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El médico Héctor Abad Gómez dedicó susúltimos años, hasta el mismo día en que cayóasesinado en pleno centro de Medellín, a ladefensa de la igualdad social y los derechoshumanos. El olvido que seremos es lareconstrucción amorosa y paciente de unpersonaje; está lleno de sonrisas y canta elplacer de vivir, pero muestra también latristeza y la rabia que provoca la muerte de unser excepcional.

Conjurar la figura del padre es un reto querecorre consagradas páginas de la historia y dela literatura. ¿Quién no recuerda las obras deKafka, Philip Roth, Martin Amis o V. S.Naipaul sobre su venerado o cuestionadoprogenitor? Ahora será también difícil olvidareste libro desgarrador de Héctor AbadFaciolince escrito con valor y ternura.

Título original: El olvido que seremos

Héctor Abad Faciolince, 2005.

A Alberto Aguirre y Carlos Gaviria,

sobrevivientes.

Y por amor a la memoria

Llevo sobre mi cara la cara de mi padre

Yehuda Amijai

Un niño de la mano de supadre

1

En la casa vivían diez mujeres, un niño y unseñor. Las mujeres eran Tata, que había sidola niñera de mi abuela, tenía casi cien años, y

estaba medio sorda y medio ciega; dosmuchachas del servicio —Emma y Teresa—;mis cinco hermanas —Maryluz, Clara, Eva,Marta, Sol—; mi mamá y una monja. El niño,yo, amaba al señor, su padre, sobre todas lascosas. Lo amaba más que a Dios. Un día tuveque escoger entre Dios y mi papá, y escogí ami papá. Fue la primera discusión teológica demi vida y la tuve con la hermanita Josefa, lamonja que nos cuidaba a Sol y a mí, loshermanos menores. Si cierro los ojos puedooír su voz recia, gruesa, enfrentada a mi vozinfantil. Era una mañana luminosa yestábamos en el patio, al sol, mirando loscolibríes que venían a hacer el recorrido de lasflores. De un momento a otro la hermanita medijo:

—Su papá se va a ir para el Infierno.

—¿Por qué? —le pregunté yo.

—Porque no va a misa.

—¿Y yo?

—Usted va a irse para el Cielo, porque rezatodas las noches conmigo.

Por las noches, mientras ella se cambiabadetrás del biombo de los unicornios,rezábamos padrenuestros y avemarías. Alfinal, antes de dormirnos, rezábamos el credo:«Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creadordel Cielo y de la Tierra, de todo lo visible y loinvisible…». Ella se quitaba el hábito detrásdel biombo para que no le viéramos el pelo;nos había advertido que verle el pelo a unamonja era pecado mortal. Yo, que entiendolas cosas bien, pero despacio, había estadoimaginándome todo el día en el Cielo sin mipapá (me asomaba desde una ventana delParaíso y lo veía a él allá abajo, pidiendo

auxilio mientras se quemaba en las llamas delInfierno), y esa noche, cuando ella empezó aentonar las oraciones detrás del biombo de losunicornios, le dije:

—No voy a volver a rezar.

—¿Ah, no? —me retó ella.

—No. Yo ya no me quiero ir para el Cielo. Amí no me gusta el Cielo sin mi papá. Prefieroirme para el Infierno con él.

La hermanita Josefa asomó la cabeza (fue laúnica vez que la vimos sin velo, es decir, laúnica vez que cometimos el pecado de verlesus mechas sin encanto) y gritó: «¡Chito!».Después se dio la bendición.

Yo quería a mi papá con un amor que nuncavolví a sentir hasta que nacieron mis hijos.

Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque esun amor igual en intensidad, aunque distinto, yen cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mínada me podía pasar si estaba con mi papá. Ysiento que a mis hijos no les puede pasar nadasi están conmigo. Es decir, yo sé que antes meharía matar, sin dudarlo un instante, pordefender a mis hijos. Y sé que mi papá sehabría hecho matar sin dudarlo un instante pordefenderme a mí. La idea más insoportable demi infancia era imaginar que mi papá sepudiera morir, y por eso yo había resueltotirarme al río Medellín si él llegaba a morirse.Y también sé que hay algo que sería muchopeor que mi muerte: la muerte de un hijo mío.Todo esto es una cosa muy primitiva,ancestral, que se siente en lo más hondo de laconciencia, en un sitio anterior al pensamiento.Es algo que no se piensa, sino quesencillamente es así, sin atenuantes, pues unono lo sabe con la cabeza sino con las tripas.

Yo amaba a mi papá con un amor animal. Megustaba su olor, y también el recuerdo de suolor, sobre la cama, cuando se iba de viaje, yyo les rogaba a las muchachas y a mi mamáque no cambiaran las sábanas ni la funda de laalmohada. Me gustaba su voz, me gustabansus manos, la pulcritud de su ropa y lameticulosa limpieza de su cuerpo. Cuando medaba miedo, por la noche, me pasaba para sucama y siempre me abría un campo a su ladopara que yo me acostara. Nunca dijo que no.Mi mamá protestaba, decía que me estabamalcriando, pero mi papá se corría hasta elborde del colchón y me dejaba quedar. Yosentía por mi papá lo mismo que mis amigosdecían que sentían por la mamá. Yo olía a mipapá, le ponía un brazo encima, me metía eldedo pulgar en la boca, y me dormía profundohasta que el ruido de los cascos de los caballosy las campanadas del carro de la lecheanunciaban el amanecer.

2

Mi papá me dejaba hacer todo lo que yoquisiera. Decir todo es una exageración. Nopodía hacer porquerías como hurgarme lanariz o comer tierra; no podía pegarle a mihermana menor ni-con-el-pétalo-de-una-rosa;no podía salir sin avisar que iba a salir, nicruzar la calle sin mirar a los dos lados; teníaque ser más respetuoso con Emma y Teresa—o con cualquiera de las otras empleadas quetuvimos en aquellos años: Mariela, Rosa,Margarita— que con cualquier visita opariente; tenía que bañarme todos los días,lavarme las manos antes y los dientes despuésde comer, y mantener las uñas limpias… Perocomo yo era de una índole mansa, esas cosaselementales las aprendí muy rápido. A lo que

me refiero con todo, por ejemplo, es a que yopodía coger sus libros o sus discos, sinrestricciones, y tocar todas sus cosas (labrocha de afeitar, los pañuelos, el frasco deagua de colonia, el tocadiscos, la máquina deescribir, el bolígrafo) sin pedir permiso.Tampoco tenía que pedirle plata. Él me lohabía explicado así:

—Todo lo mío es tuyo. Ahí está mi cartera,coge lo que necesites.

Y ahí estaba, siempre, en el bolsillo de atrásde los pantalones. Yo cogía la billetera de mipapá y contaba la plata que tenía. Nunca sabíasi coger un peso, dos pesos o cinco pesos. Lopensaba un momento y resolvía no cogernada. Mi mamá nos había advertido muchasveces:

—¡Niñas!

Mi mamá decía siempre «niñas» porque lasniñas eran más y entonces esa regla gramatical(un hombre entre mil mujeres convierte todoal género masculino) para ella no contaba.

—¡Niñas! A los profesores aquí les paganmuy mal, no ganan casi nada. No abusen desu papá que él es bobo y les da lo que lepidan, sin poder.

Yo pensaba que toda la plata que había en labilletera la podía coger. A veces, cuandoestaba más llena, a principios del mes, cogíaun billete de veinte pesos, mientras mi papáhacía la siesta, y me lo llevaba para el cuarto.Jugaba un rato con él, sabiendo que era mío, eiba comprando cosas en la imaginación (unabicicleta, un balón de fútbol, una pista decarritos eléctrica, un microscopio, untelescopio, un caballo) como si me hubieraganado la lotería. Pero después iba y lo volvía

a poner en su sitio. Casi nunca había muchosbilletes, y a finales de mes, a veces, no habíani uno, ya que no éramos ricos, aunque lopareciera porque teníamos finca, carro,muchachas del servicio y hasta monja decompañía. Cuando nosotros le preguntábamosa mi mamá si éramos ricos o pobres, ellasiempre contestaba lo mismo: «Niñas: ni louno ni lo otro; somos acomodados». Muchasveces mi papá me daba plata sin que se lapidiera, y entonces yo no tenía ningún reparoen recibirla.

Según mi mamá, y tenía razón, mi papá eraincapaz de entender la economía doméstica.Ella se había puesto a trabajar en una oficinitapor el centro —contra el parecer de su marido— en vista de que la plata del profesor nuncaalcanzaba para llegar a fin de mes y no sepodía recurrir a ninguna reserva puesto que mipapá nunca tuvo ninguna noción del ahorro.

Cuando llegaban las cuentas de servicios, ocuando mi mamá le decía que era necesariopagarle al albañil que había cogido unasgoteras en el techo, o al electricista que habíaarreglado un cortocircuito, mi papá se poníade mal genio y se encerraba en la biblioteca aleer y a oír música clásica a todo volumen,para calmarse. Él mismo había contratado alalbañil, pero siempre se le olvidaba preguntar,antes, cuánto iban a cobrar por el trabajo, asíque al final cobraban lo que les daba la gana.Si mi mamá hacía el contrato, en cambio,pedía dos presupuestos, regateaba, y nuncahabía sorpresas al final.

Mi papá nunca tenía dinero suficiente porquesiempre le daba o le prestaba plata acualquiera que se la pidiera, parientes,conocidos, extraños, mendigos. Losestudiantes en la universidad se aprovechabande él. Y también abusaba el mayordomo de la

finca, don Dionisio, un yugoeslavo descaradoque hacía que mi papá le diera anticipos por lailusión de unas manzanas, unas peras y unoshigos mediterráneos que jamás llegaron adarse en la huerta de la finca. Al fin logró quepelecharan las fresas y las hortalizas, montóun negocio aparte, en una tierra que comprócon los anticipos que mi papá le daba, yprogresó bastante. Entonces mi papá contratóde mayordomos a don Feliciano y a doñaRosa, los papas de Teresa, la muchacha, quese estaban muriendo de hambre en un pueblodel nordeste, Amalfi. Sólo que don Felicianotenía casi ochenta años, estaba enfermo deartritis, y no podía trabajar la huerta, por loque las verduras y las fresas de don Dionisiose perdieron y la finca, a los seis meses,estaba hecha un rastrojo. Pero no íbamos adejar morir de hambre a doña Rosa y a donFeliciano, porque eso habría sido peor. Habíaque esperar a que se murieran de viejos para

contratar a otros mayordomos, y así fue.Después vinieron Edilso y Belén, que allásiguen, treinta años después, con un contratomuy raro que se inventó mi papá: nosotrosponemos la tierra, pero las vacas y la lecheson de ellos.

Yo sabía que los estudiantes le pedían plataprestada porque muchas veces lo acompañabaa la Universidad y su oficina parecía un sitiode peregrinación. Los estudiantes hacían filaafuera; algunos, sí, para consultarle asuntosacadémicos o personales, pero la mayoría parapedirle plata prestada. Siempre que yo fui,varias veces mi papá sacaba la cartera y lesentregaba a los estudiantes billetes que jamásle devolvían, y por eso alrededor de él habíasiempre un enjambre de pedigüeños.

—Pobres muchachos —decía—, ni siquieratienen para el almuerzo; y con hambre es

imposible estudiar.

3

Antes de entrar al kínder, a mí no me gustabaquedarme todos los días en la casa con Sol ycon la monja. Cuando se me acababan losjuegos de niño solitario (fantasías en el suelo,con castillos y soldados), lo más entretenidoque se le ocurría hacer a la hermanita Josefa,fuera de rezar, era salir al patio de la casa amirar los colibríes que chupaban las flores, odar paseos por el barrio en el cochecito dondesentaba a mi hermana, que se dormía en elacto, y donde me llevaba a mí, de pie sobrelas varillas de atrás, si me cansaba de caminar,mientras la monja empujaba el coche por lasaceras. Como esa rutina diaria me aburría,

entonces yo le pedía a mi papá que me llevaraa la oficina.

Él trabajaba en la Facultad de Medicina, allado del Hospital de San Vicente de Paúl, en elDepartamento de Salud Pública y MedicinaPreventiva. Si no podía ir con él, porque teníamucho que hacer esa mañana, al menos mellevaba a dar una vuelta a la manzana en elcarro. Me sentaba sobre las rodillas y yomanejaba la dirección, vigilado por él. Era unpaquidermo viejo, grande, ruidoso, azulceleste, marca Plymouth, de caja automática,que se recalentaba y empezaba a echar humopor delante a la primera loma que encontraba.Cuando podía, al menos una vez a la semana,mi papá me llevaba a la Universidad. Al entrarpasábamos al lado del anfiteatro, donde sedictaban las clases de anatomía, y yo le rogabaque me mostrara los cadáveres. Él siempre merespondía: «No, todavía no». Todas las

semanas lo mismo:

—Papi, quiero conocer un muerto.

—No, todavía no.

Una vez que él sabía que no había clases, nimuerto, entramos al anfiteatro, que era muyantiguo, de esos con graderías alrededor paraque los estudiantes pudieran ver bien ladisección de los cadáveres. En el centro delsalón había una mesa de mármol, donde seponía al protagonista de la clase, igual que enel cuadro de Rembrandt. Pero ese día elanfiteatro estaba vacío de cadáver, deestudiantes y de profesor de anatomía. En esevacío, sin embargo, persistía un cierto olor amuerte, como una impalpable presenciafantasmal que me hizo tener conciencia, enese mismo momento, de que en el pecho mepalpitaba el corazón.

Mientras mi papá daba clase, yo lo esperabasentado en su escritorio y me ponía a dibujar,o al frente de la máquina de escribir, a fingirque escribía como él, con el dedo índice de lasdos manos. Desde lejos, Gilma Eusse, lasecretaria, me miraba sonriendo con picardía.Por qué sonreía, yo no sé. Tenía una fotoenmarcada de su matrimonio en la que ellaaparecía vestida de novia casándose con mipapá. Yo le preguntaba una y otra vez por quése había casado con mi papá, y ella meexplicaba, sonriendo, que se había casado conun mexicano, Iván Restrepo, por poder, y quemi papá lo había representado a él en laiglesia. Mientras me contaba ese matrimoniopara mí incomprensible (tan incomprensiblecomo el de mis propios padres, que tambiénse habían casado por poder, y en las únicasfotos de su matrimonio se veía a mi mamácasándose con el tío Bernardo) Gilma Eussesonreía, sonreía, con la cara más alegre y

cordial que uno se pudiera imaginar. Parecía lamujer más feliz del mundo hasta que un día,sin dejar de sonreír, se pegó un tiro en elpaladar, y nadie supo por qué. Pero en esasmañanas de mi niñez ella me ayudaba a ponerel papel en el rodillo de la máquina de escribir,para que yo escribiera. Yo no sabía escribir,pero escribía ya, y cuando mi papá volvía declase le mostraba el resultado.

—Mira lo que escribí.

Eran unas pocas líneas llenas de garabatos:

Jasiewiokkejjmdero

jikemehoqpicñq.zkc

ollq2"sa91okjdoooo

—¡Muy bien! —decía mi papá con unacarcajada de satisfacción, y me felicitaba con

un gran beso en la mejilla, al lado de la oreja.Sus besos, grandes y sonoros, nos aturdían yse quedaban retumbando en el tímpano, comoun recuerdo doloroso y feliz, durante muchotiempo. A la semana siguiente me ponía detarea, antes de salir para su clase, una plana devocales, primero la A, después la E, y así, yen las semanas sucesivas, más y másconsonantes, las más comunes para empezar,la C, la P, la T, y luego todas, hasta la equis yla hache, que aunque era muda y poco usada,era también muy importante porque era laletra con que empezaba el nombre de nosotrosdos. Por eso, cuando entré al colegio, yo yasabía distinguir todas las letras del abecedario,no con su nombre sino con su sonido, ycuando la profesora de primero, Lyda RuthEspinosa, nos enseñó a leer y escribir, yoaprendí en un segundo, y entendí deinmediato el mecanismo, como por encanto,como si hubiera nacido sabiendo leer.

Hubo una palabra, sin embargo, que noentraba en mi cabeza, y que tardé años enaprender a leer correctamente. Siempre queaparecía en algún escrito (y menos mal queera escasa) me bloqueaba, no me salía la voz.Si me topaba con ella, temblaba, seguro de noser capaz de pronunciarla bien: era la palabra«párroco». Yo no sabía dónde ponerle elacento, y casi siempre, por absurdo, en vez deponerlo en alguna vocal (que además siempreresultaba ser una o), ponía todo el énfasis enla erre: parrrrrroco. Y me salía grave, parróco,o aguda, parrocó, en todo caso nuncaesdrújula. Mi hermana Clara vivía burlándosede mí por este bloqueo, y siempre que podíame la escribía en un papel y me preguntaba,con una sonrisa radiante: «Gordo, ¿qué diceaquí?». A mí me bastaba verla para ponermerojo y no poderla leer.

Exactamente lo mismo me pasó, años

después, con el baile. Mis hermanas erantodas grandes bailarinas, y yo tenía tambiénbuen oído, como ellas, al menos para cantar,pero cuando ellas me invitaban a bailar, yoponía el acento del baile donde no era, conuna arritmia total, o con el mismo ritmo de lasrisas de ellas cuando me veían mover los pies.Y aunque llegó el día en que aprendí a leerpárroco sin equivocarme, los pasos del baile,en cambio, me quedaron vedados parasiempre. Tener una madre es difícil; ni lescuento lo que era tener seis.

Creo que mi papá comprendió pronto quehabía una manera para impedirme haceralguna cosa definitivamente: burlarse de mí. Siyo llegaba a percibir que lo que estabahaciendo podía parecer ridículo, risible, novolvería a intentarlo jamás. Tal vez por esocelebraba, en mi escritura, hasta los garabatossin sentido, y me enseñó muy despacio la

manera en que las letras representaban lossonidos, para que mis errores iniciales noprodujeran risa. Yo aprendí, gracias a supaciencia, todo el abecedario, los números ylos signos de puntuación en su máquina deescribir. Tal vez por eso un teclado —muchomás que un lápiz o un bolígrafo— es para míla representación más fidedigna de la escritura.Esa manera de ir hundiendo sonidos, como enun piano, para convertir las ideas en letras yen palabras, me pareció desde el principio —yme sigue pareciendo— una de las magias másextraordinarias del mundo.

Además, con esa pasmosa habilidad lingüísticaque tienen las mujeres, mis hermanas nuncame dejaban hablar. Apenas yo abría la bocapara intentar decir algo, ellas ya lo habíandicho, más largo y mucho mejor, con másgracia y más inteligencia. Creo que tuve queaprender a escribir para poder comunicarme

de vez en cuando, y desde muy pequeño lemandaba cartas a mi papá, que las celebrabacomo si fueran epístolas de Séneca u obrasmaestras de la literatura.

Cuando me doy cuenta de lo limitado que esmi talento para escribir (casi nunca consigoque las palabras suenen tan nítidas como estánlas ideas en el pensamiento; lo que hago meparece un balbuceo pobre y torpe al lado de loque hubieran podido decir mis hermanas),recuerdo la confianza que mi papá tenía enmí. Entonces levanto los hombros y sigoadelante. Si a él le gustaban hasta misrenglones de garabatos, qué importa si lo queescribo no acaba de satisfacerme a mí. Creoque el único motivo por el que he sido capazde seguir escribiendo todos estos años, y deentregar mis escritos a la imprenta, es porquesé que mi papá hubiera gozado más que nadieal leer todas estas páginas mías que no alcanzó

a leer. Que no leerá nunca. Es una de lasparadojas más tristes de mi vida: casi todo loque he escrito lo he escrito para alguien queno puede leerme, y este mismo libro no esotra cosa que la carta a una sombra.

4

Mis amigos y mis compañeros se reían de mípor otra costumbre de mi casa que, sinembargo, esas burlas no pudieron extirpar.Cuando yo llegaba a la casa, mi papá, parasaludarme, me abrazaba, me besaba, me decíaun montón de frases cariñosas y además, alfinal, soltaba una carcajada. La primera vezque se rieron de mí por «ese saludo demariquita y niño consentido», yo no meesperaba semejante burla. Hasta ese instante

yo estaba seguro de que esa era la formanormal y corriente en que todos los padressaludaban a sus hijos. Pues no, resulta que enAntioquia no era así. Un saludo entre machos,padre e hijo, tenía que ser distante, bronco ysin afecto aparente.

Durante un tiempo evité esos saludos tanefusivos si había extraños por ahí, pues medaba pena y no quería que se burlaran de mí.Lo malo era que, aun si estaba acompañado,ese saludo a mí me hacía falta, me dabaseguridad, así que al cabo de algún tiempo defingimiento, resolví dejar que me volviera asaludar igual que siempre, aunque miscompañeros se rieran y dijeran lo que les dierala gana. Al fin y al cabo ese saludo cariñosoera una cosa de él, no mía, y yo lo único quehacía era dejarlo hacer. Pero no todo fue burlaentre mis compañeros; recuerdo que una vez,ya casi al final de la adolescencia, un amigo

me confesó: «Hombre, siempre me ha dadoenvidia de un papá así. El mío no me ha dadoun beso en toda la vida».

—Tú escribes porque fuiste un niño mimado,un «spoiled child» —me dijo una vez alguienque se decía amigo mío. Lo dijo así, en inglés,para mayor escarnio, y aunque me dio rabia,creo que tenía razón.

Mi papá siempre pensó, y yo le creo y loimito, que mimar a los hijos es el mejorsistema educativo. En un cuaderno de apuntes(que yo recogí después de su muerte bajo eltítulo de Manual de tolerancia) escribió losiguiente: «Si quieres que tu hijo sea bueno,hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlomás feliz. Los hacemos felices para que seanbuenos y para que luego su bondad aumentesu felicidad». Es posible que nadie, ni lospadres, puedan hacer completamente felices a

sus hijos. Lo que sí es cierto y seguro es quelos pueden hacer muy infelices. Él nunca nosgolpeó, ni siquiera levemente, a ninguno denosotros, y era lo que en Medellín se dice unalcahueta, es decir, un permisivo. Si por algolo puedo criticar es por haberme manifestadoy demostrado un amor excesivo, aunque no sési existe el exceso en el amor. Tal vez sí, puesincluso hay amores enfermizos, y en mi casasiempre se ha repetido en son de chiste una delas primeras frases que yo dije en mi vida,todavía con media lengua:

—Papi: ¡no me adores tanto!

Cuando, muchos años más tarde, leí la Cartaal padre de Kafka, yo pensé que podríaescribir esa misma carta, pero al revés, conpuros antónimos y situaciones opuestas. Yono le tenía miedo a mi papá, sino confianza; élno era déspota, sino tolerante conmigo; no me

hacía sentir débil, sino fuerte; no me creíatonto, sino brillante. Sin haber leído un cuentoni mucho menos un libro mío, como él sabíami secreto, a todo el mundo le decía que yoera escritor, aunque me daba rabia de quediera por hecho lo que era solo un sueño.¿Cuántas personas podrán decir que tuvieronel padre que quisieran tener si volvieran anacer? Yo lo podría decir.

Ahora pienso que la única receta para podersoportar lo dura que es la vida al cabo de losaños, es haber recibido en la infancia muchoamor de los padres. Sin ese amor exageradoque me dio mi papá, yo hubiera sido alguienmucho menos feliz.

Muchas personas se quejan de sus padres. Enmi ciudad circula una frase terrible: «Madreno hay sino una, pero padre es cualquierhijueputa». Yo podría, quizá, estar de acuerdo

con la primera parte de esa frase, copiada delos tangos, aunque lo cierto es que yo, demadres, como ya lo expliqué, tuve mediadocena. Con la segunda parte de la frase, encambio, no puedo estar de acuerdo. Alcontrario, yo creo que tuve, incluso,demasiado padre. Era, y en parte sigue siendo,una presencia constante en mi vida. Todavíahoy, aunque no siempre, le obedezco (él meenseñó también a desobedecer, si eranecesario). Cuando tengo que juzgar algo quehice o algo que voy a hacer, trato deimaginarme la opinión que tendría mi papásobre ese asunto. Muchos dilemas morales loshe resuelto simplemente apelando a lamemoria de su actitud vital, de su ejemplo, yde sus frases.

Lo anterior no quiere decir que nunca nosregañara. Tenía un trueno en la voz cuando seponía bravo, y daba puñetazos en la mesa si

regábamos algo o si decíamos algunaestupidez durante la comida. En general eramuy indulgente con nuestras debilidades, si lasconsideraba irremediables como unaenfermedad. Pero no era para nadacondescendiente cuando pensaba que algo lopodíamos corregir. Como era un higienista, nosoportaba que tuviéramos nada sucio en elcuerpo, y nos obligaba a lavarnos las manos ya limpiarnos las uñas en un ritual que parecíacasi prequirúrgico. Odiaba, por encima detodo, que no tuviéramos conciencia social nientendiéramos el país donde vivíamos. Un díaque él estaba enfermo y no iba a poder ir a laUniversidad, se estaba lamentando porquemuchos estudiantes pagarían el pasaje del buse irían hasta el salón de clase para nada. Yo ledije:

—¿Por qué no los llamas por teléfono y lesavisas?

Se puso pálido de la rabia:

—¿En qué parte del mundo crees que estásviviendo, en Europa, en Japón? ¿O te pareceque aquí todo el mundo vive en Laureles?¿No te das cuenta de que en Medellín haybarrios donde ni siquiera tienen agua corriente,y van a tener teléfono?

Recuerdo muy bien otra de sus furias, que fueuna lección tan dura como inolvidable. Con ungrupo de niños que vivían cerca de la casa (yodebía de tener unos diez o doce años), me vienvuelto algunas veces, sin saber cómo, enuna especie de expedición vandálica, en una«noche de los cristales» en miniatura.Diagonal a nuestra casa vivía una familiajudía: los Manevich. Y el líder de la cuadra,un muchacho grandote al que ya le empezabaa salir el bozo, nos dijo que fuéramos al frentede la casa de los judíos a tirar piedras y gritar

insultos. Yo me uní a la banda. Las piedras noeran muy grandes, más bien pedacitos decascajo recogidos del borde de la calle, queapenas sonaban en los vidrios, sin romperlos,y mientras tanto gritábamos una frase quenunca he sabido bien de dónde salió: «¡Loshebreos comen pan! ¡Los hebreos comenpan!». Supongo que habrá sido unareivindicación cultural de la arepa. En esasestábamos un día cuando llegó mi papá de laoficina y alcanzó a ver y a oír lo queestábamos haciendo. Se bajó del carroiracundo, me cogió del brazo con unaviolencia desconocida para mí y me llevóhasta la puerta de los Manevich.

—¡Eso no se hace! ¡Nunca! Ahora vamos allamar al señor Manevich y le vas a pedirperdón.

Timbró, abrió una muchacha mayor,

lindísima, altiva, y al fin vino el señor CésarManevich, hosco, distante.

—Mi hijo le va a pedir perdón y yo le aseguroque esto nunca se va a repetir aquí —dijo mipapá.

Me apretó el brazo y yo dije, mirando al suelo:«Perdón, señor Manevich». «¡Más duro!»,insistió mi papá, y yo repetí más fuerte:«¡Perdón, señor Manevich!». El señorManevich hizo un gesto con la cabeza, le diola mano a mi papá y cerraron la puerta. Esafue la única vez que me quedó una marca enel cuerpo, un rasguño en el brazo, por uncastigo de mi papá, y es una señal que memerezco y que todavía me avergüenza, portodo lo que supe después sobre los judíosgracias a él, y también porque mi acto idiota ybrutal no lo había cometido por decisión mía,ni por pensar nada bueno o malo sobre los

judíos, sino por puro espíritu gregario, y quizásea por eso que desde que crecí les rehúyo alos grupos, a los partidos, a las asociaciones ymanifestaciones de masas, a todas las gavillasque puedan llevarme a pensar no comoindividuo sino como masa y a tomardecisiones, no por una reflexión y evaluaciónpersonal, sino por esa debilidad que provienede las ganas de pertenecer a una manada o auna banda.

Al volver de la casa de los Manevich mi papá—como ocurría siempre en los momentosimportantes— se encerró en la bibliotecaconmigo. Mirándome a los ojos me dijo que elmundo todavía estaba lleno de una peste quese llamaba antisemitismo. Me contó lo que losnazis habían hecho hacía apenas veinticincoaños con los judíos, y que todo habíaempezado, precisamente, tirándoles piedras alas vitrinas, durante la terrible Kristallnacht, o

noche de los cristales rotos. Después memostró unas láminas espantosas de los camposde concentración. Me dijo que su mejor amigay compañera de clase, Klara Glottman, laprimera médica graduada en la Universidad deAntioquia, era judía, y que los hebreos lehabían dado a la humanidad algunos de losmayores genios del último siglo, en ciencias,en medicina y en literatura. Que si no fuerapor ellos habría mucho más sufrimiento ymenos alegría en este mundo. Me recordó queel mismo Jesús era judío, que muchosantioqueños —y posiblemente hasta nosotrosmismos— teníamos sangre judía, porque enEspaña los habían obligado a convertirse, yque yo tenía el deber de respetarlos a todos,de tratarlos como a cualquier ser humano, oaun mejor, pues el hebreo era uno de lospueblos —con los indios, los negros y losgitanos— que habían sufrido las peoresinjusticias de la historia en los últimos siglos.

Y que si mis amigos insistían en hacer esabarbaridad, nunca más iba a poder juntarmecon ellos en la calle. Pero mis vecinos, quehabían presenciado el episodio desde la aceradel frente, con solo ver «la furia del doctorAbad» tampoco volvieron a tirar nuncapiedras ni a gritar insultos en las ventanas delos Manevich.

5

Cuando entré al kínder, con las reglas estrictasde la escuela, me sentí abandonado ymaltratado. Como si me hubieran metido enuna cárcel sin yo haber cometido ningúndelito. Odiaba ir al colegio: las filas, lospupitres, la campana, los horarios, lasamenazas de las hermanas ante una sombra de

alegría o un atisbo de libertad. Mi primercolegio. La Presentación —que era dondehabía estudiado mi mamá y donde estudiabantodas mis hermanas— también era de monjas.Era un colegio solo para niñas, pero a los dosaños de kínder, antes de la primaria, dejabanentrar también varones, aunque fuéramos unaespecie rara y minoritaria. Es más, yo norecuerdo que entre mis compañeras hubieraningún hombre, por lo que ese colegio demonjas, para mí, era como una extensión de lacasa: mujeres, mujeres y más mujeres, conuna única excepción, en el bus, donde estabanel chofer y otro niño. Sólo en el bus metocaba al lado de otro niño. Los dos íbamosde camisa blanca y de pantalones cortos, azuloscuro, en una de las bancas de atrás, yrecuerdo que este niño, durante todo eltrayecto, desde que se montaba hasta llegar alcolegio, se sacaba por un lado de lospantalones el pipí, y se lo sobaba y rascaba y

estiraba sin cesar. Y lo mismo al regreso,desde el colegio hasta que el bus lo dejaba ensu casa. Yo lo miraba atónito, sin atreverme adecir nada, porque nunca entendí ese gesto, nilo entiendo todavía, aunque no se me olvida.

Todas las mañanas yo esperaba el transportedel colegio en la puerta, pero cuando latrompa del bus asomaba por la esquina, elcorazón me temblaba y yo salía despavoridopara adentro.

—¿Para dónde va? —me gritaba furiosa lahermanita Josefa, tratando de agarrarme por lacamisa.

—Ya vengo. Voy a despedirme de mi papá —le contestaba yo desde el primer tramo de lasescaleras.

Subía al cuarto de él, me metía al baño (a esa

hora él se estaba afeitando), lo abrazaba porlas piernas y me ponía a besarlo y,supuestamente, a decirle adiós. La ceremoniade los adioses duraba tanto tiempo, que elchofer del bus se cansaba de pitar y deesperar. Cuando yo bajaba, el bus se habíaido, y yo ya no tenía que presentarme en LaPresentación. Otro día de tregua. Lahermanita Josefa se ponía iracunda, decía queese niño, si lo seguían malcriando, nuncallegaría a ninguna parte, pero mi papá lecontestaba con una carcajada:

—Tranquila, hermanita, que para todo haytiempo.

Esta escena se repitió tantas veces que al finmi papá se encerró en la biblioteca conmigo,me miró a los ojos y me preguntó, muy serio,si realmente no tenía ganas de ir al colegiotodavía. Yo le dije que no, y de inmediato mi

entrada al colegio se postergó por un año. Fuealgo maravilloso, un alivio tan grande quetodavía hoy, cuarenta años después, me sientoliviano cuando lo recuerdo. ¿Hizo mal? Lesaseguro que al año siguiente no quisequedarme en la casa ni un solo día, ni nuncafalté al colegio en adelante, salvo algunaenfermedad, ni en todos mis años de primaria,bachillerato o universidad perdí nunca unamateria. «El mejor método de educación es lafelicidad», repetía mi papá, quizá con unexceso de optimismo, pero lo decía porque lopensaba de verdad.

Si durante mi primer año truncado de escuelame dejó casi siempre el bus, y por mi culpa, alaño siguiente no me dejó ni una vez. O, mejordicho, me dejó una sola vez, que nunca se meolvidará. Recuerdo que a las pocas semanasde entrar al mismo colegio de religiosas, en esesegundo intento de destete, tuve un descuido

por la mañana, me quedé mucho ratosaboreando la yema del huevo frito, y el busse alejó sin mí. Lo vi doblar la esquina, yaunque salí corriendo detrás de él, no meoyeron gritar. Nadie en la casa se dio cuentade que me había dejado el bus, y yo no quisevolver a entrar, sino que resolví irme a pie. Elcolegio de las Hermanas de la Presentación,donde hacía el kínder, quedaba en el centro,por Ayacucho, cerca de la iglesia de San José,donde hoy está el Comando de la Policía. Mefui hasta la Avenida 33, por la carrera 78,donde nosotros vivíamos, y emprendí micamino hacia el centro, con una vaga idea dela dirección.

Al cruzar la glorieta de Bulerías los carros mepitaban y casi me atropella un taxi, que meevitó con un frenazo que hizo chirriar lasllantas. Yo iba sudando, con mi maletín decuero colgado del hombro, caminando lo más

rápido que podía, por el borde de la calle.Bulerías había sido un escollo casi insalvable,pero lo había superado y seguí adelante, haciael río, por donde me parecía que pasaba elbus. Cuando iba cruzando el puente sobre elrío Medellín, al lado del Cerro Nutibara, paréun momento a descansar y a mirar lacorriente, por entre los tubos de protección.Ese era el río al que yo pensaba tirarme si mipapá se moría, y nunca lo había visto tan decerca, tan sucio, tan ominoso. Yo iba ya casisin aliento, pero empecé a andar otra vez, porel borde de la calle. En ese mismo momento,todavía me parece oírlo, sentí otro frenazo ami lado. ¿Otro taxi me iba a matar? No, unseñor en un Volkswagen, que se presentócomo René Botero, me gritó desde laventanilla: «¡Niño, usted qué hace por acá, pa'dónde va!». «Para el colegio», le dije, y mecontestó, furioso: «¡Móntese yo lo llevo, quelo va a matar un carro o se lo va a robar

alguien por aquí!». Todavía faltaban varioskilómetros para llegar hasta el colegio de LaPresentación, y en el cuarto de hora que duróel viaje no nos dijimos ni una palabra más.

Esa tarde, después de que el señor Botero lepuso la queja de lo sucedido a mi mamá,recibí un largo regaño de parte de ella. Fuiacusado de loco por querer irme solo hasta elcentro, sin saber siquiera el camino. Al cruzarel río, me advirtió, hubieras llegado a BarrioTriste y ahí te habrías perdido sin remedio y sino fuera por René Botero, un vecino de por lacasa, no estarías contando el cuento. Mástarde mi papá, en vez de regañarme, me dijootra cosa:

—Si alguna vez vuelve a dejarte el bus,cuando sea, por el motivo que sea, y aunquesea culpa tuya, me pides a mí que te lleve, yyo te llevo. Siempre. Y si no te puedo llevar,

ese día no vas al colegio, y te quedas en lacasa. Tampoco importa; te pones a leer, yaprendes más.

Destetarme de la casa fue un procesolarguísimo. A los 28 años, cuando mataron ami papá, yo todavía recibía de vez en cuandoaportes de él, o de mi mamá, y eso que yallevaba cinco años viviendo con mi primeraesposa, y tenía una hija que ya daba susprimeros pasos. Cuando, a los 23 años, me fuidetrás de mi novia italiana, Bárbara, a estudiaren Turín, le escribí a mi papá una cartapreocupada por el hecho de que todavía metuviera que mantener. Aún conservo surespuesta, fechada el 30 de junio de 1982 (yome había ido para Europa 15 días antes), quedice así:

«Tu preocupación por la dependenciaeconómica prolongada me recordó mis clases

de antropología, en donde he aprendido quemientras más avanzada es una especie animal,más largo es su período de niñez yadolescencia. Y creo que nuestra especiefamiliar es bastante avanzada en todo sentido.Yo también dependí hasta los 26 años, peronunca tuve preocupación por ello, parahablarte francamente. Puedes estar seguro deque mientras continúes estudiando ytrabajando como tú lo haces, para nosotros tudependencia no será una carga sino unaagradabilísima obligación que asumimos conmuchísimo gusto y orgullo».

6

Mi papá y yo nos teníamos un afecto mutuo(y físico, además) que para muchos de

nuestros allegados era un escándalo quelimitaba con la enfermedad. Algunos de misparientes decían que mi papá me iba a volvermarica de tanto consentirme. Y mi mamá,quizá por compensar, trataba de preferir a miscinco hermanas, y de tratarme a mí con unrigor justiciero (nunca injusto para bien ni paramal, siempre ecuánime), dedicándoles muchomás tiempo y atención a ellas que a mí. Talvez el hecho de haber sido el único hijo varón,y el quinto de la casa, haya provocado lapredilección de mi papá, o quizá sea más bienal revés, mi predilección por él lo llevó apreferirme, porque los padres no quieren iguala todos los hijos, aunque lo disimulen, sinoque en general quieren más, precisamente, alos hijos que más los quieren a ellos, es decir,en el fondo, a quienes más los necesitan.Además (nunca voy a decir que él eraperfecto), en su predilección por mí, sobretodo en el hecho de que me dedicara mucho

más tiempo de conversación seria y deenseñanza a mí, cometía un acto de injusticiay de profundo machismo con algunas de mishermanas.

Los demás parientes, aunque no creo que elasunto les importara mayor cosa, tendían aver todo esto con malos ojos. La cuadradonde vivíamos estaba colonizada por lafamilia Abad. Nosotros vivíamos en la esquinade arriba de la calle 34A con la 79; enseguidaestaba la casa del tío Bernardo, después la deltío Antonio, y en la otra esquina, en la carrera78, la casa de los abuelos paternos, Antonio yEva, que vivían con una hija viuda, la tía Inés,y con otra hija soltera, la tía Merce, más otrosparientes lejanos que se quedaban ahí portemporadas: el primo Martín Alonso, quevenía de Pereira y era un artista hippie ymarihuanero que después escribió dos novelasamenas; el tío Darío, cuando su esposa lo

abandonó; los primos Lyda y Raúl, antes decasarse; los primos Bernardo, Olga Cecilia yAlonso, que eran huérfanos, y otros así.

Ni mis tíos ni mi abuelo —que yo recuerde—besaron nunca a sus hijos varones, o soloocasionalmente, porque eso no se usaba enestas duras y austeras montañas de Antioquia,donde no es blando ni el paisaje. Mi abuelohabía criado a mi papá sin muestras exterioresde cariño, con rejo y mano dura, y así mismose portaban los tíos con mis primos varones(con las mujeres eran un poco menosásperos). A mi papá no se le olvidaba la vezen que el abuelo le había pegado con lasmismas riendas de cuero del caballo que lohabía tumbado, diez fustazos, «a ver siaprende a montar como un hombre» ni lasveces que lo mandaba a los potreros, a medianoche, a traer las bestias a la casa, inútilmente,solo para combatir su miedo a la oscuridad «y

templarle el carácter». No había mimos nicaricias entre ellos, ningún asomo decondescendencia, y si se llegaba a algunaexpresión de afecto fraterno, esta estabareservada para el último día del año, al final dela marranada y la fritanga, y después de unatanda de aguardientes tan larga que conseguíaablandar el corazón. Todos, entre ellos, setrataban de Usted, y había como una distanciaceremonial en su manera de hablar. Laexpresión del afecto entre hombres entraba enel terreno de la cursilería o de la mañeada, ysólo estaban permitidas las grandes palmadasy los madrazos, como la mayor muestracariño. La abuelita Eva decía que era«completamente imposible educar niños sin elrejo y sin el Diablo», y así se lo hacía saber ami mamá, que no usaba ni lo uno ni lo otro.Mi abuelo a veces comentaba sobre mí: «Aeste niño le falta mano dura». Pero mi papá lerespondía: «Si le hace falta, para eso está la

vida, que acaba dándonos duro a todos; parasufrir, la vida es más que suficiente, y yo no levoy a ayudar».

Si lo pienso bien, creo que el abuelo Antoniono era menos consentido que yo, dijera lo quedijera. A veces yo pasaba a su casa losdomingos, o los lunes por la tarde, a recoger laremesa, que era un bulto de productos que élle traía de la hacienda en Suroeste a cada unode sus hijos: yucas, limones, huevos, quesitosenvueltos en hojas de bijao, y sobre todotoronjas, montones de toronjas a las que miabuelo les decía pamplemusas y les atribuíapoderes milagrosos y sobre todo —más tardelo supe— afrodisíacos. Yo llegaba por laremesa y muchas veces encontré a la abuelitaEva, arrodillada frente a él, quitándole loszapatos. Siempre hacía lo mismo, a mañana ytarde, cuando él volvía de la Feria deGanados, donde trabajaba como

intermediario, o de su oficina de ganadero: searrodillaba frente a él, le quitaba los zapatos yle ponía las pantuflas, como en un ritorutinario de sumisión. La abuelita Eva tambiéntenía que sacarle la ropa por la mañana, yponérsela encima de la cama, en el mismoorden en que el abuelo se vestía: loscalzoncillos, las medias, la camisa, lospantalones, la correa, la corbata, el saco y elpañuelo blanco. Y si algún día se le olvidabasacarle la ropa —o la ponía en un ordenequivocado— el abuelo se enfurecía y sequedaba en pelota gritando que qué se iba aponer ese día, carajo, que qué podía esperarsede una esposa que ni siquiera sabía sacarle laropa.

Todos los hijos y los nietos le teníamos unrespeto mezclado con miedo al abuelitoAntonio. Él medía como 1,85 y era la personamás rica, más alta y más blanca de la familia.

Le decían el Mono Abad, porque era rubio ytenía los ojos azules. El único que no le teníamiedo, y el único capaz de contestar a susfrases terminantes, era mi papá, tal vez por serel hijo mayor, y el que más se había destacadoen los estudios y en el trabajo. Entre elloshabía un trato distante, como si algo sehubiera roto en el pasado de ambos. Es más,creo que en la forma perfecta como mi papános trataba, había una protesta muda por eltrato que él había recibido del abuelo, y almismo tiempo el propósito deliberado dejamás tratar a sus hijos como lo habían tratadoa él. Cuando yo recogía la remesa e ibasaliendo con el bulto de yucas, quesitos ypamplemusas, mi abuelito me llamaba,«¡M'hijito, venga!», sacaba un monedero decuero que llevaba en el bolsillo, empezaba aresoplar medio cerrando la boca, buscabameticulosamente las monedas más pequeñas,y me entregaba dos o tres, sin dejar de

resoplar con una respiración angustiada: «Paraque se compre alguna cosa, m'hijito; o mejortodavía, pa' que ahorre». El abuelito habíaahorrado toda la vida y había hecho una ciertafortuna con su hacienda ganadera en Suroeste,y con animales que tenía repartidos a utilidaden fincas de terratenientes de la Costa.Cuando completó mil novillos de ceba hizouna gran fiesta con frisoles, aguardiente ychicharrones para todo el que se quisieraarrimar. Cuando se murió, nunca supimosdónde estaban sus mil novillos de ceba; mistíos ganaderos, los que trabajaban con él en laFeria de Ganados, dijeron que no eran tantos.

Tres o cuatro veces al año yo me iba con elabuelito para La Inés, la hacienda ganaderaque él había heredado de sus padres, enSuroeste, entre Puente Iglesias y La Pintada.Nos íbamos en una camioneta Ford roja, alamanecer, con el tío Antonio al volante, yo en

la mitad, y el abuelo en la ventanilla. Élllevaba un carriel de piel de nutria, hecho enJericó, el pueblo donde habían nacido él y mipapá, y siempre, en algún momento delcamino, me mostraba el revólver de seis tirosque llevaba ahí adentro, «por si las moscas».El carriel tenía también un bolsillo secretodonde escondía un bulto de billetes parapagarles la quincena al mayordomo y a lospeones. Esa era otra diferencia entre elabuelito y mi papá, pues mientras don Antoniosiempre iba armado, mi papá detestaba lasarmas y nunca en su vida las quiso ni tocar.Cuando en la casa había ruido de ladrones porla noche, mi papá iba al baño, cogía uncortaúñas y salía gritando: «¡qué quieren, a laorden, qué quieren, a la orden!». Y también lepicaba la plata en el bolsillo, por lo que nuncale vi fajos de billetes tan grandes. Yo leheredé, o le aprendí, la misma aversión por lasarmas, y la misma dificultad para guardar la

plata, aunque con propósitos más egoístas, sinesa sed de dar, pues prefiero gastármela queregalarla. En la casa de mi abuelo se decía quehabía dos tipos de inteligencia, la inteligencia«de la buena», y «la otra», que aunque no sedijera que era mala, el juicio quedabaimplícito, pues mientras la inteligencia «de labuena» (la que tenían algunos de mis tíos y demis primos) era la que servía para conseguirplata, «la otra» sólo servía para enredar lascosas y complicarse la vida.

Para llegar a la casa de La Inés había queentrar media hora a caballo, y los peones nosesperaban al borde de la carretera, al lado deun caserón al que le decían «los garajes —porque ahí se dejaban los carros—, con unarecua de mulas, un buey de carga, y un hatode bestias ensilladas. Ellos sabían que todoslos jueves tenían que estar ahí desde las diezde la mañana, o si no había viaje, les

mandaban razón por radio Santa Bárbara: «Seinforma al mayordomo de la hacienda La Inésen Palermo, que este jueves no salga a lacarretera, porque don Antonio no va».Cuando íbamos en el camino yo le preguntabaal abuelito Antonio en cuál caballo me iba amontar, y él siempre me contestaba lo mismo:

—En el Toquetoque, m'hijito, en elToquetoque.

Lo raro, para mí, era que el Toquetoque teníacada vez un paso y un color distinto, y vine aentender lo que decía mi abuelito muchotiempo después, cuando me lo explicó elprimo Bernardo, que era algo mayor y muchomenos ingenuo que yo:

—¡Bobo! El Toquetoque no existe. Lo que elabuelito quiere decir es que los niños nopueden escoger, sino que se tienen que montar

en el caballo que les toque.

Nos quedábamos en La Inés hasta el sábadopor la tarde y de día yo era feliz, ordeñando,montando a caballo, contando los animalescon la punta del zurriago, viendo cómocastraban terneros y potros, bañaban reses enbaños de inmersión para quitarles lasgarrapatas, untaban de azul de metileno lasubres hinchadas de las vacas, o marcabannovillos con hierros al rojo vivo. También yome bañaba, sin insecticida, en el chorro de laquebrada, una cascada como de dos metros ala que le decían «el chorro de Papá Félix».Papá Félix era el abuelo de mi abuelo, y elchorro se llamaba con su nombre porque,según la leyenda, él bajaba de Jericó dos vecesal año, en Semana Santa y en Navidades, paradarse su único par de baños anuales.

Todas esas diversiones diurnas me

encantaban, pero al caer la tarde, cuando laluz se iba yendo, me invadía una tristeza sinnombre, una especie de nostalgia por elmundo entero, menos La Inés, y me acostabaen una hamaca a ver caer el sol, a oír elchirrido desolador de las chicharras y a lloraren silencio mientras pensaba en mi papá conuna melancolía que me inundaba todo elcuerpo, al mismo tiempo que el abuelito poníael sonsonete devastador de una emisora denoticias (el Reporter Esso, la Cabalgatadeportiva Gillette) que parecía atraer laoscuridad, y resoplaba de calor sentado en unasilla en el corredor de la casa, meciéndoseinterminablemente con el mismo ritmo de midesesperación.

Cuando acababa de caer la noche mi abuelomandaba a que prendieran la planta eléctrica,que era una Pelton que se movía con lacorriente de la quebrada. Ese tambor de ritmo

monótono y constante, que solo alcanzabapara darles a los bombillos una luz titilante ymacilenta, era para mí otra de las imágenes dela tristeza y el abandono. A esa enfermedadterrible de los niños que sienten la ausencia desus padres, en mi ciudad, se la llamabamamitis, pero yo en secreto le daba otronombre, mucho más preciso para mí: papitis.En realidad a mí la única persona que mehacía falta en la vida, hasta hacerme llorar enesos largos y tristes crepúsculos de La Inés,era mi papá.

Cuando volvíamos a Medellín, el sábado alanochecer, mi papá ya me estaba esperandoen la casa del abuelito Antonio. Me recibíacon grandes carcajadas, exclamaciones, besosatronadores y abrazos de asfixia. Después delsaludo me cogía por los hombros, se ponía encuclillas, me miraba a los ojos, y me hacía lapregunta que más rabia le podía dar al abuelo:

—Bueno, mi amor, dime una cosa: ¿cómo seportó el abuelito?

No le preguntaba al abuelo cómo me habíamanejado yo, sino que era yo el juez de esospaseos. Mi respuesta era siempre la misma,«muy bien» y eso atenuaba la indignación delabuelito. Pero una vez yo —un niño de sieteaños— levanté la mano abierta al frente de micuerpo y la moví de un lado a otro, en esegesto que indica más o menos.

—¿Más o menos? ¿Por qué? —preguntó mipapá abriendo los ojos, entre asustado ydivertido.

—Porque me obligó a tomarme la mazamorra.

El abuelito resoplaba indignado, y me decíauna verdad que tengo que aceptar y que todala vida ha sido uno de mis peores defectos:

«¡Malagradecido!». Pero mi papá no le dabala razón sino que soltaba una carcajada feliz,me cogía de la mano y nos íbamos muycontentos para la casa, a leer en la biblioteca,o me llevaba a El Múltiple a comer un heladode vainilla con pasas, «para que se te olvide elsabor de la mazamorra». Después, al llegar ala casa, les contaba a mis hermanas mi gestocon el abuelito, y movía la mano tiesa de unlado a otro, riéndose a las carcajadas de lacara de indignación que había puesto donAntonio. En mi casa nunca me obligaron acomerme nada y hoy en día como de todo.Menos mazamorra.

Un médico contra el dolor yel fanatismo

7

El sufrimiento yo no empecé a conocerlo enmí, ni en mi casa, sino en los demás, porquepara mi papá era importante que sus hijossupiéramos que no todos eran felices yafortunados como nosotros, y le parecíanecesario que viéramos desde niños elpadecimiento, casi siempre por desgracias yenfermedades asociadas a la pobreza, demuchos colombianos. Algunos fines desemana, como no había clase en laUniversidad, mi papá los dedicaba a trabajaren barrios pobres de Medellín. Recuerdo queen algún momento remoto de mi infancia llegóa la casa un gringo alto, viejo, peliblanco,encantador, el doctor Richard Saunders, ydecidió montar con mi papá un programa queél había adelantado en otros países de África yLatinoamérica. Se llamaba Future for the

Children, Futuro para la Niñez. Este gringobueno venía cada seis meses y cuando entrabaen la casa (se quedaba a dormir durantealgunas semanas) yo le ponía el HimnoNacional de los Estados Unidos para recibirlo.En mi casa había un disco con los himnos másimportantes del mundo, todos orquestados,desde las Barras y Estrellas y la Internacionalhasta el Himno de Colombia, que era el másfeo de todos, aunque en el colegio dijeran queera el segundo más bonito del mundo, despuésde La Marsellesa.

El cuarto de huéspedes, en mi casa, sellamaba «el cuarto del doctor Saunders»; y lassábanas mejores de mi casa, todavía meparece verlas, unas sábanas de color azulpastel, eran «las sábanas del doctorSaunders», porque sólo se las ponían a élcuando venía. Cuando el doctor Saundersestaba se sacaba la vajilla buena, la de

porcelana, las servilletas y los manteles de linobordados por mi abuela, y los cubiertos deplata: «la vajilla del doctor Saunders», «elmantel del doctor Saunders» y «los cubiertosdel doctor Saunders».

El doctor Saunders y mi papá hablaban eninglés y yo me quedaba oyéndolos,embelesado en esos sonidos y palabrasincomprensibles. La primera expresión queaprendí en inglés fue «it stinks», pues se la oídecir con nitidez al doctor Saunders, lorecuerdo muy bien, mientras cruzábamos elrío Medellín sobre el puente de la calle SanJuan. Se la dijo con un murmullo herido deindignación a un bus que arrojaba unabocanada densa y asquerosa de humo negroexactamente a la altura de nuestras narices.

—¿Qué quiere decir it stinks? —pregunté.Ellos se rieron y el doctor Saunders se excusó,

porque, dijo, era una mala palabra.

—Algo así como hediondo —me dijo mipapá.

Así aprendí dos palabras al mismo tiempo, eninglés y en español.

Mi papá nos llevaba con el doctor Saunders alas barriadas más miserables de Medellín (ymuchas veces sin él, cuando regresaba a sucasa en Albuquerque, en Estados Unidos). Alllegar reunían a los líderes del barrio, y mipapá le servía de traductor para las propuestasde trabajo comunitario que se les hacían paramejorar sus condiciones de vida. Se juntabanen una esquina, o en la casa cural si el párrocoestaba de acuerdo (no a todos les gustaba estetrabajo social), y les hablaba y les preguntabamuchas cosas, problemas y necesidadesbásicas que mi papá iba anotando en una

libreta. Debían organizarse, ante todo, paraconseguir por lo menos agua potable, pues losniños se morían de diarrea y desnutrición. Yodebía de tener cinco o seis años y mi papá memedía con los niños de mi edad, o incluso conlos mayores, para demostrarles a los líderesdel barrio que algunos de sus hijos estabanflacos, muy bajitos, desnutridos, y así no ibana poder estudiar bien. No los humillaba; losincitaba a reaccionar. Medía el perímetrocefálico de los recién nacidos, lo anotaba entablas, y tomaba fotos de los niños flacos ybarrigones, con parásitos, para enseñarlasdespués en sus clases de la Universidad.También pedía que le mostraran los perros ylos cerdos, pues si los animales estaban tanfamélicos que se les veían las costillas esoquería decir que en las casas no sobraba ni unbocado y estaban pasando hambre. «Sinalimentación, ni siquiera es verdad que todosnacemos iguales, pues esos niños ya vienen al

mundo con desventajas», decía.

A veces íbamos más lejos, a algunos pueblos,y con nosotros iba también, en ocasiones, eldecano de Arquitectura de la UniversidadPontificia, el doctor Antonio Mesa Jaramillo,que se encargaba de enseñar a hacer conbuena técnica los tanques de agua y a llevartuberías hasta las casas, porque el aguapotable era lo primero. Después venían lasletrinas («para la adecuada disposición deexcretas», decía, muy técnico, mi papá) o siera posible los trabajos de alcantarillado, quese hacían los fines de semana, por accióncomunal. Más adelante seguían las campañasde vacunación y las clases de higiene yprimeros auxilios en el hogar, según unprograma que se inventó mi papá con lasmujeres más inteligentes y receptivas de cadasitio, y que luego se llevaría a cabo en todaColombia con el nombre de «Promotoras

rurales de salud». En ocasiones nos recogía unbus de la Universidad e íbamos con todos losestudiantes de su curso, porque a él le gustabaque ayudaran y aprendieran al mismo tiempo:«La medicina no se aprende solamente en loshospitales y en los laboratorios, viendopacientes y estudiando células, sino tambiénen la calle, en los barrios, dándonos cuenta depor qué y de qué se enferman las personas»les decía, muy serio, desde la primera fila delbus, empuñando un micrófono.

Una vez, en Santo Domingo, hicieron unacampaña contra los parásitos intestinales entodo el casco urbano, con tan buen resultadoque las cañerías del pueblo se taquearon conla cantidad de lombrices que expulsaron en unmismo día los campesinos. En mi casa seconservaba la foto de un tubo delalcantarillado obstruido por un nudo delombrices que parecían un grumo de

espaguetis morados y negros.

