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EL PÁJARO VERDE JUAN VALERA Ediciones elaleph.com

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El pájaro verde

I

Hubo, en época muy remota de ésta en que vi-vimos, un poderoso rey, amado con extremo de susvasallos y poseedor de un fertilísimo, dilatado y po-puloso reino allá en las regiones de Oriente. Teníaeste rey inmensos tesoros y daba fiestas espléndidas.Asistían en su Corte las más gentiles damas y losmás discretos y valientes caballeros que entonceshabía en el mundo. Su ejército era numeroso yaguerrido. Sus naves recorrían como en triunfo elOcéano. Los parques y jardines, donde solía cazar yholgarse, eran maravillosos por su grandeza y fron-dosidad y por la copia de alimañas y de aves que enellos se alimentaban y vivían.

Pero ¿qué diremos de sus palacios y de lo queen sus palacios se encerraba, cuya magnificenciaexcede a toda ponderación? Allí muebles riquísimos,

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tronos de oro y de plata y vajillas de porcelana, queera entonces menos común que ahora; allí enanos,gigantes, bufones y otros monstruos para solaz yentretenimiento de su majestad; allí cocineros y re-posteros profundos y eminentes, que cuidaban desu alimento corporal, y allí no menos profundos yeminentes filósofos. poetas y jurisconsultos, quecuidaban de dar pasto a su espíritu, que concurríana su consejo privado, que decidían las cuestionesmás arduas de derecho. que aguzaban y ejercitabanel ingenio con charadas y logogrifos, y que cantabanlas glorias de la dinastía en colosales epopeyas.

Los vasallos de este rey le llamaban, con razón,el Venturoso. Todo iba de bien en mejor durante sureinado. Su vida había sido un tejido de felicidades,cuya brillantez empañaba solamente con negrasombra de dolor la temprana muerte de la señorareina, persona muy cabal y hermosa, a quien su ma-jestad había querido con todo su corazón. Imagí-nate, lector, lo que la lloraría, y. más habiendo sidoél, por el mismo acendrado cariño que la tenía, cau-sa inocente de su muerte.

Cuentan las historias de aquel país que ya lleva-ba el rey siete años de matrimonio sin lograr suce-sión, aunque vehementemente la deseaba, cuando

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ocurrieron unas guerras en país vecino. El rey partiócon sus tropas; pero antes se despidió de la señorareina con mucho afecto. Ésta, dándole un abrazo, ledijo al oído:

-No se lo digas a nadie para que no se rían simis espe-ranzas no se logran; pero me parece queestoy encinta.

La alegría del rey con esta nueva no tuvo lími-tes, y como todo le sale bien al que está alegre, éltriunfó de sus enemigos en la guerra, mató por supropia mano a tres o cuatro reyes que le habían he-cho no sabemos qué mala pasada, asoló ciudades,hizo cautivos, y volvió cargado de botín y de gloria.

Habían pasado en esto algunos meses; así esque, al atravesar el rey con gran pompa la ciudad,entre las aclamaciones y el aplauso de la multitud yel repiqueteo de las campanas, la reina estaba pa-riendo, y parió con felicidad y facilidad, a pesar delruido y agitación, y aunque era primeriza.

¡Qué gusto tan pasmoso no tendría su majestadcuando, al entrar en la real cámara, el comadrónmayor del reino le presentó una hermosa princesaque acababa de nacer! El rey dio un beso a su hija, yse dirigió lleno de júbilo, de amor y de satisfacción,al cuarto de la señora reina, que estaba en la cama,

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tan colorada, tan fresca y tan bonita como una rosade mayo.

-¡Esposa mía!- exclamó el rey, y la estrechó en-tre sus brazos.

Pero el rey era tan robusto y, era tan viva la efu-sión de su ternura que, sin más ni menos, ahogó sinquerer a la reina. Entonces fueron los gritos, la de-sesperación y el llamarse a sí propio animal, conotras elocuentes muestras de doloroso sentimiento.Mas no por esto resucitó la reina, la cual, aunquemuerta, estaba divina. Una sonrisa de inefable de-leite se diría que aún vagaba sobre sus labios. Porellos, sin duda, había volado el alma envuelta en unsuspiro de amor, y orgullosa de haber sabido inspi-rar cariño bastante para producir aquel abrazo. ¡Quémujer verdaderamente enamorada no envidiaría lasuerte de esta reina!

El rey probó el mucho cariño que le tenía, nosólo en vida de ella, sino después de su muerte. Hi-zo voto de viudez y de castidad perpetuas, y supocumplirlo. Mandó componer a los poetas una coro-na fúnebre, que aún dicen que se tiene en aquel rei-no como la más preciosa joya de la literaturanacional. La Corte estuvo tres años de luto. Del

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mausoleo que se levantó a la reina sólo fue poste-riormente el de Caria un mezquino remedo.

Pero como, según dice el refrán, no hay mal quecien años dure, el rey, al cabo de un par de años,sacudió la melancolía, y se creyó tan venturoso omás venturoso que antes. La reina sela aparecía ensueños. y le decía que estaba gozando de Dios, y laprincesita crecía y se desarrollaba que era un con-tento.

Al cumplir la princesita los quince años, era, porsu hermosura, entendimiento y buen trato, la admi-ración de cuantos la miraban y el asombro decuantos la oían. El rey la hizo jurar heredera deltrono, y trató luego de casarla.

Más de quinientos correos de gabinete, caballe-ros en sendas cebras de posta, salieron a la vez de lacapital del reino con despachos para otras tantasCortes, invitando a todos los príncipes a que vinie-sen a pretender la mano de la princesa. la cual habíade escoger entre ellos al que más le gustase.

La fama de su portentosa hermosura había re-corrido ya el mundo todo; de suerte que, apenasfueron llegando los correosa las diferentes Cortes;no había príncipe, por ruin y para poco !

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que fuese, que no se decidiera a ir a la capital delRey Venturoso a competir en justas, torneos y ejerci-cios de ingenio por la mano de la princesa. Cadacual pedía al rey su padre armas, caballos, su bendi-ción y algún dinero, con lo cual, al frente de unabrillante comitiva, se ponía en camino.

Era de ver cómo iban llegando a la Corte de laprincesita todos estos altos señores. Era de ver lossaraos que habían entonces en los palacios reales.Eran de admirar, por último, los enigmas que lospríncipes se proponían para mostrar la respectivaagudeza; los versos que escribían; las serenatas quedaban; los combates del arco, del pugilato y de lalucha y las carreras de carros y de caballos, en queprocuraba cada cual salir vencedor de los otros yganarse el amor de la pretendida novia.

