelantesin vacilación! —¡Adelante, bizarro soldado!Eran entonces las diez. Empezaban a extin-guirse los últimos fulgores del crepúsculo, cualsi los ahogase la niebla o los apagase la lluvia oel viento; sin embargo, todavía se notaba unacierta luz difusa. El teniente golpeó con sueslabón el trozo de pedernal, consultó labrújula, paseando por su superficie la yescaencendida, y después, encerrado hermética-mente en su capote, cuyo capuchón sólo dejabapaso a los rayos visuales, se lanzó, seguido del

sargento, a través del espacio descubierto, noprotegido por el más insignificante obstáculo.

En el primer instante, fueron ambos derri-bados; pero se levantaron en seguida, y,apoyándose el uno contra el otro y encorvadoscomo dos ancianos, comenzaron a andar conacelerado paso.

Soberbio era el espectáculo que en sumagnífico horror ofrecía la tempestad. Grandesjirones de brumas desgarradas barrían la super-ficie del suelo. La arena y la tierra volaban,como metralla, y por la sal que se adhería a suslabios, comprendieron el teniente y el sargentoque el agua del mar, que distaba dos o tres mil-las lo menos, llegaba pulverizada hasta ellos.

Durante ciertos recalmones, bien raros ycortos por cierto, deteníanse a respirar. Elteniente rectificaba entonces el rumbo, lo mejorque le era posible, calculando de un modoaproximado el camino recorrido, y reanudabanla marcha.

Pero la tempestad arreciaba con la noche.Los dos elementos, aire y agua, parecían estarabsolutamente confundidos. Formaban en lasregiones bajas del cielo una de esas formidablestrombas que derriban edificios y descuajanbosques enteros, y de las que a cañonazos tie-nen que defenderse los buques. Parecía que elocéano, arrancado de su lecho, iba a pasar todoentero por encima de la isla errante. JasperHobson no podía explicarse cómo el témpanoque les soportaba, sometido a semejante cata-clismo, podía resistir; cómo no se había roto yaen cien pedazos bajo la acción de las olas. Lamarejada debía ser formidable, y el teniente laoía rugir desde lejos. En aquel instante, el sar-gento, que le precedía algunos pasos, detúvosede repente, y, acercándose al teniente Hobson,y hablándole al oído con voz entrecortada ledijo:

—¡Por ahí no! —¿Por qué?

—¡El mar!...

—¡Cómo! ¿el mar? Pero si no hemos llegadoa la playa del Sudoeste.

—Mire usted, mi teniente. Y en efecto, una gran extensión de agua ad-

vertíase a la sombra y las olas se estrellaban conviolencia a los pies de Jasper Hobson.

Entonces este último encendió otro trozo deyesca y consultó de nuevo la brújula.

—No —dijo—; el mar está más a laizquierda. Aun no hemos atravesado el granbosque que nos separa del cabo Miguel.

—Pero, entonces... —Es que la isla se ha roto —respondió el

teniente Hobson, quien como su compañero,había tenido que echarse sobre el suelo, pararesistir la borrasca—. O una enorme porción dela isla se ha separado de ella, o se trata tan sólode una simple escotadura que podremosrodear. ¡En marcha, pues!

Jasper Hobson y el sargento Longdirigiéronse hacia la derecha, siguiendo el per-fil que dibujaban las aguas espumosas. Cami-

naron así durante unos diez minutos, temiendohallar cortada toda comunicación con la partemeridional de la isla. Después cesó el ruido dela resaca que se unía al estruendo de la tem-pestad.

—Se trata solamente de una escotadura —dijo el teniente Hobson al oído del sargento—.¡Vamos a dar la vuelta!

Y de nuevo se dirigieron hacia el Sur, ex-poniéndose a un peligro terrible, como ningunode los dos ignoraba; pues aquella parte de laisla Victoria en la que se aventuraban ahora,dislocada ya en una gran extensión, podíasepararse de ella de un momento a otro. Si lagrieta se prolongaba más bajo la acción del marenfurecido, se los llevaría irremisiblemente a laderiva. Pero no titubearon y se lanzaron en laobscuridad, sin siquiera pensar si al regresohallarían el camino cortado.

¡Qué de inquietantes pensamientos asalta-ban entonces al teniente Hobson! ¿Podría, en losucesivo, abrigar la esperanza de que la isla

tirase hasta el invierno? ¿No sería aquello elcomienzo de la temida fractura? Si el viento nola empujaba hacia la costa, ¿no estaba conde-nada a perecer dentro de poco tiempo? ¿a hun-dirse? ¿a disolverse? ¡Qué espantosa perspec-tiva y qué suerte esperaba a los desdichadoshabitantes de aquel campo de hielo!

Entretanto, abatidos y quebrantados por elviento, aquellos dos hombres enérgicos, a quie-nes sostenía la conciencia de un deber quetenían que cumplir, caminaban sin detenerse, yllegaron por fin al veril del anchuroso bosqueque terminaba en el cabo Miguel. Entonces setrataba de cruzarlo a fin de llegar lo más prontoposible al litoral. Jasper Hobson y el sargentoLong internáronse, pues, en la espesura, enmedio de la más profunda obscuridad y delestruendo que el viento producía al pasar através del arbolado. Todo crujía en torno deellos. Las ramas desgajadas azotábanles el ros-tro. A cada instante corrían el riesgo de pereceraplastados por la caída de un árbol, o de estrel-

larse al tropezar con los troncos derribados queno podían distinguir en la sombra.

Mas ya no caminaban al azar, pues losrugidos del mar guiaban sus pasos a través dela selva. Oían el pesado caer de las olas, quereventaban con espantoso estrépito, y en másde una ocasión sintieron que el suelo, evi-dentemente adelgazado ya, temblaba al recibirsus impetuosos choques. Por fin, agarrados dela mano, para no extraviarse, cayendo y le-vantándose, llegaron al margen opuesto delbosque.

Pero allí un torbellino horrible separólosviolentamente, y fueron ambos a estrellarsecontra el suelo.

—¡Sargento! ¡sargento! — gritó JasperHobson.

—¡Presente, mi teniente! — gritó el sargentoLong.

Y arrastrándose los dos por la tierra,trataron de reunirse.

Parecía, sin embargo, que una mano po-derosa manteníalos adosados a la tierra. Porfin, después de inauditos esfuerzos, lograron denuevo reunirse, y, con objeto de evitarcualquier separación ulterior, atáronse por lacintura uno al otro; hecho lo cual, arrastráronsesobre el suelo con el fin de llegar a unmontículo que dominaba un pequeño grupo deabetos. Una vez llegados a él, cavaron un orifi-cio en el cual se agazaparon rendidos y agota-dos por completo. Eran las once y media de lanoche. Jasper Hobson y su compañero perman-ecieron así por espacio de varios minutos, sinpronunciar una sola palabra. Con los ojos me-dio cerrados, no podían moverse; una especiede torpeza, de irresistible somnolencia apo-deróse de ellos, en tanto que la borrascasacudía sobre sus cabezas los abetos que crujíancual los huesos de un esqueleto. Lograron, sinembargo, sobreponerse al sueño, y algunostragos de aguardiente, tomados de la cantim-plora del sargento, infundiéronles nuevos bríos.

—¡Con tal de que estos árboles aguanten! —exclamó el teniente Hobson.

—¡Y con tal de que nuestro agujero no sevaya con ellos! — añadió el sargento Long, pro-curando empotrarse en la movediza arena.

—En fin —dijo Jasper Hobson—, puestoque ya estamos aquí, a algunos pasos sola-mente del cabo Miguel, y puesto que hemosvenido para observar, observemos. Tengo unaespecie de presentimiento de que no nos encon-tramos ya muy lejos de la tierra firme; pero estono deja de ser más que un presentimiento.

En la posición que ocupaban, las miradasdel teniente y de sus compañeros habríanabrazado las dos terceras partes del horizontedel Sur, si hubiera estado visible. Pero, en aquelmomento, la obscuridad era absoluta, y, amenos que no apareciese una luz, tendrían pre-cisión de esperar la llegada del día para descu-brir la costa, en caso de que el huracán loshubiese empujado hacia el Sur lo suficiente.

Ahora bien, como el teniente Hobson habíadicho ya a Paulina Barnett, las pesquerías noson raras en la parte de la América septen-trional denominada Nueva Georgia. En estacosta hay también numerosos establecimientosen los cuales recogen los indígenas dientes demamuts, porque estos parajes ocultan numero-sos esqueletos de estos monstruosos animalesantediluvianos, reducidos al estado fósil. Al-gunos grados más abajo elévase Nuevo Ar-cángel, centro de administración que abarcatodo el archipiélago de las Aleutinas, y capitalde la América rusa. Pero los cazadores frecuen-tan más asiduamente las playas del océanoGlacial, sobre todo desde que la Compañía dela Bahía de Hudson ha tomado en arriendo losterritorios de caza explotados antiguamentepor Rusia.

Jasper Hobson, aunque desconocía el país,no ignoraba las costumbres de los agentes quelo visitaban en esta época del año, teniendofundados motivos para creer que encontraría

allí compatriotas, quién sabe si hasta colegas, oal menos alguna partida de los indios nómadasque suelen recorrer el litoral.

Pero, ¿tenía Jasper Hobson motivos paraesperar que la isla Victoria hubiese sido impe-lida hacia la costa?

—Sí, y cien veces sí —le respondió al sar-gento—. Hace ya siete días que sopla el vientoNordeste con fuerza huracanada. Bien sé yoque la isla es muy baja; pero tiene también suscolinas y sus bosques que hacen las veces develas. Además, el mar que nos sostiene experi-menta también esta influencia, y es bien ciertoque las grandes olas corren hacia la costa. Meparece, pues, imposible que no hayamos aban-donado la corriente que nos arrastraba hacia elOeste, para dirigirnos al Sur. La última vez quenos situamos nos hallábamos sólo a doscientasmillas de tierra, y al cabo de siete días...

—Todos sus raciocinos de usted son exac-tos, mi teniente —respondió el sargento Long—. Además de la ayuda del viento, contamos con

la de Dios, que no permitirá que tantos infelicesperezcan, y en Él cifro mi esperanza.

El estruendo de la tempestad hacía que seperdieran muchas de las palabras de Hobson yel sargento. Sus miradas trataban de penetrarlas espesas sombras de la noche, cuya negraobscuridad aumentaba la cerrazón. Pero ni unsolo punto luminoso brillaba en las tinieblas.

A eso de la una y media de la madrugadacalmóse el huracán durante algunos minutos.Sólo el mar, furiosamente desencadenado, nopudo refrenar sus espantosos rugidos. Las olasreventaban las unas sobre las otras con unaviolencia extrema.

De repente asió Jasper Hobson del brazo asu compañero, exclamando: v —¿Oye usted,sargento?... —¿Qué?

—¿El ruido del mar? —Sí, mi teniente —respondió el sargento

Long, esuchando con más atención—; hace al-gunos instantes me parece que ese estruendode las olas...

—No es el mismo... ¿no es cierto, sar-gento?... Escuche usted... escuche usted... escomo el ruido de unas rompientes... como si lasolas se estrellasen contra unas piedras... JasperHobson y el sargento escucharon con extre-mada atención. No era ya evidente el ruidosordo monótono de ¡as olas que chocan entre sí,sino el atronador estruendo de las grandes ma-sas líquidas, lanzadas contra un cuerpo duro,que los ecos de las rocas repercuten; y sabido esque no había una sola piedra en todo el litoralde la isla, formado de tierra y arena, substan-cias bien poco sonoras.

¿Se habían equivocado Jasper Hobson y elsargento? Este último trató de levantarse parapoder oír mejor; pero fue derribado por el vi-ento, que soplaba de nuevo con inusitada vio-lencia. El recalmón había cesado y los silbidosdel huracán no dejaban oir los rugidos del mar.

Juzgúese la ansiedad de los dos observa-dores, que se agazaparon de nuevo en su agu-jero, dudando si abandonarían prudentemente

aquel abrigo; porque sentían desmoronarse laarena y crujir hasta las raíces del grupito deabetos. Pero no cesaban de mirar hacia el Sur.Toda su vida se hallaba reconcentrada en susojos que trataban de penetrar aquellas espesastinieblas que los primeros resplandores del albano tardarían ya mucho en disipar.

De repente, un poco antes de las dos y me-dia de la madrugada, exclamó el sargentoLong:

—Me parece haber visto... —¿Qué? —¡Una luz! —¿Una luz? —¡Sí!... ¡allí! ¡en esta dirección! Y el dedo del sargento señalaba el Sudoeste.

. ¿Se había equivocado? No; porque el

teniente Hobson, al mirar en la misma direc-ción, vio también un resplandor indeciso.

—¡Sí! —exclamó—; ¡sí, sargento! ¡una luz!¡ya tenemos ahí la tierra!

—¡A menos que no sea la luz de algún bu-que!

—¡Un buque en el mar con este tiempo! —exclamó Jasper Hobson—. ¡Imposible! ¡No! ¡no!¡Le repito que tenemos ahí la tierra, a pocasmillas de distancia de nosotros!

—Pues bien, hagamos una señal. —Sí, sargento; ¡respondamos a esta luz del

continente con otra de nuestra isla! Pero ni Jasper Hobson ni el sargento dis-

ponían de antorcha alguna para poderlaencender. Sin embargo, encima de ellos se alza-ban los abetos resinosos que el huracán retor-cía.

—¡El eslabón, sargento! — dijo el tenienteHobson.

El sargento encendió un trozo de yesca, y,trepando por la arena, llegó hasta el pie delgrupito de árboles. El teniente no tardó en re-unirse a él. No faltaba leña seca. Amon-tonáronla sobre las raíces mismas de los abetos,prendiéronle fuego, y, con la ayuda del viento,

no tardó en comunicarse la llama al bosqueentero.

—¡Ah! —exclamó Jasper Hobson—, ¡puestoque los hemos visto, deben vernos a nosotrostambién!

Los abetos ardían con lívido resplandor yproyectaban una gran llama fuliginosa, cualuna enorme antorcha. La resina chisporroteabaen aquellos viejos troncos que fueron rápida-mente consumidos. Oyéronse bien pronto lasúltimas crepitaciones, y todo se apagó.

Jasper Hobson y el sargento Long miraronsi algún nuevo fuego respondía a la señal quehabían hecho...

Pero nada. Durante diez minutos aproxi-madamente observaron, con la esperanza devolver a descubrir aquel punto luminoso quehabía brillado un instante, y desesperaban yade volver a ver ninguna otra señal, cuando,repentinamente, se oyó un grito bien distinto,un grito desesperado, que procedía del mar.

Jasper Hobson y el sargento, presas de ter-rible ansiedad, deslizáronse hasta la playa...

El grito no volvió a oirse. Entretanto, empezaba a amanecer. Parecía

que la violencia de la tempestad amainaba conla reaparición del sol. Pronto fue la claridadsuficientemente intensa para que la miradapudiese escudriñar el horizonte...

No había tierra alguna a la vista. El mar y elcielo seguían confundiéndose en una sola líneaque formaba el horizonte.

VIII UNA EXCURSIÓN DE PAULINA BAR-

NETT

Durante toda la mañana, Jasper Hobson y elsargento Long anduvieron recorriendo todaaquella parte del litoral. El tiempo se habíamodificado de una manera notable, cesandocasi por completo la lluvia; pero el viento, conuna brusquedad extraordinaria, acababa de

rolarse al Sudoeste, sin que disminuyera suviolencia; circunstancia fatal que hizo que Jas-per Hobson renunciase desde entonces a todaesperanza de alcanzar la tierra firme, toda vezque alejando a la isla de la costa americana,empujaríala hacia las peligrosas corrientes quese dirigen hacia el norte del océano Glacial.

Pero, ¿había motivos para afirmar que laisla se había aproximado al continente ameri-cano durante aquella noche terrible? ¿Tratábasesolamente de un presentimiento del tenienteHobson, que no se había realizado? La atmós-fera estaba entonces bien clara, descubría lamirada un radio de muchas millas, y, no ob-stante, no se veía la menor apariencia de tierra.¿No sería preciso recurrir a la hipótesis del sar-gento, y suponer que un buque había pasado lánoche precedente a la vista de la isla, que sehabía distinguido desde ésta alguna de sus lu-ces, y que el grito que oyeron había sido lan-zado por algún marinero en un momento de

angustia? Y este buque, ¿no habría naufragadodurante la tempestad?

En todo caso, y cualquiera que fuese lacausa, no se veía casco alguno en el mar nirestos del naufragio en las playas. El océano,barrido ahora por el viento de tierra, hervía enolas enormes que difícilmente hubiera podidosortear ningún buque.

—Mi teniente —dijo el sargento Long—,aquí no hay más remedio que tomar una re-solución decisiva.

—Sí —respondió Jasper Hobson—, tieneusted razón, sargento; y esta resolución nopuede ser otra que permanecer en la isla, es-perando la llegada del invierno, que es el únicoque puede salvarnos.

Era entonces mediodía, y Jasper Hobson,que deseaba llegar antes de obscurecer al fuerteEsperanza, emprendió con su compañero elviaje de regreso al cabo Bathurst, ayudados porel viento que recibían por la espalda. Sentíangran inquietud, temerosos de que la isla se

hubiese acabado de dividir en dos partes du-rante, aquella desenfrenada lucha de todos loselementos. La grieta observada la víspera, ¿nose habría prolongado en toda su amplitud? ¿Nose hallarían ahora separados de sus amigos?¡Todo era de temer!

No tardaron en llegar a la selva que habíanatravesado la víspera. Gran número de árbolesyacían sobre la tierra, tronchados unos por eltronco, arrancados otros de raíz de aquellatierra vegetal cuyo ligero espesor no les ofrecíaun punto de apoyo suficiente. Los que queda-ban en pie, privados de sus hojas por elhuracán, crujían ruidosamente azotados poi elviento del Sudoeste.

Dos millas después de atravesar este dev-astado bosque llegaron los exploradores alborde de la grieta cuyas dimensiones no leshabía permitido reconocer la obscuridad de lavíspera, y la examinaron con cuidado.Tratábase de una fractura de unos cincuentapies de ancho que cortaba el litoral a la mitad

aproximadamente del camino que iba del caboMiguel al antiguo Puerto Barnett, la cual form-aba una especie de estuario que se internaba enla isla por espacio de más de milla y media.Cada vez que una nueva tempestad viniese aagitar el mar, la grieta tendría que abrirse más ymás.

Habiéndose acercado a la orilla JasperHobson, vio que un enorme témpano se desga-jaba en aquel preciso instante de la isla y sealejaba de ella.

—¡Ese! ¡ése es el peligro! — murmuró elsargento Long.

Ambos retrocedieron entonces con rápidopaso hacia el Oeste a fin de contornear laenorme grieta, y, a partir de aquel momento,dirigiéronse directamente hacia el fuerteEsperanza.

Durante todo el camino, no observaronningún otro cambio. A las cuatro franqueban lapoterna del recinto, encontrando a todos suscompañeros dedicados a sus habituales tareas.

Díjoles Jasper Hobson que, por última vezantes de la llegada del invierno, había queridover si encontraba algunas huellas del convoyprometido por el capitán Craventy; pero quesus pesquisas habían resultado estériles.

—Me parece, mi teniente —dijo Marbre—,que es preciso renunciar, al menos por este año,a ver a nuestros compañeros del fuerte Confi-anza.

—También yo lo creo así, Marbre — re-spondió simplemente Jasper Hobson, y entróen la sala común.

En seguida enteró a Paulina Barnett de loshechos más notables de la exploración: la luzque percibieron sus ojos, y el grito que es-cucharon sus oídos, aseguráronle que ni su sar-gento ni él habían sido víctimas de una aluci-nación. La luz había sido vista realmente y elgrito oído sin género alguno de duda. Por fin,tras muchas reflexiones, todos fueron deopinión de que un buque en situación apuradahabía pasado durante la noche a muy corta

distancia de la isla; pero que ésta no se habíaaproximado al continente americano.

Entretanto, el viento del Sudoeste despejórápidamente el firmamento y limpió de va-pores la atmósfera, lo cual hizo concebir alteniente la esperanza de poder hallar al díasiguiente la situación de la isla.

En efecto; la noche fue más fría y cayó unanieve menuda que cubrió por completo la su-perficie de la isla. Al siguiente día al levantarse,pudo Jasper Hobson dar la más cordial bien-venida a este primer síntoma del invierno.

Era el 2 de septiembre. El cielo despejósepoco a poco de las brumas que lo empañaban, ehizo el sol su aparición. El teniente, que lo es-peraba con ansia, efectuó a mediodía unabuena observación de latitud, y, a eso de lasdos de la tarde, calculó un ángulo horario quele dio la longitud. El resultado de sus observa-ciones fue el siguiente: Latitud: 70° 57'. Longi-tud: 170° 30'.

Así, pues, a pesar de la violencia delhuracán, la isla errante habíase mantenido,aproximadamente, en el mismo paralelo; sóloque la corriente habíala arrastrado algo máshacia el Oeste. Hallábase en aquellos momentostanto avante con el estrecho de Behring, pero a400 millas, lo menos, al norte del cabo Orientaly del cabo del Príncipe de Gales, que formabanla parte más angosta del estrecho.

La nueva situación era aún más grave. Laisla se aproximaba cada día más a aquella grancorriente de Kamchatka que, si la envolvía ensus rápidas aguas, podía llevarla muy lejos ha-cia el Norte. Era evidente que antes de muypoco tiempo se decidiría su destino: o quedaríainmóvil enjre las dos corrientes contrarias,hasta que se solidificase el mar en torno suyo, oiría a perderse en las soledades de las regioneshiperbóreas.

Jasper Hobson, extraordinariamenteafectado, pero queriendo ocultar sus inquie-tudes, entró solo en su cuarto y no se dejó ver

en todo el resto del día. Con los planos ante lavista, hizo un llamamiento supremo a todo sutalento, a toda su ingeniosidad e inventiva conobjeto de hallar alguna solución.

La temperatura bajó algunos grados másdurante aquel día, y las brumas, que a la caídade la tarde habíanse elevado por encima delhorizonte, por la parte Sudoeste, cayeron con-vertidas en nieve durante la noche inmediata.A la mañana siguiente, la capa de nieve alcan-zaba una altura de dos pulgadas. El invierno seaproximaba al fin.

Aquel día, 3 de septiembre, resolvió PaulinaBarnett recorrer, alejándose algunas millas, laporción del litoral que se extendía entre el caboBathurst y el cabo Esquimal, deseosa de exami-nar los cambios que la tempestad hubiera po-dido producir durante los días precedentes. Sile hubiese propuesto al teniente que la acom-pañase en aquella exploración, éste lo hubierahecho sin duda, sin titubear un momento; pero,no queriendo arrancarle de sus preocupaciones,

decidióse a partir sin él, llevando consigo aMadge.

No había, por otra parte, que temer ningúnpeligro. Los únicos animales realmentetemibles, que eran los osos, parecían haberabandonado todos la isla en la época del terre-moto; de suerte que bien podían dos mujeres,sin que ello constituyese imprudencia, arries-garse por los alrededores del cabo para haceruna excursión que sólo debía durar algunashoras.

Madge aceptó sin reparo de ninguna espe-cie la proposición de Paulina Barnett, y ambas,sin decírselo a nadie, a las ocho de la mañana,armadas con un simple cuchillo para cortarnieve, y provistas de cantimplora y morral,dirigiéronse hacia el Oeste, después de haberbajado las cuestas del cabo Bathurst.

Ya el sol se atrrastraba lánguido por encimadel horizonte, pues sólo se elevaba algunosgrados en su culminación; pero sus oblicuosrayos eran claros, penetrantes, y fundían aún la

ligera capa de nieve en ciertos sitios directa-mente. expuestos a su disolvente acción.

Numerosísimas aves volaban en grandesbandadas, animando el litoral, atronando consus gritos el espacio, y pasando sucesivamentedel mar a la laguna, y al contrario, según se lodictaba el capricho.

Paulina Barnett pudo entonces observarcuánto abundaban en los alrededores del fuerteEsperanza los animales de pieles preciosas,tales como los armiños, las martas, las zorras ylas ratas almizcleras. La factoría hubiera podidoabarrotar sin gran trabajo todos sus almacenes.Pero ahora, ¿con qué objeto?

Aquellos inofensivos animales, comprendi-endo que no los cazarían, acercábanse sin temorhasta el pie de la empalizada, familiarizándosecada vez más con la presencia del hombre. Suinstinto les había enseñado, sin duda, que sehallaban prisioneros en la isla, lo mismo quesus habitantes, y que la misma suerte les es-peraba a todos.

Lo más extraño era, y Paulina Barnett sehubo de fijar en ello, que Marbre y Sabine,aquellos dos empedernidos cazadores, obe-decían, sin tener que violentarse, las órdenesdel teniente, que les había prohibido atacasenen absoluto a los animales de pieles valiosas, nopareciendo experimentar el menor deseo dedescargar sus escopetas sobre ellos. Es ciertoque las zorras y otros varios animales nohabían echado aún el pelo del invierno, lo cualdisminuía su valor de una manera notable;pero este motivo no bastaba para explicar laextraordinaria indiferencia de los dos ca-zadores.

Mientras que caminaban a buen paso Pau-lina Barnett y Madge, hablando de su extrañasituación, observaban atentamente el pequeñocantil de arena que formaba la playa. Los des-gastes que el mar había causado recientementeen ella eran bien visibles por cierto. Los últimosdesmoronamientos dejaban ver, de trecho entrecho, fracturas nuevas perfectamente recono-

cibles. La playa, descarnada en ciertos parajes,había descendido de una manera alarmante, yahora, las amplias olas extendíanse por dondela ribera, acantilada antes, les había ofrecidohasta entonces una insuperable barrera. Eraevidente que se habían hundido algunas por-ciones de la isla, sobresaliendo ahora apenassobre la superficie del mar.

—Mira, querida Madge —dijo Paulina Bar-nett, mostrando a su compañera vastas exten-siones de terreno sobre el cual corrían las olas,desplegándose—, nuestra situación ha empeo-rado durante esta funesta tempestad. No hayduda de que el nivel de la isla desciende engeneral. Nuestra salvación es, de aquí en ade-lante, sólo cuestión de tiempo. ¿Llegara el in-vierno suficientemente de prisa? En eso con-sista todo.

—El invierno llegará, hija mía —respondióMadge con su inquebrantable confianza—.Hace ya dos noches que nieva; el frío empieza a

fraguarse allá arriba, en el cielo, y, creo firme-mente que es Dios quien nos lo envía.

—Tienes mucha razón, Madge, hay quetener confianza. Nosotras, las mujeres, que nobuscamos la razón física de las cosas, no debe-mos desesperar en circunstancias en que deses-perarían tal vez los hombres instruidos. Esto esuna ventana. Por desgracia, Jasper Hobson nopuede razonar como nosotras. Conoce la razónde los hechos, reflexiona, calcula, mide eltiempo que nos falta y le veo muy en peligro deperder toda esperanza.

—Sin embargo, es un hombre enérgico, uncorazón animoso — respondió Madge.

—Sí —añadió Paulina—, y nos salvará sinduda, si es que nuestra salvación depende to-davía de los hombres.

A las nueve, Paulina Barnett y Madgehabían recorrido una distancia de cuafro millaslo menos. Varias veces se vieron obligadas aabandonar la línea del litoral e internarse algoen la isla, a fin de contornear ciertas porciones

bajas del terreno invadidas ya por las olas. Enalgunos lugares se hallaban señales del mar amás de media milla, debiendo ser en ellos enextremo reducido el espesor del campo dehielo. Era, pues, de temer que cediese en variospuntos, y que, a consecuencia de esta fractura,se formasen nuevas calas y bahías en el litoral.

Observó Paulina Barnett que, a medida quese alejaba del fuerte Esperanza, disminuía deuna manera notable el número de animales depieles valiosas, los cuales se consideraban, sinduda, más seguros en las proximidades delhombre, a quien tanto temían antes, y por esose agrupaban voluntariamente en los alrede-dores de la factoría..

Por lo que respecta a las fieras a quienes elinstinto no hubiese inducido a abandonar laisla cuando todavía era tiempo, debían ser muyescasas. Sin embargo, Paulina Barnett y Madgedivisaron algunos lobos que erraban a lo lejos,en la llanura, salvajes carnívoros a quienes elpeligro común no parecía haber amansado aún.

Pero, lejos de acercarse, huyeron despavoridos,desapareciendo bien pronto detrás de las coli-nas meridionales del lago.

—¿Qué será de estos animales, presos comonosotros en la isla, y qué harán cuando, al lle-gar el invierno, se les acabe la comida y se en-cuentren hambrientos? — dijo Madge.

—¡Hambrientos! —repitió Paulina Barnett—; no pienses eso, Madge. Por esta parte, bienpuedes estar tranquila, que nada tendremosque temer de ellos. Por lo tanto, no tenemosque temer sus agresiones. ¡No! ¡El peligro no esése! El peligro está en este frágil suelo que nossustenta, que se hundirá, que puede hundirsebajo nuestros pies a cada instante. Mira,Madge; ¡fíjate cómo avanza el mar en estepunto hacia el interior de la isla! Ya cubre unaparte considerable de esta llanura, que susaguas, relativamente cálidas todavía, socavarána la vez por encima y por debajo. Si los fríos nolo evitan, dentro de poco tiempo el mar sehabrá unido al lago, y nos quedaremos sin él,

como ya nos quedamos sin puerto y sin ria-chuelo.

—¡Pero, si tal ocurriese —dijo Madge—,sería verdaderamente una irreparable desgra-cia!

—¿Por qué, Madge? — preguntó PaulinaBarnett, mirando a su compañera.

—¡Por qué ha de ser! Porque nos veríamosprivados en absoluto de agua dulce — re-spondió Madge.

—¡Ah! no nos faltará el agua dulce; tran-quilízate, Madge. La lluvia, la nieve, el hielo,los icebergs del océano, el suelo mismo de laisla que nos sostiene... ¡todo eso es agua dulce!No, no; te lo repito; el peligro no es ése.

A eso des las diez, Paulina Barnett y Madgeencontrábanse a la altura del cabo Esquimal;pero a dos millas, lo menos, hacia el interior dela isla, porque les había sido imposible seguir ellitoral, profundamente carcomido por las olas.Las dos mujeres, un tanto fatigadas por elefecto de un viaje alargado por tantos rodeos,

resolvieron descansar unos instantes antes deemprender ,el camino de regreso al fuerteEsperanza. En aquel lugar existía unbosquecillo de abedules y madroños quecoronaba un cerro de escasa elevación. Unmontículo guarnecido de amarillento musgo,cuya exposición directa a los rayos del sol habíadesembarazado de nieves, ofrecíales un parajea propósito para descansar.

Paulina Barnett y Madge sentáronse una allado de la otra, al pie del grupo de árboles;abrieron el zurrón y repartiéronse como her-manas su frugal contenido.

Media hora más tarde, Paulina Barnett, an-tes de emprender el camino de la factoría, pro-puso a su compañera llegar hasta el litoral, conobjeto de reconocer el estado actual del caboEsquimal. Deseaba saber si aquella punta avan-zada había resistido o no los embates de latempestad. Madge se mostró dispuesta aacompañar a su hija a donde quisiese, pero lehizo observar que las separaba del cabo

Bathurst una distancia de ocho a nueve millas,y que no convenía que su ausencia despertaseinquietudes en el teniente Hobson.

Paulina Barnett, no obstante, impulsada, sinduda, por un secreto presentimiento, insistió ensu deseo, e hizo perfectamente, como se verábien pronto. Después de todo, la satisfacción deaquel sencillo capricho no podría prolongararriba de media hora la duración de su ausen-cia.

Paulina Barnett y Madge levantáronse,pues, y dirigiéronse hacia el cabo Esquimal.

Pero aún no habían avanzado siquiera uncuarto de milla, cuando la viajera, deteniéndosede improviso, mostró a Magde unas huellasperfectamente regulares y claramente impresasen la nieve. Eran tan recientes, que no podíandatar de más de nueve o diez horas, pues, de locontrario, la nevada de la noche anterior lashabría evidentemente recubierto.

—¿Qué animal ha pasado por aquí? —preguntó Madge. —No ha sido un animal —

respondióle Paulina Barnett, agachándose paraexaminar mejor las huellas—. Todo animal quecamina sobre cuatro patas deja huellas muydiferentes de éstas. Fíjate, Madge; estas pisadasson idénticas, se comprende en Seguida quepertenecen a un ser humano.

—Pero, ¿quién puede haber pasado poraquí? —respondió Madge—. Ninguno de loshabitantes del fuerte se ha alejado de él, y, su-puesto que nos hallamos en una isla... Debesengañarte, hija mía... Pero, en fin, sigamos estashuellas y veamos adonde nos conducen.

Paulina Barnett y Madge reanudaron lamarcha, observando atentamente las pisadas.

Cincuenta pasos más lejos detuviéronse denuevo. —¡Espera... —dijo la viajera, deteniendoa su compañera—, fíjate bien y dime si estoyequivocada! Junto a las huellas y en un lugar enque la nieve había sido recientemente aplastadapor un cuerpo pesado, se veía con entera clari-dad la impresión de una mano.

—¡Una mano de mujer o de niño! — ex-clamó Madge.

—Sí —respondió Paulina Barnett—, unamujer o una niña han debido caer en este sitio,rendidos de dolor y de cansancio, completa-mente agotados... Después, se ha levantadoquien fuese, y ha reanudado su marcha... Miracómo siguen las huellas... más allá existennuevas señales de caídas...

—Pero, ¿quién puede ser? — insistióMadge.

—¿Lo sé yo, por ventura? —respondió Pau-lina Barnett—. Tal vez algún ser desdichado,preso como nosotros desde hace cuatro mesesen la isla. Quizá también algún náufrago arro-jado por la tempestad a la playa... Acuérdate dela luz y del grito de que nos han hablado elsargento y el teniente... Ven, ven, Madge, talvez podamos salvar a algún infortunado...

Y Paulina Barnett arrastró a su compañera alo largo de aquella dolorosa vía, impresa sobre

la nieve, sobre la que no tardó en descubrirgotas de sangre.

«¡Tal vez podamos salvar a algún infor-tunado!», había dicho la compasiva y valerosamujer. ¿Había olvidado, acaso, que en aquellaisla, medio socavada por las aguas, y destinadaa hundirse, más tarde o más temprano, en lasprofundidades del océano, no había salvaciónpara otros ni para ella?

Las huellas existentes en el suelo dirigíansehacia el cabo Esquimal. Paulina Barnett yMadge seguíanlas atentamente; mas bienpronto multiplicáronse las manchas de sangre ydesaparecieron las huellas, quedando sólo unsendero irregular trazado sobre la nieve. A par-tir de aquel momento, la víctima, sin fuerzaspara tenerse de pie, había proseguido sucamino arrastrándose, con ayuda de los brazosy las piernas, dejando detrás de sí trozos de susvestiduras, consistentes en fragmentos devarias pieles.

—¡Vamos! ¡vamos! — repetía Paulina Barnett,cuy corazón latía con extraordinaria violencia.

Madge la seguía. El cabo Esquimal sólodistaba ya quinientos pasos. Veíasele emergerde la mar y dibujarse sobre el fondo del cielo;pero estaba desierto.

Evidentemente, las huellas seguidas por lasdos mujeres iban a parar al cabo. Paulina Bar-nett y Madge, corriendo sin cesar, siguiéronlashasta el fin, sin hallar absolutamente nada.Pero, al pie mismo del cabo, en la base delmontículo que lo formaba, torcían a la derechay trazaban un sendero hacia el mar.

Paulina Barnett dirigióse a la carrera en estadirección; pero, en el momento dé desembocaren la playa, Madge, que la seguía y lo exami-naba todo con inquieta mirada, retúvola con lamano.

—¡Detente! —le dijo en voz baja. —¡No, Madge, no! — exclamó Paulina Bar-

nett, a quien una especie de instinto impulsabaa su pesar.

—¡Detente, hija mía, y mira! — respondióMadge, reteniendo con mayor vigor aún a sucompañera.

A cincuenta pasos del cabo Esquimal, en elmismo veril de la playa, agitábase una masablanca, lanzando formidables gruñidos.

Era un oso polar de gigantesca talla. Las dosmujeres, inmóviles, contempláronlo con es-panto. El gigantesco animal giraba alrededor deuna especie de fardo de pieles que yacía sobrela nieve; levantólo después, dejólo caer en se-guida, y lo olió repetidas veces. Cualquierahubiera dicho que aquel bulto era el cuerpoinanimado de una morsa.

Paulina Barnett y Magde no sabían quépensar, ni si deberían seguir avanzando,cuando, en uno de los movimientos impresospor el animal a .aquel cuerpo, cayósele elcapuchón que le cubría la cabeza, dejando aldescubierto una hermosa cabellera negra.

—¡Una mujer! — exclamó Paulina Barnett,queriendo lanzarse hacia la desdichada, ansiosade saber si estaba viva o muerta.

—¡Detente! —repitió Madge, reteniéndola—. ¡Detente! ¡No le causará ningún mal!

El oso, efectivamente, miraba con atenciónel cuerpo, contentándose con girar en torno deél, sin pensar en despedazarlo con sus for-midables garras. Después se alejaba de él yvolvía a aproximarse de nuevo. Parecía dudaracerca de la conducta que debería seguir. Nohabía visto a las dos mujeres que le observabancon terrible ansiedad.

De repente sintióse un crujido. El suelo ex-perimentó una especie de trepidación, y sehubiera podido creer que el cabo Esquimal sehundía todo entero en el agua.

Era un enorme trozo de isla que se desga-jaba de la costa, un vasto témpano cuyo centrode gravedad habíase desplazado a consecuen-cia de una alteración de su peso específico, yque se marchaba a la deriva, llevándose con-

sigo al oso y el cuerpo de la mujer. Paulina Barnett lanzó un grito terrible y quisolanzarse hacia el témpano antes que se alejasedemasiado.

—¡Detente! ¡detente, hija mía! — repitió confrialdad Madge, estrechando a su compañeracon mano convulsa.

