El pachuco y otros extremos

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OCTAVIO PAZ EL LABERINTO DE LA SOLEDAD COLECCJON a POPULAr. FONDO DE CULTURA ECONóMICA MÉXICO 1126549 This electronic version © 2015 ICAA | MFAH [2/11]

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Capítulo del libro "El laberinto de la soledad'' de Octavio Paz

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  • OCTAVIO PAZ

    EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

    COLECCJON a POPULAr.

    FONDO DE CULTURA ECONMICA MXICO

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    EL PACHUCO y OTROS EXTREMOS

    A TODOS, en algn momento, se nos ha revelado nuestra exis-tencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelacin se sita en la adolescencia. El descubri-miento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, trans-parente muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos nos sentimos solos; pero nios y adultos pueden tras-cender su soledad y olvidarse de s mismos a travs de juego o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante entre la infan-cia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infInita riqueza del mundo. El adolescente se asombra de ser. Y al pasmo sucede la reflexin: inclinado sobre el ro de su con-ciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fon-do, deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser -pura sensacin en el nio- se transforma en problema y . ,. pregunta, en conCIenCia mterrogante.

    A los pueblos en trance de crecimiento les ocurre algo pa-recido. Su ser se manifiesta como interrogacin: qu somos y cmo realizaremos C'So que somos? Muchas veces las respues-tas que damos a estas preguntas son desmentidas por la historia, acaso porque eso que llaman el "genio de los pueblos" slo es un complejo de reacciones ante un estmulo dado; frente a circunstancias diversas, las respuestas pueden variar y con ellas el carcter nacional, que se pretenda inmutable. A pesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicologa nacional, me parece reveladora la insistencia con que en cier-tos perodos los pueblos se vuelven sobre s mismos y se inte-rrogan. Despertar a la historia significa adquirir conciencia de nuestra singularidad, momento de reposo reflexivo antes de entregarnos al hacer. "Cuando soamos que soamos est pr-

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    ximo el despertar", dice Novalis. No importa, pues, que las respuestas que demos a nuestras preguntas sean luego corregi-das por el tiempo; tambin el adolescente ignora las futuras transformaciones de ese rostro que ve en el agua: indescifmble a primera vista, como una piedra sagrada cubierta de incisio-nes y signos, la mscara dd viejo es la historia de unas facciones amorfas, que un da emergieron confusas, extradas en vo por una mirada absorta. Por virtud de esa mirada las facciones se hicieron rostro y, ms tarde, mscara, significacin, historia.

    La preocupacin por el sentido de las singularidades de mi pas, que comparto con muchos, me pareda hace tiempo su-perflua y peligrosa. En lugar de interrogarnos a nosotros lUis-mos, no sera mejor crear, obrar sobre una realidad que no se entrega al que la contempla, sino al que es capaz de sumer-girse en ella? Lo que nos puede distinguir del resto de los pueblos no es la siempre dudosa originalidad de nuestro ca-rcter -fruto, quiz, de las circunstancias siempre cambian-tes-, sino la de nuestras creaciones. Pensaba que una obra de arte o una accin concreta definen ms al mexicano -no so lamen te en tanto que lo expresan, sino en cuanto, al expresarlo, lo recrean- que la ms penetrante de las descripciones. Mi pregunta, como las de los otros, se me apareda as como un pretexto de mi miedo a enfrentarme con la realidad; y todas las especulaciones sobre el pretendido carcter de los mexica nos, hbiles subterfugios de nuestra ilUpotencia ereadora. Crea, como Samuel Ramos, que el sentimiento. de inferioridad in-fluye en nuestra predileccin por el anlisis y que la escasez de nuestras creaciones se explica no tanto por un crecimiento de las facultades crlticas a expensas de las creadoras, como por una instintiva desconfianza acerca de nuestras

    Pero asf como el adolescente no puede olvidarse de s mis-mo -pues apenas lo consigue deja de ser)o- nosotros no po-demos sustraernos a la necesidad de interrogarnos y contem-plarnos. No quiero decir que el mexicano sea por naturaleza critico, sino que atraviesa una etapa reflexiva. Es natural que despus de la fase explosiva de la Revolucin, el mexicano se

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    recoja en s mismo y, por un momento, se contemple. Las preguntas que todos nos hacemos ahora probablemente resul-ten incomprensibles dentro de cincuenta aos. Nuevas circuns-tancias tal vez produzcan reacciones nuevas.