El agua limpia había sido una de las primerasobsesiones en la vida de mi papá, y lo fuehasta el final. Cuando era estudiante demedicina emprendió una campaña de saludpública en un periódico estudiantil que fundóen agosto de 1945 y que dirigió durante pocomás de un año, hasta octubre de 1946, cuandodesapareció, tal vez porque si lo seguíapublicando no se iba a poder graduar. Era untabloide que salía cada mes y tenía un nombrefuturista: U-235. En uno de sus primerosnúmeros, en mayo del 46 denunció lacontaminación del agua y de la leche en laciudad: El Municipio de Medellín, unavergüenza nacional, decía el titular de laprimera página, y añadía el subtítulo: Elacueducto reparte bacilos de la fiebretifoidea. La leche es impotable. El Municipiono tiene hospital. A partir de esas denuncias,

sustentadas con cifras y exámenes delaboratorio, mi papá fue citado a un cabildoabierto en el Concejo de Medellín. Era laprimera vez que un simple estudiante eraadmitido para exponer sus denuncias en undebate público, enfrentado a los funcionariosoficiales. Allí, frente al secretario de Salud, ydurante dos noches consecutivas, hizo unaexposición sobria, científica, que el secretario,incapaz de refutar, trató de capotear coninsultos personales y argumentación rutinaria.Pero el triunfo intelectual era innegable y fueasí como, sólo con su palabra y con una seriede datos precisos, logró que poco después seemprendieran las obras para construir unacueducto decente para toda la ciudad (lasemilla inicial del cual todavía disfrutamos),con adecuados tratamientos del agua ytuberías modernas que no se mezclaran conlas aguas negras, porque el alcantarillado eraviejo, de barro poroso, y por lo tanto

contaminaba el agua potable.

Otro de los debates que surgieron de superiódico, y luego a partir de su tesis de gradocomo médico, fue por la calidad de la leche yde los refrescos. La hepatitis y el tifo erancomunes todavía en Medellín, cuando mi papádesató esas denuncias. Dos tíos de mi mamáse habían muerto de tifo por las malas aguas,y mi abuela se había enfermado de lo mismo,y también el papá del abuelito Antonio sehabía muerto de tifo en Jericó. Tal vezvendría de ahí la obsesión de mi papá por lahigiene y el agua potable; era una cuestión devida o muerte, era una manera de esquivar almenos un dolor evitable en este mundo tanlleno de dolores fatales. Pero el detonante desu lucha por el agua fue la muerte, tambiénpor una fiebre tifoidea, de uno de suscompañeros de carrera en la Universidad. Mipapá lo vio agonizar y morir, un muchacho

que tenía sus mismas ilusiones, y decidió queeso no debería volver a pasar en Medellín.Sus denuncias apasionadas en el periódicoestudiantil, y sus palabras encendidas en elConcejo, que algunos calificaron deincendiarias, no eran una jugada política,como también dijeron, sino un profundo actode compasión por el sufrimiento humano, y deindignación por los males que se podían evitarcon apenas un poco de activismo social. Así locontó mi papá al historiador de la medicinaTiberio Álvarez:

«Empecé a pensar en la medicina socialcuando vi morir a muchos niños en el hospital,de difteria, y al ver que no se hacíancampañas de vacunación; pensé en medicinasocial cuando un compañero nuestro, EnriqueLopera, se murió de tifoidea, y la causa eraque no le echaban cloro al acueducto. Muchagente del barrio Buenos Aires, con sus

muchachas tan hermosas, amigas nuestras,también se morían de fiebre tifoidea y yosabía que esto se podía prevenir con cloro alacueducto… Yo me rebelé en ese periódicoU-235 y cuando celebraron el Cabildo Abiertoles dije criminales a los concejales porquedejaban morir al pueblo de fiebre tifoidea, porno hacer un buen acueducto. Esto dio frutos,pues siguió una gran campaña por el agua;Campaña H20, se llamó y a raíz de ella semejoró y completó el acueducto».

Leyendo algunos editoriales del U-235 uno seda cuenta del fuerte influjo romántico quetenían los sueños de ese joven estudiante deMedicina. En cada número emprende unacampaña por alguna causa importante y más omenos imposible de alcanzar para unmuchacho de pueblo recién llegado a la capitalde la provincia. Pero además de sus propiasansias de luchar por ideales que iban más allá

del egoísmo (o que tenían ese otro egoísmoincluso más profundo que consiste en quererconvertirse en héroes románticos de la entregay el sacrificio), abría sus páginas a escritoresque los estimularan a seguir por un caminoparecido.

Quizá el artículo más importante que sepublicó en el U-235 fue uno que apareció enel primer número del periódico. Estabafirmado por el mayor, y quizá el único filósofoque ha tenido nuestra región, FernandoGonzález. Mi papá contaba que desde muyjoven había leído al pensador de Otraparte, yque escondía sus libros debajo del colchón dela cama pues una vez que mi abuela lo habíavisto leyéndolos se los había tirado a labasura. Él mismo había estado en Envigadopidiéndole al Maestro que le escribiera unartículo sobre la profesión médica para elprimer número de su periódico. González no

se negó y creo que las recomendaciones queles hizo a los médicos en esa ocasión segrabaron en la memoria de mi papá como continta indeleble. Lo que Fernando Gonzálezrecomienda ahí fue lo que mi papá intentópracticar, y practicó, el resto de su vida:

«El médico profesor tiene que estar por ahí enlos caminos, observando, manoseando,viendo, oyendo, tocando, bregando por curarcon la rastra de aprendices que le dan elnombre de los nombres: ¡Maestro!… Sí,doctorcitos: no es para ser lindos y pasarcuentas grandes y vender píldoras de jalea…Es para mandaros a todas partes a curar,inventar y, en una palabra, a servir».

8

Para mi papá el médico tenía que investigar,entender las relaciones entre la situacióneconómica y la salud, dejar de ser un brujopara convertirse en un activista social y en uncientífico. En su tesis de grado denunciaba alos médicos-magos: «Para ellos, el médico hade seguir siendo el pontífice máximo,encumbrado y poderoso, que reparte como undon divino familiares consejos y consuelos,que practica la caridad con los menesterososcon una vaga sensación de sacerdote bajadodel cielo, que sabe decir frases a la horairreparable de la muerte y sabe disimular contérminos griegos su impotencia». Se enfurecíacon quienes querían simplemente «aplicartratamientos» a la fiebre tifoidea, en lugar deprevenirla con medidas higiénicas. Loexasperaban las «curaciones maravillosas» ylas «nuevas inyecciones», que los médicosdaban a su «clientela particular» que pagababien las consultas. Y la misma revuelta interior

la sentía contra quienes «sanaban» niños, envez de intervenir en las verdaderas causas desus enfermedades, que eran sociales.

Yo no recuerdo, pero mis hermanas mayoressí, que a veces las llevaba también al HospitalSan Vicente de Paúl. Maryluz, la mayor, seacuerda muy bien de una vez que la llevó alHospital Infantil y la hizo recorrer lospabellones, visitando uno tras otro a los niñosenfermos. Parecía un loco, un exaltado,cuenta mi hermana, pues ante casi todos lospacientes se detenía y preguntaba: ¿«Quétiene este niño?». Y él mismo se contestaba:«Hambre». Y un poco más adelante: «¿Quétiene este niño?». «Hambre». «¿Qué tieneeste niño?». Lo mismo: «hambre». «¿Y esteotro?». Nada: «hambre. ¡Todos estos niños loúnico que tienen es hambre, y bastaría unhuevo y un vaso de leche diarios para que noestuvieran aquí. Pero ni eso somos capaces de

darles: un huevo y un vaso de leche! ¡Ni eso,ni eso! ¡Es el colmo!».

Gracias a su compasión, y a esa idea fija deuna higiene alcanzable con educación y obraspúblicas, consiguió también, mientras eraestudiante, y aunque con oposición de losganaderos, que creían que así iban a acabarperdiendo plata, que fuera obligatoriopasteurizar debidamente la leche antes devenderla, pues en sus exámenes de laboratoriohabía encontrado amebas, bacilos de tbc ymaterias fecales en la leche que se vendía enMedellín y en los pueblos vecinos. Decía quela sola medida de dar agua potable y lechelimpia salvaba más vidas que la medicinacurativa individual, que era la única quequerían practicar la mayoría de sus colegas, enparte para enriquecerse y en parte paraaumentar su prestigio de magos de la tribu.Decía que los quirófanos, las grandes cirugías,

las técnicas de diagnóstico más sofisticadas (alas que sólo tenían acceso unas pocaspersonas), los especialistas de cualquier índoleo los mismos antibióticos —por maravillososque fueran—, salvaban menos vidas que elagua limpia. Defendía la idea elemental —perorevolucionaria, ya que era a favor de todo elmundo y no de unos pocos— de que loprimero es el agua y no deberían gastarserecursos en otras cosas hasta que todos lospobladores tuvieran asegurado el acceso alagua potable. «La epidemiología ha salvadomás vidas que todas las terapéuticas», escribióen su tesis de grado. Y muchos médicos lodetestaban por defender eso en contra de susgrandes proyectos de clínicas privadas,laboratorios, técnicas diagnósticas y estudiosespecializados. Era un odio profundo, yexplicable tal vez, pues el gobierno siempreestaba dudando sobre cómo repartir losrecursos, que eran pocos, y si se hacían

acueductos no se podían comprar aparatossofisticados ni construir hospitales.

Y no sólo algunos médicos lo odiaban. Engeneral, su manera de trabajar no era bienvista en la ciudad. Sus colegas decían que«para hacer lo que hace este no se necesitadiploma», pues para ellos la medicina no eraotra cosa que tratar enfermos en sus consultasprivadas. A los más ricos les parecía que, consu manía de la igualdad y la conciencia social,estaba organizando a los pobres para quehicieran la revolución. Cuando iba a lasveredas y hablaba con los campesinos paraque hicieran obras por acción comunal, leshablaba demasiado de derechos, y muy pocode deberes, decían sus críticos de la ciudad.¿Cuándo se había visto que los pobresreclamaran en voz alta? Un político muyimportante, Gonzalo Restrepo Jaramillo, habíadicho en el Club Unión —el más exclusivo de

Medellín— que Abad Gómez era el marxistamejor estructurado de la ciudad, y unpeligroso izquierdista al que había que cortarlelas alas para que no volara. Mi papá se habíaformado en una escuela pragmáticanorteamericana (en la Universidad deMinnesota), no había leído nunca a Marx, yconfundía a Hegel con Engels. Por saber biende qué lo estaban acusando, resolvió leerlos, yno todo le pareció descabellado: en parte, ypoco a poco a lo largo de su vida, se convirtióen algo parecido al luchador izquierdista que loacusaban de ser. Al final de sus días acabódiciendo que su ideología era un híbrido:cristiano en religión, por la figura amable deJesús y su evidente inclinación por los másdébiles; marxista en economía, porquedetestaba la explotación económica y losabusos infames de los capitalistas; y liberal enpolítica, porque no soportaba la falta delibertad y tampoco las dictaduras, ni siquiera la

del proletariado, pues los pobres en el poder,al dejar de ser pobres, no eran menosdéspotas y despiadados que los ricos en elpoder.

—Sí, un híbrido entre caballo y vaca: que nitrota ni da leche —decía en son de burlaAlberto Echavarría, un hematólogo ycompañero universitario de mi papá, el padrede Daniel, mi mejor amigo, y de Elsa, miprimera novia.

En la Universidad también lo criticaban ytrataban de ponerle zancadillas para dificultarlela vida. Dependiendo del rector o del decanode turno, podía trabajar en paz, o en medio demil reclamos, cartas de recriminación ysobresaltos por veladas amenazas dedespedirlo de su cátedra. Aunque él todos esosataques intentaba resolverlos, o al menosolvidarlos con una carcajada, llegó un

momento en que no bastaron las carcajadaspara conjurarlos.

De los muchos ataques que recibió, mi mamárecuerda muy bien el de uno de sus colegas,un prestigioso profesor de la mismaUniversidad, y director de la cátedra de cirugíacardiovascular, el Tuerto Jaramillo. Una vez,estando mi papá y mi mamá presentes, elTuerto dijo muy enfático, en una reunión:«Yo no respiraré tranquilo hasta no vercolgado a Héctor de un árbol de laUniversidad de Antioquia». Pocas semanasdespués de que a mi papá, al fin, lo mataran,como tantos durante tanto tiempo habíandeseado, mi mamá se encontró con el TuertoJaramillo en un supermercado, y mientras esterecogía bandejitas de carne, se le acercó y ledijo, muy despacio y mirándolo a los ojos:«Doctor Jaramillo, ¿ya está respirandotranquilo?». El Tuerto se puso pálido, y sin

saber qué decir dio media vuelta y se alejó consu carrito de supermercado.

También algunos curas tenían la obsesión deatacarlo permanentemente. Había uno, enparticular, el presbítero Fernando GómezMejía, que lo odiaba con toda el alma, conuna fidelidad y una constancia en el odio, queya se las quisiera el amor. Había convertido suodio a mi papá en una pasión irrefrenable.Tenía una columna fija en el diarioconservador El Colombiano y un programaradial los domingos, «La Hora Católica». Estepresbítero era un fanático botafuegos(discípulo del obispo reaccionario de SantaRosa de Osos, monseñor Bulles) que en todosospechaba pecados de la carne, repartíaanatemas a diestra y siniestra, con unsonsonete atrabiliario tan alto y repetitivo quesu programa acabó siendo conocido como «LaLora Católica». Varias columnas y al menos

unos quince minutos de esa hora, cada mes,los dedicaba a despotricar del peligro de ese«médico comunista» que estaba infectando laconciencia de las personas en los barriospopulares de la ciudad pues, según él, mipapá, por el solo hecho de hacerles ver sumiseria y sus derechos, «inoculaba en lassimples mentes de los pobres el veneno delodio, del rencor y de la envidia». Mi mamásufría mucho con eso, y aunque mi papásoltaba siempre una carcajada, se molestabapor dentro. Una vez no se rió. El cura, por laemisora, leyó un comunicado de laArquidiócesis de Medellín, en contra de mipapá, y firmado por el arzobispo.

9

Mi mamá era la hija del arzobispo deMedellín, Joaquín García Benítez. Ya sé queesta frase puede parecer una blasfemia,porque los curas católicos —al menos en esosaños— practicaban el celibato, y el arzobispoera más célibe y riguroso que cualquiera deellos. En realidad mi mamá no era la hija, sinola sobrina del arzobispo, pero como erahuérfana, se había criado con él buena partede su infancia y juventud, y siempre decía quetío Joaquín había sido como un padre paraella. Nosotros vivíamos en una casa común ycorriente por Laureles, pero mi mamá se habíacriado «en Palacio» con tío Joaquín, en lacasa más grande y ostentosa del centro de laciudad, el Palacio Amador, según el apellidodel comerciante rico que la había construido aprincipios de siglo para su hijo, trayendo losmateriales de Italia y los muebles de París.Una casona que compró la Curia cuando semurió el rico heredero, y la rebautizó «Palacio

Arzobispal». Tío Joaquín era grande ypausado, como un buey manso, hablaba conuna erre gutural, a la francesa, y tenía unabarriga tan prominente que habían tenido queabrirle una muesca circular a la cabecera de lamesa, donde él se sentaba, para que estuvieraa sus anchas en el comedor.

Había en su pasado una historia legendaria, decuando había estado trabajando en México, enlos años veinte del siglo pasado, comofundador de un nuevo seminario, en Xalapa,del que fue prefecto general, además deprofesor de Sagrada Teología, Latín yCastellano. Según se contaba en la casa,durante la guerra cristera —esa que se desatóentre el gobierno de México y miles decatólicos recalcitrantes azuzados por elVaticano contra la Constitución de 1917— tíoJoaquín había salido huyendo del seminario(donde algunas monjas habían sido ultrajadas)

y se había refugiado en Papantla. Allí locogieron preso y fue condenado a muerte,pero estando frente al pelotón de fusilamientole conmutaron la pena, por ser extranjero, acambio de veinte años de prisión. No se sabebien cómo logró huir de la cárcel, pero fueapresado de nuevo en Papantla, por el generalGabriel Gaviria, seguidor de Pancho Villa, yllevado a una penitenciaría. Huyó también deallí, con ayuda de unas beatas, y se decía quehabía llegado a La Habana, donde su hermanoera cónsul, en una barca de remos de la que seapoderó en Veracruz con otros curasperseguidos. Según se contaba, habíanatravesado el Golfo de México a punta deremo, remontando las olas bravías del marCaribe por sus propias fuerzas.

Cuando se refería al palacio y al tío, mi mamásuprimía los artículos y decía siempre Palacio(uno podía oír las mayúsculas), y Tío

Joaquín. Por ejemplo, cuando ella y lacocinera, Emma, hacían algo especial en lacocina, digamos un complicadísimo helado dezapote, unos eternos tamales santandereanos,unas laboriosas ensaladas de espárragos conjugo de curuba, o un elaborado licor demandarina que había que enterrar en tinajasde barro durante cuatro meses, mi mamádecía: «Esta es una receta de Palacio». Mipapá se burlaba:

—¿Por qué será que cuando éramos novios yvivías en el Palacio Arzobispal a mí lo mássofisticado que me dieron fue dulce de morascon leche? —y soltaba su carcajada desiempre.

El arzobispo, al final de su vida, fue perdiendopoco a poco la memoria. A veces, en lacatedral, se le iba el santo al cielo y se saltabapartes de la misa o, todavía peor, después de

la elevación, sin darse cuenta, se quedaba enblanco, daba vuelta atrás y volvía a empezar:In nomine Patris et filii… En ese tiempo lasmisas se oficiaban de espaldas a los fieles y sedecían todavía en latín, porque eran los añosanteriores al Concilio. Algunos feligresessufrían por su pastor y otros se reían de él.Los curas que le ayudaban en la Arquidiócesisse aprovechaban de sus vacíos de memoria.Una vez un secretario, que también detestabaa mi papá, le pasó una carta para firmar. TíoJoaquín firmó el papel sin leerlo, porqueconfiaba en su subalterno y creía que era undocumento rutinario. Resultó ser uncomunicado en el que atacaban a mi papá porsus actividades en los barrios de Medellín,evidentemente socialistas, y por sus artículos«incendiarios» en los periódicos, «llenos demáximas irreligiosas y opuestas a las sanascostumbres, aptas para destruir la moral enmentes todavía carentes de juicio, y tósigos

mortales e impíos que con su ánimo revoltosoincitan al levantamiento del pueblo y aldesorden de la nación».

Cuando mi mamá oyó por radio elcomunicado en «La Hora Católica», empezó atemblar, con una mezcla de rabia y de temor.De inmediato cogió el teléfono para llamar asu tío y preguntarle por qué había firmado eseataque tan duro e injusto contra su marido.Tío Joaquín no tenía ni la más remota idea delo que había firmado. Aunque nunca estaba deacuerdo con lo que mi papá decía o escribía,pues él era un obispo de los chapados a laantigua, y muy intransigente en todas lasmaterias (prohibía películas porque se veía untobillo, y vetaba, so pena de excomunión, lavisita a la ciudad de actrices y cantantes), noiba a cometer la impertinencia de amonestaren público a alguien que, bien mirado, era suyerno.

Al ver su firma estampada en ese comunicado(con el que estaba de acuerdo, aunque no loquisiera publicar así) se sintió traicionado, y seindignó tanto que a los pocos días resolvióredactar su carta de renuncia a laArquidiócesis. Algunos meses después llegó deRoma la aceptación, que el Papa demoró unpoco, y él se retiró a la casa de mi abuela, conuna honda sensación de fracaso ydesconsuelo. El arzobispo, al salir, no tenía niun peso, pues era uno de los pocos obisposque practicaban en serio los votos no solo decastidad sino también de pobreza, y por esotuvo que irse a vivir donde mi abuela, hastaque un grupo de personas pudientes deMedellín le compraron una casa en la calleBolivia, donde se fue a vivir con su hermano ysecretario, tío Luis. Y ahí, poco a poco, se fueolvidando de todo, hasta de su propio nombre.La cabeza se le quedó en blanco, dejó dehablar, y al cabo de poco tiempo se murió,

exactamente un mes antes de que yo naciera,después de estar en perfecto silencio durantevarios meses.

El día de su muerte, mi abuela le regaló a mipapá el reloj de bolsillo del señor arzobispo,un reloj labrado en oro, marca Ferrocarril deAntioquia, pero hecho en Suiza, que yoconservo todavía, pues mi mamá me lo dio eldía que mataron a mi papá, y que pasarácomo un testimonio y un estandarte (aunqueno sé de qué) a mi hijo, el día que yo memuera.

10

Gracias al arzobispo o, más bien, gracias a surecuerdo, podíamos contar con la monja decompañía en la casa, la cual era un lujo que

solamente se permitían las familias más ricasde Medellín. Tío Joaquín había apoyado lafundación de una nueva orden religiosa, la delas Hermanitas de la Anunciación, que sededicaba al cuidado de los niños en el hogar, ypor agradecimiento a ese apoyo inicial, lamadre Berenice, que era la fundadora ysuperiora del convento, enviaba a la casa, debalde, a la hermanita Josefa, de modo que leayudara a mi mamá a cuidar los hijos menoresmientras ella montaba su oficina.

Mi mamá y la madre Berenice eran buenasamigas. Se decía que la madre Berenice hacíamilagros. Cuando íbamos al convento, comomi mamá sufría de jaquecas, la madreBerenice le imponía las manos; se las dejabaapoyadas sobre la cabeza durante un rato y almismo tiempo musitaba unos conjurosininteligibles; mi hermana menor y yo nosquedábamos mirando esa ceremonia, atónitos,

desde un rincón de su despacho, con miedo deque saltaran chispas de sus dedos de unmomento a otro. Mi mamá, por unos días, securaba, o al menos decía que se curaba de lamigraña. Años después la madre Berenice semurió, en olor de santidad, y en su proceso debeatificación mi mamá fue llamada a dartestimonio de esas sanaciones milagrosas.Años antes de su muerte, algunos fines desemana Sol y yo los pasábamos en elconvento de las Hermanitas de laAnunciación; recuerdo los corredoresinterminables, encerados y brillantes, el solarcon la huerta, los brevos y los rosales, losrezos eternos e hipnóticos en el oratorio, eláspero olor a incienso y a esperma de velonesque picaba en la nariz. A mi hermanita, quetenía tres o cuatro años y parecía un ángel delRenacimiento con sus ricitos rubios y sus ojosverdiazules, la disfrazaban de monja y laponían a cantar en la capilla una canción que

se llamaba «Estando un día solita» y contabael instante del llamado celestial a la vocaciónreligiosa. Cuarenta años después, ella todavíapuede repetirla de memoria:

Estando un día solita

En santa contemplación

Oí una voz que decía

Entra, entra en religión.

A pesar de este apostolado temprano, mihermana Sol no se fue de monja —aunquetiene algo de eso en sus supersticionespiadosas y en sus fervores repentinos—, sinoque es Médica, y epidemióloga, y al oírla aella a veces me parece que vuelvo a oír a mipapá, pues ella sigue con su mismo sonsonetesobre el agua potable, las vacunas, la

prevención, los alimentos básicos, como si lahistoria fuera cíclica y este un país de sordosdonde los niños todavía se mueren de diarreay desnutrición.

Tengo otro recuerdo médico asociado a eseconvento. Un conocido de mi papá en laFacultad de Medicina, ginecólogo, tenía ungran negocio montado gracias a los conventosfemeninos de Medellín. Según una teoría máso menos peregrina que se había inventado, losúteros que no se usaban para la gestaciónproducían tumores: «la mujer que no parehijo, pare miomas». Y entonces se habíadedicado a sacarles eI útero a todas las monjasde la ciudad, tuvieran miomas o no. Mi papá,con una picardía que ni mi mamá ni elarzobispo ni la madre Berenice aprobaban,decía que este doctor no hacía eso comonegocio, ni mucho menos, sino para evitarproblemas con las anunciaciones de los

ángeles o del Espíritu Santo. Y soltaba unacarcajada blasfema mientras recitaba unascoplas famosas de Ñito Restrepo:

Una monja se embuchó

De tomar agua bendita

Y el embuche que tenía

Era una monja chiquita.

A veces había pasado que, sin que se supieracómo ni cuándo, alguna monja, incluso de lasClarisas, que eran de clausura, resultaraembarazada, y no por el Espíritu Santo. Sinun solo útero de monja disponible en eldepartamento, ese problema jamás se volvió apresentar y la castidad —al menos la aparente— de las monjas, quedó garantizada de porvida. No sé si este método anticonceptivo,

mucho más drástico que todos los que laIglesia prohíbe, se seguirá practicando todavíaen algún convento.

11

Cuando mi mamá se convenció de que con laplata del profesor, menguada por sugenerosidad sin filtros, y amenazada cada ratopor una destitución fulminante de lasdirectivas de la Universidad, era imposiblesostener la casa, al menos dentro de losniveles de buen gusto y buena comida quehabía aprendido «en Palacio», la madreBerenice la apoyó y le ofreció gratis unaayuda extra en la casa, para que mi mamápudiera irse a trabajar tranquila: esa niñeramonja, la hermanita Josefa, que se ocupó de

Sol y de mí todas las semanas, de lunes aviernes, mientras mi mamá trabajaba y hastaque los dos menores entramos al colegio. Mipapá, con el inevitable sedimento machista desu educación, no quería que mi mamá sepusiera a trabajar, ni que adquiriera laindependencia física y mental que da ganarsela propia plata, pero ella logró imponer suvoluntad, con ese carácter firme y constante,mezclado con una indestructible alegría defondo que no ha dejado nunca deacompañarla hasta el día de hoy, y que lahacen una persona inmune a los rencores y alos disgustos duraderos. Luchar contra sufirmeza vestida de alegría ha sido siempreimposible.

A veces mi mamá también me llevaba a laoficina. Como ella no tenía carro, nos íbamosen bus, o mi papá nos dejaba en Junín con LaPlaya, de paso para la Universidad. Mi mamá

había instalado la oficina en un cuchitrildiminuto de un edificio nuevo, La Ceiba, queera la construcción más grande de la ciudad enese momento, y nos parecía gigantesca. Eledificio quedaba, y queda, en el centro, al finalde la Avenida La Playa, al lado del edificioColtejer. Subíamos hasta uno de los pisos másaltos en unos ascensores Otis grandes, dehospital, que manejaban unas ascensoristasnegras hermosísimas, vestidas siempre de unblanco inmaculado, como enfermerasdedicadas a un oficio mecánico. Me gustabantanto que a veces me quedaba horas en elascensor, mientras mi mamá trabajaba,subiendo y bajando al lado de las ascensoristasnegras que olían a un perfume barato quetodavía hoy, en las raras ocasiones en que lohe vuelto a sentir, despierta en mí una especiede melancólico erotismo infantil.

La oficina de mi mamá estaba metida en el

cuarto de los útiles e implementos de aseo deledificio. El cuarto tenía un penetrante olor ajabón y a ambientadores de baño, unaspastillas rosadas, redondas, brillantes, queolían a alcanfor y se ponían en el fondo de losorinales. También había cajas repletas dejabón de piso, blanqueadores, palos deescoba, trapeadoras y pacas de rollos de papelhigiénico barato, arrumadas en una esquina.

En un escritorio metálico, mi mamá seencargaba de hacer a mano las cuentas deledificio, con un lápiz amarillo bien afilado,sobre un inmenso libro de contabilidad detapas duras y verdes. También tenía que hacerlas actas de las reuniones de la Junta deledificio, en un estilo anticuado que le habíaenseñado tío Luis, el hermano del arzobispo,que había sido secretario perpetuo de laAcademia de Historia. «Toma la palabra elpreclaro ganadero señor don Floro Castaño

para manifestar que se debe economizar en eluso del papel higiénico, de modo que losgastos comunes de la copropiedad noaumenten innecesariamente. La señoraadministradora, doña Cecilia Faciolince deAbad, anota que si bien don Floro tiene toda larazón, resulta inevitable, por motivosfisiológicos, que haya un cierto gasto. Noobstante lo anterior, comunica a los señorescopropietarios que uno de sus vecinos, eldoctor John Quevedo, quien se ha trasladadoa vivir en su oficina, usándola abusivamentecomo casa de habitación, y en las horas de lamadrugada suele hacer uso del baño de damasdel sexto piso, donde procede a bañarse y,como carece de toalla, procede también asecar su cuerpo con grandes cantidades depapel higiénico, el cual, una vez usado dejapor el suelo, razón por la cual…».

Mi mamá era experta en mecanografía y

taquigrafía (copiaba los dictados a unavelocidad increíble, con unos maravillososgarabatos indescifrables, como ideogramaschinos) pues había hecho un curso desecretariado en la Escuela Remington paraSeñoritas, y antes de casarse había sido lasecretaria del gerente de Avianca en Medellín,el doctor Bernardo Maya. Es más, contabaque como el gerente de Avianca se moría deamor por ella, había resuelto casarse con eldoctor Maya si mi papá, que en ese momentohacía su maestría en Estados Unidos, nocumplía su promesa de casarse. Cuandoocurría, pero eran cosas muy raras, que mimamá y mi papá tuvieran una discusión y sedejaran de hablar por una tarde, mis hermanasle preguntaban, burlonas:

—¿Mami, hubieras preferido casarte conBernardo Maya?

Y una de mis preocupaciones más graves,cuando niño, era para mí esa preguntainsoluble, o mal planteada, de si yo hubieranacido o no, y cómo, si mi mamá se hubieracasado, no con mi papá, sino con BernardoMaya. Yo no quería renunciar a la vida, por loque intentaba imaginarme que en tal caso yono me parecería a mi papá, sino al doctorMaya. Pero la conclusión era terrible pues,dado lo anterior, si yo no me pareciera a mipapá, sino a Bernardo Maya, entonces yo yano sería yo, sino otra persona distintísima amí, con lo cual dejaba de ser lo que era, y esoera lo mismo que no ser nada. El doctor Mayavivía muy cerca de la casa, como a las doscuadras volteando, y no tenía hijos, lo cualacentuaba mi terror metafísico de nunca habersido, ya que él tal vez era estéril. Yo lo mirabacon miedo y suspicacia. A veces nos loencontrábamos en misa, más serio que unrevólver, y saludaba a mi mamá con un gesto

nostálgico y disimulado de la mano, queparecía llegar desde muy lejos. Y como mipapá no iba a misa, a mí me parecía que laiglesia era ese sitio donde mi mamá y el doctorMaya cometían el terrible pecado desaludarse, como si cada vaivén de la manodespechada fuera un signo secreto de lo queno era y de lo que pudo haber sido.

Después llegaría a la oficina la primeraayudante de mi mamá, que tenía el nombremás apropiado, dadas las circunstancias,Socorro, y con ella llegó la primera sumadora,una maquinita de manivela que me dejabaatónito pues resolvía con unos pocosmovimientos del brazo todas las operacionesaritméticas que yo me demoraba horas enresolver para las tareas del colegio. Con elpasar de los años, poco a poco, irían llegandomás y más empleadas a esa oficina, siempremujeres, sólo mujeres, nunca hombres,

incluyendo a mis tres hermanas mayores,hasta que la oficina de mi mamá completósetenta empleadas de género femenino y seconvirtió en la empresa que más edificiosadministraba en Medellín. Del cuarto de aseode La Ceiba, mi mamá se trasladó a unaoficina de verdad en el segundo piso delmismo edificio, que acabó comprando, y luegosu negocio fue creciendo y mejorando desede. Hoy la oficina ocupa una casona de dospisos, adonde mi mamá, con sus ochenta añosbien vividos, sigue yendo todos los días, deocho de la mañana a seis de la tarde,manejando su carro automático con la mismadestreza y la misma autoridad con la que mecesu bastón, como un báculo de obispo, y casicon el mismo ánimo con que hace medio siglollenaba sus cuadernos de taquigrafía, con esaespecie de apresurados y misteriososideogramas chinos.

Hubo unas pocas excepciones de empleadosvarones en la oficina de mi mamá, y, al igualque en mi casa, creo que yo fui el primero eninfringir esa regla no escrita en ninguna parte,pero muy sabia, que dice que el mundofuncionaría mucho mejor si solamente logobernaran mujeres. En todo caso, durante lasvacaciones del colegio, y pese a ser hombre,mi mamá me contrataba para ayudar en laredacción de cartas, informes y actas en unficticio «Departamento de Informes yCorrespondencia». Allí, escribiendo cartas denegocios, redactando circulares de consejos yprotestas, lidiando con asuntos escabrosos(excrementos de perros, adulteriosdescubiertos, borracheras musicales,exhibición de órganos erectos en ascensores yventanas, mariachis a las cuatro de la mañana,mañosos parranderos en plan de conquista,hijos atracadores de familias patricias e hijosdrogadictos de parejas puritanas), puliendo

esquelas de pésame y memoriales de renuncia,tuve el más largo y difícil entrenamiento de mioficio de escribidor. Algunos amigos y amigasmías (Esteban Carlos Mejía, Maryluz Vallejo,Diana Yepes, Carlos Framb), que despuésescribieron libros también, pasaron por esaespecie de noviciado en el «Departamento deInformes y Correspondencia» de la empresade mi mamá, empresa que ella quiso bautizar,en su vena feminista, como «Faciolince ehijas», pero que mi papá exigió que se llamara«Abad Faciolince Limitada», para que no nosdejaran ni a él ni a mí por fuera, tal comoparecía ser el plan de las mujeres de la casa.

12

Pocos años después de la muerte del

arzobispo, y por el mismo periodo en que yoacompañaba a mi papá y al doctor Saunders alas visitas de trabajo social por los barrios máspobres de Medellín, La Gran Misión hizo susolemne y bulliciosa entrada a la ciudad. Éstarepresentaba otro estilo de trabajo social, detipo piadoso; una especie de ReconquistaCatólica de América patrocinada por elcaudillo de España, Generalísimo de losejércitos imperiales y apóstol de la cristiandad,su excelencia Francisco Franco Bahamonde.La dirigía un jesuita peninsular, el padreHuelin, un hombre oscuro, seco, de figuraascética, demacrado y ojeroso como elfundador de la Compañía de Jesús, con unainteligencia vivaz, fanática y cortante. Susopiniones eran inclementes y definitivas, comolas de un delegado de la Inquisición, y enMedellín fue recibido con gran entusiasmocolectivo, como un enviado del más allá quevenía a enderezar el desorden del más acá por

medio de la devoción mariana.

Con los evangelizadores de la Reconquistaespañola venía una pequeña estatua de laVirgen de Fátima. Por esos días se queríaimponer su prestigio como el símbolo devotomás importante del Catolicismo. Para salvar almundo del Comunismo Ateo, el Santo Padrehabía solicitado que en las viejas coloniasespañolas —y en el mundo entero— se rezaracon mucho fervor y más asiduidad que nuncael Santo Rosario. Eran los tiempos de laRevolución cubana y de las guerrillas míticasde América Latina, las cuales no se habíanconvertido todavía en bandas de criminalesdedicadas al secuestro y al tráfico de drogas, yconservaban por lo tanto cierto halo de luchaheroica pues defendían programas dereformas radicales y reivindicaciones socialesque no era difícil compartir. Para contrarrestarla fuerza de estas corrientes disgregadoras, la

Virgen de Fátima era una ayuda sobrenaturalque reconduciría a las masas por la senda dela devoción, de la verdad, de la resignacióncristiana o de la muy tímida «Doctrina socialde la Iglesia». La aparición de la SantísimaVirgen en Portugal se convirtió, más que lamiseria, el agua o la reforma agraria, en eltema de conversación obligado en familias,costureros, peluquerías y cafés. En muchasdiscusiones se hacían conjeturas y seentablaban largas disputas teológicas sobre lossecretos revelados por la Santísima Virgen alos tres pastorcitos de Cova de Iría a quienesse les había aparecido. El Tercer Secreto, queera terrible y solamente lo conocían la últimapastorcita sobreviviente y el Sumo Pontífice,era el que más despertaba la fantasía y por lotanto alimentaba el ánimo fabulador de lagente. La hipótesis que más seguidores tenía,y la que todos los curas insinuabansubrepticiamente en sus sermones, era terrible,

y consistía en la inminencia de la TerceraGuerra Mundial entre Estados Unidos y Rusia,es decir, entre el Bien y el Mal, la cual no secombatiría con fusiles y cañones, sino conbombas atómicas, y sería como la batalladefinitiva entre Dios y Satanás. Todosdebíamos estar preparados para el gransacrificio, y mientras tanto, rezar el SantoRosario todos los días, y rogar por lasintenciones de los buenos, para que Rusia, esaenemiga de Dios y aliada del Enemigo, nofuera a ganar. Este Tercer Secreto equivalenteal anuncio de la Tercera Guerra Mundial, porlo demás, tenía en la historia contemporáneamuchos indicios verdaderos en los que podíaapoyarse pues no era mentira que variasveces, en aquellos decenios de la Guerra Fría,estuvimos al borde de una ecatombe, por losmotivos más fútiles de pundonor humano ynacionalista, o incluso por un simple accidentenuclear.

El propósito de la Gran Misión era extender elculto de la Virgen de Fátima por AméricaLatina y recordar a las masas la bondad de laresignación cristiana, pues al fin y al cabo Diospremiaría a los bienaventurados pobres en elmás allá, por lo que no era urgente perseguir elbienestar en el más acá. Al lado de la Virgenvenía todo un plan vigoroso para defender lasverdades eternas de la fe católica y revivir losvalores morales de la única religión verdadera.Si ya España tenía tan poco peso políticosobre nuestras naciones, con ayuda de laIglesia el Generalísimo quería volver a ganar lainfluencia perdida en la región. Una especie dereconquista por la fe, apoyada en las viejasfamilias blancas y patricias de cada sitio. Elempujón inicial consistía en varias semanas deceremonias, sermones en iglesias, adoraciónde la estatua traída del Viejo Mundo ybendecida por el Santo Padre, reuniones yretiros con los católicos más representativos

de cada ciudad. Y con los jóvenes, losprofesionales, los periodistas, los deportistas,los líderes políticos… Esta actividadevangelizadora se iría repitiendo en todos lospaíses de Latinoamérica, como unaconmemoración, también, de la primeraevangelización de América llevada a cabo porlos conquistadores.

Punto culminante de esta campaña eraauspiciar la práctica del Rosario de Aurora. Alas cuatro de la madrugada, antes delamanecer, un nutrido grupo de feligreses sereunía en el atrio de la iglesia parroquial yrecorría las calles del barrio, cantando himnosreligiosos y entonando la oración a laSantísima Virgen. El barrio de Medellínelegido por el padre Huelin para el Rosario deAurora fue Laureles, donde nosotrosvivíamos, pues este era el vecindarioemergente, el de la burguesía joven, de

profesionales en ascenso, los que podían tenerdespués más influencia y penetración social entodos los niveles. Los devotos salían a lascuatro de la mañana, entre cánticos, tamboresy velones, para llamar la atención. El padreHuelin iba adelante, con la estatua, con lasbanderas y los estandartes de cruzados alviento, mientras la procesión a mis espaldasrezaba el Santo Rosario en voz alta. Mil o dosmil personas, mujeres y niños en su mayoría,recorrían el barrio para despertar la fe en laSantísima Virgen y de paso despertar a lostibios que seguían dormidos, pegados de lassábanas. Mi mamá, la hermanita Josefa, lasmuchachas del servicio y mis hermanasmayores iban a esas procesiones; mi papá yyo nos quedábamos en la casa durmiendocomo santos.

El doctor Antonio Mesa Jaramillo, decano dearquitectura de la Universidad Pontificia, y el

compañero de mi papá y del doctor Saundersen las correrías por los barrios populares, fueel primer damnificado por el Rosario deAurora. Él era uno de los maestros de laarquitectura en Medellín; había vivido enSuecia y de allí había introducido acá la pasiónpor el diseño contemporáneo. Como estealarde ruidoso de la fe le molestaba (él era uncreyente sobrio, que practicaba su religión enla intimidad), escribió un artículo en ElDiario, el vespertino liberal, protestando porel ruido infernal que se hacía durante estaprocesión. «Cristianismo de pandereta», sellamaba su protesta, y era una críticafuribunda al catolicismo peninsular. «¿FueCristo un vociferador?», se preguntaba. Ydecía: «Antes podíamos dormir; caer en lanada, en el vacío místico del sueño. Elhispano-catolicismo nos vino a saquear losnervios. Eso es el falangismo: ruido, nada,algarabía. Confunden la religión de Cristo con

una corrida de toros. Orgías matinales; gritosdel siglo del oscurantismo». Mi papá tambiénapoyaba este punto de vista y sostenía,irónico, que el Padre Eterno no era sordocomo para que hubiera que gritarle tanto, yque si se daba el caso de que Dios fuerasordo, como a veces parecía, su sordera noera del oído sino del corazón.

Ipso facto, monseñor Félix Henao Botero, elrector de la Universidad Pontificia, destituyóal doctor Mesa Jaramillo del decanato dearquitectura, por escribir lo anterior, y loexpulsó de la facultad por los siglos de lossiglos, amén. En El Colombiano se les hizouna encuesta sobre este hecho a variosintelectuales de la ciudad. Todos apoyaron alseñor Rector y condenaron duramente elartículo del Decano. Sólo mi papá, presentadopor el periódico como «el conocido dirigentede izquierda», apoyó la valentía del doctor

Mesa Jaramillo, y dijo que, así no estuviera entodo de acuerdo con él, como vivíamos en unrégimen liberal estaría dispuesto a defenderhasta con la propia vida el derecho deexpresión de cada uno.

Para mi papá, que vivía más bien al margende la Iglesia, este tipo de catolicismo español,retardatario, perjudicaba mucho al país. Dehecho sus jerarcas perseguían a curas y fielesdistintos, que buscaban un catolicismo másabierto y acorde con los nuevos tiempos.Siempre había encontrado curas sensatos ycompasivos con los problemas de sucomunidad, curas buenos (malos para laIglesia), sobre todo en los barrios populares adonde íbamos los fines de semana, y mi papácitaba siempre como ejemplo al padre GabrielDíaz que era, ese sí, un alma de Dios, másbueno que el pan, y por eso los obispos no lodejaban trabajar en paz y lo trasladaban de un

lado a otro cuando empezaba a ser demasiadoquerido y seguido por sus parroquianos. Todoel que hiciera despertar y participar a lospobres era considerado un activista peligrosoque ponía en riesgo el imperturbable orden dela Iglesia y de la sociedad. Cuando, pocosaños después, los barrios de Medellín seconvirtieron en un hervidero de matanzas y enun caldo de cultivo de matones y sicarios, laIglesia ya había perdido contacto con esossitios, al igual que el Estado. Habían pensadoque dejarlos solos era lo mejor, yabandonados a su suerte se convirtieron ensitios donde, como maleza, surgían hordassalvajes de asesinos.

Guerras de religión y

antídoto ilustrado

13

Algunos decenios antes un eximio filósofoalemán había anunciado la muerte de Dios,pero a estas remotas montañas de Antioquiatodavía no había llegado la noticia. Con unretraso de más de medio siglo. Dios agonizabatambién aquí, o algunos jóvenes se rebelabancontra Él y trataban de demostrar conescándalos (los poetas nadaístas, por ejemplo,hacían colecciones de hostias consagradas, ytiraban pedos químicos en los congresos deescritores católicos) que al Omnipotente letenía sin cuidado lo que ocurría en este vallede lágrimas pues los rayos de su ira nocastigaban a los réprobos, ni los favores de sugracia llovían siempre sobre los buenos.

Yo sentía como si en mi propia familia seviniera librando una guerra parecida entre dosconcepciones de la vida, entre un furibundoDios agonizante a quien se seguía venerandocon terror, y una benévola razón naciente. O,mejor, entre los escépticos a quienes seamenazaba con el fuego del Infierno, y loscreyentes que decían ser los defensores delbien, pero que actuaban y pensaban con unafuria no pocas veces malévola. Esta guerrasorda de convicciones viejas y conviccionesnuevas, esta lucha entre el humanismo y ladivinidad, venía de más atrás, tanto en lafamilia de mi mamá como en la de mi papá.

Mi abuela materna provenía de una estirpe degodos rancios y de recatadas costumbrescristianas. Su padre José Joaquín García, quehabía nacido a mediados del siglo XIX ymuerto a principios del XX, era un maestro deescuela que redactaba artículos con el

seudónimo de Arturo, y había escrito lasmagníficas Crónicas de Bucaramanga,además de fungir como presidente delDirectorio Conservador, cónsul honorario deBélgica y vicecónsul de España. Dos de loshermanos de mi abuela eran curas, el unoobispo y el otro monseñor. Uno más, tíoJesús, había sido ministro en tiempos de laHegemonía Conservadora, y el más joven fuecónsul plenipotenciario en La Habana durantedecenios, y todos habían jurado fidelidad alglorioso partido de sus mayores, el de latradición, la familia y la propiedad. Pese aestos orígenes, o quizá por eso mismo, puessiempre le molestó la excesiva rigidez moral desus hermanos, que se escandalizaban antecualquier innovación en los usos del mundo,mi abuela se había casado con AlbertoFaciolince, un liberal de buen humor y menteabierta, con quien fue feliz poco tiempo pues alos cuatro años de matrimonio, con mi mamá

que apenas empezaba a hablar, el liberal habíasido llamado a la presencia de Dios (que aúnno había muerto) con una muerte súbita,accidental, en una carretera cerca de Duitamaque como ingeniero civil estaba construyendoen el departamento de Boyacá.

Con ese ancestro semita que no se nos sale enlas creencias religiosas, pero sí en lascostumbres, al poco tiempo un hermano deAlberto, Wenceslao Faciolince, tomó poresposa a la viuda de su hermano el ingeniero.Este Wenceslao era un abogado de mal genio,juez en Girardota, que lo primero que decía allevantarse, todos los santos días, era estafrase: «Este es el despertar de un condenado amuerte». Mi abuela nunca fue feliz con él,pues no se le parecía a su adorado hermano nien la cama ni en la mesa, los dos sitios másimportantes de una casa, y mi mamá (quedesde entonces soporta mal a los abogados y

me transmitió este mismo prejuicio) acabómatándolo sin querer queriendo, al ponerle poraccidente una inyección contraindicada paralos débiles de corazón.

Veinte años más tarde mi mamá, a pesar dehaber sido educada por el señor Arzobispocon las reglas del catecismo más estricto,repitió la historia de su madre, mi abuela,como soltando de nuevo las amarras, lasansias de liberarse del antiguo yugo, pues secasó una vez más con otro radical alegre,papá, en un impulso de libertad. Para buenaparte de su familia, especialmente para tíoJesús, el ministro, este no había sido unmatrimonio conveniente, pues que unamuchacha de origen conservador se casaracon semejante liberal era como una alianzaentre Montescos y Capuletos.

Creo ver en la mente de mi abuela Victoria, y

también la de mi mamá, una cierta concienciaatormentada por la contradicción de sus vidas.La abuela y mi mamá siempre fueron, portemperamento, profundamente liberales,tolerantes, avanzadas para la época, sin unabrizna de mojigatería, Eran alegres y vitales,partidarias del gozo antes de que nos comanlos gusanos, patialegres, coquetas, pero teníanque ocultar este espíritu dentro de ciertosmoldes externos de devoción católica ypacatería aparente. Mi abuela —en abiertacontradicción con sus hermanos sacerdotes ypolíticos del partido conservador— había sidosufragista, y hasta decía que uno de los díasmás felices de su vida fue cuando, a mediadosde siglo, un militar de supuesto talantetotalitario (pues lo contradictorio aquí no sonsólo las familias, sino todo el país) establecióel voto femenino. Pero al mismo tiempo nopodía librarse de su educación a la antigua. Yasí, trataba de compensar su liberalismo de

temperamento con un exceso de muestrasexteriores de fervor y adhesión a la Iglesia,como si se pudieran salvar las formas, y depaso su alma, a fuerza de los rutinariosrosarios que rezaba y de los ornamentos quecosía para los curas jóvenes de las parroquiaspobres.

Algo muy parecido le ocurría a mi mamá, quefue una feminista ante litteram, y muy activano en la teoría del feminismo, sino en supráctica cotidiana, como lo demostró alimponerle a mi papá (liberal ideológico, peroconservador en la vieja concepción patriarcaldel matrimonio) su idea de abrir un negociopropio, pagarles a dos muchachas por losoficios domésticos y ponerse a trabajar en unaoficina, lejos de la tutela económica y del ojovigilante del marido.

Además, en los últimos años, incluso la sólida

roca de la unanimidad religiosa de su familia—inamovible al parecer desde los tiempos dela Conquista— se había roto. Así como lacarrera militar va por familias, y laperiodística, y la política, y a veces también laliteraria, así mismo en la familia de mi mamálo que les venía por sangre eran las vocacionessacerdotales. Pero dos primos hermanos deella, René García y Luis Alejandro Currea,educados en los principios más rígidos delcatolicismo tradicional, aunque se habíanordenado según la costumbre de susancestros, al cabo de poco tiempo habíanterminado de curas rebeldes, situados en el alamás izquierdista de la Iglesia, dentro del grupode la Teología de la Liberación. Claro que esamisma generación había dado también unfruto del otro extremo, pues un primo más,Joaquín García Ordóñez, se había ordenado yhabía resultado ser el párroco másreaccionario de toda Colombia, que no es

poco decir. En premio a su celo retardatario, asu oposición furibunda a todo cambio, y comoherencia de monseñor Builes (un obispo parael cual «matar liberales era pecado venial»),había sido nombrado obispo, y recibido laDiócesis por tradición más conservadora delpaís, la de Santa Rosa de Osos.

De los dos curas rebeldes, el uno trabajaba enuna fábrica como obrero, para despertar laconciencia dormida del proletariado, y el otroorganizaba invasiones de tierras en los barriospobres de Bogotá, desobedeciendoabiertamente a las jerarquías de la Iglesia. Yorecuerdo una noche en que, con mi mamá ymi papá, fuimos a la cárcel a llevarles unascobijas a René y a Luis Alejandro, a quieneshabían metido presos en La Ladera y semorían de frío en una escuálida celda,acusados de rebelión junto con otros curas delGrupo Golconda, que era un movimiento

cercano al pensamiento de Camilo Torres, elcura guerrillero, y que tomaba en serio aquellarecomendación del Concilio que aconsejaba laopción preferencia! por los pobres. Desdeesos días yo comprendí que también dentro dela Iglesia se estaba librando una guerra sorda,y que si en mi casa y en mi cabeza habíamuchos partidos en pugna, afuera las cosas noeran muy distintas. Algunos de estos curasrebeldes de las comunidades de base, ademásde oponerse al capitalismo salvaje, estaban encontra del celibato sacerdotal, apoyaban elaborto y el condón, y más tarde estuvieron deacuerdo con la ordenación de las mujeres y elmatrimonio homosexual.

Por el lado paterno las cosas no eran tampocomás nítidas. Mi abuelo Antonio, quien habíanacido en el seno de una familia también goday apegada a la tradición, la de Don Abad, unode los tres supuestos blancos de Jericó (los

únicos con derecho a llevar el título de Don),se había atrevido a ser el primer liberal de lafamilia en más de un siglo de recuerdos, yhabía tenido que enfrentarse a su propiosuegro, Bernardo Gómez, que había sidooficial del ejército conservador en la Guerra delos Mil Días y más tarde senador —y de losmás recalcitrantes— por este mismo partido.Siendo coronel había combatido contra elgeneral Tolosa, liberal, de quien la abuela demi papá decía que «era tan malo que mataba alos conservadores en el mismo vientre de susmadres».

Mi abuelo, para escapar de la órbitaconservadora de su familia, y de la Iglesia, sehabía hecho masón, como un modo deafiliarse a una corporación de mutua ayudaalternativa a la Iglesia, que practicaba elmismo tipo de clientelismo con sus afiliados. Araíz de unas disputas de tierras que tuvo con

unas primas, y para alejarse de lashabladurías, críticas y chismes de la familia,había jurado sacarse toda la sangre,transfundirse con otra, y cambiarse el apellidoAbad por el de Tangarife, que le sonabamenos judío y más árabe amenaza burlescaque jamás cumplió).

Años después el abuelo, durante la Violenciade mediados de siglo, sería amenazado por losgodos chulavitas que, en el norte del Valle,estaban matando a los liberales como él. DonAntonio se había trasladado a la población deSevilla con toda la familia en la crisiseconómica de los años treinta. El viaje acaballo, con doña Eva, mi abuela,embarazada, y con él atormentado por unaúlcera péptica, había sido un martirio de díasque mi papá recordaba como un éxodo bíblicocon llegada feliz a la Tierra Prometida, el Valledel Cauca, una región «donde no existía el

Diablo». Allí el abuelo, después de muchossacrificios, con el sudor de su frente, habíallegado a ser notario, y había logrado amasarnuevamente una cierta fortuna, representadaen fincas de café y de ganadería.

En Sevilla había hecho mi papá casi todos susaños de colegio. Él había salido de Jericómientras cursaba tercero de primaria, pero alllegar a Sevilla el abuelito le dijo que habíanconversado tanto en el camino, y que su hijoera tan inteligente, que podía matricularlo enquinto, y así lo hizo. En Sevilla terminó susaños de primaria y secundaria. Durante elbachillerato en el Liceo General Santander, sehizo buen amigo del rector del colegio, uncélebre exiliado ecuatoriano que había sidovarias veces presidente de su país, el doctorJosé María Velasco Ibarra, y mi papá siempredeclaró que éste había sido una de sus másimportantes influencias políticas y vitales. Sus

amigos de la primera juventud eran tambiénvallunos, de Sevilla, pero en los años de laViolencia de mediados de siglo se los fueronmatando a todos uno por uno, por liberales.

Cuando mi papá, después de estudiarMedicina en Medellín, y de especializarse enEstados Unidos, volvió a Colombia y empezóa trabajar en el Ministerio de Salud come jefede la Sección de Enfermedades Transmisibles,toda su familia vivía aún en Sevilla. Siendopresidente de Colombia el conservador OspinaPérez, mi papá tuvo la idea del año ruralobligatorio para todos los médicos reciéngraduados y redactó el proyecto de ley queconvirtió en realidad esta reforma. Casi almismo tiempo, en la misma Sevilla, y aprincipios de la Violencia, empezaron a caerasesinados sus mejores amigos de juventud,sus compañeros del Liceo General Santander.

A raíz de estos crímenes, pero sobre tododespués de la trágica muerte de uno de suscuñados, el esposo de la tía Inés, OlmedoMora, que se mató mientras huía de lospájaros del partido conservador, mi papá y elabuelo resolvieron que había que abandonarSevilla y refugiarse en Medellín, donde la olade violencia era menos aguda. Don Antoniotuvo que malvender lo que había amasado enmás de veinte años de trabajo y volver aAntioquia a empezar de nuevo con más de 50años de edad. Mi papá, después de renunciara su puesto en el Ministerio de Salud, con unacarta furibunda (y en su tradicional tono deconmoción romántica) donde decía que no ibaa ser cómplice de las matanzas del régimenconservador, tuvo la suerte de que lonombraran en un cargo de asesoría médicapara la Organización Mundial de la Salud, enWashington, Estados Unidos. Ese exilioafortunado lo salvó de la furia reaccionaria

que mató a cinco de sus mejores amigos delbachillerato y a cuatrocientos mil colombianosmás. Desde ese tiempo mi papá se declaraba«un sobreviviente de la Violencia», por habertenido la fortuna de estar en otro país durantelos años más crudos de la persecución políticay las matanzas entre liberales y conservadores.

La ebullición y las tensiones ideológicascontinuarían también en la generación de loshijos de mi abuelo Antonio (y después en susnietos), pues entre ellos, si mi papá le habíasalido de un liberalismo mucho más radicalque el suyo, de corte socialista y libertario,otro de sus hijos, mi tío Javier, acabó siendoordenado en Roma como cura del Opus Dei,la orden religiosa más derechista del momento,esa que, en contradicción con el Concilio,parecía haberse inclinado por una opciónpreferencial por los ricos.

Esta lucha entre la tradición católica másreaccionaria y la Ilustración Jacobina, aunadaa la confianza en el progreso guiado por laciencia, se seguía viviendo en mi propia casa.Por ejemplo, quizá a raíz de la influenciadejada por la Gran Misión, durante todo elmes de mayo, el de la Virgen, mis hermanas,las muchachas, la monjita y yo hacíamosprocesiones por todos los rincones de la casa.Poníamos una pequeña estatua de la Virgendel Perpetuo Socorro que tío Joaquín le habíatraído a mi mamá de Europa, encima de unabandeja de plata, sobre una carpeta decrochet, la rodeábamos de flores cortadas enel patio, y con velas y cantos que la monjaentonaba («El 13 de mayo la Virgen María /Bajó de los cielos a Cova de Iría. / Ave, Ave,Avemaría / Ave, Ave, Avemaría»),recorríamos los corredores y todos los cuartosde la casa, con la Santísima Virgen en andas.Donde entraba la Virgen no penetraría nunca

Satanás, y por eso emprendíamos cadasemana la procesión desde el fondo, detrás dellavadero y el extendedero de ropas, dondeestaban los cuartos del servicio, el de Emma yTeresa y el de Tata, luego el aplanchadero, lacocina, la despensa, el costurero, el rincónchino, la sala, el comedor, y finalmente, unopor uno, los dormitorios del segundo piso. Elúltimo cuarto que se visitaba, otra vez abajo,después del garaje y la biblioteca, era «el deldoctor Saunders», que era protestante, peronadie lo veía por eso con malos ojos, aunquela hermanita Josefa soñaba con poderloconvertir a la única fe verdadera, la religiónCatólica, Apostólica y Romana.

Yo participaba en esas procesiones, pero porlas tardes mi papá contrarrestaba con laenciclopedia y con sus palabras y lecturas miadiestramiento diurno. Como en una luchasorda por apoderarse de mi alma, yo pasaba

de las tenebrosas cavernas teológicasmatutinas a los reflectores iluministasvespertinos. A esa edad en que se forman lascreencias más sólidas, las que probablementenos acompañarán hasta la tumba, yo vivíaazotado por un vendaval contradictorio,aunque mi verdadero héroe, secreto yvencedor, era ese nocturno caballero solitarioque con paciencia de profesor y amor depadre me lo aclaraba todo con la luz de suinteligencia, al amparo de la oscuridad.