Al ruido producido por la ruptura deltémpano, el oso había retrocedido de repente,y, lanzando un gruñido formidable, abandonósu presa y se precipitó hacia el lado de la playa,de la que le separaba ya una distancia de unoscuarenta pies; después, como despavorido, diola vuelta al islote marchando a carrera abierta,arañó con sus garras el suelo, hizo volar entorno suyo la nieve y la arena, y volvió en se-guida a la vera del inanimado cuerpo.

Entonces, con gran estupefacción de ambasmujeres, cogió por los vestidos el cuerpo, sus-pendiólo de su fauces, se aproximó al borde deltémpano inmediato a la orilla de la isla, y pre-cipitóse en el mar.

Vigoroso nadador, cual son todos sus con-géneres de las regiones polares, llegó en pocosmomentos a la playa de la isla, y depositó enella el cuerpo que traía en la boca.

Paulina Barnett no pudo contenerse, y, sinpensar en el peligro de encontrarse frente afrente con el feroz carnívoro, escapóse de lasmanos de Madge y se lanzó hacia la playa.

Al verla venir el oso, alzóse sobre sus patastraseras y vino derecho hacia ella. Sin embargo,a diez pasos de distancia, se detuvo; sacudió suenorme cabeza, y después, como si hubieseperdido su ferocidad natural bajo la influenciade aquel terror que parecía haber metamorfo-seado toda la fauna de la isla, volvió grupas,lanzó un sordo gruñido, y marchóse tranqui-lamente hacia el interior, sin volver la vistasiquiera.

Paulina Barnett corrió inmediatamente ha-cia el cuerpo que yacía tendido sobre la nieve.

Un grito de terror escapóse de su pecho. —¡Madge! ¡Madge! —exclamó.

Madge aproximóse entonces y contemplóaquel cuerpo inanimado.

¡Era el cuerpo de la joven esquimal Kalu-mah!

IX AVENTURAS DE KALUMAH

¡Kalumah, en la isla flotante, a doscientasmillas del continente americano. ¡Parecía in-creíble!

Pero, ante todo, ¿respiraba aún la infeliz?¿Había medio de volverle a la vida? PaulinaBarnett entreabrió los vestidos de la joven es-quimal, pareciéndole que su cuerpo no estabafrío del todo. Escuchóle el corazón, y advirtióque latía, aunque fuese muy débilmente. Lasangre derramada por la infeliz mujer procedíade una herida, relativamente leve, que se habíacausado en la mano. Madge comprimió laherida con su propio pañuelo, deteniendo así lahemorragia.

Al mismo tiempo, Madge, arrodillada cercade Kalumah, y apoyada sobre ella, había levan-tado la cabeza de la joven indígena, y, a travésde sus labios entreabiertos, consiguió intro-ducirle algunas gotas de aguardiente, bañán-dole después la frente y las sienes con un pocode agua fría.

Transcurrieron algunos minutos. Ni PaulinaBarnett ni Madge osaban pronunciar unapalabra. Ambas esperaban, presas de terribleansiedad, porque la poca vida que quedaba a laesquimal podía a cada momento extinguirse.

Pero un ligero suspiro escapóse del pechode Kalumah. Sus manos se agitaron débil-mente, y, aun antes de que se abriesen sus ojosy pudiese reconocer a la que le prodigaba tanexquisitos cuidados, murmuró estas palabras:—¡Señora Paulina! ¡Señora Paulina!

La viajera se quedó estupefacta al oir pro-nunciar su nombre en aquellas circunstancias.¿Acaso había venido Kalumah voluntariamentea la isla errante, sabiendo que encontraría en

ella a la europea cuyas bondades no había po-dido olvidar? Pero, ¿cómo lo había sabido, ycómo había podido llegar a la isla Victoria,situada a tan enorme distancia de toda tierra?¿Cómo, en fin, había podido adivinar que aquelinmenso témpano se llevaba lejos del conti-nente a Paulina Barnett y a todos sus com-pañeros del fuerte Esperanza? Todo esto result-aba verdaderamente inexplicable.

—¡Vive y vivirá! — exclamó Madge, quesentía, bajo su mano, volver el calor y elmovimiento a aquel pobre cuerpo desfallecido.

—¡Pobre criatura! —murmuraba PaulinaBarnett con el corazón enternecido—. ¡Y pro-nunciar mi nombre en el momento de morir!

Pero entonces los ojos de Kalumah se entre-abrieron. Su mirada, vaga e indecisa aún, brillóbajo sus párpados. De repente animáronse susojos, porque se habían posado sobre los de laviajera. Un instante había visto Kalumah a Pau-lina Barnett; pero le había bastado. La jovenindígena había reconocido a «su bondadosa

señora», cuyo nombre se escapó nuevamentede sus labios, en tanto que su mano, que logrólevantar lentamente, descansaba sobre la de suprotectora.

Los cuidados de las dos mujeres no tard-aron en reanimar por completo a la joven es-quimal, cuya extrema debilidad provenía nosólo de la fatiga, sino del hambre también.Según dijo a Paulina Barnett, no había comidonada en las últimas cuarenta y ocho horas. Al-gunos trozos de caza fresca y un poco deaguardiente le devolvieron las fuerzas, y, unahora más tarde, Kalumah se sentía capaz deemprender, en unión de sus amigas, el caminode regreso hacia el fuerte. Pero durante aquellahora, sentada en la arena entre Madge y Pau-lina Barnett, Kalumah había podido prodigarlessu gratitud y los testimonios de su afecto. ¡No!La joven esquimal no había olvidado a los habi-tantes europeos del fuerte Esperanza, y la ima-gen de Paulina Barnett sé había conservadosiempre fresca en su memoria. ¡No! No había

sido el azar, como en seguida veremos, quien lahabía arrojado a las playas de la isla Victoria.

He aquí, en pocas palabras, lo que contóKalumah a la viajera.

Se recordará la promesa que había hecho lajoven esquimal, en su primera visita, de volveral año siguiente, durante la buena estación, aver a sus amigos del fuerte Esperanza. Pasó lalarga noche polar, y, llegado el mes de mayo,dispúsose Kalumah a cumplir su promesa.Dejó, pues, los establecimientos de la NuevaGeorgia, en los que había invernado, y, encompañía de uno de sus cuñados, dirigiósehacia la península Victoria.

Seis semanas después, hacia mediados dejunio, llegó a los territorios de la Nueva Bre-taña, cercanos al cabo Bathurst. Reconoció per-fectamente las montañas volcánicas cuyas altu-ras coronan la bahía de Liverpool, y, veintemillas más lejos, llegó a la bahía de las Morsas,en la que ella y su familia se habían con tantafrecuencia dedicado a la caza de estos anfibios.

Pero al Norte de esta bahía no había nada.La costa se dirigía hacia el Sur, formando unalínea recta. ¡Lo mismo el cabo Bathurst que elcabo Esquimal habían desaparecido!

Kalumah comprendió entonces lo que habíasucedido. O todo el territorio, que se llamódespués isla Victoria, se había sumergido en elmar, o habíase marchado, flotando sobre susuperficie.

Kalumah lloró al no encontrar a aquellos aquienes había venido a buscar desde tan lejos.

Pero a su cuñado no le causó la catástrofeuna sorpresa excesiva. Una especie de leyenda,una tradición esquimal, esparcida entre las tri-bus nómadas de la América septentrional, rez-aba que el territorio del cabo Bathurst habíasesoldado al continente hacía millares de siglos;pero que el día menos pensado se separaría deél merced a un gran esfuerzo de la Naturaleza;siendo ésta la causa de la sorpresa que los es-quimales habían manifestado al ver fundadauna factoría europea al pie del cabo Bathurst.

Pero, con esa deplorable reserva peculiar a todasu raza, o inducidos, tal vez, por ese sen-timiento hostil que inspira a todo indígena elextranjero que toma posesión de su país, losesquimales nada dijeron al teniente Hobson.Kalumah ignoraba en absoluto esta tradición,que, por otra parte, no tenía por fundamentoningún documento serio, y que no era, sinduda, más que una de esas numerosas leyendasde la cosmogonía hiperbórea; y por eso loshabitantes del fuerte Esperanza no fueron pre-venidos del peligro que corrían al establecerseen aquel territorio.

Indudablemente, Jasper Hobson, que habíaobservado ya en el terreno irregularidades ex-trañas, habría buscado más lejos un sitio másseguro donde fundar su factoría, si los esqui-males lo hubiesen iniciado en sus tradiciones.

Cuando hubo comprobado Kalumah la de-saparición del cabo Bathurst, prosiguió su ex-ploración hasta más allá de la bahía Washburn;mas no hallando vestigio alguno de los que

había venido a visitar no le quedó más remedioque volverse a las pesquerías de la Américarusa.

Su cuñado y ella abandonaron, pues, la ba-hía de las Morsas en los últimos días del mes dejunio; tomaron el camino del litoral, y a fines dejulio, después de tan infructuoso viaje, llegarona los establecimientos de la Nueva Georgia.

Kalumah no tenía esperanzas de volver aver más a Paulina Barnett ni a sus compañerosdel fuerte, convencida de que se los habríantragado los abismos del océano Ártico.

Al llegar a este punto de su relato, la jovenesquimal volvió sus ojos húmedos hacia Pau-lina Barnett, y, estrechándole afectuosamente lamano, murmuró una plegaria, dando gracias aDios por haberla salvado por mediación de suamiga.

Kalumah, de regreso en su casa, reanudó,entre los suyos, su habitual existencia. Traba-jaba con su familia en las pesquerías del cabode los Hielos, que se halla situado aproxi-

madamente en el paralelo 70°, a más de 600millas del cabo Bathurst.

Durante toda la primera mitad del mes deagosto no ocurrió ningún incidente; pero a finesde dicho mes estalló la violenta tempestad quetanto inquietó a Jasper Hobson, y que, por lovisto, sus ramalazos se habían dejado sentir entodo el océano Glacial y hasta más allá delestrecho de Behring. En el cabo de los Hielosfue espantosa también, y desencadenóse con lamisma violencia que en la isla Victoria. Enaquella época, la isla errante no se hallaba a unadistancia superior a 200 millas de la costa,según había comprobado en sus observacionesJasper Hobson.

Al oir hablar a Kalumah, Paulina Barnettque, como es bien sabido, se hallaba perfecta-mente al corriente de la situación, iba haciendoen su mente deducciones que le darían, por fin,la clave de aquellos singulares acontecimientos,y a explicarle, sobre todo, la llegada a la isla dela joven indígena.

Durante los primeros días de la tempestad,los esquimales del cabo de los Hielos habíanpermanecido encerrados en sus chozas, sin po-der salir de ellas y mucho menos dedicarse a lapesca. Sin embargo, en la noche del 31 deagosto al 1.° de septiembre, movida por unaespecie de presentimiento, quiso Kalumahaventurarse por la playa, y desafiando la lluviay el viento huracanado observó con inquietamirada el irritado mar cuyas olas se elevabanen la sombra como una cadena de montañas.

De repente, algo después de media nocheparecióle ver una masa enorme que corría, im-pelida por el huracán, a lo largo de la costa. Susojos, dotados de un extraordinario poder vis-ual, cosa común entre todos los indígenasnómadas, habituados a las tinieblas de las lar-gas noches del invierno ártico, no podían en-gañarla. Una masa enorme pasaba a dos millasdel litoral, y esta masa no podía ser ni uncetáceo, ni un buque, ni un iceberg en estaépoca del año.

Kalumah no se detuvo siquiera a reflex-ionar. En su espíritu se hizo como una reve-lación. Ante su cerebro excitado presentáronsede improviso las imágenes de sus amigos. Losvolvió a ver a todos: Paulina Barnett, Madge, elteniente Hobson, el niño, a quien cubriera decaricias en el fuerte Esperanza. Sí, eran ellos losque pasaban, arrastrados por la tempestad,sobre aquel témpano flotante.

Kalumah no tuvo ni un instante de duda, niun momento de vacilación. Pensó que era pre-ciso avisar a los náufragos que la tierra estabapróxima. Corrió a su choza, tomó una de esasantorchas hechas de estopa y resina que losesquimales emplean para sus pescas noctur-nas!, encendióla y fue a agitarla en la cumbredel cabo de los Hielos.

Esta fue la luz que el teniente Hobson y elsargento Long vieron desde el cabo Miguel,durante la noche del 31 de agosto, en medio delas negras brumas.

¡Qué emoción la de la joven esquimalcuando vio que respondían con otra señal a lasuya! ¡cuando la luz del grupo de abetos incen-diados por el teniente Hobson llegó hasta elcontinente de América, de cuyas costas no secreía tan cercano!

Mas todo extinguióse bien pronto. La calmaduró apenas unos cuantos minutos, y la espan-tosa borrasca, rolándose al Sudeste, re-prodújose con inusitada violencia.

Kalumah comprendió que su presa, comoella llamaba, íbasele a escapar; ¡que la isla nochocaría con la tierra! La veía, la sentía, pordecirlo así, alejarse en la obscuridad de la no-che, perderse en alta mar.

Fue aquel un momento terrible para lajoven indígena. Pensó que era preciso a todacosta avisar a sus amigos, hacerles conocer susituación, decirles que aun estaban a tiempo deobrar, que cada hora perdida los alejaba más ymás del continente.

Y no vaciló un instante. Allí estaba sukayak, la frágil embarcación en la que tantasveces había desafiado las tempestades del océ-ano Ártico. Botólo, rápida, al mar, atóse a lacintura la chaqueta de piel de foca que la unía ala embarcación, y se aventuró, animosa, en elproceloso piélago.

Al llegar a este punto de su relato, PaulinaBarnett estrechó fuertemente contra el pecho ala valerosa joven. Madge lloraba, escuchándola.

Kalumah, una vez sobre las olas irritadas,dirigióse, ayudada por el viento, hacia la masanegruzca que distinguía aún confusamente enmedio de la obscuridad.

Los golpes de mar cubrían su kayak, peroeran impotentes contra la insumergible embar-cación que flotaba como una paja en la crestade las olas. Varias veces dio la vuelta; pero ungolpe de pala bastaba para enderezarla.

Por fin, después de una hora de titánicos es-fuerzos, Kalumah descubrió más claramente laisla errante: Ya no dudaba de conseguir su ob-

jetivo, pues no distaba más que un cuarto demilla.

Entonces fue cuando lanzó aquel grito queoyeron Jasper Hobson y el sargento en la ob-scuridad de la noche.

Pero entonces también Kalumah sintióse ar-rastrada hacia el Oeste por una irresistible cor-riente que, por su mayor ligereza, le imprimíamayor velocidad que a la isla. En vano trató deluchar contra ella. Lanzó nuevos gritos, que nofueron oídos, porque se encontraba ya lejos, y,cuando el alba vino a derramar alguna claridadpor el espacio, las tierras de la Nueva Georgia,que acababa de abandonar, y las de la isla flo-tante no formaban más que dos masas confusasen el horizonte.

¿Desesperó por eso la joven indígena? No.Volver al continente americano era de todopunto imposible, porque tenía el viento deproa: un viento huracanado, el mismo que, im-pulsando a la isla, iba, en treinta y seis horas, a

arrastrarla doscientas millas más adentro, conla ayuda, además, de la corriente del litoral.

Kalumah no tenía más que una solasolución: llegar a la isla, manteniéndose en lamisma corriente que ella, y en aquellas mismasaguas que la arrastraban irresistiblemente.

Pero ¡ay! las fuerzas hicieron traición alvalor de la pobre criatura. El hambre no tardóen atormentarla. El cansancio y el des-fallecimiento paralizaron la pala entre susmanos.

Luchó durante varias horas, y parecióle quese aproximaba a la isla, desde donde no eraposible verla, porque no era más que un puntoen la inmensidad del océano. Luchó, auncuando sus brazos destrozados y sus manosensangrentadas negábanse a obedecerla. Luchóhasta que, agotada, perdió el conocimiento,quedando a merced de las olas su frágil kayak.

¿Qué ocurrió entonces? No lo podía decir.¿Cuánto tiempo erró a la aventura cual inertedespojo de un naufragio? No lo sabía en abso-

luto, pues no recuperó sus facultades mentaleshasta que su embarcación, bruscamentesacudida, abrióse debajo de ella.

Kalumah quedó sumergida en el agua, cuyafrialdad reanimóla, y, algunos instantes mástarde, una ola la arrojó, moribunda, sobre unaplaya de arena.

Esto había sucedido la noche precedente,próximamente a la hora en que asomaba elalba; es decir, de dos a tres de la mañana.

Desde el momento, pues, en que Kalumahse embarcó en su kayak, hasta que éste sehundió, habían transcurrido más de setentahoras.

Entretanto, la joven indígena, salvada de lospeligros del mar, no sabía a qué costa la habíael huracán arrojado. ¿La habría devuelto al con-tinente? ¿La habría, por el contrario, conducidoa la isla hacia la cual se encaminaba con tansingular audacia? Así lo deseaba ella, y así locreía además; porque el viento y la corriente

habían debido arrastrarla hacia alta mar y nohacia el continente.

Esta idea infundióle nuevos bríos. Le-vantóse, y, toda quebrantada, echó a andar porla playa.

Sin duda alguna, la joven esquimal habíasido providencialmente arrojada en la parte dela isla Victoria que antiguamente formaba elángulo superior de la bahía de las Morsas; pero,en las actuales condiciones, no podía reconocerel litoral, socavado por las aguas, después delas alteraciones ocurridas a consecuencia de laruptura del istmo.

Kalumah caminó cierto trecho, y, no pudi-endo ya más, detúvose y reanudó después lamarcha con nuevos bríos. El camino se hacíainterminable a cada milla que recorría, éralenecesario contornear las partes de la playa in-vadidas ya por el mar; y así, de esta manera,arrastrándose, levantándose aquí, cayendo allá,llegó no. lejos del bosquecillo donde aquellamisma mañana habían descansado Paulina

Barnett y Madge; y ya se sabe que estas dosmujeres, dirigiéndose al cabo Esquimal, habíandescubierto, no lejos de este bosque, las huellasde sus pasos impresas sobre la nieve. Después,a algunos pasos de allí, la desdichada Kalumahhabía caído por vez postrera.

A partir de este punto, agotada por el can-sancio y el hambre, sólo pudo avanzar ar-rastrándose.

Pero una inmensa esperanza había nacidoen el corazón de la joven indígena. A algunospasos del litoral había reconocido, por fin, elcabo Esquimal, a cuyo pie acampara con lossuyos el año precedente. Sabía, pues, que sólose encontraba a ocho millas de la factoría, parallegar a la cual bastaríale seguir el camino quetantas veces había recorrido cuando iba a visi-tar a sus amigos del fuerte Esperanza.

Esta idea sostúvola algún tiempo; pero alllegar a la playa, agotada ya por completo, cayósobre la nieve y perdió por última vez el cono-

cimiento; y, a no ser por Paulina Barnett,hubiera perecido.

—Pero, querida señora —dijo al fin de su re-lató—, sabía perfectamente que vendría usteden mi auxilio, y que mi Dios me salvaría pormediación de usted.

El resto, ya lo sabe el lector. Un providencialpresentimiento impulsó aquel mismo día aPaulina Barnett y a Madge a explorar aquellaporción del litoral, y a visitar el cabo Esquimaldespués de su descanso y antes de regresar a lafactoría.

Después, Paulina Barnett refirió a la jovenindígena cómo tuvo lugar la ruptura deltémpano, y lo que el oso hizo entonces: yañadió después, sonriendo:

—No he sido yo quien te ha salvado, hijamía, sino ese honrado animal. Sin él, estabasperdida, y si en alguna ocasión vuelve a noso-tras, se le respetará como a tu salvador.

Durante este relato, Kalumah, fortalecidaya, había recuperado sus perdidas energías.

Paulina Barnett propuso volver al fuerte enseguida, con objeto de no prolongar tanto suausencia. La joven esquimal se levantó de unsalto, dispuesta a emprender el camino.

Paulina Barnett sentía verdadera impacien-cia por referir a Jasper Hobson los diversos in-cidentes de aquella mañana y hacerle saber loocurrido la noche de la tempestad, cuando seaproximó la isla al continente americano.

Pero ante todo recomendó a Kalumah laviajera que guardase un secreto absoluto acercade todos aquellos acontecimientos y de la situa-ción de la isla. Diría sencillamente que habíavenido por el litoral, con objeto de cumplir lapromesa que hiciera a sus amigos de hacerlesuna visita durante la buena estación. Su llegadaconfirmaría a los habitantes del fuerte en suidea de que no había ocurrido ningún aconte-cimiento extraordinario en el territorio del caboBathurst, en el caso de que alguno de elloshubiese concebido sospechas con respecto aeste particular.

Eran poco más o menos las tres cuandoPaulina Barnett, con Kalurnah apoyada en subrazo, y Madge emprendieron el camino delEste, y antes de las cinco de la tarde llegaron alfuerte Esperanza.

X LA CORRIENTE DE KAMCHATKA

Fácil es imaginar la acogida que los habi-tantes del fuerte dispensaron a Kalumah. Pare-cióles que, con su llegada, se habían reanudadolos lazos que les unía con. el resto del mundo,rotos hacía mucho tiempo. Las señoras Mac-Nap, Joliffe y Rae prodigáronle sus caricias.Kalumah corrió hacia el niño, en cuanto lo di-visaron sus ojos, cubriéndolo de besos.

Los obsequios y atenciones de sus amigoseuropeos conmovieron verdaderamente a lajoven esquimal. Todos la agasajaron a porfía, yrecibieron extraordinario placer al enterarse deque pasaría todo el invierno en el fuerte toda

vez que la estación, ya demasiado avanzada, nole permitiría regresar a los establecimientos dela Nueva Georgia.

Pero si los habitantes de la factoría semostraron agradablemente sorprendidos por lallegada de la joven indígena, ¿qué debió pensarJasper Hobson al ver aparecer a Kalumah delbrazo de Paulina Barnett? No podía dar créditoa sus ojos. Un pensamiento súbito, que tuvosólo la duración de un relámpago, atravesó sumente: la idea de que la isla Victoria, sin quenadie lo hubiese advertido, y a pesar de lassituaciones diariamente calculadas, había to-cado tierra en algún punto del continente.

Paulina Barnett leyó en los ojos del tenienteHobson esta inverosímil hipótesis y sacudió lacabeza con ademán negativo.

Entonces comprendió Jasper Hobson que lasituación no se había alterado, y esperó a quePaulina Barnett le explicase la presencia allí deKalumah.

Algunos instantes después, Jasper Hobson yla viajera paseábanse al pie del cabo Bafhurst,escuchando el primero con verdadera avidez elrelato de las aventuras de Kalumah.

Así, pues, ¡todas las suposiciones de JasperHobson se habían realizado! Durante la tem-pestad, el huracán del Nordeste había sacado ala isla errante fuera de la corriente. En aquellaterrible noche del 31 de agosto el témpano sehabía aproximado a menos de una milla dedistancia del continente americano. No habíansido la luz de un buque ni el grito de un náu-frago los que a la vez impresionaron los ojos ylos oídos del teniente. La tierra había estadojunto a ellos, y si el viento hubiera seguido so-plando siquiera una hora más en la misma di-rección, la isla Victoria habría tropezado contrael litoral de la América rusa.

Pero en aquel instante, un funesto cambiode dirección del viento había empujado a la islahacia alta mar. La irresistible corriente habíalarecibido nuevamente en su seno, y, desde en-

tonces, animada de una velocidad excesiva,imposible de contrarrestrar, impulsada por lasviolentas brisas del Sudeste, había derivadohasta el punto peligroso en que se hallaba,situada, entre dos corrientes contrarias, quepodían ocasionar ambas su pérdida y la de to-dos los desdichados seres que sobre su superfi-cie llevaba. Por centésima vez, el teniente y Paulina Bar-nett conversaron largamente acerca de todoesto. Después preguntó Jasper Hobson si entreel cabo Bathurst y la bahía de las Morsas sehabían producido importantes modificaciones.

Respondióle Paulina Barnett que en ciertaspartes el nivel litoral habíase, al parecer, de-primido, y que bañaban las olas parajes adondeno llegaban antes. Refirióle también el incidentedel cabo Esquimal, dándole a conocer la impor-tante rotura que sé había producido en estaparte del litoral de la isla.

Ninguna de estas noticias era tranquili-zadora. Era evidente que el campo de hielo que

constituía la base de la isla se disolvía poco apoco; que las aguas, relativamente más cálidas,carcomían su superficie inferior. Lo que habíasucedido en el cabo Esquimal podía repro-ducirse en el instante menos pensado en el caboBathurst. Las casas de la factoría podían a cadamomento del día o de la noche hundirse parasiempre en el abismo, y el único remedio paratan apurada situación era el invierno, con todossus rigores; el invierno, que no tardaría ya enllegar.

Al siguiente día, 4 de septiembre, una ob-seravción hecha por el teniente Hobson puso demanifiesto que la situación de la isla Victoria nose había modificado sensiblemente desde lavíspera. Permanecía inmóvil entre las dos cor-rientes contrarias, lo cual, en las circunstanciaspresentes, era lo mejor que podía suceder.

—Que nos sorprenda aquí el frío, qué elgran banco polar se oponga a nuestro paso —dijo Jasper Hobson—, que el mar se solidifiquealrededor de nosotros, ¡y nos habremos sal-

vado! La costa en este momento sólo dista denosotros escasamente 200 millas, de suerte que,aventurándonos sobre el campo de hielo en-durecido, será posible llegar, bien a la Américarusa, bien a las costas asiáticas. Pero, ¡quevenga el invierno, y que venga a toda prisa!

Entretanto, y siguiendo las órdenes delteniente, terminábanse los últimos preparativospara la invernada. Se almacenaba todo lo nece-sario para la alimentación de los animalesdomésticos durante la interminable noche po-lar. Los perros disfrutaban de excelente salud yengordaban en fuerza de estar ociosos; perohabía que tratarlos muy bien, pues tendríanque trabajar mucho cuando se abandonase elfuerte Esperanza para llegar al continente através del campo de hielo. Era, pues, necesariovelar porque conservasen sus fuerzas, y por esono se les escatimaba la carne ensangrentada, y,en especial, la de los renos que se dejabanmatar en los alrededores de la factoría.

En cuanto a los renos domésticos, marcha-ban perfectamente. Había sido su establo con-venientemente instalado, encerrándose en losalmacenes del fuerte gran cantidad de musgopara su sostenimiento. Las hembras suminis-traban abundante leche a la señora Joliffe,quien la empleaba diariamente en sus prepara-ciones culinarias.

El cabo y sü mujer habían repetido la siem-bra que durante la estación cálida tan opimosfrutos había dado, habiéndose preparado elterreno antes de la llegada de las nieves paralas plantaciones de acederas, codearías y té delLabrador. Estos preciosos antiescorbúticos nodebían faltar a la colonia.

Por lo que respecta a la leña, los cobertizosse hallaban llenos hasta los topes. Ya podía lle-gar el invierno, por duro y glacial que fuese, yhelarse en la cubeta del termómetro el mercu-rio, sin temor a verse en el caso de tener quequemar el mobiliario de la casa, como el in-vierno anterior. El carpintero Mac-Nap y sus

peones, aleccionados por la experiencia, habíanadoptado las medidas oportunas con objeto deevitarlo, siendo de advertir, además, que losdespojos de la madera empleada en la con-strucción del buque proporcionaron tambiénabundante combustible.

Por esta época empezaron a cazarse algunosanimales que habían echado ya el espléndidopelo de invierno, como martas, visones, zorrasazules y armiños. Marbre y Sabine habían sidoautorizados por el teniente para establecer al-gunas trampas en los alrededores del recinto.Jasper Hobson no había creído convenientenegarles este permiso, temeroso de excitar ladesconfianza de sus hombres, porque no habíaningún pretexto serio que alegar para inter-rumpir la recolección de pieles; sin embargo, noignoraba que trabajaban en balde, y que aquelladestrucción de animales preciosos e inofensivosa nadie aprovecharía. Por otra parte, como sealimentaba a los perros con carne de estos roe-

dores, se iba economizando una gran cantidadde la de reno.

Todo se preparaba, pues, para el inviernocomo si el fuerte Esperanza hubiera estado con-struido sobre el terreno firme, y los soldadostrabajaban con un celo que no hubiesen tenido,por cierto, si hubiesen estado en el secreto de lasituación.

Durante los días sucesivos, las operacionesverificadas con el mayor esmero no acusaroncambio alguno apreciable en la situación de laisla Victoria. Jasper Hobson, al verla inmóvil,recobraba la esperanza. Si bien es cierto que lossíntomas invernales no habían hecho todavíasu aparición en la naturaleza inorgánica, y quela temperatura media seguía manteniéndose a49° Fahrenheit (9º centígrados sobre cero),habíanse visto ya algunos cisnes que se dirigíanhacia el Sur en busca de regiones más templa-das. Otras aves, excelentes voladoras, a quieneslas grandes travesías por encima de los maresno arredran, abandonaban poco a poco las co-

stas de la isla. Sabían perfectamente que loscontinentes americano y asiático, con su tem-peratura menos áspera, sus territorios más hos-pitalarios, sus recursos de todas clases, no sehallaban muy lejos, y que sus alas eran lo sufi-cientemente vigorosas para conducirles a ellos.Cogiéronse varios de estos pájaros, y, siguiendolos consejos de Paulina Barnett, atóles JasperHobson al cuello un trozo de tela engomada, enel cual se escribía previamente la situación de laisla¡errante y los nombres de los que la habita-ban, dejándoles después que emprendiesen suvuelo hacia el Sur, y viéndoles marchar no sinenvidia.

Excusado es decir que estas operaciones re-alizábanse en secreto y sin otros testigos quePaulina Barnett, Madge, Kaluirían, JasperHobson y el sargento Long.

En cuanto a los cuadrúpedos aprisionadosen la isla, no les era posible buscar en las re-giones del Sur sus acostumbrados refugios in-vernales. Ya en esta época del año, pasados los

primeros días de septiembre, los renos, las lie-bres polares y hasta los mismos lobos, habríanabandonado, en circunstancias normales, losalrededores del cabo Bathurst, parai ir a refu-giarse en las proximidades del lago del GranOso; o del lago del Esclavo, situados muy de-bajo del Círculo Polar. Pero ahora oponíales elmar una infranqueable barrera, y tendrían queesperar a que el frío lo solidificase para tra-sladarse a las expresadas regiones. Sin dudaestos animales, impulsados por su instinto,habrían tratado de dirigirse hacia el Sur; pero,detenidos en el litoral de la isla, habían, instin-tivamente, también regresado a las proximi-dades del fuerte Esperanza, al lado de aquelloshombres, sus más temidos enemigos de ayer, ypresos hoy como ellos.

Las observaciones de los días 5, 6, 7, 8 y 9 noacusaron ninguna modificación en la situaciónde la isla Victoria. Aquel amplio remolinosituado entre las dos corrientes, cuyas aguas nohabían abandonado, la mantenía estacionaria.

Con quince días más, tres semanas a lo sumo,en aquel statu quo, Jasper Hobson podría con-siderarse salvado.

¡Pero la mala suerte no se había cansadoaún, y todavía reservaba a los habitantes delfuerte Esperanza otras pruebas sobrehumanas!

En efecto, el 10 de septiembre acusaron lasobservaciones astronómicas un desplazamientohacia el Norte, aunque poco rápido aún, de laisla Victoria.

¡Jasper Hobson quedóse aterrado! ¡La corri-ente de Kamchatka habíase apoderado, al fin,de la isla, y la arrastraba hacia los desconocidosparajes donse se formaban los grandes bancosde hielo! ¡Caminaban hacia esas espantosassoledades del océano Glacial cerradas a lasnavegaciones del hombre! ¡Hacia esas regionesde las que jamás se regresa! El teniente Hobsonno ocultó este nuevo peligro a los que se halla-ban iniciados en el secreto de la situación;empero todos ellos recibieron con resignaciónla fatídica noticia. —¡Puede ser —dijo la via-

jera— que la isla se detenga todavía! ¡Quizá sumovimiento sea lento! ¡No perdamos laesperanza...! ¡Aguardemos! El invierno ya estácerca, y, además, marchando hacia el Norte, lesalimos al encuentro. Sobre todo, ¡que se cum-pla la voluntad de Dios!

—Amigos míos —dijo el teniente Hobson—,¿creen ustedes que debo prevenir a nuestroscompañeros? ¡Ya ven ustedes en qué situaciónnos hallamos, y lo que puede ocurrimos! ¿No esincurrir en una responsabilidad espantosa elocultarles los peligros que les amenazan?

—Yo esperaría algo más —respondió sinvacilar Paulina Barnett—. Mientras no hayamosperdido todas las esperanzas, no debemos ha-cer que ellos las pierdan.

—Esa es también mi opinión — añadió sim-plemente el sargento.

Jasper Hobson quedó muy satisfecho al oirel parecer de sus compañeros, porque él eratambién de este modo de pensar.

En los días 11 y 12 acentuóse más eldesplazamiento hacia ei Norte. La isla Victoriacaminaba con una velocidad de doce a trecemillas por día; es decir, que se alejaba diaria-mente esta distancia de toda tierra, elevándosehacia el Norte, siguiendo la curva que forma lacorriente de Kamchatka en aquella latitud. Notadaría en rebasar el paralelo 70° que cortaba enotro tiempo la extremidad del cabo Bathurst,más allá del cual no existe tierra alguna enaquella porción de las regiones árticas.

Jasper Hobson marcaba diariamente en lacarta la situación de la isla, pudiendo apreciarde este modo los abismos infinitos que recorría.La única circunstancia menos adversa consistíaen que marchaban al encuentro del invierno,como acertadamente había dicho Paulina Bar-nett. Al derivar hacia el Norte, tropezarían máspronto con el frío y con las aguas heladas quedebían consolidar y robustecer poco a poco eltémpano inmenso que les servía de base.

Pero si los habitantes del fuerte podíanabrigar la esperanza de no hundirse en el mar,¡qué camino interminable, impracticable talvez, tendrían que recorrer para regresar deaquellas profundidades hiperbóreas! ¡Ah! si laembarcación, por deficiente que fuese, hubieraestado lista, no hubiese vacilado Jasper Hobsonante la idea de embarcarse con todo el personalde la colonia; pero, a pesar de la diligencia de-splegada por los carpinteros, no estaba con-cluida ni lo estaría en mucho fiempo; porqueMac-Nap tenía que desplegar gran esmero en laconstrucción de un casco al que debía confiarsela vida de Veinte personas en mares en extremotormentosos.

El 16 de septiembre la isla Victoria se encon-traba de 75 a 80 millas más al norte del puntodonde había quedado estacionada durante al-gunos días, entre las corrientes de Behring y lade Kamchatka; pero se acentuaron entonces lossíntomas de la aproximación del invierno. Lanieve caía a menudo, siendo a veces sus copos

apretados y abundantes. La columna mercurialdescendía lentamente; y, si bien el promedio dela temperatura era aún de 44° Fahrenheit (de 6ºa 7º centígrados sobre cero), durante la nochesolía descender a 32°, que es el cero del ter-mómetro centígrado. El sol describía una curvasumamente deprimida por encima del hori-zonte. A mediodía sólo se elevaba algunos gra-dos, permaneciendo ya oculto por espacio deonce horas de las veinticuatro del día.

Por fin, del 16 al 17 de septiembre, losprimeros indicios de hielos viéronse sobre elmar. Eran pequeños cristales aislados, que se-mejaban una especie de nieve, los cuales form-aban manchas sobre la superficie límpida delagua. Era fácil comprobar que, según una ob-servación hecha ya por el célebre naveganteScoresby, el efecto inmediato de esta nieve eracalmar las olas, como hace el aceite que losmarineros derraman para calmar mo-mentáneamente la agitación del mar. Estos pe-queños carámbanos tenían una tendencia espe-

cial a soldarse, y así lo hubieran hecho en aguastranquilas; pero las ondulaciones en las olasquebrábanlos, desuniéndolos tan pronto comoformaban superficies algo considerables.

Jasper Hobson observó con extraordinariaatención la primera aparición de estos nuevoshielos. Sabía perfectamente que bastaban vein-ticuatro horas para que la capa de hielo, creci-endo por su parte inferior, alcanzase un espesorde dos o tres pulgadas, el cual era suficientepara resistir el peso de un hombre, y abrigaba,por tanto, la esperanza de que la isla Victoriano tardaría en verse detenida en su movimientohacia el Norte.

Pero hasta entonces, el día desbarataba eltrabajo de la noche, y si bien es cierto que lamarcha de la isla se retardaba durante las horasde tinieblas por el obstáculo que le ponían laacumulación de los hielos, rotos éstos o fundi-dos por el calor del sol, dejaban de embarazarsu desplazamiento, cuya rapidez aceleraba unacorriente de notable intensidad.

Así, pues, el avance hacia las regiones sep-tentrionales proseguía sin que nada pudieradetenerlo.

El 21 de septiembre, en el momento delequinoccio, el día se igualó con la noche, y, apartir de aquel momento las horas de estaúltima se fueron alargando a expensas de lasdel primero. El invierno avanzaba sensible-mente pero no era riguroso ni temprano. Porentonces, la isla Victoria se había aproximadoya al paralelo 71°, y experimentó por primeravez un movimiento de rotación sobre sí mismaque evaluó Jasper Hobson aproximadamenteen un cuarto de circunferencia.

Fácil es concebir las inquietudes del tenienteHobson. La naturaleza amenazaba revelar,hasta a los menos clarividentes, el secreto deuna situación que por todos los medios a sualcance había tratado de ocultarles; pues, a con-secuencia de este movimiento de rotación,habíanse trastocado los puntos cardinales de laisla. El cabo Bathurst no demoraba ya al Norte,

sino al Este. El sol, la luna y las estrellas nosalían y se ocultaban por los mismos puntosque antes, y era imposible que personas quetodo lo observaban, tales como Mac-Nap, Mar-bre, Rae y otros, no advirtiesen este cambio quelos pondría al corriente de todo.

Pero, con gran satisfacción de JasperHobson, aquellos valerosos soldados no sedieron, al parecer, cuenta de nada. Eldesplazamiento, con respecto a los puntos car-dinales, no había sido considerable, y la atmós-fera, cubierta casi siempre de brumas, no per-mitía observar exactamente los lugares pordonde se verificaban el orto y el ocaso de losastros.