    No toda la poblacin que habita nuestro pas es objeto de mis reflexiones, sino un grupo (oncreto, constituido por esos que, por razones diversas, tienen conciencia de su ser en tan-to que mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es bastante reducido. En nuestro territorio conviven no slo distintas ra-zas y lenguas, sino varios niveles histricos. Hay quienes viven antes de la historia; otros, como los otomes, desplazados por sucesivas invasiones, al margen de ella. Y sin acudir a estos extremos, varias pocas se enfrentan, se ignoran o se entrede-voran soore una misma tierra o separadas apenas por unos ki-16metros. Bajo un mismo cielo, con hroes, costumbres, ca-lendarios y nociones morales diferentes, viven "cat6licos de Pedro el Ermitao y jacobinos de la Era Terciaria". Las po-cas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heri-das, aun las ms antiguas, manan sangre todava. A veces, como las pirmides precortesianas que ocultan casi siempre otras, en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas o distantes.'

    La minora de mexicanos que poseen conciencia de s no constituye una inm6vil o cerrada. No solamente es la nica activa -frente a la inercia indoespaola del sino que cada da modela ms el pas a su imagen. Y crece, con-quista a Mxico. Todos pueden llegar a sentirse mexicanos. Basta, por ejemplo, con que cualquiera cruce la frontera para

    1 NUe!tra historia reciel1te abunda m e;nnplos de esta superposici6n y conviveru:i. de di ... ..,. niveles bist6ricos: el nroleudalismo porfitista (uso este t&mino en espera del historia.dor que: clasifique al fin en su origiJ12lidad nuestra, etapas hisrricas) .irvi.!ndose del positivismo, filosofa burguesa, para justificarse histricamente; Caso y Vasco necios -iniciadores intelectuales de la Revoluci6n- utilizando las idcAS de Boutmux y Bergton para combatir al posiu'lWno porfinsta; la Educacin Socialista en un pas de incipie:nte capita. li;m; los frescos revolucionarios en los muros gubernamentales... Todas estas aparentes contradicciones eJigt.n un nUevo examen de historia y nuestra cultura, confluencia de muchas corrientes y poc;as.

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    que, oscuramente, sc haga las mismas preguntas que se hizo Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en Mxico. y debo confesar que muchas de las reflexiones que forman par-te de este ensayo nacieron fuera de Mxico, durante dos aos de estancia en los Estados Unidos. Recuerdo que cada vez que me indinaba sobre la vida norteamericana, descoso de encon-trarle sentido, me encontraba con mi imagen interrogante. Esa imagen, destacada sobre el fondo reluciente de los Estados Unidos, fue la primera y quiz la ms profunda de las respues-tas que dio ese pas a mis preguntas. Por eso, al intentar ex-plicarme algunos de los rasgos del mexicano de nuestros das, principio con esos para quienes serlo es un problema de verdad vital, un problema de vida o muerte.

    AL INICIAR mi vida en los Estados Unidos resid algn tiem-po e:n Los Angdes, ciudad habitada por ms de un milln de personas de origen mexicano. A primera vista sorprende al via-jero -adems de: la pureza del cielo y de la fealdad de las dispersas y ostentosas construcciones- la atm6sfera vagamente mexicana de la ciudad, imposible de apresar con palabras o conceptos. Esta mexicanidad -gusto por los adornos, descuido y fausto, negligencia, pasi6n y reserva- flota en el aire. Y digo que flota porque no se mezcla ni se funde con el otro mundo, el mundo norteamericano, hecho de precisi6n y efi-cacia. Flota, pero no se opone; se balancea, impulsada por el viento, a veces desgarrada como una nube, otras erguida como nn cohete que asciende. Se arrastra, se pliega, se expande, se contrae, duerme o.suea, hermosura harapienta. Flota: no aca-ba de ser, no acaba de desaparecer.