El mundo fantasmal, oscurantista, alimentadodurante el día, poblado de presenciasultraterrenas que intercedían por nosotros anteDios, y territorios amenos o terribles o neutrosdel más allá, se convertía en las noches, parami descanso, en un mundo material y más omenos comprensible por la razón y por laciencia. Amenazante, sí, pues no podía dejarde serlo, pero amenazante solamente por las

catástrofes naturales o por la mala índole dealgunos hombres. No por los intangiblesespíritus que poblaban el universo metafísicode la religión, no por diablos, ángeles, santos,ánimas y espíritus extraterrestres, sino por lospalpables cuerpos y fenómenos del mundomaterial. Para mí era un alivio dejar de creeren espíritus, ánimas en pena y fantasmas, notenerle miedo al Diablo ni sentir temor deDios, y dedicar mis ansias, más bien, acuidarme de las bacterias y de los ladrones, aquienes al menos uno se podía enfrentar conun palo o con una inyección, y no con el airede las oraciones.

—Ve a misa tranquilo, para que tu mamá nosufra, pero todo eso es mentira —meexplicaba mi papá—. Si hubiera Dios deverdad, a Él le tendría sin cuidado que loadoraran o no. Ni que fuera un monarcavanidoso que necesita que sus súbditos se le

arrodillen. Además, si de verdad fuera buenoy todopoderoso, no permitiría que ocurrierantantas cosas horribles en el mundo. Nopodemos estar completamente seguros de sihay Dios o no, y tampoco podemos estarseguros de que Dios, en caso de existir, seabueno, o al menos bueno con la Tierra y conlos hombres. Quizá para Él nosotros seamostan importantes como los parásitos para losmédicos o como los sapos para tu mamá.

Y yo sabía muy bien que en parte la vida demi papá estaba dedicada a luchar contra losparásitos, a exterminarlos, y que mi mamá lestenía a los sapos una fobia secreta e histéricapor la que en la casa estaba prohibido inclusopronunciar la palabra que designaba a esebatracio.

Si la hermanita Josefa me leía la tristísimahistoria de Genoveva de Brabante, que me

hacía llorar como un ternero, y los relatospiadosos de otras terribles santas martirizadasde todo el santoral, mi papá me leía poemasde Machado, de Vallejo y de Neruda sobre laGuerra Civil española; me contaba loscrímenes cometidos por la Santa Inquisicióncontra las pobres brujas —que brujas nopodían ser, porque brujas no hay, ni conjurosque sirvan—, la quema del desventuradomonje Giordano Bruno, solo por sostener queel Mal no existía puesto que Todo era Dios yquedaba impregnado de la bondad de Dios, ylas persecuciones de la Iglesia a Galileo y aDarwin, por haber quitado del centro delUniverso a la Tierra y del centro de laCreación al Hombre, que ya no estaba hechoa imagen y semejanza de Dios, sino a imageny semejanza de los animales.

Cuando yo le contaba de las torturas ysufrimientos de las santas que me había leído

por la tarde la monja, con terribles hogueras,violaciones carnales y senos cercenados, mipapá sonreía y me decía que si bien era ciertoque los mártires de los primeros años delCristianismo habían sufrido un martirioheroico, pues se dejaban matar por losromanos con tal de defender la cruz, y la ideadel Dios único contra los múltiples diosespaganos, y aunque fuera admirable, tal vez,que hubieran soportado con ánimo impasibleel martirio del fuego, de los leones o de lasespadas, su heroísmo, en todo caso, no habíasido superior ni más doloroso que el de losindios martirizados por los representantes de lafe cristiana. La saña y la violencia de loscristianos en América no habían sido inferioresa las de los romanos contra ellos en la viejaEuropa. Cuando los cristianos habíanmasacrado a los indios o combatido a losherejes y paganos, lo habían hecho con elmismo salvajismo romano. En nombre de esa

misma cruz por la que habían padecidomartirio, los conquistadores cristianosmartirizaron a otros seres humanos, yarrasaron con templos, pirámides y religiones,mataron dioses venerados, y desaparecieronlenguas y pueblos completos, con tal deextirpar ese mal representado porcomunidades con otro tipo de creenciasultraterrenas, generalmente politeístas. Y todoesto para imponer con odio la supuestareligión del amor al prójimo, el Diosmisericordioso y la hermandad entre todos loshombres. En esa danza macabra en que lasvíctimas de la mañana se convertían en losverdugos de la tarde, las opuestas historias dehorrores se neutralizaban y yo solo confiaba,con el optimismo que me transmitía mi papá,en que nuestra época fuera menos bárbara,una nueva era —casi dos siglos después de laRevolución Francesa— de real libertad,igualdad y fraternidad, en la que se tolerarían

con ánimo sereno todas las creencias humanaso religiosas, sin que por esas diferenciashubiera que matarse.

Aunque me contara las historias vergonzosasdel cristianismo guerrero para comentar lastorturas padecidas por sus mártires, mi papáno había dejado de sentir un profundo respetopor la figura de Jesús, pues no encontrabanada moralmente despreciable en susenseñanzas, salvo que eran casi imposibles decumplir, sobre todo para los católicosrecalcitrantes —tan hipócritas—, quienes porlo tanto vivían en la más honda de lascontradicciones vitales. También le gustaba laBiblia, y a veces me leía pedazos del libro delos Proverbios, o del Eclesiastés, y aunque leparecía que el Nuevo Testamento era muchomenos buen libro que el Antiguo,literariamente hablando, reconocía quemoralmente, en los Evangelios, había un salto

hacia adelante y un ideal de comportamientohumano mucho más avanzado que el que sedesprendía del más bello, pero mucho menosético. Pentateuco, donde estaba permitidoazotar a los propios esclavos, si se portabanmal, hasta provocarles la muerte.

Había muchas otras lecturas en la casa, pías yprofanas. Mi papá, aunque a veces comprabala revista Selecciones (y me leía la secciónque se llamaba «La risa, remedio infalible»),se saltaba las partes donde hablaban pestes delcomunismo, con sórdidos ejemplos del gulag,porque no quería creer en eso y le parecíapura propaganda, y más bien me regalaba,para compensar, libros editados en la UniónSoviética. Recuerdo al menos tres: Eluniverso es un vasto océano, de ValentinaTereshkova, la primera astronauta mujer; otrode Yury Gagarin, donde el pionero del espaciodecía que se había asomado al vacío sideral y

allí tampoco había visto a Dios (lo cual parami papá era una demostración boba ysuperficial, pues bien podía Dios ser invisible);y el más importante, que mi papá me leíaexplicándome cada párrafo. El origen de lavida, de Aleksandr Oparin, donde se relatabade otra manera la historia del Génesis, y sinintervención divina, de modo que yo pudieraresolver con explicaciones científicas lasprimeras preguntas sobre el Cosmos y losseres vivos, con un químico Caldo Primordialbombardeado por radiaciones estelaresdurante millones de años, hasta que al finhabían surgido por accidente o por necesidadlos primeros aminoácidos y las primerasbacterias, en el lugar que antes había ocupadoel poético Libro con los siete días demilagrosos relámpagos y repentinos descansosde un ser Todopoderoso que,misteriosamente, se cansaba como si fuera unlabrador. Todavía conservo estos libros,

firmados por mí en 1967, con esa inciertacaligrafía de los niños que apenas estánaprendiendo a escribir, y con la firma que usédurante toda la infancia: Héctor Abad III Mela había inventado para terminar las cartas quele mandaba a mi papá durante sus viajes aAsia, y le daba esta explicación: «Héctor AbadIII, porque tú vales por dos».

A raíz de las conversaciones con mi papá(más que por las lecturas, que yo no era capazde entender todavía), en el colegio, a veces ensecreto y a veces públicamente, yo mealineaba con los rusos en una hipotética guerracontra los americanos. Claro que esta fecompartida me duró poco, pues liando a mipapá lo invitaron a hacer un viaje por la UniónSoviética, a principios de los años setenta, ycomprobó que la propaganda de Seleccionestenía mucho de verdad, regresó con unadesilusión absoluta sobre los logros del

«socialismo real», y sobre todo escandalizadocon los niveles insoportables del EstadoPolicial y sus atentados imperdonables contrala libertad individual y los derechos humanos.

—Vamos a tener que hacer un socialismo a lalatinoamericana, porque lo que es el de allá, esespantoso —decía mi papá, aunque con ciertopesar de tenerlo que reconocer.

Él creía sinceramente que el futuro del mundotenía que ser socialista, si queríamos salir detanta miseria e injusticia, y en algún momento—hasta su viaje a Rusia— pensó que elmodelo soviético podría ser el bueno. Estacreencia suya, opuesta a la de mi mamá (quecuando estuvo en La Habana viendo larevolución cubana, con buena rima les dijoque ella prefería la revolución mexicana), sereflejaba hasta en las cosas más simples ycotidianas. Cuando yo tenía un año, era un

bebé calvo, blanco y rechoncho, y mi papá ymi mamá discutían a quién me parecía más:ella aseguraba que yo era casi igual a JuanXXIII, el Papa del momento, y él en cambiosostenía que me parecía más a NikitaKruschev, el Secretario General del PartidoComunista Soviético. Mi mamá debió deganar la discusión pues la finca dondepasamos las vacaciones de ese año no terminóllamándose el Kremlin, sino Castelgandolfo.

14

Ante todas mis inquietudes, mi papá me leíapedazos de la Enciclopedia Colliers, queteníamos en inglés, o trozos de los grandesautores necesarios para una «liberaleducation», como decía el prólogo de la

colección de Clásicos de la EnciclopediaBritánica, unos cincuenta volúmenesencuadernados en falsa piel, con las obras másimportantes de la cultura occidental. En lasguardas de cada volumen de la Colliers habíaunos recuadros con la historia cronológica delos grandes avances de la civilización, desde elinvento del fuego y de la rueda hasta los viajesespaciales y el computador, lo cual indicaba yadesde las pastas una gran fe en el progresocientífico que nos conduciría siempre haciaalgo mejor. Si yo le preguntaba a mi papásobre la distancia de las estrellas, o sobrecómo venían al mundo los bebés, o sobreterremotos, dinosaurios o volcanes, recurríasiempre a las páginas y a las láminas de laEnciclopedia Colliers.

También me mostraba un libro de arte quesólo muchos años después supe que eraimportante, The Story of Art, de Ernst

Gombrich. Cuando mi papá estaba en launiversidad yo abría este libro muchas veces,aunque siempre en la misma página. EsaHistoria del Arte fue la primera revistapornográfica de mi vida (junto con elmamotreto de la Real Academia, en formatogigante, donde yo buscaba las palabrasgroseras), pues como estaba en inglés yo sólomiraba las láminas, y la pintura en la quesiempre me detenía más tiempo, con una granconfusión mental y fisiológica, era un cuadroque mostraba a una mujer desnuda, el pubisapenas semicubierto por unas ramas, queamamantaba a un niño, mientras un hombrejoven la observa, con un bulto protuberanteentre las piernas. Al fondo se ve unrelámpago, y el trueno de aquel cuadro fuecomo el estallar de mi vida erótica. En esetiempo el nombre de la pintura o del pintor notenían importancia para mí, pero hoy sé(conservo el mismo libro) que se trata de La

Tempestad, de Giorgione, y que el cuadro fuepintado a principios del cinquecento. Lasformas llenas y carnosas de esa mujer meparecían lo más perturbador y apetecible quehabía visto hasta ese momento, con laexcepción, tal vez, del rostro perfecto de miprimer amor, en la escuela primaria, una niñade la clase a la que nunca tuve el valor dedirigirle la palabra, Nelly Martínez, unamuchachita de rasgos angelicales y que, si noestoy mal, era hija de un aviador, lo cual lahacía aún más aérea, misteriosa e interesanteante mis ojos.

Cuando me sacaron del colegio mixto en elque estudié durante la primaria, y me metieron—para mayor confusión de ideas e influencias— a ese Gimnasio donde mi tío Javier, delOpus Dei, trabajaba como capellán, fue unalástima que todos los cuerpos susceptibles dealgún erotismo tuvieran que ser —ya que no

había otros— los de mis compañeros varonesque estudiaban en el Gimnasio conmigo. Sialguno tenía rasgos faciales femeninos, onalgas muy protuberantes, o caminado dehembra, en una confusión inevitable desentimientos y palpitaciones, los más arrechosnos arrechábamos con ellos.

También en esto pasaba de un extremo a otro:el colegio era el reino de la religión represiva,medieval, blanca y clasista, pues miscompañeros pertenecían casi todos a lasfamilias más ricas de Medellín, y era unmundo duro y masculino, de competencias,golpes y severidad, todo envuelto en el terribletemor del pecado y en la obsesión por el sextomandamiento, con una enfermiza maníasexofóbica mediante la cual se intentabareprimir a toda costa una sensualidadincontrolable que se nos salía por los poros,alimentada por chorros de hormonas juveniles.

Aquella cruzada de nuestros maestros contrael sexo era lo que se dice una misiónimposible, y el mismo Fundador de la Obra,en unas películas propagandísticas que noshacían ver en la biblioteca, hablaba del«heroísmo de la castidad». Nunca se meolvida que en una de esas películas monseñorEscrivá de Balaguer, hoy santo segúndictamen de la Santa Madre Iglesia, despuésde hablar de las victorias de Franco contra«los rojos» en España, y de recomendarnoscon furia intransigente la castísima virtud de lapureza, se quedaba mirando a la cámara conojos penetrantes y sonrisa maliciosa, mientrasdecía lentamente esta frase: «¿No creéis en elInfierno? Ya lo veréis, ya lo veréis». El padreMario, que había reemplazado a mi tío comocapellán, y a quien no se le podía decir«padre» (pues padre había uno solo y era ElPadre, monseñor Escrivá), siempre empezabaigual sus entrevistas individuales de dirección

espiritual, a las que cada semana íbamospasando por turnos:

—Hijo, ¿cómo estás de pureza?

Y creo que sus mañanas y tardes consistían enel deleite vicario e inconfesable de asistir unatras otra, como en una larga sesión depornografía oral, a las minuciosas confesionesde nuestra irreprimible sed de sexo. El padreMario quería siempre detalles, más detalles,con quién y cuántas veces y con cuál de lasmanos y a qué horas y en dónde, y uno lenotaba que esas revelaciones, aunque lascondenara de palabra, le atraían de unamanera enfermiza, tenaz, y que su insistenciaen el interrogatorio lo único que revelaba erasu ansia por explorarlas.

Al atardecer, luego de esos interminables yaburridos días de colegio, con profesores

mediocres (salvo un par de excepciones), yovolvía, después de un larguísimo recorrido enbus, desde Sabaneta hasta Laureles, enextremos opuestos del Valle de Aburrá, aluniverso femenino de mi casa llena demujeres. Allí también el sexo estaba oculto onegado, y hasta tal punto que, cuando éramosmás pequeños y nos bañaban a todos juntos,para ahorrar agua caliente, en la bañera quehabía en el cuarto del doctor Saunders, poridea de la hermanita Josefa, a mis hermanasles permitían desnudarse y mostrar su curiosarajadura en forma de ranura de alcancía entrelas piernas, pero a mí no se me permitíaquitarme los calzoncillos, por esa rara trinidad,única en la familia, que me brotaba en la mitaddel cuerpo. Sólo mi papá, que en cambioestaba dispuesto a ducharse en pelotaconmigo, y que les explicaba a mis hermanascon dibujos explícitos e inmensos la maneraen que se hacían los hijos, cuando regresaba

de la universidad por la noche, restablecía elequilibrio y aclaraba con generosidad ydedicación todas mis dudas. Desmentía a losprofesores, criticaba a la monja por su espíritumedieval y mojigato, sacaba al Infierno de lageografía de la ultratumba, que quedabareducida a una Terra Incógnita, y restablecíael orden en el caos de mis pensamientos.Entre dos pasiones religiosas insensatas, unamasculina, en el colegio, y otra femenina, enla casa, yo tenía un asilo nocturno e ilustrado:mi papá.

15

¿Por qué había cedido mi papá, que habíaestudiado en colegios públicos laicos, y habíapermitido que a mí me educaran en un colegio

privado confesional? Supongo que tuvo queresignarse a eso ante la ineluctable decadenciaque hubo en Colombia, hacia los años sesentay setenta, de la educación pública. Debido alos profesores mal pagos y mal escogidos,agrupados en sindicatos voraces que permitíanla mediocridad y alimentaban la perezaintelectual, debido a la falta de apoyo estatalque ya no veía en la instrucción pública lamayor prioridad (pues las élites quegobernaban preferían educar a sus hijos encolegios privados y el pueblo que se lasarreglara como mejor pudiera), a causatambién de la pérdida del prestigio y el estatusde la profesión docente, y la pauperización ycrecimiento desmedido de la población máspobre, por este conjunto de motivos, ymuchos otros, la escuela pública y laica entróen un proceso de decadencia del que todavíano se recupera. Por eso mi papá, molesto peroresignado, incapaz de negar la realidad, había

dejado que mi mamá, más práctica, seencargara de la elección de colegio, unofemenino para mis hermanas y uno masculinopara mí, necesariamente privado, que en elcaso de Medellín era también sinónimo dereligioso.

Ella metió a mis hermanas con las monjas deLa Enseñanza y de Marie Poussepin, dondeella misma había terminado el bachillerato, ypara mí pensó, después de los años de kínder,que hice allá mismo, y después de losprimeros cursos de primaria, que realicé en laescuela del barrio (donde no habíabachillerato), que lo mejor sería meterme alcolegio de la Compañía de Jesús, el SanIgnacio, porque los jesuitas llevaban siglos deexperiencia educando muchachos, y al menosde eso tenían que saber.

Una tarde, después de pedir cita con el rector,

fuimos juntos allá para solicitar un cupo.Recuerdo que el rector, el padre Jorge Hoyos,después de obligarnos a una antesala muchomás larga de lo necesario —pues era evidenteque estaba solo—, como acostumbran hacerlos gerentes de todas las compañías, nosacogió con una frialdad y una distancia queimponían un respeto reverencial. Nos recibióya de pie (como hacía aquel personaje delGatopardo, para no mostrarle a mi mamá quese levantaba) y sin ningún preámbulo,tratándola de usted, empezó a interrogarla, sincontestar siquiera a su saludo:

—Jorge, ¡cuánto tiempo! ¿Cómo estás?

—¿Qué la trae, señora, por aquí?

De inmediato me di cuenta de que la cosapintaba mal pues ella me había dicho en lacasa, antes de salir, que todo sería muy fácil

pues «Jorge» había sido amigo de ella de todala vida, sobre todo en la juventud, antes deirse de cura con los jesuitas. Ese «señora»indicaba que mi mamá ya no podría decirleJorge de nuevo, sino Padre Hoyos, o inclusoSeñor Rector. Como el motivo de la visita eraobvio, y los puestos en su colegio, limitados ymuy apetecidos, él había asumido a concienciasu posición de privilegio, de persona quepuede hacer o negar un favor.

—Vengo, padre, a pedirle un puesto en elcolegio para mi hijo, que ya está terminando laprimaria.— Y aquí me acarició la cabeza paradecir mi nombre compuesto, mi edad, ypresentarme como un niño aplicado. El PadreHoyos contestó, sin hacer ningún gesto depresentación, y sin hacernos sentar:

—Ah, señora, eso no es tan fácil como cree,por muy buen estudiante que sea el niño.

Mire, yo tengo aquí tres cajones —el rector sedirigió a un archivador y lo fue abriendo unopor uno, muy despacio, para que viéramosdentro las pilas de solicitudes de admisión—.Este primero yo lo llamo el Cielo, y es para losalumnos que entran directamente.

Mi mamá, que sabía mejor que yo para dóndeiban las cosas, le dijo:

—Y estoy segura de que nosotros no estamosahí…

—Exacto. Luego viene el cajón delPurgatorio, que es este, donde pondremos lasolicitud de su niño, ¿cómo se llama? —(mimamá se lo repitió y él pronunció mi nombremuy despacio, sílaba por sílaba, con extremaironía)— Héc-tor Jo-a-quín—. Para estostenemos que hacer un análisis muy minuciosode la familia de origen para saber si entran o

no entran, si puede haber en el seno del hogaralguna influencia negativa— (y aquí abriómucho los ojos, como subrayando lainsinuación maligna)— o perniciosa desde elpunto de vista moral o doctrinal.

Aquí se detuvo un momento, todo el tiempocon los ojos de par en par, mirando fijamentea mi mamá, como para dejar que ella vieracon los ojos de la imaginación a ese médicocalvo y de gafas que despertaba tanta rabia entoda la ciudad.

—Y finalmente viene el cajón del Infierno,que pertenece a aquellos que no tienen ni lamás remota esperanza de entrar aquí, que aveces entran allí directamente, y otras caencomo atraídos por la gravedad desde elPurgatorio de arriba.

Aquí mi mamá no aguantó más, y con esa

sonrisa lejana que había aprendido quizá en eltrato con su tío el arzobispo, con esa simpatíadisplicente que ha sido siempre su manera deponer a los demás en su sitio, no dudó uninstante en contestar, cambiando bruscamentede tono y de pronombre:

—Ay, Jorge, podés ponernos de una vez en elInfierno, que yo voy a pedir cupo en otrocolegio. Perdona la molestia, y hasta luego.

Y al decir esto me tomó de la mano, dimosmedia vuelta y salimos precipitadamente de laRectoría del San Ignacio, sin dar la mano nivolver la vista atrás para estudiar la cara delpadre rector, a quien no volvimos a ver nuncaen la vida.

16

Así fue como terminé estudiando en elGimnasio Los Alcázares, «establecimientoasesorado espiritualmente por el Opus Dei»,así decían, donde me recibieron de inmediatogracias a la influencia de mi tío Javier, cura dela Obra, y pasando por alto, esta vez, «laideología perniciosa» de mi papá. Para mí esecolegio tenía una ventaja adicional, y era quedos primos míos estudiaban allá, Jaime Andrésy Bernardo, ambos de mi misma edad, y esome hacía confiar en que sería más fácil laexperiencia de «nuevo», que implica siempreun peaje de tormentos y burlas en cualquiercolegio. Tal vez yo insistí en que me metieranahí, sin pensar para nada en el asuntoreligioso, y a lo mejor por eso mi papá noopuso resistencia. Porque era raro que él, queen las reuniones familiares siempre teníaterribles discusiones con el tío Javier pormotivos religiosos (y ambos se acaloraban ysubían la voz al discutir sobre el problema del

Mal), se hubiera plegado a mi antojo o a lasabia presión, leve pero insistente, de mimamá. Tal vez le pareció que todo esoformaba parte de un destino irremediable conel que más valía no luchar. Así como losmonasterios en el medioevo eran el único sitiodonde podía refugiarse cualquiera que tuvieravocación de estudioso, también ahora era unaseñal de los tiempos, y de nuestro país, que ennuestra ciudad no hubiera sino colegiosconfesionales, al menos con un nivelacadémico decente, donde pudiera estudiar unhijo suyo. Además pensaría que eso de «viviren contra» podría contribuir a probar yafirmar algunas de las creencias distintas porlas que él me iría conduciendo.

Aunque, si lo pienso mejor, yo creo tambiénque para esos años él era víctima todavía deuna lucha interior. Trataba de educarme a mícomo no creyente, que era lo que él

racionalmente quería ser, con el fin delibrarme de todos esos fantasmas de represióny culpabilidad religiosas que lo habíanatormentado durante toda la vida, pero almismo tiempo, en parte por no contradecir lascreencias de mi mamá, y en parte porqueconfiaba en que la educación impartida por loscuras era mejor, o siquiera menos mala, másseria y rigurosa, más disciplinada, dejaba elrazonamiento a medias y permitía que lascosas fluyeran como fueran saliendo, sinoponer resistencia, con ese espíritu toleranteque admitía que todas las ideas fueranexpuestas en toda su amplitud antes de tomarpartido por lo que uno considerara menospernicioso o más benéfico.

No tendría sentido arrepentirse de algo quedependió tan poco de la voluntad y tanto delas circunstancias de haber nacido en estemomento de la historia, en este rincón de la

tierra, en ese entorno familiar, y no en otros.Tuve la suerte, digámoslo así, porque a todoconviene verle el lado positivo, de sereducado, pues así era en Los Alcázares, enuna tradición escolástica que al menosrespetaba el rigor de la lógica aristotélica, ycreía que a las verdades de la fe se podíaacceder por la razón, siguiendo las sutilezasmentales del doctor de la Iglesia, Santo Tomásde Aquino. Más hábil y certero hubiera sidometernos por el camino menos racional de SanAgustín, mucho más resbaloso en el momentode rebatir, pues no apelaba a la razón sino alas corazonadas. Nos obligaban a leer autoresmenores de la escuela tomista másrecalcitrante. El criterio de Balmes, lospensamientos retorcidos de monseñor Escriváde Balaguer, las diatribas de los educadores dela Falange española contra el materialismoateo, el laicismo moderno, y cosas así.

Al mismo tiempo, en la casa, mi papá meofrecía antídotos caseros contra la educaciónescolar. A las lecturas del colegio, todasimpregnadas de patrística y filosofía católica,mi papá oponía otros libros y otras ideas queme convencían mucho más, y si en clase dereligión o de ciencias se pasaba por alto lateoría evolucionista (o se decía que no habíasido comprobada a saciedad), o si en clase defilosofía despachaban en tres patadas aVoltaire, D'Alambert y Diderot, en labiblioteca de mi papá era posible aplicarsevacunas con pequeñas dosis de ellos mismos,que me inmunizaran contra su destrucción, ocon Nietzsche y Schopenhauer, con Darwin oHuxley, y las pruebas de Leibniz y SantoTomás de la existencia de Dios podían sertratadas con el antibiótico de Kant o de Hume(que hacía una gran crítica de los milagros), ocon el más accesible y juguetón escepticismode Borges, y sobre todo con la claridad

refrescante del gran Bertrand Russell que erael ídolo filosófico de mi papá, y mi libertadormental.

En últimas, en asuntos de religión, creer o nocreer no es sólo una decisión racional. La fe ola falta de fe no dependen de nuestravoluntad, ni de ninguna misteriosa graciarecibida de lo alto, sino de un aprendizajetemprano, en uno u otro sentido, que es casiimposible de desaprender. Si en la infancia yprimera juventud se nos inculcan creenciasmetafísicas o si por el contrario nos enseñanun punto de vista agnóstico, o ateo, llegados ala edad adulta será prácticamente imposiblecambiar de posición. Los niños nacen con unprograma innato que los lleva a creer,acríticamente, en lo que afirman conconvicción sus mayores. Es conveniente quesea así pues qué tal que naciéramos escépticosy ensayáramos a cruzar la calle sin mirar, o a

probar el filo de la navaja en la cara para versi corta de verdad, o a internarnos en la selvasin compañía. Creer a ciegas lo que le dicenlos padres es una cuestión de supervivencia,para cualquier niño, y en eso caben losasuntos de la vida práctica como también lascreencias religiosas. No creen en fantasmas oen personas poseídas por el demonio quieneslos han visto, sino aquellos a quienes se loshicieron sentir y ver (aunque no los vieran)desde niños.

A veces unas pocas personas, ebrias deracionalidad, al crecer, recapacitan y poralgunos años adoptan el punto de vistadescreído, aunque hayan sido educados de unmodo confesional, pero cualquier fragilidad dela vida, vejez o enfermedad, los vuelvetremendamente susceptibles a buscar el apoyode la fe, encarnada en alguna potenciaespiritual. Sólo quienes estén, desde muy

temprano en la vida, expuestos a la semilla dela duda, podrán dudar de una u otra de suscreencias. Con una dificultad adicional para elpunto de vista que desconoce la vida espiritual(en el sentido de seres y lugares quesobreviven después de la muerte o que sonpreexistentes a nuestra propia vida), queconsiste en que probablemente, por una ciertaagonía existencial del hombre, y por nuestratorturadora y tremenda conciencia de lamuerte, el consuelo de otra vida y de tener unalma inmortal, capaz de llegar al Cielo o capazde trasmigrar, será siempre más atractiva, ydará más cohesión social y sentimiento dehermandad entre personas lejanas, que la fríay desencantada visión en la que se excluye laexistencia de lo sobrenatural. Los hombressentimos una honda pasión natural que nosatrae hacia el misterio, y es una labor dura, ycotidiana, evitar esa trampa y esa tentaciónpermanente de creer en una indemostrable

dimensión metafísica, en el sentido de seressin principio ni final, que son el origen detodo, y de impalpables sustancias espiritualeso almas que sobreviven a la muerte física.Porque si el alma equivale a la mente, o a lainteligencia, es fácil de demostrar (basta unaccidente cerebral, o los abismos oscuros delmal de Alzheimer) que el alma, como dijo unfilósofo, no sólo no es inmortal, sino que esmucho más mortal que el cuerpo.

Viajes a oriente

17

Durante mi infancia y primera juventud, en losaños sesenta y setenta, mi papá estuvoenfrentado muchas veces con las directivas de

la Universidad por motivos ideológicos. Claroque yo esto ni lo entendía ni lo percibíadirectamente; pero las conversaciones entre mipapá y mi mamá, en el comedor y en elcuarto, eran interminables y tensas. Ella loapoyaba en todo, con firmeza, le ayudaba aaguantar las persecuciones más injustas y lesugería estrategias diplomáticas desupervivencia. Pero llegaba un momento enque todo fracasaba y mi papá tenía quemarcharse para largos viajes, viajesincomprensibles para mí, y con consecuenciasmuy dolorosas, que yo no entendía, y quesólo pude dilucidar bien al cabo de los años.

En esos decenios tuvo que soportar, una yotra vez, la persecución de los conservadores,que lo consideraban un izquierdista nocivopara los alumnos, peligroso para la sociedad ydemasiado librepensador en materia religiosa.Y después, desde finales de los setenta, tuvo

que aguantar también el macartismo, las burlasdespiadadas y las críticas incesantes de losizquierdistas que reemplazaron a losconservadores en ciertos mandos del claustro,quienes lo veían como un burgués tibio eincorregible porque no estaba de acuerdo conla lucha armada. Recuerdo que mi papá, en elperíodo de transición, cuando la izquierdareemplazó a la derecha en la Universidad, ycuando él más que nunca predicaba latolerancia de todas las ideas, y el mesoísmo enfilosofía (una palabra que él había inventadopara defender el justo medio, elantidogmatismo y la negociación) repetíamucho la siguiente frase, quizá citando aalguien que no recuerdo: «Aquellos a quieneslos güelfos acusan de gibelinos, y los gibelinosacusan de güelfos, esos tienen la razón».

Le pareció grotesco cuando los marxistasquisieron convertir y convirtieron la vieja

capilla de la ciudad universitaria en unlaboratorio, y luego en un teatro, pues si bienla Universidad debía ser laica, había nacidoreligiosa, es más, había nacido en unconvento, y por lo tanto respetar (en vista deque la mayor parte de los profesores y de losestudiantes eran creyentes) un sitio de culto,no era una claudicación de ese ideal laico, sinola confirmación de un credo liberal y toleranteque admitía toda manifestación intelectual delos hombres, sin excluir las religiosas, y pocotendría de malo que la universidad albergaratambién un templo budista, una sinagoga, unamezquita y una capilla de masones. Todofundamentalismo era para él pernicioso, y nosólo el de los creyentes, sino también el de losno creyentes.

Pero a principios de los sesenta, cuando yotenía apenas tres o cuatro años, la pelea eracon los representantes de la extrema derecha,

como volvería a serlo en los años ochenta.Hacia 1961, mi papá tuvo su primer conflictograve con ellos, que en ese momento erannada menos que las más altas jerarquías de laUniversidad de Antioquia, la Alma Materdonde se había formado y donde trabajócomo profesor, pese a todo, hasta el últimodía de su vida. El rector, Jaime SanínEcheverri, de talante conservador (si bien conlos años limaría sus filos más agudos hastallegar a una vejez menos fanática), y sobretodo el decano de la Facultad de Medicina,Oriol Arango, empezaron a perseguirlo con elpropósito, no muy oculto, de que renunciara asu cátedra. En algún momento hubo un parode maestros públicos y mi papá apoyó lahuelga con artículos e intervenciones en laradio y en la plaza. A raíz de este apoyorecibió una carta del decano, el doctor Arango,en la que lo regañaba así:

«Cuando asumí las funciones de decano,usted y yo convinimos en la necesidad delibrar a la Cátedra de Medicina Preventiva,para bien de la Facultad, de lo que ustedllamaba el “bad will” y yo el sambenito decomunista. Agradecí su promesa de no ahorraresfuerzo alguno suyo para esta necesariacampaña. Pero ahora he recibido numerosasinformaciones sobre su actuación en la tribunapública y en la radio, dentro de un recientemovimiento que degeneró en un paro ilegal.En casos como este se basan las dudas sobresi en su Cátedra se está haciendo laborpuramente universitaria, o se está tratando deagitar a las masas. Su actitud no se compaginacon la posición de Profesor Universitario yestimo llegado el momento de definirse yescoger entre dedicarse por entero a ladocencia o a actividades ajenas a ella».

La respuesta de mi papá, después de

informarle al decano sobre algunas labores queestaba emprendiendo en un pueblo cercano aMedellín con un filántropo norteamericano (serefería, sin nombrarlo, al doctor Saunders), depráctica efectiva, útil y real de la SaludPública, traía las siguientes reflexiones:

«Debo manifestar a usted, muyrespetuosamente, que nunca he entendido miposición profesoral como renuncia a misderechos de ciudadano y a la libre expresiónde mis ideas y opiniones en la forma en que locrea conveniente. Hasta ahora, en los cincoaños de Cátedra Universitaria en estaFacultad, es la primera vez que esto trata deprohibírseme. Bajo los dos anterioresdecanatos he escrito en la prensa y he emitidomis opiniones en la radio, y aunque es posibleque esto sea lo que haya causado el “bad will”(entre ciertos sectores) en relación con estaCátedra, no tengo el más mínimo

arrepentimiento por haberlo hecho, pues creoque he tenido siempre por mira el bienpúblico, y que siendo la Cátedra que dirijoesencialmente de servicio general y decontacto con la realidad colombiana, no mepodría aislar y aislar a los estudiantes, en unatorre académica de marfil, siendo que, alcontrario, debería entrar de lleno en contactocon los reales problemas colombianos, no conlos futuros y pasados, sino también con lospresentes, para que la universidad no sigasiendo un ente etéreo, aislado de las angustiasde la gente, de espaldas al medio ysostenedora de los viejos métodos y privilegiosque han mantenido en la Edad Media de lainjusticia social al pueblo colombiano.

»Ayer no más, sobre el lomo de un caballo, ycon el presidente de una asociación americanade servicio social, visitaba a nuestros siervoscampesinos que no tienen agua, ni tierra, ni

esperanza. Pensaba venir a contar esto a losestudiantes y al público en general, e invitarlosa que fueran a conocerlos para quepudiéramos idear mejores métodos pararemediar tan lamentables circunstancias. Siestas ideas son incompatibles con elprofesorado, usted puede resolver lo que abien tenga, señor decano, pero no piensorenunciar a ellas por ninguna presióneconómica o política que sobre mí se ejerza,ni pienso abandonarlas, melancólicamente,después de haber luchado toda la vida porellas y por mi derecho a expresarlas».

La respuesta ya no fue del decano, sino delConsejo Directivo de la Universidad. Elrector, los decanos todos, el representante delpresidente de la República, del ministro deEducación, de los profesores, de los exrectores, de los estudiantes, todos porunanimidad apoyaron la posición del doctor

Arango. Mi papá volvió a responderles conmucha vehemencia, pero vio que su espacioen la Universidad se hacía angosto, y quetodos los ojos estaban puestos sobre él paradespedirlo en cualquier momento con elpretexto más fútil que pudieran encontrar. Fueentonces, hacia el año 63 o 64, cuandoempezaron las repetidas «licencias» que mipapá pidió para no verse sometido a unadestitución repentina.

Para esquivar el temporal, como los aviadoresque rodean un cumulus nimbus en forma deyunque, y retornan un poco más adelante a laruta establecida, rodeando la tormenta, mipapá (que en los primeros años de suexperiencia como médico había trabajado enWashington, Lima y México como consultorde la Organización Mundial de la Salud), pudoconseguir algunas consultorías médicasinternacionales, primero en Indonesia y

Singapur, después en Malasia y Filipinas, ypara hacerlas pidió varias licencias. Lasdirectivas de la Universidad, felices dedeshacerse, así fuera temporalmente, del dolorde cabeza personificado en ese médicorevoltoso, se las concedieron de inmediato.

Esos paréntesis de ausencia no eransuficientes para calmar las aguas; al volverencontraba que sus antiguos alumnos(protegidos, recomendados y nombradoscomo profesores por él mismo) lo recibían conpiedras en la mano. Uno en particular,Guillermo Restrepo Chavarriaga, se dedicó ainsultarlo y a acusarlo de ser «un demagogocon el estudiantado y un dictador con elprofesorado» además de profesar «unafilosofía peligrosa y contraria al progreso de laEscuela y de la salud». Mi papá se enterabade esas acusaciones con asombro y leía esascartas casi sin poder creer lo que leía. En la

misma Escuela de Salud Pública que él habíafundado y dirigido pretendían echarlo a laspatadas y con las acusaciones más infames.Entonces tenía que volver a pedir algunaasesoría internacional para poder seguirmanteniendo a la familia sin tener querenunciar a su dignidad en la Facultad.

Recuerdo que los primeros días, cuando él semarchó para uno de esos viajes, tal vez elprimero, de más de seis meses, y que para míera casi lo mismo que una muerte, yo lerogaba a mi mamá que me dejara dormir en lacama de él, y les pedía a las muchachas queno cambiaran las sábanas ni las fundas de lasalmohadas, para poder dormirme sintiendotodavía el olor de mi papá. Y me hicieroncaso, al menos al principio, hasta que ya lassemanas y mi propio cuerpo habíansuplantado aquel olor maravilloso, que en minariz era el signo de la protección y la

tranquilidad.

Una llamada por teléfono desde las antípodas,en esos años, costaba un ojo de la cara, y mipapá sólo podía permitirse una conferenciamuy breve, una vez al mes, en la que eraimposible que pudiera hablar con los seis hijosy con mi mamá, por lo que se limitaba ahablar cinco minutos con ella, que, a los gritosy entre pitidos y murmullos siderales,atropelladamente, tenía que contarle cómoestábamos todos, uno por uno, y quénovedades había en la familia y en el país. Porsupuesto que estaban las cartas, y a cada unode los hijos nos llegaban muchas, porseparado, o en conjunto, todas las semanas.También nosotros le escribíamos, y en elarchivo de la casa todavía están algunas de susrespuestas, siempre amorosas y tiernas, llenasde reflexiones y consejos para cada uno denosotros, con el dolor de la lejanía atemperado

por el recuerdo y la constancia de los mejoressentimientos. Yo, de regreso a la desolaciónde mi cama y de mi cuarto, metía sus postalesy sus cartas debajo del colchón, y esas líneasde letras que me traían desde Asia la voz demi papá, eran mi compañía nocturna y elsoporte secreto de mi sueño.

Por algunas de esas cartas que conservotodavía, y por el recuerdo de los cientos ycientos de conversaciones que tuve con él, yohe llegado a darme cuenta de que no es queuno nazca bueno, sino que si alguien tolera ydirige nuestra innata mezquindad, es posibleconducirla por cauces que no sean dañinos, oincluso cambiarle el sentido. No es que a unole enseñen a vengarse (pues nacemos consentimientos vengativos), sino que le enseñana no vengarse. No es que a uno le enseñen aser bueno, sino que le enseñan a no ser malo.Nunca me he sentido bueno, pero sí me he

dado cuenta de que muchas veces, gracias a labenéfica influencia de mi papá, he podido serun malo que no ejerce, un cobarde que sesobrepone con esfuerzo a su cobardía y unavaro que domina su avaricia. Y lo que es másimportante, si hay algo de felicidad en mi vida,si tengo alguna madurez, si casi siempre mecomporto de una manera decente y más omenos normal, si no soy un antisocial y hesoportado atentados y penas y todavía sigosiendo pacífico, creo que fue simplementeporque mi papá me quiso tal como era, unatado amorfo de sentimientos buenos y malos,y me mostró el camino para sacar de esa malaíndole humana que quizás todos compartimos,la mejor parte. Y aunque muchas veces no loconsiga, es por el recuerdo de él que casisiempre intento ser menos malo de lo que misnaturales inclinaciones me indican.

18

El problema era que cuando él se ausentabadurante meses, yo caía, indefenso, en eloscuro catolicismo de la familia de mi mamá.Me tocaba ir muchas tardes a la casa de laabuelita Victoria, que se llamaba así porquehabía venido al mundo después de una sartade seis hermanos, en Bucaramanga, y cuandoal fin había nacido el séptimo y último hijo,una mujer, mi bisabuelo, José Joaquín,profesor de castellano y autor de crónicasamenas, había gritado: «¡Al fin, Victoria!», yVictoria se quedó la niña. Mi abuela tenía,pues, un montón de varones devotos pordelante, entre sus hermanos, y acabó siendo lahermana del arzobispo Joaquín y la hermanade monseñor Luis García, y la hermana deJesús García (que se había casado, pero enúltimas era más sacerdote que los dos

anteriores pues oía tres misas diarias, como sifueran cines, matinal, vespertina y noche, ydespués de enviudar había dedicado su vida ala devoción y a recordarle a todo el mundo —pues nadie se acordaba— que él había sidoministro de Correos y Telégrafos durante elgobierno de Abadía Méndez, hasta ladesastrosa llegada al poder de los liberales,masones y radicales), y la hermana deAlberto, cónsul en La Habana (este un pocomás vividor que sus hermanos, quizá el menosmamasantos de la familia), y la tía de JoaquínGarcía Ordóñez, obispo de Santa Rosa deOsos, y la tía, además, de los dos curasrebeldes que ya he mencionado. René Garcíay Luis Alejandro Currea. Fuera de estaparentela devota y masculina, para completarel cuadro de su entorno católico hasta eltuétano, sus confesores y amigos íntimos eranmonseñor Uribe, que llegaría a ser obispo deRionegro y el más famoso exorcista de

Colombia, el padre Lisandro Franky, párrocoen Aracataca, y el padre Tisnés, historiador dela Academia, y gracias a todos estos nexoslevíticos era además la anfitriona delCosturero del Apostolado, un grupo demujeres que se dedicaba todas las tardes delos miércoles, de dos a seis, a coser sinsosiego los ornamentos de los curas de laciudad, gratis para los pobres y caros para losricos, y cosían, tejían y bordaban albas,cíngulos, estolas, casullas, amitos para cubrirla espalda, purificadores para el altar, paliaspara pulir el copón, y roquetes para losseminaristas y los monaguillos.

La casa de mi abuela, en la carrera Villa con lacalle Bombona, olía a incienso, como lascatedrales, y estaba llena de estatuas eimágenes de santos por todas partes, como untemplo pagano de diversas devociones yespecialidades (el Sagrado Corazón de Jesús,

con la víscera expuesta, Santa Ana,enseñándole a leer a la Santísima Virgen, SanAntonio de Padua, con su lengua incorruptapredicando a los pájaros, San Martín dePorres protegiendo a los negros, el Santo Curade Ars en su lecho de muerte), además deunas fotos inmensas del difunto señorarzobispo, con sus lentes de ciego que nodejaban verle los ojos, desperdigadas por lasparedes del comedor y de los corredoresoscuros y largos. Había también capilla yoratorio, donde tío Luis estaba autorizado adecir misa, y varias cartas enmarcadas enlaminilla de oro porque traían la firma delcardenal Pacelli, y luego de Su Santidad PíoXII, nombre que tomó el mismo cardenal,amigo de tío Joaquín, cuando el Espíritu Santolo hizo nombrar Papa poco antes de laSegunda Guerra Mundial, para desgracia delos judíos y vergüenza de la cristiandad, yentre tantos objetos y devociones e imágenes

sagradas, se respiraba un permanente olor asacristía, a cirio encendido, a terror del pecadoy a chismes de convento.

Al caer la tarde, alrededor de la abuela, nossentábamos todos en el oratorio, mishermanas y yo, y empezaban a brotar mujeresde todos los rincones de la casa, mujeresparientes y mujeres del servicio y mujeres delvecindario, mujeres siempre vestidas de negroo de café oscuro, como cucarachas, concachirula en la cabeza y rosario de cuentas enla mano. La ceremonia del rosario la presidíatío Luis con su sotana vieja y brillante,manchada de ceniza, abrumada de plancha, ysus manos estragadas de leproso, con sutonsura en la coronilla blanca, y su estampa degigante, risueño y furibundo al mismo tiempo,escandalizado y desolado por los rutinariospecados y los irremediables pecadores quecada tarde tenía que absolver en el

confesionario de su apartamento. Esperabapaciente, fumándose un cigarrillo tras otro ychamuscándose los dedos, repitiendo una yotra vez su vieja cantinela de desesperado(«¡Ah, cuándo, cuándo llegaremos al Cielo!»),mientras acababan de llegar las mujeres «deadentro», y las de afuera.

Salía Marta Castro, que había sido tísica y deesto le había quedado una tos sorda, seca,permanente, una respiración breve y ansiosa,y que además tenía un ojo nublado, gristirando a azul, porque una vez bordando unacasulla se había chuzado la retina con unaaguja, y había perdido el ojo, todo por hacerleel bien a los curas pobres, así le pagaba miDios, igual a como le había pagado a tío Luis,que se había ido de capellán para Agua deDios, el lazareto colombiano, un pueblo deCundinamarca, y allá había contraído laenfermedad que acabó por matarlo, con la

espalda que se le caía a jirones, y los dedosque se le desprendían en pedazos. Una vez miabuela, cuando él estaba al final de sus días, leestaba tendiendo la cama y de pronto vio,sobre la sábana, suelto, el dedo gordo del pie,y entonces corrió a llamar al médico, pero yano había nada qué hacer, porque además delmal de Hansen había contraído diabetes y fuenecesario cortarle la pierna, primero una ydespués la otra (y eso mismo le pasó después,aunque no lo crean, también al padreLisandro, el confesor de mi abuelita, y huboque cortarle ambas extremidades a causa de ladiabetes que por falta de circulación legangrenó las piernas, como si a ambos leshubiera caído un rayo de fuego desde lasalturas en castigo por su devoción, por su celocristiano y su apostólico celibato), aunque elbacilo de Hansen ya se había encargado decercenarle a tío Luis los dedos de las manos ydejarle esos muñones terribles con los que iba

pasando las cuentas del rosario. Y salíatambién Tata, claro, la niñera que había sidode mi abuela y de mi mamá, que vivía seismeses en mi casa y seis meses en la casa demi abuelita, quien, como ya he dicho, erasorda del todo y rezaba el rosario a su propioritmo, pues cuando nosotros decíamos SantaMaría, Madre de Dios, ruega por nosotrospecadores, ahora y en la hora de nuestramuerte, amén, ella, sin ritmo ni concierto, almismo tiempo, entonaba Dios te salve María,llena eres de gracia, bendita tú eres entre lasmujeres y bendito sea el fruto de tu vientre…También a Tata después le sucedió algoterrible pues el mejor cirujano de Medellín, eldoctor Alberto Llano, oftalmólogo, la operó decataratas y mi mamá la cuidaba, no podíamoverse de la cama ni levantar la cabeza, mimamá la lavaba con una toallita para que no semoviera, dos meses de quietud absoluta,porque en ese tiempo la operación se hacía

con bisturí y no con láser y la herida eragrande, pero una mañana mi mamá le estabaayudando a cambiarse la piyama, y Tatalevantó la cabeza y cuando la levantó mimamá vio que el ojo se le vaciaba, de lacuenca empezó a chorrear una materiagelatinosa, como un huevo crudo roto, y asími mamá quedó también con el ojo de Tata enla mano, como antes mi abuela con el dedogordo de tío Luis gangrenado, una gelatina queolía a podrido, y Tata quedó ciega parasiempre, al menos por ese ojo, y por el otro yano veía nada, sólo luces y sombras, o cosasmuy grandes, bultos, pero ya no se atrevía aoperarse las cataratas del otro ojo, y paracomunicarse con ella mi mamá compró untablero como los del colegio, y tizas, y paradecirle algo se lo tenía que escribir en eltablero con letras inmensas, porque ella no oíay sólo veía bultos grandes como casas, yrezaba y rezaba sin parar, porque esas eran

cosas que mi Dios nos mandaba paraprobarnos o para hacernos pagar aquí en latierra, anticipadamente, algunos de lostormentos del Purgatorio, tan necesarios paralimpiar el alma antes de poderse hacermerecedora del Cielo.

Y también asistía a veces el Mono Jack, quede fumar y rezar le había dado un cáncer degarganta, y le habían sacado la laringe, por loque no tenía voz, o hablaba muy raro, comocon unos gargarismos que le salían delestómago, y a mis hermanas y a mí noshabían dicho que respiraba por la espalda,como las ballenas, pues le habían hecho unhueco que se comunicaba directo con lospulmones, y entonces al Mono Jack, quetambién rezaba el rosario con nosotros, no sele oía la voz, sino un borborigmo gangosoatorado en la garganta que ya no tenía, y quepor eso se cubría con una pañoletica roja de

seda doblada muy elegantemente, y mishermanas y yo le mirábamos con terrorconcentrado la parte de atrás de la camisa,para comprobar que ahí, en la mitad de laespalda, se le abultaba con los resoplidos decada espiración y se le encogía cada vez quetomaba aire, como si fuera un delfín con lanariz en la mitad del lomo. El Mono Jack teníaun solar donde crecían las mejores guayabasde la ciudad, inmensas, y a veces me invitabaa que yo me subiera a los árboles y bajara lasguayabas, para que en mi casa o en la casa dela tía Mona hicieran bocadillos de guayaba ydulce de cocas de guayaba y cernido deguayaba y mermelada de guayaba y jugo deguayaba, y lo que más me impresionaba en lacasa del Mono Jack era que se mantenía conun pito de árbitro de fútbol colgado del cuellocon una cadenita, y cuando quería llamar a sumujer cogía el pito y daba un pitazo durísimo,y la esposa le contestaba desde adentro Ya

voy Mono, ya voy, y lo que yo no entendíaera por qué no se ponía el pito en la espaldadonde tenía el hueco para respirar y por dondele debía salir un surtidor de aire igual alsurtidor de agua que les sale a las ballenasjorobadas.

Esos rosarios eran espantosos, como unaprocesión de feligreses estragados, como unacorte de los milagros, como una escena depelícula de Semana Santa cuando losenfermos y los lisiados, los ciegos y losleprosos se acercaban a Cristo para que lossanara, pues venía también la adúltera, lapecadora, una lejana pariente, una mujerdesgraciada y sin nombre, perdida parasiempre pues había abandonado a su esposo ya sus hijos, y se había fugado a una finca conotro, una finca ganadera por Montería, hastaque este otro, el concubino, la había repudiadoa ella, y entonces ya se quedó sin nada, se

quedó sin el pan y sin el queso, decían lasmujeres, y había vuelto, pero ya nadie lahabía recibido y lo único que podía hacer erarezar y rezar rosarios toda la vida a ver sialgún día mi Dios se apiadaba de ella, y leperdonaba el acto abominable que habíatenido el descaro de cometer, pero la tratabanmal, tenía que sentarse atrás, muy atrás,confundida con las muchachas del servicio,con la cabeza gacha, demostrando humildad, ylas demás mujeres a duras penas la miraban,la saludaban de lejos con un movimiento delas cejas, sin invitarla jamás al Costurero delApostolado, como si temieran que el pecadoque ella había cometido, el adulterio, pudieraser contagioso, más contagioso que la lepra, lagripa y la tuberculosis.

Y también estaba Rosario, que hacía obleas ymojicones, y Martina la planchadora, que olíaa engrudo, y la hija de Martina la planchadora

que tenía un retardo mental y labio leporino,Marielena, que había tenido tres hijos en lacalle, de tres tipos distintos, porque a losmachos remachos no les importa si seacuestan con un genio o con una imbécil,siempre lo quieren meter, basta que sea unhueco aromático y caliente, y Martina laplanchadora, harta de las desapariciones deMarielena con sus machos arrechos, habíacogido a los niños y se los había dado enadopción a unos canadienses, pues pensabaque Marielena ya volvería preñada de nuevo,y para qué tantos nietos, pero no había sidoasí y ahora a los hijos y nietos sólo los veíanen postales los diciembres pues les llegabanfotografías de los niños en Navidad, unosniños canadienses rodeados de nieve y debienestar, unos niños ajenos que se habíanblanqueado con el frío y cuyos padresmandaban postales sin dirección del remitente,Merry Christmas, sólo el sello de Vancouver

y las estampillas de Canadá con la imagen dela reina de Inglaterra, que revelaban el país yel sitio, pero no la casa donde ahora los niñosvivían como ricos, mientras Martina laplanchadora y su hija vegetaban aquí, solas ypobres, cada vez más viejas y más solasambas, y ya Marielena con las trompasligadas, porque así había vuelto la última vezque se voló con un hombre, estéril parasiempre, por lo que ambas se quedaron solas yseguirían remendando y planchando solas yalmidonando manteles y servilletas de linosolas y para nadie hasta que les aguantaran losdedos y los ojos.

Y además de las anteriores estaban lasmuchachas, así decía mi abuelita, lasmuchachas del Costurero del Apostolado,aunque todas eran viejas, incluso las jóvenes,todas muy viejas, y entre ellas estabanGertrudis Hoyos, Libia Isaza de Hernández, la

inventora de la Pomada Peña, que se habíaenriquecido con esa crema que borraba comopor encanto las manchas de la cara y de lasmanos, la única rica del Costurero delApostolado, la que más plata daba para lasobras de beneficencia, Alicia y MarujaVillegas, unas señoras muy chiquitas y muyconversadoras, Rocío y Luz Jaramillo, otrashermanas, mi tía Inés, hermana de mi papá, ymi otra abuela, doña Eva, que vivía muerta derisa sin que uno supiera por qué, y Salía deHernández, la cortadora, y MargaritaFernández de Mira, la mamá del psiquiatra, yEugenia Fernández y Martina Marulanda, quevivía por ahí, la hermana del padreMarulanda, y más y más mujeres que veníana la casa de mi abuela a coser y a contarchismes y a rezar el Rosario con tío Luis, conmonseñor García, mi pobre tío enfermo delepra, al que todo el mundo le sacaba elcuerpo, aunque nadie nunca jamás dijera la

palabra ni mencionara esta enfermedad, ni mimamá, ni mi abuelita, ni las muchachas delservicio, ni las muchachas viejas del Costurerodel Apostolado ni nadie, solamente se decía«la prueba», o «la pena», la prueba y la penaque mi Dios le había enviado a la familia porrezarle tantos rosarios, comulgar tantas veces,confesarse cada semana y decirle misas ymisas y más misas implorando sus milagros,que nunca llegaron, y su misericordia, quevino siempre vestida de dolores, tragedias ydesgracias.

Mi mamá no iba nunca a esos costureros ymuy pocas veces a los rosarios, porque ellatrabajaba y era una mujer práctica, de pocasamigas, que detestaba el chismorreo perpetuode los costureros, y el olor a cura y a sacristíapermanente, que era el olor de su infancia,pero nos descargaba a nosotros allá, a mishermanas y a mí, para que nos cuidaran, pero

en realidad para que viéramos eso, para quefuéramos buenos, decía, pero más bien creoyo para que tuviéramos una pruebita de suinfancia, sin decírnoslo, y para que rezáramospor ahí derecho el rosario con ese montón deviejas, para que palpáramos cómo había sidosu niñez de huérfana en esa casa que destilabacatolicismo, rezos, beatas, mujeres santas ymujeres pecadoras, deformidades humanas,tragedias públicas y secretas, enfermedadesvergonzosas, en esa casa de devociones queDios había escogido para descargarle, como acualquier otra casa, como a todas las casas deesta tierra, los rayos de su ira representados enuna buena dosis de miseria, de muertesabsurdas, de dolores y enfermedadesincurables.

