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Inspirada en gran parte en losrecuerdos de la infancia de laautora, El molino del Floss gira entorno al desigual destino de Tom yMaggie Tulliver, los hijos delmolinero. A pesar de la inteligencianatural deMaggie, es Tom, por servarón, quien recibe la educación yen quien el padre de ambos confíapara hacer frente al futuro delmolino. Cuando los niños se acercana la juventud la desgracia económicacae sobrelos Tulliver, y los hermanosse ven obligados a enfrentarse a lasdificultades.

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Maggie, alter ego de Eliot, es unode los personajes más fascinantesde toda su producción, una mujersensible y apasionadaencerrada enun ambiente vulgar, monótono y, confrecuencia, ruín. A pesar delpatetismo progresivo de la novela,un fino humor, altamente crítico,está siempre presente.Considerada, después deMiddlemarch (1871-1872), la mejorobra de Eliot, El molino del Flossrefleja aligual que ésta, a través delos conflictos morales de suspersonajes, la preocupaciónmetafísica de la autora. .

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George Eliot

El molino delFloss

ePUB r1.1Pepotem2 27.04.13

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Título original: The Mill On The FlossGeorge Eliot, 1860

Editor digital: Pepotem2 (r1.1)ePub base r1.0

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Nota al textoEl molino del Floss se publicó por

primera vez en abril de 1860 en tresvolúmenes y durante la vida de GeorgeEliot se editó en otras tres ocasiones.

Aunque por lo general se haconsiderado como texto definitivo el dela edición de 1861, el último revisadopor Eliot, para esta edición se ha optadopor la de A. S. Byatt, publicada en ThePenguin English Library en 1979, basadaen la primera edición original y en elmanuscrito que se conserva en el BritishMuseum. Byatt llevó a cabo una labor dereconstrucción a partir del manuscrito

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que Eliot entregó por primera vez aleditor, el cual presionó para que laautora adaptara a las normas habitualessu peculiar puntuación y el habla noestándar y dialectal de sus personajes,reflejo del modo de expresión de lasgentes de las Midlands.

Este mismo deseo de fidelidad haguiado la traducción, la primera encastellano que reproduce íntegramente eloriginal (las anteriores censurabanalgunas alusiones a la religión católica)e intenta reflejar en la medida de loposible la diversidad de voces y gradosde corrección de los hablantes, cuyacultura muchas veces queda por detrás

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de sus ambiciones sociales.

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VOLUMEN I

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Libro primero

El niño y la niña

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Capítulo I

Los alrededores delmolino de Dorlcote

El Floss se ensancha en una ampliallanura y entre riberas verdes seapresura hacia el mar, donde la amorosamarea corre a su encuentro y lo frenacon un impetuoso abrazo. Esta poderosacorriente arrastra los barcos negros —cargados de aromáticas tablas de abeto,redondos sacos de semillas oleaginosaso del oscuro brillo del carbón— haciala población de Saint Ogg's, que muestra

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sus viejos tejados rojos y acanalados ylos amplios frontones de sus muelles,extendidos entre la baja colina boscosay la orilla del río, y tiñe el agua con unsuave matiz púrpura bajo los efímerosrayos del sol de febrero. A lo lejos, enambas riberas se despliegan ricos pastosy franjas de tierra oscura, preparadaspara la siembra de plantas latifoliadas oteñidas ya con las briznas del trigosembrado en otoño. Del año anterior,quedan algunos vestigios de los doradospanales, amontonados aquí y allá traslos setos tachonados de árboles: loslejanos barcos parecen alzar losmástiles y tender las velas de color

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pardo hasta las ramas frondosas de losfresnos junto al pueblo de rojos tejadosafluye en el Floss la viva corriente delRipple. ¡Qué precioso es este riachuelo,con sus ondas oscuras y cambiantes!Mientras paseo por la orilla y escuchosu voz queda y plácida, me parece uncompañero vivo, como si fuera la voz deuna persona sorda y querida. Recuerdolos grandes sauces sumergidos en elagua… y el puente de piedra…

Y ahí está el molino de Dorlcote.Debo detenerme un par de minutos en elpuente para contemplarlo, aunque lasnubes amenazan lluvia y cae la tarde.Incluso en esta estación desnuda de

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finales de febrero, ofrece un aspectoagradable: tal vez la estación fría yhúmeda añada encanto a esta casacuidada y cómoda, tan vieja como losolmos y castaños que la protegen de losvientos del norte. Ahora el río bajalleno, cubre gran parte de la pequeñaplantación de sauces y casi anega lafranja herbosa del terreno situado ante lacasa. Mientras contemplo el río crecido,la hierba de color intenso, el delicado ybrillante polvo verdoso que suaviza elcontorno de los grandes troncos quebrillan bajo las ramas purpúreas ydesnudas, soy consciente de que amoesta humedad y envidio a los patos

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blancos que sumergen profundamente lacabeza entre los sauces, indiferentes alextraño aspecto que ofrecen al mundoseco que se alza por encima de ellos.

El bullicio del agua y el bramido delmolino producen una sutil sordera queparece acentuar la paz de la escena. Soncomo una gran cortina sonora que aísladel mundo. Y, de repente, se oye elretumbar del enorme carromato quevuelve a casa cargado con sacos degrano. El honrado carretero piensa en lacena, que a estas horas tardías estaráresecándose en el horno; pero no latocará hasta después de haberalimentado a los caballos, animales

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fuertes y sumisos de ojos mansos que,imagino, lo miran con suave reprochedesde detrás de las anteojeras por haberrestallado el látigo de un modo tanterrible, ¡como si les hiciera falta!Observa, lector, cómo tensan los lomosal subir la cuesta hacia el puente conredoblado esfuerzo porque están yacerca de casa. Mira las hirsutas eimponentes patas que parecen asir latierra firme, la fuerza paciente de lascervices, dobladas bajo las pesadascolleras, y los poderosos músculos delas combativas grupas. Me gustaríaoírlos relinchar ante el alimento ganadocon esfuerzo y verlos, con las cervices

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liberadas de los arreos, hundir losansiosos ollares en el estanqueembarrado. Ahora están en el puente, lobajan con paso más rápido y el arco deltoldo del carromato desaparece en unrecodo tras los árboles.

Vuelvo de nuevo los ojos al molinoy contemplo la rueda incesante que lanzadiamantinos chorros de agua. Una niñatambién la está mirando: desde que yome detuve en el puente, ha permanecidoinmóvil junto al agua. Y aquel raro canblanco con una oreja castaña parecesaltar y ladrar en una inútil protestacontra la rueda del molino; tal vez sientacelos de ésta porque su compañera de

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juegos, ataviada con una capotita decastor, está tan absorta en sumovimiento. Me parece que ya es horade que la niña entre en la casa, dentro dela cual arde un fuego brillante que puedetentarla: desde el exterior se percibe unresplandor rojo bajo el cielo cada vezmás gris. También ha llegado elmomento de que me marche y alce losbrazos de la fría piedra de este puente…

Ah, tengo los brazos entumecidos.He apoyado los codos en los brazos delsillón mientras soñaba que meencontraba en el puente, ante el molinode Dorlcote, y éste tenía el mismoaspecto que otra tarde de febrero,

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muchos años atrás. Antes deadormilarme, tenía intención de contarte,lector, la conversación que mantenían elseñor y la señora Tulliver ante elbrillante fuego del salón de la izquierdaaquella tarde en que he estado soñando.

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Capítulo II

El señor Tulliver delmolino de Dorlcote

manifiesta su decisióncon respecto a Tom

—Mira, lo que yo quiero —declaróel señor Tulliver—, lo que yo quiero esdar a Tom una buena educación: unaeducación que le permita ganarse el pan.En eso pensaba cuando avisé el día dela Virgen que dejaría la ‘cademia. Elpróximo trimestre quiero ponerlo en unabuena escuela. Los dos años en la

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‘cademia ya le bastarían si yo quisieraque fuera granjero o molinero, puesmayormente ya ha estudiado más de loque yo estudié: mi padre no me pagómás enseñanza que la que se da con lavara por un lado y el alfabeto por otro.Pero me gustaría que Tom estudiara máspara que no se le escapara ni uno solode los trucos de esos individuos quehablan bien y escriben con florituras.Me ayudaría con los pleitos, arbitrajes yesas cosas. No quiero que sea abogado,pues sentiría que se convirtiera en unbribón, sino algo así como un ingeniero,un inspetor, un subastador o un tasador,como Riley o uno de esos hombres de

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negocios que no obtienen más quebeneficios sin otro gasto que una gruesacadena en el reloj y un taburete alto.Están todos muy cerca, los unos de losotros, e incluso se entienden bien con laley, digo yo, porque Riley mira alabogado Wakem a la cara, de tú a tú,como un gato mira a otro. No le daningún miedo.

El señor Tulliver hablaba con suesposa, una linda mujer rubia tocada conuna cofia en forma de abanico. (Measusta pensar en el tiempo transcurridodesde que se llevaron esas cofias: notardarán mucho en volver. En aquelmomento, cuando la señora Tulliver

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frisaba los cuarenta, eran novedad enSaint Ogg's y se consideraban bonitas).

—Bien, Tulliver, tú sabes más queyo. No tengo nada que ojetar. A lomejor podría matar un par de pollos einvitar a los tíos y tías a comer lasemana que viene, para que oigas lo quemi hermana Glegg y mi hermana Pullettienen que decir sobre esto. ¡Hay un parde pollos muy a punto!

—Puedes matar todas las gallinasdel gallinero si quieres, Bessy; pero nopreguntaré a ningún tío ni a ninguna tíalo que debo hacer con mi propio chico—contestó el señor Tulliver con aire dedesafío.

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—¡Por Dios! ¿Cómo puedes decireso, Tulliver? —exclamó la señoraTulliver, sobresaltada ante aquellabelicosa retórica—. Pero ya sé quehablas sin respeto de mi familia, y mihermana Glegg m'echa a mí toda laculpa, aunque yo soy más inocente queuna criatura recién nacida. Nadie me haoído decir nunca que no fuera una suertepara mis hijos tener tíos y tías que nodependen de nadie para vivir. De todosmodos, si Tom va a ir a un nuevocolegio, me gustaría poder ocuparme delavarle la ropa y remendarla; si no,podría tener la ropa blanca de calicó, yaque antes de media docena de lavados

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estaría tan amarilla como la otra. Y asícuando vayan y vengan los paquetes,podré enviar al muchacho un pastel, ouna empanada de cerdo o algunamanzana, porque no le vendrá mal algo,bendito sea, le den mucho o poco decomer. Mis hijos tienen para comercomo el que más, gracias a Dios.

—Bueno, bueno, no lo enviaremostan lejos que no llegue la carreta delrecadero, si es posible —contestó elseñor Tulliver—. Pero no pongas palosen la rueda por culpa del lavado si noencontramos un colegio cerca. Ese es eldefecto que yo te veo, Bessy: encuentrasuna piedra en el camino y crees que no

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puedes seguir alante. No me dejaríascontratar a un buen carretero si tuvieraun lunar en la cara.

—¡Válgame el cielo! —exclamó laseñora Tulliver, ligeramente sorprendida—. ¿Cuándo he puesto yo peros a nadieporque tuviera un lunar en la cara?t'aseguro que me gustan los lunares,pues mi difunto hermano tenía uno en lafrente. Pero no recuerdo que quisierascontratar un carretero con un lunar,Tulliver. Aquí estuvo John Gibbs, quetenía tantos lunares en la cara como tú yyo, e insistí en que lo contrataras; y asílo hiciste, y si no se hubiera muerto deaquella inflamación, y bien que pagamos

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al doctor Turnbull para que lo atendiera,seguro que seguía llevando elcarromato. Quizá tenía algún lunardonde no se viera, pero ¿cómo iba asaberlo yo, Tulliver?

—No, no, Bessy; no hablaba delunares: era sólo un ejemplo querepresentaba cualquier cosa. Tanto da.Qué enredoso es entenderse hablando.Lo que ahora me preocupa es cómoencontrar la escuela adecuada paraenviar a Tom, porque me podríanengañar otra vez, como con la 'cademia.No quiero saber nada de una 'cademiacomo ésa: la escuela a la que loenviemos no será una 'cademia Será un

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sitio donde los chicos dediquen eltiempo a algo distinto que limpiar loszapatos de la familia y arrancar laspatatas. Es un problema nuevo yenredoso, éste de escoger un colegio.

El señor Tulliver permaneció ensilencio un par de minutos y hundió lasmanos en los bolsillos del pantalón,como si esperara encontrar allí algunasugerencia. Al parecer, no quedódefraudado, porque añadió:

—Ya sé lo que haré: hablaré de estocon Riley, ya que viene mañana paraarbitrar en la cuestión de la presa.

—Bien, Tulliver; ya he sacado lassábanas para la mejor cama y Kezia las

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ha colgado delante del fuego. No son lasmejores sábanas, pero son lo bastantebuenas para que duerma cualquiera, seaquien sea; las mejores sábanas sond’holanda y me arrepentiría d’haberlascomprado si no fueran a servirnos demortaja. Y si te murieras mañana,Tulliver, como están bien planchadas ypreparadas, y huelen a lavanda, daríagusto usarlas. Las guardo en el rincón dela izquierda del gran arcón de roble, enla parte d’atrás: nunca me pasaría por lacabeza dejar que las tocara nadie másque yo.

Mientras pronunciaba esta últimafrase, la señora Tulliver sacó un

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brillante manojo de llaves del bolsillo,escogió una y la frotó entre el pulgar y elíndice con una sonrisa plácida, sin dejarde contemplar las brasas ardientes de lachimenea. Si el señor Tulliver hubierasido un hombre susceptible en susrelaciones conyugales, podría habersupuesto que extraía la llave paraayudarse a imaginar el momento en queél se encontrara en estado tal que hicieranecesario ir a buscar las mejoressábanas de holanda. Por fortuna, ése noera el caso: sólo era susceptible en lorelacionado con su derecho a utilizar lafuerza motriz del agua; además, tenía lamarital costumbre de no escuchar con

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demasiada atención y, desde que habíamencionado al señor Riley, parecíaocupado en el examen manual de susmedias de lana.

—Me parece que he dado en elblanco, Bessy —señaló el señorTulliver tras un breve silencio—.Seguro que Riley es quien mejor sabrád’algún colegio: él fue a uno y va atodas partes arbitrando, valorando ytodo eso. Y mañana por la noche,después del trabajo, tendremos tiempopara hablar d’ello. Mira, quiero queTom sea un hombre como Riley: sabehablar como si lo tuviera todo escrito yconoce muchas palabras que significan

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poca cosa y comprometen poco ante laley. Y conoce bien los negocios.

—Bueno —dijo la señora Tulliver—, si se trata de hablar corretamente,saberlo todo, caminar con la espaldaencorvada y el cabello para arriba, nome importa que se lo enseñen. Pero casitodos esos hombres de las ciudades quetan bien hablan llevan postiza la partedalante de la camisa; se ponen laschorreras hasta que están hechas unapena y entonces las tapan con unplastrón; sé que Riley lo hace. Y,además, si Tom se va a vivir a Mudport,como Riley, tendrá una casa con unacocina tan pequeña que ni podrá darse la

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vuelta, nunca tomará huevos frescospara desayunar, dormirá en el tercerpiso, si no el cuarto, y si hay unincendio, se quemará ahí arriba antes depoder bajar.

—No, no —replicó el señor Tulliver—. No pienso que se vaya a Mudport:quiero que trabaje en Saint Ogg's, cercade nosotros, y viva en casa. Pero —prosiguió tras una pausa— lo que temoes que Tom no tenga cabeza para ser unhombre brillante; me parece que es unpoco torpe: ha salido a tu familia, Bessy.

—Sí, es verdad —contestó la señoraTulliver, interpretando esta últimaafirmación en sus aspectos positivos—.

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Parece mentira cuánta sal le gustaponerse en el caldo. Así era mi hermanoy así fue mi padre antes que él.

—Pero es una pena —insistió elseñor Tulliver— que sea el chico quienhaya salido a la familia materna y no lamocita. Eso es lo que tienen los crucesde razas: nunca se sabe lo que va apasar. La nena ha salido a mi familia: esdos veces más despabilada que Tom. Metemo que es demasiado despabiladapara ser mujer —prosiguió el señorTulliver moviendo la cabeza primero aun lado y luego a otro en gesto de recelo—. No fastidia mientras es pequeña,pero una mujer demasiado lista es como

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una oveja con el rabo largo: no por esovale más.

—Pues a mí sí que me parece unfastidio mientras es pequeña, Tulliver,porque le sirve para hacer travesuras.No consigo que conserve el delantallimpio durante dos horas seguidas. Yahora que me lo recuerdas —añadió laseñora Tulliver, levantándose yencaminándose hacia la ventana—, no sédonde se ha metido y casi es la hora delté. Ah, ya me lo parecía, está allívagando arriba y abajo, junto al agua,como un animalito: un día de estos secaerá.

La señora Tulliver repiqueteó en la

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ventana, hizo un gesto con la mano ymovió la cabeza de un lado a otro; antesde regresar a la butaca donde estabasentada repitió varias veces el proceso.

—Tú dices que es lista, Tulliver —comentó al sentarse—, pero yo estoyconvencida de que esta niña es medioboba para algunas cosas, porque si laenvío al piso d’arriba a buscar algo, sel’olvida para qué ha subido y es capazde quedarse sentada en el suelo, al sol,peinándose y canturreando como si fuerauna débil mental de Bedlam, mientras yol'espero aquí abajo. Eso nunca hapasado en mi familia, gracias a Dios; nitampoco nadie tiene esa piel tan morena

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que hace que parezca una mulata. Noquiero reprochar nada a la Providencia,pero me da pena tener sólo una niña yque sea tan rara.

—¡Bah, tonterías! —dijo el señorTulliver—. Es una niña normal de ojosnegros, como puede ver cualquiera. Nosé en qué es peor que los hijos de otros;y lee tan bien como el párroco.

—Pero, haga lo que haga, no se leriza el pelo, y se pone como loca cuandole coloco los papillotes, y peor aún esintentar que se quede quieta para lastenacillas.

—Córtaselo. Déjaselo bien corto —contestó el padre precipitadamente.

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—¿Cómo puedes decir eso,Tulliver? Es una chica demasiado mayorpara llevar el pelo corto, casi tienenueve años, y es alta para su edad. Suprima Lucy tiene la cabeza llena detirabuzones y no lleva ni un pelo fuerade sitio. No entiendo que mi hermanaDeane tenga una hija tan bonita; estoysegura de que Lucy se parece más a míque mi propia hija. Maggie, Maggie —añadió la madre, con un tono entreirritado y persuasivo cuando aquelpequeño error de la naturaleza entró enla habitación—. ¿Para qué sirve que tediga que no t'acerques al agua? Un día tecaerás y t'ahogarás, y entonces

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lamentarás no haber hecho caso a tumadre.

Maggie se quitó la capota y confirmódolorosamente la acusación de sumadre: la señora Tulliver, deseosa deque su hija tuviera el cabello rizado«como las hijas de los demá», se lohabía cortado tanto por delante que laniña no podía sujetárselo tras las orejas;y, como al cabo de una hora de que lequitaran los papillotes tenía el pelocompletamente lacio, Maggie movía lacabeza una y otra vez para apartar lospesados mechones oscuros de susbrillante ojos negros, gesto que le hacíaparecer un pequeño poni de Shetland.

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—¡Pero Maggie! ¿Cómo se t’ocurretirar así el gorrito? Sé buena chica ysúbelo, péinate, ponte el otro delantal ycámbiate de zapatos. Vamos, ¿no te davergüenza? Y baja con tu labor deretales, como una señorita.

—Madre —declaró Maggie conirritación vehemente—. No quiero hacerla labor.

—¡Vaya! ¿No quieres coser uncubrecama para la tía Glegg?

—Es de tontos romper algo a trozospara volverlo a coser —afirmó Maggie,sacudiendo la melena—. Y no quierohacer nada para la tía Glegg: no megusta.

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Maggie salió arrastrando la capotapor la cinta mientras el señor Tulliverreía a carcajadas.

—No sé por qué te ríes, Tulliver —dijo la madre con linfática irritación—.Así fomentas sus travesuras, y las tíaspensarán que soy yo quien la malcría. Laseñora Tulliver era lo que se llama unapersona apacible: de pequeña jamáslloraba por nada, como no fuera porhambre o el pinchazo de un imperdible,y desde la cuna fue una niña sana,hermosa, gordita y boba, en definitiva,el orgullo de su familia, tanto por suaspecto como por su afabilidad. Pero laleche y la amabilidad no se conservan

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bien, y cuando se agrian un poco entranen serio conflicto con los estómagosjóvenes. Me he preguntado confrecuencia si estas madonas de Rafael,de rubios rostros y expresión pánfila,siguen siendo plácidas cuando suschicos, de miembros tan fuertes como sucarácter, crecen un poquito y ya nopueden andar desnudos. Imagino queempezarán con débiles reconvenciones eirán tornándose más desabridas amedida que éstas sean menos eficaces.

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Capítulo III

El señor Riley aconsejasobre un colegio para

Tom

El caballero de la ancha corbatablanca y camisa con chorreras que tomatan a gusto un brandy con agua encompañía de su buen amigo Tulliver esel señor Riley: un caballero de rostrocéreo y manos gruesas, tal vez muy cultopara ser subastador y tasador pero lobastante generoso para mostrarbonhommie hacia meras amistades

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rurales de hábitos hospitalarios. Elseñor Riley se refería amablemente aestos conocidos denominándolos «gentede la vieja escuel».

Se había producido una pausa en laconversación. El señor Tulliver, no sinuna razón concreta, se abstuvo de repetirpor séptima vez la fría respuesta por lacual Riley había demostrado ser muysuperior a Dix y el modo en que habíadado en la cresta a Wakem por primeravez en la vida, ahora que el asunto de lapresa se había resuelto mediantearbitraje, y no insistió en que nunca sehabría producido una disputa sobre laaltura del agua si todo el mundo fuera

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como debiera y Pero Botero no hubieracreado los abogados. El señor Tulliverera, en términos generales, un hombre deopiniones seguras y tradicionales; sinembargo, en uno o dos puntos habíaconfiado en su desasistido intelecto yhabía llegado a varias conclusionesdiscutibles, por ejemplo, que PeroBotero había creado las ratas, losgorgojos y los abogados.Lamentablemente, no tenía a nadie quele dijera que aquello era de unmaniqueísmo absoluto; de haber sidoasí, habría advertido su error. Noobstante, aquel día resultaba evidenteque había triunfado el bien: ese asunto

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del salto de agua, por un motivo u otro,se había enmarañado mucho, si bien,desde su punto de vista, estaba tan clarocomo el agua misma; pero a pesar de sertan complicado, Riley se habíaimpuesto. El señor Tulliver tomaba elbrandy menos diluido que de costumbrey, para ser un hombre que tal vez tuvieraunos cuantos cientos ociosos en elbanco, manifestaba con cierta ligereza elalto aprecio que sentía por el talentoprofesional de su amigo.

Con todo, la presa constituía un temade conversación permanente que podíanreanudar en el mismo punto y en idénticasituación; y, como bien sabemos, el

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señor Tulliver deseaba ansiosamente elconsejo del señor Riley sobre otracuestión. Por ese motivo permaneció ensilencio unos instantes tras el últimosorbo y se frotó las rodillas con airemeditabundo. No era hombre partidariode las transiciones bruscas. Este mundoes muy enredoso, decía con frecuencia, ysi conduces el carromato a toda prisa,puedes volcar en cualquier curva difícil.Entre tanto, el señor Riley no semostraba impaciente. ¿Por qué iba aestarlo? Incluso Hotspur habría sidopaciente si, en zapatillas junto a uncálido fuego, sorbiera abundante rapémientras lo invitaban a tomar brandy.

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—Me ronda una idea por la cabeza—anunció por fin el señor Tulliver entono más bajo que de costumbremientras volvía la cabeza hacia sucompañero y lo miraba fijamente.

—¿Sí? —pregunto el señor Rileycon aire de leve interés. Tenía lospárpados céreos y pesados, las cejasarqueadas y conservaba la mismaexpresión en cualquier circunstancia. Laimpasibilidad de su rostro y lacostumbre de tomar una pizca de rapéantes de responder hacía que el señorTulliver lo considerara un oráculo.

—Es algo muy especial —prosiguió—: se trata de mi hijo Tom. Al oír este

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nombre, Maggie, que estaba sentada enun taburete bajo junto al fuego con ungran libro abierto sobre las rodillas, seechó hacia atrás el pesado cabello negroy alzó la vista con interés. Pocossonidos despertaban a Maggie cuandosoñaba ante un libro, pero el nombre deTom era tan eficaz como el másestridente silbato: al instante seencontraba alerta, los ojos brillantes,como un vigilante terrier de Skye,resuelta a atacar a cualquiera queamenazara a Tom.

—Mire, me gustaría meterlo en otrocolegio para el trimestre de verano —dijo el señor Tulliver—. Saldrá de la

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'cademia en marzo y dejaré que tenga untrimestre libre, pero quiero enviarlo a uncolegio bueno de verdad, donde loconviertan en un hombre instruido.

—Bien —contestó el señor Riley—,no puede darle nada mejor que unabuena educación. Lo que no quiere decir—añadió amablemente— que no sepueda ser un excelente molinero ygranjero, así como un hombre sagaz ysensato sin ayuda de maestro alguno.

—Efetivamente —asintió el señorTulliver, guiñando un ojo y ladeando lacabeza—, pero esa es la cuestión: notengo intención de que Tom sea molineroy granjero. No me conviene: ¡Caramba!

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Si lo convierto en molinero y granjero,estará esperando para hacerse con elmolino y la tierra, acechándome como siya fuera hora de que se lo dejara ypensara en morirme. ¡Quia! Ya he vistodemasiados hijos así. Nunca me quito laropa antes de irme a la cama. Daré aTom educación y lo introduciré en losnegocios para que pueda construirse unnido y no quiera echarme del mío. Meparece bien que se lo quede todo cuandoyo esté muerto, pero mientras yo tengatodos los dientes, no permitiré que meden papillas.

No cabía duda de que el señorTulliver tenía las ideas claras respecto a

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esta cuestión, y el ímpetu que habíaconferido a sus palabras una rapidez yun énfasis inusuales se mantuvo intactodurante unos minutos y se manifestó endesafiantes movimientos de la cabeza,que agitaba de un lado a otro mientrasde vez en cuando todavía gruñía:«¡Quia!».

Maggie observó estos síntomas deenfado y se sintió herida en lo más vivo:al parecer, se consideraba que Tom eracapaz de echar a su padre de su propiacasa y de ser tan malo como paraprocurarles un futuro trágico. Aquelloera insoportable: Maggie olvidó elpesado libro, que cayó con estruendo

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sobre el guardafuegos, saltó del taburetey, alzándose entre las rodillas de supadre, dijo con voz llorosa e indignada:

—Padre, Tom nunca se portará asíde mal con usted: yo sé que nunca lohará.

La señora Tulliver se encontrabafuera de la habitación, vigilando laexquisita cena, y el señor Tulliver seconmovió, de modo que no regañó aMaggie por tirar el libro. El señor Rileylo recogió en silencio y lo miró mientrasel padre reía con una ternura quesuavizaba las duras líneas de su rostro ydaba palmaditas a su hija en la espalda.Después le tomó las manos y la retuvo

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entre las rodillas.—¡Vaya! Así que no debemos decir

nada malo de Tom, ¿eh? —dijo el señorTulliver guiñando un ojo a Maggie.Después, bajando la voz, se volvióhacia el señor Riley, como si Maggie nopudiera oírlo.

—Entiende como nadie todo lo quese dice. Y debería oír cómo lee: de untirón, como si lo supiera todo dememoria. ¡Y está siempre con un libroen la mano! Pero es malo, es malo —añadió el señor Tulliver, entristecido,conteniendo aquella animación culpable—: una mujer no debe ser tan lista, metemo que no le trae más que problemas.

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Pero, ¡bendita sea! —en ese momentovolvió a dominarlo el entusiasmo—, leelos libros y los entiende mejor que lamayoría de los adultos.

Las mejillas de Maggie sesonrojaron de excitación y triunfo: leparecía que ahora el señor Riley sentiríarespeto por ella; resultaba evidente que,hasta el momento, ni siquiera habíareparado en su existencia.

El señor Riley pasaba las páginasdel libro y Maggie era incapaz deadivinar nada en aquel rostro de altascejas arqueadas. Él la miró y dijo:

—Ven a contarme algo de este libro;aquí hay algunas ilustraciones y quiero

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conocer lo que significan.Maggie, cada vez más sonrojada, se

acercó sin vacilar al codo del señorRiley y miró hacia el libro, lo agarrópor una esquina y se apartó la melenamientras decía:

—Le voy a contar lo que quieredecir este dibujo. Es horrible, ¿verdad?Pero no soy capaz de mirar otra cosa. Lavieja que está en el agua es una bruja, lahan metido allí para averiguar si esbruja o no: si nada, es bruja, si se ahogay se muere, claro, es inocente y no esbruja, sino solo una desgraciada vieja.Pero ¿de qué le servirá cuando estéahogada? Bueno, supongo que se irá al

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cielo y Dios la compensará. Y le diréquién es este horrible herrero que se ríecon los brazos en jarras ¡Qué feo!¿Verdad? Pues es el mismísimo diablo—aquí, Maggie alzó la voz con énfasis— y no un simple herrero; porque eldiablo se encarna en los hombres malosy va por ahí haciendo que la gente hagacosas malas; es más normal que seencarne en un hombre malo porque si noes así y la gente se da cuenta de que esel diablo y se asusta, todos salencorriendo y él no puede hacer que secomporten como él quiere.

El señor Tulliver había escuchado ladescripción de Maggie inmóvil y

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maravillado.—¡Caramba! ¿Qué libro tiene la

niña? —exclamó finalmente.—La historia del diablo, de Daniel

Defoe. No es un libro adecuado para unaniña pequeña —señaló el señor Riley—. ¿Cómo es que se encuentra entre suslibros, Tulliver?

Maggie parecía dolida y desalentadamientras su padre contestaba:

—¡Caramba! Es uno de los librosque compré en la venta de los objetos dePartridge. Todos tenían la mismaencuadernación, una encuadernaciónbuena, como puede ver, y pensé queserían todos buenos libros. Entre ellos

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está el de Jeremy Taylor Vida y muertesantas, que leo mucho los domingos.

—El señor Tulliver se sentía encierto modo próximo a ese gran escritorporque también él se llamaba Jeremy. Yhay muchos otros, sobre todo sermones,me parece; pero tienen todos la mismacubierta y pensaba que eran todos de lamisma clase, por así decirlo. Pero, alparecer, no se puede juzgar por lasapariencias. Qué mundo tan enredoso eséste.

—Bien —dijo el señor Riley contono de reprobación condescendientemientras daba a Maggie unas palmaditasen la cabeza—. Te aconsejo que dejes

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La historia del diablo y leas algún libromás bonito. ¿No tienes otros?

—¡Oh, sí! —exclamó Maggie,animándose un poco con el deseo dedefender la diversidad de sus lecturas—. Ya sé que lo que cuenta este libro noes bonito, pero me gustan las imágenes yme invento historias sobre lasilustraciones. Tengo las Fábulas deEsopo, un libro sobre los canguros yesas cosas, y también El viaje delperegrino…

—Ah, un buen libro —declaró elseñor Riley—. No podrías leer otromejor.

—Bueno, pues habla mucho del

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demonio —dijo Maggie con aire triunfal—. Le enseñaré el retrato que lo pintatal cual es combatiendo contra Cristiano.

Maggie corrió en un instante a unrincón de la habitación, saltó sobre unasilla y extrajo de la pequeña librería unviejo ejemplar de la obra de Bunyan,que abrió al instante, sin vacilar en labúsqueda, por la imagen deseada.

—Aquí está —dijo, corriendo deregreso hacia el señor Riley—. Y Tomme lo coloreó con sus pinturas durantelas últimas vacaciones, cuando vino acasa: mire, el cuerpo bien negro y losojos rojos, como fuego, porque pordentro es todo fuego y le sale por los

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ojos.—Anda, vete —ordenó el señor

Tulliver, empezando a sentirseincómodo por las observaciones sobreel aspecto personal de un ser lo bastantepoderoso para crear los abogados—.Cierra el libro y no hables más d'esascosas. Lo que yo decía: la niña aprendemás cosas malas que buenas en loslibros. Anda, vete con tu madre.

Maggie cerró el libro de inmediato,avergonzada, pero como no deseabaacudir junto a su madre, optó por unasolución de compromiso y se marchó aun rincón oscuro situado tras la butacade su padre para jugar con su muñeca,

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por la que sentía súbitos arrebatos decariño cuando Tom no estaba y, aunqueno la acicalaba apenas, le daba tantosbesos cariñosos que las mejillas de ceratenían un aspecto desgastado yenfermizo.

—¿Ha visto alguna vez algosemejante? —preguntó el señor Tullivercuando Maggie se retiró—. Es una pena,porque si hubiera sido varón seguro quehabría estado a la altura de muchosabogados. Es asombroso —añadió,bajando la voz—, pues escogí a sumadre porque era guapa y no demasiadolista, y venía de una familia muyordenada: la preferí a sus hermanas

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porque era un poco boba, y yo no queríaque me mandasen en mi propia casa.Pero ya ve, cuando un hombre tienecerebro, no se sabe dónde va a ir aparar; y la mujer boba puede darlechicos tontos y niñas listas, así son lascosas, como si el mundo estuviera pataspara arriba. Qué cosas tan enredadaspasan.

El señor Riley abandonó unosinstantes el aire grave y agitó la cabezapara aspirar un poco de rapé.

—Pero su chico no es tonto, ¿no? Lovi la última vez que estuve por aquí,fabricando unos aparejos de pesca;parecía bastante hábil.

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—Bueno, no es lo que se dice tonto:sabe cosas que no tienen que ver con losestudios; tiene sentido común yhabilidad manual, pero es de lenguatorpe, lee mal y no soporta los libros;según me dicen, escribe con muchasfaltas, es muy tímido con losdesconocidos y nunca dice cosasagudas, como la mocita. Así que lo quequiero es enviarlo a un colegio donde leenseñen a manejar la lengua y la pluma ylo conviertan en un mozo despabilado.Quiero que mi hijo pueda mirar de tú atú a esos individuos que tanta ventaja mellevan por haber tenido mejoreducación. Si el mundo se hubiera

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quedado como Dios lo hizo, yo habríapodido hacer carrera y medirme con elmejor de ellos, pero las cosas se hancomplicado y se han liado mucho conpalabras poco razonables. Todo es tanembarullado que, cuanto más honrado esuno, más enredado está.

El señor Tulliver tomó un sorbo, lotragó lentamente y agitó la cabeza congesto melancólico, convencido de ser elvivo ejemplo de que un intelecto cuerdono puede encontrar su sitio en estemundo enloquecido.

—Tiene usted mucha razón, Tulliver—señaló Riley—. Es mejor gastarvarios cientos en la educación de un hijo

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que legárselos en el testamento. Yotambién lo haría si hubiera tenido unhijo, aunque no dispongo de tanto comousted, Tulliver, y, por añadidura, tengola casa llena de hijas.

—Me pregunto si conocerá usted uncolegio adecuado para Tom —quisosaber el señor Tulliver, sin que laescasez de dinero en efectivo del señorRiley lo distrajera de su idea.

El señor Riley tomó una pulgaradade rapé y mantuvo a Tulliver en vilo conun silencio aparentemente reflexivoantes de decir:

—Sé de una excelente oportunidadpara quien tenga el dinero necesario, y

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usted lo tiene, Tulliver. Lo cierto es queno recomendaría a ningún amigo míoque enviara a su hijo a un colegionormal y corriente si pudiera permitirsealgo mejor. Pero si alguien quisiera quesu hijo tuviera una instrucción y unaformación superiores, que fueracompañero de su maestro y éste fuera unindividuo de primera, conozco alhombre adecuado. No se lo diría acualquiera, porque no creo quecualquiera pueda contratarlo aunquequisiera, pero se lo digo a usted,Tulliver, y que quede entre nosotros.

La mirada inquisitiva con que elseñor Tulliver contemplaba el rostro

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oracular de su amigo se tornó ansiosa.—Pues cuénteme —dijo,

acomodándose en la butaca con lacomplacencia de quien es consideradodigno de importantes confidencias.

—Ha estudiado en Oxford —sentenció el señor Riley, cerrando laboca y mirando al señor Tulliver paraobservar el efecto de aquellainformación tan estimulante.

—¡Cómo! ¿Un clérigo? —preguntóel señor Tulliver con aire pococonvencido.

—Sí, y también magister artiumSegún tengo entendido, el obispo lotiene en gran estima, e incluso fue él

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quien le concedió el actual curato.—Ah, ¿sí? —preguntó el señor

Tulliver, para el cual todo resultabaigualmente maravilloso en lo querespectaba a aquellos fenómenos tanpoco familiares—. Entonces, ¿por quéiba a interesarle enseñar a Tom?

—Bien, le encanta enseñar y deseaseguir estudiando, pero un clérigo tienepocas oportunidades para ello debido asus deberes parroquiales. Desea tomaruno o dos niños como pupilos paraocupar el tiempo de modo provechoso.Los chicos serían como de la familia, lomejor para ellos, y estarían siemprebajo la vigilancia directa de Stelling.

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—¿Y cree que dejarían repetir depudín al pobre chico? —preguntó laseñora Tulliver, que se encontraba otravez en su sitio—. Le gusta el pudín conlocura y sería terrible que se loescatimaran a un chico que estácreciendo.

—¿Y cuánto dinero querría? —quisosaber el señor Tulliver, cuyo instinto ledecía que los servicios de aqueladmirable licenciado en letras tendríanun alto precio.

—¡Vaya! Pues sé de un clérigo quepide ciento cincuenta a los alumnos másjóvenes y no tiene punto de comparacióncon Stelling, el hombre de quien le

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hablo. Sé de buena tinta que unpersonaje de Oxford dijo en unaocasión: «Stelling podría alcanzar losmás altos honores, si lo desear». Perono le interesaban los honoresuniversitarios. Es un hombre callado, nole gusta hacerse ver ni notar.

—Ah, mucho mejor, mucho mejor —dijo el señor Tulliver—. Pero cientocincuenta es un precio extraordinario; nime había pasado por la cabeza pagartanto.

—Permita que le diga, Tulliver, queuna buena educación nunca es cara. Sinembargo, las condiciones de Stelling sonmoderadas, no es codicioso. No dudo de

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que aceptará a su hijo por cien, cosa queno harían muchos clérigos. Si quiere, leescribiré preguntándoselo.

El señor Tulliver se frotó lasrodillas y contempló fijamente laalfombra con aire meditabundo.

—Pero seguro que será soltero —señaló la señora Tulliver en el intervalo—, y tengo una pésima opinión de lasamas de llaves. Mi hermano, que en pazdescanse, tuvo una vez un ama de llavesque le quitó la mitad de las plumas de lamejor cama, las metió en un paquete ylas envió lejos. Ni se sabe cuánta ropade casa le quitó: se llamaba Stott. Merompería el corazón enviar a Tom a una

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casa con ama de llaves, y espero que nise t'ocurra hacerlo, Tulliver.

—Tranquilícese en esta cuestión,señora Tulliver —contestó Riley—,porque Stelling está casado con la mejormujercita que puede desear un hombre.No hay alma más afable en este mundo;conozco bien a su familia. Tiene un cutiscomo el suyo y el cabello claro yondulado. Procede de una buena familiade Mudport que no habría aceptado acualquiera, pero Stelling no es unhombre vulgar. En realidad, es bastanteexigente en la elección de sus amistades,pero creo sinceramente que no pondráreparos a su hijo: supongo que no lo

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hará, ya que irá en mi nombre.—No sé qué podría tener en contra

del muchacho —protestó la señoraTulliver con cierta indignación maternal—: es un niño sano y hermoso como elque más.

—Pero se me ocurre una cosa —dijoel señor Tulliver, ladeando la cabeza ymirando al señor Riley tras examinaratentamente la alfombra—: ¿No serádemasiado instruido, por así decir, paraconvertir al muchacho en un hombre denegocios? Por lo que sé, los clérigossaben cosas que, mayormente, no se ven.Y no es eso lo que quiero para Tom.Quiero que sepa de números, que

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escriba como de imprenta, que pille lascosas al vuelo y sepa lo que quiere decirla gente, que sepa envolverlo todo enpalabras por las que no le puedandemandar. Pocas veces uno tiene laoportunidad —concluyó el señorTulliver, moviendo la cabeza— de decira un hombre lo que uno piensa de él sinpagar por ello.

—Querido Tulliver —contestó elseñor Riley—: está totalmenteequivocado en relación con el clero: losmejores profesores son siempreclérigos. Los que no lo son, por logeneral son hombres de muy bajacategoría…

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—Esacto, como ese Jacobs de la'cademia —interrumpió el señorTulliver.

—Casi siempre son hombres que hanfracasado en otras empresas. En cambio,un clérigo es un caballero por suprofesión y por su educación: y, además,tiene conocimientos para dar una sólidabase a un muchacho y prepararlo parainiciar cualquier carrera profesional conéxito. Quizá algunos clérigos sean meroseruditos, pero puede estar seguro de queStelling no es uno de ellos. Permita quele diga que es un hombre muy despierto.Lo entiende todo con medias palabras. Ysi de números se trata, sólo tiene que

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decir a Stelling: «Quiero que mi hijo seaun perfecto aritmétic» y dejarle hacer.

El señor Riley hizo una pequeñapausa mientras el señor Tulliver, algomás tranquilo en cuanto a la enseñanzade los clérigos, ensayaba para sí unadeclaración dirigida al señor Stelling:«Quiero que mi hijo sepa rimética

—Mire, apreciado Tulliver —prosiguió el señor Riley—, un hombrecomo Stelling, con una educacióncompleta, domina todas las ramas.Cuando un artesano sabe usar lasherramientas, tanto puede fabricar unapuerta como una ventana.

—Esacto, eso es verdad —dijo el

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señor Tulliver, casi convencido de quelos miembros del clero eran los mejoresmaestros.

—Pues bien, le diré lo que voy ahacer por usted —anunció el señorRiley—, y no lo haría por cualquiera.Cuando regrese a Mudport, veré alsuegro de Stelling o le escribiré unaslíneas para decirle que usted desearíacolocar a su chico con su yerno, y meaventuro a afirmar que Stelling leescribirá para detallar sus condiciones.

—Pero no hay prisa, ¿no? —inquirióla señora Tulliver—. Tulliver, esperoque no permitas que Tom empiece enesta nueva escuela antes del trimestre de

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verano. Empezó en la 'cademia en eltrimestre de primavera, y ya ves cómo leha ido.

—Esactamente, esactamente,Bessy. No por mucho madrugar amanecemás temprano —declaró el señorTulliver, guiñando el ojo y sonriendo alseñor Riley con el orgullo natural delhombre que tiene una mujer hermosa yde intelecto notablemente inferior alsuyo—. Tienes razón en que no hayprisa, en eso has dado en el blanco,Bessy.

—Sin embargo, sería preferible noretrasar demasiado el acuerdo —intervino el señor Riley discretamente

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—, ya que Stelling podría tener otraspropuestas, y sé que no quiere tomarmás de dos o tres alumnos, como mucho.En su lugar, intentaría ponerme encontacto con Stelling lo antes posible:aunque no hay necesidad de enviar alchico antes del verano, yo me aseguraríade que nadie se le adelanta.

—Esactamente. Hay que tenerlo encuenta —dijo el señor Tulliver.

—Padre —intervino Maggie quehabía avanzado sigilosamente, sin quenadie lo advirtiera, hasta colocarse juntoa su padre y escuchaba con la bocaabierta mientas sostenía la muñecacabeza abajo y aplastaba la nariz de ésta

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contra la madera de la butaca—. Padre,¿está muy lejos el sitio donde se iráTom? ¿Iremos a verlo?

—No lo sé, mocita —contestó elpadre con ternura—. Pregúntaselo alseñor Riley, él lo sabe.

Maggie se plantó delante del señorRiley.

—Por favor, señor, ¿a qué distanciaestá?

—Oh, está muy lejos —contestó elcaballero, que era de la opinión que,cuando los niños no eran traviesos, seles debía hablar en broma—. Tendrásque pedir prestadas las botas de sieteleguas para llegar.

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—¡Qué tontería! —contestó Maggie.Se apartó el cabello con gesto altivo Yse alejó con lágrimas en los ojos. Aquelseñor Riley empezaba a serle antipático:resultaba evidente que la tenía por tontae insignificante.

—¡Cállate, Maggie! ¿No te davergüenza hacer preguntas y cotorreartanto? —la regañó su madre—. Siéntateen el taburete y mantén la lenguaquietecita —y alarmada, preguntó—:¿Cae tan lejos que no pueda lavarle niremendarle la ropa?

—Unas quince millas solamente —contestó el señor Riley—. Se puede ir yvolver en un solo día. Pero Stelling es

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un hombre hospitalario y agradable, sealegrará de alojarlos.

—Aunque me parece que estádemasiado lejos para la ropa —reflexionó la señora Tulliver, apenada.

La llegada de la cena aplazóoportunamente esta dificultad y alivió alseñor Riley de la tarea de sugerir algunasolución o compromiso, misión que, sinduda, se habría encomendado porque,como habrás visto, lector, era un hombremuy atento y servicial. Y se habíatomado la molestia de recomendar elseñor Stelling a su amigo Tulliver sinesperar por ello nada a cambio, a pesarde las sutiles indicaciones de lo

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contrario que podrían haber engañado aun observador demasiado sagaz, puestoque, sin duda, nada es más engañoso quela sagacidad mal encaminada. Elempeño en creer que los hombres suelenactuar y hablar por motivos concretos,con un propósito consciente, supone undespilfarro de energía en un juegoimaginario. Los planes codiciosos y lasartimañas deliberadas para maquinar unfin egoísta sólo abundan en el mundo delos dramaturgos: exigen una actividadmental excesiva para la mayoría denuestros conciudadanos. No esnecesario tomarse tantas molestias parafastidiar la vida al vecino: es más fácil

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hacerlo mediante la perezosaaquiescencia o la omisión, confalsedades triviales que apenasobedecen a razón alguna, pequeñosfraudes compensados por pequeñosexcesos, torpes halagos e insinuacionestoscamente improvisadas. La mayoría denosotros vivimos al día, con escasosdeseos inmediatos: hacemos poco másque arrebatar un bocado para satisfacera la camada hambrienta y pocas vecespensamos en las semillas para lasiembra siguiente.

El señor Riley era un hombre denegocios que no descuidaba susintereses y, sin embargo, incluso en él

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influían más los pequeños impulsos quelos planes a largo plazo. No habíallegado a ningún acuerdo privado con elreverendo Walter Stelling; al contrario,sabía muy poco del licenciado o de susméritos: tal vez no lo suficiente paraavalar aquella calurosa recomendacióna su amigo Tulliver. No obstante, creíaque Stelling era un excelente clasicista,ya que lo había dicho Gadsby, y elprimo carnal de Gadsby era profesor enOxford: argumento más sólido de lo quehabría sido su observación directa,porque aunque Riley había recibidocierto barniz clásico en la magníficaescuela gratuita de Mudport y creía

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comprender el latín en términosgenerales, lo cierto era que le costabaentenderlo. Sin duda, conservaba unleve aroma del contacto juvenil con Desenectute y el cuarto libro de la Eneida,pero éste ya no podía reconocerse comoparte de una formación clásica y sólo sedistinguía en el refinamiento y la fuerzade su estilo en las subastas. Además,Stelling se había licenciado en Oxford ylos licenciados de Oxford siempreeran… No, no: los buenos matemáticoseran los de Cambridge. De todos modos,un universitario puede dar clases de loque sea, especialmente un hombre comoStelling, que en una cena política

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celebrada en Mudport pronunció undiscurso tan brillante que todo el mundoseñaló que el yerno de Timpson era unindividuo muy listo. Y era de esperarque cualquier habitante de Mudport dela parroquia de Santa Úrsula no pasarapor alto la oportunidad de hacer unfavor a un yerno de Timpson, puesto queTimpson era uno de los hombres másútiles e influyentes del lugar y teníamuchos negocios que sabía poner en lasmanos adecuadas. El señor Rileyapreciaba a esta clase de hombres, almargen de cualquier consideraciónsobre el dinero que, gracias a su buenjuicio, éstos pudieran hacer pasar de

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bolsillos menos dignos al suyo; ysupondría para él una satisfacción poderdecir a Timpson al regresar a su ciudad:«He conseguido un buen alumno para suyern». Riley compadecía a Timpson portener tantas hijas y, además, el rostro deLouisa Timpson, con sus rizos claros,sentada los domingos en el banco de laiglesia, se había convertido en unaimagen familiar a lo largo de casi quinceaños: era cosa natural que su maridofuera un profesor digno de encomio. Porotra parte, Riley no conocía a ningúnotro profesor que pudiera recomendar:¿por qué no iba a hablar en favor deStelling? Su amigo Tulliver le había

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pedido opinión y resultaba sumamentedesagradable confesar a un amigo queuno no tiene opinión alguna que dar. Y siuno la da, es de tontos no hacerlo conaire de convicción y seguridad bienfundada. Al expresarla, uno la hace suyay se entusiasma de modo natural. Así,Riley —que, para empezar, no sabíanada malo de Stelling y que, en lamedida en que pudiera desearle algo,sólo sería bueno— en cuanto lorecomendó empezó a sentir admiraciónpor un hombre recomendado con tantaautoridad y a experimentar tanto interéspor el asunto que, si el señor Tulliverhubiese decidido no enviar a Tom con

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Stelling, Riley habría pensado que aquelamigo «de la vieja escuel» era uncompleto cabezota.

Lector, si censuras severamente aRiley por hablar de alguien con tantoentusiasmo y tan poco fundamento,deberé decirte que eres demasiadoriguroso. ¿Por qué, treinta años atrás, unsubastador y tasador que había olvidadoel latín de la escuela gratuita deberíamostrar una delicada escrupulosidad queno siempre poseen los caballeros deprofesiones ilustradas, ni siquiera enesta época nuestra de tanta moralidad?

Además, un hombre «lleno de laleche de la bondad human»[1],

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difícilmente puede abstenerse de haceruna buena obra cuando se le presenta laoportunidad, y nadie puede ser bueno entodos los aspectos. La propia naturalezaaloja, en ocasiones, un parásito nocivoen un animal al que no desea ningún mal.¿Por qué? Es admirable cómo atiende alparásito. Si el señor Riley se hubieraabstenido de dar una recomendación queno se basaba en pruebas sólidas nohabría ayudado a Stelling a conseguir unalumno de pago, con lo cual éste habríasalido perjudicado. Y debemos tambiéntener en cuenta que se habría vistoprivado del gusto de manifestar susdifusas opiniones y de otros pequeños

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placeres, tales como quedar bien conTimpson, dar consejo cuando se losolicitaban, impresionar al amigoTulliver y crecer en su estima, deciralgo con énfasis, así como de otrosingredientes insignificantes que sesumaron al calor de la chimenea y elbrandy diluido para avivar la concienciadel señor Riley en aquella ocasión.

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Capítulo IV

Se espera la llegada deTom

Maggie se llevó una gran decepcióncuando no le permitieron ir en la calesacon su padre para recoger a Tom en laacademia y llevarlo a casa; pero lamañana era demasiado lluviosa, declaróla señora Tulliver, para que saliera unaniña cubierta con su mejor capota.Maggie defendió con empeño el puntode vista contrario y, como consecuenciadirecta de esta diferencia de opinión,

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cuando su madre estaba cepillando larebelde melena negra, Maggie escapó desus manos y sumergió la cabeza en unapalangana cercana, movida por lavengativa decisión de que aquel día nohubiera más rizos.

—Maggie, Maggie —exclamó laseñora Tulliver, enérgica e impotente,sentada con los cepillos en el regazo—.¿Qué va a ser de ti, si eres tan traviesa?Se lo contaré a la tía Glegg y a la tíaPullet cuando vengan la semana queviene y nunca más te querrán. ¡Vaya porDios! Mira el delantal limpio,empapado de arriba abajo. La gentepensará que esta niña es un castigo de

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Dios por algo malo que he hecho.Antes de que terminara la

reconvención, Maggie se encontraba yatan lejos que no podía oírla, de caminoal gran desván que se extendía bajo elviejo y agudo tejado, sacudiéndose elagua de los negros mechones mientrascorría, como un terrier de Skyeescapado del baño. Este desván era elrefugio favorito de Maggie cuandollovía y no hacía demasiado frío: allí seesfumaba su mal humor, hablaba en vozalta a los suelos y estantes carcomidos,y a las oscuras vigas engalanadas contelas de araña, y allí guardaba un feticheal que castigaba por todas sus

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desventuras. Era una gran muñeca demadera que en otros tiempos mirabafijamente con ojos redondísimos sobresonrosadísimas mejillas, desfiguradaahora tras una larga vida de sufrimientovicario. Los tres clavos hundidos en lacabeza conmemoraban otras tantas crisissucedidas durante los nueve años delucha terrena, después de que la imagende Yael matando a Sísera en una viejaBiblia le sugiriera esa refinadavenganza. El último clavo lo habíahundido con un golpe más violento quede costumbre, porque en esa ocasión elfetiche representaba a la tía Glegg. Peroinmediatamente después, Maggie pensó

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que si hundía demasiados clavos nopodría imaginar que la cabeza selastimaba cuando la golpeaba contra lapared, ni tampoco podría consolarla osimular una cataplasma cuando se lepasaba la furia, ya que incluso la tíaGlegg era digna de lástima cuandoestaba herida y humillada hasta el puntode rogar a su sobrina que la perdonara.A partir de entonces, no le hundió másclavos y se tranquilizó frotando ygolpeando la cabeza de madera contralos ladrillos rojos de las grandeschimeneas que formaban los dos pilarescuadrados que sostenían el tejado. Y esofue lo que hizo aquella mañana al llegar

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a la buhardilla mientras sollozaba conuna pasión tal que eliminaba cualquierotra forma de conciencia, incluso elrecuerdo del agravio que la habíaprovocado. Cuando, finalmente, lossollozos se extinguían y aplastaba ya ala muñeca con menos furia, un repentinorayo de sol que entró por la celosía dealambre y fue a dar sobre los estantescarcomidos la empujó a lanzar lamuñeca y a correr a la ventana. El sol seabría paso, el sonido del molino parecíaotra vez alegre, las puertas del graneroestaban abiertas y allí se encontrabaYap, el raro terrier blanco y castaño conuna oreja hacia atrás, trotando por ahí y

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olfateando vagamente, como si buscaraun compañero. Era irresistible: Maggiese apartó el cabello hacia atrás y corrióescaleras abajo, agarró la capota y, sinponérsela, echó un vistazo y saliócorriendo por el pasillo para nocruzarse con su madre; pronto seencontró en el patio, dando vueltassobre sí misma como una pitonisa.

—Yap, Yap: Tom viene a casa —cantó mientras Yap brincaba y ladraba asu alrededor, como si dijera que si loque hacía falta era ruido, allí estaba él.

—¡Eh, eh!, señorita, que se va amarear y se va a caer al suelo —gritóLuke, el encargado del molino, un

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hombre de gran estatura y hombrosanchos, de ojos y cabello negro, quecontaba cuarenta años de edad; estabaespolvoreado de harina, como si fuerauna prímula aurícula.

Maggie dejó de dar vueltas unmomento y dijo, tambaleándose un poco.

—Oh, no, no me mareo. Luke,¿puedo entrar en el molino contigo?

A Maggie le gustaba vagar por elgran espacio interior del molino ymuchas veces salía con el cabello negrocubierto de una suave blancura que lehacía brillar los ojos oscuros con nuevofuego. El resuelto estruendo, elmovimiento incesante de las grandes

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piedras —que provocaba en ella unvago y delicioso temor, como si seencontrara ante una fuerza incontrolable—, la harina que caía y caía, el finopolvo blanco que suavizaba todas lassuperficies y hacía que las mismastelarañas parecieran encajes feéricos, elolor puro y agradable de la harina: todoello contribuía a que Maggie sintieraque el molino era un mundo pequeño,distinto de su vida cotidiana. Las arañas,en especial, le llamaban la atención: sepreguntaba si tendrían parientes en elexterior del molino, porque en ese casola relación familiar debería de ser muycomplicada: una araña gorda y harinosa,

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acostumbrada a comer moscas bienespolvoreadas, sufriría un poco cuandola invitara una prima a tomar moscas aunaturel, y las señoras arañas sesorprenderían bastante al comparar sudistinto aspecto. Pero la zona del molinoque más le gustaba era el piso superior,donde se almacenaba el grano engrandes montones, sobre los que sepodía sentar y deslizarse una y otra vez.Tenía costumbre de hacerlo mientrasconversaba con Luke, con el que semostraba muy comunicativa porquedeseaba que tuviera una buena opiniónde su inteligencia, como su padre.

Quizá, en aquella ocasión, le pareció

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necesario recuperar su posición ante élporque, mientras se deslizaba sobre elmontón de grano junto al que éltrabajaba, le gritó con el tono agudoimprescindible en la vida social delmolino.

—Imagino que el único libro que hasleído es la Biblia, ¿no, Luke?

—Ajá, señorita. Y no gran cosa —contestó Luke con franqueza—. No soyde mucho leer.

—¿Y si te presto uno de mis libros,Luke? No tengo libros muy bonitos quepuedan ser fáciles, pero tengo el Viajepor Europa de Pug[2] que t'explicarácómo son los distintos tipos de personas

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que hay en el mundo, y si no entiendes loque pone, las imágenes t’ayudarán,porque enseñan el aspecto y lascostumbres de la gente y lo que hacen.Por ejemplo, salen los holandeses, queson gordos y fuman, y uno está sentadoen un barril.

—¡Ca!, ¡señorita! No me gustan losholandeses. No gano nada sabiendocosas suyas.

—Pero son nuestros semejantes,Luke: debemos saber cosas de nuestrossemejantes.

—No tan semejantes, digo yo,señorita. Lo único que sé es lo quepensaba mi antiguo amo, un individuo

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sabio que decía: «No se le ocurre ni aun holandés sembrar trigo sin quemarrastrojo». Lo que quiere decir que dosholandeses son tontos. ¡Ca!, no piensoocuparme ni un momento de dosholandeses: ya hay aquí bastantes tontosy sinvergüenzas pa buscarlos en doslibros.

—Ah, bueno —contestó Maggie,bastante decepcionada por aquellospuntos de vista inesperadamente firmessobre dos holandeses—. Entonces, a lomejor te gustaría más la Naturalezaviva, que no tiene holandeses, sinoelefantes, canguros y civetas, peces dunay un pájaro que se sienta sobre la cola y

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no recuerdo cómo se llama. Hay paísesllenos de animales como estos en lugarde caballos y vacas, ¿lo sabías? ¿No tegustaría saber cosas sobre ellos?

—¡Ca, señorita! Lo mío es contar laharina y el trigo: pa qué voy a saberotras cosas. Eso es lo que lleva a lagente a la horca: saber de todo menos loimportante pa ganarse el pan. Y casi tolo de dos libros es mentira. Las hojasimpresas mienten tanto como dosvendedores callejeros.

—Vaya, Luke: eres como mihermano Tom —dijo Maggie, deseandodar un giro agradable a da conversación—. A Tom no le gusta leer. Lo quiero

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más que a nadie en el mundo, Luke.Cuando crezca, yo me ocuparé de sucasa y viviremos siempre juntos. Yopuedo contarle todo do que no sabe.Pero yo creo que Tom es listo, aunqueno le gusten los libros: sabe fabricarbonitas cuerdas para látigos y jaulaspara conejos.

—Ah —dijo Luke—, pos se llevaráun disgusto porque se han muerto tos.

—¡Se han muerto! —gritó Maggie,levantándose de un brinco de lapendiente del grano—. ¡Oh, Luke! ¿El delas orejas gachas y la coneja conmanchitas en las que Tom se gastó todosu dinero?

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—Están muertos como topos —contestó Luke, utilizando como elementode comparación dos inconfundiblescadáveres colgados de un clavo en lapared del establo.

—Oh, querido Luke —se lamentóMaggie mientras le rodaban lágrimaspor las mejillas—: Tom me encargó queme ocupara de ellos y se me olvidó. ¿Yahora qué hago?

—Bueno, señorita, es que estaban enesa caseta de aperos que esta tan lejos ynadie se ocupaba de ellos. Creo que elseñorito Tom le dijo a Harry que lesdiera de comer, pero no se puede contarcon él: no iba nunca a ocuparse, porque

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no piensa en na más que en sus tripas:ojalá se le rompan.

—Pero Luke, Tom me dijo que meacordara de dos conejos cada día, pero¿cómo iba a hacerlo, si ni me pasabanpor la cabeza? Ay, se enfadarámuchísimo conmigo, estoy segura, y sepondrá muy triste por los conejos, poreso yo también estoy triste. ¿Y ahora quéhago?

—Calma, señorita —dijo Luke convoz tranquilizadora—. Los conejos deorejas gachas son muy delicaos y sehabrían muerto de tos modos. Las cosasque van contra la naturaleza noprosperan, a Dios nuestro señor no le

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gustan. Hizo a los conejos con las orejaspa'trás y no tienen na que hacer con lasorejas palante, como las de un mastín.Así aprenderá el señorito Tom a nocomprar cosas d’esas. Tranquila,señorita. ¿Quiere venir a ver a mimujer? Me voy ahora mismo.

La invitación supuso una agradabledistracción para la pena de Maggie, ylas lágrimas fueron desapareciendomientras trotaba junto a Luke endirección a la agradable casita que sealzaba entre manzanos y perales ydisfrutaba de la dignidad adicional de uncobertizo a modo de pocilga junto a laorilla del Ripple. La señora Moggs, la

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esposa de Luke, le resultaba muysimpática: materializaba su hospitalidaden pan y melaza y, además, era dueña devarias obras de arte. Maggie olvidó quetuviera algún motivo de tristeza aquellamañana tras subirse a una silla paracontemplar una notable serie deilustraciones que representaban al hijopródigo vestido como sir CharlesGrandison, con la única excepción deque, como era de esperar de un carácterde tan escasa moralidad, a diferenciadel héroe consumado, no había tenido niel gusto ni la entereza suficientes paraprescindir de la peluca. Sin embargo, lacarga indefinible que habían dejado en

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su espíritu los conejos muertos dehicieron sentir más pena que decostumbre por la vida de aquel débiljoven, especialmente cuando contemplóla imagen donde se apoyaba en un árbolcon aspecto fláccido, los calzonesdesabrochados y la peluca torcida,mientras dos cerdos, aparentemente deuna raza extranjera, parecían insultarlodevorando cascabillo animadamente.

—Me alegro mucho de que su padrelo aceptara, ¿tú no, Luke? —preguntóMaggie—. Porque él estaba muyarrepentido, sabes, y no quería volverloa hacer.

—Eh, señorita —contestó Luke—.

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El chico no era gran cosa, hiciera lo quehiciera su padre.

Esta idea entristeció a Maggie, quehabría deseado conocer la historiaposterior del joven.

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Capítulo V

Tom llega a casa

Tom debía llegar a primera hora dela tarde, y el corazón de Maggie no erael único que latía con fuerza cuando seacercó el momento de oír el sonido delas ruedas del coche; puesto que si laseñora Tulliver albergaba algúnsentimiento intenso, éste era el amor porsu hijo. Por fin se oyó el rodar de lacalesa y, a pesar del viento queempujaba las nubes y que probablementeno respetaría ni los rizos ni las cintas de

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su cofia, salió a la puerta e inclusocolocó una mano sobre la transgresoracabeza de Maggie, olvidando todos losdisgustos de la mañana.

—¡Ahí está mi niño! ¡Santo cielo, sino lleva cuello! ¡Seguro que se le hacaído por el camino, como si lo viera, yha echado a perder la camisa! La señoraTulliver aguardaba con los brazosabiertos y Maggie daba saltitos,cambiando el peso de una pierna a laotra, mientras Tom descendía de lacalesa.

—¡Hola! Yap, ¿tú también estásaquí? dijo Tom, conteniendo virilmentesus emociones.

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Con todo, se mostró dispuesto aaceptar los besos, aunque Maggie se lecolgó al cuello como si quisieraestrangularlo, mientras sus ojos de colorgris azulado vagaban por la granja, loscorderos y el río, al que se prometió ir apescar al día siguiente en cuanto selevantara. Era uno de esos chicos que sepueden encontrar en cualquier lugar deInglaterra y que, a los doce o trece años,son tan parecidos entre sí como losansarones: tenía el cabello castañoclaro, las mejillas sonrosadas, loslabios gruesos y la nariz y las cejasindefinidas; en suma, una fisionomía enla que parecía imposible discernir otra

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cosa que la muchachez, radicalmenteopuesta a la de Maggie, a la cual laNaturaleza parecía haber moldeado ycoloreado con la más definida de lasintenciones. Sin embargo, esta mismaNaturaleza posee una profunda astucia yse esconde cuando simula ser diáfana,de modo que las personas simples creenpoder ver a través de ella con facilidadmientras ésta prepara una refutación desus confiadas profecías. Bajo estasfisionomías de muchacho, tan frecuentesque parecen fabricadas en serie, ocultaalgunos de sus propósitos más rígidos einflexibles, algunos de los caracteresmás inamovibles; y, al mismo tiempo, la

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niña efusiva y rebelde de ojos oscurospuede resultar una persona pasiva encomparación con este pequeñofragmento de masculinidad de rasgosanodinos.

—Maggie —dijo Tom con aireconfidencial, llevándosela a un rincón,en cuanto su madre se marchó paraexaminar el contenido de la caja delequipaje y el cálido salón lo despojó delfrío que había sentido durante el largoviaje—: a que no sabes lo que tengo enel bolsillo —anunció moviendo lacabeza arriba y abajo para producirmayor sensación de misterio.

—No. Parece redondo y pesado.

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¿Son canicas o avellanas? —contestóMaggie con cierto disgusto, porque Tomsiempre decía que no valía la pena jugarcon ella a esos juegos porque lo hacíamuy mal.

—No son canicas. Las he cambiadotodas con unos niños. Y las avellanas noson divertidas, tonta, sólo sirven cuandoestán verdes. ¡Mira esto! —dijo,enseñando el extremo de algo quellevaba en el bolsillo derecho.

—¿Qué es? —preguntó Maggie conun susurro—. Sólo veo un trocito dealgo amarillo.

—¡Adivínalo, Maggie!—Ya sabes que no soy capaz de

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adivinarlo, Tom —contestó Maggieimpaciente.

—Si tienes malas pulgas, no te lodiré —dijo Tom, metiendo la mano denuevo en el bolsillo con aire resuelto.

—No, Tom —imploró Maggie,asiendo el rígido brazo de Tom—. Si nome enfado, Tom: es que no me gustajugar a las adivinanzas. Por favor, sébueno.

El brazo de Tom se relajólentamente.

—Pues son dos sedales nuevos parapescar: uno para ti, Maggie, para ti sola.No he querido pagar a medias lostoffees ni las galletas de jengibre para

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ahorrar dinero; y Gibson y Spouncer sepelearon conmigo. Aquí tengo losanzuelos, ¡mira! Oye, ¿vamos mañana apescar al estanque redondo? Podráspescar tú solita, Maggie, poner losgusanos y todo lo demás. Qué divertido,¿no?

A modo de respuesta, Maggie rodeóel cuello de Tom con los brazos, loestrechó y apretó su mejilla contra la deél sin decir nada. Él, mientras tanto,desenrollaba lentamente un poco de hilo.

—¿A que soy un buen hermano porcomprarte un sedal? —preguntó tras unapausa—. Ya sabes que no tenía por quécomprarlo si no quería.

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—Eres buenísimo… Y yo te quieromucho, Tom.

Tom se había guardado el sedal en elbolsillo y examinó los anzuelos, uno poruno, antes de hablar.

—Y los chicos se pelearon conmigoporque no cedí con lo de los toffees.

—Vaya, me gustaría qué nadie sepeleara contigo, Tom. ¿Te hicierondaño?

—¿Daño? No —contestó Tom.Envolvió de nuevo los anzuelos, sacóuna gran navaja, abrió lentamente la hojamás grande y la examinó con airemeditabundo mientras deslizaba un dedoa lo largo.

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—A Spouncer le dejé el ojo morado,¿sabes? Eso es lo que le pasó porintentar pegarme: no pensaba ir amedias, por mucho que me pegara.

—Oh, qué valiente eres Tom. Meparece que eres como Sansón. Si se meacercara un león rugiendo, seguro queluchabas contra él, ¿verdad, Tom?

—Pero tonta, ¿cómo te va a atacarun león rugiendo? Sólo hay leones en loscircos.

—No, pero imagina que estamos enalgún país con leones, en África, dondehace mucho calor: allí los leones secomen a la gente. Puedo enseñarte ellibro donde lo he leído.

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—Bueno, pues cojo una escopeta ylo mato.

—Pero ¿y si no tienes ningunaescopeta…? Imagina que salimos sinpensar, como cuando nos vamos apescar, y entonces un león muy grandecorre hacia nosotros rugiendo y nopodemos escapar. ¿Qué haces, Tom?

Tom, calló un momento y, finalmente,se dio media vuelta y se alejó condesdén.

—Si no hay ningún león, ¿para quésirve hablar de eso?

—Es que me gusta imaginármelo —insistió Maggie, yendo tras él—.Imagina lo que harías, Tom.

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—No me des la lata, Maggie. Quépesada eres. Me voy a ver los conejos.El corazón de Maggie latió asustado. Nose atrevió a decirle la verdad, perocaminó detrás de Tom en un silenciotembloroso, pensando en cómo podríadarle la noticia de modo que le aplacarala pena y el enfado. Maggie temía larabia de Tom más que ninguna otra cosa:era muy distinta de la suya.

—Tom —dijo tímidamente cuandose encontraban ya en el exterior de lacasa—. ¿Cuánto te costaron los conejos?

—Dos medias coronas y seispeniques —contestó Tom al instante.

—Me parece que tengo mucho más

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que eso en mi portamonedas. Le diré amamá que te lo dé.

—¿Para qué? —preguntó Tom—. Noquiero tu dinero, tonta. Tengo mucho másdinero que tú porque soy un chico. EnNavidades siempre me dan monedas demedio soberano o de un soberano,porque yo seré un hombre. Y a ti sólo tedan monedas de cinco chelines, porquesólo eres una niña.

—Bueno, es que… Tom, ¿Y si madreme dejara darte dos medias coronas yseis peniques para que te las gastaras…en más conejos?

—¿Más conejos? No quiero tenermás.

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—¡Es que se han muerto todos, Tom!Tom se detuvo de inmediato y se

volvió hacia Maggie.—Te has olvidado de darles de

comer. Y a Harry también se le haolvidado —afirmó. Durante unosinstantes, su rostro se puso colorado—.Se las va a cargar: haré que lo echen. Yno te quiero, Maggie. Mañana novendrás a pescar conmigo. Te dije quefueras a verlos cada día —añadió, y sepuso de nuevo en marcha.

—Sí, pero se me olvidó. No puderemediarlo, de verdad, Tom, Lo sientomuchísimo —dijo Maggie, mientras lesaltaban las lágrimas de los ojos.

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—Eres una niña mala —regañó Tomcon severidad—. Y siento habertecomprado el sedal. Ya no te quiero.

—Oh, Tom, no seas tan cruel —sollozó Maggie—. Si se te olvidaraalgo, yo te perdonaría. Fuera lo quefuera, te perdonaría y te querría.

—Sí, tú eres tonta. Pero a mí nuncase me olvida nada.

—Por favor, perdóname, Tom. Meda muchísima pena —suplicó Maggie,agitándose con los sollozos mientrasagarraba el brazo de Tom y le apoyabala mejilla mojada en el hombro.

Tom se la sacudió y se detuvo.—Escucha, Maggie: ¿soy un buen

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hermano? —preguntó en tono imperioso.—Ss-sí —hipó Maggie con la

barbilla tembloroso.—¿No es verdad que he pensado en

tu sedal durante todo este trimestre, hequerido comprártelo, he ahorradodinero, no he querido pagar a medias lostoffees y Spouncer me ha pegado?

—Ss-sí… y yo… te quiero mucho,Tom.

—Pero tú eres una niña mala.Durante las últimas vacaciones,chupaste la pintura de mi caja decaramelos, y en las anteriores dejasteque la barca arrastrara mi sedal, aunquet’había pedido que lo vigilaras, y me

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rompiste la cometa con la cabeza sinmotivo.

—Pero si no lo hice queriendo —contestó Maggie—: es que no lo pudeevitar.

—Sí, sí podías —replicó Tom—:bastaba con que te fijaras en lo quehacías. Y como eres una niña mala, novendrás mañana a pescar conmigo.

Con esta terrible conclusión, Tom sealejó corriendo de Maggie hacia elmolino con intención de saludar a Luke yquejarse de Harry.

Maggie permaneció inmóvil unosminutos, agitada tan solo por sussollozos; después dio media vuelta,

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corrió hacia la casa y subió al desván,donde se sentó en el suelo y apoyó lacabeza contra un carcomido estante,sintiéndose terriblemente desgraciada.Después de pensar tanto tiempo en lofeliz que sería cuando llegara Tom,ahora estaba él en casa y se portaba conella con tanta crueldad. ¿Qué leimportaba todo lo demás si Tom no laquería? ¡Era muy cruel! ¿No le habíaofrecido el dinero y le había dicho quelo sentía mucho? Sabía que muchasveces se portaba mal con su madre, peronunca con Tom y nunca le había pasadopor la cabeza hacerle alguna travesura.

—¡Qué malo es conmigo! —sollozó

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Maggie en voz alta, sintiendo undesolado placer en la resonancia delgran desván vacío. Ni se le ocurriópegar o atormentar al fetiche: se sentíademasiado desgraciada para estarenfadada.

¡Triste pena la de la infancia, cuandola pena es nueva y extraña, cuando laesperanza todavía no tiene alas paravolar más allá de los días y las semanas,y el espacio entre un verano y otroparece inconmensurable!

No tardó en tener la sensación deque llevaba mucho rato en el desván ydebía de ser ya la hora del té: todosestarían merendando sin pensar en ella.

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Pues bien, se quedaría allí y se moriríade hambre, se escondería detrás de latina y se quedaría allí durante toda lanoche. Entonces todos se asustarían yTom lo sentiría mucho. Maggie, con elcorazón lleno de orgullo, se entretuvocon estos pensamientos mientras sedeslizaba sigilosamente detrás de latina; pero allí volvió a echarse a lloraral pensar en que a nadie le importaba suparadero. Y si bajaba a ver a Tom, ¿laperdonaría? Quizá estuviera su padre yse pusiera de su parte. Pero ella queríaque Tom la perdonara porque la quería yno porque se lo dijera su padre. No, novolvería a bajar hasta que Tom subiera a

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buscarla. Esta decisión se mantuvo firmedurante los cinco oscuros minutospasados tras la tina; pero la necesidadde que la quisieran, la más intensa en lapobre Maggie, se enfrentó a su orgullo yno tardó en vencerlo. Salió de detrás dela tina a la penumbra del largo desván y,en ese momento, oyó unos pasos rápidosen las escaleras.

Tom había estado demasiadointeresado charlando con Luke yrondando por las instalaciones delmolino, entrando y saliendo a su gusto ytallando palos —por el mero motivo deque en el colegio no le estaba permitido— para pensar en Maggie y en el efecto

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que su rabia había causado en ella.Había querido castigarla y, después dehacerlo, se ocupó en otras cosas, comoharía cualquier persona práctica. Sinembargo, después de que lo llamaranpara tomar el té, su padre preguntó:

—¡Caramba! ¿Dónde está la mocita?—¿Dónde está tu hermanita? —

exclamó, casi en el mismo instante, laseñora Tulliver.

Ambos suponían que Maggie y Tomhabían pasado la tarde juntos.

—No lo sé —contestó Tom. Noquería delatar a Maggie, aunque estabaenfadado con ella, porque Tom Tulliverera un hombre de honor.

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—¡Cómo! ¿No ha estado jugandocontigo durante todo este rato? —preguntó el padre—. Si ella no pensabaen nada más que en que volvieras acasa.

—No la he visto en estas dos horas—dijo Tom, empezando a comerplumcake.

—¡Cielo santo! ¡Se ha ahogado! —gritó la señora Tulliver, poniéndose enpie y corriendo hacia la ventana—.¿Cómo has podido permitirlo? —añadió, convirtiéndose en una mujerasustada que acusaba a no sabía quiénde no sabía qué.

—¡Ca! No se ha ahogado —dijo el

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señor Tulliver—. T'has portado mal conella, ¿verdad, Tom?

—Le aseguro que no, padre —contestó Tom indignado—. Me pareceque está en casa.

—A lo mejor está en el desván —sugirió la señora Tulliver—,canturreando y hablando sola, sinacordarse de las horas de las comidas.

—Ve a buscarla, Tom —ordenó elseñor Tulliver con severidad.

Su perspicacia o tal vez la debilidadque sentía por Maggie le hacíansospechar que el muchacho habríaofendido «a la nen», porque, de no serasí, ella nunca se habría alejado de él.

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—Y pórtate bien con ella, ¿me oyes?Si no, te vas a enterar.

Tom nunca desobedecía a su padre,porque el señor Tulliver era un hombreautoritario y, tal como él decía, noestaba dispuesto a permitir que nadie lequitara el bastón de mando; pero sealejó con semblante hosco, llevandoconsigo el trozo de pastel y sin la menorintención de evitar a Maggie su bienmerecido castigo. Tom sólo tenía treceaños y no poseía criterio alguno sobrecuestiones de gramática o de aritmética,pero sabía perfectamente que estabadispuesto a castigar a quien lo merecierade la misma manera que aceptaba que lo

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castigaran si le estaba bien empleado;aunque, en realidad, él nunca fueraacreedor a un castigo.

Así pues, eran de Tom los pasos queMaggie había oído en las escalerascuando su necesidad de amor se imponíasobre su orgullo, y en aquel momento sepreparaba para bajar y pedir perdón conlos ojos hinchados y el cabelloalborotado. Al menos su padre leacariciaría la cabeza y diría: «Noimporta, mocit». Esta necesidad deamor, este anhelo del corazón actúacomo un déspota excelente, con unaautoridad similar a esa otra hambremediante la cual la Naturaleza nos

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obliga a someternos al yugo y cambiar elrostro del mundo.

Maggie reconoció los pasos de Tomy el corazón empezó a latirle conviolencia, con la repentina emoción dela esperanza. Tom se limitó a detenerseen lo alto de la escalera.

—Maggie, tienes que bajar —anunció.

Pero Maggie corrió hacia él y se lecolgó del cuello, llorando.

—Tom, por favor, perdóname. Nopuedo aguantarlo… Me portaré siemprebien… Me acordaré de todo…Quiéreme, por favor, querido Tom.

A medida que crecemos,

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aprendemos a controlar los sentimientos.Después de una pelea, nos mantenemos acierta distancia, nos expresamos confrases educadas y, así, conservamos unaseparación digna mientras mostramosfirmeza, por un lado, y nos tragamos lapena por otro. Nuestra conducta ya no seasemeja a la de los animales inferiores,sino que nos comportamos en todos lossentidos como miembros de unasociedad altamente civilizada. Maggie yTom todavía eran como animalesjóvenes, y por ello Maggie podía frotarla mejilla contra la de Tom y besarlo enla oreja, entre sollozos; y el muchachoposeía fibras tiernas acostumbradas a

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responder a los mimos de Maggie, demodo que reaccionó con una debilidadincoherente con su decisión decastigarla tanto como merecía.

—No llores, Maggie. Ten, un pocode pastel —dijo, devolviéndole losbesos.

El llanto de Maggie empezó aapaciguarse, abrió la boca y mordió unpoco de pastel; después Tom mordióotro trocito, para acompañarla, ycomieron juntos, se frotaron las mejillas,las cejas, la nariz mientras comían, conun humillante parecido a los ponis enuna expresión de cariño.

—Vamos, Maggie: ven a tomar el té

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—dijo finalmente Tom, cuando ya noquedaba más pastel que el del salón.

Así terminaron las penas aquel día, ya la mañana siguiente Maggie trotabacon su caña de pescar en una mano y unasa del cesto en la otra, poniendosiempre los pies, gracias a un donespecial, en los lugares con más barro,oscura y radiante bajo el gorrito decastor, porque Tom era bueno con ella.No obstante, había pedido a Tom que depusiera él el cebo, aunque aceptó supalabra cuando de aseguró que losgusanos no sentían nada (aunque Tompensaba que, si algo sentían, a él dedaba do mismo). Tom lo sabía todo

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sobre los gusanos, los peces y cosas deesas; qué pájaros eran nocivos, cómo seabrían los candados o en qué sentidohabía que levantar los cierres de laspuertas de las verjas. Maggie creía queestos conocimientos eran maravillosos yque era mucho más difícil recordarlosque lo leído en los libros; reverenciabala superioridad de Tom porque era laúnica persona que llamaba «cuento» asus conocimientos y no parecíasorprenderse de lo lista que era. Enrealidad, Tom opinaba que Maggie eratonta, como todas las niñas: eranincapaces de dar en un blanco de unapedrada, de sacar partido a una navaja y

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se asustaban con las ranas. Con todo,sentía mucho cariño por su hermana,pensaba cuidar siempre de ella,convertirla en su ama de llaves ycastigarla cuando se portara mal.

Caminaron hacia la LagunaRedonda, un maravilloso estanqueformado mucho tiempo atrás por lasinundaciones. Nadie sabía quéprofundidad tenía y resultaba misteriosasu forma casi circular, enmarcada porsauces y altas cañas, de modo que elagua sólo se veía desde muy cerca de laorilla. La vista de aquel lugar favoritosiempre ponía a Tom de muy buen humory, mientras abría la preciada cesta y

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preparaba el aparejo, habló a Maggiecon susurros cómplices. Le lanzó elsedal y de puso la caña en la mano.Maggie pensaba que lo más probableera que los peces pequeños acudieran asu anzuelo y los grandes al de Tom pero,cuando se había olvidado ya delos pecesy contemplaba soñadora las aguascristalinas, Tom le susurró lo más fuerteque pudo:

—¡Mira, mira! ¡Maggie! y se acercócorriendo para impedir que tirarabruscamente del sedal.

Maggie se asustó al pensar que habíahecho algo mal, como de costumbre,pero Tom tiró del hilo y sacó una gran

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tenca que se puso a saltar sobre lahierba.

Tom estaba entusiasmado.—¡Maggie, bonita! ¡Vacía la cesta!Maggie no creía que aquello tuviera

un mérito especial, pero de bastaba conque Tom la llamara Maggie y estuvieracontento con ella. Nada en los susurros ylos silencios evocadores podíaestropear el placer de escuchar el suavegoteo del pez al salir del agua y el leverumor; como si los sauces, las cañas y elagua también se comunicaran conmurmullos. Maggie pensó que el cielopodría ser así: estar sentada junto alestanque y que nadie la regañara nunca.

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A pesar de que le gustaba mucho ir depesca, nunca se daba cuenta de quehabía picado un pez hasta que Tom se loadvertía.

Aquella fue una de sus mañanasfelices. Trotaron por ahí y se sentaronjuntos sin pensar en que la vida pudieracambiar mucho para ellos: se limitaríana crecer, a dejar el colegio y todo seríasiempre como en vacaciones; viviríansiempre juntos y se querrían mucho.Todo sería siempre igual: el molino consu estruendo; el gran castaño, bajo elcual jugaban a casitas; el Ripple, supequeño río particular, cuyas orillaseran como su casa, en las que Tom

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buscaba siempre ratas de agua mientrasMaggie recogía los plumeros purpúreosde las cañas, que después olvidaba ydejaba tirados; y, por encima de todo, elgran Floss a lo largo del cual vagabancon sensación de aventura, para vercómo la marea de primavera —elterrible macareo— se alzaba cual unmonstruo hambriento, o para visitar elGran Fresno, que una vez gimió y gruñócomo un hombre. Tom pensaba quetodos los que vivían en otro lugar delmundo tenían peor suerte, y Maggie,cuando leía que Cristiana[3] cruzaba «elrío sobre el que no hay puent» siempreveía el Floss entre prados verdes, junto

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ad Gran Fresno.La vida cambió mucho para Tom y

Maggie y, sin embargo, no seequivocaban entonces al creer que lospensamientos y amores de aquellosprimeros años formarían siempre partede su vida. No podríamos amar tanto latierra si no hubiéramos vivido en ellanuestra infancia, si no fuera la mismatierra donde cada primavera crecían lasmismas flores que recogíamos connuestros dedos diminutos, sentados en lahierba, balbuceando… Los mismosescaramujos y espinos en los setos enotoño… Los mismos petirrojos quellamábamos «pájaros de Dio» porque no

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dañaban las preciosas cosechas. ¿Quénovedad puede compararse a esta dulcemonotonía en la que todo se conoce y seama, precisamente porque se conoce?

En este templado día de mayocamino por un bosque, los brotes ocresde los robles se extienden sobre mí,bajo el cielo azul, y a mis pies crecenlas blancas margaritas, las azulesverónicas y la hiedra. ¿Qué bosque depalmeras tropicales, qué extrañoshelechos o espléndidas flores degrandes pétalos podrían hacer vibrarfibras tan profundas y delicadas comoesta escena familiar? Estas floresconocidas, estos trinos que tan bien

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recuerdo, este cielo de brillo cambiante,estos campos arados, cubiertos dehierba, cada uno de ellos con la distintapersonalidad que le confieren loscaprichosos setos… Todas estas cosasson la lengua materna de nuestraimaginación, el idioma cargado contodas las asociaciones sutiles einextricables que las horas fugaces denuestra infancia dejaron atrás. El placerque sentimos hoy al contemplar el brillodel sol sobre las largas briznas dehierba podría ser tan solo la débilpercepción de un alma cansada, si nofuera por los rayos de sol y la hierba delos años lejanos, que perviven en

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nosotros y transforman nuestrapercepción en amor.

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Capítulo VI

Se aguarda la visita delas tías y los tíos

Se encontraban en la semana dePascua y los pasteles de queso de laseñora Tulliver eran más exquisitamenteligeros que de costumbre.

—Un golpe de viento se los llevaríacomo plumas —decía Kezia, la criada,orgullosa de servir a una señora capazde elaborar semejantes pastelillos. Demodo que ninguna otra estación ocircunstancia podrían haber sido más

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propicias para celebrar una fiestafamiliar, aún cuando no se consideraraprocedente consultar a la hermana Gleggy a la hermana Pullet sobre la estanciade Tom en la escuela.

—Preferiría no invitar a mi hermanaDeane esta vez —confesó la señoraTulliver—: es celosa y posesiva comoel que más y siempre está intentandodejar en mal lugar a mis pobres niñosdelante de los tíos y tías.

—No, invita a los Deane —opinó elseñor Tulliver—. Casi nunca hablo conél: hace por lo menos seis meses que noviene. ¿Qué importa lo que diga ella?Mis niños no necesitan que los

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contemplen.—Eso es lo que tú siempre dices,

Tulliver; pero estoy segura de que nohay nadie en tu familia, ni tía ni tío, queles vaya a dejar un billete de cincolibras en el testamiento. Mi hermanaGlegg, y mi hermana Pullet lo mismo,ahorran ni se sabe cuánto dinero, ya queguardan todos sus intereses y parte deldinero de la casa, porque sus maridosles compran de todo —la señoraTulliver era una mujer dulce, peroincluso una oveja aprende a plantar caracuando tiene corderos.

—¡Bah! —exclamó el señor Tulliver—. Cuando hay tantos a la mesa, mucho

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pan resulta escaso. ¿Qué importa eldinero de tus hermanas si tienen quedividirlo entre media docena desobrinos y sobrinas? Y a tu hermanaDeane no se le ocurrirá pretender que selo dejen todo a uno solo y todo el mundola critique después de muertos.

—No sé qué pretenderá —dijo laseñora Tulliver—, ya que mis hijos semuestran muy poco amables con sus tíasy tíos. Cuando vienen, Maggie es diezveces más traviesa que otros días, y aTom no le caen bien, criatura, aunque esmás natural en un chico que en una niña.Y Lucy, la hija de los Deane, es tanbuena… puedes sentarla en un taburete y

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ahí se queda una hora, sin pedir parabajar. No puedo evitar quererla como sifuera mía, y estoy segura de que parecemás hija mía que de mi hermana, porquesi hay alguien en mi familia que tengamal color, esa es Deane.

—Bueno, bueno: si tanto quieres a laniña, invita a su padre y a su madre aque la traigan. ¿Y por qué no se lo dicestambién a la tía y el tío Moss? ¿Y aalgunos de sus hijos?

—Pero Tulliver: ya somos ochopersonas mayores más los niños, ytendría que poner dos alas en la mesa ysacar más vajilla. Y sabes tan bien comoyo que mis hermanas y tu hermana no

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congenian.—Bueno, bueno, haz lo que quieras,

Bessy —dijo el señor Tulliver, cogiendoel sombrero y saliendo hacia el molino.

Pocas esposas eran tan sumisascomo la señora Tulliver en todos losaspectos que no estuvieran relacionadoscon sus parientes; pero de soltera habíasido una señorita Dodson, y los Dodsoneran una familia muy respetable,considerada como la que más en supropia parroquia o la vecina. Lasseñoritas Dodson habían aprendido allevar la cabeza bien alta, y a nadie lesorprendió que las dos mayores hicierantan buenas bodas, aunque no muy

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jóvenes, porque no era esa la costumbrede la familia Dodson. En aquella familiatodo se hacía de una manera especial:blanquear la ropa, preparar vino deprímula, curar el jamón o guardar lasgrosellas en conserva, de manera queninguna de las hijas de la casa pudieraser indiferente al privilegio de habernacido Dodson en lugar de Gibson oWatson. En la familia Dodson, losfunerales se celebraban siempre conespecial decoro: las cintas de lossombreros nunca eran azuladas, losguantes jamás tenían el pulgardescosido, todos se comportabandebidamente y siempre había bandas

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negras para los portadores del féretro.Cuando un miembro de la familia teníaalgún problema o enfermedad, losdemás acudían a visitar al infortunado,por lo general, al mismo tiempo, y norehuían decirle las verdades másdesagradables que les dictaba sucorrecto sentido de la familia: si laenfermedad o el conflicto era culpa delafectado, no era costumbre de losDodson quedarse callados. Endefinitiva, en esa familia se daba unatradición especial que dictaba lo que eracorrecto en la organización de la casa yen la vida social, y la única vertienteamarga de esta superioridad era la

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dolorosa incapacidad para aprobar loscondimentos O la conducta de lasfamilias en las que no regía la tradiciónde los Dodson. Cuando una Dodson seencontraba en una «casa ajen», siempretomaba el té con pan solo y rechazabatodo tipo de conservas, ya que noconfiaba en la calidad de la mantequillay sospechaba que las mermeladaspodían haber empezado a fermentar porfalta de azúcar y de hervor. Aunquereconocían que algunos Dodson separecían más a la familia y otros menos,en la medida en que eran «del mismolinaj», sin duda eran mejores que losque no formaban parte de ella. Y cabe

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destacar que, si bien ningún Dodsonestaba satisfecho de ningún otro Dodsonindividualmente, sí lo estaba consigomismo y con el conjunto de los Dodson.El miembro más débil de una familia —el que tiene menos carácter— es confrecuencia el mero epítome de lascostumbres y tradiciones de la familia, yla señora Tulliver era una perfectaDodson, aunque débil, de la mismamanera que una cerveza, por floja quesea, no deja de ser cerveza. Y aunque ensu juventud protestó un poco al versesometida al yugo de sus hermanasmayores y todavía vertía lágrimas devez en cuando ante los reproches de sus

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hermanas, no era intención de la señoraTulliver introducir innovaciones en lasideas familiares: estaba agradecida porser una Dodson y por tener un hijo quehabía salido a su propia familia, por lomenos en los rasgos y en la tez, y en elgusto por la sal y las judías, algoimpropio de los Tulliver.

En otros aspectos, el verdaderocarácter Dodson se hallaba latente enTom y éste, igual que Maggie, distaba devalorar el «linaj» materno; por logeneral, en cuanto sabía con tiemposuficiente que las tías y tíos losvisitarían, se fugaba durante todo el díacon gran cantidad de comida fácil de

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transportar: síntoma moral que permitíaa la tía Glegg presagiarle el más negroporvenir. Maggie tenía que soportar queTom se fugara sin avisarla, pero ya sesabe que el sexo débil constituye unapesada impedimenta en casos de huida.

El miércoles, víspera de la visita delos tíos y las tías, los diversos aromasde pasteles en el horno y jaleas calientesmezclados con el olor a salsa de carneresultaban tan tentadores que eraimposible sentirse triste: la esperanzaflotaba en el aire. Tom y Maggiehicieron varias incursiones a la cocina y,al igual que a otros merodeadores, sóloconsintieron mantenerse a cierta

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distancia cuando se les permitió obtenerun botín suficiente.

—Tom —preguntó Maggie cuandose sentaron en las ramas del viejo árbol,comiendo pastelitos rellenos demermelada—, ¿piensas escapartemañana?

—No —contestó Tom lentamentetras terminar un bollo y mirando dereojo el tercero, que debían compartir—. No, no me iré.

—¿Por qué, Tom? ¿Porque vieneLucy?

—No —contestó Tom, abriendo lanavaja y sosteniéndola sobre el bollo,con la cabeza ladeada en un gesto de

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duda. (Era un problema difícil dividiraquel polígono tan irregular en dospartes iguales).

—¿Y a mí qué me importa Lucy? Sies una niña: no sabe jugar al bandy[4].

—Entonces, ¿es por el bizcochoborracho? —preguntó Maggie,intentando adivinarlo mientras seinclinaba hacia Tom con los ojosclavados en la navaja suspendida en elaire.

—No, tonta: también está bueno aldía siguiente. Es por el pudín. Ya sé dequé será: de albaricoque. ¡Vaya!

Con esta exclamación, la navajadescendió sobre el pastel y lo partió,

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pero el resultado no fue del agrado deTom, que siguió contemplando las dosmitades con aire indeciso.

—Cierra los ojos, Maggie —dijofinalmente.

—¿Para qué?—No te importa. Ciérralos cuando

yo te diga.Maggie obedeció.Ahora dime cuál quieres, el

izquierdo o el derecho.—Quiero el que se le ha caído la

mermelada —dijo Maggie, manteniendolos ojos cerrados para complacer a Tom.

—¡Anda! Seguro que no quieres ese,boba. Te lo comes si te toca, pero no te

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lo daré porque sí. Escoge: el de laizquierda o el de la derecha. ¡Eh! —exclamó Tom enfadado, al ver queMaggie abría un poco los ojos—. Si nocierras los ojos no tendrás ningún trozo.

El espíritu de sacrificio de Maggieno llegaba a tanto; en realidad, temo queno le importaba tanto que Tom obtuvierael mayor pedazo como que estuvieracontento con ella por darle el mejor. Demodo que cerró los ojos con fuerza hastaque Tom le ordenó:

—¡Escoge!—El de la izquierda —contestó ella.—Te lo llevas —contestó Tom con

fastidio.

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—¿Cual? ¿El que tiene la mermeladafuera?

—No, el otro: tómalo —dijo Tomcon firmeza, tendiéndole a Maggie elmejor.

—Por favor, Tom: quédatelo. A míme da igual. Prefiero el otro, quédateeste.

—No, no quiero —contestó Tom,casi enfadado, empezando a comer elsuyo.

Maggie, pensando que no merecía lapena seguir discutiendo, empezó tambiéna comer con tanto deleite como urgencia.Pero Tom, dispuesto a comer más,terminó primero y tuvo que contemplar

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cómo Maggie devoraba los últimosbocados. Maggie no se daba cuenta deque Tom la miraba: se balanceaba en larama vieja, absorta en una vagasensación de mermelada e indolencia.

—¡Glotona! —exclamó Tom despuésde que se tragara el último bocado. Élera consciente de haberse comportadocon justicia y le parecía que ella deberíahaberlo tenido en cuenta y premiarlo.Antes de comerse su parte habríarechazado un bocado, pero uno cambiade opinión cuando su parte hadesaparecido.

Maggie palideció.—Tom, ¿por qué no me has pedido,

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si querías?—Ni se me habría ocurrido

pedírtelo, glotona. Deberías haberpensado en mí, sobre todo cuando sabíasque t'había dado el mejor.

—Pero si yo quería dártelo, ya losabes —contestó Maggie ofendida.

—Sí, pero yo no quería hacer lo queno era justo, como Spouncer. Siempre sequeda con el mejor trozo si no se loquitas a puñetazos, y si escoges el mejorcon los ojos cerrados, lo cambia demano. Cuando parto, una cosa, lo hagocon justicia, pero yo no soy un tragón.

Con esta hiriente insinuación, Tomsaltó de la rama y lanzó una piedra con

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un grito para mimar un poco a Yap, que,mientras desaparecían los dulces,también había estado mirando con unaagitación de orejas y emocionesdifíciles de soportar sin amargura. Sinembargo, el excelente perro aceptó laatención de Tom con tanta presteza comosi lo hubieran tratado con generosidad.

Pero Maggie, dotada con lacapacidad para sufrir que distingue alser humano y lo coloca a orgullosadistancia del más melancólicochimpancé, siguió sentada en la rama,entregada a la viva sensación de haberrecibido reproches injustos. Habríadado el mundo entero por no haberse

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comido todo el bollo y haberle guardadoun poco a Tom. El pastelito estaba muybueno y el paladar de Maggie loapreciaba debidamente, pero habríapreferido quedarse sin él varias vecesantes de que Tom la llamara glotona y seenfadara con ella. Él había dicho que nolo quería y ella se lo comió sin pensar,¿cómo no iba a hacerlo? Durante losdiez minutos siguientes, los ojos se lellenaron de tantas lágrimas que no vionada; pasado ese tiempo, el disgustocedió ante el deseo de reconciliación yla niña saltó de la rama para ir en buscade Tom. Ya no estaba en el prado, detrásdel almiar. ¿Adónde habría ido,

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acompañado de Yap? Maggie corrióhacia la alta orilla situada junto al granacebo, donde podía distinguir el Floss alo lejos. Allí estaba Tom, pero elcorazón le dio un vuelco al ver lo muchoque se había alejado por el camino haciael gran río, y que no sólo lo acompañabaYap, sino también el travieso Bob Jakin,que en aquel momento no se dedicaba asu función oficial —o tal vez natural—,que consistía en ahuyentar a los pájaros.Maggie estaba segura de que Bob eramalo, aunque no sabía bien por qué: talvez se debía a que la madre de Bob erauna mujer gorda y horriblementecorpulenta que vivía en una rara casa

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redonda, río abajo, y a que una vez queMaggie y Tom llegaron paseando hastaallí, salió de la casa un perro manchadoque no paraba de ladrar; cuando lamadre de Bob surgió tras él y gritó porencima de los ladridos para decirles queno se asustaran, Maggie pensó que losestaba regañando severamente y elcorazón le latió aterrorizado. Maggiecreía probable que la casa redondatuviera serpientes en el suelo ymurciélagos en el dormitorio: en unaocasión vio cómo Bob se quitaba lagorra para enseñar a Tom la pequeñaserpiente que llevaba dentro y en otrales mostró un puñado de murciélagos

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pequeños. En conjunto, era un chicoraro, tal vez un poco diabólico, a juzgarpor la familiaridad que tenía conserpientes y murciélagos. Y, por si todoesto fuera poco, cuando Tom tenía a Bobde compañero se desentendía de Maggiey no le permitía ir con ellos.

Debemos reconocer que Tomdisfrutaba con la compañía de Bob,¿cómo iba a ser de otro modo? Encuanto veía el huevo de un pájaro, Bobsabía si era de golondrina, de herrerilloo de escribano cerillo; encontraba todoslos avisperos y era capaz de preparartodo tipo de trampas; trepaba por losárboles como si fuera una ardilla y tenía

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una capacidad mágica para localizarerizos y armiños. Además, poseía elvalor necesario para hacer travesurastales como abrir brechas en los setos,tirar piedras a las ovejas o matar algúngato que merodeaba «de incógnit».Tantas cualidades en un inferior —alque podía tratar con autoridad a pesarde sus mayores conocimientos—ejercían una fascinación fatal sobreTom; y Maggie estaba segura de que, encada período vacacional, tendríaalgunos días de pena porque Tom sehabía marchado con Bob.

¡En fin! No había remedio: se habíaido y a Maggie no se le ocurría mejor

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consuelo que sentarse junto al acebo opasear junto al seto, imaginando quetodo era distinto, dando forma a supequeño mundo tal como le gustaría quefuera.

La vida de Maggie era turbulenta yéste era su opio.

Entretanto, Tom, olvidando todo lorelacionado con Maggie y el aguijón dereproche que acababa de clavarle en elcorazón, caminaba apresuradamente conBob, al que había encontrado porcasualidad, en dirección a la grancacería de ratas que iba a tener lugar enun granero cercano. Bob lo sabía todosobre el tema y hablaba de la diversión

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con un entusiasmo que nadie, a menosque carezca de sentimientos viriles oignore lamentablemente el mecanismode la caza de ratas, puede dejar deimaginar. A pesar de la maldadsobrenatural que se le atribuía, Bob notenía un aspecto excesivamente infame;su rostro de nariz respingona y la franjade cabello rojo muy rizado resultabanincluso agradables. Llevaba siempre lospantalones recogidos hasta la rodillapara poder meterse en el agua al instantey su virtud, suponiendo que éstaexistiera, era sin duda una «virtudvestida con harapo». Según la autoridadde los filósofos, incluso los más

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biliosos, que piensan que todo méritobien presentado recibe excesivarecompensa, es muy probable que estetipo de virtud no obtengareconocimiento alguno (tal vez porquepocas veces se repara en ella).

—Conozco al hombre que tiene loshurones —declaró Bob con ronca vozatiplada mientras caminaba arrastrandolos pies con los azules ojos fijos en elrío, como un animal anfibio queaguardara el momento oportuno paralanzarse al agua—. Vive más arriba delKennel Yard, en Saint Ogg's, allí vive.Es el mejor cazarratas que existe, vayaque sí. Es lo que más me gustaría ser,

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vaya que sí. Los topos no son nada encomparación. Pero ties que tenerhurones, los perros no sirven. Vaya, esteperro —prosiguió Bob, señalando a Yapcon aire de desagrado—: no vale pa lasratas ni pa na. Ya lo vi en la caza deratas del cobertizo de su padre.

Yap, percibiendo el desdén, seacercó a Tom con el rabo entre piernas;éste se sintió un poco dolido por él,pero no tuvo el valor sobrehumanonecesario para quedarse atrás en eldesprecio de un perro tan lamentable.

—No, no —dijo—. Yap no sirvepara cazar. Cuando termine el colegiotendré perros buenos para las ratas y

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todo lo demás.—Mejor los hurones, señorito Tom

—dijo Bob con entusiasmo—. Huronesblancos con ojos de color de rosa.¡Vaya! Podrá cazar sus propias ratas, ypodrá poner una rata en una jaula con unhurón y mirar cómo luchan, vaya que sí.Yo pienso hacerlo. Y es casi tandivertido como ver cómo se pelean doschicos, como los que vendían pasteles ynaranjas en la feria: las cosas salíanvolando de las cestas y algunos de lospasteles se chafaron… pero estabanigual de buenos —añadió Bob, a modode nota o apostilla, tras una breve pausa.

—Pero Bob —objetó Tom con aire

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pensativo—, los hurones son bichosdesagradables que muerden acualquiera, aunque no se les moleste.

—Caray, ahí está lo bueno. Sialguien se queda con tu hurón, no tardaráen darle un buen bocado, vaya que sí.

En aquel momento, un llamativoincidente hizo que los chicos sedetuvieran en seco: un cuerpo pequeñohabía caído al agua entre las cercanastotoras. Bob insinuó que, si no era unarata de agua, estaba dispuesto a soportarlas mas desagradables consecuencias.

—¡Allí, Yap, allí! —gritó Tombatiendo palmas mientras el pequeñohocico negro describía un arco hacia la

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orilla opuesta—. ¡Cógela, cógela!Yap agitó las orejas y arrugó la

frente, pero se negó a lanzarse al agua eintentó que unos ladridos cumplieran elmismo propósito.

—¡Eh, cobarde! —dijo Tom,dándole una patada, sintiéndosehumillado en su espíritu de cazador porposeer un animal tan pusilánime. Bob seabstuvo de todo comentario y avanzóaunque, para variar, prefirió caminar porla orilla inundada y poco profunda.

—Ahora no está tan lleno, el Floss—dijo Bob mientras propinaba unapatada al agua con la agradablesensación de mostrarse insolente con el

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río—. Vaya, el año pasado todos losprados eran cono una sábana de agua,vaya que sí.

—Sí, pero una vez —objetó Tom,dispuesto a ver una oposición entre dosafirmaciones que, en realidad,coincidían— hubo una inundación y seformó la Laguna Redonda. Lo sé porqueme lo ha contado mi padre. Y seahogaron las ovejas y las vacas, y lasbarcas se quedaron sobre los campos.

—Me da igual si hay una inundación—contestó Bob—, me da igual estar enel agua o en la tierra. Nadaría, vaya quesí.

—¿Y si no tienes nada que comer

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durante mucho tiempo? —preguntó Tom,cuya imaginación se había disparadobajo el estímulo de la amenaza—.Cuando sea mayor, construiré un barcocon una casa de madera encima, como elarca de Noé, y la tendré llena decomida, conejos y otras cosas. Y si llegauna inundación, me dará lo mismo… Ysi te veo por ahí nadando, te dejaré subir—añadió en tono de patrón benévolo.

—No m'asusta —dijo Bob, a quienel hambre no alarmaba tanto—, perosubiré y sacrificaré a los conejos con unporrazo en la cabeza cuando ustedquiera comérselos.

—Y si tenemos medio penique,

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jugaremos a adivinar si cae cara o cruz—dijo Tom, sin pensar en la posibilidadde que este juego resultara menosatractivo en su madurez—. Empezaríarepartiendo las monedas y veríamosquién ganaba.

—Aquí tengo medio penique —anunció Bob, orgulloso, saliendo delagua y lanzando al aire la moneda—.¿Cara o cruz?

—Cruz —dijo Tom, enardecido alinstante por el deseo de ganar.

—Pues es cara —contestó Bobrápidamente, agarrando la moneda alcaer.

—No lo era —gritó Tom

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imperiosamente—. Dame el mediopenique, lo he ganado justamente.

—No pienso dárselo —dijo Bob,metiendo la mano en el bolsillo.

—Entonces haré que me lo des a lafuerza —dijo Tom.

—No puede hacer que le dé nada, nopuede —contestó Bob.

—Sí, sí puedo.—No, no puede.—Yo soy el amo.—A mí qué me importa.—Ya verás cómo t’importa,

tramposo —dijo Tom, agarrando a Bobpor el cuello y sacudiéndolo.

—Suélteme —dijo Bob,

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propinándole una patada.A Tom se le subió la sangre a la

cabeza: arremetió contra Bob y loderribó, pero éste lo agarró como ungato y lo arrastró consigo. Lucharonunos momentos en el suelo hasta queTom, sujetando a Bob contra la tierrapor los hombros, creyó que dominaba lasituación.

—Di que vas a darme el mediopenique ahora mismo —dijo Tom condificultad mientras se esforzaba porsujetar los brazos de Bob.

Pero en ese momento, Yap, quehabía estado corriendo delante de losniños, regresó ladrando al escenario de

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la acción y vio una oportunidadfavorable para morder la pierna desnudade Bob, no sólo con impunidad, sinotambién con honor. El dolor producidopor los dientes de Yap, en lugar desorprender a Bob y hacerle soltar a sucontrario, le dio mayor tenacidad y, conun nuevo esfuerzo, tiró a Tom de unempujón y se colocó encima. Sinembargo, Yap, que no había conseguidopresa suficiente, clavó los dientes enotro lugar, de modo que Bob, acosado,soltó a Tom, agarró a Yap hasta casiestrangularlo y lo tiró al río. En esemomento, Tom estaba ya de pie y, antesde que Bob hubiera recuperado el

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equilibrio tras lanzar a Yap, se le echóencima, lo tiró al suelo y le clavó larodilla sobre el pecho.

—Ahora me das el medio penique—dijo Tom.

—Cójalo —dijo Bob, enfurruñado.—No, no quiero cogerlo. Dámelo.Bob se sacó la moneda del bolsillo y

la tiró a lo lejos. Tom soltó a Bob y dejóque se levantara.

—Ahí se queda —declaró Tom—.Yo no lo quiero: no pensabaquedármelo. Pero tú querías hacertrampa y eso no me gusta. Ya no quieroir más contigo —añadió, dando mediavuelta para dirigirse a su casa, no sin

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recordar con tristeza la caza de ratas yotros placeres a los que junto con lacompañía de Bob renunciaba.

—Pues déjelo si quiere —gritó Boba su espalda—. Hago trampas si me dala gana: además, ese juego no esdivertido. Y sé dónde hay un nido dejilgueros, pero ya me encargaré de queno lo sepa… Y es un imbécil, es un…

Tom avanzó sin mirar atrás y Yapsiguió su ejemplo, después de que elbaño de agua fría moderara suspasiones.

—Anda, váyase con ese perroahogado: no querría un perro así niregalao—gritó Bob más fuerte, en un

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último esfuerzo por mantener el desafío—. Pero Tom no cedió a la provocacióny no se dio la vuelta, y la voz de Bobvaciló un poco al añadir:

—Y no pienso enseñarle nada nidarle nada más, y no quiero saber nadade usté… Y aquí tié la navaja conmango de asta que me dio… —Boblanzó la navaja en dirección a Tom tanlejos como pudo, pero sin otraconsecuencia que el terrible vacío quesintió al perderla.

Permaneció inmóvil hasta despuésde que Tom pasara por el portón ydesapareciera tras el seto. En el suelo,la navaja no sería de utilidad para

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nadie: Tom no se sentiría ofendido ytanto el orgullo como el rencor erandébiles pasiones para Bob encomparación con lo mucho que legustaba aquel cuchillo. Los dedos se leestremecían y le rogaban que fuera arecoger aquella navaja con cachas deasta que con tanta frecuencia asían porpuro placer mientras la llevaba ociosaen el bolsillo. Además, tenía dos hojas yacababa de afilarlas. ¿Qué es la vida sinuna navaja de bolsillo para aquel que haconocido lo que supone poseer una? No:tirar el mango tras el hacha es un acto dedesesperación comprensible, pero tiraruna navaja de bolsillo tras un amigo

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implacable es una hipérbole en todos lossentidos, un exceso. De modo que Bobse dirigió arrastrando los pies hasta ellugar donde había caído al suelo suquerida navaja y después de aquellaseparación temporal sintió un placernuevo al asirla, abrir una hoja tras otra ypalpar el filo con el calloso pulgar.¡Pobre Bob! No era muy estricto en lascuestiones de honor, no era un personajecaballeresco. Este delicado aromamoral tampoco habría sido tenido en altaestima en Kennel Yard, el centro delmundo de Bob, suponiendo que allí sepercibiera. Sin embargo, a pesar detodo, Bob no era un granuja ni un ladrón,

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tal como había decidido rápidamentenuestro amigo Tom.

Tom, como habrá advertido el lector,era un personaje radamantino y susentido de la justicia era mayor que elde otros chicos: una justicia que deseainfligir daño a los culpables en lamedida en que lo merecen y que no sealtera por las dudas en relación con laexacta medida del castigo. Cuando Tomllegó a casa, Maggie reparó en suaspecto sombrío, lo que frenó su alegríapor verlo llegar antes de lo esperado yapenas se atrevió a dirigirle la palabramientras él permanecía en silencio,lanzando guijarros a la presa del molino.

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No es nada agradable renunciar a unacacería de ratas cuando uno se ha hechoilusiones. Pero si le hubieran preguntadoa Tom en ese momento, habría dicho:«Volvería a hacer lo mism». Así eracomo acostumbraba a contemplar susactos, en tanto que Maggie siempredesea haber hecho otra cosa.

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Capítulo VII

Aparecen los tíos y lastías

Sin duda, los miembros de la familiaDodson eran agraciados y la señoraGlegg no era la menos bella de lashermanas. Ningún observador imparcialque la contemplara sentada en el sillónde la señora Tulliver podría habernegado que a sus cincuenta años, poseíaun lindo rostro y una hermosa figura,aunque para Tom y Maggie fuera elprototipo de la fealdad. Es cierto que

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despreciaba los beneficios de lucirropas hermosas, porque, aunqueseñalaba con frecuencia que ningunamujer poseía vestidos mejores que lossuyos, no tenía por costumbre usar lonuevo antes que lo viejo. Las demáspodían, si así lo deseaban, ponerse susmejores encajes a cada lavado, perocuando ella muriera encontraríanguardados en el cajón derecho delarmario del gabinete incluso másencajes de los que había tenido laseñora Wooll de Saint Ogg's en toda suvida, aunque la señora Wooll los lucieraantes de pagarlos. Otro tanto sucedíacon los flequillos postizos: con toda

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certeza, la señora Glegg guardaba en loscajones los bucles castaños másbrillantes y rizados, así como postizoscon los más diversos grados deondulación; sin embargo, mirar en un díalaborable desde debajo de un flequillobrillante y rizado supondría introduciruna confusión desagradable e irrealentre lo sagrado y lo profano. Cuandodebía realizar una visita entre semana, laseñora Glegg se ponía algunas veces unode los flequillos que consideraba «detercer», pero no lo hacía cuando setrataba de una visita a casa de unahermana, especialmente si ésta era laseñora Tulliver, que desde su

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matrimonio había ofendido enormementea sus hermanas luciendo su propiocabello aunque, tal como habíaobservado la señora Glegg a la señoraDeane, una madre de familia, comoBessy, con un marido que estabasiempre pleiteando, debería saber lo queera adecuado. ¡Pero Bessy había sidosiempre tan débil!

De manera que si el flequillo postizode la señora Glegg aquel día estaba másrizado que de costumbre se debía a unaintención concreta pretendía haceralusión de modo mordaz e hiriente alpeinado de la señora Tulliver, con doscoletas de rizos rubios separadas entre

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sí por una raya y el cabello debidamentealisado a ambos lados de ésta. Laseñora Tulliver había vertido lágrimasen varias ocasiones por los comentariosde su hermana Glegg sobre unos rizostan poco adecuados para una madre defamilia, pero los conservaba porque eraconsciente de que, con ellos, estaba máshermosa. Este día, la señora Glegg optópor conservar el sombrero en la casa —naturalmente, desatado y ligeramenteechado hacia atrás—, cosa frecuente enella cuando se encontraba de visita y noestaba de muy buen humor: una nuncasabía con qué corrientes de aire podíatopar en casas desconocidas. Por el

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mismo motivo, llevaba una pequeñaesclavina de marta que apenas le cubríalos hombros y distaba de unirse sobre subien formado busto, y protegía su largocuello con una especie de caballo deFrisia de volantes diversos. Seríanecesario ser un experto en modaspasadas para saber cuántas temporadasde retraso tenía el vestido de seda colorpizarra de la señora Glegg, pero debidoa ciertas constelaciones de puntitosamarillos y al olor a moho que evocabaalgún húmedo arcón, era probable queperteneciera a un estrato de trajes lobastante viejo para que le hubierallegado ya el turno de ser usado.

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La señora Glegg, sosteniendo en lamano su gran reloj de oro, cuya cadenale daba varias vueltas alrededor de losdedos, notificó a la señora Tulliver, queacababa de regresar de una visita a lacocina, que, al margen de lo queindicaran los relojes de los demás, en elsuyo decía que eran más de las doce ymedia.

—No sé qué le pasa a nuestrahermana Pullet —prosiguió—. Antes, enesta familia todos éramos puntuales…Así era en época de mi pobre padre… yninguna hermana tenía que esperarsentada media hora a que llegaran lasdemás. Pero si las costumbres de la

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familia se alteran, no será por mi culpa:no seré yo quien llegue a una casacuando los demás estén ya marchándose.M'asombra nuestra hermana Deane:antes se parecía a mí. Pero si quieresseguir mi consejo, Bessy, es mejor queadelantes la comida a que la atrases, yque tome nota la gente que tiene porcostumbre llegar tarde.

—¡Ay, Dios mío! Seguro que llegana tiempo, hermana —dijo la señoraTulliver con blanda irritación—. Lacomida no se servirá hasta la una ymedia, pero si la espera es demasiadolarga para ti, permite que t'ofrezca unpastelito de queso y un vaso de vino.

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—¡Pero Bessy! —exclamó la señoraGlegg con una sonrisa amarga y unmovimiento de cabeza apenasperceptible—. Habría dicho queconocías mejor a tu hermana: nunca hepicado nada entre comidas y no piensoempezar ahora. Aunque me parecelamentable esta tontería de sacar lacomida a la una y media cuandodeberías hacerlo a la una. No es ésa laeducación que has recibido, Bessy.

—Pero Jane, ¿qué puedo hacer? Alseñor Tulliver no le gusta comer antesde las dos: ya he adelantado media horael almuerzo por ti.

—Sí, sí, ya sé cómo son las cosas

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con los maridos: siempre quierenretrasarlo todo. Retrasarían la comidahasta después del té si su mujer fuera tandébil como para consentírselo. Lo sientopor ti, Bessy, porque tienes pococarácter. Esperemos que los chicos nosufran por ello. Y espero que no noshayas preparado una gran comida nihayas hecho grandes gastos por tushermanas, que se conforman con unmendrugo de pan seco antes quecontribuir a que t'arruines condespilfarros. Me pregunto por qué notomas como modelo a nuestra hermanaDeane, que es mucho más sensata. Tútienes dos niños que mantener, y tu

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marido ha gastado tu dinero en pleitos yes probable que gaste también el suyo.Habría sido más adecuado queprepararas un trozo de carne hervida,para aprovechar después el caldo en lacocina, y un pudín sencillo con sólo unacucharada de azúcar y sin especias —añadió la señora Glegg con enfáticotono de protesta.

Con la hermana Glegg de aquelhumor, el día se presentaba alegre. Laseñora Tulliver nunca llegaba a pelearsecon ella, de la misma manera que el aveacuática que extiende una pata con gestode desaprobación tampoco se pelea conel niño que le tira piedras. Sin embargo,

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esta cuestión del almuerzo era delicaday en absoluto nueva, de modo que laseñora Tulliver pudo darle la mismarespuesta que en otras ocasionesanteriores.

—El señor Tulliver dice que,mientras pueda pagarla, siempre tendráuna buena comida para su familia —repuso—. Y tiene derecho a hacer lo quequiera en su casa, hermana.

—En fin, Bessy. Yo no puedo legar atus hijos una cantidad suficiente de misahorros para librarlos de la ruina. Y nopuedes contar con el dinero del señorGlegg: viene de una familia longeva y,aunque muriera antes que yo y me lo

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dejara todo, sabría hacer que fuera aparar a su familia.

La señora Tulliver se alegró de queel sonido de unas ruedas interrumpiera ala señora Glegg y se apresuró a salir arecibir a la hermana Pullet: tenía que serella porque sonaba como un carruaje decuatro ruedas.

La señora Glegg meneó la cabeza ehizo una amarga mueca con los labios alpensar en las «cuatro rueda». Tenía unaidea muy clara sobre el tema.

Cuando el coche se detuvo delantede la puerta de la señora Tulliver, lahermana Pullet estaba llorando y, alparecer, resultaba imprescindible que

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vertiera unas cuantas lágrimas más antesde bajar del vehículo, porque aunque sumarido y la señora Tulliver estabanpreparados para sujetarla, permaneciósentada, moviendo tristemente la cabezamientras miraba a lo lejos entrelágrimas.

—¡Vaya! ¿Qué te pasa, hermana? —preguntó la señora Tulliver. No teníamucha imaginación, pero se le ocurrióque tal vez el gran espejo del tocadordel mejor dormitorio de la hermanaPullet se había roto otra vez.

No recibió otra respuesta que ungesto de negación con la cabezamientras la señora Pullet se levantaba

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lentamente y bajaba de la calesa, no sinlanzar una mirada a su marido para versi protegía de todo mal su hermosovestido de seda. El señor Pullet era unhombre menudo de gran nariz, ojospequeños y brillantes y labios finos; ibavestido con un traje negro de aspectoligero con una corbata blanca queparecía fuertemente atada, de acuerdocon un principio más elevado que lamera comodidad personal. Al lado de suesposa alta y hermosa, ataviada conmangas de jamón, una larga capa y ungran sombrero emplumado y encintado,parecía guardar la misma relación queuna pequeña barca de pesca ante un

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bergantín con las velas desplegadas.Una mujer afligida vestida a la

última moda ofrece una imagenlamentable y un ejemplo llamativo de lacomplejidad que ha introducido en lasemociones un alto grado de civilización.De la pena de un hotentote a la de unamujer con largas mangas de bucarán, convarias pulseras en cada brazo, unsombrero arquitectónico y delicadascintas… ¡qué larga serie degradaciones! En la ilustrada hija de lacivilización, el abandono característicode la tristeza se ve frenado y variado dela más sutil manera hasta presentar unproblema interesante a la mente

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analítica. Si con el corazón destrozado ylos ojos casi cegados por la niebla delas lágrimas, tiene que cruzar una puertacon un escalón difícil y corre el riesgode aplastarse las mangas de bucarán, laprofunda conciencia de esta posibilidadproduce una composición de fuerzasgracias a la cual toma un camino que lepermite franquearla sin problemas. Siadvierte que las lágrimas fluyendemasiado deprisa, desata las cintas ylas lanza hacia atrás con gesto lánguido,movimiento conmovedor que indica,incluso en la más profunda pena, laesperanza de que lleguen momentosfuturos menos húmedos en los que las

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cintas del sombrero recuperen suencanto. Si las lágrimas se demoran unpoco, con la cabeza echada hacia atrásen un ángulo que no perjudique alsombrero, soporta el terrible momentoen que la pena, causa de tanto cansancio,se ha convertido a su vez en un fastidio,contempla pensativamente los brazaletesy ajusta los cierres con un estudiadogesto de descuido que tan gratoresultaría en momentos de calma.

La señora Pullet rozó delicadamentelas jambas con los hombros (en aquellaépoca, una mujer parecía ridícula a losojos civilizados si no medía una yarda ymedia de hombro a hombro) y, tras

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hacerlo, ordenó a los músculos de surostro que suministraran nuevas lágrimasmientras caminaba hacia el salón dondese encontraba sentada la señora Glegg.

—Hermana, llegas tarde: ¿qué hapasado? —preguntó la señora Glegg concierta brusquedad mientras seestrechaban la mano.

La señora Pullet se sentó, no sinlevantar antes la capa cuidadosamente.

—Se ha ido —contestó, utilizandosin saberlo una figura retórica.

Así pues, en esta ocasión no setrataba del espejo, pensó la señoraTulliver.

—Murió anteayer —prosiguió la

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señora Pullet—. Y tenía las piernas tangruesas como mi cuerpo —añadió conprofunda tristeza, tras una pausa—. Lesacaron líquido muchas veces, y dicenque se podría nadar en el agua que salía.

—En ese caso, Sophy, es una suerteque se haya ido, sea quien sea —repusola señora Glegg con la rapidez y elénfasis propios de una mente despejaday decidida—. Aunque debo decir que notengo ni remota idea de quién estáshablando.

—Pero yo sí lo sé —dijo la señoraPullet, suspirando y moviendo la cabeza—. Y no se ha visto un caso similar dehidropisía en toda la parroquia. Lo sé

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porque se trata de la vieja señora Sutton,la de Twentylands.

—Bueno, pero es nada tuyo, ni granconocida, que yo sepa —objetó laseñora Glegg, que siempre lloraba loadecuado cuando algo acontecía a unmiembro de su familia, pero nunca enotras ocasiones.

—Claro que la conocía, si le hevisto las piernas cuando parecíanvejigas… Y era una señora capaz demultiplicar una y otra vez su capital y degestionarlo ella misma hasta el últimomomento. Y guardaba siempre las llavesbajo l’almohada. Imagino que no haymuchos viejos parroquianos como ella.

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—Según dicen, se podría llenar uncarro con las medicinas que tomó —comentó el señor Pullet.

—¡Ah! —suspiró la señora Pullet—.Años antes de padecer esta hidropisíase quejó a los médicos, pero no supieronaveriguar qué tenía. Y me dijo, cuandofui a verla en las últimas Navidades:«Señora Pullet, si alguna vez tienehidropisía, piense en m». Eso fue lo quedijo —añadió la señora Pullet,echándose a llorar amargamente otra vez—: Ésas fueron sus palabras exactas. Yla entierran el sábado, y Pullet estáinvitado al funeral.

—Sophy —dijo la señora Glegg,

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incapaz de contener su tendencia a lareconvención racional—. Sophy, mesorprende que t’inquietes y perjudiquestu salud por personas que no son de lafamilia. Tu pobre padre nunca lo hizo, nitampoco la tía Frances, ni nadie de lafamilia, que yo sepa. No te preocuparíasmás si se nos comunicara que nuestroprimo Abbott había muerto de repentesin testamiento.

La señora Pullet, tras dar porfinalizadas sus lágrimas, permaneció ensilencio, más halagada que molesta porla regañina por llorar demasiado. Notodo el mundo podía permitirse llorartanto por una vecina que no le había

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dejado nada; pero la señora Pullet sehabía casado con un caballero rural ytenía tiempo y dinero suficientes parallevar el llanto y lo que fuera necesariohasta el punto culminante de larespetabilidad.

—Aunque la señora Sutton no muriósin testamiento —intervino el señorPullet, con la confusa sensación derespaldar así las lágrimas de su esposa—. La nuestra es una parroquia rica,pero dicen que nadie deja tanto como laseñora Sutton. Y sólo tiene un heredero,se lo ha dejado todo a un sobrino de sumarido.

—De qué le habrá servido ser tan

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rica, entonces —dijo la señora Glegg—si no tenía más que un familiar de sumarido para dejárselo todo. Es triste notener a nadie más para legar el fruto delas economías: aunque yo no soy d'esosque desearían morir sin dejar másdinero invertido que el que los demáshan calculado; pero es una pena quetenga que salir de la familia propia.

—Hermana —dijo la señora Pullet,que se había recuperado lo suficientepara quitarse el velo y doblarlocuidadosamente—, estoy segura de quela señora Sutton ha legado su dinero a unhombre correcto, porque tieneproblemas de asma y se acuesta todas

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las noches a las ocho. Él mismo me locontó con toda confianza un domingocuando vino a nuestra iglesia. Lleva unapiel de liebre sobre el pecho y letiembla la voz al hablar… Es todo uncaballero. Le conté que no hay muchosmeses al año que no tenga que pasar porlas manos del médico, y me dijo:«¡Cuánto lo siento, señora Pullet!». Ésasfueron sus palabras exactas, ni más nimenos. ¡Ah! —suspiró la señora Pullet,meneando la cabeza ante la idea de quepocas personas podían comprender susexperiencias con los preparados decolor rosa y blanco, los productosfuertes de frascos los pequeños, los más

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suaves de los frascos grandes, los boloshúmedos a un chelín y las pócimas adieciocho peniques. Y añadió,volviéndose a su marido—: Hermana,desearía ir a quitarme la capota, ¿hasvisto dónde está la sombrerera?

El señor Pullet, en unincomprensible descuido, la habíaolvidado. Salió a buscarla, compungido,para remediar la omisión.

—Que la suban al piso de arriba,hermana —dijo la señora Tulliver,deseando salir de inmediato, no fuera laseñora Glegg a empezar a explicar loque le parecía que Sophy fuera laprimera Dodson en arruinarse la salud

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con potingues.La señora Tulliver se alegró de subir

al piso con su hermana Pullet y de podercontemplar atentamente la capota antesde probársela y charlar un rato sobresombreros. Ésta era una de las vertientesde la debilidad de Bessy que suscitabala compasión fraternal de la señoraGlegg: Bessy, teniendo en cuenta susituación, se arreglaba en exceso;además, era demasiado orgullosa paravestir a su hija con las buenas ropas quesu hermana Glegg le daba, extraídas delos estratos más profundos de su arcón:era un pecado y una pena comprar nadapara vestir a aquella niña, como no fuera

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un par de zapatos. Sin embargo, en esteaspecto la Señora Glegg no era del todojusta con su hermana Bessy, porque laseñora Tulliver, en su momento, hizograndes esfuerzos para convencer aMaggie de que se pusiera el sombreritode paja y el vestido de seda teñidahecho a partir de uno de la tía Glegg,pero con un resultado tal que la señoraTulliver se vio obligada a abrazarlosestrechamente contra su pecho; Maggie,tras declarar que el vestido olía a untinte asqueroso, aprovechó para echarsepor encima la salsa del asado en elprimer domingo que tuvo que ponérseloy, al dar con esta solución, la empleó

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también tironeando de las cintas verdesde la capota hasta dejarla como unqueso con guarnición de lechuga mustia.Debe decirse en descargo de Maggieque Tom se había reído al verla conaquel sombrerito y le había dicho queparecía un mamarracho. También la tíaPullet le regalaba ropa, pero ésta erasiempre nueva y lo bastante bonita paragustar tanto a Maggie como a su madre.De entre todas sus hermanas, la señoraTulliver prefería, sin duda, a su hermanaPullet, y esta preferencia era recíproca,aunque la señora Pullet se lamentaba deque los hijos de Bessy fueran tantraviesos y toscos: estaba dispuesta a

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hacer por ellos todo lo posible, pero erauna pena que no fueran tan buenos ni tanguapos como la hija de Deane. Por suparte, Maggie y Tom consideraban quela tía Pullet, en comparación con la tíaGlegg, era tolerable. Tom siempre senegaba a ir a verlas más de una vezdurante las vacaciones; naturalmente, enesa única ocasión los tíos le daban unpequeño premio, pero cerca de labodega de la casa de la tía Pullet habíamuchos sapos a los que tirar piedras, demodo que prefería visitarla a ella.Maggie se estremecía al verlos y leprovocaban horribles pesadillas, pero legustaba la caja de rapé con música del

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tío Pullet. No obstante, cuando la señoraTulliver no se encontraba presente, sushermanas coincidían en afirmar que lasangre de los Tulliver no combinababien con la de los Dodson; que, enrealidad, los pobres hijos de Bessy eranTulliver y que Tom, a pesar de queposeía la tez de los Dodson, con todaprobabilidad sería tan «contrarios»como su padre. En cuanto a Maggie, erael vivo retrato de la tía Moss, lahermana del señor Tulliver, una mujerde grandes huesos que se había casadocon el hombre más pobre del mundo, notenía vajilla de porcelana y su maridopasaba grandes apuros para pagar el

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arrendamiento. Sin embargo, cuando laseñora Pullet se encontró a solas con laseñora Tulliver en el piso superior, loscomentarios derivaron de modo naturalcontra la señora Glegg y coincidieronconfidencialmente en que no habíamanera de saber qué espantajo traería lapróxima vez. La aparición de la señoraDeane con la pequeña Lucy abrevió sutéte-á-téte y la señora Tulliver tuvo quecontemplar con una punzada de dolor elpeinado de los rizos rubios de la niña.Era incomprensible que la señoraDeane, la más delgada y cetrina de todaslas señoritas Dodson, hubiera tenido unaniña que cualquiera habría tomado por

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hija de la señora Tulliver. Y Maggiesiempre parecía el doble de morenacuando estaba junto a Lucy.

Así sucedió aquel día cuandoMaggie regresó del jardín junto conTom, su padre y el tío Glegg. Maggie,que se había quitado la capota con pococuidado, entró con el cabello tan lisocomo despeinado y corrió hacia Lucy,que se encontraba junto a su madre. Sinduda, el contraste entre ambas primasera notorio y, para una miradasuperficial, Maggie salía perdiendo dela comparación, aunque un observadoratento habría advertido aspectos en ellaque encerraban mayores promesas en la

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madurez que la pulcra perfección deLucy: ofrecían un contraste similar alexistente entre un perrito oscuro, tosco ygrande y un gatito blanco. Lucy ofrecíasu boca como una rosa para que ledieran un beso. Todo en ella era bonito:el cuellecito redondo con una sarta decuentas de coral, la naricita recta, enabsoluto respingona, las cejitas claras,más oscuras que los rizos, que hacíanjuego con los ojos color de avellana quecontemplaban con tímido placer aMaggie, la cual le llevaba una cabezaaunque apenas tenía un año más. Maggiesiempre miraba a Lucy con placer. Legustaba idear un mundo donde los niños

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no crecieran nunca e imaginaba que lareina sería como Lucy, llevaría unacorona en la cabeza y un pequeño cetroen la mano… aunque en realidad seríaMaggie con la apariencia de Lucy.

—¡Lucy! —exclamó, después debesarla—. ¿Quieres quedarte a dormircon Tom y conmigo? Tom, dale un beso.

Tom se había acercado también aLucy, pero no tenía la menor intenciónde besarla. Se había aproximado conMaggie porque le parecía más fácil queir a decir «¿Cómo está usted?» a todasesas tías y tíos. Permanecía de pie sinmirar a ningún punto concreto enparticular, sonrojado y torpe, con la

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media sonrisa habitual en los chicostímidos cuando están acompañados,como si se encontraran allí por error yen cierto grado de bochornosa desnudez.

—¡Cómo! —exclamó la tía Gleggcon énfasis—. ¿Desde cuándo los niñosy las niñas entran en una sala dondeestán sus tíos y tías y no saludan? No eraasí cuando yo era pequeña.

—Ir a saludar a vuestros tíos y tías,queridos niños —ordenó la señoraTulliver con aire inquieto y triste,deseando susurrarle a Maggie que fueraa peinarse.

—Bien, ¿cómo estáis? ¿Os portáisbien? —preguntó la tía Glegg con el

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mismo tono enfático mientras los cogíapor las manos, haciéndoles daño con losgrandes anillos, y los besaba en lasmejillas contra su voluntad—. Alza losojos, Tom, alza los ojos. Los chicos queestán internos en un colegio deben llevarla cabeza alta. Mírame. —Al parecer,Tom declinó ese placer e intentó liberarla mano—. Ponte el pelo detrás de lasorejas, Maggie, y colócate bien elvestido en los hombros.

La tía Glegg siempre les hablaba convoz alta y enfática, como si los tomarapor sordos o idiotas: creía que era unamanera de hacerles sentir que erancriaturas subordinadas y de poner freno

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a las tendencias traviesas. Los niños deBessy estaban tan mimados quenecesitaban que alguien les recordara sudeber.

—Queridos niños: crecéis muydeprisa. Temo que os quedéis un pocodébiles —dijo la tía Pullet con tonocompasivo, mirando a su madre porencima de sus cabezas con expresiónmelancólica—. Me parece que esta niñatiene demasiado pelo: en tu lugar, yo selo vaciaría un poco y se lo cortaría,hermana. No es bueno para su salud. Nome sorprendería que por este motivotuviera la piel tan oscura, ¿no crees,hermana Deane?

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—No sabría qué decirte, hermana —contestó la señora Deane, apretando loslabios y mirando a Maggie con airecrítico.

—No, no, —contestó el señorTulliver—. Esta niña está perfectamentesana y no tiene ninguna enfermedad.Bien existen el trigo candeal y el trigomoreno, y a algunos les gusta más eloscuro. Aunque me parecería bien queBessy se lo cortara y se lo dejara liso.

Una terrible decisión empezó atomar forma en el pecho de Maggie,pero la detuvo el deseo de saber si la tíaDeane iba a dejar que Lucy se quedara:pocas veces permitía que estuviera con

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ellos. Tras dar varios motivos pararechazar la invitación, la señora Deanepreguntó a la interesada.

—¿Verdad que no quieres quedarteaquí sin tu madre, Lucy?

—Sí, madre, por favor —contestóLucy tímidamente, sonrojándose hasta elcuello.

—Buena respuesta, Lucy. Deja quese quede, señora Deane, deja que sequede —dijo el señor Deane, un hombregrande pero de aire despierto, con unaspecto físico que se puede encontrar entodas las clases sociales inglesas: calvaen la coronilla, patillas rojas, frentedespejada Y aspecto sólido, aunque no

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pesado. Se pueden ver nobles como elseñor Deane y tenderos o jornaleros,pero la agudeza de sus ojos castaños eramenos común que su figura. Sostenía confuerza una caja de rapé de plata y de vezen cuando ofrecía una pulgarada alseñor Tulliver, cuya tabaquera sólo teníade plata dos adornos, de modo queacostumbraban a bromear sobre el hechode que el señor Tulliver tambiénquisiera intercambiar das cajas. La cajadel señor Deane se la habían regaladodos socios principales de la empresa ala que pertenecía, junto con unaparticipación en el negocio comoreconocimiento por su valiosa

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colaboración como administrador. Nohabía hombre más respetado en SaintOgg's que el señor Deane, y algunaspersonas llegaban a opinar que laseñorita Susan Dodson, de la que sedecía que había hecho la peor boda detodas las hermanas, algún día viajaría enmejor coche y viviría en mejor casaincluso que su hermana Pullet. Nadiesabía hasta dónde podía llegar unhombre que había empezado a subir enuna gran empresa harinera y navieracomo la de Guest & Co., vinculada a labanca. Y la señora Deane, tal comocomentaban sus íntimas amigas, estabaorgullosa y satisfecha: ella, en

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particular, no permitiría que su esposose quedara quieto por falta de acicates.

—Maggie —dijo la señora Tulliver,en cuanto se resolvió la cuestión de lainvitación a Lucy, haciendo una seña aMaggie para que se de acercara—: ¿note da vergüenza? Ve a peinarte. Te dijeque no entraras sin haber ido a ver aMartha primero, ya lo sabes.

—Tom, ven conmigo —susurróMaggie, tirándole de da manga al pasarjunto a él, y Tom da siguió encantado.

—Sube conmigo, Tom —cuchicheócuando estuvieron fuera—. Quiero haceruna cosa antes de comer.

—No hay tiempo para jugar a nada

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antes de comer —objetó Tom, que nodeseaba distraerse con ninguna otraidea.

—Sí, para esto sí hay tiempo: haz elfavor de venir, Tom.

Tom siguió a Maggie escalerasarriba hasta el dormitorio de su madre yla vio dirigirse al cajón del que sacóunas grandes tijeras.

—¿Para qué, Maggie? —preguntóTom, cuya curiosidad se habíadespertado.

Maggie contestó agarrándose dosmechones de la frente y cortándolos enlínea recta a media altura.

—¡Atiza, Maggie! ¡Te la vas a

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cargar! —exclamó Tom—. Será mejorque no cortes más.

Mientras Tom hablaba, las grandestijeras volvieron a cerrarse con unchasquido y el chico no pudo dejar depensar que aquello era bastantedivertido: Maggie estaría muy rara.

—Toma, ahora me cortas tú pordetrás, Tom —dijo Maggie,entusiasmada ante su atrevimiento ydeseosa de terminar la hazaña.

—Te la vas a cargar, ¿sabes? —dijoTom, moviendo la cabeza con gestoadmonitorio y vacilando un poco antesde coger las tijeras.

—Me da igual ¡Date prisa! —ordenó

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Maggie, dando una pequeña patada en elsuelo. Tenía las mejillas encendidas.

Los mechones negros eran tangruesos… nada podía resultar mástentador para un muchacho que habíaprobado ya el placer prohibido de cortarlas crines de un poni. Quienes conocenla satisfacción de hacer que las doshojas de las tijeras se encuentren trasvencer da resistencia de una mata depelo ya saben a qué me refiero. Undelicioso tijeretazo, otro y otro más, ydos mechones de la nuca cayeronpesadamente sobre el suelo; Maggietenía la cabeza llena de escaleras ytrasquilones, pero se sentía libre y

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ligera, como si hubiera salido de unbosque a un claro.

—¡Oh, Maggie! —exclamó Tom,saltando a su alrededor y dándosepalmadas en las rodillas mientras reía—. ¡Atiza, qué pinta tan rara! Mírate alespejo: te pareces al idiota al quetiramos cáscaras de nueces en elcolegio.

Maggie sintió una punzadainesperada. Tenía intención, sobre todo,de librarse de aquel cabello molesto yde los modestos comentarios, y tambiénhabía pensado que aquella acción tandecidida supondría un triunfo sobre sumadre y sus tías; no pretendía que le

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quedara el pelo bonito —eso estabatotalmente fuera de su pensamiento—:sólo deseaba que la consideraran unaniña lista y no le buscaran defectos.Pero cuando Tom se rió de ella y dijoque se parecía a un tonto de pueblocontempló la situación desde otroángulo. Maggie se miró en el espejomientras Tom seguía riéndose y dandopalmadas, y sus mejillas sonrojadasempezaron a palidecer y los labios letemblaron un poco.

—¡Maggie! Tendrás que bajar acomer así —dijo Tom—. ¡Caramba!

—No te rías de mí, Tom —dijoMaggie con tono apasionado, echándose

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a llorar de furia. Dio una patada al sueloy le propinó un empujón.

—¡Y ahora t'enfadas! —exclamóTom—. Entonces, ¿por qué te lo hascortado? Voy a bajar: huelo la comida.

Corrió escaleras abajo y dejó a lapobre Maggie entregada a la amargasensación de irrevocabilidad queexperimentaba casi a diario. Ahora quelo había hecho, se daba cuenta de queera una tontería: iba a oír comentariossobre su cabello y éste estaría máspresente que nunca; Maggie seprecipitaba a actuar con impulsosapasionados y después su imaginación lepintaba con todo detalle, no sólo las

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consecuencias de sus actos, sino lo quehabría sucedido si no hubiera hechonada. Tom nunca cometía tonterías comoesa, ya que poseía una capacidadinstintiva y maravillosa para discernir loque se volvería en su favor o en sucontra, y así sucedía que aunque eramucho más terco e inflexible queMaggie, su madre pocas veces loreprendía por travieso. Si en algunaocasión Tom cometía un error similar, semantenía firme en él a toda costa: le«daba igua»,. Si rompía el látigo de lacalesa de su padre por azotar la puertade la cancela, no había podido evitarlo:el látigo no debería haberse quedado

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atrapado en el gozne. Si Tom Tulliverazotaba la puerta estaba convencido nosólo de que era justificable que chicosazotaran las puertas, sino de que erajustificable que Tom Tulliver azotaraaquella en concreto, por lo que no teníaintención de arrepentirse. En cambio,mientras lloraba delante del espejo, aMaggie le parecía imposible bajar acomer y soportar las miradas y laspalabras severas de las tías mientrasTom, Lucy y Kezia, que la esperaban enla mesa, y quizá su padre y sus tíos, sereían de ella: si Tom se había reído sinduda todos los demás también lo harían:y si no se hubiera tocado el pelo, podría

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haberse sentado con Tom y Lucy, yhabría comido el pudín de albaricoquecon crema. ¿Qué otra cosa podía hacerque llorar? Permaneció sentada tanindefensa y desesperada entre los negrosmechones como Áyax entre las ovejasmuertas. Tal vez su angustia parezca muytrivial a los curtidos mortales que tienenque pensar en facturas navideñas,amores muertos y amistades rotas, perono era menos amarga para Maggie —talvez incluso más— de lo que lo son loque nos gusta denominar antitéticamente«las verdaderas pena» de la madurez.«Ay, hijo, ya tendrás problemas deverdad para preocuparte dentro de poc»,

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nos han dicho a casi todos en la infanciapara consolarnos, y lo hemos repetido aotros en cuanto hemos crecido. Todoshemos sollozado lastimeramente,sostenidos por diminutas piernasdesnudas que asomaban por encima depequeños calcetines, al perder de vista anuestra madre o a la niñera en algúnlugar desconocido, pero ya no podemosevocar el dolor del momento y llorarlode nuevo, tal como podemos hacer conlos sufrimientos de cinco o diez añosatrás. Todos estos instantes tan intensoshan dejado su huella y perduran ennosotros, pero estas huellas se hanmezclado irremisiblemente con la

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textura más sólida de la juventud y lamadurez; por ello podemos contemplarlos disgustos de nuestros niños con unasonrisa de incredulidad ante su dolor.¿Hay alguien que pueda recuperar laexperiencia de su infancia, no sólo conel recuerdo de lo que hizo y lo que lesucedió, de lo que le gustaba y lo que ledisgustaba cuando llevaba bata ypantalones, sino plenamente, con laconciencia revivida de lo que sentíaentonces, cuando el tiempo entre dosveranos transcurría tan lentamente? ¿Loque sentía cuando los compañeros decolegio lo echaban de su juego porquelanzaba mal el balón por mera

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terquedad? ¿O en un día de vacacioneslluvioso, cuando no sabía cómodivertirse y pasaba de la ociosidad a latravesura, de ésta al desafío y de éste almalhumor? ¿O cuando su madre senegaba tajantemente a permitir quetuviera una levita aquel trimestre,aunque todos los niños de su edadllevaban ya la chaqueta con faldones? Sipudiéramos recordar estas amarguras tantempranas y nuestras oscurasprevisiones, aquella concepción de lavida sin perspectivas que tan intensahacía la amargura, no nos reiríamos delas penas dee nuestros hijos.

—Señorita Maggie, tiene que bajar

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ahora mismo —anunció Kezia, entrandoen la habitación a toda prisa—. ¡Cielosanto! ¿Qué ha hecho? Nunca había vistoadefesio semejante.

—No quiero bajar, Kezia —exclamóMaggie enfadada—. ¡Vete!

—Señorita, tiene que bajar ahoramismo: su madre lo ha dicho —dijoKezia, acercándose a Maggie ytomándola de la mano para levantarladel suelo.

—Vete, Kezia. No quiero comer —insistió Maggie, resistiéndose a Kezia—. No iré.

—En fin, no puedo quedarme: tengoque servir la comida —dijo Kezia,

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saliendo otra vez.—Maggie, tonta —dijo Tom

asomando la cabeza a la habitación diezminutos más tarde—. ¿Por qué no bajasa comer? Hay muchas cosas buenas ydice nuestra madre que bajes. ¿Por quélloras, boba?

¡Era terrible! Tom se comportabacon dureza e indiferencia: si hubierasido él el que lloraba en el suelo,Maggie habría llorado con él. Y,además, estaba aquella comida tanbuena: y tenía tanta hambre. Aquello eramuy triste.

Sin embargo, Tom no era totalmenteindiferente. No era propenso a las

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lágrimas y no le apetecía que la pena deMaggie le estropeara la perspectiva dedisfrutar de los dulces, de modo que seacercó a Maggie, puso su cabeza junto ala suya y le dijo en un tono bajo yconsolador:

—¿No quieres venir, Maggie? ¿Tetraigo un poco de pudín cuando ya mehaya comido el mío? ¿Un poco de cremay otras cosas?

—Sssí —contestó Maggie,empezando a sentirse un poco mejor.

—Muy bien —dijo Tom, alejándose.Pero regresó de nuevo a la puerta yañadió—: será mejor que vengas,¿sabes? Tenemos postre con nueces y

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vino de prímula.Las lágrimas de Maggie habían

cesado y cuando Tom se marchó parecíareflexionar. El buen carácter de Tomhabía quitado filo al sufrimiento y lasnueces con vino de prímula empezaban aejercer legítima influencia.

Se levantó lentamente sobre losmechones dispersos y bajó las escalerasdespacio. Se detuvo detrás de la puertaentreabierta del comedor con el hombroapoyado en la jamba, y atisbó por ella.Vio a Tom y a Lucy, separados por unasilla vacía, y la crema en una mesillalateral: aquello era demasiado. Entrófurtivamente y se dirigió hacia la silla

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vacía. Pero apenas se había sentadocuando se arrepintió y deseó encontrarsede nuevo en el piso de arriba.

La señora Tulliver soltó un gritito alverla y se llevó tal susto que dejó caerla gran cuchara de salsa de carne en lafuente, con graves resultados para elmantel. Kezia no había revelado elmotivo de la negativa de Maggie a bajar,ya que no deseaba sobresaltar a laseñora en el momento de trinchar lacarne, y la señora Tulliver pensó que nosería nada mas que un ataque deterquedad que llevaba en sí mismo sucastigo al privar a Maggie de la mitadde la comida.

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El grito de la señora Tulliver hizoque todos los ojos se volvieran haciadonde ella miraba; las mejillas y lasorejas de Maggie empezaron a ardermientras el tío Glegg, un ancianocaballero de aire afable y cabelloblanco exclamaba:

—¡Vaya! ¿Quién es esta muchacha,si no la conozco? ¿Es una niña que hasrecogido en la calle, Kezia?

—Caramba, si s’ha cortado el pelo—comentó el señor Tulliver en voz bajaal señor Deane, riendo divertido—.¿Habías visto alguna vez una niña comoésta?

—¡Vaya con la señorita! Qué

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graciosa t’has puesto —dijo el tíoPullet, y tal vez fuera el comentario maslacerante que hizo en su vida.

