El Pajaro en La Nieve Y Otros Cuentos

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Cuentos seleccionados de un gran narrador como lo fue Armando Palacio Valdez, incluye una Nota Biografica, donde podremos conocer la vida intensa de este gran escritor. Editado por este servidor de ustedes, he diseñado una portada en la que se presenta una fotografia del autor, para asi iniciar nuestro conocimiento de este. Disfrutenlo estimados amigos de Scribd. Como siempre este es un libro de dominio publico. Recordemos que la lectura es un derecho de la humanidad y esta debe tener acceso a ella.

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El pjaro en la nieve y otros cuentos

Armando Palacio Valds

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Armando Palacio Valds

El autor: Biografa.[Texto: Francisco Trinidad] Si hubiese de buscarse un punto de referencia para vertebrar la biografa de Armando Palacio Valds -biografa, por otra parte, ajena a los grandes momentos y escasa en hechos significantes: exenta, pues, de peripecias y sobresaltos-, habra de ser necesariamente, y al margen de la fecha de publicacin de sus novelas, el de sus cambios de residencia: Laviana, Avils, Oviedo, Madrid; y una vez en Madrid, sus continuos viajes y su reencuentro, una y mil veces, con los lugares primigenios. Hay una especie de hlito errante que salpica las vivencias de Palacio Valds, un retorno permanente, cclico, que se traslada a sus obras y las impregna de un halo de ternura entre atvico y evocativo a un tiempo, historia y aoranza. Por eso sus recuerdos, ms que destellos de la memoria y mucho ms que zarpazos momentneos al olvido, tienen casi siempre el sabor agridulce del retorno, esa afirmacin permanente y sin reservas de la vida presente a travs de las vivencias pasadas. Una simple ojeada a su Testamento literario, a La novela de un novelista, a la "Invocacin" inicial de La aldea perdida o a cualquiera de los prlogos que antepuso a los distintos captulos de sus Pginas escogidasbastar para confirmar esta impresin. Fue la suya una vida apacible y cmoda, que dedic a la redaccin de sus obras y a saborear las mieles de un xito popular y un reconocimiento general que le lleg pronto y que pudo disfrutar en plenitud durante aos. "Los altos poderes celestiales -escribi, ya en su vejez, en el Testamento literario(1929)- han permitido que mis das se deslizasenPgina 3 de 100

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tranquilos, sin posturas heroicas ni graves contradicciones", permitindole alcanzar su ideal personal: "Vivir tranquilo, leer mucho, escribir de cuando en cuando lo que cruzaba por mi imaginacin, tales han sido mis aspiraciones durante casi toda mi vida". Tan slo algunos episodios familiares de especial pesadumbre, como veremos, vinieron a turbar este plcido devenir. Infancia y adolescencia en Avils y Oviedo Aunque Armando Palacio Valds naci en Entralgo el 4 de octubre de 1853 -algunos pormenores y ancdotas de su nacimiento, as como la descripcin de su casa natal y sus alrededores, seran recordados aos despus por el propio Palacio Valds en La novela de un novelista (1921)-, a los seis meses de su nacimiento su familia hubo de volver a Avils, donde su padre tena diversos negocios, y all permaneci Armando hasta los doce aos, en que se traslada a Oviedo para cursar los estudios de bachillerato. "Esta noble ciudad de Oviedo, comparte con Avils y Laviana mi niez y llena mi juventud", escribira, ya novelista, cuarenta aos despus. En Oviedo comparti aulas y entabl amistad con Leopoldo Alas, Clarn, y Toms Tuero. Esta amistad se ver posteriormente reforzada en Madrid, a donde se desplaza Armando en 1870 para cursar la carrera de Leyes, y donde volver a coincidir con los mencionados compaeros, en cuya compaa afil las primeras armas literarias. Universitario en Madrid y primeros escarceos literarios Obtenida la licenciatura en Derecho en la Universidad Central de Madrid en 1874, lleg a desempear interinamente, durante algunos meses, la ctedra de Economa Poltica en la Escuela de Estudios Mercantiles dePgina 4 de 100

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San Isidro y la ctedra de Derecho Civil de la Universidad de Oviedo, en la que sustituy a Flix de Aramburu. Pero su vocacin habra de orientarse definitivamente hacia la literatura, que lo haba ganado para su causa en Madrid, donde haba compartido pensin, proyectos e ilusiones con Alas, Tuero y Po Rubn, y donde frecuent algunas tertulias literarias, como las del Caf Suizo y la de la Cervecera Escocesa. A esta ultima asistan, entre otros, Adolfo Posada, Eugenio Sells, Snchez Guerra y Mariano de Cavia, y por la irona y mordacidad de que hacan gala y alarde sus miembros fue bautizada como "Bilis Club". Socio activo del Ateneo en la poca en que fue presidente Cnovas del Castillo, contribuy a formar en l, en compaa de otros jvenes independientes, la tertulia de la "Cacharrera", que es todava hoy uno de los activos de la institucin. Poco a poco, en aquel viejo casern de la calle Montera en que entonces se ubicaba el Ateneo, fue dejndose arrastrar hacia la vida literaria, a la que haba accedido de refiln, y bajo seudnimo, a los quince aos con un artculo publicado en un medio avilesino. Fund con sus inseparables Tuero y Alas un semanario de corta existencia y hoy totalmente desaparecido, Rabags, que el propio Palacio Valds satirizara aos ms tarde. Luego vinieron las colaboraciones periodsticas en El Cronista, La Espaa Moderna, Revista de Asturias o Arte y Letras, entre otras publicaciones. Estos primeros libros fueron de crtica literaria. Los oradores del Ateneo yLos novelistas espaoles, ambas de 1878, y Nuevo viaje al Parnaso (1879) recogen algunos de sus artculos en la Revista Europea, de la que fue redactor y director. Asimismo La literatura en 1881, escrita en colaboracin con Clarn, agrupa algunas crticas a las obras dePgina 5 de 100

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teatro estrenadas aquel ao. Novelista de xito En 1881, y "por un golpe de fortuna", como recordar aos ms tarde, se public tambin su primera novela, El seorito Octavio, que est ambientada en su concejo natal de Laviana. A partir de esta obra ya no abandonar la produccin narrativa, salvo algunas incursiones, traspasada la frontera de los cincuenta aos, en la autobiografa y la reflexin filosfica (La novela de un novelista, Papeles del Doctor Anglico, lbum de un viejo...), ms algunas colaboraciones periodsticas en El Imparcial sobre la contienda europea de 1914, que luego recogera en el volumen La guerra injusta (1917), as como, a partir de 1932, diversos artculos en el ABC madrileo. El 4 de octubre de 1883, el mismo da en que cumpla los treinta aos, contrajo matrimonio en la iglesia de San Pedro, de Gijn, con Luisa Maximina Prendes Busto, joven gijonesa que muri prematuramente en la primavera de 1885, dejndole un hijo. Como homenaje a su memoria escribira, aos ms tarde, Maximina (1887), novela en la que vierte todo su dolor por la muerte de su joven esposa. Mientras tanto ha publicado un ramillete de novelas -Marta y Mara, El cuarto poder, Jos...- a las que se unirn, en slida cascada, un importante grupo de novelas -La fe, La espuma, El Maestrante, La alegra del capitn robot, La aldea perdida...que le consolidarn en el panorama literario de su poca como un narrador a la altura de las grandes figuras del momento: Galds, Pereda, Varela, la Pardo Bazn... El 28 de febrero de 1906 falleci el novelista montas Jos Mara de Pereda y, para sustituirle en Real Academia Espaola, fue elegido Palacio Valds el 3 de mayo del mismo ao, aunque no leera su discurso de ingreso hasta el 12 dePgina 6 de 100

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diciembre de 1920. En torno a esta fecha, Palacio Valds conoce los momentos ms intensos de su gloria, pero tambin algunos momentos de especial amargura y dificultad. Reconocimiento popular e institucional Fallecido Galds en 1920, comienza a ser considerado el Patriarca de las Letras Espaolas, sus libros figuran entre los ms vendidos y le llueven los homenajes. Ya en 1906 le haban rendido uno muy caluroso los jvenes universitarios de Oviedo, capitaneados, entre otros, por un jovencsimo Ramn Prez de Ayala. En 1918, los avilesinos le rinden otro en un banquete en el Gran Hotel; y en 1920, nuevo homenaje en Avils e inauguracin del teatro de su nombre en la misma villa. Se le prepar otro homenaje en Valencia y diversos otros en Cap Breton (Landas francesas, donde veraneaba), Oviedo (1926) y en San Fernando, Cdiz y Jerez de la Frontera, en 1924, el mismo ao en que fue elegido presidente del Ateneo de Madrid, aunque por muy breve tiempo. En 1935 la Asociacin Nacional de Mujeres Espaolas puso en marcha otro homenaje nacional consistente en la ereccin de "una estatua de la Hermana San Sulpicio y el retrato de su autor, el cual ser pronto una realidad y un ornato en los bellos jardines de la capital de Espaa", segn consta en comunicacin dirigida al Ayuntamiento de Laviana. Con dicho homenaje se pretenda reconocer sus mritos literarios, pero sobre todo destacar su postura a favor de la mujer mantenida en su conocido ensayo El gobierno de las mujeres. Fue por estas fechas tambin cuando, por dos veces, en 1927 y 1928, estuvo nominado para el Premio Nobel, sin que prosperara su candidatura.Pgina 7 de 100

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La guerra civil sorprendi a Palacio Valds en El Escorial. Se traslad a Madrid inmediatamente y all, tras meses de angustia y hambre, acabara falleciendo el 29 de enero de 1938. En su casa de la calle Maldonado, 25, y en la tarde del lunes 7 de julio de 1941, se descubri una lpida de mrmol con medalln de bronce sobre el cual aparece de perfil el retrato del novelista, rodeado de laurel, con la inscripcin: "A don Armando Palacio Valds, la Asociacin de Escritores y Artistas Espaoles. 4 de octubre de 1853 - 29 de enero de 1938." Y aos ms tarde, en octubre de 1945, sus restos mortales fueron trasladados a Avils, donde reposan desde entonces, cumpliendo su voluntad, en un magnfico mausoleo, obra del escultor Jacinto Higueras. Caprichos de la fortuna Tras su muerte, su fama y la suerte de sus libros comenzaron a oscurecerse. Despus de unos primeros aos en los que se pretendi utilizar su nombre para llenar el vaco producido por el exilio y la muerte de las grandes figuras literarias de la Repblica, el brillo que le haba acompaado desde sus comienzos comenz a languidecer y, durante dcadas, su nombre fue una cita escueta en el gran reparto de la narrativa del siglo XIX. "Hay mucho de ptica en literatura, como en todo. Cuando, dentro de treinta o cuarenta aos, nos hallemos todos a igual distancia del pblico, me hago la ilusin de que mis obra no sern menos ledas que las de Galds o Pereda. Y fundo esta ilusin en lo que me est pasando en el extranjero...", le escribi el propio Palacio Valds a Clarn en 1886; pero su ilusin no se tradujo en hechos, sino que la realidad, tan obstinada como inexorable, jug su propia partida al margen de las ilusiones juveniles de un Armando Palacio Valds de tan variada como mudable fortuna.Pgina 8 de 100