19

Sí, cuando mi papá, expulsado temporalmentepor el clima político adverso de laUniversidad, se iba para sus licencias demeses en Yakarta, en Manila, en Kuala-Lumpur, y también, años más tarde, en LosÁngeles, donde lo invitaba el profesor MiltonRoemer a dar cursos de Salud Pública en laUniversidad de California (y después mi papáse aparecía en la casa con sus alumnos de allá,Allan y Terry y Kith, y otros que ya norecuerdo, y a mí me tocaba dormir con esosgringos rubios e inmensos en el cuarto,estudiantes de medicina que venían a ver lasmiserias del trópico, sin hablar ni una palabrade inglés, o con mi única frase breve como unverso, it stinks, it stinks, it stinks, que aveces resultaba muy cierta pues me tocó queellos fueran a vomitar al sanitario de micuarto, enfermos de asco, varias veces,cuando por casualidad en el almuerzo mi

mamá tenía la estupenda idea de servirles elgran manjar de una lengua bovina enteraestofada, inmensa y roja, babosa, con lareceta de doña Jesusita, expuesta de cuerpopresente en una bandeja de plata como lacabeza de San Juan Bautista, o deHolofernes), cuando mi papá se iba para todosesos sitios durante meses, yo quedaba amerced del mujererío enfermo de catolicismode mi casa, lo cual quería decir también amerced de mi abuelita Victoria, que era dulcey alegre, sobre todo con mis hermanas(porque con ellas hablaba de amores y denovios), quién lo niega, al menos cuando noestaba rezando, pero yo en general llegabadespués del colegio, por la tarde, a la hora delrecogimiento y del Santo Rosario con tío Luis,y eso para mí era el infierno sobre la tierra,por mucho que varias veces nos dijeran, alprincipio, que «los Misterios que vamos acontemplar hoy son los gozosos», y entre los

gozosos estaban la visita a su prima SantaIsabel y también la pérdida y hallazgo del niñoen el templo, como me sentía yo, un niñoperdido en ese templo de la casa de mi abuela,sin un padre que me viniera a rescatar. Yotros días dizque contemplábamos losmisterios gloriosos, entre los que estaban eltránsito de María de esta vida terrenal a laeterna y la resurrección de nuestro señorJesucristo. Pero los misterios que mejorrecuerdo que contemplábamos, y los que másse parecían a lo que yo sentía, eran losdolorosos: los cinco mil y más azotes, la cruzpesada que pusieron en sus delicadoshombros, la corona de espinas, la oración enel huerto, la ofrendosa muerte en la cruz, y nohabíamos acabado de contemplar esas torturasromanas cuando empezaban las eternasletanías de Loreto a la Santísima Virgen quese decían al final, en latín, tal vez la primeralengua extraña que yo oí, la lengua del imperio

y del rito, hasta que el Concilio la quitó, unasedante y rítmica cantinela interminable quesonaba así: Sancta María, ora pro nobis,Mater purissima, ora pro nobis, MaterCastísima, ora pro nobis, Mater inviolata,ora pro nobis, Mater intemerata, ora pronobis, Mater amabilis, ora pro nobis, Materadmirabilis, ora pro nobis. Virgoprudentissima, ora pro nobis. Virgoveneranda, ora pro nobis. Virgo predicanda,ora pro nobis, Virgo potens, ora pro nobis,Speculum justitiae, ora pro nobis, Turrisdavidica, ora pro nobis, Turris ebúrnea, orapro nobis, causa nostra laetitia, ora pronobis, y más epítetos, muchos más títulos ysúplicas, con un ritmo insistente que parecíadarles cierta tranquilidad a todas las mujerespresentes, sobre todo a las del servicio que alfin podían descansar de hacer oficio, estarseun rato quietas, hundidas en sus propiasensoñaciones mientras repetían esa frase para

ellas sin sentido alguno, ora pro nobis, ora pronobis, ora pro nobis, la misma repeticiónincesante que a mí me producía una reacciónque, dependiendo de los días, podía ser derisa, de angustia, de sueño, de pereza sinlímites, nunca de elevación espiritual y casisiempre de irremediable y definitivoaburrimiento.

Recuerdo cuando mi papá volvía después delo que para mí eran viajes de años a Indonesiao Filipinas (después supe que en total habríansido quince o veinte meses de orfandad,repartida en varias etapas), la honda sensaciónque tenía, en el aeropuerto, antes de volverloa ver. Era una sensación de miedo mezcladacon euforia. Era como la agitación que sesiente antes de ver el mar, cuando uno hueleen el aire que está cerca, y hasta oye losrugidos de las olas a lo lejos, pero no lovislumbra todavía, sólo lo intuye, lo presiente

y lo imagina. Me veo en el balcón delaeropuerto Olaya Herrera, una gran terrazacon mirador sobre la pista, mis rodillasmetidas entre los barrotes, mis brazos casitocando las alas de los aviones, y el anunciopor los altoparlantes, «Avión HK-2142,proveniente de Panamá, próximo a aterrizar»,y el rugido lejano de los motores, la vista delaluminio iluminado que se acercaba entredestellos solares, denso, pesado, majestuoso,por un costado del cerro Nutibara, rozando lacima con una cercanía de tragedia y devértigo. Al fin aterrizaba el Superconstellationque traía a mi papá, ballena formidable que sellevaba toda la pista para al fin frenar en losúltimos metros, y lentamente giraba y seacercaba a la plataforma, lento como untrasatlántico a punto de atracar, demasiadodespacio para mis ansias (yo tenía que brincaren el sitio para contenerlas), apagaba suscuatro motores de hélice que casi no dejaban

de girar, las aspas invisibles formando unaniebla de aire licuado, y hasta que no parabanno se abría la puerta, mientras los peonesempujaban y ajustaban la escalerilla blancacon letras azules. La respiración se agitaba,mis hermanas estaban todas vestidas de fiesta,con falditas de encaje, y empezaban aasomarse cuerpos que salían en fila del vientredel avión, por la puerta de adelante. Ese no es,ese no es, ese no es, ese tampoco, hasta queal fin, en lo más alto de la escalerilla, aparecíaél, inconfundible, con su traje oscuro, decorbata, con su calva brillante, sus gafasgruesas de marco cuadrado y su mirada feliz,saludándonos con la mano desde lejos,sonriendo desde lo alto, un héroe paranosotros, el papá que volvía de una misión enlo más hondo de Asia, cargado de regalos(perlas y sedas chinas, pequeñas esculturas demarfil y de ébano, baúles de teca cargados demanteles y cubiertos, bailarinas de Bali,

abanicos de pavo real, telas indias conespejitos y conchas marinas, pastillas desahumerios aromáticos), de carcajadas, dehistorias, de alegría, a rescatarme de esemundo sórdido de rosarios, enfermedades,pecados, faldas y sotanas, de rezos, espíritus,fantasmas y superstición. Creo que pocasveces yo he sentido ni volveré a sentir undescanso y una felicidad igual, pues ahí veníami salvador, mi verdadero Salvador.

Años felices

20

Mi papá y mi mamá eran contradictorios ensus creencias y en sus comportamientos, perocomplementarios y de un trato muy amoroso

en la vida diaria. Había un contraste tan netode actitud, de carácter y de formación, entrelos dos, que para el niño que yo era esadiferencia radical entre mis modelos de vidaresultaba el acertijo más difícil de descifrar. Élera agnóstico y ella casi mística; él odiaba eldinero y ella la pobreza; él era materialista enlo ultraterreno y en lo terreno espiritual,mientras ella dejaba lo espiritual para el másallá y en lo terrenal perseguía los bienesmateriales. La contradicción, sin embargo, noparecía alejarlos, sino atraerlos el uno al otro,tal vez porque compartían de todas manerasun núcleo de ética humana en el que estabanidentificados. Mi papá todo se lo consultaba,mientras que mi mamá, como se dice, veíapor sus ojos y le manifestaba un amor hondo,incondicional, a prueba no solo decontratiempos sino incluso de cualquierdesacuerdo radical, o de cualquier informaciónmaligna o perniciosa que alguna «alma

caritativa» le diera sobre él.

—Yo lo quiero como es, entero, con todas suscualidades y todos sus defectos, y me gustande él hasta las cosas en que no estamos deacuerdo —nos dijo muchas veces mi mamá.

Desde que se veían, al mediodía o por latarde, desde que se levantaban por la mañanaempezaban a contárselo todo (los sueñosdiurnos y las pesadillas nocturnas) con unentusiasmo de buenos amigos que llevansemanas sin verse. Se contaban lo bueno y lomalo de lo que les había ocurrido ese día y noparaban de conversar sobre todos los temas, lavida de los hijos, los problemas de la oficina,los pequeños triunfos y las constantes derrotasde la vida cotidiana. Cuando estabanseparados, hablaban muy bien el uno del otro,y cada cual por su cuenta nos enseñaba aquerer las distintas cualidades de la pareja. A

veces por la mañana, sobre todo en la finca deRionegro, los encontraba abrazados en lacama, conversando. Mi papá le escribíapoemas y canciones de amor (que los hijos, enlos aniversarios, teníamos que recitar ycantar), con coplas cómicas en cadacumpleaños, y la misma canción sentimentalen cada aniversario, que mi hermana Martaacompañaba con la guitarra («sin ti, sería unasombra, nada sería sin tu amor[…]»). Inclusoal final de su vida mi papá había empezado acultivar rosas en la finca por un motivo muysimple, que contó en una entrevista: «¿Porqué las rosas? Simplemente porque a miesposa, Cecilia, le gustan mucho las rosas».Mi mamá, a su vez, trabajaba tanto, en elfondo, por una causa altruista: para que mipapá no se tuviera que preocupar por ganarplata, e incluso para que pudiera regalarla,como le gustaba, sin pensar que estabadescuidando a la familia, pero sobre todo para

que pudiera mantener su independenciamental en la Universidad, para que nopudieran callarlo, como es tan común aquí,con la amenaza y la presión del hambre.

Ya he dicho que mi papá tendía al iluminismofilosófico y que en materias teológicas eraagnóstico. Mi mamá, en cambio, era y siguesiendo mística, aunque siempre repita que lehace falta y que ojalá tuviera «muchísima másfe». Creyente, e incluso muy creyente, demisa diaria, como se dice, y siempre con Diosy la Santísima Virgen en la boca. Sureligiosidad, sin embargo, tenía uncomponente animista muy fuerte, casi pagano,ya que los santos en quienes ella más creía noeran los del santoral sino las almas de laspersonas muertas de su propia familia, aquienes ella santificaba automáticamentedesde el momento de su muerte, sin esperarninguna confirmación o autorización de la

Iglesia. Si se le perdía un billete, o noencontraba las llaves, o si alguno de nosotrosse enfermaba, ella encomendaba el asunto alalma de tío Joaquín, el arzobispo, o a la deTata, cuando Tata se murió, o a la de MartaCecilia, mi hermana, o a la de su madre,cuando se murió la abuelita Victoria, yfinalmente a la de mi papá, desde que lomataron. Pero al mismo tiempo, aunquesiempre pendiente de esas inmaterialespresencias extraterrestres, mi mamá no vivíanunca en ese estado que se llama de «olvidodel mundo y elevación espiritual».

Todo lo contrario, era —y sigue siendo— lapersona más realista que he conocido, y conlos pies mejor plantados en la tierra. Llevabacon mano firme y segura la economía familiar(fiel siempre a ese principio tan poco cristianoque sostiene que «la caridad empieza porcasa»), y era mucho más capaz que mi papá

de resolver los problemas prácticos tanto denuestro entorno inmediato, como de losdemás, si le quedaba el tiempo necesario. Parami papá la «caridad en casa» era algo sinsentido, pues eso no es ser generoso sinoobedecer a los impulsos más naturales yprimitivos (y no tenerlos equivalía para él aesa enfermiza degeneración de la mentellamada avaricia), y tan sólo se puede hablarde caridad cuando esta se aplica a quienes nopertenecen a nuestro círculo más cercano, ytal vez por eso siempre prestaba o regalaba laplata, o entregaba su tiempo a los proyectosmás idealistas —aunque tuvieran su ladopráctico— como enseñarles a los pobres ahervir el agua, a fabricar letrinas o a construiracueductos y alcantarillados.

Pero la caridad de mi papá, que en locolectivo y lo social era completa, en locotidiano e individual era más teórica que

práctica. Concretamente en los asuntosmédicos, cuando algún campesino enfermo delos alrededores de la finca iba a consultarlealguna dolencia a él, era mi mamá la que teníaque salir a atenderlo, la que oía los síntomas yfingía referírselos a mi papá, que se quedabaleyendo en el cuarto, o arrodillado frente a susrosas en el rosal, mientras ella hacía lapantomima de que le consultaba, para luegoser ella misma la que le recetaba los remediosal paciente. Si alguno preguntaba por qué nopodía verse directamente con «el doctor»,entonces mi mamá les decía que era lo mismo,pues ella tenía mucha práctica (se hacía pasarpor enfermera aunque lo único que sabíahacer era echar mercurocromo, cambiarvendas, lavar el termómetro y ponerinyecciones), y que seguía «al pie de la letra»las instrucciones de su marido.

A mi papá nunca le gustó el ejercicio directo

de la medicina, y había en ello, según pudereconstruir mucho más tarde, una especie detrauma temprano en el que lo había hechocaer un profesor de Cirugía en la Universidad.Alguna vez lo había obligado a sacarle lavesícula a un paciente, cuando todavía notenía la suficiente práctica, y durante lacolecistectomía, que es una operacióndelicada, le había ligado el colédoco alenfermo, y ese paciente, un hombre joven, deunos cuarenta años, había muerto pocos díasdespués de la intervención, es más, cuando locerraron era ya seguro que poco tiempodespués se moriría. Mi papá fue siempre deuna torpeza absoluta con las manos. Erademasiado intelectual incluso para ser médico,y carecía por completo de esa destreza decarnicero que debe tener, en todo caso, uncirujano. Para él, hasta cambiar un bombilloera dificilísimo, no digamos cambiar una llanta(cuando pinchaba, decía él burlándose de sí

mismo, tenía que pararse a la orilla de lacarretera, como cualquier mujer, a que llegaraun hombre a socorrerlo) o revisar uncarburador (¿qué será eso?) o extraerlimpiamente una vesícula sin tocar losdelicados conductos que pasan por ahí. Noentendía la mecánica y a duras penas sabíamanejar carros automáticos, porque habíaaprendido tarde a conducir, y toda la vida,cada vez que tenía que enfrentarse al actoheroico de meterse a una glorieta en medio demucho tráfico, lo hacía con los ojos cerrados,y decía sentir, cada vez que se ponía alvolante, «una profunda nostalgia por el bus».Tampoco era ágil ni bueno para ningúndeporte, y en la cocina era completamenteinútil, incapaz de hacerse un café o un huevoen cacerola. Detestaba que corriéramosriesgos y yo era el único niño del barrio quemontaba en bicicleta con casco (obligado porél) y también el único incapaz de treparse a los

árboles pues mi papá solamente me dejabasubir a un totumo enano que había en elantejardín de la casa, y el mayor heroísmoque me estaba permitido en este campo eralanzarme al vacío desde la rama más baja, esdecir, como mucho, desde unos treintacentímetros de altura.

Desde el episodio de ese hombre que se muriódespués de su intervención en el quirófano, sino me engaño, mi papá había renunciadodefinitivamente al ejercicio directo de suprofesión, para la que no se sentía seguro nihábil, y había preferido esas partes másglobales de la ciencia médica que se llamanhigiene, salud pública, epidemiología ymedicina preventiva o social. Ejercía lamedicina desde un punto de vista netamentecientífico, pero sin un contacto directo con lospacientes y con la enfermedad (preferíaprevenirlas, en interminables jornadas de

vacunación o de enseñanza de normashigiénicas básicas), tal vez incluso por unexceso de sensibilidad que lo llevaba aaborrecer la sangre, las heridas, el pus, laspústulas, los dolores, las vísceras, los líquidos,las emanaciones y todo eso que es inherente ala práctica cotidiana de la profesión médicacuando está en contacto directo con losenfermos.

Mi papá, que según los días se declarabaagnóstico, o creyente en las enseñanzashumanas de Jesús, o ateo de tierra (pues enlos aviones se convertía momentáneamente yse persignaba al empezar el vuelo), o ateoconvencido, de los que se reían de los curas yhacían disquisiciones científicas e ilustradassobre las más absurdas supersticionesreligiosas, era, en cambio, un atormentado porla vida social y espiritual. Tenía los másgrandes arranques de idealismo, que le

duraban años dedicados a causas perdidas,como la reforma agraria o los impuestos a latierra, como el agua potable para todos, lavacunación universal o los derechos humanos,que fue su último arrebato de pasiónintelectual y el que lo llevó al último sacrificio.Se hundía en abismos de furia e indignaciónpor las injusticias sociales, y vivía en generalocupado en temas importantes, de esos másalejados de la vida cotidiana y más teñidos deansias de cambio y transformación progresistade la sociedad.

Se conmovía fácilmente, hasta llegar a laslágrimas, y se exaltaba con la poesía y con lamúsica, incluso con la música religiosa, comocon una elevación estética que limitaba con eléxtasis místico, y era precisamente la música,que oía encerrado a solas en la biblioteca, y atodo volumen, su mejor medicina para losmomentos de desconsuelo o decepción. Era al

mismo tiempo un sensualista, un amante de labelleza (en hombres y mujeres, en lanaturaleza y en las obras creadas por lahumanidad), y un olvidado de lascomodidades materiales de este mundo. Sugenerosidad se acercaba a la de algunosmisioneros cristianos, y parecía no tenerlímites, o sólo los límites de no tener que tocarel dolor con sus propias manos («que noquiero verla, que no quiero verla», recitaba), yel mundo material, para él, parecía casi noexistir, como no fuera por las condicionesmínimas de subsistencia que le obsesionabancomo lo indispensable que había que brindar acualquier ser humano para que todos pudierandedicarse a lo verdaderamente importante, queeran las sublimes creaciones del conocimiento,de las ciencias, las artes y el espíritu. Para éllo más increíble y hermoso eran tanto losdescubrimientos y avances de la ciencia, comolas grandes creaciones artísticas en la música y

la literatura. Su cultura visual, o pictórica, noera muy grande, pero recuerdo muy bien concuánta pasión me leía, traduciéndomela en elmomento, la Historia del Arte de Gombrich,ese libro que nos encantaba por motivosdistintos, a mí eróticos y a él por tener lavirtud —que yo descubrí más tarde— de laclaridad de una mente geométrica, ordenada,precisa, que al mismo tiempo sabía transmitircon sencillez y pasión las maravillas estéticasdel arte.

De sus lecturas puedo decir que estas eranmúltiples, desordenadas y de todo tipo. Engeneral sus miles de libros, que conservo,están subrayados y llenos de notas, pero casinunca más allá de las primeras cien o cientocincuenta páginas, como si de un momento aotro lo asaltara una especie de desilusión o dedesánimo, o, más probablemente, como siotro interés repentino hubiera suplantado el

anterior. Leía pocas novelas, pero muchoslibros de poesía, en inglés, francés y español.De la colombiana creía con sinceridad, y lorepetía casi todas las semanas, que el mejorpoeta del país era Carlos Castro Saavedra.Rara vez aclaraba que éste era también sumejor amigo, y que muchos sábados por lanoche los pasaba con él en su finca deRionegro, vecina a la nuestra, conversando ytomándose unos pocos aguardientessaboreados. «Tomo poquito porque me gustamucho», comentaba al volver de sus veladasdonde Carlos, que nunca pasaban de las oncede la noche.

Le interesaban la filosofía política y lasociología (Maquiavelo, Marx, Hobbes,Rousseau, Veblen), las ciencias exactas(Russell, Monod, Huxley, Darwin), la filosofía(era un enamorado de los Diálogos de Platón,que le gustaba leer en voz alta, y de las

novelas racionales de Voltaire), pero saltabade esto a lo otro de una manera improvisada,diletantesca, y quizá por esto mismo muyfeliz. Un mes estaba enamorado deShakespeare, el otro de Antonio Machado ode García Lorca, después no soltaba durantesemanas a Whitman o a Tolstoi. Era degrandes entusiasmos, de pasiones arrobadoras,pero no muy duraderas, quizá por la mismaintensidad que les dedicaba al principio,imposible de hacer que perdurara durante másde dos o tres meses de furor.

Pese a todas sus luchas intelectuales, y a labúsqueda deliberada de un liberalismoilustrado y tolerante, mi papá se sabía víctimay representante involuntario de los prejuiciosde la triste y añosa y anquilosada educaciónque había recibido en los pueblos remotosdonde creció. «Yo nací en el siglo XVIII,estoy a punto de cumplir 200 años», decía, al

recordar su niñez. Aunque racionalmenterechazaba el racismo con una argumentaciónfuribunda (con ese exagerado apasionamientode quien le teme al fantasma de lo contrario yen ese exceso demuestra que más que con suinterlocutor, está discutiendo consigo mismo,convenciéndose por dentro, luchando contraun fantasma interior que lo atormenta), en lavida real le costaba aceptar con ánimo serenosi alguna de mis hermanas se relacionaba conuna persona un poco más cargada de melaninaque nosotros, y a veces se descuidaba yhablaba con gran orgullo de los ojos azules delabuelo, su padre, o del cabello rubio dealgunos de sus hijos y sobrinos y nietos. Alcontrario, mi mamá, que reconocíaabiertamente que no le gustaban las personasoscuras o de facciones claramente indígenas,aunque no sabía por qué («por feas», decía,en repentinos arranques de franqueza), en sutrato directo con ellas era mucho más

tranquila, amable y desprejuiciada que mipapá. Tata, que había sido la niñera de ella, yde la abuela, era una mezcla de negra e india,y quizá gracias a la piel de la misma Tata mimamá sentía un cariño sincero por los negrosy los indios, y una familiaridad en el contactodirecto con ellos que carecía de toda molestiao repulsión.

Por todo esto, era como si a veces lo que cadauno decía no correspondiera a sus actuacionesen la vida real, y el agnóstico actuara comomístico, y la mística como materialista, enalgunos aspectos, y a veces todo lo contrario,el idealista como indiferente, racista y egoísta,y la materialista y racista como una cristianaverdadera para la que todas las personas eraniguales. Supongo que por eso se querían yadmiraban tanto: porque mi mamá veía en losapasionados pensamientos generosos de mipapá la razón de su vida, y mi papá veía en las

acciones de ella la realización práctica de suspensamientos. Y a veces lo contrario: mimamá lo veía actuar como el cristiano que ellahubiera querido ser en la vida práctica, y él laveía resolver los problemas cotidianos como lapersona útil y racional que a él le gustaríahaber sido.

Estoy convencido de que mi papá, en parte,pudo dedicarse a sus arrebatos de idealismo, asus impulsos de asistencia y trabajo político ysocial, porque los problemas diarios de la casaya estaban resueltos gracias al sentido prácticode mi mamá. Esto fue cada vez más cierto,pues ella fue construyendo, a partir de supequeña oficina en el edificio La Ceiba, a basede una austeridad y laboriosidad permanentes,una mediana empresa de administración decondominios, con cientos de edificios a sucargo y miles de empleados contratados ypagados por ella y por mis hermanas, que

acabaron, casi todas, trabajando allí, a su lado,como planetas girando alrededor de unaestrella con demasiada fuerza de atracción.

Más que para conseguir cosas, el trabajo demi mamá estaba dedicado a que mi papápudiera hacer su vida sin tenerse quepreocupar por llevar el sustento a la casa. Mimamá consideraba maravilloso que esaholgura económica aportada por ella lepermitiera a mi papá hablar y actuar sin hacerningún cálculo de conveniencia laboral omonetaria, y sin tener que buscar algunaalternativa de trabajo en otro país, como habíasucedido al principio de su matrimonio. Ellasentía algo de culpa por haberlo obligado aregresar al país a finales de la década delcincuenta, cuando él tenía una posición seguray bien ganada en la OMS y ella se habíaobstinado en que volvieran porque queríapasar «los últimos añitos» al lado de mi abuela

(que siguió viva otras tres décadas, hasta los92 añitos).

Para mi mamá no había más que un sitio paravivir, Colombia, y sólo un buen partero, eldoctor Jorge Henao Posada, porque la únicavez que la había atendido otro ginecólogo, enWashington, cuando nació mi hermana mayor,le había dado fiebre puerperal y casi se muere.El doctor Henao Posada, mucho antes de lasecografías, tenía el poder mágico de adivinarel sexo de los hijos antes del nacimiento, ycuando aplicaba la trompeta a la barriga de lasembarazadas, les decía, muy serio: «Va a serniño», o lo contrario, «va a ser niña». Luegoles advertía que lo iba a apuntar en su libreta.Y después, cuando nacía el bebé, si lo quehabía dicho estaba bien, celebraba con lamadre sus dotes de presciencia, y si resultabaser lo contrario, le decía a la mamá que estabaloca, que él no había dicho eso y que se lo iba

a comprobar porque lo tenía apuntado en lalibreta, y entonces la sacaba y se la mostraba ala señora. Pero mi mamá, que tuvo cuatromujeres seguidas, le descubrió el truco, queera apuntar en la libreta lo contrario de lo quedecía. Hasta ese truco descubierto les habíadado cierta complicidad entre ellos, y en cadaembarazo que tuvo mi mamá en el exterior, alsexto o séptimo mes, dejaba a mi papá yvolvía a Medellín, para ser atendida por eldoctor Henao Posada y tener otra hijacolombiana. Y cuando al fin volvieron paraquedarse definitivamente, porque la insistenciade mi mamá acabó doblando la voluntad de mipapá, él llegó a ganarse en la Universidad lamisma cifra que antes se ganaba en la OMS,sólo que allá era en dólares y aquí en pesos,tres mil a cada lado, y quizá por eso mismo mimamá sentía una gran responsabilidad portrabajar y ganarse la plata complementaria demodo que entre los dos se ganaran en

Colombia lo que él se ganaba antes por sí soloen el exterior.

La seguridad económica que ella le daba a lafamilia, le permitía a mi papá ser consecuentehasta el fondo con su independencia ideológicay mental. En eso también lo ideal y lo prácticohallaron siempre un complemento y unaarmonía que fue para nosotros la imagen, tanpoco frecuente en esta vida, de la pareja feliz.Por este ejemplo de los dos, mis hermanas yyo sabemos, hoy en día, que hay un únicomotivo por el que vale la pena perseguir algúndinero: para poder conservar y defender atoda costa la independencia mental, sin quenadie nos pueda someter a un chantaje laboralque nos impida ser lo que somos.

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Cuando mi papá llegaba de su trabajo en laUniversidad, podía venir de dos maneras: demal genio, o de buen genio. Si llegaba de buengenio —lo cual ocurría casi siempre pues erauna persona casi siempre feliz— desde queentraba se oían sus maravillosas, estruendosascarcajadas, como campanadas de risa yalegría. Nos llamaba a los gritos a mishermanas y a mí, y todos salíamos a recibirsus besos excesivos, sus frases exageradas,sus piropos hiperbólicos y sus abrazos largos.Si en cambio llegaba de mal genio, entraba ensilencio y se encerraba furtivamente en labiblioteca, ponía música clásica a todovolumen y se sentaba a leer en su sillónreclinable, con la puerta cerrada con seguro.Al cabo de una o dos horas de misteriosaalquimia (la biblioteca era el cuarto de lastransformaciones), ese papá que había llegadomalencarado, gris, oscuro, volvía a salirradiante, feliz. La lectura y la música clásica le

devolvían la alegría, las carcajadas y las ganasde abrazarnos y de hablar.

Sin decirme una sola palabra, sin obligarme aleer y sin echarme el sermón de lo sana para elespíritu que podía ser la música clásica, yoentendí, sólo mirándolo, viendo en él losefectos benéficos de la música y de la lectura,que en la vida todos podíamos recibir un granregalo, no muy caro y más o menos al alcancede la mano: los libros y los discos. Ese señoroscuro y malhumorado que había llegado de lacalle con la cabeza cargada de las malasinfluencias y las tragedias y las injusticias de larealidad, había recuperado su mejorsemblante, y la alegría, de la mano de losbuenos poetas, de los grandes pensadores y delos grandes músicos.

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Después, o antes, ya no sé, o antes y después,cuando lo dejaban en paz, durante algunosaños buenos, mi papá pudo dedicarse porentero a su trabajo. Fue entonces cuandofundó y fue el primer director de la EscuelaNacional de Salud Pública, con algunosaportes de la Fundación Rockefeller (y laizquierda estúpida y fundamentalista protestópor esa penetración imperialista, que enrealidad no era otra cosa que filantropía de labuena, sin contraprestación alguna fuera dealgún simple gesto de agradecimiento, unaplaca y una carta) y con el apoyo delGobierno Nacional. Desde su cátedra y desdealgunos puestos públicos (nunca muy altos,nunca muy importantes y nada bien pagados,pero eso era lo de menos) pudo desplegar susconocimientos prácticos en todo el país, yaquellos años fueron de éxito en muchas de

sus gestiones. Los indicadores de salud y lastasas de mortalidad infantil progresabandespacio pero firmemente hacia el ideal de lospaíses más desarrollados, la cobertura en aguapotable mejoraba, las campañas nacionales devacunación masiva surtían efecto, el Incora,un instituto de reforma agraria donde tambiéntrabajó durante el gobierno de LlerasRestrepo, repartió algunas haciendas ociosasentre los campesinos sin tierra, ayudó a fundarel Instituto Colombiano de Bienestar Familiar,abrió acueductos y alcantarillados por pueblosy veredas y ciudades.

Mi papá había hecho una especie de alianzapragmática con un líder político conservador,también médico, Ignacio Vélez Escobar, y esedúo, que morigeraba la desconfianza en mipapá, por el lado derecho (no será tanpeligroso ni tan comunista desde que está conIgnacio), y la desconfianza en Vélez, por el

izquierdo (no será tan reaccionario desde queestá con Héctor), consiguió cosas buenas. Sededicó a su pasión, a salvar vidas, a mejorarlas condiciones básicas de salud y de higiene:agua potable, ración de proteínas, disposiciónde excretas, un techo para la lluvia y para elsol.

La vida transcurría en una especie de rutinafeliz, y sin mayores sobresaltos, con laempresa de mi mamá en pleno crecimiento,con días, semanas, meses y años idénticos enlas que todos los hijos estudiábamos bien,pasábamos los exámenes del colegio sinproblema, y mi papá y mi mamá madrugabana trabajar, sin quejarse, sin que yo haya vistoni oído nunca, ni un solo día, un gesto deduda o de pereza, pues en el trabajo se sentíanútiles y exitosos, o incluso realizados, comotambién empezaba a decirse en esos días. Losfines de semana, si no había campañas en los

barrios pobres, íbamos a Rionegro, y allá yohacía largas caminatas con mi papá, quemientras caminaba me recitaba poemas dememoria, y después me leía a la sombra de unárbol, el Martín Fierro, La guerra y la paz, opoemas de Barba Jacob, mientras mi mamá ymis hermanas jugaban cartas o conversabantranquilamente de novios, amoríos ypretendientes, en una especie de armoníaserena que pareciera que pudiera durar toda lavida.

La oficina de mi mamá aportaba un bienestarque antes no habíamos conocido, y endiciembre nos íbamos todos juntos paraCartagena, a la casa del tío Rafa y de la tíaMona, la hermana de mi mamá, que se habíacasado con un arquitecto costeño, muyexitoso, muy generoso, gran trabajador,compañero de mi tía en la Universidad, y quetenía una familia ideal para nosotros, pues su

prole era simétricamente opuesta a la nuestra:también seis hijos, pero cinco hombres y unasola mujer. Como mi papá era pésimo chofer,incapaz no digamos de cambiar una llanta,sino incluso de llenar un radiador, mi mamá seiba con mis hermanas en una camioneta, portierra, tragándose el polvo del camino durantelas 28 horas que duraba el viaje, partido endos jornadas extenuantes, y en cambio mipapá y yo nos íbamos en avión, como si esofuera la cosa más natural del mundo, losmachos privilegiados que dejaban que lasmujeres corrieran el riesgo y la aventura dehacer el viaje por tierra, mientras nosotros enuna hora volábamos descansados hasta elmismo destino, como los reyecitos de lacreación. Una injusticia y una barbaridad quesolo ahora percibo, pero que en ese entoncesme parecía la cosa más natural del mundo,pues en mi casa se sabía que las mujeres eranlas valientes y las prácticas, las capaces de

todo, las que encaraban con entereza yfelicidad el camino, mientras los hombreséramos mimados, incapaces y más bieninútiles para la vida real y los inconvenientesde la vida diaria y sólo buenos para pontificarsobre la verdad y la justicia. Éramos ridículosen esto, como en tantas otras cosas que aúnno han desaparecido del todo, pero no siemprenos dábamos cuenta.

Fueron años de dicha, digo, pero la felicidadestá hecha de una sustancia tan liviana quefácilmente se disuelve en el recuerdo, y siregresa a la memoria lo hace con unsentimiento empalagoso que la contamina yque siempre he rechazado por inútil, pordulzón y en últimas por dañino para vivir elpresente: la nostalgia. Aunque del mismomodo hay que señalar que las tragediasposteriores no deben empañar ese recuerdofeliz, ni lo pueden teñir de desgracia, como a

veces les pasa a algunos temperamentos quese enferman de resentimiento con el mundo, yque a raíz de episodios posteriores injustos omuy tristes, borran del pasado incluso losindudables períodos de alegría y plenitud.Creo que lo que pasó después no puedecontaminar de amargura esos años felices.

Para no caer en la nostalgia dulzona ni en elresentimiento que todo lo tiñe de desolación,basta decir que en Cartagena pasábamos unmes entero de felicidad, y yo a veces hastames y medio, o más, haciendo paseos en lalancha del tío Rafa, que se llamaba LaFiorella, en la cual nos llevaban hastaBocachica a recoger conchitas y a comerpescado frito con patacón y yuca, y a las islasdel Rosario, donde probé la langosta, o a laplaya de Bocagrande y a la piscina del hotelCaribe, a pie, hasta quedar bronceados con undulce dolor de leve quemadura en los hombros

que al cabo de unos días se descascaraban yse volvían pecosos para siempre, o a jugarfútbol con mis primos, en el parquecito quehabía al frente de la Iglesia de Bocagrande, otenis en el Club Cartagena o ping-pong en lacasa de ellos, o haciendo carreras en bicicleta,o duchándonos en los aguaceros sin nombrede la Costa, o aprovechando la lluvia y elsopor de la siesta para leer la obra completa deAgatha Christie o los novelones fascinantes deAyn Rand (recuerdo que para mí las hazañasdel arquitecto protagonista de El manantial seconfundían con las de mi tío, Rafael Cepeda),o las sagas interminables de Pearl S. Buck enunas hamacas frescas que se ponían a lasombra en la terraza de la casa, con vista almar, bebiendo Kola Román, comiendoempanadas chinas los domingos, arroz concoco y pargo rojo los lunes, quibbes sirio-libaneses los miércoles, punta de anca losviernes y, lo mejor, arepa de huevo los

sábados por la mañana, recién traídas yhumeantes de un pueblo cercano, Luruaco,donde tenían la mejor receta.

La hermosa casa moderna que mi tío se habíaconstruido frente a la bahía, para nosotrosestaba mejor diseñada que las de Frank LloydWright. Desde la terraza veíamos entrar losinmensos transatlánticos italianos (el Verdi, elRossini, el Donizzetti), o partir para su vueltaal mundo el luminoso buque Gloria, reciéninaugurado por el poeta Gonzalo Arango, consus velas blancas desplegadas a la benéficabrisa del Caribe, o los oscuros barcos deguerra que iban y venían despacio desde laBase Naval, con sus ominosos cañonesapuntando al vacío. En esa casa espaciosa,llena de luz, fresca porque estaba abierta a labrisa del mar, había siempre música clásica atodo volumen, que resonaba por todas partes,porque el tío Rafa era melómano, y lo sigue

siendo, por lo que toda la vida lo he vistoenvuelto en un halo de instrumentos musicaleso perseguido por una estela de música de lasesferas. Él era además violinista, y lo siguesiendo, un violinista tan recursivo que se habíacosteado su carrera de arquitecto, enMedellín, no con la ayuda de sus padres, queestaban arruinados, sino tocando el violín enentierros, matrimonios, serenatas y fiestas desociedad.

Hay períodos de la vida que transcurren enuna especie de armoniosa felicidad, períodosque tienen la tenue tonalidad de la alegría, ypara mí los más nítidos coinciden con aquellosaños, en aquellas largas vacaciones con misprimos costeños, que hablaban un españolmucho más dulce y agradable que el nuestro,que era en cambio duro y montañero, unosprimos que después —cuando llegaron lastragedias— volvimos a ver poco, como si

nosotros nos avergonzáramos de nuestratristeza, o como si ellos tuvieran la prudenciade no querer refregarnos en la cara sufelicidad conservada, pues la alegría de antes,en nosotros, había sido reemplazada por unrencor oscuro, por una desconfianza de fondoen la existencia y en los seres humanos, poruna amargura difícil de apagar y que ya notenía relación alguna con el color alegre denuestros recuerdos.

La primera tragedia estuvo a punto de sucederpor culpa mía, pero no llegó a ser tal gracias alvalor de un niño negro cuyo nombre nuncasupe, pero al que le tendré que agradecer todala vida el no sentirme del todo culpable de unamuerte ocurrida por mi cobardía. Habíamosido en La Fiorella a visitar a una familia quetenía una casa de recreo en la isla de Barú. Yoya sabía nadar, pues un profesor de la piscinadel Hotel Caribe, el negro Torres, un gigante

con cuerpo de estatua, nos había enseñado alos mayorcitos durante semanas el estilo libre,el braceo, los clavados, a tomar el aire por laboca y a botarlo por la nariz, y el aguante delos brazos aleteantes y de las piernas rectas ydel cuerpo horizontal, hasta casi ahogarnos decansancio, en piscinas completas de ida yvuelta, sin parar, siga siga siga, otra más y otramás, nos exigía el negro Torres, una esculturade ébano con un diminuto traje de bañoblanco, hasta que nos tenía que sacar casi delpelo, porque nos obligaba a seguir hasta quenos hundíamos exhaustos, incapaces ya de daruna brazada más. Pero de nada me sirviósemejante entrenamiento agónico, como lopude comprobar esa tarde en la isla.

Aburridos por esa larga visita a Barú, despuésde almuerzo, mientras los adultos hablaban depolítica en el corredor de la casa, acaloradospor el tema y por el clima, mi hermana menor

y yo nos fuimos al muelle a mirar el mar, y sinmucho que hacer nos pusimos a brincar de lalancha al muelle y del muelle a la lancha. Lascuerdas que amarraban la embarcación se ibantemplando y la lancha se alejabaprogresivamente del muelle, por lo que el saltoera cada vez más largo, más difícil de dar, ypor lo peligroso, más retador. Yo desafiaba ami hermana, tal vez, pues me quedaba muyfácil ganarle, por ser mayor, y de piernas máslargas.

En uno de esos saltos, Sol, que todavía nohabía estado en las clases de natación delnegro Torres, no alcanzó a tocar la lancha conel pie y se cayó al mar, entre el muelle y elcasco. Yo me quedé sobre las tablas delmuelle mirándola, paralizado. Veía que sucabeza se hundía en el agua, y subíanburbujas y burbujas desde su cuerpo hundido,como de una tableta de Alka-Seltzer, y

momentáneamente su pelo rubio volvía a salir,y la cabeza, con cara de terror, sus ojosdesgranados e implorantes, su bocadesesperada volvía a tomar un poco de aire,con tos, pero se hundía de inmediato, otravez, y movía los bracitos a la loca,ahogándose, ella debía de tener unos seisaños, si mucho, y yo nueve, y yo sabía muybien que debía tirarme de inmediato al agua asacarla, pero estaba paralizado, solamente lamiraba, como si estuviera viendo una películade terror, y no era capaz de moverme, con lamás asquerosa cobardía metida en el cuerpo,incapaz de tirarme y salvarla, incapaz inclusode gritar para pedir ayuda, porque además nome oirían, con el ruido del mar y la lejanía dela casa, que estaba a unos doscientos metrosdel muelle, hundida en la vegetación y laspalmeras. Mi hermanita ya casi no salía delagua y la lancha empezaba a acercarse almuelle otra vez, con lo que podría golpearle la

cabeza, apachurrarla contra los pilotes demadera, y yo seguía mirando, paralizado,seguro de que se iba a ahogar, temblando demiedo mientras ella se moría, pero quieto ymudo. De un momento a otro, sin que yosupiera de dónde, una mancha negra desnudapasó como una sombra frente a mí, una flechaoscura que se clavó en el agua y salió con laniña rubiecita entre los brazos. Era un niño demi misma edad, incluso un poco menor, puesera más bajito que yo, y la había salvado, y enese momento empezaron a llegar todos losadultos corriendo de la casa, gritandoalarmados, pues se había armado un alborotoen la choza de los negros al lado de la casaprincipal. Yo seguía ahí, paralizado, mirando ami hermana toser y vomitar agua y llorar yrespirar otra vez, abrazada a mi mamá, hastaque mi papá me tomó por los hombros, seagachó hasta mi altura, y me miró a los ojos yme dijo:

—Por qué no hiciste nada.

Me lo dijo en un tono neutro, distante, en vozmuy baja. No era ni siquiera un reproche, sinouna constatación de tristeza, de oscuradecepción: por qué no hiciste nada, por qué nohiciste nada. Y yo todavía no sé por qué nohice nada, o mejor dicho sí sé, por cobardía,porque tenía miedo de que si me tiraba asalvarla me ahogara yo también, pero era unmiedo sin justificación, pues ese niño negrome demostró que bastaba un segundo, un actode valor y un gesto resuelto para que la vidasiguiera y no se convirtiera en la tragedia másespantosa. Y aunque mi hermana no se ahogó,a mí me quedó para siempre la hondasensación, la horrible desconfianza de que talvez, si la vida me pone en una circunstanciadonde yo deba demostrar lo que soy, seré uncobarde.

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Tal vez sería con el fin de templar un poco micarácter que, no mucho tiempo después deeste episodio, quizá al año o a los dos años, mipapá resolvió que ya había llegado elmomento de que yo conociera un muerto. Laocasión se presentó una madrugada en que lollamaron a pedirle que fuera a la morgue deMedellín a reconocer a John Gómez, unmuchacho con retraso mental al que habíamatado un carro en la autopista, el hijo únicode Octavia, una tía de mi papá. Antes de salira hacer la diligencia, mi papá resolviódespertarme y me dijo:

—Vamos al anfiteatro, yo creo que ya es horade que conozcas un muerto.

Yo me vestí muy feliz, como si fuera a unprograma alegre, pues desde hacía mucho lehabía pedido que me introdujera en esemundo de lo que ya no existe. Nos fuimossolos y desde que entramos a la morgue de ElPedregal, al lado del Cementerio Universal, lacosa no me gustó. La sala estaba llena decadáveres, pero yo no quise fijar la vista enninguno de ellos, fuera de que la mayoríaestaban cubiertos con sábanas. Olía a sangre,y a carnicería, y a formol, y a podrido. Mipapá me llevó de la mano hasta donde elforense le indicaba que estaba el cuerpo delmuchacho que podía ser John. Y era John,por lo que el médico le propuso a mi papá quepresenciara la autopsia. Mis recuerdos ahí noson muy nítidos. Veo una segueta queempieza a serruchar el cráneo, veo intestinosazules que se depositan en un balde, veo unatibia rota que se asoma por un lado de lapantorrilla, rompiendo la carne. Huelo un

profundo olor a sangre disuelto con formol,como una mezcla de carnicería bovina conlaboratorio de química. Después, como mipapá notó que el espectáculo de la autopsiaera muy fuerte, decidió llevarme a dar unpaseo por entre los otros muertos. En la tardeanterior se había caído una avioneta en lasafueras de Medellín, y había varios cuerposcarbonizados y destrozados que no quisemirar con detalle por las arcadas que meproducían. Pero quizá lo que mejor recuerdoes el cadáver de una muchacha muy joven,completamente desnuda, de una palideztransparente, con una herida azul, decuchillada, en el abdomen. Un cartelito que lecolgaba del dedo gordo del pie decía que lahabían apuñalado en un bar de Guayaquil, ymi papá comentó: «Tal vez era una puta,pobre». Era la primera vez que yo veía unamujer (que no fuera una hermana) desnuda; laprimera vez que veía una puta; la primera vez

que veía bien un muerto. Ahí me desmayé.Después me veo fuera de la morgue,tomándome una empalagosa uva Lux a lafuerza, para reanimarme, pálido, mudo,sudoroso.

Durante varias noches no pude dormir. Teníapesadillas en las que veía los huesos rotos, lacarne desgarrada y las tripas azules de John allado de mi cama, de un azul oscuro igual al dela cuchillada de la muchacha de Guayaquil, ysu figura entera volvía a presentarse en miimaginación, con toda su palidez, su pubisvelludo, la sangre coagulada en el costado.(Años después, sin darme cuenta, no supe porqué enfermiza fascinación quise comprar uncuadro impresionante que se llama «Niñamostrando su herida», donde una muchachase señala el ojal de una herida de cuchillo en elvientre. Ahora que evoco esta visita a lamorgue de El Pedregal, creo que sé por qué lo

compré y también sé por qué a todos los queme visitan el cuadro los perturba y losmolesta). Durante esas malas noches quesiguieron, mi papá se sintió culpable ycompungido. Se sentaba en el suelo aacompañarme durante horas al lado de lacama, y me explicaba cosas mientras meacariciaba la cabeza o me leía cuentossosegados. Y cada vez que notaba en mis ojosque habían vuelto las imágenes del horror, mepedía perdón. Tal vez él había pensado queyo tenía una vida demasiado fácil, demasiadobuena, y quiso mostrarme el aspecto másdoloroso, trágico y absurdo de la existencia,como una lección. Pero quizá si hubierapodido adivinar el futuro habría pensado queesa temprana terapia de choque eracompletamente innecesaria.

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La cronología de la infancia no está hecha delíneas sino de sobresaltos. La memoria es unespejo opaco y vuelto añicos, o, mejor dicho,está hecha de intemporales conchas derecuerdos desperdigadas sobre una playa deolvidos. Sé que pasaron muchas cosas duranteaquellos años, pero intentar recordarlas es tandesesperante como intentar recordar un sueño,un sueño que nos ha dejado una sensación,pero ninguna imagen, una historia sin historia,vacía, de la que queda solamente un vagoestado de ánimo. Las imágenes se hanperdido. Los años, las palabras, los juegos, lascaricias se han borrado, y sin embargo, derepente, repasando el pasado, algo vuelve ailuminarse en la oscura región del olvido. Casisiempre se trata de una vergüenza mezcladacon alegría, y casi siempre está la cara de mipapá, pegada a la mía como la sombra que

arrastramos o que nos arrastra.

Poco antes o poco después de que mihermana menor estuviera a punto de ahogarse,recibí otra lección de ella, sin que ella quisieradármela, y esta lección coincidió con otradecepción para mi papá. Estaban celebrandoen Medellín una Feria Popular del Libro, en elcentro, y él nos llevó a los dos hermanosmenores, a Sol y a mí. Al llegar nos dijo quecada uno podía escoger un libro, el quequisiéramos, para que él nos lo comprara, ypara que después lo pudiéramos leer ydisfrutar en la casa. Primero íbamos a recorrertodos los puestos de exhibición, y luego, deregreso, escogeríamos el libro que más nosllamara la atención.

Hicimos el recorrido dos veces, calle arriba ycalle abajo, y mi papá, sin forzarnosdemasiado, nos hacía algunas sugerencias,

cogía libros entre las manos y elogiaba lasvirtudes de la historia, la maestría del escritor,lo apasionante del tema. Pronto mi hermanaescogió uno siguiendo los consejos de él: Elruiseñor y la rosa y otros cuentos de OscarWilde, en una edición muy modesta, perohermosa, blanca, con una rosa roja en lacubierta. Yo en cambio me había obsesionadodesde el primer recorrido con un libro caro,grande, de tapas rojas, que se llamaba Lasreglas oficiales de todos los deportes. Ahora,si había algo que mi papá despreciara eran losdeportes, el ejercicio en general, que para élera solamente una posible fuente de lesiones yaccidentes. Trató de disuadirme; me dijo queeso no era literatura, ni ciencia, ni historia,incluso llegó a decir, cosa insólita en él, queera muy caro. Pero yo estaba cada vez másresuelto, y apretando los dientes, contrariado,mi papá me lo compró.

Cuando más tarde llegamos a la casa, nosfuimos los tres a la biblioteca, y mientras yointentaba entender las reglas del fútbolamericano, que ni esa vez ni nunca pudecomprender, mi papá empezó a leerle en vozalta a mi hermana el primer cuento de OscarWilde que venía en el libro, precisamente «Elruiseñor y la rosa». Llevarían una página en lalectura cuando yo ya estaba completamentedecepcionado de las incomprensibles reglas delfútbol americano, y oyendo con disimulo lamaravillosa historia de Wilde, hasta que alfinal, cuando el pájaro muere traspasado porla espina del rosal, yo mismo cerré mi libro yme acerqué a ellos, humilde y arrepentido. Mipapá terminó de leer con mucha emoción.Creo que me sentí casi tan miserable como lavez en que no había sido capaz de salvar a mihermana en su caída al mar, y creo que mipapá estaba casi tan decepcionado de mícomo esa otra vez. Escondí el libro rojo de las

reglas de los deportes detrás de mis otroslibros, como si fuera una revista pornográfica,leí una y otra vez los fascinantes cuentos deWilde, y desde entonces no he hecho otracosa que leer literatura, ciencia, historia,aunque ya no aprendiera jamás las reglas delcriquet, ni del rugby, ni del fútbol americano oel judo japonés.

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«Perdón, no sabía que estabas ocupado». Esome dijo una tarde calurosa de verano mi papá.Había llegado a la casa con un libro de regalo,la biografía de Goethe, que más tarde meentregó (todavía la tengo y todavía no la heleído: ya le llegará el día), pero al entrar él, yoestaba dedicado a ese ejercicio manual que

para todo adolescente es un delicioso apremioimpostergable. Él siempre tocaba la puertaantes de entrar en mi cuarto, pero esa tarde notocó, venía muy feliz con el libro en la mano,estaba impaciente por entregármelo, y abrió.Yo tenía una hamaca colgada en el cuarto, yahí estaba echado, en pleno ajetreo, mirandouna revista para ayudarle con los ojos a lamano y a la imaginación. Me miró un instante,sonrió, y dio la vuelta. Antes de cerrar otravez la puerta, me alcanzó a decir: «Perdón, nosabía que estabas ocupado».

Después no comentó ni una palabra sobre elasunto, pero semanas más tarde, en labiblioteca, me contó una historia: «Cuando yoestaba en último año de Medicina, me llamó asu casa un primo, Luis Guillermo EcheverriAbad. Después de muchos rodeos y conmucho misterio, este primo me confesó queestaba muy preocupado por su hijo, Fabito,

que parecía no pensar en otra cosa que enhacerse la paja. A mañana, tarde y noche. Túque eres casi médico, me dijo el primo, hablacon él, aconséjalo, explícale lo dañino que esel vicio solitario. Entonces yo fui a hablar conel hijo de mi primo —siguió contando mi papá— y le dije: tranquilo, sígalo haciendo todo loque quiera, que eso no hace daño y es lo másnormal; lo raro sería que un muchacho no semasturbara, pero le doy un consejo: no dejerastros ni se deje ver de su papá. Al pocotiempo el señor volvió a llamar, aagradecerme. Le había hecho el milagro:Fabito, como por arte de magia, había dejadoel vicio». Y mi papá, como si no hubieramejor moraleja para esa historia, soltó unacarcajada.

Lo que yo sentía con más fuerza era que mipapá tenía confianza en mí, sin importar loque yo hiciera, y también que depositaba en

mí grandes esperanzas (aunque siempre corríaa asegurarme que no era necesario que yolograra nada en la vida, que mi sola existenciaera suficiente para la felicidad de él, miexistencia feliz y fuera como fuera). Estosignificaba, por un lado, una cierta carga deresponsabilidad (para no traicionar esasesperanzas ni desmentir esa confianza), unpeso, pero era un peso dulce, no era una cargaexcesiva, pues todo resultado, hasta el másnimio y ridículo, ya le agradaba, mis primerosborrones de páginas lo exaltaban, mis cambiosde rumbo locos los interpretaba como unaexcelente práctica formativa, mi inconstanciacomo una marca genética de la que él tambiénsufría, mi inestabilidad vital e ideológica comoalgo inevitable en un mundo que se estabatransformando ante nuestros ojos, y había quetener una mente flexible para saber quépartido tomar en el reino de lo cambiante y dela indeterminación.

Nunca, ni cuando cambié cuatro veces decarrera, ni cuando me expulsaron de launiversidad por escribir contra el Papa, nicuando estuve desempleado y tenía ya unahija que mantener, ni cuando me fui a vivircon mi primera mujer sin casarme, nunca oícensuras ni reclamos de su parte, siempre lamás tolerante y abierta aceptación de mi viday de mi independencia. Y creo que así fuetambién con todas mis hermanas, nunca uncensor, nunca un crítico o un inquisidor,mucho menos un castigador o un carcelero,siempre una persona liberal, abierta, positiva,que aceptaba incluso como picardías inocentesnuestras faltas. Tal vez él creía que el serhumano, todo ser humano, está condenado aser lo que es, y que no hay vara que loenderece, ni mala compañía que lo tuerza, ytal vez tuvo la suerte, también, de que ningunode nosotros saliera crápula, enfermo, vago,idiota o inútil, en cuyo caso no sé cómo

hubiera reaccionado, aunque creo queseguramente con el mismo ánimo abierto ytolerante y alegre, aunque por supuestotambién con la irremediable dosis de dolor eimpotencia.

En materia sexual fue siempre muy abierto,como ya se vio en el episodio de lamasturbación y en otros que no digo porquenada tan incómodo como mezclar el sexo conlos padres. A los padres nos los imaginamossiempre asexuados, y, como dice un amigomío, «las mamas ni siquiera hacen pipí». Talvez mi papá era más puritano en la vida queen el pensamiento, es cierto, y quizá un pococonservador a pesar suyo, tradicionalista enasuntos de moral familiar, pero teóricamentemuy liberal. En esto también opuesto a mimamá, que en teoría decía ceñirse a lasenseñanzas de la Santa Madre Iglesia, pero enla práctica era incluso más abierta y liberal que

mi papá y cuando una vez el esposo de unaprima mía, que es del Opus Dei, dictó unaconferencia en la Universidad criticando el usodel condón y sosteniendo que a veces lamedicina era la aliada perversa de lainmoralidad humana, pues pretendía que sepudiera hacer impunemente lo prohibido, mimamá le dijo en secreto a esa prima mía quetodo eso estaba muy bien, que ella estaba deacuerdo con su marido, pero que en cada viajede su esposo le aconsejaba que en el maletínde viaje le empacara siempre una cajita decondones, porque los hombres eran muybuenos para echar discursos sobre la moral,pero a la hora de la verdad, en el instante de latentación, la moral se les olvidaba, y en talcaso, al menos, era mejor que él, y sobre todoella, no acabaran enfermándose por un excesode moralidad abstracta, en vez de seguir sanosgracias a algo de inmoralidad práctica.

Con mi papá yo podía hablar de todas estasmaterias íntimas, y consultárselasdirectamente, porque siempre me oía sinescandalizarse, tranquilo, y me contestaba enun tono entre amoroso y didáctico, nunca decensura. En la mitad de mi adolescencia, en elcolegio de solos varones donde yo estudiaba,me ocurrió algo que me pareció muy extraño,y que llegó a atormentarme durante años. Lavista de los genitales de mis compañeros declase, y sus juegos eróticos, me excitaba, y yollegué a pensar con angustia, por eso, que eramarica. Se lo conté a mi papá con el ánimotransido de miedo y de vergüenza, y él mecontestó, sonriendo muy tranquilamente, queera pronto para saberlo definitivamente, quetenía que esperar a tener más experiencia delmundo y de las cosas, que en la adolescenciaestábamos tan cargados de hormonas que todopodía ser motivo de excitación, una gallina,una burra, unas salamandras o unos perros

acoplándose, pero que eso no significaba queyo fuera homosexual. Y ante todo me quisoaclarar que, de ser así, eso tampoco tendríaninguna importancia, siempre y cuando yoescogiera aquello que me hiciera feliz, lo quemis inclinaciones más hondas me indicaran,porque uno no debía contradecir a lanaturaleza con la que hubiera nacido, fuera laque fuera, y ser homosexual o heterosexualera lo mismo que ser diestro o zurdo, sólo quelos zurdos eran un poco menos numerososque los diestros, y que el único problema,aunque llevadero, que podría tener en caso deque me definiera como homosexual, sería unpoco de discriminación social, en un medio tanobtuso como el nuestro, pero que también esopodía manejarse con dosis parejas deindiferencia y de orgullo, de discreción yescándalo, y sobre todo con sentido delhumor, porque lo peor en la vida es no ser loque uno es, y esto último me lo dijo con un

énfasis y un acento que le salían como de unfondo muy hondo de su conciencia, yadvirtiéndome que en todo caso lo más grave,siempre, lo más devastador para lapersonalidad, eran la simulación o el disimulo,esos males simétricos que consisten enaparentar lo que no se es o en esconder lo quese es, recetas ambas seguras para la infelicidady también para el mal gusto. En todo caso, medijo, con una sabiduría y una generosidad quetodavía le agradezco, con una tranquilidad quetodavía me tranquiliza, yo debía esperar untiempo a tener más trato con las mujeres, aver si con ellas no sentía lo mismo, o más ymejor.

Y así fue, al cabo del tiempo, y luego de queestuve también —pagado, aunque noinducido, por mi papá—, hablando de misangustias con un psiquiatra y una psicoanalista(Ricardo José Toro y Claudia Nieva, a quienes

recuerdo también con cariño). Hablando conellos, o dejando que mi cerebro madurara a suamaño mientras les derramaba en sus orejasmis miedos, pude encontrar en mí mismo elsendero de mis deseos más profundos, quepor suerte o por monotonía de mi espírituacabó coincidiendo con el camino trillado de lamayoría. Desde eso, además, no le temotampoco a mis deseos más oscuros, ni mesiento atormentado o culpable por ellos, y sihe sentido después impulsos de atracción porobjetos prohibidos, como la mujer delprójimo, por ejemplo, o por mujeres muchomenores que yo, o por las novias de misamigos, no he vivido estas infracciones comoun tormento, sino como las peticiones tercas,pero ciegas e inocentes en el fondo, de lamáquina del cuerpo, que deben controlarse ono, según el daño que se pueda hacer a losdemás y a sí mismo, y con ese solo criterio,más pragmático y directo que el determinado

por una moral absoluta y abstracta (la de losdogmas religiosos) que no cambia según lascircunstancias, el momento o la oportunidad,sino que es siempre idéntica a sí misma, conuna rigidez dañina para la sociedad y para elindividuo.