—¡No te da vergüenza! —exclamóla tía Glegg con el tono de voz mássevero y sonoro que pudo emplear—.Deberían azotar a las niñas que secortan el pelo y alimentarlas con pan yagua, en lugar de permitir que se sientencon sus tíos y tías.

—¡Vaya, vaya! —añadió el tíoGlegg, intentando suavizar con unabroma esta denuncia—. Creo que hayque enviarla al calabozo y cortarle elresto del pelo, al menos paraigualárselo.

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—Ahora parece mas que nunca unagitana —señaló la tía Pullet, en tono deconmiseración—. Qué mala suerte,hermana, que esta niña sea tan morena: yeso que el niño es rubito. No creo queser tan morena le facilite las cosas en lavida.

—Es una niña mala, capaz dedestrozar el corazón de su madre —gimió la señora Tulliver con lágrimas enlos ojos.

Maggie tenía la sensación de estarescuchando un coro de burlas yreproches. Se sonrojó de rabia y, porunos momentos, se sintió capaz deadoptar una actitud rebelde; Tom pensó

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que estaba lista para defendersereconfortada por la llegada del pudíncon crema. Convencido de ello, lesusurró:

—¡Atiza! Maggie, ya t’he dicho quete las cargarías —murmuró conintención amable, pero Maggie dio porhecho que Tom se recreaba con suignominia. La capacidad de desafío laabandonó y, con el corazón henchido depena, se puso en pie, corrió hacia supadre, escondió el rostro en su hombro yestalló en sollozos.

Vamos, vamos, mocita —la consolósu padre con cariño, rodeándola con elbrazo—. No importa: tenías derecho a

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cortártelo si te molestaba. Deja dellorar: tu padre está de tu parte.

¡Qué dulces y tiernas palabras!Maggie nunca olvidó los momentos enque su padre estuvo a su lado: losguardó en el corazón y pensaba en ellosaños más tarde, cuando todos decían quesu padre los había tratado muy mal.

—¡Cómo malcría tu marido a estaniña, Bessy! —exclamó la señora Gleggen un sonoro «apart» con la señoraTulliver—. Como te descuides, la va aestropear. Nuestro padre nunca educóasí a sus hijas: en ese caso, habríamossido una familia muy distinta de la quesomos.

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En aquel momento, las penasdomésticas de la señora Tulliverparecían haber alcanzado el punto enque se llega a la insensibilidad. Noadvirtió la observación de su hermana yse limitó a echar hacia atrás las cintasde la cofia y servir el pudín con mudaresignación.

Con el postre llegó la liberacióncompleta de Maggie, porque dijeron alos niños que podían tomar las nueces yel vino de prímula en el cenador, puestoque el día era templado, y corretearonpor los arbustos del jardín, cubiertos debrotes, con la presteza de animalillosescapados de una lente ustoria.

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La señora Tulliver tenía motivosespeciales para darles permiso: ahoraque se había terminado la comida yestaba todo el mundo más relajado, erael momento adecuado para comunicar laintención del señor Tulliver en relacióncon Tom, y le parecía preferible que éstese encontrara ausente. Los niños estabanacostumbrados a oír hablar de ellos contanta libertad como si fueran pájaros yno pudiera entende nada, por mucho queestiraran el cuello y escucharan; sinembargo en esta ocasión, la señoraTulliver mostraba una discreción inusualporque se había dado cuenta de que aTom no le gustaba la idea de entrar de

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pupilo de un clérigo, cosa que le parecíaequiparable a ir a estudiar con un agentede la policía. La señora Tulliver tenía latriste sensación de que su marido haríalo que se le antojara, sin importarle loque dijeran sus hermanas Glegg o Pullet,pero por lo menos, si todo salía mal, nopodrían decir que Bessy se había vistoarrastrada por el capricho de su maridosin decir una palabra a sus parientes.

—Tulliver —dijo, interrumpiendo laconversación de su marido con el señorDeane—: ha llegado el momento decontar a las tías y tíos de los niños loque piensas hacer con Tom, ¿no teparece?

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—D'acuerdo —contestó el señorTulliver secamente—: no me importacontarles a todos lo que pienso hacercon él. He decidido —añadió, mirandohacia el señor Glegg y el señor Deane—que lo enviaré con el señor Stelling, unclérigo que vive en King's Lorton, unindividuo muy brillante, para que loprepare en diversas materias.

Se oyó un murmullo de sorpresaentre los presentes, similar al que seobserva en una congregación ruralcuando desde el púlpito se alude a susasuntos cotidianos: en la misma medidaresultaba asombroso que apareciera unclérigo en los asuntos familiares del

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señor Tulliver. En cuanto al tío Pullet,no se habría desconcertado más si elseñor Tulliver hubiera dicho que iba aenviar a Tom con el presidente de laCámara de los Lores, ya que el tío Pulletpertenecía a esa clase extinta depropietarios rurales británicos quevestían con buen paño, pagabanimpuestos y contribuciones municipaleselevadas, acudían a la iglesia y comíanbien los domingos, sin pararse a pensaren el origen de la constitución de laIglesia y el Estado británicos, de lamisma manera que no meditaba sobre elsistema solar o las estrellas. Es triste,pero cierto, el hecho de que el señor

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Pullet tuviera la confusa idea de que unobispo era una especie de baronet quepodía o no ser clérigo; y puesto que elrector de su parroquia era un hombre defamilia y fortuna notables, la idea de queun clérigo pudiera ser maestro resultabademasiado alejada de su experienciapara resultar concebible. Ya sé queresulta difícil en estos tiemposinstruidos concebir la ignorancia del tíoPullet, pero basta con pensar en losnotables resultados que obtienen lasfacultades naturales en condicionesfavorables. Y el tío Pullet poseía unagran capacidad natural para laignorancia. Fue él el primero en

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expresar su asombro.—¡Vaya! ¿Y por qué va a enviarlo

con un clérigo? —exclamó conexpresión de asombro en los ojos,mirando al señor Glegg y al señorDeane para ver si éstos daban muestrasde comprensión.

—¡Caramba! Porque, por lo que sé,los clérigos son los mejores maestros —contestó el pobre Tulliver que, en ellaberinto de este mundo tan enredoso, seasía con rapidez y tenacidad a lo queparecía seguro—. Jacobs, el de la'cademia, no es clérigo y lo ha hechomuy mal. Así que pensé que si lo ponía aestudiar otra vez, debería ser con otra

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persona. Y, por lo que he podidoaveriguar, el señor Stelling es del tipode hombre que quiero. Y tengo intenciónde que mi chico vaya con él desde elprincipio del trimestre de verano —concluyó con tono decidido, dando ungolpecito a la tabaquera y tomando unpellizco de rapé.

—Entonces tendrá usted que pagaruna hermosa factura cada medio año,¿verdad, Tulliver? En general, losclérigos saben bastante —dijo el señorDeane, aspirando una pulgaradavigorosamente, como siempre hacíacuando deseaba mantener una posturaneutral.

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—¡Cómo! ¿Y cree que el clérigoéste le enseñará a distinguir un buenpuñado de trigo cuando lo vea, vecinoTulliver? —preguntó el señor Glegg,divertido con su broma. Dado que sehabía retirado de los negocios,consideraba que no sólo le estabapermitido tomarse todo a la ligera, sinoque era incluso adecuado que lo hiciera.

—Bueno, saben, tengo planes paraTom —afirmó el señor Tulliver; despuéshizo una pausa y alzó la copa.

—Bien, si se me permite hablar,cosa que sucede raras veces —intervinola señora Glegg con tono amargo—, diréque me gustaría saber qué cosa buena le

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traerá al chico el ser educado porencima de su fortuna.

—¡A ver! —exclamó el señorTulliver sin mirar a la señora Glegg ydirigiéndose a la sección masculina desu público—: Miren, he decidido queTom no se dedique a lo mío. Lo hepensado bien y he tomado la decisión apartir de lo que vi que hizo Garnett consu hijo. Quiero que se dedique a algúnnegocio en el que pueda entrar sincapital, y quiero darle una educaciónque le permita tratar en pie de igualdada los abogados y tipos así y echarme unamano de vez en cuando.

La señora Glegg emitió un

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prolongado sonido gutural con los labiosapretados en una sonrisa mezcla delástima y burla.

—Algunas personas harían mejor endejar tranquilos a los abogados —espetó.

—Entonces, ¿este clérigo dirige uncolegio de enseñanza secundaria, comoel de Market Bewley? —preguntó elseñor Deane.

—No, nada de eso —contestó elseñor Tulliver—. Sólo piensa aceptardos o tres alumnos, así podrá dedicarlesmás tiempo.

—Ah, así terminará antes sueducación: no pueden aprender mucho

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cuando son tantos en clase —comentó eltío Pullet, pensando que ya estabaempezando a entender este asunto tancomplicado.

—Entonces, querrá que le paguemás, supongo —dijo el señor Glegg.

—Claro, claro: ni más ni menos quecien al año, sólo eso —dijo el señorTulliver, orgulloso de su decisión—.Pero eso es como una inversión: laeducación será para Tom como uncapital.

—Sí, eso es cierto —dijo el señorGlegg—. Bien, bien, vecino Tulliver:quizá tenga usted razón, quizá tengarazón:

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Cuando no quedan tierras nidinero,

la educación es lo primero.—Recuerdo que leí este versito en

un escaparate de Buxton. Y nosotros,que no tenemos estudios, será mejor queguardemos el dinero, ¿verdad, vecinoPullet? —El señor Glegg se frotó lasrodillas con aire complacido.

—Glegg, me sorprendes —dijo suesposa—. Esto es impropio de unhombre de tu edad y situación.

—¿Qué es impropio, señora Glegg?—preguntó el señor Glegg con un guiñoa los presentes—. ¿La chaqueta nuevaque llevo de color azul?

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—Cuánto lamento tu debilidad,Glegg. Como digo, es impropio quebromees cuando ves que un miembro detu familia se dirige de cabeza a la ruina.

—Si se refiere usted a mí —dijo elseñor Tulliver, francamente irritado—,no es necesario que se inquiete. Puedodirigir mis asuntos sin molestar a nadie.

—¡Ah! —dijo el señor Deane,introduciendo prudentemente una nuevaidea—. Ahora recuerdo que alguien dijoque Wakem iba a enviar a su hijo, elchico deforme, con un clérigo, ¿verdad,Susan? —añadió, dirigiéndose a suesposa.

—No sé nada de eso —contestó la

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señora Deane, cerrando de nuevo loslabios con fuerza. La señora Deane noera partidaria de intervenir en unaconversación en la que se lanzarantantos proyectiles.

—Bien —prosiguió el señorTulliver, hablando animadamente paraque la señora Glegg advirtiera que no leimportaba su opinión—: si Wakempiensa en enviar a su hijo con un clérigo,pueden estar seguros de que yo no meequivoco al mandar a Tom con otro.Wakem es el mayor bribón que hayacreado Pero Botero, pero sabe calar aun hombre enseguida. Sí, sí, díganmequién es el carnicero de Wakem y les

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diré dónde deben comprar la carne.—Pero el hijo del abogado Wakem

es jorobado —objetó la señora Pullet,pensando que la conversación adquiríaun sesgo fúnebre—. Es más natural quea él lo envíen con un clérigo.

—Sí —coincidió el señor Glegg,interpretando la observación de laseñora Pullet de modo erróneo—. Debetener esto en cuenta, vecino Tulliver: esprobable que el hijo de Wakem notrabaje nunca y Wakem pretenda hacerde él un caballero, pobre muchacho.

—Glegg —exclamó su esposa en untono que implicaba que su indignaciónseguía burbujeando, si bien estaba

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decidida a contenerla—. Harías mejordejando quieta la lengua. El señorTulliver no quiere conocer tu opinión nitampoco la mía. En este mundo haypersonas que lo saben todo mejor quenadie.

—Caramba, pues se diría que ustedes una de esas, si nos atenemos a suspalabras —exclamó el señor Tulliver,cuya indignación hervía de nuevo.

—Si no digo nada —contestó laseñora Glegg con sorna—. No se me hapedido consejo y no pienso darlo.

—Entonces, será la primera vez —dijo el señor Tulliver—. Ésa es la únicacosa que siempre está dispuesta a dar.

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—Tal vez me haya precipitado a lahora de prestar, por no decir que me heapresurado a dar —repuso la señoraGlegg—. He prestado dinero a algunos,aunque quizás tenga que arrepentirme deprestar dinero a la familia.

—Vamos, vamos, vamos —intervinoel señor Glegg con tono conciliador.Pero el señor Tulliver no estabadispuesto a que nadie le impidieraresponder.

—A cambio de un pagaré y del cincopor ciento, por muy familiar que fuera.

—Hermana —rogó la señoraTulliver—, tómate el vino y permítemeque t'ofrezca unas almendras y unas

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pasas.—Bessy, lo siento mucho por ti —

dijo la señora Glegg, como el perrocallejero que aprovecha para dedicarsus ladridos al hombre que no llevabastón—. No viene a cuento hablar dealmendras y pasas.

—Por Dios, hermana Glegg, no seastan picajosa —imploró la señora Pullet,soltando unas lagrimitas—. Te puede darun ataque si te pones tan coloradadespués de comer… Piensa queacabamos de salir del luto y dequitarnos los vestidos negros… Es muytriste que esto suceda entre hermanas.

—Sin duda, está mal —dijo la

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señora Glegg—. Hay que ver hastadónde hemos llegado cuando unahermana invita a otra a su casa parapelearse con ella e insultarla.

—Tranquila, tranquila, Jane. Sérazonable —dijo el señor Glegg.

Pero mientras hablaba, el señorTulliver, que de ningún modo habíadicho lo suficiente para desahogarse,estalló de nuevo.

—¿Quién quiere discutir con usted?—preguntó—. Es usted quien no puededejar a la gente en paz y tiene que darsiempre la lata. Ni se me pasa por lacabeza discutir con una mujer, siempreque ésta sepa estar en su sitio.

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—¡Mi sitio! —exclamó la señoraGlegg con voz cada vez más estridente—. Sus mayores, señor Tulliver, muertosy enterrados, me trataban con otrorespeto… Aunque yo tengo un maridoque se queda sentado tan tranquilomientras me humillan, cosa que nuncahabría pasado si algún miembro de mifamilia no hubiera hecho peor boda delo que le correspondía.

—Ya que habla de eso —dijo elseñor Tulliver—, mi familia es tanbuena como la suya, e incluso mejor,porque en ella no hay ninguna malditamujer con mal carácter.

—¡Muy bien! —dijo la señora

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Glegg, poniéndose en pie—. No sé si teparece bien quedarte ahí sentado oyendocómo me insultan, Glegg, pero no voy aaguantar en esta casa ni un minuto más.Puedes quedarte si quieres e ir a casacon la calesa, porque yo me voyandando.

—Por Dios, por Dios —dijo elseñor Glegg con tono abatido mientrassalía de la habitación detrás de suesposa.

—Tulliver, ¿cómo has podido decirestas cosas? —exclamó la señoraTulliver con lágrimas en los ojos.

—Que se vaya —exclamó el señorTulliver, demasiado enfadado para que

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lo ablandaran las lágrimas—, que sevaya, y cuanto antes, mejor: así nointentará mandarme.

—Hermana Pullet —rogó la señoraTulliver, con gesto impotente—, ¿creesque serviría de algo que fueras tras ellae intentaras calmarla?

—No, será mejor que no —dijo elseñor Deane—. Ya lo arreglaran otrodía.

—Entonces, hermanas, ¿vamos a vera los niños? —preguntó la señoraTulliver, secándose las lágrimas.

Ninguna otra propuesta podía habersido más oportuna. En cuanto lasmujeres salieron de la sala, el señor

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Tulliver se sintió como si hubieranlimpiado el aire de moscas molestas.Pocas cosas le gustaban mas que charlarcon el señor Deane, cuya estrechadedicación a los negocios raras vecesles permitía ese placer. Consideraba queel señor Deane era el «más capacísim»de sus conocidos y, además, tenía unalengua rápida y cáustica que suponía unagradable contrapunto a la tendencia eneste sentido del señor Tulliver, quepermanecía en estado embrionario omuda. En cuanto las mujeres semarcharon, pudieron hablar de cosasserias sin interrupciones frívolas,intercambiar puntos de vista en relación

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al duque de Wellington, cuya actitud enlo referente a la Cuestión Católica habíaproyectado una luz completamente nuevasobre su carácter, y comentar un poco sucomportamiento en la batalla deWaterloo, que nunca habría ganado sinel respaldo de muchísimos ingleses,para no mencionar a Bucher y losprusianos que, como había oído decir elseñor Tulliver a una persona muyversada sobre el tema, habían aparecidoen el momento oportuno; si bien en estepunto se produjo una ligera discrepanciacuando el señor Deane señaló que noestaba dispuesto a confiar mucho en losprusianos, ya que la construcción de sus

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barcos, junto con el carácterinsatisfactorio de las transacciones decerveza de Danzig, lo inclinaban notener en gran estima el valor prusiano engeneral. Sintiéndose derrotado en esteterreno, el señor Tulliver pasó aexpresar sus temores de que el paísnunca volviera a ser lo que había sido;pero el señor Deane, vinculado a unaempresa con beneficios cada vezmayores, tendía a una visión más alegredel presente y tenía algunos detalles quedar en relación con el estado de lasimportaciones, especialmente decurtidos y pieles, lo que alivió laimaginación del señor Tulliver

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proyectando a una perspectiva máslejana la época en que el país fuerapresa completa de los papistas y losradicales, y los hombres honrados ya notuvieran cabida en él.

El tío Pullet escuchaba sentadotodos estos elevados asuntos con losojos brillantes. No entendía nada depolítica y pensaba que tal conocimientose debía a algún don natural pero, por loque podía deducir, ese duque deWellington no valía gran cosa.

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Capítulo VIII

El señor Tulliver muestrasu lado mas débil

—Imagina que la hermana Glegg tepide que le devuelvas el dinero: tepondría en un aprieto tener que reunirquinientas libras en este momento —dijola señora Tulliver a su marido aquellanoche, mientras efectuaba un repasoquejumbroso del día.

La señora Tulliver llevaba treceaños viviendo con su marido y, sinembargo, conservaba intacta la

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capacidad de decir cosas que loempujaban en dirección opuesta a la queella deseaba. Algunas personasconsiguen ser siempre como el primerdía, de la misma manera que un ancianopececillo de colores parece conservarhasta el final la juvenil ilusión de que esposible nadar en línea recta en elinterior de una pecera redonda. Laseñora Tulliver era un pececillo afabley, tras golpearse la cabeza contra lamisma superficie resistente durante treceaños, aquel día insistía con prontitudinmarcesible.

Su comentario empujó al señorTulliver al convencimiento de que no le

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costaría nada reunir quinientas libras ycuando la señora Tulliver insistió enpreguntar cómo las conseguiría sinhipotecar el molino y la casa —cosaque, según él había asegurado siempre,nunca haría—, puesto que en los tiemposque corrían la gente no estaba muydispuesta a prestar dinero sin garantías,el señor Tulliver, irritándose, declaróque la señora Glegg podía reclamar sudinero si le apetecía: lo pidiera o no, élestaba decidido a devolvérseloinmediatamente. No estaba dispuesto adepender de las hermanas de su esposa.Cuando un hombre se casaba con unafamilia con toda una camada de

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hembras, mucho tendría que aguantar sise lo toleraba. Y él no se lo iba atolerar.

La señora Tulliver lloró conabundantes lágrimas y escaso ruidomientras se ponía el gorro de dormir,pero no tardó en caer en un plácidosueño, acunada por el pensamiento deque al día siguiente hablaría de todo ellocon su hermana Pullet, cuando llevaralos niños a Garum Firs para tomar el té.No esperaba que la conversacióncambiara las cosas, aunque parecíaimposible que los acontecimientos delpasado fueran tan obstinados como parapermanecer inamovibles a pesar de los

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lamentos.Su marido estuvo despierto mucho

más rato, ya que él también pensaba enla visita que realizaría al día siguiente ysus ideas no eran tan vagas nibalsámicas como las de su amablecompañera.

Cuando el señor Tulliver seencontraba bajo la influencia de unsentimiento poderoso, tendía a actuarcon una prontitud que podría parecercontraria a la dolorosa idea que tanto legustaba repetir acerca de lo enredoso delos asuntos humanos; pero no esimprobable que hubiera una relacióndirecta entre ambos fenómenos,

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aparentemente contradictorios, puestoque tengo observado que no hay comotirar bruscamente de una sola hebra paraobtener la nítida sensación de que unamadeja está enmarañada. Debido a estadiligencia, al día siguiente, pocodespués de comer —el señor Tulliver noera dispéptico—, se encontró montado acaballo, de camino a Basset para visitara su hermana Moss y a su esposo. Trasdecidir de modo irrevocable quedevolvería el préstamo de quinientaslibras a la señora Glegg, se le ocurriópensar que, puesto que tenía un pagarépor las trescientas libras prestadas a sucuñado Moss, si éste podía devolverle

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el dinero en un plazo acordado, seamortiguaría en gran medida laconsideración errónea que merecía elatrevido paso del señor Tulliver a losojos de esas personas débiles quenecesitan saber cómo debe hacerse unacosa antes de estar seguras de que seráfácil llevarla a cabo.

La situación del señor Tulliver noera nueva ni sorprendente pero, como enotras cuestiones cotidianas, sin dudatendría un efecto acumulativo que sepercibiría a largo plazo: se le tenía porhombre mucho más acaudalado de loque era en realidad. Y como tendemos acreer lo que el mundo cree de nosotros,

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solía pensar en el fracaso y la ruina conla misma piedad remota que siente unhombre enjuto y cuellilargo al oír que supletórico vecino cuellicorto ha sufridouna apoplejía. Estaba acostumbrado aoír agradables bromas sobre lasventajas de su situación por ser dueñode un molino y poseer un buen trozo detierra, y estas bromas lo mantenían en laidea de que era un hombre deconsiderable fortuna. Daban unagradable sabor al vaso de cerveza quetomaba los días de mercado y, si nohubiera sido por la regularidad de lospagos semestrales, el señor Tulliverhabría olvidado que pesaba una hipoteca

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de dos mil libras sobre el molino y lacasa. La culpa no era totalmente suya,puesto que mil libras correspondían a lacantidad que había tenido que dar a suhermana cuando se casó, y un hombreque tiene vecinos capaces de recurrir alos tribunales difícilmente podrácancelar una hipoteca, especialmente sigoza de la buena consideración de susamistades, dispuestas a pedirle cienlibras con una garantía demasiadoelevada para que aparezca escrita en unpergamino. Nuestro amigo Tulliver erabuena persona y no le gustaba negarnada, ni siquiera a una hermana que nosólo había llegado al mundo de modo

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superfluo —cosa habitual en lashermanas y que tenía como consecuenciala necesidad de hipotecarse—, sino quese había lanzado al matrimonio y habíacoronado sus errores con un octavo hijo.El señor Tulliver era consciente de serun poco débil en este punto, pero sedisculpaba pensando que la pobre Grittyera una chica guapa antes de casarse conMoss, e incluso algunas veces, cuandolo decía, le temblaba un poco la voz. Noobstante, aquella mañana tenía un talantemás próximo al de un hombre denegocios y durante el camino por lossenderos de Basset —estriados porprofundos surcos, tan alejados de

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cualquier mercado que la tarea deconseguir una cosecha y estiércolconsumía la mayor parte de losbeneficios de los habitantes de laspobres tierras de aquella parroquia—,fue desarrollando una justa irritacióncontra Moss, aquel hombre sin capitalque, en caso de que se extendieranplagas de morriña y añublo seguro queno se libraba, y que, cuanto másintentabas ayudarlo a salir del fango,más se hundía. En realidad, no le iríanada mal verse obligado a devolver lastrescientas libras: haría que anduvieracon más cuidado y no actuara de modotan alocado con la lana como el año

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anterior: sin duda, el señor Tulliverhabía sido demasiado blando con sucuñado y como le había perdonado losintereses durante dos años, Moss eracapaz de pensar que no debía molestarsepor el principal. Pero el señor Tulliverestaba decidido a no fomentar másactitudes tan poco responsables y elviaje por los caminos de Basset notendía a debilitar la decisión de unhombre calmando su enfado. Lasprofundas huellas secas de los cascos delas caballerías, grabadas durante losfangosos días del invierno, lo sacudíande vez en cuando y le hacían proferiralguna imprudente pero estimulante

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imprecación contra el padre de losabogados que, mediante su pezuña o deotro modo, algo tendría que ver con elestado de los caminos. La abundancia demalas tierras y vallas descuidadas queveían sus ojos, aunque no pertenecierana la granja de su hermano Moss,contribuían en gran medida a sudescontento con aquel desgraciadoagrónomo. Si aquellos no eran losbarbechos de Moss bien podrían haberlosido: todos los campos de Basset eraniguales; en opinión del señor Tulliver,aquella era una parroquia indigente y,sin duda, su opinión no carecía defundamento. Basset tenía malas tierras,

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caminos miserables, un vicario y unterrateniente absentistas y pobres, eincluso lo era el medio párroco que lecorrespondía. Si alguna personaprofundamente impresionada por elpoder de la mente humana para triunfarsobre las circunstancias adversasafirmara que los parroquianos de Bassettal vez pertenecieran a una clase degente superior, nada tendría que objetara esa afirmación abstracta. Lo único quesé es que, de hecho, el espíritu de Bassetestaba a la altura de las circunstancias.Los embarrados caminos, verdes oarcillosos, que para la mirada forasteraparecían no conducir a ningún lugar,

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sino, simplemente, de uno a otro, enrealidad llevaban, con paciencia, a unalejana carretera; sin embargo, los piesde Basset se encaminaban con mayorfrecuencia hacia un antro de disipaciónconocido oficialmente con el nombre deMarkis o'Grandby, si bien loshabituales lo llamaban «la casa deDickinso». Tal vez no pareciera muytentadora aquella gran sala con el suelocubierto de arena, frío olor a tabacomezclado con posos de cerveza, el señorDickinson apoyado contra la jamba de lapuerta mientras su granujiento rostro deexpresión triste parecía tan irrelevante ala luz del día como la oscilante vela de

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la víspera; y, sin embargo, la mayoría delos hombres de Basset encontraba ellugar fatalmente atractivo cuandopasaban por delante hacia las cuatro dela tarde de un día de invierno; y sicualquier esposa de Basset deseabaindicar que su marido no era un hombreque buscara placeres, difícilmentepodría decirlo con más énfasis queafirmando que no gastaba ni un chelín enDickinson en todo el año. La señoraMoss lo había dicho de su marido enmás de una ocasión cuando su hermanose mostraba propenso a encontrarledefectos, como sin duda sucedía aqueldía. Y nada podía calmar menos al señor

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Tulliver que el portón de la granja, puesen cuanto intentó abrirlo con la fusta secomportó como hacen las puertas quehan perdido la bisagra superior con elconsiguiente peligro para las espinillas,tanto equinas como humanas. Estaba apunto de desmontar y conducir elcaballo por la tierra mojada del corral—situado en una hondonada a la tristesombra de los grandes cobertizos demadera— hasta el caserón en ruinasemplazado en lo más alto de terrenocuando la oportuna aparición de unvaquero le permitió seguir el planprevisto de no descabalgar en toda lavisita. Cuando un hombre pretende

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comportarse con dureza debe quedarsesobre la silla y hablar desde arriba, porencima de los ojos suplicantes,dominando el lejano horizonte. Laseñora Moss había oído el sonido de loscascos del caballo y cuando apareció suhermano estaba ya ante la puerta de lacocina con una débil sonrisa cansada enel rostro y un niño de ojos negros en losbrazos. La señora Moss guardaba unpálido parecido con su hermano: lamanita que el bebé le ponía en la mejillamostraba con mayor crudeza su tinteapagado.

—M’alegro de verte, hermano —dijo ella con tono afectuoso—. No

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t’esperaba, ¿cómo estás?—Oh, bastante bien, señora Moss…

Bastante bien —contestó el hermanodeliberadamente frío, como si laposición de la mujer no le permitieraformular preguntas como aquella. Ellaadvirtió de inmediato que su hermano noestaba de buen humor: sólo la llamabaseñora Moss cuando estaba enfadado ycuando se encontraban en público. Sinembargo, ella creía que formaba partedel mundo natural el que los pobresrecibieran desaires. La señora Moss nopretendía defender la igualdad entre losseres humanos: era una mujer paciente,fecunda y de aspecto descuidado.

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—¿Está tu marido en casa? —añadióel señor Tulliver tras una pausa durantela cual cuatro niños salieron corriendo,como los polluelos cuya madre se haeclipsado súbitamente detrás delgallinero.

—No —contestó la señora Moss—,pero está en el campo de patatas, allálejos. Georgy, corre al campo y dile a tupadre que ha venido tu tío. ¿Quieresdesmontar, hermano, y tomar algo?

—No, no. No puedo descabalgar:tengo que irme a casa directamente —dijo el señor Tulliver, mirando a lolejos.

—¿Y cómo están la señora Tulliver

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y los niños? —preguntó la señora Mosshumildemente, sin atreverse a insistir ensu invitación.

—Oh, bastante bien. Tom irá a uncolegio nuevo para el trimestre deverano: es un gran gasto para mí. Meviene muy mal que no se me paguen lasdeudas.

—T'agradecería que tuvieras labondad de dejar que tus niños vinieran avisitar a sus primos algún día. Lospequeños tienen muchísimas ganas dever a la prima Maggie. Y yo también,que soy su madrina y tanto l’aprecio: yasabes que celebramos que venga tantocomo podemos. Y sé que le gusta venir,

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porque es una niña encantadora… ¡y quérápida y qué lista es!

Si la señora Moss hubiera sido unade las mujeres más astutas del mundo enlugar de ser una de las más simples nose le habría ocurrido mejor idea parapredisponer a su favor a su hermano quealabar a Maggie. Pocas veces el señorTulliver oía alabanzas espontáneas a la«mocit»: por lo general, los demás ledejaban a él la tarea de insistir en susméritos. No obstante, en casa de su tíaMoss, Maggie siempre era vista bajo lamejor luz: aquel era su refugio, el lugardonde se encontraba más allá de la ley.Si volcaba algo, se ensuciaba los

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zapatos o se rompía la bata, todas estascosas eran normales en casa de su tíaMoss. A pesar de sí mismo, los ojos delseñor Tulliver se suavizaron y no apartóla vista de su hermana al hablar.

—Sí, y a ti te quiere más que a susotras tías, según creo. Se parece anuestra familia: no tiene nada de lafamilia de su madre.

—Dice Moss que es como yo era —dijo la señora Moss—, aunque yo nuncafui tan rápida ni amiga de los libros.Creo que mi Lizzy es como ella: es unrato lista. Ven, Lizzy, hija, y deja que tevea tu tío: has crecido tan aprisa quecasi no te conoce.

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Lizzy, una niña de siete años de ojosnegros, avanzó empujada por su madrecon actitud muy tímida, porque lospequeños Moss sentían gran reverenciapor su tío del molino de Dorlcote. Suexpresión era notablemente menosfogosa e intensa que la de Maggie, demodo que la comparación no resultabatotalmente halagadora para el amorpaterno del señor Tulliver.

—Sí, se parecen un poco —admitió,mirando amablemente a la pequeñafigura del delantal manchado—. Las doshan salido a nuestra madre. Ya hastenido suficientes niñas, Gritty —añadióen un tono a medias entre la piedad y el

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reproche.—Cuatro, benditas sean —contestó

la señora Moss con un suspiro,acariciando el cabello de Lizzy a amboslados de la frente—. Tantas comochicos. Un chico por cada chica.

—Ah, pero deben despabilar yluchar por sí mismas —dijo el señorTulliver, advirtiendo que su severidadse iba relajando e intentando apuntalarlacon una buena indirecta—. No debendepender de sus hermanos.

—No, pero espero que sus hermanosquieran a las pobrecitas y recuerrdenque son del mismo padre y de la mismamadre: los chicos no serán por ello más

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pobres —dijo la señora Moss con unsúbito destello, como si fuera un fuegocasi extinguido.

El señor Tulliver dio un golpecito alcaballo en el flanco, tiró de las riendas yexclamó, ante el asombro del inocenteanimal:

—¡Estate quieto!—Y cuantos más sean, más tendrán

que quererse —prosiguió la señoraMoss, mirando a sus hijos con intencióndidáctica. Pero se volvió de nuevo haciasu hermano para añadir—: Espero quetu chico sea siempre bueno con suhermana, aunque solo sean dos, como túy yo, hermano.

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Esta flecha se clavó directamente enel corazón del señor Tulliver. No teníauna imaginación rápida pero comoMaggie permanecía siempre en supensamiento, no le costó imaginar elparalelismo entre la relación quemantenía con su hermana y el trato entreTom y Maggie. Se preguntó si la mocitasería pobre y su hermano Tom secomportaría con ella con dureza.

—Sí, sí, Gritty —contestó elmolinero, adoptando, por primera vez,un tono cálido—. Pero yo siempre hehecho por ti cuanto estaba en mi mano—añadió, como defendiéndose de unreproche.

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—No lo niego, hermano, y no soydesagradecida —dijo la pobre señoraMoss, demasiado reventada por eltrabajo y los niños para ser orgullosa—.Aquí está el padre de los niños: hastardado mucho, Moss.

—¿Te parece mucho? —exclamó elseñor Moss, sin aliento y ofendido—.He venido corriendo. ¿No quieredescabalgar, señor Tulliver?

—Bueno, bajaré y charlaré un pococontigo en el huerto —dijo el señorTulliver, pensando que se mostraría másresuelto si su hermana no se encontrabapresente.

Desmontó y entró con el señor Moss

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en el huerto, en dirección a una viejapérgola de tejo, mientras su hermana sequedaba dando palmaditas al bebé en laespalda y mirándolos con inquietud.

Su entrada en la pérgola de tejosorprendió a varias gallinas que serecreaban cavando profundos agujerosen el suelo polvoriento, einmediatamente se marcharon con granrevuelo y cacareo. El señor Tulliver sesentó en el banco y, tras golpear el sueloaquí y allá con la fusta, como si buscaraun hueco, inició la conversacióncomentando con cierto tono gruñón:

—Vaya, así que has vuelto a plantartrigo en el cercado de la esquina. Y sin

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echar ni un poco de abono. No vas asacar nada este año.

El señor Moss, que cuando se casócon la señorita Tulliver era consideradoel muchacho más apuesto y atildado deBasset, llevaba ahora una barba de casiuna semana y tenía el aire deprimido ysin esperanza de un caballo de labor.

—Los granjeros pobres como yohacen lo que pueden —rezongó con airepaciente—: En cambio, los que tienendinero de sobra ponen en el terreno lamitad de lo que piensan sacar de él.

—No sé quién tiene dinero de sobra,a menos que te refieras a los que puedenpedirlo prestado sin pagar intereses —

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dijo el señor Tulliver, deseoso dediscutir un poco: era el modo másnatural y sencillo de pedirle que ledevolviera el dinero.

—Ya sé que no estoy al día con losintereses —dijo el señor Moss—, peroel año pasado tuve muy mala suerte conla lana, y la parienta ha pasado tantotiempo en cama que las cosas han idopeor que de costumbre.

—Sí —exclamó el señor Tulliver entono burlón—: a algunos, las cosasnunca les salen bien. Los sacos vacíosno se sostienen en pie.

—Bien, no sé qué reproche puedehacerme, Tulliver —dijo Moss con aire

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de desaprobación—. Ningún jornalerotrabaja tanto como yo.

—¿Y de qué sirve, cuando unhombre se casa y no tiene otro capitalpara trabajar en su granja que el dinerode su esposa? —preguntó el señorTulliver secamente—. Siempre heestado en contra, pero ninguno de losdos quiso escucharme. Y ya no puedoprescindir de mi dinero durante mástiempo, porque tengo que pagarquinientas libras a la señora Glegg ym’espera el gasto de Tom, de modo quevoy a necesitarlo. Tienes que mirar tuscosas y ver cómo me devuelves lastrescientas libras.

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—Así haré, si eso es lo que quiere—contestó Moss, mirando al frente conaire inexpresivo—, lo venderemos todoy terminaremos con esto. Tendré quedesprenderme de todo el ganado quetengo para pagarle a usted y al dueño delterreno.

No cabe duda de que los parientespobres son irritantes: su existencia esinnecesaria y, además, casi siempre sonpersonas incorrectas. El señor Tulliverhabía conseguido irritarse con el señorMoss tanto como deseaba, de modo quepudo decir enfadado mientras se poníaen pie:

—Bien, haz lo que puedas. Yo no

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puedo encontrar dinero para los demás ypara mí también, debo velar por misasuntos y por mi familia. No puedoprescindir de mi dinero durante mástiempo, de modo que debesdevolvérmelo tan pronto como puedas.

El señor Tulliver salió de la pérgolabruscamente mientras decía esta últimafrase y, sin volverse para mirar al señorMoss, se dirigió hacia la puerta de lacocina, donde el hijo mayor le sujetabael caballo y donde su hermana loaguardaba alarmada e inquieta, aunquelos gorjeos y manotazos del niñopequeño sobre su rostro mortecinoamenizaban la espera. La señora Moss

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tenía ocho hijos, pero nunca podríasuperar la tristeza por los gemelos queno sobrevivieron: en cambio, para elseñor Moss su partida supuso ciertoconsuelo.

—¿No quieres entrar, hermano? —preguntó, mirando inquieta a su marido,que se acercaba caminando lentamente,mientras que el señor Tulliver tenía yael pie en el estribo.

—No, no. Adiós —dijo él, girandola cabeza del caballo y partiendo.

No había hombre más decidido queel señor Tulliver hasta que salió por lapuerta del patio y avanzó por elestropeado camino; pero antes de que

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llegara a la siguiente curva, que le haríaperder de vista la deteriorada granja, unpensamiento repentino pareciógolpearlo, porque detuvo el caballo ypermaneció inmóvil en el mismo lugardurante dos o tres minutos, durante loscuales volvió la cabeza de lado a ladocon tristeza, como si examinara unasunto doloroso desde varios puntos devista. No cabía duda de que, tras elarrebato, el señor Tulliver volvía asentirse dominado por la sensación deque este mundo es un lugar muyenredoso. Hizo volver grupas al caballo,retrocedió lentamente y se abandonó alsentimiento que había determinado el

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giro al decir en voz alta, mientrasgolpeaba al caballo:

—¡Pobre mocita! Cuando yo memuera lo probable es que no tenga anadie más que Tom.

Varios jóvenes Moss describieron elregreso del señor Tulliver al patio einmediatamente corrieron a su madrecon la noticia, de modo que cuando suhermano entró, la señora Moss estaba denuevo en la puerta. Había estadollorando, pero ahora mecía al bebé enlos brazos para que se durmiera y,cuando su hermano la miró, no diomuestras de pena y se limitó a decir:

—El padre de los chicos ha vuelto

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al campo, ¿quieres hablar con él,hermano?

—No, Gritty, no —dijo el señorTulliver con tono amable—. Not'inquietes, eso es todo. Ya me lasarreglaré sin el dinero, pero debéis ircon cuidado y ahorrar todo lo quepodáis.

Las lágrimas de la señora Mossbrotaron de nuevo ante esta inesperadamuestra de amabilidad y no pudo decirnada.

—¡Vamos, vamos! Ya te traeré a lamocita para que os vea. La traeré conTom, antes de que él se vaya al colegio.No t’inquietes. Siempre me portaré

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contigo como un buen hermano.—Gracias por tu palabra, hermano

—dijo la señora Moss, secándose laslágrimas; después se volvió hacia Lizzyy le dijo—: corre a buscar el huevo decolores para la prima Maggie.

Lizzy entró en la casa corriendo yreapareció rápidamente con un paquetitode papel.

—Es un huevo duro coloreado conhebras de hilo: ha quedado muy bonito,lo hicieron especialmente para Maggie.¿Se lo llevarás en el bolsillo?

—Sí, sí —contestó el señor Tulliver,guardándolo cuidadosamente en elbolsillo de la chaqueta—. Adiós.

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Y así regresó el respetable molineropor los caminos de Basset másdesconcertado que antes al pensar enmedios y modos, pero con la sensaciónde haber escapado al peligro. Se lehabía ocurrido pensar que si secomportaba con dureza con su hermana,tal vez eso hiciera que Tom fueratambién duro con Maggie en un futurolejano, cuando su padre ya no estuvieraallí para ponerse de su parte; porque lagente simple, como nuestro amigoTulliver, es capaz de vestir sentimientosintachables con ideas erróneas y ésta erasu confusa manera de explicarse que suamor y su inquietud por «la mocit» le

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habían hecho adoptar una actitud mássensible con su hermana.

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Capítulo IX

De camino a Garurm Firs

Mientras los posibles problemas delfuturo de Maggie ocupaban la mente desu padre, la niña experimentaba tan solola amargura del presente. La infancia nopiensa en el futuro ni recuerda las penasdel pasado.

Lo cierto era que el día habíaempezado mal para Maggie. El placerde contemplar a Lucy y la perspectivade la visita por la tarde a Garum Firs,donde oiría la caja de música del tío

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Pullet, se estropeó hacia las once con lallegada del peluquero de Saint Ogg's, elcual se refirió en los términos másseveros al estado de su cabello.

—¡Mira! ¡Ay, ay, ay! —dijo, asiendoun mechón tras otro con una mezcla deconmiseración y disgusto que para laimaginación de Maggie equivalía a lamás dura expresión de la opiniónpública. El señor Rappit, el peluquero,cuyos untuosos rizos de la coronilla sealzaban ondulados como la simuladapirámide de llamas de una urnamonumental, en aquel momento leparecía el más temible de sus coetáneosy estaba decidida a no volver a pasar

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por su calle, en Saint Ogg's, durante elresto de su vida.

Además, dado que los preparativospara una visita constituían siempre unasunto muy serio en la familia Dodson,Martha tuvo que recoger el cuarto de laseñora Tulliver una hora antes que decostumbre para que el momento de sacarlas mejores ropas no se retrasara, comosucedía algunas veces en familias concriterios laxos en las que las cintas no seenrollaban nunca, apenas había nadaenvuelto en papel de seda y seconsideraba normal tratar de cualquiermodo la ropa de los domingos. A lasdoce, la señora Tulliver llevaba ya el

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traje de las visitas con una bata deholanda de color pardo, como si fueraun mueble tapizado en raso protegido delas moscas, y Maggie fruncía el ceño yse retorcía como si intentara escapar delmás áspero cuello de encaje mientras sumadre la regañaba.

—Quieta, Maggie, no hagas eso. ¡Nohagas muecas!

Las mejillas de Tom brillaban enagradable contraste con su mejor trajeazul, que lucía con adecuada calmadespués de conseguir, tras una pequeñalucha, su objetivo principal cuandocambiaba de ropa: traspasar todo elcontenido de los bolsillos cotidianos a

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los que llevara puestos.En cuanto a Lucy, estaba tan bonita y

pulcra como el día anterior: sus vestidosnunca sufrían accidentes y nunca sesentía incómoda con ellos, de modo quecontemplaba con sorprendida compasióncómo Maggie se debatía y hacía mohínespor encima de aquel cuello insoportable.Maggie se lo habría arrancado sinvacilar si no la hubiera frenado elrecuerdo de la reciente humillaciónsufrida por culpa de su pelo, de modoque se limitaba a agitarse, retorcerse ycomportarse con irritación mientrasconstruían castillos de naipes hasta lahora de comer, entretenimiento adecuado

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para niños y niñas vestidos con susmejores galas. Tom era capaz deconstruir una pirámide perfecta, pero lasde Maggie nunca resistían la colocaciónde la cubierta: siempre sucedía lomismo con las cosas que fabricabaMaggie, y Tom había llegado a laconclusión de que las chicas eranincapaces de hacer nada. No obstante,resultó que Lucy era extraordinariamentehábil con los castillos de naipes:colocaba las cartas con tanta suavidad ylas movía tan despacio que Tomcondescendió en admirar sus edificiostanto como los propios, especialmentedespués de que ella le pidiera que le

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enseñara. Maggie también habríaabandonado sus fracasados castillospara admirar y alabar los de Lucy sinenfado alguno si el cuello no le hubiesefastidiado tanto y si Tom no se hubiesereído de modo desconsiderado y lahubiese llamado tonta cuando sedesmoronó su construcción.

—¡No te rías de mí, Tom! —exclamó enfadada—. No soy tonta. Sémuchas cosas que tú no sabes.

—¡Oh, estoy seguro, señoritaMalaspulgas! Yo nunca sabría tenertanto mal genio ni hacer tantas muecas.Lucy tampoco las hace. Me gusta másLucy que tú: ojalá fuera ella mi hermana.

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—Eres malo y cruel por desear esascosas —gritó Maggie, levantándose delsuelo rápidamente y tirando lamaravillosa pagoda de Tom. En realidadno quería hacerlo, pero todo parecíaindicar lo contrario; Tom se puso blancode ira, aunque no dijo nada: deseabapegarle, pero sabía que era de cobardespegar a una chica y Tom Tulliver habíatomado la decisión de no actuar jamáscon cobardía.

Maggie contempló desolada yaterrorizada como Tom, completamentepálido, se levantaba y se alejaba de lasruinas dispersas de su pagoda mientrasLucy los miraba enmudecida, como un

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gatito que levanta la vista del plato.—¡Oh, Tom! —exclamó Maggie, por

fin, acercándose a él—. No queríatirarla, de verdad, de verdad, de verdad.

En lugar de hacerle caso, Tom sacódos o tres guisantes secos del bolsillo ylos disparó contra la ventana con la uñadel pulgar; al principio sin blancoconcreto, pero no tardó en adoptar elpropósito de dar a un achacosomoscardón que exhibía su imbecilidad alos rayos del sol primaveral, sin dudacontra los designios de la naturaleza,que había creado a Tom y los guisantespara la pronta destrucción de aqueldébil ejemplar.

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Así quedó malograda la mañanapara Maggie, y la persistente frialdad deTom para con ella durante el paseo leimpidió disfrutar del sol y del airefresco. Tom llamó a Lucy para enseñarleun nido a medio hacer, sin preocuparsepor mostrárselo a Maggie, y descortezóuna vara de fresno para Lucy y otra paraél sin ofrecer ninguna a su hermana.Cuando Lucy le preguntó: «¿No tegustaría tener una, Maggie?», Tom sehizo el sordo.

Sin embargo, el espectáculo delpavo real que desplegaba oportunamentesu cola en lo alto de un muro del corral,en el momento en que llegaron a Garum

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Firs, bastó para distraerlosmomentáneamente de sus agraviospersonales. Y aquello era sólo elcomienzo de las bellezas de Garum Firs.Los animales del corral eran todospreciosos: había gallinas enanas deBantam con pintas y moño; despeinadasgallinas frisias; gallinas de guinea querevoloteaban, chillaban y dejaban caerbonitas plumas moteadas; palomasbuchonas y una urraca domesticada. Ymás aún: una cabra y un perro con bellasmanchas, mitad mastín, mitad bull-dog,grande como un león. Y por doquier sealzaban cercados con puertas blancas yveletas de formas variadas, y todos los

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senderos estaban empedrados conguijarros dispuestos en lindos dibujos:nada era vulgar en Garum Firs y Tomincluso creía que el tamaño excepcionalque allí tenían los sapos se debíasimplemente a lo extraordinario de lafinca del tío Pullet, propietario de sustierras. Como era natural, los saposarrendatarios eran más delgados. Encuanto a la casa, no era menos notable:estaba estucada en un blancodeslumbrante y constaba de un edificiocentral retranqueado y dos alas contorrecillas almenadas.

El tío Pullet había visto desde laventana al grupo que se acercaba Y se

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apresuró a quitar la barra y la cadena dela puerta principal, mantenidas siempreen este estado de defensa por miedo alos vagabundos, los cuales tal vezsupieran de la existencia de la vitrina decristal de la entrada, llena de pájarosdisecados, y podría ocurrírseles asaltarla casa para llevárselos agarrándolospor la cabeza. La tía Pullet apareciótambién en el umbral y tan pronto comosu hermana pudo oírla, gritó:

—¡Por Dios, Bessy, detén a losniños! ¡No los dejes subir las escaleras!Sally bajará ahora el felpudo viejo y eltrapo del polvo para limpiarles loszapatos.

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Los felpudos de las puertas de laseñora Pullet nunca estaban destinados alimpiar los zapatos: incluso ellimpiabarros contaba con un ayudantepara el trabajo sucio. Tom siempre serebelaba contra esta limpieza dezapatos, que consideraba un atentado ala dignidad de un varón. Veía en ella elcomienzo de los desagradablesincidentes de las visitas a casa de la tíaPullet, donde en una ocasión se le obligóa permanecer sentado con las botasenvueltas en trapos; hecho que tal vezcorrija la conclusión excesivamenteapresurada de que las visitas a GarumFirs constituían un gran placer para un

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joven caballero aficionado a losanimales… Es decir, aficionado atirarles piedras.

El siguiente incidente desagradableúnicamente afectó a su compañíafemenina: consistió en subir la enceradaescalera de roble. Ésta tenía unasmagníficas alfombras, enrolladas yguardadas en un trastero, de forma quela ascensión por los resbaladizospeldaños podría haber servido, entiempos bárbaros, como prueba para unaordalía que nadie, excepto las personasde virtud intachable, podría superar sinromperse un hueso. La debilidad de latía Sofía por estas pulidas escaleras

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constituía siempre tema de amargosreproches por parte de la señora Glegg;pero la señora Tulliver no osó hacercomentario alguno y se limitó aalegrarse cuando ella y los niñosllegaron al rellano sanos y salvos.

—La señora Gray m’ha mandado acasa la capota nueva, Bessy —anuncióla señora Pullet en tono lastimeromientras su hermana se ajustaba la cofia.

—¿Ah sí, hermana? —contestó laseñora Tulliver con aire de gran interés—. ¿Y qué te parece?

—Temo que se estropee con el rocede las ropas del armario con tanto trajínde sacarla y volverla a guardar —dijo la

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señora Pullet, sacando un manojo dellaves del bolsillo y examinándolo coninquietud—, pero sería una lástima quete fueras sin verla. Nunca se sabe lo quepuede ocurrir.

La señora Pullet meneó la cabezalentamente al hacer esta solemneobservación que la decidió a escogeruna llave concreta.

—Temo que te dé mucha molestiaenseñármela, hermana —dijo la señoraTulliver—, pero m'encantaría ver lacorona que t’ha hecho.

La señora Pullet se levantó con airemelancólico y abrió una de las puertasde un brillante armario en donde tal vez

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el lector haya supuesto precipitadamenteque se encontraba la capota nueva. Nadade eso. Semejante conclusión sólopodría ser producto de un conocimientomuy superficial de los hábitos de lafamilia Dodson. La señora Pulletbuscaba en ese armario algo pequeñoque quedaba oculto entre la ropa blanca:la llave de una puerta.

—Debes venir conmigo aldormitorio bueno —dijo a su hermana.

—¿Pueden venir también las niñas?—preguntó la señora Tulliver al ver queMaggie y Lucy parecían desearloansiosamente.

—En fin —contestó la tía Pullet

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después de reflexionar—; tal vez seamás seguro que vengan; si las dejamossolas pueden toquetearlo todo.

De modo que avanzaron enprocesión por el brillante y resbaladizopasillo, apenas iluminado por la lunetade la ventana situada sobre los cerradospostigos: resultaba todo muy solemne.La señora Pullet se detuvo y abrió unapuerta que daba a un lugar más solemneaún que el corredor: una habitaciónoscura, en la que la débil luz procedentedel exterior dejaba ver lo que parecíanlos cadáveres de los muebles envueltosen blancos sudarios. Todo lo que noestaba amortajado se encontraba con las

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patas hacia arriba. Lucy agarró delvestido a Maggie y el corazón de ésta sepuso a latir a toda velocidad.

La tía Pullet entreabrió el postigo yprocedió a abrir el armario con la llave,con gestos lentos y pesarosos sumamenteadecuados a la gravedad de la escena.El delicioso aroma a pétalos de rosa queemergió del armario transformó elproceso de retirada de hoja tras hoja depapel de seda en un hermosoespectáculo, aunque la aparición final dela capota resultó decepcionante paraMaggie, que habría preferido algo mássobrenatural. Sin embargo, pocas cosaspodrían impresionar más a la señora

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Tulliver.—Sophy, nunca más volveré a

criticar los sombreros de copa completa—declaró con énfasis tras contemplarloen silencio durante unos instantes.

Era una gran concesión y la señoraPullet así lo reconoció: tuvo lasensación de que tenía que agradecerlode algún modo.

—¿Te gustaría ver cómo quedapuesto, Bessy? —preguntó con aireabatido—. Abriré un poco más lacontraventana.

—Claro, si no t 'importa quitarte lacofia —contestó la señora Tulliver.

La señora Pullet se la quitó y dejó a

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la vista el sedoso cabello castaño en elque sobresalía el promontorio de rizoshabitual en las mujeres juiciosas ymaduras del momento y, tras colocarsela capota en la cabeza, se dio mediavuelta lentamente, como si fuera elmaniquí de un pañero.

—En algún momento he pensado queen el lado izquierdo tiene demasiadosadornos de cinta. ¿Qué te parece, Bessy?—preguntó la señora Pullet. La señoraTulliver miró con seriedad el puntoindicado y ladeó la cabeza.

—Bueno, yo creo que está bien así:si lo tocas a lo mejor t 'arrepientes.

—Es verdad —dijo la tía Pullet,

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quitándose el sombrero y mirándolo conaire reflexivo.

—¿Y cuánto te cobrará por estacapota, Sophy? —preguntó la señoraTulliver, pensando ya en la posibilidadde imitar aquel chef d'oeuvre con unapieza de seda que tenía en casa.

La señora Pullet apretó los labios ymeneó la cabeza.

—La paga el señor Pullet —susurró—: dijo que quería que tuviera la mejorcapota de la iglesia de Garum y que elsegundo en calidad la llevara cualquierotra parroquiana.

Empezó a recoger los adornos paradevolverlos a su lugar en el armario; sus

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pensamientos parecían haber tomado unsesgo melancólico porque movía lacabeza en un gesto de negación.

—¡Ay! —exclamó finalmente—.Quizá no me la ponga ni dos veces,Bessy. ¿Quién sabe?

—No digas eso, Sophy —contestó laseñora Tulliver—. Espero que esteverano recuperes la salud.

—Sí, claro. Pero podría falleceralgún miembro de la familia, comosucedió poco después de que mecomprara el sombrero de raso verde.Podría morirse el primo Abbott y esimposible pensar en llevar luto por éldurante menos de medio año.

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—Eso sí que sería mala suerte —comentó la señora Tulliver,repentinamente absorta en la posibilidadde un fallecimiento inoportuno. No es lomismo llevar un sombrero el primer añoque el segundo: no se disfruta de lamisma manera, especialmente ahora quela copa cambia tanto con la moda y nose lleva dos veranos igual.

—En fin, así es el mundo —dijo laseñora Pullet, devolviendo la capota alarmario y cerrándolo con llave.Permaneció en silencio y negó con lacabeza hasta que salieron de la solemnehabitación y se encontraron de nuevo ensu dormitorio.

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Ay, Bessy —dijo, echándose a llorar—, si no vuelves a ver esta capota hastaque me muera, recuerda que te la enseñétal día como hoy.

La señora Tulliver consideró quedebía entristecerse pero era una mujerde pocas lágrimas, recia y saludable,incapaz de llorar tanto como su hermanaPullet, cosa que lamentaba confrecuencia en los funerales. Cuandoponía todo su empeño en que le brotaranlágrimas de los ojos, sólo conseguía unamueca extraña. Maggie, que lasobservaba atentamente, tuvo lasensación de que la capota de su tíaencerraba algún doloroso misterio y,

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debido a su juventud, ambas creían queera incapaz de entenderlo; y se enfadóporque sabía que, si se lo explicaban, loentendería tan bien como cualquier otracosa.

Cuando bajaron, el señor Pulletcomentó, con cierta perspicacia, queadivinaba que su señora había estadoenseñando la capota: por eso se habíanentretenido tanto. A Tom el tiempo lehabía parecido todavía más largo,porque se había quedado sentado muyincómodo en el borde de un sofá, justoenfrente de su tío Pullet, que locontemplaba con ojos grises y brillantesy de vez en cuando se dirigía a él

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llamándolo «caballeret».—Bien, caballerete, ¿qué aprendes

en el colegio?Era la pregunta habitual del tío

Pullet, ante la cual Tom siempre parecíaavergonzado, se pasaba la mano por lacara y contestaba «no lo s». Además, leresultaba tan violento estar sentado téte-á-téte con el tío Pullet que ni siquierapodía mirar los grabados de las paredes,las trampas para moscas o las preciosasmacetas: no veía nada más que laspolainas de su tío. Este respeto no sedebía a la reverencia que pudiera sentirTom ante la superioridad mental de sutío: en realidad, había decidido que no

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quería llegar a ser propietario ruralporque no quería parecer un individuotonto de piernas flacas como su tíoPullet: era, en definitiva, un blandengue.La timidez de un chico de ningún modoes indicio de gran reverencia: y mientrasuno intenta animarlo, pensando que estáabrumado por la conciencia de nuestraedad y sabiduría, lo probable es queesté pensando que uno es un bicho muyraro. El único consuelo que se meocurre es que probablemente los chicosgriegos pensaban lo mismo deAristóteles. Sólo cuando uno hadominado a un caballo inquieto o haazotado a un carretero o sostiene un

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arma en la mano, estos jóvenes tímidosconsideran que es un individuoadmirable y digno de envidia. Al menos,estoy seguro de los sentimientos de TomTulliver en este punto. En su más tiernainfancia, cuando todavía llevaba unagorrita con encaje para salir al exterior,se lo veía con frecuencia espiando através de las barras de alguna verja yhaciendo gestos amenazadores con elpequeño índice mientras regañaba a lasovejas con un gruñido confuso,destinado a provocar terror en lossorprendidos animales: así indicaba, tantemprano, ese deseo de dominio sobrelos animales inferiores, tanto domésticos

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como salvajes —incluidos losescarabajos de mayo, los perros de losvecinos y las hermanas pequeñas—, quesiempre ha sido un atributo muyprometedor para la fortuna de nuestraraza. En cambio, el señor Pullet jamásmontaba un animal más alto que unpequeño poni, era el menos rapaz de loshombres y consideraba que las armas defuego eran cacharros peligrosos capacesde dispararse solos, sin obedecer a losdeseos de nadie. De modo que a Tom nole faltaban serios motivos cuando, enuna conversación confidencial con unmuchacho, describió a su tío Pulletcomo un papanatas, aunque se acordó de

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señalar que era un «individuo muy ric».Las únicas circunstancias atenuantes

del téte-á-téte con el tío Pullet era quesiempre tenía cerca diversoscaramelitos de menta y, cuando laconversación desfallecía, llenaba elvacío proponiendo semejante solaz.

—¿Te gustan los caramelos dementa, caballerete? —preguntaba y si,además, ofrecía el artículo en cuestión,bastaba con una respuesta tácita.

La aparición de las niñas sugirió altío Pullet la posibilidad de recrearsecon las galletitas dulces que tambiénguardaba bajo llave para su consumoparticular en días lluviosos; pero en

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cuanto los niños tuvieron en los dedos latentadora exquisitez, la tía Pulletmanifestó su deseo de que seabstuvieran de comerla hasta que llegarala bandeja con los platos, puesto que lascrujientes galletitas llenarían «todo elsuel» de migas. A Lucy no le importómucho, porque la galleta era tan bonitaque le daba pena comérsela; Tomaprovechó la oportunidad, mientras losmayores hablaban, para tragársela endos bocados y masticarla furtivamente.En cuanto a Maggie, que en aquelmomento estaba fascinada, como decostumbre, con un grabado de Ulises yNausícaa que el tío Pullet había

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comprado como «una bonita estampa delas escritura», dejó caer el pastelito y,con un movimiento desafortunado, loaplastó con el pie. Aquello fue unafuente de tanta agitación para la tíaPullet y de vergüenza para Maggie queésta empezó a perder la esperanza de oírla caja de rapé con música aquel día,hasta que, tras reflexionar un poco, se leocurrió que Lucy estaba lo bastante bienconsiderada como para lanzarse a pedirque les hiciera sonar una melodía. Demodo que se lo susurró a Lucy, y ésta,que siempre hacía lo que se le pedía, seacercó en silencio hasta las rodillas desu tío y sonrojada hasta el cuello, le

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rogó mientras jugueteaba con el collarque llevaba puesto:

—¿Nos deja oír una canción, tío?Lucy creía que debido a algún

talento excepcional de su tío Pullet, lacaja de música para rapé tocabaaquellas melodías tan bonitas, y locierto era que la mayoría de los vecinosde Garum pensaban lo mismo. En primerlugar, el señor Pullet había comprado lacaja, sabía cómo darle cuerda y conocíade antemano la canción que iba a sonar;en conjunto, la posesión de aquella«pieza musica» era prueba de que elseñor Pullet no era tan inútil comopodría pensarse.

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Sin embargo, cuando le rogaban quemostrara su destreza, el tío Pullet nuncala rebajaba con un consentimientoexcesivamente rápido y por lo general,contestaba: «Ya veremo», sin darninguna muestra de conformidad hastapasados los minutos adecuados. El tíoPullet tenía un programa específico paratodas las grandes ocasiones sociales yde esta manera se defendía de laexcesiva confusión y del desconcertantelibre albedrío.

Tal vez, efectivamente, esta esperaen ascuas aumentara el placer de Maggiecuando empezó a sonar aquella músicamágica, y por primera vez estuvo a

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punto de olvidar la carga quesobrellevaba: la conciencia de que Tomestaba enfadado con ella. Mientrassonaba la música del Hush, ye prettywarbling choir[5], su rostro conservóuna expresión de felicidad y permanecióinmóvil con las manos unidas,ofreciendo una imagen que algunasveces consolaba a su madre con la ideade que Maggie podía parecer bonita devez en cuando, a pesar de su pielmorena. Pero cuando cesó la músicamágica, se puso en pie de un brinco y,corriendo hacia Tom, le rodeó el cuellocon el brazo.

—¡Oh, Tom! ¡Qué bonito! —

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exclamó.Este gesto de cariño no solicitado y,

para Tom, inexplicable, provocó denuevo la irritación del muchacho contrasu hermana; pero, lector, si te sientestentado de creer que fue una condenablemuestra de insensibilidad, debo decirteque el chico sostenía un vaso de vino deprímula en la mano y que Maggie lepropinó tal sacudida que se derramó lamitad de su contenido.

—¡Mira lo que haces! —contestócon enfado; y habría debido sertremendamente blandengue para nohacerlo, especialmente cuando su rabiaestaba respaldada, como era el caso, por

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un sentimiento de desaprobación generalhacia la conducta de Maggie.

—¿Por qué no te quedas sentada yquietecita, Maggie? —exclamó sumadre, enfadada.

—Las niñas que se comportan deesta manera no deben venir a verme —dijo la tía Pullet.

—¡Vaya! Señorita, eres demasiadobrusca —apostilló el tío Pullet.

La pobre Maggie se sentó de nuevo.La huella de la música habíadesaparecido de su espíritu y otra vez sehabían adueñado de él los sietediablillos.

La señora Tulliver, previendo que

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mientras los niños permanecieran en elinterior de la casa no tendrían más quetravesuras, aprovechó para proponerque, ahora que habían descansado yatras el paseo, salieran a jugar; la tíaPullet les dio permiso, aunque lesencareció que no abandonaran lossenderos empedrados del jardín y que,si querían ver cómo daban de comer alas aves, miraran desde lejos, subidos almontador, restricción impuesta desde eldía en que Tom corrió tras el pavo realcon la ilusoria idea de que el miedoharía que se le cayera alguna pluma.

Los sombreros y las inquietudesmaternas habían distraído

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temporalmente a la señora Tulliver de lapelea con la señora Glegg, pero ahoraque veía la gran cuestión de la capotacon cierta perspectiva y los niñosestaban Ya fuera, regresaron lasinquietudes del día anterior.

—Siento un peso tremendo, comonunca he sentido —dijo, iniciando laconversación—, por el modo en quenuestra hermana Glegg se marchó decasa. Nunca he tenido la menor intenciónd 'ofender a una hermana.

—¡Ah! —exclamó la tía Pullet—.Nunca se puede saber lo que hará Jane.No lo comentaría con nadie que no fuerade la familia, con la única excepción del

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doctor Turnbull, pero creo que Jane vivede manera inadecuada. Se lo he dicho alseñor Pullet una y otra vez, y él lo sabe.

—Caramba, como que el lunes hizouna semana que me lo dijiste: fue encuanto llegamos de tomar el té con ellos—contestó el señor Pullet, sujetándosela rodilla y protegiéndola con el pañuelodel bolsillo, como solía hacer cuando laconversación tomaba un sesgointeresante.

—Seguro que sí —dijo la señoraPullet—, porque tú recuerdas siempre loque digo mejor que yo misma. Pullettiene una memoria maravillosa —prosiguió, mirando a su hermana con

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aire lastimero—. Si él sufriera unataque, me sentiría perdida, porque élsiempre recuerda cuándo debo tomar losmedicamentos: ahora tomo tres cosasdistintas.

—Están las pastillas de siempre, quetoma una noche sí y otra no, y laspastillas nuevas a las once y a lascuatro, y el preparado efervescentecuando le parece oportuno —recitó elseñor Pullet de modo entrecortadodebido al caramelito que tenía en lalengua.

—Ah, tal vez le iría mejor a Jane sifuera alguna vez al médico, en lugar demascar ruibarbo cuando le pasa alguna

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cosa —dijo la señora Tulliver,analizando la cuestión médica enrelación con la señora Glegg.

—Es terrible pensar en cómo juegala gente con sus tripas —dijo la tíaPullet, alzando las manos y dejándolascaer—. Eso es ir en contra de la mismaProvidencia: ¿Para qué existen losmédicos sino para llamarlos? Y cuandouno tiene dinero para pagar un médico,no es ni siquiera respetable no hacerlo,ya se lo he dicho a Jane muchas veces.M 'avergüenza que lo sepan nuestrosconocidos.

—Bueno, no es necesario que t'avergüences —dijo el señor Pullet—,

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porque, ahora que la señora Sutton se haido, el doctor Turnbull no tiene en laparroquia a otro paciente como tú.

—El señor Pullet guarda todos losfrascos de mis medicinas, ¿sabes,Bessy? —explicó a la señora Tulliver—. No venderá ninguno. Dice que lagente debería verlos cuando yo hayamuerto. Ya llenan dos estantes largos dela despensa. Pero —añadió, echándosea llorar— es probable que no llene eltercero. Podría morirme antes de tomarla docena de frascos del último. Lascajas de pastillas están en el armario demi dormitorio, ya sabes cuál es, pero delas tabletas no queda nada que enseñar,

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como no sean las facturas.—No hables de tu muerte, Sophy —

dijo la señora Tulliver—. Si te fuerasme quedaría sin nadie para mediar connuestra hermana Glegg. Y sólo tú puedesconseguir que haga las paces con elseñor Tulliver, porque nuestra hermanaDeane nunca está de mi parte y, cuandolo está, es inesperado, porque ellacomparte muchos puntos de vista conellos, puesto que tiene una fortunaindependiente.

—Bien, tu marido es bastante torpe,Bessy, ya lo sabes —dijo la señoraPullet, afablemente dispuesta acompartir su depresión con su hermana

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—. Nunca s'ha comportado con nuestrafamilia como debiera. Y los niños hansalido a él: el niño es muy travieso y noquiere saber nada de sus tíos y tías, y laniña es basta y morena. Has tenido malasuerte y lo siento por ti, Bessy. Túsiempre has sido mi hermana favorita ysiempre hemos coincidido en nuestrasideas.

—Ya sé que el señor Tulliver esirritable y dice cosas raras —dijo laseñora Tulliver, enjugándose unalagrimilla—, pero desde que se casónunca ha puesto reparo a que misamistades o mi familia acudiera a casa.

—No quiero pintártelo muy negro,

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Bessy —dijo la señora Pullet compasiva—, porque estoy segura de que ya tienesbastantes problemas… Como tu maridocarga con esa pobre hermana y con sushijos sobre sus espaldas… y, segúndicen, es tan dado a pleitear… Imaginoque te dejará en muy mala situacióncuando muera, aunque no piensocomentarlo fuera del círculo familiar.

Como es natural, este retrato de susituación no alegró a la señora Tulliver.No era fácil estimular su imaginación,pero no pudo evitar el pensamiento deque su situación era difícil, puesto quelos demás así la consideraban.

—Estoy segura, Sophy, de que no

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puedo hacer más —dijo, sintiéndoseobligada a revisar su conducta, nofueran a creer que las desgracias que leauguraban pudieran ser consideradasculpa suya—. Ninguna mujer lucha másque yo por sus hijos. T 'aseguro que enla limpieza de esta primavera, descolguétodos los doseles y tapices de las camasy trabajé tanto como las dos doncellasjuntas. Y acabo de preparar unaespléndida reserva de vino de saúco. Ysiempre lo ofrezco junto con el jerez,aunque nuestra hermana Glegg diría quedespilfarro. Y me gusta ir bien arregladapor casa, y nadie en la parroquia puededecir nada contra mí porque yo no

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murmuro, no hago daño a nadie, ni deseomal a nadie, y mis empanadas de cerdoson de las mejores del vecindario, ytengo la ropa blanca tan ordenada que, sime muriera mañana, no tendría motivospara avergonzarme. Ninguna mujerpuede hacer más de lo que es capaz.

—Pero Bessy, todo esto no sirvepara nada si tu marido liquida todo eldinero —dijo la señora Pullet, ladeandola cabeza y mirando a su hermana conexpresión compasiva—. Si tuvieras quevender todos tus muebles a otraspersonas, de escaso consuelo teresultaría pensar que los has cuidadobien. Y la ropa marcada con tus iniciales

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de soltera podría dispersarse por todo elpaís. Sería un disgusto para la familia—dijo la señora Pullet, negandolentamente con la cabeza.

—Pero, ¿qué puedo hacer, Sophy?—dijo la señora Tulliver—. El señorTulliver no es hombre que se dejemanejar: ni aunque fuera a hablar con elpárroco y aprendiera de memoria lo quedebo decir a mi marido. Y, además, nopretendo saberlo todo sobre lo que hayque hacer con el dinero. Nuncaentenderé los negocios de los hombres,como nuestra hermana Glegg.

—Bueno, en esto eres como yo,Bessy —dijo la señora Pullet. Y me

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parece que sería mucho más apropiadoque Jane se ocupara de que le limpiaranel espejo grande con más frecuencia,que la semana pasada estaba lleno demanchas, en lugar de decir a la gente quetiene más ingresos de los que ella hatenido nunca lo que debe hacer con sudinero. Pero Jane y yo nunca hemosestado de acuerdo en nada: a ella legustaban las rayas ya mí los lunares. A titambién te gustan los lunares, Bessy: enesto, siempre hemos estado de acuerdo.

La señora Pullet, conmovida poreste último recuerdo, miró a su hermanacon aire lastimero.

—Sí, Sophy —dijo la señora

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Tulliver—. Recuerdo que las dosteníamos una tela de fondo con un lunarblanco, todavía conservo un trocito enuna colcha. Y si quisieras ir a ver anuestra hermana Glegg y la convencieraspara que se reconciliara con Tulliver, telo agradecería mucho. Siempre t'hasportado conmigo como una buenahermana.

—Pero lo adecuado sería queTulliver fuera a hacer las paces y sedisculpara por hablar de modo tanimprudente. No debería olvidar que leha prestado dinero —dijo la señoraPullet, cuya parcialidad no le impedíarecordar las cuestiones de principio: no

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olvidaba el respeto debido a las gentesde fortuna independiente.

—De nada sirve hablar de todo esto—se lamentó la señora Tulliver, casienfadada—. Aunque se lo pidiera derodillas, Tulliver jamás se humillaría.

—Bien, no esperes que yo convenzaa Jane de que pida perdón —dijo laseñora Pullet. Es imposible hacer frentea su mal genio: parece como si el malgenio pudiera volverla loca, aunquenunca nadie de nuestra familia haterminado en un manicomio.

—No pretendo que ella pida perdón—dijo la señora Tulliver—, sólo quehaga como si no hubiera pasado nada y

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no reclame el dinero: no es mucho pedira una hermana. El tiempo arreglará lascosas, a Tulliver se le olvidará todo yvolverán a ser amigos.

Como puedes ver, lector, la señoraTulliver ignoraba que su esposo hubieratomado la decisión irrevocable dedevolver las quinientas libras: ni lepasaba por la cabeza semejante idea.

—Bien, Bessy —dijo la señoraPullet tristemente. No quiero contribuira tu ruina. No dudaré en ayudarte, si esoes lo que hay que hacer. Y no quiero quenuestras amistades digan que haydisputas en la familia. Se lo diré a Jane:y no m’importa ir mañana a su casa, si al

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señor Pullet le parece bien. ¿Qué dices,Pullet?

—No tengo nada que objetar —dijoel señor Pullet, al que tanto le daba elcurso que tomara la pelea siempre queel señor Tulliver no recurriera a él parapedirle dinero. Al señor Pullet leinquietaban sus inversiones y noentendía cómo un hombre podía sentirque su dinero estaba seguro a menos quelo transformara en tierras.

Tras una breve conversación sobresi era adecuado que la señora Tulliverlos acompañara en la visita a la señoraGlegg, la señora Pullet, tras indicar queera hora de tomar el té, se volvió para

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buscar una delicada servilletaadamascada y se la prendió a modo dedelantalito. Efectivamente, la puerta notardó en abrirse pero, en lugar de labandeja del té, Sally introdujo algo tanasombroso que tanto la señora Pulletcomo la señora Tulliver dejaron escaparun grito, provocando que el señor Pulletse tragara el caramelito: era la quintavez que le sucedía en toda su vida,señalaría él más tarde.

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Capítulo X

Maggie se comporta peorde lo que esperaba

El objeto asombroso que marcó asíun hito para el tío Pullet no era otra cosaque la pequeña Lucy con medio lado desu cuerpo, desde el piececito a lacapotita, empapado y cubierto de barro,con las dos manitas negras extendidas yexpresión lastimera. Para explicar estaaparición sin precedentes en el salón dela tía Pullet, debemos remontarnos almomento en que los tres chicos salieron

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a jugar al jardín y los pequeñosdemonios que se habían apoderado delánimo de Maggie a primeras horas deldía regresaron con mayor ímpetu trasuna ausencia temporal. Sentía sobre sí elpeso de todos los recuerdosdesagradables de la mañana cuandoTom, cuyo enfado hacia ella se habíareavivado después de que le derramaratontamente el vino de prímula, dijo:

—Ven, Lucy, ven conmigo y se alejóen dirección a la zona donde estaban lossapos, como si Maggie no existiera. Suhermana permaneció a lo lejos con airede pequeña Medusa con las serpientescortadas. Como es lógico, Lucy se

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alegró de que el primo Tom fuera tanamable con ella y encontró muydivertido ver cómo hacía cosquillas a unsapo gordo con un trozo de cuerda através de una rejilla de hierro. Con todo,Lucy deseó que Maggie tambiéndisfrutara del espectáculo, sobre todoporque a buen seguro pondría nombre alsapo y le contaría su historia; a Lucy leencantaban las historias de Maggie, quecreía a medias, sobre los seres vivosque encontraban aquí y allá: de cómo laseñora Tijereta estaba haciendo lacolada en casa y uno de sus hijos secayó en el caldero, por eso corría tandeprisa en busca del médico. Tom sentía

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un profundo desprecio por esas tonteríasde Maggie y aplastaba la tijeretainmediatamente, una manera, superfluapero fácil de demostrar la falsedad de lahistoria; Lucy no podía evitar la idea deque tenían algo de cierto y, en cualquiercaso, le parecían fantasías muy bonitas.De modo que el deseo de conocer lahistoria de un sapo muy corpulento,sumada a su carácter afectuoso, hizo quecorriera hacia Maggie.

—¡Maggie! ¡Hay un sapo grande ymuy divertido! Ven a verlo.

Maggie no dijo nada y se alejó deella con el ceño fruncido. Mientras Tom,pareciera preferir a Lucy, ésta formaría

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parte de su crueldad. No hacía muchoque Maggie creía que nunca se mostraríadesagradable con la pequeña y lindaLucy, del mismo modo que no podría sercruel con una ratita blanca; peroentonces Tom era indiferente a Lucy yera Maggie quien la mimaba y le hacíacaso. Ahora, en cambio, pensaba que legustaría hacer llorar a Lucy dándole unabofetada o un pellizco, especialmente siasí molestaba a Tom, al que sería inútilabofetear —suponiendo que se atreviera—, porque no le importaba. Maggieestaba segura de que si Lucy no hubieraestado allí, Tom no habría tardado enhacer las paces con ella.

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Es fácil cansarse de hacer cosquillasa un sapo poco sensible, y al poco ratoTom empezó a mirar a su alrededor enbusca de otra manera de pasar el rato.Sin embargo, en un jardín tan cuidadodonde no les estaba permitido salir delos senderos empedrados, no había granelección. El único gran placer quepermitía semejante restricción era,precisamente, soslayarla, y Tom empezóa pensar en una visita insurgente alestanque situado tras unos campos.

—Oye, Lucy —dijo, moviendo lacabeza con aire misterioso mientrasrecogía la cuerda—. ¿Sabes lo quequiero hacer?

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—¿Qué quieres hacer, Tom? —preguntó Lucy con curiosidad.

—Quiero ir al estanque y mirar ellucio. Puedes venir conmigo si quieres—ofreció el joven sultán.

—¡Oh, Tom! ¿Vas a atreverte? —exclamó Lucy—. La tía dijo que nodebíamos salir del jardín.

—Bueno, saldré por el otro extremodel jardín —dijo Tom—. Nadie nosverá. Además, no me importa si me ven:me iré corriendo a casa.

—Pero yo no puedo correr —dijoLucy, que nunca se había visto antetentación semejante.

—No importa, contigo no se

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enfadarán —dijo Tom—. Podrás decirque te llevé yo.

Tom se alejó y Lucy trotó a su ladotímidamente, disfrutando del raro placerde hacer una travesura y entusiasmadatambién por la mención de aquel sercélebre, el lucio, aunque no sabíaexactamente si eso era un pez o un ave.Maggie los vio salir del jardín y nopudo resistir el impulso de seguirlos. Laira y los celos, al igual que el amor, nopueden soportar perder de vista elobjeto de su pasión, y que Tom y Lucyhicieran o vieran algo que ella ignoraraera una idea intolerable para Maggie.De manera que se mantuvo a unas yardas

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de distancia sin que Tom la viera,absorto como estaba en la búsqueda delseñor lucio —un monstruo sumamenteinteresante—, del que se decía que eramuy viejo, muy grande y que tenía unapetito voraz. El lucio, como otrosfamosos personajes, no se mostrabacuando lo buscaban, pero Tom advirtióun movimiento rápido en el agua que loatrajo hacia otro lugar de la orilla delestanque.

—¡Aquí, Lucy! —exclamó en unsusurro—. ¡Ven aquí! ¡Cuidado! Quédateen la hierba, no pises donde han estadolas vacas —añadió, señalando unapenínsula de hierba seca rodeada de

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barro pisoteado; el pésimo concepto quetenía de las chicas incluía laincapacidad total de caminar por lugaressucios.

Lucy se acercó con cuidado,siguiendo las instrucciones, y se inclinópara mirar lo que parecía una cabeza deflecha dorada corriendo por el estanque.Era una culebra de agua, le dijo Tom, yLucy por fin pudo ver la onda de sucuerpo y se maravilló ante laposibilidad de que las serpientessupieran nadar. Maggie se había idoacercando cada vez más: ella tambiéntenía que verlo, aunque le dolía muchoque a Tom no le importara que lo viera o

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no. Al final se encontró junto a Lucy, yTom, que había advertido en silencio suaproximación, dio media vuelta.

—Vete, Maggie —dijo—. No cabesen este trozo de hierba. Nadie te hapedido que vinieras.

En aquel momento, en Maggie sedebatían pasiones suficientes para unatragedia, si las tragedias se hicieransolamente con pasiones; pero el aspecto«de cierta magnitu».[6] presente en lapasión exigía acción; lo máximo quepodía hacer Maggie, con un bruscomovimiento de su bracito moreno, eraempujar a la pobrecita Lucy, toda derosa y blanco, al barro pisado por las

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vacas.Tom no pudo contenerse y propinó a

Maggie dos manotazos en el brazomientras corría a sujetar a Lucy quelloraba desconsoladamente en el suelo.Maggie retrocedió hacia las raíces de unárbol, situado a varias yardas dedistancia, y los contempló impenitente.Por lo general, se arrepentía en cuantocometía alguna hazaña impetuosa, peroen esta ocasión Tom y Lucy habíanhecho que se sintiera tan mal que sealegraba de haber estropeado sufelicidad, de conseguir que todo elmundo se fastidiara. ¿Por qué iba asentirlo? Tom tardaba demasiado en

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perdonarla, por mucho que ella hubierapodido arrepentirse.

—Se lo diré a nuestra madre,¿sabes, señorita? —dijo Tom con vozalta y enfática en cuanto Lucy estuvo depie, dispuesta a caminar.

Tom no acostumbraba a «chivars»,pero en este caso la justicia exigía queMaggie recibiera el mayor castigo,aunque Tom no había aprendido aformular sus pensamientos de modoabstracto, ya que nunca mencionaba lapalabra «justici» y no tenía ni idea deque sus deseos de castigar pudieranrecibir un nombre tan elegante. Lucyestaba demasiado absorta en la

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calamidad sobrevenida —se habíaestropeado su mejor vestido y seencontraba incómoda, tan sucia ymojada— para pensar en la causa, quepara ella era totalmente misteriosa. Eraincapaz de adivinar qué había hechopara que Maggie se enfadara con ella,pero advertía su conducta antipática ydesagradable, de modo que nointercedió ante Tom para que no se«chivar» y se limitó a correr a su ladollorando lastimeramente mientrasMaggie permanecía sentada en las raícesdel árbol y los miraba alejarse con supequeño rostro de Medusa.

—Sally —dijo Tom en cuanto

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llegaron a la puerta de la cocina y Sallylos contempló muda de asombro, con untrozo de pan con mantequilla en la bocay un tenedor de tostar en la mano—.Sally, di a mi madre que Maggie haempujado a Lucy y la ha hecho caer enel barro.

—¡Ay, madre! ¿Cómo s’han acercaotanto al barro? —preguntó Sallytorciendo el gesto mientras se inclinabapara examinar el corpus delicti.

La imaginación de Tom no habíasido lo bastante rápida y capaz paraincluir esta pregunta entre lasconsecuencias posibles, pero en cuantose la formularon previó el resultado y

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calibró que Maggie no sería consideradala única culpable del accidente. Se alejóen silencio de la puerta de la cocina,dejando a Sally el placer de adivinar,cosa que las mentes activas prefierencon mucho a los conocimientos dados.

Como bien sabes, lector, Sally no sedemoró en presentar a Lucy en la puertadel salón, porque tener un ser tan sucioen Garum Firs suponía una cargaexcesiva para una sola persona.

—¡Cielo santo! —exclamó la tíaPullet tras proferir un grito inarticulado.¡Déjala en la puerta, Sally! No se t'ocurra meterla en el salón.

—Vaya, s’ha caído en el barro —

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dijo la señora Tulliver, levantándosepara examinar el estado de unas ropasde las que se sentía responsable ante suhermana Deane.

—Señora, ha sido Maggie quien laempujó —dijo Sally—. Lo ha dicho elseñorito Tom. Y tiene que haber sido enel estanque, porque sólo allí hay tantobarro.

—Eso es, Bessy. Lo que yo te decía—dijo la señora Pullet con un tono detristeza profética—: nunca se sabe dequé serán capaces tus niños.

La señora Tulliver enmudeció,sintiéndose una madre desgraciadísima.Como siempre, pensó que la gente

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creería que había cometido algunamaldad para merecer aquellosproblemas maternales, mientras laseñora Pullet empezaba a dar a Sallyórdenes complicadísimas sobre cómodebía proteger la casa de sufrir severosdaños durante el proceso de eliminaciónde la porquería. Entre tanto, la cocineradebía traer el té y los niños traviesostomarían el suyo ignominiosamenterelegados a la cocina. La señoraTulliver, suponiendo que estarían cerca,salió a hablar con aquellos niños malos,pero sólo encontró a Tom tras buscarloun buen rato, apoyado en la blancaempalizada del gallinero con aire

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indiferente, agitando su trozo de cuerdapor el otro lado, para molestar a unpavo.

—Tom, niño malo, ¿dónde está tuhermana? —preguntó la señora Tullivercon voz consternada.

—No lo sé —contestó Tom. Eldeseo de que se hiciera justicia conMaggie había disminuido desde elmomento en que advirtió con claridadque difícilmente podría realizarse sin lainjusticia de que le reprocharan tambiénsu conducta.

—¡Vamos! ¿Dónde la has dejado? —preguntó su madre mirando a sualrededor.

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—Sentada bajo el árbol que estájunto al estanque —dijo Tom simulandono prestar atención más que a la cuerday al pavo.

—Ve a buscarla ahora mismo, chicomalo. ¿Cómo se t’ha ocurrido ir alestanque y llevar a tu hermana hasta elbarro? Ya sabes que si se le presenta laoportunidad de hacer alguna travesura,la hace.

La señora Tulliver tenía porcostumbre vincular la mala conducta deTom, de un modo u otro, a Maggie.

La idea de que Maggie estaba sola,sentada junto al estanque, despertó eltemor habitual de la señora Tulliver y

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subió al montador para tranquilizarsecon la visión de aquella niña fatídicamientras Tom caminaba, no muy deprisa,hacia ella.

—Si hay niños que se sientanatraídos por el agua, esos son los míos—dijo en voz alta, sin caer en la cuentade que no había nadie que pudiera oírla—. Algún día se ahogarán. Me gustaríaque el río estuviera más lejos.

Pero cuando no sólo no localizó aMaggie sino que vio regresar sólo a Tomdel estanque, el miedo se apoderó deella y corrió hacia él.

—Maggie no está por el estanque,madre —dijo Tom—. Se ha ido.

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Puedes imaginar, lector, la búsquedaaterrorizada y las dificultades paraconvencer a la madre de Maggie de queno se encontraba ahogada en el estanque.La señora Pullet comentó que, si vivía,tal vez llegara a conocer peor final queése, quién podía saberlo; y el señorPullet, confuso y abrumado por el carizrevolucionario de las cosas —el retrasodel té y las aves de corral alarmadas poraquel inusual ir y venir—, cogió unaescarda y alcanzó con ella la llave paraabrir el corral de las ocas, donde eraprobable que Maggie se hubieraescondido.

Al cabo de un rato, Tom lanzó la

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idea de que Maggie se había ido a casa(sin considerar necesario declarar queeso era lo que habría hecho él encircunstancias similares), y su madre setranquilizó con esa posibilidad.

—Sophy, por el amor de Dios, hazque pongan el caballo en el coche y melleven a casa, quizá la encontremos porel camino. Lucy no puede caminar conesta ropa —dijo, contemplando a lavíctima inocente, envuelta en un chal ysentada con los pies desnudos sobre elsofá.

La tía Pullet se mostró biendispuesta a tomar medidas pararecuperar cuanto antes la tranquilidad y

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el orden en su casa, y no transcurriómucho rato antes de que la señoraTulliver se encontrara en el cochemirando inquieta hacia delante. Lapregunta que más le abrumaba era: ¿quédiría su padre si Maggie se perdía?

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Capítulo XI

Maggie intenta huir de susombra

Como de costumbre, las intencionesde Maggie iban más allá de lo que Tomhabía imaginado. La decisión que tomódespués de que Tom y Lucy se alejaranno era tan sencilla como regresar a casa.¡No! Se escaparía y se iría a vivir conlos gitanos y Tom no volvería a verlanunca más. Esta idea no era nueva paraMaggie: le habían dicho tantas vecesque parecía una gitana y que, además,

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era «medio salvaj», que cuando estabatriste le parecía que la única manera deescapar al oprobio y sentirse en armoníacon las circunstancias era viviendo bajouna carpa de color pardo en los terrenoscomunales del municipio: creía que losgitanos la recibirían encantados y letendrían mucho respeto por susconocimientos superiores. En unaocasión mencionó esta idea ante Tom yle sugirió que se tiñera la cara de oscuropara huir juntos, pero Tom rechazó elproyecto con desprecio y le contestó quelos gitanos eran ladrones, apenas teníanpara comer y sólo poseían algún burropara desplazarse. Sin embargo, aquel

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día Maggie pensó que su infelicidadhabía alcanzado tal punto que los gitanosconstituían su último refugio, y selevantó de las raíces del árbol dondeestaba sentada con la sensación de estarviviendo una crisis; correría hasta llegaral terreno comunal de Dunlow, dondesin duda encontraría gitanos, y así aquelTom tan cruel y el resto de parientes quetantos defectos le encontraban notendrían que verla nunca más. Mientrascorría pensó en su padre, pero sereconcilió con la idea de separarse de éldecidiendo que le enviaría en secretouna carta mediante algún gitanillo que seescaparía corriendo sin decirle dónde

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estaba y se limitaría a comunicarle quese encontraba bien, era feliz y lo queríamucho.

La carrera pronto la dejó sin aliento,pero cuando Tom regresó al estanque,Maggie se encontraba tres largoscampos más allá, al borde de un caminoque llevaba a la carretera principal. Sedetuvo para recuperar el aliento y se leocurrió pensar que aquello de huir noera muy agradable, por lo menos, antesde llegar al terreno donde seencontraban los gitanos, pero sudecisión no flaqueó: cruzó la puerta dela verja y entró en el camino sin saberadónde conducía, porque nunca había

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pasado por allí cuando viajaban delmolino de Dorlcote a Garum Firs, y sesintió más segura al pensar que así nosería posible que la alcanzaran. Prontoadvirtió, no sin temor, que se acercabandos hombres por el camino que seextendía ante ella: demasiado ocupadacon la idea de que los conocidos fuerantras ella, no se le había ocurrido laposibilidad de encontrarse condesconocidos. Eran dos impresionantesindividuos de aspecto andrajoso y rostrocoloradote; uno de ellos llevaba unhatillo colgado de un palo sobre elhombro: pero para su sorpresa, aunqueMaggie temía que la censuraran por huir,

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el portador del hatillo se detuvo y conun tono entre implorante y zalamero lepreguntó si tenía alguna moneda para dara un pobre hombre. Maggie llevaba unamoneda de seis peniques en el bolsito—regalo del tío Glegg— y se la tendióal mendigo con una sonrisa educada,esperando que apreciara su generosidad.

—Esto es todo lo que tengo —dijo,excusándose.

—Gracias, señorita —contestó elhombre, con tono menos respetuoso yagradecido de lo que Maggie esperaba,e incluso observó que sonreía y guiñabael ojo a su compañero. Maggie se alejócaminando muy deprisa, pero advirtió

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que los dos caminantes se quedabaninmóviles, probablemente para mirarla,y los oyó reír con sonoras carcajadas.De repente, se le ocurrió pensar que lahabrían tomado por una niña boba: Tomle había dicho que el cabello corto lehacía parecer la tonta del pueblo yaquella idea era demasiado dolorosapara olvidarla rápidamente. Además, nollevaba manga larga, sólo una capa y unacapota. No era probable que causara unaimpresión favorable a los caminantes ypensó en regresar a los campos, pero noal mismo costado del sendero, no fuera aencontrarse todavía en las propiedadesdel tío Pullet. Entró por la primera

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puerta de un cercado que vio abierta y,tras aquel humillante encuentro, sintióuna deliciosa sensación de intimidad alavanzar entre los setos. Estabaacostumbrada a vagar sola por loscampos y allí se sentía menos asustadaque en la carretera. En alguna ocasióntuvo que trepar para cruzar altas puertascerradas, pero aquel era un mal menor;se alejaba muy deprisa y probablementepronto llegaría a ver las tierrascomunales de Dunlow u otrascualesquiera, porque había oído decir asu padre que no se podía ir muy lejos sinllegar a alguna. Eso esperaba, porque sesentía cada vez más cansada y

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hambrienta, y hasta que encontrara a losgitanos no tenía perspectiva alguna detomar pan con mantequilla. Era todavíapleno día, pues la tía Pullet, queconservaba las costumbres tempranas dela familia Dodson, tomaba el té a lascuatro y media, según la hora solar, y alas cinco, según el reloj de la cocina; asípues, aunque hacía casi una hora queMaggie se había puesto en camino,todavía no se cernía sobre los campospenumbra alguna que le recordara lallegada de la noche. No obstante, teníala sensación de haber caminado una grandistancia y le parecía sorprendente queno apareciera ante sus ojos el terreno

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comunal. Hasta el momento, habíarecorrido la rica parroquia de Garum,que poseía grandes extensiones depastos, y sólo había visto a uncampesino a lo lejos: eso, en ciertomodo, era una suerte, pues los bracerospodían ser demasiado ignorantes paraentender sus motivos para ir al terrenocomunal de Dunlow; de todos modos,habría sido mejor encontrar a alguienque le indicara el camino sin por ellopreguntarle nada sobre sus asuntos. Porfin terminaron los campos verdes yMaggie se encontró mirando entre losbarrotes de una puerta que daba a uncamino con un alto margen de hierba a

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ambos lados. Nunca había visto unacarretera tan ancha y, sin saber por qué,le dio la impresión de que el terrenocomunal no podría estar muy lejos; talvez fuera porque había visto un burrocon un tronco atado a las patas paraimpedirle la huida comiendo delherboso margen, y en otra ocasión,cuando cruzó los terrenos comunales deDunlow en la calesa de su padre,también vio un burro con aquel tristeestorbo. Se coló entre los barrotes de lapuerta y siguió caminando animada,aunque la asustaban las imágenesrecurrentes de Apolión[7], de algúnsalteador de caminos armado, de un

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enano vestido de amarillo con una bocade oreja a oreja y de otros peligrosdiversos, ya que la pobrecita Maggieposeía a un tiempo la timidez de unaimaginación activa y la osadía de unimpulso imperioso. Se había lanzado ala aventura de buscar a susdesconocidos semejantes, los gitanos, yahora se encontraba en aquel caminoextraño en el que apenas se atrevía amirar a uno y otro lado, no fuera a ver aldiabólico herrero de delantal de cuerosonriendo con los brazos en jarras. Y,con sobresalto, reparó en unaspiernecitas desnudas que sobresalían,con los pies por delante, junto a una

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loma; demasiado alterada para distinguira primera vista los andrajos y la oscuracabeza greñuda que acompañaban a laspiernas, aquello le pareció algohorriblemente sobrenatural: algo asícomo un hongo diabólico. Era unmuchacho dormido y Maggie se alejócorriendo, no fuera a despertarlo: no sele ocurrió que acaso fuera uno de susamigos gitanos y que, de confirmarsetendría unos modales muy amistosos. Sinembargo, así era, porque al siguienterecodo del camino, Maggie distinguió lapequeña tienda semicircular; el humoazulado ascendía ante lo que iba a ser surefugio de todo el vilipendio que la

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había acosado en la vida civilizada.Incluso vio, junto a la columna de humo,una alta figura femenina: sin duda, lamadre gitana, que se encargaba desuministrar el té y otros alimentos. Leasombró no sentir mayor alegría. Lesorprendía encontrar a los gitanos juntoal camino y no en un terreno comunal: locierto era que resultaba decepcionante,porque el mismo terreno comunalmisterioso e ilimitado, con zonas dearena donde esconderse, lejos delalcance de cualquiera, siempre habíaformado parte de la imagen que Maggietenía de la vida de los gitanos. Noobstante, siguió avanzando y pensó con

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cierto consuelo que probablemente losgitanos no sabían nada de los tontos depueblo, de modo que no había peligro deque cayeran en el error de clasificarlade entrada como uno de ellos. Resultabaevidente que había atraído su atención,porque la figura alta, que resultó ser unamujer joven con una criatura en brazos,se dirigió lentamente a su encuentro.Maggie contempló aquel rostro mientrasse le acercaba y se tranquilizó al pensarque su tía Pullet y los demás teníanrazón cuando la llamaban gitana, porqueaquel rostro de brillantes ojos negros ycabello largo se parecía bastante a laimagen que ella había observado en el

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espejo antes de cortarse el pelo.—¿Adónde va usté, señorita? —

preguntó la gitana con tono zalamero.A Maggie aquello le encantó porque

era exactamente lo que esperaba: losgitanos se habían dado cuenta al instantede que era una señorita y estabandispuestos a tratarla del modo adecuado.

—Aquí mismo —dijo Maggie, conla sensación de que decía lo que habíaensayado en un sueño—. Vengo aquedarme con vosotros si me dejáis.

—¡Qué gracia! Venga, pues. Vaya,qué señorita más linda —dijo la gitana,tomándola de la mano. A Maggie lepareció una mujer muy agradable,

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aunque le habría gustado que noestuviera tan sucia.

Se acercaron a la hoguera, en torno ala cual había un grupo reunido. Unavieja gitana, sentada en el suelo, sefrotaba las rodillas y, de vez en cuando,metía un pincho en una olla de la quesalía un vapor oloroso: dos niñosgreñudos, tendidos boca bajo, seapoyaban en los codos como dospequeñas esfinges, y un plácido burroinclinaba la cabeza sobre una chica que,tendida de espaldas, le rascaba la narizy lo obsequiaba con un poco deexcelente heno robado. El sol ponientelos iluminaba y la escena resultaba

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hermosa y agradable, pensó Maggie,aunque deseaba que no tardaran muchoen sacar las tazas del té. Todo seríaencantador cuando hubiera enseñado alos gitanos a lavarse con una jofaina y asentir interés por los libros. De todosmodos, le desconcertó que la mujerjoven empezara a hablar con la vieja enuna lengua que Maggie no entendíamientras la chica alta que daba de comeral burro se incorporaba y la escrutabasin saludarla.

—Cómo es eso, linda damita —dijofinalmente la anciana—: ¿Ha venido aquedarse con nosotros? Asiéntese ycuéntenos de ande viene.

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Aquello parecía un cuento: a Maggiele gustaba que la llamaran linda damita yla trataran de aquella manera.

—Vengo de mi casa porque allí soydesgraciada y quiero ser gitana —explicó después de sentarse—. Vivirécon vosotros, si queréis, y puedoenseñaros muchas cosas.

—Qué damita tan lista —exclamó lamujer del nene, sentándose al lado deMaggie y depositando el niño en elsuelo para que gateara—. Y quésombrerito y qué vestido tan bonitos —añadió mientras le quitaba la capota aMaggie y la examinaba, tras lo cualcomentó algo a la vieja en aquel

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lenguaje desconocido. La chica alta learrebató la capota y se la puso con unagran sonrisa burlona, pero Maggieestaba decidida a no dar muestras dedebilidad alguna en ese aspecto, como siel sombrero le importara algo.

—No quiero llevar sombrero —dijoMaggie—. Prefiero un pañuelo rojo,como vosotras —añadió, mirando a laamiga que tenía al lado—. Hasta ayertenía el pelo bastante largo, pero me locorté. Aunque me parece que me creceráenseguida —añadió con aire dedisculpa, pensando que tal vez lasgitanas tenían especial preferencia porel cabello largo. En aquel momento, el

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deseo de caer en gracia a los gitanoshabía hecho que Maggie hubieraolvidado incluso el hambre que tenía.

—Oh, qué damita tan encantadora. Y,seguramente, tan rica —dijo la anciana—. ¿Vive en una casa bonita?

—Sí, mi casa es linda y me gustamucho el río donde vamos a pescar,pero muchas veces soy muy desgraciada.M’habría gustado traerme libros, perome he escapado a toda prisa ¿sabes?Pero puedo contaros casi todo lo quesale en mis libros, porque los he leídomuchas veces, y eso os divertirá. Ytambién puedo contaros cosas degeografía, que son cosas sobre el mundo

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en que vivimos, que son muy útiles einteresantes. ¿Habéis oído hablar deColón?

Los ojos de Maggie empezaban abrillar y sus mejillas se ruborizaban:estaba comenzando a instruir a losgitanos y a tener influencia sobre ellos.Los gitanos la escuchaban asombrados,aunque su atención se dividía entre laniña y el contenido de su bolsito, que laamiga situada a la derecha le habíavaciado sin que ella se diera cuenta.

—¿Es allí ande vive usted, señorita?—preguntó la anciana cuando mencionóa Colón.

—¡Oh, no! —exclamó Maggie con

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cierta pena—. Colón fue un hombre muyimportante que encontró medio mundo,lo encadenaron y lo trataron muy mal. Lopone en mi catecismo de geografía, peroa lo mejor es una historia demasiadolarga para contarla antes del té… Quieromerendar.

A Maggie se le escaparon estaspalabras a pesar de su voluntad y asípasó del tono didáctico ycondescendiente al mero mal humorinfantil.

—Vaya, la pobre damita tienehambre —comentó la mujer joven—.Darle algo frío para comer. Seguramentehabrá caminao mucho, querida niña.

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¿Dónde está su casa?—Es el molino de Dorlcote, está

muy lejos —dijo Maggie—. Mi padre esel señor Tulliver, pero no debemosdecirle dónde estoy porque me llevaríaa casa de nuevo. ¿Dónde vive la reinade las gitanas?

—¡Vaya! ¿Quiere verla? —preguntóla mujer joven. La niña alta, entre tanto,no dejaba de escrutar a Maggie y desonreír con una mueca. Sin duda, susmodales no eran nada agradables.

—No —contestó Maggie—. Sólopensaba que si no es una buena reina, osalegraríais si muriera y pudieraisescoger a otra. Si yo fuera reina, sería

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muy buena y amable con todos.—Aquí tie un poco de buena comida

—dijo la vieja, tendiéndole a Maggie untrozo de pan, que había sacado de unabolsa con mendrugos y un poco detocino frío.

—Gracias —dijo Maggie, mirandola comida, pero sin tomarla—, pero ¿nopodrías darme un poco de pan conmantequilla y un poco de té, en lugar deesto? No me gusta el tocino.

—No tenemos té ni mantequilla —contestó la vieja frunciendo un poco elceño, como si estuviera cansándose decontemplaciones.

—Bueno, pues me servirá un poco

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de pan con melaza dijo Maggie.—No tenemos melaza —contestó la

vieja enfadada, tras lo cual tuvo lugar unbrusco diálogo en aquella lenguadesconocida y una de las pequeñasesfinges le arrebató el pan con tocino yempezó a comérselo. En aquel momento,la chica alta, que se había alejado unosmetros, regresó y dijo algo que causógran conmoción. La vieja parecióolvidar el hambre de Maggie, introdujoel pincho en la olla y lo agitó conenergía; la mujer joven entró en la tienday sacó platos y cucharas. Maggie temblóun poco y temió que los ojos se lellenaran de lágrimas. Entretanto, la chica

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alta soltó un grito agudo y corrió haciael muchacho junto al que había pasadoMaggie cuando dormía: un toscopilluelo de la edad de Tom, el cual mirófijamente a Maggie y a continuaciónprosiguió con su charla incomprensible.Maggie se encontraba muy sola y estabasegura de que no tardaría en echarse allorar: los gitanos no parecían ocuparsede ella y se sentía muy débil en sucompañía. Pero un nuevo terror contuvosus lágrimas: cuando aparecieron losdos hombres cuya aproximación habíasido la causa del súbito revuelo. Elmayor de los dos dejó caer la bolsa quellevaba y se dirigió a las mujeres con

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gritos de reprimenda que ellascontestaron con una retahíla en tonoagudo e insolente; mientras tanto, unchucho negro corrió hacia Maggieladrando, lo que sumió a la niña en unostemblores que encontraron nueva causaen las maldiciones con que el hombremás joven llamó al perro y en el golpeque le propinó con el gran bastón quellevaba en la mano.

Maggie pensó que era imposible quefuera nunca reina de esa gente o quellegara siquiera a comunicarlesconocimientos útiles y divertidos. Loshombres parecían estar haciendopreguntas sobre Maggie, porque la

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miraban y la conversación fueadoptando el tono pacífico que implicacuriosidad por un lado y capacidad desatisfacerla por otro.

—Esta preciosa damita ha veníoavivir con nosotros, ¿no os alegráis? —dijo finalmente la mujer joven en el tonozalamero empleado antes.

—Ajá, m'alegro mucho —contestó elhombre joven, que examinaba el dedalde plata de Maggie y otras cosillas quele habían cogido del bolsito.

Las devolvió todas, excepto eldedal, a la mujer joven con uncomentario y ésta volvió a guardarlasinmediatamente en el bolsito de Maggie,

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mientras los hombres se sentaban yempezaban a atacar el contenido de laolla —un estofado de carne con patatas— que habían sacado del fuego y habíanservido en una fuente amarilla.

Maggie empezó a pensar que tal vezTom tuviera razón sobre los gitanos: sinduda, eran ladrones, a menos que elhombre tuviera intención de devolverlede inmediato el dedal. Se lo habríaregalado gustosa porque no sentía por élespecial cariño; pero la idea de que seencontraba entre ladrones le impedíasentir ningún consuelo en las nuevasatenciones que recibía: todos losladrones eran malos, con la única

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excepción de Robin Hood. Las mujeresse dieron cuenta de que estaba asustada.

—No tenemos na bueno pa quecoma la señorita —dijo la vieja contono meloso—. Y tie tanta hambre, lapobre damita.

—Tome, cariño, mire si le gusta esto—dijo la mujer joven, tendiéndole unpoco de estofado en un plato marrón conuna cuchara de hierro; Maggie,recordando el enfado de la vieja porqueno le había gustado el pan con tocino, nose atrevió a rechazar el guiso, aunque elmiedo le había quitado el apetito. ¡Ojalásu padre apareciera por allí con lacalesa y se la llevara! ¡O pasaran por

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ahí Jack el Matagigantes o el señorGreatheart[8], o San Jorge, el que matabaal dragón en las monedas de mediopenique! Maggie pensó, abatida, quenunca se había visto a aquellos héroesen las proximidades de Saint Ogg's: allínunca pasaba nada extraordinario.

Como se ha podido apreciar, MaggieTulliver estaba muy lejos de poseer laeducación y formación que tieneactualmente una niña de ocho o nueveaños: sólo había asistido un año a laescuela de Saint Ogg's, y tenía tan pocoslibros que algunas veces incluso leía eldiccionario; de manera que, si fueraposible recorrer su mente, se

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distinguiría la mas sorprendenteignorancia junto con el conocimientomas insospechado. Era capaz deexplicar que existía una palabra talcomo «poligami» y, puesto que conocíatambién el término «polisílab», habíadeducido que «pol» significaba«mucho».; pero no tenía la menor ideade que los gitanos no poseyeran una grandespensa, y sus pensamientos, por logeneral, estaban formados por unaextraña mezcla de perspicaciaclarividente y ciegos sueños.

En los últimos cinco minutos, susideas sobre los gitanos habían sufridouna rápida modificación. Tras

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considerarlos compañeros muyrespetables y bien dispuestos a lainstrucción, había empezado a pensarque tal vez quisieran matarla en cuantose hiciera de noche y, más tarde, trocearsu cuerpo para ir guisándolo poco apoco: incluso sospechó que el viejo deojos feroces era, en realidad, eldemonio y podía despojarse encualquier momento de ese disfraz yconvertirse en el herrero de la gransonrisa o en un monstruo de ojos fieroscon alas de dragón. No conseguíacomerse el guiso y, sin embargo, lo quemás temía era ofender a los gitanosrevelando la opinión extremadamente

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desfavorable que acababa de formarsesobre ellos; se preguntaba con unfervoroso interés que ningún teólogopodría haber superado si, en caso de queel demonio estuviera presente, podríaleerle el pensamiento.

—¡Cómo! ¿No le gusta cómo huele,querida? —preguntó la mujer joven,observando que Maggie ni siquierahabía comido una cucharada—. Anda,pruébelo.

—No, gracias —dijo Maggie,haciendo acopio de todas sus fuerzaspara sonreír amistosamente—. Meparece que no tengo tiempo, estáhaciéndose de noche. Me parece que

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tengo que irme a casa. Ya volveré otrodía y os traeré una cesta con tartas demermelada y otras cosas.

Maggie se levantó mientrasanunciaba aquel plan ilusorio, deseandofervientemente que Apolión fueracrédulo; pero sus esperanzasnaufragaron cuando la vieja gitana dijo:

—Pare un poco, pare un poco,damita: la llevaremos a su casa, sana ysalva, después de cenar: irá montada,como corresponde a una dama.

Maggie se sentó de nuevo con escasafe en esa promesa, aunque vio cómo lachica alta embridaba el burro y leechaba encima unas alforjas.

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—Andando, señorita —dijo elhombre joven, poniéndose en pie yconduciendo el burro—. ¿Ande vive?¿Cómo se llama ese sitio?

—Vivo en el molino de Dorlcote —se apresuró a contestar Maggie—. Mipadre es el señor Tulliver, allí vive.

—Caramba, ¿un molino grande unpoco para acá de Saint Ogg's?

—Sí —dijo Maggie—. ¿Está muylejos? Me parece que me gustaría irmeandando, si le parece bien.

—No, no. Empieza a oscurecer ydebemos darnos prisa. Y el burro lallevará mu bien, ya verá.

Alzó a Maggie mientras hablaba y la

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sentó sobre el borrico. La niña sintióalivio al ver que no era el viejo quien sedisponía a acompañarla, pero apenas seatrevía a esperar que, efectivamente, lallevara a su casa.

—Aquí está su bonito sombrero —dijo la mujer joven, colocándole laprenda antes despreciada y ahorarecibida con alegría—. Y les dirá quenos hemos portao muy bien con usted,¿verdad? Y que hemos dicho que era unadamita preciosa.

—Oh, sí. Muchas gracias. Os estoymuy agradecida. Pero me gustaría que tútambién vinieras conmigo —dijoMaggie, pensando que cualquier cosa

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sería mejor que partir sola con uno deaquellos hombres tan terribles: seríamás alegre que la asesinara un gruponumeroso.

—Ah, yo le gusto más, ¿verdad? —dijo la mujer—. Pero no puedo ir, irándemasiado aprisa para mí.

Al parecer, el hombre tenía intenciónde montar en el borrico y sostener aMaggie ante él, y la niña fue tan incapazde protestar contra esta solución comoel propio burro, aunque aquello lepareciera peor que cualquier pesadilla.Después de que la mujer se despidierade ella con unas palmaditas en laespalda, el burro, siguiendo la enérgica

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indicación del bastón del hombre, sepuso en marcha rápidamente por elcamino en dirección hacia el lugar pordonde había venido Maggie una horaatrás, mientras la chica alta y el toscopilluelo, provistos también de palos, losescoltaron amablemente durante elprimer centenar de yardas entre gritos ygolpes.

Ni siquiera Leonora[9] en susobrenatural viaje nocturno con elfantasma de su amado estaba másaterrorizada que la pobre Maggie enaquel recorrido perfectamente normalsobre un burro de paso corto, con ungitano a su espalda convencido de estar

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ganándose media corona. La luz rojizadel sol poniente parecía poseer unsignificado profético, relacionado sinduda con el alarmante rebuzno del otroborrico, atado al tronco. Las dos casitascon tejado de paja, las únicas que vieronjunto al camino, hacían el paisaje aúnmás lúgubre; no tenían ventanaspropiamente dichas y las puertas estabancerradas: seguro que allí vivían brujas,y Maggie sintió alivio al ver que elburro no se detenía.

Por fin —¡qué hermosa visión!—aquel camino, el más largo del mundo,se terminó y desembocó en una carreteraancha por la que, en aquel momento,

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circulaba incluso un carruaje. Y en laesquina había una indicación: seguroque la había visto antes. La señal decía:«A Saint Ogg's, 2 milla». Así pues, elgitano de veras la llevaba a casa:después de todo, probablemente, era unbuen hombre y quizá se había ofendidoal pensar que no quería viajar sola conél. La idea fue ganando terreno a medidaque Maggie se convencía de que elhombre conocía bien la carretera, yestaba pensando en cómo iniciar unaconversación con el ofendido gitano yno sólo reparar sus sentimientos sinotambién borrar la impresión causada porsu cobardía cuando llegaron a un cruce y

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Maggie divisó a alguien que se acercabamontado en un caballo de cara blanca.

—¡Para, para! —gritó—. ¡Es mipadre! ¡Padre, padre!

Aquella alegría repentina resultócasi dolorosa y, antes de que su padrellegara hasta ella, se echó a llorar. Elseñor Tulliver se asombró muchísimo,porque regresaba de Basset y todavía nohabía pasado por su casa.

—¡Caramba! ¿Qué significa esto? —dijo, frenando el caballo mientrasMaggie se deslizaba del burro y corríahacia el estribo de su padre.

—Me parece que la señorita s’ haperdío —dijo el gitano—. Llegó hasta

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nuestro campamento, en el camino deDunlow. Ahora la llevaba hacia dondenos ha dicho que vivía. Cae muy lejos,cuando uno se ha pasao todo el día porahí.

—Oh, sí, padre. Ha sido muy buenoal traerme a casa —dijo Maggie—. ¡Esun hombre amable y bueno!

—Tenga, buen hombre —dijo elseñor Tulliver, tendiéndole cincochelines—. Es la mejor acción que hahecho nunca. No soportaría perder a estamocita. Venga, sube aquí delante.

Se pusieron en marcha y Maggieapoyó la cabeza en su padre y siguióllorando.

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—¡Vaya! ¡Maggie, qué es eso, qué eseso! ¿Cómo ha sido que has estadovagando por ahí y t' has perdido?

—Padre —sollozó Maggie—. Me heescapado porque era muy desgraciada.Tom se ha enfadado mucho conmigo y nolo podía soportar.

—Ea, ea —dijo el señor Tullivertranquilizándola—. Ni se t 'ocurraescaparte de tu padre, ¿qué haría tupadre sin su mocita?

—No, no. Nunca volveré aescaparme, nunca.

Cuando llegaron a casa aquellanoche, el señor Tulliver habló conclaridad con la señora Tulliver y con

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Tom, lo que tuvo el sorprendenteresultado de que Maggie nunca oyó unreproche de su madre ni una broma de suhermano sobre la tonta escapada con losgitanos. Aquella reacción tan pocohabitual atemorizó a Maggie y algunasveces interpretaba que su conducta habíasido demasiado terrible para que semencionara.

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Capítulo XII

En casa del señor y laseñora Glegg

Para ver a los señores Glegg en sucasa, debemos adentrarnos en SaintOgg's, esa venerable población de rojostejados estriados y almacenes conamplios gabletes, donde los barcosnegros depositan sus cargas del lejanoNorte y se llevan, a cambio lospreciosos productos del interior, elqueso bien prensado y las finas lanascon los que, sin duda, mis selectos

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lectores se habrán familiarizado a travésde la mejor literatura clásica pastoril.

Se trata de una de esas ciudadesviejas, muy viejas, que producen lasensación de ser una prolongación de lanaturaleza, al igual que los nidos de lostilonorrincos o pájaros pergolerosaustralianos o las laberínticas galeríasde los termes: un pueblo que llevaconsigo las huellas de su crecimiento ysu historia, como un árbol milenario, yha brotado y se ha desarrollado entre elrío y la baja colina desde la época enque le daban la espalda las legionesromanas del campamento situado en laladera, y los reyes del mar de largos

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cabellos remontaban el río y mirabancon ojos ávidos y fieros la feracidad delas tierras. Es una población«familiarizada con los años olvidado».[10]. La sombra del rey héroe sajóntodavía deambula vacilante,rememorando las escenas de su juventudy amoríos, y a su encuentro sale lasombra aún más melancólica del temiblepagano danés, al que atravesó la espadade un vengador invisible cuando sehallaba entre sus guerreros, y en lastardes de otoño se alza de su túmulosituado en la colina como una neblinablanca que flota en el patio del viejoayuntamiento situado junto al río, el

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lugar donde fue milagrosamenteasesinado en los días previos a laconstrucción del viejo edificio. Losnormandos empezaron la construcciónde aquel hermoso y viejo ayuntamientoque, como la ciudad, habla de lospensamientos y las manos degeneraciones dispersas; pero es todo tanviejo que contemplamos conbenevolencia sus incongruencias y nosalegramos de que quienes construyeronel mirador de piedra y quienesedificaron la fachada y las torres góticascon pequeños ladrillos y ornamentostrifoliados, así como las ventanas yalmenas delimitadas en piedra, no

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cometieran el sacrilegio de demoler lavieja nave de entramado de madera, consu salón de banquetes con techo deroble.

Incluso más antiguo que este antiguoayuntamiento tal vez sea el fragmento demuro inserto en el campanario de laiglesia parroquial, que, según dicen, esun resto de la capilla original dedicadaa san Ogg, el santo patrón de estaantigua ciudad, de cuya historia poseovarias versiones manuscritas. Meinclino a favor de la más breve puestoque, si no fuera totalmente cierta, almenos contendría menos falsedades.«Ogg, hijo de Beor», dice mi hagiógrafo

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particular, «era un barquero que seganaba apenas la vida cruzandopasajeros por el río Floss. Una nochemuy ventosa vio a una mujer con un niñoen brazos gimiendo a la orilla del río;iba vestida con andrajos y tenía aspectoagotado y abatido. Rogaba que lallevaran al otro lado del río, y loshombres que allí había le preguntaban:"¿Por qué quieres cruzar el río? Aguardahasta la mañana y cobíjate aquí parapasar la noche, sé prudente y no cometaslocuras". Pero ella seguía gimiendo eimplorando. Entonces apareció Ogg,hijo de Beorl, y le dijo: "Yo te cruzaréal otro lado: basta con que tu corazón lo

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necesite", y así lo hizo. Y sucedió que encuando la mujer puso un pie en la orilla,sus harapos se transformaron en un largovestido blanco, su rostro adquirió unabelleza extraordinaria y la envolvió unhalo tan luminoso que proyectaba sobreel agua la luz de una luna llena. Y ledijo: "Ogg, hijo de Beorl, bendito seasporque no discutiste los deseos delcorazón, sino que te compadeciste y meayudaste. De ahora en adelante, aquelque entre en tu barca estará protegido dela tormenta, y cuando ésta se aventure arescatar a alguien, salvará vidas dehombres y ganado". Y cuando llegaronlas inundaciones, la bendición de la

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barca salvó a muchos. Pero cuandomurió Ogg, hijo de Beorl, en el momentoen que partió su alma, la barca se soltóde las amarras, se dejó llevar por elreflujo de la marea rápidamente hacia elocéano y nunca más volvieron a verla. Apartir de entonces, siempre que habíauna inundación, al llegar el crepúsculose veía a Ogg, hijo de Beorl, con subarca sobre las extensas aguas: en laproa se sentaba la Virgen, iluminandolas aguas como la luna llena para quelos remeros que se hallaban enpenumbra pudieran redoblar sus fuerzasy seguir remand».

Como se ve, esta leyenda refleja la

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periodicidad de las inundaciones que,incluso cuando no se cobraban ningunavida humana resultaban fatales para elganado indefenso y causaban la muerterepentina de todos los seres vivos maspequeños. Sin embargo, la poblaciónconoció trastornos incluso peores quelas inundaciones: guerras civiles cuandoaquel era un continuo campo de batalla ylos primeros puritanos agradecían aDios la sangre de los legitimistas, ydespués los legitimistas daban gracias aDios por la sangre de los puritanos. Enaquellos tiempos, muchos ciudadanoshonrados perdieron todas sus posesionespor cuestiones de conciencia y

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marcharon, empobrecidos, de su ciudadnatal. Sin duda, todavía se alzan muchasde las casas que estos honradosciudadanos tuvieron que abandonarapenados: pintorescas casas congabletes situadas frente al río,comprimidas entre almacenes másrecientes y atravesadas porsorprendentes pasajes con recodos yángulos agudos que terminan porconducir a la fangosa orilla,continuamente inundada por la marea.Las casas de ladrillo tienen aspectoañejo y, en la época de la señora Glegg,ningún detalle moderno resultabaincongruente: no había escaparates con

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grandes lunas, ninguna fachada de estuconi ningún otro intento falaz de simularque la vieja y roja población de SaintOgg's había surgido la víspera. Losescaparates eran pequeños y sencillosporque las esposas e hijas de losgranjeros, que iban a hacer la compra eldía del mercado, no tenían la menorintención de adquirir nada en tiendasdistintas de las habituales; y loscomerciantes no ofrecían mercancíasdestinadas a clientes de paso que novolverían a ver. Ah, se diría que inclusola época de la señora Glegg queda muylejana, separada de nosotros por unoscambios que parecen ensanchar los

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años. La guerra y el rumor de la guerrahabían desaparecido de la mente de loshombres, y si alguna vez pensaban enella los granjeros cubiertos consobretodos de sayal que agitaban lossacos de muestra para vaciarlos ymurmuraban en la atestada plaza delmercado, era como un estado de cosasque pertenecía a una edad de oropasada, cuando los precios eran altos.Sin duda, se habían ido para siempre lostiempos en que el ancho río podía traerbarcos poco gratos: ahora Rusia no eramás que el lugar de origen de la linaza—cuanta más llegara, mejor— destinadaa las grandes piedras verticales de los

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molinos, cuyos brazos como guadañasrugían, gemían y barrían cuidadosamentecomo si tuvieran dentro un alma. Loscatólicos, las malas cosechas y lasmisteriosas fluctuaciones del comercioeran los tres males que debía temer lahumanidad: ni siquiera las inundacioneshabían sido grandes durante los últimosaños. El espíritu de Saint Ogg's no seproyectaba demasiado hacia el futuro ohacia el pasado. Había heredado unalarga historia a la que no prestabaatención y no tenía ojos para losespíritus que recorrían sus calles. Desdelos siglos en que se había visto en lasaguas crecidas a san Ogg y a la Virgen

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Madre en la proa, se habían dejado atrásmuchos recuerdos que habían idodesvaneciéndose, de la misma maneraque la cumbre de las colinas ibaredondeándose. Y el presente era comouna llanura donde los hombres hubierandejado de creer en la existencia devolcanes y terremotos, convencidos deque el mañana sería idéntico al ayer yque dormían para siempre las fuerzasgigantescas que antes agitaban la tierra.Habían pasado ya los días en que lagente se forjaba, en gran medida, deacuerdo con su fe y de ningún modopodía cambiarla. Los católicosresultaban formidables porque habrían

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deseado apoderarse del gobierno y delas propiedades y quemar vivos a loshombres, pero no porque pudieranconvencer a ningún parroquiano cuerdoy honrado de Saint Ogg's para quecreyera en el Papa. Un ancianorecordaba que cuando John Wesleypredicaba en la plaza del mercadoconvenció a una tosca multitud, perohacía ya mucho tiempo que no seesperaba que los predicadoresconmovieran el alma de los hombres. Elúnico síntoma de un celo inadecuadopara aquellos tiempos más sobrios,cuando los hombres habían terminado yacon los cambios, era el ocasional

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estallido de fervor en los púlpitosdiscrepantes a propósito del bautismoinfantil. El protestantismo se sentíacómodo, despreocupado de los cismas,indiferente al proselitismo: ladiscrepancia se heredaba, lo mismo queel emplazamiento del banco en la iglesiao las relaciones comerciales, y el clerotrataba despectivamente la discrepanciacomo una tonta costumbre propia defamilias dedicadas al comercio decomestibles y a la fabricación de velas,si bien no resultaba incompatible con elpróspero comercio al por mayor. Sinembargo, con la Cuestión Católica llegóun ligero viento de controversia que

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alteró la calma: el anciano párroco enalgunas ocasiones se mostrabaaficionado a la historia y al debate, y elseñor Spray, el ministro de la IglesiaIndependiente empezó a pronunciarsermones políticos en los que distinguíacon gran sutileza entre su ferviente fe enel derecho de los católicos al voto y elconvencimiento de que se condenaríanpara la eternidad. No obstante, lamayoría de los oyentes del señor Sprayeran incapaces de seguir sus sutilezas ymuchos discrepantes anticuados seapenaban de que «respaldara a loscatólico», mientras que otros pensabanque sería mejor que dejara en paz la

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política. En Saint Ogg's el espíritupúblico no se tenía en gran estima y loshombres que se ocupaban de cuestionespolíticas eran considerados con ciertorecelo como personajes peligrosos: porlo general, poseían escasos oinexistentes negocios y, de tenerlos, eraprobable que resultaran insolventes.

Así era el aspecto general de SaintOgg's en los tiempos de la señora Glegg,en el momento concreto de la historia desu familia en que tuvo lugar la pelea conel señor Tulliver. En aquella época, laignorancia era mucho más cómoda queahora, y se acogía con todos los honoresen la mejor sociedad sin que fuera

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necesario disfrazarla con complicadostrajes de conocimientos; una época en laque los periódicos baratos no existían ya los médicos rurales ni se les ocurríapreguntar a sus pacientes femeninas siles gustaba leer, sino que daban porhecho que preferían chismorrear: unostiempos en que las damas con ricostrajes de seda llevaban grandes bolsosen los que guardaban un hueso de ovejapara protegerse de los calambres. Laseñora Glegg llevaba un hueso de esos,que había heredado de su abuela, juntocon un traje de brocado que podíasostenerse solo, como si fuera unaarmadura, y un bastón con empuñadura

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de plata, ya que la familia Dodson erarespetable desde hacía muchasgeneraciones.

La señora Glegg tenía un salóndelantero y otro trasero en su excelentecasa de Saint Ogg's, de manera quecontaba con dos puntos de vista desdelos que observar las debilidades de suscongéneres y sentirse así másagradecida por su excepcional fortalezade carácter. Desde las ventanas quedaban a la calle, divisaba el camino quesalía de Saint Ogg's en dirección a lacarretera de Tofton, y advertía latendencia creciente «a callejea» de lasmujeres cuyos maridos no se habían

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retirado de los negocios, así como lacostumbre de llevar medias de algodóntejido, lo que abría una perspectivatemible para la generación siguiente.Desde las ventanas traseras veía elagradable jardín y el huerto que seextendía hasta el río, y observaba elabsurdo empeño del señor Glegg enpasar las horas entre «flores yhortaliza». El señor Glegg, trasabandonar la actividad de tratante enlanas con el propósito de disfrutar delresto de sus días, había encontrado queesta última ocupación resultaba muchomás penosa que su negocio, de modoque se aficionó a trabajar la tierra como

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distracción y acostumbraba a relajarsehaciendo el jornal de dos jardinerosnormales. El ahorro del sueldo de unjardinero tal vez habría empujado a laseñora Glegg a hacer la vista gorda anteesa tontería, si es que era posible queuna mujer sensata llegara a simularrespeto por las aficiones de su marido.Pero es bien sabido que esta excesivacomplacencia conyugal sólo es propiadel sector más débil de este sexo,apenas sensible a la responsabilidad deuna esposa como freno a las debilidadesde su esposo, que casi nunca son decarácter racional o encomiable.

Por su parte, el señor Glegg tenía

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una doble fuente de ocupación mentalque prometía ser inagotable. Por unlado, se sorprendía con susdescubrimientos de historia natural yencontraba que el terreno de su jardíncontenía maravillosas orugas, babosas einsectos que, por lo que sabía, nuncahabían sido objeto de observaciónhumana, y advertía coincidenciasnotables entre estos fenómenoszoológicos y los grandesacontecimientos de la época: porejemplo, antes de que ardiera la catedralde York aparecieron misteriosas señalesserpenteantes en las hojas de losrosales, así como una inusual

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abundancia de babosas cuyo origen leintrigó hasta que, de repente, se leocurrió establecer un vínculo con latriste conflagración. (El señor Gleggtenía una actividad mental inusual que,en cuanto se retiró del negocio de lalana, se encaminó de modo natural enotras direcciones). Y el segundo tema demeditación consistía en lo «contrarios»que era la mente femenina, de la que laseñora Glegg constituía un ejemplotípico. El que una criatura hecha —desde el punto de vista genealógico— apartir de la costilla del varón y, en esecaso concreto, mantenida en la mayorrespetabilidad sin la menor inquietud

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por su parte, se encontrara habitualmenteen un estado de contradicción con laspropuestas más anodinas e incluso conlas concesiones más complacientes,constituía un misterio en el orden deluniverso cuya respuesta había buscadoen vano en los primeros capítulos delGénesis. El señor Glegg había escogidoa la mayor de las señoritas Dodson entanto que hermosa encarnación de laprudencia y el ahorro femeninos, ypuesto que él era partidario de conseguiry guardar dinero, había previsto unagran armonía conyugal. Sin embargo, enaquella curiosa mezcla del carácterfemenino, podía suceder con facilidad

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que el aroma fuera desagradable a pesarde la excelencia de los ingredientes; yuna tacañería adecuada y sistemáticapuede ir acompañada de una salsa queestropee el disfrute. El propio señorGlegg era tacaño del modo más afable:sus vecinos lo llamaban «agarrad», loque siempre significa que la persona encuestión es un avaro amable. Cuandoalguien expresaba cierta predilecciónpor las cortezas del queso, el señorGlegg se acordaba de guardárselas,encantado de recrearle el paladar, y erapropenso a tener animales de compañíaque no requirieran cuidados. No habíahipocresía ni engaño en el señor Glegg:

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habría llorado con sentimientosverdaderos al ver cómo una viuda seveía obligada a vender sus muebles,aunque un billete de cinco libras de subolsillo pudiera impedir la venta: perola donación de cinco libras a unapersona humilde le habría parecido unaloca forma de despilfarro más que de«carida», ya que siempre habíaconcebido ésta como una serie depequeñas ayudas, no como unaneutralización de la desgracia. Y elseñor Glegg era tan entusiasta de ahorrarel dinero propio como el ajeno: habríadado un gran rodeo para evitar un peaje,tuviera que pagarlo él u otra persona, y

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ponía cierto empeño en convencer aconocidos indiferentes para queadoptaran un sustituto barato del betúnnegro. Este hábito inalienable del ahorrocomo un fin en sí mismo era propio delos industriosos hombres de negocios dela generación anterior, que habíanconstruido lentamente sus fortunas, casicomo es natural en el lebrel seguir elrastro del zorro: y los había convertidoen una «raz», casi perdida en estos díasde dinero de fácil consecución, cuandoel despilfarro sigue los pasos a lanecesidad. En esos tiempos pasados, la«independencia económic» apenas seconseguía nunca sin cierta tacañería, y

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esta cualidad se encontraba en todas lasregiones combinada con caracteres tandiversos como los frutos de los que sepuede extraer ácido. Los verdaderosharpagones eran siempre personajesnotorios y excepcionales, pero no loeran los respetables contribuyentes que,tras pasar apuros, conservaban, inclusocuando disfrutaban ya de un cómodoretiro, con el huerto y la bodega bienprovistos, la costumbre de contemplar lavida como un ingenioso proceso derecorte de su sustento sin dejar por elloun déficit perceptible, y no les habríacostado abandonar de inmediato un lujogravado con un nuevo impuesto, tuvieran

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quinientas libras de renta anual o decapital. El señor Glegg era uno de estoshombres que tan difíciles resultabanpara los ministros de hacienda; si tienesesto en cuenta, lector, te resultará mássencillo comprender por qué seguíaconvencido de que había hecho un buenmatrimonio, a pesar del acre condimentoque la naturaleza había dado a lasvirtudes de la mayor de las señoritasDodson. El hombre de tendenciaafectuosa que encuentra una esposa quecoincide con su idea de la vida, seconvence fácilmente de que ninguna otramujer le habría convenido tanto y sepelea un poco a diario sin sentir por ello

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ningún distanciamiento. El señor Glegg,que poseía un carácter reflexivo y ya noestaba ocupado con las lanas, pasabamuchas horas meditando sobre laspeculiaridades de la mente femenina talcomo se mostraba ante él en su vidadoméstica: y, con todo, pensaba que elmodo que la señora Glegg tenía dedirigir la casa era un modelo para susexo: le parecía una irregularidadlamentable que otras mujeres noenrollaran las servilletas con la mismatirantez y énfasis que la señora Glegg,que sus dulces no poseyeran la mismaconsistencia correosa y que susconservas de ciruelas damascenas no

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tuvieran la misma venerable solidez:¡ca!, incluso la peculiar combinación deolores a alimentos y productos delimpieza del armario de la señora Gleggle producía la impresión de ser el únicoolor correcto para un aparador. Y esprobable que no echara de menos lasdiscusiones si éstas hubieran dejado deproducirse durante una semana; sin dudauna esposa débil y aquiescente habríadejado sus meditaciones ayunas ydesprovistas de misterio.

La inequívoca bondad del señorGlegg se manifestaba en que le dolíamás ver a su esposa en desacuerdo conlos demás —aunque fuera con Dolly, la

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criada— que discrepar él mismo conella, y la pelea con el señor Tulliver leirritó tanto que, a la mañana siguiente, alcontemplar el estado de las primerascoles durante el paseo que dio por elhuerto antes del desayuno, apenasexperimentó el placer que habría sentidoen otras circunstancias. Sin embargo, sedirigió a desayunar con cierta esperanzade que ahora que la señora Glegg lo«había consultado con la almohad», suenfado se hubiera amortiguado lobastante para ceder paso a su habitualsentido del decoro familiar. Presumíacon frecuencia de que en la familiaDodson nunca se había producido una de

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esas peleas a muerte que habíandestrozado otras familias: nunca sehabía desheredado a un Dodson ni sehabía repudiado a ningún primo, ¿porqué iba a hacerse? Todos los primostenían dinero o, como mínimo, poseíanvarias casas.

La nube vespertina en forma deflequillo postizo no aparecía sobre lafrente de la señora Glegg cuando sesentaba a la mesa del desayuno. Dadoque pasaba la mañana ocupada enasuntos domésticos, habría sido undispendio absurdo adornarse con algotan superfluo para preparar dulcescorreosos. Hacia las diez y media, el

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decoro exigía flequillo, pero hastaentonces la señora Glegg podíaahorrárselo sin que la sociedad tuvierala menor noticia. Sin embargo, aquel díaesa ausencia dejaba de manifiesto lapermanencia de otra nube de severidad;y el señor Glegg, tras advertirlo despuésde sentarse a tomar las gachas con lechecon que acostumbraba a poner frugalfreno al hambre matutina, decidióprudentemente dejar a la señora Gleggla oportunidad de decir la primera frase,ya que dado la delicadeza del ánimo deuna dama, temía ofenderla con el menorcomentario. La gente que parecedisfrutar con su mal carácter sabe cómo

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conservarlo intacto infligiéndoseprivaciones. Así lo hacía la señoraGlegg: aquella mañana se habíapreparado el té mas flojo que decostumbre y no quiso tomar mantequilla.Era una dura prueba que tantos deseosde pelea y tan ávidos de aprovechar lamenor oportunidad no obtuvieran ni unsolo comentario por parte del señorGlegg para ejercitarse. Pero, poco apoco, su silencio resultó suficiente y elseñor Glegg oyó finalmente cómo suesposa lo apostrofaba en ese tono tanpropio de su bienamada cónyuge.

—¡Magnífico, Glegg! No es mucholo que recibo a cambio de haber sido tu

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esposa durante todos estos años. Si esasí cómo vas a tratarme, habríapreferido saberlo antes de que murierami pobre padre y entonces, si hubieraquerido un hogar, me habría ido acualquier otro sitio, puesto que podíaelegir.

El señor Glegg dejó de comergachas y levantó la vista: no consorpresa, sino con el mudo desconciertocon que contemplamos los misteriosrepetidos.

—¡Caramba, señora Glegg! ¿Y ahoraqué he hecho?

—¿Que qué has hecho? ¿Qué hashecho? Cuánto lo siento.

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Como no se le ocurría ningunarespuesta adecuada, el señor Gleggregresó a sus gachas.

—En este mundo hay maridos quehabrían sabido hacer algo distinto queponerse en el bando de todos los demásy en contra de su propia esposa —prosiguió la señora Glegg tras una pausa—. Quizá m’equivoque y puedassacarme de mi error, pero siempre heoído decir que la tarea del marido esapoyar a su esposa en lugar de alegrarsey sentir como un triunfo que los demás lainsulten.

—Pero ¿qué motivos tienes paradecir eso? —preguntó el señor Glegg,

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algo enfadado, porque aunque era unhombre amable, no era tan dócil comoMoisés—. ¿Cuándo me he alegrado deque te derroten?

—Hay comportamientos que resultanpeores que las palabras, Glegg.Preferiría que me dijeras a la cara lapoca estima en que me tienes a quet'esforzaras por manifestar que todo elmundo, menos yo, tiene razón, y bajes adesayunar por la mañana, cuando apenashe dormido una hora en toda la noche, yme pongas cara larga y m’hagas menoscaso que a la porquería que pisan tuszapatos.

—¿Cara larga? —preguntó el señor

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Glegg en un tono de enfadada burla—.Vaya, eres como el borracho que creeque todo el mundo ha bebido demasiado,excepto él.

—¡No te rebajes utilizando unlenguaje ordinario conmigo, Glegg! Teda un aspecto lamentable, aunque nopuedas verte —espetó la señora Gleggcon enérgico tono compasivo—. Loshombres de tu posición deben darejemplo y hablar de modo más sensato.

—Claro, pero ¿escuchas laspalabras sensatas? —contestó el señorGlegg bruscamente—. Lo más sensatoque puedo decirte te lo dije ya anoche:que t’equivocas al pedir que te

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devuelvan el dinero cuando estáinvertido de modo seguro, todo por unapequeña riña, y esperaba que estamañana hubieras cambiado de opinión.Pero si quieres recuperarlo, no te desprisa porque sembrarás más discordiaen la familia: espera a que aparezca unabonita hipoteca. Ahora tendrías quepedirle al abogado que se pusiera abuscarte una inversión, y t'embarcaríasen gastos interminables.

La señora Glegg pensó que aquellosí era digno de ser tenido enconsideración, pero echó la cabezahacia atrás y emitió una interjeccióngutural para indicar que su silencio era

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sólo un armisticio, no una paz. Y lashostilidades no tardaron en estallar denuevo.

—Te agradecería que me sirvierasuna taza de té, señora Glegg —dijo elseñor Glegg al ver que, en contra de lohabitual, no se lo servía en cuantoterminaba las gachas. Ella alzó la teteraladeando un poco la cabeza.

—Me alegra oír que m 'agradecesalgo, señor Glegg. No se puede decirque se m 'agradezca mucho lo que hagopor los demás en este mundo. Aunque entu familia nunca ha habido una mujer queestuviera a mi altura, Glegg, y esomismo diría si estuviera en mi lecho de

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muerte. No sólo m' he comportadosiempre bien con los tuyos y ninguno deellos puede decir lo contrario, aunqueno son mis iguales y nadie conseguiránunca que yo afirme semejante cosa.

—Será mejor que no encuentres másdefectos en mi familia hasta que dejesde pelearte con la tuya, señora Glegg —dijo el señor Glegg con enfadadosarcasmo—. Si no es mucha molestia,quisiera la jarra de leche.

—Estas palabras son las más falsasque has dicho en tu vida, señor Glegg —dijo la señora, vertiendo leche coninusual profusión, como si le dijera que,puesto que quería leche, la tendría como

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venganza—. Y sabes perfectamente queson falsas. No soy mujer que se peleecon los suyos: tal vez tú sí lo seas,porque sé que lo has hecho.

—¡Vaya! Entonces, ¿cómo llamas alo de ayer, eso de salir de la casa de tuhermana en plena pataleta?

—Nunca me pelearía con mihermana, señor Glegg, y miente quiendiga lo contrario. El señor Tulliver nolleva mi sangre, y fue él quien se peleóconmigo y m’echó de la casa. Pero talvez habrías preferido que me quedarapara que me insultaran, señor Glegg; talvez t 'ofendió no oír más ofensas nilenguaje grosero vertido contra tu

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esposa. Pero permite que te diga que esoes una vergüenza para ti.

—Pero ¿alguien ha oído alguna vezalgo semejante en esta parroquia? —exclamó el señor Glegg, enfadándose deveras—. Una mujer a la que se le da detodo, que se le permite conservar todosu dinero, que disfruta de una calesarecién tapizada con un gastoconsiderable, que cuando yo mueratendrá mucho más de lo que puedeesperar… ¡y se comporta así, mordiendoy despotricando como un perro rabioso!¡Es inconcebible que Dios haya hechoasí a las mujeres! —El señor Gleggpronunció estas últimas palabras con

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triste agitación y, a continuación, apartóla taza de té y golpeó la mesa con ambasmanos.

—Muy bien, señor Glegg. Si eso eslo que sientes, es mejor saberlo —exclamó la señora Glegg, quitándose laservilleta y doblándola con granagitación—. Pero si crees que recibomas de lo que merezco, permite que tediga que tengo derecho a esperar muchascosas que no tengo. Y en cuanto a eso deque parezco un perro rabioso, tienessuerte de que no t 'avergüencenpúblicamente por el modo en que metratas, porque no lo pienso soportar y nolo quiero soportar más…

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Llegado a este punto, la voz de laseñora Glegg dejó traslucir que estabaal borde de las lágrimas, de modo quese calló y tocó la campanillaviolentamente.

—Sally —dijo, levantándose de lasilla y hablando con voz ahogada—.Enciende el fuego en el piso de arriba yecha las persianas. Glegg, pide que tesirvan para comer lo que t' apetezca. Yotomaré gachas.

La señora Glegg recorrió lahabitación en dirección a la pequeñalibrería, tomó el Descanso eterno de losSantos de Baxter y se lo llevó al pisosuperior. Era el libro que acostumbraba

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a tener abierto ante ella en ocasionesespeciales: por las mañanas de losdomingos lluviosos, cuando le llegaba lanoticia de una muerte en la familia ocuando, como en este caso, la pelea conel señor Glegg se había desarrolladouna octava por encima de lo habitual.

Sin embargo, la señora Glegg sellevó consigo al piso superior algo que,junto con el Descanso eterno de losSantos y la sopa de gachas, tal vezcontribuyera a calmarla gradualmente yhacerle soportar la existencia hasta pocoantes del té: por un lado, la sugerenciadel señor Glegg de que bien podía dejarlas quinientas libras hasta que

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apareciera una buena inversión y, porotro, la insinuación parentética sobre lomucho que heredaría a su muerte. Elseñor Glegg, como todos los hombres decarácter parecido, era tremendamentereservado en relación con su testamento,y la señora Glegg, en los malosmomentos, presentía que, como otrosmaridos de los que había oído hablar, talvez acariciara el mezquino proyecto deincrementar el pesar por su muertedejándola en muy mala situación, encuyo caso estaba firmemente decidida ano contratar apenas plañideras y nollorar más que si fuera un segundomarido. Pero si le demostraba alguna

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ternura testamentaria, resultaría muytriste pensar en él, pobre hombre,cuando se hubiera ido, así como en sustonterías con las flores y hortalizas, eincluso su insistencia en los caracolesresultaría conmovedora cuando sehubiera terminado. Una serie depensamientos contribuyó a ofrecerle unaimagen halagüeña y conciliatoria delfuturo: sobrevivir al señor Glegg y loarsu memoria como hombre que, al margende sus debilidades, se había comportadobien con ella a pesar de sus numerososparientes pobres; aguardar la frecuentellegada de los intereses y esconderlos enlos diversos rincones para desorientar a

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los ladrones más ingeniosos (porque,para la señora Glegg, los bancos y lascajas fuertes anulaban el placer de lapropiedad: antes habría preferido tomarel alimento en forma de pastillas); y, porúltimo, que el vecindario y su familia lamiraran con respeto, pues no hay nadacomo la dignidad de una viuda rica. Demanera que cuando el buen señor Glegg,tras recuperar el buen humor cavando,conmovido por la visión de la sillavacía de su esposa con la labor en unrincón, subió al piso y le contó quehabían estado doblando las campanaspor el pobre señor Morton, la señoraGlegg contestó magnánimamente, como

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si nunca hubiera recibido una ofensa.—Ah, alguien heredará un buen

negocio.El libro de Baxter llevaba abierto al

menos ocho horas, porque eran casi lascinco, y si a la gente le gusta pelearsecon frecuencia, se deduce, comocorolario, que sus riñas no puedensuperar determinados límites.

El señor y la señora Glegg charlaronamablemente aquella noche sobre losTulliver: el señor Glegg llegó areconocer que Tulliver tenía unahabilidad especial para meterse en líosy que era capaz de labrarse su propiaruina; y la señora Glegg, dándole en

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parte la razón, declaró que era indignode ella tener en cuenta la conducta de unhombre como aquel y que, por suhermana, dejaría que conservara lasquinientas libras un poco más, porque silo invertía en una hipoteca percibiríaúnicamente el cuatro por ciento.

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Capítulo XIII

El señor Tulliver sigueenmarañando la madeja

de la vida

Gracias a este cambio de opinión dela señora Glegg, a la señora Pullet leresultó sorprendentemente fácil su tareamediadora. En realidad, la señora Gleggla hizo callar bruscamente por haberseatrevido a dictar a su hermana mayorcuál era el comportamiento correcto enasuntos de familia. El argumento de laseñora Pullet sobre el mal efecto que

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causaría en el vecindario el que la gentepudiera decir que había una pelea en lafamilia resultaba especialmenteofensivo. Si el buen nombre de lafamilia sólo estaba amenazado por laseñora Glegg, la señora Pullet podíadormir tranquila.

—Supongo que nadie espera —señaló la señora Glegg, zanjando elasunto— que me presente en el molinoantes de que Bessy venga a verme, o quevaya y me arrodille delante del señorTulliver para pedirle perdón por hacerleun favor; yo no voy con mala intención ycuando el señor Tulliver me hable demodo cortés, yo le hablaré de la misma

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manera. Nadie tiene motivos paradecirme cómo hay que comportarse.

En vista de que no era necesarioinquietarse por los Tulliver, la tía Pulletse relajó y volvió a las molestiassufridas la víspera por culpa de loshijos de esa casa aparentemente tandesafortunada. La señora Glegg oyó unanarración detallada, a la cual la notablememoria del señor Pullet añadió algunosdatos; y, mientras la tía Pullet secompadecía de la mala suerte de lapobre Bessy con sus hijos y manifestabael proyecto que le rondaba por la cabezade pagar la educación de Maggie en uninternado lejano, que, aunque no le

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aclarara la piel, bien podría enderezaralgunos de sus otros defectos la tíaGlegg culpaba a Bessy por su debilidady apelaba a todos los testigos quepudieran estar vivos cuando los niñosTulliver se torcieran irremediablemente,para que declararan que ella, la señoraGlegg, ya lo había dicho desde elprincipio, y señalaba que le asombrabacómo sus palabras iban haciéndoserealidad.

—Entonces, ¿puedo visitar a Bessy ydecirle que no estás enfadada y que todoqueda como antes? —preguntó la señoraPullet, justo antes de salir.

—Sí, puedes hacerlo, Sophy —dijo

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la señora Glegg—. Puedes decírselo alseñor Tulliver y a Bessy, porque noestoy dispuesta a comportarme malaunque los demás se comporten malconmigo: sé que me corresponde, comohermana mayor, dar ejemplo en todoslos sentidos, y así lo hago Nadie puededecir lo contrario sin mentir.

Teniendo en cuenta el estado desatisfacción con su propiamagnanimidad en que se encontraba laseñora Glegg, dejo que el lector juzgueel efecto que le causó la recepción deuna breve carta del señor Tulliver esamisma tarde, después de que semarchara la señora Pullet, informándole

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de que no tenía que preocuparse más porsus quinientas libras porque le seríandevueltas a más tardar en el curso delmes siguiente, junto con los interesesdebidos hasta la fecha de pago. Y,además, que el señor Tulliver nodeseaba comportarse de modo descortéscon la señora Glegg y sería bienrecibida en su casa siempre que quisieravisitarlos, pero que no deseaba recibirfavores suyos, ni para sí mismo ni parasus hijos.

La desdichada señora Tulliver,debido a la irreprimible esperanza deque causas similares produjeranresultados distintos, había acelerado la

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catástrofe. Sabía por experiencia que elseñor Tulliver muchas veces tendía aactuar de un modo concreto simplementeporque le decían que no podía hacerlo,porque lo compadecían por su supuestaincapacidad o de alguna manera leofendían en su orgullo: sin embargo, esedía pensó que todos comerían máscontentos si le comunicaba, cuandollegara a tomar el té, que la hermanaPullet había ido a arreglar las cosas conla hermana Glegg, de modo que notendría que inquietarse por devolverle eldinero. El señor Tulliver seguíafirmemente decidido a conseguirlo, perola noticia lo empujó definitivamente a

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escribir una carta a la señora Glegg queeliminara toda posibilidad de error.¡Pero bueno! ¡Que la señora Pullet fueraa rogar en su nombre! El señor Tulliverno acostumbraba a escribir cartas porvoluntad propia, y encontraba que larelación entre el lenguaje oral y elescrito, normalmente llamada ortografía,era una de las cosas más enredosas deeste mundo tan enredoso. Pero tal comosucede con la escritura vehemente, llevóa cabo la tarea en menos tiempo de lohabitual y, si su ortografía difería de laempleada por la señora Glegg, qué másdaba: ella pertenecía, como él mismo, auna generación en la cual la ortografía

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respondía únicamente a criteriospersonales.