    Algo semejante ocurre con los mexicanos que uno encuen-tra en la calle. Aunque tengan muchos aos de vivir all, usen la misma ropa, hablen el mismo idioma y sientan vergenza de su origen, nadie los confundira con los norteamericanos autnticos. Y no se crea que los rasgos fsicos son tan determi-nantes como vulgarmente se piensa. Lo que me parece distin-guirlos del resto de la poblaci6n es su aire furtivo e inquieto, de

    l!L PACHUCO y OTROS EXTIll!MOS

    seres que se disfrazan, de seres que temen la mirada ajena, ca-paz de desnudarlos y dejarlos en cueros. Cuando sc habla con ellos se advierte que su sensibilidad se parece a la del pndulo, un pndulo que ha perdido la razn y que oscila con violencia y sin comps. Este estado de esplritu -o de ausencia de esp-ritu- ha engendrado lo que se ha dado en llamar d "pachuco". Como es sabido, los "pachucos" son bandas de j6venes, general-mente de origen mexicano, que viven en las ciudades del Sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su con- . ducta y su lenguaje_ Rebeldes instintivos, contra ellos se ha ce-bado ms de una vez el racismo norteamericano. Pero los "pa-chucos" no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus ante-pasados. A pesar de que su actitud revela una obstinada y casi fantica voluntad de ser, esa voluntad no afirma nada concreto sino la decisin -ambigua, como se ver- de no ser como los otros que los rodean. El "pachuco" no quiere volver a su ori-gen mexicano; tampoco -al menos en apariencia- desea fun-dirse a la vida norteamericana. Todo en l es impulso que se niega a s mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y d pri-mer enigma es su nombre mismo: "pachuco", vocablo de in-cierta filiacin, que dice nada y dice: todo. Extraa palabrll, que no tiene significado preciso o que, ms exactamente, est cargada, como todas las creaciones populares, de: una pluralidad de significados! Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el mexicano.

    Incapaces de asimilar una civilizaci6n que, por lo dems, los rechaza, los pachucos no han encontrado ms respuesta a la hostilidad ambiente que esta exasperada afirmacin de su personalidad.: Otras comunidades reaccionan de modo distin-to; los negros, por ejemplo, perseguidos por la intolerancia ra-cial, se esfuerzan por "pasar la lnea" e ingresar a la sociedad.

    2 En los ltimos aos han surgido en los futadO$ Unidos muchas banda, d. jvenes que recuerdan a los "pachuc:os" de la posguerra. No podia ser de otro modo; por Wla parte la sociedad norteamericana se cierra al exterior; por la otra, interiormente, se petrifica. La vida no puede penetrarla; rechazada, se desperdicia, por las afueras, sin fin propio. Vida al margen, informe, ,i. pero vida que busca su verdadera forma.

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  • lL LABERINTO PE LA SOLEPA!>

    Quieren ser como los otrOS ciudadanos. Los mexicanos han su-frido una repulsa menos violenta, pero lejos de intentar una problemtica adaptacin a los-modelos ambientes, afirman sus diferencias, las subrayan, procuran hacerlas notables. A travs de un dandismo grotesco y de una conducta anrquica, sealan no tanto la injusticia o la incapacidad de una sociedad que no ha logrado asimilarlos, como su voluntad personal de seguir siendo distintos.

    No importa conocer las causas de este conflicto y menos saber si tienen remedio o no. En muchas partes existen mino-ras que no gozan de las mismas oportunidades que el resto de la poblacin. Lo caracterstico del hecho reside en este obsti-nado querer ser distinto, en esta angustiosa tensin con que el mexicano desvalido -hurfano de valedores y de valores- afir-ma sus diferencias frente al mundo. El pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religin, costumbres, creencias. 5610 le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo tiempo,lo destaca y aisla: lo oculta y lo exhibe.

    Con su traje -deliberadamente est':tko y sobre cuyas oh-vias significaciones no es necesario detenerse-, no pretende manifestar su adhesi6n a secta o agrupaci6n alguna. El pachu-quismo es una sociedad abierta -en ese pas en donde abundan religiones y atavos tribales, destinados a satisfacer el deseo del norteamericano de sentirse parte de algo ms vivo y concreto que la al>stracta moralidad de la "American way of life"-. El traje del pachucb no es un uniforme ni un ropaje ritual. Es, simplemente, una moda. Como todas las modas est hecha de novedad -madre de la muerte, dccla Leopardi-e imitaci6n.