Pero ésta, que, a pesar de su modestia y discre-ción, estaba dotada, sin poderlo remediar, de unaíndole arisca, descontentadiza y desamorada, abru-maba a los príncipes con su desdén, y de ningunode ellos se le importaba un ardite. Sus discrecionesle parecían frialdades, simplezas sus enigmas, arro-gancia sus rendimientos y vanidad o codicia de susriquezas el amor que le mostraban. Apenas se dig-naba mirar sus ejercicios caballerescos, ni oír sus

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serenatas, ni sonreír agradecida a sus versos deamor. Los magníficos regalos, que cada cual le habíatraído de su tierra, estaban arrinconados en un za-quizamí del regio alcázar.

La indiferencia de la princesa era glacial para to-dos los pretendientes. Sólo uno, el hijo del Kan deTartaria, había logrado salvarse de su indiferenciapara incurrir en su odio. Este príncipe adolecía deuna fealdad sublime. Sus ojos eran oblicuos; las me-jillas y la barba, salientes; crespo y enmarañado elpelo; rechoncho y pequeño el cuerpo, aunque detitánica pujanza, y el genio intranquilo, mofador yorgulloso. Ni las personas más inofensivas estabanlibres de sus burlas, siendo principal blanco de ellasel ministro de Negocios Extranjeros del Rey Ventu-roso, cuya gravedad, entorno y cortas luces, así comolo detestablemente que hablaba el sánscrito, lenguadiplomática de entonces, se prestaban algo al escar-nio y a los chistes.

Así andaban las cosas, y las fiestas de la Corteeran más brillantes cada día. Los príncipes; sin em-bargo, se desesperaban de no ser queridos; el ReyVenturoso rabiaba al ver que su hija no acababa dedecidirse, y ésta continuaba erre que erre en no ha-cer caso de ninguno, salvo del príncipe tártaro, de

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quien sus pullas y declarado aborrecimiento venga-ba con usura al famoso ministro de su padre.

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II

Aconteció, pues, que la princesa, en una hermo-sa mañana de primavera, estaba en su tocador. Ladoncella favorita peinaba sus dorados, largos y sua-vísimos cabellos. Las puertas de un balcón, que da-ba al jardín, estaban abiertas para dejar entrar elvientecillo fresco y con él el aroma de las flores.

Parecía la princesa melancólica y pensativa, y nodirigía ni una sola palabra a su sierva.

Ésta tenía ya entre sus manos el cordón con quese disponía a enlazar la áurea crencha de su ama,cuando a deshora entró por el balcón un preciosí-simo pájaro, cuyas plumas parecían de esmeralda, ycuya gracia en el vuelo dejó absortas a la señora y asu sirvienta. El pájaro, lanzándose rápidamente so-bre esta última, le arrebató de las manos el cordón,y volvió a salir volando de aquella estancia.

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Todo fue tan instantáneo que la princesa apenastuvo tiempo de ver al pájaro; pero su atrevimiento ysu hermosura le causaron la más extraña impresión.

Pocos días después, la princesa, para distraer susmelancolías, tejía una danza con sus doncellas, enpresencia de los príncipes. Estaban todos en los jar-dines y la miraban embelesados. De pronto sintió laprincesa que se le desataba una liga, y, suspendiendoel baile, se dirigió con disimulo a un bosquecillocercano para atársela de nuevo. Descubierta tenía yasu alteza la bien torneada pierna, había estirado ya lablanca media de seda y se preparaba a sujetarla conla liga que tenía en la mano, cuando oyó un ruido dealas, y vio venir hacia ella el pájaro verde, que learrebató la liga en el ebúrneo pico y desapareció alpunto. La princesa dio un grito y cayó desmayada.

Acudieron los pretendientes y su padre. Ellavolvió en sí, y lo primero que dijo fue:

-¡Que me busquen el pájaro verde..., que me lotraigan vivo..., que no lo maten...; yo quiero poseervivo el pájaro verde!

Mas en balde le buscaron los príncipes. En bal-de, a pesar de lo mandado por la princesa de que nose pensase en matar el pájaro verde, se soltaroncontra él neblíes, sacres, gerifaltes y hasta águilas

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caudales, domesticadas y adiestradas en la cetrería.El pájaro verde no apareció ni vivo ni muerto.

El deseo no cumplido de poseerlo atormentabaa la princesa y acrecentaba su mal humor. Aquellanoche no pudo dormir. Lo mejor que pensaba delos príncipes era que no valían para nada.

Apenas vino el día, se alzó, del lecho, y en lige-ras ropas de levantar, sin corsé ni miriñaque, máshermosa e interesante en aquel deshabillé, pálida yojerosa, se dirigió con su doncella favorita a lo másfrondoso del bosque, que estaba a la espalda de pa-lacio, y donde se alzaba el sepulcro de su madre. Allíse puso a llorar y a lamentar su suerte.

-¿De qué me sirven -decía- todas mis riquezas,si las desprecio; todos los príncipes del, mundo, sino los amo; de qué mi reino, si no te tengo a ti, ma-dre mía, y de qué todos mis primores y joyas, si noposeo el hermoso pájaro verde?

Con esto, y como para consolarse algo, desenla-zó el cordón de su vestido y sacó del pecho un ricoguardapelo, donde guardaba un rizo de su madre,que se puso a besar. Mas apenas empezó a besarlo,cuando acudió más rápido que nunca el pájaro ver-de, tocó con su ebúrneo picó los labios de la prince-sa y arrebató el guardapelo, que durante tantos años

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había reposado contra su corazón, y en tan oculto ydeseado lugar había permanecido. El robador desa-pareció en seguida, remontando el vuelo y perdién-dose en las nubes.

Esta vez no se desmayó la princesa; antes bien,se paró muy colorada y dijo a la doncella:

-Mírame, mírame los labios: ese pájaro insolenteme los ha herido, porque me arden.

La doncella los miró y no notó picadura ningu-na; pero in-dudablemente el pájaro había puesto enellos algo de ponzoña, porque el traidor no volvió aaparecer en adelante, y la princesa fue desmejorán-dose por grados, hasta caer enferma de mucho peli-gro. Una fiebre singular la consumía, y casi nohablaba sino para decir:

-Que no lo maten..., que me lo traigan vivo...; yoquiero poseerlo.

Los médicos estaban de acuerdo en que la únicamedicina para curar a la princesa era traerle vivo elpájaro verde. Mas ¿dónde hallarlo? Inútil fue que lebuscasen los más hábiles cazadores. Inútil que seofreciesen sumas enormes a quien lo trajera.

El Rey Venturoso reunió un gran congreso de sa-bios a fin de que averiguasen, so pena de incurrir en

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su justa indignación, quién era y dónde vivía el pája-ro verde, cuyo recuerdo atormentaba a su hija.