La muerte de Marta

26

Y después de ese paréntesis de felicidad casiperfecta, que duró algunos años, el cielo,envidioso, se acordó de nuestra familia, y eseDios furibundo en el que creían mis ancestrosdescargó el rayo de su ira sobre nosotros que,tal vez sin darnos cuenta, éramos una familiafeliz, e incluso muy feliz. Casi siempre pasa

igual: cuando la felicidad nos toca es cuandomenos nos damos cuenta de que somosfelices, y tal vez las alturas nos mandannuestra buena dosis de dolor, para queaprendamos a ser agradecidos, aunque esta esuna explicación de mi mamá, que nadaexplica, y que no pongo como mía, nisuscribo, pero que sí escribo porque mientrasla felicidad nos parece algo natural ymerecido, las tragedias nos parecen algoenviado desde afuera, como una venganza oun castigo decretado por potencias malignas acausa de oscuras culpas, o por diosesjusticieros, o ángeles que ejecutan sentenciasineluctables.

Sí. Éramos felices porque mi papá habíavuelto de Asia definitivamente y ya nopensaba volver a irse nunca, pues la últimavez se había deprimido hasta el borde mismodel suicidio, y por fortuna ya no lo estaban

persiguiendo en la Universidad por comunista,sino si mucho por reaccionario (porque todoslos felices, para los comunistas, eran enesencia reaccionarios, debido a que lo eran enmedio de infelices y desposeídos). Éramosfelices porque por un momento pareció quelos poderosos de Medellín confiaran en mipapá y lo dejaran actuar, trabajar, pues veíanque hacía programas útiles de medicinapública, vacunaciones, promotoras de salud,acueductos veredales, y sus acciones no sequedaban en palabras y palabras, como las detantos otros. Y entonces, como mi papá ya noveía su trabajo en peligro y mi mamá estabaempezando a ganar más plata que él, nosdábamos ciertos lujos, como ir de vez encuando a un restaurante chino, todos juntos, oabrir una botella de vino, cosa inusitada,única, para atender al doctor Saunders, orecibir mejores regalos en Navidad (unabicicleta, una grabadora de casetes), o ir a ver

en procesión familiar una película que a mipapá le parecía lo mejor que había visto, Unaleona de dos mundos, de la que recuerdo eltítulo, la fila para entrar al cine Lido, y nadamás.

Éramos felices porque nadie se había muertoen la familia y todas las semanas nos íbamospara la finca desde el viernes hasta eldomingo, una finca pequeña, de dos cuadras,en Llanogrande, en tierra fría, que tío Luis, elcura enfermo, le había regalado a mi mamácon sus ahorros de toda la vida, y como lasituación estaba mejor mi papá hasta me habíacomprado un caballo, Amigo, así lo habíamospuesto. Amigo, un táparo flaco y moro,desgarbado, con la misma estampa deRocinante, cada semana más flaco, en lascostillas, porque no había pasto en la finca,pero que a mí me parecía un potro árabe, porlo menos, o un purasangre andaluz, cuando

salía a galopar por los caminos que pasabancerca de la finca, y desde eso confundo lafelicidad, además de las calles de Cartagena,con un paseo a caballo por el campo, sin nadieque me hable, sin tener que hablarle a nadie,solo con mi caballo, como El LlaneroSolitario, que era mi revista de muñequitospreferida, cuyo protagonista era una especiede Quijote sin Sancho que deshacía entuertosen las planicies de Texas o de Tijuana o dealguna parte que nunca reconocí como partede este mundo, sino del mundo del más alláque representan las revistas de muñequitos.

El día que el caballo había llegado a la finca,sin embargo, yo recibí, o, mejor dicho, nosupe recibir un mensaje de la vida, o de lasabiduría que debería darnos la experiencia (ycasi nunca nos da), que debió haberme puestosobre aviso de lo amenazada de desdicha queestá en todo momento la felicidad. Mi papá

me lo tenía de sorpresa y ese sábado almediodía, al llegar a Llanogrande, en elquiebrapatas de la finca, paró el carro y señalóhacia el potrero: «Mira, ahí está lo quequerías, el caballo». A mí el corazón me dioun brinco de felicidad en el pecho. Al fin iba apoder tener lo que más me gustaba de la fincadel abuelo (los paseos a caballo) sin tener quesometerme a la desgracia de separarme de mipapá por las noches. Entonces salté del carro,del viejo Plymouth azul celeste, abrí laportezuela a toda velocidad, brinqué al suelo,y tiré la puerta con todas mis fuerzas parapoder correr hacia donde estaba el caballo. Meprecipité tanto que dejé dos dedos expuestos yyo mismo me los machuqué con la puerta.Sentí un dolor lancinante. La alegría y el gozose convirtieron en una horrible tortura. Unauña saltó y los dos dedos se pusieron moradosde sangre. La risa de alegría se mezcló con elllanto, y solo pude ir a conocer a Amigo un

buen rato después, con los dedos metidos enun platón con hielo para bajar el dolor y lahinchazón. Me reía y lloraba al mismo tiempo.Tal vez por esa experiencia en que la dicha seteñía de repente de dolor, yo ya debía haberentendido, repito, que nuestra felicidad estásiempre en un equilibrio peligroso, inestable, apunto de resbalar por un precipicio dedesolación.

Pero no. En esos años nos imaginábamos quetoda la vida iba a ser buena, y no había porqué dudarlo. Éramos felices porque todas mishermanas eran lindas y alegres, las muchachasmás bonitas del barrio Laureles, lo decía todoel mundo, Maryluz, Clara, Vicky (a Eva ledecíamos Vicky, pues se llamaba EvaVictoria, pero ella odiaba el Eva, le parecía unnombre montañero, jericoano, y siempresufrió con eso, sabiendo que es el úniconombre bonito de toda la familia) y Marta. Sol

todavía no porque era muy chiquita, y selimitaba a mirar, escondida a mi lado detrás delas ventanas, y a poner quejas de furtivosbesos, los dos («mami, Jorge le dio un beso aClara y Clara lo dejó»; «Mami, Álvaro lequería dar un beso a Vicky pero Vicky no sedejó»; «Mami, Marta le dio un beso a HernánDarío y él le puso la mano en la tetaderecha»), pero ya le llegaría su momentotambién para gozar y besar al escondido. Sí,mis hermanas eran las muchachas más bonitasde Laureles, le pueden preguntar a quienquieraque las haya conocido a ver si no es verdad,las más alegres y simpáticas y coquetas ydicharacheras, y la casa era un enjambre dejóvenes bachilleres y universitarios, zumbandoa toda hora como locos por conquistárselas,porque eran risueñas y bailarinas y ocurrentes,por lo que todos los muchachos de Laurelesestaban como locos, y hasta venían del centroy de El Poblado a verlas, sólo a verlas de día,

a hacerles la visita temblando de timidez,borrachos de miedo a ser rechazados. Y lomismo por las noches pues los viernes y lossábados después de media noche, ibanapareciendo otra vez los visitantes del día,desesperados de amor, y el frente de mi casase convertía en un sinfín de serenatas. ParaMary, de Fernando su novio, porque ella erafiel desde los once y nunca permitió que nadiemás se le acercara, y si alguien más le llevabaserenata lo paraba en seco y lo despachabacon protestas destempladas. Para Clara, desus dos novios y sus veinte pretendientes (unavez le llevaron cuatro serenatas en una mismanoche, de cuatro tipos distintos, la última conmariachis, a ver quién daba más porconquistar su acerado corazón), porqueaunque no era infiel sí era tan bonita que lequedaba imposible escoger entre tantospartidos perfectos, uno mejor que el otro cadavez. Uno de ellos. Santamaría, hasta se

suicidó de mal de amor. Para Vicky, de un talÁlvaro Uribe, muy bajito, que se moría porella, pero ella no por él, porque le parecía muyserio y, sobre todo, muy bravo. «Como ustedno me hace caso», le dijo el hombre una vez,«la voy a cambiar». Y puso Vicky a su mejoryegua, porque a él le gustaban los caballossobre todas las cosas y, decía «ahora montoen Vicky todas las semanas». Le llevaba lascalificaciones para que ella las viera: cinco entodo, con los padres benedictinos. Pero en elpenúltimo año de bachillerato lo expulsaron,por culpa de mi hermana. No de Vicky, sinode Maryluz, que era mayor. Resulta que en elbazar de los benedictinos había que elegir lareina del colegio, y Maryluz era la reina desexto; la de quinto, la de Álvaro, era otra, yhasta el último minuto iba ganando. Noganaba la más bonita, sino la que recogieramás plata, y la de quinto había recogido más,porque el papá de Álvaro, caballista, era rico,

y había dado mucho. La suerte estaba echada,pero en el último minuto Maryluz le rogó a unrico muy rico de Medellín, Alfonso Mora de laHoz, y éste le dio un cheque gordo,sustancioso. Cuando contaron la plata, ganabala de quinto, sumando el efectivo, y Álvaroestaba feliz, pero el último papel que sacaronfue el cheque del rico riquísimo: y entonces lareina de sexto sumó más. Gritos de alegríapara Maryluz. Entonces Álvaro, que nuncasupo perder, y aún no sabe, se paró en unpupitre y arengó a los alumnos del colegio, entono veintejuliero: «¡Se vendieron losPaaaadres Benedictinos!». Y los padresbenedictinos lo expulsaron, por incapaz deaceptar la derrota y las reglas de juego, y éltuvo que terminar el bachillerato en el JorgeRobledo, adonde iban a dar todos los echadosde Medellín. Después Vicky se ennovió conotro Uribe, Federico, que no era pariente delanterior, sino de otros Uribes, y al fin se casó

con él. Cuando tenía que decidir, mi papá ledijo, «mejor éste; el otro es muy ambicioso, yno sé si será fiel». Ninguno es fiel, pero en fin.Y para Marta, que como era la más joven, deotra generación, ya no le traían serenatas contrío, que era una cosa de otras épocas, deviejos y veteranos, sino que a cierta hora separaba un carro en la calle, abría la puerta, yde repente desde los parlantes de adentrotronaban una batería y una guitarra eléctricaenardecida de música rock, con canciones delos Beatles o de los Rolling Stones, y despuésde Los Carpenters, de Cat Stevens, de DavidBowie y de Elton John. Había ya, entre miscuatro hermanas mayores, un cambio degeneración, y Marta era la primera quepertenecía a la mía, aunque yo en realidad nocreo haber pertenecido a ninguna, puescuando ella se murió, me quedé sin influenciay sin generación. Tal vez por eso me dediquéa la música clásica, que era un terreno firme,

el de mi papá, y tal vez por eso jamás hellevado una serenata, ni riesgos con tríos,bambucos o mariachis, pero ni siquiera conparlantes de carro, y de música rock.

Y ahora tengo que contar la muerte de Marta,porque eso partió en dos la historia de micasa.

27

Marta Cecilia para mi mamá, Taché para mipapá, Marta para nosotros los hermanos, erala estrella de la familia. Desde chiquita sehabía visto que no había entre todos nosotrosninguna más alegre ni más inteligente ni másvital (y les juro que había competencia, y muydura, con las otras hermanas). Empezó, a loscinco años, tocando el violín, e iba de tarde en

tarde al conservatorio donde un profesorcheco, Joseph Matza, un extraordinarioviolinista que había llegado a ser concertino dela Ópera de Friburgo, quien decía que llevabaaños sin ver tanto talento como el que veía enMarta. Matza, perdido en estos trópicos,dirigía los fines de semana la Banda de laUniversidad (mi papá nos llevaba a oírlaalgunos domingos al Parque de Bolívar) ytocó todo lo que aquí se podía tocar connuestra pobre orquesta. Acabó alcoholizado,amargado, y sus alumnos lo recogían en lamadrugada por las calles de la ciudad, perohasta los mendigos lo cuidaban, y decían: «Elmaestro está borracho, déjenlo dormir». Elmaestro Matza, en sus clases, les decía a suspupilos, mirando su instrumento con amorosarabia, «es mi íntimo enemigo». Tal vez poreso mi hermana Marta se aburrió del violíncuando llegó a los once años, pues le parecíaque era un instrumento muy triste, que exigía

una entrega total del tiempo, de la vida, yhecho para tocar música antigua, decía mihermana, y ella era muy de ahora, de lostiempos del rock. Entonces dejó el violín sinremordimiento y sin que a mi papá ni a mimamá les pesara, pues ellos nunca presionaronen nosotros ninguna vocación, y empezó conla guitarra y con el canto. Cambió a ese«íntimo enemigo» y al maestro Matza por lamás amistosa guitarra y por una profesoracolombiana, Sonia Martínez, que aunque leenseñaba bambucos que a Marta no laentusiasmaban, reconocía que le transmitíamuy bien la técnica vocal y elacompañamiento de la guitarra. Con AndrésPosada, su primer novio, que hoy es unmúsico extraordinario, y con Pilar, la hermanade Andrés, otra gran música, estudió más, yjuntos se pasaban las tardes cantando lascanciones de los Beatles, de Serrat, de CatStevens, de no sé quién más.

Ya a los catorce años empezó a cantar y atocar en un conjunto, el Cuarteto Ellas, dondecantaba también otra música extraordinaria,Claudia Gómez, y Marta fue la primera de lafamilia que ganó premios de farándula (enrealidad la única) y salía en la prensa y enalgunos programas de televisión. Se iba de girapor toda Colombia, y las llevaban a PuertoRico, a San Andrés y a Miami, a sitios así,que los otros hermanos ni nos soñábamos conpoder conocer. Además Marta era una actriznatural y recitaba larguísimas tiradas dememoria, en las fiestas de mis hermanas,cuando las mayores iban cumpliendo quince,que era la edad más importante en la mujer,en aquellos años, su «presentación ensociedad». Y era también la mejor estudiantede la clase, en La Enseñanza, y suscompañeras sentían por ella adoración, porqueno era una nerda antipática, sino unaestudiante alegre a la que le bastaba oír una

vez una lección para aprendérsela, sin tenerque estudiar. Leía más que yo, y era tanrápida y brillante que mi papá la prefería sobretodos nosotros, incluso sobre mí que tenía esemérito sin gracia de ser el único hombre, ysobre la mayor, que por ser la mayor y la másbuena con él era la niña de su corazón.

Mis dos hermanas mayores se casaron.Maryluz con su novio de siempre, FernandoVélez, un economista rico a los veinte añospor una gran herencia que le dejó el papá, elfundador de Laboratorios Líster, una industriafarmacéutica, que se murió de un cáncerprematuro. Pero el economista, de ser tangeneroso, no supo economizar, y menos iba apoder al lado de mi hermana, que eramanirrota, igual a mi papá, pues para ellanunca ha habido un placer más grande que elde hacerles favores a los demás y regalar,regalar, regalar, sus cosas, su tiempo, su plata,

sus vestidos, todo. Ellos dos, Maryluz yFernando, eran uno, unos siameses, y parecíaque se hubieran casado desde la primeracomunión. Con decirles que él tenía trece añoscuando le llevó a mi hermana, de once, laprimera serenata. Cuando ella cumpliódiecisiete años, llevaban tanto tiempo juntosque no aguantaron más tanta virginidad (eranlos años de la virginidad), lo llamó al orden ylo obligó a casarse, sin apelación alguna,incluso antes de que él terminara launiversidad. Entonces Clara también se sintiópresionada para casarse pronto y por noquedarse atrás, tres años después se casó conel que decían que era el muchacho con másfuturo de Medellín, Jorge Humberto Botero,un abogado «divino», así decían todas, deinmensa simpatía, muy inteligente, decía mipapá, aunque hablara con palabrasrebuscadas, que a todos nos daban un poquitode risa mezclada con admiración, en un tono

pausado, didáctico, intelectual, la únicapersona en el mundo, que yo conozca, queusa todavía el futuro del subjuntivo («sisucediere, en caso de que tuviere») y fue delos primeros colombianos que salían a trotarpor la calle, como los gringos, a hacerjogging, decía él, porque era esbelto yhermoso, y su manera artificial de hablar eraen él tan constante que casi podría decirse queel artificio era su forma de ser natural. Clara yJorge Humberto se fueron, recién casados,para Estados Unidos, a seguir estudiando enMorgan Town, un pueblo de West Virginiacon universidad.

Quedábamos tan solo cuatro hijos en la casa ya Eva Victoria, ahora la mayor, le había dadopor ser muy elegante. Todo el día estaba conuna compañera del colegio, María EmmaMejía, que le daba consejos de vestuario y deglamour, y le enseñaba a mover las manos

como las bailarinas del ballet. Gracias a lasclases de María Emma, quizás, Eva, o Vicky,tiene los mejores modales de la casa, hastaparece de mejor familia que nosotros, y unporte altivo que sin embargo no es de desdénsino, me parece, de contención. Creo que porexceso de examen de conciencia, y por miedoa una culpa oscura e incierta como el pecadooriginal, padece de una rectitud enfermiza quea veces casi ni la deja vivir pues llega a vermaldades y faltas de honradez donde niremotamente las hay.

Seguíamos Marta y yo. Marta, la estrella, lacantante, la mejor estudiante, la actriz. Eramuy observadora, tenía un oído agudísimo ypor eso mismo poseía el don de la imitaciónperfecta. Conocía a alguien y al minuto eracapaz de remedar los gestos y la voz, la formade caminar o de partir la carne, los tics en lasmanos o en los ojos y las faltas de dicción.

Pobre del que fuera a la casa: al salir, mihermana le hacía más una radiografía que unaimitación. Marta me apabullaba; en ciertosentido me hacía sentir no solo menor, que loera, sino en todo sentido aminorado. Paratodo tenía la frase justa, la salida brillante, elapunte apropiado, mientras yo todavía luchabapor dentro por desenredar un nudo depalabras que no acababan de brotar de laconciencia ni mucho menos de aflorar en lagarganta. Pero esta inferioridad, en el fondo,no me importaba mayor cosa, pues yo, deentrada, me había rendido ante susuperioridad, y además estaba refugiado en loslibros, en el ritmo sereno de los libros, y en lasconversaciones serias y lentas con mi papá,para despejar dudas físicas y metafísicas, yque mi hermana fuera superior era unaevidencia sobre la que no había dudas nicompetencia posible, como comparar el morrode Pandeazúcar con el Nevado del Ruiz. Tal

vez por no poder competir con ella ni en lapalabra ni en el baile ni en el canto ni en laactuación ni en la imitación ni en el estudio,me convertí en lector y en llanero solitario, enestudiante promedio sin muchas dotes deexpresión oral, más bien inepto para losdeportes, y bueno desde entonces para unacosa sola: redactar. Y al final venía Sol, queno salía aún de las neblinas de la infancia,todo el día metida en la casa de unas primitasde la misma edad, Mónica y Claudia, quevivían en la misma cuadra, jugando mamacitascon una seriedad que ya se quisieran lasmadres, con fingidas hijas Barbies ycochecitos de juguete y trapos múltiples ydisfraces y muñecas de plástico. En realidadSolbia (le decíamos Solbia porque su nombrecompleto es Sol Beatriz) era más hija de lostíos que de mi papá y mi mamá, y a veces, alpelear, aunque es la única médica de la casa, yuna persona estudiosa y profesional, se le

salen unos modales no de galeno sino deganadero, que sólo pudo heredar del tíoAntonio, un finquero, y el hijo de mi abueloque más se parecía a él.

Hasta que a Dios, repito, o mejor dicho alabsurdo azar, le dio por envidiar tantafelicidad, y descargó un rayo de ira despiadadasobre esa familia feliz. Una tarde, al volver deltrabajo, mi papá nos llamó a Sol y a mí.Estaba serio, más serio que nunca, pero no demal genio, sino con una mirada de profundapreocupación, como con un entripado, habríadicho mi mamá, y con los tics alborotados enlas manos y en la boca, signo de que elnerviosismo había dado su golpe de estado enél. Algo muy raro debía estar pasando, puesnunca hacíamos nada así, sus llegadas solíanser lluvias de alegría, carcajadas, bromas, omúsica sombría y reparadora lectura ritual.Nada de eso esta vez: que vengan a dar una

vuelta en el carro conmigo, dijo, seco,terminante. Él iba manejando y después dedar muchas vueltas por las laberínticas callesde Laureles, paró en un callejón solitario, yacerca de La América, llegando a la calle SanJuan. Apagó el carro y empezó, despacio,girándose para mirarnos a los ojos:

—Les tengo que decir algo muy duro y muyimportante—. El tono era doloroso y mi papáhizo una pausa para tragar saliva—. Tienenque ser muy fuertes y tomarlo con calma.Miren, es difícil de decir. Marta está muyenferma, es una enfermedad, se llamamelanoma, es un tipo de cáncer, de cáncer enla piel.

Yo, en vez de dominarme, salté como unresorte y dije lo peor, que fue lo primero quese me ocurrió:

—Entonces se va a morir.

Mi papá, que no quería oír eso, ni menospensarlo, porque era lo que más temía y loque mejor sabía, en lo más hondo de él, queirremediablemente iba a ocurrir, se enfurecióconmigo:

—¡Yo no he dicho eso, carajo! La vamos allevar a Estados Unidos y puede que se salve.Vamos a hacer todo lo humanamente posiblepara salvarla. Ustedes tienen que ser fuertes, yserenos, y tienen que ayudar. Ella no sabe loque tiene, y ustedes tienen que tratarla muybien, y no decir nada, al menos por ahora,mientras la preparamos. La medicina haprogresado mucho y, si existe algunaposibilidad, la vamos a curar.

Entonces empezaron cuatro meses de un dolorlacerante, de agosto a diciembre, del que

ninguno de nosotros salió igual.

Un cáncer, a los dieciséis años, y en unamuchacha así, como era Marta, producía encualquiera un dolor y un rechazoinsoportables. Hay un momento en que la vidade los seres humanos se vuelve más valiosa, yese momento, creo yo, coincide con esaplenitud que trae el final de la adolescencia.Los padres han estado muchos años cuidandoy modelando la persona que los va arepresentar y a reemplazar; al fin esa personaempieza a volar sola, y como en este caso,vuela bien, mucho mejor que ellos y que todoslos demás. La muerte de un recién nacido, o lade un viejo, duelen menos. Hay como unacurva creciente en el valor de la vida humana,y la cima, creo yo, está entre los quince y lostreinta años; después la curva empieza, lenta,otra vez a descender, hasta que a los cien añoscoincide con el feto, y nos importa un pito.

28

En Washington estaba el hospital que máshabía experimentado con nuevos tratamientoscontra ese cáncer tenebroso, el melanoma. Mipapá y mi mamá vendieron cosas; el carro demi papá y la primera oficina que mi mamáhabía comprado, en el edificio La Ceiba, consus ahorros de años, para poder disponer defondos para el tratamiento. Varias parejas deamigos, Jorge Fernández y Marta Hernández,Fabio Ortega y Mabel Escovar, don EmilioPérez, mi cuñado Fernando Vélez, lesentregaron miles de dólares en efectivo, comoun préstamo, sin fecha de devolución, o comoun regalo, y mi papá y mi mamá los recibieroncon lágrimas en los ojos. Cuando volvieron deEstados Unidos, mi papá y mi mamádevolvieron los préstamos intactos, perollevarlos en la cartera les daba seguridad.

Estaban dispuestos a vender la casa, la finca,todo lo que teníamos, si el tratamiento deMarta era posible y dependía del pago, porqueasí era, y es, la medicina de allá, mejor paralos que tengan más plata disponible. Pero nohabía plata que comprara la salud en esecáncer. Había esperanzas vagas, con unadroga nueva, en los primeros estadios deexperimentación, y se la empezaron a dar enel hospital.

En Washington se hospedaron donde EdgarGutiérrez Castro, que les dejó el apartamentoy se fue a vivir a un cuarto en la casa de unamigo. Cuando iba a recogerlos en elaeropuerto, de lo ansioso que estaba, sechocó, y cuando llegó en un taxi, mi papá, mimamá y Marta ya no estaban ahí, se habíanido en bus hasta un hotel, creyendo que aEdgar se le había olvidado recogerlos. Él losrescató del hotel y los dejó instalados en su

apartamento, «por el tiempo que seanecesario», un acto de generosidad que mifamilia no olvida. Mi hermana Clara, que novivía lejos, se les unió, y Jorge Humberto, sumarido, llegaba también los fines de semana.Allí, en la terraza del apartamento de EdgarGutiérrez, Marta, al fin, le hizo la preguntafatídica a mi papá: «¿Papi, verdad que lo queyo tengo es un cáncer?». Y él, con los ojosencharcados de desesperación, sólo pudoasentir con la cabeza, pero también añadirleuna mentira piadosa y que sonara verosímil:era cáncer, sí, pero como era de la piel, lacosa era superficial, y muy tratable. Él nocreía que se fuera a morir. Mi papá quería queella ayudara con su ánimo a una improbablecuración. Y ella ya nunca más les volvió apreguntar. Desde ese día supo controlar sudolor y envolver en una remota esperanza susganas de no desesperarse jamás. De hecho,intentó ser feliz hasta el final.

Un fin de semana la llevaron de paseo, conautorización del hospital, a conocer NuevaYork. Fueron con Clara y estaban paseandopor Manhattan cuando a Marta le dio unmareo terrible y un desmayo, con taquicardia.Tuvieron que llamar una ambulancia y volveren ella hasta Washington. Ese solo regreso deafán en ambulancia les costó lo mismo quehabían recogido por la venta del carro de mipapá. No era nada, era una reacción a ladroga, que era un químico muy fuerte, tal vezlos primeros tipos de quimioterapia.

Al fin en el hospital, cuando encontraron queMarta ya tenía metástasis, les dijeron que loúnico que se podía hacer era esperar a ver losefectos de la nueva droga. Que podían llevarselas dosis a Colombia e ir mandando cadasemana los exámenes de laboratorio alhospital, donde serían analizados por losespecialistas, y si era el caso, por teléfono les

darían más indicaciones. Cuando Clara fue allevarlos al aeropuerto, el día del regreso, sedespidió de Marta con un beso largo, con ungran abrazo. Marta le dijo que tenía miedo, yClara se rió de ella, que no fuera boba, quetodo iba a salir bien. Y se lo decía con unafalsa sonrisa feliz. Al volver hacia elestacionamiento, después de dejarlos enemigración, Clara sintió que algo caliente lerodaba por los muslos, un líquido caliente. Fuecorriendo al baño. Tenía una hemorragiaincontenible, ríos de sangre que le rodaban dela vagina hasta el suelo y tuvo que ir alhospital (a otro, el de su pueblo) para que se lapudieran restañar, haciéndole un curetaje, yhasta tuvieron que ponerle suero, ytransfusiones. Tal vez, dijeron los médicos,estaba embarazada sin saberlo y había tenidoun aborto espontáneo. Era explicable, dijeron,por su inmenso dolor.

Cuando volvieron de Estados Unidos Marta sefue extinguiendo día tras día, muy despacio,paso a paso, como para que todos pudiéramosver muy bien de qué manera la muerte se ibatomando su cuerpo centímetro a centímetro,en una muchacha linda de 16 años, casi 17,que un año antes era la imagen de la vitalidad,de la salud y de la alegría, la figura perfecta dela felicidad. Se fue poniendo cada día máspálida y más delgada, hasta quedar en loshuesos, cada día más adolorida y másindefensa, y más frágil, hasta que casi seevaporó. Hay períodos de la vida en los que latristeza se concentra, como de una flor se diceque sacamos su esencia, para hacer perfume,o de un vino su espíritu, para sacar el alcohol.Así a veces en nuestra existencia elsufrimiento se decanta hasta volversedevastador, insoportable. Y así fue la muertede mi hermana Marta, que dejó destrozada ami familia, tal vez para siempre.

Su cáncer se lo habían descubierto porque enel cuello, en la base del cráneo, por detrás,tenía unas bolitas en fila, mejor dicho unrosario, así dijeron, un rosario de bolitas deconsistencia semiblanda, que se sucedían unotras otro, un rosario, sí, como los queempuñaban tío Luis y mi abuelita Victoria, sí,un rosario de metástasis, eso era lo que nosenviaban mi Dios y la Santísima Virgen,después del Rosario de Aurora, después de losinnumerables rosarios en la casa de miabuelita, un rosario de cáncer, eso, unasucesión de perlas mortales engarzadas a florde piel. Eso se merecía esta niña feliz einocente por los pecados cometidos por mipapá o por mí o por mi mamá, o por ella o pormis abuelos y tatarabuelos o por quién sabequién.

Marta estaba en las mejores manos, conlumbreras médicas del mundo, primero en

Washington, y luego en Medellín, con losamigos y compañeros de mi papá en laFacultad de Medicina de la Universidad. Eldoctor Borrero, que era un sabio, el mejorinternista de la ciudad, un pozo de ciencia quehabía salvado a miles de viejos y de niños yde jóvenes de todas las dolencias, de lasenfermedades más graves, de cáncer depulmón, de insuficiencia cardíaca o renal, peroque no podía hacer nada por Marta. El doctorBorrero iba todas las tardes a la casa, y noayudaba solamente a Marta, a paliar susdolores, sino sobre todo a mi papá y mimamá, para que no se enloquecieran de pesar.Iba también Alberto Echavarría, elhematólogo, que había salvado niños deleucemias feroces, y tratado anemiasfalciformes, y salvado hemofílicos, pero queno podía hacer nada por Marta, sino limitarsea sacarle sangre cada dos o tres días, parahacer unas tablas de valores sanguíneos que

había que enviar periódicamente a EstadosUnidos, para que allá pudieran ver cómoestaba actuando la droga y cómo laenfermedad evolucionaba lentamente hacia lamuerte. Estaba Eduardo Abad, granneumólogo, tío de mi papá, que curabatuberculosos y enfermos de neumonía, peroque solo podía constatar el avance de lasmetástasis también en los pulmones de Marta.Y el doctor Escorcia, el cardiólogo másdestacado, que había sacado de la muerte ainfartados, que había hecho cirugías decorazón abierto, que se estaba preparandopara los primeros trasplantes, pero quetampoco podía hacer nada por el corazón deMarta, que semana tras semana secomportaba peor, y empezaba a tenerarritmias, y taquicardias, y espasmosmomentáneos, y cosas así, porque quizá yalas metástasis habían llegado también allí,como al hígado, como a la garganta, como al

cerebro, y eso fue lo peor.

Mi papá, a veces, se encerraba en la bibliotecay ponía a todo volumen una sinfonía deBeethoven, o alguna pieza de Mahler (susdolorosas canciones para niños muertos), ypor debajo de los acordes de la orquesta quesonaba con tutti, yo oía sus sollozos, susgritos de desesperación, y maldecía el cielo, yse maldecía a sí mismo, por bruto, por inútil,por no haberle sacado a tiempo todos loslunares del cuerpo, por dejarla broncear enCartagena, por no haber estudiado másmedicina, por lo que fuera, detrás de la puertacerrada con seguro, descargaba toda suimpotencia y todo su dolor, sin poder aguantarlo que veía, la niña de sus ojos que se le ibaesfumando entre sus manos mismas demédico, sin poder hacer nada por evitarlo,sólo intentando con mil chuzones de morfinaaliviar al menos su conciencia de la muerte, de

la decadencia definitiva del cuerpo, y deldolor. Yo me sentaba en el suelo, al lado de lapuerta, como un perrito al que su amo no dejaentrar, y oía sus quejidos que se filtraban porla ranura de abajo, que le salían a él deadentro, de muy hondo, como del centro de latierra, con un dolor incontenible, y luego al fincesaban, y seguía la música otro rato, y élsalía otra vez, con los párpados enrojecidos ycon una sonrisa postiza en la cara,disimulando el tamaño sin fin de su dolor, yme veía ahí, «qué estás haciendo ahí, miamor», y me hacía levantar, y me daba unabrazo, y subía donde Marta con la cara feliz,a animarla, yo entraba detrás, a decirle queseguro al otro día se iba a empezar a sentirmejor, cuando la droga le hiciera efecto,cuando el remedio obrara, esa papillainmunda, ese potaje blancuzco con brillosiridiscentes que habían traído de EstadosUnidos y que ella tenía que tragarse con

repugnancia, a las cucharadas, una droga envías de experimentación, que la ponía peor,mucho peor, y que al final no sirvió para nada,tal vez ni siquiera para la ilusión, y un díaresolvieron suspenderla, porque semana trassemana los exámenes que Echa, elhematólogo, le hacía, daban peor, y peor, ypeor.

Marta, de vez en cuando, se animaba unpoco. Estaba pálida, casi transparente, y cadadía pesaba menos. Se le veía la fragilidad encada dedo, en cada hueso del cuerpo, en elpelo rubio que se le caía a jirones. Peroalgunas mañanas de sol salía al patio,caminando muy despacio, casi como unaanciana, y pedía la guitarra, y cantaba unacanción muy dulce, de tema alegre, y mientrasella cantaba los colibríes venían a hacer elrecorrido de las flores. Después ya no podíamoverse del cuarto, pero de tarde en tarde, a

veces, pedía la guitarra, cantaba una canción.Si estaba mi papá, le cantaba siempre lamisma, una de Piero, esa que empieza, «Esun buen tipo mi viejo[…]». Y si no, lascanciones de su grupo, de Ellas, o cancionesde Cat Stevens, de Los Carpenters, de losBeatles y de Elton John. Hasta que un díaMarta pidió la guitarra, intentó cantar, y no lesalió la voz. Entonces le dijo a mi mamá, conuna sonrisa tristísima en los ojos:

—Ay, mami, creo que nunca más voy avolver a cantar.

Y nunca volvió a cantar, porque ya no le salíala voz.

Un día empezó a ver mal. «Papi, no estoyviendo nada», dijo, «solo luces y sombras quese mueven por el techo del cuarto, me estoyquedando ciega». Lo decía así, sin

dramatismo, sin llanto, con las palabrasprecisas. Mi mamá dice que salió del cuartodespavorida, que se arrodilló en la sala, en elsuelo y le pidió un milagro, un solo favor, aSanta Lucía, aunque se llevara a Marta, pues,pero que no se la llevara ciega. Al día siguienteMarta volvió a ver y como luego se murió el13 de diciembre, que es el día de Santa Lucía,mi mamá nunca ha dudado de ese pequeñomilagro. Los humanos, en el dolor más hondo,podemos sentirnos confortados si en la penanos conceden una rebaja menor.

Las enfermedades incurables nos devuelven aun estado primitivo de la mente. Nos hacenrecobrar el pensamiento mágico. Como nocomprendemos bien el cáncer, ni lo podemostratar (y mucho menos en 1972, cuandoMarta se murió), atribuimos su súbitaaparición incomprensible a potenciassobrenaturales. Volvemos a tener ideas

supersticiosas, religiosas: hay un Dios malo, oun demonio, que nos envía un castigo bajo laforma de un cuerpo extraño: algo que invadeel cuerpo y lo destruye. Entonces se le ofrecensacrificios a esa deidad, se le hacen promesas(dejar el cigarrillo, ir de rodillas hastaGirardota y besarle las llagas al Cristomilagroso, comprarle una corona de oroengastada de piedras preciosas a la Virgen), sele recitan plegarias, se exhiben muestras dehumillación en medio de las peticiones. Comola enfermedad es oscura, creemos que sóloalgo aún más oscuro la podrá curar. Así, porlo menos, ocurría entre algunas personas de lafamilia. Y en la desesperación, cualquieropción era posible: que había una médium enBelén que había hecho curaciones milagrosas:tráiganla. Que un chamán del Amazonas habíaobrado prodigios con un menjurje hecho abase de raíces: que se lo tome. Que hay unamonja o un cura que tienen comunicación

directa con el Señor y Él atiende sus súplicas:que vengan y recen y les daremos limosna. Nosólo la droga de Washington se ensayó en micasa; todo lo ensayaron, desde brujos hastabioenergéticos, hasta ritos religiosos de todaslas pelambres sin descartar la extremaunción.Aunque con un fondo de desesperación, másque de desconfianza, todo lo intentaron, peronada sirvió de nada. Mi papá, obviamente, nocreía en estas magias, pero dejaba que lasotras personas de la familia probaran con loque quisieran, siempre y cuando lostratamientos sugeridos no fueran ni dañinos nimolestos para Marta. Él sabía muy bien lo queestaba pasando y podía pronosticar también loque iba a pasar, y ya el mismo doctor Borrero,el internista que veía a mi hermana, lo habíadicho desde agosto, con una brutalidad quetenía mucho de generosidad, porque al menosno creaba falsas expectativas: «La niña estarámuerta en diciembre, no hay nada qué hacer».

Al caer la tarde, todos los días menos los finesde semana en que la reemplazaba mi hermanaMaryluz, llegaba a mi casa la tía Inés,hermana de mi papá. Como no le bastaba, aveces venía también por la mañana. Viuda y,como se dice, más buena que el pan, era unamujer madura, dulce y discreta, cariñosa sinempalagos, que se había dedicado, solamente,a hacerles el bien a los demás. Desde queMarta volvió de Estados Unidos, se dedicó acuidarla, todas las noches, sin falta, con undescanso la noche del sábado y del domingo,en que para cuidarla se turnaban mishermanas mayores, Maryluz, y Clara desdenoviembre, cuando volvió de Morgan Town.Mis hermanas iban adelgazando al mismopaso que Marta y al final quedaron casi de sumismo peso, Clara de 35 kilos y Maryluz de36, mientras que mi papá, por una reaccióncontraria, en tres meses subió dos tallas decamisa y una de vestido, pues no paraba de

comer y terminó redondo como un barril.

A Marta le gustaba mucho la compañía de latía Inés, porque ella sabía tratar a losenfermos, y hablaba poco. Si se desvelaba porla noche, y quería que le hablaran, la tía lecontaba algo. Le contaba, por ejemplo, lahistoria de su marido. Olmedo, que habíamuerto mientras huía de los pájarosconservadores, que lo estaban persiguiendopara matarlo, por el solo hecho de ser liberal,y la historia de su cuñado, Nelson Mora, elmejor amigo de mi papá, que había sidoasesinado por los pájaros conservadores, en elnorte del Valle, cerca de Sevilla. La tía Inéshabía sido feliz muy pocos años, pero habíaalcanzado a tener dos hijos, Lida y Raúl.Mientras la acompañaba y cosía, pensaba queDios le había dado a ella más que a Marta,que sólo había alcanzado a tener dos novios,Andrés Posada y Hernán Darío Cadavid, pero

no marido, ni hijos. Marta le consultaba sobreellos, porque a estas alturas no estaba segurade a cuál de los dos querer, pues los dos legustaban por igual, Andrés porque era un granmúsico, y Hernán Darío porque era hermoso.Hasta que ya no se hizo más conflictos ydecidió quererlos a los dos.

Andrés y Hernán Darío iban todos los días ala casa, en horarios distintos, al principio,Andrés por la mañana y Hernán Darío por latarde, hasta que ya, en el último mes, iban almismo tiempo, y uno le cogía una mano por ellado derecho, y el otro la otra, por elizquierdo. Andrés le cantaba canciones deSerrat. Hernán Darío la hacía reír. Mihermana le explicaba a la tía Inés, que sesorprendía un poco al ver esa escena, aunquele parecía hermosa, de qué manera los queríaa los dos. Una noche, mientras la tía Inés ibatejiendo el tapete que ella y mis hermanas

cosieron durante esos meses de vigilia, y quetodavía conserva como un tesoro, Marta leexplicó que Andrés era su amor del alma, elespiritual, y que Hernán Darío era el amor delcuerpo, el pasional, así lo recuerda mi tía, yque le gustaba tenerlos a los dos. Era como siMarta hubiera leído a Platón, ese diálogo quea mi papá tanto le gustaba, sobre el amor, quealgún día él me leyó en voz alta, añosdespués, donde se habla de las dos diosas delamor. Pandémica y Celeste, que son comouna constante de nuestra psiquis más honda,de esa alma ya formateada que traemos almundo al nacer, gracias a la cual todos nosentendemos, y por la cual todo conocimientotiene algo de recuerdo imperfecto.

Una noche de domingo, como todas lasnoches de domingo, mi hermana Maryluzestaba acompañando a Marta en lamadrugada. Maryluz era muy joven; se había

salido del colegio para casarse con Fernando,sin terminar el último año de bachillerato.Tenía 20 años, pero ya tenía un hijo, Juanchi,que era el nieto mayor y la nueva adoraciónde mi papá, su única alegría y su mayorconsuelo en esos meses de desgracia. A losdiez meses de la muerte de mi hermana tuvotambién una niña, a la que le pusieron elmismo nombre de ella, Marta Cecilia, y queheredó como por arte de magia su alegría y sudulzura. Después de la muerte de su hija, mipapá volcó sobre los nietos ese inmenso amorperdido, y les dedicó días y noches enteras,les escribió poemas y artículos, y definió elamor por ellos como algo superior al amormismo, en páginas tan exaltadas que llegabancasi al límite de la cursilería. Pero esamadrugada de domingo mi hermana enferma,antes del amanecer, se despertó muy mal, connáuseas, y tuvo un ataque de vómito sobre lassábanas. Maryluz vio el vómito y se alarmó,

salió corriendo a despertar a mi papá:

—¡Ay, papi, papi, rápido, vení, vení queMarta vomitó el hígado!

A mi papá, tal vez por primera vez en muchosmeses, le dio risa.

—Mi amor, imposible, el hígado no se vomita.

—Sí, papi, sí, vení y verás, que allí lo tengo—gritaba Maryluz.

Mi hermana mayor había puesto el hígado enuna vasija blanca, metálica, donde se poníanlas agujas hervidas para las inyecciones. Erauna masa roja, porosa, del tamaño de unpuño. Lo que pasaba era que Marta, en losúltimos días, lo único que aceptaba comer erasandía. No recibía ninguna otra comida que nofuera sandía, porque no le pasaba, tanto que

nuestros tíos de Cartagena, Rafa y la Mona,enviaban cada semana montones de sandías(patillas, decían ellos) para que Marta pudieracomer de las mejores del país. Y lo que habíavomitado era un trozo de sandía, que parecíaun hígado. Tal vez fue la única vez en esosmeses que nos pudimos reír, por la inocenciade Maryluz, que aunque era ya una señora,con un hijo a cuestas, seguía siendo una niñade veinte años.

Las sandías no venían solas, sino que todoslos viernes llegaban con mi prima Nora, quetenía la misma edad de Marta, era su mejoramiga, y todos los viernes los tíos lamandaban en avión para que pasara con ella elfin de semana. «Ahí te mando lo mejor quetengo», le decía el tío Rafa a mi mamá, yNora llegaba con su muda de ropa y la caja depatillas. Muchas amigas de Marta teníandetalles así. Como mi hermana había dicho

que su flor preferida eran las rosas rosadas(las que después mi papá se dedicaría acultivar veinte años más, como en una oraciónprivada con su hijita muerta) varias personasle llevaban una cada día: Clara Emma Olarte,una compañera del colegio, y también sus dos«suegras», María Eugenia Posada, la mamáde Andrés, y Raquel Cadavid, la mamá deHernán Darío.

29

Marta empezó a ver mal a principios dediciembre. El neurólogo dijo que había yametástasis en el cerebro, y que probablementealguna, en algún momento, había obstruidoalgunas sinapsis en la zona de la visión, peroque por suerte, de alguna manera, las

conexiones se habían restaurado por algúnotro camino. Ella se murió el trece, alanochecer, y esas últimas dos semanas fueronde grandes dolores, convulsiones, malestar. Mihermana, sin embargo, nunca habló de lamuerte, y ni quería morirse ni pensaba que sefuera a morir. Su malestar, su fiebre y susdolores, creía, era la forma que tenía sucuerpo para curarse. Cuando le dabantaquicardias se asustaba, y pedía que lallevaran a la clínica, para no irse a morir.Después le pedía confirmación a la tía de queesa enfermedad, como era de la piel, era muysuperficial, y por lo tanto era curable. Tantomi tía, como mi papá y mi mamá, le decíanque sí, que claro que sí, aunque ellos mismos,al decírselo, se murieran por dentro.

Cuando Marta entró en agonía mi papá nosreunió a todos los hermanos, en la biblioteca,y a cada uno nos dijo una mentira. A Maryluz

le dijo que como era la mayor, y ya tenía unbebé de un año, más trágico habría sido queella se muriera; a Clara le dijo lo mismo, queporque ya estaba casada y había armado unafamilia; a Eva casi ni supo qué decirle, salvoque ella era más importante para mi mamáque Marta; a mí, que por ser el único hijohombre, y a Sol, que por ser la menor.Entonces, en medio de todo, debíamosconsiderarnos afortunados, y ser muy fuertes,porque la familia había sobrevivido, y nossobrepondríamos. Marta, nos dijo, sería laleyenda más hermosa de la historia familiar.Creo que fue una reunión con mentiras inútilesy consuelos inventados, que nunca debióhacer.

El día de su muerte, en el cuarto, estaban,además de mi papá y mi mamá, la tía Inés,Hernán Darío, el novio carnal, que ese día sehabía peluquiado, y Marta siempre decía que

los hombres recién motilados traían malasuerte, y el doctor Jaime Borrero (que duranteseis meses fue a verla todos los días, sincobrar un centavo, sin hacer otra cosa queintentar atenuar sus sufrimientos, y losnuestros). Él siempre me decía: «Usted tieneque ser fuerte, y ayudarle a su papá, que estádestrozado. Sea fuerte y ayúdele». Yo decíaque sí con la cabeza, pero no sabía cómo serfuerte, ni mucho menos cómo podría ayudarlea mi papá. Mi papá lo único que hacía eraponerle morfina y más morfina a mi hermana.Fuera de esto, y de mimarla, y animarla, nopodía hacer nada más, salvo mirar cómo seiba yendo, día tras día, noche tras noche. Ladroga le daba una sonrisa de serenidad en lacara a mi hermana, pero cada día necesitabamás y más para estar bien algunas horas. Yano había partes de su cuerpo sin chuzones, losglúteos, los brazos, los muslos, eran unreguero de punzadas rojas, como si se la

hubieran comido las hormigas. Mi papá estabasiempre en busca de algún sitio para poderloponer otra inyección, y exigía una asepsia dequirófano, en sus manos y en las agujas, quehervían durante horas, para que no se lefueran a infectar los chuzones. No eran losaños, todavía, de las jeringas desechables.

Esa última tarde, cuando el doctor Borrerodijo que Marta estaba agonizando, y autorizóa mi papá a que le pusiera más morfina, unadosis muy alta, para que no sufriera, ocurrióalgo casi absurdo. No había una aguja hervida,desinfectada, y mi papá se enfureció con mimamá, y con la tía Inés, y tronaba porque nohabía una aguja limpia que sirviera paraponerle la morfina a su hija, carajo, hasta queel doctor Borrero, muy dulce, pero firme, letuvo que decir, «Héctor, eso ya no importa».Y por primera y última vez en esos tres mesesde morfina mi papá cometió la falta de higiene

de ponerle a mi hermana una inyección sin lajeringa ni la aguja hervida. Cuando acabó deentrar el líquido, mi hermana, sin decir unapalabra, y sin abrir los ojos, sin convulsionesni ronquidos, dejó de respirar. Y mi papá y mimamá, al fin, después de seis meses de estarseconteniendo, pudieron echarse a llorar delantede ella. Y lloraron y lloraron y lloraron. Ytodavía hoy, si él estuviera vivo, lloraría alrecordarla, tal como mi mamá no ha dejado dellorar, ni ninguno de nosotros, si lo vuelve apensar, porque la vida, después de casoscomo este, no es otra cosa que una absurdatragedia sin sentido para la que no vale ningúnconsuelo.

Dos entierros

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¡«Alegría, Alegría, Alegría!». Un trueno en lavoz, desde el púlpito, con el micrófono y losamplificadores que llenaban todas las naves dela iglesia con esa sola palabra. La repitió unasdiez veces, a veces alternándola con el latín:¡«Alegría, Aleluya, Alegría!». Era un primohermano de mi mamá, el obispo de SantaRosa de Osos, Joaquín García Ordóñez.Pretendió despedir así a Marta, dizque coninmensa felicidad porque su alma acababa dellegar al reino de los cielos, y había granalborozo en el más allá, él lo podía ver,porque Marta se uniría a los ángeles y a lossantos para cantar con ellos las glorias alSeñor. Gritaba ¡Aleluya, Aleluya, Alegría!,ante una iglesia llena de personas quesolamente podían llorar y oír a ese alegreobispo alucinado, con todos sus atuendos más

lujosos, rojos, verdes, morados, más queincrédulos, estupefactos. «¡Alegría, Aleluya,Alegría! A veces Dios nos hiere en lo que másamamos, para recordarnos lo que le debemos.Alegría, aleluya, alegría».

En ese momento del sermón mi papá me dijo,en un murmullo: «No aguanto más, me voy asalir un rato», y mientras monseñor explicabapor qué estaba tan alegre (yo me pregunto sisu alegría no sería sincera, y precisamenteocasionada por la dicha de vernos sufrir así),mi papá y yo nos salimos al atrio de la iglesiade Santa Teresita, en Laureles, y nosquedamos ahí un rato, al sol, bajo elindiferente azul del cielo, en uno de esos díasradiantes de diciembre, radiante como GarcíaOrdóñez, sin hablar, sin oír las palabras delobispo, hasta que las tres del cuarteto Ellas,durante la comunión, empezaron a cantar lasdulces canciones del grupo, y volvimos a

entrar, para sentir el único consuelo que sesiente en la tristeza, que es el de hundirse másen la tristeza, hasta ya no poderla soportar.

El presente y el pasado de mi familia separtieron ahí, con la devastadora muerte deMarta, y el futuro ya no volvería a ser elmismo para ninguno de nosotros. Digamosque ya no fue posible para nadie volver a serplenamente feliz, ni siquiera por momentos,porque en el mismo instante en el que nosmirábamos en un rato de felicidad, sabíamosque alguien faltaba, que no estábamoscompletos, y que entonces no teníamosderecho a estar alegres, porque ya no podíaexistir la plenitud. Hasta en el límpido cielo delverano habrá siempre en alguna parte delhorizonte, para nosotros, una nube negra.

Supe años después que desde esa fecha mipapá y mi mamá no volvieron nunca más a

hacer el amor, como si ya esa dicha, también,les hubiera quedado vedada para siempre.Seguían siendo amorosos el uno con el otro,sin duda, en algunas mañanas de domingo enque se demoraban en la cama, y todos lopodíamos ver en su abrazo cálido, fraternal,pero lo que no podíamos ver era que tambiénsu plena intimidad se había perdidodefinitivamente con la muerte de Marta.

El 29 de enero de 2006 voy a almorzar, comocasi todos los domingos, con mi mamá.Mientras nos estamos tomando en silencio lasopa, ella me suelta esta frase:

—Hoy Marta está cumpliendo 50 años.

Mi mamá ha seguido llevándole la cuenta. Mihermana nunca pasó de los 16 años (le faltabaun mes largo para cumplir 17) y es incluso dosaños más joven que mi hija mayor, pero mi

mamá dice: «Hoy Marta está cumpliendo 50años». Y yo recuerdo la pequeña hoja de oroque mi papá mandó fundir para los médicos yfamiliares que la atendieron durante suenfermedad (Borrero, Echavarría, Inés yEduardo Abad), como agradecimiento. Decía:«No es la muerte la que se lleva a los queamamos. Al contrario, los guarda y los fija ensu juventud adorable. No es la muerte la quedisuelve el amor, es la vida la que disuelve elamor». Fija en su juventud y constante en elamor, ese día, en silencio, mi mamá y yocelebramos sin velas y sin helado los 50 añosde Marta, esa niña muerta que mi papá, paraconsolarse, decía que no había existido nunca,que era sólo una hermosa leyenda.

31

Quince años más tarde, en la misma iglesia deSanta Teresita, nos tocó asistir a otro entierrotumultuoso. Era el 26 de agosto, y la tardeanterior habían matado a mi papá. Lovelamos, primero, en la casa de mi hermanamayor, Maryluz, la última parte de la noche,después de que en aquella morgue de miinfancia (la misma donde me había llevado aconocer un muerto, como si quisieraprepararme para el futuro), ya en lamadrugada, nos entregaron el cadáver. Por lamañana, como suele suceder en este país decatástrofes diarias, muchas emisoras de radioquerían hablar con algún miembro de lafamilia. La única que tuvo la suficienteserenidad para hacerlo fue mi hermana mayor.Mientras la entrevistaban, algunosfuncionarios (el alcalde, el gobernador, algúnsenador) le daban las condolencias al aire.Después pusieron en directo también alarzobispo de Medellín, monseñor Alfonso

López Trujillo. Éste le dijo a mi hermanacuánto lamentaba esta desgracia y lerecomendó resignación cristiana. Mi hermana,que es muy católica, se lo agradeció endirecto.

Pero muy pocas horas más tarde, hacia lasdiez de la mañana, de la iglesia de SantaTeresita, la parroquia de mi mamá y de mishermanas, les hicieron saber con una llamadapor teléfono que la misa de difuntosprogramada para las tres, no se podríarealizar. El cardenal López Trujillo habíahecho una llamada para prohibírseloexplícitamente al párroco, en vista de que mipapá no era creyente, y considerando quenunca iba a misa ni allí ni en ninguna parte.No tenía sentido, dijo el arzobispo, que se lehiciera una ceremonia religiosa a alguien quese había declarado públicamente ateo ycomunista. Esto, en realidad, no era cierto,

pues en sus raras profesiones de fe, porcontradictorio que pueda sonar, mi papásiempre se declaró «cristiano en religión,marxista en economía y liberal en política».

La misa de difuntos iba a decirla mi tío Javier,el hermano sacerdote de mi papá, y él yahabía llegado de Cali para celebrarla yacompañarnos. Al enterarse de la orden delcardenal, el tío de inmediato salió para laiglesia y se puso a discutir con el párroco. Élmismo, personalmente, asumiría toda laresponsabilidad ante el arzobispo, pero seríauna infamia con la familia cancelar estaespecie de consuelo. Para Javier era suficienteque mi mamá y mis hermanas, todas católicaspracticantes, quisieran esa ceremonia y eseentierro. El entierro religioso no es para elmuerto, sino para sus deudos y parientes, asíque las creencias del muerto importan poco siquienes lo sobreviven prefieren que se le haga

cierto tipo de funeral. Es cierto, a un ateo esuna ofensa que lo obliguen —cuando ya nopuede decidir— a asistir (es un decir) a unamisa de despedida, y yo no quisiera que nuncame lo hicieran. Pero, ante todo, mi papá nosabía si creía o no, y además, lo más ofensivoe inclemente era negar ese consuelo —porirracional e iluso que sea— a una viudacreyente que quiere aliviar su sufrimiento conla esperanza de una nueva vida. El cardenal,con su orden despiadada, parecía pronunciarlas palabras con que Creonte quiso dejarinsepulto al hermano de Antígona: «Nunca elenemigo, ni después de muerto, es amigo». Ymi tío, el hermano de mi papá, parecía decirlas palabras de Antígona, la hermana dePolinices: «No he nacido para compartir odio,sino amor».

Yo no me enteré de nada de esto hasta variosdías después, por una carta de protesta que mi

mamá estaba redactando para López Trujillo,y al leerla pude repetir una vez más en vozalta el apelativo que siempre se me viene a lacabeza cuando pienso en este cardenal, hoypresidente en Roma del Consejo Pontificiopara la Familia, el apelativo que mejor lecuadra, y que aquí no repito por consejo demi editor y para evitar una demanda porinjuria (aunque no por calumnia). El párroco,aunque asustado, consintió en hacerse el de lavista gorda, y abrió las puertas de la iglesiapara que mi tío pudiera decir la misa, y paraque los miles y miles de personas condolidaspudieran entrar a rendirle un tributo a mi papá.Había una multitud pues la familia y muchasotras personas habían invitado a laconmemoración por medio de avisos en laprensa, y el asesinato había conmovido a lamejor parte de la ciudad, así hubiera alegradoa unos pocos. El párroco puso una condición,eso sí, y era que al menos no hubiera música,

pues una misa cantada sería un exceso detributo al muerto. Mi tío Javier, a esto, no lerespondió nada, pero cuando el coro de laUniversidad, y varios músicos allí reunidosmás o menos espontáneamente, empezaron acantar y a tocar, no los detuvo. Su sermón,entre chorros de lágrimas, fue triste yhermoso. Habló del martirio de su hermano,de la defensa hasta la muerte de susconvicciones, del extremo sacrificio a causa deun sentimiento profundo de compasiónhumana y de rechazo de la injusticia. Expuso,convencido de lo que decía, que en el más alláno se condenaría a este hombre justo, comohabían hecho algunos aquí. Esta vez no oímosgritos de alegría, aleluya, alegría, sinomurmullos y frases entrecortadas queintentaban decir lo que todos sentíamos, unaprofunda tristeza. Ese acto de valor, y esetoque de rebeldía, en un cura del Opus, esalgo que siempre le agradeceremos al tío

Javier. Y mi mamá y mis hermanas tuvieronese consuelo, tan ajeno a mí, que da laesperanza en una justicia sobrenaturalrestablecida en otro mundo, en unarecompensa por las buenas obras, y un posiblereencuentro en otra vida. Yo esa consolaciónno la sentí, ni la puedo tener, pero la respetocomo algo tan arraigado en mi casa como elbuen apetito o como el orgullo por todas lascosas que mi papá hizo en su paso por elmundo.