    La novedad del traje reside en su exageraci6n. El pachuco lleva la moda a sus ltimas consecuencias y la vuelve esttica. Ahora bien, uno de los principios que rigen a la moda norte-americana es la comodidad; al volver esttico el traje corriente, el pachuco 10 vuelve "impretico". Niega as los principios mismos en que su modelo se inspira. De ah su agresividad.

    EL PACHUCQ Y OTIIOS EX'l1l.EMOS 15 Esta rebelda no pasa de ser un gesto vano, pues es una exa-

    geracin de los modelos contra los que pretende rebelarse y no una vuelta a los atavos de sus antepasados -o una invencin de nuevos ropajes-o Generalmente los excntricos subrayan con sus la decisin de separarse de la sociedad, ya para constituir nuevos y ms cerrados grupos, ya para afirmar su singularidad. En el caso de los pachucos se advierte una ambigedad: por una parte, su ropa los asla y distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la sociedad que pretenden negar.

    La dualidad anterior se expresa tambin de otra manera, acaso ms honda: el pachuco es un clown impasible y sinies-tro, que no intenta hacer rer y que procura aterrorizar. Esta actitud sdica se ala a un deseo de autohumillaci6n, que me parece constituir el fondo mismo de su carcter: sabe que so-bresalir es peligroso y que su conducta irrita a la sociedad; no importa, busca, atrae la persecucin y el escndalo. 5610 as podr establecer una re:laci6n ms viva con la sociedad que pro-voca: vctima, podr ocupar un puesto en ese mundo que: hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, ser uno de sus h-roes malditos.

    La irritaci6n del norteamericano procede, a mi juicio, de que ve en pachuco un ser mtico y por lo tanto virtual-mente peligroso. Su peligrosidad brota de su singularidad. To-dos coinciden en ver en l algo hbrido, perturbador y fasci-nante. En torno suyo se crea una constelaci6n de nociones ambivalentes: su singularidad parece nutrirse de poderes alter-nativamente nefastos o benficos. U nos le atribuyen virtudes er6ticas poco comunes; otros, una perversi6n que no excluye la agresividad. Figura portadora del amor y la dicha o del ho-rror y la abominaci6n, ti pachuco parece encarnar la libertad, el desorden, lo prohibido. Algo, en suma, que debe ser supri-mido; alguien, tambin, con quien slo es posible tener un contacto secreto, a oscuras.

    Pasivo y desdeoso, el pachuco deja que se acumulen sobre su cabeza todas estas representaciones contradictorias, hasta

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  • [6 EL LABERINTO DE LA SOLEDAD que, no sin dolorosa autosatisfaccin, estallan en una pelea de cantina, en un "raid" o en un motn. Entonces, en la persecu-cin, alcanza su autenticdad, su verdadero ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que no pertenece a parte al-guna. El ciclo, que empieza con la provocaci6n, se cierra.: ya est listo para la redencin, para el ingreso a la sociedad que lo Ha sido su pecado y su escndalo; ahora, qUe es vctima, se le reconoce al fin como lo que es: su producto, su hijo. Ha encontrado al fin nuevos padres.

    Por caminos secretos y arriesgados el ICpachuco" intenta n-gresar a la sociedad norteamericana. MS l mismo se veda el acceso. Desprendido de su cultura tradicional, el pachuco se afirma un instante como soledad y reto. Niega a la sociedad de que procede y a la norteamericana. El 'Ipachuco" se lanza al exterior, pero no para fundirse con lo que lo rodea, sino para retarlo. Gesto suicida, pues el "pachuco" no afirma nada, no defiende nada, excepto su exasperada voluntad de no-ser. No es una intimidad que se vierte, sino una llaga que se muestra, una herida que se exhibe. Una herida que tambin es un adorno brbaro, caprichoso y grotesco; una herida que se re de s misma y que se engalana para ir de cacera. El "pachuco" tS. la ,presa que se adorna para llamar la atenci6n de los ca-zadores. La persecucin 10 redime y rompe su soledad: su sal-vacin depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar. Soledad y pecado, comuni6n y salud, se convierten en trminos equivalentes.3