Cuarenta días y cuarenta noches estuvieron lossabios reunidos, sin cesar de meditar y disertar sinopara dormir un poco y alimentarse. Pronunciaronmuy doctos y elocuentes discursos; pero nada averi-guaron.

-Señor -dijeron al cabo todos al rey, postrándo-se humildemente a sus pies e hiriendo el polvo conlas respetables frentes-, somos unos mentecatos;haz que nos ahorquen; nuestra ciencia es una menti-ra; ignoramos quién sea el pájaro verde, y sólo nosatrevemos a sospechar si será acaso el ave fénix delArabia.

-Levantaos -contestó el rey con notable magna-nimidad-; yo os perdono y os agradezco la indica-ción sobre el ave fénix. Sin tardanza saldrán siete devosotros con ricos presentes para la reina de. Saba,y con todos los recursos de que yo puedo disponerpara cazar pájaros vivos. El fénix debe de tener sunido en el país sabeo, y de allí habéis de traérmelo,si no queréis que mi cólera regia os castigue aunquetratéis de evitara escondiéndoos en las entrañas dela Tierra.

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En efecto, salieron para el Arabia siete sabios delos más versados en lingüística, y entre ellos el mi-nistro de Negocios Extranjeros, sobre lo cual tuvomucho que reír el príncipe tártaro.

Este príncipe envió también cartas a su padre,que era el más famoso encantador de aquella edad,consultándole sobre el caso del pájaro verde.

La princesa, en el ínterin, seguía muy mal desalud y lloraba tan abundantes lágrimas, que diaria-mente empapaba en ellas más de cincuenta pañue-los. Las lavanderas de palacio estaban con esto muyafaenadas, y como entonces ni la persona más po-derosa tenía tanta ropa blanca como ahora se usa,no hacían más que ir a lavar al río.

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III

Una de estas lavanderas, que era, valiéndonos decierta expresión a la moda, una pollita muy simpática,volvía un día, al anochecer, de lavar en el río los la-crimosos pañuelos de la princesa.

En medio del camino, y muy distante aún de laspuertas de la ciudad, se sintió algo cansada y sesentó al pie de un árbol. Sacó del bolsillo una na-ranja, y ya iba a morderla para comérsela, cuando sele escapó de las manos y empezó a rodar por aquellacuesta abajo con singular ligereza. La muchacha co-rrió en pos de su naranja; pero mientras más corría,más la naranja se adelantaba, sin que jamás se parasey sin que ella llegase a alcanzarla en la carrera, sibien no la perdía de vista. Cansada de correr, y sos-pechando, aunque poco experimentada en las cosasdel mundo, que aquella naranja tan corredora no era

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del todo natural, la pobre se detenía a veces y pen-saba en desistir de su empeño; pero la naranja alpunto se detenía también, como si ya hubiese cesa-do en su movimiento y convidase a su dueña a quede nuevo la cogiese. Llegaba ella a tocarla con lamano, y la naranja se le deslizaba otra vez y conti-nuaba su camino.

Embelesada estaba la lavanderilla en tan inau-dita persecución, cuando notó al fin que se hallabaen un bosque intrincado, y que la noche se le veníaencima, oscura como boca de loco. Entonces tuvomiedo, y rompió en desconsoladísimo llanto. Laoscuridad creció rápidamente, y ya no le permitió niver la naranja, ni orientarse, ni dar con el caminopara volverse atrás.

Iba, pues, vagando a la ventura, afligidísima ymuerta de hambre y cansancio, cuando columbróno muy lejos unas brillantes lucecitas. Imaginó serlas de la ciudad; dio gracias a Dios y enderezó suspasos hacia aquellas luces. Pero ;cuán grande nosería su sorpresa al encontrarse, a poco trecho, y sinsalir del intrincado bosque, a las puertas de un sun-tuosísimo palacio, que parecía un ascua de oro porlo que brillaba, y en cuya comparación pasaría por

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una pobre choza el espléndido alcázar del Rey Ven-turoso!

No había guardia, ni portero, ni criados que im-pidiesen la entrada, y la chica, que no era corta, yque además sentía el estímulo de la curiosidad y eldeseo de albergue y de comer algo, traspasó losumbrales, subió por una ancha y lujosa escalera debruñido jaspe, y empezó a discurrir por los más ri-cos y elegantes salones que imaginarse pueden, aun-que siempre sin ver a nadie. Los salones estaban, sinembargo, profusamente iluminados por mil lámpa-ras de oro, cuyo perfumado aceite difundía suavísi-ma fragancia. Los primorosos objetos que en lossalones había eran para espantar por su riqueza yexquisito gusto, no ya a la lavanderilla, que poco deesto había disfrutado, sino a la mismísima reinaVictoria, que hubiera confesado la relativa inferiori-dad de la industria inglesa, y hubiera dado patentes ymedallas a los inventores y fabricantes de todosaquellos artículos.

La lavandera los admiró a su sabor, y admirán-dolos se fue poco a poco hacia un sitio, de dondesalía un rico olorcillo de viandas muy suculento ydelicioso. De esta suerte llegó a la cocina; pero nijefe, ni sota-cocineros, ni pinches, ni fregatrices ha-

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bía en ella: todo estaba desierto, como el resto delpalacio. Ardían, no obstante, el fogón, el horno y lashornillas, y en ellos estaban al fuego infinito númerode peroles, cacerolas y otras vasijas. Levantó nuestraaventurera la cubierta de una cacerola, y vio en ellaunas anguilas; levantó otra, y vio una cabeza de ja-balí deshuesada y rellena de pechugas de faisanes yde trufas; en resolución: vio los manjares más exqui-sitos que se presentaban en las mesas de los reyes,emperadores y papas; y hasta vio algunos platos, allado los cuales los imperiales, papales y regios seríantan groseros como al lado de éstos un potaje de ju-días o un gazpacho.

Animada la chica con lo que veía y olía, se armóde un cuchillo y de un trinchante y se lanzó con re-solución sobre la cabeza de jabalí. Mas apenas hubollegado a ella recibió en sus manos un golpe, dado alparecer por otra poderosa e invisible, y oyó una vozque le decía, tan de cerca que sintió la agitación delaire y el aliento vivo de las palabras:

-¡Tate..., que es para mi señor, el príncipe!Se dirigió entonces a unas truchas salmonadas,

creyéndolas manjar menos principesco, y que le de-jarían comer; pero la mano invisible vino de nuevo

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a castigar su atrevimiento, y la voz misteriosa a re-petirle:

-¡Tate..., que es para mi señor, el príncipe!Tentó, por último, mejor fortuna en tercero,

cuarto y quinto platos; pero siempre le aconteció lopropio; así tuvo con harta pena que resignarse a yu-nar, y se salió despechada de la cocina.