Años de lucha

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No sé en qué momento la sed de justicia pasaesa frontera peligrosa en que se convierte

también en una tentación de martirio. Unsentimiento moral muy elevado corre siempreel riesgo de desbordarse y caer en la exaltacióndel activismo frenético. Una confianzaoptimista muy marcada en la bondad de fondode los seres humanos, si no está atemperadapor el escepticismo de quien conoce más enprofundidad las mezquindades ineludibles quese esconden en la naturaleza humana, lleva apensar que es posible edificar el paraíso aquíen la tierra, con la «buena voluntad» de lainmensa mayoría. Y esos reformadores aultranza, Savonarolas, Brunos, Robespierres,pueden llegar a ser personas que hacen, a supesar, más mal que bien. Ya Marco Aureliodecía que los cristianos —los locos de la Cruz— obraban muy mal al llegar hasta elsacrificio por una simple idea de verdad y dejusticia.

Estoy seguro de que mi papá no padeció la

tentación del martirio antes de la muerte deMarta, pero después de esa tragedia familiarcualquier inconveniente parecía pequeño, ycualquier precio ya no parecía tan alto comoantes. Después de una gran calamidad ladimensión de los problemas sufre un procesode achicamiento, de miniaturización pues anadie le importa un pito que le corten un dedoo que le roben el carro si se le ha muerto unhijo. Cuando uno lleva por dentro una tristezasin límites, morirse ya no es grave. Aunqueuno no se quiera suicidar, o no sea capaz delevantar la mano contra sí mismo, la opción dehacerse matar por otro, y por una causa justa,se vuelve más atractiva si se ha perdido laalegría de vivir. Creo que hay episodios denuestra vida privada que son determinantespara las decisiones que tomamos en nuestravida pública.

Su amor excesivo por los hijos, su mismo

amor exagerado por mí, lo llevaron, algunosaños después de la muerte de mi hermana, acomprometerse hasta la locura con batallasimposibles, con causas desesperadas.Recuerdo por ejemplo la de un desaparecido,el hijo de doña Fabiola Lalinde, un muchachoque tenía casi la misma edad mía, en la que semetió con una justiciera obstinación de padre.Quizá por esa misma coincidencia entrenuestras edades, a mi papá le resultabainsoportable que no hubiera quien quisieraayudar a esa mamá que buscaba a su hijo sinel apoyo de nadie, con la sola fuerza de suamor, de su tristeza y de su desesperación.

La compasión es, en buena medida, unacualidad de la imaginación: consiste en lacapacidad de ponerse en el lugar del otro, deimaginarse lo que sentiríamos en caso de estarpadeciendo una situación análoga. Siempre meha parecido que los despiadados carecen de

imaginación literaria —esa capacidad que nosdan las grandes novelas de meternos en la pielde otros—, y son incapaces de ver que la vidada muchas vueltas y que el lugar del otro, enun momento dado, lo podríamos estarocupando nosotros: en dolor, pobreza,opresión, injusticia, tortura. Si mi papá fuecapaz de compadecer a doña Fabiola y a suhijo desaparecido, fue porque él era muycapaz de imaginar lo que sentiría si estuvieraen una situación así, con una hermana mía oconmigo en ese lugar de nieblas de losdesaparecidos, sin ninguna noticia, ningunapalabra, sin siquiera la certeza y la resignaciónante la muerte que da un cuerpo inerte. Ladesaparición de alguien es un crimen tan gravecomo el secuestro o el asesinato, y quizá másterrible, pues la desaparición es puraincertidumbre y miedo y esperanza vana.

Después de la muerte de mi hermana el

compromiso social de mi papá se hizo másfuerte y más claro. Su pasión de justicia crecióy sus precauciones y cautelas se redujeron anada. Todo esto aumentó aún más cuando mihermana menor y yo entramos a laUniversidad y, si no me engaño, ya podíadecirse que su compromiso de crianza connosotros había concluido. «Si me mataran porlo que hago, ¿no sería una muerte hermosa?»,se preguntaba mi papá cuando algún familiarle decía que se estaba exponiendo mucho ensus denuncias de torturas, secuestros,asesinatos o detenciones arbitrarias, que fue alo que se dedicó en los últimos años de suvida, a la defensa de los derechos humanos.Pero él no iba a renunciar a sus denuncias pornuestros miedos, y estaba seguro de queestaba haciendo lo que tenía que hacer. Comodecía Leopardi: «Hay que tener mucha estimapor sí mismo para ser capaz de sacrificarse así mismo».

La primera lucha que emprendió después de lamuerte de Marta fue con la Asociación deProfesores de la Universidad de Antioquia, dela que era presidente, y desde la cual lideró unparo de profesores, apoyado por losestudiantes, en defensa de su categoría ycontra un rector astuto y reaccionario, LuisFernando Duque, viejo alumno de mi papá ensu misma especialidad, Salud Pública, y porun tiempo supuesto amigo suyo, pero luegoenemigo acérrimo y contrincante hasta ellímite del odio.

Esto ocurrió a finales del 73 y principios del74 (Marta se había muerto en diciembre del72), durante una de esas crisis cíclicas quepadece la Universidad Pública en Colombia.El presidente de la Asociación, en el 73, eraCarlos Gaviria, un joven profesor de Derechoque desde entonces se volvió un amigoentrañable de mi casa. Ese año, en un

enfrentamiento de los estudiantes con elEjército, que había ocupado la ciudaduniversitaria por orden del rector, los soldadoshabían matado a Luis Fernando Barrientos, unestudiante, y esa muerte había desembocadoen un motín. Los estudiantes, furiosos, setomaron el edificio de la rectoría, dejaronsobre el escritorio del rector al estudiantemuerto, que habían paseado en hombros portodo el campus, y después incendiaron la sedeadministrativa de la Universidad.

Carlos Gaviria, como presidente de laAsociación de Profesores, escribió una cartaque después, toda la vida, le han sacado encara para acusarlo de incendiario, pero quetenía una argumentación y un propósito muyclaros. Su tesis era que, en medio de una seriede hechos irracionales, los estudiantes habíanhecho algo irracional, que era la quema deledificio, pero que lo más irracional de todo no

había sido esto, sino el asesinato delestudiante, que le parecía aún más grave, yque el culpable de todo era un rectorreaccionario. Duque, que quería someter a laUniversidad a su talante autoritario,destituyendo a los profesores de avanzada ypretendiendo que el Ejército patrullara día ynoche la ciudad universitaria.

Pocos meses después mi papá sucedió aCarlos en la presidencia de la Asociación deProfesores, que tuvo que enfrentarse al nuevoestatuto profesoral decretado unilateralmentepor el rector Duque, quien había aprovechadoun período de Estado de Sitio en el país paradictarlo, y mediante el cual la estabilidadlaboral y académica de los profesores quedabasin piso. El rector y los decanos podíandestituir a los profesores casi con cualquierpretexto, según el nuevo estatuto, y lo másgrave era que lo empezaron a usar para

destituir, enmascarado en motivos académicoso disciplinarios, a todos los profesoresprogresistas. La libertad de cátedra habíadesaparecido, y a los profesores les vigilaban,ideológicamente, mediante visitas periódicas yno anunciadas a las clases, lo que enseñabanen sus cátedras.

El Ejército seguía ocupando la Universidad, ylos de la Asociación se negaban a dar clasecon la presencia de las fuerzas armadas. LuisFernando Vélez, profesor de Antropología, ytambién miembro de la junta de la Asociación,dijo una vez que él se negaba a dar clase conla presencia del Ejército Nacional, y tambiéncon la presencia del Ejército de LiberaciónNacional, porque en esos días la guerrillaintentaba también meterse en el recinto de laUniversidad para aumentar el caos y eldesorden.

Fue una lucha larga, al final del gobierno deMisael Pastrana, y por un momento parecióque el rector la ganaría. Más de doscientosprofesores, encabezados por Carlos y mipapá, fueron destituidos de sus cargos a raízde la huelga. Ese momento coincidió, porsuerte, con la llegada al poder de un presidenteliberal, López Michelsen. Mi papá, que añosatrás había sido militante de una disidencia delliberalismo liderada por López, el MRL(movimiento revolucionario liberal), pudocontar con un aliado en el vértice del gobierno.Al fin el destituido fue el rector Duque, y poruna vez los profesores pudieron cantar victoriaen una larga lucha gremial. Fueron restituidosa sus cargos los doscientos profesores echadosa la calle, entre los que estaban algunos de losmejores profesores de la Universidad (JaimeBorrero, Bernardo Ochoa y mi papá enMedicina, Carlos Gaviria y Luis FernandoVélez en Derecho, Hugo López, Santiago

Peláez y Rafael Aubad en Economía, DaríoVélez en Matemáticas). La libertad de cátedra,que pretendía ser negada por Duque, se salvóen ese año, aunque luego el ministro deEducación cometiera el error de ampliar loscupos universitarios hasta excesos populistas,y la Universidad, para poder atender alcúmulo de estudiantes nuevos que entraban,se llenó de profesores mal preparados, enbuena parte de extrema izquierda (de unaizquierda guerrera y poco amante de laacademia), que empezaron a ver a personas,como Carlos Gaviria y mi papá, comoprofesores burgueses, decadentes,retardatarios y conservadores, simplementeporque defendían el estudio serio y no estabande acuerdo con el exterminio físico deexplotadores y capitalistas. En pocos años sepasó de un extremo a otro, y la Universidadperdió nivel porque muchos de los profesoresmejor formados académicamente, prefirieron

salirse y fundar universidades privadas ovincularse a las ya existentes, antes que tenerque soportar a estos nuevos extremistas, ahorade la peor izquierda cercana a la violencia.

Accidentes de carretera

33

El día de mi grado de bachillerato —yoacababa de cumplir dieciocho años y era elmes de noviembre de 1976—, al ir hacia elcolegio en el carro que me habían prestado enla casa, un Renault 4 amarillo, si mal norecuerdo, atropellé a una señora entreEnvigado y Sabaneta: doña Betsabé. Ella salíade misa con la cachirula sobre los hombros yun misal en la mano. Se despedía de sus

amigas y caminaba de espaldas hacia la calle,sin mirar. Yo frené, me paré en el freno,mejor dicho, las llantas chirriaban, el carrocoleaba e intenté llevarlo hacia el otro lado dela vía, a la cuneta, pero cogí a esta señora delleno y ella voló hacia arriba. Su cuerpo deespaldas, entero, golpeó primero contra elguardachoques, voló después hacia elparabrisas, lo rompió en mil añicos, entróbrevemente hacia donde yo estaba con miprimo Jaime, y rebotó hacia afuera, dondecayó, inerte, sobre el asfalto. Todos gritaban,las beatas que salían de la iglesia con ella, lospasantes, los curiosos: «¡La mató, la mató, lamató!». Una multitud se aglomeraba alrededordel cadáver, y empezaban a mirarme y aseñalarme, amenazantes.

Yo me había bajado del carro y estabainclinado sobre ella. «¡Hay que llevarla alhospital!», gritaba yo. «¡Ayúdenme a subirla

al carro!», y nadie me ayudaba, ni siquiera miprimo Jaime, que estaba como alelado despuésdel impacto. Pasó una camioneta, de esas quetienen un volco destapado detrás. Mi primo alfin me ayudó a subirla y ahí la descargamos.Yo me fui atrás con ella, solo, creyéndolamuerta. Un hueso, la tibia, le salía rasgándolela piel por un lado de la pantorrilla (igual,idéntico al hueso de John, el de la morgue). Lacamioneta pitaba y corría, hacia el hospital deEnvigado, y el conductor voleaba un traporojo por la ventanilla, de modo que la genteviera que se trataba de una emergencia. Laseñora llegó en shock y la entraron a una salade reanimación. Yo me puse a hablar con losmédicos. Era una pesadilla, me sentía comoloco. No podía resistir que hubiera matado aalguien. Me identifiqué. Todos habían sidoalumnos de mi papá. Lo llamaron. Él era eldirector del Seguro Social en Medellín. Losmédicos decían: «La señora está en shock y se

puede morir. Estamos haciendo todo parareanimarla y estabilizarla, después lamandaremos en ambulancia a la clínicaMedellín, a cuidados intensivos».

Había otro problema, le decían los médicos ami papá por teléfono: «¿Su hijo está afiliado ala cárcel de choferes?». No. «Si no lo está, yla señora se muere, lo detienen en la cárcel deBellavista, en un patio terrible, es peligroso,allá cualquier cosa le puede pasar. Él tieneunas cortadas en el brazo: lo podemos internarmientras ustedes lo afilian a la cárcel dechoferes, eso se toma un día o dos». Mi papádijo que me preguntaran dónde quería yo queme internaran, para que no me llevaran presoa Bellavista. Él no quería ni siquiera hablarconmigo, tenía rabia, con razón, pues siempreme decía que manejaba muy rápido. Yo, sinpensarlo, o pensando mejor en lo que yosentía en ese momento, es decir, que me

estaba enloqueciendo, dije: «En elmanicomio». Y mi papá, que a casi nada seresistía, dijo, «bueno». Entonces los médicosme cosieron la muñeca que me había cortadocon los vidrios del parabrisas, y me pusieronuna gasa alrededor del pulso. Doña Betsabéhabía salido del shock, estaba estable, consuero, antibióticos y analgésicos y la subierona una ambulancia que salió despavorida haciael centro de Medellín con las sirenasdesplegadas. «Yo creo que se salva», me dijoel médico de urgencias. «Además de la heridaabierta en la pierna, tibia y peroné, tiene unbrazo roto, y la clavícula, y muchas costillas,pero no parece que haya daño en los órganosvitales, ni en la cabeza. Ojalá».

A mí me llevaron al manicomio de Bello, enotro carro. Al llegar allí me entregaron a losloqueros. No les dijeron el motivo de miingreso. Ellos miraban la gasa alrededor de mi

muñeca y sonreían: estaban seguros de quehabía sido intento de suicidio. Me preguntabanel mes, el año, el día de la semana, losnombres de mis abuelos, tíos y bisabuelos. Yoestaba confundido, se me olvidaba todo. Veíasin parar la película del accidente, doñaBetsabé saltando por el aire, el chirrido delfrenazo, su cuerpo como una ballena grisentrando al carro por el parabrisas y volviendoa salir, sus huesos quebrantados por el golpe.Esa imagen repetida me estaba enloqueciendode verdad.

Me metieron a un cuarto con otros tresdementes en serio, y yo empecé a sentirmeigual que ellos. Lloraba en silencio. Veía adoña Betsabé, me imaginaba la ceremonia delgrado a la que no podría asistir, la entrega delas calificaciones. Doña Betsabé en mi cabeza,como una pesadilla interminable, y yo uncriminal, un asesino, un delincuente al volante.

Había un loco que repetía lo mismo una y otravez, en voz alta: «Yo tengo unos sobrinosbananeros que viven en Apartado, yo tengounos sobrinos bananeros que viven enApartado, yo tengo unos sobrinos bananerosque viven en Apartado, yo tengo unossobrinos bananeros que viven en Apartado».Mi cabeza repetía también un sonsonete:acabo de matar a una señora. Otro de loslocos de mi cuarto coleccionaba librosilustrados de Julio Verne, y quería que yo losviera con él. Sonreía, insinuante, y apoyabalos libros sobre mis rodillas. El tercero mirabapor la ventana, inmóvil, sin pronunciar ni unapalabra ni mover un músculo, la mirada fija yvacía en un punto muerto, alelado. Yo sentíaque estando con ellos me iba a enloquecer deverdad. Empezó a anochecer y yo no sabíanada de nada de la realidad, de lo que ocurríaafuera, de la vida o la muerte de doñaBetsabé. Mi mundo empezaba a ser este

encierro terrorífico. Empecé a gritar para quelos enfermeros vinieran: «¡Quiero llamar a micasa, quiero saber si esa señora está viva,quiero hablar por teléfono, si no me sacan deaquí me voy a enloquecer de verdad, si no mesacan me voy a enloquecer!». No hay un sitiomejor para enfermarse de la cabeza que unmanicomio. El sano más sano y sensato queentre interno en un manicomio, en pocos días,qué digo, en pocas horas se enloquecetambién. Los locos de otros cuartos seacercaban a oír mis gritos, mi delirio, y seburlaban de mí: «Este sí está muy mal»,decían, «que lo calmen, que lo calmen, que localmen». Y daban palmadas al unísono parallamar a los enfermeros, como si estuvieran enun tablao andaluz.

Y vinieron, vestidos de verde oscuro, con susuniformes de loqueros. Me cogieron a lafuerza entre tres, me bajaron los pantalones y

me pusieron una inyección en la nalga, larga,densa. El efecto que esa droga me hizo no loquiero describir. Veía a doña Betsabé, veía susangre, veía mis manos ensangrentadas, veíasus huesos triturados, veía mi locura, todas lasimágenes al mismo tiempo, sin poderconcentrarme en nada, la memoria invadida derecuerdos inconexos, de imágenes terriblesque no duraban nada porque otra llegaba asucederla. No sé cuánto duró. Creo que medormí. Por la mañana, al despertarme, medije, tengo que ser un paciente ejemplar. Voya estar muy tranquilo y tengo que intentar queme dejen llamar. Miré a mi lado, el tipomirando los libros de Julio Verne, el otro conla mirada perdida en el vacío, el de más allá ensu mismo sonsonete perpetuo, «yo tengo unossobrinos bananeros que viven en Apartado, yotengo unos sobrinos bananeros que viven enApartado, yo tengo unos sobrinos bananerosque viven en Apartado». Tuve una buena

idea: busqué mi billetera, tenía plata.

«Mire, yo sé que es muy difícil desde aquí,pero yo necesito llamar por teléfono, sólo unavez. Tome (le di todo lo que llevaba), con estoyo creo que usted me consigue el permisopara llamar». El loquero cogió la plata, ávido,y al rato volvió: «Venga pues». Me llevó a unteléfono público, en un corredor, y me dio unamoneda. Marqué el número de mi casa, queno se me había olvidado, que no se me haolvidado ni siquiera hoy, treinta años después,aunque la casa no exista, ni haya teléfonos deseis cifras en mi ciudad: 437208. Contestó mihermana Vicky. «Si no me sacan hoy mismo,ya mismo, de acá, me voy a enloquecer deverdad y nunca más me vuelvo a recuperar.Vengan rápido por mí, corriendo, ya mismo,ya mismo, aunque me metan en la cárcel». Yolloraba y colgué. Vicky me juró que me iban asacar. Una o dos horas después, horas eternas

en que mis compañeros de patio hacían hastalo imposible por convertirme en uno de ellos,los enfermeros vinieron por mí. El psiquiatrame hizo firmar un papel en el que decía queme iba por mi propia elección y exoneraba alHospital Mental de cualquier responsabilidad.

Doña Betsabé estaba mejor y se recuperaba,aunque tardaría meses en restablecerse deltodo. Mi mamá, a sus hijos desempleados, lesdaría trabajo como porteros o empleados deaseo en algunos edificios. Mi papá, también,les buscaría algún oficio a otros. Eran muypobres y doña Betsabé decía algo terrible,muy triste, y que retrata lo que es estasociedad: «Este accidente ha sido unabendición para mí. Se lo ofrezco al Señor. Elme lo mandó, porque yo salía de misa, y leestaba pidiendo que les diera trabajo a mishijos. Pero antes yo tenía que pagar por misculpas. Pagué por mis culpas y el señor les dio

trabajo. Es una bendición». Yo fui a verla unavez y después nunca más quise volver a verla.Cuando la veía se me representaba sufantasma, su cuerpo muerto, inerte, que soloreaccionó un instante, con quejidos, cuandollegábamos al hospital de Envigado. Si sehubiera muerto. No quiero ni pensarlo. Talvez yo estaría todavía en el manicomio deBello.

«Ibas muy rápido», dijo mi papá, «la huelladel frenazo era muy larga». «Eso no puedevolver a pasar». Y sin embargo, apenas unaño y medio después, volvió a pasar.

34

A principios de 1978 nos fuimos, solos mipapá y yo, para Ciudad de México. El

presidente López Michelsen, por solicitud dela embajadora, María Elena de Crovo, habíanombrado a mi papá Consejero Cultural en laEmbajada de México. Yo acababa de cumplir19 años y era la primera vez que teníapasaporte (un pasaporte oficial) y la primeravez que salía del país. Por primera vez toméun vuelo internacional; por primera vez medieron una bandejita con comida caliente enun avión. Todo me parecía grande,importante, maravilloso, y el viaje, de cincohoras, me pareció una hazaña. En el DistritoFederal llegamos a vivir, al principio, en unasresidencias, especie de aparta-hotel, en laColonia Roma, donde nos tendían la cama ynos lavaban la ropa.

El cónsul, una persona amable, era un sobrinodel ex presidente Turbay Ayala. Laembajadora, después de su tormentoso pasopor el Ministerio del Trabajo (le había tocado

el asesinato del líder sindical José RaquelMercado, a manos de la izquierda, y unahuelga terrible de médicos en el Seguro Social,con los enfermos muriéndose en las salas deurgencias, y las embarazadas pariendo en loscorredores), vivía atormentada, quizá segurade que su carrera política había llegado a lacima, y desde esa cima se había derrumbadopara siempre. La Embajada de México, paraella, no había sido un premio, sino una especiede destierro, y al mismo tiempo una despedidade la vida política. Quizá por eso bebía más dela cuenta, y había pedido a mi papá para queél se encargara de la rutina de la Embajada yle cubriera la espalda en la oficina, ahora queella no tenía ánimos de trabajar en nada. Mipapá, que la consideraba una buena amiga, lohacía de buena gana.

Éramos una pareja torpe, mi papá y yo, y mimamá —que tenía que seguir al mando de su

empresa en Medellín— no llegaría hasta mayoo junio. No sabíamos cocinar y los pocosdesayunos que yo intentaba hacer, consistíanen pan duro y huevos chamuscados.Comíamos siempre afuera, y el cónsul noshabía prestado un Volkswagen escarabajo rojoen el que yo aprendí a moverme por lasinterminables y caóticas avenidas del D.F.,con el tráfico más infernal que exista sobre latierra, y las distancias más inverosímiles.Había ocasiones en las que un atasco por elPeriférico podía durar más que un viaje enavión a Colombia. El tráfico, sencillamente, sedetenía del todo, y uno sacaba un libromientras el mundo seguía girando y todo semovía, menos el tránsito en el Periférico. Muytemprano llevaba a mi papá a la Embajada, enla Zona Rosa, y luego tenía todo el día pordelante, para mí, aunque yo no sabía quéhacer con él. Me vino a socorrer un amigo demi papá, Iván Restrepo (el marido de la

secretaria de mi papá en la Facultad deMedicina), que había emigrado a Méxicoveinte años antes. Desde entonces yo, cuandopienso en México, pienso en Iván Restrepo, yen su casa de la calle Amatlán, en la ColoniaCondesa, donde siempre me quedo cuandovoy a México, muy cerca de la casa deFernando Vallejo, otro amigo que tuve y quedejé de tener.

Creo que nunca he leído tanto como en esosmeses en México, por la mañana en laestupenda biblioteca de la casa de Iván, queme abrió sus puertas para que yo pasara allílas mañanas, solo, en silencio, en compañía desus miles y miles de libros, y por la tarde en elapartamentico que al fin alquilamos mi papá yyo, en la Colonia Irrigación, calle Presa lasPilas, con un número que ya no recuerdo.Sólo sé que encima de nosotros vivía undiplomático francés que me enseñó a oír a

Jacques Brel, y que en la azotea del edificioquedaban unos cuchitriles donde dormían lasmuchachas del servicio. De Colombia, a laspocas semanas de huevos chamuscados y caféinstantáneo, llegó Teresa, la muchacha quetrabajó toda la vida con nosotros, y que hoyen día sigue yendo todos los jueves, aunqueesté jubilada, a plancharle la ropa a mihermana menor. Todavía hoy, para Teresa,ese viaje a México es su mayor orgullo, y paraque nadie dude de ese pasado glorioso quetuvo en 1978, en su manera de hablarconserva modismos mexicanos, treinta añosdespués de haber vuelto. No dice «a laorden», como nosotros, sino «mande»; y nodice «¡cuidado!» sino «¡aguas!», ni «vamos»,sino «ándele». Con Teresa en la casa, y conlas recepciones diplomáticas, mi papá y yovolvimos a comer bien. Mejor que nunca,quizá, y por primera vez en la vida con vino,pues a mi papá, como diplomático, se lo

llevaban a domicilio y sin impuestos.

Algunas, pocas veces, en la casa de Iván, mequedé a los almuerzos del «Ateneo deAngangueo», al que asistían personasimportantes. Escritores como TitoMonterroso, Carlos Monsiváis, ElenaPoniatowska, Fernando Benítez, pintorescomo Rufino Tamayo, José Luis Cuevas yVicente Rojo, actrices como Margo Su, queera la novia secreta de Iván y la mejorempresaria de teatro popular que ha tenidoMéxico, grandes músicos como Pérez Prado,cantantes y bailarinas como la Tongolele yCelia Cruz. Esos almuerzos duraban toda latarde, y consistían en mil platos autóctonos dela más sofisticada gastronomía mexicana, polloen verde de Xalapa, huachinangos deVeracruz (que es nuestro pargo rojo),pechugas de huajolote (nuestro pavo) conmole poblano, o con mole blanco de piñones y

especias, tamales de todo tipo, pescaditos dePátzcuaro, gorditas con frijoles y tocino, chilesrellenos, pulpos almendrados, elotes concilantro… Recuerdo que Benítez siempre sedespedía de mí de la misma manera: «Joven,que sea usted muy feliz,» y hacía unareverencia teatral. Ese saludo, a mí, cuandosalía a la calle, me producía un ataque de risay de felicidad repentina; tenía que brincar paraasimilarlo. Desde entonces he intentadohacerle caso, sin mucho éxito. Yo, sinembargo, a quienes admiraba más y queríaconocer, pero no conocí en ese viaje, era aJuan Rulfo, que era taciturno y salía muypoco, a García Márquez, que no era de estemundo, a Octavio Paz, de quien leí toda lapoesía y todos sus ensayos en esos meses,pero que tenía actitud de Pontífice y no veía anadie sino que había que pedirle audiencia contres meses de anticipación, y a un poeta másjoven que me deslumbraba y todavía me

apasiona, José Emilio Pacheco, pero éste sepasaba la mitad del tiempo en Estados Unidos.Ni Rulfo ni Paz ni Gabo ni Pachecopertenecían al dignísimo Ateneo deAngangueo, que era para personas más felicesque famosas, y que no se tomaban tan enserio su vida ni su oficio ni nada. Tal vez unoen la vida siempre tenga que escoger si quiereser feliz como Benítez o famoso como Paz;ojalá todos tuviéramos la sabiduría de escogerlo primero, como mi amigo Iván Restrepo, ocomo Monsiváis y la princesa Poniatowska,que son personas más felices que famosas, oal menos tan famosas como felices.

Yo estuve en México nueve meses, hastaoctubre. Mi papá se quedó hasta diciembre,sólo un año, y lo que quiero resaltar es que élme permitió pasar todo ese embarazo sabáticosin presión alguna, ni académica ni laboral, sinestudiar nada ni entrar a la universidad, solo

leyendo, gozándome la vida y acompañándoloa su vida diplomática de vez en cuando.Recuerdo en especial haber leído, entre otrosmuchos libros, los siete volúmenes de laRecherche, de Proust, con una pasión y unaconcentración que quizá nunca he vuelto asentir en ninguna lectura. Si hay alguna lecturafundamental en mi vida, creo que esos meses,febrero, marzo, abril, leyendo por las tardes lagran saga proustiana de En busca del tiempoperdido (en la edición de Alianza, contraducción de Pedro Salinas, los tres primerosvolúmenes, y de Consuelo Berges, todos losdemás) fueron algo que marcaría para siempremi vida como persona. Ahí confirmé que yoquería hacer exactamente lo mismo queProust: pasar las horas de mi vida leyendo yescribiendo. Dos nombres inmensos marcaronlos rumbos de la literatura en el siglo XX,Joyce y Proust, y creo que seguir a uno, opreferir al otro, es una elección tan importante

en el gusto literario, como en el político ser dederecha o de izquierda. A algunas personas lasaburre Proust y las apasiona Joyce; a mí mepasa exactamente lo contrario.

Mi papá me había dado permiso de no hacernada, bastaba que leyera y conociera una granmetrópoli, sus cines y conciertos y museos,para que le pareciera suficiente. Lo otro quehice fue inscribirme a unos talleres literarios enla Casa del Lago. De poesía con DavidHuerta, de cuento con José de la Colina, y deteatro ya no recuerdo con quién. Por lasnoches, una vez a la semana, iba a otro tallermás privado que se hacía en la Casa deEspaña, con un gran profesor centroamericanodel que después nunca volví a saber nada, ellicenciado Felipe San José. Él era una especiede discípulo de Rubén Darío, y tenía unainmensa cultura literaria, además de unagenerosidad sin límites en sus comentarios

sobre los escritos que hacíamos sus pupilos.Con él tuve mi primer contacto serio con laliteratura del Siglo de Oro, y con la novelaespañola contemporánea. Fueron meseslentos, de ocio, lectura, abulia y felicidad.

A mediados de ese año el abuelito Antonio leescribió una carta a mi papá, muypreocupado. Él se había enterado de que yo,en mi ideal de vida proustiano, me pasaba losdías enteros tirado en una cama, o en undiván, leyendo novelas interminables ytomando sorbitos de vino de Sauternes, comosi fuera una solterona retirada del mundo, unOblomov de los trópicos, o un dandy maricóndel siglo XIX. Nada le parecía máspreocupante para la formación de mipersonalidad, y para mi futuro, que eso, yvisto desde afuera, por los ojos de unganadero activo y pragmático, o incluso conmis ojos de hoy, debo reconocer que se veía

medio aberrante, y que tal vez el abuelotuviera razón. Pero mi papá, como hizo todala vida conmigo, al leer esa carta, solamentesoltó una carcajada y comentó que el abuelono entendía que yo estaba haciendo por mipropia cuenta la universidad. ¿De dónde lesaldría esa confianza que tenía en mí, a pesarde esos síntomas tan espantosos deindolencia?

En marzo hicimos el primero de varios viajesa Estados Unidos por tierra, en el lujosísimoBMW del cónsul, que nos lo prestó. Era miprimera entrada a ese gran país, y lo hicimospor Laredo, en los límites con Texas. Íbamosa visitar a dos alumnos de mi papá, uno enSan Antonio, Héctor Alviar, anestesiólogo, yotro en Houston, Óscar Domínguez, cirujanoplástico. Además íbamos a comprar un carrosin impuestos, pues así podía hacerlo mi papácomo diplomático. Compramos un inmenso

Lincoln Continental, con todos los lujos quenunca habíamos visto en la vida, cajaautomática, vidrios eléctricos, aireacondicionado, sillas y espejos que se movíancon botones, motor inmenso que chupabagasolina como un borracho botellas de mezcal.A mis 19 años, con mi aspecto andrógino deadolescente que madura despacio y siguesiendo casi un niño, efebo lánguido yvoluptuoso, recuerdo cómo me movía en esecarro inmenso, blanco, por los senderos delparque de Chapultepec, camino de la Casa delLago, donde hacía mis parsimoniosos cursosde literatura. Me sentía como Proust en unlujoso cabriolé último modelo, que va a visitara la duquesa de Guermantes y en el caminohabla de catleyas con Odette de Crécy. Salvouna muchacha que una vez me llevó a la casade sus padres, unos industriales riquísimos,que vivían en Polanco, si no estoy mal, norecuerdo a ninguno de mis compañeros de

aquellos cursos; se ve que nunca deshojamoscatleyas. Tal vez recuerdo a dos personasmás. Había una alumna bellísima, en la Casade España, una señora de unos treinta años,que era la amante del profesor San José. Yotro estudiante mestizo, muy inteligente, queescribía una novela histórica llena de poesíasobre los indios de Texcoco, en tiempos de lallegada de Hernán Cortés. Éste, el último díadel curso, cuando yo me despedí porquevolvía a Colombia, recuerdo que me dijo:«Héctor, te lo digo muy seriamente, por favor:nunca dejes de escribir». Esa petición, a mí,me pareció rarísima, pues era como sugerirmeque no dejara de vivir. Yo, desde esa época, yaunque faltaban más de diez años para quepublicara mi primer libro, no tenía ningunaduda sobre lo que quería hacer en mi vida. EnMéxico escribí el cuento con el que, un añomás tarde, me ganaría un concurso nacional:«Piedras de silencio». Creo que a José de la

Colina y a Felipe San José les debo lascorrecciones que lo hicieron menos malo. Y aDavid Huerta, el hijo de Efraín, le debo queabandonara para siempre la poesía, el géneropara el que yo creía estar mejor dotado, peropara el que, desde ese entonces, parece queno sirvo, y siempre que me ha salido unendecasílabo o un alejandrino, he preferidosiempre, en vez de publicarlo, disimularlodentro de un párrafo de prosaica prosa.

Pero ese año de excesiva intimidad con mipapá, fue el año, también, en que yo me dicuenta de que debía separarme de él, así fueramatándolo. No quiero que esto suene muyfreudiano, porque la cosa es literal. Un papátan perfecto puede llegar a ser insoportable.Aunque todo lo que hagas le parezca bien (omejor: porque todo lo que haces le parecebien), llega un momento en que por unconfuso y demencial proceso mental, quieres

que ese dios ideal ya no esté allí para decirtesiempre que bueno, siempre que sí, siempreque como quieras. Es como si uno, de todosmodos, en ese final de la adolescencia, nonecesitara un aliado, sino un antagonista. Peroera imposible pelear con mi papá, así que laúnica forma de enfrentarme a él erahaciéndolo desaparecer, así me muriera yotambién en el intento.

Creo que en realidad sólo me liberé de él, desu excesivo amor y de su trato perfecto, de miexcesivo amor, cuando me fui a vivir a Italiacon Bárbara, mi primera esposa, la madre demis dos hijos, en el año 82. Pero el clímax dela total dependencia y comunión fue enMéxico, a mis 19 años, en 1978, cuando digoque quise matarlo, matarlo y matarme, y lovoy a contar muy brevemente pues es unrecuerdo que no me gusta evocar, por loconfuso, lo impreciso y lo violento, aunque

nada pasara en realidad.

Veníamos por una carretera desolada, por elnorte del país, de regreso de Texas, en uncarro viejo y potente (el primero nos lorobaron pocas semanas después de llevarlo alD.F.), grande como una camioneta funeraria,que nos había prestado Óscar Domínguez, sualumno, para reponer el Lincoln robado. Eraun desierto inmenso, hermoso en sudesolación. Yo sentí una especie de impulsosuicida y aceleré sin meditarlo. Puse el potentevejestorio, un Cadillac, a 80, a 100, a 120millas (que equivalía casi a los 200 kilómetrospor hora). El carro rugía y temblaba, su viejacarrocería vibraba como un cohete a punto desalir de tierra, y yo tenía la clara sensación deque nos íbamos a matar, pero no dejaba dehundir a tope el acelerador, con ganas dematarme. Mi papá iba a mi lado, dormido.Sería una muerte instantánea de ambos, en el

desierto. Yo no sé si lo pensaba, pero cuandouna manada de chivos apareció al frente de lacarretera, unos metros más adelante, vi lamuerte de frente, y frené, frené, frené, igualque como había frenado la vez de doñaBetsabé, y el viejo armatoste americanoaguantó el larguísimo frenazo sin desviarse nivolcarse, meciéndose en medio de un ruidodel infierno, y las cabras saltaron a los lados,sus enormes saltos formaban arcos oscuros enel aire, y el cabrero gritaba y manoteabaformando con los brazos como aspas demolino, pero nada golpeó contra nosotros, niun cuerno ni una cola, y el carro acabó dedetenerse indemne unos metros más adelantedel rebaño espantado. Mi papá se despertósobresaltado con el ruido y la frenada,sostenido a duras penas por el cinturón deseguridad, y sin decir una palabra parecióentenderlo todo, porque me hizo cambiar depuesto, en silencio, y aunque era un pésimo

chofer, hasta llegar al D.F. condujo él el carro,a 50 kilómetros por hora, durante medio día,sin pronunciar una sola palabra.

Derecho y humano

35

En 1982, pocos meses después de que yo mefuera por primera vez a vivir a Italia, y pocoantes de cumplir los 61, mi papá recibió unabreve carta de un secretario de asuntoslaborales de la Universidad de Antioquia. Entono frío y burocrático se le informaba quedebía presentarse en ese despacho para hacerlas gestiones de su jubilación inmediata. Élrecibió la noticia, del todo inesperada, comoun mazazo en la cabeza. Su alumna predilecta,

Silvia Blair, quien acababa de entrar comoprofesora a la facultad, recuerda que su viejomaestro la buscó en la oficina, con los ojoscomo dos bolas de sangre, llorandointensamente (mi papá lloraba sinavergonzarse del llanto, no como los hijos delestoicismo español, sino como los héroeshoméricos), pues le parecía imposible que launiversidad donde había estudiado siete añosy donde había sido catedrático otros 25, loechara a la calle como un perro simplementepor haber cumplido 60, y sin siquiera darle lasgracias por un trabajo al que le había dedicadola vida entera, salvo breves pausasinternacionales. Había sido el representante delos estudiantes ante el Consejo Superior, habíaabierto el Departamento de MedicinaPreventiva, había fundado la Escuela Nacionalde Salud Pública, había sido profesor devarias generaciones de salubristas, habíahecho huelgas por defender a los profesores

de la Universidad, de cuyo gremio había sidopresidente varias veces, casi todos los médicosde Antioquia habían sido alumnos suyos, perode un día para otro, sin ninguna consideración,lo echaban a la calle, jubilado.

En su segundo libro. Cartas desde Asia,escrito en Filipinas, mi papá había sostenidoque él había llegado a ser profesor demasiadopronto, y que los verdaderos maestros solollegaban a ser tales al cabo de muchos años demadurez y meditación. «Qué gran cantidad deequivocaciones —había escrito ahí— las quecometemos los que hemos pretendido enseñarsin haber alcanzado todavía la madurez delespíritu y la tranquilidad de juicio que lasexperiencias y los mayores conocimientos vandando al final de la vida. El meroconocimiento no es sabiduría. La sabiduríasola tampoco basta. Son necesarios elconocimiento, la sabiduría y la bondad para

enseñar a otros hombres. Lo que deberíamoshacer los que fuimos alguna vez maestros sinantes ser sabios, es pedirles humildementeperdón a nuestros discípulos por el mal que leshicimos».

Y ahora, precisamente cuando sentía queestaba llegando a esa etapa de su vida, cuandoya la vanidad no lo influía, ni las ambicionestenían mucho peso, y lo guiaban menos lapasión y los sentimientos y más una maduraracionalidad construida con muchasdificultades, lo echaban a la calle. Para él laenseñanza, que nada tenía que ver con elagonismo del deporte, ni con la belleza o losímpetus de la juventud, estaba asociada con lamadurez y la serena sabiduría, esa que es másfrecuente alcanzar con los años. Está bien quese jubilen de la enseñanza quienes así lodeseen, pero si un profesor no ha perdido susfacultades mentales, y antes bien ha alcanzado

la madurez y la serenidad para saber qué es lorealmente importante en su profesión, siademás sus estudiantes lo quieren, prohibirlede un momento a otro que siga enseñando esun verdadero crimen y un desperdicio. EnEuropa, en Oriente, en Estados Unidos, noalejan a los grandes profesores de sus cátedrascuando envejecen, antes los cuidan más, lesrebajan la carga académica, pero los dejan allí,como maestros de maestros, acompañando ensu crecimiento intelectual a los estudiantes y aotros profesores. De hecho numerososestudiantes protestaron por su jubilaciónobligada, y Silvia Blair escribió una cartafuribunda, que repartió en miles de copias,firmada por profesores y alumnos, en la quesostenía que poco futuro tenía una universidadque jubilaba a sus mejores maestros, contra suvoluntad, tan sólo para poder conseguir, másbaratos, a tres jovencitos, profesores decátedra, sin experiencia del mundo ni de la

materia que pretendían enseñar.

Esta pensión impuesta a la fuerza le doliómuchísimo, pero no lo amargó por muchotiempo. Declaró, simplemente, en un brevehomenaje que le hicieron sus discípulos másqueridos, que iba a vivir más feliz, que iba aleer más, a pasar ratos más largos con susnietos y, sobre todo, que se iba a dedicar «acultivar rosas y amigos». Y eso hizo. Pasabatres o cuatro días a la semana, de jueves adomingo, en la finca de Rionegro, en su rosaltodas las mañanas, haciendo injertos,probando cruces, desyerbando eras y podandomatas, mientras por las tardes leía y oíamúsica clásica, o preparaba su programa radial(Pensando en voz alta, se llamaba), o susartículos de prensa. Al atardecer visitaba a suamigo del alma, el poeta Carlos CastroSaavedra, y por la noche leía nuevamentehasta que el sueño lo vencía. El rosal se fue

llenando de las rosas más exóticas, para él ypara todos nosotros, como un jardín de granvalor real y simbólico. En la última entrevistaque le hicieron, a finales de agosto de 1987,cuando le preguntaron sobre la rebeldía, serefirió a su rosal: «La rebeldía yo no la quieroperder. Nunca he sido un arrodillado, no mehe arrodillado sino ante mis rosas y no me heensuciado las manos sino con la tierra de mijardín».

Muchos amigos y parientes tenemos recuerdosasociados al rosal de mi papá, que todavíaexiste, algo maltrecho, en la finca de Rionegro.Él no les regalaba sus flores a todo el mundo,solamente a las personas que le parecíanbuenas, y a veces las negaba con una oscurasonrisa en la cara, y un silencio que tan solonosotros sabíamos entender. En cambio a laspersonas que le caían bien les explicaba todolo que podía sobre su cultivo. «Las rosas

hembra son las únicas que florecen, perotienen espinas. Las rosas macho no tienenespinas, pero nunca florecen», decía siempre,sonriente, al explicar la manera en que sehacían los injertos. Le gustaba mostrar todo eljardín de la finca, no solo el rosal, sinotambién la huerta, los guayabos de guayabitasrojas, los aguacates que producían frutos todoel año, porque estaban sembrados encima delpozo séptico, y las ochuvas, que él mismo nospelaba y entregaba en la boca. Frente al únicoárbol que nunca florecía, un camelio estérilque sigue en el mismo sitio, se paraba conresentimiento, como si esa mata le hiciera unaafrenta personal: «¿Por qué será que nuncaquiere florecer?». Nunca ha florecido, salvouna vez en que se lamentaba exactamente porlo mismo con Mónica, la hermana de Bárbara,mi primera mujer, y de repente vio unasolitaria y única camelia blanca. Entonces lacortó y se la regaló a ella, intrigado y feliz por

esa sola excepción en tantos años de vida.

Volvía a Medellín los lunes por la mañana, yfue en esos años sin compromisos laboralescuando dedicó todo su tiempo libre de jubilado(cuando no estaba mimando a sus nietos ocultivando rosas y amigos) a la defensa de losderechos humanos, que le parecía, además, lalucha médica más urgente de ese momento enColombia. Quiso aplicar sus sueños de justiciaen la práctica de aquello que consideraba másurgente.

Le encantaba ser jardinero porque así leparecía regresar al origen campesino de lafamilia. Pero al tiempo que gozaba con esteapego al campo y a la tierra, seguía con sussueños de reforma de la medicina. Soñaba conque hubiera un nuevo tipo de médico, unpoliatra, decía él, el sanador de la polis, yquería dar el ejemplo de cómo debía

comportarse ese nuevo médico de la sociedad,que no se ocuparía de atacar y curar laenfermedad, caso por caso, sino de interveniren sus causas más profundas y lejanas. Poreso antes, en su cátedra de medicinapreventiva y salud pública, se había salidocada vez más de las aulas y le gustaba llevar asus estudiantes a que miraran la ciudad entera:los barrios populares, las veredas, elacueducto, el matadero, las cárceles, lasclínicas de los ricos, los hospitales de lospobres, y también el campo, los latifundios,los minifundios y las condiciones en quevivían los campesinos en los pueblos y en laszonas rurales.

Dos años después de su jubilación, porpresión de estudiantes y colegas, volvieron allamarlo a la Universidad, aunque solo paradictar algunos seminarios, y él aceptó elencargo con la condición de que pudiera hacer

la mayoría de sus clases, como siempre habíasoñado, fuera de las aulas. Mi hermanamenor, Sol, que en esos años había empezadotambién a estudiar Medicina en unauniversidad privada, recuerda que mi papá lainvitó a ella y a todos sus compañeros a hacerunos cursos de «poliatría» en la cárcel deBellavista. Mi hermana lo propuso en susalón, pero sus compañeros se opusieron. Unode ellos, hoy cardiólogo, se levantó y dijo, enel tono más hiriente y agresivo que encontró:«Nosotros no tenemos nada que aprender enuna cárcel». Como era el líder del grupo,todos los compañeros aceptaron su veredicto,así que la única que asistió de todo el grupofue mi hermana, y ella recuerda esas jornadascomo algunas de las semanas en que másmedicina aprendió, aunque una medicinadistinta, de tipo social, en contacto con los quemás sufrían, y con sus particulares dolenciaspersonales, económicas o familiares.

Durante esas salidas de campo, mi papá nodaba respuestas, como suele hacerse en todaslas clases, sino que utilizaba el viejo métodosocrático de enseñar preguntando. Losestudiantes se desconcertaban e inclusoprotestaban: ¿de qué servía un profesor queen vez de enseñar no hacía sino preguntas ymás preguntas? Si iban al hospital no era paratratar a los pacientes, sino para interrogarlos opara medirlos; lo mismo pasaba con loscampesinos. Debían investigar las causassociales, los orígenes económicos y culturalesde la enfermedad: por qué ese niño desnutridoestaba en esa cama de hospital, o ese heridode bala, de tránsito, de machetazo ocuchillada, y por qué a ciertas categoríassociales les daba más tuberculosis, o másleishmaniasis o más paludismo que a otras. Enla cárcel estudiaban la génesis delcomportamiento violento, pero tambiénintentaban ayudar para que los tuberculosos

no estuvieran en sitios donde pudierancontagiar a los demás reclusos, o de controlarcon programas alternativos (clases, lecturas,cineclubes) la drogadicción, el abuso sexual, ladifusión del sida, etc.

Su noción novedosa de la violencia como unnuevo tipo de peste venía de muy atrás. Ya enel primer Congreso Colombiano de SaludPública, organizado por él en 1962, habíaleído una ponencia que marcaría un hito en lahistoria de la medicina social del país: suconferencia se llamó «Epidemiología de laviolencia» y allí insistía en que se estudiarancientíficamente los factores desencadenantesde la violencia; proponía, por ejemplo, que seinvestigaran los antecedentes personales yfamiliares de los violentos, su integraciónsocial, su «sistema cerebral», su «actitud anteel sexo y los conceptos que tengan de hombría(machismo)». Recomendaba que se hiciera

«un completo examen físico, psicológico ysocial del violento, y un examen comparativo,igual al anterior, de otro grupo de no violentos,similar en número, edades y circunstancias,dentro de las mismas zonas y grupos étnicos,para analizar las diferencias encontradas entreuno y otro».

Observaba con detenimiento las causas demuerte más frecuentes, y allí comprobaba lasintuiciones sin cifras que tenía tan solomirando lo que pasaba y oyendo lo que lecontaban: en Colombia crecía de nuevo laepidemia cíclica de la violencia que habíaazotado el país desde tiempos inmemoriales, lamisma violencia que había acabado con suscompañeros de bachillerato y que habíallevado a la guerra civil a sus abuelos. Lo másnocivo para la salud de los humanos, aquí, noera ni el hambre ni las diarreas ni la malaria nilos virus ni las bacterias ni el cáncer ni las

enfermedades respiratorias o cardiovasculares.El peor agente nocivo, el que más muertesocasionaba entre los ciudadanos del país, eranlos otros seres humanos. Y esta pestilencia, amediados de los años ochenta, tenía la caratípica de la violencia política. El Estado,concretamente el Ejército, ayudado porescuadrones de asesinos privados, losparamilitares, apoyados por los organismos deseguridad y a veces también por la policía,estaba exterminando a los opositores políticosde izquierda, para «salvar al país de laamenaza del comunismo», según ellos decían.

Su última lucha fue, pues, también una luchamédica, de salubrista, aunque por fuera de lasaulas y de los hospitales. Permanente y ávidolector de estadísticas (decía que sin un buencenso era imposible planear científicamenteninguna política pública), mi papácontemplaba con terror el avance progresivo

de la nueva epidemia que en el año de sumuerte registró cifras por homicidios más altasque las de un país en guerra, y que en losprimeros años noventa llevó a Colombia atener el triste primado de ser el país másviolento del mundo. Ya no eran lasenfermedades contra las que tanto luchó(tifoidea, enteritis, malaria, tuberculosis, polio,fiebre amarilla) las que ocupaban los primerospuestos entre las causas de muerte en el país.Las ciudades y los campos de Colombia secubrían cada vez más con la sangre de la peorde las enfermedades padecidas por el hombre:la violencia. Y como los médicos de antes,que contraían la peste bubónica, o el cólera,en su desesperado esfuerzo por combatirlas,así mismo cayó Héctor Abad Gómez, víctimade la peor epidemia, de la peste másaniquiladora que puede padecer una nación: elconflicto armado entre distintos grupospolíticos, la delincuencia desquiciada, las

explosiones terroristas, los ajustes de cuentasentre mafiosos y narcotraficantes.

Para combatir todo esto no servían vacunas:lo único que podía hacer era hablar, escribir,denunciar, explicar cómo y dónde se estabaproduciendo la masacre, y exigir al Estado quehiciera algo por detener la epidemia, teniendosí el monopolio del poder, pero ejerciéndolodentro de las reglas de la democracia, sin esaprepotencia y esa sevicia que eran idénticas alas de los criminales que el Gobierno decíacombatir. En su último libro publicado envida, pocos meses antes de ser asesinado,Teoría y práctica de la salud pública, escribey subraya que las libertades de pensamiento yde expresión son «un derecho duramenteconquistado a través de la historia por millaresde seres humanos, derecho que debemosconservar. La historia demuestra que laconservación de este derecho requiere

esfuerzos constantes, ocasionales luchas yaun, a veces, sacrificios personales. A todoesto hemos estado dispuestos y seguiremosdispuestos en el futuro, muchos profesores deaquí y de todos los lugares de la tierra». Yañadía una reflexión que sigue hoy tan vigentecomo entonces:

«La alternativa va siendo cada vez más clara:o nos comportamos como animalesinteligentes y racionales, respetando lanaturaleza y acelerando en lo posible nuestroincipiente proceso de humanización, o lacalidad de la vida humana se deteriora. Sobrela racionalidad de los grupos humanosempezamos algunos a tener ciertas dudas.Pero si no nos comportamos racionalmente,sufriremos la misma suerte de algunas culturasy algunas estúpidas especies animales, de cuyoproceso de extinción y sufrimiento nos quedanapenas restos fósiles. Las especies que no

cambian biológica, ecológica o socialmentecuando cambia su hábitat, están llamadas aperecer después de un período de inenarrablessufrimientos».

Desde 1982 (aunque la fundación del Comitéhabía ocurrido varios años antes), hasta lafecha de su asesinato, en 1987, trabajó sindescanso en el Comité para la Defensa de losDerechos Humanos de Antioquia, quepresidía. Luchaba contra la nueva peste de laviolencia usando la única arma que lequedaba: la libertad de pensamiento y deexpresión: la palabra, las manifestacionespacíficas de protesta, la denuncia pública delos violadores de los derechos de todo tipo.Mandaba sin pausa, y la mayoría de las vecessin respuesta, cartas a los funcionarios(presidente de la República, procurador,ministros, generales, comandantes debrigadas), con nombres propios y casos

concretos. Publicaba artículos en los queseñalaba a los torturadores y a los asesinos.Denunciaba cada masacre, cada secuestro,cada desaparecido, todas las torturas. Hacíamarchas de protesta, en silencio, con unoscuantos jóvenes y compañeros docentes de laUniversidad que creían en la misma causa(Carlos Gaviria, Leonardo Betancur, MauricioGarcía, Luis Fernando Vélez, Jesús MaríaValle), participaba en foros, conferencias ymanifestaciones en todo el país. Y sobre suoficina se volcaban cientos de denuncias delos desesperados que no podían acudir anadie, ni a juzgados ni a funcionarios estatales,sólo a él. De solo mirar estos documentos,algunos de los cuales se conservan todavía enla casa de mi madre, uno queda al mismotiempo asqueado y hundido en el dolor: fotosde torturados y de asesinados, cartasdesesperadas de padres y hermanos que tienenun pariente secuestrado o desaparecido,

párrocos a quienes nadie les hace caso yrecurren a él con sus denuncias, y semanasdespués la noticia del asesinato del mismocura denunciante en un pueblo lejano. Cartasen las que se señala a escuadrones de lamuerte, con nombres y apellidos de losasesinos, pero cartas que como respuesta sóloreciben el desdén y la indiferencia delGobierno, la incomprensión de los periodistas,y las acusaciones injustas de ser un aliado dela subversión, como escribían algunoscolumnistas colegas de mi padre.

No denunciaba solamente al Estado y cerrabalos ojos ante las atrocidades de la guerrilla,como algunos dijeron. Si se revisan susartículos y sus declaraciones se verá queabominaba el secuestro y los atentadosindiscriminados de la guerrilla, y que tambiénlos denunciaba con fuerza, e incluso condesesperación. Pero le parecía más grave que

el mismo Estado que decía respetar las leyesfuera el que se encargara o encargara a otrosmatones a sueldo (paramilitares y escuadronesde la muerte) de hacer la guerra sucia. «Si lasal se corrompe […]», era una de sus citasbíblicas preferidas.

En el año de su muerte la guerra sucia, laviolencia, los asesinatos selectivos, se estabanensañando sistemáticamente contra launiversidad pública, pues algunos agentes delEstado, y sus cómplices del para-estado,consideraban que allí estaba la semilla y lasavia ideológica de la subversión. En losmeses anteriores a su asesinato, tan solo en suquerida Universidad de Antioquia, habíanmatado a siete estudiantes y a tres profesores.Uno pensaría que ante esas cifras laciudadanía estaba alarmada, conmovida. Paranada. La vida parecía seguir su curso normal,y solamente ese «loquito», ese profesor calvo

y amable, de más de sesenta y cinco años,pero con un vozarrón y una pasión juvenilarrasadora, gritaba la verdad y execraba labarbarie. «Están exterminando la inteligencia,están desapareciendo a los estudiantes másinquietos, están matando a los opositorespolíticos, están asesinando a los curas máscomprometidos con sus pueblos o susparroquias, están decapitando a los líderespopulares de los barrios o de los pueblos. ElEstado no ve sino comunistas y peligrososopositores en cualquier persona inquieta opensante». El exterminio de la UniónPatriótica, un partido político de extremaizquierda, ocurrió por esas mismas fechas yllegó a cobrar más de cuatro mil víctimasciviles en todo el país.

A su alrededor, en la misma universidaddonde trabajaba, caía mucha gente, asesinadapor grupos paramilitares. Entre julio y agosto

de ese año, 1987, en una clara campaña depersecución y exterminio, habían matado a lossiguientes estudiantes y profesores de laUniversidad de Antioquia: el 4 de julio, aEdisson Castaño Ortega, estudiante deOdontología. El 14 de julio, a José SánchezCuervo, estudiante de Veterinaria; el 26 dejulio, a John Jairo Villa, estudiante deDerecho; el 31 de julio, a Yowaldin CárdenoCardona, estudiante del Liceo de laUniversidad; el primero de agosto, a JoséIgnacio Londoño Uribe, estudiante deComunicación Social; el 4 de agosto, alprofesor de Antropología Carlos LópezBedoya; el 6 de agosto, al estudiante deIngeniería Gustavo Franco; el 14 de agosto, alprofesor de la Facultad de Medicina, ysenador por la UP, Pedro Luis Valencia.

De algunos de estos crímenes se sabíandetalles terribles, que mi papá nos contaba:

uno de los estudiantes, después de sertorturado y asesinado, fue amarrado a unposte, y su cuerpo descuartizado por unagranada. A José Sánchez Cuervo loencontraron con el tabique roto, chuzones enla cintura, un globo ocular explotado por ungolpe, varios dedos cercenados, y un tiro en laoreja. A Ignacio (le decían Nacho) Londoño,siete tiros en la cabeza y uno en la manoizquierda. Tenía cercenado un dedo de lamano derecha, cuando lo encontraron. Estejoven se ganaba la vida como recreacionista(especialmente en ancianatos, pues era dulcecon los viejos), y venía haciendo lentamente lacarrera de Comunicación Social porquesostenía a su padre, un señor de 82 años. Aeste mismo anciano le tocó recoger su cuerpo,por el barrio Belén arriba, en zona montañosa,y lo reconoció porque lo primero que vio fuela mano sin un dedo de su hijo, tirada en unrastrojo. Un poco más allá estaba el cuerpo,

con señas de tortura. El muchacho estaba apunto de graduarse, pero era sospechoso paralos paramilitares, porque llevaba casi diez añosestudiando, y esto era lo típico de losinfiltrados de la guerrilla, que presentabanpocos exámenes y tomaban pocas materias,para durar más tiempo. Londoño no tenía unpelo de guerrillero, y la gran dicha de su padreera que en poco tiempo tendría un profesionalque, al menos, «le iba a pagar el entierro». Letocó enterrarlo a él, con un dolor al que ya noquería sobrevivir.