    3 Sin duda c:n la figura del "pacbuco" hay muchos elementos que no aparecen en esta descripci6n. Pero d hibridismo de su lenguaje y de su porte me parecen indudable reflejo de una oscilacin ps{quka entre dos mun-dos y que vanamentt=. quiere conciliar y superar: t"1 norteameri-cano y el mexicano. El "pachuco" no quiere ser mexicano, pero tampoco yanqui. Cuando llegu a Prancia, i!n 1945, observ con asombro que la moda de los muchachos y muchacha.s de ciertos barrios -especialmente entre es tudiantes y "artistas"- recordaba a la de tos "pachucos" del sur de Califor-nia. Era una rpida e imaginativa adaptaci6n de lo que e!OS j6vmes, lados durante aos, pensaban que era la moda norteamericana? Pregunt a varias personas. Casi todas me dijeron que moda era exclusivamente francesa y que haba sido creada al fin de la ocupaci6n. Algunos llegaban

    EL PACHUCO y OTROS EXTREMOS

    Si esto ocurre con personas que hace mucho tiempo aban-donaron su patria, que apenas si hablan el idioma de sus pasados y para quienes esas secretas rakes que atan al hombre con su cultura se han secado casi por completo, qu decir de los otros? Su reaccin no es tan enfermiza, pero pasado el primer deslumbramiento que produce la grandeza da ese pas, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crtica, 11l1l'l-ca de entrega. Recuerdo que una amiga a quien haca notar la belleza de Berkeley, me deca: -"S, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aqu hasta los pjaros hablan .en ingls. C6mo quieres que me gusten las flores si no cOnozco su nombre verdadero, su nombre ingls, un nom-bre que se ha fundido ya a los colores y a los ptalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambilia, t piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz platea. da. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdas despus de haberlo olvidado. Esto es muy hermoso, pc:;ro no es mo, porque lo que dicen el ei. rudo y los eucaliptus no lo dicen para m, ni a m me Jo dicen."

    S, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos ms pro-funda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, 110S asla o nos distingue. Y nuestra soledad aumenta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contem-plarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexicano, fcil a la efusin sentimental, la rehuye. Vivimos ensimismados; como esos adolescentes ta-citurnos -y, de paso, dir que .apenas si he encontrado esa especie entre los j6venes norteamericanos- dueos de no se sabe qu secreto, guardado por 'una apariencia hosca, pero que espera s610 el momento propicio para revelarse. hasta a considemrla como una de las formas de la "Resistencia", Sil fal1t3sh y barroquismo eran una al orden de los alemanes. Aunque no excluyo la posibilidad de una imitacin ms o menos jndireCt:l. la coinciden. cia me parece notable y significativa.

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  • EL J.AllERINTO DE LA SOLEDAD

    No quisiera extenderme en la descripcin de estos sentimien-tos ni en la aparici6n, muchas veces simultnea, de estados de-primidos o frenticos. Todos ellos tienen en comn el ser ciones inesperadas, que rompen un equilibrio difcil, hecho de la imposicin de formas que nos oprimen o mutilan. La exis-tencia de un sentimiento de real o supuesta inferioridad frente al mundo podra explicar, parcialmente al menos, la reserva con que el mexicano se presenta ante los dems y la violencia inesperada con que las fuerzas reprimidas rompen esa mscara impasible. Pero ms vasta y profunda que el sentimiento de inferioridad, yace la soledad. Es imposible identificar ambas actitudes: sentirse solo no es sentirse inferior, sino distinto. El sentimiento de soledad, por otra parte, no es una ilusin -como a veces lo es el de inferioridad- sino la expresi6n de un hecho real: somos, de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos.