Volvió luego a recorrer los salones, donde rei-naba siempre la misma misteriosa soledad y dondeel más profundo silencio parecía tener su morada, yllegó a una alcoba lindísima, en la cual sólo dos otres luces, encerradas y amortecidas en vasos de ala-bastro, derramaban una claridad indecisa y volup-tuosa, que estaba convidando al reposo y al sueño.Había en esta alcoba una cama tan cómoda y mulli-da, que nuestra lavandera, que estaba cansadísima,no pudo resistir a la tentación de tenderse en ella ydescansar. Iba a poner en ejecución su propósito, yya se había sentado y se disponía a tenderse, cuandoen la parte misma de su cuerpo, con que acababa detocar la cama, sintió una dolorosa picadura, como sicon un alfiler de a ochavo la punzasen, y oyó denuevo una voz que decía:

-¡Tate..., que es para mi señor, el príncipe!

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No hay que decir que la lavanderilla se asustó yafligió con esto, resignándose a no dormir, como ano comer se había resignado, y para distraer elhambre y el sueño, se puso a registrar cuantos ob-jetos había en la alcoba, llevando su curiosidad hastalevantar las colgaduras y los tapices.

Detrás de uno de éstos descubrió nuestra heroí-na una primorosa puertecilla secreta de sándalo conembutidos de nácar. La empujó suavemente, y, ce-diendo la puerta, se encontró en una escalera decaracol de mármol blanco. Por ella bajó sin detener-se a uno como invernáculo, donde crecían las plan-tas y las flores más aromáticas y extrañas, y en cuyocentro había una taza inmensa, hecha, al parecer, deun solo, limpio y diáfano topacio. Se levantaba delmedio de la taza un surtidor tan gigantesco como elque hay ahora en la Puerta del Sol; pero con la dife-rencia de que el agua del de la Puerta del Sol es na-tural y ordinaria, y la de éste era agua de olor y teníaademás en sí misma todos los colores del iris y luzpropia, lo cual, como ya calculará el lector, le dabaun aspecto sumamente agradable. Hasta el murmu-llo que hacía este agua al caer tenía algo más musicaly acordado que el que producen otras, y se diría que

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aquel surtidor cantaba alguna de las más enamora-das canciones de Mozart o de Bellini.

Absorta estaba la lavandera mirando aquellasbellezas y gozando de aquella armonía, cuando oyóun grande estrépito y vio abrirse una ventana decristales. La lavandera se escondió precipitadamentedetrás de una masa de verdura, a fin de no ser vistay poder ver a las personas o seres que sin duda seacercaban.

Éstos eran tres pájaros rarísimos y lindísimos,uno de ellos todo verde, y brillante como una esme-ralda. En él creyó ver la lavandera, con notablecontento, al que era causa, según todo el mundoaseguraba, de la pertinaz dolencia de la PrincesaVenturosa. Los otros dos pájaros no eran, ni conmucho, tan bellos; pero tampoco carecían de méritosingular. Los tres venían con muy ligero vuelo, y lostres se abatieron sobre la taza de topacio y se zam-bulleron en ella.

A poco rato vio la lavandera que del seno diáfa-no del agua salían tres mancebos tan lindos, bienformados y blancos que parecían estatuas peregrinashechas por mano maestra, con mármol teñido derosas. La chica, que en honor a la verdad se debedecir que jamás había visto hombres desnudos, y

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que de ver a su padre, a sus hermanos y a otrosamigos, vestidos y mal vestidos, no podía deducirhasta dónde era capaz de elevarse la hermosura hu-mana masculina, se figuró que miraba a tres geniosinmortales o a tres ángeles del Cielo. Así es que, sinruborizarse, los siguió mirando con bastante com-placencia, como objetos santos y nada pecaminosos.Pero los tres salieron al punto del agua, y pronto sevistieron de elegantes ropas.

Uno de ellos, el más hermoso de los tres, lleva-ba sobre la cabeza una diadema de esmeraldas, y eraacatado de los otros como señor soberano. Si des-nudo le pareció a la lavanderilla un ángel o un geniopor la hermosura, ya vestido la deslumbró con sumajestad, y le pareció el emperador del mundo y elpríncipe más adorable de la Tierra.

Aquellos señores se dirigieron en seguida al co-medor y se sentaron a una espléndida mesa, dondehabía tres cubiertos preparados. Una música sumisae invisible les hizo salva al llegar y les regaló los oí-dos mientras comían. Criados, invisibles también,iban trayendo los platos y sirviendo admirablementela mesa. Todo esto lo veía y notaba la lavanderilla,que, sin ser vista ni oída, había seguido a aquellos

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señores, y estaba escondida en el comedor detrás deun cortinaje.

Desde allí pudo oír algo de la conversación, ycomprender que el más hermoso de los mancebosera el príncipe heredero del grande imperio de laChina, y los otros dos, el uno su secretario y el otrosu escudero más querido; los cuales estaban encan-tados y transformados en pájaros durante todo eldía, y sólo por la noche recobraban su ser natural,previo el baño de la fuente.

Notó, asimismo, la curiosa lavandera que elpríncipe de las esmeraldas apenas comía, aunque susfamiliares le rogaban que comiese, y que se mostra-ba melancólico y arrobado, exhalando a veces de lomás hondo del hermosísimo pecho un ardiente sus-piro.

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IV

Refieren las crónicas que vamos extractandoque, terminando ya aquel opíparo y poco alegre fes-tín, el príncipe de las esmeraldas, volviendo en sícomo de algún sueño, alzó la voz y dijo:

-Secretario, tráeme la cajita de mis entreteni-mientos.

El secretario se levantó de la mesa y volvió deallí a poco con la cajita más preciosa que han vistoojos mortales.

Aquella en que encerró Alejandro la Ilíada era,en comparación de ésta, más chapucera y pobre queuna caja de turrón de Jijona.

El príncipe tomó la cajita en sus manos, la abrióy estuvo largo rato contemplando con ojos amoro-sos lo que había en el fondo de ella. Metió luego lamano en la cajita y sacó un cordón. Lo besó apasio-nadamente, derramó sobre él lágrimas de ternura yprorrumpió en estas palabras:

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¡Ay, cordoncito de mi señora! ¡Quién la viera ahora!

Colocó de nuevo el cordón en la cajita y sacó deella una liga bordada y muy limpia. La besó, la acari-ció también y exclamó al besarla:

¡Ay, linda liga de mi señora! ¡Quién la viera ahora!

Sacó, por último, un precioso guardapelo, y simucho había besado cordón y liga, más lo besó ymás lo acarició aún, diciendo con acento tristísimo,que partía los corazones y hasta las peñas:

¡Ay, guardapelo de mi señora! ¡Quién la viera ahora!