La señora Glegg no cambió sutestamento como consecuencia de estacarta y no privó a los niños Tulliver dela quinta y sexta parte que lescorrespondía de sus mil libras, porqueella tenía sus principios. Nadie podríadecir de ella, cuando hubiera muerto,que no había dividido su dinero conjusticia perfecta entre sus familiares: encuestión de testamentos, las cualidadespersonales estaban subordinadas alhecho fundamental de la sangre; ydecidir la distribución de laspropiedades por capricho y no hacer que

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lo legado guardara una proporcióndirecta con el grado de parentescoequivaldría a una ignominia que lehabría amargado la vida. Ésta siemprehabía sido una cuestión de principio enla familia Dodson, como manifestacióndel sentido del honor y rectitud queconstituía una orgullosa tradición enfamilias como aquella, una tradición queha sido la sal de nuestra sociedad rural.

Sin embargo, aunque la carta noalteró los principios de la señora Glegg,hizo que la ruptura familiar resultaramucho más difícil de arreglar, debido ala opinión que la señora Glegg se hizodel señor Tulliver: rogó que los demás

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comprendieran que, a partir de aquelmomento, no quería saber nada de él; alparecer, su estado mental estabademasiado deteriorado para que ella lededicara ni un minuto de supensamiento. Hasta la víspera del día enque Tom debía ir al colegio, a principiosde agosto, la señora Glegg no visitó a suhermana Tulliver. En esta ocasión, nobajó de la calesa y demostró su disgustode modo notorio al no dar ningúnconsejo y abstenerse de toda crítica, yaque, como comentó a su hermana Deane,«Bessy debe soportar las consecuenciasde tener semejante marido, aunque losiento mucho por ell», y la señora Deane

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coincidió en que Bessy era digna delástima.

Aquella noche, Tom dijo a Maggie:—¡Vaya! Maggie, la tía Glegg

vuelve a venir: me alegro de irme alcolegio. ¡Ahora te las cargarás túsiempre!

Maggie estaba tan triste por lamarcha de Tom que la broma le pareciómuy antipática, y aquella noche lloróhasta quedarse dormida.

La rápida reacción del señorTulliver exigió más rapidez todavía paraencontrar la persona adecuada que leprestara quinientas libras bajo hipoteca.«No debe ser cliente de Wake», se dijo

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y, sin embargo, al cabo de dos semanasresultó lo contrario; no porque lavoluntad del señor Tulliver flaqueara,sino porque así fueron lascircunstancias. El cliente de Wakem fuela única persona adecuada que pudoencontrar. El señor Tulliver, comoEdipo, tenía un destino y en este casopodría alegar, también como Edipo, que,mas que llevar a cabo una acción, ésta lefue impuesta.

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Libro segundo

Tiempo de estudio

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Capítulo I

El primer semestre deTom

Los padecimientos de Tom Tulliverdurante el primer trimestre que pasó enKing's Lorton al distinguido cuidado delreverendo Walter Stelling fueronconsiderables. En la academia del señorJacobs, la vida no se le habíapresentado como un problema difícil:tenía muchos compañeros paradivertirse y, puesto que se le daban bientodos los juegos activos, especial mente

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la lucha, ocupaba el lugar destacado quele parecía consustancial con supersonalidad; el señor Jacobs, conocidocon el mote de «el Viejo Anteojo»debido a las gafas que usabahabitualmente, no imponía ningúnrespeto penoso; y si era propio de losviejos hipócritas como él escribir conbuena letra, rodear su firma dearabescos, no vacilar en la ortografía ydeclamar «Me llamo Norva».[11] sinequivocarse, lo cierto era que Tom sealegraba de no correr peligro alguno dealcanzar metas tan mediocres. No teníala menor intención de convertirse en unmaestro aficionado al rapé sino en un

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hombre importante, como su padre, quecuando era joven iba de caza y montabauna magnífica yegua negra, el animalmás hermoso que pudiera verse: Tomhabía oído cientos de veces cantar susalabanzas. Él también quería ir a cazar yque todo el mundo lo respetara.Reflexionaba que a las personasmayores nadie les preguntaba si teníanbuena letra o cometían faltas deortografía: cuando fuera un hombre seríael amo de todo y haría lo que le vinieraen gana. Le había costado muchoreconciliarse con la idea de que debíaseguir estudiando y no iba a ocuparse denegocio de su padre, que siempre había

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considerado extraordinariamenteagradable porque consistía simplementeen ir de acá para allá a caballo darórdenes y acudir al mercado; y leparecía que un clérigo le daría muchaslecciones sobre las Escrituras yprobablemente le haría aprender elEvangelio y la epístola de los domingos,así como la colecta. Sin embargo, enausencia de toda información específica,le resultaba imposible imaginar unaescuela y un maestro totalmentediferentes a la academia y al señorJacobs. De manera que para no hallarseen situación de inferioridad, en caso deque encontrara compañeros afables, no

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olvidó llevar consigo una cajita concápsulas fulminantes que, aunque nopara otra cosa, le serian útiles paraimpresionar a los chicos desconocidosal dar idea de su familiaridad con lasarmas de fuego. Aunque el pobre Tom nose engañaba con las ilusiones deMaggie, sí lo hacía con las propias, quela larga experiencia en King's Lorton seencargaría de disipar.

No llevaba allí ni quince díascuando le resultó evidente que la vida,complicada no sólo con la gramáticalatina sino con un modo nuevo depronunciar el inglés, resultaba unaempresa muy difícil, oscurecida por una

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densa bruma de timidez. Como el lectorhabrá podido observar, Tom no era unaexcepción entre los chicos de su edad enlo que respecta a la facilidad de trato;pero tan grande era la dificultad que lesuponía articular un mero monosílabo enrespuesta al señor o la señora Stellingque incluso temía que le ofrecieran máspudín en la mesa. En cuanto a lascápsulas fulminantes, estaba casidecidido, movido por la amargura, atirarlas a un estanque cercano: porqueno sólo era el único alumno, sino queempezaba a experimentar ciertoescepticismo ante las armas y a sentirque su concepción de la vida se

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resquebrajaba. Al parecer, el señorStelling no tenía buen concepto de lasarmas ni tampoco de los caballos; y, sinembargo, a Tom le resultaba imposibledespreciarlo tal como había desdeñadoa «el Viejo Anteojo». Tom eratotalmente incapaz de distinguir si lasvirtudes que aparentaba el señor Stellingeran auténticas: sólo mediante unaamplia comparación de hechos losadultos más sabios pueden discernir elretumbar de un barril del de un trueno.

El señor Stelling era un hombre quetodavía no había cumplido los treinta, debuena talla, pecho amplio, cabello tiesoy rubísimo y grandes ojos grisáceos que

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mantenía siempre muy abiertos; poseíauna sonora voz de bajo y un aire deseguridad desafiante cercano a lapetulancia. Había iniciado su carreracon gran energía y pretendía causar unaimpresión considerable en suscongéneres. El reverendo WalterStelling no estaba dispuesto a perteneceral «bajo cler» durante toda la vida yalbergaba una determinación,auténticamente británica, de abrirse pasoen el mundo En primer lugar, comomaestro, ya que algunas escuelassecundarias contaban con plazasmagníficas y el señor Stelling teníaintención de conseguir una de ellas; pero

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también como predicador, pues se habíapropuesto adoptar un estilo brillantepara que su congregación creciera conadmiradores procedentes de otrasparroquias cercanas, y, además, causargran sensación cuando tuviera quesustituir a algún colega con menor donde palabra. Había optado por un estiloimprovisado, cosa que en parroquiasrurales como la de King's Lorton parecíapoco menos que una maravilla. Algunosfragmentos de Massillon y Bourdaloue,que el señor Stelling sabía de memoria,producían gran efecto cuando losrecitaba con voz grave, pero otrosdiscursos de su cosecha, menos

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poderosos, pronunciados con la mismavoz sonora e imponente impresionaban asus oyentes en grado similar. La doctrinadel señor Stelling no pertenecía aninguna escuela en concreto: a lo sumo,se distinguía por un toque deevangelicalismo, ya que eso era lo quese llevaba en el momento en la diócesisa la que pertenecía King's Lorton. Endefinitiva, el señor Stelling era unhombre decidido a prosperar en suprofesión y progresar de modoincuestionable por méritos propios,puesto que no le interesaban las posiblespromesas de un dudoso parentesco conun gran abogado que todavía no había

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alcanzado el puesto de Lord Chancellor.Es natural que un clérigo de intencionestan vigorosas contraiga algunaspequeñas deudas al principio: no es deesperar que viva de acuerdo con lamodestia propia de quien pretende serdurante toda su vida un pobre pastor y,si los pocos cientos que el señorTimpson había dado como anticipo de laherencia de su hija no bastaban paracomprar muebles hermosos, unapequeña bodega y un piano de cola, asícomo para plantar un espléndido jardínde flores, al reverendo señor Stelling nole quedaba otra opción queprocurárselos por otros medios o

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pasarse sin todo ello, y esta últimaalternativa supondría demorarabsurdamente los frutos de un éxitoseguro. El señor Stelling era unindividuo de tan ancho pecho y tandecidido que se sentía capaz decualquier cosa: se haría famoso poragitar la conciencia de sus oyentes y notardaría en editar algún clásico griego einventar algunas interpretacionesnuevas. Todavía no había escogido laobra, porque llevaba casado poco másde dos años y había dedicado gran partede su tiempo libre a la señora Stelling;pero ya había manifestado susintenciones a aquella magnífica mujer y

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ésta sentía gran confianza en su marido yen su capacidad para entender demaravilla cosas como aquélla.

Pero en aquel momento el pasoinmediato hacia el éxito futuro consistíaen potenciar el talento de Tom Tulliverdurante ese semestre, ya que, debido auna coincidencia singular, había iniciadotratos con otro alumno del mismo lugar ytal vez consiguiera que se decidieran asu favor si se hacía público que el jovenTulliver que, tal como había comentadoel señor Stelling en la intimidadconyugal, era un tosco jovenzuelo,conseguía progresar prodigiosamente enun breve período de tiempo. Por ese

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motivo se mostraba severo en laslecciones: resultaba evidente que lacapacidad de aquel muchacho nuncapodría desarrollarse a través de lagramática latina a menos que se lotratara con cierta severidad. Ello no sedebía a que el señor Stelling fueraadusto o desabrido, sino todo locontrario: en la mesa se mostrabafestivo con Tom y corregía suprovincialismo y su comportamiento conhumor, pero esta doble novedadcontribuía a la confusión y la vergüenzade Tom, que no estaba acostumbrado abromas como las del señor Stelling ypor primera vez en su vida

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experimentaba la dolorosa sensación deestar fuera de lugar. En una ocasión,mientras descubrían la carne asada, elseñor Stelling le preguntó:

—Dígame, Tulliver. ¿Qué prefieredeclinar, el latín o el asado que leofrezco?

Incluso en los momentos másserenos un juego de palabras habríasupuesto un problema difícil para Tom;en aquel instante, el muchacho se sumióen un estado de desconcierto y alarmaque lo oscureció todo, excepto lasensación de que preferiría no sabernada del latín. Naturalmente, contestóque el asado y acogieron su respuesta

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con risas y bromas, de lo que dedujoque, de algún modo misterioso, habíarechazado la carne y había quedadocomo «un tont». Si hubiera podido vercómo un compañero pasaba pordolorosos trances similares y lossuperaba con buen humor, no habríatardado en aprender a encajarlos. Perocuando un padre envía a su hijo comoúnico alumno de un clérigo, paga poruna forma u otra de educación: laprimera consiste en disfrutar para sí detodo el abandono del reverendocaballero; la segunda, en soportar todasu atención. Durante los mesesiniciáticos que Tom pasó en King's

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Lorton, el señor Tulliver pagó un altoprecio por este segundo privilegio.

Tras dejar allí a Tom, el respetablemolinero y malteador regresó a su casaen un estado de gran satisfacciónespiritual. En buena hora se le habíaocurrido consultar a Riley sobre laeducación de Tom. El señor Stellingtenía los ojos tan abiertos y hablaba demodo tan franco y pragmático mientrasrespondía con un «Sin duda, señor mío,sin dud».; «Entiendo, entiendo: ustedquiere que su hijo se abra paso en lavid» a las observaciones que el señorTulliver formulaba con dificultad, queéste había quedado encantado al ver en

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él a un clérigo cuyos conocimientos sepodían aplicar a la vida cotidiana. Elseñor Tulliver consideraba al reverendoStelling el hombre más listo que habíaconocido nunca, con la única excepcióndel abogado Wylde, al que había oído enlas últimas sesiones; y lo cierto era quese parecían mucho: ambos tenían porcostumbre suspender los pulgares de lasaberturas del chaleco. El señor Tulliverno era el único que tomaba la osadía porsagacidad: la mayoría de los legospensaban que Stelling era un hombreagudo y de notables capacidades: encambio, sus colegas lo tenían por unindividuo anodino. Sin embargo,

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Stelling contó al señor Tulliver variashistorias sobre «el capitán Swin» y losincendiarios[12], y le pidió consejo sobrela alimentación de los cerdos con untalante tan secular y juicioso, con tantalabia, que el molinero pensó que aquelloera exactamente lo que quería para Tom.No le cabía la menor duda de que setrataba de un hombre de primeracategoría, familiarizado con todas lasramas del conocimiento, que sabíaexactamente lo que debía aprender Tompara estar a la altura de los abogados —cosa que el pobre señor Tulliverignoraba y por ello tuvo que fiarse desus propias inferencias—. No sería justo

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reírse de él, ya que he conocido apersonas mucho más instruidas quehacían deducciones igualmente ampliasy mucho menos sabias.

En cuanto a la señora Tulliver, trasaveriguar que los puntos de vista de laseñora Stelling en relación con eloreado de la ropa de cama y lafrecuencia con que se presentaba elhambre en un chico en edad de crecercoincidían plenamente con los suyos yque, además, la señora Stelling, a pesarde su juventud y de estar todavía a laespera de su segundo parto, habíapasado por una experiencia muy similara la suya en relación con el

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comportamiento y el carácter de laniñera que atendió a su hijo durante elprimer mes, mientras se alejabanexpresó a su marido su gran satisfacciónpor dejar a Tom con una mujer que, apesar de su juventud, parecía muysensata y maternal, y pedía consejo contantísima amabilidad.

—De todos modos, deben de teneruna buena posición económica —comentó la señora Tulliver—, porque enla casa todo es muy bonito, y el vestidode moaré que llevaba le habrá costadosu buen dinero. Mi hermana Pullet tieneuno igual.

—Imagino que tendrá algunos

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ingresos suplementarios, además de laparroquia; quizá el padre de ella les déalgo. Y Tom les supondrá un centenarmás y no muchas molestias, según diceél mismo: dice que, para él, enseñar esalgo natural. Es estupendo —añadió elseñor Tulliver, volviendo la cabezahacia un lado y cosquilleando al caballoen el costado mientras reflexionaba.

Quizá debido a que enseñar era algonatural en él, el señor Stelling se aplicócon esa uniformidad de método eindiferencia hacia las circunstancias quecaracterizan los actos de los animales,supuestamente bajo la enseñanza directade la naturaleza. El afable castor del

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señor Broderip[13], tal como nos cuentaeste encantador naturalista, ponía tantoafán en construir una alta presa en untercer piso londinense como si seencontrara en un río o un lago del nortede Canadá. La función del animal,llamado «Binn» era construir: laausencia de agua o de progenie erancircunstancias que nada tenían que vercon él. Con ese mismo instinto infalible,el señor Stelling se dispuso a inculcar lageometría de Euclides y la Gramáticalatina de Eton en la cabeza de TomTulliver. Ésta era la única base de unainstrucción sólida: todos los demásmétodos de educación eran pura

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charlatanería y sólo podían producirmajaderos. Un hombre bien asentadosobre esta base tan firme podía observarcon una sonrisa de conmiseración laexhibición de conocimientos diversos oespeciales por parte de personas conuna educación irregular: todo aquelloestaba muy bien, pero era imposible queesas personas pudieran formarseopiniones sólidas. Al defender estasideas, los puntos de vista del señorStelling no estaban sesgados, comopodría ser el caso de otros profesores,por la excesiva extensión o precisión desus propios conocimientos y, en lo querespecta a Euclides, ninguna opinión

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podría haber más libre de parcialidadpersonal. El señor Stelling distaba deverse arrastrado por el entusiasmointelectual o religioso: por otra parte,tampoco abrigaba ningún escepticismoConsideraba que la religión era algoexcelente, que Aristóteles era una granautoridad, que los deanatos y lasprebendas eran instituciones útiles, queGran Bretaña era el providencialbaluarte del Protestantismo y que la feen lo invisible constituía un gran apoyopara los espíritus afligidos: creía entodas estas cosas de la misma maneraque un hotelero suizo cree en la bellezadel paisaje que lo rodea y en el placer

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que proporciona a los visitantes contemperamento artístico. Y así confiabaen su método de educación: no le cabíaduda de que hacía lo mejor para el hijodel señor Tulliver. Cuando el molinerose refirió de modo vago e inseguro ahacer mapas y sumar, el señor Stellinglo tranquilizó asegurándole que sabía loque se esperaba de él, ya que ¿cómopodía ser que aquel buen hombre tuvierauna idea razonable de la cuestión? Latarea del señor Stelling consistía enenseñar al muchacho del único modocorrecto: en realidad, no conocía otro,ya que no había perdido el tiempoadquiriendo conocimientos inusuales.

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No tardó en catalogar a Tom comoun muchacho completamente tonto, yaque, si bien mediante arduo trabajo,podía llegar a meterle algunadeclinación en la cabeza, era imposibleinculcarle algo tan abstracto como larelación entre los casos y lasterminaciones para que pudierareconocer un posible genitivo o undativo. El señor Stelling creía queaquello era algo más que torpezanatural: sospechaba que se trataba deobstinación o, por lo menos, deindiferencia, y amonestaba a Tomseveramente por su falta de aplicación.

—No se interesa usted por lo que

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hace, caballero —decía el señorStelling, y el reproche eradolorosamente cierto.

Desde el momento en que le habíanexplicado la diferencia, Tom nuncahabía tenido la menor dificultad endistinguir un pointer de un setter, y superspicacia no era en absolutodeficiente. Imagino que era similar a ladel reverendo Stelling, porque Tompodía deducir con exactitud cuántoscaballos avanzaban tras él a mediogalope, lanzar una piedra al agua yacertar en el centro de cualquier onda,adivinar con precisión cuántas vecescabía su bastón a lo largo de un campo

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de juegos y dibujar cuadrados casiperfectos en la pizarra sin tomar ningúntipo de medida. Pero el señor Stellingno tenía en cuenta estas cosas: sóloobservaba que las facultades de Tomfracasaban ante las abstraccionesodiosamente simbolizadas en laspáginas de la Gramática de Eton, y quecaía en un estado limítrofe con la idiotezante la demostración de que dostriángulos dados debían ser semejantes,aunque advertía con gran rapidez ycerteza el hecho de que lo fueran. Detodo esto el señor Stelling concluyó que,puesto que el cerebro de Tom eraparticularmente impermeable a la

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etimología y a las demostraciones, debíaararlo y trabajarlo de modo especial conestos aperos: según su metáfora favorita,la geometría y los clásicos cultivaban lamente para la llegada de toda cosechaposterior. Nada tengo que decir contra lateoría del señor Stelling: si todosdebemos recibir la misma educación, sutesis me parece tan buena comocualquier otra. Sólo sé que resultó tanincómoda para Tom Tulliver como si lohubieran cebado con queso pararemediar una deficiencia gástrica que leimpidiera digerirlo. ¡Resulta asombrosocómo cambian las cosas si se toma otrametáfora! En cuanto se considera que el

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cerebro es un estómago intelectual, laingeniosa imagen de las lenguas clásicasy la geometría como arados y rastraspierde todo sentido. Sin embargo,cualquiera puede seguir a grandesautoridades y considerar que la mente esuna página en blanco o un espejo, encuyo caso los conocimientos sobre elproceso digestivo resultan irrelevantes.Sin duda, fue una idea ingeniosa llamaral camello «el barco del desiert», perono se puede decir que eso facilite ladomesticación de ese animal tan útil.¡Oh, Aristóteles! Si en lugar de ser elmayor de los clásicos hubieras tenido lasuerte de ser el más nuevo de los

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modernos, ¿acaso no habrías mezcladotus alabanzas a la metáfora como signode elevada inteligencia con el lamentode que esta última raras veces semuestre en el habla sin aquélla? ¿No tehabrías lamentado de que en contadasocasiones decimos lo que es una cosa sino es afirmando que es algo distinto?[14]

Tom Tulliver, poco dotado para laspalabras, no utilizaba metáfora algunapara manifestar su punto de vista sobreel latín: nunca lo denominó instrumentode tortura; hasta bien avanzado elsemestre siguiente e iniciado ya en elDelectus, no lo definió como una «lat» y«un fastidi». En aquel momento, ante la

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exigencia de que aprendiera lasdeclinaciones y conjunciones latinas,Tom era tan incapaz de imaginar lacausa y la tendencia de sus sufrimientoscomo lo sería una musaraña aprisionadaen la hendidura de un fresno con lafinalidad de curar la cojera del ganado.Resulta casi increíble para las personascultivadas de hoy día que un niño dedoce años que no pertenecía en sentidoestricto a «las masa», a las queactualmente se atribuye el monopolio dela oscuridad mental, no tuviera una ideaclara de que pudiera existir algoparecido al latín en esta tierra: y, sinembargo, eso era lo que sucedía a Tom.

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Le habría costado largo rato concebirque existiera alguna vez un pueblo quecompraba y vendía ovejas y bueyes, ynegociaba los asuntos cotidianos de lavida con aquella lengua, y todavía másentender por qué debía aprenderlacuando el nexo con estos asuntos habíadejado de ser visible. Las leves ideasque Tom había adquirido sobre losromanos en la academia del señorJacobs eran correctas, pero no iban másallá del hecho de que «aparecían en elNuevo Testament». Y el señor Stellingno era hombre partidario de debilitar nicastrar la mente de su alumnosimplificando o explicando las cosas, o

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de reducir el efecto tonificante de laetimología mezclándola con informaciónsuperficial y superflua como la que seda a las niñas.

No obstante, por extraño queparezca, bajo este vigoroso tratamiento,Tom, más que nunca en toda su vida,parecía una niña. Poseía un gran orgulloque, hasta el momento, se había sentidomuy cómodo en este mundo,despreciando a «el Viejo Anteojo» ysustentándose en la conciencia de unaserie de derechos incuestionables: peroahora este mismo orgullo no recibía másque golpes y heridas. Tom era lobastante perspicaz para darse cuenta de

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que los criterios del señor Stelling sobrelas cosas eran muy distintos y máselevados, a los ojos del mundo, que losde las personas con las que él habíaconvivido, y que medido con éstos, él,Tom Tulliver, parecía zafio y tonto: Tomno era en absoluto indiferente a esto, ysu orgullo se encontraba en unaincómoda situación que eliminaba elamor propio habitual en un muchacho yle daba parte de la susceptibilidad deuna chica. Poseía un temperamento muyfirme, por no decir obstinado, pero norebelde ni alocado: predominaba en élla sensibilidad y, si se le hubieraocurrido que podía conseguir mayor

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viveza en las lecciones y así lograr laaprobación del señor Stelling sipermanecía largo rato sobre una piernao golpeándose la cabeza moderadamentecontra la pared —o con cualquier acciónvoluntaria de ese tipo—, lo habríaintentado. Pero lo cierto era que Tomnunca había oído decir que semejantesmedidas avivaran el entendimiento oreforzaran la memoria verbal; y no eradado a las hipótesis ni a losexperimentos. Se le ocurrió que tal vezconseguiría un poco de ayuda si lo pedíaen sus rezos, pero puesto que lasplegarias que repetía cada noche eranfórmulas aprendidas de memoria, no se

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atrevió con la novedad e irregularidadque suponía introducir un párrafoimprovisado con una petición de la queno conocía ningún precedente. Sinembargo, un día, cuando fracasó porquinta vez con los supinos de la terceraconjugación y el señor Stelling,convencido de que tenía que deberse aldescuido, ya que aquello superaba loslímites de cualquier estupidez posible,lo amonestó severamente diciendo quesi desperdiciaba la oportunidad de oroque se le ofrecía de aprender lossupinos lo lamentaría de mayor, Tom,más abatido que de costumbre, sedecidió a probar aquel único recurso, y

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aquella noche, tras los habituales rezospor sus padres y «su hermanit». (habíaempezado a rezar por Maggie cuandoera una nena) y la petición de sersiempre capaz de cumplir losmandamientos de la Ley de Dios, añadiócon el mismo murmullo: «Y, por favor,ayúdame a recordar siempre el latí».Hizo una pausa para pensar si debíarogar también por Euclides, ya que nosabía si debía desear comprenderlo obien había otro estado mental másadecuado para el caso. Pero, al final,añadió: «Y haz que el señor Stellingdiga que no debo seguir con Euclides.Amé».

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El hecho de que, al día siguiente,pasara por los supinos sin cometererrores lo animó a perseverar en elapéndice a los rezos y neutralizó elescepticismo derivado de que el señorStelling siguiera insistiendo en Euclides.No obstante, su fe se quebró con laaparente ausencia de toda ayuda cuandollegó a los verbos irregulares. Parecíaclaro que su desesperación al versesometido a los caprichos de las formasverbales del presente no constituía unnodus digno de interferencia, y puestoque aquél era el punto máximo de susdificultades, ¿de qué servía seguirrezando en petición de ayuda? A esta

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conclusión llegó en una de las solitariasy aburridas tardes de estudio preparandolas lecciones del día siguiente. Aunqueodiaba llorar y lo avergonzaba, se leenturbiaban los ojos: no podía evitarpensar con afecto incluso en Spouncer,con el que acostumbraba a discutir Ypelearse; con él se habría sentido a susanchas y en situación de superioridad. Yen cuanto jugueteaba con su gran navaja,un fragmento de látigo y otras reliquiasdel pasado, aparecían ante él, como enun delirio, el molino, el río y Yapenderezando las orejas, dispuesto aobedecer en cuanto Tom dijera:«¡Hala!». Tom, como he dicho antes,

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nunca había sido tan semejante a unaniña, y durante aquella época de verbosirregulares su espíritu se deprimiótodavía más debido a la nueva actividadque se le encomendaba en horas libres.La señora Stelling había tenido a susegundo hijo en fechas recientes y,puesto que nada podía resultar mássaludable para un muchacho que sentirseútil, la señora Stelling consideraba quele hacía un favor encomendándole lacustodia de Laura, su querubín, mientrasla niñera permanecía ocupada con elrecién nacido, algo enfermizo. Para Tomsería una ocupación agradable sacar aLaura durante las horas más soleadas de

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los días de otoño, así sentiría que lacasa parroquial de Lorton era también suhogar y él era uno más de la familia.Como Laura, el querubín, todavía nosabía andar, llevaba una cinta atada a lacintura por la cual Tom la sujetaba comosi fuera un perrito durante los minutosque la niña quería caminar, pero comoestos eran escasos, casi siempre dabavueltas y vueltas por el jardín con lapreciosa niña en brazos, ahí donde laseñora Stelling pudiera verlos desde suventana, según las órdenes recibidas. Sialguien considera que eso no era justocon Tom y resultaba incluso tiránico, lerogaría que tuviera en cuenta que

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algunas virtudes femeninas se combinancon dificultad, si es que no sonincompatibles: cuando la esposa de unpobre pastor se las ingenia, a pesar detodas sus carencias, para vestir con lamáxima elegancia y llevar un peinadoque exige que la niñera hagaocasionalmente las funciones dedoncella; cuando, además, sus cenas y susalón son muestra de una elegancia yperfección en los detalles para los quelas mujeres normales creerían necesarioposeer grandes ingresos, sería pocorazonable esperar que contratara a otraniñera o llegara incluso a realizar ellaestas funciones. El señor Stelling no

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pretendía nada semejante: sabía que suesposa hacía maravillas y estabaorgulloso de ella. Tal vez no fuera lomas adecuado para la postura del jovenTulliver caminar cargado con una niñatan pesada, pero hacía así muchoejercicio paseando y, durante elsiguiente semestre, el señor Stelling lebuscaría un profesor de gimnasia. Entrelos muchos medios por los que el señorStelling pretendía ser más afortunadoque la mayoría de sus congéneres seencontraba la renuncia a dirigir su casa.Se había casado con «la mujercita másdulce de la tierr», según el señor Riley,que conocía los dorados tirabuzones y el

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rostro sonriente de la señora Stellingdesde que era soltera y que, basándoseen eso, habría estado dispuesto adeclarar que, si alguna vez surgíandiferencias domésticas en sumatrimonio, sin duda serían culpa delseñor Stelling.

Si Tom hubiera tenido peor carácterhabría terminado odiando a Laura, elquerubín, pero era un muchachodemasiado bondadoso, poseíademasiada fibra de la que se transformamás tarde en verdadera virilidad ydeseo de proteger al débil. En cambio,sospecho que odiaba a la señora Stellingy que contrajo una duradera aversión

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hacia los tirabuzones rubios y las anchastrenzas, que asociaba a la altanería y ala referencia constante a los «debere»de los demás. Sin embargo, no podíamenos de jugar con la pequeña Laura ydivertirse entreteniéndola: incluso lesacrificó sus cápsulas fulminantes, queya no confiaba en destinar a fines másaltos, con la idea de que el pequeñofogonazo y la detonación le encantarían,aunque no consiguió más que unaregañina de la señora Stelling porenseñar a la niña a jugar con fuego.Laura era lo más parecido a uncompañero de juegos, ¡y cuánto losechaba de menos! En el fondo de su

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corazón, deseaba fervientemente queMaggie estuviera con él y estaba casidispuesto a pasar por alto susdesesperantes despistes; en cambio,cuando estaba en casa, toleraba, como sifuera un gran favor, que Maggie trotara asu lado en las excursiones.

Y, efectivamente, antes de queterminara aquel terrible semestre,Maggie fue de visita. La señora Stellingla había invitado, sin precisar mucho, apasar unos días con su hermano; demanera que cuando el señor Tulliver seacercó a King's Lorton a finales deoctubre, Maggie fue con él con lasensación de que emprendía un gran

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viaje y estaba empezando a ver mundo.Fue la primera visita del señor Tulliver,porque el muchacho tenía que aprender ano pensar demasiado en su casa.

—Bien, muchacho —dijo a Tom encuanto el señor Stelling salió de la salapara anunciar su llegada a su esposa, yMaggie se lanzó a besar a Tom a susanchas—. ¡Cómo has cambiado! Elestudio te sienta bien.

A Tom le habría gustado parecerenfermo.

—Me parece que no estoy muy bien,padre. Desearía que le dijera al señorStelling que no me hiciera hacerEuclides: creo que me da dolor de

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muelas —dijo Tom, acordándose delúnico mal que había padecido en suvida.

—Así que Euclides… ¿Y eso quées? —preguntó el señor Tulliver.

—Oh, no lo sé: trata de definiciones,axiomas, triángulos y esas cosas. Tengoque aprenderlo en un libro y no tieneningún sentido.

—¡Vamos, vamos! —le reprendió elseñor Tulliver—. No debes decir eso.Tienes que aprender lo que te diga tumaestro, él sabe lo que te convienesaber.

—Yo te ayudaré, Tom —dijo Maggiecon cierto aire de consuelo protector—.

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Me quedaré todo el tiempo que quiera laseñora Stelling. He traído la maleta ylos delantales, ¿verdad, padre?

—¿Ayudarme tú, tonta? —exclamóTom, tan divertido por el anuncio que leentraron ganas de desconcertar a Maggieenseñándole una página de Euclides—.Ya me gustaría verte estudiando una demis lecciones. ¡Caramba, y tambiénlatín! Las niñas no aprenden estas cosas,son demasiado tontas.

—Sé perfectamente lo que es el latín—declaró Maggie con aplomo—. Es unalengua: hay palabras latinas en eldiccionario. Por ejemplo, está bonus,que significa regalo.

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—¡Pues te equivocas, señoritaMaggie! —contestó Tom, ocultando suasombro—: ¡Te crees muy lista, perobonus significa «buen».: es de bonus,bona, bonum!

—De acuerdo, pero también puedesignificar «regal». —contestó Maggiecategóricamente—. Puede significarvarias cosas: sucede con casi todas laspalabras: por ejemplo, «plant», quepuede querer decir vegetal o una partedel pie.

—Bien dicho, nena —rió el señorTulliver mientras Tom experimentabacierto desagrado ante los conocimientosde Maggie, aunque le alegraba mucho la

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idea de que fuera a quedarse con él.Aquel engreimiento desaparecería encuanto examinara los libros.

La señora Stelling, en su insistenteinvitación, en ningún momento sugirióque Maggie permaneciera con ellos másde una semana, pero el señor Stelling,tras colocarla entre sus rodillas ypreguntarle dónde había robado aquellosojos negros, insistió en que se quedaracon ellos quince días. Maggie pensó queel señor Stelling era un hombreencantador y el señor Tulliver se sintiómuy orgulloso de dejar a su mocita en unlugar donde tendría oportunidad dedemostrar lo lista que era ante

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desconocidos que sabrían valorarlo, demanera que acordaron que no la irían abuscar antes de una quincena.

—Ahora, ven conmigo al estudio,Maggie —dijo Tom cuando su padre sealejaba—. Oye, tonta ¿por qué sacudesla cabeza? —prosiguió; porque aunqueMaggie llevaba el cabello peinado traslas orejas, seguía imaginando que se loapartaba de los ojos—. Pareces unaloca.

Vaya, no puedo evitarlo —contestóMaggie con impaciencia—. No te metasconmigo, Tom. ¡Oh, cuántos libros! —exclamó al ver las librerías del estudio—. ¡Cuánto me gustaría tener tantos!

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—Si no puedes leer ni uno: estántodos en latín —contestó Tom con airetriunfal.

—No, todos no —contestó Maggie—: puedo leer el lomo de éste: Historiade la decadencia y caída del ImperioRomano.

—Bueno, ¿y qué significa? Si nisiquiera lo entiendes —dijo Tom,meneando la cabeza.

—Pero puedo averiguarlo enseguida—contestó Maggie con aire burlón.

—¿Cómo?—Miro dentro y veo de qué trata.—Ni se te ocurra, señorita Maggie

—contestó Tom al ver que extendía la

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mano hacia el volumen—;. El señorStelling no permite que nadie toque loslibros sin su permiso y, si lo sacas, melas cargaré yo.

—Bueno, pues entonces enséñamelos tuyos —dijo Maggie. Se dio lavuelta, rodeó el cuello de Tom con losbrazos y se frotó la nariz contra susmejillas.

Tom, feliz de tener a su queridaMaggie para discutir y pavonearse, lepasó un brazo por la cintura yempezaron a brincar juntos alrededor dela gran mesa de la biblioteca. Saltaroncada vez con más bríos, hasta que elcabello de Maggie se soltó de detrás de

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las orejas y empezó a agitarse como unmolinillo. Pero las vueltas en torno a lamesa fueron haciéndose cada vez másirregulares hasta que al final tropezaroncon el atril del señor Stelling y tiraronlos pesados léxicos al suelo.Afortunadamente, el estudio seencontraba en un ala de la casa que sólotenía planta baja, de modo que la caídano alzó ecos alarmantes, aunque Tompermaneció aturdido y horrorizadodurante unos minutos, temiendo lallegada del señor o la señora Stelling.

—Oh, Maggie —dijo Tom por fin,levantando el atril—. En esta casa nohay que hacer ruido, sabes. Y si

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rompemos algo, la señora Stelling noshará peccavi.

—¿Y qué es eso? —preguntóMaggie.

—Es la palabra latina para regañina—explicó Tom no sin cierta satisfacciónpor sus conocimientos.

—¿Tiene mal genio? —preguntóMaggie.

—¡Ni te lo imaginas! —contestóTom, asintiendo con énfasis.

—Me parece que las mujeres tienenpeor genio que los hombres —dijoMaggie—. La tía Glegg tiene muchopeor genio que el tío Glegg, y madre meregaña mucho más que padre.

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—Bueno, algún día tú serás unamujer —dijo Tom—, así que mejor tecalles.

—Pero yo seré una mujer inteligente—dijo Maggie, agitando la cabeza.

—Sí, seguro. Y una presumida. Todoel mundo te tendrá manía.

—Pero tú no, Tom: estaría muy feoporque soy tu hermana.

—Sí, pero si eres antipática, teodiaré.

—¡Si no seré antipática! Me portarémuy bien contigo, y con todos los demás.No me odiarás, ¿verdad, Tom?

—¡Basta, déjalo! Vamos, es hora deque aprenda las lecciones. Mira lo que

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tengo que hacer —dijo Tom, atrayendo aMaggie hacia sí y mostrándole elteorema, mientras ella se apartaba elcabello tras las orejas y se preparabapara demostrarle que era capaz deayudarlo con Euclides. Empezó a leercon plena confianza en su capacidad,pero al instante quedó desconcertada yse sonrojó de irritación: erainconfesable, pero debía reconocer suincapacidad y no le gustaba nadasentirse humillada.

—¡Qué tonterías! —dijo—. Y quéfeo es esto, nadie necesita entenderlo.

—¡Ah, mira la señorita Maggie! —dijo Tom, quitándole el libro y

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moviendo la cabeza—. Ahora ves queno eres tan lista como tú te crees.

—¡Oh! —exclamó Maggie haciendouna mueca de disgusto—. Me parece quelo entendería si hubiese estudiado laslecciones anteriores, como tú.

—Pero eso es justo lo que no puedeshacer, señorita sabihonda —replicó Tom—, porque es todavía más difícil cuandosabes lo que viene antes, porqueentonces tienes que saber la definición 3y el axioma V Pero ahora vete, que tengoque estudiar esto. Ten la Gramáticalatina, a ver si entiendes algo.

Tras la mortificación matemática,la gramática latina le pareció

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tranquilizadora; además, leencantaban las palabras nuevas y notardó en descubrir un glosario inglés alfinal que le ayudaría a entender ellatín sin gran esfuerzo. Decidiósaltarse las normas sintácticas: losejemplos eran muy interesantes. Lasmisteriosas frases, extraídas de uncontexto desconocido —como extrañoscuernos de bestias u hojas de plantasarrancadas, procedentes de algunaregión lejana—, prestaban alas a suimaginación y resultaban tanto másfascinantes cuanto que se encontrabanen una lengua propia que podíaaprender a interpretar. Era muy

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interesante aquella Gramáticalatinaque, según Tom, las chicas nopodían aprender: y se enorgullecía deencontrarla interesante. Los ejemplosmás fragmentarios eran sus favoritos.Mors omnibus est communis no letransmitía otra cosa que la idea de quele gustaría saber latín; pero elafortunado caballero al que todo elmundo felicitaba porque tenía un hijo«dotado con tanta inteligenci» lepermitió entregarse a una serie deconjeturas agradables, y andabaperdida por el «espeso bosque queninguna estrella puede atravesa»,cuando Tom le dijo:

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—Anda, Maggie: dame laGramática.

—Tom, es un libro precioso —declaró mientras se levantaba de unbrinco del gran sillón para dársela—.Me gusta mucho mas que el diccionario.Sería capaz de aprender latín muydeprisa, no me parece nada difícil.

—Ah, ya sé lo que has hecho —dijoTom—: has estado leyendo lo que poneen inglés al final. Eso puede hacerlohasta el más asno.

Tom tomó el libro y lo abrió con unaire decidido y eficiente encaminado asugerir que tenía que estudiar unalección que estaba fuera del alcance de

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los asnos. Maggie, bastante molesta, sevolvió hacia la librería paraentretenerse examinando los títulos.

—Mira, Maggie —llamó Tom—,ven a oír si me lo sé. Ponte al extremode la mesa, donde se sienta el señorStelling cuando me toma la lección.

Maggie obedeció y cogió el libroabierto.

—¿Dónde vas a empezar, Tom?—En Appellativa arborum, porque

voy a repetir todo lo que he aprendidoesta semana.

Tom recitó tres líneas con seguridad,y Maggie empezaba a olvidarse de sutarea de apuntador, perdida en la

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especulación sobre lo que podríasignificar mas, palabra que aparecía dosveces, cuando Tom se trabó en Suntetiam volucrum

—No me digas nada, Maggie; Suntetiam volucrum… Sunt etiamvolucrum… ut ostrea, cetus…

—No —dijo Maggie, abriendo laboca y negando con la cabeza.

—Sunt etiam volucrum —repitióTom muy despacio, como si esperaraque las palabras que venían acontinuación aparecieran por sí solas encuanto sugiriera que las estabaesperando.

—C, e, u dijo Maggie,

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impacientándose.—Sí, ya lo sé: cállate —dijo Tom—.

Ceu passer, hirundo, ferarum…ferarum… —Tom tomó el lápiz y pintóvarios puntos en la tapa del libro— …ferarum…

—Tom, qué despacio vas —protestóMaggie—. Ut…

—Ut, ostrea…—No, no —dijo Maggie—: ut,

tigris…—Ah, sí. Ya sé —dijo Tom—: era

tigris, vulpes, se me había olvidado: uttigris, vulpes, et piscium.

Trastabillando y repitiéndose, Tomconsiguió decir los renglones siguientes.

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—Ahora llega lo que acabo deaprender para mañana. Dame el libro unminuto.

Tras farfullar en susurros y con laayuda de algún puñetazo sobre la mesa,Tom le devolvió el libro.

—Macula nomina in a. . . —empezó.

—No, Tom —dijo Maggie—. No eseso lo que viene a continuación: esNomen non «creszens jenitivo».

—«Creszens jenitiv». —exclamóTom con una carcajada burlona, ya quehabía aprendido este párrafo para lalección del día anterior y un jovencaballero no necesita poseer un

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conocimiento íntimo ni extenso del latínpara advertir errores semejantes—:«creszens jenitiv». ¡Qué tonta eres,Maggie!

—Bueno, no hace falta que te rías,Tom: tú tampoco lo recuerdas todo.Estoy segura de que es eso lo que pone,¿y yo qué sé cómo se pronuncia?

—¡Bah! Ya te he dicho que las niñasno son capaces de aprender latín. Es:Nomen non crescens genitivo.

—Muy bien —protestó Maggie,enfurruñada—. Puedo decirlo tan biencomo tú. En cambio, tú no te fijas en laspausas: deberías pararte el doble detiempo en un punto y coma que en una

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coma y, además, haces las pausas máslargas donde no debería haber ninguna.

—Bien, basta de tonterías. Déjameseguir.

Al poco rato fueron a buscarlos paraque pasaran el resto de la tarde en elsalón, y Maggie se mostró tan vivarachacon el señor Stelling, el cual, sin duda,admiraba lo lista que era, que Tom sesintió desconcertado y alarmado por suaudacia.

Sin embargo, Maggie se achantócuando el señor Stelling hizo referenciaa una niña de la que había oído contarque había huido para vivir con losgitanos.

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—¡Qué niña tan rara debía de ser!—comentó la señora Stelling conintención de bromear, pero a Maggie nole hacía ninguna gracia que se bromearaa costa de su supuesta rareza. Temía que,a fin de cuentas, el señor Stelling notuviera buena opinión de ella, y seacostó bastante abatida. Tenía lasensación de que la señora Stelling lamiraba como si pensara que tenía elcabello muy feo porque le caía laciosobre la espalda.

Con todo, durante la visita a Tom,Maggie pasó allí una feliz quincena. Lepermitían permanecer en el estudiomientras él recibía clase y, tras

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sucesivas lecturas, consiguióprofundizar en los ejemplos de lagramática latina. El astrónomo queodiaba a todas las mujeres ladesconcertaba tanto que un día preguntóal señor Stelling si todos los astrónomosodiaban a las mujeres o si sólo setrataba de aquél en concreto.

—Supongo que todos —dedujoMaggie, anticipándose a su respuesta—.Porque puesto que viven en altas torres,si las mujeres subieran se pondrían ahablar y no les dejarían mirar lasestrellas.

Al señor Stelling le divertíamuchísimo su cháchara y se llevaban de

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maravilla. Maggie dijo a Tom que ellatambién debería asistir a las clases delseñor Stelling, igual que él, y aprenderlas mismas cosas. Sabía que podíaentender a Euclides, porque lo habíavuelto a mirar y había visto lo quequerían decir A B y C: era el nombre delas líneas.

—Estoy seguro de que no puedes —dijo Tom—. Ya se lo preguntaré al señorStelling.

—Me da igual —contestó conaplomo la descarada niña—: ya se lopreguntaré yo.

—Señor Stelling —dijo aquellamisma tarde, cuando se encontraban en

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el salón—. ¿Podría estudiar a Euclides ytodas las lecciones si, en lugar de Tom,su alumna fuera yo?

—No, no podrías —intervino Tomenfadado—. Las niñas no son capacesde estudiar a Euclides: ¿verdad que no,señor?

—Me parece que pueden adquirirnociones de cualquier cosa —contestóel señor Stelling—: poseen una grancapacidad superficial, pero no puedenprofundizar en nada. Son rápidas ybanales.

Tom, encantado con este veredicto,envió a Maggie una señal de triunfoagitando la cabeza por detrás de la silla

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del señor Stelling. En cuanto a Maggie,jamás se había sentido más mortificada:durante su corta vida se habíaenorgullecido siempre de que lallamaran «rápid» y ahora parecía queesta rapidez era signo de inferioridad.Habría sido preferible ser lenta comoTom.

—¡Ja, ja! ¡Señorita Maggie! —seburló Tom en cuanto estuvieron solos—.Ya ves que no es gran cosa ser rápida.Nunca profundizarás en nada, ya losabes.

Y Maggie se sintió tan abrumada poreste terrible destino que no tuvo ánimospara contestar.

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Pero cuando Luke se llevó en lacalesa a esa pequeña muestra de rapidezsuperficial y el estudio volvió a resultarsolitario, Tom la echó tremendamente demenos. Durante el tiempo que habíapasado allí, le había ido mejor en clasey se había mostrado más despejado;Maggie había hecho muchas preguntas alseñor Stelling sobre el Imperio Romanoy quiso saber si realmente existió elhombre que dijo en latín: «No locompraría por un cuarto ni por una nuezpodrid», o si se habían limitado atraducir aquella frase, de modo que Tomhabía empezado a comprender el hechode que había existido un pueblo en la

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tierra tan afortunado como para hablarlatín sin tener que aprenderlo con laGramática de Eton. Esa luminosa ideasupuso una importante contribución a losconocimientos históricos que adquiriódurante el semestre que, por otra parte,se reducían a un compendio de lahistoria de los judíos.

A pesar de todo, aquel terriblesemestre tocaba a su fin. ¡Con quéalegría contemplaba Tom las últimashojas amarillas arrastradas por el fríoviento! Las tardes oscuras y las primerasnieves de diciembre le parecían másalegres que el sol de agosto; y paracontar mejor el paso de los días gracias

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al cual estaba cada vez más cerca decasa, cuando sólo quedaban tressemanas para las vacaciones clavóveintiún palos en un rincón del jardín ycada día arrancaba uno de un tirón y lolanzaba a lo lejos con tanta energía quesi las estacas hubiera podido viajar tanlejos, habrían llegado al limbo.

Sin embargo, merecía la penaalcanzar, incluso al elevado precio de lagramática latina, la felicidad de ver labrillante luz del salón de su casa desdeel puente cubierto de nieve cuando lacalesa lo cruzó en silencio: la dicha depasar del aire frío a la calidez, los besosy las sonrisas del hogar familiar donde

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el dibujo de la alfombra, la chimenea ylos atizadores constituían «ideasprimera» tan imposibles de criticarcomo la solidez y la extensión de lamateria. En ningún lugar nos sentimostan a gusto como allí donde nacimos,donde quisimos a los objetos antes deque supiéramos elegir y donde el mundoexterior tan sólo parecía una extensiónde nuestra personalidad: lo aceptamos ylo quisimos como aceptamos nuestropropio sentido de la existencia ynuestros miembros. Vulgares, inclusofeos, nos parecerían los muebles denuestro primer hogar si los viéramos enuna subasta: el gusto en las tapicerías ha

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mejorado y los pone en ridículo; ¿acasono es la lucha por conseguir un entornocada vez mejor la principalcaracterística que distingue al hombredel bruto o, para satisfacer unaescrupulosa precisión en lasdefiniciones, lo que distingue albritánico del bruto extranjero? Sinembargo, sólo el cielo sabe hasta dóndepodría llevarnos esta lucha si nuestrosafectos no tendieran a aferrarse a esosobjetos inferiores, si las devociones yamores de nuestra vida no se anclarancon profundas raíces en la memoria. Elentusiasmo que sentimos por el arbustode saúco que sobresale por encima de

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un seto, como si fuera más hermoso queuna jara o una fucsia erguida sobre elcésped más suave y ondulado, es unapreferencia totalmente injustificadadesde el punto de vista de un jardineropaisajista o cualquiera de esas otrasmentes ordenadas que no sienten ningunaafición que no se base en una superiorcalidad demostrable. Y, en realidad,prefiero el saúco porque evoca algúnrecuerdo antiguo: no es una novedad quese dirige a mi sensibilidad actual porciertas formas y colores, sino un viejocompañero de mi existencia, entretejidocon mis alegrías, cuando éstas eranintensas.

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Capítulo II

Las vacaciones deNavidad

Aquellas Navidades, el anciano debarbas nevadas y rostro rubicundocumplió generosamente con su deber ydepositó ricos regalos de calidez y colorque contrastaban con la escarcha y lanieve.

La nieve cubría los campos y lasorillas del río en ondulaciones mássuaves que el cuerpo de un niño; serecortaba nítidamente sobre los tejados

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y hacía destacar su color rojo oscurocon tonos más profundos; se depositabapesadamente sobre los laureles y abetoshasta que caía con un estremecimiento;vestía de blanco el tosco campo denabos y transformaba las ovejas enoscuros borrones; los montones de nievebloqueaban las puertas y aquí y allá,algún olvidado cuadrúpedo se alzabacomo petrificado «en erguida tristez».[15]; no había brillos ni sombras, porquelos cielos eran una única nube pálida: nohabía más sonido o movimiento que eldel oscuro río que fluía y gemía comouna pena inconsolable. El ancianosonreía mientras cubría los campos

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durante aquel período aparentementecruel con intención de dar más brillo alhogar, intensificar sus olores y hacermás deliciosa la cálida fragancia de losalimentos: pretendía preparar una dulcecárcel que reforzara los primitivos lazosfamiliares y conseguir que el resplandorde los rostros humanos familiares fueratan bienvenido como el de la estrelladiurna ahora oculta. Sin embargo, suamabilidad resultaba muy dura para laspersonas sin hogar, en las casas donde elfuego no era muy cálido y donde lacomida poseía escasa fragancia; dondelos rostros humanos no poseían un brillosolar, sino la mirada inexpresiva y

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sombría de la miseria sin esperanza.Pero el excelente y viejo invierno teníabuena intención; y si todavía no haaprendido el modo de repartir de modoimparcial sus bendiciones entre loshombres, se debe a que su padre, elTiempo, con un propósito implacable,sigue ocultando el secreto en supoderoso y lento corazón.

Sin embargo, aquel día de Navidad,a pesar del reciente placer queexperimentaba Tom al estar en casa, porun motivo u otro no le pareció tan felizcomo los anteriores. El acebo teníatantas bolitas rojas como siempre, y él yMaggie habían adornado la víspera

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todas las ventanas, chimeneas y marcoscon su buen gusto habitual, entrelazandolas bayas de color escarlata del acebocon las negras de las ramas de hiedra.Se habían oído cánticos bajo lasventanas pasada la media noche: aMaggie siempre le parecían cantossobrenaturales, a pesar de que Tominsistía con desprecio en que loscantantes eran el viejo Patch, elsacristán, y el resto del coro de laiglesia: temblaba sobrecogida cuandosus villancicos la sacaban del sueño, yla imagen de ángeles sentados sobre unanube sustituía siempre a la de unoshombres vestidos de fustán. Con todo, la

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serenata contribuyó, como de costumbre,a que la mañana siguiente se distinguierade todas las otras; además, a la hora deldesayuno se olió el aroma a tostadas concerveza; el himno favorito, las verdesramas y el breve sermón proporcionaronel adecuado carácter festivo a laasistencia a la iglesia; y, después de quelos fieles regresaron y se sacudieron lospies para limpiarlos de nieve, losrostros del tío y la tía Moss y sus ochohijos reflejaron el fuego de la chimeneadel salón como otros tantos espejos; elbudín de ciruelas fue tan redondo yhermoso como siempre y aparecióenvuelto en las simbólicas llamas

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azules, como si lo hubieran arrancadoheroicamente del fuego del averno,donde lo habían arrojado los puritanosdispépticos; el postre fue tan espléndidocomo de costumbre, con sus naranjasdoradas, las nueces marrones y elcristalino contraste entre la jalea demanzana y el dulce de cirueladamascena: en todas estas cosas, laNavidad fue como siempre había sidodesde que a Tom le alcanzaba lamemoria; sólo se distinguió, a lo sumo,porque aquel año se divirtieron más conel trineo y las bolas de nieve.

Las Navidades eran alegres, pero nose sentía así el señor Tulliver. Estaba

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furioso y desafiante, y Tom, aunquesiempre respaldaba a su padre en lasdisputas y compartía sus ofensas, estavez participaba de los sentimientos queoprimían a Maggie cuando, llegado elrelajamiento de los postres, el señorTulliver narró sus problemas en tonocada vez más alto e irritado. La atenciónque en otras circunstancias Tom habríaconcentrado en el vino y las nueces sedistrajo con la sensación de que en elmundo uno tenía enemigos muy pillos yque los asuntos de los adultosdifícilmente podían llevarse sin grandesaltercados. Pero a Tom no le gustabanlas riñas que no podían zanjarse al

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instante con una pelea justa contra unadversario fácil de zurrar; y laconversación irritada de su padre loincomodaba, aunque nunca le habíapasado por la cabeza que su padrepudiera estar equivocado.

La encarnación concreta delprincipio maligno que ahora provocabala decidida resistencia de Tulliver era elseñor Pivart, el cual poseía tierras cursoarriba del Ripple y había empezado atomar medidas para regarlas, cosa que(basándose en el principio de que elagua era el agua) era, sería o llegaría aser lesiva para los derechos legítimosdel señor Tulliver a explotar la energía

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hidráulica. Dix, que también tenía unmolino en el río, era un débil ayudantedel viejo Pero Botero en comparacióncon Pivart: el arbitraje había hecho queDix se comportara con sensatez y elasesoramiento de Wakem no lo habíallevado muy lejos: no, el señor Tulliverconsideraba que Dix, desde un punto devista legal, no había conseguido nada y,a la luz de la intensidad de suindignación contra Pivart, su despreciohacia un adversario confundido comoDix empezaba a parecer una relaciónamistosa. Aquel día no tenía otropúblico masculino que el señor Moss, elcual, tal como declaró, «na sabía de

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molino» y sólo podía asentir ante losargumentos del señor Tulliver encalidad de pariente y de deudor; peroTulliver no hablaba con la fútil intenciónde convencer a su audiencia, sino paradesahogarse: mientras tanto, el buenseñor Moss hacía ímprobos esfuerzospara mantener los ojos abiertos a pesardel sopor que una comida inusualmentebuena provocaba en su cansado cuerpo.La señora Moss, más sensible al tema einteresada en cualquier cosa queafectara a su hermano, lo escuchaba eintervenía en cuanto sus ocupacionesmaternales se lo permitían.

—Caramba, el nombre de Pivart es

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nuevo por aquí, hermano, ¿verdad? —preguntó—. No era propietario en épocade nuestro padre, ni en la tuya, antes deque me casara.

—¿Nuevo? Sí, claro que es unapellido nuevo —afirmó el señorTulliver con enfado—. El molino deDorlcote lleva en nuestra familia más decien anos y nunca nadie ha oído hablarde que un tal Pivart se mezclara en losasuntos del río, hasta que llegó esteindividuo y compró la granja deBincome antes de que nadie se dieracuenta. ¡Pero ya me encargaré yo depivarlo! —añadió el señor Tulliver,alzando el vaso con la sensación de que

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había definido su decisión con todanitidez.

—Espero que no te veas obligado air a los tribunales, hermano —aventuróla señora Moss con cierta inquietud.

—No sé a qué me veré obligado,pero sí sé a qué lo obligaré con susacequias y sus riegadíos, si es que lasleyes son capaces de hacer justicia. Séperfectamente quién está detrás de todoesto: Wakem respalda e incita a Pivart.Sé que Wakem le dice que la ley nopuede hacer nada contra él: pero Wakemno es el único en manejar la ley. Hacefalta un buen granuja para ganarlo, perolos hay que saben más que él, porque,

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¿cómo es posible si no que perdiera elpleito de Brumley?

El señor Tulliver era un hombreabsolutamente honrado y se enorgullecíade serlo, pero consideraba que los finesde la justicia sólo podían alcanzarsecontratando a un truhán más poderosoque el del contrario. La ley era unaespecie de pelea de gallos en la que lahonradez atropellada debía conseguir unanimal de pelea con mayor valor ymejores espolones.

—Gore no es tonto, no hace falta queme lo digáis —anunció a continuacióncon tono belicoso, como si la pobreGritty insistiera en destacar la

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capacidad del abogado—, pero no sabetanto de leyes como Wakem. Y el aguaes un tema muy especial, no se puedecoger con una horca; por eso resulta tancomplicado para el Diablo y losabogados. Con el agua, está muy claro loque está bien y lo que está mal, si semira sin tapujos; un río es un río, y sitienes un molino, tienes que tener aguapara que le dé vueltas; y no sirve denada decirme que los riegadíos dePivart y esas tonterías no me van a pararla rueda: sé muy bien lo que es del agua.¡Mira que contarme a mí lo que dicenlos ingenieros! Es de sentido común quelas acequias de Pivart me perjudican.

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Pero si eso dicen sus ingenieros, dentrode poco pondré a Tom a estudiar esascosas y ya veremos qué pasa.

Tom miró a su alrededor con ciertainquietud al oír este anuncio sobre sufuturo y se olvidó de agitar el sonajeroque entretenía a la pequeña de los Moss;ésta, que era una niña de ideas muyclaras, expresó al instante sussentimientos con un grito penetrante queno se calmó ni cuando le devolvieron elsonajero, como si nada pudiera aplacarel agravio. La señora Moss se la llevó atoda prisa a otra habitación y expresó ala señora Tulliver, que la acompañaba,la convicción de que la nena tendría

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buenas razones para llorar, dando aentender que si suponían que llorabaúnicamente por el sonajero, nocomprendían a la niña. Tras aplacarunos aullidos plenamente justificados, laseñora Moss miró a su cuñada y dijo:

—Siento ver a mi hermano tanpreocupado por eso del agua.

—Así es tu hermano, señora Moss:nunca vi nada parecido antes de casarme—contestó la señora Tulliver con unreproche implícito. Cuando hablaba conla señora Moss siempre se refería a «tuherman» o, por lo menos, lo hacíacuando la actitud de éste no merecíatoda su admiración. La afable señora

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Tulliver, que jamás en su vida habíamostrado enfado por nada, poseía, sinembargo, una versión suavizada deaquel espíritu sin el cual difícilmentepodría haber sido al mismo tiempo unaDodson y una mujer. Si bien cuandotrataba con sus hermanas se situaba a ladefensiva, era natural que, a pesar de serel miembro más débil de la familiaDodson, fuera vivamente consciente desu superioridad sobre la hermana de suesposo que, además de ser pobre ytender a «colga» de su hermano, poseíala bondadosa docilidad propia de unamujer grande, pacífica, desaliñada yprolífica que albergaba afecto

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suficiente, no sólo para su marido y susnumerosos hijos, sino también para unaserie de parientes colaterales.

—Deseo y ruego que no vaya a lostribunales —dijo la señora Moss—,porque nunca se sabe cómo acaban estascosas. Y no siempre gana quien tienerazón. Supongo que este señor Pivart esun hombre rico, y los ricos casi siemprese salen con la suya.

—En fin, ya he visto cómo actúanlos ricos que hay en mi familia, ya quemis hermanas tienen maridos que puedenpermitirse hacer todo lo que quieren —dijo la señora Tulliver, alisándose elvestido con las manos—. Pero algunas

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veces pienso que me van a volver locacon estas historias de abogados yriegadíos, y mis hermanas m'echan laculpa, porque no saben lo que es estarcasada con un hombre como tu hermano,¿cómo iban a saberlo? Mi hermanaPullet hace lo que se l'antoja de lamañana a la noche.

—Bueno —objetó la señora Moss—: me parece que no me gustaría que mimarido no tuviera cabeza y yo tuvieraque pensar por él. Es mucho más fácilhacer lo que gusta al marido que darvueltas y vueltas pensando en lo que hayque hacer.

—Si hablamos de hacer lo que gusta

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al marido —replicó la señora Tulliver,imitando pálidamente a su hermanaGlegg—, estoy segura de que mucho lehabría costado a tu hermano encontraruna esposa que lo dejara hacer a suantojo en todo como yo. Ahora sólopiensa en la ley y los riegadíos desdeque se levanta hasta que se acuesta, ynunca le llevo la contraria, sólo digo:Tulliver, haz lo que quieras, pero enningún caso te metas en pleito…

Como hemos visto, la señoraTulliver no carecía de influencia sobresu marido. No hay esposa que no latenga: siempre puede empujar a suesposo o en un sentido o en el contrario;

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y entre los diversos impulsos queamenazaban con inclinar al señorTulliver a «meterse en pleito», sin dudalos monótonos ruegos de la señoraTulliver pesaban considerablemente; suactitud podía compararse con la delpersonaje de aquel proverbio, el padreque tuvo el mérito o la culpa de romperla espalda de un camello cargado deplumas, aunque, desde un punto de vistaimparcial, la culpa fuera del peso quesoportaba ya el animal, hasta tal puntoque no podía sostener una pluma más sindaño. Sin duda, la personalidad de laseñora Tulliver no confería a sus débilessúplicas el peso de esa pluma definitiva,

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pero cada vez que llevaba la contraria asu marido éste veía en ella a unrepresentante de la familia Dodson; yuno de los principios que guiaban alseñor Tulliver era hacerles saber que nopodrían dominarlo o —para ser másexactos— que un varón Tulliver valíamucho más que cuatro mujeres Dodson,aunque una de ellas fuera la señoraGlegg.

Pero ni siquiera un argumentodirecto procedente de esa típicarepresentante de las Dodsonaconsejándole que no recurriera a lostribunales podría haberlo predispuestotan a favor como el mero recuerdo de

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Wakem, renovado continuamente por lapresencia todos los días de mercado deeste abogado excesivamente hábil.Estaba seguro de que Wakem seencontraba, metafóricamente hablando,detrás de los regadíos de Pivart: Wakemhabía intentado hacer que Dix pleitearapor la presa: no cabía duda de queWakem había conseguido que Tulliverperdiera el pleito por la servidumbre depaso por el camino y el puente, lo quehabía convertido sus tierras en vía paracualquier vagabundo que prefirieraaprovechar la oportunidad de dañar lapropiedad privada en lugar de caminar,como cualquier hombre honrado, por la

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carretera principal: todos los abogadoseran unos sinvergüenzas en mayor omenor medida, pero la sinvergonzoneríade Wakem era especialmente graveporque se aplicaba directamente aatropellar el derecho personificado enlos intereses y opiniones del señorTulliver. Y, como amargura añadida, elagraviado molinero se había vistoobligado recientemente, al tomarprestadas quinientas libras, a entrar encontacto con el despacho de Wakem.¡Aquel individuo con tanta labia y narizganchuda! ¡Fresco como una lechuga Ytan seguro de su juego! Era humillanteque el abogado Gore no se le pareciera,

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sino que fuera calvo, orondo, demodales blandos y manos gruesas: seríaimprudente colocar a aquel gallo depelea ante Wakem. Gore era unindividuo astuto: su debilidad no residíaen su escrupulosidad, pero no es lomismo lanzar guiños significativos queser capaz de ver a través de una paredde piedra, y por muy seguro queestuviera el señor Tulliver de que elagua era el agua y de que Pivart llevabatodas las de perder en ese asunto de losregadíos, recelaba de que Wakempudiera, contra este hechoincontrovertible, recurrir a algúnargumento legal desconocido para Gore.

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Con todo, si llegaban a los tribunales,tal vez pudiera contratar al abogadoWylde y tener así a ese admirable matóna su favor y no en contra, y laperspectiva de hacer que un testigo deWakem sudara confundido, tal comohabía sucedido una vez con el del señorTulliver, le hacía amar la justiciapunitiva.

El señor Tulliver rumiaba sobreestos asuntos tan enredosos durante lostrayectos sobre el caballo gris, y movíala cabeza de un lado a otro mientras losplatillos de la balanza oscilabanalternativamente; pero el resultadoprobable no se vislumbraba, y sólo

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llegaría a él mediante acaloradas yrepetidas discusiones en su vida social ydoméstica. Aquella fase inicial de ladisputa, que consistía en la narración delcaso y la exposición de los puntos devista del señor Tulliver sobre lacuestión en su círculo de conocidos,tomaría un tiempo necesario y, a finalesde enero, cuando Tom tenía que volveral colegio, apenas podían detectarsedatos nuevos en la declaración de supadre contra Pivart, ni ningunaindicación específica sobre las medidasque se había visto obligado a tomarcontra el osado violador del principioque afirmaba que el agua era agua. La

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repetición, igual que la fricción, tiende agenerar más calor que avance, y elacaloramiento del señor Tulliver eracada vez más visible. Si no habíanaparecido nuevas pruebas, por lo menosestaba demostrado que Pivart «estabacompinchad» con Wakem.

—Padre —dijo Tom una tarde, haciael final de las vacaciones—. El tíoGlegg dice que el abogado Wakem va aenviar a su hijo con el señor Stelling.No es cierto eso que decían de que lomandaban a Francia. No querrás queestudie con el hijo de Wakem ¿verdad?

—No importa, hijo —contestó elseñor Tulliver—. No aprendas nada

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malo de él y Ya está. El muchacho esuna pobre criatura deforme y de cara separece a su madre: yo diría que no hasalido al padre. Es señal de que Wakemtiene buena opinión del señor Stelling, sile envía su hijo, y Wakem es unindividuo listo que sabe distinguir elgrano de la paja.

En el fondo del corazón, el señorTulliver estaba orgulloso de que su hijodisfrutara de los mismos privilegios queel de Wakem: pero Tom no estaba muyde acuerdo: habría preferido que el hijodel abogado no fuera deforme, porqueasí habría podido arremeter contra élcon la libertad que se deriva de una

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postura moral superior.

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Capítulo III

El nuevo compañero deestudios

Un húmedo y frío día de enero, Tomregresó a sus estudios: el día estaba enconsonancia con aquella severa fase desu destino. Si no hubiese llevado en unabolsa un paquete de azúcar cande y unapequeña muñeca articulada de maderapara Laurita, ninguna perspectiva deilusión habría animado tanta tristeza.Pero le gustaba pensar que Lauraextendería las manitas y avanzaría los

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labios para recibir trocitos de azúcarcande, y, para íntensificar estos placeresimaginarios, sacó él paquete, hizo unagujerito en el papel y mordió un par decristalitos, lo que tuvo un efecto tanreconfortante en el reducido espacio conolor a humedad situado bajo la capotade la calesa que repitió más de una vezel proceso durante el camino.

—Bien, Tulliver: nos alegramos devolverlo a ver —saludó el señorStelling efusivamente—. Quítese lasprendas de abrigo y entre en el estudiohasta la hora de cenar. Allí encontraráun buen fuego y a un compañero nuevo.

Tom sintió una molesta inquietud

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cuando se quitó la bufanda de lana ydemás abrigo. Había visto a PhilipWakem en Saint Ogg's, pero siemprehabía apartado la mirada tanrápidamente como había podido. Lehabría molestado tener como compañeroa un chico deforme aunque Philip nohubiera sido hijo de un mal hombre. YTom tenía la sensación de que el hijo deun mal hombre no podía ser muy buenapersona. Su padre, por ejemplo, era unhombre bueno y no habría vacilado enpelear con quien se atreviera a afirmarlo contrario. Siguió al señor Stelling alestudio sumido en una mezcla deturbación y desafío.

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—Tulliver, estreche la mano a sunuevo compañero —dijo el caballero alentrar en el estudio—, el señor Wakem.Los dejo para que vayan conociéndose.Supongo que ya saben algo el uno delotro, puesto que proceden del mismolugar.

Tom se sintió confuso y torpemientras Philip se ponía en pie y lelanzaba una mirada tímida. No leapetecía adelantarse y tenderle la mano,y no estaba dispuesto a decir: «Hola,¿cómo está usted?» de buenas aprimeras.

El señor Stelling dio media vuelta ycerró la puerta tras de sí prudentemente:

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la timidez de los muchachos desaparececon la ausencia de los mayores.

Philip era demasiado orgulloso ydemasiado tímido para caminar hastaTom. Advirtió o, para ser más exactos,sintió, que Tom tenía aversión a mirarlo:a casi todo el mundo le disgustabahacerlo; además, cuando andaba, sudeformidad resultaba más notoria. Demodo que no se estrecharon la mano y nisiquiera hablaron; Tom se aproximó alfuego para calentarse y, de vez encuando, lanzaba miradas furtivas aPhilip, que parecía absorto en el dibujode un objeto tras otro en el trozo depapel que tenía delante. Había vuelto a

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sentarse y, mientras dibujaba, pensabaen qué podría decir a Tom e intentabavencer la repugnancia a dar el primerpaso.

Tom empezó a mirar cada vez más ydurante más tiempo el rostro de Philip,porque podía examinarlo sin ver lajoroba, y no le pareció una caradesagradable: era mayor, y se preguntócuántos años tendría más que él. Unexperto en anatomía —o incluso bastaríaun fisonomista— habría reparado en quela deformidad de la columna de Philipno era congénita, sino resultado de unaccidente en la infancia; pero no sepodía esperar de Tom la capacidad de

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distinguir semejante cosa: para él, Philipera simplemente un jorobado. Tenía unavaga idea de que la deformidad del hijode Wakem guardaba alguna relación conla sinvergonzonería del abogado, de laque había oído hablar con tantafrecuencia a su padre con acaloradoénfasis; y sentía también cierto temor deque fuera un individuo resentido que, alno ser capaz de luchar abiertamente,empleara modos encubiertos para hacerdaño. En el vecindario de la academiadel señor Jacobs había un sastrejorobado al que se consideraba unpersonaje desagradable; los chicos máspreocupados por el bien común corrían

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tras él abucheándolo con el meropretexto de sus cualidades moralesinsatisfactorias; de modo que Tom nocarecía de modelo por el que guiarse.Sin embargo, el rostro de aquel chicotriste no podía ser más distinto que eldel feo sastre, si bien Tom considerólastimoso que el cabello castaño que loenmarcaba se ondulara y rizara en laspuntas como el de una muchacha. AquelWakem era un sujeto pálido y raquítico yresultaba evidente que no sería capaz dejugar a nada digno de mención; sinembargo, manejaba el lápiz de modoenvidiable y, por lo que parecía,dibujaba sin gran dificultad. ¿Qué

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estaría retratando? Tom había entrado yaen calor y deseaba que sucediera algonuevo. Sin duda, resultaba másagradable tener como compañero a unjorobado malhumorado que mirar lalluvia por la ventana y dar patadas alzócalo de madera en total soledad; talvez sucediera algo —«una pelea o alg».—, y Tom pensó que le gustaría dejarbien claro a Philip que ni se le ocurrieragastarle bromas maliciosas. De repente,avanzó por delante del hogar y miróhacia el papel de Philip.

—¡Caramba! ¡Si eso es un burro conserones, y un perro, y perdices en untrigal! —exclamó, pues la admiración le

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había soltado la lengua—. ¡Atiza! ¡Meencantaría dibujar así! Voy a aprender adibujar este semestre, me pregunto sipodré aprender a pintar perros y burros.

—Oh, puedes dibujarlos sinaprender —contestó Philip—. A mínadie me ha enseñado.

—¿Nadie te ha enseñado? —preguntó Tom, desconcertado—. ¡Vaya!Cuando pinto perros, caballos y cosasde ésas, las cabezas y las patas me salenmal, aunque sé muy bien cómo deberíanser. Sé dibujar casas y todo tipo dechimeneas: de las que están pegadas a lapared, ventanas en el tejado y cosas deesas. De todos modos, seguro que

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podría dibujar perros y caballos si lointentara de nuevo —añadió, pensandoque Philip podría suponer erróneamenteque se daba por vencido si se mostrabademasiado sincero en relación con laimperfección de sus logros.

—¡Oh, claro que sí! —contestóPhilip—. Es muy fácil. Sólo tienes quemirar bien las cosas y dibujarlas una yotra vez. Lo que te salga mal una vez, locambias a la siguiente.

—¿Seguro que no te han enseñadonada de nada? —preguntó Tomdesconcertado, empezando a sospecharque la jorobada espalda de Philip bienpodría ser origen de unas facultades

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notables—. Pensaba que habías ido alcolegio durante mucho tiempo.

—Sí —contestó Philip con unasonrisa—. Me han dado clases de latín,griego y matemáticas… caligrafía y esascosas.

—¡Ah! Pero bueno, no te gustará ellatín, ¿verdad? —preguntó Tom, bajandola voz y adoptando un tono confidencial.

—Bueno… no me quita el sueño.—Ah, quizá es porque todavía no

has llegado a las Propriae quaemaribus —dijo Tom, meneando lacabeza, como si dijera: «Ése es el puntocrítico: es fácil hablar hasta que se llegaall».

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Philip sintió cierta amargacomplacencia ante la previsibleestupidez de aquel niño bien formado deaspecto activo; pero su extremasensibilidad y su deseo de llevarse bienhacían de él un chico educado, de modoque contuvo el deseo de reír.

—Ya he dado toda la gramática, yano tengo que estudiarla —contestódiscretamente.

—Entonces, seguro que no estudiaslas mismas lecciones que yo —contestóTom algo decepcionado.

—No, pero quizá pueda ayudarte.Me encantaría ayudarte, si puedo.

Tom no le agradeció el ofrecimiento

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porque estaba absorto pensando que elhijo de Wakem no parecía tan malocomo podía esperarse.

—Oye —preguntó—, ¿tú quieres atu padre?

—Sí —contestó Philip,sonrojándose intensamente—. ¿Acaso noquieres tú al tuyo?

—Oh, sí… pero quería saberlo —contestó Tom, avergonzado de sí mismoal ver que Philip se había ruborizado yse sentía incómodo. No sabía qué pensarsobre el hijo del abogado Wakem y se lehabía ocurrido que si Philip no quería asu padre eso le ayudaría a resolver superplejidad.

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—¿Y ahora vas a aprender adibujar? —preguntó para cambiar detema.

—No —contestó Philip—. Mi padrequiere que me dedique a otras cosas.

—¿Cómo el latín, Euclides y cosasde esas? —preguntó Tom.

—Sí —contestó Philip, que habíadejado el lápiz y descansaba la cabezaen una mano mientras Tom se inclinabahacia delante, apoyado en ambos codos,y contemplaba con creciente admiraciónel perro y el burro.

—¿Y a ti no te fastidia? —preguntóTom, con gran curiosidad.

—No; me gusta saber lo que saben

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los demás. Y no tardaré en estudiar loque me gusta.

—No sé por qué hay que estudiarlatín —dijo Tom—. No sirve para nada.

—Forma parte de la educación de uncaballero —contestó Philip—. Todoslos caballeros aprenden las mismascosas.

—¡Caramba! ¿Crees que sir JohnCrake, el dueño de los lebreles, sabelatín? —preguntó Tom, que confrecuencia había pensado que le gustaríaparecerse a sir John Crake.

—Naturalmente, lo estudió cuandoera pequeño —contestó Philip-Aunquesupongo que lo ha olvidado.

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—Oh, bueno. Entonces, puedo hacerlo mismo —afirmó Tom sin ningunaintención epigramática y seriamentesatisfecho ante la idea de que, en lo queal latín respectaba, éste no sería unobstáculo en su semejanza con sir JohnCrake—. Uno sólo lo tiene que recordarmientras está en el colegio, igual quetiene que aprender muchos fragmentosdel Speaker. El señor Stelling es muymaniático, ¿no lo sabías? Te lo hacerepetir diez veces si te equivocas ydices una cosa por otra… No perdona niuna letra, te lo aseguro.

—¡Oh, me da igual! —contestóPhilip, incapaz de retener una carcajada

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—. Recuerdo las cosas con facilidad. Yalgunas lecciones me gustan mucho. Megusta mucho la historia de Grecia y todolo relacionado con los griegos. Mehabría gustado ser griego y luchar contralos persas, regresar a mi país y escribirtragedias, o que me escuchara todo elmundo por mi sabiduría, como aSócrates, y morir gloriosamente.

(Como bien puedes observar, lector,a Philip no le faltaban deseos deimpresionar con su superioridadintelectual a aquel bárbaro bienformado).

—¡Vaya! ¿Los griegos fuerongrandes guerreros? —preguntó Tom, al

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que la noticia abría nuevas perspectivas.¿Tienen alguna historia como la deDavid y Goliat, o la de Sansón? Son losúnicos trozos que me gustan de lahistoria de los judíos.

—¡Oh, los griegos tienen muchashistorias de ésas! Por ejemplo, con loshéroes de los primeros tiempos, quemataban animales salvajes, igual queSansón. Y en la Odisea, que es un bonitopoema, sale un gigante mejor que Goliat:se llamaba Polifemo, tenía un solo ojoen mitad de la frente, y Ulises, que eraun hombre pequeño pero muy listo yastuto, le clavó en el ojo una estacaardiendo y lo hizo bramar como miles

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de toros.—¡Oh, qué divertido! —exclamó

Tom, alejándose de un brinco de la mesay golpeando el suelo con uno y otro pie—. Oye, ¿podrías contarme cosas así?Porque yo no voy a aprender griego,sabes… ¿o sí? —añadió, dejando desaltar alarmado, no fuera a estarequivocado—. ¿Los caballeros tienenque aprender griego?… ¿Crees que elseñor Stelling me hará estudiar griego?

—No, creo que no. Seguro que no —contestó Philip—. Pero puedes leerestas historias sin saber griego, las tengoen inglés.

—Oh, es que no me gusta leer.

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Preferiría que me las contaras tú. Perosólo las de peleas, ¿sabes? Mi hermanaMaggie siempre quiere contarmehistorias, pero son tonterías. Cosas dechicas. ¿Podrás contarme muchashistorias de luchas?

—¡Oh, sí! Muchísimas. No sólo lasde los griegos. Te puedo contar las deRicardo Corazón de León y Saladino, ylas de William Wallace, Robert Bruce yJames Douglas… Sé muchísimas.

—Eres mayor que yo, ¿verdad? —preguntó Tom.

—Bueno, ¿cuántos años tienes? Yotengo quince.

—Yo voy a cumplir catorce —dijo

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Tom—. Pero en la academia de Jacobszurraba a todos los demás. Allí estabaantes de venir aquí. Y los ganaba a todosjugando al bandy y trepando. Y megustaría que el señor Stelling nos dejarair a pescar. Podría enseñarte. Puedespescar, ¿verdad? Sólo tienes quedarte depie bien quieto.

Tom, a su vez, quería inclinar labalanza a su favor. Aquel jorobado nodebía dar por hecho que su familiaridadcon las historias de combates lo ponía ala altura de un verdadero luchador comoTom Tulliver. Philip se estremeció anteesta alusión a su incapacidad para losdeportes activos.

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—No me gusta nada pescar —contestó casi irritado—. Creo que lospescadores parecen tontos, ahí sentadoscontemplando una caña hora tras hora, olanzando el sedal una y otra vez para noatrapar nada.

—Pero no dirás que parecen idiotascuando sacan un gran lucio, te lo aseguro—contestó Tom, que en su vida habíapescado nada «grand», pero cuyaimaginación se esforzaba conentusiasmo en defender el honor deldeporte. No cabía duda de que el hijo deWakem tenía sus cosas desagradables ydebía mantenerlo a raya.Afortunadamente para la armonía de

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aquella primera conversación, en aquelmomento los llamaron a cenar y Philipno pudo seguir desarrollando susinconsistentes puntos de vista sobre lapesca, pero Tom se dijo: eso eraexactamente lo que habría debidoesperar de un jorobado.

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Capítulo IV

La joven idea[16]

La alternancia de sentimientos deeste primer diálogo entre Tom y Philipse mantuvo en sus relaciones, inclusotras varias semanas de convivenciaescolar. Tom no olvidaba que, en tantoque hijo de un «bribó», Philip era suenemigo natural, y nunca superó porcompleto la repulsión que le inspirabasu deformidad: Tom se aferrabatenazmente a las impresiones recibidas:tal como sucede a las personas en las

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que la simple percepción predominasobre el pensamiento y la emoción, loexterno se impuso de modo definitivo. Y,sin embargo, le resultaba imposible noapreciar la compañía de Philip cuandoéste se encontraba de buen humor: erauna gran ayuda para los ejercicios delatín, que Tom consideraba como unaespecie de acertijo que sólo se podíaresolver gracias a un afortunado azar; ypodía contarle fantásticas historias decombates sobre Hal del Wynd[17], porejemplo, y otros héroes que Tom tenía engran aprecio porque la emprendían amamporros con todos. No estimabamucho a Saladino, cuya cimitarra podía

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partir en dos un almohadón en uninstante, porque ¿a quién se le ocurríapartir almohadones? Era una historiatonta y no tenía el menor interés envolver a oírla. Pero cuando RobertBruce, montado en el poni negro, seponía en pie sobre los estribos y alzabasu hacha de guerra para partir en dos elyelmo y el cráneo del demasiadoapresurado caballero en Bannockburn,entonces Tom se identificaba plenamentey, si hubiera tenido un coco a mano, lohabría partido de inmediato con elatizador de la chimenea. Cuando Philipestaba de buenas, daba gusto a Tom en lamedida de sus posibilidades y describía

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los golpes y la furia de los combates contoda la artillería de epítetos y símiles asu alcance. Pero no siempre estabacontento o de buen humor. Los arrebatosde mal humor o de irritadasusceptibilidad que mostró en el primerencuentro eran síntoma de un trastornorecurrente debido en parte a ciertairritabilidad nerviosa y en parte a laamargura que le producía sudeformidad. Cuando era presa de uno deesos ataques de susceptibilidad, cadamirada le parecía cargada de piedadofensiva o de rechazo mal reprimido,aunque sólo fuera de indiferencia peroPhilip la sentía como un niño del sur

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recibe el helado aire de una primaveraseptentrional. La torpe actitud protectoraque adoptaba el pobre Tom cuando seencontraban en el exterior hacía quealgunas veces Philip se volviera conviolencia contra el bienintencionadomuchacho y que sus ojos, por lo generaltristes y tranquilos, relampaguearan. Noes de extrañar que Tom se mostrarareceloso con el jorobado.

No obstante, la habilidadautodidacta de Philip para el dibujoconstituía otro nexo de unión entreambos: porque Tom se había encontrado,ante su disgusto, con que su nuevoprofesor de dibujo no le daba perros ni

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burros como modelos, sino arroyos,puentes rústicos y ruinas con suavessombras a lápiz que sugerían unanaturaleza satinada; y puesto que elinterés de Tom por lo pintoresco en elpaisaje se encontraba todavía latente, noes de extrañar que las producciones delseñor Goodrich le parecieran una formade arte poco interesante. Dado que elseñor Tulliver tenía la imprecisaintención de que Tom se dedicara aalgún trabajo relacionado con el dibujode planos y mapas, cuando había visto alseñor Riley en Mudport se habíalamentado de que Tom no estuvieraaprendiendo nada de eso, por lo cual el

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atento consejero sugirió que Tomrecibiera clases de dibujo. Al señorTulliver no debía importarle pagar unpoco más: si Tom se convertía en unbuen dibujante, sería capaz de utilizar ellápiz con cualquier propósito. De modoque se ordenó que Tom recibiera clasesde dibujo, ¿y a quién mejor que el señorGoodrich, considerado el más destacadode su profesión en doce millas a laredonda de King's Lorton, podía haberescogido el señor Stelling comomaestro? Gracias a él, Tom aprendió aafilar muchísimo el lápiz y a representarun paisaje «en líneas generale», lo que,sin duda, debido a su afición por los

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detalles, encontraba tremendamenteaburrido.

Recordará el lector que todo estosucedía en aquellas épocas oscuras enque no existían academias de dibujo,antes de que los maestros de escuelafueran invariablemente hombres deintegridad escrupulosa y antes de quelos clérigos fueran todos hombres demente abierta y varia cultura. Enaquellos días menos favorecidos, esbien cierto que existían algunos clérigosde escasa inteligencia y grandesambiciones, cuyos ingresos —por unalógica confusión de la que la diosaFortuna, siendo a un tiempo mujer y

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llevando los ojos vendados, esespecialmente responsable— noguardaban proporción con susnecesidades sino con su inteligencia,con la que los ingresos carecen de todovínculo inherente. Aquellos caballerosdebían resolver el problema de adaptarla proporción entre sus necesidades ysus rentas; y puesto que no es fácilaniquilar las necesidades, parecía mássencillo incrementar los ingresos. Sólohabía un modo de hacerlo: todas lasocupaciones bajas en las que loshombres se ven obligados a realizar unbuen trabajo por un bajo precio estabanprohibidas a los clérigos; ¿era culpa

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suya si no tenían otro recurso que cobrarmuy caro un mal trabajo? Además,¿cómo podía esperarse que el señorStelling supiera que la tarea de educarera delicada y difícil? No tenía de ellomayor idea de la que podría poseersobre técnicas de excavación un animalcon capacidad de taladrar la roca. Lasfacultades del señor Stelling se habíanformado, desde muy pronto, para cavaren línea recta, y tampoco andaba muysobrado de ellas. Sin embargo, entre loscontemporáneos de Tom cuyos padresenviaban a sus hijos a estudiar con unclérigo y, pasado el tiempo, advertían suignorancia, muchos eran menos

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afortunados que Tom Tulliver. Enaquella época lejana, la educación eracasi siempre cuestión de suerte —demala suerte—. La disposición con quese toma un taco de billar o una caja dedados es de sobria certeza comparadacon la de los padres de otros tiempos,como el señor Tulliver, cuando escogíanun colegio o un tutor para sus hijos.Aquellos hombres excelentes, que sehabían visto obligados a escribir durantetoda su vida de acuerdo con un sistemafonético improvisado y, a pesar de estadesventaja, habían conseguido teneréxito en los negocios y ganar el dinerosuficiente para dar a sus hijos un mejor

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punto de partida en la vida, debíanarriesgarse en lo que respectaba a laconciencia y la competencia del maestrocuya carta circular caía en sus manos Yparecía prometer mucho más de lo quese les habría ocurrido nunca pedir,incluida la devolución de la ropablanca, la cuchara y el tenedor. Teníansuerte si conocían a algún pañeroambicioso que no hubiera dedicado suhijo a la Iglesia y este joven caballero, ala edad de veinticuatro años, no hubierapuesto fin a sus disipacionesestudiantiles mediante un matrimonioimprudente; de no ser así, estos padresinocentes, deseosos de conseguir lo

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mejor para sus hijos, sólo podíanescapar del hijo del pañero Participandoen la fundación de un colegio por el queno hubieran pasado todavía losinspectores, donde dos o tres chicospodían disfrutar para ellos solos de lasventajas de un gran edificio de altostechos, de un director desdentado,cegato y sordo, cuyo erudito desorden ydesinterés recompensaban contrescientas libras por cabeza; sin duda,se contrataba a un profesor maduro, perotoda madurez tiende a degenerar haciaun estado menos apreciado en elmercado.

Así pues, Tom Tulliver, comparado

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con muchos otros jóvenes británicos desu época que han tenido que abrirsepaso en la vida con algunos fragmentosde conocimientos más o menosrelevantes y una ignorancia notoria, noresultaba muy desafortunado. El señorStelling era un hombre saludable y deancho pecho con el porte de uncaballero, la convicción de que un chicoen edad de crecer necesita carnesuficiente y con cierta amabilidadcampechana que le hacían desear ver aTom con buen aspecto y buen apetito: noera hombre de conciencia refinada niprofundo conocimiento de los infinitosasuntos que afectaban a su quehacer

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cotidiano; no era muy competente en sutarea, pero los caballeros incompetentestambién tienen derecho a vivir y, si noposeen una fortuna personal, resultadifícil saber cómo podrían sobrevivirdignamente si no se vincularan a laeducación o al gobierno. Por otra parte,la constitución mental de Tom tenía laculpa de que sus facultades no pudieranalimentarse con el tipo de conocimientoque el señor Stelling podía transmitirle.Un chico nacido con una capacidaddeficiente para asimilar signos yabstracciones debe sufrir el castigo deesta deficiencia congénita, igual que sihubiera nacido con una pierna mas larga

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que otra; un método de educaciónsancionado por la larga práctica denuestros venerables antecesores nodebía ceder ante la excepcionalcortedad de un chico que se limitaba avivir en el presente. Y el señor Stellingestaba convencido de que un chico tantonto para los signos y abstraccionestenía que serlo forzosamente para todolo demás, suponiendo que aquelreverendo caballero hubiera podidoenseñarle algo más. Nuestros venerablesantecesores acostumbraban a aplicar uningenioso instrumento llamadoempulguera que apretaba y apretaba lospulgares para obtener lo que no existía:

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partían de la convicción de suexistencia, ¿y qué otra cosa podían hacerque apretar la empulguera? De la mismamanera, el señor Stelling creíafirmemente que todos los chicos conalguna capacidad podían aprender laúnica cosa que debía enseñarse; si eranalgo lerdos, no quedaba más remedioque apretar la empulguera e insistir conmayor severidad en los ejercicios ycastigar con una página de Virgilio parafomentar y estimular una inclinacióndemasiado tibia por el verso latino.

Sin embargo, durante este segundosemestre se relajó un poco laempulguera. Philip era tan listo y estaba

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tan avanzado en sus estudios que elseñor Stelling podía alimentar sureputación con mayor facilidad gracias asu inteligencia, necesitada de escasaayuda, que mediante el complicadoproceso necesario para vencer latorpeza de Tom. Los caballeros deamplio pecho y ambiciosas intencionesalgunas veces decepcionan a sus amigosy fracasan en su deseo de ascensosocial: tal vez los altos logros exijanalgún mérito inusual y no baste elinusual deseo de altas recompensas; otal vez se deba a que estos fornidoscaballeros resultan bastante indolentes ysu divinae particulam aurae[18] está

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lastrada por un apetito excesivo. Por unmotivo u otro, el señor Stellingretrasaba la ejecución de varios briososproyectos y no abordaba en sus horaslibres la edición de la obra griega ocualquier otro trabajo erudito; encambio, tras encerrarse con llave en suestudio privado con gran decisión, sesentaba a leer alguna de las novelas deTheodore Hook[19]. Tom pudo irpasando por las lecciones con menosrigor y, puesto que Philip lo ayudaba,conseguía aparentar ciertos confusosconocimientos sin que ningúninterrogatorio revelara que su mente semantenía al margen de todo aquello.

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Tras este cambio de circunstancias, laescuela le parecía mucho mássoportable; y siguió adelanterazonablemente satisfecho, adquiriendouna educación deslavazada, sobre todo apartir de cosas que no se considerabanparte de su formación. Su educaciónconsistía, en realidad, en leer, redactar yescribir sin faltas de ortografía mediantela elaborada aplicación de ideasininteligibles y repetidos fracasos en suesfuerzo por aprender las cosas dememoria.

Con todo, gracias a esta formaciónse produjo en Tom una mejoría visible;tal vez porque no era un muchacho

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abstracto cuya existencia se debiera a lamera necesidad de ilustrar los males deuna educación equivocada, sino un chicode carne y hueso con aptitudes no deltodo a merced de las circunstancias.

Por ejemplo, mejoró mucho su porte,y parte de este logro se debió al señorPoulter, el maestro del pueblo quedebido a su condición de antiguosoldado en la guerra librada en laPenínsula Ibérica fue contratado para lainstrucción física de Tom, fuente deplacer para ambos. Entre losparroquianos de The Black Swan sedecía que en otros tiempos causabaterror en los corazones franceses, pero

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ya no era un individuo formidable. Algoencogido, su pulso temblaba por lasmañanas, aunque no por la edad sinodebido a la perversidad extrema de loschicos de King's Lorton, que sólo podíasoportar con ayuda de la ginebra. Contodo, caminaba erguido con airemarcial, llevaba la ropa cuidadosamentecepillada, los pantalones sujetos al piecon firmeza y las tardes de los miércolesy los sábados, cuando acudía a dar clasea Tom, se encontraba siempre inspiradopor la ginebra y los viejos recuerdos, loque le daba un aire excepcionalmentebrioso, como un viejo caballo de batallaal oír un tambor. La instrucción física

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terminaba siempre con episodios denarrativa bélica mucho más interesantespara Tom que las historias de la Ilíadaque le contaba Philip; en la Ilíada nosalía ningún cañón y, además, a Tom lehabía fastidiado enterarse de que tal vezHéctor y Aquiles no habían existido.Pero el duque de Wellington estaba vivoy no hacía mucho de la muerte deBonaparte, por lo que no podíasospecharse que los recuerdos del señorPoulter sobre la guerra de la Penínsulafueran míticos. Al parecer, el señorPoulter había destacado en Talavera ycontribuido en gran medida al terror queaquel regimiento de infantería inspiraba

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en el enemigo. Las tardes en que sumemoria estaba más estimulada que decostumbre, recordaba que el duque deWellington había manifestado su estimapor aquel buen muchacho llamadoPoulter (eso sí, en la más estrictaintimidad, no fuera a despertarenvidias). El mismo cirujano que loatendió en el hospital cuando recibióuna herida de bala quedó profundamenteimpresionado por la superioridad de lacarne del señor Poulter: ninguna otrasanaba con rapidez semejante. Respectoa temas más personales que la guerra enque había participado, el señor Poulterse mostraba más discreto y se esforzaba

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en no dar el peso de su autoridad a ideaserróneas relacionadas con la historiamilitar. Cuando alguien pretendíaconocer lo ocurrido en el sitio deBadajoz, el señor Poulter callabapiadosamente: le habría gustado quehubieran arrollado a aquel bocazas nadamás empezar, tal como le había pasado aél, ¡entonces sí que habría podido hablardel sitio de Badajoz! Incluso Tom loirritaba algunas veces con su curiosidadpor otros asuntos militares norelacionados directamente con suexperiencia personal.

—¿Y el general Wolfe, señorPoulter? ¿Era un gran soldado, verdad?

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—preguntaba Tom, que tenía la idea deque todos los héroes militaresconmemorados en las enseñas de lastabernas habían luchado contraBonaparte.

—¡En asoluto! —exclamaba Poultercon desprecio—. ¡Ni por asomo!… ¡Lacabeza bien alta! —añadía en un tono demando que encantaba a Tom y lo hacíasentirse como si él solo fuera todo unregimiento—. ¡No, no! —Continuaba elseñor Poulter cuando se producía unapausa en la disciplina—. Es mejor queno me hable del general Wolfe. No hizootra cosa que morirse por su herida: noes una gran ación, digo yo. Cualquier

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otro s’habría muerto con mis heridas…Cualquiera de los mandobles que recibíhabría matao a un tipo como el generalWolfe.

—Señor Poulter —decía Tom encuanto oía mencionar el sable—. ¡Megustaría que trajera el sable ehiciéramos ejercicios!

Durante mucho tiempo, el señorPoulter se limitó a negar con la cabezaante la petición y sonreír con aire desuficiencia, como podría haber hechoJúpiter ante las demandas demasiadoambiciosas de Semele. Pero una tarde,después de que un repentino chaparrónretuviera al señor Poulter durante veinte

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minutos más de lo habitual en The BlackSwan, trajo consigo el sable sólo paraque Tom lo viera.

—¿Y esta es la verdadera espadacon la que combatió en todas esasbatallas, señor Poulter? —preguntóTom, sosteniéndola por la empuñadura—. ¿Le ha cortado la cabeza a algúnfrancés?

—¿La cabeza? Y hasta tres hubieracortado si los franceses las tuvieran.

—Pero, además, ¿tenía un fusil y unabayoneta? —preguntó Tom—. Me gustanmás el fusil y la bayoneta, porquepuedes disparar primero al enemigo yatravesarlo después. ¡Bum! ¡Zas! —Tom

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representó la pantomima necesaria paraindicar la doble diversión de apretar elgatillo y propinar una estocada.

—¡Ah! Pero el sable es lo másadecuado cuando se combate cuerpo acuerpo —contestó el señor Poulter,cediendo involuntariamente alentusiasmo de Tom y desenvainando elsable tan repentinamente que Tomretrocedió de un ágil salto.

—¡Oh, señor Poulter! Si va a hacerejercicios con el sable —dijo Tom,consciente de que no se había mantenidoimpasible en su puesto, comocorrespondía a un caballero inglés—,deje que vaya a buscar a Philip. Le

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gustará verlo.—¡Cómo! ¿Al muchacho jorobado?

—exclamó Poulter con desdén—. ¿Y dequé le servirá mirar?

—¡Oh, sabe mucho de luchas! —dijoTom—. Y de cómo se combatía conarcos y flechas y hachas de guerra.

—Pues que venga, le enseñaré algodistinto de los arcos y las flechas —dijoel señor Poulter, tosiendo e irguiéndosemientras empezaba a mover la muñeca.

Tom corrió a buscar a Philip, quedisfrutaba de la tarde de asueto ante elpiano del salón, sacando canciones deoído y cantándolas después. Se sentíainmensamente feliz, posado como un

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amasijo amorfo en la alta banqueta, conla cabeza echada hacia atrás, los ojosclavados en la cornisa que tenía enfrentey la boca abierta con los labios haciadelante, entregado en cuerpo y alma aimprovisar unas sílabas sobre unamelodía de Arne que le había venido ala cabeza.

—¡Ven, Philip! —exclamó Tomentrando precipitadamente—. No tequedes ahí bramando la-la-la. ¡Ven a vercómo el viejo Poulter hace ejercicioscon el sable en la cochera!

La estridencia de esta interrupción,la disonancia de los tonos de Tom através de las notas con las que Philip

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vibraba en cuerpo y alma habríanbastado para desencadenar su mal genio,aunque no se hubiera tratado de Poulter,el entrenador. Y Tom, en su prisa porencontrar algo que decir para evitar queel señor Poulter pensara que tenía miedodel sable cuando se había apartado deun brinco, se había entusiasmado con laidea de ir a buscar a Philip, aunquesabía de sobra que éste no soportabasiquiera la mención de las clases. Nuncahabría hecho nada tan desconsiderado sino se hubiera visto empujado por elorgullo.

Philip se estremeció visiblemente ydejó de tocar. Sonrojándose, dijo con

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violenta pasión:—¡Vete de aquí, idiota! ¡No me

vengas con esos berridos: sólo sirvespara hablar con las bestias de tiro!

No era la primera vez que Tomirritaba a Philip, pero éste nunca lohabía atacado con armas verbales quecomprendiera tan bien.

—¡Sirvo para hablar con cualquieramejor que tú, imbécil! —exclamó Tom,inflamándose de inmediato bajo el fuegode Philip—. ¡Sabes que no voy a pegarteporque eres tan débil como una niña,pero yo soy hijo de un hombre honradoy, en cambio, tu padre es un granuja!¡Todo el mundo lo dice!

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Tom, salió de la habitación dando unportazo, extrañamente osado debido alenfado; cerrar las puertas de golpe cercade la señora Stelling, que probablementeno se encontraba muy lejos, constituíauna infracción castigada con veintelíneas de Virgilio. De hecho, la señoraen cuestión descendía en aquel momentode su dormitorio, doblemente intrigadapor el ruido y la interrupción de lamúsica de Philip. Lo encontró sentadoen el taburete, llorando amargamente.

—¿Qué pasa, Wakem? ¿A qué se hadebido este ruido? ¿Quién ha dado unportazo?

Philip alzó los ojos y se los secó

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apresuradamente.—Ha sido Tulliver, que ha

entrado… para pedirme que fuera conél.

—¿Y cuál es el problema? —preguntó la señora Stelling.

Philip no era su pupilo favorito: eramenos servicial que Tom, el cualresultaba útil en muchos aspectos. Encambio, su padre pagaba más que elseñor Tulliver y la señora Stellingquería que se convencieran de que secomportaba con él extraordinariamentebien. Sin embargo, Philip acogía susgestos de aproximación de la mismamanera que un molusco recibiría las

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caricias destinadas a convencerlo deque saliera de la concha. La señoraStelling no era una mujer tierna ycariñosa: mientras se interesaba por elbienestar de los demás se ocupaba deque le cayera bien la falda, se ajustabala cintura y se palpaba los rizos con airepreocupado; sin duda, estos gestosdescriben una gran capacidad para lasrelaciones sociales, pero no para elamor y sólo éste podría sacar a Philipde su reserva.

—Otra vez me duelen las muelas —dijo éste, en respuesta a su pregunta—me ha hecho perder la calma.

Así había sucedido en otra ocasión,

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y Philip se alegraba de haberseacordado a tiempo: era como unainspiración que le permitía justificar laslágrimas. Tuvo que aceptar el agua decolonia y rechazó la creosota sin mayordificultad.

Entre tanto, Tom, que por primeravez había lanzado una flecha envenenadaal corazón de Philip, había regresado ala cochera, donde encontró al señorPoulter con expresión seria ypetrificada, ofreciendo inútilmente lasperfecciones de sus ejercicios con elsable a las ratas, tal vez atentas pero sinduda incapaces de apreciar su talento.No obstante, el señor Poulter era él

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mismo toda una hueste; es decir, seadmiraba más de lo que lo habría hechotodo un ejército de espectadores. Noadvirtió el regreso de Tom, ya queestaba demasiado absorto en asestartajos y mandobles —con solemnidad:uno, dos, tres, cuatro— y Tom, no sinuna leve sensación de alarma ante lamirada fija de Poulter y el ávido sableque parecía deseoso de hender algo másque el aire, admiró el espectáculo desdetan lejos como pudo. Hasta que el señorPoulter se detuvo y se secó el sudor dela frente, Tom no sintió todo el encantodel ejercicio y deseó que lo repitiera.

—Señor Poulter —rogó Tom cuando

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por fin éste envainó el sable—, megustaría que me dejara el sable duranteunos días.

—No, no, caballero —contestó elseñor Poulter, moviendo la cabeza confirmeza—. Podría cometer con él algunatravesura.

—No, le aseguro que no. Tendrécuidado y no me haré daño. No lodesenvainaré mucho, pero podré rendirarmas y todo eso.

—No, no. L’aseguro que no piensodejárselo —contestó el señor Poulter,disponiéndose a marchar—. ¿Qué mediría el señor Stelling?

—¡Por favor, déjemelo, señor

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Poulter! Si me permite que lo tengadurante una semana le daré una monedade cinco chelines. ¡Mire! —insistióTom, tendiéndole la atractiva moneda deplata. El jovenzuelo calculó el efectocausado con tanta exactitud como sifuera un filósofo.

—Bueno —dijo el señor Poulter conaire más grave todavía—. Deberámantenerlo guardao, ya lo sabe.

—¡Oh, sí! Lo guardaré bajo la cama—dijo Tom con entusiasmo— o bien enel fondo del baúl.

—Y veamos ahora si puededesenvainarlo sin hacerse daño.

Tras repetir varias veces el proceso,

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el señor Poulter se convenció de quehabía actuado con cuidadosaescrupulosidad.

—Bien, señor Tulliver —dijo—: siacepto la moneda es para asegurarme deque no hará nada malo con el sable.

—Desde luego, señor Poulter —contestó Tom, tendiéndole encantado lamoneda de una corona y tomando elsable que, en su opinión, habría sidomás manejable si fuera más ligero.

—¿Y si el señor Stelling losorprende mientras lo mete en la casa?—preguntó el señor Poulter,embolsándose provisionalmente lacorona mientras planteaba esa nueva

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duda.—Oh, los sábados por la tarde

siempre está en su estudio del piso dearriba —contestó Tom, al que no gustabaactuar a escondidas, pero no desdeñabaemplear una pequeña estratagema poruna causa justa. De manera que, con unamezcla de triunfo y temor a encontrarsecon el señor o la señora Stelling, sellevó el sable a su habitación donde, trasalgunas dudas, lo escondió en elarmario, detrás de la ropa colgada.Aquella noche se durmió pensando enque sorprendería a Maggie cuando fuerade visita: se lo ataría a la cintura con labufanda roja y la convencería de que era

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suyo e iba a ser soldado. Sólo Maggieera lo bastante tonta como paracreérselo, y sólo se atrevía a contárseloa ella. Y Maggie, efectivamente, iría averlo la semana siguiente, antes de quela enviaran a un internado con su primaLucy.

Si consideras, lector, que un niño detrece años no debería comportarse demodo tan infantil, debes de ser unhombre muy sabio que, aunqueentregado a una vocación civil que exigeun aspecto más anodino que formidable,desde que te creció la barba nunca hasposado con actitud marcial y ceñudaante un espejo. Cabe preguntarse si

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nuestros soldados seguirían existiendo sino hubiera personas pacíficas que,desde su casa, se imaginan soldados. Laguerra, como otros espectáculosdramáticos, tal vez desaparecería sicareciera de público.

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Capítulo V

La segunda visita deMaggie

La brecha entre los dos chicos tardóen cerrarse y durante un tiempo no sehablaron mas de lo necesario. Laantipatía natural de sus temperamentosfacilitaba el paso del resentimiento alodio y en Philip parecía haber empezadola transición: no era de carácterperverso, pero su susceptibilidad lohacía propenso a sentir repulsionesintensas. Podríamos aventurarnos a

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afirmar, basándonos en la autoridad deun gran clásico, que el buey noacostumbra a utilizar los dientes comoinstrumentos de ataque; y Tom era unmuchacho perfectamente bovino queatacaba con ingenuidad bovina; perohabía herido a Philip en su punto másdébil y le había causado un daño tanagudo como si hubiera estudiado elmedio con la mayor precisión y lamaldad más venenosa. Tom no veíamotivo para que no superaran esa peleacomo tantas otras, comportándose comosi no hubiera sucedido nada; porque,aunque nunca le había dicho que supadre fuera un granuja, esa idea había

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estado tan presente en la relación con suturbio compañero de estudios —el cualno le gustaba ni disgustaba— que suexpresión en palabras no marcabaningún hito para él. Y, además, teníaderecho a decirlo, ya que Philip lo habíaofendido e insultado. No obstante, al verque sus avances hacia la concordia noobtenían respuesta, adoptó de nuevo unaactitud menos favorable hacia Philip ydecidió no volverle a pedir ayuda paradibujar o realizar los ejercicios. Secomportaban con la correcciónnecesaria para que el señor Stelling, quehabría aplastado enérgicamente esastonterías, no advirtiera su enemistad.

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Cuando llegó Maggie, sin embargo,ésta no pudo dejar de examinar con graninterés al nuevo compañero de estudios,aunque fuera el hijo de Wakem, elmalvado abogado que tanto hacíaenfadar a su padre. Maggie llegó durantelas horas de clase y permaneció sentadamientras Philip estudiaba las leccionescon el señor Stelling. Unas semanasantes, Tom le había escrito que Philipsabía innumerables historias —pero nohistorias tontas, como ella— y, trasobservarlo, se convenció de que teníaque ser un chico muy listo: esperabaque, cuando tuvieran oportunidad dehablarse, él también considerara que

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ella era lista. Además, Maggie sentíacierta ternura por las cosas deformes;prefería los corderitos con el cuellotorcido porque le parecía que a losfuertes y bien hechos no les importabanlas caricias, y le gustaba mimar aquienes apreciaban sus atenciones.Quería mucho a Tom, pero confrecuencia deseaba que valorara más sucariño.

—Creo que Philip Wakem parece unchico agradable, Tom —comentó cuandosalieron juntos del estudio al jardínmientras esperaban la comida—. Él noha escogido a su padre, ¿sabes? Y heleído casos de hombres muy malos que

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tuvieron hijos buenos y de padresbuenos que tuvieron hijos malos. Y siPhilip es bueno, creo que deberíamoscompadecernos más todavía de élporque su padre no sea bueno. A ti tegusta, ¿no?

—Uf, es un chico raro —respondióTom bruscamente—. Y está muyenfadado conmigo porque le dije que supadre era un granuja. Y yo tenía toda larazón al decírselo, porque es verdad;además, empezó él insultándome. Oye,¿puedes quedarte aquí un momento,Maggie? Tengo algo que hacer arriba.

—¿Y no puedo subir? —preguntóMaggie, que en el primer día de

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reencuentro con Tom no queríasepararse ni de su sombra.

—No, ya te lo contaré todo mástarde, pero ahora no —dijo Tom,alejándose a toda prisa.

Después de comer los chicos sededicaron a sus libros en el estudio yprepararon las lecciones del díasiguiente para tener libre el resto de latarde en honor a la llegada de Maggie.Tom, inclinado sobre su gramáticalatina, movía los labios de modoinaudible, como un católico estrictopero impaciente repitiendo una retahílade padrenuestros, mientras Philip, en elotro extremo de la sala, se dedicaba a

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dos volúmenes con una expresión dediligencia satisfecha que despertó lacuriosidad de Maggie: no parecía queestuviera estudiando una lección.Maggie estaba sentada en un escabel,situado en ángulo recto respecto aambos chicos y los contemplabaalternativamente. En una ocasión, Philiplevantó la vista de su libro en direccióna la chimenea y sus ojos se cruzaron conunos ojos negros e interrogantesclavados en él. Pensó que la hermanitade Tulliver parecía una niña agradable,no como su hermano: le habría gustadotener una hermana pequeña. Se preguntópor qué los ojos de Maggie le

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recordaban esos cuentos de princesasconvertidas en animales…Probablemente se debía a que eran ojosllenos de una inteligencia insatisfecha yun insatisfecho e implorante deseo deafecto.

—Oye, Maggie —dijo Tomfinalmente, cerrando los libros yapartándolos con la energía y decisiónde un maestro en el arte de «terminar eltrabaj».—. Ya estoy listo. Ven arribaconmigo.

—¿Para qué? —preguntó Maggiecuando cerraron la puerta a susespaldas. Recordaba la anterior visitade Tom al piso de arriba y empezaba a

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sospechar algo—. ¿Vas a gastarme unabroma?

—No, no, Maggie —dijo Tom en eltono más persuasivo que pudo—. Esalgo que te gustará mucho.

Le pasó un brazo por el cuello y ellale rodeó la cintura con el suyo, yenlazados de este modo subieron lasescaleras.

—Maggie: no debes contárselo anadie —advirtió Tom—: si lo haces, mecastigarán con cincuenta líneas.

—¿Está vivo? —preguntó Maggie,pensando que tal vez Tom guardara unhurón a escondidas.

—Oh, no voy a decírtelo —dijo él

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—. Vete al rincón y tápate la caramientras lo busco —añadió, mientrascerraba a su espalda la puerta deldormitorio—. Ya te diré cuándo puedesdarte la vuelta. No debes gritar.

—Oye, si me asustas, gritaré —anunció Maggie, adoptando un aire muyserio.

—No te asustarás, tonta —insistióTom—. Tápate la cara y que no se teocurra mirar a hurtadillas.

—Claro que no miraré a hurtadillas—dijo Maggie con desdén: enterró lacabeza en la almohada como unapersona de palabra.

Tom miró a su alrededor con aire

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receloso mientras se dirigía hacia elarmario; entró en el reducido espacio ycasi cerró la puerta tras él. Maggiemantuvo la cabeza enterrada sin ayudade ningún principio, ya que en aquellapostura tan propicia a las ensoñacionesno tardó en olvidar dónde estaba y suspensamientos derivaron hacia aquelpobre chico deforme y tan inteligente,hasta que Tom la llamó:

—¡Mira ahora, Maggie!Tan sólo una larga reflexión y una

estudiada disposición de los efectospodía haber permitido a Tom presentaruna imagen tan sorprendente anteMaggie cuando ésta alzó los ojos.

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Disgustado con el aspecto pacífico de unrostro en el que apenas se insinuabanunas cejas rubísimas sobre unos afablesojos de color gris azulado y unasmejillas redondas y sonrosadas que senegaban a adoptar un aspectoformidable, por mucho que frunciera elceño delante del espejo (en una ocasión,Philip le había hablado de un hombrecon el ceño en forma de herradura, yTom había intentado conseguirlo portodos los medios), había tenido queapelar al infalible recurso de un trozo decorcho quemado y se había pintado unascejas negras que se uníansatisfactoriamente sobre la nariz,

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acompañadas de una barbillaemborronada con menor precisión. Sehabía atado un pañuelo rojo sobre lagorra a modo de turbante y llevaba labufanda roja cruzada sobre el pechocomo una banda: tanto color rojo,sumado al tremendo ceño y la decisióncon que sostenía el sable con la puntaapoyada en el suelo bastaban paratrasmitir una idea aproximada de sufiero y sanguinario talante.

Durante un momento Maggie pareciódesconcertada y Tom disfrutóintensamente de aquellos instantes; peroacto seguido la niña se echó a reír conuna palmada.

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—¡Oh, Tom! Estás igual que BarbaAzul en aquella obra de teatro. Parecíaevidente que la presencia del sable no lehabía provocado temor alguno: estabaenfundado. Aquella mente frívolanecesitaba un estímulo más poderosopara advertir cosas terribles, y Tom sepreparó para dar el golpe maestro.Frunciendo el ceño con más empeño queefecto, desenvainó cuidadosamente elsable y lo extendió hacia Maggie.

—¡Oh, Tom, por favor! ¡No hagaseso! —exclamó Maggie en tono detemor contenido, encogiéndose en elrincón opuesto de la habitación—. ¡Voya gritar! ¡Te lo aseguro! ¡Ojalá no

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hubiera subido!Las comisuras de los labios de Tom

mostraron cierta tendencia a una sonrisade satisfacción que éste contuvo deinmediato por impropia de la severidadde un gran soldado. Dejó la vaina en elsuelo lentamente, para que no hicierademasiado ruido:

—¡Soy el duque de Wellington!¡Marchen! —anunció con aire muy seriomientras daba un paso al frente con lapierna derecha un poco flexionada, sindejar de apuntar a Maggie con el sable.Ésta, temblorosa y con los ojos llenosde lágrimas, subió a la cama comoúltimo recurso para ensanchar el

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espacio que los separaba.Tom, feliz por ejecutar su

representación militar en público,aunque éste sólo estuviera integrado porMaggie, aplicó todas sus fuerzas a unademostración de cómo asestaba tajos ymandobles, tal como sin duda era deesperar en el duque de Wellington.

—¡Tom: no quiero verlo! ¡Voy agritar! —exclamó Maggie en cuanto semovió el sable—. ¡Vas hacerte daño! ¡Tevas a cortar la cabeza!

—Uno, dos —dijo Tom condecisión, aunque en el «do» le temblabaya un poco el pulso—. Tres —dijo yamas lentamente, y entonces el sable

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describió un giro hacia el suelo. Maggiesoltó un grito agudo. El sable habíacaído con el filo sobre el pie de Tom: alos pocos instantes, Tom también caía.Maggie saltó de la cama sin dejar degritar e inmediatamente se oyó el rumorde pasos presurosos hacia la habitación.El señor Stelling, procedente de suestudio, situado en aquel mismo piso,fue el primero en entrar. Encontró a losdos niños en el suelo. Tom se habíadesmayado y Maggie lo sacudíasujetándolo por la solapa de la chaqueta,gritando, con los ojos despavoridos. ¡Lapobrecita creía que había muerto y losacudía como si con ello pudiera

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resucitarlo! Al minuto siguientesollozaba de alegría porque Tom habíaabierto los ojos: todavía no leentristecía que se hubiera herido en elpie, tan feliz se sentía de que estuvieravivo.

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Capítulo VI

Una escena de amor

El pobre Tom soportó el agudo dolorcon heroísmo y se mantuvo firme en ladecisión de no «chivars» del señorPoulter mas de lo imprescindible: laexistencia de la moneda de cincochelines permaneció en secreto, inclusopara Maggie. Sin embargo, lo atenazabaun temor terrible —tan terrible que nisiquiera se atrevía a formular lapregunta que podría obtener un «s» fatal— y no osó preguntar al médico ni al

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señor Stelling: «Señor, ¿Voy a quedarmecojo?». Se dominó para no llorar dedolor, pero después de que le curaran elpie y lo dejaran solo con Maggie,sentada a la cabecera de la cama, losniños lloraron juntos con las cabezasrecostadas sobre la misma almohada.Tom se veía caminando con muletas,como el hijo del carretero, y Maggie,que no tenía la menor idea de lo quepensaba su hermano, lloraba de verlollorar. Ni al médico ni al señor Stellingse les había ocurrido prever el temor deTom y tranquilizarlo con palabras deesperanza. En cambio, Philip vio salir almédico de la casa y abordó al señor

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Stelling para formularle la mismapregunta que Tom no se había atrevido ahacer.

—Disculpe, señor, ¿el doctorAskern ha dicho que Tulliver sequedaría cojo?

—¡Oh, claro que no! —contestó elseñor Stelling—. Sólo cojeará unatemporada.

—¿Y cree que se lo ha dicho aTulliver?

—No, no se le ha comunicado nadasobre esta cuestión.

—Entonces, ¿puedo ir a decírselo?—Sí, naturalmente: ahora que lo

menciona, imagino que puede estar

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inquieto por ello. Vaya a su dormitorio,pero no haga ruido.

En cuanto se enteró del accidente, laprimera idea de Philip fue: «¿Tulliver sequedará cojo? Sería terrible para é», yeste sentimiento de compasión enjuagólos agravios de Tom, que todavía nohabía olvidado. Philip sintió que ya nose repelían, sino que se veíanarrastrados hacia una corrientecompartida de sufrimiento y tristeprivación. Su imaginación no seconcentraba en la calamidad externa nien el efecto que tendría en la vida deTom, sino que ilustraba con nitidez elprobable estado de ánimo de Tom: sólo

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había vivido catorce años, pero casitodos ellos los había pasado sumido enla sensación de que cargaba con undestino irremediablemente penoso.

—El doctor Askern dice que prontoestarás bien, Tulliver, ¿lo sabías? —anunció con cierta timidez cuando seacercó amablemente a la cama de Tom—. Acabo de preguntárselo al señorStelling y dice que dentro de pocoandarás como siempre.

Tom alzó la vista conteniendo elaliento, como sucede cuando nos llegauna alegría repentina; después exhaló unlargo suspiro y volvió los ojos de colorazul grisáceo para mirar francamente a

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Philip a la cara, cosa que no había hechodurante la última quincena, por lomenos. En cuanto a Maggie, se inquietóentonces por una posibilidad que, hastael momento, ni le había pasado por lacabeza: la mera idea de que Tomquedara cojo para siempre se impusosobre la certeza de que tal desgraciaprobablemente no ocurriría; y se agarróa él y se echó a llorar de nuevo.

—No seas boba, Maggie —dijo Tomtiernamente, sintiéndose ahora muyvaliente—. Pronto estaré bien.

—Adiós, Tulliver —dijo Philip,tendiéndole una mano pequeña ydelicada que Tom asió de inmediato con

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sus recios dedos.—Oye —dijo Tom—: pídele al

señor Stelling que te deje venir algunasveces hasta que pueda levantarme,Wakem; así me contarás historias deRobert Bruce.

A partir de entonces, Philip pasótodo su tiempo libre con Tom y Maggie.A Tom le gustaban las historias depeleas tanto como antes, pero insistíacon firmeza en el hecho de que aquellosgrandes guerreros que llevaban a cabotantas cosas maravillosas y salían ilesosiban vestidos de pies a cabeza conexcelentes armaduras que, en su opinión,hacían de la pelea tarea sencilla. No se

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hubiera hecho daño en el pie de haberllevado un zapato de hierro. Tomescuchó con gran interés una nuevahistoria de Philip sobre un hombre quehabía sufrido una grave herida en el piey lloraba de dolor de modo tandesaforado que sus amigos no pudieronsoportarlo por más tiempo y loabandonaron en una isla desierta sin otraayuda que unas flechas envenenadaspara que cazara animales con quealimentarse.

—Yo no grité de dolor —proclamóTom—, y estoy seguro de que tenía elpie tan mal como él. Gritar de dolor esde cobardes.

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Pero Maggie sostuvo que cuando unosentía un gran dolor podía llorar y si losdemás se negaban a soportarlo secomportaban con crueldad. Quiso sabersi Filoctetes tenía alguna hermana y porqué no había ido con él a la isla desiertapara cuidarlo.

Un día, poco después de que Philiples contara esta historia, éste y Maggiese encontraban solos en el estudiomientras cambiaban a Tom el vendajedel pie. Philip se dedicaba a sus libros yMaggie, tras pasear ociosa por lahabitación, sin pretender hacer nada enparticular porque no tardaría en subir aver a Tom, se acercó y se inclinó sobre

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la mesa, junto a Philip, para ver lo quehacía, porque eran ya buenos amigos yse sentían a gusto el uno con el otro.

—¿Qué estás leyendo en griego? —preguntó Maggie—. Es poesía: me doycuenta porque los renglones son muycortos.

—Leo sobre Filoctetes, el cojo delque os hablé ayer —contestó, apoyandola cabeza en la mano y mirándola, comosi no le importara en absoluto lainterrupción. Maggie permanecióinclinada hacia delante, apoyada en losbrazos y moviendo los pies mientras susojos negros se perdían en el vacío,olvidando la presencia de Philip y su

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libro.—Maggie —dijo Philip al cabo de

un par de minutos, apoyado todavía en elcodo y mirándola—: si tuvieras unhermano como yo, ¿te parece que loquerrías tanto como a Tom?

Maggie se sobresaltó un poco al verinterrumpidas sus ensoñaciones.

—¿Qué?Philip repitió la pregunta.—Oh, sí: todavía más —respondió

inmediatamente—. No, más no, porqueno creo que pudiera quererte más que aTom. Pero te compadecería mucho,muchísimo.

Philip se sonrojó: en su pregunta

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estaba implícita la duda de si lo querríaa pesar de su deformidad y cuandoMaggie aludió a ella con tantafranqueza, se sintió herido por sucompasión. A pesar de su edad, Maggieadvirtió el error. Hasta el momento sehabía comportado instintivamente comosi no viera la deformidad de Philip: suaguda sensibilidad y la experienciaadquirida soportando las críticasfamiliares habían bastado paraenseñárselo, como si hubiera recibido lamás refinada educación.

—Philip, pero tú eres muy listo, ysabes tocar el piano y cantar —añadiórápidamente—. Me gustaría que fueras

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hermano mío: me gustas mucho, y tequedarías en casa conmigo cuando Tomse fuera, y me enseñarías todo lo quesabes, ¿verdad? Griego y todo eso.

—Pero te irás y pronto te mandaránal colegio, Maggie —dijo Philip—. Y teolvidarás de mí y no te interesarás pormí nunca más. Y cuando te vea de mayorni siquiera me saludarás.

—Oh, no. No te olvidaré, estoysegura —dijo Maggie, negando con lacabeza muy seria—. Nunca se me olvidanada, y pienso en los demás cuando noestán conmigo. Pienso en el pobre Yap,que tiene un bulto en la garganta y Lukedice que se va a morir. Pero no se lo

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cuento a Tom porque se inquietaríamuchísimo. No conoces a Yap: es unperrito muy raro y sólo Tom y yo loqueremos.

—¿Me querrías tanto a mi como aYap, Maggie? —preguntó Philip con unasonrisa triste.

—Claro que sí —contestó Maggiecon una carcajada.

Yo te aprecio mucho, Maggie; nuncate olvidaré —dijo Philip—. Y cuandome sienta desgraciado, pensaré siempreen ti y desearé tener una hermana conunos ojos negros como los tuyos.

—¿Por qué te gustan mis ojos? —preguntó Maggie complacida. Sólo su

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padre hablaba de sus ojos como situvieran un mérito especial.

—No lo sé —contestó Philip—. Noson como los demás. Parece como siquisieran hablar, como si quisieran decircosas agradables. No me gusta que losdemás me miren demasiado, pero megusta que tú me mires. Maggie.

—Vaya, parece que me quieres másque Tom —dijo Maggie con ciertatristeza. Después, preguntándose cómopodía convencer a Philip de que loapreciaba aunque fuera jorobado, dijo:

—¿Quieres que te dé un beso, comose los doy a Tom? Si quieres, te lo daré.

—Sí, me gustaría mucho: nadie me

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da besos.Maggie le pasó un brazo alrededor

del cuello y lo besó de todo corazón.—Ya está. Y siempre te recordaré y

te daré un beso cuando te vuelva a ver,aunque pase muchísimo tiempo. Peroahora tengo que irme porque me pareceque el doctor Askern ha terminado conel pie de Tom.

Cuando su padre fue a buscarla,Maggie le dijo:

—Oh, padre: Philip Wakem es tanbueno con Tom… es un chico muy listo ylo quiero mucho. Y Tom también loquiere, ¿verdad? Di que lo quieres —añadió suplicante.

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Tom se sonrojó un poco al mirar a supadre.

—No seré amigo suyo cuando mevaya de aquí, padre; pero hemos hecholas paces, porque he tenido daño en elpie y me ha enseñado a jugar a lasdamas, y ahora soy capaz de ganarlo.

—Bueno, bueno —dijo el señorTulliver—. Si se porta bien contigo,intenta desagraviarlo y sé bueno con él.Es una pobre criatura cheposa y hasalido a su difunta madre. Pero no tehagas muy amigo de él: también lleva lasangre de su padre, y de tal palo, talastilla.

Los caracteres opuestos de ambos

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chicos provocaron lo que no habríaconseguido una simple reprobación delseñor Tulliver: a pesar de la nuevaamabilidad de Philip y delcorrespondiente agradecimiento de Tomen sus malos momentos, nunca fueronmuy amigos. Cuando Maggie se fue ycuando Tom, poco a poco, empezó acaminar como siempre, la amistosacalidez que habían despertado lacompasión y la gratitud fue muriendo yregresaron a su antigua relación. Philipse mostraba con frecuenciamalhumorado y despectivo: y lasimpresiones amables y concretas de Tomfueron fundiéndose en el antiguo clima

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de recelo y desagrado hacia aquel chicoraro, jorobado e hijo de un granuja. Paraque los hombres y los chicos se unangracias al calor de sentimientosefímeros deben estar hechos de metalesque puedan alearse: de no ser así, sesepararán en cuanto el calor cese.

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Capítulo VII

Se cierran las puertasdoradas del paraíso

De manera que Tom siguió en King'sLorton hasta el quinto semestre —hastacumplir dieciséis años— mientrasMaggie crecía, con una rapidez que sustías consideraban altamente reprensible,en el internado de la señorita Firniss,situado en la antigua población deLaceham on the Floss, en compañía dela prima Lucy. En las primeras cartas aTom enviaba siempre recuerdos a Philip

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y hacía muchas preguntas sobre él querecibían como respuesta breves frasessobre el dolor de muelas de Tom,explicaciones sobre la casita de hierbaque estaba ayudando a construir en eljardín y asuntos de índole similar. Seapenó al oír a Tom decir en vacacionesque Philip volvía a ser tan raro comosiempre y estaba de malhumor confrecuencia: advirtió que ya no eran muyamigos y cuando recordó a Tom quedebería querer siempre a Philip por sertan bueno con él cuando tuvo el pieenfermo, éste contestó:

—Bien, no tengo la culpa: yo no lehago nada malo.

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Maggie apenas volvió a ver a Philipdurante el resto de su vida escolar: enlas vacaciones de verano él iba siemprea la playa y en Navidades sólo se veíanalgunas veces en las calles de SaintOgg's. Cuando se encontraban, ellarecordaba la promesa de saludarlo conun beso pero, como señorita interna enun colegio, ahora sabía que tal saludoera totalmente improcedente y Philiptampoco lo esperaba. La promesa eranula, como tantas otras dulces eilusorias promesas de nuestra infancia;nula como las promesas hechas en elEdén antes de que se dividieran lasestaciones, cuando las flores crecían al

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mismo tiempo que los frutos, eimposible de llevar a cabo una vezcruzadas las puertas doradas delparaíso.

Pero cuando su padre se embarcófinalmente en el pleito con que llevabatantos años amenazando, y Wakem, comoagente al mismo tiempo de Pivart y dePero Botero, actuó contra él, inclusoMaggie sintió, con cierta tristeza, queprobablemente no volvería a tenerninguna intimidad con Philip: el meronombre de Wakem hacía enfadar a supadre y en una ocasión le oyó decir quesi su hijo jorobado vivía hasta heredarlas fraudulentas ganancias de su padre,

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caería sobre él una maldición.—Trata con él tan poco como

puedas, hijo mío dijo a Tom; y ésteobedeció la orden fácilmente, pues elseñor Stelling, en aquella época, teníaotros dos pupilos en casa; porque si bienel ascenso social de ese caballero nohabía sido tan meteórico como losadmiradores de su improvisadaelocuencia esperaban de un predicadorcuya voz exigía tan amplia esfera, sinembargo su prosperidad crecía lobastante como para permitirle iraumentando los gastos en continuadesproporción con sus ingresos.

En cuanto al curso escolar de Tom,

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éste seguía con la monotonía propia deun molino y su mente continuabamoviéndose con un pulso lento yapagado en un medio de ideas pocointeresantes o ininteligibles. Con todo,en cuanto llegaban las vacacionesllevaba a su casa dibujos cada vez másgrandes con satinadas reproduccionespaisajísticas y acuarelas de vívidosverdes, junto con libros manuscritosllenos de ejercicios y problemasrealizados con excelente caligrafía, yaque ponía en ella toda la atención.Llevaba también uno o dos librosnuevos que indicaban su recorrido porlos distintos períodos de la historia, la

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doctrina cristiana y la literatura latina, yde su paso había sacado algún provechomás que la mera posesión de los libros.El oído y la lengua de Tom se habíanacostumbrado a muchas palabras yfrases que se consideran propias de unacondición educada y, aunque nunca sehabía dedicado a fondo a una lección,éstas habían dejado en él un poso denociones vagas, fragmentarias e inútiles.El señor Tulliver advertía algunasseñales de estas adquisiciones ypensaba que la educación de Tom ibabien: y aunque observó que no habíamapas ni tampoco muchas sumas no sequejó formalmente al señor Stelling. Eso

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de los estudios era una cosadesconcertante; además, si sacaba a Tomde allí, tampoco conocía otra escuelamejor donde enviarlo.

Para cuando Tom se encontraba yaen el último trimestre en King's Lorton,los años habían operado cambiossorprendentes en él desde el día en quelo vimos regresar de la academia delseñor Jacobs. Ahora era un joven altoque se desenvolvía con soltura yhablaba sin más timidez que la necesariacomo síntoma adecuado de una mezclade reserva y orgullo; llevaba levita ycamisas de cuello alto y contemplabacon impaciencia el bozo que le crecía

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sobre el labio superior mientrasexaminaba a diario la navaja de afeitarvirgen, comprada en las últimasvacaciones. Philip se había marchado ya—en el trimestre de otoño— para pasarel invierno en el Sur, atento a su salud; yeste cambio contribuyó al ánimoinquieto y jubiloso que por lo generalacompaña a los últimos meses previosal fin del colegio. También se esperabaque en ese trimestre se fallara el pleitode su padre: eso hacía que laperspectiva de regresar a casa fueratodavía más atractiva. A Tom, cuyopunto de vista se derivaba de lasconversaciones con su padre, no le

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cabía la menor duda de que Pivartsaldría derrotado.

Hacía ya varias semana que Tom notenia noticias de su casa —hecho que nole sorprendía, porque su padre y sumadre no eran propensos a manifestar suafecto en cartas innecesarias— cuando,para su sorpresa, una mañana de un díafrío y duro hacia finales del mes denoviembre, le comunicaron, pocodespués de que entrara en el estudio alas nueve, que su hermana lo aguardaba.La señora Stelling fue al estudio paraanunciarlo y lo acompañó al salón,donde Tom entró solo.

Maggie también había crecido y

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llevaba el cabello trenzado y enroscadoen un moño: era casi tan alta como Tom,aunque sólo tenía trece años, y en aquelmomento parecía mayor que él. Se habíaquitado la capota y desprendido lastrenzas de la frente, como si no pudierasoportar esa carga, y volvía los ojoshacia la puerta con inquietud y expresiónagotada en su joven rostro. Cuando entróTom, no dijo nada, sino que se dirigióhacia él, lo rodeó con los brazos y le dioun beso con todo su corazón. Tom estabaacostumbrado a sus diversos estados deánimo y no se alarmó ante aquel saludoinusualmente serio.

—Vaya, ¿cómo es que has venido tan

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temprano en una mañana tan fría,Maggie? ¿Has venido en la calesa?

—No, he tomado un coche de puntoy después he venido caminando desde elpuesto de peaje.

—Pero ¿cómo es que no estás en elcolegio? Todavía no han empezado lasvacaciones.

—Padre me hizo llamar —contestóMaggie con un ligero temblor en loslabios—. Fui a casa hace tres o cuatrodías.

—¿Padre se encuentra mal? —preguntó Tom inquieto.

—No exactamente. Se siente muydesgraciado, Tom. Ha terminado el

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pleito y he venido a decírtelo porque mepareció que sería mejor que lo supierasantes de que llegaras a casa, y no megustaba la idea de enviarte una carta.

—Padre no habrá perdido el pleito,¿verdad? —preguntó Tom rápidamente,levantándose del sofá de un brinco yplantándose delante de Maggie con lasmanos repentinamente hundidas en losbolsillos.

—Sí, querido Tom —contestóMaggie, temblorosa, alzando los ojoshasta él.

Tom permaneció en silencio un parde minutos con los ojos clavados en elsuelo.

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—Padre tendrá que pagar muchodinero, ¿no? —dijo.

—Sí —contestó Maggie con vozdébil.

—Bueno, es inevitable —dijo Tomcon voz valiente, sin hacerse una ideatangible de lo que suponía la pérdida deuna gran cantidad de dinero—. Pero noestará muy enfadado, ¿no? —añadió,mirando a Maggie y pensando que surostro agitado se debía a la manera quetenían las niñas de encajar los golpes.

—Sí —contestó Maggie de nuevocon voz débil y a continuación,empujada a hablar por la calma de Tom,añadió con voz fuerte y rápida, como si

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se le escaparan las palabras—: Tom,perderá el molino y la tierra, todo. No lequedará nada.

Los ojos de Tom lanzaron undestello de sorpresa antes de que elmuchacho palideciera y se echara atemblar. No dijo nada; se limitó asentarse en el sofá de nuevo y a mirarpor la ventana con aire ausente.

Tom nunca se había inquietado porel futuro. Su padre siempre montó unbuen caballo, tuvo una buena casa y elaire alegre y seguro de un hombrerespaldado por sus propiedades. A Tomni le había pasado por la cabeza que supadre pudiera «fracasa».: el fracaso era

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un tipo de infortunio del que siemprehabía oído hablar como una grandeshonra, y no podía asociar la idea dedeshonra con ninguno de sus conocidosy menos todavía con su padre. Laorgullosa conciencia de larespetabilidad familiar formaba partedel mismo aire que Tom respiraba desdeque nació. Sabía que había gente enSaint Ogg's que vivía de modo ostentososin poseer dinero que respaldara suactitud, y siempre había oído hablar deesas gentes con desprecio yreprobación: estaba firmementeconvencido, con una fe de toda la vidaque no necesitaba pruebas para

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sustentarse, de que su padre Podía gastarmucho dinero si quería; y puesto que sueducación en casa del señor Stelling lehabía hecho ver la vida desde un puntode vista más dispendioso, había pensadocon frecuencia que cuando creciera seconvertiría en un personaje destacado,dueño de perros y un caballo, una sillade montar y otros aditamentos propiosde un joven caballero, y parecería igualque cualquier otro de suscontemporáneos de Saint Ogg's que talvez creían ocupar un puesto más elevadoen la sociedad porque sus padres teníanprofesiones liberales o poseían grandesmolinos de aceite. En cuanto a los

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pronósticos y los gestos de censura desus tíos y tías, sólo habían conseguidohacerle pensar que eran personas muydesagradables: en todo lo que alcanzabasu memoria, no habían parado de lanzarcríticas. Su padre era más listo quetodos ellos.

Por fin el vello había crecido sobreel labio superior de Tom y, sin embargo,sus pensamientos esperanzas habían sidohasta el momento una reproducción,apenas cambiada en la forma, de lossueños infantiles de unos años atrás. Enaquel momento despertaba con unbrusco golpe.

Maggie se había asustado ante el

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pálido y tembloroso silencio de Tom.Tenía que decirle algo más, algo peor Ielanzó los brazos al cuello y dijo entresollozos:

—Oh, querido Tom, no te inquietestanto. Intenta sobrellevarlo.

Tom ofreció la mejilla para recibirpasivamente sus besos implorantes; se lehumedecieron los ojos y se los secó conla mano. Este gesto pareció despertarlo.

—¿Tengo que ir a casa contigo,Maggie? —preguntó dando un respingo—. ¿Dijo padre que fuera?

—No, Tom. Padre no quería —contestó Maggie. La inquietud que sentíapor los sentimientos de Tom la ayudaba

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a controlar su agitación: ¿qué haríacuando se lo contara todo?—. Peromadre quiere que vengas. Pobre madre:no para de llorar. Tom, en casa lasituación es terrible.

Los labios de Maggie palidecierontodavía más y se echó a temblar tantocomo Tom. Las dos criaturas seabrazaron, temblorosas; una de ellasdebido a un temor incierto, la otra antela imagen de una terrible certeza.Maggie habló en apenas un susurro.

—Y… nuestro pobre padre…Maggie no pudo seguir, pero Tom no

podía soportar la tensión. Sus temoreshabían empezado a imaginar la vaga

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idea del encarcelamiento por deudas.—¿Dónde está padre? —preguntó

con impaciencia—. Dímelo, Maggie.—Está en casa —contestó Maggie,

respondió Maggie a esta pregunta, masfácil de responder—. Pero… —añadiótras una pausa— no es el de siempre. Secayó del caballo… Sólo me reconoce amí desde entonces… Parece haberperdido la cabeza… padre, padre…

Con estas últimas palabras, lossollozos de Maggie, retenidos durantetanto tiempo, estallaron con mayorviolencia. Tom sentía esa presión delcorazón que prohibe las lágrimas: notenía una visión de sus problemas

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familiares tan clara como Maggie, quehabía estado en casa; sólo sentía el pesoaplastante de lo que parecía unadesgracia absoluta. Estrechó a Maggiede modo casi convulsivo, pero su rostropermaneció rígido y sin lágrimas —losojos inexpresivos—, como si unacortina de nubes le cerrara el camino derepente.

Maggie, sin embargo, no tardó endejar de llorar bruscamente: una idea lasobresaltó como una señal de alarma.

—Tenemos que ponernos en camino,Tom. No podemos quedarnos más rato.Padre me echará en falta. Debemos estaren el peaje a las diez para subir al

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coche-dijo con apresurada decisión,frotándose los ojos y poniéndose en piepara recoger la capota.

Tom se puso en pie con el mismoimpulso.

—Espera un minuto, Maggie —dijo—. Primero tengo que hablar con elseñor Stelling.

Se dirigió al estudio donde estabanlos alumnos, pero en el camino seencontró con el señor Stelling. Suesposa le había explicado que Maggieparecía muy preocupada cuandoapareció en busca de su hermano y,transcurrido un tiempo prudencial,acudía para interesarse por ellos.

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—Señor, tengo que marcharme acasa —dijo Tom bruscamente cuando seencontró al señor Stelling en el pasillo—. Debo volver ahora mismo con mihermana. Mi padre ha perdido el pleitoy todas sus propiedades y se encuentramuy enfermo.

El señor Stelling reaccionó como unhombre bondadoso: aunque preveía que,probablemente, dejaría de ganar algúndinero, esta idea no influyó en sussentimientos mientras contemplaba concompasión a aquellos hermanos para losque la juventud y la pena llegabanjuntos. En cuanto se enteró de cómohabía viajado Maggie y lo ansiosa que

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estaba por regresar a su casa, apresurósu marcha y se limitó a susurrar algo a laseñora Stelling, que lo había seguido.Ésta desapareció inmediatamente de lahabitación.

Tom y Maggie se encontraban en elumbral, preparados para marcharse,cuando apareció la señora Stelling conuna cestita que colgó a Maggie del brazodiciendo:

—No olviden comer algo durante elcamino, hijos míos.

De repente, Maggie sintió unaoleada de cariño hacia una mujer quenunca le había gustado y le dio un besosin decir palabra. Así conoció la pobre

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niña un sentimiento que es el don de latristeza: la sensibilidad ante los gestoshumanitarios que une con lazos decamaradería, de la misma manera queentre los hombres salvajes que vivenentre hielos, la mera presencia de uncompañero despierta profundos afectos.

El señor Stelling puso la mano sobreel hombro de Tom.

—Dios lo bendiga, hijo. Ya medarán noticias suyas —dijo.

Estrechó la mano de Maggie, perono se oyó ninguna palabra de despedida.Tom había pensado con muchafrecuencia en lo alegre que estaría el díaen que abandonara los estudios «¡para

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siempre!». En cambio ahora esos añosde estudio parecían unas vacaciones quetocaban a su fin.

Las dos menudas figuras juvenilesno tardaron en desdibujarse en la lejanacarretera y pronto se perdieron detrás delos altos setos.

Se habían adentrado en una nuevavida de tristeza y a partir de esemomento el sol no tendría ya el mismobrillo. Habían entrado en un territorioagreste lleno de espinas y las puertasdoradas de la infancia se cerraban trasellos para siempre.

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VOLUMEN II

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Libro tercero

La ruina

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Capítulo I

Lo que había sucedido encasa

Quienes tuvieron oportunidad de veral señor Tulliver en el momento en quese enteraba de que había perdido elpleito y que Pivart y Wakem habíantriunfado pensaron que, para ser unhombre tan seguro de sí mismo eirascible, encajaba el golpeextraordinariamente bien. Él también locreyó: decidió demostrar que si Wakemo cualquier otro creían que estaba

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derrotado, se equivocaban. No podíanegarse a ver que las costas de aqueljuicio tan prolongado se llevarían másde lo que poseía, pero se creía lleno derecursos que le permitirían defendersede cualquier tipo de resultado como sifuera tolerable y evitar la apariencia deruina. Toda la obstinación y rebeldía desu carácter, desviada de su antiguocauce, encontró una válvula de escapeen la elaboración de planes mediante loscuales podría hacer frente a susdificultades y seguir siendo el señorTulliver del molino de Dorlcote. Afluyóa su cabeza tal avalancha de proyectosque no resultaba sorprendente que

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tuviera el rostro encendido cuando salióde su conversación con su abogado, elseñor Gore, y montó el caballo paradirigirse a casa desde Lindum. Furley,en cuyas manos estaba la hipoteca sobrelas tierras, era un individuo razonableque sin duda, al parecer del señorTulliver, estaría encantado no sólo decomprar la finca entera, incluido elmolino y la casa, sino que aceptaría alseñor Tulliver como arrendatario yestaría dispuesto a prestarle dinero, queéste le devolvería con elevadosintereses procedentes de los beneficiosdel negocio mientras se quedaba tansólo con lo necesario para mantenerse él

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y su familia. ¿Quién se negaría a tanprovechosa inversión? Seguro queFurley no lo hacía, porque el señorTulliver había decidido que Furleyaceptaría sus planes con la mayorpresteza; y hay hombres —cuyo cerebrotodavía no se ha acaloradopeligrosamente por la pérdida de unpleito— capaces de ver en sus propiosintereses o deseos motivo suficientepara las acciones de otros hombres. Enel pensamiento del molinero no cabía lamenor duda de que Furley haríaexactamente lo que él deseaba; y, si lohacía, caramba, no irían tan mal lascosas. El señor Tulliver y su familia

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vivirían de modo más humilde ymodesto, pero sólo hasta que losbeneficios del negocio hubieran pagadoel adelanto de Furley, y eso sucederíacuando el señor Tulliver tuviera todavíamuchos años de vida por delante. Estabaclaro que las costas del proceso podíanpagarse sin tener que abandonar el lugardonde siempre había vivido ni quedarante todos como un hombre arruinado.Sin duda, era un momento difícil.Además, estaba la garantía prestada alpobre Riley, que había muertorepentinamente el último mes de abrildejando a su amigo la carga de unadeuda de doscientas cincuenta libras:

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este hecho había contribuido a convertirla lectura navideña del libro de cuentasdel señor Tulliver en algo menosagradable de lo que cualquiera desearía.¡En fin! Nunca había sido de esosmiserables que se niegan a ayudar a uncompañero de viaje en este mundoenredoso. Lo más irritante de todo eraque, unos meses atrás, el acreedor que lehabía prestado las quinientas libras paraque pudiera devolvérselas a la señoraGlegg había empezado a ponersenervioso por su dinero (azuzado porWakem, sin duda), y el señor Tulliver,todavía convencido de ganar el pleito yconsiderando poco oportuno reunir esa

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cantidad hasta la resolución del caso,accedió apresuradamente a firmar unaescritura de venta de los muebles de sucasa y otros objetos como garantía delpréstamo. Daba lo mismo, se habíadicho: pronto devolvería el dinero y noera más peligrosa aquella garantía quecualquier otra. Sin embargo, ahora veíalas consecuencias de esta escritura deventa bajo otra luz y recordó que notardaría en llegar el momento en que seejecutara la venta, a menos quedevolviera el dinero. Dos meses anteshabría declarado categóricamente quenunca pediría prestado a los parientesde su esposa; pero ahora se decía, de

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modo igualmente categórico, que eraperfectamente justo y natural que Bessyfuera a ver a los Pullet y se lo explicaratodo: no permitirían que se vendieranlos muebles de Bessy, y éstos tambiénpodrían ser garantía para Pullet, si lesprestaba el dinero: al fin y al cabo, nosería un trato de favor. El señor Tullivernunca pediría nada para sí a unindividuo tan pusilánime, pero bienpodía hacerlo Bessy si quería.

Los hombres más orgullosos yobstinados son precisamente los máspropensos a cambiar de opinión ycontradecirse de modo tan súbito comoTulliver: para ellos, cualquier cosa

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resulta más fácil que enfrentarse alsimple hecho de que han sufrido unaderrota absoluta y deben empezar decero. Y habrás advertido, lector, que elseñor Tulliver, aunque no era más que undestacado molinero y malteador, era tanorgulloso y terco como si fuera unimportante personaje cuyo talanteinspirara destacadas tragedias de esasen las que se barre el escenario conregios ropajes y se convierte en sublimeal más anodino cronista. El orgullo y laobstinación de los molineros y otraspersonas insignificantes que se cruzancada día en nuestro camino tambiéntienen su tragedia, pero ésta es

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silenciosa, escondida, pasa degeneración en generación sin dejarhuella: una tragedia, tal vez, como la quese da en los conflictos de las almasjóvenes, hambrientas de alegrías,aplastadas por una carga quesúbitamente se torna demasiado pesada,sometidas a la tristeza de un hogardonde las mañanas no traen consigonuevas promesas y donde el descontentode unos padres cansados, decepcionadosy sin esperanzas recae sobre los hijoscomo una masa de aire densa y húmedaen la que todas las funciones vitalesestán amortiguadas; o como la tragediaque existe en la muerte lenta o repentina

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posterior a una pasión herida, aunquesea ésta una muerte sólo digna de unfuneral en la parroquia. Para algunosanimales, es ley de vida aferrarse a suposición y son incapaces de rehacersetras un golpe: y para algunos sereshumanos, la supremacía es ley de vida ysólo pueden soportar la humillaciónnegándose a verla y, en su opinión,seguir dominando.

El señor Tulliver seguía ocupandoun lugar predominante —en suimaginación— mientras se acercaba aSaint Ogg's, que debía atravesar decamino a casa. Pero ¿qué fue lo que lehizo seguir al coche de Laceham hasta la

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cochera, en cuanto lo vio entrar en lapoblación, para que el encargadoescribiera una nota pidiéndole a Maggieque regresara al día siguiente? Al señorTulliver le temblaba demasiado la manopara escribir y quería que dieran la cartaal cochero para que éste la entregara lamañana siguiente en la escuela de laseñorita Firniss. Sentía una imperiosanecesidad, que no quería explicarsesiquiera, de tener a Maggie junto a él —sin demora-y, por lo tanto, debíaregresar en el coche de punto delsiguiente día.