Este movimiento de rotación pareció coin-cidir con otro de traslación más rápido todavía.A partir de aquel día caminó la isla Victoria conuna velocidad de cerca de una milla por horaelevándose siempre hacia las latitudes superi-ores y alejándose de la tierra. Jasper Hobson nose desanimaba por eso, pues no era hombre que

perdiese fácilmente la esperanza; pero se con-sideraba perdido y clamaba a toda costa por elfrío, es decir, por el invierno.

Entretanto, la temperatura había bajado másaún. Nevó abundantemente los días 23 y 24 deseptiembre, y, soldándose: los copos a la super-ficie de los témpanos, que ya el frío había con-solidado, aumentó su volumen. La inmensallanura de hielos formábase poco a poco. Laisla, aún se abría caminoi entre ellos; pero suresistencia aumentaba de hora en hora.: El marse iba congelando hasta donde alcanzaba lavista.

Por fin, la observación del 27 de septiembredemostró que la isla Victoria, aprisionada enmedió de un inmenso campa de hielo, habíapermanecido inmóvil desde la víspera, siendtfsu situación de 177° 22' de longitud y 72° 57' delatitud; es decir, que se hallaban a más de 600millas de todo continente.

XI

UNA COMUNICACIÓN DE JASPERHOBSON

Tal era la situación. La isla había fondeadosus anclas, según la expresión del sargentoLong, y, habiéndose detenido, permanecía es-tacionaria, como en la época en que se hallabaunida al continente americano; pero la separa-ban más de 600 millas de las tierras habitadas, yesta enorme distancia sería necesario recorrerlaen trineos, sobre la superficie solidificada delmar, en medio de las montañas de hielo que ibael frío a acumular, siendo preciso realizar esteviaje en los meses más crudos del invierno ár-tico.

Era una empresa terrible, y, sin embargo, nose podía vacilar. El invierno, por quien tantohabía suspirado Jasper Hobson, había llegadoal fin, deteniendo la funesta carrera empren-dida hacia el Norte por la isla, e iba a tender unpuente de 600 millas entre ella y los continentesvecinos. Era, pues, necesario aprovechar estas

nuevas circunstancias para repatriar a todaaquella colonia perdida en las regiones hiper-bóreas.

En efecto, como el teniente Hobson habíaexplicado a sus amigos, no era posible aguardara que la primavera inmediata provocase el de-shielo, porque ello equivaldría a abandonarsede nuevo a los caprichos de las corrientes delmar de Behring. Tratábase, pues, solamente deesperar que la superficie del mar se encontrasesuficientemente sólida, lo cual ocurriría al cabode tres o cuatro semanas. Entretanto, pensabael teniente Hobson realizar reconocimientosfrecuentes a través del campo de hielo queaprisionaba la isla, a fin de determinar suestado de solidificación, las facilidades que of-recería al resbalamiento de los trineos, y quécamino ofrecería mayores facilidades, si el delas costas asiáticas o el de las americanas.

—No hay para qué decir —añadió elteniente Hobson, conversando acerca de todoesto con Paulina Barnett y el sargento Long—

que preferiremos siempre las costas de laNueva Georgia a las asiáticas, y que, por con-siguiente, en igualdad de circunstancias, en-caminaremos nuestros pasos hacia la Américarusa.

—Kalumah, en este caso, podrá sernos desuma utilidad —respondió Paulina Barnett—;porque, en su calidad de indígena, conoce per-fectamente estos territorios de la Nueva Geor-gia.

—Muy útil, en efecto —dijo el tenienteHobson—; su llegada hasta nosotros ha sidorealmente providencial. Gracias a ella, nos seráfácil llegar a los establecimientos del fuerte Mi-guel, en el golfo de Norton, o bien a la ciudadde Nuevo Arcángel, situada más al Sur, endonde pasaremos el resto del invierno.

—¡Pobre fuerte Esperanza! —exclamó Pau-lina Barnett—. ¡Construido con tantas fatigas, ycon tantas ilusiones dirigido por usted, señorHobson! ¡Me partirá el corazón el tener queabandonarlo en esta isla, en medio de estos

campos de hielo, más allá quizá del infranque-able banco polar! ¡Sí! ¡Cuando llegue la hora departir, derramará mi corazón lágrimas de san-gre al darle el postrer adiós!

—No será menor mi pesar, señora —respondió Jasper Hobson—; tal vez supere alde usted. ¡Era la obra más importante de mivida! Había puesto a contribución toda mi in-teligencia y todas mis energías para construireste fuerte, en mal hora bautizado con el nom-bre de Esperanza, y jamás podré consolarme detenerlo que abandonar Además, ¿qué dirá laCompañía que me había confiado esta em-presa?

—Dirá, señor Hobson —exclamó PaulinaBarnett—, que ha cumplido usted con su deber;que no puede usted ser responsable de los ca-prichos de la Naturaleza, más poderosa siem-pre y en todas partes que la mano y la inteli-gencia del hombre. Comprenderá que usted nopodía prever lo que ha ocurrido, porque estabafuera de las previsiones humanas. Sabrá, en fin,

que, gracias a la prudencia y energía moral porusted desplegadas, no tendrá que lamentar lapérdida de uno siquera de los seres que lehabía confiado.

—Gracias, señora —respondió el tenienteHobson estrechando la mano de Paulina Bar-nett—; le agradezco en el alma esas lisonjeraspalabras que le inspira la nobleza de sucorazón; pero conozco un poco a los hombres,y, créame usted a mí, vale mil veces más unéxito que un fracaso. En fin, ¡Dios sobre todo!

Deseoso el sargento Long de alejar de lamente del teniente aquellas tristes ideas, trajo laconversación otra vez a las circunstancias pre-sentes. Habló de los preparativos que era pre-ciso hacer para la próxima marcha, y preguntóa Jasper Hobson si pensaba, por fin, revelar asus compañeros la situación real de la isla Vic-toria.

—Esperemos aún —respondióle elteniente—. Nuestro silencio ha evitado hastaahora numerosas inquietudes a esas pobres

gentes; aguardemos a que el día de la marchaesté definitivamente fijado, y entonces seráocasión de decirles la verdad toda entera.

Una vez acordado esto, prosiguieron lostrabajos ordinarios de la factoría durante lassiguientes semanas.

¿Cuál era, un año antes, la situación de losentonces felices y satisfechos habitantes delfuerte Esperanza?

Un año antes, los primeros síntomas de laestación invernal presentáronse como entonces.Los nuevos hielos formáronse poco a poco en ellitoral. La laguna, cuyas aguas estaban mástranquilas que las del mar, congeláronse antesque éstas. La temperatura se conservaba du-rante el día a uno o dos grados por encima delpunto de fusión del hielo, y descendía durantela noche dos o tres por debajo de él. JasperHobson comenzaba a hacer que sus hombres sevistiesen de invierno, colocándose las pieles ylos trajes de lana. Se instalaban los condensa-dores en el interior de la casa. Se limpiaba el

depósito de aire y las bombas de ventilación. Seconstruían trampas alrededor de la empalizada,en las proximidades del cabo Bathurst, y Mar-bre y Sabine envanecíanse con los triunfos queobtenían como cazadores. En resumen, tocabana su fin los trabajos que se estaban realizandoen el interior de la casa principal con objeto deprepararla para el invierno.

Este año, aquellas animosas gentes proced-ieron de idéntica manera. Aunque el fuerteEsperanza ocupase una latitud superior en dosgrados a la que tenía al principio del inviernoanterior, esta diferencia no debía producir unamodificación sensible en el estado medio de latemperatura. En efecto, entre los paralelos 70 y72 la distancia no es lo bastante considerablepara que la temperatura media varíe de unmodo apreciable. Más bien parecía que el fríoera menos intenso que al principio del inviernoanterior; pero esto era debido, sin duda, a quelos invernantes se habían familiarizado ya conaquel clima tan rudo.

Es preciso observar, sin embargo, que lamala estación no se presentó con su acostum-brado rigor. El tiempo estaba húmedo, y la at-mósfera se cargaba diariamente de vapores quese resolvían una veces en lluvia, otras en nieve;pero no hacía tanto frío como hubiese deseadoJasper Hobson.

Por lo que al mar respecta, congelábase al-rededor de la isla; mas no de una manera con-tinua y regular. Amplias manchas negruzcas,diseminadas por la superficie del nuevo campode hielo, indicaban que los témpanos no se hal-laban aún entre sí muy bien acoplados. Oíansecasi incesantemente retumbantes ruidos debi-dos a la fractura del gran banco polar, que sehallaba formado de un número infinito de tro-zos imperfectamente soldados, y cuyas aristassuperiores disolvía la lluvia. No se sentía esaenorme presión que de ordinario se producecuando los hielos nacen rápidamente bajo lainfluencia de un frío sumamente intenso, y seacumulan los unos sobre los otros. Los icebergs

eran raros y la gran barrera de hielos no se ele-vaba todavía en el horizonte.

—He aquí un invierno ideal para los explo-radores del paso del Noroeste y para los descu-bridores del Polo —repetía el sargento Longcon frecuencia—; pero en extremo desfavorablepara nuestros proyectos, y perjudicial en ex-tremo para nuestra repatriación.

Este estado de cosas prolongóse durantetodo el mes de octubre, pudiendo comprobarJasper Hobson que la temperatura media nopasó de 32° Fahrenheit, que corresponden alcero del termómetro centígrado, y sabido esque hace falta que la temperatura descienda asiete u ocho grados bajo cero y se mantenga asídurante varios días para que el mar se congele.

Además, una circunstancia que no pasó in-advertida para el teniente Obson, ni tampocopara Paulina Barnett, demostraba de unamanera evidente que el campo de hielo no es-taba todavía practicable.

Los animales presos en la isla, lo mismo losdotados de pieles valiosas que los renos, lobos,etc., se habrían indudablemente marchado aotras latitudes más bajas si les hubiese sidoposible, es decir, si el mar solidificadohubiérales ofrecido un camino seguro. Perolejos de ello, pululaban alrededor de la factoría,y buscaban cada vez con más insistencia lavecindad del hombre. Hasta los mismos lobosse acercaban a tiro de fusil de la empalizadapara devorar a las martas y las liebres polaresque constituían su única alimentación. Losrenos, impulsados por el hambre, careciendo dehierba y de musgo que pacer, erraban for-mando rebaños por los alrededores del caboBathurst. Un oso, sin duda alguna aquel conquien Paulina Barnett y Kalumah habían con-traído una deuda de gratitud, pasaba fre-cuentemente entre los árboles del bosque quehabía a la orilla del lago. Por consiguiente, elhecho de que aquellos animales, y en especiallos rumiantes que precisan una alimentación

exclusivamente vegetal, permaneciesen aún enla isla Victoria durante el mes de octubre, eraseñal evidente de que no podían huir.

Se ha dicho ya que la temperatura mediaera de cero grados centígrados; pues bien,cuando Jasper Hobson consultó su diario, vioque el invierno anterior, por aquellos mismosdías, el termómetro marcaba 20° Fahrenhteitbajo cero, que equivalen a 10° centígrados bajocero también. ¡Qué diferencia tan grande, y dequé caprichosa manera se distribuye el calor enestas regiones polares!

Los invernantes no sentían verdadero frío,de suerte que no se vieron obligados a encer-rarse en la casa. Sin embargo, la humedad eragrande, porque cellisqueaba con frecuencia, y eldescenso del barómetro ponía de manifiestoque la atmósfera se hallaba saturada de va-pores.

Durante todo aquel mes de octubre JasperHobson y el sargento Long realizaron fre-cuentes excursiones con objeto de reconocer el

estado en que se hallaba el campo de hielo al-rededor de la isla. Fueroa un día al cabo Mi-guel; otro al ángulo de la antigua bahía de lasMorsas, deseosos de saber si el paso estaba yapracticable, bien hacia el continente americano,o bien hacia el asiático, y si podía fijarse el díade la marcha.

Pero la superficie del campo de hielohallábase sembrada de charcas, y, en determi-nados lugares, llena de grietas que hubieranindudablemente detenido la marcha de lostrineos. Ni aun siquiera un viajero solo hubierasido posible que se aventurase a pie a través deaquel desierto casi tan líquido como sólido. Lamultitud de puntas, de cristales, de prismas, depoliedros de todas clases que erizaban la super-ficie del campo de hielo, dándole la aparienciade una amplia concreción de estalactitas,demostraba de una manera evidente que unfrío insuficiente y mal regulado, que una tem-peratura intermitente había producido aquellasolidificación incompleta. Parecía más bien un

ventisquero que un campo de hielo, lo cualhubiera hecho la marcha excesivamente pe-nosa, caso de ser practicable.

El teniente Hobson y el sargento Long,aventurándose en el campo de hielo, avanzaronhacia el Sur una o dos millas; pero a costa deinfinitas fatigas y de emplear en ello un tiempoconsiderable. Convenciéronse, pues, de que eranecesario aguardar más todavía, y regresaronal fuerte Esperanza abatidos por un gran desa-liento.

Llegaron los primeros días de noviembre.La temperatura descendió solamente algunosgrados, lo cual no era bastante. Espesas yhúmedas nieblas envolvían la isla Victoria, ha-ciéndose preciso mantener todo el día las lucesencendidas en el interior de la casa cuando pre-cisamente debía economizarse el aceite, todavez que las existencias no habían sido repuestaspor el convoy del capitán Creventy, y la caza,por otra parte, de las morsas habíase hechoimposible, supuesto que estos anfibios no fre-

cuentaban ya la isla errante. De suerte que, si seprolongaba la invernada en aquellas condi-ciones, no tardarían los Habitantes del fuerte enverse precisados a emplear la grasa de los ani-males o la resina de los pinos para procurarsela luz.

Ya en esta época se habían hecho los díasexcesivamente cortos, y el sol, que no era másque un disco pálido, sin calor y sin brillo, sólose paseaba algunas horas por encima del hori-zonte. Sí, sí; aquello era verdaderamente el in-vierno con su acompañamiento de brumas,lluvias, nieves... ¡pero un invierno sin frío!

El 11 de noviembre fue un día señaladopara los habitantes del fuerte Esperanza, y laseñora Joliffe uo dejó de festejarlo sirviendo asus comensales algunos extraordinarios en lacomida del mediodía. En efecto, era el nataliciode Miguelito Mac-Nap, que cumplió en dichodía su primer año de edad. Gozaba de excelentesalud y era el encanto de todos, con sus cabellosrubios y ensortijados y sus ojos azules. Tenía

con su padre una extraña semejanza, de la queel honrado carpintero mostrábase en extremoorgulloso. A los postres pesaron al pequeño.¡Era cosa de ver cómo se agitaba en la balanza yqué gritos lanzaba de alegría! ¡Pesaba 34 libras!¡Qué éxito para la señora Mac-Nap! ¡Con quéhurras fue acogido aquel peso soberbio y quéde enhorabuenas recibió la excelente mujer,como nodriza y como madre! Pero, aunqueparezca extraño, el cabo Joliffe consideró comodirigidas a su persona una parte no escasa deaquellas congratulaciones, no se sabe si en sucalidad de padre nutricio o de niñero. El dignomilitar había tantas veces mecido, paseado ydormido en sus brazos al niño, que creía, talvez con razón, haber contribuido al aumento desu peso.

Al día siguiente, 12 de noviembre, dejó elsol de mostrarse por encima del horizonte.Comenzaba la noche polar, y por cierto 9 horasantes que el invierno anterior lo cual era debidoa la diferencia en latitud existente entre el lugar

que ocupaba actualmente la isla y el de su em-plazamiento en el continente americano.

La desaparición del sol no produjo cambioalguno en el estado de la atmósfera. La tem-peratura permaneció lo mismo que hasta en-tonces, caprichosa e indecisa. El termómetrobajaba un día para subir de nuevo al siguiente.Llovía y nevaba alternativamente. La brisa erasuave y no se fijaba nunca en ningún puntodeterminado del horizonte, pasando en un solodía muchas veces por todos los rumbos de laaguja. Era temible la constante humedad deaquel clima, pues podía determinar afeccionesescorbúticas entre los invernantes. Afor-tunadamente, aunque si bien es cierto que, acausa de no haber llegado el convenido convoyempezaban a escasear el zumo del limón y delima y las pastillas de cal, al menos las cosechasde acederas y coclearias habrían sido abun-dantes, y, siguiendo las recomendaciones delteniente Hobson, hacíase de ellas un uso cotid-iano.

Era, sin embargo, preciso intentarlo todopara salir del fuerte Esperanza. En las condi-ciones en que se hallaban, tal vez no bastasentres meses para llegar al continente máspróximo, y no era posible exponer la ex-pedición a que la sorprendiese el deshielo enmedio de los témpanos antes de llegar a latierra firme. Era, pues, necesario, partir antesque finalizase noviembre, si se decidían a par-tir.

Acerca de esta cuestión no había la menorduda; pero si durante un invierno riguroso, quehubiese endurecido bien todas las partes delcampo de hielo, el viaje habría sido difícil,juzgúese su gravedad con aquel tiempo inde-ciso.

El 13 de noviembre, Jasper Hobson, PaulinaBarnett y el sargento Long reuniéronse parafijar el día de la partida. El sargento era deopinión de que se abandonase la isla lo máspronto posible.

—Porque —decía— debemos contar con to-dos los retardos que pueden presentarse en unatravesía de seiscientas millas. Es necesario queantes del mes de marzo hayamos sentado el pieen el continente americano, porque, de le con-trario, nos exponemos a que comience el de-shielo y a encontrarnos en este caso en unasituación peor aún que en nuestra isla.

—Pero, ¿está el mar por ventura —preguntóPaulina Barnett— lo bastante solidificado paraque sea posible viajar sobre su superficie?

—Sí, señora —replicó el sargento Long—, ycada día se irá espesando más el hielo. Además,el barómetro sube lentamente, y esto es un in-dicio de descenso de temperatura, de suerteque de aquí al momento en que estén termina-dos todos los preparativos que tenemos queejecutar para ponernos en marcha, calculo hande embargarnos al menos una semana, esperoque el tiempo se habrá puesto completamentefrío.

—¡No importa! —exclamó Jasper Hobson—;el invierno se presenta mal; y todo, verdadera-mente, parece conspirar contra nosotros. Hayprecedentes de inviernos muy extraños en estosmares, y de balleneros que han podido navegarpor parajes donde, ni aun durante el verano,hubieran encontrado otros años ni una solapulgada de agua debajo de su quilla. Decualquier modo que sea, no hay que perder niun día. Siento sólo que la temperatura habitualde estos climas no nos haya ayudado.

—Ya nos ayudará —dijo Paulina Barnett—.En todo caso, es preciso estar preparados paraaprovechar las circunstancias favorables quepuedan presentarse. ¿Cuál es la fecha extremaen que se cree usted que puede emprenderse lamarcha, señor Hobson?

—A fines de noviembre, lo más tarde —respondió el teniente Hobson—; pero si de aquía ocho días, hacia el 20 de este mes, nuestrospreparativos estuviesen terminados y se pu-diese caminar sobre el hielo, consideraría en

extremo favorable esta última circunstancia ypartiríamos al punto.

—Bien dicho —exclamó el sargento—. De-bemos, pues, prepararnos sin desperdiciar uninstante.

—Entonces, señor Hobson —preguntó Pau-lina Barnett—, ¿va usted a revelar a nuestroscompañeros la situación en que nos encon-tramos?

—Sí, señora. Ha llegado el momento dehablar, toda vez que el de obrar se ha presen-tado.

—Y, ¿cuándo piensa usted revelarles lo queignoran?

—Ahora mismo, sargento Long —añadió elteniente Hobson, dirigiéndose a su subordi-nado, que se cuadró militarmente en el acto—,mande usted que se reúnan todos nuestroshombres en el salón principal para recibir misórdenes.

El sargento Long giró automáticamente so-bre sus talones, y salió con paso rítmico,después de saludar militarmente.

urante algunos minutos, Jasper Hobson yPaulina Barnett permanecieron solos, sindespegar los labios.

El sargento volvió al poco tiempo y anuncióal teniente Hobson que sus órdenes habían sidoejecutadas.

En seguida, Jasper Hobson y la viajerapenetraron en el salón principal. Todos loshabitantes de la factoría, hombres y mujeres,hallábanse allí reunidos, vagamente alumbra-dos por la incierta luz de las lámparas.

Avanzó Jasper Hobson hasta colocarse en elcentro de sus compañeros, y, con acento grave,les dijo:

—Amigos míos, hasta ahora, y con el fin deevitaros inütiles inquietudes, he creído debermío el ocultaros la situación en que se encuen-tra nuestro establecimiento del fuerteEsperanza... Un terremoto nos ha separado del

continente... El cabo Bathurst ha sido descua-jado de la costa americana... Nuestra antiguapenínsula no es ahora más que una isla dehielo, una isla errante...

En este preciso momento, avanzó Marbrehacia Jasper Hobson, y, con acento firme, ledijo: — ¡Lo sabíamos, mi teniente!

XII UNA TENTATIVA AUDAZ

¡Lo sabían aquellas gentes animosas, y, parano aumentar la amargura de su jefe, habíanfingido ignorarlo, entregándose con idénticoardor a los preparativos de la gran invernada! .

Los ojos del teniente Hobson se llenaron delágrimas de ternura. Sin tratar de ocultar suemoción, tomó la mano que el cazador letendía, y la estrechó con cariño.

Sí; aquellos soldados intrépidos no ignora-ban nada, porque Marbre lo había adivinadotodo hacía ya mucho tiempo. La trampa de los

renos llena de agua salada; el no haberse pre-sentado el destacamento que esperaban, proce-dente del fuerte Confianza; las observacionesastronómicas practicadas diariamente con ob-jeto de hallar la latitud y longitud del lugar,que hubieran sido inútiles en tierra firme; lasprecauciones que adoptaba el teniente Hobson,con objeto de no ser visto, cuando se preparabaa tomar las alturas del sol; y, por último, elcambio de orientación sobrevenido durante losúltimos días, y del cual se habían dado exactacuenta; todos estos indicios reunidos habíanhecho comprender su situación a los habitantesdel fuerte Esperanza. Tan sólo la llegada deKalumah habíales parecido inexplicable, supo-niendo, como era en efecto verdad, que los aza-res, de la tempestad habían arrojado a la playaa la joven indígena.

Marbre, que fue el primero en cuya inteli-gencia se había hecho la luz, manifestó sus so-spechas al carpintero Mac-Nap y al herreroRae. Los tres consideraron fríamente la cuestión

y acordaron que debían revelar la verdad, nosólo a sus compañeros, sino a las mujeres tam-bién; hecho lo cual, comprometiéronse todos aaparentar ante su jefe que no sabían nada, y aobedecerle ciegamente como siempre.

—¡Sois unos valientes, amigos míos! —exclamó Paulina Barnett, profundamente con-movida al escuchar las explicaciones de Mar-bre—; ¡sois unos soldados honrados y valero-sos!

—Nuestro teniente puede contar connosotros —añadió Mac-Nap—. El ha cumplidocon su deber, y nosotros sabremos cumplir conel nuestro.

—Sí, sí, mis queridos compañeros —exclamó jasper Hobson—; el Cielo no nosabandonará, y nosotros le ayudaremos a sal-varnos.

Después les refirió Jasper Hobson todo loque había ocurrido desde el día en que el ter-remoto provocó la fractura del istmo, convir-tiendo en isla errante los territorios continen-

tales del cabo Bathurst. Explicóles cómo sobreaquel mar libre de hielos, en medio de la pri-mavera, la nueva isla había sido arrastrada poruna corriente desconocida a más de doscientasmillas de la costa; cómo el huracán la habíavuelto a traer a la vista de la tierra, alejándolanuevamente durante la noche del 31 de agosto;cómo, en fin, la valerosa Kalumah había ex-puesto su vida por venir en auxilio de sus ami-gos europeos. Después les dio a conocer loscambios que había experimentado la isla, quese disolvía lentamente en las aguas más cálidas,y el temor que había tenido de ser arrastrados,ora por la corriente de Kamchatka, ora hasta elmar Pacífico. Por último, manifestó a sus com-pañeros que la isla errante había quedado in-movilizada definitivamente a partir del día 27de septiembre último.

Fue traída, por fin, la carta de los mares ár-ticos, y Jasper Hobson marcóles la posición queocupaba la isla, a más de 600 millas de todatierra.

Terminó diciéndoles que la situación era enextremo peligrosa, que la isla quedaría nece-sariamente pulverizada cuando sobreviniese eldeshielo, y que, antes de recurrir a la embarca-ción, que no podría ser utilizada hasta elpróximo estío, convenía aprovechar el inviernopara llegar al continente americano,dirigiéndose a él a través del campo de hielo.

—Tendremos que recorrer seiscientas millasen medio de grandes fríos y de impenetrablestinieblas. La prueba será dura, amigos míos;pero comprenderéis como yo que no hay mediode retroceder.

—Estamos todos dispuestos a seguirle, miteniente —respondióle Mac-Nap—, tan prontocomo dé usted la señal de partida.

Quedó así convenido, y a partir de aquel díaempezaron a hacerse, con toda rapidez, lospreparativos de la peligrosa expedición. Loshombres habían adoptado valerosamente laresolución de recorrer 600 millas en aquellascondiciones. El sargento Long dirigía los taba-

jos, en tanto que Jasper Hobson, los dos ca-zadores y Paulina Barnett iban a reconocer confrecuencia el estado del campo de hielo. Kalu-mah les acompañaba la mayoría de las veces, ysus consejos, basados en la experiencia, podíanser muy útiles al teniente. Habiéndose fijado lafecha de partida, salvo algún acontecimientoimprevisto, para el 20 de noviembre, no habíatiempo que perder.

Según lo había previsto Jasper Hobson, tanpronto se roló el viento, descendió la tempera-tura, aunque no mucho, y la columna de mer-curio marcó 24° Fahrenheit (4º 44' centígradosbajo cero). La nieve reemplazó a la lluvia de losdías precedentes, y el suelo endurecióse. Conque se sostuviera aquel frío durante algunosdías, el arrastre de los trineos haríase posible.La grieta abierta por delante del cabo Miguelencontrábase rellena de nieve y hielo; pero nodebe olvidarse que sus aguas más tranquilashabían debido helarse más de prisa. Buena

prueba de ello era que las aguas del mar nopresentaban un estado tan satisfactorio.

El viento soplaba casi incesantemente conextremada violencia, oponiéndose las olas a laformación regular de los hielos, de suerte queno adquirían la debida consistencia. Grandescharcas de agua separaban en muchos lugareslos témpanos y no era posible intentar aún elpaso a través del campo de hielo.

—El tiempo se pone decididamente frío —dijo Paulina Barnett al teniente, el día 15 denoviembre, durante un reconocimiento practi-cado hasta la costa Sur de la isla—; la tempera-tura desciende de una manera sensible, y estosespacios líquidos no tardarán en solidificarse.

—Así lo creo yo también —respondió elteniente Hobson—; pero, desgraciadamente, lamarea, como se verifica la congelación, es pocofavorable para nuestros proyectos. Lostémpanos son pequeños, sus bordes formannumerosas asperezas que erizan la superficiedel mar; de tal suerte que, auní suponiendo que

nuestros trineos se puedan deslizar sobre ella,habrán de tropezar con grandes dificultades.

—Pero, si no me engaño —respondió la via-jera—, bastarían algunos días, tal vez algunashoras de copiosas nevadas, para nivelar toda susuperficie.

—Sin duda —respondió el teniente—; pero,para que nieve, será necesario que suba la tem-peratura; y si aumenta el calor, volverá a dislo-carse el banco de hielo. ¡He aquí, pues, un di-lema cuyas dos consecuencias nos son desfa-vorables!

—Veamos, señor Hobson— dijo PaulinaBarnett—, hay que reconocer que sería el colmode la mala suerte que tropezásemos en el lugardonde nos encontramos, en pleno océano Gla-cial, con un invierno templado en vez de uninvierno ártico.

—No sería la primera vez que así ocurriese,señora —replicó Jasper Hobson—. Debe usted,además, tener en cuenta que el invierno ante-rior, que pasamos en el continente americano,

fue extremadamente rudo, y que se ha obser-vado que es muy raro que se sucedan uno aotro dos inviernos de idéntico rigor y duración,como los balleneros de los mares boreales sa-ben perfectamente. ¡No cabe duda alguna deque esto constituiría el colmo de la mala suerte!¡Un invierno crudísimo cuando hubiéramosdeseado un invierno moderado, y un inviernobenigno, cuando nos hace falta un inviernoexcesivamente frío! ¡Es preciso reconocer que,hasta ahora, no hemos tenido gran fortuna!¡Cuando pienso que habrá que franquear unadistancia de más de 600 millas, y con mujeres yun niño!

Y, extendiendo la mano hacia el Sur,mostraba Jasper Hobson el espacio infinito quese extendía ante sus ojos: una vasta planiciecaprichosamente recortada en forma de encaje.¡Triste aspecto el de aquel mar, imperfecta-mente solidificado, cuya superficie crujía consiniestro ruido! Una luna turbia, medio ocultaentre las húmedas brumas, elevábase apenas

algunos grados sobre el horizonte sombrío,derramando una luz macilenta sobre todoaquel conjunto.

La semiobscuridad, ayudada por ciertosfenómenos de refracción, duplicaba el tamañode los objetos. Algunos icebergs de medianaaltitud adquirían en apariencia dimensionescolosales, tomando a veces formas de mon-struos apocalípticos. Algunas aves pasabanagitando con estrépito sus alas, y la menor deellas, por efecto de esta ilusión óptica, parecíamayor que un cóndor.

En ciertas direcciones, en medio de las mon-tañas de hielo, parecían abrirse inmensos túne-les negros, en los cuales el hombre más audazhubiera temido arriesgarse. Sentíanse, además,súbitos movimientos, debidos al desplome delos icebergs, los cuales, socavados por susbases, buscaban una nueva posición de equi-librio, produciendo en su caída gran estruendo,que los ecos sonoros repetían. De este modocambiaba con frecuencia el aspecto de la es-

cena, cual la decoración de una función demagia. ¡Con qué sentimiento de espanto debíancontemplar aquellos terribles fenómenos losdesdichados invernantes que tenían que aven-turarse a través de aquel campo de hielo!

A pesar de su valor y de su energía moral,la viajera sentíase invadida de involuntarioterror. Helábase su alma lo mismo que sucuerpo. Sentía tentaciones de cerrar los ojos, detaparse los oídos para no ver ni oir nada.Cuando, en ciertos instantes, se velaba la lunatras una bruma más densa, el aspecto siniestrode aquel paisaje polar acentuábase aún más, yPaulina se imaginaba entonces la caravana dehombres y mujeres caminando a través deaquellas soledades, en medio de las nieves, enmedio de las tempestades, en medio de las ava-lanchas, sumida en las tinieblas horribles de laimponente noche ártica.

Entonces Paulina Barnett hacía esfuerzospara ver. Deseaba habituar su mirada a aquel-los imponentes aspectos, acostumbrar su alma

a aquel terror. De repente un grito agudo es-capóse de su pecho, y su mano oprimió convul-sivamente la del teniente Hobson, mostrándolea la par con la otra un enorme objeto blanco, decontornos mal definidos, que se movía en lapenumbra a cien pasos apenas de ellos.

Era un monstruo de deslumbradora blan-cura, de talla gigantesca, cuya altura pasaba de50 pies. Caminaba lentamente sobre los espar-cidos témpanos, saltando de unos a otros, yagitando sus patas formidables que habríanpodido abrazar diez enormes encinas a untiempo. Parecía que, a su vez, trataba tambiénde buscar un paso practicable a través delcampo de hielo para huir de aquella isla fu-nesta. Hundíanse los témpanos bajo su enormepeso, y no recuperaban su equilibrio sinodespués de desordenados movimientos.

El monstruo avanzó así durante un cuartode milla sobre el campo de hielo; mas después,no encontrando sin duda paso alguno, volvió

grupas y se dirigió hacia el punto de la playaocupado por el teniente y Paulina.

Jasper Hobson requirió el fusil, que llevabaen bandolera, y se dispuso a hacer fuego. Perodespués de tener bien enfilado al animal, dejócaer el arma, y dijo a Paulina Barnett muy dequedo:

—Es un oso, señora; un oso cuyas dimen-siones ha aumentado la refracción de un modoexagerado.

Era un oso polar en efecto, y Paulina Barnettreconoció en seguida la ilusión óptica de queacababa de ser juguete. Respiró con holgura, yexclamó poco después:

—¡Es mi oso! ¡Un oso filantrópico! ¡El único,probablemente, que ha quedado en la isla!Pero, ¿qué hace, señor Hobson?

—Trata de escapar, señora —exclamó JasperHobson, sacudiendo la cabeza—. ¡Trata de huirde esta maldita isla! Y no puede lograrlo,demostrándonos así que el camino está cerradopara él y para nosotros!

Jasper Hobson no se engañaba. El temibleanimal, al verse preso, había tratado de aban-donar la isla para llegar al continente; y nohabiéndolo logrado, regresaba otra vez allitoral. El oso pasó a veinte pies del teniente ysu compañera, moviendo la cabeza y gruñendosordamente; y, o no los vio realmente, o no loscreyó dignos de fijar su vista en ellos, puesprosiguió su marcha con pesado paso, y sedirigió hacia el cabo Miguel, no tardando endesaparecer tras un cerro.

Aquel día, el teniente y Paulina Barnett re-gresaron al fuerte tristes y silenciosos.

Entretanto, proseguían activamente en elfuerte los preparativos para la marcha cuandola travesía de los campos de hielo hubiera sidoposible. La seguridad de la expedición exigíaque no se descuidase nada, que se viese todo yque se tuviese en cuenta, no sólo las fatigas ysus dificultades naturales, sino también los ca-prichos de aquella naturaleza polar, que con

tanta energía se defiende contra las investiga-ciones humanas.

Los perros habían sido objeto de particu-lares cuidados. Déjeseles correr por los alrede-dores del fuerte, a fin de que el ejercicio les de-volviese las fuerzas algo entorpecidas por unprolongado reposo. Los expresados animalesencontrábanse todos en un estado satisfactorioy aptos para realizar una larga marcha, si no seles hacía trabajar demasiado.

Examináronse los trineos con cuidado. Lasuperficie abrupta del campo de hielo debíanecesariamente exponerlos a choques violentos,de suerte que fue preciso reforzar sus patasprincipales, encargándose de este trabajo elcarpintero Mac-Nap y sus peones.

Construyéronse además dos trineos-carretasde grandes dimensiones, destinados, el uno, altransporte de las provisiones, y el otro, al de laspieles, debiendo ser tirados los dos por losrenos domesticados, a quienes adiestróse alefecto. Es muy cierto que las pieles eran una

impedimenta de lujo, que tal vez hubiese sidoprudente abandonar; pero Jasper Hobsonquería, mientras fuera posible, salvar los intere-ses de la Compañía, decidido, por otra parte, aabandonarlas durante el camino, si compro-metían o estorbaban la marcha de la caravana.Nada, por otra parte, se arriesgaba con ello,toda vez que si se abandonaban en el fuerteaquellas valiosísimas pieles, se perderían sinremedio.

Por lo que respecta a los víveres, la cosa eramuy distinta. Las provisiones debían ser abun-dantes y fáciles de transportar. No se podíacontar en modo alguno con los productos de lacaza. Los animales comestibles les tomarían ladelantera, tan luego como el campo de hielo sehallase practicable, dirigiéndose a toda prisa alas regiones del Sur. Así, pues, colocáronse enun carro especial carnes conservadas, cecina,pasteles de liebre, pescados secos, galletas, cuyaexistencia era desgraciadamente bastante re-ducida, gran cantidad de acederas y de

codearías, aguardiente, espíritu de vino para laconfección de las bebidas calientes, etc., etc.Bien hubiera querido Jasper Hobson llevartambién combustible, porque durante las 600millas no encontrarían un árbol, ni un arbusto,ni una mata de musgo, y no había que contarcon que el mar arrojara maderas ni despojos debuques; pero no podía admitirse semejante so-brecarga y fue preciso renunciar a ella. Afor-tunadamente, los vestidos de abrigo no habíande faltar; serían abundantes y cálidos, y, sifuese preciso, se haría uso de las pieles queconducía el otro carro.

En cuanto a Tomás Black, que después desu infausta aventura habíase retirado en abso-luto del mundo, huyendo de sus compañeros,encerrándose en su camarote y no tomandoparte jamás en los consejos que el teniente, elsargento y la viajera celebraban, reapareció tanpronto como se hubo fijado el día de la partida;pero fue para ocuparse únicamente del trineoque debía transportar su persona, sus instru-

mentos y sus libros de apuntes. Mudo siempre,no había medio de arrancarle una sola palabra.Habíalo olvidado todo, hasta su condición desabio inclusive; y desde que quedó en ridículocon las protuberancias lunares, no habíaprestado la menor atención al estudio de losfenómenos peculiares de las altas latitudes,tales como las auroras boreales, los halos, lasparaselenes, etc.

En fin, durante los últimos días cada cual sehabía aplicado a su tarea con tal diligencia ycelo, que, en la mañana del 18 de noviembre,todo estaba dispuesto para la partida. Por des-gracia, el campo de hielo no se hallaba todavíapracticable. Si bien es cierto que la temperaturahabía descendido, el frío no había sido lo sufi-ciente intenso para solidificar de una manerauniforme la superficie del mar. La nieve,además de ser muy fina, no caía de un modouniforme y continuo. Jasper Hobson, Marbre ySabine habían recorrido diariamente el litoralde la isla, desde el cabo Miguel hasta la punta

de la antigua bahía de las Morsas, y hasta sehabían aventurado por el campo de hielo, ale-jándose de la costa milla y media aproximada-mente, viéndose en la necesidad de reconocerque estaba lleno de hoyos, cortaduras y grietas.Era materialmente imposible que por su super-ficie pudiesen caminar, no digamos ya lostrineos, sino ni aun siquiera los hombresdueños de sus movimientos. Las fatigas delteniente Hobson y de sus hombres durante es-tas excursiones habían sido terribles, y más deuna vez creyeron que no podrían volver a laisla Victoria a través de aquellos témpanosmovibles todavía.