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INDICE

El autor: Biografa. EL PJARO EN LA NIEVE LA CONFESIN DE UN CRIMEN EL CRIMEN DE LA CALLE DE LA PERSEGUIDA EL POTRO DEL SEOR CURA POLIFEMO LOS PURITANOS EL CACHORRILLO CABALLERA INFANTIL

3 10 27 35 43 51 59 80 88

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EL PJARO EN LA NIEVEEra ciego de nacimiento. Le haban enseado lo nico que los ciegos suelen aprender, la msica; y fue en este arte muy aventajado. Su madre muri pocos aos despus de darle vida; su padre, msico mayor de un regimiento, haca un ao solamente. Tena un hermano en Amrica que no daba cuenta de s; sin embargo, saba por referencias que estaba casado, que tena dos nios muy hermosos y ocupaba buena posicin. El padre, indignado, mientras vivi, de la ingratitud del hijo, no quera or su nombre; pero el ciego le guardaba todava mucho cario. No poda menos de recordar que aquel hermano, mayor que l, haba sido su sostn en la niez, el defensor de su debilidad contra los ataques de los dems chicos, y que siempre le hablaba con dulzura. La voz de Santiago, al entrar por la maana en su cuarto diciendo: "Hola, Juanito! Arriba, hombre, no duermas tanto", sonaba en los odos del ciego ms grata y armoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violn. Cmo se haba transformado en malo aquel corazn tan bueno? Juan no poda persuadirse de ello y le buscaba un milln de disculpas. Unas veces achacaba la falta al correo; otras se le figuraba que su hermano no quera escribir hasta que pudiera mandar mucho dinero; otras pensaba que iba a darles una sorpresa el mejor da presentndose cargado de millones en el modesto entresuelo que habitaban; pero ninguna de estas imaginaciones se atreva a comunicar a su padre. nicamente cuando ste, exasperado, lanzaba algn amargo apstrofe contra el hijo ausente, se atreva a decirle: "No se desespere usted, padre; Santiago es bueno; me da el corazn que ha de escribir uno de estos das".Pgina 11 de 100

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El padre se muri sin ver carta de su hijo mayor, entre un sacerdote que le exhortaba y el pobre ciego que le apretaba convulso la mano, como si tratase de retenerle a la fuerza en este mundo. Cuando quisieron sacar el cadver de casa sostuvo una lucha frentica, espantosa, con los empleados fnebres. Al fin se qued solo: pero qu soledad la suya! Ni padre, ni madre, ni parientes, ni amigos; hasta el sol le faltaba, el amigo de todos los seres creados. Pas dos das metido en su cuarto, recorrindolo de una esquina a otra como un lobo enjaulado, sin probar alimento. La criada, ayudada por una vecina compasiva, consigui al cabo impedir aquel suicidio. Volvi a comer y pas la vida desde entonces rezando y tocando el piano. El padre, algn tiempo antes de morir, haba conseguido que le diesen una plaza de organista en una de las iglesias de Madrid, retribuida con tres pesetas diarias. No era bastante, como se comprende, para sostener una casa abierta, por modesta que fuese: as que, pasados los primeros quince das, nuestro ciego vendi por algunos cuartos, muy pocos por cierto, el humilde ajuar de su morada, despidi a la criada y se fue de pupilo a una casa de huspedes pagando dos pesetas. Lo que restaba bastbale para atender a las dems necesidades. Durante algunos meses vivi el ciego sin salir a la calle ms que para cumplir su obligacin; de casa a la iglesia, y de la iglesia a casa. La tristeza le tena dominado y abatido de tal suerte que apenas despegaba los labios. Pasaba las horas componiendo una gran misa de requiem que contaba se tocase por caridad del prroco en obsequio del alma de su difunto padre. Y ya que no poda decirse que tena los cinco sentidos puestos en su obra, porque careca de uno, s diremos que se entregaba a ella con alma y vida. El cambio de Ministerio le sorprendi cuando an no laPgina 12 de 100

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haba terminado. Ignoro si entraron los radicales, o los conservadores, o los constitucionales; pero entraron algunos nuevos. Juan no lo supo sino tarde y con dao. El nuevo Gabinete, pasados algunos das, juzg que Juan era un organista peligroso para el orden pblico, y que desde lo alto del coro, en las vsperas y misas solemnes, roncando y zumbando en todos los registros del rgano, le estaba haciendo una oposicin verdaderamente escandalosa. Como el Ministerio entrante no estaba dispuesto, segn haba afirmado en el Congreso por boca de uno de sus miembros ms autorizados, "a tolerar imposiciones de nadie", procedi inmediatamente y con saludable energa a dejar cesante a Juan, buscndole un sustituto que en sus maniobras musicales ofreciese ms garantas o fuese ms adicto a las instituciones. Cuando le notificaron el cese, nuestro ciego no experiment ms emocin que la sorpresa; all en el fondo casi se alegr, porque le dejaban ms horas desocupadas para concluir su misa. Solamente se dio cuenta de su situacin cuando al fin del mes se present la patrona en el cuarto a pedirle dinero. No lo tena, porque ya no cobraba de la iglesia; fue necesario que llevase a empear el reloj de su padre para pagar la casa. Despus se qued otra vez tan tranquilo y sigui trabajando sin preocuparse de lo porvenir. Mas otra vez volvi la patrona a pedirle dinero, y otra vez se vio precisado a empear un objeto de la escassima herencia paterna; era un anillo de diamantes. Al cabo ya no tuvo qu empear. Entonces, por consideracin a su debilidad, le tuvieron algunos das ms de cortesa, muy pocos, y despus le pusieron en la calle, glorindose mucho de dejarle libre el bal y la ropa, ya que con ella poda cobrarse de los pocos reales que les quedaba a deber. Busc una nueva casa, pero no pudo alquilar piano, loPgina 13 de 100

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cual le caus una inmensa tristeza; ya no poda terminar su misa. Todava fue algn tiempo a casa de un almacenista amigo y toc el piano a ratos. No tard, sin embargo, en observar que se le iba recibiendo cada vez con menos amabilidad y dej de ir por all. Al poco tiempo le echaron de la nueva casa, pero esta vez quedndose con el bal en prenda. Entonces comenz para el ciego una poca tan miserable y angustiosa que pocos se darn cuenta cabal de los dolores, mejor an, de los martirios que la suerte le depar. Sin amigos, sin ropa, sin dinero, no hay duda que se pasa muy mal en el mundo; mas si a esto se agrega el no ver la luz del sol y hallarse por lo mismo absolutamente desvalido, apenas si alcanzamos a divisar el lmite del dolor y la miseria. De posada en posada, arrojado de todas poco despus de haber entrado, metindose en la cama para que le lavasen la nica camisa que tena, el calzado roto, los pantalones con hilachas por debajo, sin cortarse el pelo y sin afeitarse, rod Juan por Madrid no s cunto tiempo. Pretendi, por medio de uno de los huspedes que tuvo, ms compasivo que los dems, la plaza de pianista en un caf. Al fin se la otorgaron, pero fue para despedirle a los pocos das. La msica de Juan no agradaba a los parroquianos del Caf de la Cebada. No tocaba jotas, ni polos, ni sevillanas, ni cosa ninguna flamenca, ni siquiera polkas; pasaba la noche interpretando sonatas de Beethoven y conciertos de Chopin. Los concurrentes se desesperaban al no poder llevar el comps con las cucharillas. Otra vez volvi a rodar el msero por los sitios ms hediondos de la capital. Algn alma caritativa que por casualidad se enteraba de su estado socorrale indirectamente, porque Juan se estremeca a la idea de pedir limosna. Coma lo preciso para no morirse de hambre enPgina 14 de 100

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alguna taberna de los barrios bajos y dorma por quince cntimos, entre mendigos y malhechores, en un desvn destinado a este fin. En cierta ocasin le robaron, mientras dorma, los pantalones y le dejaron otros de dril remendados. Era en el mes de noviembre. El pobre Juan, que siempre haba guardado en el pensamiento la quimera de la venida de su hermano, ahogado ahora por la desgracia, comenz a alimentarla con afn. Hizo que le escribiesen a la Habana, aunque sin poner seas a la carta porque no las saba; procur informarse si le haban visto, pero sin resultado, y todos los das se pasaba algunas horas pidiendo a Dios de rodillas que le trajese en su auxilio. Los nicos momentos felices del desdichado eran los que pasaba en oracin en el ngulo de alguna iglesia solitaria. Oculto detrs de un pilar, aspirando los acres olores de la cera y la humedad, escuchando el chisporroteo de los cirios y el leve rumor de las plegarias de los pocos fieles distribuidos por las naves del templo, su alma inocente dejaba este mundo, que tan cruelmente le trataba, y volaba a comunicarse con Dios y su Madre Santsima. Tena la devocin de la Virgen profundamente arraigada en el corazn desde la infancia. Como apenas haba conocido a su madre, busc por instinto en la de Dios la proteccin tierna y amorosa que slo la mujer puede dispensar al nio; haba compuesto en honor suyo algunos himnos y plegarias y no se dorma jams sin besar devotamente el escapulario del Carmen que llevaba al cuello. Lleg un da, no obstante, en que el cielo y la tierra le desampararon. Arrojado de todas partes, sin tener un pedazo de pan que llevarse a la boca ni ropa con que preservarse del fro, comprendi el cuitado con terror que se acercaba el instante de pedir limosna. Trabse una lucha desesperada enPgina 15 de 100

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el fondo de su espritu. El dolor y la vergenza disputaron palmo a palmo el terreno a la necesidad; las tinieblas que le rodeaban hacan an ms angustiosa esta batalla. Al cabo, como era de esperar, venci el hambre. Despus de pasar muchas horas sollozando y pidiendo fuerzas a Dios para soportar su desdicha resolvise a implorar la caridad; pero todava quiso el infeliz disfrazar la humillacin y decidi cantar por las calles de noche solamente. Posea una voz regular y conoca a la perfeccin el arte del canto; mas tropezse con la dificultad de no tener medio de acompaarse. Al fin, otro desgraciado que no lo era tanto como l, le facilit una guitarra vieja y rota, y despus de arreglarla del mejor modo que pudo, y despus de derramar abundantes lgrimas, sali cierta noche de diciembre a la calle. El corazn le lata fuertemente, las piernas le temblaban. Cuando quiso cantar en una de las calles ms cntricas no pudo; el dolor y la vergenza haban formado un nudo en su garganta. Arrimse a la pared de una casa, descans algunos instantes y, repuesto un tanto, empez a cantar la romanza de tenor del primer acto de La favorita. Llam, desde luego, la atencin de los transentes un ciego que no cantaba peteneras o malagueas, y muchos hicieron crculo en torno suyo, y no pocos, al observar la maestra con que iba venciendo las dificultades de la obra, se comunicaron en voz baja su sorpresa y dejaron algunos cuartos en el sombrero, que haba colgado del brazo. Terminada la romanza, empez el aria del cuarto acto de La africana. Pero se haba reunido demasiada gente a su alrededor y la autoridad temi que esto fuese causa de algn desorden, pues era cosa averiguada para los agentes de orden pblico que las personas que se renen en la calle a escuchar a un ciego demuestran por este hecho instintos peligrosos dePgina 16 de 100