En mi casa, por esos tiempos, ocurría locontrario que en todas las casas normales,donde los padres tratan de controlar a los hijospara que no participen en protestas ymanifestaciones que puedan poner en riesgosus vidas. Como él era el menos conservadorde los viejos, y cada día que pasaba se ibavolviendo más liberal y más contestatario, en

la casa los papeles se invertían, y éramosnosotros, los hijos, los que intentábamos quemi papá no se expusiera ni saliera a lasmarchas, ni escribiera sus denunciasdescarnadas, por el clima de exterminio que seestaba viviendo. Además empezaron a surgirrumores de que su vida corría peligro. JorgeHumberto Botero, que trabajaba en las altasesferas del Gobierno, le decía a mi hermanaClara, su ex esposa: «Dile a tu papá que tengamás cuidado, y dile que yo sé por qué se lodigo». El esposo de Eva, mi otra hermana,Federico Uribe, que estaba muy al corrientede lo que se comentaba en el Club Campestre,también decía lo mismo: «Tu papá se estáexponiendo mucho y lo van a terminarmatando».

Había también indicios indirectos de que laanimadversión general de muchas personasimportantes crecía peligrosamente. Como los

hijos de Eva eran polistas, al igual que sumarido, ella asistía de vez en cuando a losjuegos de polo en el Club Llanogrande. Y undía, por pura casualidad, le tocó quedarsentada al lado de otro polista bastante menosbueno que mis sobrinos: Fabio EcheverriCorrea. Este estaba con tragos, y la increpócon tono destemplado: «Yo escojo con quiénsentarme; y no voy a dejar que la hija de uncomunista se siente a mi lado». Eva, sin decirnada, se puso de pie y se cambió de puesto.Luigi, el hijo de Echeverri, que siempre fuemuy amable con mi familia, defendió a Vickycon fuerza ante su padre.

Mi mamá era la única que no creía en estosrumores, nunca, ni al final, y hasta se enojabacuando se los transmitían: «¡Cómo se lesocurre, a Héctor no le pueden hacer nada!».Para ella mi papá era un hombre tan buenoque nadie jamás se atrevería a atentar contra

él. Dos semanas después, cuando su maridoya estaba muerto, aunque estaba deshecha,intentó volver a trabajar y fue a revisar «elestablo», que era como le decían al edificio delas «vacas sagradas» de Medellín, es decir, desus industriales y hombres de negocios másricos. «El Establo» se llamaba y se llama enrealidad Edificio Plaza, aunque ahora casitodos sus ocupantes se han muerto o se hanmudado. De un momento a otro no aguantómás el dolor y la tristeza y se sentó en lasescaleras a llorar desconsoladamente. En esoentraba a su apartamento don José GutiérrezGómez, que había sido también, como FabioEcheverri, presidente de la AsociaciónNacional de Industriales, y más aún, sufundador. Don Guti se le acercó, intentólevantarla, y mi mamá tuvo que decirle: «Yadudo de todos ustedes; no sé si he sido unainfame y una ingenua administrando losedificios de la gente más rica de Medellín. A

mí me parece que entre ellos están los quedieron la orden de que mataran a Héctor,aunque no lo digo por usted, don Guti». Elseñor Gutiérrez la acompañó, sin decir unasola palabra, mucho rato, sentado al lado deella en las escaleras.

Tanto a mi mamá, como a todos los hijos, nosquedó, y en parte nos queda, una duda que esdifícil de despejar. ¿Quiénes, exactamente,asesoraban a Carlos Castaño, y dirigían a losmilitares que daban la orden y señalaban aquién matar? Sólo hemos tenido respuestasindirectas y genéricas; que fueron losbananeros de Urabá, que los ganaderos dePuerto Berrío y el Magdalena Medio enalianza con los paracos; que agentes del DAS(los servicios de inteligencia) azuzados porpolíticos de extrema derecha; que oficialesperjudicados por las denuncias del Comité deDerechos Humanos… Sólo una vez, uno de

mis sobrinos, en una inmensa hacienda de laCosta, cerca de Magangué, que visitaba porvacaciones, oyó sin querer una confesiónexplícita del grupo de paramilitares quecustodiaba esa hacienda. Era un aniversariodel asesinato y mi papá apareció fugazmenteen un noticiero de televisión. «A ese hijueputafue uno de los primeros que matamos enMedellín», comentaron. «Era un comunistapeligrosísimo; y al hijo hay que ponerlecuidado, porque va por el mismo camino». Misobrino, aterrorizado, no quiso decir que eseseñor del que hablaban era su abuelo.

Cuando mi hermana Maryluz, la mayor, y suhija preferida, le rogaba a mi papá que nosiguiera haciendo esas marchas de protestaporque lo iban a matar, él le contestaba conbesos y carcajadas, para tranquilizarla. Peroen las marchas que organizaba, y en losmítines, recobraba la seriedad, la honda

preocupación, aunque al mismo tiempomarchaba con entusiasmo, casi con alegría, alver la cantidad de gente que lo acompañaba,aunque sus protestas fueran un gritodesesperado, una perorata a veces inútil en laque muchas veces se quedaba solo. Ademásera ingenuo. Una vez, con un grupo deestudiantes, profesores y activistas dederechos humanos, marchaba hacia laGobernación, en formación, y de repente sevio íngrimo, sin un solo compañero demarcha, caminando con su pancarta. Todos sehabían devuelto pues al frente estaba un carroantimotines de la policía, pero él siguióavanzando; cuando lo detuvieron y lomontaron a la brava a una furgoneta de lapolicía antidisturbios, otros detenidos lepreguntaron por qué no se había devuelto atiempo, como todo el mundo: él explicó quehabía confundido el carro antimotines con uncamión de la basura.

A veces, en los discursos, cuando estabahablando ante una manifestación, comosiempre ocurría al final de las marchas,también se quedaba solo, veía que su auditoriose dispersaba despavorido de un momento aotro. Entonces miraba a sus espaldas y veíaun escuadrón del Ejército que se acercaba.Nunca le hacían nada, y si lo detenían, ledevolvían de inmediato la libertad, comoavergonzados ante su evidente inocencia ydignidad. Siempre pulcro, siempreimpecablemente vestido, de saco y corbata,siempre ingenuo y abierto y sonriente. Sumejor coraza era su viejo prestigio de profesorbonachón, su trato dulce, su inmensasimpatía. Se arriesgaba mucho, pero casitodos pensaban: al doctor Abad no le haránnada, a él nunca lo van a tocar, todos sabenque no es sino bueno. Al fin y al cabo llevabaya quince años haciendo lo mismo y nunca lohabían tocado. A él el Gobierno siempre lo

llamaba para resolver casos desesperados: latoma de un templo, de un consulado o de unafábrica, la entrega de un guerrillero o de unsecuestrado. Todas las partes confiaban en supalabra.

El once de agosto de ese año fatídico escribióun comunicado «Por la defensa de la vida y laUniversidad». Allí denunciaba que en elúltimo mes habían asesinado (y en algunoscasos torturado) a cinco estudiantes y tresprofesores de distintas facultades, y esteataque lo explicaba así: «La Universidad estáen la mira de quienes desean que nadiecuestione nada, que todos pensemos igual; esel blanco de aquellos para quienes el saber y elpensamiento crítico son un peligro social, porlo cual utilizan el arma del terror para que eseinterlocutor crítico de la sociedad pierda suequilibrio, caiga en la desesperación de lossometidos por la vía del escarmiento».

Repasando sus artículos uno encuentra casisiempre una persona muy tolerante yequilibrada, sin los dogmatismos de laizquierda, típicos de esos años furiosos. Nofaltan, sin embargo, algunas notas que leídashoy pueden parecer exageradas por eloptimismo y la furia con que defendía lasreivindicaciones sociales de la izquierda. Aveces, al leerlo, a mí mismo me da latentación de criticarlo, y así lo he hecho, pordentro, muchas veces. Una vez, sin embargo,en un libro suyo, encontré un escrito deBertolt Brecht que él dejó varias vecessubrayado, un fragmento que me explicaalgunas cosas y me enseña a leer esosartículos suyos con la perspectiva delmomento: «Íbamos cambiando de país comode zapatos, desesperados cuando en algunaparte sólo había injusticia, pero noindignación. También el odio contra la bajezadesfigura las facciones. También la ira contra

la injusticia pone ronca la voz. Ustedes, sinembargo, cuando lleguen los tiempos en que elhombre sea amigo del hombre, piensen ennosotros con indulgencia».

Revisando sus artículos de esos años,publicados casi todos en el diario El Mundo deMedellín, y algunos también en El Tiempo deBogotá, encuentro algunas de sus causasdesesperadas. Hay uno particularmente duro yvaliente contra la tortura publicado pocodespués de que un amigo y discípulo suyofuera detenido y torturado por el Ejército enMedellín:

«Yo acuso ante el señor presidente de laRepública y sus ministros de Guerra y deJusticia, y ante el señor procurador general dela Nación, a los “interrogadores” del BatallónBombona de la ciudad de Medellín, de estaraplicando torturas físicas y psicológicas a los

detenidos por la IV Brigada.

»Yo los acuso de colocarlos en medio de uncuarto, vendados y atados, de pie, por días ynoches enteras, sometidos a vejámenes físicosy psicológicos de la más refinada crueldad, sindejarlos siquiera sentarse en el suelo unmomento, sin dejarlos dormir, golpeándoloscon pies y manos en distintos lugares delcuerpo, insultándolos, dejándolos oír los gritosde los demás detenidos en los cuartos vecinos,destapándoles los ojos solamente para quevean cómo simulan violar a sus esposas, cómointroducen balas en un revólver y sacan a losdetenidos a dar un paseo por los alrededoresde la ciudad amenazándolos de muerte si noconfiesan y delatan a sus presuntos«cómplices»; contándoles mentiras sobrepretendidas «confesiones» en relación con eltorturado, obligándolos a ponerse de rodillas yhaciéndolos abrir las piernas hasta extremos

límites físicos imposibles, para causarlesintensísimos dolores, agravados por parárselesencima para seguir así el continuo, extenuante,intenso «interrogatorio»; dejándoles lasventanas abiertas, sin camisa, en altas horasde la madrugada para que tiemblen de frío;permitiendo que sus miembros inferiores seedematicen por la forzada posición erguida ypor la obligada quietud, hasta hacerinaguantables los calambres, los dolores, eldesespero físico y mental, que ha llevado aalgunos a lanzarse por las ventanas, a cortarselas venas de las muñecas con pedazos devidrio, a gritar y a llorar como niños o locos, acontar historias imaginarias y fantásticas, contal de descansar un poco de los refinadosmartirios que les imponen.

»Yo acuso a los interrogadores del BatallónBombona de Medellín, de ser despiadadostorturadores sin alma y sin compasión por el

ser humano, de ser entrenados psicópatas, deser criminales a sueldo oficial, pagados por loscolombianos para reducir a los detenidospolíticos, sindicales y gremiales de todas lascategorías, a condiciones incompatibles con ladignidad humana, causantes de toda clase detraumas, muchas veces irreductibles eirremediables, que dejan graves secuelas depor vida.

»Yo denuncio formal y públicamente estosprocedimientos de los llamados mandosmedios, de violar sistemáticamente losderechos humanos de centenares decompatriotas nuestros.

»Y acuso a los altos mandos del Ejército y dela nación que lean este artículo, de criminalcomplicidad, si no detienen de inmediato estasituación que hiere los sentimientos máselementales de solidaridad humana de los

colombianos no afectados por la vesania o porel fanatismo».

Denuncias valientes y claras como estaproducían furia en el Ejército y en algunosfuncionarios del Gobierno, pero no respuestas.Rara vez algún juez o algún procuradorintentaban recoger sus denuncias. Pero engeneral estas acusaciones no eran contestadasmás que con un silencio hostil. Y la hostilidadfue creciendo de año en año hasta el desenlacefinal. Una vez mi hermana Vicky, que semovía en los círculos más altos y ricos de laciudad, le dijo a mi papá: «Papi, a ti no tequieren aquí en Medellín». Y él le contestó:«Mi amor, a mí sí me quiere mucha gente,pero no están por donde tú te mueves, estánen otra parte, y algún día te voy a llevar a quelos conozcas». Dice Vicky que el día deldesfile que acompañó el entierro de mi papápor el centro, con miles de personas que

agitaban pañuelos blancos en la marcha, ydesde las ventanas, y en el cementerio,comprendió que en ese momento mi papá laestaba llevando a conocer a quienes sí loquerían.

Se haría muy largo transcribir las decenas deartículos donde mi papá denunciaba, muchasveces con nombres y apellidos, los atropelloscometidos por funcionarios del Estado omiembros de la fuerza pública contraciudadanos indefensos. Lo hizo durante años,aunque a veces esa lucha no le parecía otracosa que alaridos en el desierto. Los desalojosde indígenas de las haciendas de terratenientes(con asesinato del sacerdote indígena que losapoyaba); la desaparición de un estudiante; latortura de un profesor; las protestas reprimidascon sangre; el asesinato repetido cada añocomo un ritual macabro de líderes sindicales;los secuestros injustificables de la guerrilla…

Todo esto lo denunció una y otra vez, enmedio de una rabia silenciosa de losdestinatarios de sus denuncias que preferíanno hacerle eco a sus palabras con la esperanzade que cayeran en el olvido mediante laestrategia del silencio o de la indiferencia.

En lo que era más radical era en la búsquedade una sociedad más justa, menos infame quela clasista y discriminadora sociedadcolombiana. No predicaba una revoluciónviolenta, pero sí un cambio radical en lasprioridades del Estado, con la advertencia deque si no se les daba a todos los ciudadanos almenos la igualdad de oportunidades, ademásde condiciones mínimas de subsistencia digna,y cuanto antes, durante mucho más tiempohabríamos de sufrir violencia, delincuencia,surgimiento de bandas armadas y defuribundos grupos guerrilleros.

«Una sociedad humana que aspira a ser justatiene que suministrar las mismasoportunidades de ambiente físico, cultural ysocial a todos sus componentes. Si no lo hace,estará creando desigualdades artificiales. Sonmuy distintos los ambientes físicos, culturalesy sociales en que nacen, por ejemplo, losniños de los ricos y los niños de los pobres enColombia. Los primeros nacen en casaslimpias, con buenos servicios, con biblioteca,con recreación y música. Los segundos nacenen tugurios, o en casas sin servicios higiénicos,en barrios sin juegos ni escuelas, ni serviciosmédicos. Los unos van a lujosos consultoriosparticulares, los otros a hacinados centros desalud. Los primeros a escuelas excelentes. Lossegundos a escuelas miserables. ¿Se les estádando así, entonces, las mismasoportunidades? Todo lo contrario. Desde elmomento de nacer se los está situando encondiciones desiguales e injustas. Aun antes

de nacer, en relación con la comida queconsumen sus madres, ya empiezan su vidaintrauterina en condiciones de inferioridad. Enel Hospital de San Vicente hemos pesado ymedido grupos de niños que nacen en elPabellón de Pensionados (familias que puedenpagar sus servicios) y en el llamado Pabellónde Caridad (familias que pueden pagar muypoco o nada por estos servicios) y hemosencontrado que el promedio de peso y talla alnacer es mucho mayor (estadísticamentesignificante) entre los niños de pensionado queentre los niños de caridad. Lo que significaque desde el nacimiento nacen desiguales. Yno por factores biológicos, sino por factoressociales (condiciones de vida, desempleo,hambre).

»Estas son verdades irrefutables y evidentesque nadie puede negar. ¿Por qué nosempeñamos entonces —negando estas

realidades— en conservar tal situación?Porque el egoísmo y la indiferencia soncaracterísticas de los ciegos ante la evidencia yde los satisfechos con sus condiciones buenasy que niegan las condiciones malas de losdemás. No quieren ver lo que está a la vista,para así mantener su situación de privilegio entodos los campos. ¿Qué hacer ante estasituación? ¿A quiénes les corresponde actuar?Es obvio que los que deberían actuar son losafectados perjudicialmente por ella. Pero casisiempre, ellos, en medio de sus necesidades,angustias y tragedias, no son conscientes deesta situación objetiva, no la interiorizan, no lahacen subjetiva.

«Aunque parezca paradójico —pero esto hasido históricamente así— son algunos de losque la vida ha puesto en condicionesaceptables, los que han tenido que despertar alos oprimidos y explotados para que

reaccionen y trabajen por cambiar lascondiciones de injusticia que los afectandesfavorablemente. Así se han producidocambios de importancia en las condiciones devida de los habitantes de muchos países yestamos ciertamente viviendo una etapahistórica en la cual en todos ellos hay gruposde personas —éticamente superiores— que noaceptan como una cosa natural que estassituaciones de desigualdad y de injusticiaperduren. Su lucha contra “lo establecido” esuna lucha dura y peligrosa. Tiene que afrontarla rabia y desazón de los grupos máspoderosos política y económicamente. Tieneque afrontar consecuencias, aun en contra desu tranquilidad y de sus mismas posibilidades;en contra de alcanzar el llamado “éxito” en lasociedad establecida.

«Pero hay una fuerza interior que los impele atrabajar a favor de los que necesitan su ayuda.

Para muchos, esa fuerza se constituye en larazón de su vida. Esa lucha le da significado asu vida. Se justifica vivir si el mundo es unpoco mejor, cuando uno muera, comoresultado de su trabajo y esfuerzo. Vivirsimplemente para gozar es una legítimaambición animal. Pero para el ser humano,para el Homo Sapiens, es contentarse conmuy poco. Para distinguirnos de los demásanimales, para justificar nuestro paso por latierra, hay que ambicionar metas superiores alsolo goce de la vida. La fijación de metasdistingue a unos hombres de otros. Y aquí lomás importante no es alcanzar dichas metas,sino luchar por ellas. Todos no podemos serprotagonistas de la historia. Como células quesomos de ese gran cuerpo universal humano,somos sin embargo conscientes de que cadauno de nosotros puede hacer algo por mejorarel mundo en que vivimos y en el que viviránlos que nos sigan. Debemos trabajar para el

presente y para el futuro, y esto nos traerámayor gozo que el simple disfrute de losbienes materiales. Saber que estamoscontribuyendo a hacer un mundo mejor, debeser la máxima de las aspiraciones humanas».

En todo cuanto escribía uno podía sentir sumarcado acento humanista, emocionado,vibrante. Luchaba por medio de una vozenterada y convincente, para tratar de quetodas las personas, ricas y pobres, despertarany se empeñaran en hacer algo por mejorar lasinicuas condiciones del país. Lo hizo hasta elúltimo día de su vida, en un intentodesesperado por combatir con palabras lasacciones bárbaras de un país que se resistía yse resiste a actuar de otra manera que no seamanteniendo las enormes injusticias queexisten, y defendiendo esa injusticia intolerablecomo sea, incluso asesinando a quienesquieren cambiarla.

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No quiero hacer hagiografía ni me interesapintar un hombre ajeno a las debilidades de lanaturaleza humana. Si mi papá hubiera sido unpoco menos susceptible, si se hubieradesprendido completamente de la vanidad desobresalir, si hubiera refrenado a veces supasión de justicia, que a veces llegaba casi aconvertirse en un fanatismo justiciero, sobretodo al final de su vida, tal vez hubiera podidoser más eficaz, porque además le faltó unadosis mayor de tesón y constancia en terminarel exceso de tareas emprendidas. Él mismoreconocía ese defecto suyo y muchas vecesdijo: «Soy muy buen padre, pero muy malamadre», lo cual quería decir que era buenopara fecundar, para poner la semilla de una

buena idea, pero malo para la paciencia de lagestación y de la crianza.

Cometió estupideces, como todos las hemoscometido, se metió en movimientos absurdos,lo engañaron por ingenuo, a veces sirvió dealtavoz para intereses ajenos que supieronmanipularlo mediante el halago. Cuando sedaba cuenta de que lo habían utilizado, repetíasiempre la misma frase cómica y desengañada:«Es que a mí la inteligencia no me ha servidosino para ser bruto». Se avergonzaba, porejemplo, de haber hecho meter al manicomioa un cuñado de mi hermana mayor, Maryluz,que una noche, exaltado, decía que estabasiendo perseguido por los mafiosos. A mipapá, en los años setenta, no le cabía en lacabeza que pudiera haber mafiosos enMedellín. Mucho menos lo que decía esemuchacho. Jota Vélez, que repetía como locoque los mafiosos mataban gente, amenazaban

personas, exportaban cocaína y marihuana,compraban mujeres en los barrios, pagabansicarios y matones… Esas verdades mi papálas confundió con el delirio de un loco, conesquizofrenia, y se llevaron a Jota, con camisade fuerza, para el manicomio de Bello.Cuando todo lo que Jota había dicho se ibarealizando, y esas enormidades seconfirmaban día a día en una ciudad que ibacayendo en la barbarie, a mi papá no le quedómás remedio que declararse loco él, por ciegoe ingenuo, y pedirle perdón a Jota, elmuchacho que había denunciado lo horrible enun ataque de exaltada lucidez que mi papáconfundió con un delirio demente.

Se metió también, porque supieron halagar suvanidad, en un comité de amistad entre lospueblos de Colombia y Corea del Norte. Hastallevó a la casa los libros de Kim il Sung, sobrela «idea Suche», y participó en un penoso

congreso en Portugal donde se analizaba elpensamiento de ese megalómano y sanguinariodictador del siglo XX. Lo grave era que mipapá se daba cuenta de que todo eso no teníasentido, cuando hablaba de la idea Suchesoltaba carcajadas de burla y de perplejidad,pero se había embarcado en ese grupo, yquién sabe por qué se dejó llevar por lacorriente, sin salirse del oprobio,convirtiéndose en cómplice de una dictadura.Además, nunca quiso ir a Corea del Norte,quizá porque sabía que con solo mirar de máso menos cerca la distancia que había entre laspalabras y la realidad, no habría sido capaz deseguir sosteniendo la patraña.

Algunas veces, en los últimos años de su vida,fue manipulado por la extrema izquierdacolombiana. Aunque siempre detestó la luchaarmada, llegó a ser comprensivo y casi adisculpar (aunque nunca explícitamente) a los

insurgentes de la guerrilla; y como estaba deacuerdo con algunas de sus posicionesideológicas (reforma agraria y urbana,repartición de la riqueza, odio a losmonopolios, abominación por una claseoligárquica y corrupta que había llevado alpaís a la miseria y a la desigualdad másvergonzosas), a veces cerraba un ojo cuandoeran los guerrilleros quienes cometíanatrocidades: atentados a cuarteles, voladurasabsurdas. Detestó siempre, eso sí, el secuestroy los atentados terroristas contra víctimasindiscriminadas e inocentes. Como a vecesocurre con algunos activistas de derechoshumanos, veía más las atrocidades delGobierno que las de los enemigos armados delGobierno. Él lo explicaba de un modo más omenos coherente: era más grave que un curaviolara a un niño a que lo hiciera undepravado. Es la sal la que no se puedecorromper. Los guerrilleros se han declarado

por fuera de la ley, pero el Gobierno dicerespetar la ley. Esto era cierto, pero por esecamino se puede fácilmente perder elequilibrio, y él a veces lo perdió. Lo cualnunca podrá justificar su asesinato, peropuede explicar en parte la ira asesina dequienes lo mataron.

Recuerdo que una vez discutimos una frase,tal vez de Pancho Villa, que a él le gustabamucho repetir: «Sin justicia no puede haberpaz». O incluso: «Sin justicia no puede, nidebe, haber paz». Yo le pregunté si entoncesera necesaria la lucha armada para combatir lainjusticia. Él me dijo que contra Hitler eranecesaria; no era un pacifista a ultranza. Peroen el caso de Colombia, estaba completamenteseguro de que la lucha armada no era elcamino, y que las condiciones existentes nojustificaban el uso y abuso de la fuerza quecometía la guerrilla. Confiaba en que por la

vía de las reformas radicales se podía llegar ala transformación del país. Nunca, ni cuandoestaba más furioso por las atrocidades quecometían los militares y el Gobierno, su furialo sacaba de su pacifismo más hondo, yaunque entendía el camino por el que otroshabían optado, Camilo Torres, José AlvearRestrepo, le parecía que esa no era la salida.Él nunca sería capaz de empuñar un fusil, nide matar a nadie, por ninguna causa, ni deapoyar con sus palabras a quienes loempuñaban, y prefería el método de Gandhi,la resistencia pacífica incluso hasta el supremosacrificio de la vida.

Abrir los cajones

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Una de las cosas más duras que tenemos quehacer cuando alguien se nos muere, o cuandonos lo matan, es vaciar y revisar sus cajones.A mí, dos semanas después de su asesinato,me encomendaron la tarea de revisar loscajones (los archivos, los papeles, lacorrespondencia, las cuentas) que tenía mipapá en la oficina. De los de mi casa seocuparían Maryluz y mi mamá. Abrir loscajones es como abrir rendijas en el cerebrodel otro: qué era lo que más quería, a quiénhabía visto (según las citas de su agenda o losapuntes de un cuaderno), qué había comido ocomprado (recibos de almacenes, extractos detarjetas de crédito, facturas), qué fotos orecuerdos atesoraba, qué documentos teníaexpuestos y cuáles en secreto. Algo curiosoque había pasado fue que Isabelita, la quehabía sido secretaria de mi papá durante losúltimos diez años, había desaparecido desde elmismo día de su muerte. Es decir, no

desaparecido en el triste sentidolatinoamericano del término, sino que, aunquesabíamos que estaba bien, sabíamos tambiénque no quería vernos, que no quería volver ala oficina, que se negaba a contestar cualquiercosa que le quisieran preguntar (la familia olos jueces) y, en resumen, que tenía miedo.Hace casi veinte años que ninguna persona demi familia ha vuelto a ver a Isabelita, y a estasalturas creo que ya ninguno de nosotros quierepreguntarle nada. Si hace veinte años laspreguntas se agolpaban en la garganta, ahoraesas preguntas están escondidas, y resueltasde un modo personal y secreto, en la partemás honda de nuestro pensamiento.

Unos diez días después del crimen a mí metocó ir a la morgue a reclamar la ropa y laspertenencias de mi papá. Me las entregaron enuna bolsa de plástico y las llevé a su oficina enla carrera Chile. Desenvolví todo en el patio:

el vestido ensangrentado, la camisa manchadade sangre, con los rotos de las balas, lacorbata, los zapatos. Del cuello del saco saltóalgo que rebotó con fuerza en el piso. Mirébien: era una bala. Los jueces no se habíantomado siquiera la molestia de revisar su ropa.Al día siguiente llevé esa bala al juzgado,aunque sabía que tampoco serviría de nada. Ycomo olía mal, quemé toda la ropa, menos lacamisa, que dejé que se secara al sol, con susterribles manchas de sangre oscura.

Guardé en secreto, durante muchos años, esacamisa ensangrentada, con unos grumos quese ennegrecieron y tostaron con el tiempo. Nosé por qué la guardaba. Era como si yo laquisiera tener ahí como un aguijón que no mepermitiera olvidar cada vez que mi concienciase adormecía, como un acicate para lamemoria, como una promesa de que tenía quevengar su muerte. Al escribir este libro la

quemé también pues entendí que la únicavenganza, el único recuerdo, y también laúnica posibilidad de olvido y de perdón,consistía en contar lo que pasó, y nada más.

En esos días en que revisé todos sus papelesfui escogiendo poco a poco algunosfragmentos de sus escritos nuevos y viejos, yfui armando un pequeño libro que despuéspublicamos con ayuda del gobernador,Fernando Panesso Serna, que desde el primerdía se portó muy bien con toda mi familia, ydel ministro de Educación, un médico,Antonio Yepes Parra, que había sido alumnode mi papá y quiso apoyar esa compilaciónque luego yo titulé Manual de tolerancia.Carlos Gaviria, desde su exilio en Argentina,nos mandó el prólogo.

Pero en esos papeles y documentos que yo ibarevisando en su oficina, encontré también

datos mucho más personales, que megustaron, aunque también me sorprendieron.Yo recordaba que muchas veces mi papá mehabía dicho que todo ser humano, lapersonalidad de cada uno, es como un cubopuesto sobre una mesa. Hay una cara quepodemos ver todos (la de encima); caras quepueden ver algunos y otros no, y si nosesforzamos podemos verlas también nosotrosmismos (las de los lados); una cara que sólovemos nosotros (la que está al frente denuestros ojos); otra cara que sólo ven losdemás (la que está frente a ellos); y una caraoculta a todo el mundo, a los demás y anosotros mismos (la cara en la que el cuboestá apoyado). Abrir el cajón de un muerto escomo hundirnos en esa cara que sólo eravisible para él y que sólo él quería ver, la caraque protegía de los otros: la de su intimidad.

Mi papá me había lanzado muchos mensajes

indirectos sobre su intimidad. No confesiones,ni franquezas brutales, que suelen ser más unpeso para los hijos que un alivio para lospadres, sino pequeños síntomas y signos quedejaban entrar rayos de luz en sus zonas desombra, en ese interior del cubo que es la cajaoculta de nuestra conciencia. Yo había dejadoesos indicios en una zona también intermediaentre el conocimiento y las tinieblas, comoesas sensaciones que nos da la intuición, peroque no queremos o no podemos confirmar enlos hechos, ni dejamos aflorar con nitidez a laconciencia con palabras nítidas, ejemplos,experimentos o pruebas fehacientes.

Dos veces, por ejemplo, dos veces me llevómi papá a ver una película. Muerte enVenecia, de Luchino Visconti, ese bellísimofilm basado en una novela corta de ThomasMann, en el que un hombre en el declinar desus días (quizá el modelo de Visconti era

Mahler, y también era suya la música de lapelícula, que es uno de sus más grandesaciertos) siente que al mismo tiempo se exaltay sucumbe ante la belleza absolutarepresentada por la figura de un muchachopolaco, Tadzio. Dice Mann que él no quisorepresentar la belleza en una muchacha, sinoen un joven, para que los lectores no creyeranque esa admiración era puramente sexual, desimple atracción de cuerpos. Lo que elprotagonista, Gustav von Aschenbach, sentía,era algo más, y también algo menos: elenamoramiento de un cuerpo casi abstracto, lapersonificación de un ideal, digámoslo así,platónico, representado en la belleza andróginade un adolescente. Yo estaba demasiadometido en mi propio mundo cuando mi papáinsistió en que volviéramos a ver la películapor tercera vez, quizá al darse cuenta de queyo no había sido capaz de percibir su sentidomás hondo y más oculto.

En una carta que me escribió en el año 75, yque publicó como epílogo de su segundo libro(Cartas desde Asia), decía lo siguiente: «Paramí, paulatinamente, se me va haciendo cadavez más evidente que lo que más admiro es labelleza. No hay tal que yo sea un científico,como lo he pretendido —sin lograrlo— toda lavida. Ni un político, como me hubieragustado. Es posible que de habérmelopropuesto hubiera podido llegar a ser unescritor. Pero ya tú empiezas a entender y asentir todo el esfuerzo, el trabajo, la angustia,el aislamiento, la soledad y el intenso dolorque la vida le exige a quien escoge este difícilcamino de crear belleza. Estoy seguro de queme aceptarás la invitación de que veamosjuntos esta tarde Muerte en Venecia, deVisconti. La primera vez que la vi sólo meimpresionó la forma. La última vez entendí suesencia, su fondo. Lo comentaremos estanoche».

Fuimos a verla otra vez, esa tarde, pero no lacomentamos esa noche, quizá porque habíaalgo que yo no quería entender a mis 17 años.Creo que sólo un decenio más tarde, despuésde su muerte, y al escarbar en sus cajones yollegué a comprender bien lo que mi papáquería que yo viera cuando me llevó a repetirMuerte en Venecia.

Todos tenemos en nuestras vidas algunaszonas de sombra. No necesariamente sonzonas vergonzosas; hasta es posible que seanlas partes de nuestra historia que más nosenorgullezcan, las que al cabo del tiempo noshacen pensar que, a pesar de los pesares, sejustificó nuestro paso por la tierra, pero quecomo forman parte de nuestra intimidad másíntima, no queremos compartirlas con nadie.También pueden ser zonas ocultas porque nosresultan vergonzosas, o al menos porquesabemos que la sociedad que nos rodea en ese

momento las rechazaría como odiosas omonstruosas o sucias, aunque para nosotrosno lo sean. O pueden estar a la sombra esaszonas porque de verdad, eindependientemente de cualquier tiempo ocultura, son hechos reprobables, detestables,que la moral humana de cualquiera no podríaaceptar.

No eran sombras de este último tipo las queyo hallé en los cajones de mi papá. Todo loque encontré lo hace, ante mis ojos, másgrande, más respetable y más valioso, pero asícomo él no quiso que ni su esposa ni ningunade sus hijas las supieran, también yo dejocerrado ese cajón que sólo serviría paraalimentar la inútil habladuría digna detelenovelas, e indigna de una persona que amótodas las manifestaciones humanas de labelleza y que fue, al mismo tiempo,espontánea y discreta.

Cómo se viene la muerte

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Hay una verdad trivial, pues no hay duda niincertidumbre al decirla, que sin embargo esimportante tener siempre presente: todos nosvamos a morir, el desenlace de todas las vidases el mismo. La presencia y conciencia de lamuerte es una de las facetas más marcadas dela lírica clásica castellana. Algunas de lasmejores páginas de la literatura españolahablan de ella con una belleza al mismotiempo descarnada y conmovedora, con eseconsuelo paradójico que tiene la evocación dela muerte cuando se la envuelve en la

perfección del arte: San Juan de la Cruz,Cervantes, Quevedo… Algunas de las Coplasde don Jorge Manrique por la muerte de supadre, las recitó tantas veces de memoria mipapá en nuestras largas caminatas por elcampo, que acabé por aprendérmelas yotambién de memoria, y creo que meacompañarán, como lo acompañaron a él,toda la vida, martillando con su ritmomaravilloso en las paredes de mi cráneo, consu perfecta melodía consoladora que se asomaal oído y al pensamiento desde los plieguesmás hondos de una conciencia que trata deexplicar lo inexplicable:

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte,

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando;

cuan presto se va el placer,

cómo, después de acordado,

da dolor;

cómo, a nuestro parecer,

cualquiera tiempo pasado

fue mejor.

Pues si vemos lo presente,

cómo en un punto se es ido

y acabado,

si juzgamos sabiamente,

daremos lo no venido

por pasado.

No se engañe nadie, no,

pensando que ha de durar

lo que espera

más que duró lo que vio,

pues que todo ha de pasar

por tal manera.

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar,

que es el morir;

allí van los señoríos

derechos a se acabar

y consumir;

allí los ríos caudales,

allí los otros medianos

y más chicos,

allegados, son iguales

los que viven por sus manos

y los ricos.

Sabemos que nos vamos a morir, simplementepor el hecho de que estamos vivos. Sabemosel qué (que nos moriremos), pero no elcuándo, ni el cómo, ni el dónde. Y aunqueeste desenlace es seguro, ineluctable, cuandoesto que siempre pasa le ocurre a otro, nosgusta averiguar el instante, y contar conpormenores el cómo, y conocer los detallesdel dónde, y conjeturar el porqué. De todaslas muertes posibles hay una que aceptamoscon bastante resignación: la muerte por vejez,en la propia cama, después de una vida plena,intensa y útil. Así fue la muerte del «maestredon Rodrigo Manrique, tanto famoso y tanvaliente», y por eso las Coplas de su hijo, donJorge, aunque hablen de la muerte de supadre, tienen un final, en cierto sentido, nosólo resignado, sino feliz. El padre no sóloacepta su propia muerte, sino que la recibe

con gusto:

Así, con tal entender,

todos sentidos humanos

conservados,

cercado de su mujer

y de sus hijos y hermanos

y criados,

dio el alma a quien se la dio

(el cual la ponga en el cielo

en su gloria)

y aunque la vida perdió,

dejonos harto consuelo

su memoria.

Ya mayor, conservando los sentidos yrodeado de los seres queridos. Esa es la únicamuerte que aceptamos con tranquilidad y conel consuelo de la memoria. Casi todas las otrasmuertes son odiosas y las más inaceptables yabsurdas son la muerte de un niño o de unapersona joven, o la muerte causada por laviolencia asesina de otro ser humano. Anteestas hay una rebelión de la conciencia, y undolor y una rabia que, al menos en mi caso,no se mitiga. Nunca acepté resignado lamuerte de mi hermana, ni nunca podré aceptarcon tranquilidad el asesinato de mi padre. Escierto que él, de alguna manera, estaba yasatisfecho con su vida, y preparado para

morir, dispuesto a morir si era necesario, peroabominaba esa muerte violenta queevidentemente le estaban preparando. Eso eslo más doloroso y lo más inaceptable. Estelibro es el intento de dejar un testimonio deese dolor, un testimonio al mismo tiempo inútily necesario. Inútil porque el tiempo no sedevuelve ni los hechos se modifican, peronecesario al menos para mí, porque mi vida ymi oficio carecerían de sentido si no escribieraesto que siento que tengo que escribir, y queen casi veinte años de intentos no había sidocapaz de escribir, hasta ahora.

El lunes 24 de agosto de 1987, muy temprano,como a las seis y media de la mañana,llamaron a mi papá de una emisora de radio adecirle que su nombre estaba en una lista depersonas amenazadas que había aparecido enMedellín, y que en ella se decía que iban amatarlo. Le leyeron el párrafo pertinente:

«Héctor Abad Gómez: Presidente del Comitéde Derechos Humanos en Antioquia. Médicoauxiliador de guerrilleros, falso demócrata,peligroso por simpatía popular para elecciónde alcaldes en Medellín. Idiota útil del PCC-UP». A mi papá lo entrevistaban al aire y élpidió que le leyeran algunos otros nombres dela misma lista. Se los leyeron. Entre ellosestaban el periodista Jorge Child, el excanciller Alfredo Vázquez Carrizosa, elcolumnista Alberto Aguirre, el líder políticoJaime Pardo Leal (asesinado algunos mesesdespués), la escritora Patricia Lara, el abogadoEduardo Umaña Luna, el cantante CarlosVives, y muchos otros. Mi papá lo único quedijo fue que se sentía muy honrado de estaren compañía de personas tan buenas y tanimportantes, y que hacían tantas cosas enbeneficio del país. Después de la entrevista,por el teléfono interno, le pidió al periodistaque le enviara por favor una fotocopia de esa

lista a la oficina.

Una semana antes, el 14 de agosto, habíanmatado al senador de izquierda, Pedro LuisValencia, también médico y profesor de laUniversidad, y mi papá organizó y encabezó el19 de agosto una marcha «por el derecho a lavida» en señal de protesta por su asesinato.Esta gran marcha recorrió en silencio las callesdel centro de Medellín y culminó en el parquede Berrío, donde el único discurso fuepronunciado por mi papá. Muchas personas lovieron por televisión, o lo vieron pasar desdelas ventanas de sus oficinas, y después noscontaron que pensaban: lo van a matar a éltambién, lo van a matar. Su penúltimo artículohabla de ese crimen, y denuncia a losparamilitares. También estuvo dando unaconferencia en la Universidad PontificiaBolivariana donde acusó al Ejército y afuncionarios del Estado de complicidad con

los criminales.

Ese mismo lunes 24 de agosto, al mediodía,llamó a Alberto Aguirre a su casa (lo habíaestado buscando toda la mañana sin éxito en laoficina) y lo convenció de que pidieran unacita con el alcalde, William Jaramillo, parainformarse un poco más sobre el origen de lasamenazas, y tal vez pedir alguna protección;quedaron de verse el miércoles a las once, enla oficina de mi papá. En la tarde de esemismo día se reunió el Comité de Defensa delos Derechos Humanos, y ante la gravedad dela situación decidieron redactar uncomunicado a la opinión pública denunciandoa los escuadrones de la muerte y gruposparamilitares que venían operando en laciudad y matando personas vinculadas a laUniversidad. A ese comité asistieron, entreotros, Carlos Gaviria, Leonardo Betancur yCarlos Gónima. Leonardo y mi papá fueron

asesinados al día siguiente, Carlos Gónima,pocos meses después, el 22 de febrero, CarlosGaviria se salvó porque se fue del país.

Al final de la reunión, Carlos Gaviria lepreguntó a mi papá qué tan seria le parecía laamenaza personal de la que se había habladoesa mañana por la radio. Mi papá lo invitó aque se quedaran un rato más conversando,para contarle. Abrió una pequeña botella dewhisky en forma de campana (que Carlos sellevó vacía esa tarde y todavía conserva derecuerdo en su estudio), le leyó la lista que lehabían enviado, y aunque dijo que la amenazaera seria, repitió que se sentía muy orgullosode estar tan bien acompañado. «Yo no quieroque me maten, ni riesgos, pero tal vez esa nosea la peor de las muertes; e incluso si mematan, puede que sirva para algo». Carlosvolvió a su casa con sensación de angustia.

Varias veces, en esos días, mi papá habló dela muerte con un tono ambiguo que se movíaentre la resignación y el miedo. Él habíameditado bastante, y desde hacía muchotiempo, sobre su propia muerte. Incluso unode los pocos cuentos que escribió en su vidaestá dedicado a ella, con su figura mítica, viejavestida de negro con su guadaña al hombro,que lo visita una vez, pero le concede unaprórroga. Entre los papeles que yo reunídespués de su muerte, y que publiqué bajo eltítulo de Manual de tolerancia, encontréescrita esta reflexión: «Decía Montaigne que lafilosofía era útil porque enseñaba a morir.Para mí, que en este proceso de nacimiento-muerte que llamamos vida estoy más cercanoa la última etapa que a la primera, el tema dela muerte se va haciendo cada vez más simple,más natural y aun diría que —no ya comotema sino como realidad— más deseable. Yno es porque esté desengañado de nada ni de

nadie. Tal vez todo lo contrario. Porque creoque he vivido plenamente, intensamente,suficientemente».

Ya estaba, sin duda, preparado para morir,pero esto no significa que quisiera que lomataran. En una entrevista que le habíanhecho esa misma semana, le preguntaronsobre la muerte o, mejor dicho, sobre laposibilidad de que lo mataran, y contestó losiguiente: «Yo estoy muy satisfecho con mivida y no le temo a la muerte, pero todavíatengo muchos motivos de alegría: cuandoestoy con mis nietos, cuando cultivo mis rosaso converso con mi esposa. Sí, aunque no letemo a la muerte, tampoco quiero que mematen, ojalá no me maten: quiero morirrodeado de mis hijos y mis nietos,tranquilamente […] una muerte violenta debeser aterradora, no me gustaría nada».

39

Ese martes 25 de agosto mi hermana mayor yyo madrugamos para ir a La Inés, la finca enSuroeste que mi papá había heredado delabuelito Antonio. Habíamos mandado haceruna piscina y ese día la entregaban. Como nohabía carretera para llegar hasta la casa,habíamos pedido un permiso a la finca vecina,Kalamarí, de doña Lucía de la Cuesta, paraque dejaran pasar las varillas de hierro y losmateriales de la piscina atravesando suspotreros. De tanto pasar piedras y cemento enun jeep Suzuki, se había formado unapequeña trocha por el campo y por ahípasamos Maryluz y yo, a recibir las obras. Por

primera vez vimos la piscina llena, y nosalegramos de lo que la íbamos a disfrutar deahí en adelante. Estábamos de regreso enMedellín antes del mediodía y mi hermana lellevó de regalo a mi papá dos badeas grandes.Eran las primeras que se cogían de una mataque él mismo había sembrado en la huerta,algunos meses antes.

A la hora del almuerzo, como mi hermanaquería tenerle una sorpresa para esediciembre, cuando fuéramos a pasarvacaciones en la finca cerca del río Cauca,Maryluz no quiso decirle dónde habíanconstruido la piscina (si en la parte de atrás ode adelante de la casa, y además le dijo unamentira piadosa para aumentarle la sorpresa:que la plata no había alcanzado para tumbarun murito que encerraba el corredor, y que ami papá no le gustaba). Ese mediodía llamótambién doña Lucía de la Cuesta, para decirle

a mi papá que, en vista de que ya habíanterminado la piscina, el paso por su fincaquedaba suspendido, pues de seguir usándoloeso se le iba a volver una servidumbre. Mipapá le preguntó si no lo dejaría entrar a élsolo en carro, en diciembre, y Lucía le dijo,amablemente, que no, que él estaba muy bieny podía llegar a caballo. «¿Y cuando yo estéviejo y ya no pueda bajar a caballo?», insistiómi papá, y Lucía le dijo: «Para eso faltamucho, Héctor, ya veremos». La misma doñaLucía me contó esta conversación, años mástarde; todos los que ese día hablaron con él,recuerdan cada palabra.

En ese momento mi papá era precandidato ala Alcaldía de Medellín por el Partido Liberal;ese año sería la primera vez en Colombia quese elegiría a los alcaldes por sufragio directo, yel jueves mi papá tenía un almuerzo en lafinca de Rionegro con el doctor Germán Zea

Hernández, que venía de Bogotá a intentarque los candidatos liberales se pusieran deacuerdo en un solo nombre. Bernardo Guerra,el presidente del Directorio Liberal, se oponíaa que fuera mi papá, que era el másopcionado, e incluso se negó a asistir alalmuerzo del jueves en la finca, al que iríantodos los precandidatos liberales. Mi mamá,desde el martes, estaba cocinando y haciendolos preparativos para ese almuerzo. Otra demis hermanas, Vicky, estaba preparando unacomida en su casa para el viernes; asistiríanlos líderes liberales de la disidencia, entre ellossu antiguo novio, Álvaro Uribe Vélez, que erasenador. A pesar de su ingenuidad personal enmateria política, mi papá tenía una buenaintuición sobre las personas que podríandestacarse en este campo. En la últimaentrevista que le hicieron, y que publicópóstuma El Espectador en noviembre de1987, declaró lo siguiente: «En este momento

me gustan Ernesto Samper Pizano y ÁlvaroUribe Vélez, proponen cosas buenas». Ambosllegarían, años más tarde, a la Presidencia deColombia.

Ese mismo martes 25, por la mañana,asesinaron al presidente del gremio demaestros de Antioquia, Luis Felipe Vélez, enla puerta de la sede del sindicato. Mi papáestaba indignado. Muchos años después, enun libro publicado en 2001, Carlos Castaño, elcabecilla de los paramilitares durante más dediez años, confesará cómo el grupo lideradopor él en Medellín, con asesoría de inteligenciadel Ejército, asesinó, entre muchas otrasvíctimas, tanto al senador Pedro LuisValencia, delante de sus hijos pequeños, comoal presidente del sindicato de maestros, LuisFelipe Vélez. A ambos los acusaba de sersecuestradores.

Al mediodía de ese martes, cuenta mi mamá,volviendo juntos de la oficina, mi papá quisooír las noticias sobre el crimen de Luis FelipeVélez, pero en todas las emisoras de radio nohablaban de otra cosa que de fútbol. Para mipapá el exceso de noticias deportivas era elnuevo opio del pueblo, lo que lo manteníaadormecido, sin nociones de lo que de verdadocurría en la realidad, y así lo había escritovarias veces. Estando con mi mamá, le dio unpuñetazo al volante y comentó con rabia: «Laciudad se desbarata, pero aquí no hablan sinode fútbol». Dice mi mamá que ese día estabaalterado, con una mezcla de rabia y tristeza,casi en el borde de la desesperanza.

Esa misma mañana del 25 de agosto, mi papáhabía estado un rato en la Facultad deMedicina, y luego en su despacho en elsegundo piso de la casa donde funcionaba laempresa de mi mamá en el centro, en la

carrera Chile, al lado de la casa donde habíavivido Alberto Aguirre en su juventud y dondeseguía viviendo su hermano. Esa era la sededel Comité de Derechos Humanos deAntioquia. Supongo que fue en algúnmomento de esa mañana cuando mi papácopió a mano el soneto de Borges que llevabaen el bolsillo cuando lo mataron, al lado de lalista de los amenazados. El poema se llama«Epitafio» y dice así:

Ya somos el olvido que seremos.

El polvo elemental que nos ignora

y que fue el rojo Adán, y que es ahora,

todos los hombres, y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas

del principio y el término. La caja,

la obscena corrupción y la mortaja,

los triunfos de la muerte, y las endechas.

No soy el insensato que se aferra

al mágico sonido de su nombre.

Pienso con esperanza en aquel hombre

que no sabrá que fui sobre la tierra.

Bajo el indiferente azul del Cielo

esta meditación es un consuelo.

Por la tarde volvió a la oficina, escribió sucolumna para el periódico, tuvo algunasreuniones con la gente de su campaña políticay se citó con los de publicidad para verse en elDirectorio Liberal al atardecer. Esa nochepensaban «empapelar» la ciudad con carteles

que llevaban el nombre y la foto delcandidato. Antes de ir al Directorio, una mujerde quien no sabemos el nombre y a quiennunca volvimos a ver, le sugirió a mi papá quefuera hasta el sindicato de maestros, a rendirleun último homenaje al líder asesinado. A mipapá le pareció muy bien la idea, e inclusoinvitó a Carlos Gaviria y a Leonardo Betancura que fueran juntos, y hacia allá salía cuandoyo lo vi por última vez.

Nos cruzamos en la puerta de la oficina. Yollegaba con mi mamá, manejando el carro deella, y él estaba saliendo de su puerta encompañía de esa mujer gruesa, sin cintura, devestido morado, como las estatuas luctuosasde Semana Santa. Le dije a mi mamá, alverlos, por tomarle el pelo: «Mira, mami, ahíestá mi papá traicionándote con otra mujer».Mi papá se acercó al carro y nos bajamos.Radiante, como siempre, al verme, me

estampó su beso más sonoro en la mejilla yme preguntó cómo me había ido en la cita enla Universidad.

Yo había vuelto de Italia hacía pocos meses,tenía 28 años, esposa, una hija que apenasempezaba a caminar, y estaba sin trabajo.Para ir tirando me había metido a la empresade mi mamá a escribir cartas, actas ycirculares, y a administrar edificios mientrasresultaba algo que tuviera que ver más con loque había estudiado. Mi papá me habíaconseguido, para esa tarde, una cita con unprofesor clave en las carreras humanísticas,Víctor Álvarez, y yo acababa de tener laentrevista con él. La reunión había sido tristepara mí pues el profesor no me había dadoninguna esperanza para los nuevos concursosde profesor de medio tiempo. Mi título no eraválido en la Universidad de Antioquia, yademás el área de mis estudios en literaturas

modernas, me dijo, estaba completamentecopada. Habría que ver más adelante, tal vezel otro año. Le conté a mi papá el resultado demi entrevista y vi su profunda cara dedesilusión. Él tenía en mí una confianza sinmedida, creía que todos me deberían recibircon los brazos abiertos y abrirme de par enpar todas las puertas. Después de un segundoen que la cara se le ensombreció, con unamezcla de tristeza y asombro por el fracaso,de repente, como si un pensamiento bueno sele hubiera cruzado al mismo tiempo por lacabeza, se le iluminó otra vez el rostro y conuna sonrisa feliz, me dijo la última frase queme diría en su vida (faltaban diez minutospara que lo mataran), en medio del beso desiempre de las despedidas:

«Tranquilo, mi amor, ya verás que algún díaserán ellos los que te llamen a ti».

En esas estábamos cuando llegó su discípulomás querido, Leonardo Betancur, en unamoto. Mi papá lo saludó efusivamente, lo hizoque subiera a la oficina a firmar el últimocomunicado del Comité de DerechosHumanos (el que habían redactado la nocheanterior y ya habían sacado en limpio), y loinvitó a acompañarlo un momento al veloriodel maestro asesinado, a tres cuadras de allí,en la sede del sindicato. Se fueron a pie,conversando, y mi mamá y yo entramos a laoficina, yo a preparar una junta del EdificioColseguros, que sería a las seis, y ella a suspropios trabajos. Serían más o menos lascinco y cuarto de la tarde.

40

Lo que pasó después yo no lo vi, pero lopuedo reconstruir por lo que me contaronalgunos testigos, o por lo que leí en elexpediente 319 del Juzgado Primero deInstrucción Criminal Ambulante, por el delitode Homicidio y lesiones personales, abierto el26 de agosto de 1987, y archivado pocos añosdespués, sin sindicados ni detenidos, sinclaridad alguna, sin ningún resultado. Estainvestigación, leída ahora, casi veinte añosdespués, más parece un ejercicio deencubrimiento y de intento cómplice parafavorecer la impunidad, que una investigaciónseria. Con decir que a un mes de abierto elcaso le dieron vacaciones a la juezaencargada, y que pusieron funcionariosvenidos de Bogotá a vigilar de cerca lainvestigación, es decir, a evitar que seinvestigara seriamente.

Mi papá, Leonardo y la señora caminaron por

la carrera Chile hasta la calle Argentina y ahídoblaron hacia arriba, a la izquierda, por laacera del costado norte. Llegaron a la esquinade El Palo y la atravesaron. Siguieronsubiendo hacia Girardot. Pasaron Girardot yen la esquina siguiente tocaron a la puerta deAdida (Asociación de Institutores deAntioquia), el sindicato de maestros. Lesabrieron y se formó un pequeño corrillo en lapuerta pues otros maestros estaban llegandotambién en ese momento, a informarse. Hacíamás de dos horas que se habían llevado elcuerpo de Luis Felipe Vélez para una capillaardiente y una manifestación de protesta quese le haría en el Coliseo. Mi papá buscó,extrañado, la cara de la señora que lo habíaacompañado hasta allí, pero ya no la vio a sulado; había desaparecido.

Dice uno de los testigos que una moto con dosjóvenes subió por la calle Argentina, primero

despacio, y después muy rápido. Los tiposestaban recién peluqueados, dijo alguien más,con el pelo al rape típico de la milicia y dealgunos sicarios. Pararon la moto al frente delsindicato, la dejaron encendida al lado de laacera, y los dos se acercaron al pequeño grupofrente a la puerta, al mismo tiempo quesacaban las armas de la pretina de lospantalones.

¿Alcanzó a verlos mi papá, supo que lo iban amatar en ese instante? Durante casi veinteaños he tratado de ser él ahí, frente a lamuerte, en ese momento. Me imagino a mis65 años, vestido de saco y corbata,preguntando en la puerta de un sindicato porel velorio del líder asesinado esa mañana.Habrá preguntado por el crimen de pocashoras antes, y acaban de contarle el detalle deque a Luis Felipe Vélez lo habían matado ahí,en ese mismo sitio donde él está parado. Mi

papá mira hacia el suelo, a sus pies, como siquisiera ver la sangre del maestro asesinado.No ve rastros de nada, pero oye unos pasosapresurados que se acercan, y una respiraciónatropellada que parece resoplar contra sucuello. Levanta la vista y ve la cara malévoladel asesino, ve los fogonazos que salen delcañón de la pistola, oye al mismo tiempo lostiros y siente que un golpe en el pecho loderriba. Cae de espaldas, sus anteojos saltan yse quiebran, y desde el suelo, mientras piensapor último, estoy seguro, en todos los queama, con el costado transido de dolor, alcanzaa ver confusamente la boca del revólver queescupe fuego otra vez y lo remata con variostiros en la cabeza, en el cuello, y de nuevo enel pecho. Seis tiros, lo cual quiere decir que levaciaron el cargador de uno de los sicarios.Mientras tanto el otro matón persigue aLeonardo Betancur hasta dentro de la casa delsindicato y allí lo mata. Mi papá no ve morir a

su querido discípulo; en realidad, ya no venada, ya no recuerda nada; sangra, y en muypocos instantes su corazón se detiene y sumente se apaga.

Está muerto y yo no lo sé. Está muerto y mimamá no lo sabe, ni mis hermanas lo saben, nisus amigos lo saben, ni él mismo lo sabe. Yoestoy empezando la junta directiva del EdificioColseguros. El presidente de la junta, elabogado y grafólogo Alberto Posada Ángel(que también será asesinado a cuchilladasalgunos años después), lee el acta anterior, yhay otro señor que llega un poco tarde y,antes de sentarse, cuenta que a pocas cuadrasde allí acaba de ver matar a otra persona.Comenta los balazos de los sicarios, lo horribleque se ha vuelto Medellín. Yo no me imaginoquién es, y pregunto casi con descuido quiénpudo haber sido el muerto. El señor no losabe. En ese momento me llaman al teléfono.

Es raro que me interrumpan en plena junta,pero dicen que es urgente, y salgo. Resulta serun periodista, viejo conocido mío, que medice: «Siquiera te oigo, por aquí estabandiciendo que te habían matado». Yo digo queno, que estoy bien, y cuelgo, pero en esemismo instante recapacito y sé quién es elmuerto, sin que me lo hayan dicho. Si alguienestá diciendo que mataron a Héctor Abad fueporque mataron a alguien que se llama comoyo. Me voy derecho a la oficina de mi mamáy le digo: «Creo que pasó lo peor».