Parecía verdaderamente que la Naturalezase cebaba en aquellos desdichados invernantes.Durante los días 18 y 19 de noviembre subió eltermómetro en tanto que el barómetro de-scendía. Esta modificación del estado atmos-férico debía producir fatales resultados. A lapar que disminuía el frío, llenábase de vaporesel cielo. Con una temperatura de 34° Fahrenheit

(1º 11’ centígrados sobre cero, lo que cayó enabundancia no fue nieve, sino agua. La lluvia,relativamente cálida, fundía en muchos lugaresla capa de nieve blanca.

Fácil es imaginar el efecto que estas aguasdel cielo producirían sobre el campo de hielo,disgregándolo de un modo que cualquierahubiera creído que se aproximaba el deshielo.Jasper Hobson, que a pesar del mal tiempo re-inante iba frecuentemente a la costa meridionalde la isla, volvió un día desesperado.

El día 20, una nueva tempestad, casi igualen violencia a la que un mes atrás había azo-tado a la isla, desencadenóse en aquellas funes-tas regiones del océano Glacial. Los invernantestuvieron que renunciar a salir al exterior, y du-rante dos días viéronse en la precisión de per-manecer encerrados dentro del fuerteEsperanza.

XIII A TRAVÉS DEL CAMPO DE HIELO

Por fin, el 22 de noviembre, el tiempo em-pezó a mejorar, calmándose la tempestad enpocas horas. Rolóse el viento al Norte y el ter-mómetro descendió varios grados. El hecho dehaber desaparecido algunas aves de largo vuelohizo concebir la esperanza de que la tempera-tura iba a descender francamente hasta alcan-zar el grado que correspondía en aquella época,del año y en tal alta latitud. Los invernanteslamentaban verdaderamente que no hiciese elmismo frío que el invierno anterior, cuandobajó el termómetro a 72° Fahrenheit, bajo cero,equivalente a 55° centígrados bajo el punto decongelación del agua destilada.

Jasper Hobson resolvió partir sin tardanza,y, en la mañana del día 22, toda la pequeñacolonia se encontraba preparada para aban-donar jel fuerte Esperanza y la isla, que ahoraformaba una pieza con el campo de hielo y sehallaba enlazada, por tanto, al continente poruna llanura sólida de 600 millas de extensión.

A las once y media de la mañana, en mediode una atmósfera grisácea, pero serena, queuna espléndida aurora boreal iluminaba delhorizonte al cénit, Jasper Hobson dio la señalde partida. Los perros hallábanse enganchadosa los trineos. Tres parejas de renos domestica-dos habían sido uncidos a los trineos-carretas, yse emprendió silenciosamente la marcha haciael cabo Miguel, lugar por donde deberían pasarde la isla propiamente dicha al campo de hielo.

La caravana siguió al principio la ladera dela colina cubierta de arbolado, situada al Estedel lago Barnett; pero en el momento de ir adoblar su punta, volviéronse todos para dirigiruna última mirada al cabo Bathurst que aban-donaban para siempre. En medio de la inciertaclaridad de la aurora boreal dibujábanse al-gunas de sus aristas cubiertas de nieve, y dos otres líneas blancas limitaban el recinto de lafactoría. Una masa blanquecina, que, domi-nando el conjunto, se alzaba de trecho en tre-cho, y el humo que se escapaba aún de sus dos

chimeneas, postrimeros alientos de un fuegoque se iba a extinguir para siempre, fue loúnico que pudieron ver del fuerte Esperanza,de aquel establecimiento fundado a costa detantas penalidades y trabajos que resultabanahora por completo infructuosos.

—¡Adiós! ¡adiós para siempre, casa que noshas cobijado contra los fríos polares! — ex-clamó Paulina Barnett, agitando, no sin pena,por última vez la mano.

Y todos, después de este adiós postrimero,reanudaron, silenciosamente y tristes, el viajede regreso.

A la una el destacamente había llegado alcabo Miguel, después de haber contorneado lagrieta que el frío insuficiente del invierno nohabía podido cerrar otra vez por completo.Hasta entonces, las dificultades del camino nohabían sido grandes, porque el suelo de la islaVictoria presentaba una superficie relati-vamente lisa; pero en el campo de hielo seríamuy diferente. En efecto, sometido este último

a la enorme presión de los bancos del Norte,hallaríase sin duda erizado de icebergs, degrandes protuberancias, de verdaderas mon-tañas heladas entre las cuales sería necesariobuscar pasos practicables a costa de los may-ores esfuerzos, de las más extraordinarias fati-gas.

A la caída de la tarde habíase avanzado yaalgunas millas sobre el campo de hielo y seprocedió a organizar un campamento dondepasar la noche, al estilo de los esquimales y losindios de la América del Norte, practicandoorificios donde guarecerse en los bloques dehielo. Los cuchillos para la nieve hábilmentemanejados, empezaron a funcionar, y, a lasocho, después de una cena compuesta decarnes secas, todo el personal de la factoríahabíase introducido dentro de estos agujeros,que son más abrigados de lo que pudieraimaginarse.

Pero, antes de dormirse, Paulina Barnetthabía preguntado al teniente si podía calcular

el camino recorrido desde el fuerte Esperanzahasta allí.

—Creo que hemos recorrido más de diezmillas — respondió Jasper Hobson.

—¡Diez millas de seiscientas! —exclamó laviajera—. ¡A este paso, tardaremos tres mesesen franquear la distancia que nos separa delcontinente americano!

—Tres meses y acaso más —respondió Jas-per Hobson—; pero no es posible caminar másaprisa. No viajamos, como el año anterior, porlas llanuras heladas que separan el fuerte Con-fianza del cabo Bathurst, sino sobre un campode hielo deforme, quebrantado por la presión,que no puede ofrecernos ningún camino fácil.Espero tropezar con grandes dificultades du-rante esta expedición. ¡Ojalá podamos vencer-las! En todo caso, lo importante no es llegarpronto, sino llegar con salud, y me consideraríadichoso si ninguno de mis compañeros faltasecuando entremos en el fuerte Confianza.Quiera el cielo que en el plazo de tres meses

hayamos podido llegar a cualquier punto de lacosta americana, señora, que entonces cuantoshimnos de acción de gracias entonemos pare-cerán mezquinos.

La noche transcurrió sin incidentes; peroJasper Hobson, durante su largo insomnio,creyó sentir en el suelo sobre el cual se habíaorganizado el campamento algunas trepida-ciones de mal augurio, que delataban una faltade cohesión en todas las partes del campo dehielo. Parecióle que éste no se hallaba por com-pleto consolidado en toda su extensión, de su-erte que debía hallarse cortado en muchos pun-tos por grietas enormes, lo cual era una circun-stancia en extremo perjudical, toda vez queaquel estado de cosas hacía muy problemáticala comunicación con la tierra firme.

Por otra parte, había observado JasperHobson, antes de su partida, que ni los ani-males de piel fina ni tampoco los carnívoros dela isla Victoria habían abandonado las proxi-midades de la factoría; y cuando estos animales

no habían ido a buscar regiones más templadasdonde pasar el invierno en las regiones del Sur,era sin duda alguna porque les decía su instintoque habrían de tropezar en su camino con in-superables obstáculos.

Sin embargo, Jasper Hobson había obradomuy acertadamente al realizar aquella tentativapara repatriar a la pequeña colonia, lanzándosea través del campo de hielo. Era imprescindiblerealmente correr aquel albur antes de quecomenzase el deshielo, y siempre le quedaba elrecurso de volver sobre sus pasos.

Al día siguiente, 23 de noviembre, no pudoel destacamento avanzar ni diez millas hacia elEste, porque las dificultades del camino creci-eron notablemente. Presentábase el campo dehielo horriblemente convulsionado, pudiendodeducir, por ciertas capas fáciles de reconocer,que se habían superpuesto varios bancos dehielo, empujados sin duda hacia aquel amplioembudo del océano Glacial por el irresistibleempuje de la gran barrera polar. De aquí las

colisiones de unos témpanos con otros, la ag-lomeración de icebergs, que semejaban un granhacinamiento de montañas que una mano im-ponente hubiera dejado caer en aquel espacio yque se hubiesen esparcido durante el descenso.

Era evidente que aquella caravana formadapor los trineos y sus tiros no podía pasar porencima de aquellos bloques colosales, ni menosabrirse un camino a hachazos o a cuchilladas através de sus moles inmensas. Los icebergsaquellos afectaban las formas más diversas,figurando ciudades que se hubiesen desplo-mado por entero. Muchos de ellos medían tre-scientos o cuatrocientos pies de altura sobre elnivel del campo de hielo, agitándose en suscumbres enormes cantidades de carámbanosque no esperaban más que una sacudida, unchoque, una vibración del aire para precipitarsecual avalanchas enormes.

Por eso, al contornear aquellas montañas denieve, era preciso adoptar las mayores precau-ciones. Habíase dado orden de no levantar la

voz ni excitar a los tiros con crujidos de látigosen aquellos peligrosos parajes. Y no eranexageradas semejantes precauciones, pues lamenor imprudencia hubiera podido provocaruna terrible catástrofe.

Pero dando estos rodeos y buscando los pa-sos practicables perdíase mucho tiempo, seagotaban las fuerzas, y no se adelantaba nadaen la dirección apetecida, pues a veces, paraavanzar una milla, había que dar una vuelta dediez. Menos mal que aun tenían bajo sus piesun suelo firme.

Sin embargo, el día 24 tropezaron con otrosobstáculos que temió con razón Jasper Hobsonno poder superar en absoluto.

En efecto, después de haber franqueado unaprimera barrera de hielos, que se alzaba a unasveinte millas de la isla Victoria, encontróse eldestacamento sobre un campo de hielo muchomenos escabroso y cuyas diversas piezas nohabían sido sometidas a una fuerte presión. Eraevidente que, a consecuencia de la dirección de

las corrientes marinas, el empuje del granbanco polar no se dejaba sentir por aquel lado.Pero Jasper Hobson y sus compañeros no tard-aron en ver su camino cortado por anchas grie-tas que no se habían solidificado aún. La tem-peratura era relativamente templada, no indi-cando por término medio el termómetro menosde 34° Fahrenheit (1º 11' centígrados sobrecero); y como es bien sabido que el agua saladaresiste más a la congelación que la dulce, lasuperficie del mar no se había solidificado porcompleto. Todas las porciones endurecidas queformaban el gran banco polar y el campo dehielo procedían de latitudes más altas, con-servándose por sí mismas y nutriéndose, pordecirlo así, con su propio frío; pero aquel espa-cio meridional del mar Ártico no se hallabauniformemente helado, y caía, además, unalluvia templada que traía consigo nuevos ele-mentos de disolución.

Aquel día quedó el destacamento detenidoen absoluto delante de una grieta llena de

aguas tumultuosas, sembradas de pequeñoshielos; porque, si bien su anchura no parecía sersuperior a cien pies, su longitud, en cambio,debía medir varias millas.

Por espacio de dos horas recorrieron elborde occidental de esta grieta con la esperanzade llegar a su extremo y reanudar la marchahacia el Este; pero todo fue en vano, y hubo alfin que detenerse. Se hizo alto y se organizó elcampamento.

Jasper Hobson avanzó otro cuarto de milla,seguido del sargento Long, observando la in-terminable grieta, y maldiciendo la benignidadde aquel invierno que tanto les perjudicaba.

—Hay que pasar, sin embargo —dijo el sar-gento Long—; porque no podemos estacionar-nos aquí.

—Sí, es preciso pasar —respondió elteniente Hobson—, y pasaremos, bien re-montándonos hacia el Norte, bien descendi-endo hacia el Sur, pues, al fin, acabaremos derodear esta grieta; pero después de ella se pre-

sentarán otras, y tendremos siempre lo mismo,durante centenares de millas tal vez, mientrasdure esta indecisa y deplorable temperatura.

—Pues bien, mi teniente —replicó el sar-gento—; eso debemos averiguarlo antes deproseguir nuestro viaje.

—Tiene usted razón, sargento —dijo resuel-tamente Jasper Hobson—, porque, de lo con-trario, nos expondríamos a encontrarnos conque, después de haber recorrido quinientas oseiscientas millas a fuerza de rodeos, nohabríamos franqueado ni siquiera la mitad dela distancia que nos separa de la costa ameri-cana. Sí, sí; es preciso, antes de alejarnos más,reconocer la superficie del campo de hielo, yeso es lo que voy a hacer.

Y en seguida, sin añadir palabra, desnudóseJasper Hobson, arrojóse a aquel agua semihe-lada, y, a fuer de vigoroso nadador, llegó enpocos instantes al borde opuesto de la grieta, ydesapareció entre las sombras, en medio de losicebergs.

Algunas horas más tarde, Jasper Hobson,completamente agotado, regresaba al cam-pamento, donde ya se encontraba el sargento.Llamó a éste aparte y le manifestó, lo mismoque a Paulina Barnett, que el campo de hieloera completamente impracticable.

—Tal vez un hombre solo —les dijo—, sintrineo y sin bagajes, lograse pasarlo a pie; perouna caravana... ¡imposible! Las grietas multi-plícanse hacia el Este, y, en realidad, más títilnos sería una embarcación que un trineo parallegar al continente americano.

—Pues bien —dijo el sargento—, si unhombre solo cree usted que podría atravesarlocon algunas probabilidades de éxito, ¿no de-biera uno de nosotros tratar de hacer el viajepara ir a buscar socorro?

—He pensado partir... —respondió JasperHobson.

—¡Usted, señor Jasper! —¡Usted, mi teniente!

Este par de respuestas, simultáneasdemostraron cuan inesperada era la idea delteniente y cuan inoportuna parecía a sus inter-locutores. ¡Partir él, el jefe de la expedición!¡Abandonar a los que le estaban confiados,aunque fuera en interés de ellos y para corrermayores peligros aún! ¡No! ¡eso no era posible!Por eso Jasper Hobson no insistió.

—Sí, amigos míos —dijo entonces—, oscomprendo perfectamente, y no os abandonaré.Pero es inútil también que cualquiera devosotros quiera hacer la tentativa. No lo lo-graría, sin duda; perecería en el camino y, mástarde, cuando el camino de hielo se disuelva, sucuerpo no tendría más turaba que el abismoque existe debajo de nuestros pies. Por otraparte, aun dando por supuesto que pudiesellegar a Nuevo Arcángel, ¿qué adelantaría conello? ¿Cómo vendría a socorrernos? ¿Fletaría unbuque para venir a buscarnos? Pero ese barcono podría venir hasta después del deshielo, y,pasada esa época, ¿quién es capaz de saber si

habrá sido la isla Victoria arrastrada al océanoGlacial o al mar de Behring?

—Tiene usted razón, mi teniente —respondió el sargento Long—. Permanezcamosunidos, y, si está escrito que hayamos de sal-varnos, en un buque, la embarcación de Mac-Nap está en el cabo Bathurst, y, al menos, notendremos que esperar.

Paulina Barnett había escuchado sin deciruna palabra. También ella comprendía perfec-tamente que, puesto que no ofrecía el campo dehielo ningún paso practicable, era preciso cifrartoda esperanza en la embarcación de Mac-Nap,y esperar sin desmayos la época del deshielo.

—Y entonces —dijo al fin—, señor Jasper,¿qué piensa usted hacer?

—Volver a la isla Victoria. —Volvamos, pues, y, ¡que el Cielo nos pro-

teja! Hizo reunir Jasper Hobson a todo el per-

sonal de la colonia, y le propuso volver, envista de las circunstancias.

La primera impresión producida por la de-claración del teniente no fue buena. Aquellaspobres gentes tenían tal confianza en su repa-triación inmediata a través del campo de hielo,que el desengaño fue inmenso. Pero prontoreaccionaran mostrándose dispuestas a obede-cer.

Jaspef Hobson les dio a conocer entonces elresultado de la exploración que acababa deefectuar; manifestóles que por el Este acu-mulábanse insuperables obstáculos, que eramaterialmente imposible pasar con todo el ma-terial de la caravana, del cual no se podía pre-scindir en modo alguno tratándose de un viajeque debía durar varios meses.

—Tenemos en este momento todas lascomunicaciones cortadas con la costa ameri-cana —añadió—; y si nos empeñamos en seguiravanzando hacia el Este a costa de incalculablesfatigas, corremos el riesgo, además, de no po-der regresar a la isla, que es nuestro postrer yúnico refugio. Si el deshielo nos sorprende en

estos parajes, estaremos perdidos sin remedio.Os he dicho la verdad toda entera, amigosmíos, sin tratar de disimularla, ni tampoco deagravarla. Sé que me dirijo a personas enérgicasque saben que no soy capaz de retroceder antelos mayores peligros; y por eso mismo os repitoque nos hallamos delante de un imposible.

Aquellos soldados tenían una confianza ab-soluta en su jefe. Conocían su valor y su ener-gía, y cuando les aseguraba que no se podíapasar, era sin duda alguna porque el campo dehielo estaba impracticable.

El regreso al fuerte Esperanza hubo de fi-jarse, pues, para la mañana siguiente, y real-izóse en las más tristes condiciones. El tiempoera espantoso. Violentas rachas de viento bar-rían la superficie del campo de hielo; llovíatorrencialmente. ¡Juzgúese la dificultad de ori-entarse en medio de una obscuridad profundaentre aquel laberinto de icebergs!

El destacamento empleó nada menos quecuatro días y cuatro noches en recorrer la dis-

tancia que le separaba de la isla. Varios trineosy sus tiros hundiéronse en las grietas. Sin em-bargo, el teniente Hobson tuvo la satisfacciónde no perder ninguno de sus compañeros, gra-cias a su abnegación y prudencia. Pero, ¡cuán-tas fatigas y peligros, y qué porvenir tan som-brío esperaba a aquellos infelices condenados apasar otro invierno en la isla errante!

XIV LOS MESES DE INVIERNO

Jasper Hobson y sus compañeros no estu-vieron de regreso en el fuerte Esperanza hastael día 28, tras de inenarrables fatigas. Ya nopodían contar más que con la embarcación, quesería imposible utilizar antes de .que transcur-rieran seis meses, es decir, cuando el mar hubi-ese quedado otra vez ubre.

La invernada dio comienzo. Se descargaronlos trineos, y se guardaron los víveres en ladespensa, y las ropas, los utensilios, las armas y

las pieles en los almacenes. Los perros reingre-saron en las perreras y los renos domesticadosen sus establos.

Tomás Black tuvo que ocuparse también ensu reinstalación. ¡Estaba desesperado! El infelizastrónomo volvió a instalar sus libros y suscuadernos en su camarote, y, más irritado quenunca contra la fatalidad que en él se ensañaba,permaneció, como antes, absolutamente ex-traño a cuanto en la factoría pasaba.

Bastó un día para la reinstalación general,dando comienzo en seguida aquella existenciainvernal tan poco variada y que tan espanto-samente monotonía hallarían los habitantes delas grandes ciudades. Los trabajos de aguja, elrepaso de la ropa, y hasta la conservación de laspieles, pues tal vez fuera posible salvar algunaparte de ellas, juntamente con la observacióndel tiempo, la vigilancia del campo de hielo y lalectura constituían las ocupaciones y los en-tretenimientos cotidianos de la desdichadacolonia.

Paulina Barnett lo dirigía todo y en todo senotaba su influencia. Si a veces sobrevenía unarencilla entre aquellos sufridos soldados, quetenían el carácter agriado por las penalidadespresentes y las inquietudes relativas a loporvenir, las palabras de Paulina Barnettpronto la disipaban. La viajera ejercía un granimperio sobre aquella buena gente, aunque sólolo explotaba en beneficio de todos.

Kalumah le había tomado cada día másafecto. Todos, por otra parte, sentían especialcariño por la joven esquimal, que se mostrabasiempre dulce y servicial. Paulina Barnett sehabía propuesto educarla, y todos le augurabanun buen éxito, porque su discípula era ver-daderamente inteligente y sentía deseos de sa-ber. Perfeccionóla en el estudio de la lenguainglesa y le enseñó a leer y escribir. Además, enestas materias, Kalumah encontró diez maes-tros que se disputaban el placer de enseñarla;porque, de todos aquellos soldados educadosen las posesiones inglesas o en la misma In-

glaterra, no había ni uno solo que no supieseleer, escribir y al menos las cuatro reglas.

Dióse especial impulso a la construcción dela barca, la cual quedó forrada y con cubiertasantes de fin de mes. En medio de aquellas ti-nieblas, Mac-Nap y sus peones trabajabanasiduamente a la luz de sus antorchas, en tantoque los otros se ocupaban en el arreglo de losalmacenes de la factoría. La estación, aunque yamuy avanzada, conservábase indecisa. El frío,muy intenso a veces, no se sostenía, lo cual de-bía evidentemente atribuirse a la persistenciade los vientos del Oeste.

Todo el mes de diciembre transcurrió entrelluvias y nieves, con una temperatura que os-ciló entre 27° y 34° Fahrenheit (3º 33' bajo cero,y Io 11' sobre cero del termómetro centígrado).El gasto de combustible fue bastante moderado,a pesar de no haber ninguna razón que aconse-jase su economía, pues había abundantes reser-vas. Con la luz, por desgracia, no sucedía lomismo. El aceite amenzaba acabarse, por lo

cual decidió Jasper Hobson que no se encend-iera la lámpara más que durante algunas horasdel día. Practicóse un ensayo con la grasa delreno; pero el olor que despedía esta substanciaera tan insoportable, que valía más permanecera obscuras. Suspendíanse entonces los trabajosy las horas se hacían interminables.

Presentáronse en el horizonte algunas auro-ras boreales y dos o tres paraselenes en las épo-cas de los plenilunios. Tomás Black tuvoocasión de observar estos meteoros conminucioso cuidado; de obtener datos preciosossobre su intensidad, su coloración, sus rela-ciones con el estado eléctrico de la atmósfera,su influencia sobre la aguja imantada, etc.; peroni por un momento abandonó siquiera sucuarto. ¡Era un alma completamente ex-traviada!

El día 30 de diciembre pudo verse, a laclaridad de la luna, que una larga línea circularde icebergs cerraba el horizonte por el Norte yel Este. Era el gran banco polar cuyas masas

heladas elevábanse las unas sobre las otras. Sualtura podía calcularse entre 300 y 400 pies.Aquella enorme barrera rodeaba ya la isla enlos dos tercios de su circunferencia, y era muyde temer que se prolongase aún más.

El cielo permaneció sumamente despejadodurante la primera semana de enero. El nuevoaño de 1861 había debutado con un frío bas-tante intenso, bajando la columna de mercurioa 8º Fahrenheit (13° 33' centígrados bajo cero),que era la temperatura más baja de aquel ex-traño invierno que se había observado hastaentonces. De todos modos, el descenso era pococonsiderable para tan elevada latitud.

Jasper Hobson calculó nuevamente la situa-ción de la isla, por medio de observaciones deestrellas, comprobando que no había experi-mentado el menor desplazamiento.

Por esta época iba a faltar el aceite, a pesarde las economías que se habían realizado; ycomo el sol no se dejaría ver aún hasta losprimeros días de febrero, los invernantes se

hallaban amenazados de quedarse en la ob-scuridad más completa, cuando, gracias a lajoven esquimal, pudo hallarse el aceite necesa-rio para la alimentación de las lámparas.

Era el día 3 de enero, Kalumah había ido alpie del cabo Bathurst con el fin de observar elestado de los hielos. En aquel lugar, lo mismoque en toda la parte septentrional de la isla, elcampo de hielo presentábase más compacto.Los témpanos que lo constituían se hallabanmás unidos, no dejando intervalos líquidosentre ellos. Su superficie, aunque muy escab-rosa, aparecía toda sólida; lo cual era debido,sin duda, a que el campo de hielo, empujadohacia el Sur por el gran banco polar, había sidofuertemente comprimido entre aquél y la isla.

Sin embargo, la joven esquimal descubrió, afalta de grietas, varios agujeros redondos per-fectamente marcados en la superficie del hielo,cuyo uso conocía perfectamente. Eran agujerosde focas, es decir, que por aquellas aberturas,que no dejaban cerrar, los anfibios, presos bajo

la corteza sólida, salían a respirar a la superficiey a buscar, bajo la nieve, los musgos del litoral.

Kalumah sabía que los osos, durante el in-vierno, pacientemente apostados cerca de estosorificios, acechaban el momento en que sale delagua el anfibio, le echan la garra, lo matan y selo llevan. Sabía también que los esquimales, nomenos pacientes que los osos, esperan delmismo modo la aparición de estos animales, losenlazan por medio de un nudo corredizo, y seapoderan de ellos sin demasiado trabajo.

Ahora bien, lo que hacían los esquimales ylos osos, podían practicarlo también hábilescazadores, y, supuesto que existían los agu-jeros, era señal evidente que había focas que losutilizaban; y estas focas podían suministrarlesaceite, y el aceite la luz que faltaba en la fac-toría.

Kalumah volvió al fuerte en seguida;previno a Jasper Hobson; llamó éste a Sabine yMarbre; explicóles la joven el procedimientoque los esquimales empleaban para capturar a

las focas durante el invierno, y los indujo a se-guirlo.

Aun no había acabado de hablar, cuando yatenía preparada Sabine una resistente cuerda,provista de su nudo corredizo.

Jasper Hobson, Paulina Barnett, los ca-zadores, Kalumah y otros dos o tres soldadostrasladáronse al cabo Bathurst; y, mientras lasmujeres permanecían en la playa, avanzaronlos hombres, arrastrándose, hasta el lugar indi-cado, y, provisto cada cual de una cuerda,apostáronse en acecho cada uno en las proxi-midades de un orificio distinto.

La espera fue bien larga. Una hora transcur-rió sin que nada anunciase la aproximación delos anfibios; pero, al fin, se agitó el agua en unode los agujeros, que Marbre vigilaba por cierto,asomando por él una cabeza armada de largoscolmillos: la cabeza de una morsa. LanzóleMarbre con maña el nudo corredizo, y tiró de lacuerda con viveza. Acudieron en su ayuda to-dos sus compañeros, y, no sin bastante trabajo

y a pesar de su gran resistencia, el gigantescoanfibio fue extraído del agua y arrastrado sobreel hielo, donde lo remataron a hachazos.

Aquello había sido un gran triunfo. Loshabitantes del fuerte Esperanza aficionáronse aesta clase de pesca, y cogieron otras morsas porigual procedimiento, las cuales proporcionaronaceite en abundancia, que, aunque de origenanimal, era de calidad muy suficiente para elentretenimiento de las lámparas, y, a partir deaquella fecha, no faltó nunca la luz a los traba-jadores de ambos sexos en la sala común. Elfrío, entretanto, no se acentuaba, permaneci-endo la temperatura soportable. Si los in-vernantes se hubiesen hallado sobre el sólidoterreno del continente, no hubieran podidomenos de felicitarse por poder pasar un in-vierno en tales condiciones. Hallábanse ademásabrigados por la gran barrera de hielos contralas brisas del Norte y del Oeste, cuya influenciano experimentaban apenas, y avanzaba el mes

de enero sin que marcase el termómetro nadamás que algunos grados bajo cero.

Pero precisamente el resultado de una tem-peratura tan benigna había sido impedir que sesolidificase el mar por completo alrededor de laisla. Hasta estaba comprobado que el campo dehielo no se había consolidado en toda su exten-sión, y que aun existían grietas, de mayor omenor importancia, que lo hacían impractica-ble, toda vez que ni los rumiantes ni los ani-males de piel fina habían abandonado la isla.Estos cuadrúpedos se habían familiarizado yamansado de una manera increíble, hasta elextremo de que parecían formar parte del con-tingente de animales del fuerte.

Con arreglo a las órdenes del tenienteHobson, se respetaba a estos animales, a quie-nes hubiera sido absolutamente inútil matar.Sólo se derribaban los renos para procurarsecarne fresca y variar el alimento ordinario; perose dejaba tranquilos a los armiños, los linces, lasmartas, las ratas almizcleras, los castores y las

zorras que frecuentaban sin el menor temor losalrededores del fuerte. Algunos llevaban suaudacia hasta penetrar en el recinto, de dondenadie trataba de echarlos.

Las martas y las zorras presentaban unmagnífico aspecto con el pelo del invierno, yalgunas tenían gran valor. Estos roedores, gra-cias a la benignidad de la temperatura, encon-traban con facilidad el apetecido alimento vege-tal debajo de la capa de nieve blanda y de pocoespesor, y no tenían que vivir a expensas de lasprovisiones de la factoría.

Esperábase, no sin temor, que finalizase elinvierno, en medio de una existencia extre-madamente monótona, que Paulina Barnettprocuraba variar por todos los medios posibles.

Un único incidente señaló tristemente elmes de enero. El día 7, el hijo del carpinteroMac-Nap fue acometido de una fiebre bienalta.. Dolores de cabeza, sed ardiente, alternati-vas de calor y de frío pusieron en poco tiempoa la infeliz criatura en lamentable estado.

¡Juzgúese la aflicción de sus padres y de todossus amigos! Nadie sabía lo que hacer, pues seignoraba qué clase de enfermedad padecía;pero, por consejo de Madge, que no se descon-certaba, y que en estos achaques era un pocoentendida, fue combatido el mal con tisanasrefrescantes y cataplasmas. Kalumah se multi-plicaba, pasando los días y las noches al ladodel niño, sin que fuese posible proporcionarleun momento de reposo.

Pero, hacia el tercer día, no hubo ya dudaalguna acerca de la naturaleza de la enfer-medad. Una erupción característica cubrió elcuerpo del niño. Tratábase de una escarlatinade especie maligna, que necesariamente debíaproducir una inflamación interna.

Es raro que los niños de un año de edad sevean atacados de este mal y con tan extraordi-naria violencia; pero esto no quiere decir queno suceda a veces. El botiquín del fuerte no era,desgraciadamente, muy completo; pero Madge,que había asistido a varios enfermos de escar-

latina, conocía la eficacia de la tintura de bella-dona, y administraba cada día una o dos gotasal enfermito, adoptándose al mismo tiempo lasmayores precauciones con objeto de evitar enabsoluto el contacto del aire.

El niño había sido transportado a la habi-tación que ocupaban sus padres. La erupciónno tardó en adquirir toda la fuerza, presentán-dosele en la lengua, en los labios y hasta en losglobos de los ojos pequeñas manchas rojas, quedos días más tarde adquirieron un maitzviolado, después blanco, y cayeron, por fin,convertidas en escamas.

Entonces es cuando existe mayor necesidadde redoblar la prudencia y combatir la inflama-ción interior delatora del carácter maligno de laenfermedad. No se descuidó un detalle, y bienpuede decirse que la pobre criatura fue admi-rablemente cuidada. Por eso, hacia el 20 de en-ero, doce días después de la invasión del mal,se pudo concebir la legítima esperanza de sal-varla.

Fue un júbilo general para toda la factoría,porque aquel niño era el hijo del fuerte, el hijodel regimiento. Había nacido en aquel rudoclima y en medio de aquellos valientes, que lehabían bautizado con el nombre dé MiguelEsperanza, y lo consideraban, en medio de tanrudas pruebas, como una especie de talismánque el Cielo no querría arrebatarles. Por lo querespecta a Kalumah, bien se puede afirmar quela muerte del niño le hubiera costado a ella lavida; pero Miguelito fue recobrando poco apoco la salud, con lo cual pareció que recobra-ban todos la esperanza.

En medio de tantas inquietudes, habíasellegado al 23 de enero. La situación de la islaVictoria no se había modificado lo más mínimo.La interminable noche cubría aún con su velo elocéano Glacial. Durante algunos días nevó co-piosamente, adquiriendo la nieve sobre el suelode la isla y sobre el campo de hielo un espesorde dos pies.

El día 27 recibió el fuerte una visita ines-perada. Hallándose de guardia en el frente delrecinto los soldados Belcher y Pen, descubri-eron, por la mañana, un oso gigantesco que sedirigía tranquilamente hacia el fuerte. Entraronen la sala común y advirtieron a Paulina Bar-nett ía presencia del temible carnívoro.

—¡Ese oso no puede ser sino el nuestro! —dijo Paulina Barnett al teniente Hobson; y losdos, seguidos del sargento, de Sabine y de al-gunos soldados armados de fusiles,dirigiéronse a la poterna.

El oso se encontraba a 200 pasos y caminabatranquilamente, sin vacilación, como si hubiesetenido un plan bien meditado.

—Lo reconozco, Kalumah —exclamó Pau-lina Barnett—. ¡Es tu oso! ¡tu salvador!

—¡Oh! ¡no matéis a mi oso! — exclamó lajoven indígena.

—No lo matarán —respondió el tenienteHobson—. Amigos míos, no le causéis ningún

mal, que es probable que se marche lo mismoque ha venido.

—Pero si quiere penetrar en el recinto... —dijo el sargento Long, que tenía muy poca con-fianza en los sentimientos de los osos polares.

—Déjelo usted entrar, sargento —respondióPaulina Barnett—. Ese animal ha perdido todasu ferocidad. Está preso, lo mismo quenosotros, y ya sabe usted que los prir sioneros...

—No se devoran entre sí —terminó JasperHobson—. Es muy cierto, señora; pero con lacondición de que sean de la misma especie.Pero, en fin, atendiendo la recomendación deusted, le perdonaremos la vida, limitándonos adefendernos si nos ataca. Creo, sin embargo,prudente que entremos en la casa. No convienetentar a las fieras.

Como el consejo era bueno, todos entraronen la casa, cerrando después las puertas, perodejando abiertos los postigos de las ventanas.

De este modo fue posible observar, a travésde los vidrios, los movimientos del oso. Al lle-

gar a la poterna, que habían dejado abierta,empujó suavemente la puerta, introdujo la ca-beza, examinó el interior del patio y entró. Alencontrarse en medio del recinto, pasó unaminuciosa revista a todas las construcciones;dirigióse al establo y la perrera; escuchó brevesinstantes los gruñidos de los perros, que lohabían olfateado, y los gemidos de los renosque no se consideraban seguros; prosiguió suinspección a lo largo de la empalizada; llegócerca de la casa principal, y vino, por último, aapoyar su enorme cabeza sobre una de las ven-tanas de la sala principal.

Todo el mundo retrocedió, si Hemos dehablar con franqueza; algunos soldados requir-ieron sus fusiles, y empezó a temer JasperHobson que la broma le fuera a costar cara.

Pero entonces Kalumah apoyó su dulce ros-tro sobre el frágil vidrio; el oso pareció re-conocerla, según dijo luego ella, y, satisfecho,sin duda, con haber lanzado un estentóreo gru-ñido, retrocedió, dirigióse hacia la poterna, y,

como pronosticó Jasper Hobson, marchósecomo había venido.

En esta forma sencilla se desarrolló este in-cidente, que no se repitió más, volviendo amarchar todo por su curso ordinario.

Entretanto, la curación del niño avanzaba, yen los últimos días del mes había recobrado yalos colores de sus abultadas mejillas y la vivezade su inteligente mirada.

El día 3 de febrero, a eso dé mediodía, untinte pálido matizó por espacio de una hora elhorizonte del Sur. Un disco amarillento dejósever un instante. Era el astro radiante que rea-parecía por primera vez después, de la larganoche polar.

XV UNA ÚLTIMA EXPLORACIÓN

A partir de esta fecha, el sol se fue elevandocada día más por encima del horizonte. Pero, sibien la noche interrumpióse durante algunas

horas, el frío se acrecentó, como ocurre con fre-cuencia en febrero, y el termómetro marcó IaFahrenheit (17° centígrados bajo cero). Era latemperatura más baja que había habido du-rante todo aquel singular invierno.

—¿En qué época sobreviene el deshielo enestos mares? — preguntó un día la viajera aJasper Hobson.

—En general, señora —le respondió elteniente—, no se opera la rotura de los hieloshasta los primeros días de mayo; pero el in-vierno ha sido tan benigno, que si no sobrevie-nen nuevos fríos muy intensos, podría presen-tarse el deshielo en los comienzos de abril; yo,al menos, así lo supongo.

—¿De suerte que tendremos que esperardos meses todavía? — preguntó Paulina Bar-nett.

—Sí señora, dos meses —respondió JasperHobson—; porque será prudente no aventurar-nos con nuestra pequeña embarcación en me-dio de los hielos demasiado prematuramente; y

abrigo la esperanza de que, para dicha época,estén a nuestro favor todas las probabilidadesde éxito, sobre todo si podemos esperar el mo-mento en que la isla se encuentre en la partemás angosta del estrecho de Behring, cuya an-chura no pasa de cien millas.

—Pero, ¿qué dice usted, señor Jasper? —replicó la viajera, sorprendida al oir la re-spuesta del teniente—. ¿Olvida usted, por ven-tura, que ha sido la corriente de Kamchatka, lacorriente que tira hacia el Norte, la que nos hatraído hasta aquí, y que, cuando llegue el de-shielo, podrá cogernos de nuevo y arrastrarnosmás lejos todavía?

—No lo espero, señora —respondió elteniente Hobson—, y hasta me atrevo a asegu-rar que no ocurrirá tal cosa. El arrastre de lostémpanos tiene tiempre lugar de Norte a Sur,ora porque la corriente de Kamchatka se in-vierta, ora porque los hielos tomen la corrientede Behring, ora, en fin, por cualquier otra razónque a mí no se me alcance; pero lo cierto es que

los icebergs descienden invariablemente haciael Pacífico, en donde se disuelven en sus máscálidas aguas. Pregúnteselo a Kalumah, queconoce estos parajes, y ella le dirá a usted, comoyo, que el arrastre de los hielos se efectúa deNorte a Sur.

Interrogada Kalumah, confirmó las palabrasdel teniente. Parecía, pues, probable que la isla,arrastrada en los primeros días de abril, fueseimpelida hacia el Sur como un inmensotémpano, es decir, hacia la parte más angostadel estrecho de Behring, frecuentada durante elestío por los pescadores de Nuevo Arcángel ylos prácticos de la costa.