A poco el príncipe y los dos familiares se retira-ron a sus alcobas, y la lavanderilla, sola en el come-dor, se acercó a la mesa, donde aún estaban casiintactos los ricos manjares, los confites, las frutas ylos generosos y chispeantes vinos: pero el recuerdode la voz misteriosa y de la mano invisible la dete-nían, y la obligaban a contentarse con mirar y oler.

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Para gozar de este incompleto deleite, se acercótanto a los manjares, que vino a ponerse entre lamesa y la silla del príncipe. Entonces sintió, no yauna, sino dos manos invisibles que le caían sobre loshombros oprimiéndola. La voz misteriosa le dijo:--Siéntate y come.

En efecto, se halló sentada en la misma silla delpríncipe, y, ya autorizada por la voz, se puso a co-mer con un apetito extraordinario, que la novedad ylo exquisito de la comida hacían mayor aún, y co-miendo se quedó profundamente dormida.

Cuando despertó, era muy de día. Abrió los ojosy se encontró en medio del campo, tendida al piedel árbol donde había querido comerse la naranja.Allí estaba la ropa que había traído del río, y hasta lanaranja corredora estaba allí también.

-¿Si habrá sido todo un sueño? -dijo para sí lalavanderilla-. Quisiera volver al palacio del príncipede la China para cerciorarme de que aquellas magni-ficencias son reales y no soñadas.

Diciendo esto, tiró al suelo la naranja para ver sile mostraba nuevamente el camino; pero la naranjarodaba un poco y luego se detenía en cualquier ho-yo o tropiezo, o cuando el impulso con que se mo-vía dejaba de ser eficaz. En suma: la naranja hacía lo

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que hacen de ordinario, en idénticas circunstancias,todas las naranjas naturales. Su conducta no teníanada extraño ni de maravilloso.

Despechada entonces la muchacha, partió la na-ranja y vio que por dentro era como las demás. Se lacomió, y le supo a lo mismo que cuantas naranjashabía comido antes.

Ya apenas dudó de que había soñado.-Ningún objeto tengo –añadió- con que con-

vencerme a mí propia de la realidad de lo que hevisto; mas iré a ver a la princesa y se lo contaré to-do, por lo que pueda importarle.

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V

Mientras acontecían, en sueño o en realidad, lospoco ordinarios sucesos que quedan referidos, laPrincesa Venturosa, fatigada de tanto llorar, estabadurmiendo tranquilamente; y aunque eran ya lasocho de la mañana, hora en que todo el mundo so-lía estar levantado y aun almorzando en aquellaépoca, la princesita, sin dar acuerdo de su persona,seguía en la cama.

Muy interesante juzgó, sin duda, su doncella fa-vorita las nuevas que le traía, cuando se atrevió adespertarla. Entró en su alcoba, abrió la ventana yexclamó con alborozo:

-¡Señora, señora, despertad y alegraos, que yahay quién os traiga nuevas del pájaro verde!

La princesa se despertó, se restregó los ojos, seincorporó y dijo:

-¿Han vuelto los siete sabios que fueron al paíssaben?

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-Nada de eso -contestó la doncella-; quien traelas nuevas es una de las lavanderillas que lavan loslacrimosos pañuelos de vuestra alteza.

-Pues hazla entrar al momento.Entró la lavanderilla, que estaba ya detrás de

una puerta aguardando este permiso, y empezó areferir, con gran puntualidad y despejo, cuanto lehabía pasado.

Al oír la aparición del pájaro verde, la princesase llenó de júbilo, y al escuchar su salida del aguaconvertido en hermoso príncipe, se puso encendidacomo la grana, una celestial y amorosa sonrisa vagósobre sus labios y sus ojos se cerraron blandamentecomo para reconcentrarse ella en sí misma y ver alpríncipe con los ojos del alma. Por último, al saberla mucha estima, veneración y afecto que el príncipele tenía, y el amor y cuidado con que guardaba lastres prendas robadas en la preciosa cajita de sus en-tretenimientos, la princesita, a pesar de su modestia,no pudo contenerse, abrazó y besó a la lavanderillay a la doncella, e hizo otros extremos no menos dis-culpables, inocentes y delicados.

-Ahora sí -decía- que puedo llamarme propia-mente la Princesa Venturosa. Este capricho de poseerel pájaro verde no era capricho, era amor. Era y es

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un amor que, por oculto y no acostumbrado cami-no, ha penetrado en mi corazón. No he visto alpríncipe, y creo que es hermoso. No le he hablado,y presumo que es discreto. No sé de los sucesos desu vida sino que está encantado y que me tiene en-cantada, y doy por cierto que es valiente, generoso yleal.

-Señora -dijo la lavanderilla-, yo puedo asegurara vuestra alteza que el príncipe, si mi visión no es unsueño vano, parece un pino de oro, y tiene una caratan bondadosa y dulce que da gloria verla. El secre-tario no es mal mozo tampoco: pero al que yo, nosé por qué, le he tomado afición es al escudero.

-Tú te casarás con el escudero -replicó la prince-sa-. Mi doncella, si gusta, se casará con el secretario,y ambas seréis mandarinas y damas de mi corte. Tusueño no ha sido sueño, sino realidad. El corazónme lo dice. Lo que importa ahora es desencantar alos tres pájaros mancebos.

--¿Y cómo podremos desencantarlos? -dijo ladoncella favorita.

-Yo misma --contestó la princesa- iré al palacioen que viven, y allá veremos. Tú me guiarás, lavan-derilla.

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Ésta, que no había terminado su narración, laterminó entonces, e hizo ver que no podía servir deguía.

La princesa la escuchó con mucha atención,estuvo meditando un rato, y dijo luego a la doncella:

--Ve a mi biblioteca y tráeme el libro de Los reyescontem-poráneos y el Almanaque astronómico.

Venidos que fueron estos volúmenes, hojeó laprincesa el de Los reyes, y leyó en voz alta los si-guientes renglones:

«El mismo día en que murió el emperador chi-nesco, su único hijo, que debía heredarle, desapare-ció de la corte y de todo el imperio. Sus súbditos,creyéndole muerto. han tenido que someterse alKan de Tartaria.»-¿Qué deducís de esto, señora? -dijo la doncella.

-¿Qué he de deducir -respondió la Princesa Ven-turosa-, sino que el Kan de Tartaria es quien tieneencantado a mi príncipe para usurparle la corona?He ahí por qué aborrezco yo tanto al príncipe tárta-ro. Ahora me lo explico todo.

-Pero no basta explicarlo: menester es reme-diarlo -dijo la lavandera.