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rebelin, hostilidad contra las instituciones, una actitud, en fin, incompatible con el orden social y la seguridad del Estado. Por lo cual un guardia cogi a Juan enrgicamente por el brazo y le dijo: -A ver, retrese usted a su casa inmediatamente y no se pare en ninguna calle. -Pero yo no hago dao a nadie. -Est usted impidiendo el trnsito. Adelante, adelante, si no quiere usted ir a la prevencin. Es realmente consolador el ver con qu esmero procura la autoridad gubernativa que las vas pblicas se hallen siempre limpias de ciegos que canten. Y yo creo, por ms que haya quien sostenga lo contrario, que si pudiese igualmente tenerlas limpias de ladrones y asesinos no dejara de hacerlo con gusto. Retirse a su zahrda el pobre Juan, pesaroso, porque tena buen corazn, de haber comprometido por un instante la paz intestina y dado pie para una intervencin del poder ejecutivo. Haba ganado cinco reales y un perro grande. Con este dinero comi al da siguiente y pag el alquiler del miserable colchn de paja en que durmi. Por la noche torn a salir y a cantar trozos de pera y piezas de canto. Vuelta a reunirse la gente en torno suyo y vuelta a intervenir la autoridad gritndole con energa: -Adelante, adelante! Pero, si iba adelante no ganaba un cuarto, porque los transentes no podan escucharle. Sin embargo Juan marchaba, marchaba siempre, porque le estremeca, ms que la muerte, la idea de infringir los mandatos de la autoridad y turbar, aunque fuese momentneamente, el orden de suPgina 17 de 100

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pas. Cada noche se iban reduciendo ms sus ganancias. Por un lado, la necesidad de seguir siempre adelante, y por otro, la falta de novedad, que en Espaa se paga siempre muy cara, le iban privando todos los das de algunos cntimos. Con los que traa para casa al retirarse apenas poda introducir en el estmago algo para no morirse de hambre. Su situacin era ya desesperada. Slo un punto luminoso segua viendo tenazmente el desgraciado entre las tinieblas de su congojoso estado. Este punto luminoso era la llegada de su hermano Santiago. Todas las noches, al salir de casa con la guitarra colgada al cuello, se le ocurra el mismo pensamiento: "Si Santiago estuviese en Madrid y me oyese cantar me conocera por la voz". Y esta esperanza, mejor dicho, esta quimera era lo nico que le daba fuerzas para soportar la vida. Lleg otro da, no obstante, en que la angustia y el dolor no conocieron lmites. En la noche anterior no haba ganado ms que veinte cntimos. Haba estado tan fra!... Como que amaneci Madrid envuelto en una sbana de nieve de media cuarta de espesor. Y todo el da sigui nevando sin cesar un instante, lo cual tena sin cuidado a la mayora de la gente y fue motivo de regocijo para muchos aficionados a la esttica. Los poetas que gozaban de una posicin desahogada, muy particularmente, pasaron gran parte del da mirando caer los copos al travs de los cristales de su gabinete y meditando lindos e ingeniosos smiles de esos que hacen gritar al pblico en el teatro: "Bravo, bravo!", u obligan a exclamar cuando se leen en un tomo de versos: "Qu talento tiene este joven!" Juan no haba tomado ms alimento que una taza de caf de nfima clase y un panecillo. No pudo entretener el hambre contemplando la hermosura de la nieve, en primer lugar, porque no tena vista, y en segundo, porque aunque laPgina 18 de 100

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tuviese era difcil que al travs de la reja de vidrio empaada y sucia de su desvn pudiera verla. Pas el da acurrucado sobre el colchn, recordando los das de la infancia y acariciando la dulce mana de la vuelta de su hermano. Al llegar la noche, apretado por la necesidad, desfallecido, baj a la calle a implorar una limosna. Ya no tena guitarra; la haba vendido por tres pesetas en un momento parecido de apuro. La nieve caa con la misma constancia, puede decirse con el mismo encarnizamiento. Las piernas le temblaban al pobre ciego lo mismo que el da primero en que sali a cantar; pero esta vez no era de vergenza, sino de hambre. Avanz como pudo por las calles, enfangndose hasta ms arriba del tobillo. Su odo le deca que no cruzaba apenas ningn transente; los coches no hacan ruido y estuvo expuesto a ser atropellado por uno. En una de las calles cntricas se puso al fin a cantar el primer trozo de pera que acudi a sus labios. La voz sala dbil y enronquecida de la garganta; nadie se acercaba a l ni siquiera por curiosidad. "Vamos a otra parte", se dijo, y baj por la carrera de San Jernimo, caminando torpemente sobre la nieve, cubierto ya de un blanco cendal y con los pies chapoteando agua. El fro se le iba metiendo por los huesos; el hambre le produca fuerte dolor en el estmago. Lleg un momento en que el fro y el dolor le apretaron tanto que se sinti casi desvanecido, crey morir y, elevando el espritu a la Virgen del Carmen, su protectora, exclam con voz acongojada: "Madre ma, socrreme!" Y despus de pronunciar estas palabras se sinti un poco mejor y march, o ms propiamente, se arrastr hasta la plaza de las Cortes. All se arrim a la columna de un farol, y todava bajo la impresin del socorro de la Virgen comenz a cantar el Ave Mara, de Gounod, una meloda a la cual siempre haba tenido mucha aficin. Pero nadie sePgina 19 de 100

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acercaba tampoco. Los habitantes de la villa estaban todos recogidos en los cafs y teatros o bien en sus hogares haciendo bailar a sus hijos sobre las rodillas al amor de la lumbre. Segua cayendo la nieve pausada y copiosamente, decidida a prestar asunto al da siguiente a todos los revisteros de peridicos para encantar a sus aficionados con una docena de frases delicadas. Los transentes que casualmente cruzaban lo hacan apresuradamente, arrebujados en sus capas y tapndose con el paraguas. Los faroles se haban puesto el gorro blanco de dormir y dejaban escapar melanclica claridad. No se oa ruido alguno si no era el rumor vago y lejano de los coches y el caer incesante de los copos como un crujido levsimo y prolongado de sedera. Slo la voz de Juan vibraba en el silencio de la noche saludando a la Madre de los Desamparados. Y su canto, ms que himno de salutacin, pareca un grito de congoja algunas veces; otras, un gemido triste y resignado que helaba el corazn ms que el fro de la nieve. En vano clam el ciego largo rato pidiendo favor al Cielo; en vano repiti el dulce nombre de Mara un sinnmero de veces, acomodndolo a los diversos tonos de la meloda. El Cielo y la Virgen estaban lejos, al parecer, y no le oyeron; los vecinos de la plaza estaban cerca, pero no quisieron orle. Nadie baj a recogerlo; ningn balcn se abri siquiera para dejar caer sobre l una moneda de cobre. Los transentes, como si viniesen perseguidos de cerca por la pulmona, no osaban detenerse. Al fin ya no pudo cantar ms; la voz expiraba en la garganta; las piernas se le doblaban; iba perdiendo la sensibilidad en las manos. Dio algunos pasos y se sent en la acera al pie de la verja que rodea el jardn. Apoy los codos en las rodillas y meti la cabeza entre las manos. Y pensPgina 20 de 100

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vagamente en que haba llegado el ltimo instante de su vida; y volvi a rezar fervorosamente implorando la misericordia divina. Al cabo de un rato crey observar que un transente se paraba delante de l y se sinti cogido por el brazo. Levant la cabeza y, sospechando que sera lo de siempre, pregunt tmidamente: -Es usted algn guardia? -No soy ningn guardia -repuso el transente-; pero levntese usted. -Apenas puedo, caballero. -Tiene usted mucho fro? -S, seor..., y adems no he comido hoy. -Entonces, yo le ayudar... Vamos..., arriba! El caballero cogi a Juan por los brazos y le puso en pie; era un hombre vigoroso. -Ahora apyese usted bien en m y vamos a ver si hallamos un coche. -Pero, dnde me lleva usted? -A ningn sitio malo. Tiene usted miedo? -Ah, no! El corazn me dice que es usted una persona caritativa. -Vamos andando..., a ver si llegamos pronto a casa para que usted se seque y tome algo caliente. -Dios se lo pagar a usted, caballero..., la Virgen se lo pagar... Cre que iba a morirme en ese sitio. -Nada de morirse... No hable usted de eso ya. Lo quePgina 21 de 100

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importa ahora es dar pronto con un simn... Vamos adelante... Qu es eso? Tropieza usted? -S, seor; creo que he dado con la columna de un farol... Como soy ciego...! -Es usted ciego? -pregunt vivamente el desconocido. -S, seor. -Desde cundo? -Desde que nac... Juan sinti estremecerse el brazo de su protector; y siguieron caminando en silencio. Al cabo ste se detuvo un instante y le pregunt con voz alterada: -Cmo se llama usted? -Juan. -Juan qu? -Juan Martnez. -Su padre de usted, Manuel, verdad? Msico mayor del tercero de Artillera, no es cierto? -S, seor. En el mismo instante el ciego se sinti apretado fuertemente por unos brazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuch en su odo una voz temblorosa que exclam: -Dios mo, qu horror y qu felicidad! Soy un criminal, soy tu hermano Santiago. Y los dos hermanos quedaron abrazados y sollozando algunos minutos en medio de la calle. La nieve caa sobre ellos dulcemente. Santiago se desprendi bruscamente de los brazos de suPgina 22 de 100