    No es el momento de analizar este profundo sentimiento de soledad -que se afirma y se niega, alternativamente, en la melancola y el jbilo, en el sencio yel alarido, en el crimen gratuito y el fervor religioso-. En todos lados el hombre est solo. Pero la soledad del mexicano, bajo la gran noche de piedra de la Altiplanicie, poblada todava de dioses insaciables, es

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    Cuando llegu a los Estados U nidos me asombr6 por encima de todo la seguridad y la confianza de la gente, su aparente alegra y su aparente conformidad con el mundo que los ro-deaba. Esta satisfacd6n no impide, claro est, la crtica -una crtica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los pa-ses del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho ms cautos para expresar nuestros puntos de vista-o Pero esa crtica respeta la estructura de los sistemas y nunca desden-de hasta las rafees. Record entonces aquella distinci6n que haca Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las crticas que escuch en labios de norteamericanos eran deo carcter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y s610 tendan a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareci6 entonces -y me sigue pareciendo todava- que los Estados Unidos son una sociedad que quiere realizar sus ideales, que no desea cambiarlos por otros y que, por ms amenazador que le parezca el futuro, tiene confianza en su supervivencia. No quisiera discutir ahora si este sentimiento se encuentra jus tificado por la realidad o por la razn, sino solamente sealar su existencia. Esta confianza en la bondad natural de la vida, o en la infinita riqueza de sus posibilidades, es cierto que no se encuentra en la ms redente literatura norteamericana, que ms bien se complace en la pintura de un mundo sombro, pero era visible en la conducta, en las palabras y aun en el rostro de casi todas las personas que trataba."

    Por otra parte, se me haba hablado del realismo americano y, tambin, de su ingenuidad, cualidades que al parecer se ex-cluyen. Para nosotros un realista siempre es un pesimista. Y

    " Estas lneas fueron escritas antes de que la opinin pblica se diese clara cuenta del peligro de aniquilamiento universal que entraan las armas nucleares. Desde cnlOnees los norteamericanos han perdido su optimismo pero no su confianza, una confianza hecha de resignacin y obstinacin. En rea. lidad, aunque muchos lo afirman de labios para afuera, nadie cree -nadie quiere creer-- que la amenaza es real e inmediata.

    EL PACHUCO y onos EXTltEMOS 21 una persona ingenua no puede serlo mucho tiempo si de veras contempla la vida con realismo. No sera ms exacto decir que los norteamericanos no desean tanto conocer la realidad como utilizarla? En algunos casos -por ejemplo, ante la muerte- no 5610 no quieren conocerla sino que visiblemente evitan su idea. Conoc algunas seoras ancianas que todava tenan ilusiones y que hadan planes para el futuro, como si ste fuera inagotable. Desmentan as aquella frase de Nietz-sche, que condena a las mujeres a un precoz escepticismo, porque (Cen tanto que los hombres tienen ideales, las mujeres 5610 tienen ilusiones". As pues, el realismo americano es de una especie muy particular y su ingenuidad no excluye el di. simulo y aun la hipocresa. U na hipocresa que si es un vicio del carcter tambin es una tendencia del pensamiento, pues consiste en la negacin de todos aquellos aspectos de la reali-dad que nos parecen desagradables, irracionales o repugnantes.

    La contemplaci6n del horroJ; y aun la familiaridad y la complacencia en su tI ato, constituyen contrariamente uno de los rasgos ms notables del carcter mexicano. Los Cristos ensangrentados de las iglesias pueblerinas, el humor macabro de ciertos encabezados de los diarios, los "velorios", la bre de comer el 2 de noviembre panes y dulces que fingen huesos y calaveras, son hbitos, heredados de indios y espao--les, inseparables de nuestro ser. Nuestro culto a la muerte es culto a la vida, del mismo modo que el amor, que es hambre de vida, es anhelo de muerte. El gusto por la autodestrucci6n no se deriva nada ms de tendencias masoquistas, sino tam-bin de una cierta religiosidad.

    y no terminan aqu nuestras diferencias. Ellos son los, nosotros creyentes; aman los cuentos de hadas y las histo--rias policacas, nosotros los mitos y las leyendas. Los nos mienten por fantasa, por desesperaci6n o para superar su vida srdida; ellos no mienten, pero sustituyen la verdad verdadera, que es siempre desagradable, por una verdad so-cial. Nos emborrachamos para confesarnos; ellos para olvi darse. Son optimistas; nosotros nihilistas -s610 que nuestro