-De ello trato -añadió la princesa-, y para elloconviene que al instante se manden hombres arma-

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dos, que inspiren la mayor confianza, a todos loscaminos y encrucijadas por donde puedan venir loscorreos que envió el príncipe tártaro al rey su padrepara consultarle sobre el caso del pájaro verde. Lascartas que trajeren les serán arrebatadas y se me en-tregarán. Si los mensajeros se resisten, serán muer-tos; si ceden, serán aprisionados e incomunicados, afin de que nadie sepa lo que acontece. Ni el rey mipadre ha de saberlo. Todo lo dispondremos entrelas tres con el mayor sigilo. Aquí tenéis dinero bas-tante para comprar el silencio, la fidelidad y la ener-gía de los hombres que han de ejecutar mi proyecto.

Y, efectivamente, la princesa, que ya se había le-vantado y estaba de bata y en babuchas, sacó de unescaparate dos grandes bolsas llenas de oro y se lasdio a sus confidentas.

Éstas partieron sin tardanza a poner en ejecu-ción lo convenido, y la Princesa Venturosa se quedóestudiando profundamente el Almanaque astronómico.

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VI

Cinco días habían pasado desde el momento enque tuvo lugar la escena anterior. La princesa nohabía llorado en todo ese tiempo, causando no pocoasombro y placer al rey su padre. La princesa habíaestado hasta jovial y bromista, dando leves esperan-zas a los príncipes pretendientes de que al fin se de-cidiría por uno de ellos, porque los pretendientes selas prometen siempre felices.

Nadie había sospechado la causa de tan repenti-na mudanza y de tan inesperado alivio en la prince-sa.

Sólo el príncipe tártaro, que era diabólicamentesagaz, recelaba, aunque de una manera muy vaga,que la princesa había recibido alguna noticia del pá-jaro verde. Tenía, además, el príncipe tártaro elmisterioso presentimiento de una gran desgracia, yhabía adivinado por el arte mágico que su padre leenseñara, que en el pájaro verde debía mirar unenemigo. Calculando, además, como sabedor del

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camino y del tiempo que en él debe emplearse, queaquel día debían llegar los mensajeros que envió asu padre, y ansioso de saber lo que respondía éste ala consulta que le hizo, montó a caballo al amane-cer, y con cuarenta de los suyos, todos bien arma-dos, salió en busca de los mensajeros referidos.

Mas aunque el príncipe tártaro salió con gransecreto, la Princesa Venturosa, que tenía espías y esta-ba, como vulgar-, mente se dice, con la barba sobreel hombro, supo al instante su partida, y llamó aconsejo a la lavanderilla y a la doncella.

Luego que las tuvo presentes, les dijo muy an-gustiada:

-Mi situación es terrible. Tres veces he ido inú-tilmente a tirar la naranja debajo del árbol desdedonde la tiró la lavanderilla; pero la naranja no haquerido guiarme al alcázar de mi amante. Ni le hevisto, ni he podido averiguar el modo de desencan-tarle. Sólo he averiguado, por el Almanaque astronómi-co, que la noche en que la lavanderilla le vio era elequinoccio de primavera. Acaso no sea posible vol-ver a verle hasta el próximo equinoccio de la mismaestación, y ya para entonces el príncipe tártaro me lohabrá muerto. El príncipe le matará en cuanto reci-

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ba la carta de su padre, y ya ha salido a buscarla concuarenta de los suyos.

-No os aflijáis, hermosa princesa -dijo la donce-lla favorita-; tres partidas de cien hombres están es-perando a los mensajeros en diferentes puntos paraarrebatarles la carta y traérosla. Los trescientos sonbriosos, llevan armas de finísimo temple y no sedejarán vencer por el príncipe tártaro, a pesar de susartes mágicas.

-Sin embargo, yo soy de opinión -añadió la la-vandera de que se envíen más hombres contra elpríncipe tártaro. Aunque éste, a la verdad, sólo llevacuarenta consigo, todos ellos, según se dice, tienencorazas y flechas encantadas, que a cada uno le ha-cen valer por diez.

El prudente consejo de la lavandera fue adopta-do en seguida. La princesa hizo venir secretamentea su estancia al más bizarro y entendido general desu padre. Le contó todo lo que pasaba, le confió suspenas y le pidió su apoyo. Éste se lo otorgó, y, reu-niendo apresuradamente un numeroso escuadrónde soldados, salió de la capital, decidido a morir enla demanda o traer a la princesa la carta del Kan deTartaria y al hijo del Kan vivo o muerto.

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Después de la partida del general, la princesajuzgó conveniente informar al Rey Venturoso decuanto había acontecido. El rey se puso fuera de sí.Dijo que toda la historia del pájaro verde era unsueño ridículo de su hija y de la lavandera, y se la-mentó de que, fundada su hija en un sueño, enviasea tantos asesinos contra un príncipe ilustre, faltandoa las leyes de la hospitalidad, al derecho de gentes ya todos los preceptos morales.

-¡Ay, hija! - exclamaba-. Tú has echado un san-griento borrón sobre mi claro nombre, si esto no seremedia.

La princesa se acongojó también, y se arrepintióde lo qué había hecho. A pesar de su vehementeamor al príncipe de la China, prefería ya dejarleeternamente encantado a que por su amor se de-rramase una sola gota de sangre.

Así es que se enviaron despachos al general paraque no empeñase una batalla; pero todo fue inútil.El general había ido tan veloz, que no hubo mediode alcanzarle. Entonces aún no había telégrafos, ylos despachos no pudieron entegarse.

Cuando llegaron los correos donde estaba el ge-neral, vieron venir huyendo a todos los soldados delrey y los imitaron. Los cuarenta de la escolta tártara,

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que eran otros tantos genios, corrían en su persecu-ción transformados en espantosos vestiglos, quearrojaban fuego por la boca.

Sólo el general, cuya bizarría, serenidad y des-treza en las armas rayaba en los sobrehumano, per-maneció impávido en medio de aquel terror hartodisculpable. El general se fue hacia el príncipe, úni-co enemigo no fantástico con quien podía habérse-las, y empezó a reñir con él la más brava ydescomunal pelea. Pero las armas del príncipe tárta-ro estaban encantadas, y el general no podía herirle.Conociendo entonces que era imposible acabar conél si no recurría a una estratagema, se apartó unbuen trecho de su contrario, se desató rápidamenteuna larga y fuerte faja de seda que le ceñía el talle,hizo con ella, sin ser notado, un lazo escurridizo, y,revolviendo sobre el príncipe con inaudita velocidadle echó al cuello el lazo, y siguió con su caballo atodo correr, de tal suerte que hizo caer al príncipe,arrastrándole en la carrera.

De esta suerte ahogó el general al príncipe tárta-ro. No bien murió, los genios desaparecieron, y lossoldados del Rey Venturoso se rehicieron y reunierona su jefe. Éste esperó con ellos a los enviados que

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traían la carta del Kan de Tartaria, y que no se hicie-ron esperar mucho tiempo.