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hermano y comenz a gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones: -Un coche, un coche! No hay un coche por ah?...Maldita sea mi suerte! Vamos, Juanillo, haz un esfuerzo; llegaremos pronto... Pero, seor, dnde se meten los coches?... Ni uno solo cruza por aqu... All lejos veo uno... Gracias a Dios!... Se aleja el maldito!... Aqu est otro...; ste ya es mo. A ver cochero..., cinco duros si usted nos lleva volando al hotel nmero diez de la Castellana. Y cogiendo a su hermano en brazos como si fuera un chico lo meti en el coche y detrs se introdujo l. El cochero arre a la bestia y el carruaje se desliz velozmente y sin ruido sobre la nieve. Mientras caminaban, Santiago, teniendo siempre abrazado al pobre ciego, le cont rpidamente su vida. No haba estado en Cuba, sino en Costa Rica, donde junt una respetable fortuna; pero haba pasado muchos aos en el campo, sin comunicacin apenas con Europa. Escribi tres o cuatro veces por medio de los barcos que traficaban con Inglaterra y no obtuvo respuesta. Y siempre pensando tornar a Espaa al ao siguiente, dej de hacer averiguaciones, proponindose darles una agradable sorpresa. Despus se cas y este acontecimiento retard mucho su vuelta. Pero haca cuatro meses que estaba en Madrid, donde supo por el registro parroquial que su padre haba muerto. De Juan le dieron noticias vagas y contradictorias; unos le dijeron que se haba muerto tambin; otros que, reducido a la ltima miseria, haba ido por el mundo cantando y tocando la guitarra. Fueron intiles cuantas gestiones hizo por averiguar su paradero. Afortunadamente, la Providencia se encarg de llevarlo a sus brazos. Santiago rea unas veces, lloraba otras, mostrando siempre el carcter franco, generoso y jovial de cuando nio.Pgina 23 de 100

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Par el coche al fin. Un criado vino a abrir la portezuela. Llevaron a Juan casi en volandas hasta su casa. Al entrar percibi una temperatura tibia, el aroma de bienestar que esparce la riqueza; los pies se le hundan en mullida alfombra. Por orden de Santiago, dos criados le despojaron inmediatamente de sus harapos empapados de agua y le pusieron ropa limpia y de abrigo. En seguida le sirvieron en el mismo gabinete, donde arda un fuego delicioso, una taza de caldo confortador y despus algunas viandas, aunque con la debida cautela, por la flojedad en que deba hallarse su estmago. Subieron adems de la bodega el vino ms exquisito y aejo. Santiago no dejaba de moverse, dictando las rdenes oportunas, acercndose a cada instante al ciego para preguntarle con ansiedad: -Cmo te encuentras ahora, Juan? Ests bien? Quieres otro vino? Necesitas ms ropa? Terminada la refaccin se quedaron ambos algunos momentos al lado de la chimenea. Santiago pregunt a un criado si la seora y los nios estaban ya acostados y habindole respondido afirmativamente, dijo a su hermano rebosando de alegra: -T no tocas el piano? -S. -Pues vamos a dar un susto a mi mujer y a mis hijos. Ven al saln. Y le condujo hasta sentarle delante del piano. Despus levant la tapa para que se oyera mejor, abri con cuidado las puertas y ejecut todas las maniobras conducentes a producir una sorpresa en la casa; pero todo ello con tal esmero, andando sobre las puntas de los pies, hablando enPgina 24 de 100

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falsete y haciendo tantas y tan graciosas muecas, que Juan al notarlo no pudo menos de rerse, exclamando: -Siempre el mismo, Santiago! -Ahora toca, Juanillo, toca con todas tus fuerzas. El ciego comenz a ejecutar una marcha guerrera. El silencioso hotel se estremeci de pronto, como una caja de msica cuando se le da cuerda. Las notas se atropellaban al salir del piano, pero siempre con ritmo belicoso. Santiago exclamaba de vez en cuando: -Ms fuerte, Juanillo, ms fuerte! Y el ciego golpeaba el teclado cada vez con mayor bro. Ya veo a mi mujer detrs de las cortinas... Adelante, Juanillo, adelante!... Est la pobre en camisa..., ji, ji!..., me hago como que no la veo... Se va a creer que estoy loco...,ji, ji!... Adelante, Juanillo, adelante! Juan obedeca a su hermano, aunque sin gusto ya, porque deseaba conocer a su cuada y besar a sus sobrinos. -Ahora veo a mi hija Manolita, que tambin sale en camisa. Calla, tambin se ha despertado Paquito!... No te he dicho que todos iban a recibir un susto?... Pero se van a constipar si andan de ese modo ms tiempo... No toques ms, Juan, no toques ms. Ces el estrpito infernal. -Vamos, Adela, Manolita, Paquito, abrigaos un poco y venid a dar un abrazo a mi hermano Juan. ste es Juan, de quien tanto os he hablado, a quien acabo de encontrar en la calle a punto de morirse helado entre la nieve... Vamos, vestos pronto! La noble familia de Santiago vino inmediatamente aPgina 25 de 100

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abrazar al pobre ciego. La voz de la esposa era dulce y armoniosa; Juan crea escuchar la de la Virgen; not que lloraba cuando su marido relat de qu modo le haba encontrado. Y todava quiso aadir ms cuidados a los de Santiago: mand traer un calorfero y ella misma se lo puso debajo de los pies; despus le envolvi las piernas en una manta y le puso en la cabeza una gorra de terciopelo. Los nios revoloteaban en torno de la butaca, acaricindole y dejndose acariciar de su to. Todos escucharon en silencio y embargados por la emocin el breve relato que de sus desgracias les hizo. Santiago se golpeaba la cabeza, su esposa lloraba; los chicos, atnitos, le decan estrechndole la mano: "No volvers a tener hambre ni salir a la calle sin paraguas, verdad, tito?... Yo no quiero; Manolita no quiere tampoco..., ni pap, ni mam". -A que no le das tu cama, Paquito! -dijo Santiago, pasando a la alegra inmediatamente. -Si no quepe en ella, pap! En la sala hay otra muy grande, muy grande, muy grande... -No quiero cama ahora... -interrumpi Juan- Me encuentro tan bien aqu!... -Te duele el estmago como antes? -pregunt Manolita abrazndole y besndole. -No, hija ma, no, bendita seas!... No me duele nada...; soy muy feliz... Lo nico que tengo es sueo...; se me cierran los ojos sin poderlo remediar... -Pues por nosotros no dejes de dormir, Juan -dijo Santiago. -S, tto, duerme, duerme -dijeron a un tiempo Manolita y Paquito echndole los brazos al cuello y cubrindole dePgina 26 de 100

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caricias. Y se durmi, en efecto. Y despert en el Cielo. Al amanecer del da siguiente, un agente de Orden pblico tropez con su cadver entre la nieve. El mdico de la Casa de Socorro certific que haba muerto por la congelacin de la sangre. -Mira, Jimnez -dijo un guardia de los que le haban llevado a su compaero-. Parece que se est riendo!

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LA CONFESIN DE UN CRIMENEn el vasto saln del Prado an no haba gente. Era temprano: las cinco y media nada ms. A falta de personas formales, los nios tomaban posesin del paseo, utilizndolo para los juegos de aro, de la cuerda, de la pelota, po campo, escondite y otros no menos respetables, tan respetables, por lo menos, y por de contado ms saludables que los del ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres se divierten. Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevera a ponerlos en parangn con los del saln de conferencias del Congreso y de la Bolsa, seguro de que tampoco haban de desmerecer. El sol an segua baando una parte no insignificante del paseo. Los chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en una mesa de mrmol. Las nieras, guardianes fieles de aquel rebao, con sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos coloradas y las mejillas rebosando una salud que yo para mi deseo, se agrupaban a la sombra sentadas en algn banco, desahogando con placer sus respectivos pechos, henchidos de secretos domsticos, sin que por eso perdiesen de vista un momento -dicho sea en honor suyo- los inquietos y menudos objetos de su vigilancia. Tal vez que otra se levantaban corriendo para ir a socorrer a algn mosquito infeliz que se haba cado boca abajo y se revolcaba en la arena con horrsonos chillidos: otras veces llamaban imperiosamente al que se desmandaba y le residenciaban ante el consejo de doncellas y amas de cra, amonestndole suavemente o recriminndole con dureza y administrndole algn leve correctivo enPgina 28 de 100

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la parte posterior, segn el sistema y el temperamento de cada juez. Esperando la llegada de la gente me sent en una silla metlica de las que dividen el paseo, y me puse a contemplar con ojos distrados el juego de los chicos. Detrs de m estaban sentadas dos nias de once a doce aos de edad cuyos perfiles -lo nico que vea de ellas- eran de una correccin y pureza encantadoras. Ambas rubias y ambas vestidas con singular gracia y elegancia. En Madrid esto ltimo no tiene nada de extraordinario, porque las mams que han renunciado a ser coquetas para s lo continan siendo en sus hijas y han convenido en hacerse una competencia poco favorable a los bolsillos de los paps. Me llam la atencin desde luego la gravedad que las dos mostraban y el poco o ningn efecto que les causaba la alegra de los dems muchachos. Al principio cre que aquella cirscunspeccin proceda de considerarse ya demasiado formales para corretear, y me pareci cmica; pero, observando mejor me convenc de que algo serio pasaba entre ellas, y como no tena otra cosa que hacer, cambi de silla disimuladamente y me acerqu cuanto pude a fin de averiguarlo. La una estaba plida y tena la vista fija constantemente en el suelo; la otra la miraba de vez en cuando con inquietud y tristeza. Cuando me acerqu guardaban silencio; pero no tard en romperlo la primera exclamando en voz baja y con acento melanclico: -Si lo hubiera sabido, no saldra hoy a paseo! -Por qu? -repuso la segunda-. De todos modos algn da os habais de encontrar.Pgina 29 de 100

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La primera no replic nada a esta observacin, y callaron un buen rato. Al cabo, la segunda dijo, ponindole una mano sobre el hombro: -Sabes lo que estoy pensando, Asuncin? -Qu? -Que debas decrselo todo. Lola es buena nia, aunque tenga el genio vivo. No te acuerdas cuando nos pegamos y nos araamos porque le quit de ser la mam?... Ya ves que le pas en seguida... -S, pero esto es muy distinto. -Ya lo s que es distinto...; pero debes decrselo. -Ay! No me mandes eso, por Dios, Luisa... De seguro no me vuelve a decir adis y se lo cuenta en seguida a sus paps. -Y no ser peor que se lo cuente otra persona?... Hay nias tan mal intencionadas!... Elvira lo sabe ya...; no s quin se lo ha dicho... Profunda debi ser la impresin que esta noticia caus en el nimo de Asuncin, porque no volvi a despegar los labios y sigui escuchando consternada las razones de su amiga, que las amontonaba de un modo incoherente, pero con resolucin. El paseo se iba poblando poco a poco. El sol no se enseoreaba ya sino de uno de los ngulos del saln; al retirarse dejaba claro y ntido el ambiente, en el cual resaltaban con admirable pureza el obelisco del Dos de Mayo y las agujas del Museo de Artillera y de San Jernimo. Los pequeos retrocedan ante la invasin de los grandes a los parajes ms apartados, donde establecan nuevamente sus juegos. Un chico rubio, vestido de marinero, se qued fijoPgina 30 de 100