Al llegar a casa, no quiso admitirante la señora Tulliver que se vieran

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enfrentados a ninguna dificultad y laregañó por dejarse llevar por lainquietud en cuanto supo que habíanperdido el pleito, afirmando, enfadado,que no había motivo alguno paralamentarse. Aquella noche no le dijonada de la escritura de venta y de lapetición a la señora Pullet, porque lahabía mantenido en la ignorancia sobrela naturaleza de aquella transacción y lehabía explicado la necesidad de hacerun inventario de los muebles como unasunto relacionado con su testamento. Eltener por esposa a una mujer cuyointelecto es notablemente inferior al deuno tiene, igual que ciertos privilegios,

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unos pocos inconvenientes, tales comola necesidad de recurrir ocasionalmentea algún pequeño engaño.

Al día siguiente por la tarde, elseñor Tulliver montó otra vez a caballopara dirigirse al despacho del señorGore en Saint Ogg's. Gore tenía lamisión de ver al señor Furley por lamañana y sondearlo en relación con losasuntos de Tulliver. Sin embargo, nohabía recorrido la mitad del caminocuando se encontró con un escribientedel gabinete del señor Gore que lellevaba una carta. Una repentina llamadale impedía atender a Tulliver, tal comohabían quedado pero se encontrarían al

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día siguiente en su oficina a las once y,entre tanto, le enviaba por carta unainformación importante.

—¡Vaya! Dígale a Gore que lo verémañana a las once —dijo Tulliver;después tomó la carta y volvió grupas.

El escribiente, sorprendido por losojos brillantes e inquietos del señorTulliver, lo miró alejarse durante unosmomentos antes de marcharse. La lecturade una carta no era asunto de unosinstantes para Tulliver: comprendía muylentamente el sentido de cada frase,fuera manuscrita o incluso en caracteresimpresos; de modo que se metió la cartaen el bolsillo con la idea de abrirla

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cuando estuviera en su casa, sentado enel sillón. Pero al poco se le ocurrió quetal vez contuviera algo que la señoraTulliver no debiera saber, por lo quesería más seguro que no la vierasiquiera. Detuvo el caballo, sacó lacarta y la leyó. Era breve: venía a decirque el señor Gore sabía de buena fuente,aunque secreta, que Furley habíanecesitado dinero últimamente y sehabía desprendido de algunos bienes,entre los que se contaba la hipoteca quepesaba sobre la propiedad del señorTulliver, que había ido a parar a manosde Wakem.

Media hora más tarde, el carretero

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del propio señor Tulliver lo encontróinconsciente, tendido junto al camino,junto a una carta abierta y a su caballogris, que lo olfateaba inquieto.

Cuando Maggie llegó a su casaaquella noche, obedeciendo a la llamadade su padre, éste ya no se encontrabainconsciente. Una hora antes habíavuelto en sí y, tras una mirada vaga yausente, murmuró algo sobre «una cart»e insistió en reclamarla. A instancias delseñor Turnbull, el médico, sacaron elmensaje de Gore y lo depositaron sobrela cama, lo que pareció aplacar laimpaciencia de Tulliver. El enfermo sequedó con los ojos fijos en la carta,

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como si ésta pudiera ayudarlo a hilvanarsus pensamientos Sin embargo, unanueva oleada de recuerdos parecióllegar y barrer los anteriores: apartó losojos del papel para fijarlos en la puertay, tras mirarla inquieto, como si seesforzara por ver algo que sus ojos noalcanzaban a distinguir, dijo:

—La mocita…De vez en cuando repetía la palabra

con impaciencia, aparentemente ajeno atodo lo que no fuera ese imperiosodeseo, sin dar muestras de reconocer anadie, ni siquiera a su esposa, y la pobreseñora Tulliver, cuyas escasasfacultades estaban casi paralizadas por

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aquella repentina acumulación deproblemas, se acercaba una y otra vez ala puerta de la verja para ver si llegabael coche de Laceham, aunque todavía noera la hora.

Al final llegó el coche y depositó ala inquieta muchacha, que sólo era unaniña en el cariñoso recuerdo de supadre.

—Madre, ¿qué sucede? —preguntóMaggie con los labios pálidos cuando sumadre se acercó hasta ella llorando. Nosospechaba que su padre estuvieraenfermo, ya que él mismo había dictadola carta en la oficina de Saint Ogg's.

Pero el doctor Turnbull salió a

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recibirla: los médicos son los ángelesbuenos de las casas con dificultades, yMaggie corrió hacia aquel amable yviejo amigo, del que guardaba los másantiguos recuerdos, con una miradatrémula e interrogante.

—No te alarmes en exceso, hija —dijo, tomándola de la mano—. Tu padreha sufrido un ataque repentino y todavíano ha recuperado la memoria. Pero haestado preguntando por ti y le harámucho bien verte: haz el menor ruidoposible, quítate las prendas de abrigo ysube conmigo.

Maggie obedeció con ese terriblelatido del corazón que hace que la

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existencia parezca una mera pulsacióndolorosa. La voz queda del doctorTurnbull había alarmado su sensibleimaginación. Los ojos de su padreseguían mirando hacia la puerta coninquietud cuando ella entró y se enfrentóa aquella mirada extraña, ansiosa eindefensa que había estado buscándolaen vano. Con un movimiento repentino,Tulliver se incorporó Y Maggie corrióhacia él, lo abrazó y lo besó conangustia.

¡Pobre criatura! Era muy pronto paraque conociera uno de los momentosdecisivos de la existencia, cuando todoaquello que hemos deseado o disfrutado,

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todo lo que podemos temer o soportar setorna insignificante a nuestros ojos y sepierde, como un recuerdo trivial, frenteal amor sencillo y primitivo que nos ataa nuestros seres más cercanos cuandoéstos atraviesan momentos de angustia odesamparo.

El destello de reconocimiento habíasido excesivo para la capacidad delpadre enfermo y débil, que cayó denuevo en un estado de inconsciencia yrigidez que duró varias horas; sólo seinterrumpió de vez en cuando con brevesmomentos de lucidez durante los quetomó pasivamente todo lo que le dieroncon una especie de satisfacción infantil

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por hallarse cerca de Maggie…Satisfacción semejante a la que sentiríaun nene al regresar al regazo de suniñera.

La señora Tulliver mandó llamar asus hermanas y en el piso de abajo hubolamentos y alharacas: tanto los tíoscomo las tías comprobaron que la ruinade Bessy y de su familia era tan absolutacomo siempre habían predicho, y lafamilia coincidió en la idea de queTulliver había sufrido un castigo divinoy sería poco piadoso intentarcontrarrestarlo con excesivas muestrasde amabilidad. Pero Maggie casi no oyónada de eso, ya que apenas abandonó el

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dormitorio de su padre, dondepermanecía sentada frente a él, dándolela mano. La señora Tulliver quería quefueran a buscar a Tom y parecía pensarmás en el chico que en su esposo; perolas tías y los tíos se opusieron: puestoque el doctor Turnbull decía que, en suopinión, no había peligro inminente,Tom estaba mejor con su maestro. Sinembargo, al final del segundo día,cuando Maggie se había idoacostumbrando a los estados temporalesde inconsciencia de su padre y a laesperanza de que los superara, ellamisma empezó a desear intensamente elregreso de Tom.

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—¡Mi pobre muchacho…! Deberíavolver a casa… —lloró su madre por lanoche.

—Madre, deje que vaya a buscarlo yse lo cuente todo —dijo Maggie—: irémañana por la mañana si padre no mellama ni me reconoce. Sería horriblepara Tom volver a casa sin saber nada.

Ya la mañana siguiente, Maggie sefue, tal como hemos visto. Sentados enel coche de regreso a su casa, loshermanos hablaban en tristes susurrosesporádicos.

—Dicen que el señor Wakem se haquedado con la hipoteca o algo parecidosobre la tierra, Tom —dijo Maggie—.

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Creen que lo que provocó el ataque depadre fue la carta con la noticia.

—Estoy seguro de que esesinvergüenza ha estado planeándolotodo para arruinar a padre —afirmóTom, dando un salto desde una sucesiónde vagas impresiones a una conclusióndefinitiva—. Cuando sea mayor haré quese arrepienta. Ni se te ocurra volver adirigir la palabra a Philip.

—¡Oh, Tom! —exclamó Maggie, contono de triste reproche; pero no teníaánimos para discutir y menos aún deirritar a Tom llevándole la contraria.

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Capítulo II

Los terafines[20] de laseñora Tulliver o lasdivinidades del hogar

Cuando el carruaje depositó a Tom ya Maggie, hacía ya cinco horas que éstahabía salido de su casa y estaba inquietaante la posibilidad de que su padre lahubiera echado de menos y hubierapreguntado en vano «dónde estaba lamocit». No se le ocurría que hubierapodido tener lugar otro cambio. Corriópor el sendero de gravilla y entró en la

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casa antes que Tom, pero en el umbral sesorprendió al percibir un fuerte olor atabaco. La puerta del salón estabaentreabierta y de ahí salía el olor.Aquello era muy raro: ¿qué visita podríaponerse a fumar en un momento comoaquél? ¿Estaba allí su madre? En esecaso, debía comunicársele la llegada deTom. Tras la pausa debida a la sorpresa,Maggie estaba abriendo la puertacuando llegó Tom y ambos miraronjuntos hacia el salón. Allí se encontrabaun hombre tosco y sucio cuyo rostro Tomrecordaba vagamente, sentado en elsillón de su padre, fumando, junto a unajarra y un vaso.

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Tom adivinó en el acto la verdad.Había oído con frecuencia, incluso depequeño, frases como «tener el alguacilen cas» y «liquidar los bienes parapagar a los acreedore».: formaban partede la vergüenza y la desgracia del«fracas», de quedarse sin dinero yarruinarse, de caer en la condición delos pobres trabajadores manuales.Parecía lógico que eso sucediera, puestoque su padre había perdido suspropiedades, y pensó que la única causade aquella desgracia era la pérdida delpleito. Pero la presencia inmediata deaquella forma de deshonra era para Tomuna experiencia mucho más intensa que

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el peor de los temores, como si losproblemas verdaderos no hubieranhecho más que empezar: no es lo mismoel dolor espontáneo en un nervio que elestímulo directo sobre éste.

—¿Cómo está usted, señor? —saludó el hombre, quitándose la pipa dela boca con un tosco gesto de cortesía.Aquellos rostros juveniles sorprendidoshacían que se sintiera un pocoincómodo.

Pero Tom se dio media vueltarápidamente, sin decir nada: le resultabaodioso verlo. En cambio, Maggie noentendió qué hacía ahí el desconocido ysiguió a Tom.

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—¿Quién puede ser, Tom? ¿Quépasa? —susurró.

Entonces, con un indefinido temor aque el desconocido tuviera algo que vercon un posible cambio en la salud de supadre, corrió escaleras arriba, se detuvoun instante a la puerta del dormitoriopara quitarse la capota a toda prisa yentró de puntillas. Todo estaba ensilencio: su padre se encontrabaacostado, inconsciente de lo que lorodeaba, con los ojos cerrados, igualque cuando se había ido. Le hacíacompañía una criada, pero su madre noestaba.

—¿Dónde está mi madre? —

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preguntó. La criada no lo sabía. Maggiesalió rápidamente y dijo a Tom:

—Padre está acostado y tranquilo:vamos a buscar a madre; no sé dóndeestá.

La señora Tulliver no se encontrabaen la planta baja ni en ninguno de losdormitorios. Bajo el desván, a Maggiesólo quedaba una habitación sinregistrar: el ropero donde su madreguardaba su ropa blanca y todos losobjetos «mejore» que sólo sedesempaquetaban y se sacaban enocasiones especiales. Cuandoregresaban por el pasillo, Tom, que ibadelante de Maggie, abrió la puerta de

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esa habitación y exclamó al instante:—¡Madre!La señora Tulliver estaba sentada

allí, rodeada de sus guardados tesoros.Uno de los arcones estaba abierto: latetera de plata ya no estaba envuelta encapas y capas de papel y la mejorporcelana descansaba sobre un arcóncerrado; en los estantes había cucharas,broquetas y cucharones dispuestos enhileras; y la pobre mujer agitaba lacabeza y lloraba con los labios tensos enuna mueca amarga, mientrascontemplaba su nombre, ElizabethDodson, bordado en la esquina de unosmanteles que tenía sobre el regazo.

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En cuanto oyó a Tom, se puso en piede un brinco y los dejó caer.

—¡Mi niño, mi niño! —dijo,agarrándosele al cuello—. ¡Nunca penséque viviría este día! Estamos en laruina… van a venderlo todo… ¡Pensarque tu padre se casó conmigo para llegara esto! No tenemos nada… seremosmendigos… tendremos que ir al asilo depobres…

Lo besó, se sentó de nuevo y se pusootro mantel sobre el regazo. Lodesdobló un poco para mirar el dibujomientras los niños permanecían de pie asu lado en silenciosa desdicha, sin otraidea en la mente que las palabras

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«mendigo» y «asil».—Y pensar que yo misma hilé esta

ropa —prosiguió, levantando una cosatras otra y agitándola, con una animaciónextraña y lastimosa, especialmente enuna mujer recia y linfática como ella,normalmente tan pasiva: si en algunaocasión anterior se había alterado, habíasido en da superficie—. ¡YJob Haxeytejió la pieza y cargó con ella sobrel'espalda hasta casa, pues recuerdo queyo estaba en la puerta y lo vi venir, y eraantes de que pensara en casarme con tupadre! Y el dibujo que escogí… Lo bienque la blanqueé… Y la marqué con unpunto tan especial que hay que cortar la

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tela para quitar el hilo. Y ahora todo sevenderá… irá a parar a casas dedesconocidos, donde quizá la corten condos cuchillos y se desgaste antes de queme muera. Nunca será tuya, hijo mío —dijo, mirando a Tom con dos ojos llenosde lágrimas—, y era para ti. Quería quetoda la que lleva este dibujo fuera parati: Maggie podía quedarse con la de doscuadros grandes, que no luce tanto conlos platos puestos.

Tom se sintió profundamenteconmovido, pero reaccionó con enfadode inmediato.

—Pero, ¿es que las tías van a dejarque se venda, madre? —preguntó

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acalorado—. ¿Lo saben? No permitiránque su ropa se pierda, ¿verdad? ¿Las haavisado?

—Sí, envié a Luke en cuantopusieron en casa a dos alguaciles, y haestado aquí da tía Pullet. Ay, hijo, noparaba de gritar y de decir que tu padreha deshonrado a mi familia y l’haconvertido en la comidilla de toda laregión: y comprará la ropa de toposporque todavía quiere tener más y así noirá a parar a manos de desconocidos,pero ya tiene demasiados cuadros. —Laseñora Tulliver empezó a guardar dosmanteles en el arcón tras doblarlos yalisarlos con gestos mecánicos—. Y

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también ha venido el tío Glegg, y diceque hay que comprar algunas cosas paraque tengamos con qué acostarnos, peroque tiene que hablar con tu tía; y van a ira consultar… Pero sé que ninguno deellos comprará mi pocelana —dijo,volviéndose hacia las tazas y platos—porque a todos les pareció mal cuandola compré por culpa de la ramita doradaque tiene pintada entre las flores. Peroninguno tiene mejor pocelana, nisiquiera la tía Pullet, y además lacompré con mi dinero porque ahorrédesde los quince años. Y la tetera deplata también: tu padre no ha pagadonada de lo que hay aquí. ¡Y pensar que

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se casó conmigo para esto!La señora Tulliver se echó a llorar

de nuevo y sollozó con el pañuelo antelos ojos durante unos momentos;después se lo apartó y dijo con tono dedesprecio, todavía entre sollozos, comosi se viera obligada hablar antes depoder dominar la voz.

—Y mira que se lo dije una y otravez: «Hagas lo que hagas, no se teocurra meterte en pleito». ¿Qué máspodía hacer yo? He tenido que quedarmesentada mientras gastaba mi fortuna, quetendría que haber sido la de mis hijos.No tendrás ni un penique, hijo mío…Pero no será por culpa de tu madre.

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Extendió un brazo hacia Tom y lomiró lastimeramente con sus indefensose infantiles ojos azules. El pobremuchacho se le acercó y la besó; ella seaferró a él. Por primera vez en su vida,Tom pensó en su padre con ciertoreproche. Su tendencia natural a lacensura —de la que hasta el momento supadre se había librado gracias a lapredisposición a pensar que teníasiempre razón, por el mero hecho de serel padre de Tom Tulliver— se abriópaso hacia este nuevo canal debido a loslamentos de su madre y junto con la quesentía contra Wakem, empezó amezclarse otro tipo de indignación. Tal

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vez su padre hubiera contribuido a suruina y a que la gente hablara de elloscon desprecio: pero nadiemenospreciaría a Tom Tulliver durantemucho tiempo. La fuerza y firmezanaturales de su carácter empezaban amanifestarse, acicateadas por el dobleestímulo del resentimiento contra sustías y la sensación de que debíacomportarse como un hombre y cuidarde su madre.

—No se inquiete, madre —dijotiernamente—. Pronto podré ganardinero: conseguiré algún trabajo.

—¡Bendito seas, hijo mío! —exclamó da señora Tulliver, algo más

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calmada. Después, mirando a sualrededor con tristeza, añadió—: Perono me preocuparía tanto si pudieraquedarme las cosas que llevan minombre.

Maggie había contemplado la escenacada vez más enfadada. Los reprochesimplícitos contra su padre —su padre,que yacía ahí al lado como una especiede muerto viviente— le impedíanapenarse por manteles y porcelanas. Yla rabia que sentía en nombre de supadre se acentuaba con un resentimientoegoísta por la silenciosa complicidad deTom con su madre para excluirla de lacalamidad común. Era ya casi

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indiferente al habitual menosprecio desu madre, pero de dolía mucho que Tom,aunque fuera de modo pasivo, lorespaldara. La pobre Maggie no sentíapor sus seres queridos una devociónabsoluta, pero exigía justacorrespondencia a quienes tanto quería.Terminó por estallar.

—¡Madre! ¿Cómo puede decir eso?—dijo en tono alterado, casi violento.Como si sólo le importaran las cosasque llevan su nombre y no las que llevantambién el de padre. ¡Y preocuparse porestas cosas en lugar de dedicarsesolamente a nuestro querido padre, queestá ahí acostado y tal vez nunca vuelva

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a hablar con nosotros! Tom, deberíasdecir lo mismo que yo y no permitir quenadie lo critique.

Maggie, casi ahogada por la mezclade pena y rabia, salió de la habitación yvolvió a ocupar su puesto a la cabeceradel lecho de su padre. Al pensar en quela gente iba; a censurarlo, sintió que loquería más que nunca. Maggie nosoportaba las críticas: había tenido queaguantarlas durante toda la vida y nohabían hecho más que fomentar su malgenio. Su padre siempre la habíadefendido y excusado, y el cariñosorecuerdo de su ternura le daba fuerzaspara hacer o soportar cualquier cosa por

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él.Tom se irritó un poco ante el

estallido de Maggie: ¡cómo se le ocurríadecirle a él, y también a su madre, doque debían hacer! Y adoptar esosmodales autoritarios y arrogantes… Sinembargo, no tardó en entrar en eldormitorio de su padre y al verlo seconmovió tanto que se de borraron lasimpresiones negativas de la horaanterior. Maggie vio lo impresionadoque estaba y se acercó a él, y cuandoTom se sentó junto a la cama, le pasó unbrazo por los hombros. Los dos niñosolvidaron todo lo que no fuera la certezade que tenían un solo padre y una sola

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pena.

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Capítulo III

El consejo de familia

A la mañana siguiente, los tíosllegaron a las once para celebrar unconsejo de familia. El fuego estabaencendido en el salón y la pobre señoraTulliver, con la confusa idea de que setrataba de una gran ocasión, similar a unfuneral, quitó la funda a las bordas delas cintas de las campanas, soltó lascortinas y arregló adecuadamente lospliegues mientras miraba a su alrededory meneaba tristemente la cabeza al

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contemplar las superficies y las patas delas mesas, tan pulidas que ni siquiera suhermana Pullet podría reprocharles faltade brillo.

El señor Deane no iba a acudir, yaque estaba en viaje de negocios; pero laseñora Deane apareció puntualmente conla nueva y hermosa calesa con capota ycochero de librea, la cual habíaproyectado una luz muy reveladorasobre diversos rasgos de su carácterante algunas de sus amistades femeninasde Saint Ogg's. El ascenso del señorDeane en la escala social había sido tanrápido como el hundimiento del señorTulliver, y en casa de la señora Deane la

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ropa blanca y la vajilla de plataprocedentes de los Dodson estabanempezando a ocupar un lugarsecundario, como mero repuesto deartículos semejantes pero más hermososcomprados en años más recientes: estecambio había provocado alguna frialdaden las conversaciones fraternales entrela señora Deane y la señora Glegg, quepercibía que Susan estaba volviéndose«como los demá» y que pronto pocoquedaría del verdadero espíritu de losDodson, excepto en ella misma y era deesperar que también en los sobrinos quellevaban el apellido Dodson en lasfincas familiares situadas en los lejanos

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Wolds. Las personas que viven lejosmuestran menos defectos que aquellosque se encuentran ante nuestros ojos; yparece superfluo, si tenemos en cuenta laremota posición geográfica de losetíopes y lo poco que los griegos teníanque ver con ellos, preguntarse por quéHomero los denominó «intachable».[21].

La señora Deane fue la primera enllegar y, después de que se acomodaraen el gran salón, acudió la señoraTulliver con su lindo rostro algodistorsionado, de modo similar a comohabría estado si hubiera llorado: no eramujer de lágrima fácil, excepto enmomentos en que la posibilidad de

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perder los objetos de su casa parecíainusualmente verosímil, pero se dabacuenta de lo poco adecuado queresultaba conservar la calma en aquellascircunstancias.

—¡Oh, hermana, qué mundo éste! —exclamó al entrar—. ¡Qué cosas pasan!La señora Deane era una mujer de labiosfinos que pronunciaba breves ymeditados discursos en ocasionesespeciales; después se los repetía a sumarido y le preguntaba si no le parecíaque sus palabras habían sido muyacertadas.

—Sí, hermana —contestó lentamente—. Este mundo cambia mucho y no

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sabemos hoy lo que podrá sucedermañana. Pero hay que estar preparadopara todo y, si llegan los problemas,debemos recordar que no se nos envíansin motivos. Como hermana tuya quesoy, lo siento mucho por ti, y si elmédico dice que el señor Tulliver tomejalea, espero que me lo digas: te laenviaré enseguida. Porque es justo queesté bien atendido mientras estáenfermo.

—Gracias, Susan —contestó laseñora Tulliver, retirando su gruesamano de la fina mano de su hermana—.Pero todavía no ha hablado de jaleas. —Después, tras una pausa, añadió—:

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Arriba tengo una docena de jarras dejalea talladas… Nunca volveré allenarlas…

Pronunció estas últimas palabras convoz alterada, pero el sonido de unasruedas le hizo pensar en otra cosa. Elseñor y la señora Glegg habían llegado ylos Pullet aparecieron casi de inmediato.

La señora Pullet entró llorando: asíexpresaba, en toda ocasión, su punto devista sobre la vida en general y suopinión sobre aquel caso en particular.

La señora Glegg llevaba el másrizado de sus postizos y unas ropas queparecían recién resucitadas tras soportaralguna forma de enterramiento

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propiciadora de las arrugas: un trajeelegido con el elevado propósito moralde instilar una humildad perfecta en elánimo de Bessy y de sus hijos.

—Señora Glegg, ¿no deseas sentartemás cerca del fuego? —preguntó suesposo, que no quería ocupar el sillónmás cómodo sin ofrecérselo primero.

—Ya ves que me he sentado aquí,Glegg —contestó la arrogante mujer—.Ásate tú, si te gusta.

—Bueno —dijo el señor Glegg,sentándose sin perder el buen humor—.¿Y cómo está el pobre enfermo d'arriba?

—Esta mañana el doctor Turnbull loha encontrado mucho mejor —contestó

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la señora Tulliver—: parece másdespierto y ha hablado conmigo, perotodavía no reconoce a Tom y mira alpobre chico como si no lo conociera,aunque alguna vez ha dicho algo sobreTom y el poni. El médico dice que haperdido la memoria de todo lo reciente yno reconoce a Tom porque lo recuerdacomo un niño. ¡Ay, madre mía!

—A lo mejor se l’ha metido agua enel cerebro —señaló la tía Pulletdándose la vuelta tras colocarse bien lacofia con gesto triste frente al espejo delentrepaño-A lo mejor no vuelve alevantarse y, si se levanta, lo más seguroes que se quede como un niño, como el

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pobre señor Carr. Tenían que darle decomer con una cucharita como si fueraun nene. No podía mover los brazos nilas piernas; pero tenía una silla deruedas y alguien que lo llevara, y tú notienes eso, Bessy.

—Hermana Pullet —intervino laseñora Glegg con severidad—: si nom’equivoco, hemos venido esta mañanapara hablar y dar consejos sobre lo quehay que hacer en relación con ladeshonra que ha caído sobre la familia yno para hacer comentarios sobredesconocidos. Y que yo sepa, ese señorCarr no es de nuestra sangre ni ha estadonunca relacionado con nosotros.

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—Hermana Glegg —protestó laseñora Pullet en tono lastimero,volviendo a ponerse los guantes yajustándose los dedos con agitación—:si tienes algo ofensivo que decir sobreel señor Carr, has el favor de nodecírmelo a mí. Yo sí lo conocía —añadió con un suspiro—: respiraba tanmal que se le oía a dos habitaciones dedistancia.

—¡Sophy! —exclamó la señoraGlegg indignada—. Es indecorosoexplicar así los males ajenos. Insisto enlo que he dicho: no he venido aquí desdemi casa para hablar de las amistades,respiren bien o mal. Si no estamos aquí

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para oír lo que los demás piensan hacerpara salvar a una hermana y a sus hijosde la caridad pública, yo, al menos, mevoy. No va a encargarse una sola y noesperéis que lo haga todo yo.

—Bueno, Jane —dijo la señoraPullet—. No creo que t’hayas dadomucha prisa en hacer algo. Por lo que yosé, es la primera vez que vienes desdeque se sabe que l'alguacil está en lacasa; en cambio, yo estuve ayer aquí ymiré toda la ropa y las cosas de Bessy, yle dije que compraría los manteles delunares; no puedo ser más justa; y de latetera, que Bessy no quiere que salga dela familia, la verdad es que no me vale

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de nada tener dos teteras de plata,aunque no tuviera el pitorro recto; encambio, el damasco con lunares siempreme ha gustado.

—Desearía que pudieran arreglarselas cosas para que mi tetera, la pocelanay los azucareros no salieran a la venta—intervino la señora Tulliver con tonosuplicante—: y las tenacillas para losterrones de azúcar, que fue lo primeroque compré.

—Pero no se puede evitar, ya losabes —contestó la señora Glegg—. Sialguien de la familia quiere comprarlo,puede hacerlo, pero todo habrá quesubastarlo.

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—Tampoco se puede esperar —señaló el tío Pullet con inesperadaindependencia de juicio— que la familiapague más por los ojetos de lo que vayaa darse por ellos en la subasta. Loprobable es que en la subasta se vendanpor una bicoca.

—¡Ay de mí! —exclamó la señoraTulliver—. Pensar que mi pocelana sevenderá así… y la compré cuando mecasé, como vosotras, Jane y Sophy: y séque no os gustaba la mía, por culpa de laramita, pero a mí sí me gustaba, y no seha desportillado ni una pieza, porque lahe lavado siempre yo… y esos tulipanesen las tazas, y esas rosas que da gusto

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mirar… Seguro que a vosotras no osgustaría que vuestra pocelana lasubastaran por una bicoca y terminararota, aunque la tuya no tenga color, Jane,porque es blanca y estriada y no costótanto como la mía. Y los azucareros,hermana Deane. Creía que te gustaríatenerlos porque te oí decir una vez queeran bonitos.

—Bien, no diré que no vaya acomprar algunos de los mejores ojetos—dijo la señora Deane con aire altivo—. En casa caben cosas de sobra.

—¡Los mejores ojetos! —exclamóla señora Glegg; su severidad había idocreciendo con el largo silencio—. Me

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agota la paciencia oíros hablar de«mejores ojeto». y de comprar eso yaquello, la plata y la pocelana. Bessy,debes concentrarte en las circunstanciasy dejar de pensar en plata y pocelanapara ocuparte de tener un colchón deborra para acostarte, una manta parataparte, y un taburete donde sentarte.Recuerda que si los tienes será porquetus parientes te los habrán comprado,porque ahora dependes de ellos paratodo: porque tu marido está en camaimposiblitado y no tiene un penique. Yte digo todo esto por tu propio bien,para que te hagas cargo de tu situación yde la deshonra que tu marido ha traído a

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esta familia, ya que tendrás que ocupartede todo y comportarte con humildad.

La señora Glegg hizo una pausa, yaque hablar con energía por el bien de losdemás es cosa muy fatigante. La señoraTulliver, que siempre había estadoaplastada por el dominio de su hermanaJane, que le había hecho llevar el yugode los hermanos menores desde tiernaedad, contestó en tono suplicante:

—T'aseguro, hermana, que no hepedido a nadie un favor, sólo quecompren cosas si les apetece tenerlas,para que no se estropeen en casa dedesconocidos. No he pedido a nadie quelas compre para mí y mis hijos, aunque

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ahí está la ropa que yo hilé, y cuandoTom nació, una de las primeras cosasque pensé cuando estaba acostado en lacuna fue que todas las cosas que habíacomprado con mi propio dinero y quehabía cuidado tanto serían para él. Perono he dicho nada de que quisiera quemis hermanas las pagaran. Nadie sabe loque mi esposo ha hecho por su propiahermana, y ahora tendríamos más dinerosi él no se lo hubiera prestado y no lehubiera pedido nunca que lo devolviera.

—Vamos, vamos —intervino elseñor Glegg amablemente—. Nopintemos el panorama demasiado negro.Lo que está hecho no puede deshacerse.

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Entre todos nos las arreglaremos paracomprar lo que usted necesite aunque,como dice la señora Glegg, deben sercosas útiles y sencillas. No debemosponernos a pensar en lo que no hacefalta. Una mesa y una silla o dos,utinsilios de cocina, una buena cama ycosas así. En otros tiempos yo mismo nosabía lo que era dormir en una cama. Enrealidad tenemos muchas cosas inútilessólo porque tenemos dinero para gastar.

—Glegg —protestó la señora Glegg—, si fueras tan amable de permitirme,hablar en lugar de quitarme las palabrasde la boca… Iba a decir, Bessy, que estámuy bien que digas que nunca nos has

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pedido que te compremos cosas: puespermite que te diga que deberíashabérnoslo pedido. Dime, ¿quién va aocuparse de ti, si no es tu familia? Si nolo hace, tendrás que vivir de la caridadparroquial. Y deberías metértelo en lacabeza y no olvidarlo, y rogarhumildemente que hagamos por ti lo quepodamos en lugar de alardear de nohabernos pedido nunca nada.

—Hablando de lo que ha dicho ustedde los Moss y de lo que el señorTulliver ha hecho por ellos —señaló elseñor Pullet, que se volvía inusualmentecharlatán en cuanto se hablaba deprestar dinero—. ¿Han dicho algo?

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Deberían hacer algo, igual que losdemás; y si se les ha dejado dinero,debería obligárseles a que lodevolvieran.

—Pues claro —intervino la señoraDeane—. Ya lo había pensado. ¿Cómoes que el señor y la señora Moss noestán aquí para hablar con nosotros? Lojusto es que ellos también arrimen elhombro.

—¡Ay madre! Si no les he enviadorecado contando lo del señor Tulliver—exclamó la señora Tulliver—. Yviven tan lejos, por los caminos deBasset, que sólo se enteran de lasnoticias cuando el señor Moss va al

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mercado. Pero ni se m'ocurrió pensar enellos. Aunque me sorprende que aMaggie no se le haya ocurrido, porque,siempre ha querido mucho a la tía Moss.

—¿Por qué no vienen tus hijos,Bessy? —sugirió la señora Pullet tras laalusión a Maggie—. Deberían oír lo quetienen que decir sus tíos y tías: yhablando de Maggie, ya que yo le hepagado la mitad de los estudios, deberíapensar más en mí que en su tía Moss.Podría morirme hoy mismo de repente:nunca se sabe.

—Si por mí fuera —dijo la señoraGlegg—, los chicos habrían estado en lasala desde el principio. Ya es hora de

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que sepan con quién pueden contar, y esjusto que alguien hable con ellos y lesinforme de su situación en la vida, enqué se han convertido, y les explique lomucho que van a tener que sufrir por loserrores de su padre.

—Bien, iré a buscarlos, hermana —contestó la señora Tulliver conresignación; estaba abatida y los tesorosguardados en el ropero ya no leinspiraban más sentimientos que unamuda desesperación.

Subió al piso para buscar a Tom y aMaggie, que se encontraban en eldormitorio de su padre y, cuando seencaminaba de nuevo hacia la planta

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baja, al pasar ante la puerta del roperose le ocurrió una nueva idea. Seencaminó hacia allí y dejó que loschicos bajaran solos.

Cuando los hermanos entraron concierta renuencia parecía como si sus tíosacabaran de sostener una agitadadiscusión; Tom, con una sagacidadpráctica alentada por los fuertesestímulos de las nuevas emociones quehabía experimentado desde el díaanterior, había estado elaborando unplan que pretendía proponer a alguno desus tíos o tías, pero no sentía la menorsimpatía hacia ellos y temía enfrentarsea todos a la vez, de la misma manera que

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tampoco habría deseado tomar de golpeuna gran dosis de un medicamentoconcentrado que, incluso a pequeñossorbos, le resultara apenas tolerable. Encuanto a Maggie, aquella mañana seencontraba especialmente abatida: lahabían despertado a las tres, tras unbreve descanso, y ese extraño soporfatigado, consecuencia de velar el sueñode un enfermo durante las frías horas dela penumbra y el amanecer, cuando lavida diurna parece carecer deimportancia y ser un mero margen de lashoras en la alcoba oscura. Su entradainterrumpió la conversación. Saludarona sus tíos estrechándoles la mano en una

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ceremonia triste y silenciosa, hasta queel tío Pullet señaló, cuando se le acercóTom:

—Bien, caballerete: decíamos quevamos a necesitar que cojas papel ypluma; supongo que ahora, tras laescuela, tendrás pocas oportunidadespara escribir.

—Eso es —dijo el tío Glegg con untono admonitorio que pretendía seramable—. Debemos sacar partido aesos estudios que tan caros han salido atu padre.

Cuando no quedan tierras nidinero,

la educación es lo primero.

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—Tom, ha llegado el momento deque nos demuestres lo mucho que hasaprendido. Veamos si lo haces mejorque yo, que he hecho mi fortuna sinestudios. Pero empecé con muy poco:podía vivir con un tazón de gachas y unmendrugo de pan con queso. Pero nocreo que la buena vida y los buenosestudios que has tenido t’hagan másdifícil el camino de lo que fue para mí,jovencito.

—Pero tendrá que seguir adelante —intervino la tía Glegg con energía— seafácil o difícil. No debe pararse a pensaren lo que es difícil, sino convencerse deque sus parientes no lo van a mantener

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para que lleve una vida de ocio y lujo:tendrá que recoger los frutos de la malaconducta de su padre y acostumbrarse acomer mal y a trabajar mucho. Y debeser humilde y mostrarse agradecido asus tíos y tías por lo que están haciendopor su madre y su padre, que acabaríanen la calle y en el asilo si no recibieransu ayuda. Y también su hermana debemeterse en la cabeza que debe serhumilde y trabajadora —prosiguió laseñora Glegg, mirando con severidad aMaggie, que se había sentado en el sofájunto a la tía Deane, atraída hacia ellasólo porque era la madre de Lucy—,porque ya no tendrá criados que la

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sirvan, y debe tenerlo muy presente.Tendrá que hacer el trabajo de la casa,respetar y querer a sus tías que tanto hanhecho por ella y han ahorrado dineropara dejárselo a sus sobrinos y sobrinas.

Tom seguía de pie junto a la mesa,en el centro del grupo. Estaba sonrojadoy distaba de parecer humillado: sedisponía a decir, en un tono respetuoso,lo que había meditado previamentecuando se abrió la puerta y entró denuevo su madre.

La pobre señora Tulliver llevaba enlas manos una pequeña bandeja dondehabía colocado la tetera de plata, unataza y un plato de muestra, los

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azucareros y las tenacillas para losterrones.

—Aquí tienes, hermana —dijo,mirando a la señora Deane mientrasdepositaba la bandeja sobre la mesa—.Se m'ha ocurrido pensar que si veíasotra vez la tetera, como hace muchotiempo que la viste por última vez, a lomejor te gustaba más: hace un buen té ytiene el juego completo: podríasutilizarlo a diario, o guardarlo paraLucy. Sería horrible que lo compraranlos de The Golden Lion —dijo la pobremujer emocionada, con lágrimas en losojos—. La tetera que compré cuando mecasé… y pensar que se arañará y la

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colocarán delante de los viajeros y de lagente, con mis iniciales: mirad, aquípone E. D, y todo el mundo las verá…

—¡Santo cielo! —dijo la tía Pullet,meneando la cabeza con granpesadumbre—. Es muy triste pensar quelas iniciales de la familia estarán porahí. Nunca había sucedido, has tenidomuy mala suerte, Bessy. Pero de quésirve comprar la tetera cuando la ropa,los cubiertos, todo irá por ahí, algunoscon tu nombre completo… Es que,además, tiene el pitorro recto.

—No se puede evitar la deshonra dela familia comprando teteras —declaróla señora Glegg—. Nuestra vergüenza es

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que un miembro de la familia se hayacasado con un hombre que l'ha llevado ala mendicidad. Nuestra vergüenza es quevan a vender sus bienes en públicasubasta. No podemos impedir que todoel mundo lo sepa.

Ante la alusión a su padre, Maggiese levantó de un brinco del sofá, peroTom vio el gesto y su rostro encendido atiempo de impedir que hablara.

—Tranquila, Maggie dijo Tom contono autoritario, apartándola. Y encuanto calló la tía Glegg, en una muestrade autodominio y sensatez notables en unmuchacho de quince años, empezó ahablar en un tono tranquilo y respetuoso,

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si bien le temblaba la voz, porque laspalabras de su madre lo habían heridoen lo más vivo.

—Así pues, tía —dijo, mirandodirectamente a la señora Glegg—, siusted cree que es una vergüenza para lafamilia que se vendan nuestros bienes enpública subasta, ¿no seria preferibleimpedirlo? Y si usted y la tía Pullet —prosiguió, mirando hacia esta última—están pensando en legarnos dinero aMaggie y a mí, ¿no sería mejor que noslo dieran ahora para pagar la deuda yevitar así que mi madre se separe de suscosas?

Durante unos momentos se hizo el

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silencio, ya que todos, incluida Maggie,se asombraron ante la súbita actitudvaronil de Tom. El tío Glegg fue elprimero en hablar.

—Vaya, vaya, muchacho. No vas pormal camino. Pero debes recordar queestá la cuestión del interés: tus tíasreciben el cinco por ciento de su dineroy lo perderían si os lo adelantaran: nohabías pensado en eso.

—Puedo trabajar y pagar un interésanual —contestó Tom rápidamente—.Haré todo lo que sea necesario paraevitar que mi madre pierda sus cosas.

—¡Bien dicho! —exclamó el tíoGlegg con admiración, movido por el

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deseo de animar a Tom, sin pararse apensar en la posibilidad de llevar a lapráctica su plan; sin embargo, suintervención tuvo el infortunado efectode molestar a su esposa.

—¡Sí, señor Glegg! —dijo la damacon enfadado sarcasmo—. Ya veo que tegusta dar mi dinero, aunque me dijisteque estaba a mi disposición. Y mi dinerome lo dio mi padre y no el tuyo, Glegg, yhe ahorrado y añadido un poco casi cadaaño. Y ahora se va destinar a comprarobjetos de otros, a fomentar el lujo y eldespilfarro que ellos no puedenmantener por ningún medio. Y yo tendréque alterar mi testamiento, o añadir un

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codicilio, y dejar doscientas otrescientas libras menos cuando memuera; yo, que siempre me hecomportado correctamente y conprudencia; yo, que soy la mayor de lafamilia. Ahora tengo que despilfarrar eldinero en unas personas que han tenidolas mismas oportunidades que yo, perose han comportado mal y lo handespilfarrado. Hermana Pullet, túpuedes hacer lo que quieras y puedespermitir que tu marido te quite el dineroque te ha dado, pero esa no es miintención.

—¡Vaya, Jane!, ¡cómo te pones! —dijo la señora Pullet—. La sangre te va

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a subir a la cabeza y tendrán que hacerteuna sangría. Lo siento por Bessy y sushijos, paso unas noches horriblespensando en ellos, porque ahora, conesta nueva medicina, duermo muy mal:pero no vale la pena que piense en haceralgo si no me vas a ayudar.

—Bien, hay que tener en cuenta unacosa —dijo el señor Glegg—: de nadasirve saldar esta deuda y salvar losojetos de la casa cuando están tambiéntodas las otras deudas legales que sellevarán cada chelín que se pueda sacarde la tierra y del ganado, y todavía más:lo sé porque he hablado con el abogadoGore. Tenemos que guardar el dinero

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para este pobre hombre en lugar degastarlo en ojetos que no se puedencomer ni beber. Siempre te precipitas,Jane… como si yo no supiera lo que esmás razonable.

—En ese caso, que se vea en tuspalabras, Glegg —exclamó su esposalentamente y con mucho énfasis,inclinando la cabeza hacia él en un gestoelocuente.

La serenidad de Tom habíadesaparecido durante la conversación yle temblaban los labios, pero estabadecidido a no rendirse. Se comportaríacomo un hombre. Maggie, por elcontrario, tras el momentáneo

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entusiasmo por las palabras de Tom,volvía a temblar de indignación. Sumadre se encontraba junto a Tom y seaferraba a su brazo desde el momento enque éste había hablado: de repente,Maggie se puso de pie y se plantó anteellos con los ojos centelleantes comouna joven leona.

—Entonces —estalló—, ¿por quéhan venido aquí a hablar, a meterse ennuestras cosas y regañarnos, si nopiensan hacer nada para ayudar a mipobre madre, su propia hermana? ¿Si lesda igual que tenga problemas y noquieren prescindir de su dinero, aunqueno lo necesiten, para evitarle este trago?

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En ese caso, no queremos saber nada deustedes y no vengan a buscar defectos ami padre: era mejor que ustedes, porqueera un buen hombre y los habría ayudadoen caso de apuro. Si no ayudan a mimadre, Tom y yo no querremos sabernada de su dinero. ¡Preferiremos notenerlo! ¡Nos las arreglaremos sin él!

Tras estas palabras de desafío a sustíos, Maggie permaneció inmóvil,mirándolos con sus grandes ojososcuros, como si estuviera preparadapara afrontar las consecuencias.

La señora Tulliver estaba asustada:aquel loco estallido resultaba ominoso yya no podía imaginar qué curso tomaría

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la vida tras él. Tom, en cambio, estabaenfadado: no servía para nada hablarasí. La sorpresa hizo callar a las tíasdurante un momento. Finalmente, anteuna aberración semejante, les pareciómás adecuado comentarla que darrespuesta a las preguntas que habíaplanteado.

—Lo que vas a sufrir por culpa deesta niña, Bessy —anunció la señoraPullet. Es lo más desagradecido ydescarado que he visto en mi vida. Esterrible. No tenía que haberle pagado elcolegio, porque está peor que nunca.

—Eso es lo que yo siempre he dicho—prosiguió la señora Glegg—. A lo

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mejor otros se sorprenden, pero yo no.Lo he dicho una y otra vez, hace yamuchos años: «Recordad lo que os digo:esta niña va por mal camino, no hay enella nada de nuestra famili». Y en lo querespeta a tanto estudio, nunca mepareció buena idea. Tenía mis motivoscuando dije que yo no pensaba pagarnada de eso.

—Vamos, vamos —dijo el señorGlegg—. No perdamos más tiempohablando y pongámonos a trabajar. Tom,coge papel y pluma…

Mientras la señora Glegg hablaba,una figura alta y oscura pasóapresuradamente ante la ventana.

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—Caramba, aquí está la señoraMoss —dijo la señora Tulliver—; sehabrá enterado de la mala noticia.

Fue a abrir la puerta y Maggie seapresuró a seguirla.

—Es una suerte —dijo la señoraGlegg—, así podrá dar suconsentimiento para la lista de cosas quehay que comprar. Es justo que se ocupede lo que le corresponde, ya que se tratade su hermano.

La señora Moss estaba demasiadoagitada para negarse a seguir a la señoraTulliver cuando ésta la condujo hasta elsalón con un gesto mecánico, sin pensarque era poco atento por su parte llevarla

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ante tanta gente en el doloroso momentode la llegada. Aquella mujer alta, ajaday morena, vestida con un traje raído,cubierta con un chal y una capotacolocados a toda prisa y con la totalausencia de afectación propia de laspersonas profundamente preocupadasofrecía un fuerte contraste con lashermanas Dodson. Maggie la asía por elbrazo y la señora Moss pareció no ver anadie más que a Tom, se dirigió hacia ély lo tomó de la mano.

—¡Queridos niños! —exclamó—.Cómo vais a pensar bien de mí: soy unatía que no sirve de nada, porque soy delos que toman mucho y dan poco. ¿Cómo

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está mi pobre hermano?—El doctor Turnbull cree que se irá

poniendo mejor —contestó Maggie—.Siéntate, tía Gritty, y no te inquietes.

—Oh, querida niña, no sé qué hacer,estoy entre dos fuegos —dijo la señoraMoss, permitiendo que Maggie laacompañara hasta el sofá, aunque sediría que seguía sin advertir la presenciade los demás—: tenemos trescientaslibras del dinero de mi hermano, y ahoraque las necesita, y vosotros también,pobrecitos, tendremos que venderlo todopara devolverlo. Pero tengo hijos… misocho niños… el pequeño todavía nohabla bien… Y me siento como si fuera

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una ladrona. Pero estoy segura de que mihermano… —Un sollozo le impidióseguir hablando.

—¡Trescientas libras! ¡Santo cielo!—exclamó la señora Tulliver. Cuandohabía dicho que su esposo había hecholo indecible por su hermana no pensabaen ninguna cantidad concreta y ahorasentía la irritación propia de una esposamantenida en la ignorancia.

—¡Qué locura! —exclamó la señoraGlegg—. ¡Un hombre con familia! Notenía derecho a prestar dinero de esemodo: y sin ningún papel, seguro. La vozde la señora Glegg atrajo la atención dela señora Moss que, alzando la mirada,

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dijo:—Sí, mi marido firmó un pagaré. No

somos de esa clase de gente capaz derobar a los hijos de su hermano ypensábamos devolverle el dinerocuando las cosas fueran un poco mejor.

—Bien —dijo el señor Glegg—,pero ahora ¿tiene su esposo de dóndesacar el dinero? Porque para ellos seríauna pequeña fortuna, si conseguimossalvarlos de la bancarrota. Su esposoposee ganado: es justo que reúna eldinero, me parece, aunque lo sientamucho por ustedes, señora Moss.

—Oh, señor, no sabe usted la malasuerte que ha tenido mi esposo con el

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ganado: tenemos menos que nunca,hemos vendido todo el trigo y estamosatrasados en el pago de la renta…Desearíamos hacer lo cometo ytrabajaría durante media noche sisirviera de algo… pero mis pobresniños… tengo cuatro tan pequeños…

—No llores así, tía, no te inquietes—susurró Maggie, que tenía una manoentre las suyas.

—¿Tulliver te prestó todo el dinerode una vez? —preguntó la señoraTulliver, todavía absorta en las cosasque habían ido sucediendo sin que ellase enterara.

—No, en dos veces —contestó la

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señora Moss, frotándose los ojos yhaciendo un esfuerzo por contener laslágrimas—. La última vez fue despuésde aquella enfermedad que tuve, hacecuatro años, cuando todo nos fue mal, yentonces se firmó otro pagaré. Con mienfermedad y mi mala suerte, no he sidomás que una carga durante toda mi vida.

—Sí, señora Moss —afirmó tajantela señora Glegg—: la suya es unafamilia muy desgraciada: mi hermana esdigna de lástima.

—Subí al carro en cuanto m'enteréde lo que había sucedido —dijo laseñora Moss, mirando a la señoraTulliver—. No habría tardado tanto en

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venir si usted se hubiera acordado deavisarme. Y no es que piense mucho ennosotros y nada en mi hermano; es quecomo no paraba de pensar en el dinero,no podía evitar hablar de él. Mi esposoy yo deseamos hacer lo adecuado, señor—añadió, mirando al señor Glegg—.Nos las apañaremos y devolveremos eldinero si eso es lo único que tiene mihermano. Estamos acostumbrados a losapuros y no esperamos otra cosa, perocuando pienso en mis hijos, me sientodividida en dos.

—Bien, debo advertirle una cosa,señora Moss —dijo el señor Glegg—:si el señor Tulliver es declarado en

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bancarrota y tiene un pagaré de suesposo por trescientas libras, tendránque pagarlas: los apoderados acudirán acobrarlas.

—¡Ay, madre mía! —exclamó laseñora Tulliver pensando, no en lainquietud de la señora Moss sino en labancarrota. La pobre señora Mossescuchaba sumisa y temblorosa,mientras Maggie contemplabadesconcertada y abatida a Tom, para versi, por lo menos él, daba muestras deentender el problema y de preocuparsepor la tía Moss. Tom, con los ojosclavados en el mantel, parecíapensativo.

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—Y si no se le declara enbancarrota —prosiguió el señor Glegg—, entonces, como he dicho antes, lacantidad de trescientas libras será paraél una fortuna, pobre hombre. Lo únicoque sabemos es que podría quedarmedio paralítico, si es que vuelve alevantarse. Lo siento mucho por usted,señora Moss, pero creo que, por unlado, es justo que se esfuerce enconseguir ese dinero y, por otro, decualquier modo van a verse obligados adevolverlo. Espero que no se ofendaconmigo por decirle la verdad.

—Tío —dijo Tom alzando la vistade repente y abandonando la

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contemplación del mantel—. No creoque mi tía esté obligada a devolver eldinero. ¿Y si no fuera ésa la voluntad demi padre?

—¡Cómo! —exclamó el señor Gleggtras unos instantes de sorpresa—. No,quizá no, Tom; pero en ese caso, habríaroto el pagaré. Debemos buscarlo: ¿quéte hace pensar que no tenía intención dereclamarlo?

—Porque recuerdo muy bien que,antes de que me marchara a estudiar conel señor Stelling —contestó Tomsonrojándose, pero esforzándose porhablar con firmeza a pesar de su temblorinfantil—, mi padre me dijo una noche

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cuando estábamos sentados junto alfuego y no había nadie más en lahabitación… —Tom vaciló un momentoy después prosiguió—… Me dijo algosobre Maggie y después añadió:«Siempre he sido bueno con mihermana, aunque se casó contra mivoluntad; y he prestado dinero a Moss,pero nunca lo pondré en un aprieto paraque me lo devuelva: prefiero perderlo;no por eso mis hijos serán más pobre».Ahora mi padre está enfermo y no puedehablar por sí mismo, y yo no quisieraque se actuara en contra de su voluntad.

—Bien, pero hijo mío —dijo el tíoGlegg, cuyos buenos sentimientos lo

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empujaban a compartir los deseos deTom, pero al mismo tiempo no podíadesprenderse de su habitual aversiónante actitudes alocadas, tales comodestruir documentos o prescindir de algolo bastante importante como parasuponer una diferencia apreciable en laspropiedades de un hombre—: en esecaso, tendremos que destruir el pagaré,si queremos impedir lo que podríallegar a suceder si se declarara a tupadre en bancarrota…

—Señor Glegg —interrumpió suesposa con severidad—: ten cuidadocon lo que dices. Estás metiéndotemucho en los asuntos de los demás. Si

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dices alguna imprudencia, no digasdespués que fue culpa mía.

—Nunca había oído decir nadasemejante —dijo el tío Pullet trastragarse a toda prisa su caramelito paraexpresar su asombro—: destruir unpagaré; seguro que está castigado por laley.

—Pero si ese pagaré vale tantodinero —dijo la señora Tulliver—, ¿porqué no lo damos para salvar mis cosas?No tenemos por qué meternos en losasuntos de los tíos Moss, Tom, si creesque tu padre se enfadará cuando se cure.

La señora Tulliver no comprendía lacuestión y se esforzaba en encontrar

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ideas originales.—¡Bah! —dijo el tío Glegg—. Las

mujeres no entienden estas cosas: no hayotra manera de proteger al señor y laseñora Moss que destruyendo el pagaré.

—Entonces, espero que me ayude ahacerlo, tío —insistió Tom—. Si mipadre no se recuperara, sentiría muchopensar que se había hecho algo contra suvoluntad a pesar de que yo podíaimpedirlo. Y estoy seguro de que queríaque recordara lo que me dijo esa noche.Debo obedecer los deseos de mi padreen relación con sus bienes.

Ni siquiera la señora Glegg pudoevitar dar su aprobación a las palabras

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de Tom: sin duda, la sangre de losDodson hablaba por él, aunque si supadre hubiera sido un Dodson, nuncahabría hecho un préstamo tanimprudente. Maggie no se habríacontenido y habría saltado a abrazar aTom si la tía Moss no se lo hubieraimpedido levantándose y cogiéndole lamano para decir con voz ahogada:

—Querido muchacho, si Dios existe,tu gesto no te hará más pobre: y si tupadre necesita este dinero, Moss y yo lopagaremos, igual que si existiera elpagaré. Nos comportaremos tal como oshabéis comportado con nosotros, porquesi mis hijos no han tenido más suerte que

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ésa, al menos tienen un padre y unamadre honrados.

—Bien —dijo la señora Glegg, quehabía estado pensando en las palabrasde Tom—. Suponiendo que,efetivamente, tu padre esté enbancarrota, no creo que eso suponga unengaño para los acreedores. Lo hepensado atentamente, porque yo mismahe sido acreedora y he visto infinitastrampas. Si antes de meterse en estefunesto pleito tu padre tenía ya intenciónde regalarle el dinero a tu tía, es lomismo que si hubiera destruido entoncesel pagaré, puesto que había decididoempobrecerse voluntariamente. Pero hay

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que tener en cuenta muchas otras cosas,jovencito, cuando se trata de dinero —añadió la señora Glegg mirando a Tomcon aire de censura—: no puedesquitarle a un hombre la comida paradarle a otro el desayuno. Pero está claroque no lo entiendes.

—Sí, claro que sí —contestó Tomcon decisión—: sé que si debo dinero aun hombre no tengo derecho a dárselo aotro. Pero si mi padre había decididodar el dinero a mi tía antes deendeudarse, entonces sí tenía derecho ahacerlo.

—¡Bien contestado, muchacho! Nocreía que fueras tan listo —dijo el tío

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Glegg con franqueza—. Pero quizá tupadre llegó a destruir el pagaré.Miremos si lo encontramos en el arcón.

—Está en su habitación. Vamosnosotras también, tía Gritty —susurróMaggie.

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Capítulo IV

Un rayo de luz sedesvanece

Incluso entre los accesos de rigidezespasmódica que padecía a intervalosregulares desde que lo habíanencontrado a los pies del caballo, elseñor Tulliver se hallaba en un estadotan apático que las entradas y salidas dela habitación tenían lugar sin grandesmiramientos. Aquella mañana habíapermanecido tan quieto, con los ojoscerrados, que Maggie dijo a la tía Moss

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que no esperara que su padre advirtierasu presencia.

Entraron sin hacer ruido y la señoraMoss se sentó junto a la cabecera de lacama, mientras Maggie volvía a ocuparsu puesto sobre ésta y colocaba la manosobre la de su padre sin que en el rostrode éste se produjera cambio alguno.

El señor Glegg y Tom habían entradotambién de puntillas y se afanaban porencontrar la llave del viejo arcón deroble en el manojo que Tom había traídodel escritorio de su padre. Abrieron elarcón, situado a los pies de la cama delseñor Tulliver, y apoyaron la tapa en elsoporte de hierro sin hacer apenas ruido.

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—Hay una caja de lata —susurró elseñor Glegg—: es posible que guardeallí algo pequeño como un pagaré.Levántala, Tom; pero primero quitaré yoestas escrituras. Supongo que son las dela casa y el molino, y veremos qué haydebajo.

El señor Glegg había levantado lospergaminos y, afortunadamente, se habíaapartado ya un poco cuando el soportecedió y la pesada tapa cayó con talestruendo que resonó por toda la casa.

Tal vez aquel sonido, más allá de lafuerte vibración, poseía algunacaracterística especial que produjo unefecto instantáneo en el hombre

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postrado, el cual se liberó de laparálisis durante unos instantes. El arcónhabía pertenecido a su padre y al padrede su padre, y su apertura habíaconstituido siempre una ceremoniasolemne. Todos los objetos queconocemos desde hace tiempo, inclusoel simple cierre de una ventana o unpestillo concreto, producen sonidos queson como una voz familiar, una voz quenos estremece y despierta cuando tocafibras muy profundas. En ese precisomomento, cuando todos los ojos de lospresentes estaban vueltos hacia él, elseñor Tulliver se incorporó con unrespingo y, con expresión de

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reconocerlos perfectamente, miró elarcón, los pergaminos que estaban en lasmanos del señor Glegg y a Tom con lacaja de hojalata.

—¿Qué van a hacer con esasescrituras? —preguntó con el tono queacostumbraba a emplear cuando estabairritado—. Ven aquí, Tom. ¿Qué estáshurgando en mi arcón?

Tom obedeció, tembloroso: era laprimera vez que su padre lo reconocía.Pero en lugar de decirle algo más, éstesiguió mirando, cada vez con másrecelo, al señor Glegg y las escrituras.

—¿Qué está pasando aquí? —espetó—. ¿Para qué toca usted mis escrituras?

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¿Wakem está quedándose con todo…?¿Por qué no me cuentan lo que hanestado haciendo? —añadió conimpaciencia mientras el señor Gleggavanzaba hacia los pies de la cama antesde hablar.

—No, no, amigo Tulliver —dijoGlegg con tono tranquilizador—.Todavía nadie se queda con nada. Sólohemos venido a ver lo que había en elarcón. Ha estado enfermo, ¿sabe?, yteníamos que encargarnos un poco de lascosas. Pero esperemos que pronto seencuentre lo bastante bien para ocuparseusted de todo.

El señor Tulliver miró a su

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alrededor con aire pensativo: a Tom, alseñor Glegg y a Maggie; de repente,advirtiendo que había alguien junto a lacabecera, se volvió bruscamente y vio asu hermana.

—¡Ah, Gritty! —exclamó con eltono entre triste y cariñoso queacostumbraba a emplear con ella—:cómo es eso, ¿también estás aquí? ¿Ycómo te las has apañado pera dejar a losniños?

—¡Oh, mi querido hermano! —dijola buena señora Moss, demasiadoimpulsiva para ser prudente—. Cuántom' alegro de haber venido y de verteotra vez como siempre: pensaba que

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nunca más volverías a reconocernos.—¡Cómo! ¿He tenido un ataque? —

preguntó el señor Tulliver inquieto,mirando al señor Glegg.

—Se cayó del caballo y ha estado unpoco pachucho, sólo es eso, me parece—dijo el señor Glegg—. Pero enseguidase encontrará bien, espero.

El señor Tulliver clavó los ojos enla ropa de la cama y permaneció ensilencio durante dos o tres minutos. Surostro volvió a ensombrecerse. Miró aMaggie y le preguntó con tono grave:

—Así pues, ¿tenéis la carta, mocita?—Sí, padre —contestó y le dio un

beso con todo el corazón. Se sentía

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como si su padre hubiera regresado deentre los muertos y ella pudiera cumplirya el deseo de demostrarle lo mucho quelo había querido siempre.

—¿Dónde está tu madre? —preguntó, tan preocupado que recibió elbeso con la pasividad de un animal.

—Está abajo con las tías, padre:¿quiere que vaya a buscarla?

—Sí, sí, pobre Bessy y cuandoMaggie salió de la habitación, volviólos ojos hacia Tom.

—Si me muero, tendrás que ocupartede las dos, Tom. Tendréis muchosapuros de dinero. Pero debes intentarpagarlo todo. Y acuérdate: invertí

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cincuenta libras de Luke en el negocio,me las dio hace tiempo y no tiene ningúnpapel que lo demuestre: debéis pagarlea él en primer lugar.

El tío Glegg meneó la cabezainvoluntariamente con aire más inquietoque nunca, pero Tom dijo con firmeza:

—Sí, padre. ¿Y no tiene usted elpagaré por trescientas libras de mi tíoMoss? Habíamos venido a buscarlo.¿Qué quiere que haga con él?

—Ah, m'alegro de que pensaras eneso, muchacho —dijo el señor Tulliver-Siempre he tenido intención de serindulgente con ese dinero, por tu tía. Nodebe importaros perderlo si no pueden

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pagar y lo más seguro es que no puedan.¡Cuidado, el pagaré está en esa caja!Siempre he querido portarme biencontigo, Gritty, aunque ya sabes que mesacaste de quicio cuando t'empeñaste encasarte con Moss.

En ese momento, Maggie regresócon su madre, que entró muy alteradapor la noticia de que su esposo volvía aser el de siempre.

—Bien, Bessy —dijo él mientrasella le daba un beso—: tendrás queperdonarme si tu situación económica espeor de lo que habías imaginado nunca.Pero la culpa es de la ley, no mía —añadió enfadado—. ¡Es culpa d'esos

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bribones! Tom, atiende bien: si tienes laoportunidad, castiga a Wakem por lo queha hecho. Si no lo haces, es que no valespara nada como hijo. Podrías darle conel látigo, pero haría que te castigara laley: la ley está hecha para defender a losbribones.

El señor Tulliver se estabaexcitando y acalorando de modoalarmante. El señor Glegg deseaba deciralgo tranquilizador, pero se lo impidióTulliver, que hablaba de nuevo a suesposa.

—Ellos harán un gran esfuerzo parapagarlo todo, Bessy —dijo—, y paraque te quedes con tus cosas, y tus

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hermanas te ayudarán… y Tom crece…aunque no sé lo que será de él… yo hehecho todo lo que he podido… le hedado una educación… y la mocita secasará… Pero las cosas están muymal…

El efecto sanador de la fuertevibración se agotó y con estas últimaspalabras el pobre hombre volvió a caeren un estado de inconsciencia y rigidez.Aunque no dejaba de ser una repeticiónde lo sucedido antes, impresionó a lospresentes como si se tratara de lamuerte, no sólo por contraste con elestado anterior, sino también porque suspalabras habían aludido a la posibilidad

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de que su fallecimiento estuviera cerca.Pero para el pobre Tulliver la muerte nosería un salto, sino un largo descensohacia sombras cada vez más densas.

Enviaron a buscar al doctorTurnbull; cuando éste oyó lo que habíasucedido dijo que una recuperacióntotal, aunque fuera solo momentánea, eraindicio esperanzador de que no existíauna lesión permanente que le impidieracurarse del todo.

Entre las cuestiones pendientes queel enfermo había mencionado no seencontraba el documento de venta: elbreve destello de memoria sólo habíailuminado las ideas más destacadas, y

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volvió a caer en la desmemoria sinrecordar parte de la humillación sufrida.

Sin embargo, Tom tenía dos cosasbien claras: había que destruir el pagarédel tío Moss y tenía que devolver eldinero de Luke, aunque fuerarecurriendo al que él y Maggieguardaban en la caja de ahorros. Comobien puedes ver, lector, en algunascuestiones Tom era mucho más rápidoque cuando se trataba de las sutilezas dela construcción clásica o las relacionesde una demostración matemática.

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Capítulo V

Tom da el primer paso

Al día siguiente a las diez, Tomestaba ya de camino hacia Saint Ogg'spara ver al tío Deane, que debía llegar acasa la noche anterior, según habíadicho su tía; y Tom había decidido queel tío Deane era la persona adecuadapara pedir consejo a fin de conseguir untrabajo. Participaba en negociosimportantes, no tenía la estrechez demiras del tío Glegg y había progresadosocialmente de una manera acorde con

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las ambiciones de Tom.Era una mañana oscura, gélida y

neblinosa que, probablemente,terminaría en lluvia: una de esasmañanas en las que incluso las personasfelices se refugian en sus esperanzas. YTom se sentía muy desgraciado: percibíacon la nitidez propia de un carácterorgulloso la humillación y las futurasdificultades que le depararía la suerte; yjunto a la firme fidelidad hacia su padrese mezclaba una indignaciónincontenible contra él, lo que daba a ladesgracia el matiz insoportable delerror. Puesto que eso era lo que sucedíacuando se recurría a los tribunales, su

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padre tenía toda la culpa, tal comosiempre habían dicho los tíos; un datomuy revelador sobre el carácter de Tomera el hecho de que aunque pensaba quesus tías deberían hacer algo más por sumadre, no sentía nada similar al violentorencor de Maggie contra ellas por nomostrarse más tiernas o más generosas.En Tom no había ningún impulso que lollevara a esperar lo que no le parecía underecho que pudiera exigir. ¿Por qué ibala gente a dar dinero a manos llenas aquienes no sabían cuidar del suyo? Leparecía justa cierta severidad,especialmente porque confiaba en quenunca se le aplicara a él. Le resultaba

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muy duro verse en una situación tandesfavorable por la falta de prudenciade su padre, pero no pensaba quejarse nibuscar defectos a los demás porque nole facilitaran las cosas. No pediría másayuda que un trabajo y un sueldo acambio. El pobre Tom no carecía deesperanzas en las que refugiarse de lahúmeda y gélida prisión de la niebla dediciembre que parecía formar parte desus problemas familiares. A losdieciséis años, ni siquiera elpensamiento más apegado a la realidadpuede escapar a la ilusión y a la vanidady Tom, mientras bosquejaba su futuro notenía más guía que una valiente

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confianza en sí mismo. Sabía que tantoel señor Glegg como el señor Deanehabían sido muy pobres: Tom no queríaahorrar dinero lentamente y retirarse conuna fortuna moderada como el tío Glegg,sino que deseaba ser como el tío Deane:conseguir un puesto en una gran empresay ascender rápidamente. Apenas habíavisto al tío Deane durante los últimostres años, puesto que las dos familiashabían ido distanciándose pero, por esemismo motivo, Tom confiaba en quesirviera para algo recurrir a él. Estabaseguro de que el tío Glegg nuncarespaldaría un proyecto osado, perotenía cierta idea de la magnitud de los

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recursos de que disponía el tío Deane.Tiempo atrás, oyó una vez decir a supadre que Deane se había convertidodentro de Guest & Co. en alguien tanimportante como para que le ofrecieranparticipar en el negocio: y Tom habíadecidido que él haría lo mismo. Leresultaba intolerable ser pobre y que lomiraran por encima del hombro toda lavida. Se ocuparía de su madre y de suhermana, y conseguiría que todo elmundo dijera que era un hombre de grancarácter. Saltaba así sobre los años y,empujado por una decisión tan firmecomo sus deseos, olvidaba que estaríanhechos de lentísimos días, horas y

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minutos.Cuando ya había cruzado el puente

de piedra sobre el Floss y estabaentrando en Saint Ogg's, pensaba en que,cuando fuera lo bastante rico, compraríade nuevo el molino y las tierras de supadre, mejoraría la casa y viviría allí: lapreferiría a otra más elegante y másnueva, y allí podría tener tantos caballosy perros como deseara.

Mientras caminaba por la calle conun paso rápido y firme, perdido en estasensoñaciones, se cruzó con un vecino yéste lo sobresaltó con una voz tosca yfamiliar:

—¡Caramba, señorito Tom! ¿Cómo

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está su padre esta mañana? —era untabernero de Saint Ogg's, uno de losclientes de su padre.

Aunque le molestó que lointerrumpiera en aquel momento,contestó cortésmente:

—Está muy enfermo, gracias.—Ah, qué mala suerte han tenido,

joven, al perder el pleito —dijo eltabernero, con aliento a cerveza y laconfusa idea de ser amable.

Tom se sonrojó y siguió adelante:incluso la referencia más cortés ydelicada a su situación le habríacausado el mismo dolor que si leapretaran en un cardenal.

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—Éste es el hijo de Tulliver —comunicó el tabernero al tendero que seencontraba ante una puerta cercana.

—Ah, ya decía yo que lo reconocía.Se parece a la familia de su madre: erauna Dodson. Es un chico serio, ¿qué lehan enseñado?

—A mirar por encima del hombro alos clientes de su padre y a ser uncaballero: creo que poco más.

La conciencia del presente despertóa Tom de los sueños sobre el futuro yaceleró el paso para alcanzar lasoficinas de Guest & Co., donde confiabaen encontrar al tío Deane. Pero le dijoun empleado, con cierto desprecio por

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su ignorancia, que aquella mañana letocaba estar en el banco: los jueves porla mañana el señor Deane no seencontraba en River Street.

En el banco, tras anunciar sunombre, permitieron a Tom entrar en eldespacho privado donde se encontrabasu tío. El señor Deane estaba revisandocuentas, pero en cuanto entró Tomlevantó la vista.

—Buenos días, Tom —dijo,tendiéndole la mano—. ¿Algunanovedad por tu casa? ¿Cómo está tupadre?

—Igual, gracias, tío —contestó Tom,nervioso—. Quisiera hablar con usted

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en cuanto tenga tiempo.—Siéntate, siéntate —dijo el señor

Deane, volviendo a sus cuentas, en lasque él y un empleado permanecieron tanabsortos durante la siguiente media horaque Tom empezó a preguntarse si tendríaque seguir allí sentado hasta que cerrarael banco, ya que el monótono trabajo delos acicalados y prósperos hombres denegocios no parecía mostrar ningunatendencia a concluir. ¿Querría su tíodarle un puesto en el banco? Sería untrabajo tedioso y aburrido, pensó, estarallí siempre escribiendo, siguiendo eltictac del reloj. Prefería otros caminospara hacerse rico. Finalmente se produjo

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un cambio: su tío cogió una pluma yescribió algo con una rúbrica al final.

—Señor Spence, si le parece bien,vaya ahora a ver a Torry —dijo el señorDeane, y, de repente, a Tom le parecióque el sonido del reloj era menos lento ypausado.

—Bien, Tom —dijo el señor Deaneen cuanto estuvieron solos, acomodandoel corpachón en la butaca y sacando lacaja de rapé—. ¿Qué pasa? El señorDeane, que había oído contar a suesposa lo sucedido el día anterior,pensaba que Tom acudía para rogarleque buscara algún modo de evitar laventa.

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—Le ruego que me excuse pormolestarlo, tío —dijo Tomsonrojándose, con voz que, aunque algotemblorosa, reflejaba cierta orgullosaindependencia—, pero me parece que esusted la persona más adecuada paraaconsejarme qué debo hacer.

—¿Sí? —preguntó el señor Deane,deteniendo la pulgarada de rapé ymirando a Tom con nueva atención—.Dime.

—Desearía conseguir un empleopara ganar un poco de dinero —dijoTom, que no era partidario de loscircunloquios.

—¿Un empleo? —preguntó el señor

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Deane; se acercó entonces la pulgaradade rapé a la nariz y la repartió conmeticulosa justicia en cada orificio. Tompensó que la costumbre de tomar rapéera la más irritante que conocía.

—Veamos, ¿qué edad tienes? —preguntó el señor Deane mientras serecostaba de nuevo en la butaca.

—Dieciséis, estoy a punto decumplir los diecisiete —dijo Tom con laesperanza de que su tío advirtiera cuántabarba tenía.

—Veamos… Tu padre teníaintención de que fueras ingeniero, ¿no eseso?

—Pero creo que con ese oficio

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tardaría en ganar dinero, ¿no?—Es cierto: pero no es fácil ganar

mucho dinero con nada, muchacho,cuando se tiene sólo dieciséis años.Aunque has estudiado muchos años:supongo que sabes mucho de cuentas,¿no? ¿Sabes teneduría?

—No —contestó Tom, con ciertotitubeo—. Estudiaba fracciones. Pero elseñor Stelling dice que tengo buenaletra, tío. Esta es mi letra —añadió Tom,poniendo sobre la mesa una copia de lalista que había hecho la víspera.

—Ah, muy bien, muy bien. Peromira, el mejor calígrafo del mundo si noes buen tenedor de libros no llega a más

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que a amanuense. Y un copista es barato.Pero, entonces, ¿qué has aprendido entus estudios?

El señor Deane no se habíainteresado nunca por los métodos deeducación y no tenía una idea exacta delo que sucedía en los colegios caros.

—Aprendíamos latín, mucho latín —dijo Tom y, con una pequeña pausa entrecada materia, como si estuvierarepasando los libros de su escritorioPara ayudarse a recordar, añadió—: y elúltimo año escribí composiciones, unasemana en latín y la otra en inglés; yestudié historia de Grecia y de Roma; yEuclides; y empecé álgebra, pero lo

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dejé; y cada semana teníamos un día dearitmética. También me daban leccionesde dibujo, y también estudiábamos oleíamos varios libros de poesía inglesa,Horae Paulinae y la Retórica de Blair,durante el último semestre.

El señor Deane tamborileó sobre lacaja de rapé y frunció los labios: sesentía como muchas personas estimablesque, tras leer la lista de nuevosaranceles se sorprendían al ver cuántosbienes se importaban sin que supierannada de ello: como precavido hombrede negocios, no pensaba hablarimprudentemente de una materia primade la que no tenía experiencia alguna.

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Pero suponía que si aquello fuera bueno,un hombre de tanto éxito como él no loignoraría. En cuanto al latín, su opiniónpersonal era que, en caso de otra guerra,puesto que la gente ya no se empolvabael cabello, estaría bien poner unimpuesto sobre el latín como lujo propiode las clases altas y totalmente ajeno almundo de las navieras. Aunque, por loque sabía, lo de las Horae Paulinaepodría ser algo menos neutral. Enconjunto, esta lista de conocimientos leprovocaba cierto rechazo hacia el pobreTom.

—Bien —dijo finalmente, con untono frío y algo sardónico—: has

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dedicado tres años a estas cosas, debesde saber mucho. ¿No crees que seríamejor que buscaras algo relacionadocon ellas?

Tom se sonrojó y exclamó con nuevaenergía.

—Preferiría que el trabajo noestuviera relacionado con eso, tío. Nome gustan el latín ni esas cosas. No sépara qué me servirán, como no sea parahacer de profesor ayudante en un colegioy, ni siquiera las conozco lo bastantebien para ello: además, antes preferiríaser chico de los recados, no me gustaconvertirme en esa clase de persona. Megustaría entrar en un negocio en el que

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pudiera progresar, un trabajo dehombres en el que tuviera que cuidarcosas y labrarme una reputación. Ydesearía cuidar de mi madre y de mihermana.

—Ah, jovencito —dijo el señorDeane, con esa tendencia a reprimir lasesperanzas de los jóvenes que losprósperos y robustos hombres denegocios de cincuenta años consideranuno de sus más simples deberes—, esmás fácil decirlo que hacerlo.

—Pero tío, ¿no fue así como ustedempezó? —preguntó Tom, un pocoirritado porque el señor Deane tardaratanto en respaldar su punto de vista—.

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¿No fue ascendiendo por su capacidad ybuen comportamiento?

—Sí, sí, caballero —dijo el señorDeane arrellanándose en la butaca yapresurándose a recordar su trayectoria—; pero te diré cómo lo hice: no memonté a horcajadas en un palo,esperando que se convirtiera en uncaballo si esperaba lo suficiente.Mantenía los oídos y los ojos bienalerta, no me importaba eslomarme yconvertía el interés de mi patrono en elmío. Caramba, si sólo vigilando lo quesucedía en el molino vi cómo sedespilfarraban quinientas libras al añotontamente. No tuve más estudios que

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los que dan las instituciones benéficas,pero pronto me di cuenta de que nopodría avanzar mucho sin saberteneduría y aprendí en las horas libresque me dejaba el trabajo, tras descargarbarcos. Mira esto —el señor Deaneabrió un libro y señaló la página—:tengo buena letra y estoy a la altura decualquiera en todo tipo de cálculosmentales, y todo esto lo he conseguidotrabajando mucho y pagándolo con misueldo, muchas veces quitándolo de lacomida y de la cena. Y me fijaba entodas las cosas relacionadas con elnegocio y luego les daba vueltas.Caramba, no soy mecánico y nunca he

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pretendido serlo, pero se m’hanocurrido un par de cosas que a ellos niles han pasado por la cabeza, y eso hasupuesto una importante diferencia ennuestros beneficios. Y no hay artículoque se cargue o descargue en nuestromuelle que yo no conozca. Si he idoascendiendo es porque me he preparado.Si quieres meterte en un agujeroredondo, debes convertirte en unapelota: así son las cosas.

El señor Deane tamborileó sobre lacaja otra vez. Se había dejado arrastrarpor el entusiasmo que suscitaba en élese tema y se le había olvidado porcompleto el efecto que podría causar en

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su interlocutor. No era la primera vezque contaba esa historia y en estaocasión no había advertido que no teníaante sí una copa de oporto.

—Bien, tío —dijo Tom con ligerotono de queja—: eso es lo que megustaría hacer, ¿no puedo progresar delmismo modo?

—¿Del mismo modo? —preguntó elseñor Deane, examinando a Tom concalma—. Hay que tener en cuenta variascosas, caballero. Depende del tipo deartículo con que empieces y de si t'hanencarrilado por la vía adecuada. Pero yoya te diré cuál es. Tu padre se equivocóal darte educación. No era asunto mío y

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no me metí, pero ha sucedido lo que yopensaba: lo que has aprendido está muybien para un joven como Stephen Guest,que no hará otra cosa en su vida quefirmar cheques y puede tener la cabezarellena de latín o de cualquier otra cosa.

—Pero tío —insistió Tom—, no veopor qué el latín iba a impedirme entraren los negocios: pronto se me olvidarátodo, no supone ninguna diferencia.Tenía que estudiar las lecciones, perosiempre pensé que no me servirían paranada, no me interesaban nada.

—Sí, sí, muy bien —prosiguió elseñor Deane—, pero eso no cambia loque iba a decir. Quizá te sacudas pronto

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el latín y esas historias, pero te quedaráscomo un palo pelero. Además, t’hadejado las manos blancas y t’ha quitadola costumbre de trabajar duro. ¿Y qué eslo que sabes? Vaya, si no sabes nada decontabilidad y sabes menos de cálculoque cualquier tendero. Permite que tediga que tendrás que empezar por elescalón más bajo si quieres progresar enesta vida. No sirve de nada olvidar laeducación por la que tanto ha pagado tupadre si no te buscas una nueva.

Tom se mordió los labios con fuerza;sentía que las lágrimas pugnaban porsalir pero prefería morir a dejarlasasomar.

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—Quieres que te ayude a conseguirun empleo —prosiguió el señor Deane—; bien, no tengo nada que ojetar.deseo hacer algo por ti. Pero vosotroslos jóvenes creéis que vais a empezarviviendo bien y con un trabajo fácil: nopensáis en que, antes de ir a caballo, unova a pie. Debes recordar lo que eres: unmuchacho de dieciséis años sin ningunaformación para trabajar. Hay montonescomo tú, como si fueran guijarros que noencajan en ningún lado. Bien, podríashacer de aprendiz de alguna profesión:boticario, por ejemplo. Quizá en esoayudara lo del latín…

Tom iba a hablar, pero el señor

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Deane levantó la mano.—¡Espera! Escucha lo que tengo que

decirte. No quieres ser aprendiz, ya losé, ya lo sé: quieres ir más aprisa y,además, no quieres estar detrás de unmostrador. Pero si eres amanuense,estarás detrás de un escritorio y tepasarás todo el día mirando la tinta y elpapel: eso no tiene mucho futuro yterminarás el año tan sabio como loempezaste. El mundo no está hecho depluma, tinta y papel, y si vas a lanzarteal mundo, joven, deberás saber de quéestá hecho. Creo que lo que másoportunidades te ofrecerá será conseguirun empleo en un muelle o un almacén,

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donde aprenderás cómo son las cosas:pero seguro que eso no te gusta: tendrásque aguantar el frío y la humedad y tratarcon gentes toscas. Eres un caballerodemasiado refinan para eso.

El señor Deane hizo una pausa ymiró a Tom fijamente, el cual contestótras cierta lucha interior:

—Señor, preferiría hacer lo que, a lalarga, sea más provechoso: aceptarétodo lo que sea desagradable.

—Eso está bien, si eres capaz dellevarlo a la práctica. Pero debesrecordar que no sólo se trata de sujetarla cuerda, sino de tirar de ella. Ése es elerror que cometéis los muchachos que

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no tenéis nada en el cerebro ni en elbolsillo: creéis que es mejor empezar enun lugar donde puedas conservar limpiala chaqueta y que las mozas de lastiendas os tomen por caballeros. No fueasí como yo empecé, jovencito: cuandotenía dieciséis años, la chaqueta m'olíaa alquitrán y no m'asustaba cargarquesos. Por eso ahora puedo ir vestidocon buen paño y compartir mesa con lospropietarios de las mejores empresas deSaint Ogg's.

El tío Deane tabaleó con los dedossobre la caja de rapé, se recostó en labutaca y pareció ensancharse un pocobajo el chaleco y la leontina.

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—Tío, ¿conoce usted algún empleovacante para el que sirva? Desearíaponerme a trabajar de inmediato —dijoTom con un ligero temblor en la voz.

—Para el carro, para el carro: nodebemos tener tanta prisa. Debemostener en cuenta que si te coloco en unsitio para el que seas un poco joven, porla simple circunstancia de ser misobrino, seré responsable de ti. Y no hayotro argumento a tu favor que el hechode que seas mi sobrino, porque todavíaestá por ver si sirves para algo.

—Espero no dejarlo en mal lugar,tío —contestó Tom, ofendido comocualquier muchacho cuando los adultos

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declaran la desagradable verdad de queno tienen motivos para confiar en ellos—. También quiero cuidar de miprestigio.

—¡Bien dicho, Tom! ¡Bien dicho!Esa es la actitud adecuada, y nunca meniego a ayudar a alguien dispuesto aesforzarse. Conozco a un hombre deveintidós años: m’he fijado en él y harépor él todo lo que pueda, ya que valemucho. Pero fíjate en cómo haaprovechado el tiempo: calcula como elmejor, ya que puede calcular en cuestiónde segundos el volumen de cualquiermercancía, y el otro día me mostró unnuevo mercado para las cortezas de

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madera sueca; y es gran experto enproductos manufacturados.

—Tal vez fuera mejor que empezarapor la teneduría, ¿no cree, tío? —preguntó Tom, ansioso por demostrar sudisposición a esforzarse.

—Sí, sí, eso siempre es un acierto.Pero… Ah, Spence, aquí está usted denuevo. Bien, Tom, me parece que porahora no tenemos nada más que decir ytengo que volver a mi trabajo. Adiós.Saluda a tu madre de mi parte.

El señor Deane le tendió la mano enun amistoso gesto de despedida y Tomno se atrevió a hacerle otra pregunta,especialmente delante del señor Spence.

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De modo que salió de nuevo al airehúmedo y frío. Fue a ver al tío Gleggpara tratar la cuestión del dinero de lacaja de ahorros y cuando se puso enmarcha otra vez, la niebla se habíahecho tan densa que apenas veía lo quetenía delante. Mientras caminaba denuevo por River Street, se sobresaltó alver, a dos yardas del escaparate de unatienda, las palabras «Molino deDorlcot» escritas en grandes letras en unanuncio que parecía colocado con elpropósito de que le saltara a la vista.Era el catálogo de la venta que debíatener lugar la semana siguiente, motivosuficiente para que se apresurara a salir

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del pueblo.El pobre Tom se encaminó a su casa

sin perderse en ensoñaciones sobre elfuturo lejano, aplastado por el peso delpresente. Le parecía que el tío Deaneera injusto al no confiar en él, al noadvertir que se desenvolvería bien, cosade la que el propio Tom estaba tanseguro como de la luz del día. Por loque parecía, él, Tom Tulliver, estabadestinado a ocupar un lugar muy pocorelevante en el mundo y, por primeravez, se sintió abatido al comprender queen realidad era muy ignorante y bienpoco podía hacer. ¿Quién sería elenvidiable joven que podía calcular el

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volumen de las cosas en segundos yproponer nuevas ideas sobre lascortezas suecas? ¡Cortezas de Suecia!Tom se había sentido siempre muysatisfecho de sí mismo a pesar de sufracaso en algunas demostraciones y sutraducción de nunc illas promite virescomo «ahora promete a esos hombre».:pero en aquel momento se sentía, derepente, en situación de desventaja,porque sabía menos que los demás.Debía de haber todo un mundorelacionado con la corteza sueca y, si éllo conociera, podría haberle servidopara empezar. Habría sido mucho másfácil destacar con un brioso corcel y una

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silla nueva.Dos horas antes, cuando Tom

caminaba hacia Saint Ogg's, veía ante síun futuro lejano, como si fuera unatentadora playa tras una franja deguijarros silíceos: entonces seencontraba todavía sobre la hierba ycreía que no tardaría en cruzar la zonade piedras. Pero ahora estaba ya en loscantos afilados, que ocupaban unaextensión cada vez más ancha, y la playade arena se había reducido mucho.

—¿Qué ha dicho el tío Deane, Tom?—preguntó Maggie, rodeando a Tom,con el brazo mientras éste se calentabaabatido junto al fuego de la cocina—.

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¿Ha dicho que te daría un empleo?—No, no lo ha dicho. No me ha

prometido nada: parecía creer que nopodía lograr nada bueno porque soydemasiado joven.

—Pero ¿ha sido amable?—¿Amable? ¡Bah! ¿De qué sirve

hablar de eso? Me da igual que seaamable o no si consiguiera un trabajo.Pero es un fastidio haber estado tantotiempo estudiando latín y otras cosasque no me han servido para nada, yahora el tío dice que tengo que ponermea estudiar teneduría, cálculo y otrascosas. Parece pensar que no sirvo paranada.

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Mientras contemplaba el fuego, laboca de Tom se contrajo en unaexpresión amarga.

—Oh, qué pena que no hayamosestudiado con dómine Sampson —dijoMaggie, mezclando cierta alegría con supena—. Si me hubiera enseñadocontabilidad por partida doble según elmétodo italiano, como enseñó a LucyBertram[22], podría enseñarte, Tom.

—¡Enseñar, tú! Sí, supongo que sí.Siempre te las das de maestra —dijoTom.

—¡Tom!, si sólo es una broma —exclamó Maggie, apoyando la mejillacontra la manga de la chaqueta de Tom.

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—Pero siempre es igual, Maggie —protestó Tom con el ceño ligeramentefruncido, como hacía siempre que seproponía ser razonablemente severo—.Siempre estás poniéndote por encima demí y de los demás. He pensado muchasveces en decírtelo. No tenías que hablara los tíos como lo hiciste, debes dejarque yo me ocupe de vosotras y nometerte en nada. Te crees más lista quenadie, pero casi siempre estásequivocada. Soy capaz de juzgar muchomejor que tú.

¡Pobre Tom! Acababan desermonearle y de hacerle sentir inferior:la reacción de su carácter fuerte y

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egocéntrico debía canalizarse de unmodo u otro, y con Maggie podíamostrarse justificadamente dominante.Maggie se sonrojó y le temblaron loslabios en una mezcla de rencor y afecto,sumada al temor y la admiración quesuscitaba en ella un carácter más firme yfuerte que el suyo. No contestóenseguida; le brotaban palabras deenfado, pero las contuvo.

—Muchas veces crees que soyengreída, Tom, pero no es esa miintención en absoluto —dijo finalmente—. No quiero destacar más que tú y séque ayer te portaste mejor que yo. Peroeres siempre muy severo conmigo, Tom.

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Con estas últimas palabras, regresóel enfado.

—No, no soy severo —afirmó Tomcon decisión—. Siempre soy amablecontigo y así pienso seguir: siempre meocuparé de ti, pero debes hacer caso delo que te diga.

En aquel momento entró su madre yMaggie se apresuró a marcharse, ya quesentía que iba a llorar y no quería queeso sucediera hasta encontrarse a salvoen el piso de arriba. Eran lágrimasamargas: todo el mundo parecía muysevero y muy duro con ella: nadiemostraba indulgencia ni cariño, adiferencia de cómo serían las cosas en

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el mundo imaginario que se construía.En los libros salían personas que eransiempre amables o cariñosas,disfrutaban haciendo cosas paraconseguir que los demás fueran felices yno mostraban su interés encontrandodefectos. Maggie pensaba que fuera delos libros, el mundo no era un lugarfeliz: parecía ser un mundo en el que lagente se portaba mejor con quienes nosimulaba amar y no eran nada suyo. Y sien la vida no había amor, ¿qué lequedaba a Maggie? Sólo la pobreza y lacompañía de las mezquinas penas de sumadre; quizá también la desgarradoradependencia infantil de su padre. No hay

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desesperanza más triste que la de laprimera juventud, cuando el alma estállena de anhelos, carece de grandesrecuerdos y la vida no se prolonga en lade los demás; y, sin embargo, losobservadores no tenemos muy en cuentaesta desesperación prematura, como sinuestra visión del futuro iluminara elciego presente del que sufre.

Maggie, con su vestido marrón, losojos enrojecidos y el abundante cabelloechado hacia atrás, contemplaba desdela cama donde yacía su padre lasapagadas paredes de la triste habitaciónque era ahora el centro de su mundo: erauna criatura llena de anhelos

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impacientes y apasionados por todo loamable y hermoso, sedienta de todo tipode conocimientos, ansiosa por oír unamúsica que se extinguía antes de llegarhasta ella, con un deseo ciego einconsciente de que algo uniera lasimpresiones maravillosas de esta vidamisteriosa y diera a su alma un hogar.

No es de extrañar que, cuando seproduce un contraste entre el exterior yel interior tengan lugar dolorosascolisiones. Una muchacha de aspectoanodino que nunca será una Safo, unamadame Roland ni un personajedestacado puede, a pesar de ello,albergar en su interior una fuerza similar

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a la de una semilla que, tarde otemprano, e incluso de modo violento,se abre paso.

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Capítulo VI

Encaminado a refutar losprejuicios populares

sobre el obsequio de unanavaja

La venta de los enseres domésticostuvo lugar en los oscuros días dediciembre y duró hasta la tarde delsegundo día. El señor Tulliver, que enlos momentos de lucidez habíaempezado a manifestar una irritabilidadque con frecuencia parecía tener comoconsecuencia directa la reaparición de

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la rigidez espasmódica y la pérdida deconciencia, yació como un muertoviviente durante las horas críticas,cuando más cerca estuvo de su alcoba elruido de la venta. El doctor Turnbullhabía decidido que supondría menorriesgo dejarlo donde estaba quetrasladarlo a la casita de Luke, tal comoel bondadoso empleado había propuestoa la señora Tulliver, pensando que seríamala cosa que el señor «se despertar» aloír la subasta; y la esposa y los niñospermanecieron encerrados en elsilencioso dormitorio, contemplandotemblorosos la larga figura acostada enla cama, no fuera el rostro inexpresivo a

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dar señales de respuesta a los sonidosque les llegaban con una repeticiónobstinada y dolorosa.

Pero por fin terminaron aquellosmomentos de pertinaz incertidumbre einquietud agotadora. Cesó el sonidoagudo de una voz casi tan metálica comoel martillazo que la seguía; se extinguióel rumor de los pasos en la gravilla. Elrubio rostro de la señora Tulliverparecía haber envejecido diez añosdurante las últimas treinta horas: lapobre mujer había estado concentradaintentando adivinar qué martillazo poníafin a la subasta de cada uno de susobjetos favoritos, y el corazón le

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palpitaba al pensar que uno tras otrosería identificado como suyopúblicamente en The Golden Lion; ydurante todo aquel tiempo la mujer tuvoque permanecer sentada sin dar muestraalguna de la agitación que sentía. Esatensión produce arrugas en los rostrosmás perfectos e incrementa el número demechones blancos en los cabellos que enotros tiempos parecieron bañados enrayos de sol. A las tres, Kezia, ladoncella de mal carácter y buen corazónque había mirado a las personas quehabían acudido a la venta como si fueranenemigos personales y como si lasuciedad que traían en los pies fuera

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especialmente perversa, empezó a trotary a lavar con energía sin dejar demurmurar contra «esos que iba acomprar las cosas de los demá» y no lesimportaba arañar la superficie de lasmesas de caoba de otras personasmejores que ellos. No lo limpió todo,porque la gente que todavía tenía querecoger sus compras volvería a ensuciar,pero sí arregló el salón donde habíapermanecido sentado ese «cerdo conpip» del alguacil para darle el aspectomás acogedor posible mediante un pocode limpieza y los escasos artículoscomprados para la familia. Kezia estabadecidida a que la señora y los niños

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tomaran allí el té por la tarde.Entre las cinco y las seis, hacia la

hora habitual del té, subió las escalerasy anunció que el señorito Tom teníavisita. La persona que quería hablar conél se encontraba en la cocina y, en elprimer momento, a la luz del fuegoirregular y el de la vela, Tom noreconoció en absoluto la silueta ancha einquieta de un muchacho tal vez un parde años mayor que él que lo miraba conunos ojos azules en un rostro redondo ypecoso, mientras tironeaba de unosmechones rojos con intenso aire derespeto. Un sombrero de hule y copapequeña y una fina capa de brillante

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suciedad sobre el resto de su atuendo,como la de una tablilla para escribir,sugería una profesión relacionada conlos barcos, pero eso no le refrescó lamemoria a Tom.

—Pa servirle, señor Tulliver —dijoel de los mechones rojizos con unasonrisa que pareció abrirse paso en unrostro voluntariamente apenado—. Mesupongo que no me recuerda —prosiguió mientras Tom lo miraba conaire interrogante—, pero me gustaríahablar un poco con usté.

—Hay fuego en el salón, señorito —anunció Kezia, que se resistía a dejar lacocina en el delicado momento de tostar

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el pan.—Entonces, pasa por aquí —dijo

Tom, preguntándose si aquel joventrabajaría en el muelle de Guest & Co.,ya que no dejaba de pensar en ello y enque en cualquier momento el tío Deanepodía enviarle recado de que había unempleo.

El fuego brillante del salón era laúnica luz que iluminaba las sillas, elescritorio, el suelo sin alfombra y laúnica mesa —no, no era la única:quedaba otra en un rincón, con una granBiblia y algunos libros encima—. Loprimero que advirtió Tom fue aquellaextraña desnudez, antes de acordarse de

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mirar de nuevo el rostro que tambiénestaba iluminado por el fuego y que loobservaba de soslayo, con un aire entretímido e interrogante.

—¡Cómo! —preguntó una voztotalmente desconocida—. ¿No recuerdausté a Bob, al que regaló una navaja,señor?

Sacó en ese mismo instante lagastada navaja y abrió la enorme hoja amodo de demostración irresistible.

—¡Vaya! ¿Eres Bob Jakin? —preguntó Tom, no del todo cordial,porque se avergonzaba un poco deaquella antigua intimidad, simbolizadapor la navaja, y no estaba muy seguro de

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que los motivos de Bob para recordarlafueran totalmente irreprochables.

—Ajajá, Bob Jakin: tengo que decirel apellido, porque hay muchos Bobs. Elque iba tras las ardillas con usté el díaen que me caí de una rama y me di ungolpe en la espinilla, pero conseguí laardilla y una buena cicatriz. Y la hoja serompió, ya ve, pero no quise quepusieran otra porque podrían engañarmey darme otra navaja, porque no hay unahoja igual en to el país, estáacostumbrada a mi mano. Nunca nadieme ha dao na, sólo he tenido lo que hepodido coger, sólo usté, señor Tom;bueno, Bill Fawks me dio el cachorro de

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terrier en lugar de ahogarlo, pero tuveque darle mucho al pico pa convencerlo.

Bob dijo todo esto con locuacidad yvoz aguda, a una velocidadsorprendente; al terminar, se frotó conafecto la hoja contra la manga.

—Bien, Bob —dijo Tom con ligeroaire de suficiencia: los recuerdosmencionados lo habían inclinado amostrarse adecuadamente amable,aunque de su trato con Bob lo que mejorrecordaba era la pelea que los habíaseparado definitivamente—. ¿Qué puedohacer por ti?

—Oh, no es eso, señor Tom —contestó Bob, cerrando la navaja con un

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chasquido y devolviéndola al bolsillo,donde parecía hurgar buscando otra cosa—. No habría venido a pedirle na ahoraque, según dice la gente, está en apurosel amo al que le espantaba los pájaros,que m'azotaba un poco, medio en broma,cuando me pillaba comiéndome un nabo,pero dicen que ya no se levantará más.No se m’ocurriría venir a pedirle otranavaja porque una vez me dio una. Siuno me pone un ojo morado, ya mebasta: no le pediré más antes de que yole sirva: de tos modos, un buen gestovale más que uno malo. No volveré a serpequeño, señor Tom. Y usté era miamigo favorito cuando era pequeño,

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aunque m'azotó y no quiso verme más.Por ejemplo, ahí está Dick Brumby:podía darle tanto como quisiera, perouno se aburre de pegar a un chavalincapaz de ver adónde debe tirar Hevisto críos capaces de quedarse mirandouna rama hasta que se les salen los ojosantes de distinguir la cola de un pájarode una hoja. Es una pérdida de tiempo ircon esos; pero usté era bueno pa tirar,señor Tom, y se podía confiar en quedaría con el palo en el momentoadecuado a una rata, a un armiño ocualquier otro animal cuando yo batíalos arbustos.

Bob había sacado una sucia bolsa de

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lona y tal vez no se habría callado siMaggie no hubiera entrado entonces enla habitación y le hubiera lanzado unamirada de sorpresa y curiosidad, ante locual él se pasó la mano por los rojizosmechones con el debido respeto. Noobstante, el cambio que había sufrido lahabitación cayó al instante sobre Maggiecon una fuerza tal que le hizo olvidar lapresencia de Bob. Los ojos de Maggiepasaron de Bob al lugar donde antescolgaban unos estantes con libros; noquedaba más que un rectángulo másoscuro en la pared y, debajo, la mesitacon la Biblia y unos pocos libros.

—Oh, Tom —exclamó, juntando las

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manos—: ¿Dónde están los libros? Creíque el tío Glegg los iba a comprar. ¿Nolos ha comprado? ¿Ha compradosolamente los que quedan?

—Supongo que sí —dijo Tom, conuna especie de indiferencia desesperada—. ¿Por qué iban a comprar muchoslibros si han comprado tan pocosmuebles?

—Pero Tom —dijo Maggie, con losojos llenos de lágrimas mientras corríahacia la mesa para ver qué libros habíanrescatado—. Nuestro querido Viaje delperegrino, ese que tú coloreaste con tuspinturas, y el dibujo del peregrinocubierto con un manto que parecía una

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tortuga… —Maggie prosiguió, casisollozando mientras examinaba losescasos libros—: pensaba que jamás enla vida nos desprenderíamos de ellos…Estamos perdiéndolo todo… Cuandomuramos no tendremos con nosotrosningún objeto de cuando nacimos.

Maggie se alejó de la mesa y se dejócaer en una silla mientras unas gruesaslágrimas se preparaban para caerle porlas mejillas, olvidando la presencia deBob, que la observaba con la miradapropia de un animal inteligente y mudo,con mayor percepción que comprensión.

—Bien, Bob —dijo Tom, queconsideraba inoportuna la cuestión de

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los libros—. Imagino que has venido averme porque estamos en apuros: eso esmuy amable por tu parte.

—Le diré a lo que he venido, señorTom —dijo Bob, empezando a desatar labolsa de lona—. Durante estos dos añoshe estao en una gabarra, así me heganao la vida, cuando no m'ocupaba delhorno del molino de Torry. Pero hace unpar de semanas tuve suerte. Siemprem’he tenido por un tío con suerte,porque siempre que he puesto unatrampa he cogido algo. Pero esa vez nofue una trampa, sino que se prendiófuego en el molino y lo apagué yo: si nollego a hacerlo arde el aceite. El amo

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me dio diez soberanos: me los dio enpersona la semana pasada. Y dijoprimero que era un chico bien dispuesto,aunque yo ya lo sabía, pero entonces vay saca los diez soberanos, y eso era yaalgo nuevo. ¡Aquí están, sólo falta uno!—y con estas palabras, Bob vació labolsa sobre la mesa—. Cuando me losdio, la cabeza me se puso a hervir comosi fuera una olla de caldo, pensando enqué clase de vida debería llevar, porquese m'ocurrían muchos oficios, porqueestoy cansado de la gabarra, porque allílos días se hacen más largos que lastripas de un cerdo. Primero pensé quetendría hurones y perros, y sería cazador

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de ratas; después pensé que quería algomás importante, vivir algo nuevo,porque de cazar ratas ya lo sé to y penséy pensé hasta que al final decidí quequería ser buhonero porque son tiposbien informaos, claro que sí, y llevaríalas cosas más ligeras en un fardo, ypodría darle a la lengua, y eso no sehace con las ratas ni en las gabarras, yrecorrería el país a mis anchas, ycamelaría a las mujeres con micháchara, y comería caliente en lataberna: ¡Una vida estupenda!

Bob hizo una pausa y despuésañadió, con una decisión desafiante,como si diera la espalda con firmeza a

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aquella descripción paradisíaca.—Pero no m’importa, no m’importa

una pizca. Y he cambian uno de lossoberanos pa comprar a mi madre unaoca pa comer, y he compran un chalecode felpa azul y un gorro de piel de foca,porque si quiero ser buhonero, tengo quetener un aspecto respetable. Pero no mimporta, no m'importa ni una pizca. Notengo un nabo por cabeza y a lo mejorpuedo apagar otro fuego dentro de poco,soy un tío con suerte. Así que leagradecería que aceptara los nuevesoberanos, señor Tom, y que haga conellos lo que quiera, si es verdad que elseñor está arruinao. No bastarán, pero

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serán de ayuda.Tom se conmovió tanto que olvidó

su orgullo y sus recelos.—Bob, eres muy amable —dijo

Tom, sonrojándose, con ese pequeñotemblor en la voz que le daba ciertoencanto, incluso cuando hablaba conaire orgulloso y severo—. Y no volveréa olvidarte. Pero no puedo aceptar losnueve soberanos: sería quitarte unapequeña fortuna y a mí no me serviríande mucho.

—¿No, señor Tom? —preguntó Bobapesadumbrado—. No lo diga porquepiense que yo los quiero: no soy pobre.Mi madre gana sus buenos peniques

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esplumando y haciendo otras cosas, y sicome otra cosa que pan y agua echademasiadas carnes: amás, yo tengosiempre mucha suerte, y creo que usténo tiene tanta: en cualquier caso, el amono la tiene, y puede tomar un poco de misuerte y nadie sufre por ello. Vamos, sies que un día encontré una pata de cerdoen el río: de seguro se había caído deuno de esos barcos holandeses de poparedonda. Vamos, piénselo mejor, señorTom, que somos viejos conocidos; si no,pensaré que está enfadao conmigo.

Bob empujó los soberanos; peroantes de que pudiera hablar Tom,Maggie, entrelazando las manos y

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mirando a Bob con aire contrito,exclamó:

—Oh, Bob: cuánto lo siento. Nuncapensé que fueras tan buena persona.Vamos, ¡si es que eres la mejor personadel mundo!

Bob no advirtió la injuriosa opiniónque provocaba el íntimo gesto depenitencia de Maggie y sonrió conplacer ante sus elogios, especialmenteporque procedían de una joven que,como informó esa misma noche a sumadre, poseía «unos ojos como no hayotros; cuando te miran, te dejan atontao

—No, de verdad, Bob. No puedoaceptarlos —insistió Tom—. Pero no

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creas que por eso aprecio menos tuamabilidad. No quiero tomar nada denadie, sino ponerme a trabajar. Y esossoberanos no me serían de gran ayuda,de verdad, si me los quedara. Permiteque, en cambio, te estreche la mano.

Tom le tendió la rosada palma y Bobno se demoró en darle su mano sucia ycurtida.

—Permite que vuelva a guardartelos soberanos en el talego —dijoMaggie—, y ven a vernos cuando tengasya la bolsa de buhonero.

—Así, es como si hubiera venido adarme aires, a presumir —dijo Bob conaire de descontento cuando Maggie le

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devolvió la bolsa—. Algunas veces sísoy un poco pillo, pero sólo con lossinvergüenzas o los primos, que megusta liarlos un poco.

—Pues ahora no te metas en líos,Bob —dijo Tom—: si no, te deportarána las colonias.

—No, no; a mí no, señor Tom —contestó Bob con aire alegre y confiado—. No hay leyes contra las picaduras depulga: si no engañara de vez en cuando alos tontos, nunca espabilarían. En fin,tenga usté un soberano, señorita, ycómprese algo, como muestra de miagradecimiento por la navaja. Mientrashablaba, Bob depositó el soberano y

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cerró el talego de nuevo con decisión.Tom empujó la moneda de oro.

—No, de verdad, Bob: te loagradezco muchísimo, pero no puedoaceptarla.

Maggie, tomándola entre los dedos,se la tendió a Bob y dijo con máscapacidad de persuasión que Tom.

—Ahora no la aceptamos, Bob, peroquizá sí en otra ocasión. Si Tom o mipadre necesitan ayuda que tú puedasprestar, te lo diré, ¿verdad, Tom? Eso eslo que deseas, que sepamos quepodemos recurrir a ti como amigo,¿verdad, Bob?

—Sí, señorita, gracias —dijo Bob,

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tomando a regañadientes el dinero—.Eso es lo que quiero: que cuentenconmigo pa cualquier cosa. Así pues,adiós, señorita, y buena suerte, señorTom. Gracias por estrecharme la mano,aunque no haya querido tomar el dinero.

La entrada de Kezia y su miradafulminante mientras preguntaba si debíatraer el té o esperar a que las tostadasestuvieran duras como ladrillos puso finoportunamente a la verborrea de Bob,que se despidió apresuradamente conuna inclinación.

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Capítulo VII

De cómo una gallina seaficiona a lasestratagemas

Pasaban los días y el señor Tulliverdaba cada vez mayores muestras, por lomenos, según el criterio del médico, deir regresando a su condición normal: laparálisis iba mostrándose menos tenaz yla mente reaccionaba mediante combatesintermitentes, como un ser vivo que seabriera paso bajo una gran masa denieve acumulada por el viento con

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tendencia a deslizarse y a cerrar laabertura recién hecha.

Si la única medida del tiempo paralos velantes hubiera sido la dudosa ylejana esperanza, éste habría parecidotranscurrir muy despacio: sin embargo,el punto de referencia era la amenazainminente que hacía llegar demasiadopronto la noche. Mientras el señorTulliver volvía lentamente a ser elmismo, su destino se apresuraba hacia elmomento del cambio. Los tasadoreshabían hecho su trabajo, del mismomodo que un respetable armero preparaconcienzudamente el mosquete que, enpoder de un brazo valiente y certero,

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pondrá fin a una o dos vidas. Lascondenas a pagar las costas, los escritosde los tribunales y las sentencias deventa son bombas o balas de cadenalegales que nunca dan limpiamente sobreel objetivo, sino que caen causando grandestrozo. Es tan inherente a esta vidaque unos sufran por los pecados de otrosy tan grande es la inevitable tendenciadel sufrimiento humano a difundirse, queincluso la justicia provoca víctimas, yno podemos imaginar castigo que no seextienda en pulsaciones de dolorinmerecido más allá del culpable.

A principios de la segunda semanade enero salieron los carteles

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anunciando, como consecuencia de lasentencia del tribunal, la venta enpública subasta del ganado y animalesde la granja del señor Tulliver, seguidade la venta del molino y tierrasadyacentes, a primera hora de la tardeen The Golden Lion. El molinero,inconsciente del tiempo transcurrido, secreía todavía en la primera etapa de sudesgracia, cuando todavía podía pensaren algún tipo de recurso; y, confrecuencia, en los momentos en que seencontraba consciente, hablaba con vozdébil e inconexa de los planes quellevaría a cabo cuando «se pusiera bie».Su esposa y sus hijos todavía albergaban

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la esperanza de un desenlace que evitaraque el señor Tulliver tuviera queabandonar aquel lugar e iniciar una vidatotalmente distinta, ya que habíanconseguido interesar al tío Deane enaquella etapa del caso. Éste admitía queno sería mal negocio para Guest & Co.comprar el molino de Dorlcote yencargarse del negocio, que era bueno ypodía mejorarse con una máquina devapor; en ese caso, Tulliver podríaquedarse como encargado. Sin embargo,el señor Deane no quería decir nadaconcreto sobre el asunto: el hecho deque la hipoteca estuviera en manos deWakem podría hacer que se le ocurriera

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pujar por toda la finca y ofrecer más quela prudente empresa que era Guest &Co., que no se guiaba en sus negociospor motivos sentimentales. El señorDeane se vio obligado a contárselo a laseñora Tulliver cuando acudió al molinopara examinar los libros en compañíadel señor Glegg, después de que éstaseñalara que «si Guest & Co. pensaranun poco en ello, se darían cuenta de queel padre y el abuelo del señor Tulliverse ocupaban ya del molino de Dorlcotemucho antes de que nadie pensarasiquiera en poner en marcha el molinode esa empres». El señor Deane lecontestó que dudaba de que fuera

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precisamente la relación entre los dosmolinos lo que pudiera determinar suvalor como inversiones. En cuanto al tíoGlegg, ni remotamente se le ocurríaembarcarse en semejante inversión: elbuen hombre sentía sincera lástima porla familia Tulliver, pero tenía el dineroinvertido en excelentes hipotecas y nopodía correr riesgos: sería injusto parasus parientes: no obstante, habíadecidido que Tulliver tuviera unoschalecos nuevos de franela, a los quehabía renunciado a favor de prendas máselásticas, y que de vez en cuandocompraría a la señora Tulliver una librade té: su benevolencia se recreaba de

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antemano en aquellos viajes en que lellevaría té Y contemplaría su felicidadcuando le asegurara que era el mejor ténegro.

Con todo, era evidente que el señorDeane estaba bien dispuesto hacia losTulliver. Un día llevó a Lucy, que seencontraba en casa pasando lasvacaciones de Navidad, y la pequeñacabeza de ángel se apoyó en la másoscura mejilla de Maggie con muchosbesos y algunas lágrimas. Más de unsocio de la respetable empresa sentíacierta debilidad por aquellas niñasbonitas y esbeltas, y tal vez laspreguntas inquietas de Lucy sobre sus

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pobres primos contribuyeron a que el tíoDeane se diera prisa por encontrar aTom un empleo temporal en el almacén ylo ayudara a tomar lecciones nocturnasde teneduría y cálculo.

Todo esto podría haber animado almuchacho y haber alimentado un pocosus esperanzas si no hubiera recibido almismo tiempo el temido golpe de lanoticia de que su padre, después detodo, sería declarado en bancarrota: enrealidad, se pediría a los acreedores queno se cobraran toda la deuda, aunquepara el inexperto Tom eso equivalía a labancarrota. No sólo se diría que supadre había «perdido sus propiedade»,

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si no que había «fracasad», palabra quesuponía para Tom el mayor oprobio.Porque después de pagar las costastodavía quedaría la amistosa factura delseñor Gore, el déficit en el banco y otrasdeudas, lo que reduciría los bienes a unadesproporción inequívoca: «no mas dediez o doce chelines por libr», predijoel señor Deane en tono decidido,apretando los labios; y las palabrascayeron sobre Tom como un líquidoardiente y le produjeron una heridamortificante.

Se encontraba tristemente necesitadode algo que lo animara un poco en ladesagradable novedad de aquella

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situación: de repente, se había vistotrasladado del fácil hastío alfombradode las horas de estudio en casa del señorStelling y las atareadas horas de ociodel último semestre, dedicadas aconstruir castillos en el aire, a lacompañía de costales y pieles, hombresque se desgañitaban y depositaban conestrépito pesadas cargas junto a él. Elprimer paso para progresar en el mundoera un trabajo que le exigía permaneceren un lugar frío, polvoriento y ruidoso, ylo obligaba a prescindir del té ypermanecer en Saint Ogg's para recibirclases de un viejo oficinista manco enuna habitación que olía intensamente a

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tabaco malo. El rostro rosado y blancode Tom tenía un tono apagado cuando sequitaba el sombrero en casa y se sentabaa cenar hambriento. No era de extrañarque, si Maggie o su madre le dirigían lapalabra, se mostrara algo irritado.

No obstante, entre tanto la señoraTulliver daba vueltas a un plan graciasal cual ella, y sólo ella, podría evitar elmas temible resultado e impedir queWakem deseara pujar por el molino.Imaginad una gallina digna y respetableque, por alguna anomalía portentosa, sediera a la reflexión y a maquinar planesgracias a los cuales pudiera convenceral granjero de que no le retorciera el

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cuello o no la enviara al mercado consus polluelos: el resultado difícilmentepodría ser otro que un barullo decacareos y aleteos. La señora Tulliver,al ver que todo iba mal, había empezadoa pensar que había sido demasiadopasiva y que si se hubiera ocupado delos negocios y hubiera tomado de vez encuando alguna decisión firme todohabría ido mucho mejor para ella y sufamilia. Al parecer, a nadie se le habíaocurrido ir a hablar con Wakem sobre elasunto del molino y, sin embargo,reflexionaba la señora Tulliver, habríasido la vía más corta para llegar a buenpuerto. Sin duda, habría sido inútil que

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fuera el señor Tulliver —suponiendoque pudiera y quisiera ir— porque él sehabía embarcado en el pleito contraWakem y lo había insultado durante losúltimos diez años: era probable queWakem abrigara contra él algúnresentimiento. Y ahora que la señoraTulliver había llegado a la conclusiónde que su marido estaba muyequivocado al haberla llevado a eseconflicto, se sentía inclinada a pensarque su opinión sobre Wakem también eraerrónea. No cabía duda de que Wakem«había metido en la casa a los alguacilesy la había subastad», pero imaginabaque lo había hecho para agradar al

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hombre que había prestado el dinero alseñor Tulliver, porque un abogado seveía obligado a contentar a muchos, y noera probable que apreciara demasiadoal señor Tulliver, que había ido contra élen los tribunales. El abogado podría serun hombre razonable —¿por qué no?—.Se había casado con la señorita Clint ycuando la señora Tulliver oyó hablar deesa boda, el verano en que llevabaaquella chaqueta de raso azul y todavíano pensaba en Tulliver, no había oídocontar nada malo de Wakem. Y sin duda,era imposible que le mostrara otra cosaque buena voluntad —puesto que sabíaque era una Dodson— en cuanto le

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dejara bien claro que ella nunca habíaquerido pleitear, y lo cierto era que, enaquel momento, estaba más dispuesta aaceptar los puntos de vista del señorWakem que los de su esposo. Endefinitiva, si el abogado en cuestiónveía a una respetable matrona como elladecidida a «conversar en buenostérmino» con él ¿por qué no iba aescuchar sus quejas? Ella le expondríael caso con claridad, cosa que todavíano había hecho nadie, y él no querríapujar por el molino con el propósito defastidiarla, ya que era una mujerinocente; además, seguro que habíanbailado juntos en su juventud en casa del

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señor de Darleigh, porque en aquellasgrandes fiestas con frecuencia bailó conjóvenes cuyos nombres había olvidado.

La señora Tulliver guardó para síestos razonamientos, ya que cuandoinsinuó al señor Deane y al señor Gleggque no le importaría ir a hablar conWakem, le dijeron «No, no, n», «Bah,ba» y «Deje en paz a Wake» en un tonoque indicaba que no deseaban prestaruna atención imparcial a la exposicióndetallada de su proyecto. Aún menos seatrevió a mencionar el plan a Tom y aMaggie, porque «los niños estabansiempre en contra de lo que decía sumadr» y veía que Tom sentía tanta

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antipatía hacia Wakem como su padre.Sin embargo, esta infrecuenteconcentración dio a la señora Tulliveruna inusual capacidad de inventiva y dedecisión, y un día o dos antes de que secelebrara la venta en The Golden Lion,cuando ya no quedaba tiempo queperder, llevó a cabo su plan medianteuna estratagema. Tenía una gran cantidadde encurtidos y salsa de tomate enconserva y sin duda, el señorHyndmarsh, el tendero, se los compraríasi podían llegar a un acuerdopersonalmente, de manera que propuso aTom, ir caminando con él a Saint Ogg'saquella mañana; y cuando Tom insistió

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en que se olvidara de los encurtidos —no le gustaba que su madre anduvierapor ahí—, se mostró tan ofendida por laconducta de su hijo, que le llevaba lacontraria con los encurtidos que habíapreparado según la receta tradicionalheredada de la abuela, fallecida cuandosu madre era pequeña, que Tom cedió ycaminaron juntos hasta que ella tomó porDanish Street, donde el señorHyndmarsh vendía sus productos al pormenor, no lejos de las oficinas del señorWakem.

Dicho caballero todavía no habíallegado a la oficina, pero ofrecieronasiento a la señora Tulliver junto al

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fuego, en su despacho privado, paraesperarlo. No tuvo que aguardar muchoantes de que entrara el puntual abogado,el cual frunció el ceño para examinar ala corpulenta mujer rubia que se puso enpie con cortés deferencia. Lector,todavía no conoces al señor Wakem y talvez te preguntes si era un bribón de talcalibre y tan hábil e implacable enemigode la humanidad honrada en general ydel señor Tulliver en particular comoaparecía en la imagen o el retrato que deél hemos visto en el pensamiento delmolinero.

No cabe duda de que el irasciblemolinero era hombre tendente a

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interpretar cualquier disparo fortuito quepudiera rozarlo como un atentadodeliberado contra su vida, y erapropenso a perderse en conflictos eneste enredoso mundo; y, puesto que eraconsciente de su propia infalibilidad, sehacía necesaria la hipótesis de laexistencia de una mano diabólica paraexplicarlos. Con todo es posible creerque el abogado no fuera más culpableque cualquier máquina a la que, mientrastrabaja regularmente, se le acercademasiado un hombre osado, quedaatrapado por algún engranaje y seconvierte rápidamente en inesperadassalchichas.

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No obstante, es imposible llegar aconclusión alguna con un somerovistazo: las líneas y las luces del rostrohumano son como otros símboloscualesquiera, y no siempre es fácildescifrarlos sin una clave. En unacontemplación a priori de la narizaguileña que tanto ofendía al señorTulliver no se apreciaba más briboneríaque en la forma de su cuello duro,aunque éste, junto con la nariz, podríanconsiderarse siniestros en cuanto sedemostrara su condición de bribón.

—Así pues, ¿es usted la señoraTulliver? —preguntó el señor Wakem.

—Sí, señor. De soltera, Elizabeth

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Dodson.—Haga el favor de sentarse. ¿Desea

usted consultarme alguna cosa?—Bueno, sí… —contestó la señora

Tulliver, empezando a alarmarse de suintrepidez ahora que se encontraba enpresencia que aquel hombre tanimponente, y advirtiendo que no habíapensado en cómo debía comenzar. Elseñor Wakem se hurgó en los bolsillosdel chaleco y la miró en silencio.

—Espero, señor… —dijofinalmente la señora Tulliver—…Espero que no piense que le guardorencor porque mi marido ha perdido elpleito y los alguaciles han venido a casa

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y s’ha vendido la ropa ¡Ay de mí!… Yome crié de otra manera. Estoy segura deque recordará usted a mi padre, porqueera buen amigo del señor de Darleigh ysiempre íbamos a sus bailes… A lasseñoritas Dodson nos miraban más que anadie… y con razón, porque éramoscuatro, y supongo que sabe que la señoraGlegg y la señora Deane son hermanasmías. Y eso de pleitear, perder dinero,subastar lo tuyo antes de morir son cosasque nunca había visto antes de casarmeni tampoco durante muchos añosdespués. Y yo no tengo la culpa de mimala suerte por haber dejado a mi gentey haberme casado con el miembro de

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una familia con otra manera de hacer lascosas. Y no se m'ocurriría insultarle austed como hacen otros, señor, nadiepodrá decir eso de mí.

La señora Tulliver meneó un poco lacabeza y examinó el dobladillo de supañuelo de bolsillo.

—No me cabe la menor duda de loque me dice, señora Tulliver —contestóel señor Wakem con fría cortesía—.Pero, ¿tiene usted alguna consulta quehacerme?

—Pues sí, señor. Pero es lo que yome digo: usted tendrá sentimientos digoyo; y como mi marido lleva dos mesessin ser el mismo de antes… No crea que

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lo defiendo, de ninguna manera, porempeñarse tanto en lo del riegadio, perono es un hombre malo, porque nunca seha quedado con un chelín o un peniquede otro como no fuera por error, y si esmuy orgulloso y dado a los pleitos, ¿quéle voy a hacer? Y tuvo un ataque quequedó como muerto cuando llegó lacarta que decía que usted tenía poder dedecisión sobre las tierras… pero estoysegura de que usted se comportará comoun caballero.

—¿Qué quiere decir con todo esto,señora Tulliver? —preguntó el señorWakem con cierta brusquedad—. ¿Quées lo que quiere preguntarme?

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—Bien, señor, si usted fuera tanbueno… —dijo la señora Tulliver, unpoco sobresaltada y hablando másdeprisa— si usted fuera tan bueno comopara no comprar el molino y la tierra…En realidad, la tierra no importaríamucho, pero mi marido se volverá locosi se la queda usted.

Algo parecido a una idea nuevarecorrió el rostro del señor Wakem.

—¿Quién le ha dicho que yo teníaintención de comprar?

—Vaya, señor, no me lo invento, ynunca se m'habría ocurrido, ya que mimarido, que algo sabe de leyes, siempredecía que los abogados nunca necesitan

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comprar nada, ni tierras ni casas, porquesiempre llegan a sus manos de otrosmodos. Pensaba que usted también lohacía así y nunca dije lo contrario.

—Ah, entonces, ¿quién lo dijo? —preguntó Wakem, abriendo el escritorioy cambiando las cosas de sitio mientrasse acompañaba de un silbido casiinaudible.

—Caramba, pues fueron el señorGlegg y el señor Deane, que se encargande todo: y el señor Deane piensa queGuest & Co. podría comprar el molino ydejar que el señor Tulliver trabajara enél para ellos si usted no pujara y elevarael precio. Y para mi marido sería tan

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importante quedarse donde está, sipudiera ganarse la vida: porque fue desu padre, el molino, quiero decir, y loconstruyó su abuelo, aunque a mí no megustaba el ruido que hacía, de reciéncasada, porque en nuestra familia, en losDodson, no había molinos, y si hubierasabido que los molinos tenían tanto quever con la ley, no habría sido yo laprimera Dodson en casarse con unmolinero; pero me metí a ciegas en esto,así fue, en lo del riegadío y todo lodemás.

—Vaya, ¿así que Guest & Co. sequedaría con el molino y pagaría unsalario a su esposo?

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—Ah, señor, qué pena pensar en quemi marido tenga que vivir de un sueldo—dijo la pobre señora Tulliver con unalagrimilla—. Pero, al menos, si nosquedáramos en el molino, todo separecería a como era antes. Y si a ustedse l'ocurriera pujar por el molino ycomprarlo, mi marido podría sufrir otroataque peor y no recuperarse nunca.

—¿Y si compro el molino y permitoa su marido que se encargue de él?¿Entonces, qué pasaría? —preguntó elseñor Wakem.

—Oh, señor, creo que seríaimposible convencerlo, ni que el mismomolino se lo pidiera de rodillas, porque

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su nombre es para él como un veneno, loconsidera culpable de su ruina desdeque usted le echó la ley por encima porla carretera del prado: eso fue hace ochoaños y desde entonces va a más, aunqueyo siempre le he dicho que estabaequivocado…

—¡Es un imbécil testarudo ycalumniador! —estalló el señor Wakem,perdiendo la calma.

—¡Oh, señor! —dijo la señoraTulliver, asustada ante aquel resultado,tan distinto del esperado—. No desearíallevarle la contraria, pero es muyprobable que cambie de opinión conesta enfermedad, ya que ha olvidado

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muchas cosas. Y si muriera no desearíacargar usted, con el peso de un cadáver;y de veras que dicen que trae malasuerte que el molino de Dorlcote cambiede manos, porque podría quedarse sinagua y entonces… no es que le deseemala suerte, señor, porque habíaolvidado decirle que recordaba su bodacomo si fuera ayer: la señora Wakem erala señorita Clint de soltera, lo recuerdomuy bien, y m'hijo, y no hay otro mejor,mas guapo ni más honrado, ha estudiadocon el suyo…

El señor Wakem se puso en pie,abrió la puerta y llamó a uno de susempleados.

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—Disculpe que la interrumpa,señora Tulliver, pero tengo muchotrabajo que atender y creo que ya notenemos nada más que decirnos.

—Pero si usted quisiera tener encuenta lo que le he dicho y no ir contramí ni contra mis hijos… —dijo laseñora Tulliver poniéndose en pie—.No niego que el señor Tulliver s'haequivocado, pero ya ha sufridosuficiente castigo, y hay hombrespeores… Su mayor defecto ha sido lagenerosidad… Al fin y al cabo él sólose ha hecho daño a sí mismo y a sufamilia ¡Qué pena! Y cuando miro losestantes vacíos cada día y pienso que

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allí estaban mis cosas…—Sí, lo tendré en cuenta —contestó

el señor Wakem rápidamente mirandohacia la puerta abierta.

—Por favor, no diga a nadie que hevenido a hablar con usted, porque mihijo se enfadaría mucho conmigo porrebajarme así, estoy segura, y ya tengosuficientes problemas para que meregañen los hijos.

La voz de la pobre señora Tullivertemblaba un poco y fue incapaz decontestar al «Que tenga usted un buendí» del abogado con más que unapequeña inclinación, tras la cual se alejóen silencio.

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—¿Cuándo se subasta el molino deDorlcote? ¿Dónde están los papeles? —preguntó el señor Wakem al empleadoen cuanto estuvieron solos.

—El próximo viernes: el viernes alas seis.

—Corra a casa de Winship, elsubastador, y mire si está allí. Tengo quetratar un asunto con él: dígale que venga.

Aunque cuando el señor Wakemhabía entrado aquella mañana en laoficina no tenía intención de comprar elmolino de Dorlcote, había tomado yauna decisión: la señora Tulliver le habíasugerido varios motivos decisivos yWakem pensaba muy deprisa: era uno de

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esos hombres que pueden apresurarsesin por ello precipitarse, ya que susmotivos siguen siempre los mismosrazonamientos y no tienen necesidad deconciliar distintos objetivos.

Imaginar que Wakem sentía haciaTulliver el mismo odio inveterado queéste tenía por él sería como suponer queun lucio y un gobio pueden mirarse a lacara. El gobio, como es natural,aborrece el modo en que se alimenta ellucio, y es probable que el lucio selimite a pensar incluso del mas irritadogobio que constituye un plato excelente:a menos que se atragante con él, esdifícil que sienta alguna antipatía

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personal. Si el señor Tulliver hubieraofendido u obstaculizado los deseos delabogado, tal vez éste lo habríadistinguido como objeto de su venganza.Pero cuando el señor Tulliver llamababribón a Wakem en la mesa de la comidadel mercado, los clientes del abogadono pensaban ni por un momento enretirarle sus negocios; y si cuando elpropio Wakem se hallaba presente,algún bromista criador de ganado,estimulado por la oportunidad y elbrandy, le lanzaba alguna pullamencionando testamentos y ancianas, élconservaba toda la sangre fría,consciente de que la mavoría de los

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hombres de cierta importancia que sehallaban presentes sabían que «Wakemera Wake».: es decir, un hombre queconocía bien las piedras pasaderas quele permitían cruzar terrenos fangosos Esprobable que un hombre que habíaamasado una gran fortuna poseía unahermosa casa entre árboles en Tofton yla mejor bodega de oporto de todo SaintOgg's se sintiera a la altura de sureputación. Y es muy probable queincluso el honrado señor Tulliver, apesar de que consideraba que la ley erapoco más que una gallera, no hubierallegado, en otras circunstancias, aconsiderar adecuada la afirmación de

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que «Wakem era Wake».; pues tal comome han enseñado algunas personasversadas en historia, la humanidad noestá dispuesta a juzgar con severidad laconducta de los grandes vencedorescuando su victoria se halla en ladoadecuado. Así pues, Tulliver no podíaser obstáculo para Wakem: por elcontrario, era un pobre diablo al cual elabogado había derrotado en variasocasiones: un individuo irascible que noparaba de tirar piedras sobre su propiotejado. Wakem no tenía la concienciaintranquila por haber utilizado algunasartimañas contra el molinero, así pues,¿por qué iba a odiar a aquel

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demandante, ese lamentable toro furiosoenmarañado en una red?

Sin embargo, entre los diversosexcesos a los que puede entregarse lanaturaleza humana, los moralistas nuncahan mencionado el de sentir un aprecioexcesivo por las personas que nosvilipendian abiertamente. El victoriosocandidato Amarillo de la población deOld Topping tal vez no sienta adecuadoodio hacia el Azul que consuela a suspartidarios con una retórica vituperantecontra los Amarillos que vendieron supaís y constituyen los demonios de suvida privada; pero no lamentaría, si laley y la oportunidad lo permitieran, dar

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patadas en la espinilla a un director deperiódico Azul hasta dejársela de untono más vivo que su color favorito. Loshombres prósperos disfrutan con algunapequeña venganza de vez en cuando, amodo de entretenimiento, cuando se lescruza en su camino y no obstaculiza susasuntos, y estas pequeñas venganzas —que abarcan todos los grados de lasofensas desagradables— tienen unenorme efecto sobre la vida, ahuyentan alos hombres preparados y deshonran aterceros con conversaciones banales. Esmás, es probable que contemplar cómohumillamos sin especial esfuerzo aaquellos que nos han ofendido

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levemente tenga un efecto balsámico yhalagador. Al parecer, la Providencia ocualquier otro poder terrenal ha hechosuya la tarea de recompensarnos; yefectivamente gracias a una agradabledisposición de las cosas, resulta que deun modo u otro nuestros enemigos noprosperan.

Wakem albergaba un latente deseode venganza contra aquel desatentomolinero y ahora que la señora Tulliverle había dado la idea le resultabaplacentero hacer exactamente aquelloque provocaría en el señor Tulliver unamortificación infalible y resultaría paraél un placer refinado que no era mero

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producto de la maldad, sino que semezclaba con la buena conciencia.Produce cierta satisfacción ver a unenemigo humillado, pero eso es poco encomparación con la que proporcionaverlo humillado por nuestrabenevolencia. Esa clase de venganzapertenece al terreno de las virtudes, yWakem tenía la intención de no salirsede éste. En una ocasión se dio el gustode ingresar a un viejo enemigo en una delas casas para pobres de Saint Ogg's,cuya reconstrucción había sufragadogenerosamente; y aquí tenía laoportunidad de ocuparse de otroconvirtiéndolo en criado suyo. Tales

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detalles suponen un complemento parala prosperidad y son mucho másagradables que la venganza que ofendedirectamente. Y Tulliver, con su toscalengua lastrada por la obligación, seríamejor empleado que cualquier otroindividuo que le rogara un empleo gorraen mano. Tulliver era tenido por unhombre orgulloso de su honradez yWakem era demasiado perspicaz para nocreer en la existencia de ésta. Tendía aobservar a la gente, no a juzgarla deacuerdo con algún patrón, y sabía mejorque nadie que todos los hombres no erancomo él. Además, tenía intención decontrolar de cerca el negocio de la tierra

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y del molino: le gustaban estos asuntosrurales. Sin embargo, no sólo laposibilidad de ejercer una benévolavenganza lo empujaba a comprar elmolino de Dorlcote. Era una buenainversión de capital y, además, Guest &Co. tenían intención de pujar. El señorGuest y el señor Wakem mantenían unarelación social cordial, comían juntos enalguna ocasión, y al abogado le gustabaimponerse sobre el armador yfabricante, demasiado estridente en susnegocios y en su conversación desobremesa. Wakem no era un simplehombre de negocios: en los círculos másaltos de Saint Ogg's se le consideraba un

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individuo agradable, tenía unaconversación amena ante una copa deoporto, era algo aficionado al cultivo dela tierra y, sin duda, había sido unexcelente esposo y padre: en la iglesia,cuando acudía, se sentaba bajo la máshermosa lápida conmemorativa,dedicada a la memoria de su esposa. Enlas mismas circunstancias, cualquierhombre se habría casado de nuevo, perose decía que era más cariñoso con suhijo deforme que la mayoría de loshombres con sus hijos mejor plantados.Lo cierto era que el señor Wakemtambién tenía otros hijos, si bien larelación parental era mas difusa, y

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aunque se ocupaba de mantenerlos, lesproporcionaba un nivel de vidaadecuadamente inferior al suyo. Ahíradicaba, en realidad, el motivoprincipal para la compra del molino deDorlcote: mientras la señora Tulliverhablaba, al rápido abogado se le habíaocurrido que, entre todas las demáscircunstancias del caso, aquella comprapodría servir para que pasados pocosaños proporcionara una posiciónadecuada a un muchacho especial quetenía intención de lanzar al mundo.

La señora Tulliver se habíapropuesto influir en ese modo de pensary había fracasado: hecho que puede

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ilustrarse con la observación de un granfilósofo, según la cual los pescadoresfracasan cuando preparan el ceboporque desconocen el modo en querazonan los peces.

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Capítulo VIII

Cae la luz sobre lasruinas

Un gélido y claro día de enero, elseñor Tulliver bajó por primera vez alpiso inferior: el brillante sol que dabasobre las ramas del castaño y lostejados que veía por la ventana lehicieron declarar con impaciencia queno quería seguir encerrado; creía que,con aquel sol, cualquier otro lugar seríamás alegre que su dormitorio, porque nosabía nada de la desnudez de la planta

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baja, en la que la luz solar resultabainoportuna, como si ésta experimentarael despiadado placer de mostrar loslugares vacíos y las marcas quequedaban allí donde antes seencontraban los objetos familiares. Ensu conversación resultaba evidente queseguía creyendo que había recibido lavíspera la carta del señor Gore, y losintentos de trasmitirle la idea de quedesde entonces habían transcurridomuchas semanas fracasaban ante unadesmemoria recurrente, hasta tal puntoque el doctor Turnbull había empezado arenunciar a la idea de irfamiliarizándolo con los

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acontecimientos. Sólo podría llegar acomprender por completo el presentepoco a poco y mediante nuevasexperiencias, ya que las palabras eranmás débiles que las impresiones dejadaspor los acontecimientos antiguos. Suesposa y sus hijos oyeron con unestremecimiento su decisión de bajar alpiso inferior. La señora Tulliver pidió aTom que no fuera a Saint Ogg's a la horahabitual, sino que esperara a ver a supadre en la planta baja: y Tom obedeció,aunque se estremecía al imaginar ladolorosa escena. Durante los últimosdías los tres se habían sentido másabatidos que nunca: Guest & Co. no

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había comprado el molino: la subastahabía adjudicado a Wakem el molino ylas tierras, y éste se había presentado enel lugar y había manifestado delante delseñor Deane y el señor Glegg, y enpresencia de la señora Tulliver, suintención de contratar a Tulliver comoencargado del negocio en caso de queéste se recuperara. La familia habíadiscutido mucho esta proposición. Lostíos y las tías coincidían de modo casiunánime en que no se podía rechazar, yaque el único obstáculo eran lossentimientos que albergaba la mente delseñor Tulliver y, puesto que los tíos nolos compartían, los consideraban

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irracionales e infantiles; en realidad, lesparecía que Tulliver transfería a Wakemla indignación y el odio que deberíasentir hacia sí mismo por su belicosidady el modo en que la manifestabapleiteando. Así el señor Tulliver tendríala oportunidad de mantener a su esposay a su hija sin ninguna ayuda de losparientes de ésta y sin experimentar undescenso demasiado evidente hacia lapobreza, ya que para las personasrespetables resulta muy violentoencontrarse con un pariente pobre alborde del camino. La señora Gleggconsideraba que cuando recuperara larazón, Tulliver debería comprender que

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no podría nunca humillarse bastante: alfinal, había sucedido lo que ella siempredijo como resultado de su insolencia«con ellos, que eran las amistades quemas debería cuida». El señor Glegg y elseñor Deane eran menos inflexibles,pero ambos pensaban que Tulliver yahabía hecho daño suficiente con susmalhumoradas manías y que deberíadejarlos al margen en cuanto le ofrecíanun medio de vida. Wakem estabacomportándose correctamente y noparecía guardar ningún resentimientohacia Tulliver. Tom se negó a considerarsiquiera la proposición: no le gustaba laidea de que su padre fuera subordinado

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de Wakem; le parecía mezquino. Encambio, la mayor inquietud de su madreera la total imposibilidad de «hacercambiar de opinión al señor Tulliversobre Wake» o conseguir que atendiera arazones: no, tendrían que irse a vivir auna pocilga a propósito para fastidiar aWakem, el cual hablaba con tantajusticia como el que más. En realidad, laseñora Tulliver estaba tan confusa portener que vivir en aquella extrañasituación de tristeza incomprensible —de la que no dejaba de lamentarsediciendo: «Madre mía, ¿qué he hecho yopara merecer peor suerte que otrasmujeres?».— que Maggie empezó a

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pensar que su pobre madre estabaperdiendo la razón.

—Tom —dijo Maggie cuandoestuvieron fuera de la habitación de supadre—, tenemos que intentar por todoslos medios que padre comprenda unpoco lo que ha sucedido antes de bajar.Pero debemos alejar a madre: seguroque dice algo que lo estropea todo.Pídele a Kezia que la entretenga abajocon algo en la cocina.

Kezia estaba a la altura de lascircunstancias. Tras declarar suintención de quedarse «con sueldo o sinsueld» hasta que el señor estuviera denuevo en pie, encontraba cierta

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compensación tratando con mano dura asu señora, regañándola por dar vueltaspor ahí aturdida y pasar el día sincambiarse de cofia y con una actitud tan«chafad». Aquellos momentos deinquietud eran para Kezia como unassaturnalias en las que podía regañar a suama sin restricciones. En aquellaocasión en concreto, había que recogerla ropa tendida y Kezia manifestó sudeseo de saber si un par de manosbastaba para hacerlo todo, dentro yfuera, y señalo que le habría parecidobuena idea que la señora Tulliver sepusiera el sombrero y tomara un poco deaire fresco realizando ese trabajo tan

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útil. La pobre señora Tulliver bajó lasescaleras con docilidad: que la regañarala criada era el último vestigio de sudignidad doméstica. Pronto ni siquieratendría criada que la riñera.

El señor Tulliver descansaba en unabutaca tras fatigarse vistiéndose, yMaggie y Tom estaban sentados junto aél cuando Luke entró para preguntar siayudaba al señor a bajar las escaleras.

—Sí, sí. Luke, espera un poco,siéntate —dijo el señor Tulliver,señalando una silla con el bastón ysiguiéndolo con la mirada, con esaexpresión que con frecuencia tienen losconvalecientes cuando miran a las

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personas que los han cuidado, similar ala de un niño pequeño cuando busca conlos ojos a su niñera. Y Luke habíavelado con constancia a su amo durantelas noches.

—¿Cómo está el agua, Luke? —preguntó el señor Tulliver—. ¿Dix havuelto a quitártela?

—No, señor. Todo va bien.—No creo que se dé prisa en

hacerlo, ahora que Riley ha acabado coneso. Eso fue lo que le dije a Rileyayer… le dije…

El señor Tulliver se inclinó haciadelante, apoyando los codos sobre losbrazos del sillón, con la vista clavada en

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el suelo como si buscara algo, de lamisma manera que un hombre que luchacontra el sueño intenta captar imágenesfugaces. Maggie miró a Tom con mudaexpresión de abatimiento: la mente de supadre estaba tan alejada del presente…A Tom le faltaba poco para salircorriendo, con esa incapacidad parasoportar la emoción que constituye unade las diferencias entre un muchacho yuna muchacha, entre un hombre y unamujer.

—Padre —dijo Maggie, poniendouna mano sobre la suya—. ¿No recuerdaque el señor Riley murió?

—¿Se murió? —contestó el señor

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Tulliver bruscamente, mirándola a lacara con una extraña expresiónescrutadora.

—Sí, murió de una apoplejía hacecasi un año; recuerdo que dijo usted quetendría que pagar algún dinero en sunombre, y dejó a sus hijas en muy malasituación: una de ellas es ayudante en elcolegio de la señorita Firniss, donde heestado estudiando, ya lo sabe.

—Ah, ¿sí? —dijo su padre con airede duda, sin dejar de mirarla, pero encuanto Tom empezó a hablar, volvió losojos hacia él con la misma miradainterrogadora, como si le sorprendierasobremanera la presencia de aquellos

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jóvenes. Siempre que su mente se perdíaen el pasado lejano, olvidaba susrostros: ya no eran los del niño y lamocita de aquellos tiempos.

—Hace ya mucho tiempo de la peleacon Dix, padre —dijo Tom—. Recuerdoque habló usted de ello hace unos tresaños, antes de que fuera a estudiar acasa del señor Stelling. He estadoestudiando allí tres años, ¿no lorecuerda?

El señor Tulliver se recostó en elasiento de nuevo y su mirada perdió elaspecto infantil bajo una avalancha deideas nuevas que lo distrajeron de lasimpresiones externas.

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—Sí, sí —dijo al cabo de un par deminutos—. Pagué mucho dinero…Decidí que mi hijo tuviera cultura y unabuena educación: yo no l’he tenido yl’he echado de menos. Y así nonecesitará otra fortuna: es lo que yodigo… Si Wakem tenía que ganarme otravez la partida…

Al pensar en Wakem se animó y, trasuna pausa, empezó a mirar la chaquetaque llevaba puesta y a palpar el bolsillolateral. Se volvió hacia Tom y lepreguntó con su brusquedad habitual enotro tiempo:

—¿Dónde han puesto la carta deGore?

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Estaba en un cajón cercano, ya quela pedía con cierta frecuencia.

—¿Sabe lo que dice la carta, padre?—preguntó Tom, mientras se la tendía.

—Claro que sí —contestó el señorTulliver con cierto enfado—. ¿Y quémás da? Si a Furley no le interesa lapropiedad, entonces será otro: hay másgente en el mundo. Pero es muy molestoque no m'encuentre bien: ve a decirlesque enganchen el caballo al coche, Luke:podré ir yo mismo a Saint Ogg's, Goreme espera.

—¡No, padre! —exclamó Maggiecon tono suplicante Hace va muchotiempo de esto: lleva usted muchas

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semanas enfermo, más de dos meses:todo ha cambiado.

El señor Tulliver los miró a los tresalternativamente con expresión deasombro en otras ocasiones la idea deque habían ocurrido cosas que élignoraba lo había detenidomomentáneamente, pero ahora le parecíauna novedad completa.

—Sí, padre —dijo Tom en respuestaa la mirada—. No necesita preocuparsepor los negocios hasta que esté bien: porahora todo lo relacionado con el molino,las tierras y las deudas está arreglado.

—Entonces, ¿qué es lo que estáarreglado? —preguntó su padre con

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enfado.—No se lo tome muy a pecho, señor

—dijo Luke—. De haber podido, ustéhabría pagao a todo el mundo; eso ledije al señorito Tom: usté habría pagaoa todos.

El bueno de Luke sentía, comosienten los hombres satisfechos de haberdedicado toda su vida a servir, que elsistema de clases era adecuado ynatural, de modo que la ruina de su amoconstituía una tragedia también para él.A su lenta manera, se sentía empujado adecir algo que expresara suparticipación en las penas de la familia,y esas palabras, que había repetido una

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y otra vez a Tom cuando no queríaaceptar que le devolviera las cincuentalibras de su dinero, aparecían una y otravez. Eran las más adecuadas para alterarel inquieto espíritu de su amo.

—¿Pagar a todo el mundo? —dijocon vehemente agitación mientrasenrojecía y lanzaba chispas por los ojos—. ¿Por qué…? ¿Cómo…? ¿Me handeclarado en bancarrota?

—¡Oh, padre, querido padre! —exclamó Maggie, convencida de que esaterrible palabra representaba la realidad—. Tiene que soportarlo… nosotros lequeremos… sus hijos siempre lequerrán… Tom pagará a todo el

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mundo… dice que lo hará cuando seamayor.

Advirtió que su padre se echaba atemblar; le tembló la voz cuando dijo,transcurridos unos momentos:

—Sí, mocita, pero yo no viviré dosveces.

—Pero tal vez viva usted para vercomo pago a todos, padre —se esforzóTom en decir.

—Ah, hijo mío —dijo el señorTulliver, negando lentamente con lacabeza—, lo que está roto, roto está:será obra tuya, no mía. —Después,alzando la vista, añadió—: sólo tienesdieciséis años, es una tarea muy dura

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para ti, pero no debes reprochárselo a tupadre: he tenido que luchar contrademasiados bribones. T’he dado unabuena educación: eso te servirá paraempezar.

Estas últimas palabras se le trabaronen la garganta; pasó el sofoco quealarmó a sus hijos, porque confrecuencia precedía a la parálisis, yquedó pálido y tembloroso. Tom no dijonada; seguía combatiendo los deseos demarcharse corriendo. Su padrepermaneció en silencio durante unosminutos, pero no parecía tener la cabezaperdida.

—Entonces, ¿han subastado todo lo

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que tengo? —preguntó con mas calma,como si lo empujara el mero deseo desaber.

—Lo han subastado todo, padre;pero todavía no sabemos qué ha pasadoexactamente con el molino y la tierra —dijo Tom, deseoso de evitar cualquierpregunta que condujera al hecho de queel comprador era Wakem.

—Padre, no se sorprenda si abajo vela sala muy vacía —dijo Maggie—.Pero ahí están su butaca y su escritorio,ahí siguen.

—Vamos. Ayúdame a bajar, Luke.Iré a verlo todo —dijo el señor Tulliver,apoyándose en el bastón y tendiendo la

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otra mano hacia Luke.—Sí, señor —dijo Luke mientras le

tendía el brazo a su señor—. Se harámejor idea cuando lo vea todo:s'acostumbrará. Eso es lo que dice mimadre de que le falte el resuello: ahoras'ha acostumbrao, aunque al principio lefastidiaba.

Maggie se adelantó rápidamentepara ver si todo estaba bien en ellóbrego salón donde el fuego,amortiguado por la gélida luz solar,parecía formar parte de la desolacióngeneral. Giró la butaca de su padre yapartó la mesilla para dejarle el pasoexpedito y se quedó aguardando, con el

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corazón latiéndole a toda prisa, elmomento en que entrara y mirara porprimera vez. Tom pasó primero,llevando un escabel para la pierna, y sedetuvo junto a Maggie, frente a lachimenea. El dolor de Tom era más puroque el de Maggie; ésta, aunque eravivamente vulnerable, en cierto modosentía que la pena le dejaba más espaciopara que fluyera el amor y eso permitíarespirar a su naturaleza apasionada. Loschicos no sienten estas cosas: prefierenmatar al león de Nemea o llevar a cabotareas heroicas que sufrir por males queno les permiten actuar.

El señor Tulliver entró y se detuvo

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junto a la puerta, apoyado en Luke, paramirar a su alrededor todos los lugaresdesnudos ocupados por las sombras delos objetos ausentes, compañeroscotidianos de toda su vida. El esfuerzopareció renovarle las facultades.

—¡Ah! —exclamó lentamentemientras avanzaba hacia la butaca—. Lohan subastado todo… lo han subastadotodo.

Después, tras sentarse y dejar elbastón, miró otra vez a su alrededormientras Luke salía de la habitación.

—Han dejado la gran Biblia —observó—. En ella está todo apuntado:el día en que nací y el día en que me

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casé.Abrieron ante el señor Tulliver la

Biblia en cuarto por las guardas ymientras leía lentamente, entró en la salala señora Tulliver, pero se quedó mudade sorpresa al ver a su marido en elsalón con la gran Biblia delante.

—¡Ah! —exclamó él, mirando ellugar donde tenía el dedo—. Mi madrese llamaba Margaret Beaton, murió a loscuarenta y siete años: la suya no era unafamilia longeva. Gritty y yo somos sushijos y no tardaremos mucho endescansar eternamente.

Pareció detenerse sobre los datosque se referían al nacimiento y el

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matrimonio de su hermana, como si lesugirieran nuevas ideas: de repente, alzólos ojos hacia Tom.

—¿Han ido a pedirle a Moss eldinero que le presté? —preguntóalarmado.

—No, padre —contestó Tom—.Quemamos el pagaré. El señor Tullivervolvió los ojos hacia la página.

Ah… Elizabeth Dodson… hacedieciocho años que me casé con ella…

—Se cumplirán el próximo día de laVirgen —precisó la señora Tulliver,acercándose y mirando la página.

Su marido la miró con expresiónseria.