Al anochecer de aquel mismo día volvió a entrarel general en el palacio del Rey Venturoso con la cartadel Kan de Tartaria entre las manos. Haciendo ungentil y respetuoso saludo se la entregó a la prince-sa.

Rompió ésta el sello y se puso a leer; pero inú-tilmente: no entendió una palabra. Al Rey Venturosole sucedió lo mismo. Llamaron a todos los emplea-dos en la interpretación de lenguas, que no descifra-ron tampoco aquella escritura. Los individuos de lasdoce Reales Academias vinieron luego y no semostraron más hábiles.

Los siete sabios, tan profundos en lingüística,que acababan de llegar sin el ave fénix, y que, porende, estaban condenados a morir, acudieron tam-bién; mas, aunque se les prometió el perdón si leíanaquella carta, no acertaron a leerla, ni pudieron deciren qué lengua estaba escrita.

El Rey Venturoso se creyó entonces el más des-venturado de todos los reyes; se lamentó de habersido cómplice de un crimen inútil, y temió la ven-ganza del poderoso Kan de Tartaria. Aquella nocheno pudo pegar los ojos hasta muy tarde.

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Su dolor fue, con todo, mucho más desespera-do, cuando, al despertarse al otro día muy de maña-na, supo que la princesa había desaparecido,dejándole escritas las siguientes palabras:

«Padre, ni me busques ni pretendas averiguaradónde voy, si no quieres verme muerta. Bástetesaber que vivo y que estoy bien de salud, aunque novolverás a verme hasta que tenga descifrada la cartamisteriosa del Kan y desencantado a mi queridopríncipe. Adiós.»

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VII

La Princesa Venturosa había ido con sus dos ami-gas, a pie y en romería, a visitar a un santo ermitañoque vivía en las soledades y asperezas de unasmontañas altísimas que a corta distancia de la capitalse parecían.

Aunque la princesa y sus amigas hubiesen que-rido ir caballeras hasta la ermita, no hubiera sidoposible. El camino era más propio de cabras que decamellos, elefantes, caballos, mulos y asnos, que,con perdón sea dicho, eran los cuadrúpedos en quese solía cabalgar en aquel reino. Por esto y por de-voción fue la princesa a pie y sin otra comitiva quesus dos confidentas.

El ermitaño que iba a visitar era un varón muypenitente y estaba en olor de santidad. El vulgopretendía también que el ermitaño era inmortal, yno dejaba de tener razonables fundamentos paraesta pretensión. En toda la comarca no había me-

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moria de cuándo fue el ermitaño a establecerse en lorecóndito de aquella sierra, en la cual raras veces sedejaba ver de ojos humanos.

La princesa y sus amigas, atraídas por la fama desu virtud y de su ciencia, anduvieron buscándolesiete días por aquellos vericuetos y andurriales. Du-rante el día caminaban en su busca entre breñas ymalezas. Por la noche se guarecían en las concavi-dades de los peñascos. Nadie había que las guiase,así por lo fragoso del sitio, ni de los cabrerizos fre-cuentado, como por el temor que inspiraba la mal-dición del ermitaño, pronto a echarla a quieninvadía su dominio temporal, o a quien le perturba-ba en sus oraciones. Ya se entiende que este ermita-ño, tan maldiciente, era pagano. A pesar de lanatural bondad de su alma, su religión sombría yterrible le obligaba a maldecir y a lanzar anatemas.Pero las tres amigas, imaginando, como por inspira-ción, que sólo el ermitaño podía descifrarles la carta,se decidieron a arrostrar sus maldiciones y le busca-ron, según queda dicho, por espacio de siete días.

En la noche del séptimo iban ya las tres pere-grinas a guarecerse en una caverna para reposar,cuando descubrieron al ermitaño mismo, orando enel fondo.

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Una lámpara iluminaba con luz incierta y me-lancólica aquel misterioso retiro del anciano.

Las tres temblaron de ser maldecidas, y casi searrepintieron de haber ido hasta allí. Pero el ermita-ño, cuya barba era más blanca que la nieve, cuya pielestaba más arrugada que una pasa y cuyo cuerpo seasemejaba a un consunto esqueleto, echó sobre ellasuna mirada penetrante con unos ojos muy hundi-dos, relucientes como dos ascuas, y dijo, con vozentera, alegre y suave:

-Gracias al Cielo que al fin estáis aquí. Cien añosha que os espero. Deseaba la muerte, y no podíamorir hasta cumplir con vosotras un deber que meha impuesto el rey de los genios. Yo soy el únicosabio que habla aún y entiende la lengua riquísimaque se hablaba en Babel antes de la confusión. Cadapalabra de esta lengua es un conjuro eficaz quefuerza y mueve a las potestades infernales a servir aquien la pronuncia. Las palabras de esta lengua tie-nen la virtud de atar y desatar todos los lazos y leyesque unen y gobiernan las cosas naturales. La cábalano es sino un remedio groserísimo de esta lenguaincomunicable y fecunda. Dialectos pobrísimos eimperfectísimos de ella son los más hermosos ycompletos idiomas del día. La ciencia de ahora,

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mentira y charlatanería en comparación de la cienciaque aquella lengua llevaba en sí misma. Cada nom-bre de esta lengua contiene en sus letras la esenciade la cosa nombrada y sus ocultas cualidades. Lascosas todas, al oírse llamar por su verdadero nom-bre, obedecen a quien las llama. Era tal el poder dellinaje humano cuando poseía esta lengua, que pre-tendió escalar el Cielo, y lo hubiera indudablementeconseguido si el Cielo no hubiese dispuesto que lalengua primitiva se olvidase. Sólo tres sabios bienintencionados, de los cuales han muerto ya dos,guardaron en la memoria aquel idioma. Lo guarda-ron, asimismo, por especial privilegio de los diablos,Nembrot y sus descendientes. El último de éstosmurió, una semana ha, por disposición tuya, ¡oh,Princesa Venturosa!, y ya no queda en el mundo sinouna sola persona que pueda descifrar la carta delKan de Tartaria. Esa persona soy yo, y para hacerteese servicio, el rey de los genios ha conservado si-glos mi vida.

-Pues aquí tienes la carta, ¡oh, venerable y pro-fundo sabio! -dijo la princesa, poniendo en manosdel ermitaño el misterioso escrito.

-Al punto voy a descifrártela -contestó el ermi-taño.