Pero, teniendo en cuenta todos los retardosposibles, y, por consiguiente, el tiempo que laisla tardaría en volver a bajar hacia el Sur, nohabía que soñar con llegar al continente antesdel mes de mayo. Por otra parte, aunque el fríono hubiese sido intenso, la isla Victoria sehabría consolidado sin duda, acrecentándose elespesor de su base de hielo, pudiéndose espe-

rar que resistiese durante varios meses todavía.Los invernantes no tenían, pues, más remedioque armarse de paciencia, y esperar, ¡esperarsiempre!

La convalecencia del niño proseguía sin ret-roceso. El 20 de febrero salió por primera vezdespués de cuarenta días de enfermedad; esdecir, que lo sacaron de su cuarto al salón,donde todos le prodigaron sus caricias. Sumadre, cuya intención había sido despecharloal cumplir un año, siguió amamantándolo porconsejo de Madge, y la leche materna, mezcladaalgunas veces con la de reno, devolvióle bienpronto las fuerzas. Se encontró con numerososjuguetes que para él habían hecho los soldadosdurante la enfermedad, y no hay para qué decirque fue el niño más feliz de la tierra. Durante laúltima semana de febrero llovió y nevó de unamanera terrible, soplando fuerte viento del No-roeste. Algunos días, la temperatura descendiólo bastante para que la nieve cayese en abun-dancia, sin que por ello amainase la violencia

de la tempestad. Por el lado del cabo Bathurst ydel gran banco de hielo, los ruidos de laborrasca eran ensordecedores. Al chocar unoscon otros los icebergs, desplomábanse destro-zados con estrépito semejante al del trueno. Loshielos del Norte, que se iban acumulando sobreel litoral de la isla, ejercían una presión queamenazaba derribar el mismo cabo Bathurst,que no era, en realidad, más que una especie deiceberg recubierto de tierra y arena. Algunosvoluminosos témpanos, a pesar de su granpeso, fueron impelidos hasta el mismo pie de laempalizada. Por fortuna para la factoría, semantuvo el cabo firme, preservando los edifi-cios de un completo aplastamiento.

Fácil es comprender cuan peligrosa era lasituación de la isla Victoria, a la entrada de unangosto estrecho hacia el cual se agolpaban loshielos. Podía ser barrida por una especie deavalancha horizontal, y aplastada por lostémpanos que venían de alta mar, antes desumergirse en el abismo. Era un peligro nuevo

que venía a sumarse a tantos otros. ViendoPaulina Barnett la fuerza prodigiosa de la pre-sión, y la irresistible violencia con que se amon-tonaban los témpanos, se dio cuenta del nuevopeligro que amenazaba a la isla con una ruinainmediata. Habló de ello varias veces alteniente Hobson, y éste sacudía la cabeza, comohombre que no tiene nada que contestar.

La borrasca amainó completamente hacialos primeros días de marzo, y pudo apreciarseentonces qué modificación tan grande habíasufrido el aspecto del campo de hielo. Parecía,en efecto, como si a consecuencia de una espe-cie de deslizamiento sobre la superficie de éste,el gran banco polar se hubiese aproximado a laisla Victoria. En ciertos puntos, no distaba ar-riba de dos millas, y se desplazaba como losventisqueros, con la diferencia de que éstosdescienden, en tanto que él avanzaba hdrizon-talmente. Entre aquella elevada barrera y ellitoral, el suelo, o por mejor decir, el campo dehielo, espantosamente removido, erizado de

protuberancias, de agujas quebradas, de trozosderribados, de pirámides caídas, lleno de con-cavidades cual un mar que se hubiese conge-lado de súbito en medio de una tempestad es-pantosa, estaba desconocido. Semejaba las rui-nas de una inmensa ciudad de la que no hubi-ese quedado piedra sobre piedra. Sólo el al-teroso banco, con su extraño perfil, destacandosobre el cielo sus conos, sus crestas fantásticas ysus picos agudos, manteníase firme y servía deespléndido marco a aquella pintoresca con-fusión.

Por esta época ya estaba la embarcaciónterminada por completo. Su forma era algogrotesca, pero hacía honor a Mac-Nap; y, consu proa en forma de galeota, debía resistir per-fectamente el choque de los hielos. Parecía unade esas barcas holandesas que se aventuran porlos mares del Norte. Su aparejo, que tambiénestaba listo, componíase, como el de lasbalandras, de una cangreja y un foque, sosteni-dos por un solo palo. Para hacer el velamen

habíanse utilizado las telas de las tiendas decampaña que había en la factoría.

La embarcación podía contener cómoda-mente al personal de la isla Victoria, siendoevidente que si, como era de esperar, la islaembocaba en el estrecho de Behring, podíafranquear fácilmente la mayor distancia quepodía separarla en este caso de la costa ameri-cana. Restaba, pues, solamente esperar la lle-gada del deshielo.

Jasper Hobson concibió entonces la idea deemprender una excursión bastante más larga alSur de la isla, con objeto de reconocer el estadodel campo de hielo, de observar si presentabaseñales de una próxima disolución, de exami-nar el gran banco polar, de ver, en fin, si en elestado actual del mar, seguían obstruidos aúntodos los pasos hacia el continente americano.Numerosos incidentes y azares podían pro-ducirse aún antes que la ruptura de los hieloshubiera dejado el mar libre, siendo, por con-siguiente, un acto de reconocida prudencia

efectuar el reconocimiento propuesto. Acor-dada la expedición, fijóse como fecha de par-tida el día 7 de marzo. Componíanla el tenienteHobson, Paulina Barnett, Kalumah, Marbre ySabine. Convínose en que si el camino estabapracticable, se buscaría un paso a través delgran banco polar, pero que, en todo caso, losexpedicionarios no prolongarían su ausenciaarriba de cuarenta y ocho horas.

Preparáronse los víveres, y el pequeño de-stacamento, bien armado a prevención, saliódel fuerte Esperanza en la mañana del día 7 demarzo e hizo rumbo hacia el cabo Miguel.

El termómetro marcaba entonces 32° Fahr-enheit, o sea cero centígrados. La atmósfera sehallaba ligeramente cubierta de brumas, peroen calma. El sol permanecía sobre el horizonte,describiendo su arco diurno, durante siete uocho horas, y sus oblicuos rayos proyectabanuna claridad suficiente sobre toda la inmensamasa que constituían los hielos.

A las nueve, después de un pequeño des-canso, Jasper Hobson y sus compañeros de-scendían por las laderas del cabo Miguel, yavanzaban por el campo de hielo en direcciónSudoeste. Por este lado no distaba la granbarrera polar ni tres millas del cabo.

La marcha fue bastante lenta, como podrácomprenderse. A cada instante era precisorodear bien una profunda grieta, bien un in-franqueable montículo. Era evidente queningún trineo hubiera podido aventurarse poraquel escabroso camino, formado por un amon-tonamiento de témpanos de todos tamaños yformas, algunos de los cuales se mantenían enpie sólo por un milagro de equilibrio. Otros sehabían recientemente derrumbado, como lodemostraba la limpieza de sus secciones y loafilado de sus aristas, que semejaban cuchillos.Por en medio de aquel laberinto no se veía unahuella que delatase el paso de un hombre o deun animal. No existía ningún ser viviente en

aquellas soledades que hasta los mismospájaros habían abandonado.

Paulina Barnett preguntábase, llena de es-tupor, cómo, si hubiesen partido en diciembre,hubieran podido franquear aquel campo dehielos tan revueltos; pero el teniente Hobsonhubo de hacerle observar que en la época ex-presada aquél no presentaba este aspecto. Laenorme presión provocada por la gran barrerapolar no se había aún producido, y habríanencontrado la superficie del campo de hielorelativamente lisa. El único pbstáculo habíasido la falta de solidificación. Cierto que el pasono estaba practicable, a consecuencia de lasescabrosidades de la superficie; pero al prin-cipio del invierno no existían semejantes as-perezas.

Entretanto, se iban acercando a la granbarrera de hielos, Kalumah precedía casi siem-pre a sus compañeros de excursión, caminandocon paso seguro en medio de los témpanoscomo un gamo entre las rocas alpestres. Mara-

villaba al verla correr de aquel modo, sinvacilar jamás, sin equivocarse nunca, y seguirde un modo instintivo el camino mejor entréaquel laberinto de icebergs. Iba, venía, gritaba ypodía seguírsela con toda confianza.

A eso del mediodía habían llegado a la basede la gran barrera polar; pero habían empleadonada menos que tres horas en recorrer igualnúmero de millas.

¡Qué masa tan enorme era aquella impo-nente barrera, algunas de cuyas crestas se ele-vaban a más de cuatrocientos pies sobre elcampo de hielo! Las capas que la constituíandibujábanse con gran claridad. Tintes diversos,matices de delicadeza exquisita coloreaban susheladas paredes. Veíasela a largos trechos, yairisada, ya jaspeada, surcada por todas partesde arabescos o salpicada de luminosas lentejue-las. Ningún acantilado, por extraordinaria-mente bien recortado que estuviese, podría daruna idea de aquella gran barrera, opaca en

unos lugares, diáfana en otros, sobre la qué lasombra y la luz producían maravillosos efectos.

Pero era preciso cuidar de no aproximarse aaquellas inestables masas, cuya solidez era muyproblemática y en cuyo interior ocurrían confrecuencia desgarros acompañados de espanto-sos estruendos. Efectuábase un trabajo de dis-gregación formidable. Las burbujas de aireaprisionadas en su masa preccipitaban.su de-strucción, y bien se echaba de ver la fragilidadde aquel edificio elevado pofél frío, que no so-breviviría al invierno ártico, y que estaba desti-nado a convertirse en agua bajo los rayos delsol, en cantidad suficiente para alimentar variosríos caudalosos.

El teniente Hobson previno a sus com-pañeros contra los peligros de las avalanchas,que a cada instante descendían de las cumbresde la gran barrera, de suerte que ya tenían buencuidado de no aproximarse a su base. Y hacíanbien en proceder con prudencia, porque, a esode las dos, en el ángulo de un valle que se dis-

ponían a cruzar, desgajóse de una de las crestasun enorme témpano, cuyo peso no sería infe-rior a cien toneladas, y cayó sobre el campo dehielo con formidable estruendo. Saltó en peda-zos la costra bajo aquel choque tremendo y elagua fue proyectada a gran akura. Por fortuna,a nadie alcanzaron los fragmentos del témpano,que estalló como una bomba.

Desde las dos hasta las cinco siguieroncaminando por un valle sinuoso y estrecho quese internaba en la. gran barrera de hielos. ¿Laatravesaba en toda su longitud? Era imposiblesaberlo. De esta suerte pudo ser examinada laestructura interior del gran banco polar. Losbloques que lo componían hallábanse super-puestos con mayor simetría que en su reves-timiento exterior. En diferentes lugares veíansetroncos de árboles tropicales incrustados en sumasa, los cuales indudablemente habían sidoarrastrados por la corriente del Golfo, o Gulf-Stream, hasta las regiones árticas; y aprisiona-dos ahora entre los hielos, volverían al océano

con ellos. También se vieron varios restos ydespojos de buques.

A las cinco de la tarde, la obscuridad, queera ya bastante intensa, detuvo la exploración.Habían avanzado dos millas próximamente a lolargo del valle; pero sus sinuosidades impedíanevaluar la distancia recorrida en línea recta.

Jasper Hobson dio entonces la señal de alfo,y, en menos de media hora, Marbre y Sabine,armados de cuchillos para la nieve, abrieronuna gruta en el macizo del hielo, donde se co-bijó el destacamento; y, después de cenar, ren-didos de fatiga, durmiéronse profundamente.

Al día siguiente, a las ocho, todos estabande pie, y Jasper Hobson prosiguió el camino delvalle durante media hora aún, a fin de re-conocer si atravesaba el gran banco en toda suextensión. A juzgar por la situación del sol, sudirección, después de haber sido Nordeste,parecía inclinarse al Sudeste.

A las once, el teniente y sus compañeros de-sembocaban en la parte opuesta de la gran

barrera; de suerte que no podía dudarse de queel paso existía.

Toda esta parte oriental del campo de hielopresentaba el mismo aspecto que su porciónoccidental. El mismo hacinamiento de. bloques,el mismo erizamiento de témpanos, Los ice-bergs y montículos extendíanse hasta perdersede vista, separados por algunos espacios llanos,pero estrechos, y cortados por numerosas grie-tas cuyos bordes se hallaban ya en descomposi-ción. Reinaba allí también la misma soledad,idéntico abandono. Ni un cuadrúpedo, ni unave.

Paulina Barnett permaneció una hora enteraen la cima de un montículo contemplandoaquel paisaje polar, de tan desolado aspecto.Pensaba, a su pesar, en la marcha que inten-taron cinco meses atrás. Veía en su imaginacióna todo el personal de la factoría, a toda aquellamiserable caravana, perdida en medio deaquellos desiertos helados, en su tentativa de

llegar al continente americano a través de tan-tos peligros y obstáculos.

Jasper Hobson vino, al fin, a arrancarla desus sueños.

—Señora —le dijo—, hace más de vein-ticuatro horas que salimos del fuerte. Ahora yaconocemos cuál es el espesor de la gran barrera,y como hemos prometido no prolongar nuestraausencia más de cuarenta y ocho horas, meparece que es tiempo de que retrocedamos.

Paulina Barnett fue de su misma opinión.Habíase logrado el objetivo de la expedición. Lagran barrera tenía sólo un mediano espesor, desuerte que indudablemente se disolvería bienpronto, dejando en seguida paso a la embarca-ción construida por Mac-Nap. Urgía, pues, elregreso, porque el tiempo podía variar y lostorbellinos de nieve obstruir el valle transver-sal.

Almorzaron tranquilamente, y reanudaronla marcha hacia el fuerte. A las cinco, acam-paron, como la víspera, en una gruta de hielo,

en la que pasaron la noche, y al día siguiente, 9de marzo, Jasper Hobson, a las ocho dé lamañana, daba la señal de marcha. El tiempo era magnífico. El sol, que se elevabaen el cielo, dominaba ya las Crestas de la granbarrera, y lanzaba algunos rayos a través delvalle. Jasper Hobson y sus compañeros los re-cibían por la espalda, pues marchaban hacia elOeste; mas sus ojos percibían el resplandor delos rayos reflejados por las paredes de hielo queante ellos se estrecruzaban.

Paulina Barnett y Kalumah caminaban unpoco a retaguardia, conversando, observándolotodo y siguiendo los estrechos pasos indicadospor Sabine y por Marbre. Abrigaban laesperanza de haber concluido de atravesar elgran banco a mediodía y recorrido las tres mil-las que los separaban de la isla Victoria antesde la una o las dos. De este modo estarían losexcursionistas de regreso en el fuerte a eso de lapuesta del sol, y estas escasas horas de retraso

no llegarían a causar excesiva inquietud a suscompañeros.

Pero no contaban con un incidente que elhombre más perspicaz no habría podido pre-ver.

Serían próximamente las diez, cuando Mar-bre y Sabine, que marchaban a vanguardia,detuviéronse, discutiendo, al parecer. Al llegara su altura el teniente, Paulina Barnett y lajoven indígena vieron que Sabine mostraba labrújula que tenía en la mano a su compañero, yel cual la contemplaba asombrado.

—¡He aquí una cosa extraña! —exclamó,dirigiéndose al teniente Hobson—. ¿Me diráusted, mi teniente, hacia qué lado demora nues-tra isla con relación al gran banco? ¿Al Este o alOeste?

—Al Oeste —respondió Jasper Hobson, bas-tante sorprendido por semejante pregunta—;bien lo sabe usted, Marbre.

—¡Bien lo sé!... ¡bien lo sé!... —respondióMarbre moviendo la cabeza—. ¡Pero, entonces,

si demora al Oeste, vamos por camino falso ynos alejamos de ella!

—¡Cómo! ¡que nos alejamos de la isla! —exclamó el teniente, algo desconcertado por eltono de firmeza con que el cazador se expre-saba.

—Sin duda, mi teniente —respondió Mar-bre—; consulte usted la brújula, y que pierdahasta el nombre que tengo si no indica quecaminamos hacia el Este y no hacia el Oeste.

—¡No es posible! — dijo la viajera. —¡Mírelo usted misma, señora! — repuso

Sabihe. En efecto, la aguja imantada señalaba el

Norte en una dirección absolutamente opuestaa la en que se suponía que se hallaba. JasperHobson reflexionó y se abstuvo de contestar.

—Es preciso que nos hayamos equivocadoesta mañana al abandonar nuestra gruta —dijoSabine—. Habremos tomado la izquierda enlugar de tomar hacia la derecha.

—¡No! —exclamó Paulina Barnett—; ¡eso síque no es posible! ¡No nos hemos engañado!

—Pero... — dijo entonces Marbre. —Pero mire usted el sol —le interrumpió la

viajera—. ¿Acaso no sale ahora por Oriente?Pues si sigue saliendo por Oriente, y lo hemosrecibido de espalda durante toda la mañana ylo seguimos recibiendo aún del mismo modo,es evidente que caminamos hacia el Oeste. Portanto, como la isla se encuentra al Oeste, la hal-laremos al salir de este valle, en la parte occi-dental del gran banco.

Estupefacto Marbre al oír este argumento,contra el que no tenía ninguna objeción queoponer, cruzóse de brazos.

—Muy bien —dijo Sabine—; pero entoncesla brújula y el sol están en completa contradic-ción.

—Sí, en este momento al menos —respondió Jasper Hobson—. La explicación essencilla; en las altas latitudes boreales, y en losparajes cercanos al polo magnético, sucede al-

gunas veces que las brújulas se perturban, ofre-ciendo su aguja indicaciones absolutamentefalsas.

—En ese caso —dijo Marbre—, ¿debemosproseguir nuestra ruta volviendo la espalda alsol?

—Sin duda de ningún género —respondióel teniente Hobson—. Me parece que entre elsol y la brújula no es dudosa la elección. ¡El soljamás se altera!

El argumento era de los que no tienen ré-plica, y se reanudó la marcha caminando deespaldas al sol.

Él pequeño destacamento avanzó a travésdel valle; pero tardaron en atravesarlo mástiempo del calculado. Jasper Hobson contabacon haberlo franqueado antes de mediodía, yeran más de las dos cuando llegaron, por fin, asu desembocadura.

Inquietóle no poco este inexplicable retraso;pero, ¡juzgúese de su asombro y el de sus com-pañeros, cuando, al sentar el pie sobre el campo

de hielo que se extendía al pie de la granbarrera, no vieron la isla Victoria, que debíaencontrarse frente a ellos!

¡No! ¡La isla, perfectamente reconocible poraquel lado, gracias a los árboles que coronabanel cabo Miguel, no estaba allí! En su lugar seextendía una inmensa llanura de hielo, bañadahasta perderse de vista, por los rayos solares,que pasaban por encima de la gran barrera.

El teniente Hobson, Paulina Barnett, Kalu-mah y los dos cazadores se miraban los unos alos otros asombrados. —¡La isla debía estar ahí!— exclamó Sabine. — ¡Y no está! —respondióMarbre—. Mi teniente, ¿qué habrá sido de ello?

Paulina Barnett, por completo atolondrada,no sabía qué responder. Jasper Hobson no de-splegó los labios.

En aquel momento, Kalumah aproximóse alteniente, y, tocándole en el brazo, le dijo:

—Nos hemos extraviado en el valle, cami-nando en sentido inverso, y por eso nos halla-mos ahora en el mismo lugar donde estábamos

ayer, cuando atravesamos por primera vez lagran barrera de hielos. ¡Venga usted! ¡Vengausted!

Y, maquinalmente, por decirlo así, elteniente Hobson, Paulina Barnett, Marbre ySabine, fiándose del instinto de la jovenindígena, dejáronse guiar por ella, penetrandode nuevo en el estrecho desfiladero, y volvi-endo sobre sus pasos. Las apariencias, no ob-stante, estaban contra Kalumah, a juzgar por laposición del sol.

Pero la joven no se había explicado, con-tentándose con decir, sin dejar de caminar:

—¡Vamos! ¡Vamos de prisa!

El teniente, la viajera y sus compañeros es-taban extenuados y apenas podían arrastrarse,cuando, llegada la noche, después de tres horasde marcha se encontraron al otro lado del granbanco. La obscuridad impedíales ver si la islaestaba allí; pero no duró su incertidumbremucho tiempo.

En efecto, a algunos centenares de pasosveíanse sobre el campo de hielo antorchasencendidas que caminaban en todos sentidos, yen el aire resonaban algunos tiros. Los llama-ban, sin duda.

Contestaron a estas señales los expedicion-arios, y pronto se unieron a ellos el sargentoLong, Tomás Black, a quien la inquietud por lasuerte de sus amigos había hecho que, al fin,sacudiese su apatía, y algunos otros más. Lapequeña colonia había experimentado granzozobra, suponiendo, como en realidad habíaocurrido, que Jasper Hobson y sus compañerosse habrían extraviado al tratar de regresar a laisla.

Y, ¿por qué temieron esto los que habíanpermanecido en el fuerte Esperanza?

Porque desde veinticuatro horas antes elinmenso campo de hielo y la isla que de élformaban parte habíanse desplazado, girandosobre su eje 180°, y como consecuencia de estedesplazamiento, no era en lo sucesivo al Oeste,

sino al Este de la gran barrera donde había quebuscar la isla errante.

XVI EL DESHIELO

Dos horas más tarde entraban todos denuevo en el fuerte Esperanza. Al siguiente día,10 de marzo, el sol alumbró primero aquellaparte del litoral que antes formaba la porciónoccidental de la isla. El cabo Bathurst apuntabaahora al Sur, en vez de señalar, como hasta en-tonces, al Norte. La joven Kalumah, queconocía este fenómeno, había tenido razón; y siel sol no se había equivocado, la brújula tam-poco había sufrido error.

Así, pues, la orientación de la isla Victoriahabíase alterado de nuevo y de un modo máscompleto. Desde el momento en que se de-sprendió de la costa americana, había dadomedia vuelta sobre sí misma, juntamente con elcampo de hielo que la rodeaba. Este

movimiento sobre su propio eje demostrabaque el campo de hielo no se hallaba ya ligado alcontinente, que se había desprendido dellitoral, y que, por consiguiente, el deshielo notardaría en presentarse.

—En todo caso —dijo el teniente Hobson aPaulina Barnett—, este cambio de frente tieneforzosamente que sernos favorable. El caboBathurst y el fuerte Esperanza se han vueltoahora hacia el Sur, es decir, hacia el punto máspróximo al continente, y ahora, la gran barrerade hielos, que sólo habría dejado un paso difícily estrecho a nuestra embarcación, no se inter-pone ya entre el continente americano ynosotros.

—¿De suerte que todo va bien? — preguntóPaulina Barnett, sonriendo.

—Todo va bien, señora — respondió JasperHobson que había acertadamente advertido lasconsecuencias del cambio de orientación de laisla.

Del 10 al 21 de marzo no ocurrió ningún in-cidente; pero ya empezó a presentirse la llegadade la nueva estación. Manteníase la tempera-tura entre 43° y 53° Fahrenheit (6º y 10°centígrados sobre cero). La rotura de los hielostendía a hacerse de una manera súbita bajo lainfluencia del deshielo. Abríanse nuevas grie-tas, por las que se precipitaba el agua, que seesparcía sobre la superficie del campo. Según laexpresión de los balleneros, estas grietas eranotras tantas heridas por las que se desangrabael campo de hielo. El estruendo de lostémpanos al quebrarse recordaba las detona-ciones de la artillería de grueso calibre. Unalluvia bastante templada que cayó durantevarios días contribuyó a activar el deshielo dela superficie del mar.

Las aves que habían abandonado la isla er-rante al comienzo del invierno, empezaron aregresar a ella en gran número. Marbre y Sa-bine mataron no pocas de ellas, algunas de lascuales traían aún en el cuello el mensaje que el

teniente y la viajera confiáranles algunos mesesatrás. Volvieron a verse también bandadas decisnes blancos que atronaban el aire con susruidosas trompetas. En cuanto a los cuadrúpe-dos, carnívoros y roedores, seguían frecuen-tando, como de costumbre, las proximidades dela factoría como verdaderos animales domésti-cos.

Todos los días, a no ser que lo, privase elestado del firmamento, tomaba el tenienteHobson varias alturas de sol. A veces PaulinaBarnett, que se había hecho muy hábil en elmanejo del sextante, le ayudaba o reemplazabaen estas observaciones. Era de suma importan-cia, en efecto, conocer las más insignificantesalteraciones que experimentasen la latitud olongitud de. la isla. La grave cuestión de las doscorrientes estaba siempre pendiente, e import-aba mucho saber si, después del deshielo, seríaarrastrada la isla hacia el Norte o hacia el Sur,siendo ésta la constante preocupación de JasperHobson y Paulina Barnett.

Conviene advertir que esta valerosa mujerdaba siempre muestras de una energía muysuperior a su sexo. Sus compañeros veíanladesafiar las fatigas, los temporales, las lluvias ylas nieves, realizando reconocimientos en di-versos lugares de la isla, aventurándose através del campo de hielo, ya casi descom-puesto, y empuñando después, a su regreso, lasriendas de la casa, y prodigando sus cuidados yconsejos, secundada siempre activamente porMadge.

Paulina Barnett había contemplado cara acara y con sereno valor el porvenir, no dejandojamás traslucir los temores que de vez encuando la asaltaban y ciertos presentimientosque no podía alejar de su alma. Seguía siendo lamujer animosa y confiada que el lector conoceya, y nadie hubiera sido capaz de adivinar bajosu constante buen humor las vivas preocupa-ciones que sin cesar la asaltaban. Jasper Hobsonsentía por ella una admiración sin límites.

Tenía también en Kalumah una entera con-fianza, y solía guiarse a menudo por el instintonatural de la joven, de la misma manera que elcazador se guía por el instinto de su perro.Kalumah, que era inteligente además, se hal-laba familiarizada con todos los incidentes yfenómenos de las regiones polares. A bordo deun ballenero habría reemplazado con ventaja alice-master, ese piloto a quien se confía espe-cialmente la dirección de la nave a través de loshielos. Kalumah iba diariamente a reconocer elestado del campo de hielo, y el ruido solo delos icebergs que a lo lejos se rompían, dábale aconocer los progresos de la descomposición.Jamás, por otra parte, pie más seguro que elsuyo habíase posado sobre el hielo. El instintodecíale cuándo éste, carcomido por su parteinferior, presentaba un punto de apoyo dema-siado frágil, y por eso caminaba sin vacilaciónalguna a través del campo de hielo completa-mente agrietado.

Del 20 al 30 de marzo hizo el deshielo ex-traordinarios progresos. Llovió con abundan-cia, circunstancia que facilitó y activó ladisolución de los témpanos. Era de esperar queen breve se dividiera el campo de hielo, y talvez no transcurriesen quince días sin que elteniente Hobson, aprovechando las aguas li-bres, pudiese lanzar su buque a través de loshielos. No era hombre que vacilase, y muchomenos cuando existía el temor de que la islapudiese ser arrastrada hacia el Norte, a pocoque la corriente de Kamchatka dominase la deBehring.

—Pero eso no es de temer —decía con fre-cuencia Kalumah—. Los témpanos de hielo nosuben jamás hacia el Norte, sino que desci-enden hacia el Sur, que es donde está el peligro.¡Allí precisamente! — añadía, señalando con lamano hacia el lugar por donde se extendía elinmenso océano Pacífico.

Kalumah lo aseguraba de un modo termi-nante. Jasper Hobson conocía su opinión bien

firme y decidida sobre este particular, pero es-taba tranquilo; porque no consideraba como unpeligro que la isla fuese a perderse en las aguasdel Pacífico. Antes que esto ocurriese, todo elpersonal de la factoría habríase embarcado abordo de su embarcación, y el trayecto que ten-drían que recorrer para llegar a uno de los doscontinentes sería necesariamente corto, todavez que el estrecho forma un verdadero em-budo entre el cabo Oriental, en la costa asiática,y el del Príncipe de Gales, en la americana.

Así, pues, se comprenderá fácilmente con.qué atención sería preciso vigilar los menoresmovimientos de la isla, y la necesidad de de-terminar su situación diariamente, a menos quelo privase el estado del firmamento. A partir deaquella época, el teniente y sus compañerosadoptaron todas las precauciones necesarias enprevisión de un embarque próximo y tal vezprecipitado.

Como es de suponer, los trabajos especialesrelativos a la explotación de la factoría, tales

como la caza, el cuidado de las trampas, etc.,fueron abandonados por completo. Los al-macenes estaban abarrotados de pieles, la may-oría de las cuales no se podrían salvar. Hol-gaban, pues, cazadores y laceros. En cuanto almaestro carpintero y sus peones, habían aca-bado la embarcación, y, en tanto no llegaba elmomento de botarla al agua, cuando el marestuviese libre, ocupáronse en consolidar lacasa principal del fuerte que, durante el de-shielo, se vería expuesta tal vez a sufrir unapresión considerable por parte de los témpanosdel litoral, si el cabo Bathurst no les oponía unobstáculo suficiente. Aplicáronse a las paredesfuertes puntales de madera, y en el interior delas habitaciones instaláronse verticalmentevarios pies derechos con objeto de multiplicarlos puntos de apoyo de las vigas del techo. Lacasa, cuyas partes firmes fueron reforzadas pormedio de jabalcones y arbotantes, quedó enton-ces en estado de resistir grandes pesos, porquehabía quedado, por decirlo así, blindada. Estos

diversos trabajos dieron fin en los primerosdías de abril, y pronto hubo ocasión de com-probar no sólo su utilidad, sino su oportuni-dad.

Entretanto, los síntomas de la nueva es-tación hacíanse cada día más patentes. Aquellaprimavera era singularmente precoz, porquesucedía a un invierno extraordinariamente be-nigno para las regiones polares. Ya aparecíanen los árboles algunos tímidos brotes, y la cor-teza de los salces, abedules y madroñoshinchábanse en muchos sitios al impulso de lasavia deshelada. Los musgos matizaban decolor verde pálido las laderas de las colinasbañadas por el sol; pero no producirían muyabundante cosecha, porque los roedores, api-ñados en las proximidades del fuerte y ávidosde alimento, apenas los dejaban brotar.

Si alguien en aquellos momentos sintiósedesgraciado, fue sin disputa alguna el caboJoliffe, encargado, como es sabido, de cuidar losplantíos de su esposa. En otras circunstancias,

sólo habría tenido que defender contra los picosde los pájaros sus sembrados de acederas ycoclearias. Un simple maniquí hubiera bastadopara espantar a las voraces aves, y con mayorrazón el mismo cabo; pero, ahora, conjurábansecon aquéllas todos los roedores y rumiantes dela fauna ártica. El invierno no les había alejado;el instinto del peligro reteníales en las proximi-dades de la factoría y los renos, las liebres po-lares, las ratas almizcleras, musarañas, martas,etc., se burlaban de las amenazas del caboJoliffe. El pobre hombre no podía atender atodo, y, mientras defendía un extremo de susementera, le devoraban el otro.

Es cierto que hubiera sido mucho más acer-tado el abandonar a aquellos numerosos ene-migos una cosecha que no sería posible utilizar,toda vez que la factoría tendría que ser aban-donada antes de poco, siendo éste también elconsejo que daba la viajera al terco cabo cuandoa cada momento venía a lamentarse con ella;pero él no pasaba por eso.

—¡Tanto trabajo perdido! —repetía—.¡Abandonar un establecimiento como éste,cuando empieza a dar su fruto! ¡Sacrificar estosplantíos que mi mujer y yo hemos sembrado!...¡Ah, señora! ¡A veces me salta la idea de dejarlaa usted partir, en compañía de los otros, y dequedarme aquí con mi esposa! Tengo la seguri-dad de que la Compañía no tendría invonven-iente en cedernos esta isla que se halla en tanpróspero estado...

Al escuchar semejante sarta de despropósi-tos, Paulina Barnett no podía contener la risa, yenviaba al cabo con su esposa, quien habíahecho desde mucho tiempo atrás dejación desus acederas, coclearias y demás antiescorbúti-cos en lo sucesivo inútiles.

Conviene añadir aquí que la salud de todoslos invernantes, hombres y mujeres, era ex-celente. Las enfermedades, al menos, habíanlesrespetado. Hasta el niño se había repuesto del

todo y se desarrollaba de un modo maravillosobajo el benéfico influjo dé la primavera.

Durante los días 2, 3, 4 y 5 de abril continuóel deshielo francamente. El calor era sensible,pero el tiempo estaba cubierto. Llovía con fre-cuencia a gruesas gotas. El viento soplaba delSudoeste y venía cargado de las cálidas molé-culas del continente. Pero con la atmósfera car-gada de brumas fue imposible realizar ningunaobservación. A través de tan opaca cortina noera posible ver el sol, ni la luna, ni las estrellas;circunstancia lamentable, pues importabamucho observar los menores movimientos de laisla Victoria.

En la noche del 7 al 8 de abril fue cuandopuede decirse que comenzó verdaderamente eldeshielo. Por la mañana, el teniente Hobson,Paulina Barnett, Kalumah y el sargento Longtrasladáronse a la cumbre del cabo Bathurst, yobservaron cierta modificación en la granbarrera polar, la cual se había partido casi porsu centro, y formaba dos partes distintas, pare-

ciendo como si la porción superior tratase deelevarse hacia el Norte.

¿Sería, por ventura, la influencia de la corri-ente de Kamchatka que se dejaba sentir? ¿Iba atomar la isla errante aquella dirección? Fácil esadivinar cuan terribles serían las inquietudesdel teniente y sus compañeros. Su suerte podíadecidirse en pocas horas, porque, si la fatalidadles arrastraba hacia el Norte, algunos cen-tenares de millas más, costaríales gran trabajollegar al continente en una embarcación tanpequeña como era la de ellos.

Por desgracia, no tenían los invernantesmedio alguno de apreciar el valor y la natu-raleza del desplazamiento que se estaba pro-duciendo. Sin embargo, se pudo comprobarque la isla no se movía aún, por lo menos en lamisma dirección que el gran banco, toda vezque el movimiento de éste era sensible. Parecía,pues, probable que una parte del campo dehielo se había separado y subía hacia el Norte,

en tanto qué el que envolvía la isla permanecíaestacionado.

Por lo demás, este desplazamiento de la altabarrera de hielos no había modificado en modoalguno las ideas de la joven esquimal. Kalumahsostenía que el arrastre de los témpanos se efec-tuaría hacia el Sur, y que el gran banco mismono tardaría en experimentar la influencia de lacorriente de Behring. Dibujó con una ramita enla arena la disposición del estrecho, a fin de quela comprendiesen mejor, y, después de habertrazado Ja dirección de la expresada corriente,afirmó que, al seguirla la isla, se aproximaría ala costa americana. No hubo forma de hacerque se apease de esta idea, y, verdaderamente,renacía la confianza al oir a la inteligenteindígena expresarse con tan gran conven-cimiento.

Esto no obstante, los días 8, 9 y 10 de abrilparecieron quitar la razón a Kalumah; porque,durante ellos, la porción septentrional del granbanco se alejó más y más hacia el Norte. Él de-

shielo se operaba en gran escala y congrandísimo estrépito. La dislocación efec-tuábase en todos los puntos del litoral con en-sordecedor estruendo. Era materialmente im-posible entenderse al aire libre. Resonaban in-cesantemente formidables detonaciones, com-parables a las continuas descargas de potente ynumerosa artillería. A media milla de la playa,en todo el sector dominado por el caboBathurst, comenzaban a elevarse ya lostémpanos los unos sobre los ortos. El granbanco se había quebrado ya entonces en peda-zos numerosos que formaban otras tantas mon-tañas y se dirigían hacia el Norte. Por lo menos,éste era el movimiento aparente de los icebergs.Jasper Hobson, sin decírselo a nadie, sentíacada vez más inquietud, sin que le tranquili-zasen las manifestaciones de Kalumah. Hacíaleconstantes objeciones, que la esquimal refutabacon gran convencimiento. Por fin, en la mañanadel día 11 de abril, mostró el teniente a Kalu-mah los últimos icebergs que iban a desapare-

cer por el Norte, y acosóla de nuevo con argu-mentos que los hechos hacían al parecer irrefu-tables.

—¡Pues, no! ¡no! —respondió la joven, másconvencida que nunca—. ¡No! ¡no es el granbanco el que se remonta hacia el Norte! ¡Somosnosotros los que descendemos hacia el Sur!

¡Quién sabe si tendría razón Kalumah! Respuesta tan categórica sorprendió a Jas-

per Hobson extraordinariamente. Era, enefecto, posible que el desplazamiento del granbanco fuese sólo aparente, y que, por el con-trario, la isla Victoria, arrastrada por el campode hielo, navegase a la deriva hacia el estrecho.Empero aunque esta deriva existiese, no podíaser comprobada, ni había medio de apreciar suimportancia, porque no era posible calcular lascoordenadas geográficas del lugar en que sehallaban.

En efecto, el tiempo no sólo se manteníacubierto e impropio para toda clase de observa-ciones astronómicas, sino que, por desgracia,

un fenómeno peculiar de las regiones polaresobscureció la atmósfera aún más, restringiendoen absoluto el campo de la visión.

En el preciso momento del deshielo, habíadescendido la temperatura varios grados, y unaniebla muy densa no tardó en envolver todosaquellos parajes del océano Glacial; pero nouna niebla ordinaria. La superficie del suelocubrióse de una costra blanca muy distinta dela escarcha, que no es más que un vapor acuosoque se congela después de su precipitación. Laspartículas sutiles que componían esta nieblaadheríanse a los árboles, a los arbustos, a lasparedes del fuerte, a todo lo que sobresalía,formando en poco tiempo sobre todos estosobjetos una espesa capa erizada de fibras pris-máticas o piramidales, cuyas puntas hallábanseorientadas en la dirección del viento.

Jasper Hobson reconoció en seguida estemeteoro cuya aparición han observado confrecuencia balleneros e invernantes en las re-giones polares al llegar la primavera.

—No es niebla —dijo a sus compañeros—,es un frost-rime, un humo helado, un vapordenso que se mantiene en estado de absolutacongelación.

Pero, niebla o humo helado, no era menoslamentable la aparición de este meteoro;porque ocupaba una altura de cien pies, por lomenos, sobre el nivel del mar, y era su opaci-dad tan completa, que, a tres pasos de distan-cia, no podían distinguirse dos personas.