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delante de nuestras nias contemplndolas con insistencia; no hallando, al parecer, conveniente la gravedad que mostraban, se puso a hacerlas muecas en son de menosprecio. Luisa, al verse interrumpida en su discurso, se levant furiosa y le tir de los cabellos. El chico se alej llorando. Al cabo de un rato, cuando ya me dispona a dejar la silla para dar algunas vueltas, o exclamar a Luisa: -Calla..., calla..., me parece que ah viene Lola! Asuncin se estremeci y levant la cabeza vivamente. -S, s; es ella -continu Luisa-. Viene con Pepita y con Concha y Eugenia... Es el primer domingo que viene despus de la muerte de su hermano... No te pongas as, nia!... No te asustes... Vers; yo lo voy a arreglar todo. Asuncin, en efecto, haba empalidecido y estaba clavada e inmvil en la silla como una estatua. Pronto divis un grupo de nias de su misma edad que se aproximaba; en el centro vena una completamente enlutada, morenita, con grandes ojos negros y profundos, que deba ser la causante de los temores de Asuncin. Luisa se levant a recibirlas y ech una carrerita para cambiar con ellas buena partida de besos, cuyo rumor lleg hasta mis odos. Asuncin no se movi. Al llegar, todas la saludaron con efusin, no siendo por cierto la menos expansiva la enlutada Lolita. Despus de cambiadas las primeras impresiones, observ que Luisa haca seas a Asuncin en ademn de pedir algo, y que Asuncin lo negaba, tambin por seas, pero con energa. Luisa, sin embargo, se resolvi a hacer lo que pretenda a despecho de su amiga, y llegndose a Lola, le dijo: -Mira, Asuncin tiene que decirte una cosa; ve a sentarte junto a ella.Pgina 31 de 100

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Lolita se vino hacia la melanclica nia y le pregunt cariosamente tocndole la cara: -Qu tienes que decirme, Chonchita? La pobre Asuncin, completamente abatida, no contest nada; visto lo cual por su amiga, tom asiento al lado, y la inst con mucha viveza para que le contase lo que la pona tan triste. -Mira, Lola -comenz con voz temblorosa y casi imperceptible ; despus que te lo diga ya no me querrs. Lola protest con una mueca. -No, no me querrs... Dame un beso ahora... Despus que te lo diga no me dars ningn otro. Lolita se manifest sorprendida, pero le dio algunos besos sonoros. -Maana hace un mes que muri tu hermano Pepito... Yo s que has tenido una convulsin por haber visto el atad... A m no me han dejado ir a tu casa porque decan que me iba a impresionar, pero toda la tarde la pas llorando... Luisa te lo puede decir... Lloraba porque Pepito y yo ramos novios... No lo sabas? -No! -Pues lo ramos desde haca dos meses. Me escribi una carta y me la dio un da al entrar en tu casa; sali de un cuarto de repente, me la dio y se ech a correr. Me deca que desde la primera vez que me haba visto le haba gustado, que podramos ser novios si yo lo quera, y que en concluyendo la carrera de abogado, que era la que pensaba seguir, nos casaramos. A m me daba mucha vergenza contestarle, pero como a Luisa le haba escrito tambin Paco NezPgina 32 de 100

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declarndose, yo por encargo de ella le dije un da en el paseo: "Paco, de parte de Luisa, que s", y a la otra vuelta Luisa le dijo a Pepito: "Pepito, de parte de Asuncin, que s". Y quedamos novios. Los domingos cuando bailbamos en tu casa o en la ma me sacaba ms veces que a las dems, pero no se atreva a decirme nada... A pesar de eso, una vez bailando, como estaba triste y hablaba poco, le pregunt si estaba enfadado, y l me contest: "Yo no me enfado con nadie, y mucho menos contigo". Yo me puse colorada... y l tambin... Todos los das por la tarde iba a esperarme a la salida del colegio; se estaba paseando por delante hasta que yo sala y despus me segua hasta casa... Aqu Asuncin ces de hablar y Lola, que la escuchaba con tristeza y curiosidad, aguard un rato a que continuase, y viendo que no lo haca, le pregunt: -Pero, por qu me decas que despus de contrmelo no iba a darte ms besos y todas aquellas cosas?... Al contrario, ahora te quiero ms... Mira cmo te quiero. Y Lolita, al decir esto, le daba apasionados besos. -Espera, espera... No me beses... De qu muri tu hermano? No dijeron los mdicos que haba muerto de una mojadura que haba cogido? -S. -Pues esa mojadura, Lola... la cogi por causa ma... S, la cogi por causa ma... Una tarde en que estaba lloviendo a cntaros, fue a esperarme al colegio... Le vi por los cristales metido en un portal..., en el portal de enfrente. No traa paraguas. Cuando salimos yo me tap perfectamente porque la criada haba trado uno para m y otro para ella... Pepito nos sigui al descubierto...; llova atrozmente... y yo, en vezPgina 33 de 100

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de ofrecerle el paraguas y taparme con el de la criada, le dej ir mojndose hasta casa... Pero no fue gusto mo, Lola..., por Dios, no lo creas...; fue que me daba vergenza... Al decir estas palabras le embarg la emocin, se le anud la voz en la garganta y rompi a sollozar fuertemente. Lolita se la qued mirando un buen rato, con ojos colricos, el semblante plido, las cejas fruncidas; por ltimo se levant repentinamente y fue a reunirse con sus amigas, que estaban algo apartadas formando un grupo. La vi agitar los brazos en medio de ellas narrando, al parecer, el suceso con vehemencia, y observ que algunas lgrimas se desprendan de sus ojos, sin que por eso perdiesen la expresin dura y sombra. Asuncin permaneci sentada, con la cabeza baja y ocultando el rostro entre las manos. En el grupo de Lolita hubo acalorada deliberacin. Las amigas se esforzaban en convencerla para que otorgase su perdn a la culpable. Lolita se negaba a ello con una mmica (lo nico que yo perciba) altiva y violenta. Luisa no cesaba de ir y venir consolando a su triste amiga y procurando calmar a la otra. El sol se haba retirado ya del paseo, aunque anduviese todava por las ramas de los rboles y las fachadas de las casas. La estatua de Apolo que corona la fuente del centro reciba su postrera caricia; los lejanos palacios del paseo de Recoletos resplandecan en aquel instante como si fuesen de plata. El saln estaba ya lleno de gente. Despus de discutir con violencia y de rechazar enrgicamente las proposiciones conciliadoras, Lolita se encerr en un silencio sombro. Al ver esta muestra de debilidad, las amigas apretaron el asedio, enviando cada cual un argumento ms o menos poderoso; sobre todo Luisa, eraPgina 34 de 100

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incansable en formar silogismos, que alternaba sin cesar con splicas ardientes. Al fin Lolita volvi lentamente la cabeza hacia Asuncin. La pobre nia segua en la misma postura, abatida, ocultando siempre el rostro con las manos. Al verla, debi pasar un soplo de enternecimiento por el corazn de la irritada hermana; destacse del grupo, y viniendo hacia ella le ech los brazos al cuello diciendo: -No llores, Chonchita, no llores. Pero al pronunciar estas palabras lloraba tambin. La cabecita rubia y la morena estuvieron un instante confundidas. Roderonlas las amigas y ni una sola dej de verter lgrimas. -Vamos, nias, que nos estn mirando! -dijo Luisa-. Enjugad las lgrimas y vamos a pasear. Y en efecto, llevndose el pauelo a los ojos, la primera, con rostro sereno y risueo se mezclaron agrupadas entre la muchedumbre, y las perd pronto de vista.

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EL CRIMEN DE LA CALLE DE LA PERSEGUIDA-Aqu donde usted me ve soy un asesino. -Cmo es eso, don Elas? -pregunt riendo, mientras le llenaba la copa de cerveza. Don Elas es el individuo ms bondadoso, ms sufrido y disciplinado con que cuenta el Cuerpo de Telgrafos; incapaz de declararse en huelga, aunque el director le mande cepillarle los pantalones. -S, seor...; hay circunstancias en la vida..., llega un momento en que el hombre ms pacfico... -A ver, a ver; cuente usted eso -dije picado de curiosidad. -Fue en el invierno del setenta y ocho. Haba quedado excedente por reforma, y me fui a vivir a O... con una hija que all tengo casada. Mi vida era demasiado buena: comer, pasear, dormir. Algunas veces ayudaba a mi yerno, que est empleado en el Ayuntamiento, a copiar las minutas del secretario. Cenbamos invariablemente a las ocho. Despus de acostar a mi nieta, que entonces tena tres aos y hoy es una moza gallarda, rubia, metida en carnes, de esas que a usted le gustan (yo baj los ojos modestamente y beb un trago de cerveza), me iba a hacer la tertulia a doa Nieves, una seora viuda que vive sola en la calle de la Perseguida, a quien debe mi yerno su empleo. Habita una casa de su propiedad, grande, antigua, de un solo piso, con portaln oscuro y escalera de piedra. Sola ir tambin por all don Gerardo Piquero, que haba sido administrador de la Aduana de Puerto Rico y estaba jubilado. Se muri hace dos aos el pobre. Iba a las nueve; yo nunca llegaba hasta despus de las nueve y media. En cambio, a las diez y media en puntoPgina 36 de 100

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levantaba tiendas, mientras yo acostumbraba a quedarme hasta las once o algo ms. Cierta noche me desped, como de costumbre, a estas horas. Doa Nieves es muy econmica, y se trata a lo pobre aunque posee una hacienda bastante para regalarse y vivir como gran seora. No pona luz alguna para alumbrar la escalera y el portal. Cuando don Gerardo o yo salamos, la criada alumbraba con el quinqu de la cocina desde lo alto. En cuanto cerrbamos la puerta del portal, cerraba ella la del piso y nos dejaba casi en tinieblas; porque la luz que entraba de la calle era escassima. Al dar el primer paso sent lo que se llama vulgarmente un cal, esto es, me metieron con un fuerte golpe el sombrero de copa hasta las narices. El miedo me paraliz y me dej caer contra la pared. Cre escuchar risas, y un poco repuesto del susto me saqu el sombrero. -Quin va? -dije dando a mi voz acento formidable y amenazador. Nadie respondi. Pasaron por mi imaginacin rpidamente varios supuestos. Trataran de robarme? Querran algunos pilluelos divertirse a mi costa? Sera algn amigo bromista? Tom la resolucin de salir inmediatamente, porque la puerta estaba libre. Al llegar al medio del portal, me dieron un fuerte azote en las nalgas con la palma de la mano, y un grupo de cinco o seis hombres me tap al mismo tiempo la puerta. -Socorro! -grit con voz apagada, retrocediendo de nuevo hacia la pared. Los hombres comenzaron a brincar delante de m, gesticulando de modo extravagante. Mi terror haba llegado al colmo.Pgina 37 de 100