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Y se caló los espejuelos y se acercó a la lámparapara leer. Más de dos horas estuvo leyendo en altavoz en la lengua en que la carta estaba escrita. Acada palabra que pronunciaba, el Universo se con-movía, las estrellas se cubrían de mortal palidez, laLuna temblaba en el cielo, como tiembla su imagenentre las olas del océano, y la princesa y sus amigastenían que cerrar los ojos y taparse los oídos parano ver los espectros que se mostraban y para no oírlas voces tenebrosas, terribles o dolientes, que par-tían de las entrañas mismas de la conturbada Natu-raleza.

Acabada la lectura, se quitó el ermitaño los es-pejuelos, y dijo, con voz reposada:

-No es justo, ni conveniente, ni posible, ¡oh,Princesa Venturosa!, que sepas todo lo que en estaabominable carta se encierra. No es justo ni conve-niente, por que hay en ella tremebundos y endemo-niados misterios. No es posible, porque en cuantaslenguas humanas se hablan en el día son estos mis-terios inefables, inenarrables y hasta inexplicables.El linaje humano, por medio de su incompleta yenfermiza razón, llegará a conocer, cuando pasenmillares de años, algunos accidentes de las cosas;pero siempre ignorará la sustancia que yo conozco,

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que conoce el Kan de Tartaria y que han conocidolos sabios primitivos que se valieron, para sus elucu-braciones, de esta lengua perfectísima e intransmisibleya por nuestros pecados.

-Pues estamos frescas -dijo la lavenderilla- sidespués de lo que hemos pasado para encontraros ysiendo vos el único que podéis traducir esa enmara-ñada carta, salís ahora con que no queréis traducirla.

-Ni quiero ni debo -replicó el vetusto y secularermitaño-; pero sí os diré lo que la carta contiene deinterés para vosotras, y os lo diré en brevísimas pa-labras, sin pararme en dibujos, porque los momen-tos de mi vida están contados y mi muerte se acerca.

«El príncipe de la China es, por sus virtudes, ta-lento y her-mosura, el favorito del rey de los genios,el cual le ha salvado mil veces de las asechanzas queel Kan de Tartaria ponía contra su vida. Viendo elKan que le era imposible matarle, determinó valersede un encanto para tenerle lejos de sus súbditos yreinar en lugar suyo en el Celeste Imperio. Bien hu-biera querido el Kan que este encanto fuera indes-tructible y eterno; mas no pudo lograrlo, a pesar desus maravillosos conocimientos en la magia. El reyde los genios se opuso a su mal deseo, y si bien nopudo hacer completamente ineficaces sus encanta-

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mientos y conjuros, supo despojarlos de gran partede su malicia.

»Al príncipe, aunque convertido en pájaro, se ledio facultad para recobrar por la noche su verdaderafigura. Tuvo también el príncipe un palacio dondevivir y ser tratado con todo el miramiento, honoresy regalo debidos a su augusta categoría. Se acordó,por último, su desencanto si se cumplían las si-guientes condiciones, que el Kan, así por la malaopinión que tiene de las mujeres, como por lo per-vertida y viciosa que está la raza' humana en general,juzgó imposible de cumplir.

»Fue la primera condición, ya cumplida, que unamujer de veinte años, discreta, briosa y apasionada yde la más baja clase del pueblo, viese a los tres man-cebos encantados, que son los más hermosos quehay en el mundo, salir desnudos del baño, y que lalimpieza y castidad de su alma fuesen tales, que nose turbasen ni empañasen con el más ligero estímulode liviandad. Esta prueba había de hacerse en elequinoccio de primavera, cuando la Naturaleza todaexcita al amor. La mujer debía sentirle por la her-mosura y admirarla vivamente; pero de un modoespiritual y santísimo.

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»Fue la segunda condición, ya cumplida tam-bién, que el príncipe, sin poder mostrarse sino tresinstantes, y esto bajo la forma de pájaro verde, ins-pirase un amor tan vehemente y casto como inven-cible a una princesa de su clase.

» La tercera condición, que ahora se está aca-bando de cumplir, fue que la princesa se apoderasede esta carta y que yo la interpretara.

»La cuarta y última condición, en cuyo cumpli-miento habéis de intervenir las tres doncellas queme estáis oyendo, es como siempre. Sólo me que-dan dos minutos de vida, mas antes de morir ospondré en el palacio del príncipe al lado de la tazade topacio. Allí irán los pájaros y se zambullirán, yse transformarán en hermosísimos mancebos. Vo-sotras tres los veréis: mas habéis de conservar, vién-dolos, toda la castidad de vuestros pensamientos ytoda la virginidad de vuestras almas, amando, empe-ro, cada una a uno de los tres, con un amor santo einocente. La princesa ama ya al príncipe de la Chinay la lavanderilla al escudero, y ambas han mostradola inocencia de su amor; ahora falta que la doncellafavorita de la princesa se enamore del secretario poridéntico estilo. Cuando los tres mancebos encanta-dos vayan al comedor, los seguiréis sin ser vistas, y

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allí permaneceréis hasta que el príncipe pida la cajitade sus entretenimientos y diga, besando el cordon-cillo:

»¡Ay, cordoncito de mi señora! »¡Quién la viera ahora!

»La princesa entonces, y vosotras con la princesa, osmostraréis al punto, y cada una dará un tierno besoen la mejilla izquierda al objeto de su amor. El en-canto quedará deshecho en el acto, el Kan de Tarta-ria morirá de repente, y el príncipe de la China nosólo poseerá el Celeste Imperio, sino que heredaráasimismo todos los kanatos, reinos y provincias quepor derecho propio posee aquel encantador endia-blado.»Apenas el ermitaño acabó de decir estas pa-labras, hizo una mueca muy rara, entreabrió la boca,estiró las piernas y se quedó muerto.

La princesa y sus amigas se encontraron de sú-bito detrás de una masa de verdura, al lado de lataza de topacio.

Todo se cumplió como el ermitaño había dicho.Las tres estaban enamoradas; las tres eran castí-

simas e inocentes. Ni siquiera en el punto compro-metido de dar el regalado y apretado beso sintieron

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más que una profunda conmoción, toda mística ypura.

Así es que inmediatamente quedaron desen-cantados los tres mancebos. La China y la Tartariafueron dichosas bajo el cetro del príncipe. La prin-cesa y sus amigas lo fueron más aún casadas conaquellos hombres tan lindos. El Rey Venturoso abdi-có, y se fue a vivir a la corte de su yerno, que está enPekín. El general que mató al príncipe tártaro obtu-vo todas las condecoraciones de China, el título deprimer mandarín y una pensión de miles de milespara él y sus herederos.

Se cuenta, por último, que la Princesa Venturosa yel ya emperador de China vivieron largos y felicesaños y tuvieron media docena de chiquillos a cuálmás hermoso. La lavanderilla y la doncella, con susrespectivos maridos, siguieron siempre gozando delfavor de Sus Majestades y siendo los señores másprincipales de toda aquella tierra.