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  • 22 EL LABl!lUNTO DE LA SOLEDAD

    nihilismo no es intelectual, sino una reacci6n instintiva: por 10 tanto es irrefutable-o Los mexicanos son desconfiados; elos abiertos. Nosotros somos tristes y sarcsticos; ellos alegres y humorsticos. Los norteamericanos quieren comprender; otros contemplar. Son activos; nosotros quietistas: disfrutamos de nuestras llagas como ellos de sus inventos. Creen en la higiene, en la salud, en el trabajo, en la felicidad, pero tal vez no conocen la verdadera alegra, que es una embriaguez y un torbellino. En el alarido de la noche de fiesta nuestra voz talla en luces y vida y muerte se confunden; su vitalidad se petrifica en una sonrisa: niega la vejez y la muerte, pero in-moviliza la vida.

    y cul es la raz de tan contrarias actitudes? Me parece que para los norteamericanos el mundo es algo que se puede perfeccionar; para nosotros, algo que se puede redimir. Ellos son modernos. Nosotros, como sus antepasados puritanos, mos que el pecado y la muerte constituyen el fondo ltimo de la naturaleza humana. S610 que el puritano identifica la pureza con la salud. De ah el ascetismo que purifica, y sus consecuencias: el culto al trabajo por el trabajo, la vida sobria -a pan y agua-, la inexistencia del cuerpo en tanto que sibilidad de perderse -o encontrarse- en otro cuerpo. Todo contacto contamina. Razas, ideas, costumbres, cuerpos os llevan en s grmenes de perdici6n e impureza. La higiene social completa la del alm2. y la del cuerpo. En cambio los xicanos, antiguos o modernos, creen en la comuni6n y en la fiesta; no hay salud sin contacto. Tlazoltotl1 la diosa azteca de la inmundicia y la fecundidad, de los humores terrestres y humanos, era tambin la diosa de los baos de vapor, del amor sexual y de la confesi6n. Y no hemos cambiado tanto: el catolicismo tambin es comuni6n.

    Ambas actitudes me parecen irreconciliables y, en su estado actual, insuficientes. Mentida si dijera que alguna vez he visto transformado el sentimiento de culpa en otra cosa que no sea rencor, solitaria desesperaci6n o ciega idolatra. La religiosidad de nuestro pueblo es muy profunda -tanto como su inmensa

    EL l'ACHUCO y OTROS EXTREMOS

    miseria y desamparo- pero su fervor no hace siho datle tas a una noria exhausta desde hace siglos. Mentira tambin si dijera que creo en la fertilidad de una sociedad fundada en la imposici6n de ciertos principios modernos. La historia con-tempornea invalida la creencia en el hombre como una tura capaz de ser modificada esencialmente por estos o aquellos instrumentos pedag6gicos o sociales. El hombre no es solamen-te fruto de la historia y de las fuerzas que la mueven, como se pretende ahora; tampoco la historia es el resultado de la sola voluntad humana -presunci6n en que se funda, implcitameIl-te, el sistema de vida norteamericano-. El hombre, me pare-ce, no est en la historia: es historia.

    El sistema norteamericano slo quiere ver la parte positiva de la realidad. Desde la infancia se somete a hombres y mu-jeres a un inexorable proceso de adaptaci6n; ciertos principios, contenidos en breves frmulas; son repetidos sin cesar por la prensa, la radio, las iglesias, las escuelas yesos seres bondado-sos y siniestros que son las madres y esposas norteamericanas. Presos en esos esquemas, como la planta en una maceta que la ahoga, el hombre y la mujer nunca crecen o maduran. me;ante confabulacin no puede sino provocar violentas re-beliones individuales. La espontaneidad se venga en mil formas) sutiles o terribles. La mscara benevolente, atenta y desierta, que sustituye a la movilidad dramtica del rostro humano, y la son-risa que la fija casi dolorosamente, muestran hasta qu punto la intimidad puede ser deyastada por la rida victoria de los principios sobre los instintos. El sadismo subyacente en casi todas las formas de relaci6n de la sociedad norteameticana con-tempornea, acaso no sea sino una manera de escapar a la petrificaci6n que impone la moral de la pureza asptica. Y las religiones nuevas, las sectas, la embriaguez que libera y abre las puertas de la "vida". Es sorprendente la significaci6n casi fisio16gica y destructiva de esa palabra: vivir quiere decir excederse, romper normas, ir hasta el fin (de qu?), "experip mentar sensaciones". Cohabitar es una "experienciah (por eso mismo unilateral y frustrada). Pero no es el objeto de estas

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  • EL LABIUUNrO DB LA SOLEDAD

    lneas describir esas reacciones. Baste decir que todas ellas, como las opuestas mexicanas, me parecen revdadoras de nues-tra comn incapacidad para reconciliarnos con el fluir de la vida.