Mi mamá está al teléfono hablando con unaamiga, Gloria Villegas de Molina. Cuelgaprecipitadamente y me pregunta: ¿«Mataron aHéctor?». Le digo que creo que sí. Noslevantamos, queremos ir hacia el sitio dondedicen que hay una persona muerta. Lepreguntamos al señor de la junta y éste nos dauna esperanza: «No, no, yo al doctor lo

conozco y el muerto no era él». De todasformas vamos. Un mensajero de la oficina senos adelanta. Hacemos el mismo recorrido apie que unos minutos antes habían hecho mipapá y Leonardo: la carrera Chile, voltear a laizquierda por Argentina, cruzar El Palo. Alacercarnos a Girardot, de lejos, vemos unamultitud de curiosos alrededor de la puerta deuna casa, la sede del sindicato. De entre elcorrillo sale el mensajero que hace señasafirmativas con la cabeza, «sí, es el doctor, esel doctor». Corremos y ahí está, boca arriba,en un charco de sangre, debajo de una sábanaque se mancha cada vez más de un rojooscuro, espeso. Sé que le cojo la mano y quele doy un beso en la mejilla y que esa mejillatodavía está caliente. Sé que grito y queinsulto, y que mi mamá se tira a sus pies y loabraza. No sé cuánto tiempo después veollegar a mi hermana Clara con Alfonso, suesposo. Después llega Carlos Gaviria, con la

cara transfigurada de dolor y yo le grito que sevaya, que se esconda, que tiene que irseporque no queremos más muertos. Entre mihermana, mi cuñado, mi mamá y yo rodeamosel cadáver. Mi mamá le quita la argolla dematrimonio y yo saco los papeles de losbolsillos. Más tarde veré lo que son: uno es lalista de los amenazados de muerte, unafotocopia, y el otro, el epitafio de Borgescopiado de su puño y letra, salpicado desangre: «Ya somos el olvido que seremos».

En ese momento no puedo llorar. Siento unatristeza seca, sin lágrimas. Una tristezacompleta, pero anonadada, incrédula. Ahoraque lo escribo soy capaz de llorar, pero en esemomento me invadía una sensación deestupor. Un asombro casi sereno ante eltamaño de la maldad, una rabia sin rabia, unllanto sin lágrimas, un dolor interior que noparece conmovido sino paralizado, una quieta

inquietud. Trato de pensar, trato de entender.Contra los asesinos, me lo prometo, toda mivida, voy a mantener la calma. Estoy a puntode derrumbarme, pero no me voy a dejarderrumbar. ¡Hijueputas!, grito, es lo único quegrito, ¡hijueputas! Y todavía por dentro, todoslos días, les grito lo mismo, lo que son, lo quefueron, lo que siguen siendo si están vivos:¡Hijueputas!

Mientras mi mamá y yo estamos sentados allado del cuerpo inerte de mi papá, mishermanas y los amigos todavía no lo saben,pero se van enterando todos en la casa, miscuatro hermanas, mis sobrinos, tenemos unrecuerdo nítido del momento en que nosenteramos de que lo habían matado. Unatarde, en La Inés, mirando la tierra y el paisajeque mi papá nos dejó de herencia, cada unode nosotros fue contando por turnos lo queestábamos haciendo y lo que nos pasó esa

tarde.

Maryluz, la mayor, contó que estaba en la salade su casa. Recibió una llamada de NéstorGonzález, que acababa de oír la noticia porradio, pero él no fue capaz de decirle. Sólo lepreguntó, después de muchos rodeos: «¿Y tupapá? ¿Cómo está tu papá?». «Muy bien,dedicado a lo mismo, su campaña y losderechos humanos». Néstor colgó, incapaz decontarle. Después la llamó otra amiga, AliciaGil, y tampoco fue capaz de darle la noticia,que ella ya había oído por radio. Al momentoMaryluz vio entrar unos zapatos de hombre,con un maletín. El Mono Martínez. «¿Y esemilagro?» le pregunta mi hermana. «Mary,pasó una cosa horrible». Y ella lo supo:«¿Mataron a mi papá?».

Todos lo adivinamos, antes de saberlo.«Después de un primer momento de locura —

contó Maryluz— me serené y estuve muytranquila, no lloraba, calmaba a los demás.Juan David (el hijo mayor, el primero de losnietos, y el que mi papá más quería) gritaba yse daba golpes contra las paredes, corría por lacalle, iba desde mi casa hasta la casa del Aba(así le decían los nietos al abuelo). Mis amigasllegaban gritando». A Martis, que estudiaba enel colegio Mary Mount, la llamó unacompañerita, feliz: «Martis, qué rico, mañanano hay colegio dizque porque mataron a unseñor muy importante». Pili, la otra hija, deseis años, se encerró en el cuarto y no le abríaa nadie: «¡Tengo mucho que estudiar, tengoun montón de tareas, por favor no meinterrumpan!», gritaba. Ricky estaba con losprimos, con los hijos de Clara.

Maryluz contó que también se le salieronviejos rencores, en ese momento. Les dijo alas amigas: «Díganle a Iván Saldarriaga que no

se le ocurra venir por aquí». Este era el dueñode una fábrica de helados y él y Maryluz,hacía mucho tiempo, habían tenido unadiscusión por lo que mi papá decía y escribía.Ella le había dicho, al terminar el alegato: «Sillegan a matar a mi papá, por favor no se teocurra ir al entierro». Cuando él llegó esanoche, llorando, ella le perdonó. Saldarriagapuso un anuncio en el periódico y comprócomida para toda la gente del entierro.

Maryluz sigue contando: «A mí todos mepreguntaban, en el velorio, por qué no lloraba.Lloré solamente cuando llegó Edilso, elquerido mayordomo de Rionegro, con unramo enorme de rosas del rosal de mi papá, yse las puso encima de la caja. En esemomento no pude más y lloré. En el entierrono. Veía a mis amigos escondidos detrás delos árboles de Campos de Paz, el cementerio.Me acuerdo de Fernán Ángel detrás de un

árbol, con susto de que hubiera tiros, unaestampida, algo. Fue un entierro muymiedoso, con mucha gente gritando consignas,y con tipos armados que merodeaban por lacasa y por el cementerio. Muchos pensabanque los iban a matar, que iba a estallar unmotín y una balacera. Me acuerdo cuandohabló Carlos Gaviria, le temblaban los papelesen las manos, pero habló muy bien. Tambiénleyó un discurso Manuel Mejía Vallejo, conun megáfono, al lado de la tumba».

Conservo los discursos de Mejía Vallejo y deCarlos Gaviria. El novelista antioqueño,nacido en el mismo pueblo que mi papá,Jericó, habló de la amenaza inminente delolvido; «Vivimos en un país que olvida susmejores rostros, sus mejores impulsos, y lavida seguirá en su monotonía irremediable, deespaldas a los que nos dan la razón de ser y deseguir viviendo. Yo sé que lamentarán la

ausencia tuya y un llanto de verdadhumedecerá los ojos que te vieron y teconocieron Después llegará ese tremendoborrón, porque somos tierra fácil para elolvido de lo que más queremos. La vida, aquí,están convirtiéndola en el peor espanto. Yllegará ese olvido y será como un monstruoque todo lo arrasa, y tampoco de tu nombretendrán memoria. Yo sé que tu muerte seráinútil, y que tu heroísmo se agregará a todaslas ausencias».

Carlos se centró más en la figura delhumanista enfrentado a un país que sedegrada: «¿Qué hizo Héctor Abad paramerecer esta suerte? La respuesta hay quedarla, a modo de contrapunto, confrontando loque él encarnaba con la tabla de valores quehoy impera entre nosotros. Consecuente consu profesión luchaba por la vida, y los sicariosle ganaron la batalla; en armonía con su

vocación y su estilo vital (el de universitario)peleaba contra la ignorancia concibiéndola, ala manera socrática, como la fuente de todoslos males que agobian el mundo. Los asesinosentonces lo apostrofaron con la expresiónbárbara de Millán Astray, que alguna vezestremeció a Salamanca: “¡Viva la muerte,abajo la inteligencia!”. Su conciencia dehombre civilizado y justiciero lo habíadecidido a hacer de la lucha por el imperio delderecho una tarea prioritaria, cuando los quetienen asignada esa función dentro del Estadomuestran más fe en el convite de lasmetrallas».

Maryluz recuerda también que la noche del25, aunque no quiso ir hasta el sitio delcrimen, fue a la oficina de mi papá, pocodespués de enterarse de lo que había pasado.Allá nos encontramos todos los hermanos,menos Sol, que se encerró en el cuarto y no

quiso salir hasta muy tarde. Recuerda otrodetalle: «Esa mañana, cuando volvíamos deLa Inés, por Santa Bárbara, vos, negro, mehabías dicho:

—A pesar de la muerte de Marta, nosotroshemos tenido mucha suerte en la vida; esafinca tan bonita, tan bien todos los de lafamilia.

»Y yo te contesté que era claro porque la vidarecompensaba a los buenos. Si no le hacemosmal a nadie, si somos buenas personas, ¿cómono nos va a ir bien?, te dije. Lo primero queme gritaste, furioso, cuando nos vimos esanoche en la oficina de mi papá, fue esto: «Sí,claro, no le hacemos mal a nadie y entoncessiempre nos va a ir bien, ¿cierto? Mirá lo quele pasó a mi papá por portarse bien contodos». Estabas bravo con el mundo entero.Después entró la cuñada de Alberto Aguirre,

Sonia Martínez, que vivía en la casa de al ladoy que había sido la profesora de guitarra deMarta, y le gritaste: «¡Dígale a Aguirre que selargue ya mismo de Colombia, él es elsiguiente, y no queremos más muertos!».

Clara, mi segunda hermana, recuerda queestaba en una reunión con Alfonso Arias, sumarido, y con Carlos López, en UltraPublicidad. De ahí salieron antes de las seis,hacia la oficina. Caliche López lo supo a lospocos minutos, y pensaba, ojalá no prendan elradio. Clara y Alfonso no lo prendieron;llegaron a la oficina y Clara cuenta:

«Desde que iba llegando vi demasiada genteafuera. Primero me pareció raro, y luegopensé que podía ser normal, porque era lahora de salida. Cuando paré, vi que todo elmundo me estaba mirando raro. Era unaactitud distinta. Ligia, la que vivía en la casa

de la oficina, se vino despacio hacia el carro.Yo no me atrevía a bajarme, estabatemblando, pensaba que había pasado algohorrible, por como me miraban. Ligia seacercó a la ventanilla: Le tengo una malanoticia. Mataron a su papá». Yo pedí que mellevaran adonde estaba, y nadie me queríallevar. Darío Muñoz, el mensajero, dijo: «Yola llevo». Me fui caminando con él y conAlfonso. En ese momento sentí que algocaliente me chorreaba por las piernas. Me vinouna hemorragia incontenible, por abajo, igualque la hemorragia de cuando mi mamá y mipapá se montaron al avión con Martaenferma, hacia Medellín. Era una hemorragiaespantosa. Chorros. Yo era desesperada,mientras caminaba y corría esas pocas cuadrasdesde la oficina, iba como una loca. Cuandoiba llegando vi la pelotera, la multitud. ¿Ahíes?, le pregunté al mensajero. «Sí, ahí es».Cuando yo llegué ya estaban ahí mi mamá y

Quiquín. Yo no podía creer, no podía creer.

»En una esquinita vi a Vicky, que no seacercaba. Yo la llamaba: «¡Vicky, venga,venga!». ¿Por qué no se acerca Vicky? Ellasiempre caminaba en una esquinita, pero no seacercaba, no era capaz. Pretendían llevarse elcuerpo, pero nosotros queríamos que todas lashijas lo vieran. Decíamos, no sé por qué: «Deaquí no lo dejamos llevar hasta que no venganMaryluz y Solbia. Aunque sea nos sentamosencima del cuerpo. Ellas tienen que ver lo quele hicieron». Llegó la jueza, y nos decía quese lo tenía que llevar, que se iba a armar unmotín. Alfonso nos convenció y al fin dejamosque se lo llevaran. Levantaron el cuerpo entrevarios, de pies y manos, y lo lanzaron de malamanera en la parte de atrás de una camioneta,lo tiraron con violencia, como si fuera un bultode papas, sin ningún respeto, y eso me dolió,como si le estuvieran quebrando los huesos,

aunque ya no sintiera.

Alfonso Arias, el marido de Clara en esemomento, recuerda que cuando llegó al sitiocon mi hermana se le bajó la presión y creyóque se iba a desmayar. «Estábamos ahíagachados, junto a tu papá y cuando melevanté se me fue el mundo y casi me voy alsuelo, pero nadie se dio cuenta. Después de lamuerte fue cuando yo empecé a enterarme detodo el reconocimiento que tenía tu papá y loimportante que era para la sociedad, para elpaís, y para muchísima gente. En la vida diariauno lo veía como parte de la familia, un granpadre y abuelo, pero no alcanzábamos avalorar todo lo que era y representaba, y elimpacto tan grande que tuvo su muerte, por lacantidad de personas a las que él ayudaba, sinque nadie en la familia lo supiera. Los fines desemana solía leernos el borrador de losartículos que iba a publicar en el periódico esa

semana; los leíamos y los discutíamos yopinábamos sobre ellos. Para nosotros eraalgo muy cotidiano, y no les dábamos todo elvalor que esos artículos tenían. Yo lo valorabacomo persona y como ser humano, pero comohombre público y de impacto social lo vine avalorar mucho más después de su muerte.

«Yo me dediqué a cuidar las rosas de tu papáen Rionegro con un gran cariño, diría que conamor, durante varios años. Me gustabahacerlo porque era como un homenaje a él. Laimagen de tu papá arrodillado con sus bluyinesy su sombrero de paja, embarrado, es laimagen más bonita que yo guardo de él. Esejardín representaba mucho, era como unsímbolo y así lo entendía también tu papá, noera solamente un hobby, él estaba diciendoalgo al dedicarle tanto esfuerzo y tanto trabajoa lo bello. Que no sirve para nada ysimplemente es bello. Tu papá, al dedicarle

tanto esfuerzo y tanto trabajo a eso, decíaalgo. Ahí había un mensaje implícito. Yoquise recoger ese mensaje. Todavía paso porahí y desde los aviones a veces lo veo, desdela ventanilla, porque al aterrizar se pasaexactamente por un lado del rosal, y alcanzo aver fugazmente los punticos de colores y es loúltimo que he visto de ese jardín».

Vicky, mi hermana la tercera, cuenta que ellaestaba con los niños de ella y los de Clara enel Centro Comercial Villanueva, montándolosen los jueguitos mecánicos. Poco antes de lasseis se fue a llevarlos al apartamento de Clarapor Suramericana. Al llegar, Irma, lamuchacha del servicio, le dijo: «Doña Vicky,váyase para la oficina que pasó una cosa muyhorrible». Vicky también lo supo sin que se lodijeran: «¿Qué pasó? ¿Mataron a mi papá?».Dejé a los niños emperrados llorando, porqueoyeron, y me fui para la oficina. Llegué y me

dijeron: «Corra que mataron a su papá».Lloraban, enloquecidos. Me dijeron dóndeera, ahí arriba. Y yo salí corriendo para arriba.Allá encontré un mundo de gente, a Claraenloquecida. Muchos curiosos, y vi a mi papáahí en el suelo, con una sábana. No era capazde acercarme, me impresionaba tanto que noquería verlo muerto de cerca. Más tarde, meacuerdo mucho del noticiero de Pilar Castañoque empezó diciendo: «Hoy no podemos decirbuenas noches, porque han pasadodemasiadas tragedias en el país». Vickyrecuerda también que Álvaro Uribe Vélez, suex novio, que en ese momento era senador, seportó bien. Ella supo que hizo parar la sesióndel Senado, pidió un minuto de silencio, yluego redactó una moción de censura y depésame por mi papá. A Eva, que se movía enlos círculos más altos de Medellín, fue a laque más indicios le dieron sobre las personasmás ricas que, de alguna manera, habían

aprobado el asesinato de mi papá. Le hablaronde bananeros de Urabá, de finqueros de laCosta, de terratenientes del Magdalena Medioaliados con oficiales del Ejército. Todo lo quele contaron, ella no lo puede asegurar, ni yo lopuedo escribir, pues no estamos seguros deque sea cierto, ni lo podemos comprobar.

Sol estaba haciendo el internado en Medicinay volvió a la casa como a las seis. Encontró aEmma, nuestra querida muchacha de toda lavida, llorando y ella le contó que por radiohabían dicho que habían matado a LeonardoBetancur. «Y parece que también a su papá»,dijo Emma. Solbia no le creyó, no le queríacreer, y se encerró en el cuarto furiosa por lasbarbaridades que decía Emma. El teléfonosonaba y había gente que soltaba carcajadas ydecía: «Muy bueno, muy bueno que matarona ese HP». Entonces Sol cogió unas tijeras ycortó todos los cables del teléfono. Un rato

más tarde, asomada a la ventana, vio llegar elcarro rojo de mi papá y pensó: «Esta Emma síes una boba, decirme que mataron a mi papá,y ahí viene». Pero cuando vio que el quevenía manejando era un chofer, entonces sícreyó, y se hundió en el llanto y la tristeza.

Esa misma noche yo llamé al gerente de lasEmpresas Públicas, Darío Valencia, que deinmediato nos hizo cambiar el número delteléfono, para que no siguieran llamando areírse y a celebrar el asesinato. Remendamoslos cables que Sol había cortado, pero detodas formas el teléfono siguió mudo durantesemanas, porque así como no lo tenían yaquienes querían molestarnos celebrando porteléfono la noticia, tampoco lo tenían ya losque quisieron llamar a dar el pésame o a decirunas palabras de solidaridad.

Después de que se llevaron el cuerpo,

mientras los hermanos estábamos juntos en laoficina de él, en el segundo piso de la empresade mi mamá, vimos sobre el escritorio unsobre cerrado, dirigido a Marta Botero deLeyva, la subdirectora de El Mundo. Mimamá la llamó y ella vino por el sobre,llorando. Lo abrió: era su último artículo:«¿De dónde proviene la violencia?», sellamaba, y el periódico lo publicó al otro día,como su editorial. Ahí había escrito, esamisma tarde: «En Medellín hay tanta pobrezaque se puede contratar por dos mil pesos a unsicario, para matar a cualquiera. Vivimos unaépoca violenta, y esta violencia nace delsentimiento de desigualdad. Podríamos tenermucha menos violencia si todas las riquezas,incluyendo la ciencia, la tecnología y la moral—esas grandes creaciones humanas—estuvieran mejor repartidas sobre la tierra.Este es el gran reto que se nos presenta hoy,no sólo a nosotros, sino a la humanidad. Si,

por ejemplo, las grandes potencias dejaran queLatinoamérica unida buscara sus propiassalidas, nos iría muchísimo mejor. Pero estoes ya soñar, un ejercicio no violento, previo acualquier gran realización. La realización quepodrá efectuar una humanidad sanamentalmente, que algún día, durante lospróximos diez mil años verán nuestrosdescendientes, si ahora o más tarde no nosautodestruimos».

Escribo esto en La Inés, la finca que nos dejómi papá, que le dejó mi abuelo, que le dejó mibisabuela, que abrió mi tatarabuelo tumbandomonte con sus propias manos. Me saco deadentro estos recuerdos como se tiene unparto, como se saca un tumor. No miro lapantalla, respiro y miro hacia afuera. Es unsitio privilegiado de la tierra. Al fondo se ve,abajo, el río Cartama, abriéndose paso en elverdor. Arriba, hacia el otro lado, las peñas de

La Oculta y de Jericó. El paisaje estásalpicado por los árboles sembrados por mipapá y por mi abuelo: palmas, cedros,naranjos, tecas, mandarinos, mamoncillos,mangos. Miro a lo lejos y me siento parte deesta tierra y de este paisaje. Hay cantos depájaros, bandadas de loros verdes, mariposasazules, ruido de cascos de caballo en lapesebrera, olor a boñiga de vaca en el establo,perros que a veces ladran, chicharras quecelebran el calor, hormigas que desfilan enhileras, cada una con una diminuta flor rosadaa cuestas. Al frente, imponentes, los farallonesde La Pintada que mi papá me enseñó a vercomo los pechos de una mujer desnuda yacostada.

Han pasado casi veinte años desde que lomataron, y durante estos veinte años, cadames, cada semana, yo he sentido que tenía eldeber ineludible, no digo de vengar su muerte,

pero sí, al menos, de contarla. No puedo decirque su fantasma se me haya aparecido por lasnoches, como el fantasma del padre deHamlet, a pedirme que vengue su monstruosoy terrible asesinato. Mi papá siempre nosenseñó a evitar la venganza. Las pocas vecesque he soñado con él, en esas fantasmalesimágenes de la memoria y de la fantasía quese nos aparecen mientras dormimos, nuestrasconversaciones han sido más plácidas queangustiadas, y en todo caso llenas de esecariño físico que siempre nos tuvimos. Nohemos soñado el uno con el otro para pedirvenganza, sino para abrazarnos.

Tal vez sí me haya dicho, en sueños, como elfantasma del rey Hamlet, «recuérdame», yyo, como su hijo, puedo contestarle:«¿Recordarte? Ay, pobre espíritu, sí, mientrasla memoria tenga un sitio en este globoalterado. ¿Recordarte? Sí, de la tabla de mi

mente borraré todo recuerdo tonto y trivial, lasenseñanzas de los libros, las impresiones, lasimágenes que la experiencia y la juventud allíhan grabado, y tu deseo solo vivirá dentro dellibro y volumen de mi cerebro, purgado deescoria».

Es posible que todo esto no sirva de nada;ninguna palabra podrá resucitarlo, la historiade su vida y de su muerte no le dará nuevoaliento a sus huesos, no va a recuperar suscarcajadas, ni su inmenso valor, ni el hablaconvincente y vigorosa, pero de todas formasyo necesito contarla. Sus asesinos siguenlibres, cada día son más y más poderosos, ymis manos no pueden combatirlos. Solamentemis dedos, hundiendo una tecla tras otra,pueden decir la verdad y declarar la injusticia.Uso su misma arma: las palabras. ¿Para qué?Para nada; o para lo más simple y esencial:para que se sepa. Para alargar su recuerdo un

poco más, antes de que llegue el olvidodefinitivo.

El buen Antonio Machado, a punto de caerBarcelona, cuando era ya inminente la derrotaen la Guerra Civil, escribió lo siguiente: «Seignora que el valor es virtud de los inermes, delos pacíficos —nunca de los matones—, y quea última hora las guerras las ganan siempre loshombres de paz, nunca los jaleadores de laguerra. Sólo es valiente quien puede permitirseel lujo de la animalidad que se llama amor alprójimo, y es lo específicamente humano».Por eso no he contado tan solo la ferocidad dequienes lo mataron —los supuestos ganadoresde esta guerra—, sino también la entrega deuna vida dedicada a ayudar y a proteger a losotros.

Si recordar es pasar otra vez por el corazón,siempre lo he recordado. No he escrito en

tantos años por un motivo muy simple: surecuerdo me conmovía demasiado para poderescribirlo. Las veces innumerables en que lointenté, las palabras me salían húmedas,untadas de lamentable materia lacrimosa, ysiempre he preferido una escritura más seca,más controlada, más distante. Ahora hanpasado dos veces diez años y soy capaz deconservar la serenidad al redactar esta especiede memorial de agravios. La herida está ahí,en el sitio por el que pasan los recuerdos, peromás que una herida es ya una cicatriz. Creoque finalmente he sido capaz de escribir lo quesé de mi papá sin un exceso desentimentalismo, que es siempre un riesgogrande en la escritura de este tipo. Su caso noes único, y quizá no sea el más triste. Haymiles y miles de padres asesinados en estepaís tan fértil para la muerte. Pero es un casoespecial, sin duda, y para mí el más triste.Además reúne y resume muchísimas de las

muertes injustas que hemos padecido aquí.

Me hago un triste café negro, pongo elRéquiem de Brahms que se mezcla con elcanto de los pájaros y el mugido de las vacas.Busco y leo una carta que me escribió desdeaquí mi papá, en enero de 1984, en respuestaa otra carta mía en la que yo le contaba queno me sentía bien, en Italia, que estabadeprimido, que quería dejar una vez más otracarrera y volver a la casa. Creo haberinsinuado que me pesaba hasta la vida misma.Su respuesta está en una carta que siempre meha dado confianza y fuerza. Transcribirla esun poco impúdico, porque en ella mi papáhabla bien de mí, pero en este momento laquiero releer porque esa carta revela el amorgratuito de un padre por su hijo, ese amorinmerecido que es el que nos ayuda, cuandohemos tenido la suerte de recibirlo, a soportarlas peores cosas de la vida, y la vida misma:

«Mi adorado hijo: eso de las depresiones a tuedad es como más común de lo que parece.Yo recuerdo una muy fuerte en Minneapolis,Minnesota, cuando tenía unos veintiséis añosy estuve a punto de quitarme la vida. Creoque el invierno, el frío, la falta de sol, paranosotros, seres tropicales, es un factordesencadenante. Y para decirte la verdad, esode que de pronto desempaques aquí con tusmaletas y dispuesto a enviar todo lo europeopara un carajo, nos pone a tu mamá y a mí enel colmo de la felicidad. Tú tienes más queganado lo equivalente a cualquier “título”universitario y tu tiempo lo has empleado tanbien en formarte cultural y personalmente quesi te aburres en la universidad es apenasnatural. Cualquier cosa que tú hagas de aquíen adelante, si escribes o no escribes, si tetitulas o no te titulas, si trabajas en la empresade tu mamá, o en El Mundo o en La Inés, odando clases en un colegio de secundaria, o

dictando conferencias como Estanislao Zuleta,o como sicoanalista de tus padres, hermanos yparientes, o siendo simplemente Héctor AbadFaciolince, estará bien; lo que importa es queno vayas a dejar de ser lo que has sido hastaahora, una persona, que simplemente por elhecho de ser como es, no por lo que escriba ono escriba, o porque brille o porque figure,sino porque es como es, se ha ganado elcariño, el respeto, la aceptación, la confianza,el amor, de una gran mayoría de los que teconocen. Así queremos seguir viéndote, nocomo futuro gran escritor, o periodista ocomunicador o profesor o poeta, sino como elhijo, el hermano, el pariente, el amigo, elhumanista que entiende a los demás y que noaspira a ser entendido. Qué más da lo quecrean de ti, qué más da el oropel, para los quesabemos quien eres tú.

»Por Dios, nuestro querido Quinquin, cómo

vas a pensar que «te sostenemos»[…] porque«ese muchacho puede llegar lejos». Pero si esque ya has llegado muy lejos, más lejos quetodos nuestros sueños, mejor que todo lo queimaginábamos para cualquiera de nuestroshijos.

»Tú sabes muy bien que las ambiciones de tumamá y yo no son de gloria, ni de dinero, nisiquiera de felicidad, esa palabra que suena tanlindo pero que se alcanza tan pocas veces yapenas por períodos tan cortos (y que tal vezpor eso mismo se aprecia tanto), para todosnuestros hijos, sino que por lo menosadquieran bienestar, esa palabra más sólida,más perdurable, más posible, más alcanzable.Muchas veces hemos hablado de la angustiade Carlos Castro Saavedra, de Manuel MejíaVallejo, de Rodrigo Arenas Betancourt y detantos cuasi-genios que conocemospersonalmente. O de Sábato o de Rulfo, o del

mismo García Márquez. Qué más da.Recuerda a Goethe: «Gris es, amigo, todateoría (yo agregaría, y todo arte), pero sólo esverde el dorado árbol de la vida». Lo quenosotros queremos es que tú vivas. Y vivirsignifica muchas mejores cosas que serfamoso, alcanzar títulos o ganar premios. Creoque yo también tenía desmesuradasambiciones en materia política cuando estabajoven y por eso no era feliz. Sólo ahora,cuando todo eso ha pasado, me he sentidorealmente feliz. Y de esa felicidad hacen parteCecilia, tú, y todos mis hijos y nietos. Laempaña solo el recuerdo de Marta Cecilia. Yocreo que las cosas son así de simples, despuésde darles uno tantas vueltas y de complicarlastanto. Hay que matar esos amores a cosas tanetéreas como la fama, la gloria, el éxito…

»Bueno, mi Quinquin, ya sabes lo que piensode ti y tu futuro. No tienes por qué

angustiarte. Vas muy bien y vas a ir mejor.Cada año mejor, y cuando llegues a mi edad oa la edad de tu abuelo y puedas disfrutar delos paisajes de esta parcela de La Inés quepienso dejarles a ustedes, con sol, con calor,con verdor, vas a ver que yo tenía razón. Noaguantes más allá de lo que te creas capaz. Siquieres volver te recibiremos con los brazosabiertos. Y si te arrepientes y quieresregresarte otra vez, tampoco nos faltará conqué comprarte el pasaje de ida y regreso. Sinque te olvides nunca que el más importante eseste último. Te besa tu padre».

Aquí estoy de regreso, escribiendo sobre éldesde donde él me escribía, seguro de quetenía razón, y de que la vida a secas (lo verde,lo caliente, lo dorado) es la felicidad. Aquíestoy, en la parcela que nos dejó en La Inés amis hermanas y a mí. Los tristes asesinos quele robaron a él la vida y a nosotros, por

muchísimos años, la felicidad e incluso lacordura, no nos van a ganar, porque el amor ala vida y a la alegría (lo que él nos enseñó) esmucho más fuerte que su inclinación a lamuerte. Su acto abominable, sin embargo,dejó una herida indeleble, pues como dijo unpoeta colombiano, «lo que se escribe consangre no se puede borrar».

En otra carta que me escribió, tambiénfechada en La Inés, de 1986, me decía:«Estoy sembrando más árboles frutalesdistintos a pamplemusa que espero los puedandisfrutar no solo ustedes y Daniela, sino loshijos de Daniela». Daniela, mi hija, acababade nacer ese mismo año, y mi papá alcanzó aayudarme a recibirla, de lado a lado, mientrasaprendía a caminar y daba los primeros pasos,pocas semanas antes de su asesinato. Hay unacadena familiar que no se ha roto. Losasesinos no han podido exterminarnos y no lo

lograrán porque aquí hay un vínculo de fuerzay de alegría, y de amor a la tierra y a la vidaque los asesinos no pudieron vencer. Además,de mi papá aprendí algo que los asesinos nosaben hacer: a poner en palabras la verdad,para que ésta dure más que su mentira.

El exilio de los amigos

41

A finales de noviembre de 1987, tres mesesdespués de que mataran a mi papá, a la salidade un acto en el recinto de la Asamblea deAntioquia, mi mamá tuvo la impresión nítidade que me iban a matar y me cubrió con elcuerpo. Dos tipos con mochila caminabanrápidamente hacia nosotros; ella se interpuso y

se quedó quieta, mirándolos a los ojos. Lostipos se desviaron. Yo no sé si querían haceralgo, pero a los dos se nos enfrió la sangre.Esa noche, en el acto de reconstitución delComité para la Defensa de los DerechosHumanos de Antioquia hablamos cuatropersonas: el nuevo presidente, el abogado yteólogo Luis Fernando Vélez, profesor de laUniversidad, activista del PartidoConservador. Éste era un hombre bueno, quehabía publicado libros de antropología sobremitos de los indios katíos. Ni entendía nisoportaba que hubieran matado a su colega enla Asociación de Profesores, Héctor AbadGómez, y quería recoger su bandera.Conservo todavía el discurso del profesorVélez, que dice así en uno de sus párrafos:«Los portaestandartes de la digna empresa delos derechos humanos en Antioquiaencontraron el martirio. Hoy, lossobrevivientes de esa primera meta, estamos

recogiendo, como un fervoroso homenaje a lamemoria de los caídos, la bandera purificadapor su sangre».

Habló también Carlos Gónima, miembro delviejo comité, y Gabriel Jaime Santamaría,diputado del Partido Comunista. Comorepresentante de la familia hablé yo. Yo noquería entrar al Comité y de hecho midiscurso fue un parte de derrota. Ahí dije,entre otras cosas:

«No creo que la valentía sea una cualidad quese transmita genéticamente y ni siquiera, loque es todavía peor, que se enseñe con elejemplo. Tampoco creo que el optimismo seherede ni se aprenda. Prueba de esto es quequien les habla, el hijo de un hombre valerosoy optimista, está lleno de miedo y rebosapesimismo. Voy a hablar, pues, sin dar ningúnestímulo a los que quieren seguir esta batalla,

para mí, perdida.

»Ustedes están aquí porque tienen el valorque tuvo mi padre y porque no sufren ni ladesesperanza ni el desarraigo de su hijo. Enustedes reconozco algo que quise y quiero demi padre, algo que admiro profundamente,pero que no he sido capaz de reproducir en mímismo y mucho menos de imitar. Ustedestienen la razón de su parte y por esto mismoles deseo todos los éxitos, aunque mi deseo nopueda ser, como quisiera, un vaticinio. Estoyaquí tan solo porque fui testigo cercano de unavida buena y porque quiero dejar testimoniode mi dolor y de mi rabia por la forma en quenos arrancaron esa vida. Un dolor sinatenuantes y una rabia sin expectativas. Undolor que no pide ni busca consuelo y unarabia que no aspira a la venganza.

»No creo que mis palabras derrotistas puedan

tener ningún efecto positivo. Les hablo conuna inercia que refleja el pesimismo de larazón y también el pesimismo de la acción.Este es un parte de derrota. Sería inútildecirles que en mi familia sentimos que hemosperdido una batalla, como quiere la oratoriaque en estos casos se diga. Qué va. Nosotrossentimos que perdimos la guerra.

»Es necesario desterrar un lugar común sobrenuestra actual situación de violencia política.Este lugar común tiene la fuerza persuasiva deun axioma. Pocos lo cuestionan, todos lorecibimos pasivamente, sin pensarlo, sindiscutir siquiera los argumentos que loconfirmen o las grietas que puedandesmentirlo. Este lugar común es el queafirma que la actual violencia política quepadecemos en Colombia es ciega e insensata.¿Vivimos una violencia amorfa,indiscriminada, loca? Todo lo contrario. El

actual recurso al asesinato es metódico,organizado, racional. Es más, si hacemos unretrato ideológico de las víctimas pasadaspodemos ir delineando el rostro preciso de lasfuturas víctimas. Y sorprendernos, quizá, connuestra propia cara».

Tengo que decir que a todos los que hablaronesa noche (Vélez, Santamaría, Gónima),menos a mí, los mataron. Y tengo que decirque al nuevo presidente que reemplazó a LuisFernando Vélez en el mismo Comité, JesúsMaría Valle, también lo mataron (y el líderparamilitar Carlos Castaño también reconocióhaber ordenado personalmente su asesinato).El 18 de diciembre de 1987, cuando apareciópor Robledo el cadáver de Luis FernandoVélez, yo supe que me debía ir del país si noquería correr una suerte parecida. Dos de losmejores amigos de mi papá estaban en elexilio. Carlos Gaviria en Buenos Aires y

Alberto Aguirre en Madrid. Otro amigoexpatriado en épocas un poco menos sórdidas,Iván Restrepo, vivía en México. Los llamé porteléfono desde Cartagena y el que más meanimó a irme al sitio donde estaba fue Aguirre.Por eso llegué a Madrid, vía Panamá, el díade Navidad de 1987. Desde el 18 me habíaido de Medellín, sin pasar siquiera por mi casaa empacar la maleta, y me había escondido enCartagena en la casa de mis tíos y mis primos.Recuerdo que un amigo de ellos, de laArmada, me acompañó al aeropuerto con supistola bien visible en la cintura hasta que mesubí en el avión que iba a Panamá para seguira Madrid al día siguiente. En la madrugada del25, en el aeropuerto, me estaba esperandoAlberto Aguirre. Tenía el pelo largo,despelucado, la camisa rota, y llevaba unabufanda rosada de mujer protegiéndole lagarganta. Carlos Gaviria, en condicionesparecidas, seguía en Buenos Aires. Yo

finalmente terminé en Italia, primero en Turíny luego en Verona, donde empecé a enseñarespañol y a escribir libros. El primero de estos,Malos pensamientos, me lo ayudaría apublicar, años después, Carlos Gaviria, alregreso de su exilio en Argentina, en laeditorial de la Universidad de Antioquia.Como si supiera que a mi frágil madurez leharía todavía falta un poco de paternidad, lamayor herencia que me dejó mi papá fueronestos dos amigos.

El encuentro con Aguirre, en Madrid, fue duroy hermoso. Él llevaba más de tres meses enEspaña. Imagínense un loco, un loco de peloblanco y largo, muy largo, con un abrigo negroprestado que le queda grande, mal afeitado,con la camisa rota en la axila, una sombra demugre en el cuello curtido, un agujero en lasuela del zapato por donde se cuela el agua,con una bufanda rosada de mujer anudada al

cuello. Camina por las calles y habla solo.Habla y habla como hablan los locos, y mira alas muchachas con ojos ardientes, pues notiene mujer y se consuela viendo, no atraviesalas calles por la esquina jamás, sino por lamitad de la cuadra. Todos lo creen un loco, yomismo cuando lo vi pensaba que estaba loco.Estamos a finales de diciembre, con un fríoseco de páramo que raja la piel como el hielo.El loco cruza por cualquier parte la Gran Vía.Detiene los carros y los buses, levantando losbrazos y mirando furioso a los ojos a losconductores, que pitan y lo insultan, perofrenan. «Esto se llama pasar a la torera», meexplica el loco, y es verdad, lo veo con mispropios ojos, que torea sin capote los carros ylos buses rojos de la Gran Vía, de LaCastellana, y ni se diga de las calles Barquilloo Peñalver.

Entra en un bar, se sienta, y los meseros no lo

atienden. Al notar que no vienen, palmotea,como se hace en su tierra. Como no vienen,grita, ¡Oiga!, pero no lo atienden, entonces sequita los zapatos rotos para que se le vean lasmedias rotas, apoya los pies sobre la silla delfrente, saca un periódico mal doblado delbolsillo del abrigo, y se pone a leerhumedeciéndose con la lengua los dedos alpasar las páginas. Al rato, al fin, un camarerose acerca, con ese aire que tienen los que tevan a echar a la calle, pero los ojos del loco lofulminan. Pide un tinto. Cuando el camarerole trae un vino tinto, el loco dice, molesto:«¡Le pedí un café, pero es que ustedes noentienden! Tráigame un café solo, aguado,americano, como dicen ustedes». Así muchasveces, me cuenta, hasta que el loco decide queen adelante, con los camareros, hablarásolamente en inglés. Detestan su acentosudaca, sus palabras sudacas, su imprecisiónsudaca, sus zapatos sudacas y, sobre todo, su

evidente pobreza sudaca. «Waiter, please, acoffea, an american coffea, if you don'tmind». Así le va mejor, lo consideran unturista excéntrico.

No siempre parece un loco; cuando va reciénbañado y se ha peinado hacia atrás la largacabellera, lo confunden con el poeta RafaelAlberti. A veces algunos jóvenes, en los cafés,en los bares, se le acercan: «Señor Alberti,maestro, ¿podría darnos un autógrafo?». Y elloco dice sí, coge el papel o la servilleta que leacercan y traza su firma angulosa y legible:Alberto Aguirre, seguida de una exclamación:¡coman mierda! Siempre la misma dedicatoria:¡Alberto Aguirre, coman mierda! Sí, el locoestá loco.

A veces, por la calle, llora. O no llora,simplemente piensa en algún detalle del paíslejano y los ojos se le ponen rojos de visiones

remotas, las conjuntivas se excitan de no ver,y hay agua que chorrea por sus mejillas, perono llora, digamos que llueve sobre su cara y éldeja que la lluvia lo moje, como si tal cosa. Ycomo salen lágrimas saladas de sus ojos, asímismo salen palabras dulces de sus labios. Lagente cree que habla solo, que el loco hablasolo. Pero no es que hable solo, en realidadrecita, recita largas tiradas de versos que sesabe, del Tuerto López, «Noble rincón de misabuelos, nada»., de De Greiff, «Amo lasoledad, amo el silencio», romancesespañoles, «Gerineldo, Gerineldo, paje del reymás querido, quién te tuviera esta noche en mijardín florecido», lo que sea. Camina por lascalles de Madrid y recita. ¿Como un loco? No,como un exiliado.

Repito: estamos en la madrugada del 25 dediciembre de 1987. Acabo de cruzar elAtlántico en un avión vacío. Así lo recuerdo, y

es cierto: un Jumbo sin pasajeros,perfectamente vacío, atravesando el Atlánticoel día de Navidad de 1987. El Jumbo salió deCiudad de Panamá, al atardecer. Los quincetripulantes se mueven aburridos. Pilotos,azafatas, ayudantes de vuelo, y este pecho.De madrugada, el Jumbo fantasma, dos lucesrojas que se encienden y apagan contra lanegrura cerrada del cielo, aterriza en Madrid,y encalla frente a un tubo del aeropuerto. Nohay visas todavía ni filas en inmigración; mesellan el pasaporte sin mirarme a los ojos.Años después, cuando pusieron en España lavisa obligatoria para los colombianos, firméuna carta jurando que ya no volvería aEspaña. Ellos no entienden por qué: si en1987 hubiera habido visa obligatoria (a mínadie me conocía, no tenía ni un peso, nopodía asegurar que me estaban persiguiendo),no me la hubieran dado nunca, ni por error, ytal vez no hubiera podido irme, como había

podido irse Aguirre, sin visa, a salvar elpellejo.

Salgo de la aduana arrastrando una maletapesadísima, llena de ropa vieja. A la salidaestá el loco, sentado en una banca al lado de lapuerta. Me detengo, lo miro, se ha vueltoviejo en estos cuatro meses. Está dormitando,con el mentón apoyado en el pecho, lospárpados rojos cerrados con fuerza. Lleva unabrigo negro raído, una bufanda rosada demujer, el pelo muy largo, muy blanco,despeinado, la barba con días de crecida.Parece un clochard de los que usan desomnífero litros de vino tinto barato. No huelea vino. Es él.

Le toco el hombro y abre los ojos,sobresaltado. Nos miramos y sabemos que elmomento es grave. Podríamos ponernos ahímismo a llorar y a gritar como terneros.

Tragamos saliva. Un abrazo austero, pocaspalabras musitadas. «¿Buen viaje?». «Creoque sí, me dormí mucho tiempo, el aviónvenía vacío y me acosté en el centro».«Cojamos un taxi y vamos a la pensión».Llegamos a la pensión. El loco vive con unabruja. Largos colmillos, un incisivo menos,manos huesudas de uñas sucias que recibenmi plata anticipada por diez días de cama,desayuno y siesta. Se acerca el mediodía ysalimos a caminar por el centro. Ahí escuando me enseña a cruzar las calles según suestilo, a la torera, y me cuenta que a vecessuplanta a Alberti. Nos reímos y mientras nosreímos también me doy cuenta de sus zapatosrotos. Después me cuenta por qué no loatienden los meseros.

Inevitablemente, hablamos de los muertos. Sí,han seguido matando gente. A Gabriel JaimeSantamaría. Hace una semana a Luis

Fernando Vélez, el teólogo, el etnógrafo, elque había tomado la bandera del Comité deDefensa de Derechos Humanos. Un valiente,un mártir, un suicida, todo eso. El cuerpoapareció por Robledo, maltratado.Inevitablemente, hablamos del 25 de agosto, eldía fatídico en que la muerte nos tocó tan decerca y Aguirre se escondió, como un conejo,eso lo dice él, como un conejo, en unapartamento. Desde eso no nos vemos: cuatromeses exactos sin vernos. Al mediodía del 24,me cuenta, habló con mi papá sobre la listaque estaban repartiendo: ahí estaba lasentencia de los dos. A Alberto Aguirre, porcomunista, porque en sus escritos defiende alos sindicatos, porque desde su columnaalimenta el descontento. A Héctor AbadGómez, por idiota útil de los guerrilleros. Algoasí, no quiero repetir textualmente la cita, medan náuseas cada vez que la leo.

Aguirre me cuenta: «Hablé con él al mediodíadel lunes y me dijo que era serio; quedebíamos buscar a alguien, a ver si de algúnmodo podían protegernos». Íbamos a vernosel miércoles a las once. No fue posible.Aguirre, escondido, escribió su último artículo.«Hay un exilio peor que el de las fronteras: esel exilio del corazón», terminaba diciendo. Novolvió a escribir para la prensa durantemuchos años. Al volver, en 1992, rompió susilencio con una serie de reflexiones distantes,secas, sobre su experiencia: Del exilio, sellaman, y las publiqué cuando dirigía la revistade la Universidad de Antioquia. Mientrasescribo esto, no encuentro la revista. EnGoogle, la nueva biblioteca de Babel, no haynada al respecto. Eso se está olvidando,aunque no hayan pasado demasiados años.Tengo que escribirlo, aunque me dé pudor,para que no se olvide, o al menos para quedurante algunos años se sepa.

Quiero que se sepa otra cosa, otra historia.Volvamos de nuevo al 25 de agosto de 1987.Ese año, tan cercano para mi historia personal,parece ya muy viejo para la historia delmundo: Internet no había sido inventada aún,no se había caído el muro de Berlín,estábamos todavía en los estertores de laGuerra Fría, la resistencia palestina eracomunista y no islámica, en Afganistán lostalibanes eran aliados de Estados Unidoscontra los invasores soviéticos. En Colombia,por esa época, se había desatado una terriblecacería de brujas: el Ejército y losparamilitares asesinaban a los militantes de laUP, también a los guerrilleros desmovilizadosy, en general, a todo aquello que les oliera aizquierda o comunismo.

Carlos Castaño, el jefe de las AUC, eseasesino que escribió una parte de la historia deColombia con tinta de sangre y con pluma de

plomo, ese asesino a quien al parecer mataronpor orden de su propio hermano, dijo algomacabro sobre esa época. Él, como todos losmegalómanos, tiene la desvergüenza de sentirorgullo por sus crímenes, y confiesa sin penaen un libro sucio: «Me dediqué a anularles elcerebro a los que en verdad actuaban comosubversivos de ciudad. ¡De esto no mearrepiento ni me arrepentiré jamás! Para mí,esa determinación fue sabia. He tenido queejecutar menos gente al apuntar donde es. Laguerra la hubieran prolongado más. Ahoraestoy convencido de que soy quien lleva laguerra a su final. Si para algo me ha iluminadoDios es para entender esto».

Este iluminado por Dios, que terminó a susabia manera nuestra guerra (que hoy sigue)hace casi veinte años, dice más adelante cómose decidían los asesinatos: «Ahí es dondeaparece el Grupo de los Seis. Al Grupo de los

Seis ubíquelo durante un espacio muy largo dela historia nacional, como hombres del nivelde la más alta sociedad colombiana. ¡La cremay nata! Conocí al primero de ellos en 1987,días después de la muerte de Jaime PardoLeal. […] Les mostraba una relación escritacon los nombres, los cargos o ubicación de losenemigos. ¿Cuál se debe ejecutar?, lespreguntaba, y el papelito con los nombres seiba con ellos a otro cuarto. De allí regresabaseñalado el nombre o los nombres de laspersonas que debían ser ejecutadas, y laacción se realizaba con muy buenosresultados. […] Eran unos verdaderosnacionalistas que nunca me invitaron ni meenseñaron a eliminar persona sin razónabsoluta. Me enseñaron a querer y a creer enColombia». Luego confiesa que mató a PedroLuis Valencia, una semana antes que a mipapá, con ayuda de inteligencia del Estado;después admite que mató a Luis Felipe Vélez,

en el mismo sitio y el mismo día en quemataron a mi papá.

No voy a citar más a este patriota, se meensucian los dedos. Pero volvamos a 1987 y aese charco de sangre producido por él y porsus cómplices. Es en la esquina de la calleArgentina con la carrera Girardot, enMedellín. Un charco de sangre y un cuerpotirado boca arriba, cubierto por una sábana,igual a un cuadro de Manet que no sé siustedes conocen, pero si algún día lo ven seacordarán. Yo estoy sentado al borde de esecharco de sangre. Al salir esa sangre, comodice el asesino, hay un cerebro que quedóanulado. «Anularles el cerebro», este es eleufemismo que usa el asesino para el verbomatar. Pero es muy cierto, de eso se trata, deacabar con la inteligencia. Yo estoy ahísentado y llega un señor de pelo blanco, barbablanca, desesperado, corriendo, como loco.

Un señor que nunca actúa como un loco, unapersona serena, equilibrada, racional. Llegaahí, y es en ese momento cuando yo le digo,le ruego: «¡Carlos, perdete, escondete. Tenésque irte de aquí; si no, te matan también a vosy no queremos más muertos!». El iba a ir conmi papá y con Leonardo al mismo velorio delmaestro asesinado, pero no llegó a tiempoporque el odontólogo de todos nosotros, mío,de mi papá, de él, Heriberto Zapata, se retrasóen sus citas y lo atendió más tarde. Por eso sesalvó.

Hablamos un momento, entre las lágrimas y larabia impotente. Al rato se retira del sitio, perodel país no se va todavía. Al otro día, en elentierro, con manos temblorosas pero vozmuy firme, es capaz de leer un discurso. Loha intuido todo, sin poderlo saber conprecisión: estamos frente a un acto defascismo ordinario. «El apego de Héctor Abad

Gómez a la idea altamente humanista delcredo liberal, lo había hecho flexible ytolerante cuando en Colombia ya sólo quedasitio para los fanáticos». Finalmente recuerdalas asquerosas palabras de Millán Astray, y lasrepite, seguro de que esa misma es la consignade los asesinos: «¡Viva la muerte, abajo lainteligencia!». Es lo mismo del otro: matarpara anular los cerebros.

Pocos meses después, este mismo señor depelo y barba muy blancas camina por laAvenida de Mayo y se detiene en el número829. Va de saco y corbata, sobrio, y lleva unlibro bajo el brazo. La puerta de ese númerocorresponde a un café, tal vez el más hermosode Buenos Aires, el Tortoni. Los camarerosno dudan en atenderlo de inmediato, pues eseseñor es la imagen de la pulcritud y de ladignidad. Pide un vermut rojo, seco, y unpoco de agua con gas. Nadie le pide

autógrafos. Abre el libro y lee y subraya yanota cuidadosamente sus observaciones. Esun diálogo de Platón. No alcanzo a ver biencuál de todos, pero supongamos que es Lysis,o de la amistad. Allí, curiosamente, se hablade las canas: «Veamos, dice Sócrates. Si setiñesen de albayalde tus cabellos, naturalmenterubios ¿serían blancos en realidad o enapariencia?».

Francamente yo no sé bien lo que quiere decirSócrates en ese diálogo. Están hablando de laamistad, del bien y del mal, de alguien que nose tiñe las canas, sino que, al contrario, se tiñede blanco el pelo, y parece canoso pero no escanoso. Cada vez que me pongo a leer losdiálogos de Platón me enredo. Necesito unprofesor canoso como este del que les estoyhablando, que ni se tiñe el pelo rubio deblanco, ni se tiñe de negro las canas, sino quees canoso desde joven. Canoso como es

canoso el loco de Madrid.

Las canas están asociadas a la vejez, perotambién a la serenidad y la sabiduría. El señordel café Tortoni es otro exiliado colombiano,de cabeza muy blanca que al cabo de los añosvolvió al país y ha hecho algunas de lassentencias y de las leyes que, todavía, nos danalguna esperanza de que este país nuestro nosea completamente bárbaro. Carlos Gaviria esuno de los pocos que piensan de maneraindependiente y liberal, cuando otra vez haytemores de que en Colombia podría volver laoscuridad que triunfaba a finales de los añosochenta. Yo no lo vi en Buenos Aires, enaquellos años, pero nos escribíamos confrecuencia y cuando fui por primera vez aArgentina, no hace mucho, él me dio suitinerario cotidiano, las calles y cafés querecorría en los días de su exilio. Sus parques,los recorridos borgesianos, las librerías de

nuevos y de viejos.

No dudo de que haya algunos, hoy también,que tengan deseos de «anularles el cerebro» apersonas como Alberto Aguirre y CarlosGaviria, dos colombianos que se fueron alexilio obligados, y salvaron la vida, yvolvieron, y aquí siguen, como nuestraconciencia moral más libre y más necesaria.No hace demasiado tiempo, en 1987, pasótodo esto. A algunos, sí, les «anularon elcerebro». Pero algunos salvaron el pellejoyéndose al exilio, a España o a Argentina o aotras partes, y ahora han vuelto. Tan canososcomo entonces, todavía más sabios queentonces. Cada día estoy más canoso, aunqueno como ellos. Pero eso sí, cada cana que mecrezca espero merecérmela. Son dos grandesamigos que heredé de mi mejor amigo, eseotro cerebro que no alcanzó a salir al exilio yfue anulado por las manos sangrientas de los

asesinos.

El olvido

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Todos estamos condenados al polvo y alolvido, y las personas a quienes yo heevocado en este libro o ya están muertas oestán a punto de morir o como mucho morirán—quiero decir, moriremos— al cabo de unosaños que no pueden contarse en siglos sino endecenios. «Ayer se fue, mañana no hallegado, / hoy se está yendo sin parar unpunto, y soy un fue, y un será, y un escansado […]» decía Quevedo al referirse a lafugacidad de nuestra existencia, encaminadasiempre ineluctablemente hacia ese momento

en que dejaremos de ser. Sobrevivimos porunos frágiles años, todavía, después demuertos, en la memoria de otros, perotambién esa memoria personal, con cadainstante que pasa, está siempre más cerca dedesaparecer. Los libros son un simulacro derecuerdo, una prótesis para recordar, unintento desesperado por hacer un poco másperdurable lo que es irremediablemente finito.Todas estas personas con las que está tejida latrama más entrañable de mi memoria, todasesas presencias que fueron mi infancia y mijuventud, o ya desaparecieron, y son solofantasmas, o vamos camino de desaparecer, ysomos proyectos de espectros que todavía semueven por el mundo. En breve todas estaspersonas de carne y hueso, todos estos amigosy parientes a quienes tanto quiero, todos esosenemigos que devotamente me odian, noserán más reales que cualquier personaje deficción, y tendrán su misma consistencia

fantasmal de evocaciones y espectros, y esoen el mejor de los casos, pues de la mayoríade ellos no quedará sino un puñado de polvo yla inscripción de una lápida cuyas letras se iránborrando en el cementerio. Visto enperspectiva, como el tiempo del recuerdovivido es tan corto, si juzgamos sabiamente,«ya somos el olvido que seremos», comodecía Borges. Para él este olvido y ese polvoelemental en el que nos convertiremos eran unconsuelo «bajo el indiferente azul del Cielo».Si el cielo, como parece, es indiferente a todasnuestras alegrías y a todas nuestras desgracias,si al universo le tiene sin cuidado que existanhombres o no, volver a integrarnos a la nadade la que vinimos es, sí, la peor desgracia,pero al mismo tiempo, también, el mayoralivio y el único descanso, pues ya nosufriremos con la tragedia, que es laconciencia del dolor y de la muerte de laspersonas que amamos. Aunque puedo creerlo,

no quiero imaginar el momento doloroso enque también las personas que más quiero —hijos, mujer, amigos, parientes— dejarán deexistir, que será el momento, también, en queyo dejaré de vivir, como recuerdo vivido dealguien, definitivamente. Mi padre tampocosupo, ni quiso saber, cuándo moriría yo. Loque sí sabía, y ese, quizá, es otro de nuestrosfrágiles consuelos, es que yo lo iba a recordarsiempre, y que lucharía por rescatarlo delolvido al menos por unos cuantos años más,que no sé cuánto duren, con el poderevocador de las palabras. Si las palabrastransmiten en parte nuestras ideas, nuestrosrecuerdos y nuestros pensamientos —y nohemos encontrado hasta ahora un vehículomejor para hacerlo, tanto que todavía hayquienes confunden lenguaje y pensamiento—,si las palabras trazan un mapa aproximado denuestra mente, buena parte de mi memoria seha trasladado a este libro, y como todos los

hombres somos hermanos, en cierto sentido,porque lo que pensamos y decimos se parece,porque nuestra manera de sentir es casiidéntica, espero tener en ustedes, lectores,unos aliados, unos cómplices, capaces deresonar con las mismas cuerdas en esa cajaoscura del alma, tan parecida en todos, que esla mente que comparte nuestra especie.«¡Recuerde el alma dormida!», así empiezauno de los mayores poemas castellanos, quees la primera inspiración de este libro, porquees también un homenaje a la memoria y a lavida de un padre ejemplar. Lo que yo buscabaera eso: que mis memorias más hondasdespertaran. Y si mis recuerdos entran enarmonía con algunos de ustedes, y si lo que yohe sentido (y dejaré de sentir) es comprensiblee identificable con algo que ustedes tambiénsienten o han sentido, entonces este olvidoque seremos puede postergarse por un instantemás, en el fugaz reverberar de sus neuronas,

gracias a los ojos, pocos o muchos, que algunavez se detengan en estas letras.

HECTOR ABAD FACIOLINCE, escritor y

periodista colombiano, nació en Medellín en1958. Inició estudios de medicina, filosofía yperiodismo en su ciudad natal, ningunoconcluido. Finalmente estudió lenguas yliteraturas modernas en la Universidad deTurín. Se desempeñó como columnista de larevista Semana, hasta abril de 2008 y a partirde mayo de ese mismo año se integró al ahoradiario El Espectador como columnista y asesoreditorial.

Ha recibido un Premio Nacional de Cuento(1981), una Beca Nacional de Novela (1994)y un Premio Simón Bolívar de Periodismo deOpinión (1998). Obtuvo en España el primerPremio Casa de América de NarrativaInnovadora en el año 2000, y en abril de 2005le fue conferido en China el premio a la mejornovela extranjera del año por Angosta. Enseptiembre del año 2010 le fue otorgado elpremio Casa de América Latina de Portugal

por el libro «El olvido que seremos», comomejor obra latinoamericana.