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—¡Pobre Bessy! —dijo—. Eras muybonita entonces, todo el mundo lo decía,y yo pensaba que era extraño que teconservaras tan bien. Pero ahora hasenvejecido mucho… no me loreproches… Yo quería ser buenocontigo„. Prometimos amarnos en lariqueza y en la pobreza…

—Pero nunca creí que lo malo seriatan malo —contestó la señora Tullivercon la expresión extraña y asustada quetenía últimamente—. Y mi pobre padrem'entregó en matrimonio… paraencontrarme con esto de repente…

—Oh, madre —protestó Maggie—:no hable así.

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—No, ya sé que no dejaréis quehable vuestra madre… Ha sido siempreasí, durante toda la vida… Vuestropadre no hacía caso de lo que yodecía… No m’habría servido de nadarogar y llorar… Como tampoco meserviría ahora, aunque m'arrodillara…

—No digas eso, Bessy —contestó elseñor Tulliver, cuyo orgullo, en aquellosprimeros momentos de humillación, seencontraba en suspenso y podía entenderque el reproche de su esposa no carecíade fundamento. Si todavía hay algunamanera de enmendarlo, no diré que no.

—Entonces, quedémonos aquítrabajando, así podré estar con mis

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hermanas… Yo que siempre he sido tanbuena esposa y nunca t'he contrariado…Todos lo dicen… Dicen que sería muyjusto… pero tú le tienes tanta manía aWakem…

—Madre —intervino Tom conseveridad—: éste no es momento parahablar de eso.

—Déjala —dijo el señor Tulliver—: di lo que tengas que decir, Bessy.Vaya, ahora que el molino y la tierra sonde Wakem y todo está en sus manos, ¿dequé sirve que t'enfrentes a él? Si él diceque puedes quedarte y habla con tantajusticia, y dice que puedes encargartedel negocio y ganar treinta chelines a la

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semana y tener un caballo para ir almercado… ¿Y dónde vamos aquedarnos? Tendremos que ir a una delas casitas del pueblo… Tener queverme así con mis hijos… Y todoporque te empecinas en ir en contra dela gente y nada te hace cambiard’opinión.

El señor Tulliver temblaba, hundidode nuevo en la butaca.

—Haz lo que quieras conmigo,Bessy —murmuró—. Te he arrastrado ala pobreza… Este mundo es demasiadopara mí… Estoy en la ruina… Ya notengo nada que defender…

—Padre —dijo Tom—, no estoy de

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acuerdo con madre ni con los tíos y nocreo que usted deba verse sometido aWakem. Ahora gano una libra porsemana y cuando esté bueno usted podráencontrar algún trabajo.

—Calla, Tom, calla: ya es suficientepor hoy. Dame un beso, Bessy, y no nosguardemos rencor: ya nunca volveremosa ser jóvenes… este mundo esdemasiado para mí.

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Capítulo IX

Un nuevo dato en elregistro familiar

Tras ese primer momento derenuncia y sumisión, el molinero pasópor días de violenta lucha interior amedida que la recuperación gradual desus fuerzas traía consigo una capacidadmayor para abarcar todas las facetas delconflicto en que se encontraba. Losmiembros débiles se resignan confacilidad al encadenamiento, y cuando laenfermedad nos domina, parece posible

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cumplir promesas que rompe la viejaenergía al regresar. En algunasocasiones, el pobre Tulliver pensabaque era demasiado duro para lanaturaleza humana cumplir la promesahecha a Bessy: había accedido antes desaber lo que iba a pedirle: de la mismamanera podría haberle hecho prometerque cargaría con una tonelada. Sinembargo, Bessy tenía a su favordemasiados sentimientos, no sólo laconciencia de que, como resultado de sumatrimonio, había llevado una vida muydura. Tulliver pensó en la posibilidad deahorrar dinero de su salario, con muchosesfuerzos, para pagar un segundo

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dividendo a los acreedores, pero no lesería fácil conseguir un trabajoadecuado para él. Hasta la fecha, habíallevado una vida regalada, mandandomucho y trabajando poco, y no estabapreparado para otra clase de empleo.Tal vez debería emplearse comojornalero y su esposa podría recibirayuda de sus hermanas, aunque esaperspectiva le resultaba doblementeamarga, especialmente después de quehubieran permitido la venta de todos losobjetos preciosos de Bessy,probablemente porque querían ponerlaen su contra y hacerle sentir que era élquien la había llevado a esa situación.

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Cuando se presentaron para insistir en loque tenía que hacer por la pobre Bessy,escuchó sus reconvenciones sin mirarlosmás que de reojo y cuando estaban deespaldas. Sólo el temor de necesitar suayuda había hecho que aceptar suconsejo fuera la alternativa más sencilla.

Pero el argumento de mayor peso erael amor al lugar por donde habíacorreteado de pequeño, igual que Tom lohizo años más tarde. Los Tulliver habíanvivido allí durante varias generaciones,y cuando era pequeño durante las nochesde invierno permanecía sentado en unescabel mientras su padre le contaba lahistoria del viejo molino de madera que

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se alzaba allí antes de que las últimasgrandes inundaciones lo dañaran tantoque su abuelo lo echó abajo y construyóotro nuevo. Cuando Tulliver pudocaminar otra vez y contemplar los viejosobjetos, sintió la fuerza de un afecto quelo ataba a su hogar como parte de suvida, parte de sí mismo. No podíasoportar la idea de tener que vivir enotro sitio que aquel, donde conocía elruido de cada puerta y portón, sentía quela forma y el color de cada tejado y decada mancha producida por el tiempo,de cada montículo truncado, eran losadecuados porque sus sentidos se habíannutrido de ellos. Nuestra clase ociosa

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ilustrada, que apenas tiene tiempo queperder entre los setos, huye rápidamentehacia los trópicos y se encuentra en sucasa entre palmeras y bananos, que sealimenta de libros de viajes y ensanchael teatro de su imaginación hasta elZambeze, difícilmente puede concebir loque un hombre a la antigua comoTulliver podía sentir por el lugar que eracentro de todos sus recuerdos y donde lavida parecía una herramienta familiar,adaptada a la mano por el uso, en la quelos dedos encajan con amorosafacilidad. Y, en aquellos momentos,Tulliver vivía en el recuerdo de tiemposlejanos que acostumbra a asaltarnos en

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las horas pasivas de da convalecencia.—Mira, Luke —dijo una tarde,

mientras miraba sobre la valla delhuerto—. Recuerdo el día en queplantaron esos árboles. A mi padrel'entusiasmaba plantar, para él era unafiesta traer un carro lleno d'arbolitos, yyo me quedaba con él al aire libre,siguiéndolo como un perro.

Se dio media vuelta y, apoyándoseen el pilar de la verja, miró hacia lasconstrucciones que tenía ante sí.

—Creo que el viejo molinom’echaría de menos, Luke. Según cuentauna vieja historia, el río se enfadacuando el molino cambia de manos: se

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l'oí contar a mi padre muchas veces.Quién sabe si l’historia tendrá algo decierto, porque este mundo es un lugarmuy enredoso y el viejo Pero Boterosiempre anda metido en él: todo esto esdemasiado para mí.

—Pues sí, señor —dijo Luke concomprensión tranquilizadora—: la verdáes que con la roya del grano, el fuego delos almiares y otras cosas que he vistoyo mismo, muchas veces pasan cosasraras: el tocino de nuestro último cerdose funde como si fuera mantequilla, nodeja más que un chicharrón.

—Es como si fuera ayer mismocuando mi padre empezó a hacer malta

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—prosiguió el señor Tulliver—.Recuerdo el día en que terminaron lacaseta para maltear, y pensé que de allíiba a salir algo importante, porque aqueldía comimos budín de ciruelas e hicimosuna fiestecita, y pregunté a mi madre,que era una mujer delicada de ojosnegros… La mocita se le parecerá comouna gota a otra… —Llegado a estepunto, el señor Tulliver se puso elbastón entre las piernas y sacó la cajitade rapé para disfrutar mejor de laanécdota, que iba desgranando poco apoco, como si de vez en cuando perdierade vista la narración que deseaba contar—. Entonces yo era un niño pequeño,

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poco más alto que la rodilla de mimadre, que nos quería muchísimo, y yole pregunté: «Madre, ahora que tenemosla casita para maltear, ¿comeremosbudín de ciruelas cada día?». L’hizotanta gracia que me lo contó una y otravez hasta el día de su muerte. Muriójoven, mi madre. Pero hace ya susbuenos cuarenta años que se construyóla casita de maltear y son pocos los díasque no ha sido lo primero que he miradoal levantarme, año tras otro, en todas lasestaciones. En otro sitio me volveríaloco, me sentiría perdido. Es muy duro,lo mires como lo mires, me irritarácargar con un yugo, pero prefiero seguir

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por el viejo camino en lugar de tomarotro nuevo.

—Sí, señor: aquí estará mejor queen cualquier otro lao —contestó Luke—.Yo no aguantaría tener que trabajar enotro sitio: todo es distinto: lo mismo loscarros tienen las ruedas estrechas, lasescaleras son distintas o son distintas lasgalletas de avena, como aquí mismo,Floss arriba. No es bueno cambiar delugar.

—Imagino que querrán echar a Ben yhacer que te las apañes con un chico, ytendré que ayudar un poco. Tendrás peorempleo.

—No importa, señor —dijo Luke—,

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no pienso amargarme. He estado conusté veinte años, y veinte años no pasanporque uno quiera, igual que uno nopuede hacer crecer los árboles: unodebe esperar a que nuestro Señor losenvíe. Yo no me acostumbro a lasnuevas comidas ni a las nuevas caras.No soy capaz: estas cosas atan mucho.

Tras esto, el paseo concluyó ensilencio, porque Luke se habíadescargado de sus pensamientos hastaagotar todos sus recursos para laconversación, y el señor Tulliver habíapasado de los recuerdos a una dolorosareflexión sobre las distintas dificultadesentre las que podía elegir. Aquella tarde,

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a la hora del té, Maggie advirtió que seencontraba inusualmente ausente;después permaneció sentado en el sillón,echado hacia delante, mirando el suelomientras movía los labios y meneaba lacabeza de vez en cuando. Después miróintensamente a la señora Tulliver, quetejía delante de él; más tarde observó aMaggie, la cual, mientras se inclinabasobre su labor, era plenamenteconsciente de que en la mente de supadre estaba desarrollándose unatragedia. De repente, el señor Tullivercogió el atizador y rompió con rabia ungran trozo de carbón.

—Pero Tulliver, ¿en qué estás

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pensando? —exclamó la señoraTulliver, alzando los ojos alarmada—.Es un derroche romper el carbón:apenas nos queda carbón del grande y nosé de dónde podremos sacar más.

—Me parece que esta noche no seencuentra usted muy bien, padre —dijoMaggie—. Parece usted inquieto.

—Bueno, ¿cómo es que Tom no estáaquí? —preguntó el señor Tulliver conimpaciencia.

—¡Ay, señor! ¿Es ya la hora? Tengoque ir a prepararle la cena —dijo laseñora Tulliver, dejando lo que estabatejiendo y saliendo de la habitación.

—Son casi las ocho y media —dijo

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el señor Tulliver—. No tardará enllegar. Ve a buscar la Biblia grande yábrela en la primera página, allí dondelo apuntamos todo. Y trae pluma ytintero.

Maggie obedeció intrigada: pero supadre no le dio más órdenes y se limitóa aguardar el rumor de los pasos de Tomen la gravilla, aparentemente irritadopor el viento que se había levantado ycuyo rumor ahogaba todos los otrossonidos. Sus ojos tenían una luz extrañaque consiguió asustar a Maggie y éstaempezó a desear también la llegada deTom.

—Aquí está —exclamó el señor

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Tulliver animado cuando por fin se oyóllamar a la puerta. Maggie fue a abrirla,pero su madre salió apresuradamente dela cocina.

—Espera, Maggie. Ya abro yo —dijo.

La señora Tulliver había empezado aasustarse un poco por la tardanza de suhijo y estaba celosa de todo lo que losdemás pudieran hacer por él.

—Tienes la cena lista junto al fuegode la cocina, hijo mío —anunciómientras Tom se quitaba la chaqueta y elsombrero—. Puedes cenar solo, como ati te gusta, sin que yo t’hable.

—Madre, me parece que padre

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quiere hablar con Tom —intervinoMaggie—. Primero debe ir al salón.

Tom entró con la expresión triste queacostumbraba a tener por las noches,pero vio de inmediato la Biblia abierta yla escribanía, y lanzó a su padre unamirada de sorpresa e inquietud.

—Pasa, pasa, llegas tarde —dijo supadre—. Quiero que hagas una cosa.

—¿Pasa algo, padre? —preguntóTom.

—Siéntate, sentaros todos —ordenóel señor Tulliver—. Y tú, Tom, siéntateaquí, quiero que escribas una cosa en laBiblia.

Los tres tomaron asiento sin dejar de

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mirar al señor Tulliver, el cual empezó ahablar lentamente, mirando primero a suesposa.

—He tomado una decisión, Bessy, yquiero cumplir la promesa que te hice.Nos espera la misma tumba a los dos yno debemos guardarnos rencor. Mequedaré aquí, trabajaré para Wakem yme comportaré con honradez: no hayTulliver que no sea honrado, no loolvides, Tom —añadió, alzando la voz—: Seguirán criticándome inclusomientras intento pagar las deudas, perono es culpa mía, es que hay demasiadosbribones en este mundo, son demasiadospara mí y tengo que rendirme. Dejaré

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que me pongan el yugo, porque tienesrazón al decir que t’he metido en todoeste lío, Bessy, y trabajaré para él comosi se tratara de un hombre honrado: yosoy un hombre honrado, aunque nuncavolveré a levantar cabeza: soy un árbolcaído… Un árbol caído.

Hizo una pausa y miró hacia elsuelo.

—¡Pero no se lo perdonaré! —añadió de repente en un tono más fuertey profundo, levantando la cabeza—. Yasé que dicen que él no me queríaperjudicar, así es como el viejo PeroBotero ayuda a los bribones, ha estadoen la raíz de todo. Aunque es un

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caballero educado, ya lo sé, ya lo sé.Dicen que yo no tenía que recurrir a laley, pero ¿cómo se hace justicia? Para élla ley no significa nada, ya lo sé, es unode los caballeros que consiguen dinerohaciendo negocios con los pobres y,cuando los han convertido en mendigos,les dan limosna. ¡No pienso perdonarlo!Desearía que cayera sobre él taldeshonra, que su hijo quisiera olvidarlo.Quisiera que cometiera algún delito quese viera obligado a trabajar con suspropias manos. Pero eso no sucederá, esdemasiado bribón para que la ley lopille. Y no olvides eso, Tom: no loperdones nunca, nunca, si quieres ser

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hijo mío. Quizá llegue el día en queconsigas que se arrepienta: yo no veréese momento. Yo tendré la cabezaagachada bajo el yugo. Ahora escribeeso, todo eso, en la Biblia.

—¿Qué cosa, padre? —preguntóMaggie, dejándose caer junto a susrodillas, pálida y temblorosa—. Es malomaldecir y guardar rencor.

—No lo es, te lo aseguro —exclamósu padre con ferocidad—. Lo malo esque los bribones prosperen, eso es obradel demonio. Haz lo que te digo Tom:escribe.

—¿Qué debo escribir, padre? —preguntó Tom con sombría sumisión.

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—Escribe que tu padre, EdwardTulliver, se puso a trabajar para JohnWakem, el hombre que había contribuidoa su ruina, porque había prometido a suesposa reparar en la medida de loposible el daño hecho, y porque quieromorir en el lugar donde nací y dondenació mi padre. Ponlo con las palabrasadecuadas, ya sabrás cómo, y despuésescribe que no perdono a Wakem portodo esto y que, aunque trabajaré para élcomo un hombre honrado, deseo quecaiga sobre él todo tipo de males.Escríbelo.

Se produjo un silencio sepulcralmientras la pluma de Tom se desplazaba

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sobre el papel: la señora Tulliverparecía asustada y Maggie temblabacomo una hoja.

—Ahora léeme lo que has escrito —ordenó el señor Tulliver.

Tom lo leyó lentamente.—Ahora pon que recordarás lo que

Wakem ha hecho a tu padre y que,llegado el momento, harás que él y lossuyos se arrepientan. Y firma con tunombre completo, Tomas Tulliver.

—¡No, padre, querido padre! —exclamó Maggie, estremecida de miedo—. No hagas que Tom escriba eso.

—¡Calla, Maggie! —exclamó Tom—: Quiero escribirlo.

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Libro cuarto

El valle de la humillación

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Capítulo I

Una variedad delprotestantismo queBossuet desconocía

Tal vez, lector, hayas tenidooportunidad de descender por el Ródanoen un día de verano y sentir que la luzdel sol se tornaba sombría por causa delos pueblos en ruinas que salpican lasorillas en algunos tramos de su curso,contándonos que el rápido río creció enuna ocasión, igual que un dios quearrastra «todo lo que tenía aliento de

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espíritu de vida en sus narice».[23] yconvierte su morada en desolación.Quizás hayas pensado, lector, que estostristes restos de casas vulgares, que ensus mejores tiempos eran merasmuestras de una vida sórdida, propia entodos sus detalles de nuestra era vulgar,causan un efecto muy distinto al de lasruinas del castillado Rin, desmoronadasy fundidas con tal armonía en las laderasverdes y rocosas que parecen formarparte del paisaje natural, como el pinode montaña: es más, incluso reciénconstruidos, los castillos poseerían esacualidad natural, como si los hubieraedificado una raza nacida de la tierra

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que hubiera heredado de su poderosamadre un sublime instinto creador deformas. ¡Qué época novelesca! Siaquellos saqueadores feudales eranogros malhumorados y borrachos, almenos la bestia salvaje que llevabandentro poseía cierta grandeza: eranjabalíes que rasgaban y desgarraban consus colmillos, pero no cerdosdomésticos: representaban las fuerzasdemoníacas siempre en conflicto con labelleza, la virtud y las costumbrescivilizadas: ofrecían un hermosocontraste con el trovador errante, laprincesa de labios suaves, el piadosoermitaño y el tímido judío. Cuando la

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luz del sol caía sobre el destellanteacero y los estandartes al viento, aquéllaeras una época llena de color: una épocade aventuras y fieras luchas; y no sóloeso, sino también de arte y entusiasmoreligiosos. ¿Acaso no fue entoncescuando se construyeron las catedrales ylos grandes emperadores dejaron suspalacios occidentales para morir antelas fortalezas infieles en el sagradoOriente? Por todos estos motivos loscastillos del Rin me inspiran poesía:pertenecen a la gran vida histórica de lahumanidad y evocan en mí toda unaépoca. En cambio, los esqueletosangulosos de ojos hundidos y color

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mortuorio de los pueblos a orillas delRódano me oprimen con la sensación deque la vida humana —gran parte, por lomenos— es una existencia angosta, fea yhumillante que ni siquiera la calamidadeleva, sino que, al contrario, tiende aexhibirla en toda su vulgaridad; y tengola cruel convicción de que las vidas delas que esas ruinas son resto formabanparte de una tosca suma de oscuravitalidad que caerá en el mismo olvidoque las sucesivas generaciones dehormigas y castores.

Quizá, lector, hayas sentido unasimilar sensación opresiva mientrascontemplabas la anticuada vida familiar

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que transcurre a orillas del Floss y quela pena difícilmente consigue elevar porencima de lo tragicómico. Dirás que esuna vida sórdida ésta que llevan losTulliver y los Dodson, los cuales no seguían por principios sublimes, porvisiones románticas ni por una fe activay sacrificada; no los empujan ninguna deesas pasiones incontrolables que creanlas oscuras sombras de la miseria y elcrimen; no tienen necesidades toscas yprimitivas, no conocen las tareas duras,sumisas y mal pagadas, no descifran concapacidad infantil lo que ha escrito lanaturaleza, todo lo cual da carácterpoético a la vida del campesino. Poseen

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costumbres y conceptos mundanosconvencionales sin educación y sinrefinamiento. Sin duda, la forma de vidahumana más prosaica: orgullosarespetabilidad sobre una basta calesa;mundanería sin guarnición. Siobservamos de cerca a estas gentes,incluso cuando la mano de hierro de ladesgracia les ha hecho perder el vínculomecánico que las une al mundo, seadvierte escasa huella de la religión y laimpronta aún menor de un claro credocristiano. Su fe en lo oculto, en lo querespecta a sus manifestaciones, se diríaque posee un carácter pagano: susnociones morales, si bien sostenidas con

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tenacidad, no parecen responder a otrocriterio que a la costumbre hereditaria.No se puede vivir entre gente así; uno seahoga por falta de una salida hacia lohermoso, grande o noble; se irrita conesos hombres y mujeres grises que nocasan con la tierra en donde viven, estarica llanura por la que fluye el gran ríohacia delante y une el débil pulso de lavieja población inglesa con los latidosdel poderoso corazón del mundo. Sediría más propia del misterio de lasuerte humana la vigorosa supersticiónque azota a sus dioses o a sí misma quela formicante actitud de esos Dodson yTulliver.

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Comparto contigo, lector, estasensación de estrechez opresiva; pero esnecesario que la sintamos si queremosentender cómo actuaba sobre las vidasde Tom y de Maggie, cómo ha afectado alos jóvenes de varias generaciones que,empujados por la tendencia al progresode las cosas humanas, se han elevadopor encima del nivel mental de lageneración precedente, a la que, sinembargo, los ataban las fibras másfuertes de su corazón. De este modo, encada población, cientos de corazonesoscuros representan el sufrimiento,como víctimas o mártires, propio detodo avance histórico de la humanidad:

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y no debemos temer esta comparaciónde las cosas pequeñas con las grandes:¿acaso la ciencia no nos dice que centrasu empeño en la búsqueda de aquelloque vincule lo más pequeño a lo másgrande? Por lo que sé, en las cienciasnaturales nada carece de importanciapara el estudioso que posea una ampliavisión de estos vínculos ni para quiencada objeto sugiera una amplia gama decondiciones. Y lo mismo sucede con laobservación de la naturaleza humana.

Sin duda, las ideas religiosas ymorales de los Dodson y los Tullivereran demasiado específicas para quepudiera llegarse a ellas de modo

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deductivo partiendo de la afirmación deque formaban parte de la poblaciónprotestante de Gran Bretaña. Su teoríade la vida poseía una base sólida, comotodas las teorías a partir de las cuales sehan criado y florecido todas las familiasdecentes y prósperas; pero carecía detoda teología. Si cuando las hermanasDodson eran solteras sus Biblias seabrían con más facilidad en una páginaque en otra se debía a que guardaban enellas pétalos secos de tulipanes,distribuidos con cierta imparcialidad,sin preferencia alguna por lo histórico,piadoso o doctrinal. Su religión erasencilla, casi pagana, pero no había en

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ella herejía alguna —si es que herejíasignifica elección— porque no sabíanque existiera ninguna otra religión, conla única excepción de las corrientes noanglicanas, rasgo que parecía trasmitirsede padres a hijos, como el asma. ¿Cómopodrían saberlo? El vicario de suagradable parroquia rural no erapolemizador y, en cambio, se le dababien jugar al whist y tenía siempre apunto alguna broma para lasparroquianas de buen ver. La religión delos Dodson consistía en reverenciartodo aquello que fuera tradicional yrespetable: era necesario estar bautizadopara que te enterraran en el cementerio y

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tomar los últimos sacramentos comogarantía contra una serie de vagospeligros; pero era igualmente necesariocontar para el funeral con adecuadosportadores del féretro y con unosjamones bien curados, así como dejar untestamento irreprochable. NingúnDodson desearía que se le echara encara el olvido de nada apropiado o queformara parte desde tiempo inmemorialde las tradiciones familiares y de lascostumbres claramente indicadas en lapráctica de los parroquianos másacaudalados: cosas tales como laobediencia a los padres, la fidelidad alos consanguíneos, la laboriosidad, la

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honradez, el espíritu de ahorro, lalimpieza cuidadosa de todo tipo deutensilios de madera y cobre, laacumulación de monedas que podríandesaparecer de la circulación, laproducción de bienes de primera clasepara el mercado y la preferencia generalpor todo aquello que fuera casero. LosDodson eran orgullosos y su orgulloresidía en frustrar por completo tododeseo ajeno de reprocharles algúnincumplimiento de un deber o normatradicional. En muchos sentidos setrataba de un orgullo razonable, puestoque identificaba el honor con laintegridad perfecta, el cuidado en el

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trabajo y la fidelidad a las normasestablecidas; y la sociedad debe lapresencia de cualidades importantes enalgunos de sus miembros a las madresde la clase de los Dodson, quepreparaban bien la mantequilla y losplatos tradicionales y se habrían sentidoavergonzadas por hacerlo de otro modo.Ser honrado y pobre nunca fue la divisade un Dodson, pero todavía menos loera ser pobre y parecer acaudalado; ellema de la familia era ser rico yhonrado, y no sólo rico, sino másincluso de lo imaginado. Llevar unaexistencia respetable y contar con losportadores adecuados en el funeral

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suponía alcanzar los objetivos últimosde esta vida, pero ese éxito quedaríatotalmente anulado si, al leer eltestamento, el prestigio del difuntocayera por los suelos por ser mas pobrede lo esperado o por legar sus bienes demodo caprichoso, sin guardar laadecuada proporción con los grados deparentesco. El comportamiento con losfamiliares debía ser siempre eladecuado: y lo propio era corregirlosseveramente si su actitud no honraba a lafamilia, pero sin privarlos de su partecorrespondiente de hebillas de loszapatos y otras propiedades. Cualidaddestacada del carácter de los Dodson

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era su sinceridad; tanto sus vicios comosus virtudes formaban parte de unegoísmo orgulloso y franco queaborrecía enérgicamente cualquier gestocontra su fama y su interés; reprenderíanduramente a cualquier familiardescarriado, pero nunca lo abandonaríano harían caso omiso de su presencia: nopermitirían que le faltara el pan, aunqueexigirían que lo comiera con hierbasamargas.

La misma fe tradicional corría porlas venas de los Tulliver, peroarrastrada por una sangre más rica, contrazas de una imprudencia generosa unafecto cálido y una temeridad impetuosa.

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Algunos habían oído contar al abuelodel señor Tulliver que descendía de untal Ralph Tulliver, un individuo brillanteque terminó en la ruina. Es muyprobable que el listo de Ralph vivierapor todo lo alto, montara briososcorceles y fuera obstinado en susopiniones. En cambio, nunca se habíaoído hablar de un Dodson que searruinara: no era ése el estilo de lafamilia.

Si éstas eran las filosofías de la vidasegún las cuales se habían educado losDodson y los Tulliver en los meritoriostiempos de Pitt y de los precios altos, ellector podrá deducir de lo que ya

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conoce de la sociedad de Saint Ogg'sque en sus años de madurez ningunainfluencia los había cambiado. Inclusoera posible que, tras tantos años desermones anticatólicos, las gentesconservaran múltiples ideas paganas y,sin embargo, se tuvieran por buenosfieles anglicanos: de modo que no puedesorprendernos que el señor Tulliver,aunque asistía a la iglesia confrecuencia, dejara constancia de su afánde venganza en las guardas de la Bibliafamiliar. Nada podía reprocharse alvicario de la encantadora parroquiarural a la que pertenecía el molino deDorlcote: era hombre de una familia

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excelente, un soltero irreprochable deaficiones elegantes que se habíalicenciado con notas brillantes ypertenecía a una hermandaduniversitaria. El señor Tulliver sentíapor él el debido respeto, como hacia contodo lo relacionado con la Iglesia; peroconsideraba que la Iglesia era una cosay el sentido común otra, y que no queríaque nadie le contara, precisamente a él,lo que era el sentido común. Lanaturaleza ha dotado con pequeñoszarcillos a algunas semillas quenecesitan encontrar un cobijo paraprotegerse en circunstanciasdesfavorables, con la finalidad de que

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puedan aferrarse a superficies pocoreceptivas. Al parecer, la semillaespiritual sembrada en el señor Tullivercarecía de recursos y se la había llevadoel viento.

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Capítulo II

Las espinas atraviesan elnido desgarrado

La agitación que acompaña a losprimeros golpes de la adversidad traeconsigo una fuerza que nos sostiene, dela misma manera que con frecuencia eldolor agudo es también estímulo yproduce una excitación que setransforma en fuerza efímera. Encambio, la desesperación amenaza en lavida lenta y alterada que los sigue,cuando la pena ya no es novedad y no

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posee la intensidad emotiva quecontrarresta el dolor, cuando los díastranscurren en una monotonía sinesperanza y el sufrimiento es unaaburrida rutina; entonces se siente elhambre perentoria del alma y lossentidos se alertan para aprender algúnsecreto de nuestra existencia quepermita obtener satisfacción de laresistencia.

Este momento de extrema necesidadhabía llegado a Maggie, que sólocontaba trece años. A su precocidad, laniña añadía esta temprana experienciade lucha, de combate entre el impulsointerior y el hecho exterior, propio de

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todo carácter imaginativo y apasionado;y los años transcurridos desde queclavaba clavos en el fetiche de madera,entre las vigas carcomidas de labuhardilla, se habían llenado con unavida tan ansiosa del triple mundo de larealidad, los libros y las fantasías queMaggie resultaba extrañamente adultapara su edad, con la única excepción desu total falta de prudencia y dominio desí misma, cualidades que, por elcontrario, hacían adulto a Tom en plenainfancia intelectual. Y en aquellosmomentos, la vida que le había tocadoen suerte empezaba a adquirir unamonotonía triste y tranquila que la hacía

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encerrarse más en sí misma. Su padrepodía ocuparse otra vez de su trabajo,sus asuntos se habían solucionado ytrabajaba como empleado de Wakem enel lugar de siempre. Tom iba y venía porlas mañanas y por las tardes, y en casaestaba cada vez más callado: ¿qué habíaque decir? Todos los días eran iguales yel interés de Tom por la vida, aplastadoy repelido en todos los otros sentidos, seconcentraba en la única vía posible: laambiciosa resistencia a la adversidad.Las rarezas de su padre y de su madre leresultaban muy irritantes, ahora queestaban despojadas de todos losacompañamientos propios de una casa

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próspera, ya que Tom tenía una miradamuy clara y prosaica que no enturbiabanlas neblinas de los sentimientos o de laimaginación. La pobre señora Tulliverparecía incapaz de volver a ser lamisma y de recuperar su plácidaactividad doméstica: ¿cómo iba ahacerlo? Habían desaparecido losobjetos entre los que su mente sedesplazaba satisfecha: le habíanarrebatado repentinamente todas laspequeñas esperanzas, planes yespeculaciones, todos los pequeñoscuidados que dedicaba a unos tesorosque durante un cuarto de siglo, desdeque compró las primeras tenacillas para

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los terrones de azúcar, habían hecho desu mundo un lugar comprensible, yaquella vida vacía la desconcertaba. Nodejaba de dar vueltas a la insolublepregunta de por qué había tenido quesucederle a ella lo que no sucedía aotras mujeres, y así expresaba laperpetua comparación entre el pasado yel presente. Daba pena contemplar cómoaquella rubia atractiva y robusta ibaajándose y adelgazando, víctima de unainquietud física y mental que confrecuencia la hacía vagar por la casavacía tras terminar su trabajo, hasta queMaggie, alarmada, iba a buscarla y lahacía parar explicándole lo mucho que

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inquietaba a Tom que arruinara su saludpor no sentarse a descansar. Y, sinembargo, en medio de aquella indefensaimbecilidad, un humilde rasgo de devotoespíritu materno resultaba conmovedor einspiraba la ternura de Maggie hacia supobre madre, en medio de las pequeñaspero agotadoras penas que su debilidadmental causaba. No permitía que Maggiehiciera el trabajo más pesado y que másestropeaba las manos, y se enfurruñabacuando Maggie intentaba aliviarla detanto frotar y restregar.

—Déjalo, hija mía, se t'encalleceránlas manos —decía—. Corresponde a tumadre hacerlo: yo ya no puedo coser, me

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falla la vista.Y seguía cepillando y cuidando con

mimo el cabello de Maggie, con el quese había reconciliado, a pesar de sunegativa a rizárselo, ahora que era tanlargo y espeso. Maggie no era su niñamimada y, en general, habría preferidoque fuera muy distinta; sin embargo,aquel corazón femenino, tan herido ensus pequeños deseos personales, hallabaconsuelo en el futuro de su joven hija, yla madre encontraba satisfacciónestropeándose las manos para salvarotras con tanta vida por delante.

Pero la presencia constante de losperplejos lamentos de su madre

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resultaba menos dolorosa para Maggieque la depresión hosca y taciturna de supadre. Mientras estuvo paralizado ypareció que seguiría siempre en aquellacondición infantil de dependencia —esdecir, mientras apenas fue consciente desus problemas—, el amor y lacompasión eran para Maggie casi unainspiración, un nuevo poder que haríafácil lo más difícil, por cariño a él; sinembargo, tras la dependencia infantilpasó a un estado de concentración quecontrastaba con su antiguo talantecomunicativo y animado, y seprolongaba día tras día y semana trassemana, sin que sus ojos tristes

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mostraran nunca entusiasmo ni alegría.Para los jóvenes resulta cruelmenteincomprensible esta sombría monotoníaen las personas ancianas o de medianaedad arrastradas por la vida a ladecepción y el descontento, en cuyosrostros una sonrisa resulta tan extrañaque las tristes líneas en torno a loslabios y el ceño parecen ignorar lo quees y ésta desaparece porque nada laacoge. «¿Por qué no se animan y sealegran de vez en cuando?», piensa lavitalidad juvenil. «Si se lo propusieran,les resultaría muy fáci». Y esas nubesplomizas que nunca se abren consiguenimpacientar incluso al afecto filial que

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mana sólo de la ternura y la piedad enmomentos de la más obvia aflicción.

El señor Tulliver no se demorabafuera de su casa: se escabullía a todaprisa del mercado y rechazaba todas lasinvitaciones para quedarse a charlar,como en los viejos tiempos, en las casasdonde acudía por asuntos de trabajo. Noera capaz de resignarse: en todas lasactitudes su orgullo se sentía herido, yen todo comportamiento, amable o frío,detectaba una alusión a su cambio decircunstancias. Ni siquiera los días enque Wakem aparecía para recorrer lastierras a caballo e interesarse por elnegocio eran tan malos como los de

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mercado, en los que tenía queencontrarse con varios de losacreedores que habían llegado a unacuerdo con él. En aquellos momentos,concentraba todo su pensamiento yesfuerzo en pagar las deudas; y bajo lainfluencia de esta absorbente exigenciade su carácter, el otrora hombregeneroso que odiaba que se leescatimara nada o escatimar a los demásen su propia casa, fuemetamorfoseándose en un tacaño y unmezquino. La señora Tulliver noconseguía economizar a su gusto en lacomida y el fuego, y él se negaba acomer nada que no fuera de la peor

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calidad. Tom, aunque abatido y hastiadopor la hosquedad de su padre y latristeza de la casa, coincidía plenamenteen que había que pagar a los acreedores,y el pobre chico aportó su primera pagatrimestral con una deliciosa sensaciónde éxito y se la entregó a su padre paraque la metiera en la caja de hojalata quecontenía los ahorros. La pequeñareserva de soberanos de la lata parecíaser lo único que aportaba un débil rayode placer a los ojos del molinero; tenuey efímero, porque pronto se disipaba alpensar en el tiempo necesario —tal vezsuperior a los años que le quedaban—para que los menguados ahorros

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pudieran terminar con la pesadilla de ladeuda. El déficit de más de quinientaslibras, al que habría que sumar losintereses acumulados, parecía un abismodemasiado difícil de llenareconomizando treinta chelines al mes,aunque a esto se sumaran los probablesahorros de Tom. En este puntocoincidían por completo los cuatro serestan distintos que, poco antes de irse a lacama, se sentaban ante el agonizantefuego de astillas que producía un calorbarato. La señora Tulliver llevaba en lasvenas la orgullosa integridad de losDodson y de acuerdo con la educaciónrecibida pensaba que quitar a los demás

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su dinero de modo fraudulento —otromodo de definir una deuda— equivalía auna especie de picota moral: habría sidoperverso, en su opinión, ir en contra delos deseos de su esposo de «hacer locorrect» y reparar su nombre. Albergabala confusa noción de que si se pagaba atodos los acreedores se le devolvería laplata y la ropa y, al mismo tiempo, teníala idea innata de que mientras uno debíadinero y no lo devolvía no podíaconsiderarse dueño de nada.Refunfuñaba un poco porque el señorTulliver se negaba a exigir ladevolución de la deuda de los Moss:pero aceptaba sumisamente todas las

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exigencias de economía doméstica, hastael punto de privarse de los caprichosmás baratos: su único gesto de rebeliónconsistía en introducir clandestinamenteen la cocina algo que pudiera mejorar unpoco la cena de Tom.

Estas ideas estrictas sobre lasdeudas que defendían los anticuadosTulliver tal vez hagan sonreír a muchoslectores de estos tiempos de filosofíamás relajada y criterios comercialesmenos estrictos, según los cuales todo seequilibra sin que tengamos queintervenir: el hecho de que mi proveedorpierda dinero por mi culpa se contempladesde la serena certeza de que habrá

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otro proveedor que saque másbeneficios de la cuenta y, puesto que eneste mundo bien tiene que haber deudas,es mero egoísmo no querer ser nosotroslos deudores. Cuento aquí la historia depersonas muy sencillas que nunca habíantenido dudas esclarecedoras en relacióncon su integridad y su honor.

Bajo esta lúgubre melancolía ylimitación de afanes, el señor Tulliverconservaba un cariño especial hacía la«mocit», que convertía su presencia enuna necesidad, aunque ésta no bastarapara alegrarlo. Seguía siendo la niña desus ojos, pero la dulce fuente del amorpaternal se mezclaba ahora con la

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amargura, igual que todo lo demás.Cuando, por la noche, Maggie dejaba sutrabajo, acostumbraba a sentarse en untaburete junto a las rodillas de su padrey apoyaba en ellas la mejilla. ¡Cuántodeseaba que le acariciara la cabeza odiera alguna muestra de que lotranquilizaba la sensación de tener unahija que lo quería! Pero ahora suspequeños mimos no obtenían respuestade su padre ni de Tom, sus dos ídolos.Durante los breves intervalos quepasaba en casa, Tom se mostrabacansado y abstraído, y su padre estabaamargamente preocupado con la idea deque la niña crecía y se transformaba

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rápidamente en una mujer. En aquellascircunstancias, tenía pocasposibilidades de contraer un buenmatrimonio y le repugnaba la idea deque se casara con un hombre pobre,como su tía Gritty: eso sí que haría quese revolviera en su tumba: ver a sumocita aplastada por los hijos y eltrabajo como su tía Moss. Cuando lasmentes incultas, con una estrecha gamade experiencias personales, seencuentran bajo la presión de ladesgracia continuada, su vida interiortiende a convertirse en una ruedaperpetua de pensamientos tristes yamargos: las mismas palabras y las

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mismas escenas se repiten una y otravez, acompañadas del mismo estado deánimo; el fin de año los encuentra talcomo estaban al principio, como sifueran máquinas preparadas para repetiruna serie de movimientos recurrentes.

Pocos visitantes rompían lamonotonía de los días. Las visitas de lostíos eran breves: sin duda, no podíanquedarse a comer y la coacción queejercía el tenso silencio del señorTulliver, que parecía sumarse al eco dela sala vacía y sin alfombra cuandohablaban las tías, hacía que esas visitasfamiliares resultaran desagradables paraambos lados y tendían a escasear. En

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cuanto a otras amistades, las personasque sufren un revés social parecenquedar envueltas en un aire gélido, y lagente prefiere mantenerse tan lejos comode una habitación helada: unos sereshumanos, sólo un hombre y una mujer,sin muebles, sin nada que ofrecer y quehan dejado de figurar en sociedad,presentan una embarazosa ausencia demotivos para desear visitarlos o detemas de conversación posibles. Enaquellos tiempos lejanos, en lacivilizada sociedad cristiana de estosreinos, las familias que habíandescendido de nivel social se veíanenvueltas en un terrible aislamiento, a

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menos que pertenecieran a algunapequeña corriente religiosa, en la que seconsigue cierta calidez fraternalardiendo en el fuego sagrado.

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Capítulo III

Una voz del pasado

Una tarde, cuando los castañosempezaban a florecer, Maggie sacó unasilla a la puerta de la casa y se sentó conun libro sobre las rodillas. Sus ojosnegros se apartaban del libro, pero noparecían disfrutar de los rayos de solque atravesaban la pantalla de jazmíndel porche situado a su derecha yproyectaban sombras en forma de hojasobre su pálida y redonda mejilla; por elcontrario, se diría que buscaban algo

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que el sol no mostraba. Aquel día habíasido más aciago que de costumbre: supadre, tras una visita a Wakem, habíasufrido un ataque de ira durante el cualhabía pegado por una falta fútil al chicoque servía en el molino. Ya en otraocasión, tras su enfermedad, habíasufrido un ataque similar y habíaazotado a su caballo, y la escena habíadejado en Maggie una huella duradera.Se le había ocurrido pensar que tal vezpudiera pegar a su madre si a ésta se leocurriera intervenir con voz blanda enun momento poco oportuno. El peor desus temores era que su padre pudieraañadir a su desgracia presente algún

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acto desdichado e irreparable. El ajadolibro de texto de Tom que tenía sobre lasrodillas no le proporcionaba ningúnconsuelo ante aquel temor y sus ojos sele llenaban de lágrimas una y otra vezmientras vagaban de un lado a otro sinver los castaños ni el lejano horizonte,sino sólo escenas futuras de tristezadoméstica.

De repente le sorprendió el sonidode la puerta de la verja y el rumor depasos en la gravilla. No era Tom, sinoun hombre con una gorra de piel de focay un chaleco de felpa azul; llevaba unsaco a la espalda y lo seguía un bullterrier moteado de fiero aspecto.

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—¡Ah, Bob! ¡Eres tú! —exclamóMaggie con una sonrisa de placer alreconocerlo, porque no habían sidomuchos los gestos amables capaces deborrar el recuerdo de la generosidad deBob—. ¡Cuánto me alegro de verte!

—Gracias, señorita —saludó Bob,levantando la gorra con expresiónradiante, pero inmediatamente se sintióviolento y se relajó mirando al perro ydiciéndole en tono de enfado—. Lárgate,idiota.

—Mi hermano todavía no ha llegadoa casa, Bob —dijo Maggie—. Pasa eldía en Saint Ogg's.

—Bueno, señorita —dijo Bob—.

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Me gustaría ver al señor Tom, pero nohe venido por eso. Mire lo que traigo.

Bob depositaba en aquel momento elfardo en el umbral y, junto con él, unpaquete de libros pequeños atados conun cordel. Sin embargo, al parecer noera ése el objeto sobre el que pretendíallamar la atención de Maggie, sino algoque llevaba bajo el brazo, envuelto enun pañuelo rojo.

—¡Mire! —dijo, colocando elpaquete rojo sobre los otros ydesenvolviéndolo—. A lo mejor sepiensa que me tomo libertades, señorita,pero he encontrado estos libros porcasualidá y me se ocurrió pensar que a

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lo mejor compensan un poco los queperdió: oí que decía algo de las‘lustraciones ¡mire ésta!

Al abrir el pañuelo rojo mostró unnúmero atrasado del anuario Keepsake yseis o siete ejemplares de PortraitGallery en octavo; la enfática peticiónse refería a un retrato de Jorge IV contoda la majestad de su cráneo hundido yun voluminoso pañuelo anudado alcuello.

—Aquí hay toda clase de caballeros—siguió Bob, pasando las páginas conentusiasmo—, con todo tipo de narices,algunos son calvos y otros llevanpeluca. Caballeros del parliamento,

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digo yo que serán. Y aquí hay muchasdamas —añadió, abriendo el ejemplarde Keepsake—, algunas con el cabellorizado y otras con el cabello liso: unassonríen con la cabeza torcida y otrasparecen a punto de echarse a llorar, mireésas, sentadas en el campo y vestidascomo las damas que bajan de loscarruajes cuando van a los bailes delOld Hall. Caramba, ¡qué se pondrán loshombres cuando vayan a cortejarlas!Anoche me quedé hasta las docemirándolas. Como que me miraban comosi me conocieran. Pero bueno, yo nosabría qué decirles. Serán mejorcompañía para usté, señorita, y el

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hombre del puesto de libros me dijo queeran las mejores `lustraciones, que erande primera.

—¿Y las has comprado para mí,Bob? —preguntó Maggie,profundamente conmovida por suamabilidad—. ¡Qué bueno eres! Perotemo que te hayan costado muy caras.

—¡Ca! —dijo Bob—. Habríapagado tres veces más si con eso seconsolara usté por lo que ha perdido,señorita. Porque no me se olvida la caraque tenía cuando perdió los otros libros:me s’ha quedado pintada como si latuviera delante de los ojos. Y cuando vilos libros abiertos en el puesto, con una

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dama que me miraba con unos ojoscomo los de esté cuando estaba triste,perdone esta libertad, señorita, penséque me tomaría la libertad decomprárselos, y entonces compré estoslibros llenos de caballeros paracompletar el lote, y después —llegado aeste punto, Bob alzó el pequeño paquetede libros— pensé que también legustaría tener un poco de letra, no sólodibujos, y compré estos por si leparecen bien, están llenos de letras, ypensé que no estaría mal queacompañaran a los otros que son unpoco mejores. Y espero que no me losrechace y me diga que no los quiere,

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como hizo el señor Tom con lossoberanos.

—No, claro que no, Bob —contestóMaggie—. Te agradezco mucho quehayas pensado en mí, creo que nadie hasido nunca tan amable conmigo. Notengo muchos amigos que se ocupen demí.

—Pues tenga un perro, señorita: sonmejores amigos que cualquier cristiano—dijo Bob, depositando de nuevo elsaco que había tomado con intención demarcharse; se sentía muy tímido ante unamuchacha como Maggie aunque, comoacostumbraba a decir, «se le escapaba lalengu» en cuanto empezaba a hablar—.

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No puedo regalarle a Mumps, porque semoriría de pena si se separara de mí.¿Verdad, perillán? —Mumps optó porexpresarse con un único movimientoafirmativo del rabo—, pero le regalaréun cachorro si quiere.

—No, gracias, Bob. Tenemos ya unperro guardián y no puedo tener otromío.

—Bueno, pues es una pena. Conozcoun cachorro manífico, si no le importaque no sea de raza: su madre actúa en unnúmero de feria, es una perraecepcional: algunos, desde que selevantan hasta que se acuestan, muestranmenos cabeza que ella con sus ladridos.

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Uno que vende ollas por ahí, un oficiotan humilde como el de todos losvendedores ambulantes, fue y dijo undía: «Esa Toby no es más que una perramestiza que no vale pa n»., pero yo ledije: «¿Y tú qué? Tampoco pareces deraza. Si se te mira bien, no parece quetuvieras gran cosa que heredar de tupadre y de tu madr». No es que yo seamuy refinao, pero no me gusta que unchucho se meta con otro. Buenas tardes,señorita —añadió Bob bruscamente,alzando de nuevo el fardo, consciente deque su lengua estaba comportándose conpoca disciplina.

—Ven alguna tarde a ver a mi

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hermano, Bob —dijo Maggie.—Sí, señorita. Gracias. Otro día.

Presente mis respetos a su hermano. Ah,él si que ha crecido: a él le han crecidolas piernas más que a mí.

El hatillo volvía a estar en el suelo,pues el gancho del bastón que losostenía estaba mal colocado.

—Mumps no es un chucho callejero,¿verdad? —preguntó Maggie,adivinando que el amo agradeceríacualquier interés por el perro.

—No, qué va, señorita —dijo Bobcon una sonrisa de desdén—. Mumps esun cruce tan bueno como el mejor que sepueda encontrar a lo largo de todo el

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Floss, y lo he recorrido mucho con labarcaza. Caramba, si hasta los señoresse detienen a mirarlo, pero Mumps nolos mira: él va a lo suyo.

La expresión de Mumps, que parecíatolerar la existencia superflua de losobjetos en general, confirmaba concreces estas alabanzas.

—Parece muy arisco, ¿dejará que loacaricie?

—Sí, claro, se lo agradecerá.Mumps sabe distinguir a la gente. No esfácil engañarlo: sabe distinguirperfectamente a los ladrones. Vaya,hablo con él todo el rato cuando andopor sitios solitarios, y si he hecho alguna

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trampilla, tamién se lo cuento: no tengosecretos para él. Sabe todo lo del dedogordo.

—¿Y qué le pasa al dedo gordo? —preguntó Maggie.

—Pues eso —dijo Bob, mostrandoun ejemplar singularmente ancho deaquello que distingue al hombre delmono—: que cuando mido un trozo defranela, porque llevo franela porquepesa poco y es cara, pues un pulgarancho cuenta mucho. Señalo la yardacon el pulgar y corto por el lado dedentro, y las viejas no se dan ni cuenta.

—Pero Bob —le reconvino Maggiecon aspecto serio—: eso es un engaño,

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no me gusta oírte contar estas cosas.—¿No, señorita? —preguntó Bob

compungido—. Entonces sientohabérselo contado. Pero estoyacostumbrao a hablar con Mumps, y aél no le importa que engañe un poquilloa esas viejas tacañas que no paran deregatear, que querrían que les dieragratis la franela y les da igual que yo nogane ni pa comer. Señorita, no engaño anadie que no quiera engañarme a mí, soyuna persona honrada, señorita. Perotengo que divertirme un poco, y ya novoy con los hurones. Ahora no veo másalimañas que a esas mujeres queregatean. Buenas tardes, señorita.

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—Adiós, Bob. Gracias por traermeesos libros. Y vuelve a ver a Tom.

—Sí, señorita —dijo Bob,alejándose unos pasos; después diomedia vuelta y añadió—: dejaré dehacer el truco del pulgar si no le parecebien, señorita, pero será una pena. Nopodré encontrar otro tan bueno. ¿Y dequé me servirá tener el pulgar ancho? Paeso, lo mismo daba tenerlo delgado.

Maggie, convertida así en laMadonna y guía de Bob, se echó a reír apesar suyo, ante lo cual los ojos azulesde su adorador centellearon; bajo esosauspicios favorables, Bob saludóllevándose la mano a la gorra y se alejó.

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A pesar del gran canto fúnebre deBurke, los días de los caballerostodavía no han desaparecido:sobreviven en la adoración que muchosjóvenes y hombres sienten por mujeres alas que siquiera piensan tocar elmeñique o el orillo del vestido. Bob,cargado con su fardo, sentía unaveneración tan respetuosa por aquelladoncella de ojos negros como si fuera uncaballero con armadura que pronunciarasu nombre mientras espoleaba al caballopara entrar en batalla.

La expresión alegre no tardódesaparecer del rostro de Maggie, y talvez sólo consiguió que, por contraste, la

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tristeza le pareciera mayor. Estabademasiado abatida para dar respuestaalguna a la curiosidad que sentía sobrelos libros que le había regalado Bob, demodo que se los llevó a su cuarto, losdejó allí y se sentó en el único taburete,sin ocuparse de mirarlos todavía. Apoyóla mejilla contra el marco de la ventana,pensando que el desenfadado Bob eramucho más feliz que ella.

La sensación de soledad y totalprivación de alegría había idohaciéndose más profunda a medida queavanzaba la luminosa primavera. Todoslos rincones favoritos del entorno, quese diría que la habían criado y

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alimentado junto con sus padres,participaban ahora de la tristeza familiary no recibían la sonrisa solar. Todoafecto, todo placer que la pobre niñahubiera conocido era ahora como unnervio doloroso. Ya no tenía música, nipiano, ni voces armoniosas, nideliciosos instrumentos de cuerda, cuyosapasionados cantos de espíritus presostransmitían una extraña vibración que lerecorría todo el cuerpo. Y de su vidaescolar no le quedaba nada más que unapequeña colección de libros de textoque hojeaba con la desagradablesensación de que ya los conocía y no leofrecían ningún consuelo. Incluso en el

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colegio deseaba con frecuencia librosque contuvieran algo más: todo lo queaprendía en ellos le parecía como elextremo de una larga hebra que serompía de inmediato. Y ahora, sin elatractivo indirecto de la emulaciónescolar, Telémaco resultaba árido, asícomo las dificiles cuestiones de ladoctrina cristiana: carecían de sabor, defuerza. Algunas veces, Maggie pensabaque se conformaría con algunas fantasíasabsorbentes: ¡Si tuviera todas lasnovelas de Scott y todos los poemas deByron! Entonces quizá encontrarafelicidad suficiente para aliviar elsufrimiento que le proporcionaba la vida

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diaria. Y, sin embargo… tampoco eraeso lo que deseaba. Podía inventarmundos soñados, aunque ahora ningunole resultaba satisfactorio. Quería algunaexplicación sobre la dura vida real:sobre su taciturno padre, sentado a latriste mesa del desayuno; su madreinfantil y desconcertada; las pequeñastareas sórdidas que llenaban las horas, oel opresivo vacío de un ocio tedioso ysombrío; la necesidad de un amor tiernoy efusivo; la cruel sensación de que aTom no le importaba lo que ella pudierapensar o sentir y de que ya no erancompañeros de juegos; la privación detodas las cosas agradables que se le

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ocurrían: deseaba poseer la clave que lepermitiera comprender y así soportar lapesada carga que había caído sobre sujoven corazón. Pensaba que si lehubieran enseñado «las cosas serias eimportantes que sabían los grandeshombre», tal vez conocería los secretosde la vida; ¡ojalá tuviera libros en losque pudiera aprender lo que sabían lossabios! A Maggie los santos y losmártires nunca le habían interesado tantocomo los sabios y los poetas. Sabíapoco de santos y mártires y habíadeducido, como resultado general de lasenseñanzas recibidas, que eran uninstrumento contra la expansión del

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catolicismo y que todos habían muertoen Smithfield[24].

En una de estas meditaciones se leocurrió pensar que había olvidado loslibros de texto de Tom, enviados a casaen su baúl, pero se encontró con que, demodo inexplicable, éstos habíanquedado reducidos a los pocos ysobados ejemplares conocidos: eldiccionario y la gramática latina, unDelectus, un ajado Eutropio, unmanoseado Virgilio, una Lógica deAldrich y el exasperante Euclides. Sinduda, el latín, Euclides y la lógica seríanescalones fundamentales en la sabiduríamasculina, en el conocimiento que hacía

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que a los hombres la vida les parecierasatisfactoria e incluso alegre. El afán desaber se mezclaba con fantasías en lasque, por algún milagro, en el desierto desu futuro se imaginaba honrada por sussorprendentes logros. Y la pobre niña,empujada por el hambre intelectual y lailusión de recibir halagos algún día,empezó a mordisquear la dura cortezadel fruto del árbol de la sabiduría y allenar las horas de ocio con el latín, lageometría y las formas del silogismo; y,cuando conseguía comprender aquellosestudios masculinos, experimentaba unasensación de triunfo. Durante un par desemanas fue avanzando con decisión,

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aunque con alguna decepción ocasional,como si se hubiera encaminado solahacia la Tierra Prometida y seencontrara perdida en un incierto viajesin caminos y sin agua. Empujada por laseveridad de su decisión, se llevaba aAldrich a los campos y apartaba la vistadel libro para fijarla en el cielo, dondebrillaba la alondra, o hacia los juncos yarbustos de la orilla del río, donde unave acuática susurraba en un vueloinquieto y torpe, con la brusca sensaciónde que la relación entre Aldrich y elmundo vivo le resultaba tremendamenteremota. A medida que pasaban los díasiba desanimándose y el corazón inquieto

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se imponía sobre la mente paciente. Sinsaber cómo, cuando se sentaba junto a laventana con el libro, los ojos seempeñaban en mirar al vacío hacia elsoleado exterior: después se le llenabande lágrimas y algunas veces, si su madreno estaba presente, los estudiosterminaban en sollozos. Se rebelabacontra su suerte, desfallecía ante esasoledad, e incluso los arrebatos de rabiay odio contra un padre y una madre tandistintos de lo que habría deseado —contra Tom, que recibía y frenaba sussentimientos y pensamientos y con unaactitud distante— brotaban y fluían porencima de sus afectos y su conciencia

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como un río de lava, asustándola con laidea de que no le costaría muchoconvertirse en un demonio. Después seperdía en fantasías descabelladas en lasque huía del hogar en busca de algomenos triste y sórdido: iría a ver a algúngran hombre, Walter Scott, tal vez, y lecontaría lo desgraciada y lo lista queera, y seguro que la ayudaba. Perocuando se encontraba perdida en susensoñaciones, su padre bien podía entraren la sala para pasar la tarde y, al verque permanecía inmóvil sin advertir supresencia, espetarle:

—¡Vamos! ¿Es que tengo que irme abuscar yo las zapatillas?

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La voz punzaba a Maggie como unaespada: ella no era la única en estartriste y había estado pensando en dar laespalda a su familia y abandonarla.

Aquella tarde, la visión del alegrerostro pecoso de Bob había dado unanueva dirección a su descontento. Llegóa la conclusión de que parte de laspenalidades de su vida se debían a quedebía cargar con mayores ambicionesque los demás, que tenía que soportar unansia imposible de algo, fuera esto loque fuere, un deseo de lo mayor y mejorque ofrecía la tierra. Le habría gustadoser como Bob, con su ignoranciafácilmente satisfecha, o como Tom, que

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podía concentrarse en sus quehacerescon una firmeza que le permitía olvidartodo lo demás. ¡Pobre criatura! Mientrasapoyaba la cabeza contra el marco de laventana, retorciéndose las manos cadavez con más fuerza y golpeando el suelocon los pies, estaba tan sola como sifuera la única niña del mundo civilizadoy hubiera abandonado la vida escolarinmadura para combates inevitables, sinmayor porción de la herencia que lecorrespondía de los tesoros delpensamiento —que las sucesivasgeneraciones de penosos esfuerzos hanconseguido para la humanidad— quealgunos fragmentos y retales de

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literatura menor e historia falsa, juntocon abundante información banal sobrelos sajones y otros reyes de dudosoejemplo. Y, sin embargo, erainfelizmente ignorante de lasirrevocables leyes internas y externas así misma que, puesto que gobiernan lascostumbres, se convierten en moralidady que, tras desarrollar los sentimientosde sumisión y dependencia, setransforman en religión. Estaba tan solaen su sufrimiento como si todas lasdemás niñas recibieran mimos ycuidados de adultos que tuvieran bienpresentes los tiempos en que fueronjóvenes, cuando las necesidades eran

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imperiosas y poderosos los impulsos.Finalmente, los ojos de Maggie

cayeron sobre los libros y revistasdepositados en el alféizar de la ventanay abandonó a medias las fantasías parahojear con desgana las páginas dePortrait Gallery, pero pronto lo apartópara examinar el pequeño atado devolúmenes. Beauties of the Spectator,Rasselas, Economía de la vida humana,Las cartas de San Gregario conocía elcontenido de todos ellos; El anuariocristiano parecía ser un libro de himnosy lo dejó otra vez. ¿Y quién sería Tomásde Kempis? En alguna ocasión habíatopado con aquel nombre en sus lecturas

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y sentía la satisfacción, de todosconocida, de poseer algunas ideasrelacionadas con un nombre que vagabasolitario en su memoria. Cogió aquellibro viejo, pequeño y tosco con ciertacuriosidad: tenía muchas esquinasdobladas y alguna mano ahora inmóvilpara siempre, había señalado algunospárrafos con pluma y tinta, dorada por elpaso de los años. Maggie pasó de unapágina a otra y leyó allí donde la manoseñalaba… «Sabe que el amor propio tedaña mas que ninguna cosa del mundo…Si buscas esto o aquello, y quisieresestar aquí o allí por tu provecho, ypropia voluntad, nunca tendrás quietud,

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ni estarás libre de cuidados; porque entodos hay alguna falta, y en cada lugarhabrá quien te ofenda… Vuélvete arriba,vuélvete abajo, vuélvete fuera, vuélvetedentro, y en todo esto hallarás cruz. Y esnecesario que en todo lugar tengaspaciencia, si quieres tener paz interior, ymerecer perpetua corona… Si deseassubir a esta cumbre, conviene comenzarvaronilmente, y ponerla segura a la raíz,para que arranques y destruyas la ocultadesordenada inclinación que tienes a timismo, y a todo bien propio y corporal.De este amor desordenado que se tieneel hombre a sí mismo, depende casi todolo que se ha de vencer radicalmente:

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vencido y señoreado este mal, luego haygran paz y sosiego… Poco es lo quepadeces, en comparación con lo quepadecieron tantos, tan fuertementetentados, tan gravemente atribulados,probados y ejercitados de tan diversosmodos. Conviénete, pues, traer a lamemoria las cosas muy graves de otros,para que fácilmente sufras tus pequeñostrabajos. Y si no te parecen pequeños,mira no lo cause tu impaciencia…Bienaventurados los oídos que percibenlos raudales de las inspiracionesdivinas, y no cuidan de lasmurmuraciones mundanas.Bienaventurados los oídos que no

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escuchan la voz que oyen de fuera, sinola verdad que enseña de dentro».

Un extraño escalofrío de reverenciarecorrió a Maggie mientras leía, como sila hubiera despertado una músicasolemne en plena noche para hablarle deseres cuyas almas bullían mientras lasuya se encontraba sumida en el sopor.Pasó de una señal marrón a otra, haciadonde la mano silenciosa parecíaseñalar, apenas consciente de que estabaleyendo, ya que le parecía oír una vozque le decía: «¿Qué miras aquí nosiendo este lugar de tu descanso? En loscielos debe ser tu morada, y como depaso has de mirar todo lo terrestre.

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Todas las cosas pasan, y tú también conellas. Guárdate de pegarte a ellas,porque no seas preso y perezcas. Si elhombre diere su hacienda toda, aún noes nada. Si hiciere gran penitencia, aúnes poco. Aunque tenga toda la ciencia,aún está lejos: y si tuviere gran virtud Ymuy ferviente devoción, aún le faltamucho; le falta cosa que le es másnecesaria. Y ésta ¿cuál es? Que dejadastodas las cosas, deje a sí mismo y salgade sí del todo, y que no le quede nada deamor propio… Muchas veces te dije, yahora te lo vuelvo a decir: déjate a ti,renúnciate y gozarás de grande pazinterior… Entonces se desvanecerán

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todas las vanas imaginaciones, lasperturbaciones malas, y los cuidadossuperfluos. Entonces tambiéndesaparecerá el temor excesivo y moriráel amor desordenad».

Maggie respiró hondo y se echóhacia atrás el pesado cabello, como siquisiera percibir con mayor claridad unavisión repentina. Ahí tenía un secretosobre la vida que le permitiría renunciara todos los demás; ahí había una cumbresublime que podría alcanzar sin ayudaexterna; el libro podría ofrecerle laposibilidad de obtener perspicacia,fuerza y conquista con los medios queexistían en su propia alma, donde un

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maestro supremo aguardaba para que loescuchara. Se le ocurrió de repente,como solución a un problema, que todaslas desgracias de su corta vida se debíana que había vinculado su corazón a suplacer, como si ésa fuera la necesidadcentral del universo; y por primera vezvio la posibilidad de cambiar unaactitud desde la que buscaba lasatisfacción de sus deseos, ocuparsemenos de sí misma y contemplar su vidacomo una parte insignificante de unconjunto guiado por una mano divina.Leyó y leyó el viejo libro, devorandocon avidez los diálogos con el invisiblemaestro, modelo para las penas, fuente

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de toda fuerza; regresó a él después deque la interrumpieran un momento, yleyó hasta que el sol se ocultó tras lossauces. Con la prisa de una imaginaciónque no podía descansar en el presente,permaneció sentada en el crepúsculoimaginando situaciones de humillación ydevoción y, llevada por el ardor delreciente descubrimiento, la renunciaciónle parecía la vía de entrada en lasatisfacción que durante tanto tiempohabía ansiado en vano. No habíapercibido —¿cómo podría hacerlo tanpronto? — la recóndita verdad de losviejos escritos de aquel monje: que larenunciación es pena, aunque se trate de

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una pena soportada voluntariamente.Maggie seguía suspirando por lafelicidad y se hallaba en éxtasis porquehabía encontrado la llave. No sabía nadade doctrinas ni sistemas, de misticismoni de quietismo: pero esa vozprocedente de la lejana Edad media erauna comunicación directa con lascreencias y experiencias de un almahumana y llegó a Maggie como unmensaje incuestionable.

Tal vez sea ése el motivo por el cualeste pequeño libro pasado de moda, quese puede comprar en cualquier libreríapor seis peniques, sigue obrandomilagros y convierte en dulzor la

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amargura; en cambio, otros tratados ysermones más caros y recientes lo dejantodo como estaba. Lo escribió una manoque aguardaba un estímulo para elcorazón, es la crónica de una angustia,un combate, una confianza y un triunfoescondidos y solitarios que no seescribió sobre cojines de terciopelopara enseñar a resistir a los que avanzansobre piedras con los piesensangrentados. Y sigue siendo unregistro duradero de las necesidades yconsuelos humanos, la voz de unhermano que, mucho tiempo atrás, sintió,sufrió y renunció, tal vez en el claustro,con hábito de estameña y cabeza

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tonsurada, con muchos cantos y largosayunos, y con un modo de hablar distintodel nuestro, pero bajo los mismos cielossilenciosos y lejanos y con los mismosdeseos apasionados, los mismoscombates, fracasos y cansancios.

Cuando se escribe la historia defamilias poco distinguidas, es fácil caeren un tono de énfasis que está muy lejosde ser el propio de la buena sociedad,donde los principios y las creencias nosólo son extremadamente tibios, sinoque siempre se dan por supuesto, comoalgo que no depende de una elecciónpersonal y sobre lo que puede hablarsecon leve ironía y desenfado. Pero las

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clases altas tienen vino de Burdeos yalfombras de terciopelo, compromisospara cenar con seis semanas deantelación, óperas y bailes; pasean suhastío en caballos de pura raza,haraganean en clubes y saben apartarsede los torbellinos de miriñaques;Faraday se ocupa de su ciencia y el altoclero, que es recibido en las mejorescasas, se encarga de su religión: ¿cómovan a tener tiempo o necesidad decreencias y énfasis? Pero esta buenasociedad, sustentada en sutiles alas deleve ironía, resulta muy cara deproducir; requiere nada menos que unaamplia y ardua vida nacional

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condensada en las fábricasensordecedoras y poco fragantes,apretujada en las minas, sudorosa en loshornos, que muele, martillea y tejesometida a una opresión variable deácido carbónico, o bien se extiende porlos pastos, se dispersa en casas y chozassolitarias en campos arcillosos ocalcáreos plantados con cereales, dondelos días lluviosos son sombríos. Estaamplia vida nacional se basa totalmenteen el énfasis: el énfasis de la necesidad,que la empuja a todas las actividadesnecesarias para el mantenimiento de labuena sociedad y la leve ironía: confrecuencia pasa pesados años en un frío

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sin alfombras, entre disputas familiaresy sin largos pasillos que las atenúen. Enestas circunstancias, muchas de esasmiríadas de almas necesitan de modoimperioso unas creencias enfáticas, yaque la vida, bajo este aspectodesagradable, exige alguna solución,incluso a las mentes poco dadas a laespeculación; de la misma manera queuno intenta inspeccionar su lecho cuandoalguna protuberancia le molesta,mientras que las plumas y los perfectosmuelles franceses no provocan ningunainquietud. Algunos poseen una feenfática en el alcohol y buscan elekstasis o «salir de uno mism» en la

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ginebra, pero los demás necesitan algoque la buena sociedad denominaentusiasmo, algo que empuje a la acciónsin premio importante, algo que dépaciencia y alimente el amor humanocuando duele el cuerpo de cansancio ylos demás nos contemplan con dureza,algo que, sin duda, se encuentre lejos delos deseos personales, que comporteresignación en lo propio y amor por loajeno. De vez en cuando, esta clase deentusiasmo encuentra un eco lejano enuna voz que procede de una experiencianacida de la mas profunda necesidad. Yen las duraderas vibraciones de esa voz,Maggie, con su rostro de niña y sus

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penas ocultas, encontró el esfuerzo y laesperanza que la ayudaron a sobrellevardos años de soledad y a elaborar una fepropia sin ayuda de autoridadesestablecidas ni guías oficiales, porqueno los tenía a mano y su necesidad eraurgente. Dado lo que conoces de ella,lector, no te sorprenderá que se lanzaraa esta empresa de renunciación concierta exageración y terquedad,impetuosidad y orgullo: su vida seguíasiendo para ella un drama teatral y ellaexigía interpretar su papel conintensidad. De modo que con frecuenciasucedió que perdiera el espíritu dehumildad por lo excesivo de sus actos;

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muchas veces se propuso volardemasiado alto y cayó con las pobresalas medio desplumadas para chapotearen el barro. Por ejemplo, no sólodecidió ponerse a coser para contribuirun poco a la reserva de la caja de latasino que, empujada por el deseo demortificarse, fue a pedir trabajo a unatienda de ropa blanca de Saint Ogg's enlugar de solicitarlo de manera másdiscreta e indirecta y, cuando Tom lereprochó aquel acto innecesario, no vioen él más que un gesto desagradable eincluso enconado.

—No quiero que mi hermana hagaeso —protestó Tom—. Yo ya me

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encargaré de que se paguen las deudassin que tengas que rebajarte de esemodo.

Sin duda, estas palabras mundanas yorgullosas eran al mismo tiempovalientes y tiernas, pero Maggie sequedó con la escoria y dejó el oro, ytomó la negativa de Tom como una másde las cruces que debía soportar. Tomera muy duro con ella, pensaba Maggieen sus largas noches de insomnio: conella, que siempre lo había querido tanto;entonces luchaba por conformarse conesta dureza y no pedir nada más. Ése esel camino que queremos cuando nosdisponemos a abandonar el egoísmo: el

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del martirio y la resistencia, allí dondecrecen las palmas de la victoria, enlugar del camino de la tolerancia y laindulgencia, carente de toda gloria. Losviejos libros de Virgilio, Euclides yAldrich —el marchito fruto del árbol dela ciencia— habían quedadoabandonados, porque Maggie habíadado la espalda a la vana ambición decompartir los pensamientos de lossabios. En un primer arrebato ardoroso,los tiró con un gesto de triunfo, como sihubiera superado la etapa en que losnecesitaba, y si hubieran sido suyos, loshabría quemado, convencida de quenunca se arrepentiría. Leía con tanta

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ansiedad y constancia los otros treslibros —la Biblia, el Kempis y elAnuario cristiano (que ya no rechazabacomo «libro de himno».)— que tenía lacabeza llena de citas rítmicas; y sededicaba a ver la naturaleza y la vida ala luz de su nueva fe con un entusiasmotal que no necesitaba de ningún otromaterial para que trabajara su mentemientras se aplicaba con la aguja a lacostura de camisas y otras complicadaslabores mal llamadas sencillas, quenada sencillas resultaban para Maggie,puesto que bien podía coser el puño alrevés cuando pensaba en otra cosa.

Diligentemente inclinada sobre la

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costura, Maggie ofrecía una imagen quedaba gusto mirar. Aquella nueva vidainterior, pese a los esporádicosestallidos volcánicos propios de laspasiones contenidas, brillaba en surostro con una luz suave que hacía mashermosa su juventud floreciente. Sumadre advertía el cambio y semaravillaba, asombrada, de que«Maggie se desarrollara tan bie», erasorprendente que aquella niña que habíasido tan «contrarios» se convirtiera enuna persona tan dócil, tan reacia aimponer su voluntad. En muchasocasiones, cuando Maggie alzaba lavista de la labor encontraba los ojos de

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su madre clavados en ella: la miraban yesperaban la amplia mirada de la joven,como si su viejo cuerpo necesitara sucalor. La madre empezaba a apreciar asu hija alta y morena, única pieza en laque ahora podía depositar su inquietud ysu orgullo, y Maggie, a pesar del deseoascético de no llevar adornospersonales, se veía obligada a cederante su madre y lucir las gruesas trenzasen un moño en forma de corona,siguiendo la lamentable moda deaquellos tiempos anticuados.

—Dale gusto a tu madre, hija mía —decía la señora Tulliver—. Bastante meMolesté por tu pelo en otros tiempos.

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Así pues, Maggie, contenta de quealgo aliviara a su madre y alegrara loslargos días que pasaban juntas,consentía en llevar aquel vano adorno ylucía una cabeza regia sobre viejosvestidos, aunque se negaba con firmezaa mirarse al espejo. A la señora Tulliverle gustaba llamar la atención del padresobre el cabello de Maggie y otrasvirtudes inesperadas, pero él contestabacon brusquedad:

—Sabía muy bien lo que valía laniña, no es nuevo para mí. Pero es unapena que no sea más vulgar: larechazarán. No encontrará a nadie dignode ella para casarse.

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Y las gracias de cuerpo y alma deMaggie alimentaban su melancolía.Permanecía pacientemente sentadomientras ella le leía un capítulo o,cuando estaban solos, intentabaexplicarle tímidamente que las penaspodían resultar bendiciones. Élinterpretaba todo ello como parte de labondad de su hija, lo que hacía mástriste su desgracia, pues le habíaarruinado el futuro. En un espírituocupado por un propósito y un afán devenganza insatisfecho, no caben nuevossentimientos: el señor Tulliver no queríaconsuelo espiritual, sólo quería librarsede la degradación de las deudas y

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vengarse.

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Libro quinto

El trigo y la cizaña

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Capítulo I

En las Fosas Rojas

El salón familiar era una habitaciónalargada con una ventana en cadaextremo; desde una se divisaba la granjay un tramo del curso del Ripple hasta lasorillas del Floss, y la otra daba sobre elpatio del molino. Maggie estaba sentadacon su labor junto a esta última ventanacuando vio entrar en el patio al señorWakem, montado, como de costumbre,en su bello caballo negro; pero aquellavez no iba solo. Lo acompañaba alguien,

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cubierto con una capa, sobre un hermosoponi. Maggie apenas tuvo tiempo deadvertir que se trataba de Philip cuandoestaban ya ante la ventana y el muchachola saludaba quitándose el sombrero; elpadre de Philip percibió el gesto con elrabillo del ojo y giró la cabeza paramirarlos con aire severo.

Maggie se alejó apresuradamente dela ventana y se llevó la labor al piso dearriba; puesto que el señor Wakemalgunas veces entraba y examinaba loslibros de cuentas, Maggie pensó que lapresencia de sus padres despojaría detodo aliciente al encuentro con Philip.Tal vez lo viera algún día, cuando

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pudiera estrecharle la mano y contarleque se acordaba de lo bueno que habíasido con Tom y de todo lo que le habíadicho en aquellos tiempos, aunque ahoraya no pudieran ser amigos. A Maggie nole inquietaba volver a ver a Philip:sentía la misma gratitud y piedad queantes y recordaba lo listo que era.Además, durante las primeras semanasde su soledad, había evocadocontinuamente su imagen junto a la deotras personas que se habían mostradoamables con ella, y con frecuenciadeseaba tenerlo por hermano y maestro,tal como habían imaginado en su charla.Sin embargo, había expulsado aquel

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deseo junto con otros sueñosencaminados a satisfacer su voluntad;además, pensaba que tal vez Philiphubiera cambiado tras su estancia en elextranjero: quizá ahora fuera másmundano y no le importara lo que ellapudiera decirle. No obstante, resultabaagradable comprobar lo poco que habíacambiado el rostro de Philip: era sólouna copia ampliada y masculina de lospequeños y pálidos rasgos del niño, consus mismos ojos grises y el infantilcabello castaño y ondulado; la antiguadeformidad suscitaba la misma piedad y,después de tantas meditaciones, Maggiepensó que, sin duda, debería gustarle

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conversar un poco con él. Tal vezsiguiera siendo un muchacho triste,como antes, y deseara que ella lo trataracon afecto. Se preguntó si recordaría lomucho que admiraba sus ojos. Con estepensamiento, Maggie echó un vistazo alespejo cuadrado condenado a colgar decara a la pared y estuvo a punto delevantarse para cogerlo; pero se contuvoy tomó la costura, intentando reprimiraquellos deseos con el recuerdo dealgunos fragmentos de himnos, hasta quevio que Philip y su padre regresaban porel camino y pudo bajar de nuevo.

Estaban ya a mediados de junio yMaggie tendía a alargar el paseo diario

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que era ahora el único placer que sepermitía; pero aquel día y el siguienteestuvo tan ocupada con un trabajo quedebía terminar que no llegó más allá dela puerta de la verja y satisfizo susdeseos sentándose al aire libre. Cuandono tenía que ir a Saint Ogg's, uno de suspaseos más frecuentes, la encaminaba aun lugar situado tras lo que se conocíacon el nombre de «la colin». —unainsignificante elevación de terrenocoronada de árboles, situada junto alcamino que discurría frente a las puertasdel molino de Dorlcote—. La denominoinsignificante porque apenas era másalta que un montículo; pero en algunos

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momentos la Naturaleza convierte unmero montículo en un medio paraalcanzar un resultado funesto, y por esote ruego, lector, que imagines estepromontorio boscoso que formaba unapared desigual de casi un cuarto demilla, junto al costado izquierdo delmolino de Dorlcote, y los agradablescampos situados detrás de él y limitadospor el rumoroso Ripple. A los pies de lacolina nacía un camino que la rodeaba yconducía a la parte posterior, rota encaprichosos hoyos y túmulos por lostrabajos de una cantera agotada,abandonada tanto tiempo atrás que laszarzas y los árboles vestían los agujeros

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y montículos, y aquí y allá la cubrían lasfranjas de hierba que unas pocas ovejasmantenían bien corta. En su infancia,Maggie sentía un gran respeto por aquellugar, llamado «las Fosas Roja», y sólouna gran confianza en el valor de Tomconseguía convencerla para llegar hastaallí, ya que imaginaba bandidos yanimales salvajes en cada hoyo. Contodo, ahora aquel lugar tenía para ella elencanto que posee cualquier terrenoescarpado, cualquier remedo de rocas ybarrancos, para los ojos habituados alllano; especialmente en verano, cuandose sentaba en una hondonada herbosa ala sombra de un frondoso fresno que

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crecía torcido en un talud, y escuchabael zumbido de los insectos, diminutascampanillas que adornaban el silencio, ocontemplaba cómo el sol atravesaba lasramas lejanas, como si pretendiera hacerregresar a casa el azul cerúleo de losjacintos silvestres, escapado del cielo.También en junio los rosales silvestresflorecían en todo su esplendor, y ése fueel motivo de que Maggie se dirigierahacia las Fosas Rojas en cuanto tuvo undía libre: disfrutaba tanto que algunasveces, en su deseo de renuncia, pensabaque debería poner límite a aquellospaseos.

Si pudieras verla, lector, mientras

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avanza por su camino favorito y entra enlas Fosas por el estrecho sendero quecruza un grupo de pinos albares,distinguirías una figura alta con un viejotraje color lavanda, visible bajo un chalhereditario de malla grande en sedanegra; en cuanto está segura de que no lave nadie, se quita la capota y se la ata albrazo. Se diría que lleva en este mundomás de diecisiete años, tal vez por lalenta y resignada tristeza de su mirada,de la que parece haber desaparecidotoda búsqueda e inquietud; quizá porquesu torso ancho corresponde al de unamujer joven. La juventud y la salud hanresistido bien las penurias voluntarias e

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involuntarias que le ha deparado eldestino, y las noches pasadas sobre elduro suelo a modo de penitencia no handejado en ella huella evidente: tieneojos brillantes, mejillas oscuras, firmesy redondas, labios llenos y rojos. Con sutez oscura y la corona azabache queremata su alta figura, parece poseercierta afinidad con los grandes pinosalbares que contempla como si losamara. Pero si se la observa atentamentesurge cierta inquietud: produce lasensación de que en ella convivenelementos opuestos entre los que pareceinminente una violenta colisión. Sinduda, posee una expresión apagada,

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como la que se ve con frecuencia enrostros más maduros, bajo cofias sinadornos, que no encaja con la juventudrebelde que uno esperaría ver aparecerde repente, en una mirada súbita yapasionada que disipara toda la quietud,como un fuego que reviviera cuandoparecía ya extinguido.

No obstante, en aquel momentoMaggie no se sentía inquieta. Disfrutabatranquilamente del aire libre mientrasalzaba la vista hacia los viejos pinos ypensaba que los extremos rotos de lasramas eran la huella de tormentaspasadas, tras las cuales las rojas ramasapuntaban todavía mas arriba. Pero

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mientras tenía todavía los ojos puestosen lo alto, percibió el movimiento deuna sombra que el sol de la tardeproyectó en el sendero herboso situadoante ella. Bajó los ojos sobresaltada yvio a Philip Wakem, que primero lasaludó quitándose el sombrero ydespués, enrojeciendo profundamente,avanzó hacia ella y le tendió la mano.Maggie también se sonrojó con unasorpresa que de inmediato se convirtióen placer. Extendió la mano y bajó lavista hacia la figura deforme, masmenuda que ella, con ojos francos,llenos tan sólo con los recuerdos de sussentimientos de niña, que nunca había

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olvidado. Fue ella la primera en hablar.—Me has asustado —dijo, con una

leve sonrisa—. Por aquí nuncaencuentro a nadie. ¿Cómo es que paseaspor aquí? ¿Has venido a verme?

Era imposible no advertir queMaggie se sentía de nuevo una niña.

—Sí, así es —contestó Philip,todavía algo tenso—. Tenía muchasganas de verte. Ayer esperé durantelargo rato, en la colina cercana a tu casa,para ver si salías, pero no lo hiciste.Hoy he vuelto y cuando he visto elcamino que tomabas, no te he perdido devista y he bajado de la colina. Esperoque no te moleste.

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—No —dijo Maggie, algo seria,poniéndose otra vez a caminar, como sipretendiera que Philip la acompañara—.Me alegro mucho de que hayas venido,porque deseaba tener la oportunidad dehablar contigo. Nunca he olvidado lobueno que fuiste hace tiempo con Tom ytambién conmigo; pero no estaba segurade que tú lo recordaras tan bien comoyo. Tom y yo lo hemos pasado muy maldesde entonces, y creo que eso hace queuno piense más en lo que sucedió antesde que llegaran las dificultades.

—No creo que hayas pensado tantoen mí como yo he pensado en ti —contestó Philip tímidamente—. Sabes,

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cuando estaba lejos de aquí, te retraté talcomo te veía aquella mañana en elestudio, cuando dijiste que nunca meolvidarías.

Philip sacó un estuche del bolsillo ylo abrió. Maggie vio una acuarela en laque aparecía inclinada sobre una mesa,con los mechones negros sujetos tras lasorejas, mirando al vacío con ojosextraños y soñadores. El retrato erafrancamente bueno.

—¡Vaya! —exclamó Maggie,sonriendo y enrojeciendo de placer—.¡Qué niña tan extraña! Me recuerdopeinada así y con ese vestido rosa. Laverdad, parecía una gitana. Diría que

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todavía lo soy. —Tras una pequeñapausa, añadió—: ¿Ahora soy tal comoesperabas?

Aquellas palabras podrían habersido las de una mujer coqueta, pero lamirada franca y brillante que Maggievolvió hacia Philip no lo era. Deseabasinceramente que le gustara su rostro talcomo era ahora, pero se debía tan sólo asu deseo innato de admiración y amor.Philip la miró a los ojos durante largorato.

—No, Maggie —contestó en vozbaja.

El rostro de Maggie se ensombrecióun poco y le tembló ligeramente el labio.

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Bajó la vista, pero no apartó el rostro yPhilip siguió mirándola.

—Eres mucho más hermosa de loque imaginé que serías —añadió Philiplentamente.

—¿De veras? —preguntó Maggie, yel placer hizo que se sonrojara de nuevomás intensamente. Dejó de mirarlo y diounos pasos con la vista al frente ensilencio, como si estuviera asimilandola idea. Tan acostumbradas están lasmuchachas a considerar que la vanidadreside en el atuendo que Maggie, alrenunciar al espejo, se había propuestorenunciar a todo interés por acicalarsemás que a la contemplación de su rostro.

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Al compararse con las damas jóvenesricas y elegantes, no se le había ocurridoque bastaba su persona para produciralgún efecto. A Philip parecía gustarle elsilencio. Caminó a su lado,contemplando su rostro, como si esavisión no le permitiera ningún otrodeseo. Habían dejado atrás los pinos yse encontraban ahora en una verdehondonada casi rodeada por unanfiteatro de pálidas rosas silvestres.Pero a medida que la luz se hacía másintensa, el rostro de Maggie se ibaapagando. Se detuvo en la hondonada ymiró de nuevo a Philip.

—Me habría gustado que

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pudiéramos ser amigos —dijo con vozseria y triste—: es decir, si nos hubieraparecido oportuno. Pero debo soportaruna pesada carga: no puedo conservarnada de lo que amaba cuando erapequeña. Los viejos librosdesaparecieron. Ahora Tom es distinto,y también mi padre. Es como si fuera lamuerte: debo separarme de todo lo queme importaba antes. Y debo separarmede ti: debemos hacer como si el otro noexistiera. Por eso quería hablar contigo.Quería que supieras que Tom y yo nopodemos actuar como desearíamos enestas cosas, y que si me comporto comosi te hubiera olvidado no se debe a la

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envidia o al orgullo ni a ningúnsentimiento adverso.

Maggie hablaba con voz cada vezmás triste y suave, y empezaron allenársele los ojos de lágrimas. Elsufrimiento que expresaba el rostro dePhilip hacía que éste se pareciera más alde su infancia y que su deformidadconmoviera más a Maggie.

—Ya lo sé, entiendo lo que dices —contestó él con voz débil por elabatimiento—. Ya sé qué es lo que nossepara por ambas partes. Pero no esjusto, Maggie. Y no te ofendas si tellamo por tu nombre y te tuteo, estoyacostumbrado a hacerlo así en mi

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pensamiento. No es justo sacrificarlotodo a los sentimientos poco razonablesde otras personas. Yo renunciaría amuchas cosas por mi padre, pero norenunciaría a una amistad o… a unvínculo de cualquier tipo por obedecerun deseo suyo que a mí no me parecierajusto.

—No lo sé —reflexionó Maggie—.Muchas veces, si me he enfadado o mehe disgustado, he creído que no tenía porqué renunciar a nada, y lo he seguidopensando hasta que me he sentido capazde olvidar mis deberes. Pero no salenada bueno de eso, es una mala actitud.Estoy segura de que, haga lo que haga, al

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final preferiré haber renunciado a algopersonal antes que haber hecho másdifícil la vida de mi padre.

—Pero ¿cómo podría hacerle la vidamás difícil que nos viéramos de vez encuando? —preguntó Philip. Estuvo apunto de decir algo más, pero secontuvo.

—Oh, estoy segura de que no legustaría. No me preguntes el motivo ninada sobre ello —contestó Maggieabatida—. Mi padre tiene ideas muyfijas sobre algunas cosas, y ahora esmuy desgraciado.

—No más de lo que yo soy —exclamó Philip impetuosamente—. Yo

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no soy nada feliz.—¿Por qué? —preguntó Maggie

amablemente—. Por lo menos… Nodebería preguntártelo. Lo sientomuchísimo.

Philip se dio media vuelta paraseguir caminando, como si no tuvierapaciencia para permanecer inmóvil pormás tiempo, y siguieron caminando porla hondonada, serpenteando entreárboles y arbustos en silencio. Trasestas últimas palabras de Philip, Maggieno se sintió capaz de insistir deinmediato en que se separaran.

—Desde que renuncié a pensar en loque es fácil y agradable —dijo

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finalmente Maggie con timidez— y dejéde mortificarme por no hacer mi propíavoluntad, he sido mucho más feliz.Nuestra vida está determinada deantemano y cuando dejamos de desearcosas y sólo pensamos en soportar lacarga impuesta y en hacer lo que nos esencomendado, el pensamiento se sientemucho más libre.

—Pero yo no puedo dejar de tenerdeseos —contestó Philip conimpaciencia—. Me parece que, mientrasestamos vivos, no podemos dejar detener deseos y anhelos. Algunas cosasnos parecen bellas y buenas, y tenemosobligatoriamente que desearlas. ¿Cómo

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podemos sentirnos satisfechos sin ellasmientras nuestros sentimientos siganvivos? Me entusiasman los cuadroshermosos, deseo ardientementepintarlos. Por mucho que luche, no soycapaz de hacer lo que quiero. Eso paramí resulta doloroso y será siempre asíhasta que vaya perdiendo facultades,como quien pierde la vista. Y tambiéndeseo muchas otras cosas… —Philipvaciló un poco al llegar a este punto, yañadió—: …cosas que otros hombrestienen y que a mí siempre se me negarán.Mi vida no tendrá nada grande ohermoso: preferiría no haber nacido.

—¡Oh, Philip! —exclamó Maggie—.

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Me gustaría que no te sintieras así. —Sin embargo, su corazón empezó a latiral compás del descontento de Philip.

—Entonces —dijo Philip,volviéndose rápidamente y clavando ensu rostro los ojos grises y suplicantes—,me conformaría con esta vida si medejaras verte de vez en cuando —Philipse detuvo al observar el temor queaparecía en el rostro de Maggie y apartólos ojos de nuevo—. No tengo ningúnamigo al que contar mis cosas, nadie quese interese por mí —dijo con más calma—. Y si pudiera verte de vez en cuando,me dejaras hablar un poco contigo, y memostraras que te interesas por mí, que

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nuestros corazones siempre podrán seramigos y que nos ayudaremos, entoncesquizá me gustara más la vida.

—Pero ¿cómo podría verte, Philip?—preguntó Maggie, titubeando. (¿Deveras podría hacerle algún bien? Seríamuy doloroso despedirse de él aquel díay no volver a hablar con él nunca más.Acababa de encontrar un nuevo interéspara dar amenidad a sus días y lo ciertoera que habría resultado mucho másfácil renunciar a ese nuevo interés antesde que apareciera).

—Si me dejaras verte por aquí devez en cuando, pasear contigo… Mecontentaría con que fuera una o dos

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veces al mes. Eso no puede estropear lafelicidad de nadie y, en cambio,endulzaría mi vida. Además —prosiguióPhilip, con toda la astucia e imaginacióndel amor a los veintiún años—, si hayalguna enemistad entre nuestrosfamiliares, razón de más para queintentemos suavizarla con nuestraamistad. Tal vez, si yo conociera bienlos hechos y gracias a nuestra influenciapor ambas partes, podríamos sanar lasheridas del pasado. Y no creo que mipadre sienta gran enemistad: creo que hademostrado lo contrario.

Maggie negó lentamente con lacabeza y permaneció en silencio, presa

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de pensamientos encontrados. Tendía acreer que ver a Philip de vez en cuandoy mantener el lazo de la amistad con élera no sólo inocente sino también bueno;quizá pudiera ayudarlo a hallar algunasatisfacción en la vida, como ella habíaencontrado. La voz que le decía estosonaba para Maggie como músicacelestial, pero sobre ella se imponíaotra voz, que había aprendido obedecer,que le advertía una y otra vez queaquellos encuentros suponían unarelación secreta, algo que temería quedescubrieran y, si así era, causaríaenfado y dolor, y que admitir algo tancercano a la doblez actuaría como un

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cáncer espiritual. Sin embargo, lamúsica se hacía más fuerte, como lascampanadas que arrastrara una brisarecurrente, convenciéndola de que eranlos otros quienes se equivocaban, consus errores y sus debilidades, y que setrataba de un sacrificio fútil de uno quelastimaba a otro. Era cruel para Philipque se alejara de él debido a uninjustificable afán de venganza contra supadre: pobre Philip, del que muchos seapartaban por su deformidad. A Maggieno se le había ocurrido la idea de quePhilip pudiera convertirse en suenamorado ni que pudieran censurar susencuentros al considerarlos bajo esa luz;

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Philip lo advirtió, no sin dolor, aunqueasí resultara más probable queaccediera. Sintió cierta amargura al verque Maggie se comportaba con él concasi la misma franqueza y libertad quecuando era niña.

—No puedo decirte que sí ni que no—dijo finalmente Maggie, dando mediavuelta y volviendo por donde habíavenido—. Debo esperar para no tomaruna decisión equivocada. Debo buscaruna guía.

—Entonces, ¿puedo volver?¿Mañana? ¿Pasado mañana? ¿La semanaque viene?

—Me parece que será mejor que te

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escriba —dijo Maggie, vacilando denuevo—. Algunas veces tengo que ir aSaint Ogg's y puedo echar la carta alcorreo.

—¡Oh, no! —exclamó Philip conansiedad—. No es buena idea. Mi padrepodría ver la carta y… aunque creo queno siente ninguna animadversión haciavosotros, ve las cosas de modo distintoque yo: piensa mucho en la riqueza y enla posición social. Te ruego que medejes venir otra vez. Di tú cuándoquieres que sea; o, si no puedes, vendrétanto como pueda hasta que te vea.

—Dejémoslo así, pues —dijoMaggie—, porque no estoy segura de

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que venga ninguna tarde en concreto.Maggie sintió gran alivio al aplazar

la decisión. Ahora podía disfrutardurante unos minutos de su compañía…incluso pensó en prolongarlos un poco:la siguiente vez que se encontrarantendría que herir a Philip comunicándolesu decisión.

—No dejo de pensar en lo extrañoque resulta que nos hayamos encontradoy hayamos hablado como si noshubiéramos separado ayer mismo enLorton —dijo Maggie mirándolo conuna sonrisa, tras unos momentos desilencio—. Y, sin embargo, supongo quehemos cambiado mucho durante estos

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cinco años… me parece que han pasadocinco años. ¿Cómo es que parecías estarseguro de que yo era la misma Maggie?Yo no estaba segura de que tú siguierassiendo el mismo: sé que eres muyinteligente y seguro que has visto yaprendido muchas cosas que ahorallenan tu pensamiento: no estaba segurade que te interesaras por mí.

—Nunca he dudado un instante deque seguirías siendo la misma —dijoPhilip—. Es decir, la misma en todoaquello que hizo que me gustaras másque ninguna otra persona. No quieroexplicarlo: no creo que se puedaexplicar por qué algunas cosas nos

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impresionan más que otras. No podemosdetectar el proceso por el cual llegan anosotros ni el modo en que actúan. Elpintor más grande que ha existido sólopintó una vez un niño misteriosamentedivino, y no sería capaz de explicarcómo lo hizo ni nosotros podemosexplicar por qué sentimos que es divino.Me parece que en nuestra naturalezahumana hay almacenes de los que larazón no puede hacer un inventariocompleto. Algunos fragmentos demúsica me afectan de modo tan extrañoque no puedo escucharlos sin quecambie mi estado de ánimo durante un siel efecto durara sería capaz de actos

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heroicos.—¡Ah! Sé muy bien lo que quieres

decir con la música, yo también losiento —exclamó Maggie, uniendo lasmanos, movida por su antiguaimpetuosidad—, por lo menos, así mesentía cuando oía música. Ahora ya nopuedo oír nada, excepto el órgano de laiglesia —añadió, entristecida.

—¿Y te gustaría, Maggie? —preguntó Philip, mirándola con cariñosalástima—. Ah, disfrutas de muy pocascosas hermosas de la vida. ¿Tieneslibros? Cuando eras pequeña te gustabanmucho.

Se encontraban ya de regreso en la

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hondonada en torno a la cual crecían losrosales silvestres y ambos se detuvieronbajo el encanto de la feérica luz delatardecer que reflejaban las matas decolor rosa pálido.

—No, he dejado de leer —contestóMaggie con voz tranquila—; ahora sóloleo unos pocos libros.

Philip había sacado ya del bolsilloun pequeño volumen y dijo mientrasexaminaba el lomo.

—Ah, éste es el segundo volumen.Tal vez te habría gustado llevártelo. Melo metí en el bolsillo porque estoyestudiando una escena para dibujarla.

Maggie miró también el lomo y vio

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el título: le hizo recordar una antiguaimpresión con imperiosa fuerza.

—El pirata[25] —dijo, tomando ellibro de las manos de Philip—. Oh, loempecé una vez, leí hasta cuando Minnacamina con Cleveland, pero no pudeterminarlo. Me imaginé el resto einventé varios finales, todos ellosdesgraciados. No se me ocurría ningúnfinal feliz con ese principio. ¡PobreMinna! Me pregunto cómo termina deverdad. Durante un tiempo, no pudequitarme de la cabeza las islas Shetland,sentía el viento que soplaba del marencrespado —dijo Maggie rápidamente,con ojos refulgentes.

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—Llévate el libro a casa, Maggie —dijo Philip, contemplándola con placer—. Ahora no lo necesito: en lugar depintar esa escena, haré un retrato tuyobajo los pinos y las sombrastangenciales.

Maggie no había oído ni una palabrade lo que había dicho, absorta en lalectura de la página por la cual habíaabierto el libro. De repente, cerró ellibro y se lo devolvió a Philip moviendola cabeza en gesto de rechazo, como sidijera vade retro a una visión.

—Llévatelo, Maggie —insistióPhilip—, te gustará.

—No, gracias —contestó Maggie,

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apartándolo con la mano y caminando denuevo—. Volvería a enamorarme de estemundo, como antes; haría que desearaver y conocer muchas cosas, haría quedeseara una vida plena.

—Pero no siempre vivirás comoahora, ¿por qué has de privarte así? Nome gusta verte entregada a esteascetismo tan estricto, Maggie. Lapoesía, el arte y el conocimiento sonsagrados y puros.

—Pero no son para mí, no son paramí —insistió Maggie, caminando másdeprisa—. Porque yo querríademasiado. Tengo que esperar, esta vidano durará tanto.

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—No huyas de mí sin despedirte,Maggie —exclamó Philip cuandoalcanzaron el bosquecillo de pinosalbares y ella siguió caminando sinhablar—. No debo seguir adelante, meparece, ¿no es así?

—¡Oh, no! Se me había olvidado.Adiós —dijo Maggie, deteniéndose ytendiéndole la mano. Este gesto provocóen ella una oleada de cariño hacia Philipy, después de mirarse en silenciodurante unos momentos, con las manosunidas, Maggie dijo retirando la mano:Te agradezco mucho que hayas pensadoen mí durante estos años. Es muyagradable que alguien te quiera. Qué

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maravilloso, qué hermoso es que Dios tehaya dado un corazón capaz deinteresarse por una niña rara con la quesólo tuviste trato durante unas semanas.Recuerdo que te dije que me parecía quesentías por mí mas cariño que Tom.

—Ah, Maggie —dijo Philip, casiquejoso—: nunca me querrás tanto comoa tu hermano.

—Tal vez no —contestó Maggie consencillez—. Pero es que en el recuerdomás antiguo que tengo estamos Tom y yojunto al Floss mientras él me coge de lamano. Todo lo anterior es oscuridad.Pero nunca te olvidaré, aunque debamosseguir separados.

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—No digas eso, Maggie —protestóPhilip—. Si he mantenido a aquella niñadurante cinco años en mi recuerdo, ¿nohe conseguido con ello parte de sucariño? No debería alejarse tanto de mí.

—No lo haría si fuera libre, pero nolo soy. Debo rendirme —dijo Maggie.Tras un momento de duda, añadió—: yquería decirte que, cuando veas a mihermano, es mejor que te limites asaludarlo inclinando la cabeza. Una vezme dijo que no volviera a hablar contigoy él no cambia de opinión… Oh, vaya.Se ha puesto ya el sol y estoy todavíalejos. Adiós —dijo tendiéndole otra vezla mano.

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—Vendré por aquí tanto como puedahasta que vuelva a verte, Maggie. Piensatanto en mí como en los demás.

—Si, sí, lo haré —dijo Maggie. Sealejó a toda prisa y no tardó endesaparecer tras el último pino, aunquela mirada de Philip permaneció fija enaquel lugar durante varios minutos,como si todavía la viera.

Maggie se dirigió a su casa sumidaen un conflicto interno; Philip se marchóa la suya, donde no hizo más querecordar y esperar. Sin duda, debemoscensurar severamente su actitud. Teníacuatro o cinco años más que Maggie yera plenamente consciente de sus

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sentimientos hacia ella, lo que debíaayudarlo a prever el carácter quecualquier observador podría atribuir asus encuentros. Pero no debe suponer ellector que Philip fuera capaz de un toscoegoísmo, o que pudiera quedarsatisfecho sin convencerse previamentede que pretendía insuflar cierta felicidaden la vida de Maggie; y esta idea loempujaba más que cualquier otroobjetivo personal. Podía darlecomprensión y apoyo. La actitud deMaggie no albergaba la menor promesade amor hacia él, sólo la misma ternurapropia de una niña dulce que habíamostrado a los doce años. Quizá nunca

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lo amara; quizá ninguna mujer podríanunca llegar a amarlo: bien, losoportaría entonces, pero al menostendría la felicidad de verla y de sentircierta cercanía. Y Philip se aferrabaapasionadamente a la posibilidad de quepudiera llegar a amarlo: tal vez esesentimiento se desarrollara si loasociaba con la atenta ternura a la que sucarácter era tan sensible. Si algunamujer podía quererlo, sin duda ésa eraMaggie: estaba llena de amor y nadieparecía reclamarlo. Así pues… era unapena que un talento como el suyo semarchitara en plena juventud, como unárbol joven en pleno bosque que

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careciera de la luz y del espacionecesarios para crecer bien. Sepreguntaba si no podría impedirlo yconvencerla de que abandonara susprivaciones. Sería su ángel de la guarda;haría cualquier cosa, soportaríacualquier cosa por ella, excepto dejar deverla.

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Capítulo II

La tía Glegg se entera deltamaño del pulgar de Bob

Mientras los combates vitales deMaggie se libraban casi por completo enel interior de su alma, donde luchabandos ejércitos de sombras y se alzaban denuevo los fantasmas caídos, Tomcombatía en una guerra mas polvorientay ruidosa, lidiaba con obstáculos mássólidos y obtenía conquistas másconcretas. Así ha sido desde los días deHécuba y de Héctor, domador de

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caballos: en el interior de la casa, lasmujeres de cabello ondeante y manosalzadas al cielo ofrecían plegarias,contemplaban el combate del mundodesde lejos y llenaban los días largos yvacíos con recuerdos y temores; en elexterior, los hombres, en feroz luchacontra lo divino y lo humano, sofocabanlos recuerdos bajo los propósitos yperdían la noción del temor e inclusodel riesgo de caer heridos en elapresurado ardor de la acción.

De lo que has visto de Tom, lector,podemos concluir que se trata de unmuchacho al que nadie profetizaría unfracaso en lo que deseara firmemente

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emprender: probablemente, las apuestasestarían de su parte a pesar del escasoéxito que había tenido con los clásicos.Lo cierto era que Tom nunca habíadeseado alcanzar el éxito en ese terreno:y para obtener una buena cosecha deestupidez, no hay nada como sembrar enun cerebro una serie de asuntos que nole interesen. Sin embargo, ahora lapoderosa voluntad de Tom,concentrando los esfuerzos y superandolos desalientos, había unido laintegridad, el orgullo, los pesaresfamiliares y la ambición personal y loshabía convertido en una fuerza. El tíoDeane, que lo observaba atentamente,

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pronto empezó a albergar esperanzassobre él y a sentirse orgulloso de habercolocado en la empresa a un sobrino queparecía estar hecho para el comercio.Tom, en cuanto su tío empezó a insinuarque transcurrido un tiempo, tal vez se leencargaría algún viaje en determinadastemporadas y la compra para la empresade algunas mercancías vulgares —queprefiero no mencionar para no ofender alos oídos delicados— advirtió quehabía sido un gesto amable por su parteemplearlo de entrada en el almacén; y,sin duda, pensando en ello, el señorDeane, cuando tenía previsto tomar asolas un vasito de oporto, invitaba a

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Tom a pasar con él una hora, quededicaba a sermonear e instruirlo sobrelos artículos de exportación eimportación, con alguna digresiónocasional de utilidad indirecta sobre lasventajas relativas que para loscomerciantes de Saint Ogg's suponía queles trajeran las mercancías en bodegaspropias o extranjeras, tema que al señorDeane, en su condición de naviero,hacía soltar chispas en cuanto secalentaba con la conversación y el vino.Durante el segundo año, aumentó elsalario de Tom, pero todo, excepto loque costaba la comida y la ropa, iba aparar a la caja de lata de su casa, y el

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joven rehuía la camaradería por temor aque lo empujara a gastos no deseados.Con todo, Tom no encajaba en el bobomodelo del «aprendiz industrios».;deseaba ardientemente algunos placeres,le habría gustado ser domador decaballos y ofrecer una figura distinguidaante los ojos del vecindario, repartirbienes y prebendas con calculadagenerosidad y ser considerado uno delos jóvenes más refinados de la región;más aún, estaba decidido a conseguirtodo eso tarde o temprano. Pero suastucia le decía que los medios paralograrlo exigían que se sacrificara enaquel momento: debía superar

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determinadas etapas y una de lasprimeras era el pago de las deudas de supadre. Tras tomar esta decisión, siguióadelante sin vacilar, envuelto en ciertaseveridad saturnina, tal como hace unhombre joven cuando se le exige demodo prematuro que se muestreresponsable. Tom sentía intensamenteesa necesidad de hacer causa común consu padre que se deriva del orgullofamiliar, y se concentraba encomportarse como un hijo irreprochable;pero la experiencia que iba adquiriendole hacía condenar en silencio laimprudencia e irreflexión de la conductapasada de su padre: no tenían caracteres

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afines y el rostro de Tom, no semostraba muy alegre durante las horasque pasaba en casa. Maggie sentía por élun respeto reverencial y aunque luchabapara combatirlo, porque era conscientede que ella poseía pensamientos másamplios Y motivos más profundos, erainútil. Un carácter en armonía consigomismo, que logra lo que se propone,domina los impulsos opuestos y no seplantea nada imposible, es fuerte graciasa lo que niega.

Como bien puedes imaginar, lector,las diferencias entre Tom y su padre,cada vez más obvias, sirvieron parareconciliarlo con las tías y los tíos

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maternos; y los informes y prediccionesfavorables del señor Deane al señorGlegg en relación con la aptitud de Tompara los negocios empezaron a ser temade conversación entre ellos con distintosgrados de convicción. Al parecer, Tomera capaz de hacer honor a la familia sincausar gasto ni problema alguno. A laseñora Pullet siempre le había parecidoextraño que la excelente tez de Tom, tanpropia de los Dodson, no fuera indiciode que el muchacho acabaría saliendobien, y que errores juveniles tales comocorrer tras el pavo real y la falta derespeto general a sus tías sólo indicabanla presencia de unas gotas de la sangre

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de los Tulliver que, sin duda, se habíandiluido al crecer. El señor Glegg, quehabía contraído un prudente afecto porTom al comprobar la actitud enérgica ysensata de éste cuando subastaron losobjetos de la casa, comunicó queabrigaba una decisión para favorecersus perspectivas más adelante, cuandose le ofreciera la posibilidad de hacerlode modo prudente y sin grandespérdidas; pero la señora Glegg destacóque ella no era dada a hablar sinautoridad, como otras personas, y quequienes menos hablaban, más éxitoacostumbraban a tener, y que cuandollegara el momento, ya se vería quién

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podía hacer algo mejor que hablar. Eltío Pullet, tras meditar en silenciodurante varios caramelitos, llegóclaramente a la conclusión de quecuando era probable que un joven sedesenvolviera adecuadamente, lo mejorera no inmiscuirse en sus cosas.

Entre tanto, Tom no había mostradoninguna disposición a confiar en nadiemás que en sí mismo aunque, con unanatural sensibilidad hacia los indiciosde opiniones favorables, se alegraba deque su tío pasara por su trabajo ahacerle alguna visita y que lo convidaraa comer a su casa, aunque generalmenteprefería rechazar la invitación con el

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pretexto de que tal vez no fuera puntual.No obstante, un año atrás había sucedidoalgo que indujo a Tom a poner a pruebala disposición amistosa del tío Glegg.

Bob Jakin, que pocas veces olvidabavisitar a Tom y a Maggie cuandoregresaba de uno de sus recorridos, unatarde esperó a Tom en el puente cuandovolvía a casa desde Saint Ogg's conintención de mantener una conversaciónen privado. Se tomó la libertad depreguntar al señor Tom si alguna vez sele había ocurrido ganar dinerocomerciando un poco por su cuenta.¿Comerciar? ¿Cómo?, quiso saber Tom.Caramba, pues enviando una carga a

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algún puerto extranjero; Bob tenía unamigo que le había ofrecido ayudarlocon mercancías de Laceham y que debuen grado ayudaría al señor Tom en lasmismas condiciones. Tom se interesó deinmediato y le pidió que le diera másdetalles, sorprendido de que no se lehubiera ocurrido a él antes esa idea. Leagradaba tanto el proyecto de unaespeculación que pudiera cambiar ellento proceso de la suma por el de lamultiplicación que decidió de inmediatotratar el asunto con su padre y conseguirsu consentimiento para tomar parte delos ahorros de la caja y comprar unpequeño cargamento. Habría preferido

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no tener que consultar a su padre, peroacababa de depositar hasta la últimamoneda en la caja de lata y no tenía otroremedio. Allí estaban todos los ahorros:el señor Tulliver no querría de ningúnmodo colocar el dinero para queprodujera interés por temor a perderlo.Desde que una vez especuló comprandograno y perdió la inversión, no se sentíaseguro si no tenía el dinero al alcance dela mano.

Aquella noche, mientras estabasentado frente a la chimenea, Tomabordó la cuestión con cuidado, y elseñor Tulliver escuchó, inclinado haciadelante en el sillón y mirándolo a la cara

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con expresión escéptica. Su primerimpulso fue negarse en redondo, perosentía cierto respeto por los deseos deTom y, dado que tenía la sensación deser un padre «funest», ya no tenía lamisma imperiosa necesidad de mandar.Sacó del bolsillo la llave del escritorio,extrajo la llave del arcón y tomó la cajade lata lentamente, como si intentararetrasar el momento de una dolorosaseparación. Después volvió a sentarseante la mesa y abrió la caja con lallavecita del candado con la quejugueteaba en el bolsillo del chalecosiempre que tenía un rato libre. Allíestaban los sucios billetes de banco y

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los brillantes soberanos, y los contósobre la mesa: tras tanto escatimardurante dos años, sólo habíanconseguido ahorrar ciento dieciséislibras.

—Entonces, ¿cuánto quieres? —preguntó, hablando como si las palabrasle abrasaran los labios.

—¿Qué le parece que empiece contreinta y seis libras, padre? —preguntóTom.

El señor Tulliver separó esacantidad del resto.

—Es todo lo que ahorro de mi pagaen un año —dijo sin quitar la mano deencima.

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—Sí, padre. Es muy lento ahorrarcon lo poco que ganamos. Y, de esamanera, podremos doblar nuestrosahorros.

—Ah, muchacho —dijo el padre, sinlevantar la mano del dinero—. Peropodrías perderlo, podrías perder un añode mi vida, y no me quedan muchos.

Tom permaneció en silencio.—Y sabes que no quise pagar

dividendos con las primeras cien libras,porque quería verlas todas juntas y,cuando las veo, me siento más tranquilo.Si confías en la suerte, seguro que estaráen mi contra. Es Pero Botero quien tienela suerte en sus manos. Y si pierdo un

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año, nunca lo recuperaré, la muertepodría llevárseme —dijo con voztemblorosa.

—En ese caso, padre —dijo Tomtras unos minutos de silencio—, ya quepone tantas objeciones, no seguiréadelante.

Sin embargo, no deseaba abandonarel proyecto por completo, de modo queresolvió pedir al tío Glegg que leprestara veinte libras a cambio del cincopor ciento de los beneficios. No eramucho pedir. Así que cuando Bob pasóal día siguiente por el muelle para saberqué decisión había tomado, Tom lepropuso que fueran juntos a ver al tío

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Glegg para iniciar el negocio; seguíasiendo un chico tímido y orgulloso ytenía la sensación de que la lengua deBob haría que se sintiera más seguro.

Como es natural, en aquella horaagradable, las cuatro de la tarde de uncálido día de agosto, el señor Gleggestaba contando los frutos de sus árbolespara asegurarse de que el número totalno había variado desde el día anterior.Tom se le acercó junto a lo que al señorGlegg le pareció una compañía pocorecomendable: un hombre con un saco alhombro —ya que Bob estaba preparadopara emprender otro viaje— y unenorme bull-terrier manchado que

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caminaba contoneándose lentamente ymiraba con los ojos entrecerrados, conuna hosca indiferencia que bien podríaocultar las intenciones más aviesas. Lasgafas del señor Glegg, que lo habíanayudado a contar los frutos, destacaronestos detalles sospechosos de modoalarmante.

—¡Eh, eh! ¡Que se vaya ese perro!—gritó, agarrando un palo ysosteniéndolo ante él como protecciónen cuanto los visitantes se encontraron atres yardas de distancia.

—Largo Mumps —ordenó Bob,dándole una patada—. Es tranquilocomo un corderito. —Mumps corroboró

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la observación con un largo gruñidomientras se replegaba tras las piernas desu amo.

—¡Vaya! ¿Qué significa esto, Tom?—preguntó el señor Glegg—. ¿Sabesalgo de los sinvergüenzas que me cortanlos árboles? —Si Bob acudía como«informado». , entonces el señor Gleggpodría tolerar alguna irregularidad.

—No, señor —dijo Tom—. Hemosvenido a hablar de un pequeño negocioque me interesa.

—Ah, bien. Pero, ¿qué tiene que verel perro con eso? —preguntó el ancianocaballero, volviendo a mostrarseamable.

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—El perro es mío —intervino Bobcon su habitual rapidez—. Y soy yoquien ha contao al señor Tom lo d'esenegocio, porque el señor Tom ha sidoamigo mío desde que era un crío: miprimer trabajo fue espantar a los pájarospa el viejo amo. Y siempre pienso que,si se presenta la buena suerte, dejaré queel señor Tom también se aproveche. Yes una verdadera pena que si se presentala oportunidad d’hacer algún dineroenviando género fuera, con un diez odoce por ciento de beneficio después depagar los costes de flete y lascomisiones, no pueda hacerlo porque notiene dinero. Y son géneros de Laceham,

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a ver, que están hechos a propósito pagente que quiera enviar una pequeñapartida: son ligeros y no ocupan sitio; elpaquete de veinte libras ni se ve, y sonmanufaturas que gustan a cualquiera, demanera que es fácil venderlas. Y yo iré aLaceham y compraré los productos pa elseñor Tom y pa mí, y el encargado de uncarguero se ocupará de ellos, lo conozcopersonalmente, es un buen hombre ytiene familia aquí, en el pueblo: se llamaSalt y, como es natural, es un individuomuy salao y de fiar; si no se lo cree,puedo acompañarlo a que lo vea.

El tío Glegg escuchó con la bocaabierta de sorpresa el locuaz discurso

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de Bob, que apenas comprendía. Lomiró primero por encima de las gafas,después por debajo y luego otra vez porencima; entre tanto, Tom, inseguro de laopinión que tendría su tío, empezó adesear no haber llevado a aquel Aarón oportavoz. La charla de Bob le parecíamenos convincente ahora que la oía anteotra persona.

—Parece usted muy entendido —dijo el señor Glegg finalmente.

—Pues sí, señor, eso es —prosiguióBob, asintiendo—. Como que me pareceque tengo la cabeza viva por adentro,como si fuera un queso viejo, porqueestoy tan lleno de planes que uno choca

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con otro. Si no tuviera a Mumps pahablar, me se llenaría tanto que me daríaun ataque. Será porque nunca fuidemasiado al colegio. Es lo que yo digoa mi madre: «Debería haberme enviadomás al colegio, entonces podría leer padistraerme y tendría la cabeza más fría yvací». Vaya, ahora está bien y cómoda,mi vieja, come carne asada y habla to loque quiere. Porque estoy ganando tantoque tendré que casarme pa que lo gastemi mujer, pero es una lata tener mujer, ya Mumps a lo mejor no le gusta.

El tío Glegg que, desde que se habíaretirado de los negocios se considerabaun hombre jocoso, empezaba a encontrar

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divertido a Bob, pero todavía tenía quehacer un comentario desaprobador quelo mantenía serio.

—Ah, me parece que no sabe ustedcómo gastar su dinero; si no, no tendríaese perrazo, que comerá como doscristianos. ¡Es una vergüenza, es unavergüenza! —exclamó, más triste queenfadado. Y añadió rápidamente—:Pero vamos, oigamos más cosas sobreeste negocio, Tom. Imagino que quieresun poco de dinero para probar fortuna.Pero, ¿dónde está el tuyo? No te logastarás todo, ¿verdad?

—No, señor —contestó Tomsonrojándose—. Pero mi padre no desea

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arriesgarlo y yo no quiero insistir. Sipudiera conseguir veinte o treinta libraspara empezar, podría pagar el cinco porciento y así, gradualmente, formar unpequeño capital propio y seguir adelantesin préstamos.

—Vaya, vaya —dijo el señor Gleggcon tono de aprobación—. No es unamala idea, y no te digo que no sea yo lapersona indicada. Pero preferiría ver aese Salt del que habláis. Y el amigo aquípresente s’ofrece a comprar el género…¿Si le damos el dinero, l'avalaráalguien? —añadió el precavido anciano,mirando a Bob por encima de las gafas.

—Me parece que no es necesario,

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tío —dijo Tom—. Por lo menos, para míno sería necesario, porque conozco biena Bob; pero quizá usted sí quiera algunagarantía.

—Usted se quedará con algúnporcentaje de la compra, supongo —dijoel señor Glegg, mirando a Bob.

—No, señor —contestó Bobindignado—. No l'he ofrecido al señorTom una manzana pa llevarme un bocao.Cuando engaño a otro lo hago con másingenio.

—Pero si es perfectamente correctoque usted tenga un pequeño porcentaje—dijo el señor Glegg—. No soypartidario de las transaciones en las

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que la gente trabaja a cambio de nada.—Bien, pues —contestó Bob, que

gracias a su agudeza vio de inmediato aqué se refería—: le diré lo que saco yod'esto que, al final, m’hará tamién ganardinero. Si hago compras mayores, ganoconsideración: ése es mi plan. Soy untipo listo.

—Glegg, Glegg —espetó una vozsevera desde la ventana abierta delsalón—. ¿Te importaría venir a tomar elté? ¿O piensas seguir charlando conbuhoneros hasta que te asesinen a plenaluz del día?

—¿Asesinen? —preguntó el señorGlegg—. ¿De qué habla esta mujer?

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Aquí está tu sobrino Tom hablando denegocios.

—Pues sí, de que te asesinen. Nohace mucho se juzgó el caso de unbuhonero que asesinó a una joven, lerobó el dedal y tiró el cadáver a unacuneta.

—No, no —protestó el señor Gleggcon tono tranquilizador—: te refieres aun hombre sin piernas que iba en uncarrito tirado por un perro.

—Bueno, es lo mismo, Glegg, perotú te empeñas en llevarme la contraria.Y si mi sobrino ha venido a hablar denegocios, sería más adecuado que lohicieras pasar a la casa y permitieras

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que su tía se enterara, en lugar demurmurar por los rincones como siconspirarais o tramarais algo.

—Bien, bien —accedió el señorGlegg—, ahora entramos.

—No es necesario que se quede —dijo la dama dirigiéndose a Bob con vozfuerte, más adecuada a la distanciamoral que los separaba que a la física—. No queremos nada. Yo no compro alos buhoneros. Y cierre bien la puertadel jardín al salir.

—Alto, no vaya tan aprisa, señoraGlegg —dijo el señor Glegg—. Todavíano he terminado con el joven. Pasa,Tom, pasa-añadió, entrando por una

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puerta ventana.—Glegg —declaró la señora Glegg

en tono de fatalidad—: si tienesintención de permitir que este hombre ysu perro me pisen la alfombra delante demis narices, has el favor decomunicármelo. Supongo que una esposatiene el derecho a saberlo.

—No se inquiete, señora mía —dijoBob, tocándose la gorra. Advirtió deinmediato que la señora Glegg era unapieza digna de cazarse y se aprestó aello—. Mumps y yo nos quedaremosaquí, en la gravilla. Mumps sabe conquién trata, ni que le silbe durante unahora se tirará sobre una verdadera

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señora como usté. Hay que ver cómoreconoce a las damas hermosas, Y legustan especialmente las de buenafigura. A ver, —añadió Bob,depositando el fardo en la gravilla—, esuna lástima que una dama como usté notrate con buhoneros en lugar de ir a esastiendas modernas donde hay mediadocena de caballeros con la barbillabien tiesa por el cuello duro, queparecen botellas con tapones d'adorno,que tienen que sacar d'un trozo de percalpa comer. No es razonable que paguetres veces lo que pagaría a un buhonero,pues ésa es la manera natural decomprar porque no paga alquiler y no

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tiene que soltar una mentira tras otraquiera o no quiera. Pero señora, ustésabe mejor que yo lo que es bueno,seguro que adivina las intenciones delos tenderos.

—Pues sí, claro que sí. Y también delos vendedores ambulantes —observó laseñora Glegg, con intención de dejarclaro que los halagos de Bob no habíanproducido en ella el menor efecto; entretanto, su esposo, que permanecía en piedetrás de ella, con las manos en losbolsillos y las piernas separadas, sonrióy guiñó un ojo con deleite conyugal antela probabilidad de que embaucaran a suesposa.

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—Sí, seguro, señora —dijo Bob—.¡A ver! Seguro que ha tratado concientos de buhoneros cuando eramuchacha, antes de que el señor aquípresente tuviera la suerte de poner losojos en usté. Sé dónde vivía, he visto lacasa muchas veces, cerca del señorDarleigh, una casa de piedra conescaleras…

—Ah, así era —dijo la señoraGlegg, sirviendo el té—. Entonces,conoce un poco a mi familia… ¿espariente de aquel buhonero con un ojobizco que traía lino irlandés?

—¡Ahí está! —exclamó Bob,eludiendo la pregunta—. Si ya sabía yo

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que las mejores compras de su vidahabían sido a algún buhonero. ¡A ver! Sihasta un buhonero bizco es mejor que untendero con los ojos rectos. Pardiez,ojalá hubiera tenido la suerte de visitarla casa de piedra con este fardo… —dijo, inclinándose y asestando unenfático puñetazo en el saco—, mientraslas hermosas jóvenes esperaban en losescalones de piedra… cómo me habríagustado enseñarles mi fardo. Ahora, losbuhoneros sólo pasan por casas pobres,si no es por las criadas. Qué tiempos tanmalos éstos, señora. Mire los algodonesestampados que se llevan ahora y cómoeran cuando usté los llevaba. Seguro que

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usté no se pondrá nada d'eso. Tiene queser de primera, la tela que usté compre,algo que lleve con gusto.

—Sí, mejores que los que ustedtiene, sin duda: no creo que tenga nadade primera, excepto el descaro —dijo laseñora Glegg, convencida de susagacidad insuperable—. Glegg,¿piensas sentarte a tomar el té? Tom,toma esta taza.

—En eso ha tenido razón, señora —dijo Bob—, mi fardo no es pa damascomo usté. Ya pasaron esos tiempos.Ahora llevamos gangas baratísimas, conalguna tara aquí o allá, que puedecortarse o que no se ve una vez puesto;

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pero nada bueno pa ofrecer a laspersonas ricas que pagan por lo quenadie ve. Yo no soy d'esos que querríanenseñarle su mercancía, señora: no, no;yo soy un tipo insolente, como usté dice,porque estos tiempos que corren noshacen insolentes, pero no tanto.

—Bueno, ¿qué telas lleva en elfardo? —preguntó la señora Glegg—.Tejidos de colores, supongo; chales ytodo eso.

—De todo tipo, señora, de todo tipo—dijo Bob, dando un golpe al hatillo—.Pero no hablemos más d'eso, si ustéquiere. Estoy aquí por los negocios delseñor Tom y no soy d'esos que ocupan el

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tiempo de los demás con sus asuntos.—Pues hagan el favor de decirme en

qué consiste ese negocio que me quierenocultar —dijo la señora Glegg que,acosada por una doble curiosidad, seveía obligada a posponer una de ellas.

—Un pequeño plan de nuestrosobrino Tom, aquí presente —dijo élseñor Glegg con aire afable—, y no deltodo malo, creo yo. Un proyeto paraganar dinero qué es justo la clase deplan adecuado para los jóvenes quetienen que labrarse un futuro, ¿verdad,Jane?

—Espero que en su plan no cuentecon que sus parientes se encarguen de

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todo, pues así es como piensan ahora losjóvenes. Les ruego que me cuenten quétiene que ver este buhonero con lo quesucede en nuestra familia. ¿Es que nopuedes hablar por ti mismo, Tom, einformar a tu tía, como debe hacer unsobrino?

—Este joven se llama Bob Jakin, tía—explicó Tom, dominando la irritaciónque le producía la tía Glegg—. Y loconozco desde qué éramos niños. Esmuy buen muchacho y siempre estádispuesto a hacer algo por mí. Y tienecierta experiencia en esto de enviarmanufacturas a otros lugares enpequeñas cantidades; y cree que si yo

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hiciera lo mismo, podría ganar algúndinero. Así se obtiene un elevadointerés.

—¿Un gran interés? —preguntó latía Glegg con entusiasmo.

—¿Y a qué llamas tú un graninterés?

—Al diez o doce por ciento, diceBob, tras pagar todos los gastos.

—En ese caso, ¿por qué no se me hacomunicado antes, Glegg? —preguntó laseñora Glegg, volviéndose hacia sumarido con un chirriante tono dereproche—. ¿No me has dicho siempreque no es posible obtener más del cincopor ciento?

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—Bah, bah, tonterías, mujer —contestó él señor Glegg—. Tú no puedemeterte en negocios, ¿verdad? No sepuede obtener más del cinco por cientocon seguridad.

—Pero yo sí puedo ocuparme de sudinero, y muy agradecido, señora —dijoBob—, si usté desea arriesgarlo, aunquetampoco puede decirse que sea unverdadero riesgo. Pero si usté quisieraprestar un poco de dinero al señor Tom,él le pagaría el seis o el siete por cientoy ganaría también un pellizco pa él, y auna dama bondadosa como usté legustará más el negocio si su sobrinoparticipa en él.

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—¿Qué dices, señora Glegg? —preguntó el señor Glegg—. Me pareceque, después de hacer algunasaveriguaciones, ayudaré a Tom con unpoquito de cúmquibus para empezar, mepagará intereses, y si tienes por ahíalguna cantidad metida en un calcetín oalgo así…

—¡Glegg!, ¡esto es inconcebible!Eres capaz de ir por ahí informando alos vagabundos para que puedan venir arobarme.

—Bien, bien. Como decía, siquisieras aportar veinte libras, bienpodrías hacerlo: yo las aumentaría hastacincuenta. Sería un buen punto de

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partida, ¿no, Tom?—Espero que no cuentes conmigo,

Glegg —dijo su esposa—. No dudo deque, con mi dinero, puedes hacergrandes cosas.

—Pues muy bien —contestó el señorGlegg, algo irritado—, entonces, loharemos sin ti. Iré con usted a ver a eseSalt —añadió, volviéndose hacia Bob.

—Y ahora, imagino que te irás alotro extremo, Glegg —dijo la señoraGlegg—, y querrás excluirme delnegocio con mi sobrino. No he dichonunca que no quisiera poner dinero, y nodigo si serán o no esas veinte libras,aunque tú te das mucha prisa en opinar

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por mí, pero algún día Tom se darácuenta de que su tía tiene razón al noarriesgar, hasta que se demuestre que nose va a perder, el dinero que haahorrado para él.

—Sí, ése es un riesgo agradable —dijo el señor Glegg, guiñando el ojo aTom indiscretamente, el cual no pudoreprimir una sonrisa. Pero Bob contuvoél estallido de la ofendida dama.

—Caramba, señora —intervino conaire de admiración—, usté sí que sabecómo hacer las cosas. Y está en to suderecho. Primero mira cómo funciona élnegocio y después toma una generosadecisión. Pardiez, es buena cosa esa de

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tener buenos parientes. Yo gané micúmquibus, como dice el señor,espabilándome solo, diez soberanosfueron, apagando el fuego del molino deTorry, y ha ido creciendo y creciendopoco a poco, hasta que he reunido treintalibras, amás de poner cómoda a mimadre. Podría tener más, pero soydemasiado blando con las mujeres y nopuedo evitar venderles verdaderasgangas. Por ejemplo, aquí tengo estefardo —dijo, golpeándolo con energía—. Cualquier otro ganaría un buendinero, pero yo… Pardiez, si casi lovendo por lo mismo que m’ha costao.

—¿Lleva usted tela de visillos? —

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preguntó la señora Glegg con tonocondescendiente, acercándose desde lamesilla de té y doblando la servilleta.

—Eh, señora, que no llevo nada quea usté le valga la pena ver. No se meocurriría enseñárselo, sería un insulto.

—Pero deje que lo vea —insistió laseñora Glegg, sin abandonar el aire desuperioridad—. Si son piezas taradas,tal vez sean de la mejor calidad.

—No, señora. Yo sé qué lugar mecorresponde —dijo Bob, levantando elsaco y echándoselo al hombro—. Noquiero mostrar mi mercancía barata auna dama como usté. La venta ambulanteya no es lo que era: se escandalizaría al

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ver la diferencia. Señor, estoy a susórdenes: cuando quiera nos vamos a vera Salt.

—Todo a su debido tiempo —dijo elseñor Glegg, sin ningunas ganas decortar la conversación—. ¿Te necesitanen el muelle, Tom?

—No, señor. He dejado a Stowe enmi lugar.

—Vamos, entonces deje el fardo ymuéstreme lo que lleva —dijo la señoraGlegg mientras arrastraba una silla hastala ventana y se sentaba con grandignidad.

—No me lo pida, señora —le rogóBob.

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—No se hable más —ordenó laseñora Glegg con severidad— y haga loque le digo.

—Señora, no deseo hacerlo, pero sehará lo que usté ordene —dijo Boblentamente, depositando el fardo en lapuerta y empezando a desatarlo condedos remisos. Sin dejar de farfullar enlas pausas entre una frase y otra, añadió—: no va a comprarme nada… sentiríaque lo hiciera… Piense en las mujeresde los pueblos de por aquí, que nuncahan ido a más de cien yardas de sucasa… sería una pena que usté lescomprara sus gangas. Pardiez, si cuandome ven organizan una fiesta… Y nunca

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volveré a conseguirles gangas comoéstas. Ahora no tengo tiempo, porquetengo que irme a Laceham. Mire esto —añadió Bob, recobrando su rapidezhabitual y sosteniendo un pañuelo delana escarlata con una corona bordadaen la esquina—: aquí tiene algo con loque a una muchacha se le haría la boca ysólo por dos chelines. ¿Por qué? Porquetiene un agujerito de polilla en estaesquina sin bordar. Pardiez, me pareceque la Providencia envió las polillas yel moho a propósito pa rebajar un pocolos tejidos pa las mujeres hermosas queno tienen mucho dinero. Si no hubierasido por eso, todos los pañuelos serían

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de las damas ricas y hermosas comousté, señora, a cinco chelines la pieza,ni un cuarto de penique menos. Pero,¿qué hace la polilla? ¡A ver! Se zampatres chelines en un santiamén, y así losvendedores ambulantes como yopodemos llevar un poquito de fuego alas muchachas pobres que viven encasas oscuras. ¡Pardiez, si cuando mirauno este pañuelo tiene la sensación deque es una hoguera!

Bob lo sostuvo a distancia paraadmirarlo bien:

—Sí, pero en esta época del añonadie quiere fuego —espetó la señoraGlegg—. Deje a un lado las cosas de

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color y déjeme ver las telas de visillo,si tiene.

—Señora, ya le dije lo que iba asuceder —dijo Bob, arrojando a un ladolas telas de colores con aire dedesesperación—. Ya sabía yo que seenojaría por tener que ver estosartículos miserables que yo llevo. Aquítiene un retal de muselina estampadapero, ¿pa qué va a perder el tiempomirándola? Es como si se dedicara amirar lo que comen los pobres: sóloconseguiría perder el apetito. En mitadde la pieza, hay una yarda que haquedado sin dibujo. Pardiez, si estamuselina es digna de la princesa

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Victoria —dijo Bob, arrojándola haciael césped, como si quisiera apartarla delos ojos de la señora Glegg—, pero lacomprará la mujer del buhonero deFibb's End, allí irá a parar. Diezchelines por todo, diez yardas, contandola estropeada: habría costadoveinticinco chelines, ni un peniquemenos. Pero no diré nada más, señora;eso no es nada pa usté. Usté puedepagar tres veces mas por algo que no seani la mitad de bueno. Y de los visillosde que hablaba usté… bien, tengo unapieza de risa…

—Traiga esa muselina —dijo laseñora Glegg—. Es de color crema y

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tengo debilidad por ese color.—Señora, que es una pieza tarada

—insistió Bob con tono de desprecio—.¡No hará nada con ella, señora! Se ladará a la cocinera, ya lo sé, y sería unapena porque parecerá una señora: no esadecuada pa una criada.

—Cójala y mídala —ordenó laseñora Glegg.

Bob obedeció a regañadientes.—¡Mire lo que sobra! —dijo,

mostrando media yarda, mientras laseñora Glegg examinaba el trozoestropeado y echaba la cabeza haciaatrás para juzgar si se veía la tara delejos.

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—Le doy seis chelines por ella —soltó la señora Glegg con aire de quienda un ultimátum.

—Señora, si ya le dije que leofendería mirar mi fardo. Ese trozoestropeado le ha revuelto el estómago,me doy cuenta —dijo Bob, recogiendola muselina a toda velocidad conintención aparente de recoger la carga—. Cuando usté vivía en la casa depiedra, estaba usté acostumbrada a quelos buhoneros le trajeran otro tipo deartículos. La venta ambulante ya no es loque era, ya se lo he dicho: lo que yollevo es pa gente vulgar. La señoraPepper me dará diez chelines por esa

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muselina y será una pena que no le pidamás. Estos artículos se amortizan:conservan el color hasta que sedeshacen los hilos en la tina de lavar,cosa que no sucederá mientras yo seajoven.

—Bien, pues siete chelines —dijo laseñora Glegg.

—Quíteselo de la cabeza, señora —dijo Bob—. Aquí tiene un trozo devisillo, pa que lo mire mientras recojoel fardo. Pa que vea en qué se haconvertido este oficio. Con topos yramitas, ya ve; bonito, pero amarillento:se ha quedado arrinconado y ha cogidoese color. Nunca habría podido comprar

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un visillo de esta calidad si no hubieraestado de este color. Pardiez, me hacostado mucho aprender el valor deestos artículos; cuando empecé a llevarel fardo era ignorante como un cerdo: nodistinguía entre el visillo y el calicó.Creía que las telas, cuanto más gruesas,más valían. Me asusté, porque soy untipo simple, incapaz de artimañas,señora. No veo mucho más allá de minariz y si voy más lejos, temoequivocarme. Y di cinco chelines conocho peniques por este retal pa visillos,y si le dijera otra cosa, estaríacontándole mentiras: y cinco chelinescon ocho peniques pediré por él, ni un

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penique más, porque es un artículo pamujer y a mí me gusta complacerlas.Cinco con ocho por seis yardas: es tanbarato como si se pagara sólo el polvoque cubre la tela.

—No me importaría quedarme tresyardas —dijo la señora Glegg.

—Caramba, si hay seis en total —dijo Bob—. No, señora, no le merece lapena: mañana mismo puede ir a la tienday comprar el mismo dibujo blanqueado.Sólo le costará tres veces más, pero¿qué es eso pa una señora como usté?—añadió Bob, atando el fardo conénfasis.

—Vamos, déme esa muselina —

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ordenó la señora Glegg—. Tenga ochochelines por ella.

—Estará de broma, señora —dijoBob, mirándola con aire divertido—. Encuanto la vi en la ventana, me di cuentade que usté es una dama muy bromista.

—Bien, apártemela —ordenó laseñora Glegg.

—Pero si se la dejo por diezchelines, señora, espero que tenga labondá de no decírselo a nadie. Meconvertiría en el hazmerreír de migremio, se burlarían de mí si losupieran. Tengo que hacer creer quepido más por mi mercancía, si no sedarán cuenta de que soy tonto. Le

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agradezco que no insista en comprar elvisillo, porque entonces habría perdidomis dos mejores gangas y pensabaofrecérselas a la señora Pepper deFibb's End, que es una buena clienta.

—Déjeme ver otra vez el visillo —dijo la señora Glegg, encaprichada conlos topos y las ramitas, ahora que losperdía de vista.

—Bien, no puedo negarme, señora—dijo Bob, tendiéndoselo—. ¡Quédibujo! Auténticas manufaturas deLaceham. Ésta es la clase de telas querecomiendo que envíe el señor Tom.Pardiez, es un buen artículo pacualquiera que tenga un poco de dinero.

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Estas telas de Laceham harán que eldinero críe como conejos. ¡Si yo fuerauna señora con un poco de dinero! Vaya,conocí una que puso treinta libras eneste negocio, una señora con una piernade madera, pero tan lista que no habíaquien la pillara: antes de empezarcualquier cosa, ya sabía por dónde teníaque ir. Pues bien, prestó treinta libras aun joven dedicado a la pañería y él lasinvirtió en tejidos de Laceham; unoficial encargado de la carga que esamigo mío, aunque no es Salt, se lasllevó, y consiguió el ocho por ciento a laprimera, y ahora estará enviandomercancías en todos los barcos, hasta

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que se haga tan rica como un judío.Bucks se llama, no vive en esta ciudad.Ahora, señora, si hiciera el favor dedarme ese retal de visillo…

—Quince chelines por los dos —propuso la señora Glegg—, pero es unprecio vergonzoso.

—Quia, señora. No lo dirá cuandolleve cinco años arrodillándose en laiglesia. Le estoy haciendo un regalo, deveras. Esos ocho peniques me recortanlos beneficios como una navaja. Ahora,señor —prosiguió Bob, echándose elfardo al hombro—, si hace usté el favor,quisiera ir a encargarme de ayudar alseñor Tom a hacerse rico. Ah, me

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gustaría que tuviera otras veinte libraspa prestármelas a mí: las emplearía másdeprisa de lo que se tarda en decir elcatecismo.

—Aguarda un momento, Glegg —dijo la dama cuando su esposo cogía elsombrero—. Nunca quieres darmeoportunidad de hablar. Vete ahora yocúpate de este negocio, y al regresardime si todavía estoy a tiempo dehablar. ¡Como si no fuera tía de mipropio sobrino y cabeza de su familiamaterna! Como si no tuviera unas buenasguineas apartadas para él, así sabrá aquién debe respetar cuando yo esté en elataúd.

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—Vamos, señora Glegg, di lo quequieras decir de una vez —la apremió elseñor Glegg.

—Bien, deseo que no se haga nadasin que yo lo sepa. No digo que no vayaa arriesgar veinte libras, si averiguasque todo es correcto y seguro. Y, si lohago, Tom —concluyó la señora Glegg,volviéndose hacia su sobrino con aireimponente—, espero que recuerdessiempre y guardes agradecimiento a estatía. Ya sabes que te pediré un interés,porque no soy partidaria de dar cosas:en mi familia nunca hemos esperadoregalos.

—Gracias, tía —contestó Tom con

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orgullo—. Yo también prefiero que setrate de un préstamo.

—Muy bien, ése es el espíritu de losDodson —sentenció la señora Glegg,levantándose para recoger su labor conla sensación de que cualquier cosa quese añadiera a esta frase lapidariasupondría un súbito descenso de losublime a lo vulgar.

Tras descubrir a Salt —eseindividuo tan salao— envuelto en unanube de humo de tabaco en The AnchorTavern, el señor Glegg inició unainvestigación que resultó lo bastantesatisfactoria como para garantizar eladelanto del «cúmquibu», al que la tía

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Glegg contribuyó con veinte libras; y eneste modesto principio puedes ver,lector, el origen de un hecho que, de otromodo, te habría sorprendido. Sin que supadre lo supiera, Tom empezó aacumular unos ahorros que prometían, ano muy largo plazo, superar la cantidadguardada y saldar las deudas. En cuantoempezó a dedicarse a esta fuente debeneficios, Tom decidió sacarle elmayor partido posible y no perdióoportunidad de obtener información yampliar sus pequeños negocios. No se lodijo a su padre, influido por esa extrañamezcla de sentimientos opuestos que confrecuencia da razón por igual a quienes

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censuran un comportamiento y a quieneslo admiran: por un lado, se debía a eserechazo a las confidencias que se daentre familiares próximos —un rechazohacia la familia que estropea la relaciónmás sagrada de nuestra vida—; y, porotro, lo empujaba el deseo desorprender a su padre con una granalegría. No se le ocurrió pensar quehabría sido mejor aliviar el intervalocon una esperanza y evitar el delirio deuna alegría repentina.

Cuando Maggie se encontró conPhilip por primera vez, Tom poseía yaun capital de casi ciento cincuenta librasy, mientras caminaban a la luz del

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atardecer por las Fosas Rojas, bajo lamisma luz del ocaso, Tom cabalgabahacia Laceham, orgulloso de emprenderel primer viaje en nombre de Guest &Co., dando vueltas a las oportunidadesque, a finales del año siguiente, lepermitirían duplicar los beneficios,borrar del nombre de su padre eloprobio de las deudas y tal vez —porque ya tendría veintiún años—empezar de nuevo en otro empleo másdigno. ¿Acaso no lo merecía? Estabaconvencido de que así era.

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Capítulo III

La balanza inestable

Tal como he dicho, tras pasar latarde en las Fosas, Rojas Maggie semarchó a su casa sumida ya en unconflicto. Habrás visto con claridad ensu encuentro con Philip, lector, de quéconflicto se trataba. De repente,encontraba una abertura en la pared depiedra que cerraba el estrecho Valle dela Humillación; donde no tenía otropanorama que un cielo remoto einsondable; y algunos de los placeres

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terrenales que le rondaban por lamemoria ya no le parecían fuera de sualcance. Podría tener libros,conversación, afecto; podría oír noticiasdel mundo, del que no había perdido lasensación de exilio; y, al mismo tiempo,sería un gesto amable hacia Philip, elcual era digno de lástima porque, sinduda, no era feliz. Y quizá aquélla fuerauna oportunidad para hacer que su mentefuera más digna del más alto servicio;quizá la devoción más noble y completaapenas podía existir sin cierta amplitudde conocimientos. ¿Acaso debería vivirsiempre en aquel resignadoencarcelamiento? Era algo tan bueno, tan

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irreprochable que hubiera una amistadentre ella y Philip; los motivos que loprohibían eran tan poco razonables, ¡tanpoco cristianos! Pero la advertenciasevera y monótona se repetía una y otravez: estaba perdiendo la simplicidad yla claridad de su vida al pensar enocultar algo, y al abandonar la simpleregla de la renuncia se ponía bajo laseductora guía de deseos ilimitables. Ala semana siguiente, cuando regresó porla tarde a las Fosas Rojas, creía haberreunido ya fuerza suficiente paraobedecer a aquella advertencia. Pero sibien estaba decidida a despedirseafectuosamente de Philip, ¡cuánto

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ansiaba que llegara el paseo vespertinoen la tranquila y moteada sombra de lashondonadas!, lejos de todo lodesagradable y feo; la mirada deafectuosa admiración que la recibiría; lasensación de camaradería que losrecuerdos de la infancia daban a unaconversación mas sabia y adulta; laseguridad de que Philip escucharía conun interés único todo lo que ella dijera.Sería muy duro dar la espalda a aquellamedia hora con la sensación de que novolvería a repetirse. No obstante, dijotodo lo que quería con aire firme yserio.

—Philip, he tomado una decisión.

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Tenemos que renunciar el uno al otro entodo, excepto en nuestros recuerdos. Nopuedo verte si no es a escondidas.Espera, ya sé lo que vas a decir: son lossentimientos erróneos de otras personaslo que nos obliga a ocultarnos; pero laocultación es mala, sea cual sea lacausa: tengo la sensación de que seríaperjudicial para ti, para ambos. Y,además, si se descubriese nuestrosecreto habría penas y enfados, ytambién tendríamos que separarnos. Yentonces, ya acostumbrados a tratarnos,sería más difícil.

El rostro de Philip se sonrojó y, porun momento, pareció que estuviera

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dispuesto a resistirse a esa decisión contodas sus fuerzas. Sin embargo, secontroló.

—Bien, Maggie —dijo con simuladacalma—. Si tenemos que separarnos,intentemos olvidarlo durante media horay hablemos un ratito por última vez.

Le tomó la mano y Maggie no viomotivo alguno para retirarla: el silenciode Philip le confirmaba que le habíainfligido un gran dolor y queríamostrarle que no había sido porvoluntad propia. Caminaron en silencio,cogidos de la mano.

—Sentémonos en esa hondonada —propuso Philip—, allí donde nos

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detuvimos la última vez. Mira cómo sehan desparramado las rosas silvestres yhan llenado el suelo de pétalos.

Se sentaron al pie del fresnoinclinado.

—He empezado ya tu retrato entrelos pinos, Maggie —dijo Philip—. Asípues, deja que estudie un poco tu rostromientras estás quieta, puesto que no voya volver a verlo. Por favor, ladea unpoco la cabeza —dijo con un tonosuplicante al que difícilmente podríahaberse negado Maggie. El rostro plenoy resplandeciente, con la corona negra ybrillante, parecía el de una diosasatisfecha de la adoración del joven

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pálido de rasgos menudos que la miraba.—Así pues, voy a posar para el

segundo retrato —dijo Maggie con unasonrisa—. ¿Será mayor que el otro?

—Sí, mucho mayor. Éste será unóleo. Parecerás una hamadríade alta,morena, fuerte y noble, salida de uno delos pinos cuando las ramas proyecten lassombras crepusculares sobre la hierba.

—Se diría que lo que más te gusta espintar, ¿no es así, Philip?

—Quizá sí —contestó Philip concierta tristeza—, pero pienso endemasiadas cosas: siembro todo tipo desemillas y no consigo gran cosecha deninguna de ellas. Tengo la desgracia de

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estar interesado por muchas cosasdiversas y de no tener gran talento paraninguna en concreto. Me gustan lapintura y la música, la literatura clásica,medieval y moderna: revoloteo portodas partes y no me quedo en ningúnsitio.

—Pero, sin duda, es una suerte sentirtantas inclinaciones y disfrutar de tantascosas hermosas cuando están a tualcance —meditó Maggie—. Siempreme ha parecido una especie de estúpidahabilidad la de tener una sola clase detalento, es ser algo así como una palomamensajera.

—Si yo fuera como cualquier otro

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hombre, podría ser una fuente defelicidad tener muchas aficiones —dijoPhilip con amargura—. Me bastaría lamediocridad para conseguir cierto podery distinción, como hacen los demás. Porlo menos, podría obtener esas tibiassatisfacciones que permiten a loshombres pasarse sin las más grandes.Entonces, quizá me pareciera agradablela sociedad de Saint Ogg's. En cambio,sólo alguna facultad que me elevara porencima del nivel de esta vidaprovinciana me compensaría el dolorque siento. Bueno, con una excepción:una pasión amorosa.

Maggie no oyó esta última frase

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porque luchaba contra la conciencia deque las palabras de Philip habían hechovibrar de nuevo su propio descontento.

—Entiendo lo que quieres decir,aunque no sé tantas cosas como tú —dijo Maggie—. Antes pensaba que nopodría soportar la vida si cada día fuerasiempre igual al anterior y me vieraobligada a hacer cosas sin importanciaalguna y a no conocer nunca nada másgrande. Pero, querido Philip, creo quesomos como niños a los que cuidaalguien más sabio que nosotros. ¿Acasono es justo que nos resignemos porcompleto, por muchas cosas que se nosnieguen? Durante los últimos dos o tres

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años esta idea me ha proporcionadomucha paz; se encuentra alegría en elsometimiento de la voluntad.

—Sí, Maggie —dijo Philip convehemencia—, y te estás encerrando enun fanatismo estrecho con el que teengañas, y es sólo un modo de huir deldolor sofocando lo más poderoso de tucarácter. La alegría y la paz no sonresignación: resignación es soportarvoluntariamente un dolor sin paliativos,un dolor que uno no espera mitigar. Elestupor no es resignación, y mantenerseen la ignorancia equivale a vivir en unestado de estupor, a cerrar todos loscaminos por los que puedes conocer la

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vida de tus iguales. Yo no me heresignado: no estoy seguro de que lavida sea lo bastante larga para aprenderesta lección. Y, en realidad, tú tampocote has resignado: sólo intentas aturdirte.

Los labios de Maggie temblaban:advertía que a Philip no le faltaba razónpero, en el fondo de su conciencia, sabíaque la aplicación inmediata de estasideas a su conducta equivaldría pocomenos que a la falsedad. La doblesensación de Maggie correspondía aldoble impulso de su interlocutor: Philipestaba convencido de sus palabras, perolas pronunciaba con vehemencia paraargumentar contra una decisión que se

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oponía a sus deseos. Pero el rostro deMaggie, infantilizado por las lágrimasque le llenaban los ojos, lo conmovió yprovocó en él un sentimiento menosegoísta y más tierno.