Grande fue la contrariedad que experimen-taron los invernantes. Parecía como si la Natu-raleza no hubiera querido ahorrarles ningunapenalidad. En el momento mismo en que seproducía el deshielo, en que iba la isla errante aquedar libre de los lazos que la encadenabandesde tantos meses atrás, y en que susmovimientos debían ser vigilados con mayorescrupulosidad, venía aquella niebla a impedirtoda observación.

Este estado de cosas prolongóse durantecuatro días. La frost-rime no se disipó hasta el

día 15 de abril, durante cuya mañana la des-garró, aniquilándola, una fuerte brisa del Sur.

El sol volvió a brillar. Jasper Hobson re-quirió sus instrumentos; tomó una serie de al-turas, y halló que la situación de la isla erranteera la siguiente:

Latitud: 69° 57'. Longitud: 179° 33'. Kalumah tenía razón. La isla Victoria, ar-

rastrada por la corriente de Behring, derivabahacia el sur.

XVII LA AVALANCHA

Los invernantes se aproximaban, por fin, aparajes más frecuentados del mar de Behring.Ya no existía el temor de ser arrastrados haciael Norte; restaba sólo vigilar los movimientosde la isla, y calcular su velocidad, que, habidacuenta de los obstáculos existentes, debía sermuy desigual. De ello se encargó Jasper

Hobson, que tomaba alternativamente alturasde estrellas y de sol. Al día siguiente, 16 deabril, después de la observación, calculó que sila velocidad de la isla se mantenía uniforme,llegarían a principios de mayo al círculo polar,del que sólo distaban cuatro grados.

Era de suponer que la isla entonces, em-peñada en la parte más angosta del estrecho,permanecería estacionaria hasta que el deshielole dejase el paso franco, momento que seaprovecharía para botar al mar la embarcacióny embarcarse con rumbo al continente ameri-cano.

Sabido es que, gracias a las precaucionesadoptadas, todo estaba preparado para un em-barque inmediato.

Los habitantes de la isla esperaron, pues,con más impaciencia, y, sobre todo, con másconfianza que nunca. Después de haber sopor-tado tan espantosas pruebas, sentían que seacercaba el desenlace de aquel horrible drama,y que pasarían tan cerca de una de las dos co-

stas, que nada les podría impedir el desembar-car en ellas dentro de algunos días.

Esta dulce perspectiva reanimó los cora-zones y almas de los invernantes, los cualesrecuperaron la alegría natural que las penali-dades sufridas habían alejado de ellos. Volvióel júbilo a imperar en las comidas, con tantamayor razón cuanto que no faltaban losvíveres, ni había que economizarlos; al con-trario. Además, la influencia de la primaverahacíase sentir, y todos aspiraban con verdaderaembriaguez las brisas más templadas que traíala nueva estación.

Durante los días inmediatos, realizáronsenumerosas excursiones al interior de la isla ypor su litoral. Ni los animales dotados de pielesvaliosas, ni los rumiantes, ni los carnívorospodían pensar en abandonarla, porqueseparado ya de la costa americana el campo dehielo que la rodeaba, como lo demostraba sumovimiento de deriva, no les habría permitidollegar hasta el continente.

Ni en la isla, ni en los cabos Esquimal y Mi-guel, ni en ninguna otra porción del litoralhabíase producido ningún cambio, como tam-poco en el interior, ni en los bosques ni en lasorillas del lago. La gran brecha que se abríajunto al cabo Miguel durante la tempestad,habíase cerrado por completo durante los fríosdel invierno, no viéndose ninguna otra grietaen toda la superficie de la isla.

Durante estas excursiones divisáronsemanadas de lobos que recorrían en tropel lasdiversas regiones de la isla. De toda su variafauna, estos feroces carnívoros eran los únicos aquienes el sentimiento de un peligro común nohabía familiarizado con los hombres.

Volvieron a ver varias veces al salvador deKalumah. El digno oso paseábase melancólica-mente por las desiertas llanuras, deteniéndosecuando los exploradores pasaban. Algunas ve-ces seguíalos hasta el fuerte, convencido de quenada tenía que temer de aquellas valerosas

gentes a quienes no diera motivo para que leguardasen rencor.

El día 20 de abril comprobó Jasper Hobsonque la isla no había suspendido su movimientode deriva hacia el Sur. Los restos de la granbarrera, es decir, los icebergs de su parte sur, laseguían en su desplazamiento; pero no dis-ponían de puntos de referencia, de suerte queno había medio de comprobar los cambios deposición más que por las observaciones as-tronómicas.

Jaspér Hobson mandó practicar varias son-das en diversos lugares de la isla, y muy enespecial al pie del cabo Bathurst y en las orillasdel lago, a fin de averiguar cuál era el espesorde la capa de hielo que soportaba la tierra vege-tal, comprobándose por este medio que el indi-cado espesor no había aumentado nada du-rante el invierno, y que el nivel de la isla sobrela superficie del mar tampoco había sufridoalteración; de lo cual se dedujo que era precisoabandonar cuanto antes aquel frágil suelo que

se disolvería rápidamente tan pronto como lobañasen las aguas más calientes del Pacífico.

Por esta época, el día 25 de abril, alterósenuevamente la orientación de la isla. Elmovimiento general de todo el campo de hielose verificó de Este a Oeste, siendo su amplitudde un cuarto y medio de circunferencia. El caboBathurst proyectó desde entonces su puntahacia el Noroeste. Los últimos restos de la granbarrera polar cerraban entonces el horizonte delNorte, quedando así demostrado que el campode hielo se movía libremente en el estrecho sintocar a ninguna costa.

El momento fatal se aproximaba. Las obser-vaciones diurnas y nocturnas daban con exacti-tud la situación de la isla, y, por lo tanto, la detodo el campo de hielo. El día 30 de abril nave-gaba todo el conjunto por el través de la bahíade Kotzebue, amplia escotadura triangular quemuerde profundamente la costa americana, encuya parte sur se alza el cabo del Príncipe deGales, que detendría, tal vez, a la isla errante si

no embocaba el estrecho por su centro exacta-mente.

El tiempo era magnífico, marcando con fre-cuencia el termómetro 50° Fahrenheit (10°centígrados sobre cero). Los invernanteshabíanse despojado, hacía ya varias semanas,de sus vestidos de invierno, y se encontrabansiempre dispuestos para emprender la marcha.El astrónomo Tomás Black, había ya acondicio-nado en la embarcación que seguía en el as-tillero, su equipaje de sabio: sus instrumentos ylibros. Habíanse embarcado también una buenacantidad de provisiones, juntamente con al-gunas de las pieles de más precio.

Una muy minuciosa observación, hecha eldía 2 de mayo, dio a conocer que la isla Victoriatenía cierta tendencia a dirigirse hacia el Este,es decir, hacia el continente americano. Era éstaun circunstancia feliz, porque, como es sabido,la corriente de Kamchatka lame el litoralasiático; de suerte que, de este modo, desapare-cería el peligro de ser arrastrados por ella. ¡La

suerte se declaraba, por fin, a favor de los in-vernantes!

—Creo que nuestro hado adverso se ha can-sado, señora —dijo el sargento Long a la via-jera—. Me parece que se aproxima el términode nuestras desgracias, y que, en lo sucesivo,debemos rechazar todo recelo.

—En efecto —respondió Paulina Barnett—,también lo creo yo así, sargento Long, y con-sidero una suerte el que tuviésemos que renun-ciar, hace unos meses, al viaje que emprendi-mos a través del campo de hielo. La Providen-cia protegiónos, sin duda, haciéndolo impracti-cable.

Paulina Barnett tenía razón al expresarseasí; porque, ¡cuántos peligros y obstáculos en-torpecían el camino durante los meses de in-vierno! ¡Qué de fatigas en medio de la larganoche ártica, y a 600 millas de la costa!

El día 5 de mayo, Jasper Hobson anunció asus compañeros que la isla Victoria acababa decortar el círculo polar ártico, penetrando de esta

suerte en la zona del esferoide terrestre que elsol no abandona jamás, ni aun durante los díasde su mayor declinación austral. Pareció a losinvernantes que entraban nuevamente en elmundo habitado.

Aquel día se bebieron buenos tragos, feste-jando el acontecimiento de haber cortado elcírculo polar, como se celebra en los buques laprimera vez que éstos cortan la línea equinoc-cial.

En lo sucesivo, sólo habría que esperar elmomento de que los hielos, dislocados y mediofundidos, pudiesen dejar paso a la embarcaciónque había de conducir a su bordo a toda lacolonia.

Durante el día 7 de mayo experimentó laisla otro cambio de orientación de un octavo decircunferencia. El cabo Bathurst señalaba ahoraal Norte, teniendo delante de sí las masas queaun quedaban en pie del gran banco polar.Había recuperado, pues, la orientación que leasignaban las cartas geográficas cuando aun

formaba parte del continente americano. La islahabía dado una vuelta completa sobre supropio eje, habiendo el sol levante saludadosucesivamente todos los puntos de su litoral.

La observación del día 8 de mayo dio aconocer también que la isla se hallaba inmovili-zada, aproximadamente en el centro del estre-cho, a menos de 40 millas del cabo del Príncipede Gales; de suerte que la tierra estaba a cortadistancia, y la salvación de todos parecía asegu-rada.

Ya bien obscurecido, celebróse una esplé-ndida cena en el salón, brindándose al final porel teniente Hobson y por Paulina Barnett.

Aquella misma noche decidió JasperHobson ir a observar las alteraciones que sehubieran podido producir al Sur del campo dehielo, donde tal vez existiera algún canal prac-ticable.

Quiso Paulina Barnett acompañar alteniente en esta expedición; pero obstinóse esteúltimo en que se quedase en el fuerte, y partió

con sólo el sargento. Resignóse la viajera, y re-gresó a la casa principal con Madge y Kalumah.Los soldados y las mujeres, por su parte, re-tiráronse a descansar a sus alojamientos respec-tivos, instalados, como ya se sabe, en el edificiocontiguo.

La noche era hermosísima. En ausencia dela luna„ brillaban las constelaciones conmagnífico resplandor. Una especie de luz ex-tremadamente difusa, reflejada por el campo dehielo, alumbraba ligeramente la atmósfera yaumentaba el alcance de la vista. El tenienteHobson y el sargento Long, al abandonar elfuerte, dirigiéronse hacia la porción del litoralcomprendido entre el puerto Barnett y el caboMiguel. Ambos exploradores caminaron por laplaya durante dos o tres millas. Mas, ¡qué as-pecto presentaba todavía el campo de hielo!¡qué confusión! ¡qué caos! Imagínese una in-mensa concreción de cristales caprichosos, unmás súbitamente congelado en el preciso mo-mento en que el huracán más lo agita. Sin em-

bargo, los hielos no dejaban aún paso libre nin-guno, siendo imposible que una embarcaciónpudiera navegar entre ellos.

Jasper Hobson y el sargento Long, conver-sando y observándolo todo, permanecieron enla playa hasta media noche; y, viendo que todoseguía en el mismo estado, decidieron regresaral fuerte Esperanza, a fin de descansar ellostambién algunas horas.

Habían andado apenas un centenar de pa-sos, y se encontraban ya en el antiguo cauce deldesaparecido río Paulina, cuando les detuvo unruido inesperado, algo así como un trueno le-jano que se hubiese producido en la parte sep-tentrional del campo de hielo. Su intensidadcreció rápidamente y alcanzó en poco tiempoformidables proporciones. Algún poderosofenómeno ocurría indudablemente en aquellosparajes, y, detalle poco tranquilizador cierta-mente, Jasper Hobson creyó notar que el suelode la isla temblaba bajo sus pies.

—¡Ese ruido procede del banco polar! —dijoel sargento Long—. ¿Qué sucede?

Jasper Hobson no respondió, y, lleno de in-quietud, arrastró hacia el litoral a su com-pañero.

—¡Al fuerte! ¡al fuerte! —exclamó—. ¡Talvez haya ocurrido alguna dislocación de hielosy podamos botar al agua nuestro buque!

Y ambos, en desenfrenada carrera,dirigiéronse por el camino más corto hacia lafactoría.

Mil pensamientos distintos asaltaban susmentes inquietas. ¿Qué nuevo fenómeno pro-ducía aquel inesperado ruido? Los dormidoshabitantes del fuerte, ¿tendrían conocimientode aquel extraño incidente? Sin duda alguna, sí;porque las detonaciones, cuya intensidad crecíapor momentos, hubieran sido capaces, según eldicho vulgar, de despertar a un difunto.

En veinte minutos, Jasper Hobson y el sar-gento Long salvaron las dos millas que lesseparaban del fuerte Esperanza; pero aun antes

de llegar a la empalizada, habían dintinguidoya a sus compañeros que huían en desorden, ycomo desatentados, lanzando gritos de horror.

El carpintero Mac-Nap corrió al encuentrodel teniente Hobson, con su hijo entre los bra-zos.

—¡Mire usted, mi teniente! — gritó llevandoa Jasper Hobson a un cerro que se elevaba aalgunos pasos detrás de la empalizada.

El teniente Hobson miró.

Los últimos restos del gran banco polar que,antes de su partida, se encontraban aún a dosmillas de distancia, habíanse precipitado sobreel litoral. El cabo Bathurst había desaparecido,y su masa de tierra y arena, barrida por los ice-bergs, cubría el recinto del fuerte. La casa prin-cipal y sus dependencias del Norte hallábansesepultadas bajo la enorme avalancha. En mediode un ruido espantoso veíase a los témpanoslevantarse los unos sobre los otros, y caernuevamente aplastándolo todo a su paso. La

isla parecía asaltada por grandes moles dehielo.

En cuanto a la embarcación construida alpie del cabo, había sido aniquilada por com-pleto... ¡El último recurso, la postrer esperanzahabía desaparecido!

En aquel preciso momento, el edificio quemomentos antes ocupaban los soldados y mu-jeres hundióse bajo el peso de un enormetémpano. Aquellos desdichados prorrumpieronen gritos de desesperación.

—¿Y los otros? ¿y nuestros compañeros...?— exclamó el teniente Hobson con acento con-sternado.

—¡Allí! — respondió Mac-Nap, mostrán-dole la masa de arena, tierra y hielo bajo la quehabía desaparecido la casa principal por com-pleto.

¡Sí! ¡bajo aquel montón de detritushallábanse sepultados Tomás Black, PaulinaBarnett, Madge y Kalumah, a quienes la ava-lancha había sorprendido durante el sueño!

XVIII ¡A TRABAJAR TODO EL MUNDO!

Habíase producido un cataclismo espan-toso. El gran banco polar se había precipitadosobre la isla errante. Sumergido a una gran pro-fundidad por debajo del nivel de las aguas, auna profundidad cinco veces mayor que la al-tura de la parte que emergía, no había podidoresistir la acción de las corrientes submarinas;y, abriéndose camino a través de los hielosquebrantados, habíase precipitado sobre la islaVictoria, que, impelida por tan poderoso motor,derivaba hacia el Sur rápidamente...

En los primeros momentos, advertidos porel estruendo de la avalancha que destrozaba laperrera, el establo y la casa principal de la fac-toría, Mac-Nap y sus compañeros habíantenido tiempo de abandonar su amenazadoalojamiento; mas ya se había completado laobra de destrucción. De aquellas airosas con-

strucciones no quedaban ya vestigios, y ahoraarrastraba la isla a sus infortunados habitanteshacia los abismos del Océano. Pero, ¿quién eracapaz de afirmar que bajo los destrozos causa-dos por la avalancha no alentaban aún con vidaPaulina y su fiel criada, la joven esquimal y elastrónomo? Era preciso llegar hasta ellos, aun-que sólo se encontrasen sus cadáveres.

Aterrado al principio Jasper Hobson, notardó en recuperar su serenidad de siempre, ygritó con voz de trueno: — ¡A los picos y laspalas! ¡La casa era bien sólida y puede haberresistido! ¡Pronto! ¡Manos a la obra!

Herramientas y picos no faltaban; pero enaquel momento no había posibilidad deaproximarse a la empalizada. Los témpanosrodaban sobre ella desde la cumbre de los ice-bergs desmochados, algunos de los cuales seelevaban aún 200 pies sobre el nivel de la isla.¡Imagínese el poder destructor de aquellas ma-sas desgajadas que parecían surgir de toda laparte septentrional del horizonte! La porción

del litoral comprendida entre los cabosBathurst y Esquimal, hallábase no sólo domi-nada, sino invadida por aquellas móviles mon-tañas. Impelidas con fuerza irresistible, habíanavanzado ya un cuarto de milla hacia dentro dela playa. A cada instante, un estremecimientodel suelo y una detonación espantosa anuncia-ban el derrumbamiento de alguna de aquellasmasas, siendo muy de temer que se sumergiesela isla bajo tan enorme peso. Un desnivel muysensible indicaba que toda aquella parte de lacosta se hundía poco a poco, y el mar avanzabaya en anchas olas hasta las proximidades de lalaguna.

Terrible era en verdad la situación de losinvernantes, teniendo que aguardar toda lanoche, presas de mortal inquietud, sin poderintentar nada para salvar a sus compañeros,rechazados del recinto por las avalanchas, eincapaces de detener su invasión o desviarla.

Por fin amaneció el día. ¡Qué terrible as-pecto ofrecían los alrededores del cabo

Bathurst! Dondequiera que se dirigía la miradahallábase cerrado el horizonte por la barrera dehielos; mas la invasión parecía detenida, almenos por el momento. Sin embargo, algunostémpanos mal equilibrados desprendíanse aúnde las cumbres de los icebergs. Pero la masaentera, profundamente surnergida en el aguapor su base, comunicaba a la isla toda la impul-sión que recibía de las corrientes profundasempujándola hacia el Sur, es decir, hacia elabismo, con considerable velocidad.

Aquellos a quienes arrastraba consigo no sedaban cuenta de nada. Tenían que salvar variasvíctimas, y entre ellas a la valerosa y estimadamujer por la que hubieran dado todos la vida.Era ya hora de obrar, pues podía llegarse hastala cerca, y no convenía perder ni un solo in-stante. Hacía ya diez horas que aquellos infeli-ces permanecían sepultados bajo los destrozosde la avalancha.

Ya se ha dicho que el cabo Bathurst no ex-istía. Empujado por un enorme iceberg, habíase

desplomado sobre la factoría, aplastando laembarcación, y cubriendo en seguida el establoy la perrera, que quedaron destrozados, junta-mente con los animales encerrados en ellos.Después, la casa principal había desaparecidobajo una capa de tierra y arena, que se hallabacubierta por un montón de témpanos, loscuales se elevaban a una altura de cincuenta osesenta pies y la oprimían con su peso. El patiodel fuerte estaba abarrotado, y de la empali-zada no se veía ni siquiera una estaca. De de-bajo de aquella masa enorme de témpanos,tierra y arena, y a costa de incalculables traba-jos, era preciso sacar a las víctimas de aquellacatástrofe.

Antes de comenzar la tarde, Jasper Hobsonllamó al carpintero, preguntándole:

—Mac-Nap, ¿cree usted que la casa habrápodido resistir el peso de la avalancha?

—Lo creo, mi teniente —respondió Mac-Nap—, y casi estoy tentado de afirmarlo de unmodo terminante. Ya sabe usted que la

habíamos reforzado. Estaba perfectamenteapuntalada, y los maderos colocados vertical-mente entre las vigas del tejado y las del techohan debido resistir. Observe usted, además,que la casa ha sido recubierta primero con unacapa de tierra y arena que ha podido amorti-guar el choque de los témpanos desplomadosdesde lo alto de los icebergs.

—¡Dios quiera que acierte usted, Mac-Nap—respondió Jasper Hobson—, y no nos hagapasar por semejante dolor!

Después mandó llamar a la señora Joliffe,preguntándole:

—¿Hay víveres en la casa? —Sí, señor Jasper —respondió la interpe-

lada—; la despensa y la cocina encierran to-davía cierta cantidad de conservas.

—¿Y agua? —Y agua y coñac también. — Bueno —dijo

el teniente— no perecerán de hambre ni de sed;pero, ¿les faltará el aire?

A esta pregunta no pudo contestar elcarpintero. Si la casa había resistido, como su-ponía él, la falta de aire era entonces el peligromás grave que amenazaba a las cuatro vícti-mas. Pero, en fin, este peligro podía conjurarsesacándolas rápidamente, o por lo menos, esta-bleciendo lo más pronto posible una comunica-ción entre la casa sepultada y la atmósfera exte-rior.

Todos, hombres y mujeres, habían puestomanos a la obra, manejando con febril ardor lospicos y los azadones. Todos se habían colocadosobre la masa de arena, tierra y hielos, con ri-esgo de provocar nuevos derrumbamientos,Mac-Nap había asumido la dirección de lostrabajos, y lo hacía con inteligencia.

Parecióle lo más conveniente atacar por sucumbre la masa, porque de esta manera po-drían echar a rodar hacia la laguna lostémpanos de hielo. Con las palas y palancasdieron pronto buena cuenta de los bloques demediano tamaño; pero los grandes témpanos

fue preciso destrozarlos con los picos. Algunoscuya masa era demasiado grande hubo necesi-dad de fundirlos por medio de grandeshogueras alimentadas con árboles resinosos.Recurríase a la vez a todos los mediosimaginables para destruir o apartar aquellagran masa de témpanos en el más corto plazoposible.

Pero el hacinamiento era enorme, y, a pesarde haber trabajado aquellos animosos obrerossin, permitirse más descanso que el indispensa-ble para tomar algún alimento, apenas habíadisminuido, al parecer para la cantidad dehielos, cuando el sol se ocultó detrás del hori-zonte. Sin embargo, la parte superior delmontón empezaba ya a nivelarse, y se resolvióproseguir durante toda la noche el trabajo denivelación. Una vez logrado esto, no serían yade temer los derrumbamientos, y habíaproyectado Mac-Nap abrir un pozo vertical através de la masa compacta, que permitiese

llegar con mayor rapidez al lugar apetecido ydar acceso al aire exterior.

Jasper Hobson y sus hombres no cesaron entoda la noche en su tarea, valiéndose del hierroy del fuego para conseguir su objetivo. Loshombres manejaban los azadones y picos; lasmujeres atizaban el fuego. A todos dominabaun mismo pensamiento y deseo: salvar a suscuatro infelices compañeros.

Pero cuando amaneció hacía ya treintahoras que aquellos infelices permanecían sepul-tados bajo la espesa capa de tierra, arena yhielo, en medio de una atmósfera sin duda en-rarecida.

El carpintero, terminados los trabajos de lanoche, pensó en seguida en perforar el pozovertical que debía ir a parar directamente altejado de la casa, el cual, según sus cálculos, nodebía medir menos de cincuenta pies de pro-fundidad. El trabajo sería fácil, sin duda, en elhielo, es decir, durante unos veinte pies; perodespués se tropezaría con grandes dificultades

para perforar la capa de tierra y arena, nece-sariamente deleznable, y sería preciso apunta-larlo en toda la extensión de los treinta piesrestantes. Preparáronse, pues, al efecto largaspiezas de madera, y dio principio la per-foración del pozo, en el que no podían trabajara la vez más que tres hombres. Los soldadostenían, pues, la posibilidad de relevarse amenudo, así que era de esperar que la per-foración se realizase en poco tiempo.

Como suele ocurrir en estas terribles circun-stancias, aquellas pobres gentes pasaban portodas las alternativas de la esperanza y ladesesperación. Cada vez que tropezaban conalguna dificultad, o destruía algún desmo-ronamiento parte del trabajo realizado, el desa-liento se apoderaba de ellos, y era preciso quela voz firme y confortadora del maestro carpin-tero les reanimase. Mientras trabajaban loshombres, las esposas de Mac-Nap, Joliffe y Rae,agrupadas al pie de un montículo, esperabansin apenas hablar, elevando sus plegarias al

Cielo. No tenían más ocupación que prepararlos alimentos que los trabajadores devorabanen los instantes de reposo.

Entretanto, iba perforándose el pozo singrandes dificultades; pero el hielo era extre-madamente duro y el trabajo no se podía efec-tuar con la rapidez deseada. Al finalizar la jor-nada, sólo se había logrado llegar a la capa detierra y arena, la cual no podía esperarse quequedara perforada hasta el anochecer del díasiguiente.

Cuando llegó la noche, decidióse trabajar ala luz de las antorchas, a fin de no interrumpirla perforación del pozo. Practicaron a todaprisa una especie de gruta en uno de los cerrosdel litoral, para que sirviese de abrigo a las mu-jeres y al niño. El viento habíase rolado al Su-doeste, y caía una lluvia helada, intercalada aveces de copioso aguacero. Ni el teniente ni suscompañeros pensaron en suspender el trabajo.

Entonces comenzaron las grandes dificul-tades, porque no se podía perforar la arena

movediza, haciéndose preciso practicar unaentibación con maderos que contuviesen lastierras en el interior del pozo. Después, losobreros situados en la boca de éste elevaban,por medio de un cubo suspendido en unacuerda, las tierras que se desprendían. Se com-prende que en estas condiciones el trabajo nopodía ser muy rápido. Eran siempre de temerlos desmoronamientos, siendo preciso adoptarminuciosas precauciones para que los traba-jadores no quedasen sepultados.

El maestro carpintero permanecía a menudoen el fondo del pozo, dirigiendo los trabajos ysondando frecuentemente con un pico bienlargo, pero sin tropezar con ninguna resistenciaque le anunciase la proximidad del techo de lacasa.

Cuando llegó la mañana, sólo se había pro-fundizado diez pies en la masa de tierra yarena, faltando por lo tanto otros veinte parallegar a la altura que ocupaba la cumbre del

tejado antes de la avalancha, suponiendo queno hubiese cedido.

¡Hacía ya cincuenta y cuatro horas que Pau-lina Barnett, Madge, Kalumah y el astrónomopermanecían sepultados!

Varias veces habían pensado el teniente yMac-Nap si intentarían las víctimas abrirse unacomunicación con el exterior. Dado su carácterintrépido y su serenidad, no cabía la menorduda de que, si Paulina Barnett era dueña desus movimientos, lo habría intentado ya. Al-gunas herramientas habían quedado en la casa,y Kellet recordaba muy bien que había dejadosu azadón en la cocina. ¿No habrían destrozadolos presos una de las puertas de la casa ycomenzado la perforación de una galería através de la capa de tierra? Pero esta galeríasólo podía perforarse en dirección horizontal, yrepresentaba un trabajo mucho más largo ypenoso que el del pozo ideado por Mac-Nap;porque el amontonamiento producido por laavalancha, que no medía menos de sesenta pies

de altura, cubría una extensión de más de 500pies de diámetro. Los presos ignoraban estadisposición, de suerte que, aun admitiendo quehubiesen logrado abrir la galería horizontal, nopodrían perforar la última capa de hielo antesde ocho días, por lo menos; y antes, si no losvíveres, el aire tes habría faltado.

Sin embargo, Jasper Hobson vigilaba por símismo todas las partes del macizo, escuchandosi algún ruido delataba un trabajo subterráneo.Pero no logró oir nada.

Los operarios reanudaron al amanecer, conmás actividad que nunca, su penoso trabajo. Latierra subía sin cesar a la boca del pozo, que sehacía cada vez más profundo. La tosca entiba-ción sostenía suficientemente la deleznablearena. Sin embargo, produjéronse algunos der-rumbamientos que fueron rápidamente con-tenidos, y durante aquel día no hubo que de-plorar ninguna nueva desgracia. Sólo elsoldado Garry fue herido en la cabeza por la

caída de un trozo de hielo; mas su herida fuetan leve que ni aun quiso abandonar el trabajo.

A las cuatro había adquirido el pozo unaprofundidad total de cincuenta pies, o sea,veinte de hielo y treinta de tierra y arena.

A esta profundidad esperaba Mac-Nap en-contrar la techumbre de la casa, en el caso dehaber resistido la presión de la avalancha.

Encontrábase en aquel momento en el fondodel pozo y, juzgúese su contrariedad y decep-ción cuando, al hundir profundamente el pico,no encontró la menor resistencia.

Permaneció un instante con los brazos cru-zados, mirando a Sabine que se hallaba con él.

—¿Nada? — preguntó el cazador. —¡Nada! —respondió el carpintero—. ¡Ab-

solutamente nada! Pero continuemos. El techohabrá cedido sin duda; pero no es posible queel piso del desván se haya hundido. Antes deahondar seis pies tropezaremos necesariamentecon este suelo... de lo contrario...

Mac-Nap no acabó de expresar su pen-samiento, y, con la ayuda de Sabine, reanudósu trabajo con desesperado ardor.

A las seis de la tarde habíanse ahondadodiez o doce pies más.

Mac-Nap sondeó de nuevo. Nada aún. Supico se hundía siempre en la tierra movediza.

El carpintero, abandonando un instante suherramienta, cogióse la cabeza entre ambasmanos.

—¡Desdichados! — murmuró. Y, subiendo después por los puntales que

sostenían la entibación, llegó hasta la boca delpozo.

Allí encontró al teniente y al sargento, másansiosos que nunca, y, llevándolos aparte, re-firióles el horrible desengaño que acababa desufrir.

—Pero, entonces —le dijo Jasper Hobson—,la casa ha sido aplastada por la avalancha, yesos infortunados...

—¡No! —respondió el carpintero con acentode íntima convicción—; ¡no! la casa no ha sidoaplastada. Con lo reforzada que estaba, ha de-bido resistir. ¡No! ¡No ha sido aplastada! ¡Esimposible!

—Pues, entonces, ¿qué ha sucedido, Mac-Nap? — preguntó el teniente Hobson, de cuyosojos se escaparon dos lágrimas.

—El suelo sobre el cual reposaba la casa hacedido evidentemente, hundiéndose a la vezambas cosas, y pasando a través de la cortezade hielo que forma la base de la isla. La casa noha sido aplastada, sino engullida... Y las desdi-chadas víctimas...

—¡Ahogadas! — exclamó el sargento Long. —¡Ahogadas! ¡Sí, sargento! ¡Ahogadas antes

de que pudiesen hacer un movimiento!¡Ahogadas como los pasajeros de un buque quezozobra!

Durante algunos instantes, los tres perman-ecieron en silencio. La hipótesis de Mac-Napera muy verosímil. Nada más lógico que su-

poner que la capa de hielo que formaba la basede la isla habíase hundido bajo tan enorme pre-sión, La casa, gracias a los puntales que sos-tenían las vigas del techo, apoyadas sobre lasdel piso, había debido horadar el suelo de hieloy hundirse en el abismo.

—Bueno, Mac-Nap —dijo el tenienteHobson—, si no podemos encontrarlos vivos...

—Sí —respondió el carpintero—, ¡es precisoa toda costa que los encontremos muertos!

Dicho esto, Mac-Nap, sin comunicar a suscompañeros sus terribles hipótesis, descendiónuevamente al fondo del pozo en donde re-anudó su interrumpido trabajo. Jasper Hobsontambién bajó con él.

Durante toda la noche .prosiguió la per-foración, relevándose los hombres de hora enhora, pero todo este tiempo, mientras dossoldados sacaban la tierra y la arena, Mac-Napy Jasper Hobson premanecieron algo más ar-riba, de pie sobre un puntal.

A las tres de la mañana, el pico de Kellet,tropezando de repente con un cuerpo duro,produjo un ruido seco. El maestro carpinteromás bien lo sintió qué lo oyó.

—¡Ya llegamos! —exclamó el soldado—. ¡Yaestán salvados!

—¡Cállate y continúa! — respondió elteniente Hobson con voz sorda.

Hacía en aquel instante cerca de setenta yseis horas que la avalancha se había precipitadosobre la casa.

Kellet y su compañero, el soldado Poúd,habían reanudado el trabajo. La profundidaddel pozo debía casi haber alcanzado el nivel delmar, y, por consiguiente, Mac-Nap no con-servaba la menor esperanza.

En menos de veinte minutos, el cuerpo durocon que el pico tropezara quedó al descubierto.Era uno de los maderos del tejado. El carpin-tero lanzóse al fondo del pozo, cogió un azadóne hizo saltar las tablas del techo, quedando en

algunos instantes practicada una bien ampliaabertura.

Por ella apareció un rostro apenas recono-cible en medio de las sombras.

¡Era el rostro de Kalumah! —¡Socorro! ¡socorro! — murmuraba débil-

mente la desdichada joven. Jasper Hobson deslizóse por la abertura, y,

al hacerlo, sintióse sobrecogido por un intensofrío. El agua le llegaba a la cintura. Contra loque se esperaba, el techo no había sidoaplastado; mas, como supusiera Mac-Nap, lacasa habíase hundido a través del suelo, pene-trando el agua en ella; pero, afortunadamente,no había llenado por completo el desván,elevándose un pie escaso sobre el piso de éste.¡Aún quedaba una esperanza...!

El teniente avanzó en la obscuridad, ytropezó con un cuerpo privado de movimiento.Lo arrastró. hacia la abertura, a través de la cualPond y Kellet lo sacaron. Era el astrónomoBlack.

Después extrajo otro cuerpo, que resultó serMadge. Ambos fueron izados, por medio decuerdas, a la boca del pozo, y al sentir elbenéfico contacto del aire puro exterior, reco-braron poco a poco el sentido.

Quedaba por salvar todavía Paulina Bar-nett. Jasper Hobson, guiado por Kalumah, llegóa la extremidad del desván, encontrando allí,por fin, a la que buscaba, privada demovimiento y con la cabeza que apenas sobre-salía del agua. El teniente tomóla en sus brazosy la transportó a la abertura, y, pocos instantesdespués, él y ella, Kalumah y Mac-Nap lle-gaban a la boca del pozo.

Paulina Barnett estaba como muerta.

Todos los compañeros de la valerosa mujercontemplábanla en silencio, dando muestra deprofundo dolor.

La joven esquimal, a pesar de hallarse tandébil, habíase arrojado sobre el cuerpo de suamiga.

Paulina Barnett respiraba y su corazón aúnlatía. El aire puro, absorbido por sus enjutospulmones, devolvióle lentamente la vida.

Por fin, abrió los ojos, y un grito se escapóde todos los pechos. ¡Un grito de acción de gra-cias que debió llegar hasta el cielo, donde fue,sin duda, escuchado!

En aquel momento amanecía, y el sol in-undaba el espacio con sus primeros rayos.

Haciendo un supremo esfuerzo, incor-poróse Paulina; y, contemplando después loalto de aquella montaña, formada por la ava-lancha y que dominaba la isla, cuanto la rode-aba, murmuró con extraño acento:

—¡El mar! ¡el mar! Y, en efecto, a ambos lados del horizonte, al

Este y al Oeste, el mar, libre de hielos, rodeabaa la isla Victoria.

XIX EL MAR DE BEHRING

Así, pues, empujada la isla por el granbanco polar, había retrocedido, con velocidadexcesiva, hasta las aguas del mar de Behring,después de haber pasado el estrecho sin adher-irse a sus costas, engolfándose cada vez más enaquellas aguas tibias que no podían tardar enconvertirse en abismo para ella. ¡Y la embarca-ción, aplastada por la avalancha, estaba en ab-soluto inservible!

Cuando Paulina Barnett recuperó por com-pleto el uso de sus sentidos, pudo en pocaspalabras referir la historia de las setenta ycuatro horas pasadas en las profundidades dela sepultada casa. Tomás Black, Madge, Kalu-mah y ella habían sido sorprendidas por la ava-lancha. Todos se precipitaron hacia las puertasy ventanas; pero no hallaron salida. La capa detierra y arena que algunos momentos antesformaba el cabo Bathurst, cubría la casa entera.Casi inmediatamente oyeron los prisioneros elchoque de los témpanos enormes que el granbanco polar arrojaba sobre la factoría.

No había transcurrido siquiera un cuarto dehora, cuando Paulina Banett y sus tres com-pañeros de desdicha sintieron que la casa, queresistía tan enorme presión, hundíase en elsuelo de la isla. ¡La base de hielo cedía, y elagua del mar penetraba!

Apoderarse de algunas provisiones quehabían quedado en la despensa y refugiarse enel desván, fue obra de un momento, que ejecu-taron guiados por un vago instinto de conser-vación. Pero, ¿podían abrigar un átomo deesperanza? En todo caso, el desván parecía re-sistir, siendo probable que dos bloques dehielo, apuntalándose uno contra otro por en-cima del techo, lo hubiesen salvado de unaplastamiento inmediato.

Encerrados en el desván, oían sobre sus ca-bezas el estruendo de la avalancha, en tantoque el agua subía de una manera constante.¡Ahogados o aplastados! ¡No había otra disyun-tiva!

Pero por un milagro patente, el techo,sólidamente apuntalado, resistió, y la casa,después de sumergirse hasta cierta profundi-dad, se detuvo, cuando ya el agua había alcan-zado un pie de elevación sobre el suelo deldesván.

Paulina Barnett, Madge, Kalumah y TomásBlack tuvieron que refugiarse entre los tirantesy puntales que sostenían el tejado, donde per-manecieron por espacio de tantas horas. Laabnegada Kalumah hubo de constituirse encriada de todos, llevándoles las comidas através de la capa de agua. ¡Y pensar que nadapodían intentar para salvarse! ¡El socorro sólopodía llegarles de fuera! ¡Qué situación angus-tiosa! ¡La respiración hacíase difícil en aquellaatmósfera comprimida, que no tardó en hacersecasi irrespirable por su escasez de oxígeno yexceso de ácido carbónico... ¡Algunas horas másde permanencia en aquel reducido espacio, y elteniente Hobson sólo hubiera encontrado loscadáveres de las víctimas!

Además, a las torturas físicas habíanse su-mado los padecimientos morales. Paulina Bar-nett habíase dado cuenta, sobre poco más omenos, de todo lo ocurrido. Había adivinadoque el gran banco polar se había precipitadosobre la isla, y, a juzgar por la agitación delagua que rugía debajo de la casa, era evidenteque la isla era irresistiblemente arrastrada haciael Sur. Por eso, en cuanto abrió los ojos, miró asu alrededor y pronunció las palabras que ladestrucción de la pequeña nave hacía tan terri-bles en aquellas circunstancias:

—¡El mar! ¡el mar!