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-Dnde vas a estas horas, ladrn? -dijo uno de ellos. -Ir a robar a algn muerto. Es el mdico -dijo otro. Entonces cruz por mi mente la sospecha de que estaban borrachos, y recobrndome, exclam con fuerza: -Fuera, canalla! Dejadme paso o mato a uno. Al mismo tiempo enarbol el bastn de hierro que me haba regalado un maestro de la fbrica de armas y que acostumbraba a llevar por las noches. Los hombres, sin hacer caso, siguieron bailando ante m y ejecutando los mismos gestos desatinados. Pude observar a la tenue claridad que entraba de la calle que ponan siempre por delante uno como ms fuerte o resuelto, detrs del cual los otros se guarecan: -Fuera! -volv a gritar, haciendo molinete con el bastn. -Rndete, perro! -me respondieron sin detenerse en su baile fantstico. Ya no me cupo duda, estaban ebrios. Por esto y porque en sus manos no brillaba arma alguna, me tranquilic relativamente. Baj el bastn, y procurando dar a mis palabras acento de autoridad, les dije: -Vaya, vaya; poca guasa! A ver si me dejis paso. -Rndete, perro! Vas a chupar la sangre de los muertos? Vas a cortar alguna pierna? Arrancarle una oreja! Sacarle un ojo! Tirarle por las narices! Tales fueron las voces que salieron del grupo en contestacin a mi requisitoria. Al mismo tiempo avanzaron ms hacia m. Uno de ellos, no el que vena delante, sino otro, extendi el brazo por encima del hombro del primero y me agarr de las narices y me dio un fuerte tirn que me hizoPgina 38 de 100

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lanzar un grito de dolor. Di un salto de travs, porque mis espaldas tocaban casi la pared, y logr apartarme un poco de ellos, y alzando el bastn, lo descargu ciego de clera sobre el que vena delante. Cay pesadamente al suelo sin decir ay! Los dems huyeron. Qued solo y aguard anhelante que el herido se quejase o se moviese. Nada; ni un gemido, ni el ms leve movimiento. Entonces me vino la idea de que pude matarlo. El bastn era realmente pesado, y yo he tenido toda la vida la mana de la gimnasia. Me apresur, con mano temblorosa, a sacar la caja de cerillas y encend un fsforo. No puedo describirle lo que en aquel instante pas por m. Tendido en el suelo, boca arriba, yaca un hombre muerto. Muerto, s! Claramente vi pintada la muerte en su rostro plido. El fsforo me cay de los dedos y qued otra vez en tinieblas. No le vi ms que un momento, pero la visin fue tan intensa que ni un pormenor se me escap. Era corpulento, la barba negra y enmaraada, la nariz grande y aguilea; vesta blusa azul, pantalones de color y alpargatas; en la cabeza llevaba boina negra. Pareca un obrero de la fbrica de armas, un armero, como all suele decirse. Puedo afirmarle, sin mentir, que las cosas que pens en un segundo, all, en la oscuridad, no tendra tiempo de pensarlas ahora en un da entero. Vi con perfecta claridad lo que iba a suceder. La muerte de aquel hombre divulgada en seguida por la ciudad; la polica echndome mano; la consternacin de mi yerno, los desmayos de mi hija, los gritos de mi nietecita; luego la crcel, el proceso arrastrndose perezosamente al travs de los meses y acaso de los aos; la dificultad de probar que haba sido en defensa propia: la acusacin del fiscal llamndome asesino, como siemprePgina 39 de 100

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acaece en estos casos; la defensa de mi abogado alegando mis honrados antecedentes; luego la sentencia de la Sala absolvindome quiz, quiz condenndome a presidio. De un salto me plant en la calle y corr hasta la esquina; pero all me hice cargo de que vena sin sombrero y me volv. Penetr de nuevo en el portal, con gran repugnancia y miedo. Encend otro fsforo y ech una mirada oblicua a mi vctima con la esperanza de verle alentar. Nada; all estaba en el mismo sitio, rgido, amarillo, sin una gota de sangre en el rostro, lo cual me hizo pensar que haba muerto de conmocin cerebral. Busqu el sombrero, met por l la mano cerrada para desarrugarlo, me lo puse y sal. Pero esta vez me guard de correr. El instinto de conservacin se haba apoderado de m por completo, y me sugiri todos los medios de evadir la justicia. Me ce a la pared por el lado de la sombra, y haciendo el menor ruido con los pasos dobl pronto la esquina de la calle de la Perseguida, entr en la de San Joaqun y camin la vuelta de mi casa. Procur dar a mis pasos todo el sosiego y compostura posibles. Mas he aqu que en la calle de Altavilla, cuando ya me iba serenando, se acerca de improviso un guardia del Ayuntamiento. -Don Elas, tendr usted la bondad de decirme...? No o ms. El salto que di fue tan grande que me separ algunas varas del esbirro. Luego, sin mirarle, emprend una carrera desesperada, loca, al travs de las calles. Llegu a las afueras de la ciudad y all me detuve jadeante y sudoroso. Acudi a m la reflexin. Qu barbaridad haba hecho! Aquel guardia me conoca. Lo ms probable es que viniese a preguntarme algo referente a mi yerno. Mi conducta extravagante le habra llenado de asombro. Pensara quePgina 40 de 100

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estaba loco; pero a la maana siguiente, cuando se tuviese noticia del crimen, seguramente concebira sospechas y dara parte del hecho al juez. Mi sudor se torn fro de repente. Camin aterrado hacia mi casa y no tard en llegar a ella. Al entrar se me ocurri una idea feliz. Fui derecho a mi cuarto, guard el bastn de hierro en el armario y tom otro de junco que posea, y volv a salir. Mi hija acudi a la puerta sorprendida. Invent una cita con un amigo en el Casino, y, efectivamente, me dirig a paso largo hacia este sitio. Todava se hallaban reunidos en la sala contigua al billar unos cuantos de los que formaban la tertulia de ltima hora. Me sent al lado de ellos, aparent buen humor, estuve jaranero en exceso y procur por todos los medios que se fijasen en el ligero bastoncillo que llevaba en la mano. Lo doblaba hasta convertirlo en un arco, me azotaba los pantalones, lo blanda a guisa de florete, tocaba con l en la espalda de los tertulios para preguntarles cualquier cosa, lo dejaba caer al suelo. En fin, no qued nada que hacer. Cuando al fin la tertulia se deshizo y en la calle me separ de mis compaeros, estaba un poco ms sosegado. Pero al llegar a casa y quedarme solo en el cuarto, se apoder de m una tristeza mortal. Comprend que aquella treta no servira ms que para agravar mi situacin en el caso de que las sospechas recayesen sobre m. Me desnud maquinalmente y permanec sentado al borde de la cama largusimo rato, absorto en mis pensamientos tenebrosos. Al cabo el fro me oblig a acostarme. No pude cerrar los ojos. Me revolqu mil veces entre las sbanas, presa de fatal desasosiego, de un terror que el silencio y la soledad hacan ms cruel. A cada instante esperaba or aldabonazos en la puerta y los pasos de laPgina 41 de 100

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polica en la escalera. Al amanecer, sin embargo, me rindi el sueo; mejor dicho, un pesado letargo, del cual me sac la voz de mi hija: -Que ya son las diez, padre. Qu ojeroso est usted! Ha pasado mala noche? -Al contrario, he dormido divinamente -me apresur a responder. No me fiaba ni de mi hija. Luego aad afectando naturalidad: -Ha venido ya El Eco del Comercio? -Anda! Ya lo creo! Tramelo. Aguard a que mi hija saliese, y desdobl el peridico con mano trmula. Recorrlo todo con ojos ansiosos sin ver nada. De pronto le en letras gordas: El crimen de la calle de la Perseguida, y qued helado por el terror. Me fij un poco ms. Haba sido una alucinacin. Era un artculo titulado El criterio de los padres de la provincia. Al fin, haciendo un esfuerzo supremo para serenarme, pude leer la seccin de gacetillas, donde hall una que deca: SUCESO EXTRAO "Los enfermeros del Hospital Provincial tienen la costumbre censurable de servirse de los alienados pacficos que hay en aquel manicomio para diferentes comisiones, entre ellas la de transportar los cadveres a la sala de autopsia. Ayer noche cuatro dementes, desempeando este servicio, encontraron abierta la puerta del patio que da acceso al !parque de San Ildefonso y se fugaron por ella, llevndose el cadver. Inmediatamente que el seorPgina 42 de 100

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administrador del Hospital tuvo noticia del hecho, despach varios emisarios en su busca, pero fueron intiles sus gestiones. A la una de la madrugada se presentaron en el Hospital los mismos locos, pero sin el cadver. ste fue hallado por el sereno de la calle de la Perseguida en el portal de la seora doa Nieves Menndez. Rogamos al seor decano del Hospital Provincial que tome medidas para que no se repitan estos hechos escandalosos."

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EL POTRO DEL SEOR CURAMuchos habrn conocido como yo al cura de Arbn, y habrn tenido ocasin de admirar su carcter bondadoso y nobilsimo, la sencillez de sus costumbres y cierta inocencia de espritu que slo otorga Dios a los que elige para s; por donde era estimado y querido de todos. Habitaba en su casa rectoral a dos tiros de piedra del pueblo, servido por una criada vieja y un criado no menos aoso. Haba tambin un mastn, que nadie recordaba cundo haba sido cachorro, y un caballo que haba entrado en su poder haca ms de veinte aos cerrado ya, al decir de los peritos. Como don Pedro, que as se llamaba el cura, pasaba bien de los setenta, con razn poda decirse que aquella casa era un museo de antigedades. Vamos a referir la historia del caballo, dejando para otra sazn la del mastn, por ser menos interesante. Nadie le conoca en el pueblo sno por el "potro del seor cura". Pero como el lector comprender, ste no era ms que un mote que por rer le haban puesto. El autor de la burla deba de ser Xuan de Manoln, que era en aquel tiempo el espritu ms humorstico y despreocupado con que contaba la parroquia. Su verdadero nombre era Pchn. As le designaba su dueo, lo mismo que los criados. Haba sido tordo en otro tiempo; pero cuando yo le vi, todos ,los pelos negros se le haban cado o se haban trocado blancos. No tena mala estampa; su condicin, apacible; el paso, medianamente saltn o cochinero. Por eso el cura hacia aos que no osaba ponerle al trote y prefera salir media hora antes en sus excursiones a las parroquias inmediatas. Sufrido, noble, seguro y conocedor como nadie de aquellos caminos, el Pichon reuna partes bastantes para ser estimado por suPgina 44 de 100