—No pensemos en eso en esta cortamedia hora —dijo Philip suavementetras tomarle da mano—. Limitémonos apensar en que estamos juntos… seremosamigos a pesar de esta separación…siempre pensaremos el uno en el otro.Mientras vivas, me alegraré de estarvivo, porque pensaré en que siemprepodrá llegar el momento en que pueda…en que me dejes ayudarte de un modo uotro.

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—Qué hermano tan bueno y queridohabrías sido, Philip —dijo Maggie,sonriendo a través de da bruma de laslágrimas—. Creo que me habríasmimado tanto y habrías estado tancontento de que te quisiera que hasta yome habría sentido satisfecha. Me habríasquerido tanto como para soportarme yperdonármelo todo. Eso es lo quesiempre deseé que hiciera Tom. Nuncame he contentado con un poco de unacosa, por eso es mejor para míprescindir por completo de la felicidadterrenal… Nunca he tenido la sensaciónde tener suficiente música: quería quetocaran más instrumentos, quería voces

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más plenas y profundas. ¿Todavíacantas, Philip? —añadió bruscamente,como si hubiera perdido el hilo de daconversación.

—Sí —contestó—, casi cada día.Pero tengo una voz mediocre, como todolo demás.

—Oh, por favor, cántame algo, sólouna canción. Para que pueda oírla antesde irme… una de las canciones quecantabas en Lorton los sábados por latarde, cuando teníamos todo el salónpara nosotros y me tapaba la cabeza conel delantal para escuchar.

—Sí, ya lo sé —dijo Philip, yMaggie enterró la cara en las manos

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mientras él cantaba sotto voce «El amorjuguetea en sus ojo».[26] y añadía—: eraésa, ¿no?

—Oh, no. No quiero quedarme paraoírla —dijo Maggie, poniéndose en pie—. Después no podría quitármela de lacabeza. Caminemos un poco, Philip.Tengo que irme a casa.

Maggie se alejó y Philip se vioobligado a ponerse en pie y seguirla.

—Maggie —dijo en tono dereproche—. No persistas en estaprivación voluntaria y sin sentido. Medestroza ver cómo embotas y aturdes tucarácter de este modo. Estabas tan llenade vida cuando eras pequeña… pensaba

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que serías una mujer brillante, todaingenio, con una imaginación genial. Ytodavía se advierten, de vez en cuando,destellos en tu rostro, hasta que echaspor encima este velo de pasividad.

—¿Por qué me dices cosas tanamargas, Philip? —preguntó Maggie.

—Porque preveo que esto no va aterminar bien; no podrás seguir adelantecon esta tortura.

—Espero que se me conceda fuerzasuficiente —dijo Maggie temblorosa.

—No, Maggie: nadie recibe fuerzaspara hacer algo antinatural. Es puracobardía buscar la seguridad en lasnegaciones. Ningún carácter se hace

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fuerte de este modo. Algún día te veráslanzada al mundo y entonces todas lassatisfacciones racionales de tunaturaleza que ahora te niegas teasaltarán como un deseo salvaje.

Maggie se sobresaltó y se detuvo,mirando a Philip con expresión dealarma.

—Philip, ¿cómo te atreves aagitarme de este modo? Estástentándome.

—No, no te tiento; pero el amor noshace más perspicaces, Maggie, y laperspicacia muchas veces ayuda aaugurar el rumbo de las cosas. Haz elfavor de escucharme, permite que te dé

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libros. Deja que te vea de vez encuando, que sea tu hermano y profesor,como dijiste en Lorton. Es preferibleque me veas a que cometas este largosuicidio.

Maggie se sintió incapaz de hablar.Negó con la cabeza y caminó en silenciohasta que llegaron al final de los pinosalbares y extendió la mano en un gestode despedida.

—Entonces, Maggie, ¿me destierrasde este lugar para siempre? Imagino quepodré venir a caminar algunas veces y,si entonces nos encontramos porcasualidad, no estaremos ocultandonada, ¿verdad?

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Es precisamente cuando nuestradecisión parece a punto de serirrevocable —cuando las puertas dehierro fatales están a punto de cerrarsesobre nosotros— el momento en que sepone a prueba nuestra fuerza. Entonces,tras horas de claros razonamientos yfirmes convicciones, nos aferramos acualquier sofisma que anule nuestraslargas luchas y nos traiga una derrotaque deseamos más que la victoria.

El corazón de Maggie dio un brincoante el subterfugio de Philip y en surostro se reflejó el pequeño sobresaltoque acompaña a la sensación de alivio.Philip lo advirtió y se separaron en

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silencio.Philip percibía la situación con

excesiva exactitud para que no loasaltara el temor de haber intervenidocon demasiada impertinencia en laconciencia de Maggie, tal vez con un finegoísta. ¡Pero no! Sus objetivos no eranegoístas. Tenía pocas esperanzas de queMaggie lo correspondiera alguna vez; ysería mejor para la vida futura deMaggie, cuando hubieran desaparecidolos mezquinos obstáculos familiares quele impedían ser libre, que no hubierasacrificado totalmente el presente y quehubiera tenido alguna oportunidad deadquirir cultura, de intercambiar

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impresiones con una inteligencia situadapor encima del nivel vulgar de laspersonas con las que ahora estabacondenada a vivir. Si analizamos lasconsecuencias de nuestras acciones a unplazo lo bastante largo, siemprepodemos encontrar algún punto en lacombinación de resultados en que estosactos puedan estar justificados: aladoptar el punto de vista de unaProvidencia que dispone los resultadoso de un filósofo que los rastrea,podemos encontrar una excusa perfectapara optar por hacer lo que nos resultamás agradable en el momento. Y asíjustificaba Philip sus sutiles esfuerzos

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por vencer los sinceros impulsos deMaggie contra una ocultación queintroduciría doblez en su espíritu ypodría provocar nuevas penas a quienestenían mayores derechos naturales sobreella. Sin embargo, un exceso de pasiónen Philip hacía que no prestara muchaatención a las justificaciones. Su deseode ver a Maggie y formar parte de lavida de ésta contenía algo de eseimpulso salvaje por apoderarse de lafelicidad que surge de una vida en la quela constitución mental y física han hechoque predomine el dolor. Philip estaba almargen de los bienes que compartíanotros hombres: ni siquiera podía formar

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parte de los insignificantes y sólo se lodistinguía como objeto de piedad,alejado de lo que era natural para losdemás. Incluso para Maggie él era unaexcepción: resultaba evidente que nisiquiera se le había ocurrido quepudiera ser su enamorado.

Lector, no juzgues a Philip conseveridad: las personas feas y deformestienen gran necesidad de virtudesexcepcionales porque sin ellas esprobable que se sientan muy incómodas:pero quizá vaya demasiado lejos lateoría de que, como consecuencia de lasdesventajas personales, surgen virtudesinusuales, de la misma manera que los

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animales de climas más severos poseenpelo más denso. Se ha habladodemasiado de las tentaciones de labelleza, pero creo que son parejas a lasde la fealdad, puesto que la tentación deexcederse en un festín donde se ofrecenvariadas delicias para los ojos, oídos ypaladar depende en gran medida de latentación que asalta a la desesperacióndel hambre. ¿Acaso la Torre delHambre[27] no es la prueba máxima a laque puede someterse lo que hay dehumano en nosotros?

Philip nunca había conocido elalivio del amor materno, que nos llegaen abundancia porque nuestra necesidad

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es grande; que se aferra a nosotros tantomás tiernamente cuanto más débilessomos; y, además, la percepción de losdefectos de su padre amortiguaba laconciencia de su afecto e indulgencia.Alejado de la vida real y con unasensibilidad casi femenina, poseía ciertarepulsión intolerante propia de lasmujeres hacia lo mundano y la búsquedade los placeres sensuales. El único lazonatural poderoso de su vida —surelación como hijo— le resultabaextremadamente doloroso. Tal vez seainevitable que haya algo malsano en unser humano que queda relegado de lavida normal hasta que la capacidad de

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lucha ha tenido tiempo de triunfar, ypocas veces lo ha tenido a la edad deveintidós años. Aquella fuerza era muypoderosa en Philip, pero el mismo solparece débil a través de la neblina de lamañana.

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Capítulo IV

Otra escena de amor

A principios del siguiente mes deabril, casi un año después de la dudosadespedida que acabas de presenciar,lector, puedes, si así lo deseas, ver denuevo a Maggie entrar en las FosasRojas a través del bosquecillo de pinosalbares. Mas, en esta ocasión, es aprimera hora de la tarde y no a última, yel filo cortante de la brisa primaveralhace que Maggie se arrebuje en el granchal y avance rápidamente; aunque mira

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a su alrededor, como siempre, paracontemplar a sus anchas sus amadosárboles. Su mirada es más inquisitivaque en junio pasado y una sonrisa vagapor sus labios, como si algúncomentario jovial aguardara al oyenteadecuado; éste no tarda en aparecer.

—Toma tu Corinne[28] —dijoMaggie, sacando el libro de debajo delchal—. Tenías razón al decirme que nome haría ningún bien. Pero teequivocabas al pensar que desearía sercomo ella.

—Entonces, ¿de veras no te gustaríaser la décima musa, Maggie? —preguntóPhilip, mirándole la cara como

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contemplaríamos nosotros el primerresquicio entre las nubes que prometeotra vez un cielo despejado.

—En absoluto —contestó Maggieriendo—. Las musas eran diosas quevivían muy incómodas, siemprecargando con instrumentos musicales orollos de pergaminos. Si llevara un arpaen este clima, debería taparla con untapete verde y seguro que me laolvidaba por todas partes.

—Así pues, ¿coincides conmigo y note gusta el personaje de Corinne?

—No he terminado el libro —contestó Maggie—. En cuanto llegué a laparte de la joven dama rubia que leía en

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el parque, lo cerré y decidí no seguirleyendo. Preveo que la joven de tezclara arrebatará a Corinne todos susamores y hará que sea desgraciada. Hedecidido no leer más libros en los quelas rubias arramblen con toda lafelicidad. Empiezo a tenerles manía. Sime das una historia en que la morenatriunfe, la situación se equilibrará unpoco. Quiero vengar a Rebecca, a FloraMac-Ivor y a Minna[29], y a todas lasdemás morenas desgraciadas. Puestoque eres mi tutor, deberías evitar que meformara esos prejuicios contra los que tútanto clamas.

—Bien, quizá vengues a las morenas

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tú misma: quítale todo el amor a tuprima Lucy. Seguro que tiene a sus piesa algún apuesto joven de Saint Ogg's.Sólo debes mostrarte radiante y tu rubiaprima quedará sofocada por tus rayos.

—Philip, cómo se te ocurre mezclarmis tonterías con la vida real —exclamóMaggie con aspecto ofendido—. Comosi yo, con mis viejos vestidos y miscarencias, pudiera ser rival de mipequeña y querida Lucy, que sabe hacertodo tipo de cosas encantadoras y esdiez veces más bonita que yo,suponiendo que yo fuera lo bastanteodiosa y vil como para desear ser surival. Además, nunca voy a casa de tía

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Deane cuando hay invitados: pero miquerida Lucy es buena y me quiere, poreso algunas veces viene a verme y deseaque yo vaya a verla de vez en cuando.

—Maggie —dijo Philip con tono desorpresa—, no es propio de ti tomar lasbromas al pie de la letra. Habrás estadoesta mañana en Saint Ogg's y se te habrácontagiado un poco de estupidez.

—Bien —contestó Maggie con unasonrisa—; si se trata de una broma, laverdad es que era bastante mala. Perome ha parecido que tenías razón alreprobarme, he creído que queríasrecordarme que soy presumida y deseoque todo el mundo me admire. Pero no

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defiendo a las morenas porque yo lo sea,sino porque siempre me preocupo porlos que son desgraciados. Siabandonaran a las rubias, me gustaríanmás ellas. En las historias de amorsiempre me pongo de parte delabandonado.

—Entonces, nunca tendrás valorpara rechazar a nadie, ¿no es así,Maggie? —preguntó Philip,sonrojándose un poco.

—No lo sé —contestó Maggievacilando. Y con una amplia sonrisa,añadió—: Me parece que si elpretendiente fuera muy engreído no mecostaría rechazarlo. Y después, si se

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sintiera muy humillado, me ablandaría.—Me he preguntado alguna vez si no

sería más probable que tú llega a amar aun hombre al que otras mujeres tal vezno amarían nunca.

—Eso dependería de cuál fuera elmotivo por el que lo rechazaran —contestó Maggie riendo—. Podría sermuy desagradable. Quizá me mirara através de un monóculo que sujetara conel ojo con una horrible mueca, como eljoven Torry. Supongo que a otrasmujeres tampoco les gusta, pero nuncahe sentido ninguna pena por él. No medan pena los engreídos, porque creo quese bastan a sí mismos para consolarse.

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—Pero imagina, Maggie… imaginaque no fuera un hombre presumido, quecreyera que no tenía nada de quepresumir… que hubiera estado marcadodesde la infancia por algún tipo desufrimiento y para quien tú fueras la luzde su vida… que te quisiera, te adoraratanto que se sintiera feliz con verte devez en cuando…

Philip se interrumpió, presa de unsúbito temor a que su confesión pusierafin a aquella felicidad, una punzada delmismo temor que le había obligado amantener su amor en secreto durantelargos meses. Una oleada de timidez ledecía que había sido un atolondrado al

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hablar, puesto que la actitud de Maggie,aquella mañana, era tan espontánea eindiferente como de costumbre.

Mas en aquel momento ya no parecíaindiferente. Sorprendida por el inusualtono emocionado de Philip, se habíadado la vuelta rápidamente para mirarloy, a medida que él hablaba, su rostrohabía experimentado un gran cambio: sehabía sonrojado y sobresaltado, talcomo sucede a las personas que oyenuna noticia que les hace alterar sus ideassobre el pasado. Permaneció en silencioy, tras caminar hacia el tronco de unárbol caído, se sentó como si no lequedara fuerza para los músculos.

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Temblaba.—Maggie —dijo Philip,

alarmándose cada vez más a medida quetranscurría el silencio—. He sido untonto al decir esto, olvídalo. Meconformaré con que las cosas sigancomo antes. —Habló con tanta angustiaque Maggie se sintió obligada a deciralgo.

—Philip, estoy tan sorprendida… Nime había pasado por la cabeza. —Elesfuerzo por hablar hizo que se lesaltaran las lágrimas.

—¿Me odiarás por culpa de lo quehe dicho? —preguntó Philipimpetuosamente—. ¿Crees que soy un

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vanidoso estúpido?—¡Oh, Philip! ¿Cómo puede

ocurrírsete que piense eso? Como si yono agradeciera cualquier clase deamor… Pero… pero nunca se me habíaocurrido que pudieras ser mienamorado. Todo eso me parecía tanlejano… como un sueño, como una deesas historias que uno imagina… Nocreía que nunca nadie se enamorara demí.

—Entonces, ¿puedes soportar laidea de pensar en mí como tuenamorado, Maggie? —preguntó Philip,sentándose a su lado y tomándole lamano, arrastrado por una repentina

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esperanza—. ¿Me quieres?Maggie palideció. Aquella pregunta

directa no parecía tener fácil respuesta.Pero sus ojos se encontraron con los dePhilip, que en aquel momento brillabanhermosos, implorando amor.

—Creo —contestó Maggievacilando, con sencilla ternura infantil—, creo que no podría querer a nadiecomo a ti. —Hizo una pequeña pausa yañadió—: Pero me parece que serámejor para nosotros que no digamosnada más, ¿verdad, querido Philip?Sabes que, si se supiera, ni siquierapodríamos ser amigos. Nunca estuvesegura de que hiciera bien al verte,

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aunque nuestros encuentros han sidopara mí preciosos en distintos aspectos,y ahora vuelvo a temer que todo esto nosconduzca al desastre.

—Pero no ha sucedido nada malo,Maggie, y si te hubieras dejado llevarpor tu temor, sólo habrías pasado otroaño monótono y embotado en lugar derevivir y de ser de nuevo tal como eres.

Maggie negó con la cabeza.—Sé que todo esto ha sido muy

agradable: las conversaciones, loslibros y la sensación de esperar el paseocon ganas para contarte todo lo que mehabía pasado por la cabeza mientrasestaba lejos de ti. Pero me ha

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inquietado, me ha hecho pensar muchoen el mundo; y vuelvo a tenerpensamientos impacientes, me canso demi casa. Y después me duele muchísimohaber sentido cansancio de mi padre yde mi madre. Creo que eso que tu llamasembotamiento era mejor; por lo menos,mejor para mí, porque también missentimientos egoístas estabanentumecidos.

Philip se había puesto en pie otravez y caminaba de un lado a otro conimpaciencia.

—No, Maggie, ya te he dichomuchas veces que tienes ideas erróneassobre lo que es el control de los

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sentimientos. Lo que tú llamas controlde ti misma no es más que un empeño enser ciega y sorda a todo excepto a unaserie de impresiones; es el cultivo deuna monomanía, en un carácter como eltuyo —dijo Philip con cierta irritación,pero después se sentó a su lado y letomó la mano—. No pienses en elpasado, Maggie: piensa sólo en nuestroamor. Si puedes aferrarte a mí con todotu corazón, terminaremos venciendotodos los obstáculos, sólo tenemos queesperar. Puedo vivir de la esperanza.Mírame, Maggie, y dime otra vez sipodrías llegar a quererme. Y no apartesda vista para mirar ese árbol hendido, es

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un mal augurio.Maggie volvió hacia él su mirada

grande y oscura con una triste sonrisa.—Vamos, Maggie. Dime algo

amable. Eras más buena conmigo enLorton. Allí me preguntaste si megustaría que me besaras. ¿No teacuerdas? Y me prometiste que medarías un beso cuando volvieras averme. No has cumplido nunca esapromesa.

Maggie sintió cierto alivio alrecordar aquel episodio infantil: hacíaque el presente de pareciera menosextraño. Le dio un beso tan sencillo ysilencioso como cuando tenía doce años.

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Los ojos de Philip brillaron de deleite,pero sus palabras mostrarondescontento.

—No pareces feliz, Maggie: tesientes obligada a decirme que mequieres por pura compasión.

—No, Philip —dijo Maggie,negando con la cabeza con el mismogesto de su infancia—. Te digo laverdad. Para mí esto es nuevo y extraño;pero no creo que pueda querer a nadiemás de lo que te quiero a ti. Me gustaríavivir siempre contigo, hacerte feliz.Pero hay una sola cosa que no haría porti: herir a mi padre. No debes pedírmelonunca.

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—No, Maggie, no te pediré nada, losoportaré todo. Esperaré un año enterootro beso, si dejas que ocupe el primerlugar en tu corazón.

—No —dijo Maggie con una sonrisa—, no te haré esperar tanto. —Pero denuevo con semblante serio, se puso enpie y añadió—: Pero ¿qué diría tupadre, Philip? Es imposible quepodamos ser nunca algo más queamigos, hermanos en secreto, comohemos sido hasta ahora. No pensemos enotra cosa.

—No, Maggie, no puedo renunciar ati, a menos que me engañes, a menos quesólo te intereses por mí como hermano.

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Dime la verdad.—De veras te quiero, Philip. ¿Qué

otra felicidad he conocido en la vida tangrande como estar contigo? Desde queera pequeña, cuando Tom era buenoconmigo. Y tu cerebro es para mí comoun mundo, puedes contarme todo lo quequiero saber. Creo que nunca mecansaría de estar contigo. Caminaban dela mano, mirándose; en realidad, Maggietenía prisa por marcharse, porque era yahora. Pero la sensación de que faltabapoco para que se separaran aumentabael temor de haber dicho algo sin quererque hubiera causado algún dolor aPhilip. Aquél era uno de esos momentos

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peligrosos en que las palabras son a untiempo sinceras y engañosas, cuando lossentimientos se desbordan en unacrecida que deja marcas que nuncavuelven a alcanzarse.

Se detuvieron entre los pinos parasepararse.

—Entonces, Maggie, ¿mi vida estarállena de esperanza, y seré más feliz queotros hombres, a pesar de todo? ¿Nospertenecemos el uno al otro parasiempre, estemos juntos o separados?

—Sí, Philip, desearía no separarmenunca de ti, desearía hacerte muy feliz.

—Espero algo más y me pregunto sialgún día llegará.

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Maggie sonrió con lágrimasbrillantes y agachó su alta cabeza parabesar aquel rostro bajo y pálido, llenode un amor tímido e implorante, como elde una mujer.

En ese momento experimentóverdadera felicidad, convencida de quesi aquel amor exigía sacrificio resultabapor ello más rico y gratificante. Diomedia vuelta y se alejó hacia su casa atoda prisa con la sensación de que en lahora transcurrida desde que habíapasado por aquel camino habíaempezado para ella una nueva época.Ahora, el tejido de los difusos sueñosdebía hacerse más espeso y la trama de

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su vida diaria real debía absorbergradualmente todas las hebras depensamientos y emociones.

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Capítulo V

El árbol hendido

Raras veces los secretos setraicionan o se descubren tal como hanprevisto nuestros temores. Por logeneral, el miedo imagina escenasterribles y dramáticas que nos acosan apesar de la conciencia de que son pocoprobables; y durante el año que Maggiehabía soportado la carga de estarocultando algo, la posibilidad de que ladescubrieran se le había presentadosiempre en forma de súbito encuentro

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con su padre o Tom mientras paseabacon Philip por las Fosas Rojas. Eraconsciente de que no era lo másprobable; pero era ésa la escena quemejor simbolizaba su íntimo temor. Larealidad prefiere mecanismos basadosen indicios indirectos que dependen decoincidencias aparentemente triviales yactitudes imprevisibles, pero laimaginación trabaja con otro material.

Sin duda, una de las personas másalejada de los temores de Maggie era latía Pullet y, puesto que no vivía en SaintOgg's y no era muy aguda de vista nitalento, éstos difícilmente se habríanfijado en ella. Y, sin embargo, la vía de

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la fatalidad —el trayecto del rayo—pasaba por ella. No vivía en SaintOgg's, pero el camino de Garum Firs seencontraba junto a las Fosas Rojas, en elextremo opuesto que tomaba Maggie.

Al día siguiente del último encuentrode Maggie con Philip era domingo; elseñor Pullet debía aparecer con cintanegra en el sombrero y bufanda fúnebreen la iglesia de Saint Ogg's, y la señoraPullet aprovechó la ocasión para comercon su hermana Glegg y tomar el té conla desgraciada hermana Tulliver. Latarde del domingo era la única que Tompasaba en casa y aquel día el buenhumor que había tenido últimamente se

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manifestó en una charla inusualmentealegre con su padre y la invitación«¡Vamos, Maggie, ven tú también!» a lavez que salía al jardín a dar un paseocon su madre para contemplar laavanzada floración de los cerezos. Tomse sentía más satisfecho con Maggiedesde que había dejado de mostrarseextraña y ascética; incluso empezaba asentirse orgulloso de ella: había oídocomentar más de una vez que su hermanaera una muchacha muy hermosa. Aqueldía su rostro resplandecía especialmentepor una agitación oculta, debida enpartes iguales al placer y al dolor, peroque podía interpretarse como señal de

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felicidad.—Tienes muy buen aspecto, querida

—dijo la tía Pullet moviendo la cabezacon aire triste cuando se sentaron ante lamesa del té—. Bessy, nunca pensé que tuhija llegara a ser tan guapa. Perodeberías ir de rosa, hija mía: estevestido azul que te dio la tía Glegg te daaire de flor de cuclillo. Jane nunca tuvobuen gusto, ¿por qué no te pones aquelvestido mío?

—Es tan bonito y tan elegante, tía,que me parece exagerado para mí:contrastaría demasiado con las prendasque lo acompañaran.

—A lo mejor sería poco adecuado si

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no supiera todo el mundo que tecorresponden, pues yo puedo dárteloscuando ya no me los pongo. Esrazonable que dé ropa de vez en cuandoa mi sobrina, cosas que yo puedocomprar cada año y casi no desgasto. ALucy no tengo nada que darle, porquetiene de todo y de lo más selecto:nuestra hermana Deane puede llevar lacabeza bien alta, aunque tiene una tezhorriblemente amarilla, pobrecilla: creoque esa enfermedad del hígado acabarácon ella. Eso es lo que ha dicho hoy elnuevo párroco, ese tal doctor Kenn, enel sermón del funeral.

—Ah, es un orador estupendo,

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¿verdad, Sophy? —preguntó la señoraTulliver.

—Vaya, Lucy llevaba hoy mismo uncuello manífico —prosiguió la señoraPullet, con la mirada perdida y airepensativo—. No digo yo que no tengaalguno tan bueno como el suyo, pero estáa la altura del mejor de los míos.

—Según dicen, la llaman «la Beldadde Saint Ogg'». Qué palabra tan rara:será porque es verdad —observó elseñor Pullet, para el cual algunaspalabras encerraban misteriosimpenetrables.

—¡Ca! —exclamó el señor Tulliver,celoso por Maggie—. Es muy menuda,

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poquita cosa. Pero vistan el palo yparecerá algo. No veo nada admirableen estas mujeres tan pequeñas: pareceninsinificantes al lado de un hombre,desproporcionadas. Cuando escogí a miesposa, la escogí del tamaño adecuado,ni demasiado grande ni demasiadopequeña.

La pobre esposa, con su ajadabelleza, sonrió satisfecha.

—Pero no todos los hombres sonaltos —dijo el señor Pullet, aludiéndosea sí mismo—. Se puede ser un jovenbien plantado sin medir seis pies, comoel joven caballero Tom, aquí presente.

—Ah, qué más da el tamaño: lo que

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importa es ser normal —intervino la tíaPullet—. Por ejemplo, ahí está el hijocontrahecho del abogado Wakem. Lo hevisto hoy mismo en la iglesia. ¡Santocielo! Pensar en las propiedades quetendrá. … Y dicen que es muy murrioso,que no le gusta estar con la gente. Mepregunto si estará en su sano juicio,porque cuando venimos por el caminono hay vez que no lo encontremosabriéndose paso entre las zarzas yárboles de las Fosas Rojas.

Esta afirmación general con que laseñora Pullet presentaba el hecho dehaber visto a Philip en dos ocasiones enel lugar indicado produjo gran efecto en

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Maggie, acentuado por el hecho de quetenía a Tom delante y quiso esforzarseen parecer indiferente. Al oír el nombrede Philip había enrojecido y siguióenrojeciendo, hasta que la mención delas Fosas Rojas le hizo creer que habíandesvelado su secreto y ni siquiera seatrevió a sostener la cucharilla de té, nofuera a resultar evidente su temblor.Permaneció sentada, con las manosunidas bajo la mesa, sin atreverse alevantar la vista. Afortunadamente, supadre estaba sentado al mismo lado queella, al otro lado del tío Pullet y nopodía verle la cara a menos que seinclinara hacia delante. La voz de su

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madre aportó cierto alivio al desviar laconversación, porque la señora Tulliverse alarmaba siempre que se mencionabael nombre de Wakem en presencia de suesposo. Poco a poco Maggie fuerecuperando suficiente compostura paraalzar la vista: sus ojos se encontraroncon los de Tom, pero éste los apartó deinmediato y aquella noche Maggie seacostó preguntándose si su confusiónhabía sembrado en él alguna sospecha.Tal vez no, quizá pensara que sólo sehabía alarmado porque su tía habíamencionado a Wakem delante de supadre: ésa era la interpretación de sumadre. Para su padre, Wakem era como

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una enfermedad desfiguradora: se veíaobligado a soportar la conciencia de suexistencia, pero le sacaba de quicio quela reconocieran los demás. Nadie podíasorprenderse de que se mostrara muysensible a los deseos de su padre,pensaba Maggie.

Pero Tom era demasiado observadorpara quedar satisfecho con esainterpretación: había advertido conclaridad que la excesiva confusión deMaggie ocultaba algo diferente a lainquietud por su padre. Al intentarrecordar todos los detalles que podíandar forma a sus sospechas, recordó queúltimamente su madre había regañado a

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Maggie por pasear por las Fosas Rojascuando la tierra estaba húmeda y llegara casa con los zapatos sucios de arcilla:sin embargo, Tom, que conservaba suvieja repulsión por la deformidad dePhilip, no se atrevía a atribuir a suhermana la probabilidad de sentir algomas que un interés amistoso por aquelladesgraciada excepción entre loshombres normales. Tom sentía unaespecie de repugnancia supersticiosapor todo lo excepcional. El amor por unhombre deforme sería algo odioso encualquier mujer e intolerable en unahermana. Pero si Maggie había estadomanteniendo cualquier tipo de relación

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con Philip, debía ponerle fin deinmediato; no sólo se comprometía almantener citas secretas, sino que estabadesobedeciendo los deseos máspoderosos de su padre y las órdenesexpresas de su hermano. A la mañanasiguiente, Tom salió de su casa en eseestado de ánimo vigilante que conviertelos acontecimientos más insignificantesen coincidencias preñadas designificado.

Aquella tarde, hacia las tres ymedia, Tom se encontraba en el muellehablando con Bob Jankin sobre laprobabilidad de que un buen barcollamado Adelaide llegara en el plazo de

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uno o dos días con resultados muyimportantes para ambos.

—¡Eh! —interrumpió Bob, mientrasmiraba hacia los campos situados al otrolado del río—. Ahí va Wakem, eljorobao. Lo reconozco, a él o a susombra, na más los veo. Tropiezomucho con él por ese lado del río.

Un pensamiento repentino parecióasaltar a Tom.

—Tengo que irme, Bob. Debo haceruna cosa —dijo, y salió a toda prisa endirección al almacén, donde dejó recadode que alguien ocupara su puesto porqueun asunto urgente lo reclamaba en sucasa.

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Un paso rápido y un atajo lollevaron al instante hasta la puerta de lavalla de su casa, y mientras descansabaun poco antes de abrirla, para entrar enla casa con total compostura, Maggiesalió por la puerta delantera cubiertacon una capota y un chal. Su suposiciónparecía cierta y la aguardó junto a lavalla. Maggie se sobresaltó cuando lovio.

—Tom, ¿cómo es que vienes a casa?¿Pasa algo? —preguntó con voz trémula.

—He venido para caminar contigohasta las Fosas Rojas y encontrarme allícon Philip Wakem —dijo Tom. Laarruga que se le formaba habitualmente

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en el ceño se hizo más profunda.Maggie se quedó quieta e indefensa,

pálida y helada. Así pues, de un modo uotro, Tom se había enterado de todo.

—No voy —declaró finalmente, ydio media vuelta.

—Sí, claro que sí. Pero primeroquiero hablar contigo. ¿Dónde estápadre?

—Ha salido a caballo.—¿Y madre?—En el patio, con las gallinas.—Entonces, ¿puedo entrar sin que

me vea? Entraron juntos en la casa.—Ven aquí —ordenó Tom, pasando

al salón. Maggie obedeció y él cerró la

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puerta.—Maggie, haz el favor de contarme

ahora mismo todo lo que ha sucedidoentre Philip Wakem y tú.

—¿Nuestro padre sabe algo? —preguntó Maggie, sin dejar de temblar.

—No —contestó Tom, indignado—.Pero lo sabrá si intentas engañarme denuevo.

—No deseo engañar a nadie —dijoMaggie, enrojeciendo de enfado al verque aplicaba esa palabra a su conducta.

—Entonces, cuéntame toda laverdad. —Quizá ya la sabes.

—No importa que la sepa o no.Cuéntame exactamente lo que ha

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sucedido o nuestro padre se enterará detodo.

—Entonces, te lo contaré por él.—Sí, ahora te conviene mostrarte

muy afectuosa, pero has despreciado sussentimientos más poderosos.

—¿Es que tú nunca te equivocas,Tom? —preguntó Maggie con airedesafiante.

—Nunca deliberadamente —contestó Tom, con orgullosa sinceridad—. Pero no tengo nada que decirte:cuéntame qué ha pasado entre PhilipWakem y tú. ¿Cuándo os visteis porprimera vez en las Fosas Rojas?

—Hace un año —contestó Maggie

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con calma. La severidad de Tom le hacíamostrarse más desafiante y alejaba laconciencia de haber cometido un error—. No tienes que hacerme máspreguntas. Hemos sido amigos un añonos hemos visto y hemos paseado confrecuencia. Y me ha prestado libros.

—¿Eso es todo? —preguntó Tommirándola fijamente con el ceñofruncido.

Maggie hizo una pausa: entonces,decidida a poner fin al derecho de Toma acusarla de engaño, añadió con airealtivo:

—No, no es todo. El sábado me dijoque me quería. A mí ni me había pasado

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por la cabeza, lo consideraba un viejoamigo.

—¿Y le diste esperanzas? —preguntó Tom con expresión dedesagrado.

—Le contesté que yo también loamaba.

Tom permaneció en silencio duranteunos momentos, mirando el suelo yfrunciendo el ceño, con las manosmetidas en los bolsillos. Finalmente,levantó los ojos.

—Bien, Maggie —dijo fríamente—.Decide qué prefieres: o me jurassolemnemente, con la mano sobre laBiblia de nuestro padre, que nunca más

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volverás a citarte o a hablar en privadocon Philip Wakem o te niegas y yo se locuento todo, y este mes cuando miesfuerzo podría hacer que se sintierafeliz otra vez, le darás un duro golpecuando se entere de que eres una hijadesobediente y mentirosa, que pone enentredicho su reputación con citasclandestinas con el hijo del hombre queha ayudado a arruinar a su padre. ¡Elige!—exclamó Tom con fría decisión,dirigiéndose hacia la gran Biblia,tomándola y abriéndola por las guardasmanuscritas.

Maggie se enfrentaba a unaalternativa terrible.

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—Tom —dijo, empujada a suplicarpor su mismo orgullo—. No me pidaseso. Te prometo dejar de citarme con élsi permites que lo vea una sola vez o leescriba y se lo explique todo, que lodejo para no causar dolor a mi padre.Siento algo por él, no es feliz.

—No quiero oír nada sobre tussentimientos. He dicho exactamente loque quería decir: escoge. Y date prisa,no vaya a entrar madre.

—Si te doy mi palabra, será unjuramento tan fuerte como si hubierapuesto la mano sobre la Biblia. No hacefalta que lo haga.

—Haz lo que yo te digo —ordenó

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Tom—. Maggie, no puedo confiar en ti.No eres coherente. Pon la mano sobre laBiblia y di: renuncio a cualquierconversación privada y a cualquier tratocon Philip Wakem a partir de estemomento. Si no lo haces, nosavergonzaras a todos y apenarás a tupadre. ¿De qué sirve que me esfuerce yrenuncie a todo para pagar las deudas denuestro padre si tú vas a volverlo loco yavergonzarlo precisamente cuando podíaempezar a levantar cabeza?

—Oh, Tom, ¿tan pronto van apagarse las deudas? —preguntó Maggie,uniendo las manos con una repentinasensación de alegría, a pesar de la

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tristeza.—Sí, si las cosas salen como tengo

previsto. Pero —añadió Tom, con voztemblorosa por la indignación—,mientras yo luchaba y trabajaba para quemi padre tuviera un poco de pazespiritual antes de morir, mientrastrabajaba por la respetabilidad de lafamilia, tú te has dedicado a hacer todolo que podías para destruir ambas cosas.

Maggie sintió un profundo impulsode arrepentimiento: durante un momento,dejó de luchar contra una imposiciónque le parecía cruel e irracional y,movida por el sentimiento de culpa,justificó a su hermano.

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—Tom —murmuró—. Meequivoqué, pero me sentía tan sola… YPhilip me daba tanta pena. Y creo que elodio y la enemistad son malossentimientos.

—¡Tonterías! —contestó Tom—. Tudeber estaba muy claro. No digas nadamás. Pero prométemelo con las palabrasque yo te diga.

—Tengo que hablar con Philip unavez más.

—Irás conmigo ahora mismo yhablarás con él.

—Te prometo que no volveré acitarme con él ni a escribirle sin que túlo sepas. Eso es lo único que diré.

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Pondré la mano sobre la Biblia, siquieres.

—Dilo, entonces.Maggie puso la mano sobre la

página manuscrita y repitió la promesa.Tom cerró el libro.

—Ahora, vamos —dijo.Caminaron sin decir una palabra.

Maggie padecía de antemano por lo quePhilip iba a sufrir y temía lasmortificantes palabras que caerían sobreél, procedentes de los labios de Tom;pero sentía que era inútil cualquier otraactitud que no fuera la sumisión. Tomtenía un poder tremendo sobre suconciencia y sus mayores temores: se

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estremecía ante la verdad incuestionablede la etiqueta que había puesto a suconducta y, sin embargo, toda su alma serebelaba contra ella ya que, al serincompleta, era también injusta. Tom,entre tanto, sentía que el ímpetu de suindignación se desviaba hacia Philip.No sabía cuánto del antiguo rechazoinfantil, de mero orgullo y enemistadpersonal había en la amarga severidadde las palabras con que pretendíacumplir con su deber de hijo y hermano:Tom no era dado a interrogarsesutilmente sobre sus motivos ni otrosasuntos intangibles; estaba seguro de quesus motivos y sus actos eran buenos, de

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no ser así, no serían suyos.La única esperanza de Maggie era

que, por primera vez, algo hubieraimpedido acudir a Philip. Así seproduciría una demora en la que podríapedir permiso a Tom para escribirle. Elcorazón le latía con redoblada violenciacuando llegaron bajo los pinos albares.Maggie pensó que aquel era el últimomomento de incertidumbre, ya quePhilip siempre se reunía con ella al otrolado del bosquecillo. Pero cruzaron elespacio abierto y entraron en el senderoestrecho y tupido situado junto almontículo sin encontrarlo, hasta que altomar un recodo, se toparon con él frente

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a frente, tan cerca que Tom y Philip sedetuvieron bruscamente, a menos de unayarda de distancia. Durante unosinstantes de silencio, Philip lanzó unamirada interrogante a Maggie y allí, enlos labios separados y pálidos, y en laexpresión aterrorizada de los grandesojos, vio la respuesta. La imaginación deMaggie, que siempre se adelantaba,desbocada, vio cómo su hermano alto yfuerte agarraba al débil Philip, loaplastaba y lo pisoteaba.

—¿Le parece a usted que sucomportamiento es propio de un hombrey un caballero, señor? —preguntó Tomcon voz de áspero desdén en cuanto

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Philip volvió hacia él los ojos.—¿A qué se refiere? —preguntó

Philip con aire altivo.—¿A qué me refiero? Aléjese, no

vaya a ponerle encima las manos paraexplicarle a qué me refiero. Me refiero aaprovecharse de la estupidez y laignorancia de una joven para obligarla amantener entrevistas secretas con usted.Me refiero a atreverse a jugar con larespetabilidad de una familia que tieneun nombre honrado y decente quemantener.

—¡Lo niego por completo! —leinterrumpió Philip impetuosamente—.Jamás podría jugar con algo que afectara

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a la felicidad de su hermana. La quieromás que usted mismo, la honro más de loque usted hará nunca, daría mi vida porella.

—¡No me cuente tonteríasrimbombantes, caballero! ¿Pretende queno sabía que sería perjudicial para ellaencontrarse aquí con usted, semana trassemana? ¿Pretende que tenía algúnderecho a declararle su amor, aún en elcaso de que pudiera ser un maridoadecuado, cuando los padres de ambosjamás consentirían su matrimonio? ¡Yusted… usted intenta ganarse con astuciael afecto de una hermosa muchacha quetodavía no tiene dieciocho años, aislada

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del mundo por las desventuras de supadre! Ése es su torcido sentido delhonor, ¿verdad? Yo lo llamo abyectatraición, lo llamo aprovecharse de lascircunstancias para obtener algo que esdemasiado bueno para usted y que nuncaconseguiría abiertamente.

—Resulta muy masculino por suparte hablarme de ese modo —señalóPhilip con amargura, agitado porviolentas emociones—. Los gigantestienen un derecho inmemorial a laestupidez y al insulto insolente. Nisiquiera es capaz de entender lo quesiento por su hermana. Tanto la quieroque podría incluso desear tener una

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relación amistosa con usted.—Sentiría mucho ser capaz de

entender sus sentimientos —dijo Tomcon feroz desprecio—. Lo que deseo esque usted me entienda a mí: voy aocuparme de mi hermana y si usted seatreve a hacer el menor intento deacercarse a ella, escribirle o tener sobreella la menor influencia, su cuerporaquítico y miserable, que deberíahaberle hecho más modesto, no leservirá de protección alguna. Le daréuna paliza, lo someteré a la vergüenzapública. ¿Quién no se reiría ante la ideade que fuera el enamorado de unamuchacha hermosa?

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—Tom, no quiero soportar esto, noquiero oír nada más —exclamó Maggiecon voz convulsa.

—¡Quédate, Maggie! —dijo Philip,haciendo un gran esfuerzo para hablar.Después, mirando a Tom, añadió—: Haarrastrado a su hermana hasta aquí paraque vea cómo me amenaza y me insulta.Le parecía el modo más natural deinfluir sobre mí, pero está muyequivocado. Deje que hable su hermana.Si ella dice que está decidida a dejarme,acataré sus deseos al pie de la letra.

—Es por mi padre, Philip —imploróMaggie—. Tom me amenaza concontárselo a mi padre, y mi padre no

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podría soportarlo. Le he prometido, lehe jurado solemnemente que no nosveremos sin que lo sepa.

—Es suficiente, Maggie. Yo no voya cambiar, pero deseo que seas libre.Confía en mí, ya sabes que sólo te deseocosas buenas.

—Sí —dijo Tom, exasperado por laactitud de Philip—, ahora habla muchode lo que es bueno para ella, ¿peropensó en ello antes?

—Sí, tal vez de modo un pocoarriesgado. Pero deseaba que tuviera unamigo para toda la vida; un amigo que laapreciara, que le hiciera más justiciaque ese hermano tosco y estrecho de

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miras por el que ella siempre se hadesvivido.

—Sí, mi manera de protegerla esdistinta de la suya, y le diré cuál es lamía: yo la ayudaré a no desobedecer asu padre y hacerlo desgraciado, laayudaré a que no se desperdicie conusted, a no convertirse en el hazmerreírde todo el mundo, a que no la desprecieun hombre como el padre de ustedporque no es lo bastante buena para suhijo. Sabe muy bien qué clase de justiciay aprecio preparaba para ella. Yo no meimpongo con bellas palabras, yo veo loque significan los actos. Vámonos,Maggie.

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Mientras hablaba, sujetó a Maggiepor la muñeca derecha; ella extendió lamano izquierda. Philip la asió uninstante con expresión ansiosa y despuésse alejó a toda prisa.

Tom y Maggie caminaron en silenciounos cuantos metros. Él seguíaagarrándole la muñeca, como siarrastrara al culpable del escenario desus actos. Finalmente, Maggie liberó lamano con un violento tirón y la irritaciónlargo tiempo contenida estalló.

—No te creas que pienso que tienesrazón, Tom, ni que me inclino ante tuvoluntad. Desprecio los sentimientosque has mostrado al hablar con Philip y

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detesto el modo poco varonil en que lohas insultado aludiendo a su deformidad.Durante toda la vida has lanzadoreproches a los demás, convencido deque tú tenías toda da razón: eso se debea que eres tan estrecho de miras que nopuedes ver que hay cosas mejores que tuconducta y tus mezquinas ambiciones.

—Sin duda —contestó Tom confrialdad—, no soy capaz de ver que tuconducta o tus objetivos sean mejoresque los míos. Si tu comportamiento y elde Philip Wakem han sido correctos,¿por qué os avergonzáis de que se sepa?Contéstame. Yo sí sé cuáles han sido misobjetivos y que los he conseguido.

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Ahora te ruego que me digas: ¿qué bienha reportado tu conducta a ti o a dosdemás?

—No quiero defenderme —dijoMaggie, todavía con vehemencia—. Séque me he equivocado, muchas veces,continuamente. Sin embargo, algunasveces, cuando me he equivocado, hasido debido a sentimientos que, si tútuvieras, te harían mejor persona. Sialguna vez tú cometieras un error, sihubieras hecho algo muy malo, yosentiría el dolor que te causara, noquerría que se te castigara. Pero a tisiempre te ha gustado castigarme,siempre has sido duro y cruel conmigo;

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incluso cuando era pequeña y te queríamás que a nadie en el mundo, eras capazde dejarme ir a la cama sin perdonarme.No tienes piedad, no tienes la menorconciencia de tus imperfecciones ni detus pecados. Es un pecado ser duro conlos demás, no es propio de un mortal, deun cristiano. No eres más que un fariseo.Sólo agradeces a Dios tus virtudes;crees que son lo bastante grandes paracompensar todo lo demás. ¡Ni siquieraintuyes que existen sentimientos junto alos cuales tus brillantes virtudes no sonmás que oscuridad!

—Bien —dijo Tom con frío tono deburla—, si tus sentimientos son mucho

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mejores que los míos, muéstralos deotro modo que no sea mediante unaconducta que podría deshonrarnos atodos, que no sea con estos bandazos deun lado a otro. Haz el favor de decirmecómo has demostrado ese amor hacia mipadre o hacia mí del que tanto hablas:desobedeciéndonos y engañándonos. Yomuestro mi afecto de otra manera.

—Porque eres un hombre, Tom, ytienes poder, y puedes hacer algo en estemundo.

—Entonces, si no puedes hacernada, sométete a quienes sí pueden.

—Me someteré a lo que reconozco ysiento que es justo. Me someteré incluso

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a los deseos poco razonables de mipadre, pero no a los tuyos. Alardeas detus virtudes como si te dieran derecho aser cruel y a comportarte de modoindigno de un hombre, como has hechohoy. No creas que dejaré a PhilipWakem en señal de obediencia a ti. Esadeformidad que tanto insultas hará queme aferre a él y lo quiera todavía más.

—Muy bien, así es como tú ves lascosas —dijo Tom, más fríamente quenunca—. No hace falta que digas nadamás para que me dé cuenta de lo muchoque nos separa. Será mejor que no loolvidemos y callemos.

Tom regresó a Saint Ogg's para

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asistir a una cita con el tío Deane yrecibir instrucciones sobre un viaje quedebía emprender a la mañana siguiente.

Maggie subió a su habitación paraverter en forma de lágrimas amargastoda la indignación ante la que Tomparecía blindado. Después, pasado elprimer estallido de rabia insatisfecha,llegó el recuerdo de aquellos tiempostranquilos, antes de que el placer quehabía terminado en la desdicha presenteperturbara la claridad y simplicidad desu vida. En aquellos tiempos pensabaque había hecho grandes conquistas yhabía ganado un puesto duradero en lasserenas alturas situadas por encima de

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las tentaciones y conflictos terrenales. Y,en cambio, se encontraba en el centro deuna acalorada lucha entre sus pasiones ylas de otros. Así pues, ¿la vida no eratan corta y el descanso perfecto noestaba tan cerca como había soñadocuando era dos años menor? La vida lereservaba más combates y tal vez nuevascaídas. Si hubiera creído que estabacompletamente equivocada y Tom teníatoda la razón, habría podido recuperarantes la armonía interna, pero ahora supenitencia y sumisión se veíanobstruidas constantemente por unresentimiento que no podía menos queconsiderar justo. Le sangraba el corazón

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cuando pensaba en Philip: recordaba losinsultos proferidos con una sensacióntan nítida de lo que habría sentido Philipal oírlos que experimentaba un dolorcasi físico que le hacía dar patadas en elsuelo y apretar los puños.

Y, sin embargo, ¿cómo podía serque, de vez en cuando, advirtiera que, enel fondo, experimentaba cierto alivio alhaberse visto obligada a separarse dePhilip? ¿Acaso se debía únicamente aque la sensación de que ya no ocultabanada era bienvenida a cualquier precio?

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Capítulo VI

Un triunfo costoso

Tres semanas más tarde, cuando elmolino de Dorlcote se encontraba en elmás hermoso momento del año —losgrandes castaños en flor y la hierbacrecida y cubierta de margaritas—, TomTulliver regresó una tarde más tempranoque de costumbre y, mientras cruzaba elpuente, contempló con un afectoprofundamente arraigado la respetablecasa de ladrillos rojos, que siempreparecía alegre y acogedora desde el

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exterior, aunque por dentro lashabitaciones estuvieran desnudas y loscorazones tristes. Los ojos de color azulgrisáceo de Tom tienen una expresiónagradable mientras mira hacia lasventanas de la casa: la arruga del ceñono desaparece, pero no le sienta mal:cuando los ojos y la boca adoptan unaexpresión más suave parece implicaruna fuerza de voluntad sin dureza. Supaso firme se acelera mientras lascomisuras de los labios se rebelancontra el esfuerzo por reprimir unasonrisa.

En aquel momento, las miradas delsalón no estaban vueltas hacia el puente

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y el grupo permanecía sentado ensilencio, sin aguardar a nadie: el señorTulliver se encontraba en su sillón,cansado tras una larga cabalgada,meditando con aire agotado y conmirada fija en Maggie, que cosíainclinada sobre la labor mientras sumadre preparaba el té.

Todos alzaron la vista sorprendidoscuando oyeron los conocidos pasos.

—Cómo, ¿qué pasa, Tom? —preguntó su padre—. Llegas mástemprano que de costumbre.

—Oh, ya no tenía nada más quehacer, de manera que he vuelto. Hola,madre.

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Tom se acercó a su madre y le dio unbeso, señal en él de un buen humorinusual. Durante las tres semanastranscurridas apenas había cruzado conMaggie una mirada o una palabra; pero,dado su hermetismo habitual en casa, suspadres no lo habían advertido.

—Padre —dijo Tom, después de queterminaran el té—. ¿Sabe exactamentecuánto dinero hay en la caja de lata?

—Sólo ciento noventa y tres libras—dijo el señor Tulliver—. Últimamentehas traído un poco menos, pero losjóvenes queréis hacer las cosas avuestro modo con vuestro dinero.Aunque, antes de tener cierta edad, yo

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no hacía lo que quería —señaló condiscreto descontento.

—¿Está seguro de que ésa es lacantidad, padre? —dijo Tom—.Desearía que se tomara la molestia de ira buscar la caja de lata. Me parece quepodría estar equivocado.

—¿Cómo iba a equivocarme? —contestó su padre bruscamente—. Lo hecontado muchas veces, pero puedo ir abuscarla, si no me crees.

Dada su triste vida, al señor Tulliverle gustaba coger la caja y contar eldinero.

—No se vaya de la habitación,madre —dijo Tom cuando vio que ésta

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se movía en cuanto su padre salía de lahabitación.

—¿Maggie tampoco? —preguntó laseñora Tulliver—. Convendría recogeresto.

—Que ella haga lo que quiera —dijo Tom con indiferencia.

Aquellas palabras hirieron aMaggie. El corazón le había dado unbrinco con la repentina convicción deque Tom iba a decir a su padre quepodían pagarse las deudas, ¡y a Tomtanto le daba que estuviera o no cuandoles comunicaba la noticia! Pero se llevóla bandeja y regresó de inmediato. Nopodía dejar que su herida se impusiera

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en un momento como aquél.Tom se acercó a la esquina de la

mesa, junto a su padre, cuando éstedepositó la caja y la abrió; la luz rojizadel atardecer destacó el aire cansado ytriste del padre de ojos negros y laalegría contenida del rostro del hijo depiel clara. La madre y Maggie sesentaron al otro extremo de la mesa; launa, llena de perpleja paciencia, la otra,palpitante de expectación.

El señor Tulliver contó el dinero ylo colocó en orden en la mesa, tras locual dijo, lanzando a Tom una miradarápida.

—Ahí tienes. Ya ves como yo tenía

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razón.Hizo una pausa y miró el dinero con

amargo desaliento.—Faltan más de trescientas y pasará

mucho tiempo antes de que puedaahorrarlo. La pérdida de cuarenta y doslibras con el trigo fue una faena. Estemundo es ya demasiado para mí. Nos hacostado cuatro años ahorrar esto… Vetea saber si estaré en este mundo cuatroaños más. Deberé confiar en que tú laspagues —prosiguió con voz temblorosa—, si es que eres de esa opinión cuandocrezcas… Pero es probable que meentierres primero.

Alzó los ojos hacia Tom con un

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quejumbroso deseo de confirmación.—No, padre —dijo Tom, con

enérgica decisión, aunque le temblabaun poco la voz—. Vivirá lo bastantepara ver cómo se pagan las deudas. Laspagará usted mismo.

Su tono implicaba algo más queesperanza o decisión. Una ligeradescarga eléctrica pareció recorrer alseñor Tulliver, el cual miró fijamente aTom con mirada interrogante, mientrasMaggie, incapaz de contenerse, corríajunto a su padre y se arrodillaba a sulado. Tom permaneció en silencio unosinstantes antes de añadir:

—Hace tiempo, el tío Glegg me

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prestó un poco de dinero para comerciary me ha ido bien. Tengo trescientasveinte libras en el banco.

En cuanto pronunció las últimaspalabras, su madre le echó los brazos alcuello.

—¡Oh, hijo mío! Sabía que, encuanto crecieras, lo arreglarías todo denuevo —dijo, llorosa.

Pero su padre permanecía ensilencio: la emoción le impedía hablar.Tom y Maggie temieron que la súbitaalegría fuera excesiva para él, pero laslágrimas brotaron al fin, aliviándolo. Elpecho ancho suspiró, los músculos delrostro se relajaron y el hombre de

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cabello gris estalló en sonoros sollozos.El ataque de llanto fue extinguiéndose yel hombre permaneció sentado,recobrando una respiración regular.Finalmente, alzó los ojos a su mujer.

—Bessy, ven y dame un beso —dijocon tono amable—. El muchacho t’hadesagraviado, quizá vuelvas a teneralgunas comodidades.

Después de que ella lo besara y élretuviera su mano un minuto, suspensamientos volvieron al dinero.

—Me habría gustado que trajeras eldinero para mirarlo, Tom —dijo,jugueteando con los soberanos que habíasobre la mesa—. M’habría sentido mas

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seguro.—Lo verá usted mañana, padre —

dijo Tom—. El tío Deane ha citado a losacreedores mañana en The Golden Liony ha encargado una comida para ellos alas dos. El tío Glegg y yo tambiénestaremos allí. Se anunció el sábado enel Messenger.

—¡Entonces, Wakem ya lo sabe! —exclamó Tulliver, con los ojos brillantesde fuego triunfal—. ¡Ah! —exclamó, conun sonido gutural, sacando la caja derapé único lujo que se permitía ahora, yrepiqueteando en ella con los restos desu viejo aire de desafío—. Ahora podréliberarme de su bota, aunque tenga que

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abandonar el viejo molino. Pensaba quemoriría aquí, pero no podrá ser…¿Tenemos una copa de algo en la casa,Bessy?

—Sí —dijo la señora Tulliver,sacando el manojo de llaves, ahora muyreducido—, queda un poco de brandydel que me trajo la hermana Deanecuando estuve enferma.

—Tráemelo, tráemelo, me siento unpoco débil. Tom, hijo —dijo con vozmás fuerte, tras tomar un poco de brandycon agua—. Tendrás que pronunciarunas palabras ante ellos. Les diré quehas sido tú quien ha reunido la mayorparte del dinero. Por fin verán que soy

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un hombre honrado y tengo un hijohonrado. ¡Ah! ¡Lo que le gustaría aWakem tener un hijo como el mío, unmuchacho estupendo, en lugar d'esapobre criatura jorobada! Prosperarás eneste mundo, hijo mío; quizá llegues a verel día en que Wakem y su hijo seencuentren por debajo de ti. Es probableque t’hagan socio de alguna compañía,como le sucedió a tu tío Deane, vas porbuen camino; entonces nada te impediráhacerte rico… Y, si alguna vez eres lobastante rico, no lo olvides, intentacomprar de nuevo el molino.

El señor Tulliver se recostó en labutaca. Su pensamiento, que durante

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largo tiempo no había albergado másque amargo descontento y malospresentimientos, se vio lleno, gracias ala magia de la alegría, de visiones defortuna. Pero una influencia sutil leimpedía ver ese futuro afortunado comopropio.

—Dame la mano, muchacho —dijo,tendiendo súbitamente la suya—. Es muyimportante que un hombre pueda estarorgulloso de su hijo, y yo tengo esasuerte.

Tom no conoció en su vida unmomento tan delicioso como aquél, yMaggie olvidó sus agravios sinproponérselo. Sin duda, Tom era bueno;

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y en la dulce humildad que brota denosotros en momentos de sinceraadmiración y gratitud, tuvo la sensaciónde que Tom había redimido sus culpas y,en cambio, ella no. No sintió celosaquella noche cuando, por primera vez,pareció ocupar un lugar insignificante enel pensamiento de su padre.

La conversación fue larga antes deque se acostaran. Como es natural, elseñor Tulliver quiso conocer todos losdetalles de las aventuras comerciales deTom y los escuchó con animación ydeleite. Sentía curiosidad por saber todolo que se había dicho en cada ocasión y,si era posible, incluso lo que se había

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pensado; y la participación de Bob Jakinen el negocio lo empujó a extrañosestallidos de afinidad con la triunfantesabiduría de aquel notable buhonero.Evocó la historia juvenil de Bob, talcomo la conocía, como si contuvieraasombrosas sorpresas, actitud frecuentecuando se recuerda la infancia de losgrandes hombres.

Fue algo afortunado que seinteresara por la narración de los hechosy contuviera la vaga, aunque intensa,sensación de triunfo sobre Wakem que,de otro modo, habría sido el canal por elque habría fluido su alegría conpeligrosa fuerza. Con todo, este

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sentimiento se imponía de vez en cuandoy lo empujaba a repentinos estallidos deexclamaciones que no venían al caso.

Aquella noche, el señor Tullivertardó en conciliar el sueño y éste,cuando llegó, estuvo lleno de vívidasfantasías. A las cinco y media de lamañana, cuando la señora Tulliver selevantaba, se alarmó al ver que sumarido se incorporaba con un gritoahogado y miraba con airedesconcertado hacia las paredes deldormitorio.

—¿Qué te pasa, Tulliver? —preguntó su esposa. Él la miró con airedesconcertado.

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—¡Ah…! Soñaba… ¿He hechoruido?… —dijo finalmente—. Estabasoñando que lo tenía agarrado entre lasmanos.

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Capítulo VII

Juicio final

El señor Tulliver era un hombreesencialmente sobrio, capaz de tomaruna copa a gusto, pero que nuncarebasaba los limites de la moderación.Poseía un temperamento activo, similaral de Hotspur, que no necesitaba fuegoliquido para animarse; por lo general, suimpetuosidad estaba a la altura decualquier ocasión excitante sin refuerzosde esa clase, y el deseo de tomar aguacon brandy implicaba que una alegría

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demasiado repentina había caído comoun sobresalto peligroso en un cuerpodeprimido por cuatro años de tristeza yuna carga inusualmente dura. Pero aquelprimer momento de inestabilidad pasó ypareció recuperar las fuerzas a medidaque incrementaba su entusiasmo y, al díasiguiente, cuando se encontró sentadoante la mesa con sus acreedores, con losojos encendidos y las mejillassonrojadas con la conciencia de queestaba a punto de ofrecer de nuevo unaapariencia honorable, se parecía alTulliver de otros tiempos, orgulloso,seguro de sí mismo, cálido en el trato yen el carácter, mucho más de lo que le

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habría parecido posible a cualquieraque se hubiera cruzado con él unasemana antes, cabalgando, tal comohabía sido su costumbre durante losúltimos cuatro años, desde que lasensación de fracaso y las deudas habíancaído sobre él: cuando, con la cabezagacha, lanzaba miradas breves yreticentes si no tenía otro remedio.Pronunció un discurso y declaró sushonrados principios con su antiguoentusiasmo; aludió a los bribones y a lasuerte que había tenido en contra, peroque gracias al esfuerzo y a la ayuda deun buen hijo, había triunfado sobre ellos;terminó su intervención contando el

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modo en que Tom había conseguido lamayor parte de aquel dinero tannecesario. Pero la irritación y triunfohostil pareció diluirse durante un rato enel más puro orgullo y placer paternocuando, después de que se propusiera unbrindis a la salud de Tom y el tío Deaneaprovechara la ocasión para dirigir unaspocas palabras de elogio sobre elcarácter y la conducta de éste, elmuchacho se puso en pie y pronunció elúnico discurso de su vida. Difícilmentepudo haber sido más breve: dio lasgracias a los caballeros presentes por elhonor que le habían hecho. Se alegrabade haber podido ayudar a su padre a

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demostrar su integridad y recuperar subuen nombre y, por su parte, esperaba nodeshacer lo hecho ni manchar suapellido. Pero el aplauso que siguió fuetan grande y Tom tenía un aire tancaballeroso, tan alto y derecho, que elseñor Tulliver destacó, a modo deexplicación a sus amigos situados a suizquierda y a su derecha, que habíagastado mucho dinero en la educaciónde su hijo.

El grupo se separó con todasobriedad a las cinco. Tom permanecióen Saint Ogg's para ocuparse de algunosasuntos y el señor Tulliver montó sucaballo para dirigirse a casa y describir

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los memorables acontecimientos, todo lodicho y hecho, a «la pobre Bessy y a lamocit». El aire de animación que loenvolvía apenas se debía al buen humoro a cualquier otro estímulo, sino alfuerte vino de la alegría triunfante. Esedía no escogió ninguna calle apartada,sino que cabalgó lentamente, con lacabeza bien alta y mirando de un lado aotro por la calle principal, de caminohacia el puente. ¿Por qué no podíaencontrarse con Wakem? Le mortificabaque no se produjera esa coincidencia yse puso a darle vueltas a la idea concierta irritación. Quizá Wakem hubierasalido aquel día de la población a

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propósito para no ver ni oír nada sobreel acto honorable que había tenido lugary que tal vez lo mortificara un poco. Sipor casualidad se encontraba conWakem, el señor Tulliver lo miraríadirectamente a la cara, y el muy bribóntal vez se achantara un poco ante sualtivez fría y dominante. No tardaría enentender que no iba a seguir teniendo asu servicio a un hombre honrado y quesu honradez dejaría de llenar una bolsaya llena de ganancias ilícitas. Tal vez lasuerte estaba empezando a cambiar:quizá el demonio no tenía siempre lasmejores cartas en este mundo.

Con los pensamientos en ebullición,

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el señor Tulliver se aproximó a la puertade la cerca del molino de Dorlcote y seacercó lo bastante para ver que unafigura bien conocida salía por ellamontada en un hermoso caballo negro.Se encontraron a unas cincuenta yardasde las puertas, entre los grandescastaños y olmos y el talud.

—Tulliver —dijo Wakembruscamente, en tono más altivo que decostumbre—. Qué tontería es esa que hahecho esparciendo los terrones duros enel cercado. Ya le dije lo que tenía quehacer, pero algunos no son capaces deaprender a trabajar la tierra con método.

—¡Oh! —dijo Tulliver, estallando

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repentinamente—. Entonces, búsquesepara ese trabajo a uno que quiera recibirclases.

—Imagino que ha estado bebiendo—dijo Wakem, convencido de que esoexplicaba el rostro congestionado deTulliver y el brillo de sus ojos.

—No, no he bebido —dijo Tulliver—. No quiero que la bebida me ayude atomar la decisión de no seguirtrabajando para un sinvergüenza.

—¡Muy bien! Entonces, abandonemis tierras mañana, contenga su lenguainsolente y déjeme pasar.

Tulliver estaba haciendo retrocedera su caballo para bloquear el paso a

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Wakem.—No, no pienso dejarle pasar —

dijo Tulliver, furioso—. Primero le dirélo que pienso de usted. Es un bribóndemasiado grande para que lo cuelguen,es…

—Déjeme pasar, bruto ignorante, ome echaré encima.

El señor Tulliver, espoleando sucaballo y alzando el látigo, se lanzóhacia delante, y el caballo de Wakem,tras retroceder y tambalearse, tiró aljinete de la silla y lo echó al suelo juntoa él. Wakem tuvo la presencia de ánimode soltar la brida de inmediato y,mientras el caballo daba unos cuantos

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pasos tambaleándose y recuperaba elequilibrio, podría haberse levantado yhaber montado de nuevo sin másinconvenientes que una sacudida y unacontusión. Pero antes de que pudieralevantarse, Tulliver había desmontado.La visión de aquel hombre tan odiado asu merced lo lanzó a un frenesí devenganza triunfal que parecía darle unaagilidad y una fuerza extraordinarias. Seprecipitó hacia Wakem, que estabaintentando ponerse en pie, lo agarró porel brazo izquierdo, de modo que todo elpeso del hombre se apoyaba en elderecho, que seguía sobre el suelo, y leazotó ferozmente la espalda con la fusta.

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Wakem gritó pidiendo ayuda, pero noobtuvo ninguna hasta que se oyó el gritode una mujer y el grito de «¡Padre,Padre!».

De repente, Wakem advirtió que algohabía detenido el brazo del señorTulliver, ya que cesaron los azotes y lamano que lo sujetaba se relajó.

—¡Fuera! ¡Vete! —gritó Tulliver,furioso. Pero no se dirigía a Wakem.

El abogado se levantó lentamente y,al volver la cabeza, vio que Tulliver nose había detenido por temor a lastimar ala joven que se aferraba a él, sinoporque ésta le sujetaba los brazos contodas sus fuerzas.

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—¡Luke! ¡Madre! ¡Vengan a ayudaral señor Wakem! —gritó Maggie cuandopor fin oyó que se acercaban unos pasos.

—Ayúdame a subir a este caballo,que es más bajo —dijo Wakem a Luke—, quizá pueda, aunque, maldita sea, meparece que tengo el brazo dislocado.

Con cierta dificultad subieron aWakem al caballo de Tulliver. Despuésse volvió hacia el molinero.

—Lo pagará muy caro, se lo aseguro—dijo, pálido de ira—. Su hija estestigo de que me ha atacado.

—Me da igual —dijo el señorTulliver con voz gruesa y feroz—. Vayapor ahí enseñando cómo tiene la espalda

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y diga que le he dado latigazos.Cuénteles que ahora este mundo es unpoco más justo.

—Lleva mi caballo a mi casa —ordenó Wakem a Luke—. Por eltransbordador de Toften, no por elcentro del pueblo.

—¡Padre, entre en casa! —imploróMaggie. Después, viendo que Wakem sehabía marchado y que ya no era posibleque se repitieran las escenas deviolencia, soltó a su padre y estalló ensollozos histéricos, mientras la pobreseñora Tulliver permanecía en pie ensilencio, temblando de miedo. Sinembargo, Maggie advirtió que, a medida

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que soltaba a su padre, éste empezaba asujetarse y a apoyarse en ella. Lasorpresa puso fin a las lágrimas.

—Me encuentro mal, estoy débil —dijo—. Ayúdame a entrar en casa,Bessy. Estoy mareado, me duele lacabeza.

Entró lentamente, sostenido por suesposa y su hija, y se tambaleó hasta elsillón. El tono encendido de su rostro sehabía convertido en palidez y tenía lasmanos frías.

—¿No sería mejor que enviáramos abuscar al médico? —dijo la señoraTulliver.

Él parecía sufrir demasiado y

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encontrarse demasiado débil para oírla,pero cuando la señora Tulliver dijo aMaggie: «Encárgate de que alguien vayaa buscar al médic», la miró,perfectamente consciente.

—¿Al médico? No, nada de médicos—dijo—. Sólo me duele la cabeza.Ayudadme a meterme en la cama.

¡Triste final del día que habíaamanecido para todos como el principiode tiempos mejores! Pero cuando semezclan las semillas, las cosechas salenmezcladas.

Media hora después de que su padrese hubiera acostado, Tom llegó a casa.Bob Jakin iba con él; había acudido con

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la intención de felicitar «al antiguo am»,no sin cierto orgullo justificado por elmodo en que había contribuido a lasuerte del señor Tom; y Tom habíapensado que a su padre le encantaríaterminar el día charlando con Bob. Sinembargo, Tom, tuvo que pasar la tardeen la triste espera de las consecuenciasdesagradables que tendría el locoestallido de aquella rabia que su padrehabía contenido durante tanto tiempo.Después de que le comunicaran lasdolorosas noticias, Tom permaneciósentado y en silencio: no tenía ánimos niganas de contar a su madre y a suhermana nada de lo sucedido durante la

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comida, y ellas apenas se preocuparonde preguntárselo. Se diría que en eltejido de su vida, las hebras seentrelazaban de tal modo que no podíantener una alegría sin que llegaraenseguida la pena. Tom se sentía abatidoal pensar que sus esfuerzos ejemplaressiempre se veían frustrados por loserrores ajenos: Maggie revivía, una yotra vez, el agónico momento en quecorrió para lanzarse sobre el brazo de supadre, con un vago y siniestropresentimiento de las penas que losesperaban. Ninguno de los tres estabaparticularmente alarmado por la saluddel señor Tulliver: los síntomas no se

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parecían a los del anterior ataque y sediría que, simplemente, comoconsecuencia necesaria de la pasiónviolenta y el esfuerzo realizado trasvarias horas de una excitaciónextraordinaria, había caído enfermo.Probablemente, el descanso lo curaría.

Tom, cansado tras un día tan agitado,no tardó en caer en un profundo sueño;tuvo la sensación de que acababa deacostarse cuando se despertó y encontróa su madre de pie, a su lado, iluminadapor la luz grisácea del amanecer.

—Hijo, levántate ahora mismo: hemandado a buscar al médico y tu padrequiere que Maggie y tú vayáis a su lado.

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—¿Está peor, madre?—Ha pasado la noche con mucho

dolor de cabeza, pero no ha dicho que seencontrara peor. Sólo ha dicho derepente: «Bessy, ve a buscar al chico y ala chica. Diles que se den pris».

Maggie y Tom se vistieronapresuradamente bajo la fría luzgrisácea y llegaron al dormitorio de supadre casi en el mismo momento. Él losaguardaba con el ceño fruncido dedolor, pero con la mirada consciente yalerta. La señora Tulliver estaba de piea los pies de la cama, asustada ytemblorosa, con aspecto ajado yenvejecido tras la noche en vela. Maggie

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llegó primera a la cabecera, pero supadre miró a Tom, el cual se acercó y sedetuvo a su lado.

—Tom, hijo mío. No volveré alevantarme… Este mundo ha sidodemasiado para mí, pero tú has hechotodo lo que has podido por hacerlo unpoco más justo. Dame la mano, hijo,antes de que me vaya.

El padre y el hijo se estrecharon lamano con fuerza y se miraron unosinstantes.

—Padre —dijo Tom, intentandohablar con voz firme—, ¿tiene ustedalgún deseo que yo pueda cumplircuando…?

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—Sí, hijo… intenta recuperar elmolino.

—Sí, padre.—En cuanto a tu madre… intenta

compensarla tanto como puedas por mimala suerte… Y la mocita…

El padre volvió los ojos haciaMaggie con una mirada todavía másinquieta cuando ella, sin podersecontener, se arrodilló para estar máscerca del querido y ajado rostro que,durante largos años, había sido para ellasímbolo del amor más profundo y delmás duro de los sufrimientos.

—Debes cuidarla, Tom… not’inquietes, mocita… Alguien te querrá y

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estará de tu parte… Y debes ser buenocon ella, hijo… Yo siempre m’heportado bien con mi hermana. Dame unbeso, Maggie… Ven, Bessy… Tom,intenta pagar una tumba de obra para quetu madre y yo podamos estar juntos.

Tras decir estas palabras, apartó lavista y permaneció en silencio duranteunos minutos mientras lo observaban,sin atreverse a moverse. La luz delamanecer era ya más intensa y pudieronver que sus rasgos se hacían máspesados y los ojos más opacos.

—Por lo menos, llegó mimomento… Le pegué —dijo finalmente,mirando hacia Tom—. Ha sido justo.

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Nunca he querido nada más que lo quees justo.

—Pero padre, querido padre —dijoMaggie con una indecible ansiedad quese imponía sobre su dolor—: ¿leperdona? ¿Perdona a todo el mundo?

No movió los ojos hacia ella.—No, mocita mía. No le perdono…

¿De qué sirve el perdón? No puedoquerer a un bribón…

Tenía la voz cada vez más ronca,pero quena decir algo más y movió loslabios, una y otra vez, luchando porhablar. Al final, las palabras se abrieronpaso.

—¿Acaso Dios perdona a los

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bribones? Si los perdona, no será muysevero conmigo.

Movió las manos con inquietud,como si quisiera apartar un peso que loaplastara. En dos o tres ocasionespronunció palabras inconexas.

—Este mundo… es demasiado… unhombre honrado… qué enredoso. Prontose convirtieron en balbuceos, los ojosdejaron de ver y llegó el silencio final.

Pero no la muerte. Durante algo masde una hora, el pecho se movió ycontinuó la respiración ruidosa ypesada, haciéndose cada vez mas lenta,mientras un frío rocío le cubría la frente.

Al final llegó la calma y la pobre y

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poco iluminada alma de Tulliver dejó desufrir con el doloroso misterio de estemundo.

Entonces llegó la ayuda: aparecieronLuke y su esposa y también el doctorTurnbull, demasiado tarde para nadamás que certificar la muerte. Tom yMaggie bajaron juntos al salón, donde elsillón de su padre estaba vacío. Ambosvolvieron los ojos hacia el mismo lugar.

—Tom, perdóname —dijo Maggie—. Querámonos siempre el uno al otro.Se abrazaron y se echaron a llorar.

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VOLUMEN III

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Libro sexto

La gran tentación

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Capítulo I

El dúo en el paraíso

El bien amueblado salón con elpiano de cola abierto y la agradablevista sobre un jardín que desciendesuavemente hasta un cobertizo situado enun embarcadero junto al Floss es el dela casa del señor Deane. La pulcradamita vestida de luto cuyos tirabuzonesde color castaño claro caen sobre elbordado de colores en que entretiene losdedos es, naturalmente, Lucy Deane; y elapuesto joven que se inclina de su silla

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para cerrar las tijeras con un chasquidoante el rostro diminuto del spaniel KingCharles acostado sobre los pies de lajoven dama no es otro que StephenGuest, cuyo anillo con un brillante,perfume a rosas y aire de ociosadespreocupación a las doce delmediodía son el gracioso y aromáticoresultado del mayor molino de aceite yel muelle más grande de Saint Ogg's. Elgesto con las tijeras es de unatrivialidad aparente, pero el lectorpercibe al instante que hay detrás unaintención que lo hace digno de un jovende cabeza grande y largos miembros;porque el lector advierte que Lucy desea

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las tijeras y se ve obligada, aunque aregañadientes, a echar atrás los rizos,alzar los dulces ojos de color avellana ysonreír amablemente al rostro que tienea la altura de las rodillas mientras tiendela nacarada mano.

—Haga el favor de darme lastijeras, si es capaz de renunciar al granplacer de mortificar a mi pobre Minny.

Al parecer, las tontas tijeras se hantrabado en los nudillos y Hércules letiende los dedos, atrapados sin remisión.

—¡Malditas tijeras! El ojo ovaladoestá al revés. Por favor, quítemelas.

—Quíteselas con la otra mano —sugiere Lucy con picardía.

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Ah, es que es la mano izquierda y yono soy zurdo.

Lucy se ríe y saca las tijeras dandogolpecitos con sus diminutos dedos,cosa que, como es natural, predispone alseñor Stephen a iniciar una repeticiónda capo, por lo cual aguarda a que éstasqueden libres otra vez para apoderarsede ellas.

—No, no —protesta Lucy,guardándolas—. No voy a dejar que lascoja otra vez, ya me las ha forzado. Y nohaga gruñir a Minny. Si se sienta y secomporta correctamente, le daré unanoticia.

—¿De qué se trata? —preguntó

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Stephen, recostándose en la silla ypasando el brazo derecho por encima deuna de las esquinas del respaldo. Podríahaber estado posando para un retratoque representara a un apuesto joven deveinticinco años, de frente cuadrada,cabello de color castaño oscuro, corto ytieso, pero con una ligera ondulación enlas puntas, como un denso campo detrigo, y una mirada entre ardiente ysarcástica bajo unas bien perfiladascejas horizontales—. ¿Es una noticiamuy importante?

—Sí, mucho. Adivínela.—Que va a cambiar la dieta de

Minny y le va a dar a diario tres

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galletitas de ratafía mojadas en nata.—Totalmente equivocado.—Bien; entonces, que el doctor

Kenn ha estado predicando contra elbucarán y las damas de la localidad lehan enviado una petición colectivadiciéndole que es una doctrina muy duray no pueden soportarla.

—¡Debería darle vergüenza! —exclamó Lucy, frunciendo los labios conseriedad—. Es muy antipático por suparte que no lo adivine, porque se tratade algo que le mencioné hace poco.

—Pero usted me ha hablado demuchas cosas. ¿Acaso su tiraníafemenina exige que cuando dice que lo

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ha mencionado alguna vez, yo lo adivinede inmediato?

—Sí, ya sé que piensa que soy boba.—Pienso que es usted encantadora.—¿Y la bobería forma parte de mi

encanto?—Jamás dije tal cosa.—Pero yo sé que le gusta que las

mujeres sean sosas. Philip Wakem lotraicionó y dijo eso un día cuando ustedno estaba.

—Oh, ya sé que Phil se lo toma muyen serio, lo convierte en una cuestiónpersonal. Me parece que tiene que estarenamorado de alguna dama desconocida,alguna maravillosa Beatriz que conoció

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en el extranjero.—¡Por cierto! —exclamó Lucy,

dejando unos instantes la labor—. Se meacaba de ocurrir que no he averiguado simi prima Maggie se negará a ver aPhilip, tal como hace su hermano. Tomno quiere entrar en una sala si sabe quePhilip está allí. Quizá Maggie pienseigual y entonces no podremos formar elcoro.

—Vaya, ¿su prima va a venir a pasarunos días? —preguntó Stephen conexpresión de ligero fastidio.

—Sí, ésa era la noticia que ustedhabía olvidado. Va a dejar su trabajo, enel que ha pasado casi dos años,

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pobrecilla. Desde que murió su padre. Yse quedará conmigo un mes o dos.Espero que varios meses.

—¿Y se supone que debo alegrarmecon esa noticia?

—Oh, no. En absoluto —dijo Lucy,con aire levemente ofendido—. Yo síestoy contenta, pero eso, naturalmente,no es motivo para que usted se alegre.Mi prima Maggie es la amiga que masquiero en este mundo.

Y supongo que, cuando esté aquí,serán ustedes inseparables. No tendré lamenor posibilidad de volver a tener untête á tête con usted, a menos que leencuentre usted un admirador con el que

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emparejarla de vez en cuando. ¿Y cuáles la causa de ese rechazo hacia Philip?Podría haber sido un buen recurso.

—Es una pelea de familia con elpadre de Philip. Creo que fue encircunstancias muy dolorosas, peronunca lo he entendido ni lo he sabidotodo. Mi tío Tulliver tuvo mala suerte yperdió todas sus propiedades, y, segúncreo, consideraba que el señor Wakemera, de un modo u otro, la causa. Elseñor Wakem compró el molino deDorlcote, la antigua casa de mi tío,donde había vivido toda su vida.Recordará usted a mi tío Tulliver,¿verdad?

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—No —contestó Stephen con unaindiferencia algo altiva—. Conozco elnombre de toda la vida y me atrevería adecir que conocía de vista al individuo.Conozco la mitad de los nombres yrostros del vecindario, pero soy incapazde relacionarlos.

—Era un hombre muy irascible.Recuerdo que cuando era pequeña e ibaa visitar a mis primos, muchas veces measustaba porque hablaba como siestuviera enfadado. Papá me contó quehubo una pelea terrible la misma vísperade la muerte de mi tío entre él y el señorWakem, pero se echó tierra sobre elasunto. Todo esto sucedió cuando usted

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estaba en Londres. Papá dice que mi tíose equivocó en muchas cosas, que era unhombre amargado. Sin duda, paraMaggie y para Tom ha de ser muydoloroso recordar estas cosas. Hansufrido muchos, muchos disgustos. Seisaños atrás Maggie estaba conmigo en elcolegio cuando se la llevaron debido ala desgracia de su padre y, según creo,desde entonces no ha conocido apenasninguna diversión. Desde la muerte desu padre, ha tenido un empleo muyprecario en un colegio, porque estádecidida a ser independiente y no vivircon la tía Pullet; y entonces no le pudepedir que viniera conmigo porque mi

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querida mamá estaba enferma y todo eramuy triste. Por eso quiero que vengaahora y pase unas vacaciones muy, muylargas.

—Eso es muy amable y angelicalpor su parte —dijo Stephen, mirándolacon una sonrisa de admiración—, ytodavía más si la muchacha posee lamisma capacidad para la conversaciónque su madre.

—¡Pobrecita tía! Es usted cruel alridiculizarla. Sé muy bien lo útil que meresulta. Lleva la casa muy bien, lo hacemucho mejor que cualquier desconocida.Y fue para mí de gran consuelo durantela enfermedad de mamá.

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—Sí, pero en lo que respecta a lacompañía, prefiero la de sus cerezas albrandy y los pastelillos de crema. Meestremezco al pensar en que su hija estésiempre presente en persona, sin losagradables representantes de su madre:una chica rubia y gorda, con redondosojos azules que nos mire fijamente ensilencio.

—¡Oh, sí! —exclamó Lucy, riendocon malicia y batiendo palmas—. ¡Asíes exactamente mi prima Maggie!¡Seguro que la ha visto alguna vez!

—Lo cierto es que no: sólo adivinocómo tiene que ser la hija de la señoraTulliver. Y además, si va a echar a

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Philip, lo más parecido que tenemos aun tenor, será un fastidio adicional.

—Espero que no. Me parece que lerogaré a usted que visite a Philip y lediga que Maggie vendrá mañana.Conoce bien los sentimientos de Tom ysiempre se mantiene alejado; de modoque si usted le dice que le he rogado quele advierta que no venga hasta que yo leescriba pidiéndoselo, lo entenderá.

—Preferiría que escribiera unanotita. Phil es tan sensible que cualquiercosa bastaría para que dejara de venir, ynos costó mucho que participara. Noconsigo convencerlo nunca de que vengaal Park: me parece que no le gustan mis

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hermanas. Sólo su toque feérico, Lucy,consigue aplacar sus plumasalborotadas.

Stephen se apoderó de la manita quese extendía hacia la mesa y la rozó conlos labios. La pequeña Lucy se sentíafeliz y orgullosa. Ella y Stephen seencontraban en esa etapa del cortejo queconstituye el instante más exquisito de lajuventud, el más tierno momento defloración de la pasión: cuando ambosestán seguros del amor del otro pero noha habido ninguna declaración formal ytodo son adivinaciones mutuas queexaltan las palabras más triviales y elmenor gesto para convertirlos en

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estremecimientos delicados y deliciososcomo vaharadas de aroma a jazmín.Cuando el compromiso se hace explícitodesaparece este sutil estado desusceptibilidad: entonces el jazmín estáya cogido y presentado en un gran ramo.

—Es rarísimo que haya adivinadotan exactamente el aspecto y los modalesde Maggie —comentó la maliciosa Lucy,encaminándose a su escritorio—, porquebien podría haber sido como suhermano; y Tom no tiene los ojosredondos y jamás se le ocurriría mirarfijamente a los demás.

—¡Oh! Supongo que Tom salió a supadre, parece más orgulloso que el

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diablo. Aunque tampoco es uncompañero muy brillante, diría yo.

—Me gusta Tom. Me regaló miMinny cuando perdí a Lolo. Y papá loquiere mucho, dice que Tom tieneexcelentes principios. Gracias a él, supadre pudo pagar todas las deudas antesde morir.

—Ah, sí. Ya lo he oído contar; oíque su padre y el mío hablaban de elloen una de las interminablesconversaciones de negocios quemantienen después de comer. Piensanhacer algo para ayudar al joven Tulliver,ya que les evitó enormes pérdidascabalgando hasta aquí como un héroe,

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algo así como Turpin, para informarlesde que un banco iba a suspender pagos oalgo parecido, pero en aquel momentoyo estaba medio dormido.

Stephen se levantó del asiento ypaseó en dirección al piano, tarareandoen falsete la melodía de «Amadoconsort» mientras pasaba las páginas delvolumen de La creación que permanecíaabierto en el atril.

—Venga usted a cantar esto —dijocuando vio que Lucy se levantaba.

—¿«Amado consort».? No creo queencaje con su voz.

—No importa, encaja exactamentecon mis sentimientos, que, como diría

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Philip, es lo fundamental para cantarbien. He advertido que muchos hombrescon voces mediocres tienden a ser deesa opinión.

—El otro día Philip la tomó contraLa creación —comentó Lucy,sentándose al piano—. Dice quecontiene cierta complacencia dulzona,cierta fantasía aduladora, como si sehubiera escrito para la fiesta decumpleaños de un gran duque alemán.

—Bah, él es el Adán caído yamargado; nosotros somos unos Adán yEva que no caen y viven en el paraíso.Bien, empecemos por el recitativo,honrando a la moral. Usted cantará lo

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que es el deber de la mujer:«Obedecerte me procura alegría,felicidad y glori».

—Oh, no. No pienso respetar a unAdán que lleva el tempo tan lento comousted —dijo Lucy, empezando a tocar eldúo.

Sin duda, el único cortejo que noconoce dudas ni temores será aquel enque los enamorados puedan cantarjuntos. La sensación de mutua afinidadque surge de las dos notas profundas quesatisfacen la expectación en el momentooportuno entre las notas de la vozargentina de la soprano, del acordeperfecto de las terceras y las quintas

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descendentes, de la amorosapersecución de una fuga acordada… esprobable que todo ello sustituya acualquier exigencia inmediata de formasde acuerdo menos apasionadas. Lacontralto no se ocupa de catequizar albajo; el tenor no temerá una embarazosafalta de conversación en las tardes quepase con la hermosa soprano. En lasprovincias, donde la música era tanescasa en aquellos tiempos remotos,¿cómo podían los aficionados a lamúsica dejar de enamorarse unos deotros? Incluso los principios políticosdebían de correr peligro de relajarse enesas circunstancias; y un violín fiel a los

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burgos podridos debía de sentirsetentado de confraternizar de mododesmoralizador con un violonceloreformista. En ese caso, la soprano congarganta de pájaro y el bajo de vozplena cantarían:

Junto a ti aumenta cada gozo,junto a ti la vida es alegría.Y se lo creerían, especialmente

porque lo cantaban.Ahora, cantemos el gran fragmento

de Rafael —dijo Lucy cuandoterminaron el dúo—. Lo de «la tierracede bajo el peso de las bestia» le salea usted a la perfección.

—Eso parece un cumplido —señaló

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Stephen, mirando el reloj de bolsillo—.¡Por Júpiter, si es casi la una y media!Bueno, sólo puedo cantar eso. Stephencantó con admirable facilidad lasprofundas notas que representaban laamenaza de las pesadas bestias: perocuando un cantante tiene dos oyentes,siempre es posible la disparidad deopiniones. La dueña de Minny estabaencantada, pero el perro, que se habíaatrincherado en su cesta, temblando, encuanto empezó a sonar la música,consideró que aquel trueno era tan pocode su gusto que saltó y se marchócorreteando hasta el más remotochiffonier, considerándolo el lugar más

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seguro Para que un perrito esperara eljuicio final.

—Adiós, amada consorte —dijoStephen, abrochándose la chaqueta encuanto terminó de cantar, sonriendodesde su alta estatura con el aire deamado condescendiente, a la damitasituada delante del atril—. Mi gozo yano aumenta, porque tengo quemarcharme a casa. He prometido estarallí para comer.

—Entonces, ¿no podrá usted pasar aver a Philip? No importa, se lo he dichotodo en la nota.

—Mañana estará usted ocupada consu prima, imagino.

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—Sí, vamos a celebrar una pequeñafiesta familiar. Mi primo Tom comerácon nosotros y la pobre tiíta tendrá a susdos hijos junto a ella por primera vez enmucho tiempo. Será muy bonito y mehace mucha ilusión.

—¿Podré venir pasado mañana?—¡Oh, sí! Venga y le presentaré a mi

prima Maggie, aunque, en realidad, sediría que ya la ha visto… La ha descritotan bien…

—Adiós, entonces.Tras una leve presión de las manos y

un breve encuentro de miradas comoaquéllos, es frecuente que una damitaquede levemente ruborizada y con una

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sonrisa en los labios que no desapareceen cuanto se cierra la puerta, y tienda acaminar de aquí para allá por lahabitación en lugar de sentarsetranquilamente ante su bordado u otraocupación racional y edificante. Por lomenos, ése fue el efecto que causó enLucy; y espero que no consideres, lector,indicio de que la vanidad se imponíasobre otros impulsos más tiernos el queechara algún vistazo al espejo de lachimenea cuando sus pasos la acercabana éste. El deseo de saber que una no hatenido aspecto de espantajo durante lasescasas horas de conversación puedeconsiderarse parte de una atención

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laudable y generosa hacia los demás. Yel carácter de Lucy era tan benevolenteque tiendo a creer que impregnabaincluso sus pequeños egoísmos, de lamisma manera que en otras personas, detodos conocidas, los pequeños gestosbenevolentes poseen un aroma, algofétido, a egoísmo. Incluso en estemomento, mientras camina arriba yabajo con un latido levemente triunfal ensu corazón juvenil y la sensación de quela ama la persona más importante de sureducido mundo, se observa en sus ojosavellana una omnipresente y risueñabenignidad en la que los efímerosdestellos de vanidad casi han

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desaparecido, y si es feliz cuando piensaen su enamorado, es porque suspensamientos se mezclan rápidamentecon todas los dulces afectos ybondadosos cometidos con que llena susapacibles días. Incluso en este momento,con esta alternancia instantánea que haceque dos corrientes de sentimientos ofantasías parezcan simultáneas, supensamiento pasa continuamente deStephen a los preparativos inacabadospara la habitación de Maggie. La primaMaggie debía recibir el mismo trato queuna gran dama: no, mejor incluso,porque tendría en su dormitorio losmejores dibujos e ilustraciones de Lucy,

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y el mejor ramo de flores primaveralessobre la mesa. A Maggie le gustaría todoaquello, ¡le gustaban tanto las cosasbonitas! Y la pobre tía Tulliver, de laque nadie se ocupaba… se llevaría unasorpresa cuando recibiera una cofiabuenísima y el brindis en su honor queLucy pensaba organizar con su padreaquella tarde. ¡Desde luego, no teníatiempo que perder recreándose en lossueños sobre sus felices amoríos! Conestos pensamientos se dirigió hacia lapuerta, pero allí se detuvo.

—¿Qué te pasa, Minny? —dijo,agachándose en respuesta a los gemidosdel pequeño cuadrúpedo; tras alzar la

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brillante cabeza del perro hasta surosada mejilla, añadió—: ¿Pensabas queme marchaba sin ti? Ven, vamos a ver aSimbad.

Simbad era el caballo zaino de Lucy,al que alimentaba con su propia manocuando lo sacaban al cercado. Legustaba dar de comer a los animalesdependientes, conocía los gustos detodos los seres de la casa y se deleitabacon el murmullo de los canarios cuandotenían el pico lleno de semillas, al igualque con los pequeños placeres deaquellos animalitos que mordisqueabanla comida y que, a riesgo de parecerdemasiado trivial, llamaré aquí los

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roedores más familiares.¿Acaso Stephen Guest no acertaba

en su decidida opinión al pensar queaquella esbelta doncella de dieciochoaños era exactamente el tipo de esposacon la que un hombre no se arrepentiríade haberse casado? Una mujer afectuosay considerada con otras mujeres, que noles daba besos de judas mientrasescudriñaba en busca de bienvenidosdefectos, sino que se interesabarealmente por sus sufrimientossemiocultos y disfrutabaproporcionándoles pequeños placeres.Quizá la admiración de Stephen noponía énfasis en esta poco frecuente

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cualidad, pues tal vez Stephen aprobabasu elección precisamente porque Lucyno le parecía una rareza. Los hombresdesean que las mujeres sean hermosas:bien, Lucy lo era, pero no de modoenloquecedor. Los hombres desean quesus esposas sean damas cumplidas,amables, afectuosas y que no seantontas: Lucy poseía todas esascualidades. A Stephen no le sorprendíaadvertir que estaba enamorado de ella yera consciente de su buen juicio alpreferirla a la señorita Leyburn, la hijade un miembro del gobierno local,aunque Lucy era sólo la hija de un sociomenor de su padre; además, había tenido

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que desafiar y vencer la leve renuencia yla decepción de su padre y sushermanas, circunstancia que da acualquier joven una agradableconciencia de su dignidad. Stephensabía que poseía sensatez eindependencia suficientes para escoger,sin dejarse influir por consideracionesindirectas, a la mujer que probablementelo haría feliz. Había elegido a Lucy demodo plenamente consciente: era unamuchacha adorable y exactamente el tipode mujer que siempre había admirado.

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Capítulo II

Primeras impresiones

—Stephen es muy inteligente,Maggie —dijo Lucy. Estaba arrodilladasobre un escabel, a los pies de Maggie,tras colocar a la oscura dama en unsillón de terciopelo carmesí—. Estoysegura de que te gustará. Espero que teguste.

—Difícilmente me daré porsatisfecha —contestó Maggie, sonriendoy tomando uno de los largos tirabuzonesde Lucy para que los rayos de sol

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pasaran a través del cabello—. Uncaballero que se considera lo bastantebueno para Lucy debe esperar durascríticas.

—Te aseguro que es demasiadobueno para mí. Y algunas veces, cuandoestá lejos, estoy tentada de creer que noes posible que me quiera. Pero cuandoestá conmigo nunca lo dudo, aunque nosoportaría que nadie, excepto tú, supieralo que siento, Maggie.

—Entonces, si no le doy miaprobación, podrás dejarlo, puesto queno estáis comprometidos —bromeóMaggie con aire grave.

—Prefiero no estar comprometida:

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cuando llega el compromiso todospiensan en casarse pronto —confesóLucy, demasiado preocupada paraprestar atención a la broma de Maggie—, y a mí me gustaría que las cosas sequedaran como están durante muchotiempo. Algunas veces me asusta la ideade que Stephen me diga que ha habladocon papá y, por algo que papá dijo elotro día, estoy segura de que él y elseñor Guest están esperándolo. Y ahoralas hermanas de Stephen se comportanconmigo con mucha cortesía: me pareceque al principio no les gustaba queStephen me hiciera caso; y era natural.Parece fuera de lugar que me vaya a

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vivir a un lugar enorme como ParkHouse, yo que soy tan poca cosa.

—No se supone que el tamaño de laspersonas deba guardar proporción conlas casas que habitan, como sucede conlos caracoles —dijo Maggie entre risas—. Dime, ¿las hermanas de Stephen songigantas?

—Oh, no. Ni tampoco guapas;bueno, no mucho —dijo Lucy, un pocoarrepentida de aquella observación tanpoco caritativa—. Pero él sí loes; por lomenos, todos lo consideran muy apuesto.

—¿Aunque tú seas incapaz decompartir esa opinión?

—¡Oh, no sé! —dijo Lucy,

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sonrojándose del cuello a la frente—.No es bueno despertar demasiadasexpectativas; quizá te sientasdecepcionada. Pero le he preparado unasorpresa encantadora y me reiré muchode él, aunque no pienso contarte en quéconsiste.

Lucy se levantó y se alejó un pococon la bonita cabeza ladeada, como sihubiera estado arreglando a Maggie paraun retrato y deseara juzgar el efectogeneral.

—Levántate un momento, Maggie.—¿Qué quieres hacer ahora? —

preguntó Maggie, sonriendolánguidamente mientras se levantaba de

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la butaca y miraba desde su alta estaturaa su prima menuda y aérea, cuya figuraquedaba subordinada a sus impecablesropajes de seda y crespón.

Lucy la contempló unos momentos ensilencio.

—Maggie, no sé qué clase dehechizo posees para que te siente mejorla ropa vieja; de todas maneras,necesitas un vestido nuevo. Pero ayerintentaba imaginarte con un trajehermoso y a la moda y, por muchasvueltas que le daba, el viejo vestidolacio de lana merino regresaba como loúnico adecuado para ti. Me pregunto siMaría Antonieta también tenía un

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aspecto magnífico cuando llevaba unvestido zurcido en los codos. Encambio, si yo me pusiera un traje ajado,resultaría muy insignificante, un pingajo.

—Claro, claro —contestó Maggiecon burlona seriedad—. Correrías elriesgo de que te barrieran de lahabitación, junto con las telas de araña yel polvo de la alfombra, y de encontrarteen el hogar, como Cenicienta. ¿Puedosentarme ya?

—Sí, ya puedes —dijo Lucy riendo.Después, con aire de seriedad, sedesprendió un gran broche de azabache—. Pero debemos cambiar los broches,Maggie; esa pequeña mariposa no

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resulta apropiada para ti.—Pero ¿no estropeará el efecto

encantador de mi pobreza? —preguntóMaggie, sentándose obedientementemientras Lucy se arrodillaba otra vez yle quitaba la despreciable mariposa—.Desearía que mi madre pensara lomismo que tú, porque anoche estaba muyinquieta porque éste es mi mejor traje.He estado ahorrando dinero para pagaralgunas clases: nunca tendré un empleomejor si no hago más méritos.

Maggie lanzó un pequeño suspiro.—Vamos, no pongas otra vez esa

cara tan triste —dijo Lucy, prendiendoel gran broche bajo la hermosa garganta

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de Maggie—. Olvidas que has salido deesa horrible escuela y ya no tienes queremendar la ropa de las niñas.

—Sí —reconoció Maggie—, no mela quito de encima. Me siento como unpobre oso blanco que vi una vez en unespectáculo. Me pareció que lacostumbre de dar vueltas una y otra vezestaba tan arraigada en él que seguiríahaciéndolo aunque lo soltaran. La de serdesgraciado es una mala costumbre.

—Pero voy a someterte a unadisciplina de placer que te hará perderesa mala costumbre —dijo Lucy,prendiéndose distraídamente lamariposa negra en el cuello del vestido

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mientras sus ojos miraban los de Maggiecon afecto.

—¡Eres un encanto! —exclamóMaggie, en uno de sus estallidos deadmiración cariñosa—. Tengo lasensación de que disfrutas tanto con lafelicidad de los demás que podríasprescindir de la tuya propia. Me gustaríaser como tú.

—Nunca he tenido que pasar porpruebas muy duras —contestó Lucy—.Siempre he sido muy feliz. No sé sipodría soportar muchas penas, porqueno he conocido otra que la muerte de mipobre madre. En cambio, tú sí; y estoysegura de que sientes por los demás lo

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mismo que yo.—No, Lucy —dijo Maggie, negando

lentamente con la cabeza—. No disfrutocomo tú de la felicidad ajena; sentiríamás satisfacciones si así fuera. Lamentoque los demás pasen apuros y creo queno sería capaz de hacer desgraciada aotra persona, y, sin embargo, confrecuencia me odio porque me enfurececontemplar la felicidad de los demás.Creo que empeoro a medida que crezco,me hago más egoísta. Eso me parecehorrible.

—¡Vamos, Maggie! —la reprendióLucy—. No me creo nada de lo que mecuentas. Sólo son fantasías pesimistas

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porque esa vida triste y tediosa te hadeprimido.

—Bien, quizá sea eso —dijoMaggie, apartando las nubes de su rostrocon una radiante sonrisa al tiempo quese recostaba en el sillón—. Tal vez sedeba a la dieta del colegio: budín dearroz aguado sazonado con Pinnock.Esperemos que desaparezca ante lascremas que prepara mi madre y esteencantador Geoffrey Crayon[30].

Maggie cogió el Libro de apuntesque se encontraba sobre la mesa, a sulado.

—¿Qué tal me queda estebrochecito? —preguntó Lucy,

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encaminándose hacia el espejo de lachimenea para comprobar el efecto.

—Muy mal, el señor Guest tendráque salir de la sala en cuanto te vea conél. Date prisa y ponte otro.

Lucy salió de la habitación a todaprisa, pero Maggie no aprovechó laoportunidad para abrir el libro: lo dejócaer sobre el regazo y dejó vagar losojos hacia la ventana, por los macizosde flores primaverales y el largo seto delaureles bañados por el sol; más allá, seextendía el plateado Floss, el viejo yquerido río que a aquella distanciaparecía dormitar en una mañana festiva.El aroma dulce y fresco del jardín

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entraba por la ventana abierta y lospájaros se entretenían en revolotear,posarse, gorjear y cantar. Sin embargo,los ojos de Maggie se llenaron delágrimas. La visión de los viejos lugaresle hacía evocar recuerdos tan dolorososque incluso la víspera apenas habíaconseguido otra cosa que alegrarse deque su madre volviera a vivir concomodidades y de la fraternalamabilidad de Tom, de la misma maneraque nos alegramos de que a algún amigolejano le vayan bien las cosas, pero nocompartimos su felicidad. La memoria yla imaginación le imponían unasensación de privación demasiado

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intensa para degustar lo que le ofrecía elefímero presente. Intuía que el futurosería peor que el pasado, porque trasvarios años de renuncia voluntaria,había vuelto a sentir anhelos y deseos:los días desdichados de ocupacionesdesagradables le resultaban cada vezmás duros, y las imágenes de la vidavariada e intensa que ansiaba resultabancada vez más persistentes. El ruido de lapuerta la despertó de sus ensoñacionesy, secándose rápidamente las lágrimas,empezó a pasar las hojas del libro.

—Maggie: sé de un placer al que nopuedes resistirte ni cuando estás mástriste —dijo Lucy, lanzándose a hablar

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en cuanto entró en la sala—: la música.Y tengo intención de que disfrutes deella en abundancia. Quiero que vuelvasa prepararte para tocar el piano, cosaque hacías mucho mejor que yo cuandoestábamos en Laceham.

—Te habrías reído si me hubierasvisto tocar canciones infantiles una yotra vez para las niñas pequeñas cuandoles daba clase por el mero placer detocar de nuevo las teclas —dijo Maggie—. Pero no sé si ahora seré capaz detocar algo más difícil que una canciónpopular como Begone, dull care.

—Recuerdo lo muchísimo quedisfrutabas cuando venían los del coro a

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cantar —dijo Lucy, tomando su bordado—. Podríamos deleitarnos con esascanciones que tanto te gustaban, siempreque no pienses lo mismo que Tom sobreciertas cosas.

—Creía que estabas segura de ello—contestó Maggie con una sonrisa.

—Debería haber dicho: sobre unasunto en concreto. Porque si piensas lomismo que él, perderemos la terceravoz. En Saint Ogg's hay poquísimoscaballeros que canten: en realidad, sóloStephen y Philip Wakem tienensuficientes conocimientos de músicapara leer una partitura.

Tras decir esta última frase, Lucy

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alzó la vista de la labor y observó uncambio en el rostro de Maggie.

—¿Te duele oír ese apellido,Maggie? Si es así, no volveré a hablarde él. Ya sé que Tom no quiere ni verlo,si puede evitarlo.

—No pienso lo mismo que Tomsobre esta cuestión —dijo Maggie,poniéndose en pie y dirigiéndose haciala ventana, como si quisiera contemplarmejor el paisaje—. Siempre heapreciado a Philip Wakem, desde que loconocí en Lorton cuando era pequeña.Fue muy bueno cuando Tom se hirió enel pie.

—¡Oh, cuánto me alegro! —exclamó

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Lucy—. Entonces, no te importará quevenga algunas veces; con él podremosampliar nuestro repertorio musical.Aprecio mucho al pobre Philip, aunqueme gustaría que no diera a suenfermedad una importancia que meparece enfermiza. Supongo que por suculpa es un hombre tan triste y, algunasveces, incluso amargo. Sin duda, dapena ver ese pobre cuerpo jorobado yesa cara tan pálida entre personasgrandes y fuertes.

—Pero Lucy… dijo Maggie,intentando detener aquel parloteo.

—Ah, llaman a la puerta, debe deser Stephen —añadió Lucy sin advertir

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el débil esfuerzo de Maggie por hablar—. Una de las cosas que más admiro deStephen es que Philip encuentra en él almejor amigo.

Era ya demasiado tarde para queMaggie pudiera intervenir: se abrió lapuerta del salón y Minny gruñó un pocomientras entraba un caballero alto que sedirigió hacia Lucy y le tomó la mano conuna mirada a medias cortés y a mediasde tierna interrogación que parecíaindicar que no había advertido lapresencia de nadie más.

—Permita que le presente a miprima, la señorita Tulliver —dijo Lucy,volviéndose con traviesa diversión

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hacia Maggie, que se acercaba ahora dela alejada ventana—: el señor StephenGuest.

Durante unos instantes, Stephen nopudo ocultar su asombro al ver aquellaalta ninfa de ojos negros y corona decabello azabache. Maggie sintió que,por primera vez en su vida, recibía elhomenaje de un profundo rubor y unamarcada reverencia por parte de unapersona ante la que ella también sesentía tímida. Esta nueva experiencia lepareció muy agradable, tanto que casiborró la emoción anterior provocadapor Philip. Cuando se sentó, los ojos lebrillaban y tenía las mejillas sonrojadas

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de modo muy atractivo.—Espero que advierta la

sorprendente semejanza con el originalque guarda el retrato que hizo ayer —seburló Lucy con una carcajada de triunfo,encantada ante la confusión de suenamorado: normalmente, era él quiense encontraba en situación de ventaja.

—Esta intrigante prima suya me haengañado por completo, señoritaTulliver —explicó Stephen, sentándosejunto a Lucy y dejando de jugar conMinny mientras lanzaba a Maggie unamirada furtiva—. Me dijo que teníausted el cabello claro y los ojos azules.

—¡Qué va! Fue usted quien lo dijo

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—protestó Lucy—: yo sólo me abstuvede destruir su confianza en suclarividencia.

—Desearía equivocarme siempreasí —declaró Stephen— y encontrarmecon que la realidad es mucho mejor quemis ideas preconcebidas.

—En cambio, ahora se ha mostradoa la altura de las circunstancias y hadicho la frase oportuna —intervinoMaggie, lanzándole una mirada dedesafío: resultaba evidente que habíahecho de ella un retrato satírico. Lucy lehabía contado que era aficionado a elloy Maggie añadió mentalmente: «Ybastante engreíd».

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«Una mujer endiablad», fue loprimero que pensó Stephen. Lo segundo,cuando Maggie se inclinó de nuevosobre la labor, fue: «Ojalá me mire otrave». El tercer pensamiento fue paracontestar:

—Las frases de mera cortesía sonsinceras en algunas ocasiones. Cuandoun hombre dice «gracia», algunas vecesestá agradecido. Aunque no es justo quedeba emplear la misma palabra queutiliza todo el mundo para rechazar unainvitación desagradable, ¿no le parece,señorita Tulliver?

—No —contestó Maggie, lanzándoleuna de sus miradas directas—. En las

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grandes ocasiones, las palabrassencillas tienen mayor fuerza, porque seadvierte de inmediato que tienen unsentido especial, como los viejosestandartes o los ropajes cotidianoscolgados en lugares sagrados.

—Entonces, mi cumplido debía deser elocuente —dijo Stephen, sin sabermuy bien qué decía mientras Maggie lomiraba—, puesto que mis palabrasquedaban tan lejos de estar a la altura dela ocasión.

—Ningún cumplido es elocuente,excepto como expresión de indiferencia—repuso Maggie, sonrojándose unpoco.

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Lucy empezó a alarmarse ante laidea de que Stephen y Maggie no fuerana congeniar. Siempre había temido queMaggie pareciera demasiado inteligentey original para agradar a aquel caballerotan crítico.

—Pero, querida Maggie —intervinoLucy—, siempre has dicho que te gustaen exceso la admiración de los demás, yahora me parece que te enfadas porquealguien te muestra admiración.

—En absoluto —contestó Maggie—;me gusta muchísimo advertir laadmiración ajena, pero las fórmulas decumplido no me hacen sentir nada.

—Entonces, no volveré a dirigirle

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ninguno, señorita Tulliver —dijoStephen.

—Gracias, eso será una muestra derespeto.

¡Pobre Maggie! Estaba tan pocohabituada a la vida social que eraincapaz de pasar por alto las merasfórmulas; como, además, no estabaacostumbrada a la charla superficial, elexceso de pasión que ponía en losincidentes más triviales resultabaabsurdo para las damas más expertas.Sin embargo, en este momento eraconsciente del lado ridículo de laconversación. Era cierto que sentía unrechazo teórico hacia las fórmulas de

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cumplido y, en una ocasión, había dichoa Philip con enfado que tan tonto eradecir a las mujeres con boba sonrisa queeran hermosas como a los ancianos queeran venerables: con todo, no erarazonable irritarse porque undesconocido como el señor Guestutilizara una fórmula habitual o hubierahablado de ella de modo desdeñosoantes de verla, de modo que en cuanto secalló empezó a avergonzarse. No se leocurrió que su irritación se debía a laagradable emoción que la habíaprecedido, de la misma manera quecuando nos sentimos cálidamentearropados una inocente gota de agua fría

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nos sobresalta.Stephen estaba demasiado bien

educado para no advertir el sesgoincómodo de la conversación, de modoque pasó de inmediato a hablar deasuntos impersonales y a preguntar aLucy si sabía cuándo iba a tener lugarpor fin la venta de beneficencia, con laesperanza de ver cómo dirigía los ojoshacia objetos más agradecidos que lasflores de estambre que crecían bajo susdedos.

—Creo que algún día del mes queviene —contestó Lucy—, pero sushermanas trabajan mucho más que yo:tendrán el puesto más grande.

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—Ah, sí, pero realizan susmanufacturas en su salón, donde yo nolas importuno. Observo que usted no esadicta al vicio de moda del bordado,señorita Tulliver —dijo Stephen, viendoque Maggie cosía un sencillo dobladillo.

—No —contestó Maggie—, no soycapaz de hacer nada más difícil oelegante que una camisa.

—Y tus puntadas son tan bonitas,Maggie —señaló Lucy—, que creo quete rogaré que me des unas cuantas piezaspara mostrarlas como bordado. Tuexquisito modo de coser es un misteriopara mí: en otros tiempos te disgustabaeste tipo de trabajo.

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—El misterio tiene explicación —dijo Maggie, alzando la vista conserenidad—. Puesto que era la únicamanera de conseguir dinero, tuve queesforzarme en aprender a coser bien.

La buena y simple de Lucy no pudoevitar sonrojarse un poco: no le gustabaque Stephen lo supiera y Maggie nodebía haberlo mencionado. Quizáaquella confesión fuera un gesto deorgullo: el orgullo de una pobreza queno quiere avergonzarse de sí misma. Sinembargo, aunque Maggie hubiera sido lareina de las coquetas, difícilmentepodría haber inventado mejor modo dehacer más interesante su belleza a los

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ojos de Stephen: tal vez elreconocimiento de que cosía prendas deropa y era pobre no hubieran bastado,pero ese hecho, sumado a su belleza,hacía de Maggie una mujer todavía mássingular.

—Pero si es de alguna utilidad paravuestra venta benéfica, puedo hacerpunto de media —prosiguió Maggie.

—Oh, sí, es muy útil. Mañana tedaré lana escarlata. Por cierto —dijoLucy, volviéndose hacia Stephen—, suhermana tiene un talento envidiable paramodelar: está haciendo un bustoasombroso del doctor Kenn, totalmentede memoria.

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—Caramba, si se acuerda de ponerlelos ojos muy juntos y las comisuras delos labios muy separadas, seguro que enSaint Ogg's todos le encuentran unparecido sorprendente.

—Es usted muy malo —protestóLucy con aspecto ofendido—. Nuncahabría pensado que pudiera usted hablardel doctor Kenn con tan poco respeto.

—¿He dicho algo irrespetuoso?¡Dios no lo quiera! Pero no estoyobligado a respetar un busto suyoinjurioso. Creo que Kenn es uno de losmejores hombres de este mundo. Me daigual que haya puesto esos altoscandelabros sobre la mesa de la

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comunión, y no quisiera estropear mibuen humor levantándome temprano pararezar. Pero es el único hombre que heconocido que parece poseer algún rasgode un verdadero apóstol: un hombre quegana ochocientos al año y se contentacon muebles de pino y vaca hervidaporque regala dos tercios de susingresos. Fue un gesto hermoso por suparte acoger en su casa al pobre chicoaquel, Grattan, que mató a su madre deun disparo accidental. Le dedica mástiempo del que tendrían hombres menosocupados para evitar que enloquezca y,por lo que veo, lleva al muchacho atodas partes.

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—Eso está muy bien —dijo Maggie,que había dejado caer la labor yescuchaba con vivo interés—. Nuncaconocí a nadie que hiciera cosas comoésas.

—Y este tipo de acciones son tantomás admirables cuanto que sus modales,en general, son fríos y severos —añadióStephen—. No hay en él nada meloso osensiblero.

—¡Oh, a mí me parece una personaestupenda! —exclamó Lucy conentusiasmo.

—No, en eso no puedo estar deacuerdo con usted —dijo Stephen consarcástica gravedad.

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—Entonces, ¿qué defecto leencuentra?

—Que es anglicano.—Bueno, pues a mí me parece que

ésa es la opción adecuada —dijo Lucymuy seria.

—En teoría, así es —explicóStephen—, pero no desde un punto devista parlamentario. Ha sembrado ladiscordia entre los disidentes y losseguidores de la Iglesia de Inglaterra, ya un futuro diputado como yo, cuyosservicios tanto necesita el país, leresultará molesto que se presentecandidato al honor de representar aSaint Ogg's en el Parlamento.

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—¿De veras piensa ustedpresentarse? —preguntó Lucy con losojos brillantes de un orgulloso placerque hizo que se desinteresara por elanglicanismo.

—Sin duda, cuando el espíritu deservicio público del viejo señorLeyburn y su gota lo empujen a ceder elpaso a los demás. Mi padre pone en ellotodas sus ilusiones. Y deben ustedessaber que dones como los míos suponenuna gran responsabilidad —Stephen selevantó y, bromeando, se pasó lasgrandes manos blancas por el cabellocon un gesto vanidoso—. ¿No lo creeusted así, señorita Tulliver?

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—Sí —contestó Maggie sonriendo,sin levantar la vista—: tanta fluidez depalabra y serenidad no debendesperdiciarse en privado.

—Ah, advierto que es usted unamujer muy perspicaz —dijo Stephen—.Ha descubierto ya que soy charlatán ydescarado. Las personas superficialesnunca lo advierten; tal vez debido a mismodales, imagino.

«No me mira cuando hablo de mímismo —pensó mientras sus oyentes sereían—. Debo intentar otros tema».

De modo que preguntó si Lucy teníaintención de asistir la semana siguiente ala reunión del Club del libro. A

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continuación le recomendó queescogiera la Vida de Cowper, deSouthey, a menos que se sintierainclinada a la filosofía y quisieransobresaltar a las damas de Saint Ogg'svotando por uno de los tratados deBridgewater. Naturalmente, Lucy quisosaber en qué consistían esos librosalarmantemente eruditos y, puesto quesiempre resulta agradable elevar elnivel de conocimientos de las damashablándoles familiarmente de temas queignoran por completo, Stephen se mostróbrillante gracias al tratado de Bucklandque acababa de leer. Como recompensa,Maggie dejó caer la labor y fue

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quedándose tan absorta en aquellamaravillosa historia geológica quepermaneció sentada mirándolo,inclinada hacia delante con los brazoscruzados y olvidada de sí misma, comosi él fuera el más aficionado al rapé delos viejos profesores y ella un alumnoque ya luciera bozo. Stephen estaba tanfascinado por aquella mirada amplia yclara que terminó por olvidarse de mirarde vez en cuando a Lucy: pero la dulcemuchacha sólo se alegraba de queStephen demostrara ante Maggie lolistísimo que era y de que terminaransiendo buenos amigos.

—Si así lo desea, puedo traerle el

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libro, señorita Tulliver —dijo Stephencuando menguó el caudal de susrecuerdos—. Contiene muchasilustraciones que tal vez le gustaría ver.

—Muchas gracias —contestóMaggie. Esta pregunta directa hizo quese sonrojara, volviera en sí y retomarala labor.

—No, no —intervino Lucy—. Deboprohibirle que zambulla a Maggie en loslibros otra vez: no conseguiría sacarlade allí. Y quiero que pase unos díasdeliciosos de descanso, llenos decharlas y paseos en bote, a caballo y encarruaje.

—¡A propósito! —exclamó Stephen,

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mirando el reloj—. ¿Vamos al río aremar un rato? La marea nos permitirá irhacia Tofton y podemos volver andando.

A Maggie le encantó la propuesta,porque hacía años que no iba al río.Cuando ésta se marchó para ponerse lacapota, Lucy se entretuvo para dar unaorden a la criada y aprovechó laoportunidad para decir a Stephen queMaggie no se oponía, a ver a Philip, demodo que era una pena que hubieraenviado esa nota la antevíspera; así queescribiría otra al día siguienteinvitándolo.

—Puedo pasar mañana por su casa,convencerlo y traerlo conmigo por la

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tarde —sugirió Stephen—. Mishermanas querrán venir de visita encuanto les diga que su prima está aquí.Debo dejarles el campo libre por lamañana.

—Oh, sí, por favor, tráigalo —rogóLucy—. ¿Verdad que va usted a apreciara Maggie? —añadió en tono implorante—. ¿No es cierto que es una personaencantadora y de noble aspecto?

—Demasiado alta —dijo Stephen,agachando la cabeza para dirigirle unasonrisa—. Y demasiado vehemente: yasabe usted que no es el tipo de mujerque me gusta.

Bien sabes, lector, que los

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caballeros tienden a hacer imprudentesconfidencias negativas a las damassobre otras mujeres más hermosas queellas. Así es como muchas mujeresdisfrutan con el conocimiento de que lasdamas hermosas disgustan en secreto alos hombres que se han sacrificadocortejándolas apasionadamente. Pocascosas podrían definir mejor a Lucy queel hecho de que creyera a pies juntillaslo que había dicho Stephen y tomara lafirme decisión de que Maggie no seenterara. Pero tú, lector, que te guías poruna lógica superior a la verbal, habrásdeducido de la desfavorable opinión deStephen que cuando éste se encaminó

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hacia el cobertizo del embarcadero ibacalculando, con ayuda de una fértilimaginación, que, como consecuencia deaquel agradable plan, Maggie deberíadarle la mano por lo menos en dosocasiones, y que un caballero que deseaque lo observen las damas está muy biensituado cuando rema para ellas en unbote. ¿Y qué quería decir aquello? ¿Sehabía enamorado súbitamente de lasorprendente hija de la señora Tulliver?Claro que no: en la vida real no existenestas pasiones. Además, estaba yaenamorado y casi comprometido con lamás adorable muchacha del mundo, y noera hombre dado a hacer el ridículo. Sin

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embargo, cuando se tienen veinticincoaños, la gota no debilita todavía elsentido del tacto y el contacto con unamuchacha hermosa no deja indiferente.Era algo perfectamente natural einofensivo admirar la belleza y disfrutarde su contemplación, por lo menos encircunstancias como aquéllas. Y aquellamuchacha, con su pobreza y susproblemas, resultaba muy interesante:era agradable contemplar la amistadentre las dos primas. Stephen reconocíaque, por lo general, no le gustaban lasmujeres de carácter acusado, pero enaquel caso la peculiaridad parecía serde naturaleza superior: y siempre que

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uno no esté obligado a casarse conmujeres como ésas, lo cierto es que danamenidad a las relaciones sociales.

Durante el primer cuarto de hora,Maggie no satisfizo las esperanzas deStephen y no lo miró: los ojos se lellenaban con la imagen de las antiguasriberas que tan bien conocía. Se sentíasola, alejada de Philip, la única personaque la había querido con devoción, talcomo siempre había deseado que laamaran. Pero al cabo de un rato atrajo suatención el rítmico movimiento de losremos y pensó que le gustaría aprender aremar. Eso la despertó de sus sueños ypreguntó si podría tomar un remo. Le

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pareció que aquello requería grandesenseñanzas y se sintió ambiciosa; elejercicio le coloreó las mejillas y laempujó a aplicarse con alegría a lalección.

—No me daré por satisfecha hastaque sepa manejar ambos remos y puedallevarlos de paseo a los dos —dijo conaire radiante cuando bajó del bote. Biensabemos que Maggie tenía tendencia adistraerse y escogió un momentoinoportuno para la observación: leresbaló el pie, pero afortunadamenteStephen Guest le tomó la mano confuerza y la sostuvo.

—¿Se ha hecho usted daño? —

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preguntó Stephen, inclinándose paramirarla con inquietud. Resultaba muyagradable que alguien más alto y masfuerte se ocupara de ella con tantaamabilidad. Maggie nunca había sentidouna sensación parecida.

Cuando regresaron a la casa,encontraron al tío y a la tía Pulletsentados con la señora Tulliver en elsalón, y Stephen se marchóapresuradamente tras pedir autorizaciónpara regresar por la tarde.

—Le ruego que traiga de nuevo ellibro de las partituras de Purcell que sellevó —dijo Lucy—. Quiero que Maggiede oiga cantar las mejores canciones.

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La tía Pullet, convencida de queMaggie recibiría invitaciones paraacompañar a Lucy, probablemente aPark House, se escandalizó ante lapobreza de su vestimenta, ya que cuandola contemplara da alta sociedad de SaintOgg's supondría un desprestigio paratoda la familia. Aquello exigía unasolución rápida y contundente; y tantoLucy como la señora Tulliver selanzaron a debatir sobre lo que seríamás adecuado para tal fin entre losexcedentes del guardarropa de la señoraPullet. Maggie debía contar con un trajede noche lo antes posible y su estaturaera similar a la de la tía Pullet.

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—Pero es mucho más ancha dehombros que yo, no le quedará bien —dijo la señora Pullet—. En otro caso,podría haber llevado ese hermoso trajede brocado negro sin retocarlo. Y miradqué brazos —añadió la tía Pulletentristecida mientras alzaba el largo ybien torneado brazo de Maggie—.Imposible que le quepan mis mangas.

—Eso no importa, tía. Dénos elvestido, por favor —dijo Lucy—.Maggie no tiene por qué llevar mangalarga y tengo mucho encaje negro pararibetearlas. Lucirá unos brazospreciosos.

—Es que los brazos de Maggie son

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muy bonitos —intervino la señoraTulliver—. Así eran los míos; aunque notan morenos. Me gustaría que tuviera unapiel como la de nuestra familia.

—¡No diga bobadas, tía! —dijoLucy, dando palmaditas a su tía en elhombro—. Usted no entiende de estascosas. Cualquier pintor de diría que latez de Maggie es hermosa.

—Tal vez, querida —contestó daseñora Tulliver con sumisión—. Túsabes más que yo, pero cuando yo erajoven la piel oscura no gustaba entre laspersonas respetables.

—No —contestó el tío Pullet, que seinteresaba profundamente en la

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conversación de las damas mientraschupaba caramelos—. Aunque había unacanción sobre una muchacha oscuratitulada Nutbrown Maid. Decía algo dela loca Kate, pero no lo recuerdo bien.

—¡Vamos, vamos! —exclamóMaggie con una carcajada impaciente.Si siguen hablando tanto de mi pielmorena acabará por desaparecer.

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Capítulo III

Confidencias

Aquella noche, cuando Maggie subióa su dormitorio no pareció tener deseosde desvestirse. Depositó la vela en laprimera mesilla que encontró y empezóa recorrer la gran habitación de un ladoa otro con paso firme, regular y rápido,muestra de que el ejercicio era una víade escape instintiva para una granagitación. Los ojos y las mejillas lebrillaban de modo casi febril; tenía lacabeza hacia atrás, las manos

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entrelazadas con las palmas haciadelante y los brazos extendidos y tensos,gestos que suelen acompañar a losmomentos de gran concentración.

¿Acaso había sucedido algoimportante?

Nada que el lector pudieraconsiderar relevante. Había estadoescuchando música hermosa cantada poruna bonita voz de bajo, si bien con unestilo de aficionado de provincias quehabría dejado mucho que desear al oídocrítico del lector. Y era consciente deque la habían observado de modofurtivo y frecuente desde debajo de unpar de cejas negras y definidas, con una

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mirada que parecía advertir la influenciade la voz. Tales cosas no habríancausado efecto perceptible en una damabien educada y muy equilibrada quehubiera disfrutado siempre de losprivilegios de la fortuna, la formación yel refinado trato social. Pero si Maggiehubiera sido esa joven dama,probablemente poco habría sabido deella el lector; su vida habría tenido tanpocas vicisitudes que difícilmentepodría haberse escrito sobre ella;porque las mujeres más felices, comolas más felices naciones, carecen dehistoria[31].

En la naturaleza hambrienta y tensa

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de Maggie, que acababa de salir de uncolegio de tercera clase, con todos sussonidos discordantes y tareasmezquinas, estas causas aparentementetriviales habían tenido el efecto deenardecer y exaltar su imaginación demodo misterioso incluso para sí misma.No es que pensara mucho en StephenGuest o se recreara en los indicios deque la miraba con admiración, sino quepresentía la remota presencia de unmundo de amor, belleza y placer,construido con imágenes vagas yentremezcladas, procedentes de toda lapoesía y la novela amorosa que habíaleído o había tejido en sus

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ensoñaciones. En una o dos ocasiones,evocó fugazmente la época en que serecreaba en las privaciones, cuandocreía que había dominado los deseos eimpaciencias, pero aquel tiempo parecíairremediablemente pasado y ni siquieradeseaba recordarlo. Ninguna oración niningún esfuerzo le devolvería ahoraaquella paz negativa; al parecer, labatalla de su vida no se decidiría deaquel modo tan breve y sencillo: con laabsoluta renuncia en el mismo umbral dela juventud. La música seguía vibrandoen ella —la música de Purcell, con supoderosa pasión y fantasía— y no podíademorarse en el recuerdo de aquel

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tiempo pasado desnudo y solitario. Seencontraba de nuevo entre las nubescuando se oyó un suave golpe en lapuerta: naturalmente, era su prima, queentró vestida con una amplia bata.

—Vamos, Maggie, niña mala,¿todavía no has empezado a desvestirte?—preguntó Lucy, asombrada—. Meprometí no venir a hablar contigo porquepensaba que estarías cansada. Pero aquíestás, como si fueras a vestirte para ir aun baile. Vamos, vamos, cámbiate ydestrénzate el cabello.

—Bueno, tú tampoco has hechomucho —repuso Maggie, cogiendorápidamente la bata rosa y mirando el

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cabello castaño claro de Lucy, echadohacia atrás con los rizos en desorden.

—Oh, no tengo mucho que hacer. Mesentaré y hablaré contigo hasta que veaque vas a meterte en la cama.

Mientras Maggie estaba de pie ydeshacía las largas trenzas sobre la telarosa, Lucy permaneció sentada cerca delaguamanil, mirándola con ojosafectuosos y la cabeza un poco ladeada,como un lindo spaniel. Si te pareceincreíble, lector, que dos jóvenes damasse sientan inclinadas a las confidenciasen una situación como ésa, te ruego querecuerdes que la vida humanaproporciona muchos casos

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excepcionales.—Has disfrutado mucho con la

música, ¿verdad, Maggie?—Sí, eso es lo que me ha quitado el

sueño. Creo que si siempre pudieraescuchar música no tendría otro deseoen este mundo. Tengo la sensación deque me llena el cuerpo de fuerza y lacabeza de ideas. La vida parece pasarsin esfuerzo cuando estoy llena demúsica. En otras ocasiones, uno esconsciente de acarrear una carga.

—Y Stephen tiene una vozespléndida, ¿verdad?

—Bueno, quizá no seamos juecesadecuados —dijo Maggie riendo

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mientras se sentaba y se echaba el pelohacia atrás—. Tú no eres imparcial y amí cualquier organillo me pareceespléndido.

—Cuéntame lo que piensas de él:dímelo todo, lo bueno y lo malo.

—Oh, creo que deberías bajarle unpoco los humos. Un enamorado nodebería mostrarse tan tranquilo y seguro.Debería estar un poco más tembloroso.

—¡Tonterías, Maggie! ¡Como si yofuera capaz de hacer temblar a nadie! Teparece un poco engreído, ya me doycuenta. Pero no te disgusta, ¿verdad?

—¡Disgustarme! ¡Claro que no!¿Acaso tengo tanta costumbre de ver

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gente encantadora que resulto difícil decontentar? Además, ¡cómo iba adisgustarme nadie que hubieraprometido hacerte feliz, querida prima!—exclamó Maggie, pellizcandosuavemente la barbilla con hoyuelo deLucy.

—Mañana por la tarde tendremosmás música —dijo Lucy, feliz—, ya queStephen traerá consigo a Philip Wakem.

—Oh, Lucy, no puedo verlo —contestó Maggie, palideciendo—. Por lomenos, no puedo verlo sin permiso deTom.

—¿Tan tiránico es Tom? —preguntóLucy, sorprendida—. Me hago

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responsable: le diré que ha sido culpamía.

—Pero, querida Lucy —contestóMaggie, vacilando—. Se lo prometí aTom solemnemente, antes de que murierami padre. Le prometí que no hablaríacon Philip sin su conocimiento yconsentimiento. Y me da mucho miedovolver a mencionar el tema ante él y quevolvamos a pelearnos.

—En mi vida he oído hablar de nadatan raro y poco razonable. ¿Qué dañopuede haber causado el pobre Philip?¿Puedo hablar con Tom de esto?

—Oh, no, por favor, Lucy —le rogóMaggie—. Mañana mismo iré a verlo y

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le diré que tú quieres que Philip venga.Ya había pensado en pedirle que meliberara de mi promesa, pero nunca tuvevalor suficiente para decidirme ahacerlo.

—Maggie —dijo Lucy tras unsilencio—: tienes secretos para mí y yo,en cambio, no te oculto nada.

Maggie apartó la vista de Lucy conaire pensativo. Finalmente se volvióhacia ella.

—Me gustaría contarte lo de Philip,pero no puedes decírselo a nadie ymucho menos a él o al señor Guest.

La narración duró mucho rato, yaque Maggie nunca había conocido el

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alivio de semejante desahogo. Nuncahabía contado a Lucy nada de su vidamás íntima, y el dulce rostro inclinadohacia ella con interés y comprensión, yla manita que estrechaba la suya laanimaba a seguir hablando. Sinembargo, no dio muchos detalles sobredos aspectos: no reveló por completo loque todavía le dolía como la mayorofensa de Tom —los insultos que habíavertido sobre Philip: como aquelrecuerdo todavía la enfadaba, no podíasoportar compartirlo con nadie, tantopor Tom como por Philip— y tampocofue capaz de contar a Lucy la últimaescena entre su padre y Wakem, aunque

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sentía que era una nueva barrera entreella y Philip. Se limitó a explicar a Lucyque ahora se daba cuenta de que Tomtenía todo el derecho a considerar que elamor y el matrimonio entre ella y Philiperan imposibles debido a la relación delas dos familias. Sin duda, el padre dePhilip nunca lo aprobaría.

—Bien, Lucy. Ahora conoces mihistoria —dijo Maggie, sonriendo conlágrimas en los ojos. Ya ves que soycomo sir Andrew Ague-cheek: en unaocasión me adoraron[32].

—Ah, ahora entiendo que conozcas aShakespeare y tantas otras cosas, y quehayas aprendido tanto desde que dejaste

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el colegio: me parecía cosa de brujería,parte de tu misterio —dijo Lucy. Trasmeditar un instante con los ojos bajos,añadió, mirándola—. Es muy hermosoque ames a Philip, nunca pensé quepudiera llegarle semejante felicidad. Ycreo que no deberías renunciar a él:ahora hay obstáculos, pero con el tiempopueden eliminarse.

Maggie negó con la cabeza.—Sí, sí —insistió Lucy—. No

puedo remediar ser optimista. Es unahistoria romántica, poco común, comodebería ser todo lo que te sucediera. YPhilip te adorará como un marido decuento de hadas. Intentaré darle vueltas

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en mi cabecita para inventar algún planque haga entrar en razón a todo elmundo, de modo que puedas casarte conPhilip cuando yo me case… con otrapersona. ¿No sería un bonito final paratodas las penas de mi pobrecita Maggie?

Maggie intentó sonreír, pero seestremeció como con un escalofríorepentino.

—Querida Maggie, tienes frío —dijo Lucy—. Debes meterte en la cama yyo también. No me atrevo ni a pensar enla hora que será.

Se despidieron con un beso y Lucyse marchó con una seguridad que tendríagran influencia sobre sus impresiones

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posteriores. Maggie había sidototalmente sincera: a su carácter leresultaba difícil ser de otro modo. Pero,incluso cuando son sinceras, muchasconfidencias no hacen más que cegar.

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Capítulo IV

Hermano y hermana

Para encontrar a Tom en casa,Maggie se vio obligada a ir a sualojamiento durante el día, a la hora decomer. No se hospedaba condesconocidos. Con el consentimientotácito de Mumps, nuestro amigo BobJakin no sólo había tomado esposa ochomeses atrás sino también una de esasviejas y raras casas atravesadas porsorprendentes pasillos, situada junto alagua, donde, como él mismo señalaba,

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su esposa y su madre podíanentretenerse alquilando un par de botesde recreo en los que había invertidoparte de sus ahorros y también alojandoa un huésped para el salón y eldormitorio que quedaban libres. Enestas circunstancias, ¿qué podría sermás adecuado para el interés de ambaspartes, consideraciones higiénicasaparte, que el inquilino fuera el señorTom?

La esposa de Bob abrió la puerta aMaggie. Era una mujer diminuta conaspecto de muñeca de maderaarticulada, que, en comparación con lamadre de Bob, que ocupaba tras ella

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todo el pasillo, parecía una de esasfiguras humanas que colocan los artistasjunto a una estatua colosal para mostrarlas proporciones. En cuanto abrió lapuerta, la menuda mujer saludó aMaggie con una reverencia y alzó lavista hacia ella con respeto, pero laspalabras «¿Está mi hermano en casa?»que pronunció Maggie con una sonrisahicieron que diera media vuelta conrepentina excitación.

—¡Madre, madre! ¡Avise a Bob! ¡Esla señorita Maggie! Pase, señorita, pase—dijo, abriendo una puerta lateral yesforzándose en aplastarse contra lapared para dejar más espacio a la visita.

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Tristes recuerdos acudieron entropel cuando Maggie entró en elpequeño salón que era ahora lo únicoque el pobre Tom podía considerar sucasa, nombre que en otro tiempo, tantosaños atrás, significaba para ambos lamisma suma de objetos queridos yfamiliares. Pero no todo era extraño enaquella nueva sala: el primer lugardonde se posaron sus ojos fue la grandey antigua Biblia, si bien ésta no ayudó adispersar los viejos recuerdos. Maggiepermaneció de pie sin decir nada.

—Si m’hace el favor de sentarse,señorita —dijo la señora Jakin traspasar el delantal por una silla

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perfectamente limpia y llevarse a la carauna esquina de la prenda con airecohibido mientras miraba a Maggie conaire de interrogación.

—Entonces, ¿Bob está en casa? —preguntó Maggie, recobrando la calma ysonriendo a la tímida muñeca demadera.

—Sí, señorita; pero creo que estálavándose y vistiéndose: iré a mirar —anunció la señora Jakin,desapareciendo.

Pero no tardó en regresar con másvalor, caminando detrás de su marido, elcual mostró los brillantes ojos azules ylos dientes blancos y regulares desde la

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puerta, inclinándose respetuosamente.—¿Cómo estás, Bob? —preguntó

Maggie, avanzando y tendiéndole lamano—. Siempre he tenido ganas devisitar a tu esposa y, si ella me lopermite, regresaré otro día para verla aella. Pero hoy he tenido que venir parahablar con mi hermano.

—No tardará en volver, señorita. Levan bien las cosas al señor Tom. Seráuno de los primeros de por aquí, ya loverá.

—Bueno, Bob, no me cabe duda deque, llegue a donde llegue, estará endeuda contigo: lo dijo él mismo la otranoche, hablando de ti.

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—Bueno, ésa es su manera de verlo,pero yo me tomo muy en serio lo quedice, porque a él no se le suelta lalengua como a mí. Pardiez, soy peor queuna botella inclinada: cuando empiezono sé parar. Tiene usted muy buenaspecto, señorita, m'alegro mucho deverla. ¿Qué dices, Prissy? —dijo Bob,volviéndose hacia su esposa—. ¿No eracomo yo decía? Aunque, cuando melanzo, es fácil que hable bien de muchascosas.

La pequeña nariz de la mujer de Bobparecía seguir el ejemplo de sus ojos yse alzaba, reverente, hacia Maggie, peroahora ya se sentía capaz de sonreír y

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hacer reverencias.—M'apetecía muchísimo conocerla,

señorita, porque mi marido no ha paraod’hablar de usté como un loco, desdeque empezó a cortejarme.

—Bueno, bueno —dijo Bobsintiéndose ridículo—. Ve a mirar cómovan las patatas, que si no el señor Tomtendrá que esperar.

—Espero que Mumps se lleve biencon la señora Jakin, Bob —dijo Maggiecon una sonrisa—. Recuerdo que dijisteque no le gustaría que te casaras.

—Señorita, le pareció bien cuandovio lo pequeña que era. Por lo generalhace como que no la ve, o piensa que

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todavía no ha acabao de crecer. Perohablando del señor Tom, señorita —dijoBob, bajando la voz y adoptando un aireserio—, es muy reservao pero yo soylisto, y cuando dejo el fardo y estoymano sobre mano, me intereso por loque piensan los demás. Y me preocupaque el señor Tom se quede sentado ysolo, enfurruñado, con el ceño fruncidoy mirando el fuego toda la noche. Unmuchacho joven y bien plantao como éldebería estar ya un poco más animado.Mi mujer entra algunas veces y él no seda cuenta, y dice que está mirando elfuego y arrugando el entrecejo, como siviera allí gente trabajando.

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—Piensa mucho en los negocios —dijo Maggie.

—Sí —dijo Bob, bajando la voz—,pero ¿no le parece que piensa en algomás? El señor Tom es muy cerrao, peroyo soy listo Y las pasadas Navidades seme ocurrió que quizá estaba enamorado.Se esforzó mucho por encontrar unpequeño spaniel negro, una raza rara.Pero algo pasó entonces que lo ha hechomás callao que nunca, aunque ha tenidomucha suerte. Y quería decírselo,señorita, porque pensaba que a lo mejorpodría usted entenderlo, ahora que estáaquí. Está demasiado solo, no tienesuficiente compañía.

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—Me temo que tengo muy pocopoder sobre él, Bob —dijo Maggie, muyconmovida por la sugerencia de Bob. Laidea de que Tom pudiera tener penasamorosas era totalmente nueva. ¡Pobremuchacho! ¡Enamorado de Lucy,además! Pero quizá eran meras fantasíasdel cerebro de Bob, demasiadolaborioso. Que le hubiera regalado unperro no significaba otra cosa quegratitud y cariño entre primos. Pero Bobhabía dicho ya: «Aquí está el señor To»y la puerta principal se abría en aquelmomento.

—Tom, no tengo tiempo que perder—dijo Maggie en cuanto Bob salió de la

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habitación—. Debo decirte ahora mismopara qué he venido y dejarte comer enpaz.

Tom permanecía de pie, de espaldasa la chimenea, y Maggie estaba sentadafrente a la luz. Tom advirtió que Maggietemblaba y presintió el asunto quedeseaba tratar. Esta intuición le volvióla voz más dura y fría.

—¿De qué se trata?El tono provocó la resistencia de

Maggie y ésta planteó la petición de unmodo muy distinto al que había previsto.Se puso de pie y miró a Tom de frente.

—Quiero que me liberes de lapromesa sobre Philip Wakem. O, mejor

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dicho, te prometí que no lo vería sindecírtelo: vengo a comunicarte quedeseo verlo.

—Muy bien —contestó Tom conmayor frialdad todavía.

Pero Maggie apenas había acabadode hablar de aquella manera fría ydesafiante cuando se había arrepentidoya y empezaba a alarmarle el temor dedistanciarse de nuevo de su hermano.

—No es por mí, querido Tom. No teenfades. No te lo habría pedido, peroPhilip es amigo de Lucy y ella quiereque vaya a su casa: lo ha invitado a iresta misma tarde, y le dije que no podíaverlo sin decírtelo. Sólo lo veré en

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presencia de otras personas y entrenosotros no volverá a haber nadasecreto.

Tom apartó la vista de Maggie yfrunció el ceño un poco más durante unrato. Después se volvió hacia ella.

—Ya sabes lo que pienso sobre todoesto, Maggie —dijo lenta yenfáticamente—. No es necesario que terepita lo que te dije hace un año.Mientras nuestro padre estaba vivo, mesentí obligado a utilizar sobre ti todo mipoder para impedir que lo deshonraras aél, a ti misma y a todos nosotros. Peroahora debo dejar que decidas tú.Después de la muerte de nuestro padre

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dijiste que querías ser independiente.No he cambiado de opinión. Si piensasvolver a tratar a Philip Wakem comoenamorado, deberás olvidarme.

—No es ése mi deseo, querido Tom,por lo menos tal como están ahora lascosas. Creo que no nos traería más quedisgustos. Pero no tardaré en marcharmea otro trabajo y me gustaría volver a sersu amiga mientras estoy aquí. Lucy así lodesea.

La severidad del rostro de Tom serelajó un poco.

—No me importa que lo veas de vezen cuando en casa de nuestro tío y noquiero que conviertas esta cuestión en un

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problema. Pero no confío en ti, Maggie.Es fácil que te arrastren a hacercualquier cosa.

Los labios de Maggie temblaron aloír aquellas palabras crueles.

—¿Por qué dices eso, Tom? Eresmuy duro conmigo. ¿Acaso no he hechoy he soportado de todo tan bien como hepodido? Y he cumplido la palabra que tedi… No he llevado una vida más felizque la tuya.

Empujada por las lágrimas, adoptóuna actitud infantil. Cuando Maggie noestaba enfadada era tan sensible a laspalabras duras o amables como unamargarita a los rayos del sol o a las

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nubes: la necesidad de ser querida ladominaría siempre, igual que cuando seencontraba en el carcomido desván. Labondad del hermano se manifestaba conmayor facilidad ante este estimulo, perosólo podía mostrarla a su modo. Le pusosuavemente la mano en el brazo.

—Escúchame, Maggie —dijo con untono de amable suficiencia—. Teexplicaré lo que he querido decir. Estássiempre en los extremos, careces dejuicio y no sabes controlarte; y, a pesarde todo, te crees muy lista y noconsientes que te guíen. Ya sabes que yono quise que buscaras un empleo. La tíaPullet estaba dispuesta a ofrecerte un

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buen hogar para que vivieras de modorespetable entre tus amistades hasta queyo pudiera conseguir una casa para ti ypara nuestra madre. Eso es lo que a míme gustaría. Quería que mi hermanafuera una dama y te habría cuidadosiempre, como quería mi padre, hastaque te hubieras casado bien. Pero tusideas y las mías nunca coinciden, Y noaccediste: deberías tener suficientesentido común para saber que unhermano que se desenvuelve en estemundo y se mezcla con otros hombresnecesariamente conoce mejor que suhermana lo que es adecuado y respetablepara ella. Crees que no soy amable, pero

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mi amabilidad sólo puede encaminarsehacia lo que creo bueno para ti.

—Sí, ya lo sé, querido Tom —dijoMaggie, todavía entre sollozos, perointentado controlar las lágrimas—. Ya séque harías muchas cosas por mí, ya sé lomucho que trabajas y cómo te entregasen cuerpo y alma. Te lo agradezco, perolo cierto es que no puedes decidir en milugar, porque nuestros caracteres sonmuy distintos. No sabes hasta qué puntolas cosas me afectan de modo distintoque a ti.

—Sí, sí lo sé. Lo sé demasiado bien.Sé hasta qué punto ha tenido que serdistinta de la mía la consideración que

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te merece lo que afecta a nuestra familiay a tu dignidad de mujer para que se teocurriera pensar siquiera en admitir quePhilip Wakem te cortejara en secreto.Aunque no me desagradara en muchosotros sentidos, debería oponerme a queel nombre de mi hermana se asociara,aunque sólo fuera un instante, al de unjoven cuyo padre debe de odiar hastanuestro pensamiento y que, sin duda,llegado el momento te desdeñaría. En elcaso de cualquier otra persona, daríapor hecho que lo que presenciaste justoantes de la muerte de nuestro padrebastaría para quitarte de la cabeza laidea de tener a Philip Wakem como

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enamorado. Pero contigo no estoyseguro; contigo nunca estoy seguro denada. Tan pronto te complace unaespecie de perversa mortificación comote falta decisión para resistirte a algoque sabes que está mal.

Las palabras de Tom contenían unaverdad lacerante, esa cáscara de laverdad que es lo único que perciben laspersonas sin imaginación ni capacidadde comprensión. Maggie siempre seestremecía ante los juicios de Tom: serebelaba y se sentía humillada a la vez,como si su hermano sostuviera delantede ella un espejo para mostrarle sulocura y su debilidad, como si fuera una

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voz que predijera sus errores; y, sinembargo, al mismo tiempo, ella tambiénlo juzgaba y decía para sí que eraestrecho de miras e injusto, que no eracapaz de sentir las necesidadesespirituales que con frecuencia eranorigen de los errores o actitudesabsurdas que hacían de la vida deMaggie un misterio indescifrable.

Maggie no contestó de inmediato:tenía el corazón demasiado lleno. Sesentó y apoyó un brazo en la mesa. Denada serviría intentar convencer a Tomde que lo quería. Siempre la rechazaba.La impresión causada por las palabrasde su hermano se complicaba con la

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referencia a la última escena entre supadre y Wakem y, finalmente, aquelrecuerdo doloroso y solemne se impusosobre los agravios inmediatos. ¡No! Nopensaba en aquellas cosas con frívolaindiferencia y Tom no debería acusarlade ello. Alzó la vista hacia él con unamirada grave y seria.

—Nada de lo que te diga conseguiráque tengas mejor opinión de mí. Pero noestoy tan lejos de tus sentimientos comocrees. Me doy cuenta tan bien como túque, dada nuestra posición en relacióncon el padre de Philip, aunque no enotros aspectos, sería poco razonable,sería un error que pensáramos en el

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matrimonio, y ya no considero a Philipmi enamorado… Y te digo la verdad yno tienes derecho a dudar de mí: hecumplido la palabra que te di y nuncahas visto que mintiera. No sólo nodebería fomentar, sino evitar con todocuidado cualquier trato con Philip queno se basara en una amistad tranquila ydistante. Puedes pensar que soy incapazde mantener mis decisiones, pero nodeberías tratarme con desprecio porerrores que todavía no he cometido.

—Bien, Maggie —dijo Tom,ablandándose un poco ante su ruego—.No quiero forzar las cosas. Me pareceque, teniéndolo todo en cuenta, será

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mejor que veas a Philip Wakem, si Lucydesea que vaya a su casa. Creo en lo quedices: o que, al menos, tú lo crees así.Yo sólo puedo advertirte. Me gustaríaser tan buen hermano como tú mepermitas.

La voz de Tom tembló un pococuando pronunció estas últimaspalabras, y el afecto de Maggie regresórepentinamente, como cuando eran niñosy compartían un trozo de pastel comosacramento de conciliación. Se puso enpie y colocó una mano sobre el hombrode Tom.

—Querido Tom, ya sé que quieresser bueno conmigo. Sé que has tenido

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que pasar por muchas cosas y que lo hashecho muy bien. Me gustaría ser para tiun consuelo y no una preocupación.¿Verdad que ahora no piensas que soymala del todo?

Tom sonrió al ver el rostro ansiosode Maggie: sus sonrisas, cuando surgían,eran muy agradables, ya que bajo elceño aquellos ojos grises podían sertiernos.

—No, Maggie.—Tal vez sea mejor de lo que

esperas.—Me gustaría que así fuera.—¿Puedo venir algún día a

prepararte el té y ver otra vez a la

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diminuta mujer de Bob?—Sí, pero ahora márchate a toda

prisa, porque no tengo más tiempo —dijo Tom, mirando el reloj.

—¿No me das un beso?Tom se inclinó para besarla en da

mejilla.—¡Ea! Sé buena. Hoy tengo que

pensar en muchas cosas. Esta tardetendré una larga reunión con el tíoDeane.

—¿Vendrás mañana a casa de la tíaGlegg? Comeremos todos temprano paraacudir a tomar el té. Tienes que ir: Lucyme dijo que te lo pidiera.

—Bah, tengo mucho que hacer —

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dijo Tom. Tiró bruscamente de la cuerdade la campana y la arrancó.

—Me asustas y huyo —exclamóMaggie, riendo.

Mientras tanto, Tom, con masculinafilosofía, tiró la cuerda de la campana alotro extremo de la habitación, quetampoco quedaba muy lejos. Un gesto alque, según creo, no serán ajenos muchoshombres importantes o distinguidos queen la primera etapa de su ascenso socialacariciaron grandes esperanzas enpequeñas viviendas.