Pero, en aquellos momentos ninguno de losque la rodeaban quería oir ni entender más queuna cosa: que habían salvado a la mujer porquien hubieran sacrificado la vida, y, junta-mente con ella, a Madge, a Tomás Blacl¿ y aKalumah; y, por último, que hasta entonces, y apesar de tan rudas pruebas y peligros, nofaltaba ninguno de los animosos seres que el

teniente Jasper Hobson había llevado consigo atan desastrosa expedición.

Pero las circunstancias iban a agravarse másque nunca y a precipitar sin duda la catástrofefinal cuyo desenlace no podía estar ya lejos.

El primer cuidado del teniente Hobson du-rante aquella jornada fue calcular de nuevo lasituación de la isla. No había ya que pensar enabandonarla, puesto que la embarcación habíasido destrozada, y el mar, libre, por fin, no of-recía en torno de ella ningún punto sólido deapoyo. En cuanto a los icebergs, ya no quedaba,al Norte, nada más que aquel resto del granbanco polar, cuya cresta acababa de destruir elcabo Bathurst, y cuya base, profundamenteSumergida, empujaba la isla al Sur.

Registrando las ruinas de la casa principal,se había logrado encontrar los instrumentos yplanos que el astrónomo Tomás Black habíallevado consigo al desván, y que, afortunada-mente, no sufrieron grandes daños. El cieloestaba cubierto de nubes; pero el sol aparecía

de vez en cuando, y Jasper Hobson pudo tomarsu altura a su debido tiempo y con una aproxi-mación suficiente.

Resultó de esta observación que aquelmismo día, 12 de mayo, a mediodía, se hallabala isla Victoria en la situación sigu.ente:

Longitud, 168° 12' Oeste del meridiano deGreenwich.

Latitud, 63° 37' Norte. Marcado este punto en el mapa, vióse que

se encontraba la isla lrente al golfo de Norton,entre la punta asiática de Tchaplin y el caboamericano de Stephens; pero a más de cien mil-las de ambas costas.

—¿Será, pues, necesario renunciar a tomartierra en el continente americano? — preguntóPaulina Barnett.

—Sí, señora —respondió Jasper Hobson—;por este lado, no queda la más mínimaesperanza. La corriente nos arrastra hacia altamar con velocidad prodigiosa, y sólo podemos

contar con el venturoso encuentro de algúnballenero que pasase a la vista de la isla.

—Pero, si ya no es posible tocar en el conti-nente —replicó la viajera—, ¿por qué no ha dearrojarnos la corriente contra alguna de las islasdel mar de Behring?

Débil era la esperanza, pero a ella seagarraron aquellos infelices como el hombreque va a ahogarse a la tabla que le arrojan. Nofaltaban las islas en aquellas regiones, ex-istiendo entre otras las de San Lorenzo, SanMateo, Nuniwak, San Pablo, Georges, etc. Pre-cisamente la isla errante no se hallaba muy lejosde la de San Lorenzo, cuya superficie es extensay se halla rodeada de islotes; y, en último caso,si no se tropezaba con ella, aun quedaba laesperanza de que la detuviese en su marcha esesemillero de islas conocidas con el nombre deAleutinas, que cierran el mar de Behring.

¡Sí, sí! ¡sin duda alguna! La isla de SanLorenzo podía ser un puerto de refugio paralos invernantes; y de no ser así, quedábales la

esperanza de la de San Mateo y los numerososislotes que la rodean; pero no había que pensaren llegar a las Aleutinas, de las que les separa-ban aún más de ochocientas millas. ¡Muchoantes, la isla Victoria, minada, derretida por lasaguas calientes, fundida por el sol, que seaproximaba ya al signo zodiacal de Los Ge-melos, se sepultaría en el abismo!

Así era de suponer, toda vez que la distan-cia hasta donde descienden los hielos en sumarcha hacia el Ecuador es bastante variable,aproximándose más a éste en el hemisferio aus-tral que en el boreal. Háseles encontrado enocasiones a la altura del cabo de BuenaEsperanza, o sea en el paralelo 36° sobre pocomás o menos; en tanto que los icebergs quedescienden del océano Glacial Ártico no hanrebasado jamás los 40° de latitud. Pero el límitede la fusión de los hielos se halla evidente-mente relacionado con la temperatura, de-pendiendo de las condiciones climatéricas.Cuando los inviernos son largos, alcanzan

naturalmente los hielos latitudes más bajas quecuando se presentan las primaveras precoces.

Ahora bien, esta precocidad de la estacióncálida en el año 1861, debía precipitar ladisolución de la isla Victoria. Las aguas del marde Behring eran ya verdes y no azules, comosuelen generalmente ser en las proximidadesde los icebergs, según las observaciones deHudson. Debía, pues, esperarse a cada instanteuna catástrofe, ahora que no existía la embarca-ción.

Jasper Hobson resolvió prevenirla, haciendoconstruir una balsa suficientemente grandepara sostener a toda la colonia, y que, mejor opeor, pudiese navegar hasta el continente. Hizoacopiar las maderas necesarias para la con-strucción de un aparato flotante sobre el cual sepudiese surcar el mar sin peligro de irse alfondo. Bien mirado, existían probabilidades deencontrar algún buque en una época en que losballeneros se remontan hacia el Norte per-siguiendo a los grandes cetáceos. Mac-Nap re-

cibió, pues, el encargo de construir una balsagrande y sólida, que sobrenadase en el mo-mento en que la isla Victoria se sumergiese enel mar.

Pero antes era preciso preparar de cualquiermodo una vivienda que cobijase a los desdi-chados habitantes de la isla. Parecía lo más sen-cillo desembarazar de hielo el antiguo alo-jamiento de los soldados, dependencia de lacasa principal, cuyas paredes podrían serviraún. Todos pusieron manos a la obra, traba-jando con verdadero ardor, y, en unos cuantosdías, hubo donde refugiarse contra los rigoresde un clima caprichoso, que los vientos y laslluvias ensombrecían con frecuencia.

Practicáronse también registros en la casaprincipal, lográndose extraer de las habi-taciones sumergidas numerosos objetos demayor o menor utilidad, como herramientas,armas, ropa de cama, muebles, las bombas deventilación, los depósitos de aire, etc.

Al día siguiente, 13 de mayo, hubo que re-nunciar a la esperanza de tropezar con la islade San Lorenzo, pues las observaciones as-tronómicas dieron a conocer que la isla errantepasaba muy al Este de ella. Las corrientes novan, generalmente, a estrellarse contra los ob-stáculos naturales, sino que, por el contrario,los evitan, contorneándolos; por eso com-prendió Jasper Hobson que no había másremedio que renunciar a la esperanza de llegara tierra de este modo. Sólo las islas Aleutinas,tendidas como una especie de red semicircularen un espacio de varios grados, habrían podidodetener la isla; pero, ¿podía abrigarse laesperanza de llegar a ellas? La isla Victoria eraarrastrada con una velocidad extraordinaria,sin duda; pero, ¿no era probable que esta ve-locidad decreciese cuando los icebergs delNorte, que eran los que la empujaban, seseparasen de ella por una razón cualquiera, o sedisolviesen, lo cual no se haría esperar toda vez

que no contaban con una capa de tierra que losprotegiese contra los rayos del sol?

El teniente Hobson, Paulina Barnett, el sar-gento Long y el carpintero Mac-Nap hablabanfrecuentemente de esto, y, después de madurasreflexiones, convinieron en que la isla Victoriano podría en ningún caso llegar hasta el grupode las Aleutinas, ya porque su velocidad dis-minuyera, ya porque fuese arrojada fuera de lacorriente de Behring, ya, en fin, porque sefundiese bajo la doble influencia combinada delas aguas y del sol.

El 14 de mayo, el maestro Mac-Nap y suspeones iniciaron la construcción de una granbalsa. Era preciso mantener este aparato a lamayor altura posible sobre el nivel del mar, conobjeto de impedir que lo arrebatasen las olas.Era obra que ofrecía terribles dificultades; masel celo de los trabajadores no retrocedió anteellas. El herrero Rae había hallado, por fortuna,en un almacén inmediato a la casa, una grancantidad de clavijas de hierro que habían sido

traídas del fuerte Confianza, y que sirvieronpara unir entre sí sólidamente las diversaspiezas que formaban el armazón de la balsa.

En el lugar donde fue construida, adop-táronse, por iniciativa del teniente Hobson, lasprecauciones siguientes. En vez de colocar lasvigas y traviesas sobre el suelo, emplazólasMac-Nap sobre la superficie del agua. Lasdiferentes piezas, después de taladradas y con-formadas, en la orilla, eran aisladamente lan-zadas a la superficie del pequeño lago, dondese las acoplaba con gran facilidad. Este modode operar ofrecía dos ventajas: Primero, que elcarpintero podía hacerse cargo del lugar quehabría de ocupar la línea de flotación y de laestabilidad que convenía dar al artefacto; y,segundo, que cuando se disolviese la isla Victo-ria, flotaría ya la balsa, y no se vería sometida alas desnivelaciones y choques que la disloca-ción del suelo pudiera imprimir a la tierra. Tanatendibles razones indujeron, pues, a Mac-Napa proceder de esta suerte.

Durante estos trabajos, Jasper Hobson, yasolo, ya acompañado de Paulina Barnett, recor-ría el litoral, observando el estado del mar y lassinuosidades de la orilla, que las olas socava-ban lentamente. Su mirada escudriñaba el hori-zonte, completamente desierto. Por el Norte nose dibujaban ya los perfiles de las montañas dehielo. Vanamente buscaba, como todos los náu-fragos, el buque que no se presentaba jamás. Lasoledad del océano tan sólo era turbada por elpaso de algunos sopladores, que frecuentan lasaguas verdes en las cuales pululaban miríadasde animálculos microscópicos que constituyensu único alimento. Veíanse también algunostroncos flotantes, procedentes de las paísescálidos, y que las grandes corrientes marinasdel Globo arrastran hasta aquellos parajes.

Un día, el 16 de mayo, Paulina Barnett yMadge se paseaban juntas por la parte de la islacomprendida entre el cabo Bathurst y el an-tiguo puerto. El tiempo era magnífico y la tem-peratura cálida, haciendo ya muchos días que

la nieve había desaparecido por completo de laisla. Sólo los témpanos que el gran banco polaracumulara en su parte septentrional recordabanel aspecto polar de aquellos climas. Pero estosmismos témpanos se disolvían poco a poco,produciendo cada día nuevas cascadas que sedesprendían de las cumbres y corrían por lasvertientes de los icebergs. Era indudable que elsol no tardaría en disolver estas últimas masasaglomeradas por el frío.

Curioso era el aspecto que ofrecía la islaVictoria. Otros ojos menos tristes habríanlacontemplado con verdadero interés. La prima-vera manifestábase en ella con singular vigor.En su suelo, transportado a más benigno clima,desbordábase la vida vegetal. Los musgos, lasflorecillas, las plantaciones de la señora Joliffe,crecían y se desarrollaban de un modo exuber-ante. Toda la potencia vegetativa de aquellatierra, substraída a la crudeza del clima ártico,manifestábase al exterior, no sólo por la pro-fusión de plantas que brotaban sobre su super-

ficie, sino también por la variedad de sus col-ores. Los antiguos matices apagados y pálidoshabían cedido el puesto a otros tonos brillantesde color, digaos del sol que los alumbraba en-tonces. Las diversas especies de árboles,madroñeros y sauces, abedules y pinos, cu-bríanse de obscuro verdor. Abríanse sus yemasbajo la savia caldeada a ciertas horas por unatemperatura de 68° Fahrenheit (20° centígradossobre cero). La naturaleza ártica transformábasebajo una latitud igual ya a la de Cristianía yEstocolmo, en Europa, que es la de las másverdes campiñas de las zonas templadas.

Pero Paulina Barnett no quería fijarse en es-tas risueñas manifestaciones de la naturaleza.¿Podía cambiar el estado de su efímerodominio? ¿Le era dado ligar aquella isla errantea la corteza sólida del Globo? No, por cierto; ypor eso el sentimiento de una supremacatástrofe no se apartaba de ella. Se la pronosti-caba su instinto, como a aquellos centenares deanimales que pululaban por los alrededores de

la factoría. Aquellos armiños, y linces, y cas-tores, y zorras, y martas, y visones, y ratasalmizcleras, y hasta lobos, a quienes el sen-timiento de una próxima e inevitable catástrofehacía menos feroces, acercábanse más y más asus antiguos enemigos, los hombres, como siéstos pudiesen salvarlos. Era una especie dereconocim.ento tácito e instintivo de la superi-oridad de la raza humana, precisamente enunas circunstancias en que esta superioridadera impotente.

¡No! Paulina Barnett no quería ver nada deesto; sus miradas no se apartaban de aqueldespiadado mar, inmenso, infinito, sin otrohorizonte que el cielo que con él se confundía.

—Pobre Madge —dijo ésta un día—, yo soyquien te ha traído a esta catástrofe, ¡a ti que mehas seguido a todas partes y me hasdemostrado siempre una adhesión y amistadque merecían otro pago! ¿Me perdonas?

—Sólo hay una cosa en el mundo que no tehubiera perdonado jamás, hija mía —respondióla excelente mujer—: el no morir contigo.

—¡Madge! ¡Madge! —exclamó la viajera—,si mi vida pudiese salvar la de esos desdi-chados, la daría sin vacilar.

—Pero, hija mía, ¿has perdido toda laesperanza?

—¡No!... — exclamó Paulina Barnett, arro-jándose en los brazos de su fiel compañera.

La mujer acababa de revelarse un instanteen aquella naturaleza viril. Mas, ¿quién no dis-culparía un momento de desmayo en medio detan rudas pruebas?

Paulina prorrumpió en sollozos. Su corazóndesbordóse, y las lágrimas corrieron, abun-dantes, de sus ojos.

—¡Madge! ¡Madge! —dijo la viajera, levan-tando la cabeza—, ¡no les digas, al menos, quehe llorado!

—No —respondió la criada—. Sería inútil,además, porque no me creerían. Esto ha sido un

instante de debilidad. Levántate, hija mía;porque tú eres aquí el alma de todos nosotros.¡Levántate y recobra tu indomable valor!

—Pero, ¿aún tienes esperanzas? — exclamóPaulina Barnett, contemplando de hito en hito asu fiel compañera.

—¡Yo no la pierdo jamás! — respondió sen-cillamente Madge.

Pero, ¿quién hubiera sido capaz de conser-var aún un átomo de esperanza cuando, al-gunos días después, dejó atrás la isla errante elgrupo de San Mateo, no quedándole ya nin-guna tierra con que poder tropezar en todo elmar de Behring?

XX EN ALTA MAR

La isla Victoria flotaba por entonces en laparte más ancha del mar de Behring, a 600 mil-las aún de las primeras Aleutinas, y a más de200 de la costa más cercana del Este. Su

desplazamiento seguía verificándose con unavelocidad relativamente considerable; pero,aun suponiendo que ésta no experimentaseninguna disminución, le serían necesarias tressemanas más, por lo menos, para llegar a estabarrera meridional del mar de Behring.

¿Podría durar hasta entonces aquella isla,cuya base se adelgazaba diariamente bajo laacción de las aguas tibias, y en un ambientecuya temperatura media era de 50° Fahrenheit(10° centígrados sobre cero)? ¿No podía susuelo entreabrirse a cada instante?

El teniente Hobson activaba cuanto le eraposible la construcción de la balsa, cuya ar-mazón inferior flotaba ya sobre las aguas dellago. Mac-Nap quería dar a este artefacto unagran solidez, a fin de que pudiese resistir du-rante largo tiempo, caso de ser necesario, lassacudidas del mar; porque era de suponer quesi no encontraban algún ballenero en el mar deBehring, tendrían que recorrer a la deriva la

considerable distancia que les separaba de lasislas Aleutinas.

Entretanto, la isla Victoria no había experi-mentado ningún cambio de cierta importanciaen su configuración general. Practicábansediariamente reconocimientos; pero los explora-dores no se atrevían a alejarse demasiado,porque a cada momento, una fractura del suelo,o el desprendimiento de un trozo de isla podíaaislarlos del centro común. Nunca habíaseguridad de volver a ver a los que partían paraestas exploraciones.

La profunda grieta abierta en las proximi-dades del cabo Miguel, que los fríos invernaleshabían vuelto a cerrar, se había abierto denuevo poco a poco, extendiéndose en la actu-alidad por espacio de una milla hacia el inte-rior, hasta el enjuto lecho del antiguo arro-yuelo, y siendo de temer que se prolongase a lolargo de este cauce, donde la capa de hielo teníamenor espesor. En este caso, toda la porcióncomprendida entre el cabo Miguel y el puerto

Barnett, limitada al Oeste por el lecho del ria-chuelo, es decir, un trozo enorme, de una su-perficie de varias millas cuadradas, habría de-saparecido. El teniente Hobson recomendó,pues, a sus compañeros que no se aventurasenen él sin necesidad; porque bastaría unmovimiento brusco del mar para desprenderesta importante porción de la isla.

Practicáronse sondas en varios lugares, a finde conocer cuáles eran los que ofrecían mayorresistencia a la disolución, a causa de su espe-sor, averiguándose así que este espesor era másconsiderable que en ningún otro lugar pre-cisamente en las proximidades del caboBathurst, donde estuvo emplazada la antiguafactoría; pero no el espesor de la capa de tierra,que esto no hubiera sido ninguna garantía, sinoel de la base de hielo, lo cual era una circun-stancia feliz. Mantuviéronse abiertos los orifi-cios practicados para efectuar las sondas, y deeste modo fue posible averiguar diariamente ladiminución que experimentaba el espesor de la

base de la isla. Esta diminución era lenta, peroincesante y continua. Podía calcularse que laisla no resistiría arriba de tres semanas más,teniendo en cuenta la circunstancia adversa deirse internando en aguas cada vez más cal-deadas por la acción de los rayos solares.

Durante la semana comprendida entre el 19y 25 de mayo, reinó un tiempo malísimo, de-clarándose una violenta tempestad. Los relám-pagos iluminaron el cielo y los truenosatronaron el espacio. Agitado el mar por unfuerte viento Noroeste, formó elevadas olas quefustigaron extraordinariamente a la isla, im-primiéndole sacudidas poco tranquilizadoras.Toda la pequeña colonia permaneció con-stantemente alerta, dispuesta siempre a embar-carse en la balsa, cuya cubierta estaba ya casiterminada, habiéndose acondicionado en ellacierta cantidad de víveres y de agua dulce finde prevenir cualquier eventualidad. Duranteeste tiempo, llovió copiosamente; y las tibias yanchas gotas de esta lluvia tempestuosa

penetraron profundamente en el suelo y de-bieron atacar la base de la isla. Estas filtracionesdisolvieron el hielo inferior en algunos lugares,produciéndose en su consecuencia sospechosasdepresiones. La lluvia descarnó las laderas dealgunos cerros, dejando al descubierto el hielode la base; por lo cual fue preciso rellenar estasexcavaciones con tierra y arena, a fin de sub-straer aquélla a la acción del calor. Sin esta pre-caución, el suelo hubiera quedado bien prontoagujereado como una espumadera.

Aquella tempestad causó también irrepa-rables daños a las colinas cubiertas de bosqueque rodeaban la orilla oriental del pequeñolago. Las abundantes lluvias arrastraron latierra y la arena, desplomándose de esta suertemuchos árboles por faltarles apoyo a sus raíces.En una sola noche quedó transformado el as-pecto de la porción de la isla comprendida en-tre el lago y el antiguo puerto Barnett. Apenassi quedaron algunos grupos de abedules y depinos aislados que habían resistido a la tor-

menta. Eran éstos síntomas evidentes dedescomposición que era imposible dejar dereconocer, pero contra los cuales la inteligenciahumana era impotente. Jasper Hobson, PaulinaBarnett, el sargento y todos en general veíanbien que la efímera isla se deshacía poco apoco; todos se daban cuenta de ello, excepto, talvez, Tomás Black, que, mudo siempre y som-brío, no parecía pertenecer ya a este mundo.

El día 23 de mayo, durante la tempestad, elcazador Sabine, que salió del alojamientocomún una mañana en que la niebla era muydensa, estuvo a punto de ahogarse en un am-plio orificio que se había abierto durante la no-che en el preciso lugar que antes ocupaba lacasa principal de la factoría.

Hasta entonces esta casa, sepultada bajo laespesa capa de tierra y arena, y hundida en sustres cuartas partes, parecía haberse adheridofuertemente a la base de hielo de la isla; mas,sin duda, las ondulaciones del mar, al chocarcontra la parte inferior de esta amplia esco-

tadura, la agrandaron, y la casa, sobre la cualgravitaba el peso enorme de todas aquellasmaterias que un día constituyeron lo que fuecabo Bathurst, hundióse en el abismo. Tierra yarena deslizáronse en el enorme orificio, encuyo fondo se precipitaron las agitadas aguasdel mar.

A los gritos de Sabine, acudieron sus com-pañeros, quienes lograron sacarle de aquellaimprovisada trampa, a cuyas resbaladizasparedes trataba de agarrarse con desesperación,sin haber recibido otro mal que un baño ines-perado que pudo tener muy mal fin.

Más tarde se vieron las vigas y tablas de lacasa que, resbalando por la parte inferior de laisla, flotaban frente a la orilla, cual restos de unbuque náufrago. Este fue el último destrozocausado por la tempestad, el cual vino a com-prometer más aún la solidez de la isla, permi-tiendo que las aguas la fuesen disolviendotambién por su interior, y viniendo a constituir

una especie de cáncer que debía destruirlalentamente.

Durante la jornada del 25 de mayo, roló elviento al Nordeste, disminuyendo de intensi-dad al propio tiempo; cesó la lluvia y el marcomenzó a calmarse. La noche deslizóse tran-quila, y, habiendo reaparecido el sol a lamañana siguiente, pudo efectuar JasperHobson una buena observación, viéndose almediodía que la situación de la isla era lasiguiente :

Longitud, 170° 23'. Latitud, 56° 13'. La velocidad de la isla era, pues, excesiva,

toda vez que había avanzado cerca de 800 mil-las desde el lugar que ocupaba dos meses atrás,al comenzar el deshielo, en el estrecho deBehring.

Esta gran velocidad de desplazamiento hizoconcebir una ligera esperanza a Jasper Hobson.

—Amigos míos —dijo a sus compañeros,mostrándoles la carta del mar de Behring—;

¿veis las islas Aleutinas? ¡Distan ya de nosotrosmenos de 200 millas! ¡Tal vez lleguemos a ellasdentro de ocho días!

—¡Ocho días! —respondió el sargento Longsacudiendo la cabeza—. ¡Largo me parece elplazo!

—Debo añadir —prosiguió el tenienteHobson— que si nuestra isla hubiese seguidoen su descenso el meridiano 178°, estaríamos yaen el paralelo de estas islas; pero evidente-mente se desvía hacia el Sudoeste, siguiendo eleje de la corriente de Behring.

La observación era justa. La corriente tendíaa llevarse la isla Victoria a gran distancia de lastierras, y a apartarla quizá de las islas Aleuti-nas, que, sólo se extienden hasta el meridiano170°.

Paulina Barnett examinó la carta en silencio,contemplando el punto trazado con un lápizque indicaba la posición de la isla, el cual, dadala gran extensión de la región representada,parecía casi imperceptibe. ¡Tan inmenso parecía

el mar de Behring! Siguió con la mirada elcamino recorrido desde el comienzo de! de-shielo, camino que la fatalidad, o, por mejordecir, la inmutable dirección de las corrientesmarinas, había dibujado a través de tantas islas,a gran distancia de los continentes, sin tocar enninguna parte, abriéndose ante sus ojos enton-ces la infinita inmensidad del océano Pacífico.

Por fin, como arrancándose, por un su-premo esfuerzo, a aquellos triste sueños ymeditaciones sombrías, acabó por decir:

—Pero, ¿no habría medio de dirigir estaisla? Con ocho días más a esta misma veloci-dad, podríamos tal vez llegar a la última de lasAleutinas.

—¡Esos ocho días sólo Dios puede otorgár-noslos! —respondió el teniente Hobson—. ¿Noslos querrá conceder? Le digo a usted, señora,con toda sincesidad, que nuestra salvación sólopuede llegarnos del Cielo.

—Participó de esa misma opinión, señorJasper —replicó Paulina Barnett—; pero el

Cielo quiere siempre que los hombres se ayu-den a sí propios para hacerse acreedores a suprotección. ¿Hay, pues, algo que hacer, algoque intentar que yo ignore?

Jasper Hobson sacudió la cabeza con aire deduda. Para él no existía más medio de salvaciónque la balsa; pero, ¿convendría embarcarse enella sin demora, e improvisando una velacualquiera con sábanas y mantas, tratar de ga-nar la costa más cercana?

Jasper Hobson consultó la cuestión con elsargento, con el carpintero Mac-Nap, en quientenía gran confianza, con el herrero Rae y conlos cazadores Marbre y Sabine; y todos ellos,después de haber pesado el pro y el contra,fueron de parecer que no debía abandonarse laisla mientras no fuera absolutamente impre-scindible. En efecto, tan sólo como un último ysupremo recurso podría recurrirse a aquellabalsa, que barrerían incensantemente las olas, yque no tendría ni siquiera la velocidad de laisla, cuyo avance hacia el Sur activaban los ice-

bergs. En cuanto al viento, soplaba general-mente del Este, y tendería más bien, por lotanto, a alejar la ¡balsa de toda tierra.

Era preciso, pues, esperar; esperar más aún,toda vez que la isla corría rápidamente hacialas Aleutinas. Cuando ya se encontrasenpróximos a este grupo, se estudiaría la re-solución que más conviniese adoptar.

Este era, efectivamente, el partido más acer-tado que podía tomarse, siendo indudable quesi en el plazo de ocho días no decrecía la ve-locidad de la isla, o se detendría ésta en lafrontera meridional del mar de Behring, o, ar-rastrada hacia el Sudoeste, entraría en las aguasdel Pacífico y se perdería sin remedio.

Pero la fatalidad, que tanto se había cebado,y durante tanto tiempo, en aquellos infelicesinvernantes, iba a herirlos aún con otro nuevogolpe. La velocidad de traslación con la quesiempre contaban iba a faltarle en breve.

En efecto, durante la noche del 26 al 27 demayo, sufrió la isla Victoria un último cambio

de orientación cuyas consecuencias fueron ex-traordinariamente graves. Efectuóse sobre símisma medio giro, quedando los icebergs,restos del gran banco polar, que la impulsabanpor el Norte, adosados a su costa Sur.

Por la mañana, los náufragos —¿cometemosalguna impropiedad al aplicarles tal nombre?—vieron salir el sol por la parte del cabo Esqui-mal y no por el horizonte del puerto Barnett,como estaban acostumbrados.

¿Cuáles iban a ser las consecuencias de estecambio de orientación? ¿No se separarían de laisla aquellas montañas de hielo?

Todos presintieron una nueva desgracia, yse dieron perfecta cuenta de la verdad queencerraban las palabras del soldado Kellet, alexclamar:

—¡Antes que llegue la noche nos habremosquedado sin hélice!

Kellet quería dar a entender que los ice-bergs, que ya no se hallaban detrás, sino de-lante de la isla, no tardarían en separarse de

ésta; y eran ellos los que le imprimían aquellaextraordinaria velocidad, pues por cada pie deelevación sobre el nivel del mar, medían seis osiete de profundidad bajo el mismo; de suerteque, al hallarse mucho más sumergidos que laisla en la corriente submarina, encontrábanseipso jacto más directamente sometidos a suinfluencia, siendo muy de temer que la expre-sada corriente los separase de ella, ya que no sehallaban unidos por lazos de ninguna especie.

Sí, el soldado Kellet tenía mucha razón, y laisla quedaría entonces como un buque desarbo-lado, que hubiese perdido su hélice.

Las palabras del soldado quedaron sin con-testación; pero antes que transcurriese siquieraun cuarto de hora, oyóse un crujido espantoso.Las cumbres de los icebergs bamboleáronse,desprendiéndose sus masas, e, irresistiblementeimpelidos por la corriente submarina, em-prendieron veloz marcha hacia el Sur, dejandotras ellos la isla.

XXI DONDE LA ISLA SE CONVIERTE EN

ISLOTE

Tres horas más tarde, los últimos restos delgran banco polar habían desaparecido detrásdel horizonte. Esta rápida desaparicióndemostraba que la isla había permanecido casiestacionaria, por residir toda la fuerza de lacorriente en sus capas inferiores, y no en la su-perficie del mar.

Calculóse a mediodía, por medio de obser-vaciones astronómicas, la situación de la isla, yrepetida la operación veinticuatro horasdespués, vióse que sólo había avanzado unamilla.

No quedaba, por consiguiente, nada másque una esperanza de salvación, ¡una sola! Queun ballenero, que cruzase por aquellos parajes,recogiera a los náufragos, bien se hallasen to-davía sobre la isla, bien a bordo de la balsa porhaber aquélla fundido.

La isla se encontraba entonces en 54° 33' delatitud y 177° 19' de longitud, a varios cen-tenares de millas de la tierra más cercana, esdecir, de las Aleutinas.

Jasper Hobson congregó a sus compañerosaquel día y pidióles consejo por la postrera vez.

Todos fueron del mismo parecer: permane-cer en la isla mientras ésta no se hundiese,porque su magnitud la hacía todavía insensibleal estado del mar; y después, cuandoamenazara disolverse por completo, embarcartoda la pequeña colonia en la balsa, y esperar.

¡Esperar! La balsa estaba ya concluida. Mac-Nap

había construido a su bordo una amplia cámaradonde podría cobijarse todo el personal delfuerte. No se había olvidado hacer su palo cor-respondiente, para arbolarlo si se considerabanecesario, y las velas que habían de impulsar elartefacto estaban listas también desde muchotiempo atrás. El aparato era sólido, y, si el vi-ento soplaba en dirección conveniente, quizá

aquel conjunto de tablas y maderos salvase a lacolonia entera.

—¡Nada! ¡nada es imposible —exclamóPaulina Barnett— para aquel que dispone delos vientos y las olas!

Jasper Hobson había hecho el inventario delos víveres. Las reservas no eran demasiadoabundantes, pues los destrozos producidos porla avalancha las habían disminuido consider-ablemente; mas no faltaban rumiantes ni roe-dores, y la isla, llena de arbustos y de musgosque la cubrían de verdor, los alimentaría fácil-mente. Juzgóse necesario aumentar las provi-siones de carne en conserva, y los cazadoresmataron al efecto un número prudente de renosy de liebres.

En resumen, la salud de los colonos erabuena. Habían padecido bien poco en un in-vierno tan benigno como el último, y los su-frimientos morales no habían doblegado aún suvigor físico. Sin embargo, preciso es decirlo, noveían sin extrema aprensión, sin siniestros pre-

sentimientos, el momento en que tuviesen queabandonar la isla, o, hablando con mayorpropiedad, el instante en que la isla los aban-donase a ellos. Aterrábales la idea de flotar so-bre la superficie de aquel inmenso mar, en unafrágil balsa de madera que sería juguete de lascaprichosas olas y la barrerían a su antojo haci-endo en ella la vida punto menos que im-posible.

Téngase también en cuenta que aquelloshombres no eran realmente marinos; no per-tenecían a esa clase de viejos lobos de mar,avezados a sus azares, que no temen aven-turarse en unas tablas; eran soldados habitua-dos a los sólidos territorios de la Compañía.Cierto que su isla era frágil, que sólo des-cansaba sobre un delgado campo de hielo; perosobre éste había tierra, y sobre ella verdeabauna frondosa vegetación, y crecían arbustos yárboles. Poblábanla además numerosos ani-males y permanecía indiferente á losmovimientos del mar, hasta el extremo de

parecer inmóvil. Le habían tomado cariño aaquella isla Victoria en la cual habitaban hacíacerca de dos años; a aquella isla que habíanrecorrido tantas veces, en todas direcciones,explorando hasta sus más escondidos rincones;cuyo suelo habían cultivado y que había resis-tido hasta entonces tan frecuentes cataclismos.Por eso no podrían dejarla sin pena, ni la aban-donarían hasta el momento mismo en que ma-terialmente les faltase de debajo de los pies.

Conocía Jasper Hobson la disposición deánimo en que se hallaban sus gentes, juzgán-dola muy lógica. No ignoraba con qué granrepugnancia se embarcarían sus compañeros enla balsa; pero los acontecimientos iban a pre-cipitarse, pues en aquellas aguas calientes nopodría tardar en disolverse la isla. En efecto,presentáronse graves síntomas que sembraronentre la colonia la alarma.

La balsa era cuadrada, midiendo treintapies de lado, lo que hacía una superficie de 900pies cuadrados. Su suelo se elevaba dos pies

sobre el nivel del agua, defendiéndola una es-pecie de borda contra las pequeñas olas; peroera evidente que tan pronto se alborotase elmar pasarían aquéllas por encima de esta in-suficiente barrera. En medio de la balsa habíaconstruido Mac-Nap una verdadera cámara,capaz para veinte personas; y a su alrededorgrandes cofres destinados a las provisiones yaljibes para el agua, todo sólidamente fijo a laplataforma por medio de chavetas de hierro. Elmástil, que medía unos treinta pies de altura,apoyábase sobre la cámara central, y era sos-tenido en equilibrio por obenques que iban ahacerse firmes a los cuatro ángulos del aparato,y estaba destinado a soportar una vela cuad-rada que no servía, naturalmente, más que paranavegar en popa, a pesar de haberse dotado alartefacto de una especie de timón, muy defi-ciente, sin duda.

Tal era la balsa sobre la cual deberían refu-giarse veinte personas, sin contar con el niño deMac-Nap, y que flotaba tranquilamente sobre

las aguas de la laguna, retenida cerca de laplaya por una fuerte amarra. Es muy cierto quehabía sido construida con mucho más esmeroque las balsas improvisadas a toda prisa por losnáufragos a quienes, de repente, sorprende ladestrucción de su buque, y era, por tanto, mássólida y acabada; mas no por eso dejaba de seruna frágil balsa.

El 1.° de junio produjese un nuevo inci-dente. El soldado Hope había ido a traer aguade la laguna para las necesidades de la cocina,y, al probarla la señora Joliffe, notó que era sal-ada. Entonces llamó a Hope y le dijo que ella lehabía pedido agua dulce, y no agua del mar.

Contestóle Hope que la había sacado de lalaguna, y no del mar, entablándose entoncesuna especie de discusión entre ambos, en me-dio de la cual intervino Jasper Hobson, quien,al oir las manifestaciones de Hope, palidecióintensamente y se dirigió hacia el pequeñolago...

¡Sus aguas se habían vuelto completamentesaladas! Era evidente que su suelo se habíahundido, penetrando en su interior las aguasdel mar.

Tan luego como se conoció esta noticia, to-dos los ánimos quedaron sobrecogidos poridéntico temor.

—¡Se acabó el agua dulce! — exclamabanaquellos desdichados.

Y, en efecto, después del río Paulina, aca-baba de desaparecer a su vez el lago Barnett.

Pero el teniente Hobson apresuróse a tran-quilizar a sus compañeros acerca del agua po-table.

—El hielo no nos falta, amigos míos —lesdijo—, así que no temáis nada. Bastará confundir algunos trozos de nuestra isla, y meatrevo a asegurar que no nos la beberemos en-tera — añadió, procurando sonreir.

En efecto, el agua salada, bien se evapore,bien se solidifique, abandona por completo lasal que contiene en disolución. Desenter-

ráronse, pues, si nos es permitida la expresión,algunos trozos de hielo, los cuales fueron fun-didos, no sólo para las necesidades diarias, sinopara llenar los aljibes de la balsa.

Sin embargo, no había que olvidar estenuevo aviso que acababa la Naturaleza de dar-les. La isla se disolvía evidentemente por subase, como lo demostraba la invasión del maren la laguna a través de su fondo. El suelopodía hundirse a cada instante, y JasperHobson no permitió ya a sus gentes que se ale-jasen, porque habrían corrido el riesgo de serarrastrados mar adentro.

También los animales parecían presentir unpeligro muy próximo, y se apiñaban alrededorde la antigua factoría. Desde que desapareció elagua dulce, veíaseles venir a lamer los bloquesde hielo extraídos de la tierra. Mostrábansemuy inquietos, y algunos de ellos parecían ata-cados de locura, en especial los lobos que lle-gaban en grandes tropeles, y desaparecían enseguida lanzando roncos aullidos. Los animales

dotados de pieles valiosas permanecían aglom-erados alrededor del hoyo circular por donde lacasa se hundiera, pudiéndose contar varioscentenares de ellos de diferentes especies. Eloso rondaba por los alrededores, tan inofensivopara los animales como para los hombres.Parecía instintivamente inquieto, y hubiera debuena gana pedido protección contra el inevi-table peligro que presentía sin poderlo evitar.

Los pájaros, hasta entonces muy numero-sos, fueron disminuyendo también poco a poco.Durante aquellos últimos días, bandos consid-erables de grandes voladores, dotados de alasvigorosas que les permitían atravesar largosespacios, los cisnes, entre otros, emigraron ha-cia el Sur, con dirección, sin duda, a las prime-ras tierras de las islas Aleutinas que les ofre-cerían un abrigo seguro.

Paulina Barnett y Madge, que se paseabanpor el litoral, observaron esta emigración, en laque creyeron ver un mal presagio.

—Estas aves —dijo Paulina— encuentran enla isla una alimentación suficiente, y, sin em-bargo, se marchan. ¡No será sin motivo, pobreMadge mía!

—Sí, su instinto les guía —respondióMadge—; pero si nos avisan debemos estaralerta. Me parece también que los otros ani-males se muestran más inquietos que nunca.

Aquel día resolvió Jasper Hobson trasladara la balsa la mayor parte de los víveres y efectosdel campamento, y se decidió también que to-dos embarcasen en ella.

Pero, precisamente, el mar estaba agitado, y,en aquel Mediterráneo formado en la actuali-dad por las aguas de Behring en el interior dellago, reproducíanse ahora todos los movimien-tos de las olas con gran intensidad; y encer-radas éstas en aquel espacio relativamente pe-queño, estrellábanse contra sus playas, reven-tando allí con furor. Era una tempestad en unlago, o, por mejor decir, en un abismo tan pro-fundo como el mar circunvecino. Las olas agi-

taban ía balsa de una manera violenta, y bar-rían su cubierta sin cesar, habiendo necesidadde suspender el embarque de los víveres y efec-tos.