    UN EXAMEN de los grandes mitos humanos relativos al origen de la especie y al sentido de nuestra presencia en la tierra, re-vela que toda cultura -entendida como creaci6n y participa-ci6n comn de valorcs- parte de la convicci6n de que el or-den del Universo ha sido roto o violado por el hombre, ese intruso. Por el "hueco" o abertura de la herida que el hombre h3 infligido en la carne del mundo, puede irrumpir de nuevo el caos, que es el estado antiguo y, por decirlo as, natural de la vida. El regreso "del antiguo Desorden Origi-nal" es una amenaza que obsesiona a todas las conciencias en todos los tiempos. Holderlin expresa en varios poemas el pavor ante la fatal seducci6n que ejerce sobre el Universo y sobre el hombre la gran boca vaca del caos:

    .. . si, fuera del camino recto, como caballos furiosos, se desbocan los Elementos cautivos y las antiguas .leyes de la Tierra. Y 'In deseo el" vO/tlcr a lo /lforme brota incesante. Hay mucho que defender. Hay que ser fieles."

    Hay que ser fieles, porque hay mucho qut: defcnder. El hombre colabora activamente a la defensa del orden univer-sal, sin cesar amenazado por lo informe. Y cuando ste se derrumba debe crear uno nuevo, esta vez suyo. Pero el exilio, la cxpiaci6n y la penitencia deben preceder a la reconciliaci6n del bombre con el universo. Ni mexicanos ni norteamerica-nos hemos logrado esta reconciliaci6n. Y lo que es ms gra-ve, temo que hayamos perdido el sentido mismo de toda ac-tividad humana: asegurar la vigencia de un orden en que

    IJ lA.r ,utos maduros.

    EL PACHUCO y OTROS .EXTllEMOS

    coincidan la conciencia y la inocencia, el hombre y la na-turaleza. Si la soledad de! mexicano es la de las aguas estan-cadas, la del norteamericano es la del espejo. Hemos dejado de SCr fuentes.

    Es posible que lo que llamamos pecado no sea sino la ex-presi6n mtica de la conciencia de nosotros mismos, de nues-tra soledad. Recuerdo que en Espaa, durante la guerra, tuve la revelaci6n de "otro hombre" y de otra clase de soledad; ni cerrada ni maquinal, sino abierta a la trascendencia. Sin duda la cercana de la muerte y la fraternidad de las armas produ-cen, en todos los tiempos y e!l todos los pases, una atm6sfera propicia a lo extraordinario, a todo aquello que sobrepasa la condici6n humana y rompe el crculo de soledad que rodea a cada hombre. Pero en aquellos rostros -rostros obtusos y obs-tinados, brutales y groseros, semejantes a los que, sin compla-cencia y con un realismo, acaso encarnizado, nos ha dejado la pintura espaola- habia algo como una desesperaci6n es-peranzada, algo muy concreto y al mismo tiempo muy univer-sal. No he visto despus rostros parecidos .

    Mi testimonio puede ser tachado de ilusorio. Considero in-til detenerme en esa objeci6n: esa evidencia ya forma parte de mi ser. Pens entonces -y lo sigo pensando- que en aque-llos hombres amaneca "otro hombre". El sueo espaol -no por espaol, sino por universal y, al mismo tiempo, por con-creto, porque era un sueo de carne y hueso y ojos at6nitos-fue luego roto y manchado. Y los rostros que vi han vuelto a ser lo que eran antes de que se apoderase de ellos aquella alborozada seguridad (en qu: en la vida o en la muerte?): rostros de gente humilde y ruda. Pero su recuerdo no me abandona. Quien ha visto la Esperanza, no la olvida. La bus-ca bajo todos los cielos y entre todos los hombres. Y suea que un da va a encontrarla de nuevo, no sabe d6nde, acaso entre los suyos. En cada hombre late la posibilidad de ser o, ms exactamente, dc volver a ser, otro hombre.

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