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Capítulo V

En él se muestra que Tomconsigue lo que se

propone

—Y ahora que ya hemos zanjado lodel negocio de Newcastle, Tom —dijoel señor Deane aquella misma tardemientras permanecían sentados en lasala privada del banco—, quierohablarte de otra cosa. Puesto que esprobable que en Newcastle tengas quesoportar mal tiempo y mucho humodurante las próximas semanas, sin duda

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desearás tener una buena perspectivaque te anime un poco.

Tom aguardó más tranquilo que enotras ocasiones anteriores mientras sutío sacaba la caja de rapé y repartía ladosis entre las dos ventanas de su narizcon cuidadosa imparcialidad.

—Mira, Tom —prosiguió el señorDeane, por fin, recostándose en el sillón—, el mundo avanza ahora con un pasomás rápido que cuando yo era joven.Caramba, señor mío, si hace cuarentaaños, cuando yo era un joven robustocomo tú, un hombre pasaba gran parte desu vida tirando del carro antes de tenerel látigo en la mano. Los telares eran

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mas lentos y las modas no cambiaban tandeprisa: recuerdo que mi traje bueno fueel mismo durante seis años. Todo teníauna escala menor en relación con losgastos, señor mío. El vapor lo hacambiado todo: arrastra las máquinas aldoble de velocidad y, con ellas, la ruedade la fortuna, tal como dijo nuestroamigo, el señor Guest, en la comida deaniversario. Describe muy bien lasituación, teniendo en cuenta que no havisto nunca el negocio de cerca. A mí nome disgustan estos cambios como a otraspersonas. El comercio, señor mío, abrelos ojos de la gente. Y si la población vaa seguir creciendo, el mundo debe poner

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el ingenio al servicio de inventos de untipo u otro. Sé que he contribuido a ellocomo simple hombre de negocios.Alguien ha dicho que es bueno hacercrecer dos espigas allí donde sólocrecía una: pero, señor mío, también esbueno avanzar en el intercambio debienes y llevar grano a la boca de quientiene hambre. Y en este sentido seorienta nuestro negocio y lo considerotan digno como el que más.

Tom sabía que el asunto que su tíoiba a tratar no era urgente; el señorDeane era un hombre demasiado astuto ypráctico para permitir que los recuerdoso el rapé frenaran el avance del negocio.

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Lo cierto era que durante los últimosmeses Tom había recibido indirectas quele permitían adivinar que iba a oíralguna proposición ventajosa. Con elprincipio de este último párrafo, habíaestirado las piernas, metido las manosen los bolsillos y se había preparadopara alguna prolija introduccióndestinada a mostrar que el señor Deanehabía triunfado por mérito propio y quelo que tenía que decir a los jóvenes engeneral era que si ellos no conseguíantriunfar también se debía a sus propiosdeméritos. Así pues, se sorprendióbastante cuando su tío le formuló unapregunta directa.

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—Veamos, hace ya siete años queme pediste un empleo, ¿verdad, Tom?

—Sí, señor. Ahora tengo veintitrés—contestó Tom.

—Ah. Mejor no lo digas, porquepareces mayor y en los negocios la edadcuenta a favor de uno. Recuerdo muybien tu visita: recuerdo que vi que teníasvalor y eso fue lo que me empujó aanimarte. Y me alegra decir que yo teníarazón, no es fácil engañarme. Como esnatural, era reacio a promover la carrerade mi sobrino, pero me alegra decir queme has dejado en buen lugar, señor mío,y que si tuviera un hijo no me disgustaríanada que fuera como tú.

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El señor Deane repiqueteó sobre lacaja y la abrió de nuevo, mientrasrepetía con afecto: «No, no medisgustaría nada que fuera como t».

—Estoy muy contento de que estésatisfecho de mí, señor. Me he esforzadotanto como he podido —contestó Tomcon su tono orgulloso e independiente.

—Sí, Tom, estoy satisfecho de ti. Nome refiero a tu actitud como hijo, aunqueeso también pesa en mi opinión. Comosocio de esta empresa, me intereso porlas cualidades que has mostrado comohombre de negocios. El nuestro es unbuen negocio, una empresa espléndida, yno hay motivo para que no siga

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creciendo: crece el capital y crecen lospuntos de venta. Pero para que cualquierempresa, grande o pequeña, prospere,también es necesario que tenga otracosa: hombres que la dirijan, hombresde costumbres adecuadas en los que sepueda confiar, y no esos jóvenes de malgusto. El señor Guest y yo vemos esteaspecto con claridad. Hace tres añoshicimos a Guest partícipe de estaempresa y le dimos una parte del molinode aceite. ¿Por qué? Porque losservicios de Guest merecían un premio.Así será siempre, señor mío. Así mesucedió a mí. Y aunque Guest tiene casidiez años más que tú, tienes a tu favor

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otros aspectos.A medida que el señor Deane

hablaba, Tom iba poniéndose nervioso.Deseaba decir algo a su tío que tal vezno le gustara, puesto que en lugar deaceptar su ofrecimiento pensabapresentarle una sugerencia.

—Resulta evidente —prosiguió elseñor Deane tras terminar otra pulgada— que el hecho de que seas mi sobrinocuenta a tu favor, pero no niego queaunque no fueras pariente mío, el modoen que te ocupaste del asunto del bancode Pelley nos habría llevado, al señorGuest y a mí, a reconocer de algún modolos servicios prestados. Todo ello,

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respaldado por tu actitud y tu habilidadpara los negocios, nos ha decidido adarte una participación en el negocioque, con el transcurso de los años, nosgustará ir ampliando. Me parece que esoserá mejor, en todos los sentidos, quesubirte el sueldo. Te dará másimportancia y te preparará mejor para irhaciéndote cargo de responsabilidadesque ahora pesan sobre mis hombros.Gracias a Dios, ahora soy capaz deocuparme de mucho trabajo, pero estoyhaciéndome viejo, no se puede negar. Ledije al señor Guest que trataría el temacontigo y que cuando vuelvas de eseasunto en el Norte pasaremos a tratar los

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detalles. Es un gran paso para un jovende veintitrés años, pero tengo que decirque te lo mereces.

—Se lo agradezco mucho al señorGuest y a usted, señor. Naturalmente, mesiento especialmente en deuda con usted,que me metió en el negocio y se haocupado de mí —dijo Tom temeroso, yse calló unos instantes.

—Sí, sí —insistió el señor Deane—.No ahorro esfuerzos cuando veo queservirán para algo. También me ocupéde Guest; en caso contrario, no estaríadonde está.

—Sin embargo, desearía decirle unacosa, tío. Nunca se lo he contado. Si

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usted recuerda, cuando la propiedad demi padre se vendió, se estudió laposibilidad de que su empresa comprarael molino: sé que usted pensaba quesería una inversión muy buena,especialmente si se le aplicaba vapor.

—Sin duda, sin duda. Pero Wakempujó más que nosotros. Es bastanteaficionado a pasar por delante de otros.

—Tal vez no sirva de nada que lomencione en este momento —prosiguióTom—, pero desearía que usted supieralos planes que tengo sobre el molino. Letengo mucho cariño. El último deseo demi padre fue que intentara recuperarloen cuanto pudiera, ya que llevaba en su

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familia cinco generaciones, y yo se loprometí. Y, además, me gustaespecialmente ese lugar, nunca megustará otro tanto como aquél. Y si enalguna ocasión se le ocurriera a ustedcomprarlo para la empresa, entonces mesería más fácil cumplir los deseos de mipadre. No tenía intención demencionarlo, pero lo he hecho puestoque usted ha tenido la amabilidad dedecir que mis servicios han sido útiles.Renunciaría a mejores oportunidades enla vida a cambio de recuperar el molino:es decir, tenerlo en mis manos e iraumentando su valor lentamente.

El señor Deane, tras escuchar

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atentamente, quedó pensativo.—Entiendo, entiendo —dijo, al cabo

de un rato—. Sería posible si hubieraalguna posibilidad de que Wakemdeseara desprenderse de la propiedad,pero no lo creo. Ha colocado a esejoven Jetsome y estoy seguro de que,cuando lo compró, tuvo sus motivos.

—Ese Jetsome es una ovejadescarriada —dijo Tom—. Haempezado a beber y dicen que estáabandonando el negocio. Luke, nuestroviejo molinero, me lo contó. Dice queno se quedará a menos que se produzcaalgún cambio. Y yo pensaba que, si lascosas seguían así, Wakem estaría más

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dispuesto a desprenderse del molino.Luke dice que le disgusta el modo enque van las cosas.

—Bien, ya lo pensaré, Tom. Deboaveriguar cosas y tratarlo con el señorGuest. Pero es empezar en una vía nuevay ponerte al frente en lugar de dejartedonde estás, que es lo que queríamos.

—En cuanto las cosas vayan bien,podré dedicarme a algo más que almolino. Quiero tener mucho trabajo, nohay nada que me interese tanto.

Resultaba un poco triste que unjoven de veintitrés años dijera eso,incluso para unos oídos tan aficionadosa los negocios como los del señor

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Deane.—¡Bah, bah! Pronto tendrás una

esposa de la que ocuparte, si sigues poreste camino. Pero en cuanto a esemolino, no debemos apresurarnos. Detodos modos, te prometo que lo tendréen cuenta y que cuando vuelvashablaremos de nuevo. Ahora me voy acomer, ven mañana a desayunar connosotros y despídete de tu hermana y detu madre antes de partir.

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Capítulo VI

En el que se ilustran lasleyes de la atracción

Te resultará ya evidente, lector, queMaggie había alcanzado un momento desu vida que cualquier persona prudenteconsideraría una gran oportunidad parauna mujer joven. Presentada a la altasociedad de Saint Ogg's con el apoyo deuna llamativa personalidad que tenía laventaja de resultar poco familiar a lamayoría de los habituales y con elescaso respaldo de los atavíos que Lucy

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había mencionado, inquieta, en laconversación con la tía Pullet, sin dudaMaggie se encontraba en un nuevo puntode partida en la vida. Durante la primerafiesta que dio Lucy, el joven Torry sefatigó los músculos faciales más que decostumbre con la intención que la«muchacha de ojos oscuros del rincó»se fijara en él y en el estilo que leconfería el monóculo: y varias jóvenesse marcharon a su casa con la intenciónde hacerse unas mangas cortas de encajenegro y trenzarse el cabello en una anchacorona en la nuca: «Esa prima de laseñorita Deane resultaba muydistinguid». Lo cierto era que la pobre

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Maggie, por muy consciente que fuera desu doloroso pasado y presintiera unfuturo incierto, estaba convirtiéndose enobjeto de cierta envidia y tema deconversación en el nuevo salón de billary entre bellas amigas que no teníansecretos las unas con las otras cuando setrataba de acicalarse.

Las señoritas Guest, que serelacionaban con ciertacondescendencia con las familias deSaint Ogg's y eran el espejo de la modaen el lugar, censuraron ligeramente losmodales de Maggie. Tenía porcostumbre no asentir de inmediato a loscomentarios habituales en la buena

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sociedad y decir que no sabía si estoscomentarios eran ciertos o no, lo que ledaba un aire de gaucherie y entorpecíael flujo de la conversación; sin embargo,bien puede darse una interpretaciónpositiva a este juicio, puesto que elhecho de que una nueva amistad de susexo muestre cierta inferioridad nonecesariamente predispone en contra alas damas. Y Maggie carecía de modotan completo de los lindos aires decoquetería que, según se cree, llevan alos caballeros a la desesperación, quesuscitaba cierta piedad femenina por sertan incompetente a pesar de su belleza.¡Pobrecilla, había tenido una vida muy

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dura! Y había que reconocer que notenía ningunas pretensiones: sus modalesbruscos e irregulares eran sin dudaresultado de sus solitarias y modestascircunstancias. Resultaba sorprendenteque no poseyera el menor rasgo vulgar,teniendo en cuenta cómo era el resto delos parientes de la pobre Lucy: estaalusión siempre hacía que las señoritasGuest se estremecieran un poco. No eraagradable pensar en que emparentaríanpor matrimonio con personas como losGlegg y los Pullet, pero no servía denada llevar la contraria a Stephencuando tomaba una decisión. Y, sinduda, nada había que reprochar a la

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propia Lucy, a la que era imposibledejar de apreciar. Sin duda, deseaba quelas señoritas Guest se mostraranamables con su prima, a la que tantoapreciaba, y Stephen se enfadaría muchosi no se comportaban con toda cortesía.En estas circunstancias, no faltaron lasinvitaciones a Park House y a otroslugares: la señorita Deane era unmiembro de la sociedad de Saint Ogg'sdemasiado distinguido y destacado paraque se le negara ninguna atención.

Así fue como Maggie conoció lavida de una dama joven y supo lo queera levantarse por la mañana sin unmotivo especial para hacer una cosa en

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lugar de otra. Esta nueva sensación deociosidad y de placer sin límite entre losaires suaves y los perfumes del jardín,avanzada ya la primavera, entre lamúsica abundante y los lentos paseos ala luz del sol o la deliciosa ensoñaciónde dejarse arrastrar por el río,difícilmente podría dejar de tenerefectos embriagadores tras tantos añosde privaciones; ya en la primera semana,Maggie empezó a sentirse menosacosada por los tristes recuerdos ypronósticos. La vida era muy agradableen aquel momento: empezaba a gustarlearreglarse por la noche y sentir que erauna de las bellezas de aquella

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primavera. Y ahora siempre laaguardaban ojos llenos de admiración;ya no era un ser insignificante al que sepodía reprender y cuya atención sereclamaba sin que nadie se sintieraobligado a prestarle ninguna. Tambiénresultaba agradable, cuando Stephen yLucy salían a dar un paseo a caballo,sentarse sola al piano y advertir que laantigua sintonía entre los dedos y lasteclas seguía presente y revivía —comoun parentesco fiel que no desaparecíacon la separación— para sacar lasmelodías que había oído la nocheanterior y repetirlas una y otra vez hastaencontrar el modo de reproducirlas,

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convertidas en un lenguaje maselocuente y apasionado. La meraconcordancia de las octavas leencantaba, y con frecuencia preferíatocar el libro de ejercicios que unamelodía para disfrutar más intensamente,a través de la abstracción, de laprimitiva sensación de los intervalos. Elmodo en que disfrutaba de la música noindicaba un gran talento en concreto: susensibilidad ante el estímulo supremo dela música era un aspecto más de laapasionada sensibilidad que lacaracterizaba y hacía que sus defectos yvirtudes se mezclaran, convertía algunasveces su afecto en enojada exigencia,

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pero también impedía que su vanidadtomara forma de argucia y coqueteríafemenina y le confería la poesía de laambición. Pero, lector, hace ya tiempoque conoces a Maggie y no es necesarioque se te describa su carácter, sino suhistoria, que es difícil de predecir aúndesde el más completo conocimiento delprimero. Porque la tragedia de nuestrasvidas no se crea del todo en nuestrointerior. Dice Novalis que «el carácteres el destin», pero no todo nuestrodestino. Hamlet, príncipe de Dinamarca,era dado a la especulación y laindecisión, y como consecuenciatenemos una gran tragedia. Pero si su

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padre hubiera vivido hasta una edadavanzada y su tío hubiera fallecidopronto, podemos imaginar que Hamletllegara a casarse con Ofelia y viviera lavida sin que nadie pusiera en duda sucordura, a pesar de su afición a lossoliloquios y a algún sarcasmo contra labella hija de Polonio, para no hablar deuna total falta de cortesía hacia susuegro.

Así pues, el futuro de Maggie sehalla todavía escondido y debemosesperar a que se revele como el curso deun río no descrito en los mapas: sólosabemos que este río es caudaloso yrápido y que todos los ríos tienen el

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mismo final. Bajo el encanto de losnuevos placeres, la misma Maggieestaba dejando de pensar, con su ansiosaimaginación, en la suerte que leaguardaba; y cada vez le inquietabamenos el primer encuentro con Philip:quizá, de modo inconsciente, nolamentaba que el encuentro se hubieraretrasado.

Lo cierto era que Philip no aparecióla tarde en que se lo esperaba, y el señorGuest les comunicó que se había ido a lacosta, probablemente, a su parecer, parahacer algunos bocetos; no se sabía lafecha de su regreso. Aquello de irse sindecir nada era muy propio de Philip. No

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regresó hasta pasados doce días y, a suvuelta, encontró esperándolo las dosnotas de Lucy: se había marchado antesde tener noticia de la llegada de Maggie.

Tal vez sea necesario contar denuevo diecinueve años para comprenderlos sentimientos que llenaron a Maggiedurante aquellos doce días, entenderhasta qué punto se prolongaron éstosgracias a la novedad de sus experienciasy los diversos estados de su ánimo. Losprimeros días de una amistad casisiempre tienen una importancia especialy ocupan mayor espacio en nuestramemoria que otros periodos posteriores,menos llenos de impresiones y

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descubrimientos. En esos diez días nohubo muchas horas que el señor Guestno pasara sentado junto a Lucy o de piejunto a ella mientras tocaba el piano, oacompañándola en alguna excursión: sinduda, sus atenciones eran más asiduas, yeso era lo que todo el mundo esperaba.Lucy estaba muy feliz, especialmenteporque la compañía de Stephen parecíaser mucho más interesante y divertidadesde que Maggie estaba allí.Entablaban conversaciones jocosas oserias en las que Stephen y Maggie semostraban con toda naturalidad ante laadmiración de la amable y discretaLucy; y en más de una ocasión se le

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ocurrió pensar en el encantador cuartetoque formarían cuando Maggie se casaracon Philip. ¿Resulta inexplicable queuna muchacha disfrute más de lacompañía de su amado en presencia deuna tercera persona y no sienta la menorpunzada de celos si la conversación sedirige casi siempre a esa otra persona?No es así cuando la muchacha posee uncorazón sereno como Lucy, estáconvencida de que conoce la naturalezade los afectos de sus compañeros y noes propensa a los sentimientos quesuscitan estas ideas en ausencia depruebas fehacientes. Además, Stephen sesentaba junto a Lucy, le ofrecía el brazo

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a ella y buscaba su respaldo,convencido de encontrarlo; y cada díamostraba hacia ella la misma tiernacortesía, la misma conciencia de susnecesidades y el mismo cuidado encolmarlas. ¿Las mismas? A Lucy leparecía que incluso más, y no es deextrañar que no comprendiera elverdadero significado de aquel cambio.Era una actitud sutil de la que el mismoStephen no era consciente. Lasatenciones personales que dedicaba aMaggie eran, en comparación, escasas eincluso había surgido entre ambos unadistancia aparente que impedía queStephen repitiera el gesto levemente

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galante del primer día en el bote. SiStephen entraba en la sala cuando Lucyse encontraba ausente, o si Lucy losdejaba solos, no se dirigían la palabra:Stephen bien podía simular queexaminaba los libros o las partituras yMaggie inclinaba la cabezaaplicadamente sobre la labor. Amboseran conscientes de modo total yopresivo de la presencia del otro Y, sinembargo, ambos deseaban que al díasiguiente se repitiera la situación.Ninguno de los dos había empezado areflexionar sobre el asunto ni se habíapreguntado en silencio adónde llevabatodo aquello. Maggie se limitaba a sentir

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que la vida se mostraba para ella comoalgo nuevo y estaba absorta en laexperiencia directa, inmediata, sin quele quedara energía para reflexionar yrazonar sobre ella. Stephen se absteníadeliberadamente de preguntarse a símismo y se negaba a reconocer unainfluencia que podría llegar a determinarsu conducta. Y cuando Lucy regresaba ala habitación, se comportaban de nuevocon espontaneidad: Maggie se sentíacapaz de llevar la contraria a Stephen yreírse de él, y él podía aconsejarle quesiguiera el ejemplo de aquella heroínatan encantadora, la señorita SophiaWestern, que sentía un gran «respeto por

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el juicio de los hombre».[33]. Maggiepodía mirar a Stephen —cosa que, porun motivo u otro, evitaba siemprecuando estaban solos— y él inclusollegaba a pedirle que lo acompañara alpiano, ya que Lucy estaba tan ocupadacon las labores para la venta benéfica, yse atrevía a regañarla por acelerar eltempo, sin duda, el punto débil deMaggie.

Un día, el del regreso de Philip,Lucy tuvo un repentino compromiso parapasar la tarde con la señora Kenn, cuyodelicado estado de salud, queamenazaba con degenerar en enfermedadpor un ataque de bronquitis, la obligaba

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a delegar sus funciones de la cercanaventa benéfica en manos de otras damas,una de las cuales deseaba que fueraLucy. El compromiso se había acordadoen presencia de Stephen, y éste oyó queLucy prometía salir pronto y recoger alas seis a la señorita Torry, la cual lehabía traído la petición de la señoraKenn.

—He aquí otro de los resultadosmorales de esta idiotez de fiestabenéfica —espetó Stephen en cuanto laseñorita Torry salió de la habitación—.¡Alejar a las jóvenes damas de losdeberes del hogar y lanzarlas a escenasde disipación entre tapetitos acolchados

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para teteras y bolsitos bordados! Megustaría saber cuál es la misión de lasmujeres, si no es dar argumentos paraque los esposos se queden en casa ymotivos todavía más poderosos para quelos solteros salgan de la suya. Si estodura mucho, se disolverán los vínculossociales.

—Bien, esto no durará mucho —contestó Lucy riendo—, porque la ventaserá el lunes que viene.

—¡Gracias al cielo! —exclamóStephen—. El mismo Kenn dijo el otrodía que no le gustaba que la vanidad seocupara de la caridad; pero como losbritánicos no son lo bastante razonables

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para soportar los impuestos directos,Saint Ogg's no tiene capacidad omotivos suficientes para construir ydotar colegios sin recurrir a lainsensatez.

—¿Dijo eso? —preguntó la pequeñaLucy, con los ojos inquietos y bienabiertos—. Nunca le he oído decir nadasemejante, pensaba que aprobaba lo quehacíamos.

—Estoy seguro de que le parecebien todo lo que usted hace —contestóStephen dedicándole una sonrisaafectuosa—. Su conducta al salir estatarde parece atroz, pero yo sé que en elfondo la intención es buena.

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—Oh, tiene usted una opiniónexcesivamente buena de mí —dijo Lucyagitando da cabeza con un lindo rubor.Ahí se abandonó la cuestión, pero se diopor hecho que Stephen no acudiría porla tarde y, debido a ese tácito acuerdo,prolongó la visita de la mañana hastaconvertirla en la más larga de todas y nose despidió hasta después de las cuatro.

Poco después de comer, Maggieestaba sentada en el salón sola, conMinny sobre el regazo, tras dejar a sutío tomando un oporto y dormitando y asu madre en un lugar intermedio entre elpunto de media y las cabezadas, cosaque, cuando no tenían invitados, hacía

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siempre en el comedor hasta la hora delté. Maggie se inclinaba para acariciar aldiminuto y sedoso perrito y consolarlopor la ausencia de su ama cuando elsonido de unos pasos en la gravilla hizoque levantara da vista y vio a StephenGuest avanzando por el jardín como siviniera directamente del río. ¡Era muyraro verlo tan pronto después de comer!Con frecuencia se lamentaba de que enPark House comían tarde. Pero allíestaba, con su traje negro: sin duda,había pasado por su casa y habíaregresado por el río. Maggie sintió quele ardían las mejillas y el corazón lelatía: era normal que se pusiera

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nerviosa, ya que no estaba acostumbradaa atender sola a las visitas. Stephen lavio mirar a través del ventanal abierto yla saludó con el sombrero mientras seencaminaba hacia éste y entraba por ahí,en lugar de ir hasta la puerta. Él tambiénestaba sonrojado y, sin duda, cuandoentró con una partitura enrollada en lamano, parecía todo lo atolondrado queun joven de cierto tino y serenidadpuede mostrarse.

—Le sorprende volver a verme,señorita Tulliver —dijo con aire devacilante improvisación—. Deberíaexcusarme por aparecer por sorpresa,pero quería ir a la ciudad y he hecho que

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un criado me trajera remando, de modoque se me ha ocurrido traer estaspartituras de la Doncella de Artois[34]

para su prima. Esta mañana se me haolvidado. ¿Querrá dársela?

—Sí —contestó Maggie. Se habíalevantado confusa con Minny entre losbrazos y, sin saber qué hacer, se sentó denuevo.

Stephen depositó el sombrero junto alas partituras, que rodaron al suelo, y sesentó en la silla situada a su lado. Nuncalo había hecho y tanto él como Maggieeran conscientes de que se trataba deuna situación totalmente nueva.

—¡Mira el perrito mimado! —

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exclamó Stephen, inclinándose para tirarde las largas orejas rizadas quecolgaban sobre el brazo de Maggie. Noera un comentario muy sugerente y,puesto que su autor no añadió ningúnotro, la conversación quedó en un puntomuerto. Stephen tenía la sensación deque estaba soñando y se veía obligado aejecutar una serie de actos mientras sepreguntaba el motivo, por qué estabaacariciando en aquel momento la cabezade Minny. Sin embargo, era muyagradable: sólo deseaba atreverse amirar a Maggie y que ella lo mirara; siella le dirigía una mirada prolongadacon aquellos ojos profundos y extraños

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quedaría satisfecho y se portaríadespués de modo razonable. Tenía lasensación de que estaba convirtiéndoseen una especie de obsesión el deseo deobtener una larga mirada de Maggie, yno cejaba de estrujarse da imaginaciónpara encontrar algún medio deconseguirla sin que de ello derivara unasituación tensa. En cuanto a Maggie, nopensaba en nada en concreto, sólo sentíacomo si se cerniera sobre ella en laoscuridad un pájaro de granenvergadura, de tal modo que eraincapaz de levantar la vista y no veíanada más que el rizado pelo negro deMinny.

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Aquella situación tenía que terminar:tal vez acabó muy pronto y sólo parecióser larga, como sucede con un solominuto de sueño. Finalmente, Stephen seenderezó y se colocó de lado en la silla,con un brazo sobre el respaldo ymirando a Maggie. ¿Qué iba a decir?

—Vamos a tener una puesta de solespléndida, ¿no quiere salir a verla?

—No lo sé —contestó Maggie, traslo cual alzó la vista valientemente ymiró por la ventana—. Tal vez, si nojuego al cribbage con mi tío.

Una pausa. Minny recibió máscaricias, pero poseía suficiente criterioPara no agradecerlas y soltar algún

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pequeño gruñido.—¿Le gusta estar sentada a solas?Una expresión pícara apareció en el

rostro de Maggie, que lanzó una brevemirada a Stephen.

—¿Sería correcto contestar que sí?—Lo cierto es que es una pregunta

peligrosa para que la formule un intruso—dijo Stephen, encantado con la miraday decidido a quedarse el tiemposuficiente para obtener otra—. Perotendrá más de media hora para sídespués de que me vaya —añadió,sacando el reloj—. Sé que el señorDeane nunca aparece hasta las siete ymedia.

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Otra pausa: Maggie mantuvo lamirada fija a través de la ventana, sinembargo, con gran esfuerzo, movió lacabeza para contemplar de nuevo ellomo de Minny.

—Ojalá Lucy no hubiera tenido queirse. Hoy no tendremos música.

—Mañana por la noche contaremoscon una nueva voz —anunció Stephen—.¿Tendrá a bien comunicar a su prima quesu amigo Philip Wakem ha regresado?Lo he visto al volver a casa.

Maggie se sobresaltó un poco; fuepoco más que una vibración que larecorrió de pies a cabeza durante uninstante, pero las nuevas imágenes que

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el nombre de Philip había sugeridodispersaron parte del encanto que latenía hechizada. Se puso en pie con unadecisión repentina y, tras depositar aMinny sobre su cojín, fue a buscar alrincón la gran cesta de labor de Lucy.Stephen se sintió ofendido ydecepcionado: pensó que, tal vez, aMaggie no le gustaba que mencionaran aWakem en su presenciainesperadamente, puesto que ahorarecordaba que Lucy le había contadoalgo de una disputa familiar. No merecíala pena prolongar la visita. En aquelmomento, Maggie se sentaba ante lamesa con su labor, con aire gélido y

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orgulloso; y él… él parecía un tonto porhaberse presentado allí. Sin duda, lasvisitas totalmente superfluas y gratuitascomo aquélla hacían que cualquierhombre pareciera desagradable yridículo. Resultaba evidente paraMaggie que había comido rápidamenteen su habitación para poder salir denuevo y encontrarla sola.

¡Una actitud infantil en un joven ycumplido caballero de veinticinco añosque no carecía de estudios de leyes!Aunque, tal vez, una referencia a lahistoria pueda hacerla verosímil.

En ese momento, el ovillo de lanacayó rodando al sucio y Maggie se

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levantó para cogerlo. Stephen hizo lomismo y, tras recoger el ovillo, se lodio. Sus ojos se encontraron y Maggieobservó en él una mirada ofendida ydolida totalmente nueva para ella.

—Adiós —dijo Stephen en un tonoque mostraba el mismo descontentoimplorante que sus ojos. No se atrevió atenderle la mano y las hundió en losbolsillos de la levita. Maggie pensó quetal vez se había comportado de mododescortés.

—¿No quiere quedarse un pocomás? —preguntó, con timidez, sinapartar la vista para no volver a parecergrosera.

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—No, gracias —contestó Stephenmirando fijamente aquellos ojos medioremisos, medio fascinados, como unhombre sediento contempla el caminoque lleva a un arroyo lejano—. Estáesperándome el bote… Dígaselo a suprima.

—Sí.—Que he traído las partituras,

quiero decir.—Sí.—Y que ha vuelto Philip Wakem.—Sí. —En esta ocasión, el nombre

de Philip pasó inadvertido.—¿No quiere acompañarme un poco

por el jardín? —preguntó Stephen en un

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tono todavía más amable, pero alinstante le irritó que Maggie no sehubiera negado, porque ésta se dirigióhacia la ventana abierta y él se vioobligado a ir a buscar el sombrero ycaminar a su lado. No obstante, se leocurrió un súbito desagravio.

—Apóyese en mi brazo —dijo,bajando la voz, como si fuera un secreto.Para la mayoría de las mujeres, elofrecimiento de un brazo firme resultaextrañamente irresistible: aunque no senecesite, la sensación de ayuda, lapresencia de una fuerza ajena y, sinembargo, propia, satisface unanecesidad siempre presente en la

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imaginación. Por ése u otro motivo,Maggie aceptó el brazo. Y caminaronjuntos en torno a la franja de césped,bajo el verde suspendido de loscodesos, en el mismo estado deensoñación del cuarto de hora anterior;aunque Stephen ya había conseguido lamirada que ansiaba, todavía no advertíaen sí mismo los síntomas de un regreso aun estado razonable y rápidospensamientos cruzaban el turbio ánimode Maggie: ¿cómo era posible queestuviera allí? ¿Por qué había salido?No cruzaron ni una palabra. De habersido así, la presencia del otro se habríahecho menos intensa.

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—Tenga cuidado con el escalón —dijo finalmente Stephen.

—¡Oh! Quisiera marcharme a casa—exclamó Maggie con la sensación deque el escalón la había salvado—.Buenas tardes.

En un instante se había desprendidode su brazo y corría hacia la casa. Nopensó que este acto repentino sería unomás de los gestos de la última mediahora que luego recordaría avergonzada,no podía pensar en nada más. Se dejócaer en el sillón y se echó a llorar.

—¡Oh, Philip, Philip! Ojaláestuviéramos juntos otra vez, tranquilosen las Fosas Rojas.

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Stephen la miró alejarse y se dirigióhacia el bote; no tardó en llegar almuelle. Pasó la tarde en los salones debillar, fumando un cigarro tras otro yperdiendo una y otra vez. Pero no queríamarcharse. Estaba decidido a no pensar,a no admitir ningún otro recuerdoconcreto que la presencia perpetua deMaggie que se imponía sobre él. Él lamiraba y ella lo tomaba del brazo.

Finalmente se impuso la necesidadde regresar andando a casa bajo la fríaluz de las estrellas y con ella, la demaldecir su locura y decidiramargamente que no volvería a quedarsesolo con Maggie. Todo aquello era un

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disparate: estaba enamorado de Lucy, laquería mucho y estaba comprometido,todo lo comprometido que un hombre depalabra necesita. Deseaba no habervisto nunca a aquella Maggie Tulliver,que no lo hubiera lanzado a aquel estadofebril: sería una esposa dulce, extraña,inquietante y adorable para cualquierotro hombre, pero él nunca la habríaelegido. ¿Sentiría ella lo mismo que él?Ojalá… no. No debería haber ido. En elfuturo se controlaría más. Se mostraríadesagradable, tal vez discutirían.¿Pelearse con ella? ¿Acaso era posiblepelearse con una criatura con unos ojoscomo los suyos: desafiantes y críticos,

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contradictorios y pertinaces, imperiosose implorantes… llenos de opuestosdeliciosos? Ver a una mujer semejantesometida por amor sería una fortuna muydeseable… para otro.

Terminó este soliloquio con unaexclamación entre dientes, lanzó lacolilla del último cigarro y, hundiendolas manos en los bolsillos, caminó másdespacio entre los arbustos. Laspalabras que pronunció no fueronprecisamente una bendición.

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Capítulo VII

Philip aparece de nuevoen escena

El día siguiente amaneció lluvioso, yla mañana era una de esas en las que losvarones del vecindario que no tienen unaocupación imperiosa en su casa tiendena visitar largo rato a sus amistadesfemeninas. La lluvia, que no les haimpedido caminar o cabalgar en unsentido, sin duda se volverá tan intensay, al mismo tiempo, faltará tan poco paraque escampe que nada más que una

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franca disputa podrá abreviar la visita:no bastara con el desagrado latente. Y sise trata de enamorados, ¿qué puede sermás agradable —en Inglaterra— que unamañana lluviosa? El sol inglés no es defiar: los sombreros no resultan del todoseguros; y, si uno se sienta en la hierba,puede terminar acatarrado. En cambio,la lluvia sí es de confianza. Se galopabajo ésta cubierto con un impermeable yal poco se encuentra uno en su asientofavorito, un poco por encima o un pocopor debajo del que ocupa su diosa(sucede lo mismo en el terrenometafísico, y por ese motivo se adora yse desprecia a un tiempo a las mujeres),

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con la satisfactoria confianza de que nohabrá señoras de visita.

—Estoy segura de que esta mañanaStephen vendrá antes —anunció Lucy—.Siempre es así cuando llueve.

Maggie no contestó. Estaba enfadadacon Stephen; empezaba a pensar quedebería sentir desagrado por él; y, de nohaber sido por la lluvia, aquella mañanahabría ido a casa de la tía Glegg paraevitar su presencia. Dadas lascircunstancias, tenía que encontrar algúnmotivo para permanecer fuera de lahabitación con su madre.

Pero Stephen no apareció mástemprano y llegó otro visitante —un

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vecino más próximo— antes que él.Cuando Philip entró en la sala, teníaintención de inclinar levemente lacabeza ante Maggie con la sensación deque no debía traicionar el secreto de suamistad; pero cuando ella avanzó haciaél y le tendió la mano, adivinó deinmediato que se lo había confiado todoa Lucy. Ambos se sintieron confusosdurante un momento, aunque Philip habíadedicado varias horas a prepararse;pero como todas las personas que hanpasado por la vida sin esperar grancomprensión de los demás, pocas vecesperdía el control de sí mismo y evitaba,con un orgullo extremadamente sensible,

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cualquier gesto que delatara su emoción.Un poco más pálido, las ventanas de lanariz un poco mas tensas al hablar y untimbre de voz más agudo eran las únicasseñales —que a los desconocidosparecerían meras muestras de fríaindiferencia— que, por lo general,indicaban que Philip vivía un intensodrama interno. Pero Maggie, cuyacapacidad para ocultar las impresionesque sufría apenas era mayor que sihubiera estado hecha con las cuerdas deun instrumento musical, sintió que se lellenaban los ojos de lágrimas mientrasse daban la mano en silencio. No eranlágrimas de dolor: tenían el mismo

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origen que las que vierten las mujeres ylos niños cuando, tras encontrarprotección, vuelven la vista hacia elpeligro que los amenazaba. Pues si bienpoco tiempo atrás Maggie pensaba quelos reproches de Tom no eran del todoinjustos, en este breve plazo de tiempoPhilip se había convertido para ella enalgo similar a una conciencia externa ala que podía correr en busca de ayuda yfortaleza. El afecto tierno y sereno quesentía por Philip —firmementearraigado en la infancia y en losrecuerdos de las largas charlastranquilas que habían confirmadoaquella primera tendencia instintiva—,

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así como el hecho de que Philipdespertara en ella más piedad y cariñoque vanidad u otras facetas egoístas desu carácter, parecían convertirlo ahoraen una especie de recinto sagrado, unsantuario en el que podía encontrarrefugio frente a una influencia seductoraa la que la mejor parte de sí mismadebía resistir y que podía llevar consigoun terrible tumulto interno y unadesdicha externa. Esta nueva percepciónde su relación con Philip anulaba losinquietos escrúpulos que podría habersentido ante el temor de sobrepasar ensu relación un límite que Tom censurara,y le tendió la mano y sintió que se le

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llenaban los ojos de lágrimas sinninguna inhibición. La escena fueexactamente como Lucy había esperadoy su tierno corazón se alegró de unir denuevo a Philip y a Maggie; sin embargo,a pesar de lo mucho que apreciaba aPhilip, no pudo evitar la sensación deque comprendía un poco que Tomsintiera rechazo ante el contraste entreambos: especialmente tratándose de unapersona tan prosaica como el primoTom, poco aficionado a la poesía y a loscuentos de hadas. Lucy empezó a hablaren cuanto pudo para relajar la situación.

—Ha sido muy amable y bondadosopor su parte acudir tan pronto tras su

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llegada, de manera que lo perdono porhuir de modo tan inoportuno sincomunicárselo a sus amigos —dijo Lucycon su linda voz de soprano, similar alos gorjeos con que conversan lospajarillos—. Venga a sentarse aquí —prosiguió, colocando la butaca que másle convenía— y verá que lo tratamoscon clemencia.

—No gobernará nunca bien, señoritaDeane —dijo Philip mientras se sentaba—, porque nadie se tomará nunca enserio su severidad. La gente cometerátodo tipo de delitos convencida de queusted será indulgente.

Lucy le replicó alegremente, pero

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Philip no oyó su respuesta porque sehabía vuelto hacia Maggie, que loexaminaba franca y afectuosamente, talcomo hacemos con los amigos de losque llevamos largo tiempo alejados.¡Qué momento el de su separación! YPhilip sentía como si hubiera sido lavíspera. Era una sensación tan viva —acompañada de unos recuerdos tanintensos y detallados, de una evocacióntan apasionada todo lo que se dijo y sevio en su última conversación— que conesa desconfianza y ese recelo que en loscaracteres inseguros acompaña, demodo casi inevitable, a cualquiersentimiento intenso, creyó leer un

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cambio en la mirada y los modales deMaggie. Bastaba con que lo temiera y loesperara para que, en ausencia depruebas de lo contrario, lo asaltara esepensamiento.

—Estoy disfrutando de unasespléndidas vacaciones, ¿no es cierto?—dijo Maggie—. Lucy es como mi hadamadrina: me ha convertido de sirvientaen princesa en un santiamén. No hagomás que mi gusto durante todo el día, yella siempre averigua lo que deseo antesque yo misma lo sepa.

—Entonces, estoy seguro de que sesiente muy feliz por tenerla consigo —dijo Philip—: seguro que para ella es

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mejor tenerla a usted que a una multitudde animalitos de compañía. Y ustedofrece buen aspecto, le sienta bien estecambio.

Esta conversación banal siguiódurante un rato hasta que Lucy, decididaa ponerle fin, exclamó con bien fingidaexpresión de fastidio que había olvidadoalguna cosa y salió rápidamente de lahabitación.

Al instante, Maggie y Philip seinclinaron y las manos se unieron otravez mientras se miraban con tristealegría, como dos amigos que seencuentran con motivo de alguna penareciente.

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—Le he dicho a mi hermano quequería verte, Philip, y le he pedido queme liberara de mi promesa, y haaccedido.

La impulsiva Maggie deseaba quePhilip conociera de inmediato laposición que debían mantener ambos,pero se contuvo. Todo lo sucedido desdeque habían hablado del amor que élsentía por ella era tan doloroso que nodeseaba ser la primera en referirse aello. Le parecía casi una ofensa paraPhilip mencionar siquiera a su hermano:su hermano, que lo había insultado. PeroPhilip pensaba demasiado en Maggiepara prestar atención a ningún otro

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detalle.—Entonces, ¿podemos ser amigos,

Maggie? ¿Nada lo impide ya?—¿Tu padre no se opondrá? —

preguntó Maggie, retirando la mano.—No pienso abandonarte a menos

que tú lo desees, Maggie —contestóPhilip sonrojándose—. Ya te expliquéque en algunas cuestiones nunca estaréde acuerdo con él, y ésta es una de ellas.

—Así pues, nada impide que seamosamigos, Philip; que nos veamos ycharlemos mientras estoy aquí, porqueme marcharé pronto. Tengo intención deocupar pronto otro empleo.

—¿Es inevitable, Maggie?

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—Sí. No puedo quedarme aquímucho tiempo. No me conviene, dada lavida que debo retomar. No puedo vivirdependiendo de otros. No puedo vivircon mi hermano, aunque sea muy buenoconmigo. Desearía ocuparse de mí, peroeso me resultaría insoportable.

Philip permaneció en silenciodurante unos instantes y después dijocon la voz aguda y débil que indicaba enél una emoción firmemente reprimida.

—¿Y no hay alternativa, Maggie?¿Es esa vida lejos de los que te quierenlo único que te permites desear?

—Sí, Philip —contestó con miradasuplicante, como si le rogara que

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creyera que se veía obligada a seguiraquel camino—. Por lo menos, tal comoestán ahora las cosas. No sé qué podrásuceder en los años venideros, peroempiezo a pensar que el amor no medará mucha felicidad: siempre lo hevivido junto con las penas. Me gustaríaconstruirme un mundo al margen delamor, como hacen los hombres.

—Maggie, estás volviendo a lasviejas ideas con una forma nueva, a esospensamientos que yo rechazaba —señaló Philip con cierta amargura.Quieres encontrar un modo de renunciaque te permita huir del dolor. Te digo denuevo que no es posible escapar, como

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no sea pervirtiendo o mutilando lapropia naturaleza. ¿Qué sería de mí siintentara escapar del dolor? El desdén yel cinismo serían mi único opio, amenos que pudiera caer en algún tipo delocura engreída y creerme favorito delcielo, ya que no lo soy de los hombres.

A medida que hablaba, la amargurade Philip iba haciéndose más impetuosa:sin duda, las palabras eran una vía deescape para algún sentimientoescondido, al tiempo que una respuestapara Maggie. En aquel momento, algúnpesar lo atenazaba. Se abstuvo conorgullosa delicadeza de aludir a laspalabras de amor —promesas de amor

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— que habían pronunciado en otrostiempos. Le habría parecido que eracomo recordarle a Maggie un juramentoy que habría tenido, en cierto modo, lavileza de una coacción. No podíainsistir en el hecho de que él no habíacambiado, porque aquello tambiénhabría parecido una súplica. El amorque sentía por Maggie estaba marcado,incluso más que el resto de suexperiencia, por la exagerada sensaciónde que él era una excepción; de que ella,todos, lo veían como una excepción.

Pero Maggie estaba conmovida.—Sí, Philip —contestó con la

contrición infantil que adoptaba cuando

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él la reprendía—. Sé que tienes razón.Siempre pienso demasiado en missentimientos y demasiado poco en los delos demás; pienso poco en los tuyos.Necesitaba tenerte para que meencontraras defectos y me enseñaras…muchas de las cosas que me decías hanresultado ser ciertas.

Mientras hablaba, Maggie tenía elcodo apoyado sobre la mesa,descansaba la cabeza en la mano ymiraba a Philip con actitud afectuosa ysumisa, al tiempo que algo contrita; él ledevolvió la mirada con una expresiónque a Maggie fue pareciéndolegradualmente menos vaga y le trajo a la

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mente un recuerdo concreto. ¿Acasorecordaba Philip lo mismo que ella?¿Algo relacionado con un enamorado deLucy? Maggie se estremeció al pensarlo:ilustraba con mayor claridad susituación actual y la tendencia de losucedido la tarde anterior. Maggie retiróel brazo de la mesa, empujada a cambiarde posición por la opresión física quealgunas veces acompaña a una punzadarepentina en la conciencia.

—¿Qué pasa, Maggie? ¿Ha sucedidoalgo? —preguntó Philip con unaansiedad indescriptible. Su imaginaciónestaba presta a tejer cualquier historiafatal para ambos.

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—No, nada —contestó Maggie conun esfuerzo de voluntad. Philip no debíaalbergar en su mente un pensamiento tanodioso: ella misma lo borraría de lasuya—. Nada —repitió—; sólo pasa enmi cabeza. Antes me decías queacabaría sintiendo los efectos de aquellavida hambrienta de todo, como tú lallamabas, y así es. Ahora que los tengo ami alcance, ansío en exceso el lujo y lamúsica.

Tomó de nuevo la labor y se dedicóa ella con decisión mientras Philip lacontemplaba, sin saber si había dichotodo lo que pensaba. Era propio delcarácter de Maggie agitarse por vagos

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reproches que se hacía a sí misma. Notardó en oírse en la puerta una llamadafuerte y familiar que resonó por toda lacasa.

—¡Oh, qué susto! —exclamóMaggie, bastante dueña de sí misma,aunque estremeciéndose en su interior—. Me pregunto dónde estará Lucy.

Lucy no había sido sorda a la señaly, tras un intervalo lo bastante largo pararesponder a unas cuantas preguntassolícitas pero poco apresuradas, hizoentrar a Stephen.

—¡Hola, muchacho! —dijo,dirigiéndose directamente a Philip yestrechándole la mano efusivamente, tras

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lo cual se inclinó levemente ante Maggieal pasar—. Me alegro muchísimo de queestés otra vez de regreso, aunquedesearía que no te comportaras como ungorrión con residencia en el alero y noentraras y salieras constantemente de tucasa sin comunicárselo a los criados. Hetenido que trepar para nada por esasincontables escaleras una veintena deveces en dirección a ese estudio tuyo depintura, porque el servicio creía queestabas en casa. Incidentes como ésosamargan la amistad.

—Tengo tan pocas visitas que noparece necesario comunicar misentradas y salidas —contestó Philip,

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sintiéndose súbitamente oprimido por lafuerte voz y la imponente presencia deStephen.

—¿Está usted bien esta mañana,señorita Tulliver? —preguntó Stephenvolviéndose hacia Maggie con rígidacortesía y tendiéndole la mano conexpresión de estar cumpliendo con undeber social.

Maggie le tendió la punta de losdedos.

—Muy bien, gracias —contestóMaggie en tono de orgullosaindiferencia.

Los ojos de Philip los observabanatentamente; pero Lucy estaba

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acostumbrada a ver variaciones en surelación y se limitó a pensar con tristezaque existía entre ambos una antipatíanatural que de vez en cuando se imponíasobre la buena voluntad recíproca.«Maggie no es del tipo de mujer queStephen admira, y a ella le irrita unrasgo suyo que interpreta comoengreimient», era la silenciosaobservación que todo lo explicaba parala cándida Lucy. En cuanto Stephen yMaggie hubieron intercambiado esepoco espontáneo saludo, ambos sesintieron heridos por la frialdad delotro. Y Stephen, mientras seguíapreguntando a Philip sobre su reciente

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viaje para dibujar, no dejaba de pensaren Maggie, porque no era capaz dearrastrarla a la conversación, comohabía hecho siempre antes. «Maggie yPhilip no parecen felices —pensó Lucy—. Quizá esta primera entrevista los haentristecid».

—Creo que a los que no hemosgalopado, esta lluvia nos ha dejado unpoco fríos —dijo Lucy a Stephen—.Vamos a animarnos con algo de música.Deberíamos aprovechar que Philip yusted están juntos. Canten el dúo deMasaniello: Maggie no lo ha oído y séque será de su gusto.

—Adelante, entonces —dijo

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Stephen, dirigiéndose hacia el piano yofreciendo un agradable anticipotarareando la melodía con voz grave.

—Por favor, Philip, ¿quiere tocar elacompañamiento? —dijo Lucy—. Asípuedo seguir trabajando. Le apetecetocar, ¿verdad? —añadió con una lindamirada interrogadora e inquieta, comosiempre preocupada de que su ruego nofuera del agrado de los demás perodeseosa de regresar al bordadoinacabado.

Philip se animó con la propuesta,porque no hay sentimiento, tal vez con laúnica excepción del temor y la penaextremos, que no encuentre alivio en la

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música y que no haga que un hombrecante o toque mejor; y Philip, enaquellos momentos, reprimíasentimientos tan complejos comocualquier trío o cuarteto jamás escritopara expresar a un tiempo el amor, loscelos, la resignación y las sospechas.

—Oh, sí —dijo, sentándose al piano—. Es una buena manera de extender lavida imperfecta de cada uno y ser trespersonas a la vez: cantar, hacer quecante el piano y, mientras tanto, oírlos.O bien cantar y pintar.

Ah, es usted digno de envidia. Yo nosoy capaz de hacer nada con las manos—dijo Stephen—. Me parece que es

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característica que se da en hombres degran capacidad administradora. ¡Así queposeo una tendencia al predominio de lacapacidad de reflexión! ¿Lo habíaadvertido, señorita Tulliver?

Stephen, por error, cayó en lacostumbre de bromear con Maggie, yésta no pudo reprimir una respuestarápida a modo de epigrama.

—Efectivamente, había observadoesa tendencia suya al predominio —dijosonriendo, y en ese momento Philipdeseó fervientemente que dichatendencia le resultara desagradable.

—Vamos, vamos —intervino Lucy—. ¡Música, música! Ya hablaremos de

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nuestras cualidades en otra ocasión.Maggie intentaba siempre en vano

seguir con su trabajo cuando empezabala música. Ese día se aplicó con mayoresfuerzo, porque la conciencia de queStephen sabía lo mucho que le gustabaoírlo cantar ya no provocaba en ella unaresistencia meramente traviesa, ytambién sabía que tenía por costumbrecolocarse de modo que pudiera mirarla.Pero no lo consiguió: no tardó en soltarla labor y todo su empeño se perdió enla difusa emoción que le producía elestimulante dúo, emoción que, a untiempo, parecía debilitarla yfortalecerla: se sentía más fuerte para la

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dicha y más débil para la resistencia.Cuando la melodía pasó a un tonomenor, la emoción del cambio casi hizoque se sobresaltara. ¡Pobre Maggie!Parecía muy hermosa cuando elinexorable poder del sonido le hacíavibrar el alma de aquel modo. Unobservador habría advertido en ella elmenor estremecimiento, inclinada haciadelante, con las manos unidas como enun intento de tranquilizarse, con los ojosdilatados y brillantes, con la expresióninfantil de asombrado deleite quesiempre regresaba cuando se sentía másfeliz. Lucy, que en ocasiones anteriorestocaba el piano mientras Maggie los

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miraba así, no pudo resistir el impulsode acercarse a ella sigilosamente y darleun beso. A través del libro abierto sobreel atril, Philip la entreveía de vez encuando y advirtió que nunca la habíavisto tan emocionada.

—¡Otra, otra! —exclamó Lucydespués de que les hicieran repetir eldúo—. Otra pieza animada, Maggiesiempre dice que le gustan los torrentesde sonido.

—Entonces, cantemos Vayamos porel camino —dijo Stephen—, que resultamuy adecuado para una mañana lluviosa.Pero ¿está usted dispuesta paraabandonar los más sagrados deberes de

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la vida y venir a cantar con nosotros?—Claro que sí —contestó Lucy

riendo—, si busca usted la Ópera delmendigo en el musiquero: tiene lacubierta deslucida.

—Valiosa pista, si tenemos en cuentaque aquí hay una veintena de cubiertasque rivalizan en aspecto roñoso —dijoStephen, tirando del musiquero.

—Oh, Philip, toque algo mientrastanto —rogó Lucy, advirtiendo que losdedos de éste jugueteaban con las teclas—. ¿Qué es eso que toca? Es algodelicioso que no conozco.

—¿No lo conoce? —preguntóPhilip, tocando la melodía con mayor

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claridad—. Es de La sonámbula: «Ah,perché non posso odiart». No conozco laópera pero, al parecer, el tenor le dice ala protagonista que siempre la amaráaunque ella lo abandone. Me ha oídocantar en inglés «Todavía te quier».

No era casual que Philip canturrearaesa canción, que podía ser una expresiónindirecta de lo que no se atrevía adecirle directamente a Maggie. Ésta loescuchaba y, cuando empezó a cantar,comprendió la lastimera pasión de lamúsica. Aquel suplicante tenor noposeía una voz extraordinaria, pero éstano era nueva para ella: le había cantadofragmentos con voz queda entre las

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hondonadas y los caminos cubiertos dehierba, bajo el sauce inclinado de lasFosas Rojas. Las palabras parecíancontener cierto reproche, ¿era ésa laintención de Philip? Maggie deseóhaberle asegurado con mayor claridaden su conversación que no deseabarenovar la esperanza de amor entreambos únicamente porque eraincompatible con sus circunstanciasinevitables. Más que emocionada, sesintió conmovida: le evocaba recuerdosy pensamientos y, en lugar de animación,le producía pesar.

—Eso es lo que pasa con los tenores—dijo Stephen, que esperaba con el

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libro de música en la mano a que Philipterminara la canción—: desmoralizáis albello sexo trinando vuestra fidelidad yvuestro amor sentimental mientrassoportáis todo tipo de trato injusto. Laúnica manera de impedir que expreséisvuestra total resignación seríapresentando vuestra cabeza en un platocomo aquel tenor o trovador medieval.Debo administrarles un antídotomientras la señorita Deane se preparapara separarse de sus carretes.

—«¿Acaso debo morir / por labelleza de una mujer?». —cantó Stephencon descarada energía y pareciócontagiar de alegría a toda la habitación.

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Lucy, siempre orgullosa de lo que hacíaStephen, se dirigió hacia el pianomientras reía y lo miraba conadmiración; y Maggie, a pesar de que seresistía ante el espíritu del cantante y dela canción, se sintió atrapada y afectadapor la influencia invisible, arrastradapor una oleada demasiado fuerte paraella.

Sin embargo, irritada y decidida ano traicionarse, tomó la labor y siguiódando malas puntadas y pinchándose losdedos con gran perseverancia, sinlevantar la vista ni prestar atención a loque sucedía, hasta que las tres voces seunieron para cantar Vayamos por el

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camino.Me temo que Maggie habría sentido

una gratificación sutil y furtiva sihubiera sabido hasta qué punto eldescarado y desafiante Stephen leprestaba atención, cómo pasabarápidamente de la decisión de tratarlacon ostentosa indiferencia a un irritantedeseo de advertir alguna señal deatención por parte de ella, de cruzar conella alguna mirada o alguna palabra. Notardó mucho Stephen en encontrar unaoportunidad cuando pasaron a la músicade La tempestad. Maggie, tras advertirque necesitaba una banqueta para lospies, cruzó la habitación para buscarla.

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Stephen, que en aquel momento noestaba cantando y prestaba atención atodos sus movimientos, adivinó su deseoy se precipitó a complacerlo, lo que hizoinevitable que le lanzara una mirada degratitud. Que un personaje tan seguro desí mismo, y no uno cualquiera, sino unoen concreto, con una miradarepentinamente humilde y atenta,coloque con cuidado una banqueta; quese demore inclinado para preguntar siestá cómoda la interesada, entre laventana y la chimenea, y si no le molestala corriente de aire, y si quiere que letraiga la mesita de labor, provoca ciertaternura, demasiado presta y traidora, en

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los ojos de una mujer que se veobligada, en plena juventud, a aprenderlas lecciones de la vida en un lenguajetrivial. Y para Maggie estos gestos nopertenecían a su vida cotidiana, sino queeran un elemento nuevo en su vida yencontraban intacto el deseo dehomenaje. Ese tono de amable solicitudla obligó a mirar el rostro inclinadohacia ella.

—No, gracias —contestó, y nadapudo impedir que aquella miradaresultara deliciosa para ambos, como latarde anterior.

Para Stephen, aquello fue un gestode cortesía que le tomó poco más de dos

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minutos; y Lucy, que estaba cantando,apenas lo advirtió. Sin embargo, paraPhilip, preso ya de una vaga inquietudque tendía a asentarse en cualquierhecho trivial, aquella repentina solicitudde Stephen y el cambio de expresión delrostro de Maggie, que sin dudarespondía a la sonrisa de Stephen, lepareció un contraste tan vivo con losexagerados signos previos deindiferencia que resultaba lleno designificado. La voz de Stephen al cantarde nuevo le crispó los nervios, como elgolpe de una plancha de hierro, y sintiódeseos de hacer que el piano chirriaracon disonancias. En realidad, no había

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visto nada que le hiciera sospechar queexistiera entre Maggie y Stephen unsentimiento insólito; eso le decía larazón y deseaba marcharse a su casa deinmediato para poder reflexionarfríamente sobre aquellas imágenes falsashasta convencerse de su falta de sentido.Pero, por otro lado, deseaba permanecerallí tanto tiempo como Stephen y estarsiempre presente cuando él estuvieracon Maggie. ¡Tan natural, tan inevitablele parecía a Philip que cualquier hombreque se encontrara cerca de Maggie seenamorara de ella! Y, si caía cautivadapor Stephen Guest, Maggie no tendríaninguna perspectiva de felicidad. Esa

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idea envalentonó a Philip y le hizopensar que, en cambio, su amor por ellaresultaba menos desigual. El tumultoensordecedor que se desarrollaba en suinterior le hacía tocar una nota falsa trasotra; y Lucy lo miraba asombradacuando la entrada de la señora Tulliverpara llamarlos a comer les ofreció unabuena excusa para interrumpir lamúsica.

—¡Ah, Philip! —saludó el señorDeane cuando entraron en el comedor—.Hacía tiempo que no lo veía. Me pareceque su padre no está en casa, ¿no escierto? El otro día fui a buscarlo a sudespacho y me dijeron que estaba fuera

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de la ciudad.—Ha ido a pasar varios días a

Mudport por asuntos de negocios, peroya ha regresado —contestó Philip.

—¿Y sigue con esa afición suya a laagricultura?

—Eso creo —contestó Philip,bastante asombrado por el repentinointerés por los pasatiempos de su padre.

—¡Ah! —exclamó el señor Deane—, y creo que posee tierras a amboslados del río, ¿verdad?

—Sí, así es.—¡Ah! La agricultura debe de

parecerle un asunto pesado y un caropasatiempo —prosiguió el señor Deane

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mientras servía la empanada de pichón—. Yo nunca he tenido un pasatiempo,nunca he cedido a esa tentación. Y laspeores aficiones son aquellas de las quela gente cree que puede sacar dinero:entonces lo tiran como quien lanza granode un saco.

Lucy se puso bastante nerviosa anteaquellas críticas, aparentementegratuitas, a los gastos del señor Wakem.Pero cesaron allí y el señor Deane pasóel resto del almuerzo inusualmentesilencioso y meditabundo. Lucy,acostumbrada a observar atentamente asu padre y con motivos, recientementeacrecentados, para sentir un interés

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añadido por todo lo que se refiriera alos Wakem, sintió una curiosidad inusualpor saber qué era lo que había motivadolas preguntas de su padre. Su silencioposterior le hacía sospechar que lohabía empujado algún motivo especial.

Con esta idea en la cabeza, recurrióal plan habitual cuando deseaba decir opreguntar a su padre algo en concreto:encontró algún motivo para que la tíaTulliver saliera del comedor después decomer y se sentó en un escabel, junto alas rodillas de su padre. En estascircunstancias, el señor Deane pensabaque estaba degustando algunos de losmomentos más agradables de esta vida,

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conseguidos gracias a sus méritos, apesar de que Lucy, a la que no le gustabatener la cabeza cubierta de rapé, por logeneral empezaba apoderándose de lacajita.

—No quiere usted dormir, ¿verdad,papá? —dijo mientras acercaba eltaburete y abría los gruesos dedos queagarraban la caja de rapé.

—Todavía no —dijo el señorDeane, echando una ojeada a larecompensa al mérito que le aguardabaen la licorera—. Pero, ¿qué quieres? —añadió, pellizcando con cariño labarbilla con hoyuelo de Lucy—.¿Quieres convencerme para que me

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saque del bolsillo algún otro soberanopara tu venta benéfica?

—No, hoy no me empuja ningúnmotivo innoble, no quería pedirle nada,sólo hablar. Quería saber por qué le hapreguntado a Philip Wakem sobre laafición de su padre a la agricultura. Erabastante raro, porque casi nunca de dicenada sobre su padre. ¿Y por qué iba aimportarle que el señor Wakem perdieradinero con sus aficiones?

—Es algo que tiene que ver con misnegocios —contestó el señor Deaneagitando las manos como si quisierarechazar la intromisión en ese misterio.

—Pero, papá, si usted siempre dice

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que el señor Wakem ha educado a Philipcomo si fuera una chica, ¿cómo se le haocurrido pensar que podría enterarse dealgo a través de él? Estas preguntas tanbruscas han sido un poco extrañas. APhilip le han parecido raras.

—¡Tonterías, niña! —protestó elseñor Deane, intentando justificar uncomportamiento que tanto de habíacostado pulir en su ascenso social—. Sesabe que el molino y la granja de Wakemque están al otro lado del río, el molinode Dorlcote de tu tío Tulliver, ya sabes,no marchan tan bien como antes. Queríasaber si tu amigo Philip decía algo deque su padre estuviera cansado de

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dedicarse a la agricultura.—¿Por qué? ¿Compraría usted el

molino, papá, si quisiera desprendersede él? —preguntó Lucy ansiosa—. Oh,cuéntemelo todo. Tome, aquí tiene lacaja de rapé si me lo cuenta. PorqueMaggie dice que todos tienen puestassus esperanzas en que Tom recupere elmolino alguna vez. Era una de lasúltimas cosas que le dijo a Tom supadre, que debía recuperar el molino.

—Calla, niña —dijo el señor Deane,haciendo uso de la recuperada caja derapé—. No debes decir ni una palabrade todo esto, ¿me oyes? Tienen muypocas posibilidades de conseguir el

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molino; es difícil que nadie se lo quite aWakem. Y si supiera que lo queremospara que los Tulliver lo vuelvan a tener,todavía sería más difícil que sedesprendiera de él, después de todo loque sucedió. Se comportó con Tulliverrazonablemente bien, pero no se dandulces a cambio de latigazos.

—Mire, papá —dijo Lucy con airesolemne—. ¿Quiere usted confiar en mí?No me pregunte los motivos que tengopara lo que voy a decirle, pero sonpoderosos. Y soy muy prudente, deverdad.

—Bien, dime.—Pues creo que si me permitiera

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confiarle el secreto a Philip Wakem,contarle su deseo de comprar el molinocon la intención de que lo tengan misprimos y por qué quieren tenerlo, creoque Philip nos ayudaría a conseguirlo.Sé que querrá ayudarnos.

—No sé por qué habría de hacerlo,hija. ¿Por qué iba a importarleprecisamente a él? —dijo el señorDeane con aire desconcertado. Derepente, lanzó una mirada penetrante asu hija—. No creerás que el pobre chicoestá encariñado contigo y por ellopuedes hacer con él lo que quieras,¿verdad? —En cambio, el señor Deaneno albergaba dudas sobre los afectos de

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su hija.—No, papá; se interesa poco por mí,

ni siquiera tanto como yo por él. Perotengo una razón para estar segura de loque digo. No me pregunte usted. Y si loadivina, no me lo diga. Limítese adejarme hacer.

Lucy se levantó del escabel parasentarse sobre las rodillas de su padre ybesarlo con este último ruego.

—¿Estás segura de que no vas aenredarlo todo? —preguntó él,mirándola con enorme cariño.

—Sí, papá, estoy segura. Soy muylista, he heredado su talento para losnegocios. ¿No admiró mi libro de

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cuentas cuando se lo enseñé?—Bueno, bueno, si ese joven se

mantiene callado no pasará nada grave.Y, la verdad, no creo que tengamosmuchas oportunidades de otro modo.Ahora déjame dormir.

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Capítulo VIII

Wakem bajo una nuevaluz

Antes de que hubieran transcurridotres días tras la conversación entre Lucyy su padre que el lector acaba depresenciar, ésta había conseguido hablaren privado con Philip después deacordar que Maggie fuera a ver a la tíaGlegg. Durante un día y una noche,Philip dio vueltas y vueltas a lo que dehabía contado Lucy hasta que decidiócuál era el camino más adecuado. Le

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pareció que veía ante él una posibilidadde cambiar su posición en relación conMaggie y eliminar, al menos, unobstáculo entre ambos. Trazó un plan ycalculó todos los movimientos, con laapasionada minuciosidad de unentusiasta jugador de ajedrez, y sesorprendió de su súbito talento comoestratega. Su plan era tan osado comocuidadoso, de modo que en cuanto vioque su padre no tenía nada más urgenteentre manos que el periódico, se inclinóhacia él y de puso una mano en elhombro.

—Padre, ¿querría usted subir a misanctasanctórum y mirar dos últimos

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dibujos que he hecho? Ya los tengolistos.

—Phil, ya sabes que me duelendemasiado las articulaciones para subirtodas esas escaleras —contestó Wakem,mirando con afecto a su hijo mientrasdejaba el periódico—. Pero bueno,vamos.

—Es un lugar agradable, ¿verdad,Phil? Entra una luz magnífica desde eltejado —dijo, como siempre, en cuantoentró en el estudio. Le gustaba recordara su hijo y a sí mismo que su indulgenciapaternal le había preparado aquel lugar.Había sido un buen padre. Emily nopodría reprocharle nada en ese aspecto,

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si saliera de la tumba—. Vamos, vamos—dijo poniéndose las lentes sobre danariz y sentándose para tener una visióngeneral mientras descansaba—. Tienesaquí una estupenda exposición. Palabraque no sé por qué tus obras no son tanbuenas como las de ese artista deLondres, ese comosellame, por el queLeyburn pagó tanto dinero.

Philip negó con la cabeza y sonrió.Se había sentado en el taburete queutilizaba para pintar y había tomado unlápiz, con el que trazaba fuertes señalespara intentar contrarrestar la sensaciónde temblor. Observó que su padre selevantaba y caminaba despacio,

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entreteniéndose afablemente en cadacuadro más de lo que su afición a lospaisajes le habría inducido, hasta que sedetuvo ante un caballete en el que habíados cuadros, uno mayor que el otro, y elpequeño guardado en un estuche decuero.

—¡Vaya! ¿Y qué tienes aquí? —preguntó Wakem, sobresaltado por larepentina transición del paisaje alretrato—. Pensaba que ya no pintabasretratos. ¿Quiénes son?

—Es la misma persona con distintaedad —se apresuró a contestar Philipcon calma.

—¿Y de qué persona se trata? —

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preguntó Wakem bruscamente, clavandolos ojos con recelo en el retrato, másgrande.

—Es la señorita Tulliver. En elretrato pequeño aparece más o menoscomo era cuando yo estudiaba en King'sLorton con su hermano: en el grande noguarda tanto parecido y corresponde almomento en que volví del extranjero.

Wakem se volvió enfurecido y con elrostro congestionado, dejó caer laslentes y miró a su hijo durante unosinstantes con expresión furiosa, como sifuera a pegar al ser débil y osado queestaba sentado en el taburete. Sinembargo, se dejó caer de nuevo en el

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sillón y metió las manos en los bolsillosde los pantalones, sin dejar por ello demirar airado a su hijo. Philip no ledevolvió la mirada, sino que se quedósentado contemplando la punta del lápiz.

—¿Y pretendes decir, entonces, quete has visto con ella desde que llegastedel extranjero? —preguntó finalmenteWakem con ese vano intento, al que nosempuja la ira, de castigar con laspalabras y el tono, puesto que no nosestá permitido golpear.

—Sí, la vi con frecuencia durante unaño, antes de que muriera su padre. Nosveíamos a menudo en el bosquecillo eseque está cerca del molino de Dorlcote,

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las Fosas Rojas. La quiero muchísimo:nunca querré a otra mujer. He pensadoen ella desde que era una niña.

—¡Adelante, caballero! ¿Y hastenido correspondencia con ella desdeentonces?

—No. No le dije que la quería hastaantes de que nos separáramos y ellaprometió a su hermano no volver averme ni escribirme. No estoy seguro deque me quiera ni de que quiera casarseconmigo, pero si quisiera, si me amaralo suficiente, me casaría con ella.

—¿Y así me devuelves todas lasatenciones que te he dedicado? —preguntó Wakem, palideciendo y

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temblando de rabia e impotencia ante lacalma desafiante de Philip y suserenidad.

—No, padre —contestó Philip,mirándolo por primera vez—. No creoque devuelva nada. Ha sido conmigo unpadre indulgente, pero siempre hepensado que se debía al afectuoso deseode darme la felicidad que el destino meescatimaba; nunca creí que se tratara deuna deuda que debiera pagarsacrificando todas las posibilidades quetengo de ser feliz para satisfacer unossentimientos suyos que yo nunca podrécompartir.

—Creo que, en un caso como éste, la

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mayoría de los hijos compartirían lossentimientos de su padre —dijo Wakemcon amargura—. El padre de esamuchacha era un bruto loco e ignoranteque estuvo a punto de matarme, toda laciudad lo sabe. Y el hermano esigualmente insolente, aunque con uncarácter más frío. Dices que prohibió asu hermana que te viera: pues es capazde romperte todos los huesos si no lehaces caso. Pero pareces haber tomadouna decisión: supongo que habrás tenidoen cuenta las consecuencias.Naturalmente, eres independiente,puedes casarte mañana mismo con esachica si quieres: tienes veintiséis años,

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puedes tomar tu camino que yo seguiréel mío. No necesitamos volver atratarnos.

Wakem se levantó y caminó hacia lapuerta, pero algo lo retuvo y, en lugar desalir de la habitación, la recorrió de unlado a otro. Philip tardó en contestar y,cuando lo hizo, habló con un tono másincisivo y claro que nunca.

—No, no puedo casarme con laseñorita Tulliver, suponiendo que ellame quisiera, si sólo cuento con misrecursos. No se me ha educado paraejercer ninguna profesión. No puedoofrecerle, además de mi deformidad, mipobreza.

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—Ah, entonces, ahí sí que tienes unmotivo incuestionable para seguirconmigo —dijo Wakem, todavía conamargura, aunque las últimas palabrasde Philip le habían dolido y habíanagitado un sentimiento con el queconvivía desde hacía un cuarto de siglo.Se dejó caer de nuevo en el sillón.

—Esperaba esto —dijo Philip—. Séque estas escenas suceden confrecuencia entre padre e hijo. Si yo fueracomo otros hombres de mi edad, podríacontestar a sus palabras de enfado conotras más airadas, podríamos pelearnos,me casaría con la mujer que amo ytendría la oportunidad de ser tan feliz

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como cualquier otro. Pero si leprodujera alguna satisfacción aniquilarel objetivo de todo lo que ha hecho pormí, tiene una ventaja sobre muchos otrospadres: puede privarme por completo delo único que daría sentido a mi vida.

Philip hizo una pausa, pero su padresiguió en silencio.

—Sabe usted mejor que nadie quéotra satisfacción podría obtener y quenada tiene que ver con ese rencorridículo digno de salvajes nómadas.

—¡Rencor ridículo! —exclamóWakem—. ¿A qué te refieres? ¡Malditasea! ¿Acaso un hombre debe recibirlatigazos de un ser zafio y estarle

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agradecido? Además, ahí está ese diabloorgulloso y frío del hijo. Cuando seprodujo la venta dijo una palabra que noolvidaré. Sería el mejor blanco queconozco para una bala, si el tipomereciera el gasto.

—No me refiero al resentimientocontra ellos —dijo Philip, que tenía susmotivos para compartir el rencor haciaTom—, aunque no merece la penaalbergar deseos de venganza. Me refieroa que esa enemistad se extienda a unamuchacha indefensa, demasiado sensatay bondadosa para compartir susestrechos prejuicios. Ella nunca se hamezclado con las peleas familiares.

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—¿Y qué significa eso? Nadie sepregunta lo que hace una mujer, sino dedónde procede. Es degradante quepienses siquiera en casarte con la hijadel viejo Tulliver.

Por primera vez durante todo eldiálogo, Philip perdió cierto control desí mismo y enrojeció de rabia.

—La señorita Tulliver posee unacategoría que sólo los necios puedenadjudicar a la clase media —dijo contono amargo y mordaz—: es una personarefinada de pies a cabeza y susparientes, sean lo que sean, merecentodo el respeto por su honor y suintegridad irreprochables. Todo Saint

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Ogg's diría que ella es superior a mí.Wakem lanzó una feroz mirada de

interrogación a su hijo, pero Philip no lomiraba y, al cabo de unos instantes,prosiguió para explicar sus últimaspalabras.

—Encuentre una sola persona enSaint Ogg's que no le diga que sería unapena que una bella criatura como ella secasara con un ser lamentable como yo.

—¡Ella no! —exclamó Wakem,poniéndose en pie y olvidando todaconsideración en un estallido de orgulloresentido, entre paternal y personal—.Para ella sería un matrimonio muyventajoso. Cuando una muchacha quiere

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a un hombre, eso de las deformidadesaccidentales son tonterías.

—Pero en estas circunstancias, lasmuchachas no suelen enamorarse —dijoPhilip.

—Entonces —contestó Wakem concierta brutalidad, intentado recuperar supostura anterior—, si ella no te quiere,te podrías haber ahorrado la molestia dehablarme de ella y me podrías haberahorrado la molestia de negarme a loque no va a suceder.

Wakem se encaminó a la puerta congrandes pasos y, sin mirar atrás, cerróde un portazo.

Philip confiaba todavía en que lo

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sucedido no le impidiera conseguir desu padre lo que se había propuesto, perola escena le había crispado los nervios,tan sensibles como los de una mujer.Decidió no bajar a cenar porque no sesentía capaz de volver a enfrentarse a supadre ese día.

Cuando no tenía invitados, Wakemacostumbraba a salir por la noche,incluso a horas tan tempranas como lassiete y media; y puesto que era ya mediatarde, Philip cerró con llave suhabitación y salió a dar un largo paseocon la idea de no regresar hasta que supadre hubiera salido de casa. Se metióen un bote y bajó el río hasta llegar a

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uno de sus pueblos favoritos, dondecenó y se entretuvo hasta que se hizo lahora de regresar. Nunca se habíapeleado con su padre y sentía eldesagradable temor de que la disputa seprolongara durante semanas. Y duranteese tiempo, ¿qué era lo que no podríasuceder? No se permitía pensar en elsignificado de aquella preguntainvoluntaria. Pero si podía llegar aconvertirse alguna vez en el noviooficial y reconocido de Maggie, losvagos temores tendrían menosfundamento. Subió de nuevo al estudiode pintura y se echó sobre el sillón consensación de fatiga; miró las marinas

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con olas y rocas dispuestas a sualrededor hasta que cayó en un sueño enel que veía a Maggie deslizándose poruna cascada verde, resbaladiza ybrillante mientras él la mirabaindefenso, hasta que lo despertó lo quele pareció un estruendo repentino yhorrible.

Era la puerta que se abría y apenashabría dormido unos minutos porque nose advertía ningún cambio perceptibleen la luz de la tarde. Entró su padre conun cigarro en la boca. Philip hizo ungesto para cederle el sillón.

—Quédate quieto, prefiero andar.Recorrió la habitación con grandes

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pasos un par de veces hasta detenersedelante de Philip con una mano metidaen el bolsillo lateral.

—Pero esta chica parece sentir algopor ti, Phil —dijo, como si suconversación no se hubiera interrumpido—; si no fuera así, no se habría vistocontigo.

El corazón de Philip latíarápidamente y un repentino sonrojorecorrió su rostro como un reflejo. No leresultaba fácil hablar.

—En King's Lorton, cuando era niña,me tomó cierto cariño porque hicecompañía a su hermano cuando se hirióen el pie. Conservó el recuerdo y

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pensaba en mí como un viejo amigo.Cuando nos vimos, no me considerabasu enamorado.

—Pero tú acabaste cortejándola,¿qué dijo entonces? —preguntó Wakem,cogiendo el cigarro y caminando de unlado a otro.

—Entonces dijo que me quería.—Caray, ¿qué más quieres? ¿Es una

mujer frívola?—Entonces era muy joven —explicó

Philip, vacilando—. Me temo queapenas sabía lo que sentía. Quizá lalarga separación y la idea de quealgunos acontecimientos nos separanpara siempre pueden haberla hecho

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cambiar.—Pero ahora está en la ciudad, la he

visto en la iglesia. ¿No has hablado conella desde que regresaste?

—Sí, en casa del señor Deane, perono he podido volver a declararme porvarios motivos. Pero desaparecería unobstáculo si usted diera suconsentimiento, si estuviera dispuesto aaceptarla como nuera.

Wakem permaneció en silencio unrato frente al retrato de Maggie.

—No es la clase de mujer que era tumadre, Phil —dijo finalmente—. La hevisto en la iglesia, es más guapa que enel retrato. Vi que tiene unos ojos muy

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hermosos y buena figura, pero pareceuna mujer peligrosa y difícil de manejar.

—Es muy tierna y afectuosa, y muysencilla. No se da aires ni utiliza laspequeñas tretas de otras mujeres.

—¿Sí? —preguntó Wakem. Despuésmiró hacia su hijo—. Pero tu madreparecía más dulce, tenía el cabellocastaño y ondulado, y unos ojos grisescomo los tuyos. No puedes recordarlabien. Siento muchísimo no tener un buenretrato suyo.

—Entonces, ¿no le alegraría que yoconociera esa clase de felicidad padre,que me endulzara la vida? Usted notendrá en la vida otro lazo tan fuerte

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como el que empezó hace veintiochoaños, cuando se casó con mi madre, ydesde entonces no ha hecho más queestrecharlo.

—Ah, Phil. Eres la única personaque conoce lo mejor de mí mismo —exclamó Wakem, tirando la colilla delcigarro y tendiéndole la mano a su hijo—. Debemos mantenernos juntos, si esque somos capaces. Y ahora, ¿qué debohacer? Baja conmigo y dímelo. ¿Debo ira visitar a esa damisela de ojososcuros?

Derribado así el muro que losseparaba, Philip pudo hablar librementecon su padre de su relación con los

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Tulliver, del deseo de que recuperaranel molino y las tierras, y de que, comopaso inmediato, quedaran en manos deGuest & Co. Pudo atreverse a serpersuasivo y apremiante, y su padrecedió más rápidamente de lo previsto.

—A mí no me interesa el molino —accedió finalmente con cierta irritación—. Últimamente me ha dado muchaguerra. Sólo quiero que me paguen lasmejoras que he introducido. Pero conuna condición: no quiero tener tratosdirectos con el joven Tulliver. Si túquieres tragártelo por su hermana, allátú; pero no hay salsa que pueda hacerque yo lo trague.

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Dejo al lector que imagine losagradables sentimientos con que Philipse encaminó al día siguiente a casa delseñor Deane para comunicarles que elseñor Wakem estaba dispuesto a iniciarlas negociaciones, así como la expresiónde triunfo de Lucy cuando preguntó a supadre si no había demostrado poseer unagran habilidad negociadora. El señorDeane quedó desconcertado y sepreguntó cuál sería el secreto de lostejemanejes de los jóvenes. Pero paralos hombres del talante del señor Deane,lo que sucede entre los jóvenes es tanajeno a los asuntos de la vida como lasactividades de los pájaros y de las

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mariposas, hasta que se demuestre quetienen un efecto maligno sobre losasuntos monetarios. Y, en aquel caso, elefecto parecía haber sido totalmentebeneficioso.

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Capítulo IX

La caridad se viste degala

La carrera de Maggie como miembroadmirado de la buena sociedad de SaintOgg's culminó sin duda el día de laventa benéfica, cuando su belleza nobley sencilla, vestida en una flotantemuselina blanca que, sospechamos,procedía del guardarropa de la tíaPullet, se distinguió de las mujeres másadornadas y convencionales que larodeaban. Tal vez no advertimos hasta

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qué punto nuestra conducta social estáhecha de gestos artificiales hasta quevemos a una persona a la vez sencilla yhermosa: porque sin belleza tendemos aconsiderar tosquedad la sencillez. Lasseñoritas Guest estaban demasiadoeducadas para emplear las muecas y eltono afectado que caracteriza a lavulgaridad con pretensiones; pero, dadoque su puesto se encontraba junto al deMaggie, aquel día pareció obvio, porprimera vez, que la señorita Guestmantenía la barbilla demasiado alta yque la señorita Laura hablaba ygesticulaba con deseos de impresionar.

Todas las personas bien vestidas de

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Saint Ogg's y de los alrededores seencontraban allí, y habría merecido lapena acudir incluso desde lejos paracontemplar el hermoso y viejo Hall, consus vigas vistas y las grandes puertas dedos batientes, también de roble, y la luzque, procedente de lo alto, caía sobrelas multicolores prendas expuestas. Eraun lugar pintoresco, con las paredespintadas con anchas franjas desvaídas yalgún animal heráldico, hirsuto yhocicudo, apreciados emblemas de lafamilia noble que en otros tiempos fuerapropietaria de aquel caserón, convertidoahora en edificio municipal. Un granarco, tallado en la parte superior de uno

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de los muros, remataba un escenario deroble, tras el cual había una sala, dondese habían colocado plantas deinvernadero y mesas con viandas: unlugar muy agradable para los caballerosdispuestos a pasar el rato y cambiar losapretujones de la sala por un punto devista más amplio. En realidad, aqueledificio antiguo se adaptaba tan bien aaquel propósito moderno que hacíaelegante la caridad y llevaba, a travésde la vanidad, a compensar lascarencias, que nadie podía entrar en lasala sin comentarlo en más de unaocasión. Cerca del gran arco situadosobre la orquesta se encontraba un

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mirador de piedra con vidrieraspintadas, una de las venerablesincoherencias del antiguo Hall; allícerca tenía Lucy su puesto, debido a lasnecesidades de algunos artículossencillos de cuya venta se encargaba enrepresentación de la señora Kenn.Maggie le había rogado que lepermitiera sentarse en el extremo abiertodel puesto para vender estos artículos enlugar de las alfombrillas de cuentas yotros productos elaborados de los quesabía pocas cosas. Pero los batines paracaballero, que se encontraban entre susmercancías, no tardaron en convertirseen objeto de atención e interés general, y

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provocaron una curiosidad tremenda encuanto a su calidad y sus méritos, asícomo una firme decisión de verificarlosmediante la prueba, de modo que supuesto no tardó en destacarse sobre losdemás. Las damas que poseían bienespropios para vender y no deseabanbatines, advirtieron de inmediato lafrivolidad y el mal gusto de lapreferencia masculina por artículos quepodría proporcionarles cualquier sastre;y es posible que la enfática y diversaatención que se centró sobre la señoritaTulliver, en esta ocasión pública,proyectara más tarde en muchos de lospresentes una luz poderosa e inequívoca

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sobre su conducta. Sin duda, no mora enel pecho de las damas caritativas larabia por la belleza desdeñada, sino quelos errores de las personas que en algúnmomento han sido objeto de admiraciónse hacen más intensos por merocontraste y, además, el destacado lugarque ocupaba Maggie aquel día porprimera vez ponía en evidencia ciertascaracterísticas que más tarde seconsideraron de cierta relevanciasignificativa. La mirada directa de laseñorita Tulliver resultaba algoatrevida, y su belleza poseía ciertascaracterísticas toscas que la situaban, enopinión de todos los jueces femeninos,

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muy por detrás de su prima, la señoritaDeane; porque las damas de Saint Ogg'shabían renunciado ya por completo, afavor de Lucy, a sus pretensiones deprovocar la admiración del señor Guest.

En cuanto a la pequeña y dulce Lucy,su reciente y bienintencionado triunfo enrelación con el molino y todos loscariñosos proyectos que imaginaba paraMaggie y Philip contribuían a queestuviera muy animada, y no leproporcionaba más que placer laevidencia del atractivo de Maggie. Sinduda, ella también estaba encantadora, yen aquel acto público Stephen leprestaba toda la atención, comprando

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celosamente todos los artículos quehabía visto elaborar por sus manos yayudando alegremente a engatusar atodos los clientes masculinos para queadquirieran las mas afeminadasfutilidades. Decidió dejar el sombrero yponerse un fez escarlata bordado porella, aunque los observadoressuperficiales no lo consideraron tanto uncumplido hacia Lucy como una señal defatuidad. «Guest es un fatuo —señaló eljoven Torry—, pero en Saint Ogg's esuna persona privilegiada y todo elmundo le sigue la corriente: si otrohiciera lo mismo que él, todo el mundodiría que estaba haciendo el ridícul».

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(El joven Torry era pelirrojo).Y Stephen no compró nada del

puesto de Maggie hasta que Lucy le dijoen tono bajo y ofendido:

—Mire, todo lo que ha tejidoMaggie está a punto de venderse y ustedno habrá comprado nada. Tiene esascosas tan deliciosamente suaves paracalentar las muñecas, cómpreselas.

—¡Oh, no! —dijo Stephen—. Debende estar pensadas para personasimaginativas que en un día cálido comoéste se hielan si piensan en el heladoCáucaso. Ya sabe usted que yo soy mássevero. Convenza usted a Philip de quelos compre. Por cierto, ¿por qué no ha

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venido?—No le gusta ir a lugares donde hay

demasiada gente, aunque le encarecí queviniera. Me dijo que se quedaría contodo lo que los demás no quisieran. Peroahora vaya a comprarle algo a Maggie.

—No, no. Mire, ahora tiene uncliente: el viejo Wakem acaba de llegar.Lucy volvió los ojos con interés einquietud hacia Maggie para ver cómose desenvolvía en aquel primerencuentro, desde un tiempo tristementememorable, con un hombre hacia el que,probablemente, experimentaba unaextraña mezcla de sentimientos, pero sealegró al comprobar que Wakem tenía

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tacto suficiente para ponerse a hablar delos géneros que se vendían en la feria yparecer interesado en comprar algomientras le dirigía alguna sonrisaamable, sin darle oportunidad de hablardemasiado, puesto que advertía queestaba pálida y temblorosa.

—Vaya, Wakem está resultandoamable con su prima —dijo Stephen porlo bajo a Lucy—. ¿Acaso se debe a puramagnanimidad? Usted me contó algo deuna pelea familiar.

—Oh, espero que no tarde enarreglarse —dijo Lucy, tan satisfechaque resultaba poco discreta, con aire desaber más del asunto. Sin embargo,

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Stephen no pareció reparar en sucomentario y, puesto que seaproximaban algunas compradoras, fueacercándose hacia el rincón de Maggie.Toqueteó algunos objetos y se mantuvo acierta distancia hasta que Wakem, quehabía sacado ya la cartera, terminó latransacción.

—Mi hijo ha venido conmigo —oyóque decía Wakem—, pero se haesfumado en algún rincón del edificio yha dejado para mí estas atencionescaritativas. Espero que le reproche sumala conducta.

Sin decir nada, ella le devolvió lasonrisa y la inclinación, y Wakem se dio

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la vuelta. Entonces vio a Stephen y losaludó con un movimiento de cabeza.Maggie, consciente de que Stephenseguía allí, se entretuvo contando eldinero y evitó levantar la vista. Se habíaalegrado de que hubiera prestadoatención sólo a Lucy y no se hubieraacercado a ella. Habían empezado el díacon un saludo indiferente y ambos sehabían sentido satisfechos de mantenersealejados, como un paciente capaz depasarse sin la dosis de opio a pesar delos fracasos previos. Y durante losúltimos días incluso habían estadopreparándose para los fracasos,meditando sobre los acontecimientos

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que pronto los separarían, motivo paraprescindir de la conquista de suspropios sentimientos.

Stephen fue acercándose paso apaso, como si tiraran de él contra suvoluntad, hasta que rodeó el extremolateral del puesto y quedó medioescondido por una pantalla decolgaduras. Maggie siguió contando eldinero, hasta que de repente oyó una vozprofunda y agradable.

—¿Está usted muy cansada? ¿Quiereque le traiga algo? ¿Un poco de fruta ojalea?

Aquel tono inesperado hizo que seestremeciera, como con la súbita

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vibración de un arpa a su lado.—¡Oh, no, gracias! —dijo

débilmente, alzando la vista unosinstantes.

—Está usted muy pálida —insistióStephen con tono solícito—. Estoyseguro de que está agotada. Voy adesobedecerla y le traeré algo.

—No, de veras que no podríatomarlo.

—¿Está usted enfadada? ¿Qué le hehecho? Haga el favor de mirarme.

—Le ruego que se vaya —dijoMaggie, mirándolo con expresión deimpotencia. Enseguida desvió los ojoshacia el rincón opuesto del escenario,

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medio oculto por los pliegues del viejotelón verde. En cuanto pronunció eseruego, Maggie se estremeció ante lo queimplicaba, pero Stephen se dio la vueltaal instante y, siguiendo la mirada deMaggie, divisó a Philip Wakem sentadoen el rincón escondido, de manera queapenas podía ver de la sala otra cosaque el lugar donde estaba Maggie. Unpensamiento totalmente nuevo asaltó aStephen y, vinculándolo a lo queacababa de observar en los modales deWakem y la respuesta de Lucy a suobservación, se convenció de que habíaexistido alguna relación previa entrePhilip y Maggie, además de la amistad

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infantil mencionada. Abandonó la sala,empujado por más de un impulso, ysubió las escaleras en dirección a lasala de descanso. Allí se dirigió haciaPhilip, se sentó tras él y le puso la manoen el hombro.

—¿Estás estudiando para hacer unretrato, Phil? ¿O para dibujar elventanal? Diantre, desde este rincónoscuro, enmarcado por el telón, resultaun fragmento interesante.

—He estado estudiando la expresióndel rostro humano —contestó Philip,cortante.

—¿Cómo? ¿El de la señoritaTulliver? Hoy está de mal humor, me

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parece. Se siente como una princesaobligada a atender tras un mostrador. Suprima me mandó para que le ofrecieraun refrigerio, pero, como siempre, me hadesdeñado. Supongo que entre ambosexiste una antipatía natural, pocas vecestengo el honor de complacerla.

—¡Qué hipócrita eres! —exclamóPhilip, enrojeciendo furioso.

—¿Cómo es eso? ¿La experienciadebería haberme enseñado que gusto atodo el mundo? Reconozco launiversalidad de la ley, pero en estecaso no se cumple.

—Me marcho —dijo Philip,levantándose bruscamente.

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—Yo también, para tomar un pocode aire fresco. Este lugar es sofocante.Creo que ya he cumplido con creces.

Los dos amigos bajaron juntos sinhablar. Philip se encaminó hacia lapuerta que daba sobre el cementerio,pero Stephen siguió pasillo adelante.

—Oh, por cierto, debo quedarmepor aquí —dijo, y se encaminó hacia unade las salas situadas en el otro extremodel edificio, asignadas a la biblioteca dela ciudad.

No había nadie en la sala y eso estodo lo que necesita un hombre cuandolo único que desea es lanzar el sombrerosobre la mesa, sentarse a horcajadas en

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una silla y contemplar la alta pared deladrillos con un ceño tan fruncido quehabría sido digno de la ocasión sihubiera tenido que dar muerte a lagigantesca Pitón. La conducta que sederiva de un conflicto moral confrecuencia es tan semejante al vicio queel juicio externo, si se basa en una meracomparación de los actos, no percibe ladiferencia. Espero que el lector adviertacon claridad que Stephen no erahipócrita —capaz de actuar condeliberada doblez para conseguir un finegoísta— y, sin embargo, la fluctuaciónentre el empeño sistemático en negar unsentimiento y el modo en que le daba

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rienda suelta podría haber servido desólido argumento para la acusación dePhilip.

Entre tanto, Maggie permanecíasentada en el puesto, fría y temblorosa,con la dolorosa sensación en los ojosque procede de unas lágrimasreprimidas con firmeza. ¿Acaso su vidasería siempre así? ¿Tendría que vivirsiempre sometida a conflictos internos?Oía confusamente las voces ajetreadas eindiferentes a su alrededor y habríadeseado que aquella corriente fácil yrumorosa arrastrara su pensamiento. Enaquel momento, el doctor Kenn, queacababa de entrar en el salón y

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caminaba hacia el centro con las manosa la espalda mientras echaba un vistazogeneral, detuvo los ojos en Maggie porprimera vez y se sorprendió ante laexpresión de dolor de aquel bellorostro. Maggie estaba sentada e inmóvil,porque el flujo de clientes habíadisminuido a aquella hora tardía: loscaballeros habían preferido pasar porahí a mitad del día y el puesto deMaggie apenas tenía ya objetos quevender. Eso, junto con su expresiónausente y dolorosa, completaba elcontraste entre ella y sus compañeras,animadas y atareadas. El doctor Kenn sesintió profundamente atraído. Como es

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natural, el rostro de Maggie le habíallamado la atención en la iglesia por sernuevo y hermoso, y se la habíanpresentado durante una breve visita detrabajo a casa del señor Deane, pero nohabían cruzado más de tres palabras.Caminó hacia ella y Maggie, advirtiendoque alguien se acercaba, se forzó alevantar la vista y prepararse parahablar. Sintió un alivio infantil einstintivo de la sensación deincomodidad provocada por el esfuerzocuando vio que era el doctor Kenn quienla miraba: aquel rostro de mediana edadpoco agraciado, de una amabilidadgrave y penetrante, que parecía

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corresponder a un ser humano que, trasalcanzar una playa segura, observaracon deseo de ayudar a quienes todavíacombatían con las olas, tuvo sobre ellaun efecto que recordaría más tarde comosi hubiera sido una promesa. Laspersonas de mediana edad que hanvivido ya las emociones más fuertes desu vida pero se encuentran en unmomento en que la memoria todavíaconserva algo de pasión y no esmeramente contemplativa, pertenecen auna especie de sacerdocio naturalformado y consagrado por la vida paraser refugio y socorro de los jóvenes queavanzan dando traspiés y para los que

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desesperan de sí mismos: casi todosnosotros, en algún momento de nuestrajuventud, habríamos recibido con losbrazos abiertos a un sacerdote de estaorden natural, canónica o no, y, encambio, tuvimos que caminar a tientas,sin esa ayuda, como Maggie, a través detodas las dificultades de los diecinueveaños.

—Me temo que este trabajo leresulta fatigante, señorita Tulliver —dijo el doctor Kenn.

—Lo cierto es que sí —contestóMaggie con sencillez, pues no estabaacostumbrada a negar con una sonrisatonta los hechos evidentes.

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—Sin embargo, podré decir a miesposa que ha vendido sus objetosrápidamente —añadió—. Le estará muyagradecida.

—Oh, no he hecho nada: loscaballeros se apresuraron a venir acomprar los batines y los chalecosbordados, pero creo que cualquiera delas otras damas presentes habríavendido más; yo no sabía qué decirsobre ellos.

—Espero que se quede y forme partede mis parroquianos de maneradefinitiva, señorita Tulliver —dijo eldoctor Kenn con una sonrisa—. Ya quehasta ahora, se ha mantenido lejos de

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nosotros.—He sido maestra en un colegio y

pronto iré a desempeñar otro trabajosimilar.

—¿Ah, sí? Esperaba que se quedaraentre sus familiares, que, según creo,viven todos por aquí.

—Oh, tengo que irme —contestóMaggie muy seria, mirando al doctorKenn con expresión de confianza, comosi le hubiera contado toda su historiacon esas tres palabras.

Algunas veces, incluso en encuentrosfugaces —durante un viaje o tal vezjunto al camino— tiene lugar unarevelación tácita. En algunas ocasiones,

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la mirada o las palabras de undesconocido nos hacen creer en laexistencia de la fraternidad humana.

La vista y los oídos del doctor Kennpercibieron que esa breve confidenciade Maggie estaba cargada designificado.

—Entiendo —dijo—, le parececonveniente marcharse, pero espero queeso no impida que volvamos a vernos,que llegue a conocerla mejor, si puedoserle de alguna ayuda.

Le tendió la mano y estrechó la suyaamablemente antes de alejarse. «Tienealguna pena en el corazón —pensó—.Pobre criatura. Parece como si fuera una

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de esas "almas cuya naturaleza tantoeleva y cuyo sufrimiento tanto abate".Esos bellos ojos tienen una expresiónextraordinariamente sincera».

Podría resultar sorprendente queMaggie, entre cuyas múltiplesimperfecciones no se encontraba ausenteel deseo excesivo de admiración yreconocimiento de sus méritos, en lamisma medida que cuando quiso instruira los gitanos con intención de ocupar unlugar regio entre ellos, no se sintieramás animada en un día en que habíarecibido el tributo de tantas miradas ysonrisas, junto con la satisfactoriaconciencia que necesariamente debió

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sentir cuando la llevaron ante el espejode cuerpo entero de Lucy para que secontemplara, alta y bella, coronada porla negra noche de su abundante cabello.En ese momento, Maggie se dirigió unasonrisa y durante un instante lo olvidótodo ante la conciencia de su belleza. Siese estado de ánimo hubiera durado,habría optado por tener a Stephen Guesta sus pies ofreciéndole una vida llena delujos, con el cotidiano incienso de laadoración próxima y lejana, con todaslas posibilidades de la cultura alalcance de la mano. Pero su caráctertenía otros rasgos más poderosos que lavanidad: la pasión, el afecto, los

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recuerdos antiguos de la disciplina y elesfuerzo, de lejanos sentimientos deamor y piedad: y una corriente máspoderosa que nunca, empujada por losacontecimientos y los impulsos internosde la última semana, arrastró el arroyode la vanidad y se mezcló con él hastahacerlo desaparecer.

Philip no había contado a Maggieque su padre ya no suponía un obstáculopara la relación entre ambos —no sehabía atrevido—, pero se lo habíaexplicado todo a Lucy con la esperanzade que Maggie, tras enterarse por ella,le diera alguna señal alentadora quesugiriera que le hacía feliz aquella

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reducción de la distancia que losseparaba. Los sentimientos en conflictofueron excesivos para que Maggiepudiera decir gran cosa cuando Lucy,con el rostro resplandeciente de alegría,como uno de los querubines deCorreggio, le comunicó la noticiatriunfal, y Lucy no se sorprendió de queno pudiera hacer otra cosa que llorar dealegría ante la idea de que el deseo desu padre se cumpliera y que Tompudiera recuperar el molino comorecompensa de sus esfuerzos. Durantelos días siguientes, los detalles de lapreparación de la venta benéficaacapararon la atención de Lucy y nada

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se dijeron las primas sobre unascuestiones que afectaban a sentimientostan profundos. Philip había ido a la casaen más de una ocasión, pero Maggie nosostuvo con él ninguna conversación enprivado, de modo que había libradoaquella batalla interna sin interferencias.

—Debes abandonar el plan de irpasado mañana a pasar unos días con tutía Moss, Maggie —dijo Lucy cuandolas primas estuvieron solas de nuevo,descansando juntas en casa tras la ventabenéfica—: escríbele una notadiciéndole que lo has aplazado apetición mía y enviaré a un criado conella. No se disgustará, ya tendrás tiempo

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más tarde de ir a verla. Y no quiero quedesaparezcas en este preciso momento.

—Tengo que irme, querida Lucy. Nopuedo retrasarlo ni quiero relegar a latía Gritty. Y tengo muy poco tiempo,porque me iré al nuevo trabajo elveinticinco de junio.

—¡Maggie! —exclamó Lucy, casiblanca de asombro.

—No te lo había dicho porque hasestado muy ocupada —dijo Maggie,haciendo un gran esfuerzo paradominarse—. Pero hace un tiempoescribí a nuestra antigua institutriz, laseñorita Firniss, para preguntarle sisabía de algún empleo que pudiera

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ocupar, y el otro día recibí una cartasuya diciéndome que podía llevarme ala costa durante las vacaciones a tres desus alumnas, huérfanas, y después pasarun periodo de prueba con ella comoprofesora. Ayer escribí aceptando laoferta.

Lucy se sintió tan herida que duranteunos segundos fue incapaz de hablar.

—Maggie —dijo finalmente—.¿Cómo has podido hacerme esto? Miraque no decírmelo… y tomar semejantedecisión… ¡precisamente ahora! —Vaciló un poco y añadió—: ¿Y Philip?Yo creía que todo iba a ser tan feliz…¡Oh, Maggie! ¿Por qué haces esto?

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Renuncia, deja que yo escriba la carta.Ahora ya no hay nada que puedasepararos a Philip y a ti.

—Sí —dijo Maggie débilmente—:están los sentimientos de Tom. Dijo queme olvidara de él si me casaba conPhilip. Y sé que no cambiará, por lomenos, durante mucho tiempo, a no serque suceda algo que lo aplaque.

—Pero hablaré con él, va a volveresta semana. Y la buena noticia sobre elmolino lo calmará. Y también le hablaréde Philip. Tom siempre se muestraconmigo muy complaciente, a mí no meparece tan obstinado como dices.

—De todos modos, tengo que irme

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—repitió Maggie, abatida—. Tengo quedejar que pase cierto tiempo. No insistasen que me quede, querida Lucy.

Lucy permaneció en silencio duranteunos minutos, reflexionando con lamirada perdida.

—Maggie, ¿es que no quieres aPhilip lo suficiente para casarte con él?Dímelo, confía en mí —preguntó Lucytras arrodillarse junto a su prima,mirándola a la cara con seria inquietud.

Maggie sostuvo las manos de Lucyen silencio durante un rato. Las suyasestaban muy frías. Pero cuando habló, suvoz fue clara y nítida.

—Sí, Lucy. Me casaría con él. Creo

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que para mí no habría mejor destino quehacerlo feliz. Él me quiso antes quenadie. Nadie podría ser para mí lo quees él. Pero no puedo separarme parasiempre de mi hermano. Tengo quemarcharme y esperar. Y te ruego que novuelvas a hablarme de eso nunca más.

Lucy obedeció, dolida ysorprendida.

—Bueno, querida Maggie —añadió—, por lo menos irás al baile de mañanaen Park House y disfrutarás de un pocode música antes de irte a esa tristevisita. ¡Ah, aquí está mi querida tía conel té!

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Capítulo X

Parece romperse elhechizo

Las salas que se sucedían, una trasotra, en Park House, se mostrabandebidamente brillantes, adornadas conluces y flores y el esplendor personal dedieciséis parejas acompañadas de suspadres y tutores. El lugar másresplandeciente era el largo salón,donde tenía lugar el baile, bajo lainspiración de un piano de cola; labiblioteca, abierta en un extremo,

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preparada para los juegos de cartas,disfrutaba de la iluminación más sobriade la madurez; y, al otro extremo, ellindo gabinete con un invernaderoadosado quedaba como un posible retiromás fresco. Lucy, que había abandonadoel luto por primera vez y lucía su lindafigura envuelta en un abundante vestidode crespón blanco, era la reina oficialde la ocasión, porque aquélla era una delas fiestas condescendientes de lasseñoritas Guest, ya que no incluía aningún miembro de una aristocraciasuperior a la de Saint Ogg's y ampliabaen lo posible el criterio de noblezaaplicado a comerciantes y profesionales.

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Al principio, Maggie se negó abailar con el pretexto de que habíaolvidado todos los pasos, tanto tiempohabía transcurrido desde que bailaba enel colegio; y se alegró de tener esaexcusa, porque es malo bailar con elcorazón triste. Pero, al cabo de un rato,la música se le metió en las jóvenespiernas y le apeteció, aunque fue elhorrible joven Torry quien apareció porsegunda vez con intención deconvencerla. Ella le advirtió que sólosabía bailes tradicionales, pero él,naturalmente, estaba dispuesto a esperartan alta felicidad y le aseguró en variasocasiones, con la única intención de ser

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amable, que «era un fastidi» que nosupiera bailar el vals, ya que le habríagustado mucho bailarlo con ella. Perofinalmente llegó el momento de losbailes anticuados, los menos vanidososy más divertidos, y Maggie casi olvidósu agitada vida disfrutando como unaniña de aquel ritmo algo rústico queparece desterrar toda etiquetapretenciosa. Se sentía generosa con eljoven Torry, que le sostuvo la manodurante el baile; sus ojos y sus mejillasposeían el fuego de la joven alegría,capaz de arder al menor soplo; y elsencillo traje negro con un poco deencaje parecía el oscuro engarce de una

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piedra preciosa.Stephen todavía no le había pedido

que bailara con él, todavía no le habíaprestado más atención que la cortés.Desde el día anterior, la imagen deMaggie que tenía siempre presenteestaba parcialmente oculta por la dePhilip Wakem, que la cubría como unamancha: había alguna relación entre ellay Philip; por lo menos, por parte de él, yella se sentía obligada. Stephen se decíaque, en ese caso, otra razón de honor loobligaba a resistir una atracción quecontinuamente amenazaba condominarlo. Eso era lo que se decía: y,sin embargo, en un par de ocasiones

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había sentido una violenta resistencia y,en otras, una estremecedora repugnanciaante esta intromisión de la imagen dePhilip, que casi contribuía a empujarlohacia Maggie y reclamarla como suya.Con todo, aquella noche hacía lo que sehabía propuesto: hasta el momento sehabía mantenido lejos, casi no la habíamirado y había atendido alegremente aLucy. No obstante, en aquel instantedevoraba a Maggie con los ojos y teníatentaciones de echar al joven Torry delbaile de una patada y ocupar su lugar.Deseó que terminara el baile para queella pudiera librarse de su pareja. Eldeseo de bailar con Maggie y tener su

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mano entre las suyas durante tanto ratoempezaba a apoderarse de él como unased. Pero, aunque estaban lejos el unodel otro, sus manos se unían en el baile.

Stephen apenas advirtió lo quesucedía o de qué modo mecánicocumplía con los deberes de la cortesíahasta que quedó libre y volvió a ver aMaggie otra vez sentada y sola, en elextremo opuesto del salón. Se dirigióhacia ella, a través de las parejas queestaban formándose para el vals, ycuando Maggie se dio cuenta de que laestaba buscando, a pesar de todos suspensamientos previos, sintió que se lealegraba el corazón. Todavía tenía los

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ojos y las mejillas iluminadas con unentusiasmo infantil por el baile: todo sucuerpo estaba predispuesto a la alegría ya la ternura: ni siquiera los pesaresfuturos parecían amargos, estabadispuesta a aceptarlos como parte de lavida, porque en aquel momento ésta leparecía una conciencia viva y vibranteposada sobre el placer o el dolor. Enaquella última noche podía disfrutar sintrabas en la calidez del presente sinpensamientos gélidos sobre el pasado yel futuro.

—Van a tocar otro vals —dijoStephen, inclinándose para hablar conella, con esa mirada y ese tono de

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ternura contenida que los jóvenes sueñosimaginan en los bosques en verano,cuando leves arrullos llenan el aire.Esas miradas y esos tonos llevanconsigo un aliento poético a una salasofocante debido a la iluminación delgas y a arduos flirteos.

—Van a tocar otro vals. Marea unpoco mirar y hace mucho calor, ¿quiereque demos un paseo?

Le tomó la mano y se la colocó en elbrazo, y se dirigieron hacia el gabinete,donde había unas mesas dispuestas congrabados para acomodar a unosvisitantes poco interesados en mirarlos.Pero en aquel momento no había nadie.

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Pasaron al invernadero.—Qué raros e irreales son los

árboles y las flores entre luces —dijoMaggie con voz baja—. Se diría quepertenecen a una tierra encantada y quenunca se irán: no me costaría imaginarque están hechos con piedras preciosas.

Contemplaba una hilera de geraniosmientras hablaba y Stephen no contestó;la estaba mirando. ¿Y acaso un poetasupremo no mezcla la luz y el sonidopara llamar muda a la oscuridad yelocuente a la luz? Algo extrañamentepoderoso había en la luz de la largamirada de Stephen, porque hizo que elrostro de Maggie se volviera hacia él y

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se alzara: lentamente, como una florsigue al astro que asciende. Y siguieronavanzando con paso vacilante, sin tenerla sensación de estar andando, sin sentirotra cosa que la mirada larga y graveque poseía la solemnidad propia de todapasión humana profunda. La concienciade que debían y querían renunciar el unoal otro hacía aquel momento deconfesión mutua todavía más intenso.

Pero llegaron al extremo delinvernadero y tuvieron que detenerse ydar la vuelta. Maggie volvió en sí con elcambio: se sonrojó profundamente,movió la cabeza, soltó el brazo deStephen y se acercó a unas flores para

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olerlas. Stephen permaneció inmóvil,todavía pálido.

—¡Oh! ¿Puedo coger esta rosa? —preguntó Maggie, haciendo un granesfuerzo para decir algo y disipar laardiente sensación de una confesiónirremediable—. Me parece que soy unpoco mala con las rosas: me gustacogerlas y olerlas hasta que ya no tienenaroma.

Stephen estaba mudo: era incapaz deformar una frase y Maggie extendió elbrazo hacia la gran rosa medio abiertaque le había llamado la atención. ¿Quiénno ha observado la belleza de un brazofemenino, las indecibles sugerencias de

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ternura de un codo con sus hoyuelos y delas curvas suaves que se atenúan haciala delicada muñeca? Hace dos mil años,el brazo de una mujer conmovió a ungran escultor y construyó para elPartenón una imagen de éste que todavíanos emociona mientras abrazaamorosamente el gastado mármol de untronco decapitado. El brazo de Maggieera como aquél, pero poseía los cálidostonos de la vida.

Un loco impulso se apoderó deStephen; se precipitó hacia el brazo, loasió por la muñeca y lo cubrió con unalluvia de besos.

Al instante Maggie se lo arrebató y

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miró a Stephen como una diosa de laguerra herida, temblando de rabia yhumillación.

—¿Cómo se atreve? —exclamó convoz casi ahogada, profundamentealterada—. ¿Qué derecho le he dadopara que me insulte?

Huyó de él hacia el gabinetecontiguo y se echó en el sofá, jadeando ytemblando.

Había sufrido un terrible castigo porel pecado de permitirse un momento defelicidad que traicionaba a Lucy, aPhilip, a lo mejor de sí misma. Aquellafelicidad momentánea había sufrido unaplaga, una lepra: Stephen la tenía por

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una mujer más fácil que Lucy.Stephen se apoyó contra la estructura

del invernadero, aturdido por laspasiones en conflicto: amor, rabia yconfusa desesperación ante su falta dedominio y por haber ofendido a Maggie.

Este último sentimiento superó atodos los demás: estar a su lado denuevo y rogar que lo perdonara era loúnico que tenía para él la fuerza de unmotivo, y apenas llevaba Maggiesentada unos pocos minutos cuando él seacercó y se detuvo ante ella con actitudhumilde. Pero Maggie seguía furiosa.

—Haga el favor de dejarme sola —dijo con aire altivo e impetuoso—. Y, en

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el futuro, le ruego que no me busque.Stephen dio media vuelta y caminó

de un lado a otro en un extremo delgabinete. Empezaba a darse cuenta deque tenía que regresar al salón de bailecuanto antes y, cuando volvió, advirtióque habían estado fuera tan poco tiempoque el vals no había terminado.

Maggie tampoco tardó en regresar.Aguijoneado, su orgullo bullía frenético;finalmente, la odiosa debilidad que lahabía expuesto a aquella ofensa a sudignidad había generado su propia cura.Debía relegar todos los pensamientos ylas tentaciones del último mes a unrincón perdido de la memoria: ahora ya

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no sentía ninguna atracción; le sería fácilcumplir con su deber y sus viejos yserenos propósitos se impondríanpacíficamente otra vez. Volvió a entraren el salón todavía con el rostrobrillante de excitación, pero con unasensación de orgulloso dominio quedesafiaba toda agitación. No quisobailar más, pero se mostró dispuesta ahablar tranquilamente con quienes ledirigieron la palabra. Y cuando sefueron a casa aquella noche, besó a Lucycon el corazón libre, casi feliz por elmomento abrasador que la habíaliberado de la posibilidad de que otrapalabra u otra mirada estuvieran

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marcadas con el sello de la traiciónhacia aquella hermana tierna y confiada.

A la mañana siguiente, Maggie no seencaminó hacia Basset tan tempranocomo tenía previsto. Su madre iba aacompañarla en el carruaje y la señoraTulliver no podía despachar el trabajode la casa deprisa. De manera queMaggie, tras prepararse a toda prisa,tuvo que aguardar sentada en el jardín,dispuesta para el viaje. Lucy estabaocupada en la casa, envolviendo algunosregalos comprados en la feria decaridad para los niños de Basset, ycuando se oyó una fuerte llamada en lapuerta Maggie se asustó, no fuera Lucy a

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acompañar a Stephen hasta ella: seguroque era Stephen.

Sin embargo, el visitante salió soloal jardín y se sentó a su lado, en unabutaca. No era Stephen.

—Desde este asiento se ven laspuntas de los pinos albares, Maggie —se atrevió a decir Philip. Aunque sehabían dado la mano en silencio, Maggielo había mirado con una sonrisacariñosa, idéntica a la de otros tiempos.

—Sí —contestó Maggie—. Los mirocon frecuencia y me gustaría ver otra vezel sol poniente sobre los troncos. Perosólo he vuelto una vez, camino delcementerio, con mi madre.

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—Yo sí he estado allí… Voy por allícon frecuencia —dijo Philip—. Sólo elpasado me anima a vivir.

El recuerdo y la piedad empujaron aMaggie a poner la mano sobre la dePhilip. ¡Habían caminado tantas vecesde la mano!

—Recuerdo todos los rincones ytodo lo que me contaste en cada uno deellos, bellas historias de las que nuncahabía oído hablar.

—Querrás ir pronto, ¿verdad,Maggie? —preguntó Philip, sintiéndosetímido y tembloroso—. El molino prontovolverá a ser la casa de tu hermano.

—Sí, pero yo no estaré allí —dijo

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Maggie—. Esa felicidad sólo laconoceré de oídas. Me voy otra vez.¿No te lo ha dicho Lucy?

—Entonces, ¿el futuro nunca se unirácon el pasado, Maggie? ¿Ese libro estácerrado?

Los ojos grises que tantas veces sehabían alzado hasta ella con suplicanteadoración la miraron, con un último rayode esperanza. Maggie los miró con susojos grandes y sinceros.

—Ese libro no se cerrará nunca,Philip —dijo con grave tristeza—. Nodeseo un futuro que rompa los lazos delpasado. Pero el lazo que me une a mihermano es uno de los más fuertes. No

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puedo hacer nada voluntariamente queme separe de él para siempre.

—¿Es ése el único motivo que nosmantendrá separados? —preguntóPhilip, con la desesperadadeterminación de obtener una respuestadefinitiva.

—El único —contestó Maggie contranquila decisión, plenamenteconvencida. En aquel momento se sentíacomo si la copa encantada hubiera caídoal suelo. Todavía perduraba la reacciónde entusiasmo, que le daba un orgullosodominio de sí misma, y miraba al futurocon la sensación de que lo escogía concalma.

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Durante unos minutos permanecieroncon las manos unidas y callados: enMaggie estaban más presentes lasprimeras escenas de amor y separaciónque aquel mismo momento, y tenía antesí a Philip en las Fosas Rojas.

Philip sintió que debería habersesentido totalmente feliz con aquellarespuesta: era tan nítida y transparentecomo el agua que la marea deja en lasrocas. ¿Por qué no era completamentefeliz? Sin duda, sólo la omniscienciaque permitiera ver los repliegues mássutiles del corazón podría calmar loscelos.

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Capítulo XI

En el camino

Maggie llevaba cuatro días en casade la tía Moss, dando un nuevo brillo alsol de los primeros días de junio a losojos apagados por las penas de aquellamujer afectuosa y marcando una épocapara sus primos, grandes y chicos, queaprendían sus palabras y sus gestos dememoria, como si fuera un efímeroavatar de la belleza y la sabiduríaperfectas.

En ese tranquilo momento de la vida

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de una granja antes de que llegue la horade ordeñar a las vacas por la tarde,Maggie se encontraba con su tía y variosprimos dando de comer a las gallinas.Los grandes edificios que rodeaban lahondonada del patio eran tan lúgubres ytan ruinosos como siempre, pero sobrela vieja tapia del jardín, los descuidadosrosales empezaban a agitar su cargaveraniega, y la madera gris y los viejosladrillos de la casa, en el piso superior,tenían un aspecto antiguo y aletargadobajo la luz de la tarde que tan biensentaba a aquella hora de inactividad.Maggie, con la capota sobre el brazo,sonreía a un grupo de suaves pollitos.

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—¡Santo cielo! —exclamó su tía—.¿Quién es ese caballero que entra por lapuerta de la verja?

Era un jinete montado en un grancaballo castaño con el cuello y loscostados ennegrecidos por el galope.Maggie sintió un latido en la cabeza y elcorazón, tan horrible como laresurrección de un temible enemigo quehabía fingido estar muerto.

—¿Quién es, Maggie? —preguntó laseñora Moss, advirtiendo en el rostro deésta que lo conocía.

—Es el señor Guest —contestóMaggie con voz débil—. Es el… es uncaballero muy amigo de mi prima.

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Stephen estaba ya cerca de ellas,había saltado del caballo y saludaba conel sombrero mientras avanzaba.

—Sujeta el caballo, Willy —ordenóla señora Moss al muchacho de doceaños.

—No, gracias —dijo Stephen,tirando de la cabeza inquieta delcaballo-Debo marcharme de inmediato.Tengo que darle un recado, señoritaTulliver; se trata de un asunto personal.¿Puedo tomarme la libertad de rogarleque camine un poco conmigo?

Tenía la expresión entre cansada eirritada propia de un hombre al quealguna inquietud o molestia ha hecho

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inútiles la comida y la cama. Hablaba demodo brusco, como si el recado fuerademasiado urgente para molestarse porlo que pudiera pensar la señora Moss deaquella visita y su petición. La buenaseñora Moss, bastante nerviosa porencontrarse en presencia de aquelcaballero aparentemente tan altanero, sepreguntaba en su interior si haría bien omal al invitarlo de nuevo a dejar elcaballo y entrar en la casa cuandoMaggie, consciente de lo violento de lasituación e incapaz de decir nada, sepuso la capota y empezó a caminar haciala puerta de la verja.

Stephen también dio media vuelta y

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caminó a su lado, llevando el caballo delas riendas.

No pronunciaron ni una palabrahasta que se encontraron en el camino yrecorrieron cuatro o cinco yardas.Entonces Maggie, que no había dejadode mirar al frente, dio media vuelta pararetroceder.

—No necesito ir más lejos —dijocon arrogante resentimiento—. No sé sia usted le parecerá una conductacaballerosa y delicada colocarme en talposición que me he visto obligada avenir con usted, o si, por el contrario,querrá seguir insultándome, forzándomeasí a hablar con usted.

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—Es evidente que le ha disgustadoque viniera —dijo Stephen conamargura—. Es evidente que no leimporta lo que pueda sufrir un hombre,lo único que le preocupa es su dignidadfemenina.

Maggie se sobresaltó ligeramente,como si hubiera sufrido una levísimadescarga eléctrica.

—Como si no bastara con laconfusión en que vivo, con estarlocamente enamorado de usted, contener que resistir la pasión máspoderosa que puede sentir un hombreporque intento ser fiel a otrasexigencias: además, usted me trata como

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si fuera un bruto tosco que deseaofenderla. Cuando, si de mí dependiera,le pediría que aceptara mi mano, mifortuna y mi vida entera e hiciera lo quequisiera con ello. Sé que perdí elcontrol y me tomé una libertadinjustificable. Me odio por haberlohecho. Pero me arrepentí de inmediato,no he dejado de arrepentirme desdeentonces. No debería usted pensar quefue un gesto imperdonable: cuando unhombre ama con toda su alma, como yola amo, puede verse dominado por sussentimientos durante unos momentos;pero usted sabe, debe creerme, que elmayor dolor que yo podría sufrir es el

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de haberla ofendido, que haría lo quefuera para borrar ese error.

Maggie no se atrevía a hablar, no seatrevía a mover la cabeza. La fuerzaprocedente del resentimiento habíadesaparecido y los labios le temblabanvisiblemente. No se veía capaz depronunciar el total perdón que sentíacomo respuesta a aquella confesión.

Habían llegado otra vez ante lapuerta de la verja y Maggie se detuvo,temblorosa.

—No debe decir usted estas cosas,no debo oírlas —dijo, bajando los ojoscon desdicha cuando Stephen se pusoante ella para impedirle avanzar hacia la

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puerta—. Siento mucho sus sufrimientos,pero no sirve de nada hablar de ellos.

—Sí, sí sirve —dijo Stephenimpetuosamente—. Serviría si usted metratara con cierta piedad y consideraciónen lugar de tratarme injustamente. Losoportaría todo más tranquilamente sisupiera que no me odia porque meconsidera un petimetre insolente.Míreme, soy un individuo atormentado:día tras día, he cabalgado treinta millaspara dejar de pensar en usted.

Maggie no miró, no se atrevió ahacerlo. Ya había visto aquel rostroacosado.

—No lo tengo a usted en mal

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concepto —dijo amablemente.—Entonces, vida mía, mírame —

suplicó Stephen con un tono profundo ytierno—. No te alejes de mí todavía.Dame un momento de felicidad, quesienta que me has perdonado.

—Sí, de verdad lo he perdonado —dijo Maggie, conmovida por aquel tonoy asustada de sí misma—. Pero le ruegoque me deje pasar. Le ruego que se vaya.

Una gruesa lágrima cayó desdedebajo de sus párpados cerrados.

—No puedo marcharme, no puedodejarte —dijo Stephen con un ruegotodavía más apasionado—. Volveré otravez si me despides con tanta frialdad.

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No respondo de mí mismo. Pero sicaminas conmigo sólo un poco más, serásuficiente para mí. Verás que tu enfadosólo ha conseguido que me muestre diezveces más irracional.

Maggie dio media vuelta, peroTancred el caballo castaño, empezó aprotestar tan enérgicamente contraaquellos frecuentes cambios dedirección que Stephen llamó a WillyMoss, al que había visto espiando através de la verja.

—¡Muchacho! Ven y sujétame elcaballo durante cinco minutos.

—¡Oh, no! —se apresuró a decirMaggie—. Mi tía lo encontrará muy

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extraño.—Da lo mismo —contestó Stephen

con impaciencia—. No conocen a lagente de Saint Ogg's. Paséalo por aquídurante cinco minutos —añadió mirandoa Willy, que ahora estaba cerca de ellos.Regresó junto a Maggie y caminaron.Estaba claro que Maggie debíamarcharse.

—Tómame del brazo —le rogóStephen. Y Maggie lo cogió con lasensación de que se deslizaba por unapesadilla.

—Este sufrimiento no va a tener fin—empezó a decir, esforzándose porrechazar aquella influencia mediante la

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palabra—. Esto es malo… bajo…permitir una palabra o una mirada queLucy… que los demás no deban ver.Piense en Lucy.

—Claro que pienso en ella…bendita muchacha… Si no lo hiciera…—Stephen había colocado una manosobre la que Maggie apoyaba en subrazo y a ambos les costaba hablar.

—Y, aunque Lucy no existiera, yotengo otros compromisos —prosiguióMaggie, finalmente, con un esfuerzodesesperado.

—¿Estás comprometida con PhilipWakem? ¿Es eso? —preguntó Stephenrápidamente.

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—Me considero comprometida conél. No tengo intención de casarme conningún otro.

Stephen permaneció en silenciohasta que salieron de la zona soleada yentraron en un camino lateral, herboso ycubierto de vegetación. Entonces estalló.

—Es antinatural, es horrible.Maggie, si me quisieras como yo tequiero, nos olvidaríamos de todo pornuestro amor. Romperíamos estos lazosequivocados que se hicieron en unmomento de ceguera y nos casaríamos.

—Preferiría morir a caer en esatentación —contestó Maggie con vozclara, lenta y profunda. La fuerza

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espiritual conseguida durante años dedolor la ayudó aquella difícil situación.Maggie retiró el brazo.

—Entonces, dime que no me quieres—dijo Stephen casi con violencia—.Dime que quieres más a otro.

A Maggie le pasó por la cabeza quehabía una manera de librarse de aquellalucha: decirle a Stephen que su corazónpertenecía a Philip. Pero sus labios noquisieron decirlo y guardó silencio.

—Si de verdad me quieres, mi vida—dijo Stephen cariñosamente,tomándole de nuevo la mano ycolocándosela sobre el brazo—, esmejor, es justo que nos casemos. No

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podemos evitar el daño que eso cause.Es algo que ha sucedido sin que lobuscáramos. Es natural, se ha apoderadode mí a pesar de todos los esfuerzos quehe hecho para resistirme. Dios sabe quehe intentado ser fiel a un compromisotácito y no he hecho más que empeorarlas cosas. Habría sido mejor ceder deentrada.

Maggie seguía callada. ¡Ojaláaquello no estuviera mal, ojalá pudieraconvencerse y no tener que seguirluchando contra esa corriente, tan suavey poderosa como un río en verano!

—Di que sí, vida mía —rogóStephen, inclinándose para mirarla a la

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cara con aire suplicante—. ¿Qué puedeimportarnos en este mundo si nospertenecemos?

Percibía en la cara el aliento deStephen, los labios muy cerca de lossuyos, pero el amor que sentía por ellale inspiraba temor.

Los labios y los párpados de Maggietemblaron. Abrió mucho los ojos paramirarlo un instante, como un preciosoanimal salvaje que se mostrara tímido yrechazara las caricias, para luego darmedia vuelta y huir a su refugio.

Al fin y al cabo —prosiguió Stephencon tono impaciente, intentando vencersus escrúpulos al mismo tiempo que los

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de ella—, no rompo ningún compromisoformal: si Lucy diera su afecto a otro, yono tendría ningún derecho a reclamarnada. Si tú no estás formalmenteprometida a Philip, ninguno de los dosestá comprometido.

—No cree usted en lo que dice, noes eso lo que siente —dijo Maggie, muyseria—. Piensa, igual que yo, que losverdaderos lazos residen en lossentimientos y esperanzas que hemoshecho nacer en los demás. Si no fueraasí, cualquier vínculo podría rompersecuando no hubiera castigo. No existiríala fidelidad.

Stephen se calló: no podía continuar

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aquella discusión; durante los primerostiempos de dudas había defendido laconvicción opuesta, pero no habíatardado en verlo de otro modo.

—No se puede cumplir esa promesa—insistió Stephen con energía—. Esantinatural: si nos entregáramos a otrapersona, sería una farsa. Eso tambiénestaría mal, y supondría la desgracia deellos y no sólo la nuestra. Maggie, tienesque verlo, seguro que te das cuenta.

La miró ansiosamente en busca delmenor signo de conformidad; le sujetabala mano con un gesto amplio, firme ytierno. Maggie siguió callada duranteunos instantes, con los ojos clavados en

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el suelo; después respiró hondo y dijo,levantando los ojos hacia él, con unatristeza solemne.

—Es difícil. La vida es muy difícil.Algunas veces me parece quedeberíamos seguir nuestros sentimientos;pero estos sentimientos chocancontinuamente con los lazos que la vidaanterior ha anudado en torno a nosotros,los lazos que han hecho que otrosdependan de nosotros, y losdestrozarían. Si la vida fuera tan fácil ysencilla como debió de ser en el paraísoy pudiéramos ver siempre… Quierodecir que si la vida no nos cargara condeberes antes de que llegara el amor,

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entonces el amor sería la señal de quedos seres deben pertenecerse el uno alotro. Pero veo… siento que ahora lascosas no son así: debemos renunciar aalgunas cosas en la vida, algunosdebemos renunciar al amor. Hay muchascosas que no entiendo y me resultanoscuras… Pero hay una que veo conclaridad: no debo, no puedo buscar mifelicidad a costa de la de los demás. Elamor es algo natural, pero también loson la piedad, la fidelidad y la memoria.Y estos sentimientos me castigarían si nolos obedeciera. Me acosaría elsufrimiento causado. Nuestro amorestaría envenenado. No me presiones:

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ayúdame, ayúdame… precisamenteporque te quiero.

A medida que hablaba, las palabrasde Maggie iban haciéndose másapasionadas; tenía el rostro sonrojado ylos ojos llenos de un amor suplicante. Lanobleza de Stephen vibró ante aquellasúplica; sin embargo, al mismo tiempo—¿cómo iba a ser de otro modo?—aquella belleza implorante le resultabamás difícil de resistir.

—Vida mía —dijo en apenas unsusurro mientras la rodeaba con el brazo—. Lo haré. Soportaré todo lo que túdesees. Pero dame un beso…, unosolo… el último… antes de que nos

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separemos.Un beso y una larga mirada, hasta

que Maggie dijo:—Deja que me vaya. Démonos

prisa.Maggie salió corriendo y no dijeron

ni una palabra más. Cuando llegaron aver a Willy y al caballo, Stephen sedetuvo e hizo un gesto, y Maggie cruzósola la verja. La señora Moss aguardabasola en la puerta del viejo porche: habíahecho entrar a todos los primos en unamuestra de consideración; podía sermotivo de alegría que Maggie tuviera unnovio rico y guapo, pero seguramente sesentiría violenta al regresar y eso no

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sería motivo de alegría alguna. Encualquier caso, la señora Moss esperabainquieta para recibir a Maggie sola. Elrostro de la pequeña decía con todaclaridad que si aquello era alegría, erade una clase muy agitada y dudosa.

—Oh, tía Gritty. Estoy destrozada.Ojalá me hubiera muerto a los quinceaños. Entonces parecía tan fácil dejarlotodo. Ahora es tan duro…

La pobre muchacha echó los brazosal cuello de su tía y se echó a llorar conlargos y profundos sollozos.

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Capítulo XII

Una reunión familiar

Al final de la semana, Maggie dejó ala buena tía Gritty y se dirigió a GarumFirs para visitar a la tía Pullet, según loacordado. Entre tanto, se habíanproducido algunos acontecimientostotalmente inesperados e iba a tenerlugar una fiesta familiar en Garum paraanalizar y celebrar el cambio de fortunade los Tulliver que, probablemente,borraría la sombra de sus faltas, de lamisma manera que desaparece el limbo

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de un eclipse, y haría que a partir deaquel momento sus virtudes oscurecidasvolvieran a brillar con pleno esplendor.Reconforta saber que no sólo losministros recién llegados disfrutan de unperíodo de gracia, caracterizado por laapreciación y el elogio: en muchasfamilias respetables a lo ancho y largode este reino, los parientes que se hanhecho dignos de reconocimiento seencuentran con una cordialidad similarque, liberada de la coerción decualquier antecedente, sugiere laesperanzadora posibilidad de que algúndía nos encontremos, sin advertirlosiquiera, en plena edad de oro, en la que

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los basiliscos ya no ataquen y los lobossólo muestren los dientes con las másamables intenciones.

Lucy llegó temprano paraadelantarse a la tía Glegg, ya quedeseaba mantener una conversacióntranquila con Maggie sobre aquellasnoticias maravillosas. Parecía, ¿a quesí?, dijo Lucy con lindo aire entendido,como si todo, incluso las desgracias delos demás (¡pobrecillos!) conspiraranpara conseguir que la pobre y queridatía Tulliver, el primo Tom y la arroganteMaggie, si no se obstinaba en locontrario, fueran tan felices comomerecían tras tantas penas. ¡Y pensar

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que el mismo día en que Tom regresó deNewcastle —el mismísimo día—, eldesgraciado de Jetsome, que el señorWakem había colocado en el molino,montó borracho a caballo y éste lo tiró,y se encontraba ahora en Saint Ogg'sgravemente herido, de manera queWakem había insistido en que loscompradores se hicieran cargo deinmediato del molino! Era terrible paraaquel desgraciado joven, pero parecíacomo si aquel accidente hubiera tenidolugar entonces y no en otro momentopara que el primo Tom tuviera cuantoantes la justa recompensa a su conductaejemplar: papá tenía de él una opinión

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excelente. Sin duda, la tía Tulliver debíair al molino y cuidar la casa para Tom:para Lucy aquello suponía unaincomodidad doméstica, pero la idea deque la pobre tiíta estuviera de nuevo ensu casa y fuera recuperando poco a pocolas comodidades…

En relación con este último punto,Lucy tenía unos astutos proyectos, ydespués de que ella y Maggierecorrieran la brillante y peligrosaescalera para pasar al bello salón,donde los mismos rayos de sol parecíanmás limpios que en cualquier otro lugar,atacó el punto débil del enemigo, comohabría hecho cualquier otro gran

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estratega.—Tía Pullet —dijo, sentándose en

el sofá y arreglando con mimo la cintade la cofia de la dama—. Quisiera quepensara en la ropa y en los objetos decasa que va a dar a Tom para que seinstale; como es usted siempre tangenerosa, regala siempre objetos muybonitos; y si da ejemplo, la tía Glegg loseguirá.

—Si no puede, querida —declaró laseñora Pullet con inusual energía—,porque su ropa no se parece ni de lejosa la mía, eso te lo puedo asegurar.Nunca tendría mi buen gusto, ni que segastara tanto como yo. Cuadros grandes

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y animales, como ciervos y zorros, asíson todos sus manteles. Ni rombos nilunares. Pero es una pena que una dividala ropa antes de morir. No pensabahacerlo, Bessy —prosiguió la señoraPullet, moviendo la cabeza y mirando asu hermana Tulliver—, cuando tú y yoescogimos el doble rombo, el primerlino que hilamos, y el Señor sabráadónde ha ido a parar tu ropa.

—No pude evitarlo, hermana —dijola pobre señora Tulliver, acostumbradaa sentirse acusada—. Yo no quería, y mepasé noches enteras pensando en que mimejor ropa blanca se perdería por todoel país.

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—Tome usted un caramelito dementa, señora Tulliver —dijo el tíoPullet con la sensación de ofrecer unconsuelo barato y saludable, que élmismo recomendaba con el ejemplo.

—Pero, tía Pullet —dijo Lucy—, sitiene usted muchísima ropa preciosa. ¿Ysi hubiera tenido hijas? También lahabría dividido cuando se hubierancasado.

—Bueno, no digo que no quierahacerlo —dijo la señora Pullet—,porque ahora que Tom ha tenido tantasuerte, es justo que sus familiares loayudemos. Tengo las mantelerías quecompré cuando se subastaron tus cosas,

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Bessy. Las compré por pura bondad,porque han estado desde entonces en elarcón. Pero no pienso dar más muselinaindia a Maggie ni cosas d d'esas si sel'ocurre ponerse a servir otra vez,cuando bien podría quedarse conmigo,hacerme compañía y coser para mí, si esque no hace falta en casa de su hermano.

Para la mentalidad de los Dodson,trabajar como profesora o institutrizequivalía a «ponerse a servi», y queMaggie regresara a esa ínfima situación,ahora que las circunstancias le ofrecíanotras posibilidades, probablemente seríaun punto de conflicto con todos susfamiliares, no sólo con Lucy. La antigua

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Maggie, en estado puro, con el cabellosuelto y todavía en fase de promesaincierta, resultaba una sobrina muy pocodeseable; pero la Maggie de ahora eracapaz de ser al mismo tiempoornamental y útil. El tema salió de nuevoen presencia del tío y la tía Glegg,mientras tomaban el té y unos bollos.

—¡Eh, eh! —exclamó el señorGlegg, dando unas afables palmaditas enla espalda de Maggie—. ¡Tonterías,tonterías! No nos digas que piensasvolver a trabajar, Maggie. Caramba,seguro que pescaste media docena deenamorados en la venta benéfica, ¿nosirve ninguno? ¡Vamos!

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—Glegg —dijo su esposa con lasevera cortesía que hacía juego con suflequillo postizo más rizado—, te ruegoque me perdones, pero me parece que note comportas con la seriedad adecuadaen un hombre de tu edad. El respeto ylos deberes hacia sus tías y el resto desu familia, que tan bien se portan conella, deberían haber impedido que semarchara de nuevo sin consultarnos. Yno los enamorados, si es que deboemplear esa palabra, que jamás se haoído en mi familia.

—¡Anda! ¿Y cómo nos llamabancuando íbamos a verlas, vecino Pullet?Entonces sí que hablaban de amores —

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dijo el señor Glegg con un guiño alegremientras el señor Pullet, ante unaconversación tan dulce, se servía otroterrón.

—Glegg —insistió la señora Glegg—, si piensas seguir comportándote conesa falta de delicadeza, házmelo saber.

—Ca, Jane, si tu marido sólo está debroma —dijo la señora Pullet—. Quebromee mientras tiene fuerza y salud.Mira al pobre señor Tilt, que se letorció la boca y no podía reír aunquequisiera.

—Entonces, Glegg, si me puedopermitir interrumpir tus bromas, hazmeel favor de pasarme los bollos —dijo su

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esposa—. Aunque no se quién puedeencontrar gracioso que una sobrinadesprecie a l’hermana mayor de sumadre, cabeza de la familia; que selimite a ir y venir con cortas visitascuando está en la ciudad y despuésdecida marcharse sin que yo lo sepa,mientras yo l'estaba preparando unascofias para que me las cosiera. Yhacerme eso a mí, que he dividido midinero en partes iguales…

—Hermana —interrumpió la señoraTulliver muy inquieta—. T’aseguro queMaggie nunca pensó en marcharse sinpasar unos días en tu casa, igual que enla de los demás. No deseo yo que se

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marche, todo lo contrario. T’aseguro queno tengo yo la culpa, yo venga y venga adecírselo: «Niña, no tienes por quémarchart». Pero todavía le quedan diezo quince días antes de irse: puedepasarlos en tu casa y Lucy y yo yavendremos a verla.

—Bessy —dijo la señora Glegg—,si t 'ocuparas de pensar un poco, tedarías cuenta de que no me vale la penapreparar una cama ni tomarme tantasmolestias, justo al final de la temporada,cuando nuestra casa no está a más de uncuarto de hora andando de la del señorDeane. Puede venir a primera hora de lamañana y marcharse por la noche, y dar

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las gracias de tener una buena tía tancerca para ir a verla. Sé que, a su edad,yo lo habría hecho.

—Vamos, Jane —dijo la señoraPullet—. No les vendría mal a tus camasque alguien durmiera en ellas.L'habitación de rayas huele mucho ahumedad, y el espejo tiene moho. Unavez que me llevaste allí pensé que memoría de un ataque.

—¡Oh, aquí está Tom! —exclamóLucy, palmoteando—. Ha venidomontado en Simbad, como yo le dije.Temía que no cumpliera su promesa.

En cuanto Tom entró, Maggie selevantó de un salto para darle un beso,

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emocionada. Era la primera vez que seveían desde que a Tom se le habíaofrecido la posibilidad de recuperar elmolino; retuvo su mano y lo llevó hastala butaca situada a su lado. Para Maggieseguía siendo una preocupaciónperpetua, firmemente arraigada a pesarde todos los cambios, que ninguna nubese interpusiera entre ambos.

—Hola, Maggie —dijo Tomdedicándole una cariñosa sonrisa—.¿Cómo está la tía Moss?

—Pasa, pasa, caballero —dijo elseñor Glegg tendiéndole la mano—.Caramba, eres tan importante que, alparecer te lo llevas todo por delante. Te

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ha llegado el golpe de suerte muchoantes de lo que nos llego a nosotros, losviejos, pero te deseo todo tipo deventuras. Seguro que algún día el molinoserá totalmente tuyo. Seguro que no tequedarás a medio camino.

—Aunque espero que no olvide quese lo debe a la familia de su madre —señaló la señora Glegg—. Si no noshubiéramos ocupado de él, se habríaquedado pobre. En nuestra familia nohubo ninguna quiebra, ningún pleito,ningún derroche, ni nadie murió nuncasin testamiento…

—No, no ha habido muertesrepentinas —intervino la tía Pullet—.

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Siempre s’ha llamado al médico. PeroTom tenía la piel de los Dodson, ya lodije desde el primer día. Y no sé qué eslo que tú piensas hacer, hermana Glegg,pero yo tengo intención de darle unamantelería de las más grandes que tengo,además de algún juego de cama. No séqué más haré, pero eso t’aseguro que sí,y si me muero mañana, señor Pullet, hasel favor de recordarlo, aunque te harásun lío con las llaves y no recordarás queen el armario de la izquierda, en eltercer estante, bajo las cofias de dormircon cintas anchas, no las estrechas yrizadas, está la llave del cajón de lahabitación azul, donde está la llave del

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gabinete azul. Seguro que t’equivocas yyo nunca lo sabré. Tienes una memoriaespléndida para mis pastillas y misjarabes, siempre lo digo, pero te hacesun lío con las llaves. —La tristeperspectiva de la confusión que seproduciría tras su muerte conmoviómucho a la señora Pullet.

—Exageras, Sophy, con tanto cerrarbajo llave —dijo la señora Glegg en untono de cierto disgusto ante tanta tontería—. Vas más lejos que tu familia. Nadiedirá que no cierro las cosas con llave;pero hago lo razonable y nada más. Y, encuanto a la ropa, ya miraré lo que puedeser útil para hacer un regalo a mi

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sobrino. Tengo ropa que nunca s’hablanqueado, mejor que la fina holandade otros; y espero que se acueste en ellay piense en su tía.

Tom dio las gracias a la señoraGlegg, pero rehuyó la promesa demeditar por las noches en las virtudes deésta; y la señora Glegg cambió de temaal preguntar sobre las intenciones delseñor Deane en relación con el vapor.

Lucy había rogado a Tom queacudiera con Simbadporque tenía susplanes. Cuando llego el momento deregresar a casa, lo más adecuadopareció ser que un criado condujera elcaballo y el primo Tom llevara a su casa

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a su madre y a Lucy.—Siéntese sola, tiíta —dijo la astuta

damita—, porque tengo que sentarmejunto a Tom; tengo muchas cosas quecontarle.

Empujada por la cariñosa inquietudque le inspiraba Maggie, Lucy no queríaretrasar más el momento de tener unaconversación sobre ella con Tom, elcual, según creía, ante la alegría depoder satisfacer sus deseos sobre elmolino, se mostraría maleable yflexible. Su propio carácter no le dabaninguna pista sobre el de Tom y se sintiótan desconcertada como triste al advertirel desagradable cambio de actitud

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cuando le contó la historia del modo enque Philip había influido en su padre.Lucy había pensado que esa revelaciónsería un gran golpe táctico que haría queTom aceptara a Philip de inmediato y,además, le demostraría que el señorWakem estaba dispuesto a recibir aMaggie con todos los honores quemerecía una nuera. Así pues, no faltaríanada para que el querido Tom, quesiempre lucía una agradable sonrisacuando miraba a su prima Lucy,cambiara por completo de opinión,dijera lo contrario de lo que decía antesy declarara que, por su parte, estabaencantado de que las viejas disputas se

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saldaran y que Maggie y Philip secomprometieran rápidamente: enopinión de Lucy, nada podía ser másfácil.

Sin embargo, para las mentesfuertemente marcadas por las cualidadespositivas y negativas que son origen dela severidad —fuerza de voluntad,rectitud de propósitos consciente,estrechez de miras e intelecto, grancapacidad de dominarse a sí mismo ytendencia a controlar a los demás—, losprejuicios son el alimento natural deunas tendencias que no puedensostenerse con ese conocimientocomplejo, fragmentado y generador de

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dudas que llamamos «verda». Venga dedonde venga el prejuicio: por herencia,arrastrado por el aire, como rumor através de la vista, lo cierto es que estoscaracteres tenderán a acogerlo: podránafirmarlo con valor y contundencia,utilizarlo para llenar la ausencia deideas propias, imponérselo a los demáscon la autoridad de un derechoconsciente: es al mismo tiempo un cetroy un bastón. Cualquier prejuicio quesatisfaga estos fines resulta obvio. Elrecto Tom era de esta clase de personas:las críticas que hacía en su interior a loserrores de su padre no le impedíanadoptar sus prejuicios; un prejuicio

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contra un hombre de vida y principioslaxos, en el que convergían todos lossentimientos de decepción de su orgullopersonal y familiar. Otros sentimientoscontribuían también a generar la amargarepugnancia que Tom sentía hacia Philipy hacia la unión de éste con Maggie; y, apesar del ascendiente de Lucy sobre suterco primo, no consiguió más que unanegativa tajante a aprobar semejantematrimonio: Naturalmente, Maggiepodía hacer lo que quisiera, puesto quehabía declarado su decisión de serindependiente. En cuanto a él, sería fielal recuerdo de su padre y no tendríajamás relación alguna con los Wakem.

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Así pues, con su entusiastamediación, Lucy no consiguió más queconvencer a Tom de que la perversadeterminación de Maggie de volver atrabajar iba a metamorfosearse, tal comosucedía con sus decisiones, en algoigualmente perverso pero totalmentedistinto: contraer matrimonio con PhilipWakem.

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Capítulo XIII

Arrastrados por la marea

Antes de que transcurriera unasemana, Maggie se encontraba de nuevoen Saint Ogg's y, exteriormente, parecíacomo si nada hubiera cambiado desde elprincipio de su estancia. Le resultabafácil llenar las mañanas lejos de Lucy,ya que debía… cumplir con las visitasprometidas a la tía Glegg, y era naturalque dedicara a su madre más tiempodurante las últimas semanas,especialmente cuando había que pensar

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en los preparativos para llevar la casade Tom. Sin embargo, Lucy no admitíaque ningún pretexto la mantuvieraalejada durante las tardes: debíasiempre llegar de casa de la tía Gleggantes de la comida. «Si no, ¿cuándo teveo?», decía Lucy con un mohín llorosoque resultaba irresistible. Y, de modoinexplicable, Stephen Guest habíatomado por costumbre comer en casa delseñor Deane con la mayor frecuenciaposible en lugar de evitarlo, comosucedía antes. Al principio, empezaba eldía con la decisión de no comer allí y noir siquiera por la tarde hasta que Maggiese hubiera marchado. Incluso había

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planeado iniciar un viaje aprovechandoel agradable tiempo de junio: losdolores de cabeza que había estadoalegando como motivo para su apatía ysu silencio eran excusa suficiente. Peroel viaje no tuvo lugar y a la cuartamañana ya no tomó ninguna decisiónsobre la tarde: sólo las esperaba comoúltimas oportunidades de estar conMaggie, en las que podría robar otroroce, otra mirada. ¿Por qué no? Notenían nada que esconder: sabían —sehabían confesado su amor y habíanrenunciado el uno al otro— que iban asepararse. El honor y la conciencia ibana alejarlos. Maggie, con aquel ruego

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desde lo más profundo de su alma, así lohabía decidido; con todo, bien podríanmirarse largamente por última vez aambos lados del abismo antes dealejarse para no volver a verse hastaque aquella extraña luz se hubieraapagado para siempre de sus ojos.

Entre tanto, en contraste con sushabituales arranques de animación yentusiasmo, Maggie se desenvolvía contal lentitud y torpor que Lucy habríatenido que buscar otra causa parasemejante cambio si no hubiera estadoconvencida de que la situación en queMaggie se encontraba, entre Philip y suhermano, y la perspectiva de aquel

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tedioso destierro que se había impuestobastaban para explicar cierta depresión.Sin embargo, bajo aquel aturdimientotenía lugar una batalla entre emocionesde una ferocidad tal que Maggie, en todauna vida de lucha, jamás había conocidoni presagiado: tenía la sensación de queel peor rasgo de su carácter habíavivido agazapado hasta aquel instante yse había despertado repentinamente,armado hasta los dientes, con un poderespantoso y abrumador. En algunosmomentos, un egoísmo cruel parecíaapoderarse de ella. ¿Por qué no iba atener que sufrir Lucy? ¿Y por qué noPhilip? Ella había tenido que sufrir

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durante muchos años de su vida, ¿yquién había renunciado a algo por ella?Y cuando algo similar a aquella plenitudde la existencia —amor, riqueza,comodidades, refinamientos—, todoaquello que ansiaba su naturaleza, seencontraba al alcance de la mano, ¿porqué iba ella a renunciar para que se loquedara otra, otra que tal vez lonecesitaba menos? Pero en mitad de estenuevo tumulto apasionado se hacían oírlas viejas voces cada vez con mayorintensidad hasta que, de vez en cuando,parecían aplastar el conflicto. ¿Acasoesta existencia que le tentaba era la vidaplena que había soñado? ¿Dónde

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quedaban entonces los recuerdos de sulucha anterior, toda la piedad por eldolor ajeno que había alimentadodurante años de afectos y privaciones?¿Dónde quedaba el presentimientodivino de que le aguardaba algo máselevado que el mero placer personal yque daba a su vida un carácter sagrado?De la misma manera que no podríagustarle caminar lastimándose los pies,tampoco debía aspirar a una vidainiciada hiriendo la fe y la comprensión,que eran las principales virtudes de sualma. Y, además, si el dolor le resultabatan difícil de soportar, ¿no sucedía lomismo a los demás? ¡Oh, Dios mío, que

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no cause dolor a los otros y damefuerzas para soportar el que mecorresponda! ¿Cómo era posible que seviera sumida en una lucha como aquélla,contra una tentación de la que creíasentirse tan a salvo como de cualquiercrimen deliberado? ¿Cuándo habíatenido lugar aquel primer y odiosomomento en el que había sido conscientede un sentimiento que se estrellabacontra su verdad, su afecto y gratitud, ycómo era posible que no hubiera hechonada para sacudírselo con horror, comosi hubiera sido algo detestable? Y, sinembargo, puesto que aquella influenciaextraña, dulce, dominante, no la

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conquistaba, no podía conquistarla, ypuesto que quedaría reducida a loslimites de su sufrimiento personal…coincidía con Stephen en la idea de quetodavía podían arrebatar instantes demuda confesión antes de que llegara elmomento de la separación. ¿Pues nosufría él también? Lo percibía a diario,lo veía en la enfermiza expresión dehastío que adoptaba cuando se mostrabaindiferente a todo, excepto a laposibilidad de verla. ¿Cómo podíanegarse a responder a aquella miradaimplorante que la seguía, como un quedomurmullo de amor y dolor? Cada vez larechazaba con menor intensidad hasta

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que, al final, en algunas ocasiones, lastardes llegaban a estar hechas demiradas: pensaban en ellas hasta que seproducían y después no podían pensaren otra cosa. Stephen parecía tambiénmás interesado en cantar: era unamanera de hablar a Maggie; quizá noadvertía con claridad que lo empujaba aello el deseo secreto, totalmentecontrario a sus decisiones conscientes,de aumentar la influencia que tenía sobreella. Lector, si prestas atención a tuspropias palabras, verás que enocasiones parecen dictadas por lospropósitos menos conscientes ycomprenderás así la contradicción de

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Stephen.Philip Wakem era un visitante menos

asiduo, pero aparecía algunas tardes yasí resultó que se encontraba allí un día,al atardecer, mientras estaban sentadosen el césped.