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amo como una alhaja. La virtud sobresaliente de este precioso animal era, no obstante, la sobriedad. Como la poca yerba que daba el prado de mansos la coma casi toda una vaca de leche que el cura posea, el desgraciado Pichn vease necesitado a vagar nueve meses del ao por trochas y callejas viendo crecer la yerba para comrsela mucho antes de ser talluda. Ningn rocn, antiguo o moderno, anduvo jams a la gramtica con tan feliz aprovechamiento; porque su cuarto trasero estaba siempre redondo y lucio como si se hallara a pupilo en casa de algn marqus. Tanto, que ms de una vez le preguntaron al cura si lo alimentaba con paja y cebada. Cebada el Pichn! Haba odo hablar de ella en alguna ocasin; pero verla, nunca. Como si no fuesen bastantes estas prendas, todava el Pichn era poseedor de otra muy estimable: una memoria prodigiosa. En cuanto el seor cura de Arbn se detena una vez en cualquier casa de los contornos, al pasar de nuevo por all el Pichn paraba en firme como invitndole a apearse. Claro esta que tratndose de la casa de la hermana del prroco, que viva en Felechosa, y de la del cura del Pino, con quien aquel tena empeada haca muchos aos una partida permanente de brisca, el caballo no solamente se paraba, sino que iba derecho a la cuadra. Mas el Pichn, sin motivo alguno razonable, tena muchos enemigos en el pueblo, unos declarados, otros encubiertos. Los cuales, no hallando sitio por donde combatirle en lucha franca, le hacan una guerra sorda e insidiosa: le atacaban por la vejez. Como si no hubiramos todos de llegar a ella bajo pena de la vida!, segn pensaba el cuadrpedo muy acertadamente. Principiaron por darle elPgina 45 de 100

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apodo burlesco de "potro". Bien saba el Pichn que no lo era, ni soaba con echrselas de tal. Cundo se le haba visto hacer el "rucio verde, ni ponerse relamido y jacarero a la vista de una yegua, por ligera de cascos que fuese? Vivir honradamente, no atropellarse jams, comer lo que hubiere, no meterse en elecciones. stos eran los axiomas fundamentales que haba sacado de su larga experiencia. No satisfechos con apodarle, sus contrarios le levantaban falsos testimonios. Decan que una vez yendo desde Lena a Cabaaquinta se haba dormido en el camino llevando al cura encima, y que fue necesario que un arriero le despertase a palos. Pura calumnia. Lo que haba sucedido era que en casa del cura de Llanolatabla, donde su amo haba estado cerca de siete horas, no le haban dado una brizna de yerba, y, naturalmente, la debilidad le hizo caer. Asimismo los vecinos chistosos, y muchos tambin que no lo eran, se autorizaban chanzas de mal gnero en contra suya, y no cesaban de dar vaya al prroco sobre este tema. Con lo cual, don Pedro, a pesar de su paciencia bien reconocida, llegaba en ocasiones a ponerse irritadsimo. "Cscaras! Qu les habr hecho el pobre animal a estos zopencos para que tan mal le quieran?" El que ms se ensaaba era Xuan de Manoln. Jams pasaba el cura a caballo por delante de su taberna que no saliese a la puerta a soltar alguna de sus habituales ocurrencias; si es que ya no tena de la brida al jaco y, mostrndose primero muy fino no conclua por bajarle el belfo y preguntar con aparente candidez: -Est cerrado ya, seor cura? Los parroquianos, que tambin salan a la puerta, con sta y otras agudezas por el estilo, se moran de risa, y donPgina 46 de 100

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Pedro se marchaba amoscado y murmurando pestes. Finalmente, tan acosado se vio por la cantaleta de sus feligreses, en la que tambin tomaban parte sus compaeros los prrocos de los lugares inmediatos cuando se reuna con ellos en alguna fiesta, que resolvi deshacerse del caballo, aunque le costase un disgusto serio. No obstante, cuando lleg la feria de la Ascensin, donde pensaba llevarlo, flaque y estuvo muy cerca de volverse atrs. Pero haba soltado ya la especie delante de algunos vecinos. Toda la parroquia saba su resolucin y aplauda. Qu diran si al cabo se quedase otra vez con el Pichn! Melanclico y acongojado, mont el cura en l una maana, y paso entre paso, se plant en Oviedo. Segn se acercaba a la ciudad, le iban punzando ms y ms los remordimientos. Por vueltas que se diera al asunto, y aunque se 'presentasen numerosos ejemplos de este caso, la verdad es que no dejaba de ser una ingratitud vender al pobre Pichn despus de veinte aos de buenos servicios. Quin sabe a qu lo destinaran! Tal vez a una diligencia quiz a morir inicuamente en una plaza de toros. De todos modos, el martirio. La inocencia con que el rucio caminaba, sin recelo ni sospecha, causaba en su amo una impresin de vergenza que no era poderoso a reprimir. En la feria el ganado andaba muy barato. El Pichn era tan viejo que nadie le quera. Slo un chaln ofreci por l quince duros. El cura lo solt al fin en este precio por temor a las burlas del vecindario si se presentaba nuevamente con l en Arbn. Luego que lo hubo perdido de vista, qued ms tranquilo, porque la presencia del cuadrpedo mucho le haca padecer. Tomo el tren para el pueblo, y cuando lleg tuvo el disgusto de recibir enhorabuenas por lo que l secretamentePgina 47 de 100

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calificaba de mala accin. A los pocos das, sin embargo, se haba olvidado enteramente del caballo. Pero sin duda, necesitaba otro. Aunque disfrutaba de buena salud y tena, gracias a Dios, las piernas recias, algunas parroquias estaban muy lejanas, y no era cosa de andar pidiendo todos los das la yegua a Xuan de Manoln o el macho a Cosme el molinero. Por consejo de estos y otros feligreses entendidos, se decidi a no aguardar la feria de Todos los Santos en Oviedo y buscar montura en la de San Pedro de Boar, donde acuda casi todo el ganado caballar de la provincia de Len. Dicho y hecho. Cuando lleg la poca, aprovechando la mula de un arriero amigo que iba a Len con su recua, tom la derrota de la va de Boar por el puerto de San Isidro. All suceda lo contrario que en Oviedo. Las bestias estaban caras. Menos de cuarenta duros no haba modo de mercar caballera que sirviese. En cuarenta y tres, y el correspondiente alboroque, se hizo dueo nuestro cura de un caballo alazn tostado, no muy vivo de genio, pero seguro y firme, que no haba quien le semejase en toda ;la ribera del Esla, ni aun en la del Orbigo, al decir de los tratantes que se lo vendan. Y as deba de ser, porque don Pedro recordaba aquel refrn castellano: "Alazn tostado, antes muerto que cansado". Caballero en l dio otra vez la vuelta para su pueblo, pasando por Lillo e Isoba y atravesando las abruptas angosturas del San Isidro. Caminaba alegre y satisfecho de su compra, porque el animal sufra bien aquellas cuestas agrias, y sobre todo no se espantaba, cosa que era la que ms tema. Mas al llegar a Felochosa sucedile un caso que le maravillPgina 48 de 100

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en extremo. Y fue que, tratando de apearse un instante en casa de su hermana, el caballo se fue por s solo en derechura a la cuadra. -Vaya un olfato el de este animal! -exclam el cura, entrando en la casa. Y el gozo le sala por los poros. Detvose all ms de la cuenta, y echndola de lo que le faltaba, comprendi que era imposible parar en el Pino a jugar una brisca con el cura. Mas al llegar aqu experiment nuevo y mayor asombro. El caballo, a pesar de los tirones de cabezn y vardascazos, resistise a seguir por el camino real y, desvindose un poquito, se dirigi a casa del prroco y entr en la cuadra. -Prodigioso, cscaras, prodigioso! -murmur el cura, abriendo mucho los ojos. Y en gracia de aquel instinto admirable no le hostig ms y se baj a saludar a su amigo. Cuando lleg al pueblo era ya noche cerrada, por lo cual no pudo ser visto y admirado de los vecinos el precioso e inteligente animal. Pero al da siguiente se personaron en el establo algunos de ellos, y despus de visto, le reputaron por buen caballo y dieron a su amo mil plcemes por la compra. -Es un jaco de lo devino, seor cura! Ya tiene montura hasta que se muera. -Acabara de echar de casa aquel trasto viejo, que si a mano viene un da le dejaba mayormente a pie en el mesmo camino! El cura mostrbase alegre con las norabuenas; pero aquel recuerdo del Pichn le impresionaba todavaPgina 49 de 100

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malamente. Transcurrieron cinco o seis das sin que don Pedro tuviese necesidad de montar su nuevo caballo, al cabo de los cuales mand al criado que lo limpiase y enjaezase, pues pensaba ir a Mieres. El domstico se le present a los pocos momentos dicindole: -Sabe, seor cura, que el Len (as se llamaba el jaco), tiene unas manchas blancas que no se pueden quitar? -Limpia bien, borrego, limpia bien; se habr rozado con la pared. Por ms que hizo no logr que desaparecieran. Entonces el cura, enojado, le dijo: -Convncete, Manuel, de que ya no tienes puos. Vas a ver ahora cmo se marchan en seguida. Y despojndose de la sotana y echando hacia arriba las mangas de la camisa, tom el cepillo y el rascador y l mismo se puso a limpiarlo. Mas sus esperanzas quedaron fallidas. Las manchas no slo no desaparecan, sino que se iban haciendo cada vez mayores. -A ver, trae agua caliente y jabn -dijo al fin sudoroso y despechado. Aqu fue ella! El agua qued teida al instante de rojo, y las manchas blancas del caballo se extendieron de tal modo que casi le tapaban el cuerpo. En resumen: tanto fregaron por l, que al cabo de media hora haba desaparecido el alazn, quedando en su lugar un caballo blanco. Manuel se ech unos pasos atrs, y con la consternacin pintada en el semblante, exclam: -As Dios me mate, si no es el Pichn!Pgina 50 de 100

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El cura qued clavado en el suelo. En efecto, debajo de la capa de almazarrn u otro menjurje asqueroso con que le haban disfrazado, se encontraba el viejo, el sufrido, el parco, el calumniado Pichn. La noticia corri como una chispa por el pueblo. Al poco rato una porcin de gente se apiaba delante de la rectoral contemplando entre risotadas y comentarios chistosos el "potro del seor cura" que el criado haba sacado del establo. Cuando ms divertidos estaban, apareci en el corredor don Pedro, con el rostro torvo y enfurecido, y dijo: -Me est bien empleado, cscaras, por haber hecho caso de unos zopencos como vosotros!... Al que me vuelva a hablar de l una palabra le frao los huesos, cscaras, recscaras! Comprendiendo que le sobraba razn para incomodarse, los mirones no chistaron y se fueron pian piano hacia el pueblo.