Ante semejante estado de cosas, no quiso elteniente Hobson imponer su voluntad a suscompañeros. Lo mismo daba pasar una nochemás en tierra, y al día siguiente, si el mar estabatranquilo, se proseguiría el embarque.

No se obligó, pues, a nadie a dejar su alo-jamiento y abandonar la isla, pues refugiarse enla balsa era abandonarla realmente.

Por lo demás, la noche fue mejor de lo quehubiera podido esperarse. Calmó el viento y elmar se tranquilizó poco a poco. La borrascahabía pasado con esa rapidez especial de losmeteoros eléctricos. A las ocho de la noche, elmar se había serenado casi por completo, y sólopequeñas olas agitaban el interior de la laguna.

Cierto que la isla no tenía más remedio quehundirse en plazo breve; mas siempre erapreferible que se hundiese poco a poco, que no

súbitamente, destrozada por una tempestad,como podía ocurrir el momento menos pen-sado cuando el mar se agitaba iracundo entorno suyo, y las olas inmensas, tan altas comomontañas, se precipitaban rugientes, contra susfrágiles costas.

A la tempestad había seguido una ligeraniebla, que amenazaba hacerse más espesacuando llegase la noche. Procedía del Norte, y,por lo tanto, debido a la nueva orientación de laisla, cubría la mayor parte de ésta.

Antes de irse a acostar, examinó JasperHobson las amarras de la balsa, perfectamenteatadas a fuertes troncos de abedules, y paramayor seguridad, dieseles otra vuelta. En reali-dad, lo peor que podía ocurrir era que la balsase marchase a la deriva por el lago, pero éste noera tan grande que pudiera perderse.

XXII LOS CUATRO DÍAS SIGUIENTES

La noche, es decir, una hora apenas decrepúsculo y de alba, fue tranquila. Levantóseel teniente Hobson, y, decidido a ordenar queembarcase aquel mismo día la colonia, dirigiósehacia la laguna.

La niebla era aún espesa; pero, por encimade ella, sentíanse ya los rayos del sol. La tem-pestad de la víspera había despejado el cielo, yel día prometía ser cálido.

Cuando llegó Jasper Hobson a la orilla de lalaguna, no pudo distinguir su superficie, que sehallaba velada todavía por densas brumas.

En aquel mismo momento, Paulina Barnett,Madge y algunas otras personas aproximáronsea él.

La niebla comenzaba a disiparse, alejándosehacia el fondo del pequeño lago y descubriendocada vez mayor porción dé su superficie. Labalsa, sin embargo, no se divisaba aún.

Por último, una racha de viento barrió porcompleto la niebla...

¡La balsa no estaba allí! ¡El lago ya no ex-istía! ¡Sólo la inmensidad de los mares ex-tendíase ante las miradas atónitas de aquellosdesventurados!

Jasper Hobson no pudo reprimir un gestode desesperación; y, cuando sus compañeros yél recorrieron con la vista el horizonte, un gritose escapó de sus pechos... ¡La isla no era ya másque un islote!

Durante la noche, las seis séptimas partesdel antiguo territorio del cabo Bathurst, so-cavado ya por las olas, habíase hundido en el.mar, sin ruido, sin convulsiones, y la balsa, alquedar en libertad, había sido arrastrada porlas olas, sin que los húmedos ojos de los que enella cifraban sus últimas esperanzas pudierandistinguirla siquiera sobre la superficie deaquel desierto océano.

Los desdichados náufragos, suspendidossobre un abismo que amenazaba tragárselos,sin recursos ni medio alguno de salvación,quedaron sobrecogidos de espanto. Algunos

soldados quisieron arrojarse al mar, enloqueci-dos; pero Paulina Barnett se interpuso, y desist-ieron de su idea, retrocediendo llorosos.

¡Juzgúese cuál era ahora la situación de losnáufragos y si podían conservar un átomo deesperanza! ¡Considérese la situación de JasperHobson en medio de aquellos desdichados queparecían atacados de demencia! ¡Veintiuna per-sonas sobre un islote de hielo, que no podíatardar en abrirse debajo de sus pies!

Con la parte de la isla hundida habían de-saparecido las colinas cubiertas de bosques, desuerte que ya no quedaban árboles, ni habíamás madera que las escasas tablas que forma-ban el alojamiento, insuficientes a ojos vistaspara la construcción de una nueva balsa quepudiese recibir a su bordo a la colonia. La vidade los náufragos se hallaba, pues, estrictamentelimitada a la duración del islote, es decir, a al-gunos días a lo sumo; porque corría ya el mesde julio y la temperatura media era superior a

68° Fahrenheit, equivalente a 20° centígradossobre cero.

Durante aquella jornada, Jasper Hobsoncreyó conveniente reconocer el islote. Tal vezfuese conveniente refugiarse en otro puntocuyo espesor le asegurase más larga duración.Paulina Barnett y Madge acompañáronle enesta exploración.

—¿Conservas esperanzas todavía? —preguntó Paulina Barnett a su fiel compañera.

—¡Jamás perderé la esperanza! — contestóleMadge.

Paulina no respondió. Jasper Hobson y ellamarchaban con rápido paso, recorriendo ellitoral. Toda la costa había sido respetada desdeel cabo Bathurst hasta el cabo Esquimal, esdecir, en una longitud de ocho millas. En esteúltimo cabo era donde se había operado la frac-tura, siguiendo una línea curva que, pasandopor la punta extrema de la laguna dirigíasehacia el interior de la isla. A partir de estapunta, el nuevo litoral hallábase formado por la

orilla misma de la laguna, bañado ahora por lasaguas del mar. Hacia la parte superior de aqué-lla, prolongábase otra fractura hasta el litoralcomprendido entre el cabo Bathurst y el an-tiguo puerto Barnett. El islote presentaba, pues,la forma de una faja prolongada, cuya anchuramedia era sólo de una milla.

¡De las 140 millas cuadradas que medía enotro tiempo la superficie de la isla, no queda-ban ni veinte!

Jasper Hobson reconoció con sumo cuidadola nueva formación del islote, comprobandoque su parte más espesa seguía siendo el lugarque ocupara la antigua factoría; así que juzgóconveniente no abandonar el campamento ac-tual, que era también el sitio donde los ani-males habían permanecido por instinto.

Observóse, no obstante; que una notablecantidad de rumiantes y roedores, así como lamayoría de los perros que erraban a la ventura,habían desaparecido con la parte más impor-tante de la isla; pero quedaban aún cierto

número de ellos, en especial de roedores. El osoerraba, alocado, por el pequeño islote, dándoleincesantes vueltas, como fiera encerrada en unajaula.

Hacia las cinco de la tarde, Jasper Hobson ysus compañeras regresaron al alojamientocomún, donde encontraron reunidos y silencio-sos a los hombres y mujeres, que ya no queríanoir ni ver cosa alguna. La esposa de Joliffe pre-paraba algunos alimentos. El cazador Sabine,menos abatido que los otros, iba y veníatratando de procurarse un poco de carne fresca.Por lo que respecta al astrónomo, habíase sen-tado aparte y dirigía hacia el mar una miradavaga y casi indiferente. ¡Parecía que nada leasombrase!

Jasper Hobson manifestó a sus compañerosel resultado de su expedición. Díjoles que elcampamento actual ofrecía mayor seguridadque ningún otro punto de la isla; y les re-comendó que no se alejaran, porque se ob-servaban ya síntomas de una nueva rotura a la

mitad de la distancia existente entre el cam-pamento y el cabo Esquimal, siendo probableque la superficie del islote no tardase en re-ducirse considerablemente. ¡Y pensar que noera posible hacer absolutamente nada!

El día fue realmente caluroso. Los témpanosdesenterrados para obtener agua potable, der-retíanse sin neces udd de recurrir al fuego. Enlas partes acantiladas de la orilla, la capa conge-lada deshacíase en delgados chorros de agua,que caían al mar. Era palpable que el nivel me-dio del islote había descendido. Las aguas cáli-das desgastaban incesantemente su base.

Durante la noche siguiente, nadie pegó losojos. ¿Quién hubiera sido capaz de conciliar elsueño sabiendo que, de un momento a otro, elabismo podía abrirse y tragárselos, aparte deaquella infeliz criatura, que sonreía a su madre,la cual no se separaba de él ni un solo instante?

Al día siguiente, 4 de junio, volvió a brillarel sol en un cielo sin nubes. Ningún cambio se

había producido durante la noche. La forma delislote nó se había modificado.

Aquel día, una zorra azul se refugió, espan-tada, en el alojamiento, negándose a salir. Lasmartas, los armiños, las liebres polares, las ratasalmizcleras y los castores hormigueaban en elsito de la antigua factoría. Parecían un rebañode animales domesticados. Sólo faltaban loslobos, porque como erraban dispersos por laparte opuesta de la isla, habían evidentementedesaparecido con ella. Como si tuviese algúnpresentimiento siniestro, el oso no se alejabadel cabo Bathurst, y, presas de gran inquietud,los animales de piel valiosa no parecían adver-tir siquiera su presencia. Los mismos náufragosfamiliarizados ya con el gigantesco animal, ledejaban ir y venir, sin preocuparse de él. Elpeligro común, presentido por todos, habíanivelado los instintos y las inteligencias.

Algunos momentos antes de mediodía ex-perimentaron los náufragos una viva emoción,que debía trocarse en desengaño.

El cazador Sabine que, subido en el puntomás alto del islote, escudriñaba el horizontehacía algunos instantes, gritó con inmensojúbilo:

—¡Un barco! ¡Un barco a la vista! Todos al punto, como galvanizados, corri-

eron hacia el cazador, y el teniente le interrogócon la mirada.

Sabine señaló entonces una especie deblanca nubécula en el horizonte del Este. Todosdirigieron sus miradas hacia el punto indicado,sin despegar los labios, y todos creyeron veraquel barco cuya silueta acentuábase cada vezmás.

Era un buque, en efecto; un ballenero, sinduda. No había medio de engañarse, y, al cabode una hora, se hizo visible su casco.

Por desgracia, dicho buque divisábase porel Este, es decir, en la parte opuesta al puntoadonde la balsa, arrastrada por la corriente,había debido dirigirse. La casualidad era, pues,la única que le traía por aquellos parajes; y,

supuesto que no había podido ver la balsa, noera posible admitir que fuese en busca de losnáufragos, ni que sospechase siquiera supresencia.

Ahora bien, ¿divisaría el islote, cuya ele-vación sobre la superficie del mar era tan es-casa? ¿Lo aproximaría hacia ellos el rumbo quellevaba? ¿Distinguiría las señales que se hici-esen? En pleno día y con aquel espléndido solera poco probable. Cuando llegase la noche,podría encenderse una hoguera, visible a grandistancia, quemando las pocas tablas que form-aban el alojamiento. Pero, ¿no desaparecería elbuque antes de que llegase la noche, que sóloduraría una hora apenas? Por si acaso, se hici-eron numerosas señales y se dispararon petar-dos.

Entretanto, aproximábase el buque,viéndose perfectamente que era un hermosovelero de tres palos, evidentemente un ballen-ero de Nuevo Arcángel, que, después de haberremontado la península de Alaska, dirigíase

hacia el estrecho de Behring. Hallábase a so-tavento del islote, y, con las velas bajas, losjuanetes y los sobres amurados a estribor,dirigíase hacia el Norte. Cualquier marinohubiera conocido en seguida, al ver su ori-entación, que aquel buque no se dirigía hacia elislote. Pero, ¿lo vería al menos?

—Si lo ve —murmuró el teniente Hobson, aloído del sargento Long—, huirá de él rápida-mente.

Jasper Hobson tenía razón al expresarse así.No hay nada, en estas regiones, que tanto temael marino como la vecindad de los icebergs y delas islas de hielo. Son escollos errantes contralos que teme siempre estrellarse, sobre todo denoche; y por eso se apresuran a cambiar derumbo en cuanto los distinguen. ¿No proced-ería de igual modo aquel buque tan prontodiese vista al islote? Parecía lo probable.

Imposible pintar las alternativas de deses-peración y esperanza por que pasaron los náu-fragos. Hasta las dos de la tarde creyeron que la

Providencia se apiadaba al fin de ellos, que lossocorros venían, que la salvación se acercaba. Elbuque se había aproximado, siguiendo unalínea oblicua, y ya sólo distaba seis millas delislote. Multiplicáronse las señales, disparáronsenumerosos petardos, y hasta produjeron unagran humareda quemando alguna tablas delalojamiento...

¡Todo en vano! O el buque no vio nada, o seapresuró a alejarse del islote en cuanto le diovista.

A las dos y media, orzó ligeramente, y sealejó del islote con rumbo al Nordeste.

Una hora después, era sólo una nubéculablanca en el remoto horizonte, y pronto desa-pareció por completo.

Entonces el soldado Kellet prorrumpió enespantosas carcajadas, y empezó a revolcarsepor el suelo, creyendo todos que se habíavuelto loco.

Paulina Barnett miró a Madge de hito enhito, como para preguntarle si seguía esper-ando aún.

Madge volvió la cabeza... En la noche de aquel día funesto oyóse un

crujido terrible producido por la parte mayordel islote al desprenderse y sumergirse en elmar, escuchándose al mismo tiempo aullidosespantosos de animales. ¡El islote habíaquedado reducido a la punta que se extendíadesde el emplazamiento de la casa tragada porel mar hasta el cabo Bathurst!

¡No era ya más que un sencillo témpano!

XXIII SOBRE UN TÉMPANO DE HIELO

¡Un témpano! ¡Un témpano irregular, enforma de triángulo, que medía 100 pies de base,y apenas 150 en su lado mayor, sob,re el cual seencontraban veintiún seres humanos, un cen-tenar de animales de piel valiosa, algunos

perros y un oso gigantesco, agazapado en aquelraomento en la punta extrema del islote!

¡Sí! Por fortuna, todos los náufragos se hal-laban allí reunidos. El abismo no se había tra-gado ni uno solo. La rotura se había operado enun instante en qué todos se hallaban reunidosen el alojamiento común. ¡La suerte los habíarespetado una vez más, deseosa, sin duda, deque pereciesen todos juntos!

Pero, ¡qué situación! Nadie hablaba ni semovía, temerosos de que el menor movimiento,la más ligera sacudida hubiera bastado pararomper la base de hielo.

¡Nadie quiso ni pudo tocar los trozos de ce-cina que distribuyó, como cena, la señoraJoliffe! ¿Con qué objeto? La mayor parte deaquellos infortunados seres pasaron la noche alaire libre, prefiriendo ser tragados por el mar,libres de toda traba, y no encerrados en unaestrecha cabaña de tablas.

Al siguiente día, 5 de junio, un sol esplen-doroso elevóse sobre el triste grupo. Los sin

ventura, apenas cambiaban entre sí palabra.Aguzaban la inteligencia buscando la manerade escapar, y escudriñaban con ojos extraviadosel horizonte circular en cuyo centro se hallabaaquel miserable témpano.

El mar estaba completamente desierto. Niuna vela, ni siquiera una isla de hielo o un is-lote. ¡Aquel témpano era el último, sin duda,que flotaba sobre el mar de Behring!

La temperatura seguía siendo cada vez máselevada, y reinaba en la atmósfera una calmadesesperante. La mar tendida mecía dulce-mente aquel último trozo de tierra y hielo quequedaba de la isla Victoria, que subía y bajabasin desplazarse, cual despojo de una embarca-ción náufraga. Pero los despojos de un buque,los restos de su casco, los trozos de sus m as-tiles, sus vergas detrozadas, sus tablones, resis-ten, sobrenadan, no pueden hundirse nunca; entanto que aquel lémpano de hielo, de aguasolidificada, iba a ser en breve plazo disueltopor los rayos del sol...

Aquel témpano constituía la porción másespesa de la antigua isla, y por esta razón habíaresistido tanto tiempo. Cubríalo una capa detierra y vegetación, y era de suponer que subase congelada midiese un espesor bastantegrande. Los persistentes fríos del océano Gla-cial habrían ido, sin duda acumulando sobre élhielo y más hielo, cuando, durante períodosseculares, formaba el cabo Bathurst la puntamás avanzada del continente americano.

En aquellos momentos, aun se elevaba eltémpano unos cinco o seis pies, término medio,sobre el nivel del mar, de suerte que podía cal-cularse que su base tendría un espesor próxi-mamente igual. Por tanto, si en aquellas aguastranquilas no corría de momento peligro dequebrarse, se iría por lo menos licuando lenta-mente. Y bien se echaba de ver esto en susbordes que se iban desgastando pocoa pocobajo la acción de las olas, y, casi incesante-mente, aígún pedazo de tierra, con su frondosavegetación, se precipitaba en el agua.

Aquel mismo día ocurrió un desprendi-miento de esta naturaleza, hacia la una de latarde, en la parte ocupada por el alojamiento,que se hallaba emplazado en la orilla mismadel témpano. Afortunadamente, la improvisadacabaña hallábase vacía en el momento de lacatástrofe; pero no fue posible salvar más que,algunas de las tablas que la formaban, y dos otres vigas del techo. La mayor parte de las her-ramientas y los instrumentos astronómicos seperdieron, y toda la pequeña colonia tuvo querefugiarse entonces en la parte más elevada delislote, sin protección alguna contra las inclem-encias del cielo.

Aun conservaban algunas herramientas, lasbombas y el depósito de aire, que utilizó JasperHobson para recoger algunos litros de agua delluvia, que caía en abundancia, a fin de no des-carnar más el suelo sacando los trozos de hieloque hasta entonces les habían suministrado elagua potable. Era preciso economizar a toda

costa hasta las más insignificantes partículas detémpano.

A eso de las cuatro, Kellet, el soldado enquien ya se habían observado síntomas de lo-cura, presentóse a Paulina Barnett y le dijo:

—Señora, voy a ahogarme. —¡Kellet! — le gritó la viajera. —¡Le digo a usted que voy a ahogarme! —

repitió el soldado—. Lo he reflexionado muybien, y no hay medio de salir de esta ratonera;así que prefiero acabar de una vez por mipropia voluntad.

—¡No, Kellet, no! —dijo Paulina Barnett,apoderándose con dulzura de la mano delsoldado, cuya mirada brillaba de una manerasiniestra—. ¡Usted no hará tal cosa!

—¡Ya lo creo que lo haré! Pero, como ustedsiempre ha sido tan buena para nosotros, no hequerido morir sin despedirme de usted. ¡Adiós,señora, adiós!

Y Kellet encaminóse hacia el mar. PaulinaBarnett, aterrada, asióle fuertemente, y a sus

gritos acudieron Jasper Hobson y el sargento,tratando entre los tres de lograr que el infelizsoldado desistiese de sus funestos propósitos;pero él, obcecado en su idea, movía negati-vamente la cabeza.

Imposible hacer entrar en razón a aquellainteligencia extraviada. Y, sin embargo, erapreciso evitar que consumase sus fatalespropósitos; porque su funesto ejemplo habríapodido contagiar a los demás. ¿Quién sabe sialgunos de sus compañeros, instigados por ladesesperación, se habrían suicidado igual-mente?

—Kellet —dijo entonces Paulina Barnett,hablándole con cariño y casi sonriendo—, ¿esusted realmente mi amigo?

—Sí, señoía — respondió el soldado concalma.

—Pues bien, Kellet, si quiere usted darmegusto, moriremos los dos juntos... mas no hoy.

—¡Señora!...

—No, mi valiente Kellet, hoy no estoy pre-parada... mañana, sí... mañana, si ustea quiere.

El soldado contempló con más firmeza quenunca a la valerosa mujer; pareció vacilar uninstante, dirigió una mirada de feroz envidia aaquel mar reposado y azul, y, pasándose luegola mano por la frente, exclamó:

—¡Bien, mañana! Y dichas estas palabras, marchóse con paso

tranquilo, mezclándose con sus compañeros. —¡Pobre infeliz! —murmuró Paulina Bar-

nett—; le he rogado que espere hasta mañana,y, ¡quién sabe si de aquí a entonces a todos noshabrá tragado el abismo!...

Entretanto, Jasper Hobson, que no deses-peraba nunca, pensaba si existiría un medio dedetener la disolución del islote, a fin de conser-varlo hasta el momento en que se hallasen a lavista de alguna tierra.

Paulina Barnett y Madge no se separabanun momento. Kalumah permanecía tendidacomo un perro al lado de su señora, procu-

rando comunicarle calor. La mujer de Mac-Nap, envuelta en algunas pieles, restos de lasvaliosas existencias del fuerte Esperanzarsehallaba adormecida con su hijo contra su seno.

Los otros náufragos, tendidos de trecho entrecho, no se movían siquiera, cual si fuesencadáveres abandonados sobre los restos de unbuque náufrago. Ningún ruido turbaba aquellacalma terrible. Sólo se oían las olas que desga-staban lentamente el témpano, y algún ligeroestrépito que denunciaba un nuevo derrum-bamiento.

A veces se levantaba el sargento; paseaba lavista en torno suyo, y escudriñaba luego elhorizonte del mar, hecho lo cual volvía a tum-barse de nuevo. En el extremo del témpanoformaba el oso una especie de bola blanca denieve que no hacía el menor movimiento.

Una hora duró la obscuridad, sin queningún incidente viniese a modificar la situa-ción. Las brumas matinales adquirieron por elEste matices algo amarillentos. Disipáronse

algunas nubes que ocupaban el cénit, y prontolos rayos del soi hirieron la superficie del mar.

El primer cuidado del teniente fue re-conocer el témpano. Su perímetro habíase re-ducido más aún; pero, lo que era aún másgrave, su altura media sobre el nivel del marhabía decrecido de un modo bien sensible. Lasondulaciones del mar, por débiles que fuesen,bastaban para cubrirla parcialmente, re-spetando tan sólo la parte superior de la lomaque ocupaban los náufragos.

El sargento Long, por su parte, había obser-vado también los cambios que se habían pro-ducido. Los progresos de la disolución del hieloeran tan evidentes, que ya no quedabaesperanza.

Paulina Barnett aproximóse al tenienteHobson, preguntándole :

—¿Será hoy? —Sí, señora; de suerte que podrá usted

cumplir la palabra que le tiene dada a Kellet.

—Señor Jasper —dijo con acento grave laviajera—, ¿hemos hecho ya cuanto se puedehacer?

—Sí, señora. —Pues entonces, ¡que se cumpla la volun-

tad de Dios! Sin embargo, durante aquel día se hizo aún

otra desesperada tentativa. Habíase levantadouna brisa bastante fuerte que soplaba de altamar, es decir, que impelía hacia el Sudeste, di-rección en que se hallaban las tierras menosremotas de las islas Aleutinas. ¿A qué distan-cia? Imposible precisarlo, ya que faltos de in-strumentos, había sido imposible situar denuevo el islote. Pero, no debía haber derivadomucho, a menos que no lo hubiese arrastradoalguna poderosa corriente; porque su superficiepresentaba muy poca resistencia al viento.

Había, sin embargo, una duda. ¿Y si se en-contrase el témpano más próximo a la tierra delo que suponían los náufragos? ¿Y si algunacorriente cuya dirección no era posible com-

probar, lo hubiera acercado a las tan deseadasAleutinas? El viento soplaba entonces en direc-ción a estas islas, y podría rápidamente ar-rastrar el islote si se le prestase ayuda. Aunqueel témpano no pudiese ya flotar sino muy es-casas horas, en este corto plazo podía divisar latierra, o por lo menos alguno de esos buques decabotaje o pesca que nunca se separan de lascostas.

Una idea, al principio confusa en el en-tendimiento del teniente, no tardó en adquiriruna extraña fijeza. ¿Por qué no arbolar una velasobre aquel témpano como pudiera hacerse enuna balsa ordinaria? En efecto, la cosa era sen-cilla.

Jasper Hobson comunicó al carpintero suidea.

—Tiene usted mucha razón —le respondióMac-Nap—. ¡A largar el aparejo en seguida!

El proyecto, por muy pocas probabilidadesde éxito que encerrase, reanimó a aquellos infe-lices. ¿Podía ser de otro modo? ¿No debían

agarrarse con las ansias de la desesperación atodo lo que fuese una esperanza?

Todos pusieron manos a la obra, incluso elmismo Kellet, que aún no había reclamado aPaulina Barnett el cumplimiento de su fatídicapromesa.

Una gran viga, que en otro tiempo formarala cumbre del alojamiento de los soldados, fueizada y profundamente hundida en la tierra yla arena que formaban el cerro, fijándolasólidamente por medio de obenques y estays.En una verga improvisada con una percha bas-tante resistente envergóse una especie de velahecha con las mantas y sábanas que guarnecíanlas últimas camas, izóse en lo alto del mástil, y,orientada de modo conveniente, hinchóse bajoel soplo de la brisa, conociendo los infelicesnáufragos, por la estela que dejaba tras sí eltémpano, que éste se desplazaba rápidamentehacia el Sudeste.

Fue un verdadero triunfo, que hizo renacerla esperanza en los abatidos espíritus. A la in-

movilidad había reemplazado la marcha,causándoles verdadero entusiasmo aquellavelocidad, por muy modesta que fuese. El mássatisfecho del éxito era el carpintero Mac-Nap.

Todos inmediatamente constituyéronse envigías, no cesando de escudriñar el horizontecon la vista; y si alguien les hubiese dicho quela tierra jamás se presentaría ante sus ojos, no lehubieran dado crédito. El tiempo les dio larazón.

El témpano se deslizó de esta suerte porespacio de tres horas sobre las tranquilas aguasdel mar, al impulso del viento y de las olas;empero el horizonte seguía formando una cir-cunferencia perfecta, sin que ningún obstáculoalterase su nitidez. Los infelices náufragos noperdían, sin embargo, la esperanza.

A eso de las tres de la tarde, llamó aparteJasper Hobson al sargento, y le dijo:

—Avanzamos sin duda, pero es a expensasde la solidez y duración del islote.

—¿Qué quiere usted decir, mi teniente? —Quiero decir que el témpano se desgastarápidamente a consecuencia del calor pro-ducido por el rozamiento de las aguas, que lavelocidad acrecienta. Se va descarnando yrompiendo, habiendo disminuido en una ter-cera parte de su volumen desde que izamos lavela. —¿Está usted seguro...? %

—Absolutamente seguro, Long. El témpanose alarga y se estrecha. Mire usted, el mar llegaya a sólo diez pies de la loma.

Tenía razón Jasper Hobson, y así tenía queocurrir por razón natural.

—Sargento —dijo entonces el teniente—,¿no le parece a usted que debiéramos sus-pender nuestra marcha?

—Creo que debiéramos antes consultar anuestros compañeros —respondió el sargentoLong—. En circunstancias tan críticas, la re-sponsabilidad de nuestras decisiones debe afec-tar a todos.

El teniente hizo un gesto afirmativo. Ambosocuparon de nuevo su puesto sobre la loma, yJasper Hobson refirió a los demás lo que ocur-ría.

—Esta velocidad —les dijo— desgastarápidamente nuestro témpano, y precipitaráalgunas horas la inevitable catástrofe. Decid,pues, amigos míos, ¿queréis que prosigamosadelante?

—¡Adelante! — gritaron como un solohombre aquellos desdichados.

Siguieron, pues, navegando, y esta re-solución de los náufragos debía tener con-secuencias incalculables. A las seis de la tarde,levantóse de repente Madge, y, señalando conla mano hacia el Sur, exclamó medio loca deentusiasmo:

—¡Tierra! íodos se levantaron como galvanizados. Una costa, en efecto, divisábase por el Sude-

ste, a doce millas de distancia. —¡Más vela! — gritó Jasper Hobson.

Comprendido por todos, amarraron a losobenques vestidos, pieles y cuanto encontrarona mano, y orientaron estas prendas de maneraconveniente para que tomasen viento.

Creció la velocidad con tanto mayor motivocuanto que había refrescado la brisa; pero eltémpano se fundía por todos sus cuatro costa-dos. Sentíasele temblar, y podía quebrarse acada instante.

Nadie quería pensar en semejante cosa. Laesperanza los cegaba. La salvación estaba allí,en aquel continente. ¡Lo llamaban, le hacíanseñas! ¡Aquello era un delirio! 1

A las siete y media, el témpano se habíaaproximado sensiblemente a la costa; pero sefundía a ojos vistas, y se hundía al mismotiempo; el agua amenazaba ya cubrirlo, y lasolas lo barrían llevándose poco a poco a losanimales enloquecidos de terror. A cada in-stante era de temer que el témpano se hundieseen el abismo. Fue necesario aligerarlo de peso,cual si se tratase de un buque que se fuese a

pique. Después se esparció cuidadosamente lapoca tierra y arena que quedaba sobre la super-ficie del témpano, llevándola hacia sus bordes,con objeto de preservarlos de la acción directade los rayos solares, cubriéndolos además conpieles, que son, por naturaleza, muy malasconductoras del calor. En una palabra, aquelloshombres enérgicos valiéronse de todos los me-dios imaginables para retardar la catástrofesuprema. Mas todo resultaba insuficiente. Seoían crujidos en el interior del témpano, yaparecían grietas en su superficie, por las quecomenzaba a entrar el agua, ¡y la costa distabaaún cuatro millas!

—¡Vamos a hacer una señal, amigos míos!—exclamó el teniente Hobson, sostenido poruna heroica energía—. ¡Puede ser que nos vean!

Formóse en seguida un montón con todoslos objetos combustibles que quedaban, dos otres tablas y una viga, y prendiósele fuego alinstante, elevándose en seguida una gran llamasobre tan frágil despojo.

Pero el témpano se fundía cada vez más,hundiéndose al mismo tiempo, y pronto noquedó más fuera del agua que el cerro en el quetodos se habían refugiado, sobrecogidos deespanto, y con ellos los escasos animales que elmar no se había aún llevado. El oso lanzabaformidables rugidos.

El agua subía sin cesar, y nada demostrabaque los náufragos hubieran sido vistos. Notranscurriría ciertamente siquiera un cuarto dehora sin que se los tragase el abismo...

¿No existía ningún medio de prolongar laduración del témpano? Tres horas solamente,tres horas nada más, y llegarían tal vez a lacosta, que ya sólo distaba tres millas. Pero, ¿quéhacer? ¿qué hacer?

—¡Ah! —exclamó Jasper Hobson—, dadmeun medio, uno solo, para impedir que sedisuelva el témpano, y os daré en premio mivida. ¡Sí! ¡mi vida!

En aquel momento oyóse una vocecilla, quedijo: —¡Hay uno!

Era Tomás Black quien hablaba. Era el as-trónomo que desde hacía tanto tiempo no habíadespegado los labios, y a quien ya no se con-taba como a vivo entre aquellos seres condena-dos a muerte. Y las primeras palabras que pro-nunció, fueron para decir:

—¡Sí! ¡hay un medio de impedir que eltémpano se disuelva! ¡Existe todavía un mediode salvarnos!

Jasper Hobson corrió hacia donde se encon-traba el astrónomo, y él y sus compañeros in-terrogáronle con la mirada, creyendo haberoído mal.

—¿Qué medio es ése? — exclamó el tenienteHobson.

—¡A las bombas! — respondió .solamenteTomás Black.

—¿Se había vuelto loco el astrónomo?¿Tomaba acaso el témpano por un buque queamenaza irse a pique con diez pies de aguadentro de la bodega?

Sin embargo, allí estaban las bombas deventilación y el depósito de aire que se uti-lizaba entonces como aljibe para el agua pota-ble. Pero, ¿qué utilidad podían tener aquellasbombas? ¿Cómo podrían endurecer las aristasde aquel témpano que se fundía por todaspartes? — ¡Está loco! — dijo el sargento.

—¡A las bombas! —respondió el as-trónomo—. ¡Llenad de aire el depósito!

—Hagamos lo que dice — exclamó PaulinaBarnett. Uniéronse las bombas, por medio desus correspondientes mangueras, al depósito,cuya cubierta se cerró herméticamente. Funcio-naron en seguida las bombas, y almacenóse aireen el depósito a una presión de varias atmósfe-ras. Tomó después Tomás Black una de lasmangueras de cuero soldadas al depósito, y,abriendo en seguida la llave, dirigió un chorrode aire comprimido sobre los bordes del tém-pano en todos aquellos sitios que derretía elcalor.

Con asombro de todos, se produjo un ma-ravilloso efecto. En todos los lugares en que eraproyectado aquel aire por la mano del astró-nomo, cesaba inmediatamente el deshielo, sol-dándose las grietas y volvía la congelación.

—¡Hurra! ¡hurra! — exclamaban locos dejúbilo aquellos infelices.

El trabajo de mover las bombas era en ex-tremo penoso; pero no faltaban brazos, rele-vándose con frecuencia los soldados. Las aristasdel témpano se solidificaban de nuevo como sihubiesen estado sometidas a un frío intenso.

—¡Nos ha salvado usted, señor Black! — ex-clamó Jasper Hobson.

—¡Pero si es lo más natural del mundo! —dijo sencillamente el astrónomo.

Y en efecto, nada más natural. La congelación del hielo se restablecía de

nuevo por dos motivos: primero, porque bajo lapresión del aire, el agua, al evaporarse en lasuperficie del témpano, producía un intensofrío; y, segundo, porque el aire comprimido

robaba, para dilatarse, su calor a las superficiesdesheladas. En todos los sitios donde se produ-cía una fractura, el frío provocado por la dis-tensión del aire solidificaba los bordes de lagrieta; y, gracias a este recurso supremo, recu-peraba el témpano su solidez lentamente.

La faena se polongó muchas horas. Los náu-fragos, alentados por una esperanza inmensa,trabajaban con ardor inquebrantable.

Cada vez se aproximaban más a la tierra. Cuando no distaba más que un cuarto de

milla de la costa, arrojóse el oso al agua, ganó anado la orilla y desapareció.

Algunos instantes después, el témpano en-callaba en la playa. Los pocos animales quequedaban en él, huyeron a la desbandada. Des-pués, desembarcaron los náufragos, postrándo-se de rodillas y dieron gracias al Cielo por susalvación milagrosa.

CONCLUSIÓN

Todo el personal del fuerte Esperanza habíadesembarcado en la isla de Blejinic, última delas Aleutinas, al extremo del mar de Behring,después de haber recorrido más de 1.800 millasdesde la época del deshielo. Los pescadoresaleutinos acudieron en su socorro, y dispensá-ronles una muy hospitalaria acogida, y antes demucho, el teniente Hobson y los suyos pusié-ronse en relación con los agentes ingleses delcontinente que pertenecían a la Compañía de laBahía de Hudson.

Después de nuestra detallada narración, in-útil nos parece ponderar el valor de todos aque-llos valientes, bien dignos de su jefe, y la ener-gía que supieron demostrar durante aquellainterminable serie de pruebas. No había faltadoel ánimo a los hombres ni a las mujeres, a quie-nes la valerosa Paulina Barnett había dadosiempre ejemplo de energía en la desgracia, yde resignación en la voluntad del Cielo. Todoshabían luchado hasta el fin, sin dejarse abatirpor la desesperación, ni aun siquiera cuando

vieron el continente sobre el cual habían fun-dado el fuerte Esperanza convertirse en islaerrante, la isla en islote, el islote en témpano, nicuando vieron, en fin, que el témpano se fundíabajo la doble acción de los rayos solares y de lasaguas cálidas. Si la tentativa de la Compañíahabía fracasado, sucumbiendo el nuevo fuerte,no eran por ello merecedores de reproche Jas-per Hobson ni sus compañeros, víctimas, noculpables, de espantosos cataclismos imposi-bles de prever. En todo caso, de las diez y nue-ve personas confiadas al teniente Hobson, nofaltaba ni una sola, antes bien se había aumen-tado la pequeña colonia en dos miembros: lajoven esquimal, Kalumah, y el hijo del carpinte-ro Mac-Nap, ahijado de Paulina Barnett.

Seis días después del salvamento, los náu-fragos llegaban a Nuevo Arcángel, capital de laAmérica rusa.

Allí, todos aquellos amigos, que tan ínti-mamente ligados habían estado los unos a losotros por el peligro común,

iban a separarse, quién sabe si para siempre.Jasper Hobson y los suyos debían regresar alfuerte Resolución a través de los territorios dela Compañía, en tanto que Paulina Barnett, Ka-lumah, que no quería volver a separarse de ella,Madge y Tomás Black, pensaban regresar aEuropa por San Francisco de California y losEstados Unidos. Pero antes de separarse, JasperHobson, con voz emocionada y en presencia detodos sus compañeros reunidos, dijo a PaulinaBarnett:

—¡Señora, que Dios la bendiga a usted portodo el bien que ha derramado entre nosotros!¡Ha sido usted nuestra fe, nuestro consuelo, elalma de nuestro pequeño mundo! ¡En nombrede todos nosotros, doy a usted las más expresi-vas gracias!

Tres hurras clamorosos resonaron en honorde Paulina Barnett, y después los soldados qui-sieron estrechar uno por uno la mano de laanimosa exploradora. Las mujeres se abrazaronentre sí con verdadera efusión.

En cuanto al teniente Hobson, que habíaconcebido un afecto sincero hacia Paulina Bar-nett, dióle un prolongado y postrero apretón demanos, diciéndole al mismo tiempo con el co-razón dolorido:

—¿Será posible que no nos volvamos a veralgún día?

—No, Jasper Hobson —respondió la viaje-ra—, no, ¡eso sería imposible! Si usted no va averme a Europa, seré yo quien venga a verle austed aquí.., aquí, o en la nueva factoría quefundará usted andando el tiempo...

En aquel preciso momento, Tomás Black,que desde que puso el pie en tierra había recu-perado el uso de la palabra, adelantóse y dijocon el aire más convencido del mundo:

—Sí, sí; ya nos veremos... ¡dentro de treintay seis años! Amigos míos, se me ha escapado eleclipse de 1860; pero no se me escapará el queha de tener efecto, en las mismas condiciones ysitios, en 1896. Así, pues, quedamos citados, miquerida señora y mi valeroso teniente, para

dentro de treinta y seis años, en los límites delocéano Glacial Ártico.