—Ahora que la serie de visitas a latía Glegg se ha terminado —dijo Lucy—, me parece que podríamos salir enbote cada día hasta que Maggie semarche. No ha podido hacerlo debido aesas latosas visitas y es lo que más legusta, ¿verdad, Maggie?

—Supongo que le gusta más quecualquier otro medio de transporte —aclaró Philip dirigiendo una sonrisa a

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Maggie, que estaba apoltronada en unatumbona de jardín—; si tanto le gustara,vendería el alma al barquero fantasmaque ronda por el Floss para que lallevara en bote para siempre.

—¿Le gustaría ser su barquero? —preguntó Lucy—. Si quisiera, podríavenir con nosotros y tomar un remo. Siel Floss fuera un lago tranquilo en lugarde un río, no necesitaríamos a ningúncaballero, porque Maggie sabe remarmuy bien. Pero lo cierto es que nosvemos obligadas a solicitar la ayuda decaballeros y escuderos, que no parecenofrecerse con gran presteza.

Lanzó, en broma, una mirada de

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reproche a Stephen, el cual paseaba deun lado a otro, canturreando en unfalsete pianísimo:

La sed que surge del alma exige unsorbo divino

Stephen no pareció oírla y semantuvo distante: sucedía con frecuenciadurante las últimas visitas de Philip.

—No parece usted inclinado a ir enbote —dijo Lucy cuando Stephen seacercó a sentarse a su lado en el banco—. ¿No le apetece remar?

—Oh, no me gusta ir con muchaspersonas en un bote —dijo, casi irritado—. Iré cuando esté usted sola.

Lucy se ruborizó, temerosa de que

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Philip se molestara: Stephen noacostumbraba a hablar así, pero eraevidente que últimamente no seencontraba bien. Philip también sesonrojó, pero no tanto debido a que sesintiera ofendido como a la vagasospecha de que el mal humor deStephen tenía algo que ver con Maggie,la cual, mientras él hablaba, se habíalevantado y había caminado hacia elseto de laureles para contemplar la luzdel crepúsculo sobre el río.

—Puesto que la señorita Deane nosabía que al invitarme excluía a otros,renuncio al instante —dijo Philip.

—No, de verdad, no lo haga —dijo

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Lucy dolida—. Deseo especialmenteque venga usted mañana. A las diez ymedia la marea será la adecuada y haráun tiempo delicioso para remar duranteun par de horas hasta Luckreth y regresarcaminando antes de que haga demasiadocalor. ¿Y cómo puede parecerle quecuatro personas en un bote sondemasiadas? —añadió, mirando aStephen.

—No tengo nada en contra de laspersonas, sino contra el número —dijoStephen, algo avergonzado ahora de sugrosería—. En caso de ser cuatro, sinduda el cuarto serías tú, Phil. Pero nodividamos el placer de escoltar a las

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damas y hagámoslo alternativamente. Yome ocuparé al día siguiente.

Este incidente tuvo por efecto que,de nuevo, Philip prestara atención aStephen y Maggie; pero cuandovolvieron a entrar en la casa, alguienpropuso dedicar un rato a la música y,puesto que la señora Tulliver y el señorDeane estaban ocupados jugando alcribbage, Maggie se sentó algo alejada,cerca de la mesa donde estaban loslibros y las labores; no obstante, no hizomás que abstraerse escuchando lamúsica. En aquel momento, Stepheninsistió en que Philip y Lucy cantaran undúo: no era la primera vez, pero aquella

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tarde Philip creía advertir cierta dobleintención en cada palabra y en cadamirada de Stephen, y lo contemplóatentamente, irritado consigo mismo porsus recelos. ¿Acaso Maggie no habíanegado prácticamente que hubieramotivo alguno de duda, en lo que a ellarespectaba? Y Maggie era la verdadpersonificada; cuando hablaron juntos enel jardín por última vez, era imposibledudar de sus palabras y de su mirada.Quizá Stephen estuviera fascinado porella (¿había algo más natural?) y, en esecaso, Philip se sentía hasta cierto puntoinnoble por entrometerse en lo que debíade ser el doloroso secreto de su amigo.

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Sin embargo, siguió observando.Stephen, alejándose del piano, caminólentamente hacia la mesa junto a la cualestaba sentada Maggie y hojeó losperiódicos, aparentemente para matar eltiempo. Después, con un periódico bajoel brazo y pasándose la mano por elcabello, se sentó dando la espalda alpiano, como si se hubiera sentidoatraído por alguna noticia local delLaceham Courier. En realidad, estabamirando a Maggie, que no habíaadvertido su aproximación. CuandoPhilip estaba presente, Maggie se sentíamás fuerte, de la misma manera que nonos cuesta contener las palabras cuando

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sentimos que nos encontramos en unlugar sagrado. Pero al poco rato oyó queStephen, con un suavísimo susurro dedolorosa súplica, le decía «mi vid»,como un paciente que pidiera algo quese le debería haber dado sin necesidadde reclamarlo. No oía esas palabrasdesde que estuvo en el camino deBasset, cuando Stephen las dijo una yotra vez, de modo casi tan involuntariocomo si fuera un grito inarticulado.Philip no pudo oír nada, pero se habíadesplazado hacia el otro lado del pianoy advirtió que Maggie se sobresaltaba yenrojecía, alzaba los ojos un instantehacia el rostro de Stephen y de

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inmediato los desviaba hacia él conexpresión aprensiva. No advirtió quePhilip había estado observándola, perola sensación de estar ocultando algo leprodujo una punzada de vergüenza ehizo que se levantara y se acercara a sumadre para contemplar el juego delcribbage.

Philip no tardó en marcharse a sucasa, sumido en un estado de terribleduda y desdichada certeza. Le resultabaimposible resistirse a la convicción deque había cierta complicidad entreStephen y Maggie; y durante medianoche, sus nervios irritables ysusceptibles se vieron agitados hasta el

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frenesí por un hecho desgraciado: nodaba con ninguna explicación en la queencajaran las palabras y los hechos deMaggie. Cuando, finalmente, lanecesidad de creer en ella se impuso,como siempre, no estaba muy lejos deimaginar la verdad: Maggie estabaluchando, se desterraba de allí; ésa erala clave de todo lo que había vistodesde su regreso. Pero junto a estaconvicción, se alzaban otrasposibilidades que no podía descartar. Suimaginación elaboró toda la historia:Stephen estaba locamente enamorado deella; debía de habérselo dicho; ella lohabía rechazado y por eso huía. ¿Pero

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estaría Stephen dispuesto a renunciar aMaggie sabiendo que —Philip no podíadejar de advertirlo con desesperacióndescorazonadora— sus sentimientoshacia él la dejaban casi indefensa?

Cuando llegó la mañana, Philipestaba demasiado enfermo para pensaren mantener el compromiso de ir enbote. En el estado de agitación en que seencontraba no podía decidir nada yoscilaba entre intencionescontradictorias. Al principio pensó quedebía verse a solas con Maggie yrogarle que confiara en él; despuéspensó que no tenía derecho ainmiscuirse. Lo cierto era que había

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impuesto su presencia a Maggie desde elprincipio. Empujada por su juvenilignorancia, Maggie había dicho algunascosas, y el hecho de que él se laspresentara siempre como un vínculo quelos unía bastaría para que ella lo odiara.¿Acaso tenía él algún derecho a pedirleque le revelara unos sentimientos que,sin duda, había intentado ocultarle? Nose sentía capaz de verla hasta estarseguro de que se comportaría empujadopor la inquietud hacia ella y no por unairritación egoísta. Escribió una brevenota a Stephen y la envió temprano conun criado, diciendo que no se encontrabalo bastante bien para cumplir el

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compromiso con la señorita Deane ypreguntándole si tendría la amabilidadde presentar sus excusas y ocupar susitio.

Lucy había arreglado un planencantador gracias al cual se alegrabade que Stephen se hubiera negado a ir enbote. Se había enterado de que su padretenía intención de ir en coche hastaLindum aquella mañana a las diez: y ellaquería ir precisamente a Lindum parahacer unas compras, recadosimportantes que no podía retrasar paraotra ocasión; y la tía Tulliver tambiéndebía ir, porque algunas de las comprastenían que ver con ella.

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—De todos modos, no hay motivopara modificar el paseo en bote —dijo aMaggie cuando, después de desayunar,subían las escaleras—. Philip estaráaquí a las diez y media y hace unamañana deliciosa. No digas ni unapalabra en contra, doña tristezas. ¿Dequé sirve que yo actúe de hada madrinasi te opones a todas las maravillas quete ofrezco? No pienses en el horribleprimo Tom: puedes desobedecerlo unpoco.

Maggie no puso más objeciones.Casi le alegraba el plan; quizá le dieracierta fuerza y calma volver a estar denuevo con Philip a solas: era como

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regresar al escenario de una vida mástranquila en la que todo combate parecíareposo comparado con el tumulto diariodel presente. Se preparó para ir en botey a las diez y media se sentó a esperaren el salón.

La llamada a la puerta fue puntual ypensaba con un placer entre triste yafectuoso en la sorpresa que se llevaríaPhilip al descubrir que iría solo con ellacuando distinguió unos pasos firmes yrápidos por el pasillo, que sin duda nopertenecían a Philip: se abrió la puerta yentró Stephen Guest.

Durante los primeros instantes,ambos se sintieron demasiado agitados

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para hablar, ya que Stephen sabía por lacriada que los demás se habían ido.Maggie se levantó y se sentó mientras elcorazón le latía con violencia, yStephen, tras lanzar el sombrero y losguantes, se sentó a su lado en silencio.Maggie, creyendo que Philip no tardaríaen llegar, con gran esfuerzo —puestoque temblaba visiblemente— se puso enpie para dirigirse a otra silla másalejada.

—No va a venir —dijo Stephen envoz baja—. Soy yo quien va en el bote.

—Oh, no podemos ir —exclamóMaggie, dejándose caer de nuevo en lasilla—. No era eso lo que esperaba

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Lucy, se molestará. ¿Por qué no vienePhilip?

—No se encuentra bien, me dijo quefuera yo en su lugar.

—Lucy ha ido a Lindum —dijoMaggie, quitándose el sombrero condedos apresurados y temblorosos—. Nodebemos ir.

—Bien —dijo Stephen, mirándolacon aire soñador, mientras descansabael brazo en el respaldo de la silla—.Entonces, nos quedaremos.

Stephen contemplaba sus ojos tanprofundos, lejanos y misteriosos comola oscuridad estrellada y, sin embargo,muy cercanos y tímidamente afectuosos.

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Maggie siguió totalmente inmóvil —talvez durante unos instantes, quizá minutos— hasta que cesó el impotente temblor yse le encendieron las mejillas.

—El criado está esperando, hallevado ya los cojines —dijo Maggie—.¿Quieres ir a comunicárseIo?

—¿Qué le digo? —preguntóStephen, casi en un susurro, mirándolelos labios.

Maggie no contestó.—Vamos —murmuró Stephen,

suplicante, levantándose y cogiéndole lamano para levantar a Maggie—. No nosqueda mucho tiempo para estar juntos.

Y se fueron. Maggie sintió que una

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presencia más poderosa que ella mismala llevaba por el jardín entre las rosas,la ayudaba con firme ternura a subir albote, le ponía un cojín y una capa sobrelos pies y le abría la sombrilla (que ellahabía olvidado) sin que interviniera suvoluntad, como estimulada por larepentina influencia exaltante de unfuerte tónico, y no sintió nada más. Lamemoria quedó excluida.

Se deslizaron rápidamente,empujados por los remos de Stephen yayudados por la marea descendiente,pasaron junto a los árboles y las casasde Tofton, entre campos y pastossilenciosos y soleados que parecían

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llenos de una alegría natural que nadales reprochaba. El aliento del día jovene incansable, el golpeteo rítmico ydelicioso de los remos, los retazos delos cantos de los pájaros que pasaban,como el exceso de una alegríadesbordante, la dulce soledad de laconciencia de ambos, mezclada en unasola a través de una mirada grave eincansable que no era necesario evitar…¿Qué otra cosa pudo ocuparlos durantela primera hora? De vez en cuando,Stephen murmuraba alguna exclamaciónde amor en voz baja, contenida ylánguida mientras remaba sin esfuerzo,de modo mecánico. No decían nada más,

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porque las palabras habrían sido una víahacia el pensamiento. Y el pensamientosobraba en aquella neblina encantadaque los envolvía, pertenecía al pasado yal futuro que quedaban fuera. Maggieapenas era consciente de la orilla junto ala que pasaban y no reconocía lospueblos. Sabía que debían dejar variosatrás antes de llegar a Luckreth, dondesiempre se detenían y dejaban el bote.Era tan propensa a abstraerse que noresultó raro que dejara pasar los puntosde referencia sin fijarse en ellos.

Finalmente, Stephen, que habíaestado remando cada vez másperezosamente, dejó los remos, cruzó

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los brazos y se quedó mirando el agua,como si contemplara la velocidad delbote sin su ayuda. Este cambio repentinodespertó a Maggie. Miró hacia loscampos que se extendían hasta lalejanía, las orillas cercanas y se diocuenta de que le eran totalmentedesconocidos. Una terrible alarma seapoderó de ella.

—¡Oh! ¿Hemos pasado Luckreth,donde teníamos que parar? —exclamómirando hacia atrás, para ver sidistinguía el pueblo. No se veía. Sevolvió de nuevo hacia Stephen con unamirada angustiada e interrogante.

Éste siguió contemplando el agua.

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—Sí, hace ya mucho —dijo con vozextraña, soñadora y ausente.

—¡Oh! ¿Qué voy a hacer? —exclamó Maggie angustiada—.Tardaremos horas en regresar a casa…Y Lucy… ¡Dios mío, ayúdame!

Unió las manos y rompió a llorarcomo un niño asustado: no podía pensaren otra cosa que en el encuentro conLucy y en su mirada de duda y dolorosasorpresa, tal vez de justo reproche.

Stephen se sentó a su lado ysuavemente le tomó las manos.

—Maggie —dijo lentamente, convoz grave y firme—. No volvamos acasa… hasta que nadie pueda

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separarnos… hasta que estemoscasados. Aquel tono insólito y aquellaspalabras sorprendentes pusieron fin alos sollozos de Maggie y ésta se quedóinmóvil, preguntándose si Stephenhabría pensado en algo que lo cambiaratodo y borrara la desgraciada realidad.

—Maggie, mira cómo todo hasucedido sin que lo buscáramos, a pesarde todos nuestros esfuerzos. Nuncahabíamos pensado que pudiéramosvolver a estar solos y juntos, ha sidoobra de los demás. Mira cómo nosarrastra la corriente, lejos de esosvínculos antinaturales que hemosintentado anudar en vano en torno a

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nosotros. Nos llevará hasta Torby, allípodemos desembarcar, tomar un coche yhuir hacia York y de ahí a Escocia, y nodetenernos hasta que estemos unidos conun lazo que sólo la muerte puederomper. Es lo único que podemos hacer,vida mía, es la única manera de escaparde esta triste maraña. Todo nos hallevado por este camino, no hemostramado nada, nosotros no hemospensado en ello.

Stephen hablaba con tono de súplicaardiente y profunda. Maggie loescuchaba y pasaba del asombro aldeseo de creer que todo era obra de lamarea y que podía dejarse llevar por la

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rápida y silenciosa corriente, sin lucharmás. Pero junto con esta furtivainfluencia llegó la terrible sombra de lospensamientos pasados; y el súbito horrorde que llegara ahora el momento de lafatal embriaguez provocó un sentimientode furiosa resistencia contra Stephen.

—¡Déjame marchar! —exclamóagitada, lanzándole una miradaindignada e intentando liberarse lasmanos—. Has querido impedirme todaelección. Sabías que estábamos yendodemasiado lejos, te has atrevido aaprovecharte de mi descuido. No esdigno de un caballero ponerme ensemejante situación.

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Herido por el reproche, Stephen lesoltó las manos, regresó al lugar dondeestaba antes y cruzó los brazos,desesperado ante la objeción de Maggie.Si ella se negaba a seguir adelante,debía maldecirse por haberla situado ensemejante compromiso. El reproche eralo más insoportable; peor que separarsede ella era que creyera que se habíacomportado de modo impropio.

—No me di cuenta de que habíamospasado Luckreth hasta que llegamos alsiguiente pueblo —explicó con cóleracontenida—, y entonces se me ocurrióque podríamos seguir adelante. Nopuedo justificarlo, debería habértelo

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dicho. Bastaría eso para que me odiaras,puesto que no me quieres lo bastantecomo para que todo lo demás no teimporte, como me sucede a mí. ¿Quieresque pare el bote e intente desembarcarallí? Le diré a Lucy que me volví loco yque me odias, y te librarás de mí parasiempre. Nadie puede echarte la culpade nada, porque me he comportado demanera imperdonable.

Maggie estaba paralizada: resultabamás fácil resistirse a los ruegos deStephen que a aquella imagen desufrimiento que acababa de trazardesagraviándola; era más fácil inclusoalejarse de su expresión de ternura que

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de aquella actitud de sufrimiento yenfado que parecía situarla en unaposición egoísta, distante. Tal comohabía descrito las cosas Stephen, lasrazones que habían actuado sobre laconciencia de Maggie parecíanconvertirse en egoísmo. El fuegoindignado de sus ojos se apagó yempezó a mirarlo con tímida aflicción.Se había atrevido a reprocharle que selanzara hacia un pecado irremediable…Ella, que había sido tan débil.

—Como si yo no sintiera lo que teha sucedido —dijo ella con otro tipo dereproche: el reproche del amor que pidemas confianza. Maggie se ablandaba

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ante el sufrimiento de Stephen y estesentimiento de compasión fue más fatalque otros, porque resultaba más difícilde distinguirlo de la conciencia de losderechos de los demás, base moral de suresistencia.

Stephen advirtió que su tono y sumirada se suavizaban: el cielo se abríade nuevo. Se sentó a su lado, le tomó lamano, apoyó el codo en el costado delbote y no dijo nada. No se atrevía ahablar, no se atrevía a moverse, no fueraa provocar sus reproches o su rechazo.La vida dependía de su consentimiento:todo lo demás era de una tristezaimposible, confusa, terrible. Siguieron

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deslizándose así, cobijados en aquelsilencio como si fuera un puerto,temerosos de que sus sentimientosvolvieran a enfrentarse, hasta queadvirtieron que el cielo se habíacubierto de nubes, la brisa refrescabapor momentos y el día cambiaba porcompleto.

—Maggie, seguro que tienes frío coneste fino vestido. Permite que te tape loshombros con la capa. Levántate un poco,vida mía.

Maggie obedeció: resultabaindescriptiblemente agradable que ledijeran lo que tenía que hacer y quetomaran todas las decisiones por ella.

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Se sentó, cubierta por la capa, y Stephenasió de nuevo los remos para avanzarcon energía; debían intentar llegar aTorby tan deprisa como pudieran.Maggie apenas era consciente de haberhecho o dicho nada decisivo. Todaconcesión va acompañada de unaconciencia menor de la resistencia: es elsueño parcial del pensamiento, lainmersión de nuestra personalidad enotra. Todas las influencias tendían aarrullarla para convencerla: el paseo enaquel bote que se deslizaba como ensueños, que ya duraba cuatro horas y leproducía ya cierto cansancio yagotamiento; la dificultad que suponía

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desembarcar a una distanciadesconocida de su casa y caminardurante millas, todo contribuíasometerla al poderoso y misteriosoencanto que convertía la despedida deStephen en la muerte de la alegría, quele hacía pensar que herirlo sería como elprimer toque de un hierro torturador anteel cual cede toda resolución. Y, además,la felicidad de estar con él bastaba paraabsorber su lánguida energía.

En aquel momento, Stephen observóque tras ellos venía un barco. Con laprimera marea habían pasado junto aellos varias embarcaciones, entre ellasel vapor de Mudport, pero durante la

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última hora no habían visto ninguna.Stephen lo contempló con ansiedad,como si le trajera una idea, y despuésmiró a Maggie vacilando.

—Maggie, querida mía —dijo porfin—. Si este barco fuera a Mudport o acualquier otro lugar adecuado de lacosta situada al norte, nos convendríapedirles que nos tomaran a bordo. Estáscansada y tal vez empiece a llover.Podría ser muy complicado llegar aTorby en este bote. Sólo es un mercante,pero imagino que podemos instalarnoscómodamente. Nos llevaremos loscojines del bote. Es lo mejor quepodemos hacer. Estarán encantados de

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recogernos, llevo encima mucho dineroy puedo pagarles bien.

El corazón de Maggie latió conrenovada alarma ante esta nuevaproposición; pero permaneció ensilencio: era igualmente difícil decidirsepor un rumbo u otro.

Stephen hizo señas al barco. Era unbuque holandés que se dirigía haciaMudport, según les informó el oficial decubierta, y si el viento se mantenía,tardarían menos de dos días.

—Nos hemos alejado demasiadocon el bote —dijo Stephen—. Intentaballegar a Torby, pero me da miedo eltiempo, y esta dama, mi esposa, está

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agotada por el cansancio y el hambre. Leruego que nos suban a bordo e icen elbote, les pagaré bien.

Maggie, que ahora temblaba demiedo, subió a bordo y se convirtió eninteresante objeto de contemplación delos admirativos holandeses. El oficialde cubierta expresó su temor a que ladama no se encontrara cómoda en elbarco, porque no estaban preparadospara pasajeros tan inesperados y notenían camarote particular del tamañoadecuado. Pero, por lo menos, contabancon la habitual limpieza holandesa quehace soportables todas las demásincomodidades, y esparcieron con

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presteza los cojines del bote para formarun lecho en la popa. Pero el primercambio que necesitaba Maggie erapasear por la cubierta de un lado a otroapoyada en el brazo de Stephen, sentirsesostenida por su fuerza: después llegó lacomida y, por último, se reclinó ensilencio sobre los cojines con lasensación de que aquel día ya no sepodía tomar ninguna otra decisión. Todotenía que esperar hasta el día siguiente.Stephen se sentó a su lado y le tomó lamano; sólo podían hablarse en susurrosy mirarse de vez en cuando, porque lacuriosidad de los cinco hombres a bordoera persistente y el interés que sentían

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por aquellos desconocidos y apuestosjóvenes tardó en decrecer hasta alcanzarel habitual despreció que sienten losmarineros por todos los objetos máscercanos que el horizonte. Pero Stephensentía una alegría triunfante. Cualquierotro pensamiento o inquietuddesaparecía ante la certeza de queMaggie debía ser suya. Habían dado yael salto: los escrúpulos lo habíantorturado, había luchado contra unapoderosa inclinación, había dudado,pero ahora era ya imposiblearrepentirse. Expresó en murmullosfragmentados la felicidad, la adoración,la ternura, la certeza de que la vida sería

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para los dos un paraíso, de que lapresencia de Maggie a su lado daríapasión a la vida cotidiana, que notendría mayor bendición que satisfacersus menores deseos, que sería capaz dehacer por ella cualquier cosa, exceptoalejarse: y, además, ahora nuncaquerrían separarse: él sería suyo parasiempre, todo lo suyo sería de ella, y notendría otro valor que el hecho de quefuera suyo. Cuando una voz grave yentrecortada que ha despertado la fibrade una pasión joven murmura talescosas, causa un débil efecto sobre laspersonas experimentadas y distantes.Para la pobre Maggie, resultaban muy

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próximas: era como si sostuvieran unnéctar junto a unos labios sedientos: asípues, existía, tenía que existir en latierra una vida para los mortales que noresultara dura y gélida, en la que elafecto no fuera sacrificio. Lasapasionadas palabras de Stephen hacíanla visión de semejante vida más presenteque nunca; y ese futuro excluía todas lasrealidades, excepto los rayos de sol quebrillaban de nuevo sobre las aguas amedida que se acercaba el crepúsculo yse mezclaban con la imaginada luz solarde la felicidad prometida, todo exceptola mano que asía la suya, la voz que lehablaba y los ojos que la miraban con un

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amor grave e indecible.Al final no llovió; las nubes rodaron

de nuevo hacia el horizonte y formaronla gran muralla purpúrea y las largasislas rojizas de ese maravilloso reinoque se nos revela cuando se pone el sol:la tierra sobre la que vela el lucero de latarde. Maggie dormiría toda la noche enla popa, estaría mejor que en la bodega,y la cubrieron con las mantas máscálidas que había en el barco. Eratodavía temprano cuando el cansanciodel día le produjo un soñoliento deseode descansar, y recostó la cabezamientras contemplaba cómo se extinguíael débil arrebol en el oeste, allí donde la

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única lámpara dorada se hacía cada vezmás brillante. Después levantó la vistahacia Stephen, que seguía sentado a sulado, inclinado sobre ella mientrasapoyaba el brazo en el costado de laembarcación. Detrás de todas lasvisiones deliciosas de las últimas horas,que habían fluido sobre ella como unasuave corriente y la habían dejadocompletamente pasiva, existía la tenueconciencia de lo efímero de la situacióny de que el día siguiente traería consigola antigua vida de lucha, que algunospensamientos se vengarían de aquelolvido. Sin embargo, en aquel momentotodo era confuso: la suave corriente

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seguía fluyendo sobre ella y lasdeliciosas visiones se fundían ydesvanecían como el maravilloso yetéreo reino de poniente.

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Capítulo XIV

El despertar

Después de que Maggie se durmiera,Stephen, cansado también de tanto remary de la intensa vida interior de lasúltimas doce horas, pero demasiadoinquieto para dormir, caminó y vagó porcubierta, fumando, hasta pasada lamedia noche, sin ver las aguas oscuras yajeno a las estrellas, interesado tan sóloen el futuro próximo y lejano.Finalmente, el cansancio venció a lainquietud y se envolvió en unas lonas, a

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los pies de Maggie.Ésta se había dormido antes de las

nueve y al cabo de seis horas, antes deque pudiera percibirse el menor indiciodel amanecer estival, se despertó de unode esos sueños tan vívidos queacompañan a los más profundosdescansos. Se encontraba en un bote conStephen, en mitad de las aguas, y en lacreciente oscuridad aparecía algosimilar a una estrella, que crecía ycrecía hasta que advirtieron que era laVirgen, sentada en el bote de San Ogg.La barca fue acercándose hasta quevieron que la Virgen era Lucy y elbarquero era Philip… No, no era Philip,

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sino Tom, que pasó remando junto a ella,sin mirarla; Maggie se levantó paraextender los brazos y llamarlo y, debidoal movimiento, la barca volcó yempezaron a hundirse, hasta que con unestremecimiento de temor creyódespertar y se encontró de nuevo en suinfancia en el salón de su casa, alatardecer, y Tom no estaba enfadado.Del alivio del falso despertar pasó alverdadero, al chapoteo del agua contrael barco, al sonido de unos pasos sobrela cubierta y al terrible cielo estrellado.Transcurrieron unos momentos de totaldesconcierto antes de que consiguieradesenmarañarse de la confusa red de

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sueños: pero pronto se impuso laterrible verdad. Stephen no estabaentonces a su lado: se encontraba solacon sus recuerdos y con su temor. Habíacometido un error irrevocable quemancharía su vida para siempre; habíallevado la tristeza a la vida de losdemás, a unas vidas unidas a la suya porel amor y la confianza. Un sentimientode apenas unas pocas semanas la habíaempujado hacia los pecados que sunaturaleza más rechazaba: la deslealtady el egoísmo cruel. Había roto los lazosque daban sentido al deber, y se habíaconvertido en un alma proscrita sin másguía que la caprichosa elección de su

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pasión. ¿Y adónde la llevaría todoaquello? ¿Adónde la había llevado?Había dicho que preferiría morir quecaer en aquella tentación. Ahora se dabacuenta, ahora que veía las consecuenciasde su caída antes de que se completara.Aquel era, al menos, el fruto de tantosaños de luchar por lo más alto y lomejor: pues su alma, por muytraicionada, cautivada, atrapada queestuviera, nunca podría escogerdeliberadamente lo más bajo. ¿Y qué eralo que elegía? Por Dios, no era lafelicidad, sino una crueldad y una durezadeliberadas, porque ¿podría alguna vezdejar de ver ante sí a Lucy y a Philip, a

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cuya confianza y esperanza había puestofin? Su vida con Stephen no podía sersagrada: ella misma se hundiría yvagaría para siempre, movida por unimpulso incierto; porque había dejadomarchar el hilo de la vida, la hebra a laque, en tiempos lejanos, su jovennecesidad se había aferrado con tantafuerza. Entonces, antes de conocerlos,antes de que estuvieran a su alcance,había renunciado a todos los placeres:Philip tenía razón cuando le dijo que nosabía nada sobre la renunciación: ellacreía entonces que era un éxtasistranquilo; ahora veía cara a cara esatriste y paciente fuerza vital que contiene

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el hilo de la vida, y veía que las espinasse le clavarían siempre en la frente. Elayer que jamás podría borrarse… sipudiese cambiarlo por cualquiersufrimiento interno y silencioso, porlargo que fuera, se habría inclinado bajoaquella cruz con sensación de alivio.

Llegó el amanecer y con él la luzrojiza del Este mientras su vida pasadase apoderaba así de ella, con el férreoabrazo propio de los momentosextremos, cuando todavía es posible elrescate. Vio a Stephen, tendido en lacubierta, profundamente dormido, y almirarlo le invadió una oleada deangustia que estalló en forma de sollozo

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largo tiempo contenido. Lo más amargode la separación, el pensamiento queprovocaba el más agudo grito interior endemanda de auxilio era el dolor quedebía infligirle. Mas, por encima detodo, se encontraba el horror ante elfracaso, el temor a que su concienciavolviera a embotarse y careciera deenergía hasta que fuera demasiado tarde.¡Demasiado tarde! Era ya demasiadotarde para impedir el dolor, tal vez paratodo lo que no fuera huir del último actode bajeza: probar una alegría arrancadaa unos corazones destrozados.

El sol se elevaba y Maggie seincorporó con la sensación de que

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empezaba para ella un día deresistencia. Todavía tenía lágrimas enlas pestañas cuando, con la cabezacubierta por el chal, se sentó para mirarel sol que se redondeaba lentamente.Algo despertó también a Stephen y,levantándose de su duro lecho, fue asentarse a su lado. Le bastó una miradapara que el agudo instinto de su amorinquieto percibiera en ella algoalarmante. Lo asaltó el temor a encontraren el carácter de Maggie una resistenciaque fuera incapaz de vencer. Tuvo laincómoda conciencia de que el díaanterior había despojado a Maggie de sulibertad: Stephen poseía de modo innato

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demasiado honor para no advertir que sila voluntad de Maggie vacilaba, suconducta resultaría odiosa y ella tendríatodo el derecho a reprochárselo.

Pero Maggie no pensaba en esederecho: era demasiado consciente de supropia debilidad, estaba demasiadollena de la ternura que provoca laperspectiva de la necesidad de infligiruna herida. Dejó que Stephen le tomarala mano cuando se acercó a sentarse a sulado y le sonrió con una mirada triste:no se sentía capaz de decir nada que loapenara hasta que se acercara elmomento de la posible separación. Demanera que tomaron juntos una taza de

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café, caminaron por cubierta y oyeron laafirmación del capitán de que seencontrarían en Mudport a las cinco,mientras cada uno soportaba su carga:Stephen sentía un vago temor y confiabaen que las horas siguientes lo disiparan,y Maggie, tras tomar una decisión,intentaba en silencio hacerla más firme.Durante toda la mañana Stephen no dejóde manifestar su inquietud por elcansancio y las incomodidades quesufría Maggie, y aludió al desembarco,al cambio de medio de transporte y alreposo del que disfrutaría en un carruajecon el deseo de tranquilizarsecompletamente, dando por hecho que

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todo sucedería tal como él habíadispuesto. Durante un rato, Maggie seconformó con decirle que habíadescansado bien durante la noche y queno le importaba ir en barco —no eracomo estar en alta mar sino sólo un pocomenos agradable que navegar en botepor el Floss—. Sin embargo, la miradatraiciona las decisiones ocultas y, amedida que avanzaba el día, Stephen sesentía más incómodo ante la sensaciónde que Maggie había abandonado porcompleto su pasividad. Ansiaba hablarde su matrimonio, aunque no se atrevía:de dónde irían después y de los pasosque daría para informar a su padre y a

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los demás de lo sucedido. Deseabatranquilizarse con un asentimiento tácito,pero cada vez que la miraba, se asustabaaún más ante la expresión de tranquilatristeza que aparecía ahora en sus ojos.De modo que ambos se mostraban cadavez más silenciosos.

—Ya se ve Mudport —anuncióStephen finalmente—. Vida mía —añadió, volviéndose hacia ella con unamirada no exenta de súplica—: ya hapasado lo más cansado. Una vez entierra, podremos ir más deprisa. Dentrode hora y media podremos estar juntosen un coche y, después de esto, teparecerá un descanso.

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Maggie comprendió que habíallegado el momento de hablar, no seríajusto asentir con su silencio.

—No iremos juntos —declaró en untono tan bajo como el de Stephen perofirmemente decidida—. Viajaremos porseparado.

La sangre afluyó al rostro deStephen.

—No nos separemos: preferiríamorir.

Tal como había temido, se avecinabala lucha. Pero ninguno de los dos seatrevió a añadir una palabra hasta quearriaron el bote y los llevaron alembarcadero. Allí había un grupo de

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curiosos y pasajeros que aguardaba lapartida del vapor hacia Saint Ogg's.Cuando desembarcó y Stephen avanzabaa toda prisa, tomándola por el brazo,Maggie tuvo la sensación de que alguiense le había acercado, como si quisierahablar con ella. Pero Stephen tiraba deella y Maggie era indiferente a todo,excepto a la dura prueba que laaguardaba.

Un mozo los guió hasta la posada ycasa de postas más cercana, y Stephenpidió un coche mientras cruzaban elpatio, sin que Maggie se diera cuenta.

—Pide que nos acompañen a unahabitación donde podamos sentarnos —

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se limitó a decir.Cuando entraron, Maggie no se sentó

y Stephen, cuyo rostro manifestaba unadesesperada decisión, estaba a punto detocar la campanilla cuando Maggieanunció con voz firme.

—No voy contigo. Debemossepararnos aquí.

—Maggie —dijo Stephen,volviéndose hacia ella y hablando con eltono propio de un hombre que siente quese inicia un proceso de tortura—.¿Quieres matarme? ¿De qué sirve quedigas esto ahora? Ya está hecho.

—No, no todo está hecho —dijoMaggie—. Hemos hecho demasiado,

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demasiado para que podamos borrarlo.Pero no quiero seguir adelante. Nointentes imponerte sobre mí. Ayer nopude escoger.

¿Qué podía hacer Stephen? No seatrevía a acercarse: podría provocar suenfado y alzar así otra barrera. Comenzóa pasear, preso de una perplejidadenloquecedora.

—Maggie —dijo al final,deteniéndose ante ella y hablando en untono de triste súplica—: Ten piedad demí, escúchame… Perdóname lo que hiceayer… Te obedeceré… No haré nada sintu total consentimiento… Pero noarruines nuestra vida para siempre por

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una precipitada obstinación que nadabueno traerá para nadie, que sólo puedecrear mas mal. Siéntate, vida mía, yespera. Piensa en lo que vas a hacer. Nome trates como si no pudieras confiar enmí.

Stephen había recurrido a la máseficaz de las súplicas; pero Maggieestaba decidida a soportar el dolor.

—No debemos esperar —dijo convoz baja, pero firme—. Debemossepararnos al instante.

—No podemos separarnos, Maggie—dijo Stephen, más impetuoso—. Nopuedo soportarlo. ¿Qué sentido tiene queme hagas tanto daño? El golpe, sea el

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que sea, ya se ha dado. ¿Le servirá aalguien que me vuelvas loco?

—No quiero empezar ningún futuro,ni siquiera por ti, accediendo a lo queno debería haber sucedido nunca —dijoMaggie temblorosa—. Sigo sintiendo lomismo que te dije en Basset: preferiríahaber muerto a haber caído en estatentación. Habría sido mejor queentonces nos separáramos para siempre.Sin embargo, debemos separarnosahora.

—No, no nos separaremos —exclamó Stephen, colocándose ante lapuerta instintivamente, olvidando todolo que había dicho unos momentos antes

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—. No lo soportaría. No respondo de loque haga.

Maggie se echó a temblar. Se diocuenta de que no podían separarserepentinamente. Debía ir mas despacio yapelar a los buenos sentimientos deStephen, tenía que prepararse para unatarea más difícil que salir corriendo trastomar la decisión. Se sentó. Stephen,mirándola con una expresión dedesesperación que lo envolvía como unhalo, se acercó lentamente desde lapuerta, se sentó a su lado y le tomó lamano. El corazón de Maggie latió comoel de un pájaro asustado; pero aquellafranca oposición le fue de ayuda y sintió

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que su determinación se hacía másfirme.

—Recuerda lo que sentías hace unassemanas —dijo ella con un ruegoferviente—, recuerda lo que sentíamoslos dos: que nos debíamos a otros y quedebíamos vencer toda inclinación quepudiera hacernos traicionar esa deuda.No hemos sido capaces de cumplirnuestra decisión, pero el mal es elmismo.

—No, no es lo mismo —dijoStephen—. Hemos demostrado que noses imposible mantenernos firmes ennuestras decisiones. Hemos demostradoque el sentimiento que nos atrae es

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demasiado fuerte y no podemossuperarlo, que la ley natural domina atodas las demás, no podemos evitar losconflictos.

—No es eso, Stephen. Estoy segurade que está mal. He intentado pensar enello una y otra vez, pero me doy cuentade que si lo juzgamos desde ese puntode vista, sería argumento válido paracualquier traición y crueldad, podríamosjustificar la ruptura de los lazos mássagrados que pueden formarse en latierra. Si el pasado no nos atara, ¿en quése basaría el deber? No habría más leyque el impulso del momento.

—Pero algunas veces no basta la

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voluntad para mantener los lazos —dijoStephen, levantándose y poniéndose otravez a pasear—. ¿Y de qué sirve la merafidelidad externa? ¿Nos habríanagradecido algo tan vacío como lalealtad sin amor?

Maggie no contestó de inmediato. Enella, el debate no sólo era interior, sinotambién exterior. Por fin dijo,manifestando apasionadamente susconvicciones, tanto contra ella mismacomo contra él.

—De entrada, lo que dices parececorrecto; pero si lo pienso másatentamente, me convenzo de que esfalso. La fidelidad y la lealtad significan

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algo más que hacer lo que resulta másfácil y agradable para uno. Significan larenuncia a todo lo opuesto a la confianzaque los demás han depositado ennosotros, a todo lo que podría causartristeza a quienes el curso de la vida hahecho depender de nosotros. Sinosotros… si yo hubiese sido mejor ymás noble, habría tenido presentes esosderechos, los habría sentido presionaren mi corazón tan continuamente, comoahora, cuando mi conciencia estádespierta, que nunca habría crecido enmí un sentimiento opuesto, tal como hasido… Lo habría sofocado deinmediato… Habría rezado pidiendo

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ayuda con tanto fervor… Habría huido,como huimos de un terrible peligro. Noencuentro ninguna excusa para micomportamiento, ninguna. No habríafallado a Lucy y a Philip de esta manerasi no hubiera sido débil, egoísta y dura,capaz de pensar en su dolor sin sentirotro dolor tan grande que habríadestruido la tentación. ¡Oh! ¿Qué estarásintiendo Lucy? Ella creía en mí… mequería… era tan buena conmigo…Piensa en ella —la voz de Maggie fueahogándose con estas palabras.

—No puedo pensar en ella —rechazó Stephen—. No puedo pensar ennada más que en ti. Maggie, pides a un

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hombre lo imposible. Todo lo que dicesya lo he sentido y ahora ya no puedovolver a sentirlo. ¿Y para qué sirve quete dediques a pensar en ello, exceptopara torturarme? Ya no puedes evitarlesningún dolor, sólo puedes separarte demí y hacer que ya no desee seguirviviendo. Aunque pudiéramosretroceder y cumplir con nuestroscompromisos, suponiendo que esotodavía fuera posible, sería odioso,horrible pensar en que pudierasconvertirte en la esposa de Philip, quefueras para siempre esposa de unhombre al que no amas. Ambos noshemos salvado de un error.

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Maggie se sonrojó profundamente yno pudo decir nada. Stephen lo advirtió.Se sentó de nuevo, le tomó una mano yla miró con apasionada súplica.

—¡Maggie! ¡Mi vida! Si me quieres,eres mía. ¿Quién puede tener másderecho que yo? Mi vida está atada a tuamor. Nada del pasado puede anular elderecho del uno al otro: por primera vezen nuestra vida, amamos en cuerpo yalma.

Maggie siguió en silencio durante unrato, con los ojos bajos. Stephenempezaba a albergar nuevas esperanzasde triunfar. Pero Maggie levantó los ojosy lo miró con la angustia del

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arrepentimiento, pero no la de larendición.

—No, no en cuerpo y alma, Stephen—dijo con temerosa decisión—. Nuncadi mi consentimiento de modo racional.Los recuerdos, afectos, deseos dealcanzar una bondad perfecta tienentanto poder sobre mí que no podríaolvidarlos durante mucho tiempo,regresarían y resultaría doloroso,llegaría el arrepentimiento. No podríavivir en paz si interpusiera la sombra deun pecado deliberado entre Dios y yo.Ya he causado pena, lo sé, me doycuenta, pero no ha sido de mododeliberado. Nunca he dicho: «Que

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sufran para que yo sea feliz». Nunca hasido mi voluntad casarme contigo: siconsiguieras mi consentimiento en elmomento del triunfo de mis sentimientoshacia ti, no tendrías toda mi alma. Sipudiera despertarme anteayer, preferiríaser fiel a mis plácidos afectos y vivir sinla alegría del amor.

Stephen le soltó la mano y,levantándose con impaciencia, caminóarriba y abajo por la habitación conrabia contenida.

—¡Por Dios! —estalló por fin—.¡Qué poco vale el amor de una mujer!Yo sería capaz de cometer crímenes porti y, mientras tanto, tú sopesas las cosas

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de ese modo. No me quieres: si mequisieras la décima parte de lo que yo tequiero a ti, te sería imposible pensar niun solo momento en sacrificarme. Pero ati no te importa nada despojar mi vidade toda felicidad.

Maggie apretó los dedos de modocasi convulsivo mientras mantenía lasmanos unidas sobre el regazo. Estabaaterrorizada, como si sólo pudieradivisar dónde se encontraba gracias a laluz de los relámpagos y, tras ellos,tuviera que tantear la oscuridad.

—No, no te sacrifico, no podría —dijo en cuanto pudo hablar de nuevo—,pero no creo que sea bueno para ti lo

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que considero…, lo que los dosconsideramos un daño para los demás.No podemos escoger entre nuestrafelicidad o la de los demás, no podemossaber en qué consiste. Sólo podemosescoger entre ceder a nuestros deseosdel presente o renunciar a ellos paraobedecer a la voz divina que oímos ennuestro interior, para ser fieles a todoslos motivos que santifican nuestrasvidas. Ya sé que es duro creer en esto,me cuesta hacerlo; pero sé que si dejode creer, ninguna luz me guiará por laoscuridad de esta vida.

—Pero Maggie —insistió Stephen,sentándose de nuevo a su lado—. ¿Es

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posible que no te des cuenta de que loque sucedió ayer lo cambió todo? ¿Quécapricho, qué obstinado prejuicio teciega? Es demasiado tarde para decir loque podríamos o lo que deberíamoshaber hecho. Aunque observemos lohecho con los peores ojos, debemospartir de que nuestra posición hacambiado y lo más adecuado ya no es lomismo que antes. Debemos asumirnuestros actos y partir de ellos. ¿Y sinos hubiéramos casado ayer? Sería casilo mismo. El efecto en los demás nohabría sido distinto, sólo habríacambiado para nosotros, ya que entonceshabrías reconocido que el vínculo que te

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unía a mí era más fuerte que el que teunía a los demás.

Maggie volvió a sonrojarse y guardósilencio. Stephen pensó de nuevo queempezaba a imponer su punto de vista:en realidad, nunca había pensado quepudiera dejar de imponerlo: algunasposibilidades no nos asustan porque nonos atrevemos siquiera a considerarlas.

—Mi vida —murmuró con el tonomás tierno y profundo que fue capaz,inclinándose hacia ella y rodeándola conel brazo—. Ahora eres mía… el mundolo cree así… nuestro deber debe partirde este hecho… Dentro de unas horasserás legalmente mi esposa. Y quienes

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tengan algún derecho sobre nosotrosdeberán rendirse, verán que se oponíauna fuerza a sus derechos… Dame unbeso, mi vida… Ha pasado tanto tiempodesde el último…

Los ojos de Maggie se abrieron conuna mirada aterrorizada ante el rostroque tenía tan cerca y se levantó de unbrinco, de nuevo pálida.

—¡Oh! No puedo —dijo con vozcasi agónica—. Stephen… no me lopidas… no insistas… No puedo discutirmás… No sé qué es lo más razonable,pero mi corazón no me permitiráhacerlo. Me doy cuenta… siento suinquietud: como si la tuviera grabada en

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la cabeza con un hierro candente. Yosufrí y no tuve a nadie que se apiadarade mí… y ahora he hecho que los demássufrieran. Nunca me abandonaría… meamargaría nuestro amor… Quiero aPhilip de otro modo, recuerdo todo loque nos dijimos… Sé que pensaba en mícomo la promesa de su vida. Tuve laoportunidad de aliviar su destino… y lohe abandonado. Y he engañado a Lucy…a ella, que confiaba en mí más quenadie. No puedo casarme contigo. Nopuedo quedarme con un bien obtenido desu desgracia… Esa no es la fuerza quedebería guiarnos… La que sentimos eluno por el otro… Me alejaría de todo lo

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que mi vida pasada ha hecho queapreciara. No puedo iniciar una nuevavida y olvidarlo… Debo regresar a elloy aferrarme, si no, me sentiría como sino pisara tierra firme.

—¡Por Dios, Maggie! —exclamóStephen, levantándose también yagarrándola por el brazo—. Deliras:¿cómo puedes volver sin casarteconmigo? No sabes lo que dirán, mivida. No ves las cosas cómo son.

—Sí, sí las veo. Pero me creerán…Lo confesaré todo… Lucy me creerá…te perdonará. Y… y… si vamos porbuen camino, las cosas irán bien.Querido Stephen… ¡Déjame marchar!

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No me arrastres a más remordimientos.Mi alma nunca ha dado suconsentimiento y tampoco lo da ahora.

Stephen le soltó el brazo y se dejócaer en la silla, aturdido por la iradesesperada. Permaneció en silenciodurante unos momentos, sin mirarla,mientras ella lo contemplaba inquieta yalarmada ante aquel repentino cambio.

—Adelante, entonces —dijofinalmente, sin mirarla—. Déjame. Nome tortures más. No puedo soportarlo.

Involuntariamente, se inclinó haciaél y extendió la mano para tocarlo. Peroél se apartó como si fuera un hierrocandente.

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—Déjame.Maggie no era consciente de tomar

una decisión cuando se alejó de aquelrostro sombrío que miraba hacia otrolugar y salió de la habitación: era comoun movimiento mecánico en respuesta auna intención ya olvidada. ¿Qué sucediódespués? La sensación de bajar lasescaleras como en un sueño… unaslosas… el coche y los caballos queesperaban… después una calle, el girohacia otra calle, donde aguardaba unadiligencia recogiendo pasajeros… y laidea repentina de que aquel carruaje sela llevaría, tal vez hacia casa. Pero nopodía preguntar nada todavía: se limitó

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a subir al coche.Su casa… donde estaban su madre y

su hermano… Philip… Lucy… elescenario de sus cuitas ypreocupaciones… era el refugio hacia elcual tendía su pensamiento… elsantuario donde se guardaban lasreliquias sagradas… donde impediríanque volviera a caer. Pensar en Stephenera como un terrible pulso doloroso que,sin embargo, como sucede con estosdolores, parecía estimular elpensamiento. Pero apenas tenía presentelo que otros pudieran decir o pensar desu conducta. El amor, la profunda pena yel angustiado remordimiento no dejaban

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lugar para ello.El carruaje la llevaba hacia York,

todavía más lejos de su casa, pero no seenteró hasta que se apeó en la viejaciudad a medianoche. No importaba:podía dormir allí y ponerse en marchahacia su casa al día siguiente. Llevaba elmonedero en el bolso con todo sudinero: un billete y un soberano. Lohabía olvidado allí tras ir de comprasdos días antes.

¿Se acostó aquella noche en ellúgubre dormitorio de la vieja posadafirmemente decidida a seguir el caminodel sacrificio penitente? Los grandescombates de la vida no son tan sencillos;

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los grandes problemas no resultan tanclaros. En la oscuridad de aquellanoche, veía el apenado rostro deStephen vuelto hacia ella, lleno depasión y reproche. Revivía la trémuladelicia de su compañía que convertía laexistencia en un flujo de alegría en lugarde un esfuerzo firme y callado: el amoral que había renunciado regresaba a ellacon un cruel encanto, sentía que abríalos brazos para recibirlo otra vez yentonces parecía escabullirse,desvanecerse y esfumarse, dejando trasde sí el sonido de una voz profundavibrante que decía: «Se ha ido… se haido para siempre».

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Libro séptimo

El rescate final

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Capítulo I

El regreso al molino

Entre las cuatro y las cinco de latarde del quinto día tras aquel en queStephen y Maggie partieron de SaintOgg's, Tom Tulliver se encontraba depie en el camino de grava que conducíahacia la vieja casa del molino deDorlcote. Ahora era el dueño: habíacumplido el deseo que había expresadosu padre en el lecho de muerte y, graciasa años de trabajo enérgico y firmegobierno de sí mismo, estaba cerca de

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alcanzar una respetabilidad superiorincluso a aquella que había sidoorgulloso patrimonio de los Dodson ylos Tulliver.

Pero mientras permanecía de piebajo el sol todavía cálido de aquellatarde de verano, su rostro no reflejabaalegría ni triunfo. El gesto de la boca erade la mayor amargura, el severo ceñoestaba profundamente fruncido mientrasse echaba el sombrero sobre los ojospara protegerlos del sol y metía lasmanos en los bolsillos para empezar acaminar arriba y abajo por la gravilla.No había llegado noticia alguna de suhermana desde que Bob Jakin regresó en

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el vapor de Mudport y puso fin a todaslas improbables suposiciones de unaccidente en el agua al afirmar que lahabía visto desembarcar con el señorGuest. ¿Sería la siguiente noticia la desu matrimonio…? ¿O qué otra cosa?Probablemente, que no se había casado.Tom tendía a esperar lo peor: no lamuerte, sino la deshonra.

Mientras caminaba dando la espaldaa la verja y de cara a la impetuosacorriente del caz, una figura alta de ojosnegros que bien conocemos se acercó ala puerta y se detuvo para mirarlomientras el corazón le latía a todavelocidad. Su hermano era el ser

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humano que más temía desde la infancia,sentía por él ese temor queexperimentamos cuando amamos a unapersona inexorable, inflexible,inalterable, con un carácter al que nopodemos amoldarnos y de la que, sinembargo, no podemos alejarnos. Estemiedo profundamente arraigado era elque agitaba a Maggie: a pesar de ello,estaba firmemente decidida a regresarcon su hermano, como el refugio naturalque le correspondía. Cuando recordabasu debilidad sentía tal humillación, talangustia ante el daño infligido, que casideseaba soportar la severidad de losreproches de Tom, someterse en silencio

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al juicio duro y reprobatorio contra elque se había rebelado tantas veces:ahora le parecía justo, ¿quién podría sermás débil que ella? Ansiaba la ayudaque pudiera derivarse de una confesióncompleta y dócil, de hallarse enpresencia de aquellas personas cuyamirada y cuyas palabras fueran reflejode su conciencia.

Maggie había tenido que permanecerpostrada en la cama en York durante undía con un terrible dolor de cabeza,consecuencia lógica de la tensión deldía anterior. Todavía se reflejaba eldolor físico en su frente y en sus ojos, ysu aspecto entero, tras llevar el mismo

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vestido varios días, resultaba ajado yagotado. Alzó el pasador de la puerta dela verja y entró lentamente. Tom no laoyó, ya que en aquel momento estabacerca del estruendoso dique; pero notardó en darse la vuelta y, al levantar lavista, reparó en la figura agotada ysolitaria, que le pareció unaconfirmación de sus peores conjeturas.Se detuvo, tembloroso y pálido derepugnancia e indignación.

Maggie también se detuvo a tresyardas de distancia. Advirtió laexpresión del rostro de Tom, vibró consu odio, pero se sintió en la obligaciónde hablar.

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—Tom —empezó débilmente—. Hevuelto contigo… He vuelto a casa…, abuscar refugio, a contártelo todo.

—No tengo intención de ofrecerte unhogar —contestó Tom con temblorosarabia—. Nos has avergonzado a todos,has deshonrado el nombre de mi padre.Has sido una maldición para tusparientes más próximos. Te hascomportado con bajeza, has engañado,nada te detiene. Me desentiendo de tipara siempre, no eres nada mío.

Su madre había salido a la puerta yaguardaba, paralizada ante la dobleimpresión de ver a Maggie y oír a Tom.

—Tom —insistió Maggie con más

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valor—. Tal vez no sea tan culpablecomo tú crees. Nunca quise expresar missentimientos, luché contra ellos. Me viarrastrada en el bote demasiado lejospara regresar el martes, y he vuelto tanpronto como he podido.

—Nunca más podré creer en lo quedigas —dijo Tom, pasando gradualmentede la temblorosa agitación del principioa la fría inflexibilidad—. Has mantenidouna relación clandestina con StephenGuest, igual que hiciste antes con otrohombre. Fue a verte a casa de la tíaMoss; paseaste sola con él por loscaminos. Debes de haberte comportadocomo no lo habría hecho una muchacha

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decente con el novio de su prima; de noser así, nada de esto habría sucedido. Lagente de Luckreth te vio pasar, pasastepor delante de los otros pueblos; sabíaslo que hacías. Has estado utilizando aPhilip Wakem como tapadera paraengañar a Lucy, la mejor amiga que hastenido nunca. Ve a ver el modo en que selo has devuelto: está enferma, es incapazde hablar; ni siquiera nuestra madrepuede acercarse a ella, porque seacuerda de ti.

Maggie estaba aturdida y demasiadoangustiada para advertir ningunadiferencia entre su culpa real y lasacusaciones de su hermano, y más

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incapaz todavía de defenderse.—Tom dijo, —retorciéndose las

manos bajo la capa mientras seesforzaba en hablar—, me arrepientoamargamente de todo lo que pueda haberhecho… Quiero reparar el dañocausado… Soportaré lo que sea… Noquiero volver a equivocarme.

—¿Y qué va a impedírtelo? —preguntó Tom con cruel amargura—. Note lo impedirán la religión, ni el sentidodel honor o de la gratitud. Y él…merecería un tiro, si no fuera… Pero túeres diez veces peor que él. Odio tucarácter y tu conducta. Dices que hasluchado contra tus sentimientos. ¡Sí! Yo

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también he luchado contra los míos,pero he vencido. Mi vida ha sido muchomás dura que la tuya, pero yo me heconsolado cumpliendo con mi deber. Nopienso tolerar un carácter como el tuyo:el mundo sabrá que yo sí distingo entreel bien y el mal. Si pasas necesidades,me ocuparé de ti. Puedes comunicárseloa nuestra madre. Pero no te alojarás bajomi techo. Ya basta con que tenga quesoportar el pensamiento de tu deshonra,tu vista me resulta odiosa.

Maggie iba dándose la vueltalentamente, llena de desesperación. Peroel pobre y asustado amor materno, másfuerte que cualquier temor, se precipitó

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a intervenir.—¡Hija mía! Me voy contigo,

siempre seré tu madre.¡Oh, el dulce reposo de ese abrazo

para la desgraciada Maggie! Es de masayuda un sorbo de simple piedadhumana que toda la sabiduría del mundo.

Tom dio media vuelta y entró en lacasa.

—Entra, hija mía —susurró laseñora Tulliver—. Dejará que te quedesy duermas en mi cama. Si se lo pido nome lo podrá negar.

—No, madre —contestó Maggie conuna voz grave que parecía un gemido—.No quiero entrar nunca más.

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—Entonces, espérame fuera. Mepreparo y voy contigo.

Cuando apareció su madre con lacapota puesta, Tom le salió al encuentroen el pasillo y le puso dinero en lamano.

—Mi casa siempre será la suya,madre —dijo—. Venga para contarmetodo lo que quiera, vuelva conmigo.

La pobre señora Tulliver tomó eldinero, demasiado asustada para decirnada. Lo único que estaba claro para suinstinto materno era que se iba con sudesgraciada hija.

Maggie esperaba en el exterior de laverja; cogió la mano de su madre y

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caminaron un poco en silencio.—Madre —dijo Maggie finalmente

—, iremos a la casita de Luke; él medejará entrar. Era muy bueno conmigocuando era pequeña.

—Hija, no tiene sitio para nosotros;su mujer ha tenido muchos hijos. No séadónde ir, como no sea a casa de una detus tías… y casi no me atrevo —dijo lapobre señora Tulliver, desprovista derecursos mentales en aquel momentoextremo.

Maggie permaneció en silencio unrato.

—Vamos a casa de Bob Jakin, madre—dijo—; si no tiene ahora otro huésped,

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su esposa tendrá sitio para nosotras.De modo que se encaminaron a Saint

Ogg's, a la vieja casa situada junto alrío.

Bob se encontraba en su casa,sumido en una tristeza que se resistíaincluso a la felicidad y el orgullo de serpadre de una criatura de dos meses, lamás alegre de esa edad que príncipe obuhonero hayan tenido nunca. Tal vez nohabría llegado a entender por completolo irregular de la aparición de Maggiecon el señor Guest en el muelle deMudport si no hubiera presenciado elefecto que la noticia causó en Tomcuando fue a comunicársela; y, desde

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entonces, las circunstancias que dabanun carácter catastrófico a la fuga habíantrascendido los círculos más educadosde Saint Ogg's y se habían convertido entema de conversación para mozos decuadra y chicos de los recados. Por estemotivo, cuando abrió la puerta y vio aMaggie delante de él, triste y fatigada,no tuvo que preguntar nada; sólo teníauna pregunta, pero ésa no se atrevió aformularla en voz alta. ¿Dónde estaba elseñor Guest? Él, por su parte, esperabaque se encontrara en la zona máscaliente de un lugar situado en el otromundo y destinado a los caballeros quese comportaban de tal modo. Las

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habitaciones estaban vacías y las dosseñoras Jakin, tanto la grande como lapequeña, recibieron la orden dearreglarlas para la «Señora y laseñorit».… ¡Ay! Que todavía era«señorit». El ingenioso Bob se sentíadolorosamente intrigado por cómo podíahaberse llegado a ese resultado, cómo elseñor Guest podía haberla dejado opodía haber permitido que se alejara deél teniendo la posibilidad de retenerla.Pero permaneció en silencio y no quisopermitir que su esposa hiciera preguntaalguna; no quiso presentarse en lahabitación, no fuera a parecer que seentrometía y deseaba satisfacer su

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curiosidad; y se comportó con lamuchacha de ojos negros con la mismacaballerosidad que en la época en que lehizo el memorable regalo de aquelloslibros.

Sin embargo, al cabo de un día odos, la señora Tulliver se fue al molinodurante unas horas para ocuparse de losasuntos domésticos de Tom. Maggiehabía insistido en que lo hiciera: tras elprimer estallido violento desentimientos, que se produjo en cuantoya no tuvo que ocuparse de nada, ya nole fue tan necesaria la presencia de sumadre; incluso deseaba estar sola con supena. Sin embargo, llevaba poco rato

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sola en el viejo salón cuando llamaron ala puerta. Volvió el triste rostro paradecir «adelant» y vio entrar a Bob conla pequeña en brazos y con Mumpspisándole los talones.

—Si le molestamos, nos vamos,señorita —dijo Bob.

—No —dijo Maggie en voz baja,deseando poder sonreír.

Bob, tras cerrar la puerta a susespaldas, se le acercó y se detuvo anteella.

—¿Ve, señorita?, tenemos una nena.Quería que la mirara y la cogiera enbrazos, si tiene la bondad. Porque noshemos tomado la libertad de darle su

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nombre, y se lo digo pa que lo sepa.Maggie no podía hablar, pero tendió

los brazos para coger a la criaturamientras Mumps olfateaba inquieto conintención de asegurarse de que elcambio era correcto. El corazón deMaggie se había henchido con el gesto Ylas palabras de Bob: sabía bien que erael modo que había elegido parademostrarle su comprensión y surespeto.

—Siéntate, Bob —dijo después, yBob se sentó en silencio. Cosa nueva, sulengua no se dejaba manejar y se negabaa decir lo que él quería.

—Bob —dijo Maggie al cabo de un

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momento, mirando a la nena ysosteniéndola inquieta, como si temieraque pudiera deslizarse de supensamiento y de sus dedos—, quisierapedirte un favor.

—No hable así, señorita —dijoBob, agarrando a Mumps por la piel delcuello—. Si puedo hacer algo por usté,me gustará tanto como el jornal de undía.

—Quisiera que fueras a ver aldoctor Kenn, hablaras con él y le dijerasque estoy aquí y que le agradeceríamucho que viniera a verme mientras mimadre está fuera. No volverá hasta lanoche.

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—Ajá, señorita. Dicho y hecho. Estáaquí al lao; pero la señora Kenn está decuerpo presente, mañana la entierran…Se murió el día en que llegué deMudport. Es una pena que s'haya muertoahora, si quiere hablar con él. No megustaría molestarlo todavía…

—¡Oh, no, Bob! —exclamó Maggie—. Debemos dejarlo tranquilo, por lomenos durante unos días, hasta que oigasdecir que vuelve a encargarse de lascosas. Aunque quizá se vaya de laciudad, un poco lejos —añadió,sintiéndose de nuevo abatida.

—Él no es asin, señorita —dijo Bob—. No irá a ningún sitio. No es d’esos

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que se van a llorar a un balneariocuando se les muere la mujer: tiene otrascosas que hacer. Se ocupa de laparroquia. Bautizó a la nena y mes'acercó pa preguntarme qué hacía losdomingos, ya que no iba a la iglesia. Ledije que estaba fuera tres de cada cuatro,y que estoy tan acostumbrao a estar depie que no puedo aguantar sentado tantorato seguido. «Pardiez, señor —voy y ledigo— a un buhonero le basta con unpoco de iglesia, el sabor es fuerte —ledigo yo— y no es bueno pasars». Eh,señorita, ¡qué bien se porta la nena conuste! Es como si la conociera. En parte,la conoce, estoy seguro, como los

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pájaros conocen la mañana.No cabía duda de que la lengua de

Bob se había liberado de su involuntariainmovilidad, e incluso corría el riesgode hacer más trabajo del necesario. Sinembargo, era tan difícil acercarse a lostemas sobre los que ansiaba estarinformado que su lengua antes tendía aseguir el camino fácil que a llevarlo porun sendero intransitado. Al advertirlo,permaneció un rato más en silencio,rumiando sobre los distintos modos deplantear la pregunta.

—¿Me permite que l'haga unapregunta? —dijo finalmente, con vozmás tímida que de costumbre.

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Maggie se sorprendió un poco.—Sí, Bob —contestó—. Si es sobre

mí, pero no sobre los demás.—Bien, señorita, ¿guarda rencor a

alguien?—No, a nadie —contestó Maggie,

alzando los ojos hacia él con curiosidad—. ¿Por qué?

—Pardiez, señorita —dijo Bob,pellizcando el pescuezo de Mumps conmás fuerza que nunca—. Que si tienerencor a alguien y me lo dice, le doy depalos hasta quedarme ciego, y quealuego la justicia haga conmigo lo quequiera.

—¡Oh, Bob! —dijo Maggie

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sonriendo débilmente—. Eres muy buenamigo. Pero no quiero castigar a nadie,aunque me hayan hecho daño. Yo hehecho daño a los demás demasiadasveces.

Este punto de vista desconcertó aBob y lanzó más oscuridad que nuncasobre lo que podía haber sucedido entreStephen y Maggie. Pero habría sidoindiscreto seguir haciendo máspreguntas, suponiendo que hubiera sidocapaz de darles la forma adecuada, ydebía llevar a la nena con la madre, quela aguardaba.

—A lo mejor le gustaría tener aMumps pa que le haga compañía,

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señorita —dijo después de cogerle a laniña—. Hace buena compañía, esteMumps… Lo sabe tó y no molesta ná. Sise lo digo, se quedará delante de usté yla vigilará, bien quieto, igual que mevigila el fardo. Permita que se lo deje unrato, así le tomará cariño. Es buena cosaque le tenga cariño a uno un animalmudo; hace compañía y está bien callao.

—Sí, déjamelo, por favor —contestó Maggie—. Me parece que megustaría que fuera amigo mío.

—Mumps, quieto aquí —dijo Bob,señalando un lugar delante de Maggie—.Y no te muevas hasta que te lo digan.

Mumps se echó al instante y no

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mostró inquietud alguna cuando su amosalió de la habitación.

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Capítulo II

Saint Ogg’s juzga

Pronto se supo en todo Saint Ogg'sque la señorita Tulliver había vuelto: asípues, no se había fugado para casarsecon el señor Guest —en cualquier caso,el señor Guest no se había casado conella—, lo que era lo mismo, en lo que ala culpabilidad de la señorita Tulliverconcernía. Juzgamos a los demás por losresultados, ¿cómo podría hacerse deotro modo, si no conocemos el procesoa través del cual se ha llegado a esos

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resultados? Si la señorita Tulliver, trasunos pocos meses de selecto viaje,hubiera regresado como la señora deStephen Guest, con un ajuar posnupcial ytodas las ventajas que posee incluso lamenos deseada esposa de un hijo único,la opinión pública, que en Saint Ogg's,como en todas partes, siempre sabe loque tiene que pensar, habría juzgadoateniéndose estrictamente a esosresultados. La opinión pública, en esoscasos, es siempre del género femenino, yla mitad femenina de la humanidadhabría contemplado cómo dos jóvenesguapos —él además, miembro de la quese podría considerar la familia más

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destacada de Saint Ogg's—, tras haberdado un paso en falso, habían avanzadopor un camino que, para decirlo conpalabras suaves, era altamenteimprudente y habían causado grantristeza y decepción, especialmente aaquella dulce joven, la señorita Deane.Sin duda, el señor Guest no se habíacomportado correctamente; pero ya sesabe que los jóvenes varones son dadosa este tipo de caprichos… Y aunquepareciera muy poco adecuado que laseñora Guest hubiera aceptado lasmenores insinuaciones del novio de suprima (se decía que, en realidad, estabaentonces comprometida con el joven

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Wakem: el viejo Wakem en persona lohabía mencionado), ella era muyjoven… «¡Y con un muchacho deformehay que ver! El joven Guest es tanfascinante y, según dicen, la adoraba detal manera (¡seguro que no dura!) quehuyeron en el bote contra la voluntad deella. ¿Y qué iba ella a hacer? No podíavolver, nadie le habría dirigido lapalabra. Y qué bien le sienta a su tez eseraso de color amarillo pálido: parececomo si los pliegues delanterosestuvieran de moda; varios de susvestidos los llevan. Dicen que a él nadale parece demasiado hermoso para ella.¡Pobre señorita Deane! Es digna de

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lástima, pero, al fin y al cabo, no habíacompromiso en firme y el aire de lacosta le sentará bien. Después de todo,si eso era todo lo que el joven Guestsentía por ella, ha sido mejor para ellano casarse con él. ¡Qué buena boda parauna muchacha como la señorita Tulliver!¡Qué romántica! Vaya, el joven Guest sepresentará por la ciudad a las próximaselecciones parlamentarias. ¡Hoy en díano hay nada como el comercio! Esejoven Wakem casi se volvió loco —siempre ha sido bastante raro—, pero seha marchado otra vez al extranjero paraquitarse de en medio: es casi lo mejorpara un joven deforme. La señorita Unit

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afirma que nunca visitará al señor y laseñora Guest, ¡qué tontería ésa la depretender ser mejor que los demás! Nopodría haber vida en sociedad si nosentrometiéramos así en la vida privada;además, el cristianismo nos dice que nopensemos mal: y yo creo que lo que pasaes que la señorita Unit no ha recibidoninguna tarjeta suya».

Sin embargo, sabemos que elresultado no fue tal que permitierasemejante atenuación del pasado.Maggie había regresado sin ajuar y sinmarido, en la lamentable y vagabundasituación a la que, como bien se sabe,conduce el error; y el sector femenino de

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la humanidad, con este sutil instinto quese le ha concedido para la conservaciónde la sociedad, advirtió de inmediatoque la conducta de la señorita Tullivercontaba con todo tipo de circunstanciasagravantes. ¿Había algo peor queaquello? Una chica que tanto debía a susparientes… Que tanto ella como sumadre habían recibido tantas atencionesde los Deane… Maquinar para robar elafecto de un joven a su propia prima,que se había comportado como unahermana para ella… No era ésa laexpresión adecuada para una muchachacomo la señorita Tulliver: habría sidomás correcto decir que se había

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comportado con un descaro impropio deuna mujer, movida por una pasióndesenfrenada. La verdad era quesiempre había habido algo dudoso enella: esa relación con el joven Wakemque, según decían, hacía años queduraba, resultaba muy reprensible,¡incluso repugnante! ¡En una joven desemejante temperamento! Para la mitadfemenina del mundo, un instinto refinadopodía advertir que algo había en elmismo físico de la señorita Tulliver queno auguraba nada bueno. En cuanto alpobre señor Guest, era más digno deconmiseración que otra cosa: en estoscasos, no se puede juzgar con severidad

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a un joven de veinticinco años que seencuentra a merced de las artimañas deuna fresca. Y estaba claro que habíacedido contra su voluntad: se libró deella en cuanto pudo; en realidad, nodecía nada bueno de ella que sehubieran separado tan pronto.Naturalmente, él había escrito una cartaechándose toda la culpa y contando lahistoria desde un punto de vistaromántico para intentar que ellapareciera inocente, ¡faltaría más! Perono se podía engañar al refinado instintodel mundo femenino, ¡afortunadamente!Si no, ¿qué sería de la sociedad? Vaya,si su propio hermano ni siquiera le había

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permitido entrar en su casa: no cabíaduda de que, antes de hacer semejantecosa, ya habría visto suficiente. Unjoven respetable de pies a cabeza, eseseñor Tulliver, ¡era muy probable quesubiera muy alto! Sin duda, la deshonrade su familia era para él un golpe muyduro. Era de esperar que ella se fuerapor ahí, a América o a cualquier otrositio, para purificar el aire de SaintOgg's de la deshonra de su presencia,¡resultaba muy peligrosa para las hijasde todos los habitantes de Saint Ogg's!Nada bueno podría sucederle: sólopodía esperarse que se arrepintiera yque Dios se apiadara de ella. Pero Él no

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tenía a su cargo la sociedad, como temíala mitad femenina del mundo.

El fino instinto necesitó casi quincedías para comprobar la veracidad deestas intuiciones; lo cierto fue que lacarta de Stephen tardó una semanaentera en llegar y en ella contaba a supadre los hechos y añadía que habíanavegado hasta Holanda, que habíapedido dinero al agente de Mudport, yque era incapaz de tomar ningunadecisión en aquel momento.

Entre tanto, Maggie estabademasiado llena de una agónicainquietud para dedicar un instante almodo en que se interpretaba su conducta

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en Saint Ogg's: la inquietud por Stephen,por Lucy, por Philip luchaba en su pobrecorazón en una tormenta incesante ytorrencial en la que se mezclaban elamor, la pena y los remordimientos. Sihubiera pensado en el rechazo y en lainjusticia, le habría parecido que lehabían hecho todo el daño posible, peroque ningún golpe le resultaba yainsoportable tras las palabras que habíaoído de los labios de su hermano. Entrela inquietud por los amados y ofendidos,aquellas palabras se le repetían una yotra vez, como una horrible punzada quehabría llevado tristeza y temor incluso aun delicioso paraíso. Ni le pasó por la

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cabeza la posibilidad de recuperar lafelicidad; le parecía como si todas susfibras sensibles estuvieran absortas enel dolor y no pudieran volver a vibrarbajo otra influencia. Ante ella, seextendía la vida como un acto depenitencia, y lo único que ansiabacuando pensaba en lo que le deparaba elfuturo era algo que le impidiera volver acaer: su debilidad la acosaba como unavisión de horribles posibilidades que nole permitía concebir otra paz que la quereside en un refugio seguro.

Sin embargo, no carecía de planesprácticos: el amor a la independenciaconstituía una herencia y una costumbre

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demasiado fuertes para que no recordaraque debía ganarse el pan y, cuando losdemás proyectos resultaron demasiadovagos, pensó en volver a coser y ganarasí lo suficiente para alojarse en casa deBob. Tenía intención de convencer a sumadre de que no tardara en regresar almolino para vivir de nuevo con Tom; y,de un modo u otro, se mantendría enSaint Ogg's. Quizá el doctor Kennpudiera ayudarla y aconsejarla:recordaba las palabras de despedida enla feria benéfica, la breve sensación deconfianza que le produjo suconversación, y aguardaba con ansia elmomento de confiárselo todo. Su madre

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pasaba cada día por casa de los Deanepara saber cómo se encontraba Lucy: lasnoticias eran siempre tristes y nada lasacaba del estado de débil pasividad enque había caído desde que se enteró dela noticia. En cuanto a Philip, la señoraTulliver no sabía nada: evidentemente,las personas que veía no le hablaban denada relacionado con su hija. A pesar detodo, la señora Tulliver por fin reunióvalor suficiente para ir a visitar a suhermana Glegg, que, sin duda, lo sabríatodo e incluso había ido a ver a Tom almolino en su ausencia, aunque éste no lehabía contado nada de lo sucedido enesa ocasión.

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En cuanto se marchó su madre,Maggie se puso la capota. Habíadecidido ir andando hasta la rectoría ypreguntar si podía ver al doctor Kenn:éste estaba profundamente apenado,pero las penas de los demás, en estascircunstancias, no desentonan con lasnuestras. Era la primera vez que salíadesde su regreso; con todo, estaba tandecidida que no se le ocurrió pensar enlo molesto de encontrarse a alguien porel camino y ser objeto de sus miradas.Pero apenas había salido de las callesestrechas que debía cruzar desde la casade Bob cuando advirtió que le lanzabanmiradas extrañas; nerviosa, apresuró el

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paso sin atreverse a mirar a izquierda oderecha. No tardó en encontrarse frentea frente con la señora y la señoritaTurnbull, viejas amistades de su familia;ambas la miraron con una expresiónextraña y se apartaron un poco sindirigirle la palabra. A Maggie le dolíantodas estas duras miradas, pero era tantolo que se reprochaba que apenas podíaofenderse: no le sorprendía que noquisieran hablar con ella, pensaba:apreciaban mucho a Lucy. Al poco, tuvoque pasar ante un grupo de caballerosapostados delante de la puerta del salónde billar y no pudo dejar de ver que eljoven Torry se apartaba un poco, con el

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monóculo puesto, y la saludaba con laactitud informal que habría dedicado auna moza de taberna que se mostrarasimpática con él. El orgullo de Maggieera demasiado intenso para no advertirsemejante aguijón, incluso a través de lapena; y por primera vez se le ocurriópensar que pesaba sobre ella otrooprobio que el que le correspondía porhaber traicionado a Lucy. Pero seencontraba ya en la rectoría; tal vez allíhallara algo más que un castigo.Cualquier voz puede castigar: el pilluelomás duro, cruel y embrutecido de lacalle puede, infligir castigo. Sin duda, laayuda y la compasión son cosas

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infrecuentes y por ello es más necesarioque las otorguen los justos.

Tras anunciar su llegada, la hicieronpasar de inmediato al estudio del doctorKenn, que se encontraba sentado entrepilas de libros que poco le interesaban,con la mejilla apoyada sobre la cabezade su hija menor, una niña de tres años.Hizo salir a la niña con la criada y,cuando se cerró la puerta, el doctorKenn acercó una silla para que sesentara Maggie.

—Tenía intención de ir a verla,señorita Tulliver. Se ha adelantadousted, y me alegro de que así sea.

Maggie lo miró con la misma

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franqueza infantil que en la venta debeneficencia.

—Quiero contárselo todo —anuncióMaggie, pero se le llenaron los ojos delágrimas y toda la emoción contenidadurante el humillante camino se abriópaso antes de que pudiera decir nadamás.

—Cuéntemelo todo —rogó el doctorKenn con serena amabilidad en su vozfirme y grave—. Piense en mí como enuna persona que posee gran experiencia,lo cual le permite ayudarla.

Con frases inconexas y con ciertoesfuerzo al principio, pero después conla facilidad que procede de la sensación

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de alivio que supone confiarse a alguien,Maggie le contó la breve historia de unalucha destinada a ser el principio de unalarga pena. El doctor Kenn se habíaenterado del contenido de la carta deStephen la misma víspera, y se lo habíacreído sin necesidad de que Maggie selo confirmara. Recordaba elinvoluntario lamento de Maggie—«tengo que irm».— como señal deque soportaba algún conflicto interno.

Maggie se extendió sobre lossentimientos que la habían hecho volvercon su madre y su hermano, que hacíanque se aferrara a los recuerdos delpasado. Cuando terminó, el doctor Kenn

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permaneció en silencio unos minutos,pensando en un asunto difícil Se puso depie y paseó de un lado a otro, frente a lachimenea, con las manos a la espalda.

—El impulso de acudir a losparientes más cercanos —dijofinalmente tras sentarse, mirando aMaggie—, de permanecer donde se hanformado los lazos de su vida, es unimpulso verdadero, ante el cual laIglesia responde, de acuerdo con susprincipios, abriendo los brazos alpenitente y acogiendo hasta el último desus hijos, y no los abandona a menos quesean réprobos sin remedio. Y la Iglesiadebería representar los sentimientos de

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la comunidad, de manera que toda laparroquia fuera una familia unida poruna hermandad cristiana bajo un padreespiritual. Pero las nociones dedisciplina y de fraternidad cristianaestán totalmente relajadas, apenas sepuede decir que existan en el espíritu dela gente: apenas sobreviven, excepto enla forma parcial y contradictoria que hantomado en las reducidas comunidadescismáticas; y si no poseyera una fe firmeen que la Iglesia debe, a la larga,recuperar un valor tan adecuado a lasnecesidades humanas, muchas veces medesanimaría al contemplar la falta defraternidad y sentido de responsabilidad

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mutua en mi propio rebaño.Actualmente, todo parece tender hacia larelajación de los lazos, hacia lasustitución de las obligaciones ancladasen el pasado por las eleccionescaprichosas. Su conciencia y su corazónle han indicado el buen camino en estepunto, señorita Tulliver; y le digo todoesto para que sepa cuáles serían misdeseos, mis consejos, si se derivaran demis sentimientos y de mi opinión, sintener en cuenta otras circunstanciasadversas.

El doctor Kenn hizo una pequeñapausa. No había la menor benevolenciaefusiva en sus modales; la gravedad de

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su aspecto y de su voz resultaba casifría. Si Maggie no hubiera sabido que subenevolencia era proporcional a sureserva se habría sentido helada yasustada. En aquel momento, escuchócon atención, segura de que sus palabrasla ayudarían.

—Su inexperiencia en relación conel mundo, señorita Tulliver —prosiguióel doctor Kenn—, le impide prever lasideas tremendamente injustas queprobablemente se habrán formado enrelación con su conducta, ideas quetendrán un efecto funesto, aunque vayancontra las pruebas.

—Sí, ya he empezado a darme

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cuenta —dijo Maggie, incapaz deocultar el dolor que acababa de sentir—. Sé que me insultarán, que creeránque soy peor de lo que soy.

—Tal vez no sepa todavía —dijo eldoctor Kenn, mostrando un poco depiedad personal—, que ha llegado unacarta que debería dar por satisfecho atodo aquel que ha tenido noticias deusted, en la cual se dice que ustedescogió el camino difícil y abrupto en elmomento en que más difícil era elregreso.

—¡Oh! ¿Dónde está Stephen? —exclamó la pobre Maggie, ruborizándosecon un temblor que ninguna presencia

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habría podido impedir.—Se ha ido al extranjero; le ha

contado a su padre todo lo que sucedió.La ha defendido por completo, y esperoque el contenido de esa carta tenga unefecto beneficioso sobre su prima.

Antes de proseguir, el doctor Kennaguardó a que Maggie se calmara.

—Esa carta, tal como le he dicho,debería ser suficiente para impedir quela gente se formara una impresión falsasobre usted. Pero debo decirle, señoritaTulliver, que no sólo la experiencia detoda mi vida, sino también lo que heobservado durante los últimos tres díasme hacen temer que pocas pruebas

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podrán salvarla de las falsasacusaciones. Las personas másincapaces de mantener una lucha tenazcomo la suya son precisamente las que,con toda probabilidad, se alejarán deusted basándose en un juicio injusto,porque no creerán que haya mantenidolucha alguna. Me temo que si sigueviviendo aquí no sólo sufrirá mucho,sino que topará con muchos obstáculos.Por ese motivo, y sólo por ése, le digoque considere la posibilidad de buscarun empleo lejos de aquí, tal como eraantes su intención. Me ocuparé deinmediato de buscarle uno.

—¡Oh, desearía quedarme aquí! —

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dijo Maggie—. No tengo ánimos paraempezar a vivir en otro lugar. Mesentiría sin soporte alguno, como unavagabunda, separada de mi pasado. Heescrito a la señora que me ofrecía unempleo para rechazarlo con una excusa.Si me quedo, quizá pueda expiar el dañoque le he hecho a Lucy, a los demás.Podría convencerlos de que lo siento. Y—añadió con algo de su antiguo orgullo— no quiero irme porque la gente digamentiras sobre mí. Deberán aprender aretractarse. Y si tengo que irmeporque… porque otros lo deseen, noserá ahora mismo.

—Bueno —dijo el doctor Kenn tras

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reflexionar un poco—, si está decidida,señorita Tulliver, puede contar con queejerceré toda la influencia que meconfiere mi posición. Como párroco,debo ayudarla y respaldar su decisión.Añadiré que también siento un profundointerés personal en su paz de espíritu ysu bienestar.

—Lo único que quiero es un trabajoque me permita ganarme el pan y serindependiente —dijo Maggie—. Nonecesitaré mucho, puedo seguir alojadadonde estoy.

—Pensaré más despacio sobre esto—dijo el doctor Kenn— y dentro deunos días seré más capaz de valorar la

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opinión general. Iré a verla y la tendrépresente en mi pensamiento.

Cuando Maggie se marchó, el doctorKenn permaneció de pie, pensativo, conlas manos a la espalda y los ojosclavados en la alfombra, con unadolorosa sensación de duda y dificultad.El tono de la carta de Stephen, que habíaleído, y el relato de las personasconcernidas lo habían convencido deque la boda tardía entre Stephen yMaggie podría ser un mal menor; y laimposibilidad de que convivieran enSaint Ogg's en cualquier otracircunstancia, a menos que fuera trasaños de separación, dificultaba

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enormemente la permanencia de Maggie.Por otra parte, entendía —con toda lacomprensión de un hombre que haconocido el conflicto espiritual y havivido largos años de devoto servicio asus semejantes— el estado del corazón yla conciencia de Maggie, los cuales lehacían considerar su consentimiento aese matrimonio como una profanación.No debían forzar la conciencia deMaggie: en realidad, se había guiadopor principios más altos que el deseo dearreglar las consecuencias. Laexperiencia le decía que la intervenciónera una responsabilidad demasiadoincierta para abordarla a la ligera: la

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decisión entre intentar restablecer lasrelaciones con Lucy y Philip oaconsejarle que se dejara llevar por elnuevo sentimiento se escondía en unaoscuridad tanto más impenetrable cuantoque cada paso quedaba cegado por elmal.

El gran problema de la fluctuanterelación entre la pasión y el deber notiene solución: no tenemos una respuestageneral que diga cuándo un hombre haido más allá de la posibilidad derenunciar y debe aceptar el dominio deuna pasión contra la que ha luchadocomo si fuera un pecado. Los casuistasse han convertido en sinónimo de

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reproche, pero su pervertido espíritu dediscriminación los aproxima a unaverdad ante la que los ojos y loscorazones muchas veces se hallanfatalmente ciegos. Lo cierto es que losjuicios morales son falsos y huecos amenos que los ilumine una referenciaconstante a las circunstancias especialesque señalan la suerte individual.

Las gentes de inteligencia abierta ysólida sienten una repugnancia instintivapor los hombres partidarios de lasmáximas, porque bien pronto adviertenque las frases grandilocuentes no puedencontener la misteriosa complejidad denuestra vida, y que encerrarnos en

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fórmulas de esta clase supone reprimirtodas las inspiraciones y e impulsosdivinos que surgen de la comprensión yla intuición. Y el hombre de máximas esel representante popular de los talantesque guían sus juicios moralesúnicamente por reglas generales con laidea de que éstas los conducirán a lajusticia con un método de esquemasprevios, sin la molestia de aplicar lapaciencia, el discernimiento y laimparcialidad, sin asegurarse de siposeen la intuición que procede de unanálisis penoso de la tentación o de unavida rica e intensa que ha generado unamplio espíritu de camaradería hacia

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todo lo humano.

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Capítulo III

En donde se demuestraque las viejas amistadespueden sorprendernos

Cuando Maggie se encontró denuevo en casa, su madre le comunicó lainesperada actitud de la tía Glegg.Mientras no hubo noticias de Maggie, laseñora Glegg entornó los postigos yechó las persianas, convencida de queMaggie se había ahogado: eso le parecíamás probable que el que su sobrina yheredera hubiera hecho nada que

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pudiera herir a su familia en lo másvivo. Cuando, finalmente, supo por Tomque Maggie había regresado a casa ydedujo de sus palabras de qué modoexplicaba Maggie su ausencia, reprochóseveramente a Tom que tendiera apensar lo peor de su hermana sin nadaque lo forzara a ello. Si uno no apoya alos suyos y defiende su honor, porescaso que éste sea, entonces, ¿quédefiende? Los Dodson nunca se habíanapresurado a reconocer que un miembrode la familia hubiera actuado de modotal que exigiera un cambio detestamento; y aunque la señora Gleggsiempre había augurado que Maggie

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acabaría mal, en una época en que otrostal vez fueran menos perspicaces, elrespeto a la justicia era fundamental y nosería ella quien ayudara a despojar a lamuchacha de su fama ni la echara delrefugio familiar a la calle hasta quellegara a ser de modo inequívoco lavergüenza de la familia. La señoraGlegg no podía recordar precedentealguno, nada como aquello habíasucedido antes entre los Dodson; sinembargo, en ese caso su rectitudhereditaria y su fortaleza de carácterformaban causa común con su espírituclásico, y de igual manera influían en laequidad mostrada en los asuntos

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monetarios. Discutió con el señor Glegg,cuya amabilidad, convertida encompasión por Lucy, hacía que susjuicios sobre Maggie fueran tan duroscomo los del mismo señor Deane y,echando chispas contra su hermana porno haber acudido a ella de inmediato enbusca de consejo y ayuda, de la mañanaa la noche se encerró en su habitacióncon el Descanso eterno de los santos deBaxter y se negó a recibir ninguna visita,hasta que el señor Glegg le trajo lanoticia, conocida a través del señorDeane, de la carta de Stephen. Entoncesla señora Glegg sintió que ya tenía unterreno adecuado sobre el que pelear,

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relegó a Baxter y se dispuso a recibirtodas las visitas que llegaran. Mientrasla señora Pullet era incapaz de hacerotra cosa que mover la cabeza y llorar, ydesear que hubiera muerto el primoAbbot o que se hubieran producido unaserie de funerales antes que aquelacontecimiento, tan insólito que nadiesabía cómo actuar, y que, además, leimpedía volver a ir a Saint Ogg's porquesus «amistade» lo sabían todo, la señoraGlegg sólo esperaba que la señora Woolo cualquier otra apareciera paravisitarla con sus historias falsas sobresu sobrina, porque sabría muy bien quédecirle a esa persona tan mal informada.

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De nuevo volvió a reprochárselo aTom y se mostró tanto más severa cuantoque su posición actual era máspoderosa. Pero Tom, como otros objetosinamovibles, cuanto mas intentabanconmoverlo más rígido parecía. ¡PobreTom! juzgaba a partir de lo que habíapodido ver y ese juicio le resultaba muydoloroso. Creía que tenía ante sí lademostración de unos hechos,aparentemente indiscutibles, que habíaobservado a lo largo de los años con suspropios ojos: Maggie era, pornaturaleza, totalmente indigna deconfianza y sus malas tendencias erandemasiado fuertes para que nadie

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pudiera tratarla con indulgencia. Estabadecidido a actuar en consecuencia,costara lo que costara, aunque la meraidea hacía sus días más amargos. Tom,como cualquiera de nosotros, vivíapreso entre los límites de su carácter, yla educación le había resbalado porencima, dejando un simple barniz.Lector, si te sientes inclinado a juzgarcon dureza la severidad de Tom, debesrecordar que la responsabilidad de latolerancia sólo corresponde a quienesposeen mayor amplitud de miras. Tomhabía empezado a sentir por Maggiecierta repulsión cuya misma intensidadse derivaba del temprano amor infantil,

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cuando entrelazaban los diminutosdedos, y de la posterior sensación deunión en una pena y un deber comunes:tal como le había dicho, no podíasoportar siquiera su presencia. La tíaGlegg encontró en esta rama de lafamilia Dodson un carácter más fuerteque el suyo; en éste, el sentimientofamiliar había perdido el carácter declan para adquirir un profundo matiz deorgullo personal. La señora Gleggconcedía que había que castigar aMaggie —no era mujer para negarlo, yaque sabía cómo debía comportarse uno—, pero la pena debería estar enproporción con las fechorías

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demostradas y no con las acusacionesque lanzaban algunas personas ajenas ala familia, tal vez empujadas por eldeseo de demostrar que su familia eramejor.

—Tu tía Glegg m’ha regañado comonunca, hija, por no haber ido a verlaantes —dijo la pobre señora Tullivercuando regresó junto a Maggie—; m’hadicho que no era cosa suya venir averme primero. De todos modos, hahablado como una hermana: siempre loha sido ¡Y bien difícil de contentar! Peroha sido la persona que mejor t'ha tratadohasta el momento, hija. Dice que aunquele molesta mucho hacer algo

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estraordinario en su casa, sacarcubiertos y cosas y cambiar decostumbres, tendrás un refugio en sucasa si vas a ella sin olvidar cuáles sontus deberes, y que te defenderá contraesas personas que hablan mal de ti sinmotivo. Y le he dicho que creía que nopodías ver a nadie más que a mí, de lotriste que estabas, pero m'ha dicho: «Nole haré reproches: bastante dispuestosestán a hacerlo quienes no son de lafamilia. Pero le daré buenos consejos, ydebe mostrarse humild». Qué bien,porque te aseguro que antes mereprochaba todo lo que hacía mal, fueraque el vino se había agriado o que las

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empanadas estaban demasiado calientes,cualquier cosa.

—¡Oh, madre! —exclamó la pobreMaggie, estremeciéndose ante la meraidea de tener que relacionarse conalguien—. Dígale que se lo agradezcomucho, que iré a verla en cuanto pueda,pero por ahora no puedo ver a nadie másque al doctor Kenn. He ido a verlo; meaconsejará y me ayudará a conseguiralgún empleo. No puedo vivir con nadieni depender de nadie, dígaselo a la tíaGlegg. Debo ganarme el pan. Pero, ¿haoído alguna noticia sobre Philip…Philip Wakem? ¿Alguien le ha habladode él?

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—No, hija mía; pero he ido a casade Lucy y he visto a tu tío, y dice quel'han leído la carta, que escuchó a laseñorita Guest y le hizo preguntas, y elmédico cree que va mejor. ¡Qué mundoéste! ¡Qué líos! Todo empezó con elpleito y ahora, de repente, todo va demal en peor, justo cuando la suerteparecía ir a cambiar.

Era la primera vez que la señoraTulliver se quejaba delante de Maggie,pero la visita a su hermana Glegg habíahecho revivir la vieja costumbre.

—¡Pobre madre mía! —exclamóMaggie abrazándola, profundamenteapenada y arrepentida—. Siempre he

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sido mala y le he dado mucha guerra. Yahora, si no fuera por mi culpa, podríahaber sido feliz.

—¡Mi niña! —contestó la señoraTulliver, inclinándose hacia la mejillacálida y joven—. Es mi obligaciónocuparme de mis hijos, no tendré más. Ysi me traen mala suerte, pues meconformo. No tengo mucho más, ya quemis muebles desaparecieron hacetiempo. Y tú eras muy buena, ¡no sé porqué todo ha ido tan mal!

Pasaron dos o tres días mas yMaggie siguió sin noticias de Philip: lainquietud por él empezaba a ser elsentimiento predominante y finalmente

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hizo acopio de valor con intención depreguntárselo al doctor Kenn lasiguiente vez que fuera a verla. Éste nosabía siquiera si Philip estaba en sucasa: las inquietudes hacían que el viejoWakem se mostrara taciturno: a ladecepción con el joven Jetsom, por elque al parecer sentía aprecio, habíaseguido la catástrofe de las esperanzasde su hijo después de haber accedido asus sentimientos y de mencionarimprudentemente esa concesión en SaintOgg's. Ahora, cuando alguien lepreguntaba sobre su hijo, contestaba conuna brusquedad casi violenta. Pero noera probable que estuviera enfermo, ya

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que se habría sabido, puesto que habríanllamado al medico: seguramente habríapartido de la población por unatemporada. Maggie enfermaba deinquietud y su imaginación empezó avivir cada vez con más intensidad lo quePhilip estaba soportando. ¿Qué pensaríade ella?

Por fin Bob le trajo una carta sinmatasellos y en las letras de su nombrereconoció la mano de su autor: la mismaque, mucho tiempo atrás, lo habíaescrito en una edición de bolsillo deShakespeare que ella poseía. Su madrese encontraba en la habitación y Maggie,tremendamente agitada, corrió escaleras

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arriba para poder leerla a solas.Mientras sentía en la frente los latidosdel corazón, leyó lo siguiente:

Maggie: Creo en ti. Sé que nuncatuviste intención de engañarme. Sé quehas intentado ser fiel, a mí y a todos.Lo creía antes de tener ninguna otraprueba que tu propio carácter. Lanoche del último día en que te vi fueuna tortura: había visto algo que mehabía convencido de que no eras libre,que había otra persona cuya presenciatenía un poder sobre ti que la míanunca ha poseído; pero a través detodas las explicaciones de rabia ycelos, casi asesinas, la razón se impuso

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para creer en tu sinceridad. Meconvencí de que querías serme fiel, talcomo habías dicho; que habíasrechazado a esa persona, que luchabaspor renunciar a él, por Lucy y por mí.Pero no pude dar con ninguna salidaque no resultara fatal para ti, y esetemor excluyó toda resignación. Prevíque él no renunciaría a ti y creíentonces, como creo ahora, que lafuerte atracción que os unió procedíasólo de un lado de vuestro carácter Ypertenecía a esa acción parcial ydividida de nuestra naturaleza queorigina la mitad de la tragedia deldestino humano. He sentido que en tu

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naturaleza vibraban unas cuerdas delas que él carecía. Pero quizá meequivoque, quizá te vea como el artistamira la escena sobre la que hameditado amorosamente: temblaríaante la idea de que fuera confiada aotras manos, no podría creer que paraotra persona tuviera el mismosignificado y la misma belleza que paraél.

Aquella mañana no me atreví averte, estaba lleno de una pasiónegoísta, destrozado por una noche dedelirio consciente. Te dije hace tiempoque no me resignaba siquiera a lamediocridad de mis capacidades:

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¿cómo iba a resignarme a la pérdida delo único que he tenido en este mundocon la promesa de una alegríaprofunda que daría un sentido nuevo ybendito al dolor sufrido; la promesa deotro yo que elevara mi doloroso afectoal éxtasis divino de una necesidadsiempre renovada y siempre satisfecha?

Sin embargo, los sufrimientos deaquella noche me prepararon para loque sucedió antes de la siguiente. Nome sorprendió. Estaba seguro de que élse había impuesto para convencerte deque lo dejaras todo por él, y esperé conigual certeza la noticia de vuestromatrimonio. Medía tu amor y el suyo a

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partir del mío. Pero me equivoqué,Maggie. Hay en ti algo más fuerte queel amor que sientes por él.

No te diré lo que pasé durante elintervalo. Pero incluso en la agoníamás extrema, incluso durante lasterribles dolores que debe sufrir elamor antes de desprenderse de tododeseo egoísta, mi amor por ti bastó porsí solo para alejarme del suicidio. Apesar de todo mi egoísmo, no queríaaparecer como un fantasma de lamuerte en mitad de tu felicidad nopodía soportar la idea de abandonar elmundo en el que todavía vivías ypodrías necesitarme: esperar y

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soportar formaba parte de la lealtadque te había prometido. Eso es prueba,Maggie, del motivo de mi carta:ninguna pena que haya tenido quesufrir por ti ha sido un precio excesivoa cambio de la nueva vida que heconocido al amarte. No quiero quesufras por el dolor que puedas habermecausado. Me acostumbré desde niño ala privación: nunca esperé ser feliz y alconocerte, al amarte, he conseguidoalgo, todavía hoy, que me reconciliacon la vida. Has sido para missentimientos lo que la luz, lo que loscolores son para los ojos, lo que es lamúsica para el oído: has convertido

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una débil inquietud en una vívidaconciencia. La nueva vida que heencontrado al preocuparme por tuspenas y alegrías más que por las míasha transformado un débil murmullorebelde en la resistencia deliberadaque da luz a una profunda afinidad.Creo que sólo un amor tan completo eintenso podría haberme iniciado enesta vida más amplia, que siguecreciendo cuando hacemos propia lavida de los demás; antes vivíaencerrado en una omnipresente ydolorosa timidez. Incluso algunas vecespienso que este don que he adquirido alamarte puede ser para mí una nueva

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capacidad.Así pues, querida mía, a pesar de

todo, has sido la bendición de mi vida.No te reproches nada por mí. Deberíaser yo quien se reprochara el haberteimpuesto mis sentimientos y haberteforzado a decir unas palabras queluego has sentido como grilletes.Querías ser fiel a esas palabras y lohas sido: puedo medir tu sacrificio porlo que aprendí a tu lado en solo mediahora cuando soñaba que podríasquererme. Sin embargo, Maggie, notengo derecho a pedirte otra cosa queun afectuoso recuerdo.

Durante unos días no me he

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atrevido a escribirte, porque no queríaimponerte tampoco mi presencia yrepetir así mi error original. Pero tú nome malinterpretarás. Sé que debemosmantenernos separados durante muchotiempo; las lenguas crueles, entre otrascosas, nos separarían. Pero no me iré.Aunque viaje, mis pensamientosseguirán contigo. Y recuerda que sigosiendo tuyo, tuyo con una devoción queexcluye los deseos egoístas.

Que Dios te ayude, mi querida ybondadosa Maggie. Por mucho que losdemás tengan de ti una ideaequivocada, recuerda que nunca hadudado de ti quien conoció tu corazón

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hace diez años.Si te dicen que estoy enfermo

porque no me ven salir, no te lo creas.Sólo he tenido dolores de cabeza deorigen nervioso, no peores que los quehe sufrido en otras ocasiones. Contodo, este tremendo calor me obliga apasar el día inmóvil. Me encuentro lobastante bien como para obedecerte encuanto me digas que me necesitas parahacer o decir lo que sea.

Tuyo hasta el fin,Philip WAKEMCuando Maggie se arrodilló junto a

la cama, sollozando, abrazada a la carta,sus sentimientos se expresaron una y

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otra vez en un susurro.—¡Oh, Dios mío! ¿Acaso existe

alguna felicidad en el amor que puedahacerme olvidar el dolor de los demás?

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Capítulo IV

Maggie y Lucy

Hacia finales de la semana, el doctorKenn había llegado ya a la conclusiónde que sólo de una manera podíaasegurar a Maggie una vida adecuada enSaint Ogg's. A pesar de sus veinte añosde experiencia como párroco, lehorrorizaba la obstinada insistencia enacusarla a pesar de todas las pruebas.Hasta la fecha, se había sentido másadorado y solicitado de lo que leresultaba agradable; sin embargo, ahora

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que intentaba abrir los oídos de lasmujeres a la razón y sus conciencias a lajusticia en favor de Maggie Tulliver,advertía que se encontraba tan indefensocomo si hubiera pretendido influir en laforma de los sombreros. Nadie podíallevar la contraria al doctor Kenn y loescuchaban atentamente en silencio;pero si, en cuanto salía de la habitación,se comparaban las opiniones de susoyentes con las que sostenían momentosantes, se podía observar que no se habíaproducido el menor cambio. Erainnegable que la señorita Tulliver sehabía comportado de modo reprensible:ni siquiera el doctor Kenn lo negaba,

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¿cómo podía, pues, mostrarse tanindulgente e interpretar todo lo quehabía hecho de modo tan favorable?Aunque se partiera de la suposición mascrédula, a saber, que nada de lo que sedecía de la señorita Tulliver era cierto,desde el momento en que se había dicho,la joven había quedado envuelta en unamala fama tal que toda mujer quequisiera cuidar de su reputación y de lasociedad debía alejarse de ella. Paratomar a Maggie de la mano y decirle:«No creeré nada malo que se diga deusted sin pruebas: mis labios no lorepetirán; mis oídos permaneceráncerrados para no oírlo. Yo también soy

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mortal y puedo equivocarme, tropezar yfracasar en mis esfuerzos más ardientes.Ha tenido usted peor suerte que yo,mayores tentaciones. Ayudémonos amantenernos en pie y caminar sin mástropiezo», habría hecho falta valor,piedad, conocimiento de sí mismo,generosa confianza; un espíritu que noencontrara placer en el chismorreo, queno se exaltara con la condena ajena, queno se engallara con la idea de que lavida tiene un fin moral ni con unareligión que excluyera la lucha por laverdad, la justicia y el amor hacia loshombres y mujeres que se cruzan ennuestro camino. Las señoras de Saint

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Ogg's no se dejaban seducir pornociones especulativas; no obstante,tenían una abstracción favorita, llamadasociedad, que servía para tranquilizar suconciencia mientras hacían lo quesatisfacía su egoísmo: pensar y decir lopeor de Maggie Tulliver y darle laespalda. A buen seguro, para el doctorKenn resultó decepcionante que,después de recibir incienso superfluodurante dos años de sus parroquianas,ahora éstas tuvieran un punto de vistacontrario y lo mantuvieran incluso frentea una autoridad mayor que la del doctorKenn y a la que veneraban desde muchotiempo atrás. Esta autoridad había dado

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una respuesta muy explícita a quienesquerían saber dónde empezaban susdeberes sociales, y esta respuesta noaludía al bien último de la sociedad,sino a «cierto hombr» que padeció y fuemarginado.

Sin duda, en Saint Ogg's habíamujeres con conciencia y corazóntiernos: probablemente, en la mismaproporción que en cualquier otrapequeña ciudad comercial de la época.Pero hasta que todo hombre bueno seatambién valiente, debemos esperar quela mayoría de las buenas mujeres seantímidas: incluso demasiado para creeren la rectitud de sus mejores tendencias

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cuando éstas las sitúan en minoría. Y notodos los hombres de Saint Ogg's eranvalientes, ni mucho menos: incluso aalgunos les gustaban los escándalos y,hasta cierto punto, eso habría dado a suconversación un carácter afeminado siésta no se hubiera distinguido por lasbromas masculinas y un encogerse dehombros ante los odios entre mujeres.Los varones de Saint Ogg's compartíanla idea de que no había que interferir enlas relaciones femeninas.

Así pues, todos los intentos deldoctor Kenn para procurar algún tipo dereconocimiento o empleo para Maggiele decepcionaron. La esposa de James

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Torry no quiso ni pensar en tomar aMaggie como institutriz, ni siquieratemporalmente: una joven de la que «sehabían dicho cosas semejante» y sobrela cual «bromeaban los caballero».; y laseñorita Kirke, que tenía dolores decolumna y deseaba alguien que le leyeray le hiciera compañía, declaró estarsegura de que Maggie poseía un caráctercon el que ella, por su parte, no deseabaarriesgarse a tener el menor trato. ¿Ypor qué la señorita Tulliver no aceptabael refugio que le ofrecía su tía Glegg?No correspondía a una chica como ellarechazarlo. O, mejor aún, ¿por qué no seiba de allí y encontraba un trabajo donde

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nadie la conociera? (Al parecer, no eragrave que pudiera llevar sus peligrosastendencias a familias desconocidas enSaint Ogg's). Debía de ser muy fresca ymuy dura para desear quedarse en unaparroquia donde tanto se la miraba y semurmuraba de ella.

El doctor Kenn, que poseía granfirmeza de carácter, ante esta oposición,como cualquier otro hombre firme, tomóuna determinación que iba incluso másallá de lo previsto. Necesitaba unainstitutriz que se ocupara de sus hijospequeños durante el día y, aunque alprincipio dudó en ofrecer el puesto aMaggie, lo decidió la intención de

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protestar con toda la fuerza de suautoridad personal y sacerdotal contralas calumnias que la marginaban.Maggie aceptó, agradecida, un empleoque suponía unos deberes y un apoyoigualmente importantes: ahora tendríalos días ocupados y las noches solitariasserían un descanso bien recibido. Ya nonecesitaba que su madre se sacrificaraquedándose con ella y convenció a laseñora Tulliver de que regresara almolino.

Sin embargo, la gente empezó aadvertir que el doctor Kenn, que tanejemplar parecía hasta el momento, teníasus cosillas y, probablemente, sus

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debilidades. El sector masculino deSaint Ogg's sonrió con cierta simpatía ymanifestó que no le sorprendía que aKenn le gustara ver un par de hermososojos todos los días o que se mostrarainclinado a juzgar el pasado con tantaindulgencia; el sector femenino, que enaquel periodo parecía menos poderoso,adoptó un punto de vista más triste. ¿Y siaquella señorita Tulliver conseguíacautivar al doctor Kenn y hacer que secasara con ella? Una no podía confiar nien el mejor de los hombres, incluso unapóstol cayó y después lloróamargamente; y aunque las negativas deSan Pedro no constituían un precedente

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muy exacto, era probable que sí lo fuerael arrepentimiento.

No hacía más de tres semanas queMaggie acudía cada día a la rectoríacuando ya se había especulado tantoconfidencialmente sobre la terribleposibilidad de que un día u otro seconvirtiera en la esposa del rector quealgunas damas empezaban a hablar decómo deberían comportarse con ellallegado el caso. Porque, al parecer, unamañana el doctor Kenn pasó media horaen la sala mientras la señorita Tulliverdaba clase —¡qué va! si estaba presentetodas las mañanas—. Y en una ocasiónla acompañó a su casa —no, la

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acompañaba casi cada día—, y, si no,iba a verla al final de la tarde. ¡Quéastuta era! ¡Qué madre para aquellosniños! La señora Kenn se estremeceríaen su tumba ante la idea de que aquellamuchacha se ocupara de sus hijos a laspocas semanas de su muerte. ¿Habríaperdido el doctor Kenn toda decenciahasta el punto de casarse antes de quetranscurriera un año de su muerte? Elsector masculino, sarcástico, pensabaque casarse, no se casaría antes del año.

Las señoritas Guest vieron como unalivio a su pena la locura del rector: almenos así su hermano estaría a salvo; latenacidad de Stephen era continua fuente

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de temores para ellas, no fuera aregresar para contraer matrimonio conMaggie. Ellas no se encontraban entrequienes no habían prestado oídos a lacarta de su hermano; pero no confiabanen que Maggie se mantuviera firme en surenuncia. Sospechaban que se habíaacobardado ante la huida, pero no anteel matrimonio, y que permanecía enSaint Ogg's con la esperanza de que élregresara a buscarla. Siempre les habíaparecido desagradable: ahora la teníanpor astuta y orgullosa; probablemente,tenían tan buenos motivos para pensarlocomo el lector y yo tenemos para otrasopiniones similares. Aunque al principio

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no les había entusiasmado el matrimoniocon Lucy, ahora el temor de unmatrimonio entre Stephen y Maggieañadía fuerza a la sincera pena eindignación que sentían en nombre de ladulce muchacha abandonada y deseabanque regresara con ella. En cuanto Lucypudiera salir de casa, iría a la costa abuscar alivio del opresivo calor deagosto con las señoritas Guest; y éstastenían el proyecto de convencer aStephen para que se uniera a ellas. A laprimera insinuación de un chismorreo enrelación con Maggie y el doctor Kenn,las señoritas Guest se apresuraron acomunicárselo por carta a su hermano.

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A través de su madre, de la tía Gleggo del doctor Kenn, Maggie tenía noticiasfrecuentes de la lenta recuperación deLucy y sus pensamientos tendíancontinuamente hacia la casa de su tíoDeane: ansiaba conversar con Lucy,aunque sólo fuera durante cinco minutos,pronunciar palabras de arrepentimiento,que los ojos y los labios de Lucy leaseguraran que no creía que aquellosque amaba y en quienes confiaba lahabían traicionado deliberadamente.Pero sabía que, suponiendo que laindignación de su tío no le cerrara lapuerta, no permitirían a Lucy laagitación de semejante encuentro. El

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mero hecho de verla sin hablar habríasupuesto cierto alivio, ya que a Maggiese le aparecía una y otra vez un rostrotan dulce que resultaba cruel: un rostroque la miraba, con la tierna expresióndel amor y la confianza, desde elcrepúsculo de los recuerdos másantiguos, convertido ahora en un rostrotriste y cansado por el primer disgustoamoroso. Y, a medida que pasaban losdías, aquella imagen pálida ibacreciendo y haciéndose más nítidadebido al remordimiento; los suavesojos de color avellana de expresióndoliente se inclinaban siempre sobreMaggie y la atravesaban, tanto más

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cuanto que no veía rabia alguna en ellos.Pero Lucy todavía no podía ir a laiglesia ni a ningún lugar donde Maggiepudiera verla, e incluso esa esperanza sedesvaneció cuando la tía Glegg lecomunicó que Lucy se iba dentro deunos días a Scarborough con lasseñoritas Guest y, al parecer, habíandicho que esperaban que su hermano sereuniera allí con ellas.

Sólo quienes han sufrido un durocombate interno pueden saber lo quesintió Maggie cuando se quedó sentada ysola aquella tarde tras oír la noticiatrasmitida por la señora Glegg; sólo loentenderán quienes sepan lo que es

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temer que se cumplan los deseosegoístas, de la misma manera que lamadre en vela temería el somnífero quedebe apaciguar su dolor.

Permaneció en la penumbra sinninguna vela, con la ventana abierta depar en par sobre el río; la sensación decalor opresivo se sumaba de modoindistinguible a la carga de su destino.Sentada en una silla frente a la ventana,con el brazo en el alféizar, mirabainexpresivamente el fluir del río,acelerado por el movimiento de lamarea, esforzándose en ver todavía eldulce rostro de una tristeza sinreproches, que parecía ahora hundirse y

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esconderse tras una forma que seinterponía, oscureciéndolo todo. Oyó lapuerta y pensó que era la señora Jakincon la cena, como de costumbre; y conesa repugnancia ante la conversaciónbanal que acompaña a la languidez y ladesdicha, ni siquiera se volvió hacia lapuerta para decir que no quería nada:seguro que la pequeña y bondadosaseñora Jakin haría algún comentariobienintencionado. Sin embargo, alinstante siguiente, sin haber oído elrumor de pisada alguna, sintió una manoligera sobre el hombro y oyó que unavoz cercana le decía:

—¡Maggie!

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Allí estaba su rostro, cambiado,pero igualmente dulce: allí estaban losojos color avellana, de una ternura queatravesaba el corazón.

—¡Maggie! —dijo la voz queda.—¡Lucy! —contestó una voz teñida

de angustia.Y Lucy abrazó a Maggie y apoyó la

pálida mejilla contra una frente ardiente.—He salido a hurtadillas cuando

papá y los demás estaban fuera —susurró Lucy mientras se sentaba junto aMaggie y le tomaba la mano—. Aliceme ha acompañado, le pedí que meayudara. Pero sólo puedo quedarme unpoco, porque es ya muy tarde.

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No era fácil seguir hablando.Permanecieron sentadas, mirándose.Parecía que el encuentro terminaría sinmás conversación, porque ésta resultabamuy difícil. Ambas sabían que lasabrasarían las palabras que recordaranel error irreparable. Pero mientrasMaggie contemplaba a su prima, una olade arrepentimiento y palabras cariñosasestalló con un sollozo.

—Dios te bendiga por haber venido,Lucy.

Los sollozos de ambas se hicieronmás intensos.

—Tranquilízate, Maggie —dijoLucy, acercando de nuevo la mejilla a la

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de Maggie—. No sufras. Y permanecióinmóvil, con la esperanza de calmar aMaggie con aquella caricia.

—No quería engañarte, Lucy —dijoMaggie en cuanto pudo hablar—. Meatormentaba sentir algo que no queríaque supieras… Pensaba que podríadominarlo, que nunca verías nada que tehiciera daño.

—Lo sé, querida —dijo Lucy—. Séque no querías hacerme infeliz… Escomo si nos hubiera caído encima unadesgracia: para ti es más difícil y,además, lo abandonaste… Debió de sermuy duro.

Permanecieron en silencio de nuevo

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unos instantes, con las manos unidas ylas mejillas juntas.

—Lucy —dijo Maggie de nuevo—,él también luchó, quería serte leal.Volverá contigo, perdónalo, entoncespodrá ser feliz…

Estas palabras salieron de lo másprofundo del alma de Maggie con unesfuerzo convulso, como el de unhombre que se ahogara. Lucy tembló ypermaneció en silencio.

Sonó un golpe suave en la puerta.Era Alice, la doncella.

—No me atrevo a estar aquí por mástiempo, señorita Deane. Se darán cuentade que ha salido y se enfadarán mucho

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cuando regrese tan tarde.—Muy bien, Alice. Salgo dentro de

un minuto —contestó Lucy levantándose—. Maggie: me voy el viernes —añadióen cuanto Alice cerró la puerta otra vez—. Cuando vuelva y me encuentre otravez fuerte, me dejarán hacer lo quequiera. Entonces podré venir a vertesiempre que lo desee.

—Lucy —contestó Maggie con otrogran esfuerzo—, rezo a Dioscontinuamente para no volver a causarteninguna pena.

Apretó la manita que tenía entre lassuyas y miró el rostro inclinado sobre elsuyo. Lucy nunca olvidó aquella mirada.

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—Maggie —dijo Lucy en una vozbaja que poseía toda la solemnidad deuna confesión—, eres mejor que yo. Yono puedo…

Se interrumpió y no dijo hada más,pero se unieron otra vez en un últimoabrazo.

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Capítulo V

El último conflicto

Una noche de la segunda semana deseptiembre, Maggie se encontraba denuevo sentada en su solitaria habitación,combatiendo contra los viejos enemigosfantasmales que resucitaban una y otravez. Era más de medianoche y la lluviagolpeaba con furia contra la ventana,empujada por el viento irregular quegemía con estruendo. Al día siguiente dela visita de Lucy se produjo un repentinocambio en el tiempo: el calor y la sequía

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habían dado paso a vientos fríos yvariables, así como a intensoschaparrones, de modo que leprohibieron que emprendiera el viajeprevisto hasta que el tiempo mejorara.En los condados situados curso arribadel Floss, las lluvias habían sidocontinuas y se había interrumpido larecolección de la cosecha. En aquelmomento hacía ya dos días que nocesaba de llover en aquel tramo bajo delrío, de modo que los más ancianosmovían la cabeza y hablaban de losucedido sesenta años atrás, cuandounas lluvias similares, hacia elequinoccio, trajeron las grandes

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inundaciones que se llevaron el puente yarrasaron la población. Con todo, lageneración más joven, que había vistoya varias inundaciones pequeñas, notomaba muy en serio esos recuerdos yaugurios sombríos, y Bob Jakin,naturalmente propenso a confiar en subuena suerte, se reía de su madre cuandoésta se lamentaba de que hubierantomado una casa junto a la orilla de río,diciéndole que, si no fuera por eso, notendrían botes, que en caso deinundación serían la posesión máspreciada para poder ir a buscar comida.

Sin embargo, en aquel momentodormían en sus camas tanto los

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despreocupados como los temerosos. Seesperaba que la lluvia amainara al díasiguiente; los jóvenes recordaban quelas peores amenazas como resultado dealgún deshielo repentino tras una nevadahabían pasado sin consecuencia alguna;y, en el peor de los casos, sedesbordarían las orillas curso abajocuando subiera la marea, y de igualmanera se irían las aguas sin causar masque molestias temporales y pérdidas quesólo sufrirían los más pobres, a los quela caridad se encargaría de aliviar.

En aquel momento, todos estaban enla cama, porque era ya más demedianoche: todos, excepto algunos

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insomnes solitarios como Maggie.Estaba sentada en el pequeño salón,frente al río, con una vela que dejaba enpenumbra toda la habitación menos lacarta que tenía ante sí en la mesa. Lacarta, que había recibido durante el día,era una de las causas de estuvieratodavía en pie, ajena al paso de lashoras y sin preocuparse de buscardescanso, pues no concebía ya otro queel reposo lejano del que no volvería adespertar a esta vida terrenal llena deluchas. Dos días antes de recibir lacarta, Maggie había ido a la rectoría porúltima vez. Desde entonces, la fuertelluvia le habría impedido ir, pero no era

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ése el único motivo de su ausencia. Eldoctor Kenn, que al principio se enterópor algunas insinuaciones del sesgo queestaban tomando los chismorreos y lascalumnias sobre Maggie, se habíainformado de todo a través de los vivosreproches de uno de sus parroquianos, elcual insistió en lo poco adecuado queera oponerse a través de la resistencia alos sentimientos dominantes en laparroquia. El doctor Kenn, que tenía laconciencia muy tranquila, se sentíainclinado a perseverar y era reacio aceder ante un sentimiento públicoodioso y despreciable; pero terminócediendo tras considerar que la

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responsabilidad de su cargo le exigíaevitar la apariencia del mal y que esta«aparienci» depende siempre de lacalidad media de las mentes del entorno.Allí donde éstas son toscas y groseras,la extensión de esta «aparienci» seamplía de modo proporcional. Quizácorría el peligro de actuar movido porla obstinación; tal vez fuera su deberrendirse: las personas escrupulosas soncapaces de advertir en qué momento eldeber exige tomar el camino más difícil,y para el doctor Kenn siempre habíasido doloroso echarse atrás. Decidióque debía aconsejar a Maggie que semarchara de Saint Ogg's una temporada;

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y llevó a cabo esta difícil tarea con tantadelicadeza como pudo, limitándose adecirle vagamente que su permanenciaera una fuente de discordia entre él y susparroquianos que podría dificultar suutilidad como pastor. Le rogó que lepermitiera escribir a un amigo suyo,también clérigo, que podría tomarlacomo institutriz; y, si él no podía, tal vezconociera algún puesto para una jovenpor cuyo bienestar el doctor Kenn seinteresaba vivamente.

La pobre Maggie escuchó con labiostemblorosos: no pudo decir más que undébil «gracias, se lo agradeceré» y semarchó a su alojamiento bajo la lluvia

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torrencial con una nueva sensación dedesolación. No le quedaba más remedioque ser una nómada solitaria, tendríaque ir a vivir entre caras nuevas que lamirarían con curiosidad mientras sepreguntaban por qué los días noparecían aportarle felicidad alguna;debía empezar una nueva vida, en la quetendría que animarse para recibir nuevasimpresiones ¡y se sentía indeciblementecansada! Los que cometían errores notenían hogar e incluso quienes secompadecían de ellos debían mostrarseduros. ¿Acaso debía quejarse? ¿Debíaapartarse de una vida de penitencia, queera la única posibilidad de aligerar la

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carga de otros que también sufrían, ytransformar así aquel error apasionadoen una fuerza nueva de amor humanogeneroso? Pasó todo el día siguientesentada en la solitaria habitación, anteuna ventana oscurecida por las nubes yla fuerte lluvia, pensando en aquel futuroy esforzándose en tener paciencia ¿Quéreposo podía conseguir Maggie si no eraluchando?

Y al tercer día, el día que acababade terminar, había llegado la carta quetenía ante sí sobre la mesa.

La carta era de Stephen. Habíaregresado de Holanda: estaba enMudport, sin que sus familiares lo

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supieran, y desde allí le escribía yentregaba la carta a una persona de suconfianza. Desde el principio hasta elfinal, era un apasionado grito dereproche, una protesta por el inútilsacrificio: de él, de ella; contra aquellapervertida noción del bien que la habíallevado a aplastar todas sus esperanzaspor una simple idea, pero no por un bienconcreto: las esperanzas de él, al queella amaba y que la amaba con unapasión irresistible, con una adoraciónque un hombre sólo siente una vez en suvida por una mujer.

Me han escrito que vas a casartecon Kenn. ¡Como si fuera a creérmelo!

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Quizá te habrán contado cuentosparecidos sobre mí. Quizá te hayandicho que he estado «viajand». Escierto que mi cuerpo ha ido de un sitioa otro, pero yo no me he movido delhorrible lugar donde me dejaste, dondedesperté del estupor de una rabiaimpotente y vi que te habías ido.

¡Maggie! ¿Quién puede habersufrido tanto como yo? ¿Quién tieneuna herida como la mía? ¿Quién haconocido, como yo, esa larga mirada deamor que ha ardido en mi alma demodo tal que ninguna otra imagenpuede entrar en ella? ¡Maggie, dimeque vaya contigo! ¡Llévame de nuevo a

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la vida y a la bondad! Ahora vivodesterrado de las dos. No tengomotivos: todo me da igual. Estos dosmeses sólo han hecho más profunda lacerteza de que la vida sin ti no meinteresa. Escríbeme una sola palabra,dime «Ve» y en dos días estaré a tulado. Maggie, ¿has olvidado lo que eraestar juntos, mirarnos, oír la voz delotro?

Cuando Maggie leyó esta carta porprimera vez tuvo la sensación de que laverdadera tentación acababa deempezar. A la entrada de la fría y oscuracaverna, nos alejamos de la cálida luzcon el coraje intacto; pero cómo

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encontrarlo después, cuando hemosavanzado en la húmeda oscuridad yhemos empezado a sentirnos débiles ycansados, y se abre repentinamentesobre nosotros una abertura que nosinvita a regresar a la próvida luz del día.El impulso del deseo natural bajo lapresión del dolor es tan intenso que esprobable que olvidemos todos losmotivos menos inmediatos hasta queescapemos del dolor.

Durante varias horas, Maggie sesintió como si su lucha hubiera sido envano. Durante varias horas, la imagen deStephen esperando la palabra que lollevara hacia ella barrió cualquier otra

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idea. Maggie no había leído la carta:había oído la voz de Stephenpronunciando cada palabra, y su vozhabía tenido la misma extraña capacidadde conmoverla. A lo largo del díaanterior se había alzado ante sí la visiónde un futuro solitario que deberíarecorrer con la carga delarrepentimiento y con la única ayuda dela fe. ¡Y ahora, al alcance de la mano,imponiéndose casi como un derecho, sele presentaba otro futuro en el que enlugar de penalidades y esfuerzos se leofrecía la posibilidad de descansar en lafuerza amorosa de otra persona! Y, sinembargo, esa promesa de alegría en

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lugar de tristeza no era la mayortentación para Maggie. Lo que le hacíavacilar era el tono de tristeza deStephen, la duda sobre la justicia de sudecisión, y fue eso lo que hizo que enuna ocasión se levantara de su asientopara tomar papel y pluma y escribir:«¡Ven!».

Pero cuando estaba a punto derealizar ese acto decisivo, se echó atrás;y con un pinchazo, como si fuera unadegradación consciente, sintió queaquello estaba en contradicción con suforma de ser en los momentos de fuerzay clarividencia. No —debía esperar,debía rezar—, la luz que había visto

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volvería: sentiría otra vez lo mismo quecuando huyó, empujada por unainspiración lo bastante fuerte paravencer la agonía, para vencer el amor:debía sentir otra vez lo mismo quecuando Lucy estaba a su lado, cuando lacarta de Philip había hecho vibrar todaslas fibras que la unían a un sosegadopasado.

Permaneció sentada y quieta,dejando pasar las horas de la noche: sinimpulso para cambiar de actitud, sinfuerzas siquiera para rezar mentalmente:sólo esperaba la luz que, sin duda,volvería.

Y la luz llegó con los recuerdos que

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ninguna pasión podía apagar durantemucho tiempo: el pasado regresó y, conél, la fuente de la piedad, la renuncia yel afecto, la lealtad y la decisión. Laspalabras que señalaba la mano quieta enel librito que había aprendido dememoria tiempo atrás brotaron en suslabios y encontraron salida en un bajomurmullo que se perdió en el estruendode la lluvia contra la ventana y el fuertegemido del viento: «He recibido laCruz, la he recibido de tu mano; cargarécon ella y la soportaré hasta la muerte,puesto que tú me la has dad».

Pero no tardaron en surgir otraspalabras, que sólo podían expresarse en

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sollozos: «¡Perdóname, Stephen! Todopasará. Volverás con ell». Tomó la carta,la acercó a la vela y dejó que ardieralentamente en la chimenea.

«Cargaré con ella, la soportaré hastala muerte… ¡Pero cuánto tiempo quedahasta que llegue la muerte! Soy tanjoven, tan sana. ¿Cómo voy a tenerfuerza y paciencia? ¡Oh, Dios mío!¿Tendré que luchar, caer y volver aarrepentirme? ¿La vida me reservapruebas tan duras como éstas?». Coneste grito de desesperación de sí misma,Maggie cayó de rodillas contra la mesay ocultó el rostro lleno de dolor. Sualma se elevó hacia la Piedad invisible

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que estaría con ella hasta el fin. ¿Acasola experiencia le enseñaría algo yestaría aprendiendo el secreto de laternura y el sufrimiento humanos, quequizá otros que no erraban desconocían?«Oh, Dios mío, si mi vida ha de serlarga, deja que viva con tu bendición yconsuelo».

En aquel momento, Maggie sesobresaltó con una sensación de fríorepentino en las rodillas y en los pies: elagua corría por el suelo. Se puso en piede un brinco: el agua entraba por debajode la puerta que conducía al pasillo. Nose sintió desconcertada ni un instante:sabía que el río se había desbordado.

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El tumulto de emociones que habíaestado soportando durante las últimasdoce horas parecía haberle dejado unagran calma: sin gritar, con la vela en lamano, se encaminó a toda prisa aldormitorio de Bob Jakin. La puertaestaba entornada, entró y lo sacudió porel hombro.

—¡Bob! ¡Se ha desbordado el río!¡Entra agua en la casa! Vamos a ver sipodemos poner a salvo los botes.

Maggie encendió la vela de Bobmientras su pobre esposa agarraba a lanena y empezaba a gritar; después bajócorriendo las escaleras para ver si lasaguas subían deprisa. A los pies de la

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escalera había una puerta que daba a unahabitación, situada un peldaño másabajo: el agua llegaba ya a ese escalón.Mientras miraba, algo chocó contra laventana con un tremendo estruendo ylanzó hacia el interior de la casa loscristales emplomados y el viejo marcode madera hechos añicos, tras lo cual elagua irrumpió torrencialmente.

—¡Es el bote! —gritó Maggie—.¡Bob, ven a coger los botes!

Y sin miedo alguno se metió en elagua, que le llegaba ya a las rodillas, y,a la temblorosa luz de la vela que habíadejado en las escaleras, subió al alféizary trepó al interior del bote, que metía la

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proa por la ventana. Bob no tardó enbajar a toda prisa sin medias ni zapatos,pero con la linterna en la mano.

—¡Vaya! Si están aquí los dos, losdos botes —dijo Bob mientras se metíaen el que estaba Maggie—. Qué suerteque no se hayan roto el amarre ni elembarcadero.

Con la agitación de subir al otrobote, desatarlo y coger un remo, a Bobno le inquietó el riesgo que corríaMaggie. Cuando compartimos el peligro,no tememos por quienes no tienenmiedo, y Bob estaba concentrado enpensar en diversas alternativas paragarantizar la seguridad de los seres

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indefensos que se encontraban dentro dela casa. El hecho de que Maggie hubieraestado en pie, lo hubiera despertado yhubiera tomado la iniciativa le daba aBob la vaga impresión de que eraalguien que le ayudaría a proteger a losdemás y no necesitaba protección.Maggie también se había apoderado deun remo para empujar y sacar el bote dela ventana.

—El agua sube tan aprisa que creoque no tardará en llegar a lashabitaciones, la casa es muy baja —dijoBob—. Casi que prefiero meter a Prissy,la nena y mi madre en el bote y fiarmedel agua, porque la casa es vieja y poco

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segura. Y si dejo el bote… ¡pero usted!—exclamó, levantando repentinamentela linterna hacia Maggie, que estaba depie bajo la lluvia, con el remo en lamano y el cabello negro al viento.

Maggie no tuvo tiempo de contestar,porque una nueva ola avanzó entre lascasas y arrastró los dos botes hacia lacorriente principal con tal fuerza que losllevó más allá del punto de confluenciacon la corriente del río.

Durante los primeros momentos,Maggie no sintió nada y creyó queacababa de abandonar esta vida quetanto había temido: aquello era el trancede la muerte sin agonía y estaba sola en

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la oscuridad con Dios.Había sido todo tan rápido —tan

irreal— que se habían roto los vínculosde la usual asociación de ideas: se dejócaer sobre el banco, agarró el remo demodo reflejo y, durante un rato, no fueconsciente de dónde se encontraba. Loprimero que la hizo reaccionar fue el finde la lluvia y la sensación de que unadébil luz dividía la oscuridad en dos ypermitía distinguir entre la penumbrasituada en lo alto y la inmensidad de lasaguas. La arrastraba la inundación: esaterrible visita de Dios de la que tantohablaba su padre, pesadilla de sussueños infantiles. Y ese pensamiento

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trajo consigo la visión de su casa, deTom, de su madre, con quienesescuchaba esas historias.

—¡Dios mío! ¿Dónde estoy? ¿Pordónde se va a casa? —gritó en la oscurasoledad.

¿Qué sucedía a quienes estaban en elmolino? En una ocasión, una inundaciónestuvo a punto de destruirlo. Quizá seencontraran en peligro, en un apuro. ¡Sumadre y su hermano, solos, sin que nadiepudiera prestarles ayuda! Se estremecíacon esa idea y veía los rostros amadosbuscando ayuda en la oscuridad sinencontrar ninguna.

Ahora flotaba en aguas lisas, tal vez

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perdida en los campos inundados.Ninguna sensación de peligro inminentele impedía pensar en su viejo hogar, y seesforzó por ver a través de la cortina deoscuridad para poder averiguar dóndese encontraba, para intentar distinguiralgún indicio del lugar hacia el cualtendía su inquietud.

¡Con qué alegría recibió laprogresiva extensión de las lúgubresaguas, la gradual elevación del nubosofirmamento, la lenta definición de losnegros objetos sobre la brillanteoscuridad! Sí, tenía que estar sobre loscampos, aquéllas eran las copas de unosárboles formado seto. ¿Por dónde

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estaría el río? Miró hacia atrás y viohileras de árboles negros: hacia delanteno vio ninguno, luego tenía el río ante sí.Tomó el remo y empezó a remar haciadelante con la energía de una nuevaesperanza: ahora que actuaba, el albaparecía avanzar más rápidamente, y notardó en ver unas pobres bestiasagrupándose lastimeramente sobre lacolina en que se habían refugiado.Siguió remando con golpes orasuperficiales, ora profundos a lacreciente luz del amanecer: las ropasmojadas se le pegaban al cuerpo y elviento le agitaba el cabello suelto, peroapenas era consciente de ninguna

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sensación física, excepto la fuerza que leinspiraba la intensa emoción. Junto conla sensación de peligro y el deseo derescatar a los recordados seres quevivían en su viejo hogar, experimentabauna indefinida sensación dereconciliación con su hermano. ¿Quépelea, qué roce, qué falta de fe en el otropuede sobrevivir ante una grancatástrofe, cuando todos los artificios denuestra vida han desaparecido, somossolo uno y sentimos las mismasnecesidades primitivas? Maggie losentía de modo impreciso, mezclado conel intenso amor hacia su hermano querenacía y borraba todas las impresiones

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de dureza, crueldad e incomprensión, ydejaba los recuerdos profundos,subyacentes e inamovibles de losprimeros años de unión.

Distinguió ahora una gran masaoscura a lo lejos y, más cerca, lacorriente del río. Aquella masa negratenía que ser… sí, era Saint Ogg's. Ah,ahora sabía hacia dónde mirar paralocalizar los árboles bien conocidos: lossauces grises, los castaños amarillentosy, por encima de ellos, el viejo tejado;pero todavía no se percibían formas nicolores: todo era tenue y borroso. Sesentía cada vez más fuerte, como siestuviera gastando en aquel momento

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unas reservas que no necesitaría ya en elfuturo.

Mientras imaginaba cada vez conmayor nitidez la situación en que seencontraría su viejo hogar, se le ocurriópensar que debía meter el bote en lacorriente del Floss para cruzar hasta elRipple y acercarse a la casa; peroentonces sería fácil que la arrastrara lacorriente y no pudiera volver a salir deella. Por primera vez tuvo clara nociónde peligro; pero no había elección, nohabía duda posible, y derivó hacia lacorriente. Ahora corría sin esfuerzo; amedida que disminuía la distancia yaumentaba la luz, empezaba a distinguir

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objetos que identificaba como árboles ytejados bien conocidos: más aún, ya noestaba lejos de una fuerte corrientefangosa que debía de ser el Ripple,extrañamente cambiado.

¡Santo cielo! Las aguas arrastrabanunos bultos flotantes que podían golpearel bote al pasar junto a ella y hacer quese ahogara demasiado pronto. ¿Quéserían aquellos bultos?

Por primera vez, el corazón deMaggie empezó a latir con un terribletemor. Permaneció sentada e indefensa,apenas consciente de que la arrastrabanlas aguas, pensando en el choqueinminente. Pero el horror duró poco y

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desapareció antes de alcanzar losmuelles de Saint Ogg's: así pues, habíapasado ya la desembocadura del Ripple:ahora tenía que utilizar toda su habilidady su fuerza para conducir el bote ysacarlo de la corriente. Vio entonces queel puente estaba roto: distinguió elmástil de un barco encallado a lo lejos,en los campos anegados. Pero no se veíaningún bote en el río: seguramente,estarían utilizando en las callesinundadas los que hubieran podidoencontrar.

Con renovada decisión, Maggie sepuso en pie para remar: pero el reflujoaceleraba la velocidad del río y la

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arrastró más allá del puente. Oyó gritosprocedentes de las ventanas que dabansobre el río, como si la gente la llamara.Cuando se encontraba casi a la altura deTofton, pudo salir de la corriente.Entonces, tras lanzar una mirada deanhelo hacia la casa del tío Deane,situada más abajo, tomó ambos remos ybogó con todas sus fuerzas por loscampos inundados, retrocediendo haciael molino. Los colores empezaban adespertar y, a medida que se acercaba alos campos de Dorlcote, fuedistinguiendo los tonos de los árboles:vio los viejos pinos albares a lo lejos,hacia la derecha, y los castaños de su

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casa. ¡Oh! El agua los cubría hasta muyarriba, más arriba que otros árbolessituados en aquel lado de la colina. ¿Yel tejado del molino? ¿Dónde estaba? Ylos pesados fragmentos que bajaban porel Ripple, ¿qué significaban? Pero noeran de la casa, la casa se manteníafirme: sumergida hasta el primer piso,pero firme ¿o tal vez estaba rota hacia ellado del molino?

Jadeando, feliz de haber llegado ymás dichosa que inquieta, Maggie seacercó a la fachada de la casa.

Al principio no oyó nada: no vio quenada se moviera. El bote quedaba a laaltura de las ventanas delanteras.

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—Tom, ¿dónde estás? —llamó convoz alta y potente—. ¿Dónde está,madre? Soy yo, Maggie.

Enseguida, desde la ventana situadabajo el tejado, oyó la voz de Tom.

—¿Quién es? ¿Tiene un bote?—Soy yo, Tom. ¿Dónde está madre?—No está aquí: se fue a Garum

anteayer. Voy a la ventana de abajo. —Y,cuando abrió la ventana central, situadaal mismo nivel que el bote, preguntó,atónito—: ¿Estás sola, Maggie?

—Sí, Tom: Dios me ha tenido de sumano y me ha traído hasta aquí. Suberápido. ¿Hay alguien más?

—No —contestó Tom, subiendo al

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bote—. Me temo que el encargado se haahogado, que se lo llevó el Ripplecuando se cayó parte del molino,derribado por las piedras y los árboles:llevo gritando todo el rato y nadie me hacontestado. Dame los remos, Maggie.

Sólo después de que se alejaran deallí, cuando se encontró sobre las aguas—cara a cara con Maggie—, Tomalcanzó a comprender la magnitud de losucedido. Fue una revelación tanabrumadora, tan inesperada sobre lasprofundidades de la vida, sobre todo loque había sido incapaz de ver —él quecreía tener una vista tan aguda y clara—que se sintió incapaz de hacer ninguna

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pregunta. Permanecieron sentados,mirándose: Maggie, con unos ojosintensamente vitales, lo miraba desde unrostro cansado, derrotado; Tom, pálido,con cierta expresión de respeto yhumillación. El pensamiento estabaocupado, pero los labios permanecíanen silencio: y aunque no pudo formularninguna pregunta, Tom adivinó el relatode un esfuerzo protegido de modo casimilagroso. Al fin, una neblina cubrió losojos de color gris azulado y los labioshallaron una palabra que podíanpronunciar: el infantil «¡Maggie!».

Maggie no pudo dar otra respuestaque un sollozo largo y profundo que

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expresaba aquella felicidad misteriosa ymaravillosa íntimamente ligada al dolor.

—Vamos a buscar a Lucy —dijoMaggie en cuanto pudo hablar—. Tom,vamos a ver si está a salvo, y despuésayudaremos a los demás.

Tom remó con vigor infatigable, avelocidad muy distinta que la pobreMaggie. No tardó el bote en encontrarsede nuevo en la corriente del río, demodo que no tardarían en llegar aTofton.

—Park House se encuentra porencima del nivel de las aguas —dijoMaggie—, quizá hayan enviado allí aLucy.

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No dijeron nada más; el río les traíaun nuevo peligro. Parte de la maquinariade madera de los muelles acababa deceder y el agua arrastraba enormesfragmentos. Amanecía ya y la desolaciónde las aguas se extendía con terriblenitidez en torno a ellos, y con la mismaterrible nitidez avanzaban a todavelocidad las masas amenazadoras. Lanumerosa tripulación de un bote que seabría paso bajo las casas de Toftonobservó el peligro que corrían.

—¡Salgan de la corriente! —gritaron.

Pero no era fácil y Tom, mirandoante sí, vio cómo la muerte se

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precipitaba hacia ellos. Los enormesfragmentos, en fatal fraternidad,formaban una enorme masa queavanzaba con la corriente.

—¡Ya está aquí, Maggie! —dijo Tomcon voz profunda y ronca, soltando losremos y abrazándola.

Al instante siguiente, el bote ya noestaba sobre las aguas y la enorme masaseguía su horrible marcha triunfal.

Pero no tardó en reaparecer la quilladel bote, como un punto negro en el aguadorada.

Reapareció el bote, pero loshermanos se habían hundido, unidos enun abrazo del que jamás se habrían de

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separar, reviviendo, en un momentosupremo, los días en que, tomados de lamano en un gesto de cariño, vagaban porlos campos de margaritas.

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Conclusión

La naturaleza repara los estragos quecausa, los arregla con el sol y el trabajohumano. Al cabo de cinco años, en lasuperficie de la tierra quedaban pocosrestos de la desolación que trajo consigoaquella inundación. El quinto otoño fuerico en doradas gavillas, que se alzabanen densos montones entre los setosdistantes; los muelles y almacenes delFloss bullían de actividad, con ecos devoces impacientes, con la carga ydescarga de mercancías llenas deesperanza. Y todos los hombres ymujeres mencionados en esta historia

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seguían con vida, excepto aquellos cuyofin ya conocemos.

La naturaleza repara los estragos quecausa, pero no todos. Los árbolesarrancados de cuajo no arraigan denuevo, las colinas hendidas muestran suscicatrices: si algo crece, los árboles yano son los mismos, y bajo el ropajeverde, las colinas llevan las marcas delos viejos desgarros. Para los ojos queconocen bien el pasado, la reparaciónno es completa.

El molino de Dorlcote estabareconstruido. Y el cementerio deDorlcote —cuya tumba de ladrillo, quealbergaba a un padre que conocemos, se

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encontró con la lápida caída tras lainundación— había recuperado el ordenherboso y la quietud adecuada.

Cerca de la tumba de ladrillo sealzaba otra tumba, construida al poco dela inundación, para los dos cadáveresque habían hallado estrechamenteabrazados: recibía visitas frecuentes dedos hombres que sentían que su mayoralegría y su mayor pena yacían allí parasiempre.

Uno de los dos visitó otra vez latumba acompañado de un dulce rostro,pero eso fue años más tarde.

El otro fue siempre solitario. Sumayor compañía se encontraba entre los

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árboles de las Fosas Rojas, donde laalegría enterrada parecía rondar comoun espíritu.

En la tumba aparecían los nombresde Tom y Maggie Tulliver, y bajo éstos,la siguiente inscripción:

«Tampoco en su muerte fueronseparados».[35]

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GEORGE ELIOT, es el seudónimo queempleó la escritora británica Mary AnneEvans (Arbury Farm, Astley 1819 -Londres, 1880).

Usó un nombre masculino paraasegurar que su trabajo fuera tomado enserio. Pocas escritoras publicaban bajo

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sus nombres verdaderos, como el casode Charlotte Brontë y sus hermanas.George Eliot quiso evitar ser vistasimplemente como una escritoraromántica.

Sus novelas, de gran estilo realista,reflejan con pesimismo la vidaprovinciana británica y en general lacomplejidad de la vida británica de suépoca. Recrean conflictos morales, enlos que ella aboga por la autenticidad.Entre sus obras más famosas seencuentran Adam Bede (1859), Elmolino junto al Floss (1860) y SilasMarner (1861). Son novelas que tratande la región de Warwickshire y en gran

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parte están basadas en su propia vida.Sus viajes por Italia inspiraron sunovela siguiente, Romola (1863), unanovela histórica sobre el predicador yreformador Girolamo Savonarola y laFlorencia del siglo XV. Comenzada en1861, apareció por entregas en TheCornhill Magazine antes de publicarseen 1863. Después de terminar Romola,escribió dos destacadas novelas, FelixHolt, el Radical (1866), sobre lapolítica inglesa, y Middlemarch (1872),que trata de la vida y responsabilidadesmorales de la clase media inglesa en unaciudad de provincias. Daniel Deronda(1876) es una novela en la que ataca el

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antisemitismo y simpatiza con elnacionalismo judío.

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Notas

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[1] Shakespeare, Macbeth, acto I, escenaV. (Esta nota, como las siguientes, es dela traductora). <<

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[2] Se refiere a Pug's Tour throughEurope or, 71 he Travell d Monkey:containing His wonderful Adventures inthe Principal Capitals of the greatestEmpires Kingdoms and States (Londres,1824). Obra anónima que describe contoscas rimas los distintos países. <<

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[3] Protagonista de la segunda parte deEl viaje del peregrino El río sobre elque no hay puente es el de la muerte. <<

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[4] Juego similar al hockey. <<

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[5] De la cantata Acis y Galatea (1732),de Haendel, con letra de John Gay. <<

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[6] Alusión a la definición de la tragediade Aristóteles (Poética VI, 2). <<

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[7] El demonio que encuentra Cristianoen el Valle de la humillación, en El viajedel peregrino, de John Bunyan (1678).<<

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[8] Guia protector de Cristiana en lasegunda parte de El viaje del peregrino.<<

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[9] Heroína de la balada del mismonombre de Gottfried August Bürger(1774). <<

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[10] De la excursión, I, Wordsworth. <<

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[11] Referencia a Douglas A Tragedy deJohn Home (1757). <<

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[12] Durante el siglo xviii y principiosdel XIX algunos, jornaleros sin trabajoincendiaron pajares y enviaron cartasamenazadoras firmadas por el «capitánSwin» a los propietarios de máquinastrilladoras. <<

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[13] Referencia a Leaves from the NoteBook of a Naturalist, de W.J. Broderip(1852).. <<

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[14] > Aristóteles, Poética, XXII, 16. <<

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[15] Alusión a The Task, V, 29, obra deWilliam Cowper (1785). <<

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[16] «¡Deliciosa tarea!, criar el tiernopensamiento / enseñar a germinar a lajoven ide», de «La primaver» en Lasestaciones de james Thomson (1726-1730). <<

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[17] Personaje de La doncella de Perth,de Walter Scott (1828). <<

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[18] Sátiras, 11, 2, 79, Horacio. <<

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[19] Autor de novelas populares eintrascendentes. <<

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[20] Palabra hebrea que designa unasestatuillas de bronce y arcilla deformamás o menos humana Eran ídolosfamiliares comparables a los dioseslares o los penates latinos. <<

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[21] «Zeus fue ayer al Océano a reunirsecon los intachables etíope», Riada, 423;traducción de Emilio Crespo Güemes,Ed. Gredos. <<

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[22] Personaje de Guy Mannering, deWalter Scott (1815). <<

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[23] Génesis, 7,22. <<

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[24] Alusión a los protestantes quemurieron en la hoguera durante elreinado de María I Tudor (1553-1558),conocida como Bloody Mary. Estefragmento, al igual que otras referenciaspoco amables a los católicos, noaparece en las traducciones anteriores alcastellano de El molino del Floss. <<

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[25] Novela de Walter Scott, (1821. <<

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[26] Aria de Acis y Galalea, de Haendel(1732). <<

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[27] El infierno, Divina Comedia, deDante. <<

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[28] Madame de Staël, Corinne novelapublicada en 1807. La protagonista esuna famosa artista brillante yapasionada. <<

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[29] Rebecca, Flora Mac-Ivor y Minnason personajes de Ivanhoe, Waveley y Elpirata, de Walter Scott. <<

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[30] William Pinnock (1782-1843) fueautor de numerosos libros de texto; TheSketch Book of Geoffrey Crayon Gentes un conjunto de cuentos y ensayossobre viajes escrito por WashingtonIrving en 1819-1820. <<

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[31] Alusión al aforismo de Montesquieu:«Dichoso el pueblo cuyos anales en ellibro de la Historia permanecen enblanc». Recuerda otra frase similar,pero posterior en el tiempo, de Tolstoien Ana Karenina (1875): «Todas lasfamilias felices se parecen, pero lasfamilias desgraciadas lo son cada una asu maner».<<

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[32] Sir Andrew Agüe-cheek (donAndrés de Carapálida en la versiónespañola), personaje de Noche deReyes, de William Shakespeare. La citacorresponde al acto II, escena 3. <<

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[33] Protagonista de Tom Jones, novelade Henry Fielding (1749). <<

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[34] Opera de Michael William Balfe,1808-1870.<<

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[35] Del lamento de David por Saúl yJonatán (2 Samuel 1, 23). <<