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POLIFEMOEl coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantaln de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas. Estatura gigantesca, paso rgido, imponente, enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazn de bronce. Pero an ms que esto infunda pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo nico. El coronel era tuerto. En la guerra de frica haba dado muerte a muchsimos moros, y se haba gozado en arrancarles las entraas an palpitantes. Esto creamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela bamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo. Por all paseaba metdicamente los das claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrbamos entre los rboles su arrogante figura, que infunda espanto en nuestros infantiles corazones, y cuando no, escuchbamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despea. El coronel era sordo tambin, y no poda hablar sino a gritos. -Voy a comunicarle a usted un secreto -deca a cualquiera que le acompaase en el paseo-. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete. Y de este secreto se enteraban cuantos se hallaban a doscientos pasos en redondo. Paseaba generalmente solo; pero cuando algn amigo se acercaba, hallbalo propicio. Quizs aceptase de buen grado la compaa por tener ocasin de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz potente. Lo cierto es quePgina 52 de 100

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cuando tena interlocutor el parque de San Francisco se estremeca. No era ya un paseo publico; entraba en los dominios exclusivos del coronel. El gorjeo de los pjaros, el susurro del viento y el dulce murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oa ms que el grito imperativo, autoritario, severo, del guerrero de frica. De tal modo, que el clrigo que le acompaaba (a tal hora slo algunos clrigos acostumbraban a pasear por el parque) pareca estar all nicamente para abrir, ahora uno, despus otro, todos los registros que la voz del coronel posea. Cuntas veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos, vendo su ademn airado y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el desgraciado sacerdote que haba tenido la imprevisin de acercarse a l. Este hombre pavoroso tena un sobrino de ocho o diez aos, como nosotros. Desdichado! No podamos verle en el paseo sin sentir hacia l compasin infinita. Andando el tiempo he visto a un domador de fieras introducir un cordero en la jaula del len. Tal impresin me produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su to. No entendamos cmo aquel infeliz muchacho poda conservar el apetito y desempear regularmente sus funciones vitales, cmo no enfermaba del corazn o mora consumido por una fiebre lenta. Si transcurran algunos das sin que apareciese por el parque, la misma duda agitaba nuestros corazones. "Se lo habr merendado ya?" Y cuando al cabo le hallbamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentbamos a la par sorpresa y consuelo. Pero estbamos seguros de que un da u otro concluira por ser vctima de algn capricho sanguinario de Polifemo. Lo raro del caso era que Gasparito no ofreca en su rostro vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento quePgina 53 de 100

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deban de ser los nicos en l impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus ojos una alegra cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su to marchaba con la mayor soltura, sonriente, feliz, brincando unas veces, otras compasadamente, llegando su audacia o su inocencia hasta a hacernos muecas a espaldas de l. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le visemos bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. "Gaspaar!" El aire vibraba y transmita aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que all estbamos nos quedaba el color entero. Slo Gasparito atenda como si le llamase una sirena. "qu quiere usted, to?", y vena hacia l ejecutando algn paso complicado de baile. Adems de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro que deba vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo pareca. Era un hermoso dans, de color azulado, grande, suelto, vigoroso, que responda por el nombre de Muley, en recuerdo sin duda de algn moro infeliz sacrificado por su amo. El Muley, como Gasparito, viva en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetn, campechano, incapaz de falsa, era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo y ms tratable de cuantos he conocido en mi vida. Con estas partes, no es milagro que todos los chicos estuvisemos prendados de l. Siempre que era posible hacerlo, sin peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputbamos el honor de regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mams nos daban para merendar. El Muley lo aceptaba todo con no fingido regocijo, y nos daba muestras inequvocas de simpata y reconocimiento. Mas a fin de que se vea hasta qu punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de estePgina 54 de 100

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memorable can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, dir que no mostraba ms afecto a quien ms le regalaba. Sola jugar con nosotros algunas veces (en provincias y en aquel tiempo entre los nios no existan clases sociales) un pobrecito hospiciano, llamado Andrs, que nada poda darle, porque nada tena. Pues bien: las preferencias de Muley estaban por l. Los rabotazos ms vivos, las carocas ms subidas y vehementes a l se consagraban, en menoscabo de los dems. Qu ejemplo para cualquier diputado de la mayora! Adivinaba el Muley que aquel nio desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba ms de su cario que nosotros? Lo ignoro; pero as pareca. Por su parte, Andresito haba llegado a concebir una verdadera pasin por este animal. Cuando nos hallbamos jugando en lo ms alto del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por all de improviso el Muley, ya se saba, llamaba aparte a Andresito y se entretena con l largo rato, como si tuviese que comunicarle algn secreto. La silueta colosal de Polifemo se columbraba all entre los rboles. Pero estas entrevistas rpidas y llenas de zozobra fueron sabindole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar de la presencia de su dolo, largo rato y a solas. Por eso, una tarde, con osada increble, se llev a presencia nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no volvi hasta el cabo de una hora. Vena radiante de dicha. El Muley pareca tambin satisfechsimo. Por fortuna, el coronel an no se haba ido del paseo ni advirti la desercin de su perro.Pgina 55 de 100

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Repitironse una tarde y otras tales escapatorias. La amistad de Andresito y Muley se iba consolidando. Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el Muley Si la ocasin se presentase, seguro estoy de que ste no sera menos. Pero an no estaba contento el hospiciano. En su mente germin la idea de llevarse el Muley a dormir con l a la Inclusa. Como ayudante que era del cocinero, dorma en uno de los corredores al lado del cuarto de ste en un jergn fementido de hoja de maz. Una tarde condujo el perro al Hospicio y no volvi. Qu noche deliciosa para el desgraciado! No haba sentido en su vida otras caricias que las del Muley. Los maestros primero, el cocinero despus, le haban hablado siempre con el ltigo en la mano. Durmieron abrazados como dos novios. All al amanecer, el nio sinti el escozor de un palo que el cocinero le haba dado en la espalda la tarde anterior. Se despoj de la camisa: -Mira, Muley -dijo en voz baja mostrndole el cardenal. El perro, ms compasivo que el hombre, lami su carne amoratada. Luego que abrieron las puertas, lo solt. El Muley corri a casa de su dueo; pero a la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormr juntos aquella noche, y la siguiente, y la otra tambin. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito era feliz al borde de una sima. Una tarde, hallndonos todos en apretado grupo jugando a los botones, omos detrs dos formidables estampidos. -Alto! Alto!Pgina 56 de 100

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Todas las cabezas se volvieron como movidas por un resorte. Frente a nosotros se alzaba la talla ciclpea del coronel Toledano. -Quin de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver? Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tene clavados, rgidos, como si furamos de palo. Otra vez son la trompeta del juicio final. -Quin es el secuestrador? Quin es el bandido? Quin es el miserable...? El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El Muley, que le acompaaba, nos miraba tambin con los suyos, leales, inocentes y mova el rabo vertiginosamente en seal de inquietud. Entonces Andresito, ms plido que la cera, adelant un paso y dijo: -No culpe a nadie, seor. Yo he sido. -Cmo? -Que he sido yo -repiti el chico en voz ms alta. -Hola! Has sido t! -dijo el coronel sonriendo ferozmente-. Y t no sabes a quin pertenece este perro? Andresito permaneci mudo. -No sabes de quin es? -volvi a preguntar a grandes gritos. -S, seor. - Cmo...? Habla ms alto. Y se pona la mano en la oreja para reforzar su pabelln.Pgina 57 de 100

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-Que si, seor. -De quin es, vamos a ver? -Del seor Polifemo. Cerr los ojos. Creo que mis compaeros debieron hacer otro tanto. Cuando los abr, pens que Andresillo estara ya borrado del libro de los vivos. No fue as, por fortuna. El coronel le miraba fijamente, con ms curiosidad que clera. -Y por qu te lo llevas? -Porque es mi amigo y me quiere -dijo el nio con voz firme. El coronel volvi a mirarle fijamente. -Est bien -dijo al cabo-. Pues cuidado con que otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas. Y gir majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso, se llev la mano al chaleco, sac una moneda de medio duro, y dijo volvindose: -Toma, gurdatelo para dulces. Pero, cuidado con que vuelvas a secuestrar el perro! Cuidado! Y se alej. A los cuatro o cinco pasos ocurrisele volver la cabeza. Andresito haba dejado caer la moneda al suelo y sollozaba, tapndose la cara con las manos. El coronel se volvi rpidamente. -Ests llorando? Por qu? No llores, hijo mo. -Porque le quiero mucho... porque es el nico que me quiere en el mundo -gimi Andrs. -Pues de quin eres hijo? -pregunt el coronel sorprendido.Pgina 58 de 100

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-Soy de la Inclusa. -Cmo? -grit Polifemo. -Soy hospiciano. Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzse al nio, le separ las manos de la cara, le enjug las lgrimas con su pauelo, le abraz, le bes, repitiendo con agitacin: -Perdona, hijo mo, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho... Llvate el perro cuando se te antoje... Tenlo contigo el tiempo que quieras..., sabes?... Todo el tiempo que quieras... Y despus que lo hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro de voz que nosotros no sospechbamos en l, se fue de nuevo al paseo, volvindose repetidas veces para gritarle: -Puedes llevrtelo cuando quieras, sabes, hijo mo?... Cuando quieras... Dios me perdone; pero jurara haber visto una lgrima en l ojo sangriento de Polifemo. Andresillo se alejaba corriendo, seguido de su amigo, que ladraba de gozo.

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LOS PURITANOSEra un caballero fino, distinguido, de fisonoma ingenua y simptica. No tena motivo para negarme a recibirle en mi habitacin algunos das. El dueo de la fonda me lo present como un antiguo husped a quien deba muchas atenciones. Si me negaba a compartir con l mi cuarto, se vera en la precisin de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo cual senta extremadamente. -Pues si no ha de estar en Madrid ms que unos cuantos das, y no tiene horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente en que usted le ponga una cama en el gabinete... Pero cuidado..., sin ejemplar...! -Descuide usted, seorito, no volver a molestarle con estas embajadas. Lo hago nicamente por que don Ramn no vaya a parar a otra casa. Crea usted que es una buena persona, un santo, y que no le incomodar poco ni mucho. Y as fue la verdad. En los quince das que don Ramn estuvo en Madrid no tuve razn para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fnix de los compaeros de cuarto. Si volva a casa ms tarde que yo, entraba y se acostaba con tal cautela, que nunca me despert. Si se retiraba ms temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de hacer ruido. Por las maanas nunca se despertaba hasta que me oa toser o moverme en la cama. Viva cerca de Valencia, en una casa de campo, y slo vena a Madrid cuando algn asunto lo exiga; en esta ocasin era para gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A pesar de que este hijo tena la misma edad que yo, don Ramn no pasaba de los cincuenta aos, lo cual hacaPgina 60 de 100

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presumir, como as era en efecto, que se haba casado bastante joven. Y no deba de ser feo, ni mucho menos, en aquella poca. An ahora con su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojos animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sera aceptado por muchas mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos. Tena, lo mismo que yo, la mana de cantar o canturriar al tiempo de lavarse. Pero observ al cabo de pocos das que, aunque tomaba y soltaba con indiferencia distintos trozos de pera y zarzuela deshacindolos y pulverizndolos entre resoplidos y gruidos, el pasaje que con ms ardor acometa y ms a menudo era uno de Los puritanos; me parece que perteneca al aria de bartono en el primer acto. Don Ramn no saba la letra sino a medias pero lo cantaba con el mismo entusiasmo que si la supiera. Empezaba siempre: Il sogno beato de pace e contento ti, ro ri, ra, ri, ro; ti, ro, ri, ra, ri, ro. Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a otros dos versos que decan: La dolce memoria de un tenero amore. Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el allegro. -Hola, don Ramn! -le dije un da